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Escuela 4-176 Valles de Potrerillos Nombre _

LENGUA Y LITERATURA – 5° año


Prof. Bárbara Echavarría 1er cuatrimestre 2020

Trabajo Práctico Evaluativo para alumnos en proceso de


recuperación de saberes
A partir de esta semana comenzamos con el proceso de recuperación de saberes pendientes
de aprobación de Lengua y literatura.
1 Tenés que hacer TODAS las actividades, sin errores de ortografía y con la mayor prolijidad
posible para aprobarlo.
¡¡¡A TRABAJAR!!!

ACTIVIDAD 1

1) Lee el cuento “La noche boca arriba” del escritor argentina Julio Cortázar (ver
siguientes páginas).
2) Respondé las siguientes preguntas:
a) El cuento tiene dos líneas argumentales. Resumí cada una por separado.
b) ¿En qué época y lugar ocurren cada una de esas líneas argumentales? ¿Qué
elementos nos permiten ubicarlas en tiempos y espacios diferentes?
c) ¿Qué sentidos se privilegian en cada línea argumental para la captación de la
realidad de los protagonistas?
d) ¿Qué elementos en común tienen ambas historias?
e) ¿Cómo se realiza el pasaje de una “historia” a otra a nivel ortotipográfico (comas,
punto y seguido, punto y aparte, punto y coma, sin signos). ¿Por qué habrá
elegido hacerlo de este modo el autor?
f) ¿Qué se revela, o qué descubre el lector, en el final acerca del protagonista y de
la relación sueño/realidad?

ACTIVIDAD 2

1) Lee el cuento “Emma Zunz” del escritor argentino Jorge Luis Borges (ver siguientes
páginas).
2) Respondé las siguientes preguntas:
a) Analizá a su protagonista desde diferentes planos: su temporalidad (su historia,
su presente, su posible futuro), sus relaciones sociales (familia, trabajo, vivienda,
condiciones de vida), sus cualidades y atributos personales (sentimientos, modos
de actuar).
b) Observá al narrador: señalá la presencia de su voz en el relato. ¿Qué tipo de
narrador es?, ¿cuánto conoce de la protagonista y de la historia?, ¿de qué modo
relata este episodio?
c) En este cuento Borges trabaja con un procedimiento literario propio del relato
policial y que funciona para generar suspenso: las alteraciones temporales.
Señalá los momentos en que el narrador realiza anticipaciones temporales
(prolepsis) y en los que se vuelve hacia el pasado (analepsis). Establecé una
cronología de los
hechos relatados, en la que incluyan a la vez estos movimientos temporales hacia
el pasado y el futuro de Emma Zunz delineados en el cuento.
d) Uno de los temas centrales de este cuento es el tabú. Investigá qué significa esta
palabra, cuál es su etimología, y cuáles son sus significados en este caso, es decir,
¿qué es lo que no se puede decir, y por tanto el narrador apela a que el lector lo
interprete por inferencias?

ACTIVIDAD 3

1) Lee el cuento “No dejes que una bomba dañe el clavel de tu bandeja” de Esteban
2 Valentino (ver siguientes páginas).
2) “No dejes que una bomba dañe el clavel de tu bandeja” cuenta la historia de Emilio
Careaga. Para hacerlo, el narrador no utiliza una sola voz, sino que mediante un
procedimiento narrativo va intercalando voces y párrafos que refieren a distintos
momentos importantes en la vida del protagonista ¿A qué momentos de la vida de
Emilio corresponden? Armá el marco narrativo (El marco narrativo es la situación
temporal y espacial de los hechos, además es donde se presenta a los personajes que
van a protagonizar la historia) correspondiente a cada uno de esos momentos.
3) ¿Qué suceso, hecho o acontecimiento histórico se ficcionaliza en el cuento?
Transcribe una cita textual que fundamente tu respuesta.
4) ¿Quién es y qué importancia va a tener Mercedes Padierna en esta historia?
5) Observá las siguientes frases. ¿Qué tiene en común? Resaltá las palabras que están
usadas con un lenguaje propio de la jerga militar. ¿Por qué las usa el autor para
relatar un episodio de una conquista romántica?
a) “Bah, no es tan terrible, después de todo”, se dijo mientras miraba a
Jorge que empezaba su ataque final sobre la posición de Mercedes
b) la estrategia de Jorge y el Colo había sido equivocada
c) ante las murallas de Mercedes Padierna
d) Pero fuera como fuese, Mercedes Padierna ya estaba a tiro de caricia.
6) La palabra “recuerdo” es fundamental para interpretar esta historia. Tiene una
etimología latina. Proviene de “re” que significa “de nuevo” y de “cordis” que quiere
decir corazón, es decir, significa “volver a pasar por el corazón”, “sentir de nuevo”.
Ubicá el párrafo donde aparece esta palabra. ¿Por qué te parece que él la recuerda a
ella en ese momento?
7) Explicá con tus palabras el sentido que adquiere dentro del cuento el siguiente
enunciado: “Cuando me dijeron que tenía que venir a Malvinas yo ya había sido
recreado por vos, Mercedes, y entonces venir a la guerra con tu recuerdo fue
también venir con aquel clavel que me hizo tanto mejor de lo que era”.
LA NOCHE BOCA ARRIBA
JULIO CORTÁZAR

