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Iiibliotee de EL FOLLETIN

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EL COMENDADOR DE MALTA
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EL COMENDADOR

DE MALTA
POR

EUGENIO SliE

ADMINISTRACION
etl3R113, FIIENCARRAL 119, PRIMERO
1893
imprenta, Plaza del Doe de Mayo 4.

EL COMENDADOR DE MALTA

INTRODUCCION

Los que viajan hoy por las costas pintorescas


del departamento de Bocas del Ródano; los tran-
quilos habitantes de las orillas que embalsaman
los naranjos de Iliéres; los curiosos que los paque-
bote de vapor transportan incesantemente de Mar-
sella á Niza 6 Génova, ignoran ein duda que
hace doscientos años, bajo el próspero ministerio
del cardenal Richelieu, infestaban frecuentemen-
te el litoral de la Provenza piratas argelinos y de
otros puntos de «R ar beria , cuya audacia no cono-
cía limites. No contentos con apresar todo basti-
mento mercante cuando salían de los puertos (á
pesar de hallarse armadas en corso casi todas estas
naves), desembarcaban hasta bajo el casón de las
fuertes, y se apoderaban impunemente de los ha-
bitantes cuyas casas no estaban bastante armadas
y defendidas.
Be agravaron tanto las circunstancias, que ha-
cia el año de 1683, el cardenal de Richelieu en-
EL COMENDADOR DE MALTA

cargó á Nr. de Seguirán, uno de los hombres más


eminentes de aquella época (1), de visitar las cos-
tas de Provenza, con el fin de buecar medios para
poner d esta provincia d cubierto de la invasión
de los piratas. Citaremos uu trozo de la memoria
de Nr. de Seguirán, para dar una idea exacta del
teatro en que va ä desarrollarse la acción de este
libro.
«Al lado de la Ciotat—dice, —hay una atalaya
que los cónsules han hecho construir sobre una
de las puntas de la roca en el. cabo del Aguila;
allí han instalado d un hombre muy esperto en la
navegación para acechar día y noche loa bajeles
piratas.
',Todas las tardes al anochecer, el vigía de la
atalaya enciende su fogata, á lo que corresponden
todas las demás casetas semejantes hasta la torre
de Bou°. Esta seiial significa que no se ve corsa-
rio alguno en el mar. Cuando, por el contrario,
el guarda de la atalaya divisa alguno, enciende
dos hogueras, y lo mismo los otros, desde Antibes
liaste la citada torre, lo que tiene efecto en menos
de media hora.
Loe habitantes de la Ciotat dicen que en los
afios anteriores el comercio estuvo floreciente,

(1) Viaje 6 inspección marítima de la costa de Pro-


venza, por Mr. Enrique de Seguirán, señor do Bouo, caba-
llero, consejero del rey en sus consejos; y primer presiden-
te de su tribunal de cuentos, subsidios y rentan de Provenza;
vol. 3.6, pág. 206. (Correspondencia de Eeconbleau de
Bourdis, arzobispo de Burdeos, jefe de las armadas nava-
les del rey, acompañada de un texto histórico, de notas y
4144 una introducción sobre el estado de la marina mí Praia-
eta en el reinado de Luis XIII, por Mr. Eugenio Elle,
1.1839: 3 vol. en 4. 6, publicados por orden del rey.)

EL COMENDADOR DB MALTA 7
mientras que ahora se halla arruinado hasta el
punto que se ve. Los corsarios de Berbería les
han llegado á quitar en un ano veinticuatro bar-
cos, encadenando unos cincuenta de sus mejores
marineros.
El terror á los piratas berberiscoe era tan grande
en las costas, que se veía cada casa transformada
en una fortaleza.
«Siguiendo nuestra ruta—dice Mr. de Seguirán
—llegamos tt la casa de Mr. de Boyer, gentil-
hombre ordinario de la cámara del rey, la que
encontramos defendible, en caso de desembarque,
por medio de un terraplén en el frente que mira
al mar, artillado con doce piezas de hierro colado,
muchas bastardas (1), dos pedreäos, dotación de
cuatrocientas libras de pólvora y doscientas balas,
contándose también dos pares de armaduras, do-
ce mosquetes y medias picas.
«En Bormez y en Saint Tropez—contimia Mr.
de Seguirán—el comercio está tan destruido que
no subirá ä diez mil libras . lo que procede, no so-
lamente de la pobreza de los habitantes, sino de
las incursiones que hacen casi todos los días los
piratas en sus puertos; de suerte que se ven pre-
cisadas las barcas á tomar tierra para salvar sus
tripulaciones y hacer que los habitantes del con-
torno se pongan sobre las armas.
alartigues, cuyos habitantes son tenidos por
loe más valerosos y mejores marineros del Medite-
rráneo, ha sufrido grandes pérdidas; muchos han
sido hechos esclavos por los corsarios de Argel y
Túnez, que ejercen mis que nunca sus piraterías
it vista de los fortines y castillos de la provincia.»

(1) Bastardas, piezas de poco calibre.


EL COMEEDADOlt DE MALTA

Comprenderá 91 lector el menosprecio que ins-


pirarían á los berberiecos los fuertes de la costa,
cuando sepan que estaba en tan deplorable estad.
de defensa el litoral, que Mr. de Seguirán dijo en
otro punto de su narración al cardenal de Rithe-
lieu:
uAl día siguiente, 24 de dicho mes de Enero,
eso de las siete de la mahana, llegamos al fuer-
te castillo de Casta, perteneciente al sehor obis-
po de Marsella, donde hallamos por toda guarni-
ción un conserje, criado de dicho obispo, que nos
ensehó la plaza, en que sólo hay dos falconetes,
uno desfogonado.”
Algún tiempo después, el arzobispo de Bur-
deos hacia iguales advertencias acerca de una de
las posiciones más fuertes de Tolón.
a El primcro y mis importante de estos fuer-
tes— dice el prelado guerrero en su reseha—es
una vieja torre con dos baterías en que se podrían
poner cincuenta piezas y doscientos soldados; hoy
tiene un buen cahón, pero se halla desmontado, y
las municiones solamente introducidas por orden
de V. E. (el cardenal de Richelieu.) Hace quin-
ce días se encuentra allí de gobernador un buen
hombre, que cuenta por toda guarnición d su mu-
jer y su criada; haciendo veinte años que no reci-
be un cuarto, según dice (1).
En tal estado se hallaban las cosas, cuando al-
gunos altos antes el cardenal de Richelieu fué in-
vestido por Luis XIII con el cargo de gran Maes-
tre, jefe y superintendente general de la navega-
ción y comercio de Francia.
Esta liando atentamente el objeto, la marcha,
(l) Correipoadenoia de &mella, ya oitada, Junio 1637,
t. 1.°, pe. 409.
EL COMENDADOR DE MALTA 9
los medios y resultados del gobierno de Richelieu;
comparando el punto de partida de su adminis-
tración con los fines imperiosos de centralización
-absoluta ä que siempre aspiró, llegando ä conse-
guirlo tan victoriosamente, se sorprende uno, con
especialidad en lo concerniente ä la marina, de la
increible confusión y multiplicación de poderes 6
derechos rivales que cubrían el litoral del reino,
con embolismo imposible de desentrañar (1).
Cuando el cardenal tomó ti su cargo los intereses
marítimos de la Francia, apenas podía contar con
el apoyo de un rey timorato, débil, inquieto y ca-
prichoso, hallando aun ä la nación sordamente
agitada en profundas discordias políticas y reli-
giosas. Sólo haciendo frente ä las" pretensiones
exorbitantes representadas por las más poderosas
casas, altaneras y celosas depositarias de las últi-
mas tradiciones de independencia feudal, fué como
la voluntad de Richelieu apareció bastante intré-
pida y tenaz para aplanar bajo el nivel de la uni-
(1) Además de los derechos del almirante de levante,
del gobernador de la provincia, de las comunidades consu-
lares de cada pueblo y del almirante de Francia, gran nú-
mero de nobles ejercía diferentes derechos en virtud de
cartas patentes concedidas por diversos reyes. Así se lee en
la misma reseña de Mr. de Seguirán:
«Como también sab:...ido que había un derecho llamado
La tabla del mar, dado por otorgación del difunto rey al
difunto señor de Libertat, hubiésemos sabido que en el dia
pertenece ä los señores Lanson y París en calidad de es-
posos de las señoritas de Libertat; consistiendo dichos de-
rechos en medio por ciento que se exige de todos los ex-
tranjeros y toda clase de mercaderías, excepto la droguería
y especiería que pagan uno por ciento.s alaa adelante dice:
«Que de treinta anos atrás el señor de Boyer era el único
que tenía permiso para echar redes para la pesca del atún
desde el cabo del Aguila hasta Antibes, etc. Sourdis, t. 3.6,
pág. 261.»
2
10 EL COMENDADOR DE MALTA

dad administrativa intereses tan numerosos, tan


vivos y tan rebeldes. Tal fué, empero, la obra de
tan gran ministro.
Indudablemente que el ardiente y santo amor
al bien general, el noble instinto de las necesida-
des y progresos de la humanidad, estas puras y
serenas aspiraciones de los Dewis 6 de los Fran-
klin no hubieran bastado al cardenal para empren-
der y sostener una lucha tan encarnizada, sine
que sintiéndose animado de una ambición desen-
frenada, insaciable, para haber de arrostrar odio.
tan formidable, despreciar tantos clamores, pre-
venir 6 castigar tantas sublevaciones inminentes,.
con la prisión, con el destierro 6 el patíbulo, llegó
tí, reunir en su moribunda y soberana mano todos
los medios de acción del Estado. De este modo fuó,
según nuestro parecer, cómo el genio de Richelieu,
exaltado por su indomable personalidad, alcanzó
consumar la admirable concentración de pode-
res, constante blanco, término glorioso de su mi-
nisterio. Desgraciadamente murió cuando empe-
zaba d. organizar una autoridad tan valientemente
conquistada.
Si á la muerte del cardenal ofrecía aun la Fran-
cia en su superficie las hondas huellas de una com-
pleta revolución social, su suelo empezaba al me-
nos tí verse desembarazado de mil poderes parási-
tos y roedores, que hacía tiempo la aniquilaban.
Generalmente los hombres eminentes, aunque
de genios diversos, nacen en la ocasión precisa de
llevar tí cabo los grandes trabajos de la sociedad.
A. Richelieu, infatigable y resuelto reformador,.
sucede Mazarino, que nivela un terreno tan pro-
fundamente trabajado, y después Colbert, que lo
siembra y fecundiza.
EL COMENDADOR DE MALTA 11

La regia voluntad de Richelieu presenta una


de sus más brillantes fases en la larga lucha que
hubo de sostener al encargarse de la organización
de la marina. Hasta aquella época los gobernado-
res generales de Provenza había recusado siempre
las órdenes del Almirant zgo de Francia, llamän-
-dose Almirantes natos de Levante. Como tales,
pretendían el mando marítimo de la provincia;
algunos de estos gobernadores, como los condes de
'l'ende y de Sommerives, y en la época de que ha-
blamos el duque de Guisa, habían recibido del rey
títulos de Almirantes particulares: estas concesio-
nes, arrancadas ä la debilidad del monarca, lejos
de apoyar las pretensiones de los gobernadores
generales, deponían por la inversa contra su usur-
pación, pues semejantes títulos probaban clara-
mente que los mandos de tierra y de mar debían
ser distintos (1). Estos poderes tan divididos, tan
encontrados, fueron los que el cardenal quiso im-
periosamente amalgamar, concentrando en su auto-
ridad el cargo de gran maestre de la navegación.
Por esta ligera exposición, y por las citas que
hemos hecho del escrito de Mr. Seguirán, se com-
(1) Loalugar tenientes generales de Guienne se mos-
traban también rebeldes al almirante de Francia, preten-
diendo tener bajo sus órdenes el litoral y las fue , zas nava-
les de su gobierno desde la punta de Reatz hasta Bayona,
en virtud de un tratado concluido en 1453 entre Carlos VII
y el rey de Inglaterra, tratado en que se había estipu-
lado con motivo de la rendición de Burdeos que los gober-
nadores de Guienne continuarían conservando ' el mando su-
perior de la marina. Pero la antigua y dura Armóriea fué la
.que resistió más tiempo ä esta centralización de poderes.
Los duques de Bretaha, aunque grandes vasallos de la co-
habían ejercido el derecho regular de almirantazgo en
sus atados, como príncipes soberanos, en virtud de un tra-
tado concluido en 1231 por San Luis y Pedro de Bromar


12 EL COMEEDADOZ DE YALTA

prenderá que reinaba un espantoao desorden en te-


clee los ramos del poder. Este desorden acracia aun
con laß cuestiones de jurisdicción, perpetuamente
promovidas, ya por loa gobernadores de provincia,
ya por los almirantazgos, ya por las pretensiones
feudales de muchos hidalgos riberaos.
En una palabra, abandono 6 desorganización de
las plazas fuertes, ruina del comercio, dilapida-
ciones del fisco, invasiones del litoral, terror de los
pueblos, que se retiraban al interior para esqui-
var el ataque de los piratas berberiscos; tal era el
lastimoso cuadro que presentaba la Provenza en la
época en que va ä desarrollarse esta historia; he-
chos increibles que parecen pertenecer más bien ä
la barbarie de la Edad Media que al siglo XVII.

MISTRAL

En los ültimos días del mes de Junio de 1633,


tres viajeros de porte distinguido llegaron al Mar-
ante dtspués de la incorporación de esta provincia á la coro-
na, el gobernador general de la Armórica y sus sucesores
rehusaron siempre abdicar SU autoridad y reconocer los de-
rechos del almirantazgo de Francia. Richelieu, y después de
éL }Interino y Colbert, no pudieron vencer la terquedad de
la Bretaña; porque en el reinado de Luis XIV, habiendo
sucedido Nr. el sonde de Tolosa st Nr. de Vermandois como
almirante de Francia, halló el rey una resistencia tan enér-
gica en esta provincia, respecto d reconocer los derechos de
M. de Tolosa, que se vid precisado relevar d Nr. de Chanl-
neo gobernador de Bretaña, por Mr. de Tolosa, que, ha-
lléaidose de este modo gobernador general de Brotad:y al-
mirante de Francia, pudo amalgamar en uno aloe estos do*
poderes.
00/110DA DOE D »ALTA 13

sella y se establecieron en la mejor posada de la


ciudad. Su traje y acento extranjeros, dioron it co-
nocer que eran moscovitas; aunque su séquito era
poco numeroso, vivían con magnificencia. El de
mayor edad había pasado it visitar al mariscal mon-
sieur de Vitry, gobernador de Provenza, entonces
residente en Marsella. El mariscal le volvió la vis-
ta, circunstancia que hizo concebir alta idea de la
importancia de loe extranjeros.
Empleaban el tiempo en visitar loe estableci-
mientos públicos, el puerto y los astilleros. El di-
rector del más joven de estos viajeros se enteró
particularmente de los cónsules (con asentimien-
to de Mr. el mariscal de Vitry), acerca las produc-
ciones y comercio de la Provenza, estado de la ma-
rina mercante, sus armamentos y empleo que tu-
viesen, pareciendo deseoso de obligar 6, su edu-
cando ti comparar la naciente marina del Norte
con la de una de las provincias mis importantes
de Francia. Estos moscovita') dirigieron un día su
paseo hacia el camino de Telón.
El mäe viejo de los tres representaba unoa cin-
cuenta años; su fisonomía ofrecía una mezcla sin-
gular de desdén y mordacidad; iba vestido de ter-
ciopelo negro; una larga barba bermeja caía sobre
su pecho; sus cabellos, del mismo color, interpo-
lados de algún mechón plateado, salían de un bo-
nete tártaro guarnecido de ricas pieles; los ojos
verde-mar, el color macilento, la nariz corva, las
cejas espesas, los delgados labios, le daban un as-
ptcto irónico al par que äs i ero. Caminaba ä algu-
na distancia de sus compañeros; hablaba poco, y
sólo para lanzar algún sarcasmo.
La edad y aspecto de los otros moscovitas ofre-
cían un contraste sorprendente. El que pareda pre..
14 EL COMENDADOR DE MALTA

eeptor del mis joven, tenía como cuarenta y cin-


co años; era bajo, grueso, casi obeso aunque apa-
rentaba una constitución vigorosa. Vestía un traje
largo de tabí obscuro it lo oriental, un bonete asiá-
tico, y prendía una daga persa de exquisito traba-
jo de su ceñidor de seda anaranjada; su rostro era
lleno, colorado, hombreado de espesa y obscura,
barba; sus gruesos labios revelaban sensualdad;
sus pequeños ojos grises chispeaban de malicia; ti
veces dejaba escapar con voz delgada chistes de
audaz cinismo, frecuentemente en latín, tomados
de Petronio 6 Marcial. Los otros dos viajeros, alu-
diendo sin duda al gusto de su compañero por las
obras de Petronio, le habían dado el nombre de
uno de los héroes de este escritor, llamándole
'Tramalcyon.
El discípulo de tan singular pedagogo apenas
parecía tener veinte arios de edad ., su talla media-
na, pero proporcionada; su traje, el de los moscovi-
tas de aquella época, presentaba un feliz conjunto
de las modas del Norte y del Oriente, equilibra-
das con perfecto gusto. Su larga cabellera castaña,
naturalmente rizada, se dejaba ver por bajo un go-
rro negro plano y sin bordes, puesto de lado y ador-
Indo de una trenza de oro entretejida de púrpu-
ra; los dos extremos de este cordón, trabajados Y
guarnecidos con esmero, caían sobre el cuello die
una túnica de brocado, fondo negro con dibujos de
púrpura y oro, sujeta á. la cintura con un chal de
cachemira; una segunda túnica de mangas perdi-
das, de rica napolitana negra forrada en tafetán
c-lor de fuego, le bajaba un poco mis de las rodi-
llas; en fin, sus anchos pantalones ti la morisca
flotaban sobre sus botines de tafilete encarnado.
Un observador se hubiera visto perplejo para
EL COMENDADOR DE MALTA

asignar un carácter fijo á este joven por su sem-


blante. Sus facciones eran de completa regulari-
dad; algunos pelos nacientes y sedosos sombreaban
au barbilla y labios; sus grandes ojos brillaban
como diamantes negros bajo estrechas y obscuras
cejas; el esmalte de sus dientes era tan perfecto
como el carmín obscuro de sus labios; su tez era
de un pálido mate sobre moreno; SUB formas, es-
beltas, nerviosas, reunían la fuerza y la elegan-
cia. Mas esta presencia tan encantadora, tan ex-
presiva y móvil, reflejaba alternativamente las
impresiones diversas que sus dos compaileros des-
pertaban en él. Si Trimalcyon profería alguna
chocarrería grosera y licenciosa, el joven, ä quien
daremos el nombre de Erebo, la aplaudía con son-
risa picaresca y libertina, esforzando aún el cinis-
mo de su maestro.
El señor de Pog, hombre silencioso y sarcástico,
dejaba escapar de cuando en cuando alguna rara
y amarga palabra; repentinamente la nariz de
Erebo se hinchaba, SUS labios se plegaban con des-
den, y Sus facciones expresaban la más desprecia-
tiva ironía.
Cuando se sentía dominado por estas fatales in-
fluencias, es decir, cuando no aplaudía el vicio
por una culpable jact.:icia, su figura se tornaba
dulce, serena; una calma encantadora se derrama-
ba en sus bellas facciones; porque si el cinismo y
la ironía agitaban pasajeramente su alma, sus ins-
tintos nobles y elevados volvían ä tomar su curso,
del mismo modo que un raudal puro recobra su
limpieza apenas deja de turbar el cristal de sus
aguas la mano que revolvía en ellas el fango.
Tales eran los tres personajes.
Según hemos dicho, paseaban por el eamino.de

16 EL COMENDADOR DE MALTA

Tolón. Erebo, silencioso y pensativo, se habla ade-


lantado algunos pasos sus compañeros. El cami-
no se hundía en las gargantas de 011ioules, enca-
jándose en sus rocas solitarias. Llegaba 4 una pe-
queña plataforma desde donde dominaba gran par-
te del terreno, que, sumamente escarpado en este
sitio, formaba un ángulo al pie de la eminencia
en que se había situado, y la rodeaba elevándose
hacia ella. Sacóle de ex distración un cántico le-
jano aun, y se puso ä escuchar. La voz se aproxi-
maba más y mis. Su metal, lleno de frescura y
de gracia, revelaba desde luego que era de mujer.
El aire y la palabras el canto respiraban candoro-
sa melancolía. Al poco rato pudo Erebo descubrir
sin ser visto por una áspera revuelta, un grupo de
viajeros que venia pausada.p ente, trayendo al paso
ene cabalgaduras, y subiendo con trabajo aquellos
terrenos escarpados.
Si las costas do Provenza eran frecuentemente
devastadas por los piratas, tampoco en el interior
había gran seguridad: las gargantas de
soledades casi impenetrables, habían servido mu-
chas veces de guarida 4 bandas de salteadores.
Erebo no extrañó, pues, ver avanzar la pequeña
caravana con una especie de aparato militar.
Sin duda el peligro no les parecía inminente,
porque la joven no suspendía su canto; mas el gi-
neta que abría la marcha apoyaba, no obbtan te, por
precaución su mosquete de rueda sobre el muslo
izquierdo, y de tiempo en tiempo avivaba la me-
cha de su arma, que dejaba tras sí un rastro de
humo azulado. Este hombre, en la fuerza de la
edad, con arreos militares, llevaba un viejo coleto
de búfalo, un gran sombrero gris, calzón escarla-
ta y fuertes botas, y montaba un pequeño caballo

COMENDADOR DB .MALTA 1T

blanco; su cuchillo de monte pendía de en cintura,


y un gran lebrel negro y peludo, con collar de
cuero erizado de puntas de hierro, precedía tí eu
caballo.
Treinta pasos detrás de esta descubierta venían
un anciano y una joven. Esta montaba una jaca
legra como el azabache, cubierta con elegancia
de una red de seda y gualdrapa de terciopelo azul:
los herretes de plata reflejaban el sol poniente;
las riendas, apenas sujetas por la doncella, caían
indolentemente sobre el cuello del animal, cuyo
paso era tan suave y regular, que no alteraba lo
mis mínimo la armoniosa medida de - los cantos
de la bella viajera. Con sin igual nobleza llevaba
el gallardo traje de montar, tan de continuo repre-
sentado por los pintores <11;1 reinado de Luis XIII:
un gran sombrero negro con plumas azules cayen-
do hacia atrás sobre una ancha esclavina de enea-
. jes de Flandes; corpirio de tafetan gris-perla con
anchas faldillas cuadradas; larga basquiria de la
misma tela y color; falda y talle adornados de li-
geras trencillas de seda azul celeste, cuyo débil
tejido resaltaba maravillosamente sobre el color
del vestido.
Cualquiera que tuviese dudas sobre si el tipo-
griego se había conservado en toda su pureza en-
tre ciertas familias de Marsella y la baja Proven-
za depués de la colonización de los Phocios (el
resto de la población provenzal se inclina mis al la
fisonomfaliguriana y árabe), el aspecto de aquella
joven hubiera servido, por decirlo así, de viviente
prueba la transmisión dala belleza antigua en su
primitivo esplendor. Nada mis suave, delicacto y
puro que los lineamientos de su rostro encantador,
nada mis radiante y dulce que sus ojos azules,
3
18 EL COMENDADOR DE MALTA

sombreados de largas pestañas negras; nada miel


blanco y terso que su frente de marfil, en que se,
mecían numerosos bucles de cabello castaño claro,.
contrastando deliciosamente con el tendido y sutil
arco de sus negras y relucientes cejas: las propor-
ciones de 8U talle redondo y delicado se acercaban.
mis á la lleve 6 Venus de Praxiteles, que ä la
Venus de Milo. Cantando, se dejaba llevar negli-
gente al paso igual de su cabalgadura y las volup-
tuosas ondulaciones de su blanda cintura hacían
presumir tesoros de belleza... Su pequeño pie,
estrecho y levantado, calzado de un botín de
cordobán estrechamente ceñido al tobillo, apare-
cía tí intervalos bajo los flotantes pliegues de su
larga falda; en fin, su mano de niño, con guante
de gamuza bordado, hacía chasquear con distrac-
ción un latiguillo destinado ä avisar á, la jaca..
Seria difícil pintar el candor de la frente virginal
de aquella niña; la alegría serena de sus ojos azu-
les y rasgados, resplandecientes de dicha, dejuven-
tud y de esperanza; la cándida travesura de su
fina sonrisa; sobre todo, la mirada llena de soli-
citud y veneración que echaba ä veces sobre su
padre, viejo aunque robusto, que la acompañaba.
La arrogancia, el aire jovial y atrevido del vie-
jo hidalgo, contrastaba algún tanto con su bigote
blanco, en tanto que el color arrebatado de sus
mejillas anunciaba que no era insensible al atrac-
tivo de los vinos generosos de la Provenza. Gorro
negro con pluma encarnada, ropilla encarnada con
galones de plata, y capilla semejante, tahalí de se-
da ricamente bordado que sostenía una larga es-
pada, altas botas de piel blanca con espuelas do-
radas, acreditaban bastante la cualidad de Rai-
mundo V barón des Anbiez, jefe de una de las mis
EL COMENDADOR DE MAITA 19

entiguas familias de Provenza, pariente 6 aliado


<le las altas é ilustres casas baroniales de Castella-
ne de Vaux de Villeneuve, des 17raus, etc.
Era tan estrecho el camino que pisaba la pe-
queiia caravana, que apenas cabían dos caballos
.de frente, por lo que un tercer personaje se man-
tenía algunos pasos detrás del barón y de su hija,
cerrando la marcha dos criados bien montados y
pertrechados. Este tercer personaje, joven de unos
veinticinco dios, de elevada y bien dispuesta es-
tatura, figura agradable y llena de amabilidad,
manejaba con gracia su caballo, y llevaba traje
verde de caza galoneado de oro. Sus facciones re-
velaban frecuentemente un indecible entusiasmo,
contemplando ä Mademoiselle Reina des Anbiez,
que de tiempo en tiempo le dirigía una mirada lle-
na de encanto, á que el caballero Honorato deBerrol
correspondía con eficacia, como que estaba per-
didamente enamorado de ella y era su prometido.
La figura bondadosa y venerable del barón bri-
llaba de felicidad oyendo cantar á su bija, y su
gozo y orgullo eran verdaderamente paternales.
Sin embargo, esta calma contemplativa se alteraba
algunas veces con las violentas corbetas de su pe-
ludí() caballo de la C.-.marga, potro bayo, de lar-
gos cabos negros, ojo torvo y feroz, lleno de vigor
y de fuego, que parecía constantemente acuciado
.del deseo de molestar á su dueilo y volver libre 4
los marjales solitarios y matorrales salvajes en que
naciera. Desgraciadamente para la intención de
Mistral, llamado así por la rapidez de su carrera,
y tal vez por su mal genio, semejante al furioso
viento N. O. y E., á que en Provenza se da este
nombre), el barón era excelente jinete.
Aunque resintiéndose de las consecuencias de
20 EL COMENDADOR DE MALTA

una herida de bala recibida en la cadera en las-


turbulencias civiles, Raimundo Y, encajado en
una de esas sillas antiguas que en nuestros tiem-
pos se llaman sillas toreras, reprimía con vara y
espuela los arranques del indómito animal. Mis-
tral, con esa sagacidad paciente y diabólica que en
los caballos casi raya en entendimiento, acechaba.
sordamente, después de algunas tentativas, una
ocasión más favorable para deshacerse del caba-
llero.
Continuaba Reina des Anbiez cantando, y por
un capricho pueril se entretenía en enviar ä loa
OCOR sonoros de las gargantas d' 011ioules, ondula-
ciones alternativamente vibrantes y apagadas,.
que hubieran desesperado ä un ruiseñor. Acababa
de ejecutar el más brillante y melodioso arpegio,
cuando de repente, anticipándose casi ä los ecos,
una voz ä la vez dulce, varonil y melodiosa, devol-
vió el canto de la señorita con perfección admi-
rable.
Durante al gunos momentos, estas dos veces en-
cantadoras, puestas por casualidad en maravillo-
so concento, corrieron por los espacios de aquella
profunda soledad. Reina dejó de cantar, y miró ä
bll padre sonrosada. El barón, pasmado, se
Honorato de Berrol, y le dijo con su exclama-
ción habitual:
—Rayo de Dios! Caballero, ¿será el diablo.
quien remeda así la voz de un ángel?
Sorprendido el barón por tan seductora voz, tu-
vo la desgracia de dejar caer las riendas sobre el
cuello de Mistral. Largo rato hacía que el indócil
bruto marcaba disimuladamente el paso con una
gravedad y un tino dignos de la mula de un obispo;
mas no bien se sintió abandonado á si mismo,
EL COMENDADOR DE MALTA 21

cuando en dos briosos saltos, y antes que el ba-


rón tuviese tiempo de recobrarse, trepó ä un ri-
bazo que encajonaba el camino. Por desgracia, el
caballo hizo tal esfuerzo para escalar esta áspera
subida, que al llegar ä su cima, bajó la cabeza
bruscamente, las riendas le pasaron por cima
de las orejas, y flotaron ä la ventura, todo en me-
nos tiempo del que se necisita para escribirlo... El
barón, excelente domador, aunque un poco sorpren-
dido por la repentina salida de Mistral, se reco-
bró en la silla y su primer movimiento t'iré dirigi-
do ä recoger las riendas; pero no le frió posible
alcanzarlas.. Entonces, ä pesar de tu valor, se es-
tremeció viendose á merced de un caballo ein fre-
no, que partió dando botes hacia los bordes de un
torrente seco que extendfase paralelamente al ca-
mino, de que no distaría más de cincuenta pies.
Empaquetado en la silla, incapaz de salir de ella
ä causa de su herida, ni de tirarse antes de lle-
gar al obstáculo insalvable en que su caballo iba
ti abismarse, el anciano dió su último pensamiento
ä Dios y ä su hija, hizo el voto de una misa dia-
ria y una peregrinación anual ä la capilla de
Nuestra Sehora de la Guarda, y se preparó ä
morir.
Advirtiendo el peligro del barón desde la eleva-
ción en que se colocara, separado de él por el pro-
fundo lecho del torrente de diez 6. doce pies de
anchura, 6. que el caballo se adelantó, Erebo, con
un movimiento más rápido que la idea, salvó el
precipicio de un salto vigoroso, casi desesperado,
y precipitándose delante del caballo, cogió las
riendas flotantes, y el caballo rodó bajo sus pies...
Arrojó el barón un grito terrible, creyendo arre-
batado lt 8U salvador consigo ä la profundidad;
92 EL COMENDADOR DE MALTA

porque Mistral, no obstante el dolor y espanto


que le causara tan violenta parada, no pudo dete-
ner de pronto la impetuosidad de su escape, y
arrastró á Erebo algunos pasos. Dotado éste de una
sangre fría admirable, había rodeado al caer las
riendas á la muñeca; así que el caballo, quebran-
tado en las quijadas por el peso enorme que de
ellas pendía, cayó sobre sus jarretes, después de
obedecer al impulso involuntario que su viveza lo
imprimía. Apenas faltaban diez pasos al barón
para tocar los bordes del torrente, cuando Erebo,
levantándose con agilidad, cogió con una mano
la ensangrentada muserola del cabaflo,•y pasando
con la otra las riendas sobre su cuello humeante,
las ofreció al anciano.
Lo repetimos; todo esto pasó con tal rapidez,
que Reina des Anbiez y su prometido, trepando
por las desigualdades del camino, llegaron cerca
(lel barón sin casi sospechar el espantoso riesgo
que había corrido. Colocadas las riendas en manos
del anciano, Erebo recogió su gorra, sacudió el
polvo que cubría sus vestidos, arregló sus cabe-
llos, y salvo el color desusado de sus mejillas, na-
da revelaba en él la parte que acababa de tomar
n aquel suceso.
—¡Dios mío! Padre, di qué trepar por tales es-
cabrosidades? ¡Qué atrevimiento! —exclamó Reina,
inquieta, mas no asustada; y saltando ligera de su
jaca sin haber divisado al inaignito, colocado al
otro lado del caballo del barón. Al reparar lue-
go en la palidez y emoción del viejo; que echaba
pie tí tierra con trabajo, pudo traslucir el peligro
que le había amenazado, y gritó arrojándose en
13 us brazos:
—¿Padre mío, padre mío! ¿qué ha sucedido?
EL COMENDADOR DE MALTA 23

—¡Reina, hija mía, querida hija!—dijo el se-


ñor des Anbiez con voz enternecida, estrechan-
do ä su hija con efusión. —Ah! ¡qué espantosa
me hubiera sido la muerte!... ¡No volver ä verte
más!
Reina se hizo al momento atrás, colocando am-
bas manos sobre los hombros del anciano, y mi-
rándole asombrada.
—Sin él—exclamó el barón estrechanio cordial-
mente entre sus manos las de Erebo, que se había
adelantado un poco y contemplaba con admiración
la belleza de Reina—sin este joven... ein su
animoso sacrificio, rodaría despedazado en ese
abismo.
Contó en pocas palabras ä su hija y 4 Honora-
to de Berro' cómo el incógnito le salvara de una
muerte cierta.
Durante esta relación, los ojos azules de Reina
encontraban fuertemente los ojos negros de Ere-
bo. Si volvía lentamente su mirada para fijarla en
su padre con adoración, no era porque el aire del
joven fuese atrevido ó presuntuoso, al contrario,
una lágrima brillaba en sus ojos; su interesante
fi ;ura expresaba la mäa profunda emoción, con-
templaba este cuadro ^riu noble y sublime orgu-
llo, y cuando por un movimiento casi paternal, el
viej(. le abrió sus brazos, se abandonó en ellos con
indecible placer, estrechándole muchas veces con-
tra su corazón, como si le llevara hacia el hidalgo
una secreta simpatía; como si su joven corazón,
noble y generoso, siguiera las agitaciones de otro
corazón noble y generoso también.
En el mismo momento Trimalcyon y Pog, ä
veinte pasos de allí, y desde lo alto de la roca
en que habían quedado presenciando esta escena
EL COMENDADOR DE MALTA 24

dijeron ti su joven compahero algunas palabras en


idioma extranjero. Erebo se extremeció; el barón,
su hija y Honorato de Berrol volvieron con pron-
titud la cabeza. Trimalcyon miraba tt la hija del
barón con una especie de lubricidad truhanesca y
grosera.
El barón se sorprendió ante la extraüa presen-
cia de aquellos hombres; su hija y Honorato los
examinaban con una especie de temor involunta-
rio. Un pintor hábil y buen fisonomista habría sa-
cado partido de esta escena. Considérese una so-
ledad profunda entre grandes masas de rojo grani-
to, cuya cima alumbraban los últimos rayos del
sol. En primer término casi al borde del enju-
to torrente, el barón, rodeando con su brazo iz-
quierdo la cintura de Reina, oprimía cordialmen-
te con la mano derecha la de Erebo, dirigiendo
una mirada inquieta ä Pog y Trimalcyon. Estos,
en segundo térmiuo, de la otra parte del barran-
co, se hallaban de pie é inmediatos entre si, cru-
zados de brazos, y destacando su perfil contra el
azul del cielo, que se veía en este sitio ti través
de una rasgadura de la pella. Por último It algu-
nos pasos del barón, se veía ti Hororato de Berrol
teniendo su caballo y la jaca de Reina; y más
allá los dos criados, uno de los cuales se ocupa-
ba en arreglar el jaez de Mistral.
A las primeras palabras de los extranjeros, las
graciosas facciones de Erebo expresaron una espe-
cie de inquietud dolorosa; se hubiera dicho que
sostenía una lucha interior; su semblante, en que
brillaban no hi mucho las mis nobles pasiones,
se nubló poco ä poco, como si cediese ti una mis-
teriosaé irresistible influencia. Como Trimalcyon,
con su voz aguda y burlona, pronunciase de nue-
EL COMENDADOR DE MALTA

-yo ciertas palabras, señalando 4 Reina des An-


biez con insolente ojeada, y el señor Pog añadie-
se en la misma lengua, ininteligible para los otros
actores do esta escena, sin duda algún amargo sar-
casmo, el continente de Erebo cambió en un todo.
-Con ademán casi desdeñoso, repelió bruscamente
/a mano del anciano, y fijó sobre Mlle. des An-
biez una mirada insolente.
Esta vez la doncella se sonrojó y bajó los ojos.
Cambio tan repentino en las maneras del desco-
nocido 4.04 tan not ible, que el barón se hizo un
paso atrás. Sin embargo, después de algunos se-
gundos de silencio, dijo ki E rebo con voz conmovida:
—¿Como pagaré el servicio que me habéishecho?
- Ah señor! —añadió Reina, haciéndose supe-
rior 4 la singular emoción que le había causado
la última mirada del Erebo —¿cómo probaros nues-
tro rnonoeimiento?
—Dándome un beso y ese alfiler para acordar-
me de vos—respondió el audaz mancebo.
Cuando concluía de pronunciar estas palabras,
ya au boca rozaba los labios virginales de Reina,
mientras su atrevida mano quitaba el alfiler que
unía los bordes del corpiño do la joven. Después
.de este doble robo, Erebo, con admirable agilidad,
franqueó de un nuevo salto el abismo que tenía
detrás, y se reunió 4 8118 compañeros, con quienes
desapareció trás del peñasco.
La emoción y el susto de Reina fueron tan vio-
lentos, que palideció, sus piernas se doblaron, y
cayó desmayada en los brazos de 8ü padre.
Al día siguiente de esta escena los tres mosco-
vitas se despidieron del ma riscal duque de Vitry,
y de] 'ron con su couitiva 4 Marsella, tomando,
según se dijo, el camino de Languedoc.
4
26 EL COMENDADOR DE MALTA

JI

EL VIGÍA.

El golfo de la Ciotat se halla situado igual


distancias de Colón y Marsella, hundiéndose en-
tre los dos cabos de Alón y del Aguila: este último
se eleva al Oeste de la bahía.
Los cónsules de la villa de la Ciotat hicieron
construir en la cresta de este promontorio una ga-
rita destinada'al vigía, quien, encargado de espirar
la aparición de los piratas berberiscos y anunciar
su aproximación, debía dar la alarmaá toda la cos-
ta encendiendo una hoguera que podía divisarse de
muy lejos. La escena que vamos á describir, ocu-
rría al pie de esta atalaya en el mes de Diciembre
en 1633.
Un impetuoso viento del Noroeste, el terrible
Mistral de la Provenza, soplaba con furor. El sol,
medio envuelto en grandes masas de un celaje gris,
declinaba lentamente hacia el mar, cuya inmensa
curva de verde opaco rayaba en la ancha zona de
luz rojiza atenuada por densas nubes, que se iban
dilatando en el horizonte.
La atalaya se hallaba en la cima del cabo del
Aguila, desde donde se dominaba todo el circuito
del golfo: las últimas asperezas calcáreas de las
montañas blaquecinas do Sixfour y de Notredame
de la Garde, decrecían en anfiteatro hasta el bor-
de del golfo, liOndose d los pequeños ribazos de
delgada y blanca arena, de que el viento del Me-
diodía llenaba parte de la costa. Un poco más le-
jos, sobre la falda de las colinas, lucía el fuego do
EL COMENDADOR DE MALTA 27
-
muchos hornos de cal, cuya negra humareda au-
mentaba aun el sombrío aspecto del celaje. Casi
al pie del cabo del Aguila, á la entrada de la ba-
hía, pegada ä las montañas, se veía ä vuelo de pá-
jaro la isla Verde y la pequeña villa de la Ciotat,
dependiente de Marsella y de la Veguería de Aix.
La villa semejaba la forma de un trapecio, cuya
base apoyaba en el puerto. Este contenía una do-
-cena de polacras y carabelas fletadas de vino y de
aceite, que no esperaban más que un tiempo favo-
rable para volver á las costas de Italia; unas trein-
ta barcas destinadas ti la pesca de la sardina, lla-
madas essanguis por los provensales, estaban ama-
rradas en una pequeña bahía del golfo, llamada el
Abra de la Fuente (1). Los campanarios de las
iglesias y del convento de IIrsulinas ainenizaban
solamente la perspectiva de sus tejados iguales;
en las vertientes de las colinas que dominaban la
villa se velan campos de olivos, algún bosquecillo
de encina, muchos bancales de viñedo, terminando
el horizonte las crestas pobladas de pinos de la
cordillera Roquefort.
En la orilla de hacia Oriehte de la bahía de
la Ciotat, entre las puntas Carbonieres y des-Le-
gue, se advertían antiras ruinas romanas llama-
das Torrentum; y á trechos, hacia el Norte, mu-
chos molinos de viento, dispersos acá y allá
por las alturas, sirviendo de señales á los buques
que venían á anclar en el golfo. Por último, fue-
ra, y al Oeste del cabo del Aguila, situado casi
-en la margen del mar, se elevaba un castillo lla-
mado des Anbiez, de que hablaremos más adelan..
(1) Topografía de Provenza, lib. IV, cap. IV, t. 1, päg.
334; eatadíetica del departamento de Bocas del Ródano, por
el conde de Villeneuve.
49 EL COMENDADOR DE MALTA

te. La extremidad del cabo del Aguila formaba


una planicie de cincuenta pies de circunferencia,
solada casi en (odas sus partes por el vivo de una
roca de grano amarillento, abigarrada de pardo:
el junco marino, el brezo, los citisos, crecían acá.
y allá. La choza del vigía estaba construida al
abrigo de dos encinas de sinuoso y encorvado tron-
co, y de un encime pino, que dos 6 tres siglos
hacía luchaba con la furia de los vendavales y la
tormenta.
A pesar de ser muy fuerte el viento y levantar-
se el promontorio á más de trescientos pies so-
bre el nivel del mar, se oía el sordo muúlo de la
reseca de las olas que se rompían á su pie. La ca-
silla del vigía, sólidamente afianzada en anchas
moles del pdíaseo, estaba cubierta de pizarras to-
madas de les inmediacion ts- sólo su construcción
baja y firme podía resistir ti'los golpes del viento,
de tanta violencia en los lugares elevados. Próxi-
mo á la puerta de esta CfJbaft, situada al Medio-
día con el objeto de descubi ir la mayor parte del
horizonte, se advertía un ancho y profundo fogón
cuadrilátero, formado de una reja de hierro sobre
asientos de mampostería; el hornillo estaba siem-
pre lleno de sarmientos y ramos de olivo, propios
para producir una llamarada alta y clara que se
distinguiera tI distancia.
Muy pobre era el mueblaje de esta cabaña, ex-
ceptuando un baul de ébano esculpido con exqui-
sito trabajo y adornado de escudos de armas y
cruces de Malta, que contrastaba singularmente
con el modesto aspecto de aquel retiro. Una arca
de madera de nogal contenía algunos libros de ma-
rina y pilotaje, buscados con curiosidad por los
eruditos de nuestros días, entre otros la Guía dei
EL COMENDADOR DE MALTA 29

viejo práctico y La pequeña Antorcha del mar;


en lam paredes, cubiertas de un grueso baflo de
cal, estaba colgado un machete, una hacha de ar-
mas y un mosquete de rueda. Dos estampas bas-
tas, i:uminadas, que representaban ä San Telmo,
patién de los marineros, y el retrato del gran
maestre de la erden hospitalaria de San Juan de
Jerusaiérn, entonces existente, estaban clavadas
por cima del baut de ébano; por último, en el
suelo, príximo al hogar en que ardía lentamente
un grueso tronco de olivo, una estera de junco
cubierta con un viejo tapiz turco formaba un le-
cho bastante bueno; al habitante de este aislado
albergue no le era indiferente cierta comodidad.
El vigía del cabo del Aguila examinaba enton-
ces con la mayor atención todos los puntos del ho-
rizonte, auxiliado de un lente de Galilea, según
llamaban entonces ä los anteojos de larga vista:
el sol poniente, atravesando el espeso pabellón de
nubes que lo velaba, despidió un último reflejo
que dotó el rojizo tronco del gran pino, las pode-
rosas aristas de la caseta, y los ángulos de un tro-
zo de roca obscura en que estaba recostado el guar-
da. Del mismo modo brilló un instante vivamente
iluminada la figura serena y sagaz de aquel hombre:-
su tez, curtida al soplo del viento y tostada por
el sol, era de color de ladrillo y profundamente
arrugada it trechos: el capuchón 6 traversier de su
grueso capote con mangas largas, ocultando sus
cabellos blancos, proyectaba una sombra que caía
sobre sus negros ojos y sobre sus cejas: su bigo-
te gris pasaba bastante de su labio inferior, unién-
dose ä su larga barba; una faja encarnada y verde
ajustaba sus pantalones de marino á, la cadera; po-
lainas de cuero, atadas con correa por cima de la
30 EL COMENDADOR DE MALTA

rodilla; una bolsa de seda ricamente bordada que


colgaba de la faja al lado del largo cuchillo envai-
nado, contenía all tabaco, mientras su cachimba-
baoü, 6 larga pipa turca con hornillo de barro
que aun humeaba, estaba apoyada en la facha-
da de la casilla.
Bernardo Peyrou era vigía del cabo del Aguila
diez arios hacía, habiendo sido recientemente ele-
gido síndico de los pro-hombres pesc,adores de la
Ciotat, que tenían sus juntas los domingos, cuan-
do había materia ä deliberar. Había estado sir-
viendo más de veinte arios como patrón marinero
en las galeras de Malta, no habiéndose separado
casi nunca del Comendador Pedro des Anbiez,
de la venerable lengua de Provenza, y hermano de
Raimundo V, barón des Anbiez, que habitaba
sobre la costa el castillo de que acabamos de ha-
blar. Cuando el Comendador hacia sus viajes it
Francia, nunca se olvidaba de visitar al vigía; du-
raban largos ratos sus conversaciones, y se notaba
que la somblia habitual tristeza del Comendador
se aumentaba después de estas entrevistas.
Peyrou sufría frecuentemente las consecuencias
de graves heridas, y no pudiendo continuar en un
servicio activo, había sido nombrado vigía por los
cónsules de la Ciotat, por recomendación de su
antiguo capitán. Los domingos, que presidía la
junta de pro-hombres, le sustituta en la atalaya
un marino esperto. Dotado l'eyrou de un ingenio
claro, de un sentido recto, viviendo por espacio de
diez arios en la soledad, entre el cielo y el mar, ha-
bía ensanchado su inteligencia con la reflexión;
provisto ya de los conocimientos náuticos y as-
tronómicos que podía necesitar un cabo de gale-
ra en el siglo XVII, aumentó aún sus luces esta-
EL COMENDADOR DE MALTA 31

diando con atención lot grandes fenómenos de la


naturaleza que constantemente tenía á la vista.
Gracias ä su experiencia, 4 su costumbre de com-
parar los efectos y las causas, ninguno mejor que
él podía predecir casi á punto fijo el principio, la
duración ó el término de los diferentes vientos que
reinaban sobre la costa. Presagiaba la calma 6 la
tempestad; los desastrosos huracanes del _Mistral
(N. Q.); las dulces y fecundantes lluvias del
Miejion (Sud); las violentas tempestades de las
labechadas (S. O. E.), y la forma de las nubes, el
azul más 6 menos vivo del cielo, las tintas varia-
das del mar, y, por último, ese rumor vago, sordo,
sin nombre, que se oye salir 4 veces de entre el
silencio de los elementos, y que eran para él otras
tantas seriales, de que secaba las más seguras
consecuencias. Nunca el capitán de un buque
mercante, ni un patrón de barca se hacía 4 la ve-
la, sin haber consultado antes al señor Peyrou.
Casi siempre rodean los hombres con una aureo-
la de superstición á los seres que viven en un pro-
fundo aislamiento: Peyrou entró en la ley común.
Como generalmente se habían realizado sus pre-
dicciones meteorológicas, no tardaron en persua-
dirse los habitantes de ;a Ciotat de que el hombre
que entendía de tal modo las cosas del cielo, no
podía desconocer las de la tierra. Sin ser conside-
rado como un verdadero hechicero, el solitario del
cabo del Aguila, consultado en infinidad de cir-
cunstancias graves, llegó á ser depositario de mu-
chos secretos. Un hombre de malos sentimientos
l'abría abusado cruelmente de esta influencia;
Peyrou la aprovechó para animar, sostener, de-
fender 4 los buenos, y para acusar, confundir y ate-
rrar 4 los malvados. Filósofo práctico, conoció que
32 EL COMENDADOR DE MALTA

aus consejos, aus presagios 6 amenazas perderían


mucho de su autoridad si no los revestía de un
aparato cabalístico, así es que los acompañaba casi
siempre, aunque con pesar, de fórmulas mis-.
terioaas.
Lo que ayudaba maravillosamente 4 Peyron
para el buen resultado da sus vaticinios, era su
excelente vidrio de Galilea: asestándole, no sólo al
mar para descubrir en 61 loe jabeques 6 galeras
berberiscos, sino sobre la pequeña villa de la Cio-
tat, sobre las casas aisladas, sobre los campos, so-
bre:las playas, había sorprendido mil secretos, mil
misterios, de que se valió para aumentar la espe-
cie de timorata veneración que inspiraba. Peyrou
se colocaba sobre los magos vulgares por su com-
pleto desinterés. Si necesitaba aliviar la miseria
de la gente honrada, ordenaba á uno de sus clien-
tes algo acomodado depositar una módica ofrenda
en algún sitio oculto que le marcaba: el cliente po-
bre iba después, instruido por Peyrou, á recibir
aquella misteriosa limosna. Llevados algunos sa-
cerdotes de Marsella de un celo ridículo, quisieron
recriminar la posición misteriosa de Peyrou; pero
tomó al punto una actitud tan amenazante toda la
población del contorno, y emitieron los cónsules
de la Ciotat tan buen informe acerca del vigía,
que le dejaron continuar tranquilo su vida soli-
taria.
El único ser que le acompariaba en aquel pro.
fundo retiro era un águila hembra, que dos año9
antes había ido si poner en uno de los baous 6
huecos inaccesibles de las rocas que guarnecen la
costa. Sin duda el macho había muerto, porque el
guarda no lo vid ni aun traer el sustento 4 sus hi-
juelos. Peyrou dió algún alimento á los aguilu-
EL COMENDADOR DE MALTA 33

«ches, la madre se acostumbró paco ä poco ti verle,


y amansándose, volvió al siguiente año ä poner
.con toda confianza en un excelente nido que Pey-
a.ou le preparó en un picacho vecino. Frecuen-
temente se encaramaba el águila en las ramas del
enorme pino que sombreaba la guarida del vigía,
y aun á veces iba á pasearse con torpe y embara-
.zado movimiento sobre la pequeña plataforma.
Un día fué Brillante (este nombre había puesto
A la noble ave) ti sacarle de su distracción: descen-
dió con pesadez de las ramas superiores del pino,
y con las alas medio abiertas acudió al lado de su
amigo, con ese balance desairado que tienen todas
las aves de rapiña, tan pocos dispuestas para andar.
Su plumaje, de un negro parduzco en las alas, era
ceniciento y mosqueado de blanco en el cuerpo y
cuello; sus garras formidables, que parecían re
cubiertas de espesas y doradas escamas, termina-
ban en tres uñas y un tajante espolón.
Brillante lovantó hacia el vigía su cabeza chata
y cenicienta, en que brillaban dos grandes ojos
atrevidos y redondos, cuyo iris negro se dilataba
en una córnea trasparente color de topacio; su pi-
-co fuerte y pavonado como el acero, dejaba ver
entreabriéndose, una lengua afilada, de encarna-
do pálido. Con el objeto sin duda de llamar In
atención del vigía, mordió la punta de su zapato do
enero avellanado. Peyrou se inclinó para acariciar
Brillante, que encorvando el cuello, erizó las
plumas de su espalda, lanzando un pequeño graz-
nido ronco 6 interrumpido. Pero oyendo andar á
alguien en el estrecho sendero que conducía á la
atalaya, se alzó de pronto, dió un largo chillido,
desplegó atas poderosas alas, se cernió un instante
por cima del jigantesco pino, y lanzándose al es-
5
34 EL COMENDADOR DE MALTA

pacio de un solo avance, bien pronto no pared&


más que una mancha negra en el obscuro azul del
firmamento.

ifi
ESTEFAINIETA

Una joven morenita, de ojos negros, blanquí-


simos dientes, maliciosa y juguetona sonrisa, apa-
reció y se detuvo un momento sobre la última
grada de la escalera de peas que conduela al la
cabaña del guarda. Llevaba el gracioso y pinto-
resco atavío de las hijas de Provenza: guardapiés
aplomado, jubón encarnado con largas faldillas y
nlanga ajustada, sombrerillo de fieltro, que dejaba
ver 8U elegante cuello, y largas trenzas de hermo-
BO pelo negro cogidas en una redecita tl mallas de
seda escarlata.
Huérfana, hermana de leche de Mlle. Reina
des Anbiez, Estefaneta la servia casi de compa-
ñera, y era tratada mis bien como amiga que co-
mo criada.
Estefaneta tenía un corazón bueno, afectuoso y
reconocido; era de conducta irreprensible; no te-
nía más defecto que una traviesa coquetería de
aldea, que hacía la desesperación de todos loe
pescadores y patrones de barco del golfo. No ex-
ceptuaremos del número de estas interesantes vic-
timas al prometido de la muchacha, el capitán
Luquín Trinquetaille, exbombardero y entonces
espitan de la polacra Santo-terror-de-los-moriscos-
con-la-ayuda-de-Dios, largo y singnificativo mote,
escrito en toda la extensión de la tabla de popa,
EL COMENDADOR DE MALTA 35

en el buque de Trinquetaille. Valientemente ar-


mada de seis pedreros, la polacra escoltaba los
barcos de la Ciotat, que precisados por su tráfico
practicar continuamente las costas de Italia,
temían á los piratas africanos.
Participaba Estefaneta de la temerosa venera-
ción que el vigía del cabo del Aguila inspiraba
los habitantes de la comarca, y por lo mismo se
aproximó ä él con los ojos bajos, casi temblando.
—IDios te guarde, hija mfal—le dijo afectuosa-
mente Peyrou, que la amaba como ä todo lo que
pertenecía ä la familia de su,antiguo capitán el Co-
mendador des Anbiez.
—San Magno y San Elzear os asistan, señor Pey-
ron—respondió Estefaneta—con la más graciosa
cortesía.
—Gracias por tus votos, Estefaneta. ¿CÓMO se
hallan Monseñor y Mlle. Reina, tu joven y buena
meriorita? ¿Se ha repuesto del susto del otro día?
—Sí, señor Peyrou. Mlle. va mejor, aunque to-
•clavía está, bien pálida. ¡Se habrá visto semejante
infiel! ¡Atreverse á besar á Mlle! ¡Y en presencia
de Monseñor y de su prometido!... ¡Pero dicen
Aue Pon tan bárbaros esos moscovitas!... Son más
salvajes é hijos del Antecristo que el turco, ¿no
es así, señor Peyrou? Serán condenados dos veces
y á doble fuego.
Sin responder ä la argumentación teológica de
Estefaneta, el vigía continuó:
—¿Y Monseñor, no se resiente ya de su sobre-
salto?
- serior Peyrou? Tan cierto como Roselina
la santa está, en el Paraíso, la noche misma del día
en que estuvo para perecer en el torrente de
«limites, cenó Monseñor con tanto gozo como si
36 EL COMENDADOR DE MALTA

volviera de una romería. Sf, señor, y bebió sobre lo.


ordinario dos grandes tragos de vino de España
la salud del joven infiel. ¿Creeréis, señor Peyrou"
que Monseñor no podía dejar de alabar el valor y
la agilidad del moscovita? ph! pardiez—decía-
44

en vez de arrebatar alfiler y beso como un ladrón,.


¿por qué no los pedía? Mi hija Reina se lo hubiera
alado todo, con un beso; y de buen grado... A. la
verdad estos moscovitas tienen extrañas costu m -
bres, ” repite continuamente Monseñor. Mr. Hono-
rato de Berrol se enciende en indignación, no obs-
tante su genial dulce y reservado, oyendo hablar.
de ese joven audaz, que ha robado un beso á su
prometida. Pero lo que más extraña, señor Peyrou,
es que Monseñor no ha querido de ningún modo,
deshacerse del maldito jaco Mistral que ha sido l a
causa de todo el mal y lo monta con preferencia
todo otro. Decid, señor Peyrou: ¿no es esto tentará.
Dios?
—¿Y se han marchado de Marsella esos ex-
tranjeros?—preguntó el vigía sin contestar á Es-
tefaneta.
—Sf, señor Peyrou; se dice que han tomado el
camino de Languedoc, después de visitar ä Mon-
señor el mariscal de Vitry; se cuenta que es tan
raro y tan malo ese viejo duque, que merece bien
tratar con semejantes bribones. ¡Ah! si monseñor-
consiguiese lo que desea, no sería por mucho,
tiempo gobernador de la provincia el mariscal....
El señor barón no puede oir hablar de él sin mon-
tar en cólera, cólera de que no podéis formarost
una idea, señor Peyrou.
—Sí, hija mía; he visto monseñor cuando.
la revolución de los cascaveoux, obrar como su pa-
dre cuando la de los Razats bajo Enrique III, y
EL COMENDADOR DE MALTA 37

tambien cuando la rebelión en el último reinado


del duque d'Epernon y los Gascones. Sf, sí; sé.
que Raimundo V odia tanto ä sus enemigos, cuan-
to estima ä sus amigos.
—Tenéis mucha razón, se?ior Peyrou: el enoje
de monseñor contra el gobernador se ha aumenta-
do tanto, especialmente desde que ese notario del
almirantazgo de Tolón, el señor Iznard, que di-
cen que es tan malo, visita los castillos de la dió-
cesis por órden de S. E. el cardenal. Monseñor
dice que esta visita es un ultraje ä la nobleza, y
que el mariscal de Vitry es un malvado. Aquí, en-
tre nosotros, soy también del mismo modo de pen-
sar,:pues que protege desvergonzados moscovitas,
tan atrevidos que abrazan á las doncellas sin que
ellas lo consientan.
—Veo, Estefaneta, que eres muy severa con loa
mancebos que abrazan ti. las jóvenes—dijo el viejo
con una gravedad burlona;—esto descubre en ti;un
carácter áspero y adusto. Pero ¿qué es lo que me
quieres?
—Señor Peyrou—dijo la muchacha con cierta
cortedad,--querría saber si el tiempo promete bue-
na travesía para ir á Niza, y si se puede partir
con seguridad para este puerto.
—¿ Quieres pasar ä Niza, niña?
—No, no precisamente yo, sino un bravo y
honrado marino quien... que...
—;Ah! ya estoy — dijo el vigía con tono miste-
rioso interrumpiendo ä Estefaneta, que tartamu-
deaba—oe trata del jóven Bernardo, patrón de la
tartana la Sainte Baume?
— 1Que no, señor Peyrou!, se lo aseguro; no se
trata de él—dijo la joven poniéndose encarnada
como la cereza.
38 EL COMENDADOR DE MALTA

—iVamos, vamos! No es menester ruborizarse


por eso;—y el vigía añadió quedito—ay el lindo ra-
millete de tomillo recien cogido que ató ä los hie-
res de tu ventana con una cinta color de rosa? ¿era
-de buen gueto?
—11In ramillete de tomillo fresco! ¿de qué ra-
millete habláis, señor Peyrou?
El vigía intimó ä Estefaneta con el dedo, y con-
tinuó:
—¿Cómo? El jueves último al abrir la mejorana,
¿no puso el patrón Bernardo un ramillete en tu
reja?
—Aguardad, aguardad... señor Peyrou;—dijo
pareciendo recorrer su memoria:—es verdad que
ayer, al abrir mi ventana, encontré sobre su an-
tepecho una cosa, algo así como un manojo de
hierbas seca.
—IEstefaneta... iEstefaneta!... No se engaña al
anciano vigía. Escúchame: concluía apenas de ba-
jarse el patrón Bernardo, cuando llegaste muy li-
gera ä desatar el ramillete de la cinta color de rosa,
lo pusiste en un bonito búcaro, y lo has regado
todas las mañanas... Ayer tan solo lo descuidaste,
y se ha marchitado.
La muchacha contemplaba atónita y pasmada
al vigía. Este descubrimiento tocaba en hechice-
ría. Miróla con aire malicioso el anciano, y pro-
siguió:
—¿Conque no es, pues, el patrón Bernardo
quien va ä Niza?
—No, señor Peyrou.
—Preciso es entonces que sea el piloto Terzarol.
—¡El piloto Terzaroll—exclam6 Estefaneta
juntando las manos. —La virgen me asista! No sé
ni ese piloto va ti salir al mar.
EL COMENDADOR DE MALTA 39

—Vaya, vaya, hija mia; me equivoqué por lo


que toca al patrón Bernardo: sea, porque al fin
has dejado marchitar su ramillete; pero no nie
equivoco acerca de Terzarol, porque ayer pasas-
te dos buenas horas mirando desde el torreón del
castillo al atrevido piloto echar sus redes.
—¿Yo, señor Peyrou, yo?
—Tú misma, Estefaneta; y tí cada buen lance
de su red, Terzarol agitaba su gorro en señal de
triunfo, y tu agitabas tu pañuelo en señal de feli-
citación... Así que era de ver el ardor con que
echaba su red: debió hacer gran pesca... ¿Vienes,
pues, ä consultarme si el piloto Terzarol tendrá
buen viaje para Niza?
Estefaneta se amedrentó al ver al vigía tan mi-
nuciosamente enterado.
— Oh, Dios mío! Señor Peyrou, ¿conque usted
lo sabe todo?—exclumó con sencillez.
Sonrióse el anciano, meneó la cabeza, y respon-
dió con este proverbio provenzal: ula experiencia
excede ä la ciencia.,,
La pobre chica, temiendo que los descubri-
mientos portentosos del vigía respecto ä sus ino-
centes coqueterías, le hiciesen juzgarla mal, ex-
clamó poniendo juntas las manos casi asustada, y
con los ojos humedecidos:
— Ah, señor Peyrou! ¡Soy una muchacha hon-
redel...
—Lo sé, hija mía—y el vigía le apretó afectuo-
samente la mano; —sé que eres en todo digna de
la protección y afecto que te dispensa tu noble y
buena señorita: sólo que, por puro entretenimien-
y travesura de muchacha, te ocupas en trastornar
la cabeza ä nuestros mozos y causar celos al po-
bre Luquin Trinquetaille, que tanto te ama, y 4
40 EL COMENDADOR DE MALTA

quien amas también verdaderamente. Pero escú-


chame, Estefaneta: tú sabes el proverbio de los
viñadores de nuestros valles: apocas viñas ten y
trabájalas bien:» En vez de desparramar así tus
coqueterías, concentra toda tu seducción hacia un
novio que pueda llegar ä ser un buen marido, y
lo acertarás... Además, tú conoces que los hom-
bres jóvenes son violentos y animosos; puede
mezclarse también el amor propio, agriarse su
rivalidad, seguirse una riña, correr la sangre...
y entonces...
—¿Qué es lo que decís, Sr. Peyrou? ¿Qué es lo
que decís? Si fuera así, moriría de desesperación:
todo eso han sido locuras; he hecho mal, lo conoz-
co, en entretener con mis miradas ti Bernardo y ä
Terzarol; pero amo ä Luquin sobre todo. Para que
veáis... El me ama; debemos casarnos el mismo
día que Mlle. y Mr. Honorato de Berrol: Monse-
ñor lo quiere así... En fin, vos, que lo adivináis
todo, Sr. Peyrou, debéis saber bien que jamás he
pensado sino en Luquin, y que solo por su viaje
-vengo tí. consultaros... El Sr. Talebardan, cónsul
de la Ciotat, envía á Niza tres tartanas cargadas
de mercancías, y ha hecho trato con Luquin para
escoltarlas... ¿Creéis, señor Peyrou, que la trave-
sía sea buena? ¿Puede hacerse ä la vela con segu-
ridad? ¿No hay pirata ninguno ä la vista? ¡Oh!
como se hallen los piratas cerca, como haya rece-
los de tempestad, no saldrá Luquin.
—¿Hola, hola, queridita! ¿tal influjo piensas
tener sobre nuestro intrépido bombardero?... Creo
que te engañas. ¿Detenerle en el puerto porque
haya peligro de salir? Menos costaría amarrar una
nave con un cabello de tu trenza.
--I0h! estad tranquilo, señor Peyrou—dijo Es-
EL COMENDiDOR, DE MALTA 41

-tefaneta con seguridad—para detener ä Luquin ä


mi lado no le hablaría de vendavales, ni de tem-
•estad, ni de piratas; le diría tan sólo que el do-
Mingo regalaba al patrón Bernardo un lazo de mi
_jubón para adorno de su lanza de justar en el mar;
bien que iba ä pedir al piloto Terzarol un sitio
en las ventanas de la casa de su madre para ir con
Mad. Dulcelina, ama de gobierno de la Casa fuer-
te, ä ver la lucha y el asalto de la barra de la
plaza de la Ciotat. Entonces, os lo juro, seilor l'ay-
rou, Luquín no saldría del golfo, aunque el cón-
sul Talebard-Talebardon cubriese de monedas de
plata el puente de BU polacra.
—Cómo se explica la moquita muerta!—dijo
el anciano sonriendo:—no hubiera yo dado nunca
en esa estratagema... «El buey viejo siempre ha-
-ce recto el surco. s ¡Yaya, vaya, serénato, Eatefane-
ta!... Ni tendrás que desguarnecer tu jubón para
dar un lazo it Bernardo, ni pedir la ventana de
-casa de Terzarol. El viento sopla de Poniente; si
no cambia ä la puesta del sol, y si Buffo
(1) no dice nada mañana al rayar el día, Luquin
oodrä salir del golfo, y pasar sin temor á Niza: de
la travesía yo respondo; on cuanto á los piratas,
te voy ä dar un encanto de afecta seguro, sino para
conjurarlos del todo, al menos para impedirles apo-
derarse de la Santo-Terror de los moriscos.
—¡Ah! ¡cómo se lo agradezco, señor Peyron!—
dijo la joven ayudando al viejo á levantarse, por-
que se movía con bastante trabajo.
Este entró en su habitación, tomó un pequerto
, pliego cubierto de signos cabalísticos, y lo en tre.,6

(1) Gruta muy profunda, situada en el interior dti gol-


fd• Cua , ,d ,) las aguas se lanzan en ella ron eatr4pite,
sehal de torrnAnte próxima. (Corograf(e de in Provenza.)
6
42 EL CoME?IDADOR DE MALTA

ä Estefaneta, recemendAndole previniese ä Lu-


quin, que en un todo se atemperara ä las instruc-
ciones que en él hallaría.
—¡Qué bondadoso sois, señor Peyrou! ¿Cómo
acroradecei?...
—Con prometerme, hija mía, dejar secar en lo
sucesivo los ramilletes de Bernardo en las barras
de tu reja; entonces, creeme, no volverlas ä hallar
otros, porque regar uno, es pedir más-. ¡Ah! es
también preciso que me prometas no alentar tanto
al piloto Terzaiol en su pesca... Podría, por agra-
darte, agotar todo el pescado de la bahía, y ser
llamado ante el consejo de pro-hombres pescado-
res... Y me vería precisado ä condenarlo... A pro-
pósito: ¿en qué estado se halla la cuestión de
Monseñor y los cónsules sobre el derecho de pesca
en el golfo? ¿llantiene aun allí au almadraba Rai-
mundo V?
—Sf, señor Peyrou; no quiere retirarla: dice
que su derecho de pesca se extiende hasta las pe-
ñas de Castrambnii, y que no lo cederá ä nadie.
—Escucha, Estefaneta; ingéniate para que tu
señorita induzca ä su padre ä componerse amisto-
samente con los cónsules; esto sería mejor para
todos.
—Bien, señor Peyrou; estad seguro de que se
lo diré ä MIle. Reina.
—Bien, hija mía. Vaya, odios. Sobre todo, no
más coquetei id; ¿me lo prometes!
—Sí, señor Peyrou... sólo que...
—Y bien... di...
—Sólo que... ved ahí, señor Peyrou: no quisie-
ra quitar todas las esperanzas ä Bernardo ni ä Ter-
zarol... No por mi, ¡Virgen Santa!... sino por Lu-
quin... porque necesito gqardar siempre un medio
EL COMENDADOR DE MALTA 43

para retenerle en el puerto en caso de grande...


digo, cuando sea muy grande el riesgo. ¿No os pa-
rece, señor Peyrou?... Y para esto los celos valen
más qua todas las anclas de su buque.
—Eso es justo—dijo el vigía;—ea preciso ante
todo pensar en Luquin.
Bajó los ojos la muchacha y se sonrió; después
repuso:
---1Ah! me olvidaba, seilor Peyrou, de pregun-
tarle si piensa que Mr. el Comendador y el reve-
rendo padre Elzear habrán IlegAdo para los Menos
de Nadal (1), como lo espera Mons. iinr. ¡Tanto
ansía volver á ver ä sus dos hermanos! ¿Sabéis que
ya van dos Navidades que se celebran sin ellos en
la Casa fuerte?...
Al nombre del Comendador, la fisonomía del
'vigía se obscureció repentinamente, y tomó la ex-
presión de una melancolía profunda.
—Si Dios oye el más ardiente de mis votos, hija
mía, ambos llegarán; pero ¡ay! el padre Elzear,
como digno y animoso hermano de la Merced, ha
ido á. rescatar cautivos en Argel... y la fe de los ber-
beriseos es muy pérfida.
—1Ay de mí, señor Pe -ou! sf; bien lo ha espe-
rimentado su reverencia cuando fué confinado más
de un afio en el baño, entre los esclavos... ¡A. su
edad... tantos padecimientos! ¡Y todo ein quejar-
se... sin que su piedad se alterara en lo más mí-
nimo! A propósito de esto, sefior Peyrou, ¿por qué
la galera de Mr. el Comendador, en vez de ser
blanca y dorada como las valientes galeras del rey
45 de Monseüor el duque de Guisa, se halla pinta-
(1) El día de Navidad es en Provenza la mayor festiy,i-
dad del sha. Se llaman ealenos los presentes de frutas y
ipeaoados que en esta kpoea se hacen.
44 EL COMENDADOR DE MALTA

da toda de negro como un ataud? ¿Por qué hasta.


su velámen y aus palos son también negros? En .
verdad que no hay cosa más triste. gY sus mari-
neros? dy aus soldados? Tienen un modo tan adus-
to y severo, que parecen frailes españoles. Aun-
-que esto no debe extrañar: el mismo señor Co-
mendador tiene siempre un aire tan triste... Su pi-
iidorostro no se desfrunce mis que una vez.., cuan-
do al llegar á la Casa-fuerte abraza ä Monseñor y
mi joven ama... Y aun entonces ¡qué sonrisa
tan tétrica!... Es extraño... ¿no es verdad, señor-
Peyron?; tanto más cuanto que Luquin me ha di-
cho el otro día que mientras sirvió de bombardero-
á bordo de la Guisarda, galera de Monseñor el al-
mirante de los mares de Levante, vió muchas ve-
ces en Nápoles comendadores y capitanes de Mal-
ta, que, no obstante la severidad de su orden, eran
alegres como los demás oficiales.
Algunos momentos hacía que el vigía no escu-
chaba ä la muchacha; había caldo en una profun-
da meditación; inclinó la cabeza sobre el pecho, y
contestó con un movimiento afectuoso de unan&
ä los adioses de Estefaneta...
Poco después de ausentarse la joven, entró en su
aposento, abrió el mueble de ébano esculpido que
había en él, impelió el resorte de un doble secreto,
y tomó una pequeña caja de plata cincelada: una.
cruz de Malta atauxiada adornaba su cubierta;:
contempló largo tiempo este cofrecillo con doloro-
sa atención; su vista parecía evocar en él recuer-
dos crueles... Asegurado ya de que el misterioso.
depósito permanecía intacto, cerró las tapas del
mueble, y fué pensativo á sentarse al umbral
de su cabaña.
EL COMENDADOR DE MALTA 45

IV
LOS NOVIOS

Despidióse Estefaneta precipitadamente del vi-


gis, y estaba ya á la mitad de la pendiente, cuan-
do divisó en las últimas gradas de la escalera la
larga figura del capitan Luquin Trinquetaille. La
joven, con una seña imperiosa, le mandó volverse
por donde había venido.
El mostró una sumisión ejemplar; dettivose; dió
media vuelta con la brevedad y precisión de un
granadero alemán, y bajó gravemente los escalo-
nes que acababa de subir.
¿Era esto una cita concertada entre los dos
amantes? Lo ignoramos: lo cierto es que Estefa-
neta, precedida de su obediente adorador, bajó con
ligereza de gacela la estrecha y tortuosa rampa
que la había llevado á la atalaya.
Muchas veces volvió Luquin la cabeza procu-
rando descubrir el pernio y delicado pie que
media con tanta agilidad las puntas desiguales del
peñano; pero Estefaneta atajó la curiosidad del
exbombardero con un gesto amenazante y una dig-
nidad regia. Se vió, pues, precisado 4 apresurar
su marcha, para obedecer tas palabras, viva y
continuamente repetidas: .‘ ¡que andes, Luquin,
que andes!»
Aprovecharemos el tiempo que tardan en bajar
las breñas del cabo del Águila, para decir algunas
palabras acerca del capita! ' Luquin Trinquetaille.
Era un mozo robusto de unos treinta años, mo-
reno tostado, figura osada, aire franco, resuelto y.
46 EL COMENDA DOR DE MALTA.

algo fanfarrón: una casaca de cuero y anchos cal-


zones ti lo provenzal, ajustados al talle por el cin-
turón de un sable de hoja corva, componían en
parte su traje, que revelaba ä la vez el marino y
el soldado.
Por hacer un frío bastante intenso, tenía sobre
su casaca un gabán pardo con las costuras borda-
das de estambre rojo y azul, y cuyo capuchón
traversier, medio ocultando su frente, dejaba ver
un bosque de cabellos negros rizados.
Cuando llegó Estefaneta al pie del peñón, sin-
tió necesidad de descansar un poco, no obstante
su agilidad. Gozoso Luquin por la ocas'ón que se
le ofrecía de hablarle á solas, buscó cuidadosa-
mente un sitio en que su prometida pudiese sen-
tarse con comodidad. Luego que lo hubo encon-
trado, se quitó galantemente el gabán ) lo ex en-
dió sobre la perla, de modo que proporcionase
Emtefaneta una especie de asiento con respaldo- y
cruzando sus manos nerviosas sobre la extremidad
de un alto palo, y apoyando la barba sobre ellas,
contemplaba á Estefaneta con una especie de ado-
ración tranquila y dichosa.
Tan pronto como las solevaciones menos fre-
cuentes del corpiño de Estefaneta dejaron ver que
se reponía de la agitación de su carrera, dijo ä Di-
luir', con el tono de un niño mimado y como mu-
jer penetrada de su poder despótico:
—¿Por qué os habéis tomado la libertad, señor
Luquín, de venir á buscarme á la cabaña del vigía,
cuando os rogué que me esperäseis al pie de la
montaña?
Luquin, enteramente ocupado en contemplar
Estefaneta, rt quien la precipitación de la marcha
habla dado los mis vivos colores, nada respondió.
EL COMENDADOR DE MALTA

—¡Habrá. cosa semejante! —exclamó la jovenci-


lla hiriendo impaciente la tierra con su lindo pie.
¿entendéis lo que os digo, Mr. Luquin?
—No—dijo el capitán saliendo de su medita-
ción:—Io único que sé es que desde Niza á Bayo-
na, de lliyona ä Calais, de Calais á Hamburgo,
de Hamburgo d...
--gAcabardis por fin con esa navegación euro-
pea, Mr. Luquin?
—Es decir, que de uno ä otro polo no hay una
criatura más preciosa que tú, Estefaneta.
— Cómo! ¿Y para semejante descubrimiento
habeis hecho tan larga travesía, señor capitán?
Compadezco á los armadores de la Sainle epouvan-
te des Moresques par la grace du signeur, si loa
viajes de esa pobre vieja polacra no tienen más
interesan tes resultados.
—No digas mal de mi polacra, Estefaneta: bien
celebrarás ver desplegarse en su antena el pabe-
llón blanco y azul, cuando te halles atisbando mi
vuela de Niza en el torreón de la Casa-fuerte.
La presunción de Luquin sublevó la dignidad
de Estefaneta, y le respon-i6 en tono irónico:
--¡Vaya, vaya! Estoy viendo que el vigía del
cabo del Apila estará de más dentro de poco tiem-
po con las muchachas que esperan impacientes la
vuelta de Mr. el capitán Trinquetaille, y los ce-
losos que aguardan su partida con los ojos fijes en
la mar bastarán para hacer la mira y descubrir los
piratas, y no habrá ya que temer desembarques
de corsarios.
Luquin turnó un aire modestamente triunfan-,
te, y dije:
—Por San Estebän, mi patrón, me considero
muy dichoso con la certeza de tu amor, para ha-
4S EL COMENDADOR DE MALTA

t erme esperar y recordar por otras muchas: y aun-


que Rosa, la hija del mercader del Angel de la
Guarda en la Ciotat, se parezca ti la flor cuyo
nombre lleva, y me diga frecuentemente...
—Gracias, gracias por vuestras oonfidencias,
seüor Luqufn—dijo Estefaneta con celosa inquie-
tud, que se esforzaba en disimular:—si yo os con-
tara ä mi vez lo que me dicen el patrón Bernardo
y el seilor Terzarol, no acabaría hasta la noche.
Acababa apenas de pronunciar el nombre de es-
tos dos rivales, cuando el capitán Luquín frunció
las cejas y gritó:
—¡Rayo del cielo! si supiera que esos dos cana-
llas osaban siquiera mirar otra cosa que la punta
de sus zapatos cuando tul pasas, había de hacer
del uno un mascaron de proa para mi poiacra, y
del otro un gallardote para su gran mástil! Pero
no; ellos saben que Luquin Trinquetaille es tu
prometido, y que este nombre consuena perfecta-
mente con bataille, para que no se guarden de ju-
gar conmigo.
—Vamos, vamos, gallardo matamoros—repuso
Estefaneta, recordando los eonsejos del vigía y
temerosa de avivar demasiado los celos del infla-
mable capitán;—si Bernardo y Terzarol me ha-
blan tanto tiempo hä, es porque yo no les res-
pondo. Todo el mundo sabe que estoy embobada
con el diablo más maldito de la Ciotat. Pero toma
esto me ha entregado para tí Peyrou; léelo, y so-
bre todo haz cuanto te previene. Es tarde; el sol
se oculta, y aviva el trío: volvamos ti la Casa-
fuerte, porque podría estar in l uieta Mademoiselle.
Emprendieton los dos novios un paso acelerado;
Trinquetaille, sin dejar de caminar, leyó las si-
guien tea instrucciones dadas para el viaje:
EL COMENDADOR DE MALTA 49

s Todas las marianaa al salir el sol, el capitán


.mudará la carga ä sus cañones, y pondrá sobre la
tala una de las moscas rojas que van en este
papel, habiendo hecho una cruz sobre la bala con
el pulgar de la mano izquierda.
',Desde el alba tt la puesta del sol se relevarán
los grumetes, para estar de mira en lo a to del
mástil; tenderán la vista con frecuencia al Orien-
te y al Sur, gritando de cinco en cinco minutos:
,ISan Magno!
s Se colocarán sobre la popa de tres en tres, con
la punta Hoja abajo, las espadas y azagayas.
sEn la derecha del puente loe mosquetes, tam-
bién de tres en tres.
s El dfa de partida, al salir la luna, se llevará
sobre cubierta un vaso lleno de aceite; se echtrán
va él siete granos de sal, diciendo á cada grano:
“ San Tolmo y San Pedro: ” se dejará el vaso sobre
cubierta hasta que se ponga la luna. Entonces se
le cubrirá con un paño negro, en el que se inieri-
birá con bermellón: Sirakoe. Con este aceite se
frotarán todas las marianas al romper el allaa las
armas y las ruedas de los nlih.ltietes.”
Al llegar aquf se interrumpió el capitan Trin-
quetaille, y dijo á Estefaneta:
—¡Por San Tolmo! ¡Meran Peyrou es hechice-
ro!... Si yo hubiese tenido estas moscas encarna-
das de papel mágico tres meses hä, en vez de que-
darse mudos mis pedreros sobre sus cureñas cuan-
do les aproximaba la mecha, hubieran rechazado
con furor aquel jabeque de Túnez que vino *I sor-
prender nuestro convoy, ein advertirlo hasta que
lo tuvimos casi encima.
—Pero tus vigilantes, Luqufn, ¿no observaban
lo lej os?
7
50 EL COMENDADOR DE MALTA

—No; si hubiesen vigilado, diciendo: a San


Magnos cada cinco minutos, como prescribe Pey-
roa en su nigromancia, seguro es que la virtud
de San Magno imposibilitaría á los piratas de
acercarse sin ser vistos.
---gY habrías hecho uso de ese aceite mágico
rara los mosquetes?
—Sin duda, hubiera dado en aquel día fatal en
(j ue mis pedreros no dieron fuego, todo el aceite
que arde en la lámpara perpétua de Nuestra Se-
ñora de la Guarda, por una gota de este aceite, de
lbs siete granos de sal y su cubierta sobrescrita
con el formidable nombre Sirakoe.
—gPor qué, Luquín?
—Mi artillería estaba inutilizada; quise abor-
dar el jabeque al arma blanca, al amparo de
bs mosquetes, pero una maldita suerte quiso que
bis armas b1ancas se hubieran quedado abajo, y
que los mosquetes tuviesen enmohecidos los ras-
trillos. Ya conoces, Estefaneta, que si se hubie-
ran colocado cabalísticamente las armas de tres en
tres sobre cubierta, y se hubiese dado ä los mue-
lles de los mosquetes con ese aceite milagroso de
Sirakoe, hubiéramos podido resistir, y quizás
apresar el jabeque pirata, en vez de huir delante
de él como una banda de pajarillos delante de un
gabilin.
Ya se habrá echado de ver que bajo estas fór-
mulas cabalísticas daba el vigía del cabo del Agui-
la los mejores avisos prácticoQ, tratando de res-
tituir d su vigor excelentes precauciones náuticas,
caídas en desuso por incuria 6 negligencia.
Las moscas rojas que debían colocarse todas lee
mañanas sobre las balas con triplicados signos de
cruz, carecían enteramente de virtud, pero obli-
EL COMENDADOR DE MALTA 51

gaba esta operación á mudar diariamente la carga


de la artillería, fácilmente averiada por el agua,
cuyas olas barren el puente cuando el mar está
levantado, en cuyo caso, incombustible la pólvora,
es nulo el auxilio de los pedreros. Tan graves in-
convenientes se obviaban siguiendo estrictamente
-el consejo del vigía. Lo mismo respecto al aceit-e
Sirakoe, á las voces de San Magno dadas por
los vigilantes, y al número tres empleado en /a
colocación de las armas sobre el puente.
Como los puntos de crucero de los piratas eran
hacia el Oriente y el Sur, registrando en ellos los
habían de divisar los vigías, que no corrían ries-
go de dormirse en las gäbias por verse precisados
á invocar á San Magno cada cinco minutos.
Era también sumamente importante el tener
siempre sobre cubierta armas dispuestas y en buen
estado, y el vigía prevenía el cuidado de ordenar-
las de tres en tres, frotadas con el aceite mágico
de Sirekoe, porque este cuidado las preservaba
del orín de la humedad que el aire les ocasiona.
Será bueno repetir, que si el solitario del
cabo d el Aguila hiciera ,ztas indicaciones sin
darles importancia, solo alcanzarían el descuido y
el desprecio: pero expuestas en forma cabalística,
casi podía asegurar su ejecución.
Después de admirar de nuevo la ciencia y la sa-
gacidad del vigía, Luquin y Estefaneta llegaron á
la inmediación de la Casa-fuerte. La joven, no
obstante 811 genio juguetón y burlesco, sintió opri-
mirse dolorosamente su corazón al despedirse de
au prometido, que partía al alba del día signiente:
:aquella mirada, siempre traviesa y alegre, se amor-
tiguó entre lágrimas y alargó la mano á Trinque-
taille, diciéndole con acento conmovido:
52 EL COMENDADOR DE MALTA

—Adios, Luquin; rogará día y noche al Señor


que te guarde de todo mal encuentro... 10h, Dios.
mío!... ¿cuándo abandonarás ese peligroso oficio,
que me da á cada instante nuevas inquietudes?
—Despnés que adquiera suficiente fortuna para
que Mlle. (1) Trinquetaille no tenga nada que en-
vidiar tí las más ricas propietarias de la Ciotat.
—¿Y conociéndome te atreves 4 hablarme así,
Luquin?—dijo la muchacha en tono de cierta re-
convención y enjugando las lágrimas que bañaban
aus ojos.—¿Qué me importa el lujo y un poco
más 6 menos de bienestar? ¿Habrás de ir por eso
4 arriesgar todos los días tu vida?
—Tranquilízate, Estefaneta: no se desperdicia-
rán los consejos del vigía del cabo del .Aguila, y
con el auxilio de San Magno y el óleo mágico de
Sirakoe, desafiaré á todos los piratas de la regen-
cia... Pero adios, Estefaneta, adios!... ¡Acuérdate
de Luquin!
El digno capitán estrechó en su vigorosa mano
las blancas de Estefaneta, y se apartó bruscamen-
te, temiendo dejar ver la emoción que quería
ocultar, por creerla indigna de él.
Siguió la joven con la vista á su prometido en
tanto que le fué posible, y al cerrar la noche, vol-
vió ä entrar triste en el castillo de Raimundo V.

