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QUÉ ES

LA PSICOSOMÁTICA
Del silencio de las emociones
a la enfermedad

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Colección Qué es...

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Teresa Sánchez Sánchez

QUÉ ES
LA PSICOSOMÁTICA
Del silencio de las emociones
a la enfermedad

BIBLIOTECA NUEVA

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Cubierta: A. Imbert

Edición digital, 2014

© Teresa Sánchez Sánchez


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es

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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de
reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin
contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de
los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (arts. 270 y sigs. Código Penal). El Centro Español de Derechos
Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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Cubierta: A. Imbert

Edición digital, 2014

© Teresa Sánchez Sánchez


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es

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ISBN: 978-84-16095-22-3

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de


reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin
contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de
los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (arts. 270 y sigs. Código Penal). El Centro Español de Derechos
Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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INTRODUCCIÓN .—¿HAY UN CAUCE QUE ENLACE LAS EMOCIONES Y LA ENFERMEDAD?

CAPÍTULO 1.—ELEMENTOS ESENCIALES DE LA TEORIZACIÓN PSICO - SOMÁTICA DEL IPSO: VOCABULARIO E


HIPÓTESIS BÁSICOS
1. De las emociones a la enfermedad
2. La original propuesta de la Escuela de París
3. Premisas inexcusables que distinguen el andamiaje teórico del IPSO
4. Piedras angulares del proceso psicosomático

CAPÍTULO 2.—DE LO TRAUMÁTICO E INELABORABLE A LO SOMATI- ZADO: MECANISMOS Y PROCESOS DE LA


DESCOMPENSACIÓN
1. De lo traumático e inelaborado
2. El espesor del preconsciente
3. Nueva clasificación nosográfica
4. Neurosis de carácter y neurosis de comportamiento
5. Fijaciones, regresiones y desorganizaciones progresivas
5.1. Fijaciones somáticas
5.2. Regresiones somáticas
5.3. Desorganizaciones progresivas

CAPÍTULO 3.—VARIEDAD DE SOMATIZACIONES Y SINGULARIDAD DE LOS SOMATIZADORES


1. ¿Ante qué tipo de somatización podemos encontrarnos?
2. El investigador psicosomático, lector del cuerpo
3. Indicadores que hay que consignar
4. Estabilizaciones psicosomáticas singulares
5. Somatización benigna y maligna
6. Otros factores coadyuvantes y pronósticos

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CAPÍTULO 4.—ABORDAJE DE LOS PACIENTES PSICOSOMÁTICOS. OBJETI- VOS, TÉCNICA Y
DIFICULTADES ESPECIALES
1. Conduciendo la entrevista psicosomática
2. Peculiaridades de la técnica
3. Peculiaridades de la psicoterapia
4. Ciertas dificultades especiales

CAPÍTULO 5.—EL DOLOR FÍSICO COMO DUELO DE SÍ MISMO . CONCRE- CIONES ONTOLÓGICAS Y
OBSERVACIONES PSICOANALÍTICAS
1. El cuerpo doliente
2. El silencio y el ruido: el dolor como grito del cuerpo
3. Ontología psíquica del dolor
4. Metapsicología del dolor
5. Dolor y duelo de sí mismo

CAPÍTULO 6.—LA IDENTIFICACIÓN CON EL OBJETO PERDIDO. UNA EXPLICACIÓN PSICODINÁMICA DE LA


MORBILIDAD DURANTE EL PE- RÍODO DE DUELO
1. Exegesis del concepto freudiano de identificación con el Objeto
Perdido
2. Desbrozando conceptos confusos
3. Pérdida de objeto. Muerte y duelo
4. Condiciones del duelo normal
5. Condiciones del duelo patológico
6. Somatización y morbilidad en el período de duelo
7. Conclusión

BIBLIOGRAFÍA

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A mis tíos Eugenio y Amelia, que cosieron con
maestría muchos agujeros en mi vida. Y por la dignidad y
entereza con que se miden con la enfermedad propia y
ajena

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¿Pero puede un cuerpo dimitir de la realidad? ¿Puede un cuerpo, ante la
agresión del mundo… sustraerse a sus funciones, negarse a seguir siendo cuerpo,
suspender sus razones, abdicar de ser lo que es; esto es, abdicar de ser una máquina
sensible? ¿Puede un cuerpo decir: «Basta, no quiero ir más allá, esto es demasiado
para mí»? ¿Puede un cuerpo olvidarse de sí mismo?
El 2 de enero de 1941, en la aldea de Mieux, en la Bretaña francesa, no muy
lejos del mar, a la vista de noventa y un civiles ardiendo en el holocausto de una
iglesia de piedra, un cuerpo respondió a todas esas preguntas con un rotundo «Sí».
Aquel día, un hombre llamado Kurt Crüwell perdió la sensibilidad.

Años más tarde…

En aquel mudo corazón se agolpaban emociones tan antiguas como el mundo y


la sucia fábula que lo nombra. Kurt penetraba al fin en ese minuto pavoroso en que
todo hombre debe rendir cuentas con la eternidad o con la pura nada, ese minuto
después del cual ya sólo queda la experiencia de la carne, la vieja carcasa una y mil
veces herida por el clima, la terca carne nacida para la ternura y, sin embargo,
siempre condenada al sufrimiento, la innoble encarnadura llevada de aquí para allá
como un traje antiguo y caduco, pero por eso mismo tan cómodo; sí, el viejo cuerpo,
la vieja piel, el yo levantado sobre el cimiento de las células y de los tendones y de
los huesos, el viejo armazón lleno de heridas y de cicatrices y de quemaduras que
conforman la auténtica memoria del tiempo, la vieja prosa de la carne profanada y
agredida y mancillada y aun así transformada en salve o en aleluya o en hosanna, la
vieja y siempre cálida sustancia sobre la que se sustenta el mundo afanoso y violento
y aterrador; sí, sólo eso, unos cuantos centímetros de piel cubriendo un corazón
fatigado que decidió pararse a la temprana edad de treinta y un años, un corazón que
perteneció a un sastre que fue organista que fue amante que fue hijo que fue soldado
de un ejército de leyenda que fue espectador de hecatombes que fue hombre sin
sensibilidad que fue piloto en el Atlántico que fue guardián de los muertos que fue
aspirante a padre que fue extranjero entre los suyos y apátrida en todas partes para al
fin venir a ser, otra vez, sólo y ya para siempre, la carne de Kurt.
Pasajes de La ofensa,
RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
Seix Barral, 2007

Ilustran el traumatismo y su conversión en trauma inelaborable, la depresión


esencial, la vida operatoria en la que se sumió el personaje, la ausencia de
mentalización y subjetivación del dolor y la carencia de representaciones y memorias.
Kurt fue un autómata insensibilizado hasta que, años después, el retorno de lo
reprimido provocó un après coup que desencadenó una súbita desorganización
progresiva causante de un infarto fulminante.

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INTRODUCCIÓN
¿Hay un cauce que enlace
las emociones y la enfermedad?

No es muy frecuente oír referencias a la Psicosomática fuera del ámbito


psicoanalítico. Esta vetusta denominación aparece a menudo circunscrita
temporalmente a las aportaciones de A. Garma en sus primeros estudios aplicados en
Argentina (años 30 y 40 del pasado siglo), cuyos ecos e influencia tempranos fueron
debilitándose paulatina o espacialmente a ciertos enclaves que pertenecen al área de
influencia geográfica y teórica del IPSO parisino que dio sus primeros pasos de la
mano de Marty, de M’Uzan, David y Fain al final de los años 60. Argentina y Francia
han constituido epicentros radiales de la investigación y de la promoción de la teoría
psicosomática, de desigual aceptación tanto en el ámbito de la Psicología como de la
Medicina, y por supuesto de la Psicoterapia. Así puede afirmar C. Smadja que la
Psicosomática:

… médica en su expresión, psicológica en su intencionalidad, representa


un verdadero híbrido desde el punto de vista epistemológico (C. Smadja,
2005, pág. 137).

El término, por tanto, puede parecer obsoleto y en desuso, pero no la realidad a


la que remite, que es el monismo cuerpo-mente o soma-psique, que rompe con los
dualismos del idealismo platónico, reeditado por el racionalismo cartesiano. La
existencia de una unidad psicosomática no es hoy día discutida ni puesta en
entredicho por ningún científico sensato, mínimamente informado de la conexión, y
hasta yuxtaposición, de lo neurológico y lo mental, o de las imbricaciones profundas

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entre lo neurológico, lo psíquico y lo inmunológico. La psicosomática supuso un
cambio de paradigma, pues dejó de usarse como expresión adjetival y pasó a usarse
como sustantivo, eliminándose su adscripción a la medicina. Trazó un nuevo objeto
de estudio y pergeñó un nuevo enfoque, renunciando a esquemas semiológicos y a
criterios diagnósticos procedentes de la medicina. No hallamos mejor síntesis que la
expuesta por este autor, que condensa además todos los elementos que componen una
visión compleja de este ámbito de conocimiento:

Entendemos por Psicosomática una relación específica entre


fenómenos somáticos y un modo de organización psíquica caracterizada
por indicadores originales: Alexitimia, Pensamiento operatorio,
Sobreadaptación, Depresión esencial, Trastornos en el Universo
simbólico, Desmesura del Ideal, Angustia difusa, Alteraciones en el
Sistema Percepción-Conciencia con predominio del desmentido y fallo
en la Coraza Antiestímulos con mayor disposición traumática (R.
D’Alvia, 1995, pág. 124).

Pese a la indiscutible existencia de un conjunto de fenómenos, cuando menos


limítrofes entre lo psíquico (mental) y lo orgánico (sistémico-fisiologico), en los
textos psicológicos académicos se opta por una referencia, menos connotada
psicoanalíticamente, a los «trastornos psicofisiológicos» o a «manifestaciones
somáticas del estrés», acaparando y sintetizando este agente causal, en una re-ductiva
sinécdoque, todos los factores psicológicos que conducen variablemente en tiempo y
gravedad a la aparición de una disfunción esporádica o permanente en algún órgano o
sistema corporal que quiebra el equilibrio bio-psicosocial y relacional que hoy se
acepta como sinónimo de salud. Hemos de matizar que no existe realmente una
diferencia esencial entre psicosomático y psicofisiológico, pues el «soma» alude al
extremo fisiológico, biológico, previo a lo corporal y carente del simbolismo y el
investimiento libidinal e identificatorio del cuerpo. La psicosomática (o cualquiera de
los apodos o alias con que se la quiera rebautizar) demanda un abordaje
interdisciplinar y no se agota en ninguna de las vías o conductos bilaterales que se
formulen: ni el psico-social, ni el bio-social, ni el bio-psicológico. Pero, ¿cómo
interaccionan el plano afectivo y el plano psicofisiológico?

¿En qué medida, y por qué vía, las excitaciones convertidas en


representaciones psíquicas pueden modificar la constitución genética así
como todos los engramas-adquisiciones (el flujo de informaciones) que
resisten antes y después de la mielinización del cerebro y su maduración
sensoriomotriz? ¿Puede el entorno relacional modificar, y en qué grado,
el gen y el proceso neurofisiológico del cerebro en general? O bien,
¿acaso la fuerza evolutiva del proceso neurofisiológico, dominante y
determinante, se convierte, por así decirlo, en el primer organizador y,
en cuanto tal, es poco o difícilmente modificable por la interacción
relacional? (N. Nicolaïdis, 2000).

Dudas razonables que, en cualquier caso, nos permiten hipotetizar que en todo

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caso el entramado afectivo (vínculo, apego, urdimbre…) pueda ser el segundo
organizador de lo psíquico, pudiendo simultáneamente revertir sobre lo
neurofisiológico y lo genético, facilitando o inhibiendo, estimulando o retardando
multitud de conexiones, efectos, instauraciones o desapariciones. Lo psíquico puede
verse como la cúspide integradora (mentalización) del aflujo de estímulos
procedentes del interior del organismo (fuente excitatoria endógena) y de los
provenientes del exterior (fuente exógena de carácter ambiental o socio-relacional).
Cuando la función del pensamiento, control, organización y defensa del psiquismo se
adecuan a la estimulación causada por un suceso o evento, éste se inserta en la
corriente biográfica o narrativa del sujeto sin mayores dificultades, pero cuando el
aparato psíquico se ve desbordado y se bloquea su sistema de drenaje de la tensión o
no se activan las defensas oportunas para trasmitir al sujeto la percepción de dominio
y de preservación de su Yo, se desencadena un estado de astasis peligroso. Deja de
activarse la angustia-señal de alarma y, en su lugar, sólo afloran angustias difusas
perturbadoras pero innominadas y no codificadas por el Yo. Entonces puede aparecer
la defensa somática o la derivación a través del cuerpo de los excedentes tensionales
no tramitados mentalmente.
Lo energético primitivo, primario, preverbal y desorganizado se plasma en una
eclosión perturbadora que se aleja funcionalmente de la homeostasis y de la salud. Se
ha consumado, entonces, la escisión psique-soma. Se expulsa fuera del psiquismo el
trauma que no puede procesarse. El daño producido es la somatización (enfermedad o
accidente somático), que deja una huella de vulnerabilidad corporal que favorece las
compulsiones repetidoras ante situaciones de desequilibrio posteriores. Ello se debe a
la «memoria corporal» o «memoria humoral» del organismo. Así lo plantea un
clásico:

La organización psíquica corona la estructura psicosomática


individual y de su estabilidad y funcionamiento depende el
establecimiento de mecanismos mentales que permiten ejercer una
adecuada barrera, protectora y selectiva de los estímulos, admitiendo una
progresión, elaboración y descarga de la excitación, en el plano mental.
Si esto estuviera impedido, se crea un estado de sobrecarga que revierte
hacia los órganos sensibles (C. R. L. Calatroni, 1993, pág. 17).

En la literatura sobre Psicosomática es fácil encontrar una disyuntiva. Muchos


autores plantean que ante un desbordamiento externo o un aluvión pulsional interno,
el individuo ha de optar por una desorganización somática o una desorganización
psíquica. Esta bifurcación matiza en paralelo dos formas de desintegración: la
primera destruye poco o mucho al cuerpo, conduciendo ocasionalmente a la muerte, y
la segunda amenaza o rompe al Yo, afectando a la identidad y a la trayectoria
histórico-existencial del sujeto. Psicosomática y psicosis, equiparadas en gravedad y
en fatalidad, señalan no obstante el predominio del proceso primario, pero en la
enfermedad orgánica se usa un lenguaje infantil primario (el lenguaje preverbal del
infante que no ha accedido a la palabra y a los símbolos) y en la psicosis se accede a
unas representaciones mentales más cargadas de símbolos, palabras. En cierto modo,
ambas patologías son equivalentes en cuanto al vacío del espacio mental, lo que las

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distingue es el tipo de vacío, que es originario, temprano, en la psicosomática, pero en
cambio es fruto de la dinamitación del espacio psíquico en las psicosis.
Lo relativo a la Psicosomática no es ni mucho menos claro. Para varios
psicoanalistas, encabezados por A. Green, el síntoma orgánico remite a lo pre-
psíquico, su origen último se remonta a la existencia de un trauma precoz y previo a
la posibilidad de su inscripción mental, es decir, un trauma acaecido cuando aún no
hay sensu stricto un sujeto que lo recupere interpretativamente. Sólo el soma puede
responder, el cuerpo biológico, dado que el cuerpo psíquico o cuerpo «erógeno» aún
no se ha instalado. A. Green (2000) sitúa el germen del trastorno psicosomático en
una suerte de «agnosia psíquica» fruto de una desobjetalización precoz, en muchos
casos subsiguiente a la ausencia de investimientos maternos («complejo de la madre
muerta»), que a su vez produce una congelación afectiva persistente y degradante. El
psiquismo se negativiza y pierde capacidad de mediación entre el soma y la realidad.
El preconsciente se adelgaza en extremo y no desarrolla el arbritraje necesario entre
los afectos y las representaciones. Por ello:

… el impacto económico de las excitaciones externas e internas corre el


riesgo de volverse traumático y por lo tanto desorganizador (A. Green,
2000, pág. 145).

Para otros, liderados por Alexander y otros miembros de la escuela de Chicago,


todo cuerpo es cuerpo psíquico desde un principio, una metáfora de las funciones
mentales, por lo que, dependiendo del tipo de trauma y del tipo de personalidad
psíquica, el drama se representará en un escenario orgánico o sistémico u otro. Cada
órgano, como cada representación mental, tendría su propio código susceptible de
conocerse e interpretarse, reconduciendo el conflicto por una vía psíquica menos
nociva y peligrosa para la supervivencia. Chiozza navega por estas aguas y sus
numerosos textos lo atestiguan. Él podría suscribir que existe una relación biunívoca
y no casual entre la elección del órgano o de la enfermedad y el perfil o tipología de
carácter del sujeto afectado.
Para unos, el cuerpo enfermo no expresa nada, salvo el dominio de thanatos, es
un campo de batalla para la expresión de las pulsiones de muerte (E. Rappoport de
Aisenberg, 2004), mientras que otros juzgan que cada órgano enfermo es un canal
para la relibidinización del cuerpo, por la vía masoquista, pero ligando lo mortífero al
narcisismo de vida de superior entidad y fuerza (B. Rosenberg, 1995). No puede
aplicarse al enfermo somático el modelo de la conversión histérica, dada la
indeterminación y la carencia de simbolismo que poseen sus síntomas. Por este
motivo, entre otros, algunos autores franceses sitúan el trastorno somático fuera de lo
psíquico, manteniendo la dicotomía en las enfermedades: las que sólo afectan y se
originan en el cuerpo, las que afectan y se originan en la psique, reservando un
territorio de intersección ocupado por las que se originan en la psique y se expresan
en el cuerpo, es decir, las conversiones histéricas.
Pensamos que toda lectura que indague cuantitativa-mente en las proporciones
relativas de lo psíquico y lo orgánico (lo constitucional, genético, metabólico), de las
representaciones pulsionales o de lo inmunitario, por separado, cual compartimentos
estancos, es una forma de restituir el dualismo. Abogamos por un interaccionismo

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permanente entre ambos, dado que esos componentes forman parte de una unidad
psicosomática indisoluble. Tanto es así que suscribimos la impresión de P. Marty de
que no hay enfermedades específicamente psicosomáti-cas, pues ello entrañaría la
existencia de otras que escapan a esa interacción.
Zubiri (2005) rechaza categóricamente que psicosomático guarde sinonimia con
«de origen desconocido», porque la causación remite siempre a la imbricación del
funcionamiento mental con su soporte orgánico. C. Smadja se plantea el grado de
compatibilidad entre la «lógica freudiana y la lógica martyana» pues la primera
conserva —a través del patrón de las conversiones histéricas— un dualismo
implícito, en tanto que la segunda apuesta por unmonismo radical que concierne tanto
a la índole del fenómeno psicosomático como a sus propiedades y modos de
funcionamiento:

… las causalidades psíquica y somática están indisociablemente ligadas


unas a otras por su inserción en la cadena de los acontecimientos
evolutivos (C. Smadja, 2000, pág. 67).

Con todo, la contraposición en las lecturas sobre lo psicosomático comienza en


la misma designación: quienes hablan de lo psico-somático (Winnicott, McDougall,
Green) o quienes hablan de lo psicosomático (Marty y el IPSO en su conjunto). La
conservación o no del guión marca la contraposición entre concepciones separadoras
de sistemas o niveles de acción (lo psíquico y lo somático) aunque susceptibles de
interrelación, y concepciones monistas (puede que reduccionistas desde una óptica
freudiana). El guión («-») delimitador no es un problema meramente semántico ni
baladí, ya que señala que, a juicio de algunos psicoanalistas, el intervalo de lo que no
es sólo somático pero tampoco psíquico todavía. Apunta al «entre», a esa forma
limítrofe pero ignota de expresión de la pulsión que es desconocida para el
psicoanalista o el médico convencionales. El guión configura el espacio de la
hibridación del fenómeno, pero no lo aparta del psicoanálisis, sino que éste incluye la
psicosomática como una de sus áreas colaterales.
El enfoque de la Psicosomática tiende hacia la mayor apertura del ángulo de
visión e interpretación, yendo desde la enfermedad al enfermo que la padece,
contrariamente a la angosta mirada de la medicina organicista convencional que
omite o ciega al enfermo para centrarse exclusivamente en la enfermedad que lo
aflige. Es precisa una visión global, por debajo del disfraz de salud psíquica que
muestran superficialmente estos enfermos, como si todo lo anómalo saturara el
cuerpo dejando incólume y liberado el espíritu, preservado de otras alteraciones del
pensar o del sentir. Pero la verdad que anida tras el cuerpo somatizador es la de un
«alma amurallada», inaccesible, anestesiada, vacía…, engullida en un agujero negro
emocional (E. Castellano-Maury, 1994) que tiene al cuerpo enfermo como recadero
de lo borrado (E. Mollejo, 2006).
Si vemos sólo un cuerpo enfermo y nos dejamos engañar por el manto de salud
mental o por la planicie adaptativa de su conducta, estaremos soslayando la única
lectura que podría llevarnos a construir puentes entre el soma y la psique. J.
McDougall nos advierte de una evidencia: el enfermo somático está enfermo de
normalidad (en esa modalidad ramplona de ajuste a la realidad, contacto mundano y

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respuestas estereotipadas). Es un «normópata» que:

… ha construido un muro de pseudonormalidad alrededor de sí mismo


para poder hacer frente al mundo a pesar del grave dolor interno en su
contacto con otros (J. McDougall, 1982-1983, pág. 381).

Lo interesante, en todo caso, es contemplar que no toda locura se instala en lo


psíquico puesto que hay locuras que se instalan y expresan en el cuerpo. El precio,
por supuesto, es la estereotipia del contacto con la realidad, de los vínculos afectivos,
de la inserción en lo laboral, la sobreadaptación, la mente deshabitada pero
miméticamente funcional, apta para el trabajo de vivir en la periferia del mundo, pero
mutilando el contacto con los afectos profundos (alexitimia, pensamiento operatorio).
No conviene ignorar que:

El síndrome orgánico está basado en los núcleos mudos de la


historia del sujeto, en experiencias previas a la adquisición de la palabra
(J. E. Fischbein, 1995, pág. 146).

El espinoso camino que hay que recorrer durante el tiempo relacional de la


psicoterapia psicosomática consistirá en resignificar el cuerpo, resituarlo en las
coordenadas psicológicas de las que se extravió o que nunca tuvo. El paciente ha
tomado su enfermedad como un objeto de relación totalitario y compulsivo. La
relación terapéutica deberá cumplimentar la función de «objeto transicional» en tanto
se reconstruya el propio cuerpo como objeto de relación y los objetos externos como
depositarios de su libido. Para ello ha de realizar el viaje costoso anímica-mente de
soportar el dolor mental que orilló mediante el dolor corporal, aceptando sentirse
enfermo además de estar enfermo. Ese ser enfermo no circunstanciado abre las
compuertas a la comunicación entre su psique y su soma, elimina la escisión pretérita
y revitaliza los aletargados y ‘herrumbrados’ representantes pulsionales.
En términos más sencillos: la terapia consistirá en procurar que el enfermo se
abra a su propio proceso mental y a su conocimiento, sin desmentidas ni renegaciones
de lo real de su dolor psíquico. La psicosomática como orientación teórica y técnica
aspira a insuflar sentido al síntoma, que carece de él. Un síntoma puede ser
disfuncional pero en todo caso sirve en el esquema existencial del individuo, cumple
unos cometidos que han de ser presentados al paciente para que inicie su andadura
hacia la re-integración del psique-soma. Así lo reconoce D’Alvia:

… lo insoportable no son los trastornos orgánicos, sino que lo que ocurre


no tiene sentido integral, siendo el síntoma vivido como lo ajeno, lo
separado y excluido de sí mismo. Por eso el alivio comienza cuando se
integra en el universo del paciente algún sentido, alguna nominación que
puede al comenzar ser el diagnóstico de la enfermedad (R. D’Alvia,
2002, pág. 67).

La reactivación de la fantasía, del mundo onírico, de su historización biográfica


sin lagunas, serán indicios ciertos de la ganancia en la calidad de la mentalización,

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señales inequívocas de que se está entrando en el campo más seguro de la neurosis,
abandonando el letal recurso de la somatización. Entonces, el sujeto estará salvado,
en el cauce de alcanzar un imperfecto equilibrio somatopsíquico, como la mayoría de
las personas, pero ya sin la amenaza ominosa de la desorganización y la muerte. El
criterio de Ferenczi de alcanzar los «óptimos relativos» en cada paciente se amolda
perfectamente a esta finalidad. Renunciar a mantener fijo algún parangón es clave
para no desanimarse o no establecer techos de salud utópicos. Con cada paciente no
ha de pretenderse más que aquello que figure entre sus posibilidades de desarrollo
mental, pero controlando el Yo ideal terapéutico tanto como sus propios
deslizamientos operatorios hacia objetivos excesivamente pragmáticos y vacíos. La
desesperanza del terapeuta es un enemigo contratransferencial tan contraproducente
como el propio desánimo del paciente: trasunto contagioso de la depresión esencial
que le ha llevado a enfermar.
El trabajo terapéutico genéricamente consiste en poner palabras al cuerpo que
ha hablado a través de los síntomas, para que el lenguaje (representación de palabra)
sustituya a la queja, al dolor, a la alteración (representación de cosa). Cuando las
emociones enmudecidas hallan, descifran o inventan un cauce para canalizarse, el
cuerpo no precisa recurrir a quebrantos primitivos. Entonces sobreviene la salud
posible. Una vez restaurados o instalados los códigos afectivos y relacionales, el
código del dolor físico es innecesario. ¡Cuán bella y pertinentemente lo expresa un
autor argentino!:

No existiría auténtico proceso analítico en grado de dar lugar a la


relación si el analista no encontrase palabras capaces de acompañar,
despertar y dar voz a procesos primarios de pensamiento (…) Se trata de
un trabajo incluso doloroso, pero que tiende al placer re-generativo, (…)
de un trabajo que integra la vivencia de intensas experiencias emotivas y
sensoriales con las expresiones verbales edificadoras de nuevos lazos…
Para que esta integración tenga lugar es necesario dar cuerpo a las
palabras, pero también que al cuerpo le sean dedicadas palabras (A.
Rocalbuto, 1995, pág. 169).

El libro que presento tuvo su primer germen en la prematura y terrible


enfermedad de mi madre que, entre otros efectos, llenó mi mente de confusión y
preguntas que, cuando fui adulta, pude canalizar a través de la investigación en
psicosomática y a través de la práctica terapéutica. Más tarde, cristalizó en un Curso
de Doctorado que hube de impartir en 1992 para el postgrado en Psicología Clínica.
Años después, una asociación de estudiosos del Psicoanálisis con sede en Castilla y
León me invitó a impartir una serie de conferencias que estimularon nuevamente mi
deseo de actualizar y compendiar mispropias conclusiones. Finalmente, la posibilidad
y el anhelo de impartir una asignatura optativa en la Universidad Pontificia sobre
Estrés y trastornos psicosomáticos me alentó a configurar un libro que sirviera de
texto-base para los alumnos. Entre medias, las preguntas iniciales y mi incesante
necesidad de resignificar la muerte de mis padres, víctimas ambos de cánceres
devastadores, continuaron siempre latiendo y hasta impulsándome a ciertas
elecciones intelectuales.

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El resultado consta de 6 capítulos, extensos, pero que constituyen unidades
temáticas indivisibles. El primero es un acercamiento al vocabulario de la
psicosomática, nutrido con explicaciones y desarrollos que pueden facilitar la
inmersión en los procesos y mecanismos inherentes a la somatización, lo que será
objeto del segundo capítulo. El tercero tratará los aspectos relacionales, técnicos y
terapéuticos que han de considerarse en el abordaje y tratamiento de los pacientes
psicosomáticos. El Capítulo cuarto ofrece una elaboración sobre el tipo de
somatizaciones que podemos encontrarnos y la imbricación con las peculiaridades
individuales. El quinto presenta una mirada sobre el dolor, como vértice y vórtice de
la enfermedad y pivote existencial que modula nuestra presencia en el mundo y
nuestras posiciones identitarias. El último capítulo versa y centra, exclusivamente, la
relación entre el duelo y la vulnerabilidad somática, máxime cuando se trata de
duelos patológicos o no elaborados y se yuxtaponen a mecanismos confusionales e
identifica-torios con el «objeto perdido».
Ojalá que el lector encuentre en estas páginas claves sugerentes que le
conduzcan a prevenir en sí mismo o revertir procesos de somatización o, en todo
caso, le ayuden a integrar su propio psiquesoma, a mentalizarlo y coordinarlo con su
transcurrir vital y su historia personal.

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CAPÍTULO 1
Elementos esenciales de la teorización
psicosomática del IPSO: vocabulario
e hipótesis básicos

Para nosotros el enfermo psicosomático y la enfermedad


psicosomática no existen. Psicosomático es el funcionamiento de todo
ser humano.

I. USOBIAGA, 1997, pág. 55

1. DE LAS EMOCIONES A LA ENFERMEDAD

Vaya por delante nuestra convicción de que no existe una estructura


psicosomática diferenciada y claramente delimitada de otra no-psicosomática. Todo
cuanto nos ocurre ha de tener una lectura psicosomática. El enfermar psicosomático
pasa a tener dos lecturas desequilibradas que acentúan lo fisiológico o lo mental, pero
sólo la lectura interactiva es real y supera el dualismo mente-cuerpo platónico. El
positivismo científico en la medicina y ciencias concomitantes obvió todos los
factores que no se atuvieran a coordenadas mensurables y observables. El
construccionismo reparó la pérdida de factores ideativos y fantasmáticos,
permitiendo, restableciendo y restituyendo las representaciones y los afectos al
escenario psíquico del que habían sido un siglo atrás expulsados.
La posmodernidad y el factor-e (emocional) del que hablan los intelectuales
contemporáneos permiten, sinvergüenza, invocar los factores emocionales como
corresponsables del curso de nuestra existencia, en no menor cuantía que otros,

21
aunque los sutiles hilos a través de los que ejercen su poder sean inevitablemente
neurovegetativos, endocrinos e inmunológicos. Es el cuerpo el que habla de las
emociones, en igual medida a como las emociones traducen sutiles o groseros
cambios producidos en los niveles bioquímicos, metabólicos, fisiológicos y
somáticos. Nada menos que el Premio Príncipe de Asturias Antonio Damasio acepta
la relación entre la bioquímica de las emociones y las alteraciones somáticas:

En todas las emociones, múltiples descargas de respuestas neurales


y químicas cambian el medio interno, las vísceras y el sistema
musculoesquelético por un período determinado y de un modo
determinado (A. Damasio, 2005, pág. 65).

Los sentimientos pueden ser, y con frecuencia son, revelaciones del


estado de la vida en el seno del organismo entero (ibíd, pág. 13).

Cabe decir que lo mismo ocurre en dirección inversa: el cuerpo revela, tanto en
su funcionamiento sano como mórbido, el estado de armonía o disarmonía de los
sentimientos. Chiozza (1980) ya juzgaba complementario el conocimiento de las
causas eficientes que producen la enfermedad y la investigación de la significación
inconsciente de la misma.
Pero el IPSO evita el psicologismo, el simbolismo y el mentalismo mágico,
pues hace intervenir en el enfermar somático una conjunción de factores genéticos,
ambientales, hábitos de vida y fallos radicales del aparato psíquico. Los cambios
bioquímicos, genéticos, tóxicos, etc., son desencadenantes o coadyuvantes necesarios,
pero no suficientes. Nos explican el cómo mecánico, pero no el porqué ni el sentido.
De hecho, Marty se ufanaba de que la psicosomática es una teoría que niega la visión
general de que la enfermedad es resultado de un ataque exterior provocado por
agentes tóxicos, nutricionales o ambientales, para implantar una visión diferente, más
que evolutiva, contraevolutiva, pero internalista:

… postula que el individuo es capaz de destruir él mismo su cuerpo,


parcialmente o totalmente y ya no solamente de manera teórica como en
las neurosis, sino de manera práctica, efectiva… La psicosomática
sugiere inmediatamente la idea de auto-destrucción efectiva (P. Marty,
2001, pág. 23).

La noción de organización psicosomática se refiere, pues, a

… la forma en que sus particularidades somáticas y psíquicas se han ido


estableciendo y entretejiendo a lo largo de su desarrollo para hacer del
sujeto lo que es. La estructura fundamental es el resultado de los
avatares de la historia personal del individuo, de las peripecias
biológicas y afectivas de su desarrollo y de sus particularidades
genéticas, hereditarias y constitucionales (E. Castellano, 2000, pág. 55-
56).

22
La misma autora subraya que la estructura psicosomática rara vez se encuentra
en estado puro y describe un modo de enfermar prototípico pero que luego ha de
acoplarse a cada singularidad. Estructura que había pasado desapercibida quizá por
constituir «una patología en negativo» (2003, pág. 55).
Así pues, comprender el significado del acontecimiento del enfermar y su
singularidad humana es el primer eslabón para comenzar su transformación.

2. LA ORIGINAL PROPUESTA DE LA ESCUELA DE PARÍS

En el Congreso de Psicoanálisis de Lenguas Románicas celebrado en Barcelona


en 1962 se fundó el IPSO. Sus abanderados fueron David, Fain, Marty y M’Uzan.
Los primeros trabajos en que cristalizó el nuevo pensamiento fueron «Movimientos
individuales de vida y de muerte» (1976) y «El orden psicosomático» (1984). Su
modelo explicativo del enfermar somático tiene tres claves:
a) Monista (defiende la unidad funcional psiquesoma, sin barras o guiones
separadores que perpetúen la dualidad). Es monista «tanto en lo referente a la
naturaleza material de los fenómenos como a sus propiedades, es decir, a sus modos
de funcionamiento» (C. Smadja, 1995, pág. 8). Freud consideraba que el psicoanalista
debía detenerse en la frontera de lo somático por sus distintas propiedades respecto a
lo psíquico. Sin embargo, el continente oscuro (el cuerpo) es abordado por Marty
desde una óptica nueva: la evolutiva. Existe un continuo de lo somático a lo psíquico
y de ambos a lo corporal. El cuerpo no es una parte del binomio, sino que integra y
recapitula el binomio.
b) Evolucionista (regido por el movimiento progresivo de las pulsiones de
vida). Para Marty, lo interesante es comprender el origen de las funciones orgánicas y
su inscripción en el desarrollo evolutivo de la persona. El potencial vital varía en
calidad y en cantidad dependiendo de los individuos, de los avatares de su existencia
y de la edad, y puede debilitarse o enlentecerse en circunstancias o momentos
especiales por la intervención de las pulsiones de muerte. Las pulsiones de vida y de
muerte sirven de intermediación entre la percepción externa y el trabajo de
representación mental. Representación interna constructiva, vincular, positiva (que
empuja progresivamente al crecimiento y al desarrollo), o representación destructiva,
desunitiva y desorganizadora (que empuja a la regresión maligna y, en última
instancia, a la muerte).
c) Económica (admite procesos sensoriomotrices o mentales como alternativas
en la expresión y evacuación de las tensiones y desequilibrios mentales). La
alternancia que establece quedaría reflejada en «o se actúa o se piensa». El punto de
vista económico tiene más importancia que el tópico o el dinámico, pero no es sólo
cuestión de quantums pulsionales en circulación, sino de jerarquías organizadoras que
se van adoptando evolutivamente. La somatización supone el triunfo de niveles de
organización jerárquica inferior, más primarios y débiles, proclives a desbordarse.

La iniciativa adoptada por el IPSO recicla, casi 100 años después, las teorías
freudianas de modelo hidráulico sobre las neurosis actuales como respuesta al
desbordamiento excitatorio de estimulaciones propio o exteroceptivas.

23
Lasmanifestaciones somáticas de la ansiedad bruta serían canalizaciones primarias
que descargarían la tensión acumulada. El mal de órgano desaparecería en cuanto se
suministrara al sujeto una vía de drenaje evacuatoria que sustituyera a la
musculoesqueletal. IPSO se alejó desde el principio de la interpretación simbólica de
la enfermedad, no compartiendo este punto de vista característico de la Escuela
Argentina de psicosomática y de los brillantes escritos de Garma, Rascovsky o
Chiozza sobre algunos trastornos característicos. La enfermedad somática no tiene
significado ni es necesariamente reversible aun cuando se la dote de sentido o se
establezcan las coordenadas vitalistas que nos permitan entender por qué emergió o
por qué eligió esa trama o esa figura concreta.
Lo cierto es que, cualquiera que sea su origen último, a diferencia de los
síntomas histéricos, en el síntoma somático, el sujeto pierde el control sobre los
procesos neurovegetativos, endocrinos o neurológicos que son el detonante inmediato
y directo de la disfunción o de la lesión.

3. PREMISAS INEXCUSABLES QUE DISTINGUEN EL ANDAMIAJE TEÓRICO DEL IPSO

Nos ayudan a entender el camino que conduce a la somatización.

— El traumatismo degenera en trauma: Traumatismo es toda acumulación


desbordante de excitaciones que son, por la inmediatez y lo inesperado de la
situación, o por la inmadurez o déficit de mentalización del Yo, o por la ausencia de
figuras de contención o holding, inelaborables psíquicamente. Si no existen
representaciones mentales que puedan pulsionalizar y fantasmatizar los
acontecimientos, el aluvión de excitaciones genera trauma. La inmovilidad, bloqueo o
petrificación psíquica del mundo imaginario relacionado con dicha sobreexcitación,
además de la fascinación y la cooperación de ciertas representaciones inconscientes
arcaicas pueden convertir el traumatismo en trauma. Trauma que puede ser
acumulativo o aniquilador.
— El funcionamiento evacuatorio: La incapacidad de ligar la tensión y
excitación somáticas mediante defensas neuróticas o representaciones que doten de
un anclaje mental que permita entender lo que está pasando, favorece la pura
descarga sensoriomotriz. La calma vuelve tras el drenaje. Si no hay inhibición en este
aparato mental primitivo y expulsivo, no puede hablarse de funcionamiento mental
propiamente dicho. De hecho, se da una ausencia de mediación del pasado en la
elaboración del traumatismo debido a un funcionamiento defectuoso de los
mecanismos de represión. «El individuo operatorio no sufre de reminiscencias» (E.
Castellano-Maury, 2003, pág. 56).
— La hiperinvestidura de lo real-factual para rellenar de materia palpable el
clivaje del mundo interno arrasado por el trauma. El sujeto en esta tesitura se vuelca
en la sobreadaptación (D. Liberman), en la seudonormalidad (J. McDougall),
alcanzando una rigidificación robotizada y mecánica de la que se ha abolido lo
afectivo e imaginativo. Es muy útil el concepto de A. Green de «alucinación
negativa»: no ver lo que sin embargo existe, propicia la expulsión o encarnación en lo
visible y operacional de la fisiología del daño psíquico invisible e impensable.

24
— ¿Qué hay más real que el dolor? La termodinámica psicosomática establece
una fluctuación: a menor tolerancia al dolor mental, tanto más probable será el dolor
corporal. Para Bion la madurez dependía de la soportabilidad ante el dolor mental.
Madurar es asumir el cambio catastrófico, contener el displacer de la supervivencia,
encajar el conocimiento, asumir la violencia desorganizadora del crecimiento.
Cuando el dolor mental es inasumible por la imposibilidad de pensar, el sujeto se
ataca a sí mismo. La enfermedad emerge como contra-dolor psíquico garante de la
negación: «no pasa nada». El dolor del cuerpo niega el contacto con la realidad
misma del inconsciente. Lo real engulle lo imaginario, anestesia el dolor psíquico y
sirve de pantalla de su percepción. «Cuando progresa el ruido somático, el ruido
psíquico disminuye» (C. Botella, 1998).
— El balancín psicosomático se decanta sobre el cuerpo primitivo (hay quien
se refiere a la enfermedad psicosomática como «histeria arcaica»), invierte el sentido
evolutivo de progreso y entra en una dinámica contraevolutiva hacia el primitivismo
(H. Jackson se anticipó en el siglo XIX a esta explicación, si bien lo aplicó a
enfermedades degenerativas y a demencias) ontogenético. Se produce la regresión al
cuerpo bruto, al cuerpo no metaforizado, asemántico. Cuando el cuerpo primario
toma la iniciativa en ausencia de un cuerpo psíquico o un cuerpo simbólico, la
enfermedad está servida, y si en el camino involutivo no tropieza con diques de
contención (puntos de fijación neuróticos), el pronóstico no será muy favorable. Son
las fallas en el funcionamiento psíquico de un individuo las que le hacen vulnerable
ante la enfermedad física. La regresión cabalgaría hacia la desorganización,
arrastrando en su camino a las pulsiones de muerte (disfrazadas a menudo de
cansancio, descenso en el tono vital, inmunodeficiencia, depresión latente, etc.). Dice
M. de M’Uzan que «el síntoma psicosomático es estúpido», que no tiene sentido. En
efecto, no revela sino el fracaso en el proceso de figurabilidad, la ausencia del
fantasma. Tan es así que para el IPSO la regla de oro, en su sentido más operatorio
es: «o fantaseas, o mueres».

4. PIEDRAS ANGULARES DEL PROCESO PSICOSOMÁTICO

Todos somos psicosomáticos, y todos con variable intensidad y frecuencia


atravesamos episodios o momentos en que nuestro funcionamiento psicosomático
condensa los fenómenos que siguen. La gravedad, reversibilidad y letalidad de los
mismos marcarán la diferencia entre las personas. Pero no cometamos el error de
escuchar, leer o atribuir esos elementos a otros, siempre a otros factores
circunstanciales o externos. Seamos autorreferentes: ¡nos va la vida!
De entre las condiciones preparatorias o coadyuvantes en la formación del
síntoma psicosomático, Pierre Marty destaca tres factores que aquí completaremos
con tres más:
A) Depresión esencial. El concepto tiene un precedente en la depresión
anaclítica de Spitz, en la depresión blanca o depresión latente, en la depresión vacía o
depresión inconclusa, en la depresión sin objeto, incluso enla depresión inmunitaria,
pues de todas estas formas se la conoce. I. Usobiaga la define así:

25
Se trata de una depresión de larga duración, una depresión sorda que
nunca ha sido elaborada ni considerada como tal, pero que marca en el
individuo un tono vital bajo desde su infancia (2002, pág. 7).

Es el referente clínico de las depresiones sin expresión. La depresión esencial


es asintomática, plana, se presenta como un déficit de energía, cansancio, desilusión,
apatía y un élan vital bajo, cuasi desconectado de las recompensas placenteras del
mundo. Se trata de un caldo de cultivo sordo, sin manifestaciones obvias de dolor
mental o de déficit narcisístico. Lo que captura la atención del psicosomatólogo es el
demasiado escaso dolor psíquico que se muestra, la conformidad con el leve malestar,
la dificultad para dejarse llevar o buscar el placer. La «frigidez afectiva» es la nota
sobresaliente en una fenomenología abúlica y de tono bajo, que no obstante transmite
un desamparo profundo y muy antiguo, no reconocido pero padecido, un
desbordamiento jamás superado y que ha dejado lastres perdurables:

… la reserva del Ello no está vaciada, sino casi cerrada. El compromiso


pulsional no tiene curso… Sólo permanece aparentemente investida una
fórmula relacional… que se encuentra en comportamientos más o menos
automáticos, de los que algunos están, sin embargo, muy comprometidos
pulsionalmente (el hecho de comer, por ejemplo). Se buscan en vano los
deseos; no se encuentran más que intereses maquinales (P. Marty, 1976,
pág. 75).

Smadja (2005) lo relaciona con el fracaso o la debilidad en la dramatización


histérica, siendo esa inexpresividad del dolor la resultante. El paciente no se ha
permitido nunca la tristeza, entendida como experiencia humana de la pérdida y del
anhelo. Sencillamente es alguien que no osa esperar nada distinto de cuanto se le ha
dado o deshacerse de cuanto le frustra o le hace infeliz. Carece incluso de la
percepción de frustración, dado queacata lo real cual le viene sin oposición, sin
rebeldía, sin comparación con otros estados posibles. A veces el pasivo conformismo
tiene un aire de fatalidad, derrotismo o cinismo desesperanzado. Pero no hay queja, ni
demanda, ni expectativa de cambio.
La depresión esencial lleva incorporada la sordina que amortigua el dolor
psíquico que no puede ser representado. El revestimiento externo es de anestesia,
indiferencia, confundida a veces con empaque, serenidad o resistencia a los embates
de la vida. Paradójicamente este tono de la «depresión esencial» puede remitir o
invertirse, dando lugar a una mejora en el humor, cuando ya ha aparecido la
enfermedad somática. La paradoja psicosomá-tica aquí se revela de la siguiente
forma: cuando el cuerpo enferma, se relibidiniza la vida, se restaura el placer de
existir, se recatectizan los deseos y se revalorizan los contactos (I. Usobiaga, 1995).
Juan Muro resalta el carácter silencioso y discreto, su textura de frialdad, la
distancia emocional, la desconexión transferencial de pacientes en depresión esencial.
Se acompaña a veces de angustias difusas, sin objeto ni representación mental. M.
Zubiri (2002) decía a propósito de esto que hay una clínica negativa, caracterizada
por el borrado, por la ausencia de algo que debería haber y no hay. No se aleja de lo
escrito por P. Marty:

26
Menos espectacular que la depresión melancólica, conduce más
seguramente a la muerte. El instinto de muerte es señor y dueño de la
depresión esencial (1990, pág. 40).

El Yo del deprimido esencial cumple sus funciones de defensa e integración, no


está sometido a la ley, sino que vive la ley. Menos dañado en apariencia que en las
depresiones clásicas, el aparato mental puede coordinar y ejecutar ciertas funciones:
comer, dormir, la sexualidad. Lo ideal sería poder hacer un abordaje precoz de la
depresión esencial, antes de que se disuelvan con medicamentos sus signos
prodrómicos (las angustias difusas) o que su cronificación termine coagulándose en
síntomas somáticos severos.
Muchos autores vinculan la depresión esencial al fracaso en el vínculo
primario. Boschan afirma: «para tener ganas de vivir, tiene que haber habido otro con
ganas de que vivamos» (P. J. Boschan, 1998, pág. 169). El que siente que sobra
puede generar una reacción autodestructiva larvada y lenta, predisponiendo una
indiferencia esencial en el plano de los intereses vitales, desatendiendo las
manifestaciones de la pulsión de vida y dejándose obrar por los agentes letales, en
una actitud como de ¡¿qué más da lo que me pase?! Los investigadores del IPSO no
tienen duda alguna de que esta depresión esencial aumenta la morbilidad
predisponiendo sordamente la libre eclosión invasora de las enfermedades.
Naturalmente en el proceso han de intervenir los sistemas autonómicos, hormonales e
inmunitarios. Es lo que Sebeok llama endosemiótica.
La depresión blanca se expresa a través de una percepción de futilidad de las
cosas, con un desinvestimiento del Yo y de los objetos. La mirada y el deseo
sobrevuelan por la periferia de las cosas, no adhiriéndose a nada, no depositando
identificación proyectiva alguna sobre nada. La excesiva densidad de lo real satura la
vivencia y abole la libidinización. Casi siempre se camufla de hiperactividad rayana
en la omnipotencia. ¿Cómo detectar la depresión en alguien que aparenta estar
henchido de energía a la vista de la incesante e irrefrenable sucesión de acciones y
tareas en las que se vuelca?
El deprimido esencial sostiene su autoestima en la eficacia de sus actividades,
en lo imprescindible de su presencia, en la valoración fáctica que el entorno concede
a su solvente ejecutoria personal y/o profesional. El deprimido esencial es un «trapero
del tiempo», como diría J. A. Marina, un devorador de urgencias y segundos que no
le alcanzan para la actividad que despliega. Sin indulgencia para el descanso, el ocio,
el juego. Dice no tener tiempo para deprimirse, ignorante de que su depresión, por
insidiosa y silente, es la más mortífera. ¿Recuerdan a Escarlata O’Hara cuando
exclamaba: «¡Mañana lloraré!»? En su hoy le asaltan demasiados imponderables que
atender para percatarse de la conmoción del mundo interno. Aplazar o renegar la
percepción del dolor psíquico es el mecanismo recurrente de este tipo de
personalidad. Sólo que ese mañana nunca llega porque la descarga sensoriomotriz
deviene escudo defensivo sin igual para expulsar los duelos.
Tempranamente, P. Marty, M. de M’Uzan y Ch. David (1967), en La
investigación psicosomática, nos dejaron un retrato robot que, además de literario,
nos recuerda a lo que en otros ámbitos se ha designado como síndrome de Bartleby,

27
en alusión al escribiente de Melville, quien ante cualquier requerimiento o demanda
laboral, invariablemente contestaba «preferiría no hacerlo». Al igual que Bartleby, el
sujeto psicosomático aparece como ese:

… personaje aparentemente mortecino, a menudo angostamente realista,


algo somero, que creía moverse en la evidencia y del que se desprendía
una vaga tristeza (…). (1967, pág. 327). También lo designa como
«paciente sin relieve» (1990, pág. 109).

