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Guthrie, Orfeo y La Religión Griega PDF
Guthrie, Orfeo y La Religión Griega PDF
o
. Guthrie - ORFEO Y LA RELIGION GRIEGA
ORFEO
Y LA RELIGION
GRIEGA
Estudio sobre
el 66movimiento órfico ”
W. K. C. Guthrie
T ra d u c id o de la edición 1966 p o r
J uan Valm arb
® 1970
E D IT O R IA L U N IV ER SITA R IA DE BUENOS AIRES
R ivadavia 1571/73
Sociedad de Econom ía M ixta
F undada p o r la Universidad de B uenos A i m
H echo el depósito de ley
IMPRESO EN W ARGENTINA - TONTEE) IN ARGENTINA
I N D I c; E
N O T A D EL T R A D U C T O R ....................................................................................... XI
VII
- ·*» .
Ο ύκέτι θελγομ ένας, ΌρφεΟ, δρύας, ούκέτι
[πέτρα ς
αξεις, ού Θηρών άυτονόμους α γ έ λ α ς.
Ο ύκέτι κοιμήσεις ανέμων βρόμον, ούχι χά λα σ αν,
ού νιφετών συρμοΟς, ού παταγεΟ σαν αλα .
’Ώ λ ε ο γ ά ρ ·σ έ δέ π ο λλ ά κατω δύραντο θ ύ γα τρ ες
Μ ναμοσύνας, μάτηρ δ’ εξ ο χ α Κ αλλιόπα.
Τί φθιμένοις στοναχεΟμεν έφ’ υΐασιν, άνίκ’
[ά λα λκεΐν
τω ν παίδω ν Ά ΐδ α ν ούδέ θεοΐς δύναμις;
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P R E F A C IO
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solo las obras en el texto. Por lo tanto, tío es ni una lista completa
de obras sobre los órficos tii está- exclusivamente confinado a ellos.
En cnanto a bibliografía de ese tipo, los lectores pueden referirse
a los Fragm enta de Kern, pp. 345 y ss. Sin embargo, cierto número
de obras im portantes publicadas después de 1922 se encontrarán en
m i lista. Las notas, tras mucha duda, han sido reunidas al final de
cada capítulo. La constancia del título de capítulo en los cabezales
de cada página podrá facilitar la referencia. *
W. K. C. G u th rie
Peterhouse,
Cam bridge,
noviem bre de 1934
XVI
PREFACIO D E L A S E G U I D A EDICIÓN
W. K. C. G u t h r ie
Peterhouse,
C am bridge,
a b ril de 1952
XVII
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C A P ÍT U L O I
Pero, aun así, nadie está probablem ente tan poco versado en la
literatura de su propia lengua como para no tener noticia de la
Musa misma que dio a luz a Orfeo. Todos, en suma, hemos oído
hablar de él.
Solo cuando tratamos de ser un poco menos poéticos y un
poco más históricos encontramos que empiezan nuestras dificultades.
Al tratar de seguirle la pista rem ontando las edades, se torna más
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un hom bre real, una figura histórica que en algún período del
pasado nació, vivió y m urió como el resto de nosotros, o era simple
mente una creación im aginaria del genio mitológico griego? Es ésta
una pregunta natural, y la curiosidad hum ana nos mueve a form u
larla en prim er término. Empero, puede que sea precipitado aceptar
su im portancia prim era o bien la posibilidad de responderla antes
de haber considerado muchos otros problemas acerca de la religión
de Orfeo y su influencia. Más urgente que la pregunta: ¿Era Orfeo
un hom bre real?, así como también, probablem ente, de más pronta
respuesta, es la pregunta: ¿Creían los griegos que lo era? ¿Repre
sentaba para ellos u n hom bre, u n dios, un hom bre divino o un
semidiós? Y, si lo últim o, ¿en qué sentido? Esto es lo que determ i
nará la índole de su religión, y no su existencia histórica o m itoló
gica establecida como cuestión de hecho por un consenso de histo
riadores. Ello no significa negar una conexión entre las cuestiones
de hecho y las de creencia. Cuando sepamos algo de las creencias
griegas acerca de Orfeo y el modo en que su personalidad y su en
señanza obraron sobre la m entalidad de los helenos estaremos en
mejores condiciones para formarnos una opinión sobre el otro asun
to también. En efecto, el m ejor testimonio de la existencia histórica
de Orfeo se hallará si su religión muestra ser ele tal índole que solo
pudo haber recibido im pulso de un fundador personal. Si no hubie
se otras constancias de la existencia real del fundador del cristia
nismo, todavía podría construirse una argumentación sólida basada
en la dificultad que uno expeximenta en dar cuenta del nacimiento
de esa religión sin el im pulso de un Jesús histórico tras ella. Esto
hará claro que p lantear el problem a de la existencia histórica de
Orfeo antes de haber exam inado desde tantos ángulos como sea
posible su influjo sobre la m ente helénica es tom ar el rábano pol
las hojas y descuidar nuestra fuente testimonial más im portante.
Existen otros testimonios, y pondremos todo nuestro em peño en
examinarlos; pero la respuesta final a la pregunta debe consistir
en la totalidad del libro y acaso deba dejarse que cada lector la
formule según los dictados de su propio tem peram ento y de sus
predilecciones.
El tratam iento de las demás constancias que he mencionado
pertenece a otro capítulo. H a de hacerse notar aquí que todos los
testimonios directos que poseemos acerca de la hum anidad real de
Orfeo son de fecha muy tardía con respecto al hecho que tratan
de atestiguar. El peso que_esta observación, evidente e insuficiente
m ente precisada, pueda tener sobre la solución del problem a es cosa
que no puede decirse aún. Podemos advertir, empero, que los testi
monios son lo bastante vagos para haber suscitado las opiniones más
divergentes entre serios estudiosos clel presente y del pasado siglo.
Jane H arrison sustentaba en grado notable la creencia en ia huma-
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N aturaleza de las pr u e b a s
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ello, podían tom arlo como su profeta, vivir la vida òrfica y llamarse
órficos. Sus ritos serían los Orphiká, y en la religión que practica
ban se infu n d iría un nuevo espíritu; pero no se les dem andaría
adorar a un diferente dios, ni a las mismas divinidades de antes
de m odo visiblemente diferente. De ahí la perm anente dificultad
de decidir si tal o cual práctica o creencia puede llamarse propia
m ente òrfica o no. Hemos llegado al gran obstáculo con que tro
piezan los historiadores de las religiones: la escasez de constancias
directas del orfismo. Es ésta una desdicha que los estudiosos nunca
h an cesado de deplorar, pero pocos de ellos se h an detenido a con
siderar seriamente si ello no constituiría de por sí una parte de la
constancia que buscan. Y sin embargo es u n notable fenómeno, si
ha de darse al orfismo la im portante posición como religión aparte
que a veces se le asigna.1 Si el orfismo es de la índole que hemos
sugerido (lo que, por supuesto, espera demostración), la comparativa
rareza de tocia mención de él o de Orfeo como fundador de una
religión resulta muy natural y no es, en verdad, sino lo que debía
esperarse. El profesor Boulanger, al com entar la completa ausencia
de testimonios epigráficos, ha señalado (Orphée, p. 51) que, si bien
los adoradores de Cibeles, de Atis, de Adonis, de Sabazio, de Dio
niso, de las divinidades eleusinas, grabaron en sus tumbas una ex
presión de su fe, nada parecido existe para el orfismo. Esto no tiene
po r qué sorprendernos. En ausencia de otras constancias, no pode
mos afirm ar que los adoradores difuntos de cualquiera de esas divi
nidades que el autor m enciona tuvieran a Orfeo como profeta, pero
es muy posible que así fuera para algunos de ellos. Suponer que
todo devoto de Dioniso fuera u n òrfico es m anifiestam ente erróneo,
pero igualm ente falso es decir que ninguno lo era. Solo que, cuando
se trata de una inscripción sepulcral, una persona se contenta con
confesar su fe en la divinidad a la que adora. No creerá necesario
m encionar el nom bre del profeta de cuyos libros ha bebido su fe
y tomado su código de conducta. U no está tentado de señalar, sin
pretender que el paralelismo sea completo, que por celoso lector
del A ntiguo T estam ento que un hom bre sea, a su m uerte preferirá
encomendarse a Dios; su deuda para con Moisés o Isaías probable
mente quedará inm anifiesta, por lo menos en su lápida. No cabría
objetar que esto es tom ar las cosas demasiado literalm ente, y que el
m encionado au tor no alude a referencias explícitas a Orfeo o a los
órficos, sino de modo general a las creencias que sabemos sustenta
ban, puesto que en cuanto a tales creencias ciertam ente no estamos
privés de tout docum ent épigraphique: las tabletas de oro inscriptas
de Italia y Creta son testimonios epigráficos de la im portancia y el
interés más elevados.
Creo que merece la pena detenernos u n poco en este punto,
pues afecta a nuestra actitud hacia uno o dos de nuestros problemas
más im portantes. Por ejemplo, está la cuestión de en qué forma
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[se e n cu e n tra n vinculados a su vez (los poetas) unos a uno, otros a otro y
e x p erim e n tan el entusiasm o; u n o s ... a Orfeo, etc. (T rad . Sam aranch.) ].
3 E udem o según Damascio, de p rim . princip. 124 == O. F. 28. A ristót., de
anim a A 5, 410 b 28 = O .F . 27, donde tam bién está la nota de F ilópono. P ara
u n a discusión m ás detallada del significado de esta nota en su contexto, véase
infra, p p . 58 y ss.
4 E u ríp . A le. 965 y ss., que se hallará, con el escoliasta, en K em , test. 82.
5 Im p lic ar q u e el térm ino hierói lógoi m ism o es frecuente en P la tó n
resulta exagerado, pero si incluim os palaiói lógoi [“relatos antiguos”] hay u n
núm ero considerable de referencias. Cf. Fedán 70 c, Leyes 715 e.
6 Cf. P la tó n , Sym p. 218 b = O .F . 13:εΐ τ ις ά λ λ ο ς έ σ τ ί β έ β η λ ο ς τ ε κ α ι
aypotK O S, π ύ λ α ς ιτάνυ μ ε γ ά λ α β τ ο ΐ ς ώσίν έ π ίθ ε σ θ ε
[ . . . y todo a q u el q u e sea p rofano y rústico, cerrad con m uy grandes p u e rta s
vuestros oídos. (T rad . Gil.) ] con el comienzo de u n poem a òrfico citado p o r
autores cristianos (O. F. 245 y s.): φ θ έ γ ξ ο μ α ι ο ΐς θ έ μ ις έ σ τ ί · θ ύ ρ α ς δ ’ε π ίθ ε σ θ ε
β έ β η λ ο ι [hablaré a quienes es lícito; los profanos cerrad puertas]. Es tam bién ins
tructivo como ejem plo seguir la sentencia òrfica de q u e Zeus es o tiene el comienzo,
el m edio y el fin de todo, desde los tiem pos de P la tó n hasta el de los neopla-
tónicos. O .F . 21. Cf. K em , de theogg. 35, G ruppe, Suppl. 703 y s. T a m b ié n los
versos respecto del canibalism o citados p o r Sexto E m pírico de u n poem a òrfico
(y quizás aludidos p o r H oracio, A . P., 391 y s.) p u e d en hacerse re m o n ta r con
b u e n fu n d a m e n to al siglo v. Véanse los paralelos en O .F . 292 y cf. Maass, Orph.,
p. 77, n. 104. L a discusión de este p u n to pertenece al capítulo IV.
T Heród. 2. 81 = Kern, test. 216: ου μέντοι ε’ς γ ε τά ϊρ ά (A eg yp tio ru m )
έσφ έρεται εϊρίνεα ουδέ σ υ γκ α τα θ ά π τετα ί σφι · ου γ ά ρ δ’ δσιον. όμο-
λογεύουσ ι δέ τα ϋ τα τοΐς Ό ρ φ ικ ο ΐσ ι καλεομένοισι κ α ί Β ακχικοΐσι, έοΟ-
σι δέ Α ίγυπ τιοΐσ ι καί π υ θα γορείοισ ι ■ οόδέ γ ά ρ τούτω ν τω ν ο ρ γίω ν
μ ετέχοντα δσιον έστί έν είρινίοισι εΐμασι θαφθήναι. Ισ τί δέ περί
αότω ν ίρός λ ό γ ο ς λεγόμενος
[pero no se in tro d u c en en los tem plos (de los egipcios) vestidos de la n a ni
se e n tie rra con ellos; pues no es cosa santa. E n esto concuerdan con los llam ados
órficos y báquicos, q u e vienen de E gipto, y con los pitagóricos; pues tam poco
al iniciado en estos ritos es lícito ser sepultado en vestiduras de lana. H ay entre
ellos u n relato (sagrado) que se cuenta (acerca de este uso) ]. A bstención de
carne: E u r„ ap. P orfirio de abslin. 4, p. 261 N a u ck = fr. 472 N auck; P lató n ,
Leyes 6, 782 c = K ern, test. 212; Aristóf. R anas 1032 = K ern, test. 90.
s Cic., de nal. deor. 3, cap. X X III y J u a n Lido, de m ens. 4.51 = K em , test.
94. A tanasio, cod. R eg. 1993, f. 317 = M igne P G 26. 1320 = K ern, test. 154.
Cf. adem ás A quiles T acio (fines del siglo m d. C„ Schm idt-Stáhlin, Gesch. Gr.
littfi 2. 1047) en A rato, P haen. = O. F. p. 150: ής δόξης εχονται οί toc
’Ορφικά μυστήρια τελοΰντες [esa d o ctrina ad o p ta n los que cum plen los
m isterios órficos].
9 Agregúese como u n a posible representación de O rfeo en el a rte la
cabeza de basalto de u n tañ ed o r de lira, en M unich, quizás el O rfeo dedicado
p o r M ieto y esculpido p o r Dioniso (siglo v a. C.). Cf. L. C urtius en R ev. A rch.
1936, I, 245, y Ch. P icard en R ev . A rch. 1936, II, 224.
10 Sobre el "tesoro de los sicionios”, señala P icard en R ev. A rch. 1936, II,
224: “Pas le Trésor de Sicyone, mais le m onoptére sieyonien antérieur".
u R eferencias particu lares se d a rá n m ás adelante, pero la m ayoría de las
req u erid as p a ra las representaciones de O rfeo en el a rte q u e h e m encionado
se e n co n trarán en K em , pp. 43 y 44.
Es posible q u e los xóana tengan im portancia p a ra la fu tu ra investigación
sobre el origen de Orfeo, y quizá m erezca la p en a lan zar esta sugerencia. L a
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pero prefiere dar cuenta del furor de las Ménades de otra manera.
La causa fue el desdén con que él las trató después de la m uerte de
Eurídice. Conón m enciona que se negaba a iniciarlas en sus mis
terios (test. 115, p. 61 infra); y Pausanias, que seducía a sus m a
ridos apartándolos de ellas. Fánocles d a como razón los celos, y
Ovidio, según hemos señalado, lo sigue.
E ntre nuestras constancias más antiguas acerca de la leyenda
de la m uerte de Orfeo están las representaciones de los vasos pin
tados, que se rem ontan al siglo v a. C .10 En ellos, nunca se figura
a Orfeo desmembrado —se ha sugerido (Robert, Heldens. 1, p. 404,
n. 3) que ello puede deberse a razones artísticas—, pero las enfure
cidas mujeres aparecen provistas de un am plio surtido de armas
apto p ara tal efecto. A veces se m uestra solo una atacante, a veces
más. Algunas están armadas con lanzas, algunas con hachas, algunas
con piedras; otras, en su prisa se han apoderado de instrum entos
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F ig . 8. G em a h e
lenística, de la co
lección del prof.
A. B. Cook (Es
cala 2:1).
test. 46; en testt. 46 y ss. están reunidos pasajes que atestiguan los
poderes musicales de Orfeo.)
En la m entalidad griega la música estaba estrechamente aso
ciada a la magia, y para algunos el nombre de Orfeo se hallaba
vinculado con encantam ientos y hechizos. D urante m il años por
lo menos fue u n nom bre utilizado para conjurar. (Cf. supra, pp.
17 y ss.) ■
Orfeo era el profeta de un tipo particular de religión mistérica,
una m odificación de los misterios dionisíacos. Sus enseñanzas estaban
incorporadas en textos sagrados. T a l era la creencia de su antigüe
dad que, unida a su reputación como poeta, hizo a algunos consi
derarlo inventor de la escritura, mientras que otros le consideraban
tan antiguo que no podían creer que hubiese escrito sus propios
poemas (Kern, test. 123 [Alcidamas], 32 [Eliano]). T a n vigorosa
era la intención religiosa de esos textos que a una m entalidad como
la de Platón le parecía a- veces incorrecto clasificarlos dentro de la
poesía. El pasaje donde establece esta distinción es interesante. Se
trata de Protágoras 316 d = Kern, test. 92: “En mi opinión, el arte
didáctico es antiguo, pero aquellos entre los antiguos escritores que
lo practicaron, p o r tem or de lo odioso de ese nombre, se refugiaron
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m ilenio a. C., vinieron del norte para dom inar a los pueblos origina
rios de la península. -3 Comparado con su culto, el de Dioniso,
en su forma panhelénica, aparece como una intrusión tardía. De
cimos en su lorm a panhelénica, pues es difícil penetrar lo bastante
lejos en las nieblas de la antigüedad para decidir desde cuándo se
lo conocía en tierra griega o a qué pueblo pertenecía originariam en
te. Sea cierta o no la teoría que ve su origen en Beocia oriental y
Eubea, de clonde habría sido llevado a T racia por colonos de época
tem prana, 24 en T racia fue donde prim ero adquirió im portancia más
que local y de T racia se lanzó a la conquista de Grecia en tiempos
históricos, de modo que a los ojos de los griegos históricos Tracia
era su país de origen. Por lo tanto, si se tratara de la religión de
Grecia propiam ente dicha, parecería tanto más probable la tesis de
que la religión órlica resultó de una atem peración del culto dio-
nisíaco por contacto con el de Apolo; ello estaría en consonancia
con la imagen de una religión salvaje y bárbara que seduce la fan
tasía de un pueblo más civilizado, pero que inevitablem ente queda
rem odelada para adaptai'se a esta cultura, más avanzada y en muchos
aspectos diferente. Argumentos de este tipo se derrum ban si se
guimos la pista de Orfeo como fundador religioso, rem ontándonos
a través del tiempo hasta su patria original, en Tracia. Allí, según
los griegos lo veían, tam bién Dioniso estaba en la suya, y es pol
lo menos posible que estuviera establecido allí con antigüedad sufi
ciente para excluir una secuencia de sucesos como la que ocurrió
en Grecia histórica. Así, la cuestión de si el dios más reciente es
Dioniso o Apolo no puecíe, hasta donde llegan nuestros conoci
mientos, ni corroborar ni destruir la teoría de que Orfeo tuviese
origen apolíneo. Con todo, queda como una tesis verosímil, según
la sostiene E. G erharcl,23 que Orfeo fuera originariam ente una fi
gu ra de un culto puram ente apolíneo, que se m antuvo libre de
contam inación pese a la religión báquica orgiástica de las tribus
tracias vecinas. Gerharcl considera la posterior identificación de la
religión órfica con la dionisíaca como el resultado n atu ral del ori
ginal Tiefsinn [‘sentido m editativo de profundidad’] de lo órfico y
la supremacía creciente de lo dionisíaco. La religión que así iba
adquiriendo difusión entre los griegos se aliaría naturalm ente con
los elementos mejores y más elevados de la doctrina antigua.