LA CASA-FUERTE

Levan tábase la Casa-fuerte ó castillo des Anbier


(1) Uniei mente las sehoras nobles eran llamadas Na-
da Me.
EL COMENDADOR DE MALTA 53

orillas del mar, cuyas olas venían en los tempo-


rales 6. chocar al pie de una especie de terraplen 6
antemuro, que se adelantaba sobre la costa para
proteger el puerto de la Ciotat y un pequeño sur-
gidero en que se veían ancladas algunas barcas de
pesca y la falúa de recreo de Raimundo V.
Nada de particular ofrecía el aspecto del casti-
llo; edificado hacia mediadüs del s iglo XV, su ar-
quitectura, 6 más bien construcción, era apelma-
zada; dos torres de techumbres piramidal flaquea-
ban el cuerpo principal del edificio, expuesto al
Mediodía y dando al mar. Sus espesos muros, for-
mados de barro y de granito, eran de un gris ro-
jizo, A irregularmente taladrados por algunas po-
cas ventanas que parecían troneras. Sólo las puer-
tas de una galería, que en el primer piso corría ä
lo largo del castillo, eran grandes y arqueadas;
tres de ellas se abrían sobre un balcón adornado
de un balaustre de hierro forjado, bastante lindo,
en medio del cual estaban esculpidas las armas
del barón, escudo que se encontraba también so-
bre el frontispicio de la puerta principal: una es-
calera volada bajaba al tern.rlen.
Las necesidades civiles y religiosas en las gue-
rras intestinas de fines del último siglo, y el temor
incesante ä los piratas, habían transformado en
murallas guarnecidas y almenadas aquel terraplen
paralelo ä la fachada del castillo, y que se unía ä
las bases de sus torreones por lienzos en ángulos
rectos. Algunos viejos naranjos de tronco negro y
hoja reluciente testificaban aun el antiguo empleo
de esta esplanada, antes risueño jardín: pero dos
garitas de centinelas, algunos rimeros de balas,
ocho cañones de poco calibre, dos piezas de á
cuatro sobre sus afustes, y una larga culebrina
EL COMENDADOR DE MALTA
-
en asiento giratorio, mostraban que la Casa-fuer-
te del barón des Anbiez se hallaba en buen estado
de defensa.
Este castillo ocupaba una posición tanto roda
importante, cuanto que la pequeña bahía que do-
minaba era, con el golfo de la Ciotat, el único pa-
raje en que podían fondear los buques, no ofre-
ciendo el resto de la costa sino rocas y bajíos im-
practicables.
La fachada del castillo des Anbiez que miraba
al Norte y ä la tierra, tenía un golpe de vista bas-
tante pintoresc6. Varios edificios irregulares, aña-
didos al principal por las diferentes necesidades
de los sucesivos propietarios, interrumpían la mo-
notomia de sus líneas.
Las caballerizas, la perrera, los establos, las
habitaciones de los criados, labradores y quinte-
ros formaban el circuito de una especie de in-
mensa plaza plantada de dos hileras de sicomoros,
ä la cual se entraba por puente levadizo, echado
sobre un ancho y profundo foso. Este se levanta-
ba al anochecer, y una sólida puerta de encina,
fuertemente apuntalada por dentro, ponía la pe-
queña colonia en seguridad durante la noche.
Todas las ventanas de estos edificios se abrían sl
patio, exceptuando algunas buhardas perfecta-
mente enrejadas, que daban á la campiña.
La Casa-fuerte y sus dependencias contenís a
unas doscientas cincuenta personas, todos criado,
quinteros, labradores y pastores. Se encontraban
entre ellos unos sesenta hombres de treinta
cincuenta años, habituados al manejo de las ar-
mas en las guerras civiles, en que el impetuoso
barón había tomado parte con frecuencia.
Raimundo V, realista y católico decidido, mol'-
EL COMENDADOR DZ MALTA 55

taba á caballo siempre que tenía necesidad de de-


fender contra los gobernadores 6 sus delegados las
antiguas franquicias y derechos adquiridos de la
Provenza, de la que los reyes de Francia no eran
sino condes.
Los intendentes de justicia 6 presidentes de
chancillería, encargados de recaudar los impues-
tos y de anunciar ä los Estados Generales las cuo-
tas de los donativos voluntarios que la Provenza
debía ofrecer al soberano, eran casi siempre las
primeras víctimas en tales insurrecciones contra
la autoridad real, aunque bajo el grito de ¡viva
el rey!
Cuando se presentaban tales circunstancias, e/
viejo Raimundo V era de los primeros en levan-
tarse. Durante las últimas rebeliones de los Cas-
careoux (1) ocurridas dos dios atrás, ninguno
gritó con voz mis fuerte: g Iviva el Rey Fuoro
(1) En toda la Provenza se hablaba del mal que los
nuevos impuestos iban á causar allí; impuestos que gravita-
ban, no solamente sobre los bienes inmuebles, sino sobre ice
muebles y hasta sobro el trabajo de los artesanos. Cada uno
decía que era necesario oponerse ti . -.a innovación perni-
ciosa; y como de boca ea boca se dijese: 4Pero quién pon-
d rd el cascabel al gato? hubo algunos que ataron un casca-
bel al cabo de una correa, y haciendo acopio de gran nú-
mero de estos cascabeles (en lengua provenzal cascaveoux)
marcachs al extremo de la correa con el sello en lacre del
que era jefe de la partida, dieron de ellos á todos los que
quisieron agregtirseles, con encargo de que, donde quiera que
oyesen hablar de elecc i ones 6 elegidos, sacudiesen sus ca-
bellos gritando: ¡viva el rey, fuoro eleux! de donde se deri-
va el nombre de cascaccoux, dado 4 todos los que en aquel
tiempo promovieron algunos alborotos en Provenza. Dau-
bray, intendente de justicia do Aix, primera víctima, había
trasladado la oficina do las cuentas de Aix it Telón. Se en-
vió allí al príncipe de Condó y toda la nobleza de Provenza.
(Bouche, vol. V, lib. 12)
56 EL COMENDADOR DE MALTA

Eleux!; ninguno agitó ni hizo agitar tí los suyos


con más ardor la campanilla que servía de serial
ä los insurgentes.
El baron acreditaba en esto ser digno hijo de su
padre Raimundo IV, uno de los nobles mis gra-
vemente comprometidos en la rebelión de los Ra-
zat$ (1), que estalló bajo Enrique III en 1578, y
que difícilmente comprimió el mariscal de Retz.
No era posible que pudiera conformarse con la ex-
pansión de omnipotencia que tomaba la autoridad
de Richelieu á expensas de la del Rey, quien des-
aparecía en la sombra del primer ministro. Mani-
festáronse entonces algunos movimientos en Lan-
guedoc y en Provenza ä favor de Gastón de Or-
Jeans, hermano de Luis XIII, que la facción rea-
lista oponía al Cardenal.
A no ser por los cuidados que los piratas inspi-
raban en la costa, no cabe duda que el barón ha-
bría tomado parte en estas tramas, pero, obligado
ä concentrar sus fuerzas para defender su cada y
proteger sus vasallos, hubo de contentarse con de-
clamar vivamente contra el Cardenal, especial-
mente cuando este di6 el gobierno de la Pro-
venza al mariscal de Vitry.
Tan importantes funcione a habían sido hasta

(1) El conde de Carees, siendo gran senescal de Proven-


za, concedió tal libertad ä las tropas para la exacción de
numeraria, que causaban grandes vejimenes en todas las
partes donde se alojaban, y arramblaban con los bienes de
los habitantes por donde quiera que transitaban, de donde
vino el dar el nombre de Razats tt estos pobres despojados
de sus bienes, como si quisieran decir, arrasados por aque-
llos que empleaba el conde de Carees, 6 de otro nombre
bárbaro Mora bez 6 Moraboux que yo he oido atribuir en mi
tiempo en Provanza hombreo crueles y salvajes. (Historia
de Provenza; lib. X, página 667. Honoró Bouche fol. vol. I.)
EL COMENDADOR DE MALTA 57

.ellf desempeñadas por Mr. el duque de Guisa, al-


mirante de Levante, que con gran gozo de los
provenzales, y después de muchas revueltas, reem-
plazara al duque de Epernon. uEl viejo oso ha sido
.ahora devorado por el joven león, n dice sobre esto
César de Nostradamus, celebrando el nombra-
miento del joven príncipe lorenés para puesto tan
importante.
No disimuló la nobleza su indignación, al ver
Mr. Vitry promovido al gobierno de la Preven-
za, puesto que apenas había considerado digno al
un miembro de la casa de Lorena para llenar esta
dignidad, ordinariamente reservada á un príncipe
,de la sangre.
Respecto á Mr. Luis Gallucio del Hospital,
después duque de Vitry, hay que notar, para for-
marse una idea de los modos de ver tan diferentes
en los distintos tiempos y costumbres, que el car-
denal de Retz, sin vituperar de modo alguno á
Mr. de Vitry el haber sido uno do los asesinos
, del mariscal d' Anexe, dice simplemente de él:
46 tenia poca capacidad, pero era atrevido hasta la
temeridad, y el encargo de dar muerte al malla-
eal d' Ancre, le había dado en el mundo un cier-
to aire de negocios y ejecución.1,
Era el barón des Anbiez, ä pesar de sus ligere-
zas en cuanto 4 independencia y rebelión, cl hom-
bre mejor y más generoso del intuido. Adorado de
los aldeanos de sus dominios, respetado de los ha-
bitantes de la pequeña villa de la Ciotat, que le
.encontraron siempre dispuesto ä auxiliarlos en
todo lo posible y defenderles contra los piratas,
ejercía una completa influencia en los alrede-
dores. Por tiltimo, su vigorosa oposición 4 algunas
órdenes de Nr. de Vitry, que se le figuraba pm
8
59 EL COMENDADOR DE MALTA

atentaba contra las franquicias de la Provenzar


fué general y altamente aprobada en el país.
liemos dicho ya que cuando Estefaneta llegó (c.,
la Casa-fuerte, empezaba á, anochecer: su primer
cuidado fuá trasladarse al lado de Mlle. Reina des
Anbiez.
Generalmente ocupaba ésta un gabinete situado'
en el primer piso de uno de los torreones del ca:--
tillo. Esta pieza, de forma circular, le servia &-
cuartito de estudio, y estaba adornada con un cui--
dado y elección extremados. El barón, idólatra de
su hija, había consagrado A este aposento interior
una suma bastante considerable: su cóncava pared
desaparecía bajo una rica tapicería flamenca, fondo
verde con dibujos más obscuros, rameado de hilo
de oro. Dejaase ver entre otros varios mueble:-
un anaquel da nogal, esculpido con esmero al gus-
to del renaeimiento, ó incrustado de mosáicos de
Florencia. Una gruesa alfombra turca cubría el
pavimento; los intervalos que quedaban entre las
viguetas de la techumbre eran de azul turquí sem-
brado de arabescos de oro de bastante delicado
trabajo.
Una lámpara de plata, pendiente del techo por
una cadena del mismo metal, iluminaba aquella
habitación. La forma de estas lámparas, usadas
aun en algunos lugares de la Provenza, era muy
sencilla: consistía en un cuadrado de metal, cuyos
bordes elevados una pulgada, contenían el aceite,
formando en cada ángulo una especie de pico de
que salían /as mechas.
Vefanse sobre una mesa de pies vueltos, colo-
cada en el alfeizar de la ventana, un laud, una
tiorba y algunas obras de bordado empezadas. Do s.
retratos de diferente sexo, en trajes del reinado de
EL COMENDADOR DE MALTA 59

Enrique III, estaban colocados por cima de esta


mesa, y oblicuamente alumbrados á través de pe-
queñas vidrieras en bastidores de plomo que de-
fendían la larga y estrecha ventana. Por tiltimo,
:para suplir la falta de chimenea, se veía en un rin-
,eón de esta pieza un ancho brasero de cobre esme-
radamente cincelado y sostenido por cuatro grifas
alacizos que contenía un lecho de ceniza y grasa
.donde humeaban algunas ramillas de ginesta odo•
rífica.
Reina des Anbiez tenía un traje de gr6 d,
'roan obscuro que llegaba al suelo, con mangas v
talio justo; su hermoso cabello castaño se ence'-
Traba en una redecilla de seda púrpura.
Al penetrar Estefaneta en el aposento, la en-
contró en un estado de agitación extraordinaria;
sus mejillas estaban coloradas, sus facciones ex-
presaban la sorpresa, casi el espanto. Reina tomó
con viveza la mano de su doncella, la condujo
cerca de la mesa, y le dijo: —Mir a!
El objeto que señalaba á su atención era una
• pequeña redoma de cristal de roca: de su cuello
elegante y prolongado salía una especie de lirio
calor de naranja obscuro; un cáliz azul turquí de-
• jaba ver flexibles pistilos de blanca plata: esta
brillante flor exhalaba un olor delicioso, compara-
reble á un compuesto de vainilla, limón y jaz-
mín. Unió Estefaneta las manos en señal de admi-
ración, y exclamó:
Mlle ! ¡qué bella flor!... ¿Es regalo del
caballero de Berrol?
Al oir pronunciar el nombre de su amado, Rei-
yna se sonrojó y palideció alternativamente: to-
mando luego el vaso con una especie de terror, le
,enseil6 una pequeña figura que estaba esmaltada
110 EL COMENDADOR DE MALTA

en él: representaba una paloma blanca con el pico,


rosado y las alas tendidas y afianzando en fills
patitas purpurinas una rama de olivo.
— ¡Virgen san tal—exclamó Estefaneta como es-
pantada:--¡esta es la divisa del alfiler de esmalte
que aquel joven descreído 08 tomó en las rocas de
011ioules, después de salvar la vida á, Monseüorr
—¿Y quién habrá colocado aquí este vaso y esta
florP—preguntó Reina meneando la cabeza con
terror.
— Qué! ¡No lo sabéis vos, Mlle!
Reina palideciendo extraordinariamente, hizo,
una serial' negativa.
—¡Virgen santa! ¡Esto es hechicerial—exclam6-
Bstefaneta dejando con viveza el vaso sobre la me-
sa cual si le ab: asara la mano.
'Reina, casi sin poder contener su emoción, la
dijo:
—Después de ir ä ver ä mi padre montar ä ca-
ballo, continué mi paseo por la gran calle del
puente levadizo, y al entrar ahora aquí, he encon-
trado esta flor sobre la mesa; mi primer impulso
fné creer, como tú, que me la hubiese traído 6 en-
viado Mr. de Berro!, aunque me pareciese una
maravilla tal flor en una estación tan fría; pero
pregunté si había venido, y me respondieron que
no. Además, quo yo tenia en mi poder la llave de
este aposento.
—Mlle... ¡luego no cabe duda de que hay en
esto magia!
—No sé qué pensar; aunque después de exami-
nar con mis atención este vaso, he podido distin-
guir la empresa esmaltada que representa el alfil-
kr que...
Reina no pudo concluir.
EL COMENDADOR DE MALTA lit

Las precipitadas convulsiones de su seno des-


cubrían la violenta conmoción que le causaba el
recuerdo de aquella jornada tan extraña, en (pe
el extranjero osó aproximar ä los suyos sus labios.
—Es necesario consultar al capellán 6 al vigía,
Mlle.;—dijo Estefaneta.
— No... no... callemos!... No divulguemos este
misterio quo me atemoriza ä pesar mío: espere-
mos. Observa bien las inmediaciones de este apo-
sento; quizá descubramos afgo.
— ¡Pero esta flor, este vaso, Mlle!...
Reina arrojó la flor al fuego por toda respuesta
Podíahaberse dicho que /a pobre planta se re-
volvía con dolor sobre los ardientes carbones: el
ligero silbido que producía la acuosidad de su
tallo al vaciarse, asemejábase ti. un lánguido queji-
do. Bien pronto todo ftae cenizas.
A continuación abrió Reina la ventana que
daba sobre la esplanada, y lanzó el frasquito che
cristal, que saltó en chispas sobre el parapeto: sus
pedazos cayeron en el mar.
En el mismo instante se oyó el raído de unos
pasos lentos, á que acompaiiaba el tembloroso
crugir de las espuelas sobre las gradas de la esca-
lera: la voz algo ronca de Raimundo V llamú
alegremente ti, su hija para que tuese ä ver á“aquel
diablo de Mistral.,,
--INi una palabra de esto ä mi padre!—dijo
Reina tí Estefaneta poniendo un dedo sobre sto.,
labios. Y bajó al encuentro del viejo hidalgo.
62 EL COMENDADOR DE MALTA

VE

LA CENA

Ocultando Roina con trabajo su alterno 6n, se


aproximó 6. su padre; Al la besó en la frente con
ternura, y apoyado en su brazo, bajó los últimos
escalones de la torre. Llevaba un antiguo traje
verde de caza con los alamares de oro en trenza,
calzón escarlata, grandes botas de piel salpicadas
de barro, y largas espuelas do hierro enmohecida:
tenía en la in 4110 su gorra grís, porque a pesar d. I
frío, la frente morena y rugosa de haimundo
estaba cubierta de sudor.
Un palafranero, alumbrando con una antorcha
,.n el patio del castillo, tenía del diestro al zaino y
feroz Mistral, cuyos hijares chorreaban. Tendidos
et los pies del potro de (amarga so hallaban, un
gran h brel negro de largos pelos, y un uqueño
podenco de España, blanco y anaranjado. Ei lebrel
estaba jadeante, con las orejas tendidas sobre el
tranco, entreabierta la boca y llena de espuma, y
los ojos medio cerrados; el batir precipitado y
febril de sus l'ijares, su fatigada respiración, ma-
nifestaban la celeridad con que había corrido.
La vista de Mistral aumentó la turbación che
'Reina, recordándole la escena de las rocas die
•011ioules: pero el baron era tan poco perspicaz, y
el éxito de su cacería, de que deseaba alabarse, le
iereocupaba de tal modo, que no echó de ver su
EL COMENDADOR »E MALTA 63

agitación. Desató una correa que suspendía una


liebre al arzón de su silla, y sopesándola, la pre-
sentó orgullosamente á Reina, diciéndole:
—¿Creerás que Relámpago, (el lebrel, sin dejar
de jadear, alzó su cabeza larga, fina 6 inteligente),
creerás que en trece minutos ha rendido esta lie-
bre en los matorrales de Savenol? El viejo Genet
la levantó. La velocidad de este demonio de :Mis-
tral es tanta, que no he perdido de visa ä Rehim-
pago más que el tiempo que emplee en trepar !a
colina de las Pied rw; negra: ha hecho así, estoy
seguro, más de legua y media.
— ¡Padre ¡Esponeros aun ä montar este
caballo, después del peligro que os hizo correr!
---IRayo de D:os—exclamó el viejo hidalgo con
aire de ehaneera gravedad,—no se dirá que Rai-
mundo V ha ceWdo 4 uno de estos indómi os hi-
jos de la Cama rga.
—Pero, padre mío...
— Pero, hija mía, nunca ceder ni por tierra ni
por mar: te digo esto, porque vengo de visitar las
pesqueras, que esas belitres de la (letal quieren
impedirme que ponga en la bahía mas allá de las
peñas de Castrambou. Encontré en el camino al
cónsul Talebard-Talebardon... t-to ha tenido el
descaro .le amenazarme con e/ tribunal de preheme
hres peseadores? ¡Pardiez! Me di.; tal risa, que
este diablo do M = stral, aprovechándose de mi dis-
tracción, partió como una saeta.
—1Aun trásriesgos, papá! ¡Por Dios, deshaceos
de ese caballo que os va á ser funesto!
—Trangnilízate, hija mía, que aunque no ten-
go una mniieea tan vigorosa como el joven Mos-
covita medio salvaje, que tan diestramente detu-
vo á Mistral al borde del precipicio, la vara, la
EL COMENDADOR DF. MALTA

brida y la espuela darán cuenta de las coces y


'corbertas de un caballo vicioso. Pero permitid,
blIa castellana, que os ofrezca la pierna de la
pieza que he muerto.—Diciondo esto, sacó el barón
un cuchillo de la faltriquera, cortó la pierna dere-
cha de la liebre, y la ofreció galantemente ä su
bija, que tomó, no sin repugnancia, este trofeode
caza. Volvieron ti Mietrai á la caballeriza; pero
Relámpago y Genet, favoritos del barón, siguieron
au lado y paso ti paso, mientras apoyado en el
brazo du Reina, hacia lo que llamaba su revista
de tarde, Insta que llegaba la hora de cenar.
Vueltos del campo los labradores y hortelanos,
so entregsban 4 los quehaceres de la velada de in-
vierno en una oteara ca;i . nte y bien cerrada; las
mujeres y las muchachas hilaban al torno; los hom-
bres arreglaban sus redes 6 instrumentos de la-
branza, 6 limpiaban sus armas. Maese Laramée,
antiguo sargento de la compabía franca levantada
por Raimunde Y en las turbulencias civiles, y
ahora n' ay ordume y eoniandante superior de la
guarnición del castillo, exigía ä los renteros del
barón, que hw4an por turno el servicio de centine-
las sobre el terraplén de la orilla del mar, que es-
tuviesen armados militarmente. Otros se ocupa-
ban en pintar con los colores del barón (rojo y
amarillo) largas lanzas para las fiestas marinas,
estacas empleadas en el salto de la barra, diver-
siones usadas en las fiestas de Navidad. Aquellos,
entretenidos más seriamente, preparaban loe gra-
nos destinados ä la sementera tardía; éstos tejían
con gran esmero cestos de junco para poner cale-
)los 6 presentes do frutas que se hacían en la Pas-
cua. Amenizábanse estos trabajos, ya con cancio-
nes del país, ya acompariá.ndolos con alguna le-
EL COMENDADOR DE MALTA

yenda maravillosa, 6 con alguna relación espanta-


ble de las crueldades de los piratas.
Los ancianos y los niños se dedicaban en una
•imara alta llena de frutos, tl visitar las largas
guirnaldas de uva que pendían de las vigas del
techo, 6 en prensar cestos de higos sobrantes, que
se secaban sobre paja.
Un poco mis allá estaba el lavadero, en que va-
rias mujeres, bajo la inspección inmediata de la
señora Dulcelina, ama de gobierno, cuidaban la
ropa blanca del castillo, y la perfumaban metien-
do entre Bus pliegues, más blancos que la nieve,
hojas de hierbas aromáticas. Frecuentemente la
voz agria de Dulcelina reprendía á las perezosas,
sobreponiéndose ä BU alegres canciones.
Al lado del lavadero estaba la botica del castillo,
en que los campesinos de los alrededores encon-
traban todos los medicamentos indispensables.
Esta se hallaba á cargo del capellán del barón, el
abate Mascarolus, anciano y excelente eclesiástico
de una piedad angélica y de rara sencillez: el ca-
pellán poseía conocimientos en medicina bastante
extensos, y tenía gran fe en la farmacopea de aque-
llos tiempos.
No obstante el temor que inspi.:2ban los piratas,
todos los habitantes de la Casa-fuerte se entrega-
ban completamente al gozo tradicional, por decir-
lo así, que causaba siempre en Provenza la pró-
xima llegada de Nochebuena, la solemnidad más
alegre y grande del año.
Todas las tardes antes de la cena, el barón,
acompañado de su hija, pasaba lo que llamaba so
revista, es decir, recorría el teatro de las diferen-
tes ocupaciones que acabamos de describir, ha-
blando familiarmente á todo el mundo, acogiendo
9
66 EL COMENDADOR DB MALTA

las solicitudes y . las quejas; impacientándose


menudo, irritándose y riñendo algunas veces,.
pero lleno siempre de justicia y de bondad, y ha-
ciendo olvidar los impulsos de su viveza con su
cordial ingenuidad.
Raimundo V cultivaba una gran parte de sus.,
dominios; charlaba largo rato en la velada con sus,
pastores, viñadores, labradores y hortelanos; visi-
taba sus caballerizas y establos, plenamente con-
vencido de la sabiduría de aquellos dos proverbioa.
provenzales dignos del vigía del cabo de .Aguila:
¿gel ojo del amo engorda el caballo,» ude buen pas-
tor, buen rebaño.» Generalmente concluía su vi-•
sita en la botica, donde encontraba al padre Mas-
carolus, que le presentaba una especie de estado,
higiénico de los dominios des Anbiez.
El día de que hablamos, llegó á la botica
acompañado de Reina, pasando por el lavadero.
En casi todos los departamentos del castillo se
ocupaban en los preparativos de la fiesta de Navi-
dad; pero la confección de la pieza más importan-
te de esta solemnidad estaba reservada á los ta-
lentos de la venerable Dulcelina, que había roga-
do al cura que la ilustrara con sus consejos. Tra-
tábase del Nacimiento, retablo de relieve y colo-
rido, que se colocaba la Nochebuena en el mejor
sitio de la habitación, castillo, casa 6 cabaña. Este
cuadro representaba el portal de Belén, viéndose
en Al ä San José, la Virgen con el Salvador del
mundo sobre sus rodillas, el pesebre, el buey y la
mula. Toda familia, pobre 6 rica, había de tener
un Nacimiento mas ó menos espléndido, ador-
nado con guirnaldas de follaje y oropeles, y sobre
todo, profusamente iluminado.
Al entrar en la lencería chocó ä Raimundo
CUMENDADUlt DE MALTA 67

no ver allí ü Duleelina. Todas las lavanderas hi-


cieron una respetuosa reverencia al barón, que
preguntó dónde se hallaba el ama de llaves.
—Monseñor—dijo una muchacha de ojos ne-
:gros y mejillas 'como la grana;—Mlle. Dulcelina
.está en la pieza de los filtros con el señor cape-
llán y Teresa: ha prohibido la entrada, porque está.
trabajando en el Nacimiento.
— Diantre!—dijo el barón—me pesa interrum-
pirle, pero es la hora de la cena, y 08 preciso que
cl cura la bendiga.
Adelantdse hacia la puerta, que estaba inte-
riormente cerrada, y llamó.
—. Vamos, vamos, cura: está servida la cena, y
tengo un hambre de mil diablos.
—Dispensad un momento, Monseñor—dijo Dul-
..celina;—no podemos abriros aún; es un misterio.
- ah, señor capellán! Aquí os quiero:
.Conque hacéis misterios con Duleelina?...—dijo
.alegremente el caballero.
— Ah! ¡ l )ios nos libre, Monseñor! Está, con
nosotros Teresilla—exclamó la venerable dueña,
picada de la broma del barón.—Abriendo preci-
pitadamente la puerta, dejó ver su cara pálida y
.rugosa cercada de una gorguera 7 un capillo blan-
co, conjunto digno del pincel de Holbein.
El cura, de edad de cincuenta años, vestido de
una sotana negra y bonete que le ceñía estrecha-
mente la cabeza, era de aspecto dulce y sencillo.
Cuando entraba el barón, concluía Teresa de
ocultar el misterioso Nacimiento bajo un gran
p año. A proximóse el barón, é iba temerariamente
,á alzar el velo, cuando Dulcelina dijo en tono su-
plicante:
--. ¡Ah Monseñor! Dejadme el placer de sorpren-
68 EL COMENDADOR DE MALTA

deros; sabed únicamente que jamás habrá adorna-


do un retablo como este la sala del castillo, y esta
es lo de menos, ¡Virgen Santa! puesto que el señor
Comendador y su reverencia el padre El zear deben t
venir de paises lejanos para celebrar la Noche-
buena.
—¡ Pardiez! muy grande sería mi desgracia si
no concurriesen—dijo el barón:—ya van dos 8ü08,
que mis pobres hermanos no han pasado ni una
noche ni un día en la casa de nuestro padre, y,.
por San Bernardo mi patrón, que me asista, el
Señor nos hará la gracia de reunirnos esta vez.
—Dios os escuchará, Monseñor, y yo uno mis
ruegos á los vuestros—dijo el cura;—después aña-
dió:—Monseñor, ¿habéis hecho buena caza?
—Muy buena, cura; mirad.—Y él barón tomó'
la pata de liebre que Reina tenía en la mano, y
la mostró al capellán.
—Si la señorita no tuviese empeño en guardar
esta pata—dijo 41,—yo se la pediría para mi boti-
ca; rogando en tal caso á Monseñor que me dijere
ei es la pata derecha ó la izquierda del animal.
— ¡Bah! ¿y para qué la queréis,
queréis cura?
—Monseñor—contestó el buen ense-
ñando un libro abierto sobre la mesa,—he reci-
bido ayer de París este volumen. Es el Diario de-
Mr. de Moncaury (1), hombre muy ilustre y sa-
(1) Diario de viajes de M. de Moncaury, consejero del
rey en SUS usejos de Estado y privado, y lugarteniente
criminal en los presidios de Lyon, donde hallarán los inte-
ligentes infinidad de novedades en máquinas, matemáticas,
experiment4 s físicos, razonamientos de amena filosofía, cu-
riosidades de química, además de la descripción de diver-
sos animales y plantas raras, y muchos secretos ignorados
para lecleo y silubridad, etc.; y lo que hay mis digno del
conocimiento de lin hombre honrado en las tres partes-del
mundo. París, Luis Frelaine, en el palacio, 1631.
EL COMENDADOR DE MALTA 69
bio; y leo esto en la pág. 317: «Receta para la
gota: llévense pegado al muslo, entre el calzón y
la camisa del lado enfermo, dos patas de hebre,
muerta entre Nuestra Señora de Septiembre y
Navidad; pero con la indispensable circunstancia
de que ha de aplicarse la pata izquierda de atrás,
si fuese el brazo derecho el atacado, y la pata de-
recha delante, si fuese la pierna 6 muslo izquier-
do el enfermo; y el mal cesará al momento.»
--l1'estel—grit6 el barón riendo con todas sus
fuerzas:—he aquí un gran descubrimiento: de
hoy más, los que cacen en vedado dirán que son
boticarios, y que sólo tiran una liebre desde el
aguardo, para procurarse remedios contra la gota.
Sumamente cortado el pobre capellán con los
sarcasmos del barón, continuó leyendo para reco-
brarse, y añadió: Más lejos veo, señor barón,
pág. 177 «que la cochinilla dada it los ruiseñores
hidrópicos, los cura en el acto.»
Aquí las carcajadas del hidalgo subieron de
punto; Reina misma, ä pesar de sus cavilaciones,
no pudo por menos de imitar ä su padre.
Sonrióse con dulzura el cura Mascarolus, y so-
portó estas inocentes burlas con resignación ente-
ramente cristiana, no pretendiend , ni aun defen-
der sus recetas empíricas ä las que se habrían en-
contrado frecuentes analogías en los libros más
seriamente escritos sobre el arte de curar en aque-
lla época. Iba Raimundo V á entregarse ä un nue-
vo acceso de alegría, cuando Laramée, á la vez
mayordomo de boca y caphän de la Casa-fuerte,
se presentó 4 anunciarle que le esperaba la cena
hacía rato.
Laramée, ä quien humos visto formando la
vanguardia del barón en las gargantas de 011ioules,
70 EL CUMEIn DADOR DE MALIA

tenía fisonomía de verdadero panduro; su color


avinatado, BUS cabellos blancos y cortos, sus lar-
gos bigotes grises y sus frecuentes juramentos, no
eran siempre del agrado de Dulcelina.
Acogió esta la entrada del mayordomo en el
santuario del cura con una especie de gruñido sor-
do, que cambió en agrio chilido cuando vió ä La-
ramée aproximarse indiscretamente al paño que
eubría el misterioso retablo, y tratar de levan-
tarlo.
—Y ¡bien... y bien Laramée!—dijo el barón—
¡Rayo de Dios! ¿querrás tú ser más privilegiado
que tu amo, y ver las maravillas que Dulcelina
oculta ä nuestros ojos? Vamos, vamos: tema esta
lámpara, y altimbranos, veterano.—Dirigiéndose
luego *1 Mascarolus, añadió con jovialidad:—Ya
que, según vuestro precioso libro, sana la cochi-
nilla al ruiseñor hidrópico, será conveniente en-
sayar vuestro remedio en este viejo bellaco, ame-
nazado ti, todas horas de hidropesía; porque es un
verdadero pellejo, lleno siempre de vino hasta re-
ventar... Por lo demás, no tiene otra cosa de rui-
señor sino la costumbre de cantar de noche... ¡y
el diablo sabe qué cantar es!
—Debe añadirse, Monseñor, que canta con una
voz capaz de despertar ä todo el castillo, y de ha-
er huir d las lechuzas de la punta de la torre vie-
ja—añadió el ama.
—Y tan cierto como que he bebido esta maña-
na dos vasos de rosolí, que osífragas quiere decir
lechuzas. IDulcelina, chacha mía!..—dijo el ma-
yordomo con aire socarrón, pasando con su lin-
terna delante de la superintendenta del lavadero.
—Monseñor—exclamó ella ¿oís la insolencia
del senor Laraméel
EL COMENDA »OK DE MA LTA 71
----
—Seréis vengada, quelida mía: voy á hacerle
beber una pinta de agua 4 vuestra salud. Ea, ea,
anda, mayordomo; que se enfría la sopa y el pes-
cado.
El barón, Reina y el cura dejaron la botica,
descendieron por una esett ! era bastante pendiente,.
y atravesando la larga y obscura galería que unía
las dos alas del edificio, entraron en un vasto co-
medor, vivamente alumbrado por un buen fueg t .
de haya, de raices de olivo y de pifias, que llena-
ban la pieza de un olor balsámico. Hay que decir
que daba algo de humo la chimenea con fogón de
piedra y morrillos macizos de hierro; pero en
compensación, las vidricras cogidas con plomo y
las pesadas puertas de encina no cerraban dema-
siado herméticamente para que el humo no tuvie-
ra saMa por entre sus numerosas hendiduras; in-
troduciéndose por lo tanto el aire á través de es-
tas aberturas, producía largos silbidos, sofocados
victoriosamente por el bullicioso centelleo de la
haya y los chasquidos de los troncos de olivo que
ardían en el hogar.
En las paredes, sencillamente dadas de cal así
como el techo de gruesas vigas de encina, negras
y salientes, no se veía otro adorne, que algunas
pieles de raposo, de tejón ó de lobo, clavadas 4
espacios simétricos bajo la dirección del mayor-
domo. Los intervalos que dejaba esta peletería es-
taban ocupados con sedales 'para la pesca, armas
de caza, látigos, varas, y, como curiosidad, una
brida moruna con bocado cortante y borlas car-
mesí.
Adornaba un aparador de encina de graciosas
molduras una antigua y pesada vajilla de plata,
cuya riqueza contrastaba singularmente con la
7 2 El. COMENDADOR DE MALT &

agreste sencillez de esta sala. Grandes botellas de


vidrio blanco estaban llenas de vinos gener.soe
de la Provenza y del Languedoc; frascos más pe-
quelios contenían vinos de Espala, que venían
Pronto y fácilmente de Barcelona por barcos cos-
taneros.
Varios criados campesinos, con chupas de ger-
ga parda, hacían el servicio bajo la dirección del
mayordomo, pues las libreas con los colores del
barón no salían del vestuario sino en los días de
fiesta.
La mesa oblonga, situada muy cerca del hogar,
descansaba sobre una gruesa eetera de esparto; el
resto de la sala descubría su pavimento de baldo-
sas de barro.
Hallábase ä la cabecera el sitial blasonado de
Raimundo V, con el cubierto de su hija *I la de-
recha y ä la izquierda el del huésped, uso de una
hospitalidad admirable: por bajo de este sitio, el
del capellán. La mesa estaba servida con abun-
dancia y delicado gusto: alrededor de una enor-
me sopera de bouille abaise compuesta de exce-
lentes morenas de la Ciotat, de tarazones de pes
espada y de dátiles de mar, veíanse gangas y po-
llas del Pirineo cercando una oca silvestre per-
fectamente asada; del otro lado, unas costillas de
cordero de tres meses; y un medio cabrito de un
mes, justificaban con su apetitoso olor el prover-
bio de cocina, “ cabrito de un mes, cordero de
tres:» mariscos de toda especie, como langostinos
y almejas, que, como dicen los provenzales, tienen
el gusto ä la roca, llenaban los intervalos que
quedaban entre estos manjares sustanciosos; por
último, entremeses fuertemente salados y sazona-
dos de especia, como anchoas, langostas, alcacho-
El. COMENDADOR DE MALTA 71

fas, apio 6 hinojo crudos, hacían una reserva for-


midable, ti que Raimundo Y apelaba cuando se
apagaba su sed, para excitarla.
Esta profusión, que parece enorme á primera
. vista, se explica fácilmente por-la abundancia de
recursos del país, por la costumbre hospitalaria dte
squellos tiempos, y por el gran número de perno-
n te que tenía que alimentar un señor de aquella
,época.
Echada la bendición por el cura, sentáronse
la mesa el barón, su hija y 61. Lara mée, como de
costumbre, se colocó detrás del sitial de su amo.

VII

EL PROMETIDO

Concluía de sentarse el barón, cuando exclamó:


—¿Dónde diablos tengo la cabeza? ¿Y Honorato?
..¿No debía venir á cenar con nosotros?
—Al menos, así no los prometió ayer—dijo
Reina.
—¿Cómo consientes que tu futuro falte de ese
modo á su palabra? ¿Qn6 hora es, Laramée?
— Monseñor, acabo de poner los dos centinelas
en la muralla.
—Quiere decir que son las ocho; ¿no es así,
señor capitán?—dijo el barón ehanceintlose y
alargando au vaso.
—Sf, Monseñor, las ocho bien dadas.
—En fin—añadió el viejo caballero, volviendo ä
'colocar el vaso sobre la mesa sin haberlo vaciado-
icon tal de que nada haya sucedido á Honorato!
— Papá mío, si se enviase al instante un eria-
l()
74 EL COMENDADOR DE MALTA

do ä caballo hacia el lado de Bertol!...—dijo Rei-


na con viveza.
—Tienes razón, hija mía; de todos modos, nos
enteraremos; no porque haya gran cosa que temer,
pero la noche, el camino de monte bajo y las la-
gunas de Berrol no son muy seguros.
—Y di quién mandaré al encuentro de/ caballe--
ro, Monseñor?—preguntó Laramée.
Iba á contestar el barón, cuando apareció el de
lidrrol precedido de un criado con una lámpara.
—dY de dónde diablos vienes, hijo mfd—dijo
el señor des Anbiez, alargando la mano ä Hono-
rato, á quien llamaba su hijo desde que se concer-
tó su enlace con Reina;—dhas encontrado la Ha-
da-Esterelle en las hondonadas de Berrol?
—No, padre mío; sino que había ido ti casa del
Ferior Saint-Ives... Luego interrumpióse Honorato
para aproximarse á Mlle y le dijo:
—Os ruego, Reina, que me escuséis el haber tar-
dado así.
Ella le presentó la mano con gracia encantado-.
ra, diciendo con acento convincente, casi serio:
—Tengo á dicha, ä gran dicha, el volverá veros,
Honorato, porque nos hallábamos inquietos.
Había en estas palabras y en la mirada que las
acompañó tal expresión de confianza, de ternura,
de solicitud, que él se estremeció de dicha.
—Vamos, vamos, siéntate á la mesa; y ya que
has hecho las paces con Reina, cuéntanos lo que
te ha tenido en casa del señor Saint-Ivea.
Quitóse IIonorato au espada y su sombrero,
(l oe entregó á Larameé; tomó asiento al lado del
barón, y contestó:
—El notario del almirantazgo de Telón, que,
está de visita en la provincia, acompañado de uu
EL COMENDADOR DE MALTA 75

',escribiente y dos guardias del gobernador, habita


ido por orden de este último á reconocer el casti-
llo de Saint-Ives.
—11tayo del cielo!—exclamó el impetuoso ba-
rón:—¡serti cierta una orden tan insolente! Die
mariscal, asesino de favoritos, nunca da otras; y
por lo que se ve, el escribano de Tolón es el píca-
ro más infame que firmó jamás un auto.
—Cala:idos, papá—dijo Reina.
—Tienes razón; el tal Vitry no merece un ge-
neroso enojo, por mis que sea sensible para la no-
'Meza provenzal ver ä semejante hombre llenando
funciones reservadas hasta aquí ä príncipes de in
sangre. Mas vivimos en una época singular; los
reyes dormitan, los cardenales reinan, los obi-4.-
pos llevan la coraza y el tahalí (1) Cura, ges esto
.canónico?
Como el buen Mascarolus no le agradaba pro-
nunciarse en un sentido preciso, respondió C4)11
suma humildad.
—No hay duda, Monseñor; lo3 cánones de Jua
VIII y el texto de San Ambrosio prohiben tí. los
prelados llevar armas; más, por otra parte,
espíritu del concilio de Worms los autoriza ä e!lo
(con aprobación del Padre Santo) cuando poseen
dominios dependientes de la corona. Bajo Luis 4•1
Joven, los obispos de París entraban en las bata-
llas. Hincmar y Hervie, arzobispos de Reims,
mandaron tropas bajo Carlos el Calvo; y bajo Car -
los el Simple, Tristán de Salazar, arzobispo do
Reims, armado de todas piezas, montado en un
buen corcel y empuñando una jabalina...
(1) El obispo de Nantes y Mr. el arzobispo de Barde 4
.teuían mandos militares considerables. Este último mandä
di; 1 frlItoei As desto 1637 ti 1638.
76 EL COMENDADOR DE MALTA

— Bien, bien, cura! Por la gracia del cardenal


nos acostumbraremos tí, ver obispos en traje de
gendarmes, con un casco por mitra, una casaca de
búfalo por muceta, y una lanza por báculo, derra-
mar sangre en vez de agua bendita. Corriente. -
¡De beber, Laramée! Y tú, Honorato, continúa tu
historia.
El caballero continuó:
—El notario Isnard, que parece efectivamente-
no tener piedad con las gentes de poco ánimo, iba,
acompañado de ministros de justicia, á informarse
del número de armas de guerra y cantidad de mu-
niciones que poseía el sehor de Saint-Ives en su
castillo con el objeto de formar un estado, por
orden del
' mariscal de Vitry.
Concluía el barón de desocupar gloriosamente
SU vaso, teniéndolo aun entre el pulgar y el índi-
ce de su mano derecha cuando oyó estas palabras:
y quedó inmóvil, fija con estupor su mirada en
Honorato, y limpiando maquinalmente con el en-
vés de la mano izquierda su bigote blanco, moja-
do de vino. El joven, sin notar las seriales de asom--
bro del barón, prosiguió:
—Como el serior de Saint-Ives dudaba en con-
sentir lo que el notario exigía, y este insistía casi
con amenazas, diciendo que él obraba por orden,
del gobernador de la provincia en nombre de-
Monseñor el cardenal, quise mediar, y...
- órno!Saint-Ives no ha hecho clavar ä esos
cuervos de pies y manos tí la puerta de su man-
sión, para servir de espantajo ä los demás?—ex-
clamé el barón, rojo de ira y poniendo con tanta
violencia el vaso en la mesa, que lo quebró.
— Padre n4o!—dijo con inquietud al ver las,
venas que surcaban la calva frente del barón hin-
EL COMENDADOR DE MALTA 77
charse á punto de saltar.—I Padre! ¿qué os im-
porta?... Sin duda el señor de Saint•Ives habrá
accedido á las órdenes del gobernador.
—1E1 , obedecer semejantes órdenes!— grité
Raimundo V.—¡Sería capaz de semejante cobar-
día, y tendría valor para presentarse en la prime-
ra asamblea de la nobleza de Aix! Me iría 4 su
banco ä cogerle de la valona y lo sacaría de la sala
á latigazos... ¡Cómo! ¿Un escribano vendría ü
nuestras fortalezas á contar nuestras armas, nues-
tra pólvora y nuestras balas, como un guarda va
registrar los géneros á casa de un mercader? ¡Raye
de Dios! Sería por orden expresa y firmada del
rey de Francia, nuestro conde (1), y respondería
yo á mosquetazos y tiros de falconete.
Honorato.
—¿Registrar nuestros castillos!—gritó el barón
exasperado más y más. —Ah! ¿Con qué no basta
haber puesto al frente de la antigua nobleza de
Provenza á un Vitry, un asesino pagado, bine
que es necesario aun quo ese cardenal, que el in-
fierno confunda, (rogad por él, cura, tiene de elle
diabólica necesidad), nos imponga las leyes más
humillante 2 ¡Registrar nuestras casas! ¡Ah, Vi-
try! ¿Quiéres saber los tiros de mosquete y de ca-
ñón que podemos disparar? ¡Oh! ¡Ven, por la
muerte de Dios! ¡Ven á sitiar las puertas de nues-
tros castillos, y lo sabrás!—Luego dijo, volviéndo-
se ä Ilonorato: —Pero, ¿qué ha hecho Saint-Ive?
—Serior, en el momento en que le dejé, propo-
nía entrar en un arreglo, f.,rrnando él mismo el
inventario que se lo pedía, y quedando en enviar-
lo directamente al marisc:.
—1Laratnée!—dijo el barón levantándose brus-
(1) Los reyes de Francia eran condes de Provenza.
78 El. DOMEINDADOR DE MALTA

,camente de la mesa—manda ensillar ä Mistral;


que cinco 6 seis de los tuyos se pongan ä caballo;
ármalos bien y apréstate ä seguirme.
—En nombre del cielo, padre mío, ¿qué inten-
táis hacer?—exclamó Reina, tomando una de las
manos del barón entre las suyas.
—Impedir al bueno de Saint-Ives que cometa
una cobardía, que deshonraría 4 la nobleza pro-
venzal... Es viejo y débil, y no tiene á su alrede-
dor gentes de mucha cuenta: se habrá intimida-
do. ¡Laramée! ¡mis armas, y á caballo!
— Señor, tened en cuenta que la noche está
muy cerrada y los caminos son malísimos; os rue-
go que lo miréis bien—dijo Honorato, tomando
la otra mano del barón.
—Me has entendido, Laramée?—gritó Raimun-
do V con voz impetuosa.
—¡Pero, seriorl—dijo IIonorato.
— Eh! ¡Rayo del cielo, mi joven maestrfi
hago lo que vos debiérais haber hecho! A vuestr
edad hubiera yo arrojado por la ventana al escri-
bano, á su amanuense y ä los guardias del gober-
nador. ¡Vive Dios! ¡La sangre de vuestros padres
no hierve en vuestras venas, mancebos!... ¡Lara-
mée! ¡mis armas, y ä caballo!
Nada contestó Iionorato ä los reproches del ba-
rón; bajó tristemente la cabeza y miró ä Reina,
como para hacerle comprender cuánto tenían de
injusto las invectivas de su padre. Comprendióle
la doncella, y mientras que Laramée se ocupaba
en descolgar de una de las escarpias que adorna-
ban el comedor las armas de su amo, dijo:
—Laramée; que ensillen también mi jaca, que
acompaño á monseñor.
—1A1 diablo la loca!--gritó el barón.
EL COMENDADOR DE MALTA 79

—Loca 6 no, os he de acompañar, padre mío.


---IEh! no... no, cien veces no; no me acompa-
ñarás por:semejantes caminos, y á la hora que es...
—Padre, os seguiré; ya sabéis que soy capri-
chosa y porfiada.
—Ciertamente... como una cabra... Cuando te
empeñas en algo... No obstante, esta vez espero
que cederás.
—Yo misma lo prepararé todo para salir—dijo
Reina; —venid, Honorato.
—¡ilabráse visto loca semejante! ¡Es capáz de
hacerlo como lo dice!—dijo el barón.—Hé aquí las
consecuencias de haber sido yo tan bueno, tan
condescendiente con ella... Así abusa ahora—pro-
rrumpió pateando de cólera. Tomando luego un
tono más dulce:—Ea, Reina, hija mía, querida
hija... sé más razonable. En un galope me planto
en casa de Saint-Ives, y estaré de vuelta apenas
eche á latigazos á esos miserables.
Reina dió un paso hacia la puerta.
—Pero, Honorato; une tus instancias á las
mías: ¿te quedas así?
—¡Ah, padre! ¿Olvidáis que no hä mucho habéis
tratado de cobarde su conducta prudente y fuerte
á la vez en este asunto?
—¿Cobarde él?.. ¿Honorato? ¿Mi hijo cobarde?..
¡Borraría yo la estampa del que osara decirlo!...
Sf tal he dicho, me arrepiento; me cegaría la có-
lera: Honorato... hijo mío...
Raimundo V abrió los brazos á Honorato, que
se echó en ellos diciéndole:
—Creedme, señor: no emprendáis ese viaje...
No tardaréis mucho en ver á esas gentes.
—¿Que es lo que dices?
— Acaso se hallen aquí mañana por la mañana,
EL COMENDADOR DF: MALTA

porque ninguna habitación de la nobleza se ex cep-


tila de esta medida.
—Qué estarán aquí mañana!—gritó el barón
con una expresión de gozo difícil de describir.—
JAh!... ¡el notario estará aquí mañana!... El que
ha hecho condenar ä galeras ä algunos pobres dia-
blos por delitos de contrabando de sal, estará aquí
mañana! ¡Vive Dios! que esto me devuelve el go-
zo al corazón; Laramée, no hagas ensillar los ca-
ballos.., no... no. Pero ten dispuestas para maña-
na al rayar el día una veintena de varas de avella-
no, porque se me figura que habrá en quién que-
brarlas.., y después coloca un columpio sobre el
foso, y... Pero te hablaré de esto al acostarme!
¡De beber, Laramée, de beber! Dame la copa de
mi padre, y vino de Esparta; preciso es beber con
›elemnidad ä semejante noticia. Vino de Jerez, te
digo; y al diablo el vino de Lamalgue, puesto que
van iS hallarse aquí mañana las gentes del tiranue-
lo de la Provenza, y podremos sacudir sus espal-
das, ínterin llega mejor coyuntura para que los la-
tigazos sean sobre el mismo Vitry.
El barón volvió á ocupar su puesto después de
pronunciar estas palabras, y cada uno se sentó
en el suyo, con gran gusto del pobre capellán, que
durante esta escena no había despegado Eme la-
bios.
Interrumpida la escena por este incidente, con-
cluyó con cierto fastidio.
Preocupado Raimundo V del recibimiento que
preparaba ä los agentes del gobernador, soltaba el
cubierto á cada instante para hablar en secreto ä
Laramée: fácil era adivinar la causa de estos co-
loquios reservados, examinando el aire profunda-
mente satisfecho con que el viejo soldado recibía
EL COMENDADOR DE MALTA 8t
- -
Mas órdenes de su señor. Como todas las gentes de
guerra, Laramée abrigaba un odio instintivo con-.
ira los curiales, y al pensar en las burlas de que
-el escribano y su amanuense iban á ser víctimas
nl día siguiente, no podía disimular su diabólica
.alegría.
Reina y Honorato cambiaban miradas inquietas;
.conocían el temple irascible y terco del barón, su
.afición al motín y su odio á Mr. Vitry, y temían
. con razón que se dejase arrastrar hacia trámites
comprometidos. Recientes y terribles ejemplos
.,creditaban que Richelieu quería poner coto á la
independencia de los señores, y resumir en el po-
der real muchos de los privilegios feudales.
Por desgracia había que renunciar á impedir
ti ue Raimunda Y hiciese Pli capricho: además de
todas las gentes ple dependían de 41, era se-
guro que le ayudarían en sus Nligrosos propó-
,itos. El infeliz Mascarolus se arriesgó 4 decir al-
gunas palabras embozadas acercado la obediencia,
que los señores debían dar ejemplo los prime-
,os, pero una-ojeada severa ó irr tala del barón
,cortó la moralidad del capellán, y no se atrevió
defender al mariscal como defaidiera A los prela-
Aos guerreros.
Lo que mis impuso ä Reina fai (pie su padre,
1 pesar de beber menos que de cotumbre, en-
ixegaba á accesos de alegría casi estravagante
'aliando hablaba misteriosamente con Larain(t
Luego que concluyó la cena el barón, poi . Un
antiguo é invariable uso de hospitalidad, tamó
una lámpara y condujo por sí mino á lIonarato
de Berrol al cuarto que debía ocuplr. El joven
quiso, como Biemnre, alegar su posi(tión de novio
de Reina para ahorrar esta ceremonia al 41.4n,
82 EL COMENDADOR DE MALTA

pero le reapondió, como otras veces, que después*


de las fiestas de Navidad, es decir, deepues de su
desposorio con Reina, cuando fuera su hijo el se-
ñor de Berrol, no le trataría con etiqueta. Hasta
entonces Raimundo V se empeñaba en usar con
su huésped las atenciones debidas á todo caballero
que pernoctaba bajo su techo.
Reina volvió á entrar en su aposento seguida de.
Eatefaneta. Su cuarto estaba muy próximo al de
su padre: escuchó, y percibió muy 4, su pesar que
Laramée permanecía con el barón mucho más
tiempo del ordinario; comprendió, pues, que el ba-
rón proseguía en sus proyectos contra el escribano,
y gentes de justicia: por fin oyó al mayordomo
mandar ä dos criados, no obstante la hora ovan-.
zada de la noche, montar á caballo para llevar,
decía él, invitaciones.
Despidió á Estefaneta, y desasosegada con loa
designios de su padre, entró en su dormitorio,
donde la esperaba un nuevo objeto de asombro„
que casi rayaba en terror.

VII]
EL CUADRO

Luego que cerró la puerta que daba entrada


la habitación de su padre, se dirigió Reina ma-
quinalmente hacia la mesa colocada junto 4 la
ventana, y ¡cuál no fué su sorpresa, al ver sobre
ella un pequeño cuadro cercado de un marco de
plata afiligranada! Recordando el vaso de cristal,
latiale el corazón con violencia; cierta secreta ins-
tigación le advertía que este cuadro tenia también
EL COMENDADOR DE MALTA 83

'una misteriosa relación con la aventura de las nr-


cas de 011ioules.
Acercóse casi temblando.
La perfección de la miniatura, pintada en vite-
la ä semejanza de los antiguos manuscritos, era
-increible: representaba la escena de las gargantas
,de 011ioules en el momento en que el barón,
mientras estrechaba tí. su hija en su seno, tendía
'la mano cordialmente al joven incógnito: más le-
jos, sobre el peñasco, Pog y Trimalcyón, los dos
personajes extranjeros de que hemos hablado, pa-
recían dominar la perspectiva. Aunque Reina no
los había visto mis que una vez, era tal HU seme-
janza que los reconoció, sobresaltándose sin po
-derlo remediar al aspecto siniestro de la figura de
Pog, mis marcada aun por su larga barba roja y
el sonreir amargo que contraía sus labios. Las
facciones del barón y de su hija estaban traslada-
das con admirable maestría.
A pesar del talento inimitable que descubría tau
maravillosa pintura, una circunstancia caprichosa,
.extravagante, destruía su efecto y composición. EI
sitio, la postura, el traje de Erebo (el joven des-
conocido) se se hallaban perfectamente diseñados;
pero se escondía en una pequeña nul. medio
de la cual estaba representada también la paloma
esmaltada, ya retratada en el vaso de cristal. Este
,efecto era extraño, pero hábilmente calculado,
porque Reina, ä pesar de su asombro y de su te-
rror, no pudo dispensarse de evocar sus recuerdos
para completar el retrato del desconocido: de este
modo, al trazarlo, no foé ya sobre el pergamino
<pie tenía en la mano; fué en su imaginación.
"labia, si se quiere, de parte del extranjero
cierta delicadeza en ocultar sus facones bajo el
84 EL COMENDADOR DE MAI TA

símbolo que representaba ein duda en su mente-
la memoria más preciosa de aquella jornada; en
fin, acaso el no revelar la fisonomía del desconoci-
do, era un medio para desvanecer los escrúpulos-
de la doncella si se decidía águardar esta pintura..
Para que se comprenda la lucha que se entabló.
en el ánimo de la hija del barón, entre el deseo
de conservar aquel cuadro y su resolución de des-
truirlo, indispensable será decir algunas palabras
acerca del amor de Reina hacia Honorato de Be-
rrol, y también de sus sentimientos después de la
aventura de las gargantas de 011ioules.
Huérfano IIonorato de Berrol, y pariente leja-
no de Raimundo V, poseía una fortuna bastante-
considerable, confinando sus fincas con las del
barón; de suerte que cierta conformidad de inte-
reses estrechaba más los lazos que existían entre
el caballero y el anciano hidalgo. Dos ó tres añoz
hacía que Honorato iba casi diariamente á la Ca-
sa-fuerte. Era la rectitud, la sinceridad, el honor
mismo, y su instrucción, sin ser muy extensa, ay-
peraba á la del mayor número de jóvenes de en
edad. Dedicäbase con actividad al cuidado de sus,
bienes; su orden y economía eran notables, aun-
que sabia ser generoso siempre que era necesario
Noera tal vez un ingenio eminente, pero tenia
muy buen sentido y discernimiento; su carácter,
de atractiva dulzura, tenía mucha decisión y fir-
meza cuando las circunstacias lo exigían- Lo que
predominaba en Honorato de Berro], era la exac-
titud de su juicio: poco susceptible de entusiasmo.
exaltación, muy limitado en sus deseos, comple-
tamente feliz con su posición, esperaba con gozo,.
mezclado de calma y serenidad el dia de su. ella-
« con la hija del barón.
EL CWILNDADOR LiE MALTA ••4N

Niriguna fase romántica presentaron jamás es -


tos amores. Antes de dejarse arrastrar de una pa -
sión por Reina, expuso francamente sus miras
Raimundo Y, rogándole que sondease las disposi-
ciones de su hija. El buen hidalgo, poco acostum-
brado á disfraces 6 medias tintas, respondió á Ilo-
norato que su alianza le agradaba mucho, y di6 al
instante noticias de las intenciones del caballero.
ä Afile. des Anbiez
Reina, que entonces tenía dieciséis aloa, quedó
encantada de Mr. de Berrol, cuya figura, educa-
ción y modales tanto superaban ä la mayor parte
de los hidalgos campesinos que ciertas solemnida-
des reunían en la Casa-fuerte. Acogió, pues, como
pudiera desearse los proyectos de au padre, quien
escribió largamente acerca de esta unión á sus
hermanos, el padre Elzear y el Comendador, sin
cuyo consentimiento casi nada concluía. La res-
puesta fué muy favorable á, Honorato. El barón lo
anunció que podía mirar 6. Reina como 8U prome-
tida, fijando el desposorio para las fiestas de la Na-
vidad que seguían al cumplimiento de los diecio-
cho afios de la doncella.
Transcurrieron así dos aflos, en medio de lat,
dulces esperanzas de un amor puro y sereno. Hu-
norato, grave y tierno, planteó desde luego su pa-
pel de Mentor, y formó poco ä poco un oportuno
ascendiente sobre el carácter de Reina. Raimun -
do V amaba con tal ceguedad, tan locamente á Hll
hija, que tal vez la prudente influencia de
norato la salvó de la peligi osa condescendencia d •
en padre.
Habiendo perdido casi en la cuna g su madre:
criada ä la vista del barón por una afable y honra-
da mujer, de quien era hija Eatefaneta, nunca ha-
EL COMENDADOR DE MAI TA

tía tenido Reina otra guía que su voluntad y sus


antojos, que por fortuna eran buenos. Dotada de
-una imaginación viva y ardiente, sus pensamien-
tos, sus afecciones y antipatías eran casi siempre
exagerados; por esto recibía algunas veces con
exasperada y maliciosa impaciencia las observa-
ciones de Honorato, llenas siempre de razón y co-
medimiento. Entusiasmada por consejas y leyen-
das ä cual más extravagantes y romancescas, ha-
blase creído en algunos sueños la heroína de una
aventura extraordinaria. Estas ilusiones lantástie
rus de-aparecían al primer soplo de censura, que
en tono festivo y gracioso le dirigía Honorato por
aus quiméricas visiones. Pero estos pequeños di-
sentimientos se olvidaban bien pronto; confesaba
Reina sus yerros con adorable franqueza, y se au-
mentaba la dulce intimidad de los prometidos.
Cada día aumentaba la influencia de Honorato,
sin advertirlo ella, y, en vez do complacerse en
ensueños aéreos y sin fin, de anhelar ser la prota-
gonista en acontecimientos improbables, ocupaba
su espíritu en pensamientos más graves; meditaba
en la dicha y risueño porvenir que le presentaba
su enlace con Honorato, y reconocía la nada de sus
fantasías. Cada uno de sus pasos en esta senda
prudente y dichosa daba nuevo impulso tí los pro-
gresos de su amor al joven. Por último, advertíase
en el talento y carácter de Reina tan completa
transformación, que Raimundo V decía algunas
veces en broma, que su hija le imponía con su se-
riedad y mirada severa cuando empezaba 4 tras-
pasar algún tanto los límites de la templanza.
El afecto de Reina hacia Honorato no era un
amor apas ; onado, febril, alimentado de d;ficulta-
sler y de riesgos, é incierto de su éxito; era una
EL COMENDADOR DE MALTA ST

afición sincera, sosegada, razonable, en medio de


la cual reconocía la niña con una especie de tier-
na veneración la superioridad de la razón de su
amigo. Este era el estado del corazón de 3111e. des
Anbiez cuando el fatal encuentro de las rocas de
011ioules.
Dominada por un profundo reconocimiento, vi6
por primera vez tí Erebo, porque acababa de sal-
var la vida al barón: acaso no hubiera notado la
sorprendente gracia del extranjero, sin las im-
pensadas circunstancias que se lo hicieron cono-
cer; pero había librado al barón de un espantoso
peligro, y esta fué la mayor seducción de Erebo.
Cesó tal vez este encanto desde que el desconoci-
do, habiendo hablado ä sus compaeros, cambió,
repentinamente de apariencia, y tuvo la audacia
de posar sus labios en los labios virginales de Rei-
na. Las facciones en que un momento antes habla
hallado belleza tan pura, expresión tan insinuan-
te, las vió repentinamente cubrirse con una más-
cara de insolente libertinaje.
Desde aquel día la imagen de Erebo se alz6
siempre en su memoria bajo distintos aspectos.
Tan pronto procuraba desterrar de su mente al te-
merario que la arrebató un favor que b.rentts con-
cedería al salvador de su padre, como meditaba
con profunda sensación de reconocimiento, que el
barón debía la vida tí aquel extranjero que enton-
ces le pareció tan valiente y comedido. Desgracia-
damente Erebo reunía y justificaba, por decirlo
así, estas dos fisonomías tan diferentes, y que Ini-
cian surgir por turno en su corazón, ya la admira-
ción, ya el desprecio, haciéndola fluctuar incesan-
temente entre estos dos sentimientos.
La exaltación natural de su carácter, más ador-
88 EI. CobtENDADOR DE MALTA

mecida que apagada, se había despertado con esta
rara aventura. Pareciale que el incógnito repre-
sentaba ä la vez el genio del bien y el del mal.
..Su alma fogosa procuraba involuntariamente pe-
netrar el secreto de este doble poder, y adivinar
mil de las dos influencias dominaba ä la otra, sin
echar de ver su cons tante preocupación, hasta
ii ue las tiernas quejas de lIonorato la acusaron
de distracciones desusadas.
Asustada Reina, sintió por primera vez el im-
perio que la memoria del incógnito tomaba sobre
A u pensamiento; procuró esquivarlo, pero como

debía suceder, el emperio mismo con que trataba


de borrar ä Erebo de su imaginación, lo afirmaba
mäs en ella: derramó en su despecho amargas lá-
grimas; oró, buscó refugio y distracción en el só-
ido y apacible trato de Berrol; pero nada pudo
hacerla olvidar lo pasado; impenfale mucho Bu
prometido, ä pesar de su dulzura y bondad, por
su grave y casi solemne ternura., y no se atrevió
it abrirle su corazón. Aunque el barón era el me-
jor de los padres, no podía de ningún modo com-
prender las indefinibles angustias de su bija.
Un sentindloto mozclado de curimilad, de ad-
miración y casi de odio, concentrado por el silen-
cio y avivado por la soledad, empezó tí echar pro-
fundas raíces en el corazón de Reina. Estreme-
ciase Muchas veces al notar que la gravedad de
Honorato la di8gustaba; casi le echaba en cara el
no contar en su carrera nada portentoso, de ro-
mancesco; comparaba A su pesar la existencia re-
posada y uniforme de su amante con el misterio
que cercaba la vida del extranjero. Avergonzada
luego de estas ideas, ponía toda su csperanza en
su prAxiano enlace con Honorato, unión manta,
EL COMENDADOR DE MALTA

y solemne que, trazándole nuevos deberes, debía


disipar sus últimos desvaríos de muchacha. Tal
era el estado del corazón de Reina, cuando por un
misterio inexplicable halló en un mismo día dos
objetos cuya vista vino ä redoblar sus angustias y
exaltar las facultades de su imaginación.
¿Se hallaba, pues, el extranjero invisiblemente
-carca de ella, 6 alguno de sus agentes? No tenía
ni sospechas de que entre los domésticos interio-
res de la fortaleza tuviera alguno relaciones con el
desconocido; toles eran antiguos criados, encane-
cidos en el servicio de Raimundo V. Criada, por
decirlo así, por ellos, conocía de tal modo su vida
y su moralidad, quo los creía incapaces de asociar-
á aquellas intrigas encubiertas. El suceso del
cuadro colocado sobre su reclinatorio en su aposen-
to, la alarmaba extraordinatiamente. Estuvo para
ir ä decirlo todo ä su padre, pero la afición casi
instintiva á lo maravilloso la detuvo: temió rom-
p.'r el encanto. Su caricter novelesco encontraba
ea este misterio una especie de placer mezclado
de temor. Inaccesible ä la superstición, de espíritu
firme y cl_cidi lo, convencida además de que no
había ningún pligro real en dejar correrlos suce-
sos, cobró algún tanto de calma, con espncialidad
dcspués que hubo visitado escrupulosamente sn
aposento y la pieza que le precedía.
Volvió fi coger el cuadro: lo contempló algún
tiempo, quedó momentáneamente pensativa, y re-
solviéndose con pesar... lo arrojó al brasel . o. Si.
«aló con melancólica mirada la destrucción da
aquella obra maestra. Casualmente la vitela, des-
prendida del mareo, se encendió por dos lados:
da este modo la figura de Erebo se quemó la últi-
ma, dilmján lose un momento sabre la ean.Lute
00 EL COMENDADOR DE MALTA

brasa de la copa; luego, una ligera llama se agité'


sobre ella.., y todo desapareció.
Permaneció Reina largo rato con los ojos fijos
en las ascuas, como si siguiera viendo el cuadro
después de consumido. El reloj de la fortaleza di6-
lbs dos; volvió en sf, se acostó, y tardó bastante
en dormirse.

IX
El, NOTARIO

Al dfa iguiente de las diferentes escenas que


arabamos de referir, un grupo de varias personas,
unas ä pie, otras á caballo, caminaban por la ori-
lla del mar, pareciendo dirigirse hacia el golfo de
la Ciotat.
El personaje de más importancia en esta peque-
ña caravana era un hombre de rostro grave y de
re g petable obei-idad, que llevaba una capa de ca-
mino sobre su vestido de terciopelo negro; una ca -
'Ina de plata pendía de su cuello, y montaba un
jaco quo marchaba de portante. Dichos personajes
eran: Isnard, notario del almirantazgo de Tolón,
y an amanuense 11 oficial, que, montado en una
vieja mula blanca, llevaba ä la grupa enormes sacos
'kilos de legajos, y dos grandes registros en su bolsa
de estopa negra. Él escribiente era un hombrecillo
de mediana edad, nariz puntiaguda, barba aguzada,
mejillas prominentes y ojos vivarachos, nariz, bar-
ba, mejillas, y ojos que estaban muy encarnados,
racias al viento Norte que soplaba con demasia-
da crudeza. Acomprdiaban al notario y escribiente
un lacayo sobre una mula cargada de alforjas, y
EL COMENDADOR DE MALTA el
-dos alabarderos con casacas verde y naranja y
'trenzas blancas. Los dos empleados de justicia no
parecían gozar de completa serenidad; Ianard par-
ticularmente manifestaba de tiempo en tiempo
mal humor por sus imprecaciones contra el frío,
contra el tiempo, contra el camino, y, sobre todo,
.contra su comisión. El amanuense respondía á estas
-quejas en tono humilde y lastimero.
—Voto á briosl—exclamó el notario—sólo
hace dos días que he empezado mi visita, pero
tiene pocos visos de prolongarse de una man..ra
agradable. ¡Hum!... La nobleza se resiste al re-
conocimiento de armas que ha prevenido monse-
ñor el mariscal de Vitry; se nos recibe en los ~-
tilos como ä turcos.
—Y debemos estar muy contentos, cuando se
nos recibe, señorIsnard—dijo el escribiente.—EI
señor de Serignol nos ha dado con la puerta en
los hocicos, y nos hemos visto ptecisados ä parla-
mentar ä la luz de la luna. El señor de Saint-Ives
nos ha admitido de muy mala gana.
—Ya tomaremos acta de todas esas resisten-
cias, abiertas ó capciosas, á las órdenes de su Emi-
nencia el cardenal, y sus malas voluntades serán
debidamente castigadas.
—Afortunadamente el recibimiento del barón
des Anbiez nos resarcirá de todas estas tribulacio-
nes, señor Isnard. Dicen que este anciano señor
es lo mejor del mundo; es tan conocido en el pais
su humor jovial, como la austeridad de su herma-
no el Comendador de la galera negra, y la caridad
-de su otro hermano, el padre Elzear de la Mer-
ced.
---Illum! Raimundo V hace bien en ser hospi-
talario—murmuró el notario;—es uno de esos Nie-
9 Et COMENDADOR DE MALTA

jos revoltosos, siempre pronto sacar la macla


contra todo poder establecido; pero paciencia, ee-
cribiente; buen ánimo; el reinado de los hombres
de paz y de jubticia llegó. Todos estos arrogantes
batalladores de largas tizonas y largas espuelas se
mantendrán quietos en sus fortalezas como los lo-
bos en Bus cubiles, ó ¡mal rayo! se arrasarán sus
guaridas para sembrar sal en elles; en fin—aña-
dió el señor Isnard, como queriendo darse un va-
lor ficticio— nosotros siempre estamos seguros del
apoyo del cardeeal, y quitarnos un sólo cabello
de la cabeza... ¿entendéis, pasante?, es arrancar
un pelo ä la barba de su Eminencia.
—Lo Tm por cierto sería muy sensible á su
Eminencia, señor Isnard, porque dicen que tiene
una verdadera barba de gato, rala y tiesa.
--S6is un pécora—dijo el notario alzando los
hombros y dando de talón 4 su caballo.
El pasante inclinó la cabeza, no chistó, y sopló
sus dedos por hacer algo.
Hacía ya algún tiempo que la pequeña carava-
na caminaba sobre la playa, teniendo 4 su dere-
cha el mar y á su izquierda rocas interminables,
cuando la alcanzó un viajero modestamente sen-
tado sobre un asno: dicho viajero revelaba ser por
su ti z morena, coleto de piel y bonete encarnado,
que dejaba salir copiosos cabe qoa negrea, crespos
y erizados, y por una pequeña fragua portátil,
colocada en un lado de la albarda de su jumento,
uno de esos gitanos que van de caserío en aldea
d ofrecer sus servicios 4 las amas do casa, para
soldar sus utensilios de cocina. A pesar del frío,
llevaba este hombre las piernas y los pies desnu-
dos. Sus miembros delgados, pero nerviosos; su
cara expresiva, sombreada apenas por una barba
E '• COMENDADOR DE YALTA 93

negra y clara, ofrecían el tipo particular de los


hombres de su raza; su pollino, de quieto y man-
eo continente, no llevaba brida ni cabezón; guisí.
balo con el auxilio de una larga vara que le acer-
caba al ojo izquierdo ei quería llevarle it la dere-
cha, y al derecho si quería que tomase 4 la iz-
quierda. Cuando estuvo cerca del notario y de su
séquito, asió el gitano it su asno de una de tala
largas y caídas orejas, y lo paró en seco.
—dPodrfais decirme, monseñores—dijo respe-
tuosamente al escribano—si estoy aun muy diA-
tanto de la villa de la Ciotat?
El escribano, que sin duda creyó indigno de él
responder 4 aquel hombre, hizo un gesto desde-
ñoso, y dijo 4 su aprendiz:—Contestadle; —y
siguió.
—La boca es el amo, el oído es el esclavo—
dijo el gitano inclinándose humildemente ante
el subalterno de Isnard.
IIinehó éste sus magros carrillos, tomó un aire
soberbio, contone6se en su mula con ademán da
triunfo, y dijo al criado que le seguía, mostr4ndola
el gitano :—“Lacayo, respóndele; ” —y pasó tam-
bién. Juanillo, más compwivo, lo pareció prudente
contestar, y dijo al vagabundo que podiz seguir
4 la caravana, que iba'á un sitio muy próximo
la Ciotat.
Al poco rato alcanzaron al principal grupo los
dos alabarderos que se habían retrasado un po-
co, y se continuó avanzando por la playa. Aun-
que era en el mes de Diciembre, el sol hizo sen-
tir pronto su dulce influencia; sus rayos /legaron
ä ser tan activos, que el sor Isnard tuvo nece-
sidad de desembozarse, y arrojó it su pasante la
capa diciéndole:
.94 EL COMENDADOR DE MALTA
--
—dEstäis bien cierto, escribiente, de hallar el
camino que conduce tí la Casa-fuerte de Raimun-
do V, barón des Anbiez? Porque en ella nos de-
tendremos. Este será el principio de mi visita de
armamentos en la diócesis. ¡Bah, bah! El fresco
de la mañana y el olor salitroso de la playa han
despertado mi apetito. Dices° que el barón tiene
una mesa de abad y que usa de una hospitalidad
digna del buen rey Renato. ¡Tanto mejor, par-
diez, ¡tanto mejor! De este modo, en lugar de ir 4,
establecerme por quince días en alguna obscura
posada de la Ciotat... ¿eh? ¿eh? pondré mis cuar-
teles de invierno en la Casa-fuerte de Raimun-
do V, y vos me acompañaréis, amanuense—añadió
el escribano con tono de protección:—en lugar de
vuestros torreznos con ajos y habas, 6 de vuestra
merluza sazonada con aceite y vino, no tendtéis
sino elegir entre la volatería, la caza y el exce-
lente pescado del golfo. ¿Qué tal? Para un ham-
briento, como vos.., es un extraño hallazgo: así
que, mocito, os vais á dar una fiera panzada.
Nada respondió el pobre escribionte ä estas
chanzas groseras con que se sentía humillado 4
pesar de su pobre condición; sólo dijo al notario:
—Conoceré fácilmente el camino, señor Isnard,
porque hay en él un marco con el escudo de ar-
mas del barón, y cotos que señalan las tierras
Cxentas.
—ITierras exentas!—exclamó el notario con
indignación;—otro abuso mis que su Eminencia
destruirá! voto ti brios! Es para volverse locos el
meterse en este laberinto de privilegios feuda-
les.—Variando luego de tono y pasando de lo se-
vero á lo jocoso, añadió el notario con una recia
eareajada:—Jä! já! já! Eso será una señal tan di-
EL COMENDADOR DE MALTA 95

fíen como si tuviéseis que distinguir el vino de


Jerez del de Málaga, acostumbrado como estáis
entonaros con mal tinto, y paladear un vaso de
sauvechrestein para hacer boca.
—Y nos consideramos muy felices cuando el
vino común no nos falta—dijo el pobre pasante
con un suspiro.
—IJá! ijä!... El río no falta jamás, y los borri-
cos prueban á beber en él ä sus anchas—repuso
con desfachatez el notario.
Su desgraciada víctima no hizo más que bajar
la cabeza sin responder, mientras él, orgulloso con
su triunfo, ponía la mano por cima de los ojos
para ver si descubría ya la Casa-fuerte des Anbiez,
porque se hallaba vivamente excitado su apetito.
El gitano, que caminaba junto á los dos inter-
locutores, se había enterado de su conversación.
Sus facciones, aunque vulgares, denotaban pene-
tración y sutileza; sus pequeños ojos negros,pers-
piaces y móviles, se trasladaban frecuentemente
del notario al escribiente con expresión tan pron-
to irónica como compasiva. Cuando el señor Is-
nard concluyó su conversación con la grosera in-
vectiva sobre los asnos, frunció vivamente las ce-
jas, y pareció próximo á habiar: pero calló, ,emien-
do sin duda al notario ó á explicarse demasiado.
—Decidme, pasante—dijo el escribano parán-
dose junto ti un poste blasonado que había en un
crucero—dno es este el camino des Anbiez?
—Sí, señor Isnard; hay que dejar la ribera.
Este es el camino de la Casa-fuerte, que está ä
doscientos pasos de aquí, sólo que nos la oculta
ese peñasco—añadió serialando un pequeño cerro
que se adelantaba hacia el mar, impidiendo en
efecto divisar el castillo.
98 EL COXE24D8DOR loß /d'ALTA

—Entonces, escribiente, echad delante—dijo el


notario deteniendo su caballo y sacudiendo con en
yara ä la mula de su dependiente.
Pasó este adelanto, y la pequeña tropa se des-
lizó por una especie du camino hondo muy pendien-
te que serpeaba entre las rocas de la costa. liaría
un cuarto de hora quo estaban caminando por una
hondonada, cuando salieron ä un sitio llano; si-
guiéronse ä las rocas colinas plantadas de viñedo,
olivar y campos de cereales. El señor Dmard vió
por fin la masa imponente de la fortaleza: levan-
tatuo ä la extremidad de una calle plantada de
s ois hileras de hayas y sicomoros, que conducía ti
la plaza de que ya hemos hablado.
—1Eld ¡Eh! —dijo el notario abriendo su ancha
nariz—apenas es medio día, hora en que debe co-
mer Raimundo V, porque estos señores del cam-
ilo signen la antigua moda provenzal: hacen cuatro
comidas, de cuatro en cuatro horas; se desayunan
rí las echo, comen al medio día, meriendan 4 las
cuatro, y cenan ä las echo.
—¡Ay Dios mío! eso se llama pasarse comiendo
casi todo el dia—dijo el escribiente soltando un
suspiro de glotonería—porque gastan ä veces dos
ú tres horas en la mesa.
—idä! ¡ji! ¡Os chupáis ya vuestros enjutos de-
dos, mocii.o!... Pero ¿no véis un humo espeso del
lado do las cocinas?
—Señor Isnard, ignoro hacia donde están las
cocinas—dijo 61 —jamás he entrado en la Casa-
fuerte; pero efectivamente, se advierte gran hu-
mareda por cima del torreón que mira ä poniente.
---dY no santis ningún olor ä asado? ¡Fuego de
Dios! En casa de Esimundo Y debe sor Navidad
todos los días... Oled, pasante, oled...

BL COMENDADOR DE MALTA 97

El pasante se apresuró adelantar la nariz como


-un perro en busca, y respondió sacudiendo la ca-
beza:—Maestro, nada advierto.
Admiróse el notario, luego que estuvo ä algu-
nos pasos de la fortaleza, de no ver á nadie fuera
de la vasta morada, tí una hora en que los queha-
ceres domésticos exigen siempre tan to movimiento.
Hemos dicho ya que la plaza formaba una es-
pecie de paralelógramo, levantándose en su cen-
tro el cuerpo del edificio principal, cuyas alas ha-
cían un semicírculo con las adyacentes. Vetase en
primer término una alta muralla atravesada de
troneras, en medio de la cual se abría una puerta
maciza; por delante de la muralla corría un ancho
y profundo foso lleno de agua, quo se pasaba por
un puente levadizo, colocado frente á la puerta.
El notario y sus agentes llegaron ä la cabeza del
puente, y encontraron allí al Sr. Laramée. El ma-
yordomo, ceremonialmente vestido de negro, te-
nía en la mano una varita blanca, distintivo de sus
funciones. Apeóse Isnard con aire de importancia
y dirigiéndose al señor Laramée, le dijo:
—En nombre del rey y de su Ema. el cardenal,
yo, el señor Isnard, notario, vengo ä practicar la
visita y enumeración de las armas y munic;nnes
de guerra que existen en esta Casa-fuerte, perte-
neciente al señor Raimundo V, barón des Anbiez.
—Volviéndose luego ä la comitiva, ä que el gitano
se había agregado, añadió el notario: ¡Adelante!
Laramée hizo con afectación un profundo salu-
do, y respondió al notario, enseñándole el camino:
—Si quereis seguirme, señor notario, voy
abriros nuestros depósitos de armas y artillería.
Animados por este recibimiento, atravesaron el
puente, dejando sus caballos de la parte de afuera
13
98 11. COMENDADOR DE MALTA

atados al parapcto, según recomendación expreaa


del mayordomo. Al penetrar entre los árboles,
dijo el notario á Laramée:
—¿Está tu amo en casa, eh? Traemos gran ham-
bre y sed, amigo.
Examinó el mayordomo al notario, y quitándo-
se el gorro, respondió:
— Vos me tuteáis, me llamáis amigo!... Me hon-
riis demasiado, señor notario.
—¿Bah, bah! Yo soy buen príncipe: si el barón
no está, comiendo, condúceme al momento su
presencia; y bi está á la mesa, llévame antes aun.
—En este momento acaba de servirse ti Monse-
ñor, señor notario: voy á abriros la puerta de ho-
nor, como corresponde.
Diciendo estas palabras, desapareció por un es-
trecho pasadizo.
El escribano, su dependiente, su criado, el gita-
no y los dos alabarderos quedaron en esta vasta
plaza, ocupados en mirar al lado de la puerta prin-
cipal del castillo, cuyas dos hojas esperaban con
&ruda ver abrir tí cada instante, sin notar que dos
hombres retiraban del foso el puente levadizo hacia
el lado del campo, cortándose de este modo toda-
retirada si los empleados de justicia.

EL REGISTRO

Tanto por la parte de la plaza, como por la del


mar, tres de las puertas de la galería que corría oí.
lo largo del edificio, daban ä un balcón, cuyo sa-
liente decoraba la puerta principal del castillo.
El. COMENDADOR DE MALTA

Empezaba el notario ti sorprenderse del excesi-


vo ceremonial que usaban para introducirle donde
estaba el barón, cuando se abrieron repentina-
mente las ventanas, y diez 6 doce caballeros en
traje de caza, de botas y espuelas, y llenos de ga-
lones, se precipitaron al balcón con voces inmo-
deradas, teniendo en una mano un vaso, y una
servilleta en la otra. Ilallábase á su cabeza Rai-
mundo V, y conocíase en el aspecto de los com-
pañeros del alegre hidalgo, que salían de la mesa,
concluyendo acaso de vaciar gloriosamente más de
un frasco de vino de España. Los convidados de
Raimundo V, pertenecientes ä la nobleza de los
contornos, eran conocidos casi todos por su odio
contra el mariscal de Vitry, y por la oposición in-
cesante que, abiertamente ó con reserva, hacían al
poder del cardenal de Richelieu. Luego que no-
norato de Berrol y Reina vieron que no podían
disuadir al barón de su peligroso proyecto, se re-
tiraron ä la sala del torreón.
El notario empezó ä creer qee se había engaña-
do contando con una acogida favorable de parte
del barón, y aun temió ser víctima de algún chan-
co diabólico al contemplar la alegría que rebosa-
ban los semblantes de los huéspedes de la clase-
fuerte, sobre todo, reconociendo entre ellos al se-
ñor de Serignol, que le había biutalmnte impe-
dido la entrada en su castillo. Guardó tí, pesar de
todo buen continente, y seguido de su pasante,
que temblaba de pies ä cabeza, se llegó debajo
del balcón con los alabarderos detrás. Dirigien-
dose á Raimundo V, que, recostado sobre el bal-
eón le miraba con aire irónico, le dijo:
uEn nombre del rey y de su Eminencia el car-
denal„.._
100 EL COMENDADOR DE MALTA

—¡Al diablo el cardenal y váyase su Eminencia


por donde vino!—gritaron algunos hidalgos, inte-
rrumpiendo al notario.
— Belcebú calienta en este momento un birrete
de hierro para su Ema.—dijo el seüor de Serignol_
—Los cordones de su Ema, debían volverse
buenas cuerdas de horca—afiadió otro.
— Dejad decir al notario, amigos míos—gri-
tó el barón volviéndose ä sus huéspedes—dejadle
decir; no se conoce el ave nocturna por el pri-
mer graznido. Vamos, habla, notario; habla,.
pues; continúa tu enredo.
El escribiente, que no la echaba de caballero,
y que se hallaba con ánimos de emprender la re-
tirada, volvió la cabeza hacia la puerta, y vió con
terror qüe se había levantado el puente.
—Maese Isnard—exclamó bajito y con trému-
la voz—estamos cogidos como en una ratonera::
han quitado el puente.
A pesar de la firmeza que afectaba el notario,
echó una ojeada por cima del hombro, y contestó.
en voz baja:
—Escribiente, mandad á los alabarderos que se
aproximen á mi insensiblemente.
Cuando el t scribiente dió la órden que habfa
recibido, el pequeño grupo se concentró en medio.
del patio, ä excepción del gitano, que, situado de-
bajo del balcón, parecía contemplar con curiosidad
loa hidalgos que en él ee agitaban.
Deseando el Sr. Isnard concluir su negocio.
cuanto antes, y viendo cuán equivocado estaba
acerca de la hospitalidad de Raimundo V, leyát
con voz ligeramente alterada esta citación judicial::
u En nombre de S. M. N. S, rey de Francia y
de Navarra, y conde de Provenza, y de au. Emi-
EL COMENDADOR DE MALTA 101
nencia monseñor el cardenal de Richelieu, yo To-
más Isnard, notario del almirantazgo de Tolón,.
enviado por el procurador del rey en la curia de
dicho almirantazgo, vengo aquí á esta Casa-fuerte
hacer el registro y enumeración de las armas y
municiones de guerra que contiene, para formar
un estado, en vista: del cual resolverá monseñor el
mariscal de Vitry, gobernador de Provenza, el nú-
mero de armas y municiones que deba dejar en la
dicha Casa-fuerte. En su consecuencia, yo Tomás
Isnard, notario del Almirantazgo de Tolón, me he
presentado en persona ä dicho señor Raimundo
V, barón des Anbiez, requiriéndole, y en necesi-
dad, citándole, que obedezca 11 las órdenes que se
le notifican. Fecho en la Casa-fuerte des Anbiez,
diócesis de Marsella y de la Veguerfa de Aix, el 17
de Diciembre de 1632.»
Con una calma inalterable escucharon al notario
el viejo barón y su amigos, cruzándose mútuamen-
te miradas irónicas. Luego que hubo acabado, in-
clinándose Reimundo V sobre el balaustre, res-
pondió:
—Digno notario, enviado digno del d i gno ma-
riscal de Vitry y del digno cardenal de Richelieu
(salve Dios de su Ema. al rey nuestro conde). Nos
Raimundo V, barón des Anbiez y dueño de esta
pobre casa, te autorizamos 4 llenar tu misión.
¿Ves aquella puerta, á mano izquierda, en que se
halla enclavado el rótulo Armas y Artillería? Abre-
la y cumple tu oficio...
Cuando concluyó de dcc'r estas palabras, el
viejo hidalgo y aus huéspedes se pusieron de codos
sobre el antepecho, como si se prepararan tí, gozar
de un espectáculo interesante y sorprendente. El
señor Isnard había seguido con la vista el gesto
102 EL COMENDADOR DE MALTA

del bar6n que le indicaba el misterioso depósito.


Era una puerta de mediano tamaño, sobre la que
se veía un letrero recientemente pintado expre-
sando aquellas mismas palabras, “ armas y artille-
ría," y estaba situada hacia la mitad del ala iz-
quierda, compuesta la mayor parte de habitacio-
nes de renteras. El notado, sin poder vencer su
repugnancia, echó sobre el almacen una mirada
inquieta, y dijo ä Raimundo V con arrogancia:
— Que venga ä abrir esa puerta uno de los
vuestros!
El rostro del viejo hidalgo se encendió en cólera
y estuvo ä punto ¿le estallar; mas, conteniéndose,
respondió:
—¿Uno do los míos, señor notatio? ¡Ay de mí!
no tengo. El pobrediablo que os ablió es mi único
• criado: los impuestos que saca vuestro digno car-
denal y los donativos voluntarios que exige de nos-
otros, han reducido ä la nobleza provenzal ä la al-
forja, como veis. Por lo visto vais acompañado de
dos compadres con alabardas y de un canalla con
capa de sarga (aquí el amanuense hizo un saludo
respetuoso); esa gente es mis que sufidiente para
poner en. ejecución vuestras órdenes.—Luego vien-
do al gitano al pie del balcon, gritó Raimundo lla-
mándole: iLl Eh! ¡el del bonete encarnado! ¿quién
diablos eres? Acércate; ¿qué haces ahí? ¿perteneces
ä esa tropa?
El vagabundo se aproximó al balcón, y contestó:
—Monseñor, soy un pobre artesano ambulante,
-que me busco la vida en el trabajo. Vengo de
Bany y voy ä la Ciotat; he entrado por saber si ha-
bía trabajo en el castillo.
— ¡Maldito diablo! —exclamó el barón;—tú eres
mi huésped; ¡no te quedes en ese patio!
EL COMENDADOR DE MALTA 103
A esta singular recomendación, los agentes do
justicia se miraron aterrados. En el mismo mo-
mento el gitano, con asombrosa agilidad trepó
como una garduña por uno de los pilares de gra-
nito que sostenían el balcón, y se asió á la parte
de la cornisa exterior del balaustre bajo los pies
del barón.
Fué tan rápida su ascensión y la llevó á cabo
con tanta facilidad, que excitó la admiración de
los huéspedes de Raimundo V. Este, cogiéndole
en broma un mechón de sus largos cabello negros,
le dijo:
—. Gateas demasiado bien para detenerte en tan
cómodo camino; ya ven, bellaco, que los balcones
son puertas para ti, y los tejados te sirven de pa-
seo: entra en la casa, hijo mío, que Laramée te
dará un trago.
Pasó el gitano de un ligero salto por cima del
balaustre, y entró en la galería que hacia de co-
medor en lea ocasiones solemnes, donde halló los
restos de la opípara comida á que habían asistido
los huéspedes del barón.
Permanecía el notario con su escolta en el patio
y no sabía qué resolver: contemplaba la puerta
fatal con pánico terror, mientras el viejo caballero
y sus amigos parecían esperar con bastante impa-
ciencia el resultado de esta escena. Queriendo, en
fin, el señor Isnard salir de tan embarazosa posi-
ción, se dirigió al señor des Anbiez, y le dijo con
aire solemne:
- Tomo por testigos ä los queme acompañan de
cuanto mal pueda sucederme; y vos responderéis,
señor, de toda peligrosa y falaz emboscada que.
atente ä la dignidad de la ley y la justicia,
nuestra recomendable persona.
104 EL COMENDADOR DE MALTA

— ¡Eh! ¡Mal día! ¿Qué nos contáis? Nadie se


opone aquí ti, que cumpláis con vuestro deber: mis
armas y artillería están allí; entrad, reconoced y
contad; la llave está puesta en la cerradura.
— Sí, sí, entrad; está la llave en la cerradura—
repitieron en coro los huéspedes del barón con
una risa que pareció al notario de siniestro agüero.
Exasperado, pero manteniéndose ä bastante
distancia de la terrible puerta, dijo el notario
ä su dependiente:
—Pasante, id ä abrir esa puerta... y acabemos.
—Pero, Maese Isnard...
— ¡Obedeced, pasante, obedeced!—dijo el no-
tario retirándose más todavía.
— IPero, maese Isnard! —y enseñaba el pobre
escribiente su registro en una mano y su pluma
en la otra. —No tengo libres las manos... Es indis-
pensable formular el proceso verbal en todo even-
to; si estalla algún maleficio tras de esa puerta,
.¿no debo en el mismo instante trasladarlo al pro-
ceso verbal?
Estas razones parecieron hacer alguna impre-
sión en el notario.
— Juanillo, abre esa puerta—dijo entonces tt su
lacayo.
—No me atrevo, señor, no me atrevo—repuso
éste, colocándose detrás de su amo.
—¿Me entiendes, miserable?
— Señor, sí... pero no tengo valor.., ahí hay
alguna brujería, y no me atrevo...
— Pero, vive Dios!
—Si de ello dependiera la salvación de mi al-
ma, no la abriría—exclamó Juanillo con tono re-
suelto.
—Vamos, vamos—dijo el notario con un des-
EL COMENDADOR DE MALTA 103

pecho concentrado, dirigiéndose 6 los alabarderos.


