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El CARRUSEL

BELVA PLAIN

La familia, y todo lo que acontece alrededor de ella, siempre ha sido el núcleo de las novelas de Belva
Plain. Ya sea que se desarrollen en el sur, en la vieja Nueva York, o en una majestuosa propiedad rural,
como El carrusel, los nexos y las tensiones de la vida familiar cotidiana han representado un manantial
inagotable de historias para esta prolífica autora.

"La familia es el bastión de cualquier cultura", afirma. "Sean cuales sean los problemas de cada época,
considero muy importante que los niños tengan un techo y que se mantenga unida la familia". Ella lo
sabe muy bien. Es madre de tres hijos y tiene seis nietos.

Belva Plain, que escribía cuentos cortos desde que tenía veinte años, esperó a que sus hijos crecieran
antes de lanzarse a escribir una novela. Tenía cincuenta y nueve años cuando se publicó la primera,
Evergreen, que fue muy aclamada. El carrusel es la segunda novela que se publica en Libros Selectos.

"Mi imaginación se alimenta", cuenta ella, "de los libros y diarios que leo cotidianamente, al igual que de
mis frecuentes viajes. No obstante, siempre añoro volver a mi hogar en Nueva Jersey... y por supuesto,
regresar al lado de mi numerosa familia".

Sinopsis

Todos los días de sol, aquel carrusel de plata que ocupaba un sitio privilegiado en el centro del salón
sobre una mesa, brillaba como un espejo reflejando la luz alrededor como si desde él se dispararan mil
rayos incandescentes. Era una pieza de orfebrería europea colosal y magnífica, detrás de cuya historia se
hallaba oculto un secreto, un misterioso secreto atrapado entre las exquisitas filigranas y los detalles de
cada una de las figuras que lo integraban. Un adorno y un juguete extravagante con lazos casi
metafísicos e indisolubles con la vida de una extraña familia, nexo sobrenatural entre las alegrías y los
temores de los integrantes, llave maestra para abrir el camino en que transitó el dolor y hasta el
asesinato.

Capítulo uno
Marzo de 1990

No estaba lista para ir a casa ni para enfrentar a nadie: ni a la niña de cinco años ni a la bebé. Tampoco
estaba en condiciones de pronunciar una sola palabra educada tras lo ocurrido en la última hora. Sally
Grey jamás se había sentido tan desdichada, tan insignificante, como en el momento en que se agazapó
al volante del auto y huyó de la ciudad.

En la primera meseta de la cadena montañosa que se extendía hasta Canadá habían dispuesto un
mirador para los turistas. En ese atardecer grisáceo y airoso, estaba desierto, y allí detuvo Sally el auto.
A los pies se extendía Scythia, una vieja ciudad con pequeñas fábricas rodeadas por hileras de casitas
nuevas. Más allá de éstas, hacia el este, el oeste y el sur, había granjas. Al norte se alzaban las oscuras
montañas.

Las luces titilaban aquí y allá, pero hacia el lado izquierdo de Sally, donde se encontraban las oficinas
generales de Grey's Foods, la luz creaba una forma amarilla oblonga y continua, señalando la empresa
de alimentos con la que una cuarta parte de la población de la ciudad estaba relacionada de una u otra
manera, ya fuesen empleados o parientes de alguien que lo era. Y en cierto sentido, las otras tres
cuartas partes de Scythia gozaban de la generosidad de la familia Grey: la biblioteca, el hospital, las
piscinas de los vecindarios... eran donaciones de los Grey.

En algún punto de esa masa compacta de luz, en ese preciso momento, Dan trabajaba ante su escritorio,
ajeno a todo. Esa noche tendría que saberlo. Y, si era verdad, lo haría pedazos.

-Usted cree que esas cosas no suceden en familias como la suya -había dicho la doctora Lisle-, pero a mí
no me cabe duda. Alguien ha abusado de su pequeña Tina. Y hablo de un abuso sexual.

Sally, sólo atinó a mirarla con asombro. Aunque no era mayor que la propia Sally, esa mujer de buena
fe, de rostro bondadoso y actitud serena, estaba revestida de autoridad, sustentada por la experiencia
profesional.
Sally paseó la vista por el consultorio, sencillo y austero. Era un lugar descorazonado que no ofrecía
ninguna ayuda.

-No le creo -espetó.

-Su resistencia es natural. ¿Qué madre querría creerlo?

-Es increíble. Yo vivo con Tina. Yo la baño. Jamás he visto ni un solo indicio. ¿Por qué está tan segura?
¿Cómo lo sabe usted?

-Hay muchas formas de saberlo. Por ejemplo, aquí los niños juegan con muñecas. Mis muñecas son
anatómicamente realistas. Observo al pequeño, le hablo y escucho sus monólogos.

-Está bien, repítame exactamente lo que dice Tina, lo que usted recuerde.

La doctora se puso las gafas para leer.

-Aquí está. Fue durante la consulta antepasada. Cito textual: "Te quitas los calzoncitos; después, te
pones esa cosa..."

-¡Oh, no!

-“…y pones tu boquita en..."

-¡No!
-En seguida, tomó la muñeca, la arrojó al otro extremo de la habitación y rompió a llorar. Señora Grey,
¿se siente usted bien? Puedo detenerme si lo desea.

La inundó una oleada de terror; sintió un dolor punzante en el pecho y las manos sudorosas. Pero se
irguió y afirmó categórica: -Tina jamás se queda con extraños. Está muy bien supervisada, por mí y por
una nana muy afectuosa, una mujer mayor que se encarga de Susannah, la bebé, cuando yo salgo en
viaje de trabajo. Como recordará soy fotógrafa. No. Seguramente se equivoca.

-Dígame, entonces, cómo explica la conversación de Tina con la muñeca.

-Bueno, los niños de esa edad empiezan a descubrir cosas. Dios sabe que hay mucho sexo en la
televisión.

-¿Cómo ha marchado todo esta última semana? -preguntó la doctora Lisle.

"Sí", pensó Sally. "Volvamos a los hechos, no a las fantasías".

-Igual. Oscila. A ratos se porta como cualquier niña de cinco años y a ratos no.

-Cuénteme de los ratos en que no.

-En el jardín de niños, sigue golpeando y mordiendo a los demás. En casa, hace berrinches y moja la
cama. Y pregunta una y otra ve z cuándo vamos a devolver a Susannah, su hermanita, al hospital. A mi
parecer, doctora, ésa es la causa del problema.

-¿Lo que le dije no le llama la atención?

-¡So y su madre! Estoy segura de que me lo habría contado si alguien le hubiera... hecho algo.
-No necesariamente. En realidad, lo más probable es que no. La sensación de culpabilidad en un niño
es imprecisa. Sabe que algo está mal, aunque no pueda explicarlo. Y quizá sienta miedo de traicionar a
la persona que abusó de ella. Incluso, es probable que esa persona le agrade. No es tan sencillo señora
Grey.

Sally levantó una mano.

-Doctora Lisle, respeto sus conocimientos, pero en este caso se equivoca. Por nuestra forma de vida,
esto es imposible.

-La gente siempre lo piensa así, a menos que lo vea con sus propios ojos.

-Todo estaba bien antes de que naciera la bebé. No teníamos conflictos, ninguno. Quisiera que todos
los niños del mundo tuvieran un hogar como el nuestro y un padre como Dan. Hemos sido una familia
tan feliz, y Tina era una niña tan risueña...

Parloteó sin cesar.

En ese momento, sola en el auto, al recordar la escena se convenció de que se había portado como una
tonta, y que casi había perdido el control. "Mañana buscaremos otro médico", pensó. "Esta mujer es
una alarmista. Es descabellado".

-Lo que decidí -había continuado Sally- es rehusar todo encargo nuevo durante algún tiempo, hasta que
Tina vuelva a la normalidad. Pero en el fondo está bien; estoy segura.

-¿Dice usted que está bien con todos esos síntomas? Golpear, morder y todo lo que usted me contó:
que no la deja abrazarla, que tiene miedo de que usted salga de la casa.
-Quise decir que... bueno, es obvio que no está bien. Por eso la trajimos. Siento que necesita más
atención de mi parte hasta que se adapte a su hermanita, y definitivamente pretendo...

-Señora Grey, está usted cometiendo un grave error.

Sally se puso de pie y tomó su abrigo.

-Dígame, entonces -pidió de manera escueta-, qué me aconseja.

-Le sugiero que deje a Tina aquí en tratamiento. Y naturalmente le recomiendo que empiece a analizar
con sumo cuidado las circunstancias de la vida de su hija, señora Grey. Ha sido víctima de abuso sexual.

Abuso sexual. ¿Cómo podía ser? ¿Quién podría haber cometido semejante barbaridad? ¿El padre de
alguna amiga con la que Tina hubiera ido a jugar? ¿Aquel hombre retrasado mental que vieron en una
vereda meses antes? Claro que no. La nana era cuidadosa hasta la exageración. No. No era posible.

Pero la doctora había sido tan categórica. ¿Cometería un médico semejante error? Por supuesto que sí.
Sin embargo, eso no sucede todos los días.

Debía recobrar el control. El auto estaba frío y Sally se abrigó el cuello con el gran pañuelo. Arrancó el
motor y se dirigió a casa.

La carretera estaba bordeada de abetos y cicutas. Las brechas entre esos muros naturales dejaban ver
pilares de piedra de los portalones, interminables caminos de entrada y, en raras ocasiones alguna
hermosa residencia. En un recodo, a mano izquierda, sé elevaban las imponentes rejas de hierro forjado
de Hawthorne, la inmensa mansión familiar de los Grey. Dan, el esposo de Sally, había llegado a vivir allí
con sus parientes después del accidente de helicóptero en el que murieron sus padres. Más allá de la
casa se extendía un área silvestre de tres mil hectáreas, prístina e inapreciable, que pertenecía a los
Grey, pero estaba abierta a todos, siempre que no causaran ningún daño. Así había sido durante
generaciones. Los Grey eran una familia extraordinaria.
En un claro, algunos kilómetros más adelante, una casa blanca y cuadrada, de contraventanas verdes y
con la austera sencillez de Nueva Inglaterra, era el hogar de Sally. Difícilmente podría ser más distinta
de Hawthorne o de cualquier otra mansión de los Grey. Pero ella era originaria de Maine, y Dan no era
un Grey típico, así que ambos la habían elegido. El perro, un terranova de paso cansino, se encontraba
sentado en el escalón del frente. "La casa de cuento de hadas y el perro de la familia", pensó con ironía;
“sólo falta una niña junto a él, abrazándolo".

De hecho, en ocasiones el perro era la única "persona" a quien Tina abrazaba. La pequeñita de largas
trenzas con listones ya casi nunca era amable ni afectuosa. Ahora, cualquier paseo se emprendía con
nerviosismo, ya que sus padres nunca estaban seguros de cómo se comportaría. ¿Qué había pasado con
la familia del cuento de hadas? ¿Qué le sucedía a la niñita, antes encantadora?

Tina estaba terminando su cena en la cocina con la señora Dugan, conocida por todos como "Nana".

-Hola, mi amor -la saludó Sally-. Oye, el pudín se ve rico.

Tina frunció el entrecejo.

-No, está muy feo. Cómetelo tú.

-Me gustaría, pero papá y yo saldremos a cenar. Es el cumpleaños del tío Oliver -Sally besó a Tina en la
cabeza.

-No me beses. No quiero que me des besos.

