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Teatro o Museo

Y finalmente quizá dé lo mismo si es teatro o museo, lo importante es cómo


funcionan, para qué valen y qué tipo de valores, formas de representación y
prácticas se movilizan a través de estos imaginarios institucionales. En 1973 Marcel
Broodthaers, anticipando lo que luego se conocerá como crítica institucional, se
preguntaba por «el papel de lo que representa la vida artística en una sociedad —a
saber un museo»; se preguntaba por el papel de la institución artística por
definición, el museo, o dicho de otro modo por el tipo de sociedad que se articula a
través de estas instituciones (artísticas), que no estuvieron al margen, sino al
contrario, en la formación de lo que hoy conocemos como esfera pública.

¿A qué tipo de sociedad


da lugar el arte? Esta pregunta hizo de motor de la obra del artista belga,
construida como una ficción autónoma, como él mismo la definió, que se
superponía a la propia institución. Broodthaers no crea solo una obra para ser
expuesta sino un museo, una institución o un contexto de exposición para su
propia obra. La obra ya no se reduce al objeto exhibido, sino que se apropia y
cuestiona las condiciones, discursos y marcos que la convierten en un hecho
artístico. Desde el plano de la ficción se interviene en el contexto en el que
se expone. Las condiciones de producción y formas de uso del espacio artístico
se convierten en parte de la ficción que una vez institucionalizada daría
legitimidad a la obra y organizaría la esfera pública del arte.

El gesto no es nuevo, ya
Duchamp redujo sus trabajos de escala para poder llevarlos en su famosa boîte en
valise que le servía a su vez
de espacio expositivo. Sin embargo, no hace falta inventar la ficción de un
museo para que la actividad artística se haga cargo del entorno que la produce,
o al revés, para que el entorno se haga cargo de la obra. En una y otra dirección
esta relación es inevitable. La institución no se construye al margen de los
proyectos, obras y actividades que produce, ni tampoco estos pueden entenderse
si no es con el horizonte de fondo de la institución que los programa, aunque
sea para cuestionarla, transgredirla o bendecirla.
En los últimos años es cada
vez más frecuente asistir a un teatro y tener la impresión de que lo que
estamos viendo podría tener lugar en un museo, galería o espacio de artes
llamadas visuales, y también al revés, exposiciones que se activan, museos que
despliegan
formas de teatralidad o galerías convertidas en escenarios, que podrían formar
parte de la programación de un festival o centro de artes calificadas como
vivas. ¿Desde dónde plantear estas confluencias? Más allá de la necesidad de
experimentar con los horizontes de expectativas y formatos de unas y otras
instituciones, o de solucionar necesidades de orden más pragmático como la
búsqueda de otros canales de producción y públicos distintos, en qué se traduce
la apertura de estos espacios comunes.
A lo largo de la historia
una institución acumula un saber, unas formas de hacer y representar(se), una
tradición y unos valores. Como parte de su función la institución guarda un capital
cultural y simbólico cuyo sentido no es simplemente ser expuesto, actualizado o
divulgado, sino fundamentalmente ofrecer un servicio público. Las instituciones
sería como cajas de herramientas y recursos de los que una sociedad dispone
para afrontar las preguntas, retos y problemas de cada momento. Bajar esto a
tierra es, sin embargo, más difícil que simplemente enunciarlo.

¿Cómo convertir una


institución que además lleva el calificativo de artística en un servicio
público?, es una cuestión que nos lleva a plantear a nivel colectivo la tan
traída y llevada pregunta por la utilidad del arte. Ahora bien, si realmente es
este el lugar en el que estamos, preguntándonos acerca del sentido de la
institución artística, que obviamente no son solamente los edificios que la
representan,
hemos dado ya un paso con relación al controvertido interrogante por la
utilidad del arte. Por lo menos ya sabemos que valga para lo que valga no es
cosa de uno solo, sino de muchos, o al menos de una pluralidad de agentes que
no se agota ni en el artista ni en la obra.

La confluencia entre
museo y teatro puede entenderse de distintas formas. Con frecuencia ha sido
explicada siguiendo con la tradición formal de la modernidad por la tendencia a
la contaminación y el diálogo entre lenguajes distintos, como si juntándose
pudieran llegar a algún tipo de unidad perdida en la que códigos y prácticas
distintos
se complementaran. Este argumento se puede retrotraer a los inicios del mito
romántico del arte y el sueño de la obra total capaz de integrar al público en
una comunidad de creadores.

