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Palabras clave
El diagnóstico, usado con sensibilidad, tiene muchas ventajas. Puede usarse para
el plan de tratamiento, ya que nos orientará sobre qué contenidos enfocar al
principio, o bien qué actitudes relacionales serán más adecuadas para el paciente;
y puede usarse para el pronóstico, por ejemplo no es lo mismo tratar una fobia en
una persona depresiva o narcisista que en una persona caracterológicamente
fóbica. Al ser un punto fuerte en psicoanálisis la diferencia entre síntomas
relacionados con el estrés y problemas de personalidad, esto se ha de tener en
cuenta en el diagnóstico. Puede servirnos para empatizar con el paciente (por
ejemplo si sentimos hostilidad podemos entender que se corresponde con la que
hay en el paciente, porque estamos con una personalidad de tipo paranoide).
Aporta beneficios contra las resistencias (al principio del tratamiento, cuando aun
no hay una relación o vínculo creado, puede ser más fácil sacar información
confidencial clave del paciente). Finalmente, la formulación inicial no tiene que ser
“correcta” para que aporte beneficios, la formulación, sostiene McWilliams, es
siempre tentativa y debería reconocerse como tal.
Sin embargo, la utilidad del diagnóstico también tiene sus límites. Para la
autora hay dos momentos en que el diagnóstico es claramente útil: al principio del
tratamiento, y en momentos de crisis o impass, cuando volver a pensar las
dinámicas que se enfrentan puede dar claves para un cambio de foco
efectivo. Después, es mejor quitárselo de la cabeza, porque puede ser usado
como defensa frente a la ansiedad de lo desconocido, frente a no sumergirse en el
vínculo terapéutico con la persona concreta a la que tratamos.
Por último, afirma que hay personas que no se ajustan a las categorías tipo, y
cuando éstas oscurecen más que iluminar, es mejor abandonar los criterios
diagnósticos. Incluso cuando el diagnóstico es certero, hay momentos en los que
serán otros rasgos de la persona del paciente los que iluminarán el camino a
seguir, más que el diagnóstico, como por ejemplo pueden ser la religión, la etnia,
las actitudes políticas o la orientación sexual. De manera que la disposición a dejar
de lado el diagnóstico inicial a la luz de nueva información es parte de la buena
terapéutica.
McWilliams hace aquí una revisión de lo que ha sido hasta ahora el diagnóstico
psicoanalítico de la personalidad. Realiza un recorrido somero de las distintas
teorías psicoanalíticas a lo largo de la historia de nuestra disciplina, encontrando
en todas aportaciones que permanecen (teoría de la pulsión y del desarrollo
freudiana clásica, psicología del yo, kleiniana, de las relaciones objetales,
psicología del self, relacionales, e incluso otros fuera del psicoanálisis y
lacanianos).
Incluso aspectos de la teoría freudiana que hoy se han visto por diversos autores
como definitivamente obsoletos, ella los encuentra sugerentes, intuitivos de alguna
dimensión de la realidad. Por ejemplo, la teoría del desarrollo libidinal como algo
lineal en la que la fijación en una etapa del desarrollo es factor causal de síntomas
posteriores; ella afirma que algo de eso puede verse en determinados casos, y
destaca una de entre las teorías actuales que sigue usando ese paradigma, la de
Fonagy y Target sobre el desarrollo de la capacidad reflexiva o mentalización, ya
que estos autores proponen que la mentalización pasa por varias etapas y que en
los trastornos límite hay un estancamiento de la capacidad reflexiva en etapas
inmaduras del desarrollo.
McWilliams revisa la historia del diagnóstico del nivel de patología del carácter.
Empezó con la diferenciación entre neurosis y psicosis en Kraepelin, que llevó a
Freud a hacer lo mismo, y que tuvo importantes implicaciones clínicas y fue útil
porque abrió la puerta a diferenciar diferentes abordajes terapéuticos para
diferentes tipos de dificultades. Pero esta diferenciación se quedó corta en cuanto
a alcanzar un ideal clínico de comprenhensividad y matización, siendo solo un
comienzo de lo que debe ser un diagnóstico diferencial útil.
McWilliams reconoce que su propio estilo con los pacientes de este rango es de
mucha autorrevelación, aunque sea una postura controvertida y no todos los
terapeutas se sientan cómodos con ella. Su razonamiento es que hay diferencias
importantes entre la gente más simbiótica y la más individualizada. Las primeras
tienen transferencias tan totales que sólo pueden aprender sobre sus distorsiones
de la realidad cuando la realidad se muestra en colores fuertes delante de ellos,
mientras que los segundas son transferencias sutiles e inconscientes que salen
cuando el terapeuta es más opaco.