—Será necesario decir, mis bravos, que solo vos-
otros obráis como hombres en este negocio. Abrid
esa puerta y concluid pronto esta ridícula escena.
Hicieron ambos guardias un movimiento de re-
tirada, y uno de ellos respondió:
—Tened en cuenta, señor Isnard, que nosotros
estamos aquí para prestaros cuanto auxilio nos sea
posible, si se rebelasen contra vuestras órdenes;
pero nadie os impide la entrada.., se halla la llave
en la puerta... Entrad, si os place, solo.
—1Cómo! ¿acaso tiene miedo un viejo pan duro
,como tú?
El alabardero meneó la cabeza y dijo:
—Pensad, señor Isnard, que las partesanas y
las espadas nada valen aquí; lo que se necesitaría
sería un sacerdote con estola 6 hisopo en mano.
—Miguel tiene razón, señor Isnard,—añadió el
otro guardia;—me parece que sería preciso hacer
como el año pasado para el exorcismo de los del-
fines (1).
—Si ese perro de gitano no se hubiera escapado
<cobardemente—dijo el notario pateando de rabia,
—él hubiera abierto esa puerta.
Volviendo luego maquinalmente la cabeza, vió
en casi todas las ventanas de la Casa-fuerte figul:-.1
de hombres y mujeres, que medio ocultas tras las
vidrieras, parecían mirar con curiosidad al patio.
Mis bien por amor propio que por valor, el señor

(1) César de Nostradamus cuenta en 1632 la fabulosa


historia de unos delfines tan feroces, quo devoraron 4 17111•
cho' marineros en el puerto, y parecían amenazar 4 la villa
con una invasión; felizmente kg clerecía los exorcizó y des-
:aparecieron.
14
106 EL COMENDADOR DE MALTA

lenard, viéndose objeto de la atención de tanta%


gente marchó hacia la puerta, y puso la mano en,
la llave.
Faltóle el aliento en este punto. Oía en el al-
macen un ruido sordo y una especie de movi-
miento extraordinario que hasta entonces nunca.
hiriera su tímpano: este sonido ronco, encubierto,
nada tenía de humano; una fuerza mágica parecía.
ligar su mano ä la llave de la puerta.
—IEa, notario, hijo mío! ¡hete ahí, hete ah11—
gritó uno de los huéspedes palmoteando.
—Apostaría el mejor de mis lebreles—decía
otro—á que tiene tanto calor como en Agosto, y
eso que sopla fuertemente el tramontana.
—Dejadle tiempo para invocar 4 su patrón y
hacer un voto—añadió un tercero.
—Su patrón es san Cobarde—dijo Mr. de Se-
rignol—ii quien sin duda hace el voto de no expo-
nerse á ningún otro peligro, si le libra de este.
Como estas burlas tocaban ya al extremo, y el-
notario refl, xionaba además que Raimundo V no
era bastante cruel para entregarle ä un peligro
real, se resolvió ä tirar de la puerta hacia sí, reti-
rándose con presteza.
En el mismcimomento el choque dedos toros de-
la Camarga derribó al notario, toros que se lanza-
ron del establo, bajando la cabeza y dando bra-
midos roncos y desiguales; los habían embo-
lado. No eran de mucha alzada, pero parecían lle-
nos de fuerza y vigor; el uno era barcino, el otro.
de un negro azabache. El primer uso que hicieron
de su libertad fué saltar, escarbar con las mano&
y procurar deshacerse de sus bolas. La aparición,
de los toros fué saludada con gritos do gozo, y bra-
vos por los huéspedes de Raimundo V.
EL COMENDADOR DE MALTA 10T

—1Y bien, escribano, haz tu inventariol—gritó,


Raimundo V, apretándose los costados, y dando
libre curso ä su hilaridad.
—Vaya, pasante, traslada ä tu proceso verbal ä
Rabudo y Estornudo. ¿No pedías las armas que
'hubiere? Helas ahí; con las astas de esos compa-
Ares de la Camarga me defiendo, y ¡pardiez! veo
por tu miedo que las tienes por armas serias y
ofensivas: rotula tí Rabudo é inventaría á Estor-
nudo.
—Pluerte de Dios!—exclamó el seilor Serig-
nol—los toros son los que tienen traza de querer
inventariar los calzones del notario.
—1Voto va! A pesar de su gordura, ha hecho el
notario una suerte que honraría un torero.
—¿Y el escribiente?... ¡qué grecas hace entre los
.árboles! Parece un palomino atontado.
—¡Diantre! ¡Diantre! ¡Rabudo tiene un pedazo
de su capa!
Creemos inútil advertir que estas diferentes ex-
clamaciones designaban los acontecimientos de la
.corrida improvisada con que Raimundo V regala-
ba á sus convidados.
Continuaban persiguiendo los toros al notario y
811 pasante, á quienes habían atacado desd, luego.
,Los alabarderos y Juanillo se habían colocado muy
'sabiamente á lo largo de la muralla. Gracias ti los
árboles de que estaba plantado el patio, el nota-
i° y su escribiente pudieron por algún tiompo es-
capar de las terribles embestidas de los toros,
ocultándose y corriendo de tronco en tronco; pero
pronto les faitaron las fuerzas, paralizó el miedo
sus movimientos, y se hallaron próximos á ser pi-
soteados poraquellos feroces animales. Debe decirse
en elogio de Raimundo Y, que á pesar de la bru-
108 EL COMENDADOR DE MALTA

talidad de su salvaje diversión, le hubiera entris-


tecido un desenlace trágico en esta broma. Afor-
tunadamente uno de los alabarderos gritó:
—¡SenorIsnard, subíos it un árbol! ¡Aprisa, apri-
sa, antes que se vuelva el toro!
No obstante su obesidad, siguió el escribano el
consejo del alabardero, y abalanzándose al tronco
de un sicomoro, se aferró con pies, manos y rodi-
llas, y empezó con torpeza su ascensión, haciendo,
esfuerzos inauditos.
Viendo que el curial no corría ya peligro, el ba-
rón y sus huéspedes volvieron ä sus gritos y bufa-
nadas. Má8 listo el amanuense que el notario, se
halló pronto ä salvo en lo alto de un sicomoro.
—El señor Ursino llegó al fin. ¡Cuidado con la
horcajadura!—dijo el barón, saltándosela las lä-
grimas de risa por los esfuerzos del notario, que
procuraba ponerse ä caballo en una de las ramas,
maestras del árbol, ä la que llegara con tanto tra-
bajo.
—Si el notario se parece á un oso viejo abraza-
do ä un poste—dijo otro,—el escribiente tiene el,
aspecto de una mona vieja tiritando, según den-
telles.
—Vamos, vamos á la obiigación, pasante: ¿dón-
de tienes la pluma, la tinta y el registro? Ahora,
ya estás en salvo: garrapatea tu cuaderno—gritó,
Serignol.
— Atención, atención! El torneo vuelve á prin-
cipiar—gritó un convidado. —Rabudo arremete ä
un alabardero.
— Campo franco! ¡campo franco para Rabudo!'
Viendo los toros ä los dos hombres de ley fuera
de la jurisdicción de su cornamenta, dirigieron-
us acometidas contra los alabarderos; pero uno de,
EL COMENDADOR DE MALTA 109
estos, recostándose contra la pared, picó con tan-
to vigor al animal en la nariz y el lomo, que no
osó emprender un segundo ataque, y se volvió
brincando al centro de la plaza. Cuando vió el
barón el ánimo del alabardero, le gritó:
—INada temas, valiente! tendrás un doblón
para beber ä mi salud, y te daré el sino gratis.—
Luego se diligió al invisible Laramée y le dijo:
—Manda al gañán que envie sus perros, y encierre
esos camarguinos en su establo. Bastante ha dura-
do ya la danza del notario y su escribiente.
Concluía apenas el barón de pronunciar estas
palabras, cuando tres perros de ganado de grande
alzada salieron por una puerta entreabierta y co-
rrieron derechos ä los toros. Estos, después de al-
gunos rodeos, concluyeron por entrar á galope en
au establo, el pretendido depósito de armas y ar-
tillería de la Casa-fuerte, eomo engañosamente
decía el letrero.
Aunque el notario y 8U escribiente se conside-
raban libres del riesgo, no se atrevían aun á bajar
de su posición casi inexpugnable: en vano Lara-
mée, trayendo en la mano dos vasos llenos sobre
un plato, vino ti ofrecerles de parte del ba:4n un
refrigerio, diciéndoles (como era cierto) que el
puente estaba repuesto, y que fuera les esperaban
las caballerías.
—No saldré de aquí hasta que mi escribiente
haya extendido sumario del enorme atentado de
que el barón vuestro amo acaba de hacerse culpa-
ble respecto ti nosotros—dijo el escribano con voz
desalentada y enjugándose la frente, porque cho-
rreaba de sudor, no obstante el frío que hacía.
—Nada tendrá de extraño que nos reservéis al-
gún otro mal paso; pero Monseñor el goberna-
110 EL COMENDADOR DE MALTA

dor, y si es preciso, Monseñor el cardenal, me


vengarán y... ¡por Dios! que no ha de quedar
piedra sobre piedra de esta maldita casa, que Sa-
tanás confunda.
Raimundo Y bajó al patio con un gran látigo
de caza, dió dos doblones al alabardero que com-
batió tan denodadamente al toro, y se adelantó
hacia el árbol, en el momento en que formulaba
esta amenaza el notario.
—¿Qué es eso, canalla?—dijo el barón, hacien-
do restallar su látigo.
—Digo—continuó el notario—digo que Monse-
ñor el mariscal, á quien ä mi llegada á Marsella
daré parte de todo, no dejará impune esta ofensa.
— Eh! ¡mal rayo!—gritó el barón, haciendo
sonar de nuevo sil látigo—así lo espero; se lo di-
rás todo: justamente porque se lo digas y sepa el
caso que hago de sus órdenes, te he recibido de
este modo; ¡fuego de Dios!—gritó, no pudiendo
reprimir su cólera.—La nobleza provenzal ha sa-
bido en el último siglo echar de su provincia al
insolente duque de Epernon y sus gascones, como
indigno de mandarla, y ¿no lanzaría ä un Virty?
un miserable asesino que obra como un bandi-
do italiano, que deja nuestras costas indefensas,
que nos obliga ä guardarnos por nosotros mismos,
y quiere quitarnos los medios de resistir á los pi-
ratas? Fuera de aquí, bellaco, y ve á redactar tu
registro á otra parte que en mi casa.
—No bajaré—contestó el notario.
—¿Querrás que te ahume en tu árbol como a un
tejón en el tronco de un sauce?
Bajóse del árbol el señor lsnard, porque creía
ya á Raimundo V capaz de todo: su dependiente
lo siguió, y llegó al mismo tiempo que su amo.
EL COMENDADOR DE MALTA 111

—Toma—le dijo el barón dando una pieza de


plata al escribiente—beberás ä la salud del rey,
nuestro conde: de nada de esto tienes la culpa,
pasante.
—Os prohibo aceptar ni un óbolo— interrum-
pió el notario.
—Seréis obedecido, señor Isnard—dijo el ama-
nuense metiendo el regalo en el bolsillo:—estos
son dos escudos de plata y no un óbolo.
—Y yo añadiré en mi sumario que habéis in-
tentado corromper ä mis gentes—dijo el notario.
—IFuera! ¡Fuera de aquí, bestia fétida!—dijo
el barón sacudiendo el látigo.
—¡Dais ä las gentes una hospitalidad bien ex-
traña, barón des Anbiezl—prorrumpió con amar-
gura el escribano.
Semejante reproche pareció afectar profunda-
mente ä Raimundo V, y gritó:
—¡Voto ä brios! Todo el país sabe que, tanto
los señores como los pobres, han encontrado siem-
pre en esta casa franco asilo y leal hospitalidad;
pero nunca piedad para los tiranuelos del tirano
cardenal. ¡Fuera de aquí, 6 te cruzo ä zurriagazos
como ä perro mal mandado!
—Se dirá,—exclamó el notario encendido de
rabia y andando de espaldas hacia el puente:—se
tomará acta de que habéis querido atentar contra
la vida de un oficial de la justicia del rey, y que
lo habéis echado de vuestra casa ä latigazos, en
vez de dejarle ejecutar pacíficamente las órdenes
de su Eminencia monseñor el cardenal y de mon-
señor el mariscal.
—Sí, si; le has de decir todo eso ä tu mariscal;
y añadirás, que si él viene aquí, aunque ya tengo
la barba gris, me encargo de probarle espada en
112 EL COMENDADOR DE MALTA

mano y daga en puho, que no es más que un ase-


sino pagado, y que su amo el cardenal (de quien
Dios guarde al rey) no es sino una especie de
pachá cliitiano, mil veces mis déspotaque el tur-
co. Le dirás re ande con tiento para no colocar-
nos en el extremo, porque podríamos acordarnos
de un noble príncipe, hermano de un noble y
buen r . y, ofuscado ahora por ese falso sacerdote,
primo de Belcebú. Le dirás, en fin, que la no-
bleza de Provenza, cansada de tantos ultrajes,
.querrá lo mimo tener per conde soberano 4 Gas-
ein de Orleansque al rey de Francia, puesto que
hoy el rey de Francia es Richelieu.
—¡Cuidarlo, barón, cuidado—dijo por lo bajo
el señor de Serignol—que os excedéis!
—Eh! ¡fuego de Dios!—gritó el impetuoso ba-
rón — mi c,beza responde de mis palabras; pero ten-
go un brazo, gracirs 4 Dios, para defender mi ca-
beza. ¡Lejos de aquí, canalla! Abre bien tus ore-
jas y c;érralas luego para retenerlo todo. En
cuanto ä nuestros cañones y pertrechos, nada ve-
rás; nosotros renund iremos á nuestras armas
cuando los perros rueguen á los lobos que se dejen
cortar las patas y arrancar los dientes. ¡Fu t ra de
aquí te digo! y repite mis palabras, y ágrialas
aun, si te parece.
Llegando el notario 4 la vetja pasó con rapi-
dez el puente seguido -de su escribiente y los guar-
dias, y lanzó al montar á caballo un fulminante
anatema á la casa del barón, quien, satisfecho de
$u acto, volvió 14 entrar con sus huéspedes, sen-
tándose todos de nuevo á la mesa, porque empe-
zaba ä ser la hora de merendar.
Poseed el resto del día entre las alegres conver-
saciones que suscitó esta aventura. TIonorato ha-
EL COMENDADOR DE MALTA 113

lía asistido á la escena desde una de las ventanas


,del castillo; convencido de la terquedad de su fu-
turo suegro, no había intentado hacerle reflexión
.alguna; pero no pudo dejar de estremecerse al
pensar en las palabras imprudentes que llaimun-
do V pronunció con respeto á Oastón de Orleans.

XI
EL GITANO

Habían pasado muchos días desde que el seitor


Isnard fué arrojado del castillo con tanta asp3reza.
La nobleza de los contornos aprobó tanto injor la
,conducta del barón respecto ä los enviados del ma-
riscal duque de .Vitry, cuanto que era sumamente
reducido el número de los hida'gos que se habían
sometido á las órdenes del gobernador.
Establecido Maese Isnard en una posada de la
Ciotat, había mandado un expreso á Marsella,
con el objeto de noticiar al señor de Vitry la viva
resistencia que encontraba el negocio de recono-
cimiento de armas. El vulgo se ponía sientore
parte de la noblr.za y del clero, que defendían los
derechos y grivilegios provenzales. Los tres brs
zos, clero sacro, nobleza ilustre y puebloprovenz«I
común, como lo llama César de Nostradamus, h
unía contra el enemigo común, esto es, contra to •
do gobernador que no parecía E't. los provenzal s
digno de regir su país 4 que atacaba sus privil. -
o 2-ios• No obstante, algunas veces ocurrían escisio-
nes pasajeras entre la nobleza y el vulgo, cuando
se encontraban en juego los intereses particu-
lares.
15
114 EL COMENDADOR DE MALTA

El notario llegó 4 la Ciotat en un momento fa-


vorab'e á sus resentimientos contra Raimundo V.-
Uno de los cónsules de la villa, Maese Talebard-
'I alebard6n, sostenía en nombre del vecindario u n .
pleito contra el barón, con motivo de ciertas redes-
llamadas atunaras, que el seüor des Anbiez había
hecho establecer ilegalmente, según el cónsul, en
un surgidero en que pretendía tener derecho de
pesca, lo que ocasionaba grandes perjuicios á los
intereses de la villa. Los habitantes de la Ciotat
habían hallado en muchas ocasiones socorros y
apoyo en el barón, pero it pesar de esto y de que
n el último desembarque de piratas había comba-
tido valientemente al frente de sus mesnaderos, y
casi salvado la villa, el reconocimiento de dichos
ciudadanos no llegaba hasta una sumisión absolu-
ta it la voluntad de Raiinundo V. El consul, ene-
migo personal del barón, había envenenado aun
más la cuestión, exawrando los defectos de éste
hasta el punto de manifestarse ya gran irriaión
entre los aldeanos.
como Maese I..nard llegó cuando estaba en esto,
explotó sus resentimientos, avivando el fuego; ha-
bló largamente de su cruel acogida en la Casa-
fuerte; y, aunque no era del pueblo, llegó it hacer-
Ite considerar el ultraje que se le había hecho
como un asunto de noble 4 plebeyo. Decidió it loa
cónsules it atrincherarse en sus atribuciones y ha-
cer perseguir rigorosamente al barón ante el tri-
bunal de los prohombres de mar, en vez de conti-
nuar en las negociaciones amistosas que entonces
,eguian. Colocados en estas circunstancias de en-
cono, no se detuvieron allf los ánimos; olvidäronse
los servici os reales que Raimundo V había presta-
do it la villa, su generosa hospitalidad y el biene
EL COMENDADOR DE MALTA u rb
.que hacía en las inmediaciones, para recordar que
era despótico, colérico y se mostraba siempre clis-
<puesto oí levantar su látigo; exageráronse los es-
tragos que hacían sus perros en las cacerías, i.e
habló de la manera brutal con que había tratad..
ä los aldeanos en el asunto de las almadrabas, y
por último, desde la aparición del notario en la
'Ciotat, se empezó á hablar del seilor des Anbiez
-como de un verdadero tirano feudal.
Mientras la borrasca arreciaba por este lado, en.
la Casa-fuerte reinaba la calma más perfecta. Rai-
mundo V bebía y cazaba á las mil maravillas; de
una actividad sin igual, casi todos los días, al re
,correr sus dominios, iba á visitar á sus vecinos en
sus nobles casas, con el fin, decía, de mantener ei
fuego sacro, ó mis bien la animadversión general
contra el mariscal de Vitry, y pidiendo á cada
uno su firma al pie de una especie de súplica di-
rigida al rey. En este manifiesto la nobleza pro-
venzal le pedía formalmente el relevo del maris-
cal; recordando á Luis XIII que Bu padre (de
gloriosa memoria) el bueno, el grande Enrique,
habla quitado en circunstancias semejantes al do-
Aue de Epernon, para hacer justicia ti las quejas
-del país. Por último, expresaba la nobleza un este
acto 8U respetuoso pesar por verse en el caso de
no prestar obediencia ä las órdenes del cardenal
renunciando al derecho de tener pertrechados sus
'fuertes, prescribiéndoles su Propia salud hallara.-
siempre en estado de defensa. Cuando el barón
redoblaba su actividad, decía que 8U8 piernas y
-Bus brazos se volvími de veinte arios en esta cru
gada contra el mariscal de Vitry. Tal era el as--.
pecto moral de la Casa fuerte algunos días des-.
¡pu& del suceso de que se ha hecho mención.
116 El. COMENDADOR DE NAUTA

También se recordará al gitano, que llegado.


entre la comitiva del notario, escaló el balcón
de modo tan riSpido y sorprendente, ä instanciaa.
del señor des Anbiez. Sirviéndonos de una expre-
sión muy moderna y muy usada, el gitano se
había puesto de moda en la rústica guerrera casa
de Raimundo Y. Había compuesto ya una porción
de utensilios con notable habilidad. Luego, ha-
biéndose desconcertado una pata Relámpago, el le-
brel favorito, fué el gitano á las montañas á co-
ger á la luz de la luna ciertas hierbas, envolvió en
ellas la parte dañada, y al otro día pudo extender
el perro sus nervudas zancas sobre loe húmedos
matorrales de las %nadas y valles del señorío.
No fu6 esto solo: Mistral, el caballo predilecto, se
había herido en la ranilla con un cortante sílice:
colocando una plancha sutil en la cabidad de la
herradura, le formó una de forma turca que pre-
servase en lo sucesivo el dolorido pie de todo.
choque.
El barón se a pasionaba del gitano.La misma due-
ña Duleelina, á pesar de su santo horror &aquel
infiel, que, corno no había sido bautizado, no lle-
vaba nombre cristiano, se hizo algún tanto acce-
sible, desde que el descreido le facilitó cierta re-
ceta para dar color á las cuentas de vidrio, dise-
car pájaros y hacer excelentes licores. El buen
cura Mascarolus no sentía menos el encanto, mer-
ced ä ciertos específicos farmacéuticos, cuyo secre-
to le descubrió el gitano: el único temor del digne-
capellán era encontrar al vagamundo muy rehacio,
y duro t.( specto á su conversón. Tal era la par-
te seria de los adelantos del zíngaro. Reunía ade-
más las habilidades más variadas y agradables;
Tenia en una cajita dos pichones admirablemen-
efo.e.IFIZPAP O R 1)1r. :NIALTA 117

te domesticados, que manifestaban una inteligen-


cia sobrenatural; su pollino asombraba ä las gen-
tes de la Casa-fuerte por la gracia con que anda-
ba en dos pies; el gitano jugaba con balas y puria
les como el más hábil juglar de la India; era tan
buen tirador como el mejor carabinero; tn fin,
para abreviar la relación de los numerosos talen
tos de adorno de este vagamundo, cantaba mara-
villosamente, acompaiiándose con una especie de
guitarra morisca de tres cuerdas. A esta gracia
debe atribuirse su sobrenombre de cantor, único
porque era conocido entre sus camaradas.
Est,faneta fué la primera que anunció tí, su se-
ilorita el nuevo trovador. Aunque realmente eran
más bien feas que bellas las facciones del gitano,
tenían cierta seducción por su expresión y movi-
lidad cuando hacían oir sus cantares, de suave y
melancólica armonía. Es necesario tener en cuen-
ta la vida sosegada y monotona de los habitantes
de la Casa-fuerte pata comprender el prestigio quo
lograba. Importunada Reil.a. por Estefaneta, con-
sintió en escucharle.
Ilonorato había ido ä Marsella de acuerdo con
su prometida, y sin conocimiento de Raimundo V,
fin de juzgar del efecto que causarían las ,,1eja-1
del notario. En caso de que el barón debiese te-
mer algo, avisaría Honorato al punto á Reina, )
se valdría de la influencia de un pariente suyo,
amigo del mariscal, para calmar los resentimien-
tos que pudiera originar la imprudente conducta
del barón. Por lo tanto en su ausencia creyó Rei-
na encontrar una distracción ä aus cavilaciones
escuchando los cantares del gitano.
La imagen del incógnito la perseguía cada día
con más insistencia. Las circunstancias misterio-
1 I S EL COMENDADOR DE MA TA

ss y no comunes que tan extrañamente habían


exaltado sus recuerdos, la interesaban y la impo-
nían tí la vez, no obstante, queriendo, 6 más bien
figurándose poner un término á esta romancesco
aventura, había fijado SU desposorio, con gran gozo
Honorato, para el día siguiente ä la fiesta de
Navidad; y mientras más se aproximaba el mo-
mento, mis se arrepentía Reina de su promesa.
Examinando el fondo de su corazón, se pregunta.
ha con temor si verdaderamente amaba todavía å
.su prometido; pero esta pregunta era vaga, y la
joven apenas tenía valor para escuchar la respues-
ta que su conciencia le daba.
Hallábase tristemente sentada en la torre que
le servía de salón, cuando Estefatteta entró y le
dijo:
—Mlle., el cantor está: ya eu la galería; ¿puedo
hacerle entrar?
—¿Para qué?—dijo Reina con tedio.
—¿Para qué, Me.? Para distraeros de esas he-
chicerías que os atormentan. ¡Qué lástima que
sea un infiel! En verdad, señorita, que desde que
ha dejado su coleto ele cuero y le ha regalado
Monseñor un corpeto escarlata, parece un gendar-
me: además que ¡tiene un pico de oro, os lo ase-
guro! Y eso que ha sido necdsario, ¡por Dios, no
lo toméis ä mal!, darle la cinta de color de fuego
.que llevaba yo ceñida ti la cabeza para atar su
valona: sin esto dice que jamás hubiera tenido
resolución para presentarse delante de MIle.
—Veo, querida, que has hecho un sacrificio—
dijo Reina, sonriendo ti su pesar,-3ólo que dudo
.que Luquin te lo agradezca. Pero ¿cuándo vuelvo
ese bravo capitán?
—Esta noche 6 mañana por la mañana, mada--
EL COME"; DA DOM nr: MALTA 119
moisselle; l han encontrado unos pescadores ee,-
c t de Frejus, obligado ä arreglar la marcha de 811
tartana ä la de !espesados bastimentes que volvía.
escoltando de Niza.
—¿Y crees tú que (tetan1 contento con que des.
cintas á ese cantor errante?
— lladre de Dios! que le parezca bien 6 mal,
:no importa poco: se trata de procurar una dis-
tracción ä mi querida sehorita, y no he debido ti-
tub.•ar por un mal pedazo de cinta.
— Ah! IEstefaneta! ¡Estefaneta!... ¡Qué coque-
ta eres! ;Mis de una vez he visto los ojos negros
y penetrantes del vagabundo fijos en los tuyos!
— so si4nifica, Mile., que aprueba el gusto da
Luquin, y no puede mi capit4n menos de hallar-
se lisonjeado—dijo la chica sonriendo.
—Haces mal; disgustarás á tu prometido—re-
puso R ma con expresión mis seda.
--¡Ah, mi buena seriorita! ¿conque no se pue-
de amar leal y tiernamente ä su prometido y di-
vertirse con las lisonjas de un vagabundo extran-
jero, como le llaméis?
Reina tomó por una alusión ä sus propios sen-
timitntos esta respuesta, á que realmente Estefa-
neta no había dado sentido doble, y miró con se-
veridad 4 su doncella, diciéndole en tono imperio-
so: —IEstefaneta!
El candoroso y lindo semblante de ésta se en-
lodó de repente de una expresión tan triste, le-
vanté hacia su ama sus grandes ojos tan dolorosa-
mente sorprendidos, y en que ya brillaba una lá-
grima, que Reina no pudo menos de alargarle la
mano diciéndole:
— Vaya, vaya! eres una loquilla, pero buena
honrada muchacha.
120 EL COMENDADOR DE MALTA

Estefaneta, sonriendo llorosa, besó con tierno


reconocimiento la mano de su seriorita, y dijo
limpiando sus ojos con la yema de sus delicados
dedos:
—Paré entrar al cantor, 11111e.?
—Bien, loquilla, bien; ya que lo quieres así,
que te sirva al menos de algo el sacrificio de ta
cinta color de fuego.
Sontióse Estefaneta maliciosamente; salió, y ä
los pocos instantes entraba seguida del gitano.

XII

LA GUZLA DEL EMIR

El gitano no manifestó cortedad alguna, á pe-


sar de su humilde condición, por la presencia de
Reina. Sal acidia coa cierto desembarazo respetucso
echando una mirada viva y rápida sobre los obje-
tos que la rodeaban.
Estefaneta tenía razón en decir que había ga-
nado mello el exterior del músico: su talle es-
belto y proporcionado lucía perfectamente bajo d
corpeto escarlata; su valona estaba sujeta por la
cinta color do fuego; llevaba anchas mangas de
gruesa tela b anca, botines de parto azul bordadas
de estambre encarnado, que subían por encima
de la rodilla: sus cabellos negros cercaban su des-
carnrdo rostro, triguerio, pero animado. Trtaa
una especie de guitarra con mango de ébano,
preciosamente ataraceada de escatna de nacar y
oro: en su extremidad superior formaba el mástil
la figura de una paleta, en medio de la cual se
EL COMENDADOR DE MALTA 1111

veía una pequeña placa redonda de oro cincelado,


o semejante ä la tapa de un medallón. Nos dete-
nemos en la riqueza de este instrumento, porque
parecía extraño que un gitano vagamundo pose-
yese una prenda de tanto valor. Estefaneta mis-
ma se admiró y exclamó:
—No os había visto esta hermosa guitarra,
'cantor.
Estas palabras llamaron la atención de Reina,
.que, tan sorprendida como su doncella, dijo:
—Ciertamente parece muy rica para un artista
:aventurero.
—Pues, ä pesar de eso, soy pobre, Mlle., hasta
el extremo de haberme faltado el pan algunas
veces. Pero me hubiera dejado morir de hambre
entes que vender esta guze. Mis brazos son débi-
les, pero se volverían de hierro para defenderla...
Nadie me la arrebataría sino después de mi muer-
te... Es mi más precioso tesoro... Apenas inc atre-
vo á tocarla... Pero la rosa des Anbiez ha que-
rido oirme, y todo lo que deseo es que mi trova
sea digna del instrumento y de la persona que la
escucha.
Hablaba el gitano con bastante pureza el fran, s,
aunque tenía algo de gutural su árabe pronuncia-
ción. Cambió Reina una mirada de sQrpresa con
su doncella al eir este lenguaje de una elegancia
oriental que constrastaba notablemente con el
estado del vagabundo.
—Pero, esa guzla, que vos llamáis, ¿cómo la
poseéis?
El gitano movió melancólicamente la cabuza y
respondió:
—Mlle... Es una canción bien triste.. , excitará
el llanto en vez de la risa.
16
122 EL COMENDADOR DE MALTA

—Decid, decid — exclamó Reina, vivamente'


interesada por el giro romancesco que tomaba este
incidente.—Referid cómo se halla en vuestras
manos esa guitarra; deseo oirlo, porque parecéis-
superior lt vuestra condición.
Dejó escapar el gitano un prolongado suspiro,
dirigió una mirada penetrante tí Reina, y produjo
algunos sonidos que vibraron breves instantes bajo
las sonoras bóvedas del torreón.
—dPero la historia de esa guzla?—dijo Reina
con impaciencia de muchacha.
Sin responder el vagabundo, hizo con la mano.
un ademán suplicante, y empezó tt cantar, acom-
pañándose con gusto, ó más bien, ejecutando por
lo bajo motivos de una tierna melancolía, mien-
tras que con su voz dulce y grave recitaba las si-
guientes estancias. Aunque falto de medida y de
rima, derramaba este lenguaje un encanto ex-
traordinario. Empezó el gitano:
«Lejano es el país en que nací: las arenas del
desierto lo rodean como un mar abrasado.
Allí vivía junto 4 una madre ciega, anciana,
pobre.
Il La amaba como ama el desgraciado al que se
interesa por él.
„Mi madre se iba entristeciendo , abatiéndos t .
desde quo no podía gozar de la luz.
',Yo le traía las flores del valle.
A s pirando ella su aroma, procuraba consolar-
se de no ver sus colores.
9) La voz de un hijo es siempre halagnefia al
oído maternal.
Yo le hablaba, y alguna vez la hice son-
rei r.
EL COMENDADOR DE MALTA 123

wiPero no volver ä ver! ¡no volver á ver! Esto


la anonadaba.
Insensiblemente cayó en una sombría desea-
peración.
Antes de este deliquio, salía apoyándose en
nti brazo; gustaba de ir al jardín del joven y va-
liente Emir de nuestra tribu, y sentarse ä la som-
bra de los naranjos á la calda de la tarde.
El grato fuego del sol la reanimaba.
”Alegrábaae con el fresco murmullo de las cas-
cadas, que parecían cantar al caer en sus pilones
de mármol.
” Un día que con más amargura sentía la falta
de su vista, resolvió no salir más.
” Le rogué... lloré y fué inflexible.
„Permanecía inmovil en el rincón más encon-
dido de nuestra vivienda, con la cabeza cubierta
por un manto negro.
',Rehusó el alimento; quería morir.
” Paaó un día, pasó una noche: todo lo había
rechazado.
” En vano le gritaba: madre mía... madre mía...
44

ai tu mueres moriré yo también.”


',Continuaba inmóvil, taciturna...
',Tomé su mano.., su mano ya helada; tracé de
calentarla con el aliento, y la quiso retirar.',
Cuando pronunciaba estas palabras tenía tal ex-
presión de tristeza la voz del gitano, eran de Un
carácter tan patético los sonidos que sacaba d.,
su tiorba, que Reina y Estefaneta se miraron con
los ojos baüados en llanto. El continuó sin adver-
tir la emoción que causaba.

',Ya había entrado la noche.


194 EL COMENDADOR DE MALTA

”Illermosa noche por cier to! Abierta la ventana.


de nuestra morada, dejaba ver un cielo estrella--
do; la luna plateaba la llanura; no se percibía
ruidoalguno... nada.
” ¡Ah! ¡si! Se oía la febril respiración de mi ma-
dre. De improviso... allá lejos... muy lejos... be-
dejó oir un rumor.. , como el armonioso acento de-
una voz que cantara en los cielos.
',Bien pronto una ráfaga de la brisa, cargada del'
perfume de les limoneros, trajo sonidos más,
claros.
,,La mano aterida de mi madre continuaba en-
tre las mías: yo la sentí contraerse.
ttAproximábase aquella vez celestial... se apro-
ximaba.
Acowpaísiábanla melodiosas vibraciones de un
instrumento, que le daban un encanto indecible.
',Mi madre se estremeció de nuevo... Levantó
la cabeza... se puso á escuchar... por la primera
vez después de muchas horas die, seilales de vida._
Podría decirse que á medida que llegaban á
nosotros los encantados sones, renacía su espíritu.
Sentí volver el calor tí su mano... la sentí'
oprimir la mía.
Escuché su voz... en fin;—su voz hasta enton-
ces muda.
7) Hijo mío... esa música me llega al alma... ella:
me trae el sosiego... ¡lloro— lloro por fin!...
,,Tenía tanta necesidad de llorar? Y sentí dos
lágrimas ardientes que cayeron en mi sien.
„¡Madre mía.., madre mía!...
¡Silencio!... hijo... calla—contestó poniendo.
una mano en mis labios, y saaländorne con otra
la ven tana;— escucha esa Y07... Escucha._ Lahf
está!... ¡ahí está!
EL COMENDADOR DE MALTA 125,
Reina, profundamente conmovida, oprimió la
mano de Estefaneta, moviendo la cabeza con sin-
gular expresión de piedad.
Él cantor prosiguió:
”La luna de mi país es tan radiante como el
sol de Europa.
A la luz que despedía vetase a! joven Emir so-
bre Azib, su hermoso caballo blanco.
docil como el corderillo, arrogante como
el león, y blanco como el cisne.
Las trenzas de oro flotaban abandonadas so-
bre su cuello. El feliz Emir cantaba un amor di-
choso, acompaitändose con su guzla.
” No eran alegres sus cántigas; eran tiernas,
melancólicas.
77 Pasó cantando.
n¡Silencio, hijo mío, silencio!—dijo queda&
la anciana estrechándome convulsivamente la
niano.—¡Me ' hace tanto bien esa voz divina!
"Ay de mí! La voz se alejó poco á poco. El
Emir había pasado; ya eran muy débiles sus to-
nos... En breve nada se oyó... nada... ni un so-
ndo.
” ¡Ah desgraciada! Ya vuelvo al miserable ho-
rror de mi noche—dijo mi madre;—hubiera dicho
que esa celestial armonía dis;paba las tinieblas...
¡Ay de mí... ¡ay de mí!—Y se retorcía las manos
con desesperación.
',Toda la noche lloró, toda.
”Al día siguiente, creció su desesperación, extra-
vióse su razón; en su delirio me llamaba mal hijo,
me acusaba de no traerle aquella voz: iba tt morir
ai no volvía á escucharla.
',Moriría en efecto: en muchas horas había re-
126 EL COMENDADOR DE MALTA

tuteado tedo aliento... ¿qué hacer? hilé hacet?


»El Emir de nuestra tribu era el más poderoso
de los emires.
»En levantando su djerid, diez mil de sus jine-
tes se ponían ä caballo.
»Su palacio era digno del Sultán... inmensos
sus tesoros. ¡Ah! ¿cómo osar concebir siquiera el
pensamiento de decirle: "Ven á arrancar á la muer-
te con tus cantares tt una mujer enferma y deso-
lada?»
»Y ä pesar de esto, me atreví... Quizá no que-
daban á mi madre más que algunas horas de
vida... Me trasladé al palacio.»

—gY el Emir?—exclamó Reina profundamente


afectada y llena de interés, al paso que Estefaneta,
no menos enternecida, unía las manos con admi-
ración.
El gitano echó ä, las dos jóvenes una mirada de
indefinible tristeza, y dijo interrumpiendo esta
,especie de improvisación y colocando la guitarra
sobre las rodillas:
—Una mujer ha sido mi madre—dijo el Emir —
y fué.
—gFué?—gritó Reina con entusiasmo.—¡Ah,
noble corazón!
— Oh, sf, el corazón más noble entre los no-
bletd—repitió el gitano con exaltacióu.—Se dignó
él, tan grande, tan poderoso, ir por espacio de
cinco días á nuestra pobre moradá, todas las no-
ches... ¿Cómo referiros au interesan te bondad, su
complacencia casi filial? ¡Oh! si mi madre no hu-
biera abrigado el gérmen de una enfermedad mor-
tal, los cantos del Emir la hubieran salvado, por-
.que el efecto que en ella producían tenía algo de
EL COMENDADOR DE MALTA 127

prodigioso... Pero al menos, ella murió casi sin


padecer... en un profundo éxtasis. Este laud...
este era el del Emir: El me lo dió... Merced ä él
fueron tranquilos los últimos momentos de mi
madre... ¡Pobre madre mía!
Una lágrima brilló en los negros ojos del gita-
no; después, como si quisiera rechazar estos dolo-
rosos recuerdos, tomó con viveza la guitarra y
cantó estas otras estancias con voz fiera y exalta-
da, haciendo vibrar el sonoro intrumento.
“El nombre del Emir es sagrado en su tribu:
ei él ordena la muerte, cesamos de existir.
Nadie más valiente que él, nadie más hermo-
so, nadie más noble...
Apenas cuenta veinte arios, y ya es su brazo
el ti rror de las otras tribus.
75 Su brazo torneado coroo el de una r mujer,
pero fuerte como el un guerrero...
l' En su rostro vive la sonrisa: es tan seductor
como el del genio que visita los sueños de una
virgen; pero ä veces es terrible como el genio de
las batallas...
” Su voz tiene un encanto que fascina como
filtro mäjico; pero suele atronar como el clarín
guerrero.
Aproximóse el gitano ä Reina en medio de su
entusiasmo, y abriendo el medallón incrustado en
el mástil de la guzla, le dijo:
—Mirad... mirad sino es el más bello de les
mortales.
Miró la doncella el retrato y lanzó un grito de
sorpresa, casi de espanto... Era el retrato del ex-
tranjero de 011iou les, del que salvó la vida ä
padre.
128 EL COMENDADOR DI MALTA

En este momento se abrió la puerta de la sala,


y Reina vió aparecer ä Honorato de Berrol segui-
do del capitán Luquin Trinquetaille que volvía de
Niza en su tartana la Santo terror de los moriscos
con la ayuda de Dios.

XIII
CELOS

Estefaneta quiso retirarse para dejar solos á los


dos novios. Luego que vió entrar IIonorato de
Berrol en la habitación de Reina, dió un paso en
dirección de la puerta, pero Reina le dijo con voz
alterada: --pnédatel—Inclinó la cabeza, pudien-
do contener ap .nas su emoción, y ocultó su ros-
tro entre sus manos.
IIonorato, en el colmo de su admiración, no
sabia qué pensar. había cerrado el gitano el me-
dallón en que estaba el retrato de Erebo, y lo ha-
bía puesto sobre la mesa.
El capitan de la Saint epourante des moresques
se afanaba por encontrar las miradas de Ebtefane-
ta, pero en vano, porque parecía que ella ponía
cuidado en evitar:o. Luqufn Trinquetaillefué tan-
to mis sensible tt esta afectación, cuanto que aca-
baba de reconocer en la gorguera del gitano cierta
cinta color de fuego, absolutamente semejante á la
que tenía Estefaneta en su corsé; unida esta obser-
vación á algunas pérfidas insinuaciones que maese
Laramée acababa maliciosamente de hacer, brin-
dando con Luquín, despertaron por momentos sus
celos. Miró al cantor con aire irritado: luego, en-
il..06IftWDADOlt Dl MALTA 129
«eón trando al acaso los ojos de Eetefaneta, le hizo
ebn la mano izquierda señas mimicas de las mis
.complicadas, porque procuraba saber de la joven
cómo el cantor tenia un lazo igual al de su valona_
•Como en esta pantomima llevaba el capitán fre-
•ut ntemente la mano ä su cuello, Estefaneta le
• ,dij muy quedito, con el tono más cándido del
mundo:
—Qué ¿tenéis mala la garganta, Mr. Luquint'
Estas palabras de la traviesa muchacha excita-
ron la cólera del capitán, y pareció que sacaban
-también Honorato de la especie de estupor en
.que le había sumido el recibimiento de su prome-
tida. Aproxim6se it ella y la dijo:
.—Llego de Marsella, Reina; tengo que hablaron
-de cosas graves, relativas Monseñor, vuestro pa-
4 re. Trinquetaille viene de la Ciotat; el asunto
.410 la pesca se empeora; parece que están irrita -
'dos los aldeanos; para tratar de todo esto seria
.preciso que nos hallásemos solos.
La doncella, por única respuesta, levantó su
rostro bañado en lágrimas, y con un gesto previno
ii Estefaneta que saliese. Obedeció ésta echando
una triste ojeada sobre su ama. Siguió Trinque-
taille su novia con semblante irritado, y loe
acompañó el gitano.
—Reina, en nombre del cielo, ¿ 1 ué tenéis?—
-exclamó Honorato apenas estuvo solo con Mlle.
<les Anbiez.
—Nada... no tengo nada, amigo mío.
—Pero lloráis, y vuestras facciones se hallan
.alteradas; ¿qué ha sucedido, pues?
—Os digo que nada.., una niñería. Nos ha can-
tado el gitano un romance de su país, tan intere-
*tanto, que me ha dejado enternecer. Mis no ha-
17
1 3 EL COMEEDADOR DE MALTA

blemos ya de esta tontería... hablemos de mi pa-


dre... ¿Corre peligro? El mal tratamiento que se
ha dado al notario, ¿ha irritado al mariscal? Y en
cuanto a, la pesca, ¿qué dice Luquin? Pero, Hono-
rato... Ilonorato... Irespóndedme, pues!
--Escuchadme, Reina: aunque se trata en efec-
to de incidentes, si no peligrosos, al menos de
consideración, permitidme ahora hablar de lo que
para mí excede. ä todo; del amor que os tengo.
--IIIonorato!... IlIonorato!... ¿y mi padre?
—Tranquilizáos: en este momento no hay riesge.
slguno. El mariscal ha comisionado á dos de 8UB
dependientes para inquirir los hechos.
—Pero Luquin ¿qué venía ti decir de la pesca:.
—Venía á deciros que los cónsules remitían su
cuestión con vuestro padre acerca de los derechos
de pesca, al consejo de prohombres pescadores.
Ya lo veis, Reina; estas noticias, aunque graves,
nada tienen de inminentes, y...
—¿Cómo os parece que juzgará el mariscal la
conducta de mi padre?—interrumpió Reina.
Mirdla IIonorato con tanta sorpresa como tris-
teza.
—;Dios mío, Reina! ¿qué significa esto? ¿De-
bemos unirnos dentro de muy pocos días, por Na-
vidad, y os importuna escuchar mis amores?
Lanzó Reina un suspiro y bajó la cabeza sir,
responderle.
—Mirad, Reina—exclamó IIonorato con amar-
gara—de un mes á esta parte veo en vos cosas
inexplicables; no sois la misma; os halláis dis-
traida, pensativa, taciturna: cuando os hablo de
nuestro próximo enlace, de nuestros proyectos, de
nuestro porvenir, me respondéis violentindoos..,
Lo repito; ¿qué tenéis que reprocharme?
EL COMENDADOR DE MALTA 111
—Nada... nada... ¡Oh! nada... Honorato; sois
el mejor de los hombres.
—Pues bien; hace ocho días os ví anunciar for-
malmente ä vuestro padre que deseäbais que
.nuestro enlace se verificase en Navidad, aun cuan-
do las circunstancias impidiesen ä vuestro tío el
Comendador y al P. Elzear el asistir ä él.
—Es verdad.
—¿Acaso habéis mudado de parece'? ¿pedís por
ventura una nueva tregua?... ¿No me respondéis?
;Dios mío!... ¿Qué significa esto, Reina? ¡Ah, soy
In uy desdichado!...
— Amigo mío, no os desesperés así!.. , tened
compasión de mí— Mirad, estoy loca; soy indigna
de vuestro afecto; os atormento... ä vos, tan bueno
tan noble...
—Pero, por fin... ¿qué tenéis? ¿qué queréis?
—No lo sé... Sufro... Mirad.., os digo que ee-
loy loca, loca, y soy muy desgraciada... creedme.
Ocultó su frente entre las manos. Honorato,
lleno de asombro, la contemplaba con dolorosa an-
gustia.
— Ah! —exclamó—si conociera menos la pureza
de vuestro corazón... Pero no, no; si así fuera,
lio dudo de vuestra franqueza: me lo confesarial4
abochornaros, porque sois incapaz de hacer
una elección indigna... Pero ahora ¿qué es esto?
J'Un mes hace que me amábais tanto!... 110 de-
cfais... Desde entonces ¿qué he hecho para no me •
receros?... ¡Ah! ¡esto es para volverse loco!...
Y Honorato de Berrol, dominado por un vehe-
mente sentimiento, abismado en las más triste.'
reflexiones, se paseaba precipitadamente guardan-
do un profundo silencio.
Reina, llena de confusión, no se atrevía ä pro-
132 EL COMENDADOR DE MALTA.

nunciar una palabra. Durante unos momentos es-


tuvo cetei decidida II confestirselo todo á Honorato,
pero la vergüenza la detuvo, y el no poder por
otra parte descifrar completamente sus impresio-
nes. La relación del gitano, la increible casuali-
dad que acababa de poner ante su vista el retrato-
del incógnito, acrecentaban su curiosidad y el in-
terés romancesco que experimentaba ä su pesar
por aquel extranjero. Pero este sentimiento ¿era
amor? Por otra parte, ¿quién era aquel hotnbre?'
Llamábale el gitano el Emir de su tribu, pero para
3111e. él y sus dos compaiieros habían pasado por
moscovitas. ¿Cómo distinguirla verdad á través de
tantos misteriot? Y luego, ¿volverla ella ä vbr
aquel hombre? ¿No era un idólatra? El rasgo inte-
resante contado por el gitano ¿sería verdadero?'
Abismada en este caos de pensamientos confusos,
no encontraba ni una palabra que responder ä
lionorato. ¿Y ä qué confesarle este secreto? Si Rei-
na hubiera conocido que el afecto hacia su pro-
metido se disminuía ó atenuaba, no hubiera titu-
beado en decírselo todo con su acostumbrada leal-
tad; pero sentía hada él la misma ternura grave
y sotegada, igual confianza, la misma veneración
un poco temerosa. Cuando Honorato, al dejar la,
Casa-fuerte y animado por RaimundoY imprimía
sus labios sobre su frente, sonreía ella sin experi-
mentar turbación alguna. Nada creía mudado en,
8U afección hacia Honc rato; y, sin embargo, miraba
con inquietud, con angustia, la llegada del día d e.
su boda. Acaso eta vituperable esta l 'alta de con-
fianza con Honorato; pero Reina adivinaba por un
instinto enteramente femenil, que era tan peligro-
so como indiil dar parte ä su prometido de las ex-
trañas preocupaciones de su corazón.
EL COMENDADOR DE MALTA 133

Honorato se halla profundamente entristecido,


y Reina se reconvino de no haberle dicho una pa-
labra para tranquflizarle. Iba tal vez ä obede-
cer tí, esta insinuante inspiración, y una vez
en esta senda de confianza y sinceridad, quizá se
lo habría confesado todo; pero vi6 el aire irritado
de Honorato, y dejó la palabra en sus labios. Des-
pués de buscar Honorato la causa de la tibieza é
inconsecuente conducta de Reina, herido de re-
pente por algunas vagas circunstancias, reflexionó
que haría un mes que el sellor de Serignol iba
tí. Casa-fuerte con más frecuencia que hasta en,-
tonces, y creyó locamente que esto hombre era el
objeto de las nuevas preferencias de Reina. Este
pensamiento era tanto menos fundado, cuanto que
ei día de la ocurrencia del notaria, hablando Rei-
na con su novio, había motejado al serior de Se-
rignol en términos casi denigrantes, acusándole
de excitar el carácter impetuoso de Raimundo V;
en una palabra, tal vez el señor de Serignol no
había hab!ado jamás en particular ä Mlle. des An-
bie,z. Pero Honorato, en su estado de agitación y.
de dolor, debía dar cabida á toda sospecha capaz
de explicarle la extraña mudanza de Reina. TTna
vez admitida esta sospecha, se indignó de la ma -
riera desdeñosa con que ella le había hablado de
quel hombre grosero, creyendo ver en su lengua-
je el más refinado disimulo. Reina era tí, sus ojos
enteramente culpable. Libre en su elección, podía
haberle dicho francamente que renunciara á su
mano, en vez de entretenerle con dudosas espe-
ranzas. Y partiendo de tan extrana suposición,
Mr. de Berrol encontraba infinitos motivos ä que
atribuir las inconsecuencias que lo chocaban desde
hacia algún tiempo en el proceder de Reina. Su.
134 El. COMENDADOR DR MALTA
-
...ceguedad llegó hasta imaginar que el gitano era
un emisario de Mr. de Serignol. La reciente tur-
bación de lieina le confirmó en su falsa idea, y no
pudiendo ocultarla, le dijo repentinamente:
—Confesad al menos, señorita, que no parece
muy propio ziute recibáis en vuestra habitación ä
un vagabundo gitano. Me parece que si no hubie-
ra hecho más que cantar, no os hubiera hallado
ran alterada y conmovida cuando entré.
En medio de su enojo hizo semejante adverten-
cia ä Reina, y se avergonzó apenas pronunciada;
pero ¿cuál seria su asombro, su dolor y despecho,
al ver á Reina sonrojarse y bajar los ojos, sin res-
ponder una palabra? Pensaba ella en el retrato
del desconocido, en la aventura que le recordaba,
v no sabía si las palabras de Honorato hacían alu-
;ión ä ella. Su turbación confirmó al caballero en
t, us dudas, y exclamó con amargura:
- Reina! nunca os hubiera creido capaz d.•
olvidaros de vos misma, hasta el punto de com-
prometer vuestros más apreciables intereses con-
fiándolos ä semejante miserable.
—fflonorato, no os comprendo! ¿Qué es lo qu e
queréis decir? Es la primera vez que os expresáis
de este modo.
—Sf; pero también es la primera vez que tengo
certeza de ser vuestro juguete—exclamó él, in-
capaz ya de contenerse.
—En verdad que no pensáis lo que decís.
—Digo... digo... que ahora me hago cargo de
vuestra perplejidad, de vuestro desconcierto, de
vuestra inquietud, y lo que no acierto 4 explicar-
me es que hayäis tenido la crueldad de hacer re-
presentar un papel degradante al hombre que os
habla consagrado su vida entera.
EL COMENDADOR DE MALTA 135
---IPero, Honoratol ¿perdéis el juicio?... No me-
rezco vuestras reconvenciones.
—Una de dos: 6 de un mes acá seguís en el pro-
pósito de nuestro enlace, 6 lo habéis desechado.
Si no pensáis en él, os habéis burlado del amor clo
un hombre de bien; si pensáis aun, d pesar de!
nuevo afecto que abriga vuestro corazón.., esto es
odioso.
Sin embargo de ser tan absurdas las sospechas
6 de Honora to, Reina, conmovida al oir estas pala-
bras que aludían tan notablemente ä eu situación,
guardó silencio. Honor ato interpretó este silencio
por una confesión de lo que le atribula.
—dQué, no respondes?... ¡Ah! Es que no podéis
haeerlo... No me había, pues, engañado. Ese gi-
tano es el emisario secreto de Mr. de Serignol.
—¿Do Mr. de Serignol?—exclamó Reina. —
Pero, ¿no considerái .?... Jamás he dirigido la pa-
labra á ese hombre sino en presencia de mi pa-
dre, y saltéis además el caso que hago de 41.
—¿Pura mejor ocultar sin duda esa gloriosa in-
clinación?
—1Mr. de Serignol!... ¡Mr. de Serignol!... ¿Es-
täis loct,?
—Concluyamos con esta farsa, señorita; os ho
I‘xaminado un momento con cuidado, y he adver-
tido vuestra turbación, vuestro sonrojo al hablar
de ese gitano; cortemos, os digo, esta farsa.
Ben fuese por altivez, bien por pesadumbre de
no poderse explicar sobre la causa de su situación,.
bien porque se hubiese resentido de las agrias
expres'ones de llonorato, Reina, levantando con
rl ignidad la cabeza, dijo 6. su prometido:
—Tenéis razón, llonorato, no prosigamos se-
mejante cuestión; es poco digna de ambos. Pues-
136 EL COMENDADOR DE MALTA

to quo me juzgáis tan mal, puesto que sobre las


bospechas mis desatinadas fundéis la más igno-
miniosa acusación... Od devuelvo vuestra palabra
y recojo la mía.
—1.Ah, señorita! Sin duda era ese vuestro ob-
jeto: ha sido necesario que casi me olvidara de lo
que se os debe, para preeisaros ä ser franca. Bien,
sea; olvídense osos proyectos en que yo fundaba
la felicidad de mi vida entera; sirvan de ludibrio
los más ardientes votos de vuestro padre, de vues-
tra familia... Tenéis bastante imperio sobre el
barón para hacerle condescender con vuestros de-
signios, y os aseguro quo no les haré la menor
oposición.
En este momento se dejó oir ruido de espuelas,
y Raimundo Y entró precipitadamente con un
papel en la mano.

XIV

LA NOTIFICACIÓN

liallábase Raimundo V demasiado colérico para


notar la expresión de tristeza y pesadumbre que
revelaba la fisonomía de los dos amantes; así es
que, dirigiéndose 4 Honorato, exclamó:
—IRayo de Dios! ¿Sabéis lo que Trinquetaille
acaba de decirme? ¿Creerás, hijo mío, que los veci-
nos de la Ciotat, esos viles puercos que he engor-
dado tantas veces con mis beneficios, 6 he salvado
del diente de los perros berberiscos, quieren lle-
varme mahana domingo ante los cinco prohom -
bree de mar, por nuestra cuestión de pesca, y que
el cura pretende?...—Imego,dirigiéndose hacia la
EL.COMENDADOR DE MALTA 137
puerta, gritó.—Pero, pasad; ¿dónde diablos os ha-
béis metido?
El capellán dejó ver su larga figura entre las
dos hojas de la puerta, Porque se había quedado
prudentemente en la antesala. El barón continuó:
—El cura cree sin duda que es soberano ese
tribunal, compuesto del padre Cadou, el pescade
ro, y de otros tritones hartos de ajos, que apenas
poseen entre todos una barca y una red. ¡Fuego
,de Dios! ¡Vedme, hijos míos, bajo la jurisdicción
,de esos canallas!
—Debéis tener en cuenta, Monseñor—dijo el
euro. Mascarolus—que la jurisdicción de los pro-
hombres de mar en mate)ia de pesca es suprema,
inapelable: ha sido confirmada por patentes de
Enrique II en 1537, de Carlos IX en 1564, y del
rey nuestro Conde en 1622; es una de las costum-
bres más inventeradas de las comunidades proven-
zales; no hay ejemplo de noble, sacerdote 6 plebe-
yo, que haya desconocido su autoridad, y Mon-
eeñor...
—Basta, capellán, basta—dijo el barón con as-
pereza:—si ellos BOD tan audaces que se atreve.- ä
citarme, yo ne tendré la debilidad de obedecer
su emplazamiento, aunque lo hiciesen en virtud
de cédulas de patente de todos los reyes que aca-
bis de citarnos: porque contra las patentes pre-
sentaré yo títulos y privilegios que concedieron ä
mi casa otros reyes por los servicios recibidos de
familia: por lo tanto, mis almadrabas y mis re-
des permanecerán donde se hallan, y ¡por el dia-
blo! que las sabré guardar.
—Señor, permitidme...—dijo Honorato.
—¿Señor? ¿Qué es eso? ¿por qué diablos me lla-
mas tú señor?...—dijo el barón A Honorato.
18
138 EL COMENDADOR DE itsterA

Tendió éste una dolorosa mirada A. Reina, como'


para hacerle comprender que por culpa suya no-
podía desde entonces dar otro título más tierno ä
Raimundo V. Luego ariad16 con voz conmovida.
—Pues bien.., ya que lo queréis... padre mío.—
—¡Cómo! ¿qué es, pues, lo que sucede?—pre-
- gua té el barón á su hija con aire de sorpresa.—
Sí, ciertamente; quiero que me llames padre,
puesto que eres 6 debes ser dentro de pocos días..
'ni hijo.
Sonrojóse Reina, bajó la vista, y permaneció;
silenciosa.
—Veamos, pues; ¡habla! ¿qué tenías que de-
cirme?
—Según mis noticias, los cónsules, excitados
por el comisionado Isnard, han manifestado cier-
tas intenciones hostiles contra vos, padre mío:-
¿no teméis que los aldeanos y pescadores se unan
A. esa mala gente, si ven que rehustiis compare-
cer, y que...
—¿Yo tetner ä esos bellacos?... Antes bien me
burlo de ellos, como el potro de la espuela gasta-
da—repuso impetuosamente el anciano caballero.-
-Tengo el derecho hereditario de poner alma-
trabas y redes en la bahía de Castrambou, y se-
guiré en mi derecho, aunque todos los pescadorez
lie la costa, desde aquí ä Sifour, se opongan ello.
—Lo cierto s, Monseñor—tú-jadió el cura—que
aunque pudieran ser disputados, tenéis derechos;
vuestros títulos y privilegios de pesca datan desde
no 1221, el día 14 de las calendas de Febrero,
reinando Felipe, rey de Francia; el título fué re-
gistrado por Beltrán de Cornillón.
— Qué! ¿aeaso neeesito yo la autoridad de loa-
Beltranes y Cornillones?—i nterrumpid el barón:—
EL COMENDADOR DE MALTA 139

-el hecho equivale al derecho, y yo tengo la fuerza,


.que equivaled mds aun... ¡Fuego de Dios! ¿Se verá
:semejante enredo?¡Queelitres! ¡A mf, que los he
,sostenido y defendido siempre! ¡Ah! que recurran
todavía!
- mi buen padre!... Os hallarían como os
littn hallado siempre; generoso y bueno.
—Es verdad: porque, ¿cómo podría yo tomar
'venganza de esos alcarabanes, sino haciéndoles
.ver que un noble es de mejor cepa que ellos?
—10h! bien seguro estoy—dijo el cura—que
:con solo que accediéseis ä que se cxaminaran
.vuestros títulos por los prohombres...
—;Otámo! ¿que se examinaren? He echado á la-
ligazos á un notario, enviado por un duque y par,
.mariscal de Francia, ¿é iríaá someterme á las dis-
posiciones de esos anguarinas embreadas que sal-
•drän de su mísera barquichuela para subir al tri-
buna!? ¿Iría yo ti quitarme el sombrero ante esos
viejos bellacos, que habrían gritado en el puerto la
mañana misma de la audiencia, vivitos que colean?
.¡Un populacho que mi familia ha colmado siempre
.de!... En su último viaje á Argel para rescatar
-zautivee, mi animoso y buen hermano El:ear,
:no sae4 de Berbería ä cinco habitantes de la Cio-
tat?... Tres años hace, mi hermano el Comenda-
dor, ¿no did caza con su galera negra á cinco 6
.seis jabeques que cruzaban estas aguas, impidien-
do sus viajes, y que huyeron delante de la capita-
tana del Comendador como una nube de gorrio-
nes ante un alcón? ¡Y estas gentes son las queme
acusan!.... ¡Al diablo!... Envfenme un escribano, y
, verán oual lo recibo; justamente tengo una tralla
nueva en mi litigo_ Pero sobrado tiempo se ha
lablado ya de esos miserables... Dame el brazo,
140 EL COMENDADOR DE MALTA

hija mía; el día está hermoso, y vamos á dar ME


paseo; ven con nosotros, Honorato.
—Os suplico que me di gpenséis, padre... ten-
go que ir á mi casa.., y no podré acompailaros....
—Lo siento, pero en tal Cat30 vete pronto, para
volver cuanto antes. Nada temo de esos imbéciles
borregos apriscados en la C iotat; mas si hacen al-
guna tentativa sobre mis pesqueras, te necesitaré.
para que evites que en mi primer impulso mande
á Lar amée que cue l gue ä algunos en las redes á
manera de espantajos.
Cediendo luego el barón á sil carácter veleidoso.
y vivo, mudó de tono, y dijo alegremente al cura:
—Ahora bien; ri hiciera colgar á algunos de
esos insolentes, sería cosa seria, porque no tengo
noticias de que poseáis remedios químicos para
curar ahorcados.
— Perdonad, señor; pero he aprendido recien-
temente, au nque no me atrevo á confirmarlo, que
como el paciente beba antes de su ejecución una
gran dosis de agua acerada, que, por decirlo así,
cubra y bañe el principio vital y se funda con él,
llevando el paciente sobre la piel algunas gruesas
piedras magnéticas ó de imán, la agitación que
sufre conserva en el cuerpo el principio vital sa-
turado de hierro, por efecto de su irresistible po-
tencia de atracción sobre este metal.
—¡Madre de Dios! ¡vaya un remedio maravi-
lloso!... ¿Y quién os lo ha enseñado?
—Un pobre hombre, que si bien cuida muy poco
de su alma, babe muchas recetas excelentes: el gi-
tano que ha curado al lebrel de monseñor.
—¿El cantor? ¡Mal diablo! Creo que piensa en
horcas y ahorcados, mirando al porvenir: cada
santero pide para su ermita, ¿no es esto, curar
BL COMENDADOR DE MALTA 141

Luego añadió:—Sin embargo, por lo que se ha vis-


to, ese vagabundo es un mozo tan hábil, que nun-
ca levantó pie de caballo mejor mariscal.
Sonrojóse de nuevo Reina cuando oyó hablar
del gitan.o. Honorato apenas pudo reprimir un mo-
vimiento de despecho. Raimundo V continuó.
—Dulcelina está encantada: dice que, gracias ä
él, tendrá un Nacimiento para l'avidaa' de lo más
escogido. Pero ¿tú le has oído cantar, hija? ¿Qué
dices de él? Soy mal juez, y no conozco otros can-
tos que los del cura y nuestros viejos romances
provenzales. ¿Es verdad que ese vagabundo tiene
una voz sorprendente?
Reina, queriendo cortar una conversación que
por tantos motivos le era penosa, contestó:
—Ciertamente canta muy bien, aunque le he
oído muy poco. Pero padre, si queréis iremos ä
pasear; van ä dar las dos, y los días son cortos.
Bajó el barón seguido de su hija, y al pasar por
el patio vió por la puerta entreabierta de la coche-
ra la antigua y pesada carroza de que se servia
para asistir *I la parroquia de la Ciotat en las fies-
tas solemnes del año, aunque tenía capilla en el
castillo. Estaba enterado de la indignación -lile
reinaba contra él en la villa, y ä pesar de (uso, el
terco y audaz barón concibió á vista de la carroza
la ingeniosa idea de ir ä dPsafiar el enojo público,
pasando ä la mañana sigi nte á la iglesia con
cierta pompa. El asombro de Reina fué extraordi-
nario cuando oyó ä su padre dar orden áLaramée
para tener dispuesta la carroza á a mañana si-
guiente al mediodía, hora de la misa mayor. A to-
das las preguntas de su hija guardaba el barón un
silencio obstinado.
Volvamos ä personajes menos importantes.
142 EL COMENDADOR DE MALTA

Cuando Estefaneta salió del aposento de su se-


ñorita con Luquín, no quiso satisfacer las celosas
sospechas del capitán, y se encerró en su habita-
ción, cuyas ventanas daban al patio, viendo desde
ellas los preparativos de la carroza, y á. Luqufn
'Trinquetaille paseándose de arriba ä bajo con agi-
tación. Fuese curiosidad de saber por qué suceso
extraordinario se disponía el barón ä salir en ca-
rroza, fuese para proporcionarse una entrevista
con el capitán, la joven bajó á la plaza. Dirigióse
desde luego á maese Laramée.
—¿Va ä sal i r Monseñor en carroza?—le preguntó:
—Es cr9ible, cuando Monseñor me ha mandado
preparar esta verdadera arca de Noé. Y hablando
dei arca de Noé—añadió maese Laratnée con aire
simulado é irónico—si tuvi63eis una ramilla de
oliva en vuestro lindo pico de rosa, deberíais lle-
varla como señal de paz á ese bravo capitán ma-
rino que veis allí cruzando tan pensativo la plaza
con sus largas piernas, y que parece estar en guerra
abierta con Egipto; la oliva es un símbolo de paz
que lisonjeará al digno capitán Luquín.
—No hablemos de eso, señor Laramée—dijo
Estefaneta en tono seco—adónde va Monseñor en
ia carroza? ¿Es hoy, 6 mañana cuando la va á
ocupar?
—Mañana... se llamará hoy, y pasado mañana
se llamará, mañana, señorita—dijo bruscamente
,el mayordomo, extrañando el aire altanero de Es-
tefaneta; y añadió entre dientes: -1 Miren la pa-
loma transformada en cotorra!
Durante esta conversación habínse acercado Lu-
quin TrinquetailleäEstefaneta, procurando tomar
un continente, ä la vez digno, frío, y altamente
desdeñoso.
EL COMENDADOR DE MALTA 143

—Queridita—lijo 4 Estefaneta con aire llene


de garbo y de gracia—¿no os parece que el color
de fuego es un color muy lindo?
Estefaneta volvió la cabeza para mirar hacia
atrás, v dijo ä Luquín:
—¿Queridita?... Si es á Juanita la lavandera,
que veo allá abajo, ä quien hacéis esa pregunta,
será necesario que levantéis más la voz.
—No es 4 Juanita 4 quien hablo: ¿me entendáis?
—repuso Luquin perdiendo su aplomo.—Juanita,
aunque lavandera, no hubiera tenido el descaro ni
la audacia de dar un lazo ä un perdido de gitano.
—¡Ah! ¿estamos ahí?. ..—.lijo la traviesa chi-
cuela,—verdaderamante que ese lazo causa en vos
el efecto de una banderola escarlata en un toro
de la Camarga.
—Si yo fuera un torn de la Camarga de doble
encornaänra, ya sentiría sus agudas puntas ese
vagamundo; pero no le hace; el descreído pagará
cara su insolencia: que me maten si no le corto
las orejas para clavarlas al m4stil de mi tartana.
— 1Pobre Luqufn mío! De su lengua es mis
bien de lo que debéis estar celoso, porque jamás
trovador del buen rey Ranato cantó con tanta tet-
nura.
—Pues s y ril la lengua lo que le arranque, ¡por
dos mil de á caballo!
—Cuidado no os precipitéis, Luqufn; el gita-
no es tan valiente y tan diestro como un gen-
darme.
—Mil gracias por vuestro interés, señorita;
pero yo apaleo A, un perro; no me bato con él.
--bien; pero el perro tiene buenos dientes que
saben }mear presa; os lo prevengo.
—El diablo me lleve si no sois la criatura mit»
144 EL COMENDADOR DE MALTA

maldita que conozco exclamó Trinquetaille;—


¡Por San Telmo mi patrón! Creo que si mahana
me batiera en campo cerrado contra ese cara de
cobre, rogarítás á Nuestra Señora por él.
—Cierto que rogaría.
—dRogaríais?
— Ya se ve. Debe una ser del partido del débil
contra el fuerte, del pequeZto contra el grande.
¿No sería una buena acción el animar á ese pobre-
cilio, que iba á arrostrar el poder del terrible y
formidable brazo del capitán de la Santo terrorde
los moriscos?
—¡Cruz del Salvador! ¿os burláis, Estefaneta?
Maldita la gana que tengo de chanzas.
—Ya lo estoy viendo.
—¿Dónde está ese nadie de perdulario?
— Queréis que vaya al momento 4, averiguarlo?
A la verdad que ninguna comisión seria para mi
más agradable.
—¡Esto es ya demasiado! Hacéis de mi vuestro
juguete; pues bien; ladios! todo concluyó... ¿en-
tendéis?, todo concluyó entre nosotros.
Encogióse de hombros Estefaneta, y dijo:
— Porqué dais crédito á esas quimeras?
—dCómo quimeras?
—Sí por cierto, ilusiones.
—Ilusiones ¡ah! dCreeis?... ¡Ilusiones! bien:
No penséis entretenerme más con vuestras retre-
cherias... las conozco ya... Lágrimas de cocodrilo.
—No digáis eso, Luquín... Voy 4 obligaros á
poneros de rodillas delante de mi, y pedirme per-
dón de vuestros tontos celos.
— ¡Yo!... ¡de rodillas! ¡Yo, pediros perdón!
¡Oh! seria esto muy gracioso... ¡Jäl ijä!... ¡yo de
rodillas delante de vos!
EL COMENDADOR DE MALTA 145

—Con ambas rodillas, si no os parece mal.


- ¡Jä! ¡La idea es preciosa, 4 fe mía!
—Ea, ea; al instante; en este sitio.
—Jifia, ¿estáis loca?
—Sehor Luquin; por vuestro bien, hacedlo; os
lo ruego.
— ¡Tarari!...

— ITa, ta, la, la, la!—cantaba el capitán entre


•dientes, y levantándose pausadamente sobre la
punta de los pies, para dejarse luego caer sobre los
¡talones.
— ¡A la una, it las dos... ¿no queréis pon eros de
rodillas y pedirme perdón de vuestros locos celos?
—Preferiría... ¡mirad! ahogarme con mis pro-
pias manos.
—Luquin, sabéis que quiero de veras lo que se
me antoja; si rehusáis hacer lo que solicito, yo
seré quien os diga adios para siempre; pensad en
ello.
—Andad, andad; tal vez hallaréis en el camino
al gitano.
Estefaneta no dijo una palabra: volvióse rápida-
m¡¡nte, y se alejó.
Aun tuvo algunos momentos de valor Luquin;
pero luego se debilitó su firmeza, y viendo que la
joven marchaba con paso firme y decidido, sin vol-
ver la cabeza, echó tras ella, y con voz suplicante
le dijo:
—¡Estefaneta!
Ella redobló el paso.
—1Estefaneta... Estefaneta!... ven it la raz3n;
bien sabes que te amo...
No se detenía.
— Con mil diablos! ¿cómo queréis que os pida
19
146 EL COMENDADOR DE MALTA

perdón de mis locos celos, cuando he visto que?....


La picaresca joven anduvo aun mis aprisa.
—¡Estefaneta, vamos, escucha! ¡Cuán ilimitado.
es el imperio de tus seducciones! Me haces sucum-
bir á cuanto se te antoja...
Empezó ella á detenerse.
—Pero no; mil veces no; sería un absurdo:
¡soy más débil que un nihol
Echó ä correr Estefaneta. Necesario fué que el
capitan de Sainte epouvante etc., pusiese en juego
sus largas piernas de cigüefia para alcanzarla, di-
ciéndole con voz ahogada:
—Pues bien; veamos, diabólica criatura, se ha 6.
lo que quieras, heme aquí de rodillas. Pero ¡de-
tente un momento! Vaya, sí, he hecho mal: ¿estás
satisfecha? ¡Y es posible ser tan cobardel—mur-
nurá Luquin corno en paréntesis. Y repitió:—
Bien, sí... he hecho mal en ser celoso.., de...
ese... pero al menos, detente; no puedo correr en
pos de tí andando de rodillas; pero he hecho mal...
Lo repito...
• Acorté ella peco tí poco el paso y se paró ente-
ramente dici'endo á Luquin sin volver la cabeza:
—IDe rodillas!
—¡Si ya lo estoy! Felizmente para mi dignidad
de hombre, este lienzo de muralla me oculta á la
vista de ese viejo parlero de mayordomo—balbw-
ceó entre sí Luquin.
—Repetid conmigo...
—Sí; pero por Dios, vuelve la cabeza Estefane-
ta, para que yo te vea; esto me dará, aliento.
—Repetid, repetid p7 imero: veamos, decid: i‘ he
hecho mal en tener celos de ese pobre gitano.”
—¡Hum!... hecho mal en tener celos... de....
ese... hui); tuno de gitano.
EL COMEEDADOR DE YALTA 147
—No es eso...—repetid; de ese pobre gitano. y
—De ese pobre gitano... repitió Luquin dando
un suspiro.
—«No tenía nada de particular que Estefaneta
le diese una cinta.»
—No tenia— ¡hum! No tenia nada de particu-
lar que }1-tefaneta le... ¡hum!...
Estas palabras pareció que ahogaban de tal
modo al capitán, que tosió fuertemente ¡hum!
¡hum!
— ¿Estile muy constipado, mi pobre Luquint-
repetid, pues:—eNada tenía de particular que Es-
tefaneta le diese una cinta.”
—Le diese una cinta...
—Muy bien... aporque yo poseo su corazón, y
todo esto no es sino una tontería de muchacha, y
estoy segurísimo de que no ama más que ä su Lu-
quinr—dijo rápidamente Estefaneta. Y sin dar 4
su amado tiempo para levantarse y repetir estas
palabras, sa volvió repentinamente mientras él
permanecía de rodillas, le dió un beso en la fren-
te, y desapareció por un pasadizo del patio, antes
que al digno capitán, tan contento como sorpran-
dido, le hubiese sido posible levantarse.

XV
LOS 1ROHOMBRE8 DE LA MATitfeULA

Aconsejado por maese Isnard, que seguía impla-


cable por su mal recibimiento en la Casa-fuerte,
el cónsul Talebard-Talebardon despachó al pasan-
te el sábado por la tarde ä la fortaleza des Anbiez
para notificar al barón que compareciese al día ei-
148 EL COMENDADOR DE MALTA

guiente domingo ante los prohombres de la ma-


rina.
Raimundo V había hecho sentar á su mesa al es-
cribiente todo trémulo, y obligado que cenase con
í•l; pero cada vez que el curial quería desplegar sus
Idlios para indicar al barón que compareciese al
otro día ante el tribunal, el anciano hidalgo gritaba:
—ILaramée, pon de beber á mi huespedf...—
Después hizo llevar á la Ciotat al escribiente
balgo eodo.
El consul y maese Isnard creyeron ver en la
conducta del barón de no responder al emplaza-
miento, el mis insultante desprecio hacia sus per-
eonas.
El domingo, después de misa, ti la que no había
ido Raimundo V, á pesar de su resolución de la
víspera, recorrían los cónsules y el escribano las
casas de los vecinos más notables á fin de exaltar
el resentimiento público contra Raimundo V, que
tan abiertamente provocaba y hollaba los privile-
gios de las comunidades provenzales. Mucho in-
genio y mucha habilidad y empeño hubiera nece-
sitado maese Isnard para interesar á loa habitan-
tes de la Ciotat en su rencor contra el dueño de
la Casa-fuerte, porque la propensión del mayor
número es siempre favorable ä la rebelión de un
señor contra otro señor más poderoso; pero en
esta ocasión nada fué más facil al notario que
exaltar contra él la indignación de la multitud.
Los prohombres de la marina tenían sus juntas
después de misa en la casa de la Villa, situada sobre
el puente nuevo. Era un edificio tosco y macizo,
de ladrillo, con pequeñas ventanas: 4 uno y otro
lado se levantaban las casas de los vecinos mis
acomodados. La plaza de la casa de la Villa estaba
EL COMPINDADOIC MALTA 149
separada del puerto por una pequeña y estrecha
calle. Un bullicioso tropel de pescadores, marine-
ros, artesanos y campesinos se agolpaba en esta
plaza y cercaba ya la puerta de la casa de la Villa
por asistir ä /a sesión de los prohombres. Aldea-
nos preparados por el notario circulaban por los
grupos esparciendo la noticia de que Raimundo V
despreciaba tanto los derechos del pueblo, que re-
husaba comparecer ante los prohombres. Maese
Talebard-Talebardon, uno de los cónsules, hom-
bre panzudo y colorado, de sutil y astuto mirar,
con su caperuza de fieltro y traje oficial, ocupaba
con el notario el centro de uno de los animados
grupos de que hemos hecho mención, compuesto
de gente de todas condiciones.
—Si, amigos míos—decía el consul —Raimun-
do V trata sí los cristianos como st los perros de sus
trahillas. Hace pocos días amenazó con su látigo
al respetable maese Isnard, que veis aquí, después
de haberle entregado st los dos toros mis furiosos
de la Camarga; y fué un verdadero milagro—aña-
dió con un tono de importancia—que este digno
oficial del almirantazgo de Tolón escapase del es-
pantoso peligro que amenazó sus días.
—Un milagro, de que df gracias Nuestra Se-
ñora de la Guarda—añadió devotamente el nota-
rio;—no he visto toros mis furiosos.
—1Por San Telmo 7 mi patrón!—dijo un mari-
nero.—Hubiera dado mi faja nueva por ser testi-
go de ese capeo; no he visto lidiar toros más que
en Barcelena.
—Sin contar que los notarios toreros son muy
raros—dijo otro marino.
Resentido maese Isnard de inspirar tan poco in-
terés, dijo con tono doliente:
150 EL COMENDADOR DE MALTA

—Os aseguro, amigos míos, que es terrible


y formidable cosa hallarse al alcance de la bravu-
ra de esas fieras.
—Ya que habéis sido perseguido por toros—pre-
guntó un honrado sastre—decidnos, señor notario,
si es verdad que los toros enfurecidos enroscan la
cola y cierran los ojos para embestir.
Levantó los ojos maese Talebar-Talebardon, y
respondió severamente al importuno:
—¿Creeis, pues, corta-trapos que se puede uno
entretener en mirar la cola y los ojos ä un toro
mando acomete?
— Eso es... eso es! —respondieron algunos cir-
cunstantes.
—Lo cierto es—ailadió el cónsul queriendo
atraer la compasión de la concurrencia sobre el no-
tario é irritarla contra el barón—lo cierto es que
este oficial de la justicia del rey ha estado expues-
to ä ser víctima de la malignidad diabólica de Rai-
mundo V.
—Tened en cuenta—dijo un paisano—que Rai-
mundo V ha destruido dos camadas de lobatos que
asolaban nuestras majadas, sin contar el regalo
que nos ha hecho de las cabezas del lobo y de la
loba, que están clavadas ä nuestra puerta.
—Tampoco es mal amo; si la cosecha es mala,
os da la mano; él me ha repuesto dos bueyes de
labor que perdí por arte de maleficio.
—Es cierto: cuando uno presenta la mano al
señor des Anbiez, nunca la retira vacía—añadió
un artesano.
—Y no debe olvidarse que cuando el último
lesembarco de los piratas en esta plaza en que nos
hallamos, él y sus gentes combatieron bravamente
ä los infieles.
EL COMENDADOR DE MALTA 151
—A no ser por él, yo, mi mujer, y mi hijo ha-
Variamos sido robados por esos demonios—dijo otro
vecino.
—Y los dos hijos del pobre Joaquín han sido
rescatados y traídos de Berbería por el reverendo
padre Elzear, hermano del barón; sin su auxilio,
'todavía estarían con la cadena, condenándose —
..ail adió otro.
—Y su hermano, el Comendador, que tiene un
aire tan sombrío como su galera negra—dijo el
patrón de un barco de transporte,—¿no tuvo ame-
drentados á esos paganos por más de dos meses,
(liando estaba su capitana anclada en el golfo?...
Andad, andad; la familia des Anbiez es muy
noble y muy buena.
—Y luego este curial, no es de aquí; ¿qué
importa que le espeten una cornada?
—iEs claro, es claro, no es de aquí!—repitie-
ron muchas voces.
—El anciano Raimundo V es un buen caballe-
ro, que nunca niega una libra de pólvora y otra
4e plomo ä un patrón para defender su barca—
<lijo un marinero.
Y un mendigo exclamó:
—Siempre hay un buen sitio en el hogar de la
Casa-fuerte, un buen vaso de aguardiente y una
moneda de plata para los que se presentan en ella.
—IY su hija.., un ángel!... una Nuestra Salo-
la para los pobres—dijo otro.
—Pero, ¿quién diablo niega todo eso?—gritó el
oónsul;—Raimundo V mata los lobos porque le
gusta cazar; no repara en una moneda de plata,
ni en una libra de pólvora, ni en un vaso de
aguardiente, porque es rico, muy rico; pero obra
así, para ocultar pérfidamente sus designios.
152 EL COMENDADOR DD MALTA

designios?—preguntaron algunos de los-


concurrentes.
—El proyecto de arruinar nuestras comunida-
des, destrozar nuestra villa, hacer en fin más mal
que los piratas 6 el duque de Epernon con sus-
gadcones—dijo en tono misterioso el consul.
Si hubiera anunciado alguna tentativa posible,.
tal vez no ße le hubiera dado crédito. Estas tre-
mendas especiotas excitaron la curiosidad de la
concurrencia, é hicieron que se le prestase oído..
—Explicadnos eso, nuestro consul—dijeron to-
dos d la vez.
—Maese Isnard, que es hombre de letras, va
explicarnos este tejido de tenebrosos y perjudicia-
les designios—contestó Talebard-Talebardon.
Adelantóße el notario con aire contrito, levant&
los ojos al cielo, y dijo:
—Vuestro digno consul, amigos míos, no oiß,
dice nada que no sea por desgracia bien cierto._
Tenemos pruebas.
--¡Pruebasi—repitieron algunos de los asisten-
tes mirándose entre si.
—Oidine... El rey nuestro señor y Monsefior
el cardenal no tienen más que un objeto: la feli-
cidad de los franceses.
Es que nosotros no somos francesesl—dij o.
un provensal, orgulloso de su patria;— el rey n e
ea nuestro señor; ólo es nuestro conde.
—Habláis con mucha verdad, compadre: per œ
escuchadme—repuso el notario.—El rey, nuestra
conde, no queriendo que estas comunidades pro-
venzales permaneciesen expuestas al poder arbitra-
rio de los nobles y ser:Lores, nos ha mandado des-
armarlos: su Ema. no ha podido olvidar las vio-
lencias del duque de Epernon, de los sama de
EL COMENDADOM DE MALTA 153

Baux, de Noirol, de Traviez y tantos otros: ha


resuelto, pues, quitará la nobliza los medios de
perjudicar al pueblo; así, por ejemplo, quería su
Dila. (y sus órdenes serán ejecutadas tarde ó tem-
prano) quería, digo, desmontar de la Casa-fuerte
de Raimundo V los falconetes y cariones que do-
minan la entrada de vuestro puerto, y pueden im-
pedir la salida al menor batel de pesca.
—Pero también pueden impedir la entrada á los
piratas—dijo un marinero.
—Ciertamente, amigos míos, ciertamente; el
fuego abrasa 6 purifica; la flecha mata al amigo 6
al enemigo, según la mano que tiene la ballesta.
Nunca hubiera tenido sospecha de Raimundo
V, si él mismo no me hubiera patentizado de sus
pérfidas intenciones. Dejemos á un lado su cruel-
dad para conmigo; me considero dichoso siendo el
mártir de nuestra santa causa.
—Vos no sois mártir estando vivo—dijo el in-
corregible patrón.
—Cierto que estoy vivo—contestó el notario—
pero Dios sabe á qué precio, y con qué riesgos he
comprado esta vida... y cuáles son los peligros que
tengo todavía que arrostrar; mas no hablemos
de mi.
—Cierto, no hablemos de vos, que nada nos
importa: decidnos cuál es esa prueba que tenéis
de los malos designtios de Raimundo V contra la
villa—preguntó un curioso.
—Ninguna cosa hay más cierta, amigos míos:
ha aumentado las fortificaciones de su castillo:
¿para qué? para resistir tt los piratas, se dirá; pero
los piratas nunca osarían atacar semejante forta-
leza, en que no podrían ganar mis que descala-
bros: ha hecho de su casa una especie de plaza
154 EL COMENDADOR DE MALTA

fuerte, cuyos cañones pueden echar ä fondo vues-


tros barcos y asolar vuestro puerto, ¿sabéis con
qué fin? con el de tiranizaros en su provecho, y
hollar impunemente las leyes provenzales. Un
ejemplo tenéis en sus redes de pesca situadas con-
tra todo derecho más allá de su término.
—Esto es cierto—repuso Talebard-Talebardon;
—y bien sabéis que no tiene acción á ello, ¡qué
perjuicio es este para nuestra pesca, que es muchas
veces nuestro único recurso!
—Verdaderamente—dijeron algunos—las pes-
n ueras de Raimundo V nos perjudican, con espe-
eialidad ahora que la pesca escasea; pero ¿y si
tiene este privilegio?
—¿Y si no lo tiene?—dijo el notario.
—Hoy se sabrá—replicó otro—puesto que va
A, ser fallado el litigio por los prohombres.
El notario y el consul se dirigieron una mirada
de inteligencia, y dijo el primero:
—Sin duda que el tribunal de los prohombres
tiene suficiente autoridad para decidir la querella;
pero precisamente sobre este punto son mis du-
das. Temo que Raimundo V no quiera reconocer
ese tribunal popular: es capaz de negarse ä con-
currir ä este llamamiento, dirigido sobre todo por
gentes pobres ä un alto y poderoso barón.
—¡Imposible!... ¡Es imposible!... Esos son pri-
vilegios nuestros. Si la nobleza tiene los suyos, el
pueblo también los tiene; ä cada uno lo que es
suyo—gritaron muchas voces.
—Yo tengo ä Raimundo Y—dijo otro—por un
bueno y generoso señor; pero le miraría como un
traidor si desconociera nuestros privilegios.
—No, no; ¿qué ha de desconocer?—repitieron
muchos.
EL COMENDADOR DE MALTA 155

—Vendrá-
-Vendrá ante los prohombres.
—¿Dios lo quiera!—dijo el »otario, mirando
de nuevo al consul—Dioalo quiera, amigos míos;
porque despreciar tan audazmente nuestros usos,
-obrar de otro modo, haría creer que no había
puesto 81.1 casa en tan imponente estada de de-
fensa Pino para insultar las leyes.
—Volvemos ä repetir que es imposible lo que
dects, notario. Raimundo V no puede negar la
autoridad de los prohombres, sin negar la del rey
—dijo un artesano.
--¡Es que niega la autoridad del rey!—dijo
-triunfante maese Isnard;—y ya que es preciso de-
cirlo todo, creo tam bien, según me ha dicho Vues-
tro consul, que niega, no sólo el poder real, sino
aun el comunal; en una palabra, que no compa-
recerá ante los prohombres, y que quiere conser-
var sus redes y al madravas con general detrimento.
Un sordo murmullo de asombro é indignación
acogió esta noticia.
—Hablad, hablad, consul... ¿Eso es cierto?
—Raimundo V es demasiado buen señor para
eso—añadió un tercero.
—¿Y si fuera cierto ä pesar de todo?
—Defenderíamos nuestros derechos.
Tales fueran las diferentes interpelaciones que
se cruzaron rápidamente; viéronse el consul y el
notario rodeados, casi oprimidos por una muche-
dumbre que empezaba á irritarse. Talebard-Ta'e-
bardon, de acuerdo con el notario, había prepara-
do esta escena con diabólica astucia. Respondió,
pues, para aumentar por grados la inundación po-
pular:
—Sin tener seguridad de la negativa de Rai-
156 EL CONENDADOR DE MALTA

mundo V, tengo motivos para temerla; pero el
pasante del señor notario, que fué ayer á llevar
la notificación tí la Casa-fuerte, y que por varios
negocios ha necesitado en seguida pasar ä Curjol,
llegará de un momento tí otro, y nos sacará de
dudas. Nuestra Señora haga que yo me equivo-
que. ¡Ay de mí! ¿qué vendría á ser de nuestras
comunidades, si el único derecho de nosotros los
pobres, nuestro solo privilegio, nos fuese arreba-
tado?
—¡Arrebatado!—exclamó el notario;—pero es
imposible. La nobleza y el clero tienen sus dere-
chos; ¿y cómo osaría nadie arrebatar al pueblo el
último y único recurso que posee contra la opre-
sión del poderoso?
Nada hay más inconstante y veleidoso que el
espíritu del puel)lo, y sobre todo, del pueblo meri-
dional. Aquella muchedumbre, que hacía poco
respiraba gratitud hacia el barón, habla casi olvi-
dado los importantes servicios de la familia des
Anbiez ante la sola hipótesis de que Raimundo V
atentara á uno de los privilegios de la comunidad.
Estos rumores, recorriendo los grupos, irritaron
vivamente los espíritus. Creyendo el consul y el
notario llegado el momento de dar la última mano,
mandaron á, uno de los suyos que fuese ti buscar
al escribiente de éste, que decían debía estar de
vuelta, aunque no había salido de la Ciotat desde
la víspera.
Habiéndose reunido en aquel momento los cin-
co prohombres y su síndico bajo el pórtico de la
iglesia después de misa, atravesaron por entre el
gentío para ir ä la casa de la Villa tí dar su solem-
ne audiencia. Las circunstancias, que daban nue-
vo interés ä su aparición, hicieron que fueran sa-
EL COMENDADOR DE MALTA 157

ludados por muchos bravos, acompañados de estos


gritos:
—¡Vivan los prohombres de la marina!
—¡Vivan las comunidades provenzales!
— Fuera los que los atacan!...
Acalorada ya la multitud, se precipitó en pos de
ellos para asistir ä la sesión.
Llegaba ä este tiempo el escribiente, y aunque
pudiera protestar contra la interpretación que el
eonsul y el notario daban ä sus palabras, éstos
prorrumpieron en hipócritas lamentaciones.
—¡Y bien!... ¡y bien!... nuestro consul—se
apresuraron á preguntar muchos—¿vendrá Rai-
mundo V? ¿Se presentará en la tribuna?
—1Ay, amigos míos!—dijo éste.—No me pre-
guntéis; el digno notario lo había adivinado muy
bien; el barón quiere dar otra prueba de su ca-
rácter irascible, imperioso y tiránico.
—¡Cómo! ¡cómo!
—El escribiente tuvo encargo de notificar ayer
Raimundo V la disposición del tribunal de los
prohombres: aquí está de vuelta.
—Vedle, ya está por fin aquí...
—¡Ah!
—¿Y qué hay?
—Le ha llenado de vejaciones.
--Pero...—dijo quedito el pasante—al contra-
rio; Monseñor me ha hecho beber un vino que...
Tiró con tanta violencia maese Isnard del sayo
4 su dependiente, y le echó tan furiosa mirada,
que el pobre diablo no se atrevió 4 pronunciar
una palabra.
—Después de llenarle de ultrajes—continuó el
consul—Raimundo V le ha declarado formalmen-
te que haría pedazos nuestros privilegios, que
1b8 EL COMENDADOR DE MALTA

conservaría sus pesqueras, qte es bastante fuer-


te para reducirnos si osáramos contravenir tí su
voluntad, y que...
El consul se vió interrumpido por una explo-
sión de gritos furiosos, y el tumulto llegó á tal
extremo, que estallaron contra Raimundo V las
amenazas más exacerbadas.
— ¡A las pesqueras! ¡A las pesqueras!—gritaron
111108.
— 1A la Casa-fuerte!--gritaron otros.
— Qué no quede piedra sobre piedra!
—IA las armas! ¡ä las armas!
—1Llevemos un petardo para hacer saltar la.
puertadel foso hacia la parte de afuera!
— 1/vluera!... ¡Muera Raimundo V!
Viendo el furor del populacho, el consul y el
escribano empezaron ä temer haberse excedido, y
no poder tal vez contener el resentimiento que
habían hecho brotar con imprudencia.
—Amigos, hijos mío —gritó Talebard-Talebar-
d6n, dirigiéndose á los más exaltados,—es necesa-
rio moderación; bueno que vayáis á las pesqueras,
pero de ningún modo haglis tentativa alguna
contra la Casa-fuerte ni la vida del barón.
— 1 N° haya compasión! ¡nada de piedad!...
Vos lo habéii dicho, vos mismo, consul; Raimun-
do V quiere disparar sobre la villa, sobre el puer-
to, hacer más mal que el duque de Espernon y
sus gascones.
—1Sí, sí, destruyamos la madriguera de ese lobo
viejo, y clavémosle á su puerta!
—¡Al castillo!
—¡Al castillo!
Con estos gritos desaforados fueron recibidas
las tardías palabras de moderación que el consul
EL COMENDADOR DE MALTA 159

quiso hacer escuchar. Los habitantes menos de-


terminados se agolpaban ä la puerta de la casa de
la Villa para entrar ä la sala del tribunal en que
estaban ya sentados los prohombres. Divididos los
otros en dos bandos, se preparaban, no obstante
las súplicas de los cónsules, á ir á destruir las
pesqueras y atacar la Casa-fuerte des Anbiez,
cuando un incidente extraordinario llenó de estu-
por ä todos, y los dejó mudos 6 inmóviles.