Si pasa desapercibida es porque desaparece a ratos o porque se solapa tras las


enfermedades somáticas; no suele considerarse lo bastante preocupante como para
solicitar o merecer consulta. No se evalúa la apatía como síntoma, ni se la relaciona
con un objeto (o su pérdida) concreto. La larga duración de la misma invita a
considerarla un rasgo de carácter, inherente al sujeto. De ellos se comenta: «Él es así:
un poco soso, un poco ausente, parece que todo le da igual, que nada le entusiasme».
El peso, la duración y la gravedad de la depresión blanca van a determinar,
junto a otros factores, el derrumbe vital, el desfondamiento, el desbordamiento de la
pulsión de vida, su colapso y el inicio de la involución desorganizadora.

B) Pensamiento operatorio. Suele ir a la par de las perturbaciones somáticas.


Consiste en un modo de estar en el mundo pobre en contenidos mentales y afectos
ligados a personas. La narración de los padecimientos que presenta el paciente es
descriptiva, concreta, factual, rala en adjetivación o adornos, secuencial, lógica y
centrada en los hechos, en las situaciones, en lo objetivable y constatable, y
desprovista de valor libidinal. Su percepción de la experiencia es rala y ramplona, al
modo de una crónica plana y lineal, sin signos ortográficos o alteraciones en el ritmo.
No se da pensamiento asociativo ni connotación desde la subjetividad. La exactitud
descriptiva es tan sorprendente como la banalidad que rige la selección de sus
informaciones. El estilo de su discurso es una ventana que permite ver la absoluta
mutilación del sujeto en aras de la fidelidad absoluta a los hechos, pero la asepsia
despoja lo que expresa de alma, de deseo. (S. Pérez Galdós, 1987). El individuo, en
pensamiento operatorio, cesa por completo en sus conductas perversas y
sublimatorias. Su pensamiento es socialmente correcto, como lo es su actuación y se
acerca a la robotización y a los automatismos. El nexo entre ideas y pensamientos es
sustituido por un mosaico de conductas (P. Marty, 1990). Decía L. Kreisler que el
sujeto operatorio «padecía la realidad más que vivirla», su materialidad empírica y
utilitaria termina por empobrecer sus capacidades cognitivas, evolucionando hacia
una neurosis de comportamiento:

Capacidades asociativas pobres, puesto que es incapaz de atribuir a


los objetos, a las personas, a las actividades, otras cualidades que no
sean las que derivan de datos puramente descriptivos, fruto de la
percepción directa, restituida en relatos anónimos, desprovistos de vida
intensa (L. Kreisler, 1985, pág. 81).

28
Toda excitación que no pueda ser reducida a las coordenadas factuales y
espacio-temporales, todo cuanto no puede ser pensado en términos de solución, salida
concreta o conexión inmediata, se desecha del aparato mental. Diríase que hay una
exigencia absoluta de simplicidad, inmediatez, claridad e inambigüedad. Además, el
sujeto operatorio no es capaz de aceptar ni siquiera provisionalmente la tensión
desagradable, trata de vivir en entornos aconflictuales, de crear o recrear ámbitos de
calma, tranquilidad, rutina y monotonía. Cualquier excitación o irrupción de la vida
puede devenir traumática porque no hay capacidad para contener y ligar el aflujo de
tensiones. Beno Rosenberg (1995) hablaba del «masoquismo guardián de la vida», y
es éste el que le falta al operatorio, intolerante al sufrimiento neurótico (frustración,
decepción, expectativas truncadas…). El Dasein está interrumpido, y con él la
conciencia y contención del dolor. Precariedad del trabajo de pensamiento que
conduce a la alternativa orgánica y desorganizadora. Chevnik lo connota así:

Técnicamente correcto, fecundo en el campo de lo abstracto. En los


relatos de estos pacientes emergen, predominantemente contenidos
«razonables», la mayor parte concretos y con una clara orientación
pragmática, tenazmente adheridos a la descripción de lo circunstancial.
Estas manifestaciones verbales, impersonales, que pueden ser breves o
con muchos detalles, muestran en general una gran exactitud y la
referencia a la realidad es abrumadora (M. Chevnik, 1983, pág. 1085).

Aparece una relación blanca en la que no se vehicula nada más que los
problemas cotidianos ligados a la supervivencia o a la consecución de objetivos
concretos. A menudo, el sujeto se expresa recurriendo a la tercera persona,
molestándole cualquier expresión o vivencia extraordinaria. Se muestra como «un
tipo corriente», como una «persona del montón». La normalidad no es un déficit de
singularidad, sino una coraza para no visualizar ellos mismos ni permitir que otros lo
hagan nada peculiar. La estereotipia es de tal magnitud que se jactan de ser «muy
normalitos», desdeñando y aborreciendo a quien exhibe, aunque no sea de forma
altiva, su excelencia. Este particular fue constatado desde el principio por los
investigadores clínicos de IPSO:

El sujeto niega su propia originalidad como niega la originalidad del


prójimo… Este nuevo rasgo, denominado por nosotros con el término de
reduplicación proyectiva, hace de nuestro personaje alguien que se
reconoce íntegramente en el «otro», imagen de sí mismo moldeada por
entero en una forma idéntica, carente de características individuales
notables. Incapaz de discriminar entre las cualidades del prójimo,
manifiesta también una negativa absoluta a introyectarlas, de forma que
si el otro afirma una originalidad irreductible pierde enseguida todo
valor objetal (P. Marty, M. de M’Uzan y Ch. David, 1967, pág. 322).

Para el sujeto operatorio, mimetizarse con el entorno, pasar desapercibido, ser


como todo el mundo, es una garantía de supervivencia y de adaptación. A lo ancho de
su vida procurará no desviarse del centro matemático de la curva normal.

29
Pierre Marty hablaba de pensamiento operatorio, de vida operatoria y de
lenguaje operatorio, recalcando respecto a éste que no es necesariamente pobre,
esquemático en cuanto al verbo o la composición. A menudo, el lenguaje es
tecnicista, erudito y elegante, pero no es más que una pátina culta y refinada de una
línea operatoria. (E. Castellano, 1998). Aunque sea culto, abstracto y complejo
idiomáticamente, suele estar «desconectado de sus fuentes pulsionales». El discurso
operatorio no es, por fuerza, infantil o hiperrealista, sino desprovisto de afecto, sin
calor. Especifica:

Éste (el pensamiento) se presenta como una actividad consciente, sin


nexo orgánico con un funcionamiento fantasmático de nivel apreciable
que dobla e ilustra la acción sin verdaderamente significarla… No
queremos decir que se trate de un pensamiento rudimentario, pues puede
ser fecundo técnicamente, por ejemplo en el campo de la abstracción,
pero le falta siempre la referencia a un objeto interno vivo (P. Marty, M.
de M’Uzan y Ch. David, 1967, pág. 33).

En el funcionamiento operatorio trata de negarse el contacto con lo


inconsciente. La operatividad práctica compensa el silencio de las representaciones y
ejerce un efecto autocalmante, permitiendo proseguir la vida en una horizontalidad
sin sobresaltos como si nunca pasara nada (C. Smadja, 2005). El terapeuta se sitúa
ante un mosaico de detalles, minucias, gestos y giros intrascendentes y se obstina en
encontrar, más allá de eso mismo, aquel significante pulsional o aquel entramado
fantasmático que está oculto. En vano. Manuel de Miguel lo expresa así:

El déficit de representaciones, materia prima de los procesos


mentales, se acompaña de un sobreinvestimiento de la acción y una
fragilidad extrema a las heridas narcisistas que completan lo que
llamamos pensamiento o vida operatoria. Tener un conflicto supone para
estas personas un fracaso y, por tanto, una herida narcisista de la que hay
que evadirse a través de una acción específica, … mecanismos que
constituyen el correlato metapsicológico del pensamiento operatorio
(1997, pág. 121).

La vida se diluye en una cadena de tareas que realizar, proveyendo la balsámica


sensación de lo correcto y de lo pleno. Lo emocional y relacional parece trivial o
baladí a sus ojos, en tanto que se magnifica el valor de lo actuado, de sus frutos
concretos. (M. Zubiri e I. Usobiaga, 1988). La existencia transcurre repleta de
ocupaciones utilitarias, bien sean intelectuales, laborales, deportivas, ociosas, pero no
se tiene el espacio psíquico para la emergencia de la ensoñación, la regresión y el
contacto con el deseo. Desconcierta y confunde la adherencia a la vida operatoria, su
monotonía cansina o prolija transmite la impresión de estar ante una alambrada verbal
o factual que tapa un hueco, éste señala una ineptitud para establecer contacto con los
objetos internos —no conservados, como señalábamos en el apartado anterior—.
Rotundamente, M. Utrilla adjudica a este factor el aumento de la vulnerabilidad ante
los traumatismos:

30
Sabemos que no podemos considerar la muerte como en la
concepción popular, sino como una desaparición, progresiva e insidiosa,
de la capacidad de pensar. Se trata de la muerte del psiquismo
reemplazado por el imperio de la acción o la enfermedad somática (M.
Utrilla, 2004, pág. 132).

En ocasiones extremas, el sujeto se acerca a la fobia de pensar de la que


hablaba E. Kestemberg. El borrado de las funciones psíquicas, unido a la pérdida de
«calidad libidinal», la neutralización y negativización de las representaciones —
afirman querer vivir sin pensar— temporalmente garantiza que el Yo se adapte a las
condiciones adversas a las que se enfrenta («vivir el día a día», «ir poco a poco»,
«centrarse en el momento y en los pasos concretos»…). «Hipocondríacos de lo real»,
«buscadores de recetas» los denomina Smadja (1998). Recuerda R. D’Alvia que el
paciente operatorio no tolera no ser el que más trabaja, el más productivo, el que más
vende, el que más éxito tiene, el empleado modelo, el punto de referencia. «De su
responsabilidad hace un ideal» (R. D’Alvia, 1993).
Pierre Marty, en «La investigación psicosomática» (1967), equipara el
pensamiento operatorio en la psicosomática a la represión neurótica y al delirio para
las psicosis, considera que configura una organización mental original, no
dependiente de las estructuras límite (bordeline). El pensamiento operatorio es un
pensamiento motriz. El despliegue comportamental se instala en un aparato mental
que es puro arco reflejo y sistema phi, pródigo en representaciones de cosa pero
carente de representaciones de palabra o elaboración mental:

… el sujeto está separado de su inconsciente… sacamos la impresión de


un tabicamiento estanco… un sujeto cuya primera impresión es la de una
adaptación social correcta, y aun excelente… cierto empobrecimiento en
la comunicación interpersonal, asociado a una desecación y una
esclerosis de la expresión verbal (1967, pág. 321).

… era preciso, pues, tomarse en serio la pobreza del lenguaje y


aceptarla, hasta cierto punto, por sí misma. Esta pobreza no podía
imputarse ni a una debilidad determinada ni a una insuficiencia cultural,
… La degradación del lenguaje se debía a que éste se veía reducido a
una función pragmática e instrumental, y, por esta razón, estaba
desvitalizado (Ibíd, pág. 327).

Las características de la vida operatoria diferenciadas por C. Smadja (2005)


son:
— Cronicidad: continuidad en el tiempo e irreversibilidad del estado
operatorio, aunque eventualmente funciona sólo durante períodos
críticos espaciados, permitiendo en este caso que aparezcan
regresiones reorganizadoras.
— Ceguera al mundo imaginario y sordera a los representantes
pulsionales.
— Propensión a la somatización (aunque no necesariamente), adicción,

31
impulsividad y descargas violentas (psicopatía, sociopatía).

A estas características, A. Green (2000) agrega otras:

— «Locura privada» (despojamiento de subjetividad); pensamiento


convencional, conformista y gris, sin aditivo alguno que lo
personalice.
— «Reduplicación proyectiva»: el Otro es una proyección masiva del Yo,
por lo que no se metabolizan las diferencias y se suprime de raíz la
percepción de la alteridad. El objeto no cuenta (Smadja, 2005,
página 197), la realidad está desobjetalizada (A: Green).
— «Agnosia psíquica» o «afasia del inconsciente»: El inconsciente recibe
significantes pero no emite.

El contrapunto del pensamiento operatorio está en la escucha operatoria que se


produce en el terapeuta. Si el paciente está tan adherido a lo real exterior y se resiste
al encuentro consigo mismo, el terapeuta puede suspender su búsqueda del
significado y de las conexiones emocionales, perdiéndose igualmente en detalles
anodinos, triviales, irrelevantes, en lugar de mantener una verdadera atención
flotante. Soportar el aburrimiento de un discurso sin nexos inconscientes es todo un
reto. El vacío de la palabra desencadena un desconcierto preciso en el terapeuta: ¿por
dónde entro en la selva del discurso para encontrar los frutos psicológicos? Para el
psicoanálisis, a diferencia de la visión mantenida por la psicología conductista u otras
orientaciones sistémicas, el buen funcionamiento mental tiene manifestaciones
floridas, ruidosas, a nivel del discurso y de las efusiones emocionales. Se expresa en
quejas, lamentos, demandas, protestas, etc. Todo ello falta en el discurso operatorio,
caracterizado por la negatividad: la indiferencia, la calma, la enunciación sosa de las
ideas y la construcción regular y monótona de las oraciones.
La propuesta de A. Fine para superar el escollo de la escucha operatoria es
marcarse el objetivo de restablecer el cuerpo libidinal a partir del soma biológico
enfermo:

Nosotros tratamos de hacer entrar el cuerpo sufriente en un discurso


que supere su positividad, su naturalidad biológica. Tratamos de estar en
una escucha, aunque no se convierta en interpretación, que, más allá de
la queja somática, intente recuperar el cuerpo fantasmático, el cuerpo
erógeno, reconstruirlo activando nuevamente funciones de
representación de todo orden. Intentamos hacer recuperar una suerte de
equilibrio que, sin oponerse totalmente a la enfermedad, tornaría más
dificultoso su desarrollo. Y eso, apostando a «la humanidad de tales
sujetos», a pesar de sus zonas de sombra, a pesar también de los diseños
que habían mostrado a esos sujetos como robotizados (A. Fine, 2000,
pág. 96).

C) Déficit de mentalización. El IPSO establece un fallo esencial en la

32
adquisición de niveles de pensamiento lógico, formal y simbólico. Tal falla dificulta
la secundarización de los procesos sensoriales y lagunas en las cadenas asociativas,
recuerdos y conexiones significantes. No es por lo general una cuestión de presencia
o ausencia radicales de mentalización, sino de aptitud irregular o inestable para
construir o ligar representaciones acerca de lo vivido, por lo que la secuencia
biográfica está interrumpida, desconectada, hecha jirones o completamente olvidada
o trivializada. En ocasiones se trata sólo de una inhibición temporal que tiene lugar en
una franja vital concreta pero que luego puede restablecerse sin dificultad, salvo que
haya acarreado algún «accidente somático» durante su transcurso. El aparato psíquico
no conquista por distintos motivos ciertas funciones yoicas de soporte, contención,
organización de los flujos internos excitatorios. P. Marty (1995) señalaba algunos de
estos factores:
— exposición a sucesos que intensifiquen la presión instintiva,
— exposición a sucesos que reanimen demasiado ciertos conflictos,
— exposición a sucesos que inhiban o colapsen las capacidades
elaborativas,
— exposición a sucesos que obstruyan las vías de expresión instintiva.

Dada la pluriformidad de circunstancias,

La duración de las desorganizaciones mentales de este orden es


infinitamente variable, según los momentos, para un mismo individuo y
para cada individuo. Puede ser sólo de unas horas, de algunos días, o de
algunas semanas. Las desorganizaciones pueden repetirse, dejando
intervalos de reorganización (P. Marty, 1976, pág. 21).

Cuando la elaboración mental fracasa, obliga al cuerpo a tramitar las relaciones


y tensiones pulsionales o periféricas (causadas, por ejemplo, por el desbordamiento
originado por estresores externos) al margen de la mente:

Al paciente mal mentalizado lo que le sobra es realidad real. Para él


todo depende del exterior… las mentalizaciones defectuosas se adhieren
al entorno y a las modas y dan la impresión de absoluto conformismo (E.
Castellano-Maury, 1998, pág. 38).

Winnicott (1949), ajeno por supuesto a la Escuela de París, sostenía este


desplazamiento. Para él, la mente está en el cuerpo, es una función del psiquesoma.
Pero la psique y el soma son un continuo del que uno elabora lo emocional y otro lo
corporal en relación con la adaptación reclamada por el entorno. Lo mental aparece
para suplir o complementar alteraciones producidas en la continuidad del desarrollo
psicosomático. Lo mental, con todas sus complejidades, afectará a la configuración
del self. El modelo médico nos obliga a situar y ubicar la mente en el cerebro. Pero la
mente es una función globalno localizada en parte alguna del cuerpo, sino en la
totalidad del Yo-corporal que nos aporta la identidad. Así vista, la enfermedad
psicosomática tiene un objetivo:

33
… apartar a la psique de la mente y devolverla a su originaria e íntima
asociación con el soma (D.W. Winnicott, 1949, pág. 345).

Bottenberg estipula que toda emoción es susceptible de analizarse en una tríada


reactiva: la comportamental —lo que se hace—, la fisiológica —lo que nos ocurre a
nivel neurovegetativo—, la cognitiva —lo que pensamos o evaluamos a tenor de la
experiencia que vivenciamos—. Pues bien, en ciertos sujetos, los tres sistemas de
respuesta no covarían simultáneamente o no lo hacen en el mismo sentido. Es
posible, y así se demuestra reiteradamente, con emociones de ansiedad y angustia
entre otras, que la intensificación de un componente no se acompaña de una
intensificación en los demás.
Las personas con déficit de mentalización vivencian las sacudidas afectivas en
los planos de lo sensoriomotriz (comportamentales y fisiológicos), pero dicha
sacudida no queda enganchada a representación cognitiva alguna. Por lo que el sujeto
puede percibir un incremento excitatorio en su organismo (sudoración, temblor,
palpitaciones, pinzamiento gástrico, fatiga respiratoria), pero no hallar dentro de sí
una fantasía, recuerdo o suceso real con el que enlazarlo. Se sorprendía P. Marty
cuando S. Nacht cuestionaba su diagnóstico de un paciente con «neurosis
cefalálgica», es decir, se sorprendía de la extrañeza de Nacht ante la aparente mezcla
de dos planos inconciliables: el de la neurosis y el de lo fisiológico, y Marty se
defendía con cierta provocación, aduciendo que los planos de la representación y la
biología habían estado siempre intrincados entre sí desde la misma definición
freudiana de neurosis. Observaba con sorna:

… (hemos olvidado) los «acting out» que transfieren a un plano


muscular aquello que quisiéramos conservar en un plano afectivo, o las
múltiples manifestaciones viscerales, verdaderas fugas, que nuestros
enfermosnos relatan en el curso de su tratamiento. Como si las bases
mismas de la neurosis, su fuente energética, las pulsiones, no fueran de
esencia orgánica (P. Marty, 2001, pág. 12).

Gregorio Marañón hizo experimentos sobre esto. La vivencia a-mentalizada de


la excitación emocional provoca dos reacciones básicas: unos sujetos la reconocen
como una experiencia del cuerpo, ajena a cualquier correlato experiencial: son cosas
que le pasan al cuerpo sin más y no se trata de darles sentido o enlazarlas con
elementos subjetivos o biográficos. En otros, es necesaria la conexión y
resignificación (un après coup) que busca representaciones reales o ficticias a las que
atribuir las alteraciones y los desequilibrios homeostáticos constatados. A este
procedimiento Manuel de Miguel lo designa como histerización secundaria: el
paciente agrega un significado a un síntoma que originariamente no tenía. Así se
puede decir, por ejemplo, algo tan metafórico como que «en la rectocolitis
hemorrágica el intestino llora sangre» (N. Nicolaïdis, 2000).
La función mental básica es la secundarización de los procesos primarios. Para
realizarla, recurrimos a fantasías, recuerdos, imágenes, ideas o elaboraciones
complejas. La mala mentalización se enlaza con la indisponibilidad de las
representaciones mentales que podrían ligar las tensiones o excitaciones desatadas

34
por los traumas vividos, y también con la desconexión de los afectos asociados a
dichas representaciones. La evocación de los hechos, de los estímulos, se produce en
una dimensión meramente sensorial, a lo sumo racional, pero no hay nexos
relacionales o causales entre la reacción sensorial y algún impacto afectivo interno.
(O. Garrone, 1998). Todos ellos pueden tener un diferente grado de conciencia, pero
las que atemperan la inquietud despertada por las reacciones fisiológicas son aquellas
que podemos detectar e interpretar, no las que permanezcan en un umbral pre-
consciente o marginales a la conciencia por efecto de la represión u otras defensas.
Carlos Amaral (1999) retoma el lenguaje de Bion para señalar la simplicidad o
defecto de las representaciones mentales en los psicosomáticos. La «incapacidad de
pensar pensamientos» se debe al fracaso del continente mental para controlar la
tensión psíquica. El síntoma psicosomático es, incluso, un acting-out de un soma no
integrado en la corriente mental e histórica. El aparato mental se torna expulsivo y
recurre a esta neurosis del comportamiento que es el enfermar somático para «no
tener que enterarse de que existen otros planos del ser». El psicosomático no realiza
insight, por lo tanto no liga la tensión y la representación. El insight es una fórmula
inductivo-deductiva del pensamiento. Ese ¡zas, esto tiene que ver con esto! une de
nuevo un cable cortado. Quien no aprende, sólo repite, y no puede introducir claves
de transformación. E. Castellano clarifica:

Una mentalización limitada deja a los conflictos existenciales sin


traducción psíquica, reducidos a una pura cantidad de excitación que
favorece unos estados de desvalimiento inelaborables que preceden o
acompañan habitualmente las somatizaciones (E. Castellano, 2000, pág.
63).

J. E. Fischbein (1986) califica a la somatización como pasaje al acto en el


cuerpo, a través del cual el aparato psíquico desbordado o rendido intenta la
estabilización y evita la desintegración. Afirma:

… considero a las enfermedades psicosomáticas como trastornos


narcisistas en los que predomina la escisión del aparato mental del
sujeto. Son estados en los que fracasan los medios de expresión psíquica.
El espacio mental para la fantasía está anulado y la tensión es drenada
corporalmente. A nivel mental aparece un [espacio] blanco con el que el
paciente se siente preservado de la sensación de angustia (1986, pág.
1025).

¿Por qué se desencadena? La dirección del interrogante apunta hacia el fallo en


la función mental de la madre. Ella no contuvo la intensidad de las excitaciones
primarias del hijo, no le suministró ni la empatía, ni la contención, ni el reverie
suficiente, como para que los desbordamientos preverbales del infante pudieran
aguardar la aparición de representaciones eficaces que lo sostuvieran. M. Masud R.
Khan (1963) asigna a esta mala gestión de las tensiones del hijo por parte de su madre
la responsabilidad del fracaso futuro de la mentalización, conditio sine qua non de su
concepto de trauma acumulativo. La ineficacia de la madre en su función

35
paraexcitadora estrangula la gestación y el desarrollo del Yo como freno resiliente a
las dificultades de la vida:

Cuando estos fracasos de la madre en su papel como protección


contra las excitaciones son significativamente frecuentes y provocan
irrupciones en el psique-soma del niño, que éste no tiene medios para
eliminar, configuran un núcleo de reacción patógena (M. Khan, 1963,
pág. 128).

Juan Muro (2006) especifica que la calidad y la cantidad de las


representaciones que suceden a nivel pre-consciente dependen de tres factores:

— El espesor del preconsciente: a expensas de la abundancia de asociaciones


transversales y longitudinales.
— La permeabilidad para permitir el paso del inconsciente a la conciencia.
— La regularidad de su funcionamiento.

Dependiendo del grado de mentalización alcanzado, según el criterio del IPSO


cabe encontrar:

— Neurosis de comportamiento.
— Neurosis mal mentalizadas.
— Neurosis de mentalización incierta.
— Neurosis bien mentalizadas.

Esta jerarquización enoja a A. Green al juzgar que en realidad no hay pacientes


de mentalización incierta (o intermitente), sino psicoanalistas con limitadas
capacidades interpretativas, bien sea por sus características personales, bien sea por
dificultades formativas, lo que entorpece su escucha y su pensamiento, llevándoles a
una contratransferencia proyectiva de su incapacidad para comprender.
Las tres últimas forman las neurosis de carácter. La mentalización sirve para
detener los movimientos contraevolutivos de la pulsión de muerte y generar
mecanismos reorganizadores. Volveré en otro momento sobre ellas y su estudio
diferencial.
La compensación o descompensación, el equilibrio o decantación entre las
modalidades de descarga: sensorio-motriz o mental determinarán el resultado. Si sólo
se utiliza la primera vía se entra en funcionamiento operatorio. Cuando la carencia de
mentalización es total y el sujeto roza el primitivismo mental, el resultado es la pura
hiperactividad física hasta llegar al agotamiento, las conductas adictivas, la lisofilia,
etc.
Cierto es que lo pensable o impensable, lo representable o irrepresentable,
depende tanto del hecho en sí, como del sujeto. Hay experiencias para las que no hay
horma previa y que es imposible construir. Falta la envoltura o continente mental.
Abunda la literatura sobre los duelos traumáticos y patológicos, los duelos imposibles
y el dolor irrepresentable. Cuando se entra en este territorio, no debemos presuponer

36
que exista un fracaso estructural de la función mental, sino un desbordamiento de la
mente que puede ser más o menos pasajero y acarrear consecuencias más o menos
letales. Lo impensable colapsa el aparato psíquico y genera un impasse que impide la
formación de representaciones de cualquier tipo. Expresa la desesperación de este
estado J. L. López-Peñalver (2005) apuntando al caso en que el contenido-dolor es
tan terrible que disuelve el propio continente mental. Y entonces, ¿qué hacer? No
habiendo defensas neuróticas disponibles, porque tal vez nunca se han erigido, o bien
fracasan eventualmente, sólo quedan tres opciones:

— recurrir a procedimientos autocalmantes,


— intentar una hiperinvestidura de lo cotidiano (sobrevivir en el día a día,
anestesiando el dolor insoportable).
— elegir la somatización.

Es curioso, en este sentido, que la dificultad de mentalización asociada a los


grandes traumas inelaborablesproduzcan una suspensión de todas las formas de
figuración: sueños, creatividad, palabra. El proceso secundario pareciera que se
licuara. Manuela Utrilla (1988) acentúa y diversifica la importancia por su ausencia
de tres procesos mentales que deberían intervenir para dar otra salida al dolor mental
o a las excitaciones pulsionales. Ella propone un funcionamiento en arco que iría
desde el inconsciente primario (biológico) a lo real, omitiéndose (renegándose) todos
los dinamismos intermedios: no interviene ni el inconsciente secundario (artífice del
trabajo de la represión), lo que anula el camino de la neurosis; ni el preconsciente
(artífice del trabajo de la representación), lo que invalida el proceso de la
mentalización o psiquización yoica del sufrimiento; ni la conciencia (responsable del
trabajo de la racionalización), lo que ciega la alternativa de la comprensión e
intelectualización.
Pierre Marty y Michael Fain (1959) reinterpretaron la organización
psicosomática como consecuencia de ausencia de inhibición intelectual de la energía
pulsional o excitatoria externa. Esto es: la inhibición intelectual sirve para frenar o
interceptar la descarga directa de la tensión fisiológica, la ralentiza, aplaza, reprime o
transforma, le da sentido o la contiene. Por tanto, cuando falla o no existe tal barrera
inhibitoria, la energía primitiva desborda al yo corporal precariamente envuelto y se
evacua a través de sus órganos. Pareciera, por tanto, que la somatización es un
mecanismo antineurótico. La enfermedad llena el vacío representacional. Se acorta la
vida, pero tiene un sentido.
Estos fracasos en el «registro mental de la experiencia afectiva» (P. J. Boschan,
1998, pág. 172) equivalen a una catatonía cognitiva, al mutismo ideativo, al vacío
desértico de lo imaginario. El fracaso metabólico grave deja inservible el
pensamiento, permitiéndole sólo papillas o pedazos de realidad leves y concretos, e
intervenciones puramente instrumentales en el mundo. Es el sujeto «normal» con un
aparato psíquico frágil, aunque sobreadaptado y rigurosamente funcional o
normotípico. Según P. Marty (1982), es el caso de la mitad de la población
postindustrial. Una sociedad que lleva al hombre a descubrir su inesencialidad y la

37
conveniencia de adaptarsesuperficialmente a los apremios de la vida, sacrificando su
mundo interno en el proceso. Su caída en la «factualidad» o ritualidad tiene el mismo
punto de obcecación y rigidez que es propia también de los obsesivos. Cabría, por
tanto, observar una concomitancia entre el obsesivo (viscoso y compulsivo en el
pensamiento) y el psicosomático (viscoso y compulsivo en la acción) (R. Asseo,
1992-1993).
D) Alexitimia. Es éste un concepto no perteneciente a la teorización de IPSO, al
menos con esta denominación, aunque como veremos está en la intersección de los
tres procesos y conceptos que anteriormente hemos analizado. El concepto en sí
pertenece a Sifneos con un significado fiel a su etimología. En un texto de 1972,
Psicoterapia breve y crisis emocional, definió A-lexi-timia como falta de
verbalización de afectos. Se trata de una carencia o de un deterioro temporal de las
funciones cognitivas y afectivas que puede servir de ayuda, durante períodos
especialmente graves y traumáticos, para evadir el dolor y el terror psíquico o el
desbordamiento mental. (J. Otero, 2004). En sí señala una ausencia, más que un
síntoma, una imposibilidad más que una disfunción. El autor del término —del Beth
Israel Hospital de Boston— la denota como «Estilo cognitivo caracterizado por
inhabilidad para verbalizar sentimientos y discriminarlos, por el cual el sujeto
presenta una tendencia a la acción frente a situaciones conflictivas». El debate sobre
esta cuestión se sitúa en el interrogante de si debemos considerarla un síntoma, un
rasgo de la personalidad o un estilo relacional.
Los equivalentes sinonímicos más próximos a éste serían el de «pensamiento
operatorio» de Marty, o el de «dislexia de los afectos» de Bodni, o el de
«analfabetismo emocional» propuesto por Alonso Fernández. J. Otero (2000) realizó
un minucioso repaso a las abundantes y no siempre concordantes hipótesis
explicativas sobre alexitimia, agrupándolas en tres modelos: el neuroanatómico, el
sociocultural y el psicodinámico. Si elidimos los dos primeros, pues no pertenecen al
foco de nuestro interés en este trabajo, respecto al modelo explicativo de
índolepsicodinámica, el autor relaciona la alexitimia con defectos graves en la
comunicación de la madre con su bebé, con la resomatización de las tensiones que
tienden a ser evacuadas y descargadas, con déficits en la capacidad simbólica, con
oscilaciones y alternancias en la calidad de las mentalizaciones, con la necesidad de
defenderse de inundaciones pulsionales susceptibles de experimentarse como
desvalimiento y desesperanza.
Aunque se ha discutido mucho en torno a este constructo tratando de
dictaminar si estamos ante una defensa contra un conflicto emocional saturador o no
integrable o si, por el contrario, estamos ante un rasgo estable y primario, la mayoría
de los investigadores se decantan por la segunda opción, aunque no es inexacto
afirmar que en ocasiones puede ser primaria (estructural) y muy frecuentemente
secundaria (defensiva). No obstante, cualquiera puede atravesar transitoria y
circunstancialmente por estados de alexitimia que no comprometan ni modifiquen
sustancialmente el habitual recurso mentalizador. Cabe distinguir la alexitimia global
—en la que lo afectivo no está inscrito como lenguaje ni se procesa a nivel cognitivo,
si no es de forma burda y primaria— y las alexitimias comprensiva o expresiva.
La alexitimia comprensiva presenta una especial dificultad en la decodificación

38
de los gestos, expresiones y manifestaciones conductuales que traducen las
emociones de los otros, cual si se tratara de un idioma indescifrable cuyo alcance no
puede valorarse. El sujeto de esta índole no puede recibir el mensaje, tanto si
proviene de fuera como si procede de su propio interior —fisiológico, somático o
ideativo—. Es más: ni siquiera sospecha que los signos que visualiza —si es que su
bajo nivel atencional se lo permite— porten mensaje alguno. Simplemente, dirá, «son
cosas que me pasan». Otra variante de la alexitimia comprensiva es la que permite
recibir el mensaje pero no logra darle una correcta interpretación. Esto es: sabe que
hay un contenido emocional, pero desconoce cuál o confunde su naturaleza. Así, por
ejemplo, no discernirá entre el enfado o la tristeza, entre el miedo y la angustia, o
entre la sorpresa y el asco, por referirme sólo a las emociones más básicas. Ésta es,
como sabemos, laclave de los incontables malentendidos que entorpecen la correcta
comunicación interpersonal.
La alexitimia expresiva, por su parte, se manifiesta en la dificultad para
transformar el mundo emocional interno en un lenguaje común, entendible por el
entorno y poco distorsionado. Efectivamente, no se trata sólo de que este alexitímico
sea ágrafo en cuanto a los afectos, sino que a menudo equivoca también las
manifestaciones con que trata de evidenciarlos, haciendo un uso desvitalizado de
palabras vitales (afectivas) y desoyendo los signos corporales (lenguaje) para
semantizarlos.
En ambos casos, o no hay inscripción de los signos emocionales o no hay
discriminación o hay torpeza sorprendente y estupor ante el mundo interno. El
resultado, en cualquier caso, es un sujeto estereotipado, rígido, sin modulación o
matización afectivas en su comportamiento, aburrido, anodino y gris. A la alexitimia,
como a cualquier trastorno que exprese la dificultad de conexión con el mundo
interno, se le asocian numerosos rasgos colaterales: pobreza fantasmática, anhedonía,
aminorado deseo o impulso sexual, actitud silente, seca, áspera y ausente
(desvinculada), intercalada de eventuales explosiones afectivas.
La correlación de los rasgos enunciados con trastornos de conducta violenta,
maltrato, terrorismo, trastornos alimentarios, conflictos parentales o conyugales,
propensión al acoso o al mobbing, etc., es una evidencia empírica largamente
documentada por las investigaciones recientes. Este individuo-seta, trasluce
insensibilidad, frialdad, hermetismo e irritación al contacto o al vínculo interpersonal.
Evitará a todo trance toda situación de intimidad excesiva o recurrirá a filtros que
sesguen la relación tolerable (televisión, lugares públicos, multitudes…) Le incomoda
el ruido emocional que, provenga de donde provenga, él carece de recursos para
filtrar psicológica-mente.
André Green aduce que los alexitímicos tienen el síndrome del «eso es todo».
Como pacientes requieren un proceso psicopedagógico previo para ser alfabetizados
en lo emocional y en sus expresiones fisiológicas, somáticas y cognitivas. El paciente
se incomoda ante el intento dehurgar en planos dinámicos, narrativos o biográficos.
Cuentan qué les ocurre, pero no cómo se sienten. Exclaman: «¿Eso qué es?» o «¿qué
tiene que ver con mi dolor de cabeza?» Obtener información deviene un trabajo
laborioso, de sacacorchos o de sabueso. Captar piezas significativas del puzle para
reconstruir e historizar, sobre todo historizar se convierte en tarea tediosa. Y es que el

39
alexitímico carece de perspectiva.
Joyce McDougall (1982) habla del «antipaciente en terapia», esbozando un
retrato-robot que a todo clínico le resulta familiar:

— Tiene abolida la curiosidad: le molestan las preguntas y no le inquieta no


saber.
— Suprime la empatía con el terapeuta: no trata de explicarse para asegurarse
que le entienden, sólo espera que le adivinen y que le solucionen el
problema que les preocupa, por supuesto sin husmear en su vida privada
y sin remover su pasado.
— Sufren, así creen, lo normal, lo que les corresponde, porque el mundo es
complejo, un valle de lágrimas y no tienen suerte.
— Son simplistas, secos, ásperos, adustos, poco habladores, buscan al
«experto técnico», manteniendo a raya al experto humano.
— Son obedientes, corteses y disciplinados en el plano formal de la relación
terapeuta-enfermo, y acaban por matar el deseo de saber del otro,
alimentando el pasotismo y la indiferencia del otro.
— Censuran la intervención de términos o indagaciones emocionales en el
proceso, porque lo juzgan baladí, trivial e intangible. Hay que derivar y
focalizar el sufrimiento en el único ámbito registrable: el biológico.
— Bloquean cualquier línea asociativa que no se relacione directamente con el
problema actual. El aquí y el ahora, el presentismo, hiperrealismo y la
concreción no admiten variantes, digresiones o conjeturas que, a buen
seguro, juzgarán distractoras y fútiles.
— La pobreza onírica y de ensoñaciones es equiparable a la pobreza lúdica, a
la tacañería del tiempo, a la ausencia plena de creatividad, innovación o
estética.
— Viven pendientes del qué dirán y se atienen obsesivamente a la
deseabilidad social, sobre todo evitan significarse con algún elemento que
les singularice o les convierta en excéntricos, originales o bizarros.
— Se esclavizan gustosamente al orden convencional, a los parámetros
mecánicos del funcionamiento social vigente.

Este paciente «pseudonormal» (McDougall, J. 1982), «inmunodeprimido a


nivel mental» (Fain), es bocetado así por I. Usobiaga:

Su relato es el de una enumeración de sus dolencias o vivencias, sin


ningún vestigio de representación mental. Dan la impresión de una gran
pobreza mental, afectiva, e incluso de capacidad intelectual (1997, pág.
59).

En cierto modo, el alexitímico se solapa y confunde en los descriptores trazados


por Marty respecto a la «personalidad alérgica esencial». Aunque también existe
parentesco con la personalidad esquizoide. Tizón señala:

40
(Los alexitímicos o pacientes operatorios) tienden a relacionarse de
forma pasiva y dependiente, presentando en primer plano síntomas
físicos y comportamientos, no asocian, sino que nos empujan a
interrogarles…, niegan y escinden lo emocional y lo relacional, …
disocian las coincidencias entre lo biológico y lo relacional y, sin
embargo, presentan intensas ansiedades ante las separaciones (2000,
pág. 179).

Algunos psicosomatólogos recientes piensan que la alexitimia se aprende y se


interioriza a partir del fracaso en la función paraexcitadora de la madre. Alega
Fischbein:

Faltan los pensamientos y las palabras que puedan dar cuenta de las
escenas que los sustentan. Son repeticiones de experiencias muy
tempranas de falta de procesamiento materno de las demandas
corporales del bebé (1986, pág. 1032).

Manuel de Miguel se abona a la hipótesis de que la alexitimia es una defensa y


exige un esfuerzo activo para desconectar el sentido y romper las tramas que enlazan
afecto y vivencias, por lo que los afectos actúan como un «foco irritativo interno sin
posibilidad de elaboración» (pág. 121). La mente infantil que no ha internalizado la
función de contención y representación de las estimula-ciones huye del afecto
sospechando el desequilibrio mental, la locura incluso, que éste inducirá. Esta
connotación «infantil» unida al concepto de alexitimia, nos hace pensar que todo
infante es alexitímico para los afectos, por lo que un adulto alexitímico estará
destapando su parte más infantil, concretamente la de los terrores más primitivos en
un portentoso esfuerzo de insensibilidad y anestesia para evitar su retorno y, por
consiguiente, la retraumati-zación (así opinó Kristal al estudiar a los supervivientes
del holocausto). McDougall sostiene que:

… la alexitimia es una defensa poco común y extrema contra los terrores


primitivos. Es evidente también que cuanto más frágil sea el sujeto, más
fuertes necesitan ser las murallas defensivas. La creación de tales
estructuras es el trabajo de una vida, y aunque el mantenimiento de una
fortaleza así puede ser costoso para los pacientes, en lo que se refiere a
desorganizaciones físicas y psíquicas, puede que no sean capaces de
afrontar ningún tipo de incursión en su sólida estructura de la
personalidad (J. McDougall, 1983, pág. 384).

Pero sin lenguaje, el cuerpo toma la iniciativa de hablar —López Peñalver


distingue entre «el cuerpo hablado y el cuerpo hablante»— reemplazando el código
emocional en vez de acompañarlo. El cuerpo enfermo deviene mediador del
intercambio comunicativo. La expresión facial de piedra, de corcho o de madera, la
amimia, la rigidez postural, todo indica la pésima relación del alexitímico con su
cuerpo:

41
… muchos pacientes psicosomáticos alexitímicos hablan de sus
cuerpos como si fueran objetos extraños, o como si no tuvieran certeza
de sus zonas y sus funciones (J. McDougall, 1982-1983, pág. 380).

Como se ha comprobado, ser alexitímico es el principal factor de riesgo de


somatizaciones. La magnitud, sorpresa o reversibilidad de las mismas diferirá en
covariación con otros factores de riesgo antes señalados. Es conveniente preguntarse,
no obstante:

… ¿qué cantidad de afectos no procesados psíquica-mente pueden


actuar desde el interior del individuo como incrementadores de
excitación que desborda la capacidad psíquica y generan síntomas
orgánicos (R. D’Alvia, 1996, pág. 36).

E) Sobreadaptación: En consonancia con todo lo anterior, y aunque este


concepto procede de un autor, D. Liberman, al margen del IPSO, cabe casi deducir la
existencia de un mecanismo recurrente ligado a la vida operatoria y al déficit de
mentalización. Este factor, cuya vinculación con las somatizaciones se ha
comprobado reiteradamente, se presenta en personalidades de precaria maduración
psíquica aunque den la apariencia de ser extremadamente cuerdas, impresión que
viene provocada por su alta productividad y eficacia. Su percepción del tiempo es la
de un tesoro que hay que aprovechar al máximo y no desperdiciar, por lo que lo
saturan de exigencias traducibles en réditos visibles y universalmente reconocidos
como fructuosos. Fácilmente degeneran hacia una adicción al trabajo, muy loable
desde el punto de vista social, pero perniciosa desde el ángulo familiar y afectivo:

La vida de estas personas es una cuestión de principios formales con


obligaciones a cumplir. Trabajo, relaciones familiares, vacaciones, vida
sexual incluso extramarital, fines de semana y hasta el mismo
psicoanálisis: todo es trabajo para ellos. Tienen temor al ocio sin reglas
(D. Liberman y cols., 1982, pág. 847).

Su hiperadaptación es una huida hacia la realidad (la actividad psicomotriz o


intelectual es agotadora, con tintes hipomaníacos) dado que carecen de espacio
psíquico interno y éste está desplazado hacia el espacio psíquico externo. La
hipercatexia de lo pragmático para negar la pérdida del objeto interno así como de
vínculos calmantes y de apoyo, empuja a la práctica de actividades extenuantes, a una
sobreexigencia corporal o intelectual de responsabilidad máxima que coloca al
organismo en un estado de estrés crónico. Caen prisioneros del personaje titánico u
omnipotente que su narcisismo ha necesitado crear. Ni se quiere ni se tiene tiempo
para pararse a pensar o a sentir algo fuera de la frenética dedicación a lo real (M.
Chevnik, 1983). La hiperactividad y la dispersión en tareas innumerables toman la
partida y rellenan el vacío y el silencio del mundo interno. La fatiga generada por
compromisos heterogéneos induce una sordina que evita la introspección y el dolor
mental. La descripción de D. Liberman no deja lugar a dudas:

42
Estos pacientes generalmente son líderes productivos exigidos y
exigentes que constituyen el sostén estable del medio familiar y social en
el que se desempeñan. Se trata de figuras destacadas en su área de
trabajo que cumplen funciones que los vuelven necesarios o
imprescindibles para los demás. Para ellos el trabajo es indispensable y
crean en relación a éste una trama rígida que les asegure una actividad
casi ininterrumpida. No conciben el ocio, ni mucho menos lo pueden
disfrutar. No admiten ninguna actividad que no sea altamente
productiva. Lo que producen es beneficioso para el medio en el que
actúan y crean problemáticas de lealtad mutua. En la mayoría de los
casos observados, son pacientes que han escalado posiciones
socioeconómicas importantes. Han debido luchar mucho para obtener lo
que tienen o mantener lo que recibieron (D. Liberman y cols., 1982, pág.
846).

El sujeto simula tener un Yo de acero, ser alguien concienzudo y responsable,


recibiendo por ello elogios y admiración, la costra perfecta para que aún le cueste
máscomprender el monopolio, la absorción o la trampa que le está tendiendo su
narcisismo deficiente. Requiere y diseña obligaciones, normas, horarios, formalidad y
estatismo, no hay noción de transcurrir ni de proceso. Su tiempo es congelado y
cíclico, rutinario y previsible, cual si desearan conservar la ilusión de tener todo el
tiempo por delante y que todo pudiera realizarse, de tener muchas vidas y de
preservar la juventud. No se sienten envejecer ni amoldan sus esfuerzos o energías a
la edad o al estado del organismo. La sobreexigencia puede ser de tres tipos (R.
Fernández, 2002):

— esquizoide, por carencia de registros de tacto y contacto,


— hipomaníaca, por ambición de éxito, estatus y superación de los límites,
— compulsiva, por afán de control y autodominio.

El paciente sobreadaptado se obliga a sobreponerse a cualquier obstáculo y a


crecerse ante las contrariedades. Necesita sentirse invencible, irreductible, más que
victorioso. ¿Cómo percibirse vulnerable o en riesgo? ¿De qué modo, sino como un
freno, va a registrar su flaqueza somática o sus achaques? La enfermedad será un
boicot a sus propósitos, raramente una alerta que le advierta de que está traspasando
límites que debiera respetar:

En la sobreadaptación, la realidad es forzada hasta el límite de la


mayor exigencia posible. Aparece una adecuación exagerada, en relación
con la cual el paciente crea un uso abusivo de la realidad externa, en
detrimento de su realidad psíquica constantemente saboteada…, a
expensas de un alto costo psíquico y corporal (Ibíd., Liberman y cols.,
1982, pág. 851).

Los riesgos señalados por Liberman en estos individuos y que los convierten en

43
candidatos a somatizaciones de variables consecuencias son:

— no registran sus necesidades corporales, o si las registran las desatienden,


las aplazan o se imponenno sucumbir a ellas, negándolas o atacándolas;
esto se traduce en «puedo con todo» o «a mí lo que me echen»…
— sobreinvisten sus sentidos corporales (al servicio de la sobreadaptación
productiva) pero descuidan su sentido cenestésico, fracasando en la
propiocepción de la situación real de su organismo y de sus alteraciones o
fallos, lo que se traduce en «al cuerpo, cuanto menos caso se le hace,
mejor».
— sustituyen el pensamiento por la planificación con miras a evitar eventuales
frustraciones futuras; esto se traduce en, por ejemplo, consumir
suplementos vitamínicos o proteínicos para evitar el desfallecimiento
posterior, simulando superficialmente que uno se cuida lo suficiente.

La interpretación de Liberman es que mediante la somatización visceral acaba


expresándose en estos pacientes pseudonormales la protesta del cuerpo ante el olvido
y la renegación a que se ven sometidos. La enfermedad es la alarma del desenfreno
operatorio y práctico —de lo que Marty designará como «neurosis de
comportamiento»— y un aviso de que el vuelco sobre lo real no es sublimatorio sino
una formación reactiva contra la pasividad esencial, cuyo cometido oculto es
«deslumbrar a la madre». Las madres de los sobreadaptados que acabarán
somatizando son del tipo «tirabombas» o «que rebotan» las demandas de sus hijos (E.
Realini de Granero, 2007). En ningún caso concordaron con, o respondieron a, las
necesidades de los niños, por lo que éstos aprendieron a valerse por sí mismos,
generalmente ignorándolas. He ahí que, luego, lo largamente segregado retorne
atronadoramente en la eclosión somática.