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;


le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.

En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba.
El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía
nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle
central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se
lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y
la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue
como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar
la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo
alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su
derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no
tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de
costado.» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus
señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre
por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala
suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy
estropeada.
«Natural —dijo él—. Como que me la ligué encima...» Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al
llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en
una
camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y
deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando
una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el
brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las
contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el
pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le
acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la
mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía
nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se
movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de
hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no
apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.

«Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño,
en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor
rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al
corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a
su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más
temía, y saltó desesperado hacia adelante.

—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados
los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de
líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para
verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las
cosas
tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como
estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente
en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del
caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada —pensó—. Me salí de la calzada.» Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se
agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada
podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios
musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los
bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro,
la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la
selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el
rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y
su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,
vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.

El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el
aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces
un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la
pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan
cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se
vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le
dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al
mismo tiempo tenía la sensación que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera
tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.
El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi
un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y
era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba
apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el
olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió
las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y
húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto
con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo
del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que
gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a
venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían
ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las
mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el
dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó
antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de
plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado,
siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los
acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del
techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo
nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El
pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía
no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua
tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el
alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que
cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño
profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella
de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque
el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la
altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se
cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y
cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza
colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe
vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban
para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a
salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada
del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los
párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso
había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas
de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de
metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo,
también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba
con los ojos cerrados entre las hogueras.

FIN

Título Original: La Noche Boca Arriba.


Digitalización, Revisión y Edición Electrónica de Arácnido.
Revisión 3.
Emma Zunz
Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch


y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la
que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el
sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas
querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una
fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé.
Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en


las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya
estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil
porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y
seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre,
recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una
ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto
sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la
última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde
1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía;
Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,
fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo
que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss
discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios
y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los
hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa
de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular


alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro
de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el
Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz;
el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa
mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los
pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló,
cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos
horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la
justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió;
debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la
carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece
mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en
la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la
memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se
vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos
hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida,
por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de
otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió
que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero,
para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta
y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un
vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en
Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos
graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como
tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los
forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su
madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se
refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió
para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida
los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se
incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una
impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.
El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba.
Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al
oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la
cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido
no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos
y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en
los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal,
temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su
escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior,
la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero
el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para
ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo,
corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a
la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio


sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de
Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando
al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema
que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor,
sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un
solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas
no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa
minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de
la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la
venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor,
Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la
cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una
efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me
podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto.
No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el


diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó
sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con
esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor
Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente
era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el
odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las
circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
LEER CONOCER CRECER
Esteban Valentino

NO DEJES
QUE UNA BOMBA DAÑE
EL CLAVEL DE LA
BANDEJA
De Un desierto lleno de gente
PRESIDENTA DE LA NACIÓN
Dra. Cristina Fernández de Kirchner

MINISTRO DE EDUCACIÓN
Prof. Alberto Sileon

SECRETARIO DE EDUCACIÓN
Lic. Jaime Perczyk

SUBSECRETARIO DE EQUIDAD Y CALIDAD EDUCATIVA


Lic. Eduardo Aragundi

JEFE DE GABINETE
A. S. Pablo Urquiza

DIRECTORA DEL PLAN NACIONAL DE LECTURA


Margarita Eggers Lan

COORDINADORA DISEÑO
Natalia Volpe

DISEÑO GRÁFICO
Juan Salvador de Tullio, Elizabeth Sánchez, Mariana Monteserin y Mariel Billinghurst