XVI
EL JUICIO

Producía el general asombro la pesada carroza


de CC emenia de Wimundo V, que avanzaba len-
ta y majestuosamente por la calle de los Mínimos
para dirigirse ä la plin za. Cuatro de sus mesnade-
ros, armados y á caballo, prec-dido4 por Laramée,
rompían la marcha; luego, la carroza con dosel de
terciopelo carmesí algo caído; el armazón, así
como la caja, que carecía de cristales, pero blaso-
nada, eran rojo y naranjado, colores de la librea
del barón. Cuatro vigorosos caballos de labor con
tiros de cuerda, arrastraban con trabajo aquel ca-
rruaje disforme y macizo, en cuyo fondo se veía á
Raimundo V sentado con gran dignidad: frente d
ól estaba Ilonorato de Berro!. En lo interior del
coche, y fijos ä las portezuelas, había dos especies
de taburetes, ocupado uno peo . el capellán, que
tenía sobre las rodillas un Icgajo de papeles: el
intendente del barón ocupaba el otro.
La enorme carroza, de imperfecta construcción;
no tenía pescante. Un carretero vestido para este
160 EL COMENDADOR DE MALTA

fin con una casaca de librea, llevaba cogido cada


par de caballos, dirigiendo este tiro con corta di-
f 'reacia como un carro de carga. En fin, detrás
del carruaje iban otros cuatro hombres ä caballo
con armas. Aquel coche y aquel séquito inspira-
ban una profunda admiración ä los habitantes de
la pequeila villa, porque la vista de una carroza,
aunque tosca, les parecía siempre cosa nueva y
en ri osa.
Todo el mundo sabía que Raimundo V no usa-
ba carroza sino en las ocasiones más solemnes, y
por esta causa una viva curiosidad ocupó un mo-
mento el lugar de sensaciones mis violentas. Pre-
guntibanse en voz baja: dä dónde se dirigirá la ca-
(4

rroza?¿será ä la iglesia ó ä la casa de la Villa?” Esta


última suposición se vió corroborada, porque Itai-
mundo V, después de volver la esquina de la calle
de los Mínimos, tomó el camino del edificio en
que se hallaban reunidos los prohombres. No tar-
daron por fin las dudas en reducirse á certidum-
bre, al oir la gruesa voz de Laramée: u¡Paso, paso
al Monseñor, que va al tribunal de los prohom-
bres!”
El abatimiento y despecho del consul y del no-
tario fueron extremados, cuando de boca en boca
llegaron ä sus oídos estas voces:
—¿Qué nos habíais dicho, pues, notario?—dije-
ron los que estaban inmediatos *I. él.
—Aquí tenéis á Raimundo V, que viene al tri-
bunal de los prohombres.
—No parece que trata de hacer pedazos nues-
tros fueros.
—Es cierto—contestó maese Isnard,—pero va
con acompaliamiento de gente armada: ¿y quién
sabe le que dirá 6 responderá fi los pobres pro-
EL COMENDADOR DE MALTA 161
Iombres de mar? ¿Quién sabe lo que intentará?
—Sin duda trata de in tim idarlos —dijo el cónsul.
—Hacer mis humillante su negativa al recone-
•cimiento de su jurisdicción, viniendo él mismo tí
.particip4rsela—ariadió el notario.
—¿Una escolta armada? ¿y qué harían estos
'ocho carabineros contra nosotros?--exclamó uno
,de los presentes.
—El cónsul tiene razón; quizás viene 4 insultar
I los prohombres—dijo otro más desconfiado.
- Vaya, vaya! por más audaz que sea Raimun-
alo V, no se atrevería á eso—añadió un tercero.
—No, no; el digno y buen señor respeta nues-
tros fueros—gritaron algunas voces.—Ilacíamos
mal en desconfiar de él.
En una palabra, por una de esas súleitas reaccio-
nes tan frecuentes en las conmociones populares,
.el espíritu público se voivió en un momento favo-
rable á Raitnundo V y hostil para el notario. Mae-
se Isnard, para poner á cubierto su responsabili-
dad, y tal vez su persona, no tuvo escrúpulo en
exponer á su desdichado pasante al enojo del pue-
Mo. En vez de su animadversión al caballero, mu-
chos habitantes tomaban ya un aire amenazador,
reprochando al notario el haberles engsiiedo.
—Este forastero es e/ que nos ha movido contra
Raimundo V.
—L'Un digno y buen señor, que es siempre todo
para todos!
—Sf, sf; es verdad: nos ha dicho que Ruimun-
do V estaba contra nuestros privilegios, y les rinda
por el contrario, respeto.
—Muy acertado anduvo Monseñor cuando os
hizo entregar á los toros de la ()amarga—exclamó
ata marinero levantando el puño al notario.
20
1 6 !t.L COMEND A DOR DE MALTA

—Permitid, amigos míos—dijo él, echando tris-


temente de menos al cónsul, que obrando con mu-
dia prudencia se había ido á la casa de la Villa
ser parte querellante contra el barón. Permitid
—repitió el notario;—aunque nada puede hacerme.
creer en las buenas intenciones de Raimundo V,
no dudaré en declarar que pueden ser tal vez bue-
ntlej acaso mi dependiente se habrá engañado, tal
vez exagerado el sentido de las contestaciones del
barón des Anbiez. Veamos, pasante—dijo volvién-
dose al amanuense con aire severo y amenazador:
---¿No te has equivocado? ¡Cuidado con mentir!
Recorre bien tu memoria; puedes haberte alarma-
do ein motivo; sé que eres muy cobarde; ¿qué te.
ha dicho el barón? ¡Voto tí bríos, escribiente!...
I tesgraciado de ti si me has engañado, y si por
tJrpeza tuya he engañado yo también á estos apre-
«jables ciudadanos.
El desdichado aprendiz, abriendo unos ojos
enormes y aturdido con la audacia del notario, no
pudo más que repetir con trémula voz:
—Monte flor neme dijo nada; me hizo sentar
su mesa, y cuando empezaba 4 hablar de la cita-
.tón de los prohombres, venía maese Laramée con
tn gran vaso de vino deEspaña, del que me veta
precisado, por no ser desatento, á beber de un
trago.
—¡Por vida de!...—exelam6 el notario con voz
atronadora. —¡Cómo! son esos los malos trata-
Iniciaos de que om quejabais? Perdonadle, señorei;
sin duda estaba borracho; y con sentimiento veo
que nos ha embrollado aceroa de las miras de Rai-
mundo V. Corramos á la casa de Villa äasegurar-
nos por nosotros mismos do la realidad de los he-
chos, porque allí se ha detenido su carroza-
EL COMENDADOR DE MALTA 163
Diciendo esto y aparentando no oir el murmu-
Po amenazador de las turbas, apresuró el paso se-
gaido de su pasante, que en 8U retirada recibió
tigtia mojicón, dirigido tal vez á su principal.
La gran sala consistorial de la Ciotat era un
largo paralelógramo, alumbrado por altas y estro-
«has ventanas con vidrieras emplomadas. Vefanse
pobre la pared opuesta ti. las ventanas, desnuda y
blanqueada de cal, algunas banderas tomadas ki
las berberiscos, y listando su techo vigas sa:ientes
de madera en bruto. A la cabeza de este vaslosa-
lAn y frente å la gran puerta de entrada, se veía
iavantado sobre un entarimado el bufete de los
Tohombres de mar, que era una mesa larga tosca-
mente trabajada. Los jueces eran cuatro, presidi-
eos por el vigía del cabo del Aguila, que habla
abandonado momentt;neamente sus funciones en
toanos de Luquin Trinquetaille. Estos pescadores
llevaban, según el U80, calzones, ropilla y capa
negros, valona blanca, y estaban cubiertos con
mibreros de ala ancha: el mis joven de ellos ten-
Orla lo menos cincuenta años. Eran Flls maneras
sancillas y graves, sus caras tostadas, y l'argos sus
cabellos blancos 6 grises. Iluminados de través
por un rayo de luz que penetraba. por una de las
vattatias de que hemos hablado, resaltaban sus
figuras en el claro obscuro que t einaba en el fondo
de la sala. Estos cinco mariners, nombrados por
su propia corporación el dia de 8 an Atanasio, jus-
tificaban la elección de sus compafieros; animosos
/mirados y benéficos, veíase en ellos lo mejor de
Ja población marítima de la villa y e/ golfo. El tri-
bunal y sitio destinado ti los que comparecían
ante ól, estaban separados de la concurrencia por
una tosca valla de madera.
164 EL COMENDADOR DE MALTA

La manera de enjuiciar de los prohombres era


en extremo sencilla. El que llevaba una queja, en-
contrándolos en sus puestos, podía ser oído; pero
antes debla consignar en la bolsa común dos suel-
dos, ocho dineros; chmandaba luego ä aquel con-
tra quien había formulado queja; este se hallaba
obligado á la misma consignación; después de lo
cual, uno y otro, eran oídos, y sobre sus alegatos
pronunciaba el más anciano de los prohombres la
sentencia oyendo ä sus colegas. El secretario de
Ja comunidad llamaba en alta voz ä los querellan-
tes y sus contrarios.
Ninguna sesión había excitado en tales tér-
minos la curiosidad pública. Antes de la llega-
da de Raimund° V, la mityor parte de los que lle-
naban la sala dudaban que el barón fuese al tri-
bunal; otros estaban persuadidos de su negativa;
y, por último, el número mis reducido esperaba
que respetaría los derechos comunales. Pero lue-
go que por algunos curiosos de fuera se supo que
la carroza del hidalgo se hallaba en la plaza, ad-
virtióse en la concurrencia un movimiento de
asombro é interés sumamente extraordinario. Ne-
cesario fué que el escribano de la comunidad le-
vantase la voz para reclamar silencio, y que Pey-
rou, el vigía, como presidente de los prohombres,
hiciese una severa amonestación, que fué, justo
Os confesarlo, recibida con respeto.
Hallábase entendiendo el tribunal en algunas
diferencias de poca importancia; pero era tal la
independencia de los jueces, que ponían tanto
cuidado, tan lenta circunspección en decidir y for-
mular su sentencia, como si uno de los primeros
sehores de la Provenza no estuviese esperando el
momento de comparecer ante ellos. Estaba la mu-
EL COMENDADOR DE MALTA 165

chedumbre tan apiiiada y compacta, cuando Rai-


mundo V se presentó 4. la puerta, que le costó
bastante trabajo penetrar en la sala con Honorato
de Berrol.
—iPaso! ¡dejad paso á Monseilor!—dijeron
media voz algunos atentos ciudadanos.
—Ale han llamado los prohombres, hijos míos?
--dijo afectuosamente Raimundo V.
—No, Monserior.
—Pues esperaré aquí como vosotros y entre vo-
sotros: ya me haréis lugar cuando necesite acer-
carme al pie del tribunal.
Estas sencillas palabras, dichas con tanta dul-
zura como dignidad, produjeron un efecto mara-
villoso en los asistentes: la veneración que inspi-
raba aquel caballero, poco hace tan amenazado,
fué tal, que la gente formó una especie de círculo
respetuoso alrededor de él.
Habiendo pasado con gran trabajo un oficioso ä
decir al escribano que Raimundo V había entrado
en la sala, y convendría hacer pasar su causa an-
tes de las otras, aprovechó este último un momen-
to de intervalo para someter esta observación
Peyrou, el síndico. Este contestó únicamente:
—Escribano, según vuestra lista, ¿á quién debe
llamarse ahora?
—A Jaime Brun, piloto, contra Pedro Baif,
velero.
—Llama, pues, á Jaime Brun, contra Pedro
Baif.
Peyrou debía tanto 4 la familia del barón, que
era íntimamente afecto 4, esta casa. Este compor-
tamiento no tendía ä ostentar su autoridad 6 exa-
gerar su importancia: obedecía al espíritu de jus-
ticia A independencia, que se encontraba entonces
163 EL COMENDADOR. DE MALTA

frecuentemente en las instituciones populares. No


tuvo intención alguna de ofender en lo mis míni-
roo á Raimundo V, cuando dijo en alta y firme
voz el vigía:—Escribano: Ilamal ä otro quere-
llante,.
Como las diferencias del piloto daime 13run y
del velero Pedro Baif eran do poca importancia,
frieron pronto, pero formalmente juzgadas por los
prohombres en medio do la ansiedad general, por-
que seguía inmediatamente la causa del barón. A
pesar de la presencia del seilor des Anbiez, ofre-
eíanse aun dudas sobre su eantestación al tribu-
nal, recordändose involuntariatnente las insinua-
eiones de maese lsnard. Este, por su parte, pre-
tendía siempre que la pompa em que el barón ha-
bía venido á humillar al tribuaal popular, era un
delito. Publicó, en fin, el eseribaeo de Villa con
voz algo tu r lee
—Maese Talebard-Talebardön, cónsul de la
Oiotat, contra Raimundo Y, barón des Anbiez.
-Un largo murmullo de impaciencia satisfecha
sircul6 en la sala.
--Ahora, hijos míos—dijo el anciano hidalgo ä
los que le rodeaban—os ruego que me hagáislugar;
no al barón, sino al litigante, que va ä la presen-
cia de sus jueces.
El entusiasmo que produjeron estas palabras de
Raimundo V, probaba que el pueblo, á pesar de
su sed instintiva de igualdad, profesa siempre un
inmenso agradecimiento á las personas do elevado
rango que se someten á la ley común. Desde to-
dos los extremos vino la multitud sobre sí propia
comprialirse, dejando una calle, por cuyo cen-
tro se ariPlantaba Itaimundo Y con paso grave y
majestuoso.
EL COMENDADOR DE MALTA 167
Llevaba el viejo caballero el suntuoso traje de
aquel tiempo; un jubón con agujetas, una capa de
•terciopelo obscuro ricamente franjado de oro; alls
-anchos calzones de la misma tela formaban 'ma
especie de falda, que bajaba de la rodilla; sus me-
dias de seda escarlata desaparecían bajo las pe-
queñas botas de cordobán, armadas de largas ce-
puelas: un rico tahalí sostenía su espada, y las plu-
mas blancas de su gorra negro caían sobre la gor-
guera de encaje de Flandes. La fisonomía del au-
alano, ordinariamente risueña, manifestaba en
aquel momento gran expresión de nobleza y au-
toridad. Unos pasos antes de llegar al tribunal se
quitó el barón su sombrero, puesto hasta entonces,
y no pudo menos de admirarse la dignidad del
rostro y continente de aquel nuble anciano, con
-el cabello blanco y los bigotes grises.
A los pocos momentos llegó maese Talebardón.
A. pesar de su osadía habitual, y aunque tenía ä
su espalda á maese Isnard, no pudo evitar el alte-
rarse, esquivando cuidadosamente las miradas del
barón. Levantóse Peyrou y los demás pescadores:
todos estaban cubiertos.
—Bernardo Talebardón, acercios—dijo.
Ei cónsul entró en el sitio desinado.
—Raimundo "V, barón des Anbiez, acercáos.
'Y el barón lo efectuó también.
—Bernardo Talebard-Talebardón: ¿vos pedís en
nombre de la comunidad de la Ciotat ser oído por
los prohombres de la matrícula contra Raimun-
,do V, barón des Anbiez?
—Sí, presidente—respondió el cónsul.
—Consignad dos sueldos, ocho dineros, en la bol-
:sa común y hablad.
El cm5neul colocó unas monedas en un tosco ce-
168 EL COMENDADOR DE MALTA

pillo de madera, y adelantándose hacia el tribu-


nal expuso sus agravios en estos términos:
—Síndico y prohombres: desde tiempo inme-
morial la pesca de la bahía de Canierou se repar-
te entre la villa y el señor des Anbiez: este señor
podía poner sus redes y almadravas desde la costa“
hasta las rocas llamadas las Siete Piedras de Cas-
trambou, que forman una especie de faja, ä unos
quinientos pasos de la cesta; la comunidad tenia
derecho á hacerlo desde las Siete Piedras hasta
las dos puntas de la bahía; ante vos, síndico y pro-
hombres, afirmo bajo juramento que esto es la
verdad, y conjuro ä Raimundo V, barón des An-
biez, que está presente y citado por mí, ä que
diga si no es esto cierto.
Volviéndose Peyrou hacia el caballero, le dijo:.
—Raimundo V, bar ón des Anbiez, r.t3 cierto lo
que dice el querellantt? ¿Ha sido siempre reparti-
da de ese modo la pesca entre los señores des An-
biez y la comunidad de la villa de la Ciotat?
—De ese modo se ha repartido siempre; lo re-
conozco—dijo el barón.
La completa conformidad que declaró el barón
en su respuesta, no cle.,6 ya la menor duda sobre
su sumisión ä las atribuciones del jurado. Un
murmullo de satisfacción circuló por la sala.
—Continuad-dijo Peyrou, di i igiéndose al consnl
—Síndico y prohombres—dijo Talebard-Tale-
bardón;—contra nuestros derechos y contra el
uso, Raimundo V, barón des Anbiez, en vez de
limitarse ä tirar sus redes desde la costa ä las ro-
cas de Castrambou, las hace echar fuera de la e
Siete Piedras, hacia el alta mar; y de consiguien-
te, ataca los derechos de la comunidad, que yo
represento: pesca en la parte reservaaa ä la
EL COMENDADOR DE MALTA 160

ma. Estos asertos, que hago bajo juramento, sor;


ademäi conocidos de todo el mundo, y de vos-
otros mismos, síndico y prohombres.
—El síndico y los prohombres no están aquí en
juicio—respondió severamente el vigía al cónsul;
y vokióndose en seguida al hidalgo, le dijo:—
Raimundo V, barón des Anbiez, ¿reconocéis ha-
ber echado vuestras redes del lado acá, de las Sie-
te Piedras, y hacia alta mar, en la parte de bahía
reservada á la comunidad de la Ciotat?
—Efectivamente, he echado mis redes más acá
de las Siete Piedras—dijo el barón.
—Querellante, ¿qué venís á demandar á Rai-
mundo V, barón des Anbiez?—repuso el síndico.
Talebard-Talebardón,—solici-
to del tribunal, que prohiba al señor des Anbiez
el pescar ó establecer almadravas en lo sucesivo
fuera de las rocas de Castrambou; pido que dicho
señor sea obligado ä pagar á dicha comunidad,
por vía de remuneración de perjuicios, la suma de
dos mil libras tornesas; y pido que se aperciba á
dicho señor, que si pusiese aun sus redes y alma-
dravas hacia la,parte de bahía que no le pertene-
c2, será lícito ä la comunidad el quitarlas y des-
truirlas por fuerza, haciendo único responsable al
expresado señor des Anbiez, de los desórdenes que
podrían seguirse de esta ejecución.
Cuando se oyó al cónsul formular con tanta
claridad esta demanda contra Raimundo V, todos
los espectadores se apresuraron ä volver la vista
hacia este último; pero con asombro del público,
permaneció tranquilo, impasible. Era tan conoci-
do su carácter impetuoso, que su resignación los
dejaba atónitos. Dirigiéndose Peyrou al anciano
caballero, le dijo en tono solemne:
.170 ML COMINDADOR DE MALTA

— Raimundo V, baron des Anbiez, ¿qué tenéis


que responder al querellante? ¿Aceptáis como jus-
tos y legales 8US requirimientos contra vos?
—Sindico y prohombres—dijo el barón, incli-
nándose con aire respetuoso—esto es cierto; he
hecho colocar mis redes fuera de las rocas de Cd.S-
trombou; mas para explicar mi conducta recordaré
lo que á todos os consta.
—Raimundo V, barón des Anbiez, nosotros no
estamos en causa—dijo gravemente Peyrou.
A pesar de su impero sobre FI mismo y su afec-
to al vigía, el anciano hidalgo se mordió los labios;
mas no tardó en recobrar su cama, y repuso:
—Os diré, síndico y prt.hombres lo que consta
todos. Hace algunos años que ha bajado de
tal modo el mar, que la parte de bahía que me per-
tenece para la pesca se halla en su co. La retama ma-
rina crece por todas partes, y mi lebrel Fclair ha
cogido allí una liebre el otro día: francamente, sín-
dico y prohombres, para explotarla., necesito en el
día más bien de caballos y escopeta, que de cha-
lupas y redes.
La respuesta del baron y su tery de buen hu-
mor alegraron al auditorio: los mismos prohombres
se sonrieron. El barón continúo:
—Ha sido tan considerable la retirada del mar,
que será extraño encontrar seis pies de agua
en el punto de las Siete R - ocas en que acaba mi
pesquería y empieza la de la comunidad. 11e creí-
do, pues, poder adelantar mis redes y almadra-
vas quinientos pasos fuera de las Siete Rocas,
puesto que no quedaba agua dentro de ellas, pen-
sando que, ä mi ejemplo, y siguiendo 'al movi-
miento del mar, se retiraría la comunidad otros
quinientos pasos á alta mar.
EL COMENDADOR DE MALTA 171
El tono de moderación del barón, sus razones
en cierto modo justas, hicieron grande impresión
en cuantos le escuchaban, aunque la mayor parte
hacia causa corntin con el cónsul por representar
en realidad los intereses de la villa en este punto.
Dir i giéndose al cónsul el síndico, le dijo:
—Talebard-Talebardón, ¿pió tenéis qué con-
testar?
—Síndico y prolionihi . os: responderé que la
bahía de Castrambau tiene más de seiscientos
pasos, partienk deiale las Siete ROCAIS;y que si
el Sr. das A.nbiez se adjudict quinientos, apenas
quedarán ciento á la comunidad parit echar sus
1 . -des, y todos saben f.;
13 !a pisen d ¡lo no se
n , tedo aprovechar sino co la bahía. S:o Linda que
'los aguas al retirarse habrln dejado en seco casi
todo el distrito de :*iior des A.nbiez;
pero de esto no tiene la cuip , t •J:nounidad; por
lo tanto, nada debe sufrir en ello.
Mucho tiempo hacía, como hemos dicho, que
esta cuestión se había suscitado: estaban tan re-
partidos los derechos y los pnrece.res, que sin los
pérfidos consejos de maese Isn.:,rd, por atención al
barón 90 hubieran conveni u amistot.stmeate los
cónsules.
Los honrados marinos que componían el tribu-
nal deliberaban casi siempre con extraho buen
sentido: sus juicios, ordinariAmente fundades en
la practica de una profesión que ejercían casi des-
de la infancia, eran rectos y sencillos. En este
caso, no obstante, se sentían algo embarazados.
—AJA t2n6is quo responder, Raimundo V, ba-
rón des Anbiez?—dijo l'eyrou.
—Tengo que responder, prohombres y síndico,
que tampoco he sido yo quien ha mandado que se
EL COMENDADOR DE MALTA

retiren las aguas. Por mis títulos, poseo el dere-


cho de pesca sobre la mitad de la bahía, y en la
retirada de las aguas puedo recorrer ä pie enjutcy
mi dominio piscatorial, como dice mi capellán: no
debo, me parece, ser víctima de un incidente de
fuerza superior.
—Raimundo Y—dijo uno de los prohombres,
viejo tritón de cabellos blancos—dicen vuestros
títulos que tendréis acción ä pescar, desde la costa
ä las Siete Rocas, 6 bien que podréis hacerlo en la
extensión de quinientos pasos?
—Dicen mis títulos que mi derecho se extiende
desde la costa ä las Siete Rocas—respondió el
barón.
El viejo marino pronunció algunas palabras al
oido del que estaba ä su lado. Peyrou se levantó.
—Hemos oído bastante; vamos ä deliberar—dijo:
—Síndico y prohombres—dijo el barón, cual-
quiera que sea vuestra determinación, me someto
ä ella de antemano.
Levantóse Peyrou, y dijo en alta voz:
—Talebard-Talebardón; Raimundo V, barón
des Anbiez; vuestra causa se ha oído. Nosotros los
prohombres y sindico vamos ä juzgarla.
Levantáronse los cinco pescadores, y se retira-
ron al alfeizar de una ventana: su discusión pare-
cía animada, y los asistentes esperaban su resul-
tado en profundo y respetuoso silencio. El seTior
des Anbiez hablaba en voz baja con Honorato de
Berro], también admirado de esta escena.
Después de media hora de discusión volvieron ä
sus sitios el síndico y los prohombres, permanecie-
ron en pie y cubiertos, mientras Peyrou lefa en
un gran registro la siguiente fórmula, que siem-
pre precedía las sentencias del tribunal:
EL COMENDADOR DE MALTA 173

“ En el día de hoy, 20 de Diciembre de 1632,


reunidos en la casa de la villa de la Ciotat, nos
el sindico y prohombres pescadores, y habiendo
hecho comparecer d nuestra presenciad Talebard-
Talebardón, cónsul de la villa, y ä Raimundo Y,
barón des Anbiez, y oídos los mismos en su acu-
sación y defensa, decimos lo siguiente: La deman-
da de Talebard-Talebardón nos parece justa. Se-
gún los títulos de Raimundo V, su derecho de
pesca no se extiende indistintamente sobre un es-
pacio de quinientos pasos, sino sobre el compren-
dido entre la costa y las Siete Rocas de Castram-
bou. Las aguas se han retirado de la parte que
él pertenece: esta es la voluntad del Todopodero-
so; Raimundo debe someterse á, ella. Si, corno en
el golfo de Martigue, hubiera el mar, por el con-
trario, aumentado, introduciéndose en la costa, la
pesquería de Raimundo V hubiera crecido tam-
bién, y la comunidad no hubiera por eso traspasa-
do las Siete Rocas, límites de la suya. Sucede lo
contrario; esto es, sin duda, un mal para el señor
des Anbiez, mas la comunidad no debe renunciar
á su pesquería. Dios adelanta ó retira las aguas
su arbitrio; nosotros debemos tomar lo qua nos
envía. Nuestra conciencia y nuestra razón quieren
que Raimundo V no establezca en lo sucesivo ni
redes ni almadravas fuera de las siete Rocas; pero
queremos también, para probar el reconocimiento
de la villa si dicho Rai mundo V, que fué siempre
para ella un bueno y ardiente protector, queremos
que tenga derecho á diez libras de pescado por
cada ciento que se cojan en la bahía. Conocemos
la buena fe de nuestros hermanos los pescadores,
y estamos seguros de que llenarán honradamente
esta condición. El veguer y demás oficiales de
174 EL COMENDADOR DE MALTA

esta villa están obligados ä hacer ejecutar nuestra


sentencia, pronunciada contra Raimundo V, barón
des Anbiez; y en caso de resistencia de este señor
A. dicha resolución, será condenado á la multa de .
cien libras, un tercio de la cual so aplicará al rey,
otro al frospital del Espíritu Santo, y el restante
á la comunidad. Y estando prohibido por patentes
de Enrique l que el l'arlamento ó cualquier ma-
gistrado conozca en esta &ese de deiitos; y que-.
riendo sn majestad que los procesos que se eleven
ante ellos por el ramo de pesca, los remitan á los
enunciados prohombres, para entender y senten-
ciar en silos, las apelaciones de estas sentencias
se han declarado ,iernpre inadmieibles. Fecho en
la casa de la villa de la Ciotat, etc.
La razdn y buen sentido de esta sentencia fue-
ron bien apieeiaos por la multitud, que aplaudió
el jWeio, repitiendo muchas veces en alta voz:
van los prohernbres pecadores! ¡Viva
Rai ni u n do Y.
Levan tóse la audiencia y la muchedumbre fué:
demaparcchmdo. Reimundo V pormaneeid algu-
nos ffionientos en la sala, y dijo al vigía del cabo
del Agnila, alargáadole la mano:
—Bien juzgado, mi anciano Peyrou.
—Monseñor, los pobres corno nosotros no son
letrados ni hombres de letras, pero Dios inspira
los sencillos la justicia.
—nombre entendide—dijo .1Zaimundo V mi-
rándole con inter4s,—„quieres venir á comer con-
migo á /a Casa-fuerte?
—Mi atalaya me aguarda, Monseñor, y Luquin
Trinnuetaille está fastidiándose en ello.
—Bien, bien: iréis verte allá con mis hermanos;
llegarán pronto.
EL COMENDADOR DE MALTA 175
— Tenéis noticias del seüor Comendador?'
—preguntó Peyrou.
—Sí, desde Malta: y aunque son buenas, su
carta revela mis tristeza que nunca; sin embargo,
me consuela la noticia que me da de venir
para Navidad. Pero en su carta parece más triste
que nunca.
134jd el vigía la cabeza y suspiré.
—¡.¿th Peyrou!—dijo el bardr—l cuán fatal es
esa melancolía cuya causa ignoro!
—Bien fatal—contestó el vigía abstraído en sus
penad ien tos.
—Tú sabes la causa; tú al menos—dijo Rai-
mundo V coa una especie de amargura, como $i
se resintiera de la reserva de su hermano.
--1Monseñor!—exclamó Peyrou.
—Tranqui:ízate; no te pido que me descu-
bras ese triste secreto que no es tuyo. Vaya, adios,
amigo Peyron. • Me alegro, ahora sobre todo, de•
que nuestra controversia hoya sitio sentenciada
por ti.
— Monserior,--dijo Peyrou, que parecía querer
desterrar el recuerdo que le despertaron las pre-
guntas del barón acerca del Comendador;—habfen
corrido voces de que no os presentaríais en nues-
tro tribunal.
—Sí; de pronto había resuelto no acudir. Tale-
bard•Talebardón se había avenido á un acomoda-
miento amistoso, y en mi primer impulso de cólera
pensé enviaros á todos con mil diablos.
—.Monseñor, no es el cónsul el único que ha
querido que el litigio se llame ä nosotros.
—Lo he pensado; y por esto, volviendo en mí,
en vez de obrar como un loco, he obrado con l a.
prudencia de un barba-gris. Ese en te del ah/tiran .
176 EL COMENDADOR DE MALTA

tazgo de Tolón, á quien he dado de latigazos, es


quien ha inducido al cónsul. ¿Es verdad?
—Así dicen, Monseñor.
—Tenías razón, Honorato—dijo el barón vol-
vi6ndose á Mr. de Berrol.
—Vaya, hasta pronto, Peyrou.
Cuando el barón salió á la plaza de la Villa, en-
contró rodeada su carrrza do gran gentío; y salu-
dado con aclamaciones, quedó profu ndamente com-
placido del recibimiento.
En el motneato de ir á subir al carruaje, divi-
só á maese Isnard, en el dintel de una puerta. El
curial parecía abatido por el resultado do la se-
sión; habianse desvanecido sus pórfidos proyectos.
—jibia, señor notario!—dijo el barón ya con
un pie en el estribo de su carruaje: —das muy
pronto la vuelta á Marsella?
—No tardaré en volver, Moneeñor—contestó
con aire molino.
—Bien; pues dile al mariscal de Vitry, que si
te he amenazado con mi látigo, t'iré por que me
belfas de su parte órdenes insultantes para la no-
bleza provenzal; ya ves si, por el contrario, he
llegado con sumisión ante el tribunal popular, cu-
yas sentencias respeto. En cuanto á la direrencia
entre estos dos comportamientos, le dirás al ma-
riscal que resistiré siempre con la fuerza las ór-
denes de los tiranuelos que eitiplea el cardenal,
pero que respetaré siempre los derechos y privile-
gios de las autiguas comunidades provenzales. La
nobleza es para el pueblo lo que el acero para la
empuñadura, y las comunidades son para nos-
otros lo que nosotros para ellas. ¿Entiendes, bella-
co? Di esto bien á tu Vitry.
—Monseñor, esas palabras...—dijo con viveza
- EL COMEEDADIrit DE MALTA 177
.comisionado.—Pero, interrumpiéndole Ra
mundo V, dijo:
—Dile, en fin,que ai conservo mi fortaleza, es
por ser útil d la villa como lo he sido siempre.
euando el pastor no tiene ya perros, no tarda mi
.ser devorado su rebafio, ¡y por Dios! que los lobos
no están lejos...
Pronunciadas estas palabras, entró en su ca-
rruaje, y partió len tarnen te, entre las aclamaciones
mil veces repetidas de la población.
El viejo hidalgo, d pesar de su franqueza y rus-
ticidad, había recobrado con bastante habilidad y
palftie,a el afecto de la población, pensando en una
Aiga posible contra el poder del mariscal.

XVII
EL ANTEOJO DE LARGA VNTA

Luego que el vigía, como síndico que era de:los


prohombres pescadores, pronunció la sentencia con-
.era Raimundo V, se restituyó tí su peón, confia-
• 10 interinamente al cuidado de Luqufn Trinque-
taille.
Peyrou estaba triste; las últimas palabras del
;barón respecto al Comendador le habían desperta-
do penosos recuerdos. A medida que trepaba
4as asperezas del promontorio, se dilataba su co-
razón. Demasiado habituado d la soledad para com-
placerse en la sociedad de los hombres, no se con-
sideraba feliz sino en la cumbre de su roca, desde
donde escuchaba con una especie de bondadoso
recogimiento los lejanos tumbos del mar y los te-
rribles estallidos de la tormenta.
21
178 EL COMENDADOR DD MALTA

Dominante y absoluta es sobre todas las costum-


bres la del aislamiento, especialmente para los se-
res que hallan inagotables recursos en la sagaci-
dad de su observación, en las amenas creaciones,
de su fantasía. Con íntima sensación de placer pisé-
el vigía la esplanada del cabo del Aguila; acercó-
se á su casilla y halló al digno Luquín profunda-
mente dormido. Su primer movimiento fué reco-
rrer el horizonte con inquietas miradas, examinán-
dolo después auxiliado de su anteojo. Nada, feliz--
mente, advirtió de sospechoso, así que sil gesto era
mis alegre que severo, cuando, moviendo ruda-
mente al capitán de la Sainte epouvante (les mo-
resques, le dijo con fuerte voz:
—¡Alerta... alerta... los piratas!
Luqufn dió un salto, se puso en pie y se restre-
gó los ojos.
_Perfectamente, buen mozo—le dijo el vi-
gía—he aquí dormida toda esa actividad! Cuando
se os oye hablar se diría que no daba una dorada,
un sargo un salto en el mar sin que lo advirtió-
seis. ¡Ah, joven... joven! Mucha paja y poco gra-
no, mucho roído y pocas nueces.
Miraba Luquín al vigía con aire embobado, sin
poder conciliar sus ideas, hasta que, tartamudean-
do como un hombre beodo, dijo estirando los
brazos:
—Es verdad, sor Per rou; dormía ahora como
un galopín en la gavia. Ile procurado con todas
mis fuerzas tener abiertos los ojos.
— Y por eso sin duda les entró el sueño mas fá-
cilmente, querido. Volveos, volveos a la villa, que
ya se habrá vaciado sin vos más de una botella en
la taberna del Ancora de Oro.
No había T1ujthi vue'tr, enteramente en sí, y
- E( COMENDADOR DE MALTA 179

miraba aun al vigía de una manera estúpida. Este,


sin duda para sacar enteramente de 8U entorpeci-
miento al capitán, dijo:
—IVamos, vamos! Estefaneta, vuestra novia, se
verá comprometida bailar con Terzarol el piloto,
con el patrón Bernardo, y no tocaréis su mano en
toda la tarde.
Semejantes palabras obraron un efecto mAgice
en el capitán; aseguróse en sus largas piernas, se
desperezó, buscó su equilibrio dando patadas en
el suelo, y dijo al vigía:
—Mirad. señor Peyrou: si no estuviera segurí-
simo de haber bebido sólo un vaso de suave-chre-
tien con ese gitano del diablo, para hacer las paces
con él, como ha querido Estefaneta (cobarde de-
bilidad en que he caído), creería que efectiva-
mente estaba borracho.
—Es particular... .rsio habéis bebido más qüe
un vaso de suave-chretien, y os halláis completa-
mente aletargado?
—Un solo vaso, y aun no lleno; porque la que
se bebe con semejantes descreidos, parece amargo.
—,¡Conque ese gitano sigue aun en la Casa-
fuert•?—preguntó Peyrou en ademán pensativo.
—Sí, señor Peyrou; porque todo el mundo está
entontecido con él, desde Monseñor, hasta el cura
Mascarolus, y lo mismo las mujeres, empezando
por Mlle. y concluyendo por la vieja Dulcelina, sin
hablar de Estefaneta, que le da lazos de fuego...
¡Lazos de color de fuego!—añadió Luquín con in-
dignación.—¡Un lazo tejido lior el soguero es lo
que le hace falta á ese belitre! Pero ¿qué quer6h.?
Todas las mujeres timen la cabeza 6 las wwo...
todo ¿por Porque el vp gahlndo rica ni.,z1 6
bien una especie dc guitarva vi ja, eryor rum
180 EL COMENDADOR DE MALTA

se parece mucho al chirrido de las poleas de mi


tartana, cuando se iza la vela grande.
—¿No llegó el gitano á la Casa-fuerte el día en
que el barón soltó los toros al notario?
—Sí seilor; y fué un día fatal aquel en que ese
can errante puso los pies en la Casa-fuerte.
—;Es extrahol—dijo el vigía hablando entre
sí.—IEntonces me habré en gaiiado!...
- sehor Peyrou: muchas veces me dan
Ideas de llevar á ese vagabundo ä la ensenada de
Tragavientos, y pegarme con él de pistoletazos
hasta quedar allí uno de los dos.
—Vaya, vaya, Luquín, estáis loco; los celos 09
clieravian, y hacéis mal; Estefaneta es una buena
y honesta muchacha; os lo aseguro... En cuanto
ä ese vagabundo... Deteniéndose en esta palabra
como si lo que iba á decir debiese quedar ocul-
to para Luqufn, ailadió:—Vaya, vaya, querido,
ao perdáis el tiempo con un pobre viejo mientras
os espera una joven y linda novia; no la desaten-
dáis, permaneced freuentemente á su lado, y ca-
Yiäos lo más pronto posible. A buena tierra buen
labrador.
—IAh! maese Peyrou; habéis esparcido un Ml -
.amo por mi sangre—dijo el capitán:—sois medio
brujo. Todo el mundo os respeta y os ama. Cuan-
do abrazáis el partido de Estefaneta, sin duda lo
merece.
—1Por nuestra Sehora de la Guarda!—Cierta-
mente que lo merece. ¿No vino antes de vuestra
partida para Niza ä consultarme ei podíais em-
prender sin peligro el viaje?
—Es verdad, maese Peyrouç y gracias á vues-
tras moscas cabalísticas, que puse sobre mis balas,
y á vuestro aceite de Sirakoe, no menos cabalís-
EL COMENDADOR DE MALTA 181

tico, con que unté las chimeneas de mis mosque-


tes y pedreros, di una furiosa caza ä un corsario
que se había acercado neciamente ti la Sainte
epouvante des moresques y los bastimentos quo
4,seoltaba. ¡Ah sois un gran hombre, maese
Peyrou!
—Y los que escuchan mis consejos son pruden-
tes y entendidos—contestó con sonrisa el vigía:—
Ahora bien; los prudentes y entendidos no dejan
flatidiar ti sus amadas.
Después de dar de nuevo gracias al vigía, se
trasladó Luquín apresuradamente ä la Casa-fuerte,
decidido ti aprovechar sus consejos en cuanto se
relacionaban con Estefuneta.
Peyrou, al encontrarse solo, suspiró contento,
como si recobrara su pequerro reino. Por más quo
recibía con sumo agrado ti los que iban 6. consul-
tarle, nunca veía su partida sin secreto placer.
Entró (Ir su caseta y suspiró de nuevo, despu63
de haber contemplado algún tiempo el rico mue-
ble de ébano quo parecía despertarle siempre pe-
nosos recuerdos; luego se envolvió en su tupido
gabán, esperando la noche. Al abrigo del viento
de tramontana que soplaba, Peyrou encendió so
pipa, y echó una mirada melancólica sobre el in-
menso horizonte que se extendía ä su vista. He-
mos dicho ya que desde la cúspide del cabo de?
Aguila, hacia al Oeste, se descubría perfectamen-
te la Casa-fuerte de Raimundo V.
Las tres de la tarde serían cuando el vigía cre-
yó divisar una nave: tomó su anteojo, reparó lar-
go rato aquel punto confuso al principio, y que so
hizo mis y más perceptible. Poco tardó en recono-
cer que era un pesado buque de transporte, cuya
traza nada dcsmostraba de peligroso. Siguiendo la
182 EL COMENDADOR DE MALTA

maniobra y rumbo de aquel buque con su anteo-


jo, declinó maquinalmente su visual sobre la con-
siderable masa del castillo de Raimundo V, y so-
bre la parte de la playa enteramente escueta que
tocaba en las rocas sobre que se alzaba. A los po-
cos instantes distinguid á Reina des Anbiez en su
hacanea, seguida de Laramée, que iba sin duda al
encuentro del barón en el camino de la Ciotat.
Algunos pedruscos, que levantándose sobre la pla-
ya la ocultaban, hicieron á Peyrou perder de vis-
ta por cierto rato á Mlle. des Anbiez. En aquel
momento sintió el vigía un rumor bastante fuer-
te, y agitarse el aire sobre él; su águila posó ä sus
pies: venía sin duda ä reclamar el alimento acos-
• tumbrado, porque dió algunos graznidos roncos
impacientes. El viejo acarició con marcada distrac-
ción al ave, porque un nuevo incidente le tenía
completamente abstraído.
Era tan perspicaz su vista, que buscando el si-
tio de la costa en que debía reaparecer Mlle. des
Anbiez, descubrió confusamente en la cavidad de
una paila un hombre que parecía ocultarse allí con
cautela. Dirigióle al momento su anteojo, y cono-
ció que era el gitano. Vi6le con gran asombro to-
mar de un saquillo un pichon blanco, y atarle al
cuello una bolsita en que introdujo una carta. El
gitano se consideraba al abrigo de toda mirada;
gracias ä la forma y elevación de la roca en que se
había agazapado, no podía ser descubierto, ni des-
de la costa ni desde la Casa-fuerte. Necesaria era
la prodigiosa altura del cabo del Aguila, que do-
minaba toda la ribera, para que maese Peyrou
pudiese divisarlo.
Después de mirar á un lado y ä otro con inquie-
tud, y como si temiese que no le bastaran sus pre-
EL COMENDADOR DE MALTA 183

cauciones, aseguré de nuevo el gitano al cuello del


',pichón la carterita, y le dejó volar. Sin duda, el in-
teligente animalito sabía la dirección que debía
tomar, y luego que se vió en libertad, no vaciló:
levantóse casi perpendicular sobre su duefio, y en
'seguida se dirigió rápidamente al Este.
Tomó Peyrou su águila sin detenerse, y procu-
ró hacerle reparar en el pichón, que ya no parecía
mis que una mota blanca en el espacio. Por algu-
nos segundos no pareció que el águila divisase al
ave; pero dando de repente un áspero chillido, des-
plegó con violencia sus anchas alas, y se lanzó en
persecución del emisario. Ya fuese que el desgra-
ciado pichón advirtiera por instinto el riesgo que
le amenazaba, 6 ya que oyera los graznidos de su
enemiga, duplicó su celeridad, y hendió los aires
con la velocidad de la saeta. Hizo un gran esfuer-
zo para elevarse por encima del águila, tal vez
procurando escapar de ella ocultándose entre el
bajo y sombrío nubaje que envolvía el horizonte;
pero con un solo batido de su ala poderosa, alcan-
zó tal altura el águila, que no pudiendo el pichón
competir con su adversaria, se dejó súbitamente
caer hasta algunos pies de la superficie del mar.
Brillante la siguió allí. Hallábase el vigía fluc-
tuando entre el deseo de que cesara el empeño
del águila y el pichón, y la curiosidad de exami-
nar la correspondencia del gitano. Ayudado de set
anteojo, pudo observar ti ésta en un estado de agi-
tación extraordinaria, siguiendo con ansiedad laa
diversas alternativas de pérdida ó salvación que
corría su mensajero.
El pichón probó en fin un último esfuerzo; co-
nociendo sin duda que el término de su viaje es-
taba muy distante para llegar ä él, quiso volver
184 EL CONENDADOR DE MALTA

atrás y restituirse tí la costa, tí fin de escapar de,


su terrible enemiga. Desgraciadamente le vendie-
ron sus fuerzas, hfzose pesado su vuelo, y como.
se aproximase demasiado ä las olas, le envolvieron,
el agua y espuma de sus crestas. Aprovechó el
águila el instante en que el pichón entorpecido.
volvía penosamente ä levantarse, para caer sobre
él con la celeridad del rayo; cogióle en sus fuertes.
garras; elevóse en dirección del promontorio, y
fué con su caza á refugiarse en su nido, situadœ
sobre una roca separada de la caseta del vigía.-
Apresuróse éste á quitarle el pichón, pero no lo
consiguió, porque despertándose el natural salva-
je de Brillante, erizó sus plumas, dió agudos chi-
llidos y se mostró dispuesta tí, defender su ya
inanimada presa. Peyrou temió que si se irritaba.
fuera á apoyarse sobre algún pico inaccesible y le,
dejó devorar tranquilamente el pichón; habiendo.
Nisto que la carterita que llevaba al cuello estaba
entre dos pequeñas planchas de plata y atada con.
una cadenita del mismo metal, no temía que es-
tropease la carta que encerraba.
Mientras la cazadora devoraba en paz al correo
del gitano, volvió Peyrou ti la puerta de la caseta,
tomó de nuevo su anteojo, y registró en vano las.
rocas de la costa buscando al vagabundo. Había
desaparecido. Hallábase en esta nueva investiga-
ción, cuando distinguió en la playa la carroza do-
Raimundo V. Había tomado el barón el caballode
Laramée, iba al lado de Reina, y se dirigían sin.
duda ti la Casa-fuerte. Calculando que el águila.
habría concluido su comida, se dirigió el vigía it En
nido. Brillante no estaba ya en él, pero entre la&
plumas y los huesos del pichón vió la bolsita, abrió—
la, y encontró en ella una carta de algunos renglo-
/I

EL COMENDADOR DE MALTA. 185

nes, escritos en caracteres árabes. Desgraciada-


mente no comprendía Peyrou esta lengua. Tan
sólo en sus frecuentes campañas contra los berbe-
riscos, habla notado en las cartas de sello de estos.
corsarios la configuración de la palabra reis, que
significa capitán, y que seguía siempre al nombre
de comandante de los buques. En la carta hall&
tres veces la palabra reis. Pensó que pudiera ser
el gitano secreto emisario de algún pirata berbe-
risco, cuya nave, oculta en alguna de las calas de-
siertas de la costa, aguardase tal vez cierta señal
convenida para desembarcar. Habría podido el gi-
tano dejar este buque para venir ä la Casa-fuerte,
trayéndose su pichón, pues ya se sabe con qué
tino encuentran estas aves los sitios donde suelen
habitar.
Levantando la cabeza para dirigir nuevamente
el anteojo al horizonte, vió el vigía á lo lejos, so-
bre la línea azulada que separaba el cielo y el mar,
velas triangulares de una altura desmesurada, que
le parecieron sospechosas, confirmándose luego
en la idea de que el jabeque que corría aquellas
aguas debía ser pirata. Observó algún tiempo la
maniobra del buque y viti claramente que en vez
de venirse á tierra, parecía virar y dar bordadas,
cual si esperara á. un piloto ó una señal.
Hallábase el vigía ocupado en combinar en su
mente el mensaje del pichón con la aparición de
aquella nave de mal agüero, cuando un ligero rui-
do le hizo levantar la cabeza: era el gitano que
estaba delante de él.
186 EL COMENDADOR DE MArTA

XVIII
EL PLIEGO.

liallábanse aun abiertas sobre las rodillas del


vigía la bolsita y la carta. Por un movimiento más
rápido que la idea, y que se escapó al gitano,
ocultó ambos en su faja; aseguróse al mismo tiem-
po de que su cuchillo catalán podía salir con faci-
lidad de la vaina, porque la traza siniestra del ve-
gabundo no le inspiraba confianza alguna.
Miráronse por algunos momentos aquellos dos
hombres en silencio y midiéronse con la vista. El
vigía, aunque viejo, estaba aun ágil y vigoroso.
El gitano, más delgado, pero mucho más jóven,
parecía resuelto y audaz.
Peyrou se impacientó mucho con esta visita;
debía vigilar las maniobras del jabeque sospechoso,
y la presencia del gitano le molestaba.
—Quó queréis?—le preguntó secamente.
—Nada; vengo á mirar al sol sumergirse en la
mar.
—Es muy hermoso espectáculo; mas puede vér-
sele desde muchas otras partes.
Diciendo estas palabras, entró el vigía en su
choza, tomó dos pistolas, puso una en su faja, mon-
tó la otra, la tomó en la mano y salió. Podíase en-
tonces distinguir el jabeque ä la simple vista. El
gitano, al ver á Peyrou armado, no pudo reprimir
un movimiento de sorpresa, casi de despecho, y le
dijo con tono burlón, seiialando ä la pistola:
—Lleváis ahí un extraño anteojo, vigía.
El. COMENDADOR DE MALTA 187

—El otro es bueno para celar al enemigo cuan-


do está lejos, y este me sirve para cuando lo ten-
go próximo.
---gDe qué enemigo habláis, vigía?
—De vos.
---(1De mi?
—De VOS.
Trocadas estas palabras, ambos guardaron silen-
cio por algunos momentos.
—Os equivocáis: soy el huésped de Raimundo
Y, barón des Anbiez—dijo con énfasis el gitano.
—El escorpión venenoso es también huésped
de su casa—contestó Peyrou mirándole fijamente.
Animarónse los ojos del vagabundo: por la con-
tracción muscular que arrugó SUS mejillas, cono-
ció Peyrou que apretaba los dientes con violencia;
..sin embargo, respondió con afectada calma:
—No merezco vuestros reproches, vigía: Rai-
Inundo V se ha compadecido de un pobre ambu-
lante y me ha ofrecido su techo...
—Y para probarle tu reconocimiento, quisieras
atraer sobre ese techo la desgracia y la ruina.
—¿Yo?
—Tú; tú estás en inteligencia con ese jabeque
•que bordea, allá abajo, en el holizonte.
Miró el gitano el buque con el aire más indife-
rente del inundo, y respondió:
—En mi vida he puesto el pie en una nave: en
cuanto á la inteligencia en que me suponéis con
ese bajel, que llamáis.., jabeque, me parece, dudo
que mi voz 6 mis serias puedan llegar hasta él.
Echó Peyrou una mirada escudriñadora al gi-
tano, y le dijo:
—¿Jamás has puesto el pie sobre el puente de
una nave?
188 EL COMENDADOR DE MALTA

—Jamas, como no sea en las barcas del R6da-


no, porque he nacido en Languedoc, en un cami-
no real; formaban mis padres parte de una banda
de gitanos venidos de Esparia; por toda memoria
de mi infancia, recuerdo este refrán, frecuente:
canto de nuestra horda nómada:

Cuando me parió
mi madre la gitana.

lié aquí cuánto sé de mi nacimiento: estos son


todos mis papeles de familia, vigía.
—¿Los gitanos de España hablan también ára-
be?—dijo Peyrou, reparando con atención al va-
gabundo.
—Así dicen; yo no sé otra lengua que la que
estoy hablando.., bastante mal, como veis.
—El sol se esconde tras de esas grandes nubes.
Para haber venido ä ver este espectáculo, te mues-
tras bien indiferente--repuso el vigía con acento
irónico:—sin duda el jabeque te interesa más.
—Mañana á la tarde miraré la puesta del sol:
hoy quiero mejor ocupar el tiempo en adivinar
vuestros enigmas, vigía.
Durante esta conversación, el síndico de los
prohombres de mar no perdía de vista al buque,
que continuaba dando viradas, y evidentemente
parecía esperar una seña. Aunque el aparejo de
esta navé le parecía sospechoso, dudaba Peyrou
en alarmar la costa incendiando su ángaro. Po-
ner el litoral en conmoción, sin necesidad, era un
perjudicial precedente para otra ocasión de peligra
real, en que podía resentirse de esta falsa alerta
la puntualidad de los habitantes.
Mientras se entregaba á esas reflexiones, mira-
_ EL COMENDADOR DE MALTA 189

ha el gitano en su alrededor con aire inquieto;


procuraba distinguir algún vestigio del águila que
había visto desde su escondrijo pasarse hacia aque-
lla parte; tuvo por un momento la intención de
deshacerse de Peyrou, pero pronto renunció ä
este proyecto, porque el vigía, armado y vigorobo,
estaba alerta. Este, á pesar de la rabia que le
inspiraba la presencia del vagabundo, temió verle
bajar de nuevo al castillo. El barón no desconfia-
ba de aquel miserable, quien, viendo descubier-
tos sus malos designios por Peyrou, podía probar
alguna mala empresa antes de dejar el país. Em-
pero, era imposible que Peyrou abandonase su
atalaya en tan graves circunstancias, para adver-
tir al barón. Acercábase la noche, y el gitano per-
manecía allí; afortunadamente la luna era casi
llena, y no obstante la aglomeración de las nubes,
su luz radiaba con bastante viveza para poder dis-
tinguir las maniobras del jabeque. El gitano, con
los brazos cruzados sobre el pecho, miraba tí Pey-
rou con imperturbable sangre fria.
—Ea, el sol ya se ha puesto—le dijo el viejo
marino;—la noche será fría: harás bien en vol-
verte d la Casa-fuerte.
—Paso aquí la noche—dijo el vagabundo.
Levintose furioso el vigía, y se fué ä él con
ademán amenazador.
—Y yo, por nuestra Seriora de la Guarda, juro
que vuelves ä bajar al instante ä la playa.
—¿Y si no quiero?
—Te mato.
Irguióse el gitano.
—No me mataréis, vigía, y me quedaré.
Peyrou le apuntó su pistola y le gritó:
--¡Lo dicho! •
190 EL COMENDADOR DE MALTA

—¿Mataréis ä un hombre desarmado, que no os>


hace mal alguno? Os desafio á ello—contestó el
otro sin moverse de su sitio.
Bajó el vigía su arma: repugnábale un asesina-
to. Volvió ä poner la pistola en BU faja y paseó con
violenta agitación. Hall4base en una posición sin-
gular; no podía desembarazarse de aquel impor-
tuno ni por el temor ni por la fuerza; érale pre-
ciso resolverse á pasar así la noche, siempre sobre
aviso. Tomó este último partido, esperando que,
apareciendo alguien al día siguiente, podría librar-
se de su incómodo agregado.
—Sea, pues—dijo con forzada sonrisa;—aunque-
no os haya pedido por compañero, pasaremos la
noche j untos.
—Y no Os arrepentiréis, vigía... No soy mari-
no, pero alcanza mucho mi vista; y ei el jabeque
os inquieta, os ayudaré 4 celarle.
Después de algunos momentos de silencio, sen-
tóse en una balumba del peñasco. Arreciaba el
viento; los nubarrones velaban de tiempo en tiem-
po el pálido disco de la luna; la puerta de la casi-
lla, que estaba abierta, golpeaba con estrépito.
—Si quieres servir de algo—dijo Peyrou—toma-
aquel cabo de cuerda que hay allí en el suelo, y
ata la puerta de mi choza, porque el viento au-
menta.
Miró el gitano al vigía con admiración, y titu-
tubeó algún tiempo en obedecer:
—¿Queréis encerrarme en ella?... Sois diestro...
vigía.
Peyrou se mordió los labios y repuso:
—Que la ates por fuera, te digo; si no, te ten-
dré por mal compañero...
No viemte enrone::s ei gitano inconveniente al-
El, COMENDADOR DE MALTA 191
guno en satisfacer al vigía, recogió la cuerda, la
pasó por un anillo fijo en la puerta, y la até en
una escarpia de hierro que sobresalía en la pared.
Sentado siempre el vigía, seguía con atención
SUS movimientos; hecho el nudo, acercóse Peyrou,
y dijo, después de un momento de examen:
—¡Tan cierto como Dios nuestro seilor está en
el cielo, que tú eres marino!
— Yo, vigía?
—Y has servido á bordo de corsarios berbe-
riscos...
—¡Nunca! ¡nunca!
—Te digo que el que nunca ha navegado con
los piratas de Argel 6 de Túnez no puede acertar
hacer ese triple nudo, como tú acabas de hacer-
lo; sólo ellos amarran así el áncora á la argana.
Mordióse ä su vez los labios el gitano hasta lo
vivo, pero volviendo ti su calma, dijo:
—Vaya, vaya; tenéis gran golpe de vista; lle-
váis razón y os equivocáis ä la vez, serior vigía:
este nudo me lo enserió uno de los nuestros, que
se D08 unió en Languedoc, después de haber sido
esclavo de un corsario en Argel.
Perdiendo enteramente la paciencia, y furioso
del descaro de aquel miserable, dijo el vigía:
—Te digo que mientes. Tä vienes aquí 4 prepa-
rar algún detestable artificio... ¡Mira!
Y le mostró la carterita. Quedó atónito el gitano,
y no pudo contener un grito de maldición en árabe.
Si pudiera el vigía hsber conservado la menor
duda acerca de la condición del gitano, esta últi-
ma maldición, que en sus combates con los pira-
tas había oído tantas veces, hubiera bastado para
probar lo fundado de sil4 80Sp( !thilS. Los ojos del
gitano ceo.tel!iu:en rvbfa.
192 EL COMENDADOR DE MALTA

—Ya lo comprendo todo—exclamó,—el águila


-vino aquí ä devorar el pichón: desde la playa la
ví descender sobre este punto. ¡Esa carterita, 6 la
vida!—gritó sacando un puñal de su corpeto y
arrojándose sobre el vigía.
El cahon de una pistola apoyado en su pecho,
le recordó que Peyrou estaba mejor armado que
4'.!1. Pateando de rabia, exclamó:
---lEblis (el diablo) está con él!
—Estaba, pues, cierto; tú eres pirata: ese jabe-
que aguardaba tus instrucciones, 6 tu señal para
atracar 6 alejarse. Grande sera tu rabia al ver
burlados tus malvados planes, infiel.
—Me había Eblis tocado con su ala invisible, ya
que yo había olvidado el único modo de repararlo
todo—dijo de repente el gitano; y dando un salto
de gozo, desapareció á los ojos del asombrado Pey-
rou, y bajó á toda prisa el quebrado sendero que
conducía á la playa.

XIX
El. SACRIFICIO.

La noche transcurrió sin nuevos acaecimientos.


Al amanecer no se encontraba ya á la vista el jabe-
que.
Esperaba Peyrou con impaciencia la llegada del
joven marinero que le relevaba á ratos de su vi-
gilancia; tenía prisa por prevenir á Raymundo V
de las malas intenciones que suponía en el gitano.
A eso de las dos, admiróse extraordinariamente
de ver aparecer 4 Mlle. des Anbiez acompañada de
Estafaneta.
COMENDAD911 DE MLLTS 193

Acercósole Reina un poco cortada. Sin partici -


par de las ideas casi supersticiosas dolos h
tesdel ce acerca del solitario del cabo del Agui
halltibaae involuntariamente alterada, al ve-
nirle ä hablar de un asunto en que no podía pan-
•sar sin tristeza: había recibido en les mismos tár-
Ininos desconocidos y misteriosos nuevas mueatras
de la memoria de Erebo.
Vanas habían sido todas las pesquisas do Reina
y Estefaneta para descubrir la vía do aquellos ex-
traños envíos. Por una imperdonable terquedad,
por una loca afición ä lo maravilloso, continuaba
en ocultar todo á su padre y 4 llenando. Este úl-
timo había ealido de la Casa-fuerte ea un acceso
de celos.
Vivamente excitado el espíritu de Reina desde
el canto del gitano, había halagado mil ensueños
sobre la aventurera existencia del joven Emir,
,corno le había nombrado el va..abundo. Fuese con
intención ó por casualidad, había dejado éste su
• guzla en el gabinete de Reina, aun después de la
salida de Honorato de Berrol.
La víspera de la junta de los prohombres, al arro-
di llase Reina ente su reclinatorio por la noche
había encontrado un rosario de palo de sándalo,
do mérito exquisito. El broche, que d bía pren-
»darle á su cinturón, llevaba también la empre-
sa exmaltada de la palomita de que hablamos,
.símbolo de los recuerdos y del amor de Erebo.
Teniendo curiosidad por volver ä ver las faccio-
nes del desconocido, tomó la guitarra y abrió el
medallón; mas con gran sobresalto suyo, el retra-
to, sin duda mal asegurado, se desprendió y que-
-13 entre sus manos.
Entró 'adueña Dulcelina, y Reina 80 sonrojó,
194 L. COMENDADOR DE MALTA
cerró el medallón, y ocultó el retrato en su seno,.
proponiéndese restituirlo ä su sitio. Mas vino las
noche, y Estefaneta, sin prevenir ti, su señorita,
volvió la guitarra al gitano: la cubierta del meda-
llón estaba cerrada; ni el cantor ni la muchacha.
echaron nada de menos.
Al otro día por la mafiana mandó Reina buscar al
gitano para entregarle el retrato, pero había sali-
do, sin duda para soltar el pichón que fué paste
del águila.
Había tenido Reina valor para quebrar el vaso de
cristal y rap. gar la miniatura de vitela; mas no.
podía resolverse á destruir al retrato ni el rosario
que halló sobre su oratorio. A pesar de sus es-
flierzos, de sus süplicas al cielo, do su determina-
ción de olvidar la jornada de 011ioules, el recuerde
del desconocido se apoderaba más y más de sw
animo: el cantar del vagabundo, relativo al joven
Emir, como llamaba ä Erebo, había conmovido
profundamente su corazón. Aquellos con trastee de
valor, de bondad, de poder y de piedad admirables,.
le representaban Ja ringular mezcla de audacia y
timidez que le impulsaran entre las breñas de
011ioules. Trataba de restituir el retrato para en-
tablar de un modo indirecto con el gitano una.
nueva conversación sobre el Emir. Por su mal el
gitano había desaparecido; con gran extrañeza de
todos los habitantes del castPlo, no había vuelto
aquella noche. leaimundo V, que se había aficio-
nado d. él, previeo d. los suyos que tuviesen cuida-
do de noche, y estuviesen prontos ti bajar el
puente, contra la regla invariable del castillo, en,
caso de parecer. Tampoco volvió ti la mañana si-
guiente: creyóse que habría dormido después do
beber en alguna taberna de la Ciotat; sólo se ex-
EL COMENDADOR DE :YALTA 195

traPió no hallar sus dos pichones domesticados en


la caja en que ordinariamente los encerraba.
Desasosegada por los sucesos extraordinarios
que acaecían desde algún tiempo, cediendo en fin,
parte por curiosidad, parte por convicción, á las
instancias de Estefaneta, que tenia la mis por-
tentosa idea de la ciencia del vigía, habfase deci-
dido Reina á ir ä consultarle sobre los misterios
de que era teatro la Casa-fuerte. Conttibanse cosas
tan milagrosas de maese Peyrou, que, aunque
poco supersticiosa se sujetó la influencia de
la opinión general. Iba, pues, ti preguntar al
vigía, cuando con gran sorpresa se vió interroga-
do por él respecto al gitano.
—3111e., ¿ha vuelto esta noche el vagabundo ki
la Casa-fuerte?—le dijo con viveza.
—No; y mi padre está inquieto, aunque se cree
habrá pasado la noche bebiendo en alguna taber-
na de la Ciotat.
—Lo que seria bien raro—añadió Estefaneta
—porque el pobre mozo parece de una sobriedad
ejemplar.
—Ese pobre mozo—dijo el vigía—es un espía
de los piratas.
—1W—exclamó Reina.
—El mismo, MIle.: un jabeque ha bordeado
gran parte de la ni,che ä la vista en el golfo, no
esperando sin duda para desembarcar más que la
señal de ese vagabundo.
En pocas palabras enteró Peyrou á Reina de la
aventura del pichón; le dijo por qué indicios irre-
easables sospechaba que el gitano estuviese en in-
teligencia con los berberiscos; enseñóle la carteri-
ta y la carta, y se las entregó para que el barón
hiciese traducir el escrito por uno de los frailes
196 EL COMENDADOR DE MALTA

mínimos de la Ciotat, que, largo tiempo esclavo en


Túnez, sabía el árabe.
Reina, al oir las odiosas sospechas que pesaban
sobre el gitano, aunque sin saber definirse la cau-
sa de su temor, no se atrevió tí, declarar al vigía el
objeto de su visita. Miró Estefaneta desconcertada
su señorita, y dijo:
--Virgen santa! ¿quién hubiera podido creer
que ese infiel que cantaba tan bien, fuese un abo-
minable criminal? ¡Y yo que tuve bastante com-
pasión de él para darle un lazo de color de fuego!
¡Ah, mi querida señorita!... Y el retrato de...
Una seña imperiosa de Reina impidió 4 Estofa-
neta continuar.
—Adios, buen vigía—dijo Mlle. des Anbiez-
vuelvo ä casa ä prevenir á mi padre para que esté
sobre aviso.
—No olvides, Estefaneta, el enviarme aquí á
Luquin Trinquetaille; es preciso que trate con él
de la manera de teuer un mozo de ayudante—dijo
Peyrou.—En toda la noche he dormido. Ese pe-
ligroso bribón anda errante tal vez entre esos bre-
ñales, y puede venir ä asesinarme al ponerse la
luna; los piratas deben hallarse á las inmediacio-
nes del golfo, ocultos en cualquiera de las ense-
nadas en que se emboscan generalmente para ace-
char su presa; porque, ¡ay de mí! nuestras costas
no están defendidas.
—Tranquilizáos, maese Peyrou; vendrá Lu-
quín con sus dos primos; no habrá más que de-
cirle que se trata del gitano, y casi no empleará
tiempo en llegar ä todo el avance de sus largas
piernas. ¡Y decir que yo he dado una cinta de color
de fuego, tal vez á un pirata! —añadió Estefaneta
juntando las manos,—tal vez uno de esos mal-
ET, COMENDADOR DE IALTA

vados que todo lo arrasaron aquí el año pasado!


—Ve, ve, hija mía, y chite prisa; es preciso que
me entienda con el capitán sobre un pequeño cru-
cero que podrá emprender hoy mismo con su pi>
lacra. Prevendremos á los cónsules para que ar-
men al instante algunas barcas de pesca con hom-
bres seguros y determinados; es preciso correr el
aviso por toda la playa; armar la entrada del gol-
fo, que no se halla defendido, sino por el cañón de
la Casa- fuerte, y hallarse prevenidos contra toda
sorpresa, porque estos bandidos caen sobre la cos-
ta con la impetuosidad del huracán... Así, pues,
que Luquín venga al instante, ¿entiendes, Este-
fanets? Va en ello la salvación de la villa.
—Descuidad, que aunque me oprime el cora-
zón saber que Luquín va á, correr peligros, lo
quiero bastante para aconsejarle una cobardía.
Mientras esta conversación del vigía y su don-
cella, Reina, sumida en una profunda meditación,
había bejado algunas gradas del sendero que des-
cendía de la atalaya. Muy escarpado éste, rodeaba
los puntos exteriores del peñón, y formaba en
aquel sitio una especie de cornisa, cuyo vuelo sa-
lía más que el pie de la muralla de rocas elevada á
imis de trescientos pies sobre el nivel deimar. Una
joven menos habituada ä paseos y excursiones por
las montañas, temería aventurarse sobre este an-
gosto tránsito, que no tenía más parapeto del lado
del mar que algunas puntas más ó menos pronun-
ciadas de la peña. Reina, dominando estos peligros
desde su infancia, ni aun pensaba en el riesgo que
podía correr. La emoción que la agitaba desde su
entrevista con el vigía, la absorbía enteramente:
su paso, ya lento, ya precipitado, parecía partici-
par de sus tumultuosas sensaciones.
198 EL COMENDADOR DE MALTA

Estefaneta la alcanzó en breve. Sorprendida de


la palidez de su señorita, iba á preguntarle la cau-
sa, cuando le dijo con voz alterada, haciéndole
con la mano una seña que no admitía réplica:
—Ve delante de mí; no hagas caso de si te
sigo 6 no.
Precedió, pues Estefaneta á su ama, dirigién-
dose á toda prisa it la Casa-fuerte.
Extremada era la agitación de Reina des Anbiez:
las relaciones que parecían existir entre el gitano
y el incógnito eran muy evidentes, para que ella
no concibiese las sospechas más desagradables acer-
ca del joven ä quien el vagabundo llamaba Emir.
Muchas circunstancias en que hasta entonces no
ha hecho alto, la movieron 4 pensar que el gitano
era un secreto emisario del desconocido. Sin duda
aquel vagabundo había puesto en su aposento los
diversos objetos que tanta sorpresa le habían cau-
sado. En esta hipótesis, sólo uua objeción ofrecía
it su mente: el haber hallado el vaso de cristal y
la miniatura en vitela antes de la llegada del va-
gabundo. Un rayo de luz vino repentinamente
iluminar ä Reina: acordóse de que un dfa, por ha-
cer gala el gitano de su agilidad en presencia de
Estefaneta, había bajado al terraplen desde el bal-
cón que abría la ventana de su oratorio, volvien-
do ä subir por el mismo sitio; en otra ocasión se
había deslizado desde el terraplen ä las rocas que
guarnecían la playa, y vuelto ä subir desde ellas
al terraplen, aprovechándose de las sinuosidades
del muro y de las plantas parietarias que en él se
arraigaban. Aunque hubiese llegado por la pri-
mera vez al castillo con el notario, ano había po-
dido estar oculto en las cercanías de la Ciotat,
introducir«, por dos veces en la Casa-fuerte du-
EL. COMENDADOR DE MALTA 199
erante la noche, volviendo luego con la comitiva
diel notario, que por acaso había hallado, para alo-
jar toda sospecha? Estos pensamientos, reforzados
aun con algunas reflexiones, fueron en breve para
Reina pruebas irrecusables. El extranjero y los
dos que le acompañaban eran sin duda piratas,
que al abrigo de nombres supuestos y falsos MOti -
Nos acerca de su viaje, se habían hecho pasar por
-moscovitas, abusando así de la credulidad del ma-
riscal de Vitry. La primera idea de Reina, idea ab-
soluta é imperiosa, fu6 olvidar para siempre al
hombre sobre quien recaían tan terribles sospechas.
La religión, el deber, la voluntad de su padre,
eran otros tantos obstáculos insuperables y sagra-
dos, y la joven no pensó ya en arrostrarlos.
Hasta entonces, su joven y viva imaginación
había encontrado inagotables desvaríos en la aven-
tura de las gargantas d'011ioules. Todos sus cas-
tos ensueños de niña se habían, por decirlo así,
concentrado, realizado y personificado en Erebo,
aquel incógnito, á la vez arrojado y tímido, atre-
vido y encantador, que salvara la vida de su pa-
Are; y se había prendado, ä pesar suyo, del deli-
cado y misterioso ahinco con que Erebo había se-
guido procurando recordarse ä su memoria. Ver-
dad es que Reina nunca había oído la voz de
aquel extranjero; que ignoraba si su talento, su
carácter correspondían ä su graciosa presencia; pero
.aqué doncella, entre los sueños que le traen la
imagen del hombre cuya mirada trastornó su cal-
ina, no le presta las más dulces y delicadas pala-
bras, ¿no le hace decir cuanto ella deseara escu-
char? Esto había sucedido Reina respecto &Bre-
e»; habiale querido desterrar al principio de su,
pensamiento; pero cuando, después de lualik.
2 00 EL COMENDADOR DE MALTA

con todos los esfuerzos posibles contra un senti-


miento, se cede á él, su victoriosa dominación se-
hace irresistible. Amaba ä Erebo sin advertirlo-
quizá, cuando la fatal ( xplicación del vigía le pre-
sentó bajo tan triste colorido el objeto de su amor.
Lo costoso del sacrificio que debía llevar á cabo le'
hizo patente el poder del afecto con que, por de-
cirlo así, había jugueteado hasta entonces. Una
revelación imprevista le hizo conocer cuán profun-
do era aquel amor. ¡Misterios impenetrables del
corazón! En las primeras fases de esta singular
pasión, había mirado como posible su enlace con
Honorato; desee el momento en que tuvo un nom-
bre para el incógnito, y en quo conoció que, no
obstante la voz del deber que le mandaba olvidar-
lo, la memoria de Erebo dominarla por siempre'
su existencia, parecíale imposible unirse ä Be-
rrol. Reconocía aterrada que, ä pesar de sus es-
fuerzos, su corazón ya no era de él, y era ella in-
capaz de engairarle... Quiso hacer un último sa-
crificio, renunciar al rosario y al retrato que po-
seía, imponiéndoselo como en espiación de la re-
serva con su padre. Mucho sufrió antes de cumplir
esta determinación.
Caminaba Reina, como hemos dicho, por el vue-
lo de la cornisa que formaban las rocas sobre la
playa, en que saltaba la oleada. Llevaba sobre su,
traje una especie de manto oscuro, con capucha
calda sobre la espalda, quedando su cabeza desea-
bierta y sus largos bucles de cabello cuba() á
merced del viento. Tenía su rostro una expresión
de melancolía dulce y resignada; sin embargo, ti
veces brillaban sus ojos con vivo resplandor, y le-
vantaba su hermosa y noble frente, con señales.
de dolorido orgullo. Amaba apasionadamente, más.
EL COMENDADOR DE MALTA 201

sin esperanza, 6 iba ä echar al viento las débiles


prendas de aquel amor imposible... A sus pies,
mucha profundidad, estrellábase con furia la ma-
rejada. Sacó de su seno el rosario; consideróle
momento con amargura; lo apretó contra el co-
razón, y extendiendo luego su blanca y delica-
da mano sobre el abismo... recibieron sus ondas
el objeto abandonado.
En vano quiso Reina seguirle con la vista; el
borde de la cornisa era muy escéntrico, para de-
jarle percibir nada. Suspiró profundamente; tomó
el retrato del incógnito; contemplóle largo rato
con triste admiración. No había cosa más grata y
seductora que las facciones de Erebo; sus grandes
ojos negros, á la vez dulces y altivos, le recorda-
ron la mirada llena de candor y elevación que echó
sobre Raimundo V despues de haberle salvado la
vida... La sonrisa que bañaba aquella figura se-
rena, no se parecía al son reir irónico y atrevido
que tan vivamente ofendió á la doncella. Luchó
algunos momentos contra su resolución; luego, la
razón recobró su imperio; acercó sonrojándose el
medallón á sus labios... y lo lanzó precipitada-
mente en e/ espacio. Cumplido este doloroso es-
fuerzo, se sintió menos angustiada; hubiera crei-
do cometer una falta conservando aquellas prue-
bas materiales de su loca pasión.
Ya se consideraba libre para entregarse á los
pensamientos que encerraba en su corazón. Pa-
seóse largo tiempo en la playa absorta en estos
pensamientos. Al volver á entrar en la Casa-
fuerte, supo que Raimundo V no había vuelto aun
de caza.
Era ya de noche. Reina, seguida de Estefaneta,
entró en su gabinete... ¡Cuál no fué su asombro,
-202 EL COMENDADOR DE MALTA

su espanto!... Sobre la mesa volvió it hallar el re-


trato y el rosario que dos horas antes había creido
sumergir en los abismos del mar.

XX
LA NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES

Abandonaremos algun tiempo la Casa-fuerte del


barón des Anbiez y la pequeña villa de Ciotat,
para conducir al lector ä bordo de la galera del
Comendador Pedro des Anbiez.
Había forzado la tempestad ä este buque ä re-
fugiarse en el pequeño puerto de Tolari, situado
al este del cabo Corso, punta septentrional de la
isla de Córcega.
La campana de la galera acababa de dar las
diez del día; la atmósfera estaba densa, cargada,
lúgubremente encapotado el cielo de obscuras nu-
bes: las violentas y frecuentes ráfagas de viento
noroeste, levantaban un fuerte oleaje en lo interior
del puerto. A cualquier lado que se volviese la
vista, encontraba las áridas y sombrías montañas
del cabo Corso, cuya base hendía la rada.
Estaba el mar bastante levantado en lo inte-
rior de aquel estanque, mas parecía casi en calma
comparado con las enormes olas que se desploma-
ban ä la estrecha boca del puerto, sobre una barra
de rocas: estos escollos casi sumergidos, esta-
ban cubiertos de nítida espuma, que, sacudida
por el viento, saltaba en húmedos y blancos áto-
mos. Los penetrantes chillidos de las gaviotas,
apenas sobresalían entre el ruido atronador de
aquel mar aborrascado, comprimiéndose en el ca-
EL COMENDADOR DE MALTA 201
,nal que había que atravesar para entrar en la rada
de Tolari. Algunas miserables cabailas de pesca-
dores, situadas en la playa en que estaban vara-
dos sus bateles, contemplaban tan salvaje y soli-
taria perspectiva.
Embatida por aquel fuerte vaiven la Nuestra
.Señora de los Dolores, ya se elevaba en las hin-
chadas aguas y estiraba sus gomenas hasta casi
hacerlas saltar, ya, por el contrario, parecía ahon-
darse un lecho entre dos olas. Nada más serio y
fúnebre que aquella galera, pintada á manera de
sarcófago. Larga de ciento sesenta pies, ancha de
diez y ocho, angosta, prolongada, y casi sin levan-
tar del nivel del mar, semejaba á una inmensa
serpiente negra dormida en medio de las ondas.
De la parte anterior del paralelógramo que forma-
ba el cuerpo de la galera, nacía un tajamar sa-
liente 6 agudo de diez pies de largo. En la parte
posterior estaba formada una cámara semicircular
cuyo techo se inclinaba hacia la proa. Bajo este
techo, llamado carroza de popa, habitaban el Co-
mendador, el patrón, el prior y el rey de los ca-
balleros (el más anciano de la orden ti, bordo.)
Los árboles de la galera, desarmados al entrar
,en la rada, habían sido colocados en crugía, es-
trecho tránsito que atravesaba por medio en toda
su longitud; á uno y otro lado de este tránsito es-
taban los bancos de los forzados. Sobre la cámara
de popa, fija en una asta negra, ondeaba la ban-
dera de la orden, roja, cuartelada de blanco; un
fanal de bronce por bajo de ella designaba el gra-
do del Comendador.
Apenas se comprende en nuestros tiempos,
.cómo los esclavos que componían la chusma de
una galera, podían vivir sujetos día y noche al aula
204 EL COMENDADOR DE MALTA

bancos. En navegación, durmiendo sobre cubierta,


ein abrigo; anclados, albergados en una tienda de
herbage (tela áspera que se hacia de hierbas), que
apenas los guarecía de la lluvia y las escarchar.
Figúrense sobre la galera negra, en un día nuble-
so y frío, unos ciento treinta galeotes, moros, tur-
cos 6 cristianos, vestidos de chupas encarnadas y
gabanes pardos de lana con capuchón, tiritando
bajo el helado soplo de la tempestad y la lluvia
que los inundaba ä pesar del tendal. Para calen-
tarse algo, aprettibanse unos contra otros en loa
estrechos bancos ä que estaban encadenados de
cinco en cinco. Todos guardaban silencio, echando
4 menudo ojeadas inquietas y temerosas hacia loa
cómitres y soto-cómitres. Estos subalternos, vesti-
dos de negro y armados de un vergajo, recorrían
la crugía.
Había trece bancos derecha y doce 4, izquierda.
Los galeotes que servían la palamenta de la Nues-
tra Señora de los Dolores, habían sido reclutados,
según costumbre, entre cristianos, moros y turcos;
cada uno de aquellos tipos tenía su carácter par-
ticular. Los turcos, flojos, abatidos, perezosos, pa-
recían dominados de una apatía dolorosa y medi-
tabunda; los moros, siempre agitados, turbulen-
tos, feroces, parecían espiando sin cesar el plomen-
te de romper sus cadenas y destrozar á sus guar-
dias; los cristianos, ya fuesen condenados, ya en-
ganchados espontáneamente, estaban n' As confor-
mes con su suerte, hasta los había que se ocupa-
ban en trabajos de paja, de que esperaban sacar
provecho; los negros, en fin, cogidos ti los buques
berberiscos en que remaban como esclavos, se ha-
llaban en una especie de entorpecimiento é inmo-
vilidad estúpida, con los codos sobre las rodillas y
EL COMENDADOR DE MALTA 205

la frente entre las manos. La mayor parte de ellos


moría de tristeza, mientras los musulmanes y cris-
tianos concluían por acostumbrarse ä su suerte.
Entre estos últimos, sin embargo, los había terri-
blemente mutilados; eran fugados que habían
vuelto ü prender, y para castigarlos de su tentati-
va de evasión, se les había cortado la nariz y las
-orejas; repugnantes en extremo eran sus fisono-
mías desfiguradas. Por último, en la proa de la
galera, y acomodados en una especie de cuerpo de
guardia cubierto, y llamado arrumbadas, se veían
en batería cinco piezas de artillería de buque. Allí
estaban los soldados y artilleros que no componían
parte de la chusma, formando, si así puede lla-
marse, la guarnición del bajel, 4 que imprimían
movimiento los remos de los forzados. Una vein-
tena de marineros, tambi4n libres, estaban en-
cargados del manejo de las velas, del ancoraje y
demás maniobras náuticas. Los soldaos y arti-
lleros, considerados como hermanos legos y asis-
tentes, llevaban casaca de búfalo, capirotes y cal-
zones negros. Al abrigo del techo de las arrumba-
das, unos sentados sobre los cañones, limpiaban
sli3 armas; otros dormían echados sobre cubierta,
y envueltos en sus gabanes; otros, en fin, cosa
rara aun entre los soldados de la orden, se entre-
gaban tí lecturas piadosas ó rezaban el rosario.
A excepción de los forzados, la tripulación de
esta galera, cuidadosamente escogida por el Co-
mendador, tenia un aspecto grave y recogido. Casi
todos los soldados y marineros eran de edad ma-
dura, tocando algunos en la vejez. Por las nume-
rosas cicatrices de que la mayor parte estaban cu-
biertos, se vela que servían hacía tiempo. Mis de
doscientos hombres contenía esta galera, y reina-
206 EL COXENDADOR DE MALTA

ba en ella un silencio clauetral. Si la chusma ca-


llaba por temor al litigo de los cómitres y cabos
de vara, los marineros y soldados obedecían d pia-
dosas costumbres, religiosamente fomentadas por
el Comendador Pedro des Anbiez. En mis de trein-
ta ariosque hacia que mandaba esta galera de la
orden, había procurado conservar siempre la mis-
ma tripulación, reemplazando únicamente y con
gran pesar los hombres que perdía. En Malta se
sabía la rigidez de disciplina establecida 4 bordo
de La Nuestra Señora de los Dolores: era tal vez
el Comendador el único oficial de la órden que
exigía la estricta observancia de sus reglas. Su ga-
lera, á cuyo bordo no recibía sino gentes experi-
mentadas, llegó 4. ser una especie de convento nó-
mada, punto de reunión voluntario de todos los
marinos que querían su salvación y ceüirse escru-
pulosamente ti los rigurosos deberes de aquella co-
fradía militar y hospitalaria. Lo mismo sucedía
respecto ä los jóvenes oficiales aventureros. Y á los
que preferían llevar una vida alegre y tumultosa
(la in mensa mayoría) encontraban dispuestos á, reci-
birlos tí la mayor parte de los capitanes de la orden,
y ä olvidarlo todo con ellos, batiéndose con bravu-
ra contra los infieles, pues su misiá a de monjes y
soldados era á la vez santa y guerrera. Por el con-
trario, el pequ•ho número de caballeros jóvenes
que estimaban en lo que valía la vida austera,
mezclada al mismo tieopo de grandes peligros,
buscaba solícito la ocaosión de embarcarse en la ga-
lera de Pedro des Anbiez. Allí nada chocaba, nada
I armaba su 9 religiosas prácticas, allí podían en tre-
g rse 4, sus piadosos ejercicios, sin temer la mofa ó.
llegar á ser bastante débiles para sonrojarse de
su celo.
EL COMENDADOR DE MA g .TA 20 1'
El artillero mayor 6 contramaestre de la galeras
viejo soldado moreno que llevaba una jaqueta de
felpa negra con cruz blanca, estaba sentado en el
cuerpo de guardia de proa; hablaba con el marino
mayor; este se llamaba maese Simón, y el prime-
ro maese Hugo, y ambos habían navegado con el
Comendador des Anbiez. Maese Hugo acicalaba
con cuidado una gola de escama de acero; maese
Simón miraba de tiempo en tiempo, ä través de la
abertura de la tienda, para examinar el cielo y el
mar, y poder pronosticar el término ó el progreso
del temporal.
—Hermano—dijo Hugo 4 Simón—la tramonta-
na sopla muy fuerte, y en algunos días no llegare-
mos ä la Ciotat. Habrá pasado la fiesta de Navi-
vad, y lo sentirá mucho el hermano Comendador.
Maese Simón, antes de responder éL su camara-
da, consultó otra vez el horizonte, y dijo con aire
grave:
—Aunque no pertenece al hombre el tratar de
adivinar la voluntad del Señor, creo que podemos
esperar ver bien pronto el término de esta borras-
ca; las nubes parecen menos bajas y cargadas>
Tal vez mañana nuestro antiguo compañero el vi-
gía del cabo del Aguila avisará nuestra llegada al
golfo de la Ciotat.
—Y será un día de gozo en la Casa-fuerte de
Raimundo Y—dijo Hugo.
—Y también tt bordo de la Nuestra Sertora,
aunque en ella la alegría aparece tan raras veces
como el sol con el viento de Oeste.
—He aquí aderezada esta gola—dijo el artille-
ro mirando su obra con ojos satisfechos;---Ies ex-
traño, hermano Simón, lo tenaz que es la sangre
sobre el acero! ¡Cuánto no he frotado, y siempre
208 EL COMENDADOR DE MALTA

se distinguen las manchas negruzcas sobre la es-


cama!
— Eso prueba que el acero ama :I la sangre coma
la tierra al rocío—dijo el marino, sonriendo tris-
temente de su observación.
—Sin embargo, sabéis—dijo Hugo—que va
hacer diez arios que el hermano Comendador re-
cibió esta herida en un combate contra Murad-
Reis, el corsario de Argel.
—Me acuerdo tan bien de eso, hermano, como
que de un vuelo de hacha derribé al infiel que ha-
bla casi roto su canjiar en el pecho del Comenda-
dor, felizmente defendido por esta malla de hie-
rro; sin esto Pedro des Anbiez hubiera muerto.
—Así estima él tanto esta gola. Voy á lle-
váraela.
—Detente—dijo el marino, tomando del brazo
al artillero—has escogido mala ocasión; el her-
mano Comendador está en sus malos días.
-('ómo?
—El serior Escudero me ha dicho ahora poco
que el hermano Elzear había querido entrar ea la
cámara, pero que estaba el crespón sobre la puerta.
—Entiendo.., entiendo: basta esa serial para
flue nadie ose entrar en la cámara del Comenda-
dor, hasta que él dé la orden.
—Pero hoy no es sábado ni estamos 4 17 del
mes—dijo maese llego con ademán pensativo.
—Es verdad; tinicamente por esas épocas es
cuando parece nublarse más su espíritu—dijo maese
8itnón.
A este tiempo se dejó &r una especie de rumor
sordo en la parte de afuera entre la chusma. Este
ruido no tenía nada de amenazador; expresaba,
por el contrario, una especie de contento.
EL COMENDADOR DE MALTA 209
—dQué viene ti, ser eso?—preguntó el artillero.
—Sin duda es el reverendo padre Elzear que se
presenta en el puente, y no es extrailo que al ver-
le se crean ya menos desgraciados los esclavos.