La mirada perpleja de Nana se cruzó con los ojos tristes y afligidos de Sally.

-Pero a las mamás les gusta besar a sus hijitas.


-A mí no me importa. Mamá, ¿cuándo van a devolver a Susannah al hospital?

-Ya te dije que los bebés no se devuelven -le respondió Sally, en tono apacible-. Los bebés son para
quererlos.

-Yo no la quiero. Quiero que la devuelvan mañana.

Sally estaba agotada y dejó que Nana se las arreglara con Tina. "Ese es todo el problema", volvió a
decirse. "Celos, nada más que celos. Con el tiempo y un poco de ayuda, desaparecerán".

Pero la doctora se había mostrado tan segura...

capítulo dos

-¡Ah, sí! -afirmó Oliver Grey desde su sillón en la cabecera de la mesa-. Recuerdo cuando mi padre
mandó construir esa ventana con mirador. Yo tenía como cinco años. Mi abuelo opinó que era un
sacrilegio. Hubiera querido conservarlo todo sin cambios desde la época en que su propio padre vivía
aquí.

Erguido y delgado, de cabello canoso que, igual que el de sus antepasados, se convertiría en un tupido
vellón blanco, Oliver no aparentaba sesenta y tres años.

El pequeño grupo reunido en el comedor escuchaba los recuerdos del patriarca: Ian y Clive, sus hijos;
Dan, su sobrino, y las esposas de Dan y de Ian.

- ¡Vaya si amaba esta casa, su Hawthorne! Cada año plantaba un espino, el árbol que le da nombre a la
propiedad. Espero que ustedes planten muchos cuando yo me haya ido.
Lo embargaba la emoción de celebrar su cumpleaños, pero todos sabían que era la autenticidad de su
amor la que motivaba sus palabras. Siguieron su mirada hasta la repisa de la chimenea y el retrato de su
esposa, Lucille, muerta años antes en un accidente automovilístico.

En efecto, Oliver había recibido su cuota de sufrimiento. Quizá, ése era en parte el motivo de la
filantropía que ahora podía permitirse: el campamento de montaña que había establecido para niños de
la ciudad, el asilo de ancianos que sostenía.

Volvió la mirada a los espléndidos jóvenes que lo rodeaban y después la paseó a lo largo de toda la
habitación, para detenerla finalmente en la ventana con parteluces en forma de diamante y pesados
cortinajes de seda carmesí. La escena le agradaba mucho: las rosas de tonos lila en la mesa, las velas
largas y delgadas en candeleros de plata sobredorada, incluso la pareja de perros de raza pointer
alemana, de pelo corto, recostada en un rincón sobre el antiguo tapete.

-Sí, sí -prosiguió-, los Grey eran granjeros paupérrimos en las tierras bajas de Escocia. Ignoro qué razón
los llevó a establecerse en Nueva York, a menos que pensaran que se parecería a su viejo hogar. De
todos modos, brindemos por ellos, por su valor y su trabajo honrado.

A Dan le divertía el inusitado orgullo de Oliver por sus antepasados pobres. ¡Cuánto le debía a Oliver, su
tío, su generoso segundo padre! Cuando los padres de Dan murieron al desplomarse un helicóptero
para turistas, él y su hermana Amanda, de sólo doce años, habían sido llevados a vivir a Hawthorne. Fue
el hogar de Dan hasta que se casó con Sally.

-Debes de estar cansado por tus viajes de estas últimas semanas, Dan -señaló Oliver-. Supongo que todo
habrá salido bien.

-Sí. El nuevo gerente de Bruselas es inteligente y receptivo a las sugerencias. ¿Qué más puede pedirse?

Oliver asintió.
-Soy muy afortunado al tener aquí a tres hombres inteligentes y receptivos. Ahora que la compañía es
toda suya, puedo sentarme a holgazanear.

-Yo no diría que holgazaneas, papá -protestó Ian.

Los ojos de Ian eran tan vivaces como los de Oliver, y era igualmente atractivo. En su juventud había
sido un muchacho difícil, expulsado de dos escuelas de bachillerato por charlatán. Con el tiempo,
enderezó su camino e ingresó en la Phi Beta Kappa de Yale, sociedad de estudiantes universitarios con
altos méritos académicos, donde Oliver había estudiado y donde también envió a Clive y a Dan. Ian se
había casado y ahora, a los treinta y cinco años de edad, llevaba una vida convencional, salvo que
gastaba el dinero, según decía Oliver en tono complaciente, "como un rajá". Además, todavía le gustaba
apostar casi a cualquier cosa desde Montecarlo hasta Las Vegas.

No podía haber dos hermanos más distintos, Clive, de casi treinta y ocho años, apenas alcanzaba el
metro con cincuenta y cinco centímetros. Por su afición a los dulces, el rostro, de por sí redondo, ya
ostentaba una considerable papada. Se decía que él en realidad debería enseñar matemáticas para
posgraduados en alguna universidad. En cambio, le llamaban afectuosamente la “computadora
viviente" de Grey's Foods. Él verificaba el trabajo de los auditores externos, vigilaba las inversiones
extranjeras de la compañía, entendía de primas de seguros y fluctuaciones de divisas. En sus ratos
libres, era un consumado jinete. A caballo, un hombre se ve alto.

Tras guardar silencio durante toda la cena, Clive habló al fin.

-Tengo listo el regalo de cumpleaños para Tina. Es un poni shetland, dócil y muy pequeño, y yo le
enseñaré a montarlo. Dijeron que estaban de acuerdo -les recordó a Sally y Dan.

-He extrañado mucho a Tina -intervino Oliver-. Debían haberla traído.

-Se te olvida que apenas cumplió cinco años -dijo Dan-. En este momento está plácidamente dormida.

-Entonces, llévenle un poco de mi pastel de cumpleaños.


El pastel, como todo el mundo sabía, tenía capas de chocolate oscuro que alternaban con fresas
machacadas y crema batida. Era el favorito y tradicional de la familia Grey; no faltaba en ninguna
celebración. Todo era un ritual, como el benévolo comentario final de Oliver sobre paz y armonía.

-Esto es la esencia de la vida: una familia reunida en paz y armonía -echó su sillón hacia atrás-. ¿Pasamos
adentro?

"Adentro" significaba, por supuesto, la biblioteca, donde servirían los licores. Varias sillas y dos sofás
formaban un semicírculo delante de la chimenea, donde había un juego de café de plata dispuesto
encima de una mesita baja.

Apoyado en la curva del piano, en el otro extremo de la habitación, estaba el regalo conjunto de la
familia. Elizabeth, la esposa de Ian, a quien todos llamaban "Happy", sugirió:

-Sally, ábrelo por papá.

Sally negó con la cabeza.

-Ábrelo tú, Happy.

Happy retiró el listón y el papel dejó al descubierto una pintura de una amplia casa de tronco de
construcción irregular: un palaciego "refugio" en las montañas Adirondack.

-Red Hill en mi época favorita del año. Todos esos robles y zumaques. ¡Es hermoso! -exclamó Oliver.

-Pensamos que te gustaría acordarte del lugar cuando no estás allí -explicó Ian-, ya que tienes un cuadro
de Hawthorne cuando estás en Red Hill.
-Perfecto. Un bello regalo, y se lo agradezco a todos.

El fuego chisporroteó. Afuera, el viento de marzo ululaba haciendo que, por contraste, la habitación
pareciera más cálida y brillante. En los anaqueles de piso a techo, los libros formaban un hermoso
mosaico de colores suaves. Sobre las mesas bien pulidas había más libros. Anaqueles, mesas y
gabinetes exhibían colecciones y curiosidades: monedas romanas, miniaturas de esmalte de cortesanos
del siglo XVIII, un abanico japonés de seda negra, un carrusel de plata.

Clive, que adoraba a la hija de Sally y Dan, les comentó:

-A Tina le enloquece el carrusel.

Dan apoyo una mano en el hombro de su esposa.

-Imagínate. Si no hubiera sido por el gemelo de éste, no estaríamos juntos.

-Tu día de suerte -apuntó Ian, de pie cerca de ellos.

Los ojos de Ian parecieron mirar hacia abajo, no abiertamente, pero sí lo bastante para que Sally sintiera
que la observaba como un objeto sexual. Ian coqueteaba en las fiestas. Sally estaba segura de que,
hacía varios años, lo había visto entablar conversación con una desconocida en la barra de ensaladas de
un restaurante, mientras Happy esperaba en la mesa. Happy lo adoraba. ¿Era acaso posible que ella no
se diera cuenta? Más bien, ¿sería que no quería darse cuenta?

De improviso, Sally sintió una profunda compasión hacia Happy y fue a sentarse a su lado, al tiempo que
decía:

-A Tina le encantó el vestido amarillo. Eres muy amable al pensar todo el tiempo en ella.
Happy Grey era una rubia de estructura ósea grande, sonrosada, generosa y de buen corazón.
Demasiado inteligente para vivir la vida ociosa de la alta sociedad, y ante la profunda decepción de no
haber tenido hijos, había puesto un jardín de niños que era el de mayor demanda en la zona.

-No resisto la tentación de comprar cosas en el departamento de niños. Me imaginé a Tina de amarillo y
con trenzas negras.

Happy estaba sirviendo el café.

-Siéntate aquí, Clive, y toma algunas galletas. Sé que te encantan y no es asunto de nadie más que tuyo
-expresó con firmeza. La advertencia iba dirigida hacia Ian.

En alguna ocasión, Oliver, sin darse cuenta de que Clive alcanzaba a oírlo, le había sugerido a Ian que
fuera "más amable con su hermano". Ian replicó: "Soy amable con él. Sólo que siempre cree que uno lo
desprecia". A lo que Oliver había respondido con un suspiro: "Sí, lo sé".

“¿Por qué siento estas oleadas de odio hacia Ian? Sí, de odio; debo admitirlo", pensaba Clive en ese
momento, al tiempo que tomaba un almendrado. "Y ¿por qué no siento lo mismo hacia Dan, que
también tiene todo lo que a mí me falta? Ian está sentado hablando con papá, con las largas piernas
cruzadas y completamente relajado. Al mismo tiempo, quizá esté saboreándose el recuerdo de su
última mujer. Basta con mirarlo. ¿A qué maldito antepasado le debo este cuerpo?"

A continuación, Clive se dedicó a observar. Esa noche, reparó, Sally estaba muy retraída. No era su
actitud habitual. Era una joven admirable, de piel blanca y cabello muy negro, vivaz y siempre dispuesta
a contar alguna anécdota interesante sobre las personas y los lugares que ella y su cámara habían visto.
Se preguntó cuál sería el problema, por qué estaba con la mirada ausente.

Sally no tenía la vista perdida, sino fija en el carrusel de plata. La había invadido una especie de
nostálgica melancolía...

LA MUJER DE LA TIENDA de antigüedades en París había dicho:


-Es de plata pura, una pieza del siglo diecinueve elaborada por un joyero de la corte en Viena. Un raro
tesoro.

-Lo miro porque tenemos a su gemelo en casa -replicó el joven-. Mi tío compró el suyo en Viena hace
años.

-Este toca el vals Voces de primavera -señaló la mujer.

-El nuestro toca El Danubio azul.

Fue entonces cuando sus miradas se cruzaron. Sally estaba acostumbrada a que la vieran y sabía cómo
dar la espalda, pero en esa ocasión no lo hizo. Salieron juntos de la tienda.

