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En «Hasta el ultimo aliento» hay una pequeña obra maestra en la que

restaura atmósferas que sólo Simenon puede describir. Una pequeña


ciudad de provincias. Las relaciones extraordinarias de dos seres. La
ansiedad de un fin que promete y nada puede evitar como si el
destino fuera irreversible. Una mirada sin ilusión sobre la naturaleza
humana pero no totalmente negativa de todos modos porque
Simenon sabe ver en el mundo destellos de poesía que transcribe tan
bien en su trabajo.
Georges Simenon
Hasta el último aliento
ePub r1.0
Titivillus 01-05-2018
Título original: Au Bout du rouleau
Georges Simenon, 1947
Redacción: Glengary House, Saint Andrews (Canadá), del 27 de mayo al 5 de junio 1946
Traducción: Ramón Hervás

Editor digital: Titivillus


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CAPÍTULO PRIMERO

—¿ N o crees que bebes demasiado?


¿Había dicho «demasiado»? Quizá no. Quizá se había
contentado con decir «mucho», porque era una mujer que había aprendido
cómo se habla a los hombres, a ciertos hombres, y especialmente a los
hombres del género de Viau. No lo decía secamente, en un tono de reproche
o de desprecio, como las esposas que no saben tomarse bien las cosas. No lo
decía tampoco con labios pálidos y temblorosos, como las esposas o amantes
que temen ser apaleadas.
Resultaba notable ver cómo ella encontraba el tono justo, natural, y cómo
sabía pararse a tiempo cuando convenía. Y, también, cómo sabía evitar el
hacer preguntas sin tomar un aire de afectada discreción.
Por otra parte, él no estaba borracho. Estaba solamente lleno de fatiga y
exasperación. Tenía necesidad de aplastarse contra el colchón, no importa
cómo, tenderse como una bestia al final de la carrera, resoplando, y sudar
toda su lasitud.
Después ya se vería. No era necesario pensar. Hacía calor, un terrible
calor. No se había puesto su pijama. Se había contentado con despojarse de la
chaqueta y la camisa, que yacían en un montón al pie del lecho; estaba en
calzoncillos, el torso desnudo, con el sudor perlándole el vello del pecho.
Con los ojos cerrados, pasaba revista a las cosas que le rodeaban. La
habitación del hotel, las paredes cubiertas con un papel a rayas rosas, dos
camas gemelas de cobre, con una mesita de noche entre las dos. Sylvie había
cerrado las persianas, que cortaban el sol en delgadas tiras, mientras la
ventana permanecía abierta, dejando penetrar ráfagas tan pronto frescas como
ardientes, sin que fuera fácil determinar la razón.
La habitación daba sobre el patio. Este patio debía ser una cuadra donde
los labriegos de los alrededores, venidos a Chantournais para sus negocios,
dejaban sus tartanas. Debía poder escucharse el ruido de los cascos y, a
veces, el gruñido de los ejes. Un auto intentaba poner en marcha su motor y
arrancaba al fin.
La estación estaba también recalentada por el sol y el cemento parecía
exhalar su propio vaho cálido. Al descender del tren había mirado a su
alrededor. Un gendarme estaba plantado ante la puerta del factor. ¿Se había
estremecido al ver al gendarme o al notar la mirada de Sylvie fija en él?
Era una mujer difícil, impenetrable. Lo aceptaba todo. Incluso cuando él
mentía de una forma evidente, fingía no advertirlo. ¿No lo advertía? ¿No
sería sencillamente una boba?
Pero nunca había encontrado una mujer capaz de portarse como ella.
¿Dormía ahora? Se había quitado el vestido haciéndolo pasar por encima de
la cabeza. No llevaba combinación. Se tumbó sobre la cama vecina y él no
deseaba abrir los ojos para comprobar si dormía. Estaba vuelta del lado de la
ventana. No tenía importancia.
En Burdeos, él le había anunciado:
—Permaneceremos un día o dos en La Rochelle. ¿Conoces La Rochelle?
—Creo que he pasado por allí.
Sin dar detalles. Él no preguntaba nada, pero Sylvie se abstenía de dar
información sobre ella misma espontáneamente.
En La Rochelle, en pleno mediodía, sin haber desayunado aún, todavía
con el regusto a humo del tren en la boca que le perseguía desde tres días
antes, se había sentido presa del pánico. Sin ningún motivo, ya antes de salir
de la estación. Tenía sed, como siempre, y había entrado en la cantina. Pidió
un pernod, luego otro, acodado en el mostrador, donde se respiraba un aire
agradable.
Tenía la impresión de que le observaban, aunque no sabía quién. Esto era
lo que resultaba intolerable. No haber tenido, después de tantos años, ningún
disgusto realmente serio y ahora, de la forma más idiota…
Los dos hombres que se inclinaban sobre su velador de mármol para
hablarse a media voz, ¿no pertenecerían a la policía? Habría jurado que se
trataba simplemente de dos tratantes de ganado. Era capaz, por lo general, de
reconocer la condición de las personas. Por supuesto que no llegaría a
asegurarse.
—Lo mismo —había pedido.
Fue entonces cuando ella había pronunciado, o algo parecido:
—¿No crees que bebes un poco demasiado?
Y él se preguntó si aquel estado era visible, si parecía ya un hombre
atrapado. Alzó los hombros mientras la miraba duramente, sin responder.
—¿Dónde va ese micheline? —preguntó señalando a un tren eléctrico que
esperaba sobre la primera vía.
—A Niort, por…
—¿Tiene unos sándwiches?
Sylvie no había protestado ni pareció asombrarse. Compró dos
sándwiches.
—Ve a la taquilla y compra dos billetes para Chantournais.
Tras darle el dinero, esperó a que se alejara para beber otro vaso. ¿Por qué
no protestaba nunca? ¿A qué santo, entonces, esconderse de ella? ¿Es que
estaba acostumbrado a que las mujeres le fastidiasen cuando llegaba
demasiado bebido?
Porque Sylvie sabía que resultaba aborrecible cuando estaba borracho. Al
llegar a Angulema, durante una hora, no había hecho más que decir
barbaridades, cruzando una y otra vez a grandes zancadas la habitación del
hotel.
Y no perdía el coraje, no se desanimaba. No importa que ella no fuese
nada para él, que ni la conociese, y que fuese por puro azar por lo que
estuviesen juntos.
Roncaba. Roncaba sin dormir, hasta que se daba cuenta. En el hotel
reinaba una especie de olor de cocina y pintura fresca, con alguna otra cosa,
indefinible, que recordaba el campo, aunque estaban en pleno centro del
pueblo, en mitad de la calle Gambetta.
¿Sospechaba algo el patrón, que le había mirado con tanta insistencia? No
pensaría más en ello. No quería pensar. El vino blanco, demasiado azucarado,
le revolvía un poco aún el estómago. Había pedido una botella al instalarse en
la habitación.
En suma: la estación bochornosa, con un sol pesado que te entra en la
cabeza, con unos lugareños vestidos de negro que bajan del vagón llevando
cestas y paquetes. No había coches de caballos, por supuesto; unos taxis
esperaban fuera pero, a causa del guardia, habían echado a andar por la acera
de la calle Gambetta.
Una calle inmensa, derecha y vacía, de la cual guardaba un recuerdo
infantil, cuando sus padres le habían traído, teniendo ocho o diez años, a casa
de una tía abuela, de la que no recordaba el nombre, para que ellos pudieran
ir a un entierro. Ella vivía muy cerca del pueblo, en un lugar llamado «El
Doble Viejo». Era todo cuanto le quedaba en la memoria. ¿Era posible que la
tía abuela hubiera tenido niños? No tenía importancia, pues aunque los
hubiese tenido serían incapaces de reconocerle.
Andaban por la acera. Él llevaba la maleta, Sylvie su saco de viaje. Los
perros dormitaban en los quicios sombreados y, en alguna parte, los albañiles
se tumbaban también durante la pausa del mediodía.
Tenía sed. Habían leído «Hotel de l’Etoile», en bellas letras de oro, en
letras muy bien perfiladas, como las que se ven en los edificios oficiales para
componer las palabras «República Francesa». La fachada era de un amarillo
cremoso, fresco, aún con aspecto de nuevo. El portal acababa de ser pintado
en falso roble. Había aún dos escaleras de pintor en el porche.
La hora de la comida ya había pasado. El comedor estaba desierto, con
una gran mesa de servicio en el centro, el mantel manchado de vino, con las
otras mesas pequeñas que no habían sido utilizadas, en las que podían verse
las servilletas puestas en abanico delante de los vasos.
—¿Hay alguien aquí?
Tenía necesidad de beber, luego de echarse. Era una idea fija. Siempre era
así cuando se encontraba en una situación difícil. No sirve de nada agitarse.
Es preciso dormir, introvertirse, hundirse, como decía cuando era pequeño.
¿Hay alguien? Alguien cerca de ellos al que no habían oído acercarse. Un
hombre bastante grueso, con la cara ancha y rojiza, los ojos globulosos y
húmedos, con el gorro blanco de los jefes de cocina sobre la cabeza.
Los cabellos que le quedaban, de un gris plateado, estaban peinados con
cuidado. Resultaba gracioso: tenía a la vez un aire endeble y distinguido, que
hacía pensar en ciertos viejos ingleses borrachos, como esos que se
encuentran en los bares.
El hombre les miraba sin decir palabra.
—¿Tienen una habitación?
—Creo que sí.
Se había apoyado sobre el registro y había vuelto dos páginas. Después
escogió una llave del tablero, también recién pintado.
—¿Quieren subir ahora mismo?
Les precedió por la escalera, pasando al lado de un pintor que se disponía
a dibujar unos detalles de falso mármol sobre el brillante muro color marfil.
—El 17.
Tras abrirles la puerta, el hombre volvió a bajar. Aunque no en seguida.
Tal vez Viau se equivocaba. Le había parecido que, una vez cerrada la puerta
y mientras Sylvie se quitaba el sombrero y los zapatos, que le dolían, el
patrón permanecía un momento, inmóvil, al otro lado de la puerta. ¿Por qué?
¿Para escuchar lo que ellos dijeran?
—No te quites los zapatos.
—¿Por qué?
—Vas a bajar a buscar una botella de vino.
Sylvie había encontrado un timbre eléctrico.
—Podemos llamar.
—No vale la pena.
Él no tenía ganas de ver otra vez al hombre de los ojos globulosos. Sylvie
estaba cansada.
—Podrías haber bebido abajo.
No quiere contestarle, decirle que le habría sido difícil beberlo abajo por
la simple razón de que no tenía más dinero. ¡Sólo le quedaba para una botella
de vino! Si lo hubiera pedido en un café, seguramente no habría podido
pagarle al camarero.
—¿Qué vino quieres?
—Me da igual.
Todavía un detalle. Tuvo la impresión de que Sylvie tardaba demasiado
antes de volver con la botella y los vasos. Ella no bebió más que un sorbo y,
por su parte, Viau bebió todo lo demás para adormecerse. Sentía la necesidad
de dormir un buen montón de horas. Sudaba. Esto daba al lecho un olor
especial, que aspiraba con voluptuosidad.
Oía los cascos de los caballos, las gallinas. Porque había gallinas en el
patio, en pleno pueblo. Perdía la consciencia, incapaz ya de separar el sueño
de la realidad. En este momento, antes de bostezar, de abrir los ojos, de
arrancarse a su torpeza, estaría resignado a no importa qué. Se acabó.
Renunciaba.
Pero no iba a ser tan tonto. ¿Era en la realidad o en el sueño que tendía la
oreja escuchando unos ruidos?
Había alguien en el rellano. Habría jurado que a través de la puerta veía la
larga silueta blanca del patrón, con su cara roja y sus ojos gruesos. Todos los
dueños de cafés y hoteles están de acuerdo con la policía, esto se sabe bien.
El oficio lo exige. Se ven obligados a ello si no quieren verse constantemente
amenazados por reglamentos imposibles de observar.
Sólo quedaba algo más. Y era que Sylvie se apoyaba sobre un codo para
observarle, asegurándose de que dormía.
Y una noche, en Burdeos, se había despertado con la sensación de que le
miraban fijamente y la había visto, acostada a su lado (les habían dado una
cama grande, para dos personas), con su cara a unos centímetros de la suya.
—¿Qué haces? —balbució.
¿Se sentía traicionado? ¿No había dejado ver que tenía miedo?
—No hago nada. Te miraba dormir. Tienes una expresión muy juvenil
cuando duermes.
Viau le respondió cualquier cosa desagradable para vengarse de su miedo.
Dejando aparte que no quería parecer joven.
Los rayos del sol le daban en la cabeza y habría apostado que una sombra
interrumpía la luz y se dirigía con un deslizamiento silencioso hacia la puerta.
Ella no podía traicionarle, sencillamente porque no le conocía. Viau no
era de esos hombres que tienen suficiente con beber unos vasos y encontrarse
frente a una mujer para abandonarse a confidencias tontas. Antes prefería
jactarse, presumir de lo que fuera. Esto le había ocurrido alguna vez, en
situaciones menos importantes. Y entonces no tenía treinta años. Los tenía
ahora, desde hacía ocho días.
Tuvo un sueño confuso, en el cual su padre le decía que no tenía razón.
Su padre era un hombre tan corpulento como él, siempre calmoso, con una
cierta pesadez campesina, de la que él había heredado algo. Asentía con la
cabeza, sin hacer caso de Sylvie, sin enfadarse. Tenían que ir juntos a un
entierro; estaban de luto. Sería precisamente el entierro del «Viejo Roble»,
pero ocurría ahora, en el presente, y su padre, antes de partir, le decía una vez
más que no tenía razón.
¿No tener razón, en qué?
Acabó por abrir los ojos. Sylvie, delante del espejo, se cepillaba los
cabellos. Se había puesto el vestido y las medias, pero no los zapatos,
evitando hacer ruido. Viau la miraba en el espejo picado de manchas de
moscas, que reflejaba el rostro.
Sus ojos se encontraron.
—¿Has dormido bien?
—¿Qué hora es?
—Las seis.
—¿Has salido?
—¿Yo? ¿Para qué tenía que salir?
A Viau no le gustaba esta manera que las mujeres tienen de responder a
una pregunta formulando otra.
—¿No has abandonado la habitación?
—Solamente para ir a un sitio chiquitín.
—Dame un vaso de agua.
Se bebe tres, todos de golpe.
—¿Hay cuarto de baño en el piso?
—He visto uno pasando por el corredor.
Viau va y se lava con agua fría. Cuando regresa a la habitación, Sylvie
está preparada para salir.
—¿Dónde vas?
—Creía que tú…
—Te quedas aquí.
—Como quieras. Pero será preciso que baje para cenar.
—Cuando yo te lo diga, si no te importa.
Pone su rostro duro, obstinado. Titubea un poco para añadir:
—¿Te queda algo de dinero?
—No mucho.
—Mañana por la mañana iré a cobrar un cheque al banco. Mientras…
Sylvie revuelve en su bolso. Saca un billete de cien francos y algo de
moneda suelta.
—Es todo lo que me queda.
Cuando se lo da, él ve en su dedo una sortija que bien puede valer
quinientos francos, vacila, y se dice que ya habrá tiempo después.
Tiene aún una camisa limpia y se viste con cuidado. Su americana es
buena y está bien cortada. Cepillada, casi no se notaba el viaje de cinco días.
—¿Volverás tarde?
—No sé.
Sylvie no insiste. Sabe que él no permite que las mujeres le hagan
preguntas.
—¿Me traerás un periódico, una novela, cualquier cosa para leer? Me
parece que hay un puesto de periódicos al lado del hotel.
Viau no la abraza antes de salir. No la abraza nunca. No hay amor entre
los dos. Es muy curioso. Ha ocurrido como con ciertos perros. Un perro que
no le conoce a uno se pone a seguiros en la calle, y he aquí que os adopta sin
razón aparente, no os abandona, y os considera de una vez para siempre
vuestro amo natural.
No la había encontrado en la calle, pero casi. En Toulouse, en una boîte.
Si es que se puede llamar a aquello una boîte. Una pieza asfixiante y estrecha
en el subsuelo, con mucho terciopelo rojo, mesitas pequeñas, un barman tras
un mostrador de caoba y unas luces tamizadas. Dos o tres músicos sobre un
estrado minúsculo y dos o tres mujeres también, de ésas a las que se llama
animadoras, que hacen un numerito más o menos torpón, pero que luego se
sientan con los clientes.
Fue hace cinco días y tienen ya la sensación de haber estado juntos desde
siempre, sin saber nada el uno del otro.
Cuando Viau entró en la boîte era rico. Tenía casi doscientos billetes de
mil francos repartidos en sus bolsillos y no había leído todavía los periódicos.
Se había fijado en ella en seguida, sentada sobre uno de los altos taburetes
del bar, ante un vaso de menta y charlando con el barman de blanca chaqueta.
Sylvie también le había visto entrar y frunció las cejas, como cuando se cree
reconocer a alguien. Pero ellos no se conocían; jamás se habían visto. Cuando
ella fruncía sus cejas, era más su nariz, realmente, lo que fruncía de una
forma infantil, y a Viau le habían gustado siempre las narices que se fruncen.
Ella sabía que él iría a sentarse a su lado. Él lo sabía también. Pero
tomaba su tiempo, mirando a todas las mesas. Cuando se aproximaba, la iba
detallando de pies a cabeza, mientras ella le sonreía. Viau le tendió la mano,
dejando caer:
—Buenas tardes.
Y Sylvie en un tono natural:
—Buenas tardes.
Esto era todo. Habían bebido un vaso. Dos vasos. Habían bailado juntos.
Él no bailaba particularmente bien. No tenía nada de gigoló. Grande,
musculoso, con una osamenta que recordaba la constitución campesina de su
padre, la había abrazado en seguida, tranquilamente, como si se posesionara
de ella.
No le hacía la corte. Jamás hacía la corte a las mujeres. No le preguntó si
quería salir con él, porque conocía las boîtes de aquel género y sabía que las
animadoras no tienen derecho a abandonar el establecimiento antes del cierre.
Preguntó simplemente:
—¿A qué hora sales?
—Hacia las dos. A veces, a las tres, si hay mucha gente. Los sábados,
más tarde.
Sylvie sabía que se iría con él. No es que inevitablemente se fuera con
todos los clientes. Esto ocurría muy rara vez; sólo lo hacía cuando se sentía
sin blanca.
—¿Vienes de paso?
—Sí.
Se abstuvo de preguntarle si quería ofrecerle champaña, como era su
costumbre, pero él se lo propuso espontáneamente, conocedor del ambiente.
Viau no tenía miedo. Esa noche todavía no tenía miedo. Tenía confianza
en su estrella. Y sentía aún en la piel, en todos sus nervios, la fiebre de la
acción.
Se reunió con ella en la acera.
—¿Dónde vas?
—A tu casa —respondió él, tranquilamente.
—Es que resulta que yo comparto mi habitación con una amiga.
—Me es igual.
Esperaron a la amiga.
Pero todo esto ya está terriblemente lejos, en otro mundo. Porque, por la
mañana, cuando bajó a tomar un rato el aire, compró un periódico donde leyó
que tenían la numeración de los billetes.
Había decidido ya que la llevaría con él. Habían estado cuchicheando
toda la noche a causa de la amiga que dormía en el lecho vecino. Cuando se
levantó, Sylvie ya estaba lista, con su bolso preparado.
—Ven.
Habían desayunado en una gran cervecería en el centro de la ciudad, pero
no se había atrevido a cambiar ningún billete y había pagado con dinero del
bueno. Se había desembarazado de los billetes en el lavabo, habiéndose visto
obligado a tirar innumerables veces de la cadena. Había guardado dos.
—¿Dónde vamos?
Una mirada, una sola, le había hecho comprender a Sylvie que era inútil
hacer preguntas. ¿No sabía ella, desde la víspera, que era un hombre que no
aguantaba tonterías? ¿No era justamente ésta la razón de que Sylvie le
siguiera?
—Deja tu bolso aquí. Volveremos luego por él.
Tomaron un tranvía. En una calle cualquiera, Viau le dio un billete de mil
francos.
—Ve a comprarme cigarrillos.
Había escogido un pequeño estanco donde todavía no debían haber ni
abierto el periódico de la mañana. En cuanto a Sylvie, ¿qué importaba lo que
ella pudiera pensar?
—¿De qué clase?
—Como te gusten a ti.
Y él la había esperado en la esquina. Más tarde hicieron lo mismo en otro
barrio. Sentía no haber guardado más billetes.
¡Dos mil francos! Angulema, donde habían dormido en un hotel de un
blanco lívido y donde toda la noche se vieron asaltados por los mosquitos,
perseguidos hasta el fondo de la cama por el olor de los retretes.
Era la primera vez que se tomaba la molestia de no contar una historia.
No le había dicho nada. Hubiera podido inventar no importa qué, pero esto le
parecía supérfluo. Ella le seguía, esto es todo.
Indudablemente, ella conocía la vida. Se sentía esto a su lado. Llegaba al
fondo de las cosas aunque no se tomase la molestia de aparentarlo.
En Angulema había bebido. Sabía que no debía hacerlo. Sabía siempre
cuándo no estaba bien beber, pero la sed era más fuerte que él. De forma
contradictoria, la conciencia de que no debería beber, le empujaba más hacia
la bebida.
Y el miedo había comenzado.
Descendía la escalera del «Hotel de l’Etoile». El pintor había ordenado en
un rincón sus botes de esmalte y sus brochas. El patrón estaba abajo con su
aire de comodoro. ¿Por qué de comodoro? Viau no habría sabido decirlo. Era
una palabra que se le ocurría naturalmente y que permanecía asociada a la
imagen de un hotelero de ojos globulosos.
—¿A qué hora se puede comer?
—Ahora, si usted quiere.
Una voz chistosa, lenta y baja.
—¿Es posible cenar más tarde?
—Hasta alrededor de las nueve.
Después va hasta el kiosko y compra algunas revistas de cine y dos
novelas populares que le lleva a Sylvie, quien se había quitado otra vez
medias y vestido y esperaba tendida sobre el lecho.
—Si vuelvo demasiado tarde, hazte subir alguna cosa para comer.
Se había encontrado ya en situaciones difíciles, quizá más difíciles que
ésta, porque esta vez le quedaba un billete de cien francos en el bolsillo y,
además, la historia de Béziers no le daba miedo y la de Montpellier tampoco.
Nadie le había visto. Era imposible que la policía tuviera su descripción.
¿Es que iba a ablandarse? ¿Por haber aterrizado en Chantournais, a menos
de cien kilómetros de la casa de su padre?
Quizá Sylvie tenía razón y hubiera bebido demasiado durante los últimos
días. Pero esto también era necesario. Hay períodos en los cuales es preciso
beber.
Estaba cansado. No sentía su mordacidad habitual. Beber otra vez. Esto
era lo que tenía que hacer. Remonta la calle Gambetta, a grandes zancadas;
ahora está más fresca y en ella se aprecia una cierta animación. No lejos del
hotel, sus ojos distinguen un café, al otro lado de la calle, el «Café du
Centre». Entra y, en una penumbra con aroma de cerveza y aperitivos, pide
de beber mientras observa con desprecio cómo algunos parroquianos, los
comerciantes del barrio, juegan a la belote. Los ve como en un espejo
deformante, y, desde muy alto, observa sus tics, la verruga de uno de ellos, el
ojo bizco del segundo, el aire bestial de un tercero, que precisamente acaba
de ganar a los otros.
—Lo mismo, mozo.
Al tercer vaso, recupera su orgullo y su confianza en sí mismo. ¿Es un
hombre, sí o no? ¿Es que se parece acaso a esas larvas abominables que se
encuentran todas las tardes a la misma hora para jugar a las cartas?
Sale a la calle. La cabeza alta y, después de unos pasos decididos, ve otro
café, más atractivo, más burgués: el «Café des Tilleuls».
¡Tener dinero! ¡Es preciso tener dinero, cueste lo que cueste! ¿Es que él
no será capaz de hacerse con él?
Empuja la puerta y se sienta cerca de una mesa donde cuatro hombres
juegan al póker.
—Pernod.
Sus ojos se agudizan. Comienza a sentirse en forma. Ve de lejos, desde lo
alto, a los cuatro imbéciles que manejan las cartas y va anotando sus faltas
con satisfacción.
Hay un quinto jugador, un viejo con los cabellos cortados a cepillo, que
sigue la partida y al que los otros llaman Comandante. El Comandante, que
ve dos juegos, se vuelve a veces hacia él dirigiéndole un guiño de
complicidad.
¡Un montón de idiotas! Es como hace falta mirar a los hombres si es que
se les quiere quitar alguna cosa. Porque si empieza a pensar que es tan bestia
como ellos…
—¡Camarero!
Se encontraba como en su casa. ¿En cuantos cafés parecidos se había
encontrado a la misma hora, cerca de personajes idénticos? Las banquetas
estaban tapizadas de algo que imitaba al terciopelo y las mesas eran de
mármol blanco. El camarero, de vez en cuando, venía a echar una mirada a la
partida y todo el mundo le interpelaba por su nombre:
—¡Raphaël!
Una ligera corriente de aire refrescaba la atmósfera que, aquí, olía a
cerveza. Los clientes eran los notables del lugar. Sus trajes eran de buena
calidad. Sus gestos, llenos de seguridad. Todos se conocen. Se saludan,
obedientes a unos ritos sacrosantos y, sin duda, al acabar la partida, salen
todos juntos hasta una esquina de la calle donde se desean las buenas tardes y
se reintegran a su vida familiar.
Uno de ellos no jugaba demasiado mal y, de vez en cuando, lanzaba una
mirada a Viau, señalando con una sonrisa un farol particularmente acertado.
—¡Raphaël! Otro de lo mismo.
¡Tanto peor, si pasaba la medida! Todavía una vez más, él lo sabía,
todavía otra vez, era incapaz de defenderse contra sí mismo.
Uno de los jugadores se levantaba.
—Es preciso que vaya al colegio antes de cenar.
¿Un profesor? El tipo que jugaba bastante bien, se vuelve hacia Viau.
—¿Esto le sugiere algo?
—¿Qué tarifa?
—La que usted quiera.
Era un hombre pálido, con un fino bigote moreno en su rostro irregular.
Viau cambia de sitio, toma las cartas. Siente que se ha equivocado, que se
hunde cada vez más, pero ya es demasiado tarde. Los ve a su alrededor como
a través de un cristal. La sonrisa astuta del Comandante, sobre todo, que mira
ahora las cartas de todos los jugadores y campa tras ellos con aire de intenso
júbilo.
—Debo prevenirles de que yo acabo de llegar y no he podido pasar por el
banco, que estaba cerrado. Supongo que hay en Chantournais una sucursal de
la Sociedad General…
—Desde luego.
—En caso de pérdida, les rogaré esperen a mañana para que pueda retirar
fondos.
—De acuerdo.
Viau se ve ya entrando en el hotel con los bolsillos repletos de dinero y
anunciando a Sylvie, sumida en sus novelas.
—¿Dónde vamos?
A París, por supuesto. Es una gran ciudad donde no hay que tener tanto
miedo.
¿Por qué desde hace unos minutos no se ocupa más que de uno de los
jugadores, del que tiene la cara atravesada, sentado justamente enfrente de él?
Los otros dos no cuentan. Es una lucha entre ellos dos, solamente. Y el
tipo es duro. Le mira constantemente con una especie de sonrisa, que acaba
por exasperar a Viau.
—¿Se puede aumentar la apuesta?
—Si lo desea…
Llamaba ahora sin cesar a Raphaël, pidiéndole nuevas consumiciones.
Perdía. No quería perder. ¡Era imposible! No había perdido, por decirlo
así, nunca al póker, e incluso, a bordo del «Mariette-Pacha», había jugado
contra unos armenios profesionales a los que había revolcado.
—Full de reyes.
—Full de ases.
La atmósfera se espesaba. La gente pasaba como dentro de un decorado,
en la calle, del otro lado de la vidriera, que adquiría tonos azulados.
Acababan de encenderse los globos eléctricos que, contrastando con la luz
del día, ponen reflejos equívocos sobre las cartas.
Los clientes del aperitivo ya se habían marchado. Están ahora los del café,
con sus mujeres la mayor parte de ellos.
Había varias personas, de pie, tras los jugadores. Viau se obstinaba aún,
queriendo rehacerse.
—Les ruego me disculpen —dice uno de los jugadores levantándose—.
Son ya las nueve y media y no hemos cenado.
Una mirada cuajada de ironía se fija sobre Viau. Es la del hombre de la
cara atravesada. Desparrama las fichas acumuladas frente a él.
—Vamos a contar.
—Por favor.
No hay duda que se seguirá hablando de esto en el «Café des Tilleuls»
durante diez años. ¡El forastero había perdido ocho mil francos!
—Como le he dicho, le veré mañana…
—A la hora que guste. Aquí, si le parece, para el aperitivo.
¡Un palomo! ¡Se ha dejado desplumar como un palomo! Se le ha subido
la sangre a la cabeza. Está furioso. Trata en vano de fanfarronear y todo lo
que consigue es enfurecerse más. Y es que le domina la sensación de que el
tipo de la cara atravesada no es un incauto.
«Ve, pues, a la Sociedad General, a cobrar tu cheque, pequeñín. Tú sabes
bien que no tienes cuenta en el banco y que estás sin un céntimo, que eres un
despojo… Y mañana, aquí. Para el aperitivo. Te espero, ¿eh?» parece decirle.
Viau tropieza con una mesa al salir, intenta abrir la puerta en sentido
contrario y Raphaël corre en su ayuda. Está harto, hasta la coronilla, como
una bestia, suciamente harto. Y cierra los puños ante la idea de que Sylvie
pueda darse cuenta.
CAPÍTULO SEGUNDO