XXI

EL HERMANO DE LA MERCED

Elzear des Anbiez hermano de la sacra, real


y militar orden de Nuestra
' Sehora de la Merced,
redención de cautivos, acababa, en efecto, de pre-
sentarse sobre el puente de la galera, y acogían
su aparición los esclavos con un murmullo de go-
zo y esperanza, porque siempre tenia algunas pa-
labras de conmiseración que prodigarles. La dis-
ciplina establecida ä bordo era severa é inmutable;
it pesar del íntimo afecto que le unía á Pu her-
mano el Comendador, no habría osado pedirle per-
dón para un culpado; pero no cesaba de animar
y consolar ä los que debían sufrir algún castigo.
Adelantóse con paso lento por el tránsito que se-
paraba las dos h i leras de bancos. Llevaba el há-
bito de 2311 orlen; una larga sotana hlsuca, con
manteo de la misma tela, echado ä la espalda; un
cordón lo cefila 11 su cuerpo; á pesar del frío, sus
pies descansaban desnudos sobre el cuero de las
sandalias. En medio de su pecho se veían las ar-
mas de la orden: uh escudo diapreado de oro y
gules, en que campeaba una cruz de plata ti fajas.
Pareelase el padre Elzear á Raimundo V: sus
facciones eran nobles y majestuosas; mas /a aus-
teridad, las fatigas do 8U penosa y santa profesión
le habían impreso la marea del sufrimiento habi-
23
210 EL COMENDADOR DE MALTA

tual. La parte superior de su cráneo estaba rasa"


pero un cerquillo de cabellos blancos rodeaba su
venerable frente. Su rostro pálido, enjuto, sush
mejillas prominentes, hacían parecer aun más.
grandes sus negros ojos, de completa serenidad;;
una sonrisa apacible y melancólica daba expre-
sión de adorable bondad ä su aspecto. Iba un'
poco encorvado, como si hubiera contraído este
hábito á, fuerza de inclinarse hacia los cautivos.
amarrados á la cadena. Sus débiles brazos tenían,
profundas é indelebles cicatrices. Apresado en
uno de los muchos viajes que hacía de Francia at
Africa para el rescate de esclavos, había sido en-
cadenado y tratado con tanta crueldad, que toda.
su vida conservó señales de la barbarie de los pi-
ratas. _Rescatado por la solicitud de su familia,
volvió á tomar voluntariamente la cadena para.
reemplazar en el baño de Argel á un pobre habi-
tante de la Ciotat que no podía suplir su contin-
gente y á quien llamaba ä Francia una madre'
moribunda. En cuatro años había redimido más,
de tres mil esclavos, ya con las rentas de su pa-
trimonio, ya con el fruto de sus colectas.
A excepción de algunos días que pasaba cada,
dos ó tres arios en casa de su hermano Raimundo
V, el padre Elzear, noble, instruido, rico, pues
tenia una fortuna independiente que consagraba
la redención de cautivos, estaba siempre de pe-
regrinación, ya por tierra para recoger limosnas,
ya por mar para ir ti libertar esclavos. Santamen -
te entregado ä tan piadosa y ruda misión, halita
rehusado siempre los grados que MI nacimiente,
sus virtudes, su valor y angelical caridad le podían
asegurar en su orden. Su abnegación, su senci-
llez, de una graLdeza propia de la antigiitclad,.
EL COMENDADOR DE MALTA 211

llenaban todos los ánimos de respeto y admiración.


De un espíritu elevado, encaminó todas las facul-
tades de su alma ä un solo blanco, el de dar 1 su
lenguaje un irresistible poder de consuelo. Así
pues, ¡qué triunfo para él cuando su palabra con-
movida y penetrante daba algun poco de ánimo y
esperanza ä los pobres esclavos ligados ä sus re-
mos; cuando v3fa sus ojos, desecados por la de-
sesperación, volverse ä 61 humedecidos con las dul-
ces lágrimas del reconocimiento!
Confunde de admiración el pensar en estas exis-
tencias de tal modo sacrificadas en la obscuridad
ä una de las más santas y dignas misiones de la
humanidad; el reflexionar sobre la perseverancia
sublime de estos hombres, espontáneamente co-
locados de continuo bajo el alfanje de /os piratas;
de estos hombres, que arriesgan todos los días su
vida por ir ä los calabozos á exhortar á la pacien-
cia y la resignación ä los esclavos, que los bárbaros
bruman de trabajo y de golpes. ¿No necesitaban
los hermanos de la Merced una extraordinaria ab-
negación para ir á rescatar, entre los mayores pe-
ligros y á costa de sacrificios enormes, ä personas
que no habían de volver á ver? El sacerdote, el
misionero, gozan al menos por algun tiempo de /a
vista del bien que han causado, del reconocimiento
de los que han instruido, socorrido 6 salvado,
Mas el redentor de cautivos, apenas conocido de
aquelles ri quienes salva, los deja para siempre,
después de darles el más precioso de los bienes:
la libertad. Había, no obstante, un día halagüeño
para los hermanos de la Merced, que era aquel
oil que sus redimidos desembarcaban en Marsella,
y pasaban solemnemente ä la iglesia 4 dar gracias
al cielo por sus beneficios. Niños vestidos de blan-
212 EL CONENDADOR DE MALTA

co loa acompafiaban con verdes palmas, y sus dé-


biles manos quitaban los hierros ti los cautivos;
¡interesante símbolo de la tierna caridad de los
hermanos de la Merced!
Cuando el padre Elzear se dejó ver sobre cu-
bierta, todos los esclavos encadenados se volvieron
hacia él por un movimiento simultáneo. A cada
paso que daba, moros 6 turcos, alargándose fuera
de sus bancos, procuraban coger sus manos y lle-
varlas al sus labios. Aunque habituado ä recibir
tales muestras de respeto y afecto, no pudo conte-
ner una lágrima que brilló en sus ojos; quizá ja-
más se había hallado su piedad tan excitada. El
tiempo estaba frío y obscuro, cargado el horizonte
de tempestad, solitaria y embravecida /a rada;
y aquellos infelices, la mayor parte atemperados
al cálido sol de Oriente, se hallaban balbuceando
de frío, casi desnudos, y tal vez por toda 1311 vida
encadenados ti los bancos.
Por mis que la filantropía del padre Elzear era
igual para todos, no podía dejar de compadecer
en más alto grado la suerte de aquellos cuyos do-
lores le parecían más desesperados. Desde su sali-
da de Malta, donde había ido á reunirse ä en
hermano con diez cautivos que devolvía ä la Ojo-
tat, había parado la atención en un esclavo moro
de unos cuarenta arios, cuya expresiva fisonomía
revelaba una tristeza incurable. Ningún otro de
la chusma llenaba BU penosa tarea con más ánimo,
con mayor resignación, mas apenas llegado el
momento de descanso, cruzaba sus vigorosos bra-
zos, dejaba caer la cabeza sobre el pecho, y pasa-
ba así las horas en que aus camaradas trataban de
olvidar su suerte.
EL COMENDADOR DE MALTA 213

El contramaestre, sabiendo el interés que aquel


cautivo inspiraba al padre Elzear por su carácter
dulce y tranquilo, se acercó al religioso y le no-
tició con sentimiento que el moro iba ä sufrir un
castigo ejemplar por falta grave de subordinación.
Aquella misma mañana, sumido en su profunda
y habitual meditación, no había contestado ä
ordenes de su cómitre; ech6le éste una fuerte re-
primenda, y permaneció inmóvil; picado de esta.
indiferencia, que tomó por un insulto 6 por una
evasión del trabajo, sacudió un vergajazo en las
espaldas al esclavo. Dió un salto el moro, acompa-
ñado de un rugido salvaje, y se lanzó sobre el có-
mitre cuanto le permitía su cadena, con tal rabia,
que le derribó, y ä no ser por muchos marine-
ros y soldados que acudieron, le hubiera ahogado.
El cautivo que ponía la mano sobre un cabo de
Ja galera, su'ría uua pena terrible: tendiasele
casi desnudo sobre el mayor cañón de las arrum-
badas, llamado el crugla, y dos hombres armados
de correas le azotaban sin intermisión, hasta que
perdiese enteramente el sentido. Tal pena se ha-
bía pronunciado aquella mañana contra el moro
por el Comendador. Conociendo el carácter inflexi-
ble de su hermano, no pensaba EIzear pedirle el
perdón del culpable; quiso únicamente procurar
que se atenuase el efecto cruel de la sentencia,
comunicándosela él mismo al cautivo. Este, re-
cientemente embarcado, ignoraba de todo punto
la suerte que le esperaba; el padre Elzear temió
que si no se le advertía con precaución del espan-
toso castigo ä que estaba destinado, podría entre-
garse ä un nuevo acceso de furor, incurriendo qui-
zá en pena capital.
Cuando se acercó á él hallóle sepultado en
414 EL COMENDADOR DE MALTA

aquella especie de estupor de que nunca salía sino


para aplicarse ti sus trabajosas faenas. Tenía, como
loe demás esclavos, un capote de lana gris con ca-
puchón, y calzoncillos de estopa; una de sus pier-
nas desnuda cogida con una argolla y la cadena
que pendía de ella, podía correr á lo largo de una
barra de hierro de la extensión del barco. Calado
el capuchón hasta la nariz por cima de un bonete
encarnado, echaba una sombra extraria sobre su
rostro moreno. Tenía los brazos cruzados sobre el
pecho; los ojos, inmóviles y abiertos, parecía que
miraban sin ver; sus facciones eran regulares y
agradables ; nada en su exterior anunciaba un
hombre acostumbrado al trabajo y la fatiga.
Hablaba el padre Elzear el árabe, como la ma-
yor parte de los hermanos de la Merced: acercóse
con severidad al cautivo, y tocándole ligeramente
el brazo, le sacó de su distracción. Al conocer al
padre Elzear, que siempre le había llevado algún
consuelo, sonrió tristemente el moro, y tomando
la mano del religioso, la besó.
— Siempre sumido en esa tristeza, hermano
miol—iijo sentándose en la extremidad del ban-
co, y tomando ambas manos del esclavo en sus
manos trémulas y venerables.
—Mi esposa y mi hijo están muy lejos; ignoran
mi cautiverio.., me esperan...—dijo el moro con
aire sombrío.
—No debe mi querido hijo perder enteramente
la esperanza y el ánimo; Dios protege ti los que
sufren con resignación, y ama ti los que aman
aus familias: mi hermano volVeri ti ver d au esposa
ÿ au hijo.
Movió el moro la cabeza; luego, en ademán tris-
tethente expresivo, alzó con lentitud el índice de
EL COMENDADOR DE MALTA 2l1

-14u mano derecha al cielo. Comprendió el padre


Elzear aquella expresión muda, y le dijo:
—No, no aguardará á ver mi hermano los ob-
jetos de su memoria allá arriba; será aquí abajo...
•.en la tierra.
—Se muere muy pronto lejos de su esposa y
su hijo, padre mío; no me quedará tiempo para
-volverlos á ver.
—Nunca se debe desesperar de la misericordia
-divina, hermano mío. ¿Cuántos pobres esclavos
han dicho, como vos ojamhs veré á los míos,,
y ä estas horas están á su lado, tranquilos y feli-
ces?... Las galeras de la religión están cangeande
.coutinuamente sus cautivos por francos; ¿por qué
mi hermano no ha de ser algún día comprendido
en esos can ges?
—Algún día! ¡Puede ser! IIe aquí mis únicas
esperanzas—dijo el moro con abatimiento.
—¡Pobre desdichado! ¿Qué sería, pues, si hu-
,biese que decir nunca?
—Tiene razón mi padre... ¡Nunca... nunca!...
.¡Ah! ¡Eso seria horrible... Sí... sí... quizá algún
día!...—Y una dolorosa sonrisa bailó los labios
del moro.
Titubeaba el padre Elzear al darle la noticia,
-más la hora se acercaba, y resolvióse á hablarle.
—Mi hermano había sido apreciado hasta aquí
por au dulzura y valor; ¿por qué esta mariana?...
Detúvose el religioso. El moro le miró con aire
de asombro.
—¿Por qué esta maüana mi hermano, en vez de.
.obedecer las órdenes del cómitre, le ha maltrd.-
tado?
—Padre mío, le he maltratado, porque ma
maltrató sin razón.
216 EL COMENDADOR DE MALTA

—¡Ay de mi! ¿Os hallaríais como de continuo.


abstraído con vuestros pesares? Ellos os impedi-
rían oir las órdenes del cómitre.
—¿Me había dado órdenes?—preguntó el moro,
con sorpresa.
—Por dos veces, hermano mío; y aun os re-
prendió porque no las ejecutastéis. Tomando, en
fin, por ultraje vuestro silencio, os golpeó.
—Debe haber sido como decís, padre mío; me.
arrepiento de haber maltratado al cómitre; no.
le había oído; ä puro soilar con lo pasado, llegué ä
olvidar lo presente... ¡Volvía ä ver mi pobre casa
en Gigery; mi pequerio Acoub me salía al encuen-
tro, escuchaba su voz, y al alzar los ojos veía ä se
madre, medio oculta y apartando las cortinas de
nuestro balcón!...
Haciendo transición de este pensamiento ä
situación actual, bajó el moro la cabeza con de-
caimiento; dos lágrimas corrieron sobre sus ate-
zadas mejillas, y dijo con acento doloroso:
— IY nada de esto hay... nada!
A vista de aquel hombre, ya tan desgraciado,
estremecióse el compasivo religioso al pensar en lo.
que tenía que decirle; estuvo ä punto de desma-
yar en su angustiosa misión, pero volvió ä tomar
valor.
—Mucho sentimiento me causa que mi herma-
no estuviese 'tan embebido esta maliana, porque,
aun cuando involuntariamente, ha maltratado al
cómitre. Y ¡ay! la disciplina exige que sea cas-
tigado.
—Perdóneme mi padre; mas no pude reprimir
mi primer impulso: era el único sueno de dicha
desde mi cautiverio; los golpes que me dieron
me arrancaron ä aquella ilusión querida; mes
EL COMENDADOR DE MALTA 217

puse furioso, no- por el dolor, sino por la pérdida


de mis recuerdos. Por otra parte, ¿qué le hace?
aquí soy esclavo y debo sufrir: sufriré el castigo.
—¡Pero es que es cruel esta pena!... ¡Pobre
desdichado!... Es tan cruel, que no os abandona-
ré... durante vuestro suplicio; es tan cruel, que
estaré á vuestro lado, rogaré por vos; y al menos,
mis amistosas manos estrecharán las vuestras cris-
padas por el dolor.
Miró el africano fijamente al padre Elzear; des-
pués dijo con el acento de una resignación casi
indiferen te:
— Tendré que sufrir mucho?
El religioso, sin responderle, estrechó con más
fuerza sus manos y fijó en él los ojos llenos de lá-
grimas.
—Sin embargo, yo había llenado mi deber de
esclavo /o mejor posible; mas ¡qué importa!—con-
tinuó suspirando.—Dios os bendecirá, mi buen
padre, por no abandonarme.., y ¿cuándo debo
sufrir ese castigo?
—Hoy.., dentro de poco.
-Alié se ha de hacer, buen anciano? Soportar-
lo, y bendecir á Dios por haberos enviado cerca
de mí en tan fatal momento.
— Pobre criatura!—exclamó el padre Elzear
profundamente interesado por aquella resignación:
—no sabéis ¡ay de mi! lo que tenéis que pasar.—Y
con voz trémula y conmovida le explicó en pocas
palabras la pena á que estaba condenado. Estre-
mecióse un poco el forzado, diciendo solamente:
—Al menos, nada sabrán mi esposa y mi hijo.
A este tiempo, el contramaestre y cuatro sol-
dados con casco de fieltro negro y cruces blancas,
se acercaron al banco ä que estaba sujeto el moro.
218 EL COMENDADOR DE MALTA

—Hugo—dijo el padre Elzear al contramaes-


tre, —suspended, os lo ruego, la ejecución hasta
que haya hablado á mi hermano.
Era tan severa, tan absoluta la disciplina esta-
blecida en la galera, quo el artillero miró con aire
indeciso al religioso; pero gracias al respeto que
inspiraba, no se atrevió á negarle su demanda.
Fuése á toda prisa el padre hacia la cámara para
interceder con el Comendador en favor del sen-
tenciado. Habiendo atravesado el estrecho corre-
dor que conducía ä la habitación de su hermano,
vió la cerradura de su cuarto cubierta de un cres-
pón. Esta serial, siempre respetada, anunciaba
que el Comendador prohibía la entrada en su apo-
sento ä todos sin excepción. No obstante, el moro
inspiraba tanto interés al padre Elzear, que, aun-
que convencido de antemano de ser casi inútil
aquel paso, quiso tentar el último esfuerzo.
Penetró en la cámara del Comendador.

EL COMENDADOR

El espectáculo que hirió la vista del padre El-


zear fué imponente y solemne. La cámara del Co-
mendador, pequeria, 6 iluminada tan sólo por dos
estrechas ventanas, estaba tapizada de negro. Un
féretro de madera blanca, lleno de cenizas y fija-
do con tornillos al pavimento, servía de cama ä
Pedro des Anbiez. Por cima de aquel lecho fune-
rario se hallaba colgado el retrato de un hombre,
joven aun, que tenía coraza y se apoyaba sobre su
Et. COMMMADOE DE MALTA 215

aseo; su nariz era aguileña, delgados sus labios y


graciosa su expresión; grandes ojos verdemar da-
ban ti su fisonomía una apariencia benévola y al-
tiva á la vez. Leíase por bajo del cuadro en una
tarjeta esta fecha: u25 de Diciembre de 1613s;
había una gasa negra para cubrir esta pintura. Ar-
mas de guerra colocadas en un astillero eran el
'único adorno de aquella lúgubre estancia.
Pedro des Anbiez no había notado la entrada
de su hermano. De rodillas ante un oratorio, me-
dio cubierto de un cilicio de cerda, que llevaba
día y noche, tenia desnudas las espaldas. En las
gotas coaguladas de sangre y las rayas amoratadas
que surcaban sus carneo, se conocía que acababa
de imponerse una sangrienta disciplina. Tenía la
cabeza baja y apoyada en ambas manos: algunos
temblorosos movimientos agitaban sus acardenala-
dos hombros, como si saltara su pecho en compri-
midos sollozos. El reclinatorio en que se proster-
naba el Comendador estaba colocado bajo las dos
pequeñas ventanas, que no traían 6, esta pieza mis
elle una escasa y dudosa luz. Entre esta media
sombra, la figura pálida la vestidura blanca y ta-
lar del padre Elzear, se 'destacaba de una manera
extraña sobre las paredes cubiertas de negro; se
hubiera dicho que era un espectro.
El religioso parecía petrificado: nunca había
creído ä su hermano capaz de imponerse tales
mortificaciones. Levantó al cielo sus manos, y dió
un profundo suspiro.
Este ruido sobresaltó al Comendador; volvióse
con viveza, y exclamé con aire extraviado, viendo
la sombra inmóvil dol pudro Elzear.
—¿Eres tú su:sombra? ¿vendrás pedirme cuen-
ta de la sangre que vertí?
220 EL COMENDADOR DE MALTA

En la fisonomía del Comendador se pintaba el


espanto. Jamás imprimieron los remordimientos,
la desesperación ó el terror más hondo sello en la
frente de un culpable: sus ojos, enrojecidos por el
llanto, tenían un mirar fijo y torvo; sus cortos ca-
bellos grises estaban erizados; sus labios cárdenos
en trémula agitación; mis descarnados y nervudos
brazos extendidos hacia adelante, como si conju-
raran alguna visión sobrenatural.
—¡Hermano mío!... ¡Hermano mío!...--dije
Elzear, y se precipitó hacia el Comendador. —1Her-
mano, soy yo! ¡Dios te asista!
Miró atentamente Pedro des Anbiez al religio-
so, como si aun no lo reconociera: dejándose luego
caer al pie del reclinatorio, dobló la cabeza sobre
el pecho, y dijo con sordo acento:
--IJamás está el Señor con el asesino! ¡Y esa
que, para espiar mi crimen, he querido tener siem-
pre ä la vista la imagen de mi vida! Desde un le-
cho de cenizas en que busco el reposo, que se des-
vía de mí día y noche, miro el retrato del que me
grita sin cesar: ¡Asesino! ¡asesino!, ¡Has derra-
mado mi sangre!... ¡Maldito seas!...
—IHermano, hermano mío!... ¡Vuelve en ti!—
dijo en voz baja el religioso, porque temía que
desde fuera se oyese la voz del Comendador.
Este, sin responderle, se desprendió de sus bra-
zos; enderezó su terrible estatura, y se adelant6.
hacia el retrato.
—¿Ha pasado siquiera un día, por espacio de
veinte años, en que no haya llorado mi crimen?
¿No he procurado con veinte arios de austeridades
espiar este asesinato? ¿Qué quieres, pues, de mí,
infernal recuerdo?... ¿qué me quieres?... Tú tam-
bién... víctima mía... ¿no derramaste sangre?...
EL COMENDADOR DE MALTA 221

Mas, ¡ay!... que aquella sangre podías derramar-


la... A tí... la vengaza te daba derecho... y yo...
yo no fuí sino un infame asesino... ¡Oh! sí, la
venganza es justa... ¡Hiere.., hiere sin compasión!
iLa mano de Dios no tardará en herirme por una
eternidad!
Oprimido por tantas emociones, volvió el Co-
mendador á caer de rodillas casi falto de sentido,
doblegándose sobre el ataud que le servía de lecho.
El padre Elzear nunca había penetrado el se-
creto de 811 hermano: lo veía dominado de una
• profunda tristeza, mas no traslucía su causa. Ha-
llábase atónito y desesperado á la vez de la sinies-
tra confidencia que el Comendador involuntaria-
mente acababa de hacerle en un momento de exal-
tación. Preciso era, para que Pedro des Anbiez, de
un carácter de hierro y de un valor á toda prue-
ba, se dejase abatir de ese modo, que la causa de
una angustia que así se reproducía, fuese terrible,
muy terrible... Su intrepidez era proverbial; ha-
bía algo de fatalidad en la fría temeridad que mos-
traba en los más grandes peligros; su sombría im-
pasibilidad jamás le abandonaba en las luchas
que el marino tiene que sostener contra los ele-
mentos. Rayaba en ferocidad su arrojo; una vez
trabada la pelea, armado de una pesada clava de
erizadas puntas, no acordaba cuartel ä los piratas.
Cesaba sin embargo aquella fiebre de matanza
apenas dejaban de animarla los gritos de los com-
batientes ó la vista de la sangre. Tornábase en-
tonces sereno, humano, aunque inexorable para
la más leve falta de disciplina. Había sostenido los
más brillantes combates con los berberiscos; au
galera negra era el terror y el objeto constante de
los ataques de los piratas; mas, gracias ä la supe-
222 EL COMrNDADOR DL' MALTA

rior‘idad de su tripulación, jamás pudo ser apresa-


da la Nuestra Señora, y aun sus mismas derrotas:
costaron bien caras al enemigo.
El padre Elzear, sentado en el borde del ataud,
sostenía en sus rodillas la cabeza de su hermano._
El Comendador, pálido como un cadáver, tenia
inundada la frente de un sudor frío. Volvió por
fin en si. Pedro des Anbiez miró en su derredor
como asombrado; reparando luego en sua brazosy
hombros desnudos, que apenas cubría el
preguntó bruscamente al religioso:
— Cómo es que estás aquí, Elzear?
—Aunque había una cortina sobre tu puerta,
Pedro, he creído poder entrar; es de mucha im-
portancia lo que me conduce á tí...
Una expresión de completo descontento se pin-
té en las facciones del Comendador, y dijo:
—gY habré hablado sin duda?
—El Selor debe haberse movido con las pala-
bras que he escuchado sin entenderlas, hermano,
mío. Por otra parte tu espíritu se hallaba extra-
viado; te encontrabas poseído de alguna ilusión
fatal.
Sonrió Pedro con amargura, y dijo:
—Sí, una ilusión era, un suelto; ya lo sabes;.
fue veo á veces dominado de negras imtigenes que
me ponen en el delirio... Esta es la causa de que-
rer estar solo durante estos momentos de demen-
cia. Créeme, Elzear; en ellos me es intolerable la
pre,seucia de todo ser humano; hasta la tuya.
Diciendo estas palabras, entró el Comendador
en un gabinete vecino ä su cámara, y salió en
breve vestido con una ropa larga de paño burdo
negro, sobre la que campeaba la cruz blanca de su:
orden.
EL COMENDADOR DE MALTA 291
Pedro des Anbiez era alto, derecho, robusto:
Pus miembros enjutos y nervudos anunciaban un
vigor poco común ä su edad; el conjunto de sus
morenas facciones era duro y guerrero; espesas
cejas negras sombreaban sus ojos hundidos, con-
centrados, ardientes, que parecían siempre brillar
al sombrío fuego de la fiebre; una profunda cica-
triz dividía su frente, surcaba su mejilla, y se
perdía en su corta y espesa barba gris. •
Al volver entrar en su cämara, pase6se Pe-
dro des Anbiez de un extremo ä otro con las ma-
nos cruzadas atrás, Sin dirigir ni una palabra ä su
hermano. Deteniéndose, en fin, alargó al religioso'
au diestra cruelmente sdialada por un fogonazo.
—La señal que fijé 4 la puerta me debía ase-
gurar la soledad—le dijo; —desde el primer oficial
hasta el último so/darlo de mi galera, nadie osa
entrar aquí cuando la advierte; me creía, pues,
solo, tan solo como en el fondo de un claustro, 6
como en la celda más retirada de la gran peniten-
ciaría de /a orden. Así que, hermano mío, aun-
que hayas oido, aunque hayas visto, promete no
decirme jani4s una palabra sobre este punto: pon-
en olvido cuanto pa4; sea para tí tan sagrado
corno la revelación de un moribundo bajo el secre-
to de /a confesión.
—Será corno lo quieres, Pedro--respond tris-
temente el padre Elzear;—solo pienso con dolor,
que Tilda puedo sobre /a tristeza que te oprime
tanto tiempo 114.
—Tranouilizate; no es darlo al poder del hom-
bre e/ coni9larrne—respondi6 e/ Comendador. —
Luego, conosi temiera haber ofendido el afecto de
su hermano, añadió.—No obstante, tu fraternal'
amistad y la de Raimundo me son bien queridas:.
224 EL COMENDADOR DE MALTA

pero, ¡ah! que aunque el rocío de Mayo y las dul-


ces lluvias de Junio se viertan sobre el mar, no
podrán dulcificar su amargura... Pero ¿qué venías
pedirme?
—El perdón de un pobre moro condenado por
tí esta maiiana á crugfa.
—Esa sentencia está ya ejecutada, y si no lo
estuviera, tampoco sabría acordarte ese perdón.
—Gracias ä Dios, no lo está aun: me queda al-
guna esperanza, Pedro.
—Esta ampolleta seilala las dos: he dado orden
al contramaestre de atar el moro al caricia de cru-
gía ä la una, y el esclavo debe hallarse ahora mis-
mo en manos de los cirujanos y del capellán. Dios
salve el alma de ese pagano si su cuerpo no ha
podido resistir á los tormentos.
—A mis ruegos pide el contramaestre el sobre-
seimiento de la ejecución, hermano mío...
—Tú no puedes decir lo que no sea, Elzear;
pero en este momento has hecho un funesto pre-
sente al contramaestre.
—Pedro; piensa que únicamente soy el respon-
sable... Perdona...
—¡Cruz del Salvador! —exclamó el Comendador
con impetuosidad,—por la primera vez desde que
mando esta galera, habría perdonado las dos faltas
más graves que pueden cometerse; la , nsubordina-
ción del esclavo contra el cómitre, la rebelión del
subalterno contra el jefe. No, no, esto es imposi-
ble.
Tomó un silbato de plata de su cinturón y lo
sonó. Un paje vestido de negro pareció ä la puerta.
--¡El contramaestre! —dijo lacónicamente el
Comendador.
Salió el paje.
•n•••
EL COMENDiDOR DE KALTA 225
eL LAh, hermano grifo! dearecerds de piedad?
—dijo el padre Elzear con acento de dolorosa re-
convención.
piedad!—Y sonrió el C mendador con
amargura:—si, carezco de piedad... para las fal-
tas de otros como para las mías.
Recordando el religioso el terrible castiga que
su hermano acababa da ejeentar en su persona,
pensó que un hombre tan inflexible para conmigo
mismo no omitiría la rigurosa observancia de la
disciplina; renunció d. toda la esperanza, y bajó
tristemente la cabeza.
Entró el contramlestre.
—Estaréis ocho días preso sobre las arrumba-
das—dijo el Comendador.
Inclinóse respetuosamente el marino sin res-
ponder una palabra.
—Que se advierta al capellAn y al cirujano que
va ti ser castigado el moro en critgia.
Inclimise el contramaestre aun con ms reve-
rencia, y desapareció.
—i• Al tu anos no abandona • 6 4 ese desdicha-
do!-9xci amti el pudre Elzear, levantindose con
precipitación para seguir al con tremaeatre.
Salió, y Pedro des Attbiez volvió ä pasearse len-
tamente en su aposento. De tiempo en linupo sus
miradas se volvían como su pesar htcia el retrato
f del de que hemos h debido, retrato de un hombre
cuyo asesinato se reprochaba. D iba entonces al-
gun , s pasos con celeridad; oscureciese aun mis su
isonomfa.
Sintió el C )mendador, quizd por la primera vez
desde largo tiempo, una penosa emoción al pensar
en el °n'A suplicio que ata, fa el moro. E.te cas•
tigo era justo, merecido, mas recordaba que aquel
24
226 EL COMENDADOR DE MALTA

infeliz cautivo había sido hasta entonces apacible,


sumiso y laborioso; pero era tal la inflexibi-
lidad del carácter de Pedro des Anbiez, que se vi-
tuperó esta compasión involuntaria cual una cul-
pable debilidad.
Por fin, los liigubres clamores de la trompeta
anunciaron que la ejecución había terminado. Oyó-
se el sonido lento y resular del paso de los solda--
dos que rompían 81Ib filas después de haber asisti-
do al suplicio. No tardó el padre Elzear en entrar
pálido, anonadado, con los ojos bañados en lágri-
mas y el hábito salpicado de sangre.
— Ah, hermano mío.., hermano mío! Si pre-
senciaras esos suplicios, en tu vida volverías ä te-
ner resolución para dictarlos.
—gY el moro?—pregiintó el Comendador sin
responder nada á su hermano.
—Yo tenia sus pobres manos entre las mías.-
ha sufrido los priineros latigazos con una resigna-
ción heróica, cerrando los ojos como para conte-
ner sus lágrimas, y diciéndome tan solo:
—Mi buen padre, no me abandonéis; pero lue-
go que el dolor se hizo insoportab'e... cuando la
sangre empezó ä saltar al golpe de las correas..-
pareció que el infeliz concentraba todas sus fuer-
zas en un pensamiento que le diera valor para
aguantar el martirio. Tornó su fisonomía la ex-
presión de un congojoso éxtasis, y parecía que
triunfaba y desafiaba al dolor, exclamando al fin
con un acento que se creería partir de sus propias
entrañas paternales:—Illijo mío, Acoub!... ¡Hijo
querido mío!
Al referir el suplicio y las tiltimas palabras de
este desraciado, el padre Elzear no pudo conte-
her sus lägrimas, y dijo ä su hermano:
EL COMESDADOR DE MALTA 227
- Ah, Pedro!... ¡Si le hubieras oído! ¡Si supie-
ras con qué acento tan apasionado profería esas
palabraa:—a¡Hijo mío, mi amado hijoIs hubie-
ras tenido compasión de este padre infeliz, que
han sacado de allí privado de sentido.
Cual no seria su asombro al ver al Commda-
dor que, no pudiendo dominar su emoción, oculta.
ba el rostro entre sus manos, y exclamaba entre
sollozos:
— Un hijo, un hijo... ¡Yo tambien tengo un hijo!

XXIII

LA POLAURA

Al otro día del suplicio del moro, arreció el


viento de tramontana. Las ondas se estrellaban
con furor en la cadena de rocas entre las cuales
se abría el estrecho paso á la rada de Tolari. •
A eso de las erice de la mailana, maese Simón,
subido en la plataforma de las arrumbadas, ha-
blaba con maese IIugo sobre el castigo de la vís-
pera y el valor del africano. De improviso y con
gran admiración de ambos, divisaron una polacra
casi ä palo seco 6 impelida por la tempestad, avan-
zar con la rapidez de una saeta hacia el peligroso
paso de que acabamos de hablar. Ya levantándose
este fragil bajel sobre la cresta de las formidables
olas mostraba su quilla, chorreando espumas como
el petral de un caballo de carrera; ya, por el con-
trario, se precipitaba á las honduras con tanta
violencia, que levantaba casi perpendicuLrmente
la popa. Podíanse distinguir sobre su inundado
298 EL COMENDADOR DE MALTA
— -
puente dos hombres envueltos en gabanes pardos,
que empleaban todos 8118 esfuerzos en sostener la
barra del timón. Ctros cinco marineros agrupados
proa se mantenían 4 los cuerdas, esperando el
!nomen te de ayudar la maniobra. Así, alternativa-
menta levantada en los aires 6 lanzada al seno do
las aguas, navegaba la polacra con espantosa velo-
cidad hacia la estrecha boca del canal en que la
mar se deshacía con furia.
— ¡Por San Tdimo! —exclamó Simón:—¡He allí
una nave 4 pique!
—Perdida; — replicó fríamente Hugo—dentro de .
pocos minutos, sus velas y su casco no serán mis
que despojos y sus marineros cadáveres. El Seüor
salve las almas de nuestros hermanos.
—dCómo osará aventurarse 4 ese tránsito con
semejante temporal—dijo el artillero.
—Perecer por perecer, siempre es preferible
perderse con algún vislumbre de esperanza
Cuando se espera, se ruega y se muere como cris-
tiano; cuando se desespera, se blasfema y se mue-
re como gentil.
--Mirad, mirad; maese Simón, he allí la peque-
ña nave embistiendo los escollos. ¡Se concluyó!
A este punto, el Comendador ti, quien se había
avisado la aproximación de aquel buque y su si-
tuación desesperada, se presentó sobre cubnrta
con todos los caballeros, oficiales y aventureros
que moneaban la ga'era. Después de echar una
mirada atenta sobre /a polacra y sobre los escollos,
dijo Pedro des Anbiez con voz lenta y solemne:
—Qué estén prontos y armados los dos botes
para salir ki recoger los cadáveres 4 la playa... no
hay poder humano que salve 4 ese... Tan solo Dios.
Mientras los eómitres vigilaban la ejecución de
L COMENDADOR DE MALTA _ 229

esta orden, volviéndose el Comendador al capellán,


dijo:
—Hermano, digamos las oraciones de los ago-
nizantes por esos desdichados. Hermanos, de ro-
dillas: que se descubra la chusma.
Fué un grande é imponente espectáculo. Todos
los caballeros, vestidos de negro, se arrodillaron.
con la cabeza descubierta; la campana del rezo
soltó tristemente su fúnebre alarido entre los zum-
bidos del viento; pusi4ronse también los esclavos
de rodillas, descubiertos; ä popa, y entre el obscu-
ro grupo de los caballeros, distingdase al padre
Elzear por su hábito blanco. Empezaron con tan-
to recogimiento las oracioms de los agonizantes
como si la escena pasara en tierra, en la ig'esia de
un convento. No era una oración vana; aquellos
monjes soldados estaban tristes y poseídos. Como
marineros, miraban allí una ttipuloción petdid
sin recurso; como católicos, rogaban por las almas
de BUS hermanos.
En efecto, la polacra perecía; á cada instante
las hondas embravecidas, al encontrarse en la an-
gostura del canal quo debían atravesar, transtor-
naban su corriente y se arremolinaban en todas
direcciones. Sotaventadas las velas que hubiera
podido desplegar para apoyar su derrotero por la
altura de la roca, debía estrellarse sin poder sacar
partido de su timón, inactivo en medio de estas
aguas sin corriente y revueltas sin cesar sobre sí
mismas.
Continuaban las oraciones y los einticos. La
voz varonil del Comendador sobresalía entre todas.
Los esclavos, arrodillados, miraban con una apa-
tía feroz esta lucha desesperada de los hombres
contra los elementos. De repente, por un lance
230 EL COMENDADOR DE MALTA

inesperado, ya fuese que la perfecta construcción


de la polacra le permitiese obedecer ä la acción de
su timón, en circunstancias en que la mayor parte
de los buques no hubieran sentido su efecto; ya
que la pequeña vela triangular que se izó consi-
guiese algún soplo del viento que corría por cima,
impeliendo su marcha, el buque franqueó el peli-
groso estrecho con la celeridad de una gaviota. Al-
gunos minutos después la polacra se hallaba fue-
ra de todo riesgo en las aguas de la rada. Fué esta
maniobra tan imprevista, tan maravillosa, tan
bien ejecutada, que el asombro suspendió un mo-
mento la oración de los caballeros. Admirado el
Comendador, dijo tras algunos momentos de silen-
cio ä los oficiales:
—Hermanos, demos gracias ä Dios por haber
escuchado nuestras súplicas, y cantemos un Te-
Deum.
Mientras la galera retumbaba con esta salmo-
dia piadosa y solemne, la polacra, la Sainle poü-
role des moresques, pues era ella, bordeaba en la
rada con un pequeño velä,men, para avocarse ä
la galera negra. Hallábase ä corta distancia, cuan-
do un cañonazo, partiendo de las bandas de Nues-
tra Señora de los Dolores, le hizo señal de arriar
bandera y quedar pairando: un segundo cañonazo
le mandó enviar su capitán ä bordo de la galera.
Por más interés que hubiera inspirado al Comen-
dador aquel barco, ya pasado el peligro, debía
atemperarse ä las reglas establecidas para la visita
de los buques.
La polacra pairé al instante, y su pequeño
bote, armado de dos remeros y gobernado por un
tercero, vino tí, abordar la galera. El hombre que
estaba al timón soltó su barra, trepó con ligereza
1I

EL COMENDADOR DE MALTA 231


das escalas del costado, y se halló delante del Co-
mendador y sus caballeros, reunidos á, popa. El
marino en cuestión no era otro que el digno Lu-
Aufn Trinquetaille, nuestro antiguo conocido. Su
›gaban, sus botas de pescador, y sus gregüescos de
tosca lana estaban chorreando. Al poner el pie
sobre cubierta tiró respetuosamente su capuchón
4, la espalda, y dejó ver su honrado y buen sem-
blante, animado todavía por las terribles emocio-
.nes que acababa de experimentar.
Había visto el Comendador muchas veces ä Lu-
quin en sus viajes tí la Casa-fuerte; así que tuvo
en agradable encuentro con un hombre que podría
4Iarle noticias de Raimundo V.
—El Señor ha sacado tu bajel de un gran pe-
ligro—le dijo.—Nosotros habíamos ya rezado por
tu alma y la de tus campaneros.
—IBendigaos Dios á todos, serior Comendador!
Bastante necesitábamos de ello, porque el canal es
terrible y desde que navego no me he hallado en
'.fiesta semejante.
El Comendador dijo al capitán con aire severo:
—Las pruebas it que el Serior nos pone no son
fiestas... ¿Cómo está el serior, mi hermano?
—Monserior sigue bien—respondió Trinquetai-
un poco abochornado de la reconvención—an-
teayer, cuando dejé la Casa-fuerte, gozaba bue-
ea salud.
- Mlle. des Anbiez?—dijo el padre Elzear,
.que 88 había aproximado.
—Mlle. sigue también buena, padre—contestó
Luquín.
—¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?—preguntó
el Comendador.
—Señor Comendador; ayer salí de la Ciotat con
432 1, COMFNDADOR DB MALTA

dos essangwis, armados para el crucero de dos


tres leguas de costa, para ver de descubrir á loe
piratas.
— Los piratas?
—Sí, señor Comendador; un jabeque berberis-
co apareeó hace tres dfas. Maese Peyron lo divi-
só. Toda la cesta está alameda temiendo un des-
embarque. y con motivo; pulque una tartana de
Niza que he enconttado antes del ventana, me
ha dicho haber visto al Este de Córcega tres bu-
ques, entre ellos la Galeona r(0 -de Pcg-reis
Re tegido.
— t• log-rei .t!—exclamó el Comendador.
—.I'ttg reisl—repitieron loe caballetes que le
rodeaban.
—¡Pog-rt i,!—volvió ä decir Pedro des Anbiez
con expresión so • ibría de contento, como si fuera
al fin ä encontrar ä un enemigo implacable. busca-
do por largo t:enipo, y que pur fatalidad siempre
se le h .bia escapado.
—¿Qué venías ä hacer ä Tulari?— preguntó
Trinq tietaille.
—A. decir verdad, seiinr Comendador, no venia
aquí por gusto. Sorprendido por el viento de ayer,.
he bordeado como podía esta noche; mas arreció
de tal modo el temporal, qup mirando perdida mi
polsera, he hecho voto ä Nastra Señora de le
Guarda, y me he aventurado ä probar la entrada
que ya conocía, porque he fondeado aquí muchas
veces volviendo de las costas de Cerdeña.
— ;lloga el Si ¡ir que *se esa tramontana!'
—diu el t omendador;—y dirigiéndose luego den
piloto Ontutio, le preguntó: (Itté piensas del,
tiempo, pilote?
—Señor Comendador, si el viento aumenta aún,
Bt DOVEND.ADOR DE MÁLTA 233

después de puesto el sol, es muy probable que
cese ti, la salida de la luna.
—Si así sucede— lijo el Comendador á Trin-
quetailb —y pudieras salir sin riesgo esta noche,
iré') ti. la Ciutat II prevenir ti mi hermano de mi
llegada.
— Y habrá gran regocijo en la fortalezl, seiior
Comendador, sin contar lo titil que pollró ser vues-
tro arribo, pues me ha dicho el capittin de un bar-
co de Marsella qua he encontrado, que lethian sali-
do gentes de guerra al mando de un capitón de la
compañía de guardias del mariscal de Vitry, y se
decía públicamente que estas tropas podían muy
bien Ser enviadas ti la Casa fuerte ti consecuencia
del suceso del notario Isnard.
—,Nité significa e80?—lijo el Comendador
• Luquiti.
lt firió el capitán cómo Ithimundo V, en vez
de ¡meterse ä las disposiciones del gobernador de
la Provenza, había hecho que sus toros pusiesen en
fuga al comisionado. Al escuchar la narración de
esta mala ó imprudente clianz t do R timundo V,
el Comendador cambió una triste tjeada con el
padre E zear, cual si deplorara la loca y tomeraria
conducta de MI hermano.
—13a . a al escgiulal«,.; allí te dará el despensero
con qué cota ' darte y entrar (Al calor—dijo el Co-
mendador ä Luquin.
Obedeció éste la orden con reconocimiento, y
pasó ti pro, seguido de it'git nos curiosos que desea-
ban tener noticias de Provenza.
Entró el Comendador en su cámara con su her-
mano y le dijo:
—Luego que el tiempo lo permita, partiremos
para la Casa-fuerte. Tiemblo que Raimundo sea
3 4 EL COMENDADOR DE MALTA
al fin víctima de sus temeridades para con los fa-
voritos del cardenal. Dios quiera que encuentre yo
Pog-reis y pueda impedir el daiío que intenta
sobre esa playa indefensa y esa desgraciada villa.

XXIV
LA GALEONA ROJA Y LA SIBARITA

Al mismo tiempo, poco más 6 menos en que


la Sainte epouvante des moresques hacía su mara-
villosa entrada en la rada de Tolari, y se unía
ä la triste y negra galera de Malta, tres barcos de
una especie enteramente diferente fondeaban en
Port-Maye, ensenada bastante buena, situada al
Nordeste de la isla de Porte-Cros, una de las más
pequeñas de las Hieres. Porte-Cros, separada unas
seis 6 siete leguas de la Ciotat, se encontraba en
aquella época del ario casi inhabitable. En la tem-
porada de la pesca del atún y de la sardina, iban
algunos pescadores ä hacer allí una permanencia
eorta.
Dos galeras y un jabeque habían echado el aln-
cera en el fondeadero de la bahía de que habla-
mos. La fuerza del temporal no desminuía, mas
las aguas de Port-Illage, al abrigo del terreno ele-
vado á Noroeste, se hallaban en calma y refleja-
ban en su reposado azul los vivos colores que cu-
brían la Galeona roja de Pog-reis y la galera ver-
de de Trimalcyón. El jabeque de Erebo nada te-
nía de notable, ä no ser su forma.
Los temores del vigía y las sospechas de Reina
habían sido fundadas. Los tres incógnitos de lad
EL COMENDADOR DE MALTA 235

gargantas de 011ioules no eran sino capitanes pi-


ratas, no berberiscos, pero sf renegados. Había nse
apoderado en una de sus correrías de un buque
holandés, y encontrado ti su bordo un señor mos-
covita, un hijo suyo y su preceptor. Después de
haberlos vendido en Argel como esclavos, torna-
ron sus papeles y tuvieron la osadía de desembar-
car en Cette, pasar á Marsella por tierra, y pre-
sentarse 4 Mr. de Vitry bajo nombres supuestos.
Engañado el mariscal por esta traza atrevida, los
había recibido muy bien. Después de su perma-
nencia, empleada con fruto en adquirir noticias so-
bre salidas y retornos de buques del comercio; los
tres corsarios regresaron á Cette, y desde enton-
ces no se habían apartado de las costas de Pro-
venza. Meditaban un golpe de grande importan-
cia sobre el litoral, y se mantenían, ya en una de
las numerosas bahías de la isla de Córcega, ya en
alguno de los pequeños surgideros desiertos de las
costas de Francia 6 de Saboya, porque en aquella
Apoca se hallaban tan mal guardadas, que los pi-
ratas se aventuraban á estas arribadas sin escrú-
pulo y sin peligro.
Había tanta diferencia entre las dos galeras de
que hablamos y la del Comendador, cual puede
haber entre un hombre todo vestido de negro, y
una albeada gitanilla ataviada de raso y lentejue-
las. Tan silenciosa y sombría era la una, como
resplandecientes y alegremente animadas se mos-
traban las otras. Conduciremos primero al lector
ti bordo de la Sibarita, galera de veinticinco re-
mos, mandada por Trimalcyon, que anclaba ä
corta distancia de la Galeona roja de Fog-reis. La
estructura de las galeras berberiscas se asemeja-
ba mucho 6. la de las galeras de Malta, pero los
236 EL COMENDADOR DE MA Y TA

adornos y arreglo interior, de sumo lujo, diferían


extraordinariamente. La chusma se componía de
esclavos, juntamente cristianos, negros y aun tur-
cos, porque los renegados eran poco escrupulosos
en id modo de reclutar su tripulación. Aunque en-
cadenados 4 sus bancos como los forzados de las
pleran de Malta, los esclavos de la Sibarita pare-
cían obechcer 4 la influencia de la bulliciosa
atmósfera que les rodeaba. En vez de tener as-
pecto feroz, pero abatido, su fisonomía expresaba
grosera desvergüenza 6 impudencia cínica. Pa-
recían bastante robustos y aptos para sobrellevar
las mäs duras fatigas, pero lo imponente de su
caräcter indisciplinado se destruía con el enér-
gico aparato de los castigos con que se les ame-
tazab ä cada momento. Dos falconetes y mu-
chas espingardas sobre eje, asestadas de conti-
nuo sobre la chusma, estaban dispuestas 4 barrer
la viera de parte á parte. Los spafa, soldados ele-
gi los y encargados de vigilar sobre la chusma,
tenían siempre largas pistolas en su cintura, y una
grande hacha en la mano.
El uniforme de los spafs se cumponfa de gaba-
nes rojos, botines de marroquí bordados, y una
cota de malla por bajo de su chupa verde galoneada
de amarillo; sus gorros escat lata estaban circuidos
de un turbante de gruesa muselina blanca arro-
llada al descuido, moda antigua que se dice re-
motas hasta los guerreros de Ilay-Redin-Barba-
rroja. El arreo de la chusma no era uniforme: el
pillaje les venta maravillosamente para reeanpla-
zar sus vestidos deteriorados; unos llevaban calzo-
nes y corpeto en que se advertía aun la señal del
galón de plata ti oro que los adornó, y que el reis
(capitán) les había hecho arrarear para al. Otros
EL OOKENDADOR DZ MALTA 217
estaban vestidos con casacas militares, y otros,
en fin, llevaban como trofeos sobretodos de ba-
yetón negro cogidos á los soldados de la or-
den. No obstante la apariencia heterogénea de
esta tripulación, la galera de Trimaleyon-reis
estaba arreglada con bastante comodidad. Su
color verdemar con filetes encarnados, estaba
popa retocado de oro; una bandera roja, en
que se veía bordado en blanco el sable de dos filos
llamado zullekar, era el único signo para recono-
cer ä la Sibarita per un buque pirata de Be: berfa.
Un poco más lejos, la Galeona 1-Ha de P. g reis, de
aspecto severo y marcial, arfaba sobre sus andas.
Cerca, en fin, dala entrada de la 1.0114, el Thseke-
dery, 6 bajel ligero mandado por Enlo, I evsba
las mismas ensehas. Las costas de Francia se ha-
llaban entonces como hemos dicho, en tan deplo-
rable estado de 'defensa, que aquellos tres buques
habían podido sin el menor obstáculo detenerse en
el puerto para librarse del fuerte viento que reina-
ba desde el día anterior.
Si el exterior de la Sibarita ert esplendoroso,
su interior ofrecía todo el brillo del lujo nuis t-x-
quisito, con una tnezcla de las costumbres de
Oriente y Occidente. Un enano negro, capr:cho-
samente vestido, acababa de dar tr, g tipos sono-
ros en el gong cin
esco colocado á popa del timón.
A esta señal, una orquesta m'apueste de itistru-
montos de viento rtsonó con inu h is tocatas mar-
dales. Era la hora de comer de Trimaleyon.
La cámara de popa se haba instantáneamente
transformado en com ...dor. Los tabiques estiban
ocultos bajo ricos brocateles carmesí de Venecia,
con anchoa dibujos verdes y dorados. Pug y ni-
maleyon estaban sentados ä la mesa.
238 EL COMENDADOR DI MALTA

Trimalcyon era de vientre abultado, y color


encendido, ojos vivos, labios encarnados y sensua-
les; su larga y suave pelliza de terciopelo azul
guarnecida de martas dejaba ver entreabriéndose
un coleto de ante sumamente ductil, cubierto de
una malla de acero tan delicadamente trabajada
que tenía la flexibilidad de la tela mis delgada.
La costumbre de llevar siempre un arma defensi-
va probada la confianza 6 seguridad eni que vivía
el capitán de la Sibarita. Pog-reis, colocado fren-
te ä su compailero, tenia siempre el mismo aire
altanero y sarcástico; llevaba un yellek árabe de
terciopelo negro bordado de seda del mismo color,
sobre el que caía su larga barba rija: un bonete
encarnado y verde ä la moda albanesa, cubría en
parte su blanca frente surcada de profundas arru-
gas.
Dos mujeres, esclavas de perfecta hermosura,
una de ellas mulata y la otra circasiana, vestidas
de ligeras batas de seda de Smirna, hacían, acom-
pañadas del enano negro, el servicio tí, la mesa de
Trimalcyón. Veíanse sobre un aparador de mue-
lle magnificas piezas de orfebrería, despareadas,
es verdad, pero del más bello trabajo; unas de
plata, otras sobredoradas y otras de oro, enrique-
cidas con piedras preciosas. En medio de esta ri-
ca vajilla fruto de la rapiria y del asesinato, se
habían colocado por irrisión sacrílega algunos va-
sos sagrados arrebatados, ya de las iglesias de los
pueblos del litoral, ya de algunos buques cristia-
nos. Un perfume muy penetrante pero grato en
extremo, se exhalaba de un pebet ero de plata
pendiente de una de las vigas del techo. Sentado
en un muelle diván, el capitán de la Sibarita dijo
su convidado:
EL COMENDADOR DE MALTA 239
-
—Disimulad tan mezquina hospitalidad, pues
hubiera querido reemplazar estas pobres mucha-
chas con esclavas egipcias, que, armadas de agua-
maniles de metal de Corinto, nos vertieran, can-
tando, agua de nieve y de rosas sobre las manos..
—No son los jarros lo que falta, Trimalcyon-
dijo Pog echando una ojeada al aparador.
—Si, es cierto; son de oro 6 plata: mas dqué
vale esto junto al metal de Corinto de que habla
la antigüedad? Mezcla compuesta de oro, plata y
acero que se trabajaba tan maravillosamente, que
un jarrón y un platillo pesaban apenas una libra
ISardanäpalo, compadre! Preciso será que yo ha-
ga cualquier día un desembarque en Mesina. Di-
cen que el Virey posee muchas figuras antiguan
de este precioso metal. Mas tomad de este relleno
de perdiz sazonada con comino: la he hecho servir
en BU parrilla de plata todavía candente. ¿Preferís
estos simulacros de huevos de pava? Encontraréis
en lugar de yema, un becafigo bien gordo y dora-
do, y en vez de clara, una salsa espesa de nata.
—Este lindo vocabulario de glotonería te debe
captar la estimación de tu cocinero. Me parecéis
ambos hechos para comprenderos mútuamente
—lijo Pog, comienlo con desdeilosa indiferencia
los manjares delicados que su huésped le pre-
sentaba.
—Mi cocinero—repuso Trimalcyon,—me corn-
prende bien, en efecto, aunque ä veces cae en el
desaliento: se acuerda de la Francia, do donde lo
saqué por sorpresa. Por largo tiempo probé todos
los medios de consolarle; el dinero, la considera-
ción, los cuidados; nada sirvió, y he concluido por
donde debiera haber em pezado; por un fuerte bas-
tonazo. Me encuentro ahora muy bien, y supongo
240 EL COMENDADOR DE M.ALTA

que también él, porque ya veis que hace maravi-


llas... II)e beber, Ambarina! —d ijo Trimaleyon
la mu'ata, quien le llené un famoso vaso de vino
de Buril os. —Qué v l.no es este?—preguntó al ena-
no potaiendo el vaso ä la altura de su vista para
juzgar de su color.
—Salo., es de la presa que se hizo en el mes
de Junio ä aquel bergantín bordelés que iba ti
— m... hum!...—dijo Trimalcyon saboreán-
dole —es bueno, muy bueno este vino; pero he
aquí el inc inveniente de surtirse por los medios
que nosotros nos surtimos, compadre Pog; no se
tienen siempre las mismas calidades: bi uno se
habitúa con preferencia ä'una clase de vino, se
lleva desengaños crueles... ¡Ah!, no todo son ro-
sas en el elido. Mas, ¿no bebéis? Llena el vaso
chl ser'« l'og, Piel de cisne—dijo Trima'cyon 4 la
blanca e; reasiaoa, sefialin tole la copa tic SU hués-
ped. Este, por toda negativa, puso su dedo sobre
el vano.
—Bebamos al menos por el éxito de nuestro
desembarque en la Ciotat, compadre.
Pog con test6 A es a segunda invitar:iría con un
<resto de desdeiioso fastidio.
—Como queráis, com pa 1re—dijo Trimalcyon
sin par, cer picado en lo mis mínimo del (le-aire de
su huésped —H8f como así, no Inc fe de vuestras in-
voc„cio,,,,..: e l diablo conoce vuestia voz y cree
siempre, que k llamáis; hacéis mal en desairar este
pernil... de WeatfaUa. creo, ¿no es así, canalla?
—Si, Madi — lijo el enttuo;—procede de aquella
flota holandesa dete,rrda 4 la embocadura de la
Cerilaa. que iba destinada al virey de Nápoles.
A este tiempo las tocatas de los músicos cesa-
3L COMINDADOR DB MALTA 241
Ton; un rumor, débil al principio, y que crecía
poco tí poco, se hizo en breve amenazador. Oyóse
alternativamente el ruido de las cadenas que
chocaban y las violentas imprecaciones de los es-
clavos, dominando en fin el tumulto la voz de los
spais y los ungidos del látigo del patrón. Trimal-
cyon parecía tan acostumbrado á estos gritos y tí
esta agitación, que continuó bebiendo un vaso de
vino que llevaba 4 los labios, diciendo únicamen-
te, al volverlo á poner sobre la mesa:
—He ahí perros que quisieran morder: por for-
tuna, sus cadenas resisten. Pasto de cuervos, ve tí
-ver por qué callan los músicos. ¡Canallas! les hago
dar veinte latigazos, si siguen en silencio. ¡Soy
demasiado bueno!... ¡Amo mucho las artes!... En
vez de vender esos holgazanes en Argel, los he
conservado para que me den música, y ve aquí
cómo se portan. ¡Ah! si no fueran demasiado flo-
jos para chusma, sabrían lo que es mover el remo.
—Serían en verdad muy flojos—dijo el negro;—
los cómicos que cogisteis con ellos en la galera de
Barcelona, están aun en casa de Jusuf, que os los
compró ; no encuentra quien dé dos doblones
por cabeza de aquel ganado bufante y cantante.
Pog-reis parecía pensativo y que no oía lo
que pasaba en su derredor, aunque los rumores
crecían con tanta violencia, que Trimalcyon dijo
al enano:
—Antes de salir, pon aquí sobre la otomana
esas pistolas y una maza de armas. ¡Bien! Ahora
ve ver qué es eso, y si es de gravedad, que ven-
ga Mello ä instruirme; advierte al mismo tiempo
tí esos trompeteros que les he de hacer tragar
clarines y sus trompetas ei paran un momento.
25
242 EL COIIIENDADOR DB MALTA

—SeAor, dicen que lee falta el aliento para to-


car dos horas seguidas.
— ¡AM ¡les falta el aliento! ¡Bien! diles que si
me dan otra vez esa respuesta, les haré abrir el
vientre, y con el fuelle de la fragua se les intro-
ducirá tanto viento, que jamás lea falte.
A tan salvaje y cruel bufonada, mirdronseasus-
tadas Ambarina y Piel de cisne.
—Les dirás, en fin—aKadió Trimalcyon—que
como no valen un doblón entre los tratantes de
esclavos, yme cuestan de manutención más de su
valor, no reparará en privarme de ellos.
Salió el negro.
—Lo que me gusta de tí—dijo Pog, saliendo de
su distracción—es que careces de todo sentimien-
to honrado y humano.
--d-Y por qué diablos me decís eso, señor Pog?
Veis que, aunque inhumano, no olvido quién
sois y quién soy. Vos me decís tá, y yo os contes-
to vos.
Oyéronse dos tiros.
--¡Diantre! oigo ä Mello que dice también (tue)
¡mata! — adió Trimalcyon sonriendo de este
odioso juego de palabras; y volvió la cabeza hacia
la puerta con imperturbable sangre fría.
Las dos esclavas cayeron de rodillas con ondea
del más violento terror. De improviso la música
resonó con un vigor tal, que quizás perjudicaba
ä la unidad de la armonía, pero que probaba al
menos que las amenazas del enano habían surtido
su efecto, y que los infelices músicos creían capaz
Trimalcyon de darles algo más que tortura.
Después de los dos tiros, oyóse como un grito, 6
más bien un rugido terrible de todos loa esclavos.
ä la vez, al que sucedió el más profundo silencio.
EL COMENDADOR Dß MALTA 243
•nn••

—Parece que no ha sido nada—dijo el capitán


de la Sibarita dirigiéndose tí Pog, que habla vuel-
to & caer en su embebecimiento.—Pero, decidme,
compadre: den qué encontráis que yo carezca de
seneihilidad? Amo las artes, las letras y el lujo;
gozo como ninguno de los cinco sentidos de que
estoy dotado; pillo con discernimiento, no apre-
sando sino lo que me conviene . me bato con rece-
lo, y prefiero embestir 4 un débil antes qne it un
fuerte; consistiendo mi comercio en tomar lo que
encuentro con el menor riesgo posible. Os lo repi-
to, compadre, ¿dónde diablos halláis esa inhuma-
nidad?
--;Quita allá! Me causas vergüenza y compa-
sión. Is4i siquiera tienes la energía del malvado.
Siempre se ve en tí al fámulo del colegio.
—l'Uf! mi querido compadre, no habléis del co-
legio, de aquellos tristes tiempos de vigilia y pri-
vaciones sin cuento: estaría ya seco como un
mastelero, si hubiera continuado mascando latín,
mientras que ahora—dijo descaradamente gol-
peando su barriga,—tengo una panza de preben-
dado; y todo esto, ¿gracias á quién? A Yaeub-
reis, que veinte arios há me hizo prisionero al ir
por mar Civita-Veccia ä probar fortuna clerical
en la ciudad de las tonsuras. Encontró en mi Ya-
cub-reis ingenio, actividad y ánimo; yo era joven
y me enseñó su oficio; renegué; tomé el turbante;
en fin de hilo ea aguja, y de pillaje en asesinato,
llegué ä mandar la Sibarita; el comercio va bien;
me expongo en los casosextremos,
extremos y, cuando es
preciso, me bato con cualquiera. mucho de
mi pellejo, porque hago ánimo de retirarme den-
tro de poco del oficio, é ir ti, descansar de las fati -
'gas de lfiguerra d mi casita de Trípoli, con las
244 EL CONANDADOR DE MALTA

sehoras Trimalcyon. Todo esto ¿no ea, vuelvo


decir, muy humano?
Estas palabras pareció que hacían poca impre-
sión en el taciturno h uésped del capitán de la Si-
barita, que con'entóse con decir, subiendo los
.mbros:
—Para el jabalí su cueva.
—¡Sardanäpalo! A propósito de jabalí. ¡Qué en-
vidia tengo ä los que figuran en los festines épicos
de Trimalcyon, mi patrono!—exclarn6 el grosero
.personaje, sin parecer ofendido del desprecio de
au huésped;—se servían enteros con la cabeza cu-
bierta de un bonete de liberto, y rellenos de sa-
blesas salchichas. Estas son explendideces que
realizaré un día ü otro ¡Sardanápalo! No trabajo
veinte aftes hace mis que para dar alguu día una
fiesta digna de la antigüedad romana. Hacer el
Petrón 6 el Juvenal, he aquí mis proyectos.
Abrió el enano la puerta. El pirata pensó en-
tonces en el tumulto que tan pronto había cesado.
—Y bien, bellacuelo ¿y ese ruido? ¿Por qué no
ha venido Mello? ¿No era eso nada?
—No, sehor; ha habido una Taimera de un es-
clavo cristiano con otro albanés.
—Luego...
—El albanés dió una puhalada al cristiano.
—Luego...
—Los cristianos gritaron: 4‘IMuera el albanés!.
pero el cristiano herido casi ha acogotado al al-
banés.
—Luego...
—Entonces los albaneses y los moros han pi-
bulo á au vez contra loe cristianos.
—Luego...
—Para impedir que la chusma se , matara ea
EL COMENDADOR DE MALTA 245

sus bancos y satisfacer todos, el patrón Mello ha


volado la tapa de los sesos al cristiano y al alba-
nés.
—Luego...
—Señor, á vista de esto, todo el mundo se que-
dó quieto.
—d'Y los músicos?
—Señor; les hablé del fuelle de la fragua del
armero, y antes que pudiese concluir mi frask.,
soplaban con tal fuerza en sus trompas y clarines,
que pensé quedarme sordo. Me olvidaba también
de que Mello ha divisado el bote del señor Erebo
que se dirige ä la galera.
Pog se sobresaltó; Trimalcyon gritó:
—Pronto, Piel de cisne, Ambarina; un cubier-
to para el mancebo más hermoso y más valiente
que apresó míseros buques mercantes.

XXV
FOO Y EREBO

Suspenderemos nuestra narración para hacer


ciertas aclaraciones acerca de Erebo y de Pog, el
hombre silencioso y sarcástico.
En 1612, unos veinte años antes de la época
que nos referimos, llegó ä Trípoli un francés, jo-
ven aun, con solo un criado. El capitán del buque
sardo en que había hecho la travesía, observó en
varias ocasiones que su pasajero era muy experto
en c,tisas de navegación; se persuadió que sería un
ofidal de los navíos ó galeras del rey, y no se en-
gañó. El señor Pog (continuaremos dándole este
nombre supuesto) era un excelente marino, como
246 I. COMENDADOR DE MALTA

se verá en breve. Luego que llegó á Trípoli, com-


pró, según costumbre de Berbería, la amistad del
bey Hasin, y alquiló una casa en las inmediacio-
nes de la ciudad, no lejos del mar, donde vivió
por espacio de un alio con au criado en el mis
extraüo aislamiento. Algunos negociantes france-
ses establecidos en Trípoli hicieron mil vanas con-
jeturas sobre el singular gusto de su compatriota,
que creían habla ido sólo por capricho ä habitar
una costa salvaje y desierta. Unos atribuían esta
extravagancia ä un tedio violento y desesperado;
otros vieron en tan extraña resolución, sino locura,
la mis completa misantropía. No carecían de fun-
damento estas últimas suposiciones: se decía que
en ciertas épocas del Ao daban ä Pog tales acce-
sos de rabia y desesperación, que los pastores re-
zagados oyeron algunas voces al pasar de noche
junto ä su solitaria vivienda gritos espantosos.
Tres ti cuatro ailos transcurrieron de este modo.
Por toda distracción daba Pog largos paseos por
el mar en un pequtiío buque, muy fino velero,
que él mismo dirigía con rara destreza: su única
tripulación eran dos jóvenes esclavos moros. Un
día uno de los más famosos y temibles corsarios
de Trípoli, llamado Ko,nual-reis, estuvo á punto
de perecer con su galera, encallando en la costa
ti poca distancia de la casa de Pog. Volvía éste de
una de KM excursiones marítimas, y reconociendo
la galera de Kemal-reis, se dirigió hacia ella y le
prestó los mis eficaces auxilios. Uno de los escla-
vos de Pog refirió más adelante que le había oído
decir: “Serían muy felices los hombres si se des-
truyese ä los lobos y tl los tigres. ) Kemal-reis de-
bió este auxilio sí una consecuencia de la feroz
monomanía de Pog: en vez de ceder á un impulso
.1.n••
EL COMONDIMQR DB MALTA. 247

•de generosidad natural, había querido conservar


la humanidad uno de sus azotea mis terribles.
'Poco tiempo después de este acontecimiento, visi-
-té Kemal-reis algunas veces la aislada casa del
-francés; poco ä poco se hicieron amigos el pirata y
-el misántropo.
Un día los curiosos de Trípoli supieron con sor-
presa que Pog se había embarcado á bordo de la
galera de Kenia'. Suponfase al francés muy rico,
y se creyó que habría fletado el buque tripolitano
para hacer algún viaje de recreo por la costa de
Berbería y Egipto ó de la Siria, mas quedaron
todos atónitos al ver que Kemal-reis volvió un mes
-después de su salida con la galera llena de escla •
vos franceses arrebatados de las costas de Langue-
doc y la Provenza. Corrió la noticia en Trípoli da
que el favorable resultado de aquella atrevida em-
presa había sido debido ä las noticias é indicacie-
nes hechas por Pog, que debía mejor que nadir,
conocer las playas del litoral francés. Estos rumo-
res adquirieron tal grado de veracidad, que el
cónsul francés en Trípoli creyó deber informar
contra Pog, é instruir ä los ministros de Luis XIV
de cuanto ocurría. Bueno es fijar para lo sucesivo
que el robo de los habitantes de las costas france-
sas por los piratas de las regencias berberiscas, así
en 1610 como en 1630 y 1700, casi nunca se con-
sideró como casas belli; los cónsules asistían al des-
embarque de los cautivos y servían generalmente
de agentes para el rescate. Si algunas persecucio
nes BO entablaron contra Pog, fué por que tomó
parte como francés en un ataque ä mano armada
contra el territorio. La información del cónsul fui
infructuosa, con gran escándalo de todos los fran-
ceses y demás europeos establecidas en Trípoli. Pog
248 EL CODZED*DdE DE MALTA

hizo una abjuración solemne, apostató de la cruz


y tomó el turbante, por cuya razón nadie podía in-
quietarle.
Kernal-reis había proclamado por todas partes
que el nuevo renegado era uno de los mejores ca-
pitanes que había conocido, y que la regencia ber-
berisca no podía haber hecho una adquisición más
útil. Desde aquel momento Pog-reis montó una
galera y atacó solo ä los buques franceses, sobre
todo ä las galeras de Malta mandadas por caba-
lleros de aquella nación. Muchas veces taló im-
punemente las costas del Languedoc y la Pro-
venza; M'A es preciso decir que este furor por el
pillaje y la destrucción no se apoderaba de Pog
sino por periodos. Su rabia llegaba al colmo hacia
el mee de Diciembre; en este mes se mostraba des-
piadado, y bel contaba con estremecimiento que.
muchas veces había hecho degollar gran número.
de cautivos, sangriento y espantoso holocausto que
sin duda ofrecía ä algún terrible aniversario. Pa-
sado este mes, obscurecido su espíritu por una
locura sanguinaria, quedaba algo más sosegado..
Volviendo ä entrar en Trípoli se encerraba ä veces,
estando uno ó dos meses sin volver ä embarcarse..
Cuando los sentimientos volvían ä despertarse de
nuevo en aquel alma desesperada, volvía ä montar-
aus galera y renovaba la serie de sus atrocidades.
Entre los prisioneros franceses que había hecho.
en su primera expedición con Kemal-reis y que
abandonó generosamente ä este corsario (con la
única condición de no volverles jamás la libertad)?
escogió un niño de cuatro 6 cinco años, robado en
las costas de Languedoc con una mujer anciana
que murió en la travesía. Este niño hermoso, ene
extremo, era Erebo. Pog le llamó así, como si bu-
EL COMENDADOR DE MALTA 249

biese querido con este nombre fatal predestinar á


la infeliz criatura la suerte que sus tenebrosos de-
signios le reservaban. En la exacerbación de su
odio ä la humanidad, concibió Pog el infernal pro-
yecto de perder el alma de este desgraciado, dán-
dole la mis funesta educación, y emprendió esta
obra con detestable perseverancia. A medida qne
Erebo avanzaba en edad, Pog, sin podérselo des-
cifrar tí, sí mismo, sentía alternativamente hacia
el niño, ya una furiosa aversión, ya un afecto in-
voluntario, las únicas sensaciones buenas que ha-
bía experimentado muchos años hacía. l'oco ä poco
estos raros destellos de simpatía se atenuaron. Pog
envolvió á, Erebo en la común execración con que
perseguía á los hombres, y permaneció fiel á. su
primera resolución. Lejos de dejar inculto el es-
píritu del niño, se aplicó, por el contrario, ä des-
arrollar su inteligencia. Entre los infinitos esclavos
que su corso renovaba sin cesar, halló Pog-reis
con facilidad profesores de todas clases, y también
loe compraba á /os demás corsarios, procurándose
por otros medios los que le faltaban. Habiendo sa-
bido que existía en Barcelona un célebre pintor es-
pañol llamado Juan Pellico, se valió de extratage-
mas pa r a hacerlo salir fuera de la ciudad, y apo-
derindow de él, lo hizo conducir á Trípoli. Luego
que este artista perfeccionó á Erebo en su arte, le
hizo encadenar y así le tuvo hasta la muerte.
En su impío y cruel experimento, quería hacer
pasar ä su víctima por todo 4 los grados de la es-
cala del mal, desde el vicio hasta el crimen: com-
placíase, pues, en dar ä este niño desgraciado nu-
merosos conocimientos; pensaba que con una in-
teligencia vulgar, no se era mis que malvado vul-
gar; creía que, puesto en una senda pervertida,
250 ML COMENDADOR DE MALTA

se la recorría con tanta mayor audacia cuanto más


numerosos eran los recursos del espíritu. En su
abominable sistema, las artes, lejos de elevar el
alma de Erebo, debían materializarla y excitar el
deseo de goces sensuales. Cuando loe prodigios de
la pintura 6 de la música no arrastran el alma á
los placeres infinitos del ideal, cuando no se bus-
ca en ellas sino una melodía más 6 menos dulce al
oído, una forma más 6 menos seductora á la vista,
las artes depravan al hombre en vez de engran-
decerlo. Seguramente era preciso que Pog ne-
cesitase tomar una venganza bien terrible de la
humanidad y que su misantropía participase de
locura, para tener la sacrílega crueldad de desna-
turalizar, de degradar un alma tierna y cándida.
Ningún escrúpulo le detuvo... Así como un padre
tiene una tierna circunspección para alejar del
ánimo de su hijo ideas peligrosas, para animar
sus propensiones generosas y combatir las que son
bajas y funestas, aí era la odiosa perseverancia
que ponía Pog en falsear y pervertir ä este mal-
hadado ser, en exaltar sus malos instintos.
Hay ciertas organizaciones morales, lo mismo
que físicas, que pueden ser debilitadas, enervadas,
petto que con dificultad se logra arruinar entera-
mente: tan sano y vigoroso es su germen vital. Y
esto sucedió con Erebo. Por una fortuna providen-
cial, las inducciones de Pog no hablan aun, por
decirlo así, alterado nada esencialmente orgánico
en el corazón del malaventurado joven. El singu-
lar instinto de oposición, peculiar á la juventud,
le preservó de muchos males: la facilidad que te-
nía, apenas adolescente, para entregarse 4 toda
clase de excesos, casi le sirvió de salvaguardia
para evitarle precoces desórdenes; en una pala-
XL COMXYDADOR DE MALTA 231

tra, la elevación natural de sus sentimientos le


bacía buscar con impaciencia las emociones no-
bles, puras, de que se le procuraba apartar. Sin
embargo, no había sido por desgracia enteramen-
te vana la influencia de Pog; llegó i hacer impre-
sión en el caracter ardiente de Erebo. Si en algu-
nos momentos sentía impulsos apasionados hacia
el bien, oi frecuentemente luchaba contra los de-
testables consejos de su tutor, el hábito de la vida
belicosa y aventurera que llevaba desde la edad
de doce á trece arios, la impetuosidad de su ca-
Ticter, la vehemencia de sus pasiones, le arrastra-
ban i menudo perjudiciales excesos.
Pog le había llevado desde su mis tierna ju-
ventud en sus correrías, y el valor, la temeridad
natural de Erebo, habían sido ventajosos en mu-
chos combates. Instruido por la experiencia y la
práctica, había aprendido también con gran faci-
lidad todo lo relativo ä la navegación. El blanco
constante de Png había sido inculcar á Erebo un
odio profundo contra los caballeros de Malta, y
al efecto le decía que eran los asesinos de su fa-
milia (de Erebo), prometiéndole descubrir un día
tan sangriento misterio. Nada habla más falso:
Pog no tenía la mis mínima noticia de los parien-
tea de este huérfano, mas quería, por decirlo así,
perpetuar en él el aborrecimiento inveterado que
él tenía los caballeros de la orden. Erebo colmó
sus votos; desarrolláse en au joven almalin ávido
deseo de venganza contra los soldados de Cristo,
que creía eran los exterminadores de su familia.
Respecto otras cosas, Erebo no estaba de acuer-
do con Pog; la ferocidad ä sangre fría le indigna-
ba, y se sentía á veces conmovido dolorosamente
It la vista de los padecimientos de la humanidad.
252 EL COMENDADOR DE MALTA

Había notado Pog que la ironía era un arma po-


derosa é infalible para combatir la elevación natu-
ral del carácter de Erebo; en comparándole á un
clérigo; en tachándole, sobre todo, de debilidad y
cobardía, se precipitaba á cometer acciones crimi-
nales. La escena de las rocas d' 011ioules, en que
Erebe vid a, Reina por primera vez, es una prueba
ostensible de esta lucha constante entre las buenas
tendencias naturales y las perversas inclinaciones
que le inspiraba Pog. El' primer impulso de Ere-
bo había sido correr al socorro de Raimundo V,
y corresponder con veneración casi filial tí las
muestras de gratitud del anciano; creerse, en fin,
pagado de su generoso proceder con la satisfacción
de su conciencia, con la mirada de reconocimien-
to de la hija del barón. Una amarga sátira de Pog,
una grosera burla de Trimaleyon, cambiaron ve-
leidosamente 8118 nobles sensaciones en una deter-
minación libertina, en un pleno desprecio de la
acción que antes creía meritoria.
A pesar de las chanzas cínicas de los dos piratas,
la imagen encantadora de Reina hizo una profun-
da impresión en Erebo. No había amado nunca; su
corazón no habla tomado parte en los groseros pla-
ceres que había buscado entre las esclavas que la
suerte de la guerra ponía en sus manos. No pasó
mucho tiempo sin que Pog y Trimalcyon notasen
cierta mudanza en el carácter de Erebo. Algunas
palabras indiscretas mostraron á Pog cuánta in-
fluencia tomaba sobre el corazón del mancebo este
primer amor; temió el pirata las consecuencias
de la pasión; podía, elevando su alma, avergonzar-
se de la abominable vida que hacía, y atender tt los
sentimientos generosos. Resolvió, pues, exterminar
elite amor con la posesión, y propuso á Erebo ro-
EL omasarcanoa DE YALTA 253

bar 4 Reina viva fuerza. Halló en el joven pira-


ta una viva resistencia; pareció ä Erebo odioso este
rapto; él quería ser amado 6 hacerse amar. Pro-
prisole un término medio; lisonjeó sobremanera el
amor propio de Erebo; le manifestó que debía ha-
ber hecho una profunda impresión en el ánimo de
Ja castellana, pero que era preciso por medios mis-
teriosos alimentar, exaltar el recuerdo que nece-
sariamente debía tener del salvador de su padre,
y cuando Erebo tuviese ya certeza de ser amado,
se presentaría, propondría la doncella el ro-
barla, y si no aceptaba sus ofertas, se retiraría.
Este plan, que Pog se proponía alterar en cuan-
to al desenlace, satisfizo ä Erebo, y ya hemos vis-
to que se ejecutó en parte en la Casa-fuerte. Un
moro que acompañaba al joven pirata desde su
infancia y que le era muy adicto, debía introdu-
cirse misteriosamente en el castillo des Anbiez.
Este hombre era el gitano que se ha visto en la
Casa-fuerte, quien acompañaba á Erebo en el
atrevido viaje de los tres piratas ä Provenza. Lue-
go que éstos regresaron al puerto de Cette, en que
habían dejado su jabeque, se embarcaron y vol-
vieron ä buscar sus galeras surtas en las Baleares,
abiertas entonces ä todos los piratas del Medite-
rráneo. Allí Erebo, Pog, Trimalcyon y Hadji
(que era el nombre del gitano) concertaron sus
planes.
El mismo día de la aventura de las gargantas
de °iliones, Hadji había dado las señas del an-
ciano caballero que Erebo había salvado, y de la
señorita, ä sus patrones de Marsella, y le dijeron
que eran Raimundo Y y au hija, pues el barón era
bien conocido en Provenza. Durante su mansión
en las Baleares, Brebo, qué, como sabemos, era
254 EL COMENDADOR DE MALTA

buen pintor,hizo de memoria la miniatura de que


hemos hablado, y un platero hábil había esmaltado,
la palomita sobre varios objetos destinados ä Rei-
na. En fin, afiadió Erebo su propio retrato, que se
colocó en el medallón que adornaba la guzla del
gitano. Terminados los preparativos, partió el
moro, llevándose como medio de comunicación
con los piratas, dos pichones criados ä bordo del
jabeque de Erebo, y acostumbrados ä buscar y re-
conocer este buque á una distancia ä que no po-
día alcanzar la vista del hombre.
Al cabo de quince días, las dos galeras y el ja-
beque debían ir ä cruzar y bordear ä vista de
las costas de Provenza. Ya hemos dicho que el
mes de Diciembre era el de la época tormentosa
de Pog, y en la que sus crueles propensiones se
exasperaban hasta una monomanía feroz. No había
emprendido presea tarse bajo falso nombre ä mon-
sieur el mariscal de Vitry, sino para calcular cómo-
damente la ocasión, el estado de las costas y forti-
ficaciones de Marsella, pues abrigaba el atrevido
proyecto de sorprender esta ciudad, asolarla, é in-
cendiar su arsenal, contando para esto con varios
moros establecidos en ella, que le proporcionarían
el hacerse dueño de la cadena del puerto. Aunque
este ataque, ó más bien sorpresa, parezca desca-
bellado, podía realizarse: Pog no desesperaba de
ello. Si los cómplices que se había proporcionado
faltaban ä 811 seña, si se veía obligado ä renun-
ciar ä aquella empresa, estaba al menos segur&
de poder talar una costa inerme; y la pequeiia vi-
lla de la Ciotat, ä causa de su inmediación ä
Casa-fuerte, debía en tal caso sufrir la suerte des-
tinada ä Marsella, siendo fácil, mientras el tumul-
to de la batalla, robar «zi Reina des Anbiess.
EL COMENDADOR DE MALTA 256

Ya hemos visto que la intriga del gitano se lle-


vó ä cabo. Oculto largo tiempo entre las rocas de
las inmediaciones del castillo, había visto muchas
veces d Reina al balcón de su oratorio, y notado
que esta ventana quedaba ä menudo abierta. Va-
lido de su agilidad, de había introducido allí dos
veces por la tarde, la primera con el pomo de cris-
tal que llevaba un amarilis de Persia, planta bul-
bosa que florece en pocos días; la segunda, con el
retrato. Seguro de haber planteado bien estos mis-
teriosos preliminares, destinados ä excitar la cu-
riosidad de Reina y obligarla ti ocuparse de Ere-
bo. Creyendo poderse presentar ein despertar sos-
pechas en la Casa-fuerte, se habla dirigido á, ella,
encontrando en el camino al notario Isnard y su
comitiva.
Quince días después de su llegada ä la Casa-
fnerte, debía el jabeque cruzar aquellas aguas al
caer el sol. Envióle entonces liadji un pichón,
portador de una carta que manifestaba Erebo el
estado de sus amores y á, Pog si podría realizar
un desembarque en caso de que hubiese renuncie-
do ti sorprender 6, Marsella. El águila del vigía
interceptó esta correspondencia devorando al men-
sajero; por desgracia, Hadji tenía un segundo
emisario. Al crepúsculo de la siguiente tarde apa-
reció también el jabeque, y una carta llevada por
el pichón anunció tI Erebo que ora amado, y á Pog
que el momento más favorable para una incursión
en la Ciotat era el día de Nochebuena, en que
todos los provenzales están ocupados en fiestas de
familia.
Empezó el temporal la tarde misma en que Ere-
Lo recibió este aviso. Reunióse ä las doe galeras
que cruzaban el lado de Iliéres, y empeorando
256 EL COMINDADOR DD MALTA

cada vez mis el tiempo, acogiéronee los tres bu-


ques tt Port-Mage de Port-Cros. Fondeaban allí
desde la víspera, esperando impacientes el cambio
del viento, porque las fiestas de Navidad se celebra-
ban de allí 4 dos días, y Pog, antes de intentar nada
sobre la Ciotat, quería convencerse de que su pro-
yecto sobre Marsella no era posible.
Ya que conocemos los funestos lazos que unían
Erebo con Pog, observaremos al joven aven-
turero en la galera de Trimalcyon, ä cuyo bordo
había pasado.
Subid listamente Erebo ä bordo de la Sibarita,
y penetró en la cámara en que se servía la comida.

