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***
V iau da la vuelta por una vieja calle de casas desiguales, que parecen a
punto de desmoronarse tanto por un lado como por el otro y, algunas
de ellas, como ancianos que se sostuvieran en sus bastones. La acera era
demasiado estrecha para marchar sobre ella con el paraguas abierto sin rascar
las fachadas y tiene que andar por el centro de la calzada, de piedras
desiguales. Viau reconoce el museo, con su fachada minuciosamente
esculpida. La casa de enfrente, a pesar de que la callejuela fuese estrecha,
estaba desalineada asomando sobre la acera; en la planta baja, también fuera
de alineación, izaba tres gruesos pilares para soportar los pisos. Bajo el
porche así formado, había el único lugar de la calle que estaba seco. Un
postigo de hierro, al parecer recientemente añadido, tapaba lo que debía ser
una vitrina. Todavía no había sido pintado. Lo dejaron allí con su
imprimación de minio.
Viau busca un buen rato el timbre que, al final, tanteando la puerta,
encuentra casi hundido en la moldura. Lo pulsó, pero no oyó ningún sonido.
Supone que el timbre zumbará lejos de él, en el piso. Su paraguas mojado,
que acababa de cerrar, le humillaba. Jamás había consentido en llevarlo. Pero
no había osado rehusar el de Maurice. No quería llegar, tampoco, mojado a
casa de Mangre.
Tiene un gesto pueril. Lo apoya contra la fachada, cerca de la gatera,
diciéndose que con una noche semejante pocos transeúntes pasarán por allí y
que, si pasa alguno, lo más probable es que no lo vea.
No ha oído aún ningún ruido en el interior. Llama de nuevo. Atraviesa la
calle y ve luz tras las persianas del primer piso. ¿Acaso el timbre está
estropeado? Tiende la oreja. Oye unos pasos en la escalera, después en el
corredor. Una voz que reconoce, pregunta quién va:
—Marcel Viau —responde él.
¿Recordaría Mangre su nombre? ¿Había sido pronunciado ante él? Oye
cómo retiran la cadena y el sonido de una gruesa llave girando en la
cerradura. En el vestíbulo no hay luz, sólo una bombilla en el rellano del
primer piso, que no se ve desde allí, de forma que los dos hombres están entre
sombras y deben acercarse el uno al otro para verse.
—Tengo necesidad de decirle algunas palabras —pronuncia Viau, que de
pronto se siente embarazado al preguntarse qué pensará el comerciante de
vinos de su visita.
Sin duda, fatalmente, la visita tenía relación con la partida de cartas. ¿Por
qué el ganador venía a ver al vencido? ¿Por piedad, para devolverle su
dinero? Era ridículo.
Había una explicación posible. Si Viau hubiera hecho trampas, por
ejemplo, habría podido tener remordimientos que le hicieran decidirse a dar
este paso insólito.
Esto le humillaba. Le humillaba estar, de esta forma, a merced de lo que
la gente pudiera pensar de él. ¿Es que el señor Maurice se preocupaba de la
opinión de los demás? Él estaba de acuerdo consigo mismo, indiferente a la
opinión de los otros, mientras que Viau, en la calle, en una ciudad
desconocida, forzaba una actitud porque un paseante desconocido le miraba.
Mangre permanece un momento inmóvil, verdaderamente sorprendido.
Su rostro no se distingue apenas. Sólo su camisa, pues se había quitado la
chaqueta, forma una mancha más clara en la penumbra. Se abre una puerta, a
la izquierda, la de una vieja botica, que exhala un frescor húmedo, de cueva.
—Suba —dice al fin.
Hace pasar a Viau delante de él. En el rellano, le precede, empuja una
puerta, y se encuentran en un comedor vulgar, como los que se venden en
serie en los grandes almacenes, lo que hace que Viau se encuentre un
momento derrotado. Encima de la mesa de roble de patas talladas, un busto
de Enrique II, también de serie y falso alabastro, los veteados rojizos, con
seis bujías eléctricas a su alrededor.
La puerta de la cocina estaba abierta. Sobre el fregadero, Viau apercibe la
vajilla sucia y deduce que su anfitrión estaba a punto de lavarla cuando él
llamó.
—Siéntese… No he abierto en seguida pensando que serían unos
golfillos… Algunos tocan el timbre para divertirse… No sabía que lloviera
tan fuerte.
Otra puerta entreabierta: la de un dormitorio en el cual, seguramente,
estaría la señora Mangre acostada y tendiendo la oreja a su conversación.
—Antes, cuando usted se marchó, oí decir algunas cosas que he creído un
deber venir a repetírselas… Siento molestarle a esta hora.
Mangre sigue en pie, vacilante. ¿Quizá tenía ganas de cerrar la puerta del
dormitorio y no se atrevía? Viau estaba también embarazado, preguntándose
si debía hablar mientras la mujer del vinatero pudiese escucharle.
¿No tenía miedo Mangre de que Viau hiciese alusión a la partida de póker
y a la suma que había perdido?
—Parece que el inspector principal de Rentas ha llegado de Poitiers y está
en Chantournais.
Mangre le mira de frente, con las cejas fruncidas.
—Pascaud dice que el inspector tiene la intención de visitarle a usted
mañana, a primera hora… Y es expresamente por usted por quien el inspector
se ha desplazado… ¿Comprende? He pensado que no estaría de más que le
advirtiera…
—Se lo agradezco.
Tal vez para darse un aire de firmeza, el comerciante marcha hasta el
aparador, del mismo estilo que la mesa y las sillas, lo abre, y toma una
pequeña botella tallada y unos vasos minúsculos con el borde dorado.
Esto sorprende también a Viau. Es la misma botella, los mismos vasos
que se encuentra uno en las casas de la gente humilde, esos objetos que se
reciben generalmente como regalo de bodas.
Mangre, a los ojos de todo Chantournais, era un canalla. El réprobo, el
ladrón. Se le acusaba de haber estafado unos centenares de miles de francos,
de haberse entregado a todas las trampas imaginables, y esperaban verle
acabar en prisión.
Y era este hombre quien, por la noche, en mangas de camisa, preparaba la
cena de su mujer, le servía en la cama; después, solo, en la cocina mal
iluminada, lavaba la vajilla. Era él quien habitaba en esta vieja casa, un piso
que no debía tener más de cuatro habitaciones, con un comedor de
empleadillo.
Vertía en los vasos de borde dorado un alcohol apenas coloreado que
parecía calvados.
—Pascaud está bien situado para saberlo —murmura como para sí
mismo.
Está tranquilo, dando con el borde de su vasito contra el de Viau.
—Ha sido usted muy amable viniendo a advertirme. No sirve de nada,
pero es muy gentil por su parte. Supongo que todo el mundo debe estar al
corriente…
—El harinero ha hablado en el café.
Tira del lado izquierdo de su bigote, como durante la partida de póker, y
ensaya una sonrisa llena de amargura.
—Supongo que esta vez esperan verme caer, ¿no?
No cesa de observar a Viau y da la sensación de que puede penetrar en
todos sus pensamientos. Hay en él cierta estupefacción al ver que su
adversario no se pone del lado de sus enemigos. Sin embargo, está aún a la
defensiva. No es hombre de los que se confían a la primera.
Se contenta con afirmar:
—Pero todavía no me han hecho caer.
Se sienta. Se levanta casi en seguida. La presencia de su mujer, acostada
al otro lado de la puerta entreabierta, le debe violentar.
—Si ellos logran atraparme, algunos caerán al mismo tiempo que yo… Y
no los pequeños. Gentes que se imaginan que por su situación están al abrigo,
saltarán también.
¿Quién le había hablado ya de esto? El señor Maurice. Poco antes, le
había dicho:
—Si él salta, arrastrará algunos con él.
¡El señor Maurice conoce bien a su hombre! Y esto apena a Viau. Ver en
Mangre esta sonrisa malvada, agresiva, este rictus felino en sus labios.
A decir verdad, no le comprende. No comprende nada, ni esta decoración
demasiado modesta, de una banalidad desesperante, de una mediocridad que
habría asqueado al mismo Viau, ni esta vajilla lavada tras una partida de
póker, ni estos recelos ante una mujer enferma, ni esta crueldad fría y
consciente, esta malevolencia gratuita.
Si él hubiera vivido en Chantournais o en un pueblo del mismo género,
también habría detestado a las gentes, los Pascaud y los otros: todos estos
burgueses solemnes y demasiado seguros de sí. Había atacado a uno en plena
calle, en Montpellier. Con un cabezazo en el estómago. Y le había robado la
cartera.
Pero él no tenía, pensaba, ese temblor cruel en los labios ni esa mirada
dura y helada.
¿Qué es lo que Mangre hacía con el dinero que ganaba con sus
trapisondas?
Él mismo se lo dice, al instante, sin que Viau se lo pregunte, quizá para
probarse que no teme a nada.
—Pueden venir cuando quieran… ¿Qué podrán quitarme?
Una mirada a su alrededor, al amueblado de serie, a los bibelots sin valor.
—Esto es todo lo que yo tengo a mi nombre y no hallarán otra cosa…
Todo lo demás está a nombre de mi mujer. Y no me tomo la molestia de
esconderlo. No pueden hacer nada contra ella. Y si me obligan a salir de aquí,
tengo cuatro buenas granjas que me darán para vivir…
¿Necesidad de seguridad? Quizá fuese eso. Viau no lo sabía. No conocía
hombres de este tipo y se sentía chasqueado, incómodo. Antes, en el «Café
des Tilleuls», estaba dispuesto a salir en su defensa y, ahora, todavía habría
sido capaz de defenderle, aunque sólo fuera por fastidiar a los otros.
Pero, en el fondo, Mangre le fastidiaba también, aunque en otro sentido.
Le inspiraba algo de piedad. Le imaginaba durante años y años luchando
contra todo el pueblo, sufriendo un rechazo más o menos mudo, tragándose
todos sus disgustos, arriesgándose día tras día a una catástrofe. Y todo esto
sin otra contrapartida que amasar dinero y ponerlo a nombre de su mujer,
comprar unas granjas para ponerse al abrigo de la necesidad.
¿Es que antes había conocido la miseria? ¿Guardaba un recuerdo tan
horroroso que juzgaba preferible arriesgarse a lo que fuese con tal de no
volver a caer en ella?
—Sin duda —dice el comerciante de vinos—, usted no se quedará mucho
tiempo en Chantournais, ¿verdad?
Había en sus palabras una malevolencia sorda. Esto significaba:
«Ahora que me ha birlado el dinero, es evidente que se largará en busca
de nuevos incautos…».
¡Como si Viau fuese un profesional!
Era un malvado. Era odioso. Gratuitamente. ¿Quién sabe? Quizá no
trabajaba por dinero ni robaba por él. A lo peor era por odio, por una especie
de sadismo.
La gente sabía que era un crápula. No tenía que esconder esta condición.
No tenía que defenderse. Al contrario. Habría sido capaz de jactarse de ello.
Viau se preguntaba si no procuraría aparentar también un estudiado aire
de traidor de película.
Cuando los encontraba en la calle, avanzaba con la mano extendida. Les
forzaba a estrecharle la mano. Y debía decirse, con júbilo:
«Tú me consideras un canalla… Dices todo lo que se te antoja a mis
espaldas… Me pondrías una zancadilla si pudieras… Azuzas a tus hijos para
que me vengan a tocar el timbre y a tirarme excrementos en el umbral… Pero
como eres una birria de hombre, un flojo, te ves obligado a estrecharme la
mano ante todo el mundo y a llamarme querido amigo…».
Y, cada día, entraba en el «Café des Tilleuls», donde nadie se atrevía a
rehusar jugar una partida con él.
Detestaba a Viau, también. No solamente porque le había ganado, sino
porque era joven, porque era fuerte, porque había encontrado a una chica
guapa, porque no estaba, como él, prisionero en un pueblo y porque, antes de
acostarse, no tenía que limpiar la vajilla y cuidar a una mujer adusta.
Viau venía de lejos. No hacía más que pasar. Se iría en seguida, con
dinero en los bolsillos, y podría hacer lo que le diera la gana.
Todo esto lo intuía Marcel confusamente y se sentía agobiado.
—¿Qué edad tiene usted? ¿Treinta años?
¿Qué significaba esto? Esa sonrisa que dejaba entrever una amenaza o
una regocijada advertencia:
«Ya verá más tarde… A los treinta años, todo es fácil… Se cree un
canallita… Hace juegos malabares con la vida y con la gente… ¡Pero espere!
Un día llegará que usted lamentará no tener cuatro granjas de buena tierra
para ponerse al abrigo de la venganza de sus semejantes…».
Un débil, en suma. Y Viau detestaba a los flojos. Tenía ganas de irse. No
se atrevía a levantarse en seguida y Mangre andaba a grandes pasos por el
comedor, parándose de vez en cuando para lanzarle una mirada oblicua.
—Un aviso vale un aviso, ¿no es eso? Usted hará lo que quiera del mío…
Ayer, estaban contra usted porque usted es forastero y ellos detestan aún más
aquello que no es de su mundo que lo que se odian entre ellos mismos…
Hoy, le han aplaudido porque les ha ayudado, sin querer, a revolcarme por el
suelo…
Mangre da dos pasos más, y sigue:
—Y a ellos no les fastidia menos el dinero que ha ganado usted en unos
minutos. Esa idea les quema la piel. ¡El dinero que usted «les» ha ganado!
Porque, en su espíritu, es un poco a ellos a quienes ha ganado… ¿Es usted
capaz de comprender esto?
Habla sin pausa, con voz cortante:
—Mañana se preguntarán quién es usted en realidad, de dónde viene…
Ayer ya hacían comentarios al respecto… Se le ha visto descender de la
estación y se sabe que, por así decirlo, no trae equipaje… Se sabe también
que está con una mujer y que no están casados… Usted no es viajante de
comercio; usted no ha ofrecido ningún artículo. ¿Qué es lo que ha venido a
hacer a Chantournais, donde usted no tiene ni parientes ni amigos?
»Eso es lo que se empieza a decir. Y como el comisario de policía se
encontraba en la mesa vecina, uno de ellos, el contratista, Lunel, ese que tiene
aspecto redondeado y el apretón de manos tan cordial, le lanzó:
»—Ése puede ser un cliente para usted, comisario.
Mangre mira a su interlocutor a los ojos, con dureza, pérfidamente.
—Se lo digo por eso: mientras antes se largue, mejor le irá. Hay dos
lugares donde uno no puede entretenerse. Mire, usted está aquí a estas
horas… Llueve a mares y fuera no hay ni un gato… La casa de enfrente es un
museo y no está habitado. Pero eso no impide que mañana todo el mundo
sepa su visita.
Mangre no plantea preguntas. Habla él solo y su discurso es como un acta
de acusación. Esto podría significar:
«Yo soy un crápula, pero un crápula inteligente, un crápula a quien
acecha un peligro, pero que tiene cuatro hermosas granjas bien escondidas.
Por otro lado, yo soy de la comarca, tengo un pedigrée, juego a las cartas con
todos los peces gordos y, si he hecho marranadas, he tenido el buen cuidado
de mezclar a gente importante que removerán cielo y tierra con tal de evitar el
escándalo…
»Mientras que usted, con sus treinta años y su bonita querida, no es más
que un crápula de paso, un aprendiz, sin fiadores, sin escuela.
»Le descubrirán más pronto o más tarde.
»Ese día, será a usted y no a mí a quien harán de lado sin temor…».
Estos pensamientos le consolaban. Daba la impresión de que le hubiera
gustado ver asomar el miedo al alma de Viau. Le espiaba, impacientándose al
verle continuar en calma, apenas un poco embarazado.
Era una sorpresa. Viau esperaba cualquier cosa, salvo esta agresión por
parte del hombre del cual se había apiadado, momentos antes, y por el cual
sintió una cierta simpatía que le impulsó a ayudarle.
—Mañana, a las nueve, se pondrán a revolver en mi caja y en mis
libros… No es la primera vez que se dejan llevar por su fantasía… ¡Bueno!
