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El gesto no es nuevo, ya
Duchamp redujo sus trabajos de escala para poder llevarlos en su famosa boîte en
valise que le servía a su vez
de espacio expositivo. Sin embargo, no hace falta inventar la ficción de un
museo para que la actividad artística se haga cargo del entorno que la produce,
o al revés, para que el entorno se haga cargo de la obra. En una y otra dirección
esta relación es inevitable. La institución no se construye al margen de los
proyectos, obras y actividades que produce, ni tampoco estos pueden entenderse
si no es con el horizonte de fondo de la institución que los programa, aunque
sea para cuestionarla, transgredirla o bendecirla.
En los últimos años es cada
vez más frecuente asistir a un teatro y tener la impresión de que lo que
estamos viendo podría tener lugar en un museo, galería o espacio de artes
llamadas visuales, y también al revés, exposiciones que se activan, museos que
despliegan
formas de teatralidad o galerías convertidas en escenarios, que podrían formar
parte de la programación de un festival o centro de artes calificadas como
vivas. ¿Desde dónde plantear estas confluencias? Más allá de la necesidad de
experimentar con los horizontes de expectativas y formatos de unas y otras
instituciones, o de solucionar necesidades de orden más pragmático como la
búsqueda de otros canales de producción y públicos distintos, en qué se traduce
la apertura de estos espacios comunes.
A lo largo de la historia
una institución acumula un saber, unas formas de hacer y representar(se), una
tradición y unos valores. Como parte de su función la institución guarda un capital
cultural y simbólico cuyo sentido no es simplemente ser expuesto, actualizado o
divulgado, sino fundamentalmente ofrecer un servicio público. Las instituciones
sería como cajas de herramientas y recursos de los que una sociedad dispone
para afrontar las preguntas, retos y problemas de cada momento. Bajar esto a
tierra es, sin embargo, más difícil que simplemente enunciarlo.
La confluencia entre
museo y teatro puede entenderse de distintas formas. Con frecuencia ha sido
explicada siguiendo con la tradición formal de la modernidad por la tendencia a
la contaminación y el diálogo entre lenguajes distintos, como si juntándose
pudieran llegar a algún tipo de unidad perdida en la que códigos y prácticas
distintos
se complementaran. Este argumento se puede retrotraer a los inicios del mito
romántico del arte y el sueño de la obra total capaz de integrar al público en
una comunidad de creadores.
En lo que al arte se
refiere la pregunta no está formulada desde la perspectiva de la subjetividad
del creador, la problemática de un lenguaje artístico o una determinada
poética, y esto no quiere decir que todo ello no forme parte de la obra de
Broothaers
y de cualquier otro artista, sino desde el tipo de mundo público donde el arte
empieza y acaba, una esfera más amplia de la que forma parte y que lo supera.
La construcción de una obra que se extiende en el tiempo y que se presenta como
una forma de museo, y quien dice museo dice archivo, institución, comunidad,
estado, es una respuesta a esta condición pública del arte, un gesto que
expresa toda la potencia del arte, pero también su impotencia. Con el tiempo la
crítica institucional se ha convertido en un lugar fácilmente reconocible que a
menudo se queda estancada en lo segundo, un gesto de resignación por no poder
ocupar otro lugar en el mundo. En todo caso, este diálogo explícito entre obra
e institución, en el que la crítica institucional fue solo una fase inicial, no
hay que entenderlo como un punto de llegada, sino unos de los motores en el
desarrollo de un fenómeno determinante que es la toma de conciencia de la
condición
y posibilidades del arte como actividad pública.
Lo que quiera decir “público” y cómo hacerse cargo de ello a través de las prácticas
artísticas es la pregunta que está provocando estos desplazamientos en distintas
instituciones que se están preguntando justamente lo mismo. La diferencia entre
otras instituciones y las artísticas es que estas últimas ponen en práctica esta
pregunta a través de la propia actividad que promueven y la forma de gestionarla y
hacerla pública. Las instituciones artísticas serían aquellas que tienen la capacidad
de reflexionar, poner en común y actuar con relación a un proceso abierto de
institución y desinstitución por medio de la propia actividad que generan. La
capacidad autorreflexiva de las prácticas de creación es justamente lo que ha
puesto en valor el arte de cara a otras instituciones.
El desbordamiento de los
protocolos artísticos fue el paso previo para replantear la institución por
fuera de la propia institución, más allá de sus edificios y espacios asignados.
Sin embargo, los límites de la institución, como de los Estados y los sistemas,
ya no se encuentran por fuera de estos, sino que los atraviesan. La crisis de
los marcos de homologación de las formas de exponer
las representaciones o de representar
las exposiciones ha movilizado los elementos básicos de la puesta en escena
de la exposición desplegando una infinidad de combinaciones en función de las
condiciones, el contexto espacial y la experiencia que se quiere provocar.
Es esta perspectiva de lo
público la que marca la diferencia entre entender el hecho artístico como
resultado de la actividad de un artista individual o poética específica, o
tomar como punto de partida la institución pública de esa actividad a través del
museo, el teatro o cualquier otro espacio imaginario de producción artística.
Una y otra perspectiva no son contrarias, pero tanto desde el punto de vista de
la creación, forma de gestión y producción, como desde el punto de vista de la
recepción, valoración y en general el modo de situarse en relación con el
trabajo, movilizan cuestiones distintas y se articulan también de distinta
manera. Hacer una obra es un ejercicio de institución y desinstitución, es
decir, un medio para tomar la temperatura de un cierto tejido público e
intervenir en él. Aunque lógicamente estos territorios están relacionados por
una dinámica cuya complejidad va más allá del vínculo continente-institución y
contenido-obra, adoptar una u otra aproximación, la mirada individual del
artista y la obra, o la mirada colectiva de un territorio público por hacerse, pone
en juego posiciones distintas.
Estas reflexiones no
quieren llegar a una respuesta de las preguntas que plantea la introducción de
las artes escénicas en los museos ni la dimensión expositiva en los teatros, se
trata simplemente de situar estas preguntas con relación a los conflictos y
posibilidades que estos desplazamientos están provocando en un proceso abierto
de institución y desinstitución de lo artístico que se pregunta no solo por la
manera de hacerse cargo de una función pública que no está determinada de una
vez ni para siempre, sino por el papel, como decía Broodthaers, que tienen y
pueden llegar a tener estos procesos de institución en los entornos en los que
opera.