N o la vio en seguida. Tuvo tiempo de sufrir antes el choque de esta cosa


húmeda y tierna, repugnante, que era la calle en aquellos momentos, la
calle Gambetta, que no conocía sino aplastada por el sol, casi vacía, con
escasos transeúntes, como juguetes en la perspectiva de las aceras.
Estaba ante el porche de un edificio, al que se subía por cuatro escalones,
con los imbéciles del «Café des Tilleuls» que deberían estar riéndose a sus
espaldas —habría jurado que les oyó estallar en carcajadas en el momento en
que la puerta se cerraba— y, ante él, gente, familias instaladas en la terraza
que iluminaban tres farolas.
«Gusanos».
Pronunciaba la palabra en su interior. Hombres que habían trabajado en la
oficina todo el día, que habían cenado, que tomaban el fresco antes de
acostarse. Mujeres que habían cumplido con la cocina, enjabonadas,
empolvadas, peinadas, vestidas de punta en blanco para su paseíto nocturno.
Más gusanos aún en la terraza del «Café du Centre», justo enfrente, al
otro lado de la calle, pero gusanos de segunda categoría, puesto que parecía
existir una diferenciación jerárquica entre los dos cafés.
Y, a todo lo largo de la divisoria que separaba las casas de distinto rango
y en la que había una penumbra azulada, como de humo, estaba la estación,
amarilla y blanca, también como un juguete; una estación vacía, sin trenes
hasta la mañana, con las puertas cerradas con grandes cadenas.
Había gente. Racimos de gente en los umbrales de las casas. Algunos se
habían llevado una silla y todas las ventanas estaban abiertas: la ciudad
tomaba el fresco, mientras que él, Viau, les contemplaba desde lo alto del
porche, los miraba a todos con su mirada atravesada.
«No estaría de más que matara a alguno…».
Esto no era una amenaza. Tampoco una decisión. Como antes «unos
gusanos», eran sólo unas sílabas que se formaban en su espíritu, de vez en
cuando, al sentir demasiada sed y demasiado rencor, y que se complacía en
repetir.
Unas jovencitas, cogidas del brazo, pasaban riendo, desafiando a los
muchachos y a los hombres de labios entreabiertos, con sus trajes blancos
como manchas de tiza en el crepúsculo. Toda una familia, desde una mesa de
la terraza, le contemplaba en silencio y el jefe del clan, el macho, el
progenitor, se pavoneaba ante su prole con un aire bobalicón y protector
mientras fumaba un grueso puro sin haberle quitado el anillo.
A Viau le habría gustado tirarle de la lengua al pasar y sacudirle una
patada en la espinilla.
Atravesó la calle. Quería volver a beber, entrar en el «Café du Centre» y
burlarse de todos ellos hasta cansarse. Quizá acabaría por insultarlos y
pelearse. Quizá fuera un alivio pegarse con alguien.
Atardecía. Todavía no era de noche. Unas personas salían de una
pastelería con unos cucuruchos de helado.
Al pasar ante el escaparate de una modista, dos muchachas le miraron y,
en ese momento, apareciendo de algún lado, Sylvie se puso a andar junto a él.
—¿Qué haces aquí?
No contestó. Viau sabía que ella no respondería, que era demasiado
inteligente para contestar y esto le exasperaba.
—Me parece que te dije que no salieras del hotel.
—Tenía mucho calor.
—¡Mientes!
Pero él era más inteligente que Sylvie. Su cabeza trabajaba de prisa. Se
veía en la mesa del «Café des Tilleuls» con todos los idiotas que le miraban
perder al póker.
—¿Quién te ha prevenido?
—¿Prevenido de qué?
—Tú lo sabes bien. Habla.
—Vamos a comer, ¿vienes? Están, a punto de cerrar el comedor, pero he
conseguido que el patrón nos espere un poco.
Viau no tenía hambre. Cuando había bebido, no tenía hambre. Lo que
quería era seguir bebiendo y que nadie se lo impidiese.
—Contesta. ¿Quién te ha prevenido?
—He salido un momento a tomar el aire. Te he visto a través del
escaparate. He comprendido que algo andaba mal.
—¿Qué es lo que anda mal?
Sylvie estaba asqueada. Sería preciso, ahora, que escupiera la verdad.
Andaban como los otros, a lo largo de la acera. Tenían el mismo aspecto que
los demás, como si tomaran el fresco, y nadie sospechaba que él, sólo él entre
todas esas marionetas idiotas, estaba en trance de vivir un violento drama.
Viau, con arrogancia, miraba la estación al final de la calle, con su
ventana iluminada en el primer piso, como una casa cualquiera: el dormitorio
o el comedor del jefe de estación, en aquellos momentos un padre de familia
cualquiera. Y esta estación no representaba ningún socorro, ninguna salida.
Ni esta tarde, ni mañana.
Ya no tenía con qué tomar el tren.
Estaba encerrado en este pueblo, en esta larga calle desde la cual podía
ver los dos extremos del lugar donde se hallaba.
Durante cinco días había huido en zigzag, mirando continuamente detrás
de él para asegurarse de que nadie le seguía, y había terminado por dejarse
coger como en una trampa en esta calle maldita.
—¿Quién te ha prevenido?
Ella le había llevado hasta delante del «Hotel de l’Etoile», donde el
patrón de ojos globulosos tomaba, él también, el fresco en el umbral, con su
servilleta blanca en la mano.
—Entra y toma un bocado.
¿Por qué no? Saldría después. Se desembarazaría de ella. Tenía necesidad
de estar solo para tomar una decisión. Y ella era la decisión capital.
A la mañana siguiente reembolsaría los ocho mil francos al tipo de la cara
atravesada que le había ganado. Esto no era una cuestión de honestidad. Era
casi una venganza. El tipo estaba convencido de que no podría pagarle, que
su historia del banco era un camelo, que habría desaparecido al amanecer. Le
habían tomado por un aventurero de baja estofa, por un granuja de pacotilla.
Se mofaban de él. Se mofaban aún, en estos momentos, alrededor de las
mesas del «Café des Tilleuls» y esto le enfurecía.
—¿Quién te ha ido a prevenir?
—¿Por qué crees que me han tenido que prevenir?
—¡Lo ves!
—¿Qué es lo que veo?
Se habían sentado en una de las mesitas del comedor y una criada, de
negro y blanco, les trajo la sopera. La mayor parte de las luces estaban
apagadas. Sólo habían dejado una sobre sus cabezas.
—Si no te hubieran advertido, no habrías salido.
Y no habrías estado pegada a la pared, delante del café, como todas las
imbéciles que espían a sus maridos.
Les habían visto. Todos los gusanos habían asistido a la escena. Todos
comprendieron. ¿Es que hay algo más ridículo que un hombre se deje atrapar
por su compañera y que se ponga a seguirle gesticulando? Todo el mundo
adivina sus palabras, sus protestas, su cólera.
Y él había hecho como todos.
—Come.
Viau tenía un gran vaso de vino tinto en la mano.
—Bueno. Pues he bajado.
—¿Por qué?
—Para comer algo. Porque tengo hambre. No tenía la intención de salir.
—Continúa.
—Al llegar al vestíbulo, alguien hablaba con el señor Maurice.
—¿Quién es el señor Maurice?
—El patrón.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he oído que le llamaban así. Y porque la criada que ha venido a
arreglar la habitación me ha dicho su nombre.
Ella mentía, sin duda. Viau la miraba inflexible, con dureza.
—Alguien le contaba que había una gran partida de póker en el «Café des
Tilleuls» y que un forastero…
—Estaba perdiendo de lo lindo. Y bien, amiguita, todo eso es falso,
¿entiendes?
Sylvie se encoge de hombros con indiferencia y continúa comiendo.
—Yo voy a decirte qué es lo que ha pasado. Alguien, no sé quién, ha
venido. Pero no al vestíbulo, donde no habrías bajado tú sola. Tú estabas
acostada en la cama, leyendo. No ha sido el hambre lo que te ha obligado a
bajar… Alguien ha subido para advertirte que yo perdía como un idiota.
—Lo que quieras.
Ella no protesta, pero Viau no tiene la certeza de que su versión sea la
verdadera.
—¿Has perdido mucho?
—¿Te importa? ¿Has de darme tú el dinero?
No debería haber dicho esto, porque estas palabras, automáticamente, le
desvelan sus fantasmas. Viau tiene algunos fantasmas como éste, fantasmas
familiares, que llegan de improviso, a causa de una palabra, de una imagen,
de un olor.
Y, precisamente, éste era el más odioso de todos.
¿Darme el dinero? Bueno, no sería la primera vez que recibía dinero de
una mujer. Y no de forma accidental. Fue en Niza, poco después de haberse
visto obligado a abandonar Lyon precipitadamente. Estaba a su lado, como
ahora. Bebían café con leche en un barecito, cuando la conoció. Una mujer de
carnes blandengues, sonrisa húmeda y tierna, que en seguida le hizo tilín.
Era una profesional, y Viau, por despecho, por reto quizá, decidió vivir
como tantos otros.
Lo hicieron durante quince días. La pegaba para divertirse, para meterse
mejor en la piel del personaje. Exageraba sus maneras aviesas, rufianescas.
Después, había querido frecuentar los bares de muchachuelos equívocos.
Se veía ahora, en un rincón del mostrador de cinc, mirando a unos que
jugaban al «póker» —dice—. Y, como antes en el «Café des Tilleuls» con los
burgueses, intentó mezclarse en la partida.
Aquí, en Chantournais, se habían contentado con ganarle ocho mil
francos y burlarse de él.
Allá abajo, la cosa fue más grave. Los recordaba en aquellos momentos,
examinándolos de pies a cabeza, sin una palabra.
Uno de ellos, pequeño y delgado, moreno y peludo, escupía al suelo
grandes salivazos y se subía los pantalones con un gesto familiar.
Viau estaba a su lado. Incluso entre los tipos de la infantería colonial,
raramente había encontrado tipos más fuertes que él. Avanzó unos pasos,
amenazador, con los puños dispuestos a golpear y, entonces, el pequeñajo le
habló con un fuerte acento meridional que hacía resaltar más aún el desprecio
de sus palabras.
—¡Un buen consejo, pequeño! No hace falta que te hagas aquí el
matamoros. A nosotros no nos gustan los culicortos. Y otra cosa. Estos
lugares no son saludables para tipejos como tú… Y en cuanto a Lea, déjala
caer. ¿Entiendes? Te digo simplemente que la dejes caer… Aquí hay
hombres.
Y entonces le sacudió. Viau se encontró sobre la acera, con el rostro
tumefacto y un brazo torcido. Y aquella noche, Lea no volvió.
—No bebas más. ¿Quieres un poco de esto?
Casi había terminado con la botella y apenas si había tocado la comida.
—Beberé lo que me plazca.
Viau se sentía más malvado que de costumbre, por rebeldía tal vez. Se
sentía capaz de hacer cualquier cosa.
La calma de Sylvie le exasperaba. Y el olor de pintura que reinaba en el
hotel. ¡Y la sonrisa de la criada que les servía!
—Me harás el favor de subir a acostarte.
—¿Sales?
Viau se levanta sin responderle, en el momento en que la criada se acerca
trayendo unas galletas de postre.
Sylvie se levanta al mismo tiempo que él.
—¿No pretenderás seguirme?
Pero ella le sigue.
—Escucha. Te prevengo que…
El señor Maurice, con su aire de comodoro, se hace a un lado para
dejarles pasar. A Viau le parece que el hotelero cambia una mirada de
inteligencia con Sylvie.
—¿Has hablado con él?
—Solamente para preguntarle dónde era esa partida de póker.
Le mentía y Viau odiaba que le mintiesen. Y ahora, en lugar de dejarle, le
seguía para impedirle hacer más tonterías.
Y esto era todavía más odioso.
—Tanto peor para ti. Pero te advierto que esto no cambiará nada.
Ella no le coge del brazo, en la calle. Nunca le coge del brazo, como todas
esas mujeres que se cuelgan con un movimiento posesivo del brazo del
hombre. Sylvie marcha a su lado, tan exactamente al mismo paso que
siempre está a su altura.
Con una sonrisa sarcástica, Viau cruza la calle y penetra en el «Café du
Centre».
La sala está mal iluminada, las paredes pintadas de un vulgar tono
tostado, la atmósfera tan grisácea que las cabezas dan la sensación de
emerger sobre una niebla. Lo conocen ya. Están al corriente de la partida de
enfrente, porque los jugadores de cartas levantan la cabeza para mirarle con
curiosidad.
Pide un vaso de alcohol sin preocuparse de Sylvie, que se ha sentado en
un taburete, a su lado. Ha abierto su bolso y se empolva la nariz. Viau calcula
mentalmente cuántos vasos podrá beber aún con el dinero que le queda. Una
decena. Después, se habrá acabado, sin remedio.
Aunque vendiera las sortijas de Sylvie, no habría ni para dos días. Y,
además, cueste lo que cueste, mañana al mediodía hay que reembolsarle el
dinero al tipo del bigote fino.
—¿Comprendes, no?
—¿Qué es lo que debo comprender?
—Que tengo algo más que hacer que llevarte detrás de mí por la calle.
No hay respuesta.
Viau la mira con un respeto involuntario.
Abre la boca para decirle:
—Me pregunto de dónde sales tú…
Sin duda, del campo, como él. Todas las mujeres que hacen la carrera,
como dicen los castizos, salen del campo o de los arrabales de cualquier gran
ciudad, pero ella no tiene el tipo de las de arrabal.
Ahora un vaso, después otro. Unos jovencitos, sin apenas bozo en el
labio, juegan al billar con aire de personas importantes, mientras le observan
con envidia porque está con una mujer, porque forman una pareja, porque
saben que duermen juntos.
«Imbéciles».
Ocho mil francos… Y, dentro de dos horas, todos dormirán en el pueblo.
No hay boite, como en Montpellier.
Viau paga y deja una generosa propina. Sale balanceando sus
amenazadores puños mientras Sylvie marcha tras sus talones.
Ya hay menos gente en las calles. Se ve a las parejas pasear cerca del
puente, buscando la orilla más oscura.
—Te crees inteligente, ¿verdad?
—Creo simplemente que sería mejor que nos fuéramos a dormir. Pero se
hará lo que tú quieras.
—¿Aunque te pida que me dejes en paz?
—No.
—¿Por qué?
—Por nada.
—¿Tú sabes dónde estoy?
—Yo sé que tienes necesidad de descansar.
—Porque he bebido demasiado, ¿no es eso? Tú no ves más que esto,
como todas las mujeres. Pero no te preguntas por qué bebo.
Viau habla en un tono seco, nervioso, como a mordiscos. Es un malvado.
Tiene absoluta necesidad de hacer mal.
—¿Ves esta estúpida calle? ¿La calle más estúpida que se puede
imaginar, con la estación en un extremo y el mercado en el otro? Figúrate que
estoy prisionero en esta calle… Figúrate que no tengo un céntimo para salir
de aquí, ni para poderte devolver lo que me has prestado hace un rato… ¿No
empiezas a llorar? Y figúrate que tú sabes que de un momento a otro pueden
venir los gendarmes y ponerme una mano en el hombro y pedirme más o
menos finamente que les siga…
»¿Te has preguntado por qué, en los últimos días, hemos ido de ciudad en
ciudad, cambiando incesantemente de dirección? ¿No te has preguntado el
porqué, en La Rochelle, decidí de repente tomar la autovía?
»Es porque me creo perseguido, porque seguramente lo esté…
—Ya lo sé.
—¿Qué es lo que sabes?
—Eso que acabas de decir.
—¿Y qué más?
—Nada más.
—¿No sabes por qué motivo?
—Eso me da igual.
—¿No has leído en los periódicos la historia de Montpellier? Te la voy a
contar. Después, espero que me dejarás en paz. Y después, ya solo, trataré de
librarme de esto. Porque yo me libro siempre, aunque sea un tipo que lo
estropee todo. ¿Comprendes esto también, imbécil?
Viau no podía ver su rostro porque seguían el mismo camino que los
enamorados, a lo largo del río, bajo los árboles, con el follaje murmurando
encima de sus cabezas, formando una sombra espesa. Se oía correr el agua
del arroyo. Había unas ranas en algún sitio, y una casa grande, en la otra
orilla, con dos ventanas iluminadas en el primer piso.
—Si pudiera encontrar bastante dinero —gruñe Viau fijándose en las dos
luces.
¿Por qué no? Está en la pendiente, lanzado. No tiene revólver. Pero
tampoco hay necesidad. ¿Es que no es un hombre? Con sus manos,
simplemente, si es preciso. Puede estrangular a uno o dos. ¿No acabará por
ocurrir un día u otro?
Y peor si la gente no lo comprende. Nadie comprende nada. Nadie ha
comprendido nunca. Incluso esta Sylvie que se cree más avispada que otras y
que sigue marchando a su lado, sin ni siquiera tener miedo de él.
—Llegué a Montpellier a medianoche del diez. ¿Comprendes? ¿Conoces
Montpellier?
—Sí.
—Es verdad. Allí hay una boite como aquella de Toulouse donde te
encontré. En fin, tú has debido arrastrar tus posaderas y todo lo demás por
todas las boites de provincias. Tienes que conocerlo.
También sentía la necesidad de humillar.
—¿Cómo llegué a Montpellier? En realidad no te importa. Pero bien te lo
puedo decir. Tú también conoces Béziers, naturalmente. Hasta es posible que
te hayas acostado con mi exfuturo suegro. Un gordo, lo que se dice un buen
gordo, con una barba como la del presidente Fallieres o como la del rey
Leopoldo; una hermosa barba blanca, sedosa, bien peinada y unos mofletes
rosados y unos ojillos diminutos, de gorrino… Bourragas, se llama. Uno de
esos gordos viticultores de mierda… ¿Te das cuenta?
—No.
—Una magnífica casa. Vastas y frescas habitaciones, en las que se huele
al brillante encerado, a confitura y a cigarros de lujo. Y una señorita bien
educada, piadosa, buena ama de su casa y que sabe hasta tocar el piano y
todo… Y otra hija casada con una especie de notario.
»Y bien. He estado a punto de entrar en esa familia.
»No les dije que mi padre era un campesino de Saint-Jean-la-Foi,
¿entiendes?
—El mío es labriego también, de Berry.
—¡Y a mí qué! No les había dicho que tenía necesidad de ganarme la
vida, porque siempre se desconfía de aquellos que se ven obligados a ganarse
su bocado. Poco importa lo que yo les contase: que mi padre era un suizo de
Neuchâtel que me había enviado al Mediodía para ampliar mis estudios de
viticultura… Yo conozco un poco esto, pues mi padre tiene una viña.
»Papá Bourragas llegó a un acuerdo conmigo. Me instalaron en la casa.
Trabajaba como voluntario, es decir, sin ganar nada.
»Y empecé a acostarme con la señorita. ¡Odette! No puedes figurarte lo
fácil que es acostarse con una señorita bien educada. Sólo hay que
encontrarle la fibra sensible.
»Estoy seguro de que papá Bourragas desconfiaba. Pero me creía rico y
vislumbraba ya un buen casamiento.
»Un poco pronto. Un poco tarde.
»Debería haber desconfiado cuando, una tarde, la mamá decidió ir a pasar
la noche a casa de su hija, la casada, con el pretexto de que ésta estaba algo
delicada.
»Los cerdos me habían tendido una trampa.
»A las once, entré en la habitación de Odette, como las noches anteriores.
Era casi conyugal. Creíamos que su padre se había acostado. La casa estaba
silenciosa.
»Al cuarto de hora, llaman a la puerta. Una voz, que no era la de
Bourragas, dice secamente:
»—Salga.
»Eran dos. Derechos, tiesos, en el rellano. El padre y el yerno, la especie
de notario llamado Noulusse, que me miraban como si yo fuese de improviso
algo repugnante.
»Me señalaron la escalera y bajaron detrás de mí. La puerta del salón
estaba abierta y se escapaba por ella el aroma de los cigarros del suegro.
»—Supongo que habrá comprendido, “señor Viau”.
»Me llamaban por mi verdadero nombre y no por el que yo les había
dado, el del tipo de Neuchâtel».
—Nos informamos sobre usted, como ya ve, y esperamos que no nos
obligue a llamar a la policía.
»Era el notario quien hablaba, mientras el padre se atusaba la barba.
»—Puede llevarse sus efectos. Hay un tren dentro de media hora y, si
mañana tiene la desgracia de arrastrarse aún por la ciudad, no será con
nosotros con quien se deba explicar.
»Esto es lo que pasó en Béziers. Me largué con mi maleta. Tomé el tren
porque no podía hacer otra cosa… ¿Te disgusto? ¡Di! ¿Te disgusto?
—¿Por qué? —dice Sylvie simplemente.
—¡Espera! Ya vendrá… Una hora más tarde, desembarcaba en la estación
de Montpellier y tenía sed. Era después de medianoche. La cantina estaba
cerrada. Y también las tabernas, alrededor de la estación. Me dije: «Bueno,
me remojaré en el hotel».
»Y me pongo a buscar uno. Pero en lugar de dar con un hotel, doy con
unas luces violetas encima de una puerta, un rótulo que anunciaba: “Cabaret
des Fleurs”.
»Era un agujero del mismo género que la boîte donde te encontré. Aún
más sórdido. Pero tenía un bar y yo me instalé allí, siempre con mi pequeña
maleta. Resulta chusco que mi maleta haya pasado a través de todo esto. Y
felizmente, pues de lo contrario no tendría ni un cepillo de dientes ni una
camisa de repuesto.
»Bebí algunos drinks, no muchos. De vez en cuando veía a unos tipos de
buen aspecto, grandes burgueses, salir de una habitación cuya puerta quedaba
oculta por una cortina.
»Pregunté al barman.
»—¿Qué es lo que hay detrás?
»Vacila antes de responderme. Me observa. Comprende que no soy de la
policía. Tendré aspecto de lo que se quiera, pero no de policía.
»—Unos señores que juegan una pequeña partida, entre amigos —me
dice al fin.
»¡Una timba! No tenía más que unos cientos de francos en el bolsillo,
unos billetes que había podido limpiar de la caja de Bourragas. Tanto peor si
esto te contraría un poco más. Si tuviera tiempo, te contaría algunas historias
más y verías cómo el Bourragas tiene una cara aún más desagradable que yo.
Yo, al menos, asumo mis responsabilidades y me juego mi suerte.
»Justo en el momento en que me decido a ir a arriesgar algunos billetes,
un tipo levanta la cortina de pana y se acerca mientras hunde una gruesa
cartera en su bolsillo.
»—Un fino añejo, Jean —le lanza al barman.
»Se bebe el vaso de un trago. Para pagar, vuelve a sacar su billetero,
hinchado como un colchón, y parece satisfecho al comprobar que está tan
repleto de billetes que parece que vaya a reventar.
»Salí antes que él. Le fui a esperar cien metros más allá. Fue una especie
de cara o cruz. Tanto podía irse en coche, hacer llamar un taxi, o tomar hacia
la izquierda en lugar de a la derecha.
»Vino hacia la derecha y me lancé contra él, de cabeza. Con los gordos, la
cabeza es lo más radical. Un buen cabezazo en el estómago.
»Cayó como un muelle flojo, los ojos en blanco, sin haber tenido tiempo
de verme. Tres cuartos de hora después, saltaba, siempre con mi maleta, al
rápido Marsella-Burdeos y bajaba en Toulouse.
»A la mañana, el animal daba a la policía el número de los billetes. Lo
que prueba que era un maníaco, uno de esos tipos desconfiados que van
siempre con un lápiz en la mano».
»¿Estás contenta? ¿Sabes ya todo lo que querías saber?
—Eso me es igual —dice Sylvie.
—¿Qué es lo que no te es igual?
—Tengo sueño y me gustaría que nos fuésemos a dormir.
—Y que mañana ese tipo de aquí, el de la nariz torcida, venga a
reclamarme los ocho mil francos que no podré darle. Y que alerte a todo el
pueblo. Y que la policía me pida cuentas, ¿no es eso? Vas a volver y te
acostarás tú sola. Luego ya veremos qué pasa. Si vuelvo esta noche, es que
habré encontrado la pasta. Si no me vuelves a ver…
—No seas animal.
—¿Es a mí que…?
No estaban lejos de una farola y Viau tiene curiosidad por mirarla. Sylvie
muestra su rostro apacible, un poco pálido.
—Cuando hayas hecho eso que tienes en la cabeza habrás avanzado
mucho.
—¿Qué tengo en la cabeza?
—Tú lo sabes bien… ahora que estás menos borracho.
—¿Es que he estado borracho?
—Poco importa… Te hará falta dinero.
—¿Tú tienes, por casualidad?
—Ya sabes que no.
—Y sé también que, aunque tuvieras, no te gustaría que…
—Ésa no es la cuestión. Te hace falta dinero… Yo sé dónde lo hay.
Viau tuvo un ligero sobresalto de alegría, sin comprender al momento por
qué.
Pero había algo que no giraba redondo, alguna cosa que sonaba a falso,
pero tenía ya la comezón de la curiosidad.
—Te escucho —ironizó—. Supongo que no habrá más que agacharse
para recogerlo.
—La chica del hotel me ha hablado, este mediodía, mientras hacía la
cama. El azar quiere que ella sea de Berry, como yo.
—Bueno.
—La patrona es una vieja ladrona, la viuda Roy, como todo el mundo la
llama. Parece que es rica a reventar y que es la propietaria de no sé cuántas
casas, de casi toda una calle.
—¿Tú querrías que…?
—¡Espera! El señor Maurice es su amante. Aunque esto te parezca
extraño, ella le tiene cogido como a las niñas de sus ojos. Y él lleva una vida
dura. Ella es avara… ¿Empiezas a comprender?
—No.
—Ella le tiene por el dinero. Y él pasa el tiempo robándole todo lo que
puede. Como la viuda Roy está a veces una semana y hasta más sin salir de
su habitación, aquejada de lumbago, él araña en todas sus cosas: en las
facturas, en las consumiciones, en las notas de los proveedores. Así ahorra
para el día en que ella se canse de él.
—No veo qué…
—Espera. El señor Maurice duerme en la habitación de la viuda. Pero,
por respeto a las conveniencias, tiene una habitación personal en el segundo
piso, al final del pasillo. ¿Comienzas a comprender? En esta habitación,
seguramente, es donde él guarda la hucha. Y si esta hucha desaparece, no se
atreverá a poner una denuncia… ¿Vienes ahora? Me duelen mucho los pies
para continuar andando.
Pasaron de nuevo delante de la casa de la otra orilla, donde no había
ahora más que una luz colgada del techo, en la habitación de la criada. La
fiebre de Viau se había disipado demasiado pronto.
Viau la miraba y hubiera preferido acabar de una vez por todas.
—Me pregunto si no haría mejor…
No había bebido bastante. O bien su borrachera se había disipado
demasiado pronto. Viau la miraba y hubiera preferido acabar de una vez por
todas.
¿Es que un hombre debe seguir de esta forma a una Sylvie que se mete de
pronto y toma la dirección de las operaciones?
Los dos cafés de la calle Gambetta estaban ya cerrados. La luz se filtraba
aún bajo la puerta metálica de uno de ellos y deberían estar ahora apilando las
sillas sobre las mesas y barriendo con aserrín el suelo.
—Si eso no sale bien, aún habrá tiempo.
Una ciudad que duerme en una hermosa noche de junio, con todas las
ventanas abiertas, y ellos dos que andaban por las calles vacías; una ciudad
con dinero en cada casa y ellos dos buscándolo, necesitando encontrarlo,
costase lo que costase, para la mañana.
—¿Y si pone la denuncia, a pesar de todo?
—¿Estás fichado?
—No. En todo caso, no con el nombre de Viau.
—Entonces no hay más que quedarse tranquilamente en el hotel.
Se encontraba flojo. Y no quería estar flojo. Esta sensación de flojedad le
había perseguido toda su vida. Era un hombre, ¿sí o no?
—Te crees muy fuerte, ¿verdad?
—No. Yo quiero solamente impedirte hacer una tontería, eso es todo,
además de haber algo más fácil.
Se aproximaban al hotel. Sus pasos resonaban sobre el pavimento. La
luna estaba suspendida justo encima de la estación, iluminando el tejado con
reflejos rojizos.
Podía ser una trampa, como la de Bourragas y su yerno el notario. Viau
olfateaba un cepo. No estaba demasiado tranquilo.
No sabía nada de esta chica que se callaba tan bien, de esta chica que
había recogido cinco noches antes, en una boite, cuando se creía rico y tenía
necesidad de no estar solo.
La puerta del «Hotel de l’Etoile» estaba cerrada. Fue Sylvie quien pulsó
el timbre. Tuvieron que esperar mucho rato hasta que el guarda de noche les
vino a abrir.
Subieron la escalera uno detrás del otro. Tras dar la vuelta al conmutador
de su habitación, se encontraron bajo la cruda luz, entre las camas gemelas
separadas por la mesita de noche. Viau la miró a los ojos.
—¿Sabes qué tengo ganas de hacer?
Sylvie no contesta.
—Romperte la nariz.
—Si eso te gusta.
Sylvie sabe que él es capaz, pero no tiene miedo. Añade, sin un temblor
de labios:
—Pero harás mejor en ir ahora mismo a buscar el dinero. Juraría que está
dentro del colchón o encima del armario…
CAPÍTULO TERCERO

E n calzoncillos, con los pies desnudos, Viau se estaba afeitando delante


del espejo sin marco que remataba la pileta de porcelana pálida. El
espejo le devolvía la mirada dura, velada por una sombra de ansiedad, de sus
ojos azulgrises.
No había dormido ni cuatro horas; apenas tres y media. Se sentía pesado,
igual que el día anterior por la tarde, por la noche, con los mismos
pensamientos, y esto no dejaba de sorprenderle ya que es raro conservar por
la mañana las lágrimas, la cólera o las nostalgias del insomnio.
Sylvie dormía todavía o lo aparentaba. Viau estaba persuadido de que
solamente fingía dormir y esto le resultaba indiferente. Le era igual también
lo que ella pudiera pensar de él.
Viau, de pie, era grande y descaradamente rosado, con la piel clara y
coloreada de un tono rojizo. No en balde era rubio. Su figura tendía ya a
perder su angularidad y el aire agresivo que armonizaba tan bien, algunos
años antes, con su uniforme de la infantería colonial.
Paradójicamente, había sido un tren el que le despertó; el primer tren de la
mañana, seguramente, pues al mirar su reloj no eran aún las seis. Sus largos
silbidos hendiendo el sol tibio sugerían la imagen de un convoy estirándose
de estación en estación, con su penacho de humo blanco, a través del manto
almendrado de la campiña.
No había vuelto a dormirse. Arrugaba las cejas al escuchar cada uno de
los nuevos ruidos: unas tartanas que pasaban sin descanso, el relincho de
unos caballos, el cloqueo de las gallinas, de las ocas, de los patos, todo un
rumor de granja que el mercado semanal atraía del campo al mismo tiempo
que sus olores.
Tenía también la impresión de sentir el aroma del café de los bistrós que
rodeaban el mercado y le habría gustado, en aquellos momentos, echarse al
coleto un vasito del sabroso vino blanco que se bebe de un trago para «matar
el gusano».
Se levantó. Sylvie dormía en el lecho vecino, con los cabellos alborotados
sobre la almohada, el labio inferior hinchado, magullado. No sintió ningún
remordimiento.
La quería aún. Era capaz de recordar en sus menores detalles sus
impresiones nocturnas. Una de estas impresiones dominaba sobre las otras, el
sentimiento de que estaba a punto de renunciar.
No sabría decir exactamente la razón. Viau se veía a sí mismo ante
Sylvie, con la bombilla eléctrica demasiado débil, como en todos los hoteles,
colgando encima de su cabeza y reflejándose en el espejo. No había nadie en
la habitación vecina, pero Sylvie persistía en hablar en susurros.
—Voy a ir a escuchar delante de la puerta de la señora Roy. Es la última
de la izquierda, en este mismo corredor.
Viau la dejaba hacer, indiferente. Sylvie se quitó las zapatillas y
desapareció en la oscuridad del corredor. Esperó sentado en los pies de la
cama, fumando un cigarrillo, hasta que la puerta no tardó en abrirse de nuevo.
—Habla. Por lo tanto, él está con ella. ¿No será mejor que esperemos a
que se duerman?
—¿Duerme siempre en la cama de la patrona?
—Eso parece. No sube a su habitación más que al amanecer, hacia las
cinco, porque es el primero que se levanta para encender la caldera.
Sylvie apagó la luz, entreabriendo la puerta por si Maurice tuviese la
ocurrencia de subir precisamente esta noche a su habitación. Fumaron en la
oscuridad, sin verse otra cosa que las puntas rojas de sus respectivos
cigarrillos.
Viau se cansó en seguida y fue él mismo a escuchar. La viuda hablaba, en
efecto. No se distinguían las palabras, pero era un monólogo regular y
pausado como si al otro lado de la puerta alguien estuviese rezando el rosario.
De vez en cuando, otra voz de hombre murmuraba algunas palabras, para dar
paso prontamente a la voz de la recitadora que seguía hablando con su
murmullo monótono y exasperante.
—¿Dónde vas? —le pregunta Sylvie al ver cómo se dirige Viau hacia la
escalera.
—Arriba.
Vestido del todo. ¡Con zapatos!
—Ven un momento.
Sylvie le dijo:
—Será mejor que sea yo misma quien vaya. Una mujer hace menos ruido.
Como empiezo a conocerte, sé que eres capaz de tropezar con cualquier cosa.
Y como él no cediese:
—Quítate al menos los zapatos. Desnúdate. Si te sorprenden en pijama,
podrás fingir que estabas dormido y pretender que te equivocabas de puerta
buscando el retrete.
Viau accede sólo a quitarse los zapatos. Es curioso: no obedece más que a
su pesar. Aunque ya no sienta como antes el recelo de que le tiendan una
trampa, tiene aún como un presentimiento, un peso en las espaldas.
En fin, que lo que más le fastidia es que el asunto resulte excesivamente
fácil y sin riesgo.
—Haré de vigilante. Si alguien sube, dejaré caer un vaso.
No. Está seguro de que nada ha de pasar y es esto lo que le asquea de la
aventura.
Subió en la oscuridad. Sylvie le había entregado una lámpara eléctrica de
bolsillo que guardaba en su bolso.
—Me era necesaria en Toulouse porque para volver a mi casa, por las
noches, tenía que atravesar calles mal iluminadas.
Pero Viau no la utiliza. En la habitación del señor Maurice, que encuentra
sin dificultad y que identifica por un uniforme de cocinero colgado de una
percha, enciende tranquilamente la luz eléctrica.
Viau está abatido. La habitación es de las destinadas a las criadas, con
una cama estrecha de hierro y algunos muebles de madera blanca. Se sube a
una silla para mirar encima del armario, pero allí no hay otra cosa más que
polvo y una botella vacía de coñac.
¿Es que el señor Maurice tiene que esconderse para beber? Es posible. Y
este pensamiento pone a Viau más abatido, casi con una sensación física,
como de un gusto salobre en la boca. Da la vuelta al colchón, lo palpa, hasta
tener la certeza de que no hay allí ningún tesoro escondido.
No tiene prisa. Se sienta en el borde de la cama para mirar a su alrededor.
De espaldas a la puerta, esto le alivia de la posibilidad de ver aparecer a
alguien y tenerle que golpear.
—¡Qué asco!
En la pared, frente a él, hay un cromo, una innoble reproducción de «El
Angelus» de Millet. No tiene una vacilación. Se levanta, descuelga el cuadro
y da la vuelta al marco de madera negra que lo protege. El cartón posterior,
apenas sujeto con dos puntas, cede fácilmente bajo sus dedos. Y debajo del
cartón hay algunos billetes de banco; diez, exactamente; Viau los cuenta, diez
billetes de mil francos, muy manoseados.
Viau se encoge de hombros. ¿Habrá también anotado la numeración de
los billetes?
Vuelve el cuadro a su sitio y se aleja por el corredor, pero debe volver
sobre sus pasos para apagar la luz que había olvidado y se tropieza con Sylvie
que le esperaba al pie de la escalera.
Ella cierra la puerta a sus espaldas.
—¿Lo has encontrado?
Y simplemente, con aire de desdén, Viau pone los billetes encima de la
cómoda y empieza a desnudarse.
—Esto te permite al menos pagar tu deuda de juego y nos libra de
dificultades durante unos días.
Viau no contesta. Ella tiene el buen gusto de no preguntarle si pensaba
aprovechar la ocasión para largarse de allí.
—Buenas noches, Marcel.
—Buenas noches.
Viau se deja abrazar y es un beso maquinal de viejos casados el que
Sylvie le pone en alguna parte del rostro, cerca de la sien.
—Procura dormir bien.
Pero él no se ha dormido todavía. Sylvie tampoco. Se mantiene despierta
a propósito, para escuchar su propia respiración. No se dicen una palabra. No
se ven. Cada uno de los dos sabe que el otro tiene los ojos abiertos. Esto
habría durado mucho tiempo, hasta que Sylvie sucumbe al fin, mientras que
él permanece despierto.
Viau se reprochaba por haber cedido. Era muy complicado. Lamentaba
algo. Lamentaba sobre todo el estar todavía allí porque si ella le había dejado
hacer, él seguía persuadido de que algo definitivo había de ocurrir. Hacía ya
varios días que sentía ante él, como un vértigo, la idea de la voltereta trágica,
la ruina total, con tal poder de atracción que le hacía desear que se produjese
esta ruina.
Aquella casa con sus dos luces, al otro lado del río, le había fascinado.
Podría decirse que la había reconocido. ¿Es que no había soñado nunca entrar
en una casa parecida, en mitad de la noche, con paso de lobo?
Habría matado a alguien, probablemente.
Una buena vez y en paz. De esta forma ya no volvería a plantearse la
cuestión.
Al menos, habría asumido un riesgo, el más grande, el de su cabeza.
Como en Montpellier, donde también se había arriesgado.
Sylvie no comprendía esto. Viau no se avergonzaba del golpe en
Montpellier. El azar había dispuesto las cosas así. El hombre lo mismo podía
haberse marchado en coche, en taxi, pasar a la otra acera o seguir hacia el
otro lado de la calle. Él había jugado con equidad. El hombre podía haberle
visto en la oscuridad y dar la alarma. Nada probaba que no estuviera armado,
pues la gente que acostumbra a llevar grandes sumas de dinero encima
acostumbra también a llevar un arma.
También Viau podía haber calculado mal el golpe, no haber esperado a su
víctima en el lugar conveniente. Alguien les podía haber visto desde lejos. Se
arriesgaba a una persecución por las calles. Se arriesgaba también a ser
apresado por los gendarmes al llegar a la estación.
Aquí, en Chantournais, había robado. Y le parecía como si fuese ésta la
primera vez que robaba en su vida; un robo sucio, miserable, pequeño. Se
había metido en una habitación donde no había nadie, mientras el pobre tipo
de los ojos globulosos estaba retenido por su vieja querida.
Sentía disgusto de sí mismo. No acababa de comprender qué era lo que
había pasado. Nunca le había tocado el doblegarse ante la voluntad de nadie y
menos ante la de una mujer a la que apenas conocía y a la que no amaba
siquiera.
La recordaba acechándole, saliéndole al paso en la calle Gambetta cuando
él salía del «Café de los Tilos». ¿Cómo había podido seguirla?
Ella no se había dejado impresionar por todo lo que Viau le había
contado. Hasta era posible, a juzgar por su actitud, que pensase que todo lo
que le decía eran niñerías. ¿Es que realmente le había comprendido?
Seguramente, no. Sylvie le había debido tomar por un crápula cualquiera y
esto no era verdad.
Si él hubiera querido hacer lo que había decidido esta noche, si hubiera
matado a alguien, si su padre hubiera venido a verle a la cárcel, Viau habría
encontrado el tono justo para hacerle comprender, a él, la verdad. Y los otros
habrían seguramente comprendido también.
Habría pagado, sea. No tenía miedo. Y se habría sentido aliviado de una
vez, en lugar de encontrarse de nuevo en esta habitación de hotel con olor a
pintura y linóleum, con los ruidos del mercado que llegaban hasta él por la
ventana abierta.
Esto era lo que pensaba antes de dormirse, con más precisión, con mayor
sutileza que si hubiera estado meditando bajo la cruda luz de la mañana.
Su rencor, por ejemplo. Seguro que ella no lo sentía tan fuerte. Sylvie no
sentía el mismo desespero irremediable. La prueba era que él pensaba en
beberse un vaso de vino blanco dentro de no mucho rato. ¿Cuando se está en
el fondo de la desesperación se piensa en beber un vaso de vino blanco?
Su odio por Sylvie también.
Pero ahora no era el odio. Viau la miraba desde lo alto, pero sólo con
rencor. Pero no habría sido capaz de acercarse ahora a ella y sacudirle
fríamente un puñetazo en la cara.
Antes, hacia las dos de la mañana, había sido distinto. Viau se encontraba
hasta tal punto sumergido en la amargura que se había levantado de la cama.
Se quedó un momento parado junto al lecho vecino, del que sólo venía una
respiración regular, y le sacudió un buen golpe.
Sylvie debería haber abierto los ojos. Viau no la veía en la oscuridad. Y
ella dijo con una voz de niña.
—¿Qué haces?
Tras sorberse un sollozo y, sin otro comentario, Sylvie lloró durante
cierto tiempo, dulcemente, como se llora cuando algo duele, como lloran los
niños, hasta que acabó por dormirse de nuevo.
Viau había golpeado su boca y ahora se le veía el labio todavía tumefacto.
Sylvie ya no dormía. Él hizo el ruido suficiente para despertarla.
Seguramente, al verle vestirse tan temprano, ¿no se habría preguntado si no
iría a marcharse solo?
Dos trenes habían ya salido de la estación, Viau los había oído. Pero no
había sentido la comezón de partir. No tenía ganas de nada, a decir verdad, a
excepción de llegar hasta el mercado y beber un vaso de vino blanco en el
mostrador de cualquier bar.
Los diez mil francos estaban aún sobre la cómoda. Los tomó y se los puso
en su bolsillo. Después salió de la habitación sin volverse y se alejó hacia la
caja de la escalera que olía a pintura fresca y en donde estaba el pintor de la
blusa blanca mezclando colores en los potes.
El señor Maurice, siempre con su traje de cocinero, estaba de pie en la
acera, junto a la puerta. Debía pasar allí su vida. Hacía pensar en esas figuras
planas de madera que representan al jefe de cocina y que exhiben el menú
frente a los paradores de las carreteras.
Se vuelve hacia su cliente, comienza a moverse para dejarle pasar y, con
una voz algo atiplada, le dijo:
—¿No toma el café? Está preparado.
¿Por qué comprende Viau que el hombre está enfermo, con una afección
de garganta, una enfermedad que le da esta voz sin timbre, un poco sorda y
que le impide fumar? Porque, y esto se le ocurre ahora, no ha visto todavía al
señor Maurice con una pipa o un cigarrillo en los labios.
—Le sirvo ahora mismo.
El comedor está vacío y la mesa grande aparece dispuesta. El señor
Maurice pasa a una habitación trasera y vuelve con el desayuno. No parece
que tenga solamente enferma la garganta, sino también los pies, protegidos
por unas zapatillas de fieltro. La víspera, Viau lo había observado, andaba
con una especie de deslizamiento, con esfuerzo.
¿Lo sabía ya? Seguro que no. No debería divertirse descolgando cada día
el «Angelus» de Millet. Ese aire embotado, parecía habitual en él. Pero
embotado no era la palabra justa.
—Gracias.
—¿Toma leche?
Resultaba gracioso. Maurice parecía intentar hacer tímidos avances, leves
movimientos de acercamiento hacia su cliente. Lo que Viau había tomado el
día anterior como un estigma de muerte o de indiferencia en el aire de aquel
hombre, se le revelaba ahora como una especie de timidez. Aunque timidez
no era exacto. Y tampoco era reserva.
Permanecía de pie cerca de la puerta, esperando sin duda que Viau le
dirigiese la palabra, como alguien que tuviera necesidad de un contacto
humano y que no supiese cómo iniciarlo.
Viau sentía cierto embarazo ante su presencia, y curiosidad también. Se
preguntaba cuál había podido ser la vida de este hombre que compartía ahora
el lecho de una vieja hotelera y que se pegaba con ella. Y sentía que habían
ciertos puntos comunes entre ellos dos.
Era, sobre todo, la mirada. Una mirada como transparente: la mirada de
alguien que sabe cosas intransmisibles, la mirada de alguien que intentase en
vano hacerse comprender. Algunos perros viejos miran de este modo. Y Viau
se sorprende al decir, tal vez por caridad, tal vez para disipar su embarazo, en
todo caso para establecer un contacto con él, una banalidad:
—¿Es día de mercado?
—Todos los viernes. El martes también, pero el martes es el mercado
chico.
—Les dará más trabajo.
—A nosotros no mucho. Los campesinos prefieren el «Agneau d’Or»,
donde hay grandes cuadras.
Después se aleja cabizbajo, moviendo las mandíbulas como si rumiase.
¿Qué necesidad tenía Viau de anunciar al salir, mientras el otro ganaba su
posición en la acera?
—Nos quedaremos seguramente algunos días.
Ésta era su intención. No sabía por qué. Probablemente por la lasitud que
le envolvía. La víspera, estaba angustiado de sentirse prisionero en esta
ciudad, entre la estación y la plaza del mercado. Esta mañana, no tenía las
menores ganas de marcharse de allí.
¿Sylvie se habría levantado ya? ¿Se habría vestido y la encontraría de
pronto en la calle?
Con ella había sido duro, malvado, pero no podía pensar todavía en ella
sin rencor.
Se habría asombrado si Viau le hubiera dicho lo que pensaba. Era
seguramente el olor del mercado, el rumor confuso que le evocaba tantos
mercados de su infancia, en Saint-Jean-la-Foi, las tartanas, los caballos, los
sacos de patatas, las legumbres húmedas de rocío, las gallinas encerradas en
sus jaulas.
Le hubiera gustado ir a su casa, no por mucho tiempo, simplemente para
sentarse en la cocina de vigas ennegrecidas, delante del hogar donde siempre
había una olla con agua hirviendo sujeta al trípode, acodarse en la gruesa
mesa que había servido a varias generaciones y ver a su padre quitarse la
gorra y rascarse el cráneo que empezaba a calvear, dejar sus zuecos en el
umbral y poner dos vasos entre ellos.
—Vamos, chaval.
Viau había estado varias veces, no cada año, pero casi. Se veía obligado a
mentir, a contarle que hacía esto o aquello, que tenía una situación, pero él se
preguntaba ahora si su padre se había tragado alguna vez sus cuentos. Se
acordaba ahora de su mirada pesada, sus labios apretados alrededor de la
boquilla de la pipa, del suspiro que exhalaba al levantarse, como si
desplegase su gran cuerpo nudoso.
—Bien, chaval. Me alegro de que te vaya bien. Hasta la próxima vez… Si
estoy todavía aquí.
Hacía más de veinte años que estaba viudo. Había sido él quien había
cuidado de su hijo, había sido él quien hacía la comida y todo lo demás,
tranquilamente, con esos movimientos apacibles y armoniosos que Viau sólo
había visto en su padre. Se diría que su padre no desplazaba el aire al
moverse. Enjaezase el mulo, preparase la comida, fuese al lagar o a la viña,
su vida guardaba siempre el mismo ritmo, sostenido a lo largo del día, a lo
largo de las estaciones, el verano bajo la parra del porche, el invierno en un
rincón del hogar, donde podía permanecer horas en la misma posición,
chupando pequeñas bocanadas de una pipa que parecía no apagarse jamás.
—Un vaso de blanco.
Los campesinos, en las mesas de los bistrós, comían tarteletas de
chicharrones, rellenas de especias o jamón, mientras un poderoso olor a
establo trascendía de ellos. Un carnicero de aldea llevaba medio cerdo a la
espalda y lo dejaba caer pesadamente sobre una tabla.
Las hojas de los plátanos, temblando en la brisa de la mañana, ponían
sobre las gentes y las cosas un cabrilleo de sombras y luces mientras todas las
voces se acomodaban en un rumor casi musical mientras los olores se fundían
unos con otros. Viau tenía ganas de sentarse, no moverse más, cerrar los ojos
y dejarse impregnar por esta vida con la cual resultaba imposible fundirse.
Ve a su vencedor de la víspera en compañía de dos gruesos granjeros de
aire importante. Viau oyó pronunciar su nombre, en el café. Se llamaba Mr.
Mangre.
—¿Qué es lo que hace ése? —le pregunta al patrón, que le servía un
segundo vaso.
—¿Qué hace? Ah, sí. Es un granuja.
—¿Qué hace?
—Comercia en vinos. Si yo tuviera el dinero que ése ha ganado
quebrando dos veces… ¿No es a usted a quien ganó ayer al póker?
La historia ya había dado la vuelta al pueblo, y la gente reconocía al
forastero.
—Le ganará tantas veces como quiera. Ha perdido una buena suma, ¿no?
¿Veinte mil…?
Viau se pregunta una vez más si Sylvie se habrá levantado. La busca con
los ojos entre la gente. Se siente terriblemente solo y piensa nuevamente en ir
a saludar a su padre. Después echa a andar por una calle tranquila, cortada
longitudinalmente en dos por el sol y que le parece reconocer. Las casas son
blancas y, del lado del sol, sus persianas están echadas, las puertas abiertas y
en la penumbra se ve a las mujeres afanadas en su quehacer matinal antes de
salir al mercado.
En alguna parte, la calle se alarga casi hasta el mismo campo. Unos
jardincitos, un arroyo a la izquierda, un grueso árbol, una casa baja, muy
alargada, en la cual entró una vez, el día del entierro de su tía abuela
Demoulin. Se llamaba Demoulin. El nombre lo recordaba a menudo. Y el
olor de las flores en la cámara mortuoria, del jamón en la cocina, los vestidos
de duelo en toda la muchedumbre que llenaba las distintas habitaciones, las
mujeres llegadas desde lejos en tartana o en autobús y que subían a los
dormitorios para acicalarse un poco antes de la ceremonia y para hacer sus
pequeñas necesidades.
¿No había ahora un muchachote rubio y sucio sentado en el suelo? ¿No
sería, quizá, el descendiente de la mujer que había sido enterrada, un lejano
pariente suyo?
¿Y todo esto verdaderamente sucedía a causa de una chica, de una chica
como Sylvie, que cantaba en un cabaret de Montmartre?
Viau sabía bien que eso no era cierto. Si había dejado la Facultad de
Poitiers, a los diecinueve años, en mitad del segundo curso de Derecho, era
porque no se sentía a gusto. Como después tampoco se había sentido a gusto
en ninguna otra parte.
En la escuela de su pueblo le llamaban el pequeño Viau, y esto le
enfurecía. En Poitiers le llamaban el gran Viau, y esto le humillaba; todo le
humillaba, incluyendo a su padre que era un campesino.
Y la humillación siguió cuando llegó a París y empezó a trabajar en una
oficina mal iluminada de la calle Paradis, en casa de un comerciante al por
mayor de loza y cristal.
Tres años de loza, de habitación amueblada y de restaurantes económicos,
los días que podía pagarse la comida.
El tiempo suficiente para acumular bastante amargura y tomar un billete
de tercera clase para Marsella y embarcarse como lavaplatos a bordo del
«Mariette-Pacha».
El tiempo de enfurecerse, de tomar la costumbre de enfurecerse, de gritar
delante de una casa confortable y alegre, delante de una pareja bien vestida,
delante de personas de aspecto próspero, delante de un coche de lujo,
delante…
«¡Unos gusanos!».
Vuelve a la plaza del mercado y del vino blanco y sigue buscando a
Sylvie entre la gente, a Sylvie que se había permitido dictarle su conducta y
hacer de él un sucio anzuelo.
Si no hubiera tenido necesidad de los diez mil francos, habría ido
seguramente a colocarlos otra vez detrás del «Angelus» de Millet. E incluso
se los habría devuelto al pobre tipo con aspecto de comodoro.
«Usted comprende, ¿verdad? Esto no son trucos ni para usted ni para
mí… Y ella no…».
Un buen cabezazo en la barriga a un tipo gordo de billetero hinchado, sí.
¡Y aún más! Sólo era la primera vez…
Viau mentía. Se mentía a sí mismo. No hubiera sido capaz de devolver
los billetes. Era capaz de gastárselos de un solo golpe, de invitar a beber a
todo el mundo y de arrojarles el dinero a la cara a los bebedores y, harto de
champaña, gritarles no importa qué:
—¡Esto soy yo! Y vosotros no sois más que gusanos, vulgares gusanos.
Porque él valía más que ellos y tenía conciencia de que era así. Igual que
valía más que el tipo de la noche anterior, el de la jeta atravesada, que tendría
que ir a buscar al «Café des Tilleuls» para darle los ocho mil francos. ¿Quién
le había dicho un día «tú te cabreas dentro de tu propia piel»?
Esto se remontaba a bien lejos. Fue en la escuela de Saint-Jean. Un crío
gordo y plácido, hijo del maestro. Furioso, Viau sacudió sin dudar un instante
a su compañero, de la forma más malvada, para librarse de su cólera, y el otro
le había dicho:
—Tú te cabreas dentro de tu misma piel.
¡Bueno! Toda la vida se había podrido dentro de su propia piel.
El «Café du Centre» estaba lleno de todos aquellos que le quemaban la
sangre. Sentados en los taburetes estaban los tipos bien vestidos, los
burgueses, los abogados, los procuradores, los comerciantes de abonos, los
aseguradores, todos aquéllos, en fin, que engordan con el trabajo de los
campesinos.
¡Los campesinos que venían, como siervos, a darles su hermoso dinero!
Y ellos adquirían un aire condescendiente, dignándose a veces señalarles
una silla y decirles.
—¿Un vasito de blanco, abuelo Machin?
Estaban seguros de sí mismos, seguros de su buen derecho. Eran los
notables y, a fuerza de hacerse respetar por los demás, acababan por
respetarse a sí mismos.
¿Qué era para ellos este forastero venido de no sé sabía dónde y que se
había dejado limpiar ocho mil francos? Se le miraba con socarronería. Se
cambiaban guiños de mesa en mesa y Viau se sentía cada vez más molesto.
—Pernod.
¡Peor para Sylvie! Si se entretenía, más iba a tardar en verla. ¿Se habría
quedado acostada? Se habría vuelto a dormir o a lo mejor se había puesto a
leer su novelita.
Apura la copa y se dirige hacia el hotel, impaciente por saber qué es lo
que hace. Son sólo las once de la mañana. El señor Maurice está en la acera,
como en una cita convenida.
Al pasar por la escalera roza al pintor y tiene la impresión de que éste
sabe algo también y que se ríe desde dentro.
Sylvie se estaba lavando. Oía el ruido del agua detrás de la puerta.
Había echado el cerrojo y preguntó:
—¿Eres tú?
Desnuda, continúa su aseo, sin pudor, sin asombro. Ella estaba segura de
que él no se había marchado. Se hubiera dicho que Sylvie lo sabía todo, que
le conocía de una vez por todas, «como si le hubiese parido», según la
expresión de una de las tías de Viau, una estupenda mujer que había muerto
de cáncer en un seno.
—¿No olvidas tu cita?
—No.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No.
—Bueno. ¿Me dejas que salga? ¿Puedes darme cien francos para
comprarme algo de ropa?
¿Qué es lo que había hecho esta mañana? Nada menos que lavar su ropa
interior en la pileta de la habitación; luego la había puesto a secar en el marco
de la ventana. Las mujeres son todas igual.
—¿Dónde quieres que nos encontremos?
No parecía avergonzarse por su labio hinchado. No hizo ninguna alusión.
—Abajo.
La bandeja donde le habían subido el desayuno estaba sobre la cama.
Sylvie había bebido el café con leche hasta la última gota y comido el pan
hasta la última miga.
—Hasta luego.
—¿Te fastidia que vaya a tomar el aire y que compre una combinación y
unas bragas? No será muy caro…
—Me da igual.
Sylvie y todo lo demás. Pero ella habría estado más acertada si le hubiese
dejado hacer, la noche antes, lo que él tenía ganas de hacer. Hacía mucho
tiempo que lo incubaba. Podía haber traicionado esto durante años sin darse
demasiada cuenta.
Era como una campana tocando. ¡Treinta años! ¿Y dónde estaba él?
Estaba cansado, asqueado. Y ya era tiempo de acabar. ¿Quizá había dado
para esto el golpe de Montpellier?
¡Decir que no había conseguido casarse con la señorita Bourragas! ¿Es
que también se convertiría él mismo en un gusano? ¿Es que también iba a
hundirse estúpidamente en una buena y pequeña vida provinciana?
La había esperado. Sentía vergüenza, ahora. Renegaba de estas
aspiraciones burguesas y, mientras más renegaba de ellas, más se quemaba
dentro de su piel.
El comodoro había vuelto a adoptar su aspecto de reclamo en forma de
cocinero. Su tez tenía un color más de ladrillo que antes, sus ojos globulosos,
más húmedos.
Si su garganta le impedía fumar, sin duda no le impedía beber. Y,
conforme fuese avanzando el día, estaría aún más colorado. Seguramente, los
días de mercado tendría más ocasiones de beber.
Se mantenía digno, impasible. ¿Qué pensaba de sí mismo? ¿Se
despreciaba también cuando no había bebido? ¿Y era para no despreciarse
demasiado por lo que se veía obligado a beber?
¿Y por qué le lanzó un guiño a Viau? ¿Podía ser un tic, a pesar de todo?
Pero Viau tuvo la impresión de que el guiño le había sido dirigido como una
señal de inteligencia.
Tenía necesidad de hablarle. Se sentía humillado ante él. Le gustaba
haberle birlado los diez mil francos. Y al mismo tiempo, aquello le
disgustaba y seguía teniendo la impresión de que todo era una trampa.
En toda esta historia, en la calma de Sylvie, en la forma que los
acontecimientos se encadenaban, había algo de antinatural.
En África, en la Colonial, le gustaba decir:
—No se juega con mis…
Porque se hacía mucho caso, allá abajo, entre los suboficiales, de los
atributos del macho. Se tenían o no se tenían. Si se tenían dos o si no se tenía
ninguno.
«—Tú no eres un hombre».
«—Muéstranos que tú eres un hombre…».
Y habrían degollado al tipo que se hubiera atrevido a decir que alguien no
tenía.
¡Toma! Pasaba ante un portal blanco con las palabras «Société Générale»
en la fachada. Enfrente, desde la terraza del «Café du Centre», la gente le
miraba.
Entra en el vestíbulo del banco, para engañarlos. ¿No había anunciado
acaso que tenía que cobrar un cheque? Se queda un momento allí y luego sale
haciendo como que se mete su billetero en el bolsillo y, unos instantes
después, entra en el «Café des Tilleuls».
Mangre estaba ya allí, la jeta siempre de través, el bigotito caído,
discutiendo con dos campesinos.
—Supongo que no vendrá usted expresamente para verme, ¿no? ¿Me
permite un instante?
Acaba su negocio con los dos palurdos mientras Viau se sienta en una
mesa cerca de la ventana.
—Discúlpeme, pero no podía dejar a esa gente… ¿Qué es lo que toma?
Respecto a lo de ayer…
Viau saca los billetes de su bolsillo.
—Le traigo el dinero.
Observa cómo Mangre se queda desconcertado pues, evidentemente no
esperaba aquello.
—¡Mozo! Una botella del bueno.
Mangre le observa con una especie de respeto, al mismo tiempo que trata
de disimular su turbación.
—Escúcheme. Entre nosotros… Este dinero…
—¿Es que va a rehusar tocarlo?
—No es preciso que se entere nadie… ¿Qué le parece si hacemos dos
partes? ¿Eh? ¿Qué le parece? Esto no tiene nada de vejatorio para usted,
¿verdad?
—No comprendo.
—Yo gané, desde luego. Pero usted no sabía que…
—¿Qué es lo que no sabía?
—En fin, usted puede creerme… Usted era… Usted acababa de llegar y
había bebido algunos vasos…
Parecía como si esperase alguna cosa, tal vez un guiño de alguno de sus
compadres.
—En fin, no quisiera ponerle en una situación incómoda. Tómese todo el
tiempo que…
Los billetes continuaban sobre la mesa. Ninguno de los dos los tocaba.
Raphaël, el camarero, les servía una botella de vino de Anjou empañada de
frescor.
—No sé si usted estará muchos días por aquí, pero…
—He perdido, ¿no es eso? Yo he perdido y pago.
Viau empujó los billetes hacia su interlocutor.
—A su salud —pronunció en tono involuntariamente desdeñoso.
Porque él, si Sylvie le hubiera dejado hacer…
¡Le habría gustado tanto que esto hubiera acabado de una vez por todas!
Y he aquí que estaba de nuevo en la vida, bebiendo vino blanco en un café,
con unas gentes que se sentaban en su mesa y que comenzaban una
interminable conversación sin pies ni cabeza.
CAPÍTULO CUARTO

