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Literatura argentina: cuatro recorridos

CLASE 4: Terror

¡Hola! Esta es nuestra cuarta y última clase. Para darle un final (siempre provisorio) a estos cuatro
recorridos decidimos dedicar la clase a un género que, en los últimos años, ha irrumpido con una
fuerza, diversidad y calidad sin precedentes en la literatura argentina: el ​terror​.

Objetivos
El objetivo de esta clase es estudiar la relación de la literatura argentina con el terror, desde el
momento fundacional de nuestra literatura (cuando el terror de la política es narrado apelando a
estrategias propias de la tradición gótica), pasando por algunos autores claves del siglo XX, hasta
llegar al presente. Para hacerlo nos proponemos revisar conceptos teóricos básicos y analizar
algunos textos y autores representativos.

Duración

El trabajo en esta cuarta clase les llevará aproximadamente ​7 horas reloj​. Tendrán ​2 (dos)
semanas​ para abordar los contenidos.

Itinerario de clase

● El terror en el origen de la literatura argentina.


● Terror animal: Lugones y Quiroga.
● Terror argentino moderno: los casos de Laiseca y Feiling.
● Terror ahora: un cuento de M. Enríquez.

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● Síntesis gráfica de la clase.
● Actividades de la clase.

Enlace al itinerario dinámico

El terror en el origen de la literatura argentina


Antologías de editoriales importantes, colecciones específicas de editoriales pequeñas, creciente
número de autores y textos que entran y salen del género o que directamente se zambullen en sus
aguas oscuras para construir desde allí una obra, escritoras y escritores que ganan premios
internacionales, que son publicados por las editoriales más poderosas y que son traducidos a
diferentes idiomas por cuentos y novelas que encuentran en el terror el núcleo generador del
relato. En resumen: un conjunto abrumador de datos que prueba el lugar preeminente que el
terror ocupa en el campo literario argentino actual.

Lo llamativo del fenómeno es que se trata de un género que siempre tuvo un lugar mínimo o lateral
en la historia de la literatura argentina. A diferencia de lo sucedido en otros países, como por
ejemplo los Estados Unidos, donde el terror tiene un peso evidente en la historia de su literatura,
desde, digamos, E. A. Poe y N. Hawthorne, en el siglo XIX, pasando por H. P. Lovecraft, ya en el siglo
XX, hasta llegar a Steven King, por nombrar solo unos pocos de los autores más relevantes, en la
Argentina, en cambio, solo ha alcanzado una relativa visibilidad en los últimos años. Las razones son
varias y de diversa índole. No es el propósito de esta clase resolver la cuestión. Solo nos
detendremos en algunos detalles para analizar la forma en que el terror ha sido –a pesar de las
apariencias─ un elemento de presencia constante en la literatura argentina, aunque casi siempre
corriéndose de su tipificación genérica más evidente.

Podemos partir de la hipótesis de que el terror está en el origen de la literatura argentina, porque
es uno de sus elementos constitutivos prácticamente desde los inicios. En varios de los textos
considerados “fundacionales”, el terror, vinculado directamente con ciertas prácticas políticas, es
motivo de reflexión al mismo tiempo que se vuelve un eje alrededor del cual se organiza la
escritura. En ​Facundo (1845) por ejemplo, Sarmiento trata de explicar el ​modus operandi que define
al gobierno de Rosas, la acción de J. F. Quiroga y de ese universo que denomina ​barbarie a partir del
análisis del ​terror como la metodología predilecta del despotismo bárbaro. Algo similar puede

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verificarse en ​Amalia (1851-1855), de José Mármol. Allí la trama se concentra en unos pocos meses
del año 1840, conocido en la historiografía tradicional argentina como el “año del Terror”. A medida
que el general Lavalle se aleja para siempre de Buenos Aires y J. M. de Rosas comienza a vislumbrar
su victoria, el terror se adueña de la ciudad y el narrador se dedica en varios pasajes a mostrarlo en
toda su crudeza, para analizar su potencial uso político, su origen y sus consecuencias, de modo que
la trama novelesca confluya con sus efectos.

Pero ese interés por el “terror de la barbarie” se manifiesta no solo a través del análisis político,
filosófico o histórico de la cuestión, sino también a partir de un tratamiento literario que parece
exhibir mejor que cualquier análisis la esencia y el funcionamiento del terror. Ya sea a través de
descripciones o micro historias, como en ​Facundo​, de poemas, como ​Avellaneda,​ de E. Echeverría, o
a lo largo de toda una extensa trama novelesca, como en ​Amalia​. Por eso la presencia del terror en
los inicios de la literatura argentina también puede y debe analizarse teniendo en cuenta otra
perspectiva: la del terror en tanto ​género o ​modo de lo literario, derivado directo de la narrativa
gótica que surge en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII. El repaso atento por la literatura
argentina del período permite verificar la existencia de una serie de procedimientos de escritura y
motivos, reconocibles en la tradición gótica, que no solo son “adaptados” a la escasa narrativa de
ficción local, sino también a géneros en principio ajenos a esa tradición, pero que ocupan un lugar
central en la literatura argentina de esos años, como el ensayo o la poesía, en sus diferentes
variantes. De modo que, aunque no pueda hablarse de una literatura gótica o de terror en la
Argentina del período, sí puede percibirse una notable presencia de motivos y procedimientos del
gótico, activados por –y entreverados con─ la política del terror.