Si se piensa en Orfeo como originariam ente heleno y convertido
en tracio por una tradición que solo fue ganando terreno en el
siglo v a. C., se hace aún más fácil y natural creer en su conexión
p rim aria con Apolo. Quienes así lo consideran traen a colación, como
prueba, los vasos del siglo v que lo m uestran con vestiduras griegas
y que destacan este atuendo, como Kern (Orph., p. 15) lo señala,
mostrándolo en contraste con los ropajes tracios de los personajes
que lo rodean (lám. 6 ).28 Extraigamos nuestras propias conclusio
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nes de estos mismos hechos. Orfeo está en atuendo griego, pero con
tracios en torno. Por lo tanto, ¿dónde está Orfeo? En Tracia. Los
vasos, como se nos señala con acierto, son valiosos como ilustracio
nes de una creencia sobre Orfeo más antigua que la reflejada en
las pinturas y textos que lo presentan como tracio; pero clebenius
hacer uso de todo lo que nos dicen. Orfeo no es ni un tracio ni
tampoco un heleno que vive apaciblemente en su tierra. Es un
heleno que vive en Tracia. Los vasos no nos dicen cómo llegó allí,
pero el hecho de su presencia significa mucho, especialmente si
consideramos qué buen jDaralelo representa este dato con respecto
a la historia narrada en la tragedia de Esquilo. En los vasos lo vemos
rodeado de extranjeros, con los cuales su apariencia ofrece el más
vivo contraste, aunque su música logra modificarles las intenciones
posiblemente hostiles. En la pieza esquiliana, lo vemos entrar en
conflicto con el dios cíe esa población, el Dioniso tracio, cuya reli
gión, aunque pueda haberle costado la vida, logró suavizar, según lo
m uestra la historia subsecuente, como en las pinturas suaviza el
espíritu de sus veneradores. Es difícil liberarse de esta imagen de
Orfeo como originariam ente u n misionero del espíritu helénico en
un país cuya religión, como el resto de su cultura, era bárbara e
irrefrenacla. Su actividad se sitúa en Tracia, y la religión cuyas posi
bilidades de reform a captó y explotó era tracia también. ¿Es sor
prendente, entonces, que la tradición posterior haya hedió de él
un tracio? Ir más lejos de lo que hemos tratado de llegar aquí es
entrar en el terreno de la m era conjetura. Orfeo o (para recordar
que no nos comprometemos a creer en su existencia) el espíritu re
presentado por ese nom bre puede haber ido hacia el norte con
colonos de Tesalia o de Beocia; o quizá fue un invasor que, bajando
desde el país originario de los helenos, permaneció en Tracia para
propagar las ideas religiosas que inflam aban su ánimo, habiendo
sido, en su patria clel norte, adorador del dios de un pueblo aún
más septentrional: el Apolo Hiperbóreo. Poco puede aprovechar
seguir especulando sobre este asunto.
Por escasas que sean, no debemos ignorar las constancias de que
desde fecha tem prana existía una alianza entre el culto apolíneo y
el clionisíaco. E n la Odisea, el vino dulce como la miel con que
Odiseo embriagaba al Cíclope le había sido dado como presente por
un tal M arón, en ísm aro (Tracia), la posterior Maronea. Hom ero
llamaba a este M arón sacerdote apolíneo y dice que vive en la gruta
de Apolo (O d. 9, 197 y ss.). Y, sin embargo, en ese pasaje, es el
dispensador del divino licor de las uvas, y Evantes, a quien Hom ero
designa como su padre, es señalado por el escoliasta (ad loe.) como
hijo de Dioniso. E n otros lugares, por ejemplo en Eurípides (Cíclope,
241 y ss.), M arón mismo es hijo de Dioniso y tiene por ayo a Sileno.
Macrobio, en u n capítulo pleno de interesantes citas destinadas a
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opiniones ele los autores antiguos sobre ese punto. Con respecto a lo
prim ero, los métodos clasificatorios de los mitologistas parecen haber
delim itado las posibilidades entre las cuales hemos de escoger al
tratar de determ inar la naturaleza de una figura legendaria. Proba
blem ente será lo más sensato lim itarnos a las divisiones que ellos
h an descubierto. El peligro de que los firmes y rígidos métodos del
clasificador puedan conducir a errores no radica en esa limitación,
sino en ignorar la posibilidad de que la misma figura haya podido
pertenecer en determ inada época a varias clases a la vez. Si decimos
que lo que indagamos no es el carácter de x en determ inada época,
sino el origen de x, la respuesta puede ser que, si nos remontamos
al origen, no existirá precisamente ninguna persona como el x que
conocemos, por ejemplo, por una tragedia del siglo v a. C. y testi
monios posteriores. Si seguimos esa parte de la historia que dice
que m ató un dragón y después se casó con la princesa cuya vida
había salvado con su hazaña, exclamaremos triunfalm ente que es
u n invento de la im aginación popular, una criatura de puro
Märchen. Pero quizás hay alguna acción atribuida al héroe, diga
mos u n rasgo realista de conducta, que no tiene paralelo en tales
consejos: ¡ah!, entonces es, después de todo, u n príncipe histórico
de tiempos de antaño; este hecho puede ser demostrado de algún
otro modo, por ejemplo por constancias arqueológicas. Por lo tanto,
había un personaje histórico llam ado x. P or cierto, decimos conven
cidos, pero ésa no es, empero, una respuesta completa a la cuestión
de a qué clase de figura legendaria pertenece el x que conocemos,
el héroe de una pieza de Sófocles, la persona a quien Platón cuenta
u na historia. Debemos ser más explícitos acerca de los hilos que se
cruzan aquí.
E n el presente caso, puede que esto llegue a resultar solo una
digresión, pero inclusive u n breve y cauteloso m erodeo por esas
regiones peligrosas es lo mejor para obtener algún principio m etó
dico. Por el momento, solo necesitamos advertir que un héroe griego
pertenecerá probablem ente a una o más de estas tres clases. Primero,
puede haber surgido de la im aginación de mentes simples, que
forjaban historias para sus niños o para su distracción m utua, una
creación de cuento de hadas, habitualm ente conocida por los m ito
logistas por su más genérico nom bre alem án de Märchen. Segundo,
puede haber sido u n dios a quien el tiem po ha degradado al plano
heroico. Tercero, puede ser un personaje histórico. Análogamente,
las historias sobre él narradas pueden dividirse cada u n a en una o
más de varias clases. Pueden ser fragmentos de historia cuyos restos
se h an perdido, cuentos de hadas, o mitos etiológicos. Este últim o
térm ino se emplea por lo menos en dos sentidos, no siempre diferen
ciados. El hecho que se trata de explicar puede ser u n rito o una
costumbre, practicada desde tiempo inm em orial por razones hace
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de ese viaje, que era a sus ojos un viaje a otra parte del m undo
físico. Pero tales descensos (katabáscis) estuvieron de mocla en todas
las épocas, y la adscripción de uno a un héroe cuando se había
convertido en patrono de una religión cuyo mayor interés radicaba
en lo escatológico da pie para sospechar, por lo menos, la antigüe
dad de esa parte del relato. El motivo conyugal para esa hazaña
puede hacernos pensar en viejos cuentos, pero éstos estaban disponi
bles tam bién para el narrador del siglo vn o vi que necesitaba un
modelo, y el mismo hecho se atribuye a Pitágoras.
Si alguien prefiere creer que la historia ele Eurídice contiene un
elemento cle Märchen (y, aunque nos hemos m ostrado propensos a
creer que no, no vemos cómo el térm ino “prueba” tenga lugar
alguno en esta discusión), no por eso ha demostrado que el origen
del famoso Orfeo haya de buscarse en esa zona. Hay muchas histo
rias más características de él que ésa, y ninguna cle ellas, hasta
donde podemos ver, se parece a un cuento folklórico. ¿Es Orfeo,
pues, un dios decaído? De ser así, será probablem ente uno de los
espíritus de la vegetación dadora de vicia que brota cle la tierra.
Las dos posibilidades pueden tratarse como una, pues todas las
constancias que apuntan a su antiguo carácter cle clios son, a la
vez, constancias cle su antiguo carácter ele clios ele la vegetación.
Al discutir la hipótesis del clios decaído tenemos la fortuna ele
poseer, entre los muchos casos límites que siempre infestan estos
campos de investigación, un ejem plo seguro que puede usarse para
fines comparativos. Nadie negará que Jacinto era la deidad de la
vegetación perteneciente a cierta localidad ele época prehelénica.
H uelga volver sobre las constancias acerca de esto, pero pueden m en
cionarse uno o clos puntos relevantes. Su m uerte era el rasgo más
prom inente de la leyenda, como debe serlo siempre la m uerte de
una divinidad vegetal. Su tum ba se m ostraba bajo el altar de Apolo
en Am idas, y, puesto que su culto como clios había sido suplantado
a la llegada de los griegos por el de Apolo, su leyenda se adaptó
a ello por medio cle un m ito tardío que hizo de Apolo el responsable
de su muerte. La m uerte ele Orfeo es tam bién de alta im portancia,
quizá la parte más im portante ele su historia y, además, según una
versión am pliam ente difundida, fue causada por Dioniso, dios clel
vino v,J ’
frecuentemente,7 de los frutos de la tierra en Ogeneral. En la
misma versión tam bién (la de Esquilo), su m uerte tomó la forma
de un acto ritual, lo que sugiere su historia como etiológica, caso
en el cual Orfeo sería el dios mismo, despedazado en sus propios
ritos de acuerdo con la forma salvaje ele com unión atestiguada por
el nom bre de “omofagia”. Orfeo, pues, sería una forma de Dioniso
mismo, o (para valernos de nuestra comparación con Jacinto) una
deidad prehelénica de similar función, cuyo lugar fue usurpado
por Dioniso, y este hecho histórico estaría representado en el m ito
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en los misterios, cosas 110 oídas hasta entonces. Pero otros declaran
que después de la m uerte de su esposa fue por ella al Aorno, en
Tesprotis, donde había antiguam ente un oráculo de los muertos.
Creyendo que el alma de Eurídice lo seguía, y luego perdiéndola
al volverse, se quitó la vida en su dolor.”
2. a) Antes de traducir el primer breve pasaje de Diodoro
(siglo 1 a. C .), no puedo resistir la tentación de citar lo que dice dos
capítulos antes cuando encara por prim era vez el tema de Dioniso.
Es interesante notar cuán antiguas son las dificultades con que noso
tros luchamos, y el pasaje nos perm ite conocer cómo se proponía
Diodoro tratar el asunto.
Diod. 3. 62 (en Kern, O. F. 301). “Los antiguos mitógrafos y
poetas, al escribir acerca de Dioniso, se contradicen unos a otros
con frecuencia, y nos han dejado muchas historias prodigiosas. Esto
hace difícil dar u na clara relación de su nacim iento y sus hechos.
Algunos dicen que había un solo Dioniso, otros que había tres,
otros dem uestran que nunca nació en forma hum ana ni existió en
modo alguno, sino consideran que Dioniso es simplemente el don
del vino. E n cuanto a nosotros, trataremos de recorrer brevemente
los puntos principales de cada relato.”
Al referir los mitos de Dioniso, llega a Orfeo de este modo
(3. 65). La historia que narra está introducida por las palabras:
“la mitología dice q u e . . . ”. Dioniso, que es tratado como un ser
hum ano, se halla en tren de invadir Europa desde Asia a través
del Helesponto. Licurgo, rey de Tracia, complota contra él y el
complot es revelado a Dioniso por “uno de los nativos, cuyo nombre
era Cárope .. .3S Después de esto, en recompensa del servicio que
le había prestado Cárope, se dice que Dioniso le dio el reino de
T racia y le enseñó las ceremonias y ritos de iniciación”. (Lo que
sigue figura en Kern, test, 23.) “El m ito sigue diciendo que Eagro,
el hijo de Cárope, heredó el reino y con él le fueron transm itidas
las ceremonias de iniciación mística, que más tarde Orfeo, el hijo
de Eagro, aprendió de su padre. Orfeo, persona excepcional por
educación y por dones naturales, introdujo muchos cambios en los
ritos, y por esa razón las iniciaciones que deben su origen a Dioniso
llegaron a llamarse órficas.”
b) Diod. 4. 25. El nom bre de Orfeo ha aparecido en conexión
con u na historia de Héracles, que habría sido iniciado en Eleusis
en la época en que Museo, hijo de Orfeo, presidía las ceremonias.
Traduzco desde aquí, señalando que, m ientras que el últim o pasaje
estaba en estilo indirecto, como mera relación de un mito, éste
está en estilo directo.
“Puesto que he m encionado a Orfeo, no será inadecuada una
digresión para decir algo acerca de él. Era hijo de Eagro, tracio de
raza, en la cultura, la música y la poesía sin duda el prim ero de
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N otas d el c a p ít u l o III
Las auto rid ad es acerca de la histo ria y el caráctex de O rfeo están expuestas
del m odo m ás com pleto (a p arte de los pasajes en los te s tim o n ia de Kern) p o r
O. G ru p p e en el L e x ik o n d e r K lass. M y th . de Roscher, 3. 1058 y ss., y las le
yendas están delineadas y com entadas brevem ente p o r K. R obert, D ie g riechische
H eldensage , B erlín, 1920, 1. 402 y ss. Cf. H arrison, P ro leg o m en a , 3 cap. IX .
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o tra figura olím pica, es p ro bablem ente m ás a n tig u a q u e la que lo hace h ijo
del tracio Eagro, a u n q u e sensatam ente agrega q u e en los tiem pos m ás antiguos
re su lta im p ro b ab le que nadie in q u irie ra en absoluto quiénes eran sus padres;
(2) las p in tu ra s de vasos q u e lo m uestran en atu en d o griego son m ás antiguas,
y son m ás tardías las q u e le dan vestiduras tracias. C o n tra esto se h a m encionado
el p rin cip io de q u e todos los antiguos p in to res de vasos eran reacios a rep resen tar
a tu en d o s bárbaros, a u n cuando fu e ra n apropiados al asunto, pero q u e m ás
tard e esa resistencia desapareció. Este p rin cip io está enunciado, p o r ejem plo,
p o r W . H elbig ( U n te r s. ü b . d ie C a m p a n . W a n d m a l., 176 y s.), q u ien m enciona
ejem plos de figuras evidentem ente asiáticas asi tratadas: “ M ientras q u e las
am azonas en los vasos de figuras rojas de severo estilo están arm adas como ho-
p litas griegos, en tipos posteriores aparecen h a h itu a lm e n te con vestidos y a rm a
d u ra s asiáticos. P a ra P ríam o, París, M em nón, M edea y otros héroes y heroínas
de origen asiático, el a n tig u o p in to r de vasos no d a expresión a su carácter
orien tal, o, cuando m ucho, solo lo a lu d e ”. Sin em bargo, algunos de los vasos
q u e m u estran a Orfeo como griego lo presen tan tam bién en com pañía de tracios
cuyos vestidos nativos no h a n sido en m odo alguno evitados p o r el p in to r.
Estos vasos p u e d en ten e r m ás q u e decirnos acerca del carácter originario (si
110 del lu g ar natal) de Orfeo; cf. su p ra , p. 46.
Considerando, pues, la n aturaleza confusa de los docum entos, y m ás espe
cialm ente la estrecha relación e n tre los lugares y pueblos q u e e n tra n e n el
p roblem a, creem os que la conclusión que h a de sacarse es q u e la cuestión tiene,
com parativam ente, poca im portancia. Concedido q u e u n a u o tra de las dos tr a
diciones represente la verdadera y orig in aria procedencia de O rfeo, ello ni
siquiera zanjaría definitivam ente la im p o rta n te cuestión de si su origen era
b á rb aro o heleno; pues la pretensión de los m acedonios de ser helenos genuinos
era vista con m u ch a d u d a p o r u n griego de Ática, y los tracios mismos, pese a
su retrasad a civilización, estaban vinculados con los griegos p o r m uchos lazos
de tradición y h a b la b an una lengua em parentada. P a ra m ás detalles sobre la
bibliografía polém ica m oderna, véase G ru p p e en el L e x ik o n de Roscher, 3.
1078 y ss. M aass ( O r p h ., especialm ente p p . 157 y ss.) arguye que Orfeo era en
p rim e ra instancia u n a divinidad de los m inias de Beocia. Su religión pasó a
T racia, donde prim ero se opuso a la religión dionisíaca autóctona y luego se
alió con ella. C o n tra esta sucesión de acontecim ientos está la o p inión de G ruppe,
de q u e la religión dionisíaca m ism a llegó de Beocia oriental a M acedonia y
T rac ia , distritos colonizados p o r beocios y eubeos. L a p ru e b a que aduce G ru p p e
es u n a m u ltitu d de ejem plos de iguales cultos e iguales lugares en am bas
regiones. H abía, p o r ejem plo, todavía u n a tercera L ebetra en Beocia, el
culto de las Musas se e n cu e n tra en el H elicón tan to como en el O lim po, etc.
(G ruppe, G r. M y th . p p . 211 y ss.) .
2 Eagro [ ó ¡agros], río de T racia. Véanse auto rid ad es en R o b ert, H e ld e n s .
1, 410, n. b, especialm ente Servio a d Virg. G eorg. 4. 524: O eagrus flu v iu s est, p a te r
O r p h e i, d e q u o H e b r u s n a sc ítu r [el E agro es u n río, p a d re de O rfeo, del cual
nace el H ebro]. E l nom bre suena ten tad o ram en te a griego, pero hay poco
acuerdo en tre las etim ologías propuestas. Según Maass (O rp h . p. 154) es el
“cazador solitario”. Fick (ap. K em , O r p h . 16) hace de él “ el solitario m o rad o r
de los cam pos”, y K em señala (ib.) q u e puede ser tam bién “poseedor de
tie rras y ovejas”. ¡O tra etim ología más! L in fo rth (A r ls o f O rp h e u s, p. 23 n.)
sugiere “oveja salvaje”, p o r la analogía Ó iagros: onagros. Cf. in fra , n. 33.
3 Los A r g o n a u tik ú órficos h a n sido editados, con traducción, p o r G.
D o ttin (Budé, 1930). Las referencias a la expedición de los A rgonautas en la
tradición lite ra ria están convenientem ente com piladas p o r él en el prefacio.
Cf. adem ás A ndré B oulanger “L ’orphism e dans les A r g o n a u tiq u e s d 'O rp h é e ”,
B u lle lin B u d é , enero 1929, 30-46, que h e leído después de red actar la narración
q u e figura en m i texto. Se espera u n a edición inglesa p o r la señorita J. R.
Bacon.
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de vista opuesto (p o r ejem plo las de O. M iiller, P reller, etc.), según el cual
O rfeo estaba desde el comienzo ín tim am en te relacionado con el culto dionisiaco.
26 Podem os m encionar a q u í el p u n to de vista q u e defiende K em al fo rm u
l a r estas observaciones sobre los vasos. Consiste e n q u e tan to el n o m b re como
la perso n alid ad ín teg ra de O rfeo serían creación de sectarios del siglo vi. Si no
podem os a d m itir q u e lo haya dem ostrado, perm ítasenos recordar con g ra titu d
m uchas de las agudas observaciones que h a form ulado e n defensa de ello, tan to
m ás cuanto q u e consideram os de m ucho m ayor im portancia q u e la cuestión
del origen el acuerdo acerca del carácter de O rfeo ta l como se lo veía e n los
siglos vi y v,
27 Es difícil no p en sar en estas cualidades, y en las q u e hem os m encio
n ado en p. 42, como elem entos esenciales y originarios del carácter de OrfrO.
P o r eso no podem os coincidir con V. M acchioro, q u e fu n d a sus conclusior'es
acerca de O rfeo sobre “la tradición que considera a O rfeo como u n m úsica,
q u ie n p o r m edio de la m úsica y la adivinación in tro d u jo el frenesí orgiástico
de las iniciaciones”. D udam os q u e esto se a p liq u e necesaria y originariam eut-··
a las iniciaciones órficas, a u n q u e p a ra tiem pos de P lu tarc o los rito s p u e d an
h a b e r m erecido el nom bre q u e les da de k a td k o r o i k á i p e rie rg o i h ie ro u rg ia i
[cerem onias excesivas e indiscretas]. M acchioro concluye q u e Orfeo es u n a figura
sim ilar a la de los prim itivos profetas judíos, los n eb i’im , al describir a los
cuales dice: “De tiem po en tie m p o . . . caían en u n a especie de frenesí: se des
vestían; yacían inconscientes p o r tierra; p arecían com o locos”. N o podem os
im a g in ar a O rfeo com portándose así. (M acchioro, F rorn O r p h e u s to P a u l, 1930,
p p . 133, .135.)