La luz vespertina en París hacía que el cielo nuboso adquiriera un verde opalescente. Él le preguntó
cómo se llamaba. Ella titubeó antes de contestar. Parecía un joven muy correcto, con un traje azul
marino, corbata rayada y zapatos bien lustrados. Alto y musculoso, tenía el cabello rubio rojizo tupido,
ojos claros y rostro bronceado y amigable. Pero ella se mostró cautelosa.

-Es una pregunta tonta. ¿Por qué habrías de responderme? No debes. Déjame presentarme yo mismo.
Aquí está mi tarjeta.

-Daniel R. Grey -leyó Sally, y abajo-: Grey's Foods. División internacional. ¿Son ustedes? ¿La compañía
del café, la pizza y las conservas?

El asintió.

-Vine a Francia a comprar una empresa de chocolates.


-Me llamo Sally Morrow. Soy fotógrafa. Retrato celebridades y autores para revistas, portadas de libros
y cosas por el estilo. Ahora estoy una semana de vacaciones en París.

-¿Te gustaría tomar un café conmigo? Podemos sentarnos fuera y mirar a la gente.

"Una conquista pasajera", Pensó ella. "Eso es todo. Pero, ¿qué tiene de malo sentarse fuera en un lugar
público?"

Se casaron seis meses después...

DAN ATRAVESÓ LA habitación hacia ella.

-¿Qué sucede? Te veo distante. Pareces triste.

Ella deseaba abrazarlo, anhelaba decirle "te amo, estoy agradecida de tenerte a mi lado, tengo tanto
miedo y no quiero volcarlo todo sobre ti". No obstante, se limitó a responder:

-Sólo estaba recordando cosas al ver el carrusel.

-¿Y eso te entristeció?

-¡Pero si no estoy triste! En verdad -se obligó a esbozar una amplia sonrisa.

-Dan, hoy recibí otra llamada del consorcio sueco -dijo Ian. Alerta de inmediato, Dan repuso:

-Creí que esa propuesta se había cancelado.


-La resucitaron. Con un capital muy influyente, británico y holandés. Están ansiosos por reanudar las
pláticas.

Dan negó con la cabeza.

-Yo no he cambiado de opinión, Ian.

-Pero ofrecen veintiocho millones -al no obtener ninguna reacción, Ian insistió-: no veo motivos para no
vender.

-Te di una serie de motivos cuando surgió esto, hace un año y medio -protestó Dan.

La postura de Ian cambió, de relajada a tensa.

-¿Aún te preocupan los árboles y los pájaros?

-Sí, y muchas otras cosas más. Construyes tu "nueva ciudad" en el bosque de Grey's Woods, instalas a
treinta mil personas allí, porque eso fue lo que dijiste, ¿no?, y destruyes el suministro de agua. Los
bosques son la protección natural para ese abasto. ¿Qué objeto tiene volver a discutir lo mismo?

-¿Por qué no dejarle el agua y lo demás a los ingenieros? Escucha, Dan, no puedes frenar el progreso. El
grupo del que hablo tiene una visión brillante: una comunidad muy bien planeada. Pregúntale a
cualquiera si aceptaría este ofrecimiento, y se reiría de ti por el solo hecho de preguntarlo. Te diría:
"acepta el dinero sin pensarlo", y tendría razón.

-Eso opinas tú, no yo.


-Escúchame. Por el modo en que trabajamos para que esta compañía funcione, cuanto más lo pienso
más tentado me veo a deshacerme de las tierras, liquidar el negocio y disfrutar de la vida mientras soy
joven.

-Me escandalizas -la voz de Dan temblaba-. Esa tierra ha sido de esta familia durante... ¿cuántas
generaciones, tío Oliver?

Oliver pareció avejentarse.

-En el siglo dieciocho ya existía la granja en el valle y se extendía hasta el pie de las colinas. Luego, la
familia compró tierras en las montañas por unos cuantos centavos la hectárea -dejó escapar una risilla
cansada y prosiguió-: Durante la Primera Guerra Mundial, mi abuelo adquirió el resto. Le encantaban las
zonas silvestres. Amaba esas tierras. Las hemos conservado desde entonces.

-Las amaba mucho -repitió Dan, con amargo énfasis en cada palabra-. Es una herencia, un legado.
Ahora, después de dos siglos, estamos aquí hablando de deshacernos de ella por un puñado de billetes
de mil dólares.

-Corrección: de billetes de un millón de dólares.

-¡No me importa! -Dan alzó la voz y uno de los perros, al escuchar el eco, se levantó y fue a apoyar la
cabeza en la rodilla de Oliver-. Déjame concluir. Pediste motivos. Dijiste liquidar el negocio. Grey's
Foods. Cuatro generaciones de trabajo. Granjas, vendedores, empacadores, envasadores, horneros,
choferes, embotelladores. Tú sabes que una de cada cuatro familias en tres condados tiene o ha tenido
un miembro que trabaja en Grey's. Esas personas quieren sus empleos y quieren el medio ambiente
que conocen. Somos una institución, Ian. ¿En qué estás pensando?

Ian rió.

-En el dinero.
Nadie se dio por aludido después del comentario. Happy contemplaba las brasas del fuego, Sally miraba
ansiosa a su marido, Clive se examinaba los dedos manchados de nicotina y Oliver acariciaba la cabeza
del perro.

Entonces, Dan preguntó:

-¿No quieres decir nada, Oliver?

-Esto es muy duro para mí, Dan. No necesito expresarles lo que siento respecto a la empresa y a las
tierras. Pero ahora son de ustedes, de los jóvenes, para que decidan entre sí. Yo lo dejé en claro cuando
les entregué la compañía, y lo dije en serio.

Hubo otro silencio. Después, Dan prosiguió:

-Dime, Ian, ¿para qué rayos quieres más dinero? ¿No tienes suficiente?

-Muéstrame a alguien que crea que tiene suficiente -Ian volvió a reír-. ¿Qué opinas, Clive?

Clive dejó de mirarse los dedos.

-Yo no tengo que opinar, sólo hacer cálculos.

En ese momento lo acometió un terrible acceso de tos; poniéndose amoratado, se inclinó y metió la
cabeza entre las rodillas.

Nadie acudió en su auxilio porque no había nada que hacer, ello era cotidiano.
-Sigue fumando, Clive -lo reconvino lan-. Sigue así y pronto llegarás hasta el enfisema.

-No entiendo lo que ocurre -protestó Oliver-. Todos estábamos de buen humor en la mesa y de pronto
empezamos a discutir. No me gusta eso en esta casa.

-Fue culpa mía, papá -admitió Ian-. Yo empecé. Debí saber que Dan y yo íbamos a tener un
enfrentamiento. He tenido un par de días muy pesados. Recibí una llamada de Amanda mientras
estabas de viaje, Dan, y déjame decirte que en diez minutos tu hermana es capaz de robarle a un
hombre un año de vida.

-¿Mi hermana? ¿Qué quería?

-Primero, la lista habitual de quejas. Que no tiene un puesto en el consejo directivo porque es mujer.
Ya le hemos dicho hasta el cansancio que no se debe a que sea mujer, pero es imposible razonar con
estas feministas estridentes. No me extraña que lleve dos divorcios.

-Uno -lo corrigió Dan.

-El hecho es que no sabe nada del negocio y nunca lo sabrá mientras viva a cinco mil kilómetros de aquí.
Recibe un ingreso muy sustancial por su cuarta parte de las acciones, pero dice que no es justo que los
tres hombres ganemos más que ella. Le recordé que es un sueldo. Trabajamos de sol a sol. Pues
entonces quiere que le compremos su parte para tener liquidez y poder invertir.

-¿Que compremos su parte? -Dan sonaba incrédulo.

-Sí, y escucha esto. Si no accedemos, le venderá sus acciones al mejor postor. Esa mujer sólo da
problemas; no sabe hacer otra cosa que someternos a un interrogatorio policíaco para asegurarse de
que no le hayamos escatimado un centavo. Y ahora, para colmo, quiere una fortuna para algún
proyecto estúpido.
-Para jovencitas sin hogar -puntualizó Dan-. Recuerdo que dijo algo al respecto hace tiempo.

-A decir verdad, estoy empezando a creer que está loca.

-No -lo corrigió Dan apaciblemente-. Es difícil, complicada y desconcertante, pero no está loca. Y un
proyecto en favor de las jóvenes desesperadas no me parece...

-¿Desesperadas? Los desesperados seremos nosotros si cumple su amenaza de demandarnos.

-¿Amenazó con demandarnos?

-Sí, si no le compramos sus acciones -repuso Ian, impaciente-. Yo les pregunto, ¿qué empresa tiene
suficiente liquidez para pagar veinticinco por ciento de su valor? Y si se va a pleito, los honorarios de los
abogados van a hundirnos, sin hablar de que corremos el riesgo de perder.

Ian caminó hasta las ventanas, bajo la mirada de los demás. Una quietud mortal invadió la habitación
hasta que él regresó y se detuvo de espaldas al fuego.

-Ésa es otra razón por la cual el consorcio europeo resulta conveniente. Con ese dinero le compraríamos
sus acciones a Amanda y nos libraríamos de ella.

-Sólo quieres vender la tierra -respondió Dan-. Quieres hacerlo desde hace más de un año. La exigencia
de Amanda acaba de surgir por coincidencia.

-De acuerdo, no lo niego. Sólo digo que ahora ambos asuntos se entrelazan.

Era indiscutible, los dos hombres enfrentados experimentaban cierta mortificación por manifestar un
enojo tan patente. Y Rally, al ver el rostro enrojecido de Dan, sintió un miedo aún más profundo por el
golpe mucho peor que su marido tendría que recibir aquella noche.
Dan estaba de pie y sujetaba con fuerza el respaldo de una silla.

Tratando de controlarse, ofreció:

-Hablaré con Amanda.

-Dan, no la conoces. Ninguno de nosotros la conoce. Se fue al internado a California a los trece años y
jamás regresó -Ian se volvió hacia Oliver-. ¿No puedes hablar tú con ella, papá? Siempre actúas como
pacificador, como mediador.

-Les repito que yo ya no formo parte de esto. Deben arreglarse entre ustedes. Sométanlo a votación.

-De acuerdo -repuso Ian de inmediato-. Yo estoy a favor de vender. Dan se opone. Amanda también
estará en favor porque así conseguirá lo que quiere. Sólo queda Clive para decidir. ¿Qué opinas, Clive?

Hubo una pequeña demora mientras Clive sufría un leve acceso de tos. En cuanto pasó, contestó
irritado:

-Yo nunca respondo sin reflexionar. Sea como sea, pasará un año antes de que esa gente logre reunir
los recursos. Sugiero que por el momento le den largas al asunto.

-Sí, entonces propongo que archivemos a Amanda durante un año -Ian rió sarcástico.

Repentinamente, Oliver se levantó, señal de que la velada había concluido.


-Clive tiene razón -declaró, dirigiéndole a éste una sonrisa alentadora-. Les aconsejo que no se
precipiten -todos estaban de pie para despedirse-. Ha sido un maravilloso cumpleaños y se los
agradezco a los cinco. Los quiero mucho. Vayan con cuidado.

El Buick de Dan recorrió el largo camino de entrada y cruzó las rejas de hierro forjado detrás del
Maserati de Ian. Adelante, el Maserati dio vuelta a otro camino de entrada cubierto de grava, a ambos
lados del cual sendas hileras de faroles encendidos revelaban una elegante mansión de techo bajo de
estilo francés.