REVISIÓN
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PIZZURNO 935 (C1020ACA) CABA. TEL: (O11) 4129-1000


planlectura@me.gov.ar - www.planlectura.educ.ar
República Argentina, 2012

“No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja” en Un desierto lleno de gente.
© Esteban Valentino
© 2002, Editorial Sudamericana S.A.
lustración: Feliciano G. Zecchin
Uso y reproducción de tapa original del libro, gentileza de Editorial Sudamericana.
NO DEJES QUE
UNA BOMBA DAÑE EL
CLAVEL DE LA BANDEJA
Esteban Valentino

Cuando Emilio Careaga vio por primera vez a Mer- cedes


Padierna pensó que algo no andaba bien, que un ser tan
maravillosamente bello no debía andar por allí con toda esa
forma de mujer arriba suyo con el solo propósito de hacerlo
sufrir, de hacerle sentir que él era tan irremediablemente
lejano a ella, que ella era tan absoludamente imposible para
él.
“Porque –pensó– si algo sé con certeza en este mundo
es que esa chica no es para mí. Bah, esas chi- cas jamás son
para uno. Las cosas nunca son per- fectas, siempre hay un
detalle que funciona mal. Las chicas lindas son lindas pero
al final de la fiesta se las toman con otro”.
Emilio Careaga tenía quince años recién cumpli- do;
Mercedes Padierna, catorce ya algo transitados, y formaban
parte del grupo de invitados a la fiesta

1
de una prima de Emilio que él casi nunca veía. Mer- cedes se
había pasado toda la noche en un rincón apartado del salón y
parecía con más ganas de irse que de seguir dejándose
admirar. Los compañeros de Emilio, que habían logrado
acceder al baile gra- cias a cuidadas falsificaciones de la única
invitación original, lo rodearon con sus vasos en la mano, mi-
raron a Mercedes y empezaron a darle lecciones de cómo
actuar en estos casos.
–Vos mirá y aprendé, Negro –le dijo el Colo.

–¡Tenés que aprender rápido, Careaga, porque si no la


segunda lección va a ser en la morgue! –gritó el sargento
Vélez en medio del ruido infernal que los rodeaba.
Afuera de la trinchera, la llanura de Goose Green era el
mejor simulacro de la peor pesadilla de cual- quier ser
humano. Las balas de mortero caían por todos lados y, por
más novato que fuera, Emilio Ca- reaga sabía que para su
trayectoria parabólica no ha- bía trinchera que sirviera. Si el
disparo caía adentro era el fin y le bastaba mirar hacia
cualquiera de sus costados, a sus compañeros muertos o con
piernas o brazos de menos, para convencerse. Hacía apenas
cuarenta y cinco días que había llegado a Malvinas en ese
mayo del 82, pero al menos esa lección –no sabía qué
número sería en la lista de Vélez– la cono- cía de memoria.
Tampoco pudo preguntárselo por- que quince minutos
después el sargento quiso hacer una salida y se quedó en la
boca de la trinchera con

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la cara hacia arriba, a menos de tres metros de Emi- lio
Careaga, que ahora estaba solo, lleno de amigos heridos o
muertos que lo miraban y con los morte- ros que seguían
jugando a las escondidas con sus ganas de seguir vivo.
“A ver, Emilito –decía la bomba–, ¿te encuentro, no te
encuentro? Booooommmmm. Pucha, no te encon- tré. Bueno.
Otra vez será. Ya vendrá el piedra libre, Emilio, en ese agujero
lleno de agua sucia, y entonces no te va a poder librar nadie
para todos los compañe- ros. Ya vendrá, Emilito, ya vendrá.
Yo puedo tomar- me mi tiempo. Busco lento, pero tengo
muchos ojos. A ver ahora, a ver, a ver... Boooooooommm-
mmm... Piedra li... No... pero, sangre... Otra vez sangre... No
eras vos... Me equivoqué de nuevo... Bueno ¿segui- mos
jugando? Dale. Ahora me toca a mí. Sí, ya sé que soy un poco
tramposa. Siempre me toca a mí”.

–Ahora me toca a mí –dijo Jorge.


El Colo se había acercado hasta Mercedes, la ha- bía
invitado a bailar y se había ganado el no más contundente
que recordara en su larga historia de conquistador. Jorge era
el número dos en la lista de los irresistibles del curso. “Él
sí va a ganar –pensó Emilio–. Él seguro que sí. Si el Colo
falló debe haber sido por una distracción momentánea, pero
ahora Jorge va preparado y a él no se le va a escapar esa
frutillita con crema”. Desde chico tenía esa costum- bre de
comparar todo con la comida y, ahora que había crecido, su
hábito se había vuelto casi manía.

