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CmUene: /^
O "novelas cortas de
R. PÉREZ Y PÉREZ
1 nox/eüa hróa d
el danto ij
^otcas intécesan
\ secciones.
Almanaque . n Q yl !•

PUBUCADO POR

LA NOVELA ROSA fSf


SUMARIO:
Págs.
Calendario 4
La eterna hiatoria, por Rafael Pérez y
Pérez, 11
Limasaita de. cariño, por Rafael Pérez y
Pérez. 49
C^püaculo, por Rafael Pérez y Pérez . . 55
Cara y Cruz, por Rafael Pérez y Pérez . . 63
Bí coüar de perlas, por Rafael Pérez y
Pérez. 69
La procesión del Corpus, por Rafael Pé'
rez y Pérez 76
£1 abolengo, por Rafael Pérez y Pérez . . 87
Penicaa y ¿ozos, por Rafael Pérez y Pérez. 95
Qitlen siembra, recoge, por Rafael Pérez
y Pérez 103
Lita nmfeUta de Rafael Pérez y Pérez, pot
P«dro A. Morgado 151
Püemán y Baucis (poesfa), por Francisco
J, Oarriga 155
Crepúsculo (poesía), por Francisco J. Ga-
rriga 156
Aparece el« Santo », por Leslie Cbarterls. 157
NOVELAS
DE
UJlÑOfiA
RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ ' Y Pulir

(UNO DE LOS AUTORES DE MAYOR ÉXITO)

VOLÚMENES LUJO-
SAMENTE ENCUA-
DERNADOS, a 5^ Ptas.

Doña Sol
Muñequita
Mariposa
Cuento de invierno VOLÚMENES EN
RÚSTICA, ü. 2 Ptaa.
Los dos caminos
La señora
El secretario
El último cacique
El Monasterio de la
Buena Muerte.
Lo imposible
VOLÚMENES EN
RÚSTICA, a 1,50 Ptas.
Levántate y anda
Inmaculada
Madrinita buena a-50Ei;uiio
£1 hada Alegría
El verdadero amor
María Pura
La RapeUa

EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
PHOVENZA. 101
BARCELONA
- . ..-., ^, .. - 4 i.> ! - •• • .-• :••! ! .y :
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• EL ESTUPOR DE ELVIRA
preguntó:
—¿Usted ha estado
en presidio?
—Yo en presidio.
. Sonrió la sefiorlta
REPRODUCIMOS como si adivinara, y
fe dijo:
EN ESTA -iAhí Ya. Por al-
PAGINA guna causa política.
Y se des^concertó
UNAS LINEAS cuando oyó la res'
puesta de Adolfo.
DE —Por una causa
criminal.

La curiosidad Este retazo de la es-


cena en que Adolío
pide la mano de Elvi-
desvelada ra, da idea del interés
que encierra la iaovela

OBRA NUEVA La
DE curiosidad
desvelada
J.Aguilar Catena del famoso novelista
I. AGUILAR CATE-
NA, mago artífice de
la donosura y gran
planteador de proble-
^ mas humanos.
Alrededor de este
v^^'^^ bien trazado tipo que
purgó su delito en-el
\Wr penal de Ocafia, giran
ganapanes y gente del
• - •

^ ^ gran mundo, detta^


i- • ' candóse dos mujetn, .
que, en realidad, •««,,'
las verdaderas \ffí^tmf<%^
gonistas de esta 9rf0b%>^
nal novela en la qnc'v;
í,.
el autor hace un dé»:
j- . • rroche de observado^ .-
• > nes y•' de lógica.
o 'Yj
í; EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
'-' PROVENZA, 101 Un volumen encuadcrmido, .
en tela, 6,90 ptas.
BARCELONA En rústica, 5 ptaa.
CUATRO OBRAS
QUE REPRESENTAN
CUATRO ÉXITOS
3s. LITERARIOS
N
ÍXL'VAJSIÓH
Semana de
Pasión
(NOVELA) 5,50 pesetas.

Víena
(NOVELA) 3 , 9 0 pesetas

Venga usted a casa


en primavera
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5, — pesetas, en rústica

Vida y desventuras
de Cervantes
(BIOGRAFÍA). 6 pesetas

MARIANO TOMAS, el autor de estas obras, ha obtenido,


con la primera de ellas, el premio <^ Gabriel Miró», con-
sistente en 5.000 pesetas.

EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
Provenza, 101 / Barcelona
CALENDARIO

ANO NUEVO
¡Dio» te guarde, ientiV Mi barca incierta
batea entila ribera apetecida:
ere» cada año la dorada puerta
por donde asoma la ilutUin querida.
Llegas g tu llegada me despierta
como un amanecer de bella vida,
y tras de ti <iueda una vida muerta
que de largo dolor estuvo henchida.
Florece, nuevo campo, a mi» anhelo»
tf que me alumbren, vencedor, los cielos
cuando llegue el cansancio de tu tarde.
Que mueras, como naces, sonriente,
y no me amargue el agua de tu fuente.
¡Amanecer dichoso. Dios te guarde!
), OüTU DI PlNIDO
ENERO
T
ClRCDNaSIÓN 12 Viernes 23 Martes
2 Martes 13 Sábado 24 Miércoles
3 Miércoles 25 Jueves
14 Domingo
4 Jueves 26 Viernes
15 Lunes
S Viernes 27 Sábado
i6 Martes
6 RBTOS Miércoles
17 28 Domingo
i8 Jueves Lunes
7 Domingo Viernes
29
8 Lunes 19 30 Martes
30 Sábado Miércoles
9 Martes 31
10 Miércoles 21 Domingo
I I Jueves 22 Lunes

FEBRERO

1 Jueves 12 Lunes 23 Viernes


2 PoRincAaÓN 13 Martes 24 Sábado
3 Sábado 14 Miércoles
25 Domingo
15 Jueves
4 Domingo 26 Lunes
16 Viernes
5 Lunes 27 Martes
17 Sábado
6 Martes 28 Miércoles
7 Miércoles 18 Domingo
8 Jueves
19 Lunes
9 Viernes 2 0 Martes
10 Sábado 21 Miércoles
IT Domingo 2 2 Jueves

MARZO

1 Jueves 12 Lunes 23 Viernes


2 Viernes 13 Martes 24 Sábado
3 Sábado 14 Miércoles
15 Jueves 25 ANÜNOAOÓN
4 Domingo 26 Lunes
16 Viernes
5 Lunes 27 Martes
17 Sábado
6 Martes 28 Miércoles
7 Miércoles 18 Domingo 29 JUEVES SANTO
8 lueves 19 SAN JOSÉ 30 VIERNES SANTO
9 Viernes 20 Martes 31 Sábado
10 Sábado 21 Miércoles
II Domingo 22 Jueves
ABRIL
'^
1 RtSURRECaÓN 12 Jueves 23 Lunes '^
2 Lunes 13 Viernes 24 Martes
3 Martes 14 Sábado 25 Miércoles
4 Miércoles 26 Jueves
15 Domingo
5 Jueves 27 Viernes
16 Lunes
6 Viernes 28 Sábado
17 Martes
7 Sábado
18 Miércoles 29 Domingo
19 Jueves 30 Lunes
8 Domingo
20 Viernes
9 Lunes
21 Sábado
10 Martes
11 Miércoles 22 Domingo

MAYO

I Martes 12 Sábado 23 Miércoles


2 Miércoles 24 Jueves
13 Domingo
3 Jueves 25 Viernes
14 Lunes
• 4 Viernes 2e Sábado
Is Martes
5 Sábado 16 Miércoles
27 Domingo
6 Domingo 17 Jueves Lunes
28
Lunes 18 Viernes Martes
7 29
8 Martes 19 Sábado
30 Miércoles
9 Miércoles 20 PENTECOSTÉS 31 CORPUS
10 ASCENSIÓN 21 Lunes
II Viernes 22 Martes

JUNIO

1 Viernes 12 Martes 23 Sábado


2 Sábado 13 Miércoles
14 Jueves 24 S. JUAN
3 Domingo 25 Lunes
15 Viernes
4 Lunes 26 Martes
16 Sábado
5 Martes 27 Miércoles
6 Miércoles 17 Domingo 28 Jueves
7 Jueves 18 Lunes 29 S. PEDRO
8 Viernes 19 Martes 30 Sábado
9 Sábado 20 Miércoles
10 Domingo 21 Jueves
11 Lunes 22 Viernes
JULIO

1 Domingo 12 Jueves 23 Lunes


2 VlSITAaÓN 13 Viernes 24 Martes
3 Martes 14 Sábado 25 SANTIAGO
4 Miércoles 26 Jueves
15 Domingo
5 Jueves 27 Viernes
16 Lunes
6 Viernes 38 Sábado
17 Martes
7 Sábado 18 Miércoles
29 Domingo
19 Jueves
8 Domingo 30 Lunes
20 Viernes
9 Lunes 31 Martes
21 Sábado
10 Martes
11 Miércoles 22 Domingo

AGOSTO

I Miércoles 12 Domingo 2J Jueves


2 Jueves 13 Lunes 24 Viernes
3 Viernes 14 Martes 35 Sábado
4 Sábado AsüNaÓN
16 Jueves 26 Domingo
5 Domingo 17 Viernes 27 Lunes
6 Lunes 18 Sábado 28 Martes
7 Martes 29 Miércoles
8 Miércoles 19 Domingo 30 Jueves
9 Jueves 20 Lunes 31 Viernes
10 Viernes 21 Martes
II Sábado 2 2 Miércoles

SEPTIEMBRE

I Sábado 12 Miércoles 23 Domingo


'3 Jueves 24 Lunes
2 Domingo
3 Lunes 14 Viernes 25 Martes
4 Martes 15 Sábado 26 Miércoles
27 Jueves
5 Miércoles Domingo
16 28 Viernes
6 Jueves
17 Lunes 29 Sábado
7 Viernes
18 Martes
8 Sábado
19 Miércoles 30 Domingo
9 Domingo 20 Jueves
10 Lunes 21 Viernes
11 Martes 22 Sábado
OCTUBRE

1 Lunes 12 Viernes 2J Martes


2 Martes 13 Sábado 24 Miércoles
3 Miércoles 25 Jueves
14 Domingo
4 Jueves 26 Viernes
15 Lunes
5 Viernes 27 Sábado
i6 Martes
6 Sábado
Miércoles 28 Domingo
I8 Jueves Lunes
7 Domingo 29
19 Viernes Martes
8 Lunes 30
20 Sábado Miércoles
9 Martes 31
10 Miércoles 21 Domingo
11 Jueves 22 Lunes

NOVIEMBRE

1 TODOS LOSSTOS. 12 Lunes 23 Viernes


2 Viernes 13 Martes 24 Sábado
3 Sábado J4 Miércoles
15 Jueves 25 Domingo
4 Domingo Lunes
16 Viernes 26
5 Lunes 27 Martes
17 Sábado
6 Martes 28 Miércoles
7 Miércoles
18 Domingo 29 Jueves
8 Jueves
19 Lunes 50 Viernes
9 Viernes
20 Martes
10 Sábado
21 Miércoles
11 Domingo 22 Jueves

DICIEMBRE

I Sábado 12 Miércoles 23 Domingo


13 Jueves 24 Lunes
2 Domingo
14 Viernes 25 NAVITAD
3 Lunes
15 Sábado 26 Miércoles
4 Martes
27 Jueves
5 Miércoles 16 Domingo 28 Viernes
6 Jueves Lunes
17 29 Sábado
7 Viernes 18 Martes
8 INMACULADA
19 Miércoles 30 Domingo
9 Domingo 30 Jueves 31 Lunes
10 Lunes 21 Viernes
11 Martes 22 Sábado
LAS NOVELAS
DE S. GONZÁ-
LEZ ANAYA
OBRAS DE
no solamente son na-
rraciones afortunadas
de una privilegiada
fantasía; son algo más:
S. González Anaya
retazos de vida anda-
luza trasladados con
amenidad a las pági' a 5,50 ptas. volumen
ñas del libro,- todos La oración de la tarde
sus personajes tienen
un latido humano; Las brujas de la ilusión
viven, sonríen, lloran;
se ven sus gestos, se
Rebelión
escuchan sus pala- El castillo de irás y no
bras, se establece en*
tre ellos y el lector tal
volverás.
comunicación espiri' La sangre de Abel
tual, que cuando la Nido de cigüeñas
novela acaba parece
como si nos despidié' Nido real de Gavilanes
ramos de amigos que
estaban ya muy den- Las vestiduras recamadas
tro de nosotros
mismos...

B ^K^^
n I AORACION 1 "^
1 ' ' ^ JÍL
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W<.¡ : . S.,^^
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1
EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
PROVENZA. 101

BARCELONA
LA ETERNA HISTORIA

Una fortuna y uc mundo


no valen na para mí
si tvs ojos no se ríen
como ellos saben reír.
(COPLA POPULAR.)

Aquella niña se había criado, según expresión de Sixta, la


lavandera de la quinta de Torre-Espáez, en pañales muy
buenos. El Señor había derramado en ella, a manos llenas,
gracias y bendiciones.
Don Anselmo, el cura del pueblo, aseguraba que era un
Salomón femenino. ¡ Jesú lo que valía aquella criaturita! £1
boticario, pollito viejo con pretcnsiones de niño gomoto a
quien ya apuntaban los espolones, juraba y perjuraba con la
mayor formalidad que era la primera mujer que en el trans-
curso de su vida, nada corta por cierto, había encontrado
digna de llamarse "señora boticaria", y hasta el médico,
mozo de agallas y sangre, no se cansaba de repetir que era
una lástima que una chica tan guapa y tan lista no tuviese
unos miles de duros, para ir a todo escape a la vicaría en busca
de los papeles.
y resultó lo que yo había previsto; que con tanto zama-
12 AL.MANAQUE ROSA

rrcar a la moza y tanto llevarla y traerla, nos entraron unas


ganas atroces de conocer tal portento, pues por tal le tenía-
mos gtacias a las mil descripciones que de ella nos hicieron
los honrados vecinos de Villa cualquiera, y a los dones mitad
fantásticos, mitad reales, con que habían adornado su hasta
entonces para nosotros desconocida personalidad.
Era una tarde alegre y despejada de primavera. Mi amigo
Alberto y yo caminábamos con cierto apresuramiento por la
«strecha vereda orlada de romeros, juncias y madreselvas sil-
vestres, que conduce a la hermosa quinta del ingeniero To-
rre-Espáez.
El cielo andaluz, de un fuerte azul turquí, nos cobijaba
como un pabellón... Debajo de él, la tierra se estremecía
sintiendo correr por sus entrañas arroyadas de vida y ansias
de placer; y esasjmismas ansias encendían también nuestros
cuerpos, sanos y jóvenes, llenos de vitalidad y lozana fres-
cura.
Corría el Darro por su cauce de plata sombreado por es-
pesas frondas: altísimos chopos, elegantes sauces, cofias de
álamos y olmos, larguísimos cañaverales... Al chocar con las
peñas su tranquila corriente trocábase en blanca catarata de
espumas; gotitas cristalinas como claros diamantes se des-
prendían de ella y en alas de la brisa subían y subían hasta
posarse, juguetonas e inquietas, en las verdes copas del pinar
que, al descender del monte, acércase al río para bañar en él
sus viejos troncos y para mirarse en los remansos.
Jilgueros y pardillos cantaban a porfía entre las ramas
de aquellas arboledas. El sol se iba lento, majestuoso, refle-
jando sus rayos de oro en la corriente quieta y mansa, titi-
lando mil juegos de luz en las blancas gotitas, dibujando
sombras fantásticas en el interior de aquellas selvas umbro-
sas. Regueros de abejas iban y venían en zumbador revuelo
desde el cercano romeral hasta detenerse al borde de un pe-
ñasco donde construyeron su rústica y deforme colmena. Era
su postrera labor de aquel día. La incomparable república,
solícita y discreta, se entregaría al descanso en breve... Flo-
res, muchas flores: margaritas, tomillos, mastranzos, madre-
selvas, guisantillos de olor, orlaban el sendero que, al inter-
LA ETERNA HISTORIA 13
narsc en el coto, monte arriba, domina un delicioso pano-
rama.
Se había puesto el sol. En la agonía de la tarde, se des-
tacaba puro y alegre el cielo azul comtí infinito manto de
terciopelo. Unos vellones de carmín manchábanlo delicada-
mente en la lejanía... Era la hora del recogimiento y del
descanso, de la vuelta al hogar y el adiós a la tierra; la hora
bendita en que recobran su perdido imperio el amor y la paz.
Ya veíamos asomar entrie la pinada las rojas torrecillas
de la quinta, cuando nos salió al encuentro nuestro incompa-
rable Joaquinito, caballero en soberbia yegua.
— ¡Perezosos! — nos gritó desde arriba. — ¿A cuándo
aguardáis para acabar de subir?
— Hermosa yegua, chico. ¿De dónde es?
— ¡Bonita pregunta! De la yeguada de mi padre. Se
llevó el primer premio en el "último concurso de Sevilla.
— Lo merece... Buena estampa.
— Dos potros tengo en casa para que galopéis por el
llano a vuestro antojo. ¡Ea! Desmontaré ya para ir con vos-
otros, que ya casi estamos en casa... ¡Calerito!... ¡¡Calen-
tó!! — chilló, bajando de la yegua.
A sus gritos acudió un rapazuelo medio gitano, medio
torero, con guayabera y calzón alto, negro como un dia-
blito de esos que según oí decir de chiquillo al cura de mi
pueblo, andan por el infierno dando saltos, y con unas gre-
ñas sobre ambas sienes que estaban pidiendo la máquina
del cero con muchísima necesidad.
— ¿Yamaba usté, señito? — dijo con la gorra entre
manos.
— Abre la verja. Bueno. Ahora lleva estos caballos a la
cuadra. ¿Entiendes?
— Si señó.
— Y cuando venga el Chivo con el equipaje lo llevas a
la casa, que ya allí lo tomará el Cacharro.
— Comprendió, sí zeñó. Justitamente... Ezo es. Cuan-
do venga el equipaje... Sí zeñó, comprendió. Vayan con
Dio.
Entramos a pie en la hermosa posesión del ingeniero y.
14 ALMANAQUE ROSA

al atravesar una alameda, nos cerraron el paso cuatro mucha-


chas ideales. Saludamos a la mayor de las hermanas de Joa-
quín, blanca y sonrosada como una figurita de "biscuit".
Porque es el caso que yo recordaba haber visto aquella cara

en alguno de esos muñecos que la moda colocara por aquellx>s


días en cómodas y tocadores. Eran las otras dos hermanas
<!e Joaquín muy bonitas también, pero con idéntica belle-
za de muñeca. Vestían de blanco, con >muchísimas flores
«n el pecho y en la cabeza. En eso alabé su buen gusto. Las
¿ores son hermanas de la mujer y nunca lucen tanto como
«ncima de una cabeza airosa o sóbte un busto de estatua.
Quedaba la cuarta joven por presentar. Vestía entera-
LA ETERNA HISTORIA 15
mente de luto y su traje sencillísimo no tenía más adorno
que un cuellecito y unos puños blancos a la inglesa. Conta-
ría apenas veintidós años y era una espléndida belleza: rubia,
esbelta, alta, de ojos de cielo, de conjunto elegante y princi-
palísimo.
Joaquín se adelantó, y con muestras de cariñoso; respe-
to la presentó, sonriendo con cierta satisfacción:
— La señorita Matilde Valeriola, el ángel tutelar de
nuestra casa.
— Nada de eso, caballeros... Exageraciones de Joaquín,
que es bueno.
Hubo un murmullo de admiración que expiró por nues-
tra parte casi al nacer; luego una inclinación irreprochable
de aquel cuerpo estatuario y una mano suave y fina que nos
ofreció gentilmente un apretón blando y dulce al cual corres-
pondimos con apretón franco y cordial.
Alberto y yo nos quedamos mirándonos... ¿Era aquella
la huérfana de quien tantas veces nos hablara Joaquín con
verdadero entusiasmo?... Jamás nos había dicho que fuese
tan hermosa; sólo había manifestado el cariño sincero y
profundo que la profesaba. Mentira parecía que aquel ca-
riño no se hubiese transformado en amor, en un corazón tan
impresionable como el de nuestro amigo.
Aurelia Torre^Espáez sorprendió en nosotros el gesto
de muda admiración que cambiamos al saludar a la señorita
de Valeriola. Y aunque no pretendo, ¡líbreme Dios!, ser
tan sagaz y zorresco como la tal señorita Aurelia, tampoco
se me escapó el-fruncimiento de cejas que obscureció su fren-
te, presagiando tal vez alguna borrasca.
Llegó, tras la cena y la velada en el salón, la hora del
reposo. Nos fué destinada una magnífica habitación Luis XV,
con dos camas ricamente cubiertas de damasco antiguo, color
de amapola. Cuando nos vimos en ella a nuestras anchas,
respiramos satisfechos. Morfeo nos cobijó bajo su manto
bienhechor.
Y aquí, lector amigo, acaba el prólogo de la historia que
empieza... La eterna historia dcí amor y poesía, que se cuen-
ta y se escribe desde que el mundo es mundo.
II

Tres, «ran tres,


las bijas de Eleoa...
Tres, eran tres...
IY ninguna era buena!

Tal hubiera podido decir muy bien la señora de Torrc-


Espáez, sin detrimento de la intachable reputación de sus
niñas, por aquello de que... "lo que todos saben no hay por
qué ocultarlo".
La ímproba labor de la señorita de Valeriola, durante
cuatro años, resultó casi infructuosa. Al ser acogida bajo el
pabellón de aquella familia acaudalada, dedicó todos sus
ocios a la ingrata tarea de enseñar a sus amigas. De este modo
les sería menos gravosa y en cierta manera pagaría su cariñosa
hospitalidad... Y si algún día necesitara trabajar por mal-
andanzas del destino, nada mejor que esta actividad para
adiestrarse en tan difícil oficio. Así, en aquella casa, resultaba
ser como una especie de preceptora voluntaria; pero, como
decía antes, sus trabajos y sus sacrificios resultaron estériles.
El árbol que desde pequcñito no se endereza, tarde o tem-
prano cae o se rompe. Y las niñas del ingeniero cayeron al
primer golpe, porque al presentarlas en sociedad ellas mismas
se dieron a conocer tal como eran. Fiadas en su opulenta
LA ETERNA HISTORIA 17

posición les importaban poco Isus buenas o malas cualidades.


¿Qué más daba, si tenían dinero?
Nuestra visita a la heredad hizo comprender a las tres
hermanas, que en Matilde Valeriola tenían una rival, si bien
inconsciente, pues la joven no ponía nada por agradarnos
ni por vernos.
A los tres o cuatro días de estar en el cortijo, Matilde
dejó de asistir a la velada. Se alejaba a la primera ocasión que
encontraba, aunque bien a las claras se advertía el sentimien-
to con que renunciaba a aquel rato, que era la única distrac-
ción con que al cabo del día podía contar. Pero la retirada
al Monte Aventino ordenada por el general con faldas, pues
tal parecía la señora de Torre-Espáez, llegó con gran tar-
danza.
El daño estaba hecho y las precauciones que la envidia
de tres niñas itfasaderas adoptaba, resultaban francamente
inútiles. Tres noches le bastaron a Alberto para, si no ena-
morarse, al menos sí interesarse mucho por la muchacha.
Tanto y tanto se interesó, que varias veces tuvo el osado
intento de preguntar a las señoritas de Torre-Espáez algo
sobre la vida y la familia de aquella linda joven. Evidente-
mente, tales preguntas no eran del agrado y complacencia
de las tres hermanas, pues procuraban hacerse las desenten-
didas evadiéndolas con picara habilidad.
Alberto pugnaba por encontrar un medio que le pro-
porcionase los antecedentes deseados. Llegó a pensar en in-
terrogar a Joaquín, pero el pensamiento de que tal vez
nuestro amigo nos hubiese invitado con el fin y la esperanza
de pescarnos para sus hermanas le contuvo y decidióse a es-
perar que la casualidad satisficiese poí sí sola sus deseos.
Entretanto, pasaban los días en aquel paraíso y Alberto
se devanaba los sesos sin lograr averiguar el anhelado mis-
terio.
— Mira — me había dicho una tarde, — desengáñate.
Aquí hay gato encerrado. Esa chica no es lo que parece; se
me ha metido en la cabeza que ha de ser hija de muy buena fa-
milia. ¿Concibes tú que una muchacha pobre, de oscurísima
y miserable procedencia, posea, además de una brillante edu-
18 ALMANAQUE ROSA

cación, ese trato de gentes finísimo, ese "chic" que sólo se


adquiere frecuentando la buena sociedad, la cual seguramente
no han conocido las hijas del ingeniero? Ayer vi en el des-
pacho de Joaquín dos apuntes al óleo trazados por mano
maestra; son de tonos salientes y de una corrección indiscu-
tible.
— ¿De ella?
— Sí, suyos. Te lo rei^to. Aquí hay una historia y yo
he de averiguarla... La seguiré, conseguiré verla, y...
Efectivamente. Con un disimulo del que nunca le hu-
biese creído capaz, Alberto sel dedicó a explorar la casa y el
jardín aun en horas intempestivas, pero siempre con excusas
admisibles.
Una mañana la vio salir muy temprano de la quinta y
entregar al jardinero una carta. Ocho días después se volvió
a repetir la escena y, a todo esto, sin que desde el último día
que asistió a la velada hubiésemos podido cambiar una sola
palabra con ella.
Ya he dicho que por orden de la señora de Torre-Es-
pácz, no volvió a acompañar a las "nenas" desde! aquel día.
Sólo alguna vez la veíamos a distancia, desde sitios lejanos,
paseando completamente sólita por las amplias y umbrosas
alamedas del jardín, vestida siempre de negro y conservando
a todas horas su aire elegante y principal. La saludábamos
cariñosamente. Ella nos contestaba con una sonrisa y al ins-
tante desaparecía entre los pinos.
El episodio de la carta hizo dudar a Alberto. Era im-
posible que una mujer de tantos méritos y tantos atractivos
no tuviera novio; y tanto me dijo y tantas veces me instó
que al fin me resolví un día a hacerle a Aurelia la temida
pregunta.
— ¿Tiene novio la Matildita? ,
Miróme de arriba abajo, con aire burlón, y contestó:
— ¿Novio?... ¡Vaya! ¡Qué cosas tiene usted! ¿De dón-
de quiere usted que saque el novio una pobre muchacha
como ella?
Recalcó tanto esas dos palabras "pobre muchacha", que
me dieron muchísimas ganas de plantarle en la cara dos bo-
LA ETERNA HISTORIA -•-'Í9

fetones... La despreciaban porque era pobre y la envidiaban


porque era hermosa. Con razón le entristecía vivir entre
aquellas locuelas metalizadas a una edad en que sólo el amor
hace latir los corazones.
Un día, por fin, pude dar a Alberto una agradable no-
ticia.
Cogí al Chivo por mi cuenta, le di un cigarro puro, y
entre chupada y chupada le arranqué al animal del jardinero
lo que deseaba saber. Aquellas cartas iban dirigidas a Héctor
Valeriola. Matilde, pues, tenía un hermano. ¿Un hermano
nada más? ¿Ni madre, ni padre, ni tal vez novio? El Chivo
no supo decirme más.
— Misté, señito, no sé ná más. Las cartitas ze yo que
son pa su hermano, porque pa argo me enzeñó a Icé el maestro
de escuela. De tené novio... ezo no sé, piero cya de aquí no
zale y jablá no jabla con dcnguno. Lo que se ize con naide.
Misté que yo estí en la puerta y por eya no entra un esca-
rabajo zin que yo me entere... ¿Es que le gusta a ostc?...
Le gusta a osté la niña, ¿eh?... ¿Verdad que le gusta al señito?
— ¡Cá, hombre, no! Es curiosidá ..
Miróme el Chivo de pies a cabeza con incrédula sonrisa
y, sin cejar un ápice en su idea, masculló, dándole al cigarro
una soberbia chupada:
— ¡No tié osté mar gusto, señito! ¡Bonita é la niña
como una roza e mayo!
Pues señor, me cargaba el santo y la peana. A todo esto
pasaba el tiempo y llegaron las frescas mañanas de septiem-
bre, tendiendo por el suelo que el Darro y el Genil besan y
riegan, su alfombra de perpetuas, miramelindos y verdo-
lagas...
Al amanecer de una de esas poéticas mañanas de este mes
frutero, alegre y festero, según el dicho popular, Alberto,
empedernido y entusiasta "amateur" de la caza montuna,
cogió su escopeta y dos hermosos perros pachones, dispuesto
a recorrer el coto de punta a punta y a atravesar de un tiro
la primera perdiz que tuviese la desgracia de pasar ante él
por su camino.
Y mientras yo continuaba dormido como un lirón en-
80 ALMANAQUE ROSA

tre la rica holanda y la blanda pluma, que diría Cervantes,


mi amigo averiguaba en medio de la sierra lo que tenía para
él más importancia que el equilibrio europeo.
Es el caso que, al regresar de su paseo matutino, cargado
con un mochuelo a quien asesinó con alevosía en el mismo
instante que el pájaro nocturno se disponía al dulce placer

de reposar, después de haber estado cantando toda la,noche


m monótono y supersticioso "miu, miu", encontróse con
Sixta, la lavandera, que iba a caballo en un borríquillo re-
tozón, con arganijas de pleita, por las cuales asomaba, entre
los canastos de ropa limpia, una cesta de higos frescos y
apetecibles, cubiertos en parte por anchos pámpanos de hi-
guera.
— tBuenos días, Sixta! — exclamó Alberto, al pasar
jomo a ella.
— Con la paz de Dio, zeñó marqué...
— ¡Qué hermosos higos!—añadió mi amigo, fijando
sus ojos sobre la cesta, con expresión de codicia.
LA ETERNA HISTORIA SI

— ¿Quié su mercé proba manque sea uno? Misté que


son mu frcsquitxjs; acabaítos de coge de la higuerica chica
de enfrente a mi puerta... Ande, cómase uno su mercé...
Son mu dulces y azucaraos, señito.
No jse hizo Alberto de rogar y comió de buena gana al-
gunos higos. Encarecióle a Sixta lo exquisito y sabroso de la
fruta y, creyendo que iba al pueblo a venderla en el mer-
cado, le ofreció tres veces su valor si consentía en cederle, la
cesta, seguramente con el propósito de regalársela a la señora
de Torre-Espáez.
Trabóse Sixta al tener que contestar y, tras muchos tar-
tamudeos y toses, rompió a decir:
— Misté, señito; si fuán los higos pa véndelos, ahora
mesmico se queaba osté con eyos sin armitirle un chavo, que
bastante honra sería pa mí regalárselos al zeñó marqué, y
mu agraecía que le estoy de que no se haya desdeñao de
comerse los dos o tres que ha querío toma... Pero es lo malo^
zeñito, que son pa regalarlos en la quinta.
— I Ya! —exclamó mi amigo, sonriendo. — Serán en-
tonces para las señoritas.
— No, no zeñó; no son pa las zcñitas; son pa otra pre-
sona que yo aprecio más que a eyas. No quió decí con esto
que no las quiera, no zeñó. Ar fin y ar cabo, me ayúan a
gana un peazo de pan, pero... ¡vamos!, sin que yo tenga
ná que idr de eyas, son azi ¡argo estiras! ¡Cuarquiera diría
que ce tién a menos er jablá con una, porque una e probé!
iMisté, qué fantesiosas! ¡Pos de menos nos jizo Dio! Tota,
por cuatro cuartos cochinos que sacó su agüela, en yo no zé
qué negocio que yevaba con unos ingleses, lo cuá que les
jugó una partía wrrana; se los dejó a los probecitos pelaos
como una rata y se tuvieron que di corriendo pa aya, pa St¡x
tierra, que está mu relejísimo. ¡ Jesú, con la gente! Cuarqme-
ra diría que son parientes der Padre Eterno... Pos misté,
zeñito, en casa e señore de verdá he servio yo endeje era moza,
y en la vía cDio me han jablao a mi como eyas jablan, ti-
rándome coces. ¡Por vía der oso!... Gueno; pué conforme
le iba diciendo a su mercé, esa cesta de higos no es pa eyas;
es pa la zeñita Matilde.
22 ALMANAQUE ROSA

Alberto aguzó el oído cuanto pudo y, con mal reprimido


entusiasmo, que a la lavandera no se le escapó, dijo:
— ¿Para la señorita Matilde? ¡Vaya si se merece la mu-
chacha cualquier cosa!
Sixta, lo miró de pies a cabeza y contestó muy animada:
— Eza niña vale má de lo que naide se figura. ¿Ve su
mercé a mis amas con tos sus rumbos y to su inero? Po no
valen ni tanto así que la otra sin un ochavo, porque ezo sí;
eya será guapa, güeña y lista ¡sobre to mu lista!, pero el ange
de Dio, no tic ande caerse muerta.
Sixta se había puesto en jarras y gesticulaba vivamente
manoteando como si estuviera peleándose con algún enemigo
invisible.
— ¡Bah! ¡El dinero!...—murmuró Alberto en tono
despreciativo. — Vale más esa criatura que todos los millo-
nes del ingeniero.
— Tié osté razón, zeñito; si tos pensaran como su mer-
cé, otro gayo le cantara a la probccita — continuó la buena
mujer. — Por supuesto: ende que yo le vide a osté y al otro
zeñito dije, digo: estos zeñitos tién cara e güenos. No hay
más que mira a su mercé pa icirlo,.. ¡Dio le bendiga y le dé
mucha salú y le libre de cae en manos de esas niñas fanfarro-
nas, porque... misté zeñito, ¿su mercé sabe por qué tién ence-
rrá a mi niña ende que yegaron osté y cr otro zeñó?... Pos
porque los quién pesca a los dos pa las zeñitas y encierran a
la otra por si estorba la faena.
Alberto, sin necesidad de que Sixta lo dijera, ya lo sos-
pechaba.
—- Pué yo — siguió la lavandera — ya le tengo icho
que se vaya, porque ar remate la espeirán de la casa con ar-
guna excusa.
— Está claro — dijo mi amigo. — Las señoritas son ya
unas mujeres y como quiera que encuentran en ella una con-
traria en hermosura y en talento, puede que no tarden mucho
en facturarla.
Alberto tiraba de la lengua a Sixta.
•— ¿Po sabe osté lo que eya debía jacé?... Casarse con
el meico der pueblo, que está loquito perdió por eya, y salirse
LA ETERNA HISTORIA 23

de aquí antes que la jechen con viento fresco o la maten a pesa-


dumbres. ¡Y sepa osté que iban a jacé buena pareja! ¿Osté
lo conoce a é? ¿No?,.. Pos es un rear mozo, mejorando lo
presente. ¡Y está jaciendo números en el aire por eya! ¡Jesú,
cómo está el hombre!
A mi amigo Alberto le hizo maldita la gracia esta no-
ticia, y con visibles muestras de contrariedad masculló entre
dientes:
— ¿Conque esas tenemos?
— Así paecc.
— ¿Ella le quiere?
Sixta se encogió de hombros, como quien ni afirma ni
niega; y aquel gesto de duda devolvió al joven el alma al
cuerpo,.. Cortando el intervalo de silencio que siguiera a las
preguntas anteriores, Alberto volvió a decir con acento de
cariño:
— La quiere usted mucho a esa señorita, ¿verdad?
— ¡Ay, zeñito e mi arma! Motivos tengo pa quererla...
Es una santa, una santa, ceñó marqué. ¿No sabe su mcrcé lo
que jizo conmigo?... ¿No?... Po se lo vi a contá en dos pa-
labricas pa que osté vea lo que vale esa gucna arma.
La lavandera atizó un varazo al borriquillo, echóse ha-
cia la frente su pañuelo de algodón, porque el sol comenzaba
a molestar, y continuó su pintoresca charla:
•— Tengo yo un hijo, el único hijo de mi arma, zeñito,
que es leñaó. El invierno pasao me se cayó de un pino mu
regrandísimo y se quebró una pierna. Más de tres meses es-
tuvo sin valerse y yo sin gana un ochavo po cuidarlo a toa
hora. Nosotros no tenemos más bienes que la casita que vivi-
mos, que vale mu poco, casi ná, zeñito, pero pa mi es una
fortuna, porque dende muchos años la venimos teniendo en
nuestra familia. Po zeñó, que yegó er pago de las contrebu-
cíone y me amenazaron con embarga la casita si no pagaba.
Carcule mi angustia su mercé. Estaba entrampa con too Dio
por curpa de la mardita enfermedá del zagal y ya no sabía
a quien acudí. Me se ajuntó er cielo con la tierra y escomencé
a llora a tiempo que la zeñita Matilde yegaba a casa de paseo
con las tres niñas; se enteró de lo que ocurría y empué de
24 ALMANAQUE ROSA

pensarlo un tatito me dijo que juera al otro día a jablá con


cya. Jice lo que me mandó y cuando yegué a la puerta de
jierro der jardín, allí mesmo, me dijo dice:
— Tome, Sixta; vaya osté ar Ayuntamiento del pueblo
y pague la contrebución y ar gorvé pa acá récele osté por mi
una sarve a la Virgen der Monte. — Misté, zeñito, ca vez que
me acuerdo yoro. Me puso en la mano cuatrociento reale y
jechó a corre jardín aentro pa que yo no pudiese darle las
gracias.
Detuvo aquí mi amigo a la mujer y, bastante conmovi-
do, preguntó:
— ¿Y de dónde sacó la señorita aquel dinero?
— Po eso es lo más grande, noble zeñó — prosiguió
Sixta limpiándose las lágrinias con el pico de su delantal de
guinga, — que pa darme a mí aquel dinero tuvo que vendé
unos pendientes que conservaba de su madre y dempué, zeñó,
cuando e querio pagarle poco a poco esos dineros no me ha
querio cobra ni un perro chico. ¿Quié osté más?... ¡Vamo,
si eso es un ángel! ¡Si yo beso la tierra que pisa!
Hubo un instante de silencio; uno de esos silencios elo-
cuentes que dicen en su mudez más que un discurso. Aquel
fué el momento decisivo. Si Matilde hubiese estado delante,
Alberto habría hablado.
— Esa señorita es digna de un rey — dijo a la lavandera,
entusiasmado.
— Verdá, zeñito, verdá; ya lo creo.
— ¿Usted conoce a su familia?
— Aquí no ha venío a verla más que su hermano.
— ¿Y qué aspecto tiene?
— T o un cabayero jno fartaba más! ¿Pero osté no
sabe? Po si es de una familia mu campanúa. Nieta de condes.
Su padre, que esté en gloria, era un zeñó abogao de mucha
fama el cuá estuvo de embajaó en lejísimas tierras, me creo
que en Parí de Fransia — el zeñito debe de sabe por dónde
cae eso; — y no le digo a osté ná si tendría fortuna. Pero se
puso malo, dejó er destino y como la mala suerte cuando
entra en una casa entra c veras, ar poco tiempo perdió, por
s o sé qué mangalachas que le jicieron, too su dinero, muríén-
LA ETERNA HISTORIA

dose de pesaumbre er probccito mío. Quedó sola la viuda


con la hija y un hijo más pequeño, vendieron toas las alhajas
que tenían y pudieron arrastra una temporaíta. Pero la hija
comprendió que era menesté darle carrera al hermano y se
aprontó a jacé de su parte lo que fuera preciso. Va y le ice
a su madre cuatro palabricas mu rebién dichas y le jace pre-
sente su idea de busca una casa ande meterse de maestra. Ar
comienzo, la madre se encastiyó en que no quería, pero tanto
porfió el ángc de Dio y tantas cositas dijo, que ar fin tuvieron
que cede la madre y el hermano, y acá se vino la probé hija
a pasa trebajos con estas arrapiezas condenas, eya que estaba
en su casa cria a lo grande, con too mimo y regalo.
— ¿Y dónde está la madre?
— Murió también la probctica mía encá una hermana
suya que tién en Barcelona.
— ¿Y el hermano?
— Encá su tía de ayí, estudiando lo mesmo que mi amo.
— ¿Para ingeniero industrial?
— Pa eso será, digo yo.
— ¿Sabe usted si tiene muchos años esa señorita?
— i Que me sé yol Pué que tenga argunos veintitré.
— Oiga, Sixta... ¿Sabe que me gusta esa muchacha?
— jMiá que no! jPué si es bonita como una rosa e mayo!
Tié la mesma cara que la Virgen de la Esperanza, que de
recién casa vi en Seviya cuando me yevó mi defunto a las
procesione, lo cuá que la miré toa embobaíta viendo aqueya
cara tan retepreciosa, con un coló de jazmín florío y unos
ojos... iPero, cá! ¡Osté será como tantos otros! Toma,
toma. Mujeres le sobrarán a su mercé por ande pise y no me
quiera jacé creé que está enamorao de esa niña.
— ¿Por qué no? Tan buena es su familia como la mía...
— Lo creo, pero como la gente de agora es tan.,. ¿Sabe
osté lo que ice el boticario der pueblo?... Que cuando no
hay "din", no hay "don".
— Pues yo no tengo padre, ni madre, ni perrito que me
ladre; y como a Dios gracias soy bastante rico, no necesite
el dinero de nadie. ¿Usted la daría a ella una carta mía?
— No zcñó y osté disimule. SÍ su mercé le quié escrib
26 ALMANAQUE ROSA

cartas, en la plaza der pueblo hay un bujero larguirucho en


la paré. Meta ayí la carta que ya se la yevará er cartero, ¿pero
alcagüeta yo? ¡Vamo, zeñó! ¿Quic usted cayarse? ¿Alca-
güeta yo?... No me parió mi madre a mí pa eso. Y osté lo
pase bien, zeñito, que lo que es conmigo ha equivocao su
mercé el camino. ¡Tenidría que vé!
Y le pegó un ramalazo al rucio, dispuesta a adelantarse,
dejando atrás al señorito.
— Vaya usted con Dios, Sixta — le gritó Alberto.
— Con Dio se quee osté, zeñito.
— ¿Entiende usted de cocina?
— ¿Por qué lo pregunta osté?
— Porque aun tiene usted que hacernos el chocolate el
día de la boda.
— Así que juera.
— Amén.
Alberto empujó la puerta de la verja entrando en la
quinta sumamente impresionado, mientras Sixta, bien sen-
tada s'obre los arganijos, desaparecía por las arboledas en
busca de la puerta de servicio cantando con voz tonante esta
copieja:
En la tienda del barbero,
¿sabe osté lo que se dice?
Que el Señó le da pañuelo
ar que no tiene narice.
III

Pasión, sí. iCómo se ha de llamar a esto, que


despierto y dormido no me deja un pensamiento
libre r
(ALVAREZ QUINTERO)

Mi amigo Alberto había aprendido a ser hombre antes


de tiempo. Su maestro había sido el dolor y a fe cierta, que
no hay maestro que mejor enseñe, pues las contrariedades y
las penas-nos hacen ser fuertes desde el punto de vista moral
alentando nuestros ánimos desfallecidos, debilitados por lí
inercia, y revelándonos en muchas ocasiones energías podero
sas y latentes escondidas en algún arcano de nuestro ser, hast!
entonces .ignoradas.
A los catorce años, cuando la vida comiénzala sonreí
con bullicios y carcajadas de ilusión, sufrió la más amarg
de las pesadumbres que puede sufrir el corazón de un niñc
Su madre murió víctima de penosa y larga enfermedad. To
dos sus afectos, todas las aspiraciones de su alma fueron,
partir de aquella fecha, para su hermano y para su padre
pero he aquí que cuando ya el tiempo, eficaz lenitivo de todc
los pesares, había mitigado en cierto modo su dolor, oti
golpe cruel vino a derribar el alcázar de rientc felicidad qi
comenzaba a levantarse en su alma. Su hermano murió ahc
ALMANAQUE ROSA

gado. El trance fué duro y Alberto tuvo que hacer esfuerzos


sobrehumanos para aliviar en lo posible el hondo dolor de
su padre, enfermo y viejo. ¡Que tristes le parecieron aquellos
primeros años de su adolescencia!
La cruel enfermedad que aquejaba a su padre le retenía
de continuo junto a él, voluntariamente, sin esfuerzo alguno,
sin violencia ni sacrificio. Jamás permitió abandonarle; ni
una sola vez se apartó de su lado para alejarse en busca de
las bullangas y diversiones del mundo; y así creció el joven
aprendiendo al lado de su progenitor, desvalido, pero Heno
de conformidad y entereza, costumbres santas, enseñanzas
buenas, ideas raciales de nobleza y generosidad, ejemplos de
vidas austeras y edificantes, lecciones en fin provechosísimas,
útiles y prácticas.
— Está chapado a la antigua — decían de él en los
círculos.
Efectivamente: Alberto poseía con envidiable super-
abundancia las virtudes cristianas que sus compañeros, más
educados a la moderna, no tenían.
Hijo de una principalísima familia gaditana, era posee-
dor de importantes caudales que el fallecimiento de su pobre
hermano acrecentó y, activo e inteligente, no quiso permane-
cer en la inercia de la ociosidad que tantos males y destrozos
ocasiona. Así, enemigo de la vagancia, con aptitud para el
trabajo, dispuesto en todo instante a la actividad, caracteres
raros y poco frecuentes en su medio, aprovechóse de la inte-
ligencia que Dios le diera y cursó la carrera de ingeniero de
caminos con aprovechamiento y brillantez singulares. En la
Escuela de este cuerpo fué donde conoció a Joaquín Torre-
Espáez.
A los veinticuatro años quedó huérfano de padre, es de-
cir, abandonado en absoluto, independiente y solo, en la ple-
nitud de la riqueza y la comodidad, pero con un vacio grande
en su corazón bueno y afectuoso.
Alberto, que amó. y amó mucho desde que supo sentir,
echó de menos en su vida un cariño grande, el único cariño
que le quedaba, el cariño profundo de su padre. Y entonces
bascó lleno de ansia, con avidez de hambriento, una mujer
••.••,.:=.T^.T»

LA ETERNA HISTORIA

que pudiese Henar aquel vacío. La tarca era difícil. Si para


cualquier hombre lo es, ¿cómo no lo iba a ser mucho más
para aquel corazón tan exigente, tan refinado, tan habituado
a saborear en toda su intensidad amores delicados y puros?
Matilde Valeriola fue en la incierta oscuridad de su pre-
sente algo así como una revelación. ¿Le querría? ¿Llegaría
a quererle? Y de ser así, ¿sería por él mismo o por sus mi-
llones? ¿Acaso él no podía merecer el amor de una mujer
como ella siendo así que tenía inteligencia, corazón, excelente
figura y una brillante carrera? No. No era ella, no debía ser
ella de esas mujeres que se venden, de esas que se arrastran
o se dejan arrastrar hacia el matrimonio como deleznable
mercancía. Si así fuera, ¿no estaba allí el médico del pueblo,
que distaba mucho de ser un mal partido y la había preten-
dido antes que él? ¿No demostraba esta circunstancia la ver-
dad de sus suposiciones?
Mi amigo se hallaba en un período indescriptible de lu-
chas y de dudas.
Entretanto, una inesperada casualidad vino a proporcio-
narnos la satisfacción de tener a Matilde en nuestra com-
pañía.
Había regresado de un fingido viaje a la Ciudad Condal
para cuidar a su hermano enfermo. Realmente, fué un aleja-
miento con que justificar su ausencia de nosotros. Es el caso
que la imperativa señora de Torrc-Espáez se puso enferma
de jaqueca repentinamente y Matilde, en funciones de ama
de gobierno o dueña de confianza, fué la encargada de vigilar
a las tres jóvenes; desde luego contra la voluntad de todas,
muy en particular contra la de Aurelia, de tal modo que no
podían disimular su contrariedad, como lo demostraron al
sentarse en la mesa, con el entrecejo fruncido.
Como siempre, Matilde entró en el comedor, modesta y
reservada, imponiendo con su actitud respeto y considera-
ción. Vestía de blanco, un sencillo traje de nansú. El cuello,
algo escotado, mostraba la corrección de su garganta y el
vestido, ni ceñido, ni anchuroso, se acomodaba sabiamente
a la plástica suavidad de sus líneas y a la divina esplendidez
de su cuerpo. La imaginación, siempre atrevida, nos hacia
30 ALMANAQUE ROSA

entrever bajo el cendal de sus vaporosas telas, honestas y re-


catadas, el color rosado de su carne apenas entrevista en sus
brazos desnudos hasta el codo.
Su hermosa y arrogante cabeza, coronada por el nimbo
de oro de sus blondos cabellos, su boca de líneas expresivas
y dulces, sus ojos celestiales de fondo misterioso como el mar,
su rostro todo, prometían un exquisito manjar de amor, un
caudal de frases de dicha, un espléndido tesoro de ventura,
al hombre afortunado que amase... ¡Oh, promesa embria-
gadora de la hermosa mujer! Y era el mismo aliento de cas-
tidad, los efluvios de pureza que de aquel cuerpo magnífico
Bc desprendían, lo que daba mayor encanto a la maravilla
de su belleza.
Miré a Alberto inconscientemente. Anhelante, sugestio-
nado, mirábala de hito en hito, con un mundo de amor y
de ilusiones en sus ojos. Se adivinaba que recorría su cuerpo
el espeluzno de una impresión extraña, de un placer intenso,
completo, avasallador y desconocido. En aquellos instantes
temí por él. Un amor tan fuerte me causaba miedo y el de
mi amigo, ¡parecía serlo tanto!...
Cuando la campana llamó al comedor, Alberto, incli-
nándose ante ella, la ofreció el brazo galantemente. Titubeó
ella antes de aceptar el correcto ofrecimiento, mirando a Au-
relia con cierta indecisión. Mi amigo sorprendió la mirada,
pero se hizo el sueco. Por fin, la mano blanca se apoyó en su
brazo y al llegar a la mesa dijo él ofreciéndole una silla
junto a la suya:
— ¿Me permite usted?
— Perdone y no se ofenda, marqués. Mí sitio es aquél —
contestó ella, señalando un silloncito colocado entre los
asientos de Ascensión y Carolina.
Aurelia ocupó una silla junto a Alberto, siempre irrepro-
chable, pero tan distraído que repetidas veces hube de pisarle
el pie para salvarle del peligro de caer en olvidos involunta-
rios aunque indisculpables.
El señor Torre-Espáez, excelente gastrónomo, hizo
nuestras delicias con su amena y pintoresca charla salpicada
de ocurrencias, chascarrillos y cuentos.
LA ETERNA HISTORIA 31

Al terminar la cena pasamos al salón. Fué entonces Joa-


quín el que ofreció el brazo a Matilde y se instaló después
con ella en una mesita a cuyo alrededor pasaron como media
hora revisando y hojeando periódicos y revistas.
Alberto padecía unos celos rabiosos y para mayor tor-
mento suyo tenía que aguantar la parla insubstancial de Au-
relia. Ésta no dejaba de advertir que los ojos de su interlocu-
tor dirigían de vez en cuando furtivas miradas al rincón
de la mesita donde la cabeza de cabellos áureos y ojos
azules, se inclinaba atentamente sobre las páginas de í.a
Esfera.
— ¿Está usted distraído? — exclamó, de pronto, Aure-
lia, picada en su amor propio al observar el ensimismamiento
de Alberto,
— ¿Por qué lo dice, Aurelia?
— Me parecía verle preocupado.
— Sí; pensaba ahora en una página musical tan her-
mosa, tan expresiva, que por sí sola bastase a reflejar los mil
anhelos, las sensaciones distintas que siente un alma cuando
a favor de una emoción honda y sublime, mira brotar en el
fondo de su ser un sentimiento ardiente. ¡Tan ardiente y tan
profundo que basta él solo a llenar toda una vida!
La risa argentina y alocada de Aurelia, contestó a las
palabras de Alberto.
— ¿Se ríe usted de mí?
— No, Alberto, es que me hace mucha gracia lo que
usted dice tan serio. íQué bonito!... Poesía, arte, romanti-
cismo. Verdaderamente, usted debió vivir diez siglos antes.
Hubiera sido un galán trovador, príncipe del Gay Saber o
un esforzado paladín...
— No tanto, no tanto.
— Como le digo, Alberto. ¡Que gracioso hubiera estado
con una mandolina o un laúd cantando dulces trovas a una
rubia castellana!
— El arte es de todos los tiempos.
— Ya lo sé; el arte es inmortal.
— Y los poetas y trovadores de hoy cantan igual que
antaño. Como en la época de los castillos y los juglares, hay
ALMANAQtJE ROSA

almas qu€ sienten la música de sus cantos y por lo tanto unas


veces lloran y otras se regocijan.
— ¿No es usted de los que creen, "que todo tiempo pa-
sado fué mejor" ?
— ¿Por qué lo había de creer?
— No sé por qué me había figurado que era usted poco
amigo de la vida moderna.
— No, Aurelia; estoy orgulloso de haber nacido en estos
tiempos, porque Dios lo ha querido así en primer lugar y
en segundo porque ello me ha permitido disfrutar y ver los
progresos y los adelantos. Hoy, como antes, se lucha y se
prospera, se trabaja y combate. La eterna lucha subsiste, la
eterna historia sigue su curso como el sol, como la luna,
como todas las cosas. Hay pobres y ricos como entonces,
ambiciosos y tiranos, santos y pecadores, trabajadores y
holgazanes, gentes de buena o mala fe, almas que miran siem-
pre hacia el cielo azul buscando ideales de belleza y almas
que se revuelcan en el cieno... Perdone usted... Volvía a
divagar. ¿Quiere tocar esa página musical a que aludí al
principio?
— Cualquiera adivina su gusto de usted...
— ¿Cree usted difícil encontrar una página musical que
revele delicias y venturas?
— ¿Nada más que delicias y venturas en general?
— No, Aurelia; además de eso la dicha suprema de en-
contrar una mujer hermosa y oír de sus labios la divina
canción de una promesa.
Fruncióse más y más el entrecejo de la mayorazga de
Torre-Espácz al escuchar la respuesta abstracta de mi amigo,
porque creyó comprender parte de la verdad; y herida su
vanidad al pensar que aquella "mujer hermosa" debía ser
otra, díóse aire a contestar con mal reprimida displicencia:
— No, Alberto, no puedo complacerle, porque no le
entiendo y seguramente defraudaría sus esperanzas. Esa pá-
gina debe ser interpretada por una "mujer hermosa"... y yo
no lo soy. Busque usted por el salón a ver sí la encuentra.
Indudablemente toca mejor que yo y la escuchará usted con
más gusto que a mí.
LA ETERNA HISTORIA 88
• I ! • lili II.IB.II.W—•.I.II..MIM.— III II III • i n i l l ' . . . I—III...I I» ••••••WM ihlllll •HIBII lllll I I ipil

— Tiene usted razón — exclamó Alberto ensimismado,


sin importarle la falta de galantería, para con Aurelia, que
sus palabras encerraban. — Tal vez ella sepa interpretar mi
idea mejor que nadie, dicho sea sin intención de ofender.
Y levantándose, se inclinó ante la señorita de Torre-
Espáez y marchó al rincón donde junto a la mesita seguían
hablando Joaquín y Matilde Valeriola.
— Matildita — gritó Aurelia; — ahí va el marqués con
una embajada. Usted que es artista, procure atenderle. Y
tenga presente que es acérrimo defensor de los derechos del
pobre... ¡Ja, ja, ja!
AI oír la grosera tontada, volvióse Alberto con gesto
indignado para contestar a la imprudente, pero la dulce voz
de la señorita de Valeriola cortó el silencio amenazador
diciendo mientras sonreía:
— ¿Qué embajada trae usted?
— La siguiente. Quisiera que interpretase usted una pá-
gina musical reveladora de todos los anhelos, todas las emo-
ciones y todas las delicias de un corazón enamorado cuando
vislumbra la divina promesa de una mujer hermosa.
— Eso es muy difícil, pero veré...
— ¿Oyes, Alberto? — exclamó Joaquín, alborotado.
Y mientras Matilde Valeriola colocaba en el atril del
hermoso Erard una sonata de Beethoven, Joaquinito desli-
zaba al oído de Alberto:
— Estás celoso y haces mal. Es demasiado perfecta p a «
mí y además no me quiere. No es de las que se venden.
La frase resonó, suave y armoniosamente, en el corazón
de Alberto; tan suave y tan dulce como la sonata maravillosa
que empezaba a brotar bajo la sedeña caricia de aquello^
dedos de hada.

j .
rv
"Cantad, cantad gusanilteras
deshojando vuestras tamas."
(MISTRAL)

El incidente de aquella noche fué referido con pelos y


señales a la señora Torre-Espáez y Matilde tuvx) que
aguantar respuestas agrias y frases incisivas. No obstante, el
criterio diplomático de la dama no juzgó conveniente reti-
rar bruscamente a la sufrida y prudente muchacha para no
dar pie a comentarios mortificantes y, a la noche siguiente,
otra jaqueca, real o fingida, que esto no lo sabemos, volvió a
retener a Matilde junto a nosotros durante una velada más,
la cual trascurrió pacífica, tranquila y felizmente.
Un volcán se iba encendiendoi en el alma antes sosegada
de Alberto. Este fuego atizado por frecuentes miradas, por
alguna que otra palabra deslizada con timidez aprovechando
el alboroto de la conversación general y por mil y mil frases
mudas, de esas que se dicen sin hablar, amenazaba envolver
a mi amigo bajo la capa de espesísima nube. Y a cada ins-
tante decía con el poeta G. Adolfo Becquer:
Sabe si alguna vez tus labios rojos
quema invisible atmósfera abrasada,
que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada.
LA ETERNA HISTORIA 35

Al mismo tiempo, Aurelia, que había estado hasta en-


tonces lamentablemente equivocada, se desengañó del todo y
en su corazón rebelde y herido, en aquel pobre corazón sin
domar, en quien las contrariedades y las tormentas no clava-
ron aún sus venenosos dientes, estallaba una crepitante ho-
guera de cólera, celos, rabia y orgullo, que desenfrenada y
loca correría en vertiginoso galope, pues la débil voluntad
de la altiva criatura no tenía suficientes fuerzas para contra-
rrestar la impetuosidad de su furia.
¿Quién domina y enfrena la soberbia de una mujer,
hermosa y rica, cuando se ve pospuesta a pesar dq sus mé-
ritos, a una pobre joven desconocida, olvidada y oscura?
Cuando reflexionaba a mis solas de lo que es capaz una
muchacha celosa; cuando veía venir el grave compromiso en
que iba a meterse Alberto, sentía espeluznos de frío y de
miedo. Si la señora de Torre-Espáez llegaba a enterarse, que
sí se enteraría, de que sus bellos planes se frustraban, era se-
guro que nos despedirían de la quinta a cajas destempladas.
Era mujer para hacer eso y muchísimo más.
Pasaron tres días después de aquella memorable velada.
Una tarde volvíamos a la quinta al ponerse el sol, caballeros
en hermosos potros, Joaquín, Alberto y yo.
Cruzamos al trote los umbrales de la verja. Calerito nos
ayudó a apearnos y quiso la fortuna siempre loca que
al descender de su montura mi amigo Alberto, se enca-
britase el inquieto animal dando una serie de saltos y cor-
covas que a ser el jinete menos diestro le hubiese derribado
a tierra.
Al escándalo que Calerito armó, chillando con sin igual
asustamiento, comenzó a ladrar desaforadamente un perro
que debía estar emboscado entre los pinos. Volvió la cabeza
y a lo lejos, sujetando al can por el collar, divisó la dulce
aparición de Matilde, destacando su bella figura blanca sobre
el fondo obscuro y hechicero de los árboles.
Inmóvil, fascinado, como magnetizado por un miste-
rioso poder, quedóse clavado en el suelo contemplándola...
Al fin, con paso lento, se alejó de nosotros para acercarse
a ella.
ALMANAQUE ROSA

— ¿Pasea usted siempre a estas horas? — díjola al estre-


charle la mano.
-—No. Hoy ha sido una casualidad.
—- ¿Y no se aburre usted tan sola?
— ¿Sola? Tengo un buen libro y tengo además a Romo
— contestó señalando al perro.
— Ciertamente, son dos admirables compañeros; pero,
de todos modos, ¿me permite usted que la acompañe?
— ¡Marqués...! — dijo la joven, titubeando.
— La comprendo, amiguita. Teme usted al fantasma de
la señora de Torre-Espáez... esa sombra chinesca que apa-
rece por donde menos se la espera.
— Mi posición en esta casa es muy difícil. Las preferen-
cias inmerecidas de que usted me ha hecho objeto desde su
llegada, han excitado el amor propio de mis amigas y pro-
tectoras. Creo y entiendo, que si usted no quiere causarme
un grave perjuicio, debe abstenerse de guardarme conside-
raciones que no merezco y que más bien me perjudican.
— Señorita, jamás fué esa mi intención, ni miré nunca
el asunto desde tal punto de vista. Si tributé a usted cari-
ñosas y merecidas atenciones desde el primer momento que
la conocí, es porque > en realidad sus bellas cualidades me
cautivaron hasta el punto de hacerme sentir por usted una
simpatía que ninguna otra persona me inspiró. Yo lamento
mucho, sí, lo lamento con toda mi alma, que las demostra-
ciones de esa simpatía puedan ser causa de disgusto para
usted...
— No tanto, marqués — interrumpió la joven un tanto
turbada. ^— ¡Disgustarme, no! Pero usted sabe lo mal que
le sientan esas atenciones a la señora de Torre-Espáez. Yo
he de permanecer en esta casa hasta que mi hermano acabe
su carrera, y hasta entonces me interesa mucho no solamente
conservar la amistad de estas buenas personas, sino procurar
que mi conducta sea siempre irreprochable, aunque a veces
parezca servil. No quiero que mi estancia aquí turbe la paz
y el sosiego de nadie.
— En parte tiene usted razón, señorita. Pero, ¿es acaso
usted una esclava? ¿'Es que no tiene libertad para volar ni
LA ETERNA HISTORIA 87

aun por las regiones de la ilusión? ¿Es que yo u otras perso-


nas no pueden manifestar a usted su simpatía, su afecto,
su... cariño?
— ¡Marqués,..! — exclamó la joven, alarmada.
— ¿Para que negarlo? Hacía algunos años que yo bus-
caba un amor grande, un amor inmenso que llenase este co-
razón mío. Lo busque anhelante, como el sediento la fuente,
y recibí muchas decepciones. Pero Dios me guardaba una ale-
gre sorpresa. Donde menos lo esperaba hallé una ilusión de
dicha, una luz de felicidad, misteriosa y bella hacia la cual
dirigimos todos los pasos de nuestra vida. ¿No ha sentido
usted nunca el deseo de poseer uno de esos cariños profundos,
absolutos y exclusivos que llenan por completo nuestra al-
ma; de tener por suyo un corazón noble y leal y, confiada en
el, subir las asperezas de la penosa cuesta de la vida?
— (Oh, sí, naturalmente! —contestó Matilde, con dul-
zura.
— Pues esc corazón, señorita, está en sus manos. Yo la
quiero a usted... con toda mi alma, como un hombre de
mis condiciones y de mi carácter puede querer.
— ¿Usted...? — exclamó la joven, casi sofocada por la
subitez de esta confesión.
— Sí, la quiero a usted — contestó él con firmeza.
Entonces, la muchacha, por uno de esos impulsos incons-
cientes que nos mueven sin que la razón tome parte, cogió a
Romo por el collar y dando media vuelta trató de alejarse
sin explicaciones.
— I Matilde 1... La quiero a usted de todo corazón...
Dios que nos ve y nos oye siempre, sabe que digo la verdad
afirmó Alberto, alarmado, viendo que la joven se iba sin
contestarle.
— Lo creo... —contestó ella deteniéndose sin soltar al
perro.
— ¿Y no me contesta usted?
— Hoy no es posible.
— ¿Por qué?
— Porque me lo impide la sorpresa.
— Entonces, ¿cuándo?
38 ALMANAQUE ROSA

Dio algunos pasos más, intentando alejarse seguida de


Romo, mas cuando ya iba a internarse por una encrucijada
del parque festoneada de altos setos de evónibus, se volvió
hacia mi amigo, que permanecía inmóvil en medio del sen-
dero, y sin levantar los ojos, fijos sobre el libro que llevaba
en la mano, díjole con voz entrecortada en la cual fluía
cierto temblorcillo de emoción.
— Mañana...
Y, lentamente, fué ocultándose tras las grandes y fron-
dosas acacias, abanicadas por la brisa.
Alberto llegó a la quinta azorado y nervioso.
— ¿Dónde te has metido? — le pregunté.
— Me quedé mirando los cisnes del lago, que están
hermosísimos — respondió poniéndose encendido como un
pavo.
No me lo creí, ni poco ni mucho. Cuando noté su pre-
ocupación comencé a alarmarme de veras, me puse a sospe-
char algo, y he aquí que a la hora de la cena vi presentarse a
Matilde, encarnada como una amapola. Al mirarse los dos,
ella palideció momentáneamente.
En toda la noche, no se acercó mi amigo a Aurelia. Tan
retraído estuvo, que hubo de llamar la atención del ingeniero
Torre-Espáez, que por dos veces le interrogó si estaba en-
fermo.
Al penetrar en nuestro cuarto, Alberto, como quien se
quita un peso enorme de encima, maquinalmente se acercó
al balcón, abrió los batientes y se echó de codos sobre la
barandilla.
La noche estaba espléndida, se oía desde allí el rumor
cadencioso del río en mezcla con el de las copas del pinar al
ser agitadas por el viento. La luna ponía destellos de plata
en el paisaje nocturno dándoles tonos fantásticos y melan-
cólicos. Me acordé entonces de la romanza de La tragedia
de Pierrot y canté sin titubeos:
¡Luna!... Hermosa y pálida luna...
¿Cómo no había de soñar románticamente mi amigo
ante aquella naturaleza tan poética? .. Yo, que sospechaba
8^51
LA ETERNA HISTORIA 4 \ ¿i
•T','i. ''fji'.i» yr

cuanto pasaba en su espíritu, me acerqué silenciosamente, y


poniéndole la mano sobre el hombro le pregunté:
— ¿Qué tienes?
Se estremeció al pronto. Colocó después sus manos en
mis hombros y contestó con exaltación:
— Mi vida, mi porvenir, mi felicidad, están ya jugados
a una misma carta. He dado'el paso decisivo.
— jQué has hecho?—pregunté todo alarmado.
— Me he declarado.
— ¿A quién? ¿A Aurelia? — dije indignado ante la po-
sibilidad de una respuesta afirmativa.
— No, a Matilde.
— ¡Bravo! ¡Muy bien hecho! — grite sin poderme con-
tener.
Toda mi vida recordaré el primer abrazo, que en el
momento mismo de proferir mi exclamación, me dio mi
amigo. De sus labios escuché la tierna escena.
Alberto estaba nervioso, excitado y activo, como jamás
recordé verle. Sus palabras, inspiradas por nobles sentimien-
tos, revelaban claramente el brío de su pasión profunda,
toda la bondad de su alma y la pureza diáfana de sus deseos.
Al día siguiente decidía su suerte. ¿Le sería favorable
por primera vez en su vida la mariposa de la fortuna? ¿Go-
zaría el placer de verse amado después de tantos años de
aislamiento? ¡Oh, qué noche tan cruel de incertidumbres y
conjeturas!
Por la mañana, durante el desayuno, Alberto dejó caer
mtencionadamente su pañuelo a los pies de Matilde, colocada
a su derecha, y al agacharse a recogerlo deslizó sobre la falda
de la joven un papelito muy enroscado en el cual había
escrito estas palabras:
¿Podrá usted darme, personalmente, 'la contestación
prometida? Delante de testigos es imposible. Cite usted sitio,
hora y lugar, y acudiré sin falta".
El mismo Joaquín fué el que trajo la contestación.
He visto a Matilde, con-el papelito en la mano, me
lo ha contado todo y le he preguntado cuándo pensaba con-
testarlo. Se ha puesto como una fresa al decirme: "Dígale al
40 ALMANAQUE ROSA

marqués que esta noche, cuando todos se hayan retirado,


nie asomare al balcón de mi aposento. Que espere en el
jardín."
— ¿De veras? ¿Y será fácil hablarla desde allí?
— Facilísimo, porque el balcón es del primer piso, da al
Norte y ese lugar está poco frecuentado. Además te favorece
otra circunstancia. Mi madre acaba de acostarse con una
jaqueca de ordago y mi padre saldrá a las cuatro para Sevilla.
Por lo tanto, esta noche no velarán mis hermanas y a las
diez nos habremos retirado, pero te prevengo, a pesar de
todo, que lleves cuidado con los criados, pues son gente chis-
mosa y si te vieran pelando la pava, serían capaces de armar
un cisco con sus habladurías y enredos.
— Esa me parece la mayor dificultad — contestó Alber-
to, pensativo.
— ¿Por qué?
— Porque rondan hasta muy tarde en el jardín.
— Eso tiene un remedio, hijo mío — dije yo.
, — ¿Cuál es?
— Pues que nosotros te serviremos de espías.
p

La noche amorosa, sobre los amante»


tiende de su cielo el dosel nupcial.
La noche ha prendido sus claros diamanta
en el terciopelo de un cielo estival.
CBENAVENTE)

Lentamente sonó la campana de las diez y media, y los


tres abandonamos el salón, del cual salieron, media hora antes
las señoritas de la casa juntamente con la deliciosa Matildita.
Haciendo el menor ruido posible, atravesamos los an-
denes circundados de arboledas basta llegar a la fachada del
Norte. No había nadie en los alrededores.
Joaquín se quedó de centinela en la esquina, yo me
embosqué en el pinar fronterizo y Alberto se acercó al bal-
cón, vacío y solitario todavía. Las ventanas del segundo. piK>
estaban abiertas de par en par dando entrada a la brisa refri-
geradora de la noche. Un criado las fué cerrando una a una
mientras Alberto se pegada como una lapa a la pared, debajo
precisamente del balcón.
Pasaron unos diez minutos... Por fin se abrieron las
puertas con todo sigilo y apareció ante la barandilla calada la
elegante figura de una mujer. Alberto se acercó cuanto pudo
y en voz muy baja, y muy queda, pronunció unas palabras
42 ALMANAQUE ROSA

qne no pude oír desde mi escondite. Media hora pasó en


completo silencio.
Joaquín no me hacía ninguna señal y ésto era indicio de
que nadie venía por aquel lado. Una de las veces en que el
silencio era más profundo, llegaron a mi oído estas palabras
dichas por la joven:
— Pero, marqués... ¿ha pensado usted bien lo que va a
hacer?... Tenga presente que soy una muchacha pobre, que
con mi trabajo me gano el pan de cada día y ayudo a mi
hermano para que estudie su carrera. Si usted se casa conmigo
tendrá que llevar una carga grande. Presumo lo que va usted
a replicar. "Parece mentira — me va usted a decir — que se
crea que yo voy a retroceder ante la cuestión del dinero."
Lo sé, amigo mío, veo hasta dónde alcanza su generosidad,
pero tengo el deber de manifestarle la situación en que me en-
cuentro. Muchos, al revelarles esta verdad, me han vuelto la
espalda y al oír la frase: "soy pobre", recibieron un chorro
de agua fría. Todo el amor que decían profesarme se les
desvaneció como por encanto. Era flor de un minuto... Ya
lo sabe usted; soy una muchacha insignificante cualquiera y
la gente tal vez hablará de mi con desprecio...
Alberto no la dejó seguir. Irguióse con altivez y exclamó
con voz agitada:
— Matilde: ¿para qué invoca a la gente que no sabe dis-
tinguir lo aparente de lo real? ¿Qué me importa el mundo,
qué me importa el qué dirán si poseo su cariño y mi corazón
es exclusivamente suyo? ¿Qué me importan la burla y el
desprecio de todos si gozo del placer sublime de amar y ser
amado?... Soy independiente, soy libre, y nadie se puede
oponer a mis deseos sobre; este punto, soy rico y acepto gus-
toso cuantas cargas vengan sobre mi. Sólo exijo un corazón
a cambio del que entrego... Matilde, por última vez; ¿puedo
esperar algo de usted?
,A1 llegar a este punto del párrafo hubo un instante de
pausa y cuando ya iba a escuchar Heno de emoción la res-
puesta de la muchacha, vi abrirse de golpe las puertas del
balcón del cuarto de Aurelia y aparecer a ésta junto a los
cristales bien envuelta en elegante quimono.
LA ETERNA HISTORIA 43

Me disponía a hacer a Alberto la señal convenida en caso


de alarma, cuando vi a la joven apagar la luz y cerrar el bal-
cón hasta no dejar más que una rendijita. Transcurrió un
cuarto de hora y los batientes no se acababan de cerrar. En-
tonces sospeché que tal vez escuchaba desde allí la conversa-
ción que sostenían Matilde y Alberto y todo escamado di
el silbido de marras. En aquel momento, la joven se arrancó
del pecho un clavel encarnado y lo tiró a mi amigo. Éste, lo
recogió anhelante, hizo un saludo muy expresivo y cariñoso
y se internó en el pinar hasta desaparecer de mis ojos.
Al día siguiente, Alberto indicó a Joaquín su proyecto
de marcharse de la quinta. Quería irse a Barcelona para pedir
al hermano y a la tía de Matilde la mano de la muchacha,
puesto que ya había obtenido de ella la debida autorización.
Joquín aprobó el justo deseo de nuestro común amigo.
A las nueve de aquel mismo día, la señora de Torre-
Espáez, mandó llamar a Alberto a su gabinete y con sem-
blante severo le espetó el siguiente responso, que escuchó mi
amigo de pie y profundamente indignado.
— Nunca creí, marqués, que pudiera usted faltar tan
inconvenientemente a los deberes de la hospitalidad, tratan-
do de divertirse con una señorita tan digna de respeto y con-
sideración como Matilde.
— ¿Yo...? — exclamó Alberto, alarmado.
— Sí, usted.
— Jamás he intentado divertirme, señora.
— Pues entonces ..
—;Le he manifestado siempre, en todo momento, la
viva simpatía que me inspira.
^ Santo y bueno, señor mío, que le demostrase usted,
su simpatía, pero jamás ha debido usted atreverse a hacerlji)
creer que la ama.
— ¿A hacerla creer. . ?
— Si señor; usted se ha fingido enamorado de ella.
~— Dispense usted, señora, pero no es verdad que lo he
fingido; realmente la quiero. Óigalo usted bien; la quiero
con toda mi alma.
— ¿Es en serio?
U ALMANAQUE ROSA

-T~ Mire usted si es en serio que esta misma noche pienso


salir hacia Barcelona a ver a su tía y a su hermano.
— ¡Vaya, vaya!
— Nada tiene usted que reprocharme, señora, porque
nada he hecho, creo yo, que sea indigno de un caballero.
— Verdad es...
— Soy libre; además, la amo de corazón... Por lo tanto,
estoy en mi derecho al pretenderla.
— Pero nosotros hemos de responder de esa muchacha,
c8tá\baJD nuestra jurisdicción... —añadió la de Torre-Es-
páez casi sulfurada.
— ¿Acaso ha faltado en algo esa señorita? ¿No es li-
bre también para querer?
— Sí, marques; pero jamás ha debido darle a usted una
cita a las diez de la noche.
—- La cita que Usted censura y la forma y lugar en que
la dio, la hubiera permitido usted a sus hijas. Y puesto que
hemos llegado a un punto en que es forzoso hablar claro,
diré a usted, señora, que revela muy mala educación y peores
intenciones el acto de quedarse escuchando detrás de las puer-
tas de un balcón; y que la persona que lo hizo, y reveló a
usted lo quej pudo pescar, merecía muy bien que se la abo-
chornase en este momento. Finalmente, señora, sé que ha
reñido usted con notoria injusticia a la señorita de Valeriola,
lo cual, en cierto modo, es como obligarla a abandonar esta
mansión a la que tiene cariño, aun a pesar de las muchas
desconsideraciones...
— Esa ha sido una explosión de orgullo, marqués —
atajó la dama alborotándose.
— Matilde ha obrado muy cuerdamente al recordar a
usted de ese modo que no- tiene derecho a ultrajarla — con-
testó el joven con firmeza.
— Caballero...
— Señora, usted perdone si se me escapa alguna inconve-
niencia, pero usted debe mirar las cosas con calma. ¿Quién
es usted para prohibir unas relaciones honradas y lícitas?
¿Acaso es delito enamorarse honradamente? Usted sabe de
sobra dónde alcanza la virtud de Matilde Valeriola... Soy
LA ETERNA HISTORIA «

joven, llevo un título, tengo riquezas. Otra mujer podía


muy bien haberse deslumbrado. En cambio, ella, sólo ha
contestado a mis indicaciones hacicndomej ver lo desigual de
nuestra posición y dándome unos consejos que nunca creí
pudiesen haber salido de sus labios.
— Ya, ya.
— Repito a usted, señora, que la quiero de veras y qw
estoy resuelto a casarme con ella. No tiene, pues, que app-
rarse.
— Está bien, marqués.
— Si usted me da su venia saldré esta tarde de la quintí
para marcharme a Barcelona. No podrá usted quejarse d(
que no he hablado con franqueza.
Alberto salió del gabinete hecho un basilisco.
Mandó llamar a Joaquín y al cabo de muchos rodeoí
pudo conseguir que le dejase marchar en la mejor armonía
Nos despedimos los dos dé la señora de Torre-Espáej
después de expresarle nuestro agradecimiento — yo no mi
quise quedar — y acompañados de Joaquín y Matilde fui
mos hasta la puerta del parque.
Hubo un momento difícil y embarazoso. Por fin, Al
berto, alargó la mano a su novia y le dijo con dulzura:
— No me olvides.
VI

Para decirnos que la mujer buena, es más que


buena...
(FR. LUIS DE LEÓN)

Tiempo después, llegaba a Granada la señorita de Vale-


riola en compañía de Joaquín y de Sixta la lavandera, hos-
pedándose en la mejor fonda de la ciudad. Allí, había de
aguardar la llegada de su tía, de su hermano y de mi amigo
Alberto.
El padre de Joaquín tuvo con su irascible esposa un dis-
gusto mayúsculo cuando al llegar a casa se enteró de todo lo
que aconteciera. Rogó a Matilde que permaneciese en la quin-
ta, pero la joven, conociendo la aversión que la señora de
Torre-Espáez le tenía ahora, se negó rotundamente.
Entonces, el ingeniero, la instaló en la ciudad, en una
buena fonda, acompañada de Sixta y corriendo con todos
los gastos. Su hijo Joaquín iba a verla con frecuencia. Al-
gunas veces llevaba con él a su hermana menor, que profe-
saba a Matilde un 'cariño grande y protestaba contra la
injusticia de su madre y sus dos hermanas.

Dspués de casada, Matilde, siempre buena, marchó con


su marido y con Joaquín a la quinta de los padres de éste.
LA ETERNA HISTORIA

i Qué recibimiento le hicieron!


Salieron a la verja, la sentaron a la cabecera de la me
la instalaron en la mejor habitación de la casa.
— No, n o ; — d i j o la muchacha — hagan el favor
llevarme a mi cuarto. Quiero dormir en la que fué mi caí
durante tantos años.
Lleváronla allí.
— Mira, Alberto — di jóle, señalando el balcón. ¿'
acuerdas de aquella noche?
La señora de Torre-Espáez enrojeció un poquito al
cordar su conducta y el corazón de Alberto latió de felicid:
Dos días más tarde llegaron la tía y el hermano
Matilde. Salieron todos a recibirlos a la estación y les aga
jaron extraordinariamente. ¿Era aquello un milagro? í
lector. Es que Matilde ya no era una pobre muchacha hu
fana, amparada allí, sino la señora marquesa de Montéela
¡Picaro mundo!

Ahora, querido Alberto, eres feliz.


Te contemplo al lado de tu esposa, bella como un ánj
acariciando al chiquitín... ¿Cuánto tiempo tiene?
Eres feliz, Alberto, y yo veo en tu felicidad la bendic:
de Dios.
No te arrepientas nunca de ser bueno y no olvides aq
líos ejemplares consejos de tu buen padre que me repetía
menudo: "Hijo mío, no busques la compañera de tu v
en el ruido de los salones; búscala en el silencio de los 1
gares."
RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ
EL HOMBRE QUE NO TENÍA DESPERTADOR POR RIERA

Anacleto no tiene despertador... y Pasea agitado, mas las ideas genia-


ha de leTantarse a las cinco. les no acuden a su llamada. |Est& per-
dldol

Pero como tiene mocho talento, al Para acordarse, ha hecho un formi-


fln trlOBia. tYa puede dormir tranquilol dable nudo en un calcetín.
R A F A E L PÉREZ Y PÉREZ
por J U A N B O C Q U E T
Uh/iOSNlTA DE CARIÑO

El señorito Enrique Montesinos, bajó la escalinata y con


paso rápido se dirigió al sitio predilecto de Pilarita: al ttidal
de golondrinas de la puerta del jardín. Allí estaba ella, tai
hermosa, tan ideal, tan deliciosamente bella, que cualquici
hombre hubiese realizado imposibles por obtener su amor
¡Varias veces se había dicho a sí mismo el apuesto mozo» qui
el hablarle a Pilarita de amores era tarea de moros. Realmente
aunque €ra maestra en esa coquetería incipiente que es un en
canto más en las muchachas bonitas e ingenuas como ella
Pilar Cadierno, estudiada a fondo, resultaba ser una mu
chachita por completo simple y candorosa, que no hacía nad;
con doble intención y que se atolondraba y huía llena de ru
hores al primer avance.
Sobre la puerta del jardín se balanceaban los pomos d
íin Borneo en su segunda y tardía floración, por escasa má
^pteciada. La muchachita, arrebolada y con los cabellos c;
desorden, pugnaba por atrapar los racimos floridos dand
saltos que resultaban infructuosos.
— ¿Que haces, criatura?
— Ya lo ves; coger las flores iJel Borneo con mil fatigai
He de mandarlas al Sagrario del pueblo para mañana qu
celebran el primer Viernes de mes.
Montesinos, sin decir nada, alargó sus brazos y cogió si
el menor esfuerzo los racimos de rosas.
8
50 ALMANAQUE ROSA

— Toma, ahí tienes.


— Gracias. Ventajas de ser hombrts.. y altos y buenos
mozos como tú, hijo de mi alma. |Martina!
— Mándeme usté, señorita.
— Haz el favor de darle este cesto de rosas al chico de
Diego para que ahora, cuando se vaya al pueblo, lo lleve a
casa del señor Cura.
—- Está muy bien, señorita. ¿Na más quié usté?
— Sí, algo más quería... pero no me acuerdo. Y era una
cosa que me interesaba mucho, como que todo el día la tengo
en la memoria... ¿qué era, señor, qué era? ¡ Ah, ya! Entra en
fhi cuarto y coge una carta con tres sellos que hay en la cornisa
de la chimenea.
— ¿Se la doy a Dieguico?
— Se la das y que la eche al correo.
Cuando las sayas con volantes de la sobrina de Diego
Menjurges dejaron de revolotear entré los geranios y mohínos
del costón. Montesinos tomó asiento junto a Pilarita, que se
había acomodado en el múrete del rastrillo. Tenía un aire
de preocupación ¡y abatimiento.
— {Caramba, chico, que pálido estás! — observó sin reti-
cencias Pilarita.
— ¿Yo...? Pues no me explico...
— ¿Estás malo?
— No, al menos que yo sepa.
— Pues entonces, si no te duele nada en el cuerpo, va a
haber que cantarte la copla.
— ¿Qué copla? — preguntó, inquieto, Montesinos.
— "¿Amarillo y con ojeras? i
No le preguntes qué tiene:
que está queriexKio de veras".
Esta salida de Pilarita desconcertó a Enrique como tantas
Otras veces le habían desconcertado sus chiquilladas.
— ¿Sí? Pues es una coplita que se las trae.
— Diego la canta muchas vec«.
— Pues hay para contestar Lam tibí Chñsti, porque de
verd^ que la coplita es el Evangelio.
.^^ LIMOSNITA DE CARIÑO 51

¿Amarillo y con ojeras?


No te pregantes qué tiene:
que está queriendo de veras.
— Claro... tú, como tienes práctica...
— ¿Eh?
— Hombre, como ya has estado con esa pasión del amoi
"milenta" veces .. — insinuó Pilarita.
-— ¿He estado? No. Ya te dije el otro día que probable-
mente ni yo había amado nunca, ni a mi me habían amado
Hojarasca sin consistencia. La flor no llegó a brotar.
— I Qué símil más poético! Yo creía que las metemática¡
eran incompatibles con la poesía.
— Ni con la poesía, ni con los sentimientos dulces y tier
nos del corazón más apasionado. Ejemplo: un servidor, qu(
«stá enamorado locamente.
— Sí, ¿ch? Mira si me lo maliciaba yo. ¿Qué te parece:
Si hace unos cuantos días que yo no sé cómo te encuentia
•—dijo Pilarita con inquietud y desencanto, como si pate
ella fuese una contrariedad aquel enamoramiento de Monte
sinos. — i Vaya, hombre, conque enamorado! jQué sucst
de mujer!
— ¿Crees tú que es una suerte para una mujer el que y
la quiera? — preguntó Montesinos insinuándose cautelosa
mente.
— Siempre es una suerte para una mujer el que «
**<*oibre de bien la quiera honradamente.
"-*• Con toda mi alma la quiero yo.
**— Pues buena tonta será ella si te deja escapar.
—• ¿Tú dejarías ir de la mano un cariño como el mí<
sincero, puro, hondísimo .. ?
•— iHijo, qué serio te pones! .. Yo... ¿qué quieres qi
te diga? Esas preguntas no se pueden contestar con acieH
hasta que le llega a una el caso.
•*~-No te pongas colorada, mujer...
— ¡Me da una rabia! Por nada ya se me está subiendo
pavo.
— Coptetta.
52 ALMANAQUE ROSA

—' Pero, ¿a qué quieres que conteste? — se defendió toda


confusa Pilar Cadierno.
— Ponte en el caso de la mujer a quien yo quiero y dime:
¿me rechazarías?
— No: yo no te rechazaría — confesó noblemente la
muchacha, venciendo su confusión.
Enrique Montesinos no demostró su emoción con ningún
acto externo. Tenía muy disciplinados los nervios. Ni contestó
tampoco con palabras a la declaración de Pilarita, pero incli-
nando la cabeza cogió las lindas manos de la joven, que un
rato antes jugaban a alcanzar las flores de Borneo, y las besó.
Pero no en el dorso, con beso protocolario y ceremonioso,
sino en las palmas, que se habían quedado súbitamente frías.
— ¡Enrique! ¿Por qué haces esto? —protestó ella, re-
tirando prestamente las manos.
— Porque eres tú la mujer a quien quiero con toda mi
alma y te agradezco que no me rechaces — contestó sonrien-
do Montesinos.
— ¡Pero esto es una traición! — bromeó ella.
— En amor todos los medios son lícitos. No sé quién lo
dijo, pero debía entender el asunto un rato largo. Y ahora
no te puedes volver atrás. Has confesado que no me recha-
zarías.
— Y ahora, en castigo, debía mandarte a paseo.
— ¡No, por Dios! ¿No sabes que yo te quiero con locura?
Mira que has despertado en mí un sentimiento nuevo que tor-
tura y trastorna. Yo no conocía verdaderamente la vida hasta
que me ha llenado el alma esta cosa grande y dulce que siento
por ti. Dime una palabra; una sola... ¡una limosnita de cariño
para este pobrecito que se muere de sed de amor!
Montesinos, esperaba en vano la respuesta.
— Pilar... ¿no me dices nada?
— ¿Y qué quieres que te diga, si yo no sé lo que es amor?
— ¿Que qué es amor,,. ?
Iba a contestar con un discurso sobre tan sugestivo tema,
cuando Dieguico, conduciendo sus dos muías uncidas al
arado por en medio de la polvorienta boquera, saludó al
pasar con un alegre:
LIMOSNITA DE CARIÑO 53

— Güeñas tardes, señorito don Enrique y la compaña.


— ¡Anda con Dios!
Y entonó en seguida, con admirable entonación, una
copleja popular que decía así:
Princesas y emperatrices
por ti despreciara yo,
que tú sálica, solica,
reinas en mi corazón.
La copla resonó suave en la anchura del llano... La cam-
panita de Lumbreta tocó el Ángelus y su tañido vibrador y
musical repercutió en los cabezos como un canto de paz y de
ventura.
— Reza la oración — dijo Enrique Montesinos. .
YPilarita, cogiéndole de la mano, murmuró:
— ¡De rodillas para que la Virgen de la Guía nos bendiga
y nos baga muy felices!
— Sí, de rodillas para que tu limosnita de cariño se con-
vierta en santa bendición.
Y postrados de hinojos sobre la húmeda arena del andén,
con la voz temblorosa y los ojos nublados de emoción, rezaron
lentamente la plegaria mientras en el confín de la llanura
se extinguían los ecos de la campanita y la noche extendía
su manto misterioso sobre los caseríos y las haciendas.

RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ


CUENTO JUDÍO... Y DE JUDÍAS POR RIERA

L«TÍ compró un saldo de judías co- Después de engullir siete platos, cl


ctdtty, satisfecho de su espíritu comer- pobre hombre estaba ya próximo al es-
cial, se dispuso a darse uu atracón. tallido, pero... tirar las judías, ¡eso nun-
ca!... Haría un esfuerzo.

Y |Mra «stlanlarse, se sirvió sn tUtl- Y yaya si se las acabó, pero luejto...


ma copa de «Ame, diciéndose: L«TÍ, si •acló de nuevo la copa en la botella, di-
M acabM las judia*, la copa es tuya. ciendo: iQuó tonto eres, Levil ¡Cómo te
has dejado engafiar!
CREPÚSCULO
(Estampa bíblica)

A los setenta años. Dina era la más simpática vicjcci


de toda la .comarca. Los surcos y arrugas de su marchita pú
rosa de otoño;deshojada, trazaban en su rostro esas suav
líneas que demuestran que un corazón no tiene maldad. L
ojos negros denotaban todavía agudeza, alegría, despierto
claro entendimiento. Cojeaba durante el invierno y se ayuda]
apoyándose en recio y vigoroso cayado. La llegada de la pi
mavera era como inyección de vitalidad en su sereno ánim
se la veía más joven.
No era rica, pero jamás careció de lo necesario. Su m
rido, Gersam, había sido trabajador y económico y sus hij
legalizaban en ver quién daría a la madre el mejor pan.
Wado de carne más delicado, la fruta más sabrosa. P
esto. Dina, no pasaba privaciones. Todo lo contrario, d:
frutaba de mil satisfacciones pequeñas, pero fortalecedor
So esposo había muerto hacía diez años, cargado de fa
Sa» y achaques. También, el Señor, le había quitado dos hij
como dos soles a los cuales idolatraba, y aunque su rostro
volvió serio al embate de la adversidad, no perdió la paz '
solo momento. Los surcos y arrugas de su marchita piel i
guían conservando las suaves líneas del buen corazón, porq
56 ALMANAQUE ROSA

en sus desgracias tuvo la fortaleza de recibirlas con ánimo


religioso y razonable. Tenía la costumbre de decir:
— Me encontraría como una extranjera en el otro mundo,
sí tuviese que dejar en éste a todos mis seres más queridos...
Ahora, ya me puedo alegrar pensando en los que me acogerán
allá cuando llegue mi hora.
Había tenido algunas veces debilidades y flaquezas, la
carga natural de las personas; pero las había expiado lo mejor
que pudo con sacrificios y penitencias. Nadie tenía derecho a
echarle en cara una acusación concreta y formal, de suerte que
todas la llamaban "Dina, la buena vieja", para distinguirla
de jias hijas y nietas que llevaban su mismo nombre.
Nunca, ni ahora en su vejez, comía el pan ociosamente.
I Ni pensarlo!... Así, desde que la hebra del delgado lino no
salía fina y regular entre sus torpes y temblorosos dedos, hi-
laba la lana más grosera en bastos y grandes ovillos. Limpiaba
las lentejas y las habichuelas apartando la paja y los terruznos
con toda minuciosidad, y recogía en los campos las espigas
que la ley mandaba dejar para los pobres. Tan laboriosa era
que por mucho que le dolieran sus espaldas no descansaba
antes de tener la necesaria ración.
Aun se conservó buena durante veinte años, sin ser una
carga para nadie; antes bien fué consuelo y rayo de luz para
los suyos. Pero la muerte, que parecía olvidarse de ella, le
quitó a todos sus hijos. Perdió también sus nietos, por enfer-
medad unos, por accidente otros. Uno de ellos fué víctima de
la venganza de Herodes, por haberlo llamado públicamente
esclavo de Roma y libertino.
Toda la familia tuvo que huir fuera del alcance del rey.
Sólo una biznieta de Dina, la joven Melka, que acababa de
desposarse con Elias, se quedó en el pueblo donde trabajaba
como simple jornalero mientras esperaba la herencia cuan-
tiosa de un pariente rico llamado Aram.
Desde entonces, vivía la ancianita en casa del joven ma-
trimonio... Sus ojos se habían nublado mucho de poco
tiempo acá y necesitaba siempre del cayado, aun en el verano,
tan pródigo en luz y claridad. Sin embargo, sus labios no
proferían la más mínima queja.
CREPÚSCULO 57

— He llegado casi al término de mi vida - - solía decir.