F) Yo ideal. En el léxico de P. Marty, el psicosomático será alguien con un Yo


ideal omnipotente, sometido y expuesto a obligaciones no negociables y sin espacio
para la duda, que aparenta un rotundo control sobre los ámbitos de la acción y de las
capacidades prácticas. Para Marty (1995), el Yo ideal no representa una formación
intrapsíquica, ni siquiera una función del Yo, sino que es unresiduo de la etapa del
desarrollo que se corresponde con el narcisismo primario, dado que lo que perdura en
el adulto es la ausencia de límites y la prueba de realidad de que los límites existen,
tanto dentro como fuera de uno mismo.
Este factor es semejante al concepto de «sobreadaptación» de Liberman
anteriormente analizado. M. Fain lo denomina y explica como resultado de la
«prematuridad del Yo» que precozmente ha debido madurar y acoplarse a un guión
adulto que le ha obligado a renegar de sus necesidades personales y sus afectos. El
«candidado robot» a padecer somatizaciones graves se presenta ante el observador
como un individuo muy autónomo, fuerte, seguro, capaz, artífice y dueño de su vida
toda, y en contrapartida el juicio social lo sanciona como el factótum imprescindible.
Puede ser un buen líder, un militante ideal, un ardoroso hincha. (C. Smadja, 2005).
Los sujetos aquejados de un Yo ideal desmesurado tienen dificultades de

44
implantación y retención de los objetos por lo que tienden a de-subjetivar o
despersonalizar a los demás, como si trataran de personas-masa anónimas e
indiferenciadas. No sienten la presencia del objeto cuando está cerca, pero tampoco
son capaces de añorarlo o recrearlo cuando está lejos. Cuanto más alto tengan el Yo
ideal, más pobre será su juego de representaciones mentales y el peso y la calidad
conservada de su historia afectiva. Todo cuanto recuerdan parece un plano gris y
anodino, sin estribaciones emocionales, yermo y yerto, un agujero de vacío que ha
engullido la memoria (M. de Miguel, 2004).
Su Yo asumió una coraza prematuramente hábil al enfrentamiento con lo real, a
costa de obviar las crisis y el sufrimiento asociado. Ser y hacer lo que se debe
adecuándose a las expectativas y demandas, no dejando grietas a la crítica ajena ni
espacio al desfondamiento propio. El Superyó es sustituido por el Yo ideal
omnipotente, artificial, ficticio, pero a cuya mentira se consagra y venera. J. Otero y
J. Rodado (2004) califican de «mortífero» a este Yo ideal, por cuanto sólo permite
que se filtren y capten la atención del sujeto señales arcaicas y preverbales del soma,
señales rotundas que pierden su capacidad deaviso o advertencia, para ser sólo
testimonio de una desorganización ya producida. Mortífero, pues, porque sólo emite
tardíamente señales que debieran servir para prevenir la enfermedad. Se escucha al
cuerpo cuando la enfermedad es un fait accompli. Si el Yo ideal es muy rígido, se
frena o impide cualquier proceso de regresión o cualquier pequeño desfallecimiento
somático, desencadenando entonces un tropel de tumultuosas excitaciones que
terminan por desorganizar el aparato mental. Véase, pues, que la esclavitud al «hay
que hacer» sin cuestionamientos, treguas o excepciones acaba generando la
hecatombe de la gran somatización que «nada permitirá hacer». La carencia de
matices, fluidez y creatividad en la sobreexigencia se cobra el precio de la
enfermedad.
El sobreadaptado no se permite pasarlo mal ni bien, no sucumbe ante los
duelos, no se repliega ante las heridas narcisistas. No hay prohibición ni culpa, tan
sólo metas ideales, ambiciones desmesuradas. Seguir en la brecha es su sino y su
defensa para abolir la percepción. Más que por el instinto de placer se rige por una
pulsión de dominio, de control, sobre las flaquezas, miserias y miedos humanos. El
sujeto doblegado por su Yo ideal acepta la evidencia de la realidad que se le impone y
rechaza las ambigüedades o las variantes. Es extremadamente sensible al
reconocimiento o la reprobación de la realidad exterior. La estima de sí está en
función de ésta y trata de acrecentar el aplauso y la aprobación mediante un
«narcisismo de comportamiento» o una generosidad extraña: portándose bien siempre
(C. Smadja, 1998).
El momento propicio para la emergencia de la somatización será cuando las
ilusiones o ambiciones choquen contra un límite que no puedan salvar con su habitual
voluntarismo y coraje, tenacidad y brío. El resultado, evaluado como fracaso, puede
llevarles a percibir la inutilidad del esfuerzo y del sacrificio, derrumbarse y
desorganizarse (P. Marty, 1976).
Las enfermedades de adaptación fueron analizadas por Selye en 1936 a
propósito de las patologías por estrés que se aparean al desfondamiento biológico de
un cuerpo sobreexigido y con fuertes y crónicas activaciones del arousal y del

45
sistema simpático, así como de todas lashormonas asociadas a la preparación del
cuerpo al combate (adrenalina, catecolamina, cortisona…). Las teorías de Selye
constituyeron el primer intento para la integración psiquesoma. Denominó Síndrome
General de Adaptación al cuadro psicopatológico en el que el organismo sufría
modificaciones estructurales o funcionales a consecuencia de la acción prolongada de
sustancias (hormonas suprarrenales en general) que se segregaban para intentar
afrontar la sobreexigencia adaptativa a los primados de la realidad externa. Un cuerpo
sobreexigido puede no presentar ningún síntoma pero repentinamente manifestar una
reacción gravísima. El cuerpo protesta mediante un fallo estrepitoso. La súbita
enfermedad somática puede ser salvadora porque advierte al sujeto de la necesidad de
cambiar sus hábitos, sus sistemas de drenaje, sus prioridades vitales y sus fuentes
excitatorias. De las tres fases diferenciadas por Selye, y posteriormente por Holmes y
Rahe, Lazarus y Folkman, etc., la de alarma, la de resistencia y la de agotamiento —
relacionadas correlativamente con los distintos episodios en la curva de la función
vital de adaptación fisiológica—, es la última fase de agotamiento la que se
corresponde con la aparición de cuadros de estrés con incidencia psicosomática. Así
lo confirma D’Alvia:

… la etapa de agotamiento, que en la teoría de Selye estaría ligada a la


aparición de la caída de las defensas biológicas y las enfermedades de
adaptación con trastornos orgánicos sostenidos. Comparativamente en el
contexto freudiano sería equiparable con un rebalzamiento del aparato
psíquico que no puede procesar este incremento, un quiebre yoico con la
presencia de angustias difusas. Desorganizaciones mayores con
desvalimiento yoico e instalación de respuestas corporales
automatizadas como descarga sin beneficio secundario y riesgo corporal
en ascenso (R. D’Alvia, 1996, pág. 37).

Manuela Utrilla utiliza un concepto interesante que tiene que ver con la
sobreadaptación corporal: «El abandono de la percepción», refiriéndose al fracaso en
la prueba de realidad tanto en lo que nos atañe como en los riesgos que nos acechan.
Por ejemplo, el descuido en elvestir que nos puede empujar a un enfriamiento o a una
infección o contagio, la lisofilia inconsciente que aguarda el contacto con
herramientas punzantes o quemantes para desencadenar un accidente, el abuso o mal
uso de la alimentación que puede acarrear una perturbación gastrointestinal, la
exposición a escenarios que entrañan riesgos para la salud, la desatención a la
legítima necesidad de descanso o sueño. Todas estas expresiones traducen el
comportamiento de un sujeto sobreadaptado: come cualquier cosa, no duerme lo
suficiente, asume riesgos estúpidos, se mete donde no le llaman, se hace el valiente o
el hércules, alardea de no necesitar nada, exhibe un ascetismo desmedido… La
práctica de renegacio-nes y supresiones es constante: «yo puedo con esto y con más»,
«a mí esto no me afecta», «me he hecho a mí mismo», «la vida es dura y uno no
puede andar quejándose», etc.
La extremosidad de su fortaleza causa mayor extrañamiento cuando finalmente
se fractura y derrumba la defensa maníaca. Dice Chevnik que el sobreadaptado es un
narcisista que ha fracasado en las posiciones masoquistas, que se obceca en

46
representar un personaje de vigor y cordura incuestionables. El hipernormal de Marty
es el pseudonormal de McDougall o el como si de Winnicott. Contra viento y marea
han de forcluir el mundo interno y acallar el ruido psíquico con el ruido de la acción
agotadora. Sami-Ali sincretiza esta posición diciendo que el psicosomático «hace
abstracción de lo subjetivo, tiene una subjetividad sin sujeto» (1986, pág. 1003).

47
CAPÍTULO 2
De lo traumático e inelaborable
a lo somatizado: mecanismos
y procesos de la descompensación

A Calvino le dolió siempre algún órgano de su cuerpo. Queriendo


imponer la máxima disciplina, contención y rigor a cualquier sensación
placentera, prohibiendo toda veleidad corporal y presunción, acabó
enfermando gravemente.

Los así llamados hombres de espíritu son los que más sufren
corporalmente.

PABLO D’ORS

Pierre Marty apunta la idea de que una de las razones por las que nos cuesta
tanto ubicarnos mentalmente en la onda de la unidad psicosomática es que amenaza
la idea de la inmortalidad del hombre. Cualquier teoría y escuela psicosomática
incluye el factor personal en el análisis del enfermar, independientemente de que le
atribuya o no significado al órgano o al síntoma. La medicina no es una ciencia
explicativa pura o impersonal cuyo desciframiento podamos realizar sólo a partir de
reacciones y procesos neuroquímicos y fisiológicos, susceptibles de medirse en los
laboratorios y de predecirse, sino también una ciencia comprensiva que toma al
individuo como totalidad, pero que no es ponderable por procedimientos físico-
químicos.
La primera concepción de la medicina fue cediendo terreno a favor de la

48
segunda, aumentando la concienciade la necesidad de valorar la relación médico-
enfermo y el estudio de los intríngulis que viajan desde las reacciones físico-químicas
de las células hasta el estado de ánimo y desde las representaciones psíquicas hasta
los procesos neurovegetativos. Ningún psicoanalista con sentido común puede
ignorar la realidad contundente de un hecho biológico, si bien puede plantear una
lectura específica de la enfermedad, paralela pero compatible con las otras:
citológicas, inmunológicas o bioquímicas.
La primera tentación teórica consistió en dibujar un perfil de personalidad
característico de cada tipo de enfermedad (Dunbar), sustituida pronto por la tendencia
a buscar conflictos cardinales semejantes entre los afectos por un mismo cuadro
somático (Alexander), hasta que el premio Nobel Hans Selye sentó las bases de las
reacciones biológicas de las disfunciones orgánicas causadas por cuadros de estrés.
Uno de los primeros intereses fue discriminar entre la histeria de conversión y
los cuadros órgano-neuróticos o psicosomáticos. Aquella tiene una conexión
simbólica y significante que se deja ver con cierta facilidad —sea por el factor causal,
sea por la finalidad perseguida—, éstos son reacciones vegetativas arcaicas cuya
conexión significante no existe. Una y otros suponen, en todo caso, una regresión a
formas de funcionamiento mental anteriores, más arcaicas y automatizadas en el caso
de lo somático que en el caso de la histeria. La mayor labilidad de algún órgano o
sistema somático acentúa la probabilidad de que la sobrecarga conflictiva o
traumática se exprese a través suyo. Tempranamente en la vida se crean conexiones
entre ciertas representaciones y ciertos síntomas psicosomáticos (por ejemplo, una
diarrea y un temor a la separación de los padres), que luego (condicionamiento
corporal clásico) van a aumentar la probabilidad de recidiva del síntoma intestinal
cada vez que se repita la angustia de separación. J. Tomas establece la pauta:

a) Se produce un aflujo de estímulos actuales perjudiciales, y

b) una imposibilidad de elaborarlos psíquicamente.

c) Esto da lugar a una regresión que,

d) reaviva antiguos conflictos infantiles y los mecanismos somáticos


unidos a ellos (1989, pág. 99).

El primitivismo de las reacciones somáticas ha sido reflejado por muchos


autores, algunos de los cuales hablan de regresión a zonas oscuras o mudas del
esquema corporal, característica de una época simbiótica, indiscriminada y con
déficits vinculares.
Sólo cuando descartamos los cuadros somáticos funcionales (quejas
continuadas sin lesión, sin evolución y sin mejora), los facticios, los hipocondríacos,
los tóxicos o consecuentes a una medicalización excesiva o mal administrada, las
disfunciones esporádicas y concretas, la sinistrosis, etc., nos encontramos con el

49
síntoma psicosomático auténtico.

1. DE LO TRAUMÁTICO E INELABORADO

En el momento actual sobreabundan los cuadros psicosomáticos. Como recalca


E. Fernández, en entrevista con P. Marty (1985), el tipo de organización mental de la
mayoría de la gente avanza hacia las somatizaciones, perversiones, adicciones,
alejándose paulatinamente de las patologías neuróticas y psicóticas tradicionales. El
modo de vida actual confina al individuo a la realidad factual y al comportamiento
operatorio, restringiendo sus baluartes imaginarios. La mayor recurrencia se debe,
entre otros factores, al estrés de vivir, al efecto desorganizador que causan algunos
acontecimientos vitales, sobradamente estudiados por Selye, Holmes y Rahe y
Lazarus y Folkman entre otros. Algunas de esas vivencias tienen un aura traumática,
producida no tanto por la naturaleza inelaborable de las mismas, cuanto por la
acumulación. La adición y sucesión de presiones sociales, como señala P. Pérez
(1995):

… tienden a reducir significativamente el espacio personal para el


pensamiento, para la fantasía y para la comunicación verbal de los
sentimientos y emociones inherentes al vivir de cada día. Dejan al sujeto
más saturado y expuesto a un índice excesivo de tensiones y ansiedades
que no tiene tiempo de elaborar, que buscan la descarga directa, y que le
convierten, tal vez más que nunca, en diana propicia para la
descompensación psicosomática. La patología cardiovascular,
nutricional, metabólica e inmunológica aparece como más frecuente
(pág. 95).

Apunta J. Rallo (1991) que el trauma tiene mayor importancia en la


psicosomática que en otras áreas, habida cuenta de que altera el equilibrio psíquico
temprano, desestabilizando al sujeto y generando un estado yoico deficitario y,
además, porque estos pacientes debilitados estructuralmente dependen en exceso de
la realidad externa y eso los convierte en blancos fáciles para la retraumatización.
Afirma Smadja (1998) que en estos pacientes se erigieron tempranas barreras
antitraumáticas para frenar el impacto de las estimulaciones excesivas no elaborables.
Pero lo que termina perfilándose como trauma es algo construido desde la tolerancia
yoica a las excitaciones. Por tanto, lo esencial no es la naturaleza de los agentes
potencialmente traumáticos (C. Botella), sino que orbiten sobre el psiquismo como
«significantes enigmáticos» (J. Laplanche), o como «huellas ingobernables» (N.
Marucco) o que no se haya logrado su «anudamiento psíquico» (Freud, 1895).

Son ejemplos de traumatismos: pérdida de un ser querido, de una


función profesional o familiar, pérdida de una relación amistosa o
sexual, pérdida de un grupo al que se pertenecía, pero también pérdida
de un sistema de vida anterior, pérdida de una libertad, pérdida de una
función fisiológica (menopausia, amputación) o mental (como el

50
envejecimiento), de un funcionamiento sexual, de una actividad
deportiva, pérdida de un proyecto de trabajo o de vacaciones, pero
también figuración fantasmática, con ocasión de un hecho apenas
sensible, de alguna de las pérdidas precedentes (P. Marty, 1990, pág.
62).

Se da una aceptación absoluta de la hipótesis de un desbordamiento traumático


en el sujeto, llamado a convertirse en psicosomático. Traumas que pueden estar sin
procesamiento, que no han sido evitados ni descargados(R. D’Alvia, 1995). Las
diferentes líneas de investigación van desde considerar que dicho desbordamiento
obedece a agentes externos, a otras que lo consideran efecto de fallas estructurales
(defectos yoicos) del psiquismo. La primera es mayoritariamente seguida por la
investigación psicofisiológica, y la segunda por la Escuela de París. Para el IPSO, el
agente traumático externo sólo es el factor activador que dispara el mecanismo
subyacente y, dado que no pueden elaborar psíquicamente de la forma habitual entre
los neuróticos o psicóticos, y que fracasan las defensas ordinarias, se desencadena
una desorganización:

Los excesos de excitación pueden atacar a funciones biológicas que


no se sitúan en la línea evolutiva central, frecuentemente de orden
mental. Las oscilaciones provocan la modificación de las constantes
biológicas habituales. Otras veces, los excesos de excitación pueden
atacar funciones situadas sobre la línea evolutiva central mental (…)
Puede seguir entonces una desorganiza-ción del aparato mental cuyas
eventuales consecuencias somáticas conocemos (P. Marty, 1995, pág.
68).

La propuesta de D. Maldavsky sobre el efecto de los traumas es que inician o


impulsan algunos «procesos tóxicos» en el psiquismo, como una mala «combustión
mental» de las excitaciones no elaboradas ni evacuadas. También él, como su colega
D. Liberman (1982), ponen mayor énfasis en el punto de vista económico (sobrecarga
de excitaciones no drenadas; incrementos o caídas bruscas en los niveles basales de
tensión psicofisiológica, etc.) que en el dinámico a la hora de teorizar sobre el trauma.
Lo conflictivo o la lucha intrapsíquica no aparece en las teorizaciones. Habrán de ser
otros autores, Dejours y Green, quienes insistan en los ejes dinámicos de los impactos
traumatizantes.
Usobiaga Marchal y cols. (1992) comprobaron en pacientes con colitis ulcerosa
y en otros con enfermedad de Crohn que los síntomas somáticos brotaron tras algún
trauma psíquico. Lo mismo cabe decir del estudio con fibromiálgicas efectuado por J.
Muro (2007): traumatismos y duelos no elaborados figuraban en sus anamnesis
invariablemente. La supresión o disminución de la respuesta inmune por exposición a
shocks agudos o crónicos es yaun tópico en la psiconeuroinmunología de muchas
enfermedades (J. F. Artaloytia, 1998; E. Mendoza, 2006; S. Brainsky, 1985, F.
Arbinaga, 2001-2002). Con todo, hay otros autores que protestan contra el abuso del
concepto de traumatismo psíquico como piedra angular del origen de las
enfermedades somáticas (C. Dejours, 1992), por creer que nunca hay que renunciar a

51
interrogarse sobre el inconsciente del sujeto somático, y no sólo sobre la relación
bilateral: traumas-accidente somático o enfermedad.
Sea cual fuere el tipo de trauma (prepsíquico, psíquico o actual), según la
clasificación de E. Rappoport de Aisenberg (2004), la somatización o «somatosis» es
una puesta en escena que espera ser traducida y entendida por otros, justo cuando el
psiquismo ha sido arrasado en sus funciones más evolucionadas. El trauma deja
residuos («reminiscencias» decía Freud) no mentalizados cuyo testigo es el cuerpo.
La hiperestesia dolorosa en lo afectivo se materializa sensorialmente como algias o
disfunciones (F. Martínez Pintor, 2006).
Tanto Liberman (1982) como Kreisler (1985) descubren defectos
fundamentales en la configuración psíquica del paciente psicosomático proveniente
de las etapas precoces de su desarrollo. En la muestra estudiada en la Clínica de la
Concepción se observó a este respecto que estas «peculiaridades estructurales» se
refieren a configuraciones psíquicas más frágiles, vulnerables e inconsistentes, con un
estilo vivencial ambigual (unas veces parece verse el sujeto muy afectado por los
afectos y otras veces no los tiene en cuenta) o coartado (caracterizado por un esfuerzo
defensivo rígido rozando la parálisis afectiva). Igualmente se descubrió una menor
capacidad de integración y síntesis con tendencia a la sobresimplificación de los
estímulos, una mayor distorsión perceptivo-ideativa que, sin embargo, no alcanzaba
niveles psicóticos, mayor hostilidad y emociones disruptivas frente a las que no saben
defenderse, bajo nivel de recursos organizados disponibles, menor tolerancia al
estrés, falta de aceptación de necesidades afectivas y superior sentimiento de
indefensión ante sus propias emociones inundantes y desadaptativas. (P. Pérez, 1995).
Las especiales dificultades para organizar el pasado conducen a que los eventos
biográficos configuren una especiede «islotes» separados entre sí. M. de M’Uzan
creó para esta singular cristalización el cuño de «personalidades en archipiélago»,
destacando que el mecanismo predominante es la disociación y no la represión.
Invitado P. Marty (1995) a especificar qué sucesos pueden ser traumáticos y, por
consiguiente, desorganizadores, enumera unos cuantos, matizando que —sean cuales
fueren— su nocividad se establecerá en relación con las organizaciones defensivas
del sujeto:

— demasiada distancia del sujeto respecto a un objeto interno significativo


(precipitando sensaciones imborrables de desprotección y desvalimiento),
— demasiada proximidad con el objeto interno asfixiante o descalificador,
— demasiada distancia con respecto al objeto exterior vivido como positivo,
— demasiada cercanía con respecto al objeto exterior vivido como negativo,
— fraudes afectivos,
— empeño en sostener un Yo ideal sobreexigente, invalidando regresiones
salvadoras ante situaciones abrumadoras o difíciles de tolerar,
— fobia a pensar e inutilización del aparato psíquico, por lo que se vuelve a un
funcionamiento reflejo de acción-reacción, estímulo-respuesta,
— realización de deseos que causa vaciamiento (depresión, hastío) o
frustración de deseos que causa fracaso,
— pérdida de ilusiones, deflación del Yo, desmoronamiento de la imagen

52
social,
— estrés (invasión de demandas que no encuentran estrategias de
afrontamiento adecuadas y proporcionadas), que rompe la auto-
regulación,
— aislamiento social, marginalidad, reclusión, «excomunión» del grupo, etc.

Por supuesto, la lista anterior no agota todas las posibilidades. Una larga cadena
de heridas narcisistas, celos o envidias respecto a alguien del entorno, una fuerte
simbiosis con una madre omnipotente e invasora, dificultades enormes para alcanzar
cualquier grado de separacióno individuación, son algunos de los factores
pretraumáticos, pero podrían desmenuzarse decenas de agentes precipitantes más. El
vestigio frecuente es la desesperanza, el aplanamiento psíquico, tanto si el recuerdo
traumático ha sido reprimido (con lo que fácilmente realizará a medio o largo plazo
un síntoma neurótico sustitutorio) como si ha sido disociado (tomando un derrotero
somático con mayor probabilidad):

En las personas que han sufrido graves experiencias traumáticas,


solemos encontrar la marca irreparable de algo melancólico, de un
tiempo actual y retrospectivo sin esperanza y sin anhelos (E. Mollejo,
2006, pág. 160).

En la fase final de la teorización freudiana, Freud admite una barrera protectora


del excedente de tensión: es una barrera percepción/conciencia. Si no actúa, la
sobrecarga se filtra en el funcionamiento neurovegetativo generando un desequilibrio
orgánico funcional o lesivo. Si además fracasa el Yo en elaborar las excitaciones, el
riesgo corporal va en aumento, desembocándose en una somatización de grandes
dimensiones.

CUADRO 2.1.—Lectura diferencial del afecto traumático

53
Fuente: Elaboración propia.
El papel del trauma por sobreexcitación ha sido estudiado por R. D’Alvia
(1996) comparando las teorías de Freud sobre las neurosis de angustia y las de Selye
sobre el estrés:

2. EL ESPESOR DEL PRECONSCIENTE

El preconsciente es ese sistema que hace de filtro entre las representaciones


inconscientes y las conscientes. Puesto que almacena en estado latente todos los
recuerdos, percepciones, sensaciones y representaciones que forman parte de nuestra
historia, es la clave para el establecimiento de conexiones entre recuerdos,
representaciones y afectos de la misma o de distintas épocas. El espesor del
preconsciente alude a «la acumulación en el tiempo de las capas transversales de
representaciones» (P. Marty, 1990, pág. 45). Un buen funcionamiento preconsciente
asegura un conocimiento suficiente y necesario de nosotros mismos, la inexistencia
de lagunas o lapsus en los nexos identificatorios. Un buen preconsciente nos permite
captar la estructura oculta o las pautas semejantes en nuestras vivencias repetidas, así
como anticipar, inferir o interpretar retroactivamente las claves de cuanto nos
acontece, pues es un reservorio donde se depositan todos los nexos. Un buen
preconsciente amortigua los impactos de la realidad y los traumatismos pulsionales,
pues los enlaza con representaciones del pasado o con neorrepresentacio-nes que
ayudan a contener el aluvión tensional sin desorganizar el aparato psíquico. (J. L.
Kantrowitz, 2000). Si no adquirió la capacidad de ligar, canalizar o transformar las
excitaciones, el aparato psíquico se queda inerme ante las pulsiones internas o las
excitaciones externas, no pudiendo proteger al psiquismo contra los impactos
traumáticos:

El preconsciente, como un tamiz, deja el paso libre, abierto desde


fuera. La válvula funciona incluso demasiado bien de fuera hacia

54
adentro y, por ella, se precipitan sin contención, sin filtraje, los impactos
traumáticos (L. Kreisler, 1985, pág. 85).

Pierre Marty le concedió al preconsciente un papel esencial en el engranaje del


pensamiento, hasta el punto en que él lo designó «placa giratoria de la economía
psicosomática» (1991, pág. 60). Pero, ¿cómo se palpa y se evalúa la fluidez
preconsciente? Pues registrando y asignando distinta fuerza a diversas funciones y
manifestaciones que de él derivan:

… teniendo el preconsciente, entre sus funciones de vigilia, las riendas


del acceso de las representaciones a la conciencia y a la acción; así
como, de noche, la función de censura del sueño, en principio, la
estimación descansa en el discurso del paciente a lo largo de la
investigación, en sus capacidades disociativas, en la expresión de sus
fantasmas y afectos, en sus modos relacionales, en la investidura de su
sensorio-motricidad, etc, y, en particular, en su capacidad para utilizar en
ciertos momentos una regresión del pensamiento en procesos primarios
(desplazamiento [Transferencia], condensación, simbolización (D.
Braunschweig, 2000, pág. 143).

Los psicosomatólogos atribuyen a este sistema de la primera tópica freudiana


una importancia decisiva en el desenlace de la enfermedad mental y somática. Cabría
decir que, cuanto más delgado sea, la somatización es más probable y cuanto más
grueso sea, la deriva mental —neurótica, psicótica, perversa— será más probable.
Pero también su fluidez y la permanencia de las representaciones que elabora son
importantes, como ha demostrado C. Smadja (1995) en su investigación de 66
mujeres aquejadas de tumoraciones mamarias. Resultaron ser benignos los tumores
de aquellas féminas que contaban con un preconsciente ajustado a estos tres
parámetros (mayor espesor, mayor fluidez, mayor estabilidad y permanencia en la
mediación representacional) y malignos los de las mujeres que no se ajustaban a
ellos.
Aunque separado del inconsciente por la censura represiva y de la conciencia
por la barrera de la desatención o supresión disociadora, el preconsciente es el
sistema tópico encargado del paso de las representaciones de cosa a las
representaciones de palabra. Su capa más profunda está próxima al inconsciente y
mantiene una relación muydirecta con el inconsciente biológico (instintivo, corporal).
Las más tempranas percepciones sensoriales del cuerpo van dejando huellas mnésicas
que luego se engraman produciendo primitivas representaciones mentales (placer,
dolor, bienestar, malestar, satisfacción, tensión, relajación, opresión). Estas
representaciones de cosa son preverbales y permanecen ligadas a imágenes y
vivencias primitivas. Cuando se adquiere el lenguaje, se van transformando en
representaciones de palabra, progresivamente enriquecidas por vivencias afectivas y
elementos simbólicos.
En esta línea, P. J. Boschan (1998), hablaba de un registro corporal de los
afectos desde la infancia. El bebé asocia los estados corporales con los afectos que le
producen la satisfacción/insatisfacción de sus necesidades o el miedo, el enfado, etc.

55
Pero puede producirse una disociación que rompa dicho vínculo, de modo que:

En determinadas circunstancias, o en procesos en los que el


funcionamiento de la estructura vincular obstaculiza la mentalización de
estos procesos, interfiriendo con la metabolización que implica pasar del
registro puramente corporal al mental, ese nexo puede verse disociado, y
pueden aparecer o persistir cambios corporales sin que exista un registro
psíquico del afecto que supuestamente lo acompaña (…) Esto es, una
falla en el registro mental de la experiencia afectiva (P. J. Boschan,
1998, pág. 172).

En un pequeño texto de 1985, P. Marty aduce cuatro principales comienzos de


los procesos de somatización, pero al que más peso específico concede es a la
existencia de malformaciones del preconsciente. Si no hay —dice— elaboración de
duelos y pérdidas, integración yoica de los afectos e interiorización, todas las
dificultades afectan al narcisismo corporal, entonces aparecerá la disfunción
somática.
La indisponibilidad del preconsciente puede ser pasajera o permanente. El
grosor del preconsciente tampoco es estable a lo largo de la vida, dependiendo de
circunstancias, anclajes narcisistas y puntos evolutivos críticos para el sujeto. Para
Pierre Marty, la oscilación en la capacidad del preconsciente está en conexión con el
establecimiento intermitente de la presencia materna capazde suministrar al
funcionamiento de las representaciones mentales su encarnadura afectiva. E.
Castellano plantea una sugerente conexión entre los procesos de la desorganización
progresiva y los del marasmo observado por Spitz en los niños precozmente
separados de, o abandonados por, su madre.
Sivak y Wiater (1998) en su estudio de la alexitimia nos inducen a pensar que
no necesariamente alexitimia y malformación del preconsciente se superponen. En
apariencia una persona alexitímica es también una persona con un grave fracaso de su
preconsciente, que no encuentra fórmulas para representar su vivencia afectiva o
pulsional. Pero he aquí que cabe diferenciar entre el alexitímico puro cuyo déficit
afectivo consiste en la incapacidad para percibir, emitir o recibir afectos, y el sujeto
somático que sí puede tener importantes representaciones afectivas pero circunscritas
sólo a sensaciones o registros corporales. Pudiéramos decir, pues, que en el enfermo
somático existe una emocionalidad vivida a través del cuerpo y el preconsciente se
decanta del lado de las representaciones pulsionales más inconscientes en detrimento
de las representaciones más cercanas a la conciencia (véase cuadro de la página
siguiente).
Cuanto más grueso sea el preconsciente, tanta mayor capacidad de
metamorfosear las representaciones de cosa en palabra habrá, observándose así un
resultado probable de desarrollo mental organizado —sano, neurótico o psicótico—.
Cuanto más fino sea, por el contrario, tanto más probable es la desorganización y más
pronosticable la somatización, pues cualquier proceso contraevolutivo no tropezará
con un colchón protector de representaciones de palabra que contenga su caída libre
hacia las puras y desnudas percepciones sensoriales y somáticas. La pulsión, sus
necesidades y demandas, no llegan a la figuración. El preconsciente cumple una

56
función específica antitraumática. Sólo un fallo grave en la organización fantasmática
de la psiquis y un borrado de los sistemas de representación propiciará el retorno a
una sensoriomotricidad primaria indiferenciada y, por consiguiente, a
comportamientos estereotipados autocalmantes (C. Smadja, 2005).

Michael de M’Uzan repite que «el síntoma psicosomático es estúpido», carente


de pensamiento que lo respalde, una especie de pensamiento «non arrivé» expulsado
del psiquismo y que sólo puede ser escuchado a través del cuerpo. Del espesor del

57
preconsciente depende, pues, la formación psicopatológica resultante: en función de
la presencia o no de representaciones mentales hallaremos enfermedades mentales o
enfermedades somáticas. De ahí que salvar a un paciente somático grave precise
atravesar una fase, al menos transicional, de sintomatología mental neurótica o
psicótica. A veces, un estado delirante o alucinatorio, disgregado o confusional y
angustioso es un buen indicador de mejoría en un cuadro somático grave. Y a la
inversa: la extinción de síntomas mentales, puede alertarnos de la eventual caída en
desorganizaciones progresivas graves (J. Rallo, 1991).
J. Rallo (1991) propone técnicas de insuflación de pre-consciente que, a decir
verdad, no deben diferir nada de técnicas de alfabetización verbal para la
comunicación de afectos mediante representaciones verbales. Una educación
sentimental contra la alexitimia.

3. NUEVA CLASIFICACIÓN NOSOGRÁFICA

Pierre Marty estableció una relación clara entre la capacidad de mentalización y


el riesgo de desorganización. Cuando se carece de capacidad de representación
mental, el traumatismo degenera en trauma porque los acontecimientos provocadores
de tensión no pueden fantasmatizarse, quedando irrepresentados. Ante un problema
externo se pueden dar tres salidas:

— La ligazón de las representaciones de cosa a las de palabra, vinculando lo


simbolizado de la palabra al afecto. Esto equivale al funcionamiento
sano.
— La descarga sensoriomotriz de la tensión o del malestar. La actividad
produce calma interna en el sistema pulsional propio. Funciona en niños,
deportistas, personas con problemas para inhibir la tensión o la
impulsividad.
— La formación del carácter, producto de la conciliación de las necesidades
interiores con la realidad exterior. El resultado es un conjunto de
reacciones yoicas habituales cuya fijeza y rigidez perfilan rasgos estables
y persistentes que nos definen. Son necesarios para la supervivencia
cotidiana, ya que sin ellos no habría socialización.

La clasificación IPSO-P. Marty considera y evalúa cinco características durante


la valoración clínica y pre-terapéutica de los casos recibidos, pero nunca debe
tomarse como un artículo de fe literalmente aplicable, así lo advierte F. Moreau
(2001). Tiene indudables ventajas:

— la adaptabilidad, dado que se va modificando a tenor de los nuevos datos


que emerjan durante la anamnesis y durante los prolegómenos de la
terapia misma;
— la temporalidad, habida cuenta del seguimiento evolutivo del cuadro
somático y su engarce con la historia biográfica del enfermo;

58
— la manipulabilidad, en el sentido de su aptitud para someterse a manejos
estadísticos por su configuración numérica;
— el dinamismo en la concepción subyacente de los mecanismos implicados
en el proceso del enfermar y del curar;
— la heterogeneidad de los referentes teóricos y epis-temológicos
contemplados a la hora de componer la visión general del cuadro.

La clasificación se compone de cuatro elementos (C. Smadja, 1995):

a) La estructura fundamental: componentes hereditarios bastante inamovibles


(existen nueve tipos de estructura básicos).
b) Las particularidades habituales mayores: forma de funcionamiento vital
característico y representativo de cada sujeto, estilo de vida, hechos
relevantes, etc.
c) Las características actuales: se busca comprenderel entorno mental, el
encuadre existencial en que emergieron los síntomas o afloraron los
pródromos de la enfermedad.
d) El desarrollo terapéutico: se consignan los cambios experimentados desde
el inicio de la relación terapéutica, la permeabilidad a las
interpretaciones, los cambios en el ritmo psíquico, etc.

Se espera que la clasificación resulte clarificadora diagnósticamente,


informativa y buscadora del compromiso del paciente, con capacidad predictiva, aun
dentro de la complejidad irreductible de sus elementos psíquicos singulares, y
facilitadora de un entendimiento y consenso con interlocutores sociales e
instituciones sanitarias.
La nosografía de IPSO destaca el aspecto económico sobre el tópico o el
dinámico. La posibilidad de enfermar o de preservarse aceptablemente sano
dependerá, no sólo de factores cuantitativos vinculados a las pulsiones de vida y
muerte, y al peso específico que cada una de ellas tiene sobre la otra, sino también a
la capacidad organizativa y transformadora que los instintos van adoptando evolutiva-
mente. La nosografía psicosomática obedece a un principio de jerarquización a partir
del nivel —cuantitativo y cualitativo— de funcionamiento de la psique o capacidad
de mentalización que esté al alcance del sujeto. El abrumador exceso de energía no
ligada que nace del cuerpo y vuelve al cuerpo, no tiene historia ni proyecto ni
memoria y, por tanto, tampoco tiene sentido. A diferenta de la pulsión que sí tiene
historia, proyecto y sentido progrediente y regrediente, que puede investir, desinvertir
y sobreinvestir.

Es lo contrario de la excitación, que no puede elaborarse en ese otro


fenómeno pulsional que en realidad es el objetivo del trabajo psíquico.
En cambio, la excitación queda en el umbral del aparato psíquico, y si
entra a la fuerza, sin haber sido invitada, barre los planos más
importantes de la trama psíquica, que tanto costó elaborar (C. Smajda,

59
1995).

Dependiendo, por tanto, de la existencia o no de mentalización, nos


encontramos con 4 posibilidades diagnósticas ante un caso:
a) Neurosis de comportamiento: El sujeto tramita evacuatoriamente sus
tensiones, dada su dificultad para simbolizar, relacionar, etc. Su vida se sustenta en
comportamientos, conductas, sin trasfondo alguno ni respaldo cognitivo (Forrest Gun
es un ejemplo claro). El discurso remite invariablemente a los hechos fácticos, nunca
a su significado o alcance subjetivo y la reverberación mental de las vivencias es
escasa y superficial; cualquier densidad inconsciente se derrama por la vía del actuar.
No hay un haz central de fijaciones, lo que permite las desorganizaciones por no
haber palieres para la regresión. No hay tampoco haces laterales de dinamismos
paralelos que permitan la aparición de posibles salidas sublimatorias o perversas. No
hay Superyó, por lo que no existe el freno a la acción provocado por la angustia o la
culpa, el preconsciente es pobre impidiendo la simbolización o elaboración mental.
No hay verdadero y profundo investimiento objetal sino maestría en el manejo fáctico
o técnico de los hechos.

El neurótico de comportamiento no tiene, por definición, posibilidad


de resolver mentalmente el traumatismo, y directamente se ve sumido en
la depresión esencial y vida operatoria que, de no reorganizarse por
medidas tomadas desde el entorno, desemboca en enfermedad somática
(S. Pérez Galdós, 1995, pág. 49)

b) Neurosis mal mentalizadas: Se presentan cuando ya ha habido mentalización


de los conflictos, pero en algunos puntos afectivos no se mantiene y desaparece por la
vía de la desorganización. El sujeto parece vacío, devastado, incapaz de dar sentido
—salvo actuando agitada y continuamente— a su vida y a su exceso de tensiones.
c) Neurosis de mentalización incierta: Aparecen cuando se presenta una
capacidad fluctuante y discontinua de representación mental, pero con lagunas
importantes en ciertos temas o aspectos.

… sus posibilidades representativas y asociativas varían en el tiempo,


tanto en su condición psíquica como en el sentimiento indeciso del
observador (perplejidad, «transferencia blanca», sensación de vacío). El
mecanismo regresivo predominante daría lugar a enfermedades
reversibles y de carácter funcional, de desorga-nización fluctuante con
predominio de angustias difusas. Para su determinación deberían
evaluarse las actividades simbólica, onírica y de relaciones objetales»
(R. Sivak y A. Wiater, 1998, pág. 73).

d) Neurosis bien mentalizadas: Serían aquellas en las que se da un buen


funcionamiento del preconsciente y un adecuado manejo de representaciones. Éstas
serán amplias y profundas y permiten el uso de defensas mentales capaces de
absorber las tensiones.

60
4. NEUROSIS DE CARÁCTER Y NEUROSIS DE COMPORTAMIENTO

Las tres últimas modalidades son las que Pierre Marty designa genéricamente
como neurosis de carácter. Los rasgos no tienen valor elaborativo, sino que son un
escudo contra los traumatismos. Ellos alegan tener problemas reales, nunca
problemas psíquicos. Su gravedad dependerá de su variable aptitud para resolver
mentalmente el traumatismo, en función de la capacidad de reorganización psíquica
propiciada por las regresiones. Puede darse un grado mayor o menor de
desvanecimiento de las funciones mentales y durante un tiempo más o menos largo.
Son las neurosis de comportamiento y las neurosis de carácter mal mentalizadas
las que desembocan en mayor medida en somatizaciones. Ante un aluvión traumati-
zante, en ambos casos —en mayor medida que en los restantes— el sujeto
reaccionará con unas defensas muy primitivas: la renegación («no pasa nada»), la
desmentida o rechazo («no voy a pensar en ello»), la supresión («voy a pensar o hacer
otra cosa que me lo quite de la cabeza y me distraiga»), la disociación del afecto
(«fuera tristeza»), la racionalización («otros han pasado por lo mismo», «la vida es
dura»), la anestesia psíquica («fingir ser de acero o aluminio para que nada nos dañe
definitivamente»), el repliegue y el silencio (desligándose hacia posiciones objetales
frías y formales).
Para acallar y contrapuntear la angustia difusa o la sobreexcitación tensional, se
hipercatectiza la realidad y la actividad física. Evitar pensar y evitar sufrir, fantasear,
entender, se convierte en el leitmotiv del sujeto que cabalga así desde el trauma hasta
la depresión blanca y de ésta al funcionamiento operatorio y la posterior
somatización.
Parece que ésta se abre camino cuando el sujeto no encuentra «ruido externo»
suficiente —actividades que canalicen la sobretensión psíquica— y cuando los
mecanismos de elaboración sintomática neurótica han fracasado o no han llegado a
usarse. En «Mentalización y Psicosomática», Pierre Marty diferencia entre las
neurosis de carácter y las de comportamiento:

CUADRO 2.3.—Secuencia diferencial de los tipos de neurosis

61
Fuente: Elaboración propia.

La angustia difusa, producida por acumulación de tensiones ni evacuadas ni


mentalizadas puede generar un sinfín de traducciones neurovegetativas concretas. Y
éstas pueden ser tanto inconcretas, aisladas y esporádicas, como crónicas.
Dependiendo de la gravedad de los agentes traumáticos y la interrelación de varios
factores (vulnerabilidad yoica, alexitimia, depresión esencial, insuficiencia en la
mentalización), pueden desencadenarse fallos de diverso calado en el funcionamiento
orgánico:

— Fallos neurovegetativos primarios fugaces: alteraciones de la tensión


arterial, palpitaciones, sudoración, diarreas episódicas, etc.
— Fallos viscerales
— Fallos histológicos
— Fallos metabólicos
— Fallos funcionales o lesionales de algún/-os órgano/-s.
— Fallos inmunológicos
— Fallos que afecten a todo el sistema de desarrollo o crecimiento.

La gravedad de los síntomas somáticos y su pronóstico maligno o benigno


dependerá de la solidez del aparato psíquico. Un aparato mental bien estructurado a
nivel de las defensas y con fluidez en las regresiones y abundantes puntos de fijación,
organizará una enfermedad mental ante un traumatismo pulsional, desencadenado tal
vez por acontecimientos externos más o menos graves aunque desbordantes. Un
aparato mental débil —sea sólo temporalmente frágil, sea crónicamente debilitado—
tenderá a desorganizarse, ocasionando un desenlace fatal.

5. FIJACIONES, REGRESIONES Y DESORGANIZACIONES PROGRESIVAS

62
5.1. Fijaciones somáticas

Habida cuenta del principio evolutivo que traspasa toda la teoría del IPSO, y
derivado de la línea de pensamiento de H. Jackson, la salud es sinónimo de una
evolución gobernada principalmente por los instintos de vida («cualidad o virtualidad
ligada a todas las funciones del ser que inspiran y animan su evolución») y la
enfermedad es asimilable a la involución gobernada por los instintos de muerte
(«desintegración y destrucción de lo creado») (S. Pérez-Galdós, 1987, pág. 41). Para
Marty las fijaciones a un órgano pueden ser un reservorio de las pulsiones de vida,
fruto de sucesivas investiduras narcisistas del sujeto, pero en el mismo órgano
confluyen una vertiente contra-evolutiva y una vertiente movida por pulsiones de
vida. De la unión o desintrincación de ambas tendencias dependerá el destino
psicosomático final, que puede consistir en meras regresiones somáticas transitorias y
benignas (esas pequeñas somatizaciones que nos sirven para «cargar las pilas»), o en
somatizaciones graves y deletéreas, producto de las desorganizaciones.
El IPSO extendió al terreno somático conceptos que procedían en Freud de las
funciones mentales. Así, cuando el sujeto operatorio está expuesto a un estado
traumático, el funcionamiento psíquico resultará momentáneamente desbordado y
saturado en sus capacidades de ligadura. El aparato psíquico recurrirá a la repetición
para yugular el exceso de excitación traumática. No sabiendo acudir al plano mental,
retornará a las fuentes somáticas. Cada individuo va «depositando» en algunos
lugares del cuerpo unas fijaciones preferentes y habituales que son su «talón de
Aquiles» y su coraza. Es «el bagaje defensivo del sujeto que se opone a la
desorganización» (C. Smadja, 1995, pág. 15). El alcance y la gravedad de estos
fenómenos de fijación somática difieren con arreglo a un parámetro cuantitativo y
con arreglo a un parámetro temporal: depende de cuán intensas sean y de cuánto
duren. De ambos dependerá la recomposición libidinal del individuo y, por tanto, la
benignidad o malignidad de las somatizaciones.
A lo largo del desarrollo se van produciendo apuntalamientos somatopsíquicos
sucesivos continuos. Las fijaciones somáticas —Marty habló incluso de «plataformas
de fijación»— caracterizadas por la existencia de cristalizaciones somáticas
jerarquizadas en función de la historia evolutiva de cada sujeto, le hacen más
vulnerable a enfermar en ciertos órganos o sistemas concretos. No puede desdeñarse
la influencia de múltiples factores: secretorios, circulatorios, hormonales, alérgicos,
inmunológicos y otros de orden neurobiológico insuficientemente conocidos (P.
Marty, 1991). La paradoja de estas plataformas es que, al tiempo que te enferman, te
curan y preservan de otras desorganizaciones aún más letales. Cuando se disuelven o
cesan en su función de enganche, se produce una desligadura de la pulsión de muerte
que puede acarrear una somatización maligna. Sólo si se relibidiniza el órgano puede
haber remisión de la destructividad mortífera:

… las posibilidades de reestructuración del sujeto están ligadas a la


resexualización de la función somática alterada por la enfermedad (C.
Smadja, 2005, pág. 101).

En sus primeros tiempos, Marty, de M’Uzan, Fain (1967) hablaron de

63
«metabolismo psicosomático de base» y de «posición psicosomática nuclear». Más
tarde, Marty (1982) creó un concepto de «mosaico primario» para referirse al cuadro
de la primera organización psíquica formada por el niño. Ese mosaico evoluciona
configurando sucesivas y crecientemente complejas organizaciones jerárquicas de
carácter funcional que le llevan a una autonomía progresiva. Cada nueva fase engloba
las funciones anteriores que van dejando sus huellas. La adquisición funcional puede
ser de corta duración (el automatismo de las vísceras y de los sistemas
neurovegetativos), de duración media (por ejemplo la conquista del equilibrio, el
control del hambre y otras necesidades fisiológicas, el freno o la renuncia a la
satisfacción impulsiva de los deseos), y otras de adquisición larga (como la mayoría
de las funciones mentales). Cuanto más tiempo precise la adquisición de una función,
tantos más puntos de fijación, más jalones, se establecerán. Estos hitos servirán como
«topes escalonados» que actuarán de potenciales reorganizadores.

Cada nivel evolutivo permite una nueva forma de vivir. En este


desarrollo, cada vez más complejo, las dificultades pueden ser
numerosas y frecuentes: si sobreviene cualquier traumatismo, puede no
encontrar en ese momento del desarrollo los elementos funcionales
capaces de enfrentarlo, y el niño fracasa en el intento, sufriendo una
regresión al nivel anterior que servirá de punto de partida nuevamente
para reiniciar la evolución. Si esos vaivenes se repiten, se van marcando
esos puntos de caída, convirtiéndose en fijaciones (S. Pérez Galdós,
1995, pág. 45).

En el modelo psicosomático del IPSO, es importante distinguir entre fijaciones


centrales y fijaciones laterales: un haz central de fijaciones se refiere a las fijaciones
que se prolongan en procesos mentales, participando en el trabajo psíquico, en tanto
que las cadenas laterales de fijaciones escapan momentánea o definitivamente al
trabajo psíquico. Las fijaciones laterales conciernen y afectan a rasgos de carácter, a
comportamientos, perversiones, sublimaciones y ciertas somatizaciones.