Esto lleva al tema del rol educativo. Como estos pacientes tienen gran confusión
cognitiva, especialmente entre fantasías y emociones, las personas psicóticas
necesita con frecuencia educación explícita sobre lo que son los sentimientos, su
diferencia con las acciones, cómo todo el mundo tiene fantasías. La normalización
es un componente del proceso educativo, el mostrarles que sus pensamientos y
sentimientos son respuestas humanas naturales.
Esto implica aceptar el marco de referencia del paciente, porque solo así éste se
siente suficientemente entendido para aceptar reflexiones posteriores.
Aproximación ésta parecida a las “intervenciones paradójicas” de los terapeutas
familiares. Otro ejemplo de la autora de esta técnica de “unirse al paciente”
(“joining”): “Una mujer explosiona en la consulta del terapeuta, acusándole de
implicarse en un complot para matarla a ella. Más que cuestionar la existencia del
complot o sugerir que está proyectando sus propios deseos asesinos, el terapeuta
dice: “¡Disculpa! Si he estado conectado con tal complot, no era consciente de
ello. ¿Qué está pasando?” (p.82). El terapeuta no expresa acuerdo con la
interpretación que hace la paciente de los eventos, pero tampoco hiere su orgullo.
Y sobre todo, invita a posterior discusión.
Con los pacientes del rango límite hay un rango de gravedad dentro del
espectro, que se extiende desde el borde con la neurosis al borde con la psicosis.
Sostiene McWilliams que no somos unidimensionales, y por tanto toda persona del
nivel neurótico tiene tendencias límite y viceversa, pero en general, las personas
con nivel de organización límite necesitan terapias muy estructuradas.
Salvaguardar los límites de la terapia. Con personas cuyo núcleo ansioso tiene
que ver con temas de separación/individuación es perturbador más que
contenedor el permitir que se incumplan los límites, porque, como los
adolescentes, si no tienen límites explícitos tiende a presionar hasta que
encuentran lo que no se ha establecido en el encuadre.
McWilliams sostiene que una técnica útil para ella ha sido pedir ayuda al paciente
para resolver los dilemas en que suele colocarse el terapeuta. En esta técnica, es
importante que las intervenciones sean articuladas desde la perspectiva de los
propios motivos de uno, más que desde los motivos que se infieren en el paciente,
no decir “Te colocas en una actitud en la que cualquier cosa que digo es
equivocada”, sino “Estoy intentando hacer lo correcto como tu terapeuta, y me
encuentro a mí misma atascada. Estoy preocupada de que si hago X no seré de
ayuda en una dirección, y si hago Y te decepcionaré en otra”.
La autora diferencia dos tipos de defensas, las primarias, más inmaduras, y las
secundarias, más maduras. Las primarias se corresponden con los modos en que
creemos que el infante naturalmente percibe el mundo. Si se considera primaria,
una defensa tiene típicamente dos cualidades asociadas con la fase preverbal del
desarrollo: 1) no se ha conquistado el principio de realidad y 2) la carencia de
apreciación de la separación y la constancia de lo que está fuera del self. Las
defensas primarias implican pérdida de los límites entre el self y el mundo externo
y operan de un modo global e indiferenciado, implicando la totalidad de la persona
(pensamiento, sentimiento, sensación y conducta). Las defensas secundarias
tratan más con los límites internos, como los que hay entre yo o superyó y ello, o
entre el observador y las partes experienciales del yo, y provocan
transformaciones específicas de pensamiento, sentimiento, sensación o conducta,
o algunas combinaciones de éstos. Sin embargo, la autora reconoce puntualmente
que la separación conceptual entre ambos tipos es, de todos modos, algo
arbitraria (p.102). Por otro lado, muchas modalidades de defensa tienen en sí
mismas formas más primitivas y más maduras.
La somatización se origina cuando los niños no son ayudados por sus cuidadores
a poner sus sentimientos en palabras, entonces tienden a expresarlos en estados
corporales (enfermedades) o acción. Nuestras primeras reacciones al estrés en la
vida son somáticas, y muchas permanecen siendo básicas como respuesta, como
la respuesta de lucha/huída/congelamiento ante el estrés, o como ponerse
colorado ante la vergüenza. Es parte de la maduración el dominio del lenguaje
para describir experiencias que se sienten originalmente en el cuerpo. Se sabe
que el apego inseguro y una historia de trauma infantil están asociados con la
somatización, así como todo esto se correlaciona con la falta de integración del
self. La somatización es común en la patología más severa de la personalidad, y la
gente que responde con regularidad al estrés con somatización se considera como
personalidad somatizante en el PDM (Psychoanalytic Diagnostic Manual).
McWiliams alerta de que no debería tomarse sin reflexión la conclusión de que
una persona que se queja de dolor físico a un terapeuta está usando la defensa de
somatización, ya que por un lado el estrés de la enfermedad en sí puede causar
reacciones regresivas, y por otro la gente puede enfermar porque están
deprimidas inconscientemente.