Si usted se empeña en quedarse en Chantournais a pesar del consejo que le he
dado, le prevengo que mañana por la tarde estaré en el «Café des Tilleuls»,
probablemente, en compañía del famoso inspector principal, que me llamará
«querido amigo», a menos que se haya largado ya presentándome sus
excusas…
—Discúlpeme… Parece que me llaman.
Hubo como una llamada queda en el dormitorio y Mangre se precipitó
hacia él, como el hombre que no tiene la costumbre de hacer esperar a su
mujer. Viau se levanta. No se atreve a salir de la habitación. Oye unos
cuchicheos y, luego, el comerciante atraviesa el comedor, penetra en la
cocina, y vuelve con un vaso de agua.
—Un instante. Es la hora de su medicina…
Todavía dos o tres minutos más de cuchicheos.
—Bueno. Excúseme si no le he dado las gracias todavía… Ha sido usted
muy amable, pero yo no quisiera dejarle la impresión de que tengo miedo o
de que corro peligro… Le deseo buena suerte. Cuando usted tenga diez años
más, quince años más…
No termina su pensamiento. Viau, de pie, busca su sombrero, que
encuentra sobre una silla.
—¿Un vasito?
—No, gracias.
—Ya he notado que usted tiene el coraje de dejar de beber cuando quiere.
Eso es muy bueno, indispensable… Reconozco que no me esperaba la derrota
de esta tarde en la partida…
Había algo malévolo detrás de las palabras, algo apenas velado, una
alusión.
En fin, que en pocos minutos, muy finamente, acababa de desnudar a
Viau, que se había molestado por rendirle un servicio: no había levantado la
voz, no había empleado ninguna palabra malsonante, sin decir nada ofensivo
o desagradable para él.
Esto hacía que Viau se sintiese como un aventurerillo de paso, un granuja
de pacotilla, que tenía mucho que aprender aún, borracho hasta el colmo,
apenas capaz de no beber en ciertas ocasiones.
—Cuidado en el primer escalón. Está algo más bajo que los otros.
Mangre desciende tras su visitante. Retira de nuevo la cadena y da la
vuelta a la llave en la cerradura.
—Mañana, pues, si usted sigue entre nosotros…
Llueve todavía. La calle no es más que una zanja mojada, una raya,
estrecha y negra, barrida por un aire helado. Mangre está con la puerta
entreabierta, escuchando alejarse los pasos de su huésped y Viau no se atreve
a recoger el paraguas que había dejado apoyado contra el postigo de la botica.
Esto era absurdo. Una debilidad y, hasta si quería, algo humillante. Tenía
vergüenza de su paraguas, de haberlo dejado allá. Mangre tenía razón: él era
todavía joven; tenía miedo de la gente, de una sonrisa, de un pensamiento que
adivinase en un transeúnte.
Sube el cuello de su chaqueta. El agua ya le salpica la espalda. Esto era
todavía más idiota si se piensa que no tenía más ropa que aquélla.
Llega a la esquina de la calle cuando oye cerrarse la puerta de Mangre.
Durante un segundo, tiene la intención de volver sobre sus pasos y recoger el
paraguas que, además, no le pertenece. Pero ¿no será aún más penoso si
Mangre le sorprende entonces, volviendo a abrir la puerta?
Alcanza la calle Gambetta. No hay más que un par de personas en la calle
en esos momentos; cree escuchar a lo lejos el rumor de unos pasos, y percibe
una silueta que franquea la zona de luz de una farola de gas.
Como una vaharada, le llega el recuerdo de Poitiers, cuando cursaba
Derecho. Viau recorría por las noches las mismas calles, con la misma
pavimentación, la misma lluvia, los mismos reverberos de tanto en tanto, con
los postigos cerrados, los anuncios de las tiendas gimiendo al viento, unos
pasos lejanos y, por aquí o por allá, una luz misteriosa, una ventana, las
persianas con una luz de tinte castaño y tras las cuales se ve a veces cruzar la
silueta de una sombra chinesca.
Se sorprendió al encontrar la puerta del hotel entreabierta, pues la noche
anterior vióse obligado a llamar para que le abriera el sereno. Sin duda,
habían dejado deliberadamente abiertos los pesados batientes pintados en
falso pino americano. En el vestíbulo, los sillones de mimbre, contra el
embaldosado de colores, brillaban al reflejar la luz que salía del comedor.
Después del crepitar de la lluvia y el rugido del viento, la calma allí
parecía más espesa, pegajosa, irreal. Literalmente, la calma resbalaba por las
espaldas, como un sudor, y Viau tuvo un sobresalto al oír moverse a alguien.
Da unos pasos hacia el comedor y ve a Maurice, que se vuelve con calma
hacia él.
Llevaba su habitual traje de cocinero, pero lo que cambiaba su fisonomía
eran las gruesas gafas de concha que se había puesto para leer el periódico,
que tenía desplegado en una mano, encima de una mesa cubierta aún de su
mantel blanco. Delante, una botella y un vaso.
Maurice ha debido notar, en seguida, que su huésped va mojado y que
habrá debido olvidar el paraguas, pero no hace ninguna alusión.
—Venga a tomar algo para calentarse —dice simplemente, levantándose
para buscar un vaso tras una puerta.
Se va arrastrando sus zapatillas sobre el linóleum. Cuando vuelve,
aconseja a Viau.
—Debería quitarse la chaqueta. Está empapado.
—Le pido excusas por haber olvidado su…
Maurice le interrumpe con gesto desganado. ¿Es que un paraguas tiene
alguna importancia?
Le explica, mientras llena dos vasos de vino de coñac:
—El viernes es muy raro que el sereno acuda a ocupar su sitio… Por la
mañana va al mercado a echar una mano a unos y otros, descargar las
carretas, destripar y desplumar gallinas… le pagan con vino y, vaso a vaso de
blanco, invariablemente, al fin de la jornada está borracho perdido… ¡A su
salud!
Era la segunda vez que Viau le escuchaba decir un párrafo tan largo sin
tomar aliento. Siempre con su voz neutra, sofocada. Siempre parecía hablar
en un tono demasiado bajo, como si temiera ser oído.
No debía tener ganas de ir a acostarse en la habitación de la patrona, pues
permanecía abajo, calentando el vaso con la mano, con ganas de volver a
sentarse. No se atrevía a invitar a Viau a que lo hiciese. Tampoco se atrevía a
mirarle de frente. Faltaba cierta cantidad de alcohol de la botella. ¿Se la
habría bebido ya?
Sus ojos, tras las gafas, que había olvidado quitarse, parecían aún más
hinchados. Al mismo tiempo, los dos círculos negros de la montura daban a
su rostro una nueva dignidad tal que se olvidaba uno del uniforme de
cocinero y las pantuflas.
—Le he visto… —pronuncia Viau, que no ha adquirido todavía la
costumbre, o la madurez, del silencio.
Y se sienta. Para complacerle, porque Viau tiene la impresión de que el
señor Maurice desea verle sentado ante él.
—Parece no tener miedo —añade al ver que el otro le mira con aire
apenas interrogante.
Y una extraña velada empieza, una noche en blanco, porque la
medianoche acaba de sonar y los dos hombres permanecerán allí hasta
después de las tres, hasta que la botella de coñac quede completamente vacía.
Dos o tres veces escuchan unos pasos blandos justo encima de sus
cabezas. Maurice escucha. A los pasos sigue una descarga del depósito del
agua del baño. Espera atentamente un instante, como en suspenso. Un
quejido del somier.
A la tercera vez, únicamente, murmura, como para excusarse:
—Es la vieja…
El resto del hotel duerme. Sylvie debería dormir, también. Ellos no tenían
sueño y, lo más extraño, es que no hablaban casi nada.
Al menos, no tenían una conversación seguida. No se conocían bastante.
Tenían ganas de conocerse. Eran dos hombres, uno de apenas treinta años, el
otro de unos sesenta o sesenta y cinco, pero persistía entre ellos, aun después
de algunos vasos de coñac, un pudor adolescente.
—Es un tipo fuerte… Porque hará no importa qué para zafarse…
Esto le gustaba a Viau, que el comodoro, repleto de humana experiencia,
le hablase con medias palabras, como a un igual, como a alguien capaz de
comprenderle.
¿Es que sus breves palabras no significaban «Mangre empleará unos
medios que nos repugnan…»? Lo que dejaba sobreentendido también que los
medios que el vinatero emplease estaban al margen de ellos. Es decir, que
ellos no eran como un Mangre.
Era ésta, quizá, la característica principal de su conversación. No se
decían nada de ellos mismos. No cambiaban confidencias. Ni las provocaban
en su interlocutor.
Todo lo contrario. Parecían evitar cuidadosamente el rozar esta cuestión.
Sin embargo, hacían como si lo supieran todo el uno del otro. Y quizá lo
supieran realmente.
Viau tenía la impresión de que nunca nadie le había conocido tan bien
como el hombre que había visto dos días antes por primera vez y al que había
robado sus economías durante la noche.
Los diez billetes de mil francos los volvería a poner en su sitio, detrás de
«El Angelus», de Millet; esto estaba decidido. Era algo que no tenía
importancia siquiera. Además, no era él quien lo había hecho. Fue Sylvie.
Mangre también había adivinado un montón de cosas, pero no de la
misma forma. ¿Cómo decirlo? Viau no hacía sino sentirlo confusamente:
Mangre era un hombre del país, un hombre como los otros del «Café des
Tilleuls», que había caído mal y se había amargado.
Seguro que refunfuñaba del aventurero. Le miraba con envidia y le
anunciaba catástrofes.
«Levante el campo…», le había dicho sustancialmente.
¿Quién sabe? Seguramente sería él mismo el primero en denunciar a Viau
al comisario de policía si se enterase de alguna cosa.
Con el comodoro era diferente. Ellos dos venían de fuera. No sentían la
necesidad de hablar de sus asuntos, de enterarse de sus mutuas cosas.
Sylvie, incluso, se habría sorprendido de encontrarles frente a frente,
separados por un mantel blanco, por una botella y dos vasos, en el comedor
donde no lucía más que una sola lámpara que hacía que la mayor parte de la
sala permaneciese en penumbras.
Estaban largos ratos sin hablar. Después bebían un sorbo. Viau encendía
un cigarrillo y sacudía la ceniza en el suelo.
—El mejor coñac que he bebido fue a bordo del «Mariette-Pacha» —dice
mirando el dorado licor.
—¿Ha navegado usted en el «Mariette-Pacha»?
—Primero como mozo de a bordo… Después como asistente del
sobrecargo. Fue él quien me vino a buscar a la sentina. Durante la travesía del
Mar Rojo hubo tres enfermos entre los empleados…
—Lo conozco.
—¿Ha atravesado el Mar Rojo?
—Y a bordo del «Mariette-Pacha», como pasajero…
Esto les agrada a ambos, el encontrar un punto de contacto.
—Con los pasajeros durmiendo en cubierta a causa del calor…
—Con las parejas juntándose detrás de los botes…
—La escala en Colombo…
—Por supuesto, el bar me estaba prohibido… Pero me hice amigo del
barman, que me pasaba de vez en cuando el fondo de una botella…
Y Viau sonríe, feliz. Tenía necesidad de sentirse aprobado. Le parecía, de
repente, que su ideal en la vida era convertirse en un hombre como Maurice,
arrastrar sus zapatillas en un hotel de provincias.
Era su indiferencia lo que envidiaba. Y su aire de saberlo todo, de
comprenderlo todo, de guardar imperturbablemente su dignidad. Porque tenía
dignidad. Durmiendo bajo un puente, en París, se adivinaba que habría
conservado toda su dignidad, que cada mañana, ante un pedazo de espejo en
equilibrio sobre el muro del muelle, se habría afeitado.
Digno y plácido y, sin embargo, lleno de inesperados pudores.
No contaba su pasado. No se jactaba de haber sido esto o aquello. No
decía más que había sido pasajero de primera clase a bordo del «Mariette-
Pacha», lo que era más que probable.
En sus ojos, un afecto y cierta ansiosa curiosidad.
Viau pensaba a veces en su padre, mirándole. Su padre era un poco como
Maurice con él.
Desde que se hizo un hombre, desde que tuvieron la misma estatura, casi
las mismas anchas espaldas, hubo en su intimidad esta especie de respeto del
uno por el otro.
Viau estaba meses, a veces más de un año, sin poner los pies en Saint-
Jean-la-Foi. Llegaba siempre sin avisar. Era raro que, durante sus ausencias,
se tomara el trabajo de enviar una carta o una postal.
Empujaba la puerta de la casa y decía:
—Soy yo…
Y su padre se levantaba. Estaban al mismo nivel. Se besaban en las
mejillas, tres veces, invariablemente: era un rito familiar.
Después, su padre preguntaba, como si se hubiesen separado la víspera:
—¿Qué tal?
Evitaba mirarlo con curiosidad, de pies a cabeza.
—¿Tienes hambre?
Empezaban siempre por comer lo que el viejo había preparado, con un
acompañamiento de gruesas tajadas del jamón que colgaba de una viga.
Hablaban de la viña, de los animales. Marcel preguntaba por los vecinos,
las vecinas, interesándose por los que se hubieran muerto, por los jóvenes que
se habían casado, sobre las niñas que habían jugado con él y que ahora
acababan de tener un bebé.
Nunca su padre le había preguntado: «¿Te quedarás mucho tiempo?». Y
Marcel se lo agradecía. Estaban entre iguales, al menos aparentemente, y esto
era, quizá, la causa de que guardase un verdadero culto hacia su padre.
Hasta el punto que, hacia las dos, cuando ya la botella estaba casi vacía,
experimentaba la necesidad de hablar a Maurice.
—En el fondo, yo soy un poco de por aquí… Tengo familia por el lado de
Chêne-Vieux… Mi padre vive a menos de cien kilómetros de Chantournais…
Tiene una viña… Es un hombre modesto que se conforma con lo que tiene…
Esto le vale la primera confidencia del comodoro.
—Yo nací en un tren, entre París y Marsella… Mi madre pertenecía a una
compañía de opereta… Tenía una bonita voz…
No dice nada de su padre. Nada en absoluto.
—Es posible que vaya a verle un día de éstos… No sé aún qué haré…
Viau hubiera tenido ganas de añadir: «Me encuentro bien aquí, no tengo
valor para ir más lejos…».
Era una revelación para sí mismo. Sentía la necesidad, de repente, de
reposar, de quedarse en cualquier parte una buena temporada. No tenía ganas
de abandonar pronto a este hombre con quien le unían unas ligaduras
misteriosas.
¿Cómo había tenido Sylvie la idea de este robo en su habitación?
No estaba borracho. No estaban borrachos ni el uno ni el otro. Habían
vaciado una botella de coñac, pero eran dos hombres. Todo lo más, se sentían
un poco pesados y sus pensamientos adquirían una ligereza a la vez más
fluida y sutil que en su estado normal.
Hay ciertas cosas que se sienten; hay la impresión de comprenderlo
maravillosamente todo, incluso si no se encuentran los términos para
expresarlo. Se entiende con medias palabras. Se es sensible a una mirada, a
un rictus de las facciones.
—Es una buena chica…
¿Por qué habla ahora de Sylvie?
—Y lo más gracioso, es que la conozco desde hace una semana y tengo la
impresión de haber vivido siempre con ella… Solamente…
¿Por qué no decírselo? ¿Es que Maurice no tiene talla suficiente para
comprenderlo? Contarle la sucia historia del robo de detrás de «El Angelus»
de Millet. Poner los billetes sobre la mesa. Explicar: «Yo no le conocía.
Apenas le había visto un momento. Estaba al final de mi camino, en el último
aliento. Puede ser que, si ella no hubiese tenido esa idea, si no me hubiera
casi forzado a hacerlo, lo habría echado todo a rodar esa noche… Habría
podido matar a cualquiera… Tenía ganas, para acabar de una vez… ¿No
comprende esto, usted…?». Pero Viau se retiene y no habla. Durante una
hora, al menos, guarda esta confesión en el estómago. La botella estaba vacía,
y Maurice no se decidía a ir a buscar otra. No era el dueño, después de todo.