En tono preocupado, Dan le preguntó a Sally:

-¿Qué te sucede? Estuviste muy callada.

Ella sólo respondió:

-Fue una velada terrible. Sentí pena por el tío Oliver. Ian no tenía derecho de arruinar su fiesta.

-De buena gana le retorcería el pescuezo a Ian. Ya sé que le fascina el dinero, pero aun así... -Dan se
detuvo. Después continuó-: Si insiste en esta cuestión de las tierras y después renuncia a la empresa,
¿cómo vamos a dirigirlo todo entre Clive y yo? Clive sólo funciona en la oficina. Yo no puedo hacer mi
trabajo y también el de Ian.

-Lo lamento, cariño. No te mereces esto.

-Mi hermana es otro cantar. ¿Qué mosca le habrá picado? ¡Vender una cuarta parte de las acciones!
¡Por todos los cielos!

-Siempre dijiste que era una persona difícil.


-¡Difícil! ¿Qué significa eso? Ni siquiera la conozco realmente. ¿Cómo puedo conocer a una persona con
quien pasé apenas unas cuantas semanas durante mis visitas anuales a California mientras era
adolescente? Ahora, cuando voy al oeste, paso por San Francisco o, si ella viaja al este por casualidad,
nos vemos en la ciudad de Nueva York. Ya sabes que nunca viene aquí. Me entristece y no sé qué hacer
al respecto.

Sally percibía intensamente el dolor de su esposo. A los veintinueve años y tras seis de matrimonio, en
ocasiones sentía que Dan y ella estaban fusionados en uno solo. A sabiendas de que él no quería hablar
más sobre Amanda, guardó silencio.

Pero a pesar de la oscuridad, reparó en que Dan había vuelto la cabeza y la observaba con mirada
escrutadora.

-Se trata de Tina, ¿verdad? Y no quieres decirme nada.

-¡Oh! es lo mismo de siempre -sí, eso era. Había que restarle importancia, esperar hasta que llegaran a
casa...

Más tarde, mientras Dan tomaba una ducha, Sally fue a ver a sus hijas. La bebé, que despedía un dulce
aroma a talco, dormía plácidamente en una cuna rosada. En la puerta de Tina se quitó los zapatos,
porque la niña a últimas fechas tenía el sueño ligero. El pálido resplandor de la lámpara del pasillo
dibujó una franja de luz en el piso, y así pudo discernir el pequeño bulto en la cama.

Apretó los dientes.

-Si alguien se ha atrevido a dañar a esta niña, sería capaz de matarlo -musitó.

Mientras ella se bañaba, Dan se acercó a la puerta.


-¿Piensas quedarte en la ducha toda la noche? Vamos, sal. Te ayudaré a secarte. ¿Estás lista para
decirme lo que ocurre?

-Sí, estoy lista.

Cuando Sally terminó su breve relato, estaban sentados en el pequeño sofá al pie de la cama. Ella había
supuesto que él se impresionaría; la afligía su sufrimiento, pero se equivocó. La primera reacción de
Dan fue:

-Ante todo, debemos conseguir otro doctor.

-La doctora Lisle se mostró muy segura, Dan. Y tiene razón en muchas de las cosas que dijo: ¿por qué no
nos deja abrazarla ni quiere que salgamos? ¿Recuerdas el berrinche que hizo cuando fuimos a pasar la
noche a Washington hace dos semanas?

-Sally -contestó él-, alguna vez tuve un perrito foxterrier que se metió en mi maleta. Era lo bastante listo
para entender que me iba de viaje. Si un perro lo hace, ¿qué esperas de una niña?

-No sé...

-Escúchame. Vamos a analizar la situación. ¿A dónde va Tina? Casi a ninguna parte, salvo al jardín de
niños. Y te diré lo que creo. Me parece que algún pequeño del jardín de niños es un poco precoz.

En el consultorio de la doctora, la incredulidad de Sally la había empujado a ser desafiante. Ahora, casi
apoyaba a la doctora, actuando como abogado del diablo.

-Recordarás que Happy nos recomendó mucho a la doctora.


-Sé que es una persona muy reconocida. Pero Tina quiere atención. Sally, tiene celos. Es eso y nada
más. Estoy convencido.

-¿No te preocupa que la doctora Lisle tenga razón?

-No veo ningún indicio de lo que ella dice. Por el modo en que se cuida y se vigila a la niña, es imposible.
Muchas de estas imputaciones de pedofilia son exageradas. La gente interpreta mal acciones
absolutamente inocentes. Me contaron que hoy en día algunos maestros incluso tienen miedo de
abrazar a un niño.

-¡Ojalá tengas razón! -musitó Sally.

-Pues te aseguro que esto no me quitará el sueño. Si algo me da insomnio son los asuntos que
discutimos en la velada.

-¿Ian y tu hermana?

-Sí, y temo que empeorarán antes de resolverse. Ven, cariño, vamos a dormir.

En medio de la oscuridad tibia y silenciosa se abrazaron en el lecho. Por una especie de encantamiento
milagroso, a Sally le pareció que, juntos, ella y Dan sortearían cualquier temporal. Con los labios rozando
la nuca de su esposo, el sueño la venció.

Capítulo tres

Abril de 1 990
En el valle de Sonoma, la tierra desnuda formaba franjas de un dorado opaco, entre hileras de vides que
se extendían hasta el horizonte, como líneas trazadas con una regla sobre una hoja de papel. Hacia
Napa, las colinas se erguían bañadas de verde, y cuando la luz cambió de curso, entreverado con los
inmensos cúmulos en el cielo, se vistieron de negro. En un estanque bajo el promontorio donde se
encontraba Amanda, nadaba una bandada de cisnes, dejando tras de sí una estela que parecía dibujada
con punta de plata. Había llovido, y en la mano de Amanda resplandecía una hoja brillante y
desconocida que arrancó de un arbusto.

-¿Y bien? ¿Qué opinas de todo esto? -le preguntó a su acompañante, Todd.

-¿De su belleza? Es el paraíso, por supuesto -Todd era abogado y ponderaba sus palabras.

Tenía una sonrisa introvertido que le recordaba un poco a su hermano, Dan, aunque no se parecían.
Todd era menos rubio que Dan, y unas gafas de montura delgada le enmarcaban los ojos azules. Su voz
era profunda y sonora. De inmediato, Amanda percibió un titubeo en ella.

-Y entonces, ¿qué tiene de malo?

-Nada, si quieres el espacio para una propiedad comercial: con un viñedo, por ejemplo, recuperarías tu
inversión. Pero para lo que quieres hacer, es una absoluta extravagancia.

-Mi inversión no será en uvas, sino en seres humanos. ¡Si vieras a las jovencitas con las que he podido
trabajar! Prostitutas de catorce años que...

-Eres una mujer maravillosa y tu plan es formidable. Pero éste no es el lugar adecuado.

Con aire petulante, Amanda arrojó la hoja.


-Me decepcionas -lo recriminó, ceñuda.

-Me pediste que viniera a verlo y te diera mi opinión. Si me preguntas, creo que deberías empezar en
una escala más modesta, con una casa de bue tamaño, de unas cuantas hectáreas en alguno de los
suburbios.

-Eso no es lo que deseo.

Cuando él fue al automóvil para telefonear, ella permaneció donde estaba. Al posar la mirada sobre la
tierra, comprendió en qué forma un trozo de terreno puede seducir a una persona. Hizo un rápido
esbozo mental: aquí, en el punto más elevado, se alzaría el edificio principal. Hacia la izquierda, en un
arco, estarían las cabañas, cada una con porche al frente, donde una joven podría estudiar o
sencillamente no hacer nada durante un rato de paz. Para sus adentros, gritó: "Necesito construir aquí y
trabajar aquí; necesito este lugar".

Ansiaba tanto, ansiaba dar de sí misma, anhelaba... sentirse viva. Miró hacia el auto, donde Todd seguía
con el teléfono en la oreja. Al percibir su mirada, él la saludó con un ademán. ¡Si por lo menos estuviera
segura de no perderlo!

Sin embargo, lo más probable era que, como a tantos otros, también lo perdería. Nunca lograba
depender de los hombres. Los atraía su inteligencia, su tupido cabello castaño y la buena figura que le
debía al tenis. Se quedaban un tiempo, se acostaban con ella y después empezaban a alejarse:
inventaban excusa, la visitaban con menos frecuencia, hasta que al fin no volvían.

-Eres fría -le había dicho una vez Harold, después de casi tres años de casados.

Ella lo amaba, pero él, que iba escalando posiciones en una empresa financiera, era muy difícil de
complacer. Amanda se enfrentó con una lista de obligaciones, y una vida diurna con esposas
importantes en importantes comidas de beneficencia y una vida nocturna llena de relaciones en cenas,
la ópera y los clubes. Estas personas se mostraban amistosas hacia ella, quizá demasiado, sobre todo
porque Harold se encargaba de decirles que ella pertenecía a la familia de Grey's Foods.
Amanda detestaba las horas dedicadas a comprar ropa, consultar decoradores y sacudir las colecciones
de porcelana francesa y plata inglesa. Peleaban a menudo. Las relaciones sexuales eran rutinarias,
aburridas y sin goce. Una noche, Harold dijo:

-En realidad a ti no te importa si hacemos esto o no, ¿verdad.

Ella no respondió, porque admitir la verdad hubiera sido definitivo y no quería dar por terminado el
matrimonio. Sin embargo, él prosiguió:

-No creo que sea sólo porque tenemos diferentes gustos. Creo que te falta algo. No lo digo por
lastimarte, Amanda.

Quizá sí tuvieran un hijo, todo cambiaría. Ella deseaba mucho ese hijo, pero él se rehusaba:

-Tú y yo no estamos listos para tener un hijo Juntos. Y creo que la gente no debe tener hijos para
resolver sus problemas.

Poco después, él encontró otra mujer. El matrimonio terminó.

Como el agua que corre, la vida se nos escapa entre las manos. Y Amanda ya tenía treinta y cuatro
años... le sonrió a Todd.

-ESTUVO EXCELENTE -le comentó Todd con entusiasmo-. La mejor cena de la ciudad.

-Me gusta cocinar. Hasta cuando estoy sola, como bien -la mesa junto a la ventana de la sala tenía vista
hacia Nob Hill y el puente Golden Gate que estaba detrás.

-Es una vista digna de tarjeta postal -añadió, señalando el panorama.


Le agradaba el departamento, que había decorado ella misma, desde las paredes y el techo azules hasta
los muebles suecos, sencillos y pálidos, y los tapetes orientales rojo oscuro.

-Tu casa se parece a ti -declaró Todd-. Si me trajeran aquí sin saber de quién es, diría que es tu
departamento.

-¿En verdad? -halagada, quiso saber más-. ¿Por qué?

-Está lleno de sutiles contradicciones, como tú.

-¿Contradicciones? Eso suena horrible.

-No, no. Es incitante. Es como un rompecabezas que uno sabe que al terminar formará un magnífico
cuadro.

-¿Quieres decir que yo no estoy terminada?

-No. Soy yo quien no ha terminado de armar el rompecabezas -respondió él-. Y como ya empezamos,
¿te importaría si continúo hasta el final?

Una sensación de temor le recorrió la espalda. Al mismo tiempo, necesitaba oír el resto.

-Tal vez estoy loco -prosiguió-, pero a menudo siento que, pese a tu gran capacidad y elegancia, no te
gustas a ti misma.