Tomemos brevemente el ejemplo de ​Amalia​. Allí, por un lado, Mármol se propone contar el
“Terror” político del año 1840, desplegado, según la novela, por las fuerzas rosistas y, para hacerlo,
apela no solo a las estrategias narrativas típicas de la novela popular del período, sino, más
específicamente, a algunos elementos propios del relato gótico. ¿Qué mejor forma de contar el
terror de la política ─parece decir Mármol─ que apelando a los recursos propios de la narrativa
especializada en trabajar sobre el terror, como lo es la novela gótica? La crítica sobre ​Amalia ha
analizado las referencias literarias desperdigadas a lo largo de la novela y las lecturas predilectas de
los protagonistas; en este sentido suele destacarse la lectura de autores románticos europeos,
como Lord Byron o Lamartine, admirados por Mármol y todos los escritores de su generación. Pero,
en realidad, el autor más citado en la novela es otro escritor, también romántico, aunque conocido

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sobre todo por sus relatos de terror: E. T. A. Hoffmann. En ​Amalia hay alusiones a una obra suya en
particular, ​Los elixires del diablo (1816), novela gótica en la que se exhibe su deuda con un clásico
del género: ​El monje (1796), del escritor inglés M. Lewis. Pero la presencia de lo gótico en ​Amalia
no depende solo de las referencias a la novela de Hoffmann sino también del modo en que Mármol
construye ciertas escenas y situaciones, como por ejemplo en el capítulo titulado “La casa sola”,
donde el miedo y lo espectral se unen para darle otro matiz al terror cada vez más asfixiante de la
política.

Gótico

Según D. Punter (2013), la literatura gótica es un tipo de narrativa que se publica


principalmente en Inglaterra entre 1760 y 1820. Lo que tienen en común los textos que la
conforman es un énfasis en retratar lo terrorífico, una común insistencia en escenarios
arcaicos, un prominente uso de lo sobrenatural, la presencia de personajes altamente
estereotipados y el intento de implementar y perfeccionar técnicas de suspenso literario.

Terror animal
Luego de la caída de Rosas la literatura argentina parece ir desprendiéndose de a poco (aunque
nunca del todo) de las urgencias de la política. Es por esos años, ya en la década de 1860, que la
escritora salteña Juan Manuela Gorriti comienza a publicar una serie de cuentos que vuelven sobre
el período rosista y en los que conjuga de manera muy eficaz el terror de la política con algunos
elementos característicos de la narrativa gótica, como ocurre con “La hija del mazorquero”, “El
lucero del manantial” o “El guante negro”, por citar solo algunos ejemplos. Otro dato relevante es
la recepción de la literatura de Poe en Argentina, que llega vía Francia a fines de la década de 1870
y que va dejando su impronta en varios escritores locales, como C. Olivera y C. Monsalve, en cuya
obra también puede hallarse la influencia autores donde el terror es un ingrediente clave.
Hoffmann ha dejado su huella no solo en ​Amalia​, sino también en la obra de E. Holmberg, autor de

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cuentos notables, como “La bolsa de huesos” (en clave detectivesca) o “Nelly”, donde lo fantasmal
ocupa el centro del relato.

Pero es quizá en la vuelta del siglo donde más claramente se verifica un trabajo sobre la tradición
gótico-terrorífica, en especial a partir de los relatos de dos autores: Leopoldo Lugones y Horacio
Quiroga. Aunque es más conocido por su condición de poeta y sus ensayos, en el período de entre
siglos Lugones escribió y publicó una serie de relatos sobrenaturales que reunió en el volumen
titulado, sugestivamente, ​Las fuerzas extrañas ​(1906). Como lo ha señalado la crítica, en varios de
estos cuentos Lugones explota su interés por las llamadas “ciencias ocultas”, como ocurre en “Un
fenómeno inexplicable”. Pero donde Lugones trabaja de manera maestra con diversas
manifestaciones del terror es en “Yzur”, en el que narra el intento de un científico amateur por
hacer hablar a un chimpancé, cuyo nombre da título al cuento. La hipótesis de la que parte es que
los ancestros milenarios de los simios dejaron de hablar para evitar ser esclavizados por quienes,
con el correr del tiempo, se transformarían en el actual homo sapiens. Es aquí, en esta ficción
prehistórica del origen de las especies, donde aparece el primero de los horrores de este relato: la
crueldad de los poderosos sobre los dominados. Un horror de tal magnitud que provoca, en estos,
la terrible decisión de renunciar al lenguaje, aun sabiendo que los condenaba a la animalidad.

Caricatura de Darwin en la revista ​Hornet​ donde él es representado con


características propias de un primate, a manera de burla por su teoría evolutiva.

Fuente: ​https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Darwin#/media/File:Editorial_cartoon_

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depicting_Charles_Darwin_as_an_ape_(1871).jpg

A ese horror se le superpone otro, más inquietante aún: el que experimenta el narrador-científico
ante la humanidad de su chimpancé: “​su expresión era tan humana, que me infundió horror”. Aquí
el que experimenta esa forma extrema y paralizante del miedo que es el “horror” no es el “esclavo”
sino el “amo”; y lo que lo horroriza no es ningún tipo de crueldad experimentada sobre su cuerpo,
sino la incertidumbre sobre los límites entre lo humano y lo animal: porque la humanidad del simio
implica, necesariamente, la animalidad del hombre.

