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A PROPÓSITO DE UN NUEVO ANIVERSARIO DE LA PLATA

La torta y las hormigas


Por Daniel Badenes (Especial para LTM)

La iban a inaugurar antes, pero se fue demorando. La fundación tuvo sucesivas fechas,
todas elegidas por el gobernador. Hoy -19 de noviembre- es el aniversario de La Plata, digamos,
por un capricho personal de Dardo Rocha: él eligió que la “gran capital” naciera en el
cumpleaños de su hijo menor, Ponciano, que murió algunos meses después de la fundación.
De partida, aquel acto no fue la fiesta que esperaban. Por una parte porque se pudrió el
asado. Literalmente: se pudrió la gran comilona que estaba prevista. El autor del Martín Fierro,
José Hernández, dirigía sus preparativos. Pero el acto se atrasó. El calor era tremendo y la carne
estaba al sol (No había heladeras por acá en ese entonces). Primer día de la ciudad, primera
escena cinematográfica. Los invitados se quedaron con las ganas y se tuvieron que arreglar con
tortas fritas.
Rocha, por su parte, se tuvo que conformar con lo que hoy llamaríamos un photoshop.
Porque en la fundación de la “prenda de la unidad nacional”, de la ciudad que venía a saldar la
violencia generada por la capitalización de Buenos Aires, las figuras más significativas pegaron
el faltazo. No estuvieron ni Roca, ni Avellaneda, ni Madero, ni Bernardo de Irigoyen.
Quien sabe cuánto le habrá cobrado Thomas Bradley, el fotógrafo norteamericano que
Rocha contrató para registrar el acto fundacional. Tuvo que seguir laburando todo el año
siguiente: retrató a los diferentes invitados de la fiesta, presentes y ausentes. A los que no
acudieron a sus citas, los buscó en la prensa. Así logró el montaje que terminaría en las manos
del pintor milanés Quincio Cenni, que para 1885 tuvo listo su trabajo: 600 copias litografiadas
que evocaban aquel origen inexistente, Roca incluido.
En 1932, cuando la ciudad celebró su primeros 50, estuvieron Julito Roca (hijo del
genocida, por entonces vicepresidente) y Carlos Rocha (hijo del fundador), haciendo honor a la
litografía fraudulenta.

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Más allá de la foto arreglada, los sueños de Rocha siguieron irrealizados. Su aspiración
personal, sin dudas: nunca llegó a Presidente. Su idea de ciudad, también: aquella ciudad-puerto,
una gran capital basada en la explotación de virtudes naturales, Madero la dejó sin brillo pronto,
y años después, la reacción gorila a la multitud directamente la dejó sin río. Con esa pérdida
recibió su 75° aniversario.
En 1957 la autodenominada Revolución Libertadora decidió la autonomía de Berisso y
Ensenada, que durante todo ese tiempo habían sido parte de la misma ciudad. No es un desatino
pensar esa medida como una reparación simbólica al medio pelo platense, que vivió alarmado el
“aluvión zoológico” del 17 de octubre en las prolijas calles de la ciudad letrada. Hay que leer el
clásico trabajo de Daniel James sobre aquellos días. Sus entrevistados no estuvieron en Plaza de
Mayo, sino en La Plata. Cruzaron el bosque a pie. Hicieron estragos, dice la prensa de la época,
palabras más palabras menos. Hicieron escraches, podríamos decir, extrapolando un término de
nuestra época (Sí, porque la movilización fue profundamente iconoclasta). Llegaban desde las
afueras de la ciudad, desde la zona de camas calientes, desde ese Berisso que creció sin plazas ni
espacios públicos y donde entre dos frigoríficos llegaron a emplear 10.000 trabajadores
La réplica tardía dejó renga a la ciudad portuaria. Tuvieron entonces que reinventarla con
lo que tenían a mano: una ciudad universitaria. Tanto machacaron con ese mote que pocos
conocen hoy que la capital bonaerense es una de las principales productoras frutihortícolas, por
ejemplo, y que acá nomás todavía tiene la petroquímica más grande de Sudamérica. La Oxford
local se impuso. La Plata se confirmó ciudad ilustrada, ciudad limpia, ciudad sin obreros.