5.2. Regresiones somáticas

Para la teorización del IPSO, la regresión es previa a la fijación —al contrario


que ocurría en Freud—. A base de retornar regresivamente una y otra vez, se acaba
fijando un lugar orgánico que actúa como puerto, como anclaje. Las fijaciones,
permitiendo un punto de parada en la caída, evitan la desorganización completa y la
enfermedad grave o deteriorante. Cuando no existen puntos de fijación que frenen la
marcha contra-evolutiva de las pulsiones de muerte, se pone en peligro el pronóstico
vital con somatizaciones irreversibles. Las fijaciones son, pues, como los
campamentos base que quedan habilitados en una ascensión peligrosa a la montaña y
a los que se puede y debe volver ante un escollo grave en la escalada, para evitar la
muerte por congelación y para reorganizar la estrategia futura. Pero, siguiendo la
metáfora, cuanto más distantes estén dichos campamentos del punto de la ascensión
(evolución) del sujeto, más inútiles son, pues no servirán de refugio ni podrán evitar

64
la muerte.
En este sentido, P. Marty advierte que si las fijaciones son tardías protegerán de
la desorganización, pero si faltan fijaciones dominantes y centrales a las que regresar,
no podrán servir de colchón protector ni frenar la desorganización. Del mismo modo:

Si las regresiones no concuerdan con la línea mental, son poco


defensivas, puesto que el trayecto, a menudo corto, de la línea evolutiva
a la que se refiere, no ofrece a los movimientos instintivos más que
posibilidades de expresión, pero no de elaboración (P. Marty, 1995, pág.
26).

A diferencia de lo que ocurre en la conceptualizacion de las neurosis y las


psicosis, donde las regresiones sonsinónimas de disolución de las organizaciones
adaptativas adultas —y por consiguiente temibles y evitables—, en el terreno de la
psicosomática, la regresión hasta puntos de fijación evolutivamente reconocibles y
repetidos es una garantía salvadora contra la enfermedad somática grave. La
regresión en este terreno es un freno a la desorganización y a la muerte, incluso una
crisis potencialmente reorganizadora (recordemos la coincidencia con el concepto de
Hartmann de «regresión al servicio del Yo»). Marty y Fain (1959) afirmaron
taxativamente: «concedemos pues al trastorno una función de detención de un
proceso de desintegración» (pág. 83). Una diarrea ante el miedo puede ser una
regresión útil, si es esporádica y sirve para pensar y rearmarse mentalmente ante las
circunstancias intimidantes, pero puede deparar una colitis espasmódica y crónica —
colitis ulcerosa— si se repite sin mentalización o solución más madura.
Las regresiones pueden ser globales, parciales o progresivas desorganizaciones,
y asimismo pueden afectar al tronco central de la estructura psíquica y a las cadenas
defensivas laterales. El IPSO diferencia entre un haz central común o cadena
evolutiva central de fijaciones: «La calidad de ese haz se observa a través de ver si las
fijaciones anteriores a la fijación en donde se ancló la regresión están o no
suficientemente evolucionadas, de igual manera que han de examinarse las marcas
que dejan las fijaciones posteriores a la fijación mayor en el plano mental, en el
carácter, en las relaciones objetales, en las sublimaciones» (S. Pérez Galdós, 1995,
pág. 47) y las cadenas evolutivas o haces laterales (oral, anal, fálico), que pueden
crecer aisladamente y que tendrían que incorporarse a dicho haz central. Pero pueden
coexistir regresiones mayores y menores en paralelo, unas en el plano de lo mental y
otras en el plano de lo somático, y alguna de las cuales sea detención de la otra o
permita reorganizar al sujeto contra movimientos somáticos deletéreos o contra
movimientos neurotizantes o psicotizantes.
Si el uso de la regresión detiene la desorganización será reorganizadora, si
fracasa, la desorganización progresa hacia la enfermedad somática. La combinación
de dichas posibilidades es la que va a permitir diferenciar entre neurosis de carácter
con síntomas somáticos, o neurosis de comportamiento, expresadas a través del
acting-out corporal. Las posibilidades diferirán en función del daño o alteración de la
estructura psíquica causado por el fallo en los mecanismos de defensa
psiconeuróticos, de la idoneidad o fracaso del sistema preconsciente, o de la fortaleza
de la estructura yoica para afrontar traumatismos.

65
En un estudio experimental realizado por Blatt (1963) para comprobar la
posible relación entre la gravedad de la patología fisiológica y la severidad del
funcionamiento psicológico, se pretende determinar a partir de qué momento el
fracaso funcional ocasional deja de ser reversible y pasa a ser incontrolado. Michaels
(1944) había sugerido que las disfunciones viscerales adultas representan un
recrudecimiento regresivo de las funciones viscerales somáticas de la infancia.
Grinker sostenía que la desintegración bajo estrés —sea por factores externos o
internos— reaviva las funciones globales de la infancia y recrudece los afectos
primarios con tendencia a expresarse visceralmente. Asegura Grinker que:

… los síndromes psicosomáticos son indicadores del fracaso en


conservar, así como de la disolución de, una organización psicológica
adulta —esto es, indicadores de una regresión a adaptaciones
psicológicas menos maduras—. Sin embargo, estos síndromes retrasan o
contienen procesos que tienden hacia disoluciones más graves de la
personalidad (citado en E. F. Blatt, 1963, pág. 207).

5.3. Desorganizaciones progresivas

Cuando fracasa la psiquización, fracasa la solución neurótica o psicótica,


entonces se está en el punto cero para el inicio de un retorno sin control hacia la
desintegración. Puede venir precedida de una crisis o traumatismo aislado o crónico,
cuya raíz suele hallarse en estados tempranos del desarrollo (M. Bekei, 1982),
originando una precoz desmentalización, pensamiento operatorio y desintrincación
pulsional que devasta, entre otras cosas, los propios recursos autocalmantes y las
protecciones paraexcitadoras (antitraumáticas). Las desorganizaciones seguirán un
orden involutivo inverso al de la constitución de organizaciones evolutivas. Su
virulencia y pasividad dependerán de la eficacia de las fijaciones y regresiones
disponibles. Van arrasando las diversas organizaciones funcionales conquistadas a lo
largo de la vida en beneficio de funciones arcaicas y desadaptativas. Traspasan en su
retroceso todas las fijaciones somáticas potencialmente reorganizadoras, dado que:

Las regresiones constituyen sistemas homeostáticos sólidos,


mientras que las desorganizaciones progresivas no llevan a establecer
ningún equilibrio duradero (P. Marty, 1976, pág. 13).

Para los sujetos con un aparato mental que tiene difícil la elaboración psíquica,
el impacto traumático puede generar una desorganización progresiva. Se desarrolla
progresiva y silenciosamente en un primer tiempo. No es una respuesta brusca y
momentánea a un fracaso elaborativo, sino una destrucción insidiosa de las ligaduras
pulsionales (tanto las narcisistas como las objetales) que acaban provocando una
desregulación de las funciones fisiológicas:

Las desorganizaciones son los movimientos contra-evolutivos que


aparecen cuando los instintos de vida son desplazados y ocupan su lugar

66
los instintos de muerte. El traumatismo ataca el aparato mental y hace
desaparecer la jerarquía funcional correspondiente, con la consiguiente
dispersión de las funciones que supone confusión y desorden. La
desorganización avanza, arrasando, y solamente puede parar este estado
de cosas el que se encuentre de repente con un nivel anterior fijado
previamente que la detiene (S. Pérez Galdós, 1995, pág. 46).

P. Marty (1991) contemplaba varios factores cuya mezcla e interacción


decidirían lo virulento y masivo de las desorganizaciones psicosomáticas. Para que la
somatización sea duradera y grave es preciso que confluyan la regresión somática y la
desligadura pulsional, y que ambasestén envueltas en un parámetro cuantitativo
(intensidad de la carga traumática) y en uno temporal (manteniéndose duraderamente
sin que se retome la religadura pulsional o se reinvista narcisísticamente el cuerpo.
También tomaba en cuenta factores generales que atañen a la evolución de las
especies (estabilidad, bipedestación), a la ontogénesis (vida intrauterina, reactividad
sensoriomotriz durante el nacimiento, temprana infancia, emergencia y definición de
la psicosexualidad). Véase, por tanto, el espectro de elementos susceptibles de influir
y determinar el resultado final. Paralizar las desorganizaciones dependerá de cómo se
conjuguen y sitúen todos estos elementos a lo largo de la vida y con la mediación de
una psicoterapia.

Parece que a medida que progresa la desorganización somática, se


asiste al mismo tiempo en el plano del funcionamiento mental, a una
reducción de la complejidad y, correlativamente, del potencial
organizador de la psiquis (C. Smadja, 2005, pág. 201).

Los riesgos van ligados a la presencia de los siguientes indicadores —que


pueden considerarse alertas que pronostican un desenlace negativo— y que fueron
señaladas por Marty (1976):

a) Desaparición de representaciones preconscientes,


b) No hay vínculos con el sistema inconsciente,
c) Ausencia de simbolismo y de asociación de ideas,
d) Lenguaje restringido y cosificado,
e) Reducción de sueños y, en general, mala calidad de los niveles imaginarios,
f) Mantenimiento de relaciones secas, descarnadas, marcadas por la necesidad
y por la funcionalidad, pero exentas de afectos,
g) Tonalidad vital baja, depresiva y operatoria,
h) Borrado de sublimaciones y personalización del comportamiento.

¿Son realmente irreversibles las desorganizaciones? No necesariamente, pues si


desaparecen las circunstancias internas que interrumpieron la mentalización o algo
consigue libidinizar al sujeto y sacarle del marasmo de la depresión esencial y del
pensamiento operatorio y, sobre todo, si las lesiones causadas por el brote somático

67
no dejan secuelas, el estado psicosomático puede recomponerse, re-narcisizarse y
tomar otro rumbo menos letal.
Lo único que garantiza la exclusión de soluciones desorganizadoras en el plano
somático es la emergencia de un cuadro mental en la esfera de las neurosis o de las
psicosis (P. Mary, 1976, pág. 15). Para corroborarlo, Max Schur consideraba que el
síntoma somático es una defensa contra la psicosis que permite volver a los procesos
primarios y al uso de la energía no-neutralizada. Para Lhamon, consistía en una
regresión vegetativa parcial que prevendría la regresión psicológica y, por tanto el
delirio. Sin embargo, Margolin también resaltó la conexión, pero ahora no en
dirección inversa sino directa, concluyendo que psicosis y síndrome psicosomático
covarían en la misma dirección. Otros autores han destacado la relación alternante
entre síntomas psicóticos y psicosomáticos, siendo éstos precursores de aquéllos o
apareciendo en los períodos de remisión de las psicosis. R. Fernández trata psicosis y
psicosomatosis como mutuamente coagulantes y supresores:

Partiendo de la hipótesis de que el trastorno somático, como


expresión de una regresión narcisista, sería una forma de evitar
desarrollos de afecto vividos como insoportables, puede pensarse que la
«enfermedad» misma podría estar actuando como un «coagulante» del
desarrollo afectivo, previniendo su desprendimiento, haciendo las veces,
por lo tanto de un «sustituto» de su potencial desarrollo (R. Fernández,
2002, pág. 41).

La gran cantidad de suposiciones a partir de la casuística dispar ha llevado a la


necesidad de plantearse una investigación que constate si existe o no alguna relación
entre la regresión fisiológica, la regresión de la libido y la regresión del Yo. Los
investigadores presumen una relación, pero no necesariamente causal entre ambos
factores (sustrato psicótico) y regresión, admitiendo la posibilidad de que ambos
puedan ser efectos de la enfermedad psicosomática misma.
Los resultados referidos a muestras de hipertensos, colíticos ulcerosos y
eccemas atópicos demostraron que sí existe una relación entre la cuantía de la
regresión y la gravedad de la hipertensión y la colitis ulcerosa, del mismo modo a
como existe una relación entre la hipertensión y el sustrato psicótico. Aunque no se
comprobaron diferencias concluyentes estadísticamente, la tendencia era que a mayor
severidad del cuadro somático, mayor nivel regresivo y mayor sustrato psicótico.
Pero sólo el TAT, no el Rorschach ni el MMPI, demostró esa clara conexión para la
hipertensión, pero no para ninguna otra de las enfermedades exploradas. Obviamente,
puede pensarse que aunque pudiera hallarse una relación entre ambas variables, tal
vez no sean las más significativas ni las de mayor alcance pronóstico. No pueden
ignorarse, por supuesto, las variables ambientales —mayor o menor acumulación
traumática, estrés, historia familiar y anamnesis—, ni las variables mórbidas de
carácter psicológico que pudieran preexistir en los enfermos. Merecería investigarse
también si la regresión visceral desencadena un mayor daño histológico, pudiendo
servir la regresión fisiológica como indicador preventivo de la gravedad de las
alteraciones psicosomáticas.
Años más tarde, en la Universidad de Rockefeller de Nueva York, se han

68
propuesto unos indicadores médicos (¿regresión fisiológica?) que pueden anticipar la
aparición de trastornos agudos o crónicos de carácter psicosomático capaces de
inducir una enfermedad irreversible. Dichos indicadores son: Aumento de glucosa en
sangre, hipercolesterolemia, aumento de grasa abdominal, hipertensión, aumento de
hormonas estereoideas, inmunidad deprimida, pérdida ósea y pérdida de fuerza
muscular. El aumento de las cargas alostáticas acarrean un desgaste para los órganos,
aumentando su vulnerabilidad al daño, a la lesión o al debilitamiento.

69
CAPÍTULO 3
Variedad de somatizaciones y singularidad
de los somatizadores

La salud es un ideal inmóvil. La más perversa de todas las utopías.

ALBERTO BARRERA, La enfermedad

1. ¿ANTE QUÉ TIPO DE SOMATIZACIÓN PODEMOS ENCONTRARNOS?

En el caso de las enfermedades psicosomáticas nos situamos frente a lo que


certeramente C. Smadja ha denominado «la clínica del silencio» o clínica de lo
negativo. Lo que destaca es la pérdida de sabor, la fatiga, la carencia de energía e
impulso, la caída de las sublimaciones, la desaparición de la capacidad para gozar o
para entristecerse. Es, por tanto, lo que falta y no lo que sobra aquello que acapara la
atención del terapeuta y que éste toma por indicador patognomónico de estar ante un
paciente que ha presentado o presentará probablemente una patología psicosomática.
El enfermo parece conservar la representación eidética del placer y del dolor
psíquico, de los afectos y de las vivencias relacionales que experimenta, pero todas
ellas están descargadas de contenido emocional. Puede hablarse, siguiendo el
significativo hallazgo de A. Green, de una «alucinación negativa» del afecto. Los
propios pacientes se sorprenden al constatar que no sienten lo que deberían sentir a
tenor de la circunstancia, del estímulo o de la relación que están relatando. El «no
siento nada», o el «estoy como anestesiado», o «estoy vacío» son expresiones
corrientes en muchos de ellos. En paralelo se observa un sobreinvestimiento del
cuerpo, de las sensaciones normales o patológicas que se sitúan en el primer plano de

70
su discurso.
La enfermedad marca una ruptura en la continuidad de la existencia y de la
conciencia del Yo. Ante ella, el sujeto se siente interpelado y puesto a prueba. El Yo
«padece una inflexión de destino imprevisible» (C. Smajda, 2005). La conmoción
puede ser brusca y súbita o acumulativa, puede ser momentánea o prolongada y,
paradójicamente, puede ser bien recibida o mal recibida, como condena o como
puerta abierta a la renovación. Para unos supone un hundimiento que pone en
evidencia toda una soterrada desorganización muda de la que el paciente no se había
percatado. Para otros, en cambio, la enfermedad abre un nuevo capítulo y marca la
posibilidad de una salvación psíquica, de un reinicio desde otros parámetros. Algunos
se deprimen mientras otros enferman porque ya padecían una depresión sorda que
había minado sus instintos de vida. Ciertos enfermos se relacionan con su enfermedad
como si de un otro objetal se tratara. Hablan de ella, le marcan normas, hábitos,
rutinas, la estudian, se complacen en su análisis o en la protesta. Se instala en el
núcleo de su existencia. Ya son sólo su enfermedad. Parece haber devenido su gran
momento, algo que los hace únicos o especiales, que los aboca a una experiencia
crucial. El cénit de sus vidas. Sucedánea de un verdadero objeto psíquico.

Todo lleva a pensar como si el paciente hubiera elegido entre la


locura identitaria y la locura orgánica. La solución somática al precio de
sufrimientos relativamente circunscritos constituiría entonces
económicamente, y en razón de capacidades adaptativas del psiquismo
del paciente, una solución más tolerable frente al terror de un
hundimiento identitario (C. Smadja, 2005, pág. 66).

César Botella (1998), como tantos otros autores, distingue entre los síntomas
con sentido ligados a las neurosisy los síntomas sin sentido de la psicosomática. En
ésta, el cuerpo expresa un pensamiento non arrivé, expulsado del psiquismo, o
prepsíquico, que no es pensado sino sentido a través del cuerpo. En virtud de ello, el
enfermo estaría parapetándose a través de su enfermedad frente a disoluciones
psicóticas, pero a medida que las regresiones psíquicas ceden ante regresiones
somáticas estamos en una caída en el vacío, en la degradación de sentido:

Podríamos concebir una psicopatología que comprende en un


extremo un cuerpo libidinal portador de sentido simbólico (la histeria), y
de otro, un cuerpo deslibidinizado sin simbolismo alguno (operatorio)
(C. Botella, 1998, pág. 165).

Fieles a los parámetros teóricos de su maestro Marty, sus seguidores han


delimitado claramente las somatizaciones con arreglo a cuatro distintos sistemas
económicos (M. Zubiri, 2005):

a) Una enfermedad puede constituir una regresión parcial: sería el caso de


reaccionar ante una situación conflictiva retornando a puntos de fijación
somática que han constituido un hito en la maduración evolutiva. Tal

71
circunstancia sirve al sujeto para recobrar fuerzas, relibidinizar sus
relaciones o su entorno y momentáneamente salvaguardarse de algo que
le aturde o le desborda. Pero, y esto es lo esencial, la punta evolutiva de
desarrollo se mantiene incólume pese al pequeño revés somático,
perfectamente transitorio y reversible. Por ello puede ir acompañada de
síntomas neuróticos y no se ponen en riesgo las organizaciones mentales
jerárquica-mente incorporadas en la maduración individual. Tal es la
función que suelen cumplir algunas gripes, constipaciones o ciertos
pequeños accidentes. Puesto que la organización mental no se ha visto
alterada en lo esencial, en poco tiempo el sujeto recobra su nivel de
defensa habitual, pudiendo recuperarse del bache de salud desde un mejor
nivel de organización. El tipo de intervención terapéutica diferirá con
arreglo a la capacidad de mentalización que posea. El pronóstico es
optimista.
b) Una enfermedad puede constituirse como regresión global. Aunque más
grave y generalmente prolongada que en el caso precedente, obedece
también a una crisis vital para la que falta la capacidad de respuesta
mental evolutivamente oportuna y adecuada. Sus consecuencias son más
riesgosas para la salud general y dejar algunas secuelas pero, en principio,
siguen siendo escollos superables, salvo que el sujeto encuentre alguna
clase de beneficio secundario o terciario a su estatus de enfermo o que se
complique el cuadro con una complacencia masoquista. Por supuesto tal
tipo de regresión masiva somática es compatible con cuadros
psiconeuróticos o psicóticos como fondo patológico y, de hecho, el sujeto
puede recuperar el acceso a las representaciones mentales de mayor o
menor calidad pasada la crisis. En cuanto a la modalidad terapéutica, los
pacientes pueden beneficiarse tanto de un psicoanálisis clásico como de
una psicoterapia psicosomática. El pronóstico es moderadamente
optimista y dependerá de la voluntad y capacidad reorganizadora del
paciente.
c) Una enfermedad puede constituirse como inorganización aparente. Cuando
el aparato mental es incapaz de contener o descargar la excitación
tensional sobrevenida por un traumatismo se dice que el sujeto tiene
atrofiada la función paraexcitadora. En estos casos, generalmente ligados
a desequilibrios homeostáticos severos provenientes del entorno familiar
o del trabajo (por ejemplo, separaciones, abandono del hogar, migración,
jubilaciones, despido laboral, etc.), sujetos con formas de organización
mental pobres e inconexas y de funcionamiento fragmentario o irregular,
pueden hacer la autoevaluación desesperanzada de que carecen de
recursos de afrontamiento suficientes para salir al paso de los cambios tan
impactantes que se han producido. Ante ello, una inorganización
somática brusca y rotunda suele ser la única forma de acusar el recibo del
desequilibrio traumático, pero por lo demás faltan evidencias psíquicas
que corroboren que esté pasando algo (E. de Usobiaga Marchal, 1987).
Las inorganizaciones aparentes no cursan con angustia ni con signos

72
depresivos. A menudo se aconseja modificar el entorno del paciente para
amortiguar en lo posible el efecto de la desaparición de alguna figura
significativa desaparecida. El pronóstico es moderadamente pesimista
habida cuenta del automatismo de la enfermedad y de la importancia del
sistema orgánico implicado.
d) Una enfermedad puede constituirse, por último, como desorganización
progresiva. A diferencia del caso anterior, el mecanismo que la activa es
un traumatismo interno, precedido o no de cambios externos. Digamos
que algo se ha roto por dentro, incluso sin percatación consciente alguna
por parte del enfermo. La fragilidad psicosomática se origina en la
pobreza de identificaciones consistentes y en la incapacidad de elaborar
duelos. El emergente del desbordamiento es una angustia difusa que al
poco desaparece cediendo su lugar a una abulia, cambio en el
comportamiento habitual, desinterés y apatía, comúnmente designados
«depresión esencial». Tras ella, el sujeto agazapa sentimientos de
impotencia, desamparo y desmoralización. Ha tirado la toalla, se
abandona a su suerte, desiste del afrontamiento. En semejante estado de
desistimiento vital es muy probable que se desarrolle una vida operatoria,
cada vez más desafectada, robotizada y mecánica, en una creencia
errónea de que si siempre se hace lo mismo y ordenadamente,
aumentarán las posibilidades de éxito adaptativo y se garantizará seguir
adelante. Aquí se ceba la somatización autodestructiva. La intervención
no aspira a ser más que meramente paliativa dado lo sombrío del
pronóstico. (E. Usobiaga Marchal y cols., 1992).

Cada uno de los anteriores escalones supone una creciente gravedad


contraevolutiva y se generan patologías de distinto signo y grado de afectación,
atañendo a medidaque aumenta el daño e irreversibilidad a sistemas cada vez más
primarios (metabólicos, inmunológicos o evolutivos). En las somatizaciones
generalmente se producen reacciones hipertónicas o hipotónicas, siendo las primeras
más fáciles de descubrir porque aceleran o sintomatizan en positivo funciones
anómalas. Pero las segundas, regidas por inhibiciones, provocan una clínica negativa
de embotamiento y ausencia de funciones que debieran existir a la par que causan
atrofia de los dispositivos defensivos que pierden eficacia. (P. Marty y M. Fain,
1959). Estamos ante trastornos ciegos, opacos al significado. Rallo delimita dos tipos
prístinos de somatización:

— el 1.º: el síntoma es mudo y estúpido, la somatización prendió sus raíces en


un cuerpo preverbal y desmentalizado: enfermedad por defecto.
— el 2.º: el síntoma elegido tiene sentido porque sobre él ha sobrevenido una
significación neurótica, pasando a representar de algún modo una
relación primaria o un objeto internalizado: enfermedad con sentido:

(En ambos casos) el cuerpo participa de la interacción pudiendo

73
quedar marcado, ya sea de forma inespecífica, ya inmerso en fantasías
muy arcaicas con un cierto sentido (incorporación, retención y
expulsión) (J. Rallo, 1991, pág. 14).

Es ahora comprensible que C. Smadja se refiera a la psicosomática como la


«clínica del silencio» puesto que la enfermedad psicosomática es tanto más deletérea
y mortífera cuanto más faltan funciones y mecanismos que debería haber y no hay.
Destaca la calma psíquica que acompaña las somatizaciones graves, mucho menos
escandalosas y previsibles que las somatizaciones regresivas. Lo señala así:

… se van desarrollando progresiva y silenciosamente en un primer


tiempo y fomenta un movimiento general de desligazón que afecta en
primer lugar a las funciones psíquicas y se prolonga en las funciones
somáticas (C. Smadja, 2003, pág. 76).

Resalta el actual director del IPSO que la malignidad de los dos supuestos
(inorganizaciones aparentes y desorganizaciones progresivas) se debe a la desligazón
libidinal de la vida y la consiguiente desintrincación de la pulsión de muerte. Es
también, por ello, la clínica de lo negativo: no sólo no hay erotismo o libidinización,
tampoco hay percepción de sufrimiento mental, no hay angustia, no hay demanda, no
hay queja, no hay añoranza. Predominan las inhibiciones, la adaptación resignada o
heroica a las circunstancias, la vuelta contra sí mismo y el mutismo emocional. Pero
que no haya percepción de sufrimiento mental no significa que éste no exista, sino
que no puede pensarse sobre él, que no puede sujetarse o ahormarse dentro de las
representaciones (ideas o afectos) que usa el neurótico para canalizar las excitaciones
traumáticas.
Se trata de la actuación masiva de mecanismos de negación (desmentida del
mundo interno: si no me entero de que pasa algo, es que no pasa nada en realidad) y
de escisión (si no pienso sobre ello y me mantengo lejos, no me afectará). Nuestra
sociedad ensalza y premia a menudo el uso de estos mecanismos. Califica como
«entereza» estas reacciones ante situaciones dolorosas, ignorante de que tolerar el
sufrimiento no es obviarlo, sino pensar sobre él, en vez de anestesiarlo con un
encadenamiento de acciones operatorias para impedir que anide ninguna
representación o afecto dolorosos.

2. EL INVESTIGADOR PSICOSOMÁTICO, LECTOR DEL CUERPO

Cada terapeuta, sea médico o psicólogo, pero inexorablemente psicoanalista


antes de psicosomatólogo, deviene investigador que ha de descifrar los reclamos del
cuerpo y los signos de la enfermedad. Certeramente R. Fernández define el cuerpo
doliente como una «superficie de escritura», pero lo que distinguirá a un médico de
orientación psicosomática de otro que no lo sea es que este último no tratará de
encontrar la subjetividad en el enfermo, cual si el cuerpo estuviera «extrañado» del
hombre psíquico. Muchos médicos, sordos a la psicosomática, contemplan
laenfermedad como algo que le pasa al paciente, no como algo que habla del

74
paciente, algo en lo que el paciente se expresa, incluso cuando éste ignora lo que está
queriendo decir o comunicando. Subsiste por doquier esta visión platónica del
cuerpo, como un préstamo o una hipoteca o un refugio ocasional, un portador de lo
anímico, pero disociado del alma. Así, este «cuerpo-amo tiránico» parece causar el
malestar en vez de ser portavoz del malestar.
El puente que enlaza el malestar psíquico —al que se es sordo— con el dolor
somático o la disfunción se ha cortado, no sólo para el paciente sino también para la
escucha clínica. El médico se convierte, por consiguiente, en cómplice de la
enfermedad que avanza sin freno, dejando libre de implicación y responsabilidad al
propio paciente en ella. Él parecerá alienado de su producto, el síntoma, cual si éste
se le impusiera arbitraria y gratuitamente. Se diría que la enfermedad le cae encima
casi por accidente: sea el tóxico, el cáncer o el trastorno alimentario. No sólo el
paciente señala: «mire lo que me ha pasado: tengo un cáncer», sino que el médico
corroborará «bueno, esas cosas pasan a menudo» (reduplicación proyectiva). ¿Quién
osará expresar «he hecho un cáncer» o «soy un cáncer» que demanda una escucha?
La enfermedad queda al margen de la vida, la evolución, la historia y la
circunstancia narrativa del sujeto. Deviene no expresión del desbordamiento sino
causa del desbordamiento. De este modo, tanto paciente como médico disocian el
mensaje expresivo y la tarea investigadora, reduciendo la enfermedad a un código
bioquímico para el que existen pautas protocolizadas y medicalizadas, ahorrándose la
implicación subjetiva del pensamiento y de las emociones. Pero no podemos olvidar
que:

… la presencia del trastorno tiene un valor de demanda de significación


análogo a los gritos del infans o las transformaciones autoplásticas
propias de la indefensión. Para que el grito del cuerpo se transforme en
«llamada» a otro, se tornaría necesario ocupar el lugar de interpelado por
ella… poniendo nombre y acción a lo que está en juego en la experiencia
(R. Fernández, 2002, pág. 27).

Sin embargo, sólo romperán esta complicidad en la ignorancia aquellos


enfermos y aquellos médicos que osan sospechar que la vida misma está detrás. Ellos
tratarán de avanzar en sus pesquisas, harán preguntas a la enfermedad y se
convertirán en investigadores. Es de notar que la enfermedad psicosomática abre
profundas heridas al narcisismo del investigador. Apegado a falsas concepciones
procedentes de la clínica de las neurosis, se obstina en encontrar sentidos ocultos,
depositaciones simbólicas de significado en los órganos afectados al estilo de la línea
seguida por Chiozza, y a rehuir la evidencia desagradable de que la enfermedad no le
cae de la nada al enfermo sino que está ligada a su necesidad autodestructora. P.
Marty (2001) sugirió tres causas para el daño narcisista que infligen estos pacientes al
investigador médico:

a) no puede ubicar espacialmente los procesos psíquicos exponentes de su


malestar en ninguna zona corporal;
b) no encuentra un objeto o causa material concreta (suceso, fracaso, error,

75
episodio vital…) al que atribuir el mal, dada la imbricación biológica,
psicológica y social de la enfermedad, por lo que se ve abocado al
eclecticismo de sus indagaciones;
c) se pone de relieve claramente el componente auto-destructivo de la
enfermedad, lo que le confronta con su propia impotencia para
combatirlo.

La primera tarea del investigador psicosomático es escuchar activamente al


paciente que le consulta, a menudo sin saber por qué o para qué, remitido por otros
colegas, pero sintiéndose mentalmente muy sano al tiempo que adjudica al cuerpo el
peso total de «lo enfermo». Todo paciente espera que su médico-psicólogo atienda y
entienda la enfermedad como un hecho en sí, cosificada e independiente del resto de
su personalidad. Por su parte, el investigador no puede olvidar jamás que el
compromiso orgánico del paciente puede ser tan grave que entrañe un riesgo para la
vida, por lo que su primer cometido es asegurar su supervivencia física antes que
explorar el estado de sus funciones mentales.
Por su parte, el enfermo no suele esperar ser interrogado o investigado al
margen de la enfermedad, lo que de hecho suscitará si no se hace con cautela y
prudencia, un sentimiento de invasión y hasta de falta de respeto por parte del
chismoso que puede acabar ahuyentándole de la consulta. Dicho paciente estará
vigilante y receloso ante la intención oculta del médico inicial al enviarle a un experto
en psicosomática y la de éste que, según supone, va a añadirle probablemente algún
problema más al que ya de por sí tiene debido a su enfermedad. Por todo ello, J. Ben
David (2001) recuerda que el paciente y el terapeuta no son ni serán jamás socios,
sino que de un lado a menudo habrá un investigador a contracorriente de la
resistencia deliberada y consciente del paciente y del otro un enfermo desconcertado
y desconfiado de las preguntas y derroteros por los que el terapeuta pretende
introducirle «sin saber a cuento de qué». La soledad del terapeuta al menos durante
las primeras entrevistas se apareará con el mutismo, la parquedad expresiva y la
torpeza alexitímica del paciente, lo que convertirá el trabajo en un esfuerzo titánico y
cuajado de dudas. Reprochará el enfermo al médico estar perdiendo el tiempo en
cháchara intrascendente cuando lo que se precisa es intervención «operatoria»
urgente. Esto es: si el cuerpo está gritando con la enfermedad, cómo se puede ser tan
iluso de pararse a conversar con sosiego.
¿Puede esperarse que el paciente sea un colaborador en la investigación? En
principio no. Es más tranquilizador contemplar el cuerpo enfermo como lo único real,
soslayando al sujeto con toda su historia a las espaldas. El repliegue narcisista
contribuirá a ello, sea para buscar la reorganización y la conexión libidinal con el
propio Yo (narcisismo guardián de la vida), sea para recrearse en la complacencia
autodestructiva del síntoma (narcisismo mortífero) (B. Rosenberg, 1995). La
ignorancia nos arropa y nos protege de las excitaciones producidas por el
conocimiento y la percepción de los enlaces entre síntoma y conflicto, al menos a
corto plazo. El paciente psicosomático no es como el paciente neurótico, que: «sabe
lo que le pasa pero no sabe que lo sabe», sino que no sabe ni quiere saber más allá de
lo que le pasa. Su exclamación, sorprendida, es «fíjese lo que me pasa», raramente

76
«¿qué más me pasa?» o «¿me pasó algo antes de que me pasara esto?» (L. E. Billiet,
1999). Prefiere el astigmatismo de pensar que el problema clínico afecta a su tiempo
presente y requiere soluciones presentes. Cooperará, pues, si se le dan dictados,
consejos o prescripciones, pero probablemente se le indispondrá si se buscan
conexiones, etiologías, secuenciaciones en el camino. Estamos ante alguien
egodistónico que desconoce —porque no la vivió con su madre— la función de
reverie y la rebotará si el médico trata de establecerla.
Naturalmente, este tipo de enfermo es el que menos probablemente solicitará
tratamiento psicoterapéutico, aunque puede acabar llamando a nuestra puerta por
indicación de otros médicos o familiares. Si somos sensatos, esperaremos hostilidad,
monosílabos y medias verdades. Puesto que no está acostumbrado a que nadie ejerza
por él la función de escudo contra las excitaciones, y la enfermedad ciertamente las
crea, tratará de hallar un remedio lo más inmediato y eficaz posible, pero no será el
vínculo con el médico y la investigación en sí misma lo que le aportará seguridad y
control, sino el fármaco o la intervención quirúrgica. Es muy comprensible la
advertencia que J. McDougall realizaba a este respecto de la seudosumisión de los
pacientes somáticos. Al menos en un principio no puede recabarse la información
desde el vínculo o desde la alianza terapéutica, sino desde la observación.
Sabedor de la escasa cooperación que cabe esperar de ellos, P. Marty, en La
psicosomática del adulto (1990), alienta a averiguar cómo son los pacientes sin
perturbar su ritmo y costumbres habituales. Hemos de estar atentos a su vestimenta,
mímica, movimientos, palabras… Abstenerse de interrogarles e invitarles a hablar. El
terapeuta novel, por su prurito significante y su furor sanandi, tendrá que aprender a
respetar los límites, las dificultades y las reticencias asociadas a este tipo de
pacientes. No caer en la omnipotencia del supuesto saber ni imponer sus hipótesis al
cliente si no es como meras conjeturas o hipótesis de trabajo. Por todo lo dicho, los
terapeutas con núcleos narcisistas insuficientemente analizados y sojuzgados lo
pasarán especialmente mal con los pacientes psicosomáticos ante quienes no pueden
exhibir su ciencia.
Todo terapeuta deberá regular el grado, tono, y actitud ante el paciente para no
ser tachado de hierático por unos o de intervencionista por otros. Sin asaltar con
preguntas que pueden ser vividas como ataques intentará deducir algunas
conclusiones importantes que se abstendrá de comunicar (ojo con los análisis
silvestres, si siempre son desatinados con los neuróticos, con los enfermos somáticos
provocarán una espantada y quizá una reacción iatrogénica). La manera de hablar del
paciente ilustra sobre su estilo comunicativo, su grado de alexitimia, su nivel cultural.
Por ejemplo: un modo de hablar demasiado directo y franco advierte de la falta de
defensas, una alocución trabada nos avisa de inhibiciones y ocultamientos —sea de
conflictos, sea de secretos—. Dice Marty:

… el investigador alerta adopta la estrategia siguiente: dejar en todo lo


posible que el paciente se desenvuelva solo, evitar las rupturas de su
ritmo relacional, aprovechar los lazos asociativos que se presentan,
reconducirlo a los problemas centrales si se pierde, sólo hacer preguntas
complejas al final de la investigación (P. Marty, 1990, pág. 91).

77
En todos los casos el investigador ha de determinar una serie de puntos que le
conducirán a un diagnóstico y a un pronóstico a tenor de la clasificación
psicosomática de la que hablamos con anterioridad. Ha de averiguar:

1) La estructura mental u organización mental fundamental: Según el grado y


tipo de mentalización pueden inferirse el estado de fluidez de la primera
tópica, y el grado de regulación y/o descompensación de la segunda
tópica (sobre todo la fuerza del Yo, del Superyó y del Yo ideal). En el
caso de las somatizaciones prevalecen, según las investigaciones
recogidas por F. Moreau (2001), las neurosis mal mentalizadas y las
neurosis de comportamiento.
2) Las particularidades habituales o características actuales del paciente:
modo de vida habitual, datos sintomáticos, duelos, traumatismos
recientes, conflictos o cambios notables que se hayan podido producir. Es
frecuente detectar entre los psicosomáticos estos indicadores: angustia
difusa, depresión latente, apariencia masoquista recubierta de
conformismo, inhibiciones y evitaciones de ideas o sentimientos
dolorosos, predominio de acción o pensamiento sobreadaptados y
normotípicos, persistencia de un Yo ideal omnipotente y exigente de
características muy infantiles, así como conductas que acarrean un
inevitable agotamiento libidinal.
3) Las características actuales principales: particularmente si se evidencia
algún contraste o ruptura entre lo pasado y lo actual, por ser el posible
factor desencadenante. Se comprueba en numerosos casos la ruptura de la
continuidad relacional, el fracaso de vínculos o duelos recientes que
desmoronan el andamiaje mental precedente. Será digno de consignarse
tanto la aparición como la desaparición de conductas, pautas o hábitos
que marquen la diferencia con lo anterior.

3. INDICADORES QUE HAY QUE CONSIGNAR

En la anamnesis habrán de valorarse varios indicadores importantes:

a) Si el enfermo repara en el acaecimiento de traumatismos en su vida, lo que


se establecerá en función de la vulnerabilidad mental a los mismos y de
las defensas que el sujeto sea capaz de disponer frente a ellos. Lo que
remite al concepto psicológico tan conocido de indefensión y percepción
de controlabilidad (M. Seligman). Será de gran ayuda detenerse en
observar la sensibilidad del paciente, su valentía o retracción ante los
acontecimientos, los apoyos y dependencias socioafectivas en los que se
refugia, la fragilidad de su narcisismo, etc.
b) Si asoma o no el inconsciente o sólo maneja un lenguaje operatorio y
fáctico.

78
c) Si padece heridas narcisistas importantes relacionadas con su enfermedad,
cual sería el caso de haber sufrido o anticipar alguna amputación,
inmovilidad, reducción de facultades, afeamiento estético, incapacidad
laboral, restricciones en su vida social. En este caso el tacto y tino de las
intervenciones es especialmente trascendente.
d) Si introduce alusiones al pasado, al futuro, a terceras personas, para calibrar
el grado en que está o no historizada la enfermedad. El investigador
tratará de novelar la irrupción de la enfermedad desde sus pródromos,
para lo que podrá remontarse a otros episodios somáticos y
temporalizarlos diacrónicamente como parte no sólo de su anamnesis
médica, sino también como hitos de su anamnesis evolutiva y mental.
Delicadamente, el investigador debe llevar a su paciente a desgranar
diferentes aspectos relativos a su familia, sexualidad, escolaridad, y vida
laboral, permitiendo o provocando que afloren en la escena del encuentro
clínico otros lugares, momentos, relaciones o pérdidas significativas.
e) Si sigue otras líneas o cadenas asociativas ajenas a la enfermedad y si éstas
están cargadas de algún tipo de afectividad o valoraciones subjetivas.
f) Si es capaz de manifestar alguna sospecha o conjetura sobre la causa de ser
atendido por un especialista «no médico» llevándolo a su terreno
personal.
g) Si la enfermedad ocupa un lugar trascendente o marginal en su vida, en sus
planes o proyectos, o si espera que sobrevengan cambios en sí mismo o
en el entorno a tenor de su enfermedad.
h) Si emergen emociones negativas apareadas a la enfermedad, tales como
culpa, vergüenza o rabia, porque supondrían un indicio del grado de
mentalización neurótica que puede existir tras los síntomas. De ser así,
éste sería un factor de buen pronóstico.

4. ESTABILIZACIONES PSICOSOMÁTICAS SINGULARES

Propongo esta expresión para aludir a la cristalización concreta de la


enfermedad, dado que no es correcto desde la psicosomática contemporánea hablar de
una elección de órgano en clave simbólica. Los autores vinculados al IPSO parisino,
al que los representantes de otras escuelas de psicosomática han contradicho, han
repetido hasta la saciedad que no existe una estructura psicosomática, pues de haberla
se desprendería que hay estructuras no psicosomáticas. De sobra es conocida la
insistencia de P. Marty al señalar que el adjetivo psicosomático es redundante. Por
tanto no debemos permitir que nos siga traicionando el dualismo implícito de la
cultura occidental que dicotomiza entre enfermedades del cuerpo y enfermedades del
alma, a sabiendas de las mutuas implicaciones entre áreas de expresión que,
puntualmente, pueden sobrecargar más sus signos de manifestación sobre lo somático
o sobre lo mental (cognitivo-emocional), aun dentro de un entramado monista que va
aquilatándose y constituyéndose en el tiempo evolutivo de una vida.
El Yo es, ante todo, un ser corpóreo, apuntaba Freud en 1923, y Pierre Marty
jamás lo desmintió. El psiquismo se monta sobre una estructura corporal en virtud de

79
los procesos perceptivo-motores que tan extensamente han descrito todos los
psicoanalistas dedicados al estudio de las fases tempranas del desarrollo. Si
habláramos, incluso, de la existencia de un psiquismo fetal, como lo apuntara
Raskovsky, éste surge ligado a una serie de sistemas orgánicos en formación que
comienzan a diferenciarse como cuerpo autónomo dentro de otro cuerpo, el de la
madre. El cuerpo es vivido —desde el momento inicial de ambigüedad y simbiosis
con la madre como el primer núcleo de la identidad-sobre el que pueden tejerse las
sensaciones placentero-displacenteras y las representaciones delimitadoras Yo/no-Yo,
estudiadas por Winnicott, Lacan, Klein, Bleger, Doltó, Mahler, y tantos otros
investigadores de la infancia.
Es, pues, indudable la hibridación permanente psique-soma que tiene sus ritmos
y sus peculiaridades singulares. Cada individuo vive esa trama en distintos tiempos,
con diferentes reiteraciones y asociando reacciones y respuestas idiosincrásicas a
cada movimiento orgánico. Por otra parte, la maduración evolutiva de los órganos y
la fisiología obedece a factores predeterminados de carácter genético (marcadores
genéticos predisponentes del modo de funcionamiento peculiar de cada uno) y
ambiental (nutrición, clima, atención familiar) que van a incidir en su respuesta
funcional. Que no esté legitimado hablar de estructuras psicosomáticas específicas de
migrañosos, ulcerosos o cardiópatas, por ejemplo, no es óbice para señalar la
existencia de vulnerabilidades primarias del organismo en tales o cuales órganos o
sistemas fisiológicos que van configurándose a lo largo del tiempo como un estilo
psicosomático particular y revelador de cada individuo. El estilo psicosomático va
estabilizándose en el tiempo, si bien no supone que no pueda romperse o emerger una
manifestación somática nueva y transgresora de la peculiaridad. Así lo señaló Ruiz
Ogara:

… misteriosamente, como resultado de dinamismos psíquicos,


circunstancias ambientales, y alteraciones biológicas, es como se
organizan las enfermedades psicosomáticas (C. Ruiz Ogara, 1989, pág.
110).

Siguiendo los principios evolucionistas del funcionamiento neurológico y


mental desarrollados por H. Jackson, Pierre Marty parte de la premisa de que el
aparato mental es una función del psique-soma inicial, más tardío y frágil que el
aparato somático. Como Jackson postuló, ante situaciones conflictivas que desbordan
la capacidad de respuesta del sistema global, es posible que el sujeto escinda ambas
funciones, abandonando la más reciente y precaria y regresando a formaciones con
mayor carga de fijaciones evolutivas salvadoras que actúan como soportes para evitar
la carrera contraevolutiva hacia la desintegración.
Los traumatismos topan habitualmente, siendo contenidos por él, con el aparato
mental que bloquea y elabora el impacto excitatorio que arrastran. De tal forma, si el
aparato mental ha adquirido la consistencia y fortalezaapropiada, la descompensación
producida por los traumatismos se agota antes de llegar a la esfera somática. La
forma que adopten las somatizaciones dependerá de la patologización de ciertos
sistemas funcionales desde el comienzo de la vida. Éstos han podido convertirse en
sede de regresiones somáticas más o menos benignas a lo largo del tiempo, creando

80
de este modo una memoria de órgano o condicionamiento corporal de la respuesta en
progresiva automatización. El que tuvo una erupción cutánea de pequeño es más
probable que, ante nuevas situaciones que le inviten a regresiones parciales o
globales, recurra al órgano-piel para reorganizarse ante un conflicto o traumatismo
que amenace con desorganizarle. La reiteración o cronificación de este recurso de
órgano acabará por diseñar un estilo psicosomático singular.
Para la Escuela de París, la estabilización psicosomática particular a cada
individuo es fruto de:

a) El tipo de construcción del inconsciente, esto es, de los agrupamientos


organizadores de contenidos psíquicos primarios ligados tanto a las
pulsiones como al estilo habitual de generar las representaciones
psíquicas primarias (pensamiento-emotividad-sensoriomotricidad).
Pensar (fantasear, imaginar, alucinar) sentir, actuar constituirán las
modalidades básicas para la evacuación de las efervescencias pulsionales
y de las depositaciones inconscientes. Desde muy pronto el individuo va
fijando tendencias en la dirección de la mentalización, de la emoción o de
la descarga actuante. Estas tendencias improntarán su estilo.
b) El progresivo apuntalamiento evolutivo del funcionamiento de los órganos
que va conquistando gradualmente mayor automatismo y programación.
El tropiezo o la significación especial que connote una manifestación
orgánica en algún punto evolutivo la resignificará de forma singular
(«histerificación secundaria»).

Así pues, la gradual autonomía y jerarquización de las funciones orgánicas va


diseñando un ritmo fundamental individual, un conjunto de ritmos adquiridos de
valor adaptativo y un conjunto de sufrimientos funcionales que son el sello distintivo
de cada individuo (R. Fernández, 2002, pág. 126). Lo que señala el autor argentino es
algo que la sabiduría popular advierte a los buenos entendedores, cuando aconseja
que cada uno vaya a su ritmo, o reconoce que cada uno sabe lo que le funciona y lo
que puede dar de sí, u observa una secuencia témporo-causal en X entre los
problemas y las enfermedades: «siempre que se acercan las navidades, tiene una
infección de orina».
Pero, dejando al margen conceptualizaciones divergentes y disputas
escolásticas y hermenéuticas en psicosomática, es un lugar común la idea de que un
estilo psicosomático es una forma particular de afrontamiento que marca una
«detención» en el curso evolutivo y adaptativo del sujeto (P. J. Boschan 1999), un
movimiento que rompe la homeostasis previa, buscando en el mejor de los casos una
reorganización, y en el peor cayendo hacia una desorganización irreparable y letal del
ajuste previo.
Lo cierto es que cada sujeto ha conquistado a lo largo de su vida una punta
evolutiva concreta con mayor o menor grado de implicación mental en la forma de
encajar, contener y resolver los conflictos. La punta evolutiva de los enfermos
psicosomáticos es menor que la de los enfermos bien mentalizados (sean neuróticos,

81
psicóticos o perversos), pero está mediatizada por las formaciones de su carácter.
Loren entre otros autores, sin olvidar al W.Reich de Análisis del carácter, ha
subrayado la presunción de que cada forma caracterial posee su estilo biosintomático
definido. Por ejemplo, un anal expulsivo será probablemente una persona irritable
que puede actuar su hostilidad en diarreas furibundas propias de un colon irritable, o
un meticuloso y perfeccionista podrá materializar el problema en un acting corporal
del tipo del estreñimiento.
Clara R. Roitman (2005) da cuenta de un estudio longitudinal de largo curso
con niños que manifiestan determinadas somatosis evolutivas realizando con ellos
unseguimiento hasta que son adultos para confirmar las tendencias psicosomáticas
emergentes en la infancia o constatar la perseverancia en los estilos somáticos. Del
cotejo efectuado dedujo que de las escisiones tempranas debidas a la incapacidad de
procesar y elaborar traumas precoces se derivan ciertas propensiones futuras a
adicciones y somatizaciones. Pero esto es demasiado vago e inconcreto. Sin embargo,
apunta que en muchos casos sí se constata que debido al hiperinvestimiento del
órgano que enfermó en la infancia, éste queda marcado como sede de ulteriores
regresiones somáticas o incluso desorganizaciones letales. Cual si el narcisismo se
anclara y habitara el órgano o el sistema ya signado con una fijación, deviniendo
luego foco atractor de nuevas investiduras narcisistas ante nuevos traumatismos.
Merced a la memoria somática y a la compulsión de repetición y a la inercia de
los automatismos psíquicos ligados a los vaivenes pulsionales, dichos órganos o
sistemas pautarán una respuesta psicosomática preferente y con tendencia a
estabilizarse en el tiempo. Tal vez sí quepa hablar, por tanto, de estilos
psicosomáticos particulares. Todo el mundo acaba detectando ciertas regularidades en
su organismo ante las conmociones, sorpresas, duelos o estados de ansiedad. Si las
evalúa como angustia señal, no pasarán de ser reacciones vegetativas que luego
reconducirán hacia la elaboración mental. Si se agotan en sí mismas como reacción
global, estamos ante un estilo prototípico de somatización sin elaboración mental.