28 K ern ( O r p h . 31 y s.) tom a los varios rasgos del carácter de O rfeo y los
pone lado a lad o con textos sobre tem as sim ilares com puestos en diversas épocas
y a trib u id o s a él. H abía, p o r ejem plo, u n a colección de oráculos, obras m édicas,
poem as mágicos, obras sobre a g ricultura. Esa yuxtaposición le a p o rta p ru e b a
de q u e las características reu n id as en O rfeo hayan resultado de la existencia
de los escritos. Nos parece m ás p robable que u n a u to r, digam os sobre m edicina,
deseando vin cu lar su tratad o a u n nom bre de a u to rid ad , escogiera el de u n o
reconocido como capaz de curar, y no q u e lo escogiera sim plem ente p o r ser
objeto de general reverencia y el nom bre, ya así reverenciado antes, d ebiera su
re p u ta c ió n m édica a la existencia de ese tratad o . Adem ás, ese supuesto es
innecesario p a ra explicar el carácter de Orfeo. ¿Qué m ás n a tu ra l sino q u e el gran
c an to r (aspecto suyo que n i a u n K ern puede re d u cir a u n texto òrfico origi
nario) tu v iera poderes mágicos, o q u e el héroe-sacerdote de P eán A polo estu
viera versado en profecía y m edicina? (En cuanto a esto últim o, no debe olvi
darse la creencia en el p o d e r curativo de la música.) H em os m encionado algunas
m aneras en que las funciones de A polo y O rfeo e ran sem ejantes, y acude a
nu e stra m ente el coro de la A lc e stis (965 y s.) : κ ρ ε ΐσ σ ο ν ο ύ δ έ ν Ά ν ά γ κ α ς
η δ ρ ο ν , ο υ δ έ τ ι φ ά ρ μ α κ ο ν θ ρ ή σ σ α ι ς έ ν σ ά ν ισ ιν , α ς Ό ρ φ ε ί α κ α τ έ γ ρ α ψ ε ν
γ ή ρ υ ς , ο ό δ ’ δ σ α Φ ο ίβ ο ς Ά σ κ λ η π ι ά δ α ι ς ε δ ω κ ε φ ά ρ μ α κ α
[N ada m ás fu e rte q u e la Necesidad encontré, n i de ella hay n in g ú n rem edio en
las tablillas tracias q u e escribió O rfeo m elodioso n i en cuantos Febo a los As-
clepíadas dio re m e d io s ... (trad. A. T o v a r)].
29 Sobre la costum bre del tatu a je en tre las m ujeres tracias, cf. tam bién los
D issò i lò g o i (Diels-Kranz, F r. d e r V orsokr. 5 II, 408, lín . 14): τ ο ΐς δ έ θ ρ α ι ξ ί
κ ό σ μ ο ς τ ά ς κ ό ρ ά ς σ τ ίζ ε σ θ α ι ■ τ ο ΐ ς δ ’ ά λ λ ο ις τ ι μ ω ρ ία τ ά σ τ ί γ μ α τ α τ ω
ά δ ικ έ ο ν τ ι [para los tracios, q u e las m uchachas sean tatu ad as es adorno;
p a ra otros, esas m arcas son castigo p a ra el que delinque].
30 P lu t. Ser. n u m . v in d . 557 d = K em , test. 77 fin .; la costum bre está
tam bién m encionada p o r F ánodes, K ern, ib., y en algunos vasos las m ujeres
a tacantes aparecen tatuadas. Cf. su p ra , n. 10, n? V III y (especialm ente) IX .
31 H onestam ente, debe m encionarse la bien fu n d a d a tesis de que la
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CAPITULO IV
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behn con una concisión tan poco germánica, que hemos de citarla
tal cual: diese fliegen, jene n ic h t.1'0 Por otra parte, el arte griego
estaba fundado en la poesía, y definido a este propósito por su sen
sibilidad a la experiencia (Ernpfindung) natural, aunque, debe aña
dirse, a lo más elevado y más perfecto cíe esa experiencia. En oposi
ción al simbolismo sin vida del arte asiático, Grecia clásica ofrece
u n idealismo basado en el realismo, es decir, la representación de los
rasgos más bellos de la naturaleza.
Para ilustrar el estado de la cultura griega en los siglos vm
y vn a. C. ha de elegirse el campo del arte, porque en la historia
de la literatu ra ese período es casi una página en blanco. Del arte,
en cambio, hay especímenes, principalm ente en bronce, y m uestran
que no faltaban criaturas como esfinges o grifos, que tenían alas
pero ciertam ente no podrían haber volado. Por ejemplo, una ojeada
al capítulo sobre “el período arcaico tem prano (orientalizante) ”,
en la obra Greek and R om án Bromes ele la señorita Lamb (M ethuen,
1929), nos da en seguida ejemplos ele tipos alados y terioantropo-
mórficos. U na figurilla espartana (siglo x) representa un león con
u na serpiente por cola; la plancha grabaela Tyszkiewicz (siglo vn;
Lamb, lám. 18 b) m uestra figuras con cabeza hum ana, cuerpo ele
león y alas, y otros ejemplos incluyen esfinges y grifos. C reta fue
un im portante centro del arte griego en esa época, y una fecunda
trasmisora ele tipos orientales. Más im portante aún es que su arte
religioso ha de haber influido directam ente sobre los órficos, pues
éstos tom aron elementos de Creta en el núcleo mismo de su doctrina
(cf. infra, pp. 110 y ss., y, sobre los Curetes, pp. 119 y ss.). Esto hace
particularm ente útil para nuestro propósito observar el tím pano de
bronce ele la Caverna de Ida, lugar de nacim iento clel Zeus cretense
(Cook, Zeus·, 1, p. 644 y lám. X X X V ), que m uestra al dios cretense
con su cortejo de Curetes, pero con u n tipo puram ente asirio.
Volvemos ahora al tema mismo ele esta discusión. Estamos ante
dos versiones de un mito, en una de las cuales el T iem po se repre
senta como una criatura alada y m ultiform e a la cual se ve clel modo
más natural, si uno se forma una clara imagen m ental ele ella, en la
forma ele un relieve asirio o persa, y no ciertam ente en ninguna
ele las formas que hubiese m odelado un escultor helénico ele la era
clásica. En la otra versión, despojado de sus atributos monstruosos,
aparece casi en la forma en que un filósofo racionalista griego del si
glo vi lo hubiera concebido ele haber dado forma poética a su sistema:
sin vejez, grande, de infalibles designios. Que el tiempo siempre fue;
que el tiem po tiene gran poder para bien o para mal; que por el
tiem po todo puecle cumplirse; éstos son, sin duela, sentimientos que
pueden caber en la m entalidad más filosófica. “El relato más simple
debe ser el más antiguo”, decía Kern. Pero “sim ple” es una palabra
ambigua. ¿Quién tiene una m ente más simple: el que concibe al
tiem po como una criatura de grotesca forma mitológica, o el que
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LA CREACIÓN Y LOS DIOSES S E G Ú N ORFEÓ
aunque grandes mentes lo han visto muchos años atrás, para algunos
ni aún ahora ha hecho descartar la idea de una cadena cíe préstamos.
Ese paso es considerar que, al tom ar el Huevo como símbolo del
comienzo de la vida, los hacedores de mitos, al l'in y al cabo, h a d a n
algo muy simple y natural, y que, si ello es común a las historias
que muy diversos pueblos elaboraron acerca de los orígenes del
m undo, eso no es en realidad sorprendente, y no es necesario en
absoluto suponer que se transm itieron de uno en otro ese gran
pensam iento.1!l
Si hemos de creer a los neoplatónicos, el Huevo cósmico era
un rasgo prom inente de las teogonias atribuidas a Orfeo, y hoy
se lo designa en general, directamente, como el Huevo órfico. Todas
las razones inducen a considerar que el nom bre está justificado.
Según una frase que figura en Damascio y cuyo sentido solo es
claro en parte (la preocupación neoplatónica por las tríadas y el
m undo inteligible oscurece parte ele e lla ), el Huevo cc')smico era
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por Cicerón (de nat. deor. 1. 11. 27) a los casi aliados de los óríicos,
los pitagóricos. La teoría de la fecundación por el viento era acep
tada con toda seriedad por Aristóteles, y probablem ente estaba en
su pensam iento disociada de la otra (hist. anirn. 6. 2. 560 a 6). Los
T ritopátores áticos, 23 que ciertam ente habían sido espíritus de la
naturaleza de los vientos (Rohcle, Psique, cap. 5, n. 124), encontraron
lugar en un poema órfico como “porteros y guardianes de los vien
tos” (“Suidas”, s.v. “T ritopátores”; H arrison, Prol.a 179, n. 2).
Del huevo puesto por Noche, dicen las aves, salió Eros. ¿Es
éste el mismo que el Fanes de las Rapsodias, llam ado Eros también?
¿Conocía Aristófanes que se lo llam aba Fanes, y lo denom inó Eros
sim plemente por ese extraño pudor que parece haber hecho a todos
los escritores de la era clásica referirse a las cosas órficas en su
forma menos específicamente órfica? ¿Qué puede hacernos pensar
que pudiera tratarse del dios órfico? En Aristófanes, es uno de los
que apareció en el comienzo mismo de las cosas, no el joven hijo
de A frodita en que se convirtió en época clásica. Pero eso podría
provenir directam ente de Hesíodo. T iene alas de oro, como en las
Rapsodias, y así se lo invoca en su him no órfico. Las alas mismas
nada prueban, pues la figura de Eros como niño alado era ya un
lugar común del arte y la literatura. Con toda probabilidad, Eros
siempre tuvo alas. Se advertirá que en esta cosmogonía Caos tam bién
aparece alado, circunstancia que no tiene paralelo, y para la cual
no puede sugerirse m ejor motivo que el natural anhelo de los
pájaros por introducir entre los supremos principios el mayor nú
m ero posible de criaturas aladas. En cuanto al epíteto “áureo” o “de
oro”, ¿no era tam bién un lugar común, y de lo más natural? Si una
criatura alada es un dios, es acaso inevitable que se im aginen sus
alas formadas por la preciosa y brillante m ateria. En efecto, en la
misma pieza, pocas líneas antes, uno de los personajes de .Aristófanes,
al h ab lar de la Victoria alada, le atribuye tam bién “gemelas alas
de oro”, exactamente con las mismas palabras, inclusive en el mismo
núm ero dual. (En todo caso, era una frase ú til para los tetrámetros
anapésticos en que hablan los personajes.) La descripción se hace
u n poco más significativa cuando advertimos, en conjunción con las
alas de oro, el epíteto “resplandeciente” (a'tíA.gcDv). Involuntaria
m ente acuden a la m em oria los versos de las Rapsodias: “Y todos los
demás se m aravillaron cuando vieron la inesperada luz en el éter;
tan plenam ente resplandecía (apéstilbe) el cuerpo de Fanes inm or
ta l”. Siempre con duela, volvemos nuestra m ente hacia el resto de
lo que Aristófanes tiene que decirnos sobre su Eros. Nació de un
huevo y es el creador del m undo y de los dioses. Se torna cada
vez más difícil negarse a aceptar: por nuestra parte, estamos dis
puestos a abandonar la lucha y afirm ar que al describir a Eros
como lo hizo, Aristófanes hubo de jugar con las frases de u n poema
ubicado dentro de la tradición órfica. No vemos oportunidad alguna
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Grcck Coins, 1933, p. 27, y lám. 1, fig. 19; Head nota que es la más
antigua m oneda con inscripción). “En cuanto a Ericepeo —dice
G ruppe—, debe adm itirse que hasta el m om ento no han aparecido
rastros de un culto suyo en Asia M enor”. Estas palabras se publi
caron en 1909, y G ruppe no debía de conocer lo que era entonces
un recentísimo descubrimiento hecho en Lidia por los austríacos Keil
y von Premerstein. Se trataba de un altar, con la dedicatoria; “A
Dioniso Ericepeo”. 27 La aparición en Anatolia de deidades cono
cidas por lo demás solo en el ciclo órfico constituye una interesante
y prom etedora línea de investigación, y para quienes se interesan
principalm ente en la cuestión de los orígenes puede resultar un
campo fructífero. -s
El único punto que uno objetaría en esa interesante línea ar
gum entativa ele G ruppe es su elección, como punto de partida, del
hecho de que Malalás considerara las tres palabras igualm ente ne
cesitadas de traducción. Q uienquiera se haya sumergido en las obras
de ese tonto autor, sabe que está dotado de un infalible celo por
explicar cosas que no necesitan explicación alguna. El lector de los
Orphicorum Fragmenta tiene un ejemplo a mano. El fr. 62 es otra
cita de Malalás, en que toma cinco hexámetros griegos y los
traduce todos, sustituyendo κ ρ α τ α ιέ por δ ύ να τε, α νά σ σ ω ν por
β α σ ιλ εύ ω ν , y ά ειρ ό μ ε ν ε por ε ις τον α έ ρ α όψ οόμ ενε.-9 El argu
m ento mismo, empero, no queda perjudicado por ello, y la fácil
traducción de “Ericepeo”, palabra carente de sentido para el lector
griego de la época, es en sí misma interesante. En la versión de
Malalás, ή ρ ι—contendría la idea de ‘vicia’, y κ ε π — o κ α π — la de
‘d a r’. (El nom bre del dios aparece como Ericepeo y como Ericapeo;
véase Gruppe, Suppl. 740.) Acerca de la segunda parte del nombre,
G ruppe lo compara, pertinentem ente, con el nombre de la ciudad
de Panticapeo en el Quersoneso Táurico, y había un río Pantícapes
(‘dador ele tocio’) en Sarm atia europea. En cuanto a la prim era
parte del nombre, no tenemos paralelos tan convincentes, y G ruppe
puede sugerir solamente como una posibilidad el Er del m ito plató
nico en la República. A. B. Cook, empero, compara con el río mítico
Erídano, cuyo nombre, según esa analogía, traduce hipotéticam ente
como ‘río de riela' (Zeus, 2, II, 1025). Si queremos otros ejemplos,
aparte de Malalás, de la búsqueda ele una interpretación de “Metis” ,
quizá valga la pena referir al pasaje alegórico-etimológico de un
autor cristiano en O.F. 56 (p. 135) : Zeus θειο ν ά ν ιμ α τ α ι πνεΟμα,
δ π ε ρ Μ ήτιν έ κ ά λ ε σ α ν [extrae (animátai) el hálito divino, al cual
llam aron Metis]. Esto es tan malo, que alguien puede sospechar que
no ha ele haberse tratado de una tentativa etimológica, pero el
contexto deja poco lugar a dudas, pues, cacla vez que se m enciona
el nom bre de un dios, se hace u n esfuerzo similar. Aquí vemos a
alguien que ofrece su propia interpretación ele una palabra griega
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liabía nacido fuera clel m atrim onio, las atenciones ele su padre
hacia él fueron excesivas. L a esposa de Jove, cuyo nom bre era Juno,
llena de una cólera de m adrastra, buscó todos los medios para lo
grar con engaños la m uerte del niño. U na vez el padre se disponía
a salir de viaje, y porque conocía el secreto disgusto de su esposa,
y a fin de im pedirle actuar traidoram ente en su furia, confió el cui
dado del hijo a guardianes que en su opinión eran de confianza.
Juno, contando así con u n m om ento oportuno para su crimen, y
atizada su cólera porque el padre, a su partida, había delegado en
el niño el trono y el cetro, prim eram ente corrompió a los guar
dianes con regias larguezas y regalos, luego estacionó a sus secuaces,
llamados Titanes, en lo interior del palacio, y con ayuda de sonajeros
y un espejo de ingeniosa construcción de tal m odo distrajo la aten
ción del niño, que éste dejó el asiento real y fue conducido al lugar
de la emboscada, llevado por el irracional impulso de la infancia.
Allí llegado, fue cogido y m uerto, y, para que ningún rastro del
crimen pudiera descubrirse, la banda de secuaces le cortó los miem
bros en trozos y se los repartieron entre ellos. Después de esto,
añadiendo crimen sobre crimen, debido al extremo tem or que tenían
de su amo, cocieron los miembros del niño en diversas maneras
y los consumieron, nutriéndose de carne hum ana, hasta entonces
nunca visto festín. El corazón, que había tocado a Juno, fue salvado
p o r la herm ana del niño, cuyo nom bre era Minerva, la cual había
ayudado en el crimen, con el doble propósito de valerse de ello
como inequívoca prueba al delatar a los otros, y de tener algo con
que m itigar la cólera paterna. Al retorno de Jove, su h ija le expuso
el relato del crimen. El padre, al enterarse del fatal desastre del
asesinato, quedó agobiado por su amargo dolor. En cuanto a los
Titanes, proveyó a su ejecución tras varias formas de tortura. En
venganza de su hijo no dejó sin probar forma alguna de torm ento
o castigo, sino que agotó, en su furia, toda la escala de penas, uniendo
a los sentimientos de padre el incontrastado poderío de u n déspota.
Luego, como no podía soportar ya los tormentos de su apenado
corazón ni consuelo alguno lograba aliviar el dolor de la separación,
hizo construir por arte de m odelador una estatua de yeso del m u
chacho y el corazón (el instrum ento p o r el cual, cuando traído por
la herm ana, se había descubierto el crimen) fue colocado por el es
cultor en aquella parte de la estatua donde estaban representados
los lincam ientos del pecho. Hecho esto, construyó un tem plo en vez
de tumba, y designó al ayo del niño (cuyo nom bre era Sileno) como
sacerdote. Para suavizar los transportes de su tiránica ira, los cre
tenses hicieron del día de la m uerte una fiesta religiosa y fundaron
un rito anual con u na dedicación trienal, representando en su orden
todo lo que el niño había hecho y padecido en su muerte. Descuarti
zaban con los dientes u n toro vivo, recordando el cruel festín en
la conmemoración anual, y lanzando disonantes gritos por lo pro
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Dionisos. Uno de los que dialogan en el ele natura deorum (3. 23)
de Cicerón enum era cinco en apoyo de sus argumentaciones. El dios
“en cuyo honor se considera que se ejecutan los ritos órficos” ocupa
en la lista, con los demás, el cuarto lugar. Los cretenses, por cierto,
y al menos en época posterior, podían señalar sus préstamos de ritos
a los griegos del continente y basar en ello la pretensión del origen
cretense ele todas las ceremonias rituales. A esta pretensión extrava
gante presta Diodoro seria consideración en un interesante pasaje
(5. 77): “H e narrado las historias que cuentan los cretenses sobre
los dioses que se dice nacieron entre ellos. Ahora bien, para sos
tener que el hom enaje a los dioses y los sacrificios y las iniciaciones
místicas fueron introducidos desde Creta en el resto del continente,
éste es, en su opinión, el testimonio de mayor peso que invocan:
las ceremonias iniciáticas de los atenienses en Eleusis, que son, creo,
las más magníficas de todas, y las de Samotracia, y las de Tracia
entre los cícones (la p atria de Orfeo el iniciador), todas éstas,
dicen, están divulgadas en form a de misterios, pero en Cnoso de
Creta es la costumbre, y lo h a sido desde antiguos tiempos, dejar
que todos participen abiertam ente de esos ritos. Lo que en otros
países se divulga bajo compromiso de secreto, nadie en el país de
ellos lo oculta de nadie que desee saber acerca de esas cosas”.
Sin duda, el rito cretense existió desde tiempos muy antiguos,
y aunque sus elementos deben de haber sido comunes tam bién a
muchos otros pueblos, no hay otra razón para dudar de que fue en
su forma cretense como lo adoptaron los órficos. Por el momento,
esto de verdad podemos adm itir que haya contenido la jactancia de
los cretenses. Debemos trata r de determ inar de m odo más preciso
qué era este rito cretense y qué creencias religiosas tendría como
trasfondo.
El rito ha sido m inuciosam ente descripto y comentado por Jane
H arrison (Prol. cap. 10), de m odo que bastará u n breve resumen.
