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JOHN KING FAIRBANK

CHINA
UNA NUEVA HISTORIA
PREFACIO

La modernización que define la fase actual de la gran revolución china ha hecho de este país,
a partir de la década de 1970, un lugar más variado y dinámico. La expresión “una China, una
cultura” puede ser todavía el patriótico lema de 1.250.000.000 ciudadanos chinos haciéndose
eco del persistente y antiguo ideal de unidad política de la élite gobernante confuciana. Pero,
desde la década de 1930, la experiencia china, en lo que a invasiones, rebeliones, guerras
civiles y reformas se refiere, ha frustrado esa antigua aspiración a la autocracia central y a la
aquiescencia local. La educación y la modernización económica, que están alcanzando
masivamente a la población china, crean nuevas oportunidades, nuevas carreras y un nuevo
estilo de vida; las ideas y las instituciones políticas no pueden quedarse atrás.
Junto con esta transformación en la vida de los chinos, los estudios sobre China han adquirido
un nuevo dinamismo en todo el mundo. Durante los últimos veinte años, un enorme flujo de
doctas monografías ha comenzado a modernizar nuestro punto de vista acerca de la historia y
a las instituciones de China; esta nueva visión ha dejado obsoleto el antiguo enfoque todo-
acerca-de-China de los sinólogos que consideraban al país como una sola entidad habitada por
“los chinos”. Excavando en miles de sitios diferentes, investigando en interminables archivos,
estudiando en terreno los asentamientos humanos, arqueólogos, historiadores y cientistas
sociales han comenzado a romper ese concepto monolítico de una sola China.
Este libro debe mucho a esos nuevos trabajos. No obstante, la perpetua falta de equilibrio
entre indicio reciente e interpretación proporciona a cualquier nueva historia un perfil confuso,
ligado a muchas preguntas sin respuesta. El sendero de la sabiduría histórica consiste
entonces en averiguar cuáles son los asuntos que todavía se encuentran en discusión, y en
identificar las interrogantes que hoy importan, no en tratar de resolverlas aquí y ahora.
Nuestras bibliotecas están llenas de trabajos de escritores que afirmaban saberlo todo acerca
de China: no podían ver cuánto no sabían. La expansión de nuestro conocimiento ha ampliado
también la circunferencia de nuestra ignorancia.
Esta obra propone lo siguiente: después de realizar un primer acercamiento a la escena china,
pasaremos, en primer lugar, al capítulo más nuevo de esta nueva historia, a la prehistoria
china. En efecto, desde 1920 la arqueología se ha ido abriendo paso a través de la gruesa capa
de mitos y leyendas chinas, confirmándolos en gran parte: las excavaciones científicas han
hallado al Hombre de Pekín, descrito el crecimiento de la China neolítica y desenterrado
riquezas de la Edad de Bronce de las otrora legendarias dinastías Shang y Xia. Así pues,
comenzaremos con un cuadro sólido de la extraordinaria continuidad experimentada por una
civilización vastamente autónoma.
A continuación investigaremos el crecimiento de la autocracia imperial, de la élite, y del Estado
y la sociedad que gobernaron. Los nuevos estudios acerca de los períodos más importantes
-Han, Tang, Song, Ming y Qing- nos permiten apreciar la soflsticación de los logros de China.
Nunca tan pocos gobernaron a tantos durante tanto tiempo. Sin embargo, este éxito de la
autocracia y el elitismo provocó a su vez un gran problema: el liderazgo ritual del soberano, la
autoinculcación de principios morales en la élite, los astutos mecanismos autorreguladores de
la burocracia, y los violentos castigos que se mantenían en reserva, todo, creó una civilización
autosuficiente y autoperpetuada, que no llegó a formar una nación-estado con un gobierno
motivado para liderar la modernización del país.
Al examinar la historia de China durante los últimos dos mil años, se observa una gran
paradoja con la que hoy todos los patriotas chinos se sienten incómodos: en comparación con
Europa, la China de los siglos XI y XII era una nación precursora, mucho más adelantada en
diversos aspectos relativos a la civilización; durante los siglos XIX y XX, en cambio, se
encontraba muy rezagada. Cuando Francís Bacon afirmó, alrededor de 1620, que el mundo se
estaba renovando gracias a la imprenta, la pólvora y el imán, jamás mencionó que las tres
invenciones aparecieron por primera vez en China. Hoy, en cambio, sí se reconoce que la
China del año 1200 d. C. se hallaba, en general, más adelantada que Europa. Entonces, ¿cómo
y por qué China se quedó atrás? Siendo una de las poblaciones más numerosas del mundo,
¿qué hizo que los chinos se retrasaran en el camino de la modernidad? Si hasta el siglo XVIII se
podían comparar, a grandes rasgos, las condiciones de vida y las comodidades en China y en
Europa, ¿por qué China falló tan estrepitosamente al momento de seguir los pasos de Europa
hacia la industrialización? Para una incógnita de tal magnitud no existen respuestas
unicausales. En la segunda parte de este libro abordamos el problema desde diversos puntos
de vista.
La tercera parte está dedicada a la ascensión al poder del Partido Comunista chino, liderado
por Mao Zedong, y la cuarta parte a sus impresionantes vicisitudes a partir de 1949. En la
década de 1890, cuando la modernidad se integró en el pensamiento chino, se hizo evidente
que ningún modelo extranjero sería adecuado para su propia situación, que se ensayarían
muchos modelos pero ninguno sería idóneo, y que el creativo pueblo chino tendría que
encontrar, a su manera, su propia salvación. Ya que tuvieron un único pasado, tendrían su
propio y único futuro.
Esta conclusión, inquietante para muchos, hoy coincide con que el mundo entero está
advirtiendo que la especie Homo sapiens sapiens -como tranquilizadoramente se ha
autodenominado- está, en sí misma, en peligro. El siglo XX ha visto más sufrimiento, muerte y
agresión causados por el hombre en el medio ambiente que todos los siglos anteriores juntos.
Quizá los chinos finalmente se han unido al gran mundo exterior justo a tiempo para participar
de su colapso. Unos pocos observadores, menos pesimistas, creen que en el fondo lo único
que nos puede salvar es una capacidad de supervivencia como la demostrada por los chinos
durante tres milenios.
Si ahora, mejor informados, damos una mirada a la larga historia de China, a sus reformas,
rebeliones y revoluciones de múltiples vías, y al relato de sus admirables éxitos y dolorosos
fracasos en el presente siglo, puede que sepamos dilucidar las circunstancias actuales y las
tendencias a largo plazo que darán forma al futuro de China y afectarán, de paso, el nuestro.