5. SOMATIZACIÓN BENIGNA Y MALIGNA

Según lo expuesto en el epígrafe anterior, en ocasiones ante la acumulación de


tensión no metabolizada, el fracaso transitorio del preconsciente, la crecida
alexitímica o la sobreabundancia de vida operatoria, es conveniente que se produzca
alguna somatización pequeña como exutorio de la angustia difusa. Mientras se gana
tiempo y el paciente se rehabilita por la vía de la mentalización, un trastorno
funcional o una somatización leve sirven para recobrar aliento.
Distinguiremos, por tanto, entre:

a) Enfermedades reversibles: Se caracterizan por ser repetitivas, de acuerdo al


estilo psicosomático de cada uno. Actúan a modo de dique evitando la
desorganización más grave. Siguen una secuencia que permite la
recuperación en breve plazo y no dejan secuelas graves. Además aportan
ventajas secundarias gratificantes. Como apunta J. Muro:

82
La secuencia habitual suele ser: excitación excesiva — traumatismo
— depresión — desorganización parcial — enfermedad regresiva —
evolución de ésta — curación — reorganización general —
restablecimiento de los niveles anteriores (J. Muro, 2006, pág. 248).

En este primer supuesto, predomina la angustia, la tensión, la queja, las


representaciones afectivas son ruidosas y psíquicamente positivas.

b) Enfermedades graves: Fracaso en las vías de descarga y cronificación de la


excitación, cuya secuencia es:

… exceso duradero o repetido de excitaciones traumáticas —


desorganización funcional progresiva (que puede conducir a la muerte),
acompañada de depresión esencial — aparición de una enfermedad de
evolución grave (ibíd, pág. 249).

En este segundo supuesto, se presenta indiferencia y aparente calma pese a la


enfermedad manifestada, deslibidinización general y pérdida evidente del tono vital
habitual.
Hay que valorar también algunos factores adicionales de riesgo vital:

— Un factor de gravedad sobreañadido será la edad del sujeto. A mayor edad,


más riesgo de desorganización, habida cuenta de la cooperación pasiva y
cómplice del derrumbamiento del tono vital del sujeto. «Esto le matará»
se dice de un mismo traumatismo cuando afecta a un viejo, o «la vida
siguey podrá recomponer su vida» cuando afecta a un joven. Aludimos al
diferente peso evolutivo de los instintos de vida y de muerte en jóvenes y
en mayores, claro que en líneas generales y aceptando excepciones
numerosas a la pauta.
— Otro indicador claro consistirá en que la enfermedad emergente no
obedezca ni respete el estilo psicosomático habitual en cada sujeto, sino
que sea novedosa e inédita en la anamnesis del paciente. («Esto no me
había dolido nunca», «de esto nunca había padecido»).
— Otro proceso discrepante que presagia un mal desarrollo consiste en la
renegación de la preocupación y en la desatención a las circunstancias
afectivas de su vida. La robotización, la fobia a pensar, la resignación y la
falta de psiquización de los asuntos —que no parecen registrarse, sino tan
sólo experimentarse a nivel fenomenológico— son los signos
patognomónicos que nos sirven de pista para juzgar la gravedad: «A lo
que la mente no pone palabras…, el cuerpo pone dolencias» (E. de
Usobiaga, 1987b)
— Por otra parte, se observa que en estos casos la enfermedad fagocita al
sujeto, en vez de que el sujeto viva su enfermedad y la integre en el curso
de su vida. El sujeto psíquico desaparece engullido por el cuerpo

83
enfermo. No hay sujeto más allá del cuerpo doliente, por lo que no
contará el terapeuta con una parte sana del Yo con la que trabajar de
consuno en la profilaxis de la mentalización o en la elaboración de los
afectos disociados o desconocidos o en la ligazón de las pulsiones de
muerte a las de vida.
— Factor coadyuvante señalado por F. Javier Alarcón es el de la defusión de la
agresividad que deja de actuar como una aliada al servicio de la vida y
pasa a ser un arma mortífera volcada contra el propio Yo y sus intereses
vitales, ora mediante una agresión activa del soma (autolesión, anorexia,
conductas parasuicidas, deportes de riesgo, etc.) ora mediante una
cooperación pasiva con el agente nocivo (virus, tumor, etc.), no
reconociéndolo como tal, o no luchando contra él (la desesperanza es la
emoción negativa más deletérea en la evolución de la enfermedad),
provocando un fracaso inmunológico que torna incompetente al cuerpo
para organizar su defensa.

El cauce elegido para las somatizaciones depende de distintos factores


genéticos, funcionales y ambientales. Cada enfermedad será fruto de una
combinación de todos ellos. Ciertos trámites están predispuestos en el sujeto pero son
precisos otros más circunstanciales y aleatorios (por ejemplo, la pérdida de un
vínculo de sostén importante, cambios traumáticos de entorno vital o exposición a
agentes agudamente estresantes o a focos de letalidad). Todos ellos pueden producir
un desbordamiento repentino e imprevisible del aparato mental altamente
desorganizador en poco tiempo. P. Marty lo advertía claramente: Afirmaba que las
desorganizaciones progresivas «conllevan teóricamente una fragmentación y una anar

CUADRO 3.1.—Procesos divergentes en las somatizaciones vitales y letales

84
Fuente: Elaboración propia. quía de funciones cada vez más arcaicas, el proceso de
de-sorganización transcurre a la inversa de aquel de la evolución» (P. Marty, 1982,
pág. 17).

Loren establece una ecuación de malignidad en la enfermedad:

Pobreza mental + Deslibidinización + Pujanza de la pulsión de muerte.

Fruto de mi elaboración personal es el esquema anterior.

6. OTROS FACTORES COADYUVANTES Y PRONÓSTICOS

Queda, por tanto, en evidencia que una disfunción somática episódica y


esporádica le puede ocurrir a todo el mundo, sanos, neuróticos o psicóticos, y sólo
marcan un desfallecimiento transitorio de las funciones mentales. Mientras que una
somatización en regla remite a una estructuración caracterizada por la insuficiencia
del aparato mental, desbordamiento traumático de las excitaciones y la repetición
estereotipada del mismo recurso. La benignidad del síntoma somático quedará
signada por afectar a los órganos vulnerables constitucionalmente hablando, y la
malignidad por la sorpresa, la novedad y la imprevisión del órgano.
R. D’Alvia (1993) nos brinda otra jerarquía de síntomas psicosomáticos, en
función ahora del nivel de implicación yoica en el proceso del enfermar:

85
a) Síntomas sin conmoción yoica: Síntomas funcionales que suelen descubrirse
en chequeos pero de los que no había habido ninguna percatación.
b) Síntomas con cierto grado de participación yoica: El sujeto se pregunta qué
pasa con su cuerpo, pero se muestra más preocupado por lo que deberá
dejar de hacer que por cuidarse. Tendencia a abandonar todo interés y
compromiso curativo en cuanto mejora (por ejemplo, fumador
empedernido que deja de fumar ante un susto importante neumónico,
pero que una vez restablecido recupera el hábito).
c) Síntomas con distonía yoica: Disfunción del órgano raramente reversible.

J. McDougall, por su parte, se pregunta si la enfermedad psicosomática es


fatalidad o destino. La primera es lo incontrolable (accidentes, traumatismos
excepcionales), lo segundo se refiere al cumplimiento de un proyecto interior e
individual. Así, lo que acostumbramos a interpretar como compulsión de repetición
en la enfermedad o como patología severa de orden somático, es a menudo una
fórmula primitiva de supervivencia, una manera de preservar la identidad y la
subjetividad. Cree que en cada órgano existe un protosimbolismo personal guardado
en el preconsciente y que sólo es válido para cada sujeto particular.
— Diversos autores señalan también algunas apreciaciones curiosas. Por
ejemplo, McDougall habla de la existencia de un calendario secreto inscrito en lo
profundo de la mente: «yo moriré antes de los cincuenta», «en torno a los 40 me
aparecerá un cáncer», «cuando llegue a la menopausia, tendré flebitis como mi
madre», etc, que permiten augurar —por el mecanismo de la profecía autocumplida
— la validación del pronóstico. Paralelamente, G. Pollock (1970) estipula un
síndrome de aniversario, («reacción de aniversario» para I. Eckell de Muscio, 1997;
«Némesis» para Chapman), que consiste en que:

El paciente cree que está destinado a repetir en su vida el modelo de


vida de otra persona significativa que terminó en tragedia y catástrofe (I.
Eckell, 1997).

— A menudo la enfermedad somática esconde una expresión indirecta de


hostilidad hacia los objetos privados respecto a los que se guarda una relación de
dependencia, siendo entonces una rebelión silenciosa del cuerpo contra figuras
imprescindibles pero insoportables. «Soy el único dueño de mi cuerpo. Tú no mandas
en él. Y si es preciso para demostrarte tu falta de poder sobre él, enfermo.» Equivale,
como puede verse, a dar una patada al objeto pero en el propio culo. Apunta
asimismo que la somatización es un protolenguaje, una fórmula «creativa»de
comunicación que intenta atraer la atención de los otros (J. McDougall, 1993).
— Cristina Rolla (2005) puntualiza diversos tipos de somatización,
deduciéndose de ellos diferentes grados de gravedad: Las somatizaciones a crisis
suelen manifestarse pendularmente a tenor de las oscilaciones del funcionamiento
mental. La somatización crítica del asma, la gastritis, la migraña, etc., funcionan por
brotes coincidentes con momentos de desfallecimiento del sistema psíquico, pero que
una vez recuperado permite y habilita fórmulas para la elaboración de emociones y

86
pensamientos antes suprimidos. Contrapuestas a éstas están las somatizacio-nes de
orden genético, desarrolladas distintamente por unos y otros portadores de la
mutación o predisposición. El quid diferencial estriba en la idoneidad del sistema
inmune y en la realización o incapacidad para acompañar la vida con un trabajo de
mentalización adecuado. Mismo gen, distinta letalidad en función de factores
psicológicos.
— Otros factores determinantes serán la reacción del entorno (según que ejerza
un sostenimiento apropiado o incremente la angustia) y el tipo de defensas que cada
enfermo moviliza ante la enfermedad (varía considerablemente que el paciente
ensaye defensas mentales o se lance raudo en busca de actividades autocalmantes o
defensas arcaicas como la renegación o la indefensión abandónica) (C. Smadja, 1993
y 1995).
— M. de Miguel (2005) propone un concepto interesante: la memoria humoral.
Con él se refiere a la capacidad del cuerpo para repetir por sí mismo cualquier
síntoma que ya haya experimentado en el pasado. Como si conservara una memoria
vegetativa de todos los mecanismos bioquímicos e inmunológicos implicados en la
producción del síntoma en cuestión. El cuerpo sabe como hacerlo, desencadenando
reacciones fisiológicas e histológicas que pertenecen a dicha memoria corporal. Ello
permitirá explicar la propensión reiterativa de las somatizaciones benignas o
parciales. Dicha reiteración configura estilos patognomónicos particulares, dado que
cada vez que el sujeto se enfrenta a una situación desbordante, su memoria humoral
le hace recurrir a la fórmula ya usada en el pasado. Dicha constatación es la que
desorientó a los psicosomatólogos argentinos llevándoles a buscar perfiles de
personalidad estables en todos los sujetos que padecen la misma somatización.
A decir verdad, la regularidad es sólo idiográfica (se repite en el sujeto que ha
seleccionado biográficamente esa fórmula), pero no nomotética ni generalizable (no
hay rasgos comunes entre dos sujetos que utilicen el mismo síntoma somático, dado
que estará en función de la interacción del síntoma con su identidad evolutiva y con
la formación de su carácter, sus puntos de fijación y sus movimientos pulsionales).
— Sami-Ali establece un marcador pronóstico interesante: el grado de
proyección es inversamente proporcional a la gravedad de las somatizaciones. La
ausencia de proyecciones equivale al aumento de la introyección y la depositación de
la tensión o la angustia en una atrofia metabólica, celular y tisular del órgano. Pero
sobre todo, añade, esto se aprecia cuando afectan al sistema inmune o a
«enfermedades sin órgano», globales, masivas, multiorgánicas o que afecta a la
síntesis de alguna enzima, a la intervención fallida de alguna hormona o a fallos
metabólicos graves.
En el caso de las enfermedades autoinmunes tocamos el anonimato del cuerpo
profundo, del cuerpo bioquímico, y se trataría de «aberraciones del proceso vital en
sí», de somatizaciones sin órgano y desvitalizantes, difíciles de contraatacar tanto
desde la medicina convencional como desde la psicosomática.

… la proyección está acompañada por un fortalecimiento de las defensas


inmunológicas, las que se debilitan cuando se atenúan las
manifestaciones proyectivas. Por tanto, lejos de ser un mecanismo

87
puramente psicológico, la proyección parece tener un valor biológico
que permite abrir nuevas perspectivas a la psicosomática (Sami-Ali,
1986, 1006).

Cabría, en consonancia con lo antedicho, preguntarse si el paranoico está


vacunado contra las somatizaciones, si está más garantizada su supervivencia
biológica al depositar el enemigo fuera del cuerpo.

88
CAPÍTULO 4
Abordaje de los pacientes psicosomáticos.
Objetivos, técnica y dificultades especiales

No siempre ocurrirá lo peor. Los factores de indeterminación…


permiten al psicoanalista jugar con convicción razonable la carta de la
esperanza.

ROSINE DEBRAY

1. CONDUCIENDO LA ENTREVISTA PSICOSOMÁTICA

A) La escucha psicosomática. L. Kreisler, veterano miembro del IPSO y


encargado de la sección de niños del hospital de la Poterne de Peupliers, puntualizó
también algunas directrices sabias sobre el modo de abordar al paciente
psicosomático. Tiene él muy presente que el sujeto psicosomático estándar será un
sujeto con acusada normopatía, sobreadaptado, hiperrealista, con seudocontrol sobre
la realidad y que por todo ello está enfermo. Cabe que la caricatura del sujeto al que
no le pasa nada, según él piensa, es el de más alto riesgo y el más vulnerable a las
somatizaciones. El apelativo de «enfermo de cordura» le conviene y se le adapta
como un guante, pero su propia condición de seudonormal predispone al clínico
psicodinámico con una contratransferencia negativa y difícil. Luego volveré sobre
ello.
La conjetura de que todo psicosomático es un paciente por lo general operatorio
puede arrastrar al terapeuta a unainvestigación también a ras de suelo, a ras de
presente, a ras de realidad descriptiva, somática y antidinámica. Aunque debe estar

89
suficientemente informado de la situación real de la enfermedad, de su curso,
incidencias, gravedad, y actuaciones médicas, no debe quedarse fijado en tales
minucias, porque haría redundante y superfluo su papel frente al del médico
generalista o especialista médico. R. d’Alvia (1995) distingue tres áreas en los
contenidos que pueden revelarse durante la entrevista psicosomática:

— área discursiva: que consta de todas las incidencias relacionadas con el


cuerpo, los dolores, las sensaciones físicas o cenestésicas, las
alteraciones,
— área expresiva: que se relaciona con toda la sinfonía de «actos
sintomáticos» que exhiba el paciente: resoplidos, temblores, cambios
posturales, carraspeos, cambios térmicos, sudoración, rubor, etc,
— área significativa: el síntoma corporal puede expresar o no causas o
conflictos de índole inconsciente, aunque comúnmente en los cuadros
psicosomáticos, como sabemos, el síntoma responde a un fallo arcaico
del Yo y es absolutamente a-semántico.

La escucha psicosomática que practican en el Instituto de Psicosomática de La


Poterne des Peupliers concede el protagonismo al paciente. Escuchar al paciente
psicosomático y su enfermedad en su conjunto supone pasar por el registro de sus
emociones, de sus defensas, de sus pulsiones eróticas o agresivas, de sus
representaciones conscientes o preconscientes. Se le da la palabra para que navegue
por donde desee. El entrevistador abandona la dogmática posición de supuesto saber
y no permite ser mediatizado por la opinión del médico que lo ha enviado a consulta
hasta después de haberse encontrado con el paciente. Solicita la impresión del
paciente sobre su enfermedad. Con ello busca cumplir tres propósitos:

1) Explorar las capacidades representativas y defensivas del sujeto.


2) Conocer la causalidad psíquica de su problema tal como el paciente la
interpreta.
3) Permitir al paciente preservar su libertad interior, evitando el sentimiento
infantil de ser dominado y gobernado por el pensamiento de un adulto
que piensa por él.

F. Moreau establece algunas reglas básicas para no perder de vista que, por
encima de todo, se trata de que el paciente descubra su propio deseo. Recomiendan
una neutralidad benevolente, pero no un silencio disgregador que acentuaría las
dificultades alexitímicas y el fantasma de la muerte. La frustración habitual en el
tratamiento abstinente de los neuróticos ha de evitarse pues si no pone palabras es
porque carece de ellas. El entrevistador, en su propio preconsciente, va completando
el mosaico de representaciones faltantes del paciente, pero no para interpretárselas —
lo que sería traumático e iatrogénico— sino para hacerlas existir en algún espacio
mental. Todo ello sigue perteneciendo a la escucha terapéutica. Trata de conseguir

90
que el paciente juegue el rol de funciones desfallecientes, que juegue a que sabe y a
que puede hacer lo que piensa que no puede o no sabe. Para ello, hasta es posible que
el terapeuta muestre capacidades y conductas alternativas a las del paciente, pero no
erigiéndose en modelo que imitar, sino en demostración fehaciente para el paciente
de que es posible encontrar otras vías distintas a las que suele usar y que le han
enfermado.
Tampoco debe desistir de su escucha dinámica, atenta y receptiva, pero no
flotante, pues en todo momento deberá controlar el proceso y ser directivo, incluso en
la aparente pasividad de su escucha. Rodríguez Escobar (1999) plantea una atención
y negligencia selectivas. Debe tener una cierta noción de lo que quiere averiguar, de
lo que ha de buscar y del modo de indagación adecuado al caso, esto es, seleccionar
el foco para evitar innecesarias divagaciones operatorias. Las estereotipias habituales
en las entrevistas estructuradas quebrarían las ya de por sí complicadas posibilidades
de establecer una relación terapéutica que va a transcurrir en la mayoría de los casos
al margen de la transferencia. El terapeuta dinámico debe partir y aceptar la
interconsulta y la interdisciplinariedad del abordaje psicosomático. La soberbiay el
empacho narcisista del analista habituado a ser un dios absoluto y exclusivo en las
referencias de su paciente neurótico no tienen cabida aquí. De hecho, el analista
cumple un rol subordinado al médico o al equipo que supervisa la enfermedad en
todos los restantes planos (L. Kreisler, 1985).
B) Consejos y cautelas para el entrevistador. Hecha esta matización a modo de
prolegómeno, convendría remontarse a las disposiciones efectuadas por P. Marty ya
en sus primeros trabajos.

1) Es arriesgado aplicar al paciente los métodos analíticos tradicionales


derivados de la cura psicoanalítica estándar. Conviene adecuar ésta a la
capacidad de interlocución y de introspección que posea el paciente.
2) El setting será aquí más flexible, pero no por ello laxo o carente de rigor,
que en la psicoterapia psicoanalítica. En realidad, aunque hay
discrepancias, el marco ha de poder ser ambulatorio y estable. Por ello,
cuando el estado físico del paciente exige la presencia de otro personal
médico, asistencial o familiar, la consulta queda desvirtuada y pierde la
condición de tal. Es poco procedente entablar la relación en situaciones
límite: enfermo en cama, terminal, con interrupciones permanentes de
terceras personas, etc. Sin embargo, a veces es aconsejable.
3) La entrevista exploratoria que permitirá valorar las posibilidades reales del
paciente para ser tomado en psicoterapia debe permitir captar lo esencial
de su estructura mental, sus particularidades habituales, su situación
actual y su anamnesis en una sesión única, aunque sea de larga duración.
Por los déficits de mentalización y el discurso operatorio sobradamente
conocidos en muchos psicosomáticos puede ser agotadora, no cabe duda.
J. McDougall exige varios requerimientos para que el proceso
psicoterapéutico se desenvuelva en los casos psicosomáticos: que posea
conciencia de sufrimiento psíquico (además del obvio
sufrimientomental), que persiga aumentar su autoconocimiento y que la

91
situación analítica sea tolerable.
4) La comunicación se asemeja más a una «conversación terapéutica» que a un
diálogo dinámico, y siempre ha de ser dirigida por el terapeuta. No existe
apenas riesgo de que el paciente se sienta molesto por tal directividad,
sino relajado, ya que eso se ajusta a su preconcepción de ser un «buen
paciente», obediente y sumiso a la voluntad y al saber del especialista.
5) La «charla terapéutica» se aproxima a una conversación pedagógica, pues
hay que enseñar al paciente a comprender tanto sus emociones como sus
sensaciones corporales, y enlazar ambas con sus conflictos
interpersonales o intrapsíquicos. Todo ello sin perder de vista el apremio
que el curso de la patología somática vaya imponiendo en el sujeto.
Obviamente, no se debe cometer el abultado error de arrastrar al paciente
a una preocupación inconcreta cuando está pendiente de un cateterismo o
de una mastectomía. Si la molestia física es muy acusada y está en primer
plano, la insistencia del médico en buscar otra cosa puede ser percibida
como desprecio a su dolor, y como insensibilidad. Pero, siempre que la
urgencia somática no sea inminente o absorbente, conviene hacer sentir al
paciente que también es un sujeto psíquico y social, no sólo un cuerpo
doliente. Sumamente prudente es tender a una sincronización de los
lenguajes y de los afanes por parte de ambos, terapeuta y paciente:

Se configura una discronía de códigos cuyos elementos constitutivos


tienen que ser restablecidos con la mayor claridad posible para que
médico y paciente manejen símbolos con significados que por así
decirlo, estén en la misma longitud de onda (S. Brainsky, 1985, pág. 8).

6) La comunicación debe establecerse cara a cara y sin mesa de por medio


pues «facilita además al terapeuta posibilidades de intervenciones no
verbales en la forma de expresiones, de excitaciones o protecciones frente
a éstas, gestuales o mímicas» (P. Marty, 1990, pág. 105). Tal lenguaje
extraverbal permite al terapeuta iniciar una línea de exploración del
mundo psíquico a raíz de una sonrisa, de un temblor, de una señal de
inquietud, de un cambio postural. La razón para evitar el uso del diván es
que no conviene fomentar regresiones somáticas o psíquicas en pacientes
mal mentalizados. Podría desatarse una desorganización difícilmente
controlable (E. Castellano-Maury, 1998).
7) Es admisible (aunque cuestionada) la presencia de observadores, ayudantes
o alumnos, sin violar en exceso la intimidad, puesto que raramente la
entrevista alcanza niveles de profundidad y fantasía que estorben los
terceros ni dificulten la empatía. De igual forma, puede grabarse la
entrevista, explicitando ante el paciente dicho propósito desde el
principio. Ulnik (2000), en cambio, cuestiona esta opción pues cree que
dificulta aún más la detección dinámica de los focos conflictivos.
8) Queda tácitamente prohibido formular la regla de la libre asociación, que,
lejos de agradar al paciente, le inquieta, dado que le hará percatarse de su

92
planicie mental, del desnivel psíquico entre su terapeuta y él mismo,
multiplicando sus recelos paranoicos. Sin embargo, no debe dejarse
arrastrar por el lenguaje ramplón y descriptivo (operatorio) del paciente,
ni debe emularlo ni contaminar su indagación dinámica. Debe, por el
contrario, mantenerse alerta para tirar del hilo adecuado que le conduzca
a hablar de su vida significativa, por lo común tan disociada de su
enfermedad desde la perspectiva del paciente.
9) Es esencial desviar el foco de atención del síntoma, hacerlo enmudecer,
para que la entrevista no quede monopolizada por la enfermedad. Aunque
presente y fundamental en la preocupación de la pareja terapéutica, ha de
marginárselo para que afloren otros aspectos vinculares o cognitivo-
emocionales relacionados con su aparición o desarrollo. La relación
médico-enfermo ha de crear un clima de confianza y un hábitat fuera del
síntoma. En su seno, y al margen de los vaivenes del cuadro somático, el
sujeto aprenderá que la relación no se quiebra ni se esfuma a pesar de las
crisis, las discusiones, los desacuerdos, las ambivalencias y las
confusiones por las que pueda atravesar. La permanencia del objeto de
relación será decisiva en la co-creación de lo relacional.
10) El examen psicosomático es inviable cuando el paciente añade a su
enfermedad cuadros de estupidez o psicosis que lo anulan como
interlocutor.

C) De la entrevista a la relación terapéutica. Pierre Marty lúcidamente


convierte la entrevista terapéutica en relación terapéutica en sí misma, haciendo suyo
el eco de Freud en «Análisis Profano» según el cual «investigar y curar son la misma
cosa». El parisino observa :

… el examen psicosomático, no pudiendo ser jamás sistemático ni


automático, halla esencialmente sus bases en la estimación permanente,
durante este examen de la relación del paciente con el observador (P.
Marty, 1959, pág. 127).

En trabajos posteriores, Marty carga el acento en la singularidad del enfermo


psicosomático, lo que abre el abanico a las variaciones técnicas y a las adaptaciones
del encuadre a tenor de las necesidades singulares de cada enfermo. Él aconseja que,
sin ser abiertamente pasivo y mudo ante el paciente, se deje llevar por la fórmula
relacional elegida por el paciente, modulando sólo que ésta vaya de menor a mayor
elaboración pero al ritmo marcado por el propio enfermo. De este modo, por ejemplo,
instruye para que la entrevista con el paciente psicosomático se atenga siempre a dos
principios:

— La receptividad y expresividad del enfermo rige por encima de cualquier


otro objetivo. Si, para conseguirlo, la forma de la cura ha de ser
modificada, se hará.

93
— El terapeuta calibrará el nivel de funcionamiento mental óptimo de cada
paciente, no conformándose por debajo del mismo, ni imponiéndole un
nivel superior a riesgo de humillarle.

La última premisa retrotrae a la teoría de S. Ferenczi sobre los «óptimos


relativos» en la cura analítica. Retomar las palabras de Marty es discreción obligada:

El investigador debe interesarse por las formas relacionales antes de


hacerlo por los contenidos conflictivos (cualquiera sea el plano, psíquico
o somático, de esos elementos conflictivos) y no debe interesarse por
esos contenidos, de no estar seguro de que puede contar con la
estabilidad de las formas (la solidez de las organizaciones funcionales)
que los sostienen (P. Marty, 1976, pág. 54).

El grado de accesibilidad de los pacientes está limitado por los márgenes


temporales de que dispongamos para actuar y por el alcance de su deseo de saber más
acerca de sí mismo. Es vano el empeño de hacer funcionar psíquicamente a un sujeto
que cosifica su enfermedad, la disocia de su mente y de su historia y desea continuar
tratándola como distónica respecto a sí mismo, como algo a lo que atacar para
disolver o expulsar en vez de como algo que comprender e integrar. Sifneos
consideraba contraindicado el tratamiento dinámico de pacientes alexitímicos
(operatorios, como ya sabemos). J. McDougall juzga contraindicado el tratamiento
analítico de cualquier paciente que carezca de deseo de saber más acerca de su
funcionamiento mental, sea o no psicosomático. Podríamos decir, retornando al mito
de Sófocles, que ningún terapeuta puede ser Tiresias si no hay un Edipo inquieto con
una aguda pasión epistemofílica. Recojo las palabras de la autora francesa:

… es esencial llevar a los pacientes a reconocer sus síntomas y de ahí en


adelante a dirigirles para que adquieran una tolerancia mayor de la
experiencia afectiva, de modo que puedan empezar a usar las distintas
formas de afecto como señales para ellos mismos (J. McDougall, 1982-
1983, pág. 386).

Vale decir: al conducir la entrevista, el terapeuta puede llegar a sentirse


vampirizado por la demanda de comprensión del paciente en el caso de los
neuróticos, pero raramente en el caso de los enfermos psicosomáticos. Lo que sí
puede ocurrirle ante ellos es que se sienta despojado, desposeído, de su habitual
perspicacia o sabiduría interpretativa. El terapeuta presta su preconsciente a su
enfermo durante la entrevista, para que éste pueda establecer las conexiones y las
psiquizaciones del proceso que no alcanza hacer por sí mismo. Si lo logra, mejorará
el autocuidado del paciente y ganará su colaboración en el sondeo de sus
circunstancias vitales significativas.
La sensación de que «no hay tela que cortar» puede desalentar, aturdir y
aniquilar la habitual pulsión de saber. Se encontrará a menudo en callejones sin
salida, buscando pequeños cabos a los que asirse para captar material analíticamente

94
viable. Marty tildaba a estos consultantes de «pacientes sin relieve». El paciente
psicosomático es simple, que no sencillo, y a menudo desespera al terapeuta poco
experimentado, que se ve impelido a maniobrar imitando un lenguaje que no es el que
maneja habitualmente, para camuflar bajo la exagerada cordialidad y llaneza su
desorientación. Pero los expertos del IPSO previenen acerca de la conveniencia de
usar un lenguaje igual al del paciente, pero cualitativamente más denso y matizado,
con objeto de ir creando las representaciones preconscientes necesarias para mejorar
la fluidez en el funcionamiento de la primera tópica:

Su propia palabra constituye a la vez una incitación y un ejemplo.


Cuando aparece, la expresión verbal debe tender en el paciente a ser lo
más cualitativa posible. Conviene favorecer la cualificación, la
explicación y apreciar regularmente el alcance simbólico del lenguaje (P.
Marty, 1995, pág. 106).

2. PECULIARIDADES DE LA TÉCNICA

Es probable que en muchos casos lo que se puede realizar en la interconsulta o


en los gabinetes privados no se asemeja a una psicoterapia, por latos que sean sus
contornos. En sentido estricto, debiera definirse como ayuda terapéutica o
intervención psicoterapéutica o apoyo dinámico. Pero, en el mejor de los supuestos,
en unidades especializadas de psicosomática, en ámbitos hospitalarios sensibles a esta
modalidad específica o en el setting de un consultorio psicoanalítico pueden
modularse muchas variantes técnicas que, siempre que se atengan al código
deontológico y eviten la iatrogenia, pueden considerarse grosso modo intervenciones
de psicoterapia psicosomática.
A) Formación. Como acabo de exponer, el paciente somático puede ser simple,
pero en modo alguno sencillo de manejar. Por ello, los maestros del sector disuaden
de abordar a los pacientes si ellos mismos poseen una formación precaria o
incompleta, imbuidos de la errónea creencia de que como no hay que sondear
demasiado en los sistemas Preconsciente o Inconsciente, ni navegar por el entramado
de pulsiones, el abordaje puede hacerse sin grandes dificultades. Nada más lejos de la
realidad. Si se aventuran a ello sin una completa formación en psicoterapias clásicas,
si no han amasado una amplia experiencia técnica en casos no psicosomáticos, no
evitarán riesgos innecesarios. Marty (1990) la consideraba una supraespecialidad
altamente exigente de cualificación a la que puede accederse desde la psicología, la
psiquiatría o la pediatría. Puede plantearse como profilaxis mental o como prevención
secundaria o meramente paliativa.
Sólo tras superar una formación psicoanalítica clásica, con los controles y
supervisiones protocolizados a tal efecto, puede accederse a la formación en
psicosomática en institutos especializados. El terapeuta debe estar abierto a la
interconsulta y la transdisciplinariedad pues podrá conjugar su intervención con otras
modalidades no psicoanalíticas, tales como terapia familiar, counseling, hipnoterapia,
terapia de grupo, modelado de conducta, etc. Y, ciertamente, no habría de sentir
empacho de adquirir nociones básicas de la naturaleza de las otras modalidades de

95
intervenciones para no errar o sembrar mensajes paradójicos en los pacientes que, por
supuesto, en muchos casos entablarán relaciones transferenciales paralelas con los
otros profesionales a los que acude. (P. Marty, 1990, pág. 121). El terapeuta no debe
presuponer la existencia de capacidades ideativas o introspectivas presentes en los
neuróticos.
B) Compatibilidad. Es importante aceptar desde el principio que el terapeuta
está supeditado a las incidencias de la enfermedad, eventuales hospitalizaciones o
intervenciones quirúrgicas, sesiones de rehabilitación, cambios de setting,
agravamientos, aparición de nuevos y diferentes síntomas que requieran
interrupciones e interconsultas con otros especialistas de forma incesante. Ha de
aceptar, por ello, un rol auxiliar al que puede no estar acostumbrado. Por otra parte, la
medicalización del cuadro somático puede condicionar y perjudicar la marcha de la
terapia, al producir diversos cuadros de anestesia o analgesia, embotamiento
cognitivo, planicie emocional, sueño o cansancio. Todas estas eventualidades pueden
dificultar o menoscabar tanto el ritmo como la calidad de los contenidos terapéuticos.
Es aceptable que puedan co-dirigirse terapias de diversa índole: relajación, yoga,
fisioterapia, balnearioterapia, etc., compartiendo con otros profesionales la ardua
tarea de soporte.
C) Setting. Aunque ordinariamente el setting será el que propicie una consulta
hospitalaria o ambulatoria, en una sala que goce de cierta calidez y placidez para el
intercambio de confidencias, y de forma bipersonal, es obvio que las instituciones o
los recursos pueden imposibilitar el setting óptimo. Por otra parte, la distancia
geográfica y las circunstancias físicas del enfermo pueden exigir la modificación del
setting hasta incluir posibilidades antes impensables como el e-mail, el teléfono o la
videoconferencia, así como la presencia inevitable de terceras personas. Sólo en
situaciones límite de inmovilidad física o de casos terminales puede aceptarse la
visita hospitalaria o la intervención domiciliaria.
D) Vínculo. El paciente somático tenderá a cosificar al terapeuta en su función
de médico o de psicólogo en el ejercicio de un rol. Es primordial que esta rigidez
congelada de rol a rol se relaje y transforme en otra cosa. El terapeuta, respetuoso y
no invasor, opera al mismo tiempo como espejo y como filtro que hace tolerable el
mundo exterior y todas sus agresiones. Algunos enfermos no toleran una relación
profunda y afectiva, no osan ni permiten que se sobrepase la definición estereotipada
del rol asignado al terapeuta, se mantienen en la fría cortesía de la respuesta amable
pero monosilábica, pero sin embargo, les tranquiliza saber que está ahí, que les
recibirá cuando lo soliciten, que sus avatares particulares o sus oscilaciones en el
humor o en el ánimo no sembrarán tempestades en la relación. Oír al terapeuta
afirmar: «todo sigue bien» puede ser suficiente. Las tareas del terapeuta son: crear un
clima relacional de confianza, acompañar, vigilar y controlar las alteraciones y
disfunciones del paciente, previniendo nuevas somatizaciones o deteniendo las ya
existentes. Es frecuentemente el Yo auxiliar del propio paciente.
E) Ritmo. Marty proponía no más de una sesión a la semana para no abrumar al
paciente, de exigua capacidad mental, ni agotar al terapeuta en su persistente esfuerzo
de «tirar del carro» solo, sin la colaboración anhelada del paciente. Es aconsejable no
sobrepasar los 45 minutos de tiempo; menos, imposibilitaría la improbable

96
emergencia de fantasías o asociaciones, recuerdos o trabajo psíquico. Más resultaría
amenazante para el paciente y extenuante para el clínico.

Se debe evitar tanto el estado de excitación inducida por la


proximidad como la sensación de vacío que acompaña al alejamiento:
ambas se saldan con agravamientos sintomáticos (M. Robert, 2000, pág.
92).

Los especialistas en tratamientos con pacientes somáticos con síntomas


persistentes recomiendan que el ritmo no sea ni tan frecuente que se puedan sentir
perseguidos o seducidos —lo que les haría huir—, ni tan espaciado que se sientan
desamparados y no logre establecerse una genuina relación humana o clínica.
F) Intervenciones. Las intervenciones habituales han de ser no-interpretativas,
sean explicativas, aclaratorias, empáticas, fáticas, lúdicas, interrogativas o
incitadoras. A menudo no pueden ser más que especulares, de devolución e invitación
a proseguir, a buscar ramificaciones o nuevas vías de verbalización y asociación en el
paciente. Es perfectamente lícito el uso del tacto cordial (apretón demanos, ayuda
para sentarse o levantarse, etc.) y de elementos paralingüísticos como la sonrisa, la
adecuación del marco a sus necesidades físicas (sillones, cojines, etc.), el
acompañamiento en ciertas circunstancias (desmayos, crisis, ataques, etc.). Ha de
tenerse claro que el objetivo es hacer desaparecer los estados de desprotección,
desamparo o soledad propios de la depresión esencial y de cuadros somáticos graves
y/o infantilizadores.
Los modos de intervención deben ser modestos, comprensibles para el
interlocutor, evitando tecnicismos y pedantería; también pueden responderse dudas o
atenderse peticiones concretas para ampliar cualquier información pertinente sobre la
enfermedad, sus causas, su proceso, sus cursos posibles, los efectos o
contraindicaciones de los fármacos e intervenciones quirúrgicas. Todo ello ayuda a la
representabilidad de la enfermedad, conectando sus incidencias con los movimientos
psíquicos que van produciéndose o descubriéndose en el curso de la terapia. Eso sí:
intentando integrar todo ello en su modo de vida y circunstancias reales, en su familia
y aficiones, en sus proyectos o temores concretos. En suma: personalizar el caso todo
lo posible con alusiones a nombres propios, empresas o ciudades, contextos y planes
que hablen del paciente y sólo de él.
Las intervenciones poco interpretativas admiten las comparaciones entre el
paciente y uno mismo (de donde se deduce que no se aplica con el mismo alcance la
regla de la abstinencia terapéutica), buscando incitar posibles identificaciones,
interiorizaciones, idealizaciones o introyecciones que impulsen el trabajo de
elaboración mental.
La línea clave en las intervenciones consiste en educar al paciente para que sea,
lo más pronto posible, una ayuda en el trabajo terapéutico. Para ello, es vital
aleccionarlo sobre las cosas que son realmente importantes y de las que vale la pena
estar atento para poder conversar sobre ellas.

3. PECULIARIDADES DE LA PSICOTERAPIA

97
La insistencia de Laín en la relación médico-paciente había tenido un notable
precedente en Marañón y un señero seguidor en Rof Carballo. Todos ellos
acreditaron en su experiencia clínica lo insustituible del vínculo médico-paciente en
su componente humano y relacional, al margen de sus ingredientes funcionales y
técnicos. Todos resaltaron la importancia de una relación cómplice y comprometida
por ambas partes en la que, sea cual fuere el avatar que haya conducido a su
encuentro, ambos experimenten la sensación de haberse elegido mutuamente, al
menos hasta cierto punto. El nacimiento de la colaboración, desde distintos estratos y
roles asumidos, da pie a una amistad médica (Laín) que equidista de la fría
amabilidad y de la seducción mutua, y que incluye tres ingredientes: convivencia,
beneficencia y confidencia.
Esta relación, casi diádica, sin la profundidad de la relación analítica clásica,
posee por encima de otros un objetivo prioritario: prevenir y curar. El terapeuta se
apresta a ello obviando los ribetes transferenciales presentes en una intervención
analítica, pero en cualquier caso introduce un sujeto (y no meramente una función).
Esto es parejo al hecho de que el paciente es para el terapeuta otro sujeto, al margen
de un cometido que abordar. Escuchar con el tercer oído (T. Reik) es el sello que
distingue al buen clínico del que no lo es, pues la empatía, el reverie, la lectura entre
líneas del discurso, son elementos para-técnicos decisivos. Conviene tener presente
que el terapeuta es el primero de los medicamentos y deviene el vehículo de la queja
y de la demanda al tiempo que el depositario de la esperanza.

Luis Barraquer y Alfons Icart (2004) designan como «síndrome de


la bolsa del Corte Inglés» a la forma en que el paciente psicosomático se
presenta ante el terapeuta. En ella porta un abultado cartapacio cargado
de informes de todos los generalistas, especialistas y neuropsiquiatras
que lo han visto antes de remitirlo a la consulta de un terapeuta dinámico
o psicosomático.

Pierre Marty fue muy explícito al delimitar las diferencias existentes entre la
psicoterapia psicosomática y la psicoanalítica, señalándolas en varios órdenes:

La psicosomática no se reduce al psicoanálisis, del cual contiene


teóricamente el principio económico. En la práctica, difiere globalmente
de aquel: en cuanto a los pacientes que trata (enfermos somáticos cuya
condición a veces es muy distante, a causa del empobrecimiento de la
sexualidad, de la condición de los neuróticos mentales de sexualidad
inhibida o distorsionada); en cuanto a los fines que persigue (conseguir
ante todo que el paciente restablezca sus mecanismos de defensa, y la
organización, aunque sea neurótica de su sexualidad); en cuanto a las
técnicas que emplea (tratamientos eventualmente compartidos con otros
terapeutas médicos o paramédicos, uso de las «transferencias laterales»,
ritmo modulado y a menudo más lento de las sesiones, duración de las
terapias adaptada a la conjugación enfermedad somática —cualidad
fundamental y las variaciones del funcionamiento psíquico, predominio
de la posición cara a cara, prevalencia de la relación básica sobre la

98
transferencial) (P. Marty, 1990, pág. 20).

Es obvio, y por ello fruto de numerosas críticas, que Pierre Marty y su grupo
tomaron de la metapsicología freudiana el punto de vista económico apuntalándolo
sobre el punto de vista tópico y estructural, pero desdeñando o minimizando el punto
de vista dinámico. La atención central de su modelo de psicoterapia se basa más en
los movimientos pulsionales, en las incidencias evolutivas y contraevolutivas de
fijaciones y regresiones, en la indagación de traumatismos y duelos, en la energía
estabilizada o desvitalizada, que en la búsqueda de sentido o significado del síntoma
o en el análisis del conflicto inconsciente o de las defensas en juego. Todo ello otorga
rasgos distintivos a la psicoterapia que voy a intentar especificar, relacionados con las
funciones que habrá de cumplir:
a) Toda terapia comienza con una cierta función materna por parte del
terapeuta, intentando crear un marcode seguridad y tranquilidad que apacigüe la
angustia difusa o el miedo desencadenado por la quiebra de la salud, el
desconocimiento, los reajustes necesarios y la nueva situación sociofamiliar que la
enfermedad ha generado. El terapeuta ha de brindar un clima de sosiego, de escucha y
de simpatía que Balint tildó de «función materna» por lo que la madre
suficientemente buena tiene de procurar calma, contención, protección y cuidados. La
madre sabe de su bebé, piensa por el cuerpo de su bebé, a través de su queja o su
llanto deduce su malestar y sus causas. Crea en su mente un espacio y una
herramienta para pensar antes de que el bebé madure y desarrolle por sí mismo la
capacidad de elaboración.
b) El terapeuta acepta también cumplir una función paraexcitadora que
consiste en que «el analista supla una función faltante en el paciente, pudiendo así
atajar, amortiguar o frenar el exceso de estímulos» (J. C. Ulnik, 2000). El nivel de
análisis en cuanto a búsqueda de sentido, a establecimiento de conexiones y claves en
la formación del síntoma, no se efectúa ni por tanto se interpreta, puesto que el
terapeuta parte por lo general de la concepción de que el paciente posee una gran
precariedad preconsciente y opacidad respecto a sus representaciones inconscientes.
Evitando las interpretaciones trata de impedir que el paciente se vea inundado por
excitaciones frente a las que se siente inerme y que pudieran desatar graves
desorganizaciones somáticas, complicando fatalmente su pronóstico.
El analista se situaría como parapeto que recoge y procesa parte del aluvión
emocional que el enfermo no puede elaborar. Actúa como el preconsciente supletorio
del enfermo que realiza tareas de traducción, organización, evacuación o
metabolización de las excitaciones causadas por la enfermedad o por los
traumatismos caóticos y no mentalizados que flotan en derredor del paciente. I.
Usobiaga designa a esto «funcionamiento paradójico» (2007) y C. Botella,
recientemente, «psicoanálisis transformacional»: el psicoanalista-psicosomático
presta su capacidad de mentalización y su capacidad de escucha del inconsciente y
devuelve una palabra, un guiño creativo en la interpretación, que tiene la virtud de
reiniciar un proceso psíquico putativo de la dinámica habitual del pensamiento
operatorio.
c) El terapeuta cumple también una función excitadora o activadora. A veces la

99
impresión de anestesia psíquica, de aletargamiento mental y emocional es ficticia,
dado que el paciente conserva parte de sus capacidades preconscientes, y sólo
requieren ser despertadas y movilizadas por el terapeuta. En este sentido decía C.
Dejours (1992) que el pre-consciente de los psicosomáticos no es necesariamente
pobre, sino que está herrumbrado, por lo que es conveniente que el terapeuta parta de
que existe y hay que desoxidarlo, promoviendo para ello una escucha activa.
Dependiendo de la creencia inicial que adopte el terapeuta (muchas veces
prejuiciado por la teorización de referencia), puede efectuar una evaluación de la
capacidad mental del paciente como inexistente o como dormida, de la que se
desprenderá una posición de desistimiento al trabajo mental o de activación del
mismo, así como una suposición de que el trabajo mental puede resultar
retraumatizante o, por el contrario, salvador. Así, por ejemplo, Ulnik (2000) avisa del
riesgo de que ante un paciente que se presume operatorio, el terapeuta obtura su
capacidad de análisis, quedándose por debajo del nivel de mentalización que podría
haber conseguido. Es decir, al dar por hecho la limitación mental del enfermo, no
intentará ir más allá y a veces soslayará el nódulo patógeno incluso teniéndolo a la
vista. Ese leve «empujoncito» del analista en el tratamiento, regenerando la capacidad
de mentalización y rellenando vacíos del pensamiento será suficiente para
proporcionar una inmunología mental que proteja al cuerpo ante nuevos ataques
somáticos.
d) El terapeuta acomete una función reanimadora: Se trata de revitalizar al
paciente, dentro y fuera de la consulta, animarle a que se reconecte a diversos
intereses vitales, que relibidinice su entorno y erotice nuevamente su cuerpo,
reanudando su periplo evolutivo tras el escollo abierto por la enfermedad. Calatroni
lo plantea así:

… (el terapeuta) con su interés contribuye a cargar (investir) e impulsar


el funcionamiento mental en su carácter de organizador jerárquico de la
experiencia (C. R. L. Calatroni, 1993, pág. 21).

