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Cuando me di cuenta a mis 23 años que había quedado embarazada por error, no

fue porque una prueba de farmacia o una menstruación retardada me lo confirmaran:


fue sumergida en lo hondo de una noche de insomnio que lo constaté. Algo como un
trueno de luz, no sé, que me recorrió la mente esa noche, me obligó a pensar en la
última vez que había tenido relaciones sexuales con mi compañero de ese momento.
Sentí algo cercano a lo que le llaman ‘intuición’: las auroras de mi tranquilidad se
soltaron por todo el cuarto, alertándome de que algo dentro de mi cuerpo estaba
cambiando. Las busqué desesperada con mis ojos ciegos, en la más abyecta
obscuridad, sin lograr atraparlas.
Tuve que dejarlas ir esa noche, para conciliar horas con el sueño. Sin embargo, justo
antes de caer en su vacío, las vi danzar. Bailaban al ritmo de una pequeña luciérnaga
que consiguió entrar a mi cuarto sin que yo le abriera la puerta. Muy silenciosa, se
quedó conmigo, acunándome con sus poquísimos fuegos. Sin querer quizá, me
auguró muchísima calidez. Sentí su energía abrazarme con una gran calma y
susurrarme al oído que ‘todo estaría bien’, aunque todavía no supiera el porqué. Fue
gracias a ella que pude levantarme entera al siguiente día.
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No vi a mi compañero durante los cuatro o cinco días que le siguieron al augurio de
la luciérnaga, pero le comuniqué todo lo que sentía en cuanto pude. Así a distancia,
comenzamos a dibujar escenarios sobre unos cielos despejadísimos de abril: y si
estoy embarazada, qué hacemos, cómo averiguamos cuántas semanas tengo, será
que solo estoy poniéndome paranoica, podría ser una equivocada asociación de
ideas perdidas por mi mente, o tal vez no, pero si sí, bueno, yo no pongo en duda mi
decisión, y esta es abortar.
De mi compañero no hubo negativas ni malestares, sino dudas: cómo pudimos haber
fallado, quizá calculamos todo mal, pero si tu período siempre ha sido bien regular,
no entiendo cómo podría pasar, quizá deberíamos haber tomado una pastilla del día
siguiente esa noche, como nos pasó otra vez que se nos quedó el condón adentro y
casi nos cagamos de pavor. Pero bueno, me dijo, va a salir todo bien, con un tono
más nervioso de lo normal. Sé cómo se sentía, porque yo se lo transmití, y él bien
que lo acogió. Hicimos equipo juntos desde el inicio, cuando finalmente el calendario
dio la fecha en la cual yo tenía que comenzar a menstruar y, una semana después,
la sangre solo no llegó.
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Las vacaciones terminaron y el miedo arribó de golpe, como canícula cuando debería
haber lluvia. Con el reloj de mis estaciones completamente detenido, me sentí
desvestida y en soledad, viendo directamente hacia una tormenta que viajaba a paso
galopado para encontrarme. Sus vientos huracanados me ahogaron de súbito en un
solo pensamiento: qué putas voy a hacer yo con un niño ahora si apenas he logrado
salir adelante con mi vida, pensé, volviendo al centro de mi decisión primaria. Así que
al día siguiente me hice de todos los recursos que tenía a la mano para investigar
bien cómo interrumpir mi embarazo no deseado.
Luego de escribir ‘cómo abortar segura’ en el buscador de Google, comencé a dar
todos mis clics en diferentes portales siguiendo algunos cálculos vagos sobre mi
estado. Traté de discernir aquellos que pudieran darme la información más confiable
posible y, para mi sorpresa, todos provenían de redes feministas en México,
Argentina y otros países latinoamericanos.
Después de sucesivos desvaríos, encontré mucho más de lo que buscaba: un camino
ya trazado por el aprendizaje de muchas anteriores a mí en cómo recobrar poderes
extirpados de nuestros cuerpos femeninos. Cada página que leía era una puerta a
sufrimientos antiguos, pero también a los cálices pletóricos de saberes de todas las
de mi especie. Estudié bien los pasos y compases que debía dar en los siguientes
días, hasta constatar que el procedimiento más seguro para mí era el misoprostol.
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En El Salvador, puesto que todo tipo de aborto –espontáneo o voluntario– está
penalizado por la ley, lo que estaba por hacer es ilegal. Averigüé que esas pastillas
solo las vendían en el mercado negro o en farmacias bajo recetas médicas
especializadas y dosis específicas, lo cual estaba descartado. Con mi compañero
nos sentimos enrejados, hasta que compartimos con algunas personas cercanas
nuestro dilema y la sorpresa nos tomó por asalto: resulta que detrás de la confianza
había cuatro, cinco, muchas más historias de mujeres que habían abortado en este
país en el más oscuro anonimato. Todas, unas más acomodadas que otras, al menos
habían sobrevivido, pero mientras casi todas consiguieron lo que buscaban, los
dolores indecibles de la mayoría de ellas seguían haciendo un eco terrible: úlceras