J. K. F.
12 de septiembre de 1991
INTRODUCCION

Enfoques para la comprensión de la historia


de China

La variedad de las perspectivas históricas

El que quienes mejor conocen la historia china sean los chinos, del mismo modo que en
América y Europa es donde más se sabe acerca de la historia occidental, genera perspectivas
discordantes entre China y el resto del mundo. Los chinos, por ejemplo, saben que los líderes
tribales manchúes dieron a su nuevo estado el nombre de Qing (“puro”) en 1636, año en que
los norteamericanos -por lo menos los de las cercanías de Boston- recuerdan la fundación de
Harvard, la primera universidad del Nuevo Mundo. Cuando cerca de dos millones de manchúes
comenzaron a dominar a cerca de ciento veinte millones de chinos, la dinastía Qing habría de
regir 267 años más, durante los cuales aquella cifra aumentó a casi cuatrocientos millones. A
mediados de la década de 1770, mientras los Qing -que gobernaban el imperio chino desde
Pekín- completaban su conquista de Mongolia, Asia Central y el Tíbet, unos pocos millones de
rebeldes norteamericanos declaraban en sus trece colonias su independencia de Gran Bretaña.
Ahora que Estados Unidos se ha convertido en el sucesor de la Francia del siglo XVIII y de la
Gran Bretaña del siglo XIX, la perspectiva histórica es más necesaria que nunca. La
democrática economía de mercado de Estados Unidos enfrenta en China a la última dictadura
comunista; tras el comunismo chino, sin embargo, descansa una autocracia exitosa que posee
la tradición más prolongada del mundo. Ahora se busca una modernización económica sin la
democracia representativa que los norteamericanos consideran que ha sido su especial
contribución a la salvación del mundo. Convendría que los ciudadanos norteamericanos,
proclives a romper con la dictadura china, recordaran las dificultades que su propio país ha
experimentado en el ejercicio de la libertad y el poder, lo cual, por cierto, cuestiona la aptitud
del modelo norteamericano para la transformación moderna de China. Es más, desde hace un
tiempo Estados Unidos está teniendo problemas con sus líderes nacionales: un mandatario fue
asesinado por razones aún desconocidas, acerca de las cuales preferimos no indagar; otro
Presidente renunció para evitar el impeachment al que se hizo merecedor por mentiroso; un
mandatario más reciente, venido de Hollywood, vivió una vida de fantasía, mintiéndose a sí
mismo y a la gente para hacernos sentir bien, mientras creaba una clase socioeconómica
inferior, indigna de nuestra democracia, y finalizaba la Guerra Fría con la Unión Soviética.
Entretanto, en la lejana China, el Presidente Mao Zedong mataba a millones de chinos en
nombre de la lucha de clases y en beneficio de la revolución. Sus sucesores se hallaban tan
sumergidos en la tradición autocrática china que, en 1989, al verse enfrentados a gente
desarmada que pedía democracia, cometieron el error de enviar tanques a derribar a
centenares de ellos de cara a la televisión y a la hora de mayor audiencia.
Hoy, los ancianos en Pekín no desean una China sumida en la cultura popular del mundo
capitalista. Los académicos norteamericanos acogen con satisfacción a 40 mil estudiantes
chinos, deseando que piensen libremente acerca de los problemas actuales, lo que en
Norteamérica significa entre otras cosas el narcotráfico, el comercio de armas y los baleos en
las calles. Los chinos, por su parte, deben reducir su índice de natalidad para no ahogarse en
una población de más de mil millones de habitantes: una vía es el infanticidio femenino, otras
son el control de la natalidad y el aborto. En tanto, muchos norteamericanos desean salvar
cada feto por considerarlo un ser humano sagrado, sin que importen su madre o su futuro.
Entre todas estas extrañas y mordaces ironías que obsesionan a los patriotas chinos, aún
queda una pregunta sin responder. El imperio Han fue contemporáneo del imperio romano,
aunque más grande y poderoso. De hecho, China fue alguna vez la mayor civilización del
mundo, no sólo comparable a Roma, sino mucho más adelantada que la Europa medieval. El
historiador de la economía Albert Feuerwerker, enemigo de la hipérbole, señala que desde el
año 1000 hasta el 1500 de la era cristiana “ninguna comparación de productividad agrícola,
habilidad industrial, complejidad comercial, riqueza urbana o estándar de vida (sin mencionar
la sofisticación burocrática y los logros culturales) pondrían a Europa a la par con el imperio
chino” (citado en Ropp, 1990). Entonces, ¿por qué China se quedó atrás en los tiempos
modernos? ¿Cómo pudieron los imperialistas occidentales, e incluso los japoneses,
menospreciar a China en forma tan degradante a fines del siglo XIX?
La respuesta reside parcialmente en China y parcialmente en Occidente. La ciencia y la
tecnología han estado transformando de manera radical el mundo moderno a partir de la
Revolución Industrial, que comenzó alrededor del año 1750 en Inglaterra. Desde 1978, el
objetivo nacional de China ha sido la “modernización”. El intenso drama de un gran pueblo que
reaparece en la modernidad es conmovedor particularmente en este caso, debido a la fuerte
convicción del pueblo chino sobre su innata superioridad. En general, el siglo XX ha reconocido
la calidad superlativa de los bronces Shang, las pinturas Song y otros aspectos del patrimonio
chino; además, desde 1950 Joseph Needham y sus colaboradores han descrito en los más de
catorce volúmenes de Ciencia y Civilización en China la impresionante serie de tempranos
descubrimientos e invenciones chinas, más allá de los bien conocidos casos del papel, la
imprenta, la pólvora y el compás. Nathan Sívin sugiere que la ciencia premoderna, en China y
en Europa, en la superficie se parecen más entre sí de lo que cualquiera de las dos se asemeja
a la ciencia moderna. A pesar de que Europa heredó formas de pensar que la situaron en
mejor posición para cuando llegara el pensamiento científico, en ninguno de los dos casos
existía nexo alguno entre ciencia y tecnología, entre el erudito teórico y el artesano práctico.
La combinación dinámica de ciencia y tecnología es una creación moderna.
Sivin también se refiere a cómo, por ejemplo, la notable eficacia del ábaco chino como
calculadora se basaba en aproximadamente doce dígitos en disposición lineal; de este modo,
resultó inútil para el álgebra avanzada. Sivin sugiere que la relativa carencia de innovaciones
matemáticas chinas desde mediados del siglo XIV hasta el XVII puede haber sido el precio que
se pagó a cambio de la conveniencia del ábaco. Aquí tenemos un ejemplo de cómo la precoz
inventiva china pudo perjudicar posteriormente al país. En efecto, debo decir que justamente
esa superioridad ostentada por la China Song se convertiría alrededor del año 1800 en una de
las fuentes de su retraso, como si todos los grandes logros llevaran en sí mismos las semillas
de su osificación.
Ahora se reconoce que la precocidad china no se limitaba a las artes y a la tecnología. Es un
hecho que la antigua China constituyó un Estado autocrático con una administración
burocrática, contabilidad, selección de funcionarios por sus méritos según diversos exámenes,
y un control centralizado sobre la economía, la sociedad, la literatura y el pensamiento. Esta
autocracia china hacía presagiar el surgimiento del Estado absolutista moderno de la Europa
del siglo XVII, pero nuestro repertorio de conceptos de ciencias sociales, derivado de la
experiencia pluralista occidental, aún no se ha adecuado para reconocer este temprano logro
chino.
Si queremos entender los factores sociales y humanos que determinaron que China fuera
quedando a la zaga de Occidente en la era moderna, debemos acercarnos a su prehistoria, a
su economía arrocera, a su sistema familiar, a los invasores del Asia Interior, al pensamiento
clásico y a muchas otras características de esta gran civilización. Comencemos por identificar
ciertos enfoques decisivos para la comprensión de China.