Tenía que pasar cuentas.
De vez en cuando, miraba la pared, sorprendido, pareciéndole que les
dejaban demasiado tiempo tranquilos.
Y, en efecto, poco después que el reloj hubiese dado las tres, algunos
segundos después que el depósito del agua se dejase oír de nuevo en la
habitación de arriba, escucharon dos golpes quedos sobre el suelo del primer
piso, dados con un bastón o algo parecido.
—Perdóneme. Creo que me llaman —dice Maurice.
Sonríe sin pizca de amargura, a causa del «creo» lleno de ironía, que sabe
que su interlocutor aprecia.
—Si pasa delante, yo apagaré.
Eran como dos cómplices, marchando instintivamente sobre las puntas de
los pies. Se escucha el clic del interruptor. El comedor desaparece y suben
uno detrás del otro, a la luz amarillenta del piloto de la escalera. Se detienen
en el rellano. El comodoro dice:
—Buenas noches.
No se atreven a tenderse la mano.
CAPÍTULO SÉPTIMO
S e despertó la primera vez a eso de las seis, cuando un gran sol rojo y
como húmedo por la lluvia de la noche, se elevaba en un cielo aún un
poco indeciso. Se había olvidado de cerrar las persianas y toda la habitación
estaba iluminada. Una chimenea humeaba en un tejado. Sylvie dormía, de
costado, con las piernas encogidas y las rodillas apuntando a la barbilla, con
su reloj de pulsera sobre la mesilla, latiendo como un corazón minúsculo.
Se levantó para ir a beber agua en el lavabo, en el vaso de los dientes.
Tenía un poco de dolor de cabeza. Había oído unas voces, dos habitaciones
más lejos, en la de la propietaria del hotel o en la de Maurice, que ya debía
estarse vistiendo, mientras que abajo, en la cocina o en el sótano, se oía
remover el carbón con una pala.
Volvió a dormirse. Mucho más tarde, el ruido familiar del cepillo de
dientes le llegó al fondo de un sueño poblado de imágenes confusas.
Viau entreabre los párpados y ve la espalda desnuda y rosada de Sylvie
ante el espejo, su rostro reflejado allí, mirándose gravemente, ocupada en
depilarse las cejas con una pequeña pinza.
No lo hace a propósito, el permanecer inmóvil, no abrir los ojos de una
vez. Flota aún entre el sueño y la vigilia, con su cuerpo, sobre todo, embotado
todavía.
Desea llamarla, inquieto por un vago deseo. Si no lo hace es porque está
reflexionando contemplándola a través de sus pestañas semicerradas. Piensa
que es curioso, no haber poseído nunca una mujer tan bien hecha como ella,
un cuerpo tan esbelto, tan seleccionado, tan justo de proporciones, de piel tan
dulce y regular, y que, sin embargo, desde el punto de vista físico, le dejaba
casi frío.
Sylvie le da, sin querer, en el instante preciso, la solución a este
problema. Lo que le chocó, de improviso, al abrir los ojos, fue la expresión
de su rostro. Ella no se sabía observada. Le creía dormido. Viau continuaba
maquinalmente respirando al ritmo del sueño. Entonces, sola frente al espejo,
tenía una expresión que él no le conocía.
No era la animadorcita dócil que había encontrado al azar, una noche en
Toulouse y que le había seguido sin protestar. No era la compañera de tren a
la que lanzaba de vez en cuando una mirada ansiosa para asegurarse de lo que
pudiera decir o hacer, el respeto instintivo del hombre que se esfuerza por no
contrariar a su compañera.
Ya en el comedor, vestida con su nuevo vestido claro, le había encontrado
una personalidad más acusada. Sylvie parecía más limpia, más segura de sí y
como más independiente. Un poco, en suma, como si gustosamente hubiese
aceptado el segundo papel del reparto. Como si estuviese siempre dispuesta a
volverse ella misma.
Ahora que Viau la veía sola, era a ella misma a quien descubría. Su
mirada, en el espejo, era calma y reflexiva. A veces, sus labios se movían,
como si balbucease palabras sueltas de su discurso interior.
Y, a pesar de su desnudez, a pesar de la pose banal delante del lavabo de
porcelana, a pesar de sus pies desnudos sobre el linóleum y las pinzas de
depilar que ella manejaba, Viau se sintió impresionado.
Le parecía que era una igual la que tenía a su lado desde unos días antes,
y hasta era posible que fuese más inteligente que él. ¿No habría hecho otra
cosa, en los últimos años, que bailar en los cabarets de provincia? De repente
surgió la duda. Viau se sentía ahora intrigado por su pasado. Sylvie no le
había dicho nada de ella, sino que era de Berry y que había nacido en el
campo. Es verdad que él tampoco le había preguntado nada. Simplemente,
para sus adentros, había decidido que no era más que una bailarincita sin
importancia.
Viau nunca había conocido el amor físico más que con chicas vulgares,
con carne abundante, de preferencia, a las que pudiera tratar con la brutalidad
desdeñosa del macho.
Le habría gustado saber la hora. No quería alargar el brazo para coger el
relojito de encima la mesita de noche. Tampoco quería preguntárselo a
Sylvie, no quería que viese que estaba despierto.
Viau seguía fingiendo dormir. Sylvie debía estar preocupada; su vida
interior, o sus reflexiones, le ponían dos finas arrugas en medio de la frente y
un fruncimiento en la base de la nariz. Sylvie no miraba hacia la cama y
como él se adormecía de vez en cuando, sus miradas no se encontraron.
Se viste con cuidado. Abre su bolso, se asegura que le queda un poco de
dinero. Ya vestida, se calza para mejor estirar las medias. Viau piensa por
segunda vez en retenerla, sin decidirse, llamarla a su lado, al darse cuenta,
casi una revelación, de lo magnífico de sus piernas.
Esta vez fue timidez: Viau no se atrevió. Cierra los ojos y siente cómo
ella se vuelve hacia él, para observarle. Como está sudando, Sylvie abre la
ventana y sale de la habitación de puntillas.
La mañana ya debía estar avanzada. Viau puede darse cuenta por los
ruidos de fuera, sobre todo desde que la ventana está abierta. Trata de
encontrar ese sueño voluptuoso de las mañanas que siguen a las noches en las
que se ha bebido demasiado, cuando el cuerpo es ultrasensible. Pero hoy es
inútil. Viau está fastidiado por la sensación de soledad.
Tiene miedo, por ejemplo, de que ella no vuelva.
Esto no es lógico. Sylvie había salido sin él en circunstancias parecidas.
No tenía apenas dinero y su bolsa de viaje se había quedado en la habitación.
Viau se dejaba envolver por la pereza. No tenía ganas de moverse y esto
le producía un sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no se aprovechaba de lo
que había ganado la víspera para largarse del pueblo?
Ya, por la noche, al retirarse, debería haber devuelto los billetes a la
habitación de Maurice. Viau se lo había prometido. Era una cosa convenida
consigo mismo. Si no lo hizo, fue por negligencia y porque tenía mucho
sueño, porque habría sido necesario esperar a que el comodoro estuviera
dormido.
Se encargaría de ello la próxima noche, desde luego. Y, seguramente, se
quedaría bastante tiempo en Chantournais.
Esto le inquietaba. ¿Por qué no tenía ningunas ganas de marcharse?
Estaba incómodo. Esto parecía un presentimiento y él había creído siempre
en los presentimientos; tenía siempre un sentido anticipado de lo que podría
resultar de esto o aquello. Siempre, también, había alzado la cabeza ante la
catástrofe, como una especie de desafío.
¿Qué catástrofe podía sorprenderle aquí? No sabía nada. El recuerdo de
su conversación con Mangre le resultaba penoso, lo que le había dicho de los
tipos del «Café des Tilleuls», de su actitud respecto a él, cuando no estaba
presente.
Era verdad, evidentemente, que ellos no le querían. No tenían ninguna
razón para quererle. No le admiraban. ¿Es que iba a tener siempre la
necesidad de ser querido y admirado?
Era verdad que el contratista le había dicho algo al comisario de policía…
¿Qué le dijo, exactamente? Ah, sí. Que quizá Viau fuese un cliente para él…
Esto le afectaba como una malevolencia gratuita, como una traición y, su
medio sueño, en lugar de atenuar estas impresiones, las agudizaba.
Si hubiera tenido coraje, se habría levantado de golpe. Se habría vestido a
escape. Habría recogido a Sylvie que debería estar abajo, desayunando. Le
habría dicho: «Nos vamos…».
No importa dónde. Tenía dinero suficiente para ir donde quisieran.
Y Sylvie le habría seguido. Esto era algo que ya no comprendía tampoco,
desde que había descubierto que ella tenía una personalidad casi igual a la
suya: ¿Por qué le seguía dócilmente cuando ella sabía de sobra que no la
llevaba a ninguna parte?
Sylvie no le quería. Era imposible que hubiese caído de golpe, por el
flechazo. Él tampoco había hecho nada por enamorarla. Viau no se había
mostrado como en sus días buenos. No se había tomado la molestia. Al
contrario.
No era una mujer apasionada. Aceptaba gentilmente sus brazos, sin más.
Y éstos habían sido raros, preocupado como estaba por otra cosa.
No tenía dinero y Sylvie lo sabía.
Sin embargo, vivían juntos como si jamás hubieran de separarse.
¿Y si Sylvie no volviese?
La criada cantaba en la habitación vecina, mientras hacía la limpieza. La
famosa camarera que estaba tan bien informada y que él no había visto
nunca. ¿Entraría, tal vez, en la habitación si creyera que él había salido?
Espera. Escucha ruido de escobas y plumeros en el corredor, pero ella se
dirigía hacia una habitación del fondo, sin duda hacia la de la patrona. Se
vuelve a dormir.
Cuando se despierta, con sobresalto esta vez, las campanas empiezan a
tocar y cuenta los doce aldabonazos del mediodía. Se levanta de un salto,
siempre con la sensación de haber cometido una falta. Se dirige al lavabo
para afeitarse. Siente que su dolor de cabeza ha aumentado. Tiene el cuerpo
laxo. Se acuerda que entre las cosas de Sylvie hay aspirinas.
Es en la bolsa o en la maletita, no lo sabe. Abre el maletín. Está en
calzoncillos, en la habitación ya caldeada por el sol. De abajo llegan los
ruidos de los platos y cubiertos. No encuentra, entre la ropa interior sucia y
apelotonada, el pequeño tubo que busca. Al meter la mano en un bolsillo
lateral, encuentra un objeto redondo, que retira. Arruga la nariz al reconocer
el anillo de su compañera.
Su expresión se torna dura. Olvida su dolor de cabeza y comienza a
asearse rumiando su cólera.
Viau está casi listo. No le queda más que ponerse los zapatos, la corbata y
la chaqueta, cuando oye en la escalera los pasos vivos de Sylvie. Unos
instantes después, ella abre la puerta con precaución, creyéndole aún
dormido, y exclama:
—¿Te has levantado?
—¿Dónde has ido?
—He estado dando una vuelta. Tenía algunas cosas que hacer…
—¿Otro anillo para vender?
—¿Qué quieres decir?
Sylvie ha debido adivinar, pues busca maquinalmente la sortija en la
cómoda, mirando al maletín, preparándose para mentir.
Viau saca la joya del bolsillo de su pantalón.
—Creí que la habías vendido.
—¿No comprendes por qué lo dije?
—No.
—No era el momento, en el estado en que estabas…
—Perdona. No tan de prisa… ¿En qué estado estaba yo, por favor?
—Estabas exasperado, bien lo sabes.
Sylvie tenía ventaja sobre él. Venía de fuera. Había tenido tiempo de
desprenderse completamente de la lasitud y sudores de la noche. Estaba
limpia, en plena posesión de sí misma.
En cuanto a Viau, andaba por la habitación en calcetines y sólo esto le
parecía que le ponía en una situación de desventaja.
—¿Tenías prisa por comprarte un vestido, no es eso? ¿Era eso lo más
urgente de todo?
—No podía pasearme todo el día con un vestido de seda negro, en esta
estación, y sobre todo en este pueblecito, sin llamar la atención…
Viau se planta delante de ella, dispuesto a sacudirla si no le da una
respuesta satisfactoria.
—¿De dónde birlaste el dinero?
—El tendero me lo fió… Le prometí que pasaría hoy a pagarle… Iré
ahora mismo.
—No.
—¿Qué quieres decir?
—Que iremos los dos juntos… Seré yo quien le pague.
—Escucha, Marcel…
—¿Vas a mentir aún?
—Voy a decirte la verdad… No he comprado el vestido de fiado, porque
seguramente no me lo habrían vendido…
—¿Entonces?
—El dinero, lo he pedido en el hotel… Ellos tienen costumbre, al
parecer… Tenían la garantía de nuestras maletas. He pedido prestados cinco
mil francos…
—¿A quién?
—A la caja… al señor Maurice…
—Se los devolveré yo mismo.
—Como quieras.
Podía ser. Era plausible, pero Viau continuaba sintiéndose inquieto.
Sylvie había recobrado su aplomo y decía:
—Pero harías mejor no preocupándote de esta tontería… Pasan cosas más
serias.
Y como Viau se volviese con demasiada inquietud:
—Nada grave, te lo aseguro… Al menos, por ahora. Es preciso que te
ponga al corriente ahora mismo. Cuando he bajado, hacia las diez…
Eran entonces las diez cuando la observó durante tanto rato.
—La patrona estaba abajo. No me había visto nunca y yo tampoco la
había visto a ella, pues ha estado varios días encerrada en su habitación… Su
crisis debe haber pasado… Anda con un bastón. Es una mujer enorme, con
unos bigotes y unos ojos que brillan como nunca he visto brillar otros… Yo
estaba aún en la escalera cuando ella me miró y yo comprendí en seguida que
me detestaba. Espera… Verás por qué te doy todos estos detalles…
Sylvie enciende un cigarrillo y, al hacerlo, su mano traiciona un cierto
nerviosismo, contrario a su aparente calma.
—Ella estaba en la caja, con el libro de viajeros abierto delante y una
pluma en la mano… El señor Maurice estaba de pie, cerca de la caja… Tenía
un aire contrariado, apenado… Había una tercera persona con ellos, la pipa
en los dientes, el sombrero en la cabeza… Creí que el señor Maurice me
hacía una pequeña seña, como para decirme que no me detuviera… No estaba
segura… Tenía mucha hambre… Me aproximé y pregunté:
»—¿Hay forma de tomar mi desayuno?
»La mujer me miró malévolamente y replicó:
»—No tenemos costumbre de servir los desayunos a estas horas.
»—Café, al menos —insisto.
»El señor Maurice hace un movimiento como para ir hacia la cocina,
cuando ella brama, categórica:
»—¡No hay más café!
»El hombre de la pipa me observaba. Le había debido decir, mientras
bajaba la escalera: “Es ella…”».
Sylvie se interrumpe y pregunta:
—¿Qué te pasa?
Porque Viau había palidecido. Sentía acercarse la catástrofe. ¿No había
tenido la intuición esta misma mañana?
—No tengo nada. Sigue.
—Esto no es tan grave como crees…
—Va, sigue.
Sylvie no sabía lo que Mangre le dijo por la noche. Ella no estaba al
corriente de la historia entre el contratista y el policía.
—Tú sabes cómo se tratan las mujeres entre ellas… Como estaba tan
desagradable, he querido hacerla rabiar a mi vez… La caja está en el
vestíbulo… Entre las dos puertas, hay un sillón de mimbre. Me senté en él, a
tres metros de ellos, y comencé a empolvarme tranquilamente…
»Por un momento creí que ella saldría de detrás del mostrador para venir
hasta mí y arrojarme a la calle o darme un bastonazo.
»Miraba ferozmente a Maurice con el aire de decirle: “¿No puedes hacer
cualquier cosa?”.
»Se callaron los tres, embarazados, lo que prueba que se disponían a
hablar de nosotros a mi llegada…».
—¿Cómo era el hombre de la pipa?
—Pequeño, moreno, ancho de espaldas, las mangas hinchadas por los
bíceps, una especie de corso…
—Es el comisario de policía.