Sin embargo no es ahí


donde estamos, en parte porque esos cruces e hibridaciones ya se han dado y en
parte porque ya hemos conocido la cara más oscura de estas comunidades
aparentemente ideales. Esto es una batalla que ya se ha librado. La relación
entre lenguajes, instrumentos y materiales diversos forma parte ya del hecho
artístico. Por esta razón utilizar a estas alturas el imaginario del museo o del
teatro para experimentar con las posibilidades formales de un proyecto
performativo
expuesto como si se tratara de una exposición, o al revés, plantear una
exposición como si fuera una coreografía o un trabajo de dramaturgia, puede
tener su gracia, pero dejarlo simplemente ahí es quedarse cortos.

El punto de partida para


repensar hoy la relación entre distintas instituciones, y no solamente artísticas,
tiene más que ver con la pregunta de Broodthaers acerca de la clase de esfera
pública producida, preguntarse por el mundo al que el arte da lugar y al que
podría dar lugar. Una cuestión que no solo afecta a las artes, sino también a
la educación, la investigación, la salud, el trabajo o la justicia entendidos también
como ámbitos en constante proceso de institución. ¿Qué mundos o qué clase de
sociedad producen los centros educativos, la universidad, las instituciones
dedicadas a la salud, la actividad laboral o los tribunales, y en general
cualquier otro sector instituido públicamente?

En lo que al arte se
refiere la pregunta no está formulada desde la perspectiva de la subjetividad
del creador, la problemática de un lenguaje artístico o una determinada
poética, y esto no quiere decir que todo ello no forme parte de la obra de
Broothaers
y de cualquier otro artista, sino desde el tipo de mundo público donde el arte
empieza y acaba, una esfera más amplia de la que forma parte y que lo supera.
La construcción de una obra que se extiende en el tiempo y que se presenta como
una forma de museo, y quien dice museo dice archivo, institución, comunidad,
estado, es una respuesta a esta condición pública del arte, un gesto que
expresa toda la potencia del arte, pero también su impotencia. Con el tiempo la
crítica institucional se ha convertido en un lugar fácilmente reconocible que a
menudo se queda estancada en lo segundo, un gesto de resignación por no poder
ocupar otro lugar en el mundo. En todo caso, este diálogo explícito entre obra
e institución, en el que la crítica institucional fue solo una fase inicial, no
hay que entenderlo como un punto de llegada, sino unos de los motores en el
desarrollo de un fenómeno determinante que es la toma de conciencia de la
condición
y posibilidades del arte como actividad pública.

Lo que quiera decir “público” y cómo hacerse cargo de ello a través de las prácticas
artísticas es la pregunta que está provocando estos desplazamientos en distintas
instituciones que se están preguntando justamente lo mismo. La diferencia entre
otras instituciones y las artísticas es que estas últimas ponen en práctica esta
pregunta a través de la propia actividad que promueven y la forma de gestionarla y
hacerla pública. Las instituciones artísticas serían aquellas que tienen la capacidad
de reflexionar, poner en común y actuar con relación a un proceso abierto de
institución y desinstitución por medio de la propia actividad que generan. La
capacidad autorreflexiva de las prácticas de creación es justamente lo que ha
puesto en valor el arte de cara a otras instituciones.

Lo público hace pensar no


solo en un campo de relaciones entre una pluralidad de agentes, personas,
objetos, tiempos, memorias e intereses, sino también en el tipo de servicio o
intercambio que puede darse entre dichos agentes. Lo público hace pensar en
algún tipo de servicio, finalidad, negociación o intercambio. Esto explica que
el mundo de la pedagogía, la educación, los aprendizajes y los cuidados se hayan
convertido en ejes transversales de muchas instituciones necesitadas igualmente
de repensar su función como servicio público. Aprender (y enseñar) se ha
convertido en un modo básico de articular un espacio que se instituye como
público. En todo caso, y sin ánimo de tratar de resolver esta ecuación ahora,
sí podemos acordar que público es algo más complejo que hacer una obra en la
calle, mover a los espectadores de un lado para otro o tratar temas sociales.