Geografía: el contraste entre el norte y el sur

Nuestra idea acerca de la diversidad de China es primeramente visual. El viajero que atraviesa
los grises bancos de niebla, las brumas y el brillo del sol de China continental suele identificar
dos paisajes típicos: uno de China del Norte y otro de China del Sur (ver Mapa 1). Sobre la seca
llanura de China del Norte, al sur de Pekín, donde floreció por primera vez la civilización china,
se puede apreciar durante el verano una infinita extensión de prados, interrumpidos por zonas
de un verde aún más oscuro, los árboles de las aldeas cercadas con muros de tierra. El paisaje
es muy similar al del Medio Oeste norteamericano de hace algunas décadas, en que las
granjas con sus arboledas se encontraban separadas unas de otras aproximadamente por 800
metros. Sin embargo, donde la zona maicera norteamericana tiene una sola granja, en la
llanura de China del Norte existe una aldea completa. Mientras la familia de un granjero
norteamericano dispone sus barracas y graneros dispersos entre sus campos de Iowa o Illinois,
a una distancia de 800 metros de sus vecinos, en China una comunidad entera, compuesta por
varios cientos de personas, vive en su aldea salpicada de árboles, a 800 metros de las aldeas
vecinas. A pesar de su experiencia granjera, el pueblo norteamericano es incapaz de apreciar
cómo la densidad de población sutilmente condiciona cada acto y pensamiento de un
agricultor chino.
En China del Sur el cuadro es completamente distinto, y no se asemeja en nada a lo que los
norteamericanos están acostumbrados. Allí, durante la mayor parte del año los arrozales están
inundados; desde el aire, sólo se distingue una gran superficie de agua. El terreno verde es
escarpado, y las planas terrazas arroceras en forma de media luna se elevan casi hasta la cima
de cada colina, descendiendo del mismo modo por el otro costado, terraza sobre terraza en
una sucesión infinita, conformando con cada terraplén una capa de tierra, como las líneas de
nivel en el mapa de un geógrafo. De hecho, el modelo cuno de las terrazas arroceras vistas
desde la altura constituye un indicio visual de la pendiente de los valles sobre los cuales éstas
se construyen: las fajas cóncavas de arrozales son angostas en la cima de las colinas, las
terrazas inferiores se hacen más anchas y más largas a medida que van descendiendo hasta
llegar al suelo del valle. En muchos de los terraplenes se construyen senderos de piedra que
forman intrincadas figuras. Si el día está despejado, desde el aire uno puede ver el brillante
reflejo del sol sobre las aguas de los arrozales, que parece surgir a través de los campos desde
el agua, de modo que todo el florido conjunto de terraplenes, senderos y cimas parece fluir
como una gran pantalla rodante, una filigrana negra qu.e atraviesa el brillo plateado del agua
que resplandece.
Nadie puede volar sobre las verdes colinas escarpadas del sur sin preguntarse dónde viven los
mil y tantos millones de personas de China y qué comen: las vastas extensiones de montañas
y valles no parecen muy cultivables ni estar más que escasamente pobladas. Esta impresión
de un gigantesco paisaje vacío se ve reflejada estadísticamente en el cálculo de que seis
séptimos de la población deben vivir en el único tercio de la tierra que es cultivable (ver Mapa
2). La zona poblada de China corresponde aproximadamente a la mitad de la parte poblada de
Estados Unidos, aunque posee cinco veces más habitantes; es decir, en cada milla cuadrada
(260 hectáreas) de tierra cultivada en ios valles y llanuras viven alrededor de dos mil
personas. Estados Unidos posee cerca de 147.060.000 de hectáreas cultivadas, y todavía
podría aumentar considerablemente esa superficie; China quizás tenga 116.000.000 de
hectáreas de tierra cultivada (menos de medio acre de tierra fértil por persona), con pocas
posibilidades de ampliar significativamente esa zona, incluso si se utiliza en forma más
intensiva. En pocas palabras, China debe alimentar a alrededor del 23% de la población
mundial con sólo un 7% de la tierra cultivable del mundo.
El área seca, de .trigo y mijo, de China del Norte y las húmedas zonas arroceras del sur se
hallan divididas por una línea casi a medio camino entre el río Amarillo (Huang) y el río
Yangtsé, en el paralelo 33 (ver Mapa 3). La lluvia, el suelo, la temperatura y las diversas
costumbres crean contrastes impresionantes entre estas dos regiones económicas.
En China, los patrones de lluvia están determinados por el terreno. La gran masa de tierra de
Asia cambia de temperatura más rápidamente de lo que lo hace el Océano Pacífico occidental
y sus corrientes, y el frío aire seco que durante los meses de invierno sopla sobre el continente
tiende a fluir en dirección sureste hacia el mar, provocando un mínimo de precipitaciones. Por
el contrario, el monzón de verano que viene del Mar de China del Sur con aire cargado de
humedad es atraído en dirección norte sobre la masa de tierra por el aire caliente que se eleva
sobre él, y las precipitaciones ocurren principalmente en el verano. El viento de verano
proveniente del sur cruza primero las colinas de China del Sur, las cuales reciben fuertes
lluvias en forma relativamente periódica. China del Norte recibe por lo general menos lluvia, y
durante décadas la cantidad de precipitaciones ha variado hasta en un 30% de un año a otro.
El promedio de lluvia anual en la llanura de China del Norte es de 500 a 640 milímetros
aproximadamente, como en la gran región norteamericana de secano, y resulta apenas
suficiente para mantener los cultivos en el mejor de los casos. Esta alta variabilidad de las
lluvias de año en año amenaza constantemente con provocar sequía y hambruna.
Los crudos inviernos continentales de China del Norte, parecidos a los del Medio Oeste
norteamericano, restringen la temporada de cultivo a cerca de la mitad del año. En el extremo
sur, en cambio, se cultiva durante todo el año y el arroz se recoge dos e incluso tres veces.
Esto explica por qué la mayoría de los chinos vive en la región arrocera del sur, más fecunda.
Hasta hace muy poco, el arroz, con su enorme consumo de agua y trabajo, producía más del
doble de alimentos que el cultivo de trigo.
Tanto en el norte como en el sur, los recursos naturales se complementan con el incansable
esfuerzo humano, del cual la industria del abono de letrina es sólo una de sus formas más
espectaculares: sin devolver los excrementos humanos -o fertilizantes químicos equivalentes-
a la tierra, ninguna región de China podría producir suficientes cosechas para alimentar a su
actual población. Así, cada centro urbano mantiene sus regiones fértiles circundantes
cultivadas con hortalizas. Desde el aire, las ciudades chinas se ven rodeadas por tupidas zonas
de verdes siembras que se van desvaneciendo hacia la periferia.
Los antiguos viajeros comparaban China con Europa basándose en la variedad de sus
lenguajes y el tamaño de sus distintas provincias (ver Mapa 4). Por ejemplo, cada una de las
tres regiones a lo largo del curso del río Yangtsé -Sichuan al oeste, las provincias gemelas de
Hubei al norte y Hunan al sur, y el bajo delta del Yangtsé- es comparable en área a Alemania,
cada una con mayor población. Las diferencias en los dialectos, las artes culinarias y las
tradiciones socioculturales de cada una de las grandes provincias chinas podrían ser objeto de
interminables conversaciones de sobremesa, pero el hecho es que dichas provincias son
esencialmente subdivisiones administrativas. Una nueva propuesta consiste en dividir el país,
con fines analíticos, en regiones según su geografía económica.