3
“Bah, no es tan terrible, después de todo”, se dijo mientras
miraba a Jorge que empezaba su ataque final sobre la
posición de Mercedes. “Cuestión de tiempo, ahora”, volvió a
pensar Emilio. Los minutos que pasaron, ya demasiados para
otra seca nega- tiva, parecieron darle la razón. Pero no.
Mercedes había sido más amable, había consentido que Jor-
ge hablara todo lo que quisiera pero el resultado había sido el
mismo. Bailar, ni loca. Y además ¿sa- bés qué? Lo que
quiero en realidad es estar sola.
¿Me disculpás?
–Esa piba es más difícil que un teorema –dijo Jor- ge con
la mirada inundada de derrota.
Alejandro copó la parada. Miró a sus compañeros de toda
la vida con cierto aire de superioridad y se dirigió hacia
Mercedes con la idea de demostrar que la estrategia de Jorge
y el Colo había sido equivoca- da y que en cambio la suya
sería la correcta. Se paró delante de ella y le dijo en voz baja.
–Ya sé que lo que más querés ahora es estar sola. Está
bien. Permitime estar aquí a tu lado sin decir nada. Yo
tampoco quiero estar con nadie pero me parece que estar con
vos va a ser una forma de sen- tirme menos solo.

“¿Qué hago ahora que estoy solo con estos chicos vivos
que me miran pero sobre todo con estos chi- cos muertos que
me miran?”, se dijo Emilio Careaga desde sus dieciocho años
y meses llenos de terror y ganas de dormir. Empezaba la
noche, los morteros

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ingleses se habían callado y solo algunas ráfagas de
ametralladora cruzaban la llanura de vez en cuando para que lo
que quedaba de los chicos argentinos recordara que la
pesadilla seguía allí. Uno de sus compañeros de infierno, con
una esquirla de grana- da clavada en su rodilla derecha, se
arrastró en la oscuridad hasta ponerse a su lado.
–Che, Negro, ahora que Vélez no está más, me pa- rece
que vos estás al mando.
A Emilio Careaga le pareció casi gracioso que jus- to él
tuviera que escuchar una frase así, tan cerca del ridículo. Lo
único que quería era dormir y una voz con una esquirla en la
rodilla le decía que a partir de ese momento tenía que
empezar a decidir.
–¿Al mando de qué, Flaco? ¿Vos me estás cargan- do? Si
yo soy el único entero y vos que apenas po- dés arrastrarte
sos el que me sigue.
–Bueno, si hay que rendirse, alguien tiene que hacerlo.
“¿Así que esto es la guerra?”, pensó Emilio Carea- ga.
Una forma de estar solo. Una manera de dejar de tener
dieciocho años y meses y pasar a tener yo qué sé cuántos. Y
encima esta voz llena de esquirlas me dice que tengo que
encontrar una forma de sacarlos de aquí. Y digo yo, ¿cómo se
rinde uno?

–Me rindo, Loco –dijo Alejandro–. Esa mina es un


témpano. Le largué el mejor verso que se me ocurrió y no le
saqué ni una sonrisa.
El único que faltaba era Emilio, pero él ya había re-

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suelto que Alejandro iba a ser el último en fracasar ante las
murallas de Mercedes Padierna. Su razonamiento era simple.
Si estos que eran su ejemplo de éxito ante las mujeres habían
fallado, él no tenía ninguna posibi- lidad de triunfo. Pasaría el
resto de la noche soñándola de lejos y dejaría que el futuro le
agregara una nostal- gia más a su lista de amores que no
fueron.
Un par de horas más tarde, Emilio seguía con las ganas
clavadas en Mercedes, cuando ese milagro de catorce años
empezó a caminar hacia el lugar donde él estaba parado. Fue
muy cuidadoso en eso de decir que Mercedes caminaba hacia el
lugar que ocupaba y no hacia él, porque lo segundo le parecía
territorio de su fantasía y no de lo que estaba pasando. Pero
fuera como fuese, Mercedes Padierna ya estaba a tiro de
caricia. Y entonces alguien le susurró a Emi- lio lo que debía
hacer y lo que debía decir. Alguna fuerza ajena a su intención
inicial de permanecer pa- ralizado le movió su brazo y se lo
llevó hasta una bandeja de copas de jerez con claveles que un
mozo transportaba por el salón. Emilio manoteó una de las
flores y poniéndosela delante de los ojos claros de Mercedes
Padierna le pudo decir con un rocío de so- nidos que le salió
de la garganta:
–Tomá. Es para vos.
Mercedes Padierna se quedó dura delante del cla- vel. Lo
tomó entre sus manos y se permitió la pri- mera sonrisa de la
fiesta. Miró a Emilio a través de la flor y le respondió con
una mezcla de suavidad y firmeza.
–Gracias.