Si bien en los últimos años se han prodigado


los diálogos explícitos entre la escena y la galería o el teatro y el museo
presentándose
con el conocido efecto de novedad con el que una institución y el propio
público parecen obligados a poner en valor una actividad, se trata de un
fenómeno que cuenta ya con una larga historia. La confluencia entre teatro y
museo está inscrita en la génesis de estas instituciones dentro del proyecto
artístico de la modernidad. Las numerosas denominaciones de museos
experimentales que se han sucedido a lo largo del siglo XX son prueba de este
intento por conjugar la quietud del objeto con el presente vivo del
acontecimiento artístico. Así, por ejemplo, ya en los años veinte el living
museum de Alexander Dorner en
colaboración con El Lissitzky, o el museo del living art de Albert Eugene Gallatin
en Nueva York, y ya en los años sesenta
y sobre todo en los setenta, cuando las posibilidades de la exposición se
multiplicaron con proyectos como When
Attitudes Become Forms, de Harald Szeemann, o las exposiciones
colaborativas y vecinales, como las realizadas por Group Material, los museos
bailables de Coco Bedoya ya en los ochenta en Argentina y Perú, o el post-museo
de Hooper-Greenhill en los noventa. Aunque estos y otros proyectos que podrían
añadirse apuntan en direcciones muy distintas, es común el deseo de conjugar la
exposición con un tiempo presente que potencie sus relaciones activas con el
entorno en el que ocurre.
El conservadurismo de la
institución del teatro o la danza explicaría que un rastreo desde el lado del
lado de las escénicas no arroje resultados tan evidentes, pero no porque las
condiciones no estuvieran dadas. Algunos ejemplos recientes juegan
explícitamente con esta relación entre el museo y el teatro como el trabajo de
varias horas de duración Um museo vivo de
mémorias pequenas e esquecidas, un proyecto seminal en el trabajo de Joana
Craveiro y el Teatro do Vestido, el conocido museo de la danza de Boris
Charmatz o Una exposición coreografiada,
comisariada por Mathieu Copeland, centrados en la exposición documental de
distintas formas de danza, coreografía o actuación, o los proyectos más
recientes inspirados en estos últimos de Amalia
Fernández Expocoreografía y Exporetrospectiva.
Pero estos son solo algunos ejemplos casi literales de un panorama de cruces y
desbordarmientos que se ha ido haciendo cada vez más complejo desde los años
setenta. Evidentemente no es necesario nombrar ni el museo ni el teatro para
poner en juego los saberes y prácticas que remiten a estos espacios simbólicos. A
pesar de las diferencias históricas entre ambas instituciones la vocación transversal
del hacer artístico se ha ido abriendo hueco en ese umbral de inestabilidad que
queda entre la dimensión escénica y performativa y el plano expositivo y estático.
Siguiendo la huella abierta por el trabajo con lo real a lo largo del siglo XX han sido
las corrientes artísticas a partir de espacios y entornos humanos específicos las que
más han incidido en el desarrollo de estructuras espacio-temporales que juegan
con la dispersión a la vez que crean un plano expositivo, en los que los límites entre
mirar y actuar, hacer y estar, el lugar de la creación y la realidad exterior se
desdibujan. Los comisariados recientes de Rosa Casado de los encuentros de
nuevas formas artísticas en la Alhóndiga de Bilbao, Prototipoak, serían un buen
exponente de estos territorios abiertos de confluencias entre formas de hacer y
comunicar trabajos en los que participan agentes a niveles distintos.

La escena se convierte en un archivo de tiempo y situaciones que interrumpen el


acontecer lineal para generar un presente suspendido del que forma parte el
público. Al igual que el museo puede entenderse como un espacio de
representación de hechos artísticos, el teatro se transforma en un museo vivo de
representaciones colectivas, uno de cuyos sujetos principales son los asistentes; no
en vano el teatro siempre ha tenido algo de museo al que el público acude para
verse actuar. Este es el lugar que recrea la obra de El Conde Torrefiel al convertir el
escenario en el objeto pasivo y extraño de una mirada sostenida por los asistentes.
En ella los personajes, como proyección del público, asisten ensimismados al día a
día de su realidad cotidiana transformada en un paisaje surreal.