-¿Y qué rayos te hace pensar eso?


-Te contienes. Hay algo en ti que no quieres... que no estás dispuesta a entregar.

Por encima del juego de café, de porcelana azul y blanca, sus miradas se cruzaron apenas un instante.

-Olvídalo. No sé de lo que hablo -se disculpó Todd. Y empezó a caminar por la sala-. Tienes un museo
en miniatura aquí. Este Bonnard es un tesoro, y esa pequeña naturaleza muerta, las uvas verdes... cosas
muy hermosas, Amanda.

-Lo mejor de todo, siempre -afirmó ella, irónica.

-La Fundación Grey hizo una donación muy generosa al museo local hace varios años: seis excepcionales
pinturas primitivas estadounidenses. ¿Qué sucede con tu familia, Amanda? Nunca los visitas, ¿verdad?
Ni siquiera a tu hermano.

-Él me visita. Al principio, cuando me vine a California, lo extrañaba muchísimo. Pero si las personas
están a cinco mil kilómetros de distancia, las cosas pueden... -titubeó- enfriarse, a veces incluso volverse
un poco tirantes. Es triste, aunque cierto.

-Los Grey son muy generosos. Mi hermano fue a un congreso en Nueva York y me contó sobre la
existencia del Centro Grey de Investigación sobre el Cáncer...

-Que me den a mí un poco de su filantropía, para variar -lo interrumpió ella-, para que yo haga mi propia
filantropía. Ya sabes lo que hago. La vez que recogí a esa pobre criatura de la calle, tú la viste: cuarenta
y cinco kilos, escurriendo agua, maquillada como un payaso y muerta de miedo -Amanda se detuvo.

-Sí, la vi -afirmó Todd, serio-. No era mayor que mi sobrina adolescente. Es una tragedia.
-Exactamente, y "Dios mediante", etcétera, etcétera, ahora hay siete jovencitas viviendo con dos
mujeres contratadas, en la casa que alquilé en el centro de la ciudad. Y deberías ver cómo han florecido.
Cinco volvieron a la escuela y una ya tiene empleo.

-Diría que es un récord excelente.

-Me llevé a dos de vocaciones. ¿No te conté? Las llevé de campamento a Yosemite. Creo que la
grandeza del lugar las impresionó, sólo que no tenían el vocabulario para expresarlo. Por la noche,
cuando estaba sola, lloré. Por eso quiero las tierras que vimos hoy.

-Necesitarías millones si quieres lograrlo. Para pagar la tierra, construir y dar mantenimiento. Millones.

-Muy bien. Que me compren mis acciones.

-¿Ya lo discutiste con ellos?

-El mes pasado, con mi primo. La respuesta fue "no". ¿Su explicación?: que no tienen liquidez para
comprar mis acciones.

-Suena lógico -repuso Todd-. Necesitarían una liquidez de veinticinco por ciento, y nadie la tiene.

-Ése es su problema. Que consigan la liquidez. De lo contrarío, le venderé mis acciones al mejor postor.
No dejaré que me mangoneen, Todd -su indignación afloró-. Como están las cosas, los tres hombres, los
primos y Dan, reciben un salario muy alto. Y yo, la mujer, ¿qué recibo?

-Dividendos iguales -señaló Todd de inmediato.

-Quiero mi capital.
-No estás siendo razonable, Amanda.

Ella apenas lo oyó porque estaba viendo el reloj.

-Ya son las siete en el este. Llamaré a mí hermano ahora mismo. Puedes oír en la otra extensión.

-No. Encenderé el televisor -y Todd salió de la habitación.

Al otro lado del país repiqueteó el teléfono. Cuando levantaron el auricular, Amanda oyó el grito furioso
de una criatura y la voz de Dan que decía:

-Llévatela, Sally -y después-: ¿Hola?

Fue directo al grano.

-Dan, ya sabrás por qué te llamo, ¿no es así? Imaginé que me hablarías antes.

-Ya sé que han pasado casi dos semanas, pero... he tenido algunos problemas aquí. Lo lamento -se
disculpó.

El talante sereno de Dan sólo aumentó su exasperación.

-Mi proyecto es importante, Dan. Intento traer vida a donde antes había muerte.

-Es una idea admirable. Pero lamentablemente tú... nosotros... no podemos costearla.
-Yo podría costearla si ustedes me pagaran. Compren mis acciones y se librarán de mí.

-Nadie quiere librarse de ti. Sin embargo, tus exigencias no son realistas. Sencillamente no podemos
comprar tu parte.

-Entonces, alguien más lo hará. Ya tengo algunas cifras estimadas de los banqueros que manejan
inversiones.

-Amanda, ¿en verdad quieres arruinar la empresa?

-No quiero, Dan, pero si es la única manera de conseguir mi objetivo, así será.

-Amanda, tendríamos que vender la mayor parte de nuestra planta para darte lo que quieres. ¿Por qué
tu proyecto tiene que ser tan ambicioso?

-¿Ambicioso? Bonito calificativo para venir de un hermano. Creí que estarías en mi favor, no en mi
contra.

-¡No seas tonta! ¡No estoy en contra tuya! -exclamó-. Entre tú, que quieres comprar un trozo de
California que no puedes pagar, e Ian, que quiere vender una parte del estado de Nueva York, que lleva
dos siglos en posesión de la familia, estoy a punto de volverme loco.

-¿Ian quiere vender?

-Está en tratos con un grupo extranjero que quiere construir una nueva ciudad en el bosque de Grey's
Woods. Pura destrucción. Calles y casas en un bosque histórico. Adiós a los árboles, adiós a la fauna.
Son tierras que deberían pasar a manos del Estado, del público, en sus condiciones naturales.
-Tal vez a ti te preocupen los venados y los árboles. A mí me preocupa más la gente.

-Quizá tengas un objetivo diferente del de Ian, pero en este momento suenas igual que él.

-Vaya, parece que por diferentes motivos Ian y yo estamos del mismo lado.

- Mientras Clive y yo intentamos preservar una gran empresa.

-Y un montón de dinero, según recordarás.

-Dinero que no queremos, según recordarás tú. Jamás esperé esto de ti. Nunca.

-No es algo que yo hubiera querido que fuera así, pero debo ver por mí misma.

-Hablemos en otra ocasión, Amanda. ¿Te parece?

-De acuerdo. La propiedad que quiero es parte de un legado testamentario, y pasarán meses antes de
que se resuelva el asunto. Hasta entonces, tengo la primera opción de compra. Siempre y cuando
consiga lo que deseo, no me importa cómo se haga.

-En verdad debes disculparme, Amanda. Buenas noches -se despidió Dan.

Cuando ella colgó, Todd regresó a la habitación.

-¿Me ayudarás? -preguntó Amanda-. Por favor, encárgate de mi caso.


-¿Cuál caso?

-La demanda. Es inevitable.

-No pensarás demandar a tu hermano, ¿o sí?

-A la empresa. A todos, si no llegamos a un arreglo antes de que esta propiedad salga al mercado y
alguien me la arrebate.

-No, no me encargaré del caso -el pasmo de Todd la sorprendió-. Haces mal, Amanda. Y, haciendo esto,
a la larga te arruinarás tú misma.

-No, si mi abogado es competente.

-Hablo en términos morales. Esto es moralmente incorrecto. Se te ha tratado con justicia. No tienes
bases para demandar.

-Entonces no tenemos nada más qué hablar -concluyó ella con amargura.

Todd tenía la mano sobre el portafolios, que estaba en un baúl cerca de la puerta. "Está esperando
alguna reacción femenina", pensó ella; “un indicio de tierna sumisión, la exigencia de que se vaya o la
súplica de que se quede. Pero eso implicaría una pérdida de autonomía y de todo el orgullo. Sería lo
que los hombres esperan de una. Es en vano. Cuando se acabó, se acabó. No tiene caso prolongar el
sufrimiento".

Él se volvió y, con una expresión mitad reproche y mitad súplica, susurró:

-Cuídate, Amanda. No te desgastes inútilmente.


La puerta se cerró muy quedo detrás de él.

Cuando se fue, ella permaneció inmóvil, sentada junto a la ventana. Repasó su conversación con Dan.
No había tenido intenciones de herirlo. Era la última persona del mundo a quien querría lastimar. Tenía
tanta dulzura. Su hermanito, apenas un par de años menor que ella, pero también años luz más joven.
La mujer que se había casado con él era muy afortunada. Y su mente volvió a ese día: la novia del brazo
de Dan, con la amplia falda y el velo tirado por el viento blanco y lleno de capullos. ¡Que todo sea
bendiciones para ambos!, oró aquella vez.

Pero Dan había dicho que tenía problemas. Sonaba tenso, con los gritos de la niña en el fondo.
Problemas domésticos… ¿un divorcio? No, por favor no. Y todo el asunto de Grey's Woods.

Grey's Woods. Kilómetros de negrura y el viento solitario que aullaba en la ventana toda la noche, toda
la noche... Bruscamente, se puso de pie.

-Hermanito o no -dijo en voz alta-, lucharé por mí. Así tiene que ser.

En ese momento cayó en la cuenta de que lloraba.

Capítulo cuatro

Mayo de 1990

Según había comentado Sally tras la primera consulta, el doctor Vanderwater sí tenía aire de doctor.
Dan pareció divertido.

-¿Y en qué consiste el aire de doctor? -quiso saber.

-Es algo indefinible. Pero me agradó. ¿Y a ti?

-Estaba seguro de que te agradaría. Tiene buena reputación y es un hombre con sentido común, no un
alarmista.

Ahora, sentada otra vez delante del doctor, Sally recordó esas palabras.

-¿Cómo ha estado Tina durante la semana? -preguntó él.

-Fue una semana bastante buena.

-Entonces, ¿le parece que está progresando?

-El domingo pasado hizo una escena terrible cuando unos amigos fueron a ver a Susannah. Alguien le
dijo unas palabras de halago a Tina. Ella no contestó, y cuando un caballero ya mayor le dio una
palmada en la cabeza, gritó y le pateó el tobillo.

Sally tenía una expresión desconsolada.

El doctor asintió.
-No es nada raro. Las reacciones de Tina son un poco extremosas, pero en este momento está en una
fase temporal de intensa ansiedad, porque a su parecer la bebé ha llegado a usurpar su sitio en la
familia. Debemos enseñarle que hay lugar suficiente para las dos.

Sally logró sonreír.

-Entonces, mi esposo tenía razón. Debo confesarle que no estuvo de acuerdo en absoluto con el primer
diagnóstico.

El doctor Vanderwater devolvió la sonrisa con un ligero aire de reprobación.

-Por supuesto, no tengo idea de quién hizo el primer diagnóstico, aunque después de varias sesiones
con Tina no encuentro ningún fundamento para él. Francamente, señora Grey, me preocupa conocer en
mi profesión personas que se dejan llevar por los diagnósticos que están de moda. Damos por sentado
un abuso sexual, por ejemplo, cuando no hay tal, descubriendo un "recuerdo" de algo que ocurrió
treinta años antes, algo que en realidad no ocurrió. Es el empleo equivocado de un concepto muy útil.

-No se imagina cuánto alivio siento -manifestó Sally-. Es como si me quitaran una tonelada de plomo de
los hombros. ¿Quiere seguir viendo a Tina, doctor?

-Por supuesto. Tráigala una vez por semana.