— Todo lo malo está detrás de mí. Lo que viene ahora no
puede ser sino el descanso.
Triste equivocación, pues su carga en este mundo no era
todavía bastante pesada.
Saúl, un "primo de Elias, contaba también con la heren-
cia de Aram y se enemistó por su posesión con el esposo de
Melka, y una nuañana encontraron a Elias asesinado. Pocos
días después la viuda dio a luz una hermosa niña, con tan
mala suerte que dejó huérfana a la recién nacida.
Dina había acogido cuatro generaciones con alegría ma-
ternal. Esta vez eran distintos los sentimientos que tenía al in-
clinar su arrugado rostro sobre la infeliz criatura. Examinaba
con ansia si algún indicio de enfermedad anunciaba una muerte
próxima, pero la niña demostraba tener salud y ganas de
vivir. La pobre mujer se (^edó preocupadísima... ¿Qué
sería de esta inocente si ella moría?
Aram no quiso saber nada de la criaturita. Culpaba al
padre de lo acontecido. Saúl, a quien la voz pública designaba
como asesino sin poder dar pruebas de sus afirmaciones, no
se encargaría de educar ni sostener a la hija de su víctima.
Todos los demás individuos de la familia vivían dispersos
en Grecia y en Egipto, y un mensaje no les llegaría a tiempo,
tal vez.
Los escasos ahorros se agotaron rápidamente. Sin duda,
los ancianos se juntarían en Consejo para impedir que esta
recién nacida hija de Abraham muriese de hambre. Pero el
pan no lo es todo, ¿Quién daría al corazón de la inocente el
calor del cariño, y a su alma la luz?
Dina no se preocupaba de su propia vida. Le bastaría una
piedra del camino para descansar la cabeza sobre ella cuando
llegase su último sueño. Si durante casi un siglo el Señor
^abía tenido cuidado de ella, lo seguiría teniendo hasta el fin.
I Hermosa esperanza!
Al llegar a este punto de sus reflexiones, se tranquili-
zaba un poco. Si a ella, débil y pecadora, le había sido dado
el socorro divino, tampoco a la niña le sería negado el ce-
lestial favor. ¿Pero en qué forma vendría?
68 ALMANAQUE ROSA

La preocupación gastaba sus escasas fuerzas. Ahora, en-


vejecía más en unos días que antes en un lustro. Sus brazos
temblones y sarmentosos apenas podían sostener a la cria-
tura; sus fuerzas intelectuales se iban apagando y apenas le
bastaban para lo que necesitaba entonces. Se sentía volver a
la infancia a toda prisa. ¿A quien pedir auxilio? ¿A quién
implorar ayuda?...
Conocía a alguien, sí; pero no estaba en «1 pueblo.
Era aquel Jesús Nazareno, que poseía más sabiduría en
los años de su juventud que diez ancianos juntos y cuya
bondad extraordinaria nunca dejaba de socorrer a nadie. Si
atuviera, no se preocuparía ella.

Vino como llamado y atraído por su necesidad.


El hijo de la vecina, que llegó retrasado aquella tarde
para ordeñar la cabra de Dina, se lo anunció a la anciana.
— Está sentado entre la huerta y la fuente, como el año
pasado. Y toda la gente, grandes y pequeños, están alrededor
de El.
Dina hizo un grande esfuerzo para tomar una decisión.
-— Dilc a tu madre que venga a ayudarme como medía
hora.
Acudió la vecina, bañó y dio leche a la criatura, mientras
Dina se lavaba con todo esmero. Después ayudó a la viejecita,
«quien la emoción volvía más torpe en sus movimientos, a
é%tír el mejor traje de gala. No tenía Dina mucho camino
que andar, pero le era. imposible llevar a la niña en brazos,
^ties necesitaba de ambas manos para servirse del cayado. La
Tecia|i tenía otros quehaceres ineludibles y no la podía acom-
pañar* por lo cual decidió atar a la pequeñuela al cuello de
la abuela con un paño fino.
Despacito, con heroico esfuerzo. Dina atravesó las calles.
Estaban totalmente desiertas, doradas por el sol de la tarde
cuya claridad atenuaban los largos brazos de las palmeras.
Todos, todos lo» vecinos dejaron el pueblo a solas, y entre la
huerta y la fuente se encontraban reunidos junto al Maestro,
CREPÚSCULO 69

formando en torno de él un amplío corro. Allí estaban los


corazones dóciles y los corazones rebeldes. La admiración, la
curiosidad, la piedad, el espíritu de contradicción, animaban
a la muchedumbre. Acababa de levantarse curado un para-
lítico. Todos estaban bajo la impresión del acontecimiento.
La fe y la incredulidad llegaron al más alto grado de exci-
tación aunque predominaba la fe. Como no era sábado, no| se
podía murmurar del milagro. ,
Se hizo un largo silencio y durante él, el Maestro levantó
la voz para hablar a los reunidos de la providencia paternal
del Señor.
En este instante llegó Dina, titubeando, temblándole los
pies, apoyándose con dificultad en su alto cayado, débil y
extenuada casi. Buscó paso entre la muchedumbre y todos los
ojos se volvieron para ver a la intrusa.
Nathan, individuo dado a la malevolencia, con intencio-
nes de víbora, gruñó rabioso contra el Señor:
— ¿Qué quiere la vieja? ¿Deshacerse de las muletas y tal
vez también de las arrugas?
l,a anciana ni siquiera le oyó. Avanzaba 'difícilmente,
débilmente, en dirección al Señor, que ñjó sobre ella sus ojos
bondadosos.
— ¿Qué quieres de mí?
Su trabajosa respiración no le permitía contestar y, tem-
blándole los dedos, procuró desatar a la niña del paño que
la sujetaba a su cuello. Tuvo que ayudarla otra mujer. Etes-
pués, sencillamente, puso a la criatura sobre las rodillas del
Maestro sin hablar una sílaba. No eran precisas las palabraf,
pues todos entendían aquel lenguaje.
Melka había despertado y lloraba. Jesús, delicadamente,
puso la mano sobre la enrojecida cabecita de la nena. Nathan,
murmuró con ironía:
— De verdad que está muy bien. Debía contentarse siem-
pre cuidando a niños de pecho cii lugar de pretender explicar
las Escrituras.
Los demás espectadores estaban conmovidos hasta tat
punto que les saltaba de los ojos alguna lágrima, miseria
humana que hasta entonces casi habían notado. Los máa
60 ALMANAQUE ROSA

ancianos, que conocieron en sus primeros años a Dina como


a madre de una generación floreciente y sana, sabían muy
bien a que extremo llegó en su soledad y su desgracia, y cier-
tamente ninguno de ellos le hubiera cerrado la mano. Ahora
notaban todos cuan acabada y consumida estaba la pobrccita.
La compasión con ella era fácil porque ya no imponía cargas
duraderas, pero la criatura...
Todos procuraban leer en el rostro del Maestro.
Melka se había adormecido al dulce calor de sus caricias.
Un instante aun, los ojos del Señor iban de la abuela a la
nietecita y de la nietecita a la abuela, que se apoyaba tem-
blando contra sus rodillas. Levantándolos después para diri-
girlos como dos luceros al círculo de los presentes, dijoles:
— Quien recibe a uno dé'esos pequeñuelfis, me recibe a mí.
"Está bien, pero yo me abstendré", pensó Nathan.
Esra, el Publicano, se disculpó a sus propios ojos dicién-
dose para su capote:
"El consejo de los ancianos no permitiría que entrase la
lúña en casa de un pecador."
Kctura, esposa de Misael, vio que sería buena ocasión de
aumentar su fama de bienhechora de la comunidad. ¡Lástima
que los ojos de su marido huyeran de los de ella, pues, sin su
consentimiento, no se atrevía a nada!
Labán, al contrario, imploraba a su mujer con los ojos
muy fijos:
— Ábrele tu corazón; cógela en lugar de nuestro hijo.
Pero a la madre le parecía un robo hecho a su pequeñito
muerto.
Phanuel, pensaba:
"Soy viejo y mi corazón se niega muchas veces a prestar
servicios. Tal vez me iré de este mundo antes que Dina..."
Marta, madre de cinco hijas casadas, movió la cabeza:
— Niños pequeños, pequeñas preocupaciones también..
Sé demasiado lo que viene después. Cuando el Señor nos
impone semejante carga, bien está, pero sería una locura
buscarla.
Sara suspiró:
• -— {Nunca, jamás! Ya una vez crié a un pequcñuelo con
CREPÚSCULO 61

todo el amor de mis entrañas . Después vinieron los que


tenían derechos sobre él y me lo quitaron. Ahora apenas si
me conoce... ¡Nunca, nunca más!
El corazón de Myríam latía, diciendo:
— Si estuviese jasada ya, queriéndolo mi marido, la
tomaría, puesto que el Maestro lo estima como un favor
hecho 3 El.
— Tal vez sería buen negocio — calculaba Leví. — Los
nietos de Dina no son tan pobres como algunos se piensan, y
más tarde o más temprano volverán a venir...
Pausadamente, la mirada del Maestro seguía de uno a
otro. Leía en las almas la falta de confianza, el ansia de ganar
o de brillar, el egoísmo, la voluntad buena, pero débil, la
verdadera imposibilidad, y sabía perfectamente a quién el
sacrificio le sería pequeño ahora, pero oneroso más tarde.

La muchedumbre era riumcrosa y muy diversa la suerte


futura de su protegida según la decisión que tomara...
En las últimas hileras se encontraban Eleazar y Ruth con
sus nueve hijos. Habían hecho algunas leguas de camino para
agradecer al Señor la curación de un hijo que tuvieron muy
enfermito.
Este Eleazar hizo una señal de asentimiento a su mujer
y ella, con semblante alegre y feliz, fué adelantando hasta
que llegó delante de Jesús, ante el cual se inclinó muy re-
verente:
— Maestro, nunca nos ha faltado la harina o el aceite
en la tinaja y sobre nuestro rebaño está la bendición del
Señor. Mí hijo menor ya anda y su cuna está vacía. Nuestros
hijos mayores están acostumbrados a ver venir a un her-
manito cada año y no lo extrañarán. ¿Quieres confiármela?
La mirada de Jesús se había fijado sobre Ruth. Agudeza,
actividad incansable, entendimiento y un corazón que la
ttiatemidad había engrandecido. Tal era la mtijer. Eleazar,
su esposo, no era jamigo de palabras, pero a manso,^ fuerte y
bueno no le ganaba nadie...
62 ALMANAQUE ROSA

Una sonrisa iluminó el grave rostro del Maestro. Cogió


la criatura y se la puso a Ruth en los brazos.
— En vuestro último día bendeciréis aún esta hora.
Pasó entre la muchedumbre un murmullo de aproba-
ción. Ahora que ya no había peligro, muchos se declaraban
dispuestos a recoger a la huérfana.
El Maestro se dirigió a Dina y la dijo:
— Confiaste en mí y no será malograda tu confianza.
Ve en paz.
La anciana buscó con sus manos temblorosas la orla del
manto del Señor, besóla reverentemente y se volvió para
irse. Entonces, Eleazar, la cogió del brazo para ayudarla en
su camino:
— Es mejor qué vengas adonde va tu nieta. Nosotros ya
no tenemos padres. No te faltará lo preciso.
Y así la larga jornada de Dina acabó en dulce crepúsculo.

RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ

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— "Bon día", Pepa. , '


— ¡Qué madrugadora, Pepa'
— A ver si dejas la calle como uni espejo.
Todos los que pasaban por allí le dirigían su saludo lleno
de esa familiaridad y esa confianza del trato continuo que
tiene la vida de la aldea.
— ¡Qué matinera, Pepa!
•— Esto quiere temprano, tío Mascro — contestaba. —
Luego hace calor.
Todas las mañanas se repetía la escena; apenas el resplan-
dor de la aurora con sus transparencias de oro y plata iba
alejando de las campiñas el triste capuz de las Sombras, se
destacaban los perfiles de le» ingentes peñascales y se distin-
guían bien los pedruscos incrustados en, el suelo. Entonces,
al recibir la fresca taricia de la brisa que por los portillos
del Levante enviaba el mar y a lía luz rosa y naranja de la
salida del sol, rociada la calle de cabo a cabo con la rega-
dera, el escobón de Pepa Tona se deslizaba por las incrusta-
ciones de piedra de la rúa y dejaba a ésta más brillante que
los esmaltes y azulejos de la cocina. Otras vecinas seguían
su cotidiano ejemplo. Y así, todos los días, todas las maña-
nas claras y magnificentes del estío en que era preciso relu-
cir y escobar, porque todos los días pasaban los pastores y
todas las noches, al transportar la paja de las eras a los pa-
lores, caían briznas y tamo en largos y serpenteantes regueros.
Al resplandor matinal, la grata fragancia de las campi-
ñas se amalgamaba con el olor del suelo mojado.
— "Bon día", Pepa. ¡Qué faenera eres!
—y "Bon día", tío Bollo, ¡qué se ha de hacer! Hay que
trabajar temprano en este tiempo.
64 ALMANAQUE ROSA

Todos los que pasaban habían de decirle algo a la bon-


dadosa y faenera Pepa cuando barría en las horas rientes
del amanecer, cuando, sentada en su silla de esparto, remen-
daba las camisas viejas, pelaba pfatatas para el yantar o pei-
naba a sus inquietos chiquillos. Todos la dedicaban una pa-
labra, un saludo, una alegre y sesuda "dotoría"... Los ve-
cinos del lugar, los picaros jovenzuelos que acarreaban paja,
los viajeros que venían de Famorca o Castells, los pastores
que iban a los yermos del Llombey con los hatos de cabras,
todos, todos... Y cuando no eran ellos los que rompían el
silencio, turbábalo ella con sus apacibles interrogares.
— ¿De dónde viene, tía Pascuala?
—' Mira, de la Viña Vieja vengo. Tenía unos meloco-
tones maduricos y me dije: antes que me los zampen los ga-
tos ác veinte uñas me voy a por ellos. A quien madruga
Dios le ayuda.
— Ay sí, tiene usted razón. De los adelantados es el
Cielo.
Más tarde pasaba otro y se repetía el interrogatorio.
— ¡Hola, tío Mercgildo, qué "matiner"!
— Mira, ya vengo del Blanquinal, de coger hierba.
— Ay, sí; ya decía yo que vendría usted de allí. Me lo
he figurado.
Muchas veces solía pasar el tío Recordi con serones de
carbón y se enredaban en larguísimo diálogo.
-— "Bon día", Pepa. ;Ya has almorzado?
— Aun no, tío Quico. ¿Quiere pasar y sentarse? Le
daré de almorzar si quiere.
— Gracias, Pepa. Me voy a Famorca ya, que estoy muy
enfadado. Esto no puede ser; la vida está imposible y tiene
que vender uno el carbón de carrasca al precio de la leña.
— Eso digo yo, que aun lo vende barato.
— El caso es — dice el tío Recordi — que las "prcso-
nas" tampoco lo pueden pagar más caro.
— Ay, sí, también lo digo yo. Las pobres personas que
lo han de comprar no pueden pagarlo más card.
Nunca quita la razón a nadie la faenera Pepa Tona.
Como un reloj que repitiera horas y cuartos, rubricaba el
CARA Y CRUZ 65

parecer de todos con su conformidad y aprobación. ¿Con-


troversias, disputas, polémicas, contrariedades con Pepa To-
na? Eso no podía ser. Ella, lo mismo al barrer la calle cuando
apuntaba la aurora, que al remendar calzones o coger oli-
vas, con todos hablaba y con todos vivía, pacífica y quie-
tamente, practicando sin variación su acertada y saludable
fórmula:
— Ay, sí: tiene usted razón. Ya decía yo que eso era
como usted dice.
Una tarde pasó el tío Magre echando por los ojos chispas
de cólera cuando ella cosía ante su puerta unas chambras de
otomán.
— ¿Qué le pasa, tío Angelino?
— Na... Ese Chimo que es un "profitós" y quiere tri-
llar antes que yo sin haber ayudado en nada.
— Ay, sí, tiene usted toda la razón. Eso es; ya decía yo
que el que no ayuda a preparar la era debe ser siempre de
los últimos.
Un poco más tarde pasó por allí el tío Chimo de quien
acababa de quejarse el tío Angelino por egoistón y judío.
— ¿Adonde va, tío Chimo? No sé cómo lo veo.
— Cuestiones, Pepa. Por culpa de ese Magre, que no
quiere que trille yo mañana, siendo mía la tanda. ¿Que
manda el?
— Ay, sí, eso digo yo... ¿que manda él? Ganas de cues-
tiones, tío Chimo.
El tío Angelino y el tío Chimo apoyados por la Pepa
separadamente y a la espalda, viven bien con ella y aun la
idolatran ignorando que al apoyar la pretensión de uno
combatía la del otro. Claro está que sin calor de ningu-
na clase. ' • ( ':::if:"^
I
Una mañana había gran movimiento en el cuartel de
la Guardia Civil porque iba a visitarlo el Capitán que desde
qiíe tomara el mando de la compañía era la primera visita'
que realizaba.
Con el parpadeo de los luceros y el prístino resplan-
dor del alba, roció Pepa su calle hasta empaparla como un
«6 ALMANAQUE ROSA

tablar de huerta, afanosa de que dijeran que su portalada


eni la mejor, la más limpia y luciente. Las demás mujeres
movían también sus escobas en acompasado ritmo, arras-
trando los regueros de paja y las "cagarrutas" de las ovejas.
Al pasar el bizarro militar, erguido y tieso, luciendo sus Ic-
guis charolados y sus tres estrellas, todas se quedaron sus-
pensas y asombradas.
— Qiica, qué hombre más risueño y más guapo.
— Ay, sí: eso digo yo, que es muy guapo — contesta
la Pepa.
Poco después acertó a pasar la mujer de un "civil" piz-
pireta, diplomática, bonachona y servicial. Pepa le preguntó;
— Oiga, señora Vicenta: ¿cómo es este señor Capitán?
— Mujer, yo creo que es una buena persona.
— Ay, sí: eso mismo le decía yo a la tía Pascualeta, pues
en el caminar se lo he conocido.
Siempre, pues, estaba de acuerdo con las opiniones de
los demás: en el reino maravilloso y sosegado de la armonía.
Lodia y Claudio Juan, enamorados hasta el cogote des-
de que sus corazones nacieron al amor y se abrieron los be-
llos capullos del sentir a la vida afectiva, empujados por el
vendaval de un ciclón repentincí se apartaron de sí en fuerte
y descomunal pelea. Los dos se ensombrecieron de tristeza y
sellaron sus rostros de hosquedad y amargura.
— iPues, chica! ¿Qué ha sido eso?
— Poca sustancia, tía Pepa: ese Claudio Juan que por
un mosquito que me pique se pone como un basilisco.
— Ay, sí, ya lo decía yo que parecía muy celoso. Yo de
ti, Lodia, me pondría en mi p¡uesto, siendo mía la razón.
Pronto la tía Pascualeta, que era el ordenanza del telé-
grafo de la murmuración, le llevó el parte a Claudio Juan.
Y al otro día éste pasó por el pórtico de la casa de Pepa
Tona, bien tempranito, cuando ella escobaba los pedmscos.
— ¿Que tienes, Claudio Juan? Te veo alitrancado... ¿Es
que tienes desgana?
— Disgustos, Pepa, disgustos.
— ¿Qué te pasa, si es que se puede saber?
CARA Y CRUZ 67

— Esa Lodia que me lleva perdido. ¿Pues no dice la i


tonta que no quiere hacer las paces? Y todo fué porque es
una mal pensada.
— Ay, sí: eso digo yo, que Lodia es mal pensada y que
tú tienes la razón. Yo de ti me pondría en mi sitio.
— Entonces, ¿cómo es que ayer se la daba a ella?
— ¿Yo? ¿Que yo le daba la razón a ella? — exclamó
Pepa, puesta en jarras y con unj palmo de lengua fuera.
— Sí: usted le decía que yo era celoso.
— ¿Yo? — repite la mujer con estupor. ¿Eso be dicho
yo? jAy la soplona, la recadera del chápiro, la... ¿Que yo
he dicho eso?
A pesar de los aspavientos no le valieron coplas a la
Pepa, pues el súbito pavo que se le subió a las mejillas la
delató elocuentemente. Fué la única vez que Pepa se salió
de sus casillas convenciéndose de que la razón no puede dar-
se a todos, que tiene dos caras distintas, cara y cruz, como
las monedas, y que el juego cómodo, sencillo y barato de
glosar los actos ajenos sin ton ni son, alguna vez suele tener
sus quiebras.
RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ

11-8-1928.
—Eite mes no has querido darme el gusto de ser
•1 primero en la clase.
—Verás, pap<. He pensado eo que tuviera esa ale- —Le aseguro, caballero, que esa gorra le está •
Uria otro papá. pelo.

/
/
UNA DUDA HORRIBLE
-¿Qué ha sido alfin?¿Soy padre » madre?
EL COLLAR DE PERLAS
Ilustraciones de J. Riu

I
Todas las ilusiones de Lola Miravalles estaban concentra-
das, desde hacía tiempo, en la posesión de aquel hilo de" perlas
que como sueño, fantasía o capricho de un artífice mago, ofre-
cía sus maravillosos destellos entre el regio esplendor del es-
caparate de Ansorena.
Seguramente sus amigas habían de envidiarla cuando lo
luciera, tanto por la fabulosa cuantía de su precio, como por
el mérito de su legítimo oriente. ¡Qué gozo sentía la opulenta
niarquesa de Miravalles al pensar en aquel deslumbramiento
de la reunión, y aquellas miradas de admiración y envidia!
Sus perlas, ya famosas, se acrecentaron con el nuevo hilo de
espléndidos globos de luz, lechosos y nacarados. Las perlas
de la Miravalles tenían fama. Eran la admiración de las da-
nias y el anzuelo de los caballeros que, como magnetizados por
un encantamiento embrujador, iio apartaban los ojos del cue-
70 ALMANAQUE ROSA

Uo escultural de la marquesa. [Cuántas veces, en momentos


de apuro 7 tentación, amenazaron la tranquilidad de las res-
plandecientes perlas, pensamientos codiciosos, ideas de robo
o de crimen...!
Lola Miravalles, poseída de regocijo, movía los estuches
dé su vitrina abriéndolos y, cerrándolos, orguUosa de los teso-
ros que encerraba el magnífico mueble. Diamantes, esmeral-
das, topacios, turquesas, filigranas de joyería sobre monturas
de oro y platino... Mas, por encima de aquel capitalazo que
en admirables y valiosísimas alhajas, aparecía, con singulares
méritos, el fabuloso tesoro de las perlas, que la caprichosa
constancia de su familia almacenó y que envidiarían quizá
muchas reinas y muchas emperatrices. Habíalas de rodos los
tamaños: pequcñitas como aljófares o gotas de rocío, media-
nitas, grandes, formando larguísimas sartas y engarzadas tam-
bién en encajes y abalorios de época, cuajando de destellos
las randas y loa canesús de viejas marquesas y los amplios con-
tornos de rancios miriñaques. ¡Con qué orgullo contemplaba
Lola sus collares y sus joyas célebres en todo Madrid! Por eso
se reía al admirar entre los diamantes y las esmeraldas de la
vitrina aquella alhaja de soberbio valor que tantas avaricias
despertara en su trono del escaparate de Ansorena con la des-
lumbradora claridad de su oriente, de espléndido y colosal
tamaño, hecho adrede para adornar el augusto cuello de al-
guna reina.
En el lecho de seda y terciopelo que la garganta de la
Miravalles le ofrecería, había de adquirir aquel hilo de ilusión
regios encantos de maravilla. ¡Cómo la envidiarían sus ami-
gas una vez más, al estrenarlo aquella noche, y qué ojos de
admiración pondrían algunos almibarados y gentiles caba-
lleros!
Con el gozo de estos y otros semejantes pensamientos,
abría y cerraba los estuches, contando las horas que faltaban
para la fiesta que aquella noche tenia que dar el embajador de
h Argentina.
EL COLLAR DE PERLAS 71

II
AI terminar la fiesta y desaparecer el último invitado, la
marquesa de Miravallcs dio rienda suelta al disgusto que la
contristaba. Deslumbradora, guapa, elegantísima, ostentando
el maravilloso collar, sueño y desvelo de tantas locas cabed-
tas jóvenes, protestaba contra la necedad y la envidia del
mundo. ¡Ella que creía dcslumbrar a todos ..! No, no lo
había logrado... Oyó a su alrededor palabraá despectivas,
hasta viles calumnias dirigidas a los inocentes granos de luz
que el inar ofreciera para su encanto y gala. Claro está que
era la envidia, con su afilada lengua, quien destruía su ilusión;
ppro, envidia y todo... ¿valía la pena para experimentar un
desencanto así, gastarse miles y miles de duros, más provecho-
sos si los hubiese empleado en otras cosas?
Era muy efímero aquel castillo de ilusión... Embellecerse
para deslumhrar unos instantes era mérito pasajero. El alma
humana, ansiosa siempre de nuevos goces, sentires y bellezas,
¿merecía la preocupación de que le ofreciesen espectáculos a.
costa de grandes sacrificios, para recoger una cosecha de hastío
y desilusiones? ¿Había en aquel afán algo espiritual que atase
con lazos de irrompible permanencia?
La marquesa de Miravalles paladeaba la hiél de unos co-
mentarios desdeñosos, cogidos por casualidad. Aunque eran
el explosivo de la envidia, ¿valía la pena ser dueña de una in-
mensa fortuna para recoger puyazos y desdenes?
Fué en el Gabinete Azul donde escuchó el diálogo de sus
"aejoreá amigas cuando la mortificaban sin rebozo.
— ¿Has visto a Lola? iQué afán tiene de deslumhramos
con su nuevo collar!'Es ridículo... Es de perlas muy grandes,
eso sí, pero evidentemente están muy nubladas.
— A mí no me parecen de Ceilán.
"— Hija, sí; tienen un brillo pálido.
La duquesa de Gorga intervino, diciendo:
— Es ridicula tanta ostentación ..
— ¿Dices tú que noi son auténticas?
— De ningún modo, Lucía; yo no digo tanto. Desde lúe-
72 ALMANAQUE ROSA

go me parecen reales, pero me parece una enormidad gastar


tanto dinero en un hilo...
Desde aquella noche, a Lola le fué entrando un asco in-
vencible hacia todo, principalmente hacia la amistad. La indi-
ferencia con que sus amigas acogieron al maravilloso collar
y el acíbar del diálogo que pescara, fueron heridas que la las-
timaron. Una idea buena, recogida en el campo de la fiesta,
tomó brío en su ánimo... ¿Valía la pena sacrificar una for-
tuna a la vanidad cuando tantas necesidades y miserias había
por el mundo? ¿No era mejor que amontonar alhajas en la
vitrina, emplear el dinero en obras qué favoreciesen a muchos?
Con lo que valía un collar, ¿no hubiese podido hacer miles
y miles de favores?
No podía dormirse la marquesa. Las preocupaciones la
persiguieron hasta altas horas de la madrugada. Afligida,
tomó de la mesilla de noche un periódico, tratando de apla-
car su nervosidad por medio de la lectura. Y leyendo como
al azar, tropezó con un artículo que la interesó vivamente
hasta sumergirla en un baño de serenidad cada vez que re-
leía sus principales puntos .. " ¿Es posible — decía — que
con tantísimo dincroi como hay empleado en "autos", per-
las, saraos, festines, reuniones, no haya quien se preocupe
de los pobres, adquiriendo con el amor al prójimo una mag-
nífica dehesa en los Campos de la Eternidad? Con lo que
cuesta un collar de perlas se costearía durante muchos años
una hermosa escuela para niños..."
Lola Miravalles releyó varias veces los lógicos clamores
ddl articulista y, sintiendo en el fondo de su alma una inten-
sa revolución, vio penetrar los rayos de la aurora en su apo-
sento mientras su cabeza se movía inquieta sobre la almohada.
¡Cómo resonaban en su corazón aquellos recios aldabona-
zos!... "Con lo que cuesta un collar de perlas se podía hacer
felices a innumerables seres, educar a cientos de niños, alimen-
tar muchos hambrientos,! acometer grandes obras benéficas.. "
I Qué verdad tan grande! Con un puñado de pesetas, que nada
significan en la cuenta corriente de los ricos, restadas a la orgía
o al festín, ¡qué pasos tan firmes y seguros se darían por el
camino de la paz social!
EL COLLAR DE PERLAS Tó
74 ALMANAQUE ROSA

El gusanillo de aquellas ideas fué royendo en la entraña


de Lola Miravallcs, y hasta qué no floreció en el rosal de su
alma el noble propósito de seguir la bella senda que trazaba
el escritor generoso, desprendiéndose de una mínima parte de
lo que tiraba sin ton ni son,- no pudo pegar un momento las
claras y azules pupilas... En alas de la buena idea durmió por
fin unas horas, y cuando se abrieron los sedosos párpados te-
nían tal expresión de paz y regocijo, que se sentía contentí-
sima y feliz. Sí: ella quería ser el socio capitalista de aquellos
negocios espirituales; ella quería adquirir una dehesa en los
Campos de la Eternidad: ella quería lucir, en vez de collares
de perlas, nubladas por el pecado del goce desmedido y la des-
preocupación del malestar social, las únicas joyas de inapre-
ciable mérito, de fino ly radiante oriente, de positivo perma-
nente y substancial valor: las joyas de la virtud que se adquie-
ren con el buen obrar y el constante sacrificio. Y decidida, sin
vacilar ni titubear, comenzó por desprenderse de la alhaja que
más había ambicionado: el collar de perlas. Y se la envió al
escritor que tanto la impresionara con su bello artículo, con
el encargo de que diera realidad a la empresa benéfica que cre-
yese más necesaria.
Desde entonces comenzó el éxodo de las joyas de la mar-
quesa hasta vaciar los ricos estuches de la vitrina... Esmeral-
das, topacios, rubíes, perlas y brillantes, fueron emigrando
del joyero en busca del desamparo, la miseria y la invalidez.
Y cuando alguna vez la de Miravalles asistía a las fiestas de
sociedad, se presentaba tan desnuda de joyas que llamó la
atención de sus amigas, que la bautizaron despectivamente lla-
mándola cursi, ridicula, excéntrica...
— ¡Qué rara te has vuelto, Lola! — dijóle un día la du-
q(Ux& de Gorga. — ¿Cómo es que no luces joyas?
— Es que las detesto, hija.
—- Mujer...
— Lo que te idigo. No quiero exponerlas a la murmura-
r
i* ción, y como tengo la aspiración de ser santa, las voy dando
para obras de caridad.
— ¿Estás loca?
— Creo que no...
EL COLLAR DE PERLAS 75

— ¿Y aquel collar tan hcnnoso?


— Fué el primer regalo que hice. A él tengo que agrade-
cerle la paz que ahora disfruto... Cuando supe que tenía tan
poco mérito, decidí cambiarlo por otro, y cada perla de este
nuevo collar, granos de bien para el prójimo, vale mucho
más que todas las perlas de aquel hilo.
La duquesa de Gorga bajó los ojos como confundida, pues
le vino a las mientes la despreciativa crítica de aquella vez.
Y la marquesa de Miravalles, más señora y más noble que
nunca, despertaba vivamente la admiración al sentirse elo-
giada por su conducta y al saberse adornada por los invisi-
bles collares que el agradecimiento de los favorecidos prendía
en su garganta, entre los cuales figuraban los parabienes de
legiones de niños y estudiosos muchachos que recibían de la,
dama espléndidas becas.
No fué baldío el llamamiento del escritor, porque el espí-
ritu sensible de esta mujer gozó la exquisita dulzura de los
placeres interiores, y al cambiar sus hilos de perlas por guir-
naldas de virtud, abría a su favor una cuenta corriente en el
Banco de la Eternidad y un seguro de vida en las mansiones
de la Bienaventuranza.

RAFAEL PÉREZ Y P É R E Z
^^ PROafION
DEL COI?PUS*

El jardín era verdaderamente un paraíso. Las acacias y


los tilos mezclaban sus flores formando, allá en lo alto, una
bóveda de variados colores. En sus airosas ramas, los pa-
jarillos entonaban armoniosos cantos xomo queriendo dar
con sus graciosos trinos la bienvenida a la hermosa prima-
vera. Bajo la alta galería cuyas columnas sujetaban en estre-
cho abrazo los odoríferos jazmines y las nacaradas englanti-
nas, la duquesa, muellemente recostada en una cómoda bu-
taca, pasa lentamente entre sus dedos las cuentas de un sen-
cillo rosario, insignificante por su mérito" artístico y por su
valor material, pero eriquecido tal vez con numerosas indul-
gencias. En el vestíbulo, el duque hojea con interés un grue-
so volumen, echando de cuando en cuando una ojeada al
exterior para fijar su mirada en su esposa, que continúa pa-
sando devotamente las cuentas de su rosario. A sus pies, so-
bre la mullida alfombra, duermen, en amor y compañía, el
famoso perro de Terranova y la tímida galguita inglesa.
La Naturaleza está en profunda calma. Sólo en el vestí-
bulo los dos canarios ensayan a dúo sus gorjeos. Nada turba
el reposo de aquella tarde primaveral. Los jardineros han
arreglado a sus pequeñines y han salido a merendar para ce-
lebrar en familia el día de fiesta. Solamente dos criados han
qtiedado en el palacio a las órdenes de los señores. Los pá-
LA PROCESIÓN I^EL CORPUS 77

jaros siguen cantando en las ramas; mas, de repente, cesan


en sus trinos para escuchar los sonidos de un piano que
oculta tras de sus sedas la cortina de una de las ventanas del
palacio. El duque sigue distraído en su lectura, pero la du-
quesa deja escapar de su pecho doloroso suspiro. La extraña
melodía brota bajo los dedos de su hijo, único heredero de
aquella ilustre casa, en quien han de recaer algún día todos
sus títulos y honores. El menor^ de cinco hijos habidos por
los duques en su venturoso matrimonio fué también el úni-
co que sobrevivió para consuelo de sus padres, que le aman
con loco cariño; el único vastago que había de perpetuar
el apellido. En él se cifraban todas las esperanzas, disfruta-
ba de las ventajas que suministran una gran fortuna y un
nombre ilustre y de los goces incomparables de un hogar di-
choso, dirigido por unos padres cristianísimos y, sin embargo,
Rodolfo... ¡no era feliz! Demasiado imprudente su padre
y, pérfidamente aconsejado, había separado al hijo del lado
de la madre.
— Es preciso que se haga hombre, que viaje, que se
instruya — le decían los amigos.
Y el incauto duque hizo tender el vuelo al pajarillo, de-
masiado inexperto aún para salir del nido.
Ocho años permaneció Rodolfo fuera de casa en las prin-
cipales capitales del mundo y en ellas aprendió, con su pri-
vilegiado talento, las artes y las ciencias. Aprendió idiomas,
que llegó a poseer con rara perfección y, deseando gozar jun-
to a sus padres de las delicias del hogar, emprendió el regreso
a su patria. Pocos ídías después su madre le estrechaba entre
sus brazos, pero... ¡en qué estado! No era ya su hijo adora-
do, el niño tímido y sumiso que recibió llorando su beso de
despedida... No: era el ateo, el impío que volvía con la
sonrisa del escepticismo en los labios y el corazón lacerado
y desgarrado por la pérdida de la fe. El buen padre maldijo
del instante fatal en que le obligó a abandonar la casa. La
madre lloró con lágrimas amargas la muerte moral de su hijo.
Rodolfo se instaló con sus padres en el campo despre-
ciando los placeres del mundo engañador. No creía en Dix»,
ni en el alma, ni en el amor. Era verdaderamente un hom-
78 ALMANAQUE ROSA

bre desgraciado. Rodolfo perseguía yin ideal: la felicidad. En


la vida presente, no la encontraba: él la había buscado y
no la halló aún. Y como no creía en la vida futura, el po-
bre joven, siempre triste, siempre melancólico, maldecía de
aquellas extrañas filosofías que al abrirle los ojos a la reali-
dad (según él decía) le habían mostrado el abismo profundo
a que iconducía la existencia. ¡Ah! cómo envidiaba él la sus
padres, que ajenos por completo a aquellas intrincadas teo-
rías vivían felices, creyendo conquistar con ayunos y oracio-
nes un mundo de felicidad eterna e incomprensible.
Rodolfo no se oponía a las prácticas piadosas de sus pa-
dres. Era partidario de la libertad personal y dejaba a cada
cual obrar según quisiere.
El joven permanecía horas enteras encerrado en su cuar-
í>.
^' to leyendo laberínticas filosofías. Cuando abandonaba los
f . libros para volver a la realidad de su vida, el desaliento se
í pintaba en BU semblante y en sus ojos aparecía de nuevo
I, la melancólica expresión. Entonces buscaba consuelo en la
'f música y dejaba oír aquellas extrañas melodías reveladoras
I del estado de su alma que hacían exhalar a la duquesa amar-
I.. gos suspiros. (Es tan doloroso para una madre ver un hijo
^ tan joven y tan desesperado! Los padres habían intentado
I varias veces atraer hacia Dios los pensamientos del hijo ado-
f, rado, pero Rodolfo dulcemente, sin quejas, respondía con
P amabilidad:
|. — E s inútil; déjenme ustedes. No creo, no tengo fe.
^ El padre suspiraba dolorosamente y sufría con resigna-
ción aquella tremenda prueba que consideraba como justa
expiación de su falta. La madre rogaba a Dios en silencio por
la conversión de su hijo.

II
t Las melodías se perdieron en los ecos de la tarde. Los
pájaros renovaron sus gorjeos y saltaron gozosos de rama eii
fama. Una joven apareció entonces en el dintel del vestíbulo.
Alcanzaría apenas los veinte años. Era alto, delgado y es-
___^ LA PROCESIÓN DEL CORPUS 79

belto. Sus facciones hermosísimas reflejaban dulzura. En su


frente espaciosa se ocultaba una imaginación ardiente y en
sus ojos se vislumbraban los destellos de la juventud, velados
por una sombra de melancólica tristeza. Sus cabellos casta-
ños y rizados, peinados con esmero, daban a su cabeza un
aspecto escultural. En sus ojos jugueteaba una sonrisa triste
y acababa de dar el sello de gravedad a su semblante el bozo
que apuntaba. Nadie al ver aquella cara seria y dulce hu-
biera sospechado que en la inteligencia de su dueño las som-
bras del error apagaban la luz de.la verdad. Iba vestido con
un traje claro de entretiempo, de irreprochable corte pari-
siense, que dibujaba fielmente sus esbeltas y graciosas formas
y en la mano sostenía el sombrero de paja, con estrecha cinta
negra.
Aquel joven era Rodolfo. ¿No era un dolor ver Sumido
en el error a aquel ser tan físicamente perfecto?
— ¿Vas a salir, Rodolfo?
— Sí, señor — contestó el joven con acento cariñoso.—•
He pensado que está la tarde muy hermosa para dar un paseo
a caballo.
— Sí, has pensado bien. Sí no fuera por las visitas que
esperamos, iría contigo...
— Lo mismo da — intervino la duquesa. Otro día irás.
Después, mirando a Rodolfo.
— No vengas tarde — dijo;— ya sabes que el relente te
perjudica mucho.
— Bien, volveré al oscurecer.
— Eso es.
— Hasta luego.
El joven se alejó, seguido del perro, que meneaba zala-
meramente la cola. Atravesó varias alamedas y tomó la vere-
da del paseo central. Al desembocar en él, sumido en sus
meditaciones, no advirtió la presencia de una persona extra-
ña. En dirección contraria a la suya avanzaban dos religio-
sas vestidas con el hábito de las Hermanítas de los Pobres.
Al ver al ensimismado joven una de ellas, la más joven,
avanzó hacia él y dijo con timidez:
— Buenas tardes, caballero...
80 ALMANAQUE ROSA

Rodolfo alzó vivamente la cabeza y con esa cortesía


instintiva que ciertos jóvenes guardan a la mujer, sea cuál
sea su condición y estado, se quitó el sombrero y dijo incli-
nándose:
— Buenas tardes, señora.
La Hcrmanita se sonrió afablemente y con cierto enco-
gimiento preguntó:
— ¿Haría usted el favor de decirme si es ésta la quinta
de la señora duquesa de Z?...
— Están ustedes en ella — contestó Rodolfo.
— ¿Y no sabe usted si se podrá ver a la señora? — inte
rrogó la otra religiosa más anciana.
— Para ustedes — dijo el joven con galantería — siem-
pte está de recibo. ¿Quieren hacer el favor de seguirme?
Lais Hermanitas no contestaron y siguieron a Rodolfo.
Como la avenida era larga el joven juzgó desairado pasar
todo el trayecto sin decir palabra y, con mucha cortesía, sin
permitir cubrirse, a pesar de haberle instado para ello las re-
ligiosas, empezó a decir:
— Supongo que vendrán ustedes de X...
— No, señor; venimos de mucho más lejos. Hemos sa-
lido esta mañana de Zaragoza y en la estación más próxima
nos hemos apeado del tren para venir hasta aquí.
— ¿Y han andado a pie un trayecto tan largo y tan
penoso?
— ¿Que quiere usted? ¡Cuando las cosas se hacen por Dios
y por los pobrecitos ancianos, nada se encuentra penoso —
contestó con mansedumbre la Hermanita.
-— Si después de tantos trabajos logramos recoger al-
guna limosna para nuestros viejos, todo lo damos por muy
bien empleado.
Rodolfo, a pesar de ser un incrédulo, jamás había senti-
do ese odio sectario contra frailes, curas y monjas. Sentía
compasión por ellos juzgándoles equivocados lastimosamen-
te, pero nada más. Así es que preguntó a la Hermanita con
acento cariñoso:
— ¿Tienen ustedes muchos ancianos?
— Ahora tenemos ciento treinta.
..llegó D i n a , t i t u b e a n d o . . . (Pág. 59)
LA PROCESIÓN DEL CORPUS 81

— ¿Y con qué medios cuentan para sostenerlos?


— Primero, con la ayuda dé Dios y después con la ca-
ridad de los buenos católicos.
— De modo que los mantienen de limosna.
— Sí, señor.
Rodolfo calló pensativo. Las religiosas divisaron a la du-
quesa paseando por la terraza y dijeron al joven:
— Ya vemos a la señora duquesa. No se moleste usted más
en acompañarnos.
— Ninguna molestia; seguiré basta allí.
— No, no: háganos el obsequio... ¡le estamos entrete-
niendo...
— Puesto que ustedes se empeñan...
— Si no fuera indiscreto el ofrecerle un recuerdo — dijo
la más anciana de las monjas...
Rodolfo se inclinó con respeto y la Hermanita puso en
su mano una medalla de la Milagrosa. El joven acogió la
medalla con una sonrisa bondadosa y la guardó en su ele-
gante cartera.
— Un millón de gracias — murmuró.
— Nosotras somos quienes se las hemos de dar. ¡Dios le
bendiga!
Las religiosas se alejaron y Rodolfo, sin desechar de su
mente la imagen de aquellos ancianos desvalidos, cuidados
por delicadas vírgenes, sumido en un mar de reflexiones, sa-
lió del jardín acompañado de su fiel Tílbaro, que meneaba
la cola sin parar.

III
El día había amanecido hermoso y despejado. Las flo-
res emanaban con más abundancia sus perfumes y los pája-
ros dejaban oír más armoniosos que nunca sus gorjeos como
para dar con sus cantos mayor esplendor a la hermosa fiesta
de la Eucaristía, al día del Santísimo Corpus Christi. Las ba-
terías de los castillos habían saludado la entrada del día con
las salvas de ordenanza, la calle fué barrida y cubierta de
murta y los balcones lucían vistosas colgaduras. Los duques
4
ALMANAQUE ROSA

se habían trasladado a X... en un lujoso lando. El duque ha-


bía sido invitado a llevar una vara del palio y la duquesa
debía abrir sus balcones a sus numerosas relaciones para con-
templar desde ellos el paso de la procesión. Una dulce emo-
ción, un presentimiento indescriptible se había apoderado del
corazón de la afligida madre. Aquella mañana, al recibir en
el oratorio de la quinta la sagrada comunión había murmu-
rado llorando:
— Dios mío, hoy que te humillas más que nunca que-
riendo visitar nuestras calles y bendecir con tu presencia nues-
tras casas, hoy que sales del templo a repartir tus gracias,
no me negarás la que te pido. ¡Jesús mío, no permitas queden
para él cerradas las puertas del Cielo!... ¡Concédeme la salva-
ción de su alma: su conversión!
Y al hacer la súplica había formado el propósito de lle-
var a Rodolfo a X..., hacerle contemplar desde los balcones
el paso de la procesión y, aunque no fuera más que por no
dar un escándalo, verle doblar la rodilla ante aquel Dios cu-
ya existencia negaba y descubrirse al paso del Augusto Sa-
cramento. ¡Hubiera sido ella tan feliz con un hijo piadoso
y creyente!
Cuando llegó la hora anunciada para la procesión, las
numerosas relaciones de los duques ocuparon los balcones.
La señora estaba también allí haciendo los honores. Rodolfo
entró en aquel momento en et salón. Saludó cortésmente a
los invitados y tras un cortes "con el permiso de ustedes",
dijo a su madre:
— Mamá, si usted no me necesita, me estaré en la biblio •
teca mientras dure la procesión.
— ¿Y qué tienes que hacer allí?
— Quisiera contestar algunas cartas.
— ¿Todo eso es?; también las puedes contestar mañana.
— Sí, pero...
— No me repliques. Es una descortesía volver la es-
leída de ese modo a los invitados. Es preciso que estes en
un balcón.
— Todo lo que usted quiera menos eso.
— ¿Pero, por qué criatura?
LA PROCESIÓN DEL CORPUS

— Porque al estar con esos señores habré de aparentar


lo que no siento y creer lo que no creo. Ninguna fe me me-
rece la fiesta religiosa de esta tarde. Así es que si usted se em-
peña veré la procesión desde uno de los balcones del entre-
suelo, donde no pueda escandalizar a nadie con mi actitud.
La duquesa suspiró. ¡Pasaría el Señor y su hijo no do-
blaría la rodilla! Sin embargo, no podía insistir, puesto que el
joven se brindaba a obedecerla presenciando la procesión.
Ella marchó a su balcón y Rodolfo bajó al entresuelo. La
cruz parroquial llevada en alto por el sacristán y precedida
por seis caballos de la Benemérita asomaba ya por la anchu-
rosa calle. Las cofradías y los estandartes iban pasando uno
a uno. Rodolfo contemplaba el espectáculo con glacial indi-
ferencia. De repente, todos cuantos ocupaban los balcones
doblaron la rodilla, el Oficial que mandaba las tropas que
cubrían la carrera dio órdenes en voz alta y en el centro de
un hermosísimo templete de riquísima labor dorada, cubier-
to de flores, medio oculto entre las nubes del incienso, apa-
reció el Dios Omnipotente que rige los destinos del mundo,
oculto tras las especies del Sacramento.
Hubo un momento de silencio... Los soldados, a la voz
de su jefe, rindieron armas, la bandera roja y gualda besó el
polvo y los majestuosos'acordes de la marcha real inundaron
los ámbitos con sus ecos. Fue aquél un momento solemne en
el cual se contuvo hasta la respiración y la emoción se apo-
deró de todos los corazones.
Rodolfo, subyugado por la majestad del cuadro arrojó
lejos de sí el sombrero, dobló en el suelo sus rodillas y cru-
zando en el antepecho del balcón sus manos temblorosas apo-
yó la frente en ellas con uri movimiento convulsivo...
Entre tanto, los acordes de la marcha real se perdían Cfl
el aire, el templete del Santísimo, envuelto en vaporpsas nu-
bes, se perdía a lo largo de la calle y se escuchaba el sonido
vibrante de las cornetas del piquete de honor. Los invitados
abandonaron los balcones y después de dar las gracias a la
amable duquesa marcharon a sus casas.
Y Rodolfo no parecía ppr ningún lado.
— Habrá vuelto a la biblioteca —- pensó su mads?.


84 ALMANAQUE ROSA

Y fué a la biblioteca, pero no lo encontró. Entonces bajó


al entresuelo, pero se detuvo al entrar, y poseída de espanto se
llevó la mano al corazón... Rodolfo permanecía en la misma
postura en que quedó al pasar el Señor... Su madre, dese-
chando el temor, avanzó resueltamente.
— ¡Rodolfo!—exclamó, poniéndole una mano sobre
el hombro.
Entonces el joven, como quien despierta de una pesadilla,
se levantó de un salto y lanzando un ¡ah!, revelador de
grandes impresiones, estrechó entre las suyas las manos de su
madre. Por fin, pudiendo apenas articular las palabras, excla-
mó con el semblante transfigurado:
— ¡Creo, creo!
Y se arrojó llorando de alegría en brazos de su madre.

IV
Quince días habían pasado y Rodolfo no era conocido.
De sus ojos había desaparecido toda sombra de tristeza, bri-
llando en ellos una alegría sin límites. Una sonrisa franca en-
treabría constantemente sus labios y en su frente se advertía la
paz inalterable de las conciencias tranquilas. Su carácter taci-
turno se había cambiado en expansivo y siempre tenía a
punto algún chiste o alguna observación humorística.
— El señorito Rodolfo no es él mismo. Esto parece
cosa de milagro — decían los criados.
Y era, efectivamente, un milagro. Pero un milagro obra-
do por la pequeña medalla de la Milagrosa. Rodolfo, incré-
dulo, no la había desechado: había tenido para ella un rin-
concito en su cartera y María, en recompensa, había llevado a
aquel corazón yerto y moribundo un rayo vivificador de fe
y amor, eligiendo justamente para la realización de aquel
prodigio el día en que se celebraba un misterio de los que
Rodolfo negaba con más empeño.
— No lo duden ustedes — decía el joven a sus padres —
mi conversión la debo a la medalla de las Hermanitas.
Cuando algunos días después del de su conversión hizo
nuestro joven la confesión general de toda su vida, mandó
LA PROCESIÓN DEL CORPUS 85

llamar al jesuíta que le había confesado e hizo un escrupu-


loso registro de todos sus libros, haciendo con gran placer y
algazara una hoguera donde él mismo quemó aquellos volú-
menes ateos, que su padre substituyó por afamadas obras ca-
tólicas.
Por fin un día (deseado por Rodolfo con toda su alma)
marcharon a N . , . para visitar a Sor Rita y a Sor María, que
residían en la Casa de los ancianosi de aquella población. Ro-
dolfo sentía verdadera impaciencia por darles las gracias por
aquella medallita a la que debía su cambio.
Inútil es explicar la alegría de las buenas religiosas al sa-
ber lo ocurrido. El duque les entregó dos mil quinientas pe-
setas con promesa formal de entregar todos los años una
cantidad igual en el aniversario de la conversión de su hijo.
Después de visitar la Casa y cuando ya se despedían, Rodolfo
dijo a Sor María:
— Así como ustedes me dieron un recuerdo, también yo
quiero darles otro para los pobres ancianos. Y el joven puso
en sus manos un billete de mil pesetas, diciendo:
— Es todo cuanto poseo.
— Dios se lo pague — dijeron, enternecidas, las reli-
giosas.
— Aun cuando les diera toda mi fortuna — prosiguió
Rodolfo, — no les podría pagar debidamente lo que por mí
hicieron. Después de Dios, a ustedes y a la medallita debo mi
conversión. ¡Bien sabe el Señor que la conservare aún a
costa de mi vida!
Dicho lo cual, Rodolfo, acompañando la acción a la pa-
labra, sacó al exterior, pendiente de una cinta azul, la me-
dallita y la besó con respeto mientras dos lágrimas, restos de
su arrepentimiento y señales de su profunda gratitud, resba-
laban lentamente por sus encendidas mejillas.

RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ


16-VII-1907.
TERRIBLE INDECISIÓN: ¿CRIMINAL O SUICIDA? POR RIERA.
EL ABOLENGO

— Güen viaje, chicos; que golváis bien de tierras de


Madrí.
— Hasta la güelta, tío Murcia, y que cuide osté de mi
Tono tó lo que puea, que la Virgen se lo pagará,
— Avigile por tos, tío Murcia, como si fuá su padre, que
mayoral mejor que osté no lo tuvieron en jamás los segaores
de Tomera.
—- Descuidad, chicas, que se hará por tos cuántico se puea
— contesta al fin el tío Murcia, cuando el silencio, lleno de
emoción, de aquel regimiento de mujeres, le da tregua. — ¡No
ejéis de rezarle a la Fuensantica!
— Escuide osté, que no le faltarán paenuestros.
— Vayan con Dio.
— Güen viaje.
— Que escribas en seguía. Tono.
— No eje de su mano a mi Joseíco, tío Murcia, que la
Virgen se lo dará de gloria en el otro mundo.
— Adiós.
Así dicen aquellas mujeres, lloriqueando unas y suspi-
rando otras, fijando los ojos en los de sus maridos las más,
rezándole a la Virgen todas para que proteja amorosamente a
88 ALMANAQUE ROSA

los viajeros, a quienes capitanea el tío Murcia como respetable


mayoral. Se marchan a tierras de Madrid, dispuestos a segar
con la fortaleza, el brío y la salud de todos los años, el
inmenso mar de los trigos de oro, fuente para ellos de un
buen puñado de onzas sonoras y fúlgidas.
^ — Quedaos con Dios... — rezonguca el tío Murcia mien -
tras se enjuga dos gruesos lagrimones con su limpio y monu-
mental moquero.
Y arrastrados por vigorosas muías, que tiran la pesada
carreta, al hombro las alforjas, el hatillo y las hoces enfun-
dadas, miran con amor a aquellas mujeres desdibujándose en
la calleja... Las espadañas que dan guardia de honor al hastial
de la parroquia comienzan también a desvanecerse, en tanto
la carreta se sumerge en la huerta vestida de opulento verdor,
cuajada de barracas y de casitas, y va dando tumbos por la
blancura de la carretera real, rozando setos de piteras y altos
bardales de aromos... La emoción que nublara sus ojos mo-
mentos antes, ha dado plaza a la alegría. Van a segar a "tie-
rras de Madrid". Allí ganarán unas oncejas que sacarán de
apuros a sus mujeres. Terminada la siega de la mies volverán
a sus nidos como golondrinas dichosas. Van en busca del
pan... La carreta se desliza ahora bajo las moreras del camino,
roza las chumberas de la sierra que corona el castillo de Monte-
agudo Y el tío Murcia, el mayoral, para alegrar el ánimo de su
cuadrilla, entero, fuerte, pequeñito, pero varonil, con su hoz
a la espalda saluda a la tierra querida con un cántico brioso:

Pajaritos que cruzáis


la huerta siempre cantando;
decid a nuestras mujeres
que nunca las olvidamos.

II

Hacía muchos años que el tío Murcia iba a segar a tierras


de Castilla con la ilusión de ver mundo al pasar por la corte,
mandar como viejo capitán la dócil cuadrilla de segadores que
EL ABOLENGO 89

a SU pericia y honradez se encomendara y llenar la faltriquera


de su faja azul con anilla dorada, de rubias peluconas ganadas
a fuerza de sudores, ayunos y vigilias.
Cargadas sus espaldas con el saco, terciada en bandolera
la hoz de enfundado filo, calzando rústicas esparteñas y co-
miendo siempre pan y tomate, lograba el labrador reunir en su
escarcela unos modestísimos ahorros, con los cuales regresaba
a su casa lleno de alegría, dispuesto a compartirlos con su mu-
jer y sus hijos. Su cuadrilla era la más nutrida, la más regocija-
da, la más trabajadora, la que tenía mayor número de solici-
tantes y compromisos. Pertenecer a la grey del tío Murcia era
preciado honor, pues significaba, a más del talismán del cum-
plimiento del deber, la abundante recolección de inonedas y
el constante aplauso de los amos, disputándoselos en cuanto
pisaban las planicies de la parda Castilla. Ellos, enardecidos
siempre por el ejemplo del mayoral, daban generosos el
caudal de su esfuerzo, sin escatimar nada, secundándole, al
practicar aquella frase que llevaban como emblema: "Cuan-
do hay faena, se ha de trabajar."
El sol caliginoso de los días junieros, no vencía la vo-
luntad de tales hombres, ni cansaba sus músculos de acero.
Fuertes, serenos, valerosos, volvían de la siega con el ánimo
alegre y aun cantaban y bailaban después de cenar, dando
fe del buen humor que caracteriza a los hombres levantinos
y de su admirable resistencia. Las mozas castellanas recibían
este contagio de alegría enamorándose fugazmente de los se-
gadores, el pueblo adquiría matices de color y vitalidad; en
una palabra, la cuadrilla del tío Murcia, espejo de campesi-
nos, transformaban la adustez del pueblo adonde iban, siendo
esperados todos los estíos con la ansiedad y la ilusión más
grandes. Y además del jornal, que nadie les regateaba, reci-
bían muchas propinejas con las cuales eran siempre los que
más dinero llevaban a Tomera al concluirse la siega, en las
tierras austeras y pardas de Madrid.
Esto acontecía todos los años al llegar el mes de junio,
cuando los campos se doraban y entre la túnica de oro reful-
gente aparecían algunas amapolas ..
80 ALMANAQUE ROSA

III
Un ano, el tío Murcia, acabada la siega en Torrejón,
con su hato a la espalda y el alfanje de su hoz al costado,
llegaba a Madrid con su icuadrilla de segadores. Alegres, jaca-
randeros, un poquito aturdidos a la vista de tantas cosas,
dejaron sus atalajes en un bodegón de la calle de Atocha, y
entretanto llegaba la hora de .tomar el tren de Cartagena
fueron a correr por Madrid, a ver el relevo de Palacio! y el
puente de Scgovia.
— El 486... ¡Me queda sólo el 486! ¿Quién lo quie-
re? ... Por dos pesetas, un palacio... Sí, hombre, sí, el palacio
de Godoy.
A este voceador callejero seguían otros... Unos en la
Puerta del Sol, otros en la calle del Arenal, en la plaza de
. Oriente, en el Prado y en Atocha, en todas partes.
— El 486... ¿Quién me lo merca? Se rifa mañana.
Los vendedores de esta singular lotería se acercaban a
los transeúntes instándoles con felices recursos de persuasión
a comprar papeletas. El tío Murcia y sus compañeros to-
maron una cada uno estando en la plaza de la Armería. Por
dos pésetejas, ¿quién renuncia a la dorada posibilidad de
poseer un espléndido palacio, solar de un linaje? ¡Mira que
si nos tocase la suerte a cuaíisquiera de nosotros...?
Se hicieron ilusiones, rieron mucho, recorrieron algunos
lugares castizos de la corte, como Curtidores y Lavapics, vol-
vieron al mesón, donde comieron rico cocido y cataron buen
viriQ de Valdepeñas y emprendieron la vuelta a su pueblo
Henos de felicidad y de salud, con algunos ahorrillos en la
faltriquera y unos deseos muy grandes de ver a sus familias.
Algunas veces se les vino a las mientes el recuerdo de la rifa.
Andando el tiempo, cuando este recuerdo se extinguía
y la ilusión se había apagado, llegó la noticia a Tomera. En
la reseña de cierto periódico se citaba el número premiado en
aquella rifa de Madrid y pronto se supo que el poseedor del
mismo era el tío Murcia, el mayoral de la cuadrilla que
hogaño segó en tierras de Torrejón, "al !ao de Madrí"..,
EL ABOLENGO 91

¿Quién se lo había de "fegurar"? ¡Caprichosa suerte 1 El


tío Murcia amo "agora" del palacio de Godoy, rico de la
noche a la mañana como quien dice y por dos pesetas de
capital, y todo por una gracia de aquella loca y veleidosa
fortuna.
— Enhorabuena.
— Pa bien que sea, Quino.
— Salú que haiga pa disfrutarlo tó.
— Tú debes de vendé ese palacio y con los duros que
toques comprarte aquí en Tornera las mejores tahuUas. Güer-
tos de naranjo y tierra blanca pa ñoras.
—^Y con una güeña casa en el güerto pa viví y cria ani-
malejos y tené flores, y un palomar muy grande Ucnico de
palomas...
— ¡Cuántas fantesías, muchachos! Gracias a toos y ya
veremos que es lo que se hace, que yo tamién tengo mi cris-
talico pa mirar como vosotros.
Llovieron los plácemes y no escascaron los consejos hasta
que asesorado por don Ginés Mulera, padre de una moza muy
"sala" para la cual quería a uno de los hijos del afortunado
segador, vendió la histórica mansión del Príncipe de la Paz
y coft los reales de vellón (unos ochocientos mil) convertidos
en muy buenos duros, compró las extensas y productivas he-
redades de "ElRegueral", "Los Duendes", "Las Ballestas" y
el Campo de Oriol, con un palacio anejo situado en la plaza
Mayor del pueblo que da nombre al citado campo; hacien-
das todas que pertenecieron a una comunidad de frailes antes
de la desamortización y que el tío Murcia pudo adquirir por
una miseria. Total: que este hombre se hizo muy rico y no
volvió a segar más "en Tierras de Madrid;" que sus ta-
huUas de regadío y campo crecieron hasta convertirle en el
más famoso hacendado de la comarca; que sus herederos fue-
ron olvidando la humildad de su origen y hasta entroncaron
con familias de linaje, creyendo algunos de ellos que el escudo
de piedra del palacio que los frailes tenían en Oriol era el
blasón de la familia y que la sangre de sus venas era tan
azul como la de cualquiera de los paladines que mataron
moriscos en la Reconquista.
ALMANAQUE ROSA

— ¿Y ese escudo? — les preguntaban.


— Es de la familia — respondían hinchados como
pavos.
— Pero si parece un escudo de frailes — observó en cier-
ta ocasión un amigo que entendía de heráldica y no tenía
pelos en la lengua.
Y aunque un poco avergonzados, disimulaban su rubor
riéndose un poco.

IV

Pasaron más años... Hijos, nietos, biznietos, disfrutaron


los copiosos caudales, ascendieron por la larga escalera del
señorío creciendo en condición y calidad, y el nombre tosco,
zahareño, desconocido y vulgar del tío Murcia, llegó a ser
en la feraz comarca y aun en muchas leguas a la redonda,
apellido principal, que todo eso y mucho más proporcionan
las peluconas. La mezcla de la sangre campestre con la de los
señores de la ciudad, venidos a menos, levantaron en la des-
cendencia del segador necios humos de rey, de suerte que de
tanto mirar el escudo del palacio de Oriol, cuajado de em-
blemas pintorescos c incomprensibles, llegaron a creerse que
semejantes maravillas de la heráldica eclesiástica eran también
derechos tradicionales de la familia.
— También nosotros somos de linaje como los de Hurta-
dilla y los de Montearacil...
Uno de los alcaldes de Oriol, pensó que para realizar en
el pueblo cierta reforma era conveniente comprar a los here-
deros del tío Murcia el palacio que fué de los frailes. Este
alcalde, que era culto, ingenioso y elocuente, visitó a la dueña
de la hacienda para negociar la cesión del inmueble a la villa.
Escrúpulos, melindres, negativas, todo fué vencidd por el co-
rregidor... Hicieron el trato, señalaron la cuantía, formali-
zaron la venta a favor del municipio, y al cabo de diez o doce
días, la pobre señora, sintiendo sin duda remordimientos, hizo
trapo su palabra y le escribió al alcalde diciéndole que ella no
se atrevía a desprenderse del palacio porque era una joya de
la familia.
EL ABOLENGO

— No me atrevo, don Pascual, no me atrevo. Mamá no


quiso venderlo nunca, y mire usted que porfiaron, porque los
bienes de abolengo deben venerarse como reliquias.
— Pero, señora, ¿es que su mamá era hija de frailes? —
contestó con fina ironía el alcalde.
Y no supo doña Mariquina replicar ni adivinar la inten-
ción de la pregunta. Y la dejó pasar sin enojo, pues para ella
loi mismo era descender de un fraile benemérito que del pirata
Barbarroja con tal de ser dueña de aquel palacio monacal
glorificado por el tiempo y creer que su escudo era un blasón
legítimo. No quiso insistir ni porfiar el alcalde regalándole
más aceradas sutilezas, y, riéndose de los humos de la mente-
cata doña Mariquina, regresó mohíno a Oriol poniendo como
chupa de dómine los falsos abolengos y lasridiculas!necedades
de algunos tontos. Para no olvidar el incidente y dar a la
vez escape a la válvula de su contrariedad, cogió una cuartilla
y diseñó un blasón original calcando el contorno y las partes
del que campeaba sobre el portalón del antiguo palacio con-
vento. Hizo del cuadrilátero dos mitades; en la de la derecha
dibujó! unas monumentales esparteñas y una hoz grande coro-
nándolas sobre campo de espigas; en la de la izquierda, hizo
destacar con todo detalle una ruleta, símbolo que daba a en-
tender la procedencia del dinero de aquella familia, recordando
la rifa del palacio de Godoy; y en vez del sombrero abacial
con su trenzado de cordones y borlas colocó un ancho som-
brero de segador, de palma del país, en cuya cinta negra sé
leía con letrero rojo: "Este es el verdadero abolengo del tío
Murcia y su legítimo blasón señorial"; dibujo y epitafio que
envió a doña Mariquina muy hábilmente, para que lo man-
dase cincelar a un buen orfebre como medio de honrar y per-
petuar in eternum, el origen honrado, ya que no glorioso,
de la familia.
RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ
' ~¿Pot haber encontrado un piso desocupado se El. - ¿Conoce usted El abuelo, d<don Benito P<-
telera de ela forma? rez Caldos?
'-tCtaroi si era el suyol £7Za.—iGroserol

— ¿Y dice que está usted sin trábalo? íCulato tiempo hace?


— Un aflo y medio.
— Y antes, ¿quí ocupaci&n to»o usted?
-- Ful a llevar una carta a un seftor.
FÉNICAS Y GOZOS

Desde la puerta de su casica, el tío Corro Gil contempla-


ba, con más pena que gozo, el trajín de los labriegos en la
huerta, reverdecida al calor del sol casi primaveral. Las galli-
nicas, los pavos, una "inglesica" rodeada de poUuclos, varios
cerdicos glotones, dos corderos sedosos y un "cherro" de
rubicunda y aterciopelada pelambre, buscaban sus alimen-
tos entre el montón de las gramizas y los tablares de la alfalfa.
En la barraca abierta, la Pelegrina asomaba su cara seríot»
masticando hierbas, y a la sombra del anchuroso ejido rodea-
do de ampulosas moreras, desnudas aún. Clavel y Jayón, dcM
hermosos bayos de montar, comían abundante pienso de ce-
bada. Desde la casica, miraba el tío Corro la alfombra de la
huerta dorada por el sol marzal, en el atardecer claro y lirar
pió. Allí cerquita, la senda Masqxiefa culebreaba entre los
trigos y patatares. Más allá, después de cien veredas ribeteadas
de joyo, se distinguían los altos plátanos del camino de Almo-
radí y por la espalda y los costados otros senderosi y cpstones,
cuadriculando el bancal, completaban el cafiamazo con el
pespunte de incipientes matojas. No muy lejos, surgía la cíu-
96 ALMANAQUE ROSA

dad, arrimadica a las pteñas, coronada de cúpulas, terrazas,


acroteras y campanarios...
El tío Corro Gil estaba angustiadísimo aquella tarde,
viendo que los huertanos de los alrededores se iban andandico
a Orihuela en las horas plácidas, suaves y moribundas de la
tardecica. Muchos de los vecinos qu€| pasaban por el sende-
ruco solían hacerle la misma pregunta:
— ¿No te vienes, Corro?
V— ¿A qué voy a ir? ¿A llorar más?
— Pué... Así te distraes, hombre. Vamonos.
— ¿Y quién se quea acá, cuidando la casa?
Y decía ésto con una tristeza grande, esforzándose para
no llorar su presente malaventura. Olas de pesimismo en-
negrecían su ánimo. |Pobre tío Corro! Con todo su buen
pasar en cuanto a pesetillas y tahullas propias, era el huer-
tano más "esgraciao" y "combatió" ',de la "contorna" ...
Pcnicas y penicas /en rosario "contino", amargáronle los
años viriles... En Melilla perdió para siempre a su Agustín,
el chaval más "envidiao" de los Escorraletes. "garrió" y
pomposo como los claveles de la Glorieta; en el río cercano,
"creminal" y traidor, ahogóse un verano su Joseíco, quei ya
leía como un hombrecito según decían el Cura y el "mais-
tro"; las calenturas acabaron con su Mariquilla, mocica muy
maja y muy "espiga" por quien suspiraban los jóvenes dé
la huerta; y "combatía" por tantas puñaladas en el corazón,
su Teresa, la mujer más "honra" y "trebajaora" del mun-
do, mejorando lo presente, se fué en un repente al campo-
santo dejándoselo ¡a él, solico, triste y desesperado en este
valle de lágrimas. ¡Cuántas "pesaumbres", cuántas trage-
dias! ... I¿ Adonde iba él, si todas las cosas le parecían negras,
si el cielo, la tierra y el sol, se vestían de oscuridad cuando
llegaban a su casa? Mentira le parecía no morirse de congoja,
ni ponerse malo en aquella alcoba tan "quería" y tan de-
sierta.
— ¿No te vienes. Corro?—le dijo Manuel el Bizco,
entrando de súbito.
— No puco, Manué. Pa llorar más, no voy a la novena.
— No seas "mañcco", hombre. Conviene distraerse una
FÉNICAS Y GOZOS 97

miajica. Toíco lo que te pasa ya no s'arremedia con llori-


queos. El muerto al hoyo y los que nos qucamos acá, a vivir
como Dios manda. ¡Venga, vamonos!
— Que no pué ser, Manué; déjame en paz.
— Que sí que te vienes. Corro. Aunque sea arrastras te
llevo pa allá. Mira: dice Cristobica que preíca el Magistrá y
que será el sermón la mesma gloria.
Medio convencido ya el tío Corro ante los argumentos
y zalamerías de Manuel, espetóle la última dificultad.
— Sí por ir a la novena perdería el dormir, Manué,
pero... ¿quién se quca a cuida la casica y toa esta cuadrilla
de animalejos?
— ¿Eso es too el dificulto? Agora verás tú.
Y haciendo embudo con las dos manos, plantado en
mitad del sendero, gritó, dirigiéndose a unas casas y barra-
cas fronterizas:
— ¡Tono!... jiTonoü...
— ¿Qué manda usté?
— Dile a la Josefa, que el tío Corro se vié conmigo a
la novena de Nuestro Padre Jesús de Origuela... Que si quié
venirse un ratico a cudiá de la casa. ¿Oyes?
Y aunque el tío Corro Gil se abalanzó sobre el amigo
alegando nuevas razones, no le valieron las disculpas.
— Pero, Manué... ¿Qué dirá la gente si se viene acá la
Josefa? Mía que hablarán perrerías.
— Quita, hombre; si hablan, que hablen. ¿Qué puén
decir de malo?
— Ná malo puén decir, pero ya verás cómo me acu-
mulan ...
— ¿Qué?
— Ná, Manué, ná; figuraciones a espuertas. Vamonos
pa Origuela.
Pero Manuel sí que adivinó el pensamiento, pues como
el tío Corro Gil era viudo y la Josefa soltera y sin compro-
miso, las lenguas ociosas de la vecindad verían en aquella
"vesita" de la moza un motivó serio para hablar de caso-
rio. Y si no.. al tiempo.
ALMANAQUE ROSA

II
A cuestas con. sus penttas, suavizadas de cuando en cuan-
do por 'algún traguillo, y las animosas consolaciones de
Manuel, Cristobícal y Pepe Morrón, llegó Gil a Santa Justa
en el momento en que el "Magistrá, vestío de colorao, iba
a prcncipiá el sermón". ¡Qué preciosidad de novena, cuánto
"persona", cuántas luces! ¡Y qué cosa más repreciosa el
trono de Nuestro Padre Jesús, con sus farolillos de cristal
blanco, sus flores de olor y sus arandelas doradas!
El tío Corro Gil sentía que sus penicas o sus "pcsaum-
brcs" se derretían como la cera de los blandones, "avergon-
zás" ante la congoja, la angustia y la agonía del divino Na-
zareno, i Y qué conformidad, qué resignación, brotaban del
rostro demacrado y perfectísimo del Mesías, aun con el
dolor súbito de la caída y los azotes de sus verdugos...!
Escuchó devotamente al "Magistrá"... ¡Oh, qué con-
suelo, qué alivio le traían sus palabras y sus razonamientos!
¿Y llegó a creerse él que como su desventura no había otra,
que su dolor era el dolor más grande de este mundo?...
¡Necio, estúpido, fanfarrón! ¿Qué sabes tú de angustias,
tragedias, miserias, "paecimientos", sufridos en silencio y
resignadamente...? Y en las tinieblas de su tristeza, una
lucecilla que fué débil primero y foco resplandeciente después,
se hizo aurora y esperanza, promesa de vivir y acaso...
acaso, también de gozar. Le vinof al pensamiento su Teresa
en un repente. ¡Qué feliz si ella viviera! ¡Qué paraíso aquella
función solemne y grande de la novena en Santa Justa!...
Mas, ¡qué extraño!, noi le venían a los ojos aquellas lagri-
micas de "denantes", cuando se acordaba de ella.
Como si fuese otro salió de Santa Justa con sus amigos;
y aunque pensara en lo solico que estaría luego en su casica
de la huerta, no se entristecía ni angustiaba ya... Luz, ale-
gría, conformidad completa. Ni él mismo comprendía el mis-
terio de esta súbita transformación. Y cuando Manuel le pre-
guntaba al llegar a la Olma cómo se sentía, todo asombrado
contestaba:
FÉNICAS Y GOZOS 99

— Chico, esto ha sío como una cosa de milagro. No


paezco el mesmo de enantes. Debe de sé una gracia de Nues-
tro Padre Jesús.
— Po claro que es una gracia suya. Corrico. Pero dime,
güen hombre: son algo toícas tus pesaumbres comparas con
las que paecicra el Señor en su Calvario? Anda p'allá, so me-
lón, que con una onza de vanidá nos quitamos, como quien
dice, un quintal de mérito. T ú creías que tus penas son como
cabezos, que tú solico eras esgraciao, infelí, probé... Mira,
mira p'atrás, so fantoche y jecha una vistacico a tu rededó,
compare. ¿Y qué ves?... Una mar de miserias.
— Manuc, no digas que lo mío no tié importancia.
— Hombre, según. Lo que yo quió decirte es que tus
penas no son grandes comparas con otras; que son penicas
na más.
Penas o penicas, el caso fué que el afligido huertano,
por la gracia de Nuestro Padre Jesús, vio súbitamente des-
aparecida su tristeza de antes. Cuando llegó a su casa, todo en
orden; limpia la fregaza y el tinajero, tendidos en la cuerda
del patio los moqueros y los calcetines, "arrecogíos" en el
corral los pavos y las gallinicas, ordeñada la Pelegrina y...
¡oh sorpresa!, vestidica la mesa con su mantel, hecha y
"apaña" la ensalada de escarola, y calentándose en el llar,
entre rescoldos de gramisas, un perolico con su "guisao" de
patatas y conejo. Aún vio más el tío Corro al entrar en su
cuarto pa acostarse. ¡Oh, qué gozo!... La cama estaba he-
cha, bien "mullía" y "arregla", y "elante" del cuadrico de
Nuestro Padre Jesús, ardía el fanalillo que mercó la "de-
funta"; y el retrato de ésta, de aquella Teresa tan "honra",
que estaba al "laico" del Señor, parecía talmente sonreírle
y animarle... ¡Oh, si la Josefa quisiera!
Los 'ojos del huertano mirábanlo todo con diferente
fisonomía. Todo derramaba optimismo, claridad, esperan-
za... ¿Qué se hicieron ya sus penitas, como decía Manuel?
Escudriñó la casa y no vio a nadie. La Josefa se había
marchado en cuántico acabó las faenas... Habríanla visto allí
toda la gente de los "arredeores" y estarían hablando la
mar, tan amigos como eran de echar "fantesías" al viento.
100 ALMANAQUE ROSA

Cenó con apetito y se durmió como un tronco sin pensar


ni en la gente ni en nada; pero cuando se revolvía en la
cama para mudar de postura mascullaba entre suspiros y
bascas algunas frases incoherentes:
—.Manué, Manué; tiés razón... Lo mío no son penas,
sino pcnicas muy menúas... Manué, ¡qué rebién se ha por-
tao conmigo la Josefa!... Si ella quisíá hacerlo siempre... lo
que es por mí, no quedaría.

III

¡Penas, penicas! Váyale usted al hombre con semejantes


monsergas. ¡Gozos, alegrías, júbilos...! Cuántas veces había
dicho Corro Gil que él se moriría de "pesaumbre", que su
dolor era como la mar, que el luto a su Teresa sería eterno,
que en aquella alcoba de su casica del Escorratel no entraría
otra mujer como esposa, que su recuerdo y su culto se aca-
barían cuando él muriese...
Monsergas, palabras de relleno, propósitos que duran
lo que dura un sueño, mentiras d¿ los hombres, que son olvi-
dadizos y egoístas. Volver de la novena y mudar de opi-
nión, todo fue uno. Según Manuel, aquello se parecía a una
"flecha".
Desde entonces huía de la soledad y se amparaba en la
barraca de la Josefa, blanca y graciosa, en medio de las mo-
reras y los cañaverales. Y tanto marchó el cántaro a la fuente
que al fin... pues le dijo a la moza sin "arrodeos" lo que un
hombre que quiere mujer, y ya no es mocico, suele decir en
tales trances.
— ¿Qué me dices, Josefa?
Y ésta, "toa colorada como una grana", le contestó lle-
na de gozo:
— Na, me has cogió tan de sopetón que estoy sofocaíta
del susto. ¿Qué quiés que te diga. Corro? Por mí...
— Venga, mujer, las cosas claras.
— Na, chico. Po cuando tú quieras ..
Pronto se escampó la noticia por la huerta, yendo de
FÉNICAS Y GOZOS 101

barraca en barraca. En un decir Jesús, el casorio de la Josefa


y Corro Gil, fué la comidilla de los murmuradores. Y hasta
comenzaron a planear los enemigos y los envidios'os de la
dicha ajena una monumental "cencerra" contra a^uel viudo
inconsecuente e informal y aquella moza que ya peinaba
canas y calzaba espolones.

IV
Y como esta Josefa resultó buena mujer, esposa "honra
y trebajaora", igualico que la "güeña" Teresa, cuyo retrato
siguió mirando siempre, con "toíco el respetoi del mundo",
el tío Corro Gil no se acordó más de sus penicas de antaño
porque sabía dónde estaba la fuente para calmar la sed y
el hambre del dolor. Él halló la dulce medicina que cura los
pesares, el fresco manantial que da luz y remedio a la vez,
los cuales eran "acudí" a Nuestro Padre Jesús, mirarle de
hito en hito la cara henchida de verdugones y flageladuras y
pensar en sus ahogos y en sus angustias, pues a la vista de sus
aflicciones los padecimientos de los hombres son granitos
de arena. Penicas de a real. Lo que decía y le siguió diciendo
Manuel el Bizco siempre que iba con él a la novena de
Santa Justa.
— ¿T'acuerdas. Corro?
— Po claro, Manué; toícos los años. Por eso digo a toa
hora que no hay na en el mundo como Nuestro Padre Jesús
y que a su lao no hay penas ni penicas. Tos nuestros pesares
son gozos.
RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ
-Me es Imposible diagnosticar su caso. Para mi
—Este es el tranWa número siete, y el que tiene que son efectos del alcohol,
ited que tomar es el 117. -Bueno, doctor. Volveré cuando se le hayan pa-
—¿Y tengo que aguardar hasta que pasen 110? sado a usted esos efectos.

DfnnrB
odncá
nP'm iri)

Un bromista presenta un amigo al dueño de i


la casa.
' —Al dlaalgnlente de la borrachera me duele todo -El seflor Rodríguez, veterinario.
£ttcrpo> Bl presentado.—Soy doctor en medicina, pero
—É»o e« el vino. mi amigo me llama veterinario porque le he curado ..;
~Noi lea mi mujerl varias veces.
I
QUIEN SIEMBRA, RECOGE
(NARRACIÓN MEDIOEVAL)

CAPÍTULO I

POR VIA DE PROLOGO


El castillo de los condes de Ayaía, se levantaba erguido
y majestuoso sobre el lomo de un enorme peñón desde el
cual parecía desafiar a los vientos y a las lluvias. Ostentaba
en la torre del Homenaje! un pendón blanco con cruz de oro
sobre campo azul, y la puerta de ojiva de la entrada recibía
ta gala del escudo de armas de aquella ilustre familia: página
de piedra llena de heroicos y simbólicos signos. Habitábalo
a la sazón el quinto Conde, valeroso guerrero y cumplido
caballero, cuyo nombre era pronunciado con cariño por sus
vasallos y con respíeto por sus compañeros de armas.
Era este señor viudo de una insigne dama, tan hermosa
como buena, que murió dejándole en recuerdo una hija a
quien el Conde amaba con cariño rayano en la locura.
Casóse en segundas nupcias con la tercera hija de un
barón catalán. Al principio la nueva Condesa trataba con
afecto a la pequeña María, pero cuando un año más tarde
nació una niña, fruto de su matrimonio con el Conde, todo
104 ALMANAQUE ROSA

SU amor se cambió en odio hasta el punto de concebir el


proyecto de despojar a María del título y herencia que como
primogénita le correspondía. Este odio de la Condesa hubo
de empezar a manifestarse exteriormentc y al notarlo el
Conde amó más y más a María, enfriándose insensiblemente
su cariño por Joaquina y la hija de ésta. Entonces, compa-
raba el pobre Conde el carácter áspero, altivo y orgulloso de
Joaquina con la amabilidad y finura de su primera esposa,
con su amor hacia él, con su caridad para con los pobres y
con todas las perfecciones de que estaba adornada aquella
buena esposa que en tan temprana edad perdiera, y al notar
las diferencias y los contrastes renegaba del día en que se
decidió a casarse con Joaquina. Ésta, por su parte, trataba
muy mal a la pobre María, de suerte que un día llegó a poner
en ella sus manos, sólo porque al reñirla ásperamente sin
fundado motivo, había murmurado entre sollozos:
"¡Madre, madre mía!"
No faltó quien contara al Conde lo ocurrido, y poseído
de indignación, con los colores de la ira en el rostro y re-
suelto a dar a Joaquina una buena lección, penetró en el
aposento en que ésta se hallaba.
— ¡Cómo! —dijo colérica. — ¿Os atrevéis a entrar sin
permiso en mi aposento?
— Ninguno necesito — contestó el Conde, sin poder re-
primir su profunda indignación — para entrar donde se
halla mi mujer y mucho menos cuando ella es tan vil que
no sabe respetar la debilidad y la inocencia.
— ¡Caballero, me insultáis!
— Y vos a mí también. Conque mirad quién tiene más
derecho a quejarse. Vos habéis puesto vuestras manos sobre
la inocente víctima de vuestro odio, sólo porque entre so-
llozos llama a su madre; y yo penetro/ en un aposento que
es mío para recordar a esa persona que no tiene absoluta-
mente derecho alguno sobre mi hija.
— ¡Pero vos me habéis dicho que soy una vil! — gritó
la Condesa fuera de sí.
— Y si queréis os lo demostraré, señora: vos odiáis a
María sin que esc pobre ángel de siete años os haya podido
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 105

dar motivo alguno, y la odiáis sólo porque es hija de una


hermosa dama, superior a vos en bondad, talento, hermosura,
en todas aquellas perfecciones que puede atesorar una mujer,
la cual reina en mi corazón después de muerta y a quien ama-
ré hasta mi último suspiro por culpa vuestra. Yo amo a
María con todo mi corazón, tanto por ser hija mía como
porque parece fiel y exacto trasunto de su madre. Vos odiáis
a mi esposa.
— Mentís...
— No miento: odiáis a mi esposa aun después de muerta,
me lodiáis a mí porque amo su dulce recuerdo y a María por
ser hija de los dos...
— No me importa eso.
— No lo demuestran vuestras acciones, pero oíd bien lo
que yo digo: al poner sobre ella vuestra mano la ponéis so-
bre mi corazón, no como hombre, sino como padre, cien ve-
ces más sensible; y en vez de ganar mi afecto dais lugar a
que os aborrezca si fuera yo capaz de ello... Mirad si he
tenido motivos para llamaros vil.
Calló el Conde. La hipócrita Joaquina confesó su falta
y prometió enmendarse, pero pasó el tiempo y no consiguió
cosa mayor.
María acompañaba a su padre en sus cotidianos paseos,
recibiendo de él sabias lecciones y cristianos consejos. Juntos
visitaban, a los pobres, juntos remediaban sus necesidades y
juntos hacían el bien por doquiera, mirando el buen padre
crecer a su hija en gracia y bondad, al paso que Joaquina,
cada día más perversa, era por todos aborrecida.
Así pasaron seis años hasta que el Conde se sintió un día
gravemente enfermo. Avisado el físicd declaró que el paciente
tenía una fiebre contagiosa, pero este mal anuncio no logró
apartar de junto a la cama ni a la buena hija, ni al cristiano
sacerdote, ni a los fieles servidores que llenos de consternación
pedían a Dios la salud de su amo, si así convenía. Sólo Joa-
quina permaneció apartada del lecho del moribundo.
Recibidos los santos sacramentos, mandó el Conde llamar
a su esposa, que penetró en la estancia con el rostro sereno y
sin derramar muchas lágrimas.
106 ALMANAQUE ROSA

— Joaquina — dijo el Conde con voz débil, — voy a


morir. Mis asuntos con Dios están arreglados. En la tierra
sólo me queda uno que arreglar. Tengo dos hijas: por Mar-
garita nada temo; es tu hija y ya procurarás defenderla y
cuidarla. En cuanto a María, sé que nunca la has querido,
temo las desgracias que pueden sucederle si queda en tu po-
der— perdona mi dafidad — y por lo tanto declaro que
mi hija es absolutamente independiente y no tienes sobre
ella ningún derecho. ¿Lo entiendes bien?
La Condesa hizo un signo afirmativo y el Conde con-
tinuó:
— El condado es todo de ella, oídlo bien, vasallos míos.
María es la heredera y tú y Margarita disfrutaréis de él en
usufructo hasta el día en que María contraiga matrimonio.
Después se os pasará una pensión... Esto es lo que tenía que
decirte. Ahora, aléjate si quieres, porque mi enfermedad es
contagiosa... Adiós, Joaquina, yo te perdono... todo cuanto
me has hecho padecer en esta vida...
Calló el Conde, fatigado por aquel esfuerzo, y la Condesa,
impertérrita, serena, tranquila, como si el que estaba agoni-
zando no fuera el padre de su hija, se colocó en uno de los
rincones del aposento, más cerca de la puerta de entrada que
de la alcoba.
Despidióse el Conde de sus vasallos con admirable sere-
nidad, encomendando antes el mando del ejército a su fiel
escudero Sebastián de Lara... Todos, poseídos de emoción
y tristeza besaron la mano recia y paternal del Conde por
vez postrera, sin temer el contagio de la fiebre devoradora, y
aquellos valientes que tantas veces vieran ante sí el espec-
táculo del morir llenos de indiferencia, salieron entonces
llorando de la estancia.
Sentóse el Conde sobre las almohadas del elevado lecho,
y mandando cerrar las puertas de la vasta habitación, que-
dóse solo con el Padre José, capellán del castillo, con el lealí-
simo Santiago, mayordomo fiel, con la esposa de éste, Juana,
ama de leche de María, y con ésta. Mandó a Santiago que
sacase cierta arqueta de cedro, y dirigiéndose a Juana que le
escuchaba llorando, la dijo:
• QUIEN SIEMBRA. RECOGE 107

— Juana, al morir, a ti te encomiendo mi hija, no du-


dando que serás para ella una segunda madre... Toma esa
arquilla. Ahí tienes las joyas de su madre. . los documentos
que acreditan su nacimiento y los papeles en donde consta
mi última voluntad. Procura guardarlo todo donde su ma-
drasta no lo vea... Cuida de María, enséñale a amar la vir-
tud y el trabajo, vela por ella... Te lo ruego yo antes de
morir. Sé para ella, mi fiel servidora, un verdadero ángel de
la Guarda... Y tú, mi buen Santiago, ayuda a tu esposa en
su misión altísima, vela por el castillo y por su dueña, que te
encomiendo... Búscale cuando llegue la hora un honrado
esposo y no pierdas de vista a Joaquina... Y vos. Padre José,
encargaos de su alma, formadla modesta y pura.
El Conde se agotaba por momentos lleno de lucidez.
Mandó llamar a María, la cual, sin temor al contagio de la
maligna fiebre, se echó sobre él cubriéndole de besos.
— Dentro de poco, hija mía, — dijo con cierta anima-
ción — mi cuerpo habrá dejado de sufrir y mi alma se habrá
reunido con la de tu santa madre..
— ¡Padre, padre mío, vos no moriréisi — exclamaba la
pobre muchacha en ala de llanto.
— Escucha, hija mía, y no llores... Aquí tienes las tres
personas que de hoy en adelante formarán tu familia... A
ellas has de obedecer .. Sin embargo, no aborrezcas a Joaqui-
na, perdónala como yo lo hago, sé buena siempre, imita a
la Santísima Virgen y así te reunirás con nosotros en el
Cielo. No nos olvides, hija mía, que tu madre y yo velare-
mos por ti desde allá. Ahora, prométeme obedecer y amar
a Juana y a Santiago, y vosotros juradme que seréis para ella
lo que yo dejo de ser...
— Lo juramos, sí, lo juramos — dijeron todos.
— i Padre, no me abandonéis! — gimió María.
El enfermo abrazó otra vez a María, que lloró repri-
miéndose cuanto pudo y después sólo pensó en su alma, la
cual recomendaba a Dios el Padre Capellán por medio de
sentidas y vivas plegarias. María, arrodillada junto al lecho,
seguía gimiendo silenciosamente, lo mismo que Juana y San-
tiago. Por fin, el Conde dijo>
108 ALMANAQUE ROSA

— Alma cristiana, sal de este mundo... ¡Jesús, amparad-


me, no me abando...
No pudo seguir. Un sollozo inmens'o se escapó de su pecho
y apretando convulsivamente el crucifijo, inclinó la cabeza
hacia un lado hasta entregar su espíritu al Creador.
Juana y Santiago lanzaron un sordo gemido, el sacerdote
se arrodilló y María, con entereza extraña en su edad, cruzó
las manos del difunto, colocó entre ellas el crucifijo y cerró
con un beso los párpados de aquellos ojos que tanto ama-
ra... Después, vencida por el dolor, se arrojó sobre el cuerpo
yacente de su padre y con acento desgarrador exclamó:
— I Padre...! ¡Me has dejado sola, sola en el mundo!
Llenos de dolor y piedad, Juana y Santiago, se la lle-
varon de allí medio desmayada.

Después de enterrar al Conde, salió del castillo la Condesa


acompañada de su hija. Tenía aún mucho miedo al contagio.
Juana aprovechó aquella ausencia para mandar construir en
su cuarto un armario secreto donde guardó el sagrado depósito
que le fuera confiado.
La Condesa procuraba humillar a María, pero el enérgico
Santiago rechazaba a la altiva señora y la obligaba a callar
y devorar su despecho.