Encauzar de nuevo la energía colapsada durante el proceso previo a la eclosión


del síntoma, para así retirar del cuerpo la astasis y transformarla en un estado de
homeostasis. Calatroni explicita que se trata de facilitar un «drenaje ascendente» de la
excitación gracias a la ligazón de afectos y representaciones y a la elaboración
asociativa con elementos mentales del pasado y del presente. La vía somática se
alivia si el enfermo inaugura o recobra la vía mental.
e) El terapeuta actuará cual muñeco de ventrílocuo. Dada la dificultad de
verbalización común entre los alexitímicos, el terapeuta va ensayando —siempre a
modo de hipótesis, nunca como certeza— la existencia de eventuales afectos,
procesos mentales o pensamientos que el paciente alberga sin saberlo, y que saca a
flote sólo mediante expresiones sensoriomotrices o manifestaciones corporales (E.
Castellano-Maury, 1994). Las palabras del terapeuta deben sentar la base de un
trabajo mental de reconocimiento, observación y escucha que lleguen a ser internos
en el paciente. Se despierta a veces la curiosidad y el deseo de comprender. Tales
conjeturas obran reorganizativamente suministrando representaciones de palabra al
paciente que luego van ocupando el lugar de sus habituales representaciones de cosa,

100
cual ladrillos que el terapeuta cede para la edificación de un lenguaje más simbólico y
menos operatorio que el que poseía. Dichas representaciones van llenando o
construyendo su pre-consciente y operan como restos diurnos que van elaborándose
en sueños. Tal técnica es conocida como «insuflación de preconsciente» (J. Rallo,
1991b).
f) El terapeuta será el historiador del paciente, su biógrafo, su narrador. Puesto
que gran parte de los acontecimientos importantes en la vida del sujeto no han
alcanzado el nivel adecuado de mentalización ni la inserción en su historia personal,
sino que se ha limitado a negarlos o escindirlos, y de forma especial los duelos, el
cuerpo se ha convertido en un recordatorio de los mismos. Por ello, el terapeuta debe
reconstruir y reescribir, lo más coherente y completamente posible, la historia vital
(más allá de la anamnesis médica) del individuo, para que así vaya sustituyendo los
episodios sintomáticos por eventos o vivencias que jalonaron su evolución. Narrar,
historizar, enlazar causas y efectos, cuerpo y afectos, vida interna y mundo externo,
relaciones objetales y subjetividad, tal es la tarea del terapeuta somato-dinámico. En
la terapia, dice I. Eckell de Muscio (2005), debe desactivarse paulatinamente el
código visceral (y sistémico-orgánico en general) y activarse el código mental) y
sustituirse la memoria actuante por la memoria historizante. Así lo corrobora M. de
Miguel al decir que a falta de histeria, debemos hacer historia.
g) El terapeuta acepta ser usado como un objeto. En ocasiones será un objeto de
identificación (merced a la necesidad real de su ayuda y consuelo), gracias a su
condición de experto y poseedor de la verdad y de la experiencia; su actitud
confortadora, informativa, amable y dadora de esperanza, puede alentar movimientos
pulsionales de identificación secundaria con el valor de una experiencia emocional
correctora (usando el concepto de F. Alexander). El dejarse usar como objeto
identificatorio, sin adentrarse en los componentes transferenciales, puede ayudar a
disparar movimientos reorganizadores por parte de las pulsiones de vida del paciente
que contrarresten el impacto deletéreo de su enfermedad. Es lícito incluso, para
fomentar estas identificaciones positivas, que el terapeuta revele aspectos de su vida,
actitudes, forma de enfrentarse a los problemas, experiencia vivida, etc., infringiendo
la sacrosanta ley de la abstinencia, exponiéndose como figura de comparación o
contraste a partir de su papel relevante, para que el paciente «aprenda» o capte el
mensaje terapéutico, la consigna o moraleja para el cambio que el terapeuta pretende
inocular en su mente.
h) El terapeuta asume la reestructuración del psiquismo del paciente hasta
donde resulta posible. Es el restaurador de los enlaces perdidos, de las facultades
mentales exangües, de la pulsión de vida detenida, de las sublimaciones truncadas. El
terapeuta canaliza los hábitos, costumbres, registros de emotividad que han
permanecido escindidos y agarrotados tal vez desde hace mucho tiempo. Procurará
promover y regenerar nuevas organizaciones psíquicas desde las ruinas de la
somatización. Como apunta una autora argentina:

En las somatosis, como funcionamiento no-neurótico, se trata de


construir algo nuevo sobre las huellas primitivas, a la manera del arte.
Transformar un trauma pre-psíquico en psíquico. Transformar el

101
funcionamiento no neurótico originado en la experiencia de dolor,
mediante el encuentro positivo paciente-analista, en un equivalente de la
experiencia de satisfacción que inaugure un circuito estructurante que dé
lugar a inscripciones que construirán un inconsciente reprimido (…);
donde había inconsciente escindido ahora podemos contribuir a
organizar un inconsciente reprimido (E. Rappoport de Aisenberg, 2004,
pág. 275).

4. CIERTAS DIFICULTADES ESPECIALES

Sea cual fuere la sintomatología presentada por estos enfermos, pueden


aparecer ciertos ingredientes que no son en cambio frecuentes en el caso de las
psiconeurosis o trastornos de carácter. Uno de ellos es que la enfermedad, una vez
desencadenada, sigue un curso autónomo trazado por la bioquímica molecular de los
órganos o sistemas afectados. Esta circunstancia puede eventualmente ser
descorazonadora para el terapeuta que se plantea el sentido de proseguir una
intervención con un paciente «condenado» e insalvable a nivel físico-orgánico.
Otro handicap es el tiempo. A diferencia de lo que ocurre en otros casos, en
ciertas somatizaciones el tiempo disponible, para la intervención y para la vida, es
impreciso pero limitado. Cohíbe emprender un proyecto terapéutico que tal vez no
llegue a su fin porque ha sobrevenido un agravamiento incompatible con la esperanza
o incluso la muerte. La presencia implícita del pensamiento de la muerte condiciona a
ambos miembros de la pareja terapéutica que no podrá zafarse de la impresión de
inutilidad que por momentos sacude el tesón y la ilusión del trabajo terapéutico.
Con cierta frecuencia, sobre todo en los pacientes graves, la ambición
terapéutica se reduce hasta un punto inconciliable con la transfusión de vida y energía
que se espera aporten este tipo de terapias. Cunde el desencanto, la desesperanza, el
miedo y los sentimientos persecutorios respecto a las evoluciones de la enfermedad
que impiden a ambos estar atentos a las efusiones emocionales.
Se presentan también dificultades pragmáticas en la conducción técnica del
tratamiento, pues la autopercepción del declive físico, del sufrimiento padecido, la
angustia atenazadora de muchos momentos libera muchas inhibiciones morales y
sociales en el paciente. Éste se puede creer autorizado a todo por estar en una
situación extrema en la que nadie osará reprocharle nada o marcarle límites. Es
posible que piense que su padecimiento le exime de toda censura o que reclame
comprensión y tolerancia máximas. Licencia para quejarse, para criticar, para exigir,
para vapulear, para ser descarado o insolente. Claro está que todo ello dependerá del
estilo personal de cada enfermo, pero aquí destaco el hecho de que ante la inminencia
y la contundencia incuestionable de la enfermedad y sus tiranías, muchos enfermos
no se sienten obligados a formalismo alguno y pueden tratar al terapeuta con
desprecio o irreverencia pues a fin de cuentas no les está salvando de nada.
En el extremo opuesto se sitúan los enfermos que experimentan lo que Bion
calificó de «reversión de la perspectiva»: quieren salvar a su terapeuta de su propio
deterioro, de su desorganización, sufrimiento o agonía. Esto es: pretenden ser
médicos de sus propios terapeutas, salvarles del horror y de la impotencia, evitar que

102
sean objetos «dañados» para otros enfermos que requerirán tener terapeutas enteros.
Diríase que necesitan saber que su propia degradación física o su dolor aniquilante no
se han extendido ni contaminado al objeto idealizado y que éste queda preservado de
su enfermedad. Son esos enfermos aleccionadoramente generosos y altruistas que, sin
embargo, cabe preguntarse por qué no ejercen su derecho a ser ellos mismos
pacientes, ni siquiera ante su terapeuta, y a despedirse tras haber recibido las
atenciones necesarias.
Además de lo señalado, puntualizaremos algunas particularidades que serán
dificultades técnicas para los terapeutas poco expertos que traten a enfermos
somáticos:
A) En cuanto al objetivo terapéutico. Como ya mencionamos anteriormente, la
enfermedad es «lo real», no hay ambages ni florituras imaginarias. Tiene etiología,
proceso, curso y fin (en ocasiones fatídico) que van a verse eventualmente poco
afectados por el recorrido paralelo del proceso terapéutico. Es conveniente, por tanto,
que sin renunciar a la ilusión y a la búsqueda de óptimos relativos, el terapeuta no
sobredimensione la capacidad transformadora o sanadora de la psicoterapia, y que no
transmita a su paciente una creencia desmesurada sobre los beneficios mágicos de la
misma que podrían verse arrumbados por los dictados de la enfermedad misma.
Atenuar, recobrar la homeostasis y reducir las regresiones somáticas es
estimulante para mantener el cauteloso optimismo de ambos. Pero si la muerte gravita
sobre la terapia como posibilidad (ciertas cardiopatías, cáncer, enfermedades
metabólicas, etc.) o como pronóstico probable, lo importante es ganar tiempo,
mantener al paciente con vida, mejorar su libidinización, multiplicar sus
investimientos que actuarán como ganchos para aferrarse al futuro. M. Zubiri señala
que, ante el riesgo de muerte:

Esta limitación puede a veces ser vivida como insoportable, ya que


nos enfrenta a nuestra propia angustia de muerte. Sin embargo, nuestro
papel frente a estos pacientes es el de «portadores de vida» y, por tanto,
de libertad psíquica (M. Zubiri y Usobiaga, 1988, pág. 53).

Prudencia y esperanza moderadas en las expectativas de la terapia. Para ello, C.


Parat (1983) recomienda gran plasticidad y capacidad de adaptación a las preferencias
del paciente, grandes dosis de intuición, crear un espacio donde pueda hablar, sentirse
escuchado y arropado, descubrir y reorganizar las piezas ignoradas de su puzle
existencial hasta conseguir estabilizar su funcionamientomental. Siempre desde la
modestia terapéutica, tan difícil para el narcisismo del analista, asumir que la misión
es, desistiendo de ambiciones destinadas al fracaso:

…detectar los movimientos psíquicos y la economía libidinal que son


susceptibles de modificación y de cambio (M. Utrilla, 1995, pág. 86).

La cura requiere esfuerzo, reacomodo de los ideales y planes de futuro, pérdida


de los beneficios secundarios de la enfermedad. Lo explica muy bien D’Alvia:

Creemos que la cura incluye la idea de cuidado, es decir la de dar

103
cuenta de la mejor manera de lo solicitado por el paciente, colaborando
como agentes activos tróficos y brindando prestación eficiente, esto
incluye empatía, contención, tolerancia, convicción y comprensión de lo
que está ocurriendo (R. D’Alvia, 2002, pág. 69).

De lo que se trata, matiza R. Fernández (2002), es de restablecer defensas y


organizaciones psíquicas, apuntando a una «neurotización» del sujeto. Digamos que
si el psicosomático se neurotiza, haremos un balance positivo de la evolución de la
psicoterapia, pues su riesgo vital se ha suavizado. No olvidemos que,
paradójicamente, la existencia de síntomas somáticos protege de derrumbes
psicológicos (J. E. Fischbein, 1995). I. Usobiaga (1995) define el objetivo terapéutico
como «mejora de la inmunidad mental» ante las tensiones, traumatismos y conflictos
externos o internos, para relacionar la enfermedad con la vida.
A lo largo de la psicoterapia con enfermos psicosomáticos pueden ocurrir
diversas incidencias que menoscaben o rompan por completo la escasa linealidad que
de por sí posee este trabajo:

a) Caídas en el nivel de funcionamiento mental que se había alcanzado cuando


se hizo la evaluación inicial (tal es el caso cuando nos topamos con estos
signos reveladores: renuncia a pensar, negativismo, apatía, desesperanza,
boicot al trabajo de representabilidad y fantasmatización iniciado, etc.).
b) Aparición de nuevas manifestaciones somáticas (metástasis, por ejemplo) o
implicaciones de otros sistemas orgánicos hasta entonces no afectados).
c) Desarrollo fatal de una situación colateral que lo agrava todo.
d) Curación espontánea imprevista.
e) Ruptura inopinada del tratamiento o desistimiento del acompañamiento
farmacológico necesario.
f) Torpezas técnicas del terapeuta que desencadenan empeoramientos.

B) En cuanto a la transferencia. El tipo de transferencia que se produce en los


enfermos psicosomáticos es más pegada a la realidad, al vínculo relacional concreto,
sin mediar distorsiones imaginarias, ni proyecciones sobre la figura del terapeuta. A
esta modalidad específica P. Marty (1985) la designó como «transferencia de base» o
transferencia relacional, sustentada sobre el diálogo, sobre la no-abstinencia, sobre la
neutralidad, sobre la confianza y la cooperación de profesionales de
multiespecialidades. Es una transferencia empírica que apenas va más allá de la
respuesta a las necesidades y preguntas que crispan al enfermo. A menudo tiende a
ser sumisa, lo que ha de aprovecharse para alentar una actitud participativa que tienda
a generar recursos y defensas en el enfermo sobre las que reorganizarse y optimizar
su funcionamiento mental y su adaptación (que no sobreadaptación) a las
circunstancias particulares de su vida.
Así las cosas, Parat (1983) alentó a usar la idealización de la figura-función del
terapeuta por parte de estos pacientes para ligar al enfermo con la terapia, dejándose
usar por él como exutorio de tensiones, como madre, como maestro o como

104
confidente. En esta tesitura, y habida cuenta de un estilo relacional simple, neutro y
pobre, el terapeuta debe prestar atención a pequeños cambios en la modulación
transferencial, eludiendo el riesgo de que aparezca una transferencia negativa o una
resomatización que, en el transcurso de una terapia de esta índole, tendría un valor
equivalente a un acting in de los conflictos con la transferencia (J. E. Fischbein,
1986).
No olvidemos que el principal emisor de mensajes en estos casos es el cuerpo y
que, en ausencia de verbalizaciones capaces y eficientes, son las manifestaciones
para-verbales quienes toman el relevo. La emergencia de un trastorno o malestar
orgánico aplaca y silencia el malestar interpersonal que puede producirse en la sesión
debido a un manejo inadecuado o violento de las intervenciones clínicas. El síntoma
en la sesión cabe ser contemplado (que no interpretado) a tenor de los vaivenes
transferenciales, y en todo caso como indicio de una comunicación fracasada que no
ha encontrado una plataforma común de entendimiento.
La relación se contentará con ser directa, sencilla, honesta y empática,
permitiendo la emergencia de la alteridad. Se puede, de hecho, discutir con el
paciente acerca de estrategias, técnicas y objetivos a conseguir, diseñar un espacio
común por el que transitar ambos sin caer obligada y cotidianamente en el comentario
sobre los avatares somáticos (E. Castellano-Maury recordó en una conferencia que en
el tratamiento de una paciente somática ésta la instruía sobre mil y una forma de
cocinar los pimientos, siendo éste un espacio transicional creativo y sublimatorio que
retenía la libido mortecina de la paciente). Saberse respetado, valioso, poseedor de
cualidades o incluso generador de noticias o conocimientos interesantes que
enriquezcan al terapeuta, es muy positivo para su enganche a la vida y, por tanto, para
la cohesión terapéutica.
M. Robert (2000) llama nuestra atención al señalar la demanda paradójica del
paciente somático que, de un lado, acude a ser curado de sus síntomas, pero de otro
requiere ser respetado en ellos, dado que erradicarlos prematuramente puede dejarle
sin una vía alternativa de evacuación de tensiones inelaboradas. Además, advierte del
riesgo de que el paciente, si no logra en la terapia conocer y solventar sus
contradicciones, decepciones y conflictos, termine por descargar en la transferencia
con denuncias por mala praxis, solicitud de certificados de baja, demandas
desmedidas de atención a destiempo, ruptura del setting, descalificaciones externas al
terapeuta, etc. Naturalmente, todas las interpretaciones de resistencias a o por la
transferencia sobran en estos casos. Así es quemás vale evitar el mal que luego
intentar suturarlo con interpretaciones.
En estos casos, conservar la neutralidad benevolente es difícil y no perder la
profesionalidad y el compromiso terapéutico contraído se convierte en esfuerzo
titánico. Por todo ello es sumamente relevante que las condiciones del contrato
terapéutico, sus objetivos, sus pautas de relación, estén bien establecidas desde el
principio y se asienten sobre una buena base relacional.
C. Smadja (2003) desaconseja efectuar interpretaciones de la transferencia ni
aun cuando hubiera aparecido, ni mucho menos antes. Aconseja, en contrapartida,
practicar el «arte de la conversación» con los pacientes, libidinizar la palabra, hacer
lúdicos los encuentros, apetecibles aunque no imprescindibles ni generadores de

105
ansiedad, adaptarse a las variaciones del funcionamiento mental, integrar la
enfermedad en el registro psíquico y reconstruir la narrativa vital. M. de Mi-guel
(2004) recuerda, a este respecto, las dificultades de implantación del objeto en el
desarrollo del psiquismo de los pacientes que han terminado somatizando
gravemente.
La resistencia y demora con que el objeto se interioriza y se instaura como
objeto internalizado dando origen a una genuina relación transferencial, posibilita que
la ausencia física del terapeuta equivalga a la inexistencia. Sentir su presencia y
acción es primordial pero sin que sea de forma tan masiva que retraiga al paciente —
al no poder mentalizar la carga afectiva en juego— hacia un silencio hosco.
Nuevamente prudencia y mesura son esenciales para evitar que se disparen demandas
reales imposibles de satisfacer o de contestar.
C) En cuanto a la contratransferencia. Éste es, sin duda, uno de los principales
escollos de las psicoterapias psicosomáticas y sobre el que han insistido todos los
especialistas. El terapeuta puede percibir que los límites de su tolerancia y paciencia
están a punto de quebrarse por la indiferencia hacia el cuerpo exhibida por algunos
pacientes, su falta de cuidado (abandono de la percepción lo llama M. Utrilla),
prevención y escucha a las sensacioneso malestares, por la oposición y obstáculos
que oponen a toda posible recuperación.
La torpeza operatoria y representacional puede exasperar al terapeuta
suscitándose en él sentimientos de impotencia, de inutilidad y de fracaso. La
insistencia y repetición de las mismas pautas relacionales, la ausencia de sobresaltos
emocionales, el discurso ramplón y descriptivo le sumen en el tedio. La creencia de
que su trabajo no sirve de casi nada y que el paciente repite empecinadamente sus
inercias relacionales y expresivas aboca a la tentación de tirar la toalla antes de
tiempo. Además, el terapeuta se frustrará al no poder reproducir con ellos el tipo de
trabajo usual con neuróticos, impelido a sujetar sus ínfulas interpretativas y de
sentido porque serían iatrogénicas en muchos casos, dado que:

… se considera peligroso que el paciente perciba la existencia de una


distancia demasiado grande entre su propio funcionamiento psíquico y el
de su analista, percepción capaz de desencadenar un funcionamiento
psíquico irregular y el movimiento de depresión esencial que
habitualmente lo acompaña (R. Debray, 2000, pág. 169).

Por lo general, el riesgo mayor es el de aburrirse con los pacientes somáticos.


Su discurso empobrecido, con palabras como cosa, incapaces de proyección y sin
sentimientos agitadores como la culpa o la angustia, sin interés por el mundo interno
ni por el externo, salvo en sus implicaciones directas y personales sobre la
enfermedad, desalientan el trabajo mental del terapeuta que incurre a menudo en una
contratransferencia vacía y desinteresada. McDougall (1982-1983) describe una
reacción característica en el terapeuta designándola «parálisis interna». El terapeuta
tiene la experiencia de ser un contenedor de las excitaciones que el paciente no
procesa, dejando entre ambos una distancia y un espacio estéril para salvaguardarse
de la destrucción. Dice:

106
Descubrimos que tenemos que experimentar lo que ellos tuvieron
que aprender una vez, literalmente, que susupervivencia psíquica
dependía de su capacidad de paralizar la vida interna (J. McDougall,
1982-1983, pág. 382).

Puesto que no hay atención flotante sino intensa, precisa por la naturaleza
directiva de la terapia, obligado a mantenerse alerta pese a la monotonía y reiteración
del relato operatorio, el terapeuta se agota y flaquea en su propósito de ayuda. No son
infrecuentes los sentimientos de incompetencia, el autodiagnóstico de torpeza mental,
de falta de conexión y habilidades relacionales, la despersonalización y el síndrome
de burnout. Son síntomas que delatan la confusión del terapeuta que literalmente no
sabe qué puede hacer o qué debe hacer en función de la «misión imposible» que se le
asigna y que se espera cumpla. Con todo, se sentirá conminado a no romper el
compromiso, sabedor como es de los riesgos de empeoramiento que ello podría
entrañar (M. Zubiri y Usobiaga, 1988).
Muchos autores han calificado de operatoria la contratransferencia que se
desarrolla con estos pacientes. Ulnik (2000) constata que ante los pacientes
operatorios o que se presupone tienen mala mentalización, los terapeutas siguen el
juego y realizan historias clínicas blancas, asépticamente técnicas, vacías,
descriptivas, asemánticas, renunciando de antemano a una verdadera investigación
psicodinámica. Para contrarrestar dicha tendencia aconseja tratar el discurso
operatorio de los pacientes como si fuera el contenido manifiesto de otra cosa, como
un «resto diurno» que hubiera que descifrar, cabos de los que ir tirando y
desmadejando elaborativamente.
Por su parte, S. Brainsky (1985) recuerda que pueden producirse muchas
ansiedades contratransferenciales ligadas a las fantasías de muerte que están,
inconsciente o conscientemente, agitando el psiquismo del paciente y el suyo propio.
En la relación terapéutica de pacientes graves hay un tercero: la muerte. Ello incita al
terapeuta a refugiarse en dos posiciones defensivas extremas: sea establecer una
distancia emocional exagerada, refugiándose en los aspectos técnicos y físicos del
cuadro clínico y alejando los aspectos emocionales; sea caer en una
contraidentificación proyectiva, dejándose invadir por los fantasmas y emociones del
paciente. A veces desconfiará de las mejorías y las interpretará como engañosas por
el horror a creer y crear en el paciente expectativas ilusorias que precipiten a un
desengaño.
¿Y qué decir de la culpa cuando el pronóstico no cambia por la influencia
terapéutica y el margen de supervivencia no se prolonga? Inevitables las preguntas
acerca de qué debí ver o hacer que no logré ver ni hacer y que hubieran optimizado su
evolución mental y, por consiguiente, su mejora sintomática.
D) En cuanto al sistema sanitario público. Son apenas unos pocos pacientes
somáticos quienes acaban en consultas privadas con una atención personal y detenida
a sus casos y a sus vidas. La mayoría son engullidos en la rueda impersonal y
adocenadora de la sanidad pública. Dado el marco general existente en los
consultorios de la Seguridad Social, carentes de toda condición de aislamiento y
privacidad, y donde los sanitarios reclaman 10 minutos para cada paciente, se

107
fomenta de hecho una relación meramente operatoria que reduplica y valida la propia
tendencia operatoria y tendente al eficientismo de la receta que el propio paciente ha
aprendido en su periplo por el sistema de salud. D’Alvia (2002) de la existencia de un
«ideal descarnado de eficacia» y de una «cultura del eficientismo» que impone prisas
para curarse, demandas urgentes de medicación y ausencia total de «empatía
corporal», que nos hace sordos a los signos prodrómicos del dolor, la fatiga o la
enfermedad.
El médico, por su parte, y ante la frialdad del encuadre y el apremio temporal
que le marca la abarrotada sala de espera de pacientes impacientes (¡curiosa
paradoja!), suspende su escucha y canaliza su atención al síntoma, más que al
funcionamiento mental. Tomando el léxico de Bion, dice Lorén, dicho médico
operatorio ha cancelado su capacidad de revérie, carece de función alfa y traduce la
observación del síntoma en «necesita medicación» en lugar de «necesita escucha». La
propia acción del médico tiene el valor de un acting-in terapéutico:

… cuya función sería la de ocultar la verdad más que descubrirla, y


evitar el peligro de una movilización del mundo interno pulsional y de
fantasías… que tiene que disociar y ahogar (J. A. Lorén, 1986, pág. 50).

Con buen acuerdo, Lorén sostiene que no podemos considerar anormal el


funcionamiento operatorio cuando toda la sociedad y la cultura recompensan esta
modalidad de funcionamiento mental e interpersonal por ser la más adaptativa a corto
plazo a las exigencias y el ritmo imperantes. R. D’Alvia (2002) analiza la moda
nosológica de considerar prototípica de salud la personalidad hiperadherida a la
realidad externa, con un «ideal descarnado de eficacia» que recae sobre el cuerpo, que
ha de servir de soporte para vehicular todas las ambiciones personales. La cultura del
eficientismo impone ritmos vertiginosos, también para curarse y obliga a desatender
los signos prodrómicos de la enfermedad, la fatiga o el dolor. El individuo medio
carece de empatía corporal y demanda con urgencia soluciones a su malestar cuando
llega a percibirlo. ¿Cómo incluir la subjetividad tanto el paciente como el terapeuta?
La gran contradicción estriba, pues, en que la sociedad aclama como sinónimo de
integración, autonomía y fuerza adaptativa lo mismo que, desde la perspectiva del
psicosomatólogo, indica fragilidad psíquica y susceptibilidad mórbida a las
desorganizaciones somáticas. Se establecerá, en consecuencia, un pacto operatorio
tácito,

…fundamentado en la frustración y en el sometimiento a la misma que


cierra el paso a cualquier modo de pensar creativo y abierto al desarrollo
(J. A. Lorén, 1986, pág. 57).

La conciencia de todas las dificultades en mentes abiertas catapultará la


provisión de nuevos desafíos y hallazgos.

108
CAPÍTULO 5
El dolor físico como duelo de sí mismo.
Concreciones ontológicas
y observaciones psicoanalíticas

La experiencia del dolor bien pudo estar en el nacimiento de la


conciencia en el hombre.

F. MORA

1. EL CUERPO DOLIENTE

La lectura psíquica del cuerpo es un asunto escasamente tratado por el


Psicoanálisis, excepción hecha de la Psicosomática que se ocupa del dialecto
somático que hablan los conflictos psíquicos, particularmente cuando fracasa la
mentalización y no son eficaces las canalizaciones simbólicas de las emociones
debido al «débil grosor» del sistema preconsciente. Trabajos como el de McDougall,
el de C. Pera o el de Gaddini, no son frecuentes.
Pero es otro el tema que deseo abordar aquí. Qué ocurre en la unidad
psicosomática que es el sujeto cuando uno de sus pilares, el soma, se desestabiliza por
efecto de una dolencia orgánica aguda. El dolor físico ha sido ignorado por la
Psicología, cual si no fuera tema de su incumbencia, manteniendo una inútil
disociación, heredera del dualismo platónico judeocristiano. Dualismo que San
Agustín en La ciudad de Dios (XXI, 3) defendía al espiritualizar el dolor,
considerándolo privativo del alma, no del cuerpo. La Psicología ha perpetuado sin

109
saberlo esta misma concepción idealista en virtud de la cual, sólo lo mental tenía
sentido psíquico, excluyendo del lenguaje inconsciente y de la inscripción y
elaboración de los sistemas mentales (cognitivas y emocionales) todas las sensaciones
provenientes del funcionamiento de los órganos.
El punzante idealismo se deja sentir en la depreciación moral del cuerpo,
esbozado como cárcel, como instrumento portador, como escenario, como mediador
de las funciones anímicas. Como tal, las señales que emite siempre han sido vividas
con el eco de algo lejano, de algo que habla de otra cosa distinta de sí mismo. La
psicosomática moderna adopta esta postura: da protagonismo a lo mental (mejor
dicho: al silenciamiento y exclusión de lo mental) en las enfermedades que se
expresan con ruido de los órganos. Pero los órganos y funciones del cuerpo están
apartados del flujo de la conciencia. Su misión consiste en no perturbar sino permitir
que lo psíquico se despliegue sin interferencias. Los síntomas corporales, como el
dolor, son sólo eso: el ruido que hace el porteador y que obliga a detener la marcha.
Son muy justas las reflexiones siguientes:

La relación con el propio cuerpo está signada por exigencias


extremas y una tendencia a ignorar las señales interoceptivas… El
cuerpo es sentido como algo externo amenazante y desconocido
expuesto siempre a la sobreexigencia (R. D’Alvia, 1993, pág. 125).

Cierto es que varios psicoanalistas clásicos y celebérrimos como Fenichel o


Reich se habían interesado por las organoneurosis y por las corazas somáticas de las
neurosis caracteriales, pero habían soslayado la metamorfosis anímica que se opera
en el individuo —sin sustrato neurótico previo manifiesto— cuando le sobreviene
una enfermedad aguda o un dolor avasallador que resquebraja toda la relación
narcisista y objetal, con el sí mismo y con el mundo.
Los antropólogos, no obstante, intrincan el dolor del cuerpo con la subjetividad:

No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significado afectivo que


traduzca el desplazamiento de un fenómeno fisiológico al centro de la
conciencia moral del individuo (D. Le Breton, 1999, 12).

En «Introducción al narcisismo» Freud identificó el dolor producido por una


enfermedad orgánica como una de las tres situaciones en que se escenificaba el
narcisismo normal, sano, o adaptativo. Las otras dos situaciones se correspondían con
el duelo y el sueño. En contraposición a estos estados de repliegue natural y
universal, analizaba Freud la hipocondría, la melancolía y el delirio de las psicosis
parafrénicas y megalomaníacas.
Es un tópico aceptado interpretar el duelo como un repliegue narcisista
producido tras (por) la pérdida de un ser querido o un objeto (real o imaginario) en el
que la libido hubiera estado enganchada. Pues bien: cuando el cuerpo enferma y
emite su señal más llamativa e inconfundible, el dolor, todo el aparato psíquico se
supedita a la sensación central y pivota alrededor del órgano dolorido buscando su
recuperación y el silenciamiento del cuerpo que grita a través de la sensación
dolorosa. En ocasiones, la presencia de un dolor físico intenso sirve para que el sujeto

110
reconozca su cuerpo y obtenga su identidad corporal a través del sufrimiento. El dolor
interroga al hombre sobre su función narcisista, esa función yoica de prueba de
realidad acerca de la atención que presta a su cuidado corporal y el modo en que se
protege o previene las amenazas para su salud. El dolor agudo del cuerpo nos
zambulle en una introspección y reflexión sensitiva-mente captadora de nuestra
mismidad. Véase cómo lo suscribe J. E. Fischbein:

El cuerpo que sufre, ya sea por su morfología, por su enfermedad o


por la frustración de sus necesidades, constituye el soporte de los
primeros procesos de escisión, base de la discriminación del Yo y de la
diferenciación con la realidad. El dolor marca la independencia del
cuerpo de los deseos del Yo. El cuerpo se muestra como un objeto
independiente, no reductible a su puro ser psíquico (J. E. Fischbein,
1995, pág. 133).

2. EL SILENCIO Y EL RUIDO: EL DOLOR COMO GRITO DEL CUERPO

El cuerpo emite un protolenguaje en sus somatizaciones. El dolor es el grito


preverbal que comunica al cuerpo con el Yo y con el mundo. La conciencia es
desdoblada y convertida en espectadora del cuerpo; el mundo es invitado por el dolor
a prestar su ayuda y su protección. Antes del Yo psíquico hay un Yo corporal, un Yo-
piel (An-zieu), un Yo-olfato, un Yo-respiratorio, un Yo-visceral, un Yo-óseo, un Yo-
muscular, con sus respectivos significantes. Lo proclama una gran clínica de la
somática:

Para el cachorro humano, en el comienzo no está la palabra sino la


voz, e incluso, antes que ella, el sonido y el ritmo del mundo uterino, el
alborear de la música (J. McDougall, 1998, págs. 207-208).

Es digna de constatarse la siguiente paradoja: sólo cuando el tupido entramado


afectivo y motivacional consigue abrirse camino a través de las representaciones de
palabra, el sujeto se conserva sano y evita la alexitimia, antesala de la somatización;
verbalizar las emociones, los deseos, las inquietudes, es una garantía para el
equilibrio psíquico y para eludir las regresiones somáticas. En cambio, y por el
contrario, sólo el silencio del cuerpo nos expresa su óptimo funcionamiento. He aquí
la paradoja: el cuerpo se mantiene mudo salvo cuando duele, la psique duele cuando
enmudece o se colapsa el proceso de elaboración mental. Así lo testimonia la
siguiente cita:

… el síntoma es una actuación en el cuerpo, pertenece a aquello que en


términos económicos elige la vía corta ante la imposibilidad de
representación (E. Mendoza, 2006, pág. 59).

Ordinariamente, el cuerpo no reclama nuestra atención, salvo que


voluntariamente decidamos concedérsela, da cuenta de su armonía y de su
homeostasis ejecutando de manera silente sus funciones adaptativas. Pero este estatus

111
de la mecánica (aparato fisiológico) que es operatorio y preconsciente se rompe
cuando el cuerpo se catectiza mentalmente. ¿En virtud de qué? Obviamente de dos
sensaciones que quiebran el principio de constancia: el placer y el dolor.
Partamos de que, como ya argumentara Rof Carballo, el principio de inercia y
el de nirvana no forman parte de la dinámica psíquica ordinaria y que sólo son
relevantes a la hora de interpretar fenómenos singulares y extraordinarios. La
tendencia natural del organismo no es a mantener su nivel de tensión en un punto
próximo a 0. Tal supuesto fechneriano quedó totalmente refutado por la evidencia de
que sólo la explosión del depósito tensional produciría tal resultado, y eso sólo
conduciría a la muerte o a la catalepsia. Vivir exige mantener constante un nivel de
tensión adaptativa y oscilatoria alrededor de una línea basal variable para cada sujeto.
Remanente de tensión que mantenga al cuerpo en una disposición a la reacción de
ataque o de defensa ante el «apremio de la vida».
Ciertamente no experimentamos como desagradable cada ocasión en que
abandonamos la tensión 0, sino sólo cuando por exceso o por defecto nos desviamos
demasiado de la línea de equilibración homeostática que por hábito y por
condicionamiento corporal hayamos asimilado al bienestar y, por ende, a la eficacia
del cuerpo para solventar las demandas del medio. Esta lectura energetista
proveniente de la psicofísica del siglo xviii y del siglo xix tiende a valorar el dolor en
clave de sobreexcitación y sobreexigencia, rebasamiento de la línea basal en la que el
cuerpo dialoga con las demandas del Yo y las de la realidad. Hoy entendemos así el
estrés. Así, el dolor es un signo garante que nos avisa de que nos estamos excediendo
en algo o no estamos atendiendo correctamente a nuestro Yo corpóreo. Por eso, el
dolor preserva la vida y es funcionalmente útil. Nos lo recuerda un autor:

… a veces la somatización era comprendida como el pedido de auxilio


de un cuerpo sobreexigido. Como podríamos decir del motor de un
coche sobreacelerado, aun antes que recaliente. En estos casos… la
enfermedad somática puede ser un intento de conservar la continuidad
existencial (P. J. Boschan, 2000, pág. 177).

«El Yo es, ante todo, un ser corpóreo». Esta frase freudiana nos invitaba a
repensar el Yo como un precipitado de sensaciones corporales. Lo sensitivo teje las
primeras identificaciones del sujeto con su cuerpo: tanto con el cuerpo orgánico como
con el cuerpo periférico. Paul Valéry lo condensó líricamente en este aforismo:

La piel humana separa el mundo de dos espacios. El lado del color y


el lado del dolor.

El Yo corpóreo primigenio se nutre de autopercepciones interoceptivas que


llegan al self receptor, procesador y organizador de la identidad proveyéndole de las
cadenas mnésicas identificatorias. Cada uno se reconoce en sus sensaciones
habituales. Por este motivo, cuando la cadena mnésica habitual se quiebra por
sensaciones orgánicas nuevas o confusas, poco familiares al individuo, se enciende en
éste la señal de alarma que advierte al Yo de un cierto peligro que ha de detectar para
corregir y volver al funcionamiento normal. El dolor es, una estridente señal de alerta

112
que comunica la existencia de un factor que interrumpe el principio de constancia y
reclama ser atendido para retornar a la homeostasis. Es una experiencia rompedora:

…el dolor físico es una experiencia corporal que contribuye al logro de


la diferencia del self del no self (M. Chevnik, 1983, pág. 1083).

Algo así como si el sujeto delimitara merced al sufrimiento físico dos mundos:
el que está dentro de mí o que soy yo, pues enteramente me duele y aquello que no
duele porque no soy yo.
Pero no todas las mentes —ni siquiera una mente poderosa— logra siempre
contener e integrar el dolor corporal, con su peculiaridad inenarrable en su propia
historia biográfica. Por eso, hay que reconocer que el dolor es cuando menos una
manifestación ambigua de defensa. Si no lo percibiéramos, seríamos terriblemente
vulnerables ante multitud de agentes nocivos, pero al mismo tiempo, si el psiquismo
no ejerce adecuadamente la función de continente, el dolor puede constituir un ataque
a la identidad de naturaleza traumática, no mentalizable:

El continente, la psique, no sólo tiene como función la de un


depósito, y por tanto de contención, barrera o pared, que ofrece a dicho
contenido, sino, sobre todo, poderlo transformar en algo que el sujeto
pueda integrar en su historia (J. L. López-Peñalver, 2000, pág. 187).

Cuesta creer, por tanto, en la funcionalidad que el dolor extremo tiene para la
preservación de la salud y en su utilidad para proteger al cuerpo de los peligros
interoceptivos o exterocepivos. El dolor límite o el dolor crónico incapacitante sólo
serían psíquicamente entendibles como parte de los procesos auto-calmantes (Smadja,
2005) que son también paradójicamente auto-excitantes y sacan al Yo de eventuales
hundimientos depresivos y narcisistas. El traumatismo físico del dolor aparta la
concentración del sujeto de otros traumatismos psíquicos impensables (tales como el
abandono, el desamor radical, la pérdida de identidad, etc.). Tal es la visión propuesta
por J. M. Porte (1996, 1999).
Cuesta creer el carácter defensivo del dolor cuando éste se erige en factor de
disolución del Yo y rebasa el límite de tolerancia del sujeto hasta el punto de llevarle
a anhelar su propia muerte como cesación definitiva del mismo. El dolor enajena, no
se conforma con ser ariete en la defensa de la vida, sino emisario de la pulsión de
muerte. J. Muro (2007) resalta el ingrediente masoquista del dolor físico: sustituye a
la elaboración mental y es el último baluarte para frenar el hundimiento. Una forma
de reanimar al Yo y desplazar su atención depresiva hacia la fuente dolorosa, un grito
de vida, de erogenización del cuerpo doliente, recordando al sujeto que debe vivir
para cuidarse (curarse) y curarse (cuidarse) para vivir. Quizá un puente entre Eros y
Thanatos:

El dolor es una punción de lo sacro, porque arranca al hombre de sí


mismo y lo enfrenta a sus límites… Si suprime el gusto de vivir cuando
golpea, opera el efecto contrario en cuanto se aleja. Es una llamada al
fervor de existir, un memento mori que devuelve al ser humano a lo

113
esencial (D. Le Breton, 1999, págs. 18-19).

En cualquier caso, es oportuno estudiar los procesos psíquicos que operan


durante la percepción del dolor agudo y cómo el cuerpo se «psiquiza» alcanzando los
niveles máximos de autoconciencia y límites próximos a la autodisolución. Lo vamos
a hacer siguiendo el magnífico autoanálisis que Rafael Argullol hizo de su vivencia
de dolor intenso reflejado en su ensayo novelado «Davalú o el dolor». La obra no es
sólo un relato autobiográfico con flecos de meditación psíquica acerca de las
consecuencias del dolor en su experiencia y vida, sino que va más allá erigiéndose en
una obra paradigmática de psicoanálisis sobre el dolor del cuerpo. Hurga en un tabú
social: en nuestro mundo occidental se habla del dolor dramáticamente,
elegíacamente, pero se lo proscribe épicamente, estéticamente, éticamente. E. Jünger,
en su rescatada obra Sobre el dolor (1934), recién traducida al castellano, habla de
dos épocas históricas ante el dolor: la época heroica y la época sentimental. Es
indudable que vivimos en la segunda. Se fomenta el escape, no la resistencia; la queja
y no el desafío, la búsqueda de su paliación o expulsión, y no el estoicismo.
En la época sentimental se alienta el uso de fármacos para devolver al hombre a
su estado de autodominio emocional. Y es que el dolor se silencia porque humilla,
devalúa, empequeñece la potencia y la productividad del Yo. En una época
caracterizada por la instrumentalización de la vida al servicio del valor eficacia,
cualquier variable que merme la utilidad pragmática del cuerpo o su disfrute gozoso
y, entre dichas variables, el dolor incapacitante tiende a ser solapado o silenciado con
analgésicos, todo a cambio de que no enturbie la entropía y la euforia del cuerpo
joven y exultante.

Y esa es la estructura de nuestro tiempo: espectadores del dolor y


consumidores de analgésicos. El dolor y su experiencia es única y
exclusivamente su representación estética. Lo demás es la inquietud
irredimible y ciega que habita en nosotros. Frente a ella, la continua
imagen del dolor de los otros nos tranquiliza (J. L. Villacañas)

Rafael Argullol vivió atenazado por un dolor cervical inusitado y éste sirvió
como un gran foco que iluminó y expandió su conciencia hasta la lucidez plena. No
es por ello el dolor una experiencia bendita, añorada ni ensalzada por la reflexión que
procura —como cierto número de filosofías orientales proclaman— sino que es un
grave handicap para la vida que, dado su carácter ineludible e imponderable, el autor
aprovecha para penetrar en su esencia ontológica y en su fenomenología psíquica. El
dolor agudo propina un vuelco radical a la existencia y desplaza el ángulo de visión
desde el mundo al Yo primitivo corporal. Es así que se consuma un repliegue
narcisista que nos resulta cercano a los psicoanalistas, pero acerca del cual se ha
profundizado poco.
La forma en que nos relacionamos con el dolor dice mucho de nosotros
mismos, porque ahí se inutilizan las estrategias de afrontamiento comunes y las
mascaradas pragmáticas: «Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres»
(E. Jünger, 1934, pág. 15).
El autor bautiza «Davalú» al dolor que lo posee desde dentro. Lo reifica al

114
asignarle este nombre, que es el de una divinidad maligna, demoníaca en realidad, por
ser el de un demonio armenio cuya sangre se petrificó dado lugar a una piedra de
mármol negro que se exhibía en el Metro de Moscú. Da-va-lú pasa a ser el nombre
con que designa a ese Mal que le invade y se enseñorea de su cuerpo y de su psique,
cual si un Dictador se posesionara de la voluntad de su súbdito y la anulara por
completo. Argullol piensa en su dolor como un enemigo interno a batir, como un otro
ajeno que, al ocupar el lugar del Yo, aliena a éste sin remisión. Lo trata como la
bestia, con las evidentes reminiscencias mítico-animistas que ello acarrea. Su cuerpo
es sólo el huésped donde habita la bestia y, durante su posesión, él sólo es el casero
que asiste a las exhibiciones de poder del monstruo. Son, además, muy llamativas y
sensoriales las alusiones cargadas de riqueza y sutileza visual con que se refiere al
dolor: monstruo, cangrejo, pulpo, bestia, fiera, tentáculos… Nombres que traslucen
evocadoramente la naturaleza abisal, inefable del dolor. En ocasiones, no sabemos si
estamos ante un relato diurno, o ante un relato nocturno y siniestro de Lovecraft:

Viajo vertiginosamente por mi carne… Davalú es el rey de todas las


formas. Es un tirano telúrico que se pasea por montañas y precipicios. Es
un príncipe de la vegetación que consigue floraciones extraordinarias.
Cambia de color, de piel, para ser el protagonista de zoologías
fantásticas. Pero Davalú también es monstruosamente humano, el
ejemplar idóneo de la feria de los horrores (R. Argullol, 2001, pág. 35).

3. ONTOLOGÍA PSÍQUICA DEL DOLOR

Un repaso somero y rápido del término dolor nos ofrece algunas constataciones
curiosas. Covarrubias (1611) lo califica como «sentimiento que se hace de todo lo
que nos da desplacer y desgusto»; más apesadumbrada y fatalista es la visión del
Diccionario de Autoridades (1726) que le otorga la categoría de acción, además de
sensación, cual si el cuerpo no se conformara con su condición de receptor del daño
que se le inflige sino que fuera el artífice y protagonista del dolor: «Es una acción
viciada y triste sensación, causada en las partes sensitivas por objetos que dañan y
molestan el asiento u órgano de los sentidos externos, y por esto los humores del
celebro y los hessos se libran de dolores». La novedad de esta acepción es que
subraya la incidencia que el dolor tiene sobre el sistema neurológico y psíquico.
Abundando, el Diccionario de la RAE lo convierte en «Sensación molesta y aflictiva
de una parte del cuerpo por causa interior o exterior». Por último, El Diccionario del
Español actual, joya que debemos al profesor Seco y su amplio equipo de
colaboradores, trata al dolor como «Sensación física desagradable y más o menos
aguda, causada por una enfermedad o alteración orgánica o por una acción exterior».
De rigor es señalar que la mayor parte de los diccionarios completan la voz
«dolor» con otras acepciones del dolor psíquico y moral («sentimiento de pena y
congoja», DRAE), que por el momento excluimos de nuestra reflexión, aunque
buscaremos su conexión más adelante. Para terminar esta aproximación
terminológica, el Comité de Taxonomía de la Internacional Association for Study of
Pain (IASP), lo define como «Una sensación y experiencia emocional desagradable

115
asociada con daño real o potencial, o descrita en términos de tal daño». (Citado en M.
A. Vallejo y M.ª I. Comeche, 1999.)
Vamos a desgranar los distintos significados ontológicos del dolor:
A) El dolor como cerco del Yo. En efecto, el dolor agudo sobreviene sobre el
Yo y, tanto si está provocado por una causa externa como interna, se convierte de
inmediato en distónico respecto al Yo. Se externaliza. Es el enemigo, la amenaza para
el Yo, que cerca y asedia al sujeto inundándole con sobreexcitaciones tan intensas
que impiden la continuidad psíquica.

El dolor lo tenemos, nos sucede, se nos mete dentro. Somos su lugar


pasivo y ante él reaccionamos con la queja o con la cura… La gramática
del dolor está ligada a una pasión. El daño puede evitarse, el dolor no (C.
Thiebault).

Argullol describe el acorralamiento del dolor, el modo en que envuelve a su


persona toda como si de un maligno destructor se tratara:

Estoy dominado por él, como un prisionero, y él es el guardián de


mi prisión, él me ha encerrado, me ha puesto las argollas, atado con
cadenas, rodeado… Él es mi guardián, me vigila, me tortura con más o
menos fuerza, con más o menos refinamiento (Argullol, 2001, pág. 112).

B) Sensorialidad del dolor. Cierto que la experiencia del dolor es una pasión,
en la que el sujeto se reconoce víctima doblegada, donde los mecanismos de
racionalización, el estudio de sus rasgos y características, no sirven para devolver la
estabilidad al Yo. El dolor es una experiencia tan sensorial que cualquier inscripción
racional es extraña. El conocimiento de la verdad, de la impía devastación del cuerpo,
la profundización en sus causas y en sus efectos, eso es: la ubicación en coordenadas,
lejos de tranquilizar, inquieta:

La filosofía es demasiado etérea, demasiado abstracta. Los


conceptos, las nociones no tienen cabida en este campo de batalla. Son
impotentes frente a la fuerza concreta, plástica, de las sensaciones
(Argullol, ibíd., pág. 78).

El dolor catapulta al retorno al origen, anula los progresos de la civilización. El


cuerpo doliente regresa al autismo fetal, a la desnudez expuesta de la naturaleza, y
por ello degrada y corrompe la nobleza de las sublimaciones:

… el dolor excita el triunfal retorno a la naturaleza en sus


manifestaciones más elementales, anulando de golpe los tenaces
esfuerzos de nuestra razón, e incluso los de la entera historia de la
civilización, empeñados en no tener que ver nada con ella (ibíd., pág.
20).

Los conceptos, las fantasías, las palabras, no pueden luchar contra los sentidos.