En más de un sentido la relación que el narrador establece con Yzur reproduce la de esa escena
primordial en la que los ancestros de los actuales simios decidieron dejar de hablar para resistir los
horrores de su esclavitud. En primer lugar, porque cada una de las lecciones a través de las cuales el
narrador buscaba enseñarle a hablar a su mono comenzaban con la frase “Yo soy tu amo”, “tú eres
mi mono”, que a la relación de “maestro-alumno” le superpone la de “amo-esclavo”. Y segundo,
por los crueles castigos a los que lo somete, cuando el narrador descubre que su simio había
aprendido a hablar, pero no quería hacerlo.

El cuento concluye con el triunfo y la derrota del científico: antes de morir, el mono habla, pero se
lleva el secreto a la tumba:

A esta interpretación del narrador, habría que oponerle otra menos tranquilizadora que, en lugar
de ver en esa frase única y final del mono un gesto de reconciliación entre “las especies”, destaque
su ruptura beligerante. ¿Cómo no advertir en la reiteración de la palabra “AMO” la clave del silencio
de Yzur, que a través de ella parece explicarle a su maestro que nunca habló justamente porque al
colocarse en el lugar de “amo” puso al simio en el de “esclavo”? Más que un gesto de
reconciliación, la frase del mono remite al motivo por el cual sus ancestros dejaron de hablar. Y no
sería descabellado conjeturar que, quizá, fue una frase como esa la última que pronunció su estirpe

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antes de callar para siempre, ya que no solo reproduce la relación de “amo-esclavo”, sino que
también implica un pedido desesperado por ese elemento vital que es el agua, sobre el cual el amo
ejerce su despótica posesión.

El mismo año en que Lugones publica su libro de cuentos, aparece en la revista porteña ​Caras y
Caretas un cuento titulado “El lobisón”. Su autor es Horacio Quiroga, quien poco antes había
compartido con Lugones un viaje a Misiones para investigar la historia de las misiones jesuíticas de
la región. En ese viaje surgirá la atracción de Quiroga por la selva misionera y su decisión de irse a
vivir allí. Quiroga nació en Salto, Uruguay, pero su obra, sobre todo la cuentística, está
estrechamente vinculada con la literatura argentina. Se trata de uno de los cuentistas rioplatenses
más notables y, ya que hablamos anteriormente de E. A. Poe, su mejor heredero, porque incorpora
a sus relatos -al mismo tiempo que lo reformula con original eficacia- el modo en que Poe concibió
la forma “cuento” y narró el terror.

Piglia (2014): “Tesis sobre el cuento”

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica del
cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una


paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa
escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y
construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en
saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato
secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la


superficie.

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La obra de Quiroga ha merecido numerosos estudios críticos, y varios de sus cuentos, como “La
gallina degollada”, “El almohadón de plumas”, “A la deriva” o “El hombre muerto” son –entre
varios otros y desde hace tiempo─ textos clásicos de la literatura rioplatense que, a la vez,
demuestran por qué Quiroga ha sido el autor que de manera más sistemática y eficaz ha trabajado
el cruce de cuento y terror. Es por eso que preferimos tomar como objeto de análisis un cuento
menos conocido: “El lobisón”.

Lo primero que puede decirse de la estructura de “El lobisón” es que se trata de un típico ​relato
enmarcado,​ que –como suele suceder en estos casos─ reproduce las condiciones de enunciación
de un relato oral en el interior del cuento mismo. El marco de la historia nos ubica rápidamente en
una noche en el campo. La información es la mínima indispensable: no sabemos de qué país o
provincia se trata, no hay presentación de los personajes; nos vamos enterando, a medida que la
acción transcurre, de que se trata de un grupo de hombres y mujeres que han salido al exterior a
contemplar la luz plateada de la luna sobre el campo, hasta que el gruñido de un chancho salvaje
los sorprende e instala de inmediato el miedo. La reacción desmedida de uno de ello, Vivas, quien
inesperadamente decide matar al chancho salvaje, necesita ser explicada. Así, ese grupo de
hombres y mujeres entre los que se encuentra el narrador inicial se transforma en el auditorio al
que, en primera instancia, va a estar destinada la historia principal de este cuento. Una historia
oral, en la que ahora el que va a asumir la función de narrador –también en primera persona─ será
Vivas, el asesino del animal salvaje. De este modo, en el interior del cuento, se pone en escena esa
situación primigenia de producción y recepción de un relato, en la que el entorno (una noche de
luna en el campo) funciona como el contexto ideal para la transmisión de la historia de “miedo” que
Vivas promete contar.

El relato principal transcurre al inicio del otoño, en una zona rural en el norte de Uruguay. Lo que se
percibe de entrada es la confrontación de esa zona con otra que funciona como su antagonista: la
ciudad. Vivas dice que había logrado familiarizarse con los peones del lugar, a pesar de su “facha
urbana”. A través de este detalle Quiroga instala en el relato uno de sus ejes principales: la
oposición campo-ciudad, visible sobre todo a partir de diferencias culturales, que incluyen
creencias, visiones del mundo y costumbres diversas. Pero, además, las diferencias entre la
cosmovisión de Vivas (un hombre de ciudad) y la de los peones del campo también van a explicarse
por una distinta posición social de ambos actores. Lo que pone es escena esas diferencias es la
creencia en el “lobisón”, es decir, en la versión sudamericana del “hombre lobo”, según la cual se

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sostiene que hay una clase especial de hombres que tienen la capacidad (o la condena) de
transformarse, dadas ciertas condiciones, en lobo. En realidad –como lo muestra el cuento─ se
trata de una variante de la creencia general en la posibilidad de que un hombre se transforme en
cualquier animal salvaje. En este caso, como no hay lobos en la zona en que transcurre la historia
de Vivas, el animal elegido para la metamorfosis es un chancho salvaje, aunque manteniendo el
término de ​“lobisón​”.