En el último cuarto de siglo, y a raíz de su labor en mercadotecnia y urbanización, G. William


Skinner ha dividido China en macrorregiones, cada una centrada alrededor de la cuenca de un
río (ver Mapa 5). Cada región posee un núcleo populoso y productivo sobre una vía fluvial, y un
área periférica menos populosa y menos productiva sobre un terreno montañoso o árido.
Como es obvio, el área central es mucho más poderosa, mientras que la periferia se resigna a
un papel subordinado o marginal. La deforestación, el cultivo y la erosión de la tierra en la
periferia, por ejemplo, tenderán a proporcionar al núcleo tierras aluviales de gran utilidad,
incrementando así la diferencia de fertilidad del terreno.

Las interrelaciones y límites exactos de estas macrorregiones definidas en forma analítica


pueden perfeccionarse mucho más, pero aun así resultan muy útiles para los historiadores, ya
que reflejan la realidad económica en forma más precisa que las provincias políticas. De
hecho, los límites provinciales no se establecieron para intensificar el poder económico de los
factores geográficos, sino más bien para combatirlos. Así, el fecundo delta del Yangtsé se ha
dividido entre las provincias de Zhejiang, Jiangsu y Anhui, para que la gran fuerza económica
de la región no estuviera bajo un solo gobierno provincial que pudiera apoderarse de todo el
Estado.
Las macrorregiones se centran en las vías fluviales como rutas de transporte para el comercio.
En los tiempos modernos, las grandes ciudades -Cantón, Shanghai, Wuhan, e incluso Tianjin-
se han desarrollado donde el comercio marítimo solía encontrarse con el comercio fluvial del
interior. Pero, hasta hace muy poco, el comercio exterior chino rara vez cumplía con las
grandes expectativas de los comerciantes extranjeros: con una extensión tal que puede
compararse de norte a sur con la latitud que va de Canadá a Cuba, China sigue siendo un
subcontinente enormemente autosuficiente. Olvidamos muy fácil que Shanghai, en la
desembocadura del Yangtsé, se encuentra en la misma latitud templada de Nueva Orleáns y
Suez, mientras que Cantón, en el río Oeste, se encuentra en la latitud de La Habana y Calcuta,
ya en pleno trópico.
A pesar de lo inmenso y variado del paisaje chino, este subcontinente, a diferencia de Europa,
se ha mantenido como una sola unidad política debido a una forma de vida y a un sistema de
gobierno mucho más enraizados y que provienen del pasado sin solución de continuidad.