Y si los escenarios desplazan a sus intérpretes para colocar en el centro al público,


la misma operación van a hacer los museos y galerías. Sin embargo, hay que tener
en cuenta que los asistentes son solo la punta visible de ese iceberg de lo público
formado por una infinidad de agentes, memorias, tiempos y espacios. Estos son los
planos que se entremezclan en la obra de Dora García, por ejemplo, en la que el
aquí y el ahora de la exposición se transforma en un paisaje complejo de
acontecimientos que fácilmente podría proyectarse al espacio exterior al museo o la
galería. Si las figuras que pueblan como zombis los escenarios de El Conde Torrefiel
descubren el mundo que les rodea convertido en un show de televisión,
en Narrativas instantáneas, de Dora García, son los espectadores los que se
sorprenden al verse reflejados en el texto proyectado en una pantalla en el que se
describe en tiempo real su deambular por el museo, la ropa que visten, sus
actitudes y movimientos. Artistas como Juan Muñoz bajaron las esculturas de los
pedestales para dispersar sus figuras en un territorio compartido con el público,
mientras que los creadores escénicos sacaron a los intérpretes de los escenarios
para presentarlos como esos actores anónimos con los que nos cruzamos todos los
días, figuras que el público redescubre bajo una mirada de extrañamiento, como
ocurría con aquellos adolescentes que habitaban con esa actitud indolente
característica el bosque en el proyecto que recientemente presentaron Pablo
Gisbert y Juan Navarro en el TNT.

El desbordamiento de los
protocolos artísticos fue el paso previo para replantear la institución por
fuera de la propia institución, más allá de sus edificios y espacios asignados.
Sin embargo, los límites de la institución, como de los Estados y los sistemas,
ya no se encuentran por fuera de estos, sino que los atraviesan. La crisis de
los marcos de homologación de las formas de exponer
las representaciones o de representar
las exposiciones ha movilizado los elementos básicos de la puesta en escena
de la exposición desplegando una infinidad de combinaciones en función de las
condiciones, el contexto espacial y la experiencia que se quiere provocar.
Es esta perspectiva de lo
público la que marca la diferencia entre entender el hecho artístico como
resultado de la actividad de un artista individual o poética específica, o
tomar como punto de partida la institución pública de esa actividad a través del
museo, el teatro o cualquier otro espacio imaginario de producción artística.
Una y otra perspectiva no son contrarias, pero tanto desde el punto de vista de
la creación, forma de gestión y producción, como desde el punto de vista de la
recepción, valoración y en general el modo de situarse en relación con el
trabajo, movilizan cuestiones distintas y se articulan también de distinta
manera. Hacer una obra es un ejercicio de institución y desinstitución, es
decir, un medio para tomar la temperatura de un cierto tejido público e
intervenir en él. Aunque lógicamente estos territorios están relacionados por
una dinámica cuya complejidad va más allá del vínculo continente-institución y
contenido-obra, adoptar una u otra aproximación, la mirada individual del
artista y la obra, o la mirada colectiva de un territorio público por hacerse, pone
en juego posiciones distintas.

Estas reflexiones no
quieren llegar a una respuesta de las preguntas que plantea la introducción de
las artes escénicas en los museos ni la dimensión expositiva en los teatros, se
trata simplemente de situar estas preguntas con relación a los conflictos y
posibilidades que estos desplazamientos están provocando en un proceso abierto
de institución y desinstitución de lo artístico que se pregunta no solo por la
manera de hacerse cargo de una función pública que no está determinada de una
vez ni para siempre, sino por el papel, como decía Broodthaers, que tienen y
pueden llegar a tener estos procesos de institución en los entornos en los que
opera.

Si lo público hace pensar en un ámbito inclusivo, un espacio abierto a todas,


sabemos bien que la génesis y realización histórica y sobre todo económica de este
ideal se ha traducido en una forma de inclusión cuya otra cara es un avanzado
sistema de exclusiones con un potente efecto de invisibilización de quien no está
legitimado dentro de este espacio. Poner en práctica hoy la dimensión pública de
las artes, más que una posibilidad para seguir reinventando los lenguajes artísticos,
supone una oportunidad para replantear las formas de construcción de un campo
de actuación público como la escena artística cuya potencia y necesidad está más en
lo que oculta que en lo que muestra, en lo que excluye que en los que ya estamos
incluidos, en lo que está por fuera de lo públicamente instituido que en lo ya
instituido.
§ Broodthaers, Marcel, «Extractos de la conversación de Marcel Broodthaers,
Jürgen Harten y Katharina Schmidt» (1972). En Marcel Broodthaers. 24 de
marzo – 8 de junio, 1992. Catálogo de la exposición. En Martínez-Garrido,
Susana, coord., Madrid, Ministerio de Cultura / Museo Nacional Reina Sofía,
1992, pp. 222-223.

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