XXVI

CONVERSACIÓN

• Vestía un sencillo traje de marino que realzaba


su gracia y su hermosura.
—He aquí nuestro amante irresoluto, nuestro
modesto suspirador —dijo al verle Trimalcyon.
El joven marino, sensible 4 esta burla, tiró al
enano negro su gaban bordado de sedas de co-
lores, di6 un beso ä Piel de Cisne, acarició la bar-
billa de Ambarina, y tomando de la mesa una
copa de plata, la alargó ä Trimaleyon, diciendo:—
—1A la salud de Reina des Anbiez, la futura fa-
vorita de mi harem!
Echó Pog una mirada penetrante sobre Erebo,
y con su pausada y profunda voz, dijo:
—Esas palabras las dicen aus labios; au cora-
zón deementird, en lenguaje.
XL COMENDADOR DE MALTA 257

—Sefior Pog, os equivocáis; desembarcad vues-


tros demonios sobre la playa de la Ciotat, y veréis
si el resplandor de las llamas que sofoquen ä los
franceses en sus guaridas, me impide seguir ä
Hadji al castillo de ese viejo provenzal.
—Y luego que estés en el castillo, ¿qué harás,
querido mio?—dijo con tono burlesco Trimalcyon
—¿preguntarás á tu bella princesa si tiene alguna
madeja de seda que devanar, ó si quiere permi-
tirte tener su espejo mientras se peina?
—No temáis, Cuero-henchido; no perderé el
tiempo; cantaré la canción del Emir, canción dig-
na de Beni-Amer, que ese zorro de Hadji le ha
hecho escuchar de tan buena gana.
—¿Y si al viejo provenzal no le agrada tu voz,
hijo miel) Te dará azotes como á un niüo—dijo
'Trimalcyon.
—Contestaré al anciano hidalgo con llevarme
en mis brazos ä su hija, cantándole estos versos
de Hadji:
“Hasta los diez años la hija obedece á su padre:
desde los dieciséis años ti su amante.,,
—Y si el buen hombre insiste, ¿le dards tu úl-
tima razón con tu kangiar para ahorrar palabras?
—Eso es de rigor, Sorbe-Copa g ; el que roba la
lija, mata al padre—dijo Erebo con sardónica
son des.
Sacudió Trimalcyon la cabeza, y dijo ä Pog.
que parecía cada vez más engolfado en aus som-
brías cavilaciones:
—El pavipollo se burla de nosotros; se chancea;
hará alguna hombrada por esa chicuela.
—dila vuelto de las islas el espía francés?—pre-
guntó Pog.
— Aun no, eehor Pog—reapondió el joven ma-
26
258 EL COMENDADOR DE MALTA

rino:—partió con su garrote y su alforja, disfra-


zado de mendigo: antes de una hora regresará. Le e
he estado esperando; viendo que no llegaba, me he
venido en mi chalupa: la lancha que le llevó 6,
tierra le volverá aquí; pero ¿atacaremos á la Cio-
tat 6 á Marsella, seilor Pog?
—A Marsella, á menos que lee noticias del espí&
no me hagan cambiar de propósito.
—Y de vuelta ¿no nos detendremos un momen-
to en la Ciotat?—dijo Erebo.—Hadji nos espera.
—Y tu bella también, hijo mío... gá... jäl Tie-
nes más prisa por ver sus hermosos ojos, que
el boquiancho morro de los cañones del castillo.
Y tienes razón; no te reprenderé por esto—dije
Trimalcyon.
— Por la cruz de Malta, que aborrezcol—excla-
m6 Erebo con impaciencia.—Mejor quisiera no
llegar jamás á ver esa doncella en la cámara de
mi jabeque, que dejar de dar mi grito de guerra
en el ataque de Marsella. El señor Pog sabe que
en todos nuestros combates contra los franceses
contra las galeras de la orden, ha dado mi brazo,
aunque joven, terribles golpes.
—No tengas cuidado; que ataquemos ó no ti
Marsella, podrás acercarte á la Ciotat con tu ja-
beque, y arrebatar tu princesa: no dejaré que pier-
das esta nueva ocasión de condenar tu alma, mi
amable hijo;—dijo Pog con siniestra sonrisa.
- almh? Me habéis dicho que no hay alma,.
eerior Pug—repueo Erebo con burlona despreocu-
pación.
—¿No conoces que el señor Pog se chancea,
querido?—dijo Trimalcyon —por tu alma se en-
tiende tu bella. ISardandpalo! La robaremos;
trabajos de 1 ladji y tus misteriosas galanterías
XL COMENDADOR DE MALTA 259

no quedarán sin fruto, aunque tí mi modo de ver


has hecho mal en ser tan romancesco como un an-
tiguo moro de Granada para agradar fi esa Om-
fale: un robo más, amable joven, y conocerás
que Natos más domar violentamente la resisten-
cia de una potranca salvaje, que vencerla á fuerza
de dulzura y cuidados; pero tu joven paladar ne-
cesita aun miel y leche; más tarde apelarás á las
especias.
—Me lisonjeáis, Trimalcyon, comparándome
con un moro de Granada—dijo Erebo con amar-
gura; ellos eran nobles y caballerescos, y no
verdaderos bandidos como nosotros.
—¡Bandidos!... ¿Lo oís, Pog? ¡No ha empeza-
do å vivir y nos trata de bandidos! ¿Y quién dia-
blos te ha dicho que somos bandidos? He aquí có-
mo se seduce á la juventud, cómo se la engaita,
cómo se la corrompe. Pero, habladle, Pog....
¡Bandidos! De beber, Piel de cisne, para tragar
esa palabra. ¡Todopoderoso! ¡bandidos!
Erebo no se inquietaba por la grotesca cólera de
Trimalcyon. Pog alzó lentamente la cabeza, y le
dijo con punzante ironía:
—Bien, bien, amable nirio: haces bien en aver-
gonzarte de nuestra profesión; á nuestra vuelta ä
Trípoli te compraré una tienda junto á la puerta
del muelle; es el mejor cuartel de comercio; allí
vvnderás marroquí blanco, tapices de Smirna, se-
dería de Persia y plumas de avestruz. Este sí que
em un tranquilo y honrado oficio, amable joven;
peidrás hacer en él alguna fortuna 6 ir en seguida
$1 establecerte Malta en el cuartel de los judíos;
allí prestarás tu dinero al cincuenta de rédito A, los
eaalleros, y te vengarás de los que degollaron ä
tu padre y á tu madre, embolsándote su dinero.
260 EL COMENDADOR DE MALTA

Esto ea mis lucrativo y menos peligroso que exi-


girles el pago en sangre.
—,Sehort—gritó Erebo con las mejillas encen-
didas de. indignación.
—Pog tiene razón—repuso Trimalcyon—me-
jor es ser vampiro, que chupa impunemente la
eangre de su dormida presa, que halcón audaz, que
la ataca la luz del día.
—¡Trimaleyon!... ¡Mira lo que hablas!—gritó
irritado el joven.
—1Y quién sabe—repuso Pog—si la casualidad
hará que entregues tu dinero al caballero que ase-
sinó ä tu anciana madre y ä tu noble padre!
—¡Y reconoced la mano vengadora de la Pro-
videncia!—exclamó Trimalcyon;—el huérfano lle-
ga tí ser acreedor del asesino... ¡Sangre y asesina-
to! ¡Muerte y agonía! ¡Este hijo vengador satisfa-
ce al fin su rabia poniendo la túnica amarilla de
los deudores insolventes al asesino de los suyos!
A este último sarcasmo arrebató ä Erebo la có-
lera en tal manera, que, asiendo ä Trimalcyon por
la garganta, le amenazó con un cuchillo de la
mesa; y ä no ser por la mano de hierro de Pog,
que le tuvo oprimida la murieca como un yunque,
el obeso pirata habría sido, sino muerto, al menos
peligrosamente herido.
—¡Por Eblis y sus negras alas! Señor, guardäos;
si estäis celoso del golpe que iba ä dar ä este le-
chón, será ä vos ä quien me dirija—gritó Ere-
bo, pugnando por salir de entre las manos de Pog.
Piel de cisne y Ambarina huyeron dando agu-
dos gritos.
—He aquí lo que se adelanta consintiendo los
niños—dijo Pog con desdeñosa sonrisa, abando-
nando por fin la mano de Erebo.
EL COMENDADOR DE MAL1A 21
—Y dejarles jugar con cuchillos—añadió Tri-
malcyon recogiendo el que éste había dejado caer
en la lucha.
Una mirada de Pog le advirtió que no era oca-
sión de burlarse del mancebo.
—¿Conque tendrías valor para matar al que te
ha educado, interesante criatura?—dijo con f i.
Pog;—veamos, puñal tienes en tu faja: hiere,
Miróle Erebo con aire sombrío, y le dijo con un:t
carcajada feroz:
—¿Me pedís en nombre de la gratitud el perdón
de vuestra vida? ¿Porqué, pues, me habéis reco-
mendado el olvido de los beneficios y la memoria
de las injurias?
A pesar de su atrevimiento, Trimalcyon miró á
Pog con aire sorprendido, no sabiendo cómo podría
su compañero responder ä la pregunta. Echó Pog
sobre Erebo una mirada de completo menosprecio,
y le dijo:
—Quise probarte, hablándote de reconocimien-
to. Sí; el hombre verdaderamente valiente olvida
los beneficios y no tiene presentes sino las injurias:
te he hecho la más sangrienta; te he dicho que
no tenías valor para vengar la muerte dolos tuyos;
hubieras debido herirme ya, pero eres un cobarde.
Erebo sacó rápidamente su puñal y lo levantó
sobre el pirata, antes que Trimalcyon hubiese po-
dido dar un paeo. Pog, tranquilo, impasible, ade-
lantó su pecho, y id siquiera pestañeó. Dos veces
alzó Erebo su arma, y dos veces su brazo se dejó
caer inerte; no podía resolverse á herir ä un hom-
bre indefenso. Bajó la cabeza con aire confundido.
Volvióse ti, sentar Pog, y dijo ä Erebo con voz
imperiosa y severa:
—Chiquillo, no vuelvas á citar máximas cuyo
262 EI, comENDADoR DE MALTA

sentido comprendes quizá, pero que tu cobarde co-


razón no puede poner en práctica. Escúchame por
última vez. Te dejo el campo franco. Te he reco-
gido sin piedad; siento hacia tí, como hacia todos
los hombres, tanto odio como desprecio; te he en-
caminado al pillaje, al asesinato, como me entre-
tendría en adiestrar á un lobato haciéndole car-
nicero, con el fin de poder valerme de tí un día so-
bre mis enemigos; he muerto 4 todos los caballe-
ros de Malta que han caido en mis manos, porque
tengo que tomar de esa orden una espantosa ven-
ganza; te he dicho que tu familia había sido ase-
sinada por ellos, con la esperanza de excitar tu
odio y convertirlos contra aquellos á quienes de-
testo... Ya me has servido; en un combate has
muerto dos aventureros. Tampoco te debo nada; tú
creías vengar ä tus padres; te considero como un
buen caballo de batalla; mientras sirve, se le agui-
ja, se le arroja entre la liza; cuando flaquea, se le
vende. En nada te creas ligado á mi; mátame si
puedes... Si no te atreves cara á cara, obra como
traidor; tal vez así lo conseguirás.
Erebo creía estar salando al oir estas atroces
palabras. Aunque jamás se había hecho ilusiones
sobre el cariño de Pog, creía, no obstante, que este
hombre sentía hacia él algún interés, aunque dé-
bil; el interés siquiera que inspira un pobre nifio
desamparado ä quien se encarga de él. La feroz
declaración de Pog no le dejaba duda alguna: co-
rrespondían demasiado estas máximas con los an-
tecedentes de su vida, para que el desgraciado
joven desconociese la espantosa realidad. Lo que
votó en su corazón es inexplicable; parecióle caer
en un sangriento y profundo abismo, y las ideas
que en tropel le acosaban eran un vért igo. Sus
EL COMENDADOR DE YALTA 263

propensiones tiernas y pnerosas se estremecieron


-dolorosamente cual si una mano de hierro quisie-
Ta arrancarlas de su corazón. Después del primer
instante de anonadamiento, las detestables inculca-
-dones de Pog reaparecieron, y Erebo quiso com-
petir en cinismo y barbarie con este hombre. Alzó
su pálida frente, y una sonrisa irónica contrajo
sus labios.
—Me has iluminado, Pog... Hasta aquí el odio
á los soldados de Cristo no habla profundizad.)
demasiado en mi corazón; hasta aquí no quería
su muerte sino porque la habían dado 4 mis pa-
dree: sino les perdonaba, peleaba con ellos es-
pada con espada, galera con galera. Pero ahora,
maestro, armados 6 desarmados, jóvenes 6 viejos,
legal 6 alevosamente, mataré tantos como pueda
matar... ¿Sabes por qué, maestro? ¿Sabes por qué?
—Pierde la razón—dijo en voz baja Trimal-
eyon.
—No dice lo que siente—contestó Pog.—¡Y
eien! ¿Por qué tan famoso odio, joven?
—Porque al dejarme huérfano me han puesto
en tu poder, que me has hecho lo que soy.
Lució en la expresión del rostro de ErPbo cier-
ta cosa que revelaba un odio tan implacable, que
'rrimalcyon dijo por lo bajo ä Pog:
—Su mirar es sangriento.
Erebo, aunque exasperado por el enojoso des-
precio de Pog, no osó vengarse; sintidse domina-
do por un secreto sentimiento de gratitud hacia el
hombre que le había criado. Salió de la cámara
.con aire de desesperación.
—Va á suicidarse—dijo Trimalcyon.
Pog alzó los hombros. Momentos después oyóse
el ruido de los remos que azotaban el agua.
264 EL COMENDADOR DE MALTA

—Vuelve á su jabeque—dijo Trimaleyon.


Pog, sin responderle salid de la cámara y fuá
hacia proa. Era tarde. 'El viento había cesado al-
gún tanto; loe forzados dormían en euro bancos;
no 8e oía sino loe pasos regulares de los espías que
recorrían la crugía y los corredores. Pog, apoyado-
en las bandas de popa, miraba el mar en silencio.
Trimalcyon, ä pesar de su corrupción de su ci-
nismo y malignidad, se había conmovido con esta
escena. Acaso jamás se habla dejado ver la cruel
monomanía de Pog bajo tan espantoso aspecto.
Experimentaba cierto embarazo para entablar
conversación con su taciturno compañero; acer-
cándose, por fin, después de algunos ¡hum! ¡hura!
y mucha perplejidad, le dijo:
—Bastante bueno parece el tiempo esta tarde,
señor Pog.
—Tu observación es muy exacta, Trimalcyon.
—Al caso; ¡al diablo la cortedad! No sabia cómo
deciros que 8018 muy terrible, señor Pog; volvéis
loco ä ese pobre estornino. ¿Qué diablo de gusto
sacáis en atormentar así ä ese joven? El mejor día
os dejará.
—Si tu no fueras un hombre incapaz de com-
prenderme, Trimalcyon, te diría que lo que ex-
perimento hacia ese desdichado es extraño—repu-
so Pog hablando entre si; —á veces siento levan-
tarse en mi alma terribles furores, resentimientos,
tan implacables como si fuese mi más mortal ene-
migo; otras veces, una indiferencia de hielo; otras
siento hacia él como compasión; diría cariño, si
este sentimiento pudiera todavía penetrar en mi
alma. Entonces el metal de su voz su mirada,
despiertan en mi— recuerdos... ¡Oh!... recuer-
dos... de un tiempo... que pasó...
EL COMENDADOR DE MALTA 265
Al pronunciar estas últimas palabras, Pog ha-
bla hablado casi sin precaución. Trimalcyon se
había conmovido del acento de su tétrico compa-
ñero. Pog, que por lo regular era sarcástico, esta-
ba conmovido. Trimaleyon quedó estupefacto; re-
tiróse atemorizado viéndole súbitamente levantar
ambos puños al cielo con terrible ademán, y oyén-
dole dar un grito tan doloroso, tan amenazador,
tan desesperado ä la vez, que no tenía nada de
humano.
—Señor Pog... ¿qué tenéis? ¿qué tenéis?—dijo•
Trimalcyon
—¿Qué tengo?—prorrumpió él casi delirante—
¿qué tengo...? Tú no sabes... que este hombre....
que tienes aquí, delante de tf, que ruge de do-
lor, que lleva la crueldad hasta rayar en locura,
que no sueña más que en sangre y asesinatos; que
este hombre ha sido bendecido de todos, ha sido.
amado de todos, porque era bueno, generoso...
Tú no sabes... ¡oh! no, no sabes, cuánto mal ha
sido preciso hacer á este hombre para exaltarlo
hasta la rabia que lo domina.
Trimalcyon quedaba cada vez más confuso de
un lenguaje que formaba tan singular contraste
con el carácter habitual de Pog, y procuraba, á pe-
sar de la obscuridad, distinguir su semblante. Des-
pués de un largo rato en que guardaron el mée
profundo silencio, oyó resonar la seca risa del pi-
rata.
—¡Eh!... ¡eh! compadro—dijo con el acento de-
ironía que le era familiar; —bien dicen que de no-
che los perros rabiosos ahullan ä la luna. ¿Has
entendido una palabra de cuanto acabo de decir?
Habría hecho un buen cómico, ä fe mía; ¿no te pa-
reee, compadre?
266 EL COMENDADOR DE MALTA

—No he comprendido, en efecto, gran cosa, señor


Pog; lo que puedo decir es que no siempre habéis
sido lo que ahora sois... Allá nos vamos: yo era
fámulo en un colegio antes de ser pirata.
Pog, ein responderle, hizo un movimiento con
la mano, indicándole que callara. Luego, escuchan-
do con atención, dijo.
—Oigo una lancha, me parece.
—Efectivamente—dijo Trimalcyon.
Uno de los vigilantes en las arrumbadas dió tres
voces bien diferentes, guardando un largo interva-
lo de la primera á las otras dos. El patrón de la
lancha las contestó á la inversa; es decir, que dió
primero dos voces muy precipitadas, y después
otra muy prolongada.
—Estas son gentes del jabeque; el espía, sin
duda—dijo Trimalcyon.
En efecto, la lancha abordó al instante, y el es-
pía subió al puente de la galera.
—¿Qué noticias de Hiéres?—le preguntó Pog.
—Malas, respecto á Marsella, capitán: las gale-
ras del marqués de Brazó han anclado allí anteayer
de vuelta de Nápoles.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Dos patrones de barca; había yo entrado á
pedir limosna en un mesón, y los patrones die-
ron esta noticia; muleteros que venían del Oeste
hablan oído lo mismo en Saint Tropez.
—Y en la costa, ¿qué se dice?
—Están en alarma por la parte de la Ciotat.
Pog hizo una seña con la mano, y el espía
retiró.
— Qué haremos, señor Pog?—dijo Trimalcyon:
—sobre Marsella sólo se conseguirán reveses, de-
fendiendo el puerto la escuadra del marqués. Ata-
RL COMENDADOR DE MALTA 267

car al enemigo inoportunamente, en vez de san-


earle daño, es hacerle bien. No podemos conse-
guir ventaja alguna en Marsella.
—Nada—dijo Pog.
—Pero la Ciotat nos está llamando. Cierto es
que estos puercos de ciudadanos están alerta.
Sardanápalo ¡qué importa! Los pajarillos tiemblan
también cuando ven al gavilán próximo á caer
aobre ellos; pero ¿embota sus uñas el miedo? ¿qué
-decís, señor Pog?
—A la Ciotat mañana ä la puesta del sol, si
cesa el viento. Sorprenderemos á esas gentes en
medio de una fiesta, y cambiaremos sus gritos de
regocijo en lamentos de muerte—dijo Pog con
sorda voz.
—¡Sardanäpalo! Esos ciudadanos se dice que
guardan la gallina de los huevos de oro; parece
que el convento de los Mínimos está lleno de vi-
nos preciosos, y además de esto, por Navidad los
renteros de esos ricos holgazanes les llevan el di-
nero de sus arriendos; hallaremos su caja bien
provista.
—¡A la Ciotat!--dijo Pog;—el viento puede
cambiar de un momento á otro. Me vuelvo á la
Galeona Roja. A la primera señal imita mi ma-
niobra.
—Está dicho, maese Pog—contestó Trimalcyon.

Mientras los piratas, ocultos en aquella rada so-


litaria, se preparan á caer por sorpresa sobre los
habitantes de la Ciotat, volveremos al cabo del
Aguila, donde hemos dejado al vigía ocupado en
organizar la defensa de la costa.
268 EL COMENDADOR DE MALTA

XXVII
HADJ1

Llegó por fin la fiesta de Navidad.


Aunque el temor ä los berberiscos había tenido.
la villa y la costa alarmadas muchos días, estaban
ya algo tranquilos. Había durado tanto la tramon-
tana, y había sido tan violenta, que no se suponía
que hubiesen podido salir al mar buques pirata..
con semejante tiempo, y menos que pudieran
mantenerse en una ensenada de la costa, como, sin
embargo, lo habían hecho las galeras de Pog y
Trimalcyon. Su confianza debía ser fatal ä aque-
llos habitantes.
Necesitábanse cuando menos cuarenta horas
para que la galera dol Comendador pudiese llegar
del cabo Corso ä la Ciotat; la borrasca no había
cesado hasta la noche anterior, y Pedro des An-
biez no había podido hacerse ä la vela sino en la
mal:lana misma de la Nochebuena. Las galeras de-
los piratas, por el contrario, podían llegar en tres,
horas; desde la isla de Porte-Cros, en que se ha-
bían abrigado, no había sino unas seis leguas.
Mas, lo repetimos, había mucha confianza en cla
costa, además de que se contaba con la vigilan in
de la atalaya que debía dar la alarma en caso de
peligro: dos ängaros de correspondencia con la
mira del cabo del Aguila estaban dispuestos, une
en la punta opuesta de la bahía, otro en el terra-
do de la Casa-fuerte.
A la menor alerta, todos los hombres de la Cio-
tat capaces de tomar las armas debían reunirse
t. COMENDADOR DE MALTA 269

en la casa de Villa para recibir las órdenes de los


cónsules y volar al sitio de la invasión. Hablase
tendido una cadena tí la entrada del puerto, y
muchas barcas grandes de pesca, armadas de pe-
dreros, fondeaban á corta distancia de esta barrera.
En fin, dos patrones de chalupa, ocupados desde
por la mañana en explorar las inmediaciones, ha-
blan aumentado ä su regreso la confianza general,
anunciando que no se descubría una vela en tres
cuatro leguas de mar.
Serian las dos de la tarde. Un viento de levante
bastante fresco reemplazaba al impetuoso huracan
de los días anteriores; estaba el cielo despejado, y
radiante el sol, aunque de invierno; el mar ri-
sueño, aunque algo agitado todavía. Un mucha-
cho con una cesta en la cabeza, cantando alegre-
mente, empezaba á trepar la rampa de escarpadas
rocas que conducía ä la morada de Peyrou. De re-
pente sintió el ahullido de un perro; se detuvo,
miró en su derredor con curiosidad, y, como nada
viese, continuó su camino. Repitióse el ahullido,
pero mucho más próximo y dolorido. Habla caza-
do Raimundo V la víspera hacia esta parte, y
figurándose el muchacho que uno de sus perro.
habría caido en algún hoyo, puso en tierra su cesta,
trepó á un gran pico de la peña que dominaba el
camino, y se puso ti escuchar con atención. Ale-
járonse un poco los alaridos, aunque pareciendo
mis lastimosos mientras más apartados.
No dudó ya: tanto por hacer algo agradable tí
tu señor, cuanto por merecer una recompensa,
trató de buscar al pobre animal, desapareciendo
en breve entre los picos de la roca. Parecía que el
perro ya se le acercaba, ya se apartaba de él, ce-
sando por fin todo rumor.
210 El. COMENDADOR DE MALTA

El muchacho había abandonado el sendero;


mientras escuchaba, llamaba, gritaba y silbaba,.
Hadji el gitano apareció entonces por detrda de
un peñasco. El era quien, valiéndose de su habi-
lidad, había imitado el abullido del perro, para
que fuera el chiquillo en su seguimiento, y ale-
jarle así de su cesto. Hacía tres días que Hadji
andaba errante en medio de aquella soledad, no'
atreviéndose ä volver ä la Casa. fuerte, y esperan-
do de un día ä otro el arribo de los piratas, pre-
venidos por su segundo correo. Sabedor de que to-
das las mañanas le llevaban á Peyrou las provi-
siones, Hadji, que acechaba al portador algunas
horas, había usado de la estratagema que hemos
dicho para que las abandonara un momento.
Abrió la cesta, cuidadosamente acondicionada
por maese Laramée, tomó de ella un ancho frasco
forrado de paja, y echó en Al una pequeña dosis de
polvos blancos, poderoso narcótico, cuyos efectoe
experimentara ya el digno capitán Trinquetaille.
Rabiase mantenido el gitano hacia dos días de
las pocas provisiones que sacó de la Casa-fuerte,
pero temiendo excitar sospechas, tuvo suficiente
valor para no tocar á los apetitosos manjares des-
tinados al vigía. Volvió la botella ti. su sitio, y des-
aparesió. El muchacho, después de haber busca-
do en balde al escardado perro, vino á tomar su
cesto, y llegó por fin ä la cima del peñón.
Pasaba maese i . eyrou por un ser tan misterioso y
formidable, que su joven proveedor no se atrevió
á hablarle una palahrFt sobre los quejidos del pe-
rro; dejó la cesta sobre el borde de la última pie-
dra del sendero, y bajó á todo correr, después de
haber dicho con trémula voz, y teniendo BU gorri-
lla en la mano: — ,0 närdeos Dios, maese Peyrou
II. COMENDADOR DE MALTA 271

Sonrióse el vigía del temor del chiquillo, se le-


vantó de su banco, y dirigiéndose tt la canasta, la
llevó å su asiento. Se conocía al ver las pro-
vienes que se estaba en las fiestas de Navidad: fi-
guraba en primer lugar un hermoso pavo asado,
bocado de rúbrica en esta solemnidad; luego un
pastel fiambre de pescado, tor t as con miel y acei-
te, y una cestilla llena de uvas y frutas secas ä
guisa de aguinaldo. En fin, dos panes blancos de
corteza tostada, y un gran frasco que contenía por
lo menos dos pintas del más generesdvine de Bor-
goa de la bodega de Raimundo V completaban
esta refacción.
El bueno del vigía, á pesar de su filosofía, no-
pareció insensible ä la vista de tales cosas. Entré«
en su choza, cogió su pequefia mesa, púsola junto
d. la puerta, y colocó en ella los preparativos de su
fiesta de Navidad. Una idea melancólica vino, sin
embargo, ä entristecerle. Al ver el humo que cubría
la villa de la Ciotat, se conocía que los habitantes,
tanto pobres como ricos, hacían preparattivos de
regocijo para reunir á la mesa su familia y ami-
gos. Suspiró el vigía al 'considerar la especie de
destierro que se había impuesto. Vir,jo ya, ein
parientes, sin amigos, debía morir sobre aquel pi-
cacho, en medio de imponente soledad. Otro mo-
tivo tenía también Peyrou para entristecerse; ha-
bla esperado en vano poder distinguir en el hori-
zonte la llegada de la galera del Comendador: él
sabia con qué gozo hubiera abrazado Raimundo V
á sus dos hermanos; sabía también que la profun-
da tristeza de Pedro des Anbiez, sil constante te-
dio, sólo encontraban algún alivio, sólo se dulcifi-
caban entre las agradables satisfacciones de su fami-
lia. En fin, otra razón no menos importante le ha-
272 EL COMENDADOR DB MALTA

cía desear con ansia la llegada del Comendador;


era mis de veinte alioe hacia depositario de un
terrible secreto y papeles que se referían ti él: su
vida retirada, su fidelidad ä toda prueba, garantían
la seguridad de este secreto; mas el vigía quería
rogar al Comendador que le relevase de esta grave
responsabilidad, encomendándosela á Rai undo V.
En efecto, Peyrou podía ser asesinado; la esce-
na con el gitano probaba tí qué peligros se hallaba
expuesto en un sitio tan solitario. Todas estas ra-
zones hacían que el vigía deseara con anhelo la
llegada de la Galera negra.
Registró por última vez el horizonte antes de
ponerse tí, la mesa. El sol empezaba á declinar;
aunque nada vi6 tí lo lejos, no perdió la esperanza
de percibir aun la galera antes de anochecer, y
fin de poderle divisar más pronto, resolvió comer
de la parte afuera. Entretanto la vista de una
buena comida le alegró algún tanto. Empezó por
acercar tí sus labios el frasco de vino de Borgoña,
y después de haber bebido algunos sorbos enja-
góse la boca con el envés de su mano, di ciendo
este refrán provenzal: l'or Todos Santos todo vino
es sano. s
—Raimundo V no se ha olvidado do su juez—
añadió sonriendo; —luego despedazó al ave. —;Ea...
ea! al hombre viejo, vino afiejo; siento ya más ale-
gría y mis esperanzas de ver la galera del Comen-
dador se convierten en certidumbre.
A este tiempo Peyrou oyó cierto batidero en el
aire, chasqueó una de las ramas del antiguo pino,
y Brillante descendió sobre el techo de piedra de
la atalaya, y luego desde éste al suelo.
— 111ola, hola, Brillantd—dijo el vigfa;—dvie-
nes á tomar tu parte de aguinaldo? Toma—aüadió
EL COMENDADOR DE MALTA. 273

dándole un pedazo de ave que el águila no quiso


tomar.--1Ah, villana feroz! no desdeñarías este
trozo si estuviera sangrando; ¿quieres de este pas-
tel? No... ¡Ah! Pues no encontrarás todos los días
un regalo como el pichón de ese maldito gitano.
No olvidaré jamás el servicio que me hiciste, mi
animosa voladora, aunque fué el móvil de tu ac-
ción tu afición ä las carnes vivas; pero no impor-
ta, Brillante, no importa... los ingratos son los
-que averiguan los motivos de una conducta de que
se han aprovechado; yo debiera haber pensada en
darte un buen cuarto de carnero, pero tnafiana no
faltaré ä ello; que para tí, como para muchos
hombres, el regalo es la fiesta, y no el santo ä
quien se glorifica.
Maese Peyrou concluyó su comida, ya hablando
con Brillante, ya acariciando el ancho frasco del
barón.
El crepúsculo empezaba á bajar sobre la villa.
Envolvióse en su gaban, encendió su pipa, y se
puso ä considerar la proximidad de aquella hermo-
sa noche de invierno con una especie de biena-
venturada abstracción. Aunque ya era casi de no-
che, registró aun el horizonte con su anteojo, y na-
da descubrió.
Volvía maquinalmente la cabeza del lado de la
Casa-fuerte, haciéndose la ilusión de que era fácil
todavía ver llegar al Comendador, cuando vi6 con
asombro un pelotón de soldados mandados por dos
hombres á, caballo, adelantándose á, toda prisa por
la playa hacia la habitación de Raimundo V. Echó
mano de su anteojo, y ä pesar de las sombras co-
noció al notario lsnard montado en su mula blau-
ea, acampanado de un ginete, que por su gola de
27
274 L COMIXDADOB DZ MALTA

hierro, su jacineta de búfalo y en banda blanca,


parecía ser un capitán.
--,1Qué viene á ser esto?—se dijo el vigía, re-
cordando con temor la animosidad de maese In-
nard.—dIrin quizá á arrestar el baron des Anbiez;
por órden del mariscal de Vitry? ¡Ahl bastante
tue lo temo; y lo que temo mis aun es la rulo-
tencia de Raimundo Y. ¡Dios mío! ¿qué va 4 su-
ceder? ¡qué triste Navidad, ei sucede lo que me,
figuro!
Lleno de inquietud, permanecía con los ojos.
fijos en la playa, aunque se había hecho ya tan os-
curo que no podía distinguir nada.
No tardó la luna en alzarse radiante, pura,
inundando en su vivo resplandor las rocas, las,
aguas, la playa y el castillo; á lo lejos, envuelta
en neblina, la villa, cuya masa sombría, sembrada
acá y allá de puntos luminosos, recortaba la negra
ebtampa de aus agudas techumbres y campanarios
contra el oscuro azul del cielo; el mar, enteramen-
te en calma, parecía un apacible lago; apenas se
percebía el sordo murmullo de sus dormidas olas-,
una linea de azul más oscuro marcaba la lumen-
ea curva de horizonte.
Miraba el vigía con ansiedad las ventanas del
castillo, que todas estaban vivamen t, iluminadas.
Poco ä poco sintió que se entorpecían sus párpa-
dos. Atribuyendo e ..te pesadez de, cabeza al vino,
no obstante que había bebido poco, levant&e y se
paseó aprisa. A pesar de su movimiento,
que se entorpecían sus miembros, debilitándose
su vista, y se vi6 precisado ti. tomar de nuevo su
banco. Por algunos momentos luchó con todas sus
N'amas contra el letargo que invadía poco ä poco
sus facultades. En fin, aunque apenas podía do-
SL COMEleiDADOR DI& MALTA 275

minar aquel sueno, tuvo la presencia de ánimo de


ir ä au casilla y zambullir la cabeza en un bono de
agua casi helada; esta inmersión le volvió por al-
gunos segundos el uso de los sentidos.— iDesdi -
chado! ¿qué he hecha— exclamó;—me he embris-
gado. Di6 aun algunos pasos, pero tuvo que sen-
tarse.
Contrariado un momento el narcótico, redobló
su acción. Apoyado contra la pared de su casilla,
conservó el vigía desgraciadamente bastante per-
cepción para ser testigo de un espectáculo que
pensó que le hacía morir de rabia en su impoten-
cia: dos galeras y un jabeque aparecieron á la pun-
ta oriental de la bahía, punto que só!o Peyrou
desde la altura del cabo del Aguila podía espiar.
Doblaron estos bajeles el promontorio con len-
titud y precaución. Por un ultimo y violente es-
fuerzo, enderezóse el vigía y gritó con voz ya muy
débil:
—¡Los piratas! ...
Dió medio cayendo un paso hacia el fogón en
que estaban acumulados combustibles de toda es-
pecie prontos ä arder. En el momento de tocar á
ellos cayó privado de conocimiento.
El gitano, que había acechado todos sus movi-
mientos, apareció entonces á la entrada de la pla-
ceta, y se adelantó con la maynr circunspección.
Deteniéndose luego detrás de la casita, escuchó y
no oyó mis que la oprimida respiración del vigía.
Seguro del efecto de su narcótico, se acercó ä él,
inclinóse, tocó sus manos y su frente y las halla
heladas.
—La dosis es fuerte—se dijo;—quizá demasia-
do fuerte. Lo sentiría, porque no quise matarle,
Adelantándose entonces al borde del precipicio.
276 El. COMENDADOR DE MALTA

vió ä lo lejoa con toda claridad los tres buques pi-


ratas. Después de haber caminado con lentitud
por temor de ser descubiertos, bogaban ä fuerza
de remo para ganar la entrada del puerto, donde
gitano debía ir ä encontrarles. El ojo experto
<le Hadji divisó en las proas de las dos galeras
puntos luminosos, que no eran otra cosa que an-
torchas incendiarias destinadas ä abrasar la villa
y los barcos de pesca.
—Por Eblis! van ä ahumar ä estos ciudadanos
como ä zorra en madriguera. Tiempo era de que
este viejo se durmiese, tal vez para siempre. Mas
visitemos la casilla; tengo tiempo para bajar, y no
tardaré en estar en la playa para apoderarme de
una barca y unirme ä Pog, que me espera an-
tes de empezar el ataque. Entremos; dicen que
este viejo guarda aquí un tesoro.
Tomó del hogar un tizón y encendió una lám-
para. El primer objeto que lo llamó la atención
fué una cómoda de ébano, tallada, colocada junto
ä la cama del vigía.
--He aquí un mueble demasiado rico para se-
mejante anacoreta.
No encontrando la llave, tomó el pirata el ha-
cha, hizo saltar la cerradura y abrió ambas hojas;
los estantes se hallaban vacíos.
—No es natural—dijo—cerrar con tanta pre-
caución para nada; el tiempo urge; esta llave me
lo franqueará todo.
Volvió á. tomar el hacha y en un momento que-
dó el mueble hecho pedazos. -Vi6 entonces que te-
nía un doble fondo.
El gitano dió un grito de gozo al divisar el co-
frecillo de plata cincelada de que hemos hablado,
y sobre el cual se veía una cruz de Malta. Este
COMENDADÜR MALTA. 277

cofrecillo, bastante pesado, se cerraba sin duda
por medio de un secreto, porque no se veía en el
llave ni cerradura.
—Ya he sacado tal cual botín. Ahora, corramts
ä ayudar al señor Pog ä tomar el suyo. ¡Ah!
¡ah! —ariadió con sonrisa diabólica, señalando 14
bahía y la villa, entonces sumidas en la calma
más profunda;—dentro de poco sacudirá Eblis allí
sus alas de fuego, el cielo se llenará de llamas y
de sangre la mar.
Luego, por última precaución, vertió un cubo
de agua sobre el hogar de los ängaros, y bajó kí.,
toda prisa para encontrar á los barcos piratas.

XXY/1/
LA NOCIIEFW EN A

Mientras tantos males amenazaban á la (iota,


festejábase descuidadamente la Nochebuena.
No obstante la alarma que causaron los avisos
del vigía, á pesar del miedo que se tenía ä los pi-
ratas,labíanse hecho en toda casa, pobre 6 rice,
los preparativos de esta fiesta patriarcal. liemos
hablado del magnífico nacimiento preparado en la
sala del dosel 6 salón de honor de la Casa-fuerte.
Acababan de dar las doce de la noche: el ama de
gobierno esperaba con impaciencia la vuelta de
Rai mundo Y, de su hija, de l tonorato de :Berrol
algunos parientes 6 huéspedes, que, convidados
por el barón tí esta ceremonia, habían ido á la Cio-
tat ifin de asistirá la misa del gallo. En el castillo
la había dicho el cura iMascarolus para las perso-
nas que habían quedado.
t78 EL COMENDADOR DE MALTA

Conduciremos al lector la sala del dosel que


ocupaba las dos terceras partes de la galería que
unía ambas alas del castillo, y no se abría mis
que en las ocasiones solemnes. Una magnífica tela
de seda roja adamascada cubría sas muros; ti, falta
de flores sumamente escasas en aquella estación,
ramas verdes plantadas en cajones ocultaban casi
enteramente 8118 diez ventanas ojivales. A uno de
los extremos se levantaba una chimenea de granito
groseramente labrada y de diez pies de altura. Ape-
sgar de lo frío del tiempo, no arlía fuego alguno en
este espacioso hogar, pero una enorme hacina
compuesta de sarmientos, haya, olivo y pifias es-
peraba la formalidad de costumbre para alumbrar
el salón y dar calor. Dos pinos con fila verdes ra-
mas adornadas de cintas, de naranjas y racimos de
uva, se habían plantado en arriates de madera tí
uno y otro lado de la chimenea, y formaban por
cima de su meseta un verdadero bosquecillo de
follaje. Diez candelabros de cobre con bujías ama-
rillas disipaban apenas las tinieblas de esta inmen-
sa pieza. A su otro extremo, t‘ ente ti la chimenea,
se alzaba un dosel muy semejante al de un lecho,
con cortinas, pabellones, guarnición y cielo de da-
masco carmesí. Con aus largos pliegues cubría
cinco gradas de madera tapizadas con una alfom-
bra turca. Aquel era el sitio destinado al sillón
blasonado de Mistando V. Desde este sitio sen-
tenciaba el anciano hidalgo en las raras ocasiones
en que ejercía la alta y baja justicia sefiorial. El
día de Navidad, como hemos dicho, el nacimiento
del nifio Jesús ocupaba este sitio de honor.
Una maciza mesa de encina, cubierta de un rico
tapete oriental, ocupaba el centro de la galería.
Veíase sobre esta mesa un costoso cofrecillo de
BL COMENDADOR DZ MALTA 279
4bano delicadamente tallado y lleno de escudos
A ue encerraba el libro de las crónicas, especie de
_archivo en que se inscribían los nacimientos de los
miembros de la familia y los hechos importantes
acaecidos en cada casa. Sitiales y bancos tallados
'completaban el mueblaje de la galería, cuya an-
chura y austera desnudez tenían un aspecto im-
ponente.
La duefia Dulcelina y el cura Mascarolus acaba-
ban de terminar la colocación del nacimiento bajo
el dosel; esta maravilla era un retablo en relieve,
de unos tres pies cuadrados de base por otros tan-
tos de altura. La fiel representación del pesebre
en que nació el Salvador, hablía limitado mucho
la poética composición del buen cura. En voz de
pintarse en un establo la piadosa escena, se figu-
raba bajo una especie de pórtico, sostenido por
dos pilares medio desmoronados; de los intersticios
de las piedras (verdaderas piedrecillas blancas,
artísticamente trabajadas) pendían largas guirnal-
das de hierbas parietarias, naturales también. Una
especie de nube de cera blanca figuraba envolver
la parte superior del portal; cinco 6 seis querubi-
nes, de una pulgada de altura, modelados en la
misma materia dada de color, y cuyas alas azules
eran de plumas de pájaros moscas, aparecían entre
las nubes, y suspendían una banda de seda blanca
en cuyo centro brillaban estas palabras bordadas
•on letras de oro: Gloria in excelsis. Los pilares
del pórtico apoyaban sobre una especie de alfombra
de musgo apretado, que parecía un terciopelo ver-
de; en la parte anterior de esta fábrica vefase la
cuna del Salvador del mundo; una verdadera cuna
en miniatura, cubierta de los encajes más exqui-
sitos: allí reposaba el nifie Jesús. Arrodillada al

EL CONEEDÁDOR DE MALTA

lado, inclinaba sobre él la Virgen su frente mater-


nal; el manto blanco de la reina de los ángeles.
caía hasta sus pies, y medio tapaba su túnica azul.
El Cordero pascual, atados los cuatro pies con una
cinta de color de rosa, estaba tendido al pie de la
cuna; el buey adelantaba su pesada cabeza, y con
sus ojos de esmalte parecía contemplar al divino
niño. La mula, aun más atrás, y medio oculta por
la columnata, presentaba también su mansa cabe-
za. El perro parecía arrastrarse hacia la cuna
mientras la adoración de los pastores, vestidos de-
groseros sayos, y la de los reyes magos, que llevaban
ricas vestiduras de brocatel: una cuádruple hilera
de candelillas de cera rosada y perfumada ardía.
alrededor del nacimiento.
Necesarios habían sido un trabajo inmenso y mu-
chos recursos de imaginación para llegar tí. un;
perfección de este género. Así que la mula, de
bulto y seis pulgadas de altura, estaba cubierta de
piel de rata que imitaba su pelo natural. El buey
negro y blanco debía su piel á un conejo de Indias,
y sus negras astas, cortas y lucientes, á las garras
de un enorme buitre. Los trajes de los reyes ma-
gos revelaban gran trabajo, y sobre todo extraor-
dinaria paciencia; sus largos cabellos blancos per-
tenecían al ama Dulcelina que los había cortado,
de su venerable cabeza. En cuanto é las figuritas,
de los querubines, del niño Jesús y demás rostros
de los actores de esta piadosa representación, ha-
bían sido comprados en Marsella en casa de los,
maestro cereros, que tenían un gran surtido de
objetos necesarios para la confección de nacimien-
tos. Sin duda que no había en todo ello gran mé-
rito; pero en este monumento de laboriosa é inge-
nua piedad, se echaba de ver cierta sencillez inte-.
EL 4-20MEtiDADOR DE MALTA 281
rasante, como la divina escena que se había pro-
curado significar con religiosa convicción.
El anciano y buen clérigo y la señora Dulce-
lina, después de haber encendido las últimas bu-
jías que circundaban el Belen, se recrearon algún
tiempo admirando su obra.
--Jamás, señor cura—dijo Duleelina—hemos
tenido en la Casa-fuerte tan precioso nacimiento.
—Muy cierto es, señora Dulcelina; la represen-
tación de los animales se acerca al natural, cuan-
to es dado al hombre imitar las maravillas de la
creación.
— ¡Ah, señor cura! ¿por qué había de ser ese
descreido, ese condenado, que dicen emisario de
los piratas, quién nos diese el secreto de hacer ojos
de vidrio para esos animales?
—¿Qué importa, Dulcelina? Quizás un día ese
infiel conocerá la verdad eterna. El Señor emplea
todos los brazos para trabajar en su templo.
—Decidme, señor cura, ¿por qué se coloca el
Belen bajo e! dosel? Hace cuarenta años que hago
nacimientos en la Casa-fuerte des Anbiez; mi ma-
• dre los hizo también para Raimundo IV, padre
de Raimundo V, por espacio de otros tantos años;
pues bien: ni le pregunté jamás, ni he procurado
averiguar por qué se elegía con preferencia la sa-
la del dosel para esta exposición.
—Habéis de reparar, Dulcelina, que hay siem-
pre en el fondo de nuestros antiguos usos religio-
sos cierta especie de consuelo para los pequeños,
los débiles y los que sufren, y también una lec-
ción imponente para los felices, los ricos y pode-
rosos de este mundo. Este retablo, por ejemplo,
es la representación del nacimiento del divino
Salvador; es el pobre hijo de un pobre artesano,
282 EL COMCNDADOR DD MALTA

y no obstante, debe hallarse algún día tan supe-


rior los mis poderosos de los hombres como e/
cielo lo es respecto á la tierra. Así veis, Dulceli-
na, en el aniversario de la redención, el rústi-
co y pobre pesebre, cuna del Salvador, tomar
el sitio de honor en el salón de ceremonia del alto
barón.
—¡Ah! comprendo, señor cura; se pone al niño
Jesús en el lugar del barón, para significar que
los señores deben humillarse los primeros ante el
Salvador.
—Indudablemente, señora Dulcelina; y así se
rinde homenaje al Señor con el símbolo del po-
der, • y el barón da el ejemplo de la comunión é
igualdad de los hombres ante su Dios.
Quedó la señora Dulcelina un momento pensa-
tiva; satisfecha de esta explicación, quería recu-
rrir aun al cura para una cuestión que le parecía
más difícil de resolver.
—Señor capellán—dijo con aire perplejo,—,;de-
cís que en el fondo de todas las costumbres anti-
guas hay siempre una lección? ¿Podrá dar al-
guna el dejar en el día de Pascua florida ä los ni-
ños expósitos de Marsella recorrer las calles con
remos de laurel adornados de frutas? Pues el año
pasado, por Pascua de resurrección, me avergon-
cíe, señor cura; me paseaba en la Cannebiere en
compañia de maese Talebard-Talebardon, el cón-
sul, qu 3 entonces no se había declarado enemigo
do Monseñor, cuando he aquí que uno de esos des-
graciadilloe se para delante de mí y del cónsul, y
con una voz dulce y besándonos la ?mino, nos
dice: —Buenos días, madre mía! ¡buenos días,
padre mío! ¡Por Santa Duleelina, mi patrona, se-
ñor cura! Me puse encarnada como una grana y
XL COMENDADOR DE MALTA 283

maese Talebard-Talebardon lo mismo. No os quie-


ro referir por respeto las groseras chanzas que
maese Laramée, que nos acompañaba, se permi-
tió respecto tí mí, con motivo del descarado após-
rtrofe del chico. El tal maese Laramée no tiene
vergüenza. Lo cierto es que, rechazando con ho-
rror ti aquel hijo de la caridad pública, le pelliz-
qué crudamente en el brazo diciéndole:—¿Quieres
.callar, villano bastarduelo?—El conoció su falta y
se echó á llorar; y como me quejase de su • inde-
cente audacia ä un grave ciudadano, me dijo éste:
—Mi buena señora, aquí se acostumbra eso; los
expósitos tienen privilegio el día de Pascua flori-
da de recorrer las calles y decir padre mío, madre
mía á cuantos encuentran.
—Es efectivamente el uso, Dulcelina.
—Será el uso; bien: pero ¿no es un uso bien
tonto el permitir ti esos desdichadillos sin padre
ni madre, ir ä llamar madre ti personas honestas y
prudentes, que, como yo, por ejemplo, prefieren la
paz del celibato ti las inquietudes del matrimonio?
deuäl es, os suplico que me lo digáis, la moralidad
de este uso, señor capellán? Por más que lo con-
sidero bajo todos aspectos, no veo en él sino una
costumbre muy indecente.
—Pues os equivocáis, Dulcelina—dijo Masca-
rolus;—este uso es digno de respeto, é hicisteis
mal en tratar con tal aspereza á aquel infeliz niño.
—¿Hice mal? Conque me vino aquel tunillo
llamar madre ¿y lo había de sufrir? ¡Cómo! Gracias
ti semejante uso...
—Gracias ä semejante uso, y gracias al derecho
que esos desgraciaditos tienen de poder decir un
día siquiera al año, padre mío, madre mía, ä cuan-
tos encuentran, estos nombres tan dulces que no
284 EL COMENDADOR DE MALTA

pronuncian jamás, les pasan á lo menos una vez


por los labios. ¡Cuántos hay, Dios del cielo! He vis-
to algunos que dicen estas benditas palabras sal-
tándoseles las lägrimas, al pensar que, pasado el
día, ya no podrán repetirlas. Algunos extranjeros,
Dulcelina, conmovidos de tanta inocencia y des-
gracia, 6 sintiéndose interesados al oir estos nom-
bres, han solido adoptar á algunos de esos niños
abandonados, y otros les han dado una considera-
ble limosna; porque esta candorosa invocación 4 la
sensibilidad de todos, encuentra eco casi siempre.
Ya veis, Dulcelina, que tambien este uso tiene un
objeto útil, una significación piadosa.
La anciana ama de gobierno bajó los ojos y con-
testó al buen capellán:
—ICuánto sabéis, señor capellán! Tenéis razón:
¡lo que es la ciencia! Ahora me arrepiento de ha-
ber maltrado á aquel infeliz pequeñuelo. A la
próxima pascua, no me olvidaré de llevar algunas
anas de buen lienzo, y os prometo que no haré de
madrastra con el primero de esos pobres niños que
me llamen madre. Pero si ese viejo borrachón de
Laramée dice respecto de mf alguna de sus des-
vergüenzas, le he de probar que si él tiene lengua
yo tengo uñas.
—Esa será demasiada prueba, Dulcelina; pero
puesto que aun no vuelve Monseñor, y que habla-
mos de los usos de nuestra buena y antigua Pro-
venza y de su utilidad para los pobres, ä ver; ,:,qué
habéis notado el día de San Lázaro en la danza de
San Telmo?
--4Qué queréis que os diga, señor capellán? Ya..
no me fío de mí; antes de vuestra explicación
echaba pestes contra la costumbre de Pascua flori-
da, y ahora la respeto.
EL COMENDADOR DE MALTA 2›.45

—Lo que habeis de decir, Dulcelina, es que


todo pecado de ignorancia se puede perdonar; se-
gún vos, ¿qué objeto tiene la danza de San Telmo?
Virgen, señor capellán! No comprendo nin-
guno. No entiendo para qué sea útil el dia de la
fiesta de San Telmo hacer engalanar en toda la vi-
lla y la comunidad á los mozos y mozas pobres con
la mayor magnificencia posible: y no es esto todo;
no contenta todavía es á juventud, se va de casa
en casa, ya á las de los labradores ricos, ya á las
de los señores, á pedir prestado, á esta un collar
de oro, á aquella unos pendientes de diamantes,
esta otra un ceñidor de filigrana, ä la de más allá
un cintillo de sombrero de pedrería, 6 un cinturon
de trenza de oro. Pues bien: yo creo (aunque no
estoy distante de mudar de parecer) señor cura,
que se hace mal en prestar todos estos ricos ador-
nos á artesanos y artesanas 6 infelices, que no
tienen sobre qué caerse muertos.
—¿Y por qué? Desde que se celebra aquí á San
Lázaro, Dulcelina, ¿habéis oído jamás que alguna
de estas preciosas joyas haya sido robada 6 perdi-
da?
—1Santo Dios! nunca, señor capellán; ni aquí,
ni en Marsella, ni en toda la Provenza creo que
haya sucedido. O raeías á Dios, esta juventud es
honrada sobre todo. El año pasado prestó raade-
moiselle Reina su gargantilla de Venecia, que va-
le, según dice Estefaneta, más de dos mil escudos;
pues Teresilla, la hija del molinero de la Punta-
de-las-Codornices, que se había engalanado con
este dige precioso durante la fiesta, vino á devol-
verlo antes de ponerse el sol, aunque tenía per-
miso para guardarlo hasta la noche. Para la mis-
ma fiesta presté Monseñor á l'erete, el pescador
286 EL COMENDADOR DE MALTA
" -
del castillo, su preciosa cadena de oro y su meda-
llón, guarnecido de rubíes que Laratnée limpia,.
como le habéis dicho, con lágrimas de vid.
—Es cierto; y si se puede añadir it las lágrimas
de vid una lágrima de ciervo, muerto en celo,.
los rubíes brillan como chispas de fuego...
—Pues bien, señor capellán; Perote, el pesca.:
dor, volvió también fielmente esta preciosa cade-
na, aun nates dele hora que se le fijó. Repito que
es muy honrada esta juventud; mas no advierte
qué utilidad se saca de exponer, no ya al robo,
pero si á que se pierdan hermosas alhajas, por el
gueto de ver desfilar por las calles y caminos á
esas comparsas de mozos al son del tamboril, loe
cimbalillos y los pífanos, en que tocan las oouba-
dos y vedocheos (1), hasta aturdirnos.
—Pues bien—dijo Mascarolus sonriendo dulce-
mente;—vaia á confesar todavía que hacéis mal
en no hallar nada en cae uso que enseñe ni apro-
veche. Cuando Mlle. prestó ä Teresita, la pobre
hija del molinero de Monseñor, un adereza pre-
cioso, digno de la hija de un barón, le manifestó
una ciega confianza; y la confianza, Dulcelina,
aumenta la honradez y rechaza el crimen. No ea
esto todo: partiendo un día el goce del aderezo con
Teresita, la ha manifestado nuestra joven señora
ä la vez el placer y la nada; además de que no es-
tando privados los pobres de este goce, uo tendrán
envidia: esta costumbre, en fin, mantiene entre
los ricos y los pobres preciosas relaciones, cimen-
tadas en la fidelidad, en la confianza, y en una
interesante comunidad: ¿qué pensáis ahora de las
danzas de San Telmo, Dulcelina?
-
(1) Aires nacionales.
EL COMENDADOR DE MALTA. 287

—Pienso, serior capellán, que no tengo otra»


joyas que una cruz y una cadena de oro; pero que
en la primera fiesta de San Lázaro se la prestaré
de buena gana 4 la joven Magdalena, la mejor
obrera de mi lencería, porque siempre que saco
esta cruz de oro de su caja, la pobre muchacha la
devora con la vista, y estoy cierta de que se pon-
drá loca de contento. Pero soy una aturdida, señor
cura; traigo aceite virgen para llenar lás dos lám-
paras e Navidad que debe encender Mlle., y me
olvidaba de ellas.
—A propósito, Dulcelina; no olvidéis llenar bien
de aceite la redoma en que puse en infusión aque-
llos dos hermosos racimos de uva; quiero ensayar
el experimento citado por Mr. de Mauconys, á ver-
si se realiza.
—Qué experimento, seiior cura?
—Este docto y verídico viajero afirma que, en
dejando por espacio de siete meses en una redoma
de aceite virgen los racimos de uva cogidos el 15
de Septiembre, adquirirá el aceite tal y tan parti-
cular propiedad, que puesto á, arder en una lám-
para y dando su reflejo sobre la pared 6 sobre el
pavimento, se verán en la tal pared 6 pavimento,
los mejores racimos con su mismo color, pero en-
gsilosos como los objetos pintados en el cristal.
Iba Dulcelina ä manifestar su admiración al
crédulo y buen capellán, cuando oyó en el patioel
ruido de carrozas y caballos que anunciaban la vuel-
ta de Raimundo V. El ama desapareció precipita-
damente. Una puerta se abrió. Entraba Raimun-
do V en la galería con muchos caballeros y seitoras
de sus parientes y amigos, que habían asistido á
la misa del gallo en la iglesia parroquial de la Ojo-
tat. Raimundo V y los demás hombree estaban en
288 EL COMENDADOR DE MALTA

traje de gala; las señoras, todo lo ataviadas que


lee permitía la necesidad en que se veían de venir
y haberse do volver 4 caballo con sus esposos, por
ser muy escasas las carrozas.
Aunque el semblante de Rairoundo Y era siem-
pre jovial cuando recibía huéspedes en su fortale-
za, una expresión de tristeza la cubría ä interva-
los: había perdido la esperanza de ver asistir
sus hermanos 4, esta fiesta de familia.
Fueron los huéspedes del barón 4 admirar el
nacimiento de Dulcelina; el capellán recibió los
elogios de la reunión con tanta modestia como re-
conocimiento. llonorato de Berrol parecía mis
melancólico que nunca; Reina, por el contrario,
ya fuese porque conociera la necesidad de hacerle
olvidar á, fuerza de amistad la negativa que esta-
ba resuelta 6 hacerle de su mano, miraba al man-
cebo con afectuosa ternura. Sentía, no obstante,
cierta turbación mortal; no habla prevenido aun
al barón de su determinación de desistir del enlace
con lionorato. No había podido conseguir más
que el desposorio se dilatase hasta la vuelta del
Comendador y el hermano Ezear, que, según sus
últimas cartas, debían llegar de un momento
otro.
Continuaban los elogios al nacimiento, cuan-
do el barón, acercándose al grupo de Atas Ituóape-
des, dijo:
—Creo, señoras mías, que haríamos bien ea
empezar el cachollW (1); esta sala es húmeda y
fria, y la hoguera aguarda que se le prenda fuego.

(I) Fuego oculto. Se llama ast la ceremonia de encender


el leho de Navidad, lo que se hace todas las noches, vol-
viindole ti apagar luego para que dure hasta si» nuevo.
EL COMENDADOC DE MALTA 289

—Si, si; el cachofué, barón—dijeron alegre-


mente las damas;—sois el que ha de ejecutarlo;
.conque de vos depende.
—¡Ay, amigos míos! esperaba que esta cere-
monia de nuestros padres hubiera sido más com-
pleta, habiéndome traído mi hermano el Comen-
dador mi buen hermano Elzear. Mas no hay ya
ziee pensar en ello; á lo menos por esta noche...
—Dios quiera que el Comendador llegue al
instante con su Galera negra—dijo una de las
convidadas del barón.—Esos malditos piratas que
se temen, sabiendo que se halla en el puerto,
no se atreverán un desembarque.
— Vayan con mil diablos los piratas, sobri-
na!—interrumpió alegremente el barón.—E1 vi-
gía los cela desde lo alto del cabo del Aguila; 4 su
primera señal toda la costa se armatá; el puerto
de la Ciotat se halla defdndido; lds labradores y
pescadores no celebran la Navidad máa que con
una mano, teniendo la otra en la garganta de sus
mosquetes; mis cañones y falconetes están carga-
dos y prontos ä disparar sobre la entrada del puer-
to, si esos bandidos se atreven 4 parecer en él.
, Fuego de Dios! mis huéspedes y primos, ¡para
que yo hubiera obedecido las órdenes del mariscal
de Vitry! A estas horas mi casa se hallaría quizás
desarmada y fuera de estado de socorrer ä la villa.
—¡Eh! habéis hecho bravamente, barón—dijo
el señor de Serignol—portándoos así; ahora el
ejemplo está dado, y el mariscal no se meterá
más con nosotros.
—¡Fuego de Dios! Así lo espero; porque de
otro modo nos acordaríamos de él—dijo el barón
—pero ¿quién es mi joven compañero de cacho-
28
290 EL COMEIIDADOE DE MALTA

fue? Soy el mis viejo; necesito del mis joven paro


ir tí buscar el leño.
—Esto queridito, padre mío—dijo Reina acer-
cando un interesante niño de seis años con gran-
des ojos azules y rosadas mejillas, que su madre,.
prima del barón, contemplaba con cierto orgullo,
mezclado de recelo, porque temía que no se acor-
dase bien del papel bastante complicado que debía.
desempeñar en esta patriarcal ceremonia.
—¿Sabes tú bien lo que hay que hacer, Cesaría?'
—preguntó Raimundo V, inclinando el cuerpo.
—Sí, sí, Monseñor. El año pasado en casa de
mi abuelito llevé yo también el leño—respondió
el niño con aire de suficiencia y resolución.
—El pardillo ser( con el tiempo milano, yo te
lo digo, prima—dijo Raimundo V encantado del
pequeñuelo.
Tomóle por la mano, y seguido de sus huéspe-
des bajó ä la puerta de la fortaleza que abría A.
la plaza interior, ä fin de empezar la ceremonia
del cachofue. Todos los habitantes del castillo, la-
bradores, hortelanos, viñadores, pescadores, cria-
dos, mujeres, niños y viejos, estaban reunidos en
esta plaza; y aunque la claridad de la luna era
bastante viva, gran número de teas de madera
resinosa, sujetas ä unas perchas, descubrían esta
escena iluminando con sus reflejos todos los edi-
ficios interiores de la Casa-fuerte. Halhíbanse re-
unidos en el centro del patio los combustibles ne-
cesalios ä una inmensa fogata que debía incendiar-
se al mismo tiempo que ardiera el cachojne' en la
tala del dosel.
Presentöse Tiaimundo V: cuatro lacayos con
casacas de librea y hachones de cera blanca mar-
chaban delante de él, seguianle sus huespedes y
EL COMENDADOR DE MALTA 291
familia. A la vista del barón, resonaron repetidos
gritos de leiva monseilorl De la parte afuera de
la puerta había por tierra un olivo entero, tron-
co y ramas: este era el la° de Navidad.
El cura Mascarolus, en sotana y soprepelliz,
dió principio bendiciendo el leño: acercóse luego
el nao seguido de Laramée. Este, en traje de
mayordomo, tenia en una bandeja de plata una
copa de oro llena de vino. Tomó el nio la copa
en sus manecillas y derramó por tres veces algu-
nas gotas sobre el lato, diciendo con dulce y ar-
gentina voz:
—Dios nos alegre; cachofue', ven; Dios nos haga
la gracia de ver otro año; sino somos más, que
no seamos menos.
Estas simples palabras, pronunciadas por el niño
con un candor que encantaba, fueron escuchadas
con religioso recogimiento. Humedeció entonces
el niño sus labios en la cops, y la ofreció ä Rai-
mundo V, que le ifflitó, circulando de mano en
mano por todos los miembros de la familia para
que todos pudiesen mojar sus labios en la bebida
consagrada.
Entonces, doce vigorosos leñadores en traje do
fiesta alzaron el leño y le transportaron á la sala
del dosel, llevando entretanto asida por fórmula.
Raimundo una raíz del árbol, y el niño una de las
ramas, y diciendo el anciano:—Las ennegrecidas
raices son la vejez.—El niño:—El verde ramaje
es la juventud.—Añadiendo en coro los concu-
rrentes.—Bendfganos Dios ä todos, que le ama-
mos y le servimos.—Elevado el calignaou ä los ro-
bustos hombros de los leñadores, fué trasladado
en breve al salón y colocado ä través del inmenso
hogar. Tomó el niño una tea encendida, aplicóla
292 SL COMENDADOR DE MALTA

& un montón de sarmientos y piñas, y una gran


llamarada blanca estalló en el vasto fogón derra-
mando una alegre claridad hasta el fondo de la
galería.
—¡Natividadl ¡Natividad!— exclamaron loa hués-
pedes del barón palmoteando.—INatividad! ¡Nati-
vidad!—respondieron los vasallos reunidos en la
plaza interior, y al mismo tiempo la hoguera pre-
parada levantó sus llamas entre los gritos de loca
alegría y los gritos de algazara. Llenada esta últi-
ma formalidad, iba II ser servida la cena.
Adelantóse Reina hacia el retablo; Estefaneta
le llevó en una salvilla una artesita llena de trigo
de Santa Bárbara (trigo entallecido) que ya ver-
deaba. Puso la señorita la artesilla al pie del na-
cimiento y encendió It cada lado de esta ofrenda
dos pequeñas lámparas de plata cuadradas, llama-
das lámparas de aguinaldo.
—Trigo verde de San ta Bárbara, ¡buena cosecha
en el año!—dijo el barón: —paf sa mi cosecha y
la vuestra, mis huéspedes y primos! Ahora ä la
mesa, á la mesa, y vengan los aguinaldos de Na-
vidad que reunen ä los amigos y parientes.
Maese Laramée abrió las dos hojas de las puer-
tas que daban al comedor y anunció la ceutt de
Monseñor. Inútil será hablar de la abundancia de
esta comida, digna en un todo de la hospitalidad
de Raimundo V: haremos notar únicamente que
había sobre la mesa tres manteles, según era uso.
Sobre el más pequeño, en el centro de la mesa, ä
manera de sobretodo, estaban los aguinaldos, re-
galos de frutas y tortas que los miembros de la fa-
milia hacían ä su jefe. Sobre el segundo, algo ma-
yor y que sobresalía del primero, estaban coloca-
dos los manjaras provinciales mis senoillos, como
EL COMENDADOR DE MALTA 293

el atún salado y esparrillado. En fin, sobre el ter-


cero, que cubría el resto de la mesa, se veían los
platos más escogidos, dispuestos en abundante si-
metría.
Dejaremos á los huéspedes de Raimundo V en-
tregarse ti los dulces regocijos de esta fiesta de pa-
triarcal hospitalidad, hablando de las franquicias
de la Provenza y sus antiguos fueros, siempre tan
respetados, tan valerosamente defendidos por lo*
que viven fieles ä estas interesantes y religiosa*
tradiciones de los antiguos tiempos. Esta noche
apacible, dichosa, no tardará en ser turbada por
infinitos acontecimientos, en que vamos ü iniciar
al lector.

XXIX
EL ARRESTO

Mientras Raimundo V y sus huéspedes cenaban


alegremente, el pelotón de gentes de guerra que
divisó el vigía, y que eran unos cincuenta hombres
pertenecientes al . regimiento de Guitry, llegaba
junto á la puerta de la Casa-fuerte. El notario la-
nard, seguido siempre de su amanuense, dijo al
capitán Jorge, que mandaba este destacamento:
—Sería prudente, capitán, que intentáramos
una notificación antes de atacar ä viva fuerza para
apoderarnos de la persona de Raimundo V: hay
en su guarida una cincuentena de diablos bien
armados tras buenas murallas.
--¡Eh! 4116 me importan las murallas?
—Es que tí mis de las murallas hay un puente,
y ya veis que está levantado.
294 EL COMENDADOR DE YALTA

— Eh! ¿Qué se me da del puente? Si Raimunde


Y rehusa bajarlo, corriente; ¡rayo de Dios! mis
carabineros escalarán las murallas; lo han hecho
mis de una vez en la última guerra; si es preciso,
pondremos un petardo á la puerta. Bien entendi-
do, notario, que, suceda lo que suceda, nos segui-
réis para protestar y formar el sumario.
—IHum... hum!—dijo el curial.—Seguramen-
te, yo y mi escribiente debemos asistiros; inc con-
venceré en esta circunstancia de la buena conduc-
ta y celo de dicho amanuense encargándole de tan
honrosa misión.
—Pero, maese Isnard, eso es atribución vuestra
y no mía—dijo el dependiente.
—ISilencio, escribiente! Mirad que estamos de -
tinte de la Casa•fuerte; los momentos son precio
808* prepartios á seguir al capitán y obedecerme.
Hallábase en efecto la tropa al extremo de la
calle de sicomoros que desembocaba en el semi-
círculo; el puente estaba levantado; en las venta-
nas que daban á la plaza se veían luces aun, por-
que los huéspedes del barón hacia poco que se ha-
bían marchado.
—Ya lo veis, capitán, el puente está levantado,
y luego, el foso es ancho, profundo y lleno de
agua—dijo el notario.
El capitán Jorge examinó con atención los ac-
cesos de la plaza, y después de algunos momentos
de silencio, tiró con violencia de 8U bigote izquier-
do, sefial cierta de perplejidad. Un centinela colo-
cado en lo interior del patio, viendo brillar las ar-
mas ä la claridad de la luna, gritó con fuerte voz:
—¿Quién va allá? Responded, ó tiro...
Retrocedió tres pasos el notario, parapetóse tras
el capitán, y contestó en alta voz:
enana..
EL COMENDADOR DE MALTA 295

—En nombre del rey y de Monsefior el carde-


qtal, yo, maese Isnard, notario del almirantazgo de
-Tolón, os intimo II bajar el puente.
—¿No queréis retiraros?—dijo la voz; y al mismo
5tiempo un vivo resplandor iluminé una de las tro-
neras que defendían la puerta; fácil fué juzgar
.que el soldado soplaba la mecha de su mosquete.
—¡Mira lo que vas ä hacer!—exclamó Is-
nard.—Tu señor será responsable.
Esta advertencia hizo reflexionar al soldado,
que disparó al aire, gritando con voz terrible:
—¡Alerta!... ¡Alerta!...
—¡Ha hecho fuego ä los soldados del rey!—pro-
rrumpió el notario colérico y capan tado;—este es
un caso de rebelión tt mano armada; tomo testi-
monio de ello. ¡Pasante, extiende el testimonio!
—No, notario—dijo el capitán; —ha ladrado,
pero sin querer morder; he visto la llamarada del
tiro; ha disparado al aire para dar la alarma.
A las voces del centinela viéronse sobre el muro
las luces de muchos hachones y oyéronse en la pla-
.za numerosos pasos precipitados, y gran choque
de armas; en fin, maese Laramée, calado el mo-
rrión y armado el pecho de una coraza, se presen-
tó en una de las troneras de la puerta.
—¡Voto it Cristo! ¿Qué se ofrece?—gritó.—ßs
esta hora de venir ä turbar á gentes festivas que
celebran la Navidad?
—Se trata de una órden del rey que venimos
poner en ejecución—dijo el notario—y...
—Tengo aun vino en el vaso, notario; buenas
noches; voy á escurrirlo;—dijo Laramée.—Acuér-
-date de los toros, y repara que una bala de mos-
<fuete alarga aun más que sus cuernos. Por ahora,
buenas noches, notario.
296 EL COMENDADOR DE MALTA

—Piensa bien lo que vas hacer, insolente, be-


llaco—dijo el capitán Jorge.—Ne se trata ya de un
pollo arrecido de notario, sino de un gallo de com-
bate que tiene el pico duro y los espolones puntia-
gudos; te lo advierto.
—El caso es, maese Isnard—dijo humildemen-
te su subalterno—que somos para este gendarme
lo que una calabaza para una bala de cañón.
El notario, bastante picado ya de la comparación
del capitán, repelió al pasante, y añadió con aire
de autoridad dirigiéndose á Laramée:
—Esta vez se hallan ä vuestra puerta el derecho
y la fuerza, la mano de la justicia y la cuchilla;
así que, mayordomo, os prevengo que abráis y
bajéis el puente.
Una voz bien conocida interrumpió al notario:
era la de Raimundo V, ti quien hablan prevenido
de la llegada del capitán. Alumbrado por Lara-
mée, que traía una antorcha, se presentó en bre-
ve el anciano caballero sobre la pequeña platafor-
ma del entablamento de la puerta que cerraba el
puente levadizo. El resplandor rojizo y vacilante
del hachón llegaba hasta el grupo de soldados,
quebrando sus destellos sobre golas y cascos acera-
dos. El resto de la escena quedaba casi en la som-
bra ó iluminado por la luna. Tenía Raimundo V
un traje de gala ricamente galoneado, caían sus
blancos cabellos sobre la valona, y no había nada
más digno, imponente y resuelto que su actitud.
—¿Qué queréis?—dijo con resonante voz.
Repitió maese Isnard la fórmula de su requisi-
toria, concluyendo que Raimundo V en persona
fuese preso y conducido con buena escolta 6.
cárceles del prebostazgo de Marsella, por crimen de
rebelión á, las órdenes del rey, etc.
EL COMENDADOR DE MALTA 2117

Escuchó el barón al notario en profundo silen-


cio; luego que el curial terminó, resonaron en la
plaza interior yuca de indignación, gritería y ame-
nazas lanzadas por las gentes del caballero. Vol-
vióse Raimundo V, reclamó silencio y contestó al
notario:
—Quisiste practicar en mi castillo una visita
ilegal y contraria ä los derechos de la nobleza
provenzal, te eché á latigazos, haciendo lo que
debía; así que ¡fuego de Dios! ¿cómo inc he de de-
jar prender por haber hecho lo que debía, casti-
gando á un bellaco como tú? Sin embargo, ejecu-
ta las órdenes de que te hallas encargado; no te
lo impido, como no te impedí visitar mis depósi-
tos de artillería. Siento que mis huéspedes me
hayan dejado tan temprano, porque habrían pro-
testado también contra la opresión del tiranuelo
de Marsella.
Este discurso del barón fuó acogido con excla-
maciones de gozo por la guarnición de la Casa-
fuerte. Iba Rnin.undo V á bajar de su pedestal,
cuando el capitán Jorge, que tenía la lengua tor-
pe y las maneras bruscas de un veterano, se ade-
lantó al borde del foso, se quitó el sombrero y dijo
á Raimundo V con tono respetuoso:
—Monseilor, debo preveniros de una cosa, y es
que traigo conmigo cincuenta soldados determina-
dos, y que estoy decidido, aunque lo siento mu-
cho, á ejecutar las órdenes que tengo.
—Ejecutadlas, mi valien te amigo—dijo el barón
sonriendo con aire burlón; —obrad. Vuestro ma-
riscal quiere experimentar si mi pólvora es bue-
na, y os encarga de la prueba. Emprenderemos el
ensayo cuando os parezca.
—Capitán, esto es demasiado parlamentar—dijo
298 EL COMENDADOR DE MALTA

41 notario;—os prevengo emplear en el instante la


fuerza de las armas para poner ti este rebelde ti
las órdenes del rey nuestro setior y de...
—Notario, no tengo que recibir órdenes de vos,
y cuidad de no meteros entre la lanza y la coraza,
que podría doleros—dijo imperiosamente el capi-
tin.—Volviéndose luego al barón, le dijo con tan-
ta firmeza como atención:
—Por última vez, Monseüor, os suplico que re-
flexionéis: va ä correr la sangre de vuestros vasa-
llos; vais ä causar la muerte ä soldados veteranos
que no traen animosidad alguna contra vos ni con-
tra los vuestros; y todo esto, Monsehor, permitid
á, un barba gris el decfroslo, todo esto, porque
queréis rebelaros contra las órdenes del rey. Dios
os perdone, Monsettor, si causáis la muerte de
tantos valientes, y ti mí si saco la espada contra
uno de los más dignos caballeros de la Provenza;
pero soy soldado y debo obedecer las órdenes que
recibo.
Este noble y franco lenguaje hizo profunda im-
presión en Raimundo V; inclinó la cabeza en si-
lencio, quedó algunos momentos pensativo, y bajó
luego con rapidez de la plataforma.
Oyóse cierto murmullo dominado por la fuerte
voz del barón. Al mismo tiempo cayó el puente
levadizo, abrióse la puerta, presentóse Raimundo
V, y dijo al capitán, alargándole la mano con aire
ä la vez imponente y cordial:
—Entrad, caballero, entrad; sois un valiente y
pundonoroso soldado: mi cabeza, aunque blanca,
tiene ä veces las ligerezas de la de un paje. Hice
mal; vos debéis, en efecto, cumplir las órdenes
que se os confian, y no ti vos, sino al mariscal de
Vitry es ä quien debo decir lo que hace al cano
EL COMENDADOR DE MALTA 299
sobre su conducta para con la nobleza de Provea-
2a; estos valientes no deben pagar mi resistencia.
Mañana al romper el día, si os parece, partiremos
para Marsella.
—¡Ah, monseñort—dijo el capitán estrechando
conmovido la mano del barón é inclinándose con
respeto:—ahora si que estoy pesaroso de la mi-
sión que tengo que llenar.
Iba el barón ä contestar al capitán, cuando un
fragor lejano, formidable, que se alzaba en los
aires, llamó la atención de los que llenaban el pa-
tio de la fortaleza: dirfase que era el sordo bra-
mido de la mar enfurecida. De repente una clari-
dad inmensa se esparcid por el horizonte en direc-
ción de la Ciotat, y las campanas del convento y
.de la parroquia empezaron á tocar á rebato. La
primera idea que ocurrió al barón fu6 que había
fuego en la villa.
— Fuego! —exclamó—;hay fuego en la Ciotat,
capitán! Tentáis mi palabra, pero corramos á la vi-
lla... Vos con vuestros soldados y yo con mis gen-
tes podemos ser útiles llf.
—Estoy ä vuestras órdenes, Monseñor.
A este tiempo, el impetuoso y prolongado es-
tampido de la artillería hizo retemblar los ecos de
la Casa-fuerte.
—¡Cañonazos! Son los piratas... ¡qué diablos de
vigía que noa deja sorprended... ¡Ls piratas!...
¡A las armas, capitán, á las armas!... ¡Esos con-
denados están atacando la villa...! ¡Laraniée, mi
espada!... ¡Capitán, ä caballo! Mañana me lleva-
réis prisionero; paro esta noche corramos á defen-
der d esa desgraciada población.
—Pero, Monseñor, vuestra casa...
—Mal año para ellos si la tocan. Laramée coa
300 EL COMODADOR DE 14.11LTÁ

veinte hombres puede defenderla contra un ejér-


cito entero... ¡Iliaa esa desdichada villa ha sido.
sorprendida! ¡Vivo! ¡ti. caballo!... 14 caballo!...
Los disparos del cañón se hacían mis y mis fre-
cuentes, y las campanas repicaban á todo vuelo;
un sordo rumor llegaba hasta la Casa-fuerte, y la&
llamas parecían aumentar en intensidad.
Trajo Laramée tí toda prisa su morrión y cora-
za al barón. Tomó Raimundo V el casco, pero,
ni quiso oir hablar de coraza.
—¡Voto 4 bríos! ¿tengo yo tiempo para abrochar
todo ese arreo!' ¡Pronto! ¡qué me traigan 4 Mis-
trall—gritaba corriendo hacia la cabal‘eriza.
Halló á Mistral embridado, mas viendo que gas-
taba mucho tiempo en ensillarlo, lo montó en pelo,
y dijo ti Laratnée que se quedase con veinte hom-
bres para la defensa de la Casa-fuerte, recomen-
dándole su hija; y, acompañado del capitán, tom6
toda prisa el camino de la Ciotat.
Los soldados y los mesnaderos del barón se pu-
sieron á la carrera, y seguían de cerca á Raimundo.
V y al capitán Jorge; el notario y su escribiente,
arrastrados á su pesar en el movimiento general,
se vieron precisados á seguir ä la tropa.

XXX
EL DESEMBARCO

A medida que Raimundo V y el capitán se


aproximaban á la villa, vieron distintamente los
torbellinos de llamas que salían de ella. Conti-
nuaban las campanas tt vuelo; mil gritos, ya per-
ceptibles, se mezclaban ä los estallidos de la mos-
'SL COMENDADOR HE MALTA 301
eueteria y al bramido del cañón de las galeras.
Al llegar ä las tapias del convento de Ursuli-
naa, situado en un extremo de la Ciotat, dijo Rai-
mundo:
—Capitán, hagamos alto un momento para re-
unir nuestra gente y concertar nuestras operacio-
nes. ¡Por Dios, que me siento rejuvenecido! La
sangre me hierve en las venas; no me habla sen-
tido así desde las guerras del Piamonte, y es que
el pirata irrita aún más que el extranjero, y en
las guerras civiles siempre tiene uno á su pesar
el corazón un poco oprimido.—Silencio!—dijo á
sus tropas—escuchemos de donde viene el fuego.
Después de algunos minutos de atención, dijo al
capitán:—Aueréis seguir mi consejo?
—Vuestras órdenes seguiré, Monseñor, porque
no conozco el terreno.
Dirigiéndose entonces el barón ä uno de los su-
yos, le dijo:
—Vas ä guiar al capitán y sus soldados al puer-
to, dando vuelta á la Ciotat para no ser notados.
Una vez allí, capitán, si quedan aun demonios de
esos que quieran desembarcar, los rechazaréis ä
sus galeras; y si han desembarcado todos, espera-
réis ä que vuelvan, y les cortaréis la retirada;
mientras tanto voy á tratar de echarlos como á, una
manada de jabalíes.
--4En qué parte de la villa creeis que se hallen,
Monseñor?
—En cuanto se puede juzgar por el ruido de la
mosqueteria, están en la plaza de Villa; se ocupa-
rán en saquear las casas de los vecinos más ricos;
no osarán aventurarse más allá., y estarán en co-
municación con el puerto por una callejuela que
va desde la plaza al embarcadero. Asigne, capitán
302 EL COMENDAD011 DE MALTA

¡al puerto al puerto! Precipitemos esos pícaros,


mis bien en el mar que en sus barcos; y si Dios.
me conserva la vida, os esperaré en la Casa-fuerte,
terminado que sea el hecho, porque no olvido, se--
üor, que soy vuestro prisionero... ¡Al puerto, ca-
pitán, al puerto!
—Contad conmigo, Monseilor—dijo el capitán
alejándose con presteza en la dirección que le de-
cían.
—Ahora, hijos míos—dijo el barón,—silencio;.
encaminémonos á, la casa de la Villa, y pasemos
ä cuchillo ä esos bandidos... ¡Virgen Santa y ade-
lante!
Apeöse entonces Raimundo V y se internó en
las calles de la Ciotat ä la cabeza de una tropa de-
cidida y llena de confianza en su jefe. Al paso
que se aproximaba al centro de la acción, iba en-
contrando acá y allá mujeres que daban dolorosos
gritos y huian con dirección ä las montaüas, se-
guidas de sus hijos que lloraban, y llevando en
la cabeza 8118 más preciosos objetos; sacerdotes y
monjes desatinados y poseidos de un terror páni-
co, dejaban las casas en que habían celebrado la
Nochebuena, y corrían ä echarse al pie de los al-
tares, pudiendo apenas encontrar el camino de
sus conventos. En otras calles desiertas veíanse
las ventanas hombres armados, resueltos ä defen-
der sus casas y familias, y preparados ä recibir va-
lientemente ä los piratas.
Raimundo V estaba ya fi muy pocos pasos de la
casa de la Villa; nubes de chispas subían en tor-
bellino hacia el cielo, dando estallidos y alum-
brando las calles que atravesaba la tropa del barón
como en el lleno del día. Desembocó por fin en la
plaza. Como había imaginado, lo principal de la
.. EL COMEEDADOIUDE 2d A LT 303
refriega se había empeüado hacia aquel punto..
Los piratas apenas se aventuraban en lo interior
de las calles, por poder hallarse en disposición de
volver ti tomar sus bajeles.
Es imposible describir el horrible edpectáculo
que se presentó á Raimundo V. A la luz de las os-
cilantes llamas, una parte de los piratas sostenía
un encarnizado combate contra un buen número
de pescadores y aldeanos atrincherados en el pise
alto de la casa de la Villa; otros no pensaban sino
en el pillaje (estos pertenecían á la galera de Tri-
malcyon), corriendo como furias por medio del fue-
go que ellos mismos habían encendido, cargados
111108 de preciosos objetos, otros llevando en sus.
vigorosos brazos matronas y doncellas que lanza-
ban gritos lastimeros. El suelo estaba ya cubierto
de cadáveres acribillados de heridas, malhadadas
víctimas que acreditaban al menos una resistencia
desesperada de parte de los habitantes. Casi en-
medio de la plaza, y no lajos de la callejuela que
conducía al puerto, veíase un montón confuso de
toda clase de efectos, guardado por dos moros. Los
piratas acrecentaban á cada instante este monte
de 'lipiria/3, viniendo ä él con nuevos latrocinios,
y tornando al saqueo y al asesinato con nuevo ar-
dor. Empezaba ä mermar sensiblemente el núme-
ro de los valientes marineros y labradores que se
defendían en la casa de la Villa ä los golus de
los spais de Pog, tan sedientos como él de saliere
y de pillaje. l'og, armado de un hacha, atacaba
con furia la puerta, advirtiéndose que no cuidaba
de su vida; no llevaba casco ni coraza, vistiendo
únicamente su saco de terciopelo negro.
Raimundo V. penetró en la plaza cuando lo
mis recio de este ataque; su tropa lo anunció con
una descarga cerrada sobre los sitiadores de la
309 EL COMENDADOR DE MALTA

casa consistorial. Los piratas, atacados da impro-


viso, se revolvieron, precipitándose con rabia so-
bre las gentes del barón. Ambas partes abando-
naron las armas de fuego, trabándose una liza
cuerpo á cuerpo. El combate se hizo sangriento,
terrible... Los de Trimalcyon, viendo este refuer-
zo inesperado, suspendieron el saqueo, se unieron
ä los piratas de Pog y cercaron al reducido pelo-
tón de Raimundo V, que hacía prodigios de va-
lor. El anciano hidalgo parecía completamente re-
juvenecido: armado de un pesado venablo, guar-
necido de aguda y acerada punta, serviase de esta
arma mortífera, lanza y maza á la vez, con es-
pantosa destreza. Aunque su morrión estaba abo-
llado por distintos puntos, aunque su tahalí esta-
ba teñido de sangre, Raimundo V, en su entusias-
mo guerrero, no sentía sus heridas. Pog, llevado
por las oleadas de la pelea, se halló de repente
cara ä cara con el barón. La figura pálida y alta-
nera de 'og, su larga barba roja, eran muy nota-
bles para que no hiciese alto en él Raimundo V;
reconoció en este pirata á uno de los dos extran-
jeros que acompañaban á Erobo cuando el encuen-
tro de las gargantas de 011ioule9.
—Este es el moscovita que acompañaba al atre-
vido joven á quien debo la vida—dijo Raimun-
do V.—Luego añadió, levantando su venablo:—
¡conque vienes de los hielos del:Norte, oso fe-
roz, á saquear nuestras provincias!--Y le tiró una
lanzada con su terrible arma al medio del pecho.
Esquivó Pog el golpe con un rápido movimien-
to de retirada, pero le atravesó el brazo.
—¡Soy francés como tú—gritó el renegado con
una carcajada salvaje,—y es sangre francesa la
que necesito! ¡Para que la muerte te sea unía
amarga, sabe que tu hija se halla en mi poder!
EL COMENDADOIR DE MALTA 305

A Mate tremendas palabras, quedó Raimundo


43stupefacto por un momento. Aprovechó Pog su
inacción para asestarle un terrible hachazo ä la
cabeza; y Raimundo, cuyo casco quedó roto, va-
ciló un momento como un hombre bebido, y cayó
sin movimiento.
—Ya cayó otro .de estos bueyes provenza-
leal—dijo Pog volteando su hacha.
— Venguemos á nuestro —gritaron las
gentes de Raimundo V, y se arrojaron sobre los
piratas con tal furia, que los hicieron replegar ha-
-da la callejuela que conducta al puerto. Reforza-
dos en breve por los marineros que habían estado
sitiados en la casa de la Villa, y ä quienes el ata-
-que de Raimundo V había libertado, alcanzaron
las gentes del barón tan notable ventaja sobre los
berberiscos, que las trompas de estos últimos to-
caron retirada. A esta saal, una parte de los ban-
didos se dispuso en buen orden en la plaza á lita
órdenes de l'og, é hizo una vigorosa resistencia,
para dar á los otros piratas tiempo de llevar su
botín á bordo de las galeras, arrastrando á ellas
las mujeres y los hombres que llevaba esclavos.
Manteniendo Pog la posesión de la entrada de
la pequeüa calle que conducía al puerto, cubría la
retirada de los de Trimalevon, que se ocupaban
-del botín. Cediendo luego ei terreno ti palmos, se
replegó por dicha calle, seguro de que ya no se
interceptaría su comunicación con el puerto y sus
galeras, y creyendo poder efactuar su reembarque
sin riesgo. Era tan estrecha la calle que veinte
hombres determinados podían defend erla contra
fuerzas diez veces más considerables. La noticia
de la retirada de los piratas se esparció en toda la
población: todos los habitantes que, parapetados
29
306 EL COMENDADOR DE MALTA

en sus casas, ya por temor, ya por velar mis de,


eerca sobre sus propios y caros intereses, no ha-
bían osado salir, se echaron fuera y vinieron ä.
unirse á los combatientes, cuyo número aumenta-
ba de este modo cuanto el de los piratas decrecía..
Pog, aunque herido en la cabeza y en un brazo,.
continuaba su retirada con rara intrepidez. No le,
quedaban más que algunos pasos de la callejuela;:
creíase ya ä salvo, cuando acaeció de muy diversa.
manera. Los saqueadores que se habían dirigido'
al puerto para volver á sus galeras, habían caido
en la emboscada del capitán Jorge. Vivamente
atacados por esta tropa de refresco, retrocedían
los piratas á la callejuela, en el momento que Pog,.
abandonando la plaza, entraba en ella por la par-
te opuesta. Encerrados en este paso estrecho, cu-
yas dos salidas estaban cortadas por enemigos,
hallábanse cogidos los piratas entre dos fuegob;.
por la parte de la plaza veíktnse atacados por los,
habitantes y la gente del bat 6n; por la del puerto,.
por los carabineros del capitán Jorge.
Trimalcyon había quedado á bordo de SU gale-
ra, teniendo interinatuen te ti sus órdenes la de Pog,
y esperando al remo y á gran distancia del muelle
el regreso de los botes que debían llevar ä bordo,
los despojos y los piratas. Un pirata, echándose ki„
nado, ftté á noticiarle el riesgo que corrían Pus
campaiieros. Trimalcyon recurrió ä un medio ex-
traordinario; hizo soltar y armar una parte de la,
chusma; acercó sus galeras tanto al muelle, que
sus bauprés les sirvieron de desembarcadero, y á
la cabeza de este refuerzo se precipitó dando gran-
des gritos sobre la tropa del capitán Jorge. Halló--
fge éste á su vez entre dos fuegos. La tropa de
Pog, que se sostenía todavía en la calle, viéndose
EL COMENDADOE DE MALTA 307
apoyada, hizo un último esfuerzo, volvió su rabia
contra los carabineros, cogidos ya por la espalda
por la fuerza de Trimalcyon; los dividió, llegó 4
reunirse con él, y después de una gran pérdida,
se reembarcaron los piratas á toda prisa, llevándo-
se, sin embargo, muchos prisioneros, en cuyo nú-
mero se hallaban maese Isnard y su dependiente,
Los mis determinados de los marinos y labriegos
y los earabineroa del capitán Jorge, se arrojaron en
algunas barcas para perseguirlos; por desgracia,
la ventaja estaba por parte de las galeras; sus diez
piezas de artillería vomitaban sobre las barcas que
querían atracará ellas, y ä fuerza de remos gana-
ron la salida del puerto, preparándose ti doblar la
punta de la Isla Verde.
Pog se mantenía en pie tí popa de la Galeones
Roja: estaba pálido, con los cabellos y los vestidos
ensangrentados, y echaba una mirada de sombrío
triunfo sobre las llamas que brotaban aun del
centro de la Ciotat. De repentb sonó un cañonazo,
y una bala que silLó sobre su cabeza se llevó par-
te de la popa de su galera. Volvióse rog con vive-
za: una segunda n bala se llevó cinco forzados y
rompió una de las bandas. Por la pequeña nube
de humo blanquecino que coronaba la almenada
plataforma de la Casa-fuerte, que se veía á lo lejos
al fulgor de la luna, conoció el pirata de dónde
venían aquellos proyectiles. Con u gran experien-
cia en la guerra, se hizo cargo de la gran distan-
cia al punto de disparo, y que las balan debían ha-
ber sido despedidas de una culebrina de grueso
calibre; por consiguientP, que no podía devolver 4
la fortaleza el daño que le ocasionaba su batería,
siendo la artillería de la Galeoh« Roja incapaz de
tanto alcance. Siguironse ä los primeros otros ti-
30d EL CONEYDADOlt DE MALTA

ros no menos felices, que causaron muchas averías,


ya sobre la Galeona Roja, ya sobre la Sibarita.
Infierno y reprobación! — exclamó Pog —
mientras no doblemos la punta de la bahía estare-
mos bajo el fuego de esa casucha... ¡Forzad los
-emos, perros!—gritó á la chusma—forzad los re-
mos; si no en llegando ä Trípoli os hago cortar los
brazos á la altura de los hombros.
No tenía la chusma necesidad de esta excitación
para redoblar sus esfuerzos; los cadáveres de los
forzados, encadenados aun á los bancos en que re-
maban sus compañeros, les probaban el riesgo qne
corrían en permanecer bajo el fuego de la mortífe-
ra culebrina. Continuaba esta en tanto disparando
con tan maravilloso tino, que puso aun muchas
balas ä bordo de ambas galeras.
—¡Muerte y furor!—gritó l'og;—una vez fuera
del canal iré ä dar fondo al pie de las rocas tí me-
dio tiro de mosquete, y no quedará piedra sobre
piedra de la casa que tiene montada esa culebrina.
—Imposible, señor Pog—dijo un francés, pro-
venzal reneg$do, que servía de piloto;—las peñas
negras se extienden ä más de media legua de la
costa ä flor de agua; perderíais seguramente vues-
tra galera si os acercéseis más A la Casa-fuerte.
-Hizo el pirata un gesto de rabia, y paseé sobre
cubierta con agitación. Salieron, en fin, las dos ga-
leras del peligroso paraje en que estaban metidas.
El fuego de las piezas del castillo les había pues-
to muchos hombres fuera de combate, y causüdo-
les averías mayores aun, que les obligaban ä de-
tenerse en cualquier cala de la costa antes de po-
derse dar ä la vela para Trípoli. La Sibarita había
recibido varios balazos por bajo de los obras muer-
tas, y la Gateona Roja estaba desarbolada. Luego
CZAMENDADOR HE MALTA 309
(pie hubieron doblado completamente el promon-
torio del cabo de/ Aguila, el maestro carpintero de
la galera, calabrés renegado, hombre de mucho
ánimo y gran marino, se acercó con aire sombrío
á Pog-reis.
—Capitán—le dijo; —he reparado cuanto me ha
sido posible los dos agujeros de la carena; pero son
demasiado considerables para no exigir un completo
calafateo; si nos cogiera un temporal, no tardaría-
mos dos horas en ir á pique con semejantes ave-
rías.
Pog no respondió; anduvo algunos momentos so-
bre cubierta con agitación, llamó luego al piloto,
y le dijo:
--¿No podemos ir á fondear uno tí dos días á lag
islas de Santa Margarita tí de San lionorato?...
Dicen que están desarmadas; til has dejado la cos-
ta un año lid ¿es así?
—Cierto—dijo el piloto.
—¿No hay un buen surgidero entre los islotes
de Pierés y San Ferio!, á barlovento de la isla de
San lionorato?—preguntó Pog, que conocía aque-
llos sitios.
—Si, capitán; la costa es tan alta, la rada tan
abrigada por las rocas que trinan aquellos islotes,
que las galeras podrán guareeerae allí mejor que
en Port-Cros.
—No llegan, creo, ä cincuenta los habitantes
de la isla.
—No son más, capitán, y veinte hombres bas-
tan para ellos; hay además una playa muy ä pro-
pósito para varar la galera y carenarla si ea nece-
sario.
—Entonces pon el rumbo á esas islas; debemos
distar de ellas veinticinco leguas.
310 Et. COMENDADOR DE MALTA

—Treinta, capitán.
—Demasiado es para los agujeros que lleva el
buque, pero también es la arribada mis segura;
estaremos allí en todo el día, si el tiempo nos fa-
vorece.
La galera de Trimalcyon, así como el jabeque,
imitaban la maniobra de la Galeona Roja, y los
tres buques hicieron fuerza de vela hacia la isla
de San Honorato, situada en la costa de Proven-
za, ä poca distancia de Cánues. Dadas estas ór-
denes, enumeró Pog las bajas que su tripulación
había sufrido; eran bastante considerables; dieci-
siete soldados habían muerto en la Ciotat, y so
contaba á bordo gran número de heridos. La cu-
lebrina de la Casa-fuerte, por otra parte, había arre-
batado, como dijimos, cinco forzados. Sacironse
de las cadenas los cadáveres, echáronse al mar y
se reemplazaron con cinco soldados. Curóse més
4 menos bien ä los heridos por un moro que lle-
naba las funciones de cirujano. De las dos heridas
•de Pog, la que el venablo del barón le había he-
cho en el brazo, era bastante profunda; la de la
cabeza era leve. El moro que hacía de cirujano le
aplicó los primeros apósitos. Acababa de hacerse
esta cura, cuando el jabeque de Erebo, llegando
toda vela, avoc6 ä la galera de Pog.