La humanidad en la naturaleza

Sin importar cuáles fueron los elementos de civilización -pueblos o características culturales-
que convergieron en China, todos llegaron a formar parte de un estilo de vida claramente
chino, alimentado, condicionado y limitado por la buena tierra y el uso que de ésta se hacía.
Para citar sólo un ejemplo, desde el neolítico (doce mil años atrás) hasta el presente, el pueblo
de China del Norte ha construido viviendas en fosas o casas en cuevas sobre el fino y volátil
suelo amarillo de loes, que cubre cerca de 260.000 kilómetros cuadrados de la China noroeste
hasta una profundidad de 45 metros o más (ver Mapa 3). El loes tiende a resquebrajarse
verticalmente, lo que resulta muy útil para este propósito. Cientos de miles de personas viven
hasta hoy en cuevas construidas en los costados de los farellones de loes; estas viviendas,
frescas durante el verano y cálidas en invierno, sólo resultan peligrosas en caso de terremoto.
Al igual que otros antiguos pueblos y que los pioneros norteamericanos, allí donde había
tierras cubiertas de bosques los chinos las roturaron. La consecuente erosión a través de los
siglos cambió la fisonomía del país, y todavía hoy constituye un problema importante. Los
sedimentos de loes en el río Amarillo han formado un extenso terreno aluvial entre la provincia
de Shanxi y el mar, y el proceso no se ha detenido. Nada provoca un sentimiento tan vivido de
impotencia frente a la naturaleza como observar la turbulenta corriente color pardo del río
Amarillo desbordándose majestuosamente por sobre sus enormes diques y fluyendo a través
de la poblada llanura -seis metros por sobre su nivel- durante 300 kilómetros hasta el mar; la
misma impotencia que sentimos al advertir que este gran torrente marrón se va embancando
cada vez más, situándose su lecho a un nivel más alto que el de la zona rural circundante,
hasta el momento en que la negligencia humana o un acto divino le permita desbordarse
nuevamente e inundar la llanura.
La deforestación, la erosión y las inundaciones han desafiado continuamente el esfuerzo
humano por controlar las aguas. No hace mucho que la República Popular ha plantado árboles
y construido embalses en el curso de los afluentes del río Amarillo. Antiguamente, en cada
temporada de crecidas las autoridades chinas se aprestaban a enfrentar con todos los medios
a su disposición el desborde del río sobre la llanura de China del Norte. En tiempos
prehistóricos, sin embargo, la inundación de la llanura no era tanto un problema como lo era
recuperar su condición original de pantano y limo. Se desarrollaron técnicas para el control de
las aguas, tanto para el drenaje como para la prevención de anegamientos y para la irrigación
de los campos. Han sido necesarias muchas generaciones para convertir este territorio en lo
que es hoy: un terreno surcado por diques que lo protegen, canales y caminos que lo cruzan,
ríos y manantiales que lo irrigan, senderos y vestigios ocasionales de bosquecillos que lo
dividen en pequeñas granjas; todo ello trabajado manualmente de generación en generación.
La China moderna utiliza esta tierra heredada casi exclusivamente para la producción de
alimentos para el consumo humano. China (a diferencia de Asia Interior, como veremos más
adelante) no puede darse el lujo de criar ganado: de toda la tierra utilizable, nueve décimos
está ocupada por cultivos, y sólo cerca del 2% es pasto para animales. En comparación, en
Estados Unidos sólo cuatro décimos de la tierra utilizable están dedicados a los diversos
cultivos; casi todo el resto es forraje.
Las implicaciones sociales de la agricultura intensiva se ven sobre todo reflejadas en la
economía arrocera, la columna vertebral de la vida china en cualquier lugar del valle del
Yangtsé y del sur del país. Por lo general, las plantas de arroz crecen durante el primer mes en
semilleros, mientras se recogen otras cosechas subsidiarias en los campos secos. Luego, éstos
son irrigados, fertilizados y labrados (aquí, el búfalo de aguas puede complementar el trabajo
que realiza el hombre con el azadón), preparándolos para el trasplante. Buena parte de este
proceso aún se realiza manualmente: hileras de personas agachadas desde la cintura, y con
las fangosas aguas de las terrazas hasta los tobillos, retroceden paso a paso efectuando dicha
operación. Es lo que ocurre en los arrozales de todo un subcontinente y, ciertamente, se trata
del mayor desgaste de fuerza muscular en el mundo. Cuando el arroz ya ha sido desmalezado
y está maduro, se drena el campo y se cosecha, nuevamente a mano. Quizás no exista otra
forma de obtener una mayor productividad a partir de una pequeña porción de terreno,
cuando se cuenta con un abastecimiento ilimitado de agua y de fuerza de trabajo. Aquí la
tierra tiene más valor que la mano de obra; dicho de otra manera, los buenos músculos son
más abundantes que la buena tierra. Debido a la carencia tanto de tierra como de capital, el
campesino chino se ha concentrado en un tipo de agricultura intensiva de gran rendimiento
basada en la mano del hombre, y no en la agricultura altamente mecanizada.
La intensa aplicación de mano de obra y fertilizantes en pequeñas porciones de tierra ha
tenido asimismo sus repercusiones sociales, puesto que establece una dependencia recíproca
entre la densa población y el uso intensivo del suelo, donde lo uno hace posible lo otro. Una
población numerosa proporciona al mismo tiempo el aliciente y los medios para utilizar la
tierra en forma intensiva. Una vez establecida, esta economía siguió funcionando por inercia:
el agotador trabajo de muchas manos se convirtió en la norma, y los esfuerzos inventivos por
ahorrar mano de obra fueron la excepción. Los primeros modernizadores de China tropezaron
con el derecho establecido del potencial humano chino al querer introducir la máquina, puesto
que ésta parecía estar compitiendo en el corto plazo con las manos y espaldas humanas; así,
el ferrocarril fue atacado por privar de ocupación a carreteros y cargadores. No existía ninguna
gratificación para las iniciativas que ahorraran trabajo humano.
Este balance desfavorable entre población y tierra tuvo además otras implicaciones. Debido a
la presión que suponía una población en constante aumento, en la China imperial tardía
muchos agricultores reemplazaron su producción de grano por cultivos comerciales (como el
algodón en el delta del Yangtsé), que proporcionaban mayores ganancias por unidad de tierra,
aunque no por día de trabajo del individuo. Se trató de una estrategia de supervivencia -Philip
Huang (1990, 1991) la llamó “involución”-, en la cual pudo darse una actividad sustancial de
comercialización sin que ello implicara un desarrollo capitalista moderno ni la liberación de los
agricultores chinos de una vida de simple subsistencia.
La ecología de los chinos -su adaptación al medio ambiente físico- ha afectado su cultura de
diversos modos. La vida en las extensas llanuras aluviales siempre ha sido difícil; “el cielo nos
alimenta pero también nos destruye”, reza un antiguo proverbio. En la amplitud de la llanura,
los pacientes agricultores chinos se hallaban completamente a merced del clima -su suerte
dependía de que el cielo les regalara sol y lluvias- y se veían forzados a aceptar catástrofes
naturales como sequías, inundaciones y pestes, así como las hambrunas consiguientes. Ello
contrasta vivamente con la situación de los europeos, cuyos territorios presentan una
topografía plena de matices; los habitantes de Occidente, ya fuera en el Mediterráneo o en el
continente europeo, siempre tenían acceso a alguna fuente de agua y por lo general
complementaban la actividad agrícola con la caza o la pesca, siempre que tuvieran iniciativa.
Desde muy antiguo el comercio marítimo ha desempeñado un papel importante en las
economías occidentales; las expediciones e invenciones relacionadas con el comercio llegaron
a ser parte integrante del afán occidental por dominar la naturaleza.
Esta distinta relación de los seres humanos con la naturaleza constituye uno de los contrastes
más sobresalientes entre la civilización oriental y la occidental; en ésta, el hombre ha sido
siempre el protagonista, y el resto de la naturaleza ha funcionado como un trasfondo neutral o
bien como un adversario. Por esta razón la religión occidental es antropomóríica, y las pinturas
primitivas occidentales, antropocén tricas. Para apreciar la magnitud de esta brecha sólo
tenemos que comparar el cristianismo con la relativa impersonalidad del budismo, o comparar
un paisaje Song -con sus diminutas figuras humanas empequeñecidas por peñascos y ríos- y
un primitivo italiano, donde la naturaleza no es lo que interesa en primer término.
El hecho de vivir tan estrechamente vinculados a sus vecinos y al resto de los miembros de su
familia ha acostumbrado a los chinos a una forma de vida colectiva, donde por lo general el
grupo domina al individuo. En este sentido, hasta hace poco su experiencia vital no se
diferenciaba casi de la de otros pueblos agricultores establecidos en la tierra desde largo
tiempo. Es el individualista moderno, sea marino, colono o empresario de la ciudad, el que
constituye la excepción; poseer una habitación individual es un símbolo de un nivel de vida
superior, más fácilmente disponible en el Nuevo Mundo que en el apretujado Este. Así, uno de
los lugares comunes del saber popular chino es la absorción del individuo tanto en el mundo
de la naturaleza como en el de la colectividad social.
Hoy, la modernización está destruyendo el equilibrio entre este colectivismo de la sociedad
china y su hermoso entorno natural. Mientras los productos químicos industríales contaminan
el agua, el uso de lignito o carbón graso como fuente de energía contamina el aire. No se
puede reprimir el crecimiento de una población predominantemente joven y con una creciente
esperanza de vida. Pero, en este momento, la deforestación y la erosión -junto con la
construcción de caminos, viviendas e instalaciones-están reduciendo cada vez más la tierra
disponible para sembrar. El país más grande y más poblado del mundo se dirige hacia una
pesadilla ecológica, y se requerirá de un gran esfuerzo colectivo para superarla.
El pueblo: la familia y el linaje