Fírmico es nuestro principal testigo. Precisamente lo inadecuadas
que son ciertas partes del ritu al que describe, para cum plir el pro
pósito que él mismo enuncia en el contexto anterior, constituye
buena garantía acerca de lo genuino de él. U n toro vivo (es decir,
crudo; Prol. , 3 485, 486) es descuartizado y comido por los adorado
res, quienes se lanzan a los bosques en frenética y estruendosa pro
cesión. La música orgiástica de flautas y címbalos se agrega al ruido,
y se portan ciertos objetos sagrados que Fírmico por lo menos supone
ser reliquias.
La era clásica proporciona una notable ilustración del rito así
descripto en el fragm ento de los Cretenses de Eurípides citado por
Porfirio (de abstin. 4. 19), el cual reza como sigue.39 El coro,
dice Porfirio, se dirige a Minos:
“H ijo de los príncipes fenicios, retoño de Europa tilia y el
gran Zeus, 40 que riges sobre Creta la de cien fortalezas: hem e aquí,
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T odo lo que hemos tom ado en cuenta hasta ahora ocurrió sin
asistencia de los órficos. Las típicas orgías de Dioniso nada tenían
que ver con influjos órficos, los cuales constituyen en muchos im
portantes respectos un contraste con ellas, según lo descubriremos
cuando pasemos de los mitos a las prácticas órficas. De la religión
clionisíaca en lo que podríam os llam ar su forma más cruda no
tenemos m ejor testimonio que Las Bacantes de Eurípides. Los mis
terios de los órficos, secretos, de los cuales no debía hablarse, y que
están aludidos en algunas de sus otras piezas (infra, p. 239), están
aquí eliminados en beneficio de la salvaje libertad del culto tracio
intacto. Empero, en Las Bacantes se unen todos los elementos de
los que hemos hablado. U na duda subsiste. Si Dioniso se concebía
ahora como rodeado en su infancia por dáimones protectores, ¿sabían
los adoradores cretenses de qué estaba así protegido? Es altam ente
im probable que la m entalidad religiosa, aun aceptando en general
la naturaleza única de Zeus Ideo y Baco y haciendo que los custo
dios del uno lo fueran tam bién, y de la misma m anera, del otro,
transfiriera enteram ente a Dioniso el conocido m ito del nacim iento
de Zeus. La misma H élade había hecho a Dioniso hijo de Zeus,
y eso facilitaba la asimilación ele sus respectivas naturalezas y ser
vidores. Pero la im aginación vacilaba en hacer a Dioniso u n hijo
ele Crono, o aun en atrib u ir a Zeus, por criterio de coherencia, la
deplorable actitud hacia sus hijos que su padre había m ostrado con
respecto a él. De esto nunca oímos ni alusión. H abía tam bién otras
versiones sobre el nacim iento de Dioniso, que ciertam ente le daban
un carácter más dramático, pero ninguna de ellas hacía necesaria
ni aun posible la presencia de guardianes armados. Ahora bien,
es harto im probable que la incoherencia implicada en convertir en
uno el servicio prestado a dos dioses: Zeus Ideo y Dioniso, apare
ciera al devoto en la m anera intelectual que se im pone al frío
investigador. Si preguntam os qué razón imaginaba u n cretense de
comienzos del siglo vi para que el niño Baco necesitara tal protección,
la respuesta más probable es que ni sabía ni le im portaba. No es
una respuesta indudablem ente exacta. No sabemos. Debía de haber
algún m ito del desm em bram iento de Dioniso etiológicamente vin
culado con el desm em bram iento ele la víctima anim al por los ado
radores, y este m ito puede haber sido el mismo que engalanó Ono-
m ácrito en la m anera en que nos lo presenta en una época tardía
el atrevido aserto de Pausanias, de que dicho personaje “hizo de
los T itanes los autores cie los sufrimientos del dios”. En todo caso,
hemos traído nuestro relato hasta el punto en que deben de haber
intervenido los órficos. Intervinieron porque tenían una nueva re
ligión que predicar, una norm a de conducta basada en una teoría
del origen ele la hum anidad, y necesitaban una estructura m ítica en
que proponerla. E n el estudio de la religión griega, los investiga
dores protestan a m enudo, con toda justificación, contra quienes
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“Los símbolos de este misterio son objetos sin interés, pero puede
tenerlo el presentarlos a vosotros: una taba, una pelota, peonzas,
manzanas, un espejo, un copo ele lana.”
Hace un siglo Lobeck, en un pasaje de asombrosa erudición
(Agí. 699 y ss.), estaba dispuesto a m ostrar que, pese a las tentati
vas de vincular a esos objetos un significado originariam ente mís
tico, todos ellos no eran en su origen sino lo que la historia dice
que eran: juguetes infantiles. El argum ento más fuerte en pro de
la teoría contraria es la presencia en los dos versos órficos citados,
de las palabras kónos y rombos [que se han traducido aquí como
“peonzas valias”]. La prim era significa u n a piña, y los adoradores
llevaban ¡Diñas en el extrem o de sus varas o tirsos, durante las
procesiones dionisíacas. L a segunda significa una especie de “chu-
ringa”, instrum ento que, al hacerlo girar en torno de la cabeza,
produce un sonido vibrante, y ha sido y es empleado en las cere
monias religiosas de pueblos primitivos en muchas regiones. Ocurre,
empero, que ambas palabras significan también ‘peonza’, 51 y Lobeck
llegó hasta descubrir u n pasaje en cierto autor griego, donde se
explica exactamente la diferencia entre ambas, pues todo niño, al
parecer, sabía que u n kónos no era lo mismo que un rombos. El
uno era del tipo que se hace girar con un latiguillo, y el otro no.
Pronto daremos con alguna prueba, desconocida para Lobeck, de
que en la historia del niño divino se trataba efectivamente de
peonzas. Las tabas, la pelota y los muñecos articulados hablan por
sí mismos. Estos últim os son, literalm ente, ‘juguetes que pliegan los
miembros’, bonito detalle, que sugiere que el autor, pese a todos
sus polvorientos lugares comunes hesiódicos, no había olvidado su
propia infancia. El últim o artículo en la lista de San Clemente,
u n m ontón de lana cruda, se deslizó en el texto, en opinión de
Lobeck, por alguna corrupción, aunque no tiene enm ienda que
proponer. Su argum entación es que todos los artículos citados por
San Clemente como “símbolos de los misterios” recuerdan simple
mente los juguetes ofrecidos al niño. Por lo tanto, echa por baranda
la lana con las palabras: quid enim puer hidibiindus lana snccida
facere possit? [‘pues, ¿qué puede hacer con lana crucla u n niño que
juega?’]. Esto es, sin duda, una petición de principio, en cuanto es
parte de una argum entación destinada a probar que las cosas m en
cionadas son todas juguetes y no objetos de significación originaria
mente religiosa. C uando el mismo Lobeck nos cita pasajes de los
Etymologiká donde se m uestra que a la lana se vinculaba una sig
nificación religiosa (se usaba, dice Focio en el Etym. Magn., en
ceremonias iniciáticas y en hechizos, y específicamente en A tenas),
su propia erudición nos lleva a dudar de su aserto acerca de que
todos los objetos mencionados son, sin excepción, juguetes infan
tiles. La duda crece cuando encontramos que en toda la sección
especial que dedica a la consideración de esos objetos no se m en
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trina religiosa que proponer, y bien puede que en esa misma escena
se in tentara ofrecer un preanuncio de la doble naturaleza del hom
bre: su naturaleza celeste, que es su ser real, y su naturaleza hum ana
o titánica, que no es sino una sombra. Hasta este punto puede
llegar nuestra conjetura, aun adm itiendo sin reservas que un espejo
habría servido m ejor que la m ayoría de los demás objetos para el
simple propósito ele distraer la atención de un niño. Si no pudiera
en prim er lugar hacer esto, la historia quedaría arruinada. Las
mismas ideas surgen acerca de las manzanas de oro de las Hespéri-
des. Nada, admitimos, atraerá m ejor a u n niño que u n regalo de
manzanas de oro, pero parece u n poco extravagante m andar a los
últimos confines del m undo por un tesoro mítico cuando el mismo
fin, al parecer, podría haberse logrado con muñecos y tabas. Quizá,
entonces, podemos perm itirnos recordar que las manzanas de las
Hespérides eran símbolos de inm ortalidad, y que Dioniso estaba
destinado a renacer después de su asesinato, así como que su m uerte
iba a asegurar la esperanza de inm ortalidad para la raza de los
seres hum anos que le siguieron.
Los descubrimientos arqueológicos h an arrojado una luz ines
perada y más directa sobre el niño divino y sus juguetes.52 Le en
contramos en el santuario de los Cabiros en Tebas de Beocia, exca
vado por los alemanes en la década del 1900. Estos Cabiros son dio
ses de origen incierto, posiblem ente fenicios, pero no menos posible
mente indígenas de suelo griego, cuya sede principal en los tiempos
clásicos era la isla de Samotracia. (El locus classicus es Heródoto
2. 51) .r>3 Se trataba de dioses benévolos, dadores de los frutos de la
tierra y protectores de los labriegos, y se los veneraba en la isla por
celebraciones mistéricas, en las cuales Heródoto m uestra haber sido
iniciado. Hay pocos testimonios literarios acerca de su culto en
Grecia continental, aunque H eródoto insinúa que pueda haber al
canzado Samotracia desde Atenas, siendo originariam ente u n culto
de los pelasgos áticos. A parte de esto, poseemos solo una escueta
mención de que se los veneraba en Tebas y de que el culto allí
había sido fundado por un ateniense nativo (Paus. 4. 1. 7). Acerca
de este culto, las excavaciones han proporcionado u n a riqueza de
información, esa inform ación fascinante de prim era mano que es el
don peculiar de la arqueología. Aparece el Cabiro (uno solo) ve
nerado al lado clel niño Dioniso, y los exvotos sugieren que en la
concepción de la población campesina de Beocia el niño divino era
el más im portante. Se encontraron setecientas figurillas de terracota
que representan muchachitos, y solo cincuenta estatuillas del Cabiro
reclinado. En u na p in tu ra de vaso del siglo iv a.C. se nos muestra
al C abiro reclinado en u n lecho con el Niño de pie frente a él
(fig. 12). Ambos tienen títulos sobreescritos: K A B IR O S sobre la fi
gura reclinada, y sobre la cabeza del niño simplemente la palabra
‘N iño’: PAIS. Lo realm ente notable del Cabiro es su exacta simi
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terios de los Cabiros para los tebanos.) Erigió además una imagen
en el santuario de los Licómidas, con una inscripción que dice. . . ”
El objeto de Pausanias es dem ostrar cierto punto por medio de esta
inscripción, y la referencia al culto tebano es simplemente u n aparte
para ilustrar el carácter de M étapo. La información que da para
nuestros fines es, por lo tanto, escasa, pero nos dice que el culto fue
fundado p o r un ateniense. Es tam bién significativo el hecho de
que ese personaje estuviera en relación con el culto practicado por
los Licómidas, y en verdad, puesto que se lo consideraba persona
apta para erigir u n a im agen con inscripción en el santuario de esa
familia, él mismo era probablem ente un Licómida. Los Licómidas
eran una antigua fam ilia ática que hacía rem ontar su origen al rey
Pandión, y Pausanias dice de ella en otro lugar (9. 30. 12 = O. F.
304) que conocían los him nos de Orfeo y los cantaban en sus cere
monias religiosas. Este testimonio literario acerca de la existencia
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A p é n d ic e del c a p ít u l o IV
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de B ioniso.
Fia. 14. El desmembramiento
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2. Core.
H a b ía dos m itos órficos de Core: la historia de su violación p o r su p adre
Zeus y la de su ra p to al m u n d o in ferio r p o r P lu tó n . Solo la p rim era encaja en
la teogonia y la antropogonía, p o r lo cual la n arració n de la segunda h a sido
hasta ah o ra dejada a u n lado. L a p rim e ra es u n eslabón esencial en el m ito de
la creación p rin cip al y característicam ente orfico, y su presencia no necesita
justificación. E l m otivo de u n a versión òrfica del conocido ra p to de Core p o r
P lu tó n n o es ta n claro. B ien puede h a b er sido la com petencia con Eleusis, en
la form a de u n a ten tativ a o bien de o b ten e r aceptación en el santuario o bien
de cap acitar al sistem a rival p a ra com petir en el m ism o terreno con los m iste
rios áticos ya establecidos. Constituye, adem ás, u n hecho sorprendente, e n v irtu d
de sus evidentes afinidades cretenses y anatolias, q u e e n la religión òrfica, h asta
donde alcanzam os a ver, n in g ú n lu g ar im p o rta n te se acuerde a la diosa M adre
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que luego m encionarem os (II. iii), y Asclepíades de T rágilo (siglo iv a. C.) decía
que B aubo y D isaules eran los padres de Mise, conocida como figura de u n
culto anatolio así como en la tradición órfica. Véase, p o r ejem plo, D ieterich en
P h ilo lo g u s, 52, 1 y ss., K ern en G e n e th l. f ü r R o b e r t, H alle, 1910, N a c h tr ., y
especialm ente G ruppe, G r. M y th . u . R e í. 1437, n. 2. Este ú ltim o considera p ro
bable que B aubo, M ise y D isaules tuvieran todos origen en la religión frigia,
pero nadie m ás parece h a b e r tom ado nota de la sugerencia, n i de C IG 4142,
que G ru p p e m enciona precisam ente en el curso de u n a larga nota (ib . 1542,
n. 1). Está tam bién la tab lilla de oro de T u rio s ( O .F . 47), u tilizada p o r M alten
como p a rte de la p ru e b a p a ra su reconstrucción de la versión órfica del rapto,
que trae a D em éter y Core d irecta y netam ente al círculo de Cibeles. E n el
exam en de la teogonia nos encontram os m ás de una vezobligados a m ira r hacia
A natolia p o r el origen de los m itos órficos. La exactitud de esta orientación
está seguram ente corroborada p o r las pruebas que aquí presentam os.
N o ta . Los testim onios antiguos acerca de B aubo pueden catalogarse, grosso
m o d o , como sigue:
I. L ite ra rio s
(i) M iguel Pselo, O .F . 53.
(ii) H im no M ágico a H écate, Abel, O rphica, p. 289, v. 2.
(iii) H esiquio, s. v . B a u b o .
(iv) San C lem ente de A lejandría, O .F . 50, 52.
(v) P a p . B e ro l. 44 = O .F . 49, v. 81.
(vi) Asclepíades de T rág ilo a p . H arpocración, s .v . D ysaules.
P ara la etim ología:
(vii) H erondas, 6. 19.
(viii) Em pédocles ap. H esiquio, s .v . B a u b o . Véase tam bién D ieterich en
P h ilo l. 52, 3 y s. = K l. Schr. 127.
II. E p ig rá fico s
(i) Inscripción de Paros, siglo i a. C. 1G 12. 5. 227 = Bechtel, G r. D ial.
In sc h r. 3. 2. 590 y s., n? 5441, texto tam bién en Cook, Zeus, 1, 669, n. 2.
(ii) Inscripción de Galacia, época rom ana im perial. C IG 4142, m encionada
p o r G ruppe, Gr. M y th . u . R e í. 1542, n. 1.
(iii) Kern, In sc h . v . M agnesia, 215 b', W. Q uandt, D e B accho in A sia M in .
c u lto , H alle, 1913, 162 y s. H abiendo sido m ilagrosam ente descubierta en M ag
nesia del M eandro u n a im agen de Dioniso, la ciudad consultó a Delfos y se
ordenó fu n d a r un culto. T res M énades se trajeron de T ebas, u n a de las cuales
tenía p o r nom bre B aubo. La fecha del oráculo se pone en el siglo m o i i a. C.
Puesto que no puede caber d u d a de que la M énade recibió ese nom bre por
el de la diosa o la Baílicov, esto nos m uestra a B aubo en tierra a natolia y
en fecha a n te rio r a la inscripción de Paros.
III. A rtístic o s
(i) U na estatuilla de P riene (W iegand y Schrader, P rien e, p. 161) fue
identificada como de B aubo p o r Diels, P o ct. p ililo s, fragg. sobre Empédocles,
fr. 153.
(ii) U n a terracota de Ita lia está considerada por Cook como im agen de
B aubo (Zeus, 2, 131 y s., fig. 79) , a unque Kern en Paulv-W iss., niega la a tr i
bución.
B ibliografía sobre opiniones m odernas da Cook en Z eus, 2, 131, n. 5. A
esta am plia lista solo agregarem os R ohde, P syche (trad. ing.), 591, y K ern en
H erm a s, 1S90, p. 8, q u ien com para los rasgos de B aubo con algunas de las
p in tu ra s de vasos del C abirio tebano (supra, pp. 125 y ss.), señalando que la
c aricatura es u n elem ento de la lite ra tu ra y los m onum entos órficos. R . M.
Dawkins, en J o u r n . H e ll. S tu d . 26 (1906) nota que el nom bre h a persistido hasta
nuestros- días. E n u n a farsa carnavalesca o pieza ritu a l de T rac ia m oderna,
Babo. (“p alabra de uso local general con el significado de «anciana»”) es el
nom bre de la vieja que lleva a u n niño en u n a cuna en form a de cesta, todavía
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89. L actancio. (Sobre Fanes.) “C onstruyó para los Inm ortales u n a m orada
im perecedera.”
91. P ro d o . "Y proyectó otro m undo, inm enso, al cual los Inm ortales llam an
Selene y los h a b ita n te s de la T ie rra , M ene (ambos nom bres significan “Luna"),
u n m u n d o que tiene m uchas m ontañas, m uchas ciudades, m uchas m ansiones.”
92. Proclo. (Sobre la L una.) “P a ra q u e p u e d a g irar e n u n m es tan to
como el Sol en u n año.”
94. Proclo. “D estinó a los m ortales u n a sede que h a b ita ra n a p arte de los
Inm ortales, donde el curso del Sol en el m edio vuelve sobre si mismo, ni
dem asiado frío p o r sobre las cabezas n i ardientem ente cálido, sino un térm ino
m edio en tre am bas cosas.”
(Cf. Virgilio, Geórg. 1, 237-9.)
95. Proclo. “ Y las venerables obras de la naturaleza son constante e ilim i
tada ete rn id a d .”
96. Proclo. (Sobre Fanes.) "Y él le hizo (al Sol ) g u a rd iá n y le otorgó
señorío sobre todo.”
97. Proclo. “Estas cosas hizo el P a d re en la nebulosa oscuridad de la
caverna.”
98. Proclo. (Sobre Fanes.) "É l m ism o robó a su h ija la flo r de su virginidad.”
101. Proclo. (Sobre Fanes.) “Su espléndido cetro puso él e n m anos de la
diosa Noche, p a ra q u e tuviera el h o n o r del po d er real.”
102. A lejandro de A frodisias. (Sobre Noche.) “Sosteniendo en las m anos
el noble cetro de E ricepeo.”
103. H erm ias. “ Él le concedió (a N o c h e) tener el don de profecía in fali
blem ente verd ad era.”
105. H erm ias. (a) "L a bella Id e y su herm an a A drastea.”
(b) “D io (¿él?, ¿ella?) en las m anos a A drastea cím balos de bronce.”
106. Proclo. “Aya de los dioses es la am brosía N oche.”
108. Siriano. “Él tom ó y dividió en tre dioses y m ortales el universo e n
tonces existente, sobre el cual reinó p rim ero el famoso Ericepeo.”
109. H erm ias. (Sobre Noche, a u n q u e el verso 2 está citado en otro lu g ar
como si se refiriera a Fanes.) “E lla a su vez dio nacim iento a Gea y al ancho
U rano; y sacó a luz a aquellos que eran invisibles, y de q u é raza e ran .”
111. A lejandro de Afrodisias. (Sobre Urano.) “Q uien p rim ero tuvo poder
sobre los dioses, después de su m adre N oche.”