XXXI

EL JABEQUE

Volveremos todavía á hablar del ataque para


que sepa el lector las maniobras del jabeque, y

u
EL COMMIDADOR DE MALTA

..de qué modo cayó Reina des A nbiez en poder de


_Erebo.
El gitano, después de aletargar al vigía del
cabo del Aguila por medio de un narcótico, había
bajado ä la playa y pasado ä la punta de tierra,
detrás de la cual esperaban su llegada las galeras
piratas y el jabeque, según el aviso que había
.dado ä Pog-reis con el segundo pichón. Hadji, ä
pesar del frío que hacía, se echó denodadamente
al agua y llegó en breve ä la Galeona Roja que
estaba al remo ä corta distancia de !a costa. Des-
pués de una larga conversación con Pog-reis, ä
:quien dió los avisos necesarios para asegurar el
éxito de la incursión en la Ciotat, pasó, según las
aird , :nes de Pog, ä bordo del jabeque mandado por
Erebo. Esta barco debía permanecer extrario ä la
acción, y acercarse solamente ä la Casa•fuerte
para servir al rapto de Reina des Anbiez. Una vez
en poder de Erebo la doncella, tonía orden el ja-
beque de hacer una señal, di spués da la cual em
pezarían las galeras de his piratas su ataque sobre
la Ciotat; mientras el camba te, el jabeque había
de servir de escampavía y hacer de crucero en las
inmediaciones, para dar la alarma ä los barbarie-
cos, si por acaso las galeras reales de Mr. de Ere-
.cé aparecían al Oeste. Dadas estas disposiciones,
el jabeque,. apartándose de las galeras y doblando
el cabo, guiado por el gitano, que conocía perfec-
tamente el terreno, se había adelantado hacia la
«cadena de rocas que se extendía al pie de la Casa-
;fuerte.
A consecuencia de la reyerta de la víspera con
Pog, había caído Erebo en una afección de ánimo
tprofunda. En una de sus amargas y frecuentes re-
gexiones acerca de sí propio, había considerad
J12 EL COMENDADOR DD MALTA

su conducta bajo su verdadero aspecto, y tuvo.


compaiido de los desastres que iban sobrevenir
á aquella pequeha villa, tan tranquila y descuida-
da entonces. Cuando se trató de distribuir los
puntos de acometida, declaró formalmente ä Pog
que no tenía que contar con él para este nuevo-
acto de vandahsmo. Pog, que quería impelerle al
mal, no le contrarió; antes bien, lo alenté y di6
consejos para aprovechar esta ocasión y robar ä
Reina. En consecuencia, le dejó en libertad de ma-
niobrar para eumplir este proyecto. Erebo acepté:.
tenía atas designios.
Desde su singular entrevista con Reina, espe-
cialmente después del relato de Iladji, que pudo.
hacerle creer que Be veía amado, su pasión por la
joven había etecido de día en día. El gitano, elo-
giándole la dulzura, loa atractivos, el talento, la
elevación de carácter de Mlle. des Anbiez, había
hecho nacer en la imaginación de F.rebo vagas y
nobles esperanzas. Su última conversación con
Pog le determinó á probarlo todo para realizarlas..
Había visto de continuo ä Pog entregado á arre-
batos de misantropía feroz, pero jamás le había
parecido tan cruel la maldad de este hombre y su
menosprecio á la humanidad. No viéndose ya uni-
do ä él por lazo alguno, resolvió aprovechar la pri-
mera ocasión para librarse de su influencia. Afee-
rd, pues, horas antes de la empresa, una alegría.
brutal y licenciosa, al hablar del rapto que iba ä
cometer. Pog quedó, ó aparentó quedar engehada
con estas demostraciones, y, como hemos dicho,
dejó ä Erebo en plena libertad de maniobrar para
facilitarle el rapto. Este, bien decidido á aprove-
/Atarse de tales circunstancias, se propuso con la
ayuda de lladji hacerse dueho de Mlle. des An-
si. COMENDADOR DI MALTA 313

biez. Sin duda que esta acción era criminal, mis


este desdichado joven, educado, por decirlo así,
fuera de la sociedad, no conociendo mis que la
violencia de sus deseos, amando con pasión y cre-
yéndose no menos ardientemente amado, no podía
dudar un momento.
Luego que se halló ä la vista de la Casa-fuerte,
dejó su jabeque á alguna distancia, y bajó d la
playa en una barca ligera con Hadji y cuatro re-
meros arrojados. El gitano había sacado partido de
au estancia en la costa: dirigió perfectamente la
embarcación por entre los peñascos y bajíos, y
amarraron la chalupa al abrigo de una roca. A este
tiempo, terminada la cena de Navidad, dejaban ä
Raimundo sus convidados. El notario Isnard no
había llegado todavía para arrestarle.
Erebo, Hadji y dos hombres saltaron en tierra
y se adelantaron con precaución hasta el pie del
almenado muro del castillo. No debernos olvidar
que el gitano lo había escalado muchas veces, apa-
rentando hacerlo corno prueba de agilidad 4. los,
ojos de Estefaneta y de Reina. Hacía luna, pero
la sombra que proyectaban !os edificios había en-
cubierto el desembarco y marcha de los piratas.
Un centinela que se paseaba sobre el terraplen,
nada notó. En las ventanas de la galería del cas-
tillo se veía luz, pero las de 11, habitación de Reina
estaban d. oscuras. Hadji creyó acertadamente que
3111e. des Anbiez no se había retirado aun ä au apo
á Erebo que aguardaran hasta el-sento,ypru
momento en que Reina v•)Iviese ä au cuarto, para
escalar entonces el muro, dar de puñaladas al cen-
tinela, y una vez dueños del terraplen, trepar al
balcón, como él lo había hecho repetidas veces.
En rompiendo un vidrio, se abría la ventana; des-
314 EL COMeNDADOR DE MM T4

pués de haber sofocado les gritos de billa. des An-


biez, poniéndole una mordaza, se apoderaría de
ella y la descolgaría al terraplén, y del terraplén
ä las rocas, por medio de una especie de faja in-
ventada para embarcar y desembarcar los esclavos
rallados, y de que el gitano se había provisto. En
el caso de ser descubiertos, los piratas contaban
.con su destreza é intrepidez para escapar por los
mismos medios, seguros por otra parte de volver ä
ganar su barco antes de que los habitantes de la
Casa-fuerte hubiesen podido salir y dar vuelta ä
las murallas para llegar ä la playa y oponerse ä su
embarque.
El plan fue aceptado por Erebo, que únicamen-
te se opuso ä que se asesinara al centinela. Prepa-
ráronse los cuatro piratas al escalamiento: el cen-
tinela se paseaba ä la parte opuesta por donde ellos
habían de subir al terraplén. Hadji, seguido de
uno de sus compaileros, gateé por el muro, apo-
yándose en las grietas formadas por el tiempo, y
esiéndosc ä las largas ramas de hiedra arraigadas
en las sinuosidades de las piedras. Llegados á lo
alto, notaron con gozo que, hallándose la garita
entre ellos y el centinela, podía ocultarlos un mo-
mento ä su vista; este momento era precioso; sal-
taron sobre el terraplén.
En el instante en que el soldado en su marcha
regular volvía á la garita, Hadji y su compariero
se echaron sobre él con la celeridad del relámpa-
go: ptisole Hadji ambas manos en la boca, mien-
tras su compaüero se apoderaba del mosquete;
luego le colocaron una mordaza que llevaba Hadji,
atándole en seguida con una ancha y fuerte venda
de lienzo. Entonces echó Hadji una cuerda con
raudos á Erebo, y este se hallé en un momento en
EL CONF.NDADOR DE MALTA 115
el terraplen. Sería la una de la nochc: Ha 1 .1 i sa-
lía que no se relevaban los puestos hasta las dos.
De repente se iluminaron las ventanas del cuar-
to de Reina. Ocultos ä la sombra de la garita, Ha-
ji y Erebo deliberaban un momento sobre lo que
habían de hacer. El gitano dijo que subiría solo a/
balcón que se exteedía bastante á. uno y otro lado
de la puerta, y se escondería en él, para espiar
través de los vidrios el momento mis á propósito,
y prevenir á Erebo con una seña. Este adoptó el
plan, pero quiso asociarse á él. Subió Hadji pri-
mero, eché la escala de cuerdas ä Erebo, y se ocul-
taron ä ambos lados de la puerta. Iba Erebo á
aventurar una ojeada por las vidrieras, cuando am-
bas hojas se abrieron suavemente hacia fuera, y
Reina salió al balcón. De este modo Erebo y Had-
ji se hallaron un momento ocultos por las vi-
Arieras.
La doncella, triste y apesadumbrada, quería
trozar un momento de tan hermosa y apacible no-
che. Los instantes eran preciosos; la ocasión tan
favorable, que Erebo y el gitano tuvieron una
misma idea. Cerraron con viveza detrás de Ti ina
las vidrieras que los habían ocultado, y la asieron
antes de que pudiera lanzar un gemido. Júzguese
de au espanto, de su dolor, cuando reconoció en
su raptor al extranjero de las rocas de 011ioules.
Erebo usó en la débil lucha que se empeñó en-
tre él y la doncella de todas las atenciones posi-
bles, excusándose con lo violento de su amor. En
menos tiempo del que se necesita para escribir-
lo, Mlle. des Anbiez quedó sujeta con una espe-
cie de faja que le impedía hacer el menor movi-
miento. No pudiendo Erebo servirse de sus ma-
nos para volver á bajar la escalera de nudos, por
316 EL COMEN DADOR DE MI. LTA
— —
llevar en sus brazos á Reina, se hizo asegurar por
Hadji una cuerda alrededor del cuerpo, y á me-
dida que descendía un escalón, dejaba el gitano
correr suavemente la cuerda que afianzaba el rap-
tor. Sosteniendo Erebo á Reina en sus brazos tocó
al pie de la muralla. Iba Hadji ä su vez á dejar el
balcón, cuando entró Estefaneta en el aposento
gritando:—IMlle., Mlle., el notario con soldados
viene á prender á Monseriorl—En aquel momento
se acababa de notificar á IZaimundo V por isnard
y el capitán Jorge la orden de seguirlos.
No hallando á su sehorita en la habitación, y
viendo abierto el balcón, corrió ä él. El gitano,
comprendiendo el daiio que podía ocasionar la pre-
sencia de Estefaneta, se ocultó rápidamente. Ella,
asombrada de no hallar ä su ama, entró en el bal-
cón. Cerró 41 con prontitud las puertas detrás de
la muchacha 1- le puso la mano en la boca. Aun-
que sorprendida y aterrada, Estefaneta trató de
defenderse; el gitano dijo en voz baja á Erebo:
—¡Auxilio! ¡auxilio! que este diablillo tiene una
fuerza increible y muerde como una gata furiosa;
si grita nos perdimos.—Erebo, no queriendo dejar
Reina, mandó al otro pirata que auxiliara á
Hadji. En efecto, Estefaueta, mucho más animosa
que su ama por sus ocupaciones más varoniles,
hacia una heróica y vigorosa resistencia; llegó
haciendo uso de b118 lindos dientes á obligar á Rad-
ji á aflojar la presa, y pudo dar algunos chillidos.
Por su desgracia la ventana estaba cerrada, y sus
gritos no se oyeron. Llegó el segundo pirata en
auxilio del gitano, y ti pesar de sus esfuerzos, la
digna prometida del capitán Trinquetaille siguió
la suerte de MU ama. Se la descolgó al terraplén
por los dos raptores, no con tantas consideraciones
El. COMENDADOR DE MALTA

como ä MIle. des .Anbiez. Ya en la plataforma de


la muralla, la emprega debía tener buen éxito.
Bajóse ä ambas jóvenes de la muralla usando de
los mismos medios y precauciones empleados ya
para descender del balcón.
Llegaron Erebo y Radji ä la chalupa que los es-
peraba, y estaban ya las dos cautivas ä bordo del
jabeque, sin que los habitantes del castillo sospe-
chasen su rapto. Todo había corrido hasta allí ä
medida del deseo de Erebo.
Reina y Estefan eta, sueltas ya, fueron respetuo-
samente depositadas en el camarote del jabeque
que Erebo había hecho arreglar con el posible es-
mero. Pasado el primer movimiento de sorpresa y
temor, Reina recobró toda la firmeza, toda la dig-
nidad que le eran peculiares. Estefaneta, por el
contrario, después de haberse resistido con valor,
estaba en un espantoso abatimiento.
Cuando Erebo se presentó ante ellas, .Estefane-
ta se precipitó llorando ä sus pies; Reina guardó
un sombrío silencio, y ni aun se dignó mirarle.
Erebo casi se aterró con el éxito de su tentativa,
y quedó hecho el juguete de sus buenas y malas
propensiones. Ya no era un audaz raptor, sino un
niño irresoluto. El tétrico silencio, el aire de dig-
nidad y profundo enojo ä la vez que mostraba
Reina, le imponían y angustiaban ä un tiempo.
Hadji, durante su fatal expedición, le había repe-
tido constantemente que Reina le amaba con pa-
sión, y que trascurrido el primer impulso de ver-
güenza y enfado, hallarla ä la doncella llena de
ternura y aun de reconocimiento; hizo, pues, un
esfuerzo de valor, se acercó ä ella con atrevida
desenvoltura, y le dijo:
—Tras la tempestad, el sol. Mañana ya no pen-
318 EL COMENDADOR DE MALTA

fiaréis sino en la canción del Emir, y mi amor en-


jugará vuestras lágrimas.
Al decir esto, quiso Erebo tomar una de las ma-
nos con que ella cubría su rostro.
--1 3liserab1e, no os acerquéis!—exclamó Rei-
na con espanto, y echándole una mirada tan irri-
tada, que Erebo quedó inmóvil.
Se ofuscó su vista; había tal sinceridad en el
acento, la emoción y el enojo de Reina, que repen-
tinamente perdió toda esperanza. Vió 6 creyó qu o .
se había engañado groseramente; que la joven ja-
más había sentido afecto hacia él. En su dolorosa.
sorpresa cayó ä los pies de Reina, y con las ma-
nos juntas exclamó con el acento más dulce y pe-
netrante:
—geonque no me amáis?
—¡ A vos!... ¡Ayos!...
.—;Oh! ¡Perdón... perdón, sertorital—dijo Ere- •
bo siempre de rodillas, siempre con las manos
juntas; —y añadió con una ingenuidad encan-
tadora:—¡Dios miel... Perdonadme; creía que
me amabais. Pues bien, no os enfadéis; lo crefa;.
el gitano me lo había dicho. A no ser así, no ha-
bría hecho lo que he hecho.
A no ser por la gravedad de las circunstancias,
se hubieran reído de aquel joven pirata, no ha
mucho tan audaz, y ahora temblando y ba-
jando la vista ante el irritado mirar de Reina. Es-
tefaneta, admirada del contraste, ä pesar de su
mal humor, no pudo dejar de decir:
Según se explica, parece que se trata de
una travesura de paje, de alguna cinta 6 ramillete
arrebatado... Nada de eso, saor; ¡sois un pagano,
un monstruo!
—; A h! 1 12-3to s horroroso... horroroso!... ¡Y mi
EL COMENDADOR DE MALTA 319

padre... mi pobre padre!—prorrumpió Reina sin


poder contener sus lágrimas, que corrían en abun--
dancia.
Este dolor tan verdadero traspasó el corazón de.
Erebo; sintió toda la extensión de su crimen.
—10h!... por piedad... ¡no lloréis así! excla-
mó con los ojos humedecidos.—Conozco mi falta...
Decid: ¿qué queréis que haga para espiarla? Lo
haré; mandad; mi vida es vuestra...
—Quiero que me enviéis á tierra al instante...
¡Y mi padre, mi padre, ei ha llegado ä saberlo,
qué golpe tan grande para 61!... ¡Quizá tendré que
acusaros de otro crimen más!
—Confundidme, lo merezco; pero pensad si-
quiera que salvé la vida á vuestro padre.
—¿Y qué importa que se la salváseis para ha-
cérsela ahora tan desdichada? No será para bende-
ciros sino para maldeciros, si me acuerdo de vos
en adelante.
—No, no—exclamó Erebo levantándose;—no
me maldeciréis. Diréis dentro de poco que vuestra
presencia, vuestras palabras han arrancado un
malhadado al abismo de infamia en que iba ri hun-
dirse para siempre. Escuchad; esa población está
ahora en reposo... horrorosas desgracias la ame-
nazan... Los piratas están próximos á entrar en
ella; una seria de este jabeque ocasionará en esa
costa la muerte, el pillaje, el incendio y la desor
lación.
— Dios mío!... ¡Dios mío! ¡y mi pddre!... pro-
rrumpió Reina.
—Sosegáos; esa seria no se hará... A esa villa yo
la salvaré... Os halláis en mi poder... voy en este
mornz nto á volveros 4 tierra. Y entonces.., si yo
hago esto—ariadi6 Erebo con acento de profunda
320 EL COMENDADOR DE MALTA

tristeza—dos acordaréis alguna vez do mí sin ira


y sin desprecio?
—No daré una vez gracias á Dios por volver
ver á mi padre, que no piense con reconocimien-
to en el salvador del barón des Anbiez—dijo Rei-
na con dignidad.
—Erebo merecerá vuestros recuerdos;--dijo el
joven pirata.--Voy á disponerlo todo para vues-
tra partida, y volveré á busearos.
Subió precipitadamente sobre cubierta. El ja-
beque continuaba al pairo. Veíanse ä lo lejos las
dos galeras. Aunque el jabeque pertenecía ä Pog-
reis, lo mandaba Erebo hacía tres años, y creía
haber ganado el afecto de su t tripulación. Cuando
›ipareci6 sobre el puente, iba Iladji ä prender
fuego ü un cohete, señal convenida entre Pog y
Erebo para anunciar que Mlle. des Anbiez esta-
ba embarcada y podía emprenderse el ataque de
la Ciotat.
—Aguarda—dijo Erebo ä Hadji—no des aun la
señal; mucho tiempo hace que me eres adieto; hoy
mismo me has servido fielmente. Escúchame.
—Hablad pronto, señor Erebo, porque Pog
aguarda la señal, y si tardo en hacerla me obliga-
rá 4 cabalgar sobre el crugía de su galera con
una bala ä cada pie para mantenerme en equili-
brio.
—Nada tendrás que temer si me obedeces: esta
vida de asesinato y robo me es odiosa; los hombree
que mando son menos feroces que sus compañe-
ros; me aman, tienen confianza en mí y puedo pro-
ponerles abandonar las galeras; el jabeque las
aventaja en ligereza. Después de una expedición
de que te hablaré ahora, daremos ä la vela para
el Oriente, al archipiélago griego; en llegando ä
El. COMENDADOR PE MALTA 321
ßruirna, entraremos ti. sueldo del Bey, y en vez de
piratas seremos soldados; en vez de degonar infe-
lices comerciantes sobre la cubierta de sus naves,
.nos batiremos con hombres. ¿Quieres seguirme?
Hadji continuaba con la mecha encendida en la
mano: acercóla tí la boca, avivó au fuego ton im-
perturbable sangre fría, y dijo ti Erebo:
—¿Y sou esos todos vuestros proyectos, señor
Erebo?
—No, no es esto todo. Para impedir los nuevos
-crímenes que Pog-reis medita, vamos ä hacernos
4 la vela, pasar junto ä las galeras, y gritar con
espanto que acabamos de divisar en el horizonte
los fanales de las galeras del rey de Francia: se sabe
que estaban en Marsella, y se teme su llegada.
Se nos creerá fácilmente; Pog-reis emprenderá la
faga ante tan superiores fuerzas, y esa desdichada
villa se salvará, al menos en esta ocasión, de la
liorrorosa suerte ene la amenaza. Vamos, ¿qué
.dices de mi plan? Tu tienes influencia sobre la tri-
pula&6n; ayiídarne.
Hadji sopló de nuevo au mecha, miró fijamente
Erebo, y por toda respuesta, antes que este pu-
diese impedírselo, prendió el cohete que había de
ser la señal para el ataque de los piratas, y que se
lanzó en el espacio como un funesto meteoro. Casi
al mismo tiempo se oyó tronar el cañón de los pi-
ratas, y el asalto de la Ciotat se verificó como he-
mos contado.
—;Miserable!—gritó Erebo precipitándose con
rabia sobre Iladji.
Este, superior en fuerzas al joven, se libertó
-con sus manos, y le dijo con mezcla de ironía, res-
pete y adhesión:
—Atended, seilor Erebo; ni á mí, ni ti estos
3t)
3 42 Y,L COMENDADOR DE MALTA
-
valientes les ha ocurrido el trocar nuestra liber-
tad por la disciplina de los beylik. La mar es nues-
tra en toda su inmensidad, y preferimos ser corcek
bravío y marchar por el desierto sin fin, ti caballa.
vendado, gastando la vida como el que saca agua
de una noria, porque la ocupación de un beylik
comparada con nuestra vida aventurera, no viene
á ser otra cosa. En una palabra, somos diablos, y
no somos todavía viejos para hacernos ermitaños...
como dicen los cristianos. El oficio tal cual es, no*.
conviene, y no abandonaremos la libertad por la.
prisión.
—Bien, eres un perverso; te creí de mejores s o n-
tinnientoe. Peor para ti, la tripulación me es adie-•
ta y me servirá para deshacerme de tí, si osas opo-
nerte tí, mis proyectos.
— ¡Por Eblis! ¿qué decís, señor Erebo?—dijo el'
gitano en tono irónico --tratarme así mí, que-
por servires he cantado vuestra bella la canción.
del Emir; á mí, que he descendido al vil oficio de
calderero; ti mf, que inc profané hasta ayudar-
á Dulcelina ä levantar una especie de altar al
Dios de los cristianos; á mí, que por seres útil vel.
vi á su lugar la pata del lebrel de Raimundo V;
mí, por último, que he tenido que errar el caballo.
de ese viejo borracho.
— 1Ca1la, miserable! Ni una palabra más acer-
ca de ese desdichado padre, ä quien ocasiono qui-
zá en este momento la muerte. Reflexiónalo bien;:_
voy tí hablará la tripulación y me escuchará. Aun
es tiempo: únete ä mí; vuélvete hombre de bien-
- Escuchad, señor Erebo: ¿me proponéis ser
hombre de bien? Voy á responderos como poeta y
como calderero. Cuando los años han formado un-
'timbo corrosivo sobre una vasija de cobre y el fue-
F. 1 1(0.1KLYISAI)OR 14: MI. L! I. :123

go lo encausto:1. , pudiera frotarse mil ahoe y más,.


y no se le llegaría ä limpiar, no digo hasta su pri-
mitivo color, pero ni aun ä hacerle más claro que
las alas de Eblis. Pues bien; he aquí el caso ee
que estamos mis compañeros y yo; estamos eurti
dos por el mal. No intentéis convertirnos al bien:
no seréis comprendido ni obedecido.
—No seré comprendido, bien; pero obedi
eido, sí.
—No seréis obedecido, si vuestras órdenes con-
trarían ciertas instrucciones que og-reis ha daj
ä la tripulación antes de partir de Port-Cros.
—iinstrucciones! Mientes como un bellaco.
—Escuchad, señor Ereho—dijo Iladji con cal-
ma inalterable; —aunque me niego ä volver al ca-
mino del bien, os amo 4 mi modo y quiero evita-
ros un paso en falso. Pog-reis, después de cierth
conversación, me ha dicho que desconfía de vos.
En el instante que desde del cabo del Aguila, en
que hice dormir al vigía, vf nuestras galeras adelfa -
tarse, bajé 4 la playa, me trasladé 4 la Galemw
Roja, y tuve con .Pog-reis una conferencia sec &.
ta respecto 4 vos.
— Traidor! e;y me habías callado eso?
—El hombre prudente, de dos cosas, calla tres.
Pog-reis me dijo que había prevenido 4 la tripula-
ción, y me prevenía ä mi, que las órdenes que os
había dado eran éstas: robar la joven, hacer la
seña de que el rapto se había conseguido, y cru-
zar al viento de, la Ciotat, mientras las galeras
atacasen esa colmena de gordos ciudadanos, velar.
en fin, para que nuestras gentes no fueran sor-
prendidas por las galeras del rey de Francia, qus.
pueden venir del Oeste. Si las órdenes que vais ä
dar contrarían estas, no se os escuchará.
324 EL COMENDADOR DE MALTA

¡Mientes!
--Probad.
Al instante—dijo Erebo; y dirigiéndose al
timonel y los marineros que aguardaban sus ór-
denes, mandó una maniobra que acercase el jabe-
que al castillo.
¡Cuál no fué su asombro, cuando, en vez de
ejecutar sus órdenes, vi6 que á una seria de liad-
ji, por una maniobra enteramente opuesta, diri-
gfan el jabeque al sitio de la acción!
—Os negáis á obedecerme?—dijo Erebo.
Todos respondieron á la vez.
—Son órdenes de Pog-reis.
serior Erebo, lo que os decía?
miserable!...
En vano trató Erebo de falsear la fidelidad de
los marine n os; ya por costumbre á una obediencia
pasiva, ya por apego ti su grosera y licenciosa vida,
permaneeieron fieles ti las órdenes de su superior.
Erebo bajó la cabeza con desesperación.
—Puesto que tienes el mando del jabeque—le
dijo con amarga sonrisa,--me dirijo á tí para que
me dejes arfar el buque y envíes á la costa la
chalupa que viene á remo/que.
—Sois vos el capitán, señor Erebo; mandad con
tal de no contradecir lo prevenido por Pog-reis,
y seré el primero en ir ä tornar el aireen las cuer-
das 6 ponerme al timón.
—Ahorra palabras; haz armar esa chalupa con
cuatro hombres.
—,fflejar arfar el jabeque? No hay inconvenien-
Hadji;—la descubierta, lo mismo se hace
en quieto que de camino, y los centinelas también
se detienen de vez en cuando. En cuanto ti armar
la chalupa, se hará cuando yo sepa el objeto.

EL COMENDADOR DE MALTA 3•b

Erebo pateó de impaciencia.


—Mis intenciones son volver ä tierra esas des
jóvenes.
—¡ Volver á esa costa desierta la perla del gol-
fo!—exclamó el gitano—cuándo se halla en vues-
tro poder! ¡cuándo os véis amado! cuando...
—Calla y obedece; esto es asunto personal mío,
creo, y Pog-reis no me precisará ä robar una mu-
jer si yo no quiero.
—Este rapto es tambien personal para Pog.reis,
señor Erebo; no puedo mandar armar la chalupa.
- dices?— gritó el joven casi asustado.
—Pog-reis es zorro viejo, señor Erebo; sabe que
á pesar de su valor y su esfuerzo, el tigre puede,
como el estúpido búfalo, caer en el lazo que un
cobarde cazador tienda ä sus pies. Eblis ha sacu-
dido sus alas sobre la Ciotat, las llamas se encres-
pan, truenan los cañones, y estalla la mosquete-
/lía; nuestras gentes se hinchan de saqueo y ponen
á las cristianos ä la cadena; perfectamente. Pero
que Pog-reis 6 Trimaleyon-reis en una sorpresa
quedasen prisioneros de los perros cristianos; que
nuestra gente se viese en la precisión de ganar sus
galeras dejando á Pog y ä Trimalcyon prisioneros;
se les descuartizaría y quemaría como renegados.
— Acabará... ,:,Acabarás?...
—Y, por el contrario, conservando la perla de
/a Ciotat, Reina des Anbiez, como rehen hasta el
fin de la empresa, nos puede ser de gran utilidad,
valiadonos en cange la libertad de Pog-reis y de
Trimaleyon-reis. Es, pues, indispensable que esa
niña y su compañera queden aquí hasta que Pog-
reis decida de su suerte.
Erebo quedó aterrado. Las amen a zas, los ruegos,
no pudieron hacer variar ni á lEadji ni al resto de
326 . E I. CO3113. DOX DE 31A LT

la tripulación. En su desesperación estuvo tí punto


de precipitarse al mar y ganar á nado la costa para
hacerse allí matar combatiendo los piratas; mes
pensó que esto era dejar 4 Reina sin defensa, y
bajó sembrío y desesperado tí. la cámara.
—¡Aquí está nuestro generoso libertador!—ex-
clamó Reina levantándose y yendo hacia él.
Erebo hizo un ademán melancólico con la cabe-
4, y dijo:
—Soy tambien prisionero... Y refirió tí las dos
jóvenes cuanto acababa de pasar sobre cubierta
El dolor de Reina, que había cesado un momen-
to por una confianza engañadora, estallé con nue-
va violencia, y, no obstante el tardío arrepenti-
miento de Erebo, le acusé con razón de haber sido
el autor de los males que la oprimían

Tal fué lo ocurrido ä bordo del jabeque, cuan–


Lo este bajel (mandado por lIadji desde que Ere-
bo se había vuelto con Reina y Estefaneta) se arri-
mó las galeras de Pog y Trimalcyon, que se
alejaban ä fuerza de remo de la Cietat, después d-
u funesta expedición. Hallibase el gitano ä pope
.del jabeque, cuando Pog-reis, llamándole desde su
galera, le dijo:
—Y qué, esa joven está á bordo?
—Sí, señor Peg; y hay además de esa paloma
una linda pajarilla.
—417 Erebo?
—El señor Erebo quiso hacer lo que el señor
Pog había previsto—dijo el gitano haciendo un
.esto de inteligencia.
—Lo esperaba; vigílale; sigue con el mando
iel jabeque; boga en mis aguas é imita mis ma-
niobras.
EL cOminumzoa DE MALTA. 327
-
—Seréis obedecido, señor Pog; pero antes de
.apartarme, permitid que os haga un presente:
unos papeles 6 juguetes amorosos de un caballero
de Malta. Es una historia digna, segtin me pare-
-ce de Ben-Abrull; los he encontrado en la cabaña
.del vigía. Creyendo hallar un diamante, he dado
.ron un grano de maiz; mas puede que os sirva de
algo, señor Pog; tiene sobre la cajita una cruz de
Malta, y todo lo que lleva este signo aborrecido
Os pertenece de derecho.
Diciendo estas palabras echó ä los pies de Pog
el cofrecillo de plata que había quitado ä Peyrou
-de su cómoda de abedul. Estaba el cofrecillo cer-
cado de un borde destinado ä contener su tapa.
Pog reis, poco sensible ä la atención del gitano,
le hizo seña de continuar su rumbo, y el jabeque
se colocó en la marcha detrás de la Galeonn 1?oja,
desapareciendo en breve los tres barcos al Este,
dirigiéndose ä toda prisa hacia las islas de San
llonorato, donde contaban rehabilitarse.

DESCURRLMIENTI)

Tenia pensativo ä Pog el mal estado en que se


'hallaban las galeras, para que atendiera ä las últi-
mas palabras de Hadji. I:no de los spais levantó
g.1 cofrecillo y lo llevó si su camarote, donde él
;bajó luego.
Estaba este aposento completamente cubierto
de una grosera tela de lana encarnada; sobre este
g , a io vefanse acá y allá cruces negras, trazadaa
328 EL COMENDADOR DE MALTA

con carbón, y entre ellas alguna que otra blanca,.


rayada con yeso, en corto número. Una ltimparte
de cobre daba tí esta pieza un reflejo pálido y se-
pulcral. Un lecho cubierto con una piel de tigre,
dos sitiales y una mesa de encina apenas pulimen-
tada eran todo el mueblaje que allí se encontra-
ba. Apenas puso el spais el primer apósito ä las
heridas de Pog se retiró.
Cuando estuvo solo, se sentó, apoyó la frente
sobre la mano, y recapacitó sobre los acaecimien-
tos do la noche. Su venganza no se hallaba satis-
fecha más que A medias. La precipitación de su
retirada humillaba su amor propio, y excitó en él
nuevos resentimientos. No obstante, pensando en
el mal que había hecho, sonrió con aire siniestro
y se levantó diciendo.—¡Simpre es así! No he.
perdido enteramente la nochel—Tomó luego un
pedazo de carbón, y trazó muchas cruces sobre el
alfombrado; de tiempo en tiempo se detenía en
ademán de recoger sus recuerdos. Acababa de
marcar la última cruz, y se dijo:
—¡Ese barón des Anbiez ha muerto! Lo creo,.
lo espero: en la sorda vibración del mango de la
maza de armas en mi mano, me pareció sentir que
su cráneo quedó roto; pero el barón tenía casco;
no es segura la muerte; no aumentaré, pues, fal-
samente el número de mis víctimas.—Tras este
Oliste lúgubre, borró la cruz y se puso tí contar
las blancas.—¡Once—dijo,—once caballeros de
Malta muertos á mi 9 golpes! ¡Oh! lo que es aque-
llos están bien muertos, porque me hubiera hechœ
matar mil veces sobre sus cuerpos antes que dejar-
les un soplo de vida!—Quedó de nuevo silencioso,
de pie, los brazo.' cruzados sobre el pecho, la cabe-
za boja; luego dijo con un profundo suspiro:
FL CONLNDADOR DE MALTA 329

—Mis de veinte aüos lid que ejerzo mi vengan-


za, mi obra de destrucción; y en estos veinte ahos,
¿se ha atenuado mi dolor? ¿son menos desespera-
dos mis recuerdos? No lo sé... Sin duda experi-
mento un horrible gozo al decir al hombre: sufre...
muere... ¡Mas luego... luego! ¡siempre el recuer-
do, siempre! Y sin embargo, no tengo remordi-
mientos, no: me parece que soy el instrumento
de una voluntad omnipotente. Sí, debe ser eso.
No me guía un deseo, es una necesidad imperiosa,
un vacío insaciable de venganza... ¿Adónde cami-
no? ¿cuál será el despertar de esta vida sangrienta,
que me parece á veces un horrible sude? Cuando
pienso en lo que fué antes mi vida, y lo que yo
era... Es para enloquecer, como me sucede. Si,
preciso es que esté loco, porque tengo momentos
en que me pregunto: ¿por qué tantas crueldades?
Esta noche, por ejemplo, ¡cuánta sangre!...
¡Aquel anciano! ¡esas mujeres! ¡Oh! estoy loco,
loco furioso... Eq horrible: ¿qué me habían hecho?
Pog oculté ei rostro entre las manos. Después
de algunos momentos de tétrica reflexión, excla-
mó con voz terrible:
—¡Y yo! ¿qué le había hecho al que me precipi-
tó del cielo ä los infiernos? ¡Nada, no le había
hecho nada! ¿Qué le había h,cho á ella, su cóm-
plice? Cercarla de toda la adoración, de toda la
idolatría que puede el hombre tributar aquí abajo
ä las criaturas... Y sin enn kirgo... ¡Oh! este dolor
goteará siempre sangre... será, siempe espantoso
este recuerdo abrasador, hiempre, como un hierro
ardiendo. ¡Oh rabia!... ¡Oh miseria!... ¡Ah! ¡Su
olvido!... ¡Sólo pido su olvido!...
Diciendo estas palabras, cayó el pirata con el
rostro contra su lecho, y araBó con sus crispada*
330 EL COMESDADOR D MÁLÎÀ
-
manos la piel de tigre, dejando oir una especie de
rugido sordo y ahogado. El paroxismo de este arre-
bato duró algún tiempo y fué seguido de un som-
brío estupor. Alzóse luego Pog; su color estaba
aun más pálido que de costumbre, ardientes sus
ojos y contraídos loe labios. Pasóse la mano por su
frente para componer el vendaje de su herida, que
se había descompuesto. Al dejar caer el brazo con
-desaliento, tocó junto tl la pared un objeto en que
no había reparado: la cajita que Hadji había echa-
do ä bordo de la Galeona Roja. Tomóla el pirata
maquinalmente, y la puso sobre sus rodillas. La
,eruz de Malta esculpida sobre su tapa hirió su vis-
ta y le hizo estremecer: arrojó el cofrecillo lejos
de sí, se rompió la topa y quedó abierto, saltando
al pavimento gran número de cartas con dos me-
dallones y una larga trenza de cabellos rubios.
Estaba Pog sentado sobre su cama, y los meda-
llones habían caído á gran distancia La luz que
alumbraba su cámara era débil y vacilante. Sin
aanbargo, en ellos reconoció facciones que jamás
había olvidado. Era este suceso tan sorprendente,
que creyó estar sellado. No osaba hacer un mo-
viento. Con el cuerpo adelantado, los ojos fijos en
el medallón, temía á cada punto ver disipado lo
.que tenía por una ilusión de su exaltada fantasía.
Cayendo en fin de rodillas, se precipitó sobre agua-
llos objetos, cual si aun pudieran escapársele. Co-
iió los retratos: uno de ellos representaba una mu-
jer de notable hermosura. No se había engallado:
Ja había reconocido... El otro, un niAo...
Dejó el pirata caer el medallón y quedó petri-
ficado. Acababa de reconocer á Erebo; á Erebo,
tal como era al menos cuando quince ahos antes
Jet había robado en las costas de Languedoc. Du-
XL COMMNDADOM DM MALTA 331

'dando aun de lo que veía, salió de aquel decai-


miento pasajero, recogió el medallón, concretó sus
recuerdos para precaverse contra todo error; vol-
vió á reparar en el retrato con devoradora ansie-
dad... No había duda de que era Erebo: Erebo á
la edad de cinco años. Ech6se entonces Pog sobre
las cartas y las leyó de rodillas sin pensar en en-
derezarse. ¡Terrible aspecto ofrecía aquella escena!
Aquel hombre pálido, ensangrentado, de rodi-
llas en medio de aquella lóbrega cämara, leía con
avidez páginas que le revelaban por fin el oscuro
misterio que tanto tiempo hä buscaba.

LAS CARTAS

Pondremos á la vista del lector las cartas que


registraba Pog con tan dolorosa atención.
La primera había sido escrita por él unos vein-
te años antes de la época de que tratamos: se ad-
'vertía en ella tan admirable contraste entre su
vida de entonces, vida feliz, tranquila, risueña,
completamente opuesta á la de pirata y homicida,
que sin duda se tendrá compasión de este desdi-
chado al comparar lo que había sido con lo que
era; quizá se le concederá alguna lágrima al repa-
rar la elevación de que había caído. También des-
cubrirán el lazo misterioso que unía al Comenda-
dor des Anbiez , Erebo y Pog, ä quien restituire-
mos su verdadero nombre, el conde Jacobo de
.Montreull, antiguo teniente de las galeras del rey.
Mr. de Montreull (Pog) había escrito la carta
que sigue å au esposa, de vuelta de una campaña
El. COMENDADOR. DE bikl.TA

de ocho á nueve meses en el Mediterráneo. Estaba:


fechada en el lazareto de Marsella. Habiendo to-
(mido su galera en Trípoli de Siria, en que se ha-
bía declarado la peste, debía, según costumbre,
sufrir una larga cuarentena. Mad. Emilia de Mon-
treull habitaba una casa de campo cerca de Lyón,
á las orillas del Ródano.

CARTA PRJ N'ERA

Lazareto de Marsella, 10
de Diciembre de 1612,
bordo de la Capitana.

ge;Serii, verdad, Emilia?... A serlo, mi corazón


rebosa de alegría.
No sabría expresarte mis emociones: son un
vértigo de dicha; un deliquio del alma; locas exal-
taciones que tocarían en delirio, si un sentimien-
to piadoso, santo, no me llamase cada. instan-
te á Dios, autor Todopoderoso de nuestras feli-
cidades.
¡Oh! ¡Si supieras, Emilia, cómo he orado, cuán-
to te he bendecido! ¡Con qué fervor tan profundo
he alzado á él la voz de mi alma embriagada! Gra-
cias, Dios mío, porque habéis escuchado mis sú-
plicas; gracias, porque coronáis el santo amor que
nos uniei, dándonos un hijo...
¡Emilia!... ;Dios mío! ¡Estoy loco!
Al escribir esta palabra, un hijo, tiembla mi
mano, me slIta el corazón; y mira... lloro...
¡Oh llanto de delicias! ¡Qué lágrimas tan dul-
ces! ¡Cuán hermoso es verterlas!
Emilio., esposa mía, alma de mi alma, vida de
mi vida, casto tesoro de las virtudes más puras;
El. COMENDADOR DE MALTA 3:13
--
Me parece que ahora brilla la majestad en tu her-
. mesa frente. Me prosterno ante tí... la maternidad
tiene algo de divino... Emilia, tú lo sabes: en tres
.aüos que lleva nuestra unión, ni una nube ha tur-
bado nuestro amor; cada día ha agregado un día
-de delicias ti esta vida. Sin embargo, tal vez, aun-
Aue bien á pesar mío, te habré causado, no pesar,
no un disgusto, pero sí alguna ligera contrariedad;
y tú siempre tan dulce, tan buena, me la habrás
„sin duda disimulado. Pues liii n: en este- día so-
lemne vengo tí pedirte perdón de rodillas, como se
lo pediría á Dios de haberle ofendido.
Tú sabes cuán cara me eres, Emilia; nuestra
ternura, sikinpre nueva, cambiaba en un paraiso
nuestro retiro, y esta dicha de antes, que me pa-
:recia sobrepujar todos los límites de lo posible ¿se
'ha de doblar aun?... ¿No hallas tú, Etniiia, que
en una felicidad entre dos hay cierto egoísmo,
cierto aislamiento que desaparece luego que un hi-
jo querido viene á multiplicar nuestros placeres
aumentándolos con los más tiernos, los más inte-
resantes y adorables deberes? ¡Oh! y cómo com-
prenderás estos deberes!... ¿No has sido modelo de
hijas? ¡Qué consagración tan sublime ä tu padre!
.qué abnegación! ¡qué cuidados! ¡Oh, sí! la me-
jor, la más adorable de las hijas, ;.;erá la mejor y
más adorable de las madres!
¡Dios mío! ¡cuál le amaremos, Emilial ¡Cuál
amaremos ä ese pobre y tierno ser! Esposa mía,
ángel del amor mío... aun lloro.. Ni razón se ex-
travía. ¡Oh! perdón, pero ¡rne hallo privado tanto
tiempo de noticias tuyas!... Y luego, la primera
carta que al cabo de tantos meses de ausencia me
escribes, me anuncia esto. ¡Dios mío, esto! ¡cómo
resistir!...
334 s, COMENI n ADOit DF YA! TA.
--
No sabría pintarte los ensueños, los proyectos..
las ilusiones que alimento. Si es una niña, ha de-
llamarse %lila como tu; lo quiero; te lo rnege:-:
no habrá nada mis encantador que la equivoca-
ción dichosa de estos dos nombres. Mira si gana-
ré; cuando llame ä una Emilia, vendrán ä mi dos_
Este dulce nombre, el único que ahora existe pa-
ra mí, encontraría eco en dos corazones ä la vez.
Si fuese un niño, ¿querrías que se llamase como.
yo? A propósito, Emilia: es preciso hacer levan-
tar una pequeña empalizada alrededor del lago y
ti la orilla del río_ ¡Oran Dios! Si nuestro hijo..
Mira, Entina, cómo adivino, cómo sigo tu co-
ra z ón; no te parecerá exagerado este temor... te,-
te hará sonreír, no... Alguna lágrima correrá de
tus ojos. ¡Oh! ¿No es así, no es así?... ¡Te conozco.
tan bien! ¿No es cierto que no hay un latido en
ese corazón que me sea extraño? Pero, dime: ¿có-
mo he merecido tanto amor? ¿qué he hecho de ad-
mirable, de grande, para que el cielo me recom-
pense así?
Sabes que siempre he tenido sentimientos reli-
giosos; sabes que decías siempre, con tu inimitable
gracia, que si yo no sabía á, punto fijo las fiestas,
de la Iglesia, sabía perfectamente el número de
pobres de nuestros contornos; ahora siento la ne--
necesidad, no de una fe más ardiente, porque yo
creo... ¡Oh, tengo tantas razones para creer, part
creer con fervor!.., pero siento la necesidad de
una vida más gravemente religiosa aun... Todo lo
debo ä Dios. ¡Es tan solemne sacerdocio el de la
paternidad!... Ya no habrá mis acciones indife-
rentes en nuestra vida; nada nos pertenecerá ea-
adelante, necesitamos mirar por nuestro porve-
nir, no sólo por nosotros, sino por nuestro hijo.
EL COMEYDADOR DE MALTA $35
.1n1•n

Piensas bien, Emilia; lo que tanto deseabas y-


0 no osabas pedirme por respeto á la voluntad de"
mi padre, me retiro del servicio, no es ya un ca-
pricho. Ya no hay una hora, un minuto de mi
vida que no lo deba mi hijo. Si no cedí tí las-
instaneias que me hacías con tanto pesar, pobre
espo›s, por empeñarme en seguir fielmente el úl-
timo voto de mi padre, ahora ya no podría hacer-
lo; aunque nuestros bienes sean considerables, no
debernos ya descuidar nada de cuanto pueda aere-
oentar l cs. Hasta ahora hemos fiado su manejo
nuestros agentes; quiero ocuparme yo mismo de
ellos; esta será otra ganancia para nuestro hijo.
En espirando el b'errnino de nuestros arriendos en
el Leonesado, cultivaremos por nosotros mismos
nuestras tierras.
Bien sabes, amiga mía, que mi continuo deseo
ha sido el de hacer vida de caballero campestre,
entre las ditIc3s y santas satisfacciones de la fa-
milia. Tus gustos, tu carácter, tus angélicas vir-
tudes, te hacen desear también tan risueñas y
apacibles ocupacioneq„.
¿Qué más dilé, Entiba mía, ángel bendito del
Señor?
Vienen á interrumpirme. La chalupa del la-
zareto parte al instante.
Me desespero al pensar que tilá.8 de un mort31
mes dilata aun el mol/unto en que caiga ä tui-
pies y juntemos nuestras manos para dar grada,
á
Esta carta, sincera, pueril quizá por sus deta-
lles, pero que pintaba una felicidad tan intima,
que hablaba de tan ftílgidas esperanzas, estaba
cerrada en (era con este sobre: Al Conwiuladol..
Pearp d: A nbiez, y que contenía estas palabsas
336 Et. ComEmnigut »E MALT*

escritas con premura y mano casi da,fallecAa.

CAUTA SEGUNDA

13 de Diciembre, d media
Dei; be.

,‘ El me Leed... leed... Me siento morir...


Leed: sea esta carta nuestro suplicio aquí abajo,
mientras esperamos el que Dios nos reserva.
Tengo vergüenza de vos.., de mí... Hemos sido
cobardee, como traidores que somos...
Esta mentira infame, jamás sabré sostenerla en
su presencia nunca le dejaré creer que este nao—
¡Ah! esto es un abismo de desesperación. ¡Maldito
seáis!... ¡Partid... partid!... Jamás me ha pareci-
do mi falta mis espatitcha que después de esta
execrable mentira, forjada ä su noble confianza,
para asegurarnos la impunidad.
¡El cielo preserve al infeliz niiio! ¡Bajo qué aus-
picios tan horribles van á nacer... ei nace! Porque,
lo preveo, morirá en mi seno... No sobreviviré á
la tortura que sufro... Y, no obstante, mi marido
• va ä venir y no lo mentiré... Alié hacer? No, no
partáis; mi pobre cerebro se extravía: Por lo me-
nos, no me abandonáis vos... No, no... No partáis...
venid.»

Pog (Mr. de Montreull) como lo demostrará lo


que sigue, aunque había descubierto la culpabili-
dad de su esposa, no pudo, ni por entonces, ni en
lo sucesivo, saber quién fité el seductor de la mal-
hadada Emilia. Había asimismo ignorado que Ere-
bo fuese hijo de este trato adúltero.
EL OOMENDADOE DE MALTA. 3:7

llallóse un momento anonadado por las más


.encontradas emociones. Aunque después de tan-
tos aüos parezca pueril semejante resentimiento,
la rabia de Pog llegó ä su colmo al ver que aque-
lla carta había sido leí la y objeto de mofa quiz is
para des Anbiez. Figuróse en su furor el humi-
llante ridículo de que debió aparecer cubierto ti
los ojos de aquel hombre, hablando con tal aban-
dono, tanto amor, tanta idolatría, de un hijo que
no era suyo y de una mujer que lo había tan trai-
doramente engaritado. Las heridas mis profundas,
las más dolorosas 6 incurables, son las que tocan
4 la vez al cariflo y al amor propio.
El mismo exceso de su furor, su sed ardiente de
ven.eanza, trajo, por decirlo así, á Pog ä un pen-
samiento religioso: vió la mann de Dios en la ca-
sualidad extrail que llevó ti Erebo, al fruto de
aquel amor matinal, á la senda que él había to-
mado; agitóse con un g )zo feroz al pensar que aquel
infortunado niùo, cuya alma había pervertido, ä
quien había dado un rumbo tan funesto, iba qui-
zis á llevar la de-Tolac4n y la muerte ä la familia
de los Anbiez; vió en esta coincidencia fatal un
.castigo terrible, providencial.
El primer impulso de Pog fu6 ir ä dar de pu-
fialadas tt Debo; mas, llevado de una curiosidad
devoradora, quiso penetrar en todos los misterios
de aquella tenebrosa aventura. Continuó, pues,
.leyendo las cartas que había encerrado el cofreci-
llo. Esta otra, de Mad. de Montreull, se dirigía
también al Comendador des Anbiez.

31
3,38 EL COMKEDA»011 DI MALTA

c.tRTA TERCERA

14 de diciembre, d la unte
• do la mariano.

«Dios tiene piedad de mi. Este neo infeliz vive;:


Id no sucumbe, vivirä sólo para vos y para mi.
Mis sirvientas son seguras; esta casa está aida--
da, lejos de todo socorro. Ilahana haré llamar al
venerable abad de San Maurioio; ¡una mentira
miel... ;una mentira sacrilega!... Le diré que
este de:graciado neo murió al nacer. Justina ha
buscado ya una nodriza que espera en la casa in-
habitada de :a travesía. Esta tarde se llevará
triste criatura; ä la tarde partirá esta mujer para
el Languedoc como hemos convenido.
¡Separarme de mi hijo, que tantas lágrimas me
ha costado, tanta desesperación! Separarme para
siempre... ¡Ah! no me atrevo; no puedo quejarme.
Esta es la n'As pequAa expiación de mi crimen.
¡Polea nitro! Lo he inundado en mis lágrimas,
lo cubierto do besos; él no tiene parte en este
mal. ¡Ah, esto es espantoso!
tiubreviviié á tan tormentosas emociones:
esta es mi Unica esperanza. Dios me sacará de
este mundo, el, pero condenándome en la atar-
nida
¡Ah!... No quiero morir no, no quiero... ¡Ob,
piedad... piedad... perdón!...
Vuelvo de un espantoso desmayo; Peyrou os lle-
vará esta carta. Volvédmelo ti enviar al instante. '-
Esta otra carta de Emilia de Montreull anun-
ciaba al Comendador la consumación del sacrifieio
EL COMENDADOR DE MALTA 3;i'M

CARTA CUARTA

13 de Diciembre, lte•
diez de la noche.

.Todo ha terminado... Vino el abate de Sap


Mauricio; mis criados le dijeron que el niño habia
muerto, y que yo en mi desesperación había que-
rido cerrarle por mi propia en el stand. Ya sabéis
que este pobre eclesiástico es bastante anciano;
me ha visto además nacer, y tiene en mí tan cie-
ga confianza, que no ha sospechado un instante
este engaño impío.
Hasta ha pronunciado plegarias sobre el vacío
féretro. ¡Sacrilegio!... ¡Sacrilegio!... ¡Oh! Dios no
se apiadará!... Por fin el stand ha sido sepultado
en la capilla de nuestra familia.
Ayer noche por última vez abracé tí mi hijo in-
feliz, abandonado ya, sin nombre, y con la ver-
güenza y el remordimiento de los que le han dado
el ser. No podía separarme de él... no podía. ¡Ay
de mí! ¡Un beso... ;Otro aun!... Cuando Justina le
arrancó de mis brazos, soltó un doloroso quejido.
;Oh! este débil vagido de dolor resoné hasta e)
fondo de mis entrañas como un presagio funesto.
Otra vez. Por Dios, ¿qué va it ser de él? ¿Qué
va 11 suceder? ¿Esa mujer es nodriza? ¿Quién es?
¿Qué interés se tomar á por ese pobre huérfano?
Será indiferente ä sus lágrimas, tt sus dolores la
desdichada. Todos sus llantos no serán capaces
de conmoverla como al mí me conmueve el mi.)
débil de ans gemidos ¿Quién ea esa mujer, quién
es? Justina responde de ella... Mas Justina ¿tie-
ne el corazón de una madre, para abonar por
340 EL. COMENDADOR DE MALTA

ella uf? Yo bien pronto habría conocido ei podía


tener confianza en ella. ¿Cómo no habré pensado
en esto?... ¡Ah! Dios es justo; la esposa culpable
sólo puede ser una mala madre.
¡Pobre criatura!... ¡Va tí sufrir!.: ¿Quién le pro-
t ere ¿Quién le defenderá?... Si esa mujer nu
fiese fiel, pasará, hambre... Le golpeará acaso...
¡Rijo mio.., hijo mío!... ¡Oh! soy una madre des-
naturalizada; soy cobarde, infame, tengo miedo.
Ni aun tengo el valor de mi crimen... No quiero,
eo quiero: lo arrostraré todo; el regreso de mi es-
poso, la vergüenza, la muerte; pero no me sepa-
raré de mi hijo, no me separaré sino con la existen-
cia. Tiempo es aun... Justina va venir, y le voy
á mandar decir ä la nodriza que 80 quede aquí...
¡Nada, nada, Dios mío! ¡Estar á merced de es-
tas gentes!... ;festina acaba de negare decir.
me la ruta que ha tomado esa mujer; e e ha atre-
vido á hablarme de mis obligaciones, de lo que
debo it mi marido... ¡Oh vergüenza! ¡Yo antes tan
altiva, verme reducida ä esto! Sin embargo, ella
lloraba al negaras. ¡Pobre m imjer! Me ha ereido loca.
Lo más horroroso es que no me atrevo á, invo-
car al cielo por ese desgraciado ser, abandonado al
ser la luz. Está consagrado á la desgracia. ¿Qué
será, de él?... ¡Ah! vos al menos no le abandonéis...
Mas en su infancia, en esa edad en que habrá
menester tantos cuidados y ternura, ¿de qué po-
dréis servirle? ¡De nada, Dios mío, de nada! Y
iuego ¿no podréis morir en un combate? ¡Oh! ¡esto
es espantoso!... Por dicha me hallo tan débil,
que no alcanzaré semejante agonía, 6 más bien,
moriré á la primera mirada del que tan terrible-
mente he ofendido... Cada una de sus cartas, tan
.confiadas, tan sentidas, tan nobles, es para un
EL COMENDADOR DE MALTA 341

golpe mortal. Ayer le anuncié la fatal noticia,


¡Aun mis falsedad es!... ¡Cuánto va 4 sufrir!... ¡Le
ama ya tanto!... ¡Ah, que horror!... Pero el tér-
mino de esta lucha está próximo...
Pedro, quisiera verte antes de morir; esto Pti
mis que un presentimiento; es una certeza... Te
digo que no le vuelvo a, ver. Estoy cierta de que
si le veo.., me matará su presencia.
Es preciso que mañana dejes la Francia. Cuan-
do te puedas encargar de ese triste niño, ei lle-
ga á su desdichada juventud, Pedro, ámale, áma-
le; habrá vivido sin madre... Yo quisiera, 9i
era digno de tan santa vocación y si se avenía
su alma y au carácter, que fuese sacerdote. Un
día le declararías el terrible secreto de su naci-
miento.
Oraría por tí, por mí, y quizá el cielo escu-
charía sus ruegos... Me siento débil, muy débil...
Otra vez, Pedro... te veré... ¡Ah! Bien caros pa-
gamos a'gu nos días de loca embriaguez.
Mira... Lo que me hace sufrir mas, es su con-
fianza... ¡Oh! te digo que su vista me quitará
vida; me siento morir."
Veíanse señales de lagrimas que borraban algu-
nas palabras de esta carta trazada con mano de-
bilitada.
Pog, después de leer estas paginas que tan do-
lorosamente pintaban el estado del alma de Emi-
lia, quedó pensativo un momento tn inclinó la ca-
beza sobre el pecho.
Este hombre, tan cruelmente ultrajado; este
hombre, endurecido por el rencor, no pudo negar
un sentimiento de compasión ä aquella mujer in-
fortunada. Una lágrima, una lágrima abrasadora,
341 EL COMENDADOR DE MALTA
-- -
la única que había vertido en mucho tiempo, sur-
có sus mejillas. Luego, sus resentimientos se rehi-
cieron y estallaron más furiosos contra el autor de
todos sus males. Dió gracias al cielo por haberle he-
cho por fin :conocer al seductor de Enuilia, pero
no quiso recargar su pensamiento con la terrible
venganza que meditaba. Continuó leyendo. Esta
carta era aun de mano de Emilia. Noticiaba al
comendador el éxito de la terrible aventura.

CARTA QUINTA

16 de Diciembre ti las
nueve de la mahana.

aMi esposo sabe la supuesta muerte del nao;


su desesperación raya en demencia. Trae su carta
recuerdos tan hostigsntes, que me espanta au leo-
Zura. Dentro de quince días termina la cuarente-
na... No viviré hasta entonces; mi crimen se se-
pultará conmigo... ¡Y él me echará de menos y
/lorará mi memoria.., tal vez!... ¡Oh! ¡siempre,
siempre engañar! Ergaiiar hasta el borde del se-
pulcro... Dios, ame perdonará acaso? Esto es un
abismo de terror á que no me atrevo á volver
la vista.
Esta noche á las once, Justina os abrirá la puer-
tecilla del parque. Pedro, serán adioses solemnes,
i'énebres Itastti marlana, pu 08. fi
IGL COMUNDADOD DE MALTA 343

EL »nene
Un papel medio desgarrado contenía está espe-
cie de confesión, escrita no se sabe en qué punto
ni ti qué persona, por el Comendador sin duda, á.
los pocos días de la sangrienta catástrofe que va-
liere. Algunos trozos, rotos tal vez ti propósito, pa-
recían referirse ä un viaje al Languedoc que por
.aquella época hizo el Comendador, tal vez para
informarse de la suerte de su desdichado hijo.

u Mis manos están teñidas de sangre... Acabo


de cometer un asesinato... Ile matado al hombre
. quien ya había hecho tan atroz ofensa.
Fuí tí las once ti la puertecilla del parque y me
introdujeron cerca de Entina. Estaba postrada,
pálida, casi moribunda. Ela, poco antes tan her-
mosa, parecía en propio espectro. liabfala tocado
,ya la mano de Dios.
Me senté ä su cabecera y ir e tendió su helada y
desfallecida mano; la apreté contra mis labios,
fríos también, y echamos una última y dolorosa
mirada á lo pasado, acusándome de haberla per-
dido.
Hablábamos de nuestro infortunado hijo, y llo-
rábamos, llorábamos con amargura, cuando de
improviso... ¡Ah! Siento aun un sudor frío inun-
•clar mi frente, erfzanse mis cabellos, y una voz
terrible me grita: ¡asesino! ¡asesino!...
jOh! no trataré de acallar mis remordimientos;
1 n11.11.1••nn•

344 EL COMENDADOR DD MALTA

hasta el último día de mi vida conservaré delan-


te do mí la imagen de mi víctima; lo juro por
juicio del Eterno que ya me ha condenado.
Fué un momento horrible.
El aposento de Emilia estaba débilmente alum-
brado por una vela colocada junto ä la puerta.
Yo estaba de espaldas ä uta puerta, sentado jun-
to ásu lecho: ella no podía contener b us sollozos;.
yo apoyaba mi frente sobre su mano, y el más.
profundo silencio nos rodeaba.
Acababa de hablarle de nuestro hijo, de prome-
terle seguir su voluntad respecto ä él; había tra-
tado de consolarla, de hacerle esperar mejores días,.
de reanimar su valor, de darle fuerzas para ne-
garlo todo á su esporo, de probarle que para la
tranquilidad, para !a dicha de él, era más conve-
niente permanecer en 8U confiada ignorancia.
De repente la puerta que había detrás de mí, se
abre con violencia. Emilia exclama con terror:
—¡Mi esposo!... ¡Soy muerta!...
Antes que hubiera podido volverme, un movi-
miento involuntario de su marido había apagado
la luz, quedando los tres en tinieblas.
— No me mates sin haberme perdonado!—ex-
clamó Emilia.
—10h! ¡sí! Tú ahora.., y luego él—dijo mon-
sieur de Montreull con sordo acento.
Este momento fié terrible.
Adelantaba él á tientas.., y adelantaba yo tam-
bién... Yo quería encontrarle y detenerle... No-
decíamos nada... nada. El silencio era profundo..
No se sentía más ruido que el de nuestras respira-
ciones y la voz baja y desmayada de Emilia que
murmuraba :—¡Setior, tened piedad de mi! ISeior,
tened piedad de mil...
Er.. COMENDADOR DE MALTA 345

De improviso siento sobre mi frente una mane


fría como el märmol. Era la de su marido, que
buscando en la oscuridad me había tocado. Con-
tréjose, y dijo sin preocuparse demasiado de mí:
—Su cama debe hallarse aun á la izquierda.
Esta calma me espanté: precipitdme sobre él-
A este tiempo Emilia, d quien sin duda había asi-
do ya, prorrumpi6:—IPerdón!... ¡Perdón!...
Procuré cogerle ä brazo partido, y sentí la pun-
ta de un puñal ardían:p e la mano. Emilia lanzó
un largo suspiro; había sido muerta é herida: su
sangre saltó hasta mi frente.
Entonces mi cabeza se extravié, y sentime dota-
do de una fuerza sobrehumana. Con la mano iz-
quierda afiancé el brazo derecho del matador, y
con la derecha le arranqué el puñal y se lo hundí
Los veces en el pecho. Le oí caer sin dar un ge-
mido...
Desde este momento nada recuerdo...
Al salir el sol nie hallé tendido junto duna cer-
ca cubierto de sangre. Por algunos momentos na-
da recordé; luego, todo volvió á mi memoria, y
entré en mi casa evitando todas las miradas.
Eché de ver al entrar que mi cruz de Malta se
había perdido: tal vez me había sido arrancanda
en la lucha.
Encontré á Peyrou, que me esperaba con mis
caballos, y he llegado aquí

(En este punto faltabt n algunos trozos). . .

y ella no existe ya.

El reposa á su lado en la misma tumba.


346 EL COINIKSDADOILIA MALTA

Esta idea del asesinato me persigue. Soy dos ve-


.ees criminal. Mi vida entera no bastará á expiar
este homicidio, y

(Faltaba el resto de esta hoja.)

La última carta que contenía el cofrecillo es-


talia dirigida tí Peyrou por un patrón de barco de
los alrededores de Aiguemorte, cinco anos después
de los sucesos que se acaban de narrar, y en el
mismo sin duda del robo de Erabo por los piratad
en las costas de Languedoc.
Peyrou, que servía entonces ä bordo de las ga-
leras de la orden con el Comendador, estaba en el
,ecreto de esta misteriosa y sangrienta tragedia.
La siguiente carta se la dirigían 4, Malta, donde
continuaba al lado del Comendador, que cinco
años después de la aventura no había querido aun
volverá pisar la Francia.

Mr. Bernardo Peyrou, cabo contramaestre


de la Nuestra Sehora de los Dolores.

“Acaba de sobrevenir una desgracia terrible,


-mi querido Peyrou: hace tres días una galera ber-
berisca hizo un desembarco sobre la costa des-
apercibida.
Los piratas lo han llevado todo e sangre y fue-
go, arrebatando como eclavos 4 cuantos habitan-
tes han podido echar la cadena. No sé cómo daros
la noticia. La mujer Agniel y el niño que la ha-
bíais confiado han desaparecido, y son, 4 no du-
-darlo, muertos 6 cautivos de los piratas. Fui 4 su
easa todo anunciaba las huellas de la violencia.
EL COMEDDADOR D MALTA 34T

Ay de mí! os lo repito; no cabe duda de que la


mujer y el nao hayan corrido la suerte de los de-
-más habitantes de esta población desdichada. Y el
'nao ¿habrá resistido las fatigas de la navegación?
Por desgracia, no es de esperar. Os envio los útil-
coa efectos que se han podido hallar en la casa;
el retrato del niiio, que hicieron de orden vuestra
un mes hace, cuando /a Agniel lo llevó 4 Morn-
peller. Vi últimamente á esa pobre criatura y
puedo deciros que se le parece en extremo. ¡Ay
de mí! ¡quizá es lo único que queda de él estas
.horas!
Dirijo esta carta ä Malta por la tartana Santa
Cecilia, para que os llegue todo con más seguridad.
P. D. En el caso inesperado de hallarse otra
vez al nao, tiene una cruz de Malta marcada en
el brazo izquierdo.,,

Para completar estas explicaciones, falta decir


que, aun cuando peligrosamente herido, Pog (mon-
sieur de Montreull), tuvo suficiente fuerza y áni-
mo para envolver en profundo misterio aquella
noche fatal.
Después d e. la muerte de Emilia previno 4.Tus-
tina, entre las más imponentes amenazas, que di-
jese que su ama, enferma ya de tristeza por haber
perdido 4. su hijo, había sucumbido á conse-
cuencia del parto. No había artificio con apa-
riencias mis verdaderas; así que fué creído.
Pog quedó oculto en su casa hasta tanto que su
herida curase enteramente. A fuerza de promesas,
de terror, quiso saber de ;bastilla dónde se hallaba
el nao; no le fu4 posible saberlo. Resta explicar
e6mo Pog llegó tí sorprender en su cita Emilia
y al Comendador.
348 EL COMENDADOR DE MALTA

Sabida en el lazareto de Marsella la muerte de?


niüo, experimentó Pog un sentimiento vivísima,
y consideró 4, su esposa tan desesperada con la
terrible desgracia, que, it pesar de la pena de
muerte en que incurrían los que desertaban de
los lazaretos antes del término de la cuarentena,.
salió aquella misma noche it nado de la isla Ra-
tonneau, en que entonces se hallaban situadas las
casas de sanidad. Llegado 4, la costa, en que le
esperaba un criado fiel con vestidos, tomó it toda
prisa el camino de Lyón, corriendo la posta, ga-
nando horas bajo un nombre supuesto, y dejando
los caballos 4 dos leguas de su casa, llegó ä pie
campo traviesa; y como al pasar viese abierta,.
según la dejó el Comendador, la puertecilla del
parque, entró por ella.
Algunos días antes, por más prudencia y pre-
caución, había alejado Emilia sus domésticos baje
distintos pretextos, sin conservar it su lado más
que dos mujeres en quienes tenía seguridad. Ha-
llando, pues, su marido la casa medio desierta, lle-
gó sin ser notado hasta la puerta del aposento de
Emilia. Creíale ésta detenido aun por diez días en
el lazareto, y no concebía la menor sospecha de
su llegada. Oyendo entonces Pog la conversación
de su mujer con Pedro des Anbiez, no dudó de su
deshonor.
Luego que se vió completamente curado, aban-
donó para siempre su casa del Leonesado.
Seguro del silencio de Justina, que no tenia in-
terés en descubrir au llegada d la casa, dejó por
siempre la Francia, llevándome una suma consi-
derable en oro.
Cuando en el lazareto notaron su desaparición,
EL COMENDADOR DI MALTA 349

se generalizó la idea de que en medio del dolor
que había sentido ä la noticia de la muerte de su
hijo, se había arrojado al mar desesperado. Esta
anécdota se esparció por toda la Francia, si bien
el Comendador creía la muerte de su víctima re-
sultado de las heridas.
Pog ignoró siempre el nombre del seductor de
Emilia. El único indicio que de él tenía era la
cruz de Malta, que en medio de su lucha se habla
desprendido del hábito del Comendador. L'evaba
esta cruz las iniciales L. P. sobre su abrazadera,
marea que probaba que su duerio pertenecía ä la
lengua provenzal. Ahora de comprenderá el moti-
vo del odio que con tanta ferocidad alimentaba
Pog contra los caballeros franceses de Malta. Su
sed de venganza era tan ciega que dirigía con
preferencia aus ataques sobre el Languedoc y la
Provenza, porque el seductor de Emilia debía ser
un caballero de Malta, nacido en aquella pro-
vincia.
Inútil será decir si sería vehemente el amor de
Po°. á Emilia, antes de su traición. La rabia, ó
más bien la monomanía que so apoderó de su co-
razón desde que se vió tan cruelmente engariado,
eran también una abominable prueba do aquel
amor desesperado.
El retrato que el Comendador Pedro des An-
biez hizo colocar sobre el féretro que le servía de
lecho espiatorio de la muerte que había cometido,
era el de Pog, retrato que se había procurado por
medio de Peyrou, al venderse la casa del Leone-
sedo.
Después de leídas estas cartas que aclaraban
tantos misterios, quedó Pog por algun tiempo atur-
dido. Mil peneamientoe, mil ideas confusas cho-
3b0 EL CODLNDADOR DE ¡M'ir*.
••nn••n

caben en su cerebro. Temió un momento volveree


loco.
Este vértigo se apaciguó poco ä poco, y cons-
doré con una calma más espontasa que la cólera la s.
nuevas fases que este descubrimiento ofrecía á su
rencor.

PROYE( TOS

habiendo adquirido todas las noticias que podía


desear acerca del nacimiento de Erebo, Pog, en su
horrible complacencia, dió gracias al infierno que
había puesto en sus manos aquella infeliz criatura,
y entonces comprendió por qué había sentido aque-
l/as impresiones de aversión que casi de continuo
le había causado aquel nirio, y las vagas emocio-
ciones de ternura que alternativatnen te experimen-
tó hacia él. Erebo era el hijo d 0 su más mortal
enemigo, mas era también el hijo de la mujer que
había adorado. Quería sin embargo justificarse, y
se decía, que ä no ser por el secreto impulso de
resentimiento y vengsteza que le arrastraba sin
conocerlo, quizá no habría tomado el bárbaro pla-
cer de desnaturalizar y corromper la índole de
aquel infeliz. Los corazones más empedernidos
experimentan siempre una especie de consuelo
cuando creen que han encontrado medio de dis-
culpar sus crímenes.
Desde este momento vi6 claro, si así pnede de-
cirse, en su rencor; no se hallé indeciso sino en
la manera de vengarse. Un hombre del carácter
de Pog debía proceder con una premeditación te-

10L COMENDADOR DE MALTA 361

rrible, para no comprometer la ocasión de saciar


an rabia. La muerte de Erebo no podía satisfacer-
le: esta muerte, por lenta, por cruel que fuese,
no valdría sino el espectáculo de un día de supli-
cio, y esto no le bastaba ya. Era su furor insensa-
to: ei Erebo era la personificación del crimen
del Comendador, era también inocente de este
ultraje; pero hacia ya mucho tiempo que Pog
había perdido toda idea de lo justo y de lo injus-
to. No dudó, pues, en considerar á Erebo como .
una víctima entregada ä su resentimiento: había-
se también estremecido de siniestro júbilo al sa-
ber que Pedro des Anbi:z había sido el seductor
de au esposa; ahora ya conocía á dónde debían di-
rigirse sus tiros. Todo parecía favorecer sus planes:
creía haber muerto á Raimundo Y, barón des An--
biez, en el ataque de la Ciotat; Reina, arrebatada
por Erebo, era sobrina del Comendador; el infierno
parecía haberse puesto de acuerdo con él para hun-
dir d esta familia.
Pensaba en esto, cuando las dos galeras y el
jabeque llegaron al fondeadero de las islas de San-
ta Margarita. Apenas echaron e/ anda, cuando
Hadji fué 4 bordo de la Galeona Roja y le halló
sumamente pensativo. Instruyóle en pocs pala-
bras de los designios de Erebo y de sus vanas ten-
tativas qara seducir 4, la gente del jabeque y huir
al Oriente.
Pog palideció de espanto; Erebo podía haberse
escapado, d no ser por la fidelidad de Hadji y sus
marineros, y habría fracasado 8U venganza. Ma-
nifestó al gitano tal agradecimiento por su con-
ducta, que éste no pudo menos de admirarse,
porque eran extraños tales sentimientos en el ca-
rärter de Pog.
352 EL COMENDADOR DE MALTA

—Tranquilizäos; no debéis echar sobre vusetra


conciencia el peso de una bochornosa gratitud; yo
y los marineros hemos permanecido fieles, porque
nuestro interés nos lo prescribe. Este lazo tiene
tinto poder como otros muchos; pero si me creéis,
Pog-reis, aprovechad la primera ocasión para po-
ner en tierra al mancebo: está desesperado, se
abate, y poco hace ha llegado á llorar ä los pies
de esas dos mujeres: os aconsejo, pues, que le
abandonéis en la primer coyuntura; sólo puede
servirnos ya de estorbo.
--¡Abandonar ä Erebol—exclamó Pog con tal
expresión, que Hadji le miró con asombro: —laban-
donar ä Erebo!... ¿conque tú no sabeb?... Mas,
¿qué digo?... Tä debes ignorar... Al instante, al
instante, tráeme ä ese muchacho... Me respondes
de él con tu vida; ¿lo oyes? O mis bien, no...
Voy fi buscarle ä bordo de su jabeque; será lo más
seguro.
Al mismo tiempo entró el piloto de la Galeona
1?,,ja sumamente asustado.
—Seiior —dijo ä Pog —examinando el horizonte
con mi anteojo—acabo de descubrir al fondo una
galera y una polacra; estos dos buques pueden
pasar 6 barlovento sin vernos. ¡Eblis lo quiera!
Porque la Galera Negra es fatal ä cuantos aco-
mete.
—¡La Galera Negra!—preguntó Pog.
—¿Quién no conoce la Galera Negra del Co-
mendador Pedro des Anbiez?—dijo el piloto.
—;Ah! ciertamente—dijo el gitano,—ee espe-
raba al Comendador de un día it otro en el casti-
llo de Raimundo Y. Pedro des Anbiez habrá lle-
gado después de nuestra salida, habrá encontrado
la mansión de esos ciudadanos ardiendo, arrebata-
EL COMENDADOR DB MALTA 353

.cla su sobrina, muerto su hermano, y nos buscará


sin duda para vengarse.
—¡Eett galera es la del Comendador Pedro de»
A nbiezl—dijo Pog todo trémulo, tan profundo era
su pasmo:—¡Pedro des Anbiez... el Comendador!
¡Aquí... él!...
Imposible pintar la expresión de selváltico re-
gocijo con que Pog pronunció estas palabras. Des-
pués de un momento de silencio, en que se pasó
las manos por la frente como para asegurarse
bien de que era enteramente real cuanto sucedía,
-cayó repentinamente de rodillas, junté las manos,
y dijo con expresión de la más penetrada piedad:
—Dios mío! ¡Dios mío! Perdonadme. Largo
tiempo he dudado de vuestra justicia; hoy se des-
plega á mi vista en toda su esplendente majestad.
Senor!... ¡Perdonadme!... El dolor me
ha extraviado: vuestra omnipotencia es patente.
En el mismo día ponéis 4 merced de mi venganza
al padre y al hijo, después de veinte anos, ¡Dios
mío, después de veinte anos!... ¡Senor... Senor...
de rodillas os doy gracias; mi vida entera no bas-
tará para admiraros y bendeciros! ¡El padre y el
hijo en mi poder! ¡Dios mío! ¡Sois grande sobre
todo lo grande, justo sobre todo lo justo!
Un violento acceso de furor en Pog no hlbrfa
.aterrado á Hadji; esta oración en voz baja, tré-
mula, le llenó de terrible sobresalto. Este mise-
rable, que ä todo desafiaba, tuvo miedo. Era pre-
ciso, en efecto, una causa muy formidable para
inclinar al polvo la frente de Pog, para arrancarle
aquel grito de reconocimiento, de sumisión. Des-
pués de orar se levantó y paseó largo tiempo con
agitación sin decir una sola palabra; no veía
ä Hadji ni al piloto. Transcurrió aef como una
32
354 Ei. comasnanos DE YALTA
-
media hora, durante la que el gitano le examina-
ba con ávida y silenciosa curiosidad: esperaba ver
salir del caos en que sus ideas parecían sumidas
alguna resolución extraña y fatal.
Pog, como si sucumbiera tí tantas y tan violen-
tas emociones, se sintió desfallecido; púsose pálido
como un. espectro; doblegóse, y si no le hubieran
socorrido Hadji y el piloto, hubiera venido al sue-
lo. Llevóle el gitano á su cama, sacó de su faja un
pomo, y se lo di6 ä respirar, con lo que no tardó.
Pog-reis en volver de su pasajero desmayo.
—Ahora lo recuerdo todo—dijo mirando en su
derredor con ansiedad;—ahora lo recuerdo todo.
T6 me ves débil, Iladji; ¿qué quieres? El tiempo de
los milagros es llegado para mí. ¡Oh! Esta mues-
tra de la omnipotencia del Altísimo me impone
deberes; ya soy fuerte, ya no comprometeré las
miras de la justicia del cielo, adelantándome
ella... No... no; percibo su voz; será escuchada;
será dado al mundo un ejemplo terrible... Vas 4
enviarme ä Erebo, Hadji.
Estas expresiones, el frío acento y el semblan-
te casi tranquilo de Pog, fueron motivo de asom-
bro para Hadji.
—Seo como queréis, señor: voy á enviares al
joven, 6 traérosle yo mismo para más seguridad.
—No es eso todo, Hadji; tú buscas el pillaje co-
mo Trimalcyon-reis: pero quieres también el com-
bate por el riesgo, por el riesgo.
—IY no he tenido parte ni en el botín ni en el
riesgo, señor, en esta noche pasada! Yo teoclf la
jábega, pero el pescado no ha sido para mí.
—Atiende, Hadji; en este momento puedes to-
mar parte en un brillante combate, 6 ser especta-
dor. Se trata de salir con el jabeque, llegarse

rL COVENDADOR DE 3PALTA 355
Galera Negra del Comendador Pedro des An-
biez... La ligereza do tu bajel es superior la de to-
das las galeras; izarás una bandera negra y atrae-
rás al Comendador tí esta rada...
—Comprendo, seilor.
—Ole comprendes, Hadji? La culebrina del cas-
tillo nos causé tales averías en los costados, que
serán necesarios muchos días antes que logremos
earenarlos en términos de podernos dar al mar:
pero en pocas horas podemos hallarnos en estade
de sostener un combate al anda, y pocos comba-
tes semejantes se habrán visto, Ha.dji, ei me
traes á esta bahía la Galera Negra. Si quieres que-
darte con el ¡anegue que me pertenece, no entres
en la rada., Hadji: una vez que la Galera Negro
vea á la Galeona Roja, no pensará de modo aigu-
no en perseguirte. Entonces haces vales hacia el
Sud; te doy el jabeque y los esclavos.
—No será por poseer el jabeque por lo que obra-
r i careo queréis que lo haga — reapondieS Hadji
ce» selvático orgiillo;—;qtrién podía impedirme
aceptar las ofertay de Ereho? ¡quién me impediría.
ahora mismo decir que consiento en lo que dese4i.
y volver mi rumbo hacia el Sud en vez de ir de
frente á buscar á esa Galera Nj a? Os traeré la na-
ve del Comendador y tomaré parte en e! combate
porque esto em lo que más ric, agrada.; porque no
obstante vuestra calma. aparente, se prepara er
vuestra alma tremenda tempestad que deseo ves
estallar... Soy curioso, capith.
—Oh! ¡por le edlera del cielo de que soy ire..-
trumento! verás reventar una soberbia borrasca
si vuelves.
___ «3( tanto como volveré, Pog-reis.
—Tráeme, ver, á Erebo al instante.
36 Si. COMENDADOR DE AIALTA

—Al instante, 803a0r.


—Sobre todo, no hables una palabra d Tri-
nialcjon de mi proyecto: ese bruto una vea me-
tió en fuego, cumplirá con au deber.
—Descuidad: antes de una hora doblará esa
punta la Galera Negra persiguiéndome.
—Y entonces... entonces—se dijo Pog hablan-
do consigo mismo en tono inspirado y solemne—
entonces esa playa, ahora tan tran9uila, será tes-
tigo de una de esas grandes tragedias, cuya me-
moria aterra á la humanidad por muchas genera-
°iones.
—Marcho y vuelvo con Erebo, - capitán—dije
Hadji, y desapareció.
Pog Be arrodilló, y oró.