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Y agregó.
–¿Querés bailar?

Emilio Careaga recordaba esa noche de oscuri- dad y


silencio a su novia Mercedes Padierna y se preguntaba si ella
sabría que ahora que la esquirla le había dicho que tendría
que ser él quien los saca- ra a todos de ese pozo inmundo
estaba pensando en ella, en aquella noche que se animó a
darle el cla- vel y en lo importante que fue para su vida que
ella se lo hubiera aceptado y sobre todo que lo hubiera
invitado a bailar.
“Cuando me dijeron que tenía que venir a Malvi- nas yo
ya había sido recreado por vos, Mercedes, y entonces venir a
la guerra con tu recuerdo fue tam- bién venir con aquel clavel
que me hizo tanto me- jor de lo que era. Ahora se largó a
llover a cántaros, Mercedes, y ya no me importa. Mi amigo
herido está llorando y yo lo tomo en mis brazos para decirle
que está bien, que no se preocupe, que esta lluvia que nos
empapa a los dos y a los otros que también se fueron
acercando hasta donde estamos nosotros no nos va a matar, y
le acaricio la frente y le vuelvo a decir que no se preocupe,
que yo los voy a sacar vi- vos de esta zanja cada vez más
llena de agua y que si hay que rendirse lo vamos a hacer
juntos y reúno a todos y les digo que ahora hay que esperar a
que amanezca. Me acuerdo de una canción de Sui Gene- ris y
empiezo a cantarla en voz muy baja. Los demás me escuchan
y, cosa rara, nadie me pide que me ca-

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lle. A ver, vamos, me echó de su cuarto / gritándo- me / no
tienes profesión / tuve que enfrentarme a mi condición / en
invierno no hay sol. Y ya sé que no, Mercedes. Hay esta
maldita lluvia que nos congela y hay tu recuerdo menos
mal”.

–Bueno, bailemos –contestó Emilio.


Y al final de esa noche le dijo a Mercedes Padierna:
–¿Sabés? En unos días me voy al sur de vacacio- nes y me
gustaría que me extrañaras.
Ella le sonrió con todo el cuerpo y le dijo que ya vería.

La claridad estaba llegando a Goose Green y a un grupo


de muchachos empapados que miraban con miedo el
horizonte. Una constelación de fusiles empezó a acercarse a
lo que quedaba de la trinche- ra y Emilio Careaga supo que
esa mañana se ter- minaba para ellos la guerra y que ahora
sabía algo más de sí mismo. Mientras seguía acariciando el
pelo de su compañero se dijo que él había nacido, entre otras
cosas, para que Mercedes Padierna le repitiera para siempre
que esos fusiles podían ser el fin del mundo pero que no lo
serán, amor, no lo serán porque una vez, cuando tenías
quince recién cumplidos, estiraste el brazo y sacaste un
clavel de una bandeja para dármelo.
“No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja” en Un
desierto lleno de gente.
© Esteban Valentino.
© 2002, Editorial Sudamericana S.A.

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Cada vez que hablamos de Malvinas convocamos la emo ción, la
reflexión en torno a nuestra sociedad, el recorrido por la historia y
el pasado reciente, la mirada sobre el te rritorio en una expresión
de soberanía, justicia e identidad así como la defensa de los
recursos naturales de la región.

Leer acerca de Malvinas es construir la memoria colectiva que se


despliega y se arraiga en nuestras escuelas y se afianza en la
solidaridad latinoamericana

El Plan Nacional de Lectura quiere acercar y acompañar con estos


textos a docentes y alumnos de nuestras escue las, a sus familiares
y al conjunto de la comunidad, para pensar la causa Malvinas
desde historias pequeñas que sostienen el recuerdo y se proyectan
en la conciencia de nuestros derechos

Ejemplar de distribución gratuita. Prohibida su venta.

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