—Ya lo sé… ¿Lo habías conocido ya…?
—Poco importa. ¡Sigue!
—Se quedaron algún rato sin decir nada… El comisario, para disimular,
acabó por coger el registro de viajeros y lo recorrió con los ojos… Después,
murmuró:
»—En fin… Veremos todo esto después… Envíenmelo, por si acaso…
—¿A mí?
—Espera. No te excites.
—No me excito.
—Se marchó después de estrecharle la mano a Maurice…
—¿Estás segura de que le estrechó la mano?
—La policía y los hoteleros hacen siempre buenas migas, tú lo sabes
bien… Al menos, lo aparentan… Esto no quiere decir nada. No te metas
ideas raras en la cabeza… La patrona se quedó en su sitio… El señor Maurice
no se atrevía a alejarse. Delante de ella se vuelve pequeño, por decirlo así…
Me fui a dar unos pasos por la calle. Sabía que encontraría el medio de
hablarme…
—¿Cómo estás tan segura de eso?
Una sospecha toma cuerpo. ¿No había sorprendido ya signos de
inteligencia entre ellos? Le había prestado dinero. Les había visto en animada
conversación. Era ella la que había tenido la idea del robo de los diez mil
francos. Recibía de otro todos los informes que pretendía obtener de la criada
fantasma…
Viau tenía horror de no comprender. Toda su vida le había perseguido la
idea de que la gente se burlaba de él.
Sylvie se encoge de hombros.
—No sé qué es lo que te crees… ¿Te imaginas, acaso, que me acuesto
con él?
¿Y quién lo sabe? ¿No lo había pensado ya?
—Esperé un buen cuarto de hora. Al fin, acabó plantándose ante la
puerta, como es su costumbre, con su servilleta en la mano. Me hizo
claramente una señal para que fuese a la esquina de la primera calle y, cuando
llegué, él empezó a andar lentamente por la acera, como si tomara el fresco.
Me ha dicho…
Viau la mira fijamente. Sabe bien lo que espera oír.
—Me ha dicho que el comisario ha pasado, como hace de vez en
cuando… Vive cerca de aquí… Es un inspector, generalmente, quien revisa
el libro de viajeros, pero el comisario viene a veces en persona, en plan de
vecino, como amigo. Pregunta cualquier cosa y…
—¿Cómo te ha dicho Maurice todo esto?
—No sé qué palabras ha empleado… Poco importa…
Justamente, es esto lo importante, no lo demás. Sylvie había repetido
antes las frases, palabra por palabra. Ahora que se trataba de Maurice,
resumía. ¿Por qué no había podido repetir sus palabras? Porque había algo
entre los dos. Porque ellos se conocían de antes de Chantournais, estaba casi
seguro. Todo se aclaraba. Comprendía esa especie de curiosidad que Maurice
sentía hacia Viau. Y comprendía la benevolencia que le había dispensado y
que le había hecho suponer Dios sabe qué afinidades.
—Sigue. Poco importa si mientes.
—No miento.
Sentado en el borde de la cama, lanza sus zapatos lejos, como si se
apartase de ella, como si se encerrara de nuevo en su altanera soledad.
—¡Habla!
—No hago otra cosa. Eres tú quien me interrumpe todo el rato. Bien. El
comisario, que se llama Colombani, ha hecho algunas preguntas sobre ti,
sobre nosotros…
—Ya estaba advertido.
—¡Ah! Podrías habérmelo dicho, pues.
—¿Qué es lo que el señor Maurice te ha contado, además?
—Nada. Le ha enseñado el registro. El comisario ha visto que estábamos
inscritos regularmente. Le ha preguntado si teníamos aspecto de instalarnos
por mucho tiempo. Ha preguntado también si Maurice había revisado tus
papeles…
»—He visto su carnet de identidad —respondió él.
»—Quisiera echarle un vistazo yo también… ¿No va a bajar?
»—No lo sé. Se levanta tarde… No se acuesta temprano.
»—Envíele a mi oficina cuando baje… Dígale que es una simple
formalidad.
—¿Es todo?
—Ha hecho otras preguntas sobre mí: si parecíamos estar juntos desde
hace tiempo, si yo no había hablado de Toulouse, si no tenía pinta de boba, si
disputábamos, si teníamos muchas maletas…
—¿Y Maurice qué ha respondido a esto?
—Ha afirmado que nuestro aspecto es natural y que no damos la
impresión de ser una vieja pareja.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí… ¿Qué es lo que tienes?
—Nada.
—Estás pensando algo.
—Si pienso algo, no te importa. Por ahora no tengo intención de poner a
Maurice al corriente e, indirectamente, al comisario de policía…
—Eres un estúpido.
—Quizá.
—Quiero decirte algo a propósito del fulano de Montpellier… Fíjate que
fuiste tú quien me habló primero, sin que yo te preguntase nada… ¿Seguro
que el tipo ese no tuvo tiempo suficiente para verte y reconocerte?
—Seguro y cierto.
—¿Estás seguro también de que saliste de la boite antes que él?
—No estoy loco.
—Porque si hubieses salido después…
Viau ironiza.
—Me tomas por un chico del coro de la iglesia, ¿verdad? Se habría
establecido en seguida una relación entre mi salida y la suya. ¿Es esto lo que
quieres decir? ¡Bien! No, yo salí muy naturalmente delante de él y nadie me
vio acechando fuera: no pasó ni un gato por la calle. No había nadie en las
ventanas…
—¿Y en la estación?
Esto le pone furioso. ¿Qué necesidad tiene ella de pronunciar las palabras
que pueden inquietarle? Desde hacía una semana pasaba mucho tiempo
asegurándose, repitiéndose que había pensado en todo, que no había dejado
ninguna huella tras de sí.
—Ya te he dicho que no soy un monaguillo.
—¿Tú sacaste el billete?
Evidentemente, en plena noche, las estaciones están vacías y un viajero
no pasa inadvertido. ¿Qué necesidad tenía ella de obligarle a revivir todo
esto, todo lo que Viau no quería recordar, y ponerle el dedo en los puntos
débiles?
Había vacilado, en efecto. Se preguntó si era mejor sacar el billete en la
taquilla o subir al tren sin billete. Era fácil, pues a la izquierda de la estación
había un portalón que no estaba cerrado y que daba acceso a los andenes.
Era la solución que había escogido. Y como el tren estaba repleto, se
quedó en el pasillo, entre la gente adormilada que se sentaba en sus maletas.
Si el revisor hubiera pasado, Viau hubiera pretendido que no tuvo tiempo
de tomar el billete. Hubiera pagado el viaje y en paz, pero no había visto al
revisor. En Toulouse, tuvo cuidado en salir por la cantina…
—Eran aquellos billetes que me hiciste cambiar, ¿verdad?
Viau se encoge de hombros. ¿No era evidente? Tanto peor si ella lo
quería así, si le acusaba de haberlos arrojado por el water.
—Es preciso que reflexionemos antes de que vayas a la comisaría. Por lo
pronto, es demasiado tarde para que vayas esta mañana. Será mejor después
de comer…
—Bueno, eres tú quien decide.
Sylvie le responde, por primera vez, golpe por golpe. Por primera vez,
ella se conduce abiertamente como su igual.
—No creas que es supérfluo…
—Dicho de otra forma, que soy demasiado idiota.
—Escucha, Marcel, ¿has acabado, sí o no? Esto no será nada. Estoy
segura de que están solamente intrigados a causa de las partidas de póker y de
todo el dinero que has ganado… Pero, con estas gentes, vale más prevenirse.
Sylvie tenía razón, y precisamente porque tenía razón era por lo que Viau
se fastidiaba.
—Pero puede preguntarte cosas embarazosas… Sigue sentado.
Sylvie se sienta también, en la otra cama, frente a él, aplasta su cigarrillo
contra el cenicero y enciende otro.
—Es muy posible que los dos billetes hayan sido encontrados en
Toulouse… ¿Has cambiado más?
—No.
—Ya es algo.
—Gracias.
Sylvie no hace caso.
—Si fueron los mismos comerciantes quienes los llevaron al banco o a la
policía, habrán facilitado mi identificación. Una identificación de mujer es
siempre vaga… ¿Me preguntabas por qué tuve tanta prisa por comprarme un
vestido? Es por lo que me habías contado… Se habría hablado de una mujer
con un traje de seda negra, ¿entiendes?
Le humilla no haber pensado en esto.
—No te fijaste que he cambiado mi peinado… ¿Entiendes, ahora?
—Entiendo… Sigue.
—Dado que los billetes fueron cambiados en Toulouse al día siguiente
del golpe en Montpellier, se habrá pensado fatalmente en el tren… Esto no
implica nada, pues el revisor no te vio. Es probable que busquen a los
viajeros de tu vagón y que se les interrogue.
»Solamente…
Viau empieza a adivinar y el miedo le penetra brutalmente. La mira con
más dureza todavía. La hace casi responsable de lo que pueda ocurrirle.
¿Por qué esta mañana no había seguido su instinto y se había marchado
con ella o, mejor aún, sin ella?
—Si tienen los billetes, buscarán a una mujer. Y no es en la catedral
dónde irán a buscarla. Se pensará en seguida en los lugares nocturnos. En el
«Caveau» todo el mundo sabe que yo me fui. Como ignoran el porqué, no
tienen razones para ocultarlo; encima, el patrón debe estar furioso por
haberme marchado sin avisarle.
»Supongamos, ahora, que interrogan a mi compañera, Lea; ella no es
mala, no es capaz de jugarme una marranada a propósito, pero es tonta. Es
una estupenda chica tonta. Te ha visto: nos hemos acostado los tres en la
misma habitación…
»—Quizá, sin darse cuenta, Lea les ponga sobre la pista, diciendo que tú
eres así o asá, dándoles un detalle precioso…
»Por todas estas razones es preciso que reflexionemos…
Viau fuma a pequeñas chupadas, nerviosas, y, en ese instante, la detesta
por su calma, por esa lucidez que no la abandona jamás.
¿Qué arriesgaba Sylvie, en realidad? Siempre podía pretender que no
estaba al corriente de nada porque ella le conocía sólo desde Toulouse.
Porque, si le echaban el guante, sería a causa de ella, a causa de esa idea
estúpida que había tenido de liarse con una mujer. Porque tenía necesidad de
dominar a alguien, de tener a alguien que le admirara e hiciera su voluntad…
Se sigue más fácilmente la pista a una pareja que a un hombre solo.
—Lo que haría falta saber —dice Viau esforzándose en parecer
indiferente— es si han encontrado los dos billetes de mil.
—Comprende que ellos no nos lo dirán y tampoco lo publicarán en el
periódico. Pero hay algo que me confirma que no los han encontrado…
Suponiendo que hayan encontrado nuestras huellas…
Sylvie había dicho «nuestras» y Viau se lo agradecía. Después,
inmediatamente después, ya no sintió lo mismo. Sylvie tomaba, autoritaria,
un lugar demasiado importante. El primer puesto y, diríase, era ella quien lo
hacía todo; diríase que era el macho, que era la parte pensante y activa de la
pareja.
—Suponiendo que hayan encontrado nuestro rastro, no será, sin duda, el
comisario de policía quien venga a informarse, sino un inspector de la
brigada móvil… ¿Entiendes? No se habrían arriesgado a ponerte la mosca en
la oreja con este asunto de la verificación de identidad.
Así, Sylvie estaba al corriente del funcionamiento de la máquina policial.
Hablaba de la brigada móvil como alguien que la conociera. Y Sylvie conocía
a Maurice desde antes de llegar.
Estaba celoso, tontamente. No podía distinguir si eran celos de macho o
de amante o si estaba celoso de lo que ella hubiera podido hacer con Maurice
o con otros o, simplemente, de su superioridad.
En Niza le habían tratado de «medio-macho», es decir, de aficionado. Y
he aquí que, ante ella, representaba un poco el papel de aficionado. Sylvie
pensaba en su lugar. Era ella quien calculaba el pro y el contra. ¿No iría
Sylvie, en seguida, a dictarle las respuestas para el comisario?
Proseguía, imperturbable:
—Está la cuestión de los hoteles…
Tras breve pausa, continúa:
—En Angulema olvidamos inscribirnos. Llegamos tarde, ¿te acuerdas?
—¿Pero en Bordeaux?
Se habían inscrito con su verdadero nombre. Pero era un hotel de tercer
orden donde, seguramente, no irían a buscar su rastro.
—Si el comisario te pregunta de dónde venimos…
La gente de Chantournais les había visto descender del tren de La
Rochelle. Era, pues, imposible borrar esta ciudad de su itinerario. Podían
haber llegado a ella en el tren de París. El tren de la noche, por ejemplo,
porque no habían dormido en La Rochelle. Solamente había una vía más
directa para llegar de París a Chantournais, por Niort.
—Podía no saberlo o haber pasado Niort sin darme cuenta, mientras
dormía…
—¿Y en París?
Viau siente un verdadero temblor interior. No era Sylvie quien estaba
frente a él, sino el comisario de policía en persona.
Sylvie se mostraba implacable.
—Debemos buscar, ¿comprendes?, poner las cosas en su sitio, estar bien
de acuerdo los dos para que yo no me corte si nos interrogan por separado…
—¿Y si nos fuéramos?
Una estupidez, Viau se da cuenta en seguida.
—Entonces sí que estaríamos identificados. Vamos a comer y no pienses
más… Estoy segura de que no hay peligro; sienten curiosidad, en
Chantournais, por saber quién eres. No es bueno ganar demasiado dinero a
los burgueses de un pueblecito. Te hacen buena cara, al primer momento…
Luego, te desuellan vivo.
Sylvie habla como Mangre y Viau la detesta. Rechifla, con sorna:
—¿Y si me interrogan por el asunto del anillo?
—¡Imbécil! Ponte tu corbata y vamos.
Deben pasar por delante de la viuda Roy, que señorea en su caja después
de dos semanas de crisis. Viau siente en su nuca una mirada de odio.
¿La viuda les detesta a los dos? Sin duda, por causa de Sylvie. Puede que
estuviese celosa al saberse impedida en la cama mientras en el hotel estaba
una chica joven y guapa, con su amante revoloteando alrededor de ella.
Tenían ya su mesa, sus costumbres. Se sientan uno delante del otro,
separados por el mantel y la fuente de los entremeses, en los que se juntan el
rosa de los rábanos, el rojo redondo de los tomates, el verde de las aceitunas y
el dorado de las sardinas en aceite.
Viau tiende la mano hacia la botella de vino. Su mirada tropieza con la de
Sylvie y su mano no va más lejos. Baja la cabeza sobre su plato, suspirando.
CAPÍTULO OCTAVO
E l más bajo de ellos, de unos cincuenta años de edad, con cara de buena
persona y más acostumbrado a recibir broncas que a darlas, estaba
encaramado en una silla alta, ante un registro abierto sobre su pupitre en
plano inclinado. Resultaba fascinante mirarlo. Los dos, el hombre bajito y el
agente de uniforme, de cabeza colorada, resultaban fascinantes al mirarlos.
El agente de uniforme hablaba como algunos de esos tipos que no tienen
necesidad de que se les estimule, ni que se les escuche.
—He tenido a bien decirle que con la tormenta que había en el aire los
barbos no picarían su cebo vegetal, pero se ha obstinado en ello… Ya le
conoces… Es suficiente que se le diga cualquier cosa… Porque ha pescado
una madrilla como la mano, se cree que…
Y, hablando, hablando, pasaba un cabo de sedal por sus labios, para
humedecerlo. Tenía un anzuelo minúsculo entre el grueso pulgar y el grueso
índice, que levantaba contra la ventana, acertando a anudarlo a la primera, sin
precipitarse, para añadirlo a continuación a los otros, de los que ya tenía más
de una docena ante sí.
—Cuando atrapé la carpa de tres libras y le pedí que me tuviera la
redecilla, porque el talud estaba resbaladizo, él me respondió…
Era tan monótono que, incluso con un esfuerzo, no se podía permanecer
mucho rato atento al significado de las palabras; se escuchaban sólo las
sílabas, que se devanaban como una madeja.