La perspectiva antropológica resulta clave para la comprensión actual de China, puesto que
analiza el entorno familiar y local a partir del cual la China moderna comienza a surgir. Aun
hoy el pueblo chino continúa estando compuesto en su mayoría por agricultores que labran
sus tierras y viven principalmente en aldeas, en casas de adobe, bambú o esterillas encaladas
-o incluso a veces de piedra-, con pisos de tierra o piedra y ventanas cubiertas de papel, no de
vidrio. Frecuentemente, la mitad de sus escasos ingresos materiales se destina a alimentación.
Los chinos aún no conocen el lujo del espacio: las viviendas de los agricultores a menudo se
componen de cuatro pequeñas secciones de habitaciones por cada tres personas; en
ocasiones, miembros de una familia de ambos sexos y dos o tres generaciones duermen juntos
en la misma cama de ladrillo, la que en el norte se puede calentar gracias a los tubos de los
hornillos cercanos. El consumo de carne es muy reducido. La mano del hombre todavía se
utiliza en lugar de la máquina para la mayoría de los propósitos.
Lo que más asombra a norteamericanos y europeos, con sus altos niveles de vida, es la
capacidad del campesino chino para mantener una vida sumamente civilizada bajo tales
condiciones de pobreza. La respuesta descansa en sus instituciones sociales, que han guiado a
todos y cada uno de los individuos de cada familia a través de todas las fases y vicisitudes de
la existencia humana de acuerdo a modelos de comportamiento profundamente arraigados,
tanto que constituyen algunos de los fenómenos sociales más persistentes y antiguos del
mundo. China ha sido como una fortaleza para el sistema familiar, y de éste ha derivado su
fuerza y también su inercia.
Hasta no hace mucho la familia china era todo un microcosmos, un Estado en miniatura. La
familia, no el individuo, era la unidad social reconocida y el factor responsable de la vida
política de su localidad. La devoción y obediencia filiales inculcadas en la vida familiar
funcionaban corno una especie de entrenamiento para la lealtad al gobernante y la obediencia
a la autoridad constituida.
Esta función de la familia de criar hijos respetuosos que más tarde se convertirán en súbditos
leales se desprende fácilmente de la observación del modelo de autoridad prevaleciente al
interior del grupo familiar tradicional. El padre era un autócrata supremo, que podía disponer
de todos los ingresos y propiedades familiares, y llevaba la voz cantante en el arreglo de los
matrimonios de los hijos. La mezcla de amor, miedo y temor reverente de los niños hacia el
padre se veía reforzada por el gran respeto a la ancianidad. La pérdida de vigor de un anciano
era más que compensada por su crecimiento en sabiduría. Tanto tiempo como le permitiera la
posesión de sus facultades, el patriarca tenía toda la autoridad para dominar la escena
familiar. Según la ley, podía vender a sus hijos como esclavos o incluso ejecutarlos a raíz de
alguna conducta reprobable. En la práctica, los padres chinos, por naturaleza y también por
costumbre, eran particularmente cariñosos con los niños pequeños, y estaban unidos a sus
hijos por un código recíproco de responsabilidad como miembros de la familia. No obstante, si
el padre decidía hacer valer sus derechos en forma tiránica, ni la ley ni la costumbre podían
impedirlo.
En las familias de estilo tradicional, la dominación del hombre sobre la mujer igualó a la
dominación de la edad sobre la juventud. Incluso hoy es mucho más probable que las bebés
chinas sean víctimas de infanticidio, y no los bebés hombres. El matrimonio de una niña era
arreglado, no por amor; la temblorosa novia dejaba atrás a su propia familia y pasaba a estar
bajo el control de la madre de su marido. Esta podía buscar otras esposas o concubinas y
traerlas a la casa, especialmente sí su nuera no daba a luz a un heredero varón. Su marido
podía repudiarla por diversas razones, y sí él moría le sería muy difícil volver a casarse. Todo
esto reflejaba el hecho de que una mujer no poseía independencia económica. Su trabajo se
limitaba a las tareas domésticas, las cuales no le proporcionaban ingreso alguno. Las mujeres
campesinas eran casi uníversalmente analfabetas, y tenían pocos o ningún derecho de
propiedad.
El inferior status social de las muyeres era sólo una de las manifestaciones de la naturaleza
jerárquica del código social y de toda la cosmogonía china; antiguamente, ésta había
considerado al mundo como el producto de dos elementos complementarios e interactuantes,
el yin y el yang. El yin era el atributo de todas las cosas femeninas, oscuras, débiles y pasivas;
el yang era la cualidad de todo lo masculino, brillante, fuerte y activo. Aunque lo masculino y
lo femenino eran ambos necesarios y complementarios, uno era por naturaleza pasivo hacia el
otro. Basándose en tales fundamentos ideológicos, una sucesión interminable de moralistas
chinos elaboró el patrón de comportamiento obediente y pasivo que se esperaba de las
mujeres. Dichos modelos subordinaban a las niñas a los varones ya desde la infancia,
mantenían a la mujer subordinada a su marido y a la madre subordinada a su hijo ya crecido.
Las mujeres enérgicas, que nunca han faltado en China, solían controlar a sus familias en
forma indirecta, no por medio de órdenes.
La condición social al interior de la familia se estructuraba en torno a las famosas “tres
obligaciones” destacadas por los filósofos confucianos: la obligación de lealtad del sujeto hacia
el gobernante -desde los ministros hasta el príncipe-, la de obediencia filial del hijo hacia el
padre y la obligación de castidad de las esposas, pero no de los maridos. Lo más sorprendente
de esta doctrina para un habitante igualitario de Occidente es que dos de esas tres relaciones
se daban al interior de la familia, y todas eran entre superior y subordinado. La relación
madre-hijo, que en la vida occidental a menudo permite el dominio matriarcal, no se
destacaba en la teoría, a pesar de ser naturalmente importante en la práctica.
Cuando un padre comenzaba a ver en su hijo signos de individualidad e independencia, podía
temer que ese capricho egoísta pudiese romper la organización familiar. Los fuertes lazos de
intimidad entre la madre y el hijo o entre el hijo y su esposa amenazaban la lealtad y el
respeto verticales, que mantenían la familia y la autoridad del padre. Jonathan Ocko (en la
obra de Kwang-Ching Liu, 1990) señala que las esposas eran consideradas “elementos
inevitablemente desestabilizadores”, que prometían descendientes pero siempre estaban
amenazando la obligación de obediencia entre padres e hijos.
Además de esta obligación habitual de lealtad hacia la familia, la vieja China se hallaba
entrelazada por la experiencia común de una élite local muy educada, la que desde la infancia
se comprometía a estudiar y seguir las enseñanzas y textos de los clásicos. La crianza materna
y la disciplina paterna se combinaban para concentrar los esfuerzos del joven estudiante en el
logro del autocontrol y en la supresión de los impulsos sexuales y frivolos. Jon Saari (1990), en
su estudio sobre los niños chinos de clase alta de fines del siglo XIX, reitera el hecho de que la
formación de los jóvenes se basaba sobre todo en la obediencia. Una vez que el joven entraba
en la etapa adolescente, el afecto abierto de los padres era reemplazado por un
entrenamiento intensivo, cuyo objetivo era la formación adecuada del carácter.
Este sistema familiar tradicional resultó altamente exitoso en el sentido de preparar a los
chinos para aceptar modelos similares en otras instituciones, incluyendo la jerarquía oficial del
gobierno. El sociólogo alemán Max Weber caracterizó a China como un “Estado familístico”.
Una de las ventajas del sistema de status es que un hombre sabía automáticamente cuál era
su lugar dentro de su familia y en la sociedad. Podía estar seguro porque, si hacía lo que debía,
sabía que podía esperar una acción recíproca por parte de los demás involucrados en el
sistema.