114. Proclo. (T ie rra dio a luz) "siete bellas h i j a s ... y siete regios h i jo s ...
h i ja s ... a T em is y a la am able T etis y M nem osine de p ro fu n d a cabellera y a
la feliz T e a [T h eia ], y a D íone ella parió, de extrem ada belleza, y a Febe y
Rea, la m adre de Zeus el rey. (Sus hijos eran en igual núm ero), Ceo [Koíos]
y C río [íCr/óí] y el poderoso Forcis y C rono y Océano e H ip erió n y Já p e to .”
115. Eustacio. “Y el círculo del infatigable Océano de bello fluir, que va
dando vueltas y envuelve a la tie rra con sus arrem olinadas corrientes."
119. Proclo. “T ita n e s de m alvados designios, de arrogantes corazones.”
120. Proclo. (Los T ita n e s fueron derrotados p o r los Olímpicos.) “Pues,
poderosos como eran, se h a b ía n levantado contra u n enem igo m ás potente,
a causa de su insolencia fatal y tem erario orgullo.”
121. Proclo. (Sobre U rano.) “C on sus inexoiables corazones y p repotente
espíritu, los arro jó él al T á rta ro , en lo hondo de la tie rra.”
127. Proclo. “Los genitales (de Urano) cayeron e n el m ar, y e n to rn o de
ellos, m ientras flotaban, se arrem o lin ab a la blanca espum a. Luego, en el ciclo
de las estaciones, el A ño p ro d u jo (así Kern, »en el ciclo de las estaciones del
año, p ro d u je ro n ...» , P latt; cf. fr. 183) u n a tierna doncella, y los espíritus de
R ivalidad y E ngaño-seductor la tom aron ju n to s en sus brazos tan p ro n to h u b o
nacido.”
129. Proclo. “P ero p o r sobre todos los dem ás a C rono m ás cuidaba y
q u e ría N oche.”
135. Proclo. “E n ese tiem po Océano se m antenía en sus m oradas, d eba
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!
L á m in a 1. Orfeo. De una p in tu ra m u rai de Pom peya.
Ι.Λ μινλ 2. Orfeo con los Argonautas (inscripción: OR<I>A2) . Relieve de Delfos,
Hi
siglo vi.
IV
L á m i n a 7. a, b. E statua de Orfeo. D escubierta en el Esquilm o; actualm ente en
el Museo C apitolino, Rom a. c. M onum ento de u n a corporación de flautistas.
D escubierto en el mismo lugar, v hecho de la m ism a piedra volcánica en bru to
VIII
Λ
L á m in a 9. C ajita y cadena de oro donde se g u a rd ab a la tablilla de Petelia.
(ver lám ina 8). Escala: 1:1.
X
i
XII
I. a mi n a li. Relieve (le urna cineraria de Roma, que muestra tina
la iniciación ele-usina.
XIV
14. E n trad a al santuario de D em éter en Pérgam o. Los altares que flan
L á m in a
quean la escalinata están dedicados, respectivam ente, a ’Αρετή y Σωφροσύνη,
y a Πίστις ν 'Ο μόνοια [es decir, V irtu d y Sabiduría, Fe y Concordia].
XV
L a m in a 15. Pixis de raarfil, de Bobbio. Se dice que fue el presente de
G regorio a san C olum bano.
XVI
L A C R EA CIÓ N Y L O S D IO S E S S E G Ú N OR FEÙ
N o ta s d e l c a p ít u l o IV
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3. 4 (RP 24), Diógenes de A polonia ap. Sim plic. ad A rist. Fis. 152. 11 (RP
210), H eráclito ap. Sext. M a t. /, 129 (RP 41). Dióg. Laerc., en su relación sobre
P itágoras, dice (8. 30): τ ο ύ ς δ έ λ ό γ ο υ ς ψ υ χ ή ς α ν έ μ ο υ ς ε ίν α ι [(sostiene) ‘q u e
las p ala b ras son h álito s del alm a'], y al referirse a los pitagóricos nos Tecuerda
la razón aíegada p a ra la p rohibición de com er habas: δ ι ά t ò π ν ε υ μ α τ ώ δ ε ις
δ ν τ α ς μ ά λ ισ τ α μ ε τ έ χ ε ιν τ ο υ ψ υ χ ικ ο υ [‘porque, siendo flatulentas, p a rticip a n
m ás bien de lo aním ico’] (id. 9. 24). T am b ién es interesante el m odo de naci
m ien to de los h a b ita n te s de la L u n a en la V era h isto ria de L uciano (I. 22);
nacen sin vida, “y les d a n vida tendiéndoles fu era con la boca a b ie rta hacia
los vientos". Ig u alm en te D em ócrito puede considerarse rep resen tan te de la
teoría del alm a como aire (Arist., de resp ir. 4, 472 a 7). Sobre la fecundación
p o r el viento, tenem os H om ero, II. 16. 149 y ss.; Virgilio, G eorg. 3. 271 y ss.;
P linio, N . H . 8. 67; P lutarco, Q iiaest. co n v iv . 8. 1. 3. El tem a está tratad o p o r
P. Saintyves, L e s V iergcs M éres, París, 1908. P a ra volver a la lite ra tu ra òrfica
m ism a en u n estadio tardío, cf. el m odo en q u e el H im n o ò rfico 81 se dirige
a los Céfiros, llam ándolos a ú ra i p a n to g e n e is [‘h álitos q u e todo lo generan'].
E n la versión del pasaje del de a n im a dada en el texto, la traducción de
tò h ó lo n p o r ‘espacio’ es de R ohde.
23 W ilam ow itz, con cierta a rb itrarie d ad , negaba q u e los trito p áto res fu e
ra n espíritus de los vientos (D er G la u b e, I. 266 n.). P a ra u n a com pleta discu
sión de los testim onios, véase Cook, Z eus, I I I (1940), 112 y ss.
24 K ern (D e th eo g o n iis, 21 y s.), al a rg ü ir c ontra el origen egipcio u
o rien tal d e E ricepeo, a d o p ta la sugerencia de Diels de que el nom bre es griego
y significa ‘tem pranam ente devorado’ ( (ήρί, Kctirrco). G ra p p e rechaza esto en
S u p p l. 740. E n C. u n d M . 658, n. 53, presen ta diversas etim ologías propuestas
a p a rtir de lenguas orientales, y cita tam bién la a n tig u a in te rp reta ció n (M alalás
y Suidas) de ‘dad o r de vida’ o ‘vida’. Según E isler en W e lt. u . H i m m . 475,
el nom bre sería aram eo, con eí significado de ‘cara la rg a ’.
25 N o debe olvidarse que debem os la restauración de estos nom bres en
el texto de M alalás an te todo al inagotable genio de R ich a rd Bentley. L a e n
m ienda, que hoy salta a la vista, no era en m odo alguno obvia en el siglo xvii.
D eben leerse sus notas, en E p is t. ad M ili, ab in itio . (M igne, P a tro l. G r. 97, 717
y ss.)
•26 Q uien haya visto las reliquias de la lengua frigia tal como aparecen
en láp id as anatolias de la era cristiana, d u ra n te el p e ríodo de reviviscencia del
paganism o, estará fam iliarizado con esta mezcla. K a k o n y e ito u (por ε σ τω )
aparecen en la m ism a frase, ju n to con vocablos como k n o u m a n e i, tite tik m e n o s ,
a d d a k e t. H ay u n a p a la b ra frigia en u n verso de O rfeo citado p o r San C lem ente
de A lejan d ría (O .F . 219; cf. C hr. Petersen, D e r g e h e im e G o tte s d ie n st b e i d e n
G rie ch en , H am burgo, 1848, n. 117). U n pasaje de P la tó n (C rátilo 410 a) ilu stra
tan to el conocim iento q u e tenía del frigio el griego cultivado como la sim ilitud
e n tre algunas palab ras frigias y griegas.
2T E n vista de las creencias órficas sobre el destino postum o del alm a
(cap. V), quizá im p o rte m encionar la o p in ió n de Sir W illiam Ram say d e q u e
la deificación de los m uertos era u n a costum bre anatolia, ilu stra d a p o r las
estrechas relaciones e n tre las fórm ulas o cerem onias dedicatorias y sepulcrales.
Véase, p o r ejem plo, Ram say, S tu d ie s in t h è . . . E a stern R o m a n -P ro v in c e s (Ager-
deen, 1906), 237 y ss.: “L a a n tig u a costum bre an ato lia consideraba a l m u erto
como fusionado en la deidad, y la p ied ra sepulcral como u n a dedicación al
d i o s ... E n Grecia, al contrario, la ofrenda d ed icatoria o votiva era e nteram ente
d iferente de la láp id a ." Cf. J. G. C. A nderson en / . f í . S. ¡899, 127.
28 K eil-Prem erstein, “B ericht iiber eine Reise in L ydien”, D e n k s c h r. d e r
w ie n e r A k a d . 1908, 54, n? 12; W ilh . Q u a n d i, D e B a cch e in A sia M in o r e c u lto .
H alle, 1913, p. 181; Kern, O .F . p. 103 y G e n e th l. f ü r K . R o b e r t, H alle, 1910,
p. 93. Este ú ltim o artículo es p a rticu la rm e n te de recom endar p o r sus ilustra-
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CAPÍTULO V
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guerrero aqueo. Las mismas ideas parecen haber dom inado entre
los escritores del período colonizador, y solo en el siglo vi, hasta
donde podemos apreciar, empieza a aflorar y cobrar voz un nuevo y
diferente espíritu. El otro estaba arraigado con demasiada firmeza
y era demasiado connatural al tem peram ento práctico del heleno
medio para quedar avasallado, pero ya desde entonces no im pera
sin rival. Para usar la term inología de un ensayista contemporáneo,
terminología que compensa en nitidez lo que le falta en elegancia,
debemos disponernos en adelante a encontrarnos con dos tipos de
religión: la de “chillido-y-farfulla”, y la de “arpa-y-clamor”. 1 Esta
últim a está representada por las religiones mistéricas, que prom eten
una vida de bienaventuranza en el otro m undo a quienes hayan sido
iniciados. U na form a de éstas, los misterios de Eleusis, llegaron a
ser reconocidos, ju n to al culto de los Olímpicos, como uno de los
cultos oficiales de Atenas. A este surgimiento de las religiones mis
téricas en el curso de la historia se refieren quienes hablan de la
gran reviviscencia religiosa en el siglo vi. En adelante, las dos co
rrientes fluyeron paralelas, y la elección de una u otra fe quedó
como asunto de tem peram ento individual, hasta que el triunfo final
y universal de u na religión única hizo obligatoria la creencia en
recompensas y castigos, podría decirse, en nom bre de Cristo. H asta
entonces no había sentim iento popular acerca de la necesidad de
hacer a los hombres confesar una determ inada fe porque tal fuera
lo justo, e inclusive esa época de inquietud espiritual, la grecorro
mana, cuando el m undo ele cultura griega se inundó de cultos mis
téricos nativos e im portados, en pugna por satisfacer las aspiraciones
del alma, incluso esa éjnoca presenció una especie de reviviscencia del
antiguo espíritu jónico en algunos de los epigramas de la Antología,
y, testimonio más notable aún, en los reflejos de ellos que algunos
grababan en sus tumbas. “Goza de tu juventud, querido corazón.
A su tiempo otros nacerán, y en cuanto a mí, yo estaré m uerto y
convertido en negra tierra.” “Yo no era: nací; yo fui: ahora no soy.
Ésta es la suma. Si alguien dice otra cosa, miente. N o seré.” T am
bién esto hemos visto Ograbado en la tum ba de un Ogriego O
asiático
del Im perio Rom ano: “Yo no era: nací. No soy. N ada hay para mí.
Viajero, adiós."
Huelga decir que no se necesitaba la prom ulgación de un com
plejo sistema de dogmas como el órfico para suscitar otra disposición
m ental que ésta. Entre las clases dom inantes de las civilizaciones
micénica o jónica, la aspiración del hom bre a una inm ortalidad que
en cierta m edida compense de las imperfecciones de esta vida puede
haber quedado sumergida por debajo del nivel de nuestra percep
ción; con todo, es una aspiración que surge a la superficie de modo
natural y espontáneo, pues en la mayoría de los corazones constituye
un germen nativo, no im plantado —aunque sí pueda ser fom entado—
por alguna determ inada formación religiosa. El orador ático Hipe-
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tum o fuera un “m ito órfico”. De ser así, no nos cabe duda de que
no fue invención de los órficos, sino algo recogido por ellos de vagas
creencias populares. O tra explicación posible de las palabras de
Céfalo es que el conocimiento de los mitos órficos no estuviera redu
cido al círculo de los iniciados, y que u n hom bre que en la flor de
la edad hubiese desdeñado aceptar como señor a Orfeo se sentía
empero asaltado por dudas al acercarse a su fin. Céfalo mismo,
ciertam ente no habla como u n órfico.
Nos vamos acercando a una concepción de lo que el orfismo ha
significado y proveído. Fuera del orfismo, no había dogma sobre
esas cuestiones. Los órficos tenían sus dogmas establecidos y fijados
en el m olde de una masa de poesía religiosa. Algunas personas h a
bían tom ado decididam ente el camino a través de las movedizas
arenas de la creencia popular y por donde iban dejaban una huella
de m odo que otros de m entalidad análoga pudieran seguir el mismo
rum bo. Para estos otros, la creencia estaba fijada e im partida por
una autoridad. No podían, como el resto del m undo, dudar, ora con
mofa, ora con temor, ora con esperanza. Los escritores órficos habían
tomado de la m itología popular lo que les resultaba conveniente.
H ab ían agregado algo al m aterial y m ucho a su significado. Era
u na cristalización en torno de un nuevo centro que era la historia
de Dioniso desmembrado, la venganza de Zeus sobre los Titanes,
y el nacim iento del hombre de las cenizas de ellos.
N i aun el más breve sum ario de las creencias escatológicas de
Grecia clásica, aparte del orfismo, puede prescindir de los misterios
de Eleusis.3 Empero, debo disculparme ante los doctos por no hacer
aquí sino mencionarlos. Existen muy buenas exposiciones de las
constancias y testimonios acerca de ellos y de las conclusiones que
pueden derivarse sobre la naturaleza de esas fiestas; y añadir una más
a ellas resultaría, en prim er lugar, ocioso para quien nada nuevo
tiene que aportar, y' en segundo lugar, en nuestra opinión, sería
írrelevante. Las leyendas de Core y la m itología de Eleusis no eran
ajenas a los textos órficos. Incluso es probable, pues los represen
tantes de Orfeo enseñaron en Atenas y cualquier ateniense (o cual
quier griego) podía iniciarse en Eleusis, que muchos iniciados eleu-
sinos lo fueron órficos tam bién. N o había cuestión de intolerancia,
y estando ésta ausente el hom bre cauto podía adoptar el buen
criterio de procurarse un seguro extra. (El efecto de la participación
en los misterios eleusinos era muy semejante a u n seguro contra
accidentes en el otro m undo.) Era por lo menos posible u n a consi
guiente contam inación, y será necesario volver a referirnos a Eleusis
en diferentes puntos de la exposición sobre las creencias órficas.
Empero, la religión eleusina siguió siendo fundam entalm ente dife
rente de la de Orfeo. Prim ero y sobre todo, el orfismo, como vere
mos en el próxim o capítulo, era u n modo de vicia, que im ponía u n
régim en ascético que cum plir en las acciones diarias. Eleusis no tenía
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La vid a futura segün orféo
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Fie. 15. Escena del H ades. Alm as vaciando cántaros en u n a g ran ja r ra semi·
en terrad a.
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bras: “Pero tantos cuantos se han sostenido por tres veces en uno
u otro estado m anteniendo sus almas com pletam ente aparte de la
injusticia, ésos viajan por el camino de Zeus a la torre de Crono.
Allí las brisas del Océano flotan en tom o de las Islas de los Biena
venturados”, y pasa a describir con más detalle los deleites de este
sitio. D a la impresión de que sus fuentes fueran las mismas que las
de la prom esa platónica para aquellos que han elegido tres veces
sucesivas la vida del am ante de la sabiduría y la belleza. Pero en
P latón las Islas de los Bienaventurados son el sitio de beatitud tem
poraria, adonde todos van cuando h an llevado una vida buena.
Difieren de la p atria últim a del alma que h a alcanzado el térm ino
de sus peregrinaciones y escapado a la rueda del nacim iento. Aqué
lla es para Platón el cielo supremo y la región más allá, “un lugar
que ningún poeta ha cantado aquí nunca, ni nunca cantará digna
m ente”. La descripción de este lugar como asiento de las Ideas es,
por supuesto, propia de Platón, pero había de existir algo que co
rrespondiera a él en la doctrina de la R ueda, que m anifiestam ente
no es platónica. Si Píndaro parece confundir ese lugar con una
forma más elevada de las Islas de los Bienaventurados homéricas
como p atria final de los héroes (indica que Peleo, Cadmo y Aquiles
h abitan a llí), eso se debe probablem ente a que su conocimiento de
las creencias órficas era en gran parte de segunda mano, y se traía
a colación solo para realzar el efecto poético. Su poesía, en general,
no sugiere el tipo de m entalidad que profundizaría en una religión
m istérica.15 En un fragm ento de uno de los Thrénoi encontramos
tam bién una bella y poética descripción de la vida de quienes h an
alcanzado las Islas de los Bienaventurados, o el Elíseo, o como quiera
le llam ara; allí no se da el nombre.
P or últim o, podemos citar la referencia a la doctrina de la reen
carnación en H eródoto (2. 123), quien declara que los griegos la
tom aron de Egipto: “Los egipcios fueron los primeros tam bién en
introducir la doctrina de que el alma del hom bre es inm ortal, pero
que a la m uerte del cuerpo entra en u n anim al después de otro,
cuando nacen. Entonces, cuando h a dado la vuelta de todas las
criaturas de m ar o tierra o aire, entra de nuevo en el cuerpo de un
renacido hombre. Este ciclo se cumple en tres m il años. A hora bien;
algunos de los griegos h an hecho uso de esta doctrina, unos antes y
otros más tarde, como si les fuera propia. Conozco sus nombres
pero no los escribo”. (A veces parecería como si los griegos conspi
raran adrede para hacer más difícil la tarea del investigador.) Solo
podemos conjeturar si la doctrina conocida por H eródoto incluía o
no como culm inación el retorno del alm a a u n estado divino tras u n
reingreso final en forma hum ana, pero por lo menos nada de lo que
dice es incom patible con esta conclusión. N o se menciona la elec
ción de vidas, y el definido aserto de que el alma, hum ana al co
mienzo, debe reencarnarse por tres m il años en cuerpos de anim a
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les antes ele recobrar form a hum ana, es una adición que no hemos
encontrado en ninguna otra parte. No es incom patible con nada de
lo que dice Empédocles. No es necesariamente incom patible con las
palabras de Píndaro acerca de los que se h an sostenido tres veces
en uno u otro estado evitando la injusticia, ya que el poeta no dice
que estas tres veces hayan de ser sucesivas. En cambio sería incom
patible con el destino de aquellos que en Platón han escogido tres
veces consecutivas la vida filosófica, lo que uno supondría constituir
una referencia a la misma doctrina expresada por Píndaro. T anto
en Píndaro como en Platón las palabras se refieren a una forma
excepcional concedida a personas extraordinarias, m ientras que la
referencia de H eródoto puede interpretarse como el curso norm al
del proceso. Nos parece probable, por lo que sabemos de la índole
de los autores órficos, que esta dispensa especial fuera un refina
m iento inventado por ellos y sobreimpuesto a una creencia pre
existente en la reencarnación, que ellos habían recogido. Píndaro la
reproduce en form a poética, y Platón la aprovecha para tener u n
privilegio excepcional que otorgar a su propio hom bre ideal, el ver
dadero filósofo. Esto no puede ser sino una conjetura, pues, rep ita
mos, no podemos esperar reconstruir en todos sus detalles un credo
religioso cuando los textos en que se exponía se han perdido y solo
lo vemos transm utado por el genio original de autores como Pla
tón y Píndaro.