En el relato de Vivas, el supuesto lobizón es uno de los peones, llamado Gavino, con quien
rápidamente –y quizá para desafiar la creencia que lo condena─ establece una relación amistosa.
El momento del desenlace ocurre en la boda de Gavino con una muchacha de una estancia vecina.
Mientras la música anima la fiesta, los novios se retiran a una modesta choza a consumar su unión.
La música súbitamente se detiene cuando se escuchan los alaridos de la novia. Lo que ven los
hombres que acuden en su ayuda al derribar la puerta es a la muchacha desmayada en la cama y, a
sus pies, un terrible chancho salvaje, que por unos segundos fulmina a Vivas con su mirada, y luego
escapa y se pierde en el monte para siempre. El novio no aparece un nunca más.

Esa resolución de la historia ofrece dos explicaciones posibles: 1) La realista: el novio se arrepintió
del casamiento en plena fiesta y huyó; y dio la casualidad de que, aprovechando su ausencia, un
chancho salvaje entró en la habitación donde estaba la novia; 2) la sobrenatural: ese chancho
salvaje era Gavino. Lo decisivo en este relato es que para el narrador, para Vivas, no hay dudas de
que ese animal era Gavino. Lo cual significa, también, el derrumbe de todo su sistema de creencias:
el de un hombre culto de ciudad, de buena posición social, que en virtud de ello no solo manifiesta
su distancia con respecto a las creencias de los hombres de campo, sino que además busca
desafiarlas y burlarse de ellas. El final, entonces, implica también el derrumbe de ese personaje y de
toda una constelación socio-cultural que lo define. Dicho en otros términos: el final muestra la
derrota de la “civilización” frente a lo que desde su perspectiva se considera “barbarie”.

Pero ese final también insiste, con su resolución, no solo en enfatizar sobre otro de los ejes del
relato, esto es el vínculo inquietante entre humanidad y animalidad bestial, sino también en una
variante específica de ese vínculo, cuyo centro es la sexualidad. Si Quiroga como cuentista es tan
cuidadoso en la elección de los elementos que van a formar parte de su historia, sobre todo en un
momento clave como el desenlace, es necesario reparar en los detalles de su escueta puesta en
escena: la acción transcurre en una habitación nupcial, donde –se supone─ los novios tendrán su
primer encuentro íntimo. Cuando Vivas y los demás hombres ingresan por la fuerza en ese ámbito

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“íntimo”, la novia yace en el lugar donde debería tener lugar tal encuentro (la cama) y junto a ella, a
sus pies, amenazante, la criatura salvaje, el lobisón-novio que espera su momento. Así, la aparición
de lo animal, de lo bestial del ser humano (en este caso, un hombre) coincide con el momento en
que una pasión extrema –la pasión sexual─ lo posee. Desde esta perspectiva puede decirse que
Quiroga aprovecha la leyenda del lobisón para hablar de la clásica tensión entre lo racional y lo
pasional. Y que es ese amenazante exceso –fuente del terror que recorre todo el cuento- el que
Vivas intenta conjurar en el inicio de la historia matando al animal salvaje.

El terror argentino moderno: dos casos


En los años y las décadas que siguen pueden encontrarse en la obra de varios autores argentinos
relatos notables, dignos de antologías del género, como ocurre con algunos cuentos de J. Cortázar,
de Bernardo Kordon, o de Abelardo Castillo, solo por citar tres ejemplos destacados. Pero ninguno
de ellos trabaja con el terror de manera sistemática. Esto no quiere decir que varios de sus cuentos
no merezcan ser considerados obras maestras del terror, como lo es, por ejemplo, “La puerta
condenada”, de Cortázar. Habrá que esperar, sin embargo, al período post-dictatorial para
encontrar en algunos escritores de primera línea un intento más sistemático de trabajar con el
género. Tomemos dos casos para ejemplificarlo: los de Alberto Laiseca y C. E. Feiling. Quizá desde
nuestro presente el vínculo entre Laiseca y el género resulte natural, debido al relativo éxito que
tuvieron sus “Cuentos de terror”, micro-programas transmitidos entre 2002 y 2006 por la señal de
televisión por cable I-Sat en los que, en una ​perfomance notable, Laiseca narraba algunos clásicos
del género. Pero ya antes, varios de sus relatos evidenciaban el gusto de Laiseca por el terror y el
modo en que había incorporado elementos del género a su singularísima obra narrativa, desde
Beber en rojo​, donde reescribe –a su manera, claro─ ​Drácula​, de Bram Stoker, hasta varios de sus
relatos breves (reunidos en 2001 en el volumen de ​Cuentos completos)​ . Uno de ellos, titulado “La
verdadera historia de la mujer de blanco”, sintetiza muy bien la relación del Laiseca con el terror. En
este caso no parte de un clásico del género, sino de una conocida “leyenda urbana”: la del
muchacho que conoce a una chica en un baile o reunión nocturna (las versiones, como en toda
leyenda urbana, pueden variar), la acompaña hasta las cercanías del cementerio, donde
misteriosamente la muchacha se despide de él, y luego descubre, al intentar volver a verla días
después, que la muchacha hace tiempo está muerta, y que su enamorada no era sino un fantasma.
Laiseca respeta el núcleo de este relato, pero a su vez lo cruza con una de las historias más célebres

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acerca de los muertos del Cementerio de la Recoleta: la de Rufina Cambaceres. Según la leyenda,
Rufina, una bella y distinguida muchacha de la ​high class porteña, fue inhumada viva, víctima de un
ataque de catalepsia. Laiseca incorpora ambas leyendas a su propio sistema narrativo, lo cual
implica la inclusión de razonables dosis de humor, sexualidad, parodia y crueldad.