El más bajo, desde su alta silla, mojaba su pluma en el tintero con una
regularidad de autómata. El registro era demasiado grande para él. Tenía
aspecto de registro de fantasía, como para muestrario de un papelero
especializado en libros rayados o para una exposición; debía contener miles
de folios, pues tenía al menos diez centímetros de espesor.
¿Qué circular reciente u oficio ministerial había impuesto al hombrecillo
el trabajo al cual se entregaba con el ritmo de un metrónomo?
En cualquier caso, hiciera lo que hiciese, habría comenzado partiendo de
cero, en cada página. En la primera columna, había unos nombres escritos en
redondilla. ¿Por qué escogía unos nombres antes que otros? Siempre que veía
alguno de los que seleccionaba, sin vacilación, tiraba de la regla y lo
subrayaba con una línea. Después que limpiaba la regla con un pequeño
secante, mojaba la pluma en la tinta y recomenzaba un poco más abajo.
Señalaba tres, a veces hasta cinco nombres por página. Había llegado a la
letra J. ¿Tal vez señalaba los nombres de los que se habían muerto?
Finalmente, Viau, que seguía su manejo, intrigado, observó que, si hacía
su elección con tanta desenvoltura y seguridad, era porque había unas cruces
a lápiz en el margen.
¿Quizá el pequeño escuchaba al otro? De vez en cuando cabeceaba
asintiendo —siempre en el momento en que secaba la regla— y murmuraba
con convicción:
—Evidentemente…
Las ventanas de la comisaría se abrían sobre el parque municipal, donde
los mirlos se perseguían a través del césped. Más lejos, los niños jugaban
bajo la vigilancia de las mamás, sentadas en los bancos pintados de verde.
Todo esto le parecía de una singular futilidad. Un hombre mayor, en
plena madurez, que tenía sin duda una mujer y unos hijos, que tenía,
seguramente, pasiones, que durante años y años, más de treinta, había estado
adquiriendo una experiencia de la vida, y que pasaba sus horas, con la punta
de la lengua entre los labios, en trazar rayas en un registro con la
preocupación de no equivocarse de línea y no dejar manchas.
El otro, grande y fuerte como un mozo de matadero, capaz de cualquier
esfuerzo muscular, capaz de estrangular a un hombre con una sola mano,
chupaba los cabos de crin para remojarlos y poderlos fijar mejor en los
anzuelos, para irse a pescar al día siguiente.
Y él, Viau, entre ellos, el pecho oprimido, un goterón de sudor en la
frente, porque era, tal vez, su destino lo que se estaba jugando. El pequeño le
había mirado. Después, le miró el otro.
Fue el pequeño quien preguntó:
—¿Qué quiere?
Visiblemente irritado por haber sido interrumpido en su trabajo, en su
mecánica tan bien reglada de hombre eficiente, de funcionario ejemplar entre
sus formularios a rellenar con esotéricos términos o con sus sellos de
interdicción para marcar Dios sabe qué papeles.
—Quiero ver al comisario.
Una mirada al reloj, que señala las dos y cuarto.
—Si quiere sentarse un momento…
Había un banco negro, sin respaldo, a lo largo del muro, bajo los anuncios
oficiales, muchos de ellos amarillentos, picados por las moscas, ya
caducados. Viau no se sienta. Enciende un cigarrillo. El monólogo a
propósito de los barbos, las madrillas, las pencas y las carpas, había
continuado.
Después de un cuarto de hora, exactamente, Viau había preguntado:
—¿El comisario no puede recibirme todavía?
Porque ninguno de los dos hombres se había tomado la molestia de
anunciarle en el despacho vecino. ¿Es que estaba ocupado? No se oía ningún
ruido en esa habitación.
—No ha llegado todavía.
Y después de una nueva mirada al reloj administrativo, uno de esos
relojes que se debían enviar en serie, como las circulares, a todas las
comisarías de Francia, había añadido:
—Ahora no tardará… Ya pasa un poco de su hora.
Sylvie le había dejado en la puerta de la comisaría, igual que se lleva a un
niño hasta la puerta de la escuela. No era lo más adecuado, ni mucho menos,
para darle ánimos. Sylvie debería haber ido a comprarse unas medias a un
almacén que él le había señalado, unas puertas más allá. Esto no impedía que
él se sintiera humillado. Pero lo había querido así. Ella le había dicho:
—Ten calma. No te irrites, sobre todo, si se muestra desagradable.
Era esto lo que le había irritado. Mientras venían del «Hotel de l’Etoile» a
la comisaría, se habían encontrado con Mangre. Éste tenía, en una calle, cerca
del puente, un pequeño restaurante que pasaba por ser el mejor del pueblo e
incluso de la región, uno de esos bistrós donde la patrona hace la comida y
donde se sirven platos suculentos sobre un tapete de papel, en tosca vajilla de
loza.
Mangre salía justamente en ese momento, acompañado de un hombre que
terminaba de comer bien, de beber mejor, y con todo el rostro respirando
satisfacción. Era el inspector de Rentas, sin lugar a dudas. El vinatero le había
atrapado. Ambos hablaban animada y cordialmente, haciendo gestos y, de
tiempo en tiempo, uno u otro, ponía familiarmente la mano en la espalda de
su compadre.
Mangre, sin abandonar su conversación con el otro, había visto a Viau y a
Sylvie como se ve a la gente entre la multitud, sin reconocerlos.
Tenía razón, la víspera, en lo que concernía al inspector. Tenía razón
también en lo concerniente a Viau, puesto que el comisario de policía había
ido a informarse al hotel.
¿No tenía razón para sentirse humillado?
Hasta esta atmósfera apacible que reinaba en la comisaría le hacía
enfurecer. Reprochaba a este hombrecito ya viejo aplicarse como si su vida
dependiese de un trabajo más digno de un muchacho de dieciséis años que de
él. Reprochaba al otro que no pensase más que en sus chismes de pesca. Se
reprochaba de haber llegado demasiado pronto y al comisario de estar,
probablemente, haciéndose pagar una comida, también él, en cualquier
restaurante.
Se reprochaba, sobre todo, el tener miedo. Era algo más fuerte que él.
No era miedo por lo que pudiera ocurrirle. Sylvie no le creería
seguramente, pero no tenía miedo de ir a la cárcel.
Miedo de esperar, por ejemplo… Había tenido miedo, al entrar, de ser el
vago cliente al cual se le deja esperar sin razón y al que finalmente se le dice
con lasitud:
—Que entre.
Miedo a la actitud desdeñosa que el comisario adoptaría con él. A las
palabras siguientes…
Y Sylvie había aumentado este miedo no abandonándole hasta la misma
puerta, como si él tuviese necesidad de envalentonarse, como si no fuera lo
bastante mayor para defenderse solo.
Por otra parte, la atmósfera de la comisaría le recordaba otra comisaría de
policía y una de las historias más humillantes de su vida. Tan estúpidamente
humillante que, de lejos, parecía inverosímil.
Había sido, durante casi diez meses, reportero en un periódico, de
Montluçon, en «Le Nouvelliste», donde hacía todo el trabajo y en el cual
firmaba sus artículos de sociedad con el seudónimo de «Jean de Morsang».
Era todo un personaje y pasaba la mayor parte de su tiempo en los cafés.
Conocía a todo el mundo.
Toda su vida, en fin, había tenido necesidad de la atmósfera de los cafés,
porque allí se sentía más fuerte que en la soledad. Sobre todo, en los cafés de
clientela fija, donde el patrón saluda, donde el camarero le conoce a uno,
donde, después de algunos aperitivos, se habla con más seguridad y donde se
encuentra siempre un auditorio atento.
En esta época iba cada día a la comisaría de policía. Era una tarea
profesional. Iba, como se decía en el oficio, a buscar los perros atropellados,
es decir, a tomar nota de los accidentes de la circulación de la jornada, de los
robos domésticos, de los golpes.
El brigadier era un grueso borracho con el que bebía a menudo. Cuando
habían bebido bastante, se tuteaban. El comisario, por el contrario, era un
pequeño pisaverde con el cabello blanco cortado en cepillo, que se imaginaba
tener la cabeza de Poincaré y del cual imitaba la rigidez. Cuando la puerta de
su despacho se abría, el silencio se hacía instantáneamente y todas las
miradas se clavaban en los respectivos pupitres. Había sucedido lo de
Lourtie.
Lourtie era un guapo mozo de veinticinco años, una especie de muñeco
rosado con aspecto de hércules, hijo del más importante cervecero de la
región, que conducía un coche americano, asustando a los otros conductores
y corriendo detrás de las chicas.
En él tenía un amigo. Un periodista es el amigo de todo el mundo. Rinde
pequeños servicios, a menudo confidenciales, y siempre se le invita a beber.
Lourtie, una noche que estaba borracho en un burdel y cuando la policía
intervino para impedirle que destrozara el mobiliario o maltratara a alguna
mujer, empezó a golpear a los agentes y a tratarlos con todos los nombres
imaginables.
A la mañana siguiente estaba muy apenado, porque tenía mucho miedo de
su padre.
—¡Sólo con que el comisario pudiera comprender el revuelo que esto va a
armar…! Sobre todo ahora que acabamos de disminuir la paga a los obreros
de la fábrica, a causa de la crisis… Van a decir que yo…
Esta escena se desarrollaba en el café, como es de suponer, y Viau
experimentaba como siempre la necesidad de hacerse valer.
—¿Quiere que arregle esto?
—Si usted pudiera, amigo, me prestaría un gran favor. Podría pedirme lo
que quisiera, que yo…
Es esta última frase la que originó la desgracia. Viau tenía deudas un
poco por todas partes. Debía dinero en los cafés, en los restaurantes, le debía
a su patrona y a la caja del periódico, puesto que le gustaba vivir en el mismo
plano que las gentes a las que frecuentaba, algunas de las cuales eran muy
ricas.
—¿Qué? —le había preguntado Lourtie, a la mañana siguiente.
—Creo que esto podrá arreglarse… Si pudiera hacerle llegar un sobre al
comisario, un sobre conteniendo, por ejemplo, cinco mil francos…
En verdad, Viau estaba casi seguro de coronar la empresa con éxito. No
con el comisario, al que no osaba apenas dirigir la palabra, sino,
simplemente, ofreciendo algunas rondas al brigadier.
Habría podido pedir el dinero para él. Lourtie se lo hubiese dado. Era
siempre una necesidad en él el complicar las cosas, el hablar demasiado, el
explicar demasiado.
—Él representa al hombre íntegro —prosigue con aire entendido—.
Conozco un buen número de historias sobre esta faceta…
Viau las había inventado. A medida. Al grado de su imaginación. Porque
el comisario se mantenía siempre muy distante. Porque no le estrechaba
nunca la mano cuando le encontraba en la comisaría, mientras que tipos como
el alcalde o el prefecto le trataban con familiaridad.
Honestamente, Viau le había hablado al brigadier y se había sorprendido
al enterarse que el escándalo no era tan simple como creía y que, sin duda, la
cosa iría lejos, bastante lejos, porque el comisario no podía ver al joven
Lourtie ni a su padre. Allí también tenían su política.
—¿Y mi asunto?
—Marcha adelante…
—¿Está arreglado?
—Aún no del todo… Dentro de algunos días, supongo.
¿Por qué no reclamarle otros cinco mil francos? Lo podría haber hecho,
siempre para el comisario.
Lo peor es que Viau sabía bien que la catástrofe era casi inevitable. Era
una especie de vértigo lo que se apoderaba de él en aquellos momentos.
Y la catástrofe se había producido. Una mañana, su patrón le había
llamado a su despacho en el «Nouvelliste», y Viau palideció al ver al
comisario instalado frente al director.
—Cierre la puerta, por favor.
Pasó lo que fatalmente tenía que pasar. Una convocatoria para
comparecer ante el juez de instrucción había llegado a casa de los Lourtie. El
padre había abierto el correo.
—¡Pero eso ya está arreglado! —gritó el hijo.
—¿Qué es lo que está arreglado?
El joven había hablado de los diez mil francos pagados en dos veces al
comisario para ahogar el escándalo. El padre se puso el sombrero y se
precipitó a la comisaría.
—No sé, jovencito, si usted se da cuenta de la gravedad de…
Fue una pesadilla en la cual no quería pensar más. Todavía apretaba los
puños con rabia. Seguía esperando el monólogo del agente de los gusanos,
acechaba el movimiento de las agujas sobre la esfera descolorida del reloj.
Había llorado, esa vez, porque no tenía otra cosa que hacer. Había pedido
perdón. Había prometido…
—Espero que comprenda que en su lugar…
Ya no estaba en el «Nouvelliste», ni en Montluçon, por supuesto.
—Ahí creo que llega —decía el hombre del registro.
Viau reconoció los pasos del comisario, a quien no se divisaba aún, en la
grava del jardín municipal. Todo aquello resultaba idiota. Pequeñas vidas.
Gentecilla. Y eran ellos los que tenían el poder de hacerle sudar de inquietud.
El comisario entraba, con el sombrero echado hacia atrás, a causa del
calor que humedecía su frente. No se ocupó de Viau, al que pareció no ver
siquiera. Hojeaba maquinalmente los informes que habían llegado durante su
ausencia.
—¿Se ha llevado el atestado al procurador?
—Ya está hecho —responde el agente, que continuó atando sus anzuelos.
—¿Cómo va eso, Marechal?
Marechal era el hombre bajito que trazaba rayas en el registro. Se les
notaba contentos de estar reunidos los tres. Mañana era domingo. Saboreaban
por anticipado el relajamiento bienhechor del fin de semana.
El comisario se inclinó sobre él, preguntando en voz baja, tras una mirada
al visitante que esperaba, algo como:
—¿Quién es ése?
—No sé. Ha dicho que era personal.
Entonces se vuelve hacia Viau, el sombrero siempre en la cabeza.
—¿Quiere entrar en mi despacho?
Le mira con aire inquisitivo. Su aliento indica que ha bebido después de
comer. Atraviesa la habitación para bajar hasta la mitad la persiana, a causa
del sol; señala una silla cubierta con un paño verde y se instala en su sitio,
blandiendo una pluma.
—¿Deseaba hablarme?
—Me han dicho en el hotel que usted deseaba verme.
El comisario parece buscar en su memoria. En el fondo, Viau se
arrepentía de haber ido, pues ya no se acordaba de él. El comisario debería
suponer que aquello se haría a última hora o al día siguiente. Era joven. Tenía
unos labios sensuales, tan sensuales, con un algo de crueldad, que su sonrisa
resultaba desagradable.
—¿Es usted el que está alojado en «l’Etoile»? Bueno, realmente yo no le
he citado… Maurice debe haberle transmitido mal el encargo. Espero que no
se haya molestado expresamente…
Siempre se imagina uno, por anticipado, cómo pasarán las cosas. Es todo
muy simple, chasqueante a fuerza de simplicidad.
—Eché una ojeada al registro de viajeros, como hago a veces al pasar…
Su nombre me chocó porque precisamente estos días andamos tras un Viau…
Un Maurice o Marcel Viau, no lo sé exactamente… Espere.
Se levanta. Marcha hasta la chimenea de mármol negro y revuelve en una
pila de papeles hasta dar con uno determinado. Vuelve a su sitio llevando el
papel en la mano, sin dudar que su interlocutor tiene la respiración cortada.
La hoja debe contener una descripción, una fotografía antropométrica
prendida con alfileres.
—Maurice-Maximilien-Joseph Viau, cuarenta y cinco años…
Levanta la cabeza y observa:
—Éste no es usted.
Y explica, familiarmente:
—Éste se ha escapado la semana última de la penitenciaría en la isla de
Ré… Al ver su nombre en el registro, como usted no llenó completamente la
ficha… No hay muchos viajeros que se tomen la molestia de rellenar
enteramente la ficha… Bien, le dije a Maurice, que es un amigo, que si usted
tenía un momento pasase por aquí para ver su carnet de identidad…
Viau lo tenía en la mano. Era aún su carnet, expedido en Montluçon.