S ylvie estaba sentada, la espalda contra la pared, en el fondo del comedor,


donde había cerrado las persianas y reinaba una agradable penumbra
apenas desvelada por los haces de luz que se filtraban, color de confitura de
albaricoque, que hacían brillar alegremente los plafones de madera que,
repintados de claro, devolvían el reflejo de la luz hasta el parquet encerado.
Le había visto penetrar en el vestíbulo y recortarse su silueta a través de la
puerta abierta, contra el sol, y lo había encontrado hermoso. Parpadeó con
una especie de emoción, sintiendo que, desde esta mañana, algo había
cambiado en Viau y en ella misma, al no poder evitar mirarle con una sonrisa
de mujer enamorada y enternecida.
Era realmente grande, pero esto mismo le hacía más atractivo,
especialmente cuando estaba en sus buenos momentos. Pues, junto con la
facilidad de sus movimientos, tenía cierta desenvoltura de animal ágil, seguro
de sí mismo, y la forma un tanto arrogante de mirar a las gentes y las cosas.
Ahora, por ejemplo, después de haberse quitado el sombrero, se enmarcaba
bajo la puerta y lanzaba una mirada al comedor, buscando a su compañera,
frunciendo las cejas a causa del brusco paso del sol exterior a la penumbra de
la sala.
Era tarde, casi las dos. No quedaban más que dos viajantes de comercio,
un joven y un hombre de cierta edad, separados por tres sillas desocupadas,
intervalo entre tres cubiertos que ya habían sido servidos. Habla también
otras dos personas que llegaron en coche, un matrimonio, que se sentaba en
una de las mesas pequeñas.
Marcel Viau, anchas espaldas, brazos colgantes, se paró un momento para
observarles, despacio. Vio después a Sylvie, en el rincón más alejado, y ella
no tuvo tiempo de borrar su sonrisa. Viau debe haber comprendido su exacta
significación, pues enrojece levemente. Resultaba inesperado el verle
enrojecer. No parece ni borracho, ni abatido, ni pendenciero, ni enfadado.
Se para un momento aún delante de ella y la observa con atención,
buscando qué es lo que en ella ha podido cambiar también. Hacía ya casi
media hora que Sylvie estaba en el comedor, pero no había hecho sino probar
apenas los entremeses mientras le esperaba. Jugaba con una miga de pan. Se
destacaba en claro dentro de la sombra luminosa y Viau advierte que lleva un
vestido que él no conoce: un trajecito de shantung, o de seda, amarillento,
que le proporciona un aspecto más limpio, más adecuado.
Sylvie no pregunta nada, pero él la sigue observando.
—¿Has cambiado tu peinado?
Esto le había chocado ya desde el mismo momento en que salieron de
Toulouse. Durante el viaje, ella parecía distanciarse más de su personalidad
de animadora de cabaret. Parecía que, día a día, el maquillaje demasiado
intenso y demás trucos profesionales, iban siendo abandonados. Hoy, la laca
color rojo-sangre había desaparecido de sus uñas y no había tampoco huellas
de rimmel en sus pestañas, apenas una sombra azulada sobre los párpados.
—Sólo un poco, por los lados. ¿Te gusta?
Viau se encoge de hombros. Detesta hacer cumplidos. Le guarda aún
rencor, seguramente porque no la comprende todavía. Piensa en el traje. No
se lo había visto puesto y tampoco dentro de su pequeña maleta.
—¿Te has comprado este vestido?
—No podía pasearme por un pueblo como éste, bajo el sol, con un traje
de seda negra.
—¿Tenías dinero?
Solamente le había dejado cien francos. ¿Iba a pretender que el vestido no
valía más? Viau volvía a encontrar su desconfianza.
—He vendido mi anillo.
Sylvie le muestra sus manos desnudas.
—El joyero me ha pagado quinientos cincuenta francos.
Viau mordisqueaba los rábanos, las aceitunas, las rodajas de tomate y la
inevitable sardina. Buscaba con los ojos la presencia del señor Maurice y no
lo veía por el vestíbulo. No lo había visto al entrar. ¿Es que esto iba a
contrariarle?
—He ganado tres mil quinientos francos —anuncia con un tono
negligente.
Y ella comprende mejor su estado de ánimo. No solamente había vuelto a
ganar una parte del dinero a Mangre, sino que también se había desquitado de
su anterior humillación.
Cosa curiosa, había sido el mismo Mangre quien había propuesto, casi
con timidez:
—¿Hacemos una partidita?
Viau no había bebido apenas. Casi no había tocado el vino de Anjou. El
«Café des Tilleuls» estaba en la penumbra, una penumbra púrpura a causa del
rojo y grana de los taburetes, con rayos de sol que se filtraban entre las
persianas y que atravesaban el local como en los cuadros de los maestros
primitivos, donde los haces luminosos del sol aureolaban el rostro de los
santos.
El comandante se sentaba detrás de él, estirando la cabeza. Le había
hecho un signo discreto para aconsejarle que no debía jugar, pero Viau se
encontraba en plena forma.
Había hablado de él. No sabía cómo o quién había llevado la
conversación a este terreno, pero acabó por decir que había sido sobrecargo a
bordo del «Mariette-Pacha» y que había vivido en Nueva Zelanda.
Era verdad. Si no había sido sobrecargo, era bien cierto que el oficial que
desempeñaba esta función se había fijado en él y, como tenía necesidad de un
ayudante, le había empleado en la oficina del barco.
—Debe estar furioso —dice Sylvie haciendo alusión al comerciante de
vinos.
—No.
Mangre, sin duda, no había jugado para perder. Había hecho todo lo
posible por ganar. A pesar de su cara de través y de sus finos y antipáticos
bigotes, Viau no pudo menos que reconocer que estaba ante un buen jugador.
—Es un granuja —prosigue Sylvie—. Ya se ha declarado dos veces en
quiebra. Se ha librado de un montón de deudas y todo el mundo está contra él
en esta comarca. Le detestan. Le temen porque es un malvado. Pero tendrá lo
suyo, un día u otro.
—¿Cómo sabes eso?
Viau no había visto aún a esa criada y no sabía cómo era.
—No solamente vende vino. Se ocupa también de operaciones con
terrenos, alquiler de inmuebles y de todo aquello que le pueda dejar algo.
Tiene una mujer que está en la cama, enferma, desde hace tres años. Dicen
que le tiene miedo y que se echa a temblar cuando entra en su casa. Aquí
todavía le estrechan la mano porque es de una buena familia de los
alrededores. Pero todos le odian, y la opinión general es que un día u otro
acabará en prisión.
Era una curiosa coincidencia. Acababa, algunos minutos antes, de hablar
del mismo Mangre. Fue con el comandante, el hidalgo blandengue y digno,
con sus aires de enfermo resignado o viejo niño mimado, y que seguía todas
las partidas de cartas en el «Café des Tilleuls» meneando arriba y abajo la
cabeza.
En el momento en que Viau salía, al poner los pies en la acera, la puerta
se abrió detrás de él. El comandante le siguió, le alcanzó, y empezó a
murmurar en voz baja, como si le reprendiese su conducta.
—No se fíe de ese hombre.
—¿Hace trampas?
—Yo no he dicho eso. Si las hiciese, propiamente hablando, yo lo habría
advertido. No es más que otro cualquiera para usted, pero en el pueblo todo el
mundo le conoce y le desprecia. Pero no durará mucho. Ha cometido grandes
imprudencias y, un día u otro, será arrestado.
Algunos minutos antes, el mismo comandante había estrechado la mano
del vinatero diciéndole:
—Hasta la tarde.
Y Torsat, el profesor del instituto, y Lunel, el contratista de obras, que
habían jugado con ellos, habían hecho lo mismo.
—Se lo digo para ponerle en guardia, porque ya le ha costado bastante
caro, ¿no es verdad? Me gustaría que no se llevase usted una impresión
demasiado mala de nuestro pueblo.
Desde luego, Viau veía ahora de una forma nueva la personalidad de
Mangre.
Si no era simpatía lo que sentía hacia él, sí era al menos una curiosidad
desnuda de prejuicios desfavorables.
Mangre era feo. En su rostro se adivinaba el estigma del hombre
deshonesto. El tinte de su tez era bilioso. Nada predisponía en su favor.
Encima, Sylvie acababa de contarle que tenía una mujer enferma que le tenía
miedo.
Todos estaban contra él; la villa entera le rechazaba y no podía ignorarlo.
Era un crápula y un cínico, pero no se escondía. No evitaba a esos
hombres que preparaban su perdición a sus espaldas. Llegaba al café, les
estrechaba la mano, ofreciéndoles la suya un poco húmeda. Se sentaba y
nadie se atrevía a rechazar una partida con él.
—Es todo un tipo.
Como el comodoro, al que buscaba maquinalmente con la vista y cuya
ausencia, Dios sabe por qué, le resultaba engañosa.
Viau no había estado nunca inmerso como ellos en la atmósfera hostil de
un pueblo pequeño. Siempre había sentido necesidad de la admiración de los
demás. Necesitaba que creyeran en él.
Por esta causa había enrojecido al sorprender la mirada de Sylvie. Porque
ella lo había comprendido. Viau acababa de hacerse con ellos, por decirlo
vulgarmente. Acababa de sentirse de nuevo él mismo y esto era suficiente
para transformarle.
Había hablado y se le había escuchado. Había hablado de sí mismo,
naturalmente, de lo que había visto, de lo que había hecho, y esto le hacía
aparecer a sus ojos como un gran personaje.
Los tipos del café, cuando salió, ya no parecían ver en él al forastero que
había perdido ocho mil francos. Aunque no hubiesen creído la mitad de lo
que les dijo, estaban intrigados. Comenzarían a interesarse por él y le
respetarían, especialmente tras haberle ganado tres mil quinientos francos al
comerciante de vinos.
Sylvie podía haberle preguntado qué era lo que pensaba hacer ahora, y él
agradecía que ella no plantease esta cuestión. Porque, lógicamente, deberían
marcharse. No existía ninguna razón para que anclaran en este pueblo donde
el azar les había llevado y que la tarde anterior, les parecía una cárcel.
Tenían bastante dinero para tirar y mantenerse durante algún tiempo.
Viau no tenía ganas ningunas de marcharse. Incluso retrasaba el momento
de abandonar el comedor con olor a jarabe dulzón, donde apenas quedaba ya
ningún comensal.
La historia del anillo y del vestido le preocupaba aún, sin embargo. Tenía
la intuición de que había una mentira detrás de aquello y, por un momento,
pensó ir arriba y asegurarse revolviendo los trastos de Sylvie para comprobar
que el anillo no estaba escondido.
Tampoco le gustaba aquella criada tan bien informada y con la que no se
había cruzado en la escalera.
¡Hola! El señor Maurice estaba en el vestíbulo. Le volvía la espalda y
miraba afuera. Sin haberle visto el rostro, sabía que su cara estaba hinchada y
enrojecida. Pero a pesar de todo seguía conservando una extraña dignidad,
una distinción sorprendente en sus hombros cargados, en su figura
marcadamente deslucida.
—¿No estás demasiado cansado? —pregunta Sylvie.
No se acordaba de que apenas había dormido la noche anterior, pero no
tenía ningunas ganas de subir y hacer la siesta. No había bebido más que dos
vasos de vino, comiendo.
—Vamos a pasear —decide él.
¿No era esto una especie de milagro? ¿Se daba cuenta Sylvie? Era la
primera vez que Viau manifestaba el deseo de pasear con ella. Al principio,
cuando no estaban en el tren —y guardando casi siempre un silencio
fastidioso— permanecían aburridos en la habitación del hotel o, si no, Viau
salía sólo para comprar cigarrillos y beber en cualquier bar. Pero, justamente
esta mañana, como si ella hubiera podido prever el programa de la tarde,
Sylvie había comprado un vestido de verano.
Había que reconocer que, en la calle, ambos tenían un aspecto
verdaderamente culpable. ¿No les tomaría la gente por una pareja de recién
casados?
—¿Irás a jugar esta tarde?
Sylvie lo había adivinado y él esperaba la pregunta. Pero la muchacha no
formuló la pregunta en un tono de reproche, ni como si le pusiera en guardia,
al uso del comandante. Había comprendido, simplemente. Sylvie no le
conocía. Desde el momento en que había jugado al póker un mediodía y
había ganado, desde el momento en que había encontrado un auditorio atento
y casi respetuoso, el aperitivo de la tarde en el «Café des Tilleuls», con una
partida de póker, era ineludible.
—Le volveré a ganar mis ocho mil francos, no tengas miedo. Si perdí
ayer, fue por mi culpa, porque…
Porque estaba crispado. Porque tenía la sensación de que perdía. Porque
se sentía inferior a ellos.
Ahora se sentía fuerte. Y le hacía bien el pasear con ella. A lo largo de la
acera, que parecía se hubiese miniaturizado, veía las calles, los paseantes,
como con unos gemelos puestos al revés, de forma que se convertía en un
gigante dentro de una ciudad de liliputienses.
Se paraba ante los escaparates con ganas de comprar cualquier cosa, no
importa cuál, con tal de gastar algo de dinero.
Acabó por entrar en una camisería y escoger la corbata más cara.
—¿No tiene nada mejor?
—Lo siento, pero es que aquí no lo venderíamos —se excusa el
comerciante.
Esta respuesta le ha complacido. Compra la corbata y se la pone,
guardando la vieja en un bolsillo. Quiere comprar algo para Sylvie también.
Hay una tienda de modas al lado y, a causa del traje crema, le hace probar
varios sombreros de paja clara y se decide por un sombrero muy juvenil, casi
ingenuo, de ala ancha con un adorno de florecitas.
—Mírate, Sylvie.
Tenía ganas de hablar, de hablar de él, como siempre. No sabía por dónde
empezar. Sentía timidez, pudor, como antes al entrar en el comedor, donde
una sonrisa apenas insinuada había sido bastante para ruborizarle. Habría
podido decirle: «No soy tan malo como crees…». Pero ése no era
exactamente su pensamiento. Estaban bañados de sol y de su piel trascendía
un saludable olor estival. Cuando se pasaba de la luz a la sombra, se sentía en
la nuca un delicioso frescor.
El mercado ya había terminado y los campesinos deambulaban aún por el
pueblo: se veían caballos enganchados en sus tartanas, con las bridas
amarradas de las anillas que colgaban de los muros de las casas.
Era la hora del recreo en una escuela que no se veía, pero de la que se
adivinaba el patio detrás de una tapia, y que estallaba como un inmenso grito
de alegría. Otros ruidos lejanos. La víspera, medio embotado por el vino y la
desesperación, había disfrutado también, sin poderlo evitar, del especial sabor
del contorno.
Mi padre habría querido verme convertido en abogado en un pueblecito
como este… o notario. Hubiera preferido notario, porque es una cosa todavía
más respetable.
La voz no le sonaba mal. ¿Habría sido capaz de ser notario en
Chantournais, en La Rochelle, en Saintes o en cualquier otro sitio? ¿Casado,
con niños, y la partida de cartas todas las tardes en un café con olor de anís y
cerveza, con un camarero llamándole respetuosamente por su nombre?
Habían dejado atrás la plaza del mercado y dejaban a su izquierda una
iglesia, con una puerta negra, abierta, como la entrada de una enorme gruta.
Viau tiene la impresión, al ver cómo Sylvie entreabre los labios, de que
ella tiene ganas de entrar. No por religiosidad, probablemente. No para rezar.
Sin duda, para encontrar una cierta atmósfera, unos recuerdos de infancia, la
sombra fresca, los fieles pálidos y, en alguna parte, unas velas ardiendo frente
a una santa o un santo en oración.
Si ella se lo hubiera pedido, Viau también hubiese entrado. Quizá,
maquinalmente, hasta hubiera mojado los dedos en el agua bendita, como
hacía cuando era pequeño.
Estas palabras no las decía, pero las pronunciaba mentalmente, cada vez
que tenía ganas de hablar sin encontrar nada que decir.
Pero no quería quejarse o maldecir su suerte. Se sentía lúcido. Se detenía
en el extremo de una calle larga y limpia, donde no había más que una
mancha de sombra y donde las casas blancas, con todas las contraventanas
cerradas, parecían estar respirando el sol.
—Hay gente detrás de las paredes —murmuró Viau.
En el mismo instante, al rozar una persiana, tras la cual la ventana debía
estar abierta, oyeron los vagidos de un bebé, el ronroneo de una canción de
mujer. Era el único ruido en toda la calle. Sylvie le miró. Esta vez, Viau no
enrojeció.
En la mayoría de las puertas había placas de latón. Médico, abogado,
procurador… Grandes y espaciosas casas, con sus habitaciones bien aireadas,
donde no debía entrar siquiera una mota de polvo.
Enfrente se veía el interior de una cocina. No una cocina humilde donde
la mujer trabaja de la mañana a la noche y donde los crios corretean por el
suelo, sino una amplia cocina de casa rica, de casa burguesa, como se dice,
con hermosas cacerolas de cobre colgadas ordenadamente según su tamaño, a
lo largo de las paredes.
Se ve un cuadro con pequeños discos blancos, para indicar que los
señores han llamado desde tal o cual habitación.
—¿Ves, Sylvie?
¿Y qué? ¿Qué es lo que él habría podido explicarle? El aire estaba
pesado. Todo el barrio estaba como aplastado por el sol, por la paz.
¡Ajá! Aquí está la palabra que Viau buscaba: «Por la paz, por la
monotonía». Más allá había un parque, en el otro extremo de la calle, una
casita de jardinero y dos niños jugando delante y, más altas que los árboles,
las torres de un castillo.
Su padre, antes del nacimiento de Viau, había trabajado de jardinero en
un castillo. Cuando hablaba, cuando estaba obligado a hablar, Marcel Viau
decía: «Como administrador». Y, a causa de esto, detestaba y envidiaba a
todos los castellanos.
Sylvie dice:
—Es más tranquilo que en un cuadro del museo.
Cristalizado también, sí. También eterno. Y la segunda calle en la que
entraron estaba blanqueada por las mismas casas pesadas, herméticas, ante las
cuales uno se preguntaba si verdaderamente existían seres humanos que las
habitasen.
Atosigado por la necesidad de hablar, buscaba constantemente cualquier
cosa que decir. Era para hablar por lo que había sugerido este paseo y ahora
no encontraba las palabras.
—¿Qué es lo que te gustaría que hiciera?
Lo ha dicho sin preámbulos y Sylvie lo entiende. Comprende antes de que
hayan doblado la esquina de la calle y que, de repente, cambie el decorado.
Desembocan en una calle empinada, sin pavimentar, con gruesas piedras que
salen del suelo, con casas bajas que señalan su pobreza, con las puertas
abiertas mostrando sus piezas blanqueadas con cal, con reproducciones
fotográficas encima de camas cubiertas con colchas de ganchillo, retratos de
viejas mujeres tocadas con cofia, de espaldas encorvadas, fotografías de boda
ya difuminadas, militares con uniformes pasados de moda, muebles
incómodos, muebles a los que se adorna con los tapetitos y figurillas ganadas
en la feria.
Ni aquello ni esto, desde luego.
Tenían la impresión, en aquellos momentos, de ser más grandes que las
casas. La ciudad se extendía debajo de ellos, con la cinta de mercurio del río
y el barullo de techos grises y rojos, sus islotes verdes, sus tres campanarios,
las líneas blancas de un campo de fútbol…
—Seguramente habría hecho mejor quedándome en el ejército. Hasta
tuve la idea de reengancharme. Terminé mi servicio militar como sargento…
Y habría acabado por ser ascendido a subteniente por antigüedad.
¿Comprendes?
Decía esto casi sin amargura. Era un sentimiento casi infantil, esto de
encontrar un breve placer en todo aquello que hubiera hecho el día anterior,
todo aquello que le había impedido acabar de una vez por todas. Y abajo, al
final de la pendiente, después de haber atravesado algunas callejuelas,
llegaron a la orilla del río y vieron, a pleno día, la casa donde el destino de
Viau se habría quizá cumplido.
Una casa agrisada, con el techo gris, un porche, un jardín cerrado por una
verja y un surtidor en medio de unos planteles bien cuidados. En el patio, una
criada arrojaba grano a las gallinas mientras un perro, tumbado al sol, estiraba
las patas.
—¿Comprendes? —repitió Viau.
No podía hacer nada. No habría servido de nada. No había sitio para él,
puesto que no había sido previsto en el reparto.
Esto era, en resumen, lo que Viau habría querido explicarle.
Eran tres, ahora, los que en el mismo pueblo, en la misma comunidad, no
podían integrarse con el resto. Maurice, el primero, que venía Dios sabe de
dónde, que no estaba en su sitio, que se había incrustado en la carne de
Chantournais y que parecía excusarse por su actitud.
«Me gustaría saber qué vida ha llevado».
Una vida brillante, sin duda, en ciertos momentos, porque en él quedaba
aún algo; Viau lo presentía confusamente. Y se había convertido, en su ocaso,
en el amante de una vieja hotelera temperamental que le amargaba la vida,
además de apalearle de vez en cuando.
Después Mangre, que era de la región, al que sus conciudadanos y
paisanos no podían repudiar como les hubiera gustado, a quien consideraban
como un fruto podrido y que no ligaba con ellos.
Porque él no respetaba las reglas del juego.
Finalmente, quedaba él, Viau.
Podía marcharse de allí. Tenía dinero ahora. El dinero que Sylvie le había
hecho robar. Porque él no habría robado solo. No de esa forma.
No, ella no podía comprenderle porque, si ella le hubiera comprendido,
no le hubiera mandado a la habitación del comodoro.
Lo más extraordinario era que Sylvie, a la que él había encontrado en un
club nocturno, con su cuerpo profesional modelado bajo la seda pegada a la
piel, con los pechos provocativos, los labios ensangrentados de carmín, las
piernas de lujo, se paseaba ahora por las calles de la pequeña ciudad con aire
desenvuelto, sin desentonar en el decorado.
Tenía el aire de una turista. Hubiera podido tener el aire, con un pequeño
esfuerzo, de una de esas jovencitas, de una de esas mujeres salidas de esas
sólidas casas burguesas que acababan de ver. O de una pilluela de las
pequeñas casas de techo bajo que hubiera hecho un buen casamiento. Lo uno
o lo otro. Sylvie podía tener el aire, en suma, de lo que quisiera.
Y ella le había propuesto serenamente ir en su lugar, reemplazarle para ir
por el dinero, robar el dinero del cuarto de Maurice.
Viau la envidiaba. La detestaba un poco, por momentos. «Ves…».
Sylvie sabía bien que él tenía ganas de hablar todavía. Sabía que él no se
resolvería a hacerlo y que ella no podría ayudarle.
En realidad, esperaba esto desde el primer día, desde que partieron juntos
de Toulouse.
¿Son las mujeres más inteligentes que los hombres? ¿O es que ellas
adivinan, simplemente?
—¿Tú me ves empleado en una casa de banca o en un comercio?
Su tono agresivo hizo que las palabras fueran casi un ladrido, pero ella
respondió con sencillez:
—Seguramente, no.
—¿Me ves como viajante de comercio?
Una ligera vacilación, esta vez, una vacilación que le humilla, porque ella
debería estar pensando en su cara dura, en la facilidad que él tenía de
lisonjear y alabar a la gente.
—No, tampoco.
Viau, añade, con crueldad:
—He tratado de ser macarrón, y no he podido…
—Lo comprendo.
—Podría trabajar como peón en una fábrica.
Sylvie no le había preguntado nada. Era esto lo que mortificaba a Viau y
lo que le provocaba: el que se acogieran de esta forma sus cuatro verdades.
—Pero me da horror estar ocho horas cada día en un mismo lugar y
ensuciarme las manos.
Y se burla:
—Podría hacerme tabernero. Me bebería todas las existencias y,
entonces…
Y, repentinamente, violento:
—¡Que se vayan todos a la…! ¿Entiendes…? ¡Todos a la…!
Le vienen a la mente las casas de la parte alta, el bebé llorando, la mamá
o la nurse que cantaba para volverlo a dormir, la cocinera en su cocina…
—Preferiría ser un crápula como Mangre o un viejo borrachín como el
comodoro… El comandante, por ejemplo, me revienta… Si le hubieras visto
correr tras de mí para ponerme en guardia contra el hombre al que acababa de
estrechar la mano…
¿Pero qué es lo que Viau pretendía explicarle? En el fondo, quería
simplemente decirle que él no se marchaba, que no tenía el coraje de partir,
que se quedaba allí, sabe Dios por qué.
Porque no sabía la razón que le incitaba a quedarse. Una especie de
pereza, de torpor. El deseo, quizá, de hacer como ellos, de ir cada mediodía a
tomar el aperitivo y hacer su partida de cartas en el «Café des Tilleuls» donde
quizá ya, esta misma tarde, Raphaël le acogería con un:
—Buenas tardes, señor Viau… Esos señores le esperan.
Habría probado que era un hombre, no un vicioso habitual, un flojo.
—En Nueva Zelanda…
—¿Has estado en Nueva Zelanda? ¿Cómo es aquello?
—Psé… Me expulsaron de Australia cuando desembarqué del «Mariette-
Pacha» porque estaba sin dinero y no tenía derecho al contrato de trabajo.
Allí se defienden bien. Se reparten el pastel entre ellos, ya sabes, y no hacen
caso de los que van a recoger las migajas. Entonces tomé un barco para
Nueva Zelanda. Aquí estamos en verano. Allá abajo, en las antípodas, sería
invierno. Llovía, una lluvia fría, una lluvia helada que no cesó de caer durante
cinco meses…
»Estuve en Wellington. El domingo no hay nadie por las calles y todo
está cerrado: los cafés, los restaurantes, los cinematógrafos… Cada cual se
queda en su casa porque es el día del Señor; nadie tiene derecho a tocar
música, a no ser himnos religiosos, ni a jugar a las cartas, a menos de ser un
malnacido.
»Era el único francés.
»¿Sabes qué hacía en Wellington? Allí me miraban de través, sí, también,
porque yo había desembarcado sin una perra gorda. Se imaginaban que no
podría parar el golpe y estaban a la expectativa para no perderse el trompazo.
En cualquier sitio que me presentara, no había trabajo para mí.
»Nada más que un “job”, como dicen, en la estación marítima. Tienen
carretillas eléctricas, una especie de tractores, como los de las estaciones,
para llevar los equipajes y los paquetes. Con una de ellas se arrastra una
docena de pequeños vagones que forman algo así como una cadena… Una
cadena bajo la lluvia.
»Conduje un chisme de ésos durante cuatro meses. No tenía para
comprarme ropa de trabajo… Iba vestido, más o menos, como voy ahora, con
chaqueta, cuello planchado, corbata, el sombrero mojado… Llovía tan fuerte
que llevaba el paraguas abierto, conduciendo con una sola mano.
»Los pasajeros de los barcos se morían de risa al verme… Unos
franceses, que desembarcaron un día, unos turistas que daban la vuelta al
mundo, se avergonzaron de mí, y uno de ellos fue a hacerme una especie de
discurso patriótico para explicarme que no se debería tomar a los franceses
para trabajar como negros en el extranjero y que yo recobraría mi dignidad si
cambiaba de oficio… Hasta me ofreció algo de dinero que, si no recuerdo
mal, me sirvió para comer dos días…
»Me gustaría verles…».
Se vuelve hacia la parte alta del pueblo, encendiendo un cigarrillo.
Esto no era todo lo que había decidido decirle, pero no había encontrado
otra cosa. Tanto peor si ella seguía sin comprender.
—Vas a volver al hotel y me esperas.
Sylvie arriesgó, tímidamente:
—¿No puedo acompañarte al «Café des Tilleuls»?
—Preferiría que…
Y, suspicaz, añade:
—¿Estás segura de que has vendido tu anillo?
—Claro. Ya te lo he dicho.
—Bueno, en este caso, vamos a volverlo a comprar. ¿Dónde cae ese
joyero?
—En la calle Gambetta… No hay otro aquí. Está cerca de la estación, a
mano derecha.
Sylvie no duda. Franquean el Puente Nuevo y ganan la calle Gambetta.
Viau no tenía intención de recorrer ni la mitad de aquel camino para ir a
recuperar un anillo que le era totalmente ajeno. Había querido someterla a
una prueba.
—Si mientes, mientes bien.
En lugar de negar, Sylvie sonríe.
—Después de todo, me es igual. ¿Quién sabe si la camarera del hotel te
hará nuevas confidencias? ¿No es eso? Esa muchacha es preciosa.
Eran las cinco menos algunos minutos. Habían decidido empezar la
partida a las cinco, a la salida del instituto, a causa del profesor.
—Vete a descansar.
Viau se sentía un poco defraudado por el paseo. En definitiva, no le había
dicho nada de lo que le hubiese gustado decir. Y lo que más le vejaba era que
Sylvie incluso le había comprendido.
—Estoy segura de que no beberás, ¿verdad?
Viau podía aceptar ahora estas palabras porque sólo pensaba ya en el
juego. Él también se había prometido no beber; justo lo bastante para sentirse
acometedor y conseguir cierta agudeza de percepción.
—Hasta más tarde.
Viau la llama:
—Me gustaría que no vinieras a esperarme en la calle.
Sylvie sonríe una vez más.
—¡Prometido! ¡Buena…!
Ha estado a punto de decir «Buena suerte». Sylvie sonríe más.
—¡Al cuerno!
Para darle suerte. Para llevarle felicidad. Porque, ello era cada vez más
evidente aunque Viau no hubiese planteado la cuestión, Sylvie aceptaba su
buena o su mala suerte.
Viau sube los cuatro escalones. No hay nadie en la terraza, inundada de
sol y cuyas piedras parecen humear aún el calor.
Mandre estaba ya en una mesa, solo, barajando las cartas.
—Estoy contento de verle de nuevo —dice—. Estos señores no van a
tardar… ¿Qué toma?
—Un cuarto de Vichy.
Se miran. El vinatero ha comprendido. Hay gentes que están destinadas a
comprenderse. Como él y Sylvie, por ejemplo, aunque esto le haga
enfurecerse algunas veces.
El comandante llega, un poco sofocado, como el espectador que no ha
pasado por taquilla y que no quiere perderse el principio del espectáculo.
Busca la mirada de Viau como para decirle:
—Yo ya le he prevenido… Conténgase y preste atención… Y trate de
ganar.
—¿La misma tarifa? —pregunta Viau cuando el profesor y Lunel
aparecen juntos por la puerta.
El patrón deja su lugar junto a la caja para asistir al espectáculo; Raphaël
se precipita para tirar de una cortina porque un rayo de sol que cae en
diagonal pone reflejos en las cartas.
La baraja es nueva, probablemente comprada para esta ocasión.
CAPÍTULO QUINTO