Laiseca y sus “Cuentos de terror” (narración de “La gallina degollada”, de H.


Quiroga)

Disponible en: ​https://www.youtube.com/watch?v=BeatD1AiRfo

Feiling, por su parte, se propuso, en la década de 1990, llevar adelante un proyecto novelístico
basado en los géneros. El primer producto de la serie (comentado en la clase pasada), que sigue los
parámetros de la novela policial, es ​El agua electrizada (1992). Luego escribe y publica ​Un poeta
nacional (​ 1993, en este caso, inspirado en el molde de la novela de aventuras) y, por último, su
novela de terror: ​El mal menor (​ 1996). La cuarta novela de la serie, que iba a llamarse ​La tierra
esmeralda​ (un ​fantasy​) queda inconclusa, por la temprana muerte de Feiling, en 1997.

Autor refinado, de formación académica, especializado en lenguas clásicas, el gesto de Feiling no


deja de ser desafiante: en lugar de desconocer las convenciones genéricas, tradicionalmente
despreciadas por la alta literatura (que ve en ellas restricciones a la libertad creadora y el mandato

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de un mercado que, a través de formatos simples y de probada eficacia, busca solo alimentar las
apetencias de los lectores) lo que hace Feiling es respetar los parámetros genéricos, pero sin que
eso implique un límite a la experimentación novelística o una concesión al mercado. En relación con
el terror, Feiling demuestra un completo y sutil conocimiento de la historia del género y sus
variantes, como puede verificarse no solo a través de su novela sino también, y paralelamente, en
“La pesadilla lúcida”, breve ensayo sobre el género que prologa una antología preparada por él
mismo: ​Los mejores cuentos de terror (​ 1997).

Literatura de terror

Según C. F. Feiling (1997), “un relato pertenece al género de terror si pretende, entre otras
cosas, producir miedo en el lector mediante la intervención decisiva en su trama de
elementos sobrenaturales, por lo común presentados como hostiles o dañinos para los seres
humanos”. Y establece cuatro períodos en la historia del género: 1) la novela gótica; 2) el
terror burgués, 3) el terror fantástico, 4) el terror cinematográfico.

La historia de ​El mal menor transcurre en Buenos Aires, en 1993, mayormente en el barrio de San
Telmo y sus alrededores, aunque hay algunas excursiones a otras ciudades del mundo: La Habana,
Londres y Nueva York. La protagonista es la joven, bella, inteligente y cocainómana Inés Gaos,
dueña (junto con Alberto Leboud, ex compañero suyo del Nacional Buenos Aires) del restaurante
“gourmet” “Picante”. Apenas comenzada la novela, Inés recibe la inquietante visita de una criatura
de poderes sobrehumanos, cuyo espantoso olor parece corresponderse con la desmesura de su
maldad. Se trata de un “prófugo”, ser maligno y poderoso proveniente del mundo de los sueños
cuyo propósito es invadir el universo cotidiano de los humanos y destruirlo, con la ayuda de las
demás criaturas de su especie. Los únicos que saben de su existencia y del peligro que entrañan son
los “arcontes”, humanos con poderes especiales encargados de impedir que los prófugos invadan el
mundo. Uno de esos arcontes (en realidad un imperfecto aprendiz del oficio) es el tarotista
uruguayo Nelson Ortega, que intentará asociarse con Inés (dotada, sin saberlo, con los poderes de
un arconte) para detener al “prófugo” y salvar a la especie humana.

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Teniendo en cuenta la trama que explica las ominosas presencias sobrenaturales, así como otros
detalles de la novela, puede afirmarse que ​El mal menor cumple sobradamente con los requisitos
del género “terror”, cuya historia y variantes Feiling demuestra conocer con erudita precisión.
Siguiendo la clasificación que propone en “La pesadilla lúcida”, podría decirse que ​El mal menor no
solo se ajusta al “terror fantástico” a lo Lovecraft, sino que también tiene rasgos tanto de lo que
Feiling llama el “terror burgués”, por la “intromisión de algo siniestro y sobrenatural en un orden
cotidiano”, como del “terror cinematográfico”, en el que, además de los vasos comunicantes entre
cine y literatura, “los personajes abarcan todo el espectro de la sociedad”, y donde “el modo en que
(se) representa el sexo y la violencia es indiscernible del de la narrativa realista contemporánea”.
Entre los escritores que menciona para ejemplificar este período destaca a S. King, autor de unos de
los dos epígrafes de ​El mal menor,​ tomado de su relato “The Man in the Black Suit”. Además, la
presencia del cine es constante a lo largo de toda la historia porque Alberto, el socio de Inés, es
dueño de un video club y fanático de las películas de terror de los años ’80. Así, desfilan, en orden
de aparición: ​El príncipe de las tinieblas (1987), ​Poltergeist III (1988), ​Cuando cae la oscuridad
(1987), ​Candyman (1992), ​Aullidos (1981) y ​Pesadilla (1984), bastante cercanas al tiempo de la
narración, y todas con algún elemento de su trama vinculado con la de la novela: fuerzas oscuras
esperando su oportunidad para invadir el mundo, la metamorfosis, el mal asociado con lo
demoníaco, el sueño como creador de seres pesadillescos que cobran cuerpo en la vida real, entre
otros ingredientes propios del género.