Decíamos que contamos con u n a inestimable contraparte de
esas fuentes literarias acerca de las doctrinas en cuestión. Viene del
lado de la epigrafía, pues la inform ación se contiene en los textos
encontrados en dim inutas tabillas de oro depositadas en antiguas
tumbas en diferentes épocas, algunas en Italia y otras en Creta. Son
inscripciones de larga fama, y en torno de ellas se ha producido toda
una bibliografía.10 Las tablillas se hallaban junto a los esqueletos,
las unas cerca de la mano, las otras plegadas junto al cráneo. U na,
la de Petelia, había sido enrollada y guardada en un cilindro sujeto
a una delicada cadenilla de oro, evidentemente para utilizársela
como amuleto. (Se encuentra en el Museo Británico; véanse láms.
8 y 9.)
Los versos garrapateados en las tablillas muestran, por su forma,
ser extractos de u n poem a o de u n libro de poemas, y la fecha de
algunos asegura que la composición de la que fueron extraídos era
de considerable antigüedad: el siglo v a.C. por lo menos. Las más
antiguas de las tablillas son de Italia m eridional, conocida como
una fuente de textos órficos. Debe anotarse que las de Creta son
posteriores; no van más allá del siglo n a.C., y Dieterich (Nekyia,
p. 107) las hace descender hasta el siglo n d.C. P or lo tanto, y al
menos sin extrem a precaución, no pueden utilizarse como testimonio
por quienes aspiran a descubrir la patria originaria del orfismo.
La finalidad de las tablillas se desprende claramente de su con
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ORFEO Y L A R E L I G IÓ N G R IE G A
Me consum o de sed y perezco. Pues bebe de m í (o: P ero dam e de beb er de)
la fuente siem pre fluyente de la derecha, donde está el ciprés.
¿Q uién eres t ú ? . ..
¿De dónde eres? —Yo soy el h ijo de la T ie rra y del Cielo estrellado.
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las hizo “iguales a las estrellas en número, y asignó cada una a una
estrella”, y m ientras estaban aún en las estrellas les enseñó la n atu
raleza del universo y cuál sería la suerte que les correspondei-ía, es
decir, ser im plantadas en cuerpos. “Cuando hubieran sido im planta
das en cuerpos p or las obras de la necesidad... ante todo la facul
tad de sensación, la misma para todos, sería naturalm ente suscitada
en ellas como resultado de impresiones violentas, y segundo el amor,
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A p é n d ic e d e l c a p ít u l o V
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Fie. 17. Escena del Hades, de un vaso del Museo de Ñ ip ó les.
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N o ta s d e l c a p ít u l o V
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dioses del reino de las alm as. U no y otro carácter estuvieron siem pre vinculados
con u n a m ism a deidad, y a u n si la explicación m oderna corriente de esa vincu
lación (analogía e n tre el grano y el alm a hu m an a) es deficiente, el hecho
m ism o n o es negable. E l aserto de R ohde parece contradictorio con los conte
nidos en otras p a rte s del libro.
s P a ra la objeción de L in fo rth a la adjudicación del “sòm a = sèm a" a
los órficos, véase su A rts of O rpheus (1941), 147, y nuestro T h e G reeks and
th e ir Gods, 311, n . 3.
o P o r “el h ijo de M useo”, P la tó n puede significar E um olpo (tradicional
fu n d a d o r de los m isterios eleusinos), a q u ien “Suidas” atribuye ese parentesco
(K ern, test. 166). Museo m ismo aparece siem pre en conexión con O rfeo, unas
veces como h ijo y otras como discípulo. Solo “Suidas” dice que, pese a la tra
dición, debió de ser anterio r. Parece h a b e r sido poco m ás que u n ind istin to
doble de O rfeo, y se le a trib u ía n algunas com posiciones del corpus òrfico. Como
a Orfeo, se le designaba tkeológos. M uchos d e los textos a trib u id o s al p ropio
O rfeo se dirig en a M useo. P a ra au toridades acerca del personaje, véase Kern,
testt. 166-172. P lutarco, que estaba bien inform ado sobre el tem a de los m is
terios, dice sim plem ente que la p u lla de P la tó n se dirige a q u í contra los órficos
(cf. supra, p. 162).
7 Q u e ciudades enteras fu e ra n som etidas a purificación no era, p o r su
puesto, desusado. E jem plos (citados p o r A. J. Festugiére en R ev. É t. Gr. 1938,
197): A tenas (por Epim énides), P latón, Leyes I, 642 d, A ristót., A th . Pol. I;
H alo, en T esalia, H eródoto, V II, 197 (por el sacrificio de Átam as); Délos, T ucíd.
I I I 104.
8 P a ra ejem plos, véase R . W ünsch, A n tiq u e F luchtafeln, 1912 (Kleine
T exte).
9 H em os visto ya lo b astante p a ra señalar q u e lo q u e puede llam arse u n a
filología alegórica era u n rasgo de la especulación òrfica. A l σώ μα = σήμα
podem os agregar ah o ra Ά ΐ δ η ς = ‘invisible’ (quizá, p o r u n a vez, u n acierto),
y, m ucho nos tem emos, αμύητος = ανόητος [‘no iniciado' = ‘in in te lig e n te ’].
Es ésta u n a nueva razón p a ra ver tan to tentativas de etim ología como origen
òrfico en los pasajes de M alalás y A pión (O .F . 65, 56) citados en el capítulo
an terio r, pp. 101 y ss. Es quizá p e rtin en te , con respecto a la inclinación etim olo
gista de los órficos, reco rd ar esta observación de V errall: “T o d o el a rte de
in te rp re ta r onóm ata [‘nom bres’] parece h a b e r tenido origen e n Sicilia" ? (ed.
de Esq., A gam ., 1889, v. 84; V errall rem ite a Journal o f Philology, IX , 197).
10 L a m ás a n tig u a referencia a la p e n a de las D anaides es, en lite ra tu ra ,
el A xioco (371 e) pseudoplatónico, y en arte los vasos escatologia« “ ápulos”
de la segunda m ita d del siglo iv a. C. Sobre los vasos, cf. supra, A péndice a
este capítulo.
a Las teo rías sobre su origen son irrelevantes p a ra el orfism o. P ueden
verse en las notas de Frazer al pasaje de Pausanias, y en H arrison, P rol.3 613-23.
12 L a cita es d e P índaro.
13 E. Maass (O rpheus, p. 95) refiere estas palabras al H ades.
ιί χ α ίρ ε τ ’, εγ ώ δ’ όμΐν θεός αμβροτος, ούκέτι θνητός. Idéntico es
el final de los Versos áureos pitagóricos (70 y s.):
f]v δ’ άπολείψ ας σώ μα ές α ίθέρ ελεύθερόν έλθης
εσσεαι αθά νατος θεός οίμβροτος, ούκέτι θνητός
[si al lib re éter, dejando el cuerpo, te fueres,
ya n o serás m ortal, sino u n dios in m o rta l y perenne],
Cf. D ieterích, N ekyia , p. 88, n . 2.
13 E stará claro que consideram os a q u í a estos autores solo como fuentes de
inform ación sobre la d o ctrina de la reencarnación, que hem os encontrado r a
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tes, especialm ente Em pédocles. Cf. E. N orden, A eneis VI, T eu b n e r, 1926, pp.
19, 28. P uede ser de in terés p a ra el lector saber que la relación de la escatologia
òrfica presentada h asta el m om ento en este capítulo fue redactada sin refe
rencia al libro V I de la E neida. Si ah o ra se lee este libro, y en p a rticu la r el
discurso de A nquises (724-52), puede resu ltar m ás claro que antes el sentido de
la trillada frase de q u e la escatologia de Virgilio “m uestra influjo òrfico”. En el se
gundo verso de la cita, utilizam os u n a p u n tu ació n que no hem os visto en nin g u n a
parte, pero sirve solo p a ra hacer m ás clara u n a interpretación sostenida, p o r
ejem plo, p o r N orden.
33 Sobre los inanes en Virg. E neida VI, 743, véase la n o ta de H eadlam
a Esq. A gam . 1663 (Oresteia de G. T hom son, 1938, voi. II, 157), donde se dice
que traduce "m ás bien in in te lig ib le m en te ” el griego.
31 Cf. N orden, op. cit., p. 23. E l m aterial es abundante, y está indicado
p o r N orden. El ejem plo conservado m ás notable de elaborada escatologia com
puesta sobre la base de que la L u n a representa u n estadio interm edio e n el
cam ino ascendente del alm a es el m ito de P lutarco, de facie in orbe lunae. C ito
de u n sum ario contenido en u n reciente artículo de W . H a m ilto n (C. voi.
28, 1934, p. 26; la distinción e n tre alm a e intelecto no está, natu ralm en te, ex
presada en Virgilio): “L a m u erte q u e m orim os en tierra lib e ra el intelecto y
el alm a separándolos com pletam ente del cuerpo, y am bos vuelan hacia el espacio
situado en tre la T ie rra y la L una, donde son castigados y purificados. L a L u n a
recibe, después de la purificación, las alm as de los justos; allí gozan los deleites
del p a raíso . . . y allí, finalm ente, si, absteniéndose de pecado, no in cu rren en el
castigo de la reencarnación, ocurre la segunda m uerte. E l intelecto re to rn a al
Sol, que es su fu en te.” L a mezcla de expresiones mitológicas y filosóficas, como
se ve en la adaptación del a ntiguo Elíseo a u n esquem a cosmológico situándolo
en la L una, está p e rtin en te m e n te señalada p o r N orden y en este libro se h a
m ostrado, según creemos, que es u n rasgo particu larm en te òrfico. B astante co
m ú n en las escuelas filosóficas de los siglos ni v siguientes, a u n así puede h a b er
sido en p rim e r lu g a r pecu liarm en te òrfica.
35 A quí hay otro caso de u n principio del sistema òrfico que no es en
m odo alguno invención p ropia. E n tre los prim eros filósofos, Anaxím enes, H erá-
clito y Diógenes de A polonia p o r lo m enos, creían que el alm a era aire, y a u n q u e
es m uy posible que tuvieran buen conocim iento de los lógoi órficos, es m ás
probable q u e hayan racionalizado u n a noción p o p u la r com ún y no recurrido a
fuentes específicam ente órficas. Q ue el h á lito es la vida constituye u n a creencia
n a tu ra l y rem otísim a. L a hazaña q u e representa la construcción del sistema
òrfico no m e parece en absoluto dism inuida p o r el hecho de reconocer esas
cosas.
36 Puede m encionarse u n a opinión opuesta, a u n q u e solo sea p a ra critica
de u n tipo de argum entación trivial q u e es de esperarse se considere hoy pasado
de m oda. C. C. van Essen (D id O rphic influence on E truscan tom b-paintings
exist?, A m sterdam , 1927) , h ab la n d o del poem a llam ado E i descenso a los in
fiernos (Kern, O. F. 293-96) , dice (p. 441 : “Podem os derivar en seguida u n hecho
im p o rta n te del títu lo de este lib ro (Catdbasis): que la d octrina òrfica situaba
la m orada de los m alvados tan to como la de los buenos en el m undo inferior,
y no a am bas clases, n i a u n a de ellas, en el cielo”. E sta conclusión le sirve de
instrum ento p a ra n eg ar el carácter òrfico de u n pasaje escatològico del Fedón
(114 b, c), en p. 47: “T o d o esto suena a m uy religioso, pero P la tó n no pensaba
en la doctrina òrfica, como se ve claram ente p o r la p alab ra avco ['hacia arriba·].
L a escatologia òrfica situ ab a el m ás allá debajo o en el m undo, no en los cielos” .
E l tratad o de van Essen, en conjunto, es u n a curiosa mezcla de ideas sólidas
estropeadas p o r argum entos capciosos de este tipo. Éste, en p articu lar, h a sido
in fo rtu n a d am e n te p erp etu ad o , como lo vemos en P.-M . Schuhl, L a form ation
fie la pensée grecque, París, 1934, p. 265, n. 1,
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d
CAPÍTULO VI
197.
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VIDA r P R Á C T I C A S DE L O S ÓRFICOS
un uso o rito desconocido. Q uien quiera hacer esto, debe, por su
puesto, cuidarse de llevar demasiado lejos la lógica en un campo
donde no es ella en absoluto una guía infalible, esperando los mé
todos racionales de la filosofía de lo que era prim ordialm ente una
forma extática de religión. El método, en todo caso, sería más ade
cuado para las páginas de una revista erudita que para los fines
de este libro. Las tres doctrinas que naturalm ente tienen el máximo
influjo en la esfera de la conducta y están inextricablem ente entre
lazadas son el origen compuesto del hombre, la esperanza de la
apoteosis final, y la transm igración. Esta últim a es quizá la que mejor
ilustra la íntim a relación entre creencia y práctica, y sus efectos pue
den no ser evidentes a prim era vista. El razonam iento era éste. Si
el alma de u n hom bre puede renacer en un anim al y retornar de
anim al a hombre, se sigue que el alma es una, y tocias las formas
de vida están em parentadas. De ahí el más im portante de los m an
damientos órficos: el de abstenerse de carne, pues toda manducación
de carne es virtualm ente antropofagia.
Para alcanzar la salvación, dos cosas tenían que ser consideradas
propiam ente como necesarias, aunque no hay eluda ninguna de que
existía u na forma inferior de orfismo en que ambas se m antenían
separadas. Eran, prim ero, la iniciación, y segundo, una conducta
de vida conforme con los cánones órficos de pureza. Para comenzar
con esto últim o, por ser lo m ejor atestiguado, tam bién aquí Platón
nos pone en camino, aunque en este como en otros puntos perte
necientes a la religión órfica su referencia es aislada, breve, y no
está introducida por ella misma sino solo a modo de símil para
ilustrar una argum entación del filósofo. En las Leyes (782 c = Kern,
test. 212) leemos: “Vemos, en efecto, que la práctica del sacrificio
hum ano persiste hasta este día entre muchas razas; m ientras que
en otras partes sabemos de u n estado de cosas opuesto, cuando no
podíamos persuadirnos a probar ni aun carne de vaca, cuando los
sacrificios hechos a los dioses no eran de animales, sino de tortas
y de frutos de la tierra bañados en miel, y otras ofrendas igualm ente
puras e incruentas. Los hom bres se abstenían de carne en razón de
aue era im pío comerla o m ancillar con sangre los altares de los
dioses. Era una suerte de vida órfica, como se la llama, la que
llevaban aquellos de nuestra estirpe que vivían en ese tiempo,
absteniéndose de todas las que la tenían.” Según las palabras que
tom ando librem ente de todas las cosas no dotadas de vida, pero
Aristófanes pone en boca de Esquilo en las Ranas, Orfeo era famoso
por dos cosas: había revelado la vía de la iniciación y había ense
ñado a los hombres a abstenerse de matar. Éste, pues, ha de haber
sido para los contemporáneos el rasgo más llam ativo de la vida
órfica. Por las palabras de Aristófanes, parecería casi que en lugar
de decir al comienzo de este párrafo que las dos cosas necesarias para
la salvación eran la iniciación y la vida órfica, podríamos haber dicho
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A p é n d ic e d e l c a p ít u l o VI
E n este capítulo liem os inten tad o , hasta donde la n aturaleza del tem a lo
p erm ite, a tenernos a los puros hechos. P o r consiguiente, no se hizo m ención de
las m uchas conjeturas que se h a n form ulado acerca de la n atu raleza de los
m isterios órficos, y así no hem os hecho d ebida justicia a varias, q u e son a lta
m ente probables a u n q u e el estado fragm entario de los testim onios no p erm ite
p ru e b a segura. P o r lo tanto, hem os reservado p a ra u n apéndice la consideración
de ellas.
Lo dicho sobre las tabletas de oro en el capítulo V sugiere la posibilidad
de q u e algunas de las frases grabadas en ellas p u e d an referirse a actos rituales
ejecutados d u ra n te la vida terrena, sobre los cuales fu n d a m e n ta b a el alm a su
im p etració n d el favor de los dioses del H ades. Así, la frase “h e pasado bajo el
seno” re cu e rd a u n a form a de ritu a l significativa de adopción. P u ed e ser q u e el
iniciado òrfico se som etiera a este proceso en señal de su aceptación en la fa
m ilia de los dioses (supra, p. 183) . T am b ién , de las palabras "H e h u id o de la
triste y fatigada ru e d a ”, que se explican del m odo m ás n a tu ra l p o r la creencia
orfica en la ru e d a del nacim iento (κ ύ κ λ ο ς γ ε ν έ σ ε ω ς ) , Ja n e H a rriso n deducía
como “casi seguro” q u e h a b la u n ritu a l òrfico de la rueda, y estaba e n condi
ciones de c ita r ejem plos de la existencia de ru e d as guardadas en tem plos para
uso ritu a l y señalar la presencia de ruedas suspendidas del tem plo de Perséfone
y P lu tó n en la representación del H ades en los vasos itálicos, donde O rfeo a p a
rece tam bién (Prol.fi pp. 590 y s.; cf. supra, p. 188) . P o r el verso “ H e pasado
con afanoso p ie h acia (o desde) el anhelado stéphanos”, sobre el cual se h a n
dado en el cuerpo de este capítulo varias explicaciones no rituales, la m ism a
a u to ra considera posible q u e el neófito debiera e n tra r en u n círculo (o prim ero
e n tra r y luego salir). Q uizá e n tra b a y quizá salía de alg u n a especie de recinto
sagrado. A. B. Cook o pina de d iferente m odo. Su conclusión es: "C abe c o n jetu rar
q u e el iniciado òrfico subía u n a escala a fin de asegurarse la e n tra d a e n el ca
m ino del alm a h acia el E líseo” (Zeus, 2. 124). Este conjeturado m om ento del
ritu a l form a p a rte de u n a larga disertación sobre la creencia e n pilares lu m i
nosos y e n escalas q u e sirven como m edios de com unicación e n tre el C íelo y la
T ie rra . Sería in ú til tra ta r de rep ro d u c ir aq u í esa disertación, pero puede in d i
carse la n atu raleza de los argum entos, a u n q u e con la franca adm isión de q u e
red u cirlo así y seleccionar en tre la riqueza de saber q u e m uestra n o puede
hacerle justicia. De los ejem plos del p ila r de luz como señal de la aparición de
u n dios (ejem plos q u e incluyen la religión dionisiaca tracia), Cook pasa a la
creencia conexa en u n cam ino (no todavía u n a escala, en este estadio) de as
censo y descenso e n tre Cielo y T ie rra (Luciano, D em óst. 50; Q uin to d e E sm im a,
sobre el alm a de A quiles: “Así h ablando saltó como rá p id a brisa y a rrib ó direc
tam en te a la lla n u ra del Elíseo, donde hay hecho u n cam ino de descenso del
suprem o Cielo y de ascenso p a ra los bienaventurados In m o rta les”; Cook señala
q u e el pasaje de L uciano “está com plicado p o r u n a referencia al Fedro"; ¿y el
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ORFEO Y L A R E L I G IÓ N G R IE G A
2.12
VIDA Y P R Á C T I C A S DE L O S ÓRFICOS
Estr. — ¡T odavía no, todavía no! D am e tiem po de cubrirm e con esto por
si llego a m ojarm e. ¡O h, desdichado de mí! ¡Pensar que salí de casa sin gorro
siquiera!”
Sócrates, sin hacer caso de la interru p ció n , continúa su plegaria, y aparecen
las Nubes. T o q u es sucesivos nos recuerdan tam bién la atm ósfera de los m is
terios. U n a vez q u e las N ubes h a n hablado a Estrepsíades y le h a n prom etido
tanto satisfacer su solicitud in m ed iata como u n a vida de felicidad perenne en
com pañía de ellas (v. 463) si se m uestra buen discípulo, el anciano es conducido
al sanctum p a ra recib ir instrucción. A ntes de entrar, se le hace de ja r a u n lado
sus ropas, y cuando e n tra se atem oriza y dice: "D am e antes u n a to rta de m iel,
pues estoy tan asustado de e n tra r como si fuera a b a ja r a la caverna de T ro-
fonio” (v. 506; la to rta de m iel era u n a conocida ofrenda llevada p o r quienes
acudían a consultar el trem endo oráculo subterráneo de T ro fo n io en B eoda,
Paus. 9. 39. 11; otras referencias en el Aristófanes de Rogers, ad loe.; alguna
inform ación sobre el descenso a la caverna de T rofonio se h alla supra, pp.