CAPÍTULO II

LA CARIDAD DE MARÍA
Seis años pasaron desde la muerte del Conde y nada había
cambiado en el castillo. María seguía siendo el modelo de todas
las virtudes y Joaquina mortificaba cuanto le era posible a la
virtuosa joven. Pero no en balde el buen Conde declaró en
público que su hija mayor era la heredera, pues apenas abría
la boca la Condesa Joaquina para humillarla, cuando alguno
de los antiguos vasallos allí presentes le cerraba la boca con
respeto y con energía.
Por su parte, María era bendecida por los pobres y los
_ QUIEN SIEMBRA, RECOGE 109

enfermos a quienes,, con verdadera y edificante caridad, setóm-


placía en socorrer. Los valientes campeones del bien nutrido
ejército señorial encontraban en ella una decidida protectora
y no salían ni una vez al combate sin ir a despedirse de su
buena señorita, o mejor dicho de su condesa, como, para mor-
tificar a Joaquina, s'olíarí llamarla. Al despedirse de ellos dába-
les María escapularios, medallitas, crucecitas y otros objetos
piadosos, asegurándoles al mismo tiempo que sus familias no
carecerían de nada.
— Mirad, señorita — decía uno, — a vos os encomiendo
mi anciana madre.
— Señorita María — decía un jovencito, — velad por
mi hermanita.
— Bien — decía María, — yo iré a visitar a la buena Ire-
ne y tú, estáte tranquilo, mi valiente Jorge, que yo me traeré
al castillo a tu hermanita y la tendré a mi lado hasta que
vuelvas.
De esta manera la bondadosa joven se hacía amar de
todos los suyos y sin proferir la más mínima queja irritaba
a la Condesa viuda, que veía en la conducta de María un con-
tinuo reproche de la suya.
El día en que comienza la narración que nos ocupa, se
hallaba la condesa Joaquina en cierto saloncito cuadrado de
la torre del Homenaje, trabajando una delicada labor de en-
caje. Había envejecido notablemente y sus facciones, bastante
desfiguradas, trazaron sobre el rostro la señal distintiva de la
malicia y el resquemor. Los remordimientos causaron en ella
detestables cambios y profundo desgaste.
En el alféizar de la ojival ventana, una joven de correcta
belleza y castaños rizos, verdadero trasunto de la belleza es-
pañola, cosía con ardor un vestido de lana oscura y, a sus pies,
Una niña rubia como un ángel dormía entre sus brazos a una
muñeca a la cual prodigaba mil tiernas caricias.
Pasado un rato de completo silencio, la joven se levantó
y. sacudiendo las hilachas del vestido con traza de sayal, dijo
a Joaquina muy dulcemente:
•— Ya está concluida mi labor. Con vuestra venia iré yo
misma a llevársela a la pobre Catalina, que...
lio ALMANAQUE ROSA

— Sí, haces bien en. matarte a trabajar para esa mala


gente que ni siquiera te lo agradece — interrumpióla con brus-
quedad.
— No digáis eso — repuso María con dulzura. — ¿No
ha dicho Jesús que el que da un vaso de agua en su nombre
a Él mismo lo da?
— Haces bien, hija, haces bien en guiarte por esas máxi-
mas que te enseñaría el bendito de tu padre, que en gloria
esté... Acomódate a la pobreza evangélica y verás cómo
medran los negocios. No puedo con las beaterías. Y si al
menos fuera verdad... Pero todo es hipocresía, pura hipo-
cresía. Pocos hay que tengan un retal de devoción verdadera.
— Perdonad — interrumpió la joven con dignidad sere-
na; — lo que soy o lo que dejo de ser, sólo Dios lo sabe y
sólo a Él corresponde juzgarlo.
Y dicho esto con respeto, mas con resolución, recogió su
vestido y salió del aposento después de besar a la pequeña,
que al ver una lágrima en su mejilla, le dijo muy quedo:
— Chacha, no llores; yo te quiero mucho.
Atravesó varias estancias y, bajando por una anchurosa
escalera, llamó con los nudillos ante una puertecilla colocada
en el primer rellano. Tras breve rato de espera, una mujer de
edad madura, vestida con decencia y esmero, apareció en el
umbral llevando un paquete de ropa bajo el brazo y en la
mano una cesta tapada con paño de lino.
— ¿Has acabado las camisas?—preguntó María a
Juana.
— Sí. Ya tengo otra hilvanada — contestó la dueña.
— Pues vamos — agregó la señorita.
Atravesaron ambas el patio de armas y el puente levadizo
y comenzaron a caminar, ya fuera del castillo, por un pinto-
resco sendero a través de los pinares. Eran las nueve de la
mañana; una mañana fresca y sonriente como casi todas las
de abril. El sendero que ambas mujeres recorrían, se hallaba
bordeado de pinos por un lado y por el otro circundábanlo
altos y espesos matorrales.
María dejó el sendero mencionado y atravesando el pinar
bajó por la rápida pm4i^n^9 de una loma que fc«rmaba en su
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 111

falda un vallecito esmaltado de flores. En su centro aparecía


una cabana rodeada de hucrtecita y de corral donde Martinito,
el hijo de la buena Catalina, encerraba sus cabras.
— Mira, Juana — exclamó María alegremente. — Ca-
talina no se ha levantado todavía. ¡Qué sorpresa tan agradable
va a tener!
— Me parece que sí, ¡pobrecilla... están buena y tan des-
graciada! — agregó Juana.
— Debe ser ya de bastante edad — añadió María interro-
gando a Juana con los ojos.
— Lo menos debe tener sus sesenta años, porque cuando
la señora Condesa, vuestra madre, se casó, tenía ya el primer
hijo de Catalina cinco años y, según ella, se casó a los treinta.
Y hace más de dieciséis que la señora Condesa murió...
Llegaban en esto frente a la cabana, cuya puerta única
permanecía cerrada. María llamó y una voz débil y como
lejana dijo desde dentro:
— Empujad un poco.
Hicíéronlo así y la puerta se abrió por sí sola. Componían
la miserable pero limpia cabana dos camastros, dos taburetes,
una masa y varios trebejos de cocina colocados en torno de la
chimenea.
No bien hubieron entrado, María preguntó a la anciana:
— ¿Qué tal, mi buena Catalina?
— Estoy mejor, señorita — repuso alegremente la ancia-
na. — Vuestra sola presencia me pone buena. No sé, pero...
os parecéis tanto a la señora Condesa, que Dios tenga en el
Cielo, que muchas veces me parece que es ella y no vos quien
me está hablando.
— ¡Ah, lo que me alegro de oír hablar de mi buena ma-
dre! — exclamó la joven con alegría. — ¿Me parezco a ella?
— Mucho, señorita, lo que se dice mucho. Además, la
imitáis muy bien en las obras de caridad y sois tan cariñosa
y tan buena como ella. No así esa tramoyanta condesa Joa-
quina, que Dios confunda.
— ¡Poco a poco, Catalina, eso no!... Debéis amarla y
respetarla también — interrumpió María con decisión, ani-
mada de cierta gravedad.
112 ALMANAQUE ROSA

— ¿Lo hacéis así vos? — preguntó la anciana con tonillo


incrédulo.
— Se lo prometí a mi padre antes de morir y lo cumpliré
mientras viva — dijo la joven.
— Pues sois una santa — concluyó la vieja con mucha
lógica.
— ¡Qué pronto hacéis los santos! Eso quisiera yo.
Las tres mujeres quedaron en silencio durante un corto
intervalo hasta que Juana lo turbó jocosamente:
— Pero, vamos a ver, Catalina; ¿es que no pensáis le-
vantaros?
— i Ah!... Ya lo creo que sí.
— Pues yo os ayudaré.
— Señorita María, si queréis ir a la huerta hay una rosa
encarnada y algunos claveles abiertos — dijo Catalina.
María no contestó, pero se marchó a la hucrtecita, donde
tomó las flores indicadas, con las cuales volvió a la choza.
Catalina, vestida ya con su traje nuevo y peinada esmerada •
mente, quiso entonces arrojarse a sus pies pugnando por
besarle' la mano.
— Pero, ¿qué hacéis? — preguntó María, sorprendida.
— Besaros esa mano que tantos puntos ha dado por mí
— decía Catalina lloriqueando.
— No permito que me beséis la mano. Si queréis me
dais un abrazo muy fuerte.
La anciana se arrojó en los brazos de la gentil y caritativa
muchacha repitiendo sin cesar:
— Dios os colme de bendiciones.
— Bueno — interrumpió J u a n a ; — y a habéis llorado
bastante. Tomaos este caldo.
Tomó k escudilla a grandes sorbos, sentada en uno de
los taburetes, y las dos visitantes, entregándole las camisas
para su nieto Martinito, se despidieron de ella.
Atravesaron el vallecito, subieron; la loma desde donde
vieron a la viejecita que las saludaba con la mano y, después
de devolverle su saludo, se internaron en el pinar.
No habrían andado diez minutos, cuando María, que
caminaba delante, se volvió a Juana y exclamó asustada:
El 486... ¡Me queda sólo el 486!... (Pág. 90)
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 113

— i Jesús, Dios mío!. . ¿Qué es lo que veo?


— ¿Qué os sucede?
— ¿No es aquello el cuerpo de un hombre? — dijo,
señalando un bulto que se hallaba tendido a pocos pasos.
— Eso parece — contestó Juana acercándose. — Debe
ser algún caminante! herido.
— No cabe duda, sí.
— Aquél parece su caballo — añadió Juana indicando
con el dcdot un hermoso corcel que pacía libremente cerca
de allí.
— ¿Y qué hacemos?
— Socorrerlo — contestó el ama con resolución.
Acercáronse al herido, y María, que había recibido lec-
ciones de cirugía y medicina, lo examinó de arriba abajo.
Era de regular estatura y vestía jubón y calzones de tercio-
pelo negro. Del rostro no se le veía nada, pues los cabellos
revueltos le tapaban las facciones. En el blanco pecherín de
la camisa, se descubría una gran mancha de sangre.
— Está herido — dijo María. — Ve al castillo y trae
mi estuche, hilos, vendas y un poco de vinagre,.. Marcha de
prisa que está sin sentido.
Juana echó a correr con toda la ligereza que sus cuarenta
años le permitían y María, sentándose en el suelo, reclinó
la cabeza del herido sobre sus rodillas. Quitóse de la cabeza
un peinecillo y retiró del rostro los cabellos del herido. Apa-
reció entonces en toda su belleza un semblante casi de niño,
cuya tez de leche y rosa descolorida hacían pensar en mortal
desmayo a causa de la pérdida de sangre. Los labios escarria-
dos y ligeramente entreabiertos dejaban ver dos hileras de
blanquísimos dientes. Tenía los ojos cerrados y la frente en-
sangrentada... Era un joven que podría tener unos dieci-
nueve o veinte años.
"Sin duda — pensó María — como es tan joven, le han
atacado y no ha sabido defenderse."
En esto llegó Juana chorreando sudor. La joven le man-
dó desabotonar la camisa del muchacho y descubrir la herida
mientras ella preparaba agua y vinagre para hacer la primera
cura y lavar la herida que juzgaba no debía ser grave. María
5
114 ALMANAQUE ROSA

comenzó su delicada tarea y al sentir en sus sienes el herido


la frescura del agua y del vinagre, abrió los ojos extraviados,
preguntando con voz desfallecida:
— ¿Dónde estoy?
— Tranquilizaos, caballero — contestó ella. — Voy a
lavaros vuestra herida y ya veréis como después os sentís
mucho mejor.
La ráfaga de vida que había animado al desconocido
joven, pareció volver a abandonarle, porque cerró los ojos.
María hizo la cura con la mayor ligereza y manifestó a
Juana que la herida no era grave, pero que el derramamiento
de sangre había sido tal que a durar un poco más hubiera
puesto en peligro su vida, añadiendo su opinión de que la
citada herida debió haber sido hecha por alguna fiera. Ter-
minada la cura, Juana volvió a abotonar la camisa y María
le lavó la cara. Entonces, el herido volvió de su desmayo y
tras un largo espacio de tiempo durante el cual paseó su
mirada llena de extrañeza por el sitio en que estaba, se fijó
en María, a la que dio las gracias por sus cuidados en el más
cortés y correcto lenguaje. Tomó un caldo que Juana le
ofrecía y preguntó qué hora era.
. — Son cerca de las doce.
— ¡Dios mío! Sin duda he estado sin conocimiento más
de tres horas...
— ¿Quién os ha herido? Parece que vuestra herida está
hecha por alguna fiera.
— Sí, señorita: salí muy temprano de casa y me interné
en el bosque con la idea de cazar un jabalí, pero quiso mi
mala fortuna que acertase a pasar frente a la madriguera de
una loba que estaba amamantando a sus lobeznos. Figuróse
el animal que yo quería robarle sus hijos y saliendo del cubil
emprendió tras de mí una desaforada carrera que duró más
de una hora. Pudo por fin alcanzarme y, sin darme tiempo
a defenderme, saltó desde un margen sobre la montura, me
clavó una garra en el pecho y me derribó del caballo. En-
tonces perdí el conocimiento, que he vuelto a recobrar gracias
a vuestros cuidados.
— ¿Y podréis andar? — preguntó María.
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 115

— Probaré.
Juana y María le ayiidaron a levantarse y sólo dio dos
o tres pasos.
— ¡Puedo andar! — exclamó gozoso.
— Pues entonces — indicó María, — vamos a mí casti-
llo antes que sea más tarde. Descansareis un rato y si os en-
contráis bien podréis marchar luego que hayáis comido.
— ¡Cómo, señorita! Ya es bastante el favor que me
habéis hecho. Me es imposible aceptar vuestro generoso ofre-
cimiento.
— ¿Y vais a marchar estando herido?
— La herida no me impide montar. Dejadme marchar,
señorita, yo os lo ruego. Mi madre estará inquieta.
— ¡Ah!... ¿Tenéis madre? — preguntó María.
— Sí, señorita.
— Entonces no os detengo. Marchad.
— ¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis, señorita?
— Soy la hija mayor del difunto conde de Ayala. Me
llamo María.
— Señorita, nunca olvidaré que os debo la vida. Pro-
curaré pagaros lo mejor que pueda la deuda sagrada de vues-
tro socorro y, mientras llega ese momento, tened por seguro
que vuestro nombre no se borrará jamás de mi memoria. Mí
corazón estará siempre lleno de gratitud inmensa.
Dichas estas palabras, con voz temblorosa y ligeramente
conmovida, el joven montó en su corcel y, trotando briosa-
mente, se alejó de allí.
María volvió con Juana al castillo, lleno el corazón de
santa alegría por las benéficas acciones realizadas aquella mia-
ñana.
En cuanto al misterioso joven, nunca más volvió a acor-
darse de él.
116 ALMANAQUE ROSA

CAPÍTULO III

MOROS Y CRISTIANOS
Había transcurrido algún tiempo desde los sucesos rela-
tados anteriormente. Ahora, la guerra había tendido sus
horribles alas sobre parte de Castilla. El Rey, en uso de su
derecho, solicitó el auxilio de sus vasallos para defender la
patria contra las invasiones de los moros, otra vez envalen-
tonados, y el ejército de Ayala, bajo el mando del valiente
Sebastián de Lara, abandonó el castillo para marchar al
campo de batalla dejando la fortaleza custodiada por quince
valerosos y leales veteranos.
Ocho días habían pasado desde que partieron a guerrear.
El florido mayo derramaba los perfumes de sus flores por
todos los ámbitos y María, sentada junto a Juana, conver-
saba con ella alegremente. De súbito, dos extraños gritos que
dejó escapar el centinela, hicieron levantarse de su asiento
a las mujeres, las cuales exclamaron asustadas:
— ¡El grito de alarma!
Juana se precipitó hacia la puerta del corredor al tiempo
que Santiago pasaba corriendo frente a ella.
— ¿Qué pasa? —preguntó azorada.
— No lo sé — contestó su marido mientras desaparecía
por la escalera de la torre.
Juana corrió tras él y momentos después volvía a en-
trar en el aposento donde esperaba María llena de temor y
de impaciencia.
— ¿Qué ocurre, Juana? — interrogó la señorita con an-
siedad.
— ¡Qué terrible desgracia, señorita de mi alma, si Dios
no lo remedia! ¡Virgen Santísima, tened piedad de nos-
otros! ... Los moros vienen, señorita, seguramente con áni-
mo de sitiarnos — decía Juana gimoteando.
— Sí que es una desgracia grandísima, Juana. ¡El Señor
nos ampare! ¡Virgen Santa, ayudadnos! — repetía María
llorando también.
^ ^ ^ ^ QUIEN SIEMBRA, RECOGE 117

La alarma había cundido por el castillo mientras, y sólo


se escuchaban lloriqueos, votos y exclamaciones. La Condesa,
que rara vez se encomendaba a Dios, cobarde ante el peligro,
sintió la imperiosa necesidad de orar y, rodeada de todas sus
doncellas, se dirigió a la capilla donde, a falta del Padre José,
que había ido a confesar a un enfermo, María rezó las preces
e imploró de Dios la protección y auxilio que tanto nece-
sitaban. '
Vestida con su traje blanco, esparcidos por la espalda
los castaños rizos y cubierta de pies a cabeza por el blanco
velo, parecía, más bien que criatura humana, celeste y sin-
gular visión enviada por el Altísimo para consuelo de aque-
llas atribuladas gentes... La oración había concluido. María
se dirigió a las mujeres y con breve voz les dijo:
— Seguidme y hacer lo que yo haga.
Y seguida de todas penetró en la muralla cuajada de
recias y afiladas almenas. Una vez allí y empuñando un arco,
disparó con certero pulso una flecha que fue a clavarse como
el aguijón de una abeja en el pecho vigoroso de un morazo.
Los ojos de éste relampaguearon de rabia al sentir la pica-
dura del dardo, se bambolearon sus pies y pronunciando
cierta horrorosa blasfemia cayó al suelo para no volverse a
levantar.
Un grito de admiración se escapó de todos los pechos y
las mujeres, antes llenas de miedo, arrastradas por el viril
ejemplo de la heroica joven, comenzaron a disparar sobre
los sitiadores una lluvia de flechas ante la cual los moros co-
menzaron a emprender ínovimientos de rotroceso. Eran ya
las once de la noche.
Entretanto, la condesa Joaquina penetró en la obscura
capilla donde reinaba total y absoluto silencio. Brillaba sólo
la lámpara del santuario y alguna vez llegaban hasta allí,
confusamente, los gritos de sitiados y sitiadores hiriendo con
dolor sus oídos. Exhalando profundos gemidos comenzó a
orar; pero los gritos tumultuosos de su conciencia acallaban
las voces de consuelo que la oración atraía.
Así, orando y sollozando, permaneció una hora larga al
cabo de la cual el sueño y la fatiga la rindieron, quedándose
118 ALMANAQUE ROSA

dormida con la frente inclinada sobre el reclinatorio. En-


tonces se apoderó de la dama una espantosa pesadilla que la
hizo padecer horriblemente. Parecióle que la blanca losa
funeraria que se extendía ante sus pies, se levantaba y vio
salir de ella una especie de nube blanca que poco a poco fué
adquiriendo forma humana hasta transformarse en figura
de mujer esbelta, elegante, principal. Su blanco vestido de
seda rematado en larga cola estaba adornado de piedras pre-
ciosas y un capotillo color jazmín, puesto sobre el cabello,
sujetaba un amplio velo de tul que la envolvía a manera de
nube transparente. Miróla el rostro y comenzó a temblar.
Era la madre de María. Adelantándose hacia ella la ideal
figura con gentil continente, y con una dulcísima voz seme-
jante al arrullo de las aves, la reprendió por su conducta con
María, pero sin aspereza, sin severidad; antes al contrario,
con palabras dulces, sentidas, dolientes pero bondadosas.
Acompañaba la infeliz madre sus reproches con abundante
llanto y cada una de las lágrimas de la afligida señora caían
sobre el corazón de la Condesa como agudos cuchillos que la
causaban acerbas heridas.
Entonces, salió de la sepultura abierta un segundo perso-
naje envuelto en negro ferreruelo y cubierto su semblante de
mate y cerúlea palidez; el cual! era el Conde que, extendiendo
su mano hacia ella en ademán bondadoso, la repitió aquellas
mismas palabras que siete años antes le dirigiera sobre su
lecho de muerte.
— Joaquina: yo te perdono todo cuanto me has hecho
padecer en esta vida...
Y semejantes palabras de paz y de perdón cayeron sobre
la Condesa como aroma de bálsamo en medio de la horrible
reseña de sus delitos. Abrióse en esto la puerta de la sacristía
y un arrogante caballero penetró en el sagrado¡ recinto. Lucía
sobre su celada Ija blanca pluvia del caballero novel. Su es-
cudo carecía de lema. Acercóse a la Condesa y con acento
víl»:ante, argentino, dirigióle estas palabras:
— Tus crímenes claman venganza y piden a gritos jus-
ticia. .. El infeliz leñador a quien mandaste ahorcar, la po-
bre anciana que murió de pena porque apaleaste sin motivo
QUIEN SIEMBRA. RECOGE 119

a su inocente nieto, y las víctimas de tantos y tantos des-


afueros cometidos en tus furiosos arrebatos, piden a Dios
descargue sobre ti su brazo airado, pero las oraciones de
María y los ruegos de sus padres lo detienen. Empero, Dios
me envía a anunciarte que sólo un pecado falta para calmar
la medida y si lo cometes, ¡hay de ti!, pues la Justicia Divina
determinará su terrible fallo.
Dichas las aterradoras palabras, 'el guerrero se acercó
a la Condesa para asirla de un brazo. Entonces, Joaquina,
dio un grito horroroso y despertó...
El sol entraba ya por las vidrieras de colores de la ca-
pilla. Oíanse los gritos salvajes de la batalla y en confuso
rumor y espantable mezcla llegaban a sus pidos los llantos,
las blasfemias, las invocaciones y las voces de mando.
Miró la losa funeraria y se estremeció. Pasóse por la
frente! la mano nerviosa y convulsa y con un poderoso es-
fuerzo, dominando el pavor y los temores, salió de la capilla.
Mientras tanto la lucha continuaba sangrienta, empeñada
y difícil; y, a pesar de los heroicos esfuerzos de los sitiados, los
morosl ganaban terreno. Parecía seguro que a la puesta del
sol, lo más tarde, comenzaría el asalto. En medio de esta infer-
nal sinfonía, transcurrió la jornada y ya el sol se ponía de-
jando en tinieblas aquel lugar de horrores, cuando los moros,
trayendo sobre sus hombros grandes costales de matorras y
paja, comenzaron a rellenar el foso para poder saltar a las
murallas de la fortaleza. Dejaron los sitiados que llevaran
hasta el fin su decisiva maniobra, pero cuando ésta hubo ter-
minado, aprovechando un descuido de los sitiadores, uno de
los soldados del castillo dejó caer sobra la paja un trozo de
tea encendida. Poco tiempo después comenzó la tea su labor
devorando con avidez la paja y las matorras secas a impulsos
de viento favorable y los moros, furiosos y enfadados, al ver
que sería imposible reparar el mal, se abalanzaron hacia la
puerta del castillo, a la cual golpeaban con saña inaudita.
La astuta Condesa, que había observado todo lo anterior-
mente descrito, comprendió que llegaba el momento temido
del asalto, y penetrando con ligereza y prontitud en (el interior,
hizo varios paquetes con los objetos de valor que poseía, dis-
120 ALMANAQUE ROSA

puesta y decidida a llevar a término su plan. Consistía éste


en dejar a María abandonada al furor y el arrebato de los
vencedores, a la malaventura de la derrota... "La matarán
o la prenderán", pensaba. "Libre yo de este estorbo, iré al Rey
para pedirle ayuda contra los moros." De esta manera, la
Condesa, pensaba deshacerse de María.
Y para llevar a cabo su proyecto criminal marchó en
busca de su hija, a la que encontró reunida con todas las
doncellas. »
— Huyamos, señora, antes que los moros nos cojan —
exclamaron al ver a la Condesa.
— Seguidme — dijo ésta con autoridad.
Atravesando corredores llegó hasta su cámara. Distri-
buyó los paquetes entre las doncellas y apretando un resorte
odulto y disimulado tras los tapices, se abrió una puerta
cayente al subterráneo. Las muchachas se precipitaron como
locas hacia el boquete salvador. En aquel momento, una de
ellas se acordó de María y dirigiéndose a la Condesa preguntó:
— ¿Y María?
Palideció la Condesa al escuchar la pregunta, sintió que
le flaqucaban las piernas y comenzó a temblar al oír aquel
nombre tantas veces profanado por ella. El terrible sueño
acudió a su memoria y vaciló, pero el demonio de la ven-
ganza se alzó dentro de ella lleno de dominio y vencida por
él, exclamó:
— María va delante. Mañana nos reuniremos con ella
en Toledo.
Y penetrando con ella en el subterráneo cerró tras de sí
la puerta salvadora.
En tanto, la pobre María, asustada por el griterío de
los moros que habían comenzado el saqueo en los aposentos
inferiores, corrió desolada en busca de la Condesa no encon-
trándola en ninguna parte. Penetró en su habitación y, al ver
muebles y objetos fuera de su lugar, lo adivinó todo.
— ¡Ha huido — exclamó, — y me ha dejado abando-
nada al furor de los enemigos!
La puerta se abrió y Juana, cargada con dos grandes bul-
tos, entró apresuradamente.
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 121

— Huyamos, señorita, corriendo — dijo muy asustada.


Y se acercó al tapiz para apretar el botón cuyo secreto
conocía. Oyéronse entonces pasos fuertes en el corredor y
cuatro moros penetraron en el aposento al mismo tiempo que
Juana, adivinando lo que iba a acontecer, empujaba con el
pie los dos paquetes hasta esconderlos bajo el monumental
lecho de lo condesa. Tres de aquellos malvados se arrojaron
sobre los muebles de la rica estancia registrando los cajones,
y el otro se dirigió a María, a la cual agarró fuertemente de
un brazo...
— ¡Atrás, canalla! —gritó, abriendo la puerta, un ca-
ballero que, seguido de Santiago y de cuatro hombres de
armas, se precipitaba en la cámara. — ¡Suelta a esa joven o
te ahogo! — añadió con imperio.
— i Jamás! — contestó el moro. — Esta es mi parte de
botín. Me corresponde.
— ¡Miserable! — rugió el caballero levantando su es-
pada al tiempo que los hombres de armas prendían a los tres
moros, atándoles. La espada del caballero brilló un momento
en el aire mientras el moro se aprestaba a defenderse. Lanzó
entonces María un débil quejido y el caballero la miró un
instante. Luego, pareció cambiar de intento y, señalando al
moro, dijo a Santiago:
— Prended a ese hombre.
Acabada la frase, tomó a María de la mano, pero cre-
yendo la joven que era el mahometano quien la asía, llena de
terror, sintió un ligero desvanecimiento.
— ¡María! — gimió angustiado el caballero.
Al oír aquella voz dulce y simpática, María abrió los
pjos.
— ¿Me conocéis, señorita? — dijo el caoallero levan-
tando la visera del casco.
Miróle atentamente la muchacha y respondió con sor-
presa:
—• ¿Sois vos?
— Sí, yo soy — contestó el caballero, hincando una
rodilla en tierra. — Soy yo, Gonzalo Núñez de Herrera, a
quien salvasteis la vida en un bosque, pues a no ser por vues-
122 ALMANAQUE ROSA

tros cuidados solícitos no existiría, y que viene hoy a pagaros


la deuda sagrada que con vos contrajo y a poner a vuestros
pies su espada y su vida. ¿Tenéis algo que temer estando yo^^
a vuestro lado?
— Nada, nada temo...
— Pues, preparaos a huir.
— Por aquí — gritó Santiago, apretando el botón y
echando a andar por el obscuro subterráneo, seguido de Jua-
na que había recogido sus paquetes.
El caballero presentó su brazo a María y seguido de los
cuatro soldados penetró en el misterioso corredor. La pobre
María se sentía desfallecer. Ahogada por el llanto, al cual
apenas podía ponerle obstáculos, y extenuadas sus débile'
fuerzas por las terribles emociones de aquel día, se apoyó en
la húmeda pared del subterráneo.
— ¡Dios mío!—dijo angustiada.—No puedo segui-
ros, caballero. Huid, abandonadme. Dejadme morir sola —
añadió al oír el griterío loco de los vencedores.
— Nunca... He venido resuelto a salvaros o a morir
con vos — añadió con admirable resolución el guerrero.
Y, sin detenerse, cogió a María en sus brazos cual si
fuera una paja, y media hora después la depositaba sobre la
. verde alfombra de la pradera.
Entretanto, la noche había extendido sus obscuras gasas
y desde la pradera contemplaron silenciosos y tristes la fú-
nebre silueta del castillo destacándose como negro fantasma
' en el mar de las sombras, bajo los puntos de luz de las lejanas
estrellas. Los soldados desaparecieron tras las peñas y vol-
vieron al poco rato llevando del diestro seis caballos. Ofrc-
. cieron uno a Santiago, que montó a la grupa a su esposa, y
uno de ellos sostuvo la brida del caballo de don Gonzalo,
el cual hincó entonces una rodilla en tierra para invitar a
María a que subiese a la grupa del corcel. Puso la joven un
pie sobre la rodilla del joven caballero y se acomodó en la
silla. Al instante, se levantó aquél, saltó con ligereza de ar-
dilla sobre el caballo y le hincó las espuelas.
El fresco de la noche pareció reanimar las abatidas fuer-
zas de María, que elevó mentalmente su corazón a Dios, ere-
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 128

yéndose completamente en salvo. No estaba tan tranquilo


el caballero, pues volvía continuamente la cabeza. Sin em-
bargo, la inquietud pareció abandonarle al desembocar en
el camino real de Valladolid ya que, dirigiéndose a María,
la dijo:
— Ya podéis estar completamente tranquila, señorita.
— Ahora sí que podemos decir que estamos en salvo —
agregó Santiago. '
— ¿Adonde queréis ir? — preguntó el caballero.
— ¿Yo...? iPobrc de mí! No tengo ni un pariente, ni
un conocido a quien acogerme.
— Pues entonces bueno será aceptar el ofrecimiento de
mi madre, que me ha rogado con lágrimas que os llevara a
su lado.
— Sea como queréis y qué Dios os premie lo que estáis .
haciendo con esta pobre huérfana abandonada.
— No hago sino pagar una deuda... Desde que me sal-
vasteis la vida yo no cesaba de rogar a Dios me deparase la
ocasión de poder manifestaros con obras la verdad de mi
reconocimiento y la Providencia lo ha dispuesto todo sabia-
mente. Mi 'padre, que debió haber marchado a la guerra
hace ocho días, obtuvo especial permiso del Rey para per-
manecer en el castillo hasta el día de ayer que, en verdad, fué
muy feliz para él en todos conceptos. Ayer cumplí veintiún
años y me armaron caballero con grande solemnidad.
"Esta mañana ha llegado a oídos de mi madre el sitio de
vuestro castillo, me ha llamado y me ha dicho: "Vé, hijo
mío; estrena tus armas defendiendo a tu salvadora." Me puse
inmediatamente en camino y llegué en el momento culmi-
nante. Dejamos atados a un árbol nuestros corceles y apro-
vechando la confusión de los moros, que se habían arremoli-
nado frente a la puerta de entrada, escalamos el muro poc el
ala izquierda y penetramos en la fortaleza, donde encontra-
mos al buen Santiago que nos guió hasta vuestro aposento.
¿Verdad — añadió después de una breve pausa — que tx>do
esto es estupendamente milagroso?
— Como tal me lo explico — dijo María, que había re-
cobrado la tranquilidad.
124 ALMANAQUE ROSA

En esta, llegaban ya frente a un hermoso castillo de


altos torreones, cuya majestuosa mole parecía explicar la
grandeza y nobleza de sus condes. El centinela dio el "quién
vive", siguió a este el santo y seña de rigor y una voz rega-
ñona y malhumorada, la de uno de los soldados, se oyó al
decir: >i,:'••'' '^•'•"i
— Abre, Marcial... Es don Gonzalo que regresa.
Momentos después, el puente levadizo caía pesadamente
sobre el foso y la maciza puerta rechinaba sobre sus goznes.
Apareció entonces en el mismo dintel un escudero con
una linterna cuya escasa claridad prestaba a los objetos cier-
ta movilidad fantástica, y tras él una dama como de unos
cuarenta años, vestida de negro. Su faz de rasgos hermosí-
simos, era dulce y bondadosa y notábase en su persona cierto
aire de modesta distinción.
— Mirad; esa es mi madre — dijo don Gonzalo a
María.
Apeóla después entre sus brazos y María, al mirar cara
a cara a tan simpática como majestuosa señora, sintiéndose
invadida de respeto y afecto hacia ella, intentó arrodillarse a
sus píes. No dejó la señora que llegase al suelo, sino que
rodeándola prontamente con sus brazos, la dijo:
—- Alzaos, hija mía; no sois vos. sino yo quien debe arro-
jarse a vuestros pies.
Y la estrechó amorosamente contra su corazón.
María sintió desbordarse, impetuoso, el dolor, por tanto
tiempo contenido, no siendo dueña de evitar dos sollozos
convulsivos que se le escaparon y algunas lágrimas que co-
rrieron por sus mejillas.
Apretóla la dama más y más sobre su corazón, y juntan-
do su rostro con el de ella hizo que sus lágrimas corriesen
mezcladas en efusivo abrazo. La castellana lloraba de amor
y agradecimiento hacia la pobre huérfana. Ésta, que había
vertido tantas lágrimas causadas por el dolor, lloraba de ale-
gría por primera vez desde hacía años, y esto sobre el pecho
de una persona extraña a la cual, no obstante, consideraba ya
como leal, fraternal y verdadera amiga.
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 125

CAPÍTULO IV

LA PROVIDENCIA DE DIOS
Los relojes del castillo señalaban las ocho de la mañana,
cuando la condesa Elvira, atravesando corredores y hollando
bajo sus pies la fina alfombra, fué a llamar junto a una
puertecita que daba a una linda antesala.
Una mujer de rostro bondadoso, en quien reconocemos a
Juana, abrió con prontitud y, apartándose hacia un lado,
dijo con respeto:
— Pasad adelante, señora Condesa.
La estancia en que doña Elvira acababa de entrar era
verdaderamente suntuosa. Altos tapices celestes bordados de
blanco, cubrían las paredes. Daban luz a la pieza dos góticas
ventanas con vitrales azules y blancos. La mullida alfombra
ostentaba también los mismos colores, y entre los magníficos
muebles que adornaban el espléndido aposento sobresalía el
lecho de nogal rematado por hermosa corona de nueve perlas
de la cual pendían vaporosas cortinas de encaje azul.
Recostada en los almohadones del inmenso lecho, se ha-
llaba una joven, hermosa y atrayente aun en medio de las
huellas que eii su rostro de marfil había impreso la enfer-
medad, como las hojas pálidas de una flor marchita. Era Ma-
ría, que vencida por el dolor y la fatiga, y extenuada por las
terribles emociones padecidas durante el sitio de su residencia
señorial, había caído peligrosamente enferma atacada de vio-
lenta y maligna fiebre.
Llamóse inmediatamente al sabio doctor Martín, pero
los esfuerzos de la ciencia no consiguieron atajar el mal y la
pobre joven estuvo luchando quince días entre la vida y la
muerte, presa de tremendos insomnios y atacada de violentos
delirios. La noble condesa no se apartó un solo momento
de su lado durante este trance, teniendo para ella los cuidados
solícitos y delicados de una buena y cariñosa madre. Junto
a ella dormía breves instantes sin despojarse de sus vestidos
a pesar de los continuos ruegos de Juana instándola para
126 ALMANAQUE ROSA

que descansase; tomaba el alimento en la misma habitación


y no consentía en separarse de su lado. El Conde pasaba lar-
gas horas con los brazos cruzados sobre el barandal de la
cama, escuchando las incoherencias que María pronunciaba
en su delirio; y sólo cuando recobraba el conocimiento por
algunos momentos se acercaba a su oído para preguntarla
lleno de interés:
— ¿Cómo estáis, María?
La fuerte naturaleza de la joven y los asiduos materna-
les cuidados de que era objeto, le devolvieron poco a poco la
salud. El día en que comienza este capítulo, aunque mucho
más aliviada que nunca, no le había sido permitido abando-
nar el lecho.
Al penetrar en la estancia, se dirigió doña Elvira hacia
ella llena de alegría y besándola en las descoloridas mejillas,
la preguntó cariñosamente:
— ¿Cómo estáis, mi querida María?
— Estoy mejor — dijo ésta con cierta alegría. — Esta
noche no he tenido fiebre y he dormido relativamente tran-
quila.
— ¡Cuánto me regocijo, hija mía! Veo que, si seguís
mejorando de esta guisa, dentro de poco podréis abandonar
. el lecho.
— ¡Si supierais cuánto lo deseo!
Doña Elvira se acercó a una credencia y tomó un vaso
cayo contenido hizo beber a la paciente. Luego, sacó de un
armario cierta labor que confeccionaba con dos largas agujas
y, sentándose a la cabecera de la cama, comenzó a trabajar.
Oyéronse entonces dos suaves golpecitos dados con los
nudillos en la puerta y Juana se apresuró a abrir. Oyóse una
voz que preguntaba quedo:
— ¿Se ha despertado ya?
A lo cual, Juana, contestó en voz alta:
- ^ Pasad adelante; ya hace rato que la señora Condesa
eatá con ella.
Doa Gonzalo entró en el aposento y estrechando la ma-
no que María le alargara preguntó por su salud.
-— Me siento mucho mejor.
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 127

— Dios sea loado. Al fin vais recobrando la salud.


Sacó después una mano que había escondido entre las
cortinas y alargó a la joven Condesa *un pomo de claveles
con una rosa blanca.
— Dentro de poco, espero que me ahorraréis el trabajo
de cogerlas yendo vos misma al jardín.
María se sonrió y dijo mirando a doña Elvira:
— Si supierais, señora, lo que me recuerdan esas flores...
— No os' entreg'uéis a recuerdos tristes — interrumpió
Gonzalo, cariñosamente.
— No, si no es un recuerdo triste... Es decir, tampoco
es alegre...
— Pues entonces será una mezcla de entrambas cosas —
intervino doña Elvira.
— Sí — contestó María. — Es alegre porque fué la
base de mi presente felicidad y es triste porque me recuerda
hechos pasados.
— ¿Y qué es ello? — interrogó la Condesa.
— Veréis. El día que encontré a Gonzalo herido en el
bosque, una anciana a quien socorría, me había regalado una
rosa y unos claveles en todo iguales a los que vuestro hijo
me acaba de dar...
— ¡Qué coincidencia! — exclamó Gonzalo.
Hubo entonces una corta pausa al cabo de la cual el
mozo añadió:
— Decidme, señorita, ¿cuándo erais más feliz, entonces o
ahora?
— Ahora — respondió María sin vacilar. — Todo
cuanto he sufrido me parece poco en comparación de la fe-
licidad que me rodea estos días.
— Habéis padecido mucho con la condesa Joaquina, ¿no
es verdad, hija mía?
María calló, pero Juana se precipitó a decir, desafiando el
enojo de la sufrida muchacha:
— Mucho, señora Condesa... Aquello no era mujer: era
«na fiera.
— Calla, Juana. Nosotras no tenemos derecho a mur-
murar de ella — dijo María, visiblemente contrariada.
128 ALMANAQUE ROSA

— ¡Vaya!...; ¿Conque no tenemos derecho para que-


jarnos? — repuso Juana con ironía. — Entonces, si os pa-
rece, compondremos un himno en su alabanza. Si os parece
también, iremos a darde gracias por las continuas injurias que
os infería, por aquellas calumnias contra vuestros santos pa-
dres, por aquellas humillaciones a que os sujetaba y, como
corona de tantos favores, por el abandono inhumano en que
os dejó, la noche del asalto, entregada al furor de los vence-
dores.
— ¡Cómo!—exclamó colérico don Gonzalo. — ¿Por
qué no pusisteis en mis manos a aquella mujer malvada? No
hubiera dudado en castigar como se merece a semejante per-
sona de corazón ruin; y su cabeza, llena, por lo visto, de
víboras de odio, hubiera sido el primer trofeo que grabara
sobre la superficie rala de mi escudo... Contadme vuestra
historia, señorita; sepa yo todos los crímenes de esa mujer
para deshonrar su nombre vil, para matar su fama ya que
no he podido matar su cuerpo.
— Os contaré mi historia, don Gonzalo, pero será cuan-
do hayáis desterrado esos sentimientos de venganza de vues-
tro corazón, que considero noble y no bastardo. ¿Olvidáis que
Jesús manda amar y perdonar?
— Tenéis razón; yo he olvidado por un momento que
soy cristiano para acordarme sólo de que soy hombre. Os
prometo seguir el ejemplo de Jesucristo y, como El, solo
pensaré en amar y perdonar.
— Con esa condición, os daré gusto.
Agrupáronse Juana y don Gonzalo, y María comenzó a
relatar la triste historia de su vida. La Condesa lloró muchas
veces durante el relato y su hijo, con los ojos bajos para
ocultar su emoción, parecía examinar el dibujo de la al-
fombra.
Cuando María concluyó de hablar, la Condesa, llorando
conmovida, se arrojó en sus brazos, diciéndole;
— ¡ Cuánto habéis padecido en esta vida, pobre ángel mío!
Mas no temáis, puesto que habéis llegado a puerto. Yo os
hago formal promesa de ser para vos una segunda madre.
Como tal osl cuidaré y cuando llegue la hora oportuna os
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 129

buscaré un esposo digno de vos. Prometedme en cambio que,


aunque vuestro castillo se recobre, permaneceréis a mi lado
hasta que vuestro legítimo dueño os reclame.
— Lo prometo — dijo María muy emocionada también
después de larga y sostenida pausa.
Entonces la Condesa se dirigió a su hijo exclamando:
— Gonzalo: ámala como hermana puesto que yo la
acepto como hija.'
A lo que el muchacho, conmovido, pero resuelto, con-
testó:
— Como tal la amaré hasta que me sea lícito quererla
de otro modo.
Miró la Condesa a su hijo y le vio limpiarse las lágrimas.
Clavó en él una mirada escrutadora y rayos de alegría ilu-
minaron su bello semblante. Había leído en los ingenuos
ojos del doncel el amor que profesaba a María y se congra-
tulaba de este hallazgo venturoso. Estaba dado el primer
paso que podría llevarla a la realización de su sueño de oro,
pues la excelente madre, desde el momento en que pudo son-
dear el corazón de la joven, deseóla para esposa de su hijo
con toda su alma y pedía constantemente a Dios encendiese
el fuego del amor en el pecho de ambas criaturas a fin de
poder introducir en su familia aquel dechado de perfecciones
y virtudes.
Gonzalo, por su parte, había amado a María en el mo-
mento mismo en que, herido en el bosque, pudo entreverla a
pesar de su desmayo; amóla desde entonces y el amor le
hizo pronunciar aquellas sentidas palabras de despedida. Re-
cién entrado en los apacibles umbrales de la adolescencia
poco o nada conocía las luchas del amor: así es que a los
vivos sentimientos que le embargaban los llamó agradeci-
miento, y al cariño que tan de repente y en tan cortos ins-
tantes cobró a la joven denominóle gratitud. Pero cuando
llegó a su castillo y vio la imagen de la hermosa muchacha,
grabada en su memoria, perseguirle en la caza, en el estudio,
en el sueño, en todas partes; cuando pensaba ir al castillo a
verla para volver a contemplar aquella mirada pura, senci-
lla, profunda y noble; cuando pensaba en volver a oír su
i
180 ALMANAQUE ROSA

VOZ cariñosa y dulce, cuando estos pensamientos envolvían


y llenaban su espíritu, sentía su corazón llenarse de alegría
inmensa, de anhelos grandes y propósitos buenos. Se propuso
entonces analizar sus sentimientos, escudriñar las intimidades
de su espiritual morada y el análisis dio por resultado una
verdad patente e incontrovertible.
Gonzalo conoció, con gran sorpresa suya, que amaba;
pero no que amaba con uno de esos amores baladíes y tem-
poreros, hechos de circunstancias mudables, sino con toda
la impetuosa pasión de sus veinte años, con todo el fuego
de su acalorada fantasía, con toda la seguridad de su carácter
seguro y recto. Conoció al mirar a la Condesa que su amor
era honrado, puesto que era del agrado de su madre, y leyó
en las pupilas de la señora que sería feliz, porque era digno
de el el objeto que habían elegido.
En cuanto a María, se figuró desde el primer momento
que Gonzalo la amaba, y la escena del castillo de Ayala du-
rante la noche del asalto la acabó de confirmar en sus sos-
pechas. Desde aquel momento le correspondió, pero cum-
pliendo a maravilla su deber, supo esperar y callar.
Apenas se habían calmado las emociones producidas por
la narración de María, cuando el buen Santiago anunció
desde la puerta:
— El señor doctor Martín espera el permiso de la se-
ñorita para presentarse.
— Que pase — dijo la Condesa mientras Gonzalo se le-
vantó para salir a recibirle.
Entró el doctor, que era bastante anciano, y después de
saludar a doña Elvira tomó la mano de María y examinó
atentamente el pulso.
— Vaya — dijo satisfecho;—me parece que sin difi-
cultad ninguna podréis levantaros y dar un pasea por* el jar-
dín, siempre que cuidéis de no fatigaros.
Cuando hubo conversado un buen rato con ella y con
doña Elvira, las saludó muy respetuosamente, saliendo de la
estancia Kguido de don Gonzalo. Levantóse entonces María,
y la Condesa se complació en ponerla-un bonito vestido color
de rosa, adornado de blancos encajes. Peinóle el sedoso y ri-
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 131

zado cabello, que metió dentro de cierta redecilla de mallas


blancas, la cual cerró hacia un lado con un gracioso perifollo
de cintas. A continuación sacó de un estuche un hermoso
collar de perlas de tres hilos y se lo arrolló en la garganta, '
diciendo:
— Este collar lo llevaréis como recuerdo de un día me-
morable, y sólo os lo quitaréis cuando yo os lo mande.
La agradecidísima María llevó a sus labios la diestra de
la Condesa, pero ésta la abrazó estrechamente. Entonces, la
joven, recogió graciosamente la larga cola de su vestido y
salió de la vasta salona en seguiniiento de doña Elvira. Ésta,
volvióse de súbito y al ver a Juana que se disponía a levantar
la cama, la dijo:
— ¿No os he dicho que vos no sois aquí una criada,
sino una verdadera amiga?
La interpelada bajó al punto la cabeza y siguiendo a
doña Elvira con toda humildad, murmuró:
— Sois muy buena, señora Condesa.

Don Gonzalo se recostaba contra el tronco de un árbol


contemplando con embeleso a la gentil doña María que, sen-
tada en un banco y llena la falda de flores, disponíase a hacer
un ramillete. El apuesto doncel decíale:
— ¿Verdad que las flores son sin duda uno de los prin*
cipales dones que Dios nos ha hecho?
— Sí, ciertamente — contestó María. — Todas son
agradables a la vista por su forma y por su color. La mayo-
ría de ellas exhalan delicioso perfume y algunas son bálsamo
y remedio medicinales. Sin embargo, aunque estas últimas
son más provechosas, yo prefiero las primeras.
— Y yo también. Entre una malva y un nardo, prefiero
a éste, no obstante ser más útil la malva.
— Mirad qué bonita es esta azucena — dijo María co-
locando una en el ramo.
— Bonita es, pero prefiero esa rosa — contestó Gonzalo
señalando una color de té.
— ¿Es la rosa la flor que más os gusta?
— Sí, es mi preferida.
132 ALMANAQUE ROSA

— ¿Por qué...?
— Por su aroma, por su variedad de colores y, sobre
todo, porque simboliza elj amor.
— ¿Conocéis el lenguaje simbólico de las flores?
— Me lo enseñó días pasados un amigo.
— Pues entonces vais a decirme lo qué simboliza mi
flor predilecta.
— ¿Cuál es?
— La violeta. •
— La violeta es modesta como vos — contestó galante-
mente el joven caballero.
Oyóse en aquel momento la campana del castillo dando
con toda majestad las campanadas del mediodía. Gonzalo
se descubrió con respeto y con voz vibrante y talante reco-
gido rezó la oración angélica. Luego, ofreciendo su brazo a
María, se dirigieron al comedor. La señora Condesa aceptó
las flores que la joven le ofreció y en el mismo momento
una doncella penetró en la estancia con una bandeja. Dijo:
— Acaban de traer esta carta para la señorita.
Ésta tomó el pliego que sobre la bandeja había y rompió
la nema apresuradamente. La Condesa y Gonzalo la obser-
vaban silenciosos y pudieron apreciar el nervioso temblor
que se apoderó de ella durante la lectura. Cuando ésta hubo
terminado, alargó la carta a la Condesa diciéndole con voz
en que claramente se notaba el asombro y el pánico:
— Leed, señora.
La Condesa tomó la carta y leyó en voz alta lo que sigue:

"María: Empiezo esta carta, que escribo entre el temblor


y las angustias de la muerte, para rogarte me perdones. Sí,
María: te pido, por aquello que más ames en el mundo, que
pronuncies hacia mí palabras generosas de perdón, las cuales
no podré oír porque la fría losa del/sepulcro cubrirá mi
cuerpo. Voy a morir.
"El cielo, a quien tantas veces desafié, ha descargado sobre
mí su mano terrible, justiciera. Sin embargo. Dios, que no
quiere la perdición del pecador, me ha tocado el corazón con
la varita de su santa gracia en estos postreros momentos de
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 133

mi vida. He confesado mis delitos y recibido de manos del


sacerdote la salvadora absolución, y abiertos mis ojos a la
luz de la gracia divina he reconocido los sufrimientos in-
justos de que te hice víctima... ¡Ángel de la tierra a quien
tanto he martirizado, perdóname y ruega por mil
"No quiero, empero, morir sin declararte la miseria en que
perezco, no para que me compadezcas, sino para que veas
patente y manifiesto el castigo de Dios. Cuando salí del
castillo, dejándote abandonada al furor de la soldadesca, tomé
tin sendero a través de 'los pinares. Tres días anduvimos
errantes por los montes y, el,cuarto, después de abandonarme
las doncellas que conmigo huyeron, me refugié con mi hij*a
en una cabana de la cual salí acompañada de un pastor, el
cual se había ofrecido a guiarme hasta Toledo.
"Al cabo de dos días de andar, una tarde, al caer el sol, se
desencadenó una furiosa tempestad. Nuestro guía desapareció
de repente. Llámele y no contestó. Desesperada, proferí una
horrorosa blasfemia y entonces, un rayo que pasó rozándome
me tendió en el suelo sin sentido. Cuando recobré el conoci-
miento me encontré en una miserable cabana y, conociendo
llegada mi última hora, arreglé mis asuntos con Dios.
"De nuevo te suplico me perdones... María, te encomien-
do a mi hija de todo corazón... Sea el cumplimiento de mi
postrera voluntad el testimonio que me demuestre tu perdón
y tu indulgencia. No desoigas los ruegos de una moribunda,
ampara a ese ángel abandonado y perdóname...
"Mucho he pedido a Dios que me dejase oír de tus labios
esas palabras generosas, aunque bien comprendo que mis
culpas no merecen consuelo semejante.
"Adiós, María, perdóname y encomienda a Dios el alma
de la desventurada
Joaquina."

La lectura de esta carta, que había sido escuchada en si-


lencio, fué interrumpida al final por los sollozos de María.
Aun tenía la pobre muchacha lágrimas de compasión para
aquella mujer que tanto la hubo martirizado.
Juana y Santiago ¡lloraban también.
134 ALMANAQUE ROSA

Dirigióse entonces la condesa Elvira a la doncella que


había traído la carta y preguntó:
— ¿Quién la ha traído?
— Una niña, señora Condesa — contestó.
— ¿De mucha edad? — dijo María.
— De algunos nueve años.
— ¿Dónde está?
— Abajo, en el patio, esperando la contestación.
— Dile que suba — ordenó doña Elvira.
Obedeció la doncella a su señora y momentos; después
volvió trayendo de la mano a una niña ¡extenuada, maci-
lenta, de tez pálida y ojos hundidos. Su vestido estaba hecho
jirones y por los rotos zapatos se escapaban los desnudos
dedos. Era Margarita, que guiada por el esposo de la mujer
en cuya casa muriera su madre, acababa de cumplir su última
voluntad llevando a María la carta. Al ver a María se
precipitó en sus brazos al instante. Los presentes lloraban
enternecidos y la niña decía llorando también:
— María... ¡Si tú supieras lo que he llorado!
Consiguió María a la postre dominar su profunda emo-
ción y quedó perpleja, sin saber qué hacerse. Por una parte,
deseaba cumplir la voluntad de su madrastra y amparar fra-
ternalmente a su hermana, pero repugnaba a su delicadeza
cargar a doña Elvira un nuevo gravamen.
Más la inteligente señora conoció 1Q que pasaba en el
alma de la muchacha y separando del cuello de ésta los flá-
cidos bracitos de la niña, estrechóla entre los suyos mientras
decía:
— No llores, Margarita. De hoy en adelante yo seré tu
madre si tú consientes en ser mi hija. Vivirás conmigo.
Los circunstantes. Henos de admiración, exclamaban:
— ¡Qué feliz casualidad! ¡Qué aglomeración de sucesos!
A estas frases agregaban otras por el estilo; pero Gonzalo,
que había permanecido silencioso, abrió por fin la boca para
exclamar:
— No es todo esto sino la mano de la Providencia, que
todo lo dispone sabiamente.
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 135

CAPÍTULO V

FELICIDAD INESPERADA

Tocaba a su fin el desayuno. La señora Condesa, sentada


en su sillón apuró de un sorbo el brebaje que quedaba en la-
escudilla y mientras esperaba que Margarita concluyese, co-
menzó a conversar animadamente con María y Gonzalo, los
cuales terminaron antes. Margarita, con esa cachaza que sue-
len usar los niños cuando saben que se les espera, había par-
tido en pedacitos el bizcocho que le sirvieron y se complacía
en ver sobrenadar las miguitas, hundirse después y sacarlas
luego con la cucharilla para meterlas en su boca. Ya termi-
naba su entretenida operación y metía en la taza el último
trocito, cuando dos toques seguidos de corneta dados al pie
de la totre, hicieron a Gonzalo dar un salto en la silla y
salir corriendo mientras decía:
— jCorreo de la guerra!
La Condesa se quedó asombrada al ver desaparecer a don
Gonzalo y, al fin exclamó, riendo:
— ¡Ay qué loco. Dios mío!
— ¡Mirad que ha dado un salto tremendo!—dijo
María.
— Y a todo esto — añadió doña Elvira — vayamos a
saber qué noticias trae para alegrarse tanto. Lo mismo pue-
den ser buenas que malas.
Ya en esto llegaba don Gonzalo seguido del correo, qutf
era ,un mocctón alto y robustísimo, cubierto de sudor y
polvo.
— ¿Qué hay, Juanelo? — interrogó la Condesa con an-
siedad. •=;
— Felices nuevas, señora. Los moros han sido comple-
tamente derrotados, hasta el punto de que se ha firmado la
paz en ventajosas condiciones para nosotros. El señor me
envía delante para haceros saber que mañana a las once, a
más tardar, llegará seguido de tiumerosos caballeros, lo cual
os advierte para que dispongáis lo necesario.
13G ALMANAQUE ROSA

— Alabado sea Dios, que tanto nos protege — dijo pia -


desámente doña Elvira.
, — El señor Conde me ha entregado esta carta para vos
— dijo el soldado entregando un pliego a la dama.
— Cuando quieras puedes retirarte. Ve a descansar, mi
buen Juanelo, que vendrás rendido.
— Con vuestro permiso — dijo el mozo saliendo del
aposento. '•••": ;'@^--'
La Condesa se dio prisa a leer la carta de su esposo, cuyo
contenido debió dejarla satisfecha a juzgar por la expre-
sión de alegría que se notaba en su semblante. Al terminar y
antes de guardarla, leyó en alta voz dirigiéndose a María:
"Ponme a los pies de la salvadora de mi hijo y dila
que deseo vivamente' manifestarla mi reconocimiento más
grande."
— Pues está gracioso — contestó María, — lo que ocu-
rre en esta casa. Todo el mundo me llama la salvadora del
Conde y olvidan que aquí la salvada soy yo y el salvador
vuestro hijo, pues a no haber sido por el temerario valor de
él sabe Dios dónde estaría yo a estas horas.
-— Eso no — interrumpió Gonzalo vivamente, — pues
si vos no me hubieseis salvado a mí, mal os podría yo haber
socorrido. Además, me disteis el ejemplo.
— Pero lo que yo hice — añadió María — no tiene mé-
rito alguno, pues no fué otra cosa sino el cumplimiento de un
deber de caridad. ¿Cómo hubiera podido vivir yo tranquila
recordando que había pasado junto a un hombre herido en
mis dominios y no me había dignado socorrerlo?
— Pues si lo vuestro fué un deber, también lo fué el mío.
¿Y cómo podría vivir yo, pregunto ahora, sabiendo que
pudiendo salvarla había dejado que un infame asesinara a
mi salvadora cobardemente?
La Condesa, que admiraba la humildad de María, no
podía menos de sonreírse al escuchar con qué discretas razo-
nes procuraban ambos jóvenes quitar mérito a su acción.
Por nada del mundo hubiera querido interrumpir aque-
lla simpática discusión que tanto la complacía, pero la arre-
batada venida del Conde acompañado de tantos nobles caba-
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 13?

lleros reclamaba grande actividad para hacer los debidos


preparativos. Hízolo constar así a María y a Gonzalo y
todos opinaron que lo mejor sería comenzar por el adorno
del gran salón de ceremonias. Así convenido, laí Condesa, con
Margarita y cuatro doncellas, había de bajar al jardín a fin
de cortar cuantas flores se necesitasen arriba y con las cuales
decorarían el magnífico salón. De este trabajo habían de
encargarse María, Gonzalo, Juana y Santiago.
Era este salón *una pieza rectangular que ocupaba la
mitad del primer piso de la torre del Homenaje. Cuatro ven-
tanas góticas dando a Levante y Poniente, respectivamente,
prestaban claridad al recinto.
Ricos paños adornaban las paredes y sobre ellos se desta-
caban varios retratos, casi de tamaño natural. En la pared del
fondo había un estrado con tres sillones de púrpura. El dosel
ostentaba un escudo sobre el cual taparecía la corona condal de
nueve perlas. El resto de la pieza estaba adornada por altas
cornucopias de metal bruñido que permitían reflejarlo todo
a guisa de espejos, completando el ajuar varios artísticos
muebles y una sillería de púrpura cuyos armazones de ébano
estaban primorosamente tallados.
Todo el día se pasó adornando el salón, el comedor y la
capilla, y pasada la noche, durante la cual descansaron a ma-
ravilla los fatigados cuerpos, la Condesa, vestida con rico traje
de terciopelo granate y soberbiamente alhajada con su mag-
nífico aderezo y su diadema, se dirigió a la cámara de María
para vestirla ella misma.
Al entrar en el cuarto vio que María, vestida con su traje
rosa, peinaba tranquilamente su hermosa cabellera.
— Pero, ¿qué hacéis, muchacha? ¿Pensáis por ventura
penetrar así, con el traje de todos los días, en el salón de ce-
remonias? ¡Ea, amiguita, dejad que os engalane! Ya tenéis
dieciséis años y es preciso presentaros debidamente en socie-
dad. ¿No habéis asistido nunca a una recepción?
— No, señora. Estas ocasiones nunca se presentaban en
Ayala, porque todos los caballeros huían del carácter de la
pobre Joaquina. Además, a mí me trataban como a tina
niña. Ya observaríais que cuando vine, el traje que vestía
188 ALMANAQUE ROSA

era redondo. En cuanto al velo, sólo me permitía ponérmelo


para ir a la Iglesia.
— Me extraña mucho que os trataran de esa manera te-
niendo ya la edad que tenéis. A los trece años ya asistía yo a
las recepciones y demás actos de etiqueta. Pero, en fin, hoy
vamos a hacer vuestra presentación públicamente y es preci-
so que os presentéis como quien sois. Quiero que aparezcáis
deslumbradora, jjiás bella que nadie.
Y al decir esto, la Gandcsa sacó de un armario un hermo-
sísimo vestido de seda celeste que ajustó a la joven con toda
habilidad. La falda estaba adornada de finos encajes, los
cuales se extendían por toda ella formando grecas y arabes-
cos hasta confundirse artísticamente entre los pliegues de la
larga cola. Pendía de la cintura un bolsito también azul a
guisa de escarcela y la falda se unía al cuerpo con ancha
cinta formando dos nudos que dejaban caer sus extremos
sobre la cola. El cuerpo se componía de una graciosa mante-
leta de encaje cuyas pointas se cruzaban por delante con mu-
cha gracia. Las mangas, que sólo llegaban hasta el codo, de-
jal^n entrever, a través de los vuelos de encaje, un torneado
brazo, y el escote, bastante alto, apenas dejaba sitio al collar
de perías de tres hilos. Sacó doña Elvira de cierto estuche! una
diadema condal de nueve hermosísimas perlas y, sujetando
con ella el amplio velo, la colocó sobre aquella frente tersa
y despejada.
Doña Elvira la miró extasiada. Cualquiera hubiese dicho
que aquella joven de presencia gentil y majestuosa se había
criado junto a las gradas de un trono y, sin embargo, María
había crecido entre aldeanos rústicos. La Condesa Elvira dio
el brazo a la Condesa María y! juntas salieron de la estancia
para dirigirse a la torre donde pensaban permanecer hasta
que divisaran la cabalgata.
Gonzalo estaba allí. Y en verdad que no parecía el mismo.
Dibujaba su elegante talle un jubón de terciopelo azul. Lucía
en su cintura la banda de caballero de la cual pendía su es-
pada con puño de oro y piedras preciosas. Sus cabellos cor-
tados a la romana y divididos en dos bandas, según la usanza
de aquel tiempo, estaban cubiertos en parte por la graciosa
_ QUIEN SIEMBRA, RECOGE 139

monterilla con pluma al lado. Impaciente, dirigía la vista


hacia el camino de Toledo.
Al penetrar en la muralla las dos Condesas, Gonzalo
dejó de mirar el camino para contemplar a María. Cruzó las
piernas, apoyó el codo en la muralla y la mano en la mejilla,
emprendiendo la tarca de mirar a la joven de pies a cabeza,
encontrando una nueva perfección en aquel rostro hechicero
cada vez que la miraba.
Así se pasó media hora. Por fin, una polvareda inmensa
anunció la llegada de los guerreros. Pronto las siluetas se hi-
cieron más distintivas y pronto se oyeron con claridad los
continuos ruidos de los cascos de trescientos corceles, entre
caballeros y soldados, al chocar contra las piedras del camino.
Un pañuelo blanco se agitó entre la masa y otros tres
contestaron en las almenas. Gonzalo y las dos señoras baja-
ron apresuradamente de la torre y entraron en el patio de
armas. Verdaderamente era hermoso el aspecto que ofrecía.
Adornado de palmas, laureles y banderas, se levantaba, ro-
deándole, el acostumbrado valladar de madera puesto siempre
para impedir que los paisanos se aglomerasen sobre los sol-
dados. Tras él, una inmensa muchedumbre de todo sexo y
toda edad, se agitaba con impaciencia hablando y gritando.
Por fin, el atalaya dio el quien vive. Los soldados que abrían
la marcha contestaron adecuadamente y a una señal de don
Gonzalo el puente levadizo cayó. Abrióse la maciza puerta
y un tropel de bizarros caballeros, armados de brillantes ar-
mas, penetró en el patio al trote, de los caballos. Antes que
nada vióse saltar a un hombre de su caballo, precipitándose
en brazos de María dando un extraño grito. Era el valiente
Sebastián'de Lara, que no había podido frenar el impulso de
estrechar contra su corazón a aquella a quien tantas veces
llevó en brazos siendo niña. Un aplauso sincero acogió la
manifestación de cariño del veterano, que se dirigía entonces
a tener el estribo del Conde.
Bajó el noble caballero^ entre las aclamaciones de sus
vasallos y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía,
unos brazos amantes rodearon su cuello y un semblante her-
mosísimo se inclinó sobte el suyo. El Conde estrechó largo
140 ALMANAQUE ROSA

rato a su esposa contra su pecho y después sus ojos buscaron


a la salvadora de su hijo. María estaba allí. De pie, a la de-
recha de Gonzalo, excitando la admiración de aquel brillante
cortejo de paladines, con la larga cola hacia un lado, des-
lumbrante de hermosura, ideal, elegante, majestuosa como la
reina que desciende del trono, y digna y modesta al mismo
tiempo. Intentó balbucear algunas frases de agradecimiento,
pero la emoción le ahogaba. Entonces besó con respeto
aquella mano que había salvado la vida del ser que más
amaba en el mundo y, al retirar sus labios, dos ardientes lá-
grimas cayeron sobre aquella mano blanca como magnolia.
A continuación, abrazó y besó repetidas veces a Gonzalo, y al
ver a Margarita, que también andaba por allí, tomóla en sus
brazos para prodigarla tiernas caricias.
Acercóse después a doña Elvira, a la cual tomó de su
brazo, y seguido de Gonzalo, que había dado el suyo a María,
y de aquel gran número de gentiles caballeros, emprendió el
camino de la capilla donde había de cantarse una solemne
acción de gracias.
Al atravesar los caballeros la puerta que daba a los co-
rredores, dos mil gritos se oyeron resonar en el inmenso patio.
Eran las familias de los soldados que saludaban su venida.
Terminada la piadosa ceremonia y en el mismo orden con
que penetraron en la capilla, marcháronse al salón de recep-
ciones. El Conde, con su esposa del brazo, subió al estrado y
se sentó en el sillón. Gonzalo hizo sentarse a María en el que
quedaba vacío y el gallardo joven se apoyó graciosamente en
su respaldo. Desde allí, alguna qué otra vez inclinaba su ca-
beza y pronunciaba algunas palabras que hacían sonreír a la
joven.
Cuando todos los caballeros hubieron entrado, el Conde
tomó de la diestra a María e hizo la presentación, diciendo:
— La Condesa de Ayala, doña María de Haro.
Y los caballeros, pasando uno a uno, fueron besando la
mano de las dos Condesas.
Gonzalo estaba ufano. Veía que las miradas de los caba-
lleros se fijaban en María con admiración, y como la conside-
raba como cosa propia estaba reventando de gusto. Sin em-
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 141

bargo, hay que confesar que en el desfile de caballeros com-


pañeros suyos y casi todos ellos de la misma edad, pasó un
rato malo. Muchos de ellos le tomaban la mano, pero la mi-
raban de hito en hito antes de besársela. El último de todos
le echó cierta apasionada mirada seguida de esta excla-
mación:
— i Sois... hechicera!
María enrojeció hasta el blanco de los ojos y a Gonzalo
le vinieron ganas de darle al caballero un bofetón y decirle:
— ¡Sois... un insolente!
El nombre y la historia de la joven Condesa comenzó a
circular de boca en boca y María se sintió nombrar, con
respeto y galantería, por varios de aquellos donceles "reina de
sus pensamientos".
Como es de suponer, todo esto no le daba gusto a Gon-
zalo. Alabáranla en buena hora, pero que no se la disputa-
ran: eso pensaba el.
Al salir del salón, María tuvo que aceptar el brazo de
uno de los más ancianos caballeros y Gonzalo fué a reunirse
con sus amigos. Contemplando a la pareja de María, decíase:
— La verdad es que el pobre don Sancho es ya muy
viejo y estropea notablemente la hermosa figura de la moza.
Mejor hubiera sido que le dieran el brazo Luis de Alcántara
o Juan de Contreras, o yo, que valgo más, porque María y
yo hacemos muy buena pareja.
Al llegar al refectorio, esperaba a María la más grata de
las sorpresas. Distribuyéronse los asientos entre los comen-
sales, ocupando María-y la Condesa las cabeceras de la mesa.
Gonzalo no desperdició la ocasión y se colocó al lado de
la joven. Cuando llegaron los postres el Conde se levantó y
alzando su copa icon voz trémula y ligeramente alterada,
pronunció el siguiente brindis:
— Para que la criatura angelical que salvó la vida de
Gonzalo, alcance toda la felicidad que desea y se merece.
María se levantó con ligereza, sin dar tiempo a que los
aplausos estallasen, y dijo:
— Para que el Señor conceda a mis nobles protectores
toda la felicidad posible en la tierra.
142 ALMANAQUE ROSA

Y un aplauso sincero puso fin a sus palabras. Entonces,


sacó el Conde una cajita y la entregó a la muchacha. Abrióla,
y encontró dentro una llave con un pergamino, sujeto por
un cordón, en el cual se leían estas palabras:
"A María, Condesa de Ayala, en señal de amor y reco-
nocimiento. "
— ¡Dios mío! ¿Qué es esto? —exclamó María.
— La llave de vuestro castillo.
— ¿Cómo, señor? ¿Es cierto? ¿Será posible que hayáis
llevado hasta ese extremo vuestra generosidiad? Decidme,
— añadió María, con un acento en el que se leía el deseo de
arrojarse a los pies del que tantos beneficios la hacía; —
decidme, señor: ^quién ha reconquistado mi castillo?
— Sebastián de Lara — dijo el Conde.
— j Ah, señor I — replicó prontamente el aludido — no
digáis eso... Condesa doña María, él ha sido quien ha con-
ducido las tropas; él ha sido quien ha realizado prodigios de
valor, el que ha concebido tan feliz pensamiento...
— (Dios mío, gracias, gracias!
María quiso levantarse, pero el Conde dirigió a su hijo
una rápida mirada para que se lo impidiera. Éste se levantó.
Por la mejillas de la muchacha corrían las lágrimas... Buscó
su pañuelo, el cual no encontraba. Entonces, se levantó un
joven caballero para ofrecerle el suyo, pero antes de que
María pudiese aceptarlo, Gonzalo le rodeó el talle con su
brazo y, enjugándole las lágrimas con su pañuelo, obligóla a
sentarse.
El resto del día se pasó entre agradables entretenimientos
y al día siguiente se marcharon todos aquellos caballeros.
Varios de los más jóvenes pidieron a los Condes la mano
de María, pero ésta se excusó, alegando que era demasiado jo-
vendta. La Condesa había comunicado al Conde su proyecto,
que éste aprobó con alegría, y ya convenidos sólo pensaron
en encontrar un medio de manifestarlo a los dos muchachos.
No tardó en llegar la ocasión. Un día se recibieron varias car-
tas que anunciaban otros tantos pretendientes a la blanca
mano de María. Gonzalo se encomendó a todos losí santos del
cíelo para que inspiraran a María una terminante negativa.
QUIEN SIEMBRA. RECOGE 143

Ésta, que conocía en el semblante de Gonzalo su padeci-


miento interior, el cual le devoraba con su fiebre, dijo delante
de él que no aceptaba ía ninguno de los nuevos solicitantes-
No obstante, aunque por entonces estaba conjurado el peli-
gro, podía presentarse de nuevo y Gonzalo, tras de meditar
mucho, se resolvió a manifestar a su madre todo cuanto le
acontecía. No quería eli prudente joven hacer a María la
confesión de su amor hasta saber la opinión de sus padres,
pues pensaba:
—,¿No sería crueldad imperdonable hacerla concebir es-
peranzas y luego no realizarlas?
Así, pues, pálido y nervioso ante la idea de una negativa,
se dirigió aquel mismo día al gabinete de la Condesa cuando
ésta hubo acabado de comer.
— ¿A qué debo el gusto de que mi señor hijo me visite a
estas horas? — preguntó la dama cuando le vio entrar.
— Vengo a manifestaros un secreto.
— i Vamos, vamos! ¿De qué se trata?
— Escuchadme. Hay una época de la vida en que el
hombre, al salir de la adolescencia y encontrándose en plena
posesión de todas sus facultades, necesita cumplir el fin que
Dios le ha señalado en esta vida. Dos caminos se presentan
en mi porvenir: la Iglesia o la familia. Para el primero no me
siento con vocación; para el segundo, sí. Yo amo desde algún
tiempo a una linda joven y deseo casarme con ella, puesto
que me encuentro en condiciones. No obstante, el amor y el
respeto que os debo, a vos y a mi padre, me han impulsado a
manifestaros mi resolución antes de hacer a dicha joven la
confesión de mi querencia. Si estáis conformes me uniré con
ella; si no lo estáis, aunque sea exigiendo a mi corazón un
doloroso sacrificio, renunciaré a su amor...
Calló Gonzalo. Profundamente conmovida la madre al
escuchar los nobles sentimientos de su hijo, abrazóle cariño-
samente preguntándole:
— ¿Quién es la elegida?
El mozo enrojeció hasta las orejas y no contestó. En-
tonces, doña Elvira, insistió con dulzura:
144 ALMANAQUE ROSA

— ¿Tienes vergüenza? ¿Necesitas que te lo diga yo, que


adivino que esa elegida es María.!. ?
— Ella es, sí... ¿Tenéis algo que objetar?—preguntó
el joven, ansiosamente,
— Nada en absoluto — contestó la señora con alegría,
— Tanto tu padre como yo nos consideraremos muy honra-
dos con que sea María la madre de nuestros nietos.
Gonzalo, loco de alegría, se echó en los brazos de su
madre y poco después, la buena mujer, corrió al aposento de
María con ánimo de sondear su corazón. Cuando ya hubo
hablado un ratito de cosas indiferentes, doña Elvira aprove-
chó un momento de silencio para mudar de conversación.
— ¿Queréis decirme — díjola — por qué rechazáis a to-
dos los pretendientes? ¿Pensáis por ventura acabar vuesfra
'existencia en un claustro?
-— No... No es ese mi pensamiento.
— No comprendo entonces ..
— Como considero que vos sois para mí como una ma-
dre, quiero hablaros con toda franqueza.
— Decid.
— No quiero entregar mi mano sino al que sea dueño de
mi corazón.
— Luego amáis...
— Amo. Sí señora...
— ¿Y sois correspondida?
— Es'o no lo sé.
— Pues, mirad, lo siento. Yo venía a haceros presente
é[ue hoy mismo se os ha presentado un pretendiente nuevo.
— ¿De veras?
-— Como lo oís. Un caballero pide vuestra mano para su
primogénito.
— ¿Cómo se llama?
— ¿Queréis saberio?
— Sí. Decidlo.
— Pues bien: el caballero Ricardo Núñez de Herrera
pide vuestra mano para su hijo Gonzalo.
María abrió los ojos espantada ante tan inmensa felici-
dad y no contestó.
.llegó Corro Gil a Santa Justa... (Pág.
^__ QUIEN SIEMBRA, RECOGE 146

— ¿Acaso vuestro silencio encierra lina negativa? —


preguntó la señora.
— ¡Ah! Es que eso es demasiada ventura para mí.
— ¿Conque era él a quien amabais?
— Sí — contestó la joven llorando.
— No llores, María, querida hija mía. Gonzalo te ama y
será tu esposo.
Salió entonces del aposento, volviendo al poco rato acom-
pañada del Conde y de Gonzalo. ÍTomó éste la mano de
María y lleno de emoción no cesaba de repetir como un
chiquillo:
•—• ¿Es cierto que me amáis?
— Con toda mi alma — contestaba ella.
Pasados los primeros trasportes, la Condesa hizo cambiar
los anillos a los venturosos enamorados para bendecirlos
luego en unión de su marido. Fue en aquel momento cuando
Gonzalo, que deseaba hacer algún obsequio a su prometida,
no encontrando otra cosa a mano se quitó una cadena de oro
d« la que pendía rico crucifijo 4^1 mismo metal, regalo de su
niadre el día de su primera Comunión, y la colocó sobre el
cuello de nácar de María, diciendo:
— Me haces el más feliz de todos los hombres.

CAPÍTULO VI

REGRESO AL CASTILLO
La gótica capilla del castillo de Herrera parecía aquella
Mañana una ascua de oro. Numerosas flores blancas embal-
samaban los sagrados ámbitps con el delicioso perfume de
J ^ corolas de seda. Los cirios colocados sobre el ara presta-
ban refulgencias al templo repleten de invitados al acto solem-
j^wimo que había de unir en religioso e indisoluble lazo a
María y Gonzalo.
Todas las damas de los vecinos castillos y casi todas las
"^ la Corte habían respondido a la invitación, ocupando a la
^azonfos tribunas, en tanto que los caballeros se'posesionaban
• ^c« bancos del amplio presbiterio.
146 ALMANAQUE ROSA

En el centro de la capilla y en un claro que dejaba la


gente aparecían cuatro reclinatorios ocupados por los novios
y sus padrinos. Era el padrino el príncipe don Enrique, hijo
mayor del Rey don Juan II, que había querido solemnizar el
acto apadrinando a los jóvenes Condes y, como se le presen-
tara por entonces un grave negocio que resolver, no pudiendo
asistir personalmente, mandó a su augusto hijo para que hi-
ciera sus veces. La madrina era la Condesa Elvira, por elec-
ción de la novia. La señora no cabía en sí de tanto regocijo.
Dio comienzo la solemne ceremonia. La novia, condu-
cida por la madrina, llegó a las gradas del altar y el novio se
acercó con el padrino. El sacerdote leyó la epístola de San
Pablo y después de las súplicas de ritual y de las consabidas
preguntas del celebrante, levantó la mano para formar con
su bendición el lazo indisoluble que sólo la muerte puede
quebrar. ¡Oh, momentos solemnes y dichosos que tantas lá-
grimas de felicidad arrancaron a María al acordarse de sus
padres, que sin duda la bendecían 'y coníemplaban desde el
cielo!...
Está acabada la ceremonia. La nueva desposada, radiante
de júbilo y de hermosura, bajó del altar del brazo de su ga-
llardo esposo y, después de besar la mano de sus nuevos pa-
dres, oyó devotamente el santo sacrificio, durante el cual tu-
vieron la ventura inmensa de recibir al Amor de los Amores.
Al salir de la iglesia recibieron los plácemes y enhorabuenas
de todos los concurrentes, a cuyo acto siguió el almuerzo de
bodas. Al llegar a los postres, el Príncipe entregó a María de
parte de su padrino una hermosa corona condal de nueve
perlas y a Gonzalo una riquísima daga.
Por fin, llegó el momento de la despedida, que no fue
triste porque el castillo de Ayala estaba cerca y podía irse en
poco tiempo. Acompañó toda aquella lucida concurrencia a
ambos esposos hasta el gran patio de armas y, entre las acla-
maciones de la multitud, subió María en una jaquita blanca
con montura y gualdrapas blancas también. Gonzalo se aco-
modó en su soberbio corcel de negro pelo y, acompañados
entrambos esposos por Juana y Santiago, emprendieron el
camino del castillo de Ayala. ¡Con qué placer caminaba la
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 147

esposa en compañía de su Gonzalo por aquellos lugares que


sólo en parte había podido entrever la noche horrible de su
fuga!
— María — exclamaba el joven esposo, — ¿Quién nos
hubiera dicho aquella noche terrible que después de algunos
meses habíamos de volver a pasar por estos sitios siendo tan
felices?
Entre estas y parecidas razones llegaron al castillo. Es
imposible describir la alegría que se apoderó de aquellas po-
bres gentes que, libres del horroroso dominio musulmán, vol-
vían a ver a su castellana, más hermosa que nunca con su
blanco vestido de desposada, con el acompañamiento de aquel
gentil y apuesto caballero.
Al llegar la cabalgata al terraplén sucediéronse con calor
lasl aclamaciones y los saludos. Gonzalo corrió a tener el estri-
bo de su esposa, la cual, dándole el brazo, atravesó con andar
de reina el inmenso patio y fué a sentarse en uno de los dos
tronos que había preparados bajo dosel.
— ¡Viva nuestro buen señor don Gonzalo!
— ¡Viva la señora Condesa de Ayala! — gritó la mul-
titud.
Sentóse Gonzalo en el otro trono, al lado de su esposa,
y Sebastián de Lara, seguido de un pajecillo que sobre una
bandeja llevaba cierta espada y un manojo de llaves, se ade-
lantó hacia el.
— Señor — dijo con voz sonora:—cuando hace siete
años tendió la muerte sus terribles alas sobre este insigne
castillo, segando en flor la vida de nluestro amado Conde, el
castillo quedó confiado a mis cuidados. Empcrcy, hoy que
cuenta con vos y tiene ya un defensor valeroso, me apresuro
a deponer mi cargo no dudando que de todas veras procura-
réis defender el castillo y a su dueña. Con motivo del fausto
suceso que tanta felicidad nos asegura, agrego mi felicitación
a la de todos los fieles vasallos que me escuchan y en su
•nombre os ofrezco sus leales servicios. Haced partícipe de
nuestra enhorabuena a vuestra noble esposa y no dudéis
que vuestros subditos harán siempre votos de lealtad por
vuestra dicha.
148 ALMANAQUE ROSA

Adelantóse el pajecillo, y Gonzalo, al tomar las llaves y


la espada, contestó diciendo:
— Muy grata es a mi corazón la felicitación que acabáis
de darme y más grata aun la sincera prueba de vuestros
nobles sentimientos; y pjor ello, con el corazón profunda-
mente conmovido, os doy gracias en mi nombre y en el de mi
esposa muy amada. Yo acepto vuestros generosos ofrecimien-
tos y os prometo consagrar esta espada a la defensa de vuestra
propiedad y vuestras vidas. Creed sinceramente que en-
contraréis en vuestros Condes unos padres cariñosos y no
dudéis, cuando el dolor o la fortuna os persigan, en acu-
dir al castillo donde siempre encontraréis protección y am-
paro.
Las palabras de Gonzalo fueron acogidas con entusiasmo
y la multitud volvió a sus gritos:
— ¡Viva nuestro buen señor don Gonzalo! ¡Dilatada
vida y prosperidad a nuestra insigne Condesa!
. Entonces, Santiago, impuso silencio en nombre de sus
señores y, subiendo sobre un taburete, leyó en alta voz el
acta por la cual "el muy poderoso y altísimo señor don Gon-
zalo Núñez de Herrera, por la gracia de Dios, Conde de
Herrera, señor de Medina, Mohernandol y otros lugares, y
la muy alta y graciosa dama, doña María de Haro, Condesa
de Ayala, perdonaban durante un año a sus vasallos todas
sus gabelas, alcabalas y censos"...
Apenas fueron pronunciadas estas palabras, cuando re-
sonaron por todas partes gritos de alegría, disputándose
todos el placer y el honor de besar los vestidos del nobilísimo
Conde y de contemplar su hermoso y juvenil semblante.
Los trasportes de felicidad de aquellas pobres gentes con-
movieron dulcemente el corazón de Gonzalo; iluminó sus
facciones un rayo de ventura y cogiendo la mano de María
la llevó a sus labios. Mandó ésta que se acercasen Sebastián
de Lara y cinco soldados que quedaban de los quince que
habían defendido el castillo la noche del asalto y, mandando
a Juana le quitase la guirnalda de menudo azahar que debajo
de la hermosa diadema lucía, repartió entre ellos las emble-
máticas floreciUas. Quitóse a continuación el ramo de la mis-
QUIEN SIEMBRA, RECOGE 149

ma flor que en el pecho llevaba y se lo alargó a Gonzalo,


diciendo:
—- Toma, Gonzalo, para ti el más grande.
Tomóle éste y lo besó. Su acción arrancó nuevos aplau-
sos a la concurrencia, que después fué a ocupar las mesas
repletas de manjares preparadas fuera del castillo.
Mientras tranto, Gonzalo y María fueron a recorrer,
una por una, los aposentos del castillo, en los cuales notaron
la previsión de doña Elvira y la mano hacendosa de Juana.
Al llegar a la galería de retratos, contemplaron ambos
esposos a todos los condes de aquel insigne linaje. Al mirar
María los retratos de sus padres, sintió que acudían a sus
ojos, transformadas en lágrimas, las dulces emociones de
aquel día. Gonzalo lo advirtió y, estrechando a su esposa
contra su corazón, la dijo conmovido:
— Llora, María, llora, y que esas lágrimas alcancen del
cielo la bendición de tus padres.
Y María, descansando su cabeza sobre aquel pecho aman-
te, lloró dulcemente, venturosamente...

EPÍLOGO
Un año más tarde, Gonzalo y María eran padres de un
hermoso niño que fué único hijo de su venturoso matrimo-
nio y digno heredero de las nobles casas de Herrera y Ayala.
Margarita contrajo un ventajoso matrimonio con cierto
noble caballero castellano y los buenos Condes alcanzaron
Una larga vida y una dichosa ancianidad.
Juana, Santiago y Sebastián de Lara, siempre distingui-
dos por sus señores, vivieron aún muchos años en su com-
pañía.
RAFAEL PÉREZ Y PÉR52
tSiívi'AVÍ-'i-::<•'•'

Una. — Hija, mi marido es muy complaciente. —Bueno, ahora fsalga a ver la función; perú ¡oó
'itúrate que hasta me quita los zapatos... haga como el otro día, que al decir yo «iMadre mlal
La otra. — El mió también me los quita, pero ¡es ¿Dónde estás?» gritó usted: «Aquí, hijo mío, en las úl'
«ra evitar que salga de casa, timas filas de butacas.» %¡A. . &

— Es un pobre albafill que se ha caldo de un pl>0


—Mamá, dile a Pepito que no tire de las orejas al quinto,
¡ato. — Corred a traerle un vaso de agua.
-¿Por qué, hijo mío? El herido. — ¿De qué... piso,., habrá que,., caerse.
—Porque quiero tirarle de ellas yo. para que... le den-., « uoo vino?
Reproducimos a confinuación un notable frabajo
acerca de las novelas de nuestro ilustre colabo-
rador D. Rafael Pérez y Pérez, publicado por «£/
Correo de Andalucía* en octubre del año pasado.

LAS NOVELAS
DE RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ
En el mes de agosto se ha publicado "Mariposa", la úl-
tima novela del insigne escritor católico Rafael Pérez y Pérez.
Hablar de Rafael Pérez a los lectores de este diario, es
como hablarles de algo que pertenece a ellos mismos. Muchas
de sus novelas fueron reproducidas en las columnas de El
Correo. Y puede asegurarse que tal publicidad contribuyó de-
cisivamente a popularizar, en Andalucía, la obra del gran
novelista levantino.
A partir de "Inmaculada", la bellísima narración que re-
corrió en triunfo España e Hispanoamérica, la firma de Rafael
Pérez y Pérez fué ávidamente solicitada, y las ediciones de
sus novelas se' sucedieron constantes. La novela moral y ame-
na, muerto el inolvidable Muñoz Pabón, carecía en realidad
de cultivadores. Aquellos deliciosos libros de hogar — Pereda,
Fernán Caballero, El Padre Coloma, Trueba, Enriqueta Lo-
zano — cedieron su noble emplazamiento a las frivolidades
posteriores; y aun — ya avanzado el siglo — a las lecturas
perniciosas que — con el cine — alejaron del alma española
las insignes virtudes raciales.
Pérez Lugín constituyó lun rápido paréntesis luminoso en
;,la noche cerrada: un oasis en la aridez del páramo. Su prosa
agil, sana y optimista, oxigenó el ambiente enrarecido de la
novela familiar.
162 ALMANAQUE ROSA

Luego... las empalagosas traducciones francesas; el cho-


rro de novelas blancas — más que blancas, grises; — inno-
cuas, en su mayoría; aburríditas, casi todas; sin emoción,
sin nervio; tan inofensivas como adormecedoras. Y desde
luego — claro está — sin eficacia española alguna.
Y en tal sazón surge Rafael Pérez y Pérez, sin seudóni-
mos rimbombantes y atractivos; con su hidalgo patroními-
co, repetido dos veces... Surge y triunfa.
Inicia su labor con un lindo esbozo de novela: "Espe-
ranza", al que luego sigue "La Señora", de acusada influen-
cia galdosiana.
Unos premios en modestos concursos literarios le fran-
quean después las puertas de dos editoriales: "El Magisterio
Español" y la "Biblioteca Patria".
Publica Rafael Pérez, en la primera, dos n,ovelas, en las
que exalta y dignifica la noble labor del maestro, y pinta el
calvario rural de los apóstoles de la infancia. Se titulan estos
dos libros "Levántate y anda" y "El último cacique"; es
esta una magnífica novela perfectamente construida y am-
bientada, llena de interés y de amenidad.
Aparece más tarde en "Patria", "Inmaculada", que le
hace famoso. Obra maestra en su sencillez encantadora, ad-
mirablemente trazada y conseguida; con tipos acabados, espe-
cialmente el dp la protagonista, deliciosa m'ujercita física y
moralmcnte adorable. Este es el rasgo más característico del
gran novelista-poeta: la maravillosa concepción y el firme
trazado de sus ideales tipos femeninos.
Siguieron a "Inmaculada", "La Verdad en el Amor"
(aparecida con el título "El Verdadero Amor" en "La Novela
Rosa"), fragante poema sentimental; "Al borde de la Leyen-
da", vigorosa novela llena de emoción y de interés; "El Se-
cretario; "María Pura"; "La Rapella"; "El Monasterio de
la Buena Muerte"; "La Clavariesa", encantadora novela de
costumbres campesinas valencianas; "El Hada Alegría"; "Re-
beldía", todas ellas publicadas en la benemérita "Biblioteca
Patria" y galardoneadas con premios de los bienhechores de
dicha institución editorial.
Edita, por su cuenta, Rafael Pérez, en El Siglo Futuro,
LAS NOVELAS DE RAFAEL PÉREZ Y PÉREZ 163

"Los Caballeros de Loyola", "Duquesa Inés", una de sus


mejores novelas; "Por el honor del nombre", continuación
y final de la anterior; "Almas Recias", de publicación muy re-
ciente, y "Los Cien Caballeros de Isabel la Católica", encan-
tadora narración de época, que recuerda a Walter Scott, y
evoca intensamente a nuestro ilustre don Francisco Navarro
Villoslada.
La "Nueva Colección Hogar", de Barcelona, le abre sus
puertas, y en ella encontramos, magníficamente editadas,
"Doña Sol" y "Mariposa", que acaba de aparecer, como an-
tes se ha dicho.
"La Novela Rosa" reprodujo' antes, además de "El Ver-
dadero Amor", ya mencionado, "Inmaculada" y "El Hada
Alegría". Y publicó, inédita, "Madrinita Buena", acaso la
mejor novela de su autor; la más novela; problema intere-
santísimo; acción vigorosa; personajes claros, verdaderos ti-
pos de la realidad novelablc, llevados a la fábula con pllcnitüd
de vida y exactitud escrupulosa; gradación lógica en el desen-
volvimiento; desenlace consolador, altamente moral y hu-
mano.
Pueyo, en sus "Novelas Escogidas", edita — en 1931 —•
"Lo Imposible", ensayo de nbvcla andaluza, con sugestivas
descripciones de la famosa Romería del Rocío.
Y ya llevamos enumeradas, en índice sucinto, -— un ar-
tículo de periódico no da íugar a más — veintitrés novelas
de este fecundo autor, que nos sorprende constantemente con
la aparición» de sus producciones — en simultaneidad asom-
brosa de dos, y aun de tres» novelas; — que, actualmente tiene
terminadas "Amor que no muere". "Cuento Azul", "La Cié-
naga", "Mariquita Monreal", "Los Dos Caminos", "Muñe-
quita" y "La Casa de Azlor", que muy en breve aparecerán en
los escaparates de lasi librerías, para delectación de sus entusias-
tas lectores; y que, entretanto, prepara otras varias, dos de la«
cuales tienen ya título: "Tres encuentros" y "Paco el Na-
ranjero".
Hemos querido hacer un compendio — todo lo exacto po-
sible — de la producción de Rafael Pérez y Pérez, enume-
' tando sus obras para guía de los lectores, sin duda un poco
154 ALMANAQUE ROSA

desorientados por la asombrosa fecundidad del joven novelista


levantino.
Acaso esa fecundidad, constituya el único reparo que, cor-
dialmente, insinuamos al elogiar su labor meritísima. Tener
sobre la mesa de trabajo tres o cuatro novelas en preparación;
desenvolverlas paralelamente; terminarlas a un tiempo, es
algo asombroso, que evidencia el vigoroso talento del gran
artista; pero, ¿no restará, en ocasiones, intensidad a una crea-
ción determinada en beneficio de las demás? ¿No será origen
de repeticiones, coincidencias, semejanzas de personajes o de
episodios, que, vistos en conjunto, resten algo a la origina-
lidad del autor, a costa del autor mismo? ¿No traerá consigo
un inevitable descuido en algún que otro detalle sin impor-
tancia esencial en la fábula; pero que en la novela de costum-
bres — formada de detalles — constituye la esencia?
No afirmamos. Nada concreto podemos aducir, como con-
testación a las preguntas anteriores. Nos limitamos a señalar
el peligro, dejándolo apuntado, para meditación del insigne
novelista, si nos lee.
Por lo demás, Rafael Pérez y Pérez, moderno, ágil, bri-
llante, es hoy el gran novelista de las familias españolas.
Cantor de las virtudes de la raza; mágico evocador de las
costumbres tradicionales; pintor sin igual de los más amplios
panoramas; paisajista de los retiros más pintorescos y deli-
ciosos; reflector de las más luminosas perspectivas; firme edu-
cador de las juventudes desorientadas; vivificador de tradi-
ciones y leyendas encantadoras; inefable poeta forjador de
madrigales modernos.
Y hoy, que el Otoño, inicia «1 retorno al hogar, y se
anuncian, próximas, las dulces veladas invernales, acaso sea
oportuno, dedicar estos renglones de homenaje y recordación,
a Rafael Pérez y Pérez, sembrador de ilusiones; proyector de
paisajes de ensueño en el dulce encanto de esas veladas in-
olvidables.
PEDRO A. MORCADO
FILEMON Y BAUCIS
(de Federico Jiahola)

Aquí inmortales, junto al Mare nostrum


hoy permanecen Filemón y Baucis,
en humilde cabana levantada
cabe las ondas.
Llega la primavera, y hasta otoño
truecan su blanca casa pueblerina
por la caleta, un tiempo bautizada
por los helenos.
Él cuenta los setenta; ella diez menos
y no hay día, no obstante, en que a las aguas
turbulentas del golfo no se lancen
a levar nasas.
Ella boga tan firme como un mozo,
mientras él cobra el cabo chorreante
de que penden las nasas, que aprisionan
a las langostas
que en la cetaria, luego, colocadasi,
aguardan al balandro que las lleve
para gozo y deleite de las mesas,
a luengas tierras.
Si las nasas, del mar salen vacías,
sus labios no profieren ni una queja;
al cielo alzan los ojos y en él ponen
sus esperanzas.
La noche en paz, eu un camastro pasan,
suspendido del techo ennegrecido
y dispuesto con remos y con velas
de olor salobre.
Ella lleva al mercado de la villa
el pescado que salta y se rebulle;
y de allí trae el rubio pan y fruta
azucarada.
Sin hijos, mutuamente se consagran
el uno al otro todos los amores
en la doliente espera acumulados
para la prole.
No hay miedo que a su puerta hospitalaria
al acaso llegado, inútilmente
llame Jove, fingiéndose mendigo
lleno de harapos:
s>
no ha de faltarle lecho en que repose,
ni en pobre cuenco rico condimento,
ni el agua bebediza de la clara
fuente vecina.
Preguntadles si a gusto volverían
a la pasada juventud y "El vino
mejor" — contestarán — "y el buen cariño,
es el añejo".
Sobre el rudo, negruzco acantilado
que circunda la cala luminosa
se alzan dos blancas peñas
cual dos estatuas.
Ellos quisieran que algún dios propicio
les transformara en esas rocas blancas
que entre sí se contemplan arrobadas
m
eternamente.
Traducción de
FRANCISCO JAVIER GARRICA

CREPÚSCULO
¡Se entra la noche, tácita y augusta!...
Quiero decirle adiós, a esta hora intensa,
calma y mirifica,
aunque espectral, soñada e imaginaria;
dulce — en verdad,—y positiva y cierta.
Quiero decirle adiós, antes que expire,
y vaga se disuelva
en los grrises cendales del misterio
del naciente crepúsculo que avanza.
Extático como ella, yo quisiera
poder quedarme,
mientras la urna sideral se vuelca
y florece en luceros palpitantes.
Yo quisiera con ella, íntimamente
compenetrado,
poder como ella misma daime cuenta
de cómo el tiempo acaba por perderse
y sumirse en lo eterno, en un connubio
inextinguible;
mientras tenue y sutil, hiende el espacio
esa tonada ''
que parece del mimdo el himeneo,
y a cuya melancólica cadencia
se entra la noche tácita y augusta.
FRANCISCO JAVIER GARRIGA
APARECE
//
EL " S A N T O
LESLIE CHARTERIS

Traducción del inglés


por Esteban Macragh

EDITORIAL JUVENTUD, S. A
BARCELONA
1

UN HOMBRE DIESTRO

Serpiente Ganning no era ni un gran criminal ni un individuo


muy recomendable, pero tiene el interés de haber sido la primera
víctima de la organización dirigida por el hombre conocido por el
apelativo de El Santo, la cual estaba destinada, con el transcurso de
unos cuantos meses, a sembrar el terror entre la gente del hampa de
Londres — una implacable asociación de audaces jóvenes, brillante-
mente conducidos, que trabajaban al lado de la justicia y que estaban,
sin embargo, fuera de la ley. Había de llegar un tiempo en que la sola
mención del Santo sería suficiente para Henar de nerviosa inquietud al
más frío de los malhechores; en que un hoinbrc que al regresar tarde
una noche a su casa y hallar el signo del Santo — un dibujo infantil
de un hombrecillo con una línea recta por cuerpo y un halo absurdo
sobre su cabeza redonda, sin ojos, boca ni nariz — pintado con yeso
sobre su puerta, se volvería instintivamente para apoyar la espalda
en la pared más próxima, con una mano en el bolsillo del pantalón
y una helada corriente de miedo en la medula espinal. Pero en la época
del episodio Ganning, el Santo acababa de comenzar sus operaciones y
su nombre no estaba aún circundado por el aura de casi sobrenatural
infalibilidad que más tarde ganaría.
Ganning era un hombre alto, de increíble delgadez, de mal color
y cabello negro, que llevaba, invariablemente, peinado, engrasado y
en extremo lustroso. Tenía una cabeza pequeña y redonda y caminaba
con su largo cuello estirado hacia delante en toda su extensión. Con-
siderando a un tiempo estas características físicas, los sinuosos movi-
mientos de su cuerpo y sus ojos brillantes, pequeños y sin expresión,
wa fácil apreciar la propiedad de su apodo. Era el jefe de una cuadrilla
d^ particular cuidado, que operaba en las carreras de caballos, conocida.
Seneralmente, por el nombre de Los muchachos de la Serpiente, la cual
^ivía, en inmertcida opulencia, del chantaje, cuyas víctimas eran los
encargados de los servicios de las apuestas, a quienes amen^izaba con
severos daños corporales. Hay también otras cosas censurables que
contar de él, que se revelarán a su debido tiempo.
El verdadero motivo de la intervención del Santo en los asuntos
de la Serpiente y sus muchachos, fué su modo de tratar a Tommy
160 ALMANAQUE ROSA

Mitre, con motivo de su primera aventura en los negocios hípicos.