Con esos materiales y esos ingredientes, Feiling construye un relato que, ajustado a los requisitos
del género, se presenta como una compleja indagación sobre diferentes manifestaciones del mal
(entre las que se destaca el ​mal gusto)​ , que hace de ​El mal menor una de las mejores novelas
argentinas de su tiempo, más acá y más allá del terror.

Terror ahora
Como ya dijimos al comienzo de esta clase, en los últimos quince años, aproximadamente, el terror
como género ha comenzado a ocupar un lugar preeminente en la literatura argentina. Es difícil
sintetizar en pocas páginas un panorama exhaustivo de este fenómeno, debido a lo variado de sus
manifestaciones y a la cantidad de escritores cuya obra –en plena construcción- se vincula de algún

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u otro modo con el género, Por eso nos limitaremos mencionar solo a algunos autores y obras, a
modo de despliegue inicial y provisorio, que cada uno de ustedes podrá ir ampliando a su gusto.

Un primer rasgo, que quizá resulte llamativo, es la diversidad regional de escritoras y escritores
cuya obra se vincula con el género; dato biográfico que en la mayoría de los casos se transforma en
un elemento destacado de los textos, como ocurre con el monte chaqueño o los esteros del Iberá
en ​La casa junto al tragadero,​ de Mariano Quiroz, con la selva misionera en algunos relatos de
Acheli Panza, con el universo asfixiante de una pequeña ciudad de la pampa bonaerense en las
novelas de Celso Lunghi, con el itinerario entre las zonas rurales de Córdoba y su ciudad capital en
los relatos de Luciano Lamberti, o con el paisaje del conurbano sur bonaerense en muchos de los
cuentos de Mariana Enríquez o en ​Beraschusetz​, la novela con zombies y otras criaturas extrañas de
Leandro Ávalos Blacha.

Otro rasgo destacado es el modo diverso en que estos escritores trabajan con el terror. Hay
quienes, como Mariana Enríquez, hacen del terror el eje de toda su obra, en la que se percibe,
además, el conocimiento detallado de la tradición del género y sus variantes, y una conciencia muy
clara de cómo construir una obra original, atendiendo, a la vez, a los clásicos internacionales del
género y a los terrores presentes de la sociedad argentina. Pero lo que en general ocurre también
es que muchos de estos autores entran y salen del género con una desprejuiciada y productiva
libertad. Es difícil considerarlos escritores “de género”, ya que no todo lo que escriben tiene que ver
con el terror. Pero cuando eso ocurre, suelen pasar dos cosas a la vez: sus obras muestran una alta
conciencia de los parámetros y de la tradición del género y conectan con natural eficacia esos
parámetros genéricos a los rasgos que definen su proyecto literario y a la realidad y los miedos del
entorno local e histórico en que se desarrollan los relatos.

Otro detalle destacado del terror argentino contemporáneo es que varias de sus obras más
sobresalientes fueron escritas por mujeres. Quizá no deba resultar llamativo si tenemos en cuenta,
primero, que la novela gótica fue un género en el que brillaron muchas escritoras, como Ann
Radcliffe o Sophia Lee, en una época (fines del siglo XVIII), además, en que pocas mujeres escribían
y publicaban. Y, segundo, que en el siglo XIX, escritoras como Mary Shelley o las hermanas Brontë
supieron construir buena parte de las bases del terror moderno. Además, si pensamos en la
literatura argentina, también podemos encontrar una estrecha relación entre la obra de nuestras
primeras escritoras, como la ya mencionada Juana Manuela Gorriti, y la tradición gótica.

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Para seguir indagando acerca de las escritoras argentinas:

https://drive.google.com/file/d/1lQD1jFExZ0IyDf4zCUEmi5JXvb3IN-_M/view?usp=sharing

En el variado y numeroso grupo de escritores actuales que trabajan con el terror, han logrado una
notable trascendencia dos mujeres: Samanta Schweblin y Mariana Enríquez, cuya obra es conocida
y celebrada internacionalmente. Sus últimas producciones, además, fueron publicadas por sellos
multinacionales, y traducidas a varios idiomas. Si bien Schweblin es una notable cuentista, la obra
que le ha dado mayor notoriedad es una ​nouvelle:​ ​Distancia de rescate (2014) (una buena medida
de su trascendencia es que actualmente la plataforma Netflix está trabajando en una adaptación
cinematográfica del relato). ​Distancia de rescate ​cuenta ─con un ajustado manejo de la tensión y
el suspenso narrativos─ la compleja y extraña relación entre una madre y su hijo, víctima de los
efectos devastadores del glifosato. Aunque, en realidad, el terror en este relato poco tiene que ver
con los males de la patria sojera y el uso indiscriminado de pesticidas y sí, en cambio, y mucho, con
el pánico de la madre a no poder cubrir con su protección a su hijo, con el espanto a que este
quede fuera de su ilusoria “distancia de rescate” y, también, a que ese hijo se vuelva irreconocible
y, por lo tanto, ajeno a las coordenadas previsoras del amor maternal​.