119 y s.) .
No necesitam os detenernos a p ro b a r que se representa u n a escena de in i
ciación, puesto q u e Sócrates lo dice con suficiente claridad. E llo está confirm ado
si se reflexiona sobre el curioso aspecto que debe de h a b e r presentado el esce
nario en el m om ento de la ep ifan ía de las Nubes. Sócrates está de pie, a m odo
de sacerdote (de hecho, las N ubes lo llam an hieréus en el v. 359), y en a ctitu d
de plegaria, frente a Estrepsíades, sentado, con u n a g uirnalda, en u n escabel
sagrado, con la cabeza cubierta. T am b ién se desprende del diálogo que Sócrates
le h a vertido algo encim a. Salvo p o r la guirnalda, la escena es exactam ente p a
ralela al relieve de u n a u rn a cin eraria rom ana q u e m uestra tres escenas del
ritu a l eleusino (lám. 11). U n a de las escenas presenta a D em éter sentada, con
Core de p ie ju n to a ella de u n lado, y del otro u n hom bre con u n a m aza. Éste
acaricia la serpiente de D em éter, y generalm ente se lo in te rp reta como u n m ístico
iniciado. L as otras dos escenas m u estran etapas de la p reparación p a ra esta
visión de la diosa; en otras palabras, u n a iniciación. U na es el lavado de u n
cerdo p a ra el sacrificio (la víctim a reg u lar en Eleusis). L a o tra es la escena a
que aludim os aquí, y m uestra a u n hom bre sentado sobre u n escabel, con toda
la cabeza cubierta p o r espeso velo. E l escabel está cubierto con u n a piel de
cam ero, y D ieterich sostiene convincentem ente que el escabel de Estrepsíades en
las N ubes estaba cubierto tam bién. T ra s el hom bre está de pie u n a sacerdotisa,
que le sostiene p o r sobre la cabeza u n liknon [‘h a rn e ro ’]. La afirm ación de D ie
terich en el sentido de que la posición de la m ano izquierda de la sacerdotisa
m uestra claram ente q u e está agitando el instrum ento está sujeta a d uda, pues
igualm ente p o d ría estar m anteniéndolo fijo. De ser como quiere D ieterich, e n
tonces Sócrates en el pasaje de A ristófanes puede estar im itan d o esa actitud.
Sobre la acción de Sócrates, em pero, hay m ás que decir.
C iertam ente, no se necesita m ayor confirm ación p a ra la tesis de que e n la
escena e n tre Sócrates y Estrepsíades, A ristófanes parodia u n ritu a l de iniciación
conocido. A hora bien, considerando q u e el paralelo m ás próxim o está dado
p o r u n a escena de iniciación evidentem ente eleusina, ¿por q u é no decimos
sim plem ente que es u n a p a ro d ia de los ritos de Eleusis y lo dejam os así? Des
pués de subrayar el parecido e n tre el relieve eleusino y la p arodia de las N ubes
p a ra p ro b a r (lo q u e ya Sócrates h a dicho expresam ente) q u e esta escena re p re
senta u n a iniciación, los m encionados in térp retes pasan p o r alto enteram ente
ese parecido cuando se tra ta de decidir q u é clase de iniciación se parodia.
Ambos d a n la m ism a razón: la previa im posibilidad de que los ritos eleusinos
fueran objeto de p ública m ofa en A tenas. E llo "difícilm ente hubiese sido tole
rado p o r los atenienses ortodoxos”. (Nos preguntam os cuántos atenienses eran
ortodoxos en el 423 a. C. y, en verdad, q u é significaba “o rtodoxia” p a ra u n
ateniense.) J. H arriso n adm ite q u e A ristófanes paro d ia en otros lugares a los
m ísticos eleusinos, p ero sostiene q u e u n a paro d ia directa de la cerem onia ini-
ciática m ism a aparecería como algo m uy diferente. N o vemos que haya testim onios
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V I D A Y P R A C T I C A S DE L O S ÓRFICOS
sin d u d a igualm ente en tre los órficos. "Suidas", incidentalm ente, m enciona
© p o v ia u o i M t]T p ñ o t [‘E ntronizaciones M aternas’] como títu lo de u n poem a
órfico (K em , te st. '223 d).
H em os visto, pues, que los elem entos supuestam ente órficos de la escena
no son órficos exclusivam ente, au n q u e, tom ada en conjunto, la teoría de q u e allí
se parodia a los órficos es b astan te verosím il. Pero lo m ás pro b ab le es q u e
A ristófanes haya realizado el efecto farsesco de la escena m ezclando diferentes
rituales, como mezcló diferentes cosm ogonías en la p aro d ia de las A v e s.
Estos com entarios h a n pecado sin d u d a p o r exceso de cautela. N uestra a p o
logía consistiría en señalar, a n te todo, q u e la m ayoría de los investigadores del
orfism o h a n pecado h asta ah o ra —y algunos de ellos en extrem o— p o r el defecto
opuesto; y después, q u e hem os tra ta d o de presentar honestam ente las constancias
objetivas antes de com entarlas. T erm in arem o s con u n a observación general, p a ra
explicar y criticar la a ctitu d de J. H a rriso n y de A. B. Cook con respecto a las
tablillas de oro. Ale refiero a la a ctitu d de previa certidum bre acerca de que
“ tales fórm ulas p resuponen u n ritu a l defin id o ”. E n la m edida en q u e reposa
sobre constancias efectivas, esa o p in ió n está basada en u n a com paración con las
fórm ulas repetidas p o r los iniciados eleusinos, que m uestran notable paralelism o
form al con respecto a las de nuestras tablillas de oro e in d u d ab lem en te cons
tituyen la recitación de actos ritu a les debidam ente consum ados. H elas aquí, tal
como las conservamos p o r San C lem ente (P r o tr . 2. 18): “H e ayunado, h e bebido el
k u k e ú v , he tom ado del cofre, h e repuesto en la cesta y de la cesta en el cofre”.
A hora bien; cualquiera fuere el sentido de estas acciones, nadie sugeriría q u e
no eran p a rte de u n ritu a l. P o r o tra p arte, frases como “ H e pasado fu e ra de la
ru e d a dolorosa” o “H e pasado con ra u d o pie hacia la corona deseada” no su
gieren a p rim era vista r itu a l alguno, especialm ente cuando sabemos q u e las
creencias órficas in clu ían la noción de la vida como ru ed a dolorosa. P ero la
cuestión q u e se nos p resenta a h o ra es la de la pro b ab ilid ad a p rio ri. J.
H arrison dice (P ro l.z 156): “Es significativo p a ra la a ctitu d general de la religión
griega q u e la confesión (del iniciado eleusino) no es u n a confesión d e dogm a
n i a u n de fe, sino de actos ritu a les realizados. Ésta es la m edida del abism o que
separa lo antiguo y lo m oderno. Los griegos, en su g ran sabiduría, veían q u e la
u n iform idad en el ritu a l era deseable y posible; dejaban al hom bre prácticam ente
libre en la única esfera en q u e la lib e rta d es de verdadera im portancia, es decir,
en m ateria de pensam iento.” Estas observaciones son justas y sensatas en la m edida
en que se refieren a la religión helénica típica. P ero J. H arrison hubiese sido la
prim era en a d m itir que el órfico estaba m uy a p arte de la m en talid ad helénica
com ún. A los ojos de los griegos, e ra “ u n disidente y u n fanático” (P r o l?
516). ¿No consistía la diferencia principalm ente en esto: que, m ientras p a ra el
griego o rdinario su credo no era asunto de gran im portancia, p a ra el órfico era
la vida y alm a de su religión?
C om únm ente se da p o r dem ostrado que los órficos creían posible p a ra los
vivientes asegurar p o r m edio de plegarias o p o r la ejecución de ritu ales iniciáticos
u otros u n a suerte m ejor en el otro m u n d o a sus parientes difuntos. (Véase, p o r
ejem plo, A. D ieterich, “Die U n terg an g d e r a ntiken R eligión", e n sus K le in e
S c h rifte n , 487 y s., y E. N orden, A e n e is VI, p. 7, n. 3.) De ser verdad, esto sería
de extrao rd in aria im portancia e interés, tan to porque tal concepción n o tiene
sem ejante en la religión a n tig u a antes del gnosticismo, como p o r el paralelo
con el uso de la Iglesia cristiana (véase especialm ente I C or. 15. 29). P o r lo
tanto, vale la p ena señalar nu e stra o p inión al respecto; es decir, que los testi
m onios sobre el p u n to , som etidos a exam en, se reducen a m uy poca cosa: en
realidad, a u n a única frase de P la tó n susceptible adem ás de interpretación diversa.
El testim onio h a b itu a lm en te aducido consiste en u n fragm ento de poesía
órfica citado p o r el neoplatónico O lim piodoro, al cual se supone confirm ado
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N o tas d el c a p ít u l o VI
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CAPÍTULO VII
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Esta base doctrinal para sus prácticas fue aceptada tam bién por
Pitágoras o por sus sucesores inm ediatos.1
Esto representa mucho de fondo común, y apoya plenam ente la
sugerencia, ofrecida por los testimonios externos, de u n a estrecha
relación e interacción entre ambos sistemas. Pero hay diferencias
también. En prim er lugar, cuando se trata de pitagóricos, poco a
nada se oye h ab lar de Dioniso o Baco. El dios de Pitágoras era
Apolo. Para el siglo vi, por supuesto, estos dioses no eran enemigos:
coexistían reconciliados en Delfos, el centro del culto apolíneo, y la
misma historia òrfica cuenta cómo, después del ultraje cometido por
los T itanes contra Dioniso, fue Apolo quien, por orden de Zeus,
recogió los restos del niño divino y los llevó a su propio santuario.
Según la leyenda que trae Esquilo, el mismo Orfeo, en una época
anterior, cuando aún había enemistad entre ambos dioses, incurrió
en la cólera de Dioniso al abandonarlo por Apolo. En general,
Orfeo aparece en la historia más bien como una figura apolínea, y
los órficos deben de haberse complacido en m ostrar que la reconci
liación de ambos dioses se había debido en parte al influjo de Orfeo
al modificar la religión dionisiaca haciéndola más aceptable para el
dios hermano. L a diferencia, pues, no es una contradicción, y no
im pediría a los pitagóricos aceptar o inclusive (como parece que
ocurrió) originar u n a parte considerable del dogma òrfico; empero,
es suficiente para m antener distintos ambos sistemas, fraternos pero
no idénticos. Podría compararse esto con la posición de dos ciuda
des, en un país donde el culto de los santos está vigorosamente desa
rrollado, que aceptan ambas el cuerpo dogmático del cristianismo
pero tienen diferente santo patrono.
Más im portante es el hecho de que el pitagorismo era u n a filo
sofía tanto como u n a religión. En su teoría del alma hum ana y en
sus preceptos de vida p u ra puede haber sido idéntico al orfismo,
pero no cabe decir lo mismo de su cosmogonía. La cosmogonía òrfi
ca es mítica, expresada en términos de agentes personales, de m atri
monio y procreación. El m undo de Pitágoras es de origen divino,
pero él buscó u na explicación de ese m undo en términos racionales
y, particularm ente, matemáticos. Pitágoras fue el descubridor de la
m atem ática y, como muchos iniciadores de un nuevo m undo de pen
samiento, creía que en su descubrimiento residía la clave de toda
la realidad por igual. Consiguientemente, su cosmogonía se expre
saba en términos de relaciones numéricas, de la tctm ktys y de la ge
neración de los núm eros a p artir de la M ónada prim ordial. Los
órficos no hablaban así. Que los dos sistemas son en muchos aspectos
paralelos es u n hecho notable e im portante. A unque el paralelismo
no puede llevarse exactamente, pues la traducción a términos m ate
máticos y filosóficos im plicaba naturalm ente cierta alteración tam
bién de las ideas, con todo, en muchos respectos, u n sistema es la
contraparte m ítica del otro. Sería inevitable conclusión, aun cuando
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C o s m o g o n ia O rfica Anaximanurcí
N o ch e Hmiiiado
G ónim on
H ue vo
C ie lo — Er< ^ T ie r r a C a lo r (s o l, e tc .) ^ ^ F r >° (T ie r r a )
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fr. 128, pero om itido por B urnet en Aur. fil. gr. ) : “Distingo dos
especies de sacrificio, prim ero aquellos de los completamente p u ri
ficados, tales como se encuentran aquí y allí en un individuo, según
dice Heráclito, o en unos pocos fácilmente enumerables, y segundo
los m ateriales. . . tales como cuadran a quienes están aún presos
del cuerpo”. En el mismo sentido interpreta Macchioro el fr. 125:
“Los misterios practicados entre los hombres son misterios impíos”.
H eráclito no condena, hemos de suponer, los misterios mismos, así
como tampoco San Pablo condena el rito de com unión cuando
reprende a algunos por comer y beber los elementos para su propia
condenación. El fr. 127 perm ite igual lectura. Las procesiones e
himnos fálicos serían vergonzosos a no ser por el sentido oculto
tras e llo s. . . pero Hades y Dioniso son lo mismo, es decir, hay en
todo ello u na lección mística. (El carácter ctonio de Dioniso era,
por supuesto, u n rasgo de la creencia órfica.) Macchioro nos ha
mostrado ciertam ente que, si su teoría estuviera fundada en otras
pruebas, tales fragmentos en sí mismos no ofrecerían razones vá
lidas para rechazarla. Pero, aunque él mismo no abriga dudas, lo
tenue de sus pruebas positivas será siempre un obstáculo para otros,
y, según hemos tratado de demostrar, la teoría de que la identidad
de los opuestos constituye u n a conclusión basada en la doctrina
órfica del sóma-séma es im probable e ilógica. Los argumentos con
tra ella pueden m ultiplicarse, y se han m ultiplicado en efecto. Por
ejemplo, ¿cómo h a de concillarse la doctrina heraclitea del flujo
universal con el vigoroso individualism o necesario para la creencia
en la transmigración, el castigo postumo, la beatitud final, etcétera? 9
El gran Parm énides no ha de detenernos m u ch o .10 Todo
estudioso de la filosofía griega sabe que el desafío lanzado necesa
riam ente por su aguda lógica constituyó u n punto decisivo en la
historia de aquélla, y en ese logro probablem ente no debió nada
a nadie sino a su propio genio. Con toda verosimilitud, se inició
como pitagórico, pero desarrolló su pensamiento hasta descartar las
especulaciones de sus maestros, al igual que las de todos sus prede
cesores, porque confundían, como recientemente se ha dicho, “el
pu n to de p artida del devenir con el fundam ento perm anente del
ser”. N aturalm ente, estaría familiarizado con las doctrinas pitagó
ricas y órficas, y no hemos de sorprendernos si, como se ha señala
do, su lenguaje contiene expresiones originadas en los textos de
Orfeo. Esto es tanto más razonable cuanto que, siguiendo la moda
de la época, expresó sus opiniones en u n poema, cuya introduc
ción le proporcionaba un contexto mitológico donde presentar
como reveladas a él por u n a diosa las verdades que manifestaría.
Los paralelos son interesantes pero, por supuesto, no prueban
ningún influjo sobre su pensam iento.11
N o es necesario trata r aquí la posición de Empédocles, pues
al servirnos antes de él (capítulo V) como fuente de información
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ción con la índole del alma o la conciencia hum ana tenía u n fun
dam ento más definidam ente filosófico y había surgido más bien de
sus estudios sobre la escuela jónica. Eurípides podría considerarse
u n ecléctico, no en el sentido de que fuera un filósofo que constru
yera u n sistema tom ando elementos diversos del pensamiento
anterior, sino porque estudió todo ese pensam iento anterior con
avidez y deja caer alusiones ora a una, ora a otra creencia, según
se lo sugiera su estado de ánim o o su sentido de lo dramático.
N unca pudo ser el adherente a una religión elaborada, como la
órfica, en que era esencial una certeza dogm ática.18
L a conclusión a que parecemos tender acerca de los órficos es
que constituían u n a m inoría reducida de devotos religiosos con un
mensaje que predicar original e insólito para la m ayoría de los
griegos, tanto dirigentes filosóficos y religiosos como ordinarios
legos. Su lenguaje y algunas de sus ideas ocasionalmente cautivaron
la im aginación de filósofos o poetas, pero en general el evangelio
que predicaban con entusiasmo y confianza era u n clamor en desier
to, pues la época no estaba aún preparada para él. Por cierto, tenía
subyacente la simple idea de unión con la divinidad, y de la
inm ortalidad consiguiente a tal unión, lo cual debía de ser fami
liar al com ún de la gente desde los tiempos más primitivos y en
una de sus formas había alcanzado enorme popularidad en la era
clásica p or m edio de los misterios de Eleusis. Pero había muchos
modos más simples y agradables que el órfico de alcanzar ese senti
m iento de unión extática y esa esperanza de un renacim iento
futuro. “H o n o rar el vano hum o de verbosos libros” no es una
característica del hom bre ordinario. Los órficos exigían no solo
la ejecución de u n ritu al inspirador, sino además la observancia de
ciertos preceptos en la vida diaria; no solo la aceptación de un
extraño y complicado mito, sino además u n a comprensión de su
significado, con todas sus implicaciones de impureza prim ordial,
fraternidad hum ana, etcétera. No había lugar para una religión
así en u na edacl en que los vínculos de la unidad fam iliar se esta
ban disolviendo para solo dejar lugar a las exigencias igualm ente
rígidas y los nuevos entusiasmos de la ciudad-estado en desarrollo.
E n u n a palabra, el orfismo era demasiado filosófico para la masa,
demasiado mitológico para el orgullo intelectual de una filosofía
adolescente. P ara hallar eco más amplio, hubo de aguardar hasta
que las grandezas y limitaciones distintivas de la era clásica llega
ron a su quiebra.
Creemos que esta conclusión es verdadera en rasgos generales,
pero antes de dejar a los pensadores religiosos y filosóficos de los
siglos vi a iv hemos de tom ar aún en consideración al más grande
de todos ellos. Platón no solo fue el genio más grande y original
del pensam iento religioso griego, sino tam bién aquel a quien más
vigorosamente atrajo el ciclo de doctrinas órficas. La cuestión de
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ner que estas cosas son exactam ente como he dicho, mal cuadraría
a u n hom bre de buen sentido; pero que o esto o algo sim ilar es la
verdad acerca de nuestras almas y sus moradas, ello (puesto que se
h a dem ostrado que el alma es inm ortal) me parece ciertam ente ade
cuado, y creo que es u n riesgo que merece la pena correrse por quien
como nosotros lo hacemos”.
Este pasaje pone bien de manifiesto cómo en ciertos casos la
diferencia entre argum entación dialéctica y m ito era una diferencia
entre campos de investigación diversos. Platón consideraba poder pro
b ar la inm ortalidad del alma y dedicó m ucha argum entación a esa
pru eb a en el cuerpo del diálogo. Esto debía llevar, consecuentemente,
a cierto modo de existencia en el otro m undo, pero al hablar de la
vida que ella vive allí estamos más allá del alcance de la indaga
ción científica y hemos de recaer en el m ito. La misma diferencia
puede observarse en el Fedro, donde la inm ortalidad del alma se
somete a u na breve prueba dialéctica (245 c) , y los detalles de la
doctrina de la trasmigración se exponen luego en form a mítica.