cancerígenas, arrepentimiento perpetuo, exilio social, soledad.
Sentí mi cuerpo paralizarse, aprisionado por una congoja ajena, pero mía al fin: quién
me aseguraba que mi cuerpo no tendría una hemorragia que me enviara a la cárcel,
o que nada me causaría daños irreversibles. Así que, mientras se llegaba el momento
ideal para tomarme las pastillas, comencé a recorrer los días queriendo morir de tajo
y acabar con toda posibilidad de pasar por un calvario. Cada bus que tomaba me
llevaba por callejones suicidas. Dormía mucho: no sentir era lo único que me
apaciguaba.
Lo único que pudo sacarme de ese bosque tupido de incertidumbre fueron las
compañeras: las que comparten en blogs su felicidad luego de practicarse un aborto
donde este es legal, las que tuitean información y apoyo a quienes vivimos en la
clandestinidad, las que ocupan las redes sociales para extender fortísimas telarañas
de oceánica solidaridad, donde sea que se esté, las feministas. Ellas también me
enseñaron que al menos yo tenía una salida segura: que son más de diecisiete mil
mujeres en la historia de El Salvador que han sido castigadas por las leyes y voces
masculinas de un Estado en guerra con nuestros cuerpos, con nuestra libertad para
decidir qué es mejor para ellas, para todas nosotras. Solo junto a ellas, dejándome
sumergir en la profunda densidad de nuestras vidas comunes, me hice de la entereza
suficiente para ponerle fecha al misoprostol.
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Ese día, fue como si un coraje multitudinario me habitara y le ayudara a mi vientre a
respirar tranquilamente antes de comenzar su tarea liberadora. Con plena claridad
de lo que se venía, procedí a introducir hasta cuatro pastillas en las honduras de mi
útero. Dos películas después, el fervor volcánico de mi vientre comenzó a despertar.
Poco a poco su fogoso palpitar fue incrementando, estrujándome los huesos cada
vez más fuerte. Mi piel gritaba, erizada por ventarrones glaciares sucedáneos, en los
puntos más álgidos del dolor.
Y entonces, el descargo: sentí mis cavidades completamente liberadas de temblores
y sus escombros. Luego de varias horas, mi cuerpo reaccionó con una atrevidísima
sonrisa. Tomá agua, te sobo un rato más, tranquila, que ya pasó, escuchaba a mi
compañero decir desde lo que parecía otra latitud. Adormitada, toda actividad
magmática de este día se fue disipando. Tras un breve recorrido por los linderos
cenizos de mis valles, aun incandescentes, me fui a dormir.
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Los restos de lava que quedaron después de la erupción tomaron varias semanas en
enfriarse. Pero mis campos, que nunca habían conocido el ímpetu del fuego, no
podían estar más agradecidos: toda roca nueva que se formaba eran cúmulos
planetarios de minerales nuevos. Ardimos por muchos días más, pero nos
renovamos, tal cual lo ha venido haciendo la tierra con cada cambio de era geológica
y cada semilla que batalla por germinar.
No sé cómo describir mejor ese viaje experimentado, pero quiero hoy ser un pequeño
testimonio de su intangible memoria, porque es esta la que rebasa mi existencia.
Antes de ese día, yo no sabía que el cuerpo que poseo era mío. Pasé años
cediéndole la conciencia de mis sentidos y la autoridad de mi cuerpo a cualquier otro
ente: a las monjas de mi colegio, a la evasiva tranquilidad de mis padres, a los
incesantes juicios de la sociedad que me rodeaba, hasta a quienes me juraron en
algún momento quererme o amarme más que nadie y que por esta razón “ellos
sabían lo que era mejor para mí”.
Abortar fue mi encuentro personal con el feminismo, mi reencuentro íntimo con mí
misma y con mis hermanas mujeres; en fin, con la potestad infinita de rebelarme a
todas las opresiones que nos son impuestos como destinos de los que no podemos
escapar. En ese entonces, leer o escuchar esa palabra me causaba temor. Le miraba
con admiración, sí, pero también me intimidaba: como cuando una observa una
muralla kilométrica, cerrada por una llave reservada a las más estudiadas, y de cuyas
entrañas no se vuelve más a ser la misma. Nada más imaginario que eso.
Lo cierto es que no hay una única puerta de entrada a este mundo, precisamente
porque no tiene fronteras ni patrias específicas que le delimiten. Yo me encontré con
su fuerza milenaria en mis propios valles, en el tránsito de los ciclos lunares de otras
mujeres que conocí por mis órbitas estelares. Es al dejar que su humedad te cale los
huesos que esta te dota de poderes, hasta ese momento, desconocidos por vos
misma.
Es cierto que no hay tierra conocida que no haya nacido accidentada o esté exenta
cada tanto de sufrir tormentas, oleadas de frío o conflictos incendiarios. Pero si hay
lugar donde podemos todas ayudarnos a que nuestras conciencias y autonomías
florezcan a partir de nuestras características geológicas, fauna viviente y pasados
particulares, es este.

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