Un cuento de Mariana Enríquez

Pero si la relación de Schweblin con el terror es fluctuante y en cierto sentido lateral, en cambio, en
la obra de Mariana Enríquez, como ya anticipamos, constituye su núcleo fundante. Porque no solo
sus textos de ficción orbitan alrededor del terror; también sus ensayos, sus crónicas y buena parte
de su obra en el periodismo cultural lo hacen. Sus dos libros de cuentos, ​Los peligros de fumar en la
cama (2009) y ​Las cosas que perdimos en el fuego ​(2016), son un excelente muestrario de la forma
en que Enríquez apela a ciertos tópicos del género para construir, a partir de ellos, una obra original
sin renunciar a esa pertenencia genérica. Para finalizar esta clase vamos a detenernos en el análisis

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de uno de sus cuentos, “Cuando hablábamos con los muertos” (de ​Los peligros de fumar en la
cama​).

Pocas actividades parecen convocar más rápidamente el terror que el hablar con los muertos. Pero
lo primero que hay que decir en relación con el cuento de Enríquez es que la voz de los muertos
nunca se oye. Porque el hablar con los muertos es aquí una actividad posible gracia a la ayuda de
un dispositivo que prescinde de la voz y depende de las letras, de signos escritos cuyo código
comparten tanto los muertos como los vivos.

¿Quiénes son los vivos que quieren mantener esa singular conversación? Un grupo de cinco chicas
de unos 16 o 17 años, compañeras de colegio, cuyo principal objeto de deseo compartido es
practicar el “juego de la copa” y, desde ese modo, hablar con los muertos. Así nos enteramos de
que el dispositivo que permite la comunicación es una “ouija”, es decir, una tabla con letras y
números sobre la cual se mueve la copa para ir develando el mensaje de los muertos, que suelen
comunicarse en respuesta a las preguntas que las cinco amigas les formulan. Al principio los
muertos convocados a la charla son anónimos. Pero todo cambia cuando una de las integrantes de
grupo, Julita, se atreve a personalizar la charla, proponiendo como interlocutores del más allá a sus
padres muertos. Aunque el término exacto es “desaparecidos”. Julita, que vive en un
monoambiente con su hermano y sus abuelos, solo sabe que a sus padres un día “se los llevaron”.
Y, desde la vuelta a la democracia, también sabe que son o están “desaparecidos”. Ella no recuerda
a sus padres ni el momento de su desaparición forzada, porque era muy chica. Pero su principal
deseo, al hablar con ellos, no es el de mantener una conversación, sino saber dónde están sus
cuerpos, respondiendo así, quizá, al modesto deseo de su abuela, a quien le gustaría saber dónde
están esos desaparecidos que se asume ya muertos, para poder llevarles siquiera una flor.

Para poder llegar a los padres de Julita, las amigas se dan a la tarea de encontrar, cada una, a “su”
desaparecido, es decir, a una persona cercana que haya sido secuestrada durante la dictadura y no
haya aparecido nunca más. Es así que descubren, no sin sorpresa, que cada una tiene el suyo. Nadia
(que vive en “la villa”) cuenta sobre un amigo del padre que solía visitarlos los domingos y que un
día dejó de venir: el padre les contó, a ella y a sus hermanos, que un día “se lo habían llevado”; la
narradora (otra de las amigas), por su lado, menciona a un vecino al que “una noche lo vinieron a
buscar”; la “Polaca” (la “cheta” del grupo) tiene también su desaparecido: un novio de su tía que se
llevaron durante el Mundial de 1978. De este modo el dato de cada desaparecido va revelando dos
cosas, por lo menos: 1) el tipo de relación que la sociedad argentina mantuvo con el sistema de

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desapariciones llevado a cabo por la dictadura a partir de marzo de 1976 y el miedo asociado con
ese saber, y 2) las distintas reacciones de cada familia, que tienen como común denominador el
silencio y la incapacidad de nombrar al agente activo de la desaparición.

Todas las amigas tienen “su” desaparecido, salvo una: la “Pinocha”. Ella es la que ofrece su casa, en
los confines del Gran Buenos Aires, para llevar adelante las sesiones de charla con los muertos. Sus
padres no la molestan. Escuchan rock, toman cerveza; son ellos incluso quienes ponen a disposición
de su hija y la dejan leer el ​Nunca más,​ principal aporte para el conocimiento de las chicas sobre el
tema de los desaparecidos. Sin embargo, a pesar de ese saber y de su insistencia, la charla con los
desaparecidos se hace difícil:

Hasta que un muerto “común” les dice que los desaparecidos se van y abandonan la conversación
cuando les preguntan dónde están sus cuerpos, justamente porque no lo saben.

La resolución de la historia ocurre cuando alguien aparece en medio de la sesión: no se trata, como
podría suponerse, de uno de los desaparecidos que buscan, sino del hermano mayor, vivo, de la
dueña de casa, la Pinocha. Lo sorpresivo de su aparición es la hora (de madrugada) y la distancia
(vive bastante lejos de allí). Todas las amigas lo conocen. Leo (ese es su nombre) le pide a su
hermana que lo ayude a bajar unas cosas de su camioneta estacionada en la calle y ella sale.
Entonces, el muerto que hablaba con las chicas aprovecha para decirles –siempre a través de la
ouija─ que “ya está”, que la persona que molestaba se había ido. Al rato la Pinocha vuelve,
descompuesta de miedo: su hermano (o eso que parecía ser su hermano) “desapareció” (esa es la
palabra que se repite) en medio de la noche sin dejar rastro. Los padres, para tranquilizarla, lo
llaman por teléfono: Leo está en su casa, durmiendo, perfectamente vivo y ajeno a toda visita a la
casa de sus padres. El hecho señala el fin de las charlas con los muertos y, también, el de toda una
época: el de la adolescencia de esas cinco chicas obsesionadas por hablar con los muertos.