A pesar de lo que acababa de decir, implicando que no era preciso revisar
su identidad, toma el carnet haciendo un gesto de excusa, como si aquella
formalidad no tuviese importancia.
—¡Vaya! Es usted periodista…
Le devuelve el carnet y, como para demostrar que no siente ningún
recelo, le ofrece un cigarrillo.
—¿Es indiscreto preguntarle si hace un reportaje sobre nuestra región…?
No hay nada más interesante, ¿verdad? ¿Piensa quedarse usted mucho
tiempo?
—Quizá algunos días…
—Bien, señor Viau. Siento haberle tenido que molestar… Espero que no
me haya tenido que esperar mucho rato… El sábado, casi siempre llego algo
tarde…
El comisario estaba de pie. Le tendía la mano.
—Un consejo, entre nosotros. Observe que no es a usted sólo a quien se
lo he dado; se lo he dicho a otros señores, también. Cuando jueguen fuerte en
el café, tengan al menos la precaución de servirse de fichas. Es lo mismo y es
más discreto.
—Perdóneme, pero…
—Por favor. Usted sabe tanto como yo lo que ordenan los reglamentos.
Aquí no somos rigurosos, pero si el alcalde hubiese acertado a pasar por allí,
yo habría recibido una buena reprimenda.
Le conduce hasta la puerta, le estrecha la mano por segunda vez, como
para hacerle olvidar su advertencia.
El jardín público, fuera, estaba quemando bajo el sol; un niño perseguía
una enorme pelota colorada; los peces abrían sus fauces en la superficie del
estanque, bajo un puentecillo de cemento que unía una orilla a la otra.
Sylvie estaba allí, en un banco, leyendo un libro abierto sobre sus rodillas.
Debía estar mirando por encima de las páginas, pues le hace un signo con la
mano y Viau va a sentarse a su lado, mansamente.
—¿No ha ido bien?
—Todo lo contrario. Muy bien.
—¿Qué te pasa?
—Yo no te dije que me vinieras a esperar.
—A decir verdad, no te esperaba… No he querido entrar en el café para
sentarme a la sombra. No había nadie a esta hora y me ha parecido que estaría
demasiado sola en una silla… Cuéntame.
—No hay nada que contar, no ha pasado nada.
—¿Qué te ha dicho?
Viau estaba de mal humor. Se sentía ansioso a causa del asunto de
Montluçon, que le había vuelto a la memoria y que, del hilo a la aguja, le
había traído un montón de desagradables recuerdos. Casi todos sus recuerdos
eran desagradables, humillantes.
Le hubiera gustado recuperar su seguridad, su vivacidad y alegría de la
víspera. Siempre estaba así, perpetuamente. Tenía un día bueno, algunos días
lo más. Se sentía fuerte, poderoso. Iba adelante. Un poco más y hasta habría
tenido fe en el porvenir. Se habría creído un hombre como los otros. Incluso
mejor que los otros. Un hombre corriente.
Después se producía un incidente, una nadería. A veces, un pensamiento
era suficiente, provocado por cualquier cosa sin importancia, por una escena
en la calle, por una palabra, por una sonrisa.
Esto acababa con su confianza en sí mismo. Tenía la impresión de que
todo el mundo le miraba con ironía o con desdén. O, más aún, que le tomaban
por un pobre hombre.
¿Es que Sylvie no le miraba desde el día antes, desde esta mañana acaso,
como a un pobre hombre?
Habríase dicho que Sylvie le llevaba de la mano, que había decidido
dirigirle, dejarle fuera del asunto.
¡Como si él necesitase a alguien! Como si él no pudiese hacer como los
demás, como el buen hombre del registro, como el agente de los aparejos y
los anzuelos, como el comisario, como no importa quién, tener una vida
idiota, tener un oficio idiota.
Viau lo había probado. Era más malvado que ellos, también más instruido
que ellos. Y no tenía miedo. De nada.
Esto es lo que Sylvie no podía comprender. Ella creía que Viau tenía
miedo, que estaba a punto de perder su sangre fría, cuando nunca había
tenido tanta lucidez y sangre fría.
Sabía su valor. ¿Qué maquinaban a sus espaldas el señor Maurice y ella?
Porque ellos maquinaban algo. Probablemente, se conocían. Si no se
conocían de antes, no hay duda que habían establecido una buena relación,
mucho más profunda de la que ella pretendía.
Viau callaba, enfurruñado, mirando a los niños pasar de las manchas de
sombra a las manchas de sol, escuchando las voces de las mamás o de las
amas que les llamaban a intervalos casi regulares…
—Jean, ven aquí.
—Martine, no te acerques tanto al agua.
—George-Henri, deja a tu hermanita tranquila…
Les envidiaba a todos, a los niños y a los padres, a todos aquellos que
vivían en esas casas de las que veía los techos, con una humareda temblorosa
que se escapaba de las chimeneas y deformaba los rayos del sol.
—¿Qué es lo que te ha dicho?
—Que buscaba a otro Viau, un Maurice Viau que se ha escapado la
semana pasada de la isla de Ré…
—Eso puede ser un cuento.
—No.
—¿Por qué dices no?
—Porque he visto la ficha con la fotografía antropométrica.
Sylvie no está todavía convencida.
—Se ha podido servir de eso para…
—¿Me dejarás en paz?
¿Es que Sylvie se había propuesto inquietarle costase lo que costara? ¿Era
ella quien corría el riesgo de ir a la cárcel? ¿Es que quería mangonearle?
¿No? Entonces, que se callase. Que siguiese leyendo su estúpida novela.
Porque ella no lee más que novelas estúpidas, de saldo.
—¿Has comprado tus medias? —ironiza Viau.
—Sabes bien que eso no tiene importancia.
—Antes he creído comprender que eso tenía mucha, que te era urgente
encontrar unas medias de tal calidad, de tal color, que removerías todo el
pueblo para encontrarlas si era preciso…
—Eres ridículo.
—Comienzo a pensar lo mismo.
La tarde anterior, a la misma hora, andaban por las calles de
Chantournais, y Viau tenía ganas de tomarla del brazo, de hablarle con
abandono, de hacerle comprender.
¿Y qué? Estaba solo y ella no era más que una animadora de cabaret que
cambiaría de compañía cuando quisiera.
¿Qué podía hacer ahora? He aquí la cuestión que le hubiese gustado
proponerle. Sí, que Sylvie contestase a esto. Existen en el mundo millones de
personas que hacen tal o cual cosa, que ocupan tal o cual lugar.
Se entontecen, seguramente. Probablemente hay momentos en que les
gustaría estar lejos, hacer otra cosa, no importa cuál. Pero al menos tienen un
lugar que les pertenece, un universo que hasta cierto punto les pertenece, una
casa, una calle donde les conocen, una iglesia donde van el domingo por la
mañana, unos niños que vuelven del colegio, unos camaradas que les esperan
para jugar a los bolos, a la belote o para ir a pescar y, el colmo, unos
centenares de personas que seguirán su entierro.
¿Y él? Que Sylvie conteste a esta pregunta, simplemente, ya que ella se
cree tan inteligente.
Hasta un Mangre tiene su lugar. Se le ha disputado, quizá, un poco. Se le
rechaza. Han tratado de arrojarlo, dulcemente, por la borda. No tenía nada por
lo que le pudieran retener. Siempre era lo mismo. Y los otros se callaban.
Incluido el inspector de la Renta, que había aceptado su invitación a comer y
que había bebido con él.
Y, a continuación, cuando penetrase en el «Café des Tilleuls», tan cerdo
como era, no encontraría a nadie que rehusara estrechar su mano, porque todo
el mundo le había visto caminar a grandes zancadas por la calle Gambetta
hablando familiarmente con el hombre que, según los pronósticos, debía
haberle revolcado por tierra.
¿Suponiendo que no se sepa nunca que fuese él quien dio el golpe de
Montpellier…? Pero Viau comenzaba a dudar de esto. A causa de Sylvie,
precisamente. Tenía tal aura, con toda su fría razón, que casi llegaba a
infundirle pavor.
Suponiendo… ¡Bueno! Tenía algunos miles de francos en el bolsillo,
veintiséis mil exactamente, de los cuales se había prometido devolverle diez
mil a Maurice.
Entre paréntesis, era un ingenuo. El comodoro no tenía necesidad de ese
dinero. Esto procedía de una idea falsa, de una cuestión de honor mal
entendida. El señor Maurice se había roto, desaparecería de su vida, de una
vez por todas. Estaba resignado. Él había escogido.
Mientras que él, Marcel Viau, tenía treinta años y ya estaba, entre sus
semejantes, como un objeto desparejado.
Que Sylvie lo diga, sí. ¿Qué hacer? ¿Colocarse en un banco? Y será ella,
sin duda, salida de un cabaret, quien atenderá su casa, lavará los suelos y,
para colmo, dará sus hijos. ¿Eh? ¿Quién sabe si no estará celosa? Le hará
escenas cuando llegue tarde de la oficina. Olerá su aliento para asegurarse de
que no viene de tomar el aperitivo…
¿Qué es esto?
¿Qué? ¿Tomar el tren para no importa dónde, los dos, y volver a
empezar? El hotel, las camas gemelas, el dinero que se funde, el anillo que se
vende… O que parece venderse.
Sylvie se colocaría en un cabaret. Viau trataría de ganar a algún imbécil a
las cartas… O, una noche, ella le empujaría en calcetines, a una habitación
desocupada.
No le había dejado hacer lo que a él le apetecía. Pero se había terminado.
Se explicarían.
Tenía muchas cosas que decirle. Tranquilamente, en el banquillo, con voz
mordaz.
A todos, a los jueces de rojo, al procurador de negro y a los jurados con
sus trajes de buen paño, imbuidos todos ellos de su importancia porque se les
había arrancado durante unos días de su quincallería, de su despacho o de su
taller de reparación de automóviles.
¡Ah! Pretendían juzgarle…
Y les diría…
¡Nada! No les diría nada, porque ellos eran incapaces de apreciar, lo
mismo que Sylvie que se creía más fuerte que él y que pretendía darle
lecciones.
Se callaría, desdeñoso.
«Le he matado porque tenía necesidad de matar a uno…».
Le tomarían por loco y él sabía que no estaba loco.
Matar a uno… o matar a una.
Esto es lo que habría ocurrido en la casa de las dos luces, al otro lado del
río.
—¿Tienes intención de jugar esta noche?
No, no iba a jugar, pero esto no le importaba. No valía la pena ni
contestarle y enseñarle a vivir.
—He estado reflexionando mucho, desde este mediodía…
—Sin anillo.
—Puedes burlarte lo que quieras. Si es verdad que has visto la foto
antropométrica en la ficha, es que el cuento del galeote ese es verdad. Y en
ese caso, probablemente no hay nada que temer.
—Te doy las gracias. Como has podido darte cuenta, temblaba de pies a
cabeza.
—Eres malo.
—Y tú eres idiota.
—Gracias.
—No hay de qué.
He aquí donde estaban. Lo más extraordinario era que él se daba cuenta
que era por su culpa, que no tenía razón, pero era incapaz de resistir la
tentación, la tendencia al hundimiento.
Ellos eran dos, por azar, sea, pero dos a la postre, y ella había ligado su
suerte a la suya. En lugar de ayudarse, de ponerse de acuerdo, encontraban el
medio, sentados en un banco, en la plaza más apacible del mundo, apacible
hasta ponerle los nervios de punta, entre los niños, las mamás y las chachas,
encontraban el medio de disputar y lanzarse miradas cargadas de odio.
Hasta el recuerdo de su cuerpo desnudo llegaba a ser un motivo de
hostilidad contra ella. La volvía a ver, como la había visto por la mañana,
desde su cama, la espalda blanca y rosada. Era casi un descubrimiento lo que
había hecho. Sylvie aparecía esbelta como un animal de raza, con una piel sin
un solo defecto. Y a Viau no le gustaban más que las carnes plebeyas, las
mujeres vulgares que se contonean y le injurian a uno, a las que sólo se hace
reír con groserías, las mujeres que no tienen importancia, que se toman y se
dejan, que están siempre dispuestas a volver, porque ellas sienten un respeto
congénito hacia el macho.
Tenía necesidad de sentirse un macho, de sentirse el más fuerte, el más
inteligente.
No había necesidad de Sylvie, o de su señor Maurice, para librarse del
problema. Era capaz de hacerlo solo. No tenía más que tomar el primer tren o
el primer autobús. Llegaría a cualquier sitio. Haría como siempre había
hecho. No tenía más que hablar en el café. Era realmente más fuerte de lo que
ella se creía. Lo mismo en casa de un Bourragas, en Béziers, o en el
«Nouvelliste», en Montluçon, Viau les impresionaba. La gente tenía en
seguida confianza en él. La gente adivinaba su fuerza.
Una vez más, en alguna parte, durante tres meses o durante seis, su vida
se rompería de nuevo. Tres meses o seis meses, el tiempo que necesitaría para
alejar el vértigo que se había apoderado de él, el vértigo que venía del
aburrimiento o del disgusto. Era algo como un pulpo que se apoderaba de él.
Y la necesidad de hacer el mal, hacer algo reprensible a los ojos de Sylvie,
ponerlo todo en duda, romperlo todo. Destruirlo. El hachazo.
Después, partir de nuevo.
Si se quedase, y no tenía ningunas ganas de abandonar Chantournais,
estaba dispuesto a hacer frente a todos y contra todos, si era preciso.
¿Y si un buen día le hacían saltar? Estaba dentro de lo posible. Pero no
había que ser pesimista. Tenía más defensas de las que podían suponer. No
había más que un inmundo Mangre, que asqueaba pero que conseguía
también mantenerse en la cuerda floja desde hacía bastantes años.
Se quedaba porque tenía treinta años, porque tenía un padre que vivía
solo, dignamente, en la casa donde él había nacido —un padre que no se
había permitido jamás un reproche o darle un consejo— y porque no deseaba
acabar como un señor Maurice.
Viau le dice crudamente:
—Tu señor Maurice es un flojo.
Pronuncia estas palabras definitivas levantándose del banco donde
estaban sentados los dos, del banco pintado de verde, delante de los peces
rojos del estanque artificial, delante de un niño que jugaba al aro y delante de
una niñita que comía un panecillo con chocolate.
Añade:
—Vamos.
Y Sylvie cierra su libro abierto sobre las rodillas para seguirle hacia el
portalón del parque municipal, con las armas de la ciudad en hierro forjado
damasquinado en oro.
Pasaron bajo las ventanas de la comisaría; el hombrecillo delgado seguía
trazando rayas en el registro. La especie de mozo de carnicería con uniforme
de agente de policía, con la guerrera desabrochada, había terminado de
chupar sus hilos de pesca y miraba hacia fuera silbando.
CAPÍTULO NOVENO
U na vez más estaba harto, sucia, malditamente harto. Quizá estaba harto
porque estaba con Sylvie. Quizá, al hacerse acompañar, vislumbraba
una forma de castigarla o de desafiarla.
Quizá, también, se sintiese así al ver que ya había cuatro personas
instaladas alrededor de una mesa, de «su» mesa, cuando a las cinco entró con
Sylvie en el «Café des Tilleuls».
Viau no habría jugado, era lo convenido. Sylvie no hubiera debido insistir
en ello. ¿No desconfiaría de él, a pesar de todo?
—¿No te parece que salga contigo para que no parezca que me escondes?
Los jugadores no le esperaban. Mangre estaba allí. Había sido por él por
quien se molestó la noche precedente bajo la lluvia, arriesgándose a ser mal
visto por los chantourneses. Mangre se había instalado en su sitio como si
nada hubiera pasado. ¿Y es que, en realidad, había pasado algo? Nada de
nada. Había perdido al póker. Estaban algo excitados a su alrededor. Había
venido un inspector… habían almorzado juntos, a la vista de todo
Chantournais. Probablemente, hasta le había acompañado a la estación para
que cogiese el tren de las cuatro y diez.
Torsat estaba en su sitio y Lunel, el contratista, y un cuarto que Viau no
conocía de nombre. Estaban jugando al bridge; el comandante, sentado a
horcajadas, con los codos en el respaldo de la silla, parecía presidir la partida.