Tommy siempre había deseado ser "jockey"; llevaba en la sangre
su afición a los caballos; pero en las primeras etapas de su aprendizaje
sufrió un accidente que le estropeó de tal manera que nunca pudo
volver a montar, y tuvo que contentarse con el humilde empleo de
mozo de cuadra en un picadero de importancia. Luego murió un tío
de Tommy, tabernero retirado, dejando a su sobrino la tremenda
fortuna de doscientas libras, y Tommy decidió probar fortuna en el
Hipódromo. Consiguió un permiso, pintó en una tabla: "Tommy
Mitre = Antigua Casa fundada en 1822", y tomó un escribiente.
Un día se presentó en Brighton con todos estos arreos y el resto de
sus doscientas libras y no pasó mucho tiempo sin que los Muchachos
dé la Serpiente descubrieran al recién llegado y le hicieran las demandas
acostumbradas. Tommy se negó a pagar. Debía haber sabido mejor
lo que hacía, pues los métodos de la Serpiente no eran un secreto en
los círculos hípicos; pero Tommy era así de terco. Mandó a la Ser-
piente a paseo y como resultado recibió una soberana paliza que le
administraron los Muchachos cuando salía del hipódromo, y fué des-
pojado de todo su capital más los beneficios del día. Y ocurrió que
Simón Templar había elegido aquel día para disfrutar de las carreras
en Brighton, y observó el atraco desde alguna distancia.
Serpiente Ganning y un selecto grupo de los Muchachos pasó la
tarde en Brighton celebrándolo y salieron para Londres en uñó de los
últimos trenes. Lo mismo hizo Simón Templar.
Y así ocurrió que el citado Simón Templar, vagando por los
andenes un par de minutos antes de la salida del tren descubrió a la
Serpiente y a tres de los Muchachos cómodamente instalados en un
coche de primera clase, y se apresuró a reunirse con ellos.
Precisa hacer constar que el Santo era un espectáculo que justifi-
caba ampliamente las actitudes de alegre jolgorio que se cruzaron
entre la Serpiente y sus Muchachos favoritos, tan pronto como le
examinaron con detenimiento. En lo que él llamaba su "traje de com-
bate" — que consistía en unos averiados pantalones de franela gris
y una chaqueta de caza de edad casi legendaria — el Santo tenía la
cualidad única de parecer tan inmaculado que podía perdonarse al
policía más observador por confundirle con un duque millonario.
Ppede, pues, imaginarse su radiante apariencia en lo que él llamaba
su disfraz de caballero.
Su traje de franela gfis le sentaba con asombrosa perfección; la
blancura de su camisa mareaba; su corbata avergonzaba al arco iris.
Su sombrero de fieltro acababa, sin duda alguna, de salir de la som-
brerería más cara de Londres. En la muñeca izquierda llebava un reloj
de oro y en la mano derecha un bastón de ébano con puño también
de oro.
Todo sin ostentación, se entiende, pero, inconfundiblemente de
k> mejor, y llevado con el aire único de descuidada elegancia que otros
APARECE EL SANTO 161

intentan emular, pero que sólo el Sap.to podía alcanzar en toda


su mejestad ..
Y respecto del hombre-bien, los Muchachos de la Serpiente sa-
bían que su espantable reputación tenía un. sólido fundamento. El
hombre era alto — unos seis pies y dos pulgadas de humanidad, —
pero ellos no repararon mucho en su estatura. Todas las de ellos su-
madas alcanzaban una altura de veinticuatro pies y tres pulgadas.
Y aunque no era pesado era bastante ancho y de una cierta solidez de
hombros que hubiera hecho a un hombre precavido meditar con cui-
dado antes de abordar ninguna cuestión desagradable; pero tampoco
esto preocupaba a la Serpiente y su cuadrilla, pues la suma de sus
respectivas anchuras pasaba de los seis pies. Y el Santo tenía una piel
clara y curtida y unos ojos muy claros y muy azules, pero ni aun esto
les inquietó. No se trataba de un concurso de belleza.
Lo importante era que el Santo tenía una pitillera de oro y un
grueso fajo de billetes. Con sus modales inocentes, contó su dinero
delante de sus propios ojos, anunció el total de doscientas cincuenta
libras y pico y les invitó a que le felicitasen por su buena suerte. Ellos
le felicitaron con cortesía y observaron la lentitud de la marcha del
tren. El Santo convino en que era un viaje aburrido, y dijo que la
compañía debía proveer de alguna diversión para los pasajeros ea
viajes aburridos. Alguien sacó una baraja. .
Hay que decir en abono de la cuadrilla que todos suponían que
la mamá del gomoso habría prevenido a éste de los peligros que
entraña el tirarle de la oreja a Jorge. El juego que se eligió fué el
poker. El Santo les avisó, excusándose, que sólo había jugado al poker
una vez en su vida, pero ellos le dijeron, amablemente, que aquello
no importaba nada.
La bronca empezó cinco minutos justos antes de que el tren llegad
a la estación de Victoria y los mozos que ayudaron a la Serpiente y
a sus Muchachos a salir de su departamento, no recibieron gracias de
ninguna especie por su servicio. Dieron a los Muchachos un cubo de
agua para reanimar a la Serpiente, pero no pudieron hacer nada para
remediar sus dos ojos hinchados y la falta de todos los incisivos.
El Inspector Teal, que estaba en el andén con la esperanza de
hallar a un estafador a quien necesitaba con urgencia, vio a los maltre-
chos guerreros y no se mostró muy compasivo.
Te has estado pekando, Serpíenf^ •--dijo alegremente.
La réplica de Ganning no se puede imprimir, pero el señor Teal
no se asustj^ba con facilidad.
-^ Pero puedo describirle al que me ha agredido — continuó la
Serpiente, humanizándose. — Un atraco, eso es lo que ha sido. Sí
nos echó encima...
— ¿Y qué? — dijo Teal revolviendo en la boca la goma éi
mascar.
162 ALMANAQUE ROSA

— Se ha escapado con más de trescientas libras que habíamos


hecho hoy.
Tcal se sintió de súbito interesado.
— ¿Dónde las has hecho? — interrogó. — ¿Tienes máquina o
las haces a mano? No sabía que te dedicases a esc negocio. Serpiente.
— Escuche, Teal — dijo la Serpiente con más calma. — Puede
usted decir de mí lo que quiera, pero tengo mis derechos, como cual-
quiera otra persona. Tiene usted que perseguir a ese hombre. Puede
ser que sepa usted cosas de él ya. Ese individuo está metido en algo
malo o lo anda preparando; tome nota de lo que digo. ¡Mire esto!
Teal examinó el sobre, displicente.
— ¿Qué es ello? — preguntó. — ¿Una carta de presentación
para mí?
— Se lo dio a Ted al marcharse. Esc es mi recibo, dijo. ¿'Verdad,
Ted? ¡Mire usted lo que hay dentro, Teal!
El sobre no estaba cerrado. Teal le dio varias vueltas entre las
manos, observando el membrete del hotel de donde había salido.
Luego, siempre con sus letárgicos modales, sacó lo que contenía —
una sola hoja de papel.
— Retrato por Epstain — murmuró. — Un dibujo muy bonito,
pero que, aparte de eso, no significa nada para mí. Os habéis dedicado
últimamente a leer muchas novelas policíacas. Eso es lo que os pasa.

II
El Santo, hombre de gustos decididamente caros, era el inquilino
de un piso en Brook Street, Mayfair, que estaba tan por encima de
sus medios, que había renunciado desde hacía mucho tiempo a pre-
ocuparse por la inminencia de la bancarrota. "Preso por uno, preso
por mil", pensaba el Santo con su acostumbrada y alegre indiferencia.
Consideraba que el mundo le era deudor por los servicios que le
prestaba su buena voluntad y decorativa presentación, puesto que el
mundo, hasta entonces, se había mostrado tacaño y reacio en el reco-
nocimiento y liquidación de la deuda, el Santo decidió que había
llegado el momento de imponer sus derechos. La invasión de Brook
Street fué uno de los primeros movimientos de la campaña.
Pero la localidad poseía una ventaja que no tenía nada que ver
con el prestigio de la dirección; esta ventaja era un parquecillo pequeño,
situado a menos de un tiro de piedra de la puerta del Santo. En este
parquecillo había cierto número de garajes muy caros, grandes, peque-
ños y pequeñísimos. Y el Santo poseía dos de los garajes grandes. En
uno guardaba su coche; el otro estuvo vacío una semana, hasta que
empezó a meter en él, en la obscuridad de la noche, una serie de
curiosos objetos — objetos que sólo un frenético esfuerzo de imagina-
ción podría relacionar con automóviles.
APARECE EL SANTO lé3

Si el Santo hubiera sido observado en alguno de aquellos subrep-


ticios viajes, es muy probable que se hubiera dudado del equilibrio
de sus facultades mentales; a él no le hubiera importado mucho, pues
tenía sus razones para su aparente excentricidad. Pero como nadie notó
sus idas y venidas, no hubo comentarios.
Y aunque hubiese sido visto, es muy dudoso que le hubieran
reconocido. El Santo inmaculado salía de Brook Street, se dirigía a
Chelsea y encerraba su coche cerca de Fulham Road. Luego, por una
sutil variación en la apostura y los modales, ya no era, ni con mucho,
el mismo inmaculado Santo el que caminaba por un laberinto de
calles sucias y apartadas, hasta el atestado y microscópico piso que un
tal Bertie Marks, un ave de paso, tenía alquilado. Y era un raído, y
desgarbado Bertie Marks el que salía del piso y se dirigía al West End
en el plebeyo autobús, cargado con los paquetes que comprara por el
camino; y quien se metía, sin ser notado, en el parquecillo de Brook
Street y en el garaje que tenía a su verdadero nombre. El Santo no
era partidario de descuidarse innecesariamente en los detalles.
Y todos estos complicados preparativos — el alquiler del segundo
garaje y del piso de Chelsea, y la creación de Bertie Marks — se
habían hecho con un solo propósito, que fué llevado a la práctica
cierto día.
Pocas horas después del amanecer de aquel día (una hora invero-
símil para qu? el Santo estuviera en la calle) un pequeño camión, con
el nombre de Cárter Paterson pintado, entró en el parquecillo y se
detuvo allí. Bertie Marks descendió del asiento del conductor, lim-
piándose las manos en los pantalones de pana, y sacó una llave con
la que abrió la puerta de su garaje. Luego volvió a su camión, lo
metió en el garaje y volvió a cerrar la puerta, quedándose dentro.
Sabía que esta acción excitaría la curiosidad de la parada de
chauffeurs que se congregaban en el parquecillo, pero no se preocupaba
de ello. Con la consumación de su plan, la necesidad de la existencia
de Bertie Marks se acercaba rápidamente a su fin.
— Que piensen lo que quieran — se dijo el Santo con indiferencia,
mientras se despojaba de su mugrienta chaqueta.
Encendió la luz y se asomó a ver lo que ocurría en el parquecillo.
Los chauffeurs habían reanudado sus tarcas de limpieza de automóvi-
les, y estaban por el momento demasiado ocupados para pensar en el
extraño fenómeno de que un camión de Cárter Paterson se metiese
en un garaje que antes albergara un RoUs.
El Santo echó la barra a la puerta para estorbar la entrada a
<^ualquier curioso explorador y se puso a trabajar.
Al abrir el camión aparecieron en él varias grandes cajas de ma-
dera, que el Santo procedió a descargar en el suelo del garaje. Después
de esto cogió de un rincón un martillo y una palanqueta y empezó a
abrir las cajas y a extraer su contenido. En cada caja, embaladas entre
virutas de madera, había dos docenas de jarrones de China.
164 ALMANAQUE ROSA

Al abrir cada caja, el Santo llevaba los jarrones a la luz y los


inspeccionaba minuciosamente. No le sorprendió en lo más mínimo
descubrir que aunque la mayoría de los jarrones no tenían nada de
particular, todos los de una caja estaban señalados con una pequeña
cruz. El Santo puso estos jarrones aparte, pues eran los únicos que
le interesaban. Eran, precisamente, lo que esperaba hallar y la sola
causa de la temporal transformación de su verdadera personalidad en
la de Bcrtie Marks. Volvió a colocar los otros jarrones en sus res-
pectivas cajas, que cerró y ató con el mayor cuidado para darles el
mismo aspecto que tenían antes de que él hubiese manipulado en ellas.
Luego abrió los jarrones señalados y vació su contenido en un
cubo. En otro rincón del garaje había una pila de pequeños botes; el
Santo metió un bote en cada jarrón, y rellenó el espacio que quedaba
con algodón para evitar que se moviesen. Los jarrones así preparados
fueron colocados uno por uno en su caja, y ésta cerrada, clavada y
atada como las demás, no sin que el iSanfocon una sonrisita asomando
en las comisuras de los labios, hubiera dejado un recuerdo de su inter-
vención sobre la última capa de virutas.
Había trabajado con rapidez. Sólo hora y media había transcu-
rrido desde el momento en que entró en el garaje hasta aquel en que
volvió a colocar la última caja en el camión; y cuando esto estuvo
hecho, abrió de par en par las puertas del garaje.
Los chauffeurs que quedaban trabajando en el parquecillo levan-
taron la cabeza con asombro cuando (i camión empezó a salir del
garaje: pero su perplejidad aumentó cuando procedió a salir del par-
quecillo y desapareció en la dirección de Bond Street. Le gritaron al
conductor que se le había olvidado cerrar su garaje, peto el señor
Marks o no les oyó o no le importaba. Y cuando la parada se dio
cuenta de que había desaparecido del tcxlo, entraron a curiosear en el
garaje y se rascaron las cabezas sobre el montón de virutas que había
« i el suelo, el martillo, la palanqueta, los clavos y los dos o tres botes
que el Sanio no había podido aprovechar. Pero el cubo de polvo
blanco había desaparecido. Estaba en el camión en el asiento de al
lado del señor Marks. Y muy poca gente volvió a ver al señor Marks.
El camión se dirigió a una casa del West End, y allí Marks entregó
las cajas, haciéndose firmar un recibo de ellas, y partió alejándose más
> hacia el Oeste. En el camino se detuvo en el Hospital de San Jorge,
.. donde dejó el cubo. El hombre que se hizo cargo de él se extrañó, pero
.Marks tenía prisa y no tuvo ni tiempo ni deseo de iluitrarle.
-~- Tenga mucho cuidado con eso porque vale más dinero del que
pueda usted tener en su vida — le dijo.— Haga usted que llegue
hasta uno de los médicos y déle esta nota con él.
Y el Santo volvió al volante de su camión y continuó su camino
c(m la sensación de que se acercaba al término de una magnifica
jornada.
APARECE EL SANTO ,1^

Continuó en la misma dirección y salió de Londres por el camino


de Maidenhead.
En un punto de este camino giró para internarse en un sendera
secundario, y allí se detuvo algunos minutos lejos del tráfico principal.
Dentro del camión había un bote grande de pintura y el Sanio se
puso a utilizarlo enérgicamente. Nunca se había considerado un artis-
ta, pero trató aquel camión con largas y magistrales pinceladas. Bajo
su brocha vigorosa, la muestra de Cárter Paterson, que con grandes'
fatigas ejecutara la noche anterior, se desvaneció por completo. Satisfe-
cho con la desaparición de un trabajo que pocas horas antes admirara,
rf Santo volvió a su asiento y regresó a Londres. Le habían garanti-
zado que la pintura empleada se secaría rápidamente, y se cumplió la
garantía. Recogió bastante polvo en el viaje de vuelta y se secó con
|in aspecto sucio que imitaba bastante bien el estado en que Marks
lo recibiera.
Lo devolvió a su dueño y pagó veinticuatro horas de alquiler.
Algún tiempo después Marks volvía a Chelsca; y un poco más tarde
el Simón Templar un poco desaliñado recogía su Furrillac azul de
otro garaje, y se dirigía a su club de Dover Street. Y el Simón Tem-
plar que entró en el bar y pidió un vaso de cerveza era el joven más
impecable e inmaculado que aquel refugio de jóvenes impecables e
inmaculados había jamás albergado.
-— Pocas veces le vemos a usted tan temprano, señor — observó
el camarero.
-— Y Dios haga que pasen muchos años antes de que me vuelvas
a ver a esta misma hora — repuso, piadosamente el Santo. — Peto
esta mañana he sentido la necesidad de dar un paseo. Hace un tiempo
tan hermoso.

III
El señor Edgar Hayn era hombre de muchos y variados intereses.
Era el orgulloso propietario de Danny, un cabaret nocturno de una
s^cia calle vecina a la Avenida de Shaftesbury, y dirigía tanibicn los
destinos de la firma Lasene, una pequeña, pero lujosa tienda de
Regént Street, que vendía al por menor perfumes, polvos, coloretes,
<^emas y todos los demás preparados esenciales a la moderna belleza
fwnenina. Estos dos establecimientos eran los favoritos de Hayn y ^
de ellos procedía la mayor parte de su substanciosa renta. Debe, sin.
embargo, hacerse constar que los ingresos de Danny no jwocedían
solo de la venta del champaña y que el adorno de las bellezas del día
°o era la única causa de la prosperidad de la casa Laserre. Hayn era
^Q hábil organizador, maestro en el arte de ocultar sus huellas.
Era un hombre grande, de faccioiies gruesas, afeitado, sonrosado,
de color y ligeramente calvo. No siempre se había llamado Hayn,
166 ALMANAQUE ROSA

pero un proceso de naturalización le había dado un derecho legal in-


discutible a olvidar el apellido de su padre, e incidentalmcnte, había
eliminado para siempre la desagradable posibilidad de una condena de
deportación, previsión por la cual más de una vez se felicitaba Hayn.
La policía sabía de él ciertas cosas que la inclinaban a mirarle con
prevención, y sospechaba muchas más, pero nunca había encontrado
pruebas.
Estaba escribiendo cartas sobre un gran escritorio en su oficina
particular de Danny cuando Ganning llegó. La llamada a la puerta
no le hizo levantar la cabeza. Sólo dijo:
— Adelante — y el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse fué para
él indicación suficiente de que la orden había sido obedecida, y conti-
nuó escribiendo la carta.
Sólo cuando la acabó se dignó observar la presencia de su vi-
sitante.
— Has llegado tarde, Serpiente — dijo secando cuidadosamente
lo escrito.
— Lo siento, patrón.
Hayn cerró su estilográfica, se la metió en el bolsillo y levantó
por primera vez los ojos de la mesa. Lo que vio le dejó atónito.
— ¿Con quién diablos has regañado? — demandó.
La Serpiente estaba, en verdad, bastante deteriorado: una venda
le cubría unjajo y el que llevaba visible lo tenía casi cerrado. Tenía
los labios hinchados y una manifiesta falta de dientes le obligaba a
hablar con un doloroso ceceo.
— ¿Fueron los de Harrigan? — inquirió Hayn. Ganning meneó
la cabeza.
— Un tipo que encontramos en el tren cuando volvíamos de
Brighton, anoche.
— ¿Estabas solo?
— No; Tcd, Bill y Mario estaban conmigo.
— ¿Y quién iba con ese hombre? ¿Un regimiento?
— Iba solo.
Hayn pestañeó.
— ¿Cómo ocurrió?
— Creímos que era un lechuguino — explicó Ganning de mala
gana. — Traje elegante, pitillera de oro, bastón con puño de oro,
reloj de oro y un fajo de billetes. Nos enseñó el fajo; doscientas cin-
cuenta libras, dijo que había. No podíamos dejar escapar aquello. Le
metimos en una partida de naipes. Poker. Nos dijo que no sabía
nada del juego y nos pareció que no arriesgábamos nada; nos dio la
impresión de que se trataba de un memo. Le dimos coba, y las cosas
marcharon a las mil maravillas hasta diez minutos antes de llegar a
la estación de Victoria; le dejamos que nos ganase cincuenta libras.
Se hubiera creído que por entonces se estaba empezando a tener por
el mejor jugador de poker del mundo. Luego le pedimos que fuera
^ APARECE EL .SANTO 167

generoso y nos diese un desquite con un par de platos grandes y un


envite de cinco libras. Él aceptó y le dejamos ganar el primero. Todos
nos retiramos después del descarte. "¿Y si hiciéramos el envite de diez
libras para la última mano.'" Dije yo, haciéndoles la seña a los mu-
chachos. A él no le gustó mucho la proposición, pero todos insistimos
y por fin cayó. Le tocaba a él dar las cartas, pero yo se las barajé.
—- ¿Y se te vio la mano?
— No; a mí no se me ve la mano. Dejé aquella baraja mejor que
la hubiera dejado un prestidigitador, y a mí me tocaron las mismas
cartas que me había asignado. Mario se retiró en seguida y Ted v
Bill pasaron a la primera ronda. Así nos quedamos solos el señorito
V yo, que empezamos a subir hasta que el último céntimo que
pudimos reunir entre los muchachos y yo estaba sobre la mesa. Lle-
gamos a poner nuestros anillos y el alfiler de brillantes de Mario para
llegar al fajo de billetes del otro. Cuando ya no teníamos un botón
más que envidar dejó de subir. Yo enseñé mi poker de cuatro, y me
disponía a embolsarme el dinero, cuando él me detuvo. "Creí que esto
era casi invencible" dijo, y me enseñó cinco reyes.
— ¿Cinco? — repitió Hayn frunciendo la frente.
— Jugábamos con comodín, y él lo tenía. '
— ¿Es que no sabías lo que tenía?
— Aquellas no eran las cartas que yo le había preparado.
Hayn dominó la expresión de su semblante.
— ¿Y entonces os enfadasteis y saliste perdiendo?
-— Le acusé de hacer trampa y él no lo negó. Tuvo el valor de
decir: "Ustedes me estaban enseñando el juego y como he visto que
hacían trampas todo el tiempo, creí que estaba permitido por las
reglas", y empezó a guardarse nuestro dinero. ¡Claro que armamos
bronca!
— ¿Y él la armó mayor?
— No peleó con limpieza — dijo Ganning con rencor. — Lo
primero que hizo fué clavarle a Ted la punta del bastón en el cuello
sin dejarle tiempo a sacar el rompecabezas, de modo que Ted quedó
inútil. Bill estaba dispuesto para unos cuantos puñetazos, con la llave
inglesa, pero aquel hombre le dio un puntapié en el estómago y
también lo dejó fuera de combate. Mario y yo tuvimos que enten-
dernos solos con él.
La Serpiente no parecía muy inclinado a continuar con la des-
cripción de la batalla, y Hayn tuvo el tacto de no preguntarle. Per-
niitió que la Serpiente rumiase sombrío sus recuerdos por algunos
momentos.
— No era muy aficionado — dijo por fin Ganning, — Pero nin-
guno de nosotros le conoce. Daría cualquier cosa por saber quién es.
Entonces me las pagaría. Mire esto — continuó la Serpiente sacando
on sobre. — Se lo dio a Ted al marcharse y dijo que era su recibo.
168 ALMANAQUE ROSA

Se lo he enseñado a Teal, que estaba en la estación, pero no lo ha


querido tomar en serio.
Hayn extfajo la hoja de papel del sobre y la extendió sobre la
mesa. Probablemente Hayn no se había dado cuenta completa del sig-
nificado de la descripción de Ganning, pues el efecto de la hoja de
papel fué asombroso.
Si a Ganning le había decepcionado la fría acogida que el Inspector
Teal dispensara al recibo del Santo, tuvo una amplia compensación
en el señor Edgar Hayn. La cara sonrosada de éste se puso blanca de
súbito, y dio un salto, como si el papel que yacía delante de él
sobre la carpeta le hubiera escupido veneno.
— ¿Qué es lo que significa para usted, patrón? — preguntó asom-
brado Ganning.
— Esta mañana hemos recibido un envío de Alemania — repuso
Hayn en voz muy baja. — Cuando Braddon abrió la caja se encontró
el mismo dibujo en ella. Ño pudimos imaginarnos cómo había llegado
hasta allí.
— ¿No han mirado el género todavía? — demandó la Serpiente,
súbitamente alerta.
Hayn meneó la cabeza. Aún estaba mirando, como hipnotizado,
la hoja de papel.
I — No nos alarmó. Nunca ha pasado nada hasta ahora. Braddon
pensó que los operarios que cerraron la caja estarían jugando a algo.
No hemos hecho más que guardar los jarrones marcados en el sitio
de costumbre.
— ¿No ha habido que tocarlos aún?
Hayn hizo un gesto negativo. Alargó una mano temblorosa al
teléfono, mientras Ganning meditaba sobre las asombrosas posibili-
dades que revelaba aquella información.
— Nueve, cero, cero, cuatro, siete... haga el favor.
— Hayn esperó nervioso a que le pusieran en comunicación. Llegó
después de lo que pareció una eternidad. —¿Es usted Braddon?..
quiero que saque usted los jarrones marcados que han llegado en la
última expedición, en la caja que traía aquel papel, ¿entiende?... No
importa por que...
Pasó un minuto. Hayn permaneció con el auricular pegado a la
oreja y tabaleando impaciente sobre el escritorio.
— ¿Sí?... ¿qué es ello? ¿Cómo lo sabe? . . Y a . . . Bien, voy en
seguida.
Hayn colgó el auricular e hizo girar su silla para enfrentarse con
la Serpiente.
— ¿Qué ha dicho? — preguntó este.
— Que hay un bote de polvos de keating en cada jarrón —
replicó Hayn. -— Le he preguntado que cómo lo sabía, y me ha
dkho que está el bote entero, con etiqueta y todo, y relleno de algodón
APARECE EL SANTO 169

para que ajuste. Había diez mil libras de cocaína en ese cargamento,
y ese individuo se ha largado con ellas.

IV
';
Puede usted servirse cerveza — dijo' Simón Templar, extendían- ,
dose en su butaca, — y luego empiece a contarme la historia de su
vida. Puedo dedicarle unos dos minutos.
Jerry Stannard se dirigió obedientemente al aparador, donde ya
había botellas y vasos preparados, realizó el encargo con mano prác-
tica y volvió con los resultados. ,
— A su salud — dijo el Santo, y dos espumosos vasos fueron a
medias vaciados en un apreciativo silencio. i\
• Stannard fué entonces invitado a proseguir. Dejó su vaso en la j
mesa con un suspiro y se recostó cómodamente, mientras el Santo •;
extendía un largo brazo hacia la caja de los cigarrillos.
— Aun no he podido descubrir por qué se interesa usted por mí
— dijo Stannard.
— Eso es cosa mía — repuso bruscamente el Santo. — Y a pro- '''
pósito de ello, yo no soy una institución filantrópica. Necesito un »
ayudante y me propongo utilizarle a usted. No es que usted no vaya ;'
a ganar nada con ello. Me intereso por usted lo suficiente para desear ""*'
ayudarle, pero tendrá que trabajar. ;^
Stannard asintió. ]
— Es usted muy bondadoso al pensar que soy digno de ello — r'
dijo. I'
No había olvidado — era imposible olvidar tamaño incidente en |
dos días — la ocasión de su primer encuentro con el Santo. A Stan- V,
nard le habían confiado un pequeño paquete, con el encargo de lie- J
vario a determinada dirección de Piccadilly; y aun cuando no le hu-
1
bieran dicho lo que el paquetito contenía, él no habría dejado de
presumirlo. Y por consiguiente, cuando una pesada mano cayó de
súbito sobre uno de sus hombros, pocos minutos después de habct )
dejado a Hayn, no se hizo ilusiones... 2I
Y entonces ocurrió el milagro, aunque no se dio cuenta por el *i
momento, de que era un milagro. Un hombre tropezó con él cuando
el detective se volvía para llamar un taxi, y el hombre se volvió para
excusarse. En aquella crisis, todas las facultades de Stannard adqui-
rieron la agudeza hiperestésica a que llegan en los momentos supre-
mos; y aquella anormal sensibilidad, combinada con la mirada sin-
gularmente aguda que acompañó a la excusa del desconocido, hizo
que la cara de éste quedase indeleblemente grabada en la memoria de
Stannard...
El Sanio sacó un paquetito del bolsillo y lo sopesó, pensativo,,
con la mano.

fe^
170 ALMANAQUE ROSA

— Cuarenta y ocho horas hace — murmuró, — pensaba usted, y


con mucha razón, que tenía seguros cinco años de presidio. En lugar
de eso es usted un hombre libre. Los triunfantes sabuesos de Vine
Street no le encontraron nada encima y tuvieron que soltarle con mil
excusas. Sin duda están ahora jurando desquitarse de esa plancha y
no equivocarse la próxima vez que le cojan con las manos en la masa,
pero, por el momento, eso no le perjudica en nada. Supongo que se
preguntará usted ahora cuál va a ser mi precio por haberle robado su
paquete tan oportunamente.
— No he dejado de pensar en ello desde entonces.
— Voy a decírselo — continuó el Santo. — Pero primero vamos
a librarnos de esto.
Salió de la habitación con el paquete, y por la puerta abierta llegó
el rumor de agua corriente. A los pocos momentos volvió sacudiéndose
las manos.
— Con esto desaparecen las pruebas — dijo. — Ahora quiero
que me cuente usted una cosa. ¿Cómo se ha metido usted en este
negocio de las drogas ?
Stannard se encogió de hombros.
— Puede usted saberlo. No hay ninguna razón heroica ni pre-
meditación. He caído en él por dilapidador. En Cambridge me reunía
con mala gente y conocía a la mayor parte de los pillos de la ciudad.
Mi padre murió luego y me dejó sin un céntimo. Traté de encontrar
un empleo, pero no sabía hacer nada útil y todo el tiempo, natural-
mente, continuaba fomentando las mismas malas amistades. Un día
me metieron en ello. Debí resistir, pero me faltó el coraje. Era dinero
que costaba poco trabajo y lo tomé. Esto es todo.
Hubo una breve pausa durante la cual el Santo lanzaba hacia el
techo anillos de humo.
— Ahora le diré yo una cosa — dijo. — He hecho sobre usted
todas las investigaciones necesarias. Conozco la historia de su fami-
lia por dos generaciones; sus primeros años, su vida en la escuela,
todo. Sé lo bastante para juzgar que no está usted en el ambiente que
le corresponde. Sé, además, que tiene usted relaciones con una buena
muchacha, que está preocupada por usted. No sabe nada, pero sospe-
cha y usted está intranquilo. No se siente usted tan a gusto como de-
searía en esta vida del crimen. No está usted cortado para criminal,
¿no es así?
— Así es — dijo sencillamente Stannard. — Daría cualquier cosa
por salir de ella.
— ¿Y lleva usted buena intención con esta muchacha Geven
Chandler?
— Sí; palabra de honor. Templar. Pero si dejo a Hayn y a los
suyos, no tendré un céntimo. Además, no creo que ellos estén dispues-
tos 3 dejarme marchar. Debo dinero. Cuando estaba en Cambridge
perdí una, para mí, pequeña fortuna en las salas de juego de Hayn y
APARECE EL SANTO 171

éste tiene un pagaré mío por cerca de mil libras. He sido extrava-
gante y tengo deudas en todas partes. No puede usted imaginarse
qué bien cogido me tienen.
— Por el contrario — dijo el Santo con calma, — tengo muy
buenas razones para suponerlo, y por eso está usted aquí ahora.
Necesito un agente dentro de la cuadrilla de Hayn y los he examinado
a todos antes de elegirle a usted.
Se levantó de su asiento y dio un paseo por la habitación. Stannard
esperó y el Santo se detuvo de pronto.
— Me conviene usted — dijo.
Stannard frunció el ceño.
— ¿Lo cual significa?
— Significa que voy a confiar en usted. Le voy a tomar conmigo
en esta campaña. Sacaré de ella lo suñciente para pagar sus deudas y
al final le buscaré un empleo. Seguirá usted con Hayn, pero trabajará
usted para mí, y me dará usted su palabra de honor de que será usted
honrado lo que le queda de vida. Esa es mi oferta. ¿Qué contesta
usted?
El Santo se apoyó lánguidamente contra la chimenea, aunque no
había languidez alguna en sus frases breves e incisivas. Pensando en
ello después, le pareció a Stannard que todo había ocurrido en algunos
minutos, y se maravilló de la extraordinaria fuerza de la personalidad
que en tan corto tiempo pudo vencer los prejuicios de años y reanimar
la chispa de decencia que ya estaba muerta en él. Pero en el momento
Stannard no pudo analizar sus sentimientos.
— Le ofrezco una oportunidad de escapar y regenerarse — con-
tinuó el Santo. — Le creo cuando dice que desea una coyuntura para
empezar de nuevo. Creo que tiene usted madera de persona decente.
De todas maneras, voy a arriesgarlo. Ni siquiera le amenazaré, aunque
podría, diciéndole lo que haría si me traicionase. Le he hecho una
pregunta franca y quiero la respuesta ahora.
Stannard se levantó.
— Sólo hay una respuesta — dijo, y extendió la mano.
El Santo se la estrechó con firmeza.
— Ahora le diré exactamente lo que tiene que hacer — continuó.
Así lo hizo, hablando, como siempre, con frases breves. Su seve-
ridad del principio se atenuó algún tanto, pues cuando el Sanio hacía
alguna cosa nunca la hacía por mitades, y ahora hablaba con Stan-
^^td como amigo y aliado. Tuvo su recompensa en la ansiosa atención
con que el joven escuchó su discurso. Le dijo todo lo que necesitaba
Saber.
— Tiene usted que pensar mucho en todo, si quiere salir de esto
con bien — concluyó Simón con algo de su primitiva dureza. — - Lo
que yo hago no es un juego de niños, y lo hago porque no sería
feliz si no. He corrido bastantes aventuras para llenar una docena
de libros, pero en lugar de satisfacerme me han dejado c<>n un apetito
172 ALMANAQUE ROSA

. cada vez mayor. Si tuviera que hacer una vida ordinaria, prudente
y civilizada, me moriría de fastidio. Los peligros son para mi tan
necesarios como el alimento. Usted quizás sea diferente y si lo es
le compadezco, pero no lo puedo remediar. Necesito ayuda en esto, y
usted me la va a prestar; pero no sería leal meterle en el asunto sin
¡ decirle con lo que tiene que luchar. Sus actuales malos compañeros
son aún, peores enemigos. Antes de que hayamos acabado, es proba-
ble que Londres se convierta para usted en un lugar menos saludable
y que las Islas de los Caníbales para un misionero gordo y sonrosado.
> ¿Me entiende?
Stannard indicó que le había entendido.
— Entonces le daré órdenes para el futuro inmediato •— continuó
el Santo.
Y así lo hizo con detalle, repitiéndole dos veces cada cosa antes
de convencerse de que no habría equivocaciones y que no se olvidaría
nada.
—: De ahora en adelante no se acercará usted a mí mientras yo no
r le diga que puede hacerlo sin peligro — concluyó. — Si la Serpiente
; está cerca, no permaneceré mucho tiempo en Danny, y es esencial que
f esté usted libre de sospechas tanto tiempo como sea posible. Esta será
nuestra última entrevista por algún tiempo, pero podrá comuni-
car conmigo por teléfono, siempre que esté seguro de que nadie le
puede oír.
— Muy bien, <Sffnfo — dijo Stannard.
Simón Templar se puso un cigarrillo en la boca y buscó los fós-
; foros.
?' El otro experimentó una pasajera sensación de irrealidad. Le pa-
í recia fantástico verse asociado a un proyecto como el que el Santo le
^' .había comunicado. Le parecía no menos fantástico que el Santo
j. lo hubiera concebido y puesto en práctica. Aquel joven frío y ligero.!
]r con Suá vestidos impecables y su sonrisa clara y constante debía dejar
í su vida deslizarse fácilmente en partidos de tenis, bailes y diver-
¿ , siones en lugar de...
í Y era sin embargo creíble; casi, a cada segundo que pasaba, se
'f¿ convertía en un artículo de la fe reanimada en Stannard. El encanto
C del Santo etz único. Había cierta tranquila seguridad en sus modales,
f. cierta acerada cualidad que a veces aparecía en sus ojos azules, cierto
í; aire indefinible de fuerza, arrojo y quijotismo, que convertía en acep-
f table todo el fantástico plan. Y Stannard no tenía ni siquiera la ven-
f; taja de conocer los últimos ocho años de la imprudente carrera del
': Santo; ocho años de alegre piratería, que hacían de él, aun descon-
, tando exageraciones, un hombre de temple extraordinario...
f El Santo encendió su cigarrillo y alargó la mano para terminar
t h entrevista, con sus irresistible sonrisa retozando en las comisuras
' de sos labios.
;> —- Hasta la vista ~ - dijo, — y buena suerte.
APARECE EL SANTO 178

— Lo mismo le deseo — repuso Stannard con calor.


El Santo le cogió por un hombro.
— Sé que no me hará usted traición — le dijo. — Hay mucho
bueno en listed y me parece que he encontrado algo de ello. Saldrá
usted adelante sin novedad. Yo me encargo de ello.
Pero antes de niarcharse, Stannard se sacó otra pregunta del
cuerpo.
— ¿No me ha dicho usted que eran ustedes cinco?
Con las manos en los bolsillos y empinándose sobre la punta de
los pies, el Santo favoreció a Stannard con su más beatífica sonrisa.
— Si — murmuró, — cuatro Santitos y un papa. Yo soy el
papa. Y los otros cuatro son como el Gran VJugga Wugga Blanco
de los llanos de Astracán.
Stannard le miró con la boca abierta.
— ¿Qué quiere decir eso? — demandó.
— Yo le pregunto a usted — continuó el Santo con su exaspe-
rante y seráfica sonrisa en los labios. — ¿Ha visto alguien un Gran
Wugga Wugga Blanco en los llanos de Astracán? Duerma usted sobre
ello; así mantendrá los pensamientos impuros alejados de su mente.

Para todos los propósitos y efectos oficiales, el jefe y propietario


del cabaret nocturno de Edgar Hayn en Soho, era un sujeto cuyo
nombre llevaba: Danny Trask.
Danny era un hombre como un barrilillo, bajo, gordo y perezoso,
de cara redonda y roja, cabello rubio y escaso y un bigote fino de
color de arena. Sus ojos pálidos estaban profundamente hundidos
entre los pliegues de sus carnosos párpados; y cuando sonreía, que
wa con frecuencia y, por lo general, sin razón aparente para ello,
Se desvanecían del todo en una inverosímil cantidad de arrugas.
Su inteligencia no era muy grande. Sin embargo, había descu-
bierto muy pronto en su vida, que se podía sacar un bonito provecho
<íe la profesión de testaferro — un trabajo que no requiere grande*
*^otes intelectuales — y Danny se había, pues, entregado a su voca-
ción déJsde entonces. Como hombre de paja era todo lo que se podía
•«sear, pues era discreto y fácil de contentar. Tenía una mente de
tipo tnuy común entre los delincuentes de su clase. Mientras su sala-
'lo, qug QQ gfa pequeño, se le pagase, nunca se quejaba ni mostraba
ambición de asociarse a su principal, sobre una base más igual en la
distribución de las ganancias, y si alguna cosa salía mal se callaba y
representaba en la cárcel a su principal sin un murmullo. Los hono-
rarios de Danny por una condena en la cárcel eran diez libras justas
pw semana, con un extra de dos libras semanales por trabajos fot-
174 ALMANAQUE ROSA

zados. La diligencia de la Brigada de investigación criminal y el des-


cuido de uno o dos de sus antiguos patronos habían sido para Danny
un negocio muy provechoso.
Tuvo esperanzas de retirarse y acabar su vida en una relativa
opulencia, cuando sus ahorros alcanzasen una suma suficiente; pero
esta esperanza había sufrido varios golpes en los últimos tiempos.
Hacía cuatro años que estaba al servicio de Hayn, y la misteriosa
habilidad de éste para evitar las atenciones de la policía, se estaba
convirtiendo en una espina clavada en el alma de Danny Trask.
Cuando no estaba a la sombra, Danny no podía reclamar más de
siete miserables libras a la semana, y tenía que pagar con ellas lo que
gastaba en vivir, en lugar de hacerlo del bolsillo del Gobierno. A
Danny le parecía esto una ofensa personal de Hayn.
El cabaret se abría teóricamente a las 6 de la tarde, pero como
las viandas que se servían no eran buenas, la mayor parte de sus
clientes preferían comer en otra parte. Los primeros llegaban, por lo
general, alrededor de las diez, pero las cosas no empezaban a animarse
hasta las once. Danny pasaba las horas entre las seis y el comienzo
del jaleo, sentado en mangas de camisa en su garita de la entrada,
chupando una vieja pipa y eligiendo en un periódico de la noche
los caballos que habían de perder en las carreras al día siguiente. Era
incapaz de aburrirse (su mente no había llegado al grado de desarrollo
que puede apreciar la idea de actividad o inactividad). Nunca había
sido activa, de modo que no veía la diferencia.
Estaba una noche, hacia las ocho, ocupado en esta agradable
tarea, cuando llegó Jerry Stannard.
— ¿Ha venido ya el señor Hayn, Danny?
Danny anotó con lápiz el número de libras que había laboriosa-
mente calculado tendría Wilco sobre Kent, dobló su periódico y le-
vantó la cabeza.
— No suele venir hasta tarde, señor Stannard — dijo. — No;
aun no ha venido.
Danny siempre se arreglaba de manera que ordenaba sus frases
al revés. Si hubiera querido hacer una viva descripción de una muerte
habría, inevitablemente, comenzado por los funerales.
— Muy bien. Estoy citado con él — dijo Stannard. — Cuando
venga puede decirle que me encontrará en el bar.
Estaba claramente agitado. Mientras hablaba no dejó de darle
vueltas a su anillo de sello, y Danny, a cuyas astutas miradas se esca-
paban muy pocas cosas, observó que llevaba la corbata torcida y
lacia, como si hubiera estado sujeta al torpe manipular de unos dedos
temblorosos.
— Se lo diré.
No era cosa suya, de todas maneras.
—- Ah, y antes de que se me olvide..,
— ¿Señor?
APARECE EL SANTO 175

— Un tal Templar vendrá por aquí más tarde. Le conozco.


Envíe por mí cuando llegue, para que firme por él.
— Muy bien, señor.
Danny volvió a sus estudios hípicos y Stannard pasó adelante.
Atravesó el vestíbulo, que ocupaba el piso bajo, y descendió por
la escalera que había al final. Frente a esta escalera, detrás de una
cortina convenientemente dispuesta, había una puerta secreta, que fun-
cionaba por medio de la electricidad, y que se operaba por medio de
un bofón que había sobre el escritorio de la oficina privada de Hayn.
Esta puerta, al abrirse, descubría un tramo de escalera ascendente. Esta
escalera conducía a las habitaciones altas de la casa, que eran uno de
los aspectos más provechosos del cabaret, pues en estas habitaciones
se jugaba cada noche, sin freno alguno, al treinta y cuarenta, a la
ruleta y al ferrocarril.
. La oficina de Hayn estaba al pie de la escalera descendente. Había,
personalmente, dirigido la instalación de un ingenioso sistema de es-
pejos, por medio del cual y con ayuda de una gran ventana abierta
a un extremo de la oficina, podía, sin dejar su asiento, inspeccionar
a todo el que pasaba i>or el vestíbulo de arriba. Además, cuando la
puerta se abría, obedeciendo a la presión de su dedo sobre el botón,
otro sistema de espejos le mostraba todo el tramo de escalera y la
entrada de las salas de juego. Hayn era un hombre astuto y en
extremo precavido.
Al lado de la oficina, en el sótano, estaba la sala de baile, rodeada
de mesas, pero sólo dos parejas cenaban allí. En el extremo opuesto
a la entrada había un tablado sobre el cual tocaba la orquesta, y al
otro lado, bajo las escaleras, un pequeño bar.
Stannard se dirigió allí, y levantó al camarero de chaqueta blanca
de su atenta lectura de La Vie Parisienne.
— No sé que tomar que me convenga — dijo. — Algo que re-
anime.
El camarero le miró un momento con ojo experto, y luego se
puso a preparar una receta. El resultado fué, ciertamente, reconfor-
tante. Stannard lo estaba apurando cuando entró Hayn.
El hombretón tenía un aspecto cansado; estaba pálido y ojeroso.
Saludó brevemente a Jerry.
— Vendré a hablar con usted al momento — dijo. — Voy a la-
varme.
No era esta la costumbre de Hayn, que estaba especializado en
Unos saludos de larga y ruidosa cordialidad, y Stannard le vio des-
aparecer pensativo.
Braddon, que había permanecido fuera, le siguió a la oficina.
— ¿Quién es ese muchacho? — preguntó, tomando una silla.
— ¿Stannard? — Hayn estaba mirando las cartas que le espera-
ban sobre el escritorio, — un joven calavera corriente. Perdió arriba
ochocientas libras en los primeros dos meses. Dios sabe las deudas
176 ALMANAQUE ROSA

que tendrá en otros sitios. Ha dejado bastante a la casa antes de em-


pezar yo a prestarle dinero.
Braddon se buscó un cigarro en los bolsillos. Cuando lo halló
mordió la punta y escupió.
— ¿Hay esperanzas? ¿Un papá tico que pague?
— No; pero tiene buena ropa y puede entrar en todas partes. Le
estaba utilizando.
— ¿Estaba?
Hayn examinaba con el ceño fruncido el matasellos de una de
las cartas.
— Y supongo que seguiré. Tiene una novia. La he visto hace
poco,y me gusta.
— ¿Servirá para algo?
— Yo dispondré las cosas para que sirva.
Hayn había abierto la carta con la uña del pulgar, pero sólo echó
una mirada a su contenido. Se la alargó a Braddon, y fué el gerente
de Laserrc quien extrajo el ya familiar dibujo.
— Uno de esos ha llegado a mi casa pot el primer correo esta
oiañana — dijo Hayn. — Es más viejo que el andar a pie este juego.
¡Conque cree que me asusta!
— ¿No? — preguntó Braddon con ironía.
—• ¡De ninguna manera! — exclamó con violencia Hayn.—
Tengo a la Serpiente y a la gente que estaba con él rondando por el
West End, buscando al hombre que les pegó en el tren de Brighton.
Sí está en Londres no podrá permanecer siempre escondido,, y cuando
Ganning le encuentre pagará pronto su broma.
Luego se dominó.
— He invitado a cenar a Stannard — dijo. — ¿Qué hará usted
ahora?
-»-Voy a salir a comer algo y volveré más tarde — contestó
Braddon. — Echaré un vistazo por arriba.
Hayn asintió con. la cabeza. Hizo salir a Braddon de la oficina y
cerró la puerta detrás de sí, pues ni siquiera a Braddon le estaba
permitido permanecer solo en aquel santuario. Braddon partió y Hayn
se uñió a Stannard en el bar.
— Siento haberle tenido esperando - — dijo excusándose y tra-
tando de adoptar su acostumbrada actitud jovial y amable.
—- Me he estado entreteniendo solo — repuso Stannard, indican-
do una fila de vasos vacíos. — ¿Quiere tomar algo?
Háyn aceptó, y Stannard .miró su reloj.
—- Dentro de una hora, aproximadamente — dijo, — vendrá un
individuo. Le concKÍ el otro día y me pareció bien. Me dijo que era
del África del Sur y que se marchaba pasado mañana. Se quejaba de
qae no había medio de divertirse de verdad en Inglaterra, y yo le in-
diqué algo de una casa de juego reservada en la que quizás podría pre-
sentarle, y él me cogió la palabra. Creí que podría aprovecharse. "Si
Venga, mujer, las cosas claras (Pág. loo)
APARECE EL SANTO 177

se va de Inglaterra tan pronto no podrá molestar mucho" ; le dije que


se reuniera con nosotros a la hora del café. ¿He hecho bien?
-—Perfectamente. — Un pensamiento asaltó a Hayn. — ¿Está
usted seguro de que no se trata de un policía?
— ¡No! — protestó Stannard. — Ya conozco a esa gente cuando
se me pone delante. He visto muchos danzando por aquí. Este hombre
parece que tiene el dinero a montones.
Hayn asintió.
— Pensaba llegar a un arreglo con usted después de cenar — dijo.
•— Podemos anotar a ese pájaro como su primer trabajo a comisión.
Si está!usted dispuesto podemos comenzar.
Stannard dijo que sí y se acercaron a la mesa que tenían preparada.
Hayn estaba preocupado. Si su mente no hubiera estado invadida
por otros problemas habría advertido la mal disimulada nerviosidad
de Stannard y se hubiera preguntado cuál podía ser la causa de ella.
Pero no observó nada extraordinario en los modales del joven.
Mientras esperaban las uvas hizo, sin mucho interés, una pregunta.
— ¿Cómo se llama este sudafricano?
— Templar, Simón Templar — contestó Jerry.
El nombre no significaba nada para Hayn,

VI
Después de cenar, Hayn hizo su oferta: un veinte por ciento de
comisión sobre cada negocio presentado. Stannard apenas dudó antes
de aceptar.
— No debe usted tener escrúpulos — argüía Hayn. — Ya sé que
es contra la ley, pero eso es exagerar las cosas. Las carreras de caballos
son también un juego. Siempre hay tontos que quieren hacerse ricos
sin trabajar, y no hay ninguna razón para que nosotros dejemos de
tomar su dinero. No tendrá usted que hacer nada que le ponga en
peligro de ir a la cárcel, aunque algunos de mis empleados irían si la
policía los cogiera. Usted está a salvo. Y los juegos son perfectamente
honrados. Ganamos porque el cálculo de probabilidades favorece a
la banca.
Esto no era estrictamente cierto, pues había otros factores que
determinaban la mala suerte que perseguía a los que jugaban arriba,
PMO Hayn no creyó necesario exponer el sórdido hecho.
, -— Sí, trabajaré para usted — dijo Stannard. — Sabía que llega-
ría. No me imaginaba que usted me prestase dinero por vestir muy
decorativo y hacerle de cuando en cuando algún recado.
"— Mi querido amigo...
— Los epítetos cariñosos no alteran la cosa. Sé que me quiere
usted para algo más que para atraer bobos arriba. ¿Va usted al decirme
que no sabe que me cogieron el otro día?
7
178 ALMANAQUE ROSA

Hayn se acarició la barbilla.


— Iba a felicitarle. ¿Cómo se desprendió usted de aquel paquete
de "coco"?...
'. — Lo que importa es que me desprendí de el — interrumpió
Stannard, — y que si no lo hubiera hecho estaría ahora en la cárcel
i de Brixton. No me quejo; supongo que tenia que ganarme mi dinero,
pero no procedió usted bien ocultándome la verdad.
•— Usted sabía ..
— Lo suponía. No se preocupe. Ya he dejado de protestar. Pero
quiero que me diga usted las cosas claras desde ahora. Me uno a usted
sin reservas y no es necesario que se moleste en engañarme más tiempo.
. ¿Qué le'parece?
— Muy bien — dijo Hayn, — ya que expone usted las cosas
con tanta crudeza. Pero tampoco debe usted tener escrúpulos en el
negocio de las drogas. Si la gente quiere hacer tonterías es asunto suyo.
Nuestro papel es, sencillamente, no meternos en si es legal o no. Al
- fin y al cabo, el alcohol se vende legalmente en este país, y nadie cri-
•-, tica a un tabernero si sus clientes se emborrachan cada noche y se
] mueren de delirium tremens.
í'^ Stannard se encogió de hombros.
•, — No puedo permitirme la discusión ahora — dijo. — ¿Cuánto
l^ ganaré?
^.,. — El veinte por ciento, como le he dicho.
t — ¿Cuánto hará eso?
j — Mucho — afirmó Hayn. — Jugamos aquí más alto que en
I ningún otro sitio de Londres, y en el negocio de la cocaína no hay
I mucha competencia. Puedo, con facilidad, sacar setenta y cinco libras
í; a la semana.
K — Entonces, ¿querrá usted hacer algo por mí, señor Hayn? Debo
I mucho dinero fuera. Tomaré tres mil libras adelantadas, a cuenta del
I primer año, para pagar a todo el mundo y que me quede algo.
I . — Tres mil libras es mucho dinero — dijo juiciosamente Hayn.
^, — Ya me debe usted cerca de mil.
p , -— Si usted cree que no las valgo...
§ Hayn meditó, pero no mucho tiempo. Las decisiones rápidas eran
I*. toda la causa de su éxito, y no le importaba el coste de una cosa si lo
[. valia. No temía que Stannard intentase venderle. Entre otros usos,
r "I^nny" servía de cuartel general a la Serpiente y sus Muchachos,
r y Stannard no podía ignorar la reputación de la cuadrilla y también
p debía de saber cómo habían llevado antes a cabo la venganza de Hayn
I' sobre los traidores. No; no había probabilidades de que Stannard
I'' intentase hacerle traición.
I" — Le entregaré un cheque esta noche — dijo Hayn.
^ Stannard le dio las gracias más efusivas.
f — No las perderá usted — prometió. — Templar es una especu-
lación dudosa, cierto, sólo le he visto una vez. Pero hay otras per-
^'Hf,~-«—
ISfJ- .'/Jí^

APARECE EL SANTO 179

sonas con dinero a quienes hace años que conozco y de las cuales
respondo.
Continuó hablando, pero Hayn le escuchaba sólo a medias, pues
deseaba dirigir la conversación por otros derroteros; y así lo hizo en
la primera oportunidad.
Con el pretexto de tomarse un interés paternal por los asuntos
de su nuevo agente, le insinuó algunas preguntas sobre su vida e inte-
reses privados. La mayor parte de la información que obtuvo fué para
él noticias viejas, pues hacía tiempo que había tomado la precaución
de averiguar todas las cosas de importancia relacionadas con su hom-
bre; pero en estas nuevas investigaciones, Hay ni hizo de la novia
de Stannard el blanco principal de sus preguntas. Lo llevó a cabo con
mucha habilidad y disimulo, pero lo cierto es que al cabo de media
hora, por medio de aquel interrogatorio indirecto. Hayn había descu-
bierto todo lo que deseaba saber de la vida y costumbres de Gcven
Chandler.
— ¿Cree usted que la podría traer aquí a cenar el jueves? — sugi-
rió. — La única vez que he hablado con ella, no sé si usted recuerda^
me parece que la predispuso usted en contra mía. Tiene usted qu«
enmendar eso.
— Veré lo que puedo hacer — prometió Stannard.
Después de esto, habiendo conseguido lo que deseaba, Hayn no
tenía interés alguno en dirigir la conversación, y estaban hablando
con aburrimiento cuando llegó Simón Templar.
El Santo, después de considerar las ventajas que pudieran tener
para esta primera visita un frac o un traje corriente, optó por- un
término medio y vestía de smoking; pero lo llevaba, como puede su-
ponerse, igual que si fuera un embajador que hiciera un visita oñcial
de gran uniforme.
— ¡Hola, querido Jerry!—Le gritó alegremente a Stannard.
Luego vio a Hayn y se volvió a él con la mano extendida.
— - Y usted debe de ser el tío Ambrosio — saludó cordialmcnte.
¿No es así, Jerry? ¿Este es el tío que murió y dejó todo su dinero
al Hospital de Gatos?... Lamento verle a usted tan bueno, tío Am-
brosio, viejo marrullero...
Hayn se quedó un poco desconcertado. Aquel hombre no llevaba
sus vestidos de la manera tradicionalmente supuesta en los campesinos
^^ las colonias, con dinero a montones; y si su lenguaje era el acos-
tumbrado entre aquellos hombres fuertes y silenciosos de las grandes
soledades, Hayn decidió que la cultura picaresca de Londres se había
extendido por el Imperio Británico mucho más de lo que Cecil Rhodes
pudiera imaginar en sus sueños más ambiciosos. Hayn nunca había
Oído nombrar a Rhodes; para él Rhodes era una isla en la que se cría
Una raza de gallinas rubias, pero si hubiera oído hablar de Rhodes
puede, razonablemente, suponerse que habría expresado su sorptcsa
en estos términos.
180 ALMANAQUE ROSA

Miró a Jerry Stannard con las cejas levantadas, y Stannard se tocó,


significativamente, la frente y levantó su vaso.
— De manera que vamos a ver un verdadero garito — dijo el
Santo acercándose una silla. — ¡Esto sí que es divertirse! Vamos a
tomarnos un millón de copas para celebrarlo.
Pidió licores y los pagó con un gigantesco fajo de billetes que sacó
del bolsillo. Los ojos de Hayn se iluminaron al verlo y decidió que la
excentricidad de Templar tenía excusa. Se inclinó hacia la mesa y se
dispuso a estar encantador.
El Santo, sin embargo, tenía otras ideas sobre el curso que debía
seguir la conversación, y a la primera pausa aprovechable, salió con
una observación que demostraba que había prestado poca atención
a todo lo que se había dicho antes.
— He comprado un libro de juegos de manos con naipes — dijo.
— Creí que con él aprendería a descubrir a los tramposos, pero casi
todo él se dedica a la predicación de la suerte con la baraja. Coja usted
una carta y le diré todos sus pecados.
Sacó del bolsillo una baraja nueva y se la ofreció a Hayn a través
de la mesa.
— Usted primero, tío — invitó. — Y tenga cuidado de que sus
pensamientos sean puros cuando saque, pues de otro modo daría usted
a los naipes una impresión equivocada. Cante un verso de su himno
favorito, por ejemplo.
Hayn no sabía ningún himno, pero cumplió tolerante lo que le
pedían. Si aquel individuo tenía todo el dinero que había enseñado
y quizás algo más, había que llevarle la corriente a toda costa.
— ¡Qué les parece! —exclamó el Santo, tomando la carta que
Hayn había escogido. — Jerry, amigo mío, su tío Ambrosio ha
sacado el as de oros. Eso significa generosidad principesca. Vamos a
tomarnos otra copa con usted, tío, sólo para demostrar cuánto nos
alegramos. ¡Camarero! Tres copas más, haga el favor. Dolor de cos-
tado, digo, el tío Ambrosio, paga. . Tío, tiene usted que probar for-
tuna otra vez.
Simón Templar examinó la segunda carta de Hayn mientras
llegaban las bebidas. Pudo observarse que sus hombros se agitaban
silenciosamente una vez. Hayn atribuyó esto a hipo contenido y co-
metió un grave error. De pronto levantó el Santo la cabeza.
— ¿Ha sufrido alguna vez — preguntó con solemnidad — una
tía materna de usted, un ataque bilioso, a continuación de haber
comido unas salchichas fabricadas por un carnicero alemán con tres
niños epilépticos?
Hayn movió la cabeza.
— No tengo ninguna tía — dijo.
— Lo siento mucho — contestó el Santo, como si le afectase
profundamente la patética falta de tías confesada por Hayn, — Eso
APARECE EL SANTO 181

quiere decir que todo este maldito libro está equivocado. No importa.
No nos preocupemos más de ello.
Empujó lejos de sí la baraja. Indudablemente, estaba loco.
— ¿No nos va usted a decir nada más? — preguntó Stannafd,
haciéndole un guiño a Hayn.
— El tío Ambrosio se sonrojaría si continuase — dijo Templar.
Fíjese en lo que he dicho ya. Pero si insisten ustedes, probaremos
Una carta más.
Hayn sacó otra carta, sonriendo cortésmente. Estaba empezando
a aclimatarse. Era obvio que el secreto para estar en buenas relaciones
con Templar consistía en dejarle hacer lo que se le antojase.
— Sólo espero que no saque usted el cinco de oros — continuó
muy serio el Santo.— Cuando digo la buenaventura me horroriza
que nadie saque el cinco de oros. Tengo que decir la verdad, com-
prenden ustedes, y la verdad en este caso es terriblemente dura para
decírsela a una persona con quien no se tiene confianza. Según mi
libro, aquel que saca el cinco de oros le enviará, de un momento a
otro, un donativo anónimo de diez mil libras al Hospital de Londres.
Además, es desgraciado en el juego, un perfecto canalla y muy feo.
Hayn conservó inalterable su sonrisa y miró la carta.
•— El cinco de oros, señor Templar — dijo amablemente.
—- ¡No! — gritó Simón con su más beatífico asombro. —^^Bien,
oien. Ahí lo tiene usted, Jerry; ya le dije que su tío se enfadaría si
continuaba. Ya me he tirado otra plancha. Hablemos pronto de otra
cosa, antes de que él caiga en la cuenta. Tío Ambrosio, ¿ha visto
Usted alguna vez una salchicha luchando con un gato de nueve co-
«s?.., ¿No? Pues baraje, que le voy a enseñar un juego de manos.
Hayn barajó y cortó y el Santo repartió, rápidamente, cinco cartas
que dejó sobre la mesa con la cara hacia abajo.
Fué casi la primera oportunidad que tuvo Hayn de deslizar una
Palabra y se sintió obligado a protestar de una cosa.
— Creo que padece usted un error, señor Templar — dijo. —
^ o no soy tío de Jerry; soy sólo amigo suyo y me llamo Hayn.
Edgar Hayn.
— ¿Por qué? — preguntó el Santo con inocencia.
-— Porque resulta que ese fué el nombre que me pusieron al
bautizarme, señor Templar — replicó, con alguna aspereza, Hayn.
•—¡Ah, sí!—murmuró el Santo humildemente. — Lo siento
otra vez.
Hayn frunció el ceño. En aquel humor particular del Santo había
^ho peculiar e irritante, algo que empezaba a irritar el humor ya al-
terado de Hayn al mismo tiempo que la causaba una inquietud in-
definible.
-7- Si le molesta lo lamento — rezongó.
Simón Templar le miró con fijeza.
— Me molesta — dijo, — porque, como le he dicho, mi negocio
ALMANAQUE ROSA

consiste en no equivocarme nunca, y me molesta no acertar. Los ar-


chivos de la Cárcel de Somerset me han dicho que su nombre ha sido
una vez muy diferente; que nunca le han bautizado Edgar Hayn;
y yo lo he creído.
Hayn no dijo nada. Permaneció inmóvil, con aquella sensación de
malestar dándole vueltas por el cerebro. Y la mirada clara del Santo
no se apartó un momento de la cara de Hayn.
— Si me he equivocado en eso — continuó el Santo con suavidad,
— puedo fácilmente haberme equivocado en otras cosas, y eso me
molestaría ahora más que nunca, porque no me gusta perder el tiempo.
He estado varios días planeando un medio de conocerle a usted sólo
para tener esta pequeña conversación. Creí que había llegado el mo-
mento de que nuestras relaciones se hicieran un poco más personales,
y me llegaría al alma pensar que todo había sido en vano. No me
diga, mi querido Edgar; no me diga que ha sido inútil que descubriese
que el amigo Jerry era amigo de usted, no me diga que podía haberme
ahorrado la molestia de trabar amistad con el citado Jerry; no me lo
diga, por favor.
Hayn se mojó los labios. Estaba luchando con una loca e irra-
cional sensación de pánico. Y era la voz tranquila e igual del Santo
y sus ojos burlones, lo que le mantenía clavado a la silla.
— No me diga que no le va a gustar el pequeño juego de manos
que he venido a enseñarle, especialmente — - continuó el Santo con más
mansedumbre que nunca.
Extendió la mano de súbito y tomó las cartas que había repartido,
de entre los dedos sin fuerza de Hayn. Éste sabía lo que aquellas
cartas resultarían ser. mucho antes de que el Santo las hubiese vuelto
fioca arriba sobre la mesa.
— No me diga que no le agrada ver nuestras tarjetas de visita
presentadas personalmente — dijo Simón con su voz más beatífica.
Sus blancos dientes brillaron en una sonrisa y en sus ojos había
usa buz de aventurera audacia al contemplar a Hayn por encima de
'áaeo ejemplares del signo del Santo.

VII

— Y si todo esto no es más que un camelo — continuó el Santo


con aquella voz curiosamente aterciopelada que, sin embargo, estaba
sembrada de amenazadoras puntas, — si todo esto no son más que
ganas de hablar, ni siquiera arrancaré una sonrisa con la historia que
iba a contarle. Es mi última novedad y se refiere a un pillo llamado
Hayn que no sabe dónde nació. Lo que toda su vida quiso ocultar se
descubra al fin. Esta historia ha tenido un éxito rotundo en todas
partes doode la he contado desde que la descubrí, y seria uno de los
APARECE EL SANTO

desengaños más amargos de mi vida que no le gustase a usted también.


La silla de Hayn cayó con estrépito al suelo al levantarse éste
violentamente. Ahora que el juego estaba descubierto y la primera
impresión dominada, se había aligerado, aunque parezca extraño, él
peso de su mente y se sentía más capaz de enfrentarse con la amíníiza.
•— De manera que us.tcd es el joven salteador a quien andanjos
buscando — dijo.
Simón levantó la mano.
— Me llaman el 5onfo- —niurmuró, — pero no nos pongamos
melodramáticos. Al último que se puso melodramático conmigo le «d-
gaton en Exeter hace seis meses. No parece ser muy saludable.
Hayn miró a su alrededor. Los clientes se habían marchado y
aun no había llegado nadie a ocupar sus puesto?. Pero el ruido de W
silla al caer había levantado sobresaltados a tres camareros que avao-
zaban indecisos en aquella dirección. Pero la vista de aquellas fuerzan
no parecía inquietar al Santo, que permanecía lánguidamente recotíatio
en su silla con las manos en los bolsillos y una benévola expresión
en el semblante.
— Supongo que sabrá usted que la policía le pers¡g\tó-—dijo
Hayn.
— No lo sabía -— contestó el Santo, — Esto es internante.
¿Por qué?
— Se encontró usted con unos señores en el tren de Brightotij
jugó usted al poker ccm ellos y los estafó de mala manera; y cwpdo
le acusaron por ello les atacó y les quitó el dinero. Greo que eso es lo
bastante para ponerle a usted a la sombra por algún tiempo.
— ¿Y quién va a identificarme?
— Los cuatro hombres.
— Me sorprende usted — murmuró Simón. — Creo recordar que
3Quel mismo día, al lado del hipódromo de Brighton, esos mismios
^atro individuos le pegaron una paliza a un pobre cojo, llamado
* ommy Mitre, y le quitaron su dinero. No había ningún policía ,1

Cerca — lo dispusieron todo muy bien— y la gente qm lo vio «í J


^vy probable que le tenga demasiado miedo a la Serpiente para servk.
«e testigos. Pero su seguro servidor y un par de ainigos, vieron tk
^osa. Estábamos un poco lejos y la Serpiente y sus Muchachos habúift
^aparecido cuando llegamos al lugar de la escena, pero pudimos
J^entificarlos a todos, y a algunos más que no estaban allí, y no
í ^ í í a m o s inconveniente en acudir al juicio y decir lo que sabemos.
^ ^ ' amigo inío, ao creo que metamos a la policía en este asunto,
*luc pasará a la historia como un asuntillo privado entre la Serpiente
y yo. Mande usted a uno de sus satélites a por un policía y denúncieme,
pero no me eche a mí la culpa si la Serpiente y sus Muchachos le pidicQ
* usted cuentas por ello. Conociendo su reputación, no me extrañaría
•JUe les saliese una temporada de trabajos forzados, y eso no aumentaría
*nücho el amor que le tengan. Pero haga usted lo que quiera.
184 ALMANAQUE ROSA

El argumento era incontestable y Hayn se dio cuenta de ello.


Estaba empezando a serenarse. Por el momento, el Santo le tenía de-
bajo. Pero no veía que él ganase mucho con ello. Empezaba a pensar
que no era más que una fanfarronada, y tuvo el buen sentido de
comprender que con acalorarse no conseguiría nada. En realidad, era
tal su júbilo por haber hallado al fin un enemigo al que podía devolver
los golpes, que comenzaba a imaginarse que el Santo podía perder
mucho con aquella bravata.
Indudablemente, el Santo no quería nada con la policía. Ni
siquiera importaba, pues, que el Santo supiera cosas de Hayn y sus
actividades que pudieran interesarle a la justicia. El Santo estaba me-
tido en alguna cosa en la que no deseaba que interviniese la policía.
Muy bien. Que así fuera, pues. El plan mejor para Hayn era esperar su
oportunidad y no asustarse. Pero hubiera preferido que el Santo no
tuviera aquel aire burlón y desdeñoso que parecía indicar la posesión
de muchos más triunfos que sólo esperaban la oportunidad de salir a
la luz. Esto amargaba la felicidad de Hayn. El Sanio se portaba como
un bufón, pero se arreglaba para hacerlo con el aire condescendiente
del que reprime una tremenda gravedad natural a fin de entretener a
unos niños.
Hayn enderezó su silla y se volvió a sentar despacio en ella. Los
inquietos camareros se tranquilizaron. Era una aguerrida cuadrilla,
seleccionada más bien por su dureza que por el aseo de sus manos y
su habilidad en el manejo de copas y platos. Pero Hayn, al sentarse,
puso una mano detrás del respaldo de la silla — estaba de espaldas
al grupo de camareros — e hizo con los dedos ciertos signos. Uno de
los camareros se ausentó con disimulo.
— ¿Y así, que se propone usted hacer? — preguntó Hayn.
— Dejarle a usted — repuso el Santo con benevolencia. — Ya sé
que no tiene usted la culpa de ser tan feo, pero ya le he mirado todo
lo que me es posible soportar en una noche. Ya he hecho lo que he
venido a hacer, y creo que le puedo dejar, sin peligro, para que piense
en lo que haré después. Espero que nos veamos más tarde ..
El Santo se levantó y se dirigió, sin prisa, hacia la escalera. Por
este tiempo había cinco hombres en fila al pie, y no mostraron señales
de estar dispuestos a cederle el paso a nadie.
— Nos dolería en el alma perderle a usted tan pronto, señor
Templar — dijo Hayn.
El Santo acortó su perezoso paso y se detuvo. Se metió las manos
en los bolsillos y permaiíeció un momento contemplando el quinteto
de camareros con una beatífica sonrisa. Luego se volvió.
— ¿Qué son esos? — preguntó. — ¿La guardia de honor, o el
coro de bellezas del cabaret?
— Creo que podría usted sentarse otra vez, señor Templar —
sugirió Hayn.
— Y yo creo que no — repuso el Santo.
APARECE EL SANTO 185

Volvió rápidamente hacia la mesa, tan rápidamente que Hayn


: medio se levantó por instinto de su asiento, y los cinco hombres hi-
í cieron un movimiento hacia delante. Pero el Santo no atacó en aquel
momento. Se detuvo frente a Hayn con las manos en los bolsillos;
y aunque aquella enloquecedora sonrisa bailaba aún en sus labios,
había algo amenazador en su actitud.
— He dicho que iba a dejarle y le dejo — murmuró con una
gentileza que era asombrosa, en contraste con la firmeza de su conti-
nente. — Sólo he venido para volverme a marchar. Esto será una
demostración de lo que es una completa superioridad; cree usted que
puede detenerme. ¡Va usted a ver! Voy a demostrar que nada en el
mundo puede detenerme cuando echo a andar. ¿Entiende usted, mi
querido compadre?
— Veremos — dijo Hayn.
La sonrisa del Santo se hizo, si es posible, más beatífica. Aquella
sonrisa y el aire de completa determinación que la acompañaba estaba
molestando mucho a Edgar Hayn. Sabía que todo erani fanfarronadas:
sabía que por aquella vez el Santo había abarcado más de lo que podía
apretar; sabía que todas las probabilidades estaban en contra de la
repetición de una escapada como la del caso de Ganning. Y, sin em-
bargo, no podía sentirse feliz por ello. Había una especie de fuerza
comprimida en el perezoso además del Santo, algo que sugería a Edgar
Hayn la ¡idea de alambres, goma, muelles de acero comprimidos y
explosivos de alta potencia.
— En el espacio de unos pocos minutos — dijo el Santo, — va
tisted a ver una muestra de bronca que dejará a sus matachines a la
altura del betún. Pero antes de empezar quiero advertirle una cosa para
que usted se la diga a sus amigos. ¿Listo?
Hayn extendió las manos.
— Entonces empiezo. Es lo siguiente. Nosotros los santos somos,
normalmente, gente de paz y buena voluntad. Pero no nos gustan
los canallas, explotadores y comerciantes en el vicio y la condenación,
y otras venenosas excrecencias de este tipo, tales como usted. Vamos
^ pegarle, a despellejarle, a aplastarle y a asustarle hasta hacerle des-
aparecer del mundo. No nos preocupamos de la letra de la ley; ha-
cemos, exactamente, lo que nos da la gana, infligimos los castigos que
'^os parecen oportunos y nadie se nos escapa. Ganning se llevó lo
*?yo, pero sigue usted sin querer creerme. Es usted el segundo de la
lista, y cuando haya acabado usted será un ejemplo que con-
vencerá a los otros. Y la cosa continuará. Esto es todo lo que tenía
qie decirle; cuando me haya marchado puede usted extender la grata
'lueva. ¡ Ahora me voy!
Se inclinó de súbito y asió de una pata la silla en que estaba sen-
tado Hayn, derribándole hacia atrás con un poderoso tirón. Cuando
Hayn trató de incorporarse, el Santo le puso un pie poco cariñoso en
la cara y le volcó la mesa encima.
Í86 ALMANAQUE tlOSA

Los cinco fornidos camareros avanzaron corriendo en un grupo a


través de la habitación. Simón se apoderó de la silla más próxima y
la lanzó con un. enérgico voleo de sus brazos, que le daba el ímpetu
de la carga de un búfalo, a una altura de seis pulgadas del suelo. Cho-
có contra las rodillas y las piernas del que corría delante con fuerza
capaz de romperle los huesos. El hombre se vino abajo con un aullido.
Con esto quedaron cuatro.
El Sonto tenía otra silla entre las manos cuando el siguiente lle-
gaba a él. El camarero levantó las manos para protegerse la cabeza,
y trató de abrazarse a su enemigo; pero el Santo retrocedió y cambió
bruscamente la dirección del impulso que había dado a la silla. Pasó
por debajo de la guardia del hombre y cayó, peligrosamente, sobre
sus falsas costillas.
Tres...
El tercero chocó en su carreta con una izquierda como un martillo
de herrero que le envió a una docena de pies de distancia. Los otros
dos' vacilaron, pero el Santo no dejaba punto de reposo. Saltó
sobre d que tenía más cerca con izquierda-derecha-izquierda sobre el
pkxo »)lar.
Cuando el camarero caía con un gemido ahogado bajo aquel
ataque demoledor, un sexto sentido previno al Santo.
Saltó hacia un lado, y la silla que Hayn balanceaba sobre su ca-
b«a, pasó inofensiva por su lado, perdiendo Hayn el equilibrio por la
fuerza del golpe. El Santo le asistió en su caída con un pie que le
eitvió dando traspiés.
El último de sus contendientes aún se acercaba, pero con precau-
ción. Esquivó el golpe de Simón y contestó con un gancho a la cabeza
que le hizo tambalearse. Simón Templar decidió que su reputación
estaba en juego, y ejecutó con la izquierda una bella finta que le dio
e ^ c i o para disparar una volcánica derecha que su adversario cogió de
Ueno en la nariz.
Cuándo el hombre caía, Templar se volvió y cogió a Stannard.
— ¡Luche, idiota! — l e silbó al oído. — ¡Hay que darle color
a h cosal
Stannard se agarró; el Santo se desprendió de él y con sentimiento,
pero con firmeza, le pegó encima de la oreja.
No fué uno de los golpes más pesados del Santo, pero fué lo sufi-
ciente pata derribar convincentemente al muchacho; luego el Santo
amó a su alrededor esperando descubrir algo más que quitar de en
itiedio y no halló nada. Haiyn se estaba levantando inseguro y lo
tnísiao hacían aquellos de los cinco jayanes que estaban en condiciones
de tenerse de pie, pero nadie mostraba un notable entusiasmo por
ttmsvtx ta batalla.
— En ettalqniet momento que alguno de ustedes necesite lecciones
como ésta — dijo el Santo un poco jadeante, — sólo tiene que po-
aerme una postal para tenerme en ^ u i d a a su disposición.
APARECE EL $ANTO im

Esta vez nadie intentó cetraile el paso.


Recogió su sombrero, guantes y bastón del guardarropa y atravesó
el vestíbulo de entrada. Al llegar a la puerta se encontró a Braddon
que volvía.
— Hola, querido — dijo amablemente. — Baje usted a oír el
nuevo chiste de que se están riendo los Muchachos.
Braddon estaba aún tratando de descubrir el significado de tan
extraordinario saludo de parte de un perfecto desconocido, cuando el
Santo sin ningún apresuramiento, pero tan rápida y diestramente que
la cosa estuvo hecha antes de que Braddon se diera cuenta de lo que
ocurría, alargó la naano y cogiéndole el sombrero por el ala se lo
metió hasta los ojos. Luego con un gentil tirón def las narices de Brad-
don y un alegre saludo con la mano al asombrado Danny, desapareció,
Danny no era muy rápido de movimientos y la calle estaba desier-
ta cuando Braddon, después de salirse del sombrero, llegó a la puerta.
Cuando hubo agotado su vocabulario, Braddon bajó las escaleras
en busca de Hayn y se detuvo con la boca abierta ante el desastre que
veían sus ojos.
Hayn, después de contemplar la salida triunfal del Santo, se había
vuelto airado contra Stannard. La desaparición del Santo sin un ras-
guño había dejado a Hayn del humor más negro. A su alrededor, «n
ejército de atléticos camareros con averias de todas clases, se endere-
zaban con un coro de furiosos juramentos. Bien, si no h«bía un ejér-
cito, había cinco, cinco huesudos pesos pesados, que debían haber aido
suficientes para ajustarle las cuentas a cualquier hombre ordinario,
en cualesquiera circunstancias. Pero el Santo se había setxcUlamente
escapado por entre ellos, los había burlado y maltratado, marchándose
sin un arañazo. Hayn hubiera apostado que al Santo no se le había
desviado la corbata un milímetro de su centra El Santo se habi^ rey»
de ellos sin que se le moviese un cabello.
Hayn vengaba su exasperación en Jerry, y el hecho de haber vial»
al muchacho intervenir en la contienda y salir malparado de cUa en
su compañía, no mitigaba su ira.
— ¡Imbécil! —rugía. — ¿Es que no vio usted que traía algo
entre manos? ¿Va usted a creer siempre a todo el que le cuente uft
cuento?
— Ya le dije a usted que no podía responder de él — i»oteiUlMf
Stannard. — Pero cuando le conocí no se portó en lo más miniíao
como esta noche. De verdad, señor Hayn, ¿cómo podía yo imaginar*
me? Ni siquiera ahora sé lo que se proponía. Esas cartas.
— Retratos de su abuela eran — rezongó Hayn.
Braddon intervino.
— ¿Quién es ese señor? — demandó.
"Señor" no fué la palabra que empleó.
— ¡Para qué le sirven a usted los ojos! — aulló Hayn, señalando
la mesa, y Braddon abrió la boca al ver las carta$.
188 ALMANAQUE ROSA

— ¿Habéis tenido a ese individuo aquí?


— ¿Pues qué diablos pensaba usted? Probablemente se ha cruzado
usted con, él al entrar, y por lo que la Serpiente me dijo y lo que yo
mismo he visto, no me extrañaría que fuera uno de los jefes, quizás
el Santo mismo.
— ¡Conque ese era el señor!—dijo Braddon. sólo que otra
vez describió al Santo con una palabra más decorativa.
— Y este tonto de Stannard le ha traído aquí — dijo Hayn
todavía furioso.
— Ya le dije que no le conocía bien, señor Hayn — protestó
Stannard. — Le previne de que no podía responder de él.
— El muchacho tiene razón — intervino Braddon. — Si engañó
a la Serpiente puede engañar a cualquiera.
El argumento era lógico, pero Hayn tardó algún tiempo en verlo.
Por fin se aquietó.
— Hablaremos de esto, Braddon, — dijo. — Tengo una idea
para acabar con esta broma. No se ha ido tan sin novedad. He hecho
que le siga Keld. Esta ncKhe sabremos dónde vive, y luego no creo
que dure mucho.
Se volvió a Jerry. El muchacho estaba nervioso y Hayn se puso
diplorfiático. No era necesario incomodarse con un buen elemento.
— Siento haber perdido los estribos, amigo — dijo. — Compren-
do que no ha sido culpa de usted, pero necesita tener más cuidado.
Debí prevenirle contra el Santo; es peligroso. Tome un cigarro.
Era la rama de olivo de Hayn. Stannard Ja aceptó.
— No ha sido nada — dijo.—-Siento haberle proporcionado
este disgusto.
— Ni una palabra más sobre el asunto — dijo Hayn con efusión.
— ¿No se ofenderá si le dejo? Braddon y yo tenemos algunos nego-
cios de que hablar. Espero que se divierta usted arriba; pero no juegue
usted más.
— No jugaré — afirmó Stannard. — Pero, señor Hayn.,.
Hayn se detuvo.
— ¿ Qué hay ?
— ¿No le molesta que le recuerde aquel cheque? Yo le haré un
pagaré ahora...
-r— Ya se lo daré antes de que se vaya.
— Es usted muy amable, señor Hayn, — dijo en tono de excusa
Stannard. — Eran tres mil libras.
— No se me olvida — repuso Hayn.
Se alejó, apartando con maldiciones de su camino a los averiados
camareros. Stannard le vio marchar, pensativo. Hasta entonces toda
había salido muy bien, pero, ¿cuánto duraría?
Estaba observando la llegada de los primeros bailarines, cuando
un camarero con la cara obscurecida por un gran parche de tafetán,
se le acercó con un sobre cerrado. Stannard lo abrió, examinó el che-
APARECE EL SANTO W»

que que contenía, y puso su firma en la nota de recibo que venía con
él, que devolvió a Hayn con el mismo camarero.
Aunque había despachado varios cocteles antes de comer, y du-
rante la cena hubiera participado del vino con abundancia, haciendo
cumplidamente su parte en el consumo de licores después, su subsi-
guiente temperancia fué notable. Permaneció sentado ante una copa
sin tocar, mientras la orquesta de negros prorrumpía en sus frenéticos
sincopados, y observó durante una hora las parejas de danzantes.
Luego apuró su licor y se dirigió a las escaleras.
Por la ventana de la oficina vio a Hayn y a Braddon aun enzar-
zados en grave conversación. Dio un golpe en la puerta; Hayn levantó
la cabeza y asintió. La puerta secreta se abrió al acercarse a ella Stan-
nard y se cerró tras él cuando entró.
Pasó por las salas de juego, saludó a algunos concKidos y observó
el juego por algún tiempo sin entusiasmo. Salió del cabaret tan pronto
como pudo.
A la mañana siguiente alquiló un coche que le llevó rápidamente
fuera de Londres. Se reunió con el Santo en el camino de Newmar-
ket, en un lugar determinado.
— Me ha seguido un individuo — dijo alegremente el Santo. —
Cuariido tomé mi autobús él tomó un taxi. No sé si ya lo habrá dejado
o si será tan optimista que continúe consumiendo kilómetros por los
descampados de Edmonton.
Dio a Stannard un cigarrillo y recibió un cheque en cambio.
— Mil libras — dijo Stannard, — como había prometido.
El Santo se lo guardó cuidadosamente en la cartera.
— Lo que no sé es por qué se las doy — continuó Stannard.
— Es el principio de la sabiduría — repuso el Santo. — Las dos
mil libras que le quedan son suficientes para pagar sus deudas y per-
mitirle empezar a vivir de nuevo, y yo recobraré para usted su pagaré
en un par de días. Mil libras no es pagar mucho por eso.
— Salvo que podía haberme quedado con el dinero y haber con-
tinuado trabajando por Hayn.
— Pero se ha reformado usted — afirmó el Santo suavemente.
— Y estoy seguro de que la demostración que vio usted anoche le
mantendrá en el estrecho sendero de la virtud. Si continuase usted
con Hayn tendría que entendérselas conmigo.
Volvió a subir en su coche y apretó el acelerador, pero la curio-
sidad de Stannard no estaba aún satisfecha.
— ¿Qué va usted a hacer con el dinero? — preguntó. - - Yo creí
que era usted enemigo de los bandidos.
— Y lo soy — contestó virtuosamente el Santo. — \ ,o destino
a la caridad pública, menos el diez por ciento de comisión por el tra-
bajo de recaudarlo. Ya tendrá usted noticias mías cuando le necesite.
Au revoir, o si lo prefiere usted en alemán, auf wiedersehen.
Í9D AI.MANAQUE ROSA

VIII

Alrededor de una semana después de la irrupción del Santo en


"Danny", Geven Chandler se encontró con Edgar Hayn en Regent
Street una mañana por casualidad. Exactamente a la misma hora,
Edgar Hayn se encontró a Geven Chandler, en el mismo sitio a pro-
pósito, pues le había costado algún trabajo provocar aquel accidental
encuentro.
— La vemos a usted muy poco ahora -— dijo estrechando
su mano.
Ella le contestó fría y reservada. Vestía un traje de chiffon estam-
pado y sus cabellos rubios asomaban por debajo del ala de su som-
brero para realzar el azul de sus ojos.
— Hace muy poco tiempo que Jerry y yo estuvimos cenando con
usted — contestó.
— Muy poco es demasiado para mí— dijo hábilmente Hayn. — -
Uno no se cansa nunca de una persona tan encantadora como usted.
En la cena, a Ja cual ella de mala gana había sido inducida a asis-
tk, él se propuso parecer un anfitrión irreprochable, y su suave amabi-
lidad consiguió en gran parte deshacer la primera repugnancia ins-
tintiva que ella sintiera hacia él; pero ahora no sabía cómo tomar esta
vuelta a su primitiva y exagerada efusión. Le recordaba el retozo de
un elefante, pero no lo encontraba gracioso.
Hayn, sin embargo, tenía la epidermis tan dura como el paqui-
dermo sobre cuyas amabilidades parecía haber modelado las suyas, y
el gesto un poco helado de la muchacha no le hizo mella alguna. Se-
• ñaló con el paraguas el escaparate de la tienda ante la cual se ha-
llaban.
— ¿Conoce usted este nombre, miss Chandler? — preguntó.
— ¿Laserre? Sí, desde luego, lo he oído.
— Yo soy Laserre — dijo Hayn con magnificencia.—Esta es
: la MJortunidad que he estado esperando i)ara hacerla conocer nues-
tra humilde instalación. ¡Qué conveniente que nos hayamos encon-
Vtiado en la misma puerta!
Ella no estaba muy dispuesta a admitir que fuera tan conveniente,
pero antes de que pudiera formular una réplica adecuada, él la había
' obligado a entrar en la estancia brillante y tapizada de rojo, donde
los preparados de la firma se elaboraban en una atmósfera silenciosa
i y reverente que recordaba b de una catedral.
Una dependienta se acercó, pero fué substituida al instante por
Braddon en persona, vestido de chaqué, suave, oleaginoso, frotándose
las manos como si se las estuviese lavando.
f — Éste es mi gerente — dijo Hayn; y el del chaqué saludó. —
APARECE EL SANTO ivi

Señor Braddon, tenga la bondad de enseñar a la señorita algunas


muestras de lo mejor de nuestros productos, lo mejor de lo mejor.
Y con gran asombro de la muchacha, una serie de estuches fo-
rrados de terciopelo, fueron extraídos de los estantes que rodeaban
la habitación y colocados amorosamente en apretadas filas sobre el.
mostrador, uno después de otro, hasta que se sintió completamente
deslumbrada. Había filas y más filas de resplandecientes frascos de
perfumes de cristal tallado, dorados montones de lápices para los
labios, ordenados regimientos de esmaltadas cajas de polvos. El ce-
rebro le daba vueltas ante la enorme cantidad de lujosos accesorio:
de tocador.
— Quiero que escoja usted lo que más le guste — dijo Hayn. —
Cualquier cosa que le llame la atención.
— Yo no puedo.. — tartamudeó ella, pero Hayn hizo a un lado
todas sus protestas.
— Insisto — dijo. — ¿De qué le sirve a uno ser el amo de una
tienda como ésta si no puede dejar que sus amigos la disfruten? Claro
que puedo hacerle a usted este pequeño obsequio sin miedo a ser
mal interpretado. Dígnese aceptar el insignificante regalo. Me ofen-
dería mucho si lo rechazase.
A pesar de lo grotesco de su, abordaje, era imposible, dadas las
circunstancias, negarse a aceptar el regalo. Pero no podía penetrar su
propósito al hacerla objeto de tanta galantería. Era un día muy
caluroso y Hayn sudaba abundantemente, como era, por desgracia,
natural en un hombre de su corpulencia, y ella pensó que quizás el
calor le había, temporalmente, alterado el cerebro. Había algo inquie-
tante en su exuberancia.
Ella eligió modestamente una pequeña polvera y un frasco de
perfume; Hayn pareció disgustarse por su cortedad y la invitó a
tomar otras cosas. Se vio obligada a admitir dos grandes cajas de
polvos.
— Haga con estas cosas un paquete bien hecho para la señorita,
V Braddon — y el gerente se llevó los artículos a la trastienda.
—^ Es usted, realmente, demasiado amable — dijo la joven con-
fusa, — y no se lo que he hecho para merecerlo.
— Su cara es su fortuna — contestó Hayn, que estaba, si» dada,
de un humor ingenioso.
Ella tuvo la aterrada sospecha de que en aquel momento se dis-
ponía a invitarla a comer, y se apresuró a excusarse con el pretexto de
un compromiso enteramente ficticio.
— No se ofenda porque me escape así — rogó. — Peto lo cierto
es que ya se me ha hecho muy tarde.
Él se quedó, claramente, desilusionado.
— Es imposible dejar de perdonarle a usted nada — dijo sen-
tencioso, — pero la (pérdida es para mí irreparable.
Ella nunca supo después cómo había sostenido su parte en la
192 ALMANAQUE ROSA

conversación sobre vulgaridades, hasta que la vuelta de Braddon con


un paquetito la permitió escapar.
Hayn la acompañó a la puerta sombrero en mano.
— Por lo menos — insistió, — prométame que mi invitación no
será mal recibida, si la telefoneo pronto pidiéndola que me diga el
día. No podría sufrir la idea de que mi compañía fuera desagradable
para usted.
— Desde luego, no, me gustaría mucho y le agradezco infinito
los polvos y las cosas — repuso ella desesperada, — pero tengo que
volar ahora.
Y voló lo más ligera que pudo.
Hayn la contempló hasta que se perdió de vista, inmóvil en
medio de la acera, en el mismo sitio en que ella le dejara, con un
curioso resplandor en sus pálidos ojos. Luego se puso el sombrero
y se marchó sin volver a entrar en la tienda.
Se dirigió al cabaret de Soho, donde le informaron de que la Ser-
piente Ganning y algunos de sus Muchachos le estaban esperando.
Hayn les dejó esperar mientras escribía una carta que dirigió a un
M. Henri Chastel, Poste Restante, Atenas, y se disponía a llamar
para ordenar que introdujesen a la Serpiente, cuando llamaron a la
puerta y entró Danny.
— Hay cinco — dijo luminosamente.
— ¿Cinco qué? — preguntó Hayn con paciencia.
— Cinco — repitió Danny, — incluyendo al hombre que le me-
tió al señor Braddon el sombrero hasta los ojos.
Hayn sintió en la boca del estómago la sorda angustia que había
llegado a ser inseparable del recuerdo de la eléctrica personalidad del
Santo. Todas las mañanas sin falta, desde que recibiera el primer
aviso, un sobre ya familiar, conteniendo la inevitable tarjeta, había
aparecido al lado de su desayuno; y cada tarde, cuando llegaba a
Danny, hallaba un recuerdo similar entre las cartas sobre su escritorio.
No hubiera podido olvidar a Simón Templar, aunque lo hubiera
deseado. La Serpiente y sus Muchachos estaban ahora esperando sus
instrucciones en relación con el plan que Hayn había formado para
eliminar la amenaza.
Pero los procedimientos del Santo estaban acabando, rápidamente,
con los nervios de Hayn. Sabiendo lo que sabía, el Santo sólo podía
ten«r, para dejar de traspasar su información a la policía, la esperanza
de ganar más con el silencio; sin embargo, no había intentado el
cbantage — sólo aquellos melodramáticos recuerdos de su continuado
interés.
Hayn se estaba empezando a sentir como un ratón atormentado
hasta la locura por un gato demasiado juguetón. No tenía duda de
que el Santo planeaba y trabajaba en contra suya, pero sus más fre-
néticos esfuerzos de imaginación no pudieron proporcionarle ni una
levísima idea de la dirección por donde vendría el próximo ataque, y
APAIRECE EL SANTO 193

siete días con sus nochesi ide inacción y perplejidad tenían a Hayn a
punto de estallar.
Ahora el Santo y el resto de la cuadrilla, también, según las apa-
riencias, le hacían una segunda visita. El próximo round estaba a
punto de empezar y Hayri luchaba con una obscuridad más profunda
que nunca.
— Hágalos entrar — dijo con una voz que apenas reconoció como
suya.
Se inclinó sobre sus cartas, luchando para dominar sus nervios,
pues sólo podía confiar en una bravata, y con un esfuerzo de vo-
luntad consiguió no levantar la cabeza cuando oyó que se abría la
puerta y los pasos suaves de la gente que entraba en la habitación.
— Adelante, compañeros — dijo la voz alegre e inconfundible
del Santo. — Así... Coloqúense a lo largo de aquella pared, en fila.
Hayn levantó los ojos y vio al Santo de pie frente a la mesa, con-
templándole con afecto.
— Buenos días, Edgar — dijo afablemente. — ¿Qué tal?
— Buenos días, señor Templar — repuso Hayn.
Levantó la vista hacia los cuatro hombres alineados al lado de
la puerta. Eran un cuarteto extraño, según su opinión; de ninguna
manera la clase de hombres que él se había imaginado al tratar de
representarse a los compañeros de Templar. Sólo uno de ellos podía
tener menos de treinta años, y los vestidos de todos habían pasado
de sus mejores días.
— Éstos son el resto de la cuadrilla — informó el Santo. — Ob-
servé que me siguieron desde aquí hasta mi casa el día que hice mi
última visita, y he pensado que le ahorraría un sinfín de molestias si
traía a los demás socios y se los presentaba. — Se volvió. — ¡Firmes!
Compañeros, éste es mi querido Edgar, de quien tanto habéis oído
hablar. A medida que cite sus nombres, empezando de izquierda
a derecha, dará cada uno un paso al frente, con la debida elegancia,
saludará con una reverencia bien hecha y volverá a su puesto. Primero,
Edgar, le presentó a San Winston Churchill: quítate el sombrero,
Winston... A su izquierda San George Robey. Alta la cabeza, Geor-
ge... El siguiente San Herbert Hoover, Presidente de los Estados
Unidos... Saluda a este señor, Herbert... y el último, pero no el
menos importante, San Hannen Swaffer .. Sonríe, Hannen, que no
consentiré que nadie te haga daño. Y ya están todos, menos yo,
Edgar.
Hayn saludó con la cabeza.
— Es usted muy considerado, señor Templar — dijo con voz
un poco temblorosa, pues una idea empezaba a brotar en su cerebro.
— ¿Y no ha venido usted más que ha esto?
— No, precisamente — contestó el Santo, sentándose al borde
de la mesa. — He venido a hablar de negocios.
— Entonces querrá usted que hablemos con calma — dijo Hayn.
194 ALMANAQUE ROSA

— Hay otras personas esperando para hablar conmigo. ¿ Quiere


usted excusarme mientras voy a decirles que vuelvan más tarde?
El Santo sonrió.
— Con mucho gusto. Pero le prevengo que será inútil que les
diga a la Serpiente y a sus Muchachos que se preparen para atacarnos
cuando salgamos de aquí, pues un poco más lejos nos está esperando
un amigo con una carta para el Inspector Teal, y esa carta se entre-
gará, si no comparecemos sanos y salvos dentro de diez minutos.
— No tiene usted que preocuparse; aprecio en lo que vale su
inteligencia.
Salió. Fué una equivocación que más tarde habría de lamentar.
Nunca antes había dejado ni siquiera a sus aliados solos en aquella
oficina, y mucho menos a un enemigo confesado. Pero la urgencb
de la inspiración había, por el momento, alejado todo otro pensa-
miento de su cabeza. El más hábil de los criminales se descuida más
tarde o más temprano, y con frecuencia el descuido es tan infan-
til que el espectador se asombra de que haya podido cometerse. Hayn
tuvo su descuido entonces; debe recordarse que estaba muy acosado.
Halló a Ganning' sentado en el bar con tres muchachos escogidos,
Y los llamó adonde el camarero no pudiera oírles.
— El Santo con el resto de la cuadrilla están en la oficina —
dijo, y Ganning dejó escapar una virulenta exclamación. — No, nada
de violencias ahora. Quiero tener una oportunidad de descubrir su
juego. Pero cuando se marchen los otros cuatro quiero que los sigáis
y averigüéis todo lo que sea posible de ellos. Venid aquí a media
aoche y yo os daré instrucciones sobre Templar.
— Cuando coja a ese cerdo — dijo rencorosamente Ganning,—
va a...
Hayn le interrumpió con un gesto impaciente de la mano.
' — Espera a que yo haya acabado con él. No hay que lanzarse
como un toro contra una puerta sin saber lo que hay detrás de ella.
Yo avisaré cuando haya que empezar. Puedes estar seguro de ello.
Y en este corto espacio de tiempo el Santo aprovechó descarada-
trente la oportunidad que le daba la ausencia de Hayn, y registró
con cuidado el escritorio. Había cuatro o cinco pagarés con la firma
de Stannard en un cajón sin cerrar, los cuales se guardó. Hayn había
tenido un descuido increíble. El ojo del Santo fué detenido por
un sobre, sobre el cual la tinta estaba todavía fresca. El nombre de
Chastel se destacó como escrito con caracteres de fuego; Simón se
quedó inmóvil, como un perro de muestra...
Su inmovilidad sólo duró un instante. Luego, como un relám-
pago, escribió algo en una hoja de papel y la metió en un sobre en
blanco. Con el original ante sus ojos por guía, copió la dirección con
ana sorprendente imitación de la escritura de Hayn.
— Ahora le podre dedicar una hora, si usted quiere — dijo
Hayn regresando, y el Santo se encaró con él con amable sonrisa.
APARECE EL SANTO 1%

— No necesitaré, ni mucho menos, tanto tiempo — replicó. —


Peto como no creo que lo que tratemos les interese ^ los demás,
porque tienen trabajo que atender, ahora que ya los conoce, no
tendrá usted inconveniente en que los despida.
— Ninguno, señor Templar.
Brilló una chispa de satisfacción en los ojos de Hayn, pero si el
Santo lo advirtió no dio señales de ello.
— Por la derecha, en columna de marcha — ordenó. — ¡Largpl
La parada, después de un momento de duda, desfiló con caras
sin expresión. No hablaron una palabra desde que entraron hasta
que salieron.
Debe hacerse observar en esta coyuntura, que Ganning y los
Muchachos invirtieron once laboriosas e inútiles horas siguiendo a
un vendedor ambulante de cordones de zapatos, un artista callejero
y dos organilleros que el Santo contratara para aquella ocasión a diez
chelines por cabeza. Puede también mencionarse que el cuarteto, que
se reunió en una lechería próxima a celebrar su buena suerte, no
estaba menos asombrado que los cuatro atareados sabuesos que si-
guieron sus pasos durante el resto del día.
Era una broma del Santo, pero el Santo tenía de las bromas una
idea muy original.