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Así y todo, el fantasma del desorden siguió alborotando al capricho de lucirse a lo grande.
Como si una obstinada rebeldía brotara de las baldosas todas iguales que tiene la ciudad.
La última escena memorable es el festejo del Centenario, fecha pomposa por sí misma, que
para colmo le tocó a los milicos. Hubo, entre muchas otras cosas, un desfile. A la Plaza Moreno,
por supuesto, donde esperaba el general Bignone, el último dictador. También esperaba “la torta
del centenario”: un delirio inmenso que llevó 25.000 huevos, 600 kilos de azúcar, 680 de harina.
Pesaba unos 4.000 kilogramos y pretendía emular el plano de la ciudad. Aunque lo que terminó
evocando fue el asado frustrado del primer día.
Lo primero que pasó, dicen, es que a su versión inicial la atacaron las hormigas… Ponerle
el dulce de leche anticipadamente fue un error que pagaron caro. Pero la rehicieron, y estuvo
lista para recibir a aquel desfile que encabezaba un pibe elegido como mejor alumno de la
primaria, seguido por el Escuadrón Cóndor de la Policía, los bomberos voluntarios y una larga
lista de asociaciones de fomento, clubes aristocráticos y grupos scouts (…La parte donde venía
la universidad no pudo entrar marchando, porque justo ahí se habían colado las insubordinadas
madres de la plaza con otros familiares y algunos ex presos, al grito de aparición con vida y
otras consignas poco festivas). Al principio parecía que lo habían logrado: la plaza llena de
gente, con cintitas celestes y blancas, cantando el himno. Bignone estaba listo para soplar las
velitas de la unidad nacional. Y no. Lo que pasó fue, otra vez, cinematográfico. Miles de
personas se abalanzaron sobre la torta. El reparto fue imposible y se volvió juego. La gran
celebración terminó en una escena propia de Los tres chiflados –aunque eran mucho más que
tres-. Los pedazos de torta volaban por el aire y los chicos patinaban sobre crema.

*
Al único mandato fundacional que parecía cumplido lo tiraron por la borda los propios
dueños de la ciudad. En otras palabras, lo destrozó la especulación inmobiliaria. Lo dijeron bajito
–muy diplomáticos- los técnicos que evaluaron a La Plata cuando Alak la candidateó a
Patrimonio Cultural de la Humanidad, otro plan a lo grande, ideado por la misma fundación que
organizó una de las principales actividades con las que se celebró el centenario. Muy lindo
trazado, muchachos, pero lo están haciendo pedazos. Lotearon plazas y construyen tantos
edificios que pronto no se va a ver el sol. Digamos: la torta inmobiliaria es más grande que la del
82, pero se reparte entre pocos y sin picardía popular. Y lejos de las hormigas, el Código de
Ordenamiento Urbano sancionado durante el bruerismo le puso la frutilla. Adiós, ciudad
perfecta.
Sin embargo, los platenses no terminan (¿no terminamos?) de asumir la majestuosidad
frustrada. Cada 19 hay que llenar el centro geométrico, todos ahí, como el primer día, para
espectar cómo se queman con luces y estruendo varios miles de billetes. En los noventa, Alak le
puso rock al asunto, y quizá no está tan mal: al menos asumió algo de lo que es realmente este
pueblo grande; una ciudad de jóvenes que se pedalea en bicicleta y donde florecen las bandas.
Una ciudad de fotocopiadoras, donde todo se inventa y se autogestiona, que tiene muchos tilos
en calles y cultiva marihuana en edificios céntricos.
Acaso sigue siendo muy sesgado eso de festejar en el centro de una ciudad que vive mucho
más allá de ese cuadrado tan planificado. Pero así es La Plata, la gran capital que tuvo que
conformarse con ser ciudad universitaria, justo el sueño que nunca había soñado.
Avísenle a Fito, eso sí, que esto no es el Bicentenario. Que cuando diga “Buenas noches,
La Plata” no se estarán cumpliendo dos siglos de una intrincada revolución patriótica, sino 128
años de un capricho que tuvo tintes de majestuosidad y se lo morfaron las hormigas. Y después
(tienen razón: basta de vueltas históricas), festejemos. Aunque más no sea, el aniversario de esa
escena maravillosa en la que vuelan los pedazos de torta y un dictador huye. Disfrutemos los
fuegos y brindemos. Porque en esta ciudad enigmática se le pudrió un asado a la aristocracia. Sí,
levantemos la copa. Yo brindo porque esta ciudad no es lo que soñaron, por lo que me hace
elegirla: esas irreverencias, los rincones ocultos donde se traman, y nosotros, que no somos la
torta gigante sino las hormigas.

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