Desde el momento en que nacía, cada niño se veía envuelto en un sistema perfectamente
ordenado de relaciones de parentesco al interior de la familia extendida, con hermanos
mayores, hermanas, esposas de los hermanos mayores y una serie de tías, tíos, primos,
abuelos y parientes políticos demasiado compleja como para que un habitante de Occidente
pueda recordarlo. Dichas relaciones no sólo se nombraban y diferenciaban de forma más clara
que en Occidente, sino que también llevaban consigo derechos y obligaciones precisos, que
dependían del nivel social. Los miembros de la familia esperaban que se los llamara por el
término correcto, el que indicaba su relación con la persona que les hablaba.
El pionero de la antropología Maurice Freedman (1971) descubrió que en China del Sur los
linajes familiares eran las principales instituciones sociales: cada uno estaba compuesto por
una comunidad de familias que afirmaban ser descendientes de un mismo antepasado
fundador, que poseían bienes ancestrales y realizaban rituales periódicos en tumbas y salones.
Apoyándose en la genealogía, los miembros de cada linaje podían tener intereses económicos
y políticos en común en la sociedad local. En China del Norte, no obstante, los antropólogos
han encontrado que los linajes se organizaban sobre otras bases. El sistema de parentesco
chino varía según la región, entonces; las prácticas familiares en lo que se refiere a posesión
de propiedades, dotes matrimoniales, formas de sepultura y asuntos similares también
presentan una compleja historia que recién comienza a delinearse.
El sistema de parentesco chino, tanto en el norte como en el sur, es a través de la línea
paterna; el rango de cabeza de familia pasa desde el padre al hijo mayor. Así, los hombres
permanecen en su familia, mientras que las mujeres se integran a otras; en ningún caso se
sigue el modelo de vida que los occidentales consideran normal. Hasta hace poco, ni el joven
chino ni la muchacha podían escogerse uno a otro como pareja, así como tampoco les es
posible hoy establecer un hogar independiente para vivir juntos después del matrimonio. En
lugar de ello, habitualmente se instalan en el hogar del padre del marido, compartiendo la
responsabilidad de la mantención de ese hogar y subordinando su vida conyugal a una vida
familiar de una forma que los occidentales considerarían insoportable.
El mando familiar pasaba intacto desde el padre al hijo mayor, pero no ocurría lo mismo con
las propiedades de la familia. Los chinos abandonaron tempranamente la primogenitura,
sistema en el cual el hijo mayor hereda todas las propiedades del padre y los demás hijos
deben buscar fortuna en alguna otra parte. La trascendencia de esta decisión se hace patente
al comparar a China con naciones como Inglaterra o Japón, donde los hijos menores que no
heredaban los bienes de su padre pasaron a engrosar las filas del personal de gobierno, de los
negocios y de los territorios de ultramar, y donde una nobleza local pudo crecer y desafiar al
poder central. En China, la distribución equitativa de la tierra entre todos los hijos hombres
implicaba que sólo ciertas obligaciones rituales -y, en ocasiones, también una porción extra de
propiedad-permitían reconocer la posición del hijo mayor. La consiguiente parcelación del
terreno tendió a debilitar la continuidad de la tenencia familiar de tierras, a impedir el
crecimiento del poder terrateniente entre los funcionarios y a mantener a las familias
campesinas en el límite de la subsistencia. La principal obligación de cada matrimonio era
engendrar un hijo que mantuviera el linaje familiar; dar a luz a más de uno, sin embargo, podía
significar su empobrecimiento.
Contrariamente a lo que sugiere el mito, una gran familia con muchos hijos no era la norma
entre los campesinos chinos. La escasez de tierras, las enfermedades y la hambruna limitaron
el número de gente que podía sobrevivir en cada unidad familiar. El amplio conjunto de varios
hijos casados y muchos niños, todos viviendo en la misma casa, un cuadro a menudo
considerado típico de China, parece haber sido la excepción, un lujo que sólo la gente
acomodada podía permitirse. La familia campesina promedio se limitaba a cuatro, cinco o seis
personas en total. La división de la tierra entre los hijos frenaba constan temen te una
eventual acumulación de propiedades y ahorro, y la familia típica tenía escasas oportunidades
de elevarse en la escala social. Los campesinos se hallaban atados a la tierra no tanto por ley
o por costumbre como por su propio número.
El pueblo campesino, que hoy continúa siendo la base de la sociedad china, todavía se
compone de unidades familiares que permanecen de generación en generación y dependen
del uso de ciertas posesiones de tierra. Cada morada familiar es una unidad social y
económica. Sus miembros se ganan el sustento trabajando en sus tierras, y su nivel social lo
adquieren por pertenecer a dicho hogar. El ciclo vital del individuo en un pueblo agricultor se
halla estrechamente vinculado al ciclo estacional de una agricultura intensiva. La vida y la
muerte de los paisanos siguen Yin ritmo que se compenetra con el crecimiento y cultivo de las
cosechas.
En todo caso, normalmente la vida del campesino chino no se veía confinada a un solo pueblo,
sino más bien a un grupo de aldeas que formaban un área comercial. Esa figura puede
observarse desde el aire: una estructura celular de comunidades mercantiles, cada una
centrada en una villa dedicada al comercio y rodeada por un anillo de aldeas satélites. El
campo prerrevolucionario chino era un panal de estas áreas relativamente autosuficientes.
Desde la villa comercial partían senderos -o en ocasiones canales- en dirección a un primer
anillo de alrededor de seis aldeas, continuando hasta un segundo anillo compuesto por unas
doce aldeas. Cada una de estas cerca de dieciocho aldeas tenía quizás setenta y cinco casas, y
en cada una de ellas vivía una familia de cinco personas en promedio: los padres, quizás dos
hijos y un abuelo. Ninguna de las aldeas se encontraba a más de cuatro kilómetros de la villa
comercial, un viaje de ida y vuelta que fácilmente se podía hacer en un día, cargando una vara
con dos canastos, en carretilla o en burro (o en un sampán sobre el agua). Los agricultores de
las aldeas y los tenderos de la villa, los artesanos, los terratenientes, los sacerdotes de los
templos y otros formaban juntos una comunidad de aproximadamente 1.500 hogares o 7.500
personas. La villa funcionaba con días fijos de mercado -en un ciclo de diez días, por ejemplo,
cada primero, cuarto y séptimo día-, para que los comerciantes ambulantes pudieran visitarla
regularmente, mientras acudían a algún mercado central y a otras villas comerciales a ocho
kilómetros de distancia, las que funcionaban en cíelos similares -cada segundo, quinto y
octavo día, digamos, o cada tercero, sexto y noveno día™. En esta pulsación del ciclo
mercantil, una persona de cada familia podía dirigirse al mercado cada tres días, quizás para
vender algo de su producción local o comprar un producto de alguna otra parte, pero en todo
caso para encontrarse con sus amigos en el salón de té, en el templo o en el camino. En diez
años, un agricultor habría ido unas mil veces al mercado.
Así, aunque las aldeas no eran autosuíicientes, la gran comunidad del mercado constituía una
unidad económica y todo un universo social. Era habitual que los matrimonios fueran
arreglados por los casamenteros de la villa. Allí se celebraban los festivales, se reunían las
sociedades secretas y la comunidad campesina se encontraba con los representantes de la
clase dirigente -recaudadores de impuestos y cobradores de renta-. Sin embargo, también en
este caso una investigación reciente ha modificado el estereotipo. Según Prasenjit Dtiara
(1988), los habitantes de las aldeas se integraban en redes diversas no necesariamente
relacionadas con la red de mercado, como las constituidas por relaciones de parentesco,
sociedades secretas, cultos religiosos, grupos armados o por un sistema de seguridad de
responsabilidad mutua.