IX

— Y ahora, al negocio, como le dijo el obispo a la cupletista —


murmuró Simón, sacando la cigarrera y encendiendo un pitillo. —
Quiero hacerle a usted una pregunta muy importante.
Hayn se sentó.
— Bien, señor Templar — dijo.
— ¿Qué diría usted — preguntó el Santo, — si le dijera que
necesitaba diez mil libras?
Hayn se sonrió.
— Me haría cargo de la situación - - contestó. — No es usted
el único a quien le gustaría ganar diez mil libras con la misma
facilidad.
— ¿Pero suponga usted — continuó persuasivamente el Santo,
— suponga usted que yo le dijese que si no me da usted las diez
mil libras en el acto, un pequeño informe' sobre usted llegaría hasta
el Inspector Teal y le contaría la historia de los aposentéis de aríibji
de esta casa y los secretos interipres de la Maison Lasetre? Le podiia
decir cosas bastantes para mandarle a usted cinco años a presidio.
Los ojos de Hayn se fijaron en el calendario que colgaba de la
pared y en el círculo rojo que rodeaba la fecha. Su cerebro funcionaba
a gran velocidad. De súbito sintió una extraordinaria confianza.
Miró del calendario a su reloj y sonrió.
196 ALMANAQUE ROSA

— Le extendería a usted un cheque inmediatamente — dijo.


— ¿Y lo resistiría su cuenta corriente?
— Todo mi dinero está en cuenta corriente. Como usted com-
prenderá es esencial para un hombre de mi posición estar en condi-
ciones de realizar su fortuna sin ser notado.
— Entonces escriba, haga el favor — murmuró el Santo.
Sin añadir una palabra, Hayn abrió un cajón, sacó su talonario
de cheques y escribió. Entregó el cheque al Santo, cuyos ojos bailaron
al leerlo.
— Es usted un buen muchacho y me alegro de que no haya
habido necesidad de tener discusiones sórdidas sobre el asunto. Siem-
pre pienso que las discusiones hacen las cosas tan crudas ..
Hayn se encogió de hombros.
— Usted tiene sus métodos-—dijo, — y yo los míos. Haga
usted el favor de fijarse en la hora que es. — Señaló la esfera de su
reloj con un grueso índice. — Las doce y media de la mañana del
sábado. No puede usted cobrar ese cheque hasta las nueve de la ma-
ñana del lunes. ¿ Quién sabe lo que puede ocurrir de aquí a entonces ?
Le advierto que no cobrará ustejd nunca ese cheque. No temo decír-
selo; sé que no lanzará usted a la policía sobre mí hasta el lunes
por la mañana, porque cree usted que va a ganar, cree usted que el
lunes a las nueve de la mañana estará usted sentado a la puerta del
Banco esperando a que se abra. Yo sé que no. ¿Cree usted que me
vpy a dejar sacar una suma como esa, casi todo lo que he ahorrado
en cinco años?
La crisis que tanto tiempo esperara había llegado. Las cartas
estaban sobre la mesa y 4o único que maravillaba a Edgar Hayn era
por que el Santo había esperado tanto tiempo para hacer su demanda.
Ahora la tormenta, que parecía amenazar constantemente, había es-
tallado y el estruendo dejaba a Hayn extrañamente sereno.
Templar miró a Hayn de reojo y también se dio cuenta de que
se había quitado la máscara.
— Es usted un tipo curioso — dijo. — Lo malo es que es usted
depiasiado serio. Perderá usted esta batalla porque no tiene sentido
del humor, como todos los criminales de segunda fila. No sabe usted
reírse.
— Quizás sea el que me ría el último.
El Santo se volvió con una sonrisa y tomó su sombrero.
— Se hace usted ilusiones — dijo suavemente.—No, mi que-
rido amigo. — Cogió su bastón y lo hizo girar delicadamente entre
sus dedos. La luz de la batalla brillaba en sus ojos azules. — Me
parece que puedo mandar su generoso y anónimo donativo al Hospi-
tal de Londres. Quizás se cree usted que soy una especie de ladrón
de ladrones. Se equivoca usted. Pierdo dinero en este negocio. Pero
he nacido para la lucha y la vida tranquila y reposada es un infierno
para mí. No soy policía porque me molesta el expediente, pero
APARECE EL SANTO 197

estoy en el mismo lado. Me dedico a conseguir que los insectos des-


agradables como usted sean aplastados; esto lo podría hacer la poli-
cía, pero para justificar mi existencia voy a procurar que los referidos
insectos contribuyan con una gran parte de su mal conseguidas^
ganancias a obras de caridad, lo cual tiene usted que reconocer que
no está en manos de la policía. Siempre me ha parecido mal que
microbios de la casta de usted pudieran hacer una fortuna con sus
canalladas, y luego retirarse libremente a disfrutarla después de un
mes o dos de cárcel, y estoy aquí para corregir eso. Con el dinero
que le quité a la Serpiente devolví a Tommy Mitre su legítima
propiedad, más una gratificación por daños. Pero la Serpiente es un
insecto pequeño. Usted es grande y voy a hacer que su contribución
sea proporcionada.
— Ya veremos — dijo Hayn.
El Santo le miró con fijeza.
— El lunes por la noche dormirá usted en la delegación de poli-
cía de la calle de Marlborough — dijo con calma.
Y a continuación desapareció. Simón Templar tenía una habi-
lidad para hacer sus bruscas salidas tan suavemente, que pasaban, por
lo general, algunos minutos antes de que el otro se diera cuenta
completa de que se había ido.
Hayn permaneció un momento sentado, sin moverse, mirando
la puerta cerrada. Luego bajó los ojos y vio sobre la carpeta el sobre
dirigido por su propia mano a M. Henri Chastel. Y Hayn se quedó
fascinado y con los ojos muy abiertos, pues aunque la imitación de
su letra hubiera engañada a una dcKena de personas que la conociera,
él había mirado el sobre lo suficiente para ver que no era el mismo
que él había escrito.
Pasó algún tiempo antes de que saliese de su insensibilidad e
hiciese un esfuerzo para abrir el sobre con temblorosos dedos. Ex-
tendió ante sí sobre la mesa la hoja de papel y su cerebro se nubló.
Como un hombre que percibe un hecho concreto a través de las
nieblas de un narcótico, Ha^yn se dio cuenta de que estaba reducido
al último reducto. Por debajo de su superficial ligereza, el Santo
había mostrado por algunos segundos, la seriedad y firmeza de su
propósito, y Hayn había podido apreciar el verdadero temple del
hombre con quien tenía que luchar.
Recordaba las últimas palabras del Santo. — "El lunes por la
noche dormirá usted en la Delegación de Policía de la calle de
Marlborough." Podía oír la voz del Santo al decirlo. La voz de
un juez que pronuncia una sentencia, y su recuerdo hacía a Hayn
ponerse gris de miedo.
198 ALMANAQUE ROSA

El Santo leyó la carta de Hayn en un bar de Piaadilly, sobre un


Martini, pero su vaso permaneció sin tocar ante él, pues antes de
leer mucho se enteró de que Hayn era una pieza más gorda de lo que
él hubiera jamás soñado.
Luego se fumó dos cigarrillos, muy pensativo, e hizo ciertos
plaaes con meticulosa atención y detalle. En media hora formuló
, íu estrategia, pero pasó otro cuarto de hora y se fumó otro cigarrillo
repasándola una y otra vez en busca de algo que pudiera haber des-
cuidado.
No tocó su bebida hasta que se convenció de que sus planes eran
tan sólidos como podían hacerse en tan poco tiempo.
Su primera diligencia le llevó a la oficina de Telégrafos de Pic-
cadilly, donde despachó un largo telegrama en clave a un tal Norman
Keot, que estaba en aquella época en Atenas ocupado en asuntos del
Satito; Y éste se felicitó de la feliz coincidencia que le facilitaba un
agente en aquel lugar. Era un buen augurio para el futuro.
A continuación se metió en una cabina telefónica y pidió un
nimero. Durante diez minutos habló con mucha seriedad con cierto
Roget Conway, a quien dio instrucciones minuciosas. Se hizo repe-
tir estas órdenes para convencerse de que estaban perfectamente apren-
didas de memoria y comprendidas y pronto quedó satisfecho.
— Hayn debe de haber descubierto ya que conozco sus relaciones
con Chastel — concluyó — a menos que haya echado la carta al
correo sin mirarla. Tenemos que proceder en la presunción de que
lo ha descubierto; por consiguiente, la norma de no tener entrevistas
conmigo, salvo por los medios más prudentes, hay que tenerla muy
en oienta. Estimo que durante las próximas cuarenta y cuatro horas
K harán muchos y muy grandes esfuerzos para quitarme de en medio
y es inútil cerrar los ojos ante la realidad. No será por culpa del
amigo Edgar si el lunes por la mañana no tengo ganada una plaza
en el Cementerio.
Conway protestó, pero el Santo cortó brevemente la protesta.
— Me eres mucho más útil trabajando en la sombra. Si to
natural vanidad te hace rebelarte contra la necesidad de mantener, tus
méritos ocultos, no puedo remediarlo. No es necesario que haya en '
U Unea de fuego más que uno de nosotros, y puesto que a mí me
«onócen ya por todos lados, mío es el trabajo. No hay que prcocu-
parae; no me he muerto nunca todavía y no tengo ganas de morirme
afaoct. . . . '¡ ' ^ ii¡,"'i
Bstaba del mejor humor. La perspectiva inminente de una acción
violenta y decisiva siempre le causaba el mismo efecto. Hacía hervir
la sangre en sus venas y bailar alegremente sus ojos; le hacía bendecir
APARECE EL SANTO 199

el perfecto entrenamiento en que siempre tenía sus nervios y sus


músculos. El hecho de que su vida hubiese sido asegurada con un
quinientos por ciento de recargo en la prima por cualquier compañía
de ^guros precavida, no alteraba su alegría en lo más mínimo. El
Santo era así.
La aprensión era una cosa que nunca había perturbado su jo-
ven existencia. Durante unas pocas horas no había nada que pudiera
hacer por la causa que hiciera suya y se propuso, por lo tanto, dis-
frutarlas lo mejor que pudiese. Le dejaba completamente impasible
el pensamiento de las horas febriles y peligrosas que seguirían a aquel
intermedio de asueto — más bien aumentaba con el la impacieticia
por la llegada del momento crítico.
No podía, desde luego, estar seguro de que Hayn hubiera dcsca-
bierto la sustracción de la carta; pero era lo más probable, a pesar
del excelente experimento de falsificación del Santo. Y aun sin estí
descubrimiento, el cheque que había obtenido, y la confianza de
Hayn al dárselo, eran razones bastantes para esperar algunos mo-
mentos agitados antes del lunes por la mañana. El principio guía
de Simón Templar, que le había sacado milagrosamente inmune de
innumerables y desesperadas aventuras en el pasado, era suponer lo
peor y no hacerse ilusiones; y en este caso los hechos subsiguientes
demostrarían que este principio pesimista era el más grande y triun-
fante de los lemas que se hayan inventado jamás.
El Santo cenó descansadamente, y luego se metió en un cine hasta
las seis y media. A esta hora volvió a su casa para cambiarse de topa,
y se quedó un poco desilusionado al no hallar esperándole ninguna
respuesta a su cable.
Cenó y pasó la noche bailando en el Kit-Cat con la adorable ,
y deliciosa Patricia Holm, pues el Santo ieta tan humano cotao
cualquier otro, si no más, y Patricia Holm era entonces su debilidad.
La noche estaba hermosa y caminaron juntos por Regent Street,
disfrutando del aire fresco. Estaban en la Plaza de HanoVef, en la
esquina de Brook Street, cuando el Santo vio las primeras señales di
tormenta, y, sin ceremonias, cogió a Patricia Holms y la empujó
detrás de la esquina. Un taxi oportuno se acercó en aquel momento
y el Santo le llamó y metió a !a muchacha en él antes' dé que ella
pudiera decir una palabra.
Le digo que te lleve al Savoy — la advirtió. — Toma una habi-
tación allí y quédate en ella, sin sacar siquiera la punta de tus na-
ricillas hasta que yo vaya a buscarte. Puedes estar segura de qué
cualquier mensaje o mensajero que recibas es falso. No creo que tt
hayan visto, pero no quiero arriesgar nada. Niégate a recibir nada
ni a nadie que no sea yc^ mismo en persona. Volveré el lunes a la
hora de comer, y si no he vuelto entonces, puedes llamar al tnspiectoe
•0 Teal y a los amigos y revolver Roma cwi Santiago; pero rio ant^.
La joven frunció las cejas con desconfianza.
200 ALMANAQUE ROSA

— Santo — dijo con el tono peligroso que a él le encantaba, —


otra vez estás tratando de echarme fuera.
— Amiga mía — contestó tranquilamente el Santo, — ya he
dejado de tratar de echarte de ninguna parte y de hacerte vivir una
vida prudente y respetable. Ya sé que es imposible. Puedes entrar en
tcxlas las partidas que yo juegue; es igual que tengamos que luchar
con todas las cuadrillas de bandidos de Nueva York, Chicago, Ber-
lín y Londres juntas. Pero hay una clase de trabajo tan sucio qus nc
quiero que te mezcles en él, y es éste. ¿Me entiendes?... Conque,
hasta la vista.
Cerró la puerta del coche, dio las señas al conductor y le vio
alejarse. El Santo sentía en aquel momento particulares deseos de
seguir viviendo... La luz trasera del taxi se desvaneció detrás de una
esquina y Patricia con ella. El Santo se volvió con un suspiro, se
irguió involuntariamente, y se metió en Brook Street.
Había advertido el automóvil cerrado, de veloces líneas, que
estaba parado junto a la acera a la misma puerta de su casa, y había
visto también los cuatro hombres que conversaban formando un
pequeño grupo junto a él, con aparente inocencia, y de quienes
había sospechado lo peor. La suma total de aquellos, al parecer inno-
cuos individuos, le pareció que llevaban el sello inconfundible de la
confederación de Hayn; pues el Santo era de natural desconfiado.
Avanzó con paso tranquilo, la mano izquierda en el bolsillo
del pantalón, eligiendo la llave del portal de su casa. En la derecha ^
llevaba el bastón, sin el cual no salía nunca en aquellos días. Con el
sombrero de fieltro negro caído sobre la nuca, presentaba en todo
lo visible el aire más sianto y más pacífico de atildada e inofensiva
elegancia, pues el Santo nunca estaba tan tranquilo como cuando
a su alrededor brillaban las luces rojas del peligro. Al acercarse al
pequeño grupo observó que todos se quedaban silenciosos y se vol-
vían hacia el.
El Santo silbaba una cancioncilla. Todo parecía demasiado fácil;
no era nada, en realidad, más que un bienvenido aperitivo para lo
que vendría después. Simón había sacado del llavero la llave del
portal, trasladándola a un bolsillo de la chaqueta donde la pudiera
encontrar con facilidad en un momento de apremio.
— Dispense — dijo el más alto de los cuatro, dando un paso
bacía él.
— Me temo que no podré dispensarle, Serpiente — contestó el
Santo con sentimiento, dando un paso atrás, al mismo tiempo que
la Serpiente le disparaba un golpe con un bastón con un peso en
la punta.
El Santo sintió el aire del golpe acariciar su cara, y un "uppcr-
cut" de izquierda subió como un relámpago de sus rodillas para
acertar en la punta de la barbilla de la Serpiente, que fué lanzado de
espaldas entre los brazos de sus ayudantes.
APARECE EL SANTO 201

Antes de que ninguno de ellos pudiera reponerse de su sorpresa,


Templar subió de un salto los escalones de su portal y metió la llave
en la cerradura. Pero al volverse y sacarla, los otros tres vinieron tras
él, dejando a su jefe rodar por el polvo, y el Santo se enfrentó con
ellos con la puerta abierta detrás de sí.
Cogió el bastón con ambas manos, le dio media vuelta y tiró.
Parte del bastón se desprendió y en la mano derecha del Santo brilló
a la escasa luz una larga y delgada hoja de acero. La primera estocada
atravesó el hombro al muchacho que atacaba primero, y los otros dos
se detuvieron.
Los blancos dientes del Santo brillaron en una desagradable
sonrisa.
— Sois tres muchachos traviesos y me temo que tendré que
decírselo a vuestro maestro. Marchaos lejos y no os volváis a acercar
a mí en muchos años.
El estoque brillaba y silbaba en su mano, y los dos Muchachos
retrocedieron con gritos de dolor al sentir en sus caras el latigazo de la
flexible hoja. Y cuando saltaron para lanzarse ciegamente al ataque,
el Santo se metió en el portal y cerró de golpt la puerta en sus narices.
Volvió a meter el estoque en el bastón, y subió sin prisa la esca-
lera hasta su casa que estaba en el primer piso.
Mirando por la ventana vio a los cuatro hombres reunidos y en-
zarzados en furiosa deliberación. Uno de ellos se secaba con un pa-
nudo por debajo de la chaqueta, y la Serpiente estaba desmayada-
mente apoyado contra el coche, sosteniéndose la mandíbula con las
manos. Con frecuencia gesticulaban en dirección de las ventanas del
Santo. Después de algún tiempo, montaron los cuatro en el coche
y se alejaron.
La breve escaramuza dejó al Santo completamente impávido. Si
se le hubiera tomado el pulso entonces se hubiera hallado que no daba
una pulsación más de sus normales setenta y cinco.
Atravesó la habitación, encendió las luces y dejó el sombrero y el
bastón, sin dejar de silbar.
Colocado sobre la mesa, en un sitio prominente, había un cable
Sin ninguna prisa, el Santo se sirvió un modesto whisky, encendió ur
cigarrillo, requirió un cuadernillo -de notas de tapas negras, y pro
visto de estos elementos, se sentó sobre el borde de la mesa, rasgó e
sobre y extrajo la hoja de papel.
— Elefante rescinde — comenzaba el telegrama. Un poco má
allá se leía la palabra Chandler; y cerca del .final aparecían las pala
bras: —Oruga, copas, diez espadas, cuatro bastos, sota, las cuarenta
Elefante era la palabra de la clave que significaba Haynj Chaste
era "oruga"; "rescinde" quería decir: "ha cambiado de opinión; '
el Santo pudo casi descifrar sin la clave la frase que comprendía la
palabras "cuatro" y "las cuarenta".
En su pequeño cuadernillo de notas, frente a ílofe^jí^brcs d
«e ALMANAQUE ROSA

todas las cartas de la baraja, y a los términos usuales en varios juegos


de waipe«, había escritas breves frases, aplicables a casi todos los asun-
tos que su hermandad de filibusteros pudiera desear comunicarse. Y con
la ayuda de este libro y un lápiz, el Santo tradujo el mensaje y escribió
entre líneas la interpretación. La información así obtenida era la confir-
tnación de lo que él ya había deducido desde que sustrajo y leyó la
carta de Hayn a Chastel, y el Santo quedó satisfecho.
Abrió su máquina de escribir portátil y escribió una carta. Era
la primera comunicación oficial del Santo.

Al Inspector Jefe señor Teal.


Departamento de Investigación criminal.
Muy señor mío: Le recomiendo a Edgar Hayn, antes Heine, Por-
tugal Mansions, 27, Hampstead. Es el verdadero propietario del ca-
baret Danny, en Sobo; un oportuno registro de ese establecimiento.
' prestando particular atención a una puerta secreta abierta en la pared
del vestíbulo del piso bajo (que se abre por medio de un botón etéc-
' trico que hay en el despacho de Hayn, que está en el sótano) lé pro-
' porcionará una interesante información sobre los métodos de los fu-
' ¡leros de lujo.
Más importante aún que esto, Hayn es el dueño de Laserre, los
perfumistas de Regent Street, consistiendo la única diferencia en que
Gnorge Edward Braddon, el gerente, no es un testaferro, sino un activo
: 90CÍG. Una cuidadosa vigilancia de las futuras consignaciones de mer-
;. mncías que reciba Laserre del continente, suministrarán pruebas sufi-
^ tientes de que la razón principal de la existencia de dicha firma es la
1 cocaína. La droga es introducida en Inglaterra en cajas de productos
", 4e túcadoc. consignadas por los agentes extranjeros de Hayn, y abier-
í" tómente declarados como tales en la Aduana. En cada caja se hallará
: cierto número de cajas, al parecer, de polvos para la cara que en realidad
;' cootienen cocaína.
' El agente de Hayn en toda Europa es un ciudadano francés de
\\ ctigen levantino que se llama Henri Chastel. La carta adjunta, es-
I crittf de puño y letra de Hayn, basta pata demostrar que Hayn y
í. Chastel están metidos hasta el cuello en el tráfico europeo de drogas.
^ Mi agente en Atenas se encargará de Chastel, que está en este mo-
'" mentó allí. Siento no poderle entregar al proceso regular de la justicia:
i pws ka complicaciones de nacionalidad y tratados de extradición ha-
'i cen imposible este propósito.

Cuando reciba usted esta carta, ya habré obtenido de Hayn el


idoneüivo para obras de caridad que tengo intención de hacerle pagar
mtes de pasarle a su jurisdicción, y, puede usted tomcur en el acto tas
medidas necesarias para proceder a stt arresto. Tiene una avioneta par-
ticular en el aeródromo de Stag Lañe, la cual está siempre dispuesta
jparael caso de que él o alguno de sus valiosos agentes se vieran en la
APARECE EL SANTO

necesidad de escapar rápidamente. Por consiguiente, una vigilancia det


aeródromo aseguraría la frustración de este plan.
En el porvenir puede usted tener la seguridad de tener noticias mías
con frecuencia.
Reiterándole en todo tiempo la seguridad de mis mejores servicios,
quedo de usted atento y seguro servidor,
• "El Santo."

En esta epístola incluyó el Santo su artística marca de fábrica,


además de la carta de Hayn. A fin de que no hubiera posibilidad de
descubrirle, Ja escribió en papel obtenido al efecto por Stannard en el
cabaret Danny.
Puso el sobre a la carta y después de una preliminar observación
de la calle para asegurarse de que la Serpiente no había vuelto ni en-
viado delegados, se dirigió a un buzón próximo, donde la depoátó.
No sería entregada hasta el lunes por la mañana, y el Sanio calculó
que tendría todo el tiempo que necesitaba.
De vuelta en su domicilio, Templar llamó por teléfono al tercero
de sus lugartenientes, que era un tal Dicky Tremayne, y le dio ins-
trucciones precisas para la protección de Geven Chandíer. Por fin.
llamó a otro número y sacó ai Jerry Stannard de la cama para recibir
órdenes.
Después quedó satisfecho porque había hecho todo lo que tenía
que hacer.
Se acercó a la ventana, entreabrió con precaución las cortinas media
pulgada, y volvió a mirar a la calle. Un poco más lejos, al otro lado
de la calle, un Furrillac azul, tipo "sport" se había detenido al lado
de la acera. El Santo sonrió con aire de aprobación.
Apagó las luces del salón, entró en su dormitorio y empezó a des-
nudarse. Cuando se levantó la manga izquierda, quedó visible atada
a su antebrazo una pequeña funda de cuero, y en esta funda llevaba
un cuchillo perfectamente equilibrado — seis pulgadas de hoja, afilada
como una niavaja de afeitar, y tres pulgadas de mango de marfil la-
brado. Este era el cuchillo arrojadizo favorito del Santo. Con el atra-
vesaba al vuelo, a veinte pasos de distancia, el tapón de una botella
de champaña. Consideró el escondite en que lo llevaba demasiado pe-
ligroso y trasladó la funda a la pantorrilla derecha. Se aseguró, por
fin, de que en su pitillera llevaba una provisión de cierta clasfc de
cigarrillos.
Fuera, en la calle, la bocina de un automóvil sonó con un ritmo
peculiar. Era una señal convenida y el Santo no tuvo nécesidlMl de
mirar a la calle para saber que Ganning había vuelto. Y luego, cswi
inmediatamente, sonó un timbre, y el indicador de la cocina le mostró
que había sido el de la puerta de la calle.
— Deben de creer que soy idiota — murmuró el Santo.
Peto se equivocaba. Había olvidado la escalera de escape, p a ^
204 ALMANAQUE ROSA

casos de incendio, en el rellano de su piso; un momento después sonó


en el pequeño vestíbulo un golpe sordo y ruido de madera que se
hace astillas. Lo relacionó en su mente con la llamada a la puerta de
la calle, y comprendió que no era el solo el que sabía concertar señales.
Aquel timbrazo había advertido a los que entraban por detrás, que
sus compañeros estaban dispuestos en la puerta de delante. El Santo
reconoció que había estimado mal la capacidad organizadora de
Edgar Hayn.
Descuidado, había dejado su pistola automática en su dormitorio.
Salió rápidamente de la cocina al vestíbulo, y al ruido de su llegada
los hombres que habían entrado con ayuda de una palanqueta se vol-
vieron. Hayn era uno de ellos y su pistola llevaba un silenciador.
— Bien, bien, bien — murmuró el Santo, cuya mansedumbre en
momentos de crisis era fenomenal, y levantó, prudentemente, las
manos.
— Va usted a hacer un viaje conmigo. Templar — dijo Hayn. —
Nos vamos en el acto y no puedo decirle en qué fecha regresaremos.
Haga el favor de volverse y ponerse las manos a la espalda.
Templar obedeció. Le ataron las muñecas, apretando los nudos
con manos nada suaves.
— ¿Sigue usted tan optimista, Santo? — preguntó en tono de
burla Hayn, probando las ligaduras.
— Más que nunca — contestó alegremente el Santo. — A mí me
gusta pasar las noches así.
Le hicieron volverse otra vez.
— Bájenle a la calle — ordenó Hayn.
Bajaron en silenciosa procesión, caminando el Santo sin resistencia
entre dos hombres. Se abrió la puerta de la calle y una voz ronca
musitó desde fuera;
— El campo está libre. Hace diez minutos que ha pasado el poli
cía y necesita media hora para hacer su ronda.
El Santo fué traspasado a los hombres que esperaban fuera, y em-
pujado a través de la calle hasta un automóvil que aguardaba. Hayn
y otros dos hombres subieron al mismo coche; un tercero tomó asiento
junto al conductor. Se pusieron en marcha al momento hacia el Oeste.
Al mismo tiempo un individuo se levantó de su incómoda posición
en el fondo del Furrillac, que esperaba a veinte metros de distancia.
Había estado allí encogido tres cuartos de hora, sin una palabra de
queja por su incomodidad, para producir la impresión de que el coche
estaba vacío, y su propietario en el interior de la casa frente a la cual
esperaba. El acelerador se hundió bajo su pie, al mismo tiempo que se
deslizaba detrás del volante, y el poderoso motor se puso en marcha.
El automóvil en que iba el Santo con Hayn, salió como un relám-
pago calle arriba, aumentando rápidamente su velocidad; y el Furrillac
se despegó de la acera y se puso en marcha detrás de él a una discreta
distancia.
APARECE EL SANTO 205

Roger Conway lo conducía. El corte de su americana estaba de-


formado por el sólido bulto de la pistola automática que llevaba en un
bolsillo, y la dura expresión de su cara hubiera asombrado a aquellos
que sólo conocieran al joven en sus momentos de buen humor.
Desde su asiento en el coche de delante. Simón Templar percibió
por un momento en el espejo del conductor al Furrillac que les seguía,
y sonrió para sus adentros.

XI

Geven Chandlcr vivía en Bayswater, en un microscópico piso,


cuyo alquiler pagaba con el dinero que le dejó su padre. Ella misma
atendía sus quehaceres domésticos y, ahorrándose así una sirvienta,
le quedaba bastante de su renta para vivir y pasarlo razonablemente
bien. Ninguno de los pocos parientes que tenía la había prestado
nunca mucha atención.
Hubiera sido feliz con sus amistades, y lo fué, pero todo aquello
cesó bniscamente cuando conoció y se enamoró como una loca de
Jerry Stannard.
Él tenía unos veintitrés años. Ella sabía que en los últimos dos
años había hecho una vida disipada, gastando la mayor parte de su
tiempo y su dinero en cabarets y, acostándose, por lo general, al
amanecer. Sabía también que sus extravagantes gustos le habían
hecho contraer deudas, y que desde la muerte de su padre había acu-
mulado acreedores cada vez más numerosos e importantes; y ella
atribuía estos excesos a sus amigos, pues los pocos que ella había
conocido eran de un tipo que detestaba. Pero sus consejos y sus pre-
guntas habían sido contestadas tan mal, que por fin renunció a la
lucha y se guardó para sí sola su ansiedad.
Pero hacía pocos días que el mal humor de su novio se había
disipado de una manera extraña. Aunque seguía haciendo la misma
vida bohemia, estuvo sonriente y alegre siempre que se encontraron;
y una vez, en una explosión de buen humor, la dijo que había pa-
gado todas sus deudas y que estaba empezando la vida de nuevo.
No pudo, sin embargo, sacarle del cuerpo nada más. Sus preguntas
le pusieron, de súbito, taciturno, aunque su negativa a dejarse inte-
rrogar fué bastante suave. Algún día se lo podría contar todo, dijo,
y esc día no tardaría mucho en llegar.
Ella sabía que tenía la costumbre de permanecer hasta tarde en
la cama los domingos — pero también era sü costumbre levantarse
tarde los otros seis días de la semana; — por lo tanto, aquella par-
ticular mañana dominical, cuando el timbre de la puerta vino a inte-
irumpir su tarea de preparar el desayuno, se quedó sorprendida al
encontrarse con que él era su visitante.
206 ALMANAQUE ROSA

Él trataba de ocultar su agitación, pero ella creyó observar que


esta agitación no era producida por causas desagradables.
— ¿Tienes algo que darme de desayunar? — preguntó él.—
He tenido que venir a esta hora inverosímil porque no creo que
tenga otra oportunidad de verte en todo el día. Apresúrate, porque
tengo una cita importante.
— Estará dispuesto en un minuto — contestó ella.
Él anduvo silbando y paseando por la cocina mientras ella freía
huevos y jamón, cuyo aroma venteaba Stannard con deleite.
— Huele bien — dijo. — Tengo hambre atrasada de toda la
vida.
Ella esperaba verle desayunar en un mustio silencio, pero Stan-
nard siguió hablando alegremente.
— Debe de hacer años que no pasas unas vacaciones divertidas —
continuó diciendo.—Creo que te mereces unas, ¿Qué te parece si
nos casamos con una dispensa especial y nos vamos a Dcauville la
semana que viene?
Se rió de sus asombradas protestas.
— Tengo medios para ello — aseguró. — He pagado a todos
mis acreedores y dentro de quince días empezaré a trabajar en un
empleo muy serio a cinco libras semanales.
— ¿Cómo lo has conseguido?
— Un individuo que se llama Simón Templar me lo ha bus-
cado. ¿Le ¿onoces por casualidad?
Ella negó con la cabeza tratando de recobrar la voz.
— Haría cualquier cosa por ese hombre — afirmó Jerry.
— Cuéntame cómo ha sido — tartamudeó ella.
Y él le contó cómo el Santo le había rescatado por milagro y la
entrevista que tuvo con él a continuación; la persuasiva del Santo
y el pacto que hicieron. La habló también de Hayn; pero aunque el
relato fué bastante completo, no incluyó las maquinaciones de la
"Maison Laserre". El Santo no lo contaba nunca todo, y el mismo
Hayn tenía secretos particulares.
La joven se quedó asombrada y estremecida por la revelación
de lo que la vida de Stannard había sido y podía seguir siendo. Pero
todas las demás emociones fueron rápidamente ahogadas por la gran
ola de consuelo que la invadió cuando supo que Stannard había dado
su palabra de regenerarse y estaba ya trabajando al lado del hombre
que le hciera volver al camino del honor, aunque este honor se sirviera
de métodos ilegales.
— Supongo que en cierto modo no es legítimo — admitió Stan-
oard. —- Están trabajando para meter en Ja cárcel a Hayn y a los
suyos, pero antes los estafan en nombre de la caridad. No sé cómo
pienKtn hacerlo. Por otra parte, el dinero que le han extraído a Hayn
para mí no es más del que perdí en su maldito cabaret.
APARECE EL SANTO 807

— ¿Pero cómo te dejó continuar Hayn, cuando supo que no te


quedaba dinero?
Stannard hizo una desagradable mueca.
— Quería obligarme a ingresar en su cuadrilla. Y entre en ella;
pero fué porque Templar me dijo que me aviniese a cualquier cosa
que pudiese inducir a Hayn a darme aquel cheque de tres mil libras.
Ella escuchó, mareada, la información. La revelación de la em-
presa en que Jerry Stannard estaba asociado al Santo, no la repug-
naba. Como mujer sólo podía ver la culpa de Hayn y la indudable
justicia de su castigo. Pero una cosa la infundía miedo.
— Si os cogieran. .
— No pasaría nada — dijo Jerry. — Templar me lo ha pro-
metido y es un hombre a quien uno confiaría cualquier cosa. No
tengo que hacer nada criminal, y todo habrá terminado en un día
o dos. Templar me llamó anoche por teléfono.
— ¿Para qué?
— • Eso es lo que no me quiso decir. Me ordenó que estuviese en
el Splendide a las once y esperase allí a un tal Tremayne, que llegará
a cualquier hora entre once y una, y que me diría el resto. Tremayne
es uno de la cuadrilla del Santo.
Entonces recordó ella el comportamiento particular de Hayn en
la mañana anterior. El paquete que trajera de Laserre estaba aún sin
abrir encima de su tocador.
A Jerry le interesó mucho el relato. La asociación de Hayn con
Laserre, como la hemos explicado, era cosa nueva para él. Pero no
pudo deducir nada del incidente.
— Supongo que se le habrá ocurrido hacerte objeto de alguna
villanía. Es lo que se puede esperar de un hombre como él. Hablaré
de ello con Templar cuando le vea.
Salió del comedor en cuanto hubo concluido con su desayuno,
y volvió al momento con su sombrero.
— Debo marcharme ahora — dijo, tomándola en sus brazos. —^
Geven, con un poco de suerte todo acabará muy pronto y podremos
olvidarlo. Volveré tan pronto como pueda.
Ella le besó.
^-—-^Que Dios te acompañe, y ten cuidado.
• " É l la besó otra vez y salió cantando con alborozo. El mundo era
niuy agradable para Jerry Stannard aquella mañana.
Pero la muchacha oyó con el ceño fruncido su alegre portazo,
poes estaba atormentada por presentimientos. Todo había parecido
muy fácil en el momento en que él se lo contaba de su manera op^
tínüsta, pero al recordarlo con sangre fría presentaba una legión de
peligros y dificultades.
Deseaba, por el bien de ambos, que él se hubiera podido quedat
con ella aquel día, y sus temores se verían pronto justificados.
208 ALMANAQUE ROSA

Media hora después de haberse marchado Jerry, cuando acababa


de retirar los platos del desayuno, y ella estaba arreglándose para
dar un paseo, sonó el timbre de la puerta de entrada.
Salió a abrir, y cuando vio, después de lo que Jerry le había
contado, que era Edgar Hayn, le hubiera dado con la puerta en, las
narices. Pero él entró por fuerza, antes de que ella pudiera tornar
la detei;íninación.
Hayn marchó delante hasta el salón y la joven le siguió con una
mezcla de temor y enfado. Luego vio que sus ojos estaban rodeados
de círculos obscuros y su cara pálida y macilenta.
— ¿Qué desea? — preguntó ella con frialdad.
— La policía — repuso Hayn. — Me persiguen y a usted tam-
bién. He venido a preVenirla.
— ¿Pero, por qué me persiguen a mí? — interrogó ella con
asombro.
Hayn estaba en un terrible estado de nervios. Sus manos revol-
vían sin cesar el paraguas mientras hablaba y evitaba encontrarse
con los ojos de ella.
— Drogas — dijo con voz sorda;—drogas ilícitas. Cocaína.
¡Ya sabe usted lo que quiero decir! No hay peligro en que lo sepa
usted ahora, pues estamos los dos en la misma situación. Me vigila-
ban, me vieron ayer con usted y la siguieron.
— ¿Cómo lo sabe usted?
— Tengo amigos en la policía — repuso él. — Es necesario, y
los policías no son incorruptibles. Pero esta vez mi hombre no me
ha dado el aviso hasta última hora. Van a registrar este piso esta
misma mañana.
El cerebro de Geven estaba convertido en un volcán, pero había
un hecho sólido de que asirse.
— No pueden hallar nada en él; no hay nada.
— Ahí es donde se equivoca usted. Entre aquellas cosas que le
regalé se mezcló una de nuestras otras cajas. Lo acabo de descubrir.
Por eso estoy aquí. Hay seis onzas de cocaína en este piso.
Ella retrocedió con los ojos dilatados. El corazón le latía loca-
mente. Era demasiado imposible, fantástico... Y sin embargo, no
hacía sino confirmar y amplificar lo que Jerry le había contado. Se
preguntó con frenesí si sus protestas de inocencia convencerían al
jurado. Hayn vio el pensamiento cruzar su mente y lo anuló.
— Ya sabe usted cómo vive Jerry — dijo. — Nadie creerá que
no están los dos comprometidos en ello. — Se asomó a mirar por
la ventana. Geven se sintió impulsada a seguir su ejemplo, y llegó
a tiempo de ver dos hombres de macizas espaldas y sombrero hongo
que entraban en la casa.
— ¡Ya están aquí! —exclamó sin aliento Hayn. — Pero hay
una posibilidad de escape. Conozco a uno de los que han entrado;
es amigo mío. Quizás pueda convencerle.
APARECE EL SANTO 209

Sonó el timbre de la puerta de la calle.


Hayn estaba e«:ribiendo algo en una tarjeta.
— Tome esto — murmuró. — Mi coche está en la puerta. Si
puedo alejarlos por un momento, escápese y enséñele esta tarjeta al
chauffeur. Tengo una casa en Hurley. Él la llevará a ella y yo iré
más tarde a discurrir cómo podremos hacer que usted y Jerry salgan
del país.
El timbre volvió a sonar con mayor insistencia, y por el piso
retumbó un fuerte e impaciente golpe dado en la puerta. Hayn puso
la tarjeta en la mano de la joven.
— ¿A qué espera usted? — rezongó él. — ¿Es que quiere usted
que vayamos juntos a la cárcel?
Sabiendo apenas lo que hacía, Geven guardó la tarjeta en su
portamonedas.
— Abra la puerta — ordenó Hayn. — La romperá si no.
Cuando hablaba, otro timbrazo y otro golpe hicieron temblar
el piso.
La muchacha obedeció, pensando al mismo tiempo desesperada-
mente. Jerry, o su jefe, aquel Templar, sabrían cómo hacer frente
a aquella crisis; pero por el momento, no había duda de que el plan
de Hayn era el único practicable. Su idea era mantenerse fuera del
alcance de la policía hasta saber que Jerry estaba a salvo, y luego
darles tiempo para pensar un medio de salir de la trampa en que
Hayn les había metido.
Los dos fornidos individuos entraron sin ceremonia cuando ella
abrió la puerta.
— Soy el Inspector de policía Baker — dijo uno con gravedad.
— Tengo un mandamiento para registrar su piso. Se sospecha que
tiene un depósito ilegal de cocaína.
El otro individuo cogió a la joven por un brazo y la condujo al
salón. Hayn salió a su encuentro frunciendo las cejas.
— Protesto de esto — exclamó. — La señorita es amiga mía.
— Tanto peor para usted — fué la seca respuesta.
— Hablaré con Baker de esto — amenazó acalorado Hayn, en
el momento en que entraba Baker.
Llevaba en la mano una pequeña caja de cartón con la etiqueta
de Laserre. "Polvos Laserre", decía, pero los polvos eran blancos
y cristalinos.
— Creo que esto es todo lo que necesitamos — dijo Baker, y
se dirigió a Geven. — Tengo que detenerla a usted acusada de...
Hayn se interpuso.
— Quisiera hablar con usted antes — dijo con calma.
Baker se encogió de hombros.
— Si le gusta a usted perder el tiempo. .
—; Probaremos— dijo H a y n . — E n privado, por favor.
Baker señaló con el dedo la puerta.
8
«f

210 ALMANAQUE ROSA

— Llévese a la Chandler a otra habitación, Jones.


— Mejor es que Jones se quede — interrumpió Hayn. — Lo
que tengo que decir también le interesa a él. Si permiten ustedes que
la señorita nos deje un minuto, yo respondo de que no intentará
escaparse.
Hubo un poco de discusión, pero por fin Baker accedió. Hayn le
abrió la puerta para que saliera, y cuando pasó por delante de él
la i)izo con la cabeza una señal casi imperceptible. Ella entró en su
dormitorio y tomó el teléfono. Pasó una eternidad antes de que
encontraran a Jerry en el Splendide. Cuando él contestó, la joven
le contó lo que ocurría.
— Voy a la casa de Hayn en Hurley — le informó ella. — Es
el único medio de escapar por el momento, pero díselo a Tremayne
cuando llegue y buscad a Templar; hay que hacer algo de prisa.
• Stannard empezó a objetar y a hacer preguntas, pero no había
tiempo para eso y la joven colgó el auricular. No sabía cuáles eran
T los procedimientos de Hayn para convencer, ni cuánto tiempo ten-
drían las negociaciones entretenidos a los detectives.
^. Atravesó de puntillas el vestíbulo y abrió la puerta.
Desde la ventana, Hayn, Baker y Jones la vieron atravesar la
i calzada y entrar en el coche.
5 — Es una pera en dulce, patrón — dijo Baker con envidia.
— Habéis hecho lo que yo quería que hicierais — respondió
brevemente Hayn. — Y ha salido a las mil maravillas. Si hubiera
¿ tratado sencillamente de raptarla, nos hubiera dado doble trabajo. Así
'¿ hará muy satisfecha cuanto yo le diga.
r' Dicky Tremayne llegó dos minutos después de haber partido el
\ ccxrhe de Hayn. Debía haber estado allí una hora antes, pero la per-
5', versídad del destino había intervenido para frustrar uno de los pla-
p ncs mejor formados del Santo. Un autobús había atropellado el co-
??< che de Tremayne en Park Lañe, el inevitable policía le había en-
I* tretcnido interminablemente y las disposiciones para retirar los res-
fe,- to» de su automóvil le detuvieron aún más y cuando por fin se es-
|. capó en un taxi, el tráfico le detuvo en todas las esquinas.
k Ahora tuvo que proceder por su propia iniciativa.
&:• Después de un segundo de indecisión, Tremayne comprendió que
* sólo podía hacer una cosa. Si Hayn y sus hombres estaban ya en
^ el piso, debía entrar también a la ventura; si aun no habían llegado,
P no se perdería nada.
W. Entró directamente en el edificio y en la escalera se encontró a
fí Hayn y a otros dos hombres que bajaban. No había tiempo para
|; deliberar o hacer proyectos.
f — Ustedes son los pájaros que ando buscando — exclamó Tre-
s mayne, cerrando el paso. — Soy el Inspector Hancock y quedan
detenidos...
APARECE EL SANTO 211

Hasta aquí pudo llegar antes de que Hayn le dirigiese un gol-


pe, Tremayne lo esquivó y en el acto apareció en su mano una pis-
tola automática.
— ¡Arriba, al piso que acaban de dejar! —ordenó, y los tres
hombres retrocedieron ante la amenaza de su arma.
Se detuvieron ante la puerta del piso y le dijo a Hayn que
llamase. Esperaron.
— Parece que no contestan — dijo irónicamente Hayn.
—- Llame otra vez — ordenó Tremayne con dureza.
Pasó otro minuto.
— No es posible que haya nadie dentro — observó Hayn.
Los ojos de Tremayne se estrecharon. Había algo en el tono
burlón de Hayn...
— ¡Canalla!—dijo Tremayne con los dientes apretados. — •
¿Qué ha hecho con ella?
— ¿Con quién? — inquirió suavemente Hayn.
— Con Geven Chandler.
Tremayne se hubiera !cortado la lengua tan pronto como pro-
nunció las palabras. Aquella fatal e impremeditada impetuosidad
siempre le vendía. Vio a Hayn cambiar súbitamente de expresión
y comprendió que era inútil continuar engañándole.
— ¡Conque es usted otro Santo! — dijo en voz baja.
— ¡Si! Lo soy — gritó con violencia Tremayne.—Y si no
quieren que les agujeree la piel...
Tremayne había concentrado su atención en Hayn, el jefe, y
no observó que los otros dos se le acercaban.
Una mano le cogió el arma y se la arrancó... al dirigir Dicky
Tremayne un puñetazo a la mandíbula del hombre, Hayn pasó
detrás de él y le dio un golpe en la cabeza con una porra de goma...

XII

Jerry Stannard nunca comprendió cómo pudo contenerse has-


ta la una. Mucho menos comprendió cómo pudo esperar la media
hora más que concedió a Tremayne. Quizás ningún otro hombre
en el mundo que no fuera Simón Templar podría haber inspira-
do tan ciega lealtad. El Santo estaba trabajando en alguna estra-
tagema secreta y el tenía que encontrarse con Tremayne por ra-
zones relacionadas con la táctica del Santo. En cualquier caso, si
Geven había partido después de telefonearle, no habría llegado al
piso a tiempo de alcanzarla, y entonces hubiera caído en la trampa
de la policía de que ella trataba de salvarle.
Pero todo ahora relacionado — lo que Geven contara de La-
s«re y lo que el mismo Stannard sabía de Hayn, y más que sos-
212 ALMANAQUE ROSA

pechaba — las visiones que evocaba sólo necesitaban un poco de


imaginación para ser terribles.
Cuando llegó la una y media, sin que hubiera aún señales de
Tremayne, la tensión se hizo intolerable. Stannard requirió el te-
léfono y registró, inútilmente, por el hilo todo Londres buscando
a Simón Templar. No pudo averiguar nada de él en ninguno de
los clubs, hoteles o restaurantes que él pudiera frecuentar; no tuvo
mejor éxito cuando llamó a su casa. Y respecto de Dicky Tremay-
ne, Stannard ni siquiera le concKÍa de vista; le habían dicho, sim-
plemente, que dejara su tarjeta a un botones y que Tremayne pre-
guntaría por él.
Eran ya más de las dos y Tremayne no había aún llegado.
Trató de llamar al piso de Gevcn Chandler, pero después de un in-
terminable período la central repuso "no contesta".
Jerry Stannard se dominó. Quizás aquella emergencia le esta-
ba formando, era la consolidación final del proceso iniciado por el
Santo, pues Stannard nunca había sido hombre de lucha. Dijo la
verdad cuando le confesó a Templar que su debilidad era sólo falta
de coraje. Pero ahora tenía que hacer algo. No sabía, ni con mucho,
todo lo que era Hayn, pero le conocía lo suficiente para no querer
dejar a Geven Chandler con aquel versátil individuo ni un momen-
to más de lo que fuera absolutamente necesario. Pero si alguna cosa
se podía hacer tenía que hacerla Stannard mismo.
Con salvaje resolución, telefoneó a un garaje, donde le cono-
cían. Mientras esperaba escribió una nota para Tremayne, descri-
biendo toda la serie de sucesos y diciéndole sus intenciones. Era tiem-
po perdido, pero él no lo sabía.
Cuando llegó el coche despidió al mecánico que se lo trajo y
se dirigió a Hurley.
Sabía cómo manejar un automóvil — era una de sus pocas ha-
bilidades realmente útiles y lanzó el Buick como una flecha hacia
el oeste, con el acelerador completamente aplastado bajo su pie du-
rante casi todo el camino.
Aun así eran cerca de las cinco cuando llegó y entonces se dio
cuenta de una dificultad. Había muchas casas en Hurley y no tenía
idea de cuál pudiera ser la de Hayn. Ni lo sabían en la oficina de
Correos ni en el puesto de policía más próximo.
Stannard, dadas las circunstancias, no se atrevió a insistir de-
masiado en sus preguntas. La única esperanza que le quedaba era
poder conseguir alguna información de cualquier vecino, pues llegó
por fuerza a la conclusión, de que Hayn tenía alquilada su casa de
campo con otro nombre. Con esta leve esperanza por objetivo, se
dirigió a la fonda, y allí fué donde tuvo una buena suerte sorpren-
dente.
Cuando se detuvo en la puerta, un hombre salió del interior y
le llamó.
APARECE EL SANTO 218

— Gracias a Dios que ha llegado usted — dijo Roger Conway


sin más prefacio. — Entre a tomar una copa.
— ¿Quién es usted? — preguntó asombrado Jerry Stannard.
— Usted no me conoce, pero yo le conozco a usted — contestó
el hombre. — Soy uno de los compañeros del Santo.
Escuchó con gravedad el relato de Stannaid.
— Ha habido una indiscreción en alguna parte — dijo cuando
Jerry concluyó. — El Santo no le dijo a usted nada porque temió
que su natural indignación no le permitiera dominarse. Hayn tenía
planes sobre su novia; eso podía usted haberlo supuesto. El Santo
se apoderó de una carta de Hayn a Chastel — su agente en el extran-
jero — en la cual, entre otras cosas, Edgar describía su plan para
apoderarse de Geven. Es de suponer que deseaba que le felicitasen
por su ingenio. La idea eria hacer tomar a Geven alguna cantidad
de cocaína, bajo la forma de un regalo de polvos de Laserre, fingir
un registro de la policía y pretender que sobornaba a los agentes en
su favor. Luego, si Geven creía que la policía les perseguía a usted
y a ella — Hayn contaba con hacerla temer que usted también se
viera comprometido — pensó que sería fácil convencerla de que se
escapase con él.
—- ¿ Y el Santo no hacía nada para evitar eso? — preguntó Je-
rry con los labios blancos.
— ¡Medio minuto! El Santo no podía dedicarse a eso personal-
mente, pues tiene otras cosas que hacer, pero encargó el asunto a
Tremayne, el hombre que tenía que reunirse con usted en el Splen-
dide. Tremayne tenía que entrevistarse con Geven, antes de que
Hayn llegase, y ponerla en antecedentes. Suponíamos que usted no
le habría dicho nada. Luego la hubiera llevado al Splendidc a re-
unirse con usted y los dos la hubieran acompañado a una casita que
el Santo tiene en Maidenhead, para quedarse allí hasta que hubiera
pasado la tormenta.
Stannard se estaba comiendo las uñas. Él había tenido más
tiempo para pensar en la situación y lo que le contaba Conway no
hacía más que confirmar sus propias deducciones. Y el panorama de
consecuencias que ofrecían era aterrador.
— ¿Qué ha estado haciendo el Santo todo este tiempo? ?
— Esa es otra historia larga — contestó Conway. — El haber-
le sacado a Hayn el cheque de diez mil libras hacía el riesgo mayor.
Sólo había una manera de arreglarlo.
Roger Conway expuso, brevemente, cómo había empleado el
"Sanio a sus cuatro compañeros.
—-Después de que eso fuera descubierto, Simón supuso que
Hayn tendría por una invención la existencia de la cuadrilla y cree-
ría que sólo tendría que luchar con el Santo. Por consiguiente no
tendría ningún miedo a llevar a cabo su plan sobre Geven, aun sa-
biendo que el Santo estaba en antecedentes, puesto que el Sanio cs«
214 ALMANAQUE ROSA

taría eliminado. De todas maneras, Hayn tenía que elegir entre li-
brarse del Santo o ir a la cárcel, y podemos calcular cuál de las dos
cosas probará primero. El Santo supuso que Hayn no intentaría un
asesinato rápido, porque no le conviene echarse encima un delito de
sangre. Tendría, desde luego, que haber un asesinato, pero cuidado-
samente planeado. Así, pues, el Santo supuso que le raptarían pri-
mero y se le llevarían a un lugar apartado donde acabar con él tran-
quilamente, y decidió aguardar. Lo hizo así porque si Hayn fuera
arrestado, sus cheques serían automáticamente detenidos, de modo
que había que tener a Hayn entretenido hasta mañana por la ma-
ñana. Yo estaba vigilando anoche a la puerta de casa del Santo, con
un coche rápido, que eran las instrucciones recibidas, para caso de ac-
cidentes. El Santo estaba dispuesto a darles trabajo; pero se hicie-
ron con él por algún medio. Yo le vi cuando le sacaban y le metían
en un automóvil que estaba esperando, y les seguía hasta aquí. Tre-
mayne tenía que esperar en el Splendide a que yo le llamase por te-
léfono a las dos. He estado tratando de comunicar con él desde esa
hora, y con usted también. Les he buscado por todo Londres; me
ha costado una pequeña! fortuna en conferencias telefónicas. Y no
me atrevía a regresar a Londres dejando al Santo aquí. Por eso es
por lo que me alegro mucho de que baya llegado usted por fin.
— ¿Pero, por qué no lo ha denunciado usted a la policía?
— Simón no me lo perdonaría nunca. Está dispuesto a hacer
del Santo el terror de la gente del hampa, y no quiere lograrlo ha-
ciendo, simplemente, denuncias a la policía. La idea de la cuadrilla
es imponer a los criminales castigos apropiados antes de entregarlos
a la ley, y nuestro éxito sobre Hayn consiste en que podamos en-
viar a la caridad diez mil libras de su dinero. Ya sé que es un ries-
go terrible. Pueden haber matado ya al Santo; pero él sabía lo que
estaba haciendo. Nosotros tenemos orden de no intervenir y el Santo
es el jefe de esta partida.
Stannard se levantó de un salto.
— ¡Pero Hayn tiene a Geven! — casi sollozó. — Roger, no po-
demos continuar divagando mientras Geven...
— Ya no estamos divagando — dijo Roger con calma.
Su mano cayó con firmeza sobre el brazo de Jerry Stannard y
el joven se serenó. Conway le llevó a la ventana del fumador y
señaló.
— Puede usted ver allí el tejado de la casa — dijo. — Anoche
se marchó Hayn a Londres y su coche ha vuelto hace dos, horas. No
he podido ver quién iba dentro, pero debía de ser Geven. Ahora...
Se interrumpió de súbito. En el sUencio se oyó zumbar el mo-
tor de un coche muy poderoso que se acercaba. Luego el coche pasó
a gran velocidad, pero no tanta que Roger Cofiway no pudiera ver
a los que iban dentro.
APARECE EL SAÑTÓ ál5

— ¡Hayn y Braddon detrás, con Dicky Tremayne en medio!


•— exclamó.
Tuvo el tiempo justo para detener por el brazo a Stannard,
cuando el joven echaba a correr desesperado.
—¿Adonde diablos va usted tan de prisa? —preguntó.—
¿Quiere meterse como un loco para que Hayn le encierie a usted tam-
bién?
— ¡No podemos esperar! —jadeó Stannard, luchando.
Conway le arrojó, rudamente, sobre un sillón. El joven era
como un niño, en sus manos.
•— No pierda usted la cabeza y escúcheme — ordenó Roger con
imperio. — Vamos a tomar otra copa y a ptocedtt con cordura. Y
antes de nada tiene usted que comerse un par de bocadillos. Ha pa-
sado usted varias horas de pánico y sin comer, y está usted extenua-
do. Quiero que sea usted útil.
— Si telefoneásemos a la policía...
— Nada de eso.
La contradicción de Rogcr Conway brotó casi automáticamen-
te, pues por algo era el brazo derecho del Santo. Había descubierto
el secreto del perfecto lugarteniente, que consistía en adivinar, en
cualquier situación difícil, lo que haría el capitán. Era sencillamente
inútil darle vueltas a lo ocurrido; había que tratar la emergencia
de una manera que encajase en el plan general de campaña del Santo.
— La policía es nuestro último recurso — dijo. — Veamos si
podemos arreglar esto nosotros dos solos. Déjemelo a mí.
Pidió un par de whiskies y algunos bocadillos y mientras se
los servían escribió una carta, que cerró. Luego fué en busca del pro-
pietario, a quien conocía de antiguo, y le dio la carta.
— Si yo DO estoy aquí a reclamar esta carta dentro de dos ho-
ras — dijo, — deseo que la abra usted y telefonee lo que dice den-
tro a la policía. ¿Me quiere usted hacer este gran favor sin pregun-
tar nada?
El patrón accedió, un poco perplejo.
— ¿Es una broma? — preguntó con buen humor.
— Podría serlo — replicó Roger Conway. — Pero le doy mi
palabra de honor de que si no estoy de vuelta a las ocho y ese men-
saje no es transmitido puntualmente, las consecuencias podrían in-
cluir algunas de las cosas menos graciosas que jamás hayan podido
ocurrir.

XIII

El Santo había dormido. Tan pronto como llegaron a la casa


de Hurley (supo que era Hurley porque había recorrido aquel ca
mino muchas veces en el transcurso de varios veranos) le metieron
216 ALMANAQUE ROSA

en un dormitorio de escaso mobiliario y le dejaron entregado a sus


/ propios recursos, que no eran muchos, pues no le quitaron las li-
gaduras de las muñecas.
Una corta inspección de la estancia le mostró que, dadas las cir-
cunstancias constituía una verdadera prisión. Las contraventanas es-
taban cerradas y fuertemente aseguradas con barras. La puerta era
de roble de tres pulgadas de grueso y habían retirado la llave des-
pués de cerrar. Como armas con que atacar la puerta o la ventana,
podía elegir entre una mesa ligera, una silla o una pata de la cama.
El Santo podía emplear cualquiera de ellas, después de cortar sus li-
gaduras — pues en el registro a que le sometieron, no acertaron con
el pequeño cuchillo que llevaba en la pantorrilla atado debajo del
calcetín, — pero juzgó que no había llegado aún el momento para
tomar tan enérgicas medidas. Además, estaba cansado y creyó más
oportuno economizar sus energías. Por consiguiente, se acostó en el
I,echo y se dispuso a descansar toda la noche, con tanta comodidad
como le permitieran sus manos atadas, y no tardó mucho en caer en
un tranquilo sueño. Le pareció que era lo más natural del mundo.
El sol entraba por los intersticios de la ventana cuando le des-
pertó el ruido de la puerta al abrirse. Dio la vuelta, abriendo un ojo,
y vio que entraban dos hombres. Uno llevaba una bandeja con co-
mida y el otro una estaca. Esta muestra ¡del respeto que le tenían,
aún estando atado e indefenso, le divirtió mucho.
— Son ustedes muy amables — dijo, y en efecto, lo pensaba
así, pues no había esperado tanta consideración y empezaba a sentir
hambre. — Pero, mis queridos amigos — añadió, — no puedo co-
mer así.
Le sentaron en una silla, le ataron las piernas a las patas de la
misma y luego le soltaron las manos. Le estuvieron viendo comer
de pie al lado de la puerta, y los alegres comentarios con que trató de
animar la comida, quedaron sin respuesta. Sólo al preguntar la hora
obtuvo la malhumorada información de que era más de la una.
Cuando acabó de comer, un,o de los hombres le volvió a atar las
manos, mientras el otro permanecía al lado con la estaca preparada.
Después le desataron las piernas y le dejaron.
Al registrarle le habían dejado también la pitillera y las cerillas,
y con un poco de agilidad y un extraordinario sistema de contorsio-
nes, consiguió el Sanfo meterse un cigarrillo en la boca y encenderlo.
Esta hazaña de flexibilidad le tuvo entretenido unos veinte minu-
tos; pero a medida que transcurría la tarde, fué, con la práctica, ad-
quiriendo una destreza positivamente brillante. No tenía otra cosa
que hacer.
Su sensación principal era de aburrimiento, y pronto dejó de dis-
traerle el pensar cómo le habría ido a Dick Tremayne en Bayswater.
A las cinco bostezaba casi sin interrupción, después de haber pensado
diez y siete métodos originales e infalibles para estafar a estafadores
APARECE EL SANTO 217

sin ponerse al alcance de la ley, y ni éste ni otros ejercicios mentales


similares le divertían en lo más mínimo.
Se hubiera encontrado mucho mejor si no hubiera tenido las ma-
nos atadas, pero decidió no soltárselas mientras no tuviera sólidas ra-
zones para ello. El Santo conocía la ventajosa táctica de tener un
triunfo reservado.
La atmósfera de la habitación, sin medios visibles de ventilación,
era cada vez más calurosa y cargada, y los cigarrillos que fumaba no
contribuíaní a mejorarla. Con sentimiento se resignó el Santo a re-
nunciar a quel placer y se volvió a tender en el lecho. Poco tiempo
antes había oído un coche llegar y sintió el vago deseo de que regre-
sase Hayn a renovar su interés. Pero la pesadez de la atmósfera no era
lo más apropiado para mantener la mente despierta y el Santo em-
pezó a dormirse de nuevo.
Por segunda vez le despertó el ruido de la puerta al abrirse; con
un suspiro abrió los ojos.
Era Edgar Hayn el que entraba. Físicamente estaba en peor esta-
do que el Santo, gues no había dormido desde el viernes por la no-
che y estuvo todo el tiempo mucho más preocupado. Su cansancio se
revelaba en la palidez de su cara y en la hinchazón amoratada de
sus ojos, pero tenía el aire del que se siente dueño de la situación.
Buenas tardes, murmuró cortésmente Simón.
Hayn se acercó a la cama con los labios contraídos por una des-
agradable sonrisa.
— ¿Todavía nos sentimos tan arrogantes. Templar? — pre-
guntó.
— Me estoy portando bien— repuso el Santo con amable son-
risa. — Reservo todo mi amor para usted.
El hombre que asistió a su comida con la estaca estaba de pie
en la puerta.
Hayn se hizo a un lado y le llamó.
— Hay abajo algunos amigos de usted — continuó Hayn.—
Me gustaría verlos a todos juntos.
— Yo siempre estoy dispuesto a darle a usted gusto,' como la
actriz le decía al obispo — replicó el Santo.
Y se preguntó a quién podría referirse Hayn, aunque no dejó
transparentar nada de la inquietud que le sacudió como un viento
del ártico.
No tardaron mucho en sacarle de sus dudas.
El de la estaca le hizo ponerse de pie y le empujó por el corre-
dor y la escalera abajo, cubriendo Hayn la retaguardia. La puerta
de un cuarto que daba al vestíbulo estaba entornada, y de dentro
venía un murmullo de voces, que cesó cuando se oyó aproximarse
el ruido de sus pasos. Luego la puerta fue abierta de par en par de
un puntapié y el Santo fué empujado dentro de la habitación.
Geven Chandler estaba allí; la vio en el acto. Había también
218 ALMANAQUE ROSA

tres hombres a quienes conocía, y uno de ellos era Dicky Tremayne,


ajado y despeinado.
— ¿Y ahora, qué, Templar? — dijo Hayn.
— ¿Qué? — repitió el Santo.
Sus ojos perezosos se pasearon por toda la concurrencia.
— Muy buenas, Herr Braddon — murmuró. — Hola, Serpien-
te... ¡Gran Dios, Serpiente! ¿Qué le ha pasado a usted en la cara?
— ¿Qué tengo en la cara? — gruñó Ganning.
— Nada, nada — repuso el Santo. — Se me había olvidado
que ha nacido usted con ella así.
Ganning se acercó con los ojos contraídos de furia.
— Le debo a usted una cc«a — rugió, y le golpeó con ambos
puños.
El Santo esquivó los golpes y le descargó un terrible puntapié
en una tibia. Entonces, Braddon interpuso un pie entre las dos
piernas del Santo, y cuando éste cayó la Serpiente le golpeó con am-
bos pies...
— Con eso basta, por ahora — intervino por fin Hayn. Cogió
a Templar por el cuello de la chaqueta y le sentó en una silla.
— ¡Canallas!—rugía Tremayne, con las venas purpúreas c
hinchadas sobre su frente.
Braddon íe hizo callar con un¡ par de violentos sopapos con el
dorso de la mano en la boca. Y Dicky Tremayne, atado de pies y
manos, luchó impotente con las ligaduras que no podía mover.
— Vamos a oír el discurso de Hayn — interrumpió Simón. —
Calla, Dicky. — A nosotros no nos importa, pero no está bien ha-
cer que Geven presencie ciertas cosas.
Miró a la joven que luchaba sollozando entre los brazos de
Hayn.
-— No se apure, Geven — dijo, — A nosotros no nos ofende
nada que pueda hacer esta escoria. ¡No permita que vean el dolor
que la causan!
Háyn pasó la muchacha a Braddon y a la Serpiente y se acercó
a la silla de Templar.
— Voy a hacerle una o dos preguntas, Templar — dijo. —-Si
no quiere usted que Ganning le siga haciendo caricias, conteste la
verdad.
— Con gusto — replicó el Santo. — Jorge Washington fué el
ídolo de mi niñez.
Todos sus'proyectos habían sufrido una brusca convulsión. Ha-
bían cogido a Geven Chandler y a Dicky. Su única esperanza era
Roger Conway, ¿y cuánto tiempo tardaría éste en conocer el desas-
tre y ponerse a trabajar?... El Santo se decidió.
•— ¿Cuántos sois?
— Setenta y seis — contestó el Santo.
No había nadie detrás de él. Había metido las piernas todo lo
APARECE EL SANTO Slft

posible debajo del asiento. Con los brazos estirados también hacia
atrás, estaba sacando el pequeño cuchillo de su funda.
— Puede usted ahorrarse el resto de sus preguntas — dijo. —
Yo en cambio le diré alguna cosa. No se escapará de ésta. Cree usted
que va a descubrir todos los detalles de mi organización, los
planes que he hecho y si tengo dispuesta una denuncia para la poli'
cía, a fin de contrarrestarlo todo. ¡Permítame que me ría!
— No lo creo yo así — dijo Hayn.
— Pues piensa usted menos que un mosquito con encefalitis le-
tárgica — continuó impasible el Santo, — ¿Cree usted que he nacido
ayer? Escuche, amigazo: anoche puse en el correo una pequeña his-
toria, que llegará a manos del Inspector Teal el lunes por la mañana.
Esa carta está en el correo ahora y nada puede detenerla; y la carta
para el amigo Henri, que iba con ella, hará, seguramente, que la po-
licía preste atención a las otras cosas que digo. No tiene usted escape,
Edgar.
Hayn retrocedió como si hubiera recibido un golpe, y con la
cara cenicienta. El Savíc no se había imaginado que fuese a causar
tal sensación.
— i Ya te dije que nos denunciaría! — aullaba Braddon. — ¡Ya
te lo di je!
— Yo también se lo dije — afirmó el Santo. — ¿Por qué no cre-
yó usted a su tío Simón, Edgar?
— ¡Cállate!—ordenó, ásperamente. — Todos estamos en la
misma situación; para esto tenemos esos aeroplanos. Nos marchamos
esta noche y Teal puede buscarnos mañana todo lo que guste.
Se dirigió al Santo.
— Usted viene con nosotros, usted y su amigo. No irán atados.
En medio del Canal rizaremos el rizo. ¿Entiende? Templar, ha des-
hecho usted años de trabajo, y le voy a hacer que lo pague. Yo
me escaparé y después de algún tiempo podré volver y comenzar de
nuevo, pero usted...
— Yo estaré volando por el Paraíso con un halo alrededor de
mi sombrero — murmuró el Santo. — ¡Qué pensamiento tan agra-
dable!
Y mientras hablaba sintió el cuchillo morder las cuerdas de sus
muñecas.
— Perdemos todo lo que tenemos — balbuceó Braddon.
— Incluso la libertad — agregó el Santo; y el cuchillo cortaba
sus ligaduras como si fueran manteca.
Todos le miraron. Algo en el tono con que había pronuncia-
do aquellas tres palabras, algo en la tensión de su cuerpo, revelaba
un extraño poder de personalidad que los dejó inmóviles. Atado y en
su poder, y, como ellos suponían, desarmado, aun era capaz de do-
minarlos. En los ojos de todos brillaba el odio y el crimen, y, sin
embargo, por un momento pudo obligarles a escuchar.
220 ALMANAQUE ROSA

— Yo le diré lo que ha perdido, Hayn •^- dijo, hablando con


el mismo tono tranquilo y mesurado que los dominaba tan com-
pletamente como si los amenazase con un arma. — Cometió usted
la equivocación de creer que exageraba cuando le dije que le mete-
ría en la cárcel. Estaba usted seguro de que yo nunca estropearía
esta oportunidad de un chantaje sin límites. Su temperamento mi-
serable y malvado no podía concebir la idea de un hombre que hi-
ciese y arriesgase todo lo que yo hacía y arriesgaba por nada más
que un ideal. Me juzgó usted según su torcida moral. Ahí es don-
de se equivocó usted, porque yo soy una persona honrada; pero
voy a hacerme temer de los bandidos. Usted y los de su calaña no
le tienen bastante miedo a la policía. Se han acostumbrado a ellos;
los conocen y se ofrecen mutuamente cigarrillos; y cuando les de-
tienen es como un juego para ustedes y la prisión la prenda que se
paga en él jwr un error. Pero yo voy a hacerles temer algo nuevo:
lo desconocido. Hablarán de nosotros ante el tribunal y todo el
mujido se enterará. Y cuando nosotros hayamos acabado con uste-
des, irán a la cárcel a servir a los demás de ejemplo y de escarmien-
to. Pero lio nos podrán describir a la policía, porque aun hay
otros tres a quienes ustedes no conocen; y sí a nosotros nos causaran
algún daño, los otros tres se encargarían de ustedes y no les trata-
rían con mucha suavidad. ¿Entiende? Nunca se atreverá usted a
hablar...
— ¿Y usted cree que podrá hablar. Templar? — dijo Hayn
con voz temblorosa, llevándose la mano al bolsillo del pantalón.
El Santo ahogó una carcajada triunfante.
— ¡Estoy seguro de ello! — gritó y se levantó cayendo la cuer-
da de sus muñecas.
El pequeño cuchillo arrojadizo voló a través de la habitación
como una chispa de plata, y Hayn, con la pistola a medio sacar
del bolsillo, sintió en los nudillos un dolor como si se los tocasen
con un hierro candente y toda la fuerza desapareció de sus dedos.
Braddon sacaba el arma en aquel momento, pero el Santo era
rápido. Tenía a Edgar Hayn en un puño de hierro con el cuerpo
colocado entre él y Braddon.
— Ponte detrás de él. Serpiente — chilló Braddon, pero cuan-
do Ganning se movía para obedecer, el Santo alcanzó un rincón.
— ¡Apunta a la muchacha!—gritó Hayn, con la mano del
Santo apretándose sobre su cuello.
El Santo sujetaba a Hayn sólo con una mano, pero la fuerza
de aquella mano era increíble. Ccm la otra abría su pitillera.
Braddon había vuelto su arma contra la cara de Geven, mien-
tras Ganning la sujetaba. El Santo tenía un cigarrillo en la boca y
estaba encendiendo un fósforo con una mano.
— ¿Te rindes ahora? — amenazó Braddon.
— ¡Nunca!—gritó el Santo. El fósforo tocó la punta de su
APARECE EL SANTO 221

cigarrillo y con el mismo movimiento arrojó el cigarrillo lejos de sí.


Produjo un silbido explosivo, como el de un cohete, y en un mo-
mento todo desapareció en una nube de impenetrable niebla.
Templar empujó a Hayn en la obscuridad. Conocía casi al mi-
límetro el lugar donde su cuchillo había caído, después de cortar los
tendones de la mano de Hayn, y se lanzó en su busca. Tropezó con
la silla de Tremayne y le puso en libertad de cuatro rápidos tajos.
De Ja dirección de la ventana llegó el sonido de vidrios que se
rompen. Una sombra se percibió, momentáneamente, a través del
humo.
— ¡Geven!
Era la voz angustiada de Jerry Stannard. La joven le contestó.
Los dos se buscaron en la obscuridad.
Una súbita corriente dividió las nubes del humo protector del
Santo en las acciones rápidas. Stannard, con su novia en brazos, vio
que la puerta se había abierto. La silueta inconfundible del Santo
se recortaba en el marco de luz.
— Muy bien, muy bien, Roger — decía.
— Estas cosillas me las puedes confiar siempre a mí — contestó
Conway modestaimentc. Apoyado contra la puerta de la calle, tenía
agrupados en un rincón del vestíbulo a Hayn, Braddon y Ganning
bajo la amenaza de su automática.

XIV
Llevaron a los tres hombres a un cuarto donde no había humo.
— ¡Es mi novia! — exclamó Jerry.
— Muy bien — dijo tolerante el Santo, — Dicky, tendrás que
contentarte con Braddon. Él fué quien te pegó cuando tenías las
manos atadas. De la Serpiente me encargo yo, y no quiero que nadie
se me ponga por en medio.
Duró media hora en total, y luego reunieron los escombros de
los tres bandidos y los ataron con seguridad a tres sillas.
— Había otros dos hombres — observó el Santo, atándose un
pañuelo a los nudillos desollados.
— Yo los he detenido y Jerry se ha encargado de ellos — dijo
Conway. — Los hemos encerrado en una habitación, arriba.
El Santo suspiró.
— Los dejaremos entonces — dijo. — Personalmente ya he aca-
bado. Estos tipos son una calamidad cuando hay que darse unos
cuantos golpes.
Conway recordó entonces el mensaje que había dejado en ma-
nos del dueño de la fonda, y todos se metieron apresuradamente en
el coche en que habían venido Roger y Jerry. Recogieron la carta,
se asearon y cenaron.
222 ALMANAQUE ROSA

— Creo que podemos decir que ha sido una buena jornada —


dijo el Santo, cómodamente sentado cuando sirvieron el café. — El
cheque se cobrará el lunes y su importe se ingresará en el Hospital
de Londres, menos el diez por ciento de comisión que, sin duda, nos
hemos ganado. Creo que incluiré uno de mis celebrados autorretratos;
un caso como éste debe acabar de una manera apropiada y dramática,
y la oportunidad es demasiado buena para perderla.
Se estiró y encendió un nuevo cigarrillo, que no explotó.
—^ Antes de acostarme esta noche pondré dos líneas al amigo
Tcal, diciéndole dónde puede buscar a nuestros pájaros. Me temo que
van a pasar una noche hambrientos e incómodos, pero no puede evi-
tarse. Y ahora propongo que nos volvamos a Londres.
Cambiaron brindis y felicitaciones con el dueño de la fonda, y
debe advertirse para el eterno crédito de este buen señor, que ni si-
quiera por un movimiento de una ceja mostró sorpresa alguna ante
la apariencia un poco descompuesta de dos de los miembros de la
partida. Luego se dirigieron a sus ccKhes.
— ¿Quién me acompaña? — preguntó Tremayne.
— Yo no — contestó Jerry. — Geven viene conmigo.
Despidieron el Buick con aclamaciones. El Sanio se metió en el
asiento trasero del Furrillac y se instaló con toda comodidad.
— Conway guía — dijo. — Privados de mi encantadora conver-
sación, pcxléis meditar sobre el hecho de que nuestro amigo ha caído.
Yo voy a componer una canción para cantarla en sus funerales,
digo, en su boda... Llévame al Savoy, Roger, que tengo una cita.
Buenas noches.
EL POLICÍA CON ALAS

I
Por esta época todo el mundo había oído hablar del Santo. Se
calculaba (por los activos señores que calculan estas cosas) que
si todas las columnas de periódicos dedicadas al Sanio se^coIcKasen
en una fila, llegarían desde el Woolworth Building, Nueva York,
hasta un punto a die?: y siete pulgadas al oeste de la entrada del Ho-
tel May Fair de la calle de Berkeley, Londres, lo cual, como se hizo
observar en aquella época, viene a demostrar que el abismo que me-
dia entre ricos y pobres, puede materialmente salvarse con los vigo-
rosos esfuerzos de una prensa democrática.
No podía esperarse, sin embargo, que el Santo pudiera permane-
cer siempre en el anónimo en que hiciera su debut. Los policías, a
pesar de las calumnias del novelista de misterios, poseen una cierta
cantidad de inteligencia y una gran cantidad de laboriosa paciencia; y
la campaña del Santo era un reto terminante. El episodio preciso en
que el Inspector Teal empezó a sospechar que Simón Templar pudie-
ra saber del Santo más cosas de las que contaba, no es, en realidad,
de interés para el propósito de esta crónica: pero debemos hacer cons-
tar, que el Santo al entrar un día en su casa, de vuelta de uno de sus
frecuentes viajes al extranjero, encontró razones para creer que per-
sonas extrañas habían entrado en su casa mientras él estaba fuera.
Los detectives que descubrieron el piso en Brook Street, y que
lo registraron concienzudamente, cumpliendo su obligación, no en-
contraron nada, pero las huellas de su paso teran visibles por tc^as
partes.
— Podían haber arreglado un poco las cosas al marcharse — ob-
servó, contemplando el desorden.
Horacio, el devoto sirviente del Santo, pasó un dedo por el pol-
vo acumulado sobre la chimenea, y expresó su disgusto con algunos
ruidos ahogados.
Estaba aún luchando ferozmente con el desorden cuando se acos •
taron aquella noche. A la mañana siguiente, al dirigirse el Santo ha-
cia el cuarto de baño, percibió por la puerta entreabierta un salón,
limpio y ordenado como por arte de magia, y sintió deseo de inves-
tigar un poco más. En sus investigaciones llegó hasta Horacio, que
estaba friendo huevos en la cocina.
224 ALMANAQUE ROSA

— Veo que has estado haciendo limpieza — dijo.


— Sí — respondió Horacio de mal humor. — El desayuno es-
tará en medio minuto.
— Muy bien — aprobó el Santo; y continuó su camino.
Simón no quiso proceder como un hombre perseguido, y entró
y salió a sus ocupaciones habituales. Por consiguiente, la policía tar-
dó cinco días en advertir su regreso. Hay veces que la más descarada
audacia es el disfraz más impenetrable.
Pero no podía durar. Hay guardias que hacen rondas, no siendo
la menos importante de sus obligaciones el dar cuenta de todas las
coSas anormales que observen. Llegó una noche en que el Santo al
asomarse a la ventana por detrás de las cortinas, vio a dos señores con
sombrero hongo, que observaban con atención, y mucho rato, las
iluminadas ventanas, que debían estar obscuras y desiertas, y com-
prendió que no pasarían muchos días sin que la ley extendiese hasta
él una mano investigadora. Pero, por el momento, no dijo nada.
Roger Conway llegó al día siguiente a la hora de comer, y halló
al Santo todavía en bata, fumando un cigarro delgado, con los pies
apoyados en el marco de la ventana abierta, y Roger comprendió al
instante, por la extraordinaria santidad de su expresión, que algo ha-
bía ocurrido.
— Teal ha estado aquí — dijo Roger, después de pasear una
mirada de halcón por la estancia.
— En persona — confirmó el Santo con admiración. — ¿Cómo
lo has supuesto?
— En el cenicero hay un pedazo de goma de mascar, y ese tro •
cito de papel color de rosa, debe de ser la envoltura del que se ha
metido en la boca al salir de aquí. Sabiendo mi bien conocida emu-
lación de Sherlock Holmes...
— Se te está desarrollando una inteligencia peligrosa, Roger. Sí,
Teal ha venido. Sabía que vendría, porque me lo había dicho él
mismo,
— ¡Embustero! — dijo en broma Conway.
— Me lo dijo por teléfono — continuó el Santo con calma.
— Yo le llamé, se lo pregunté y me lo dijo.
— ¡No!
— Sí. Le dije que era Barney Malone, del Clarion, y que había
oído el rumor de que estaba sobre la pista del Santo, y que si podía
decirme algo sobre el particular. "Todavía no — me dice Teal, que
es amigo de Barney, — pero voy a ver si hago algo esta mañana. Ven
después de comer a saber las noticias." "Muy bien", le he contestado
yo, y ahí lo tienes.
— Tienes valor. Simón.
— No ando mal de eso. Llame a mis procuradores, y vino el
tío Elias, que me aconsejó mientras espetábamos a la Ley, que lle-
gó a las once y media. Ha habido alguna discusión y luego Teal
APARECE EL SANTO 225

se ha marchado. Espero que no se entretenga mucho aguardando a


Barney — concluyó, piadosamente, el Santo.
Roger Conway se sentó y buscó un cigarrillo.
— ¿Se ha ido como un cordero?
— Como un cordero. Su actuación en todos nuestros asuntos, de-
pende de la declaración de las partes ofendidas, y ninguna de las cita-
das partes parece que tiene muchas ganas de perseguirnos. Le he dicho
a Teal, sencillamente, que siguiera adelante y viera si podía probar
algo. El pretexto vxilgar del honrado ciudadano acusado injustamen-
te. Desde luego él ha amenazado todo lo que ha podido, pero el tío
Elias y yo le hemos hecho ver que su actuación no ofrecía muchas
esperanzas.
— ¿Así que os habéis separado como hermanos?
El Santo se encogió de hombros.
—^ Una tregua armada lo llamaría yo. Me ha preguntado si
pensaba continuar y yo le he dicho que no tenía nada que continuar;
que somos tan buenos y que la luz de la virtud brilla en nosotros
de tal manera que nos hace luminosos en la obscuridad.
— ¿Y nada más?
— Se marchó con muchos avisos, severo y estricto con la ley,
pues, desde luego, no me ha creído una palabra. No me atrevería a
jurar si me ha hecho un guiño o no. El tío Elias no lo ha visto, de
todas maneras, pero me temo que el tío Elias estaba muy afectado
por la discusión. Sin embargo, si tocas el timbre dos veces, Horacio
entenderá.
Brindaron los dos solemnemente con los dos vasos de cerveza que
les trajeron respondiendo a la llamada, y luego Roger Convsray habló.
— Hay un problema que puede interesarnos...
— ¿Profesionalmente?
— Es posible. Empieza con una muchacha que conocí en Tor-
quay el verano pasado.
Simón suspiró.
— Insistes en conocer muchachas en esos sitios raros — mur-
muró en son de queja. — Si la hubieras conocido en Gotham, por
ejemplo, tendría una canción preparada para el caso. Cuando has
entrado la estaba terminando. Pero no te interrumpas por eso.
¿Decías?
— Esta muchacha que he conocido en Torquay...
— ¿Opinaba que el amor debía ser libre?
— Señor Templar...
— Me estaba acordando — continuó el Santo impertérrifb —
de otra muchacha que conociste en Torquay, que opinaba que el
amor debía ser libre y que sostuvo esta opinión hasta que te cono-
ció a ti... Pero ahora hablas de otra.
— Tiene un tío...
-— ¡Imposible!
226 ALMANAQUE ROSA

— Tiene un tío y vive con su tío, y el tío tiene una casa en


Newton.
— Hay una Abadía allí, ;no?
— La Abadía de Newton se llama el lugar. El tío edificó esa
casa hace siete años, pensiando íen retirarse a ella a pasar el resto
de sus días, y ahora un individuo insiste en comprar la finca.
— ¿Insiste?
— Algo así. Este hombre...
— Empecemos por aclarar las cosas. ¿Cómo se llama el tíof
— Sebastián Aldo.
— Entonces debe de ser rico.
— Es feliz.
— ¿Y Patillas, el individuo que quiere comprar la casa?
— No sabemos su nombre. Envió a su secretario; un tipo olea-
ginoso que se llama Gilbert Neave.
El Santo se hundió más en su butaca.
— ¿Y la historia?
— Es muy poca cosa, o mejor dicho, era muy poca cosa hasta
hoy. El tío se negó a vender. Neave ofreció más y más — llegó hasta
veinte mil libras, creo — e insistió tanto que por fin el tío le mandó
a paseo.
— ¿Y?
— Tres días después, el tío estaba pascando por el jardín, cuan-
do de pronto le voló el sombrero. Cuando lo recogió tenía un agu-
jero de bala. Una semana después el tío salió de pasco en su coche
y la dirección estaba rota; se hubiera matado si hubiera corrido mu-
cho. AI cabo de otra semana todo el mundo en la casa se puso mis-
teriosamente enfermo, y un análisis descubrió arsénico en la leche.
Un par de días después, Neave telefoneó preguntando si el tío ha-
bía cambiado de opinión sobre la casa.
— ¿Y el tío Sebastián le volvió a mandar a paseo?
— Betty dice que fundió los hilos del teléfono en varias mi-
llas a la redonda.
— ¿Quién es Betty?
— Su sobrina, la muchacha que conocí en Torquay.
— Ya. Una adorable joven, llamada Betty, que hace un ruido
tremendo al comer spagbetiy.
— ¿Y cuándo han enterrado al tío?
Roger Conway estaba alisando el periódico de la noche que ha-
bía comprado a las doce y media.
— Betty me ha contado todo eso en sus cartas mientras estába-
mos en Maidenhead — dijo. —Ahora puedes leer las consecuencias.
Simón tomó el periódico.
Roger le indicó la columna, aunque apenas era necesario. Había
un epígrafe que atraía la atención, y que no podía dejar de ser la
primera cosa que retuviese la mirada de un hombre como el Santo.
APARECE EL SAtlTO 227

Pues sólo con aquel título, un redactor había convertido en un


acontecimiento un sencillo misterio.
— "El Policía con Alas", decía el encabezamiento, y el objeto
del relato era que un policía había visitado, tres días antes, a cierto
señor Sebastián Aldo, un policía perfectamente ordinario y sin alas,
según el testimonio del ama de llaves que le abrió la puerta, pero
un policía de lo más extraordinario, según atestiguaban los sucesos
subsiguientes, ya que después de una breve entrevista, el señor Aldo
salió de su dasa con el policía en su automóvil, diciendo que volve-
ría a comer; pero desde entonces, nadie había vuelto a ver ni al
policía, ni al señor Aldo, y la policía de todos los distritos de alre-
dedor, a quien se había acudido, declaraba que no faltaba ninguno
de sus números, y que ninguno, ciertamente, había sido enviado a
ver al señor Aldo.
— Observo — dijo el Santo pensativo, — que miss Aldo es-
taba en Ostende y que acaba de volver al enterarse de la desapari-
ción de su tío. Así lo dice el periódicoi
— Ella me dijo que iría a Ostende en agosto, a pasar una se-
mana con unos amigos. ¿Tienes alguna ¡idea?
— Millones — contestó el Santo.
La puerta se abrió y asomó una cabeza.
— La comida estará dentro de medio minuto — dijo la cabe-
za, y volvió a desaparecer.
El Santo se levantó.
— Millones de ideas, Roger — murmuró. — Pero ninguna de
ellas me dice, por el momento, por qué nadie puede estar tan profun-
damente interesado en la compra de una casa en Newton. Por otra
parte, si quieres cantarme algo bajito mientras me visto, quizás se
me ocurra algo brillante al tomar el coctel que estarás preparando
mientras cantas.
Desapareció y volvió en un espacio de tiempo asombrosamente
corto, a por el líquido que Conway vertía en la coctelera, mientras
Horacio entraba con la sopa. La velocidad con que el Santo se vestía
era causa continua de envidiosa admiración para sus amigos.
— Nos hemos interesado — dijo el Santo, levantando su vaso
a la luz c inspeccionándolo con inteligente mirada, — y hemos pro-
ducido una idea brillante.
— ¿Qué es ello?
— Después de comer nos vamos a lanzar al mundo y vamos a
comprar un bonito automóvil, y en este automóvil nos iremos a
Newton esta misma tarde.
— Y llegaremos a tiempo de cenar con Betty.
— Si insistes.
— ¿Tienes algún inconveniente?
— Sólo que, conociéndote, por ella...
— Es una muchacha muy simpática — dijo Roger.
228 AI/MANAQUE ROSA

Bebieron. ¡
— Además — continuó el Santo, — cuando hayamos compra-
do ese automóvil, continuaremos dando vueltas por el ancho mundo
hasta encontrar un sitio donde podamos comprarte un uniforme de
guardia. Las alas te crecerán a ti.
Roger }e miró con asombro.
— ¿Uniforme? — repitió con voz débil. — ¿Alas?
— Como el policía con alas — continuó tranquilamente el
Santo, — creo que tendrás un éxito rotundo. Esta es parte de mi
brillante idea.
Y el Santo sonrió con las manos en las caderas, alto, fresco e
inmaculado en su traje gris. Su cabello obscuro relucía perfectamen-
te alisado, sus claros ojos azules brillaban, su cara morena estaba
iluminada por un entusiasmo absurdo y juvenil.
El Santo en aquellos días pasaba por estados de ánimo de una
seriedad desacostumbrada. Tenía entonces cerca de veintiocho años,
y en aquellos veintiocho años de su vida había visto más que la ma-
yoría de los hombres a los ochenta y realizado más que nadie pu-
diera hacer en ciento ochenta. Y, sin embargo, aun no estaba satis-
fecho. Sólo había pisado el umbral de su destino; pero a veces creía
percibir visiones más amplbs por su puerta entreabierta. Pero esto
era menos un embotamiento para su impetuosa energía que la for-
mación de una base más sólida 'para ella; y seguía siendo el Santo,
el joven elegante con el corazón de un cruzado, un guerrero que
reía cuando luchaba, el bravo sonriente y temerario, el conductor
de hombres amado e inspirado, el hombre nacido con el son de las
trompetas en sus oídos. Y los otros le seguían.
Estuvo impaciente durante la comida, pero le hizo los honores.
Después de comer encendió un cigarrillo y sonriendo se levantó de
un salto como si no se pudiese contener más tiempo.
— I Vamos! — gritó.
Cogió a Roger de un hombro y salieron, Roger Conway le hu-
biera seguido con el mismo espíritu si el Santo le hubiese anunciado
que su objetivo era Tombuctú.
Y así salieron.

