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FÉNIX

Volví a vivir un martes a eso de las cinco de la mañana, a la puerta de la casa de mi abuela,

la casa donde pasé mi infancia, la única que pude haber llamado hogar alguna vez. Estuve

muerta para el mundo, para mi familia y para mí misma durante 11 años y medio, pero ése

es fique de otro costal... Volver a la vida no fue fácil. Atravesé casi la mitad del país, corriendo

en ocasiones y en otras avanzando sigilosamente para no ser vista, pero no estaba sola y

desde entonces nunca he vuelto a estarlo. Traía conmigo a Jhon, mi compañero, mi amante,

mi amigo, y a Johan, un hermoso angelito que mes y medio antes había bajado del cielo a

darle sentido a mi existencia. Sobrevivimos a la guerra, atravesamos el infierno para poder

estar juntos, ¿qué más puedo decir?

Casi dos años antes, en las cabeceras del río Saldaña, sur del Tolima, sobreviví a un

bombardeo. Al menos tres de las bombas de doscientos cincuenta kilos cayeron a menos de

cinco metros del lugar donde dormía, la “caleta”, como se llama en la selva a estas rústicas

camas de tierra y colchón de hojas. Era la una de la mañana y me despertó un zumbido

aterrador. Describir el horror que eso implica es imposible, sólo puedo decir que una

convulsión me sacudió el estómago y una corriente fría me recorría el cuerpo mientras

intentaba comprender por qué todo estallaba a mi alrededor. En una escena dantesca,

hermosa y terrible, las llamas se agitaban en la oscuridad de la selva, los proyectiles

zumbaban en el aire y las bombas rugían al caer. Mil libélulas rojas volaban en cámara lenta

hacia mí y en algún momento me sentí tentada a estirar la mano para tocarlas; suerte que

no lo hice, después supe que eran esquirlas y me habrían mutilado. Lo que más me

impresionó fue saber que la Reina había muerto.


La Reina era una niña de dieciséis años, hermosa como el sol, que andaba con nosotros hacía

menos de dos meses. Nunca entendí que podía motivar a estas niñas, a estos niños, a jugar

a la guerra, a buscar de tal manera la muerte. Mi caso fue distinto, yo me fui decidida a morir

porque estaba hastiada de la vida, de una vida que carecía por completo de significado para

mí y pensé morir por alguna razón distinta a mi aburrimiento. Diez años después, la muerte

de la Reina me cambió la vida; la semana que duramos huyendo del ejército, arrastrando a

los heridos en camillas por el río, mojados, con hambre, con sueño, fui acariciando la certeza

de que debía escapar, ir a casa, dejar de ser un cuerpo anónimo entre un uniforme prestado

y volver a ser yo misma. Pasados unos días, conocí a Jhon y ocho meses después estaba

embarazada... Mi deseo de vivir era tal, que ya me alcanzaba vida para contagiarla. Ocultamos

mi embarazo lo mejor posible durante cuatro meses; para entonces, mis mareos y vómitos

habían despertado tal suspicacia en el comandante, que tuve que confesar mi estado. Los

jefes decidieron entonces que, ante la imposibilidad de conseguir un médico en esas lejanías

para “hacer el procedimiento”, podían permitir que el bebé naciera, así que me dejaron en

una finca cercana para que esperara allí los meses que me faltaban para dar a luz.

Johan nació por cesárea a nueve horas en ambulancia del lugar donde pasé mi embarazo, el

doctor del puesto de salud debió remitirme hasta allí ya que era el hospital de tercer nivel

más cercano. Estando tan lejos, pensé en no volver, pero saber que Jhon nunca vería a su

hijo me partía el alma, así que regresé por él. Cuando Johan tenía un mes y medio, me

hicieron subir cerca del campamento para que él pudiera vernos, y esa noche lo convencí de

huir. Partimos en la más completa oscuridad, a la una de la mañana: era noche cerrada, sin

luna, lo que permitió que nadie lo notara. Durante cinco eternas horas corrimos bordeando

precipicios y riachuelos, con el terror mordiéndonos los talones. Llegamos a la trocha a las

seis, y nos escondimos hasta las siete, a ésa hora nos subimos a un campero, que nos llevó
al caserío. Habíamos pasado lo más difícil, de ahí ya podíamos seguir en carro. Viajamos todo

el día evitando los terminales y las avenidas para no ser notados: le temíamos a la guerrilla,

a los paras, al ejército, a nuestra propia sombra. Al amanecer llegamos a casa de mi abuela,

abracé con fuerza a mi bebé, le apreté la mano a Jhon y le dije en un susurro: “¡Estamos

vivos! Somos libres, he vuelto a casa… Gracias, Dios mío.”

Los amigos más cercanos de la abuela vinieron al día siguiente a darnos la bienvenida y nos

felicitaron por haber tomado la decisión de salir de ese infierno, como si hubiéramos estado

muy felices allá. Nos dijeron que habíamos sido muy valientes y que ahora debíamos

solucionar nuestra situación legal, entregándonos a las fuerza militares o a la policía. Ya a

solas, nos cuestionamos al respecto: Si las autoridades habían sido el temido enemigo durante

años, ¿ahora íbamos a tirarnos en sus brazos? No, eso no iba a ser posible.