116
Las imágenes visuales del dolor son metáforas táctiles fulgurantes: «El cangrejo está
clavado, firmemente clavado, traspasándome» (Ibíd., página 111), «Lo que a mí me
ha aportado Davalú no es la muerte ni la enfermedad, sino la experiencia directa,
desnuda, sin precedentes para mí, del dolor físico… que exige siempre estar alerta,
estar vivo, la imposibilidad de distanciamiento» (Ibíd., pág. 113).
C) El dolor como Gran Atractor de la identidad. Cuando el dolor anega, no
vale ningún otro propósito. Absorbe toda la energía psíquica del sujeto; nada más
tiene cabida, ninguna otra cosa posee valor:

El único eje fijo es el dolor: la opresión, la mordedura, la pincelada


eléctrica que me recorre el cuello hasta el codo. Eso es permanente. El
resto del mundo gira en torno a este eje: todo cambia, todo es
profundamente mutable. Mis estados de ánimo, los hombres, los
paisajes. Sólo el dolor tiene un lugar seguro en el reparto (ibíd., pág. 51).

El dolor es el gran usurpador de protagonismo. El Yo se diluye, queda


eclipsado, atrapado en la vorágine deldolor, que cual torbellino, agujero negro en el
interior del cuerpo, disuelve el mundo y nos revela la verdad esencial de nosotros
mismos. Eje de la vida en torno al que giran todas las demás experiencias mutables.
Nada es tan singular como el dolor, nada es más individual y personal como esa
experiencia. No es posible la comunidad, aunque coexistan los dolores, no pueden
compartirse, porque las palabras no pueden ser el vehículo adecuado para expresar el
dolor. S. Tomkins clasifica las emociones en cuatro tipos: monopolísticas, intrusitas,
competitivas e integradas. El dolor físico agudo, pertenece, sin duda, a las
monopolísticas por su saliencia o «imposición» a la atención del sujeto. Donde él
está, todos los adosados psíquicos y sociales, todas las yuxtaposiciones de objetos e
interacciones que han ido agregándose a la identidad y a la memoria sobran, son
engullidas por ese Gran Atractor. Atinadamente, C. Botella afirma:

Cuando progresa el ruido somático, el ruido psíquico disminuye (C.


Botella, 1998, pág. 151).

D) Corporeidad suprema. El dolor devuelve el cuerpo al territorio perdido de la


conciencia. El cuerpo sano es mudo. Sólo hace ruido furiosamente cuando enferma.
Su forma de abrirse paso en la conciencia consiste en aumentar la captación de sus
sensores internos. Somos mucho más cuerpo a través del dolor, sin él casi espíritus
puros:

Tengo la sensación de estar en un pozo sin fondo, del que no veo el


final, un pozo que me permite ver aspectos terribles, oscuros, difíciles de
distinguir en la propia vida. Hay, es evidente, una lucidez deslumbrante,
siniestra, sórdida en el dolor. Nos damos cuenta de cosas que no
percibimos habitualmente. Y, sobre todo, el dolor tiene, en medio de los
vicios, la virtud increíble de hacer sentir, con una agudeza extraordinaria
el cuerpo (ibíd., pág. 11)

117
Esta carnalidad del Yo queda patente igualmente en el Libro de Job; allí, el
afligido entona:

Mi carne está vestida de gusanos, y de costras de polvo;

Mi piel hendida y abominable (Job, 7,5).

E) Erotización a través del dolor. El dolor aparenta ser el negativo rotundo del
placer, su contrapunto, pero también es su culminación. Los extremos se encuentran:
en el colmo del placer está «la petite morte» del orgasmo; en el espasmo placentero,
el rostro adopta una expresión dolorosa. Pero el dolor provee un erotismo primitivo,
canibalístico, el del cuerpo royéndose a sí mismo:

Todavía vivas, se remueven en mi cabeza sinuosas imágenes


sexuales. No recuerdo exactamente cuáles son, pero sí un eco de su
significado. Era como un canto del instinto que no provenía de un deseo
erótico exterior. Brotaba de una sexualidad interior. La fuente estaba
alojada dentro de mí: un orgasmo vivo, permanente, sin crecimientos ni
descensos. No había un diálogo onírico con otro cuerpo, sino con una
parte de mi propio cuerpo. Davalú me adentraba en una sexualidad
hermafrodita (Argullol, ibíd., pág. 77).

Argullol alude a la experiencia sexual autoerótica, de reencuentro del


espectador (el Yo observador) con su dolor, como si de otro Yo se tratara, del
arrobamiento ante la parafernalia de sensaciones que provee. Cuando, ebrio de dolor,
el autor pasea por La Habana y un chico le interroga si necesita una mujer, el doliente
piensa que «la sexualidad la llevo incrustada dentro, con el abrazo de Davalú» (Ibid,
pág. 85). Es inconcebible la vinculación objetal que requiere la relación erótica,
incluso la más mecánica e instrumental. No hay espacio para otro cuerpo ni otro lazo
que no sea el que proviene de la carne propia:

Una persona poseída por el dolor sólo tiene vínculos con su dios-
demonio interior, con su bestia interior, de la misma manera que,
sexualmente, solo tiene vínculos, como un hermafrodita, con su propia
sexualidad descarnada, orgasmática, que actúa a través de la violencia
del propio dolor (ibíd., pág. 117).

F) Ubicuidad y presentismo del dolor. El dolor agudo se aposenta en el


presente, borrando todo rastro de pasado o de recuerdo. La persona dolorida no puede
concentrarse, ni siquiera atender a ninguna otra cosa que no sea su dolor inmediato.
Cabe señalar, incluso, que el dolor rompe la continuidad del Yo. No es factible
recordar lo que no forma parte del aquí y ahora, salvo como añoranza del paraíso
perdido del cuerpo insensible. ¡Qué bellamente lo expresa Argullol!:

Los recuerdos se borran bajo la dictadura de Davalú. La evocación


se hace imposible. Estoy obligado a ir hacia lo más inmediato… La

118
memoria se deshace como una burbuja de agua. Davalú exige el
alimento instantáneo: reclama continuamente el presente, el presente
más directo, más absoluto (ibíd., pág. 75).

También abole el futuro, imposibilita la anticipación, la planificación, la


organización del mañana. El sujeto deviene náufrago en el presente, entre dos costas
que no puede alcanzar: ni el pasado, ni el futuro:

… la estrategia del dolor es siempre la misma. Me exige obsesivamente


el presente, me exige este momento, no me deja contemplar el futuro
inmediato, como no me ha dejado contemplar tampoco el pasado. Ha
arrancado la memoria y me arranca también la capacidad de previsión
(ibíd., pág. 102).

4. METAPSICOLOGÍA DEL DOLOR

Tras adentrarnos en la esencia misma del dolor, hemos de preguntarnos por los
efectos y los procesos psíquicos que el dolor desencadena en el Yo. Argullol es tan
agudo en esto que puede conjeturarse su profundo conocimiento del psicoanálisis, su
condición de analizado o, en su defecto, una lucidez poco común. El dolor trabaja en
el psiquismo socavando muchos de sus pilares de armonía fundamentales.
Desmenucemos las consecuencias (estructurales, pulsionales, dinámicas y
fenomenológicas) más sobresalientes:
A) Percepción de incontrolabilidad. La relación que el Yo mantiene con el
dolor es la de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. El sujeto doliente puede
identificarse absolutamente con su dolor, fijarse en él, fundir el Yo con el centro del
dolor, hasta disipar al primero o al segundo. Si consigue lo primero dominará y
triunfará sobre el dolor, lo controla; si no lo consigue es el Yo el que pasa a
convertirse en marioneta a merced del Tirano. En este supuesto, el Yo se desintegra
en medio del torbellino doloroso, entidad efervescente. Arribaríamos entonces a la
percepción de ineficacia e incontrolabilidad ante el dolor. Éste emergerá como «una
cosa grande, tan obsesiva, tan poderosa, que me vampirice por completo y me haga
desaparecer dentro de su propia personalidad, como una posesión suya» (Ibíd, pág.
17).
El dolor, si produce incapacidad, va asociado a una expectativa de inmovilidad
y pasividad. Tiende a creerse que, si no hay movimiento, el sujeto aumenta su control
sobre el dolor. Conduce a la asunción del rol de enfermo, con lo que el dolor se
retroalimenta. Los entresijos entre la fisiología y la psicología son sutiles:

… el dolor produce también cambios fisiológicos que pueden generar


efectos negativos sobre la actividad del paciente y sobre el mismo dolor.
El aumento de la tensión muscular esquelética, la vasoconstricción
periférica, debida a los desajustes autonómicos ligados a la percepción
del dolor, son cambios que pueden perpetuar el dolor y también generar
o potenciar otros trastornos psicofisiológicos (M. A. Vallejo y M.ª I.

119
Comeche, 1999, pág. 284).

¿Cabe concebir mayor alienación que la pérdida de la función de autodominio y


autoposesión? Percatarse de que uno no ejerce control eficaz sobre lo que sucede en
uno mismo es la antesala de todo sentimiento depresivo. Uno se siente enajenado
cuando se ve obligado a comportarse como mero espectador de un proceso, de una
evolución, de un conjunto de incidencias en las que no interviene. El doliente oscila
entre la percepción de auto-eficacia y la de indefensión y desvalimiento, dependiendo
de la intensidad del dolor y de su habilidad para plantarle cara y combatirlo:

Estoy mirando cara a cara al dolor. Y lo estoy mirando para


deshacerlo, vencerlo, para convertirlo en una cosa mínima, en una fuerza
interior a mí mismo (…) Pero me doy cuenta de que alterno las dos
sensaciones: la de desprecio del dolor a través de una deseable armonía y
la de la absorción total del dolor a través de su grandiosidad, su fuerza,
su monopolio sobre mí (ibíd., pág. 17-18).

Resulta inevitable evocar nuevamente a Job:

¿Cuál es mi fuerza para esperar aún?


¿Y cuál mi fin para que tenga aún paciencia?
¿Es mi fuerza la de las piedras,
O es mi carne de bronce?
¿No es así que ni aun a mí mismo me puedo valer,
y que todo auxilio me ha faltado? (Job, 6, 11-13).

B) Repliegue narcisista. Ni la sabiduría, ni el arte, ni el placer de la


conversación o el halago de los estímulos sexuales, logra abstraer al Yo de su
retracción ni devolver la libido de nuevo al mundo. «Davalú desafía el encanto de las
mulatas» (Ibíd, pág. 31). Y es que, ante el dolor la libido se repliega y se concentra en
el epicentro del sufrimiento. Ha de protegerse frente a la acometida feroz del desgarro
interno. El dolor destruye el cuerpo y, a través de él, el espacio de encuentro con los
otros, con la mirada de los otros, con su deseo. Magnífica descripción la que nos
ofrece Argullol de este proceso de retracción:

Ahora Davalú no me inquieta por su violencia, sino porque ha


destruido y está destruyendo los vínculos particulares, cotidianos,
concretos, los vínculos íntimos de afecto. Estoy totalmente dominado
por la indiferencia. Todo lo que no sea mi relación particular plena,
directa e íntima con Davalú no tiene importancia, todo lo que no sea el
presente más fulminante no tiene importancia, todo lo que no sea la
tensión permanente que me provoca con sus caminatas a través del
hueso no tiene importancia (ibíd., pág. 106).

Perfecto trasunto, equivalencia con aquellos famosos versos de Heine que


Freud parafraseó para dar cuenta delnarcisismo acompañante de las dolencias
orgánicas. El tipo de narcisismo que opera en este estado de dolor agudo es de

120
dendríticos efectos. Se infiltra en lo emocional, en lo sexual, en lo moral, en lo social.
Desde cualquiera de estos ámbitos arranca al sujeto de sus conexiones con la vida. De
ahí que el dolor desvitalice de tantas maneras. Como afirma Ch. David (2001), el
duelo al que induce el dolor es un concentrado de narcisismo y de masoquismo.

Una persona poseída por el dolor extremo es asocial. No puede


participar en una empresa colectiva… rompe todos los vínculos con el
exterior, con la comunidad. Incluso rompe todos los vínculos con Dios si
es que cree en Dios (Argullol, 2001, pág. 113).

Más fantástico aún, por la devastadora amplitud de los estragos que


desencadena, es este párrafo en el que el narcisismo alcanza su cota máxima:

No hay afecto, no hay emociones, no hay amor, no hay amistad, no


hay civilización, no hay cultura, no hay naturaleza fuera de aquella
naturaleza que actúa con toda la virulencia en el interior de uno mismo:
la contranaturaleza de uno mismo (Argullol, 2001, pág. 117).

C) Incapacidad de amar. Si, como es un tópico afirmar, la salud psíquica puede


cifrarse en la capacidad de amar y trabajar, el dolor arrebata la salud porque no
permite ni lo uno ni lo otro. La indiferencia objetal se traduce en autismo emocional,
en la insoportabilidad de contacto con otro cuerpo, con otro tacto; así lo reconoce
Argullol:

… el poder de Davalú se ha vuelto menos plástico, menos visual, pero


también más refinado… aquí es un poder moral: te pone en una urna de
vidrio, separado de toda caricia, separado de todo amor, de todo afecto.
Davalú se alimenta, como un glotón, con la destrucción del amor (ibíd.,
pág. 124).

Hubiera sido muy del gusto de Freud («una enfermedad me impide amar…
amando curaré») esa cadena dereflexiones de Argullol. Encontraría confirmada su
teoría del narcisismo. En efecto, el autor admite que al ser intocable e intangible por
el aislamiento causado por el dolor, está empobrecido, es un paria, un desposeído
(página 127), pero Argullol discrepa de Freud en un matiz esencial en el amando
curaré, que es el de amaré cuando me cure.
El aislamiento que perpetra el dolor separa al hombre de su propio deseo,
mutila su ser deseante y su ser deseado, lo encierra en una burbuja finita y plena: «el
mundo somos él (el dolor) y yo, Davalú y yo» (Ibid, pág. 148). Nuevamente, el
mundo ha vuelto a quedar desierto, como en el cuadro melancólico perfilado por
Freud en «Duelo y melancolía». La coraza de amoralidad de la que se recubre, la
pérdida de los mecanismos de superación y las funciones psíquicas superiores,
quedan suprimidas, o al menos disociadas, y el doliente sólo mantiene una existencia
vegetativa, autoerótica, refleja como la de un feto o un recién nacido. Sólo que en el
estado álgido la fusión no es con el objeto indiferenciado, sino con la parte del sí
mismo que absorbe todas las investiduras. El objeto está forcluido, eliminado:

121
Me siento impotente para querer en el sentido habitual que damos al
término: para querer con emociones, con sentimientos, para querer
tocando, para querer besando, para querer haciendo el amor. No existe ni
la remota posibilidad de hacer el amor porque sigo haciendo el amor
conmigo mismo… Bajo el hermafroditismo del dolor, Davalú es mi
único amante (ibíd., pág. 124).

D) Posición autista. Tomando como hipótesis explicativa la dialéctica


planteada por Freud en «Tres ensayos» (1905) entre las pulsiones sexuales y las de
autoconserva-ción (libido del Yo o libido narcisista), la metapsicología enciende una
luz si concebimos que en el dolor extremo (como en otras experiencias cumbre), las
pulsiones sexuales se supeditan, incluso quedan anuladas y desgajadas si la energía
psíquica ha de concentrarse en la protección y preservación del yo. Una estrategia de
afrontamiento psíquico emprendida por nuestras pulsiones es evitar cualquier objeto
que pudiera distraer al Yo de su tarea de resguardo y reparación de los daños. Esto
provoca la fusión de la libido sexual con la libido del Yo en la posición autista. Cuán
magistralmente penetra en los oscuros recovecos de la pulsión Argullol:

Se produce, como también en la sexualidad, una especie de autismo


del tacto. Sólo siento tacto hacia el interior, sólo tengo sensibilidad hacia
el interior y me horroriza la posibilidad del contacto físico externo (ibíd.,
pág. 123).

El hombre afligido apetece y busca el apartamiento, el silencio y la soledad.


Busca una extraterritorialidad plena. Sólo el dolor tiene espacio y tiene tiempo. Las
coordenadas espacio-temporales quedan circunscritas al lugar del campo de batalla
entre el Yo y su dolor:

Quiero quedarme concentrado en esta habitación, en esta cama


inmensa que he conseguido crear. El mundo exterior no existe, es falso.
Sólo existe el mundo que hay dentro de la habitación, alrededor de la
gran cama. Un escenario lleno de sensualidad y misterio, lleno de
junglas y de laberintos. La trinchera para la retaguardia y para el refugio,
el campo de batalla para el ataque, para la defensa (ibíd., pág. 34).

El aislamiento resuena a clandestinidad. Se comprende ahora que el repliegue


crea un ámbito de intimidad que excluye todo lo otro. El doliente juzga abominable y
obsceno que la mirada de extraños pueda observar los estragos que el dolor produce
en el cuerpo, la pérdida de dignidad del porte. Éste es una última posesión a la que no
desea renunciar. Si el dolor es evaluado como una injusticia, lo humillante es para
muchas personas doloridas soportar sobre sí la mirada compasiva del prójimo. Todo
cuanto no sea la confrontación entre el sujeto y su dolor tiene un sabor a
promiscuidad. Al sufrir huimos de los lugares habitados, de la concurrencia. No
podemos acatar los preceptos morales y sociales correctos, sobre todo si estamos
dominados por el dolor. Escapamos de los conocidos, de los compromisos, de las
expectativas y delas obligaciones. El dolor, requiere privacidad, secreto, para hacer su

122
epifanía:

Dedico el resto del día a terminar de encerrarme, a terminar de crear


un círculo a mi alrededor, que me defienda, una muralla que me proteja
de malgastar energías inútiles… Me impongo someterme al aislamiento
que me exige el dolor, pero sobre todo al aislamiento que me exige
conservar las energías suficientes (ibíd., pág. 118).

E) Yo ameboide. Freud comparó la libido que asiste al Yo con los seudópodos


de una ameba. Veamos: cuando el Yo se ve asaeteado por el dolor, se torna retráctil,
se guarece dentro de sí, se enconcha y enquista dentro de sus dominios. Es por eso
por lo que se produce un extrañamiento grande ante los requerimientos y apremios de
la vida cotidiana. El mundo se decolora. El dolor es la cortina que separa al sujeto de
su entorno. Actúa como filtro selectivo: sólo filtra aquellos estímulos provechosos
para acrecentar el control del Yo sobre el cuerpo. Sólo importarán los aditamentos,
los enseres, las medicinas, que puedan aliviar o paliar el sufrimiento. Lo demás es un
decorado baladí:

No tengo ningún interés por el exterior. Estoy encerrado en mí


mismo. No veo el mar ni el cielo, ni las figuras que cruzan las calles; no
veo los colores (ibíd., pág. 66).

F) Colapso superyoico. Es tal vez audaz añadir que para consumar su


destrucción moral, el dolor suspende el funcionamiento superyoico, porque induce
una regresión masiva y sin atenuantes hasta el funcionamiento del psiquismo en clave
de proceso primario, regido por el principio de placer/displacer. El dolor primitiviza,
aparta al hombre de sus logros sublimatorios, empequeñece las civilizadoras
formaciones reactivas que han hecho posible la convivencia cívica entre las personas:

… yo mismo participo de este banquete sombrío, de un convite


absolutamente regresivo hacia el instinto, hacia un suelo húmedo y
podrido… El hecho es que mesiento como una planta que se pudre.
Tengo la sensación de estar en medio de un pantano, en arenas
movedizas. Hay una vegetación densa, llena de raíces podridas, de
estiércol, de elementos que se transforman incesantemente. Y yo formo
parte de esos elementos, habitante de un mundo que está situado
milenios y milenios antes del mundo en el que vivo» (Ibíd, pág. 36).

En otro lugar es aún más rotundo:

Estoy en una actitud de animalidad vegetativa, de vegetal casi… El


pasado, si existe, es muy remoto, tanto que traspasa el vientre materno
para situarme en la posición de descanso embrionario, de mínimo
desgaste embrionario (ibíd., pág. 111).

5. DOLOR Y DUELO DE SÍ MISMO

123
Dedicaré la última parte de este capítulo a analizar el duelo de sí mismo que se
produce durante el tormento doloroso. Es importante hacer patentes aquí las tres
dimensiones del vocablo duelo: el duelo como sufrimiento, el duelo como pérdida y
el duelo como combate. En efecto, el dolor desata un sentimiento de daño, un
sentimiento de pérdida y una actitud de desafío. Detengámonos en cada una de estas
vertientes:
Nuestro sabio idioma deriva dolor de la misma raíz que duelo, esto es, del
verbo doleo (=dolerse, condolerse). El planteamiento inicial de este trabajo obedecía
al deseo de evidenciar que el dolor físico comporta un dolor psíquico que no es otro
que el duelo por un objeto imaginario perdido, la salud, la armonía, el equilibrio, o lo
que hemos llamado el silencio del cuerpo como más elocuente forma de expresión del
bienestar orgánico. Asimismo, el dolor empuja a un desafío, un reto que se libra en el
interior del propio sujeto: entre su parte sana y su parte enferma. El Diccionario de la
RAE destaca esta acepción: «combate o pelea entre dos, a consecuencia de un reto o
desafío», mantenido por Seco que, sensatamente, no requiere que sean dos personas
las que intervengan en la liza, sino dos partes. Es este sentido el que a nosotros nos
concierne aquí.
A) Duelo por el dolor. Hay muchas lecturas de esta forma de duelo. Una de
ellas es la aflicción producida en el individuo que se reconoce dañado. Si el daño
tiene un agente externo al que atribuir la ofensa, la reacción emocional natural es la
ira, pero cuando no existe un responsable al que culpar, sino que el daño procede de
una hipersensibilidad interna de los órganos o tejidos corporales, el mecanismo que
se opera es de vuelta contra sí mismo de la queja. Origínase, entonces, una respuesta
de queja autocompasiva, el lamento, la pesadumbre, la irritación depresiva, la
interpretación fatalista, el sentimiento de derrota. Argullol ofrece pasajes memorables
en los que se vislumbra el encuentro del Yo dolorido con su imagen en el espejo. Ahí
se comprueba la metamorfosis en la autoimagen. Ésta es, precisamente, una de las
raíces del duelo de sí mismo: merced al dolor, el hombre ya no es dueño de sí mismo,
de su gesto, de su porte, de su rictus; el dolor lo convierte en su caricatura:

Davalú lo ha sometido (al rostro), deformándolo, descarnándolo,


atravesándolo con un relámpago de palidez sobrenatural hasta que el
alma ha quedado a la intemperie (ibíd., pág. 90).

El dolor obliga a la misantropía, al exilio interior, al silencio asocial, al


resentimiento y la rabia contra el propio cuerpo que se ha convertido en enemigo.
Todos estos matices inexorablemente alimentan el duelo por el objeto imaginario
perdido: el cuerpo ideal, el cuerpo aliado, el cuerpo cómplice permisivo de la
pulsión de vida, y lo reducen a pasto del sacrificio, ara de la representación de
thanatos:

Nuestro cuerpo es el origen y el modelo de todo sacrificio: su punto


de partida y su desembocadura. La desnudez herida del cuerpo nos da la
medida exacta de nosotros mismos (ibíd., pág. 109).

Lo fenecido en este rito del dolor es el Yo ideal. El sujeto doliente ve

124
desaparecer ese reducto del narcisismoprimario que era la megalomanía de la salud
absoluta, del bienestar, de la armonía, de la satisfacción de los deseos. El dolor le
recuerda su mortalidad, la fragilidad y provisionalidad del equilibrio, la difícil
armonía entre las partes del todo. Ahora ya se sabe indefenso, precario, débil, niño. Y
eso, además de angustia, produce dolor, miedo.
B) Duelo contra el dolor. Argullol escenifica soberbiamente el asedio a que el
Yo se ve sometido por el dolor; ataque implacable de un lado y resistencia o
contraataque por otro. En muchas ocasiones disecciona este combate como un
pugilato entre partes iguales: «… nos encerramos a solas mi dolor y yo con
indiferencia respecto a todos los otros que no saben de ese desafío».
En otras ocasiones, la lucha es desigual y el dolor extenúa las fuerzas del sujeto
e incluso su voluntad de aguante y resistencia: «Necesito concentrar toda la energía
para el combate que tengo con el cangrejo que perfora mi hueso» (Ibíd, 75). Cuando
el dolor remite, tampoco es posible confiar en su desaparición. El doliente recela que
sólo es una tregua que el enemigo se toma para cobrar más bríos y acometer con más
fiereza más tarde. La provisionalidad de la calma y de la analgesia ha sustituido la
consideración de la analgesia como el estado habitual. En este sentido subraya lo
inverosímil que le parece la actitud paciente y resignada de Job, pareciéndole más
creíble la del noble personaje de Filoctetes (Sófocles), mucho más humano y heroico,
que se rebelaba impaciente contra el dolor lacerante.
En su enfrentamiento con el dolor, Argullol justifica toda clase de estrategias,
excepto la racionalización filosófica. «Sirve más la esgrima, el cruce de espadas, sirve
más la burla, la comedia, la representación» (Ibíd, página 78). Recordar, escribir
sobre el dolor, comunicar lo inefable como si de una crónica de la vejación se tratara,
preserva la fortaleza necesaria ante el dolor, planifica la venganza contra el torturador
que avasalla y no respeta, que taladra y no pide permiso, que muerde intolerable-
mente como el tirano que es: «He jurado acordarme de las imágenes del dolor,
describirlas para que después nocaigan en el olvido. Me tengo que salvar, pero debo
hacerlo vengándome de él» (Ibíd, pág. 114). Es gloriosa la visualización metafórica
de la operación quirúrgica como una batalla entre un ejército numeroso y cualificado
y el dolor como el enemigo acorralado y vencido:

… confío en que la espada (el bisturí) llegue hasta el corazón de la


bestia… pienso en el campo de batalla, en los ejércitos desplegándose,
en la espada danzante, en Davalú retrocediendo, escondiéndose, el
cangrejo contra la pared, rodeado, asediado, a punto de ser atravesado
(ibíd., pág. 137).

Con estas reflexiones no deseo sino pensar y co-pensar con todos los lectores
en lo que acaso es el más irreductible punto de encuentro con la mismidad
desenmascarada: el temido dolor, eso que A. Green contempla como una «catástrofe
activa y vital», Winnicott como «agonía», Bion como el «terror sin nombre» o Jünger
como la predestinación esencial del hombre. Laín admitía que el dolor es el hilo de
Ariadna que nos confronta con nuestros límites y nos obliga a entender la auténtica
extensión de la finitud existencial.

125
CAPÍTULO 6
La identificación con el Objeto Perdido.
Una explicación psicodinámica de la
morbilidad durante el período de duelo

El muerto agarra al vivo y hace de él el continuador de su vida


interrumpida.

M. PROUST
La pérdida de objeto se contempla como un factor de morbilidad importante,
sobre todo cuando el duelo por su desaparición se desarrolla de forma patológica.
Ello puede deberse a varios factores: a) la naturaleza traumática de la pérdida, lo que
dificulta su elaboración y mentalización; b) la existencia de una relación simbiótica
previa con el objeto desaparecido, lo que provoca una perpetuación del objeto como
«objeto encapsulado» o enquistado; c) la ambivalencia respecto a él, siendo la culpa
un factor que obstaculiza el desprendimiento del objeto desaparecido; d) la dificultad
de fantasmatizar al objeto muerto como muerto, manteniéndose una presencia
persecutoria del muerto como cuerpo extraño dentro del psiquismo del doliente
superviviente; e) la identificación con el objeto perdido como resumen de las
anteriores circunstancias. Si a esta peculiar forma de duelo se une la insuficiente
descarga expresiva de las emociones implicadas en la pérdida (alexitimia), el
resultado es la movilización de la pulsión de muerte, ocasionando un fracaso
inmunológico y la consiguiente aparición de cuadros psicosomáticos de variable
diversidad, pero que pueden conducir incluso a la muerte.

1. EXEGESIS DEL CONCEPTO FREUDIANO DE IDENTIFICACIÓN CON EL OBJETO PERDIDO

126
El concepto freudiano de identificación es sumamente polivalente, siendo en
ocasiones tratado como mecanismo y en otras como proceso, a veces como
mecanismo defensivo, a veces como adaptativo, ora como mecanismo estructurante y
constitutivo del Yo, ora como parte inherente de la autodestrucción narcisista de la
personalidad. Frecuentemente se ha utilizado el término como intercambiable con
otros conceptos afines: internalización, incorporación, interiorización, introyección,
imitación, dando lugar a un confusionismo conceptual y a contradicciones teóricas
importantes. El concepto ha llegado a significar demasiado y a ser usado con excesiva
arbitrariedad. R. W. White recoge varios de los usos freudianos del concepto
identificación, dando una idea de la polisemia y de la ambigüedad del término:

Se lo ha utilizado 1) para la melancolía, en la que aparece como una


regresión cuando se pierde un objeto catectizado; 2) para la imitación
admirativa del padre por parte del niño, en la que constituye un tipo
primitivo de relación objetal; 3) para la internalización de los valores de
los padres durante la resolución del complejo de Edipo; 4) para las
relaciones entre los hermanos, donde aparece como una formación
reactiva (sic)1 contra la envidia y la rivalidad, y 5) para el vínculo tierno
con meta inhibida entre los miembros de un grupo adulto que han
reemplazado sus ideales del Yo por un

líder. Algunos de estos usos se adecúan a la idea de querer ser, pero


otros implican el elemento adicional de un vínculo emocional (R. W.
White, 1973, pág. 101)2 .

En todo caso, para Freud la identificación es una operación mental más central
que otras y que siempre se refiere a Objetos, sean tomados como depositarios de la
pulsión genital o de las pulsiones parciales, sean primarios o secundarios, reales o
imaginarios, externos o internos, vivos o muertos, presentes o pasados,… Es
evidente, pues, la complejidad y la riqueza del proceso destacado por Freud, dado que
además no se circunscribe a la esfera de lo interpersonal, sino que se extiende a lo
social, ideológico y cultural a gran escala. Considero la exegesis de este concepto
troncal e ineludible para cualquier teorización psicodinámica de lo vincular, de las
relaciones con el Objeto, y de la construcción de lo social.
Las primeras referencias freudianas al concepto de identificación aparecen en
«La elaboración onírica» como sinónimo del mecanismo de condensación que, a su
vez forma parte de la representación en imágenes (imagógica) del sueño (P.
Villamarzo, 1985, 1998). J. Laplanche y J. B.Pontalis (1968), por su parte,
emparentan las primeras alusiones freudianas al concepto con el mimetismo
(imitación reproductiva) que se presenta a menudo en los histéricos.
Por otro lado, Freud introduce la pérdida del Objeto de relación como factor
etiopatogénico bien pronto, si bien en las formulaciones más primitivas lo contempla
tan sólo como desequilibrador de la economía libidinal al dejar de suministrar al
sujeto la dosis necesaria de gratificaciones para satisfacer el hambre de placer del ser
humano. Pero el punto de inflexión en la teoría freu diana de la identificación lo
constituye su teorización sobre el narcisismo. La formación del sujeto humano deja

127
de ser un proceso que se nutre exclusivamente del equilibrio placer/displacer, para
pasar a ser una construcción interpersonal, donde la libido se dirige a y se alimenta de
la relación con el otro. El Objeto forma parte de la definición del Yo, pues sólo
cuando el Objeto se independiza de la primitiva simbiosis autoerótica con el Ello, es
cuando el Yo germina como sujeto distinto, como sujeto de relación.
Es por este motivo, y tal vez por la desolación ideológica generalizada durante
la Primera Guerra Mundial, por el que Freud puede desembocar en Duelo y
Melancolía (1915), una obra magistral desde cualquier prisma. En ella, Freud eleva la
pérdida de Objeto a factor dinámico estructurante del Yo (al incorporar partes del
Objeto perdido como elementos del Yo personal, hecho a base de fragmentos,
reminiscencias y cargas de Objeto abandonadas), en el duelo sano; y a factor
desestructurante del Yo (al introyectar al Objeto perdido ambivalente y desequilibrar,
destructivamente, el narcisismo de vida y de muerte del sujeto), en el a discriminar en
este texto, según la exegesis textual efectuada por Villamarzo (1998), es el trabajo de
duelo (equivalente al pesar normal de la separación y el desprendimiento) del trabajo
de melancolía (aplicado al pesar patológico tras la pérdida).
En «Lo perecedero» (1916), Freud incide sobre el dolor de la pérdida de los
Objetos, porque supone un mazazo traumático sobre el pensamiento mágico y la
representación de cosa que rige el proceso primario. El inconsciente no se mueve en
la coordenada espacio-temporal (que se forma por la inscripción de distancia y de
pérdida respecto a los objetos gratificantes), sino que se mantiene en un paraíso
mágico, intemporal, imperecedero, donde la muerte, la extinción de los Objetos de
gratificación y de relación no tiene representación. La muerte arranca al Yo del
universo mágico donde se puede gozar indefinidamente de los Objetos y pone al
sujeto en clave de realidad. Además, como nunca renunciamos real (definitiva y
totalmente) a nada, la relación con los Objetos perdidos se continúa en el escenario
intrapsíquico,como una forma de defensa o de amortiguación del traumatismo de la
pérdida.
En «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920),
«El Yo y el Ello» (1923), y «La disolución del complejo de Edipo» (1924), presenta
Freudal Objeto perdido como introyecto de identificación, causante de la
transformación del Yo y de la génesis del Superyó, dependiendo básicamente de que
el Objeto representara anteriormente al Objeto amado o al Objeto vetado y censurado.
En el primer caso, el Objeto perdido se presenta, dentro ya del aparato psíquico,
como objeto de amor para el Ello, o como Objeto-legislador y sancionador para el
Ello y el Yo.
Pero fue en «Psicología de las masas y análisis del Yo» (1921) donde Freud
expuso la identificación como una forma de relación de Objeto muy primitiva, fusiva,
simbiótica y nada discriminativa, anterior a la elección de Objeto propiamente dicha.
Identificarse significa ser como, mientras que elegir un Objeto, significa tenerlo,
apropiarse, apoderarse de él. De este modo, la Identificación con el Objeto Perdido
(IOP) sería una involución, un desenlace regresivo, en la relación del Yo con los
Objetos adonde el sujeto retrocede cuando ha fracasado, ha sido abandonado o ha
sufrido la pérdida real o fantasmática del objeto de relación externo:

128
1.º La identificación es la forma primitiva del enlace afectivo a un
objeto; 2.º Siguiendo una dirección regresiva, se convierte en sustitución
de un enlace libidinoso a un objeto, como por introyección de objeto en
el Yo (Freud, 1921, pág. 2586).

En «Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis» (1933), Freud vuelve


sobre esta sugerente idea que equipara la IOP con la incorporación oral, como
mecanismo primario de negación del dolor causado por la separación del otro, la
ausencia del otro, en definitiva la discriminación del otro, «tragando» o «ingiriendo»
al otro como parte de la estructura de la personalidad. «El Objeto no puede irse, o
morirse, o abandonarme, porque forma parte de mí»:

Cuando hemos perdido un Objeto o hemos tenido que renunciar a él,


nos compensamos, a menudo, identificándonos con él, erigiéndolo de
nuevo en nuestro Yo, de manera que, en este caso, la elección de Objeto
retroceda a la identificación (Freud, 1933, pág. 3136).

Pero Freud era clarividente respecto a que la IOP no siempre es una solución
exitosa, reservándola a los casos de duelo patológico, sobre todo cuando la
identificación se hace sobre el Objeto perdido global o cuando se introyectan los
aspectos negativos, malignos o enfermizos del Objeto, porque entonces devienen lo
que hoy llamamos Objetos internos mortíferos para el superviviente. Creemos
interpretar correctamente el ir y venir de afirmaciones freudianas sintetizando las
siguientes premisas:

— en todos los duelos se da en alguna forma y en algún grado IOP,


— en los duelos sanos la IOP es de aspectos parciales y básicamente positivos
pertenecientes al Objeto de relación; y en los duelos patológicos y en la
melancolía la IOP es masiva, parasitaria y persecutoria,
— en los duelos sanos, una vez realizado el proceso de IOP, el Objeto muerto
queda diluido en el Yo del superviviente, enriqueciéndole como Objeto
interno positivo, permitiendo la búsqueda de nuevos Objetos a los que
investir, mientras que en los duelos patológicos, la IOP. queda enquistada
como un introyecto no metabolizado que conserva una autonomía de
Objeto muerto-vivo parasitario, impidiendo la búsqueda de objetos
sustitutorios. El Objeto interno se convierte en factor de muerte, atacando
al sujeto con toda una gama de síntomas neuróticos, psicóticos o
psicosomáticos.

2. DESBROZANDO CONCEPTOS CONFUSOS

Sería prolijo y reiterativo indagar con exegesis minimalistas toda la gama de


matices que diferencian conceptos afines como internalización, incorporación,
interiorización, introyección e identificación. La obra de M. Klein, de Loewald, de
Fairbairn, de Meissner, Winnicott y Grinberg, entre otros autores relevantes, está en

129
gran medida concentrada en la clarificación de estos vocablos babélicos. Nuestro
análisis pasa por señalar que, grosso modo, todos los términos antedichos suelen
incluirse en la literatura psicoanalítica dentro de la órbita de la neurosis, en
contraposición a los procesos de escisión, proyección o externalización, ingredientes
dinámicos más relacionados con el delirio y la psicosis, si bien estas reducciones
obedecen más a un esquematismo teórico y didáctico que a la evidencia empírica,
mucho más heterogénea y difusa en la combinación de los mismos.
Todos los conceptos aluden a mecanismos de adaptación y de defensa ante
situaciones conflictivas y/o amenazadoras. Adaptativos porque procuran aumentar el
control o el dominio yoico sobre las situaciones más o menos displacenteras, por lo
que en este sentido pueden contemplarse como mecanismos autoplásticos y
madurativos del Yo. Defensivos porque generalmente son una forma de esquivar las
frustraciones del mundo externo, de la separación de los Objetos y de la ausencia de
gratificaciones procedentes del exterior. Algunos de estos mecanismos son más
primitivos evolutivamente que otros porque siguen modelos de interiorización más
fisiológicos (orales, sobre todo),

A) La internalización es un concepto amplio que incluye a otros, básico para la


constitución de la personalidad y formador del núcleo del Yo y del Superyó. L.
Grinberg (1985) incluye dentro de las internalizaciones otros cinco procesos:
incorporación, asimilación, imitación, introyección e identificación introyectiva. En
general este concepto se refiere a lo vincular, relacional, y no sólo a partes o aspectos
del Objeto, sino a la naturaleza misma del enlace. Se internalizan, por ejemplo, pautas
de relación basadas en la confianza o en la desconfianza, en la seguridad o en la
inseguridad, en la dependencia o en la autonomía, etc, pero siempre referido a la
naturaleza del lazo vincular. La posibilidad de internalización permite proseguir la
relación con el Objeto incluso en ausencia o tras la muerte de éste. Precisa, por tanto,
de unaposibilidad de fantasmatización del otro y representación mental del Objeto:

Opera a lo largo del ciclo vital cuando quiera que se perturba o


interrumpe la relación con otra persona significativa (…) Se halla
implicada una serie de diferentes modalidades de representación:
sensoriomotora, visual, léxica y simbólica (B. E. Moore y B. D. Fine,
1997, pág. 235).

La capacidad de internalización da continuidad al Yo más allá de la


permanencia concreta y material del Objeto no-Yo en el exterior: si el Objeto se lleva
dentro, el Yo puede proseguir su diálogo y diferenciación respecto a él sin
interrupciones; asimismo, amortigua el dolor por la separación, porque el Objeto no
está fuera sino en el interior. Recuérdese el juego del carrete expuesto por Freud en
Más allá del principio de placer. Para que la internalización tenga éxito es preciso
haber conquistado el acceso a lo simbólico. El concepto de internalización se
corresponde con «el proceso por el cual los Objetos del mundo externo adquieren
representación mental permanente» (Ch. Rycroft, 1968).

130
B) La incorporación (meter dentro del cuerpo, en-carnar, hacer propia carne)
del Objeto sigue el modelo de la oralidad como forma de apropiación del Objeto.
Debido a su primitivismo, tiene una gravedad extraordinaria, dado que la
incorporación alude a una forma primaria, casi física de deglución (devoración) del
Objeto, donde los procesos de simbolización mental y sublimación no llegan a actuar
o fracasan por completo. Esta incorporación canibalística del Objeto es propia de la
respuesta melancólica a la pérdida o decepción objetal (K. Abraham, 1924).

C) La introyección se refiere a la interiorización fantasmática del Objeto, pero


sólo de aspectos aislados y concretos del mismo (C. Sopena, 1999). Este mecanismo
supone una mayor discriminación yoica entre el Yo/no-Yo, entre dentro y fuera. La
introyección sigue el modelo de la apropiación (S. Ferenczi, 1909, 1912) y consiste
en tomar las partes o contenidos del Objeto externo que me gustan y hacerlos míos,
partes de mi personalidad, pero reconociendo independencia al Objeto respecto al Yo.
Es un mecanismo central en el comportamiento egocéntrico y en la construcción-
creación del narcisismo primario:

He descrito la introyección como la extensión del interés de origen


auto-erótico al mundo exterior, mediante la introducción de los objetos
exteriores en la esfera del Yo (…) (S. Ferenczi, 1912, tomo I, pág. 217).

El Superyó es una construcción estructurada a partir de la introyección de


aspectos reguladores, censuradores o premiadores de los Objetos externos
significativos. Grinberg (1985) considera, sin embargo, que las introyecciones son
orbitales, periféricas, a diferencia de las identificaciones introyectivas que son
nucleares y atañen al self.

D) La identificación se refiere, por fin, a la adquisición de roles, funciones y


actitudes del Objeto significativo que acaban estructurando al Yo y al Superyó. Los
procesos identificatorios son complejos y conciernen al núcleo de la identidad.
Sensu stricto, la identidad es lo menos propio que tenemos, al componerse de
retazos de identidades ajenas. La paradoja anterior, dado que es de consenso aceptar
la identidad como lo más genuino y sintónico con el Yo, alude a que la identidad
tiene una raíz relacional, vincular, intersubjetiva, y que no brota por un emergentismo
biológico o pulsional. De ahí que la identidad sea, en alguna medida, siempre deudora
de los otros, aunque se convierta en la seña de individualidad más fuertemente
defendida por el sujeto.

Diversas actitudes, funciones y valores del otro se integran en una


identidad efectiva y cohesiva, convirtiéndose en partes plenamente
funcionales del self compatibles con otras partes (B. E. Moore y B. D.
Fine, 1997, pág. 237).

Cada Yo es un puzle entretejido con aspectos parciales de muchos otros. A


partir de la segunda tópica, el Yo esun precipitado de identificaciones. No en balde,

131
identificación alude al camino de construcción-creación-apuntalamiento de una
identidad. La genuina identificación no es imitativa o empática —puesto que
imitación o empatía son producto de la sintonía y de la elección consciente—, sino
automática e inconsciente, no siempre se refiere a aspectos parciales, pues la
identificación confusional es global y enajenante, o a aspectos elegidos por su
deseabilidad, puesto que la identificación con el agresor incide con frecuencia en los
aspectos aborrecibles, sádicos o malignos del Objeto.
En la identificación «el sujeto adquiere características del objeto y las hace
suyas, lo cual resulta en una modificación del Yo, o del Superyó, instancias dentro de
las cuales el objeto es asimilado. La diferencia estaría también dada por el nivel de
concreción o simbolización» (P. Grieve, 1999, pág. 135).
La identificación acarrea un proceso de transformación y una flexibilidad
reorganizadora del Yo (H. Gill, 1991) que son plurales en los primeros años de
infancia y adolescencia, debido a la mayor maleabilidad y plasticidad psíquicas, pero
que se van aminorando y rigidificando —unas veces en número, otras en calidad, y en
el mejor de los casos de ningún modo— en la segunda mitad de la vida, donde la
identidad tiende a replegarse sobre los objetos internos y externos ya familiares, y
suele evitar asimilar objetos nuevos, por lo que no es extraño que el sujeto mayor sea
menos dúctil a las pérdidas de objeto o pierda estímulo para la renovación de sus
Objetos. Si el ensamblaje de Objetos parciales internos se logra con éxito, la
identidad aparece estructurada e integrada, pero si el acoplamiento fracasa, se
producen las disociaciones y escisiones.

E) La Identificación con el Objeto Perdido es una variante singular de los


procesos de internalización. En la literatura psicoanalítica tiene significados
polisémicos que creemos extremadamente importante deslindar. En ocasiones
funciona como una incorporación oral, lo que supone una gravedad extraordinaria
como veremos. En ocasiones, actúa como una identificación con el agresor, en elcaso
de relaciones hostiles con el Objeto, al internalizarse al objeto perseguidor. Por fin, en
un tercer caso, se produce una identificación introyectiva, exigiendo al Yo un
comportamiento como el del objeto perdido (un ejemplo evocador de esta
eventualidad lo constituye el personaje de A. Perkins en su personaje de N. Bates en
Psicosis, cuando la muerte de la madre desencadena una disociación o
desdoblamiento delirante de la personalidad).
En virtud de la identificación introyectiva con el Objeto Perdido el Yo actúa,
siente y piensa como él. El Yo sobrevive siendo mero representante del Objeto
desaparecido: «este término implica la fantasía de una incorporación oral del objeto a
través de la cual se produce una identificación» (Moore y Fine, 1997, pág. 419). La
somatización y la esquizofrenia paranoide («voces del difunto escuchadas dentro de
la cabeza») son los probables resultados si se da este tercer significado. Como
explicamos en el apartado anterior, cuando la identificación con el Objeto perdido se
ha ensamblado y diluido como parte del Yo, el duelo es normal, y el Yo sale
enriquecido. En cambio, cuando la IOP mantiene al Objeto perdido dentro del Yo
como ente separado, concreto y autónomo, éste se convierte en Objeto perseguidor o
sádico, que destruye al Yo con las escisiones.

132
3. PÉRDIDA DE OBJETO. MUERTE Y DUELO

Después de que, como hemos visto, Freud otorgara a la pérdida de Objeto un


significado dual, como estructurante del Yo por un lado y como causa última y
universal de la angustia por otro, conviene reparar en la contradicción siguiente: la
angustia inconsciente cardinal es al abandono, a la separación de los seres queridos,
pero sin embargo el inconsciente no tiene inscripción de muerte: «nuestro
inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal» (S.
Freud, 1915, pág. 2115). Sin embargo, en Más allá del principio de placer (1920),
Freud matizaba que el niño experimenta cualquier separación de la madre por
transitoria y breve que fuera como definitiva, como si la madre hubiera muerto.
El proceso primario se rige por el principio de placer, no concibe la muerte ni la
lógica del devenir de la vida que en ella desemboca necesariamente. ¿Cómo puede
temerse lo que no se conoce, lo que ni siquiera tiene representación? Tal vez la
lectura sea que la muerte es temida, es decir un objeto de miedo epistémico, basado
en la certidumbre absoluta de que sucederá, pero que lo que provoca angustia («señal
de alarma» ante un peligro indefinido o impreciso, como Freud lo expusiera en
Inhibición, síntoma y angustia en 1925) sea el efecto que provocará en el Yo la
pérdida de los Objetos significativos: sólo puede ser aventurado o hipotetizado el
daño futuro o la alteración que la pérdida del Objeto tendrá sobre el Yo.
En suma: el miedo latente (aunque imaginario y futurible, sin embargo cierto)
es a la muerte propia, porque no puede representarse lo desconocido, lo ajeno, sin
embargo la angustia manifiesta es a la muerte del Objeto, a su abandono o separación,
porque lo inquietante es la posibilidad de repetir la vivencia de los traumatismos de
separaciones ya experimentadas.
El miedo (mejor angustia, como acabamos de ver) a la pérdida de Objeto
produce además angustia al cambio psíquico que sobrevendrá en el Yo. Abundando
más en esta idea, lo no explorado de esta hipótesis freudiana es que (y dado que el Yo
es un precipitado de cargas de Objeto abandonadas o perdidas) el Yo construido con
retazos de Objetos, o mejor, de vínculos con Objetos, experimenta la pérdida del
Objeto externo, no como una ausencia o una privación de satisfacciones, sino más
aún: como una amputación o mutilación del propio Yo. De ahí que el duelo por el
Objeto perdido implica duelo por partes del self.
Freud afirmaba en Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte
que «estas personas son para nosotros, por un lado, un patrimonio íntimo, partes de
nuestro propio yo» (1915, pág. 2116), certificando las dudas que el Yo alberga
respecto a su reconstrucción futura, si pierde a sus Objetos de «apuntalamiento o de
apoyo», como prefiere calificarlos Winnicott. Es una circunstancia no sólo
inadmisible por el dolor psíquico, sino provocadora de desgarramiento de la
identidad, que tiene bruscamente que cancelar y prescindir de una de las vías de
suministro narcisístico (identificatorio): faltando el otro, el Yo —como estructura de
identidad— se empobrece, se inutiliza, se muere. Por tanto, cuanto más invasiva, más
masiva y simbiótica fuera la relación vincular afectiva con el objeto, mayor
proporción de funciones y componentes yoicos quedarán desprovistos del nutriente
emocional.