II
Si Simón Templar hubiera sido un fracaso se hubiera hablado
de él con lástima como de un hombre nacido fuera de su tiempo.
La verdad era que en todos los mcxlernos campos de empresa — ex-
cepto el conducir desenfrenadamente automóviles de muchos caba-
llos, los ejercicios, suicidas en aeroplano, y el acertado manejo de
unos guantes de boxeo — el Santo era una alegre inutilidad. Juga-
ba al tenis con vigor y desvergonzada impericia, alternando sema-
APARECE EL SANTO 229

ñas desastrosas con relámpagos ocasionales de verdadera maestría.


Estaba siempre dispuesto a tomar parte en cualquier juego, y sus
proezas en una partida de baseball, en una expedición que hizo a
América, arrancaron lágrimas a los ojos de todos los espectadores.
Pero, si se ponía un florete en su mano; se le arrojaba a nadar
en un peligroso remolino; se le invitaba a trepar a un árbol o por
la fachaba de una casa; se le montaba en el caballo más salvaje que
jamás se haya podido descubrir; se le invitaba a arrojar su cuchillo
contra una tarjeta de visita, o a dibujar con un revólver un cinco
de oros a veinte pasos; se dudaba de que pudiera darle un flechazo
a una ciruela que otro sostuviera entre el índice y el pulgar, desde
la misma distancia... entonces podía uno ver cosas dignas de con-
tarse.
Desde luego, había nacido en un siglo que no era el suyo. De-
bía haber vivido en cualquier edad menos la presente, cualquier
edad en la que sus e.Ktraordinarias disposiciones para tales habilida-
des medievales le hubieran colocado en primera fila.
Pero como no era un fracaso, no se advertía el anacronismo. Se
hizo un mundo a su medida y vivía en él.
Se dice con verdad que Jas aventuras son para los aventureros.
Simón irradiaba en torno suyo esa atmósfera indefinible de roman-
ticismo que algunos hombres privilegiados poseen en todas las eda-
des y que atrae los lances tan inevitablemente como el imán las lima-
duras de hierro.
Pero sólo las futuras generaciones podrán decidir en qué propor-
ción se hizo él mismo sus aventuras. Pues la aventura sólo puede
nacer del conflicto entre dos aventureros. El más grande de los
aventureros se quedaría perplejo ante un carácter vulgar; y un hom-
bre vulgar no sacaría nada de su contacto con el más grande de los
aventureros. El Santo hallaba la semilla de la aventura por todas
partes a su alrededor. Era el Santo quien descubría el germinar de
esta semilla antes que nadie, y quien hacía florecer el capullo en todo
su esplendor con el amoroso cuidado de un fanático.
El Santo había ya, con su típico genio, retocado la historia del
Policía con Alas.
— Un ceporro — decía el Santo amablemente, mientras lleva-
ba el Desurio hacia Devonshire con la aguja del contador de ve-
locidades fuera del mapa, — un ceporro, como tú, por ejemplo, no
hubiera pensado nada parecido.
— No — convino Rogct con fervor, mientras el Santo dispa-
raba el Desurio por entre dos coches, con el ancho de una caja de
fósforos de sobra por cada lado.
— Un ceporro — continuó el Santo con la misma amabilidad,
•—hubiera creído que era muy suficiente, o bien trasladar a Betty
a la relativa seguridad de casa de su tía en Stratford...
— Del Avon.
230 ALMANAQUE ROSA

— Stratford del Avon, o atrincherarse en casa del tío en New-


ton y prepararse para defender la plaza contra el enemigo.
— Un ceporro como yo hubiera pensado algo asi — confesó
humildemente Roger.
El Santo hizo una pausa para adelantar desdeñosamente a un
Packard que se arrastraba a sesenta por hora.
— Pero ese es un plan de ceporro — dijo el Santo — que no
nos haría adelantar nada. Te concedo que si vigilábamos con cuida-
do y tirábamos derecho, podríamos frustrar los esfuerzos del inva-
sor, mientras permaneciésemos en la residencia, lo cual, si Betty es
todo lo que tú dices de ella, nos tendría ocupados varias semanas;
pero continuaríamos sin saber quién es la potencia que hay detrás
del señor Neave, si es que no es el señor Neave en persona.
— Mientras que tú opinas...
— Que hay que llevar la guerra al campo del enemigo. Consi-
derar la posición de la potencia en que se apoya Neave, a la que
llamaremos el Barbas, para abreviar. Considerar la posición del Bar-
has. Él ha pensado y llevado a efecto el magnífico plan de raptar
gente por medio de un policía fingido, una idea notable. Nadie sos-
pecha de un policía. Apuesto a que aquel policía falsificado sólo
tuvo que decir que habían arrestado a un hombre que sospechaban
tenía algo que ver con el arsénico que pusieron en la leche, y que
si el señor Aldo quería hacer el favor de acercarse a verle a la co-
misaría, para decir si el acusado se pareció en algo a Neave, y el
tío Sebastián fué transportado sin el escándalo y las molestias que
uno tiene que pasar cuando rapta a alguien a la fuerza.
— ¿Te parece que nosotros lancemos también un policía par-
ticular.'
— Indudablemente. Piensa en la publicidad. Pocos días des-
pués del secuestro del tío, la sobrina desaparece también con un po-
licía misterioso. Me temo que Betty se hará con esto un poco po-
pular, pero no podemos evitarlo. Él hecho es que el Barbas leerá
en su secreta guarida que alguien ha seguido su ejemplo, y se pre-
guntará quién será su imitador, y se apresurará a armarse hasta los
dientes y a lanzarse a combatirnos.
— Y nosotros le ayudamos dejando una pista que le conduzca
detecho a una trampa.
El Santo suspiró.
— Parece que progresas — murmuró. — Ese cerebro que tienes
se convierte en algo fenomenal. Y ahora continúa inventando los
detalles de esa trampa a la que vamos a llevar al Barbas, pues yo
he pensado bastante por hoy y estoy cansado.
Y el Santo se concentró lánguidamente en el negocio de ani-
quilar el espacio; y Roger Conway, después de algunas oraciones,
cerró los ojos y continuó desarrollando el pensamiento que el Santo
iniciara.
APARECE EL SANTO 231

Interrumpieron el viaje en Shaftesbury para tomar algún ali-


mento líquido; cuando salieron, Roger se acercó al coche de mala
gana. Pero era siempre diplomático.
— ¿Quieres que guíe yo un poco? —aventuró.
— No estoy cansado.
— ¿No decías ahora mismo que estabas demasiado cansado para
guiar?
— Cuando conduzco, no pienso — dijo el Santo.
A Roger le hubiera gustado contestar que ya lo había observa-
do, pero se le ocurrió la respuesta demasiado tarde.
Cubrieron las restantes ochenta y cinco millas en un poco me-
nos de dos horas, y entraron en el sendero de la casa cuando los
relojes tocaban las siete y media.
— Se me ocurre — dijo Simón al frenar, — que debíamos ha-
ber enviado un telegrama anunciándonos. ¿Sabe esa señorita que
estás tú en Inglaterra siquiera?
Roger negó con la cabeza.
— No se lo he dicho.
El Sanio saltó del coche, se estiró, y se acercaron juntos a la casa.
Una cara les observaba desde una vi!ntana del piso bajo, y an-
tes de que llegasen a los escalones, la ventana se abrió y una voz
habló con aspereza y desconfianza.
— Lo siento, miss Aldo ha salido.
El Santo se detuvo.
— ¿Adonde ha ido?
— A la Delegación.
— ¿No con un policía? — protestó.
— Sí, con un policía — dijo la mujer. — Pero este era de ver-
dad. Miss Aldo llamó a la Delegación para asegurarse. Han encon-
trado al señor Aldo.
— ¿Vivo? — preguntó Roger.
— Sí, vivo — repuso la mujer.
El Santo miraba atentamente al cielo, girando despacio sobre
sus talones, como si siguiera el curso de las nubes.
— Me parece — dijo suavemente — que eso es más de lo que
yo puedo creer.
— Telefoneó a la Delegación... — dijo Conway.
— Sí — contestó el Santo, — telefoneó. — En este momento
había acabado de dar la vuelta completa. — Lo cual — continuó,
— es lo que cualquier estratega esperaría de una muchacha inteli-
gente, dadas las circunstancias...
— Pero...
El brazo del Santo se levantó de súbito como el de un poste de
señales.
— Los hilos del teléfono pasan por encima de aquellos campos,
y mucho me equivoco si la lín^a no está cortada en aquel grupo
232 ALMANAQUE ROSA

de árboles que hay allí. Un hombre sentado allí con un aparato...


— ¡Gran Dios!—exclamó Roget con sorprendente tempe-
rancia.
Simón estaba ya de camino hacia el coche.
— ¿Cuánto tiempo hace que salió? — le gritó a la ya asustada
ama de llaves.
— No hace aún cinco minutos, señor; cuando yo empezaba a
servir la cena. Se llevó su coche...
— ¿En qué dirección?
La mujer señaló.
El Santo puso el coche en marcha al mismo tiempo que Roger
se sentaba a su lado.
— ¿Qué opinas tú, Roger? — preguntó. — Si hubieran ido ha-
cia Exeter los hubiéramos visto. Por consiguiente...
— Han ido hacia Bovey Tracey... a menos que se hayan des-
viado hacia Ashburton...
El Santo detuvo el coche otra vez, tan bruscamente, que casi
arrancó a Roger de su asiento.
— Tú puedes conducir este coche, y, además, conoces perfecta-
mente el distrito y yo no. Arriésgate todo lo que quieras y no te
preocupes de los desperfectos. Apostaría a que han ido hacia Ash-
burton y Dos Puentes. En Dartmoor se puede desaparecer tan bien
como en cualquier otra parte de Inglaterra.
Conway estaba en el volante cuando Simón llegaba al otro lado
del coche, y se había puesto en marcha cuando el Santo pisaba el
estribo.
Y luego el Santo encendió dos cigarrillos con perfecta calma,
uno para él y otro para Roger.
— Es buena persona el Barbas — dijo el Santo con aquel irres-
ponsable optimismo que nada podía alterar. — Ha hecho todo el
trabajo por nosotros, poniendo el policía y todo. Cuando pienso
en el dinero que me he gastado en comprarte ese traje...
— Si le cogemos — dijo Conway, atentamente inclinado so-
bre el volante, — podrás hablar.
— Le cogeremos — afirmó el Sanco.
Si Simón Templar era un conductor arrojado, R.oger podía
igualarle, cuando la CKasión llegaba. Y lo que era aún más valioso
que la velocidad, Roger conocía con los ojos vendados cada pulga-
da del camino. Lanzó el Desurio literalmente botando sobre el fir-
me, tomando las curvas en dos ruedas, sin perder el dominio por
un instante, y abriéndose camino entre el resto del tráfico sin con-
sideración para los nervios de nadie; pero los nervios eran cosas que
sólo de nombre conocía el Santo.
— Es extraordinario cómo nos ocurren las cosas — comentaba
fríamente, mientras el Desurio avanzaba hacia lo que parecía ser la
certeza de una violenta colisión. -— Vivimos un perpetuo melodra-
APARECE EL SANTO 233

ma. ¿Por qué no me dejarán llevar la vida tranquila por la que


suspiro?
Rogcr no dijo nada. Él por su parte sabía exactamente por qué
su vida no era tranquila. No lo era por la circunstancia de ser
amigo del Santo, quien no podía evitar el esparcir el melodrama a
su alrededor como si fuera una enfermedad infecciosa.

III
Pero el Santo no se sentía en absoluto culpable de la aventura.
No hubiera podido ver, aunque alguien se lo hubiese dicho, cómo
podría echársele a él la culpa de cualquier melodrama incidental que
pudiera derivarse de ella. La muchacha era cosa de Roger, la histo-
ria también, y la recompensa romántica, si hubiera alguna, sería pa-
ra Roger; por consiguiente, todo el asunto era cosa de Roger.
Pero el Santo se sentía completamente feliz.
Sg recostó con los ojos entornados disfrutando su cigarrillo. Si-
món Templar tenía la facultad de poder aflojar la tensión de sus
nervios instantáneamente, pudiendo, por lo tanto, aprovechar por
completo los intervalos de relativa quietud entre momentos de cri-
sis; y luego, cuando surgía la crisis siguiente, volvía a una atenta y
acerada actividad sin la pérdida de un segundo. Así era, según de-
cía él, cómo se conservaba joven; negándose a tomar nada tan en
serio como debiera.
En realidad, estaba elaborando un nuevo y brillante, pero in-
conveniente, cuento, cuando Roger Conway dijo;
— Tenemos un coche delante...
— ¡No!—murmuró el Santo con voz soñolienta. — ¿Vamos
a chocar con él?
Pero tenía los ojos muy abiertos y vio el coche en el acto, en
lo alto de la próxima subida.
— ¿Qué clase de coche?
— Un Morris, y el de Betty es un Morris. Conduce un hom-
bre y va una mujer al lado, pero él lleva un sombrero de fieltro or-
dinario.
— Qué tonto eres — dijo el Santo; — naturalmente, llevaría
una chaqueta ordinaria debajo de la guerrera y un sombrero de fiel-
tro en el bolsillo, dispuesto a transformarse en el primer trozo de
canutera que encontrase tranquilo. Policías de uniforme conducien-
do coéhes llaman mucho la atención. Podría ser muy bien nuestro
hombtc. ¡Aprieta el acelerador!
— ¡Maldita sea!—exclamó Roger.— El acelerador no puede
bajar más como no le haga atravesar el suelo.
— Hazle atravesar el suelo, pues — instruyó el Santo, y encen-
dió otro cigarrillo.
ALMANAQUE ROSA

El coche de delante estaba entonces oculto a su vista, pero Ro-


ger lanzó el Desurio por la pendiente inmediata con toda la fuerza
de los ochenta caballos desarrollados. Medio minuto después coro-
naban la subida y descendían la bajada subsiguiente con un rugido
del motor y silbidos del viento. Salvaron la depresión y atacaron la
próxima pendiente con un profundo ronquido.
— En Inglaterra — observó el Santo, como si se tratase de
una proposición de interés filosófico, — hay un límite de velocidad
de veinte millas por hora.
— ¿Ah, sí?
— Sí, señor. >
— Espero entonces que les siente bien a ellos.
— Eres muy bondadoso.
El Desurio se tragó la colina y tomó la curva de la cima. Hubo
un momento emocionante, en el cual, por un milagro que nadie po-
drá explicar jamás, escaparon de ser aplastados entre dos automóvi-
les que se movían en direcciones opuestas: tomaron la curva siguiente,
entrando en la seguridad temporal que ofrecía un trozo recto de ca-
rretera, en el cual, por el momento, sólo estaban el Desurio y el Mo-
rris, uno detrás de otro, separadcw por un cuarto de milla.
El Desurio devoró esta distancia como un animal hambriento.
— ¡Ya veo el número!--gritó Roger, con una voz como el
restallar de un látigo. — Es el coche de Betty...
— ¡Muy bien I
Pero nunca se le ocurrió al Santo abandonar su cigarrillo.
Otra curva tomada a una velocidad temeraria, y otra recta con
el Morris sólo a treinta yardas por delante.
Sonó la bocina bajo la mano de Roger y el que iba delante
l«s hizo señal de que pasaran.
— Acorta la marcha cuando estemos al mismo nivel — ordenó
cl Santo. — Y o saltaré al otro coche. ¿Listos?
— Si.
— i Vamos, pues!
El Santo abrió como una relámpago la portezuela de su lado.
Salió al estribo y se quedó en él, cerrando cuidadosamente la puerta
detrás de sí, mientras el capot del Desurio avanzaba rozando la
aleta trasera del Morris. Y estaba tranquilamente acabando de fu-
mar su cigarrillo.
En ocasiones como ésta, la sangre fría del Santo hubiera hecho
parecer nn témpano de hielo al horno de una caldera.
El conductoí del Morris le vio por el espejo y aumentó la velo-
cidad. El Santo vio cómo una de sus manos dejaba el volante para
buscar un bolsillo.
— Quédate atrás tan pronto como yo esté a bordo — gritó cl
Santo, — ¡Ahora!
El Desurio llegó al mismo nivel, acortó la marcha, se mantuvo
APARECE EL SANTO

allí. Por un segundo los dos coches corrieron juntos, con sólo un
pie de espacio entre medias, a cincuenta millas por hora. Y el Santo
pasó al estribo del Morris como podía haberlo hecho a través del
sendero de un jardín.
El Desutio se quedó atrás al instante con un crujido de los fre-
nos. No fué demasiado pronto, pues el Morris se atravesó en el
camino cuando el <Sanío echó una mano al volante y pegó dos veces
con la otra.
El conductor cayó de lado, y el arma se escapó de sus dedos
y golpeó el suelo con estrépito.
Simón enderezó el coche con mano firme. Perdían rápidamente
Velocidad, pues el pie del conductor se había retirado del acelera-
dor, al caer bajo los dos formidables golpes que el Santo le diera
en la mandíbula; de otra manera nunca hubieran podido tomar la
curva siguiente.
Detrás de esta curva, a veinte metros de distancia, un sendero se
abría en la carretera principal. El Santo hizo la señal de que iba a
dar la vuelta, y luego volvió la rueda y empleó el freno de mano. El
coche corrió un poco por el sendero y se detuvo. Roger paró su De-
surio detrás de ellos.
Durante toda aquella violenta y escalofriante acción, la joven
no se había movido. Tenía los ojos cerrados como si durmiera. El
Sanio la miró pensativo, y pensativo registró los bolsillos del in-
consciente chauffeur.
Roger la sacudió y la llamó por su nombre inútilmente. Miró
al Santo,
— La han anestesiado.
- - S í — repuso el Santo, examinando una pequeña jeringuilla
hipodérmica de cristal, medio llena aún de un líquido pálido, color
de paja. — No cabe duda; la han anestesiado.
Con el mismo aire pensativo, levantó la manga del brazo de-
recho del conductor, le clavó la aguja en la carne y apretó el émbolo.
La jeringuilla vacía fué a parar a un hoyo conveniente.
— Creo, Roger — dijo el Santo, — que tenemos que movernos
ahora con alguna velocidad. Descarga tu maleta y saca los arreos
de policía. Quiero verte con ese traje de luces.
• — ¿Pero dónde vamos?
— Lo pensaré mientras te mudas. Lo único que puedes apostar
es que nos vamos a algún sitio inmediatamente. El ama de gobier-
no estará esparciendo la alarma por todas partes y tenemos que
movernos antes de que cierren las carreteras. ¡Apresúrate!
El Santo decía algunas veces que Roger era demasiado guapo
para ser inteligente de verdad; pero había momentos en los cuales
Roger podía percibir las cosas con recomendable prontitud, y ésta fué
Una de ellas.
Mientras Conway se metía apresuradamente en su uniforme,
236 ALMANAQUE ROSA

Simón sacó al conductor fuera del Morris, le arrastró por la carre-


tera y le metió en la parte trasera del Desurio.
— Le someteremos después a un interrogatorio — dijo. — Si
vuelve en sí — añadió con indiferencia.
— ¿Qué camino tomamos? — preguntó Conway.—No sería
prudente volver a Newton y no podemos seguir adelante basta el
fin del mundo.
— ¿Por qué no? — repuso el Santo que se solía poner enig-
mático a la menor provocación. — El Fin del Mundo me parece
un lugar romántico y a propósito para establecer una base pirata.
Necesitamos una en alguna parte y éste tiene la ventaja de que
acostumbra a ir poca gente. La única alternativ'a es dirigirnos a
Tavistock y Okehampton, y tomar el camino norte de la costa, o
arriesgarnos a través de Exeter.
— Yo creí que querías ser visto.
— Sí; pero en algún sitio donde no puedan detenernos. Pue-
den vernos al atravesar cualquier villorrio, pero en Exeter nos pueden
detener. Es un pueblo que hay que pasar despacio, aun cuando
está mejor.
— Quizás tengas razón. No podemos ir a ninguna parte, si
continuamos hacia el este. A menos que volvamos a Brook Street.
— Tcal conoce ya Brook Street — dijo el Santo, — y puede
caer por allí en cualquier momento. Tu tía, la solterona de Strat-
ford...
— T ú no la conoces — interrumpió Roger, probándose el
casco.
— Me la imagino. No, no ofenderemos los sentimientos de la
tía. Me hago cargo de que pasaría un mal rato cuando apareciese el
Barbas y su partida a recuperar su prisionera.
Roger recogió las ropas que se había quitado y las llevó al Mo •
rris, con el Santo caminando a su lado. Un páramo árido y baldío
se extendía a su alrededor, y una pequeña loma les ocultaba del
camino.
— ¿Adonde podemos ir, pues? Recuerda que cualquier cosa que
llegue a conocimiento del Barbas por medio de los periódicos la
sabrá antes la policía. Hemos descuidado eso.
— Sí, hemos descuidado eso — dijo el Santo preocupado, y se
detuvo con un pie apoyado en el estribo del Morris, las manos hun-
didas en los bolsillos del pantalón y los ojos fijos en la muchacha
con expresión distraída. — Hemos descuidado eso — repitió.
— ¿Bien?
Roger hizo la pregunta como si no abrigase esperanzas de re-
cibir una respuesta útil, pero le pareció perfectamente natural ha-
cerla. La gente hacía, con la mayor naturalidad, tan imposibles pre-
guntas al Santo. *
Hacía medía hora (Roger sabía que era media hora porque el
APARECE EL SANTO 237

Santo había fumado dos cigarrillos, y el Santo consumía cuatro ci-


garrillos por hora con una regularidad cronométrica) se habían de-
tenido tranquilamente en una casa de Newton, con la esperanza de
una cena, una breve y agradable visita, un baño y una noche de
bien ganado reposo antes de continuar buscando la solución del pro-
blema que tenían entre manos.
Ahora.—No parecía que hubieran transcurrido más de cinco
minutos — habían arriesgado el cuello una docena de veces en aque-
lla persecución febril, deteniendo el coche fugitivo, asegurado a su con-
ductor, narcotizándole con su propia medicina y se veían cargados
con dos cuerpos y la necesidad de forjar sus planes para veinticua-
tro horas.
Y Simón Templar continuaba completamente impertérrito, sin
advertir, al parecer, que hubiera o que hubiera habido razón algu-
na para alterarse.
— Por otra parte — dijo el Santo, pensativo, sin dejar de mi-
rar a la muchacha, — podríamos revisar, ligeramente, nuestra es-
trategia. Hay un sitio en Inglaterra donde la policía nunca pensará
buscar a nadie.
— ¿Dónde está eso?
— Eso es — contestó el Santo, — la casa del tío Sebastián.
Roger ya no se asombraba por nada que pudiera decir el Santo.
Además era rápido en el comprender.
— ¿Quieres decir que debemos ir ahora allí?
— Ni más ni menos.
— Pero el ama de llaves...
— El ama de llaves, con el corazón lleno de miedo, hacia el
alado policía, habrá huido a refugiarse en el seno de su familia, a
Torquay, o adonde quiera que la familia tenga oficialmente su seno.
Primero vamos a una fonda que yo conozco a pedir de beber y pro-
visiones...
— No con estos pantalones — dijo Roger indicando su traje.
— Con esos pantalones — dijo el Santo, — pero no con esa gue-
rrera ni ese casco. Mejor es que conserves encima todo lo que pue-
das de ese equipo para ahorrar tiempo, porque lo puedes necesitar
más tarde esta misma ncKhe. Velocidad, amigo mío, es la orden
del día. El gran cerebro está funcionando...
Roger, sintiéndose un poco mareado, pero aun sin moverse, co-
menzó a despojarse de su guerrera. El Santo le ayudó a ponerse su
chaqueta.
— Pensaré por el camino el resto de los detalles — dijo. —
Tengo otra idea colosal, que no dará resultado, a menos que tenga-
mos a este pájaro en un lugar seguro y tranquilo cuando vuelva en
sí. Yo tomaré el Desurio y al hombre; tú llévate el Morris y la
chica y vamos a tragarnos el camino.
Pronunció las últimas palabras de camino hacia el Desurio, y
238 ALMANAQUE ROSA

ya estaba dando la vuelta en el sendero, cuando Rogcr, metiendo sus


efectos policíacos en el Morris, ocupaba en él el asiento de detrás del
volante.
Al llegar Conway, reculando, a la carretera principal, el Desurio
pasó por su lado y el Santo se asomó a la ventanilla.
— Según las apariencias es una buena muchacha — le gritó. —
Cuidado con quitar ninguna de las dos manos del volante en todo
el camino.
Luego partió, agitando alegremente la mano, y Roger arrancó
el Mortis detrás de él.
Todavía era de día, pues estaban en el mes de agosto. Los úl-
timos y suaves rayos del sol herían oblicuamente el páramo rojizo;
sobre sus cabezas, como una sombra sobre el azul pálido del cielo,
un pájaro voló hacía el poniente con misterioso gorjeo; el aire de
la tarde se le subió a Roger a la cabeza como si fuese vino.
Debía haberse concentrado, exclusivamente en la conducción del
Desurio, pero no lo hizo. Con las dos manos religiosamente apoya-
das en el volante, dirigió una mirada oblicua a la joven. Con una
mano aún religiosamente apoyada en el volante, extendió la otra
y la quitó el sombrero, para, según se dijo, que el aire contribuyese
a reanimarla.
Cabello negro, tirante y alisado, enmarcando una cara que no
tenía nada como es debido. Ojos excéntricos, una nariz absurda,
una boca ridicula. —• Todo lo más imperfecto posible. Pero una
piel perfecta. Debía de ser alta. — No hay quei hacer tonterías con
muchachas altas — pensó Roger como un experto. — Pero podría
conseguirse alguna cosa. Bien manejada...
La fonda de St. Marychurch, que él y el Santo conocían, don-
de un propietario amigo no haría preguntas indiscretas. El traslado
del "pájaro" a una bodega tranquila, donde un implacable interro-
gatorio se pudiera llevar a cabo sin interrupciones. El desarrollo de
la secreta estratagema del Santo. Luego, quizás...
Era una boca completamente ridicula, pero, que daba que pen-
sar. Y si un hombre sacaba a una muchacha de un laberíntico y mis-
terioso melodrama, sin reclamar y obtener algo a cambio de los ro-
mánticos servicios prestados, ¿con qué derecho se llama a sí mismo
hombre?
Roger sacó un cigarrillo y continuó conduciendo, sombrío, como
de costumbre, pero asaz satisfecho.

IV

t;
Entrando derecho al garaje del Hotel del Águila Dorada, St.
Marychurch, Conway se encontró delante el Desurio del Santo. Éste
no estaba allí, pero el "pájaro" permanecía sin protestar en el asien-
APARECE EL SANTO 239

to trasero. Tenía la boca abierta y roncaba con desagradable vio-


lencia.
Roger sacó a la muchacha del Morris y la condujo al Hotel por
una puerta trasera contigua al garaje. Nadie le observó, pues la po-
blación estaba cenando. Halló un gabinete vacío, dejó a la joven
en un sillón y continuó su camino. Nadie podía encontrar que le pre-
guntase por su derecho a dejar señoras sin sentido en los gabinetes de
la casa, pues Roger en persona era, en sus ratos de ocio, el propieta-
rio del establecimiento.
Continuó por el corredor hasta el vestíbulo, y allí halló a Si-
món Templar interpelando a la administradora.
— -Ha sido — decía el Santo, tambaleándose rítmicamente, — -
una magnífica juerga. Champaña, aguardiente y cerveza. Barriles y
barriles. — Se echó a reir estúpidamente e hizo con los brazos un
amplio ademán para indicar el tamaño de los barriles. — Barriles
— repitió, — y no nos acostaremos hasta por la mañana, no nos
acostaremos hasta por la mañana, no nos acostaremos hasta por la
mañana.
Percibió a Roger y le señaló con una mano, mientras con la otra
estrechaba con pasión las de la administradora.
— ¡Y ahí está el amigo Roger! — gritó. —Pregúntele al ami-
go Roger si no ha sido una magnífica juerga. Porque no iremos a
casa hasta por la mañana, no iremos a casa hasta por la mañana...
— Me temo — dijo Conway con una solemne desaprobación
escrita en toda su cara, — que mi amigo está borracho.
El Santo le señaló con un dedo tembloroso.
— ¿Borracho? — protestó con portentosa gravedad. — Roger,
amigo mío, no digas eso; haces muy mal en decirlo... Si lo dijeses
de Desmond... Pobre Desmond, está como un tronco... Le he deja-
do en el coche y no irá a su casa hasta por la mañana, no irá...
La escandalizada administradora se llevó a Roger a un lado.
— No podemos admitirle en ese estado, señor Conway—-pro-
testó indignada.—Hay otros huéspedes en el hotel...
— ¿Hay alguna habitación vacía? — preguntó Roger. ,
— Ninguna en absoluto, y la gente saldrá de cenar de un mo-
mento a otro...
—Pero — prorrumpió estridente el Santo, — no volveremos
hasta por la mañana, y lo mismo decimos todos. Dame una copa.
La administradora miró con desesperación en torno suyo.
— ¿Hay alguno más?
— Queda otro en el coche, pero ese está muerto para el mundo.
— ¿Por qué no los echa usted a todos?
-—Una copa — balbuceó alegremente el Santo. — Un millón
de copas... — y rompió a cantar.
Roger echó una mirada al corredor. Un señor de cara roja aso-
mó la cabeza a la puerta del fumador y miró, tratando de descubrir
240 ALMANAQUE ROSA

la causa del estruendo. La descubrió, rezongó indignado a través de


un soberbio mostacho blanco, y retiró la cabeza otra vez, cerrando
con un portazo. La administradora estaba, al parecer, a punto de
sufrir un ataque.
El Santo continuaba cantando agradablemente absorto en su
serenata.
— ¿No puede usted hacer algo, señor Conway ? — suplicó la
infortunada administradora casi retorciéndose las manos.
— No se puede cantar sin beber — declaró el Santo con voz en-
golada, como si proclamase una de las verdades eternas.
Conway se encogió de hombros.
— No puedo echarle a la calle — - dijo. — Le conozco desde hace
mucho tiempo, y venía a hospedarse aquí. Además de que no se pone
así con frecuencia.
— ¿Pero dónde le podremos meter f
— ¿Qué le parece la bodega?
—¿ Qué ? ¿ Entre todas las botellas ?
Roger tuvo que pensar de prisa.
— En el cuarto del portero. Le meteré allí para que se tranquilice
y al otro con él.
— No se puede cantar sin beber — insistió, patéticamente el San-
to. — De verdad, no se puede.
Conway le cogió insinuante por un brazo.
— Entonces será mejor que vayamos a tomar otra copa.
— Buena idea — asintió el Sanio, colgándose, afectuosamente del
, cuello de Roger.— Vamos a seguir bebiendo. Toda la nochfc. Esa es
una buena idea. — Se volvió para lanzar a la administradora un inse-
guro beso. — Mañana nos veremos, porque no volveremos a casa
, hasta por la mañana, no... ¡hip! Roger, ¿por qué se mueve tanto este
suelo? Debía hacer que te lo arreglaran...
^ Llegaron con realista inseguridad a la habitación del portero, y
» se metieron en ella. En, el acto se enderezó el Santo.
I — Trae a Desmond en seguida — dijo. — ¿Dónde has puesto a
la muchacha?
^j —-En uno de los gabinetes. — ¿Es necesario que te hagas el
borracho ?
— Indiscutiblemente. Hay que justificar el estado de Desmond,
I Quita a Betty de en medio y métcRi en una de las habitaciones.
¡ Finge que haces tonterías tú también. Lo dejo a tu criterio.
t Einpujó, literalmente, a Roger fuera de la habitación, y los sones
í ahogados de sus discordantes cánticos le siguieron por el corredor.
i Conway se sentía como un lobo disfrazado de oveja.
f Sacó al hombre del ccxhc de Simón, le metió en la casa, y sólo la
^ angustiada administradora le vio encerrarle en el cuarto del portero.
} Por la puerta entreabierta salió la voz del Santo:
^_ APARECE EL SANTO 241

— i Aquí tenemos al amigo Desmond! Hola, Dcsmond, ¿qué tal?


Estaba diciendo...
Roger cerró la puerta y asumió un aire autoritario.
— ¿Decía usted qtíc están tomadas todas las habitaciones, miss
Cocker?
— El número siete está vacío, por el momento, pero llegará gente
esta noche...
— Pues me temo que los que lleguen van a estar de mala suerte.
Una señorita, amiga mía, llegó al mismo tiempo que nosotros y tengo
que darla un cuarto. Dígale ^ esa gente que ha comprometido usted
dos veces el cuarto por equivocación y mándelos a algún otro sitio.
Giró sobre sus talones y se volvió por el corredor. La adminis-
tradora, petrificada, oyó una breve conversación, en la que sólo pudo
distinguir la voz de Roger; y luego Conway reapareció en la puerta
del gabinete con ía joven en brazos.
— Los trogloditas — decía con energía — están de moda, y no
vamos a seguir teniendo tonterías contigo, ¿te enteras? — Pasó rápi-
damente por delante de la escandalizada miss Cocker, y continuó
hacia la escalera.
, — ¿Te gusta que te lleven en brazos? ¿Me quieres más, por eso?
¿qué? Muy bien. Yo te enseñaré a hacerte la muerta. Espera a que te
meta en el baño...
Una curva de la escalera le ocultó, pero la conversación continuó.
Miss Cocker, clavada en el suelo, escuchaba aterrada.
Estaba al pie de la escalera, cuando Roger volvió a bajar, pocos
minutos después, presintiendo que había destrozado su reputación
para siempre en el ánimo de sus empleados. Y tenía razón.
— ¿Cenará usted, señor Conway? — preguntó fríamente la ad-
ministradora; y Roger pensó que ya lo mismo le daban ocho que
ochenta.
Sonrió.
— Que corten bocadillos para veinte personas y dígale al portero
que saque un par de docenas de botellas. Vamos a cenar al páramo,
a la luz de la luna, y no volveremos hasta por la mañana.
Continuó su camino, confortado por la victoria moral, y halló al
Santo sentado en la cama del portero, fumando un cigarrillo e ins-
peccionando al hombre extendido en el suelo, de la misma manera
que un gato filósofo examinaría a un ratón dormido.
Levantó la cabeza cuando entró Roger y le miró con un movi-
miento interrogante de las cejas. Roger meneó la cabeza.
— La he dejado al otro extremo del corredor y he de manifestarte
que después de esto tendré que despedirla o quitar el negocio.
— ¿Por qué te preocupas? La industria hotelera no es a jMropósito
para un criminal honrado. ¿Dónde está Betty ahora?
— La he metido en el número siete.
•—¿Sin que nadie sospeche?
242 ALMANAQUE ROSA

— Así lo creo.
— Muy bien. Vamos a echarte a ti una ojeada ahora.
Se levantó. De súbito pasó las dos manos por la barbilla de
Roger. Conway retrocedió.
— Qué diablos ..
— ¡Chist! no tanto ruido — dijo el Santo.
Enseñó sus manos a Roger. Tenía las palmas negras de polvo.
— Debías hacer que tu portero barriese con más cuidado debajo
de su cama — dijo. — Sin embargo, en esta ocasión le perdonaremos.
Así podremos darte un aspecto realmente sospechoso. Ahora, fuera
ese cuello y esa corbata. Un pañuelo te sentará mucho mejor. Ese
pañuelo...
Tiró del pañuelo de seda de fantasía que Roger llevaba en el
bolsillo.
— Átate eso al cuello y empezarás a parecer tú. Desabróchate la
chaqueta y levántate el cuello por detrás; así tendrás un aspecto más
imponente... y una gorrita, como la llevan los chicos colegiales, te
dejaría perfecto. Por aquí debe de haber una gorra... todo portero
que se respeta tiene una gorra para salir de paseo,..
Abrió sin ceremonia el armario, rebuscó en él y halló lo que
buscaba.
— Ponte eso. Sobre una oreja y metida hasta los ojos. ¡Ajajá!
Roger obedecía ciegamente. La urgencia del Sanio hubiera domi-
nado a cualquiera.
— Pero, ¿cuál es la idea?
— Fácil de entender — repuso el Santo. — Una paliza haría de-
masiado ruido, y no tenemos sitio para ello. Tenemos que engañar a
Desmond para hacerle cantar. Lo haría yo mismo, pero me recono-
cería, así es que te dejo a ti el honor. Mientras tanto yo me instalare
en la habitación de Betty para ponerla en antecedentes cuando des-
pierte.
— Sí, pero...
— Tengo que dejar a tu imaginación la historia que le has de
contar a Desmond cuando vuelva en sí. Lo principal es que tú eres
uno de su cuadrilla que ha sido capturado también. Sois prisioneros
del Santo y no sabes dónde estáis. Este cuarto no dice nada.
Señaló la pequeña ventana abierta muy alta en la pared y frente
a un muro sin huecos.
— Anticuado y antihigiénico — dijo el Santo, — pero útil en
esta ocasión. Es demasiado pequeña para salir por ella; y yo cerraré
la puerta y me llevaré la llave. Dentro de media hora me encerraré
arriba en el cuarto del servicio y empezaré a vigilar. Cuando hayas
acabado, agita el pañuelo por la ventana, yo lo veré y bajaré en
seguida.
— Pero, ¿por qué tanta prisa? — preguntó Conway con el poco
aliento que le dejara la serie de instrucciones del Santo.
APARECE EL SANTO 243

— Por el plan — contestó Simón. — Tendrás la ventaja de ha-


blar con Desmond cuando él esté todavía mareado por la droga. Como
amigo que se halla en la misma situación que él, sácale todo lo que
puedas, atas cabos y vuelves a la carga. Lo importante es descubrir
el nombre por el cual el Barbas es conocido a la policía, y donde
Desmond tenía que reunirse con él para entregarle a Betty.
Roger ocupó en el lecho el sitio del Santo.
— ¿Y quieres saberlo esta noche?
— Desde luego. Esta noche es cuando el Barbas espera reunir a
Betty con su tío para completar a la familia. Y esto es lo que se hará,
si tú desempeñas bien tu papel. Yo mismo la llevaré, disfrazado de
Desmond. Tan pronto como el Barbas haya digerido la broma, tú,
que con tu traje de fantasía nos habrás seguido de cerca, entras y nos
arrestas a todos... llevándonos así al Barbas y a toda su cuadrilla.
¿Qué te parece para una historieta cómica?
Roger le miró con la cara iluminada de entusiasmo.
— Que tendría un éxito — dijo.
— Así suele ocurrir con mis historietas cómicas — replicó modes-
tamente el Santo.
— — Y cuando tengamos al Barbas...
— Exactamente; el misterio de la casa del tío Sebastián ya no
será un misterio.
El Santo echó en torno suyo una rápida mirada, quitó de encima
de la mesa una hoja de papel con el membrete del hotel, y luego se
empinó y quitó la única lámpara.
— Está obscureciendo — explicó, — y una mala luz puede serte
útil. ¿Listo?
— Estas pequeneces — dijo tranquilamente Roger, — me las pue-
des dejar siempre a mí.
Era una de las expresiones favoritas de Roger, y el Santo la aplau-
dió con una sonrisa. Roger no era la estrella de la cuadrilla en cues-
tiones puramente abstractas; pero cuando llegaba la ocasión no había
mejor lugarteniente en todo el sistema solar.
El Santo abrió la puerta con precaución y se asomó. El pasillo
estaba desierto. Se volvió.
— Tú tienes las cartas en la mano — dijo. — Que no se te
olvide ninguna jugada importante. Y cuando te empieces a aburrir de
la conversación de Desmond, o si él comienza a' sospechar algo, le das
Un golpecito en la cabeza y sacas la bandera.
— Muy bien, Santo.
— Pues, hasta luego.
— Hasta luego.
Roger le oyó dar la vuelta a la llave y sacarla de la cerradura,
pero no sus pasos alejarse por el corredor. Encendió un cigarrillo y
se tendió en el lecho, con un ojo fijo en el hombre que estaba en el
suelo, y considerando el recuerdo de una boca inquietante.
2M ALMANAQUE ROSA

Conway acabó su cigarrillo y estuvo un rato mirando al techo.


Luego trató de observar cómo el minutero de su reloj daba vueltas
alrededor de la esfera. El tiempo pasaba. Una obscuridad gris invadía
la estancia. Roger bostezó.
Se preguntó intranquilo si el Santo no habría calculado mal la
fuerza de la droga contenida en la jeringuilla hipodérmica. Verdad es
que estaba llena hasta la mitad nada más, y Simón se había apresu-
rado a inyectar, considerando que lo que había sido bueno para uno,
podía muy justamente aplicársele al otro. Pero nada probaba que la
jeringuilla hubiera estado nunca llena. Quizás sólo habían aplicado
a Bctty algunas gotas, y guardado el resto para repetir la dosis en
caso necesario.
Roger especuló por un momento sobre las probabilidades que ten-
dría en un proceso por asesinato. Nunca había podido adquirir el
desapasionado concepto del valor de la vida humana, ni el desprecio
indiferente hacia la ley que le prohibe a uno romperle la cabeza al
vecino, sólo porque uno ha decidido que sus costumbres son incon-
venientes o su cara desagradable, que eran algunas de las encantadoras
simplicidades de Simón Templar.
Pero el persistente ronquido de Desmond, aunque pudiera re-
sultar incómodo para un hombre sensible, era tranquilizador. Roger
r-
f ' encendió otro cigarrillo...
Sin embargo, pasaron diez minutos más antes de que el hombre
diera señales de volver a la vida. Entonces un ronquido se trans-
formó en un gruñido y el gruñido en un gemido ahogado.
Roger se puso de lado para observar el despertar. El hombre se
estremeció, movió pesadamente una pierna, y se volvió a quedar in-
móvil por algún tiempo más. Luego otro gemido y un movimiento
más vigoroso que el primero.
— Mi cabezia — - murmuró con voz opaca el hombre. — Me
pegó ..
Silencio.
Roger se incorporó sobre un codo.
— Hola, compañero — dijo.
Otro silencio. Luego, penosamente:
— ¿Quién está ahí?
ht. — Parece que también le han cazado a usted, compañero — dijo
Roger.
— Había dos hombres en el coche. Uno de ellos bajó y me dio
«n golpe en la cabeza. Debemos de haber chocado... ¡Mi cabezal
I Por qué está tan obscuro?
— Ya cs<Je noche. Has estado fuera mocho tiempo.
APARECE EL SANTO 245

Silencio por un largo rato. Rogcr presentía la lucha del hombre


con los vapores de la droga que aun obscurecían su cerebro. Hubiera
dado cualquier cosa por una luz, aunque comprendía que la obscu-
ridad le ayudaba en su engaño. La voz sonó otra vez:
— ¿Quién es usted?
— A mí también me han cogido.
— ¿Eres Garrís?
— Sí.
El hombre se esforzó por penetrar la obscuridad. Roger podía ver
sus ojos.
— Esa no es la voz de Bill Garrís.
— No soy Bill, soy Jorge Garrís, hermano de Bill — dijo Rpger.
Sacó las piernas de la cama y atravesó la habitación. El hombre
había conseguido sentarse y Roger le pasó un brazo por encima de los
hombros.
— Venga a tenderse en la cama — le aconsejó. — Se sentirá usted
mejor en un minuto.
El hombre le inspeccionó la cara de cerca.
— No te pareces a Bill.
— No soy Bill, soy Jorge.
Debías de parecert« a Bill. ¿Gomo has venido aquí?
• — Estaba con Bill.
— ¿En el teléfono?
— Sí.
— Bill dijo que iría solo.
— Gambió de opinión y me llevó a mí. ¿Grecs que podrías llegar
hasta aquella cama sí te ayudase?
— Probaré. La cabeza me da vueltas...
Rogcr le ayudó a levantarse, y más o menos le llevó hasta la
cama, donde se volvió a dejar caer desmadejadamente. Roger se sen-
tó en el borde. Miró su reloj. Había transcurrido más de la media
hora desde que el Santo había salido.
— ¿Quién eres tú — preguntó.
—r ¿Qué? ¿No lo sabes?
— Soy nuevo. No conozco a ninguno de la cuadrilla, excepto
a Bill.
— ¡Eres un embustero! — rugió el hombre. — Tú no eres de
•la cuadrilla. Eres un...
— ¡Imbécil!—rezongó con un juramento Roger. — ¿Qué...
te crees que estaría haciendo aquí si no me hubieran cogido también?
El hombre pareció meditar, penosamente, sobre este argumento
por algún tiempo. De pronto, como si estuviera satisfecho, pre-
guntó:
•— ¿Dónde estamos?
— No lo sé. Estaba sin sentido cuando me trajeron aquí. ¿Cómo
dices que te llamas?
246 ALMANAQUE ROSA

— Dyson. ¿Quiénes son esos individuos de que hablas?


— La cuadrilla del Santo, desde luego.
— El Santo...
La voz de Dyson se ahogó en una nota de terror.
— ¡Embustero! — gruñó.
— Te digo que eta el Santo. Yo le vi...
— Nadie ha visto jamás al Santo y se ha escapado con vida.
— Pues yo le he visto; y ha dicho que iba a torturarnos.
¡Tenemos que escapar, Dyson! Tengo miedo.
Conway sintió que la cama temblaba.
— A mí no me puede hacer nada — dijo Dyson con voz ronca.
— No tiene nada contra mí.
— Eso es lo que tú te crees. A ti es al que tiene más ojeriza,
porque has narcotizado a aquella muchacha. Ha dicho que te iba a
arrancar la piel de la espalda a latigazos.
— ¡No...!
Roger Conway, aunque conocía bien el supersticioso terror que
inspiraba el nombre del Santo, y las leyendas de crueldad que se
habían formado alrededor de su nombre, no tuvo necesidad de
fingir su desprecio hacia el quejumbroso desgraciado que yacía en
la cama. Le cogió por un brazo y le sacudió rudamente.
-— ¡Ea, basta de gimoteos! — le gritó. — ¿Crees que así vamos
a llegar a ninguna parte ?
— El patrón hará algo cuando lo descubra.
—Está demasiado lejos para servirnos de nada— aventuró Roger.
— Estaba yo casi allí cuando me cogieron.
¡Casi allí! Y ellos habían llegado a unas cinco millas de Dos
Puentes. En algún sitio del páramo, entonces .. El corazón de
Roger dio un salto en la emoción del triunfo, y se lanzó por la brecha
como un relámpago.
— No sabemos en dónde estamos — dijo. — Los dos hemos esta-
do fuera más de una hora. Y si el Patrón descubre algo, y conoce al
Santo, es lo más probable que se ocupe de escapar el sin acordarse
de nosotros.
— Eso es lo que tú crees. ¿Has oído alguna vez que la Araña
Slcat abandone a los suyos?
¡Araña Sleat! Segundo punto... Roger hizo su observación
siguiente casi con aprensión. Era necesario un esfuerzo tremendo para
conservar lo que él consideraba el tono de voz apropiado, cuando
todo su ser temblaba con unía casi incrédula alegría.
— Pronto nos traerán algo que comer. Han dicho que lo harían.
Yo estoy en mejor estado que tú; podría tratar de escapar mientras
tú los entretienes, y traería al Patrón y a los demás... pero no podré
encontrar el camino solo en aquel páramo. Además estará obscuro .
— ¿Cuántas veces has estado allíf
— Sólo dos, y fui con Bill.
APARECE EL SANTO 247

— Es fácil. ¿Por dónde fuisteis?


— Por Excter.
— ¿Pasando por Okchampton?
Algo en el modo de hacer la pregunta, una leve, casi imperceptible
vacilación, fué como un clarín de alarma para la satisfacción de Rogcr.
Pero no había tiempo para pensar. Con todos los músculos tensos
devolvió la jugada.
— No. Ese no es el camino, y tú lo sabes. Fuimos por Moretón
Hampstead.
El aliento de Dyson volvió a salir con fuerza por entre sus
dientes.
— Dispensa, compadre; pero tenía que asegurarme de ti. Bien,
iríais hasta unas diez millas más allá de Moretón Hampstead...
— Creo que sí.
— Así quedasteis a unas dos millas de Dos Puentes. ¿No recuerdas
un cerrete con tres picos, a la derecha del camino, cerca de donde os
detuvisteis?
— Eso es casi todo lo que recuerdo.
—Entonces no puedes equivocarte. Caminas unas doscientas yar-
das hacia el norte del cerrete, hasta el barranco, sigues por la parte
baja hacia el noroeste hasta un prado de margaritas en forma de S.
Luego tuerces hacia el nordeste, y ya estás allí.
— Pero será de ncKhe.
— Habrá luna.
Roger pareció meditar.
— Como tú lo dices parece fácil — dijo. — Pero..
— Es fácil — rezongó Dyson. — Pero no creo que lo hagas.
¡Eres un cobarde! Lo que harías sería escaparte y correr y nadie te
Volvería a ver el pelo.
— ¿Qué diablos estás diciendo?
— Lo que oyes. No te creo. Tratas de salvar la piel y quieres
que yo te ayude. Podías intentar escapar, dices, mientras yo los
entretengo. ¡Gracias! O nos escapamos los dos o los dos nos quedamos.
Ya te conozco. Bill ha sido siempre un cobarde y tú te pareces a
él. Tú...
A Roger se le antojó que la conversación de Dyson se ib? ha-
ciendo, ciertamente, un poco monótona. Y él tenía la mente ocupada
con otras cosas. Araña, Sleat — quienquiera que fuese —r y un cerro
con tres picos a dos millas de Dos Puentes, en el camino de Moretón
Hampstead. Al norte •— un barranco — noroeste, un prado de mar-
garitas — torcer hacia el nordeste...
Una lucha en aquel cuarto 'obscuro podía ser desagradable.
Dyson no era ningún peso pluma. — Roger lo había observado al
ayudarle a acostarse en la cama. Y debía de estar recobrando rápida-
mente sus fuerzas.
El Santo, al marcharse, le había sugerido el cubo del lavabo;
248 ALMANAQUE ROSA

pero Roger había descubierto algo mejor que aquello — una maciza
pata de una silla rota, y utilizada, al parecer, para apagar la luz desde
la cama. Sus dedos se apretaron sobre ella amorosamente.

VI

— Lamento haberte hecho esperar — decía el Santo diez minutos


después, — pero tu administradora se está paseando por los pasillos
con una cara muy avinagrada y no me he atrevido a dejarme ver.
La has amargado la existencia, Roger. No creo que vuelva a sonreír
en la vida.
Conway señaló el lecho con la pata de la silla.
— Duerme.
— ¿Después de haber cantado?
— Ha dejado escapar algunas cosas. Las suficientes para trabajar.
— Vamos a ver — murmuró Simón. — Medio segundo. Vamos
a alumbrar esto un poco.
Buscó a tientas la boquilla de la luz, sacó la lámpara del bolsillo
y la ajustó. Roger encendió.
El Santo inspeccionó a Dyson con interés.
— ¿ Crees que se morirá ? — preguntó.
— No, me parece.
— ¡Qué lástima!—dijo el Santo. — Quiere decirse que ten-
dremos la molestia de transportarle. Adecéntate un poco y sal a buscar
cuerda. Puedes hablar mientras yo ato.
Roger se quitó el pañuelo y se volvió a poner el cuello, mientras
el Santo, con un pañuelo y saliva le limpiaba la cara. Luego Roger
salió a cumplir su encargo.
Encontró en el pasillo a miss Cocker.
— Le he estado buscando, señor Conway— dijo con tono pre-
ñado de amenazas. — ¿Dónde ha estado usted todoí este tiempo?
— Si se lo dijera — repuso sinceramente Roger, — se escanda-
lizaría usted. ¿Qué ocurre?
— Un señor se ha quejado del ruido.
— Déjele quejarse.
— Quiere marcharse inmediatamente.
— No le detenga. ¿"Están preparados los bocadillos y las botellas?
— Hace media hora que esperan. Pero, señor Conway...
— Que tengan paciencia. Yo no tardaré.
Y se alejó antes de que la administradora pudiera hallar su voz.
Pero aun estaba cuando volvía, al cabo de pocos minutos, con un
rollo de cuerda gruesa en el bolsillo.
— Señor Conway.
— Miss Cocker.
APARECE EL SANTO 249

— No estoy acostumbrada a que me traten así. Creo que usted


también está borracho. Estoy acostumbrada a hoteles respetables, y
nunca he tenido que mezclarme en cosas como las que están pasando...
— Miss Cocker — contestó amablemente Roger, — siga mi con-
sejo y busque un hotel respetable, porque yo voy a poner aquí una
taberna aristocrática, de donde todos los días, a altas horas de la
madrugada, sacarán a los clientes borrachos como cubas. Adiós,
prenda mía.
Y se metió en la habitación del portero, cerrando la puerta en
sus narices.
El Santo le miró con su alegre sonrisa.
— ¿Dificultades domésticas?—preguntó.
— Estoy acostumbrada a hoteles respetables, y nunca me he
visto mezclada en cosas como las que están pasando.
— Y usted, un caballero siempre tan cortés, señor Conway.
— Fingir que yo también estoy alegre, es la única manera de
que salgamos adelante. Mañana tendré que verla y excusarme pro-
fusamente. Aquí tienes la cuerda.
El Santo tomó la cuerda y se dedicó a su faena con experimentada
eficiencia, mientras Roger describía la entrevista con Dyson. Simón
le escuchó con atención, pero el nombre de Sleat desafiaba su memo-
ria. Tenía un sonido vagamente familiar, pero nada más.
— Araña Sleat — repitió.—No puedo localizarle. ¿Cuántos
hombres habrá en el páramo?
— No lo he podido descubrir.
— Nosotros sólo seremos dos. Dick y Tremayne están en Escocia,
haciendo una excursión en coche, y no sé dónde encontrarles. He
mandado a Patricia y a Norman a la jira en el yate de Jerry en
Cowes.
— No la meterías a ella en esto, de todas maneras.
— No habría tiempo, aunque quisiera. No, amigo mío, tenemos
que arreglar este asunto solos, sea como sea. Se me ocurre una idea...
— A saber.
El Santo completó su último nudo, lo probó, y dio un -paso
atrás, encarándose con Roger.
— Me molesta hacerlo — dijo, — pero es lo más práctico. Co-
nozco el número del teléfono particular de Teal, y ahora estará,
probablemente, en casa. Le preguntaré si le suena el nombre de
Sleat. Teal es el hombre de mejor memoria de la policía. Esto
significa que le tendré que decir que estoy sobre la pista del Policía
con Alas.
— Entonces él, por teléfono, pondrá sobre aviso a toda la policía
de los alrededores...
— Nada de eso. T ú no conoces el Departamento de Investigación
Criminal tan bien como yo. Son tan celosos como una madre en una
exposición de niños y tienen de la policía rural en menos que ua
250 ALMANAQUE ROSA

chofer de un Rolls tiene al de un Ford. Le diré a Teal que venga en


persona en el primer tren de la mañana a recoger las piezas, y él no
le dirá una palabra a nadie. Ahora sal otra vez y quita de en medio
a tu administradora. Llévatela a un sitio apartado y habla con ella.
Excúsate ahora si quieres, en lugar de esperar a mañana por la mañana;
pero déjame un cuarto de hora cumplido para ten^r esa conferencia
telefónica.
Roger asintió.
— Ya lo haré; pero eso nos deja sólo esta noche y la mitad de
mañana.
— Será bastante para coger al Barbas, descubrir el secreto de la
casa y proceder en consecuencia. Tenemos que apresurarnos. Corre a
lo tuyo.
— Bien. ¿Dónde nos encontraremos?
— En el cuarto de Betty dentro de media hora. Ahora vuela.
Roger voló.
Encontró a la administradora refunfuñando en el vestíbulo; la
condujo a su despacho y pasó con ella veinte minutos desesperados.
Por fin salió, habiéndose dejado la dignidad en la discusión, pero aun
auxiliado por los buenos oficios de una administradora, y se dirigió
a la escalera.
De toda la pequeña banda del Santo, Roger Conway había sido
siempre el amigo predilecto de Simón. Había muchos hombres espar-
cidos por el mundo que sentían hacia Simón una reverencia que rayaba
en la idolatría; había casi otros tantos, si no más, en cuyo auxilio
el Santo hubiera cometido tcxlos los crímenes del código; pero entre
él y Roger existía un lazo aun mayor. Y Roger meditaba...
El Santo reservaba su más profundo afecto a dos personas nada
más — un hombre y una muchacha. El hombre era Roger Conway;
la muchacha Patricia Holm. Ésta era la alegría de su vida. Y estas
tres personas, como Los Tres Mosqueteros, habían llegado a unirse,
saliendo de mundos infinitamente distintos.
Y Roger meditaba, seriamente, porque comprendía que la joven
que viera dormida aquella tarde, aunque 'apenas la conocía, le había
impresionado mucho más de lo que es prudente para un hombre
dejarse impresionar. Y si viniera a reunirse a los tres inseparables,
^continuarían siendo tan firmes loa lazos que los unían? Era un
fantástico castillo en el aire, pero estaba impresionado y se daba cuenta
de ello.
Por consiguiente meditó en aquel breve respiro, y entró pensativo
en el cuarto de la muchacha.
. Ella se estaba empolvando la nariz.
— Hola, Roger — le dijo. — ¿Cómo está usted?
— Muy bien — contestó Roger; — ¿y usted?
Vulgaridades; pero animadoras. Encendió un cigarrillo y se sentó
en la cama, desde donde podía verle la cara en el espejo del tocador.
APARECE EL SANTO 251

Hablaron. Él describió por segunda vez el episodio de Dyson —


y otras cosas. Ella dijo que le parecía muy ingeniosa su idea de
subirla en brazos por la escalera, como si estuviera bromeando.
Roger se animaba visiblemente. Le gustaba más con los ojos abiertos,
penpó.
— Su amigo es muy simpático — dijo ella.
— ¿Quién? ¿El Santoi'
— ¿Le llama usted así? Él dijo que se llamaba Simón.
— Todo el mundo le llama el Santo.
— Es un Don Juan.
Roger dejó de animarse.
Estaba, evidentemente, asustada por su aventura, pero la sopor-
taba con notable entereza, pensó él. Tenía los nervios alterados,
pero no había señales de histerismo en su voz. Explicó cómo la anes-
tesiaron.
— Conducía el automóvil cuando sentí que algo me pinchaba
en la pierna. Él me enseñó un alfiler que me salía de la media, y me
dijo que debía de haber sido aquello. Pero un minuto después empecé
a sentirme terriblemente mareada y tuve que detener el coche. La
pierna se me había hinchado y entumecido. Esto es todo lo que re-
cuerdo, hasta que desperté y encontré a Simón — - o el Santo — sen-
tado en el sillón. Me hizo que pusiera la cabeza bajo el chorro del
agua fría y que me volviese a acostar y me contó todo lo ocurrido.
Los minutos parecían volar. Ella se sentó al lado de él; él la
cogió de la mano distraído y continuó hablando. Roger recordó luego
que a Betty no pareció importarle. Pero apenas había él empezado,
cuando fué interrumpido por un suave golpe en la puerta y la entrada
de Simón Templar.
. Roger se daba demasiada cuenta de lo excéntrico de su atavío,
pues llevaba aún sus pantalones de guardia y su chaqueta ordinaria;
y en su ¡cara quedaban aún señales de la improvisada caracterización
del Santo. Roger se sentía muy poco parecido a un Don Juan y ésto
le humillaba; y el Sanio estaba tan ofensivamente elegante com<? un
hombre puede estarlo.
— Siento tener que interrumpir así, señores y señoras — dijo
alegremente, — pero he creído que les debía comunicar la conversación
íntima que he tenido con Teal por teléfono — y está hecha la juga-
da. Mañana por la tarde estará en Exeter para beber con nosotros
y cobrar las piezas. Pero desde ahora hasta entonces, no podremos
dormir, Roger.
-— ¿Te has enterado de algo referente a Sleat?
— ¡De mucho! — El Santo se volvió hacia la muchacha. — Dí-
game, ¿cuándo empezó el tío Sebastián a edificar aquella casa?
— Puedo decirlo exactamente — contestó Betty, — porque fue
una semana- justa antes del día de mi cumpleaños. Yo estaba con él
en Torquay y me llevó para que viera cómo cavaban los cimientos.
ALMANAQUE ROSA

— ¿Y cuándo es ese cumpleaños?


— El tres de agosto.
— Hace cinco días. ¡Y pensar que no nos ha invitado usted a la
fiesta! Pero una semana antes es el veintisiete de julio, bace siete
años, era el mil novecientos veintidós... Roger, hijo mío, es dema-
siado bueno para ser cierto.
— ¿Por qué?
— Porque el cinco de julio de mil novecientos veintidós, Harry
Sleat, conocido por Araña, fué arrestado en Southampton. El pri-
mero de agosto del mismo año fué condenado a siete años de pre-
sidio por forzar la icaja fuerte del Presidenliaí, y escaparse en Ply-
mouth con cincuenta mil libras en diamantes, que estaban de camino
para América. Todo esto de la maravillosa memoria de nuestro
incomparable amigo Claudio Eustaquio Teal.
Roger olvidó sus vestidos, absorto en esta catarata de noticias;
en su ihentc apareció al instante una idea clara.
— ¿No se han vuelto a encontrar los diamantes?
— Nunca desde entonces. Pero el Barbas estaba suelto con sus
brillantes antes de que el tío Sebastián empezase a edificar la casa.
Y el Barbas estaba en este distrito antes de que le echasen el guante.
Y el Barbas, por ser un .penado rebelde, cumplió la condena casi
integra. Salió el <x:ho de junio. ¿Qué es lo primero que ha hecho?
Roger se lanzó a la brecha, olvidando, por el momento, a la
asombrada muchacha.
— Trata de comprar la casa, y cuando el tío se niega a vender,
intenta asustarle; luego, como el tío no se asusta, le secuestra y a
continuación secuestra a Betty...
— Porque Betty es la heredera del tío, y si el tío desaparece
Betty se queda con la casa...
— De manera que el Barban tietae que cogerlos a los dos, obli-
garles 3 firmar una escritura de venta, fechada algunas semanas antes
de su desaparición...
— Y matarlos, o tenerlos a buen recaudo; mientras él toma
posesión de la casa desentierra los diamantes y desaparece. ¡Roger,
hemos acertado esta vez!
La joven los miraba con asombro.
— No tengo ni la más ligera idea de lo que están ustedes ha-
blando — dijo.
El Santo se dio un golpe en la pierna.
— ¡Pues es maravilloso! — Gritó. — La histcwia más estupenda
que nadie hubiera podido idear. ¡Imagínese! El Barbas, que se es-
capa con sus cincuenta mil libras esterlinas de carbono cristalizado,
y la policía pisándole los talones; llega a un campo, y en la obscuri-
dad de la noche entierra sus diamantes a mucha profundidad.
Roger interrumpió.
— Luego le cogen...
APARECE EL SANTO

— Y va alegremente a la cárcel, sabiendo dónde podrá encontrar


su fortuna cuando salga. Y sale, dispuesto a disfrutar de la vida,
y se encuentra con que alguien ha comprado su campo y edificado
una casa encima del tesoro. ¿Puede usted inventar nada mejor?
La joven estaba con la boca abierta. La historia era perfecta.
Como explicación de todo el misterio era la única posible y convin-
cente al mismo tiempo; y aun así parecía la creación de un fecundo
novelista. Había que digerirla despacio.
Pero los dos hombres que tenia delante parecían hallarla sufi-
cientemente acreditada. El Santo, con las manos en las caderas, se
estremecía con una risa silenciosa. Rogcr, de naturaleza menos efer-
vescente que el Santo, sonreía complacido,
— Suena bien — dijo.
— ¡Magnífico! Ahora somos nosotros los que subimos al tram-
polín para dar el gran salto. ¿Hay provisiones para las tropas?
— Sí.
— Cárgalas en el Dcsurio. Dejaremos la mayor parte para des-
pués en la habitación de Betty y nos llevaremos lo que necesitemos
para cenar en el coche, por el camino. Dejaremos el Morris, porque la
policía lo estará buscando. T ú y Betty podéis salir abiertamente: yo
me meteré en el meijor cuarto de baño, que es el (¿xxe cae a la entrada
del garaje, ¿no? y saldré por Ja ventana para rcunirme allí con
vosotros.
— ¿Y qué hacemos con Dyson? No podemos dejarle en la ha-
bitación del portero.
— Dale otro golpecito encima de la oreja. Así no se resistirá ni
gritará y le podrás sacar y conducirlo al coche. Nos lo llevaremos. No
podría soportar el estar separado de él ni una hora.
— Puede hacerse — dijo Roget. — Enfrente del cuarto del por-
tero hay una puerta que da al jardín, y está lo bastante obscuro para
que nadie se dé cuenta, si me apresuro.
— Perfectamente, Betty, mi queridísima Betty...
Las rápidas andanadas de instrucciones del Santo se cortaron
tan en seco, como si le hubieran cerrado un jgrifo. Se volvió a la
asombrada muchacha con su más encantadora sonrisa.
— Mi queridísima Betty, ¿querrá usted hacerlo?
— ¿Qué es lo que quiere usted que haga? — preguntó ella ma-
reada. — Apenas he entendido una palabra de lo que han hablado
ustedes.
El Santo pareció asombrarse ante su cerrazón. No acostumbrado
(como confesaba en sus momentos de tranquilidad) a los hábitos
menos impetuosos de las personas corrientes, le desconcertaba, inva-
riablemente, que nadie mostrase la menor sorpresa ante nada que él
pudiera hacer o decir. Las limitaciones del ciudadano ordinario ca
su concepto de la vida, eran para él causa inagotable de perplejidad.
— Mi queridísima paloma...
254 ALMANAQUE ROSA

Rogcr, que era de un carácter más vulgar y que sabía, por su


propia experiencia, cuan difícil podía ser una primera entrevista con
Simón Templar en aquel estado de ánimo, intervino conciliador.
— Déjame esto a mí.
En un lenguaje menos pintoresco y volcánico que el que hubiera
empleado el Santo, pero infinitamente más inteligible para el lego,
resumió los aspectos principales de la situación y lo que él sabía del
complot, mientras el Santo escuchaba con franca admiración. Simón
nunca había cesado de admirar y envidiar, sin ser capaz de imitar,
la facultad que poseía Roger de poder entenderse con cualquiera en
sus propios términos. La gente tenía que adaptarse al Santo; Roger
se adaptaba a la gente.
Explicó y la joven comprendió. Luego llegó a la solicitud del
Santo, y vio asomarse a sus labios una automática negativa.
El Santo volvió a entrar en la lid, pero en esto estaba seguro
de sí mismo. Simón Templar tenía también sus habilidades parla-
mentarias.
— Betty...
Esta vez fué Roger quien escuchó con envidiosa admiración.
Sería inútil tratar de reproducir lo que el Santo dijo. Las solas
palabras, desnudas «del encanto de la voz que el Santo sabía adoptar
en ocasiones con tan certera habilidad, paracerían insubstanciales,
si no ridiculas. Pero hablaba el Santo. Estuvo suplicante, amistoso,
dominador, confidencial, romántico, descarado. Y un cambio, seguía
sin esfuerzo a otro cambio con una loca y caleidoscópica velocidad
que hubiera sometido a cualquier mujer, dejándola, probablemente,
preguntándose asombrada el porqué de su sumisión.
Y todo estuvo hecho en unos pocos minutos, y la joven le
miraba con los ojos de par en par diciendo:
— ¿Cree usted realmente que debo hacerlo?
— Estoy seguro — afirmó el Santo como si el destino del mun-
do dependiera de ello.
Ella vaciló; miró a Roger. Luego...
— Está bien - - dijo. — Iré. Pero les aseguro que estoy horro-
rizada. De verdad. Después de esta noche...
— Buena muchacha — prorrumpió el Santo, y la abrazó des-
vergonzadamente.
Rogcr sintió una feroz satisfacción, al pensar que dentro de
poco tendría que darle otro golpe encima de la oreja a Dyson. Le
hubiera pegado a cualquiera con la misma satisfacción, pero tenía
que ser Dyson...
APARECE EL SANTO 255

VII

— Éste — dijo el Santo, — debe de ser el sitio.


Estaba tendido todo lo largo que era sobre la larga y húmeda
hierba, y mirando a la casa por encima de la cresta de una oportuna
desigualdad del terreno.
Cuando se tiene un guardarropa tan extenso como el del Sanio,
se puede uno permitir el maltratar un traje que era un poema de fres •
co gris, restregándolo sobre la hierba húmeda. Roger Conway, cui-
dadoso de la dignidad de su uniforme de policía, se contentó con
ponerse en cuclillas. La joven estaba a alguna distancia detrás de ellos.
Podían ver la casita como un bulto negro al resplandor da la
luna, con dos ventanas que se destacaban vivamente iluminadas por
una luz amarilla. El cielo era transparente como una bóveda de cris-
tal obscuro, y a pesar de la confianza de Dyson, el fragmento de
luna que rodaba por él, les había sido de menos utilidad en su viaje
que las estrellas. A una milla de distancia, al lado del camino, el De-
surio estaba parado con todas sus luces apagadas.
El Santo retrocedió un poco para que la llama de su fósforo no
pudiera ser vista por ningún vigilante colocado fuera de la casita, y
encendió un cigarrillo formando una copa con sus manos.
— Podemos empezar ya — murmuró. — ¿Dónde está esa chica í
Retrocedieron para reunirse con ella.
— ¿Está usted animada?
Un viento húmedo se había levantado en el páramo. Betty se
estremecía en su delgado abrigo.
— Cuanto antes acabemos, más me gustará.
•—Pronto la complaceremos — dijo el Santo.
Sus dientes brillaron en una sonrisa; fué todo lo que en la oscu-
ridad pudieron distinguir los otros de su expresión. Pero el ligero
temblor de impaciencia de su voz era perceptible sin la ayuda de
los ojos.
— ¿Se sabe todo el mundo su papel? — preguntó.
— Yo no sé lo que tengo que hacer — repuso ella nerviosa.
— Tampoco lo sabría usted si la hubieran raptado de verdad.
Esa es su parte. De todas maneras, usted se supone que está durmien-
do, después de haber asimilado la segunda mitad del contenido de
aquella jeringuilla. ¿Tienes el revólver, Roger?
Conway se golpeó el bolsillo por toda respuesta.
— ¿Y usted no lleva un revólver, Santoi' — preguntó Betty.
Simón se lió suavemente.
— Pregúntele a Roger si yo llevo armas alguna vez — dijo. —
No; las dejo para los demás. Personalmente, yo no puedo soportar
ALMANAQUE ROSA

el ruido. Tengo mi armería patentada que es mucho más silenciosa y


lo mismo de útil. ¿Estamos listos?
— Sí.
— ¡Estupendo! Roger, esperamos que hagas tu dramática apa-
rición dentro de diez minutos. Hasta ahora.
— Hasta ahora, Santo... Adiós, Betty.
P.oger buscó la mano de la joven y la estrechó con tranquilizado-
ra presión. Un momento después estaba solo.
El Santo, con un brazo alrededor de la cintura de Betty, para
sostenerla, elegía su camino por entre las desigualdades del terreno
con la seguridad de un gato. Estaba lo bastante oscuro para que no
pudieran distinguirse sus vestidos. Llevaba el sombrero de Dyson ca-
lado hasta los ojos, y se había subido el cuello de la chaqueta para
completar el improvisado disfraz. Aun antes de acercarse a la casita,
caminaba con las rodillas dobladas y los hombros caídos para apro-
ximarse más a la estatura de Dyson.
Éste dormía pacíficamente en el Desurio, atado de píes y manos
y añiordazado con su propio pañuelo.
El Santo no se molestaba en tomar precauciones. Sintió que un
hilo se rompía contra sus piernas, y comprendió que había hecho so-
nar una señal de alarma, pero continuó como si tal cosa. Mas las
luces de las dos ventanas se apagaron súbitamente...
No tenía idea de dónde pudiera estar la puerta de la casita, pero
sus oídos, de sobrenatural agudeza, la oyeron abrirse cuando estaba
aún a veinte yardas de distancia. Se detuvo al instante y apretó el
brazo con que sujetaba a Betty. Ella sintió que sus labios le rozaban
una oreja.
— Hágase la muerta ahora — murmuró. — Y no se preocupe.
Ganamos esta partida.
Se inclinó ligeramente y la levantó en sus brazos como a un
niño. Le pareció que a su alrededor se oían susurros entre la hierba,
que no eran los del viento, y sonrió. Volvió a avanzar con pasos
más lentos.
Luego, precisamente enfrente de el, un rayo de luz rasgó la
obscuridad.
El Santo se detuvo.
El cuello de su chaqueta Je ocultaba la barbilla; la joven que
llev^aba en brazos le ayudaba a cubrir su cuerpo; inclinó la cabeza
de modo que el ala del sombrero le obscureciera la mayor parte de
k cara, y le protegiese los ojos contra la luz cegadora de la lámpara.
Hubo una pausa de un segundo, interrumpiendo el silencio sólo
los murmullos de la hierba; luego, desde detrás de la luz, una voz
habló entre asustada y tranquilizada.
— ¡Dyson!
— ¿Quién iba a ser? — rezongó con voz ronca Simón.—
[Apagad esa luz!
APARECE EL SANTO 257

La luz se apagó. La voz habló de nuevo.


— ¿Por qué no has dado la señal?
— ¿Por qué la había de dar?
En la sombría masa de la casita apareció de súbito un óvolo de
luz. Era la puerta. Dentro había un hombre encendiendo una lám-
para de aceite, con la espalda vuelta hacia el Santo.
El Santo se enderezó y entró. Dejó a la joven de pie y con tres
rápidos y suaves movimientos, se quitó el sombrero, se bajó el cue-
llo y se arregló la americana. Pero el hombre estaba todavía ocupa-
do con la lámpara y el grito vino de detrás de Simón, fuera de la
puerta.
— ¡No es Dyson!
El hombre se volvió con una exclamación ahogada.
Simón, erguido con su elegante apostura, estaba encendiendo un
cigarro en la colilla del primero.
— No, no es Dyson — murmuró. — Pero si recuerda usted,
nunca he dicho que lo fuera. Quisiera conservar mi reputación de
hombre veraz por algunos minutos más.
Levantó tranquilamente la cabeza, agitando el fósforo en el aire
para apagarlo, y vio a los hombres que se agolpaban detrás de él.
Uno... dos... tres... cuatro... y dos de ellos con automáticas. Un
enemigo un poco más fuerte de lo que el Santo esperaba. La cara
de Simón Templar se revistió de una mansedumbre extraordinaria.
— Bien, bien, bien — murmuró. — Viendo todas sus moscas.
Je felicito por la colección. Araña.
El hombre de la lámpara dio un paso hacia adelante. El movi-
miento, extrañamente ladeado, arrastrando dos pies torcidos, expli-
có en el acto ¡a Simón el origen del apodo. El hombre era casi un
enano, pero de tremenda anchura de hombros, con piernas cortas
y deformadas y brazos largos y simiescos. En una cara roqueña y
arrugada, unos ojos azules, increíblemente velados, pestañeaban bajo
espesas cejas.
— Un ídolo de esos que describen en las novelas — pensó el
Santo, y sintió el hombro de Betty temblar contra el suyo.
El hombre dio otro paso torcido hacia ellos, mirándolos con
gesto amenazador. Luego...
— ¿Quién es usted? — preguntó con aquella voz dura y cascada.
— Su Alteza Real, el Príncipe de no me acuerdo dónde — dijo
el Santo. — Usted es el señor Sleat. Tanto gusto. Ahora que esta-
mos presentados, ¿quién hace su reverencia primero, usted o yo?
Hace mucho tiempo qué se me ha olvidado el protocolo...
— ¿Y esta... señora?
— Miss Betty Aldo. Creo que quería usted verla y por eso la he
traído conmigo. La escolta que "usted le había proporcionado, no
ha podido... desgraciadamente, continuar el viaje. Creo que se pegó
en la cabeza con un trozo de madera o algo así. De todas maneras, el
258 ALMANAQUE ROSA

pobre hombre se ha quedado completamente incapacitado, y he creído


lo mejor ocupar su puesto.
Los pálidos ojos tenían una mirada horrible.
— ¿De manera que se ha encontrado usted con Dyson?
— Yo le llamo Desmond. Sí, creo que puedo decir que... hemos
tenido contacto.
Sleat miró a su alrededor.
— Cerrad esa puerta.
Simón vio cómo cerraban y atrancaban la puerta.
— Sabe usted—dijo tranquilamente, — cuando no le conocía
con tanta intimidad, le llamaba a usted El Barbas; ahora veo que
se ha afeitado; es una terrible decepción. Sin embargo, hablando de
cosas más agradables...
— Entradlos aquí.
— Hablando de cosas más agradables — continuó amablemente
el Santo, cogiendo a Betty de la mano y llevándola sin protesta ha-
cia la habitación adonde el enano guiaba con la lámpara en la mano,
— ¿no encuentra usted el aire aquí muy tonificante? Hemos tenido,
últimamente, un tiempo tan hermoso. Mi tía Ethel siempre decía...
Sleat se volvió con un gesto que descubrió una fila de dientes
amarillos.
— Basta, por un minuto...
— Pero yo no estoy, ni con mucho, satisfecho todavía, como
dijo aquella actriz en una de sus famosas conversaciones con el obis-
p o — observó Simón. — Quiero saber más y más. Por ejemplo,
¿cuáles son sus juegos favoritos? Las prendas, las cartas, las ca-
ras raras...
Sin la menor señal de aviso, d enano levantó una mano y le dio
una bofetada en la boca.
Otra vez en la vida de Simón un hombre se había atrevido a
hacer aquello, y ahora como entonces, Simón lo vio todo rojo por
un segundo.
Había dos hombres que le apuntaban con sus pistolas y otros
dos de pie con pesadas estacas, pero ni una batería hubiera detenido
al Sanio en aquella disposición. Su puño se disparó como una bala
de cañón, antes de que pudiera dirigir conscientemente el golpe.
Y a continuación estaba otra vez tan frío como el hielo y el
enano se levantaba del suelo con un hilo de sangre corriendo de sus
machacados labios. Nadie más se había movido.
— Una evidente falta de dominio — murmuró el Santo con sen-
timiento, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo. — De todas maneras,
si yo estuviera en su lugar, no volvería a hacer eso otra vez. Podría
usted hacerse aún más daño. Una broma es una broma, como solía
decir mi tía Ethel. •
— ¡Vosotros...!
— ¡Chist! —interrumpió el Santo. — Ahora no, que podrían
APARECE EL SANTO 269

interpretarlo mal. Si quiere usted saber por qué no han tirado, la


respuesta es que no han tenido valor.. ¿No es así?
Se volvió hacia uno de los individuos armados, y sin el menor
apresuramiento ni excitación, le dio un capirotazo debajo de la
nariz. "V ió cómo el dedo del hombre se ponía rígido sobre el gatillo
y levantó las manos.
— ¡Un momento!—gritó. — Escuchad mi discurso antes de
decidiros a disparar, o podríais lamentarlo después. ¡Usted también,
preciosidad!
Dirigió sus últimas palabras a SIeat, cuando éste bajaba una
mano hacia el bolsillo del pantalón. En los ojos del enano ardía
una llama de furor, y el Santo pensó, por un momento, que dispa-
raría sin esperar a escuchar. Simón permaneció inmóvil.
— ¿ Quién es usted ? —interrogó Sleat con su voz áspera.
— El Inspector de Policía Maxwell, y he venido a...
Sleat retiró deliberadamente la mano del bolsillo.
— ..conocer su punto ,de vista en una cuestión muy discutida,
¿por qué fué Bernard Shaw?.. Y, en serio, le aconsejo que tenga
cuidado con ese revólver, pues mis hombres están rodeando la casa
y cualquiera que pretenda pasar a través de ese cordón tendrá que
Ser más fino que un hilo en ayunas. ¡ A ver quién se ríe de esto!
— Estoy por...
— Tirar y arrostrar las consecuencias. Ya lo sé. Pero yo no
lo haría; de veras no lo haría. Porque si lo hace usted le colgarán con
seguridad por el cuello hasta que esté usted tan muerto que sea
completamente imposible distinguirle de un cadáver. No es que un
poco más de longitud del cuello no hubiera de mejorar su hermosura,
pero lo estiran de una manera...
Uno de los hombres armados interrumpió salvajemente:
— Dyson ha cantado.
— Y ha cantado muy bien — dijo el Santo, — para lo que era
la canción. Pero el pobre hombre no podía elegir. Cuando empezamos
a cortarle la segunda oreja...
— ¡Es usted hábil!—rezongó Sleat.
— Mucho — convino modestamente el Santo. — Mi tía Ethel
siempre lo decía...
La frase se perdió en una atronadora llamada a la puerta exte-
rior, y el Santo se interrumpió con una sonrisa.
— Mis hombres se impacientan por mi suerte. Yo tengo la
culpa por entretenerme tanto en esta encantadora charla. Pero díga-
me, Araña — dijo el Santo persuasivamente, — ¿se puede o no se
puede llamar a esto una trampa? •
Sleat retrocedió un paso.
Sus ojos recorrieron la habitación con la mirada de un animal
acorralado que busca una salida para escapar. Y sin embargo, había
algo indomable en sus ojos pálidos y sin expresión en una cara como
ALMANAQUE ROSA

una careta arrugada. Algo que le decía a Simón con misteriosa certeza,
que no podría llamársele a aquello una trampa...
Los guardias permanecían como estatuas. O mejor dicho, como
tres estatuas, pues el cuarto miraba al Santo con intensa atención.
Los ojos de Sleat volvieron a posarse en el Santo. Era un efecto
imponente aquel súbito palidecer de su llama de furia para dejar
lugar a un vacío ciego y frío. Simón cogió a Betty por un brazo
para tranquilizarla, y la sintió temblar.
— ¡No me mire usted así! —gritó con voz aguda y estreme-
cida. — ¡Es horrible...!
— Sopórtelo, mujer — la dijo el Santo animándola. — No lo
puede remediar. Si usted tuviera una cara como esa...
Otra vez los golpes retumbantes en la puerta.
Sleat volvió a la vida. Empujó hacia atrás a los dos hombres
armados.
— ¡Detrás de esas cortinas! T ú apunta al hombre y tú a la
mujer; y si tratan de pronunciar una palabra de aviso, si les oís
algo que pueda tener un doble sentido, tirad. ¿Entendido?
Los dos hombres asintieron en silencio y se movieron para obe-
decer. Sleat se volvió a los otros dos y los señaló por turno con un
dedo nervioso.
— T ú quédate aquí. Tú abre la paerta. Y usted ..
Se volvió hacia el Santo.
— Usted ya ha oído las órdenes que he dado. Serán ejecutadas,
asi es que despida a sus hombres con cualquier pretexto que pueda
inventar...
— ¿Sí?
— A menos que quiera usted morir en el sitio y esa mujer con
usted. Si estuviera usted solo podría temer que su sentido del deber
pudiera más que su discreción. Pero tiene usted una responsabilidad
y creo que será usted discreto. Ahora...
El Santo oyó cómo abrían la puerta de entrada y el paso mesu-
rado de unos pies pesados. Las cortinas a tres yardas de él llegaban
hasta el suelo; nada revelaba la presencia de los hombres que había
detrás de ellas. El tercero de los hombres, de pie en un rincón, aun
le seguía mirando.
Sleat se había llevado las manos a la espalda, sin dejar la auto-
mática.
Luego Roger Conway entró y saludó; el Santo puso una cara
terriblemente beatífica.
— ¿Bien, guardia?
— Usted perdone — dijo Roger muy tieso, — pero ya ha pa-
sado el tiempo y el sargento me ha enviado a ver si había novedad.
-— Ninguna, gracias — dijo el Santo. — En realidad.
Con el rabillo del ojo vio el Santo una extraña luz que apareció
en la cara del hombre del rincón, el que le estaba mirando.
APARECE EL SANTO 261

— Patrón...
Sleat giró sobre sus talones al oír la exclamación, con una
maligna mirada de amenaza que hubiera hecho callar al hombre.
Pero no se calló. Señalaba al Santo con una mano temblorosa.
— Patrón, ese no es un policía. La primera vez que le vi fué
cuando asaltó el Paradiso de la calle de Nassau, en Nueva York,
hace cuatro años. Ese individuo de la muchacha es el Santo.
Sleat dio un salto atrás con el arma preparada, pero las manos
del Santo estaban ya en el aire.
— Perfectamente — murmuró. — Se ha ganado usted el premio
a la memoria. Roger, saca esa 'mano del bolsillo. Hay todo un
pelotón que te ha tomado la delantera en este momento, y quizás
no creyeran que ibas a sacar tu partida de bautismo.