E xactamente a las siete menos cinco Torsat, el profesor, abandonó la


partida diciendo que cenaba en casa de unos amigos y que había
prometido recoger a su mujer a las siete en punto. A estas palabras, Viau
levanta la cabeza y lanza una mirada al reloj de pared.
Entonces se da cuenta del cambio, comprende que ya no se juega, que ya
no se ríe, que ya nadie ríe, que un elemento nuevo ha invadido poco a poco la
atmósfera, mientras él estaba demasiado preocupado para advertir el cambio.
Y es ahora este elemento el que domina en el ambiente.
¿Podía llamársele maldad? ¿Odio? Dominaba sobre los rostros de todos
ellos como un apetito de presas sangrientas, a la espera de una satisfacción
brutal.
Empezaron a jugar unos minutos después de las cinco. Mangre estaba
sentado sobre el diván de pana roja, la cabeza un poco más baja que el espejo
que cubría las paredes del café y en el cual veía Viau ascender el humo de su
cigarrillo y donde, también, dando la espalda a la sala, veía a todos los que
entraran y salieran y a todos los que venían a situarse detrás de él.
Al lado de Mangre, estaba Torsat, muy delgado, ya en decadencia, que
sólo jugaba en las puestas bajas. Al lado de Viau, como él en una silla, con
las piernas cruzadas y el cuerpo un poco echado para atrás, Lunel, el
contratista.
Y justo detrás de Viau, el comandante, a horcajadas sobre una silla, los
brazos confortablemente cruzados sobre el respaldo, como si tuviera la
certeza de que el espectáculo iba a valer la pena. Este detalle chocó a Viau. El
comandante estaba tan bien instalado como en el teatro, como quien se instala
en su butaca antes de levantarse el telón y, como algunas mujeres en traje de
noche, chupaba pequeñas grageas con sabor a violeta. Sin duda tendría mal
aliento.
Viau ganó desde el principio. Desde las primeras manos, supo que
continuaría ganando y, de una forma natural, se sintió de un humor alegre, de
jugador en vena y, como ocurre casi siempre en estos casos, con cierto
regusto de condescendencia, un poco irónica, agresivamente irónica, en lo
que se refería a Mangre.
Porque era él el único que contaba. Los otros dos lo sabían bien. No
estaban allí sino como figurantes, pues la partida se jugaba entre Mangre y
Viau. Desde que las puestas se hicieron demasiado fuertes, Torsat y Lunel se
abstuvieron tímidamente, dejándoles frente a frente.
En seguida, también, el comerciante de vinos tuvo la mala suerte a su
lado. Al mediodía ya había tenido varias manos desgraciadas, pero esta vez
no era lo mismo y él también jugaba de forma distinta. Parecía casi contento
de perder. Era una pequeña compensación a su actitud insolente de la víspera.
Esta tarde, al contrario, miraba su juego con vacilación, con una suerte de
aprensión, como el que sabe que la suerte se va a cebar contra él. Permanecía
tranquilo. Siguió mucho rato tranquilo, sólo con un temblor en los dedos que
manejaban la baraja y, a veces, un gesto que se repetiría cada vez más a
menudo, el de tirar de una punta de su bigote, como si lo quisiera hacer llegar
hasta la boca, siempre la misma punta, la izquierda, de forma que su
expresión parecía aún más atravesada que de costumbre.
En este momento, repetimos, son las siete menos cinco. Viau mira el reloj
y se da cuenta vagamente. Está poseído por la euforia del jugador en vena.
Audazmente, juega en todas las manos y las gana casi todas. Acepta todas las
puestas con desafío, con una sonrisa ligera en los labios, una sonrisa que
refleja su tranquila confianza.
Le gustaba sentir detrás de él al comandante asustarse de pronto,
regocijarse después, admirarle luego con tanto ardor que hasta se le escapaba
un gorjeo; ver también a los parroquianos acercarse a su mesa, que quedó
pronto rodeada de un círculo entusiasta.
El día antes fue Viau quien representaba el papel de Mangre. Era él el
perdedor. Eran sus reacciones las que alegraban al público y le hacían
regocijarse, especialmente porque era un forastero y, encima, parecía
subestimarlos.
Hay casi mil francos sobre la mesa. Mangre enseña sus cartas, cuatro
reyes, con un suspiro de descanso, que se transforma en una mueca de
consternación cuando Viau muestra su juego, dejando cuatro ases sobre el
tapete.
También estaba cerca de ellos el patrón del café mientras Raphaël se
afanaba sirviendo a los clientes. Debía haber llegado gente de fuera, pues
Viau veía ahora alrededor de la mesa algunas caras que poco antes no había
visto.
La partida se hacía más fuerte, las puestas más altas y, cuando Torsat se
retiró, algunos pensaron que la historia de que cenaba fuera de casa la había
inventado para enmascarar su fuga, porque empezaba a tener miedo.
Hay un momento de indecisión, como siempre que se retira uno de los
jugadores, cuando la partida queda en suspenso. Es entonces cuando Viau
levanta la cabeza y mira el reloj, luego a los espectadores, en cuyos rostros
cree advertir crueldad.
¿Estaba la gente, la noche antes, con la misma actitud respecto a él? No se
había dado cuenta. La verdad es que, la víspera, Viau había bebido y seguía
bebiendo al mismo tiempo que jugaba; era una especie de drama solitario en
el cual no existía el mundo exterior más que como figuración.
Mira a Mangre también y ve su rostro amarillento, la mirada fugitiva y,
sobre todo, lo más revelador, unas gotas de sudor en su frente.
En este momento el comerciante de vinos había perdido ya alrededor de
ocho mil francos, de los que Viau había ganado la mayor parte.
Se refleja la decepción en los rostros de los concurrentes ante la retirada
de Torsat, pues se cree que el juego ha terminado. Pero alguien se acerca a la
mesa, un tipo enorme que debe viajar en motocicleta, pues, a pesar del calor,
viste una gruesa chaqueta de cuero y botas.
—Si permiten que yo ocupe el sitio…
Viau sabe en seguida que se trata de un comerciante de harinas al por
mayor llamado Pascaud y que tiene una docena de millones. Pone
ostensiblemente sobre la mesa un billetero manoseado, pero lleno a reventar,
y pregunta:
—¿Puesta libre?
Mangre vacila y, sin necesidad de mirar a los espectadores, sabe que su
prestigio le obliga a aceptar.
—Puesta libre —repite—, si están todos de acuerdo.
El contratista, de repente, balbucea cualquier cosa a propósito de una cita
y se levanta. Es reemplazado por un chico joven, de veinticuatro o
veinticinco años, muy peripuesto, hijo de un fabricante de productos lácteos.
De repente, toda la galería tiembla de impaciencia, mientras Mangre sigue
evitando mirar a su alrededor.
Porque la partida se juega ahora contra él y nada más que contra él. ¿Es
por lo que había sentido ante Viau por lo que comenzaba a flaquear?
¿Quizá por una razón aún más sutil? Esto lo sabe Viau de otras veces.
Algunos días no se juega por el juego en sí, por las puestas, sino con la
intención de asegurar la suerte. Y, si las cartas son obstinadamente contrarias,
se pierde poco a poco la propia confianza y se siente como un presagio, un
presentimiento de que de repente la mala suerte se cebará contra uno y que
todo fallará lamentablemente.
Viau no sentía piedad. Estaba demasiado transportado por su suerte,
demasiado febril por ella para preocuparse excesivamente de las reacciones
de sus compañeros de juego.
Pero no dejaba de observar a cada instante el rostro cada vez más ansioso
del comerciante en vinos, que ya empezaba a cometer faltas.
El comandante, tras él, no le incitaba ya a la prudencia. ¡Al contrario! Le
habría excitado si hubiera sido necesario. Y todos, a su alrededor, hubieran
hecho lo mismo, tan felices estaban de asistir al hundimiento de Mangre.
Había en el aire una alegría sádica. Se sentía el alivio de estas gentes que
nunca habían osado decir nada a su conciudadano, al que odiaban, pero al que
estrechaban la mano.
Viau se estaba convirtiendo en una especie de héroe. Le encargaban de la
venganza común y él se sentía un poco asqueado.
A las ocho hay ya algunos claros entre el público. Algunos deben tener
que volver a sus casas, en el campo. Otros no tienen ganas de enfrentarse con
el mal humor de sus mujeres si llegan tarde. Pero otros les reemplazan, los
que acaban de cenar y se instalan en sus lugares; les ponen al corriente de la
partida como les hubieran contado el primer acto de una obra teatral.
Una vez, a bordo del «Mariette-Pacha», en cuarta clase, entre hombres de
todas las razas, los piojosos, los emigrantes amontonados en el sollado, Viau
había asistido a una escena del mismo género, aunque más violenta, menos
hipócrita. Estaba a bordo un joven armenio sucio y blasfemo, vicioso, glotón,
ladrón, al que todo el mundo soportaba porque era el único que conocía todos
los dialectos orientales que se hablaban a bordo y del que se tenía constante
necesidad como intérprete. Él se aprovechaba de esto para cometer pequeños
robos, que le perdonaban casi siempre. Le llamaban como si fuera un perro.
No se apenaba aunque le injuriasen, le insultaran, o le dieran patadas en el
trasero. Esto, quizá, le hacía más soportable.
¿Qué hizo aquella tarde? Nada más grave, seguramente, que otros días.
Quizá hubiese volcado intencionadamente la fiambrera con guisantes
guisados de uno de los pasajeros, o escupido en la sopa, o birlado un paquete
de cigarrillos a alguien. El caso es que alguien se puso a correr detrás de él,
gesticulando. Otro, y otro más, y muchos más comenzaron a perseguirle por
todo el barco, sin que los últimos supieran siquiera de qué se trataba.
El joven armenio corría en zigzag por la cubierta. Se veía cómo su miedo
se transformaba en terror. Sus bellos ojos negros —sus ojos, espléndidos, era
lo único hermoso en él— imploraban en vano una ayuda cualquiera.
Al final eran unos quince los que le acosaban, cuando un viejo que no
tenía ni arte ni parte, le puso la zancadilla. Cuando el adolescente cayó sobre
la cubierta, una masa humana se abatió salvajemente sobre él.
Forzados por un oficial, unos marineros que asistían riendo al
linchamiento, se vieron obligados a intervenir. El armenio quedó tan mal
parado sobre la cubierta, que tuvo que hacer el resto de la travesía en la
enfermería de a bordo.
Aquí, en el «Café des Tilleuls», los buenos burgueses de Chantournais,
los notables, los comerciantes que venían, uno tras otro, de su tienda, después
de haber cerrado las puertas, eran menos feroces, menos brutales en
apariencia, pero no por ello dejaban de envolver a Mangre en una atmósfera
de odio satisfecho que se espesaba cada vez más. Gustosos, habrían trucado
las cartas, habrían rezado a Dios, o a cualquier santo, para que el vinatero
continuase hundiéndose.
En realidad, era él mismo quien se hundía en arenas movedizas. Y hubo
un instante en que ya fue demasiado tarde para recuperar la sangre fría.
¿Daba Viau, el día anterior, el mismo espectáculo?
—Veintidós mil —anuncian, como en las carreras.
Mangre había perdido ya veintidós mil francos. Acababa de firmar un
cheque por diez mil, que el patrón del café le había cambiado.
El profesor del instituto y el contratista se habían equivocado al retirarse
de la partida, porque ahora, el comerciante de harinas y el joven se
aprovechaban de la vena de Viau; ganaban los tres y sólo Mangre perdía.
¿Estaba tentado de abandonar? Pero esto era imposible. Estaba como
prisionero. Acechaban sus reacciones, los menores temblores de sus manos,
de sus labios, los tirones del bigote izquierdo; llegaba a veces hasta a
mordérselo.
—Veintiocho mil…
¿Firmaría otro cheque, después de haber perdido los últimos diez mil
francos?
Viau, que tenía más de dieciséis mil francos delante, apenas tocaba su
vaso. Nadie pensaba en beber. No se enteraban de lo que pasaba en la calle y,
cuando se encendieron las farolas, no se dieron ni cuenta; la gente de la
terraza se veía obligada a llamar repentinamente en el cristal para arrancar a
Raphaël de la contemplación de la partida.
La noticia ya corría por la ciudad. El forastero estaba a punto de hundir a
Mangre; Mangre perdía todo lo que el otro quería; Mangre estaba amarillo de
rabia…
¿De rabia?
Viau estaba persuadido de que el hombre empezaba a tener miedo.
¿Vacilaba su suerte, le abandonaba su estrella?
Debía ser supersticioso, como el mismo Viau, sensible a ciertas
atmósferas; y la que le rodeaba podía deprimirle profundamente.
—¡Treinta mil!
Una cifra récord en el «Café des Tilleuls» y en Chantournais. El
comerciante de harinas al por mayor había encendido un habano y, quizá
inconscientemente, soplaba el humo hacia la cara del perdedor.
—¿Me dará otros diez mil francos?
Levantó los ojos. Quería mirarlos, levantar la cabeza aún una vez; una
sonrisa de tremenda amargura se dibujó en sus labios. Rectificó.
—O mejor veinte mil, si los tiene en la caja.
La galería tiembla de impaciencia. Ven fundirse esos veinte mil francos,
detrás de otros tantos.
Se escucha poco después el timbre del teléfono. El dueño del café no se
mueve y tampoco Raphaël. Es la patrona, con su corsé levantándole los
enormes pechos hasta el mentón, la que descuelga y después se acerca a la
mesa.
—Señor Mangre…
Diez personas al menos la habrían hecho gustosamente callar.
—Su esposa le llama al teléfono.
Él vacila, los mira todavía una vez. Está pálido. Unos momentos antes, se
había enjugado la frente con el pañuelo.
—¿Permiten?
Debe pedir paso y pasar rozando a los espectadores que apenas se
mueven.
Se acerca al mostrador para tomar el teléfono.
—Le daré la comunicación en la cabina.
¡Lástima! Hubieran podido escuchar la conversación.
Se le ve tras el rectángulo encristalado, de espaldas, inclinado hacia el
aparato.
—Es la primera vez en su vida que recibe una paliza semejante —dice
alguien a media voz.
Y el comerciante de harinas, con una carcajada:
—Y mañana le espera otra. ¡Y bien gorda!
Después, en tono confidencial, para que le escuchen las quince o veinte
personas que hay allí, añade:
—Mañana a primera hora recibirá la visita del inspector principal de la
Recaudación de Rentas, que viene expresamente desde Poitiers… He
encontrado al inspector hace un rato. Es amigo mío. Hemos comido juntos…
O mucho me equivoco o esta vez le van a atornillar bien.
Y su gruesa mano hace varias veces un repetido movimiento de tomillo,
lenta, voluptuosamente.
Se abre la puerta de la cabina. Se espía al comerciante en vinos que se
acerca a la mesa esforzándose en mantener una sonrisa cordial.
—Señores, debo excusarme… Mi mujer no está bien. Acaba de
telefonearme para pedirme que vaya con un médico…
A alguien se le escapa la risa. Una sola. Mangre hace un movimiento vivo
de cabeza, buscando al autor; podría ser que fuera a enfadarse, pero los
espectadores no tendrán esta suerte.
—Me veo obligado a despedirme de ustedes. Cuando deseen, estoy a su
disposición.
Recoge sus últimos billetes que coloca lentamente en el billetero.
—Raphaël…
Y el harinero, con naturalidad:
—No se preocupe, amigo. Deje eso… Podemos pagar las consumiciones.
Varias risas, esta vez. Mangre coge su sombrero, duda en tender la mano
a todos aquellos que conoce, a todos sus amigos; alza imperceptiblemente las
espaldas y se dirige hacia la puerta, repitiendo:
—Buenas tardes…
Apenas acaba de cerrarse la puerta cuando estalla un alegre rumor. Todo
el mundo habla a la vez y se congratula.
¡Ha tenido lo suyo! ¡Ha tenido lo suyo, él que ha pasado toda su vida
dando lo suyo a otros! Se ha marchado como un perro apaleado, con la cola
entre las piernas. Y, mañana…
—¿Está seguro de que el inspector…?
—No se inquiete. Antes de un mes, palabra de Pascaud, él estará en el
polvo —concluye el harinero enarcando las cejas.

***

Sólo quedaba Sylvie en el comedor y, como la tarde anterior, una única


lámpara permanecía encendida. Las contraventanas no estaban aún cerradas y
se pintaba un color gris en sus huecos, no sólo por el crepúsculo, sino
también por el cielo que, habiéndose cubierto al mediodía, había cambiado
luego hacia un tono violeta.
Mientras recorría el camino que le separaba del hotel, Viau sentía en su
nuca el soplo del viento que cambiaba de dirección y que arremolinaba la
porquería sobre las aceras y el polvo sobre el pavimento gris. ¿Iban a tener
quizá un huracán?
De pie cerca de la mesa de Sylvie, Maurice se mantenía muy derecho, con
su eterna servilleta en la mano, dando la espalda a la puerta. Sylvie fue la
primera en ver a su compañero y Viau creyó ver moverse sus labios, al decir
ella algo en voz baja, precipitadamente.
Pero Maurice no se vuelve en seguida.
—No creía que volvieras tan temprano. Tenía hambre y me he hecho
servir la cena. Pero llegas también demasiado tarde; ya no queda nada para
comer…
Viau tiene la sensación de que ella y Maurice se sienten algo
embarazados. El hotelero no se atreve a marcharse y les mira
alternativamente, sin saber qué decir.
—Podría servirle algo de sopa y unos bocadillos —dice.
—Como quiera.
—¿Foie-gras? ¿Jamón?
—Me es igual.
Y Sylvie, cuando el otro se hubo alejado:
—Bueno, parece que te has forrado… ¿Cuánto?
A Viau le ha gustado esta última palabra. Está contento de haber ganado,
contento, sobre todo, de haber estado en vena, de haber tenido el viento de
popa, porque, también para Viau, eso era un signo. No le disgustaba no saber
cuántos billetes tenía en el bolsillo. Veintidós o veintitrés mil, sin tener en
cuenta lo menudo. Acababan de beberse tres botellas de champaña. Era el
harinero quien había ofrecido la primera.
—A la salud de nuestro amigo Mangre, que debe estar a punto de hacerse
matar por su mujer.
Viau no había querido quedarse al margen, pero no tardó en enfriarse, en
sentirse cada vez más distante del hombre gordo que se alegraba por
anticipado y multiplicaba las gracias y los chistes sobre el perdedor. El joven
bien vestido le secundaba.
Les observaban desde todas las mesas, con admiración mezclada de
envidia.
—Me pregunto —acabó el harinero— si esto no merece una ronda
general, tan contento estoy de haberle aplastado.
No había ganado más que unos miles de francos que, para él, no tenían
ninguna importancia.
Viau se levantó. No quería seguir compartiendo su odiosa alegría.
—Me esperan en el hotel, perdónenme.
—¿Nos veremos mañana?
—No sé. Es posible.
Se sentía algo triste. Quizá por esto concedió una importancia exagerada
al hecho de encontrar en el comedor a Sylvie hablando con Maurice.
Y, cosa curiosa, era como un pellizco de celos. Desde la mañana tenía
ganas de hablar con el comodoro; varias veces había intentado tropezar con
su mirada para iniciar un acercamiento.
—¿Qué te ha contado?
—Me ha dicho cómo fue la partida… Todo el pueblo está al corriente. Ha
sido un agente de policía quien ha venido a decirle lo que sucedía. Ha dicho
que erais unos imprudentes y que eso podía costarle caro al patrón del «Café
des Tilleuls», porque los juegos de azar están prohibidos en los lugares
públicos y «deberíais al menos, para disimular, haber utilizado fichas…».
Pero al parecer, el comisario de policía estaba entre los espectadores. Un tipo
bajo, moreno, de espalda cuadrada. Detesta a Mangre.
—¿No te ha dicho nada más?
—¿Ha habido algo más?
—Nada… Tengo hambre.
El comodoro le trae él mismo la sopa, seguramente porque las camareras
ya habrán terminado su jornada, y un plato con algunos sándwiches; vacila un
momento, no sabiendo si permanecer cerca de la mesa, y termina por alejarse
discretamente hasta el vestíbulo para instalarse en la puerta, su sitio habitual.
Desde donde estaba Viau, podía seguir contemplando su espalda inmóvil.
—¿Es él quien te ha dirigido la palabra?
—No sé…
Sylvie mentía. Viau no sabe por qué.
—Creo que he sido yo quien le ha llamado para decirle que tú volverías
tarde y que te guardase algo de comer.
—Pero tú no sabías entonces que hubiese una gran partida, ¿no es eso?
—Me lo imaginaba.
—Cuando acabe de comer, me gustaría que subieras arriba.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? ¿Vuelves a salir?
—No.
Sylvie está a punto de hacerle una nueva pregunta, pero comprende que
es mejor no formularla. Es lo bastante inteligente para detenerse a tiempo y,
sin pena en la voz, deja caer:
—¿Subirás tarde?
—No sé.
No tiene miedo. Sylvie sabe que no hay por qué desconfiar esta noche.
Tiene el buen gusto de no preguntarle si tiene la intención de volver a colocar
los diez mil francos detrás del «Angelus» de Millet.
Viau no sabía qué hacer, todavía. Se le ocurrió la idea cuando recogió los
billetes de encima de la mesa del café. Después, había vacilado.
—Puedes subir ya.
—Hasta luego.
Y al pasar por el vestíbulo, le dice a la espalda del patrón.
—Buenas noches, señor Maurice.
No se vuelve más que a medias y murmura con su voz mal timbrada, que
le raspa en la garganta.
—Buenas noches.
Viau, tras unos sorbos, vacía la copa de vino de un trago, se seca los
labios y gana a su vez el vestíbulo, quedándose de pie al lado del comodoro.
Habría jurado que el comodoro tuvo un estremecimiento, a la vez de
temor y de ansiedad. Para ir hasta el fondo de su pensamiento, Viau debería
haber reconocido en Maurice, en ese momento, una reacción casi femenina,
una ansiedad de mujer al aproximarse un hombre que ella siente rondar a su
alrededor y con el cual desea establecer contacto.
Hay un corto silencio. No es todavía noche cerrada. Una nube negra,
grande y pesada, se cierne sobre la estación. Pasa una moto llevando hacia su
harinera a Pascaud, que debe haber seguido bebiendo champaña.
—Habrá tormenta, ¿no?
Y el comodoro, sin mirarle:
—Tal vez.
Un nuevo silencio. El comodoro se reprocha seguramente su laconismo.
—Va a estallar, como siempre, sobre el bosque de Loges.
—Habrá tenido usted un día pesado, ¿verdad?
—Lo mismo que todos los viernes.
Entonces se miran. Hay la misma mortificación en ambos rostros. Las
mujeres tienen estos pudores. Los niños también, cuando no se conocen, y se
encuentran a menudo en la calle y tienen ganas de dirigirse la palabra, que
vacilan mucho tiempo, ensayando curiosos movimientos de aproximación,
hasta que se deciden al fin, enrojeciendo.
—¿Usted conoce a Mangre?
Si Viau había alejado a Sylvie es porque no habría querido por nada del
mundo que ella se diese cuenta que el comodoro le impresionaba y también
para que no descubriera sus celos de antes, al sorprenderla hablando
familiarmente con él. Celos, no del comodoro, sino de ella, de no poder estar
Viau en su lugar, charlando con el señor Maurice.
Pero no era exactamente la misma situación de un niño frente a otro. Más
exactamente, su situación podía compararse a la de un escolar que rodea a su
nuevo maestro ardiendo en deseos de conocerle y probarle que no es tan
insignificante como pueda parecer, deseando ganar sus simpatías.
—Le conozco como todo el mundo.
¿Qué vida habría llevado este hombre en zapatillas, de piernas hinchadas,
ojos grandes y nuca apoplética? Viau le imaginaba lleno de empaque, con
una chaqueta azul marino y un pantalón blanco, sobre el puente de un yate,
con la gorra adornada con un escudo con las armas del «Yacht-Club de
France». Lo imaginaba también en las salas de juego de Cannes o Deauville,
o en un auto de capó alargado.
Esos ojos que no se permitían brillar, debían haber visto mucho.
Y no era resignación lo que expresaban, ni amargura, ni nada que hubiera
podido esperarse encontrar en el amante de la viuda Roy; pero sí una
indiferencia casi inhumana, demasiado humana, quizá, para el golfillo que
Viau se sentía ante él.
La noche antes le había robado sus economías y Maurice no sabía nada
todavía.
¿Seguro? Tal vez lo supiera. Era capaz de saberlo y no dejar entrever
nada, de no sentir ningún despecho, porque ya habría sufrido otras
decepciones.
Soplos de aire fresco, en la calle, alternaban con ráfagas cálidas. Una
lámpara se encendía en el primer piso donde el quincallero de enfrente debía
estar acostándose.
—¿Es realmente mala su situación?
Se trataba aún de Mangre, al que Viau había escogido como una especie
de terreno neutral.
El comodoro replicó con su voz sin timbre, con la servilleta blanca
siempre en la mano.
—Acabará finalmente por serlo. Hace mucho tiempo que baila en la
cuerda floja. Es un granuja. Solamente un pueblo, todo un pueblo,
especialmente un pueblo pequeño, acaba necesariamente por tener razón ante
el granuja del lugar.
—Parece que mañana, a primera hora, recibirá la visita del inspector
general de Rentas…
—¿Ya se sabe eso?
También lo sabía él, pues.
—Pascaud, el harinero.
—Le conozco.
—Ha sido él quien lo ha anunciado en el «Café des Tilleuls».
—Si el fisco comienza a meterse con él…
—¿Usted cree que no tiene talla para defenderse?
Y Viau, que repetía tan gustoso, en sus momentos de orgullo,
especialmente cuando había bebido algunos vasos: «Yo no soy un niño del
coro», ¿no se sentía ahora como el pequeño cantor de una escolanía, al lado
de este hombre que no conocía? Le hablaba tímidamente, con una deferencia
instintiva, temiendo un bufido, una sonrisa o un silencio.
—Se defenderá hasta el final. E incluso, estoy seguro que atacará.
—¿A quién atacará?
—A todo el que quiera meterse en el ajo. Por eso le temen.
El comodoro no hacía comentarios. Se limitaba a constatar unos hechos,
con su voz neutra, sin expresión en su rostro, con una indiferencia tan
completa que hacía pensar en Dios Padre.
Viau soñaba ser como él algún día, indiferente a todo, por encima de
todo, sobre todo por encima de las pequeñas vanidades; no enrojecer de ser el
amante de una vieja hotelera medio impedida y conservar su dignidad hasta
el fin, pero no ante los otros. Ante sí mismo.
¿Es que no existía entre ellos tres, entre el comodoro, Viau y el hombre
que el pueblo se disponía a ejecutar, o que al menos le habría gustado
ejecutar, una cierta solidaridad?
Viau la sentía entre Mangre y él, desde las siete menos cinco, desde que
levantó la cabeza y vio flotar el odio alrededor de ellos.
Le habría gustado sentirla entre el comodoro y él, entre el comodoro y el
comerciante de vinos.
—Sus libros no están en regla, ¿verdad?
Hijo de viticultor, Viau sabe lo difícil que es estar en regla y que si la
Hacienda mete la nariz y le encuentra a uno en falta puede imponer multas
ruinosas. Conoce también las trampas de que puede servirse un comerciante
de vinos y alcoholes sin escrúpulos.
—Ha debido tomar sus precauciones, pero no es imposible que se haya
descuidado algo. Y, si le llegan de improviso y al mismo tiempo le secuestran
la contabilidad…
—¿Y no habrá nadie que le advierta?
Lentamente, el comodoro vuelve hacia él su cara colorada, los ojos
sorprendentemente claros.
—¡No lo harán nunca! —dice de golpe.
La sombra se espesa. No se distinguen los rasgos de su rostro, que
parecen expresar su pesadumbre, su vergüenza.
Parece excusarse, diciendo más de prisa, pero con la misma voz neutra:
—Y no todo el mundo puede avisarle.
—¿Sabe usted dónde vive?
—Detrás de la iglesia, delante del museo. Tiene en el piso bajo un viejo
almacén cuyas contraventanas están siempre cerradas y que le sirve para
guardar no sé qué. Su piso está encima. No tienen criada, solamente una
mujer de limpieza, porque la señora Mangre nunca ha podido conservar una
criada… Es él quien cocina cuando llega… En cuanto a sus bodegas, están al
otro lado del pueblo, en la carretera de Nantes, más allá del instituto. Usa
también un garaje hecho de tablas que tiene cerca del ferial. Los de Hacienda
deben saberlo…
Viau no habría creído que pudiera pronunciar tantas palabras seguidas.
Y el hombre continuó:
—Estoy seguro que su mujer no está tan enferma como ella dice. Podría
levantarse y no lo hace a propósito, pues eso de estar acostada ya es una
especie de vicio en ella.
¿No parece esto una incitación? El comodoro, ahora, se calla mientras
gruesas gotas de lluvia comienzan a caer en silencio, imprimiendo manchas
negras, redondas y regulares, sobre el pavimento.
Viau no ha tomado todavía una decisión. Respira el olor particular de la
lluvia de verano que parece revivir todos los olores del mercado de la
mañana, con el del fiemo de los caballos dominando sobre los otros. Después,
de un solo golpe, es una verdadera catarata lo que cae del cielo, acompañada
del retumbar de los truenos que, como el patrón había anunciado, vienen del
lado del bosque de Loges.
Tienen que meterse en el vestíbulo, pues el salpicar de la lluvia les moja
los zapatos. Y, entonces, el comodoro murmura con indiferencia:
—Si tiene que salir, puedo prestarle un paraguas.
CAPÍTULO SEXTO