-¿Y mis viajes? Me han pedido que vaya a México para preparar un artículo sobre trabajadores
migratorios. ¿Debo pedirles que esperen un poco más?

-Sí, sería conveniente. Quédese en casa y siga adelante como lo está haciendo. Es usted una buena
madre, señora Grey.

La confianza del doctor Vanderwater era contagiosa. De regreso a casa, Sally encendió el radio y cantó
todo el camino.
-¡Y BIEN, TINA, aquí está! -anunció Clive. Sacaron del establo un diminuto poni hembra, de color
chocolate y crema-. Lo trajeron desde Pensilvania. ¿No es precioso? -apenas podía contener su propio
regocijo por el regalo.

Los ojos de la niña se abrieron desmesuradamente.

-Ten. Toma la manzana y acércasela al hocico -indicó Dan, sujetando la mano tímida de la chiquilla-.
Obsérvame. Siente qué suave es su nariz.

-Está mojada -el poni husmeó la mano de Tina y de pronto tomó la manzana. La niña dio un grito de
placer-. ¡Miren! Yo le gusto. Quiere que le dé de comer.

El corazón de Sally dio un vuelco. La Tina de siempre había reaparecido con su característico entusiasmo
desbordante.

-Por supuesto que le gustas. ¿Quieres que te suba? Está ensillada y lista -señaló Dan.

Clive no cabía en sí de satisfacción.

-Le compré un casco a Tina. ¿Qué tal si damos una vuelta por la vereda? Un par de kilómetros.

-¡Quiero ir! ¡Quiero ir! -gritó Tina.

Dan asintió.

-De acuerdo. Te esperaremos.


Clive montó en su espléndida yegua azabache. Sally y Dan observaron, nerviosos, mientras los jinetes se
alejaban con lentitud. Clive iba erguido y cómodo con las botas y el atuendo relucientes, mientras Tina,
con la espalda igual de erguida, se veía orgullosa con un suéter morado y un casco nuevo de terciopelo.
Cuando por fin desaparecieron por una curva del sendero Dan tranquilizó a Sally.

-No te preocupes. La convertirá en toda una amazona. Ésta puede ser la solución. ¿Te imaginaste que el
poni le gustaría tanto? -De repente, la instó-: Mira hacia arriba, rápido. Halcones de cola roja.

Siguiendo la mano de su marido, Sally vio un rápido desfile en el cielo, que subía, bajaba en picada y se
desplazaba hacia el norte.

-Los verás desde ahora hasta octubre. Van camino de anidar -se volvió para seguir el vuelo circular y
errático-. ¡Qué espectáculo! Oh, Sally, ¿te imaginas talar todo esto para construir calles y centros
comerciales? El solo pensarlo me da náuseas.

-¿Ian ha comentado algo más desde el cumpleaños de Oliver? -inquirió ella.

-No, ni yo. Ambos evitamos el tema. Pero cuando llegue el momento de firmar los papeles tendremos
que hablar. Y no será agradable.

"Un horrible conflicto se cierne sobre todos ellos", pensó Sally. "Aun si los inversionistas extranjeros
retiraran su oferta, queda Amanda. ¿De dónde sacarían el dinero para apaciguarla? Una extraña mujer,
contradictoria y excéntrica..."

EL DÍA DE SU BODA, Amanda aguardaba en los escalones de la iglesia a que salieran los novios. No la
esperaban; se había disculpado antes porque no iba a asistir.

-Cambié de opinión y decidí venir -explicó Amanda-. Me da gusto que te hayas casado con mi hermano,
Sally. Cuando Dan me escribió, busqué tu trabajo, y por tus fotografías afirmo que eres alguien capaz de
sentir compasión. ¡Que Dios los bendiga!
-Pero, ¿no vendrás a la recepción, Amanda?

-No. Tengo que tomar un avión. Volveré a casa de inmediato. Sólo quería verlos.

¡Qué extraño!

-CUANDO NO ES un problema, es otro -decía Sally con amargura al ver la aflicción de Dan.

Él se acercó a ella y la tomó por la barbilla.

-Sally, uno resuelve una cosa y después pasa a la siguiente. Así es la vida. Ya casi hemos dejado atrás la
preocupación por Tina, ¿verdad? Piénsalo. Además, cuando le comenté a Clive que...

-¿Que hiciste qué? ¿Le contaste a Clive lo de Tina? ¡No puedo creerlo!

-Oye, espera un momento. Sólo le...

-¡Hablaste de nuestro asunto más íntimo!

Estaba furiosa.

-Happy ve a la niña a diario en la escuela. Y todo el mundo ha presenciado los berrinches de Tina una u
otra vez. ¿Cuál es el secreto? Al fin y al cabo, queda en familia.

-Familia o no, supongo que no le habrás contado a Clive lo que dijo la doctora.
-Bueno, no exactamente, pero si lo hubiera hecho no tendría importancia. Jamás repetiría una
confidencia. Clive es un hombre honorable.

-Es un inadaptado extraño y patético.

Ahora fue Dan quien se enojó.

-Eso no es justo. Nunca supe que Clive te desagradara.

-No me desagrada. Pero... es raro. Tiene problemas...

-Y por eso lo rehuimos -la interrumpió Dan-. ¿Sólo nos gustan las personas altas, felices y atractivas?

-No quise decir eso y tú lo sabes. Sólo me molesta que le hayas contado lo de Tina. No sabe nada de
niños.

-Pues parece que se lleva muy bien con esta niña -la reconvino Dan-. De cualquier manera, aquí vienen.

La yegua y el poni surgieron del bosque casi al trote. Las trenzas de la niña rebotaban, y el viento le
había enrojecido la carita redonda. Reía.

-Más, más -pidió cuando se detuvieron.

Dan la apeó.

-Dime, ¿te gusta tener tu propio poni?


-Sí, y ya le pusimos nombre. Adivina cómo se llama.

-Princesa -aventuró Sally.

-Cocoa -dijo Dan.

-No saben -se mofó Tina-. Susannah. Se llama Susannah. Sus padres cruzaron una mirada de
desaliento.

-No -objetó Dan-. Así se llama tu hermana.

-Y no podemos tener dos Susannahs -añadió Sally.

-No tendremos dos -replicó Tina-, porque ustedes pronto regresarán a la otra.

-Ya basta -la reprendió Dan con firmeza-. No vamos a devolver a Susannah. Ya te lo hemos dicho mil
veces y tendrás que pensar en otro nombre para tu poni o no podrás quedarte con él.

-Calma -murmuró Sally, apoyando una mano en el brazo de Dan-. Tina, te ayudaré a pensar en un
nombre mucho más bonito para el poni.

-El tío Clive dijo que podía llamarse como yo quisiera porque es mía -Tina hizo un puchero, lista para
romper en lágrimas desafiantes.

-Pero no igual que tu hermana -terció Clive presuroso-. Vamos, no llores. Iremos a la casa grande a
tomar chocolate caliente con dulces de malvavisco, muchos dulces. ¿Sí?
SE ALCANZABA A OIR el tintineo de las tazas de porcelana mientras empujaban el carro del té por el
pasillo hasta la biblioteca de Hawthorne. La cocina parecía estar a un kilómetro de distancia. Sally
pensó que debía de ser muy lúgubre para Clive vivir allí, en aquellos espacios llenos de ecos, cuando
Oliver viajaba tanto.

Clive estaba sentado en una silla baja que le permitía apoyar los pies en el piso. Perdido el aire gallardo
del jinete, se veía no sólo frágil sino enfermo.

Sacó un cigarrillo, encendió un fósforo, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar el humo por la nariz.

-Pobres pulmones -lo amonestó Dan afectuosamente-. ¿Cuándo vas a dejarlo?

-Tal vez nunca -repuso Clive, sonriente-. O cuando el cigarrillo me mate.

Aquel día, Clive se mostraba absolutamente jovial. Muy rara vez actuaba así, sobre todo en presencia de
Ian, pues su espíritu se contraía bajo una coraza. Sus frases lacónicas a veces sonaban bruscas. Y en
ocasiones, según le parecía a Sally, era difícil saber si uno le agradaba o no.

Pero su preferencia por Tina era innegable.

-He estado pensando -les confió Clive- en construirme una cabaña en Red Hill. Estará apenas a unos
cuatrocientos metros de la casa principal, pero me dará intimidad. Siento que necesito un lugar propio,
donde pueda levantarme a las cinco de la mañana sin molestar a papá o a sus huéspedes y salir a
montar. Incluso podría quedarme allí parte del tiempo durante el invierno y conducir todos los días al
trabajo.

-Es un viaje largo -observó Dan.


-Noventa kilómetros por carretera no son nada, y me fascina el silencio del invierno allá. No hay un solo
sonido, ni siquiera pájaros, y en un día tranquilo no se oye ni el aire.

Dan asintió.

-Tú sabes lo que siento por el bosque. Te entiendo, y eso es más de lo que hace Ian con sus planes para
Grey's Woods.

La respuesta de Clive lo sorprendió:

-Ian dejaría una parte. No sería el bosque entero.

-¡Una parte! -exclamó Dan-. ¿Y te parece suficiente?

Clive se encogió de hombros.

-Como quiera papá.

-Pero ya lo oíste. Nos deja la decisión a nosotros tres.

Tina había caminado por la habitación, tocando las cosas, mientras Sally la observaba para evitar que
dañara algún tesoro. Sin pensarlo, se apresuró a rescatar el carrusel de plata.

-Quiero oírlo. Hazlo sonar -ordenó Tina. Cuando Sally se negó, la niña la pateó en el tobillo.

Esta vez fue Dan quien se puso en pie de un salto.


-Oyeme, Tina, ya basta, no creas que vamos a tolerar lo que estás haciendo. Jamás debes lastimar a las
personas. Ahora mismo, ve a sentarte en esa silla y quédate allí hasta que sea la hora de irnos a casa.

-Tina es una buena niña. Ven a sentarte en mis piernas -la instó Clive, complaciente-. Algún día, si te
portas muy bien, quizá el carrusel sea tuyo.

Sally y Dan cruza ron una rápida mirada de exasperación, y Dan protestó:

-No, Clive. Tiene que aprender que...

Pero la pequeña ya estaba en el regazo de Clive, donde se irguió con aire triunfante, regando migajas de
galleta sobre él y en el piso. Clive le acariciaba una de las largas trenzas.

Mortificada, Sally se sentó en el borde de la silla. Pero Dan quería volver al tema que le inquietaba.

-Me sorprende que siquiera consideres la idea de Ian.

-No se trata de lo que yo piense. Es papá. La semana pasada me comentó que tal vez sería conveniente
aceptar el dinero y darle a Amanda lo que quiere. Sería más barato que irse a juicio.

Sally intervino.

-Ha sido un día un poco largo. Tina no durmió su siesta y yo estoy cansada.

Cuando se levantaron para irse, Clive dijo:


-Cuando mi cabaña esté lista invitaré a Tina a dormir. Te llevarás el poni, Tina, pero sólo se le pones un
nombre que papá y mamá aprueben. Una vez tuve una yegua que se llamaba Rosalie. ¿Qué te parece?

-Está bien -dijo Tina con un bostezo.

-Entonces, trato hecho. Rosalie y tú me visitarán en Red Hill.

-¿Sólo Tina y tú? -la voz de Sally traslucía su inquietud- Pero, Clive, ¿quién la cuidaría?

-La esposa del encargado es una mujer muy responsable. No hay de qué preocuparse, Sally.