Esto está en conform idad con la teoría de Platón sobre la
naturaleza de la inspiración poética. Consideremos prim ero el modo
en que introduce, en el Tim eo, la doctrina, en gran m edida mítica, de
la creación. A nte todo se descarta la posibilidad de un conocimiento
científico riguroso sobre el tema (29 c): “No te asombres, pues, si
al tratar p o r extenso muchos asuntos, los poderes divinos y el origen
del universo todo, no hallamos posible presentar razones elaboradas
con precisión y en todas las m aneras y sentidos coherentes entre
sí”. C uando llega a la generación de los dioses menores, establece
así su criterio (40 el) : “Con respecto a las otras divinidades, saber
y h ab lar de su nacim iento es tarea que sobrepasa nuestras fuerzas,
pero hemos de dejarnos persuadir por aquellos que hablaron en el
pasado, y que eran, decían, hijos de los dioses, y ha de suponerse que
tenían u n claro conocimiento de sus propios padres. Por lo tanto, no
debemos dejar de creer a los hijos de los dioses, aunque hablaban
sin demostraciones convincentes y rigurosas, sino obedecer a la cos
tum bre y tom ar sus palabras como de hombres que decían contar
acerca de sus propios parientes”. Los hijos de los dioses son, por
supuesto, los antiguos theológoi, de los cuales los principales eran
Hesíodo y Orfeo.
Estas palabras a veces se h an interpretado como irónicas, y por
cierto hay u n destello de hum or en la expresión de que los poetas
debían conocer la historia de su propia familia. Pero están de acuerdo
no solo con el procedim iento de Platón sino además con su teoría
de la inspiración poética, expuesta en el ló n y en el Fedro, y proba
blem ente legado de Sócrates, ya que aparece en labios de éste en la
Apología (22 c ) . La poesía es u n a forma de manía, se dice en el
Fedro, donde se enum eran los cuatro géneros de manía principales:
la de profetas y videntes, la de los autores de ritos de purificación e
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CAPÍTULO V ili
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Y GRECORROM ANO
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11, pp. 101 y ss.) Aquí, empero, son dionisíacos. El efecto cum ula
tivo de las pruebas es avasallador, y podemos adm itir que los himnos
cultuales de Orfeo que poseemos se utilizaban en Pérgamo, o, si pre
ferimos llevar la cautela hasta un punto en que su significación se
hace realm ente m ínim a, en una sociedad idéntica en una región
vecina de A n a to lia.17
Fig. 18. (a) Esta serie de p in tu ra s de las Catacum bas cristianas h a sido escogida
p a ra m o strar cuán fácilm ente la representación de O rfeo tañendo p a ra los
anim ales se diluyó e n la del B uen P astor. L a figura interm edia sigue siendo
O rfeo (¿o algunos lo pensaron como David?), pero su auditorio ha sido reducido
a ovejas.
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F ig . 18. (c).
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fixión en el arte no van más allá del siglo v o vi. Tales representa
ciones tenían que vencer, por supuesto, un tremendo prejuicio: ¡el
fundador histórico de una religión pintado como un malhechor
común en el cadalso! Pero, si hemos de creer que nuestra completa
ignorancia de Orfeo crucificado es un accidente, seguramente no
es demasiado creer que nuestra falta de representaciones más anti
guas de la Crucifixión de Cristo sea un accidente también. Está
claro que ninguna historia de crucifixión de Orfeo o de Dioniso
era conocida de San Justino M ártir. Éste declara (A pol. 1.54) que
la historia de Dioniso había sido inventada por “demonios” para
corresponderse con cierta profecía del Génesis (49. 10 y s .), a fin
de hacer dudar del verdadero Cristo. Por esta razón introdujeron
Fie. 19. Sello cilindrico o am uleto de hem atita, del siglo iii d. C., a hora en
B erlín. (Escala: 2:1.)
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tanto en el culto im perial como en los m isterios; en las dem ás p artes de Asia
M enor eran generalm ente oficiantes del solo culto im perial. Cf. D iettenberger,
Sylloge 3 1109, n. 54.
12 La sugerencia form ulada en A th . M itt. 37 (1912), p. 288, de que la
conexión con Eleusis no era tan estrecha como K ern la supone, no invalida
esta argum entación.
13 M. T iern ey ap arentem ente relaciona el epíteto ε ύ α σ τ ή ρ [‘q u e lanza el
g rito orgiástico eucii'] con ά σ τ ή ρ ['astro’] ("T h e Parados in A ristophanes Frogs”,
Proc. R . I. A ., 1935, 214), lo cual parece im probable.
í-í El verso de A ristófanes (Avispas 10): τ ό ν α ύ τ ό ν cíp’ έ μ ο ί β ο υ κ ο λ ε ΐς
Σ α β ά ζ ι ο ν [‘m e das, pues, p o r pasto a Sabazio m ism o’], a u n q u e perteneciente
a u n a pieza ateniense, es una alusión a la religión frigia. Cf. tam bién E urípides,
A n tio p e (fr. 203, Nauck): έ ν δ ο ν δ έ θ α λ ά μ ο ι ς β ο υ κ ό λ ο ν / κ ο μ ω ν τ α κ ίο σ ω
σ τ ϋ λ ο ν ε ύ ίο υ θ ε ο ΰ [‘d entro de las cám aras el boukólos q u e ad o rn a con hiedra
la colum na del dios al que se invoca con el grito de ¡evohé’], y el pasaje de la
A th . Pol. de A ristóteles que h ab la del B oukóleion como el lu g ar donde se re ali
zaba u n m atrim onio sagrado con Dem éter. C ratino escribió u n a pieza B oukóloi,
al parecer relacionada con la religión dionisíaca. Estos pasajes están tratados
p o r D ieterich, H y m n . O rph. pp. 10 y ss. En la baja época im perial, boukóloi
aparece en R om a; D ieterich, op. cit. 9 y s.
i s Las p ru eb as en que se funda el parágrafo precedente (el culto dioni-
síaco en Pérgam o, los boukóloi) están reu n id as m uy cóm odam ente en Q u an d t,
De Baccho, etc. 251-55, donde se e ncontrarán tam bién referencias a bibliografía
m oderna.
16 H ay interesantes paralelos en inscripciones de D ídim a y T rales, sobre
los cuales véase K ern en H erm es, 52 (1917), 149 y s. Se dan órdenes p a ra u n a
ύ μ ν ικ ή π ρ ο σ α γ ό ρ ε υ σ ι ς [‘salutación h ím nica’], en u n caso a Poseidón, en otro
a Apolo, y se citan algunos versos para m ostrar cómo h a n de ser los him nos.
P resentan u n a acum ulación de epítetos, y p o r su estilo son m uy sim ilares a los
him nos órficos. Los textos que trae W . Peek, D er Isis-H ym nos von A ndros, etc.
(Berlín, 1930), proveen in teresan te m aterial de com paración, a u n q u e están más
em parentados con las theologiai (cf. n. 11) o las aretalogiai [‘relatos de p ro
digios’] q u e con nuestros him nos.
17 Creem os que la defensa de la teoría sobre el origen anatolio se vería
robustecida y surgiría nueva luz sobre cuestiones del culto grecorrom ano si se
em p ren d iera u n exam en exhaustivo de las hasta ah o ra desdeñadas listas de
epítetos de que están en gran pa rte com puestos los him nos. U n exam en sum ario,
de carácter experim ental, realizado sobre el H im n o a A te n a según ese criterio
(Class. R ev. 1930, pp. 216-21) dio alguna prom esa de buenos resultados.
18 Cf. Eisler, O rpheus, 11 y ss., 52 y ss.
i» O. W ulff, A ltchristliche B ildw erke, 1 (1909), 234, n9 1146, tab la 56.
R eproducido por Eisler, loe. cit. y K ern, test. 150. C om entado m ás reciente
m ente p o r T i. S. Conway en B u ll. John R ylands L ib . 1933, pp. 89 y s. E l uso
de sellos p o r los cristianos prim itivos, así como algunos de los sím bolos em
pleados, están ilustrados por u n in te resan te pasaje de San Clem ente de A le
ja n d ría (P acdag. 3. 2. 1, p. 270, Stahlin = K ern, test. 152): “Sean nuestros
sellos u n a palom a o un pez o u n a nave q u e se desliza rá p id a con viento favo
rable, o una lir a ... o un ancla”. La lira puede ser u n a rem iniscencia general
de Orfeo y de la paz y arm onía suscitadas p o r su música, o puede relacionarse
con la com paración entre el alm a y una lira. F ilón de A lejandría dice del Es
p íritu de Dios “que afina m usicalm ente el alm a como si fuese u n a lir a ”. P ara
Eusebio, el lógos “ tom a en sus m anos u n in stru m e n to m usical: el h o m b re ”
(Kern, test. 153) . Sobre las ram ificaciones de la idea en los autores griegos, judeo-
helenísticos y cristianos, véase Eisler, O rpheus, 65 y ss.
276
O RFEO E N E L M U N D O H E L E N ÍS T IC O Y G R E C O R R O M A N O
277
IN D IC E ALFABÉTICO
278
IN D IC E A L F A B É T IC O
p a tria del orfism o 48, 220; ciprés blanco en el H ades, 30, 183.
relieve dionisiaco en el teatro, (IV, Cipria, La, (III, 2 2 ), 69.
51 ), 149; Cípselo, cofre de, 89.
sacrificio tau rin o en, 116, 148. Cirilo, san, 260.
Ateneo, (4, 164) , 12. cista mystica, 114, 124, 149.
Atenienses, epitafio sobre los, 194. cistophori, 114.
Atis, 10, 101. Clem ente de A lejandría, san, 110, 122,
Aurelio, M. A ntonino, 253. 132, 136, 137, 206, 212, 215, (VIII,
19), 250.
Baal, 254. C lem ente Rom ano, 78.
B abilonia, 101. Cnoso, 113.
Baco, el ad o rad o r se convierte en, 45, C ólquide, 30.
114, 115, 116, 197. Colum bano, san, 267.
Bassarides, de E squilo, 34, 45, 47, 50, com unión con el dios, 114.
55, 177, 179, 235. C onón, 4;
B aubo, 136, 137. Fab., 34, 38, 51, 55;
Bentley, R ichard, (IV, 25) , 146. (traducción), (III, 1), 63, (III, 16),
Beocio, 47. 67.
B ernhard)’, 4. consejos (véase M a rc h en ),
Bión, lam entación por, 32. conservadorism o religioso, 109.
bisexuales, seres, 104, 147. Cook, A. B., teorías sobre el ritu a l o r
Bona Dea, 257. fico, 210, 211.
boukóloi, 147, 208, 262, 264, 268, 276. Core, 8, 9, 85;
B oulanger, A., 10, 258, 270. (Protógeno), 99, 134, 156, 157, 168,
B rontino, 220. 181, 206, 213, 230.
Browne, sir T hom as, 246. C oribantes, 120, 214, 264;
Brow ning, R obert, 1. identificados con los Curetes, 120, 149.
B uen Pastor, el, 22, 265. C om ford, F. M„ 58, 71, 198, 225, 248,
B urnet, (VII, 9) , 249. 249.
creador en la idea òrfica, el, 109.
Cabiros, 125, 126. Creta, 92, 110, 163;
cabrito en la leche, 180, 211. dios de, en form a de toro, (IV, 42 ),
caldera de apoteosis, 211. 148.
Calimaco, 115. cribas, alm as obligadas a usarlas en el
Calíope, (VII, 2 9 ), 60. Hades, 161, 164.
Calipso, (III) , 69. Crisipo, 204, 259.
(Calístenes) , 42. cristianism o, 8, 76, 100, 129, 153, 161,
C anaán, 180. 162, 198, 203, 209, 215, 238, 266;
canibalism o, 18, 24. sim bolism o criptocristiano, 268.
caos, 83, 87, 95; cristianos, autores, 15, 106, 259.
(alado en A ristófanes), 98, 106. Cristo, 254, 269, 270, 273.
carne, abstención de, 16, (II, 6), 24, 219. Crono-Héracles, 82.
C arón o C aronte, 33, (III, 33) ,7 1 . C rono (Krónos) , 86, 107, (IV, 10) , 144,
C árope (o C áropa) , 61, 71. (IV, 17) , 145, 230, (VII, 22 ), 251.
casa, lugares de la, 257. Crotcfia, 219.
catacum bas, 2, 22, 265, 270. C rucifixión, 268, 269.
Cecilia Secundina, tablero de, 181, 257. cuentos populares (véase M árchen) ,
Cèfalo, 155, 156. Culex, (V, 291), 33.
Céleo, 136. culto im perial, 264, 275.
Cèrbero, 32, 189. Cumas, inscripciones báquicas de, 207,
cerdo, 157, 213. 208.
Cibeles, 10, 101, 137, 255, 256, 258. C um ont, F., 11.
Cicerón, N . D., 19, 46, 59, 98, 113, 236, Curetes, 84, 119;
257, 259. identificados con los C oribantes, (IV,
cíclopes, 85. 49) , 149;
cícones (III, 1 ), 63. sobre el tím pano de la caverna del
cielo, 186, 194. m onte Ida, 92.
279
ORFEO Y L A R E L IG IÓ N G R IE G A
280
IN D IC E A L F A B È T IC O
281
ORFEO Y L A R E L IG IÓ N G R IE G A
282
ÍNDICE A L F A B É T IC O
283
ORFEO Y L A R E L IG IÓ N G R IE G A
orpheotelestái, 17, 205, 207, 216. influjo del orfism o en, 159;
Osiris, 99, 172, 193, 270. (Ión) , 242;
O vidio (M et., 10J-S5) , (VII, 5) , 65. (Leyes) , 12, 23, 24;
(A lenón) , 167, 171, 243;
Pablo, san, 162, 181, 198; (Polii.), (269 b ) , 7; (ib. 272 b - d ),
(/ Cor. 15-29) , 215, 233, 255, 270, 271. 244.
P andora, 100. (Prot.) , (316 d ) , 41;
Pangeo, 34, (VIII, 1) , 274. (R ep.), (ib. 218 b) , 155, 170, 179,
papiros órficos, 100, 136. 184, 185, (VIII, 7) , 275;
Parm énides, 168, 234. (Simp.), (179 d) , 33, (ib. 181 c) , 147,
Pares, inscripción de, 136, 137, 180. (ib. 190 b) ,1 4 7 ;
Pasífae, 117. (Teet.) , (192 d) , 243.
Pausanias, 4, 11, (1-37-4), 14, 22, (10- teoría de las ideas, 160.
30-6) , 31; (9-30-4) , 34; (8-37-5) , 110; ( T im eo ), (ib. 41 d) , 187, (29 c) , 242,
(4-1-7), 127; 128, (9, 39), 179, (10-31- (ib. 49 d) , 242.
9-11) , 164, 204, 205. P lin io el Viejo,
Pedro, A pocalipsis de, 272. (H. N „ 27, 203) , 69.
P eirítoo, 189. P lotino, 124, 165.
Pelias, 132. P lutarco, 19;
Penteo, 34, 51, 56, 132. (A lex. 2 ), 51, 258;
Pentesilea, 164. (A p o p h th . Lac. 224 c) , 17, 205;
Peregrino, 273. (Caes. 9 ) , 257;
Pergam o, 263. (C om p. Cim . et L u c . ) , 162;
Perséfone (véase Core) , 110, 115, 158, (De and. poet. 21 s) , 157;
167, 175, 181, 183, 189. (De def. orac. 415) , (VII, 5) , 248;
Persia, religión de (véase Zrván) , 90, (De esu earn. 996 c) , 159;
(IV, 18) , 145. (De fa c ie ), (V, 34) , 195;
P etelia, tabletas de oro de, 173, 191. (Qiiaest. conv.), (2-3-1), 248-258;
P ieria, (III, 1 ), 63. (Ser. n u m . vind. 557 d) , 51, 70.
P im plea, (III, 1) , 63. P lutón, 85;
P indaro, X III, 2, 88. 89, 167, 171, 182, (rap ta a Core) , 85, 135, 181.
238, 243; Poiignoto, 31, 164, 189.
(OI., S, 35), 182; Pom peva, 22, 274.
(Pit., 4, 177) , 41, 68. Porfirio,
Pisistrato, 4, 14. (De abst. 4J9) , 113;
Pitágoras, 54 (IV, 22) , 145, (IV, 42) , (V it. P yih . 17), (IV, 42), 148.
148, 215, 227; P o rta M aggiore, basilica de la, 274.
a u to r de poem as órficos, 217. Poseidón, 135, (VIII, 16), 276.
pitagórico, m odo de vida, 217. Priene, 137.
pitagorism o, 98, 201, 219, 227, 233, 236. profecía, diversos tipos de, (III, 20) , 68.
P latón, X III, 4, 106, (IV, 9) , 143, 168, Prom eteo, 34.
178, 186, 191, 240, 256, 259, 272; Proteo, 154.
a ctitu d hacia el m ito, 74; Protogenia, 100.
alegoría d e la caverna, 159; P rotógono, 83, 99, 262.
(Apol. 22 c) , 242; Pselo, M iguel, 137.
(Axioco, 371 a) , 14; purgatorio, 272.
(B anq., véase in fra Simp.) , (II, 6) , P yxis de B obbio, 267.
24;
Q uin to de E sm irna, 210.
(Carta 7, 535 a), 151;
(Crát.) (400 c ) , .159, (ib. 70 c ff) , R adam antis, 154, 155, 170, 189.
166, (ib. 108 a ) , 177; R ea, 84, 85, 119, 262.
en la leyenda árabe, 58, 195, 241; refrigerium , 194.
(F edón), 154, 160, 166, 170; Rohde, E., 78, 146, 165, 182, 192.
(Fedro) , (III, 2 0 ), 68, 166, 169, 185, rómbos, 123.
210, 242; Rose, H . J„ 53, 69.
(Filebo) , (66 c) , 12, (V, 2) , 192; ruedas, uso ritu a l de las, 210.
(G org.), 163, 170, 177, 191, 244; R ufino, 73.
284
ÌN D IC E A L F A B É T IC O
T ácito, (III, 20) , 68. Ulises (véase Odiseo) , 69, 158, 164, 179.
Tales, 224. U rano, 84, 103, 106, 143.
T ám iris, 41.
T án talo , 170, 189. Valerio Flaco, 29.
T á rta ro , 87, 95, 170. vasos,
tatuaje, 51, (III, 10) , 67, 211. de escenas de u ltratu m b a, 22, 32;
tauriform e, dios, 104, 105. del C abirio tebano, 149;
T ebas, 137; figurando a Orfeo tañendo an te los
el C abirio de, 132, 137. tracios, 47;
T elém aco, 154. figurando el descuartizam iento de
teletái, 17, 157, 160, 161, 205, 261. Dioniso, 133, 217;
T élete (personificada) , 204. figurando la cabeza de Oi'feo profe
Tem istio, 42. tizando, 38;
T énaro, 30, 32, 45, 179. figurando la m uerte de Orfeo, 35, 50,
Teofrasto, 56, 65, 66, 211;
(Caract. 16) , 17, 205. figurando la recolección de incienso,
Teogonia rapsodica, 75, 82. 211 ;
T eó n de Esm irna, 214. Orfeo en los vasos de figuras negras,
Teseo, 12, 189. 22;
Tespis, 132. significación de las vestiduras en las
285
O R F E O Y L A R E L IG IÓ N G R IE G A
Se terminó de imprimir el 20 de
noviembre de 1970 en Mauri
Hnos. Impresores S.R.L., Lama-
drid 360, Buenos Aires
tados por la figura misma de
Orfeo, continúa con la expo
sición y el análisis de los dog
mas y las prácticas de los órfi-
cos, pasa a considerar las rela
ciones efectivas o probables
entre el orfismo y los pensa
dores clásicos griegos, y con
cluye con el estudio de la di
fusión del orfismo en época
helenística y grecorromana,
estableciendo particularmente
los puntos de contacto y de
divergencia con respecto al
cristianismo.
Sirve de útil complemento
un cuerpo interesante de ilus
traciones .y de referencias bi
bliográficas.
Uno de los méritos más
señalados de la obra es el cui
dado con que el autor mantie
ne la diferenciación entre las
que son constancias testi
moniales objetivas y las que
son interpretaciones - propias
o ajenas- de esas constancias.
W. K. C. Guthrie ha estu
diado y enseñado en la univer
sidad de Cambridge. Participó
en las expediciones de la Ame
rican Society for Archaeolo-
gical Research en Asia Menor,
en 1929, 1930 y 1932. Es
autor además de The Greek
Philosophers, The Greeks and
their Gods y A History of
Greek Philosophy, en dos vo
lúmenes.
OTROS TÍTULOS DE
EUDEBA