V iau da la vuelta por una vieja calle de casas desiguales, que parecen a
punto de desmoronarse tanto por un lado como por el otro y, algunas
de ellas, como ancianos que se sostuvieran en sus bastones. La acera era
demasiado estrecha para marchar sobre ella con el paraguas abierto sin rascar
las fachadas y tiene que andar por el centro de la calzada, de piedras
desiguales. Viau reconoce el museo, con su fachada minuciosamente
esculpida. La casa de enfrente, a pesar de que la callejuela fuese estrecha,
estaba desalineada asomando sobre la acera; en la planta baja, también fuera
de alineación, izaba tres gruesos pilares para soportar los pisos. Bajo el
porche así formado, había el único lugar de la calle que estaba seco. Un
postigo de hierro, al parecer recientemente añadido, tapaba lo que debía ser
una vitrina. Todavía no había sido pintado. Lo dejaron allí con su
imprimación de minio.
Viau busca un buen rato el timbre que, al final, tanteando la puerta,
encuentra casi hundido en la moldura. Lo pulsó, pero no oyó ningún sonido.
Supone que el timbre zumbará lejos de él, en el piso. Su paraguas mojado,
que acababa de cerrar, le humillaba. Jamás había consentido en llevarlo. Pero
no había osado rehusar el de Maurice. No quería llegar, tampoco, mojado a
casa de Mangre.
Tiene un gesto pueril. Lo apoya contra la fachada, cerca de la gatera,
diciéndose que con una noche semejante pocos transeúntes pasarán por allí y
que, si pasa alguno, lo más probable es que no lo vea.
No ha oído aún ningún ruido en el interior. Llama de nuevo. Atraviesa la
calle y ve luz tras las persianas del primer piso. ¿Acaso el timbre está
estropeado? Tiende la oreja. Oye unos pasos en la escalera, después en el
corredor. Una voz que reconoce, pregunta quién va:
—Marcel Viau —responde él.
¿Recordaría Mangre su nombre? ¿Había sido pronunciado ante él? Oye
cómo retiran la cadena y el sonido de una gruesa llave girando en la
cerradura. En el vestíbulo no hay luz, sólo una bombilla en el rellano del
primer piso, que no se ve desde allí, de forma que los dos hombres están entre
sombras y deben acercarse el uno al otro para verse.
—Tengo necesidad de decirle algunas palabras —pronuncia Viau, que de
pronto se siente embarazado al preguntarse qué pensará el comerciante de
vinos de su visita.
Sin duda, fatalmente, la visita tenía relación con la partida de cartas. ¿Por
qué el ganador venía a ver al vencido? ¿Por piedad, para devolverle su
dinero? Era ridículo.
Había una explicación posible. Si Viau hubiera hecho trampas, por
ejemplo, habría podido tener remordimientos que le hicieran decidirse a dar
este paso insólito.
Esto le humillaba. Le humillaba estar, de esta forma, a merced de lo que
la gente pudiera pensar de él. ¿Es que el señor Maurice se preocupaba de la
opinión de los demás? Él estaba de acuerdo consigo mismo, indiferente a la
opinión de los otros, mientras que Viau, en la calle, en una ciudad
desconocida, forzaba una actitud porque un paseante desconocido le miraba.
Mangre permanece un momento inmóvil, verdaderamente sorprendido.
Su rostro no se distingue apenas. Sólo su camisa, pues se había quitado la
chaqueta, forma una mancha más clara en la penumbra. Se abre una puerta, a
la izquierda, la de una vieja botica, que exhala un frescor húmedo, de cueva.
—Suba —dice al fin.
Hace pasar a Viau delante de él. En el rellano, le precede, empuja una
puerta, y se encuentran en un comedor vulgar, como los que se venden en
serie en los grandes almacenes, lo que hace que Viau se encuentre un
momento derrotado. Encima de la mesa de roble de patas talladas, un busto
de Enrique II, también de serie y falso alabastro, los veteados rojizos, con
seis bujías eléctricas a su alrededor.
La puerta de la cocina estaba abierta. Sobre el fregadero, Viau apercibe la
vajilla sucia y deduce que su anfitrión estaba a punto de lavarla cuando él
llamó.
—Siéntese… No he abierto en seguida pensando que serían unos
golfillos… Algunos tocan el timbre para divertirse… No sabía que lloviera
tan fuerte.
Otra puerta entreabierta: la de un dormitorio en el cual, seguramente,
estaría la señora Mangre acostada y tendiendo la oreja a su conversación.
—Antes, cuando usted se marchó, oí decir algunas cosas que he creído un
deber venir a repetírselas… Siento molestarle a esta hora.
Mangre sigue en pie, vacilante. ¿Quizá tenía ganas de cerrar la puerta del
dormitorio y no se atrevía? Viau estaba también embarazado, preguntándose
si debía hablar mientras la mujer del vinatero pudiese escucharle.
¿No tenía miedo Mangre de que Viau hiciese alusión a la partida de póker
y a la suma que había perdido?
—Parece que el inspector principal de Rentas ha llegado de Poitiers y está
en Chantournais.
Mangre le mira de frente, con las cejas fruncidas.
—Pascaud dice que el inspector tiene la intención de visitarle a usted
mañana, a primera hora… Y es expresamente por usted por quien el inspector
se ha desplazado… ¿Comprende? He pensado que no estaría de más que le
advirtiera…
—Se lo agradezco.
Tal vez para darse un aire de firmeza, el comerciante marcha hasta el
aparador, del mismo estilo que la mesa y las sillas, lo abre, y toma una
pequeña botella tallada y unos vasos minúsculos con el borde dorado.
Esto sorprende también a Viau. Es la misma botella, los mismos vasos
que se encuentra uno en las casas de la gente humilde, esos objetos que se
reciben generalmente como regalo de bodas.
Mangre, a los ojos de todo Chantournais, era un canalla. El réprobo, el
ladrón. Se le acusaba de haber estafado unos centenares de miles de francos,
de haberse entregado a todas las trampas imaginables, y esperaban verle
acabar en prisión.
Y era este hombre quien, por la noche, en mangas de camisa, preparaba la
cena de su mujer, le servía en la cama; después, solo, en la cocina mal
iluminada, lavaba la vajilla. Era él quien habitaba en esta vieja casa, un piso
que no debía tener más de cuatro habitaciones, con un comedor de
empleadillo.
Vertía en los vasos de borde dorado un alcohol apenas coloreado que
parecía calvados.
—Pascaud está bien situado para saberlo —murmura como para sí
mismo.
Está tranquilo, dando con el borde de su vasito contra el de Viau.
—Ha sido usted muy amable viniendo a advertirme. No sirve de nada,
pero es muy gentil por su parte. Supongo que todo el mundo debe estar al
corriente…
—El harinero ha hablado en el café.
Tira del lado izquierdo de su bigote, como durante la partida de póker, y
ensaya una sonrisa llena de amargura.
—Supongo que esta vez esperan verme caer, ¿no?
No cesa de observar a Viau y da la sensación de que puede penetrar en
todos sus pensamientos. Hay en él cierta estupefacción al ver que su
adversario no se pone del lado de sus enemigos. Sin embargo, está aún a la
defensiva. No es hombre de los que se confían a la primera.
Se contenta con afirmar:
—Pero todavía no me han hecho caer.
Se sienta. Se levanta casi en seguida. La presencia de su mujer, acostada
al otro lado de la puerta entreabierta, le debe violentar.
—Si ellos logran atraparme, algunos caerán al mismo tiempo que yo… Y
no los pequeños. Gentes que se imaginan que por su situación están al abrigo,
saltarán también.
¿Quién le había hablado ya de esto? El señor Maurice. Poco antes, le
había dicho:
—Si él salta, arrastrará algunos con él.
¡El señor Maurice conoce bien a su hombre! Y esto apena a Viau. Ver en
Mangre esta sonrisa malvada, agresiva, este rictus felino en sus labios.
A decir verdad, no le comprende. No comprende nada, ni esta decoración
demasiado modesta, de una banalidad desesperante, de una mediocridad que
habría asqueado al mismo Viau, ni esta vajilla lavada tras una partida de
póker, ni estos recelos ante una mujer enferma, ni esta crueldad fría y
consciente, esta malevolencia gratuita.
Si él hubiera vivido en Chantournais o en un pueblo del mismo género,
también habría detestado a las gentes, los Pascaud y los otros: todos estos
burgueses solemnes y demasiado seguros de sí. Había atacado a uno en plena
calle, en Montpellier. Con un cabezazo en el estómago. Y le había robado la
cartera.
Pero él no tenía, pensaba, ese temblor cruel en los labios ni esa mirada
dura y helada.
¿Qué es lo que Mangre hacía con el dinero que ganaba con sus
trapisondas?
Él mismo se lo dice, al instante, sin que Viau se lo pregunte, quizá para
probarse que no teme a nada.
—Pueden venir cuando quieran… ¿Qué podrán quitarme?
Una mirada a su alrededor, al amueblado de serie, a los bibelots sin valor.
—Esto es todo lo que yo tengo a mi nombre y no hallarán otra cosa…
Todo lo demás está a nombre de mi mujer. Y no me tomo la molestia de
esconderlo. No pueden hacer nada contra ella. Y si me obligan a salir de aquí,
tengo cuatro buenas granjas que me darán para vivir…
¿Necesidad de seguridad? Quizá fuese eso. Viau no lo sabía. No conocía
hombres de este tipo y se sentía chasqueado, incómodo. Antes, en el «Café
des Tilleuls», estaba dispuesto a salir en su defensa y, ahora, todavía habría
sido capaz de defenderle, aunque sólo fuera por fastidiar a los otros.
Pero, en el fondo, Mangre le fastidiaba también, aunque en otro sentido.
Le inspiraba algo de piedad. Le imaginaba durante años y años luchando
contra todo el pueblo, sufriendo un rechazo más o menos mudo, tragándose
todos sus disgustos, arriesgándose día tras día a una catástrofe. Y todo esto
sin otra contrapartida que amasar dinero y ponerlo a nombre de su mujer,
comprar unas granjas para ponerse al abrigo de la necesidad.
¿Es que antes había conocido la miseria? ¿Guardaba un recuerdo tan
horroroso que juzgaba preferible arriesgarse a lo que fuese con tal de no
volver a caer en ella?
—Sin duda —dice el comerciante de vinos—, usted no se quedará mucho
tiempo en Chantournais, ¿verdad?
Había en sus palabras una malevolencia sorda. Esto significaba:
«Ahora que me ha birlado el dinero, es evidente que se largará en busca
de nuevos incautos…».
¡Como si Viau fuese un profesional!
Era un malvado. Era odioso. Gratuitamente. ¿Quién sabe? Quizá no
trabajaba por dinero ni robaba por él. A lo peor era por odio, por una especie
de sadismo.
La gente sabía que era un crápula. No tenía que esconder esta condición.
No tenía que defenderse. Al contrario. Habría sido capaz de jactarse de ello.
Viau se preguntaba si no procuraría aparentar también un estudiado aire
de traidor de película.
Cuando los encontraba en la calle, avanzaba con la mano extendida. Les
forzaba a estrecharle la mano. Y debía decirse, con júbilo:
«Tú me consideras un canalla… Dices todo lo que se te antoja a mis
espaldas… Me pondrías una zancadilla si pudieras… Azuzas a tus hijos para
que me vengan a tocar el timbre y a tirarme excrementos en el umbral… Pero
como eres una birria de hombre, un flojo, te ves obligado a estrecharme la
mano ante todo el mundo y a llamarme querido amigo…».
Y, cada día, entraba en el «Café des Tilleuls», donde nadie se atrevía a
rehusar jugar una partida con él.
Detestaba a Viau, también. No solamente porque le había ganado, sino
porque era joven, porque era fuerte, porque había encontrado a una chica
guapa, porque no estaba, como él, prisionero en un pueblo y porque, antes de
acostarse, no tenía que limpiar la vajilla y cuidar a una mujer adusta.
Viau venía de lejos. No hacía más que pasar. Se iría en seguida, con
dinero en los bolsillos, y podría hacer lo que le diera la gana.
Todo esto lo intuía Marcel confusamente y se sentía agobiado.
—¿Qué edad tiene usted? ¿Treinta años?
¿Qué significaba esto? Esa sonrisa que dejaba entrever una amenaza o
una regocijada advertencia:
«Ya verá más tarde… A los treinta años, todo es fácil… Se cree un
canallita… Hace juegos malabares con la vida y con la gente… ¡Pero espere!
Un día llegará que usted lamentará no tener cuatro granjas de buena tierra
para ponerse al abrigo de la venganza de sus semejantes…».
Un débil, en suma. Y Viau detestaba a los flojos. Tenía ganas de irse. No
se atrevía a levantarse en seguida y Mangre andaba a grandes pasos por el
comedor, parándose de vez en cuando para lanzarle una mirada oblicua.
—Un aviso vale un aviso, ¿no es eso? Usted hará lo que quiera del mío…
Ayer, estaban contra usted porque usted es forastero y ellos detestan aún más
aquello que no es de su mundo que lo que se odian entre ellos mismos…
Hoy, le han aplaudido porque les ha ayudado, sin querer, a revolcarme por el
suelo…
Mangre da dos pasos más, y sigue:
—Y a ellos no les fastidia menos el dinero que ha ganado usted en unos
minutos. Esa idea les quema la piel. ¡El dinero que usted «les» ha ganado!
Porque, en su espíritu, es un poco a ellos a quienes ha ganado… ¿Es usted
capaz de comprender esto?
Habla sin pausa, con voz cortante:
—Mañana se preguntarán quién es usted en realidad, de dónde viene…
Ayer ya hacían comentarios al respecto… Se le ha visto descender de la
estación y se sabe que, por así decirlo, no trae equipaje… Se sabe también
que está con una mujer y que no están casados… Usted no es viajante de
comercio; usted no ha ofrecido ningún artículo. ¿Qué es lo que ha venido a
hacer a Chantournais, donde usted no tiene ni parientes ni amigos?
»Eso es lo que se empieza a decir. Y como el comisario de policía se
encontraba en la mesa vecina, uno de ellos, el contratista, Lunel, ese que tiene
aspecto redondeado y el apretón de manos tan cordial, le lanzó:
»—Ése puede ser un cliente para usted, comisario.
Mangre mira a su interlocutor a los ojos, con dureza, pérfidamente.
—Se lo digo por eso: mientras antes se largue, mejor le irá. Hay dos
lugares donde uno no puede entretenerse. Mire, usted está aquí a estas
horas… Llueve a mares y fuera no hay ni un gato… La casa de enfrente es un
museo y no está habitado. Pero eso no impide que mañana todo el mundo
sepa su visita.
Mangre no plantea preguntas. Habla él solo y su discurso es como un acta
de acusación. Esto podría significar:
«Yo soy un crápula, pero un crápula inteligente, un crápula a quien
acecha un peligro, pero que tiene cuatro hermosas granjas bien escondidas.
Por otro lado, yo soy de la comarca, tengo un pedigrée, juego a las cartas con
todos los peces gordos y, si he hecho marranadas, he tenido el buen cuidado
de mezclar a gente importante que removerán cielo y tierra con tal de evitar el
escándalo…
»Mientras que usted, con sus treinta años y su bonita querida, no es más
que un crápula de paso, un aprendiz, sin fiadores, sin escuela.
»Le descubrirán más pronto o más tarde.
»Ese día, será a usted y no a mí a quien harán de lado sin temor…».
Estos pensamientos le consolaban. Daba la impresión de que le hubiera
gustado ver asomar el miedo al alma de Viau. Le espiaba, impacientándose al
verle continuar en calma, apenas un poco embarazado.
Era una sorpresa. Viau esperaba cualquier cosa, salvo esta agresión por
parte del hombre del cual se había apiadado, momentos antes, y por el cual
sintió una cierta simpatía que le impulsó a ayudarle.
—Mañana, a las nueve, se pondrán a revolver en mi caja y en mis
libros… No es la primera vez que se dejan llevar por su fantasía… ¡Bueno!
Si usted se empeña en quedarse en Chantournais a pesar del consejo que le he
dado, le prevengo que mañana por la tarde estaré en el «Café des Tilleuls»,
probablemente, en compañía del famoso inspector principal, que me llamará
«querido amigo», a menos que se haya largado ya presentándome sus
excusas…
—Discúlpeme… Parece que me llaman.
Hubo como una llamada queda en el dormitorio y Mangre se precipitó
hacia él, como el hombre que no tiene la costumbre de hacer esperar a su
mujer. Viau se levanta. No se atreve a salir de la habitación. Oye unos
cuchicheos y, luego, el comerciante atraviesa el comedor, penetra en la
cocina, y vuelve con un vaso de agua.
—Un instante. Es la hora de su medicina…
Todavía dos o tres minutos más de cuchicheos.
—Bueno. Excúseme si no le he dado las gracias todavía… Ha sido usted
muy amable, pero yo no quisiera dejarle la impresión de que tengo miedo o
de que corro peligro… Le deseo buena suerte. Cuando usted tenga diez años
más, quince años más…
No termina su pensamiento. Viau, de pie, busca su sombrero, que
encuentra sobre una silla.
—¿Un vasito?
—No, gracias.
—Ya he notado que usted tiene el coraje de dejar de beber cuando quiere.
Eso es muy bueno, indispensable… Reconozco que no me esperaba la derrota
de esta tarde en la partida…
Había algo malévolo detrás de las palabras, algo apenas velado, una
alusión.
En fin, que en pocos minutos, muy finamente, acababa de desnudar a
Viau, que se había molestado por rendirle un servicio: no había levantado la
voz, no había empleado ninguna palabra malsonante, sin decir nada ofensivo
o desagradable para él.
Esto hacía que Viau se sintiese como un aventurerillo de paso, un granuja
de pacotilla, que tenía mucho que aprender aún, borracho hasta el colmo,
apenas capaz de no beber en ciertas ocasiones.
—Cuidado en el primer escalón. Está algo más bajo que los otros.
Mangre desciende tras su visitante. Retira de nuevo la cadena y da la
vuelta a la llave en la cerradura.
—Mañana, pues, si usted sigue entre nosotros…
Llueve todavía. La calle no es más que una zanja mojada, una raya,
estrecha y negra, barrida por un aire helado. Mangre está con la puerta
entreabierta, escuchando alejarse los pasos de su huésped y Viau no se atreve
a recoger el paraguas que había dejado apoyado contra el postigo de la botica.
Esto era absurdo. Una debilidad y, hasta si quería, algo humillante. Tenía
vergüenza de su paraguas, de haberlo dejado allá. Mangre tenía razón: él era
todavía joven; tenía miedo de la gente, de una sonrisa, de un pensamiento que
adivinase en un transeúnte.
Sube el cuello de su chaqueta. El agua ya le salpica la espalda. Esto era
todavía más idiota si se piensa que no tenía más ropa que aquélla.
Llega a la esquina de la calle cuando oye cerrarse la puerta de Mangre.
Durante un segundo, tiene la intención de volver sobre sus pasos y recoger el
paraguas que, además, no le pertenece. Pero ¿no será aún más penoso si
Mangre le sorprende entonces, volviendo a abrir la puerta?
Alcanza la calle Gambetta. No hay más que un par de personas en la calle
en esos momentos; cree escuchar a lo lejos el rumor de unos pasos, y percibe
una silueta que franquea la zona de luz de una farola de gas.
Como una vaharada, le llega el recuerdo de Poitiers, cuando cursaba
Derecho. Viau recorría por las noches las mismas calles, con la misma
pavimentación, la misma lluvia, los mismos reverberos de tanto en tanto, con
los postigos cerrados, los anuncios de las tiendas gimiendo al viento, unos
pasos lejanos y, por aquí o por allá, una luz misteriosa, una ventana, las
persianas con una luz de tinte castaño y tras las cuales se ve a veces cruzar la
silueta de una sombra chinesca.
Se sorprendió al encontrar la puerta del hotel entreabierta, pues la noche
anterior vióse obligado a llamar para que le abriera el sereno. Sin duda,
habían dejado deliberadamente abiertos los pesados batientes pintados en
falso pino americano. En el vestíbulo, los sillones de mimbre, contra el
embaldosado de colores, brillaban al reflejar la luz que salía del comedor.
Después del crepitar de la lluvia y el rugido del viento, la calma allí
parecía más espesa, pegajosa, irreal. Literalmente, la calma resbalaba por las
espaldas, como un sudor, y Viau tuvo un sobresalto al oír moverse a alguien.
Da unos pasos hacia el comedor y ve a Maurice, que se vuelve con calma
hacia él.
Llevaba su habitual traje de cocinero, pero lo que cambiaba su fisonomía
eran las gruesas gafas de concha que se había puesto para leer el periódico,
que tenía desplegado en una mano, encima de una mesa cubierta aún de su
mantel blanco. Delante, una botella y un vaso.
Maurice ha debido notar, en seguida, que su huésped va mojado y que
habrá debido olvidar el paraguas, pero no hace ninguna alusión.
—Venga a tomar algo para calentarse —dice simplemente, levantándose
para buscar un vaso tras una puerta.
Se va arrastrando sus zapatillas sobre el linóleum. Cuando vuelve,
aconseja a Viau.
—Debería quitarse la chaqueta. Está empapado.
—Le pido excusas por haber olvidado su…
Maurice le interrumpe con gesto desganado. ¿Es que un paraguas tiene
alguna importancia?
Le explica, mientras llena dos vasos de vino de coñac:
—El viernes es muy raro que el sereno acuda a ocupar su sitio… Por la
mañana va al mercado a echar una mano a unos y otros, descargar las
carretas, destripar y desplumar gallinas… le pagan con vino y, vaso a vaso de
blanco, invariablemente, al fin de la jornada está borracho perdido… ¡A su
salud!
Era la segunda vez que Viau le escuchaba decir un párrafo tan largo sin
tomar aliento. Siempre con su voz neutra, sofocada. Siempre parecía hablar
en un tono demasiado bajo, como si temiera ser oído.
No debía tener ganas de ir a acostarse en la habitación de la patrona, pues
permanecía abajo, calentando el vaso con la mano, con ganas de volver a
sentarse. No se atrevía a invitar a Viau a que lo hiciese. Tampoco se atrevía a
mirarle de frente. Faltaba cierta cantidad de alcohol de la botella. ¿Se la
habría bebido ya?
Sus ojos, tras las gafas, que había olvidado quitarse, parecían aún más
hinchados. Al mismo tiempo, los dos círculos negros de la montura daban a
su rostro una nueva dignidad tal que se olvidaba uno del uniforme de
cocinero y las pantuflas.
—Le he visto… —pronuncia Viau, que no ha adquirido todavía la
costumbre, o la madurez, del silencio.
Y se sienta. Para complacerle, porque Viau tiene la impresión de que el
señor Maurice desea verle sentado ante él.
—Parece no tener miedo —añade al ver que el otro le mira con aire
apenas interrogante.
Y una extraña velada empieza, una noche en blanco, porque la
medianoche acaba de sonar y los dos hombres permanecerán allí hasta
después de las tres, hasta que la botella de coñac quede completamente vacía.
Dos o tres veces escuchan unos pasos blandos justo encima de sus
cabezas. Maurice escucha. A los pasos sigue una descarga del depósito del
agua del baño. Espera atentamente un instante, como en suspenso. Un
quejido del somier.
A la tercera vez, únicamente, murmura, como para excusarse:
—Es la vieja…
El resto del hotel duerme. Sylvie debería dormir, también. Ellos no tenían
sueño y, lo más extraño, es que no hablaban casi nada.
Al menos, no tenían una conversación seguida. No se conocían bastante.
Tenían ganas de conocerse. Eran dos hombres, uno de apenas treinta años, el
otro de unos sesenta o sesenta y cinco, pero persistía entre ellos, aun después
de algunos vasos de coñac, un pudor adolescente.
—Es un tipo fuerte… Porque hará no importa qué para zafarse…
Esto le gustaba a Viau, que el comodoro, repleto de humana experiencia,
le hablase con medias palabras, como a un igual, como a alguien capaz de
comprenderle.
¿Es que sus breves palabras no significaban «Mangre empleará unos
medios que nos repugnan…»? Lo que dejaba sobreentendido también que los
medios que el vinatero emplease estaban al margen de ellos. Es decir, que
ellos no eran como un Mangre.
Era ésta, quizá, la característica principal de su conversación. No se
decían nada de ellos mismos. No cambiaban confidencias. Ni las provocaban
en su interlocutor.
Todo lo contrario. Parecían evitar cuidadosamente el rozar esta cuestión.
Sin embargo, hacían como si lo supieran todo el uno del otro. Y quizá lo
supieran realmente.
Viau tenía la impresión de que nunca nadie le había conocido tan bien
como el hombre que había visto dos días antes por primera vez y al que había
robado sus economías durante la noche.
Los diez billetes de mil francos los volvería a poner en su sitio, detrás de
«El Angelus», de Millet; esto estaba decidido. Era algo que no tenía
importancia siquiera. Además, no era él quien lo había hecho. Fue Sylvie.
Mangre también había adivinado un montón de cosas, pero no de la
misma forma. ¿Cómo decirlo? Viau no hacía sino sentirlo confusamente:
Mangre era un hombre del país, un hombre como los otros del «Café des
Tilleuls», que había caído mal y se había amargado.
Seguro que refunfuñaba del aventurero. Le miraba con envidia y le
anunciaba catástrofes.
«Levante el campo…», le había dicho sustancialmente.
¿Quién sabe? Seguramente sería él mismo el primero en denunciar a Viau
al comisario de policía si se enterase de alguna cosa.
Con el comodoro era diferente. Ellos dos venían de fuera. No sentían la
necesidad de hablar de sus asuntos, de enterarse de sus mutuas cosas.
Sylvie, incluso, se habría sorprendido de encontrarles frente a frente,
separados por un mantel blanco, por una botella y dos vasos, en el comedor
donde no lucía más que una sola lámpara que hacía que la mayor parte de la
sala permaneciese en penumbras.
Estaban largos ratos sin hablar. Después bebían un sorbo. Viau encendía
un cigarrillo y sacudía la ceniza en el suelo.
—El mejor coñac que he bebido fue a bordo del «Mariette-Pacha» —dice
mirando el dorado licor.
—¿Ha navegado usted en el «Mariette-Pacha»?
—Primero como mozo de a bordo… Después como asistente del
sobrecargo. Fue él quien me vino a buscar a la sentina. Durante la travesía del
Mar Rojo hubo tres enfermos entre los empleados…
—Lo conozco.
—¿Ha atravesado el Mar Rojo?
—Y a bordo del «Mariette-Pacha», como pasajero…
Esto les agrada a ambos, el encontrar un punto de contacto.
—Con los pasajeros durmiendo en cubierta a causa del calor…
—Con las parejas juntándose detrás de los botes…
—La escala en Colombo…
—Por supuesto, el bar me estaba prohibido… Pero me hice amigo del
barman, que me pasaba de vez en cuando el fondo de una botella…
Y Viau sonríe, feliz. Tenía necesidad de sentirse aprobado. Le parecía, de
repente, que su ideal en la vida era convertirse en un hombre como Maurice,
arrastrar sus zapatillas en un hotel de provincias.
Era su indiferencia lo que envidiaba. Y su aire de saberlo todo, de
comprenderlo todo, de guardar imperturbablemente su dignidad. Porque tenía
dignidad. Durmiendo bajo un puente, en París, se adivinaba que habría
conservado toda su dignidad, que cada mañana, ante un pedazo de espejo en
equilibrio sobre el muro del muelle, se habría afeitado.
Digno y plácido y, sin embargo, lleno de inesperados pudores.
No contaba su pasado. No se jactaba de haber sido esto o aquello. No
decía más que había sido pasajero de primera clase a bordo del «Mariette-
Pacha», lo que era más que probable.
En sus ojos, un afecto y cierta ansiosa curiosidad.
Viau pensaba a veces en su padre, mirándole. Su padre era un poco como
Maurice con él.
Desde que se hizo un hombre, desde que tuvieron la misma estatura, casi
las mismas anchas espaldas, hubo en su intimidad esta especie de respeto del
uno por el otro.
Viau estaba meses, a veces más de un año, sin poner los pies en Saint-
Jean-la-Foi. Llegaba siempre sin avisar. Era raro que, durante sus ausencias,
se tomara el trabajo de enviar una carta o una postal.
Empujaba la puerta de la casa y decía:
—Soy yo…
Y su padre se levantaba. Estaban al mismo nivel. Se besaban en las
mejillas, tres veces, invariablemente: era un rito familiar.
Después, su padre preguntaba, como si se hubiesen separado la víspera:
—¿Qué tal?
Evitaba mirarlo con curiosidad, de pies a cabeza.
—¿Tienes hambre?
Empezaban siempre por comer lo que el viejo había preparado, con un
acompañamiento de gruesas tajadas del jamón que colgaba de una viga.
Hablaban de la viña, de los animales. Marcel preguntaba por los vecinos,
las vecinas, interesándose por los que se hubieran muerto, por los jóvenes que
se habían casado, sobre las niñas que habían jugado con él y que ahora
acababan de tener un bebé.
Nunca su padre le había preguntado: «¿Te quedarás mucho tiempo?». Y
Marcel se lo agradecía. Estaban entre iguales, al menos aparentemente, y esto
era, quizá, la causa de que guardase un verdadero culto hacia su padre.
Hasta el punto que, hacia las dos, cuando ya la botella estaba casi vacía,
experimentaba la necesidad de hablar a Maurice.
—En el fondo, yo soy un poco de por aquí… Tengo familia por el lado de
Chêne-Vieux… Mi padre vive a menos de cien kilómetros de Chantournais…
Tiene una viña… Es un hombre modesto que se conforma con lo que tiene…
Esto le vale la primera confidencia del comodoro.
—Yo nací en un tren, entre París y Marsella… Mi madre pertenecía a una
compañía de opereta… Tenía una bonita voz…
No dice nada de su padre. Nada en absoluto.
—Es posible que vaya a verle un día de éstos… No sé aún qué haré…
Viau hubiera tenido ganas de añadir: «Me encuentro bien aquí, no tengo
valor para ir más lejos…».
Era una revelación para sí mismo. Sentía la necesidad, de repente, de
reposar, de quedarse en cualquier parte una buena temporada. No tenía ganas
de abandonar pronto a este hombre con quien le unían unas ligaduras
misteriosas.
¿Cómo había tenido Sylvie la idea de este robo en su habitación?
No estaba borracho. No estaban borrachos ni el uno ni el otro. Habían
vaciado una botella de coñac, pero eran dos hombres. Todo lo más, se sentían
un poco pesados y sus pensamientos adquirían una ligereza a la vez más
fluida y sutil que en su estado normal.
Hay ciertas cosas que se sienten; hay la impresión de comprenderlo
maravillosamente todo, incluso si no se encuentran los términos para
expresarlo. Se entiende con medias palabras. Se es sensible a una mirada, a
un rictus de las facciones.
—Es una buena chica…
¿Por qué habla ahora de Sylvie?
—Y lo más gracioso, es que la conozco desde hace una semana y tengo la
impresión de haber vivido siempre con ella… Solamente…
¿Por qué no decírselo? ¿Es que Maurice no tiene talla suficiente para
comprenderlo? Contarle la sucia historia del robo de detrás de «El Angelus»
de Millet. Poner los billetes sobre la mesa. Explicar: «Yo no le conocía.
Apenas le había visto un momento. Estaba al final de mi camino, en el último
aliento. Puede ser que, si ella no hubiese tenido esa idea, si no me hubiera
casi forzado a hacerlo, lo habría echado todo a rodar esa noche… Habría
podido matar a cualquiera… Tenía ganas, para acabar de una vez… ¿No
comprende esto, usted…?». Pero Viau se retiene y no habla. Durante una
hora, al menos, guarda esta confesión en el estómago. La botella estaba vacía,
y Maurice no se decidía a ir a buscar otra. No era el dueño, después de todo.
Tenía que pasar cuentas.
De vez en cuando, miraba la pared, sorprendido, pareciéndole que les
dejaban demasiado tiempo tranquilos.
Y, en efecto, poco después que el reloj hubiese dado las tres, algunos
segundos después que el depósito del agua se dejase oír de nuevo en la
habitación de arriba, escucharon dos golpes quedos sobre el suelo del primer
piso, dados con un bastón o algo parecido.
—Perdóneme. Creo que me llaman —dice Maurice.
Sonríe sin pizca de amargura, a causa del «creo» lleno de ironía, que sabe
que su interlocutor aprecia.
—Si pasa delante, yo apagaré.
Eran como dos cómplices, marchando instintivamente sobre las puntas de
los pies. Se escucha el clic del interruptor. El comedor desaparece y suben
uno detrás del otro, a la luz amarillenta del piloto de la escalera. Se detienen
en el rellano. El comodoro dice:
—Buenas noches.
No se atreven a tenderse la mano.
CAPÍTULO SÉPTIMO