XXXIV
LA ENTREVISTA

En tanto que esto ocurría 4 bordo de la Galeones


Roja, Erebo, considerado como prisionero, ocupa-
ba con Reina y Eatefaneta el camarote del jabe-
que.
No obstante su enojo, sus temores y sus vivas
inquietudes acerca de la suerte de su padre, Mil°.
des Anbiez no había podido permanecer insensi-
ble 4 la desesperación de Erebo. Se arrepentía del
robo de Reina con tanta amargura, había hecho
tanto por obtener del gitano la libertad de las jó-
veneadque Reina no pudo menos de compadecerse;
podía, al menos, contar con un defensor en la ho-
rri ble posición en que se encontraba.
Una débil claridad alumbró el pequedo apenen-
EL COMENDADOR DE MALTA

to en que se hallaban reunid« estos tres persona-


jes. Estefaneta, rendida de fatiga, dormía hiedib
tendida sobre una estera de junco. Reina, sentada,
ocultaba el rostro entre sus manos. Erebo en pie,
con los brazos cruzados fi inclinada la cabeza
, de-
jaba correr gruesas lágrimas por ene mejillas.
Nada, nada, ningún medio encuentro—dijo
en voz baja; y alzando luego su mirada suplicante
si Reina, afiadió:— Qué hacer, Dios mío? olé
hacer para sacaros del poder de ese miserable?
—IMi padre, mi padre!—dijo sordamente Ma-
demoiselle des Anbiez.—Luego, volviéndose 4
Erebo:— ¡Ah! Maleaos el cielo, pues «unisteis
todos mis males: tí no ser por vos, me hallaría ter-
ca de mi padre. Tal vcz estará herido.., y ti lo
menos le asistiría. ¡Ah! ¡El cielo Os maldiga!
- siempre maldecido!--repitió Erebo con
amargura;—maldecido sin duda por mi madre al
ver la luz; maldecido por el hombre que me re-
cogió; maldecido por vos1-4adi6 con acento
despedazador.
- habéis arrebatado una hija 4 su padre?
¡No habéis sido á menudo cómplice de los bandi-
dos que han saqueado esa malhadada villa? —ei
-clamóReinodg.
— ¡Oh! por piedad, no me abruméis! Sí, he sido
su cómplice; pero, Dios mío, compadecedme...
ile sido conducido al mal, ¡como vos lo habéis sido
al bien. Tos habéis tenido una madre, tenéis un
padre; siempre habéis tenido tí la vista nobles
ejemplos que imitar... Yo, lanzado por mi este-
Ha en medio de estos miserables 4 la edad de cua-
tro 6 cinco anos, ein parientes, según creo, thit
protector; víctima de Peg-reis, que por diveralie
me ha dicho ayer que me ha preparado pira el
3511 El. (10AlF:XDADQX DE 11.11

mal como se prepara un lobezno á la matanza; be-


bituado ä no oir otro lenguaje que el de las pasio-
nes más fatales, no conocer freno alguno, me
arrepiento, al menos, de los males que he causa-
do; lloro, lloro de desesperación porque no uie
os posible salvaroe... Los dolores más atroces no
5-.ne hubieran arrancado estas lágrimas; el remordi-
miento de baberos ofendido las hace correr... 113
tratado de reparar esta ofensa, devolviéndooki
'vuestra casa. Por desgracia, no lo he podido lo-
grar... ¡Ah!... ¡Si no os hubiera visto tan encanta-
dora aquel día en laß quebradas de la Provenza!...
—INi una palabra más!—dijo Reina con digni-
dad.—En aquel día tuvieron principio todos mis
males. ¡Oh!... ¡fué bien fatal ese día!
—¡Bien fatal! sí, ¡bien fatal!, porque si yo no
os hubiera visto, no habría sentido aspiración al-
guna hacia el bien, mi vida sería absolutamente
criminal y no sentiría ahora estos atroces remor-
dimientos—dijo Erebo con aire sombrío.
— Desgraciado!- .-dijo Reina, llevada á pesar
suyo de su secreta inclinación;—no habléis así—
A pesar del mal que me habéis hecho á mí y
los míos, abominaré menos de nuestro funesto en-
cuentro, si él debéis los únicos buenos senti-
mientos que acaso un día puedan salvar nuestra
alma.
Pronunció Boina des Anbiez estas palabras con
tan viva emocidn, con acento tan interesante, qua
Erebo juntó las manos mirándola con tanto asom-
bro como gratitud.
—¿Salvar mi alma! No comprendo el sentido
de vuestras palabras, Pog-reis me ha dicho que no
hay alma; pero en fin, veo que os compadecéis de
mí. Estas son las primeras palabras de bondad que
EL COMENDADOR DIE MALTA 35,

die escuchado en mi vida. La dureza, la violencia,


me exasperan; la bondad me dominaría segura-
mente, me harta mejor, mas, ¡ay!, dd quién impor-
ta que sea yo bueno? A nadie. No veo en mi rede-
dor sino odio, menosprecio 6 indiferencia.
Cubrió aus ojos con la mano, y guardó silencio.
Reina lloró por este infortunado; horrorizóse de
los detestables principios que había recibido. Sin-
ti6se un momento dominada por una compasión
dolorosa; pensaba que el vigor de las buenas pro-
pensiones de Erebo se esforzaba tal vez en tornarle
al bien; que acaso n o estu viese enteramente corrom-
pido su joven corazón. Desde que se hallaba en
poder de los piratas, Erebo le había manifestado
el más profundo respeto. Si la robó con la auda-
cia más culpable, presentábasele también con la
mis sostenida y tímida sumisión. Afectada por
este nuevo contraste, que patentizaba la lucha de
su natural contra una educación perversa, refle-
xionaba sin notarlo cuánto habría podido aspirar
Erebo, si una suerte cruel no le hubiera arrojado"
en vida tan desastrosa. No tardó, sin embargo, en
sonrojarse de estos impulsos de conmiseración,
al pensar que se olvidaba de la stierte de Raimun-
de Y, y exclamó:
---IPero mi padre mi padre! ¿qué ha sido de él?
¿cuándo le volveré d ver? ¡Ah, esto es horrible!
Erebo, creyendo que Reina se dirigía ti él, res-
pondió tristemente:
—dCreéis que no lo intentaría todo en el mundo
por sacaros de aquí? Mas, ¿cómo hacerlo? A no ser
por vos, por la vaga esperanza de eeros útil...
Erebo no acabó, pero era au aspecto tan abati-
do, que Reina amedrentada, le dijo:
—Qué queréis significar?...
360 EL COMILNDADOR DB MALTA

—Quiero significar que, cuando ya no se puede


soportar la existencia, se desembaraza uno de ella::
luego que os halléia libre y ti salvo, Erebo os
consagrará au ultimo pensamiento, y perderá la
suya.
—11.1n crimen más! ¡terminar su vida, tan cul-
pable ya, con un nuevo asesinato!—exclamó Rei-
na.—¿Luego ignoráis que vuestra vida pertenece-
d Dios?
Erebo sonrió con amargura.
—Mi vida me pertenece, puesto que está en mi
mano el librarme de ella cuando me sea pesada.
Cuando me aparte de vos me será imposible vivir.
Si ahora no me suicido ä vuestros pies, es porque
espero poder serviros. Después, ¿de que me servirá
la vida? Vos me habéis hecho comprender cuán
criminal es el uso que de ella hago. ¿Y el porve-
venir? El porvenir 6rais vos y soy indigno de vos.
No me amáis, ni me amaréis jamás. ¡Ah! ¡maldito
sea el gitano que así me engañó; que me hizo
creer que no habíais olvidado al que salvó la vida
ti vuestro padre!...
—Anuda he olvidado que sois el libertador de
mi padre!—dijo Reina;—tampoco debo olvidar
vuestra violencia respecto á mi; mas debo atender
lo que habéis hecho para reparar este ultraje. El
arrepentimiento, el pesar, alcanzan siempre per-
dón ante el Señor. Si él permite que vuelva ä ver
á mi padre y mi casa, es perdonaré y os diré an-
tes de dejares: ¡no desconfiéis de la infinita bon-
dad de Dios! En vez de entregares á una desespe-
ración insensata, apartios para siempre de los que
os han hecho su cómpliee; aprended los preceptos
de nuestra santa religión, tt conocer, á amar, al
bendecir al Señor; probad con una vida ejemplar
EL COMENDADOR DE MALTA 361
n•n•n•

que habéis abandonado la funesta senda en que se


os habla puesto, y entonces podrán ser compade-
cidos vuestros infortunios pasados, entonces podrán
olvidarse vuestras ofensas, entonces podrá creerse
que habéis querido expiar acciones bien repren-
sibles.
—Y si yo siguiera vuestros consejos—prorrum-
pió Erebo exaltado por el noble y piadoso lengua-
je de Reina-8i yo fuera honrado, ¿podría un dia
presentarme en el castillo de Raimundo V?
Reina bajó los ojos.
Abrióse repentinamente la puerta del camarote;:
entró el gitano y evitó á la doncella una respues-
ta embarazosa. Despertó Estefaneta sobresaltada,
y dijo con sencillez:
— Ah! ¡Dios mío! Mlle.; soñaba que me despo-
saba con el pobre Luquin que nos había libertada
y hacia ahorcar ä ese pícaro vagabundo.
—Deseo, vida mía—dijo el gitano sonriendo
con descaro—que suceda todo lo contrario, como
acontece á menudo. Puedes estar segura que esos
son los votos que hago por el capitán Luquin.
— Qué quieres?—preguntó Erebo interrum-
piendo á Hadji con impaciencia.
—Vengo 4 buscaros; Pog-reis os llama, y os
aguarda 4 bordo de la Galeona Roja.
—Di 4 Pog-reis que no dejaré el jabeque sino
para llevar 4 tierra 4 Mlle. des Anbiez; no tiene
aquí mis protector que yo, y no la abandonaré.
Conociendo el gitano la resolución de Erebo,
prefirió recurrir á un engaño, más bien que em-
plear la fuerza para separarle de Reina, y le dijo:
—Pog-reis os llama, porque quiere deshacerse
de vos; sabe que habéis tratado de obligar 4 su
tripulación 4 obrar contra sus órdenes. En cuanto
361 I. vOMENDADOkt DE MALTA

4 estas dos mujeres quiere mis bien el precio de
.su rescate, y os encarga de indo á pedir á Rai-
mundo V: una vez aquí la moneda, podréis de-
volver d la Casa-fuerte sus dos palomas.
—Este es un lazo para sacarme de aquí—dijo
Erebo;—tú mientes.
—Pues si únicamente quisiera flaneros de aquí,
mi joven amo, ¿quién me impediría llamar á
nuestra gente y cogeros por la fuerza?
—Tengo un kangiar á la cintura!—dijo Erebo.
—Y aun cuando atravesiseis uno, dos, tres, de
estos honrados piratas, ¿no sucumbirías pronto
tarde habiendo tantos? Creedme, venid á la Ga-
leona Roja. Pog-reis os dará sus instrucciones y su
bote; iréis ä veros con Raimundo V, y mañana
podréis estar de vuelta con una buena suma de
ero, que Os entregará de buena gana el anciano
baron por volver á ver ti, su hija; mañana, os
vuelvo ä decir podréis llevaros estas dos niñas.
—fflios mío! — exclamó Reina—Ami hacer?
-quizás no mienta este hombre; mi padre no vaci-
laría en dar una suma por considerable que fuese.
Aunque, si nos engaña, perdemos nuestro único
protector—añadió volviéndose haoia Erebo.
liallábase él en la misma perplegidad; conocía
lo inevitable de sucumbir al número, y que, des-
.obedeciendo 6 Pog. reis, podía agravar la situación
•de Mlle. des Aubiez. Después de algunos instan-
tes de eilencio, Reina le dijo con un acento lleno
de resolución:
—Id á avistaros con mi padre, dejándome esa
-arma y señaló al puñal que Erebo llevaba al coa-
tado:—quedaré ein defensor, pero la muerte me
garantizará de la deshonra.
Sorprendido Erebo de estas expresiones tan fran-
XL CoMMNDADuR DE MALTA 363
..3as é imponentes, se arrodilló delante de Reina y
la entregó su kangiar sin pronunciar palabra, cual
si temiera profanar la solemnidad de estos propó-
mitos.
Salió de la cámara seguido del gitano, saltó
una laucha, y pasó á ver Pog en la Goleo=
.Roja.
Dejóle Hadji en este barco y se volvió tí su ja-
beque; obedeciendo las órdenes de Pog-reis, des-
plegó las velas y salió de la bah (a. Reina y Estefa-
neta no lo advirtieron. Después de varias borda-
das, divisó claramente á barlovento la Galera
Negra del Comendador con la polacra del capitán
Trinquetaille: venían de la Ciotat. Pocas palabras
serán suficientes ä explicar suaparición á vista de
la bahía, y la causa de haber seguido la derrota
..los piratas.

LOS TRES HERMANOS

A.l amanecer llegó Pedro des A nbiez la altura


-.tal cabo del Aguila, y apenas surta la Galera Ne-
gra en el puerto de la Ciotat, saltó en tierra con
su hermano.
Por todas partes encontraban sefiales de la bar-
barie de los piratas. En aquel momento recono-
-elan los habitantes entre lágrimas toda la exten-
sión de sus pérdidas: cada familia sabía quiénes
,de loe suyo. eran muertos ó prisioneros. Durante
'la pelea no se había pensado mis que en la defin-
es, y la noche había encubierto los estragos que
384 EL COMENDADOR DE MALTA

presentaba el día en todo su horror. Allá parada&


ennegrecidas por el incendio, sostenían algún 68-
caso resto del maderamen. Mis lejos, la casa de
Villa, reducida ä sus paredes, rotas las ventanas,
demolido su balcón, hecha cenizas su puerta; y
en sus calcinados poyos el rastro multiplicado de
una lluvia de balas, atestiguaban el valor conque
se defendieron los habitantes. La plaza mayor de
la Ciotat, teatro de lo más encarnizado de aquella
refriega fatal, se hallaba cubierta de cadáveres..
Espectáculo desgarrador era ver ä los desdichados
habitantes buscando ä un padre, á un hermano, á
un hijo, ti, un amigo; y cuando los encontraban,
unos petrificados de dolor, contemplaban con an-
gustiados ojos aquellos restos inanimados; otros,
prorrumpiendo en gritos de impotente venganza,
daban al viento inútiles amenazas; otros, por fin,
en su insensata rabia corrían al puerto como si
pudieran hallar aun en él las galeras piratas.
Recorrieron rápidamente el Comendador y el
padre Elzear esta escena de desolación, repartie-
ron ti los desgraciados piadosos consuelos, y toma-
ron noticias acerca de Raimundo V. Supieron su
útil y valeroso ataque al frente de la mesnada de
la Casa-fuerte, mas nadie pudo enterarlcs de si el
barón se hallaba 6 no herido. Se dirigieron con
inquietud al castillo, seguidos de algunos oficiales,
subalternos de la galera y de Luquín Trinquitai-
lle, cuya polacra había anclado también en el
puerto.
Llegaron ti la fortaleza de los Anbiez: su puen-
te estaba tendido; la plaza desierta ti pesar de ser
la hora del trabajo. Subieron apresuradamente la
escalera, y llegaron ti la dilatada galería en que la
víspera se había celebrado la piadosa ceremonia

ML COMENDADOR DE MALTA 345

de Navidad. Todos los habitantes de la Casa-fuer-


te, hombres, mujeres, niiios y ancianos, estaban
arrodillados en aquella gran sala, en que reinaba
el silencio más profundo. Se hallaban tan recogi-
dos, y miraban con tal ansiedad á la jentreabierta
puerta del aposento del barón, que nadie echó de
ver la llegada del Comendador y del padre Elzear.
En el fondo de la galería, bajo el dosel, veíame el
nacimiento, obra de Dulcelina y del buen cape-
llán, y tal cual bujía se quemaba aun en loe ova-
delabros de metal. La colosal hoguera de Navidad
humeaba en el centro de la extensa chimenea, cer-
-cada aun de ramas orladas de frutas, flores y
cintas.
El Comendador, después de contemplar un mo-
mento aquella escena imponente, apartó dulce-
mente con la mano á algunos vasallos del barón
para abrirse camino hasta la puerta de su apo-
sento.
—Olonsenor el Comendador! ¡El buen padre
Elzearl—Tales fueron las palabras que se oyeron
en aquel concurso que esperaba con inquietud no-
ticias de Raimundo V. No se sabía aun si sus he-
ridas darían algunas esperanzas. Pedro des An-
biez y su hermano, caminando con precaución,
entraron en su alcoba.
El anciano caballero, aun en traje de gala, es-
taba echado en su lecho; una lívida palidez cubría
:m venerable rostro, y sus largos cabellos blancos
estaban tenidos en sangre. El cura Mascaroluscn-
taba sus profundas heridas de la cabeza, asistido
por Honorato de Berro!. La señora Dulcelina, cu-
yas lágrimas no tenían término, cortaba vendas
•de lienzo, mientras el mayordomo Laramde re-
primía trabajosamente sus sollozos, pareciendo
356 EL. COMENDADOR. DE MALTA

que ni veía ni oía cuanto pasaba en su rededor.-


11411413a~ tan absortos los actores de esta triste
eseena, que el padre Elzear y Pedro des Anbiez-
en traron sin ser notados.
--¡Hermano mío!—exclamaron ti la vez el Co-
mendador y el religioso, cayendo de rodillas; jun-
te al barón, cuyas manos heladas besaron con
fervor.
—Cura, ¿son de gravedad las heridae—dijo el
Cownendador, en tanto que Elzear permanecía
arrodillado.
--¡Ah! ¿Sois ves, sefior Comendador?—dijo.
el capellán juntando las manos.—¡Que no bu-
biérais llegado ayer! ¡No nos hubieran sobreve-
nido estas desgracias! ¡No estaría Monsefior en pe-
ligro de muerte!
—¡aran Dios!—exclamó Pedro des Anbiez.—
Es preciso ir 4 buscar al hermano Anselmo, el ci-
rujano 3e mi galera; cura las heridas hechas por.
armas de guerra, y os ayudará. —Y viendo á
quin Trinquetaille 4 la puerta, le dijo:—Al ins-
tante, ve á buscar al hermano Anselmo, y tráele.
Luquín desapareció para ejecutar las tirden..s
del Comendador.
Escuchaba el cura con k.nrciedad la respiraciée
penosa de Raimundo V. Rizo por fin éste un leve
movimiento, volviendo la cabeza al lado del cape-
llán sin abrir los ojos, y solté un prolongado sus-
piro. El Comendador y el religioso dirigieron al
cura una mirada inquieta; este hizo un gesto sa-
tisfactorio, y aprovechándose de la postura del ba-
rón, acabó de poner el aparato 4 sus heridas.
El padre Elzear, inquieto de no ver á Reina. 4,
la cabecera de/ lecho de su padre en semejante
ocasión, preguntó ä Honorato por lo bajo:
EL COYENDADOR DE MALTA 367
—AY Reina? La desgraciada nia no haini po-
d i do soportar tan cruel espectáculo.
— IGran Dios!—prorrumpió este con dolorosa
extrafieza,—gluego no sabéis, padre mío, todas las
desgracias que han caído sobr e esta casa? Reina
ha sido robada por los piratas.
El padre Elzear y el Comendador se miraron
atónitos.
— Dios mío! ;Dios mío! evitad este último gol-
pe á ese anciano—dijo el religioso uniendo sus
manos con fervor, y alzando al cielo una mirada
auplicante,—haced que se pueda rescatar esta in-
feliz criatura.
—Y esos piratas, esos piratas... ;no se sabe ha-
cia qué parte han huído?—dijo el Comendador
con una rabia concentrada.—Es indispensable
preguntar á cuantos patrones de barcos lleguen;
la noche ha sido clara, y podrán tener algunas
noticias.
—IAy de mf, señorl—dijo llonorato; —solo hace
una hora que he llegado ä la Casa-fuerte, á esta
casa que los huéspedes del barón habíamos dejado.
anoche tan tranquila. Ignoraba completamente
estos espantosos desastres. Cuando trajeron aquí
al barón ein sentido, me envió el buen cura al
instante un aviso, y he llegado para ver casi mo-
ribundo ä mi segundo padre y saber el rapto de
Mlle. des Anbiez—afiadió con desesperación.
Continuaba sin cononimiento Raimundo Y. De
tiempo en tiempo daba algún débil suspiro,
viendo á caer en un estupor letárgico. El Comen-
dador esperaba impaciente al facultativo de su
galera creyendo sus conocimientos superiores
los del' capellán. Llegó por fin seguido de Luqufn,
que, no obstante e/ profundo silencio que se guar-
368 BL CONENDÁbOat Mi MALTA

daba en rededor del enfermo, gritó al Comen-


dador:
—Monseñor, los piratas deben fondear sobre la
.costa, lo mis á veinticinco 6 treinta leguas de
aquí.
Pedro de Anbiez, haciendo señas al capitán
para que callase, se fué rápidamente hacia él, lle-
vándole ä la galera entonces desierta por haberse
retirado los vasallos it instancias del capellán.
— Qué decfad—le preguntó.
—Monseñor, un patrón de barco, Nicardo, ha
pasado esta noche muy próximo ä dos galeras y
un jabeque que corrían la costa, y ha reconocido
perfectamente á la Galeona Roja: estos barcos ca-
minaban con lentitud, como ei hubiesen sufrido
averías de consideración que lee obligasen ti que-
darse de un momento tí otro en alguna de las en-
senadas desiertas de la costa.
—Justamente—dijo el Comendador reflexio-
nando—preciso es que haya tenido grandes ave-
rías para quedarse en estas playas en vez de huir
hacia el Sud con el botín y los cautivos.
—Sin duda, monseñor, la culebrina del casti-
llo les causaría ese destrozo, porque Perote el pes-
cador me ha dicho que vió y oyó de continuo
los disparos de esta pieza, hasta que las galeras
de esos condenados dob1aron la punta de la isla
Verde; y allí tiene blanco la culebrina en enfilando
el canal, como me lo ha dicho maese Laminé.
cien veces.
—La venganza del Señor va, pues. d alcanzar
d. esos bandidos, ebrios aun de sangre y de pillaje
—dijo el Comendador con sordo acento: acaso
podré amanear de su poder á mi infeliz sobrina.
—Y ä su doncella Estefaneta, monseñor—dijo
EL COMENDADOR DE MALTA 369

Luquín—que sin duda se la han llevado también


esos ladrones, por un gitano maldito, que quizá
ponga el cielo algún día al alcance de mi brazo.
—No hay que perder un momento—dijo el Co-
mendador después de reflexionar algunos minutos.
Luego, dirigiéndoae ä Luquin:—Corre al puerto,,
y-da de mi parte la orden de hacer los preparati-
vos para la partida de mi galera: me seguirás can
tu polacra. qué altura encontró el patrón Ni-
cardo ti la Galena« Roja?
—A la de la isla de San-Fereol, monseñor.
—No tendremos, pues, que registrar la costa
hasta allí: una vez al mar, desplegarás todas tus
velas para examinar los puntee de la costa, y si
adviertes cualquiera cosa que inspire sospechas,
ven ä darme cuenta; yo me mantendré siempre
aI alcance de tu barco.
—Dios bendiga vuestra empresa, monseñor, y
haga que yo os pueda servir en ella.
Luquín Trinquetaille, con la esperanza de vol-
ver ä hallar ä Estefaneta y poderse vengar quizá
del gitano, marchó ä toda prisa al puerto.
Volvió Pedro des .Anbiez ä entrar en el aposen-
to de Raimundo V, y el cirujano de su galera le
die') alguna esperanza: la respiración del herido era
menos trabajosa, y parecía que iba ä volver en 8i.
Permaneció el Comendador taciturno y pensa-
tivo algunos momentos conten,plando ü su her-
mano; pensamientos que no podía vencer y que le
asaltaban con rapidez, le decían que aquella jorra-
da le seria fatal. Sentíase ti la par apesadumbrado
por tener que apartarse de él sin que pudiera rece
nocerle, mas urgía el tiempo: inolinóse sobre el le-
cho y besó sus heladas mejillas, diciendo en voz
l'aja é interrumpida:
33
370 EL COMENDADOR DI MALTA

—jAdioa, odios, pobre hermano mío, adios!... Y


cuando se incorporó estaba conmovido; había per-
dido su impasibilidad, y una lágrima corría por
mas mejillas.
—Abrázame, hermano mío —dijo á Elzear. —
Voy ä un combate, un combate sangriento; por-
que la Galeona Roja es intrépida. Espero encon-
trar ä los piratas en alguna ensenada de la costa.
—Sefior Comendador, yo os acompaftaré—dijo
Honorato de Berro!, aunque siento dejar it Rai-
mundo Y en tales momentos; —os pido que me
admitáis como voluntario.
Pedro des Anbiez parecía agitado por una lucha
interior; conocía el valor de IIonorato, mas sabía
también cuán arriesgada era la empresa; previa
uno de esos combates funestos á cuantos toman
parte en ellos.
—Comprendo vuestro ardor—dijo en fin—po-
demos encontrar ä los piratas, tal vez quitarles
Reina des Anbiez; pero ¿y si no vuelvo ni tampo-
co su hija? Entonces ä él...—dijo adietando å Rai-
mundo V,—¿quién le consolaría?¿no os quiere tan-
to como ä un segundo hijo?
—AY si no volvéis ni vuelve su hija? ¿quién me
ronsolará, de no haberos seguido para participar de
muestro riesgo?
—Venid, pues—dijo el Comendador;—no puedo
oponerme por más tiempo ä tan noble resolución.
—Partamos... ¡Adios otra vez, hermano mío; rue-
ga por nosotros!—dijo estrechando con ternura al
padre Elzear en sus brazos.
—IAh! Favorezca el Seüor vuestra empresa.
Quiera volveros esa desgraciada nia, y que cuan-
do nuestro hermano despierte de este doloroso
sueho, halle arrodillada tí, su hija d la cabecera!
EL COMENDADOR DE MALTA 371

—¿El cielo te oiga, hermano!—dijo el Comen-


•1ador. Apretó por última vez la fría mano de
Raimundo Y, y con toda velocidad marchó al
puerto. Encontró su galera preparada y se dió ä
la vela, seguido de la polacra del bravo Trinque-
taille.
Por esto se encontraba la Galera Negra ä la
-vista de la bahía de Lerins, en que fondeaban las
(los piratas, cuando Hadji salió de la rada con su
jabeque para cumplir las órdenes de Pog, arras-
*ando á su persecución ä la galera de la órden.

PREPARATIVOS DE COMBATE

El viento era favorable á la Galera Negra y la


-polacra; luego que estos dos buques pasaron de la
isla de Lerot, amainaron.
Luquín visitó las diferentes calas de la costa
sin dar con loa barcos piratas, que debía señalar
al Comendador con un disparo de pedrero. Hacia
la tarde, cuando empezaba ä declinar el sol al ho-
rizonte, daban vista la Galera Negra y la polacra
á las islas de Santa Margarita, al tiempo que et
.jabeque de Hadji salía de la rada en busca de los
bajelcs cristianos, para atraerlos. Señaló el capitán
Trinquetaille el jabeque, é hizo fuerza de velas
para darle caza. El gitano, por el contrario, aflojó
en su marcha esperándole. El novio de Estefaneta
reconoció con su anteojo ä Hadji, que gobernaba
por sí propio su pequeña embarcación, y el digno
capitán de la Santo-terror de los Moriscos se es-
tremeció de rabia este encuentre, necesitando
372 kL CONDVDADOR DE ULTA

do su imperio sobre sí mismo para no precipitarse


d atacar al que consideraba autor del rapto de.
Estefaneta; pero, fiel d, las ordenes del Comenda-
dor, dobló la punta de Lerol, y no tardó en des-
cubrir á la Galeona Roja y la galera de Trimal--
cyon ancladas en la bahía próximas una á otra.
Reconociendo tan completamente ä los piratas,
se unió d la Galera Negra para anunciar este des-
cubrimiento Pedro des Anbiez; mientras el ja- -
beque de Iladji volvía d, entrar d toda vela en la
rada.
Al barloar con el bajel de la orden para dar
esta noticia al piloto, éste le mandó de parte del
Comendador dejar al pairo su polacra y subir ti,
bordo. Trae ladóse Luquin, viendo con desespera-
ción que el jabeque de Iradji, qué ardía en deseos
de batir, se le escapaba.
Estaban los caballeros reunidos sobre el puente
de la galera que había hecho, con arreglo al len-
guaje marítimo de aquel tiempo, armas en cubier-
ta ó zafarrancho de combate. Las arrumbadas que
formaban ä proa una especie de castillo en que es-
taban en batería las cinco piezas de la galera,
se revistieron de talones embutidos de estopa,
acolchados y de muchas pulgadas de espesor: este
cobertizo debía amortiguar el efecto de los pro-
yectiles enemigos. Hablase establecido además,.
para el caso de un abordaje, un atrincheramiento-
llamado bastión, que se extendía ä lo ancho de la
galera tí la altura del cuarto banco de proa. Este
parapeto estaba cubierto con vigas y travesaños,
cuyos huecos estaban rellenos de cordaje indtil y
pedazos de velas. Esta obra, levantada seis pies á.
la parte de popa, no tenia mis que cinco por la
proa, hacia la cual declinaba en forma de glaeis›
EL COMENDADOR DE MALTA 373

liaste el nivel de las arrumbadas, y debía iinpe-


.dir la artillería enemiga el correr ä lo largo de
Ja galera con fuegos de enfilada. Los oficiales,
-subalternos y soldados estaban armados de mo-
rriones de acero, casacas de búfalo y golas de
:hierro; humeabln las mechas al lado de los cano-
neo y pedreros, y habían sido desarbolados los
' mástiles y colocados en la crugfa, porque las ga-
lores nunca se batían ti la vela, sino al remo.
Los esclavos que componían la chusma, mira-
'ban estos aprestos del combate con mudo terror
estúpida indiferencia. Estos miserables, encade-
nados á sus bancos, no eran contados sino como
potencia auxiliadora; la maniobra de impulsión fi
.que estaban precisados ä bordo de la galera, bien
que horriblemente fatigosa, les dejaba el descan-
so necesario para contemplar el peligro. Su posi-
•ión era doblemente cruel; espectadores pasivos
de un combate encarnizado, ni aun podían atur-
dirse en medio del peligro, entreg4ndose ä ese ar-
dor feroz que despierta el instinto de conserva-
,ción en el hombre que toma parte en la matanza,
ardor ó ánimo que hace volver golpe por golpe,
.6 matar para evitar la muerte. Tampoco debían
prometerse una pública felicitación despuós de la
'victoria; si su bajel triunfaba, continuaban reman-
do ä su bordo; si sucumbía, remaban ä bordo del
vencedor.
Colocados durante la acción entre las balas del
.enemigo y las pistolas de los cómitre, que los
mataban ä la menor excusa de bogar, sólo tenían
los de la chusma un medio de escapar á esta muer-
te segura; el seguir exponiéndose tl otra menos
aierta, porque al fin, la bala enemiga no daba en
iodos los puntos de la galera, y la pistola de los
374 lei. COMENDADOR DE MALTA

cómitres apoyaba en su pecho. Eran indiferentes k


la victoria en todos casos; tt menudo deseaban la
derrota; pues, según eran turcos 6 árabes los ven-
cedores, daban libertad ä aus compatricios.
cuanto los renegados, toda chusma les era bue-
na. También los forzados de la Galera Negra, ea-
biendo que se iba ä combatir con la Galeona Reo,.
estaban agitados por el resultado de esta batalla.
Los preparativos de la acción se hacían con el
mis profundo silencio. El aspecto tranquilo y aus-
tero de los soldados de la cruz mostraba que nada
de nuevo había para ellos en tales aprestos. Los;
caballeros inspeccionaban escrupulosamente los
diferentes servicios de que se hallaban encarga-
dos; todo pasaba en una calma grave; se hubiera
dicho que eran preparativos para alguna solemni-
dad religiosa. Los que estaban ä popa examinaban
la posición de las des galeras piratas.
Cuando Luquín Trinquetaille subió al puente,.
el contramaestre le dijo que esperase al Comen-
dador, que subiría en breve.
Pedro des Anbiez, de rodillas en su aposento,
oraba con fervor. Desde su salida de la Casa-fuer-
te, negros y funestos presentimientos acosaban su%
imaginación. En la exacerbación de sus remordi-
mientos, había encontrado una coincidencia pro-
videncial entre au vuelta y los horribles desastres
que oprimían it su familia. Acusibase de haber
atraído con su crimen la venganza celeste sobre
los suyos. Sojuzgada su mente por las violentas
emociones que le asaltaban, se le presentaban vi-
alones extrañas. Al echar una ojeada sombría y te-
merosa al retrato de Pog (Mr de Montren11), que.
tenia colgado en la cámara, se le figuró ver um
brillo sobrenatural en sus ojo'. Dos veces se apro-
El. COMENDADOR DE MALTA 375

ximó al cuadro para asegurarse de no ser juguete


de una ilusión, y dos veces retrocedió 'espantado,
con.la frente inundada en sudor frío y erizado el ca-
bello. Entonces cayó en un vértigo; abandonóle la
razón y ya nada 'rió; vela pasar objetos sin nom-
bre con espantosa velocidad, y se figuraba arreba-
tado en el mismo torbellino. Volvió en sí poco
poco, cesó este extravío, y se halló en la cámara
de su galera, cara tí cara con el retrato de Pog
Por la primera vez de su vida, al pensar en .el
combate que iba ä trabar con los piratas, experi-
mentó el Comendador una sensación siniestra. En
vez de ir á la lid con la selvática impetuosidad que
le caracterizaba, en vez de meditar con una expe-
ele de gozo feroz en el tumulto de la pelea, cuya
furiosa confusión de voces era lo único capaz de
ahogar un instante la terrible voz de los remord:-
mientes, tuvo pensamientos sepulcrales. Estreme-
ei6se al considerar si su alma podría comparecer
delante del Seüor, ei las austeridades å que se su-
jetaba tantos anos hacía, bastaban d, la expiación
de en crimen. Aterrado dese caer de rodillas y
se puso á orar con eficacia, suplicando ä Dios que
Je diese valor y fuerzas para cumplir con su última
misión, la de hacer triunfar la cruz una vez mh,
y quizá arrancar á Reina des Anbiez sus rap-
tores.
Terminaba el Comendador su plegaria, cuando
llamaron it la puerta. Levantóee: compareció mae-
se Hugo el artillero.
—41Qué quieres?
—Un hombre enviado por esos infieles viene en
una lancha de parlamentario. Behor Comendador,
¿se le echa pique de un tiro de pedrero, 6 se le
hace subir å bordo?
176 EL COMENDADOR DE MALTA

—Hazle subir.
— Adónde se le lleva?
—Aquí.
Creyó Pedro des Anbiez penetrar la causa de
este paso. Teniendo los piratea en rehenes ä Reí -
na, querían sin duda tratar de ou re-este. El arti-
llero mayor volvió seguido del gitano.
quieres?—le dijo el Comendador.
—Monseñor, haced retirar ä ese hombre; vues-
tros oídos sólo deben escuchar lo que va ä decir
mi lengua.
—Eres bien audaz —dijo Pedro des Anbiez
echando una mirada penetrante sobre Hadji. Lue-
go añadió dirigiéndose ä maese lIugo:—Déjanos.
—gA solas con este bandido señor Comendador?
—Somos tres—dijo Pedro les Anbiez señalando
au maza de armas rrimada al tabique.
—gNe tienes por un asesina—dijo Hadji con
altivez.
El artillero alzó los hombros y salió casi ti su
pesar, aunque la aventajada estatura y robus-
tos miembros de su capitón, comparados con los
del demacrado gitano, debieran darle confianza.
—Habla, ya que no quiero hacerte crucificar to-
davía en el bauprés de mi galera—dijo Pedro des
Anbiez al gitano.
Este, conservando su acostumbrado descaro, res-
pondió:
—Cuando llegue mi hora, me encontrará. Pog-
reis, dueño de la Guleona Rgia, me envía á vos,
Monseñor. El es quien atacó anoche ä la Ciotat y
quien tiene en su poder ä Reina des Anbiez.
--¡Basta, basta, miserable! deja de elogiar tus
crímenes 6 te hago arrancar la lengua. ¿Qué e :tb.
alee 4-pedir? Porque tengo prisa en ir ä castigar ä
EL COMENDADOR DE MALTA 31T

tus cómplices, haciendo un terrible ejemplar. Si


vienes 4, hablar de perdón 6 de rescate, mira la
-suerte que espera ti y it los tuyos: que traten 6
no traten de defenderse, serán todos conducidos
entre cadenas g. la Ciotat, y quemados en medio
..cle la plaza de Villa; ¿has entendido?
—Entiendo bien—dijo el vagabundo con im-
perturbable sangre frfa.—Pog-reis no se opone
que hagáis quemar su tripulación.
—dQué quieres decir? ¿Que me entrega sus
et'onplices si le dejo it 41 con vida? Preciaamente
tanta barbarie debe ocultar una innoble cobardía.
Si ea así, me alegro: los dos capitanes de galera
y tú seréis hechos cuartos antes de ser quemados,
auu cuando me entregirais vuestros cómplices
atados de pies y manos para ir al suplicio que
merecen. Así, vete; vete 4 decir esto 4 los tu-
yos; vete, porque se me enciende la sangre al
pensar en esa desdichada villa, en mi hermano.
Vete! No quiero manchar mis manos en sangre
Je un bandido, y quiero que vayas prevenir ä
tus cómplices de la suerte que les aguarda.
—No me he hallado en la mortandad de la villa,
Moneeftor.
—Acabarás?
—Pues bien, Monseilor. Pog-reis y el otro ca-
pitán os proponen un combate singular, ä vos y
uno de vuestros caballeros; dos contra dos , si es-
pada espaäola y daga. Si 41 muere, atacaréis sus
galeras después del combate singular, y las toma-
con más comodidad, porque serán dos cuer-
pos ein cabeza; y si vos morís, vuestro teniente
atacará las galeras de Pog- reis; el deseo de ven -
gir vuestra muerte dará nuevo ardor it vuestros
aoldadoe, y ninguna duda hay de que lo harán
378 Kl. COMENDADOR DE MALTA

bien. Esto no altera en nada vuestros planes; es


únicamente querer el capitán de la Galeona Roja-
hallarse cara ä cara con el de la Galera Negra. El
tigre y el León pueden muy bien luchar.
liabfa escuchado el Comendador esta proposi-
ción, tan insolente como inaudita, en el silencio
dele estupefacción. Cuando dejó de hablar el gi-
tano, no pudo contenerse, y agarrándole del cue-
llo, gritó:
—¡Cómo, miserable! ¿este es el mensaje de que
te has encargado? ¿Te atreves ä venir á proponer--
me cruzar mi espada con un asesino como Pog-reis,
uno de sus bandidos?... ¡Cruz del Salvador!—
añadió, despidiendo con tal ímpetu al gitano, que
fui dando traspies contra el otro extremo de la
cámara; para castigarte de tu atrevimiento quie-
ro hacerte dar veinte vergajazos sobre el crugfa
antes de hacerte morir.
Echó el gitano una mirada do tigre sobre Pedro
des Anbiez, y en su rabia apretó convulsivamen-
te las quijadas; pero viendo que llevaría la peor•
parte en una lucha, se contuvo y replicó:
—Pog-rein, monseñor, contaba con una prime-
ra negativa, y para deeidiros, me encargó que os
recordase que la hija de vuestro hermano se ha-
lla en su poder. Si rechazáis su proposición, si
atacáis sus galeras si viva fuerza, Reina des An-
biez y cuantos cautivos hemos hecho morirán al
instante.
—I Miserable!
—Si, por el contrario, aceptáis el combate, dán-
dome en prenda vuestro guante, en el momento-
vendrá 4 vuestro bordo la señorita, ein rescate,.
le mismo que los prisioneros que Pog- reia ha sa-
cado de la Ciotat.
EL COMENDADOR DZ MALTA 379

—Jamás celebraré condiciones con semejante


asesino: vete.
—Pensadlo bien, Monseüor. Pog-reis, ei le ata-
cáis, se defenderá vigorosamente; ei tiene que su-
cumbir volará, su galera, y ni encontraréis á él,
ni Reina des Anbiez, ni ä los cautivos; mientran
podéis restituir esta hija ä su padre, y al pueblo,
los prisioneros, aceptando el combate.
—Calla! —dijo el Comendador, que no pudo
dejar de reflexionar en las ventajas que ofrecía
esta proposición, no obstante su insolencia.
—Por último—dijo Hadji cual ei hubiera re-
servado hasta el fin esta consideración
i como la mis
decisiva—por último, el espíritu misterioso quie-
re el combate que Pog-reis os propone. Sí; esta
mafiana, después del ataque de la Ciotat, Pog-reis,
rendido de fatiga, se durmió, y tuvo un suefio; le
dijo una voz que un combate singular entre él y
un soldado de la cruz debía expiar hoy un gran
crimen.
Estamiltimas palabras del gitano hirieron al
Comendador y le hicieron estremecer. Ya en la
exaltación de sus remordimientos había pensado
que sus crímenes concitaban sobre su familia los
espantosos malee que la oprimían; cuando oyó å
Hadji hablar de expiación de un gran crimen,.
creyó leer la voluntad de Dios en sus palabras,
dichas al acaso.
—¿Qué suefid... ¿qué habla—dijo al
gitano con voz sorda y secreto espanto.
—¿Qué os importa el sueilo, Monsefior?
—01abla, digo; habla!
—Pogromo, se trasportó al espacio de las visio-
nes—repuso Hadji con énfasis oriental.—Ha es-
cuchado la voz del espíritu, que le ha dicho::

380 EL COMNADADOR In: MALTA

Miras. Y ha visto una mujer en un féretro; y es-


ta mujer había sido herida en el corazón y san-
graba su herida; y junto ä ella ha visto Pog-reia
levantarse el fantasma de un soldado de Cristo...
y el fantasma eras tú.
—¡Yo!... ¡yo!... prorrumpió el Comendador in-
móvil de espanto.
—Tú—dijo Iladji, reprimiendo su gozo, por-
que veía que la relación dispuesta por Pog-reisco-
rrespondía ä los votos del pirata.
Pog (Mr. de Montreull), juzgando del carácter
exaltado y religioso del Comendador por las car-
tas que el gitano había sorprendido en la eabaüa
del vigía, no dudaba que Pedro des .A.nbiez que-
dase pasmado y se decidiese al combate con la su-
posición de este sueño. Debía, en efecto, impresio-
narle profundamente esta revelación, y parecerle
sobrenatural, puesto que creía su crimen sepulta-
do por siempre en la oscuridad.
—¡ Ah! ¡Dios lo quiere!... ¡Dios lo quiere!—mur-
muré el Comendador en voz baja.
El gitano continuó sin aparentar oirle: •
—El espíritu ha dicho á Pog: “Mahana te bati-
rás con ese soldado de Cristo cuerpo ä cuerpo, y
quedará expiado un gran crimen. Pog-reis ha pet-
petrado grandes delitos, Monserior; jamás había
sentido remordimientos y la revelación del espí-
ritu le ha penetrado; ha decidido obedecerle y
os ofrece el combate... Miráos bien en rehusarlo.
Cristiano: el Dios de todos envía á todos indistin-
tamente sueños en que les dice su voluntad; aca-
so te ha elegido tf, santo hombre, por instru-
mento de una terrible venganza; debes obedecer-
le... Quizá al pedirte el combate, te está pidiendo
Pog-reis su muerte.
EL COMENDADOR DE MALTA 381
--
Ya se comprenderá el espanto, el estupor del
4 le Malte. Encontró en estas palabras una dispo-
ßición divina; creyó oir la voz del Seüor que i e
prevenía esta expiación, y, pensando en sentido
opuesto al gitano, se consideraba la víctima que
ht cólera del cielo quería inmolar por el brazo de
Pog. Además, aceptando el combate, salvaba 4.
Reina des Anbiez, volvía una hija 4 su padre, y
prisioneros ti, sus llorosas familias, última prueba
de que la justicia divina no quería herir sino ti
pues le ofrecía los medios de reparar en parte
los males que su crimen había atraído sobre los
suyos. Si se reflexiona que los incesantes remor-
dimientos, sin alterar la razón de Pedro des An-
biez, le hablan predispuesto ti una especie de fa-
talismo religioso, poco ortodoxo sin duda, pero
capaz de agitar violentamente su carácter tétrico
y concentrado, se comprenderá el opresivo efecto
que debió surtir en él el lenguaje de Hadji.
Tras un momento de silencio dijo al gitano:
—Vete sobre cubierta; te daré mis órdenes.
Ea seguida hizo el Comendador venir ti un có-
mitre, y le mandó conducir á Hadji, vigilarle, y
tenerle bajo su protección.

XXXIX
EL DESAFÍO

.P Comendador ordenó que el capellán de la


Galera Negra . bljase 4 su camarote. Mientras
confesaba ADN pecados ..(4 excepción del de homi-
cidio, reserKada parale. gran penitenciaría de la or-
den) y recibía la absolución, la primera persona
382 EL COMENDADOR DE MALTA

.que el gitano encontró sobre cubierta, fué al ca-


pitán de la Santo terror de los Moriscos.
Hadji, afectando una franqueza perfectamente
impertinente, se acercó Luquín y le dijo:
—Quién hubiera creído, amiguito, que nos vol-
veríamos ti hallar aquí, cuando en el castillo de
Raimundo V aquella linda chica que sabes me
daba cintss de color de fuego, con lo que rabid-
baja tanto!
Este exceso de descaro dejó mudo por un mo-
mento al digno capitán; poniendo luego mano ä
su sable, hubiera atacado á Badji, si el cómitre
no le advirtiera que se hallaba bojo su protección,
de orden del Comendador.
—Hay todavía un lugar en que nos encontra-
ramos, miserable—dijo Luquín;—irits á la horca,
y voto á bríos, que aunque me repugna el oficio
d« e verdugo, he de vender mi polacra por reclamar
el derecho de echarte la cuerda al pescuezo.
— ¡Ingrato! ¿Con qué no pensáis en el senti-
miento que causaríais Estefaneta? Me quiere
tanto la pobre niña, que moriría de pena si me
viese colgado, y lo que es más, por vos.
—IMientes, mientes como un perro! ¡Oh! ¡qu6
no pueda -yo arrancarte esa maldita lengua!
— Haríais lo que debéis, mocito, en arran-
carme la lengua, porque precisamente ea mi pi-
quito de oro el que me ha abierto el corazón de
esa preciosa muchacha. No ha mucho, á bordo de
mi jabeque, me hallaba á su lado, y me decía de-
jando caer su cabeza sobre mi hombro:
—IMientes, blaafemas!—gritó Luquín enfure-
cido.
—Me decía reclinando su cabeza sobre mi hom-
bro: a¡Qué diferencia, mi gracioso capitán, entre
El. COMERDADOlt DZ MALTA 3a:t
Nuestro lenguaje galante y encantador, y el gro-
mero graznido de esa especie de alcaraban que an-
daba saltando torpemente en mi derredor con sus
largas zancasb, ¿Era de vos de quién me hablaba
así, pobrecilloP
—Cómitre—dijo Luquin pálido de brioso ene-
jo;—permitidme siquiera crugir la estampa á ese
tunante tí latigazos con la vaina del sable.
—Si os" hieren sus palabras, no lo escuchéis
—dijo el cómitre;—me ha confiado el Comenda-
dor la custodia de este pagano, y no puedo con-
sentir que se le haga mal alguno.
Dió Luquín un gemido de concentrada cólera.
—En conclusión—repuso el gitano con desdén,
—la chica es muy donosa, pero la habéis hecho
tan tonta, querido, que me ha bastado la entre-
vista que he tenido con ella desde ayer, pera qui-
tarme la gana de continuar la intriga. Podéis des-
poaaros con ella cuando queráis, amigo mío, y
cuando la veáis triste, no tenéis más que decirle
mi nombre para hacerla sonreir tiernamente; por-
que mi memoria vivirá, por siempre en su co-
razón. ¡Pobre muchacha! Poco há me lo decía,
besándome la mano como si fuese su señor.
El infeliz Luquín no pudo escuchar mis, y des-
pués de mostrar al gitano sus dos puños cerrados,
se alejó rápidamente seguido de una sonrisa iró-
nica del vagabundo.
Hemos dicho que empezaba el sol declinar;
la mar estaba en calma; á lo lejos, entre dos pun-
tas de roca, veíase casi en el fondo de la rada la
Galeona Rea y la galera de Trimalcyon ancladas
una junto á otra; no lejos de ellas arfaba el jabeque
de Hadji. El bote que había traído tí éste se co-
lumpiaba en las olas, amarrado .4 pepa de la Ga-
384 EL COMEMDADOR DE MALTA

'era Neyra. Estaba limpio el cielo; tan sólo al po-


niente habla una larga zona de nubaje gris enro-
jecido.
Maese Hugo, el artillero, se acercó al cómitre
no guardaba al gitano, y le dijo, sacudiendo la
cabeza y señalando al Occidente:
—Hermano, no me gustan esas nubes que se
agolpan allá abajo; son siniestras; estamos en com-
pleta calma. Si el sol al ponerse disipa esas nubes,
será la noche hermosa; mas, si por el contrario,
esa nube envuelve al sol antes de hundirse...
—Os entiendo, hermano Hugo; podrá haber un
ventarrón, un huracán y la noche será niala.—Y
dijo el cómitre:—Por dicha, tenemos aun tiempo.
—Volviéndose á II ji: —A tí y á los tuyos os será
indiferente ser ahorcados con viento recio <S en
plena calma?...
—Yo mfjor quiero ser colgado con viento recio,
cómitre; lo mece ä uno y se duerme mis pronto en
la eternidad—respondió Hadji con despreciativa
frescura.
Presentóse el Comendador sobre cubierta. Los
caballeros que estaban reunidos se apartaron con
respeto 4 su llegada. Estaba Pedro des Anbiez v es-
tido enteramente de negro; su rostro era aun nia9
pálido, más sombrío que de ordinario: traía al
costado una pesada tizona con empuñadura de'
hierro, y una larga daga con vaina de bronce: su
mano derecha con guante de piel negra; la izquier-
da desnuda. Hizo una sena al gitano, y le arrojó
el guante izquierdo; recogidle Hadji, é iba 4. ha-
blar. El Comendador, con un ademán impera-
tivo, le señaló la lancha que le habla traído. Bajó
Hadji á su embarcación, y al instante se le .vi6
bogar con energía hacia las galeras piratas.
EL COMENDADOR DE MALTA 385

Asombrados de la acción del Comendador los


caballeros y Honorato de Berro!, que se hallaba
.entre ellos, se miraban con sorpresa. Siguió el Co-
mendador por Edwin tiempo con la vista el batel
de Hadji, y volviéndose luego al grupo que le ro-
•deaba dijo en alta voz:
—He
rmanos; pronto se atacará ti las galeras de
de esos infieles, que fondean al lado una de otra.
Se pondrá el esquife grande; remarán en él los
laconvoglies, y le guarnecerán la mitad de los sol-
dados. Mientras la Galera Negra ataque ä la Ga-
.leona Roja, él embestirá al otro bajel pirata.—Di-
rigiéndose al rey de los caballeros, continuó el Co-
mendador:—Vos mandaréis la galera, hermano; el
hermano Blinville, el mis antiguo de los tenien-
tes de bordo, mandará la lancha. Ahora, cómitre,
bogad de frente, forzad todos los remos; el sol se
oculta, y no nos queda mis que una hora de día
para castigar ti esos impíos.
Aunque los caballeros no habían comprendido
por qué Pedro des Anbiez abandonase el mando de
la Galera Negra y la chalupa á otros, se apresura-
ron 4 cumplir sus órdenes. Una parte de la tripu-
lación se embarcó con armas en la gran chalupa,
,que se boté al agua bajo las órdenes del caballero
lilinville, y ambos bajeles se dirigieron ti todo re-
mo á la entrada de la bahía. El segundo del capi-
tán Trinquetaille imitó esta maniobra, y dirigió la
polacra en términos de seguir este movimiento y
mantenerse siempre en las aguas de la Galera N e-
gra,.pues el Comendador había mandado ti Lu-
gitin quedar á bordo hasta nueva orden. Acercóse
lionorato al Comendador y le dijo:
—Yo quisiera combatir ti vuestro lado, selior
4'emendador; Reina des Anbiez era mi prometi-
34
386 El. COMENDADOR DE MALTA

da; Raimundo V era para mf un segando padre;


conque mi sitio es lo fuerte del peligro.
Miró Pedro des Anbiez fijamente á Honorato.
—Es cierto, caballero; debéis tomar doble ven-.
ganza de estos infames. Para asegurar la libertad
de Reina he consentido en batirme antes de la ac-
ción con uno de los dos capitanes piratas; debo
llevar un segundo; ¿queréis serlo?
senor.. vos, aceptar semejante pro-
posición!— exclamó Honorato—dispensar tal ho-
nor ti-
-¿Queréis 6 no sacar la espada y la daga cuan-
do yo la saque, joven?—dijo ásperamente el Co-
mendador.
—Me envanece hacer lo que hiciéreis, seüor
Comendador; mi espada está ä vuestras órdenes.
—Id, pue4, á armaros, y estad prestori seguirme.
cuando baje tí, tierra.—Después de un momento de'
silencio, ailadió:—¿Veis ya la lancha que dobla la
punta? Traerá ä Reina des Anbiez y los cautivos,
de la Ciotat kt mi galera.
—IReinal—exclamó Honorato.
—Vedla allí —dijo el Comendador.
En efecto, la lancha de Hadji se aproximaba ni-.
pidamente; el caballero de Berrol reconoció bien.
pronto á Reina, Estefaneta, otras dos jóvenes y
una veintena de habitantes de la Ciotat, cautiva-
dos por los piratas. Ignoraban los caballeros los.
convenios habidos entre el Comendador y el gita--
no, y no pedía comprender cómo los piratas de-
volvfan así sus prisioneros.
Luego que la lancha estuvo al alcance de voz,
mandó el Comendador al cómitre hacer levantar
loa remos de la galera para dejar acostar esta em-
barcación, que abordó en el momento. Adelantów
EL COMENDADOR DE MALTA 387
Pedro des Anbiez ä las bandas, y recibid allí
sobrina, que se precipitó en sus brazos con toda
la efusión del reconocimiento.
—¿Y mi padre?—exclamó la doncella..
—Tu regreso calmará su dolor, hija mía—con-
testó el Comendador, que no quería instruir
Reina de la suerte fatal de Raimundo V.
—Honorato, ¿sois vos?—dijo Reina alargando la
mano al caballero, ä quien hasta entonces no ha-
bía visto.—;Ay amigo mío! ¡En qué tristes cir-
cunstancias os vuelvo ä ver! ¿Pero quién ha que-
dado a! lado de mi padre? ¿Cómo le habéis dejad)
solo?
—Reina, se trataba de salvaros, y he seguido
al Comendador. El padre Elzear ha quedado en
el castillo ä. lado de Raimundo V.
—Pero bien, ahora ya estoy libre; ¿no os vo]-
veréis conmigo ä ver ä mi padre?
—¿Volverme con vos?... No, Reina; quedo con
el'Comendador. Maiiana sin duda os volveré ä ver.
Adios; lleváis toda mi ternura... ¡Adios, Reina...
ad ios!
—¡En qué terminos os despedís Honorato!
—exclamó la doncella admirada de la expresión
casi solemne del semblante del caballero.—Pero
si no hay riesgo alguno, si no se ha de atacar ä los
piratas, ¿para qué os quedáis?
—No, sin duda—dijo Honorato con embara-
zo—no habrá combate, pero el Comendador quie-
re cerciorarse de la partida de esos infames.
Habiendo dado algunas órdenes Pedro des An-
biez, se acercó y tomó ä Reina de la mano.
—Al momento, al momento, hija mía, embár-
cate, que va ä caer el sol. Luquín Trinquetaihe
te llevará ä bordo de su polacra; antes de la ma-


383 EL COMENDADOR DE MALTA

Una estarás en loe brazos de tu padre.—Diri-


giéndose al capitán de la Santo terror de los mo-
riscos, que echaba furiosas ojeadas al gitano, por
que este último no quitaba la vista de Eetefaneta
y figuraba hablarle en voz baja, le dijo el Comen-
•:ador:—Reenondes con tu vida de M113. des An-.
Mes. Parte al instante; la conducirás á la Casa-
fuerte con las demás mujeres y su doncella; los
hombres quedarán aquí reforzando la tripulación
de la galera... ¡Ea... adios, Reina!... ¡Abrázame,
hija mía, y dí á mis hermanos que confio estre-
char mañana sus manos.
—¡Confiáis, tío mío! ,2;pues que riesgo se ofrece?
—Que va á ponerse el sol; embárcate sin tar-
danza—dijo el Comendador ein contestar ä la pre-
gunta de su sobrina, y llevándola ä las bandas
para hacerla bajar al bote que la había de pasar
ti bordo de la polacra.
Mientras Reina cambiaba con Honoratb una úl-
tima mirada, el descarado y cínico gitano se acer-
ó Luquín teniendo de la mano ti Estefaneta
casi por fuerza.
—Te entrego esta linda niña, amigo mío- cá-
sate con ella con toda confianza. ¡Ay prenclita '
mía! Es preciso resignarse; no me olvidaré de tu
ternura.
—¡Cómo de mi ternura!—dijo indignada Es-
tefaneta.
—Verdad es; hablamos convenido en no decir-
nos nada delante de esa especie de cigüeño.
• —¡Luquin, tí tu lancha!—gritó el Comendador
con acento imperioso.
Forzoso fué al digno capitán devorar este nue-
vo ultraje, y saltar con presteza en su bote para
recibir Mile. des Anbiez. Cinco minutos dea-
EL COMENDADOR DE MAJA,. 359

pués la polacra, gobernada por Luquín, se hacía
ä la vela para la Casa-fuerte, llevando á bordo tí
Reina, Estefaneta y otras dos jóvenes, tan mila-
grosamente libertadas de la suerte que las ame-
nazó.
Luego que la polacra se alejó, aproximóse res-
petuosamente el gitano al Comendador.
—Pog-reis ha cumplido su palabra, monseilor.
—Y yo cumpliré la mía. Ve ä esperarme ä
chalupa.
Inclinóse el gitano, y (lijó la galera.
Pedro des Anbiez dijo al caballero de Blinvill!
que debla mandar la galera en su ausencia:
—La ampolleta está llena; dentro de media
hora se habrá vaciado. Si no he vuelto ä bordo,
penetraréis en la bahía y embestiréis ä los pirata9
conforme ä las órdenes que os he dado: la Galera
Negra ä la Galeona Roja: la chalupa al otro bajel.
—gSe ha de empezar el combate sin aguardare,e,
señor Comendador?—repuso el lugarteniente, cre-
yendo no haber comprendido bien.
—Se empezará sin aguardarme, si no' he vuelto
dentro de media hora--reiteró el Comendador e(
voz firme.
Uno de los suyos le trajo su sombrero y una
ancha capa negra en que campaba la cruz blanca
de la orden. Seguido de Honorato, salió de la ga-
lera con gran asombro de los caballeros de ella.
Hadji estaba al timón de la chalupa. Tornaron el
remo cuatro esclavos moros, y volé la embarca-
ción sobre las ondas, que empezaban ä hincharse
sordamente, apartándose con rapidez de la Galera
Negra en dirección ä la punta occidental de la
bahía. Envuelto Pedro des Anbiez en su capa,
volvió la cabeza y echó una última mirada sobre
390 EL COME:NI:UD« DE MALTA

ea galera, como para cerciorarse de la realidad


de loa acaecimientos. Sentíase, por decirlo así,
arrastrado por una fuerza irresistible á que obe-
decía ciegamente, casi sin reflexionar. Trae al-
gunos instantes de silencio,
—113nde espera ese hombre?—dijo á Hadji.
—En la playa, junto ä las ruinas de la abadía
de San Víctor, monseñor.
—Haz ä tus gentes que fuercen el remo; no
edelantan nada—dijo Pedro des Anbiez len su fe-
1,ril impaciencia.
—Son fuertes las olas, crecen las nubes, cre-
con, y va á soplar gran viento; mala será la no-
che—dijo IIadji ä media voz.
Abstraído en aus pensamientos, nada le res-
pondió el Comendador.
Iba el sol ä despedir sus postreros rayos; una
larga faja de negros nubarrones, que pesados á
inmóviles sobre el horizonte, por entonces empe-
zaron ä avanzar con espantosa rapidez, le oscure-
ció en breve completamente. Algunos truenos sor-
dos y lejhnos, fenómenos bastante comunes en los
inviernos de Provenza, anunciaron uno de esos
súbitos huracanes frecuentes en el Mediterráneo.

XL

EL CO311iÁTN:

Ya las nubes amontonadas al Occidente inva-


dían veloces todo el cielo, sereno hasta entonces.
El murmullo progresivo de las olas, el zumbido
doloroso del viento que se levantaba, las prolon-
EL COMENDADOR DE MALTA 391
n••n•n

?pelones lejanas del trueno, todo anunciaba una'


lormidable tormenta.
Llegaba la chalupa ä la ribera, arenal solitario,
coreado de moles de granito rojizo. Saltaron en
tierra el Comendador y IIonorato; precedfalos
Iladji algunos pasos; detúvose, y dijo á Pedro des
Anbiez:
—Monseñor, seguid este sendero; 08 llevará en
breve ä la ruinas de la abadía de San Victor; allí
os aguarda Pog.reis.
Pedro des Anbiez, sin responder á Hadji, entró
resueltamente por un hueco entre la rasgadura de
la roca, apenas bastante ancho para dar paso á un
'hombre. IIonorato, no menos animoso, le siguió,
aunque reflexionando que un traidor colocado so-
bre la cresta de uno de los peñascos, entre los
cuales se deslizaban más bien que caminaban, po-
dia aplanarlos rodándoles encima alguna de las
enormes piedras que coronaban aquellas aspe-
rezas.
Aproximábase con imponente lentitud la tor-
menta. El estruendoso bramar del viento y de las
aguas crecía más y más, hasta llenar el espacio, y
en las gargantas de las nub es el rugido del rayo
le contestaba. Entablóse la lucha entre la natura-
leza y loe elementos.
Caminaba el Comendador á paso largo; veía en
esta borrasca violenta un presagio más; pare-
ciále que la venganza del cielo se rodeaba de una
majestad terrible para herirle. Mientras més re-
flexiones hacía, más le parecía el sueño que le re-
firiera el gitano una manifestación de la voluntad
divina. Por uno de esos fenómenos del pensamien -
to, abrazó en un segundo el recuerdo de toda la
:sangrienta tragedia de Bus amores con 3Iad. de
392 EL COMENDADOR DD MALTA

Montreull, el nacimiento de su malhadado hijo, la%


muerte de Emilia, el asesinato de au esposo; todo
se le representó con precisión tan espantosa, cual
ei la víspera hubiese sido el día de au crimen.
Ensanchibase algún tanto el angosto paso que
serpenteaba entre las rocas, y el Comendador
con Honorato salió de este emparedado de grani-
to, hallándose al frente de las ruinas de la abadía
de San Victor. Persona alguna se ofreció á su
vista. Era allí el fondo de la bahía una obra pro-
funda, cerrada al Sud por porción de rocas, de
entre las cuales acababa de salir el Comendador;
al Norte y Oeste, por los muros medio derruidos
de la abadía, descubrióse al Este la rada en
que fondeaban las dos galeras piratas. La impo-
nente mole de las ruinas, los restos de sus arcos,
sus pesadas cjivas, sus torreones desmoronados y
sembrados de yedra, proyectaban sus perfiles
tes y parduzcos sobre las nubes que se bajaban
más y más. Una luz amortigaada, que ni era la
del día ni dejaba reinar las tinieblas, arrojaba
claridad siniestra al través de los riscos y las rui-
nas, alumbrando tétrica las arenas y el mar. Bra-
maban las ondas, crugía el viento, oíase el esta-
llido del rayo... Nadie parecía. lIonorato, no obs-
tante su valor, se alteró en presencia del espec-
táculo lúgubre y desolador que se ofrecía ä su vis-
ta. En pie, envuelto en su larga capa negra, con-
traído y fatídico el semblante, el Comendador
parecía evocar los espíritus del mal. Con voz alte-
rada y sepulcral gritó por tres veces:
—¡Pog-reisi ¡Pog-reis! ¡Pog-reis!...
Nadie respondió. Un buho enorme lanzó un
chillido fúnebre, y soltó su pesado vuelo desde-
una bóveda maciza como el arco de un puente,
EL COMENDADOR DE MALTA 39:3'

que en otro tiempo sirviera de entrada al claustro -


—Nadie viene—dijo Honorato.—¿No teméis
una emboscada, señor Comendador? Acaso habéis
sido demasiado confiado en la palabra de esos mi-
serables.
—La venganza divina se reviste de todas las
formas—dijo Pedro des Anbiez, y volvió ä caer
en su silencio. Miraba maquinalmente y con aire
de sombría distracción la abertura que antes ser-
vía de poterna al claustro y cuyo interior estaba
anegado en sombra. De repente un pálido relám-
pago de invierno derramó su luz sulfilrea en aque-
lla techumbre y la bañó con lívido fulgor. Estalló
el rayo y por una coincidencia extraña, dos hom-
bres salieron del tenebroso ámbito de la bóveda,
adelantándose á paso lento hacia el Comendador
y Honorato de Berro'. Eran Pog y Erebo. Traía
Pog en la diestra una espada desnuda y rodeaba
con el brazo izquierdo el cuello de Erebo, apo-
yándose dulcemente en él como se apoyaría un
padre sobre su hijo. Erebo también traía una es-
pada desnuda en la mano, yambos seguían su mar-
cha lenta hacia los dos caballeros.
Pedro des Anbiez quedó petrificado sin decir
una palabra; retrocedió repentinamente, asió del
brazo al caballero de Berro ! , y le señaló con el
dedo ä Pog y ä Erebo con gesto de espanto. No obs-
tante la mudanza obrada por los años en las fac-
ciones de Pog, reconoció en él el Comendador ä
Mr. de Mon treull, el marido de Emilia, el hombre á
quien creía haber muerto, y cuyo retrato conser-
vaba por expiación.
—ILos muertos salen de sus tumbas!—dijo en
voz baja tirando de Honorato y retrocediendo un
paso por cada uno que Pog avanzaba hacia Al.
391 EL COMENDADOR DE MALTA
---- --
El caballero de Berrol ignoraba cuánto había de
terrible en esta traged ;a, pero se sintió interior-
mente turbado, mis quede la aparición de los dos
-piratas, del visible terror del Comendador, cuya
intrepidez era tan conocida. Para complemento del
"torbo aparato de esta escena, arreció con violencia
la tempestad, y el rayó tronó con mis frecuencia.
Detúvose Pog.
—¿Me reconoces, dí, me reconoces—dijo al
'Comendador.
—Si no eres una fantasma, te reconozco,—dijo
éste clavando en el marido de Emilia una mirada
inmóvil y estupefacta.
—Je acuerdas de la infeliz mujer cuyo asesi-
no fuiste?...
—Me acuerdo, me acuerdo, y me acuso; ---y se
golpeaba el Comendador con contrición el pecho.
A estas palabras, pronunciadas en voz baja por
Pedro des Anbiez, Erebo, en cuyas facciones se
pintaba una rabia desesperada, levantó su espada
y quiso precipitarse sobre al Comendador. Contú-
volo Pog con mano firme, y le dijo:
—Todavía no.
Apoyó Erebo en tierra la punta de su acero, al-
zando los ojos al cielo.
—Me eres deudor de una reparación sangrien-
ta—dijo Pog.
—Mi vida te pertenece; no levantaré sobre tí
mi espada—respondió el Comendador bajando la
cabeza.
—Has aceptado el combate; tengo tu palabra;
aquí tienes tu adversario; este será el mío—y se-
ñaló Honorato.
—¡Espada en mano, pues!—gritó el caballero de
Berrol, que quería ä toda costa poner término á
EL COMENDADOR DE MALTA 395
esta escena que at su pesar le helaba de espanto, y
te adelantó hacia Pog.
—Primero ellos y luego nosotros—respondió
'Pog.
--¡ Al instante, al instante! —prorrumpió Hono-
rato blandiendo su tizona.
Pog, dirigiéndose ä Pedro des Anbiez, le dijo
=con acento imperante:
—Preven tt tu segundo que aguarde el desen-
lace de tu combate con el joven capitán.
—Caballero, os lo ruego—dijo con resignación
el Comendador.
— IDefiende, pues, tu vida, asesino!—gritó Ere-
bo abalanzándose con la espada levantada sobre
Pedro des Anbiez.
—¡Pero este es un nieol—dijo el Comendador
mirando It su adversario con cierta despreciativa
compasión.
—¡Tu madre, tu madre!—dijo Pog á, Erebo por
lo bajo.
—Sí, un ¡el hijo de los que tú asesinaste!
—exclamó el desdichado, sacudiendo al Comenda-
dor en el rostro con lo llano de su espada.
El lívido semblante del viejo soldado se encen-
dió, y arrebatado por el ultraje se precipitó sobre
Erebo diciendo:—ISeiior, cúmplase tu voluntad!...
Y entonces... entonces se trabó una lucha pa-
rricida, y cual si la naturaleza entera se conmo-
viese de horror á vista de este abominable espec-
táculo, la oscuridad se hizo mis profunda; cruzó
las nubes el rayo, desencadenó/3e el huracan, y las
rocas parecían retemblar en sus cimientos... Y
continuaba la liza parricida con el mismo encar-
nizamiento. Pog, con las manos juntas, se gozaba
con ansia feroz en este horrible espectáculo.
396 EL COMENDADOR DZ MALTA

—IA1 fin.., tras de veinte anos disfruto un


momento de verdadera, de inefable dicha!... ¡True-
na... rayo! ¡Estalla, tempestad!. ¡La naturaleza
entera toma parte en mi venganza!—exclamó con
salvaje alegría.
Honorato, sin poderse descifrar lo que sentía,
gritó desatentado:
—No sé por qué me horroriza este combate...
¡Basta... !natal—Y quiso precipitarse entre Pedro,
des Anbiez y Erebo.
Pog, asistido en este momento de una fuerza
sobrehumana, asió á Honorato y paralizó su in-
tento, diciéndole en voz baja y con acento feroz:
„ —elY mi venganza?
Cayó Erebo.
—Pedro des Anbiez, ¡has muerto tí tu hijo!
¡Mira estas cartas... mira, estos retratos!—gritó.
Pog con voz atronadora que dominó al huracan, y
echó ä loe pies del Comendador el cofrecillo roba-
do por Hadji de la choza de Peyrou.
La exhalación brilló súbita con estruendo inde-
finible. El cielo, las ruinas, los riscos y la mar pa-
recían incendiados. Una terrible explosión hizo
retemblar el suelo; desplomáronse parte de los
restos de la abadía, mientras una manga de viento,
arrancando, arremolinando estrellando todo en su
tránsito, envolvió toda la bahía en su irresistible
y jigantesom torbellino.
EL COMENDADOR DE MALTA 39T

XLI

CONCLUSIÓN

Tres días después del funesto desafío del Co-


mendador des Anbiez y de Erebo, la Galera Ne-
, gra y la polacra de Luquín fondeaban en el puer-
to de la Ciotat. Las nueve de la mailana acababan
de dar en el reloj de la Casa-fuerte. El capitán
Trinquetaille se adelantaba con precaución de
puntillas por la galería donde se celebrara la ce-
remonia de Nochebuena, dirigiéndose al aposento
de Mlle. des Anbiez. Llamó ä la puertecilla del
oratorio, y Estefaneta salió al instante.
—¿Y qué, Luquín?—dijo la joven con aire
inquieto;—¿cómo ha pasado la noche?
—Mal, Estefaneta, muy mal; dice el señor cu-
ra que no hay esperanza alguna.
—¡Pobre muchacho! ¿Y el señor Comendador?
—Siempre en el mismo estado: sentado ä su
cabecera como una estatua; ni un gesto, ni una
palabra; ein ver ni oir... El padre E lzear dice que
si el seilor Comendador pudiera llorar, volvería
en si; si no...
—¿Qué?
—Teme que su cabeza.. .—Y Luquin hizo un
ademan dando á entender que podía temerse la
demencia.
—¡Ah, Dios mío! Si esto sucediese, ¡qué espan-
tosa desgracia que agregar ä tantas otras!
—¿Y Mlle. Reina?—preguntó Luquín.
—Sufriendo de continuo. ¡Esa triste ceremonia
,del bautismo de ayer la ha conmovido en unas
398 EL COMENDADOR DE MALTA

términos!... Quiso Monseñor que fuese madrina,.


con él del infeliz joven pagano que esos infieles lla-
maban Erebo: á no ser por esto, no podría morir
cristiano. ¡A su edad, Dios mío, y no estar ni aun
bautizado! Por fortuna el padre Elzear pensó en
darle ese sacramento. ¡Pobrecillo! Huta esta tar-
de no llevará los nombres cristianos que monse-
ñor y Mlle. le han puesto.
—¿Y Monseñor?—preguntó Luquín.
—¡Oh! estaría ya en pie y al lado (j'el señor
Comendador, si se le dejara; pero dice el cura Mas-.
carolue que un hombre cualquiera habría muerto.
de una herida semejante, y que es preciso que
Monseñor tenga los huesos de la cabeza tan duros
como el hierro para haber resistido á tan terrible.
mazada. Gracias ä Dios, el que se la (lió no -vol-
verá á dar otra. A propósito, ¿sabéis, Estefaneta,
que no se ha podido dar con el cuerpo de Pog-reiE-
bajo los escombros de la abadía?
—Era un infiel, pero ¡morir ein sepultura!—
dijo Estefaneta estremeciéndose... ¿y cómo quedó,
sepultado entre los escombros?
—Os diré lo que Mr. Honorato me ha contado;
él debe saberlo. En el momento en que el desgra-
ciado joven cayó herido por el señor Comendador,.
Pog-reis, como ellos le llamaban, contenía ä mon-
sieur Honorato para impedir que fuera tí separar
los combatientes: de repente, como sabes, estalló
un rayo en medio de la bahía y cayó á bordo de la
Galeona Roja, incendió su Santa Bárbara y voló,
la galeona echando á pique consigo á la otra gale-
ra, ya bastante averiada por la culebrina de maese
Laramée. Ni un solo pirata ha escapado: eran tan
grandes las olas de la bahía, que el mejor nadador
se hubiera anegado en ellas mil veces.
o

EL COMENDADOR DE MALTA 399,


—Pero gy Pog-reis?—reiteró Estefaneta.
—Fué tan fuerte la explosión, que hizo tem-
blar la tierra. Mr. Honorato me ha dicho: “Sor-
prendido el pirata, me soltó entonces, y corrí al
Comendador que se había echado sobre el cuerpo
de su hijo, y le estrechaba sollozando. Hablase
Pog-reis quedado al pie de las ruinas en el mo-
mento de la explosión, cuyos viejos paredones,.
sacudidos por el terromoto y por la impetuosidad
de la manga de aire, vinieron abajo cubriéndole
con sus destrozos. Esta mariana, los pescadores que
han vuelto de la bahía, han dicho que las piedras
son tan grandes, que no las han podido remo-
ver, y han tenido que renunciar ä buscar el cuer-
po de ese bandido. e,
—¿Dios mío, Dios mío! ¡Que acaecimiento, Lu-
quin! ¡Ycómo prueba que el cieloes justo... ¿Eh?...
¡Las dos galeras de esos salteadores voladas; no
escapar siquiera uno y caer sobre Pog-reis los res-
tos de la abadía!
—No hay duda, no hay duda, Estefaneta; bas-
tante ha hecho ya el cielo; pero no lo ha he-
cho todo; aun le queda una cuenta que arreglar.
— Qué queréis decir?
—Al tiempo que oímos en el mar esa explo-
si3n., volviendo á, vela llena á, la Casa-fuerte, y un
poco más aprisa de lo que deseaba, porque la
borrasca impelió 4. mi polacra sobre las olas como
una pluma en los aires.
—;Y qué verdal es esa, Luquín! Bien perdidos
nos creímos. Qué temporal! ¡qué olas! No salíamos
de un peligro más que para caer en otro.
—1S1... sí... bien! gY qué pasó ä un tiro de
«filón de nosotros durante el huracan?
—gYo qué sé? Tenía mucho miedo y mucho que
400 EL COMENDADOR DI MALTA

cuidar de mi señorita para ocuparme de lo que


pasaba cerca de nosotros.
—Cierto es, Estefaneta. Pues bien: era el jabe-
que de ese maldito gitano, que el ifinerno perdonó
en esta costa, no sé por qué. Sf, su jabeque era el
que emparejaba con nosotros. Había por casualidad
anclado su nave bastante distancia de las gale-
ras, y no sufrió nada con la explosión. Dos horas
después, luego que volvió á bordo de la Galera
Negra, 4 Mr. el Comendador, á Mr. Honorato y
ese desdichado joven, valiéndose del increible olvi-
do del Comendador, que descuidó el hacerlo colgar,
tuvo la audacia de darse tí !a vela, y fué el que
vimos pasar junto nosotros, de vuelta sin duda
para el Sur, donde, si el Dios de justicia ha de
completar el ejemplar que ha hecho anegando las
dos galeras llenas de infieles, morirá ahogado 6
abrasado, como yo se lo deseo.
—Vaya, vaya, Luqufn; sois muy rencoroso pa-
ra con ese miserable; no os ocupéis más de él. Al
fin, él ha sido quien nos devolvió la aliara Ne-
gra á Mlle., ó. mf, mis compañeras, d los prisio-
neros y ä maese Isnard con su escribiente, que ha-
cían parte de los cautivos, y no cesaban de lla-
marle su libertador. Tened un poco de compasión
de vuestro prójimo.
—dMi prójimo ese miserable vagabundo? ¿Mi
prójimo?... ¡Prójimo de Satanás!
—10h! sois terrible en vuestros resentimien-
tos.
—1Corriente, bueno!—dijo färioso Luquín;—
he aquí que todavía lo defendéis; no falta ya sind
echarle de menos. Bien me decía 61 que le ten-
dríais en la memoria... Quizás no hacía mal en
decirlo.
EL COMENDADOR DE MALTA 401
—Si, por cierto; porque si empezáis con vues-
tros celos, me lo haréis echar de menos.
—1Echarle de menos... tí él! ¡Y os atrevéis!...
—Sin duda; porque al Menos me dejó en su
barco llorar, desesperarme 4. mis anchas...
—No es eso lo que él decía... ¡hum... hum!...
Lao dulces palabritas de ese charlatán insolente,
han sido capaces de distraeros de un tedio tan pro-
fundo como el que ein duda os oprimía.
Estefaneta iba á responder indignada &su novio,
cuando el eilbatillo de Mlle. des Anbiez la llam,S.
á lo interior del aposento, y entró echando áLyt-
quin una mirada de enojo.
El capitán estaba ti punto de arrepentirse de ta-
les sospechas, cuando el mayordomo Laramée, sa-
liendo repentinamente del cuarto de Raimundo V.
le dijo:
—ILuquín! ven al punto á ayudarme para trae-
ladar á Monseilor adonde está el Comendador; se
halla muy débil para andar, y le llevaremos en su
sillón.
Luquín siguió á Laramée al departamento de
Rai mundo.
Estaba el anciano caballero muy pálido aun;
una gran venda negra rodeaba su cabeza, pero ha-
bía recobrado casi toda su vivacidad y energia. 1-U-
1141mo junto á él el cura Mascarolus.
—dOonque decís, cura, que ese pobre chico 542.
acaba, y que quiere hablarme todavía?
—Sí, Monsehor.
—‹¡Y mi hermano Pedro?
—Monseiior, siempre en igual estado.
—Al instante, al instante, Laramée; échame no
capa, y vamos con tus piernas y las de este mozo,
porque las mías no sabrían aun sostenerme.
402 EL COMENDADOR DE MALTA

Tomó Luquín el sitial de un lado, Laramée de
otro, y transportaron al barón una vasta pieza
ea que estaba postrado Erebo. Encontraron ti la
puerta á Peyrou el vigía, que con ansia aguarda-
ba noticias de 8U antiguo capitán.
Estaba ya trastornada la fisonomía de Erebo
por la proximidad de la muerte. Sus facciones,
poco há tan hermosas, tan puras, se contraían do-
losamente; estaba pálido, con esa fría palidez de
tos moribundos; sus ojos brillaban con resplandor
tanto más vivo, cuanto mis próximo estaba II apa-
garse; era su herida mortal, y no dejaba esperan-
za alguna. Pedro des Anbiez, con los mismos
vestidos que tenia el día de aquel fatal encuentro,
se hallaba sentado á los pies de la cama de su hijo
en una absoluta inmovilidad, inclinada la cabeza
sobre el pecho, las manos sobre las rodillas; fija,
ardiente, clavada en tierra la mirada; no había
dejado esta posición desde la víspera. El padre El-
year, sentado á la cabecera, inclinado sobre Ere-
Lo, sostenía la cabeza al infeliz joven, y le estre-
chaba dulcemente contra su seno con dolorosa
emoción. 11ízose Raimundo V colocar junto al le-
' cho, y se retiraron Luquin y Laramée.
—¿Me perdonará Dios, es verdad, buen religio-
so?—dijo Erebo con débil voz á Elzear;—¿tendrá
piedad de mi ignorancia, y suplirá mi celo? ¡Ay
de mí!... Solo hace dos días que conozco su santa
erdad!
—Espera, espera en su misericordia infinita,
lijo mío; ya eres cristiano. Dos días de arrepenti-
niento, de creencia, redimen de muchas culpas;
ro es la duración de la penitencia, sino la contri -
6n, lo que interesa al Sertor.
Ión,
—¡Ahl moriría con una esperanza mis si mi
EL COYZNDADOE DZ YALTA 403

padre pudiera también perdonarme!—dijo Erebo


*con amargura; luego añadió con extravfo:—¡Oh,
maldición sobre Pog-reis! ¡Ay! ¿por qué me ha-
rían creer, al enseñarme estos retratos, que mi pa-
Are había asesinado á mi madre y á los míos? ¡Ah!
J en qué términos inflamó mi odio! Yo le creí,
porque él, él que siempre fué para mí tan cruel,
lloraba; si, lloraba estrechándome contra su cora-
.zón, y pidiéndome perdón del mal que me habla
causado. Entonces, al ver aquel hombre tan im-
placable llorar, y estrecharme en sus brazos, lo
creí; y luego, yo deseaba que me fuese fatal este
combate; sabía que estaba libre Reina des Anbiez,
y podía ya morir... Y vos, vos, su padre, ¿también
me perdonaréis?—dijo Erebo dirigiéndose Rai-
mundo V.
— Pobre mancebo! ¿pues no me salvaste la
vida en las rocas de 011ioules? Aunque te apode-
raste de mi hija, ¿no la has respetado y defendi-
do? Y por fin, ¿no eres hijo de mi hermano? Y fue-
ra de todo, aunque hijo de un amor culpable, ¡qué
-diablos! ¿no eres de la familia?
—¡Raimundo... Raimundo!—dijo por lo bajo
Elzear ä su hermano en tono de reprensión.
—Pero mi padre... mi padre no me escucha—
.dijo Erebo.—¿Ilabré de morir sin que me diga
hijo mío?—prorrumpió el malhadado joven con
voz decaída. Por un esfuerzo se incorporó, y
echando sus brazos al cuello de Pedro des Anbiez,
y dejando caer su cabeza sobre el seno paternal,
exclamó:—¡Padre mío... padre Trío! ¿no me oís?
Esta desconsolada y espirante exclamación en
que Erebo parecía haber concentrado el resto de
su aliento, fué ä resonar por última vez en el co-
razón de Pedro des Anbiei. Alzó lentamente la
404 EL COMENDADOR DE MALTA

cabeza, miró en su rededor, y luego inclinó la


vista sobre Erebo, que permanecía abrazado su
cuello. Entonces, estrechando su cabeza con am-
bas manos, le dió en la frente un beso eariüoso
de solemne ternura, y recliné suavemente en la
almohada la cabeza de su hijo, diciéndole en voz
baja y con extraüa sonrisa y acento de bondad:
—Hijo, me has llamado y te he oído desde el
fondo de las tinieblas; he venido.., pero me vuel-
vo á ellas. ¡Adios!... ¡Duerme... duerme por siem-
pre, hijo mío!... Y extendió la ropa del leche.
ßobre el rostro de Erebo.
—1Hermano mío!—dijo el padre Elzear quitan-
do el paiio con viveza y mirando asombrado tí Pe--
dro des Anbiez.
Este no pareció advertir nada; había vuelto ti-
sumirse en aquella especie de penar mudo y sor--
do, por decirlo así, de que ya no debía volver.
Erebo se extinguía por momentos. Dijo á Rai --
mundo V:
—El ultimo favor antes de morir.
—II-Tabla, habla, hijo mío! Desde ahora te le,
concedo.
—Quisiera ver una vez, una vez aun, ä vues-
trahija, la que me ha dado un nombre cris--
tiano... También ella ¡ay de mí! tiene demasiado
que perdonarme.
—¿Reina, tu prima, tu madrina? Consiento en
ello con mucho gusto... Elzear, hermano mío,.
¿quieres ir tí prevenirla?
—Son contados los minutos; es preciso pensat
en Dios, hijo mío,—dijo Elzear á Erebo.
—Por piedad, que yo la vea... 6 moriré deses-
perado—dijo Erebo con acento tan penetrante,,
que el padre Elzear salió.
EL. CONEKDADOR DE MALTA 403
Tomó Raimundo V entre sus manos las de au
sobrino; estaban ya heladas.
—INo viene!...—dijo Erebo—y sin embargo,
es preciso que yo...
Ahogóse su voz, y no pudo continuar. Reina se
presentó acompañada del padre Elzear.
Alz6se Erebo sobre el codo izquierdo; con la
mano derecha tuvo bastante fuerza para romper
una cadena de oro que llevaba al cuello, y la alar-
gó tí Reina, señalándole con lánguida sonrisa la
palomita esmaltada que había suspendido de el/a,
tomada en otro tiempo en las rocas de 011ioules,
le dijo:
—Os la devuelvo... ¿me perdonaréis?
—Llevaré siempre esta cadena en memoria del
día en que salvisteis á mi padre:—contestó Rei-
na con angustiosa emoción.
—¿La llevaréis siempre?— dijo Erebo.
— Siempre!--respondió Reina sin poder dete-
ner el llanto.
— Ah! Ahora puedo morir.
El último reflejo de la vida pareció lucir sobre
eu rostro, empañado ya por el hálito de la muerte.
—Hermano—dijo el padre Elzear con voz aus-
tera, levantándose:—este joven va á morir.
Comprendió Raimundo Y que los postreros mo-
mentos de Erebo pertenecían ä Dios; besó% su
sobrino hizo entrar ä Luquín y á Laramée para
que le llevasen, y salió con Reina.
El Comendador había permanecido mudo ó in-
móvil, siempre sentado sobre el lecho de 81.1 hijo
moribundo. Raimundo V le envió ä Peyrou, es-
perando que su vista le volvería en sí. El vigía,
„al acercarse á Pedro des Anbiez, le dijo:
—Señor Comendador, venid.
906 EL COME/M.1MR DE YALTA.
n •n•

Ya fuese que la voz de Peyrou, que tanto tiem-


po hacía no escuchaba, le hiciese demasiada im-
presión, ya que obedeciese á un instinto indefi-
ble, levantóse el Comendador y siguió ti, Peyrou.,.
¡ay! ein echar siquiera una última mirada sobre
au hijo.
Quedó el padre Elzear solo con él. Un cuarto.
de hora después Erebo no existía.

Fué sepultado en el cementerio de la Ciotat.


Los penitentes negros y grises de la villa compu-
sieron su fúnebre comitiva: terminada la ceremo-
nia se dispersaron.
Uno solo persistió largo tiempo sobre su tumba,
¡cosa estrahal Este no había tomado parte en los,.
cánticos ni ritualidades de la Igltsia; no había de-
rramado agua bendita sobre el féretro, y perma-
neció hasta la noche. Entonces ße volvió A, pasos
lentos tí una ensenada en que halló un botecillo,
y se metió en él.
Este fingido penitente era Hadji; había dejado
su jabeque con las velas izadas, y venido ä tierra.
atropellando por todos los peligros, para rendir el
último homenaje ti la memoria del joven que, no.
obstante, había contribuido ä perder. Desde en-
tonces no volvió oirse hablar del gitano.
Pedro des Anbiez continuó hasta el fin de sus
días en un estado que ni era de razón ni de de-
mencia. No se le oyó jamás pronunciar una sola
palabra, aunque siguió habitando la Casa-fuerte..
No respondió ti pregunta alguna. Iba todas las
mafianas ä sentarse junto tí la tumba de su hijo,.
y permanecía allí hasta la tarde, absorto en una,
meditación profunda. Peyrou no le dejaba, pero,
EL COMPNDADOR DE MALTA

no parecía que el Comendador echase de ver su
presencia.
El padre Elzear, tras algunos meses de residen-
cia en la Casa-fuerte, volvió él emprender su vi-
da aventurera de redentor de cautivos, hasta que
su edad no le permitió viajar mis.
Reina no se desposó con Honorato de Berro':
vivió fiel al recuerdo de Erebo.
El caballero se casó algunos altos después, y
Reina fué para Al y su esposa la mejor de la 9
amigas.
Raimundo V curó de sus heridas y cabalgó lar-
go tiempo aun sobre Mistral. El cardenal Riche-
lieu, informado de la valerosa conducta del barón
en el desembarque de los piratas, cerró los ojos
sobre los atropellos del viejo descontento respec-
to tí maese lsnard. Poco tif mpo después, el ma-
riscal de Vitry fué enviado la Bastilla ä con-
secuencia de desavenencias con monseüor el arzo-
bispo de Burdeos. Raimundo V se consideró ven-
gado; y tanto por reconocimiento al cardenal,
cuanto por cálculo, sólo tomó una parte muy ve-
nial en las rebeliones.
El digno Luquín Trinquetaille se desposó con
Estefaneta, y aunque tenía una confianza ciega
en su mujer, y ella la merecía de todas veras, sen-
tía no haber ahogado al gitano.
Masese Laramée murió al servicio del barón.
El venerable cura Mascarolus dió aun intinitaa
recetas maravillosas á Mad. Dulcelina, y esta
construyó aun bastantes nacimientos para las Na-
vidades, que felizmente no se volvieron 4 parecer
al fatal de 1632.
FIN
INDICE

PRIMERA PARTE
Capitula). Paginas.

Introducción 5
I.—Mistral 12
II.—El vigía. 26
111. —Estefaneta 34
IV. —L os novios. 45
V.—La Casa-fuerte. 52
VI.—La cena. 62
VII.—El prometido 73
VIII.—El cuadro 82
EX.—E1 notario 90
X.—El registro 98
XL—El gitano 113
XII.—La guzla del emir 120
XIII.—Celos 128
XIV.—La notificación 136
XV.—Los prohombres de la matrícula 147
XVI. —El juicio 159
XVII. —El anteojo de larga vista. 177
XVIII.—El pliego 186
XIX.—El sacrificio 192
XX. —La Nuestra señora de los Do-
lores 202
XXI.—EI hermano de la Merced 209
XXII.—El Comendador 218
410 INDICE

XXIII.—La polaora. 227


XX1V.—La Galeona Roja y la Sibarita 234-
XXV.—Pog y Erebo 245.
XXVI.—Conversación 256-
XXVIL—Hadji 268.
XXVIII.—La Nochebuena 277
XXIX.—E1 arresto 293
XXX.—E1 desembarco. 300-
XXX 1.—EI jabeque 3103
XXX I I . —Descubrimiento 327
XXXII I.—Las cartas 331
XXXIV.--E1 asesino. 343
XXXV.- Proyectos. 350,
XXXVI.—La entrevista 356.
XXXVII.—Los tres hermanos 363
XXXVIII.—Peparativos de combate 371
X X X IX . — E I desafío 381
• XL.— El combate 390,
X LI.--Lonclasión 39T

0BI-t' AS PUBLICADAS

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Ámaury, por Alejandro Dumas, (padre) 1'50
Las mujeres todavía, por Alfonso Karr. 1
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ra y segunda parte), por D. Ramón de
Campoamor (única edición completa) 3
Ristorta de un hombre cateada por sic
esqueleto, por don Manuel Fernández
y González 1 '25
Historia de Sibila, por Octavio Feuillet 2
He'va, por Mery 1
Genoveva, por Alfonso Karr 1'5(Y
El comendador de Malta, por Eugenio
Süe. 2
Adolfo, por Benjamín Constant 0,50.
La nariz de un notario, por Edmundo
About
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EL IFOLLETIIIN
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Atar-Gull, por el mismo. —Dos pesetas.
Bajo los Tilos, por Alfonso Karr.— Tres pesetas.
Las mujeres, por el mismo.—Dos pesetas.
Una hora más tarde, por el mismo.— Tres pesetas.
El camino más corto, por el mismo.— Tres pesetas.
Fa sostenido, por el mismo.— Una peseta.
Hortensia, por el mismo.— Una peseta.
Madama Bobary, por Gustavo Flaubert.-7respesetas.
Mademoiselle de Maripin, por Teófilo Gautier.— Tres pe-
setas.
Cantes flamencos, colección escogida de lo mejor que ha
producido la musa popular.— Tres pesetas.
Gente nueva, por Luís Parfs.—Dos pesetas.
Acicate de la Alegría. —Colección de epigramas y fra-
ses ingeniosas con láminas.)— Tres pesetas.

kt
z

1)1111 IS 1 111.1C 'i I tS

Pesetas.
El /ii . i.o e'ri e/ ralle. por Balzac. . . . . 1 '5()
A maury, por Alejandro Damas, .(padre) 1 '74)
' . i.La- mujeres tod(,ria. por Alfonso Karr. 1 •
Los pequeito.c poemas, dos tomos (prime-
ra y segunda parte), ,por 1). Ball-mili dc
Campoamor (tinica edicidn completa). :i
Historia de vu ltombr(eoulada por sv
esqueleto, por D. Manuel Fernández
y González.
Historia de 8ibila, por Octavio Feuillet . 2.25 1
He'va, por Mery. 1
gimorera, por Alfonso han. l ,:-. A.)
E/ comedidad(» . de Halla, por Eugenio .
Süe 2
Adolfo, por Benjainin Constünt 11"50
a
La nariz de u t not«rio, por Edmundo
About 11'5(1
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La guerra de I. piiiji-rys, por Alejandro Duma.


Obispo, rosado y rey, por D. Manuel Fernández. y liton-
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