Asia Interior y China: la estepa y los sembradíos

Los contrastes entre China del Norte y del Sur son superficiales comparados con los existentes
entre los nómadas pastores de las mesetas del Asia Interior y las aldeas chinas establecidas en
tomo a un sistema de agricultura intensiva. Como Asia Interior se denominan las regiones
originalmente no chinas que limitan con China en un amplío arco que va desde Mancharía
hasta el Tíbet a través de Mongolia y Turquestán. En diversos momentos históricos de fuerza y
conquista el imperio chino asimiló al Asía Interior, como de hecho hoy lo hace la República
Popular. Ciertos habitantes de esos territorios -mongoles, tibetanos y manchúes- se cuentan
entre las 55 minorías étnicas que forman parte de la República Popular China. *
El contraste entre Asia Interior y la China propiamente tal es sorprendente en casi todos los
sentidos. En la estepa, la población se halla esparcida con la máxima holgura: los mongoles
son unos pocos millones, los tibetanos sólo un poco más, y las regiones de la meseta árida que
ellos habitan igualan el área ocupada por más de mil millones de chinos cuyos ancestros
entroncan con la dinastía Han (ver Tabla 1). Esta escasez de población del Asia Interior en sí
misma determina un modo de vida sumamente diferente de los nómadas de la estepa en
relación a la de los chinos Han.

*
Los antiguos exploradores occidentales se referían a los desiertos y montañas al oeste de China y al norte de India como "Asia
Central". El Asia Interior -interior desde China- incluye entonces a Asia Central.
El concepto de “nomadismo”, evidentemente, no se refiere a un simple vagabundear por los
prados, sino a la migración estacional que un campamento junto a su rebaño efectúa en busca
de tierras donde pastar desde un lugar establecido hacia otro, quizás hacia las colinas durante
el invierno y a las tierras bajas en el verano, según lo impongan el clima y las lluvias. Los
nómadas de este tipo, que dependían sólo de sus caballos y de sus ovejas, posiblemente
tengan su origen en las sociedades seminómadas que vivían al borde de los prados,
combinando en sus comienzos la agricultura con la caza y la guerra. Ambos adquirieron la
metalurgia del bronce y el hierro.
Del mismo modo que la agricultura intensiva moldeó el carácter de los chinos, la economía
ovina y equina del Asia Interior condicionó el de los pueblos nómadas. La sofisticada tecnología
del cultivo del arroz en China del Sur tuvo su contraparte en el cuidado con el que ovejas,
cabras, camellos, caballos y vacunos debieron adecuarse cada uno al suelo y al clima de los
prados. De sus rebaños el nómada obtenía su alimento, pieles para vestirse y para forrar la
tienda que constituía su refugio, y combustible en forma de excremento de oveja. Puesto que
no podía fiarse del cultivo de la tierra, su subsistencia dependía de estos animales, así como su
movilidad dependía de sus caballos, todo lo cual podía mantenerlo a salvo de la aridez de la
estepa. El nómada debía por tanto recurrir constantemente a su ingenio y estar siempre
preparado para nuevos riesgos. La costumbre no lo ataba a la tierra, aunque sí dependía de un
mínimo intercambio comercial con las regiones asentadas. Fue a menudo más libre que el
agricultor chino y más pobre que el patrón chino, puesto que no le era posible acumular bienes
inmuebles de generación en generación. El nómada fue también un experto cazador y jinete:
un potencial guerrero, por lo tanto.
La sucesión para el iiderazgo tribal entre los nómadas de la estepa hubo de ser establecida no
mediante la simple herencia, como en el caso de las dinastías, sino en una forma más flexible
a través de la tanistría, es decir, de la elección de un heredero a partir de sus condiciones
innatas y de la presunción de su habilidad preeminente para asumir el Iiderazgo. Este hombre
podía hallarse por línea paterna entre los hijos del jefe, o bien entre sus hermanos. Un sistema
así de ambiguo podría justificar cualquier decisión que los caudillos tribales tomaran: ellos
aceptarían a un jefe capaz. Así, durante el siglo XIII un líder carismático como Gengis Kan pudo
organizar rápidamente una poderosa confederación de tribus guerreras, basada en la potencia
de fuego de sus jinetes arqueros. Hasta hace poco, los pueblos nómadas y seminómadas del
norte y el oeste de China constituyeron un factor siempre presente en la vida política y militar
de los chinos.
Ello es precisamente una de las fuentes del “culturalismo” chino, esa devoción del pueblo
chino por su forma de vida, un sentimiento generalizado y tan fuerte como el nacionalismo
político de los últimos siglos en Europa. Pero, mientras este último surge a partir del ejemplo y
el contacto con otras naciones-estado, el culturalismo chino nace de las diferencias culturales
entre China y los “bárbaros” del Asia Interior. Puesto que los invasores del Asia Interior
llegaron a ser más poderosos como guerreros, los chinos se refugiaron en sus instituciones
sociales y en su sentimiento de superioridad estética y cultural, algo de lo que la conquista
extranjera no podía apoderarse.
Debemos considerar entonces que la historia de China comprende tanto al pueblo chino como
a los no chinos del Asia Interior, los que reiteradamente han invadido la nación china y su
sociedad, convirtiéndose en uno de sus componentes. En síntesis, debemos ampliar nuestra
visión: los pueblos del Asia Interior han sido fundamentales en la historia del pueblo chino.
Incluso hoy, el Estado chino asigna más terreno a las “regiones autónomas” de las minorías
nacionales que a la mayoría Han.

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