Pronto, la abuela entró en una de sus crisis nerviosas. Soñaba miles de hecatombes posibles,

delirando con operativos en que nos capturaban ahí mismo en la sala de su casa, o bien

imaginaba que la guerrilla nos encendía a bombazos en el antejardín, que nos rafagueaban,

que nos masacraban. Tomaba alprazolam y no sé qué cosas más como si fueran agua, pero

no conseguía calmarse, porque las tres causas de su ansiedad seguían estando ahí, ante sus

aterrados ojos. El sábado en la mañana ya no pude más; ver que ella estaba así por mi culpa,

me obligó a tener el valor para convencer a Jhon de salir de allí y buscar adonde

desmovilizarnos. Fue una decisión difícil pues durante mucho tiempo nos habían cultivado

una total desconfianza ante las autoridades. Sin embargo, era la mejor opción, en realidad,

la única favorable tal como estaban las cosas.

No subimos a un taxi y le dijimos al conductor que buscara a un juez cualquiera, a un defensor,


a un comisario de familia, a alguna autoridad civil. No confiábamos en gente uniformada.

Pero era sábado. Recorrimos la ciudad entera durante dos horas, de punta a punta y viceversa

y no encontramos ningún despacho abierto. No podíamos volver a casa a acabar de matar a

la abuela del susto. Así que no tuvimos de otra. En ese momento, el conductor hablaba con

un patrullero que se había acercado, pues ya llevábamos cinco minutos estacionados en la

esquina de una de las oficinas del comando policial. “Déjenos acá”, le dije. Y me fui bajando

con el niño en brazos. Jhon le pagó al taxista y salió detrás de nosotros. Mientras, yo ya había

abordado al amable policía, que parecía bastante confiable.

-Venimos a entregarnos – le dije.

Me miró de arriba abajo, y la expresión de chanza en su rostro me indicó que pensaba que

estaba jugando.

-Es en serio – le insistí.

-Sí, claro – me dijo, todavía riéndose entre dientes.

En eso, vio a Jhon, su cuerpo imponente, su rostro aindiado, su porte insurrecto, y su

expresión pasó de risa a susto en cosa de segundos. Nos escarbó con la mirada, en busca de

explosivos o armas. Su inspección visual fue la prueba de que ahora sí me había creído.

Suspiré aliviada. De alguna manera sentí que me había quitado un peso de encima.

-Sigan por aquí – nos dijo – Tengo que avisar a los encargados de recibir estos casos.

Fueron momentos tensos, a pesar de que los uniformados se comportaron de manera muy

cordial. Después de tres días de interrogatorios, nos llevaron a un hogar de paz, junto a otras

familias de desmovilizados como nosotros, allí fuimos adaptándonos a la idea de que éramos

libres, que no había enemigos aquí afuera, que todo podía estar bien si nosotros nos

esforzábamos por estar bien. Tres meses después, salimos de allí y empezamos nuestro

proceso de reintegración a la sociedad. Ya éramos virtualmente libres para vivir donde

quisiéramos, siempre que estuviéramos presentándonos en la oficina de la ACR (Agencia


Colombiana para la Reintegración) y donde la psicóloga encargada de nuestro caso

dispusiera.

Pasé más de una década pretendiendo ser una autómata anónima y ahora tenía otra vez la

oportunidad de habitar mi propia vida, con todas las dificultades que el nacer de nuevo

entraña, cargada de cruentos aprendizajes y dolorosos recuerdos, pero con energía renovada

y esperanza en el futuro. Temía, sin embargo, el rechazo de los demás, pero el amor de mi

compañero, mi abuela y mi hijo me impulsaron a explorar nuevas posibilidades. Tuve mi

primer empleo como encargada de servicios generales en una estación de policía, quien lo

dijera. No sin recelo, llegaba cada mañana a limpiar cuidadosamente las oficinas y corredores

donde los uniformados se cruzaban conmigo a cada instante. Empecé a sentir y pensar

diferente cuando fui descubriendo que eran tan humanos como yo, y que sentían los mismos

temores ante la incertidumbre del futuro.

Todo ese tiempo vivimos con la abuela, o muy cerca de ella. Tuve que llevarla a atención

médica de urgencias, incontables veces. Una noche cualquiera, su cuerpo exánime colapsó.

Probablemente dejó de luchar contra lo que fuera que estaba robándole la vida, y se entregó

por fin a la muerte. Me asustaba pensar que quizás esa iba a ser la última vez que tendría

que correr con ella a una clínica. Me aterraba pensar que quizás ya no iba a estar para mí

nunca más. Ella era mi hogar, mi polo a tierra, mi lugar en el mundo. Sin ella, yo estaría a la

deriva, perdida sin saber qué hacer. La abracé fuerte. Acaricié su rostro. Le dije que la amaba.

Ella, en medio de sus dolores, me sonrió como pudo. Supe que también me amaba aunque

ya no pudiera decirlo. Dos días después emprendió su último y definitivo viaje, dejándonos

huérfanos en este tortuoso camino. En sus últimos momentos de conciencia, me rogó que

estudiara una carrera, que procurara un mejor futuro para mi familia.


Unos meses después me decidí a empezar una formación técnica en el SENA, que me

permitiría acceder a un mejor empleo. Pasé muchas noches aprendiendo no solo a cocinar,

también a comportarme con los demás, y en el transcurso del tiempo vital que pasé en los

ambientes de formación, empecé a sentirme útil y a reconciliarme con la persona a la que

había hecho más daño, conmigo misma. Desarrollé habilidades y encontré en mí

competencias que ni yo me conocía. Cada día que pasaba en formación algo iba cambiando

en mí, aprendía algo nuevo. Me sentía diferente y realmente me veía diferente, como otra

versión más auténtica y más segura de mí misma.

Y pronto, la larva tuvo alas. El fénix renació de sus cenizas.

Por: Diana Carol Forero

Aprendiz de Tecnólogo en Gestión del Talento Humano

Ficha 815049

CISM – Regional Meta

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