Hay que reconocer que Mangre no había triunfado de una forma
indecente. Cuando Viau y su compañera pasaron junto a ellos, se contentó
con saludarle con un pequeño gesto, bajando en seguida la nariz sobre las
cartas.
—Un oporto —pidió Sylvie.
Y Viau, sin vacilar:
—Un pernod.
Viau sabía que no soportaba el pernod. Menos de diez minutos después,
pediría un segundo. Estaba taciturno. Ponía cara hosca. Había decidido
castigarla no dirigiéndole la palabra. ¿Pero castigarla por qué? No lo podría
decir exactamente, pero sentía la necesidad de vengarse de ella.
Sylvie estaba muy guapa con su traje claro y, en el fondo, estaba contento
de mostrarse con ella.
—Lo mismo, Raphaël.
Había más gente que de costumbre, porque era sábado; gente a la que no
se veía los otros días, algunos con sus mujeres. El comisario de policía entró
con una jovencita de apenas diecisiete años, con una falda tan corta que se le
veían las piernas cuando se sentaba. No se comportaba con naturalidad,
riendo a carcajadas, los ojos húmedos, excitada de estar en compañía de un
hombre tan importante. A cada instante, le tocaba el brazo o bien se apoyaba
contra él, como si quisiera demostrar que había algo entre ellos o iba a
haberlo muy pronto.
Colombani también estaba excitado. ¿Dónde irían para poderse acostar
juntos? ¿Al hotel? ¿Se atrevería el propio comisario de policía a llevar una
adolescente al hotel? ¿A su casa? Tal vez estuviera casado. ¿En el bosque o
allá abajo, al final del camino que bordea el río?
De cualquier modo, el comisario no se fijó en él. Nadie, en definitiva, se
fijaba en él; se le deja beber en su rincón, al lado de Sylvie que se resigna a
su silencio.
Bebe cinco pernods y agarra su borrachera mala, su borrachera silenciosa,
inmóvil, con las pupilas que se estrechan, con los puños que se aprietan y,
cuando se levanta para salir, su actitud es arrogante, mueve las sillas sin
excusarse, buscando bronca.
Sylvie le había hecho cenar. Viau se acuerda vagamente de la espalda del
señor Maurice, enmarcada en la puerta, de la señora Roy en la caja, pero no
podría decir qué había comido. Había bebido vino, después, tras la cena, y
dos o tres vasos de licor; se acordaba porque lo había derramado sobre su
chaqueta.
Luego, en la habitación, antes de acostarse, había sacado su cartera del
bolsillo. Contó dos o tres veces diez billetes y se los tendió a Sylvie, con un
gesto demasiado teatral.
—Ponlos detrás de «El Angelus» de Millet, ve. Ve tú, que tuviste esta
idea maravillosa… O, mejor, ve tranquilamente a devolvérselos a «tu» señor
Maurice…
Ya debía ser tarde. No había más que la lámpara piloto en la escalera.
Habían oído a la patrona que subía con su bastón.
—Que vayas, te digo.
La empuja fuera y Sylvie, para evitar el escándalo, se aleja hacia la
escalera del segundo piso mientras él permanece en el marco de su puerta,
escuchando.
La ausencia de Sylvie fue larga. De esto estaba seguro, a pesar de estar
borracho. ¿Había oído verdaderamente también unos susurros? Lo pretendió
así, cuando ella volvió.
—¿Con quién hablabas?
—No he hablado con nadie.
—Mientes. Estaba en su cuarto, ¿no? Le has hablado…
Sylvie se encoge de hombros, sin insistir. Se desnudó y se metió en la
cama, sin ocuparse más de él.
El sábado ya había volado. Era estúpido y no valía la pena seguir
pensando en ello. Eran cerca de las ocho y media de la mañana y apenas
sentía la resaca. Sylvie seguía durmiendo, una pierna fuera de las sábanas y,
más allá de la ventana abierta, reinaba el silencio dominical.
Nada más que la calidad del aire, su inmovilidad, su resonancia de cristal,
cuando las campanas sonaban, le habrían podido decir que era domingo.
Cuando Viau ya estaba vestido, Sylvie bostezó desde su cama y preguntó,
apacible:
—¿Sales?
Dice que sí y se marcha sin más explicaciones. Bebe el café, que le sirve
una criada, y no ve al señor Maurice. Puede que, el domingo, el amante de la
señorita Roy se levante tarde.
Para Viau era un mal día. Se sentía más solo, en la calle casi vacía, con
las casas más blancas bajo un cielo de un azul más pálido, como recién
lavado. Las persianas metálicas de las tiendas estaban echadas. El mozo del
«Café du Centre» ordenaba las mesas y sillas en la terraza, bajo el toldo
rayado en amarillo y rojo.
Frente al «Café des Tilleuls» había un grupo. Una treintena de hombres,
en maillots de colores, con los calzones cortos dejando ver sus piernas
velludas y musculosas, con grandes números a la espalda, se afanaban
alrededor de sus bicicletas.
A primera hora de la mañana, cuando la gente no estaba aún levantada o
trajinaba por su casa, otros se disponían a tomar la salida en una carrera.
Había un gran coche descubierto, alineado junto a la acera. Era el de Pascaud,
el harinero. Y él mismo, en persona, con aire importante, con un revólver de
juguete en la mano, daba la salida a los corredores.
Esto tenía algo de fútil, de cándido. El hombre rico había madrugado,
pero no se había molestado en arreglarse. Bajo su chaqueta llevaba una
camisa de franela, sin corbata.
Los corredores pedaleaban en dirección a la plaza del mercado y poco
después estarían ya en la carretera, húmeda aún. Después, el sol calentaría.
Sudarían a lo largo de la carretera, con la garganta seca y ardiendo, bajo la
mirada de los campesinos que se erguirían para verles pasar. El señor
Pascaud ponía en marcha su automóvil y volvía a su propiedad, a tres
kilómetros del pueblo, donde, quizá, volvería a acostarse.
—¡Mira cómo los explotan! —murmura Viau entre dientes.
Sentía piedad de aquellos jóvenes a los que enviaban a sudar por los
polvorientos caminos… para tenerlos bien ocupados y que no estorbaran.
Bebe un vaso de vino blanco, solo, en el fresco salón del «Café des
Tilleuls», donde acababan de servir café a los ciclistas. Raphaël estaba
poniéndolo todo en orden.
La gente comenzaba a pasar, yendo hacia misa. Había otra misa, más
temprano, a las siete, para las viejas, para las criadas, para los que
comulgaban, para los trabajadores que no tienen domingo, cuyos hijos, este
día lo mismo que otro cualquiera, tienen la cara sucia y que tienen, por
añadidura, toda una familia que alimentar.
¿Tiene su ropa algún olor? En un momento dado estaba sobre el puente
del Loup. Miraba desde arriba cómo un hombre hacía equilibrios sobre una
piedra, en la orilla del río entre los juncos, pescando madrillas con mosca.
Piensa en el agente de policía, que debía estar, también él, pescando en
cualquier parte, sin duda, desde las cuatro de la mañana, porque los
verdaderos pescadores aprovechan el momento en que el río está todavía
sumido en la niebla, porque los verdaderos pescadores aprietan sus gruesos
dedos sobre las delicadas cañas lacadas de rosa.
Le llega una vaharada, un olor. Olor de sarga, de sarga azul marino. ¿No
tiene la tela azul marino un olor particular? Su traje de primera comunión
tenía este olor. Piensa ahora en aquel lejano domingo. Ve la plaza de Saint-
Jean-la-Foi, las niñitas con sus trajes de novia, moviendo la cabeza bajo el
velo; los chicos todos vestidos de forma parecida, con un ancho brazal de
seda blanca alrededor del brazo izquierdo.
Es preciso ir a misa para recuperar unos recuerdos. Tres gordas señoritas,
bien lavadas, rosadas como dulces, con sus rollizos traseros bajo sus
ajustadas faldas, revelando la huella del corsé en las caderas, salen de una
tienda de confecciones cuya persiana metálica ha sido subida hasta la mitad
para permitirles pasar.
Eran personas importantes, eso se notaba. Y ellas lo sabían. Viau levanta
los ojos para ver el nombre de la tienda. Las señoritas Ledentu. Andan las
tres a la misma altura. Balanceándose como ocas. Se saben en su lugar, se
sienten guapas. Se han puesto perfume, porque es domingo. Lucen su sonrisa,
su sonrisa de domingo.
Atraviesan toda la iglesia para instalarse en su banco, el banco de los
Ledentu. Las cabezas se inclinan para susurrar:
—Las señoritas Ledentu.
¿Es que no habría podido casarse, él también, con una señorita Ledentu?
El rumor del órgano llega hasta él. El olor del incienso, de los cirios.
Evoca a las viejas, en su pueblo, a la salida de misa mayor, todas de
negro, los zapatos bien brillantes, muchas aún con la cofia blanca en la
cabeza, marchando con pasos menudos y rápidos hacia su casa o hacia su
granja, mientras los hombres se agrupaban, alrededor del pregonero, tambor
en bandolera, que se subía a una gran piedra para tronar el bando semanal.
—Aviso…
El pregonero pronunciaba:
—Avisoooo… Los productores de cereales panificables deben dirigir a la
alcaldía un estado de…
Después, todo se dislocaba: Los grupos que se quedaban en la puerta de
los cafés y los que entraban dentro; los bancos, delante de las mesas cubiertas
de hule marrón, y los cuartillos de vino blanco, que te traían antes de que lo
pidieras, un rumor de voces, el olor y el crepitar del guisado en la cocina,
donde iban a sentarse los conocidos.
De repente, le entran ganas de ir. Le parece que ésta puede ser, tal vez, la
última ocasión de ver a su padre. Otro detalle le viene a la memoria, el
movimiento de su padre para franquear la puerta, la otra.
Durante mucho tiempo, cuando era pequeño, este movimiento maquinal
le anonadaba. Había dos puertas en la cocina. La puerta trasera, que daba al
patio de las gallinas, como le llamaban, y que en verano estaba siempre
abierta porque la cocina estaba sombreada, era más baja que la otra. ¿Era
realmente más baja? ¿No sería sólo un recuerdo de niño?
Siempre, cuando cruzaba el umbral, su padre tenía la costumbre de
inclinarse con un gesto tan ritual, casi como el del cura ante el altar. Durante
unos años, el chaval se había dicho:
«Cuando sea grande, yo también tendré que bajarme para poder pasar por
la puerta pequeña…».
Y había ocurrido. Se había hecho tan grande como su padre. Más grande,
dos centímetros más. Se habían medido los dos, espalda contra espalda, un
día que estaban de buen humor. Subieron a la alcoba donde había un espejo
que deformaba las imágenes. Su padre había dejado los zuecos abajo, como
de costumbre. Marcel también se había quitado los zapatos.
—Los hombros tienen la misma altura, pero eres un poco más alto de la
cabeza porque tienes el cuello más largo.
Al lado del espejo, había una ampliación fotográfica de su madre. ¿Es que
las fotografías de las personas que han muerto se desvanecen poco a poco, se
velan como de melancolía? Lo pensaba entonces. Viau lo pensaba cada vez
que miraba el retrato de su madre en su marco ovalado, negro y dorado.
Apenas había cien kilómetros desde Chantournais. No pensaba tomar el
tren, hubiera sido demasiado complicado, porque habría sido necesario ir
hasta Niort y esperar allí el trasbordo y no llegaría hasta Saint-Jean, sino sólo
a una docena de kilómetros del pueblo.
La víspera había visto la palabra «taxi» encima de una ventana. Busca la
casa, la encuentra y relee la palabra. Pero hay otra después: «Transportes
fúnebres», y no se atreve a llamar. Le parece de mal agüero.
Nunca se ha sentido más solo en su vida como ahora. Deambula por el
pueblo rosado y blanco, con el sol cayendo a plomo en las calles, donde
incluso los niños no se atreven a jugar ni hacer ruido.
Se acuerda de los infelices ciclistas, con su buena voluntad, engañados,
con su enorme número en la espalda, y ese Pascaud que les daba la salida.
Ser una cosa u otra. O pegarse la gran sudada en la carretera, con la
esperanza de ganar una copa, una medalla y recibir el ramo de flores de
manos de una señorita que se ruboriza, como se ve cada semana en el cine, o
montarse en su gran coche y volver al suntuoso chalet, como el rico harinero,
a quien seguramente desagradaba el ciclismo, pero que sería presidente de
todos los clubs y sociedades ciclistas de la región.
Él, Viau, no era ni uno ni otro. No era nada. Estaba desplazado. Esto es lo
que Sylvie debería haber comprendido.
Entra en una taberna que no conoce y bebe unos vasos de blanco sobre el
mostrador de cinc, porque hace fresco, porque se está bien, porque, incluso
en los cafés, se nota que es domingo.
Después, la gente sale de misa mayor y los grupos marchan a lo largo de
la calle. Algunos se apresuran. Otros se arrastran indiferentes, tratando de que
se fijen en su vestido o en su traje nuevo, en sus zapatos nuevos que chirrían,
otros entran en las pastelerías para salir llevando cuidadosamente por el lacito
rosa los paquetes de un blanco cremoso, oliendo a almíbar.
Los niños, en la acera, chupan gravemente sus cucuruchos de helado.
Todo está terriblemente tranquilo. Todo esto dura desde hace siglos,
desde hace generaciones y generaciones. ¡Y habrá otros domingos! Y el
banco de los Ledentu será siempre el banco de los Ledentu, con otras
señoritas, las hijas o las nietas de éstas, balanceando su rollizo trasero porque
estrenan vestidos nuevos.
Encuentra a Sylvie, que se pasea como los otros y que, con su vestido
claro y ligero, tiene casi el aspecto de formar parte del pueblo.
—¿Qué has hecho? —le pregunta.
—Nada.
¿Qué es lo que habría hecho? Se sentaron en una terraza, en los sillones
de mimbre. Piden un aperitivo, como todo el mundo, un aperitivo que no
tiene ni el mismo gusto ni el mismo aroma que el de los otros días. Después
vuelven al hotel, donde no están más que ellos dos. Porque el domingo,
también, los viajantes de comercio están con sus familias.
Éste puede ser su último domingo. Piensa dos o tres veces esto. Tiene
piedad de él, del niño pequeño que había sido… Porque él había sido un niño,
como los otros.
¿Por qué no había seguido siendo como los otros? ¿Qué es lo que se lo
impedía?
¿Qué podía hacer, ahora? Que se lo digan. Está lleno de buena voluntad.
Que le digan que haga eso o aquello y lo hará. Tratará de hacerlo.
Pero la misma Sylvie es incapaz. Dios sabe lo que ella imaginaba con el
señor Maurice. En cualquier caso, habían hablado varias veces de él,
haciendo planes.
¿Para salvarlo, a lo mejor? Esto le hace reír. Con una risa amarga,
insultante. ¿Salvarle, de qué? Sí, ¿de qué?
—¿Qué se puede hacer?
Viau no la comprende bien. Da a estas palabras un sentido general, pero
ella las vuelve a sus justas y banales proporciones.
—He visto que hay dos cines.
Irán al cine. ¿Por qué no? ¿Es que tenían otra cosa que hacer? Estaba
lleno de gente. La sala estaba fresca. El héroe de la película era un gallardo,
vigoroso y ágil caballero que derribaba a los rufianes a puñetazos y, sin
esfuerzo aparente, saltaba sobre las mesas.
Entonces, cuando las luces se encendieron de nuevo y la gente comenzó a
pasar por las filas de butacas articuladas hacia los pasillos y la salida, se ve
cómo algunos hombres hinchaban el pecho, los bíceps y, algunos jóvenes,
más atrevidos que otros, se dan el gusto de saltar por encima de las filas.
Se saludan unos a otros. Cada cual sigue por su fila, pegado a la espalda
del que va delante. Torsat estaba allí, con su mujer, que Viau no conocía, y
con un joven Torsat, de unos veinte años, que se parecía enormemente a su
padre y que, en la calle, marcha sabiamente delante de sus padres, del brazo
de su novia. Es la hija del pastelero.