VIII

Conway vio el arma de Sleat en el momento mismo en que el


Santo le avisaba, y levantó las manos lentamente, moviéndose para
acercarse a Templar. Luego se apartaron las cortinas y salieron los
hombres ocultos detrás de ellas.
— Me figuré que era usted un embustero — dijo Sleat con ru-
deza, — desde las primeras palabras que pronunció. He conocido a
muchos de la bofia...
— Y conocerá usted muchos más antes de acabar — concluyó
el Santo sin alterarse. — ¿Ha oído usted hablar de mí?
— Sí.
— Entonces sabrá usted que tengo amigos. Tres de ellos están
ahora rodeando esta casa. A menos que salgan ustedes de aquí como
mis prisioneros, nunca podrán pasar. Les acecharán por el páramo
en la obscuridad y los irán matando uno por uno. Ninguno llegará
al camino vivo. Esas son mis órdenes. ¡Ríase ahora si puede!
— Sus hombres no matan.
— Mataron a Chastel. ¿Ya lo habrá usted oído? Y a otros de
quienes no se ha cabido nunca nada. Y por mí le matarían a usted,
como matarían a cualquier otra araña venenosa. Si no me cree usted,
envíe fuera a uno de sus hombres, a ver si regresa.
Era una bravata, una bravata desesperada; pero era la única
carta que Simón podía jugar en aquel momento. Por lo menos le daría
unos segundos de respiro para pensar...
Sleat le miró con la cabeza ladeada, como buscando el punto
débil en su voz o en sus maneras. Pero el Santo estaba tan frío y
sólido como un témpano de hielo, y su voz era igual y dura como
acero pulido.
— ¿Y cree usted que obedecerán sus órdenes?
ALMANAQUE ROSA

— En todo.
El enano hizo con la cabeza señales de asentimiento.
— Pues entonces usted mismo me dará una llave para salir de
su trampa. Se decía que el Santo era muy hábil, pero parece que
también comete sus errores. Hará usted el favor de llamarlos aquí.
Simón soltó una breve carcajada.
— ¡Aún tiene usted una esperanza!
— De otro modo... Tráeme una cuerda, Wells.
Uno de los hombres salió del cuarto.
— Son fanfarronadas — dijo Roger.
— Desde luego — murmuró el Santo. — Pero no le eches a
perder sus distracciones, si es que se divierte así. Es un hombre
sencillo y de diversiones sencillas el Barbas. Me recuerda a...
— Dentro de un momento veremos quién es el que fanfarronea
— dijo Sleat.
Se volvió al hombre que entraba con una cuerda. La tomó e
hizo en ella una corta lazada.
— Ahora mismo — dijo mientras maniobraba, — me hablaba
usted de un procedimiento para estirar los cuellos. Yo, personal-
mente, prefiero apretarlos horizontalmente.
Apretó con cuidado el nudo. La lazada era lo bastante grande
para que pasase por ella la cabeza de un hombre. Se la devolvió al
mismo que se la había traído.
-'•—Wells, esa cuerda y un palo. ¿Conoces el principio del ga-
rrote? Le pones a un hombre el lazo al cuello; metes un palo en el
lazo y le das vueltas para que la cuerda se apriete despacio. Muy
despacio, ¿entiendes, Wells?
Se interrumpió y una chispa de venenosa ferocidad apareció en
sus nublados ojos.
— No — continuó. — Me he equivocado. Alrededor del cuello
de un hombre, no. Alrededor del cuello de una mujer.
Roger dio un paso y al instante, un hombre armado y amena-
zador le cerró el camino. Conway, impotente ante la automática
que se apoyaba en su pecho, rugía como un loco.
— ¡Canallas...!
— ¡Roger!
La voz del Santo sonaba tranquila. Una carga de dinamita puede
también estar tranquila mucho tiempo.
Simón se encaró con Sleat.
— Admito el argumento. La respuesta es que no hay nadie
fuera. Esta es la verdad.
—^Ya veo... otro embuste.
— ¿Tenía la cara igual de graciosa antes de que le pegases? —
preguntó, de un modo insultante, Roger.
— No — contestó el Santo. — Antes era una tragedia.
Sleat avanzó con la cara contraída en un espasmo de rabia. El
APARECE EL SANTO 263

Santo pensó por un momento que iba a volver a pegar, y se preparó


para el choque; pero con un. esfuerzo tremendo el enano se dominó.
— Podría tratar su buen humor con más comodidad — dijo ma-
lignamente, — si estuviera usted atado. Más cuerda, Wells.
— Qué valiente — excamó Roger.
Simón sonrió. El Santo no conocía ningún momento en que no
pudiera sonreír.
— Está enfermo del corazón — dijo, — y su abuela le aconsejó
que no saliera nunca sin calzoncillos de lana, ni se arriesgase a que le
devolviesen una bofetada. Se le olvidó ahora mismo y podía haberse
muerto. Hubiera sido horrible.
El hombre volvió esta vez tcon un gran rollo de cuerda al brazo.
Otros dos sujetaron al Santo.
— Registradle — ordenó Sleat, — y atadle.
Registraron a Templar, pero el no se preocupó por eso. Nunca
llevaba cosas tan visibles como las armas de fuego; sólo los dos
pequeños cuchillos que podía arrojar con sobrenatural habilidad. Y
éstos estaban donde sólo una persona que conociese el secreto hubiera
pensado en buscar. Uno en una vaina sujeta a su antebrazo izquierdo
y el segundo, en una funda similar atada a la pantorrilla derecha,
debajo del calcetín.
Luego trajeron una silla en 3a que se sentó con complacencia.
Luchar hubiera sido, sencillamente, un gasto inútil de energía. Le
ataron las manos a la espalda y las piernas a las patas de la silla.
Simón mismo los animaba.
— Esta es la vigésima vez que me atan así, y todas las veces he
encontrado manera de escapar, lo mismo que los héroes de innume-
rables libros de aventuras; pero no se desanimen por eso. Traten de
hacerlo mejor que sus predecesores... Me temo, sin embargo, que su
técnica me recuerda bastante la del vigésimo segundo que lo hizo. Yo
le llamaba Alfredo el Feo, y a la tía Ethel tampoco le era muy sim-
pático. Murió de una manera desagradable. Yo mismo tuve que arro-
jarle desde el tejado de una casa algunas horas después. Cayó en el
huerto y a la estación siguiente todos los árboles dieron naranjas
rojas.
La voz del Santo era tan tranquila como si estuviera discutiendo
las carreras del día siguiente, y de tan alegre optimismo como si dis-
cutiera después de haber ganado todas sus apuestas en las de aquella
misma tarde. Lo hacía, sobre todo, por animar el corazón de los
demás, en especial el de la joven. Pero, probablemente, si hubiera
estado solo habría prcKedido de la misma manera para su propio
entretenimiento. El Santo no creía conveniente acalorarse por nada.
Sleat permaneció en silencio al lado de la pared, con la automática
en la mano. Su furia se había convertido en algo horrible, y mortífero
como el hervor suave del vitriolo. Para cualquiera menos temerario
que el Santo, aquella súbita contención hubiera tenido un efecto más
264 ALMANAQUE ROSA

paralizador que cualquier muestra de violencia. Aun Simón sintió en


la medula una sensación fría como el contacto de una mano húmeda,
y sonrió más seráficamente que nunca.
Sleat habló.
— Ahora el otro hombre.
— ¡Rogcrl
El dominio de la muchacha cedió un momento a aquel grito invo-
luntario. Roger, obligado a sentarse en una silla como el Santo, con
los hombres atándole rápidamente los pies y los brazos, se apresuró
a contestarla.
— No se preocupe, Betty; estas ratas inmundas no pueden hacer
nada que a mi me importe. Y cuando me pueda acercar a ese fenóme-
no contrahecho que está ofendiéndonos la vista ahí, al lado de la
pared...
— Tú serás el encargado de matarle, Roger— dijo el Santo sin
pasión en la voz. — Te lo prometo, y te recomiendo el empleo de
un palo largo y afilado. Supongo que no querrías tocar a esa por-
quería con nada más corto.
La joven ahogó un sollozo. Estaba pálida y temblando.
— ¿Pero qué van a hacer.'
— Nada — repuso bruscamente Roger.
Sleat se guardó la pistola en el bolsillo.
-— Ahora la mujer — dijo.
Roger tiró con angustia de sus ligaduras.
— ¿Hasta de ella tenéis miedo? — rugió.—Hacéis bien. Un
niño recién nacido es lo bastante para vosotros, cobardes...
— ¿Por qué excitarse? — le interrumpió la voz del Santo. — No
haces más que asustarla, y en realidad no hay nada...
— Ya está, patrón.
Hablaba Wells. Ya estaban todos atados.
Sleat se separó cojeando de la pared.
— Ojos azul pálido — pensó el Santo. — Todos los hombres
implacables los tienen... Asesinos y grandes generales.
Sleat recogió del suelo, donde había caido, el lazo, y continuó
avanzándo-
se detuvo frente al Santo.
— ¿ Creo que es usted el humorista profesional de la cuadrilla.
Templar? — preguntó con voz aguda, desigual y cascada.
Simón le miró tranquilamente a los ojos.
— Ni más ni menos. Esa es mi reputación. ¿Y usted es la mons-
truosidad del circo ambulante? ¿Cuándo empieza su número?
Luego vio lo que iba a ocurrir y su voz se alzó otra vez en
una desesperada orden.
— ¡No mire, Betty! El Barbas va a hacer una de sus muecas y
se podría usted morir de risa.
APARECE EL SANTO

— No me gustan sus bromas — dijo Sleat con el mismo tono


de antes, y levantó el extremo suelto de la cuerda.
La joven dio un grito y cerró los ojos.
Roger juró rabioso e impotente.
Sleat balbuceaba:
— .. eso... y eso... y eso... y eso — se detuvo jadeante. — Y
si tiene usted alguna otra observación humorística que hacer, Tem-
plar...
— Sólo — contestó el Santo, con nada más que un ligero temblor
en la voz, — que mi tía Ethel solía contar una historia muy graciosa
de un incorregible individuo de la Ciudad del Lago Salado, cuya chi-
fladura consistía en coleccionar fenómenos. Fué completamente feliz,
hasta que un día descubrió que todos los cerdos tenían la cola corta
y enroscada. Se volvió loco y se quedó en los huesos recorriendo
todas las granjas de cerdos de los Estados Unidos, buscando un cerdo
con la cola larga y recta. Que yo sepa, sigue buscando todavía, y se
me ha ocurrido que quizás usted tiene la cola...
Sleat, con la cara de un demonio, volvió a levantar la cuerda.
— Entonces puede usted añadir esto... y esto...
Fué Roger quien interrumpió con una interjección inimprimiblc
que, por alguna razón, dio en lo vivo.
El enano se volvió hacia él.
— Otro humorista — gruñó. — Pues entonces ..
Pegó una, dos veces...
— ¡Loco!—sollozó la joven. — ¡Con eso no ganan ustedes
nada! No hay nadie afuera, se lo aseguro ..
Sleat se detuvo con la mano en alto y la bajó lentamente. Con
la misina lentitud de aquel movimiento, el enrojecimiento del furor se
heló en la superficie de su cara, dejándola gris y gesticulante. •
— No hay nadie fuera — murmuró. — De eso es de lo que
quería asegurarme, por si acaso trataba ide hacerme caer en una
trampa. Pero no hay nadie fuera...
Dejó caer la cuerda:
— ¡Roger! ¡Simón!
La joven sollozaba débilmente en su silla.
Roger la habló insistentemente.
— No llore, no llore por favor. Así hará creer a ese aborto que
ha ganado. No me ha hecho daño. No llore.
— ¡Bestias! ¡Bestias!
Sleat se acercó a ella y la empujó brutalmente la cabeza hacia
atrás.
— ¿Cómo han venido? — demandó.
•— En un automóvil. Está en la carretera y su hombre está en él...
— ¡Tonta!—interrumpió la voz amarga del Santo. — ¿Por
qué no se arrodilla usted a pedirle a este escarabajo que nos perdone
la vida? ¡Sería un' final espléndido!
266 ALMANAQUE ROSA

SIeat se volvió.
— A menos que quiera usted un poco más de cuerda. Templar. .
— Gracias — dijo el Santo con voz clara, la cabeza erguida y la
sangre corriendo por su cuello, — eso me molesta menos que el
pensar en la cantidad de lodo que habrá usted ensuciado al arrastrarse
por él.
El enano levantó la mano. Luego se dominó.
— Ya sé todo lo que quería saber y tengo otras cosas a que
atender por el momento.
— ¿Disponer del cuerpo de Sebastián Aldo, por ejemplo? —
sugirió el Santo con insolencia.
— Sí, lo haré al mismo tiempo que dispongo de los de ustedes.
— ¿De manera que ha muerto? — preguntó Roger.
— Sí, murió de un ataque al corazón.
— ¿Cuando le vio a usted, supongo?
— ¡Cobardes! Le han asesinado — exclamó Betty.
— He dicho que murió de un ataque al corazón — rezongó el
enano. — ¿Por qué me había de molestar en mentir, cuando ninguno
de ustedes podrá utilizar lo que yo diga ahora ? La impresión le mató.
—Eso es suficiente para mí — dijo el Santo. — Por eso sólo
estará justificado que ordene su ejecución, y la sentencia se ejecutará.
Sleat meneó la cabeza. Sus ojos se posaron en el Santo y una son-
lisa maligna apareció en su arrugada cara.
— No ordenará usted nada — dijo.
Sólo la luz débil y amarilla de la lámpara de aceite iluminaba
la macabra escena. Los cuatro guardias permanecían inmóviles al
lado de las paredes. El Santo, Roger y Betty, en las sillas, estaban
alineados formando escala. En el centro de la habitación estaba
Sleat, con una extraña luz bailando en sus pálidos ojos y la cara
contraída y demoníaca.
Hubo un momento de silencio.
Conway permanecía sin moverse en su silla; con la cara blanca,
salvo por dos líneas rojas que le cruzaban las mejillas; en sus ojos
ardía una llama oscura. Miró al Santo y vio su cabeza erguida con
su antigua indomable y burlona arrogancia, y su cara ensangren-
tada. Miró a Betty y encontró sus ojos. Su rápida respiración era
lo único que interrumpía aquel momento de silencio.
—'• Le prevengo — dijo la voz clara del Santo, — que haga
lo que haga, lo mismo si se escapa al fin del mundo que si se
esconde en el fondo del mar, mis amigos le seguirán y le encontrarán
y morirá usted.
Otra vez meneó Sleat la cabeza. Era como el gesto de un muñeco
grotesco.
— No ordenará usted nada — repitió. — Porque usted y sus
dos amigos morirán esta noche.
APARECE EL SANTO 267

El viento hizo sonar una ventana y la luz de la lámpara osciló


como un alma cansada.

IX

El Santo sintió cargarse la atmósfera con una pesadez oscura y


maligna, y rió con risa juvenil, deshaciendo con su aliento la sinies-
tra nube.
— ¡Muy dramático! — dijo con una voz burlona que atravesó
como un rayo de sol aquel lóbrego aposento. — Pero un poco
teatral. No importa. No tenemos inconveniente en participar de sus
sencillas diversiones. Esa alegría infecciosa es la más encantadora de
sus características. Cuando Roger le haya matado la inmortalizaré
en un pequeño epitafio que acabo de componer: "Aquí yace un
héroe joven y hermoso, que se pasó la vida haciendo el oso." Esto
estará muy bien en mármol...
— Con una estatua conmemorativa sobre un basurero — aña-
dió Roger.
Sleat miró de reojo y se alejó.
Se acercó a un rincón y arrastró una caja que había en él. Se
inclinó y cogió lo que parecieron dos trozos de cuerda negra, vol-
viendo a aproximarse otra vez un poco, arrastrándolos detrás de sí.
— He estado una vez en la cárcel — dijo, — y juré que no me
volverían a coger. Tengo preparada esta casa para, si venía a pren-
derme la policía, poderlos mandar a todos al infierno, y a mí con
ellos. ¿Ven ustedes estas dos mechas?
Nadie respondió.
— Ésta — señalada con un hilo — es rápida y arde en unos tres
segundos. La otra es lenta, y tarda en quemarse unos ocho minutos;
y. debajo de este suelo hay veinte libras de dinamita. En la habita-
ción contigua — los ojos sin expresión se fijaron en la muchacha —
está su tío. Está muerto. Pronto se reunirán ustedes con él. Y no
quedará ni rastro — nada más que un agujero en el páramo — en
ocho minutos. Encenderé la mecha lenta, ¿entienden...?
Sus ojos recorrieron la corta línea de figuras atadas, estudiando
con espantoso deleite a la muchacha, helada de horror, y a los
dos hombres, erguidos e indomables.
— La mecha lenta — continuó con voz áspera. — No quiero
volar yo también. Así tendrán un poco de tiempo para meditar
sobre su locura. Yo oiré la explosión mientras me alejo y me
reiré...
Y se echó a reír con una carcajada breve y ronca.
— Tan fácil y tan rápido después de los primeros ocho minutos.
Fósforos, Wells.,, Y te puedes marchar. Todos os podéis marchar.
ALMANAQUE ROSA

Buscad su coche y esperadme en la carretera... Enciendo la mecha


lenta...
El fósforo estaba ya ardiendo entre sus dedos cuando los hom-
bres salían. Lo acercó a la mecha y sopló, haciendo brillar como
un gusano de luz el extremo encendido.,
— ¿Ven ustedes? ¡He encendido la mecha!
— Sí • — dijo mecánicamente el Santo, — ha encendido usted
la mecha.
Y ahora que ya no había nadie detrás de el, el Santo estiraba sus
manos atadas por detrás de la silla, retorciéndoselas hasta que las
cuerdas se clavaron en sus muñecas. Era imposible alcanzar el cuchillo
de la pierna. Pero si pudiera aflojar las cuerdas de las muñecas lo
suficiente — sólo un poco — lo bastante para que los dedos de su
mano derecha llegasen hasta el puño del cuchillo que llevaba atado
al antebrazo izquierdo.
Sleat dejó caer la mecha encendida y se acercó al Santo. Aproxi-
mó su cara a pocas pulgadas de la de Simón.
— i Y se muere usted — aulló, — mientras yo voy a recoger
los diamantes, por los cuales he dado siete años de mi vida! ¿Sabía
usted lo de los brillantes? Me lo figuraba. Sabe usted demasiado,
amigo mío, y es usted demasiado gracioso...
Dirigió un golpe a la cara del Santo, pero Simón bajó la cabeza
y lo recibió en la frente. Sleat no pareció advertirlo. Se volvió a Betty
y le cogió; la cara entre las manos.
— Es usted guapa — dijo, — y ella le miró a los ojos.
— No le leqgo miedo — contestó.
— Es lástima que tenga usted que morir con su belleza — con-
tinuó el enano de la misma manera indiferente. — Pero es usted como
los otros. Sabe demasiado. La digo a usted adiós de esta manera...
Se inclinó de súbito y la besó de lleno en la boca. La silla de
Roger Conway crujió por sus desesperados esfuerzos.
— ¡Canalla! ¡Animal inmundo!
Sleat dejó a la joven y se acercó a el.
— También usted sabe demasiado; y también es usted demasiado
gracioso. De usted me despido así...
Y le pegó un puñetazo en la boca que le dejó medio aturdido;
pero a través de una bruma roja, Conway oyó la voz del 5anro
vibrar como una trompeta.
— ¡Espere, Sleat! ¡Pierde usted!
Sleat se volvió cojeando. El extremo brillante de la mecha se
movk por el suelo desnudo como el ojo de un gusano que retro-
cediera.
— ¿Por qué pierdo?
— Porque pierde — afirmó burlón el Santo. — ¿Por qué? Se lo
(tiré ea unos seis minutos, un poco antes de que estalle la dinamita.
¡Tendrá usted la satisfacción de saberlo, antes de morir con nosotros!
APARECE EL SANTO

Para Roger era todo aquello como una pesadilla, de la que hubiera
creído poder despertar de un momento a otro, si no fuera por el
dolor que le abrasaba la cara desde la frente a la barbilla. Sólo po-
día suponer lo que el Santo debía de estar sufriendo, pues éste no lo
demostró nunca ni por el más ligero pestañeo.
El átomo de luz roja parecía volar a través de la habitación con
la velocidad del rayo. A menos que Sleat hubiera calculado mal la
longitud de la mecha, o a menos que quedase más oculta debajo de
las tablas...
Podía ver las manos del Santo detrás de la silla. Luchaba con
las muñecas; pero Roger no veía el cuchillo. Los dedos del Santo
estaban dentro de la manga izquierda, estirándose y moviéndose,
pero nada ocurría.
Luego Roger vio los dedos del Santo dejar de moverse, perder su
rigidez y sus manos caer flaccidamente sobre su espalda — y com-
prendió.
El Santo no podía alcanzar su cuchillo.
Por una vez el recurso había fallado. Las cuerdas estaban dema-
siado apretadas o bien el cuchillo se había movido alrededor del an-
tebrazo.
Y nunca había sido más dulce la sonrisa del Santo.
— ¿Por qué pierdo? — preguntó Sleat de nuevo.
— ¿No le gustaría saberlo? — murmuró con ironía el Santo.
La cara de Sleat se contrajo con un espasmo de rabia. Miró a su
alrededor y vio el trozo de cuerda. Empezó a moverse hacia él.
— Y si cree usted que con eso ganará algo — dijo serenamente
la voz del Santo, — está usted bastante equivocado. La tortura no
sirve de nada conmigo. Debía usted haberse ya dado cuenta de eso...
El extremo encendido de la mecha estaba ya sólo a pocas pul-
gadas del agujero del suelo. Cuatro pulgadas cuando más... tres...
La cabeza de Roger vaciló. Sólo una cosa podía pretender el
Santo. Había perdido su carta decisiva y se tomaba el único des-
quite que le quedaba. Perder tiempo... distraer la atención de Sleat...
y llevársele con ellos a la eternidad...
Roger gritó. Supo que gritaba porque oyó su propia voz como
la voz de otro hombre que hablase a través de un vacío infinito.
Gritó:
— ¡Betty!
Su respuesta llegó hasta él como desde una distancia inmensa.
Nada era verdadero... nada. Y el gusano de luz se deslizaba por el
agujero del suelo.
— ¿Por qué no puedes sostenerme? — sollozó lastimeramente
la joven.
Roger gimió.
— No puedo — murmuró. — No puedo. Me han atado dema-
siado fuerte. No puedo moverme.
270 ALMANAQUE ROSA

La vio a pocos pasos, al otro lado de la tierra. Y vio a la -(Araña


moverse con una lentitud increíble y coger la cuerda. Y vio al 5anfo
sonreír con su sonrisa indomable.
Y otra vez la voz del Santo rasgó el aire como un rayo de
sol. Y esta vez como un grito de triunfo.
— ¡Es demasiado tarde! —-exclamó.—Es demasiado tarde
hasta para la tortura, ¡porque no puede usted apagar la mecha! Ha
desaparecido. Hace ya más de un minuto que ha desaparecido. No la
puede usted alcanzar, a menos que levante el suelo, y no hay tiem-
po para ello. Quedan menos de cuatro minutos.
Y en el corazón del Santo cantaba una loca esperanza.
Al principio la suposición de Roger era cierta. El Santo quería
ganar tiempo; luchaba por hacer olvidar a Sleat la mecha y el pasar
de los minutos, con la sombría intención de tenerle allí para que
volase con sus víctimas. Había querido ganar tiempo... y había
ganado.
Había visto una escapada. El espectro de una probabilidad,
pero...
— Unos tres minutos nada más, supongo, Sleat. Y no volverá
usted a ver sus diamantes. Se lo aseguro yo.
Los labios de Sleat se contrajeron en una horrible mueca.
— Los diamantes...
— Yo los he encontrado. Los he desenterrado antes de venir
aquí. ¿Cree usted que iba a ser tan tonto que se me olvidase? Están
donde no los encontrará usted aunque busque todo lo que le queda
de vida. Y tres minutos no es bastante para hacerme hablar, aunque
se atreviera usted a quedarse.
Sleat estaba en el agujero del suelo. Había metido la mano en
él. Trataba de meter el brazo, pero la obertura era con mucho de-
masiado pequeña. Arañaba las tablas con las uñas de la otra mano,
pero las tablas no cedían.
Era un espectáculo espeluznante. El hombre gruñía y babeaba
como un animal.
— Es inútil, Sleat — siguió burlándose el Santo. — Lo ha de-
jado usted para demasiado tarde. No puede usted alcanzar la mecha,
no puede usted impedir la explosión, y volará usted con nosotros
como n,o se apresure. Pero nunca verá usted esos diamantes, a me-
nos que...
Sleat se retorció con más violencia y luego se quedó inmóvil acu-
trucado en el suelo. Retiró la mano del agujero y se puso lenta-
mente de rodillas. Sus ojos parecían los de un ciego.
— ¿A menos que? — exclamó.
El Santo no vaciló ni un momento, pues reconocía la astucia de
la locura de Sleat. El más ligero temblor hubiera sido fatal, pero el
Santo no tembló. Jugó su carta — la carta que le había enviado del
cielo cualquiera que fuese la benéfica deidad que le protegía en todas
APARECE EL SANTO 271

sus cosas el más audaz e inspirado golpe de su carrera — y la jugó


sin pestañear, con la misma tranquilidad que si se tratase de una
amistosa partida de juego.
— A menos que nos suelte y nos saque de aquí en dos minutos
y medio.

Roger oyó las palabras y sintió palpitar locamente su cerebro.


Comprendió... comprendió al momento, pero... seguramente el Santo
no confiaba en tan descarada falsedad. Aunque fuera su única espe-
ranza, el Santo no podía imaginarse que Sleat cayese en una men-
tira como aquélla.
Un observador con un cronómetro hubiera potado que hubo
un silencio de quince segundos, pero a Rogcr le parecieron quince
minutos.
Conway pensaba en su pesadilla:
— Podría conseguirlo. Podría conseguirlo. Sólo el Santo era
capaz de hacerlo, pero lo podía lograr. Tiene a Sleat medio loco. Le
está volviendo loco desde el principio. Desde que ha encendido la
mecha, el Santo no ha dejado de mortificarle y acosarle, envolvién-
dole, picándole como una avispa a un toro furioso. Sleat debía de
estar a punto de caer. Podría conseguirlo...
Y Sleat se estaba levantando.
Y ¡la avispa volvió a clavar su aguijón.
— ¡Siete años de vida! Y de qué le sirven si va usted a matar
al único hombre que podría llevarle a sus diamantes. ¡Cuánto daría
porque los demás pudieran oír esta historieta! Otros dos minutos,
Sleat, y... ¿No es grande?
Y el Santo se reía como si no tuviera una preocupación en el
mundo, como si estuvieran todos a mil millas de la mina que los
haría pedazos dentro de ciento veinte segundos.
Roger pensó:
— Podría haberlo conseguido, pero ya es tarde. No hay es-
peranza...
Luego vio gesticular a Sleat, lo vio con asombrosa claridad,
como a través de una poderosa lente, vio el temblor de los párpados
y el hilo de saliva que corría de los ángulos de su boca, vio...
Vio a Síéat sacar una ñauaja, del bolsillo y precipitarse a la silla
del Santo.
Sleat estaba loco. Tenía que estarlo. Las pullas del Santo, sobre
la creencia de que él se h^ibía llevado los diamantes y era el único
que sabía dónde estaban, debía de haber aniquilado el último ves-
tigio de razón en su cerebro. De otra manera Sleat nunca le hubie-
ria creído, nunca se hubiera arriesgado.
272 ALMANAQUE ROSA

Si hubiera estado en sus cabales, hubiera comprendido que no


podría cortar las ligaduras del Santo y guardarse al mismo tiempo.
auBí teniendo un arma en la otra mano, habiendo Idespedido a sus
cómplices. ¿O quizás en su locura, que el Santo excitara con tan so-
berbio tacto, pensaba que podría realizar lo imposible?
La joven, Roger, y el mismo Simón se daban cucn,ta de que
nunca lo sabrían.
Pero el Santo tenía las manos libres, y la mano derecha del
Sianto voló hacia su manga izquierda, mientras Slcat cortaba las li-
gaduras de su pierna derecha. Y el pie derecho del Santo estaba li-
bre. Y Slcat de rodillas en el suelo cortaba con frenesí las cuerdas que
sujetaban la pierna izquierda de Simón. El pie izquierdo de Simón
estaba...
Simón levantó hacia atrás el pie izquierdo y lo lanzó hacia ade-
lante. La joven tomó aliento con la boca labierta.
Slcat, casi derribado por el puntapié, buscaba ciegamente su re-
vólver, que había dejado taer, cuando el Santo lo apartó de otro
puntapié y se lo arrebató.
Él aliento de Roger salió por entre sus dientes en un largo
suspiro.
El Santo con el cuchillo en la mano estaba al lado de la silla
de Conway, Tres rápidos tajos de la añlada hoja y Roger estaba
Ubre y de pie, cuando el enano se acetcaba a ellos con las manos
crispadas.
— Tuyo, compañero — dijo el Santo como si jugasen una par-
tida de tenis, y se acercó a la joven en dos saltos.
Las cuerdas cayeron en un momento, y al ponerse ella de pie,
entumecida, el Santo la cogió por un brazo y la sacó de la habita-
ción. La puerta exterior estaba abierta y el Santo señaló el oscuro
páramo.
— Corra — dijo. — La alcanzaremos en el barranco en medio
segundo.
'—Peto Roger...
Simón enseñó ios dientes.
— Roger está matando a un hombre — dijo, -— y en. estas oca-
siones no está presentable. Es mejor que usted no lo vea. Pero le
racaré en seguida. Hasta ahora.
Y se quedó sola.
El Santo volvió y atravesó, sin detenerse, la habitación de don-
de habían salido para entrar en la contigua. Había un hombre en
ia icama que no se movió al entrar el Santo. Simón le envolvió en
una nuinta y se le llevó fuera.
Roger se estaba poniendo de JHC.
— ¿Quién M ese? — preguntó con voz ronca.
—- El tío Sebastián. — Simón miró una cosa que había en un
rincón.—Ya...
APARECE BL ^SylWro 27^

Conway se pasó una mano por los ojos.


— Sí. Le be matado.
Simón miró a Roger a la cara y vio en ella la trágica reacción.
Habló para confortarle.
— Abora pienso que te has precipitado — observó frivolamen-
te. — Quiere decir que itendremos que buscar los diamantes. Pero no
podemos detenernos a Uorax aquí. Vamos.
Salieron corriendo y tropezando con las piedras y otros obstácu-
los. Aun el Santo, a pesar de su instinto, resbaló una vez y cayó so-
bre una rodilla, i)ero continuó corriendo casi sin detenerse.
Una sombra se levantó en la oscuridad.
— ¿Son ustedes?
La voz de Betty.
— Nosotros somos — repuso el Santo, y descendió al agujero.
Roger ya no estaba a su lado cuando depositó su carga en el
suelo.
— Si me permiten interrumpir — dijo el Santo. — les aconse-
jo que se cubran la cabeza, cierren la boca y se tapen los oídos; si
lo pueden hacer abrazados, mucho mejor, pero está a punto de ocu-
rrir algo...
Apenas acababa de hablar cuando la tierra pareció retorcerse de-
b a ^ de ellos como un gigante atormentado, y rugir con una voz
como cien, truenos. Frente a ellos la obscuridad fué rasgada por un
fuego amatista, y una especie de hongo negro y colosal ocultó las
estrellas mientras los ecos de la detonación retumbaban por los
cielos.
El hongo negro se convirtió en una nube y la nube en una llu-
via negra de tierra y piedras.
El Santo se enderezó algunos segundos después, tratando de
sacudir el polvo de sus vestidos.
— Un buem petardo — murmuró con admiración. — Si hubié-
ramos estado en k casa empezaríamos a bajar ahora.
Emprendieron la marcha, cada uno con sus propic» peasamUa'
tos: el Santo con su carga y Roger con un brazo alrededor de la cin-
tura de Betty.
Al cabo de un rato, Simón se detuvo y los demás hiciercm lo
, mismo. Estaba escudriñando en la obscuridad algo que los otros no
i veían. Luego se inclinó lentamente, y cuando se enderezó no lle-
vaba nada en los brazos.
Tocó a Roger en el hombro.
— Siento tener que interrumpir de nuevo —- dijo. — Peto en-
; tre nosotros y el coche hay algunos ejemplares que. 1^^ ftoin^i4o
.llevarle al Inspector Tcal. Si me queréis esperar aquí un s^nndo,
me acercaré a completar lá caza.
Desapareció con d silencio y la rapidez de una pantera.
Loa o^tm cuatro hombres, con Dyson, estaban de i»e» forman-
10
274 ALMANAQUE ROSA

do un pequeño grupo al lado del coche, hablando en voz baja, cuan-


do el Santo se acercó a ellos a la luz de las estrellas, con la automá-
tica de Sleat en la mano.
Simón odiaba las armas de fuego, como ya se ha dicho, pero en
las circunstancias...
— Buenas noches - dijo afablemente.
El silencio cayó sobre el grupo como un sudario. Luego, len-
ta y medrosamente se volvieron y le vieron a un par de yardas de
distancia.
Uno de ellos blasfemó. Los otras le miraron mudos de terror
supersticioso. El Santo sonreía como un ángel a través de la sangre
seca que tenía en la cara.
— Soy el alma de Julio Cesar — dijo con voz sepulcral, — y
como no levantéis inmediatamente las inanos, os convertiré en ranas.
Se acercó un poco más para que le pudieran ver con más clari-
dad. Y lentamente levantaron tcxios las manos. Cualesquiera que
fueran las dudas que tuvieran sobre su realidad, la automática que
tenía en la mano era bastante real. Pero en sus caras se leía el
miedo a la muerte.
Luego la risa desapareció de los ojos de Simón, dejándolos fríos
c implacables.
— Fuisteis cómplices en el suplicio— dijo, — y hubierais sido
también cómplices en el asesinato. Por consiguiente, iréis todos a la
cárcel de acuerdo con la ley; pero cuando salgáis — dentro de unos
' tres años supongo — os acordaréis de esta noche y hablaréis de
ella a vuestros amigos. Aprended que nadie puede vencer al Santo.
Pero si nos volvemos a encontrar otra vez...
Se detuvo un momento.
— Si nos volvemos a encontrar otra vez — señaló con una mano
en dirección del páramo,— puede ser que vayáis adonde vuestro jefe
' ha ido ya. Me repugna vuestra calaña...
'' — Y mientras tanto — continuó, — podéis dar un paso ade-
lante, uno por uno, y quitaros las chaquetas y los tirantes. ¡En
marcha!
Mientras ejecutaban sus, al parecer, excéntricas órdenes, llamó a
Roger y le guió con la voz hacia el sitio en donde estaban. Los ti-
^ rantes de cada uno de los hombres sirvieron para atarles los brazos,
\ y las chaquetas, anudadas por las mangas, para ligarles las piernas.
y — No ha estado mal la jornada — dijo el Santo cuando todo
I estuvo ejecutado, — pero...
f Roger le dirigió una tapida mirada de comprensión y Betty le
• tendió la mano.
- — Una buena jornada, pero dura — concluyó el Santo débil-
mente, apoyándose en el coche.
Conway los condujo en la vuelta.
Los prisioneros fueron entregados en la Delegación de Policía de
APARECE EL SANTO 275

Forquay, para esperar el día siguiente y proporcionarse el gusto


de conocer al Inspector Teal. A continuación hicieron una visita a
un atento medico del camino de St. Marychurch, y por fin llegaron
al Hotel del Águila Dorada, con el Santo clamando por cerveza.
La administradora estaba aún esperando.
— Señor Conway...
— Miss Cocker.
— Yo creía... Que...
— No, por Dios — interrumpió Rogcr. — Si tengo que contar
esa historia otra vez esta noche me dará un ataque de nervios.
— Y yo llorare y pediré que me saquen de aquí — dijo el
Santo, dejándose caer en la primera silla que encontró. — Los idio-
tas de la delegación de policía me han sacado de mis casillas con sus
estúpidas preguntas. Estoy aún asombrado de que no nos hayan en-
cerrado a nosotros también. ¡Que me traigan cerveza, por favor!
Costó bastante tiempo convencer a la administradora de que el
Santo se había repuesto lo suficiente para poder beber otra vez, pero
al fin se consiguió. Simón se tragó un ¡doble como si fuese una pil-
dora y se levantó bostezando.
— Roger, si te apresuras a dejar a Betty en la cama nos vamos.
— ¿Nos vamos?
— Vamos — repitió el Santo. — Lo contrario de venimos.
Hay una cosa que tengo particular deseo de hacer esta noche.
— Como el obispo le dijo a la actriz — murmuró la joven.
El Santo la miró con gravedad.
— Betty — dijo, — servirá usted. Le permito a Roger que se
enamore de usted si quiere. Esas ocho palabras demuestran que us-
ted es uno de nosotros. Puede asegurarse que una muchacha que ha
pasado por lo que usted ha pasado esta noche...
— Pero — le interrumpió Roger, — ¿no pretenderás que vol-
vamos a Newton esta noche?
Simón se volvió.
— ¿Cuando, entonces? Teal llegará mañana. Y de todas mane-
ras no podemos asaltar aquel jardín con palas y picos a la luz del
día, cuando se supone que la casa está cerrada. Es esta ncKhc o
nunca, y me parece que nos hemos ganado esos diamantes. Cuarenta
y cinco mil libras para la Beneficencia, y el diez por ciento de comi-
sión— que son mil doscientas cincuenta libras para cada uno —
para Dicky Tremayne, Norman Kent, tú y yo.

Hay que hacer constar que a las cuatro y diez y siete en punto
de aquella mañana, la pala del Santo tropezó con algo duro, pero
elástico, y que sus llamadas hicieron a Roger atravesar el jardín co-
rriendo. Juntos abrieron el saco de cuero blando y examinaron las
piedras a la luz de una lámpara.
? Í16 ALMANAQUE ROSA

Exactamente a las cuatro y diez y nueve, su luz fué eclipsada


por otra que salía de la oscuridad y una voz familiar dijo:
— Es muy temprano que esté usted ya levantado, señor
Templar.
El Santo cerró el saco y se levantó del suelo con un suspiro.
- ^ Tarde, querrá usted decir, Teal. Tiene usted una admira-
ble facultad para estar en el sitio donde hace falta.
— No podía esperar — dijo el Inspector Teal con voz soporí-
fera. — Estaba despierto, pensando en lo que ustedes pudieran ha-
cer y cogí mi coche y vine aquí. Entremos en la' casa a charlar
un rato.
— Vamos — dijo el Santo sin entusiasmo.
Entraron en la casa y Simón tuvo que dar otra vez su batalla.
Teal le escuchó — sabía escuchar — masticando su goma favorita.
No interrumpió hasta el final del relato.
— ¿Y qué le ocurrió a Sleat?
Simón le miró a los ojos.
— Cuando vio a Roger de pie — dijo, — Sleat se impresionó
tanto con su hermosura, que le dio un ataque al corazón y se mu-
rió de repente. Fue un disgusto muy grande. No tuvimos tiempo
de retirar su cuerpo y voló con el petardo, así es que todo lo que
podrá usted encontrar de él serán las botas. Lo siento mucho; va
a ser un caso difícil para el médico forense.
Teal asintió con la cabeza como un mandarín.
17
— Le creo — declaró. — Muchos no lo creerían, pero yo sí.
No hay iwuebas.
— No — dijo satisfecho el Santo, — N o hay pruebas.
Teal se levantó con la pesadez de una montaña y se asomó a la
ventana. En el cielo aparecían los primeros reflejos de plata del alba.
— Creo — dijo, — que podíamos ir al hotel del señor Con-
way a ver si nos dan de almorzar.
Como episodio histórico,- que la prensa no tuvo ocasión de pu-
blicar, debe hacerse constar que el mismo Teal en compañía del
$mto. depositó la bolsa de diamantes en la Delegación de Policía
de Exeter, al mismo tiempo que trasladaba a ella los prisioneros del
SfOito, en espera del juicio que se celebraría la tarde siguiente.
-—¿No regresa usted hoy? — preguntó el Santo con solicitud.
— No, hasta mañana -— repuso Teal. — Por eso se me ha ocu-
rtúlo dejar los diamantes aquí. Si los guardase en el Águila Dorada,
podrían ustedes sentirse sonámbulos esta noche. Voy a pedirle al se-
ñot Conway que me deje conservar la habitación. Hay que investi-
g a la explosión y que aclarar uno o dos detalles. Espero ¡que no
¡tBOües^té a nadie.
— Todos estaremos encantados con usted — declaró sincera-
mente el Santo.
Á. las nueve en punto de la mañana siguiente, un hombre con el
F
APARECE EL SANTO 277

uniforme de la policía metropolitana, entró airosamente en la Dele-


gación de Policía de Exeter.
— Agente Hawkins, de Londres — informó al Comisario^ pre-
sentándose. — Vine anteanoche con el Inspector Teal pata el caso
del Policía. El señor Teal me envía a recoger los diamantes que dejó
aquí para que se los lleve a Ja estación.
— ¿Tiene usted una brden?
El agente sacó un papel. El Comisario lo leyó, abrió la caja y
entregó la bolsa.
— Tenga cuidado con ello — aconsejó. — Dicen que vale cin-
cuenta mil libras.
— ¡Atiza! — dijo el guardia con comprensible alarma.
A la mañana siguiente, Simón Templar estaba celebrando una ,
comida cuando entró el Inspector Teal.
— Coma usted un huevo — invitó cordialmente el Santo, —
Mejor dos huevos. No te Vayas Horacio, que te podreinos necesitar.
Teal se hundió en un sillón y desenvolvió un nuevo trozo de
goma de mascar.
— Quisiera algunos diamatítes — dijo.
— Lo siento — repuso el Santo. — pero Brook Street conti-
núa libre de ese sórdido comercio. Quizás se ha equivocado usted
de autobús.
— Su amigo Coftway...
— Nos ha dejado temporalmente. Ha conocido a una mucha-
cha. Ya pabe usted lo que es la gente joven. Pero si hay algún re-
cado que yo le pucdaj comunicar...
— Ustedes dos se supone que han venido a Londres el viernes
por la noche, ¿no?
— ¿Por qué se supone? — demandó con inocencia el Santo.
— ¿Lo sabe alguien, además de ustedes?
El iSoTJfo ¡se recostó en su silla.^'
— A Jas ocho de la mañana de ayer sábado, unos cuantos de
nosotros almorzamos juntos aquí. Es una ceremonia que observa-
mos religiosamente cada cuarto aniversario de la muerte de Sir Ri-
chard Arkwright. Después de almorzar salimos, con sombreros de
paja y botas de foot-ball, y vamos a echar barquitos de papel al es-
tanque grande del parque. Es parte de la ceremonia.
— ¿Sí? — interpuso el amodorrado Teal.
— En este almuerzo estuvieron presentes Conway y misa Aldo,
que no están aquí hoy para contestar por sí mismos, y también los
que está usted viendo repetir la operación esta mañana: misa Pa-
tricia Holm y Mr. Richard Tremayne. Horacio nos sirvió. Puede
usted preguntarles si no es verdad.
—' Ya veo — dijo Teal, como si en realidad no viese nada.
— Por consiguiente — continuó el Santo, — no «s posible que
estuviéramos en Exeter el sábado, a las nueve de la mañana, que t»
278 ALMANAQUE ROSA

según creo, la hora en que el policía misterioso se llevó la bolsa de


la Delegación de Policía con una orden falsificada.
— ¿Cómo sabe usted eso? — preguntó Teal con una rapidez
en él extraordinaria.
— ¿El qué?
— Lo del policía que se llevó los diamantes.
— ¡Que! —exclamó el Santo indignado. — Yo no he dicho
nada de ningún policía ni de ningunos diamantes. ¿He dicho algo,
Patricia?... ¿He dicho algo, Dicky?... ¿He dicho algo, Horacio?...
Las tres personas requeridas menearon solemnemente la cabeza.
— ¡Ahí lo tiene usted, Teal! Debe usted estar soñando.
El Inspector Teal inclinó la cabeza muy despacio.
— Ya — murmuró con su monumental y acostumbrado can-
sancio. — El nombre técnico de esto es una coartada.
— Digamos que ha sido una buena jornada, Teal — dijo in-
sinuante el Santo.
Las mandíbulas de Teal seguían oscilando rítmicamente, y no
había dejado de asentir con la cabeza. Como siempre en tales mo-
mentos, parecía estar a punto de dormirse de puro aburrimiento.
— Ha sido una jornada — dijo, — ¡una jornada!
LA MUJER BANDIDO

I
Que un burlador de la ley, en medio de una de sus fechorías,
pretenda al mismo tiempo contender con un Inspector Jefe de Po-
licía, puede decirse que es heroico y quijotesco. También puede de-
cirse que es una estupidez de la variedad más suicida, según el modo
que se tenga de mirar estas cosas.
Simón Templar lo encontraba en extremo divertido.
4 Al Inspector ¡Jefe de Policía, Claudio Eustaquio Teal, del De-
partamento de Investigación Criminal, el gran detective (que era
casi tan grande de tamaño como de reputación), le parecía una inte-
resante novedad.
Teal gozaba la reputación de poseer la mejor memoria de todo
el cuerpo de policía. Se decía, quizás con alguna exageración, que si
los ficheros fueran totalmente destruidos por un incendio, Teal po-
dría reconstruir la filiación de todos los criminales fichados, sus mé-
todos, costumbres, supersticiones y notables idiosincrasias, con un
tosco, pero acertado esquema de las huellas digitales relacionadas con
cada caso. Ciertamente, tenía muy buena memoria.
Recordaba distintamente a un policía misterioso, a quien un in-
,genioso periodista llamara el Policía con Alas, y que fué extraña-
mente reencarnado algún tiempo después de que el inventor de la idea
hubiera dejado el mundo de los vivos, montado en, una carga de
dinamita, privando así al Inspector Teal del placer de entregar a su
comisario cincuenta mil libras en diamantes, que habían estado per-
didas durante siete años.
Teal sospechaba — no sin razón — que el fértil cerebro de Si-
món Templar había sido el origen de aquella broma. Y Teal tenía
mu,y buena memoria.
Por consiguiente, las actividades secretas del Santo fueron un
poco i)erturbadas por cierto número de fornidos señores que se de-
dicaron a patrullar por relevos la calle de Brook, como miembros
de un clan escocés que montasen guardia sobre el lugar en que su
jefe estuviera seguro de haber perdido seis peniques.
Llegó un día en que el Sanio se cansó del aburrido espectáculo,
y, no teniendo nada mejor que hacer, se armó de un grueso bastón
y salió de paseo con el aire más furtivo y sospechoso que supo
adoptar.
Estaba entrenado hasta las uñas y rabiando de ganas de hacer
280 ALMANAQUE ROSA

ejercicio. Atravesó Londres hacia el oeste y cruzó el Támesis por el


Puente de Putney. Dejó Kingston detrás. Continuando hacia el sur-
oeste, pasó Esher y Cobham. Caminaba de prisa y satisfecho. No se
detuvo hasta llegar a Ripley, y allí se metió en una hostería, hacia
las seis de la tarde, después de un pasco de veintitrés millas.
La tarde había sido soleada y caliente. Simón se bebió dos vasos
de cerveza, como si estuviese convencido de haberse ganado hasta la
última gota de ella, fumó un par de cigarrillos, y emprendió el ca-
mino de regreso con renovado vigor en sus pasos.
En el camino, en otro bar, vio a un hombre con la cara muy
encendida. El hombre tenía un sombrero hongo encima del asiento
de al lado y parecía estarse derritiendo en un gran pañuelo de co-
lores.
Simón se acercó a él como a un viejo amigo.
— ¿Está usted dispuesto a continuar? — le preguntó. — Aho-
ra vamos a Guildfoid; después a Winchester, donde cenaré, y espero
dormir esta noche en Southampton. Mañana, a las seis y media de
la mañana, emprendo el camino de Liverpool. Cerca de Manchester
espeto asesinar a un mulato con la nariz postiza. Después de lo cual
si quiete usted seguirme a...
El testo de la coavcrsación continuó, por una parte al menos,
en un lenguaje capaz de avergonzar a un carretero.
Simón se alejó con expresión de disgusto, y prosiguió su camino.
Una milla más lejos acortó el paso y tuvo la satisfacción de vet
que el de la cara colorada ya no venía a retaguardia. Pocos momen-
tos después un automóvil azul pasó por su lado y se detuvo a algu-
nos metros de distancia. Cuando lo alcanzó, una joven se asomó a
la ventanilla y Simón la saludó con una sonrisa.
— Hola, Patricia — dijo. — Vamos a tomar un apetitivo y
a cenar.
Subió al coche y Patricia lo puso en marcha.
— ¿Cómo está el mercado de sómbrelos hongos? — le pte-
guntó.
— Debilitándose — mutmutó el Santo. — Debilitándose. No
pQeden resistit un buen i^seo. Cambiemos de conversación. ¿Por qué
etes tan guapa?
Ella le lanzó una fascinadora sonrisa.
— Probablemente — contestó, — potque estoy aún enamotada
de ti, después de un año enteto; y tú estás todavía enamorado de
mi. La iconjibinación es lo bastante pata hacei patecet guapa a cual-
quiera.
Volviaron tard<e a Londres.
En el piso de Btook Stteet, Rogei Conway y Dicky Tremayne
se estaban bebiendo la cerveza del Santo.
— Había también para ti — dijo Roger, — pero nos la hemos
bebido pata que no se echase a perder.
APARECE EL SANTO 281

— Muy previsores — dijo el Santo. •


Se apoderó tranquilamente del vaso de Conway y se dejó caer
en una silla.
— Bien, compadres —^ observó, — ¿cómo estaba el campo esta
tarde?
— Yo tomé la carretera del Norte — dijo Roger. — Mi saté-
lite desapareció en St. Alban, y Dicky me recogió un, poco más allá.
Veintiuna millas en cinco horas y cuarenta y difco minutos.
¿Qué tal?
— Poca cosa — dijo el Santo. — Yo he hecho veintitrés millas
eni cinco horas y media justas. A mi polizonte le han tenido que lle-
var al hospital en una camilla, y cuando han tratado de reanimarle
con aguardiente, ha estallado. Esto no acabará aquí.
A la mañana siguiente, Horacio al entrar con el desayuno de su
patrón, le informó de que había llegado a Brook Street un nuevo
destacamento de sombreros hongos, y el Santo tuvo que dedicar su
ingenio a pensar otros medios de evadir su vigilancia.
Durante los quince días siguientes, el Santo envió nueve mil li-
bras a la Beneficencia pública, y el Inspector Teal, que sabía que
para obtener aquel dinero el Santo debía de haber "persuadido" a
alguien de que le extendiese un cheque por diez mil libras, del cual
habría deducido el diez por ciento de comisión que reclamaba, según
sus normas, se enojó. Interrogó a sus subordinados, que no pudieron
hacer sugerencia alguna sobre la procedencia del regalo. No, Simón
Templar no había hecho nada sospechoso. No, no se le había visto
con nadie sospechoso. No...
No sirven ustedes para nada — dijo Teal enfadado. — Pueden
dejar de vigilar esa casa. Es obvio que pierden ustedes el tiempo. No es
que — añadió amablemente — el Departamento les haya echado de
menos.
El colmo llegó algunos días después, cuando un con,trabandista
de cocaína, a quien Teal había estado vigilando varios meses, fué
por fin cogido con la mercancía encima, cuando desembarcaba en
Dover. Teal, siguiendo una información recibida, le puso las esposas
en las muñecas al entrar en la Aduana, y le acompañó personalmente
a Londres, sentándose solo con su cautivo en un depártamelo re-
servado.
No supo que Simón Templar estaba en el tren hasta quince mi-
nutos después de salir de la estación de Victoria, cuando el Santo
entró tranquilamente en el departamento y le saludó.
— ¿Sabe usted leer? —preguntó Teal.
— No -— contestó el Santo.
Teal le señaló los rótulos rojos fijados en las ventanillas.
— R-E-S-E-R-V-A-D-0 — leyó. — ¿Conoce usted la palabra?
— No.
282 ALMANAQUE ROSA

El Santo se sentó, después de una curiosa mirada al hombre que


estaba al lado de Teal, y sacó una pitillera de oro.
— Creo que le debo a usted una excusa por haber reventado a
fuerza de andar a uno de sus hombres hace poco. Realmente, creo que
se le estuvo a usted bien empleado, pero me han dicho que está usted
enfadado. ¿No podemos hacer las paces?
— No — dijo Teal.
— ¿Quiere un cigarrillo?
— No fumo cigarrillos.
— ¿Un puro, entonces?
Teal le miró con desconfianza.
— Ya conozco alguna de sus bromas — dijo. — ¿Estallará éste,
o es de los que le manchan a uno la cara de hollín cuando lo
enciende?
Simón le entregó el cigarro. Era, sin duda, excelente. Teal le
mordió, distraído, la punta.
— Puede ser que no haya tenido razón — concedió. — Pero
usted fué el que empezó a buscarle tres pies al gato, y algún día se
los encontrará usted. ¿Ve usted a este muchacho?
Señaló a su prisionero con el cigarro, y el Santo asintió.
— He estado casi un año detrás de él, y se ha reído de mí muchas
veces antes de que le cogiera. Ahora me toca a mí. Lo mismo ocurrirá
con usted. Yo puedo esperar. Un día llegará usted demasiado lejos,
cometerá usted algún error y...
— Conozco a este hombre — dijo el Santo.
Miró con ojos fríos a través del departamento.
— Es un chantajista y un contrabandista de drogas. Se llama
Cyril Farrast, tiene treinta y dos años y ha estado condenado otra vez.
Teal se quedó sorprendido, pero lo disimuló bajando los párpados
como quien tiene sueño. Siempre tenía el aspecto más aburrido
cuando estaba más interesado.
— Ya sabía todo eso, pero, ¿cómo lo sabe usted?
— Le he estado buscando — dijo simplemente el Santo, y el
hombre le miró. — Aun ahora le necesito. No por el asunto de la
cocaína; ya veo que usted se encarga de eso, sino por una muchacha
de Yorkshire. Hay miles de historias iguales, pero da la casualidad de
que ésta ha llegado a mis oídos. Él se acordará de su nombre, pero,
¿me conoce a mí?
— Yo le presentaré — dijo Teal, y se volvió hacia el preso. —
Cyril, este señor es Simón Templar. Ya habrá usted oído hablar de
él. Le conocen por el Sanio.
El hombre se encogió de terror, y Simón sonrió suavemente.
— ¡Oh, no! — murmuró. — Eso son cosas de Teal, que es muy
desconfiado... Pero si yo fuera el Santo, le estaría buscando a causa
de Elsa Gordon, que se ha suicidado hace once días. Debía matarle,
pero Teal me ha dicho que sea indulgente; así es que en lugar...
APARECE EL SANTO 283

Farrast estaba blanco hasta los labios. Éstos se movían, peto


ningún sonido salía de ellos. Luego...
— ¡Es mentira! — gritó. — No puede usted tocarme...
Teal le empujó rudamente hacia atrás y se encaró con el Santo.
— Templar, si cree usted que va a gastar ahora una de sus
bromas...
— Estoy seguro de ello. — Simón miró su reloj. — Ese cigarro
por ejemplo, está a punto de funcionar. Nada de explosivos; nada
de hollín. Una cosa mucho más divertida que eso...
Teal estaba mirando al cigarro. Se sentía muy débil. Le parecía
que hacía mucho tiempo que le dolía la cabeza.
Con un esfuerzo súbito y convulsivo arrojó el cigarro por la
ventanilla, y su mano empezó ia buscar el bolsillo de la cadera del
pantalón. Luego cayó lánguidamente hacia un lado.
Un empleado del tren le despertó en la estación siguiente.
Aquella noche había órdenes para el arresto de Simón Templar
y todos sus amigos. Pero el piso de Brook Street estaba cerrado, y el
portero dijo que los inquilinos se habían ausentado por una semana
con paradero desconocido.
La Prensa no fué informada. Teal tenía su orgullo.
Tres días después, un gran ataúd, rotulado: FRÁGIL = MANEJAD
SIN CUIDADO = CUALQUIER LADO HACIA ARRIBA, fué recibido en la
Dirección de Policía, dirigido al Inspector Jefe Teal. Al examinarlo
se oyó dentro un fuerte tictac, y los técnicos en explosivos lo abrieron
con grandes precauciones por la noche y en medio de Hyde Park.
Hallaron dentro un gran reloj despertador y a Cyril Farrast.
Estaba atado de pies y manos y amordazado, y en la espalda
desnuda mostraba señales de haber sido horriblemente apaleado.
También había en el ataúd una hoja de papel con el signo del
Santo; y una caja, cuidadosamente preservada con cartón y papel
de estaño, con un cigarro puro.
Cuando Teal llegó a su casa aquella noche se encontró a Simón
Templar esperándole pacientemente sentado en el escalón de la puerta.
— He recibido su cigarro — dijo Teal.
— Fúmeselo — contestó el Santo, - - que éste es bueno. Si le
gusta la nazarea, le enviaré mañana el resto de la caja.
— Entre — invitó Teal.
Entró señalando el camino y el Santo l& siguió. En el pequeño
salón, Teal desenvolvió el cigarro y Simón encendió un cigarrillo.
— También — dijo Teal, — tengo una orden pata arrestarle a
usted.
— Y ningún motivo |para usarla — replicó el Santo. — Le he
devuelto a su hombre.
— Le ha apaleado usted.
— Él es el único que puede acusarme de eso; usted no.
284 ALMANAQUE ROSA

— Si roba usted algo y lo devuelve, con eso no desaparece la


acusación de robo, si queremos perseguirla.
— Pero no lo hará usted — sonrió el Santo, observando cómo
Teal encendía su cigarro. — Francamente, entre nosotros, ¿merece
la pena? He notado que los periódicos no Jian dicho nada del
asunto. Ha hecho usted bien. Pero si ahora me acusase usted, no
•podría evitarse que lo supieran y toda Inglaterra se reiría de la
historia del gran Claudio Eustaquio Teal. — el detective hizo una
mueca — que cayó en la viejísima treta del cigarro narcotizado. ¿No
sería mejor dejarlo así?
Teal frunció las cejas, mirando al sonriente joven que tenía
delante.
Desde el momento de su primera entrevista con el Santo, Teal
había reconocido una indefinible superioridad. No se advertía en
nada que el Santo hiciera o dijera; pero estaba en él. Simón Templar
no era de una arcilla vulgar; y T ^ l que era de buena pasta, lo
comprendía sin resentimiento.
— En serio entonces. Templar. ¿No ve usted el compromiso en
que me ha puesto? Se llevó usted a Farrast y le apaleó; eso queda.
Y él vio que usted hablaba conmigo en el tren; si quisiera, podría
decir ante el tribunal que nosotros le ayudamos a usted. La policía
está ya desacreditada y de la calumnia algo quedaría.
— Farrast es mudo — afirmó Simón. — Se lo aseguro, porque
le he dicho que si respiraba una palabra de lo ocurrido le buscaría
y le mataría; y él me cr^. Como ve usted, he tenido en cuenta sus
apuros.
Teal pensaba de prisa. Asintió.
— Otra vez gana usted — dijo. — Creo que el Comisario pa-
sará esta vez, puesto que nos ha devuelto usted al hombre. Pero
pata otra...
•—Yo nunca me repito; por eso no me cogerán nunca. Pero
gracias, de todos modos.
Tomó su sombrero para marcharse, pero se detuvo en la puerta.
— ¿Le ha puesto a mal con el Comisario este negocio, encima
del de los idiamantes?
— No lo niego.
El Santo miró al techo.
— Me gustaría enmendar eso — dijo. — En Notting Hill vive
un vendedor de géneros robados, que se llama Albcrt Handers. La
mayor- i^rte de las cosas importantes pasan por sus manos. Sé que
hace mucho tiem|>o que quiere usted echarle el guante.
— ¿Cómo diablos.. ? — empezó Teal.
— No importa eso. Si quiere usted hacer las paces con el Comi-
sario, espere a Handers mañana por la mañana en el Aeródromo de
Croydon, pues se propone salir en aeroplano para Amsterdam con
el producto del robo de Asheton. Llevará los diamantes cosidos en
APARECE EL SANTO

el asa de la maleta. Con las veces que le ha detenido y registrado


usted íio ha pensado en ello... ¡Buenas noches!
Antes de que el rollizo detective pudiera detenerle había des-
aparecido; y aquella noche el Santo volvió a dormir en Brook Street.
Pero la información suministrada por el Santo procedía de
Dicky Treiriayne, otro miembro de la cuadrilla, y señalaba el prin-
cipio del fin de un golpe al que Dicky Tremayne había dedicado
un año de paciente preparación.
Esta es la historia de Dicky Tremayne.

II

Dicky Tremayne entró a última hora de una noche en el piso


del Santo, a quien halló en pijama. Lo mismo que Roger Conway,
Tremayne podía entrar a cuaquier hora en la casa, pues tenía una
llave.
Dicky dijo al entrar:
— Santo, me parece que estoy a punto de enamorarme.
El Santo se volvió y levantó los ojos al cielo.
— ¿Otfa vez? — protestó.
— Otra vez — confirmó Dicky. — Es un tremendo inconve-
niente, pero qué le vamos a hacer. A un hombre le ocurren estas
cosas.
Simón dejó m libro y cogió un cigarrillo de la caja que tenía
convenientemente cerca.
— Siempre he creído que Archie Sheridan era bastante calamidad
— dijo Simón. — Hasta que se casó estuve pensando en mis tatoa
de ocio, cómo era posible que se escapase. Pero desde que tú has
salido de tu retiro y te dejamos vivir en París sin vigilancia...
-T- Ya lo sé — interrumpió Dicky. — No lo puedo evitar, pero
esta vez puede ser una cosa seria.
Simón le contempló con la cerilla en, la mana
Norman Kent era el más atrayente de los Santos: Archie Sheridan
había sido el más conquistador; Roger Conway era el más guapo;
pero Dicky...
Dicky Tremayne era moreno y elegante, con una elegancia con-
tinental y unos ojos de malicioso brillo. Dicky era lo que las mu-
chachas románticas llaman un Don Juan... y sin embargo, era un
buen muchacho. Además, poseía un coraje y una alegría que n u n a
le faltaban. El Santo sentía un verdadero afecto hacia Dicky.
— ¿Quién es esta vez? — le preguntó.
Tremayne se acercó a la ventana y miró a la calle.
— Ha tomado una casa en Park Lanc con el nombre de Con-
desa Anusia Marova — contestó. — Lo mismo que el yate que ha
286 ALMANAQUE ROSA

fletado para la temporada. Pero nació en Boston, Massachusetts,


hace veintitrés años, y sus padres la llamaban Audrey Perowne. Ha
tenido muchos nombres desde entonces, pero la policía de Amsterdam
la conoce mejor por La Honrada Audrey. ¿Sabes a quién me refiero?
— ¿Y tú...?
— Ya sabes lo que he hecho. He pasado la mayor parte del
tiempo en París, trabajando con Hilloran, que es su hombre de
confianza en los Estados Unidos, porque estábamos seguros de que
se reunirían tarde o temprano y podríamos matar dos pájaros de un
tiro. Y ahora están juntos otra vez y yo estoy en Londres como un
miembro bien acreditado de la cuadrilla. Todo está dispuesto, y
ahora quiero saber para qué nos hemos molestado.
El Santo se encogió de hombros.
— Hilloran tiene un mal nombre, y ella ha hecho bastante
dinero ..
—^ ¿Por qué la llaman la Honrada Audrey t
— Porque nunca ha tocado ni traficado en drogas, lo cual en
una mujer de su clase es considerado como una excentricidad, y
porque dicen que es peligroso propasarse con ella. Aparte de eso
he hecho casi de todo...
Dicky asintió con desaliento.
—^Ya lo sé — dijo. — Lo sé todo. Vas a decirme que ella e
Hilloran no son más que un par de bandidos que han ganado tanto
con su negocio que hemos decidido hacerles contribuir. A ella no la
hemos conocido nunca; y no es lo mismo que si fuera un hombre..
— Y sin embargo — interrumpió el Santo, — recuerdo una mu-
jer a quien tú querías matar, y supongo que la hubieras matado si
ella no se hubiera muerto sola.
— Era una ..
— De acuerdo. Pero la hubieras tratado exactamente lo mismo
que si hubiera sido un hombre dedicado al mismo tráfico.
— En, Audrey Perowne no hay nada de eso.
— Estás tratando de demostrar que apenas es más bandido que
somos nosotros. Su historia de criminal es bastante limpia; las
gentes a quienes roba, pueden perder lo que les quita.
— ¿No es así? I
Simón estudió la lumbre de su cigarrillo.
— Una vez — observó, — había un hombre muy rico que se
llamaba John L. Morganheim. Murió en Palm Bcach, misteriosa-
mente, y Audrey Perowne le estaba haciendo compañía. ¿Entiendes?
Tuvo que ser disimulado. Su familia no podía permitir el escándalo.
Pero... J
Tremayne se puso pálido.
— No conocemos toda la historia — dijo.
— No — admitió el Santo. — Sólo conocemos ciertos hechos.
APARECE EL SANTO 287

Puede que no sean muy importantes, pero ahí están hasta que
sepamos nada mejor.
Se levantó y puso una mano en el hombro de Dicky.
— Hablemos con franqueza, Dicky — sugirió. — Estás empe-
zando a pensar que no puedes acabar el trabajo. ;:No es eso?
Tremayne extendió las manos.
— Eso es, poco más o menos. Tenemos que asegurarnos...
— Asegurémonos — convino el Santo, — Pero mientras tanto,
¿que inconveniente hay en continuar? No lo habrá por la paliza pro-
pinada a Farrast; tampoco puedes ofenderte por haber denunciado a
Handers, ni es posible que te preocupe lo que hagamos con Hilloran.
Lo que se haya de hacer con la muchacha lo decidiremos más tarde,
cuando estemos seguros. Hasta entonces, ¿por qué razón has de
renunciar?
Tremayne le miró.
— Es verdad.
— ¡Claro qué es verdad!—gritó el Santo. — En la cuadrilla
no está esa mujer sola. Necesitamos a los demás. Los necesitamos
tanto como el jarro de cerveza que me vas a traer dentro de un
minuto. ¿Por qué no hemos de cogerlos?
Dicky asintió despacio con la cabeza.
— Ya sabía lo que tú dirías, pero he creído que te lo debía
decir...
Simón le dio un golpe cariñoso en la espalda.
— Eres un buen muchacho — le dijo. — Y ahora, ¿que hay de
esa cerveza?
Apareció la cerveza, que fué catada con la natural solemnidad y
se acabó la discusión.
Con el Santo, las cosas de más importancia podían ser propuestas,
discutidas y desechadas así. Con Roger Conway quizás la discusión
hubiera durado toda la noche, pero es que a Roger y al Santo les
gustaba discutir. Dicky era reservado. Rara vez salía de su reserva
para hablar larga y seriamente. El Santo comprendía y respetaba su
reticencia. Dicky comprendía también. Pasando tan ligeramente a lo
de la cerveza, el Santo no amortiguaba en nada el efecto de su com-
prensión; más bien demostraba que ésta era completa.
Dicky no podía pedir más, y cuando dejó sobre la mesa su
vaso vacío y encendió un cigarrillo, la ¡discusión no hubiera jxxlido
nunca levantar su cabeza entre los dos.
— En resumen — dijo; — nos vamos el veintinueve.
Simón miró el calendario que pendía de la pared.
— Tres días — murmuró. — ¿Y el cargamento de billonarios?
— Completo.—Dicky sonrió. — (Sanio, tienes que inclinarte
ante esa muchacha. Siete con sus esposas. Claro que ha pasado un
año entero mimándolos. Sir Esdras Levy, Gcorge Y. Ulrig, Matthew
Sankin...
r"-
ALMANAQUE ROSA

Citó Otros cuatro nombres muy conocidos en el mundo de la


¡ alta bain¿a.
— Una idea preciosa.
— JSío puede imaginarse nada mejor — confesó el Santo. Siete
] minas de oro y brillantes con piernas, y sus esposas cargadas con
bastante pedrería para llenar un acorazado. Se los lleva de paseo
': por el mar, sabiendo que todas llevarán sus brillantes dispuestos para
i lucirlos en los puertos que toquen, en un yate de vapor, tripulado
' por gente suya...
— Primer camarero. J. Hilloran...
— Y lo primero que sabrá el mundo es que el cargamento ha
sido hallado abandonado en las costas berberiscas, y que la Doncella
* efe Córcega ha volado con las joyas... ¡Estupendo! ;
Dicky asintió.
j — Pasado mañana — dijo, — nos vamos en tren especial para
tomar el yate en Marsella. Hay que confesar que esa mujer trabaja
r con estilo.
; — ¿Cómo vas?
',' — Como su secretario. Pero y tú, ¿cómo vendrás?
;; — N o lo he decidido todavía. Roger está de vacaciones; creo
- que se las merece. Norman y Patricia están todavía de excursión por
I, el Mediterráneo. Yo trabajare en esto solo, desde fuera. Lo de dentro
'•' te lo dejo a ti, y es la parte más importante.
\f — Quizás no pueda volver a verte antes de partir.
¿ —Entonces tienes que arriesgarte. Pero creo que yo también
^, estaré en algún sitio en el mar. Si tienes algo que comunicar haz
% iKñales con el Morse por una porta, con una lámpara eléctrica, a
f^' media noche o a las cuatro de la mañana. Yo estaré vigilando a esas
t horas. Si ..
t Hablaron dos horas antes de que Dicky Tremayne se levantase.
I Por fin lo hizo.
I - ^ Es el primer trabajo importante que hago — dijo, — y me
^ gustaría hacerlo bien.
¿i- Simón le tendió la mano.
••, ,— Seguro que lo harás bien, Dicky. Mejor que naldie. Y respecto
¿ < dé esa muchacha...
r -—Sí, respecto de esa muchacha — dijo Dicky. Luego sonrió
% tfórtemente. — Buenas noches.
fl Se despidió con un rápido apretón de manoSj y una sonrisa
f^^ nerviosa. Salió como había entrado, por la escalera de escape de
'f detrás del edifkio, pues los amigos del Santo anda|)an con mucha
1; Itrecaoción en aquellos días.
t • ' W. Santo le vio partir en silencio, y recordó su sonrisa nerviosa
]jk éf^speás de haber desaparecido. Luego encendió otro dgarríllo y se lo
í humó pensativo, sentado encima de la mesa en el cejitto de la habita-
í ción. Después se acostó.
APARECE EL SANTO

Dicky Trémaync no se dirigió inmediatamente a su casa. Se


metió en una calle lateral, donde había dejado su coche, y se fué a
Park Lañe.
Las luces estaban aún encendidas en una de las ventanas altas
de la casa frente a la cual se detuvo; y Dicky Tremayne entró sin
vacilación, a pesar de la hora, y usando su propia llave. La habita- ''*
ción donde había visto las luces, estaba en el primer piso; se utilizaba
como despacho y comunicaba con el dormitorio de la Condesa Anusia
Marova. Dicky llamó y entró.
— Hola, Audrey — dijo.
— Siéntese — dijo ella sin levantar la Cabeza.
Vestía un rico kimono de seda azul y zapatillas de brocado, y
estaba escribiendo. La lámpara con que se alumbraba arrancaba re- ;
flejos de oro de sus cabellos.
En otra mesa había un frasco de cristal tallado, un sifón y una
pitillera con incrustaciones. Dicky se sirvió una copa, encendió un
cigarrillo y se sentó en donde la pudiese ver.
Los entusiastas reporteros de sociedad de la prensa diaria y se-
manal la habían llamado la más bella de las señoras que abrieron
sus salones aquella temporada. Esto en sí no hubiera querido decir
mucho, ya que las señoras que abren sus salonitó son siempre bellas —-
lo mismo que las novias y las debutantes. — ¿Qué puede querer decir
ser la más bella de tal conjunto?
En este qaso algo parecido a la verdad. Audrey PeroWnc tenía
ojos grises y graves y una boca encantadora. Su piel era suave y fina
sin necesidad de afeites. Su color era suyo. Era alta, con una gram
sana; y uno veía perlas cuando sonreía.
Dicky recreó sus ojos.
Ella escribió. Dejó de escribir. Leyó lo que había escrito, lo
metió en un sobre y puso la dirección. Luego se volvió.
— ¿Bien?
— Pensé entrar a charlar un rato — dijo Dicky. — Vi las hxcet
encendidas al pasar y comprendí que estaba usted levantada.
— ¿Se ha divertido usted en el golf?
El golf era la excusa de Dicky. De cuando en cuando salía por
la tarde, diciendo que iba a jugar un poco a Sunningdale. CAÚ siem- '.
pre volvía tarde, diciendo que se había quedado en el casino jugando
a las cartas. Estas eran las veces que veía al Santo.
Dicky dijo que se había divertido mucho en el golf.
— Déme un cigarrillo — ordenó.
Él obedeció.
— Y una cerilla.. Gracias... ¿Qué le pasa a usted, Dicky? No
tendría que haberle pedido eso.
Él la trajo un cenicero y volvió a su asiento.
— No lo sé — dijo. — Quizás me acuesto tarde demasiadas no-
ches. Me siento un poco cansado.
290 ALMANAQUE ROSA

— Hilloran acaba de marcharse — dijo ella, con engañadora


inconsecuencia.
— ¿Sí?
— Sí. Le he retirado su llave. En lo sucesivo será usted el único
hombre que podrá entrar aquí cuándo y cómo quiera. — Dicky se
encogió de hombros no sabiendo qué decir y ella añadió. — ¿No le
gustaría vivir aquí?
Sorpresa de él.
— ¿Por qué? Nos marchamos dentro de un par de días. De
todas maneras no se me había ocurrido .
— Pues a Hilloran se le está ocurriendo aún, a pesar de que nos
vamos dentro de un par de días. Pero usted vive en un piso micros-
cópico en Bayswater, mientras que aquí hay una docena de habita-
ciones inútiles. ¿Y nunca se le ha ocurrido venirse a vivir aquí?
— Nunca ha entrado esa idea en mi cabeza.
Ella sonrió.
— Por eso me gusta usted, Dicky, y por eso le dejo que conserve
su llave. Me alegro de que haya venido usted esta noche.
— Aparte de su placer natural al verme, ¿por qué?
La joven estiró una de sus finas piernas.
— Ahora me toca a mí hacer preguntas — dijo. — Y le pre-
guntó, ¿por qué es usted un bandido, Dicky Tremayne?
Le miró rápidamente mientras hablaba, y él soportó su mirada
con un esfuerzo.
Había caído el golpe. Hacía meses que lo estaba viendo venir
el día en que tendría que dar cuentas de sí mismo. Y lo había
temido, aunque tenía su historia perfectamente preparada. Hilloran
había tratado de dar el golpe; pero Hilloran, astuto como era,
había sido fácil de engañar. La joven no lo era.
Ella nunca había tocado la cuestión, y Dicky empezaba a pensar
que la introducción de Hilloran había sido suficiente para acabar con
las preguntas. Empezaba a pensar que la joven estaba satisfecha
sin necesidad de hacer investigaciones particulares, y veía ahora ruda-
mente destruida aquella ilusión.
Hizo un gesto vago.
— Creí que lo sabía usted — dijo. — Un ligero tropiezo en el
regimiento, seguido de la orden de expulsión. Ya sabe usted. La
proscripción de todas partes. Podía aceptar el castigo o rebelarme.
Elegí la rebelión y no me ha ido del todo mal.
— ¿Cómo se llama usted? — preguntó ella de súbito.
Él levantó las cejas.
— Dicky Tremayne.
— Quiero decir su verdadero nombre.
— Dicky es bastante verdadero.
— ¿Y el otro?
— ¿Para qué entrar en eso?
APARECE EL ¿ANTO 2S1

Ella continuaba mirándole. Tremayne sintió que la dureza con


que sostenía la mirada era tan sospechosa como lo hubiera sido el es-
quivarla. Apartó los ojos, pero ella le llamó perentoriamente.
— Míreme — quiero verle.
Los ojos pardos se encontraron firmemente con los grises por un
minuto intolerable. Dicky sintió que sus pulsos se apresuraban, pero
la delgada columna de humo que se elevaba recta de su cigarrillo no
tembló.
Luego, ante su asombro, ella sonrió.
— ¿Es una broma? — preguntó con calma.
Ella meneó la cabeza.
— Lo siento — dijo, — pero tenía que asegurarme de que es
usted leal; leal en lo que a mí se refiere. Estoy preocupada, Dicky.
— ¿No confía usted en mí?
— Tenía mis dudas; por, eso tenía que asegurarme a mi mane-
ra. Ahora estoy segura. Es sólo un sentimiento, pero yo me guío
por mis sentimientos. Ahora siento que no me hará usted traición.
Pero estoy aún preocupada.
— ¿Por qué?
— Hay un traidor en nuestro campo. Alguien nos vende. Hasta
este momento estaba dispuesta a creer que era usted.

III

Tremayne, sentado como una imagen, sacudía mecánicamente la


ceniza de su cigarrillo. Cada palabra le había cortado como un cu-
chillo, pero no lo había mostrado ni con el movimiento de un solo
músculo.
— Nadie podría enfadarse con usted por eso — dijo con bastante
calma.
— Escuche; conmigo no se juega. Hilloran es fácil de engañar.
Es más hábil que la mayoría, pero usted puede darle mil vueltas.
Yo soy más curiosa y usted es muy reservado. No dice usted nada
de la parte respetable de su pasado. Quizás esto es natural. Pero
tampoco dice usted nada de la parte escabrosa y eso es extraordi-
nario. Y llegando al punto que discutimos, sabemos que es usted
un bandido porque usted lo ha dicho, nada más.
Él meneó la cabeza.
— No sirven esos argumentos — replicó. — Si yo fuera un po-
licía metido en su cuadrilla con objeto de apoderarme de ella —
primero, hubiera tenido la precaución de proveerme, con la coopera-
ción de la prensa, de una lista convincente de crímenes, y, segundo,
hace varias semanas que les habría encerrado a todos ustedes.
Ella se había sentado en una silla al lado de Dicky. Con un
f;:i^¡,,-

292 ALMANAQUE ROSA

gesto en extremo natural y, sin embargo, extraño e inesperado en


ella, le puso una mano en el brazo.
—Lo sé, Dicky — dijo. — He dicho que confiaba en usted
ahora. No por ninguna razón lógica, sino porque mi instinto me
dice que no es usted traidor. Pero quiero que sepa que si no hubiera
decidido que puedo fiarme de usted le tendría miedo.
— ¿Tan imponente soy?
— Lo era usted.
Él se movió inquieto y frunciendo las cejas.
— Esta conversación es extraña en usted, Audrey — dijo con
bastante brusquedad. — Uno no espera de usted ninguna señal de
debilidad o de miedo. Seamos prácticos. ¿Por qué está usted tan
segura de que hay un traidor?
— Handers. ¿Ha visto usted que le cogieron ayer? No fué una
casualidad. Teal nunca hubiera caído en la treta del asa de la maleta.
Además, los periódicos han dicho que procedía según una confiden-
cia. Ya sabe usted lo que eso quiere decir,
— Parece un soplo, pero...
— La pérdida no importa tanto — diez mil libras en tres se-
manas de trabajo — cuando estamos a punto de sacar una cantidad
veinte veces mayor en pocos días. Pero me hace pensar en lo que va
a ocurrir con el gran golpe.
Tremayne la miró francamente.
— Si no cree usted que soy yo el soplón, ¿quién cree usted que
puede ser?
— Sólo hay otro hombre, que yo sepa, que pudiera denunciar
a Handets.
— ¿Y es?
-— Hilloran.
Dicky abrió los ojos de par en par.
La situación era grotesca. Si hubiera sido menos grotesca, hubiera
8Ído risible; pero era demasiado grotesca hasta para reírse. Y Dicky
no sintió ganas de reír.
£1 segundo tajo era abrumador. Primero le había medio acusado
a él de ser el traidor; luego él la había convencido de una mentira
sin hablar una palabra y ella había declarado que confiaba en él.
Y ahora, haciéndole su confidente, volvía el ojo de su sospecha
hacia el hombre que había sido su principal lugarteniente al otro
lado del Atlántico.
— Hilloran — objetó Dicky — ha trabajado para usted,
— Ciertamente; y luego le despedí diciéndole algunas verdades
desagradables. Le volví a admitir para este trabajo porque es un
hombre muy útil. Pero esto no quiere decir que haya perdonado y
envidado,
— ¿Cree usted que se dispone a hacerle traición para tomarse así
el desquite y satisfacer su vanidad?
APARECE EL SANTO

— No es imposible.
— Pero ..
Ella la interrumpió con un gesto impaciente.
— No entiende usted; creí que me había expresado con claridad.
Aparte de todo lo demás, Hiiloran parece creer que yo sería un her-
moso adorno para su casa. Está persiguiéndolo desde la primera ve?
que nos vimos. Esta noche ha estado particularmente pesado y le he
despedido con cajas destempladas. Tengo que admitir que ha esta-
do muy inconveniente y que Je he tenido que enseñar un revólver...
La cara de Dicky se ensombreció.
— ¿Hasta ese punto?
Ella soltó una breve carcajada.
— No es preciso que se ponga usted trágico por eso. Las con-
venciones ordinarias no se aplican en nuestro mundo. Estamos fue-!
ra de la ley y se supone que hemos de ser francos y tudos, y, ge-
neralmente, lo somos. Sin embargo, yo soy rara en ese aspecto. •=—
Dios sabe por qué. La cuestión es que Hiiloran está furioso y des-,
pechado, y si no supiera que el continuar a mi lado vale un cuarto
de millón de dólares...
— ^Trataría de venderla?
— Y aun así—- continuó la joven, — cuando llegue el mo-
mento puede ser que no se conforme con su cuarta parte.
El cerebro de Dicky bullía con este nuevo torrente de ideas.
Admás de todo, Hiiloran resultaba que estaba jugando por su cuen-
ta. Su juego podía conducirle a una denuncia ante la poliqa, o,
mucho más probable, a la concepción de un plan para meterse en
el bolsillo todos los beneficios del "gran golpe".
Era un factor con el que Tremayne no había contado nunca.
Aun no lo había asimilado del todo. Y tenía que fijar claramente
sus líneas principales, dibujarse con detalle el mapa de la situación
en la cabeza antes de...
Sssssss... ssssss: .
— ¿Que es eso?
— La puerta de entrada — dijo la joven, y señaló. — En mi
dormitorio hay un timbre. Vaya a ver quién es.
Dicky se acercó a una ventana y miró por entre las cortinas.
— Hiiloran está de vuelta —• dijo, — Veoga a lo que venga
debe de haber visto mi coche en la puerta. Y son cerca de las coa-
tro de la mañana, — Ella le miró a los ojos. — ¿No le parece a us-
ted embarazoso?
Ella comprendió. Era obvio de todas maneras.
El timbre volvió a sonar, larga e insistenteniente. Luego sonó
el más pequeño de los dos teléfonos que había sobre el escritc^io.
La joven tomó el auricular.
— Hak)... Sí. Puede subir.
Dejó el [instrumento y volvió a su butaca.
294 ALMANAQUE ROSA

— Otro cigarrillo, Dicky.


Él la acercó la caja y encendió un fósforo.
— ¿Qué quiere usted que haga? — repitió.
— Lo que usted quiera — dijo ella con frialdad. — Si no te-
miera ofender sus caballerescos instintos, le aconsejaría que se qui-
tase la chaqueta y tratase de adoptar una actitud abandonada, sen-
tado sobre el brazo de este sillón. En todo caso puede usted po-
nerse tan inconveniente como lo estará Hilloran. Si puede contri-
buir a hacerle perder los estribos, quizás nos enseñe algo de su juego...
Dicky se puso de pie pensativo con el vaso en la mano.
La joven levantó la voz clara y dulcemente:
— Querido Dicky...
Hilloran estaba de pie en el umbral de la puerta, enrojecido y
gigantesco, y tambaleándose visiblemente. Llevaba el smoking arru-
gado, la corisata torcida y el cabelle) en desorden. Era obvio que ha-
bía bebido más desde que saliera de allí.
— Es costumbre llamar a la puerta — dijo la joven con
frialdad.
Hilloran avanzó. En la mano llevaba algo que arrojó sobre su
regazo.
. — ¡Mire usted eso!
La joven levantó, lánguidamente, las cartas.
— No sabía que fuese usted un padre orgulloso — observó. —
¿O es que se dedica usted mismo al arte?
— ¡Dos!—exclamó Hilloran con voz sorda.—He encontra-
do uno clavado en mi puerta cuando llegué a casa. Y el otro aquí,
clavado en la de usted, después de marcharme yo. ¿No reconoce us-
ted el aviso? ¡Quiere decir que el Santo ha estado aquí esta noche!
La muchacha cambió de color. Alargó las cartas a Dicky.
Hilloran se apoderó de ellas violentamente.
— ¡No, usted no! —rugió. — Quiero saber qué está usted ha-
ciendo aquí, en este cuarto y a esta hora de la mañana.
Audrey Perowne se levantó.
— Hilloran — dijo con voz helada. — Le agradeceré que no
insulte a mi amigo en mi propia casi.
El hombre la miró.
— Sí, verdad. Prefiere usted que la dejen sola con él, cuando
safbe que el Santo anda rondando, esperando el momento de aplas-
tarnos. Si usted no tiene aprecio a su piel, yo se lo tengo a la mía.
Usted dice que es el jefe...
— Y soy el jefe.
— ¿Sí? Pues a mí ya me ha guiado usted bastante. Ahora lo
hace usted con él. Usted...
El puño de Tremaync aplastó la palabra contra los dientes de
Hilloran.
El hombre cayó al suelo y Dicky se quitó la chaqueta.
APARECE EL SANTO 295

Hilloran se llevó una mano a la boca y la retiró roja y húme-


da. Luego señaló con un dedo tembloroso.
— ¡ Y a usted, canalla, le conozco! Está usted aquí haciéndole
el amor a Audrey, arrastrándose como una serpiente, mientras pien-
sa vendernos. ¡ Pregúntele, Audrey! — El dedo se puso rígido. Una
llama bestial de odio y borrachera apareció en sus ojos. — fPcegún-
tele lo que sabe del Santo!
Dicky Tremaync permaneció inmóvil.
Sabía que la joven le estaba mirando. Sabía que Hilloran no
tenía ningún medio de probar su acusación. Sabía también que
aquella semilla sembrada en el pánico podía fructificar, y compren-
dió que estaba muy cerca de la muerte.
Y no se movió.
— Levántese, Hilloran — dijo con calma. — Levántese para
que.le acabe de romper los dientes.
Hilloran se ¡estaba poniendo trabajosamente de pie.
— ¡Sí, me levantaré!—aulló, buscándose el bolsillo con la
mano. — Pero tengo un procedimiento para librarme de las ratas...
Y tenía una pistola en la mano. Su dedo temblaba sobre el ga-
tillo. Dicky lo vio perfectamente.
Luego, como un relámpago, la joven estaba entre los dos.
— Si quiere usted a la policía aquí, tire; pero yo no me que-
daré a que me arresten con usted.
Hilloran rugía-
— ¡Quítese de en medio!
— Déjemele a mí — dijo Dicky.
La apartó a un lado y el cañón de la pistola tocó su pecho. Son-
rió frente a los inflamados ojos.
— ¿Puedo fumar un cigarrillo? — preguntó cortésmcnte.
Su mano derecha se levantó a su pecho con el gesto más natu-
ral del mundo.
Un grito de dolor de Hilloran rompió el silencio. Como un re-
lámpago la mano de Dicky había caído sobre la muñeca de Hillo-
ran, al mismo tiempo que su mano izquierda asía el brazo derecho
del otro, por encima del codo, con fuerza paralizadora. Casi con
el mismo movimiento retorció casi hasta romper la muñeca de Hi-
lloran.
El arma cayó a sus pies sobre la alfombra, pero Dicky no I9
miró siquiera. Manteniendo y apretando su presa, hizo dar la vuel-
ta a Hilloran, obligándole a caer de rodillas. Tremaync le soistuvo
con una mano en aquella posición.
— Ahora podfemos hablar con más comodidad — observó.
Miró a la joven y vio que había recogido la pistola del suelo.
— Audrey, antes de continuar, quiero saber lo que piensa us-
ted de la sugerencia de que yo puedo ser amigo del Santo. No ne-
cesito recordable que este individuo está tan celoso como borracho.
I
296 ALMANAQUE ROSA

Y no negaré la acusación porque no ccmduciria a nada. Sólo quieto


saber su opinión.
— Suéltele primero.
Ciertamente.
Con un movimiento de la mano, Dicky soltó al otro, hacién-
dole caer de bruces.
— Levántese, Hilloran.
— Si usted...
— ¡Levántese!
Hilloran se levantó. El crimen se veía en sus ojos, pero obede-
ció. Un hombre como él no podía desafiar aquella orden. Dicky
pensó:
— Una criminal... y puede ejercer el poder como una reina...
— Quiero rabcr Hilloran — observó la joven, — por qué ha
dicho usted lo que acaba de decir ahora.
— No puede decir nada de sí mismo, y no procede como proce-
demos los demás. Sabemos que hay un "soplón", alguien que ha
denunciado a Handers y él es el único...
— Ya veo. — El desprecio de la voz de la joven era como un
ácido concentrado. - - L o que veo es que porque prefiero su compa-
ñía a la de u^ed, está usted dispuesto a acusarle de cualquier dispa-
rate que le venga a la cabeza, con lá esperanza de hacerle perder mi
amistad.
— Y yo veo — rezongó Hilloran. — que quien ha perdido la
amistad soy yo, porque él ha ocupado mi puesto. Es...
— Puede usted elegir entre salir de aquí por su pie o que le
ech^. Escoja, y salga como saliere no vuelva usted por aquí hasta
que se le haya pasado la borrachera y esté usted dispuesto a presen-
tar sus excusas.
Hilloran apretó los puños.
— Usted es el amo de esta cuadrilla...
— Lo soy, y si no le gusta puede usted marcharse en cuanto
qtticíra.
Hilloran tragó saliva.
— Muy bien...
— ¿Sí? — inquirió Audrey suavMnente.
— Algún día le pesará a usted todo esto — dijo Hilloran con
«Mnbrío ceño. — Todos sabemos el terreno que pisamos. Usted no
quiere despedirme antes del gran golpe porque soy útil. Y yo lo
stifñré todo durante el inismo tiempo, ixjrque hay en él un mon-
tón de dinero para mí. Sí, estoy borracho, pero no tan borracho que
no lo vea.
-—Es una buena noticia —dijo la joven dulcemente. — ¿Ha
acabado a s t ^ ?
La boca de Hilloran se abrió y se volvió a cerrar deliberadamen'
te. Tenía los nudillos blancos.
APARECE EL SANTO S97

Miró a la joven durante un largo rato. Luego miró a Trcmayne


de la misma manera y sin hablar una palabra.
Por fin...
— Buenas noches — dijo y salió de la habitación.
Desde la ventana, Dicky le vio alejarse despacio calle arriba, con
el pañuelo en la boca. Al volverse encontró ia su lado a Audrey
Pcrowne. Había algo en sus ojos que él no supo interpretar.
— Ha demostrado usted que confía en mí — dijo él.
— Está loco ^— contestó ella.
— — Completamente. Lo de esta noche tendrá consecuencias. Des-
de el momento en que pise usted el yate tendrá que vigilarle día y
noche. ¿Entiende usted?
— ¿Y usted qué?
— El conocimeinto del jiu-jitsu es inapreciable.
— Hasta contra una puñalada por la espalda.
Dicky s€ echó a reír.
— ¿Por qué preocuparse? — preguntó. — No adelantamos nada.
Los ojos grises estaban aún fijos en los suyos.
— Antes de que se vaya usted, quiero oír su respuesta de su
propia boca.
— ¿A qué?
— A lo que ha dicho Hilloran.
Él estaba recogiendo su chaqueta; la volvió a dejar y vino ha-
cia ella. Una locura se apoderaba de él. Lo sentía y se rebelaba, pero
su razón cedía ante ella como una hoja empujada por el viento. Le
tendió la mano.
— Audrey — dijo, — le doy mi palabra de honor de que me
dejaría quemar vivo antes que hacerle traición.
Las palabras fueron pronunciadas con calma y sencillez. La lo-
cura las ponía en su boca, pero podía aún conservar la cara impa-
sible y la voz natural. ^
Los dedos fríos de Audrey tocaron los suyos, y él se los llevó a
los labios con una sonrisa que podía significarlo todo o nada.
Pocos minutos después se dirigía a su casa con los primóos al-
bores del día en el cielo, y sintiendo la boca como sí se la hubiearan
quemado con un hierro candente.
No volvió a ver al Sanio antes de partir para Marsella.

IV

Tres días después, Dicky Tremaync, con pantalón blanco, cha-


queta azul y gorra de miatino, estaba de pie en la banda de estri-
bor de La Doncella de Córcega y miraba el agua pensativo.
El sol brillaba en el cénit, convirtiendo el agua en plata y el
ALMANAQUE ROSA

castillo de Lif en un castillo de hadas. La Doncella de Córcega es-


taba fondeada a dos millas del puerto de Marsella, pues la condesa
Anusia Marova, siempre previsora con sus huéspedes, decidió que
la suciedad, la agitación y el ruido de los muelles no eran lugar a
propósito para que unos millonarios con sus mujeres pasasen en
ellos siquiera unas horas de sus vacaciones. Pero por el agua, de la
dirección del puerto, se aproximaba una pequeña embarcación, Dic-
ky reconoció la que había sido contratada para traer a los millona-
rios con sus esposas y sus equipajes al yate de la Condesa, y la ob-
servaba de mal humor.
Es decir, sus ojos la seguían atentamente, pero su pensamiento
estaba en una docena de lugares diferentes.
La situación se hacía rápidamente intolerable — demasiado rá-
pidamente. En realidad ésta era la única reflexión que se relacionaba
con la aproximación de la canoa. Pues cada yarda que avanzaba le
enredaba diez veces más en la madeja que él mismo había formado.
La última vez que vio al Santo, Dicky no le dijo ni la mitad
de la realidad. Una razón tnuy poderosa para ello, es que el mismo
Dicky no conocía, en el momento, ni la mitad. Ahora lo conocía
demasiado bien; le hacía muecas con una cara muy fea. Mala suerte...
, Cuando dijo que podría enamorarse de Audrey Perownc se había
quedado muy corto. Se había enamorado de ella, sencillamente. Ha-
bía hecho todo lo posible por evitarlo; y cuaindo ya no tuvo íre-
medio luchó con todas sus fuerzas para no admitirlo ni siquiera
él mismo. Y ahora estaba empezando a darse cuenta de que la lu-
cha era inútil.
Y si alguien pregunta por qué diablos había de luchar, la res-
puesta es que los hombres de la clase de Dicky Tremaync hacen así
las cosas. Si todo hubiera sido diferente — si el Santo no hubiera
existido nunca, o, por lo menos, si Tremayne le hubiera conocido
sólo a través de los periódicos — el problema no sé hubiera presen-
tado. Se puede decir que el problema, aun habiéndose presentado, era
de sencilla solución, pero en esto se equivocaría quien lo dijere. Se
equivocaría por los principios elementales de la psicología.
El Santo podría haber sido una broma. La Prensa, al principio,
había dicho que era una broma—que razonablemente no podía
ser otra cosa. Más tarde, con hechos innegables delante de sus asom-
brados ojos, la Prensa admitió que no era una broma; a pesar de
lo cual la broma podría haber subsistido, si los hombres que la eje-
cutaban hubieran estado menos sujetos al encanto del Santo,
Existe, entre hombres de cierto tipo, una lealtad que desafía al
instinto, y que en ciertas ocasiones puede alzarse por encima de las
limitaciones de la lógica. Dicky Tremayne era de esta clase. Y de
ninguna manera encontraba el problema sencillo.
Él lo planteaba a su manera:
— Es una mujer fuera de la ley, pero por otra parte, lo mismo
APARECE EL SANTO 299

me pasa a mí, aunque no por lo que ella piensa. Ella roba a gente
que puede perder su dinero. A gente cuya historia, si se pudiera exa-
minar de cerca, no resultaría muy limpia. La verdad es que hace,
poco más o menos, lo mismo que nosotros, excepto que no pasa a
la beneficencia pública el noventa por ciento de las ganancias, pero
eso es un sentimentalismo particular, que no altera la cuestión prin-
cipal. ' , ' ' v"^ -'n
— Hilloran no es lo mismo. Es un mal hombre y me alegraría
de verle caer.
"Lo malo de esta muchacha es la aventura de John L. Mor-
ganheim. Probablemente le asesinó. Pero no hay ni uno solo en-
tre nosotros que no se haya manchado las manos de sangre. Lo que
importa es el porqué se vierte. No sabemos nada d,e Morganheim,
y me veré obligado a entrar en acción sin haber tenido tiempo de
descubrirlo.
"En las historias la mujer es siempre inocente, y si es culpa-
ble tiene siempre sólidas razones para serlo. Pero yo no me voy a
dejar conducir por ese camino. He visto lo bastante para saber que
esa clase de historia es, por lo general, un cuento. Voy a mitfzr las
cosas con frialdad y juicio, hasta que halle una respuesta o estalle.
Porque...
"Porque el hecho es que estando las cosas como están, le he
prometido al Santo llevar a cabo el negocio. No en tantas palabras,
pero eso es lo que él tiene por seguro, y tiene todas las razones
para pensar así. Me ha (dado la oportunidad para dejarlo si quería,
y yo no la he aceptado. No he querido retirarme. Yo mismo me
be metido en este agujero y yo solo tengo que salir de él y sin
quejarme...
Así Dicky Tremayne le daba vueltas a la situación sin llegar
a quedar satisfecho.
Los días pasados desde la escena con Hilloran no habían sim-
plificado las cosas.
Hilloran había vuelto a la mañana siguiente y se había ex-
cusado. Tremayne estuvo, desde luego, presente. Hilloran había es-
trechado su mano con calor, negando efusivamente que abrigase la
menor animosidad, y declarando que suya había sido toda la culpa
por emborracharse, invitó a comer a Dicky y a Audrey. Si Dicky
hubiera caído en el engaño hubiera tenido toda clase de excusas,
pero no cayó. El que lo fingiese no le importaba a nadie.
Vigilaba a Hilloran cuando no era él mismo el vigilado, y de
cuando en cuando sorprendió en sus ojos una expresión curiosa y
abstraída que confirmó sus presentimientos. Sólo duraba algún se-
gundo para desaparecer en seguida en un torrente de franco buen
humor, tan rápidamente, que un observador menos receloso lo hu-
biera atribuido a su imaginación. Pero Dicky comprendió y vio que
habría conflictos con Hilloran.
300 ALMANAQUE ROSA

Después de comer se discutió la posible intromisión del Santo


y Audrey Pcrowne llegó a una decisión.
— Quienquiera que sea, y haya hecho lo que haya hecho —
dijo, — no me voy a dejar asustar por amenazas de ópera cómica.
Hemos gastado seis mil libras en cebo y seríamos una cuadrilla de
imbéciles si abandonásemos la palestra sin luchar. Además, tarde o
temprano este Santo abarcará más de lo que pueda apretar, y pu-
diera muy bien ser esta vez. Estaremos en medio del Mediterráneo
con una tripulación eséogida, y no es fácil que nos hagan traición
más del veinte por ciento de nuestros hombres. Esto nos da una
ventaja de cuatro a uno. Como no flete él también un barco y dé
una batalla naval, no sé qué otra cosa puede hacer el Santo, Segui-
mos adelante con los ojos doblemente abiertos.
El argumento ¡era incontestable.
Tremayne, Hilloran y Audrey salieron de Londres para llegar
doce horas antes que sus huéspedes. Dicky pasó otra noche solo c;on
la joven antes de la partida.
— ¿Cree usted en las excusas de Hilloran? — preguntó él.
— No — respondió ella al momento.
— Entonces, ¿por qué le conserva usted?
— Porque soy una mujer. Algunas veces creo que se les olvida a
ustedes eso. Yo soy el cerebro, pero se requiere un hombre para ma-
nejar un asunto como éste, con una tripulación como la que lleva-
mos. Usted es el único otro hombre de quien me fiaría, Dicky, pero,
francamente, usted no tiene práctica.
Le asombraba que pudiera discutir el crimen con tanta calma.
Adorable, exquisitamente vestida, hundida en una profunda butaca,
con un cigarrillo entre unos dedos que hubieran servido de modelo
al má* exigente escultor, parecía que pudiera discutir cualquier cosa
menos lo que estaba discutiendo.
Él no dijo nada de sus propios sentimientos. Los mantuvo apar-
tados de su semblante, de sus ojos, de su voz, de sus maneras. Su
desapasionada calma rivalizaba con la de ella.
No se atrevía a adoptar otra actitud. El tumulto de sus pensa-
mientos sólo podía disimularse con una absoluta flema. Su emcKÍón
hubiera inevitablemente aparecido a través de una máscara menos
impenetrable.
Trataba de situarla en el lugar que le correspondiera, y en
su intento se hundía cada vez más en un mar de perplejidades. No
había en ella nada de la dureza y cinismo tradicionalmente supuesto
en la mujer criminal. A pesar de su dominio, permanecía completa-
mente femenina, gentil en su voz y graciosa en sus maneras. Hacía
sin esfuerzo el papel de condesa Morava creado por ella misma, y
cuando estaba sola no había transición alguna. El encantador acen-
to extranjero desaparecía, y nada más. Pero la misma mujer hablaba
y se movía.
APARECE EL SANTO 301

Si él no hubiera sabido, nunca lo hubiera creído. Pero sabía, y


el saber había dado a sus convicciones una violenta sacudida.
Sólo un momento estuvo aquella noche en peligro de caer.
— Si llevamos esto a cabo — dijo ella, — usted, desde luego,
percibirá su cuarta parte. Doscientos cincuenta mil dólares. Cincuen-
ta mil libras en moneda inglesa. No es preciso que vuelva usted en
su vida a intervenir en otro golpe. ¿Qué hará usted?
— ¿Qué hará usted con el suyo? — preguntó él a su vez.
Ella vaciló, miró hacia un rincón oscuro como si en él viera
algo. Luego:
— Probablemente — dijo, — compraré un marido.
— Quizás compre yo unas cuantas esposas — contestó Dicky,
y el momento pasó.
Ahora miraba las aguas azules del Mediterráneo y meditaba
con indecible desprecio sobre aquella respuesta. Pero era lo único
que había acudido a su cabeza y tenía que decir algo pronto.
— Al diablo con todo — pensó Dicky, y se enderezó con un
suspiro.
La canoa había llegado al portalón y Sir Esdras Levy estaba
ayudando a Lady Levy a subir la escala.
Mr. George Y. Ulrig estaba detrás. Dicky los saludó sonriendo
alegremente.
Los conocía, pues él mismo los había introducido en la casa de
Park Lañe. Éste fué su trabajo en el continente, bajo la dirección
de Hilloran, durante los últimos tres meses: viajar por los lugares
de moda, armado con dinero en abundancia, un impecable guarda-
rropa y el encanto natural de sus maneras, acercándose a los inabor-
dables cuando el buen humor de las vacaciones les hacía despojarse
de su coraza.
Había sido de una sencillez casi aburrida. Un hombre que se
alejaría con desdén si en el vestíbulo del Hotel Savoy de Londres le
dirigiese la palabra un perfecto desconocido, pcxlía ser abordado, con
completa impunidad, por el mismo desconocido en el Hotel Hclió-
polis de Biarritz. Después de lo cual, con un hombre de la distinción
de Dicky Tremayne, el intimar era casi automático.
Volviendo a realidades de inmediata importancia, bajó la esca-
la para conducir al matadero el rebaño que él mismo había selec-
cionado.
Audrey Perowne esperaba en lo alto de la escala, espléndida-
mente ataviada con una sencilla falda blanca y una blusa de colo-
res, que parecían espléndidas porque ella las llevaba. Estaba ini-
mitable dando la bienvenida a sus huéspedes, con una palabra de
agasajo e intimidad para cada uno, mientras que Hilloran, de uni-
forme, esperaba respetuosamente dispuesto a conducirlos a sus ca-
marotes.
— ¡Ah! Sir Esdras, apenas nos atrevíamos a esperarle. Yo de-
302 ALMANAQUE ROSA

cía no vendrá a este barquito. Pero es muy amable y vendrá a estar


incómodo para complacerme... Y Lady Levy. Cada día está usted
más guapa. — Lady Levy, que era gorda y cincuentona, se iluminó.
— Y la señora Ulrig. Antes de salir del barco tiene usted que decir-
me cómo se conserva tan delgada. — La huesuda y esquelética seño-
ra Ulrig se sonrojó de placer. — Georgc — continuó la Condesa,
— ya veo que es usted lo que llaman un Don Juan, pues de otro
modo no se hubiera podido usted casar con ella. Señora Sankin...
La tarea de Dicky era relativamente infantil. Sólo tenía que
apartar a Sir Esdras Levy, Gcorge Y. Ulrig y Mattew Sankin de
sus respectivas esposas, cogerlos confidencialmente del brazo y mur-
murar que había cocteles preparados en el salón.
La comida, presidida por Audrey Perowne, sólo podía ser un
éxito.
La tarde pasó rápidamente. Pareció que no había transcurrido
el tiempo cuando el obsequioso Hilloran tocó la campana, indicando
que era hora de vestirse para cenar.
Tremaync, como los demás, bajó a su camarote para vestirse;
pronto acabó, pero la joven estaba ya en el salón cuando él llegó,
Hilloran también estaba allí, fingiendo que inspeccionaba la mesa.
— ¿Cuándo? — preguntó Hilloran.
— Mañana por la noche. Les he dicho que llegaremos a Mo-
naco alrededor de las seis y media. Estaremos muy lejos de allí,
pero eso no importa. Les sorprenderemos en sus camarotes cuando
bajen a vestirse.
— ¿Y después? — preguntó Dicky.
— Nos vamos derechos a Córcega durante la noche, y los des-
embarcamos cerca de Calvi a la mañana siguiente. Luego le dare-
mos la vuelta a Sicilia, y nos perderemos en el Archipiélago Griego.
Eventualmente, llegaremos a Constantinopla, repintados, rebauti-
zados y alterados en general. Allí nos separaremos. Daré mis órde-
nes inmediatas mañana después de comer. Bajen a mi camarote a
las tres.
Hilloran se volvió a Dicky.
— Ahora que me acuerdo — dijo, - — esta carta vino en la ca-
noa. Se me ha olvidado dársela antes.
Dicky sostuvo por un momento la mirada del hombre, y luego
tomó el sobre. Estaba echada en Londres. Con una mirada al cierre,
lo abrió.
La carta estaba escrita con una letra redonda y femenina.
Querido Dicky: Dos letras para desear que te diviertas en tu
excursión.
Ya sabes que te echaré mucho de menos. Seis semanas me pare-
cen mucho tiempo para estar separada de ti. No importa, Ahogaré
mis penas en agua de cebada.
APARECE EL SANTO 303

No quiero estar triste. Simón, el hombre de que te he hablado,


dice que m/e consolará. Quiere que vaya con él a una excursión que
hace por las islas del Egeo. No sé aún si aceptaré, pero me parece
muy interesante. Tiene un aeroplano y quiere que vayamos volando.
Si voy tendré que salir de aquí el sábado. ¿No tendrás cclosi'
No quiero tomarte más el pelo. Ya sabes que siempre estoy pen-
sando en ti y que no seré feliz mientras no vuelvas.
Que seas bueno y tengas cuidado.
Son las once y estoy cansada. Me voy a acostar para soñar con-
tigo. Ya serán las doce cuando llegue a la cama. Tengo los ojos
rojos de llorar por ti.
Tienes todo mi amor. Confío en ti.
PATRICIA

Tremayne dobló la carta, la volvió a poner en su sobre y se la


metió en el bolsillo.
— ¿Le ama aún? —preguntó en son de burla Audrey Perow-
ne, y Dicky se encogió de hombros.
— Eso dice — replicó con indiferencia. — Eso dice.