La represión fue descrita por Freud como basándose simplemente en alejar algo
de la conciencia. El proceso puede aplicarse a una experiencia completa, al afecto
conectado con una experiencia, o a las fantasías y deseos asociados a ella. Freud
vio la operación de la represión en las experiencias traumáticas como violación o
tortura, que la víctima no puede posteriormente recordar; nuestro conocimiento
actual de los procesos cerebrales sugiere que la represión no es un concepto
certero para conceptualizar los problemas de recuerdos traumáticos. La teoría
analítica posterior aplicó el término “represión” más a las ideas generadas
internamente que al trauma, y es la versión que más ha quedado en psicoanálisis,
en la cual uno debe haber adquirido un sentido de totalidad y continuidad del self
antes de poder manejar los impulsos perturbadores por la represión. Como todas
las defensas, la represión se vuelve problemática solo cuando 1) fracasa en su
objetivo de mantener lo perturbador fuera de la conciencia y acomodarse mejor a
la realidad, 2) es un obstáculo para aspectos más positivos de la vida, y 3) opera
excluyendo otras formas de afrontamiento más exitosas. La represión se ha
considerado la marca de la personalidad de tipo histérico. Un elemento de
represión está presente en la mayoría de las operaciones defensivas de alto nivel,
aunque puede argumentarse que la negación, más que la represión, opera cuando
no está claro si la persona fue originalmente consciente de algo antes de excluirlo
de la conciencia.
La intelectualización es una versión de más alto orden del aislamiento del afecto
desde el intelecto. Se puede pensar sobre los sentimientos “Bueno, naturalmente
siento algún enfado sobre esto”, pero con un tono desapegado. La
intelectualización maneja el exceso emocional normal del mismo modo que el
aislamiento maneja la sobreestimulación traumática, muestra fuerza del yo
considerable para pensar racionalmente en situaciones llenas de significado
emocional y, en la medida en que los aspectos afectivos puedan procesarse con
más conciencia, la defensa opera con efectividad. Pero cuando alguien es incapaz
de dejar una posición defensivamente cognitiva, antiemocional, aunque se le
provoque, los demás le suelen considerar deshonesto, y la sexualidad, la
expresión artística u otras dimensiones pueden quedar innecesariamente
truncadas si la persona depende de esta defensa para afrontar su vida.
La autora dedica un capítulo a cada uno de los distintos tipos, incluyendo, entre
otras razones, los que mejor conoce y omitiendo otros que le parece son
variaciones de estos. Distingue cada tipo de personalidad por 1) pulsiones, afectos
y temperamento, 2) defensas y procesos adaptativos, 3) patrones relacionales, 4)
Self, 5) transferencia y contratransferencia, 6) implicaciones terapéuticas del
diagnóstico, y 7) diagnóstico diferencial. Y describe las personalidades
psicopáticas, narcisistas, esquizoides, paranoides, depresivas y maníacas,
masoquistas, obsesivo-compulsivas, histéricas (histriónicas) y disociativas. Como
señalé anteriormente, una reseña de cada uno de estos capítulos está publicada
independientemente en este mismo número de la revista.
Comentario crítico
Por ejemplo, la autora plantea por un lado que los distintos niveles de desarrollo
de la personalidad se caracterizan por distintas ansiedades básicas prevalentes,
que se corresponden con fijación a niveles de desarrollo, y que el rango límite se
caracteriza por la ansiedad de separación, propia de la fase de
separación/individuación, y se relaciona con necesidades tempranas de apego.
Por otro lado, sostiene que hay tipos de personalidad que suelen aparecer con
más frecuencia en el rango límite, dentro de los cuales están las personalidades
psicopáticas, y las paranoides. ¿Acaso podemos pensar que estos tipos de
personalidad tienen fundamentalmente ansiedades de apego y separación?
Evidentemente no, esto muestra un forzamiento de la teoría sobre los fenómenos
clínicos.
Puede verse este forzamiento de la teoría sobre los fenómenos clínicos como una
consecuencia de pertenecer a la clase de diagnóstico que parte de la descripción
de los tipos de personalidad en general, definiéndolos a cada uno de entrada por
un tipo de self, defensas, relaciones objetales, motivaciones, etc., rasgos todos
que quedan de antemano definidos por el tipo. Es lo que Bleichmar (1997)
describe y cuestiona como “unificación categorial forzada”, las categorías se ven
como entidades homogéneas, descuidándose la diversidad y complejidad que hay
dentro de cada una de ellas.
Hurvich, M. (2003). The place of annihilation anxieties in psychoanalytic theory. Journal of the
American Psychoanalytic Association, 57, 579-616.
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