133
La muerte del otro es una alusión a mi propia muerte (…) el Yo
perdió a un ser querido pero se comporta como si experimentara una
pérdida «dentro del yo», como si quedara no sólo «empobrecido», sino
intrínsecamente «disminuido» (D. Lagache, 1938, pág. 223).

Entendemos el pensamiento de M. de M’Uzan (1972) cuando afirma que, ante la


pérdida de Objetos significativos se mezclan el miedo y el deseo de morir. Miedo
pues la muerte del otro, en la medida que forma parte de mi Yo, es un destello
anticipatorio de mi propia muerte; y deseo porque se siente que la muerte reúne y
devuelve al Yo al seno de la relación truncada con el Objeto. La muerte es, entonces,
consecuencia de la falta de suministros libidinales procedentes de la relación con el
Objeto, pero también la fórmula para restablecer el vínculo con el Objeto muerto.

4. CONDICIONES DEL DUELO NORMAL

Desde que nacemos hacemos constantemente trabajos de duelo (corte del


cordón umbilical, destete, duelo por la madre o el padre pre-edípico, edípico), que no
siempre se relacionan con sucesos o episodios revestidos de realidad material, sino
que pueden tener una gran carga psíquica y fantasmática en cuanto suponen una
separación de, o un cierre, o un cambio (cada fase del ciclo vital implica despedidas y
renuncias a condiciones y pautas de vida o de relación interpersonal que van
formando parte de la narrativa vital del sujeto). Cambios de domicilio, de trabajo, de
pandilla, de centro escolar, de compañeros dejuegos o de grupos cualesquiera, van
avezando al hombre en la dura tarea de despedirse. Por consiguiente, los duelos son
circunstancias ordinarias y frecuentes; aventarlos forma parte de la maduración. Tan
sólo alcanzan su punto álgido en los momentos de corte vital extraordinario, tales
como la muerte de un ser querido, la separación o el abandono de alguien
significativo, el despido laboral, la jubilación, la menopausia, etc.
Pero, aun siendo acontecimientos vitales ordinarios, incluso a veces previsibles,
el sujeto reacciona ante ellos con un fuerte estrés emocional acentuado por su
incomprensión, su percepción de incontrolabilidad o de indefensión. Es,
precisamente, la presencia de estos y otros factores emocionales, lo que acarrea el
riesgo de que acontecimientos ordinarios aunque dolorosos como la muerte o
separación de Objetos se transformen en traumáticos. Un conjunto complejo de
variables van a decidir que la elaboración del duelo sea normal o patológica.
M. Valcarce (1999), siguiendo a Bowlby, establece unas fases prototípicas
(protesta, desesperanza, desapego) que configuran un duelo normal. Sensu stricto, el
duelo se limitaría a la fase inicial de desesperanza (shock) caracterizada por la
inquietud, la búsqueda del Objeto muerto, el anhelo de reencontrarlo para reequilibrar
el mundo interno y el mundo de relación interpersonal en el mismo punto en que fue
interrumpido, para saldar viejas cuentas pendientes, o poder despedirse
adecuadamente si no pudo hacerse. En sentido amplio, sin embargo, duelo es todo el
proceso que va desde el shock inicial producido por la muerte (negación, anestesia
emocional, desorientación, etc.) hasta la re-proyección de la libido hacia otros

134
Objetos externos, pasando por las fases intermedias de repliegue narcisístico (Freud,
1914), tristeza y vacío, o de relación intrapsíquica del sujeto con el Objeto perdido e
internalizado.
Es a este momento, precisamente, a lo que se ciñe el concepto de elaboración
del duelo. Villamarzo (1998), muy acertadamente, recuerda la etimología alemana del
término pérdida (Verlust), como pérdida del placer, del placer… de vivir. Ésta es una
etapa característica del duelo normal: el desinterés absoluto por la vida externa, por el
mundo real, proyectos, placeres u objetos alternativos. El mundo, decía Freud (1915)
ha quedado desierto, porque no puede ser investido. La libido está replegada en el
proceso de supervivencia del Yo, amenazado de desastre y deterioro tras la muerte
del Objeto.
Existe una llamativa coincidencia entre Fairbairn (1946) y Bowlby (1983), pues
ambos subrayan que no es la elaboración interna de la pérdida lo principal y
prioritario en el duelo, sino que es la búsqueda desesperanzada del objeto y el deseo
de recuperarlo a toda costa. Se caracteriza esta fase por una protesta rebelde contra la
inaceptable contundencia de la pérdida. No se concibe su irreversibilidad. Puesto que
Fairbairn define la libido como buscadora de Objetos —de compañía, de relación—,
es una tendencia menos impulsada por la necesidad de gratificación y placer que por
el deseo de protección y amparo. La lectura de ambos autores respecto al duelo
converge en considerar que lo doloroso no es tanto la suspensión de los suministros
anaclíticos o narcisistas, sino el resurgir de la primitiva angustia de abandono a la que
Freud hace referencia en sus últimas obras metapsicoló-gicas, particularmente en
«Inhibición, síntoma y angustia» (1925).
Esbozamos algunas clarificaciones extraídas de la literatura psicoanalítica en
las que pueden vislumbrarse algunas condiciones básicas que deben presentarse para
que la elaboración de la pérdida objetal se desarrolle con normalidad:

1. El «trabajo de duelo» requiere un gasto económico de doble signo, libidinal


y agresivo. En la elaboración de una pérdida afectiva, el desgaste yoico es
considerable y genera una psicastenia suficientemente conocida. Es precisa la pulsión
de vida para re-situar la libido en otros Objetos externos o internos y catectizarlos; y
es precisa la pulsión de muerte para desalojar, al menos parcialmente, al Objeto
perdido del Yo, expulsarlo del interés y de la preocupación del sujeto, algo que
comúnmente se denomina en psicoanálisis «matar al muerto» que sigue anidando
como Objeto interno e inscribirlo como parte de la historia del sujeto, en vez de como
un parásito que vive a expensas de la libido objetal. Es, pues, requisito que elYo del
doliente pueda administrar sus cargas pulsionales hacia dentro —arrancando al objeto
interno parasitario que absorbe demasiada libido— y hacia fuera —reorientándose
hacia un mundo exterior que vuelve a estar poblado, tras haber quedado «desierto»
con la desaparición del Objeto.

2. La elaboración del duelo precisa la intervención del mecanismo de


desprendimiento. Es necesario que el sujeto deje atrás, se despida, se separe del
Objeto perdido para que recupere autonomía su Yo, y pueda dirigirse a nuevos

135
Objetos externos y proseguir la marcha de sus identificaciones. En el duelo sano, las
adherencias al Objeto deben elaborarse como recuerdos, como episodios vividos
objetivables, temporalizables. Si la adherencia es masiva, el desprendimiento no se
consuma y además la pérdida adquiere una cualidad traumática, en virtud de la cual el
Objeto subsiste como un «Estado dentro del Estado», como un Objeto enquistado,
que no es representable, ni mentalizable, ni historizable.
Si no se produce el desprendimiento, nos hallamos ante el muerto-vivo
(Baranger, 1969) que subsiste inmune al paso del tiempo, atemporal, convertido en
una personalidad autónoma dentro del sujeto, desembocando en la escisión psicótica.
No olvidemos que P. Janet entendía el duelo como un trabajo de aniquilación, lo que
su exegeta D. Lagache (1938) explica como una escisión entre el muerto y los
supervivientes. Eso que más castizamente se concreta en el aforismo «el muerto al
hoyo y el vivo al bollo».
El desprendimiento aplicado al duelo equivale al distanciamiento del Objeto, a
la objetivación del Objeto, valga el pleonasmo, en tanto que la internalización del
Objeto equivale a la subjetivación del Objeto. Laplanche y Pontalis (1968) explican
el concepto de desprendimiento propuesto por E. Bibring en 1943 aplicado al duelo,
no como un desgarro, no como un exorcismo del fantasma del difunto que por fin se
aparta del superviviente, sino como una elección de vida que realiza el sujeto. Éste
decide vivir, en vez de compartir, con la pesadumbre y la congoja, el destino de
muerte del Objetoperdido. Esto significa situarse ante el Objeto muerto afirmando la
propia vida, sin sentirse culpable por ello.

El trabajo de duelo implica una matanza activa y paulatina del


Objeto, ya que aceptar el hecho de su muerte equivale a privarlo del tipo
de existencia interna que sigue manteniendo. Por ello, ciertas personas,
sin entrar en un delirio ni alucinar la presencia del Objeto, siguen
viviendo con él como si estuviera vivo (W. Baranger y cols., 1980, pág.
316).

3. Mantener intactas las fronteras yoicas de que hablaban Federn o Bleger.


Esto es: no haber establecido un tipo de vinculación simbiótica, amalgamada,
confusional con el Objeto muerto, cuando aún estaba vivo. Fairbairn (1946), a este
propósito, muy acertadamente, distingue entre las identificaciones primarias, en las
que se produce una fusión indiscriminada con el Objeto y las identificaciones
secundarias, donde el Objeto conserva su definición independiente y su separatidad
respecto al otro Objeto referente.
Si la frontera del self está bien delimitada, la pérdida de los Objetos —por muy
significativos que sean— será orbital. En cambio, si la frontera es porosa y se han
producido identificaciones confusionales (A. Freud, 1936) con el Objeto, la pérdida
será nuclear y provocará una seria alteración yoica, con la probable extrañeza y
alteración perceptiva que impedirá que el sujeto siga sintiéndose él mismo y vivo a
pesar de que el otro haya muerto. C. Me-rea (1980) dice que, en este último supuesto,
el superviviente mantiene al Objeto perdido como parte de la estructura del Yo, para
evitar la desintegración psicótica («si el otro no está, es el Yo el que no existe») o el

136
suicidio («el Yo ha de destruirse si el objeto ha muerto»).
El concepto de identificaciones orbitales y de identificaciones nucleares se
debe a J. O. Wisdom (1962), siendo las primeras causantes de una modificación del
mundo interno pero no causantes de alteraciones estructurales del Yo, mientras que
las segundas afectan a la identidad esencial, a la estructura cardinal del Yo,
metamorfoseado simbióticamente de forma que no quepa distinguirse entre lo propio
y lo ajeno. Esta misma categorización ha sido definitivamente profundizada y
ampliada por L. y R. Grinberg (1980).
Si la separación respecto a los Objetos libidinales primarios era condición de
acceso desde la relación autoerótica inicial al narcisismo primario (Freud, 1914), y si
la fase de identificación narcisista ha de superarse para acceder a las relaciones de
Objeto maduras, es preciso concluir que los Objetos (tanto en su forma anaclítica
como narcisista) son necesarios para la construcción de la identidad yoica; pero
separarse de ellos, tanto a nivel físico como a nivel psíquico, es imprescindible para
adquirir o continuar el proceso de individuación que dura de principio a fin de la
existencia.
En los duelos hay que separarse de los Objetos, aprender a vivir sin ellos,
prescindir de su ayuda. Por este motivo un duelo sano ayuda a crecer psíquicamente
porque recuerda al Yo su autonomía y su individualidad (M. Mahler, 1984). Por ende,
un duelo sano favorece también el reenganche con los Objetos futuros. Hace ver que
la vida sigue, con un variado abanico de ofertas y de Objetos. Usobiaga (1997) afirma
que las identificaciones con los Objetos no son exclusivas de las fases tempranas del
desarrollo, sino que duran siempre, hasta nuestra propia muerte, porque cuando cesan
significa que el mundo ha muerto y entonces el Yo envejece y muere (por inanición).

4. El predominio de la culpa depresiva sobre la culpa persecutoria (L.


Grinberg, 1973) sería un indicador de la prevalencia de relaciones previas con el
Objeto básicamente positivas y amorosas. La culpa depresiva lleva al sujeto a sentirse
en deuda con el difunto y agradecido con él. La culpa depresiva predispone al
superviviente a una reparación fantasmática sana, en la que mantiene psíquicamente
vivo al Objeto perdido como un Objeto interno bueno, enriquecedor: buenos
recuerdos, actitudes vitales positivas, etc.
La situación del sujeto en la posición depresiva exige haber asumido la
existencia en el Objeto de aspectos negativos. Por este motivo, cuando el Objeto
muere o desaparece, no se rompe una idealización delirante, maravillosa, sino que se
muere o desaparece el Objeto total, sus partes nobles e innobles. Tiene que superarse
la pérdida del ser humano, pero no la idealización del mismo. En el caso de Objetos
sometidos por el Yo a una idealización masiva, es cuando el sujeto se instala en la
posición esquizoparanoide, cuyo resultado es el aplastamiento del Yo por el ideal, por
el ideal perdido, con la culpa de haberlo perdido y el miedo persecutorio a su
venganza. En tal situación estaríamos hablando ya de culpa persecutoria (Grinberg,
1973).

5. El suficiente apoyo social que garantice la sustitución del Objeto perdido

137
por otros Objetos libidinizables, en vez de la conservación de los Objetos del pasado.
López Peñalver (1999) sugiere que la rigidez de las fijaciones a los Objetos perdidos
o muertos aumenta si no aparecen nuevos posibles destinos de la libido en el exterior.
Dicho de otro modo, si el sujeto, además de sentirse solo, está realmente solo, va a
mantener su adherencia patológica, inmune al paso del tiempo, respecto a los Objetos
arcaicos.

6. Internalización versus identificación con el Objeto: Si el proceso de duelo


transcurre en una dirección sana, el Objeto muerto pasa a integrarse virtualmente en
el Yo (L. Grinberg, 1973 y 1980), a disolverse en la estructura yoica, de forma
sublimatoria, sin llegar a percibirse como Objeto invasor y dominante que aletarga y
transfigura al superviviente. Winnicot se refería a ello como incorporación, en el
sentido de apropiación de las cualidades, rasgos o aspectos de la interacción con el
Objeto que pasan a pertenecer al Yo, enriqueciéndolo, en oposición a la introyección
mágica, mucho más maligna, en la que el Objeto interiorizado se mantiene como un
ente autónomo y delirante dentro del Yo.
La internalización permite el reencuentro con partes del Objeto en el Yo, pero
de forma simbólica, mental, sublimada (P. Grieve, 1999), en lugar de la perpetuación
del vínculo con el ente real y cuasi-físico, zombi alucinatorio, que caracteriza los
procesos de duelo patológico:

El destino de estos Objetos internos sería, entonces, el de


desaparecer como tales Objetos, en la medida en que es posible
renunciar a ellos y hacer un duelo que les permita transformarse en
representaciones, en Objetos identificatorios como parte de la historia
del sujeto, perdiendo la carga pulsional que concentran y que les
confiere su carácter compulsivo (P. Grieve, 1999, pág. 141).

5. CONDICIONES DEL DUELO PATOLÓGICO

La estremecedora sentencia de Freud «la sombra del Objeto cae sobre el Yo»,
inserta en su soberbio «Duelo y Melancolía» (1917), pone sobre la pista de que en el
duelo patológico las condiciones anteriores no se cumplen y el Objeto perdido
funciona como Objeto perseguidor desde dentro del Yo. La amenaza que se cierne
sobre el Yo proviene de un Objeto con el que se ha mantenido una relación
extremadamente dependiente o extremadamente negadora de la dependencia. En el
primer caso, se teme que su muerte implique la propia muerte; en el segundo, que el
muerto regrese para restañar el daño causado por la agresividad. El duelo presenta
unos requisitos que vamos a ir desentrañando:

1. Relación previa simbiótica. Frases como «no poder vivir el uno sin el otro»,
«ser una piña», «no soy nada sin ti», «no hay yo ni tú, sino nosotros», aparte de su
patetismo o de la dudosa exaltación romántica, son indicativas de la mezcla
confusional interobjetal que disuelve las fronteras de la identificación personal o

138
ambivalente. Sobre todo, cuando el componente agresivo es poco consciente o está
desplazado a otras áreas no directamente relacionadas con lo interpersonal. Se señala
con frecuencia que las personas más propensas a un duelo patológico —estancado,
diferido, crónico—, son aquellas que han establecido vínculos simbióticos
confusionales o las que han establecido vínculos ambivalentes.
En aquellos, se desatarán presumiblemente toda clase de estrategias defensivas,
negadoras de la pérdida —lo queinevitablemente aplazará o cronificará el duelo—,
pues el Objeto ha estado tan adosado inextricablemente al Yo que su corte o
separación amenaza la propia supervivencia. En éstos, la culpa persecutoria por la
agresividad experimentada hacia el Objeto descarga sobre el Yo toda la retaliación y
venganza, propiciándose mecanismos de vuelta contra sí mismo de la agresividad e
idealización delirante del desaparecido, procesos ambos característicos de la
melancolía.
Tales circunstancias propician la permanencia de lo que F. Cesio (1960)
denominaba el «objeto aletargado» o W. Baranger (1969) califica como el «muerto-
vivo». El muerto sigue viviendo, funcionando como alter alucinatorio, autónomo,
vigilante (el muerto protector de la película Ghost; el muerto-vigilante de la película
Psicosis; el muerto-alma en pena de El fantasma de Canterville, etc., la perseguidora
muerta de Rebeca que sobrevive en la casa y en el recuerdo del ama de llaves con
vibrante fisicidad, son sólo algunas conocidas plasmaciones cinematográficas de este
concepto). El «muerto-vivo» prolonga su existencia real dentro del superviviente, que
vive sometido a él —a su exigencia fantasmática, a su venganza, a su veneración, a su
obediencia— hasta su propia extinción. Winnicott (1964) describía esta singular
forma de preservación de los Objetos o vivencias resistentes al desgaste del tiempo,
como «encapsulación». Bowlby (1983) etiqueta como «ubicaciones inapropiadas de
la presencia del muerto» las sensaciones de que el muerto sigue presente dentro de
uno mismo (dentro de la cabeza, dentro del vientre, etc.); se aparece, interpela o llama
al vivo (ilusión o alucinación óptica, acústica, olfativa o táctil), impone o aconseja
ciertas conductas, etc. En estos casos, indudablemente, se combinan elementos de
negación de la realidad con mecanismos adaptativos o defensivos a la nueva realidad.
Digamos que transitoriamente, dichas ubicaciones inapropiadas del difunto forman
parte de la conducta exploratoria generada por el shock y la hipervigilancia tras el
óbito y que cumplen, en este sentido, una función transicional defensiva entre el
mundo previo y el mundo posterior al traumatismo de la pérdida. Pero la anómala
duración de dichas ubicaciones signa la entrada en la locura. En otro lugar, Baranger
dice:

Obviamente, cuando (Freud) asevera que en el duelo el Objeto


perdido «prosigue su existencia en forma intrapsíquica», no quiere decir
meramente que queda un recuerdo (…), sino… que el Objeto que murió
en el mundo externo sigue viviendo, como si no hubiera muerto, en el
mundo del sujeto. El Objeto sigue viviendo con vida propia… (W.
Baranger, 1980, pág. 314).

Este Objeto muerto-vivo aplasta al Yo, lo inunda, parasita, absorbe, aliena.


Causa un «agujero en la malla narcisista» (E. Rappoport). Cohabita con el

139
superviviente en una fusión indestructible pues ha traspasado la muerte física,
impidiendo el desprendimiento y prolongando el vínculo como si nunca se hubiera
interrumpido. A. Green agrega que ese agujero «abriga en negativo la imagen del
objeto perdido». Estas relaciones parásitas, más allá de la muerte, bloquean el trabajo
de duelo porque se ha producido una identificación introyectiva con el difunto y el
superviviente se convierte en un ventrílocuo o en un autómata que obedece al Objeto
introyectado. Coincidimos, en este sentido, con varios autores —sobre todo Bowlby
— cuando apunta que el mecanismo de identificación con el objeto perdido suele
asociarse con los procesos de duelo patológico, y no tiene la universalidad que Freud
le atribuyó. Bowlby interpreta las IOP como reacciones patognomónicas de, y
restringidas a los duelos incompletos o crónicos, pudiendo adoptar varias
modalidades:

a) sensación de la presencia del muerto dentro de uno mismo.


b) sensación de que uno ha de correr la misma suerte que el difunto y buscar,
manifiesta o encubiertamente, la muerte.
c) manifestación de síntomas semejantes —aunque no necesariamente— a los
que la persona fallecida presentaba antes de morir.

… jamás se han reunido datos sistemáticos que corroboren la idea de que


la identificación con la persona perdida ocupa un lugar central en el
proceso del duelo, al tiempo que buena parte de las pruebas que en la
actualidad se explican sobre esa base pueden entenderse mucho mejor en
términos de un esfuerzo persistente, aunque encubierto, por recuperar a
la persona perdida (J. Bowlby, 1983, pág. 52).

Abraham (1924), por su parte, expresaba la impresión en su magistral análisis


de la melancolía de que el mecanismo de IOP de Freud podía traducirse en
introyección o incorporación oral. Dado su primitivismo, el objeto es «tragado»,
«engullido» por el superviviente, pero mantiene su cualidad de Objeto dentro del Yo,
es decir, no es metabolizado o integrado en el Yo.

Mi Objeto amado no se ha ido, pues ahora lo llevo dentro de mí y


nunca podré perderlo (K. Abraham, 1924, pág. 333).

Cuando esto ocurre, el Objeto internalizado se maligniza porque actúa como un


«Estado dentro del Estado». En definitiva, si el duelo no se realiza, y por consiguiente
no se «mata al muerto», es el muerto el que puede acabar matando al vivo:
empujando al suicidio, precipitando una escisión psicótica, una enfermedad
psicosomática, etc.

2. Relación de Objeto con fuertes fijaciones ambivalentes. El tipo de relación


de Objeto más proclive al duelo patológico es aquélla en que confluyen una fuerte
idealización consciente y una agresividad o deseos de muerte inconscientes respecto
al Objeto amado/odiado. Las personas cuyo vínculo ha sido ambivalente

140
experimentan tras la muerte fuertes ataques autodestructivos y reproches
autopunitivos al interpretar en una suerte de fantasía delirante melancólica que fue su
deseo de muerte inconsciente el que mágicamente provocó la muerte o la
desaparición del Objeto.
Es a este tipo de melancólicos a quienes Abraham atribuía el mecanismo de
incorporación oral respecto al difunto. Tal forma de preservación del Objeto ausente
daña el narcisismo, al vivirse el sujeto superviviente amenazado desde dentro de su
propio Yo o Superyó por imagossádicamente cargadas. Orozco (1997) prefigura la
desintrincación de la pulsión de muerte, tras el fallecimiento del objeto ambivalente,
como causa de la tendencia al suicidio o al desarrollo de enfermedades letales durante
los procesos de duelo patológicos. Agredirse a sí mismo es una actuación, no tanto
masoquista, sino sádica hacia el Objeto interno, liberando todo el odio que la
idealización consciente había mantenido reprimido.
El Objeto internalizado del melancólico sigue la metáfora del Alien, se
comporta con la autonomía de un cuerpo extraño que va invadiendo y arrasando el
espacio yoico, agrediéndolo y provocando la destrucción psíquica (melancolía) o
física (suicidio, enfermedad) del sujeto superviviente. Lo característico, en este
desenlace, es la culpa persecutoria, donde prevalece el miedo y la necesidad de ser
castigado por la hostilidad hacia el Objeto perdido: «he sido malo con el otro, ahora
debo sufrir (o morir) yo también». Grinberg explicita:

El mayor peligro para el sujeto en duelo es la vuelta hacia sí mismo


del odio hacia la persona amada y perdida (L. Grinberg, 1973, pág. 99).

3. Fracaso en la elaboración de duelos antiguos. Es un asunto manido dentro


del psicoanálisis matizar las diferencias entre lo interno y lo externo, lo real y lo
psíquico, lo traumático y lo fantasmático, lo objetivo y lo subjetivo. Subrayar que la
fuerza o intensidad de lo externo no necesariamente reverberan con la misma fuerza
en el interior es un tema aceptado. De ahí que como ha puntualizado López de
Maturana (1996) la naturaleza de lo traumático no proviene de la gravedad de los
hechos externos, sino de las fracturas internas en el equilibrio yoico, de la economía
pulsional, de la capacidad de elaboración y fantasmatización del acontecimiento, de
la posibilidad de incorporar el suceso a la narrativa o a la his-torización del sujeto,
etc. Un trauma es lo no elaborable, lo no metabolizable, lo no representable y
mentalizable (L. Martín Cabré, 1996). Expone a mecanismos de negación, de
introyección, de escisión, de evitación, etc. P. Marty puntualiza:

… los traumatismos se definen por la cantidad de desorganización


que producen y no por la cualidad del acontecimiento o de la situación
que los producen… El traumatismo corresponde a la pérdida sin
compensación de un Objeto investido de manera directa como presencia
real (P. Marty, 1990, pág. 97).

Una muerte puede devenir traumática si el dolor que produce escapa a la


«psiquización» (mentalización) por parte del Yo, manteniéndose intemporal,

141
inmodificada por el paso del tiempo, como «objeto interno moribundo» (F. Cesio,
1960), transformándose en un tumor psíquico, en pulsión de muerte.
La conclusión que se desprende de todo ello es que la probabilidad de realizar
un duelo patológico depende de la no resolución de microduelos o traumas a lo largo
de la vida. Los traumas y los duelos no elaborados actúan como un sedimento
acumulado de restos de cargas de Objeto internalizadas que amenazan producir un
corrimiento o un derrumbe yoico ante la afluencia de una nueva excitación traumática
(C. A. Paz y T. Olmos, 1996). En este sentido, una muerte puede ser previsible y no
suponer a priori riesgo especial de desestabilización; pero si se suma a duelos
anteriores no metabolizados, desencadenar una reacción catastrófica. A. Green (1999)
señala en Narcisismo de vida, narcisismo de muerte, que los traumas van generando
una especie de «adherencias», en las zonas donde se produjo dolor, creando un
«callo» o «caparazón protector y preventivo» a costa de reducir el placer de vivir. Ese
caldo de cultivo psicasténico, la depresión esencial (P. Marty, 1995), la anhedonía,
son el lecho caracterial sobre el que una muerte puede llegar a incubar un duelo
melancólico o una desorganización somática grave.

6. SOMATIZACIÓN Y MORBILIDAD EN EL PERÍODO DE DUELO

Analizadas las variables que inciden en la predisposición a un duelo patológico


por parte del superviviente, queda por hacer la reflexión, desde el punto de vista
psicoanalítico, de por qué los períodos de duelo suelen ser etapas de mayor riesgo de
morbilidad e incluso letalidad entre los supervivientes. Los estudios sobre los factores
causantes de estrés en la vida cotidiana sitúan la muerte o el divorcio del cónyuge en
los primeros puestos. Sabida es también la relación existente entre el estrés y los
trastornos psicofisiológicos. Queda por averiguar cuál es el sendero fisioneurológico
e inmunitario que interviene o traduce sutilmente el sufrimiento o dolor psíquico en
dolor físico. Freud apuntó la conexión psicosomática entre ambos tipos de dolor en
Inhibición, síntoma y angustia (1926) sugiriendo que ambas alternativas son, por
igual, exponentes del fracaso de los «dispositivos de protección contra los estímulos»,
o, lo que es igual, del fracaso del sistema inmune contra los agentes físicos o
psíquicos amenazadores de la homeostasis:

La intensa carga de anhelo del Objeto echado de menos o perdido


(…) crea las mismas condiciones económicas (pulsionales) que la carga
de dolor del lugar del cuerpo herido (…) La transición desde el dolor
físico al dolor psíquico corresponde al paso desde la carga narcisista a la
carga de Objeto. La imagen del Objeto, elevadamente cargada por la
necesidad instintiva, des - empeña el papel del lugar del cuerpo
intensamente cargado por el incremento del estímulo (Freud, 1925, pág.
2882).

La experiencia clínica de los médicos internalistas, así como las estadísticas de


uso corriente, advierten de la elevada morbilidad en los períodos de trabajo de duelo
por seres queridos. La coincidencia no justifica una conexión causal entre ambas

142
variables, pero sí permite plantear la hipótesis de su enlace: el duelo por la muerte de
un ser querido induce déficits funcionales en el sistema inmune del superviviente de
tal modo que aumenta el riesgo de incubar o desarrollar enfermedades e, incluso, de
morir, si la somatización es grave y se descompensa la pulsión de muerte.
También Freud presentó esta conexión en 1912, en Sobre las causas
ocasionales de la neurosis, resaltando la pérdida de Objeto como factor de frustración
precipitante de síntomas neuróticos y neurasténicos (en el sentido dado por Freud a
las neurosis actuales). Si bien, en esta obra relativamente temprana —en todo caso
anterior a la introducción del concepto de pulsión de muerte— la somatización sería
la eventual resultante de la acumulación de libido no descargada, siguiendo el modelo
hidráulico del principio de inercia (carga/descarga) típico de la primera parte de su
obra: «La felicidad coincide aquí con la salud y la desgracia con la neurosis» (Freud,
1912, pág. 1718).
Freud concebía el Objeto como potencial fuente de gratificación y de
satisfacción de las necesidades del sujeto, no como el otro vincular cuyo sentido no se
limita a encauzar la descarga libidinal, sino que además ofrece compañía, amor,
seguridad, estabilidad referencial o sensación de pertenencia y participación en un
proyecto vital compartido. Bowlby en 1973 critica insistentemente este punto de vista
freudiano, introduciendo el concepto de apego, del cual el componente libidinal es
uno entre varios, pero no necesariamente el primordial. El riesgo de morbilidad
derivaría de la ruptura con el apoyo afectivo sustentador del sujeto, lo que acarrearía
la ansiedad, la búsqueda ansiosa del Objeto y, en casos extremos, la muerte como
posibilidad de re-unión con el Objeto perdido. Pollock señalaba esta eventualidad
como «reacción de aniversario» y justifica el aumento de morbilidad así:

El paciente cree que está destinado a repetir en su vida el modelo de


vida de otra persona significativa, que terminó en tragedia y catástrofe.
La persona cuyo modelo se sigue generalmente está muerta y casi
siempre es el padre o la madre, y la pérdida tuvo lugar durante la
infancia del paciente. El sentimiento de «Né-mesis» es parcialmente
consciente y tiene su raíz en el sentimiento de responsabilidad del
paciente por la muerte o enfermedad de la persona cuya vida está
predestinado a imitar (R. Pollok, 1970, pág. 61).

Groddeck en su fascinante Libro del Ello (1923) intuyó la vía regia que va
desde el inconsciente al soma, o desde el ello (recipiendario de pulsiones) al soma. A
fin de cuentas, el de pulsión es un concepto limítrofe (Freud, 1905)entre lo físico y lo
somático. Ferenczi subrayó la claridad con que Groddeck atisbó el paso desde la
intención inconsciente (por ejemplo, morir para así estar junto al objeto perdido
muerto) a la enfermedad:

En numerosos casos de enfermedades orgánicas graves ha


descubierto (Groddeck) la acción de intenciones inconscientes, que
desempeñan, según él, un papel preponderante en el origen de toda
afección (…) La aparición de tumores, hemorragias o inflamaciones
puede ser favorecida, o incluso suscitada, por tales intenciones, aunque

143
Groddeck sitúa a estas tendencias como conditio sine qua non de toda
enfermedad (S. Ferenczi, 1921, tomo III, pág. 161).

En el trabajo de duelo patológico, si bien ocasionalmente también se hace


patente en algunos casos de duelo normal en las fases tempranas de la pérdida, el
doliente reproduce de forma bizarra atributos, gestos o actitudes del Objeto, y en
ocasiones, asume los síntomas de la enfermedad que le provocó la muerte (L.
Grinberg, 1980, pág. 111). Royer (1963) explicó este hecho constatado como fórmula
para prolongar, tras la muerte, el lazo entre el Yo y el Objeto siempre que existiera
una relación previa fuertemente confusional y amalgamada. En ocasiones, también es
una negación omnipotente de lo irreversible del corte, o un deseo de perpetuar o
prolongar su presencia. En otras, no pasa de ser un mimetismo histérico o una
reacción hipocondríaca común en los casos de fuerte identificación introyectiva con
el Objeto —esté muerto o vivo—.
Es, por ejemplo, también muy característico de las parejas simbióticas que el
hombre presente los síntomas propios de un embarazo cuando su partenaire está
embarazada (síndrome de couvade); o que un padre sienta dolor en las articulaciones
cuando su hijo se ha fracturado un miembro.
No es, sin embargo, el mimetismo inconsciente de los trastornos facticios, lo
que nos ocupa, sino la vía psicosomática. P. Marty y la Escuela psicosomática de
París (IPSO) han señalado ciertas condiciones precipitantes como antesala de una
somatización. La más relacionada con el factor mórbido en los períodos de duelo es
el déficit en la mentalización, el fracaso en la simbolización y sublimación de la
imagen del difunto, como Objeto interno incorporado a la estructura del Yo. Sopena
apunta:

En la medida que su sublimación fracasa, la imago, saludable en el


origen, deviene factor de muerte (C. So-pena, 1999, pág. 123).

Sublimación, mentalización, son aquí términos equivalentes, pues se refieren al


proceso de conversión del Objeto externo real depositario de la investidura libidinal
en Objeto interno de las identificaciones. Si este paso no se da, el objeto muerto
mantiene una especie de supervivencia indestructible y no metabolizada. P. Marty
subraya la excesiva cercanía respecto a los Objetos internos como factor presente en
muchos casos de desorganización somática. Así, frente a la resolución simbólica que
va favoreciendo el desprendimiento sano del Objeto perdido, aparece la salida
patológica que consiste en mantener al muerto dentro, como si siguiera vivo de forma
mágica y fusiva. Esta segunda alternativa genera una especie de sub-organización
yoica o superyoica enquistada, el «Estado dentro del Estado» que, con el paso del
tiempo, se maligniza porque libera la pulsión de muerte contra el Yo, sede del Objeto
interno muerto.
Preciso es insistir además en que este proceso, sugerido por Bleger en
«Vicisitudes de un duelo en el área corporal» (1961), se acentúa cuando la relación
previa ha sido ambivalente, porque la pulsión de muerte, defusionada tras la muerte
del Objeto, se vuelve sádicamente contra el Yo, depositario de las representaciones
sobre el Objeto. Abundando en esta idea, el doliente puede experimentar una especie

144
de satisfacción sádica en su Yo al percatarse de su dolor, de su enfermedad,
interpretándolo como penitencia por la hostilidad y el odio respecto al Objeto
perdido. R. Fernández destaca, por su parte, que las somatizaciones son duelos
vividos en la esfera del cuerpo, preferibles a la percepción de la añoranza por lo
perdido:

Las vivencias de dolor se corresponden con las investiduras de


añoranza, en lo que denomina el «doloranímico». Es precisamente el
trabajo de duelo el que se quiere evitar por el carácter doliente que
supone la presencia del trastorno orgánico. Y se torna doliente en la
medida en que no se ha podido discernir qué aspecto del yo se pierde
con lo perdido. El «echar de menos» tendría una cualidad traumática
insoportable en la medida en que el objeto revestía características de
necesariedad y se lo vivía como aporte vital para la subsistencia…el
lugar doliente del cuerpo haría las veces de «tapón» del «hueco» en el
yo, dejado por la ausencia del objeto (R. Fernández, 2002, pág. 29).

Al igual que ocurre en los suicidas, enfermar o incluso morir, puede servir para
«agredir a un Objeto interno» o incluso «para reunirse con un Objeto amado, a
menudo muerto» (P. Guillem, 1998, pág. 101). En la moderna —y así llamada
psicología de la salud— se habla de la constelación suicida compuesta por rasgos
caracteriales estables o circunstanciales como: dependencia, rigidez, desamparo,
desesperanza y neuroticismo. Curiosamente, dicha constelación conduce, con una
frecuencia estadísticamente significativa, a comportamientos suicidas o parasuicidas,
pero también al desarrollo de neoplasias cancerosas (R. Greenberg, 1981). La
somatización es una expresión contraevolutiva, más que regresiva, de la
desorganización del aparato psíquico presidido por la pulsión de muerte.
En los casos de somatización durante los períodos de duelo por pérdida
traumática de objeto, contraer o desarrollar, sin ofrecer apenas resistencia, una
enfermedad crónica o letal cumple un cometido de «equivalente suicida» de los
derivados melancólicos y autopunitivos menos mentalizados. El Instituto
Psicosomático de París (P. Marty, Ch. David, M. de M’Uzan, etc.) establece un
paralelismo entre el suicidio, el delirio y las somatizaciones mortíferas en cuanto
alternativas en los casos de desorganización psíquica grave.
La descompensación psicosomática explicita en otro lenguaje el fracaso del
funcionamiento mental (M. Utrilla, 1987-1988); y, si el trastorno orgánico reviste
gravedad, puede entenderse como el equivalente de una psicosis en el plano psíquico.
En la somatización, es elcuerpo el escenario del duelo, en vez del aparato mental. (M.
de M’Uzan, 2000). Es claro, aunque no se haya comprobado de forma clínicamente
inequívoca, la asociación entre cierto tipo de personalidad, concretamente la
denominada tipo C, y la aparición de tumores cancerosos. La personalidad tipo C
describe a personas no agresivas (de agresividad inhibida), muy cooperativas, poco
asertivas y con grave alexitimia, dependientes, evitadoras de conflictos e intolerantes
a la frustración:

Los elementos que definen más específicamente al «Tipo C» son la

145
inhibición y negación de las reacciones emocionales negativas como la
ansiedad, agresividad e ira; y por otra parte, la expresión acentuada de
emociones y conductas consideradas positivas y deseables socialmente,
tales como excesiva tolerancia, extrema paciencia, aceptación estoica de
los problemas y actitudes de conformismo en general, en todos los
ámbitos de la vida (Cardenal Hernáez, 1997, pág. 568).

De igual forma, desde Galeno en De Tumoribus, parece vislumbrarse una cierta


conexión entre la melancolía y la aparición de ciertos cánceres. E. Rodrigué (1996,
pág. 231) tiene este mismo insight al relacionar, en la propia vida de Freud, la muerte
en 1919 de Sophie, su hija, con la aparición y posterior desarrollo de su cáncer de
maxilar. Así mismo, numerosos estudios recopilados por E. Ibáñez (1991) y por V.
Cardenal (1997), entre otros investigadores, subrayan la relación entre las pérdidas
emocionales importantes y la aparición de tumores cancerosos. Chochinov y Holland
(1990) relacionan específicamente los estados de aflicción por la muerte de
familiares, especialmente padres, esposos e hijos, con profundos cambios
psicofísicos, endocrinos e inmunológicos que desembocan con harta frecuencia en el
desarrollo de cánceres mortíferos. SamiAli establece un más que plausible enlace:

Numerosos estudios clínicos, estadísticos y experimentales sugieren


que el cáncer, en algunas de sus formas, es la actualización, en una
situación sin salida, de una potencialidad biológica, y que esta
potencialidad se inscribe en un funcionamiento caracterial rígido,
marcado por la represión lograda de lo imaginario, al mismo tiempo que
por una depresión caracterial difusa, y que la somatización misma es la
consecuencia de un duelo no elaborable» (Sami-Ali, 1987, pág. 49).

La somatización en neoplasias es precisamente la más correlacionada en la


literatura psicosomática de todas las tendencias teóricas, con los estados depresivo-
melancólicos incubados durante los períodos de duelo. Concretamente Leshan en
1959 delimitó el período de riesgo entre los 6 meses y los 8 años posteriores a un
fallecimiento significativo. Por ese motivo, creemos que debe tener una honda
influencia la identificación con el Objeto perdido-muerto en el desarrollo de una
enfermedad que conduce fatalmente a la muerte en un plazo variable, aunque
generalmente breve, de tiempo. Diríase que, en estos casos, como para el que elige la
forma autolesiva más directa del suicidio «morir no es el problema, es la solución del
problema» de vivir sin el otro.
C. Smadja, en un estudio con una muestra de 66 mujeres afectadas por un
cáncer de mama, halló una secuencia relativa a los duelos: depresión en la temprana
infancia, luego depresión latente, pérdida de objeto significativa en la edad adulta tras
la que se entra en depresión esencial y desencadenamiento del cáncer. Su conjetura
explicativa es que un trabajo de duelo incesante y prolongado en el tiempo provoca el
desfallecimiento del Yo y la gestación ulterior de un cáncer:

Regularmente descubrimos en cada una de estas historias una serie


de rupturas, la última de las cuales va a transformar la existencia del

146
sujeto, sin que podamos siempre comprender la razón (C. Smadja, 1995,
pág. 219).

El lenguaje romántico, mucho más líricamente, ha denominado «morir de


amor» al sutil hilo conductor que va de lo imaginario del deseo de muerte a lo
psicosomatico de la pulsión de muerte y la enfermedad, como prólogo de la
extinción.

7. CONCLUSIÓN

Es poco afín al proceder psicoanalítico, fundamentalmente idiográfico,


establecer generalizaciones o afirmaciones taxativas acerca de ninguna hipótesis. Lo
que se plantea aquí es sólo una hipótesis de trabajo para futuras investigaciones y
reflexiones clínicas. No existen fronteras delimitadoras que se levanten cual muro
entre lo normal y lo patológico de un duelo ni de sus reacciones psíquicas o
psicosomáticas a él. Sin embargo, la observación reiterada de duelos recientes
traumáticos y no elaborados (no bien mentalizados, diferidos, aceptados con regia
entereza, negados, etc.) en pacientes que presentan somatizaciones graves que, a
menudo, conducen a la muerte, nos ha llevado a la conjetura de que la IOP sea una
variable dinámica que intervenga, con la mediación del fracaso o la disminución
funcional del sistema inmunitario de la persona, a facilitar la emergencia y desarrollo
de procesos somáticos morbosos de diversa intensidad.
No olvidemos la evidencia médica según la cual la mortalidad de los
supervivientes directos de una pérdida objetal significativa se eleva por encima de la
presentada por la población general, no sometida a pérdida afectiva grave, en igual
grupo de edad y condiciones vitales generales. Esta hipótesis conduce en el presente
escrito a intentar dilucidar los procesos y mecanismos intermedios que pueden ir
desde el de - sarrollo de los duelos patológicos hasta la somatización. Trazar este
camino poco explícito en la literatura psicoanalítica lleva quizá a presentar las
diferenciaciones de un modo excesivamente discriminativo (entre lo normal y lo
patológico), en aras de su didactismo y de la eventual extracción de hipótesis de
trabajo empíricoclínico de carácter más operativo.
Empero, no es posible todavía concluir qué tipos específicos de duelo
patológico o qué variedades precisas de IOP son las que coadyuvan a la enfermedad
somática.

… el dolor más agudo brota de las cosas sobre las que mentalmente
hicimos aletear la sombra del ausente (M. Delibes, 1947).

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núm. 60, 2005, págs. 7-23.

159
COLECCION QUÉ ES…

160
TÍTULOS PUBLICADOS

Qué es la psicología de la vejez, Rocío Fernández-Ballesteros, Rosa Moya


Fresneda, Julio Íñiguez Martínez y María Dolores Zamarrón.
Qué es un tratamiento psicológico, María Xesús Froján Parga y José Santacreu
Mas.
Qué es la agresión sexual, Cándido Sánchez Hernández.
Qué es la creatividad, Carlos Alonso Monreal.
Qué es la actividad cerebral, Manuel Martín-Loeches. Prólogo de Juan Luis
Arsuaga, del Proyecto Atapuerca.
Qué es persuasión, Pablo Briñol, Luis de la Corte y Alberto Becerra.
Qué es el sueño. Para qué dormimos y para qué soñamos, Gualberto BuelaCasal y
Elena Miró Morales.
Qué es el meta-análisis, Juan Botella e Hilda Gambara.
Qué es la psicología del trabajo, Jesús Martín García, Susana Rubio Valdehita y
Julio Lillo Jover.
Qué es la personalidad, Vicente Pelechano Barberá y M.ª de los Ángeles Servando
Díaz.
Qué es la psicología de las diferencias de sexo, Roberto Colom y María Jayme
Zaro.
Qué es la entrevista, María Oliva Márquez.
Qué es la inteligencia emocional, José Luis Zaccagnini.
Qué es psicología criminológica, Vicente Garrido.
Qué es la anorexia. María Xesús Froján, Mónica González y Raquel Cristóbal.
Qué es la psicosomática. Del silencio de las emociones a la enfermedad. Teresa
Sánchez Sánchez.

161
1 El término formación reactiva es, tal vez, usado ambiguamente aquí en un
sentido intermedio entre la identificación con el agresor y la transformación en su
contrario, mecanismos de defensa ambos que consolidan identificaciones.
2 En la cita de White faltan otras acepciones, y sobre todo la de identificación
proyectiva, proceso mucho más relacionado con la escuela kleiniana y con el trabajo
de Meltzer o Grinberg (1985). La identificación proyectiva que ha recibido
numerosos estudios cabe entenderse como la disociación y proyección de partes del
self hasta el núcleo del Objeto, lo que a su vez puede desembocar en ulteriores
introyecciones o identificaciones introyectivas.

162
Índice
Portada 2
Créditos 5
Dedicatoria 11
ÍNDICE 9
INTRODUCCION .—¿HAY UN CAUCE QUE ENLACE LAS
13
EMOCIONES Y LA ENFERMEDAD?
CAPITULO 1.—ELEMENTOS ESENCIALES DE LA
TEORIZACION PSICO - SOMATICA DEL IPSO: 21
VOCABULARIO E HIPOTESIS BASICOS
1. De las emociones a la enfermedad 21
2. La original propuesta de la Escuela de París 23
3. Premisas inexcusables que distinguen el andamiaje teórico del IPSO 24
4. Piedras angulares del proceso psicosomatico 25
CAPITULO 2.—DE LO TRAUMATICO E INELABORABLE
A LO SOMATI- ZADO: MECANISMOS Y PROCESOS DE 48
LA DESCOMPENSACION
1. De lo traumatico e inelaborado 50
2. El espesor del preconsciente 54
3. Nueva clasificacion nosografica 58
4. Neurosis de caracter y neurosis de comportamiento 61
5. Fijaciones, regresiones y desorganizaciones progresivas 62
5. 1. Fijaciones somaticas 63
5. 2. Regresiones somaticas 64
5. 3. Desorganizaciones progresivas 66
CAPITULO 3.—VARIEDAD DE SOMATIZACIONES Y
70
SINGULARIDAD DE LOS SOMATIZADORES
1. ¿Ante que tipo de somatizacion podemos encontrarnos? 70
2. El investigador psicosomatico, lector del cuerpo 74
3. Indicadores que hay que consignar 78
4. Estabilizaciones psicosomaticas singulares 79
5. Somatizacian benigna y maligna 82
6. Otros factores coadyuvantes y pronasticos........... 85
CAPITULO 4.—ABORDAJE DE LOS PACIENTES
PSICOSOMATICOS. OBJETI- VOS, TÉCNICA Y
89

163
DIFICULTADES ESPECIALES
1. Conduciendo la entrevista psicosomatica 89
2. Peculiaridades de la tecnica 95
3. Peculiaridades de la psicoterapia 97
4. Ciertas dificultades especiales 102
CAPITULO 5.—EL DOLOR FISICO COMO DUELO DE SI
MISMO. CONCRE- CIONES ONTOLOGICAS Y 109
OBSERVACIONES PSICOANALITICAS
1. El cuerpo doliente 109
2. El silencio y el ruido: el dolor como grito del cuerpo 111
3. Ontologia psiquica del dolor 115
4. Metapsicologia del dolor 119
5. Dolor y duelo de si mismo 123
CAPITULO 6.—LA IDENTIFICACION CON EL OBJETO
PERDIDO. UNA EXPLICACION PSICODINAMICA DE LA 126
MORBILIDAD DURANTE EL PE- RIODO DE DUELO
1. Exegesis del concepto freudiano de identificacion con el Objeto Perdido 126
2. Desbrozando conceptos confusos 129
3. Pérdida de objeto. Muerte y duelo 133
4. Condiciones del duelo normal 134
5. Condiciones del duelo patologico 138
6. Somatizacion y morbilidad en el periodo de duelo 142
7. Conclusion 147
BIBLIOGRAFIA 148

164

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