Mucho más tarde aquella noche, en el retiro de su camarote,


Dicky leyó la carta otra vez.
El significado era para él perfectamente obvio.
El Santo había decidido hacer su parte en aquel negCKio desde
Un aeroplano. La referencia a las Islas del Egeo, Tremayne decidió
que no tenía nada que ver con el asunto; el Santo no podía tener
idea de que la Doncella de Córcega en su huida se dirigiría hacia
aquel lado. Pero mencionaba el sábado — el día siguiente — y Dic-
ky interpretó que Simón estaría vigilando en espera de sus señales
a partir del sábado.
"Y tengas cuidado", era bastante claro.
La referencia "a las once" y "a las doce" era ambigua. "Ya se-
rán las doce cuando llegue" podía significar que, puesto que el ae-
roplano tendría que vigilar desde una distancia considerable, para
evitar que el ruido del motor le denunciase, tardaría una hora desde
el momento en que viera la señal hasta que el Santo llegase al lugar
de la escena. Pero ¿por qué once y doce en lugar de doce y una,
puesto que ya habían convenido en que las señales se hiciesen a
media noche o a las tres de la mañana?
Dicky meditó durante una hora y decidió que trataba de leer
demasiado entre líneas o que una señal dada una hora antes del
tiempo señalado, a las once en lugar de a las doce, no pasaría inad-
vertida.
804 ALMANAQUE ROSA

"Tengo los ojos íojos de llorar por ti." Para él esto quería
decir que debería dar la señal con una luz roja, en caso de que hu-
biera alguna probabilidad de que hubiese causa para llorar por él.
Tenía una lámpara de bolsillo con cristales de varios colores, y esto
sería fácil de hacer.
Era la última frase la que le daba en mitad de la frente.
"Confío en ti."
Un golpe astuto, muy astuto. Un recordatorio de lo que se
había estado diciendo a sí mismo durante los últimos tres días.
Simón no podía comprender. Nunca había conocido a Audrey
Perowne. Y, naturalmente, tenía que hacer todo lo posible por
apartar a Dicky del peligro.
Dicky convirtió el papel en una bola, haciéndole rodar pensa-
tivo entre las palmas de sus dos manos. Recogió el sobre e hizo con
él otra bola. Dicky estaba seguro de que Hilloran había abierto y
vuelto a cerrar aquel sobre antes de entregar la carta.
Se acercó a la ventana y arrojó la bola lejos a las oscuras aguas.
Se desnudó y se tendió en su litera, pero no podía conciliar el
sueño. La noche era pesada y bochornosa. El aire que entraba por
la abierta ventanilla le daba, caliente, en la cara, y tratar de refrescar
aquella tórrida atmósfera con un ventilador eléctrico era inútil. Lo
intentó, pero no consiguió nada.
Durante hora y media estuvo dando vueltas; luego se levantó,
se puso las zapatillas y una delgada bata de seda y salió a la cubierta.
Se tendió en una silla y encendió un cigarrillo. Allí arriba, el
aire era más fresco. Una ligera brisa susurraba entre los aparejos y
acariciaba su rostro. El suave silbido y el murmullo del mar hen-
dido por su proa era adormecedor. Y después de algún tiempo se
adormeció.
Despertó con una curiosa sensación que se abría paso a través de
su modorra. Parecía que el mar se hinchaba, pues la silla en que
estaba tendido se movía y crujía debajo de él. Pero el viento no ha-
bía aumentado y no oía el ruido del oleaje que hubiera debido oír.
Todo esto lo apreció vagamente y aún medio dormido. Luego
abrió un ojo y no vio la balayóla delante de sí, sino sólo el ace-
rado brillo de las aguas bajo la luna. Mirando hacia atrás y arriba,
vio Ja luz del trinquete deslizarse serenamente entre las estrellas de
un cielo sin nubes.
El salto convulsivo que dio le dejó colgado de la batayola por
la mitad del cuerpo; y oyó cómo su silla se hundía en el mar, cuan-
do él caía sobre las tablas de la cubierta.
Rodando sobre un hombro vio una bota de mar que dirigía un
golpe a su cabeza. Esquivó el golpe y se agarró frenético a ella, man-
teniendo su presa. Toda su energía fué en d esfuerzo que siguió y
oyó al dueño de la bota caer pesadamente con un ahogado jura-
APARECE EL SANTO 305

mentó. Un instante después estaba de pie, pata hallar la cara de


Hilloran a dos pulgadas de la suya.
— ¡Canalla!—rugió Dicky.
Encajó en un hombro el puñetazo con que le respondieron, cam-
bió de pie y cargó todo su peso sobre un directo al corazón de Hi-
lloran. que le hizo caer como si le hubiera cortado las piernas de
pronto.
Dicky se volvió como un remolino cuando el hombre a quien
había derribado primero venía sobre él blandiendo los puños.
El boxeo científico, con aquella luz era inútil. Dicky lo intentó
y recibió un golpe en el lado derecho de la cabeza. Tres pulgadas
más abajo y, probablemente, hubiera acabado con la lucha. De to-
das maneras, le envió tambaleándose contra la barandilla, momen-
táneamente, aturdido, y fué más por suerte que por cálculo que co-
locó el hombro en el camino del segundo golpe. Lo devolvió, a cie-
gas, sintió que sus nudillos hacían contacto y oyó al hombre gruñir
de dolor.
Luego se aclaró su vista.
Vio al marinero recobrar el equilibrio y prepararse para atacar
de nuevo. Vio a Hilloran acercarse por la cubierta con paso inse-
guro, y con algo en la mano derecha que reflejaba la luz de la
luna, y comprendió con claridad lo que ocurría.
Habían tratado de arrojarle por la borda, con silla y todo,
mientras dormía. Un método tranquilo y suave de quitarse un es-
torbo de en medio. Habiendo esto fracasado, la ejecución del proyec-
to quedaba confiada a un combate libre, con el mismo propósito.
Dicky alcanzó una ventaja temporal, pero la desigualdad era muy
grande. Con la fría y sombría claridad de visión que un hombre
suele tener en tales momentos, Dicky se dio cuenta de que la des-
ventaja era, en verdad, muy grande.
Pero ni por un segundo pensó en levantar la voz pidiendo au-
xilio. Aparte de que la batalla era, más o menos, un lance de honor
entre él e Hilloran — aunque Hilloran no hubiera querido luchar
sólo por su parte — era lo más probable que si Hilloran tenía un
aliado en la tripulación, tendría lo mismo media docena. Toda la
tripulación podía estar, lo mismo que uno, al lado de Hilloran. El
convenio había sido que Dicky, Audrey y Hilloran se repartirían
tres cuartas partes del botín y la tripulación la otra cuarta parte.
Conociendo exactamente el tipo de hombre de que se componía la
tripulación, Tremaync podía con facilidad darse cuenta de cómo
caerían por el cebo de una mitad en lugar de una cuarta parte, cuan*
do la diferencia sería unas cuatro mil libras por cabeza.
Y éste, comprendió Tremaync que era un cálculo muy exacto
de cuál era la situación. Él sería eliminado, como fiel mantenedor de
Audrey Perowne y enemigo de Hilloran. Esta cuarta parte así abo-

306 ALMANAQUE ROSA

rrada, se destinaba a sobornar a la tripulación. Y la cuarta parte de


Audrey Perowne para beneficio del propio Hilloran...
Dicky vio la sombría idea cuando ésta le miraba a la cara, y se
preguntó por qué no había pensado en ello antes. Hilloran había
utilizado a Audrey Perowne para traer a los millonarios al yate y
sacarlos a la mar. Después pcxiía tomarse el desquite con ella por
el modo de que le había tratado, y con Tremayne por cosas simila-
res, y hacerse dueño de la situación y de medio millón de dólares en
lugar de un cuarto. Una magnífica inspiración.
Pero Dicky no tuvo que pensar todo esto así. Lo vio como un
relámpago, más por intuición que por lógica, en el momento de
descanso que tuvo mientras el marinero volvía a la carga e Hilloran
se levantaba del suelo con el cuchillo en la mano.
Y por consiguiente luchó en silencio.
*" La oscuridad estaba también en contra sixya. Dicky Tremayne
era un boxeador fuerte y diestro, más rápido que la mayoría, y
conocía más que un poco de jiu-jitsu; pero estas son artes para las
que uno necesita la rapidez de visión que sólo es posible con una
luz clara. La luz que tenía era escasa y engañadora — una luz que
favorecía la fuerza y el peso brutos y era enemiga de la agilidad y la
destreza.
Estaba acorralado, con la espalda contra la barandilla. Hilloran
estaba a su derecha y el gigantesco marinero a su izquierda. No había
sitio para escapar por entre los dos, ni para deslizarse entre cualquiera
de ellos y la barandilla. Sólo había un modo de luchar: el que ellos
quisieran.
El marinero estaba más cerca; Dicky se preparó. Era sólo cosa de
dar y tomar, siendo la cuestión quién tomaría más. Al acercarse el
marinero, Tremayne calculó la distancia, bajó la cabeza y lanzó un
golpe largo con la izquierda.
El puño del marinero alcanzó a Dicky en la frente, echándole la
cabeza hacia atrás con violencia. La izquierda de Dicky tropezó
con algo duro que se rompió al impacto. Dientes. Pero Dicky retro-
cedió atontado por la fuerza de los dos tremendos golpes que había
recibido; apenas veía, cegado por nubes rojas y negras que flotaban
ante sus ojos.
Pero percibió a Hilloran y se dejó caer, por instinto sobre una
rodilla. Se levantó en el acto por debajo del brazo en que Hilloran
tenía el cuchillo, y cogió a su enemigo por la cintura. Apelando a
todas sus fuerzas, empujó hacia arriba, con la loca idea de administrar
a Hilloran su propia agradable medicina: arrojarle al mar por
encima de la borda. Pero casi al momento comprendió que np lo
podía hacer. Hilloran pesaba demasiado y Dicky estaba ya debi-
litado. Tampoco tenía tiempo para luchar por intentarlo, pues en
un momento Hilloran volvería a levantar el brazo para hundirle el
cuchillo en la espalda.
APARECE EL SANTO 307

Pero Tremayne, en aquel desesperado esfuerzo, levantó a Hilloran


durante un segundo. Le arrojó contra la borda, con la esperanza de
inutilizarle por un momento y poder respirar.
Al volverse, sintió que las manos del marinero se ceñían a su
cuello y Dicky sintió una súbita alegría.
Contra un hombre que conoce el jiu-jitsu, esta presa es peor que
inútil; es más que probable que resulte fatal para el que la emplea.
Este hecho quedó demostrado entonces. La mayor parte de las presas
de jiu-jitsu son sobre una muñeca o una mano, las cuales son, desde
luego, las partes del cuerpo más difíciles de asir, pues son las más
pequeñas y siempre se mueven con rapidez. Dicky no había podido
en todo el tiempo intentar una presa con aquella luz, pues el menor
error en el cálculo podía ser fatal. Pero ahora no era posible la
equivocación.
Las manos de Dicky se levantaron a cada lado de su cabeza y se
cerraron sobre los dedos pequeños del marinero. Tiró y retorció al
mismo tiempo y el hombre gritó, con uno de los dos dedos, por lo
menos, dislocado. Pero Dicky continuó y el hombre se vio obligado a
caer de rodillas.
La alegría subió del corazón de Dicky en algo parecido a un grito
de triunfo, y murió.
Con el rabillo del ojo vio a Hilloran que volvía otra vez,
Tremayne pensó que vivía una pesadilla. Eran dos hombres,
ambos mucho más pesados que él, que le agotaban gradual e impla-
cablemente. Tan pronto como ganaba una ventaja sobre uno, el
otro venía a anularla. Tan pronto como podía, temporalmente,
inutilizar a uno, el otro volvía descansado a renovar la contienda.
Era su fuerza, contra la fuerza combinada y consecutiva de ellos dos
— y cualquiera de ellos era superior a él en fuerza bruta, aun cuando
uno dejase el cuchillo.
Dicky empezó a conocer el principio de la desesperación.
Arrojó al marinero de lado, contra las rodillas de Hilloran y se
alejó de un salto.
Hilloran tropezó y la mano de Dicky buscó la muñeca del
cuchillo, la encontró y retorció con salvaje ahinco. El cuchillo cayó
en el imbornal.
Si Dicky hubiera podido asir con las dos manos hubiera domi-
nado, pero sólo pudo hacerlo con una. La otra le falló. Un momento
después, se veía obligado a soltar. Se volvió a tiempo de esquivar el
golpe con la izquierda que Hilloran dirigía a su mandíbula.
Luego Hilloran y el marinero vinieron simultáneamente sobre é),
casi hombro contra hombro.
Las fuerzas de Dicky estaban agotadas. Sentía que le flaqueaban
las rodillas y los brazos le pesaban como si fueran de plomo; su
pecho jadeaba terriblemente a cada soplo de aire que respiraba, la
cabeza le daba vueltas y palpitaba dolorosamente. Le vencían. No
308. ALMANAQUE ROSA

pudo devolver los golpes que los dos le pegaron al mismo tiempo.
Consiguió deslizarse por debajo de sus brazos con la nebulosa idea
de pasar por entre los dos al espacio libre, pero no lo pudo hacer.
Le tenían cogido.
Se sintió arrojado contra la borda. Los brazos del marinero suje-
taban los suyos; las manos de Hilloran apretaban su cuello, estran-
gulando su voz, ahuyentando la vida de su cuerpo. Su espalda se
encorvaba como un arco sobre la batayola. Sus pies no tocaban ya
el suelo.
Las estrellas habían desaparecido y la luna había caído del cielo.
Bandas de hierro apretaban su pecho. Le parecía estar suspendido en
un inmenso vacío de intensa negrura, y aunque no sentía ningún
viento en sus oídos sonaba el rugir de un poderoso huracán.
Y luego, a través de la infinita distancia de aquel espacio negro
en el que estaba suspendido, por encima de los aullidos de aquel
huracán sin aliento, una voz habló como una campanilla de plata,
diciendo:
— ¿Qué esto, Hilloran?
Dicky sintió que se despertaba de un sueño horrible.
Los dedos se aflojaron sobre su cuello, cedió la jaula de hierro que
torturaba su pecho, el rugido del viento se convirtió en un murmullo.
Vio una estrella en el cielo, y una luna, que no estaba allí antes,
salió nadando de una infinita negrura para colocarse otra vez en su
sitio. Y, respiró.
De súbito se sintió muy enfermo.
Estas cosas ocurrieron casi simultáneamente. Él se dio cuenta de
que eran casi simultáneas, aunque parecían sucederse con la enloque-
cedora lentitud de la caza del minutero al horario alrededor de la
esfera de un reloj. Trató de impulsarlas a una mayor rapidez.
No pudo detenerse a saborear las sensaciones de su vuelta a la
vida. Su cerebro no había perdido un momento la lucidez. Sólo su
cuerpo estaba muerto y tenía que hacerle volver a la vida sin demora.
Una idea se destacaba clara entre la niebla que enturbiaba su
visión. Audrey Perowne estaba allí y era la causa de la interrupción
que le salvaba la vida; pero no estaba aún a salvo; tampoco lo
estaba ella.
Ella dormía, según recordaba, en un camarote cuyas ventanas se
abrían sobre el trozo de cubierta en donde habían estado luchando,
y el ruido debía de haberla despertado. Pero con. aquella luz podía
haber visto poco más de un grupo de hombres forcejeando, a menos
que los hubiera observado durante un rato antes de decidirse a inter-
venir — y esto no era probable. Y no debía dejársele saber la ver-
dadera razón de la contienda.
Tremayne comprendía ahora perfectamente el estado de las cosas.
Si Hilloran estaba dispuesto a suprimirle a él, estaba también
dispuesto a suprimir a la joven. Dicky no podía dudar esto. Pero
APARECE EL SANTO 309

ello necesitaría alguna determinación. Quedaba el hábito de la obe-


diencia y para romperlo sería preciso un esfuerzo. Y este esfuerzo
no debía, de ninguna manera, provocarse mientras Hilloran pudiera
pensar que los asuntos marchaban como a él le convenía.
Todo esto lo comprendió Dicky Tremayne y procedió al ins-
tante de acuerdo con ello, aun antes de recobrar del todo sus sentidos.
Sus pies tocaron la cubierta; se revolvió y sujetó al marinero en
la misma posición en que él estuviera un momento antes. Luego miró
a Audrey Perowne.
Estaba debajo de la luz de un mamparo, donde la podían ver
con claridad, y la luz se reflejaba en una pistola que llevaba en la
mano.
— Hilloran — dijo otra vez, y por su tono impaciente vio Dicky
que no podía hacer mucho tiempo que esperase la respuesta a su
primera pregunta.
— No es nada — dijo rápidamente Tremayne. — Uno de los
marineros ha perdido la cabeza y ha querido arrojarse al mar. Hilloran
y yo le hemos detenido, y ha forcejeado. Esto es todo.
La joven se acercó más. Ni Hilloran ni el marinero hablaron.
Ahora todo era un juego de azar. ¿Tomarían ellos la salida que él
les ofrecía y confirmarían su mentira? O mejor dicho, ¿la tomaría
Hilloran?, pues el otro le seguiría en lo que dijese.
Era un envite, con la automática de Audrey de su parte. Si
Hilloran tenía un arma — lo cual era probable — no se atrevería
a intentar sacarla cuando estaba ya cubierto, a menos que sintiese un
supremo desprecio por la inteligencia y la puntería de la joven, y
Dicky conjeturaba que Hilloran no estaba aún preparado para una
abierta rebelión.
Pero hubo una pausa perceptible antes de que Hilloran dijese:
— Así es, Audrey.
Ella se volvió hacia el marinero.
— ¿Por qué quería usted arrojarse al mar?
— No lo sé, señorita — repuso sombrío el hombre.
Ella le miró con atención.
— Parece que le han tratado a usted bastante mal.
— Tendría usted que haber visto de qué manera luchaba — dijo
Dicky. — No he visto a nadie con tantas ganas de morir. Me temo
que yo he sido quien ha hecho la mayor parte del daño. — Tomó
la mano del marinero. — Voy a colocarle, el dedo en su sitio. Le
dolerá. ¿Está usted listo?
Realizó la operación con mano segura, y luego consiguió hasta
sonreír.
— Yo le encerraría en la bodega, Hilloran. Por la mañana
se encontrará mejor. Debe de haber sido el calor.
Apoyado contra la batayola vio cómo Hilloran, sin pronunciar
una palabra, cogía al hombre por un brazo y se alejaba con él. Ahora
310 ALMANAQUE ROSA

que la crisis había pasado y que no tenía necesidad de luchar, sentía


una debilidad extraña. Menos mal que la joven no podía ver los
chichones que se estarían levantando de su frente y de sus sienes.
Pero quizás en su cara se mostraba algo de que él no se daba
cuenta, o el modo de apoyarse en la barandilla era muy desmayado,
pues de pronto halló que Audrey le ponía una mano en el hombro.
— Me parece — le dijo en voz baja - - que aquel hombre no es
el único que ha sido tratado con dureza.
Dicky sonrió.
— Claro que yo tamben he recibido algún golpe.
— ¿Y Hilloran?
Él la miró a los ojos y vio que no la habían engañado, pero
registró la cubierta con la vista antes de contestar.
— Hilloran también — replicó. — Ha faltado poco.
— ¿Han querido echarle a usted al agua?
— Esa creo que era la idea general.
— Ya. — Se quedó pensativa. — Entonces ..
Estaba tratando de dormir sobre cubierta — interrumpió Dicky
de súbito. — Hilloran estaba aquí cuando yo llegué. Vimos al ma-
rinero que se acercaba y se subía a la batayola..
La sombra de Hilloran apareció entre ellos.
— Le he encerrado — dijo, — pero parece que ya está tranquilo.
— Muy bien — contestó con indiferencia la joven. — Creo que
ya le habían ustedes dominado cuando yo salí. Ya veremos por la
mañana lo que se hace con él. Dicky, demos un paseo por la cubierta
antes de volver a acostarnos.
Resolvió la situación con tan completa naturalidad, que Hilloran
se quedó sin respuesta. Se cogió del brazo de Dicky y se alejaron.
Fueron hacia adelante, dieron la vuelta y continuaron hacia atrás,
sin hablar. Pero cuando llegaron a la popa, ella se inclinó sobre el
coronamiento, y se puso a contemplar, absorta, la estela del buque.
Dicky se detuvo a su lado. Nadie podía acercarse, sin ser visto,
adonde ellos estaban.
Él sacó cigarillos y fósforos del bolsillo de la bata. Fumaron.
Vio la cara de Audrey a la luz del fósforo, cuando encendió su ciga-
rrillo y le pareció que estaba pálida. Pero podía ser efecto de la luz.
— Continúe contándome — le ordenó.
Él se encogió de hombros.
— Ya sabe usted la mayor parte. Me desperté cuando estaban
a punto de lanzarme por la borda. Hubo una lucha regular. Hice
lo que pude, pero hubieran acabado conmigo si usted no hubiera
aparecido cuando lo hizo.
— ¿Por qué mintió usted para salvarlos?
Dicky explicó el instintivo razonamiento que le había guiado.
— No es que haya tenido tiempo de pensarlo con tanta com-
APARECE EL SANTO 311

plicación — dijo, — pero aun estoy seguro de que ha sido una


conjetura en extremo acertada.
—^Eso se arregla fácilmente — contestó ella. — Mañana ence-
rramos a Hilloran con unos grillos en la bodega — y usted desempe-
ñará su papel lo mejor que pueda.
— Es usted muy optimista — dijo irónico Dicky. — ¿No le
acabo de explicar todas las razones que existen para que tenga detrás
de sí a toda la tripulación como un solo hombre? No son de los
que inventaron lo del honor entre ladrones.
Ella volvió la cabeza.
— ¿Me aconseja usted que me retire?
Él creyó ver claro su camino.
— Sí. No tenemos otro recurso, a menos de sobrepujar la oferta
que Hilloran haya hecho, lo cual significaría sacrificar casi toda
nuestra parte. No somos lo bastante fuertes para luchar; y no
apostemos a que Hilloran vuelva al redil como la oveja arrepentida,
porque perderíamos. No tiene nada que perder y todo que ganar. Nos-
otros hemos servido a su propósito. Ahora no nos necesita y puede
concluir el asunto sin nosotros, ganándose un cuarto de millón de
dólares por un poco más de trabajo. No digo que no lucharía si
estuviera solo. Pero no lo estoy, y sospecho que Hilloran es un bicho
muy peligroso. Me sorprendería que pensara en llevarse sólo el dinero
de usted.
— En tal caso — repuso ella con frialdad, — no me parece que
retirándonos ganásemos nada.
— Me comprometo a sacarla a usted de aquí.
— ¿Cómo?
— No me pregunte, Audrey. Yo sé cómo.
Ella contempló la punta roja de su cigarrillo, como si fuera un
cristal en el que pudiera leer la solución de todos los problemas.
Luego se encaró con el.
— No me retiro.
— Supongo — dijo Dicky con aspereza — que piensa usted que
eso es hábil. Permítame que le diga que no lo es. Si sabe usted que
la decisión se ha dictado en su contra desde el primer asalto, no
pierde usted nada ahorrándose la molestia de luchar.
— La decisión por puntos puede estar ya tomada en contra mía
— contestó ella, — pero aún puedo ganar por un lockout.
— Posiblemente, si eso fuera todo. Pero olvida usted algo más.
— ¿ Qué es ?
— El Santo.
Dicky percibió el gesto exagerado de los hombros de su kimono.
— Poco me preocupa el Santo. Apuesto cualquier cosa a que no
está entre los pasajeros. He hecho registrar el barco de arriba abajo,
de manera que no está escondido como polizón. Con la tripulación
he tenido cuidado al escogerla. ¿Qué puede hacer?
812 ALMANAQUE ROSA

— No lo sé; pero si las gentes a que ha vencido antes de ahora,


hubieran sabido lo que el Santo iba a hacer, no las hubiera vencido.
No somos los primeros que se han creído perfcctamene a salvo. No
somos los únicos ladrones listos del mundo.
— Le he dicho que no me retiro.
— Muy bien.
— Esta es la partida más grande en que me he empeñado jamás
— dijo ella con una especie de salvaje entusiasmo.—Es más; es
una de las partidas más grandes que jamás se hayan jugado. He
pasado muchos meses preparando el terreno. He velado noche tras
noche proyectando los más pequeños detalles, el más insignificante
pormenor de nuestra huida. Es una máquina perfecta. Sólo tengo que
apretar un botón para que empiece a funcionar desde mañana por la
noche, con toda la suavidad que puede funcionar una máquina
humana. ¡Y me pide usted que abandone esto!
Una especie de IcKura se apoderó de Dicky Tremayne. Sus manos
cayeron sobre los hombros de la joven y la obligó a dar la vuelta con
innecesaria violencia.
— ¡Muy bien!—exclamó. — Insiste usted en mantener esa ac-
titud que cree usted tan valiente y tan hábil. Está usted muy satisfecha
de sí misma. Ahora, escuche lo que yo pienso. No es usted más que
una criatura demasiado mimada...
— ¡Quite esas manos de ahí!
— Cuando haya acabado. Es usted una criatura mimada y
estoy por darla unos azotes ahora mismo, como haría con cualquier
otra criatura ..
La luz de la luna se reflejó en algo negro y metálico entre
los dos.
— ¿Quiere usted soltarme?
— No. Tire, si quiere. Digo que debía pegarla... Audrey, Audrey,
;por qué está usted llorando?
— Yo no Hoto.
— La veo los ojos.
— Un poco de humo. .
— Hace varios minutos que ha tirado usted su cigarro.
Sus manos se habían aflojado. Ella se movió rápidamente y se
desprendió de ellas.
— No quiero ponerme sentimental — dijo con voz insegura.
— Si lloro es cosa mía, y tengo mis buenas razones para ello.
Tiene usted razón. Soy una niña consentida y soy una necia. Pero
quiero ese cuarto de millón de dólares y lo tendré; a pesar de
Hilloran y a pesar de usted, si es que se pone de parte de Hilloran ..
— Yo no me pongo del lado de Hilloran...
— ¿De qué parte se pone usted entonces? Sólo hay dos.
El momento había pasado. Quiso probar su brazo en una de-
mostración de fuerza, y fracasó. No estaba acostumbrado a tratar
APARECE EL SANTO 313

con aspereza a una mujer. Y al disiparse aquel relámpago de locura,


se daba cuenta otra vez de la debilidad de su posición.
Un fanfarrón descarado, como el Santo, podría haber continuado,
pero Dicky Tremayne, no. No se atrevió a llegar demasiado lejos.
Estaba atado de pies y manos. Tuvo en la punta de la lengua el
arrojar la máscara, decir la verdad, presentar su ultimátum y afrontar
las consecuencias. La prudencia — quizás una prudencia demasiado
grande — le detuvo. En cierto modo, era como Hilloran. A Hilloran
le dominaba el hábito de la obediencia; a Tremayne el hábito de la
lealtad. Ninguno de los dos podía romper sus costumbres en el im-
pulso de un momento.
— Me pongo de su parte — dijo Dicky.
Y se preguntó al mismo tiempo si no debiera haber cedido a la
instigación de la momentánea pérdida de la paciencia.
— Entonces, ¿para qué todo esto? — interrogó ella.
— Me pongo de su parte — dijo Dicky, — más de lo que usted
se cree. Pero no volvamos más sobre esto, al menos, por ahora.
Dejémoslo. Puesto que es usted tan lista, ¿cómo cree que debemos
proceder con la situación ?
— Otro cigarrillo.
Él le dio otro cigarrillo, se lo encendió y se volvió a contemplar
las aguas de mal humor. Era un dilema desesperado.
"¿Por qué — pensaba con amargura — tendrá uno que mante-
ner tan frenéticamente su palabra de honor? Es una locura, nada
más." Le constaba así, pero tenía comprometida su palabra y ncr
podría retirarla hasta la noche próxima, lo más pronto.
— ¿Qué cree usted que hará Hilloran ahora?—^ preguntó ella.
¿Volverá a intentarlo esta noche o lo dejará para mañana?
El momento estaba ya muy lejos. Casi no parecía que hubiera
existido.
Dicky trató de concentrarse, pero su cerebro se había oscurecido.
— No lo sé — dijo vagamente. — En su lugar yo volvería a
probar esta noche. El modo de pensar que tenga Hilloran es otra
cuestión. Usted le conoce mejor que yo.
— No creo que lo haga. Esta noche ha tenido una oportunidad
de rebelarse contra mí y la ha esquivado. Eso es una derrota psico-
lógica de la que tardará en reponerse. Apostaría a que no vuelve a
probar hasta mañana. Se alegrará de tener algo de tiempo para
pensar y no hay nada que le obligue a apresurarse.
— ¿Tendrá usted mañana una contestación mejor que la de
ahora?
Ella sonrió,
— Lo habré consultado con la almohada. Eso siempre conviene.
Buenas noches, Dicky. Estoy cansada.
Él la detuvo.
— Prométame una cosa.
314 ALMANAQUE ROSA

— ¿Qué?
— Cierre su puerta esta noche y no se la abra a nadie, por
ninguna excusa.
— Sí, de todas maneras lo haría. Mejor es que haga usted lo
mismo.
Volvió con ella hasta su camarote. La brisa agitaba su cabello
y la luna se reflejaba en él. Era bella. Cuando pasaron por cerca de
una luz, observó la serenidad de su cara altiva y adorable. Descubrió
que su locura no le había abandonado del todo.
Llegaron a la puerta.
— Buenas noches. Dicky — volvió a decir.
— Buenas noches.
Y luego añadió con una voz extraña y agitada:
— La amo, Audrey. Buenas noches.
Y desapareció antes de que ella pudiera contestar.

VII

Dicky soñó que estaba sentado sobre el pecho de Hilloran, con


los dedos clavados en su cuello y golpeando la cubierta con su cabeza.
Cada vez que la cabeza de Hilloran tocaba las tablas hacía mucho
ruido. Dicky sabía que esto era absurdo. Se despertó perezosamente,
•y localizó el ruido en la puerta de su camarote. Abrió un ojo y vio
que el sol de la mañana entraba por la ventanilla.
Bostezando, bajó de la litera, sacó la pistola de debajo de la
almohada, y fué a abrir la puerta.
Era un camarero de chaquetilla blanca que le traía una taza de
té. Dicky le dio las gracias, tomó la taza y volvió a cerrar la puerta.
Se sentó al borde de la litera, removiendo el té pensativo. Pen-
sativo lo miró y lo olió; pensativo se levantó y pensativo lo arrojó
por la ventanilla. Luego encendió un cigarrillo.
Fue al baño con la pistola en el bolsillo de la bata y la mano
en la pistola. Se dio una ducha fría y volvió al camarote para
vestirse, con similares precauciones, pero sintiéndose mejor.
La noche anterior se había dormido casi instantáneamente. Dicky
Tremayne creía en el antiguo adagio de que las desgracias llegan
solas y no es necesario anticiparlas, y puesto que suponía que al día
siguiente necesitaría de todas sus facultades, durmió. Pero ahora el
día había llegado y estaba pensativo.
La situación con que tenía que enfrentarse no le parecía más
despejada en la clara luz del día. Estas cosas tienen, por lo general,
la agradable cualidad de perder por la mañana muchos de sus terrores,
pero aquel caso particular no se ajustaba a las reglas.
Verdad es que Dicky durmió apaciblemente y que, aparte del
APARECE EL SANTO 315

peligro que pudiera encerrar la taza de té, no se había intentado nada


a continuación del ataque de la noche. Podría aprovecharse este hecho
para argüir que Hilloran no había recobrado aún su audacia. En un
ataque determinado, pequeneces tales como una puerta cerrada, hu-
bieran servido de poco para detener su marcha; pero el ataque no
se había verificado. Sin embargo, esta circunstancia tranquilizaba muy
pcKO a Dicky.
Un valor aproximado de un millón de dólares se paseaba en
aquel yate por el Mediterráneo, y cada dólar de aquella cantidad era
un argumento para Hilloran y otros. Audrey Perowne había dicho
que su plan era una máquina a toda prueba. Así era, si aseguraba
la lealtad de las diversas piezas. Y aquí era donde estaba el incon-
veniente.
El complot hubiera sido excelente si su objeto hubieran sido
cacahuetes o salchichas, cosas que no ofrecen un interés irresistible
a nadie que no sea un coleccionista incorregible. Joyas, fácilmente
convertibles en dólares eran otra cuestión. Aún así, podría haberse
tratado con ellas con relativa seguridad en tierra firme. Pero estando
las joyas y sus propietarios en medio del ancho mar, y muy lejos de
la jurisdicción del policía de la esquina de la calle, con una tripulación
como la de la Doncella de Córcega, cada uno de aquellos dólares
era, no sólo un argumento, sino una carga explosiva de gran po-
tencia.
Así meditó Dicky Tremayne mientras se vistió, mientras comió,
y mientras se paseaba después por la cubierta con Sir Esdras Levy
y Mr. Matthew Sankin. Y la cuestión que en su mente se agitaba
más, era cómo podría aplazar la inminente explosión hasta las once
o las doce de aquella noche.
Evitó encontrarse con Audrey Perowne. La vio a la hora del al-
muerzo, la saludó, y se enzarzó en el acto en una discusión con
míster George Y. Ulrig sobre el porvenir del negro americano, un,»
especulación abstracta que interesaba a Dicky Tremayne mucho menos
que el paluka de la Patagonia. Dando vueltas por la cubierta, tuvo que
pasar y repasar por delante de la joven, que tenía reunida su corte
a la sombra de un toldo. No cruzó la vista con ella y se alegró de
que no le llamase. Si le hubiera dicho alguna cosa le hubiera cau-
sado un intolerable azotamiento.
La locura de la noche anterior había pasado y ahora se pre-
guntaba por qué razón se había debilitado hasta denunciarse. La
observaba con el rabillo del ojo cada vez que pasaba. Ella charlaba
volublemente, bromeando y riendo con deleite a cada una de las
torpes ocurrencias de sus huéspedes. Era asombroso su valor y su
inconmovible dominio: ¿Quién se hubiera imaginado que antes del
próximo amanecer, aquellos mismos huéspedes la verían fría y domi-
nadora detrás de una pistola cargada?
Y así a comer. Después ..
816 A1.MANAQUE ROSA

Hacía calor. El sol, un globo de fuego cegador, se cernía sobre


los penóles en un ciclo abrasado. Hacía que la brea hirviese entre
las tablas del puente descubierto, y convertía las aguas, apenas
rizadas, en una plancha de acero. Unánimemente, los repletos hués-
pedes y sus señoras, buscaron las largas sillas y la sombra. La con-
versación decayó; murió.
A las tres, Dicky bajó sombrío a la cita. Vio entrar a Hilloran
cuando llegaba, y se alegró de no tener que encontrarse frente a
frente con la joven, solo.
Se sentaron uno a cada lado de la mesa con un mesurado cambio
de inescrutables miradas. Hilloran fumaba un cigarro. Dicky encendió
un cigarrillo.
— ¿Que ha hecho usted con aquel marinero? — Preguntó
Audrey.
— Le he dejado en libertad — repuso Hilloran. — Ya está
bien.
Ella se sentó en un sillón entre los dos.
— Entonces vamos al negocio — continuó ella. — Todo lo ten-
go dispuesto. Necesitamos la menor cantidad de agitación posible y
no será preciso ningún disparo. Usted, Hilloran, mientras comemos,
registrará todos los camarotes. Hágalo bien. Nadie le interrumpirá.
Luego bajará usted a la cocina y servirá esto.
Sacó un frasquito de un líquido amarillento.
— Butyl — dijo, — y es fuerte. No abuse. Dos gotas en cada
taza de café, con las dos últimas para Dicky y para mí. Y ya está.
Es fácil y mucho menos molesto que un atraco. Cuando vuelvan en sí,
estarán atados de pies y manos. Echaremos el ancla frente a la costa
de Córcega, cerca de Caivi, a las once, y los dejaremos en tierra.
Nada más.
Dicky se levantó.
— Muy bien — murmuró. — No pierde usted el tiempo.
— No tenemos nada que hacer. Todo es cosa de Hilloran, y un
trabajo fácil.
Hilloran tomó el frasco y se lo metió en el bolsillo.
— Puede usted dejármelo a mí — dijo, y esta expresión favo-
rita de su amigo, Roger Conway, hubiera hecho a Dicky estremecerse
si no se hubiera dominado con tanta energía.
— Si es esto todo — dijo Dicky, — yo me voy. No es necesario
que nadie pueda advertir que estamos los dos ausentes al mismo
tiempo.
Era una excusa ridicula, pero era una excusa. Ella no trató de
detenerle.
Hilloran vio cerrarse la puerta sin hacer ningún movimiento para
seguirle. Estaba componiendo en su mente un cuidadoso discurso,
pero le arrebataron la oportunidad de pronunciarlo.
— ¿Confía usted en Dicky? — le preguntó la joven.
APARECE EL SANTO 81?

Era tan exactamente el punto adonde el mismo Hilloran hubiera


querido llegar, que abrió la boca y pasaron algunos segundos antes
de que pudiera contestar.
— Es curioso que pregunte usted eso ahora — observó. — Por-
que recuerdo que cuando yo lo indiqué se enfadó usted.
— He cambiado de opinión desde anoche. Lo que yo vi... Tenga
en cuenta que no pude ver muy bien porque estaba obscuro, pero
me pareció que la situación era muy diferente de la que ustedes dos
me explicaron. Me pareció — concluyó bruscamente — que Dicky
estaba tratando de arrojarle a usted por la borda y el marinero inten-
taba detenerle.
— Esa es la verdad — dijo ciegamente Hilloran.
— ¿Por qué mintió usted entonces para salvarle?
— Porque pensé que no me creería usted si decía la verdad.
— ¿Por qué mintió el marineroí
— Siguió la indicación que yo le hacía. Si yo no quería decir
nada, no era de su incumbencia contradecirme.
Los dedos finos de la muchacha tabalearon sobre la mesa.
— ¿Por qué cree usted que querría matarle Dicky?
Hilloran tuvo una inspiración. No podía detenerse a congratu-
larse por la maravillosa coincidencia que ponía a la joven en sus
manos. Las congratulaciones vendrían después. Lo inmediato era
aprovechar la inesperada oportunidad.
Sacó una hoja de papel del bolsillo y se inclinó hacia adelante.
— ¿Recuerda usted que yo le di una carta a Dicky, ayer antes de
cenar? — preguntó, — Abrí primero aquella carta y saqué una copia.
Aquí está. Parece inocente, pero...
— ¿Probó usted si estaba escrita con tinta invisible?
— Hice todas las pruebas que se me ocurrieron, pero nada apa-
reció. Pero lea la carta. Casi cada palabra podría ser un aviso a alguien
que supiera cómo interpretarlo.
La joven leyó con una arruga cada vez más profunda entre sus
dos cejas. Cuando levantó la cabeza tenía el ceño completamente
fruncido.
— ¿Cuál es su idea ?
— La que le he dicho ya. Creo que Dicky Tremayne es uno de
la cuadrilla del Santo.
— Un plan...
— Puede ser. No sé mucho del Santo, pero no creo que sea capaz
de enviar un hombre a una misión como ésta, dejando sus ins-
trucciones en una carta que se entrega en el último minuto. El más
pequeño retraso en el correo y no hubiera recibido la carta.
—^Todo eso está muy bien, pero. .
— Además, quienquiera que sea el que enviase esta carta, si es
lo que usted piensa, debe de haber supuesto que sería abierta y leída.
De otro modo sus instrucciones estarían escritas en lenguaje corriente.
318 ALMANAQUE ROSA

Esta gente es lista. Las advertencias pueden ser auténticas, pero pueden
ser también falsas. No me extrañaría que empleasen una clave en la
que pudiera caer cualquiera, y exultasen en ella otra más difícil. Uno
cree que ha hallado la solución en las advertencias, si las puede inter-
pretar, pero yo digo que eso es demasiado fácil: probablemente una
trampa.
— ¿Puede usted descubrir alguna otra clave?
— Yo no entiendo de claves, pero eso no quiere decir que no la
haya. — Hilloran hizo un gesto de mal humor. — No veo que eso
suponga diferencia. Yo digo que la carta es sospechosa y si está usted
de acuerdo conmigo, sólo hay una cosa que hacer.
— Ciertamente.
— Puede ir por la borda al mismo sitio adonde me quiso enviar
a mí anoche.
Ella meneó la cabeza.
— No me gusta matar, Hilloran, ya lo sabe usted. Y no es
necesario. — Le señaló el bolsillo en que se había guardado el fras-
co. — Usted tiene la receta. ¿Y si no hubiese más que una taza de
café sin ello esta noche después de cenar >.•
La cara de Hilloran se iluminó con una brutal ansiedad. Tuvo
que luchar para ocultar su deleite. Era tan sencillo, demasiado sencillo.
Verdaderamente, sus enemigos caían en sus manos... Pero trató de
acoger la idea con aire moderado y calculador.
— Sería más prudente — concedió. — Debe decir que me con-
suela ver que vuelve usted a mi manera de pensar, Audrey.
Ella se encogió de hombros con una sonrisita torcida.
— Cuanto más le conozco — dijo, — más cuenta me doy de
que tiene usted razón, por lo general.
Hilloran se levantó. Su cara era como la delgada costra de un
volcán bajo la cual se agitan y luchan fuegos y fuerzas terribles,
buscando salida.
— Audrey...
— Ahora no, Hilloran.
— Tengo un nombre de pila — dijo él lentamente. — Me llamo
John. ¿Por qué no lo emplea usted nunca?
— Muy bien, John. Pero haga el favor . , quiero descansar esta
tarde. Cuando todo el trabajo esté hecho, entonces... hablaremos.
£1 se acercó más.
— ¿No pretenderá usted hacer traición a John Hilloran?
— Ya sabe usted que no.
— ¡La quiero a usted!—exclamó incoherentemente. — Hace
años que la estoy queriendo y usted siempre me rechaza. Cuando des-
cubrí que se llevaba usted tan bien con ese bribón de Dicky Tre-
mayne, me volví loco. ¿Pero ya no continúa gustándole?
— No... -
— ¿Y no hay ningún otro?
APARECE EL SANTO 319

— ¿Cómo podría haberlo?


— ¡Preciosa!
— Después, Hilloran. Estoy muy cansada y quiero descansar.
Vayase ahora .
Él dio un salto hacia ella y la cogió en sus brazos, y con la
boca buscó sus labios. Por un momento ella se dejó abrazar pasiva-
mente. Luego le empujó y se desprendió de él.
— Ahora me voy — dijo Hilloran vacilante.
Ella permaneció como una estatua con los ojos clavados en la
puerta que se cerraba, hasta que con el ruido del pestillo al entrar
en el cerrador, pareció romperse el muelle que la mantenía a ella
rígida y erguida y se dejó caer en el sillón.
Permaneció un momento inmóvil. Luego apoyó la cabeza sobre
la mesa y ocultó la cara entre los brazos.

VIII
Debíamos—estaba diciendo la condesa Anusía Marova—
llegar a Monaco a la una, pero nos hemos retrasado y el capitán dice
que no llegaremos hasta las diez. No tendremos que apresurarnos en
la cena, para ver la entrada en el puerto.
Dicky Tremayne oía los suaves acentos a través del comedor por
encima de la voz robusta de mister Georgc Y. Ulrig, quien le estaba
enjaretando un discurso sobre el porvenir de la colonia japonesa de
California. A Dicky le hubiera interesado más un discurso sobre el
porvenir de la colonia valona de Cincinnatl. Una bola de papel,
que llevaba en el bolsillo del smoking, parecía estarle quemando el
costado. ,, . , , j
El papel había entrado por debajo de la puerta de su camarote
mientras se vestía. Estaba ante el espejo, arreglándose la corbata,
cuando vio la hoja deslizarse sobre la alfombra. La observo medio
hionotizado. y pasó algún tiempo antes de que se moviese para
cogerla Cuando la leyó y abrió la puerta, el pasillo estaba desierto.
Sólo al extremo vio a Hilloran, con su uniforme, atravesar sin mirar
ni a la derecha ni a la izquierda.
El papel sólo llevaba escrita una línea con letras de imprentilla.
N o BEBA USTED SU CAFÉ. . . . , XT-
Nada más. Ninguna firma, ni siquiera una inicial. Ni una pala-
bra de explicación. Sólo esto. Pero el sabía que sólo había una persona
a bordo que pudiera haberla escrito. j , „
Apresuró el resto de su tocado con la esperanza de hallar a
Audrey Pcrowne en el comedor antes de que los demás huéspedes
hubieran llegado, pero fué la última que apareció. No se atrevió a
llamar a la puerta de su camarote. Su deseo de verla y hablarla
•820 ALMANAQUE ROSA

a solas con cualquier pretexto, estaba atemperado por un deseo


igual de evitar una oportunidad de que se pudiera referir a sus
últimas palabras de la noche anterior.
— El japonés es un buen ciudadano — decía George Y. Ulrig,
levantando su vaso como un cetro. — Tiene pocos vicios, es limpio
y no es revoltoso. Por otra parte es demasiado listo para confiar en
él... ¿Qué le pasa a usted, Dicky?
— Nada — se apresuró a negar Dicky. — ¿Por qué piensa usted
que el japonés es demasiado listo para confiar en él ?
— El chino es el hombre más honrado del mundo, digan lo que
digan de él — continuó Ulrig. — Le contaré una historia que lo de-
muestra ..
Contó detalladamente su historia, y Dicky hizo todo lo posible
por mostrar interés, lo cual no era fácil.
Respiró cuando se sentaron a cenar. Su compañera era la menos
inquisitiva señora de Ulrig, quien era incapaz de observar el aire
distraído con que escuchaba la detallada descripción de su última
enfermedad.
Pero a la mitad de la comida le llamó la atención un reto, y sin
saber por qué se alegró.
— Dicky — dijo la joven desde el extremo de la mesa.
Dicky levantó la cabeza.
— Tenemos una discusión — continuó ella.
— Es lo siguiente — interrumpió Sir Esdras Levy. — La condesa
dice, que si por ejemplo, usted es amigo mío y yo hago un trato
con otros amigos míos, prometiendo no decir a nadie nada, y veo
que usted se arruinará si no se entera del trato, pero si se entera
se arruinará el negocio, ¿qué debo hacer?
Esta luminosa exposición fué saludada por risas contenidas que
hicieron a Sir Esdras resoplar con impaciencia a través de su barba.
Agitó las manos con exaltación.
— Yo digo — proclamó magistralmente, — que un hombre es
esclavo de su palabra. Lo sentiría por usted, pero mantendría mi
palabra.
— Sin embargo — intervino míster Sankin, — yo estoy por el
principio británico de que un hombre debe sostener siempre a sus
amigos. No tiene derecho a abandonarlos.
— Matthew — dijo su mujer con suavidad, — la condesa le ha-
cia la pregunta a míster Tremaync, creo. Haz el favor de dejarnos
oír su opinión.
— ¿'Qué les parece una votación? — - sugirió Dicky. — ¿Cuántos
de ustedes dicen que un hombre debe cumplir su palabra, le cueste lo
que le cueste?
Seis manos se levantaron. Sankin y Ulrig eran los únicos di-
sidentes.
— Perdida por un voto — dijo Dicky.
APARECE EL SANTO 321 / "*

— No — dijo la condesa. — Yo no voto. Le hago a usted


presidente, Dicky. Usted es quien ha de decir la última palabra. ¿Qué
opina usted?
— ¿Y en este problema no hay posibilidad de arreglo? ¿No
podría uno hablar a su amigo de modo que no se estropease el nego-
cio de sus otros amigos?
— Nada, nada de arreglos — dijo,severamente Sir Esdras Levy.
Dicky miró a través de la mesa y sostuvo con firmeza la mirada
de la joven.
— Entonces — dijo, — iría a ver a mis socios y les prevendría
de que iba a romper mi compromiso y luego lo haría, pero la primera
condición es esencial.
— Una salida — protestó Sir Esdras. — ¿ Supongamos que no
tiene usted ni tiempo ni oportunidad?
— ¿Cuál es el grado de amistad?
— El más grande que se pueda imaginar — insistió el respetable
señor con vehemencia. — Es lo mismo.
— Vamos — animó míster Sankin. — Un inglés no deja caer
a su mejor amigo.
— Ni un americano — agregó Georgc Y. Ulrig.
— ¿Dice usted que yo no soy inglés? — refunfuñó Sir Esdras
Levy indignado. — Tiene usted la impertinencia...
— Dicky — dijo dulcemente Audrey, — tiene usted que deci-
dirse más de prisa, pues si no tendremos una riña. ¿Qué opina usted?
Dicky paseó la vista alrededor de la mesa. Se preguntó quién
habría empezado la discusión. Parecía que hubiera sido la misma
Audrey, deliberadamente, a juzgar por la insistencia con que le pedía
a él la decisión. Pero si era así sólo podía significar...
Pero no importaba. A pocos minutos del momento crítico una
extraña temeridad se apoderaba de él. Había comenzado por una
simple impaciencia ante las teorías de George Y. Ulrig y las enfer-
medades de su mujer, y ahora se convertía de repente en una loca
exasperación.
Audrey Perowne lo había dicho: "Tiene usted que decidirse más
de prisa." Y Dicky sabía que era verdad. Había malgastado todas sus
horas en inútiles vacilaciones que no le habían llevado a ninguna
parte. Ahora contestaba con una especie de pánico.
— Ño — dijo. — Estoy contra esa opinión. — Dejaría a cuales-
quiera socios en la estacada y estropearía el negocio más colosal, "antes
que perjudicar a nadie a quien quisiera. Ahora ya lo saben y espero
que queden satisfechos.
Y él sabía, cuando se llevaban los últimos platos, que estaba
cogido. No le cabía duda alguna de que Audrey había iniciado el
debate con el propósito de arrancarle por sorpresa una declaración.
Bien, ya tenía lo que deseaba.
Sospechaban de el. Hilloran y Atidrey debían de haberlo deci-
322 ALMANAQUE ROSA

dido, después de salir él de su camarote aquella tarde. ¿Por qué, en-


tonces, el mensaje antes de cenar? Habían acordado eliminarle con el
resto. Aquel recado habría sido, quizás, una debilidad de parte de
ella. Contando con su flaqueza había inventado la discusión, arras-
trándole 3 él en ella, sólo para convencerse de que le tenía seguro.
Muy bien...
Aquí era donde ella perdía su dominio. Un resentimiento som-
brío y vengativo helaba el corazón de Dicky. Había querido aprove-
charse del amor que él la confesara y por lo mismo lo perdía. La
odiaba ahora con un odio creciente. Le había casi dominado; casi la
había inducido a sacrificar su honor y el respeto de sus amigos para
salvarla. Y ahora se reía de él.
Cuando contestó, ella había sonreído. Él lo vio demasiado tarde,
y aun entonces no comprendió el significado de aquella sonrisa. Pero
ahora lo entendía todo.
— ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! — Se maldecía con furor, y el saber
que había estado a punto de ser seducido por semejante mujer era
como un gusano en su corazón.
— Pero no se escapará — se juró salvajemente. — ¡Por Dios
que no se escapará!
Y aquella vindicativa determinación convirtió su furor del primer
momento en una intensa e hirviente malevolencia. Maldecía el mo-
mento de pánico que le había impulsado a venderse, hablando con
el corazón, sin haber calculado del todo lo que podía ocultarse
detrás de la pregunta. Y de súbito se quedó frío y vigilante.
El camarero traía la bandeja del café.
Como desde una gran distancia, Dicky Tremayne observó cómo
colocaba las tazas delante de los invitados. Cuando cada huésped
aceptaba su taza, Dicky levantaba los ojos para verla la cara. Los de-
testaba a casi todos. Entre las mujeres, la señora Ulrig era la única
a quien podía tolerar, a pesar de su preocupación por las enfer-
medades que se imaginaba que la afligían. De los hombres sólo a dos
encontraba humanos: Matthew Sankin, el londinense, dominado
por su mujer, que había llegado a tener más dinero del que sabía
gastar y que era para él antes una maldición que una bendición, y
George Y. Ulrig, el didáctico millonario americano. A los otros les
hubiera robado de buena gana a cualquier oportunidad, en particular
a Sir Esdras Levy, un anuncio mal escogido de una raza con fre-
cuencia noble.
Dicky recibió su taza con indiferencia. Su mano derecha volvía
del bolsillo del pantalón. De las dos cosas que sacó, escondió una
debajo de la servilleta; la otra, la pitillera, la mostró y la ofreció.
La joven le miró, pero su cara no tenía expresión alguna.
Le pareció que pasaba una eternidad hasta que la primera taza
se levantó de la mesa.
APARECE EL SANTO 323

Las otras siguieron. Dicky las contó, moviendo, mecánicamente,


su café. Tres más... dos más...
Matthew Sankin fué el último que bebió. Él solo se atrevió a
comentar.
— ¡Qué sabor tan raro tiene este café!
— A mí me sabe bien — dijo Audrey después de probarlo.
Y Dicky Tremayne, que la observaba, vio algo en sus ojos que
no pudo interpretar. Parecía dirigirse a él, pero no tenía la menor
idea de su significado. ¿Una burla velada? ¿Un reto? ¿Una mirada
dé triunfo? ¿O qué? Era una mirada curiosa. Ciego...
Luego vio a Lady Levy levantarse a medias de la silla, llevarse
la mano a la cabeza y caer de bruces sobre la mesa.
— Se ha desmayado — dijo Matthew Sankin de pie. — La
atmósfera está un poco cargada aquí, lo acabo de observar...
Dicky permaneció inmóvil, vio cómo los ojos del hombre se
cristalizaban en una mirada de cómica perplejidad, vio cómo abría
la boca y caía sin poder continuar hablando.
Cayeron uno por uno y Dicky siguió sentado sin moverse,
mirando con la sensación de ser un espectador en un teatro. Apre-
ciaba vagamente lo extraño de la escena; vagamente oyó las voces y
el caer de los platos y tazas de la mesa. Pero él estaba alejado, solo
con sus pensamientos, empuñando con la mano derecha la pistola
por debajo de la servilleta. Se dio cuenta de que Ulrig le sacudía
por un hombro, balbuciendo una y otra vez:
— En ese café había alguna droga — hasta que el americano a
su vez se desplomó en el suelo. Y se quedaron solos él y la joven;
ella de pie a un extremo de la mesa y Dicky sentado al otro extremo,
con el arma sobre las rodillas.
Aquella mirada particular brillaba aún en sus ojos. Habló con
Voz ahogada:
— Dicky...
— Ya nos podemos reír — repuso éste. — No tiene usted que
esforzarse más en conservar una cara de circunstancias, y dentro de
pocos minutos no podremos reírnos de nada. Es mejor reír ahora.
— No he tomado más que un sorbo — dijo ella.
— Ya he visto que ha derramado usted el resto — contestó
Dicky. — Tome un poco del mío.
Audrey se acercaba hacia él dando la vuelta a la mesa, apoyán-
dose en los respaldos de las sillas. Él no se movió.
— Dicky, ¿sentía usted lo que ha contestado hace poco?
— Sí. Y lo seguiría sintiendo si se cumplieran las condiciones.
Recordará usted que dije a nadie a quien quisiera. Aquí no tiene eso
aplicación. Anoche la dije que la quería. Perdone la mentira. Ni la
quiero ni podría quererla nunca. Pero pensé — hizo una pausa y
luego lanzó el insulto con todo el desprecio de que estaba lleno. —
Pensé que me divertiría riéndome de usted.
824 ALMANAQUE ROSA

Causó el efecto de una bofetada; pero él no tuvo remordimiento.


Continuó sentado, contemplándola con la impasibilidad de una
imagen de madera, hasta que ella volvió a hablar.
— Yo le envié aquella nota...
— Porque pensaba usted que con mi amor tenía un arma sufi-
ciente. Ya lo entiendo.
Audrey parecía sostenerse de pie por un esfuerzo de voluntad.
Se le caían los párpados y fluían lágrimas por debajo de sus ojos.
— ¿Quién es usted? — le preguntó.
— Dicky Tremayne es mi verdadero nombre y soy uno de los
amigos del Santo.
Audrey bajó la cabeza hasta tocarse el pecho con la barbilla.
— Y... supongo... que usted.. puso el... narcótico... en mi...
café... —dijo con aquella voz infantil y apagada, que él tenía que
hacer un esfuerzo para oír; y se deslizó por el respaldo de la silla
en que se apoyaba y cayó de bruces sin añadir otra palabra.
Dicky Tremayne la miró con una especie de perplejidad, con la
calma helada de su implacable deseo de venganza. Miró sus brazos
desnudos, su vestido arrugado, la revuelta cabellera dorada, des-
ordenada por la caída, y continuó como una figura de piedra.
Pero dentro de él algo se agitaba, crecía y luchaba contra su
calma. Algo que, a pesar de su desesperada resistencia, le hizo levan-
tarse lentamente de la silla, hasta quedar erguido, sin dejar de mirarla,
con la servilleta caída a sus pies y el arma en la mano derecha.
— ¡Audrey! —gritó de súbito.
Estaba de espaldas a la puerta. Oyó pasos detrás de sí, pero no
pudo moverse más de prisa que la lengua de Hilloran.
— ¡Quieto! — gritó Hilloran.
Dicky movió sólo los ojos.
Los elevó hacia el reloj que tenían enfrente, y vio que eran las
nueve y veinte minutos.

DC
— Deje caer esa pistola — ordenó Hilloran.
Dicky la dejó caer.
— Déle un puntapié.
Dicky la apartó de un puntapié.
— Ahora puede usted volverse.
Dicky se volvió lentamente.
Hilloran con su pistola en una mano y la de Dicky en la otra,
estaba recostado contra la puerta con una mueca de triunfo en la
cara. Detrás de él esperaba una fila de marineros. Hilloran les indicó
que entrasen.
— Claro que yo esperaba esto — dijo Dicky.
APARECE EL SANTO 325

— Es usted un chico listo — contestó Hilloran. — Se volvió a


a los marineros y señaló con una de las pistolas.
— Registradle y atadle.
Dicky se sometió imperturbable al registro. El trozo de papel
que guardaba en el bolsillo fué hallado y mostrado a Hilloran, que
lo apartó a un lado, después de echarle una mirada.
— Ya supuse que sería algo así. Le participo, Dicky, que la vi
cuando se lo echaba por debajo de la puerta. ¡He tenido suerte!
— Mucha — convino con frialdad Dicky. — Ha estado tan cerca
de engañarle a usted como de engañarme a mí. Debíamos llevarnos
bien, después de esto.
— ¡De engañarle a usted!
Dicky levantó las cejas.
- - ¿Qué ha oído U6ted desde detrás de esa puerta?
— Todo.
— Pues entonces debe usted de haber entendido, a menos que
sea usted tonto de nacimiento.
— He entendido que me ha hecho traición a mí, previniéndole
a usted lo del cafe.
— ¿Y por qué cree usted que lo ha hecho? Porque pensaba que
me tenía en sus manos. Porque creyó que estaba tan loco por ella
que me tenía tan efectivamente dormido como si me hubiera dado
un litro de narcótico. Y tenía razón, entonces.
Los marineros se movían con trozos de cuerda en las manos,
atando brazos y piernas con metódica eficiencia. Ya atado, vio Dicky
cómo los huéspedes eran tratados, uno por uno, de manera similar,
y continuó, exteriormente, impasible. Pero su cerebro funcionaba con
velocidad vertiginosa.
— Cuando estén todos atados — dijo Hilloran, — voy a hacerle
a usted algunas preguntas, señor Dicky Tremayne. Mejor es que
se prepare usted para contestar desde ahora, pues no seré nada suave
si me da usted mucho que hacer.
Dicky permanecía indiferente y sumiso. Parecía hallarse en una
especie de estupor, desde el momento en que Hilloran le desarmó.
Excepto por los movimientos de la boca y por el hecho de que
estaba de pie, no daba señales de vida. Todo en su actitud mostraba
un paralizada y fatal resignación.
— No daré nada que hacer — dijo. — ¿No comprende usted que
no tengo interés en la vida, después de lo que he descubierto en ella?
Hilloran le miró con atención, pero las palabras y la disposición
de Dicky eran convincentes. Tremayne parecía medio cloroformi-
zado. Su apática y aturdida indiferencia era indiscutible. Pesaba
sobre él como una capa de plomo.
— ¿Tiene usted amigos a bordo? --preguntó Hilloran.
— No. Estoy completamente solo.
— ¿La verdad?
326 ALMANAQUE ROSA

Por un momento pareció que Tremayne volvía a la vida.


— No sea usted tan obtuso — rezongó. — Le digo que es la
verdad. Me crea usted o no, los mismos resultados obtendría marti-
rizándome. No tiene usted medio de comprobar mis declaraciones de
cualquier manera que las obtenga.
—¿Espera usted auxilio del exterior?
— Todo estaba en la carta que usted leyó.
— ¿Por aeroplano?
— Hidroplano.
— ¿De cuánta gente de su cuadrilla?
— Quizás de dos, y quizás sólo de uno.
— ¿A qué hora?
— Entre once y doce, cualquier noche a partir de la de hoy, o
a las tres de la mañana. Los tenía que haber llamado encendiendo
una luz, una luz roja.
— ¿De una manera particular?
— No. Nada más que unas intermitencias regulares. No hay
ninguna trampa ahí.
Hilloran estudió su cara con curiosidad.
— Le creería, si no fuera porque el modo que tiene usted de
rendirse es precisamente lo contrario de lo que siempre se ha dicho
de los de la cuadrilla del Santo.
Tremayne torció la boca.
— ¡Por los clavos de Cristo! — explotó Dicky, irritado. — ¿No
se lo he dicho ya, imbécil? Estoy harto del Santo; estoy harto de
todo y no me importa un comino lo que haga nadie. Le he dicho
que estaba loco por aquella mujer y ahora que veo lo que es, no
me preocupa lo que pueda ocurrirle ni a ella ni a mí. Puede hacer
usted lo que quiera. ¡Adelante!
Hilloran miró en derredor del salón. Ya estaba todo el mundo
sólidamente atado, excepto la joven, y los marineros esperaban, in-
ciertos, nuevas instrucciones.
Hilloran señaló la puerta con un gesto.
— Salgan — ordenó. — Hay aquí dos personas a quienes deseo
interrogar a solas.
Sin embargo, cuando el último hombre salió del comedor, ce-
rrando la puerta tras sí, Hilloran no procedió inmediatamente al
interrogatorio. Se metió una de las pistolas en el bolsillo, sacó un
saco grande de cuero flexible y con él dio la vuelta a la estancia
recogiendo collares, pendientes, broches, anillos, alfileres, pulseras
y carteras hasta que se llenó la bolsa.
Luego añadió el contenido de sus bolsillos. Más y más joyas
entraron en la bolsa como un río de brillantes piedras. Cuando acabó
le costó trabajo apretar las correas que cerraban la boca.
La sopesó apreciativamente en la palma de la mano.
— Un millón de dólares — dijo. — Ahora hablaremos.
APARECE EL SANTO 327

Habló sin pasión alguna, y Dicky le escuchó sin dar la menor


señal de sentimiento. Al final se encogió de hombros.
— Podría usted pegarme un tiro primero — sugirió.
— Ya lo pensare.
Nunca una sentencia de muerte puede haberse dictado y escuchado
con más tranquilidad. En cierto modo, fué una revelación para Dicky,
pues esperaba que Hilloran se excitase y amenazase con violencia.
Al fin y al cabo tenía bastantes razones para sentir deseo de venganza,
pero su dominio de sí mismo era inhumano.
El estoicismo de Tremayne le igualaba. Hilloran prometía la
muerte como podría haber prometido un trago; y Dicky aceptaba
la promesa como podría haber aceptado el trago. Sin embargo, nunca
dudó de que fuera en serio. La misma irrealidad del dominio de
Hilloran hacía su sinceridad más efectiva que la hubiera hecho
cualquier elaboración teatral.
— Me gustaría pedirle un último favor — dijo Dicky.
— ¿Un cigarrillo?
— Tampoco lo rehusaría. Pero lo que más apreciaría sería una
oportunidad de acabar de decirle a Audrey lo que le estaba diciendo
cuando entró usted.
Hilloran vaciló.
— Si accede usted — continuó Dicky con dureza, — le aconse-
jaría que la atase primero. De otra manera trataría de desatarme a mí,
con la esperanza de salvar su propia piel. En serio, ya que no hemos
estado melodramáticos esta noche, continuemos de la misma manera.
— Tiene usted coraje — dijo Hilloran.
Tremayne se encogió de hombros.
— Cuando a uno no le interesa ya nada en la vida, la muerte
pierde su terror.
Hilloran fué y cogió un trozo de cuerda que había quedado en
el comedor. Le ató a la joven las manos a la espalda; luego se
acercó a la puerta, llamó, y dos hombres acudieron.
— Llévense a estos dos a mi camarote y quédense de guardia en
la puerta. — Se volvió a Dicky. — Haré la señal a las once. A
partir de esa hora puede usted esperar que en cualquier momento le
llame sobre cubierta.
— Gracias — dijo tranquilamente Dicky.
El primer marinero cogió en brazos a Audrey Perownc, Dicky
le siguió, y el segundo cerró la marcha.
Dejaron a la joven en la litera de Hilloran. Dicky bajó con el
pie el asiento plegable y se sentó con toda la comodidad que pudo.
Los hombres se retiraron y cerraron la puerta.
Dicky esperó, plácidamente, mirando por la ventanilla. Obscu-
recía. El camarote estaba ya semi a obscuras y un crepúsculo gris
azulado y débilmente luminoso se espesaba sobre el mar.
Algunas veces oía las pisadas de los que andaban sobre cubierta.
828 ALMANAQUE ROSA

Aparte de esto, sólo se escuchaba el murmullo de las aguas al des-


lizarse por los costados del casco, y la vibración, más bien sentida que
oída, de los motores auxiliares. Una paz extraña flotaba sobre todas
las cosas. Y Dicky esperaba.
Después de mucho rato, la joven suspiró y se movió. Luego
volvió a quedarse inmóvil. Estaba ya tan obscuro que apenas podía
ver su cara más que como una mancha pálida en la sombra.
Pero de pronto dijo dulcemente:
— Hizo efecto.
— ¿Qué hizo efecto?
— El café.
— Yo no he tenido nada que ver con eso — dijo él.
— Era butyl casi puro — continuó ella. — Fué una habilidad.
Desde luego, supuse que mi café estaría también narcotizado. Yo
misma puse la idea en la cabeza de Hilloran, porque siempre es con-
veniente saber cómo la van a atacar a una. Pero no creí que fuera
tan fuerte. Pense que podría sorber un poco sin peligro.
— ¿Quiere usted creer que yo no fui quien lo puso, Audrey?
— No me importa. Fué alguien listo el que pensó en cogerme
con mi propia idea.
— Yo no he sido, Audrey.
Luego hubo un largo silencio.
— Tengo las manos atadas — dijo al cabo la joven.
— Y yo también.
— ¿"A usted tamben le han cogido.'
— Con la mayor facilidad. ¿Cómo está usted de despierta,
Audrey?
— Completamente ya. Muy cansada, únicamente, y me duele la
cabeza. Pero eso no importa. ¿Tiene uscd algo más que decir?
— ¿ Sabe usted quién soy yo, Audrey ?
— Sí. Uno de la cuadrilla del Santo. Me lo ha dicho usted, pero
yo lo sabía desde antes.
— ¿Lo sabía usted?
— Lo sé desde hace mucho tiempo. Tan pronto como observé
que no era usted un criminal corriente, hice investigaciones... Por
mi propia cuenta y sin que nadie se enterase. Necesité mucho tiempo,
pero al fin lo hice. ¿No se reunían ustedes en un piso de Brook
Street?
Dicky dejó pasar algunos segundos.
— Sí — dijo lentamente. — Es verdad. ¿Por qué no ha dicho
usted nada?
— Eso es cosa mía.
•— Todo el tiempo que he estado con usted ha corrido usted
peligro; sin embargo, deliberadamente, me ha conservado usted a su
lado.
~ Preferí correr el riesgo, porque le amaba.
APARECE EL SANTO 829

— ¿Qué?
— Le amaba — dijo ella con acento cansado. — Ahora lo pue-
do decir sin inconveniente, y lo digo para mi propia satisfacción.
¿Me oye usted, Dicky Tremayne? Le amaba. Supongo que usted
nunca pensó que yo pudiera tener los sentimientos de cualquier
otra mujer. Pero los tengo; peor que otra mujer ordinaria. He hecho
siempre una vida de violencia y amaba con la misma violencia. El
riesgo merecía la pena mientras estuviera usted conmigo. Pero nunca
pensé que usted me quisiera hasta anoche...
— ¡Audrey, me dice usted eso ahora!
— ¿Por qué no? Ahora es lo mismo que si no lo dijera. Po-
demos decir lo que queramos sin que haya consecuencias. ¿Qué es,
exactamente, lo que nos va a ocurrir?
— Mis amigos vienen en un hidroplano. Se lo he dicho a
Hilloran, quien se propone hacer traición a nuestros tripulantes.
Tiene todas las joyas. Dará él mi señal. Cuando llegue el aeroplano,
se acercará a él conmigo en un bote; les dirá a mis amigos que seré
muerto si no obedecen. Naturalmente, obedecerán y se pondrán en
sus manos, porque son así de tontos. E Hilloran se posesionará
del aeroplano y se escapará con usted. Sabe manejar un aeroplano.
— ¿Por qué no le ha dicho usted eso a la tripulación?
— ¿Para qué? Siempre es mejor un diablo que veinte.
— ¿Y qué le ocurrirá a usted?
— Yo saldré por la borda con una bala de plomo atada en cada
pie. Hilloran tiene una cuenta que arreglar conmigo y la arreglará
ahora. Me lo ha dicho con tanta calma que he visto que cumpliría
lo que decía. Es un tipo curioso — agregó Dicky pensativo. — Me
gustaría haberle estudiado más. Un criminal ordinario hubiera mal-
tratado y vociferado, pero Hilloran no ha hecho nada de eso. Se
hubiera dicho que para él era lo mismo que matar una mosca.
Hubo otro silencio; mientras, la obscuridad aumentó aún más
en el camarote. Luego ella dijo:
— ¿Qué está usted pensando, Dicky?
— Estoy pensando en que de repente pueden cambiar las cosas.
Yo la amaba. Luego, cuando pensé que estaba usted aprovechándose
de mi amor, y riéndose de mí todo el tiempo, la odié. Y más tarde,
cuando la vi caer en el comedor y quedar inmóvil en el suelo, sólo
comprendí que la amaría a pesar de todo lo que hiciera, y todo el
infierno que me hiciera usted pasar no sería nada, porque había
tocado su mano y oído su voz y visto su sonrisa.
Ella no habló.
— Pero engañé a Hilloran. Le dije sólo que mi amor se había
convertido en odio y no que el odio se había vuelto a convertir en
amor. Y me creyó. Le pedí que me dejase solo con usted, antes dú
final, para derramar sobre usted mi desprecio, y consintió. Esto le
330 ALMANAQUE ROSA

hace también un tipo curioso, pero yo sabía que lo haría. Por eso es
por lo que estamos aquí ahora.
— ¿Por qué lo ha hecho usted?
— Para poderle decir a usted la verdad, y para tratar de hacer
que usted me la dijese y, quizás, hallar con usted alguna salida.
La obscuridad era ya casi la obscuridad de la noche.
Ella dijo, con voz lejana:
— No podía decidirme. Siempre lo aplazaba y para hacerlo tuve
que aprovechar su amor. Pero le he obligado a tomar parte en aquella
discusión, durante la cena, para ver hasta dónde podía llegar su
amor. Ha sido una vanidad de mujer, y la he pagado. Y le dije a
Hilloran que pusiera butyl en su café, y le avisé a usted que no se lo
bebiera, para que pudiera usted estar en condiciones de sorprender a
Hilloran y sujetarle cuando él creyese que estaba usted narcotizado.
Iba a hacerle traición a él y a dejar luego el resto en manos de
usted, porque yo no pcxlía decidirme.
— Es una historia curiosa — dijo Dicky Tremayne.
— Ahora le he contado la verdad — afirmó ella. — Y le ase-
guro que si puedo aprovechar una oportunidad para arrojarme del
bote o del hidroplano, la aprovecharé, porque le amo.
Dicky guardó silencio.
— Maté a Morganheim — agregó ella, — porque tuve una her-
mana, una vez.
Él continuaba silencioso.
— Dicky Tremayne, ¿ no dice usted que me ha amado, una vez {
Él estaba de pie. Podía verle.
— Y es verdad.
— ¿Lo es aún?
— Siempre lo será — repuso él, y estaba cerca de ella, de rodillas
junto a la litera, tan cerca que la pudo besar en los labios.

Simón Templar, sentado en los mandos de un pequeño hidro-


plano, miraba pensativo por encima del agua.
Aun no había salido la luna, y las luces flotantes, que arrojara
para descender, habían sido extinguidas y tragadas por el mar. Pero
veía, a un cable de distancia, las luces c'el yate, levantándose en la
cresta de una pequeña onda; y la lámpara de la popa del bote que
navegaba hacia él, se reflejaba mil veces en otros tantos rizos, bai-
lando sobre las aguas una danza luminosa.
Estaba solo y se alegraba de estar solo, pues, sin duda, algo raro
iba a ocurrir.
Él mismo había, después de pensarlo mucho, escrito la carta de
APARECE EL SANTO 331

Patricia a Dicky Tremayne, y estaba convencido de que era bastante


explícita. "Tengo los ojos rojos de llorar por ti." La cosa no podía
estar más clara. Luz roja, peligro. Un niño de teta lo hubiera acer-
tado.
Y, sin embargo, al acercarse, vio que el yate no se movía; y
apenas sus flotadores habían tocado la espuma del mar, cuando el
bote que ahora vigilaba se desprendió del costado del barco.
No podía saber si Dicky había dado la señal roja deliberada-
mente, esperando que así estuviera prevenido y que la inspiración
del momento supliría lo demás. De todas maneras, el Santo era un
buen calculador y, ciertamente, estaba preparado. Sabía que algo
muy extraordinario se acercaba a el a través de aquella sábana de
agua, y la única cuestión era ¿qué sería ello?
Pensativo, tocó el Santo la ametralladora Lewis, montada sobre
la armazón detrás de él. Cuando salió de San Remo aquella tarde,
no estaba montada allí, pues la vista de hidroplanos particulares
equipados con ametralladoras Lewis es, sin duda, inusitada y puede,
con razón, dar lugar a comentarios, Pero ahora estaba allí. El Santo
la atornilló a su montura especial tan pronto como detuvo su má-
quina. La cola del hidroplano estaba vuelta hacia el yate, y volvién-
dose en la amplia cabina podía el Santo, cómodamente, hacer girar
la ametralladora y mantenerla siempre apuntada sobre el bote que
se acercaba.
Éste estaba ya a sólo veinte yardas de distancia.
— ¿Eres tú? — llamó con voz aguda el Santo.
El grito de respuesta llegó claramente por encima del agua.
— Yo soy, Santo.
En la obscuridad brilló el cigarrillo del Santo con un rojo in-
tenso que correspondía a la intensidad de su concentración. Luego
se lo quitó de la boca y apuntó cuidadosamente.
— En ese caso — dijo, — diles a tus amigos que no remen tan
de prisa, Dicky Tremayne, porque si se acercan mucho más, van
a recibir una ducha de plomo.
La frase acabó con el tableteo de la ametralladora, y cinco balas
surcaron la noche como moscas de fuego y cortaron el agua en línea
recta perpendicular a la ruta del bote. El Sanio oyó la orden y el
bote perdió velocidad, pero a continuación sonó una carcajada y
otra voz habló.
— ¿Es el Santo?
— El mismo que viste y calza; con corona y todo. ¿•Cómo le
llaman a usted sus amigos?
— Aquí habla John Hilloran.
— Buenas ncKhes, John — dijo cortésmente el Santo.
El bote estaba lo bastante cerca para que pudiera ver la figura
de pie en la popa, y con mucho cuidado, fijó en ella el punto de
mira. Una ametralladora Lewis no es arma que se maneje fácilmente
ALMANAQUE ROSA

con microscópica precisión, pero el punto de mira estaba pintado


con pintura luminosa, y la silueta de la figura se destacaba sobre
P la reflexión en el agua de una de las luces del yate.
— Le advierto — dijo Hilloran — que tengo a su amigo en la
( punta del cañón de mi pistola, así es que no siga tirando.
— ¡Tira y que el diablo nos lleve! — gritó la voz de Dicky. —
; Por mí no me importa. Pero Audrey Perowne está aquí también, y
I'' me gustaría que pudiese escapar.
— Mi futura esposa — dijo Hilloran, y otra vez sonó en la
obscuridad su risa gutural.
Simón Templar dio una larga chupada a su cigarrillo y sacudió,
'I con pulcritud, la ceniza en el agua.
i —Bueno, ¿y qué quiere usted?
— Voy a acercarme. Cuando esté junto al aparato, usted bajará
tranquilamente a este bote. Si se resiste o trata usted de hacer algo
raro, su amigo se irá al otro barrio.
— ¿Nada más?
— Nada más. Quiero conocerle a usted, señor Santo.
— Bien, bien, bien — dijo el Santo.
Y en el acto tomó una de las decisiones más desesperadas de una
carrera que aun duraba por la facultad de tomar fría y rápidamente
' desesperadas decisiones.
' Dicky Tremayne estaba en aquel bote, y Dicky Tremaync, por
una u otra razón, había sido cogido. Esto era evidente desde que vio
aquella señal roja. Lo único que había que descubrir eran los detalles.
Ahora el Santo sabía.
' Y aunque el Sanio hubiera de buena gana entrado en un horno
^' encendido, sabiendo que así ayudaba a la fuga de Dicky, no veía
cómo podría en aquel momento aplicar este principio. En cuanto el
.' Santo pisase el bote, serían dos los cogidos en lugar de uno, ¿y qué
í, ganarían?
Y lo que era más importante ¿qué ganaría Hilloran? ¿'Por qué
tenía tanto interés en aumentar su colección de Santos?
: El Santo hizo rodar pensativo su cigarrillo entre los dedos y
luego lo arrojó al agua.
— ¿Por qué? — rumiaba el Santo.—Porque el hombre nece-
sita este aparato en el que estoy sentado, y lo necesita para salir vo-
lando. Otra vez ¿por qué? Aquel barco contenía alrededor de un
[' millón de dólares en joyas. Es indudable que sus legítimos propíe-
.' tarios no las poseen ya, y parece que Audrey Perowne no las tiene
tampoco, pues si las tuviera Dicky, no hubiera dicho que deseaba
r que se pudiese escapar, y claro que no es Dicky quien se las ha
'^ guardado. Por, consiguiente, quien las tiene es Hilloran. La tripu-
lación querrá también algunas. No es fácil que Hilloran pretenda
cargar en este aeroplano a toda la tripulación, así es que lo que desea
APARECE EL SANTO 838

es meterse él con Audrcy Perowne, y dejar a los marineros a la luna


de Valencia.. ¡Ja! ¡Ja!
Y no parecía que hubiera más de un camino para impedirlo.
Hilloran no esperaba ninguna resistencia. Había bebido varias
copas, desde el atraco, y estaba muy seguro de sí mismo. Tenía en
su poder a todo el mundo, Tremaync, Audrey, la tripulación, el
Santo Y las joyas. No veía cómo nadie podría escapársele.
No temblaba con la anticipación del triunfo porque no era de
esta clase de bandidos. Simplemente, se sentía muy satisfecho de su
ingenio. No es que se enorgulleciese. Le parecía tan natural ganar
aquella partida, como ganar una partida de poker contra un niño
sordo, mudo, ciego e idiota. Y nada más.
Claro que del Santo sólo conocía la reputación, y las reputaciones
por referencias nunca causaban mucha impresión en Hilloran. No
contaba con la misteriosa intuición que tenía el Santo de la psicología
del malhechor, ni con su rápida lógica y sus rápidas decisiones. Ni
contaba con aquella temeraria audacia que colocaba al Santo tan
por encima de los aventureros vulgares, como lo está Walter Hagen
sobre un señor que aprende a jugar el golf para entretenerse en su
vejez, una cualidad que inspiraba también a aquellos que seguían al
Santo.
El problema sólo tenía una desesperada solución e Hilloran debía
de haberla visto. Pero no la vio, o si la vio le pareció demasiado
desesperada para tomarla seriamente en cuenta. En lo cual se equi-
vocó para toda la eternidad.
De pie en la popa, una figura dominante y ancha, en negro
relieve sobre el brillo de las aguas, llamó otra vez:
— Me acerco ya, Santo, si está usted dispuesto.
— Estoy dispuesto — contestó el Santo, y la culata de la ame-
tralladora se apoyó en su hombro, con la misma firmeza que si
se hubiera apoyado en una rcKa.
Hilloran dio una orden y los remos se hundieron de nuevo en
el agua. Él permaneció de pie.
Si supo lo que ocurrió después, no tuvo tiempo para coordinar
sus impresiones. Pues el violento tableteo de la ametralladora se
debió mezclar en su cerebro con el dolor agudo que le desgarró el
pecho, y la helada obscuridad que nubló sus ojos debió de confundirse
con la debilidad que anuló toda la fuerza de su cuerpo; no pudo oír
cómo la respiración se ahogaba en su garganta, y el frío abrazo de
las aguas que le recogieron y se cerraron sobre él no debió significar
nada para él...
Y Dicky Trcmayne, que contemplaba estúpidamente los anchos
círculos que señalaban el sitio donde Hilloran había sido tragado
por el mar, oyó el grito del Santo.
— ¡Cuidado con las sirenas!
Y en el acto sonó un chapuzón cómo el de una foca que se
334 ALMANAQUE ROSA

arrojase desde una alta roca, seguido del braceo de un fuerte nadador
que cortaba el agua como un relámpago.
Los dos hombres, que eran la tripulación del bote, se quedaron
por un momento como atontados; después, uno de ellos, echó mal-
diciendo mano a los remos y el otro siguió su ejemplo.
Dicky comprendió que le había llegado la vez.
Se levantó y se arrojó, de cualquier manera, sobre la espalda
del hombre que tenía más próximo. El hombre cayó de lado, ha-
ciendo inclinarse peligrosamente al bote. Luego Dicky, con las pier-
nas maltratadas y los pies que parecían pesar una tonelada cada uno,
se lanzó de la misma manera sobre la espalda del otro marinero.
El primero a quien derribara, le dio un golpe, pero a Dicky no
le importaba. Tenía las manos atadas a la espalda, pero daba pun-
tapiés, empujones y cabezazos, luchaba como un loco. Su único
objeto era impedir que los dos marineros remasen hasta que el Santo
pudiera alcanzarlos.
Y luego, a un pie apenas de los ojos de Dicky, apareció una
mano sobre la borda, y se quedó quieto y jadeante. Un momento
después, el Santo se izaba por el costado, haciendo casi zozobrar el
bote.
— Muy bien, hijo mío — dijo el Santo con aquella inimitable
alegría, que era como una nueva vida para aquellos que le oían a su
lado, y le metió un puño por la cara al marinero que tenía más
cerca.
El otro sintió que la punta de un cuchillo le pinchaba la
garganta.
— He oído que su patrón les ordenaba que remasen hacia el
hidroplano — observó Simón con amabilidad, — y tengo el prurito
de hacer que se cumplan los deseos de los muertos. ¡Vamos a ha-
cerlo!
Sostuvo el cuchillo con una mano y con la otra sacó el segundo
cuchillo que llevaba sujeto a la pantorrilla.
— Por aquí, Dicky, que te dejaré suelto en un segundo.
Así lo hizo, y cuando el bote llegó al hidroplano, Dicky había
desatado a la joven. El Santo les ayudó a subir y luego volvió a la
popa del bote, a recoger la bolsa de cuero que allí yacía. La arrojó
a la cabina y el subió detrás.
Desde aquel punto más elevado, se inclinó para dirigir la palabra
a los tripulantes del bote.
— Ya han oído ustedes todo lo que necesitan saber — les dijo.
— Yo soy el Santo. Recuérdenme en sus oraciones. Y cuando lleguen
a puerto y tengan que enfrentarse con el problema de dar cuenta de
todo lo que les ha ocurrido a sus pasajeros, acuérdense de mí otra
vez. Porque desde mañana por la mañana todos los puertos del
Mediterráneo estarán esperándoles a ustedes, y en cada muelle habrá
APARECE EL SANTO 335

policías aguardando para llevarles adonde deben estar. ¡Acuérdense


del Santo!
Y Simón Templar puso en marcha el motor del aeroplano, que
se empezó a deslizar sobre las aguas cuando el primer tiro del yate
se perdía silbando sobre el mar.
* >|c i|c

Una semana más tarde, el Inspector Jefe de Policía, Teal, hizo


otra visita a Brook Street.
— Le quedo muy obligado, señor Templar — dijo. — Le inte-
resará oír que el Indomitable capturó anoche a la Doncella de Cór-
cega cuando trataba de escapar por el Estrecho de Gibraltar. No se
han resistido mucho.
— No me lo diga — dijo el Santo con tono burlón. — Beba
usted un poco de cerveza.
Teal se hundió pesadamente en una silla.
— LTn hombre gordo no debe beber, si usted no lo toma a mal.
Pero escuche, ¿qué le ha ocurrido a la joven que era el jefe de la
cuadrilla? ¿Y qué les ha ocurrido a las joyas?
— Hoy sabrá usted — le informó alegremente el Santo, — que
las joyas han sido recibidas en un hospital de Londres. Sus propie-
tarios podrán retirarlas de allí, y dejo a sus propias conciencias la
gratificación con que contribuirán al sostenimiento del hospital.
Pero no creo que la opinión pública las permita ser muy tacaños. Y
respecto del dinero que se recogió en efectivo, unos veinticinco mil
dólares.. Yo... e... bien... Eso es difícil de encontrar, ¿no?
Teal asintió con gesto soñoliento.
— ¿Y Audrey Perowne, alias la condesa Anusia Marova?
— ¿Quiere usted detenerla?
— Hay una orden.
El Santo meneó con desaliento la cabeza.
— (Qué gasto de tiempo, energía, papel y tinta! Debía usted
habérmelo dicho antes. Ahora me temo que se haya ido hace tres
días a un país donde no hay extradición. No sé cómo vamos a
poder interceptar su viaje. ¿No es una vergüenza?
Teial hizo una mueca.
— Sin embargo — continuó el Santo,--me han dicho que va
a enmendarse y a casarse, así es que no tiene usted que preocuparse
por lo que haga ahora.
— ¿Cómo lo sabe usted? — preguntó el desconfiado Teal.
La sonrisa del Santo era completamente angelical.
Extendió las manos.
— Un pajarito — contestó, — un pajarito me lo ha dicho esta
mañana.
FIN
pon

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