-Ya veremos.

Salvo por el nuevo poni, no había sido una tarde muy agradable para ninguno. Había demasiadas
medias tintas.

-No quiero que Tina se quede nunca con Clive en la cabaña -murmuró Sally. La niña ya dormía en el
asiento trasero del auto.

-Una aventura así, de un par de días, sería buena para ella. ¿Qué hay de malo?

Los pensamientos de Sally, sórdidos y oscuros, la hicieron que se sintiera perturbada. Se le ocurrió que
eran hasta irracionales. Pero no pudo contenerlos.

-No me gusta el comportamiento de Clive con Tina. ¿Por qué no tiene una compañía propia? Es extraño,
Dan. ¿Te gustó ver a Tina en su regazo?
-¿A qué te refieres?

-No estoy segura. Nunca se le ve con nadie, hombre ni mujer. ¿A dónde va? ¿Qué hace?

-¿Ir? ¿Hacer? ¿Cómo rayos voy a saberlo? No se lo pregunto.

-Tal vez deberías.

-Es obvio que insinúas algo sucio.

-Quizá. Probablemente. No lo sé.

-En verdad, Sally, Clive podrá ser extraño, pero es normal. Yo crecí con él. Vaya si lo sabré.

-Sin embargo, eras un niño cuando tú llegaste aquí y él tenía... ¿cuántos? ¿Dieciséis años?

-Dije que Clive es normal.

Dan estaba enojado y lastimado. Era profundamente leal y ella ofendía su lealtad.

-¿No crees, óyeme y no te enojes, no crees que la doctora Lisle pudo tener razón respecto a Tina?

Dan pegó un salto en el asiento.

-¿Qué dices? ¿Clive? ¿A eso te refieres? Debes de estar volviéndote loca, Rally.
Su reacción la sorprendió.

-Lo siento. Esta tarde se me ocurrió esa idea. Sé que es algo detestable, pero una no puede controlar
sus pensamientos.

-En efecto, es detestable. Acusar a una persona decente, aunque sea con el pensamiento. Mira, ya te
respondió alguien competente, el doctor Vanderwater. Por favor, ya no recuerdes a esa mujer. ¡El
pobre de Clive! ¡Precisamente él!

-Fue sólo una aberración momentánea. Olvida lo que dije, te lo suplico.

-Claro que lo olvidaré.

-¿Hacemos una tregua?

Ya lo olvidé. No hay problema.

Una aberración, sí. Ideas descabelladas. No diría más.

Sin embargo, Sally haría todo lo posible para impedir que Tina se quedara en Red Hill. Tal vez era
absurdo, pero ella era la madre de Tina y tenía que tomar sus precauciones.

Capítulo cinco

A ochenta kilómetros de Scythia, a las orillas de un desolado pueblo de madera, se levantaba un


complejo de construcciones decrépitas: una cafetería pequeña, una gasolinera y el Motel Happy Hours.
Un farol protegía los dos automóviles que estaban en el estacionamiento, y su luz se filtraba entre las
persianas hasta la cama donde dormía Ian Grey. A las diez en punto, la alarma de su reloj de pulso lo
despertó para estar seguro de llegar a casa a una hora plausible antes de la medianoche. Sintió lástima
por perturbar el sueño de Roxanne. Ella tenía una mejilla y una mano ocultas en el cabello castaño
esparcido sobre la almohada. Encima de las mantas descansaba el otro brazo, en el que brillaba un par
de pulseras de oro y diamantes, regalos de él: uno por cada año que llevaban de conocerse. Su nuevo
abrigo de visón estaba acomodado en una silla. Lo usaría, supuso él, siempre que las noches frescas le
dieran la menor excusa para ello. Sonrió para sí. ¡Pequeña vividora ambiciosa! Pero lo amaba. Ella lo
amaba de verdad.

La conocía hasta el último detalle. Sabía toda la patética historia de la muerte de su madre, el segundo
matrimonio de su padre con una mujer apenas seis años mayor que Roxanne los dos nuevos bebés y el
abuelo senil a quien se llevaron a vivir en la casa ruinosa y atestada. Sabía cuánto cuidaba a su hermana
adolescente, Michelle. La familia de Roxanne había trabajado en Grey's Foods durante tres
generaciones. Ella era empleada del departamento de embarques.

Se conocieron junto a la barra de ensaladas de un restaurante, donde los amigos de la joven la habían
llevado a festejar un cumpleaños. Por encima de una enorme fuente de camarones, él se topó con los
ojos más sorprendentes que jamás hubiera visto: negro azabache, profundos como un lago del norte y
con unas pestañas magníficas.

Intencionalmente, él recorrió con la vista el surco de los senos, los bellos hombros desnudos y las
caderas bien torneadas.

Los adorables labios de la joven sonrieron.

-¿Cómo te llamas?

-Roxanne Mélisande.

-¿Meli... qué? Repítelo.


-Mélisande, con acento en la primera e. Es francés.

-Estás bromeando. Tú no eres francesa.

-Tú tampoco -rió ella-. ¿Cómo te llamas?

-Ian.

-También un nombre raro. ¿Cómo se escribe?

-I... a... ene. Escocés.

Como estaban acaparando la fuente de camarones, él tuvo que actuar con rapidez y seguir adelante.

-Cuando vayamos a la mesa de los postres, me formaré detrás de ti. Pásame tu número telefónico.

Por supuesto, la joven lo haría. Era un juego tan emocionante como la ruleta, pero mucho más
divertido.

En ocasiones, Ian se daba tiempo para pasar revista mental a sus mujeres y se preguntaba qué habría
sido de ellas. Roxanne había durado más que las demás, y el simple hecho de imaginarla con otro
hombre bastaba para llenarlo de unos celos furiosos. Se conocía a sí mismo.

También sabía que Happy era una parte permanente de su vida. Se habían casado cuando él apenas iba
a entrar en la universidad. Era cierto que su padre, tan impresionado por el encanto de la joven como
por su familia de rancio abolengo, había insistido en el matrimonio. Pero él se había enamorado de
Happy y todavía la amaba. Ese tipo de amor no tenía nada que ver con el sexo. Las mujeres nunca lo
entendían.
Ya despabilado por completo, se levantó para ir a vestirse al baño. Roxanne se acercó por detrás, apoyó
el cuerpo contra el de Ian y, de puntillas, puso la mejilla contra la de él para formar una imagen doble en
el espejo.

-¿No hacemos una espléndida pareja?

-No está mal -Ian giró sobre los talones y la separó un poco de si-. Me encanta tu atuendo. Las pulseras
son el toque perfecto. Pero vístete. Debo llegar a casa -mientras ella se vestía, él añadió-: Hazme un
favor. Deshazte de esa blusa de satén rojo. Es corriente.

-¡Corriente! ¡Pero sí me costó muy cara!

-No me refiero a eso.

-Claro, supongo que no es del tipo que le gusta a tu esposa.

Pasando por alto el sarcasmo, Ian aclaró:

-No te ofendas. Lo digo por tu bien. Quiero que aprendas un poco sobre cómo vestirte. Eres
demasiado hermosa para no sacarte partido.

Aplacado su enojo, ella aceptó:

-De acuerdo. Te haré caso. ¡Haces tanto por mí y Michelle! La semana pasada le compré algo de ropa.

-Espero que no le hayas contado lo nuestro, ¿verdad?


-Cariño, no le digo todo. Pero es mi hermana y confío en ella.

-¿Cómo explicaste en casa el abrigo de visón?

-Les dije que eran colas de visón y que lo había conseguido en una rebaja. No saben la diferencia -de
pronto, ella empezó a dar de gritos-: ¡Un ratón! ¡Mira! ¡Mira!

-¡No! ¿Dónde?

-Se metió en el clóset. Detesto este lugar mugriento. ¿Por qué tenemos que venir a sitios como éste?
-gimió- Es horrible.

-Lo sé. A últimas fechas, he estado pensando en comprarte un lindo departamento, en algún lugar como
Titustown. ¿No sería magnífico?

-Titustown está a ciento veinte kilómetros de Scythia, Ian. ¿Qué se supone que haga? ¿Dejar mi trabajo?

-Claro. Renuncia.

-¿Quieres que me vaya así nada más y deje a mi hermana en ese antro?

-Puedes enviarla a un internado. Le sentaría bien.

-Entonces yo me quedaría sola en el fin del mundo. Toda la gente que conozco vive en Scythia.
-Está a poco más de una hora de camino. Te compraría un buen auto, el que quieras: un Cadillac, un
Mercedes. Tú escoge.

Roxanne seguía haciendo pucheros.

-Aun así, estaría sola. Me volvería loca.

-No me es posible instalarte más cerca de casa, y tú lo sabes bien -protestó Ian, impaciente-. ¿Qué
quieres?

En ese instante comprendió que se había buscado un pleito.

-Sabes perfectamente lo que quiero, Ian.

Estaba de pie en el centro de la habitación, enfundada en el abrigo de visón.

-Te dije desde el principio que no iba a dejar a mi esposa.

-¿Por qué no? Ya no te satisface; de lo contrario, no estarías aquí. Y no tienes problemas de hijos. Ni
siquiera te ha dado un hijo después de catorce años.

Ella había vuelto a tocar la cuestión tabú. Él repuso sereno y aunque terminante:

-No hables de mi esposa.

Hasta dos o tres meses antes, ella se conformaba con las cosas como estaban, pero de pronto, el
matrimonio se convirtió en un tema fundamental.
-Si te importara mi futuro... ¿Qué va a ser de mí? Ya llevamos dos años, yo me estoy haciendo mayor y...

-¿Tienes veintidós años y hablas de hacerte mayor? Toma cada día como viene. Disfrútalo, igual que yo.

-Para ti es fácil hablar. Tú tienes seguridad. Ahora mismo volverás a tu mansión.

-No es una mansión; es una casa. Vamos, Roxanne, dejemos esto en paz. Hoy la pasamos muy bien y
hay toda una vida por delante. ¿Qué tal si nos vemos el martes? No, es demasiado pronto. No puedo
inventar tantas reuniones seguidas por la noche. ¿Qué tal el viernes?

-No, el viernes no. No nos veremos el día que tú elijas tan sólo por tu esposa.

-Te amo, Roxanne. ¿Qué necesita hacer un hombre para demostrarle a una mujer que la ama?

-Casarse con ella.

Ian se sentía más frustrado a cada momento.

-No me consideras lo bastante buena para tu familia. Eso es lo que pasa, ¿verdad? El hijo del magnate
filántropo se casa con Rosemarie Finelli, sí, Rosemarie Finelli, la hija de Vin Finelli, un vecino común y
corriente que vive en la Dugan Street. Por supuesto, no te atreverías. Le tienes miedo al estirado de tu
padre.

Ian se sintió ofendido. Ella podía decir lo que quisiera de él, pero no de su padre.
-Bueno, mi querida Roxanne, si esta clase de reproches hace que te sientas mejor, continúa. Por mi
parte, yo ya oí suficiente por esta noche -se puso la chaqueta y abrió el picaporte-. ¿Te parece bien el
viernes?

-Primero respóndeme. Estoy harta de vivir en el limbo. ¿Vas a divorciarte de tu esposa algún día?

Lo encaró furiosa, echando chispas por los ojos. Ian no se sintió intimidado. En pocos días estaría otra
vez en la cama con él, porque estaba tan loca por él como él por ella.