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Comentario de Mariana Enríquez sobre su cuento

https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-214356-2013-02-22.html

La primera pregunta que provoca ese final es por qué molesta “La Pinocha”, y quién es ese ser que
se les presenta, tan cercano y tangible y, quizá por eso mismo, mucho más atemorizante que los
muertos de su “chat”. Julita, la hija de desaparecidos, propone una respuesta: a la Pinocha no le
desapareció nadie. Y parece evidente que ese doble espectral del hermano vivo se hizo presente
para intervenir en esa charla de las chicas con los muertos y clausurarla. La insistencia sobre el
verbo “desaparecer” para referirse al doble espectral del hermano quizá viene a reparar, de un
modo siniestro, esa falta que hace diferente (y molesta) a la Pinocha: ahora sí, podría decirse, ella
también tiene un “desaparecido”, con la gran diferencia de que se trata de un desaparecido vivo. O,
tal vez, de un vivo que puede desaparecer. O de un espectro vivo que, también dice el cuento, se la
puede “llevar”. En todo caso lo que resulta claro es que la amenaza surte efecto: a partir de esa
noche ya no volverán a hablar con los muertos y el grupo se disuelve.

Pero para entender este final quizá tengamos hablar del tiempo histórico en que transcurre el
relato. A pesar de que la narradora no aporta una fecha exacta, varios indicios sugieren que la
acción transcurre a comienzos de la década de 1990. Es decir, en el momento histórico en el que se
propone, desde el Estado y desde otros espacios sociales y políticos de peso, que el tema de los
desaparecidos es algo concluido, que pertenece al pasado. Las leyes de ​Punto Final y ​Obediencia
Debida (sancionadas durante el gobierno de R. Alfonsín) y los indultos dictados por el presidente C.
Menem, poco después, así lo consagraron. En este contexto, la aparición del espectro del hermano
viene a imponer ese mandato predominante en la sociedad argentina de entonces: hablar con los
desaparecidos, querer saber sobre ellos, sobre el destino de sus cuerpos, es pretender desenterrar
un pasado que es necesario dejar en su lugar, aunque poco se sepa, en realidad, de qué lugar se
trata exactamente. De este modo, Enríquez superpone con notable eficacia formas y recursos
propios de la narrativa de terror con los miedos de una sociedad –en este caso, la argentina- en un
tiempo específico, propiciando un cruce, además, que conecta su cuento con el origen del terror en

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la literatura argentina, donde los miedos de la ficción no pueden ser separados del terror de la
política.

Conurbano: Mariana Enriquez (capítulo completo) - Canal Encuentro

Disponible en: ​https://youtu.be/Bx__crZR02M

Síntesis gráfica de la clase

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Actividades

Actividad obligatoria

Teniendo en cuenta lo expuesto en la clase, indicar si cada una de las afirmaciones del
cuestionario de autoevaluación es correcta o incorrecta.

Enlace al cuestionario disponible en el aula.

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Una última propuesta de actividad

En esta actividad final les proponemos reflexionar sobre las razones que, en general,
el terror despierta en los lectores adolescentes, y cómo deberían incluirse en un
programa de Lengua y Literatura el género y sus problemáticas, en el contexto de la
cultura y la historia Argentina, del pasado y del presente.

Los invitamos una vez más a dejar estos registros en su ​Portafolio personal y a
compartir además sus reflexiones en el ​Foro de intercambio académico (​Clase 4) a
fin de intercambiar experiencias y saberes con sus colegas de todo el país.

Material de lectura
Materiales de lectura obligatoria

Enríquez, Mariana (2009). “Cuando hablábamos con los muertos”. Buenos Aires: Emecé.

Quiroga, Horacio (1996). “El lobisón”. ​Todos los cuentos (Edición Crítica a cargo de
Napoleón​ Baccino Ponce de León y Jorge Lafforgue). ​Madrid​: ALLCA XX.

Bibliografía complementaria

​ onus track. Buenos Aires: Grupo


Feiling, C. E. (2007). ​Los cuatro elementos. Tres novelas y un b
Editorial Norma.

Feiling, C. E. (1997). “Apuntes sobre el terror”. ​Los mejores cuentos de terror.​ Buenos Aires,
Argentina: Ameghino.

Gandolfo, E. y Hojman, E. (selección y prólogo) (2002). ​El terror argentino​. Buenos Aires: Alfaguara.

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Laiseca, A. (2011). ​Cuentos completos​. Buenos Aires: Simurg.

Lovecraft, H. P. (1998). ​El horror sobrenatural en la literatura.​ Buenos Aires: Leviatán.

Lugones, L. (1993). “Yzur”. ​Las fuerzas extrañas,​ Buenos Aires: Espasa Calpe.

Piglia, R. (2004). “Tesis sobre el cuento”. ​Formas breves.​ Barcelona: Debolsillo.

Punter, D. (2014). ​The literature of terror.​ Londres: Routledge.

Autor/es: Pablo Ansolabehere

Cómo citar este texto:

Ansolabehere, Pablo (2019). Clase Nro. 4: Terror. Literatura argentina: cuatro recorridos. Buenos
Aires: Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología de la Nación.

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