S e despertó la primera vez a eso de las seis, cuando un gran sol rojo y
como húmedo por la lluvia de la noche, se elevaba en un cielo aún un
poco indeciso. Se había olvidado de cerrar las persianas y toda la habitación
estaba iluminada. Una chimenea humeaba en un tejado. Sylvie dormía, de
costado, con las piernas encogidas y las rodillas apuntando a la barbilla, con
su reloj de pulsera sobre la mesilla, latiendo como un corazón minúsculo.
Se levantó para ir a beber agua en el lavabo, en el vaso de los dientes.
Tenía un poco de dolor de cabeza. Había oído unas voces, dos habitaciones
más lejos, en la de la propietaria del hotel o en la de Maurice, que ya debía
estarse vistiendo, mientras que abajo, en la cocina o en el sótano, se oía
remover el carbón con una pala.
Volvió a dormirse. Mucho más tarde, el ruido familiar del cepillo de
dientes le llegó al fondo de un sueño poblado de imágenes confusas.
Viau entreabre los párpados y ve la espalda desnuda y rosada de Sylvie
ante el espejo, su rostro reflejado allí, mirándose gravemente, ocupada en
depilarse las cejas con una pequeña pinza.
No lo hace a propósito, el permanecer inmóvil, no abrir los ojos de una
vez. Flota aún entre el sueño y la vigilia, con su cuerpo, sobre todo, embotado
todavía.
Desea llamarla, inquieto por un vago deseo. Si no lo hace es porque está
reflexionando contemplándola a través de sus pestañas semicerradas. Piensa
que es curioso, no haber poseído nunca una mujer tan bien hecha como ella,
un cuerpo tan esbelto, tan seleccionado, tan justo de proporciones, de piel tan
dulce y regular, y que, sin embargo, desde el punto de vista físico, le dejaba
casi frío.
Sylvie le da, sin querer, en el instante preciso, la solución a este
problema. Lo que le chocó, de improviso, al abrir los ojos, fue la expresión
de su rostro. Ella no se sabía observada. Le creía dormido. Viau continuaba
maquinalmente respirando al ritmo del sueño. Entonces, sola frente al espejo,
tenía una expresión que él no le conocía.
No era la animadorcita dócil que había encontrado al azar, una noche en
Toulouse y que le había seguido sin protestar. No era la compañera de tren a
la que lanzaba de vez en cuando una mirada ansiosa para asegurarse de lo que
pudiera decir o hacer, el respeto instintivo del hombre que se esfuerza por no
contrariar a su compañera.
Ya en el comedor, vestida con su nuevo vestido claro, le había encontrado
una personalidad más acusada. Sylvie parecía más limpia, más segura de sí y
como más independiente. Un poco, en suma, como si gustosamente hubiese
aceptado el segundo papel del reparto. Como si estuviese siempre dispuesta a
volverse ella misma.
Ahora que Viau la veía sola, era a ella misma a quien descubría. Su
mirada, en el espejo, era calma y reflexiva. A veces, sus labios se movían,
como si balbucease palabras sueltas de su discurso interior.
Y, a pesar de su desnudez, a pesar de la pose banal delante del lavabo de
porcelana, a pesar de sus pies desnudos sobre el linóleum y las pinzas de
depilar que ella manejaba, Viau se sintió impresionado.
Le parecía que era una igual la que tenía a su lado desde unos días antes,
y hasta era posible que fuese más inteligente que él. ¿No habría hecho otra
cosa, en los últimos años, que bailar en los cabarets de provincia? De repente
surgió la duda. Viau se sentía ahora intrigado por su pasado. Sylvie no le
había dicho nada de ella, sino que era de Berry y que había nacido en el
campo. Es verdad que él tampoco le había preguntado nada. Simplemente,
para sus adentros, había decidido que no era más que una bailarincita sin
importancia.
Viau nunca había conocido el amor físico más que con chicas vulgares,
con carne abundante, de preferencia, a las que pudiera tratar con la brutalidad
desdeñosa del macho.
Le habría gustado saber la hora. No quería alargar el brazo para coger el
relojito de encima la mesita de noche. Tampoco quería preguntárselo a
Sylvie, no quería que viese que estaba despierto.
Viau seguía fingiendo dormir. Sylvie debía estar preocupada; su vida
interior, o sus reflexiones, le ponían dos finas arrugas en medio de la frente y
un fruncimiento en la base de la nariz. Sylvie no miraba hacia la cama y
como él se adormecía de vez en cuando, sus miradas no se encontraron.
Se viste con cuidado. Abre su bolso, se asegura que le queda un poco de
dinero. Ya vestida, se calza para mejor estirar las medias. Viau piensa por
segunda vez en retenerla, sin decidirse, llamarla a su lado, al darse cuenta,
casi una revelación, de lo magnífico de sus piernas.
Esta vez fue timidez: Viau no se atrevió. Cierra los ojos y siente cómo
ella se vuelve hacia él, para observarle. Como está sudando, Sylvie abre la
ventana y sale de la habitación de puntillas.
La mañana ya debía estar avanzada. Viau puede darse cuenta por los
ruidos de fuera, sobre todo desde que la ventana está abierta. Trata de
encontrar ese sueño voluptuoso de las mañanas que siguen a las noches en las
que se ha bebido demasiado, cuando el cuerpo es ultrasensible. Pero hoy es
inútil. Viau está fastidiado por la sensación de soledad.
Tiene miedo, por ejemplo, de que ella no vuelva.
Esto no es lógico. Sylvie había salido sin él en circunstancias parecidas.
No tenía apenas dinero y su bolsa de viaje se había quedado en la habitación.
Viau se dejaba envolver por la pereza. No tenía ganas de moverse y esto
le producía un sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no se aprovechaba de lo
que había ganado la víspera para largarse del pueblo?
Ya, por la noche, al retirarse, debería haber devuelto los billetes a la
habitación de Maurice. Viau se lo había prometido. Era una cosa convenida
consigo mismo. Si no lo hizo, fue por negligencia y porque tenía mucho
sueño, porque habría sido necesario esperar a que el comodoro estuviera
dormido.
Se encargaría de ello la próxima noche, desde luego. Y, seguramente, se
quedaría bastante tiempo en Chantournais.
Esto le inquietaba. ¿Por qué no tenía ningunas ganas de marcharse?
Estaba incómodo. Esto parecía un presentimiento y él había creído siempre
en los presentimientos; tenía siempre un sentido anticipado de lo que podría
resultar de esto o aquello. Siempre, también, había alzado la cabeza ante la
catástrofe, como una especie de desafío.
¿Qué catástrofe podía sorprenderle aquí? No sabía nada. El recuerdo de
su conversación con Mangre le resultaba penoso, lo que le había dicho de los
tipos del «Café des Tilleuls», de su actitud respecto a él, cuando no estaba
presente.
Era verdad, evidentemente, que ellos no le querían. No tenían ninguna
razón para quererle. No le admiraban. ¿Es que iba a tener siempre la
necesidad de ser querido y admirado?
Era verdad que el contratista le había dicho algo al comisario de policía…
¿Qué le dijo, exactamente? Ah, sí. Que quizá Viau fuese un cliente para él…
Esto le afectaba como una malevolencia gratuita, como una traición y, su
medio sueño, en lugar de atenuar estas impresiones, las agudizaba.
Si hubiera tenido coraje, se habría levantado de golpe. Se habría vestido a
escape. Habría recogido a Sylvie que debería estar abajo, desayunando. Le
habría dicho: «Nos vamos…».
No importa dónde. Tenía dinero suficiente para ir donde quisieran.
Y Sylvie le habría seguido. Esto era algo que ya no comprendía tampoco,
desde que había descubierto que ella tenía una personalidad casi igual a la
suya: ¿Por qué le seguía dócilmente cuando ella sabía de sobra que no la
llevaba a ninguna parte?
Sylvie no le quería. Era imposible que hubiese caído de golpe, por el
flechazo. Él tampoco había hecho nada por enamorarla. Viau no se había
mostrado como en sus días buenos. No se había tomado la molestia. Al
contrario.
No era una mujer apasionada. Aceptaba gentilmente sus brazos, sin más.
Y éstos habían sido raros, preocupado como estaba por otra cosa.
No tenía dinero y Sylvie lo sabía.
Sin embargo, vivían juntos como si jamás hubieran de separarse.
¿Y si Sylvie no volviese?
La criada cantaba en la habitación vecina, mientras hacía la limpieza. La
famosa camarera que estaba tan bien informada y que él no había visto
nunca. ¿Entraría, tal vez, en la habitación si creyera que él había salido?
Espera. Escucha ruido de escobas y plumeros en el corredor, pero ella se
dirigía hacia una habitación del fondo, sin duda hacia la de la patrona. Se
vuelve a dormir.
Cuando se despierta, con sobresalto esta vez, las campanas empiezan a
tocar y cuenta los doce aldabonazos del mediodía. Se levanta de un salto,
siempre con la sensación de haber cometido una falta. Se dirige al lavabo
para afeitarse. Siente que su dolor de cabeza ha aumentado. Tiene el cuerpo
laxo. Se acuerda que entre las cosas de Sylvie hay aspirinas.
Es en la bolsa o en la maletita, no lo sabe. Abre el maletín. Está en
calzoncillos, en la habitación ya caldeada por el sol. De abajo llegan los
ruidos de los platos y cubiertos. No encuentra, entre la ropa interior sucia y
apelotonada, el pequeño tubo que busca. Al meter la mano en un bolsillo
lateral, encuentra un objeto redondo, que retira. Arruga la nariz al reconocer
el anillo de su compañera.
Su expresión se torna dura. Olvida su dolor de cabeza y comienza a
asearse rumiando su cólera.
Viau está casi listo. No le queda más que ponerse los zapatos, la corbata y
la chaqueta, cuando oye en la escalera los pasos vivos de Sylvie. Unos
instantes después, ella abre la puerta con precaución, creyéndole aún
dormido, y exclama:
—¿Te has levantado?
—¿Dónde has ido?
—He estado dando una vuelta. Tenía algunas cosas que hacer…
—¿Otro anillo para vender?
—¿Qué quieres decir?
Sylvie ha debido adivinar, pues busca maquinalmente la sortija en la
cómoda, mirando al maletín, preparándose para mentir.
Viau saca la joya del bolsillo de su pantalón.
—Creí que la habías vendido.
—¿No comprendes por qué lo dije?
—No.
—No era el momento, en el estado en que estabas…
—Perdona. No tan de prisa… ¿En qué estado estaba yo, por favor?
—Estabas exasperado, bien lo sabes.
Sylvie tenía ventaja sobre él. Venía de fuera. Había tenido tiempo de
desprenderse completamente de la lasitud y sudores de la noche. Estaba
limpia, en plena posesión de sí misma.
En cuanto a Viau, andaba por la habitación en calcetines y sólo esto le
parecía que le ponía en una situación de desventaja.
—¿Tenías prisa por comprarte un vestido, no es eso? ¿Era eso lo más
urgente de todo?
—No podía pasearme todo el día con un vestido de seda negro, en esta
estación, y sobre todo en este pueblecito, sin llamar la atención…
Viau se planta delante de ella, dispuesto a sacudirla si no le da una
respuesta satisfactoria.
—¿De dónde birlaste el dinero?
—El tendero me lo fió… Le prometí que pasaría hoy a pagarle… Iré
ahora mismo.
—No.
—¿Qué quieres decir?
—Que iremos los dos juntos… Seré yo quien le pague.
—Escucha, Marcel…
—¿Vas a mentir aún?
—Voy a decirte la verdad… No he comprado el vestido de fiado, porque
seguramente no me lo habrían vendido…
—¿Entonces?
—El dinero, lo he pedido en el hotel… Ellos tienen costumbre, al
parecer… Tenían la garantía de nuestras maletas. He pedido prestados cinco
mil francos…
—¿A quién?
—A la caja… al señor Maurice…
—Se los devolveré yo mismo.
—Como quieras.
Podía ser. Era plausible, pero Viau continuaba sintiéndose inquieto.
Sylvie había recobrado su aplomo y decía:
—Pero harías mejor no preocupándote de esta tontería… Pasan cosas más
serias.
Y como Viau se volviese con demasiada inquietud:
—Nada grave, te lo aseguro… Al menos, por ahora. Es preciso que te
ponga al corriente ahora mismo. Cuando he bajado, hacia las diez…
Eran entonces las diez cuando la observó durante tanto rato.
—La patrona estaba abajo. No me había visto nunca y yo tampoco la
había visto a ella, pues ha estado varios días encerrada en su habitación… Su
crisis debe haber pasado… Anda con un bastón. Es una mujer enorme, con
unos bigotes y unos ojos que brillan como nunca he visto brillar otros… Yo
estaba aún en la escalera cuando ella me miró y yo comprendí en seguida que
me detestaba. Espera… Verás por qué te doy todos estos detalles…
Sylvie enciende un cigarrillo y, al hacerlo, su mano traiciona un cierto
nerviosismo, contrario a su aparente calma.
—Ella estaba en la caja, con el libro de viajeros abierto delante y una
pluma en la mano… El señor Maurice estaba de pie, cerca de la caja… Tenía
un aire contrariado, apenado… Había una tercera persona con ellos, la pipa
en los dientes, el sombrero en la cabeza… Creí que el señor Maurice me
hacía una pequeña seña, como para decirme que no me detuviera… No estaba
segura… Tenía mucha hambre… Me aproximé y pregunté:
»—¿Hay forma de tomar mi desayuno?
»La mujer me miró malévolamente y replicó:
»—No tenemos costumbre de servir los desayunos a estas horas.
»—Café, al menos —insisto.
»El señor Maurice hace un movimiento como para ir hacia la cocina,
cuando ella brama, categórica:
»—¡No hay más café!
»El hombre de la pipa me observaba. Le había debido decir, mientras
bajaba la escalera: “Es ella…”».
Sylvie se interrumpe y pregunta:
—¿Qué te pasa?
Porque Viau había palidecido. Sentía acercarse la catástrofe. ¿No había
tenido la intuición esta misma mañana?
—No tengo nada. Sigue.
—Esto no es tan grave como crees…
—Va, sigue.
Sylvie no sabía lo que Mangre le dijo por la noche. Ella no estaba al
corriente de la historia entre el contratista y el policía.
—Tú sabes cómo se tratan las mujeres entre ellas… Como estaba tan
desagradable, he querido hacerla rabiar a mi vez… La caja está en el
vestíbulo… Entre las dos puertas, hay un sillón de mimbre. Me senté en él, a
tres metros de ellos, y comencé a empolvarme tranquilamente…
»Por un momento creí que ella saldría de detrás del mostrador para venir
hasta mí y arrojarme a la calle o darme un bastonazo.
»Miraba ferozmente a Maurice con el aire de decirle: “¿No puedes hacer
cualquier cosa?”.
»Se callaron los tres, embarazados, lo que prueba que se disponían a
hablar de nosotros a mi llegada…».
—¿Cómo era el hombre de la pipa?
—Pequeño, moreno, ancho de espaldas, las mangas hinchadas por los
bíceps, una especie de corso…
—Es el comisario de policía.
—Ya lo sé… ¿Lo habías conocido ya…?
—Poco importa. ¡Sigue!
—Se quedaron algún rato sin decir nada… El comisario, para disimular,
acabó por coger el registro de viajeros y lo recorrió con los ojos… Después,
murmuró:
»—En fin… Veremos todo esto después… Envíenmelo, por si acaso…
—¿A mí?
—Espera. No te excites.
—No me excito.
—Se marchó después de estrecharle la mano a Maurice…
—¿Estás segura de que le estrechó la mano?
—La policía y los hoteleros hacen siempre buenas migas, tú lo sabes
bien… Al menos, lo aparentan… Esto no quiere decir nada. No te metas
ideas raras en la cabeza… La patrona se quedó en su sitio… El señor Maurice
no se atrevía a alejarse. Delante de ella se vuelve pequeño, por decirlo así…
Me fui a dar unos pasos por la calle. Sabía que encontraría el medio de
hablarme…
—¿Cómo estás tan segura de eso?
Una sospecha toma cuerpo. ¿No había sorprendido ya signos de
inteligencia entre ellos? Le había prestado dinero. Les había visto en animada
conversación. Era ella la que había tenido la idea del robo de los diez mil
francos. Recibía de otro todos los informes que pretendía obtener de la criada
fantasma…
Viau tenía horror de no comprender. Toda su vida le había perseguido la
idea de que la gente se burlaba de él.
Sylvie se encoge de hombros.
—No sé qué es lo que te crees… ¿Te imaginas, acaso, que me acuesto
con él?
¿Y quién lo sabe? ¿No lo había pensado ya?
—Esperé un buen cuarto de hora. Al fin, acabó plantándose ante la
puerta, como es su costumbre, con su servilleta en la mano. Me hizo
claramente una señal para que fuese a la esquina de la primera calle y, cuando
llegué, él empezó a andar lentamente por la acera, como si tomara el fresco.
Me ha dicho…
Viau la mira fijamente. Sabe bien lo que espera oír.
—Me ha dicho que el comisario ha pasado, como hace de vez en
cuando… Vive cerca de aquí… Es un inspector, generalmente, quien revisa
el libro de viajeros, pero el comisario viene a veces en persona, en plan de
vecino, como amigo. Pregunta cualquier cosa y…
—¿Cómo te ha dicho Maurice todo esto?
—No sé qué palabras ha empleado… Poco importa…
Justamente, es esto lo importante, no lo demás. Sylvie había repetido
antes las frases, palabra por palabra. Ahora que se trataba de Maurice,
resumía. ¿Por qué no había podido repetir sus palabras? Porque había algo
entre los dos. Porque ellos se conocían de antes de Chantournais, estaba casi
seguro. Todo se aclaraba. Comprendía esa especie de curiosidad que Maurice
sentía hacia Viau. Y comprendía la benevolencia que le había dispensado y
que le había hecho suponer Dios sabe qué afinidades.
—Sigue. Poco importa si mientes.
—No miento.
Sentado en el borde de la cama, lanza sus zapatos lejos, como si se
apartase de ella, como si se encerrara de nuevo en su altanera soledad.
—¡Habla!
—No hago otra cosa. Eres tú quien me interrumpe todo el rato. Bien. El
comisario, que se llama Colombani, ha hecho algunas preguntas sobre ti,
sobre nosotros…
—Ya estaba advertido.
—¡Ah! Podrías habérmelo dicho, pues.
—¿Qué es lo que el señor Maurice te ha contado, además?
—Nada. Le ha enseñado el registro. El comisario ha visto que estábamos
inscritos regularmente. Le ha preguntado si teníamos aspecto de instalarnos
por mucho tiempo. Ha preguntado también si Maurice había revisado tus
papeles…
»—He visto su carnet de identidad —respondió él.
»—Quisiera echarle un vistazo yo también… ¿No va a bajar?
»—No lo sé. Se levanta tarde… No se acuesta temprano.
»—Envíele a mi oficina cuando baje… Dígale que es una simple
formalidad.
—¿Es todo?
—Ha hecho otras preguntas sobre mí: si parecíamos estar juntos desde
hace tiempo, si yo no había hablado de Toulouse, si no tenía pinta de boba, si
disputábamos, si teníamos muchas maletas…
—¿Y Maurice qué ha respondido a esto?
—Ha afirmado que nuestro aspecto es natural y que no damos la
impresión de ser una vieja pareja.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí… ¿Qué es lo que tienes?
—Nada.
—Estás pensando algo.
—Si pienso algo, no te importa. Por ahora no tengo intención de poner a
Maurice al corriente e, indirectamente, al comisario de policía…
—Eres un estúpido.
—Quizá.
—Quiero decirte algo a propósito del fulano de Montpellier… Fíjate que
fuiste tú quien me habló primero, sin que yo te preguntase nada… ¿Seguro
que el tipo ese no tuvo tiempo suficiente para verte y reconocerte?
—Seguro y cierto.
—¿Estás seguro también de que saliste de la boite antes que él?
—No estoy loco.
—Porque si hubieses salido después…
Viau ironiza.
—Me tomas por un chico del coro de la iglesia, ¿verdad? Se habría
establecido en seguida una relación entre mi salida y la suya. ¿Es esto lo que
quieres decir? ¡Bien! No, yo salí muy naturalmente delante de él y nadie me
vio acechando fuera: no pasó ni un gato por la calle. No había nadie en las
ventanas…
—¿Y en la estación?
Esto le pone furioso. ¿Qué necesidad tiene ella de pronunciar las palabras
que pueden inquietarle? Desde hacía una semana pasaba mucho tiempo
asegurándose, repitiéndose que había pensado en todo, que no había dejado
ninguna huella tras de sí.
—Ya te he dicho que no soy un monaguillo.
—¿Tú sacaste el billete?
Evidentemente, en plena noche, las estaciones están vacías y un viajero
no pasa inadvertido. ¿Qué necesidad tenía ella de obligarle a revivir todo
esto, todo lo que Viau no quería recordar, y ponerle el dedo en los puntos
débiles?
Había vacilado, en efecto. Se preguntó si era mejor sacar el billete en la
taquilla o subir al tren sin billete. Era fácil, pues a la izquierda de la estación
había un portalón que no estaba cerrado y que daba acceso a los andenes.
Era la solución que había escogido. Y como el tren estaba repleto, se
quedó en el pasillo, entre la gente adormilada que se sentaba en sus maletas.
Si el revisor hubiera pasado, Viau hubiera pretendido que no tuvo tiempo
de tomar el billete. Hubiera pagado el viaje y en paz, pero no había visto al
revisor. En Toulouse, tuvo cuidado en salir por la cantina…
—Eran aquellos billetes que me hiciste cambiar, ¿verdad?
Viau se encoge de hombros. ¿No era evidente? Tanto peor si ella lo
quería así, si le acusaba de haberlos arrojado por el water.
—Es preciso que reflexionemos antes de que vayas a la comisaría. Por lo
pronto, es demasiado tarde para que vayas esta mañana. Será mejor después
de comer…
—Bueno, eres tú quien decide.
Sylvie le responde, por primera vez, golpe por golpe. Por primera vez,
ella se conduce abiertamente como su igual.
—No creas que es supérfluo…
—Dicho de otra forma, que soy demasiado idiota.
—Escucha, Marcel, ¿has acabado, sí o no? Esto no será nada. Estoy
segura de que están solamente intrigados a causa de las partidas de póker y de
todo el dinero que has ganado… Pero, con estas gentes, vale más prevenirse.
Sylvie tenía razón, y precisamente porque tenía razón era por lo que Viau
se fastidiaba.
—Pero puede preguntarte cosas embarazosas… Sigue sentado.
Sylvie se sienta también, en la otra cama, frente a él, aplasta su cigarrillo
contra el cenicero y enciende otro.
—Es muy posible que los dos billetes hayan sido encontrados en
Toulouse… ¿Has cambiado más?
—No.
—Ya es algo.
—Gracias.
Sylvie no hace caso.
—Si fueron los mismos comerciantes quienes los llevaron al banco o a la
policía, habrán facilitado mi identificación. Una identificación de mujer es
siempre vaga… ¿Me preguntabas por qué tuve tanta prisa por comprarme un
vestido? Es por lo que me habías contado… Se habría hablado de una mujer
con un traje de seda negra, ¿entiendes?
Le humilla no haber pensado en esto.
—No te fijaste que he cambiado mi peinado… ¿Entiendes, ahora?
—Entiendo… Sigue.
—Dado que los billetes fueron cambiados en Toulouse al día siguiente
del golpe en Montpellier, se habrá pensado fatalmente en el tren… Esto no
implica nada, pues el revisor no te vio. Es probable que busquen a los
viajeros de tu vagón y que se les interrogue.
»Solamente…
Viau empieza a adivinar y el miedo le penetra brutalmente. La mira con
más dureza todavía. La hace casi responsable de lo que pueda ocurrirle.
¿Por qué esta mañana no había seguido su instinto y se había marchado
con ella o, mejor aún, sin ella?
—Si tienen los billetes, buscarán a una mujer. Y no es en la catedral
dónde irán a buscarla. Se pensará en seguida en los lugares nocturnos. En el
«Caveau» todo el mundo sabe que yo me fui. Como ignoran el porqué, no
tienen razones para ocultarlo; encima, el patrón debe estar furioso por
haberme marchado sin avisarle.
»Supongamos, ahora, que interrogan a mi compañera, Lea; ella no es
mala, no es capaz de jugarme una marranada a propósito, pero es tonta. Es
una estupenda chica tonta. Te ha visto: nos hemos acostado los tres en la
misma habitación…
»—Quizá, sin darse cuenta, Lea les ponga sobre la pista, diciendo que tú
eres así o asá, dándoles un detalle precioso…
»Por todas estas razones es preciso que reflexionemos…
Viau fuma a pequeñas chupadas, nerviosas, y, en ese instante, la detesta
por su calma, por esa lucidez que no la abandona jamás.
¿Qué arriesgaba Sylvie, en realidad? Siempre podía pretender que no
estaba al corriente de nada porque ella le conocía sólo desde Toulouse.
Porque, si le echaban el guante, sería a causa de ella, a causa de esa idea
estúpida que había tenido de liarse con una mujer. Porque tenía necesidad de
dominar a alguien, de tener a alguien que le admirara e hiciera su voluntad…
Se sigue más fácilmente la pista a una pareja que a un hombre solo.
—Lo que haría falta saber —dice Viau esforzándose en parecer
indiferente— es si han encontrado los dos billetes de mil.
—Comprende que ellos no nos lo dirán y tampoco lo publicarán en el
periódico. Pero hay algo que me confirma que no los han encontrado…
Suponiendo que hayan encontrado nuestras huellas…
Sylvie había dicho «nuestras» y Viau se lo agradecía. Después,
inmediatamente después, ya no sintió lo mismo. Sylvie tomaba, autoritaria,
un lugar demasiado importante. El primer puesto y, diríase, era ella quien lo
hacía todo; diríase que era el macho, que era la parte pensante y activa de la
pareja.
—Suponiendo que hayan encontrado nuestro rastro, no será, sin duda, el
comisario de policía quien venga a informarse, sino un inspector de la
brigada móvil… ¿Entiendes? No se habrían arriesgado a ponerte la mosca en
la oreja con este asunto de la verificación de identidad.
Así, Sylvie estaba al corriente del funcionamiento de la máquina policial.
Hablaba de la brigada móvil como alguien que la conociera. Y Sylvie conocía
a Maurice desde antes de llegar.
Estaba celoso, tontamente. No podía distinguir si eran celos de macho o
de amante o si estaba celoso de lo que ella hubiera podido hacer con Maurice
o con otros o, simplemente, de su superioridad.
En Niza le habían tratado de «medio-macho», es decir, de aficionado. Y
he aquí que, ante ella, representaba un poco el papel de aficionado. Sylvie
pensaba en su lugar. Era ella quien calculaba el pro y el contra. ¿No iría
Sylvie, en seguida, a dictarle las respuestas para el comisario?
Proseguía, imperturbable:
—Está la cuestión de los hoteles…
Tras breve pausa, continúa:
—En Angulema olvidamos inscribirnos. Llegamos tarde, ¿te acuerdas?
—¿Pero en Bordeaux?
Se habían inscrito con su verdadero nombre. Pero era un hotel de tercer
orden donde, seguramente, no irían a buscar su rastro.
—Si el comisario te pregunta de dónde venimos…
La gente de Chantournais les había visto descender del tren de La
Rochelle. Era, pues, imposible borrar esta ciudad de su itinerario. Podían
haber llegado a ella en el tren de París. El tren de la noche, por ejemplo,
porque no habían dormido en La Rochelle. Solamente había una vía más
directa para llegar de París a Chantournais, por Niort.
—Podía no saberlo o haber pasado Niort sin darme cuenta, mientras
dormía…
—¿Y en París?
Viau siente un verdadero temblor interior. No era Sylvie quien estaba
frente a él, sino el comisario de policía en persona.
Sylvie se mostraba implacable.
—Debemos buscar, ¿comprendes?, poner las cosas en su sitio, estar bien
de acuerdo los dos para que yo no me corte si nos interrogan por separado…
—¿Y si nos fuéramos?
Una estupidez, Viau se da cuenta en seguida.
—Entonces sí que estaríamos identificados. Vamos a comer y no pienses
más… Estoy segura de que no hay peligro; sienten curiosidad, en
Chantournais, por saber quién eres. No es bueno ganar demasiado dinero a
los burgueses de un pueblecito. Te hacen buena cara, al primer momento…
Luego, te desuellan vivo.
Sylvie habla como Mangre y Viau la detesta. Rechifla, con sorna:
—¿Y si me interrogan por el asunto del anillo?
—¡Imbécil! Ponte tu corbata y vamos.
Deben pasar por delante de la viuda Roy, que señorea en su caja después
de dos semanas de crisis. Viau siente en su nuca una mirada de odio.
¿La viuda les detesta a los dos? Sin duda, por causa de Sylvie. Puede que
estuviese celosa al saberse impedida en la cama mientras en el hotel estaba
una chica joven y guapa, con su amante revoloteando alrededor de ella.
Tenían ya su mesa, sus costumbres. Se sientan uno delante del otro,
separados por el mantel y la fuente de los entremeses, en los que se juntan el
rosa de los rábanos, el rojo redondo de los tomates, el verde de las aceitunas y
el dorado de las sardinas en aceite.
Viau tiende la mano hacia la botella de vino. Su mirada tropieza con la de
Sylvie y su mano no va más lejos. Baja la cabeza sobre su plato, suspirando.
CAPÍTULO OCTAVO

E l más bajo de ellos, de unos cincuenta años de edad, con cara de buena
persona y más acostumbrado a recibir broncas que a darlas, estaba
encaramado en una silla alta, ante un registro abierto sobre su pupitre en
plano inclinado. Resultaba fascinante mirarlo. Los dos, el hombre bajito y el
agente de uniforme, de cabeza colorada, resultaban fascinantes al mirarlos.
El agente de uniforme hablaba como algunos de esos tipos que no tienen
necesidad de que se les estimule, ni que se les escuche.
—He tenido a bien decirle que con la tormenta que había en el aire los
barbos no picarían su cebo vegetal, pero se ha obstinado en ello… Ya le
conoces… Es suficiente que se le diga cualquier cosa… Porque ha pescado
una madrilla como la mano, se cree que…
Y, hablando, hablando, pasaba un cabo de sedal por sus labios, para
humedecerlo. Tenía un anzuelo minúsculo entre el grueso pulgar y el grueso
índice, que levantaba contra la ventana, acertando a anudarlo a la primera, sin
precipitarse, para añadirlo a continuación a los otros, de los que ya tenía más
de una docena ante sí.
—Cuando atrapé la carpa de tres libras y le pedí que me tuviera la
redecilla, porque el talud estaba resbaladizo, él me respondió…
Era tan monótono que, incluso con un esfuerzo, no se podía permanecer
mucho rato atento al significado de las palabras; se escuchaban sólo las
sílabas, que se devanaban como una madeja.
El más bajo, desde su alta silla, mojaba su pluma en el tintero con una
regularidad de autómata. El registro era demasiado grande para él. Tenía
aspecto de registro de fantasía, como para muestrario de un papelero
especializado en libros rayados o para una exposición; debía contener miles
de folios, pues tenía al menos diez centímetros de espesor.
¿Qué circular reciente u oficio ministerial había impuesto al hombrecillo
el trabajo al cual se entregaba con el ritmo de un metrónomo?
En cualquier caso, hiciera lo que hiciese, habría comenzado partiendo de
cero, en cada página. En la primera columna, había unos nombres escritos en
redondilla. ¿Por qué escogía unos nombres antes que otros? Siempre que veía
alguno de los que seleccionaba, sin vacilación, tiraba de la regla y lo
subrayaba con una línea. Después que limpiaba la regla con un pequeño
secante, mojaba la pluma en la tinta y recomenzaba un poco más abajo.
Señalaba tres, a veces hasta cinco nombres por página. Había llegado a la
letra J. ¿Tal vez señalaba los nombres de los que se habían muerto?
Finalmente, Viau, que seguía su manejo, intrigado, observó que, si hacía
su elección con tanta desenvoltura y seguridad, era porque había unas cruces
a lápiz en el margen.
¿Quizá el pequeño escuchaba al otro? De vez en cuando cabeceaba
asintiendo —siempre en el momento en que secaba la regla— y murmuraba
con convicción:
—Evidentemente…
Las ventanas de la comisaría se abrían sobre el parque municipal, donde
los mirlos se perseguían a través del césped. Más lejos, los niños jugaban
bajo la vigilancia de las mamás, sentadas en los bancos pintados de verde.
Todo esto le parecía de una singular futilidad. Un hombre mayor, en
plena madurez, que tenía sin duda una mujer y unos hijos, que tenía,
seguramente, pasiones, que durante años y años, más de treinta, había estado
adquiriendo una experiencia de la vida, y que pasaba sus horas, con la punta
de la lengua entre los labios, en trazar rayas en un registro con la
preocupación de no equivocarse de línea y no dejar manchas.
El otro, grande y fuerte como un mozo de matadero, capaz de cualquier
esfuerzo muscular, capaz de estrangular a un hombre con una sola mano,
chupaba los cabos de crin para remojarlos y poderlos fijar mejor en los
anzuelos, para irse a pescar al día siguiente.
Y él, Viau, entre ellos, el pecho oprimido, un goterón de sudor en la
frente, porque era, tal vez, su destino lo que se estaba jugando. El pequeño le
había mirado. Después, le miró el otro.
Fue el pequeño quien preguntó:
—¿Qué quiere?
Visiblemente irritado por haber sido interrumpido en su trabajo, en su
mecánica tan bien reglada de hombre eficiente, de funcionario ejemplar entre
sus formularios a rellenar con esotéricos términos o con sus sellos de
interdicción para marcar Dios sabe qué papeles.
—Quiero ver al comisario.
Una mirada al reloj, que señala las dos y cuarto.
—Si quiere sentarse un momento…
Había un banco negro, sin respaldo, a lo largo del muro, bajo los anuncios
oficiales, muchos de ellos amarillentos, picados por las moscas, ya
caducados. Viau no se sienta. Enciende un cigarrillo. El monólogo a
propósito de los barbos, las madrillas, las pencas y las carpas, había
continuado.
Después de un cuarto de hora, exactamente, Viau había preguntado:
—¿El comisario no puede recibirme todavía?
Porque ninguno de los dos hombres se había tomado la molestia de
anunciarle en el despacho vecino. ¿Es que estaba ocupado? No se oía ningún
ruido en esa habitación.
—No ha llegado todavía.
Y después de una nueva mirada al reloj administrativo, uno de esos
relojes que se debían enviar en serie, como las circulares, a todas las
comisarías de Francia, había añadido:
—Ahora no tardará… Ya pasa un poco de su hora.
Sylvie le había dejado en la puerta de la comisaría, igual que se lleva a un
niño hasta la puerta de la escuela. No era lo más adecuado, ni mucho menos,
para darle ánimos. Sylvie debería haber ido a comprarse unas medias a un
almacén que él le había señalado, unas puertas más allá. Esto no impedía que
él se sintiera humillado. Pero lo había querido así. Ella le había dicho:
—Ten calma. No te irrites, sobre todo, si se muestra desagradable.
Era esto lo que le había irritado. Mientras venían del «Hotel de l’Etoile» a
la comisaría, se habían encontrado con Mangre. Éste tenía, en una calle, cerca
del puente, un pequeño restaurante que pasaba por ser el mejor del pueblo e
incluso de la región, uno de esos bistrós donde la patrona hace la comida y
donde se sirven platos suculentos sobre un tapete de papel, en tosca vajilla de
loza.
Mangre salía justamente en ese momento, acompañado de un hombre que
terminaba de comer bien, de beber mejor, y con todo el rostro respirando
satisfacción. Era el inspector de Rentas, sin lugar a dudas. El vinatero le había
atrapado. Ambos hablaban animada y cordialmente, haciendo gestos y, de
tiempo en tiempo, uno u otro, ponía familiarmente la mano en la espalda de
su compadre.
Mangre, sin abandonar su conversación con el otro, había visto a Viau y a
Sylvie como se ve a la gente entre la multitud, sin reconocerlos.
Tenía razón, la víspera, en lo que concernía al inspector. Tenía razón
también en lo concerniente a Viau, puesto que el comisario de policía había
ido a informarse al hotel.
¿No tenía razón para sentirse humillado?
Hasta esta atmósfera apacible que reinaba en la comisaría le hacía
enfurecer. Reprochaba a este hombrecito ya viejo aplicarse como si su vida
dependiese de un trabajo más digno de un muchacho de dieciséis años que de
él. Reprochaba al otro que no pensase más que en sus chismes de pesca. Se
reprochaba de haber llegado demasiado pronto y al comisario de estar,
probablemente, haciéndose pagar una comida, también él, en cualquier
restaurante.
Se reprochaba, sobre todo, el tener miedo. Era algo más fuerte que él.
No era miedo por lo que pudiera ocurrirle. Sylvie no le creería
seguramente, pero no tenía miedo de ir a la cárcel.
Miedo de esperar, por ejemplo… Había tenido miedo, al entrar, de ser el
vago cliente al cual se le deja esperar sin razón y al que finalmente se le dice
con lasitud:
—Que entre.
Miedo a la actitud desdeñosa que el comisario adoptaría con él. A las
palabras siguientes…
Y Sylvie había aumentado este miedo no abandonándole hasta la misma
puerta, como si él tuviese necesidad de envalentonarse, como si no fuera lo
bastante mayor para defenderse solo.
Por otra parte, la atmósfera de la comisaría le recordaba otra comisaría de
policía y una de las historias más humillantes de su vida. Tan estúpidamente
humillante que, de lejos, parecía inverosímil.
Había sido, durante casi diez meses, reportero en un periódico, de
Montluçon, en «Le Nouvelliste», donde hacía todo el trabajo y en el cual
firmaba sus artículos de sociedad con el seudónimo de «Jean de Morsang».
Era todo un personaje y pasaba la mayor parte de su tiempo en los cafés.
Conocía a todo el mundo.
Toda su vida, en fin, había tenido necesidad de la atmósfera de los cafés,
porque allí se sentía más fuerte que en la soledad. Sobre todo, en los cafés de
clientela fija, donde el patrón saluda, donde el camarero le conoce a uno,
donde, después de algunos aperitivos, se habla con más seguridad y donde se
encuentra siempre un auditorio atento.
En esta época iba cada día a la comisaría de policía. Era una tarea
profesional. Iba, como se decía en el oficio, a buscar los perros atropellados,
es decir, a tomar nota de los accidentes de la circulación de la jornada, de los
robos domésticos, de los golpes.
El brigadier era un grueso borracho con el que bebía a menudo. Cuando
habían bebido bastante, se tuteaban. El comisario, por el contrario, era un
pequeño pisaverde con el cabello blanco cortado en cepillo, que se imaginaba
tener la cabeza de Poincaré y del cual imitaba la rigidez. Cuando la puerta de
su despacho se abría, el silencio se hacía instantáneamente y todas las
miradas se clavaban en los respectivos pupitres. Había sucedido lo de
Lourtie.
Lourtie era un guapo mozo de veinticinco años, una especie de muñeco
rosado con aspecto de hércules, hijo del más importante cervecero de la
región, que conducía un coche americano, asustando a los otros conductores
y corriendo detrás de las chicas.
En él tenía un amigo. Un periodista es el amigo de todo el mundo. Rinde
pequeños servicios, a menudo confidenciales, y siempre se le invita a beber.
Lourtie, una noche que estaba borracho en un burdel y cuando la policía
intervino para impedirle que destrozara el mobiliario o maltratara a alguna
mujer, empezó a golpear a los agentes y a tratarlos con todos los nombres
imaginables.
A la mañana siguiente estaba muy apenado, porque tenía mucho miedo de
su padre.
—¡Sólo con que el comisario pudiera comprender el revuelo que esto va a
armar…! Sobre todo ahora que acabamos de disminuir la paga a los obreros
de la fábrica, a causa de la crisis… Van a decir que yo…
Esta escena se desarrollaba en el café, como es de suponer, y Viau
experimentaba como siempre la necesidad de hacerse valer.
—¿Quiere que arregle esto?
—Si usted pudiera, amigo, me prestaría un gran favor. Podría pedirme lo
que quisiera, que yo…
Es esta última frase la que originó la desgracia. Viau tenía deudas un
poco por todas partes. Debía dinero en los cafés, en los restaurantes, le debía
a su patrona y a la caja del periódico, puesto que le gustaba vivir en el mismo
plano que las gentes a las que frecuentaba, algunas de las cuales eran muy
ricas.
—¿Qué? —le había preguntado Lourtie, a la mañana siguiente.
—Creo que esto podrá arreglarse… Si pudiera hacerle llegar un sobre al
comisario, un sobre conteniendo, por ejemplo, cinco mil francos…
En verdad, Viau estaba casi seguro de coronar la empresa con éxito. No
con el comisario, al que no osaba apenas dirigir la palabra, sino,
simplemente, ofreciendo algunas rondas al brigadier.
Habría podido pedir el dinero para él. Lourtie se lo hubiese dado. Era
siempre una necesidad en él el complicar las cosas, el hablar demasiado, el
explicar demasiado.
—Él representa al hombre íntegro —prosigue con aire entendido—.
Conozco un buen número de historias sobre esta faceta…
Viau las había inventado. A medida. Al grado de su imaginación. Porque
el comisario se mantenía siempre muy distante. Porque no le estrechaba
nunca la mano cuando le encontraba en la comisaría, mientras que tipos como
el alcalde o el prefecto le trataban con familiaridad.
Honestamente, Viau le había hablado al brigadier y se había sorprendido
al enterarse que el escándalo no era tan simple como creía y que, sin duda, la
cosa iría lejos, bastante lejos, porque el comisario no podía ver al joven
Lourtie ni a su padre. Allí también tenían su política.
—¿Y mi asunto?
—Marcha adelante…
—¿Está arreglado?
—Aún no del todo… Dentro de algunos días, supongo.
¿Por qué no reclamarle otros cinco mil francos? Lo podría haber hecho,
siempre para el comisario.
Lo peor es que Viau sabía bien que la catástrofe era casi inevitable. Era
una especie de vértigo lo que se apoderaba de él en aquellos momentos.
Y la catástrofe se había producido. Una mañana, su patrón le había
llamado a su despacho en el «Nouvelliste», y Viau palideció al ver al
comisario instalado frente al director.
—Cierre la puerta, por favor.
Pasó lo que fatalmente tenía que pasar. Una convocatoria para
comparecer ante el juez de instrucción había llegado a casa de los Lourtie. El
padre había abierto el correo.
—¡Pero eso ya está arreglado! —gritó el hijo.
—¿Qué es lo que está arreglado?
El joven había hablado de los diez mil francos pagados en dos veces al
comisario para ahogar el escándalo. El padre se puso el sombrero y se
precipitó a la comisaría.
—No sé, jovencito, si usted se da cuenta de la gravedad de…
Fue una pesadilla en la cual no quería pensar más. Todavía apretaba los
puños con rabia. Seguía esperando el monólogo del agente de los gusanos,
acechaba el movimiento de las agujas sobre la esfera descolorida del reloj.
Había llorado, esa vez, porque no tenía otra cosa que hacer. Había pedido
perdón. Había prometido…
—Espero que comprenda que en su lugar…
Ya no estaba en el «Nouvelliste», ni en Montluçon, por supuesto.
—Ahí creo que llega —decía el hombre del registro.
Viau reconoció los pasos del comisario, a quien no se divisaba aún, en la
grava del jardín municipal. Todo aquello resultaba idiota. Pequeñas vidas.
Gentecilla. Y eran ellos los que tenían el poder de hacerle sudar de inquietud.
El comisario entraba, con el sombrero echado hacia atrás, a causa del
calor que humedecía su frente. No se ocupó de Viau, al que pareció no ver
siquiera. Hojeaba maquinalmente los informes que habían llegado durante su
ausencia.
—¿Se ha llevado el atestado al procurador?
—Ya está hecho —responde el agente, que continuó atando sus anzuelos.
—¿Cómo va eso, Marechal?
Marechal era el hombre bajito que trazaba rayas en el registro. Se les
notaba contentos de estar reunidos los tres. Mañana era domingo. Saboreaban
por anticipado el relajamiento bienhechor del fin de semana.
El comisario se inclinó sobre él, preguntando en voz baja, tras una mirada
al visitante que esperaba, algo como:
—¿Quién es ése?
—No sé. Ha dicho que era personal.
Entonces se vuelve hacia Viau, el sombrero siempre en la cabeza.
—¿Quiere entrar en mi despacho?
Le mira con aire inquisitivo. Su aliento indica que ha bebido después de
comer. Atraviesa la habitación para bajar hasta la mitad la persiana, a causa
del sol; señala una silla cubierta con un paño verde y se instala en su sitio,
blandiendo una pluma.
—¿Deseaba hablarme?
—Me han dicho en el hotel que usted deseaba verme.
El comisario parece buscar en su memoria. En el fondo, Viau se
arrepentía de haber ido, pues ya no se acordaba de él. El comisario debería
suponer que aquello se haría a última hora o al día siguiente. Era joven. Tenía
unos labios sensuales, tan sensuales, con un algo de crueldad, que su sonrisa
resultaba desagradable.
—¿Es usted el que está alojado en «l’Etoile»? Bueno, realmente yo no le
he citado… Maurice debe haberle transmitido mal el encargo. Espero que no
se haya molestado expresamente…
Siempre se imagina uno, por anticipado, cómo pasarán las cosas. Es todo
muy simple, chasqueante a fuerza de simplicidad.
—Eché una ojeada al registro de viajeros, como hago a veces al pasar…
Su nombre me chocó porque precisamente estos días andamos tras un Viau…
Un Maurice o Marcel Viau, no lo sé exactamente… Espere.
Se levanta. Marcha hasta la chimenea de mármol negro y revuelve en una
pila de papeles hasta dar con uno determinado. Vuelve a su sitio llevando el
papel en la mano, sin dudar que su interlocutor tiene la respiración cortada.
La hoja debe contener una descripción, una fotografía antropométrica
prendida con alfileres.
—Maurice-Maximilien-Joseph Viau, cuarenta y cinco años…
Levanta la cabeza y observa:
—Éste no es usted.
Y explica, familiarmente:
—Éste se ha escapado la semana última de la penitenciaría en la isla de
Ré… Al ver su nombre en el registro, como usted no llenó completamente la
ficha… No hay muchos viajeros que se tomen la molestia de rellenar
enteramente la ficha… Bien, le dije a Maurice, que es un amigo, que si usted
tenía un momento pasase por aquí para ver su carnet de identidad…
Viau lo tenía en la mano. Era aún su carnet, expedido en Montluçon.
A pesar de lo que acababa de decir, implicando que no era preciso revisar
su identidad, toma el carnet haciendo un gesto de excusa, como si aquella
formalidad no tuviese importancia.
—¡Vaya! Es usted periodista…
Le devuelve el carnet y, como para demostrar que no siente ningún
recelo, le ofrece un cigarrillo.
—¿Es indiscreto preguntarle si hace un reportaje sobre nuestra región…?
No hay nada más interesante, ¿verdad? ¿Piensa quedarse usted mucho
tiempo?
—Quizá algunos días…
—Bien, señor Viau. Siento haberle tenido que molestar… Espero que no
me haya tenido que esperar mucho rato… El sábado, casi siempre llego algo
tarde…
El comisario estaba de pie. Le tendía la mano.
—Un consejo, entre nosotros. Observe que no es a usted sólo a quien se
lo he dado; se lo he dicho a otros señores, también. Cuando jueguen fuerte en
el café, tengan al menos la precaución de servirse de fichas. Es lo mismo y es
más discreto.
—Perdóneme, pero…
—Por favor. Usted sabe tanto como yo lo que ordenan los reglamentos.
Aquí no somos rigurosos, pero si el alcalde hubiese acertado a pasar por allí,
yo habría recibido una buena reprimenda.
Le conduce hasta la puerta, le estrecha la mano por segunda vez, como
para hacerle olvidar su advertencia.
El jardín público, fuera, estaba quemando bajo el sol; un niño perseguía
una enorme pelota colorada; los peces abrían sus fauces en la superficie del
estanque, bajo un puentecillo de cemento que unía una orilla a la otra.
Sylvie estaba allí, en un banco, leyendo un libro abierto sobre sus rodillas.
Debía estar mirando por encima de las páginas, pues le hace un signo con la
mano y Viau va a sentarse a su lado, mansamente.
—¿No ha ido bien?
—Todo lo contrario. Muy bien.
—¿Qué te pasa?
—Yo no te dije que me vinieras a esperar.
—A decir verdad, no te esperaba… No he querido entrar en el café para
sentarme a la sombra. No había nadie a esta hora y me ha parecido que estaría
demasiado sola en una silla… Cuéntame.
—No hay nada que contar, no ha pasado nada.
—¿Qué te ha dicho?
Viau estaba de mal humor. Se sentía ansioso a causa del asunto de
Montluçon, que le había vuelto a la memoria y que, del hilo a la aguja, le
había traído un montón de desagradables recuerdos. Casi todos sus recuerdos
eran desagradables, humillantes.
Le hubiera gustado recuperar su seguridad, su vivacidad y alegría de la
víspera. Siempre estaba así, perpetuamente. Tenía un día bueno, algunos días
lo más. Se sentía fuerte, poderoso. Iba adelante. Un poco más y hasta habría
tenido fe en el porvenir. Se habría creído un hombre como los otros. Incluso
mejor que los otros. Un hombre corriente.
Después se producía un incidente, una nadería. A veces, un pensamiento
era suficiente, provocado por cualquier cosa sin importancia, por una escena
en la calle, por una palabra, por una sonrisa.
Esto acababa con su confianza en sí mismo. Tenía la impresión de que
todo el mundo le miraba con ironía o con desdén. O, más aún, que le tomaban
por un pobre hombre.
¿Es que Sylvie no le miraba desde el día antes, desde esta mañana acaso,
como a un pobre hombre?
Habríase dicho que Sylvie le llevaba de la mano, que había decidido
dirigirle, dejarle fuera del asunto.
¡Como si él necesitase a alguien! Como si él no pudiese hacer como los
demás, como el buen hombre del registro, como el agente de los aparejos y
los anzuelos, como el comisario, como no importa quién, tener una vida
idiota, tener un oficio idiota.
Viau lo había probado. Era más malvado que ellos, también más instruido
que ellos. Y no tenía miedo. De nada.
Esto es lo que Sylvie no podía comprender. Ella creía que Viau tenía
miedo, que estaba a punto de perder su sangre fría, cuando nunca había
tenido tanta lucidez y sangre fría.
Sabía su valor. ¿Qué maquinaban a sus espaldas el señor Maurice y ella?
Porque ellos maquinaban algo. Probablemente, se conocían. Si no se
conocían de antes, no hay duda que habían establecido una buena relación,
mucho más profunda de la que ella pretendía.
Viau callaba, enfurruñado, mirando a los niños pasar de las manchas de
sombra a las manchas de sol, escuchando las voces de las mamás o de las
amas que les llamaban a intervalos casi regulares…
—Jean, ven aquí.
—Martine, no te acerques tanto al agua.
—George-Henri, deja a tu hermanita tranquila…
Les envidiaba a todos, a los niños y a los padres, a todos aquellos que
vivían en esas casas de las que veía los techos, con una humareda temblorosa
que se escapaba de las chimeneas y deformaba los rayos del sol.
—¿Qué es lo que te ha dicho?
—Que buscaba a otro Viau, un Maurice Viau que se ha escapado la
semana pasada de la isla de Ré…
—Eso puede ser un cuento.
—No.
—¿Por qué dices no?
—Porque he visto la ficha con la fotografía antropométrica.
Sylvie no está todavía convencida.
—Se ha podido servir de eso para…
—¿Me dejarás en paz?
¿Es que Sylvie se había propuesto inquietarle costase lo que costara? ¿Era
ella quien corría el riesgo de ir a la cárcel? ¿Es que quería mangonearle?
¿No? Entonces, que se callase. Que siguiese leyendo su estúpida novela.
Porque ella no lee más que novelas estúpidas, de saldo.
—¿Has comprado tus medias? —ironiza Viau.
—Sabes bien que eso no tiene importancia.
—Antes he creído comprender que eso tenía mucha, que te era urgente
encontrar unas medias de tal calidad, de tal color, que removerías todo el
pueblo para encontrarlas si era preciso…
—Eres ridículo.
—Comienzo a pensar lo mismo.
La tarde anterior, a la misma hora, andaban por las calles de
Chantournais, y Viau tenía ganas de tomarla del brazo, de hablarle con
abandono, de hacerle comprender.
¿Y qué? Estaba solo y ella no era más que una animadora de cabaret que
cambiaría de compañía cuando quisiera.
¿Qué podía hacer ahora? He aquí la cuestión que le hubiese gustado
proponerle. Sí, que Sylvie contestase a esto. Existen en el mundo millones de
personas que hacen tal o cual cosa, que ocupan tal o cual lugar.
Se entontecen, seguramente. Probablemente hay momentos en que les
gustaría estar lejos, hacer otra cosa, no importa cuál. Pero al menos tienen un
lugar que les pertenece, un universo que hasta cierto punto les pertenece, una
casa, una calle donde les conocen, una iglesia donde van el domingo por la
mañana, unos niños que vuelven del colegio, unos camaradas que les esperan
para jugar a los bolos, a la belote o para ir a pescar y, el colmo, unos
centenares de personas que seguirán su entierro.
¿Y él? Que Sylvie conteste a esta pregunta, simplemente, ya que ella se
cree tan inteligente.
Hasta un Mangre tiene su lugar. Se le ha disputado, quizá, un poco. Se le
rechaza. Han tratado de arrojarlo, dulcemente, por la borda. No tenía nada por
lo que le pudieran retener. Siempre era lo mismo. Y los otros se callaban.
Incluido el inspector de la Renta, que había aceptado su invitación a comer y
que había bebido con él.
Y, a continuación, cuando penetrase en el «Café des Tilleuls», tan cerdo
como era, no encontraría a nadie que rehusara estrechar su mano, porque todo
el mundo le había visto caminar a grandes zancadas por la calle Gambetta
hablando familiarmente con el hombre que, según los pronósticos, debía
haberle revolcado por tierra.
¿Suponiendo que no se sepa nunca que fuese él quien dio el golpe de
Montpellier…? Pero Viau comenzaba a dudar de esto. A causa de Sylvie,
precisamente. Tenía tal aura, con toda su fría razón, que casi llegaba a
infundirle pavor.
Suponiendo… ¡Bueno! Tenía algunos miles de francos en el bolsillo,
veintiséis mil exactamente, de los cuales se había prometido devolverle diez
mil a Maurice.
Entre paréntesis, era un ingenuo. El comodoro no tenía necesidad de ese
dinero. Esto procedía de una idea falsa, de una cuestión de honor mal
entendida. El señor Maurice se había roto, desaparecería de su vida, de una
vez por todas. Estaba resignado. Él había escogido.
Mientras que él, Marcel Viau, tenía treinta años y ya estaba, entre sus
semejantes, como un objeto desparejado.
Que Sylvie lo diga, sí. ¿Qué hacer? ¿Colocarse en un banco? Y será ella,
sin duda, salida de un cabaret, quien atenderá su casa, lavará los suelos y,
para colmo, dará sus hijos. ¿Eh? ¿Quién sabe si no estará celosa? Le hará
escenas cuando llegue tarde de la oficina. Olerá su aliento para asegurarse de
que no viene de tomar el aperitivo…
¿Qué es esto?
¿Qué? ¿Tomar el tren para no importa dónde, los dos, y volver a
empezar? El hotel, las camas gemelas, el dinero que se funde, el anillo que se
vende… O que parece venderse.
Sylvie se colocaría en un cabaret. Viau trataría de ganar a algún imbécil a
las cartas… O, una noche, ella le empujaría en calcetines, a una habitación
desocupada.
No le había dejado hacer lo que a él le apetecía. Pero se había terminado.
Se explicarían.
Tenía muchas cosas que decirle. Tranquilamente, en el banquillo, con voz
mordaz.
A todos, a los jueces de rojo, al procurador de negro y a los jurados con
sus trajes de buen paño, imbuidos todos ellos de su importancia porque se les
había arrancado durante unos días de su quincallería, de su despacho o de su
taller de reparación de automóviles.
¡Ah! Pretendían juzgarle…
Y les diría…
¡Nada! No les diría nada, porque ellos eran incapaces de apreciar, lo
mismo que Sylvie que se creía más fuerte que él y que pretendía darle
lecciones.
Se callaría, desdeñoso.
«Le he matado porque tenía necesidad de matar a uno…».
Le tomarían por loco y él sabía que no estaba loco.
Matar a uno… o matar a una.
Esto es lo que habría ocurrido en la casa de las dos luces, al otro lado del
río.
—¿Tienes intención de jugar esta noche?
No, no iba a jugar, pero esto no le importaba. No valía la pena ni
contestarle y enseñarle a vivir.
—He estado reflexionando mucho, desde este mediodía…
—Sin anillo.
—Puedes burlarte lo que quieras. Si es verdad que has visto la foto
antropométrica en la ficha, es que el cuento del galeote ese es verdad. Y en
ese caso, probablemente no hay nada que temer.
—Te doy las gracias. Como has podido darte cuenta, temblaba de pies a
cabeza.
—Eres malo.
—Y tú eres idiota.
—Gracias.
—No hay de qué.
He aquí donde estaban. Lo más extraordinario era que él se daba cuenta
que era por su culpa, que no tenía razón, pero era incapaz de resistir la
tentación, la tendencia al hundimiento.
Ellos eran dos, por azar, sea, pero dos a la postre, y ella había ligado su
suerte a la suya. En lugar de ayudarse, de ponerse de acuerdo, encontraban el
medio, sentados en un banco, en la plaza más apacible del mundo, apacible
hasta ponerle los nervios de punta, entre los niños, las mamás y las chachas,
encontraban el medio de disputar y lanzarse miradas cargadas de odio.
Hasta el recuerdo de su cuerpo desnudo llegaba a ser un motivo de
hostilidad contra ella. La volvía a ver, como la había visto por la mañana,
desde su cama, la espalda blanca y rosada. Era casi un descubrimiento lo que
había hecho. Sylvie aparecía esbelta como un animal de raza, con una piel sin
un solo defecto. Y a Viau no le gustaban más que las carnes plebeyas, las
mujeres vulgares que se contonean y le injurian a uno, a las que sólo se hace
reír con groserías, las mujeres que no tienen importancia, que se toman y se
dejan, que están siempre dispuestas a volver, porque ellas sienten un respeto
congénito hacia el macho.
Tenía necesidad de sentirse un macho, de sentirse el más fuerte, el más
inteligente.
No había necesidad de Sylvie, o de su señor Maurice, para librarse del
problema. Era capaz de hacerlo solo. No tenía más que tomar el primer tren o
el primer autobús. Llegaría a cualquier sitio. Haría como siempre había
hecho. No tenía más que hablar en el café. Era realmente más fuerte de lo que
ella se creía. Lo mismo en casa de un Bourragas, en Béziers, o en el
«Nouvelliste», en Montluçon, Viau les impresionaba. La gente tenía en
seguida confianza en él. La gente adivinaba su fuerza.
Una vez más, en alguna parte, durante tres meses o durante seis, su vida
se rompería de nuevo. Tres meses o seis meses, el tiempo que necesitaría para
alejar el vértigo que se había apoderado de él, el vértigo que venía del
aburrimiento o del disgusto. Era algo como un pulpo que se apoderaba de él.
Y la necesidad de hacer el mal, hacer algo reprensible a los ojos de Sylvie,
ponerlo todo en duda, romperlo todo. Destruirlo. El hachazo.
Después, partir de nuevo.
Si se quedase, y no tenía ningunas ganas de abandonar Chantournais,
estaba dispuesto a hacer frente a todos y contra todos, si era preciso.
¿Y si un buen día le hacían saltar? Estaba dentro de lo posible. Pero no
había que ser pesimista. Tenía más defensas de las que podían suponer. No
había más que un inmundo Mangre, que asqueaba pero que conseguía
también mantenerse en la cuerda floja desde hacía bastantes años.
Se quedaba porque tenía treinta años, porque tenía un padre que vivía
solo, dignamente, en la casa donde él había nacido —un padre que no se
había permitido jamás un reproche o darle un consejo— y porque no deseaba
acabar como un señor Maurice.
Viau le dice crudamente:
—Tu señor Maurice es un flojo.
Pronuncia estas palabras definitivas levantándose del banco donde
estaban sentados los dos, del banco pintado de verde, delante de los peces
rojos del estanque artificial, delante de un niño que jugaba al aro y delante de
una niñita que comía un panecillo con chocolate.
Añade:
—Vamos.
Y Sylvie cierra su libro abierto sobre las rodillas para seguirle hacia el
portalón del parque municipal, con las armas de la ciudad en hierro forjado
damasquinado en oro.
Pasaron bajo las ventanas de la comisaría; el hombrecillo delgado seguía
trazando rayas en el registro. La especie de mozo de carnicería con uniforme
de agente de policía, con la guerrera desabrochada, había terminado de
chupar sus hilos de pesca y miraba hacia fuera silbando.
CAPÍTULO NOVENO