—Y tendrán hijos —dice Viau en voz alta.
Sylvie le mira, y su mirada está triste. Ella está deprimida, también. Quizá
porque es domingo. Tal vez a causa de él. La gente, al salir del cine, se instala
en las terrazas de los cafés o marchan paseando lentamente a lo largo del río,
parándose detrás de cada pescador.
Todo tiene una angustiosa inmovilidad. Cuando Viau era pequeño,
cuando iba a la escuela de su pueblo, el maestro, para darle una idea de la
eternidad, le describía una bola de acero, tan grande como la escuela, tan
grande como la iglesia, tan grande como la plaza de enfrente de la alcaldía.
—Imaginaos que un pajarito viene a posarse todos los años, durante un
instante, sobre esta bola… Todos os habéis fijado en el umbral de la iglesia,
que está gastado. Data del siglo XIII. Han sido necesarios setecientos años
para que los pasos de los fieles desgastasen la piedra unos milímetros. Pero el
pájaro sólo se posa en la bola de acero unos segundos cada año. Bien,
amiguitos. Cuando la bola esté enteramente gastada, gastada por los
piececitos ligeros del gorrión, eso no significará todavía que la eternidad se
haya acabado…
Esto siempre le había impresionado. Pero ¿no era este domingo más
eterno todavía? Casi le ponía una sensación de pánico en el pecho.
No tenía ganas de beber. Era demasiado fácil. Se había propuesto no
beber ese día y no se sentía tentado por las terrazas. Marchaban juntos,
remontando la calle Gambetta hasta un campo de deportes que aún no
conocía y donde unos cientos de personas seguían un partido de fútbol.
Sylvie le acompañaba en silencio. Sentía que ella no se atrevía a hablar,
que estaba impresionada. ¿Es posible que supiera que todo lo que pudiera
decir podría provocar una crisis?
Se mostraba muy dulce, demasiado dulce, prevenida, como con un
enfermo. Si Viau daba media vuelta, le imitaba sin rechistar, sin tratar de
saber dónde iban.
Y él estaba cada vez más aplanado. Era preciso reventar de una vez.
—¿Por qué me miras así? ¿Qué es lo que tienes?
—No tengo nada, Marcel.
—¿Tengo sucia la nariz? —le grita con grosería.
Sylvie tiene el coraje de sonreír, como si fuera una gracia, lo que irrita
más aún a Viau.
—Hay momentos en que tengo la impresión de que estás a punto de
dejarme. Acabo por preguntarme si no es que querrás marcharte.
—Sabes bien que no… ¿Pero quieres que me vaya?
Viau se encoge de hombros. No tenía tampoco ganas de estar solo. No
tenía ganas de nada. Estaba como sumergido en un sentimiento de inutilidad.
De absoluta inutilidad. Esto le hace reírse al ver a la gente dirigirse hacia el
«Café des Tilleuls» o al gran coche del harinero estacionado en el mismo
sitio de la mañana, donde han puesto una banderola con la palabra «meta»
atravesada en la calle.
Esperaban el final de la carrera, a los pobres tipos que pedaleaban,
encorvados sobre el manillar, desde por la mañana, y que se contentaban
bebiendo en la carretera el líquido tibio de sus botellas de aluminio.
Un coche llega de pronto, con los comisarios de la carrera, que se dan
aires de importancia y lucen unos distintivos. Después, dos bicicletas bajan la
cuesta; dan la impresión de ser tragadas por la multitud, con sus pilotos de
piel ennegrecida por el polvo y con el blanco de los ojos luminoso, como los
de los negros.
Están jadeando. Les llenan de flores; la inevitable jovencita, quizá una de
las señoritas Ledentu, en cualquier caso alguna de la buena sociedad, hija de
uno de los miembros del comité. Después, el pelotón de ciclistas reventados
por el esfuerzo.
Sylvie y Viau miran la escena desde lejos.
—He estado a punto de ir a Saint-Jean-la-Foi —dice Viau.
—¡Ah! ¿Por qué no has ido?
No se atreve a confesar que fue por culpa de los transportes funerarios.
Ese día todo son ideas macabras. Le persigue la impresión de que aquello es
el fin. No entrevé ninguna salida.
Tiene ganas de vivir. Quiere estar con esta vida que se desarrolla bajo sus
ojos. Jamás lo habría admitido, pero el sentimiento que le domina, mientras
mira a la gente dominguera, es la envidia.
Le hubiera gustado ser como los otros, hacer como los otros en el
descanso de un domingo de verano.
Paseaban ahora por la orilla donde tanta gente, donde tantas familias
tomaban el fresco. Viau sentía el temblor del follaje. Hacía calor y fresco a la
vez. Era algo así como un sorbete. Un pececillo se debatía al final de un
aparejo.
De repente tuvo el deseo de ponerse a pescar.
Era ridículo. ¿Es que en toda su vida no había hecho el ridículo?
Poco después, al pasar delante del «Hotel de l’Etoile», vieron al señor
Maurice, de pie en la acera, como un cartel.
Éste no cambiaría, no cambiaría. ¿Cómo se las había arreglado para
introducirse tan profundamente en la vida cotidiana?
Habían ya andado mucho y Sylvie, que llevaba tacones altos, estaba
cansada, aunque no se había atrevido a quejarse. Viau se daba cuenta. Y
empezaba a sentir un poco de piedad por ella.
¿Por qué piedad? Nada había cambiado para ella. Sylvie encontraría otras
boites parecidas a las de Toulouse, otros hombres a los que se pegaría tan
naturalmente como se le pegó a él.
¿Ser viudas no es la verdadera vocación de las mujeres? Se acordaba de
las viudas de su pueblo y, de golpe, se le ocurría que eran precisamente ellas
las que daban la mejor impresión de plenitud, de destino perfectamente
cumplido.
Su padre, por ejemplo, que estaba viudo desde hacía mucho tiempo,
estaba un poco, a pesar de todo, como un objeto desplazado y era casi
ridículo cuando cada domingo iba solo al cementerio. Era demasiado alto,
demasiado fuerte, estaba demasiado cansado para arrodillarse ante una
tumba. Como durante la consagración, se contentaba con quedarse de pie.
Mientras que las viudas, en otras tumbas, parecían dichosas estando de
rodillas.
Le habría gustado mucho volverle a ver. Había muchas cosas que nunca
se habían dicho. A decir verdad, nunca se habían hablado.
¿Cómo se tomaría la cosa, si supiera que su hijo estaba arrestado? Trataba
de imaginárselo. Todos los del pueblo irían a llevarle la noticia, porque él no
leía apenas los periódicos. Se pondría sus gafas…
Por robo… ¡Sobre todo por robo!
Un asesinato es menos grave. No habría podido explicárselo, pero Viau
tuvo la certeza de que era menos grave en el momento que entrevió la
posibilidad de entrar a matar a alguien en la casa de las dos luces.
¡Por robo! Con Bourragas y su yerno que sin duda vendrían para
rematarlo. Y otros más. El comisario de policía de Montluçon. Y más aún.
—Pareces cansado.
Viau la mira desde arriba y se encoge de hombros. Tiene todavía tiempo
de marcharse. Debe de haber trenes para cualquier sitio. Tenía dinero. Nadie
le impedía marcharse.
Tenía la nítida sensación de que ésta era su única tabla de salvación.
Coger un tren. Llegar a otra ciudad, a otro hotel, cambiar de aire, ver otro
espectáculo que no fuese el de esta calle que ya conocía demasiado.
Nunca lo haría. No hacía nunca lo que su intuición le dictaba. Era una
especie de vicio.
Se quedaba. Se quedaría siempre hasta el final. Lo había comprendido
desde el mismo momento que llegó.
Si solamente hubiese continuado como la víspera, rebelándose. Pero, tal
vez a causa de la atmósfera dominical, su rebelión se había transformado en
amargura y estaba tan irremediablemente descorazonado que hacía momentos
en que se sentía flotar en el espacio.
¿Qué es lo que Sylvie, a quien apenas conocía, hacía a su lado, con su
aire atento de enfermera?
Sylvie no tenía más que seguir su camino.
—¿El señor Maurice no te ha hablado esta mañana? —pregunta Viau a
quemarropa.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Te ha hablado, ¿no es eso? ¿Qué es lo que te ha dicho?
—Escucha, Marcel…
A Viau no le gustaban las frases que empezaban así. Piensa que todavía
va a mentirle y se pone tieso.
—¿Es preciso que te confiese cualquier cosa?
—Cualquier cosa que yo adivino desde hace tiempo.
—No sé a qué te refieres. Lo único que sé es que haces mal desconfiando
de él.
—¿Por qué te figuras que no me fío de él?
—Desde ayer, siento que estás celoso…
—Si crees que tengo la obligación de estar celoso de todos tus amantes…
No le gustaba emplear aquella maldad gratuita, pero era superior a sus
fuerzas. ¡Peor para ella! ¿La retenía él? ¿No era libre de irse donde quisiera?
—Ha hecho y hará todo lo que pueda para ayudarnos. No es el hombre
que crees.
—¿Qué hombre es, pues?
—Le conocía, es verdad.
—Y se ha acostado contigo.
—No seas perverso.
—¿No se ha acostado?
—No es lo que te crees… Yo tenía dieciocho años y…
—No eras todavía lo suficientemente lista.
—No. Si te refieres al primer desliz, me ocurrió mucho antes que todo
eso… Trabajaba como figurante en las películas… Iba cada mañana a hacer
cola en la puerta de los estudios, en Niza, con la esperanza de conseguir un
contrato.
—¿En qué época?
Sylvie cita una fecha. Unos años antes; hubieran podido encontrarse en
Niza.
—El señor Maurice no se llama Maurice… Te diré su nombre en seguida,
un nombre que tú debes conocer…
Viau salta:
—¡Sin anillo!
—Él era un productor… Un personaje importante que tenía una suite en
el «Negresco». Los artistas, los autores, los realizadores, corrían tras él… Se
fijó en mí, y…
—Has sido su querida —deja caer fingiendo indiferencia—. ¿Después?
—¿Lo haces a propósito?
—¿Qué?
—Deformarlo todo. Tú lo comprendes muy bien, pero intentas no
comprenderlo… Estuvo siempre muy fino conmigo. Era poco después de que
sus dificultades empezaran.
—Porque el pobre hombre tuvo también sus dificultades.
—¿Quieres que continúe?
—Si te causa placer…
—Antes ya había tenido dificultades y había conocido altibajos. En
realidad, creo que ha bailado siempre en la cuerda floja.
—Un estafador.
—Si te callaras… Ha sido actor, empresario, ha organizado giras teatrales
en Argelia y en América del Sur y hasta ha sido secretario de un marajá.
—Del «Mariette-Pacha».
—¿Qué dices?
—Nada. Un recuerdo… Él ha viajado en el «Mariette-Pacha». También
nosotros podíamos habernos encontrado…
—¿Tú sabes cómo son las cosas del cine?
—No personalmente, pero he oído hablar.
Seguía mostrándose fríamente agresivo.
—Los productores se pasan el día buscando comanditarios, buscando
dinero fresco, como dicen. Cada mañana, pasan por los bancos retirando los
cheques que libraron la víspera contra cuentas sin fondos… A veces había
que correrles detrás…
—Es lo corriente, correr detrás del dinero.
—Cállate, Marcel. No tienes derecho a…
—Perdona, olvidaba…
—Él pagó. Y pagó caro… Fue una firma falsificada lo que desencadenó
todo el resto. Fue un gran escándalo, hace cinco años… Le arrestaron.
—¿Estabas con él cuando eso ocurrió?
—Sí. Le vi partir… Era más joven que ahora. Y era todavía guapo. Luchó
hasta el final, pero sabía que todo había terminado. Todo el mundo se cebó
con él. Se habló, a su respecto, de depuración en el cine francés, como si
hubiera sido el único. Estuvo dos años. Dos años en la prisión, en Fresnes…
»Cuando le vi aquí, no sabía qué se había hecho de él, ¿entiendes, ahora?
—¿Que si yo entiendo qué?
—Que él ha intentado ayudarte, que lo intenta todavía.
—Dilo.
Viau la miró duramente.
—Los diez mil francos…
Así que había presentido la verdad, desde el principio.
—¡Confiesa que era una comedia! ¡Confiesa!
En pleno paseo del río, entre las honorables familias burguesas, le había
cogido la muñeca y se la retorcía como un rufián.
—¡Confiesa!
—Me haces daño. Voy a explicártelo. Es verdad. Yo no sabía qué hacer;
sentía que tú estabas decidido a todo, que harías cualquier locura para pagar
los ocho mil francos a tu sucio Mangre…
—Y él aceptó escupir los diez mil francos.
—Tú sabes en qué punto está… No espera nada. No pide más que estar
tranquilo en su rincón. Ya le has visto. No es el mismo hombre… Esto es tan
cierto que yo misma me he preguntado si realmente es él.
Avanzan en silencio.
—¿Por qué me cuentas esto?
—No lo sé. De repente, me he dicho que te haría bien saberlo todo.
—¿Saber que no soy el único?
—No me preguntes más… He creído hacerte un bien… Contrariamente a
lo que puedes imaginar, siente simpatía por ti… Me lo ha vuelto a decir esta
misma mañana.
—¿Te ha dicho también cómo debería ponerme para ahorcarme? ¿No?
Sylvie baja la cabeza.
—Reconoce que él no sabe mucho más que yo… Reconoce que él piensa,
también, que estoy acabado… Vamos. Un poco de sinceridad, palomita.
Es la primera vez que la llama «palomita». Piensa que Maurice, en otro
tiempo, ya debía llamarla así.
—Buenas cosas habréis hecho los dos, tú y tu antiguo amante.
Tiene necesidad de ser aún un poco agresivo, para no enternecerse.
Vuelve el rostro, fingiendo seguir los movimientos y gestos de un pescador,
pero lo que hace es esconder sus ojos húmedos a las miradas de Sylvie.
Era una tontería. ¿A santo de qué, contarle, a él, este domingo, que un
fulano había pasado dos años en la cárcel y que, cuando fue libre, se había
convertido en un buen hombre, flojo como un muelle y de ojos globulosos,
que parecía servir de reclamo en un hotel de provincias?
—Debes conservar tu sangre fría, Marcel.
Estaban cerca de una gran explanada que debía servir de campo de
instrucción, pues se veían unos cuarteles algo más lejos. El río corría a sus
pies. Un chaval lanzaba piedras al agua para conseguir rebotes múltiples.
—No hay nada perdido, ¿entiendes? Eres joven… Tú tienes treinta años,
mientras que él…
Viau se estira en toda su talla. Se siente, de pronto, tan alto como su
padre, con el mismo cuerpo duro y potente. Hacía un rato que tenía su
sombrero en la mano, a causa del calor. El sol que declinaba jugaba con sus
cabellos dorados.
Hincha el torso, respira profundamente. La mira desde arriba, desde muy
alto, y dice con fuerza:
—¡Carroña!
Después de lo cual, dispara:
—¿Entiendes?
Pero no tenía importancia el que ella comprendiera o no comprendiera.
CAPÍTULO DÉCIMO
Junio de 1946.
GEORGES SIMENON, nació en 1903 en Lieja, Bélgica, en una familia de
escasos medios. Estudia sólo hasta los 15 años porque tiene que buscarse la
vida. Tras vivir un año de toda suerte de trabajos, no siempre legales, entra,
en 1919, como reportero en La Gazette de Liège. En 1921, publica su primera
novela, Le Pont des Arches. Al año siguiente, parte hacia París, donde
empieza a colaborar en Le Matin. Tras diez años de intensa vida bohemia,
durante la que escribe por encargo más de mil novelitas populares, reportajes
y artículos, consigue, en 1931, firmar su primer contrato con una editorial
literaria y escribe la primera de las 117 novelas que finalmente le llevarán a
la fama. Curiosamente, ese mismo año concibe al hoy célebre personaje del
comisario Maigret que protagonizará una serie de 76 novelas policíacas,
clásicas ya del género.