U na vez más estaba harto, sucia, malditamente harto. Quizá estaba harto
porque estaba con Sylvie. Quizá, al hacerse acompañar, vislumbraba
una forma de castigarla o de desafiarla.
Quizá, también, se sintiese así al ver que ya había cuatro personas
instaladas alrededor de una mesa, de «su» mesa, cuando a las cinco entró con
Sylvie en el «Café des Tilleuls».
Viau no habría jugado, era lo convenido. Sylvie no hubiera debido insistir
en ello. ¿No desconfiaría de él, a pesar de todo?
—¿No te parece que salga contigo para que no parezca que me escondes?
Los jugadores no le esperaban. Mangre estaba allí. Había sido por él por
quien se molestó la noche precedente bajo la lluvia, arriesgándose a ser mal
visto por los chantourneses. Mangre se había instalado en su sitio como si
nada hubiera pasado. ¿Y es que, en realidad, había pasado algo? Nada de
nada. Había perdido al póker. Estaban algo excitados a su alrededor. Había
venido un inspector… habían almorzado juntos, a la vista de todo
Chantournais. Probablemente, hasta le había acompañado a la estación para
que cogiese el tren de las cuatro y diez.
Torsat estaba en su sitio y Lunel, el contratista, y un cuarto que Viau no
conocía de nombre. Estaban jugando al bridge; el comandante, sentado a
horcajadas, con los codos en el respaldo de la silla, parecía presidir la partida.
Hay que reconocer que Mangre no había triunfado de una forma
indecente. Cuando Viau y su compañera pasaron junto a ellos, se contentó
con saludarle con un pequeño gesto, bajando en seguida la nariz sobre las
cartas.
—Un oporto —pidió Sylvie.
Y Viau, sin vacilar:
—Un pernod.
Viau sabía que no soportaba el pernod. Menos de diez minutos después,
pediría un segundo. Estaba taciturno. Ponía cara hosca. Había decidido
castigarla no dirigiéndole la palabra. ¿Pero castigarla por qué? No lo podría
decir exactamente, pero sentía la necesidad de vengarse de ella.
Sylvie estaba muy guapa con su traje claro y, en el fondo, estaba contento
de mostrarse con ella.
—Lo mismo, Raphaël.
Había más gente que de costumbre, porque era sábado; gente a la que no
se veía los otros días, algunos con sus mujeres. El comisario de policía entró
con una jovencita de apenas diecisiete años, con una falda tan corta que se le
veían las piernas cuando se sentaba. No se comportaba con naturalidad,
riendo a carcajadas, los ojos húmedos, excitada de estar en compañía de un
hombre tan importante. A cada instante, le tocaba el brazo o bien se apoyaba
contra él, como si quisiera demostrar que había algo entre ellos o iba a
haberlo muy pronto.
Colombani también estaba excitado. ¿Dónde irían para poderse acostar
juntos? ¿Al hotel? ¿Se atrevería el propio comisario de policía a llevar una
adolescente al hotel? ¿A su casa? Tal vez estuviera casado. ¿En el bosque o
allá abajo, al final del camino que bordea el río?
De cualquier modo, el comisario no se fijó en él. Nadie, en definitiva, se
fijaba en él; se le deja beber en su rincón, al lado de Sylvie que se resigna a
su silencio.
Bebe cinco pernods y agarra su borrachera mala, su borrachera silenciosa,
inmóvil, con las pupilas que se estrechan, con los puños que se aprietan y,
cuando se levanta para salir, su actitud es arrogante, mueve las sillas sin
excusarse, buscando bronca.
Sylvie le había hecho cenar. Viau se acuerda vagamente de la espalda del
señor Maurice, enmarcada en la puerta, de la señora Roy en la caja, pero no
podría decir qué había comido. Había bebido vino, después, tras la cena, y
dos o tres vasos de licor; se acordaba porque lo había derramado sobre su
chaqueta.
Luego, en la habitación, antes de acostarse, había sacado su cartera del
bolsillo. Contó dos o tres veces diez billetes y se los tendió a Sylvie, con un
gesto demasiado teatral.
—Ponlos detrás de «El Angelus» de Millet, ve. Ve tú, que tuviste esta
idea maravillosa… O, mejor, ve tranquilamente a devolvérselos a «tu» señor
Maurice…
Ya debía ser tarde. No había más que la lámpara piloto en la escalera.
Habían oído a la patrona que subía con su bastón.
—Que vayas, te digo.
La empuja fuera y Sylvie, para evitar el escándalo, se aleja hacia la
escalera del segundo piso mientras él permanece en el marco de su puerta,
escuchando.
La ausencia de Sylvie fue larga. De esto estaba seguro, a pesar de estar
borracho. ¿Había oído verdaderamente también unos susurros? Lo pretendió
así, cuando ella volvió.
—¿Con quién hablabas?
—No he hablado con nadie.
—Mientes. Estaba en su cuarto, ¿no? Le has hablado…
Sylvie se encoge de hombros, sin insistir. Se desnudó y se metió en la
cama, sin ocuparse más de él.
El sábado ya había volado. Era estúpido y no valía la pena seguir
pensando en ello. Eran cerca de las ocho y media de la mañana y apenas
sentía la resaca. Sylvie seguía durmiendo, una pierna fuera de las sábanas y,
más allá de la ventana abierta, reinaba el silencio dominical.
Nada más que la calidad del aire, su inmovilidad, su resonancia de cristal,
cuando las campanas sonaban, le habrían podido decir que era domingo.
Cuando Viau ya estaba vestido, Sylvie bostezó desde su cama y preguntó,
apacible:
—¿Sales?
Dice que sí y se marcha sin más explicaciones. Bebe el café, que le sirve
una criada, y no ve al señor Maurice. Puede que, el domingo, el amante de la
señorita Roy se levante tarde.
Para Viau era un mal día. Se sentía más solo, en la calle casi vacía, con
las casas más blancas bajo un cielo de un azul más pálido, como recién
lavado. Las persianas metálicas de las tiendas estaban echadas. El mozo del
«Café du Centre» ordenaba las mesas y sillas en la terraza, bajo el toldo
rayado en amarillo y rojo.
Frente al «Café des Tilleuls» había un grupo. Una treintena de hombres,
en maillots de colores, con los calzones cortos dejando ver sus piernas
velludas y musculosas, con grandes números a la espalda, se afanaban
alrededor de sus bicicletas.
A primera hora de la mañana, cuando la gente no estaba aún levantada o
trajinaba por su casa, otros se disponían a tomar la salida en una carrera.
Había un gran coche descubierto, alineado junto a la acera. Era el de Pascaud,
el harinero. Y él mismo, en persona, con aire importante, con un revólver de
juguete en la mano, daba la salida a los corredores.
Esto tenía algo de fútil, de cándido. El hombre rico había madrugado,
pero no se había molestado en arreglarse. Bajo su chaqueta llevaba una
camisa de franela, sin corbata.
Los corredores pedaleaban en dirección a la plaza del mercado y poco
después estarían ya en la carretera, húmeda aún. Después, el sol calentaría.
Sudarían a lo largo de la carretera, con la garganta seca y ardiendo, bajo la
mirada de los campesinos que se erguirían para verles pasar. El señor
Pascaud ponía en marcha su automóvil y volvía a su propiedad, a tres
kilómetros del pueblo, donde, quizá, volvería a acostarse.
—¡Mira cómo los explotan! —murmura Viau entre dientes.
Sentía piedad de aquellos jóvenes a los que enviaban a sudar por los
polvorientos caminos… para tenerlos bien ocupados y que no estorbaran.
Bebe un vaso de vino blanco, solo, en el fresco salón del «Café des
Tilleuls», donde acababan de servir café a los ciclistas. Raphaël estaba
poniéndolo todo en orden.
La gente comenzaba a pasar, yendo hacia misa. Había otra misa, más
temprano, a las siete, para las viejas, para las criadas, para los que
comulgaban, para los trabajadores que no tienen domingo, cuyos hijos, este
día lo mismo que otro cualquiera, tienen la cara sucia y que tienen, por
añadidura, toda una familia que alimentar.
¿Tiene su ropa algún olor? En un momento dado estaba sobre el puente
del Loup. Miraba desde arriba cómo un hombre hacía equilibrios sobre una
piedra, en la orilla del río entre los juncos, pescando madrillas con mosca.
Piensa en el agente de policía, que debía estar, también él, pescando en
cualquier parte, sin duda, desde las cuatro de la mañana, porque los
verdaderos pescadores aprovechan el momento en que el río está todavía
sumido en la niebla, porque los verdaderos pescadores aprietan sus gruesos
dedos sobre las delicadas cañas lacadas de rosa.
Le llega una vaharada, un olor. Olor de sarga, de sarga azul marino. ¿No
tiene la tela azul marino un olor particular? Su traje de primera comunión
tenía este olor. Piensa ahora en aquel lejano domingo. Ve la plaza de Saint-
Jean-la-Foi, las niñitas con sus trajes de novia, moviendo la cabeza bajo el
velo; los chicos todos vestidos de forma parecida, con un ancho brazal de
seda blanca alrededor del brazo izquierdo.
Es preciso ir a misa para recuperar unos recuerdos. Tres gordas señoritas,
bien lavadas, rosadas como dulces, con sus rollizos traseros bajo sus
ajustadas faldas, revelando la huella del corsé en las caderas, salen de una
tienda de confecciones cuya persiana metálica ha sido subida hasta la mitad
para permitirles pasar.
Eran personas importantes, eso se notaba. Y ellas lo sabían. Viau levanta
los ojos para ver el nombre de la tienda. Las señoritas Ledentu. Andan las
tres a la misma altura. Balanceándose como ocas. Se saben en su lugar, se
sienten guapas. Se han puesto perfume, porque es domingo. Lucen su sonrisa,
su sonrisa de domingo.
Atraviesan toda la iglesia para instalarse en su banco, el banco de los
Ledentu. Las cabezas se inclinan para susurrar:
—Las señoritas Ledentu.
¿Es que no habría podido casarse, él también, con una señorita Ledentu?
El rumor del órgano llega hasta él. El olor del incienso, de los cirios.
Evoca a las viejas, en su pueblo, a la salida de misa mayor, todas de
negro, los zapatos bien brillantes, muchas aún con la cofia blanca en la
cabeza, marchando con pasos menudos y rápidos hacia su casa o hacia su
granja, mientras los hombres se agrupaban, alrededor del pregonero, tambor
en bandolera, que se subía a una gran piedra para tronar el bando semanal.
—Aviso…
El pregonero pronunciaba:
—Avisoooo… Los productores de cereales panificables deben dirigir a la
alcaldía un estado de…
Después, todo se dislocaba: Los grupos que se quedaban en la puerta de
los cafés y los que entraban dentro; los bancos, delante de las mesas cubiertas
de hule marrón, y los cuartillos de vino blanco, que te traían antes de que lo
pidieras, un rumor de voces, el olor y el crepitar del guisado en la cocina,
donde iban a sentarse los conocidos.
De repente, le entran ganas de ir. Le parece que ésta puede ser, tal vez, la
última ocasión de ver a su padre. Otro detalle le viene a la memoria, el
movimiento de su padre para franquear la puerta, la otra.
Durante mucho tiempo, cuando era pequeño, este movimiento maquinal
le anonadaba. Había dos puertas en la cocina. La puerta trasera, que daba al
patio de las gallinas, como le llamaban, y que en verano estaba siempre
abierta porque la cocina estaba sombreada, era más baja que la otra. ¿Era
realmente más baja? ¿No sería sólo un recuerdo de niño?
Siempre, cuando cruzaba el umbral, su padre tenía la costumbre de
inclinarse con un gesto tan ritual, casi como el del cura ante el altar. Durante
unos años, el chaval se había dicho:
«Cuando sea grande, yo también tendré que bajarme para poder pasar por
la puerta pequeña…».
Y había ocurrido. Se había hecho tan grande como su padre. Más grande,
dos centímetros más. Se habían medido los dos, espalda contra espalda, un
día que estaban de buen humor. Subieron a la alcoba donde había un espejo
que deformaba las imágenes. Su padre había dejado los zuecos abajo, como
de costumbre. Marcel también se había quitado los zapatos.
—Los hombros tienen la misma altura, pero eres un poco más alto de la
cabeza porque tienes el cuello más largo.
Al lado del espejo, había una ampliación fotográfica de su madre. ¿Es que
las fotografías de las personas que han muerto se desvanecen poco a poco, se
velan como de melancolía? Lo pensaba entonces. Viau lo pensaba cada vez
que miraba el retrato de su madre en su marco ovalado, negro y dorado.
Apenas había cien kilómetros desde Chantournais. No pensaba tomar el
tren, hubiera sido demasiado complicado, porque habría sido necesario ir
hasta Niort y esperar allí el trasbordo y no llegaría hasta Saint-Jean, sino sólo
a una docena de kilómetros del pueblo.
La víspera había visto la palabra «taxi» encima de una ventana. Busca la
casa, la encuentra y relee la palabra. Pero hay otra después: «Transportes
fúnebres», y no se atreve a llamar. Le parece de mal agüero.
Nunca se ha sentido más solo en su vida como ahora. Deambula por el
pueblo rosado y blanco, con el sol cayendo a plomo en las calles, donde
incluso los niños no se atreven a jugar ni hacer ruido.
Se acuerda de los infelices ciclistas, con su buena voluntad, engañados,
con su enorme número en la espalda, y ese Pascaud que les daba la salida.
Ser una cosa u otra. O pegarse la gran sudada en la carretera, con la
esperanza de ganar una copa, una medalla y recibir el ramo de flores de
manos de una señorita que se ruboriza, como se ve cada semana en el cine, o
montarse en su gran coche y volver al suntuoso chalet, como el rico harinero,
a quien seguramente desagradaba el ciclismo, pero que sería presidente de
todos los clubs y sociedades ciclistas de la región.
Él, Viau, no era ni uno ni otro. No era nada. Estaba desplazado. Esto es lo
que Sylvie debería haber comprendido.
Entra en una taberna que no conoce y bebe unos vasos de blanco sobre el
mostrador de cinc, porque hace fresco, porque se está bien, porque, incluso
en los cafés, se nota que es domingo.
Después, la gente sale de misa mayor y los grupos marchan a lo largo de
la calle. Algunos se apresuran. Otros se arrastran indiferentes, tratando de que
se fijen en su vestido o en su traje nuevo, en sus zapatos nuevos que chirrían,
otros entran en las pastelerías para salir llevando cuidadosamente por el lacito
rosa los paquetes de un blanco cremoso, oliendo a almíbar.
Los niños, en la acera, chupan gravemente sus cucuruchos de helado.
Todo está terriblemente tranquilo. Todo esto dura desde hace siglos,
desde hace generaciones y generaciones. ¡Y habrá otros domingos! Y el
banco de los Ledentu será siempre el banco de los Ledentu, con otras
señoritas, las hijas o las nietas de éstas, balanceando su rollizo trasero porque
estrenan vestidos nuevos.
Encuentra a Sylvie, que se pasea como los otros y que, con su vestido
claro y ligero, tiene casi el aspecto de formar parte del pueblo.
—¿Qué has hecho? —le pregunta.
—Nada.
¿Qué es lo que habría hecho? Se sentaron en una terraza, en los sillones
de mimbre. Piden un aperitivo, como todo el mundo, un aperitivo que no
tiene ni el mismo gusto ni el mismo aroma que el de los otros días. Después
vuelven al hotel, donde no están más que ellos dos. Porque el domingo,
también, los viajantes de comercio están con sus familias.
Éste puede ser su último domingo. Piensa dos o tres veces esto. Tiene
piedad de él, del niño pequeño que había sido… Porque él había sido un niño,
como los otros.
¿Por qué no había seguido siendo como los otros? ¿Qué es lo que se lo
impedía?
¿Qué podía hacer, ahora? Que se lo digan. Está lleno de buena voluntad.
Que le digan que haga eso o aquello y lo hará. Tratará de hacerlo.
Pero la misma Sylvie es incapaz. Dios sabe lo que ella imaginaba con el
señor Maurice. En cualquier caso, habían hablado varias veces de él,
haciendo planes.
¿Para salvarlo, a lo mejor? Esto le hace reír. Con una risa amarga,
insultante. ¿Salvarle, de qué? Sí, ¿de qué?
—¿Qué se puede hacer?
Viau no la comprende bien. Da a estas palabras un sentido general, pero
ella las vuelve a sus justas y banales proporciones.
—He visto que hay dos cines.
Irán al cine. ¿Por qué no? ¿Es que tenían otra cosa que hacer? Estaba
lleno de gente. La sala estaba fresca. El héroe de la película era un gallardo,
vigoroso y ágil caballero que derribaba a los rufianes a puñetazos y, sin
esfuerzo aparente, saltaba sobre las mesas.
Entonces, cuando las luces se encendieron de nuevo y la gente comenzó a
pasar por las filas de butacas articuladas hacia los pasillos y la salida, se ve
cómo algunos hombres hinchaban el pecho, los bíceps y, algunos jóvenes,
más atrevidos que otros, se dan el gusto de saltar por encima de las filas.
Se saludan unos a otros. Cada cual sigue por su fila, pegado a la espalda
del que va delante. Torsat estaba allí, con su mujer, que Viau no conocía, y
con un joven Torsat, de unos veinte años, que se parecía enormemente a su
padre y que, en la calle, marcha sabiamente delante de sus padres, del brazo
de su novia. Es la hija del pastelero.
—Y tendrán hijos —dice Viau en voz alta.
Sylvie le mira, y su mirada está triste. Ella está deprimida, también. Quizá
porque es domingo. Tal vez a causa de él. La gente, al salir del cine, se instala
en las terrazas de los cafés o marchan paseando lentamente a lo largo del río,
parándose detrás de cada pescador.
Todo tiene una angustiosa inmovilidad. Cuando Viau era pequeño,
cuando iba a la escuela de su pueblo, el maestro, para darle una idea de la
eternidad, le describía una bola de acero, tan grande como la escuela, tan
grande como la iglesia, tan grande como la plaza de enfrente de la alcaldía.
—Imaginaos que un pajarito viene a posarse todos los años, durante un
instante, sobre esta bola… Todos os habéis fijado en el umbral de la iglesia,
que está gastado. Data del siglo XIII. Han sido necesarios setecientos años
para que los pasos de los fieles desgastasen la piedra unos milímetros. Pero el
pájaro sólo se posa en la bola de acero unos segundos cada año. Bien,
amiguitos. Cuando la bola esté enteramente gastada, gastada por los
piececitos ligeros del gorrión, eso no significará todavía que la eternidad se
haya acabado…
Esto siempre le había impresionado. Pero ¿no era este domingo más
eterno todavía? Casi le ponía una sensación de pánico en el pecho.
No tenía ganas de beber. Era demasiado fácil. Se había propuesto no
beber ese día y no se sentía tentado por las terrazas. Marchaban juntos,
remontando la calle Gambetta hasta un campo de deportes que aún no
conocía y donde unos cientos de personas seguían un partido de fútbol.
Sylvie le acompañaba en silencio. Sentía que ella no se atrevía a hablar,
que estaba impresionada. ¿Es posible que supiera que todo lo que pudiera
decir podría provocar una crisis?
Se mostraba muy dulce, demasiado dulce, prevenida, como con un
enfermo. Si Viau daba media vuelta, le imitaba sin rechistar, sin tratar de
saber dónde iban.
Y él estaba cada vez más aplanado. Era preciso reventar de una vez.
—¿Por qué me miras así? ¿Qué es lo que tienes?
—No tengo nada, Marcel.
—¿Tengo sucia la nariz? —le grita con grosería.
Sylvie tiene el coraje de sonreír, como si fuera una gracia, lo que irrita
más aún a Viau.
—Hay momentos en que tengo la impresión de que estás a punto de
dejarme. Acabo por preguntarme si no es que querrás marcharte.
—Sabes bien que no… ¿Pero quieres que me vaya?
Viau se encoge de hombros. No tenía tampoco ganas de estar solo. No
tenía ganas de nada. Estaba como sumergido en un sentimiento de inutilidad.
De absoluta inutilidad. Esto le hace reírse al ver a la gente dirigirse hacia el
«Café des Tilleuls» o al gran coche del harinero estacionado en el mismo
sitio de la mañana, donde han puesto una banderola con la palabra «meta»
atravesada en la calle.
Esperaban el final de la carrera, a los pobres tipos que pedaleaban,
encorvados sobre el manillar, desde por la mañana, y que se contentaban
bebiendo en la carretera el líquido tibio de sus botellas de aluminio.
Un coche llega de pronto, con los comisarios de la carrera, que se dan
aires de importancia y lucen unos distintivos. Después, dos bicicletas bajan la
cuesta; dan la impresión de ser tragadas por la multitud, con sus pilotos de
piel ennegrecida por el polvo y con el blanco de los ojos luminoso, como los
de los negros.
Están jadeando. Les llenan de flores; la inevitable jovencita, quizá una de
las señoritas Ledentu, en cualquier caso alguna de la buena sociedad, hija de
uno de los miembros del comité. Después, el pelotón de ciclistas reventados
por el esfuerzo.
Sylvie y Viau miran la escena desde lejos.
—He estado a punto de ir a Saint-Jean-la-Foi —dice Viau.
—¡Ah! ¿Por qué no has ido?
No se atreve a confesar que fue por culpa de los transportes funerarios.
Ese día todo son ideas macabras. Le persigue la impresión de que aquello es
el fin. No entrevé ninguna salida.
Tiene ganas de vivir. Quiere estar con esta vida que se desarrolla bajo sus
ojos. Jamás lo habría admitido, pero el sentimiento que le domina, mientras
mira a la gente dominguera, es la envidia.
Le hubiera gustado ser como los otros, hacer como los otros en el
descanso de un domingo de verano.
Paseaban ahora por la orilla donde tanta gente, donde tantas familias
tomaban el fresco. Viau sentía el temblor del follaje. Hacía calor y fresco a la
vez. Era algo así como un sorbete. Un pececillo se debatía al final de un
aparejo.
De repente tuvo el deseo de ponerse a pescar.
Era ridículo. ¿Es que en toda su vida no había hecho el ridículo?
Poco después, al pasar delante del «Hotel de l’Etoile», vieron al señor
Maurice, de pie en la acera, como un cartel.
Éste no cambiaría, no cambiaría. ¿Cómo se las había arreglado para
introducirse tan profundamente en la vida cotidiana?
Habían ya andado mucho y Sylvie, que llevaba tacones altos, estaba
cansada, aunque no se había atrevido a quejarse. Viau se daba cuenta. Y
empezaba a sentir un poco de piedad por ella.
¿Por qué piedad? Nada había cambiado para ella. Sylvie encontraría otras
boites parecidas a las de Toulouse, otros hombres a los que se pegaría tan
naturalmente como se le pegó a él.
¿Ser viudas no es la verdadera vocación de las mujeres? Se acordaba de
las viudas de su pueblo y, de golpe, se le ocurría que eran precisamente ellas
las que daban la mejor impresión de plenitud, de destino perfectamente
cumplido.
Su padre, por ejemplo, que estaba viudo desde hacía mucho tiempo,
estaba un poco, a pesar de todo, como un objeto desplazado y era casi
ridículo cuando cada domingo iba solo al cementerio. Era demasiado alto,
demasiado fuerte, estaba demasiado cansado para arrodillarse ante una
tumba. Como durante la consagración, se contentaba con quedarse de pie.
Mientras que las viudas, en otras tumbas, parecían dichosas estando de
rodillas.
Le habría gustado mucho volverle a ver. Había muchas cosas que nunca
se habían dicho. A decir verdad, nunca se habían hablado.
¿Cómo se tomaría la cosa, si supiera que su hijo estaba arrestado? Trataba
de imaginárselo. Todos los del pueblo irían a llevarle la noticia, porque él no
leía apenas los periódicos. Se pondría sus gafas…
Por robo… ¡Sobre todo por robo!
Un asesinato es menos grave. No habría podido explicárselo, pero Viau
tuvo la certeza de que era menos grave en el momento que entrevió la
posibilidad de entrar a matar a alguien en la casa de las dos luces.
¡Por robo! Con Bourragas y su yerno que sin duda vendrían para
rematarlo. Y otros más. El comisario de policía de Montluçon. Y más aún.
—Pareces cansado.
Viau la mira desde arriba y se encoge de hombros. Tiene todavía tiempo
de marcharse. Debe de haber trenes para cualquier sitio. Tenía dinero. Nadie
le impedía marcharse.
Tenía la nítida sensación de que ésta era su única tabla de salvación.
Coger un tren. Llegar a otra ciudad, a otro hotel, cambiar de aire, ver otro
espectáculo que no fuese el de esta calle que ya conocía demasiado.
Nunca lo haría. No hacía nunca lo que su intuición le dictaba. Era una
especie de vicio.
Se quedaba. Se quedaría siempre hasta el final. Lo había comprendido
desde el mismo momento que llegó.
Si solamente hubiese continuado como la víspera, rebelándose. Pero, tal
vez a causa de la atmósfera dominical, su rebelión se había transformado en
amargura y estaba tan irremediablemente descorazonado que hacía momentos
en que se sentía flotar en el espacio.
¿Qué es lo que Sylvie, a quien apenas conocía, hacía a su lado, con su
aire atento de enfermera?
Sylvie no tenía más que seguir su camino.
—¿El señor Maurice no te ha hablado esta mañana? —pregunta Viau a
quemarropa.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Te ha hablado, ¿no es eso? ¿Qué es lo que te ha dicho?
—Escucha, Marcel…
A Viau no le gustaban las frases que empezaban así. Piensa que todavía
va a mentirle y se pone tieso.
—¿Es preciso que te confiese cualquier cosa?
—Cualquier cosa que yo adivino desde hace tiempo.
—No sé a qué te refieres. Lo único que sé es que haces mal desconfiando
de él.
—¿Por qué te figuras que no me fío de él?
—Desde ayer, siento que estás celoso…
—Si crees que tengo la obligación de estar celoso de todos tus amantes…
No le gustaba emplear aquella maldad gratuita, pero era superior a sus
fuerzas. ¡Peor para ella! ¿La retenía él? ¿No era libre de irse donde quisiera?
—Ha hecho y hará todo lo que pueda para ayudarnos. No es el hombre
que crees.
—¿Qué hombre es, pues?
—Le conocía, es verdad.
—Y se ha acostado contigo.
—No seas perverso.
—¿No se ha acostado?
—No es lo que te crees… Yo tenía dieciocho años y…
—No eras todavía lo suficientemente lista.
—No. Si te refieres al primer desliz, me ocurrió mucho antes que todo
eso… Trabajaba como figurante en las películas… Iba cada mañana a hacer
cola en la puerta de los estudios, en Niza, con la esperanza de conseguir un
contrato.
—¿En qué época?
Sylvie cita una fecha. Unos años antes; hubieran podido encontrarse en
Niza.
—El señor Maurice no se llama Maurice… Te diré su nombre en seguida,
un nombre que tú debes conocer…
Viau salta:
—¡Sin anillo!
—Él era un productor… Un personaje importante que tenía una suite en
el «Negresco». Los artistas, los autores, los realizadores, corrían tras él… Se
fijó en mí, y…
—Has sido su querida —deja caer fingiendo indiferencia—. ¿Después?
—¿Lo haces a propósito?
—¿Qué?
—Deformarlo todo. Tú lo comprendes muy bien, pero intentas no
comprenderlo… Estuvo siempre muy fino conmigo. Era poco después de que
sus dificultades empezaran.
—Porque el pobre hombre tuvo también sus dificultades.
—¿Quieres que continúe?
—Si te causa placer…
—Antes ya había tenido dificultades y había conocido altibajos. En
realidad, creo que ha bailado siempre en la cuerda floja.
—Un estafador.
—Si te callaras… Ha sido actor, empresario, ha organizado giras teatrales
en Argelia y en América del Sur y hasta ha sido secretario de un marajá.
—Del «Mariette-Pacha».
—¿Qué dices?
—Nada. Un recuerdo… Él ha viajado en el «Mariette-Pacha». También
nosotros podíamos habernos encontrado…
—¿Tú sabes cómo son las cosas del cine?
—No personalmente, pero he oído hablar.
Seguía mostrándose fríamente agresivo.
—Los productores se pasan el día buscando comanditarios, buscando
dinero fresco, como dicen. Cada mañana, pasan por los bancos retirando los
cheques que libraron la víspera contra cuentas sin fondos… A veces había
que correrles detrás…
—Es lo corriente, correr detrás del dinero.
—Cállate, Marcel. No tienes derecho a…
—Perdona, olvidaba…
—Él pagó. Y pagó caro… Fue una firma falsificada lo que desencadenó
todo el resto. Fue un gran escándalo, hace cinco años… Le arrestaron.
—¿Estabas con él cuando eso ocurrió?
—Sí. Le vi partir… Era más joven que ahora. Y era todavía guapo. Luchó
hasta el final, pero sabía que todo había terminado. Todo el mundo se cebó
con él. Se habló, a su respecto, de depuración en el cine francés, como si
hubiera sido el único. Estuvo dos años. Dos años en la prisión, en Fresnes…
»Cuando le vi aquí, no sabía qué se había hecho de él, ¿entiendes, ahora?
—¿Que si yo entiendo qué?
—Que él ha intentado ayudarte, que lo intenta todavía.
—Dilo.
Viau la miró duramente.
—Los diez mil francos…
Así que había presentido la verdad, desde el principio.
—¡Confiesa que era una comedia! ¡Confiesa!
En pleno paseo del río, entre las honorables familias burguesas, le había
cogido la muñeca y se la retorcía como un rufián.
—¡Confiesa!
—Me haces daño. Voy a explicártelo. Es verdad. Yo no sabía qué hacer;
sentía que tú estabas decidido a todo, que harías cualquier locura para pagar
los ocho mil francos a tu sucio Mangre…
—Y él aceptó escupir los diez mil francos.
—Tú sabes en qué punto está… No espera nada. No pide más que estar
tranquilo en su rincón. Ya le has visto. No es el mismo hombre… Esto es tan
cierto que yo misma me he preguntado si realmente es él.
Avanzan en silencio.
—¿Por qué me cuentas esto?
—No lo sé. De repente, me he dicho que te haría bien saberlo todo.
—¿Saber que no soy el único?
—No me preguntes más… He creído hacerte un bien… Contrariamente a
lo que puedes imaginar, siente simpatía por ti… Me lo ha vuelto a decir esta
misma mañana.
—¿Te ha dicho también cómo debería ponerme para ahorcarme? ¿No?
Sylvie baja la cabeza.
—Reconoce que él no sabe mucho más que yo… Reconoce que él piensa,
también, que estoy acabado… Vamos. Un poco de sinceridad, palomita.
Es la primera vez que la llama «palomita». Piensa que Maurice, en otro
tiempo, ya debía llamarla así.
—Buenas cosas habréis hecho los dos, tú y tu antiguo amante.
Tiene necesidad de ser aún un poco agresivo, para no enternecerse.
Vuelve el rostro, fingiendo seguir los movimientos y gestos de un pescador,
pero lo que hace es esconder sus ojos húmedos a las miradas de Sylvie.
Era una tontería. ¿A santo de qué, contarle, a él, este domingo, que un
fulano había pasado dos años en la cárcel y que, cuando fue libre, se había
convertido en un buen hombre, flojo como un muelle y de ojos globulosos,
que parecía servir de reclamo en un hotel de provincias?
—Debes conservar tu sangre fría, Marcel.
Estaban cerca de una gran explanada que debía servir de campo de
instrucción, pues se veían unos cuarteles algo más lejos. El río corría a sus
pies. Un chaval lanzaba piedras al agua para conseguir rebotes múltiples.
—No hay nada perdido, ¿entiendes? Eres joven… Tú tienes treinta años,
mientras que él…
Viau se estira en toda su talla. Se siente, de pronto, tan alto como su
padre, con el mismo cuerpo duro y potente. Hacía un rato que tenía su
sombrero en la mano, a causa del calor. El sol que declinaba jugaba con sus
cabellos dorados.
Hincha el torso, respira profundamente. La mira desde arriba, desde muy
alto, y dice con fuerza:
—¡Carroña!
Después de lo cual, dispara:
—¿Entiendes?
Pero no tenía importancia el que ella comprendiera o no comprendiera.
CAPÍTULO DÉCIMO

R esultaba voluptuoso y dulce como un diente enfermo, que se toca con


la punta de la lengua. No se acertaba la primera vez, y era preciso
tantear durante un rato para encontrar el punto de dolor exquisito y, al
principio, cuando la luz estaba apagada, había empezado con excesiva
brutalidad.
«Yo la mato —se decía con los ojos cerrados, la respiración regular,
como si durmiese—. La mato y bajo tranquilamente. Les miro y les digo…».
Se acuerda ahora, de repente, de cuando era pequeño y no iba aún a la
escuela, cuando se pasaba todo el día vagando alrededor de la casa, con una
predilección por el gallinero. Jugaba a este juego o a uno parecido. Hablaba
solo, a media voz, inclinando la cabeza:
—Atrapo al gallo grande, le retuerzo el cuello, lo desplumo y me lo
como…
Había un fallo en su historia. Reflexionaba y volvía a empezar,
pacientemente:
—Atrapo al gallo grande…
Y para que no hubiera error, precisaba:
—Tintín…
Porque el gallo más grande se llamaba Tintín.
—Lo desplumo, lo aso y me lo como…
Y cuando su madre, que vivía todavía en esa época, le preguntaba qué
hacía, le decía con la mayor seriedad del mundo:
—Me cuento historias.
A tantos años de distancia, ocurría lo mismo. Tenía conciencia del lugar
donde se encontraba. No había bebido. No estaba embotado por el sueño. Se
sentía, por el contrario, con una lucidez total. Abría los ojos y la habitación,
aún en la sombra, se le aparecía en todos sus detalles. Fuera había luna. Luna
llena, probablemente, y entraba por entre las cortinas. Los rayos de plata eran
estrechos y no iluminaban más que una porción de la pared, pero esto era
suficiente para dibujar, en los otros rincones de la pieza, los contornos de los
objetos. Nada más que los contornos. Las aristas vivas, más que cualquier
otra cosa, adquirían el aspecto de las formas geométricas que tenían en la
escuela, sobre una estantería.
La misma Sylvie, que le daba la espalda, acostada en la cama vecina, con
la sábana arrugada en pliegues de estatua antigua y dibujando su cuerpo,
aparecía como esculpida para la eternidad.
Sylvie no dormía. Aparentaba dormir, también. Respiraba con aplicación;
a veces se olvidaba y, un poco más tarde, volvía a coger el ritmo regular.
¿Tenía miedo? Sylvie era demasiado inteligente para ignorar el peligro
que corría. O para ignorar lo que Viau se repetía para sí mismo.
«La mato…».
¿Con qué la mataría? No tenía un arma. No había ningún objeto
verdaderamente pesado en la habitación, un «objeto contundente», ironiza
Viau recordando el estilo de los relatos del periódico. Pero tenía sus manos.
No sentía ningún horror ante la idea de levantarse, con las piernas al aire
y los pies desnudos, echarse tranquilamente sobre ella y retorcerle el cuello,
como a Tintín.
Esto era pura teoría. No quería significar necesariamente que lo hiciera o
no lo hiciera. Pensar como él pensaba o hacerlo, era lo mismo. Lo que era
pura teoría era el gesto. ¿Cómo explicarse con estas palabras que no tienen el
mismo sentido para todo el mundo? ¡El mal que le habían dado en la vida!
Teóricamente, en este sentido, Sylvie no tenía importancia en sí misma,
puesto que no era más que una muchacha encontrada en tal lugar, con tal
mentalidad, con tal pasado, con tal género de pensamientos o afectos.
Esta Sylvie no existía para él, en este momento. No se pregunta si ella
sufrirá o no, o si es una lástima hacerla morir a su edad.
Lo que cuenta es el gesto. Porque tenía decidido, en un momento
cualquiera de la jornada, no importa en cuál, acabar de una vez por todas.
Y para acabar, es preciso hacer cualquier cosa.
¿Matar a Sylvie? Es lo más simple, puesto que Sylvie estaba allí. ¿Pero
no se figurarían los imbéciles que esto era un drama pasional? Había estado
siempre demasiado imbuido de su superioridad de macho; había dejado
siempre a las mujeres en un puesto demasiado secundario en su vida para
admitir que se dijese que había matado por amor o por celos.
¿Por qué no al señor Maurice? Esto tenía la ventaja de ser más difícil,
porque él era gordo y tenía un cuello enorme. Y además era preciso irlo a
encontrar en la habitación de la vieja señora Roy, que se pondría a chillar. Le
sacudiría un buen golpe en la cabeza —a la viuda, desde luego— y le daría
tal miedo que sería incapaz de abrir la boca.
Con el señor Maurice, al menos, sería verdaderamente el crimen sin
motivo. Podrían interpretar su gesto. El gesto gratuito. Porque, además,
añadía algo innoble a sus ojos, ya que saldría a relucir que el comodoro no
había demostrado para con él más que benevolencia.
Mientras que matar a la viuda Roy no hubiera tenido ningún sentido. No
le agradaba. Sólo sentía repulsión hacia ella. Ella le había manifestado su
antipatía.
Bueno. Se pondría el pantalón antes de meterse en el pasillo.
Y he aquí que todo se borraba, como en una pizarra.
—Pobre Marcel.
No tenía fiebre. Sentía solamente esa fatiga generalizada que conocía ya,
desde niño, cuando se había pasado algunas horas por los prados, pescando
con su padre en el río. Su sangre parecía más caliente en sus venas y sentía
una sensación casi agradable a flor de piel.
De repente, un pensamiento le dio miedo. ¿Podría llegar a tiempo?
Suponiendo que la policía fuese más de prisa que él…
Había tratado de demostrarse que el peligro no existía y Sylvie le había
ayudado. No era posible que le encontrasen aquí, después de la historia de
Montpellier. Pero ¿y si lo lograban a pesar de todo? ¿Y si el comisario
Colombani, al que le gustaban las jovencitas, había representado una comedia
y le consideraba ya sospechoso?
En este caso, sería demasiado tarde. Se le daría otra interpretación a su
gesto. Pretenderían que había matado por miedo a la prisión y a todo lo
demás o bien por vergüenza o por remordimientos.
Viau sabía bien que no era la verdad. No podían quitarle lo único que le
quedaba.
Se acabó. Lo había decidido. Y no un día que estuviese bebido, no.
Tranquilamente, sereno.
Nunca había estado tan tranquilo en su vida como en este domingo. Tan
sereno como cuando el pequeño Marcel iba y venía por el corral contándose
historias. Había pesado el pro y el contra. Lo más curioso es que tanto el
comodoro como Sylvie habrían hecho otro tanto. Sin embargo, no habían
encontrado nada. Menos que él. De lo contrario, Sylvie se lo habría dicho
antes de que él se hubiera acostado y se hundiera en su soledad.
No había salida, porque no tenía el coraje de continuar. ¿Qué hacer? ¿Por
qué? Esto volvería a empezar siempre, después de un intervalo más o menos
largo. Hacía bastante tiempo que aquella situación duraba y ya le tenía
asqueado.
Entonces, mejor era terminar. ¿Por qué no acabar limpiamente? ¿Por qué
desafiarles una última vez? ¿Por qué hacerse el listo?
Se enternecía. Pensaba en su padre. Lástima que no hubiera podido ir a
verle una última vez. Entre hombres.
Franqueando los dos, bajando la cabeza, la pequeña puerta de la cocina.
Conocía el recorrido del sol en esta habitación durante todas las horas del
día.
Pero le hubiera gustado vivir, vivir de cualquier forma que fuese.
Camarero, como Raphaël. Es un sueño que tenía a menudo. Arreglar la
terraza por la mañana, después de haber bajado con la manivela el toldo de
rayas rojas, encender la cafetera. Limpiar los espejos con blanco de España.
¿Por qué le parecería tan agradable lavar los espejos con blanco de España?
¿Y pasar el paño con aires de malabarista por encima del mármol de las
mesas?
Y ser amable con los clientes, con todos, aunque algunos de ellos lo
fastidiasen.
Pero aquello no duraría. Ésa es la desgracia. Hiciera lo que hiciera, no
podía durar. Volvería a empezar otra vez. Otra vez atrapado por sus
fantasmas. Empezaría paulatinamente, con pequeñas humillaciones, con
miradas de reojo y, después, un buen día…
¿De qué servía pensar en todo esto si ya todo se había acabado? Y era
preciso ir de prisa, evitar a cualquier precio que la policía encontrara su pista
antes de haber consumado su obra y se pudiera dar una torcida interpretación
a su gesto.
Puesto que tenía el derecho de abandonar Chantournais, al día siguiente
se iría con Sylvie. Pero no temprano. Tenía ganas de levantarse tarde por
última vez, de quedarse en la cama mientras ella se vestía, de ver su espalda
desnuda mientras se lavaba.
Podrían coger el tren de las once y media. Un trenecito que empleaba dos
horas en recorrer treinta kilómetros, pues se paraba en todas las aldeas y
alguna vez hasta en las encrucijadas para dar paso a los rápidos. Lo había
cogido una vez y había tenido tiempo de bajar a las cantinas, en cada parada,
para beber un vaso de vino blanco. El jefe del tren bajaba también para
refrescarse.
Ojalá haga sol, haga calor. Tenía ganas de sentir el sudor sobre su piel y
el frescor del vino blanco del país en su garganta. Estaba viviendo todas estas
sensaciones. De vez en cuando, volvía atrás para añadir un detalle, un toque
de color, una sensación sabrosa.
Nadie sospechaba nada. Sylvie no bajaba en las pequeñas estaciones, pero
le miraba por la ventanilla, con el miedo de que no volviese al oír el silbato…
—Ya ves que estaba con el jefe del tren. No había peligro.
¿Es que no tenía derecho a jugar con naderías cuando vivía su último día?
En Niort, estaba un poco embotado por los repetidos vasitos de vino
blanco. Embotado, pero no ebrio. Sobre todo, no tenía que estar borracho.
Porque eso también falsearía el sentido de las cosas.
Conocía un buen restaurante cerca de Correos. Se bajaban unos escalones
y parecía que se entraba en una cueva.
¿Qué comería? Escogería. Tenía tiempo. Pondría alegría en su mirada,
una alegría especial que Sylvie no podría comprender, que la turbaría un
poco. No demasiado. Para que ella no sospechase y no se pusiera pesada. Al
contrario, era necesario que ella se dijera:
«Está razonable… Ya está salvado».
Y esto no era verdad. ¿Qué estaba salvado? Esperarían el tren de la
noche. El rápido Bordeaux-París. Justo para ir al vagón restaurante. Siempre
le había gustado comer en el vagón restaurante. Y en el rápido de Bordeaux
había personas importantes que hacían regularmente el viaje a París,
armadores, altos funcionarios, importadores, abogados, a veces hasta un
ministro.
Un compartimiento de primera clase. Unas revistas que habría comprado
en la estación. Sylvie, sentada modosita delante de él, pues no le disgustaba
jugar a la mujer de mundo… De vez en cuando, tiraría de su falda… Él
consultaba su reloj… Sólo él sabía… Aún tres horas. Aún dos… Su vecino
de compartimiento había cambiado sus zapatos por pantuflas y se había
quitado también la corbata y la chaqueta.
—¿Por qué no te quitas la chaqueta, Marcel? Tienes calor…
Porque no podía hacerlo. No se hacen esas cosas en mangas de camisa.
Sylvie lo comprendería más tarde. Ladeaba la cabeza, moviéndola con el
traqueteo del tren. Entreabría los labios. Se adormecía. A intervalos regulares,
alzaba los párpados asegurándose de que Viau permanecía a su lado.
—¿Dónde vas?
Pero no había hecho ruido. Estaba de pie, a punto de pasar por encima de
sus piernas.
—Vuelvo en seguida.
Entre Tours y Blois. Había decidido que sería entre Tours y Blois. El
tendido del ferrocarril seguía al Loire. El tren iba a buena velocidad. La
carretera estaba unos cien metros más allá y a veces se cruzaban con los faros
de los coches.
Marchaba hacia el fondo del pasillo, tambaleándose un poco, como
siempre pasa en el tren, tropezando contra las mamparas de caoba.
Una puerta por abrir. La maldita puerta, no la del lavabo, la otra, que
dejaba penetrar una violenta corriente de aire. El estruendo repentino de las
ruedas y los ejes.
¿Adivinaba Sylvie que todo había acabado? Olvidaba fingir que dormía.
Se da la vuelta en la cama con un profundo suspiro.
Viau contemplaba, contra la blancura de la almohada, la masa escultural
de los cabellos de Sylvie bañados por la luna. Preguntó muy quedo.
—¿Duermes?
Viau contestó simplemente, sin ironía:
—Casi.
Casi estaba terminado, en efecto. Un pequeño esfuerzo e iba a poder
dormir. Dormía…
En un momento dado, mucho más tarde, la vio de pie, inclinándose sobre
su cama, lo que le hizo dar un sobresaltado respingo.
—¿Qué haces?
—Nada… Duerme… Me había parecido que gemías.
CAPÍTULO UNDÉCIMO

I ncluso esto, que parecía pertenecerle únicamente a él, iban a robárselo.


Hasta el sol que no había salido, esta mañana, para darle la bienvenida.
Caía una lluvia fina y tibia que brillaba en los tejados y que había tenido
tiempo, desde el alba, de empañar los cristales.
No sabía qué hora era. Había debido dormirse, hacia la madrugada, con
un sueño pesado, aplastante. Le despertaba la sensación de algo anormal.
Hubiera jurado que sentía un vacío en la habitación y, al abrir los ojos, se dio
cuenta de que la cama de Sylvie estaba vacía. Miró hacia el lavabo y no
estaba allí. Aguzó el oído. Ahora era en toda la casa donde le parecía olfatear
algo sospechoso. Hasta los ruidos, las idas y venidas, no parecían ser las
mismas de los otros días. Su reloj, en la mesita de noche, estaba parado.
No quería levantarse. Esperaba con el oído atento. El bolso de viaje de
Sylvie seguía allí y su sombrero y la chaqueta clara de su nuevo conjunto
también. Sabía que no podía haberse ido.
Tampoco estaba en el cuarto de baño, pues hubiese ido en bata y
zapatillas. Sus zapatos tampoco estaban en la alfombra.
Algo nuevo había surgido. No sabía todavía qué, pero no podía ser nada
bueno. En vez de impacientarse, de precipitarse hacia sus ropas, y correr
afuera, se quedó inmóvil en la cama. Se endurecía, trataba de endurecerse,
colocarse una coraza contra lo que pudiera surgir.
Trataba de componer su papel de villano, de malvado, lentamente, poco a
poco. Ya no se trataba del pequeño Marcel y de las bonitas historias que se
contaba. Tenía la convicción de que estaban robándole su muerte. Apretaba
los dientes, crispaba los puños, mientras le subía una rabia fría y
amenazadora.
¿Qué estaba haciendo abajo? Estaba con el señor Maurice, sin duda su
antiguo amante. ¿Qué diablos maquinaban los dos, queriendo actuar en su
lugar, como si él fuera un bebé?
Encendió un cigarrillo que tenía mal sabor. Estuvo a punto de llamar para
que la camarera le subiese el café, pero decidió esperar.
Por fin unos pasos, los de Sylvie, se oyeron en la escalera. Se abrió la
puerta. Estaba completamente vestida, pero apenas peinada y no había tenido
tiempo de maquillarse, lo que hacía que pareciese que no se hubiera lavado la
cara.
—Estás despierto… —dijo con una mirada inquieta que no sabía dónde
posar.
Sylvie rehuía sus ojos. Era incapaz de disimular su desconcierto,
retrasando el momento de anunciar la mala noticia. Cerraba la puerta, recogía
un calcetín de la alfombra y lo ponía al pie de la cama.
—Dormías tan profundamente que no has oído cuando han venido a
llamar a la puerta…
—¿Qué hora es?
—Las ocho y media.
Para demostrarle que estaba tranquilo, se sentó en la cama y se apoyó en
la almohada. Dio cuerda al reloj y puso las saetas en hora, sin formular
ninguna pregunta.
—Era Maurice… El señor Maurice.
—No es preciso que digas señor.
No se estaba quieta, a pesar del violento esfuerzo que hacía por
controlarse.
—Escucha, Marcel…
Y él pronuncia, satisfecho del sonido de su voz, en tono absolutamente
normal:
—¿Están abajo?
—Pues no… Espera… Hay un tren que llega de Poitiers a las seis y
media de la mañana… Hoy, Maurice estaba en la estación con su camioneta.
Porque esperaba una entrega…
¡Vaya! Sylvie aprovechaba la autorización de apear a su amante del
tratamiento, sin siquiera darse cuenta. Viau se imaginaba la estación, la
lluvia, los rieles relucientes, el tren jadeando todavía.
—Ha reconocido a uno de los viajeros, un inspector de la brigada móvil,
un tal Laterne o Lanterne… Uno joven… El comisario de policía le estaba
esperando en el andén, y se han ido los dos a tomar algo al hotel que hay al
final de la calle Gambetta; es el único bar abierto a esa hora.
—Entiendo. ¿Después?
—Cargó sus paquetes y puso la camioneta en marcha y los dos hombres
ya estaban en la acera. Maurice esperaba llegar a tiempo para avisarte.
—¿Avisarme, de qué?
—¿No lo entiendes? Han entrado aquí. Han pedido una habitación para el
inspector… Maurice le ha puesto en el piso de arriba, lo más alejado posible
de nosotros, ya adivinas por qué… Pero los dos hombres no acababan nunca:
han tomado su desayuno en el comedor; hablaban de alguien al que esperan a
las dos de la tarde… A las dos es el tren de Bordeaux… El tren que tomaría
un viajero procedente de Montpellier… Han llamado a Maurice; le han
preguntado:
»—¿Siguen arriba?
»Ha dicho que sí, naturalmente.
»—¿Tranquilos?
»—Todo lo tranquilos que puedan estar.
»Comprenderás que no podía decir otra cosa. Y los polis se miraban.
Cuchicheaban entre ellos. Se pasaban papeles que el inspector de Poitiers
tenía en su cartera.
»—Usted sabrá ser discreto, ¿verdad? —recomendaban a Maurice.
»Fíjate que está muy bien con ellos. Saben que ha estado en la cárcel. Y
es esto justamente lo que parece hacerles compinches. Es difícil de explicar,
pero ocurre a menudo. Tienen más confianza en él que en cualquier hombre
honrado. Es un poco como si pertenecieran al mismo clan…
»Le han preguntado lo que hacías durante el día; si recibías cartas, si
mandabas telegramas, si parecías inquieto…
»Incluso le han preguntado si parecíamos muy enamorados…
Viau deja caer, siempre sentado en la cama, con un cigarrillo en los
labios:
—¡Se acabó!
—El comisario Colombani se ha marchado. El inspector ha subido a su
cuarto pidiendo que le despertasen a las nueve…
Una ojeada al reloj.
—Maurice aprovechó para llamar a la puerta, suavemente, pues a pesar
de todo no se fía. Me he vestido como un rayo. Ni siquiera me he lavado. No
hay ni que decir que he pasado una mala noche. Has roncado casi todo el
tiempo.
—Creía que había gemido.
—Al principio… Después, has roncado… Maurice me ha puesto al
corriente. Escucha…
A Sylvie no le gustaba esta manera demasiado despegada que tenía de
mirarla. Como si apenas le interesara lo que ella decía, como si aquello no le
concerniese a él.
—Es posible que la estación esté vigilada. Sospechaba que Colombani
llevaba algo en la cabeza. No te hizo ir a la comisaría y fue tan amable por
nada. Ayer, el telégrafo debió funcionar todo el día. Han hecho
comprobaciones. Y esperan a alguien que ha de venir aquí para
identificarte… Quizá me equivoque, pero apostaría que se trata del barman
del cabaretucho de Montpellier: lo de tu maleta siempre ha llamado la
atención. Un tipo con una maleta, en una boîte, llama la atención…
—¿Y después? ¿Qué ha dicho Maurice?
—No te burles… Hay dos soluciones… Primero, la camioneta, que ha
dejado expresamente en el patio, con el depósito lleno. Si han acordado
vigilar la estación es porque saben que no tienes coche y no han tenido
tiempo de avisar a las comisarías para establecer barreras en las carreteras.
—«Maurice dixit» —ironiza Viau.
—¿Cómo?
—Nada. Sigue. Salto en la camioneta y huyo…
—Llegas hasta cualquier ciudad por donde pase un rápido, no importa
dónde. O bien te diriges hacia Nantes, donde no es muy difícil esconderse en
los barrios bajos…
—¿Y después?
—Espera… Es la primera solución y a Maurice no le gusta mucho…
Porque dentro de dos horas tendrían otra vez tu pista… Y entonces ya es
cuestión de minutos. Una avería, un guardia demasiado celoso, que tenga la
curiosidad de pedirte los papeles y estás listo…
—Estoy listo. Bueno.
—Cállate, ¿quieres? Nunca te he visto así.
—Yo tampoco. No te pongas nerviosa, vamos. ¿Acaso yo me inquieto? Y
sin embargo, esto me concierne un poco, ¿no crees?
—Los minutos pasan.
—Y nuestro pobre Maurice debe estar ansioso al pie de la escalera.
—Hay otro medio, el mejor. Sólo que hay que ir rápido… Si empezaras a
vestirte mientras yo hablo…
No se movió.
—A ver qué me vas a proponer.
—Desde que vive en Chantournais tiene una habitación en una casa de la
calle de Loges. Es una casa vieja, con una tienda de artículos de pesca en la
planta, regentada por una anciana medio sorda… No hace falta atravesar la
tienda… Se entra por un callejón sin salida donde nunca hay nadie… La
escalera sólo conduce a la habitación. La ha conservado porque tenía
necesidad de un rincón suyo.
—Para los días en que la viuda Roy le tiraniza demasiado.
—Te lo suplico, Marcel. Tienes tiempo de llegar. Incluso si está vigilado
el hotel, te hará pasar por detrás, a unas viejas cuadras que dan a la calle de
Loges. La policía no habrá reparado en esta salida. Nadie conoce esta
habitación… Te buscarán en todas partes, menos allí. Sólo tendrás que
quedarte algunos días o, simplemente, esperar a la noche… Después, te vas…
Eres bastante despabilado para escurrirte de entre sus dedos. Tienes dinero…
Te dará más si lo necesitas. Si alcanzas Nantes o Bordeaux o incluso La
Rochelle, estás salvado porque siempre encontrarás un barco…
—¿Y después?
Sylvie comprende de golpe. Sin duda, ya había pensado lo mismo,
aunque rechazase estos pensamientos. Deja caer los brazos, abatida.
—¿Prefieres dejarte coger?
Viau se encogió de hombros.
—Hay un montón de cosas que puedes hacer, lo sabes muy bien.
—Incluso el imbécil.
Sylvie finge no haberle oído.
—Apenas lo desees, si piensas que puedo serte útil de alguna manera, iré
a tu encuentro.
—Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.
—¿Aceptas?
Sylvie tiene un gesto de esperanza, porque Viau se levanta, con las
piernas desnudas, y se dirige tranquilamente al lavabo.
—Ve pues, abajo, a buscar las últimas noticias.
—Si aceptas, tienes que decirlo, porque Maurice irá en seguida allí a
llevar alimentos y algo de beber para algunos días.
—Que no se tome esa molestia. No vale la pena.
Viau se enjabona las mejillas para afeitarse.
—Sí vale la pena. Hemos pensado en todo… En el fondo, esto es una idea
de él. Le he contado la historia tal como me la contaste. Si no te has
engañado, no arriesgas gran cosa. Porque ellos no llegarán a reunir bastantes
pruebas… ¿Me escuchas?
—Religiosamente.
—El testimonio de un barman, sobre todo de un barman de un cabaret de
mala muerte, no es suficiente. Con más razón si tú tienes una coartada…
Maurice tiene un amigo en Limoges, alguien que, por unas razones que no
conozco, no puede negarse… Si tú estás de acuerdo, va a enviarle en seguida
a alguien de confianza, pues no se fía ni del correo ni del telégrafo. Su amigo,
que comercia en cueros, o en curtidos, tiene una fábrica en los alrededores de
Limoges y afirmará que has pasado en su casa la noche de Montpellier.
»Hay una línea de ferrocarril directa de Limoges a Toulouse. Si han
reparado en tu paso por esa ciudad por mi causa, podrás siempre decir que
venías de Limoges… Es suficiente para ponernos de acuerdo…
»Se quedarán con un palmo de narices… No tienes antecedentes…
—Gracias.
—Escúchame, Marcel…
—Ve a por noticias, ¿quieres? Puede haber algo nuevo. Esos tipos
trabajan de prisa cuando no tienen un pez gordo entre manos.
Viau había acabado de afeitarse. Marcha hacia el lecho para tomar su
pantalón. Esto fue un descuido. Cuando se da la vuelta, no tiene ninguna
duda. Ella está de pie, cerca de la puerta.
Sylvie le dice:
—Te equivocas, Marcel… No sé qué tienes en la cabeza, pero…
—Vete pronto.
Y es él mismo quien la empuja fuera. Cierra la puerta. Echa una vuelta de
llave. Vuelve al lavabo, calmoso, muy frío, un poco pálido y entonces
comprende…
Sylvie tuvo tiempo de agarrar la navaja y llevársela. Era la única cosa que
tenía en su mente mientras le hablaba y él la escuchaba distraídamente. Había
debido cambiar la historia de la noche e inventar otra.
Ésta era menos hermosa. Pero guardaba todavía un cierto brillo. No podía
arrojarse por la ventana. No había bastante altura para cascarse la cabeza o
los riñones.
Se viste. Mantiene de nuevo el oído atento a los ruidos de la casa. ¿Por
qué Sylvie no vuelve? Le parece que hay un murmullo abajo, como de varias
voces de hombre. Entreabre la puerta y cree reconocer el acento del
comisario.
Después, alguien sube. Llega al segundo piso y llama a una puerta.
—Son las nueve, señor.
Era Maurice. El señor Maurice, que volvía a bajar sin atreverse a parar en
el primero.
Viau se peina con cuidado, se lava los dientes, se cepilla las uñas con la
ayuda de una pequeña lima que tenía siempre encima. No era,
desgraciadamente, un arma suficiente.
Ocurre como en el teatro. Los tramoyistas se afanan en las tablas
colocando los decorados, el director coloca a los figurantes en orden, se
corrigen las luces, la orquesta afina sus instrumentos, mientras que el
protagonista está aún en su camerino.
¿No es él el protagonista?
Le apetecía mucho una taza de café. Esto también se le frustraba. Se
había sentido frustrado toda su vida, siempre de una forma mezquina. Hasta
los condenados a muerte tienen derecho al vaso de ron ritual.
Tenía seca la garganta y no podía estarse sin fumar.
—Oye, Marcel.
Sylvie llega enloquecida.
—Están abajo… El inspector ya ha bajado. No sé qué tienen en la cabeza,
pero se imaginan que tú no vas a rendirte.
—¿Tú crees?
—Vacilan… Toman todas las precauciones. Tienen dos agentes de
uniforme en la calle y otro más en el patio… Me han interrogado… No sobre
lo de Montpellier… No sobre tus asuntos… Sobre todo, me han preguntado
con insistencia:
»—¿Cómo es él? ¿Qué es lo que piensa hacer?
»Creen que estás armado… Creo que te tienen miedo… Les han debido
dar una falsa descripción…
—¿Tú crees?
—Les he asegurado que se equivocaban. Que iría a hablarte y que tú
bajarías para explicarte con ellos…
—¡Pardiez!
—Es lo que vas a hacer, ¿verdad? Me han dado diez minutos…
—Y después, ¿qué?
—Subirán.
—¿Dónde has puesto mi navaja?
—La he dejado abajo. No hagas tonterías, Marcel… Nunca te he hablado
así… Por el amor de Dios, por tu padre, por mí, no hagas tonterías.
Y Viau, tieso y glacial, condescendiente, con el gesto de separar a los
débiles ante la catástrofe:
—Ve.
—¿Dónde?
—No quedan más que cuatro minutos.
—¿Qué vas a hacer?
—Nada… Diles que suban.
Él le sonríe con una sonrisa tan infantil que la desarma.
Por primera vez, consigue engañarla y esto, a pesar de todo, es una
pequeña satisfacción.
Sylvie insiste:
—¿Serás prudente?
—Como un santo.
Sylvie tenía ganas de besarle y él lo sabía. Pero no quería ternezas.
—Vete.
Un instante, cuando ella sale, cierra los ojos. Nunca había tenido miedo
de los golpes, del dolor físico. Pero, desde que había asistido al arresto de un
hombre, un marsellés, por cuatro policías, guardaba una imagen que le helaba
la sangre en las venas.
El instante en que, de pronto, las muñecas quedan encerradas en las
esposas y cuando el policía, por costumbre, sacude un buen golpe…
En ese momento, se acabó. El marsellés era un chico guapo y fuerte. Era
como si entregase su cabeza y todo su coraje al tipo que le detenía. Quedaba
uno a su merced y era como una fiera en una jaula, como un perro rabioso al
que se le ha puesto el collar de puntas aceradas.
Desde ese momento, pueden respirar tranquilos, vengarse del miedo que
han pasado, golpear o romperle la cara a uno, darle patadas en las espinillas o
rodillazos en las partes.
Las esposas ya están fijas. No hace falta más. Pero ellos pueden, como
ocurrió en Marsella, permitir a la multitud dar escape a su mal humor,
recomendando:
—Golpeadle, pero no demasiado fuerte para no estropearlo…
Se había jurado que esto no le ocurriría jamás. Y fue Sylvie, que casi
parecía amarle, a fin de cuentas, quien acababa de proporcionarle el único y
verdadero medio de poder escapar.
Seguían susurrando, abajo. Se disponían a actuar concertando los últimos
detalles. ¡Ojalá estén armados! ¡Ojalá que a alguno, por lo menos, le dé por
tirar!
No le quedaba más que esta esperanza. Les oía subir, a paso de lobo.
¿Cuántos eran? ¿Quién iba en cabeza? Quien fuera, debía volverse
medrosamente y dirigirles sus últimas recomendaciones.
Se puso detrás de la puerta. Tenía siempre la sensación de la lluvia,
afuera, de la cual percibía el murmullo. ¿Es que habían reclutado también a
los vecinos? Era probable. Sobre la acera de enfrente, a prudente distancia,
para verlo sin riesgos. Deberían llamar a los niños.
—Ven aquí… Te van a dar un mal golpe…
Y la patrona, la viuda Roy, ¿estaría detrás de su caja?
¿Y Maurice?
Ya estaban allí, separados de Viau por la puerta de delgada madera. Les
oía respirar. Llaman discretamente, como si tuvieran miedo de despertar sus
malos instintos.
Se da el gusto de no responder. Esto debe turbarles. ¿Quizá se interroguen
con la mirada? Se imaginan, sin duda, que se ha hecho una barricada, aunque
no haya dado vuelta a la llave.
Llaman de nuevo. El picaporte gira. La puerta se mueve. Un brazo, un
trozo de chaqueta negra, una mano clara, una silueta.
Y en esto, bruscamente, el tumulto. Viau había saltado hacia delante.
Golpeaba con todas sus fuerzas, en el montón que le rodeaba, mordía,
pateaba, les daba con la cabeza.
Tenía conciencia de que alguno de ellos blandía un negro revólver y que
no osaba disparar por la confusión reinante.
Rodó por tierra, pero no estaba solo. Eran tres, por lo menos, los
miembros revueltos, que se destrozaban mutuamente la ropa y la piel,
golpeando todo lo fuerte que podían. Había sangre. ¿De quién? Esto no tenía
importancia. Un toque de silbato le destrozó las orejas; sin duda, una llamada
de auxilio.
Viau conservaba su sangre fría. Era lo menos que podía hacer. Golpeaba
con precisión. Le hieren dos veces en la misma mejilla, junto a un ojo,
mientras que otra mano le tira del labio superior y lo destroza lenta,
progresivamente. Le es igual. Es mejor así.
Abajo deben estar excitados. En la calle, rugiendo, debe haber un buen
montón de gente. Telefonean. Se oye una voz ansiosa, que dice:
—¡Oiga! ¡Oiga! ¿La alcaldía? ¡Pero le he dicho que me ponga con la
alcaldía!
¿Por qué no con los bomberos?
No tenía mucho tiempo y aprovechaba los minutos que le estaban aún
concedidos. Tenía ahora una rodilla encima de su pecho y le martilleaban el
rostro. Veía un poco rojo, por culpa de la sangre, mientras un imbécil se
obstinaba en estirarle de un pie y acababa por caerse de espaldas, con su
zapato en la mano.
—En nombre de la ley, Marcel Viau…
Llega, como un bravo, hasta el límite de sus fuerzas. Esto no es lo que
había escogido. Se lo habían escamoteado todo, hasta el final. Se preguntaba
si su padre se sentiría humillado con este final.
Uno de ellos, con la ayuda de un objeto duro, tal vez la culata del
revólver, le da en la cabeza.
Tuvo como un vahído. Sus facciones se crispan. Cree que se va a
desmayar.
Es así, cuando ya está caído, teniendo aún la cabeza de uno de ellos entre
las rodillas apretadas, cuando le colocan las esposas.
—Levántate.
Era un alivio, a pesar de todo. La prueba es que sonríe, una sonrisa que
nadie, salvo él mismo puede apreciar. ¿No habían Sylvie y el señor Maurice
arreglado bastante bien las cosas? ¡Su idea! He aquí el error… Sus planes.
Como si lo que fuera bueno para el señor Maurice, o para una bestia apestosa
como Mangre, fuera también bueno para él, para Viau.
Les había demostrado…
Permaneció tendido un momento y dejó pasar un rato para respirar. No
sentía ningún dolor, pero tenía conciencia de que su cara estaba deformada y
llena de sangre.
—¡De pie!
Claro. Él iba a obedecer. ¡Obedecería! Ahora ya no le daba vergüenza
obedecer, porque estaba encadenado como un animal.
Tuvo una idiotez, una irremediable idiotez, el comisario o el inspector de
Poitiers, Viau no sabría precisarlo porque tenía una nube en la cabeza, al
pronunciar con una satisfacción hipócrita:
—Ya me lo estaba temiendo…
¿El qué, eh? ¿Quién lo dice, quién se creía tan listo? ¿Qué era lo que se
estaba temiendo?
Pobre cretino, no sabía que todo hubiera sido mucho más simple si le
hubieran dejado hacer a él, ¡a Marcel Viau!
Se estaban recomponiendo. Dos de ellos se lavaban la cara en el lavabo.
En cuanto a él, le dejaban sucio de sangre y polvo, porque esto lo hacía más
espectacular para la gente que esperaba afuera.
Si hubieran podido, habrían convocado a los reporteros de cine.
—Lleváoslo vosotros… ¿Habéis registrado sus bolsillos?
Era la voz del comisario, el corso bajito, al que le gustaban las jovencitas
con faldas muy cortas. Viau debía haberle estropeado el domingo con todos
los telegramas que sin duda se había obligado a cursar. Pero se creía muy
listo. Esperaría el ascenso.
—¡Andando!
Tenían tanto miedo los de abajo, que no se atrevían a asomar más que la
nariz por la puerta del comedor. El vestíbulo estaba vacío. Busca a Sylvie con
los ojos. Estaba llorando en un rincón, al lado de un agente de uniforme que
la vigilaba de cerca, el mismo que el sábado después de comer ataba los
anzuelos a los aparejos tras haber mojado los cabos con saliva.
Realmente hacía un tiempo ideal para el cine. Un gris a pedir de boca, con
unos reflejos glaucos. Solamente que, para filmar, es necesaria la lluvia
artificial, con las mangas de los bomberos. La lluvia natural, la buena, no
sirve.
Los tipos duros que se hacen arrestar no dan tanto trabajo como ha dado
él. Hace falta poner las cosas en su sitio.
«Arresto de un peligroso malhechor que…».
Se ve, en la puerta encristalada, con una manga de la chaqueta casi
arrancada, la corbata enrollada como un lazo y la cara tumefacta que no
reconoce.
Verdaderamente tenía una sucia jeta, una jeta de asesino.
Vuelve la cabeza, mientras su conductor tira de las esposas, arrastrándole,
mientras los otros le siguen, fieros y orgullosos de su hazaña.
Habrían podido llevarle en coche, pero era mucho más sensacional
recorrer a pie los trescientos metros, a lo largo de la acera, que les separaban
de la comisaría. Con los comerciantes en los quicios de sus tiendas, los niños
detrás, como si les escoltasen.
Atraviesa la habitación donde el viejo empleado, trazando siempre rayas
en su registro, le lanza una mirada de sorpresa.
La única mirada sorprendida que ve desde la mañana. Una mirada corta,
por supuesto. Porque el hombre se pone ya a hacer deslizar su pluma a lo
largo de la regla manchada de violeta.
—Supongo que confesará, ¿no?
Ellos no eran más que tres. El comisario no había recibido ni un golpe. Él
no entró en la pelea. Estaba tan correcto como el sábado. El inspector tenía un
cardenal cerca de la sien.
Viau se calla. Se calla durante horas. Todo el tiempo que ellos quisieron.
Ellos eran los amos. Le hablaban de lo que querían, usaban todos los
truquitos ingenuos que les pasaban por la cabeza y que, a lo mejor, habían
aprendido en una novela policíaca.
No le daban de comer ni beber.
El barman de Montpellier llegó, endomingado, con un aspecto tan poco
de barman como era preciso para la ocasión, disfrazado de hombre honrado,
con la aprobación de la policía, que, al tener necesidad de él, olvidaba de
dónde salía.
—¡Es él!
Viau tenía puestas las esposas. Esto era tranquilizador.
—Juraría que es él…
Viau no le desmiente. No desmiente nada, porque es el único medio de
tener de comer.
A las cinco, después de haber intentado en vano hacerle firmar unas
declaraciones, le meten en una pequeña pieza, en una especie de pocilga con
el suelo de cemento, donde hay un agujero apestoso a ras del suelo para hacer
sus necesidades.
Le traen una escudilla de sopa con una cuchara. Le dejan solo, en la
oscuridad.
—Esto le ablandará —murmura el agente que cierra la reja por fuera—.
Dentro de un rato o mañana estará suave como la seda.
¡Como la seda! Como un muerto. Porque Viau había afilado su cuchara
sobre el piso de cemento hasta que tuvo el mismo filo que su navaja.
¿Habrá encontrado, al fin, su lugar en alguna parte? ¿No habrá sido
condenado, para purgar sus pecados, a buscarlo durante toda la eternidad?
De cualquier modo, para la gente de aquí abajo, está muerto. Y él no tuvo
más que a Sylvie y al señor Maurice que, con un hombre al que no conocían
y que debía ser el padre, estuvieron en su entierro.
Y una silueta que seguía desde lejos, por la acera, y que se parecía a
Mangre.
FIN

Junio de 1946.
GEORGES SIMENON, nació en 1903 en Lieja, Bélgica, en una familia de
escasos medios. Estudia sólo hasta los 15 años porque tiene que buscarse la
vida. Tras vivir un año de toda suerte de trabajos, no siempre legales, entra,
en 1919, como reportero en La Gazette de Liège. En 1921, publica su primera
novela, Le Pont des Arches. Al año siguiente, parte hacia París, donde
empieza a colaborar en Le Matin. Tras diez años de intensa vida bohemia,
durante la que escribe por encargo más de mil novelitas populares, reportajes
y artículos, consigue, en 1931, firmar su primer contrato con una editorial
literaria y escribe la primera de las 117 novelas que finalmente le llevarán a
la fama. Curiosamente, ese mismo año concibe al hoy célebre personaje del
comisario Maigret que protagonizará una serie de 76 novelas policíacas,
clásicas ya del género.

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