-No voy a divorciarme de mi esposa -declaró él, concluyente-. Y no quiero que vuelvas a mencionar el
asunto.

-¡Entonces, vete al demonio! Y no me llames nunca. ¡Nunca!

Ella pasó de prisa junto a él y subió a su auto. Él permaneció observando mientras el vehículo
protestaba, tosía, traqueteaba y se alejaba con gran rapidez. Entonces se dirigió a casa con un
sentimiento de soledad que lo invadió como la niebla. ¡Qué manera de terminar una velada que había
empezado tan alegremente, con una canasta de finos bocadillos y una botella de champaña Veuve
Clicquot!

Cuando subía por la larga colina que dominaba la ciudad, ya muy cerca de casa, sintió una palpitación
nerviosa en el pecho. ¿Todavía confiaba Happy en él? Una vez, hacía mucho tiempo, él se había portado
con descuido. Ella se enteró y quedó desolada. Genuinamente arrepentido al verla sufrir, le prometió
que jamás volvería a ocurrir. Durante un tiempo así fue. Pero comola vida es corta y el mundo está
repleto de mujeres hermosas, tuvo que faltar a su promesa.

Quizá Happy sospechaba de las excusas, y sencillamente había decidido fingir que no lo sabía y aceptar a
Ian tal como era. Después de todo, ella lo amaba y su vida en común era agradable.

Salvo por la falta de un hijo. Como Happy ya tenía treinta y cinco años y el hijo no llegaba, él no se
permitía a sí mismo sufrirlo como ella, en el corazón, en silencio.
Incómodo por tener que enfrentar la mirada de Happy al llegar, abrigaba la esperanza de que ella
durmiera. Pero en cuanto rodeó la glorieta en el camino de entrada supo que no era así; la habitación
estaba a oscuras y la planta baja encendida. Guardó el automóvil en la cochera y entró.

-¿Eres tú, cariño? -Happy llegó a la puerta de la sala con un libro en la mano-. Esa junta duró una
eternidad. Ya empezaba a preocuparme.

-Un tipo enamorado de su propia voz tardó una hora en explicar algo que podía haber expresado en diez
minutos -la besó-. Lindo perfume. ¿Es nuevo?

-Lo he usado al menos durante dos años -rió ella-. ¿Tienes hambre? Supongo que no cenaste.

-Gracias. Sí cené.

"Paté y champaña", pensó.

-Entonces, toma algo de postre. Horneé unos pastelillos de chocolate.

Ian era goloso y, como era delgado, podía permitírselo.

-Suena bien. ¿Te ayudo?

-No. Tú siéntate y ponte cómodo. Has tenido un día largo y pesado. Yo los traeré.

Ella puso la bandeja en una mesa entre los dos sillones de la sala. Él la observó. Iba ataviada con una
bata de casa de seda rosa. El cabello claro le caía suavemente, tan natural como el de una niña. Era
limpia, saludable.
-¿Qué miras?

-A ti. Eres una mujer adorable, Elizabeth Grey.

-Gracias -repuso ella, sonriente.

-¿Cómo te fue en la escuela?

-Hoy estuvieron allí los contadores. Estamos en francos números negros Y tuvimos que cerrar las
inscripciones para el año próximo. Los grupos se llenaron.

Sonaba orgullosa. Había aprendido una profesión y logrado el éxito sin más guía que la suya propia.

-Estoy orgulloso de ti. Muy orgulloso -comentó él.

Se sentaron y conversaron hasta que Happy señaló que era tarde y debían irse a la cama.

Habían pasado dos semanas desde la última vez que hicieron el amor. Algo en su actitud cuando dijo
"cama" sugirió que quizá pensaba lo mismo. Era una mujer sana y vigorosa.

-Vamos arriba -repitió Happy.

Él la tomó por la cintura y se dirigieron a la escalera. Eran el uno para el otro. Pero también estaba
Roxanne, una delicia de la que Ian no podía prescindir. ¿Por qué había de sentir algún conflicto o algo
que no fuera placer en diferentes formas con estas dos mujeres distintas? No tenían nada que ver una
con otra. Nada en absoluto.
ESA MISMA SEMANA, Ian recibió una llamada telefónica de padre a la oficina.

-Cuando vengas a casa, pasa por aquí. Necesito hablar contigo -era una orden, no una petición.

Oliver terminaba su cena solitaria cuando entró Ian.

-Siéntate. ¿Quieres café?

-No, gracias. Todavía no he cenado.

Ian estaba frente al retrato de su madre. Lo inquietaba de un modo vago. Lo que recordaba de ella era
su gentileza, un espíritu luminoso del que aún hablaban todos los que la conocieron. Y, sin embargo,
había algo más... ¿Tristeza?

-He oído cosas de ti que no me gustaron -empezó Oliver.

Ian, que sintió una oleada de calor hasta el cuello, respondió:

-No tengo idea de qué hablas.

Oliver se sirvió crema, movió el café, se llevó la taza a los labios y miró a su hijo por encima de ella.
-Te han visto en moteles de la autopista, en los lugares donde la gente va a ocultarse. Comentarios
casuales, del tipo de "por cierto, vimos a su hijo..." Como al descuido. O no tanto. ¿Ahora sabes a qué
me refiero?

-Sí, lo entiendo, pero no es cierto. Yo nunca...

Oliver levantó la mano.

-Basta, Ian. Algún día yo también tuve tu edad, y no hay nada nuevo que tú puedas decirme sobre la
juventud-. La diferencia entre nosotros es que yo dejé todo eso cuando me casé con tu madre -Oliver se
volvió en su silla para mirar el retrato-. Le fui totalmente fiel y no lo lamenté ni un solo momento.
Tienes una linda esposa. ¿Por qué buscarte problemas? Madura un poco, Ian. Lo digo en serio.

Era humillante, a los treinta y cinco años de edad, que su padre lo reprendiera como a un escolar. Ian se
puso de pie.

-Lo tendré presente -ofreció-- ¿Eso era todo?

Oliver lo miró.

-Sí, eso era todo. No es agradable para mí decírtelo, pero es por tu propio bien. Supongo que no
estarás molesto conmigo.

-En absoluto. Buenas noches, papá.

“Sí", pensaba camino a casa, "sin duda papá fue joven algún día, pero él no es yo, y él no siente el mismo
gusto que yo por la vida, como tampoco lo siente el pobre tonto de Clive. Ni Dan. Dan tiene otros
placeres. Imposible imaginarlo en ese motel. Dan está enamorado de Sally... y de los árboles.
"Ahora bien, ¿cómo enfrentar la situación? No quiero estar en malos términos con papá, pero tampoco
pienso terminar con Roxanne. De ningún modo. Un departamento... ¡sí! Esa es la solución. Un lugar
confortable donde podamos vernos con intimidad. Lo arreglaré como un pequeño palacio. A ella le
encantará".

Capítulo seis

Junio de 1990

De camino a casa, luego de reunirse con el doctor Vanderwater sin Tina, Sally se sentía más serena.

-Muéstrese tranquila con la niña -le insistió el doctor-. La tensión se contagia, de modo que si ella
quiere decirle algo, eso la cohíbe. Para que la niña se relaje, usted tiene que estar relajada. En la casa
debe existir un ambiente apacible.

Por supuesto, eso era obvio. Y su hogar era un sitio alegre, de juegos y canciones, de rimas infantiles e
historias del tierno osito Winnie Pooh.

-¿Nota usted la mejoría? -le había preguntado el doctor.

De hecho, no estaba segura. La semana anterior, en una fiesta de cumpleaños, Tina se había
comportado como la invitada modelo, así que quizá, en efecto, iba mejorando.

-Está jugando arriba -le informó Nana cuando Sally entró en la casa. De la amplia sala de estar surgía el
tintineo de un vais. Sobre una mesa en el centro de la habitación estaba el origen de la música: el
legado, el valioso carrusel de plata.

-Pero, ¿qué...? ¿Qué hace el carrusel aquí?


-¡Es para mí! -gritó Tina, fascinada-. ¡Para mí!

-Cariño, no puede ser tuyo. Esto no es un juguete.

Y en efecto no lo era. Sally lo observó con detenimiento. Entre los caballos que subían y bajaban no
había dos iguales. Al trote o corveteando, con las cabezas erguidas o agachadas, podían haber sido obra
de Cellini. Sólo un experto sería capaz de tasar el valor de semejante pieza.

-¿Quién lo trajo? -preguntó Sally.

Nana solamente acertó a decir que lo había llevado el chofer de Hawthorne. La gente de la casa
principal creía que el señor Clive había ordenado que lo llevaran.

Clive fue lacónico cuando Sally lo llamó a la oficina.

-Es un regalo de la casa. No sé más, Sally.

-Pero, ¿qué se supone que vamos a hacer con él? -preguntó Sally-. Tina piensa que es para ella.

-Es un regalo. ¿Por qué tanto lío? Debo colgar, Sally. Tengo otras llamadas esperando.

Durante el resto de la tarde, Tina jugó con el carrusel, haciendo sonar una y otra vez la pieza musical El
Danubio azul. Fue imposible apartarla de él.

Ta ra ra ra ra, ra ra...
Era insoportable y Sally se refugió en su habitación. La luz de la contestadora automática parpadeaba
frenéticamente. Sally estaba segura de que era un mensaje de Dora Heller, editora de una importante
revista. Sería su tercera llamada en una semana para hacerle el ofrecimiento quizá más tentador que
jamás recibiera: una serie de fotografías de un gran escritor de casi noventa años y reconocido en todo
el mundo. Había que fotografiarlo en su casa, cerca de Atlanta. En síntesis, necesitarían a Sally durante
una semana. Se sintió abatida.

Tomó el teléfono y marcó el número. En el otro extremo de la línea, la voz de Dora sonaba casi
incoherente.

-¡Sally! Estoy esperando tu respuesta. Debes aceptar.

-Lo siento. Tengo algunos problemas aquí y no puedo viajar.

-Espero que no estés enferma.

-No. Es nuestra hija la que tiene problemas y… en verdad no puedo. Por favor no insistas, Dora.

-Bueno, será otra vez.

Ta ra ra ra ra, ra ra...

-¿Qué sucede aquí? -preguntó Dan, que entró con la corbata floja y colgada sobre el hombro. Ella se dio
cuenta de inmediato que estaba en uno de sus raros momentos de mal humor-. Dime, ¿qué hace aquí
esa cosa?

Cuando Sally respondió, él añadió:

-Pero vale una fortuna, y Tina va a descomponerlo.


-No creo que lo haga, aunque debo confesar que El Danubio azul está volviéndome loca. Ya se cansará
de él -dijo un tanto desanimada-, y entonces lo esconderemos en algún lado o intentaremos devolverlo
cortésmente.

-Ese vals me volverá loco a mí también -dijo Dan. Llamó en voz alta-: Tina, por favor apaga esa cosa.

-No. A mí me gusta.

-Sí, pero a nosotros no. Apágalo -ordenó Dan con firmeza.

-Dije que no.

Al ver que Dan cruzaba el pasillo hacia la sala, Sally optó por seguirlo.

-Tómalo con calma, Dan. Ya sé que estás cansado y preocupado, sin embargo...

-Sin embargo, ¿qué?

-Sólo quería decirte que ha tenido un día bastante bueno.

La niña estaba apoyada con los codos en la mesa, como hipnotizada por el carrusel. Dan apagó la
música. Tina profirió un grito y le dio un puntapié en el tobillo.

Dan la levantó.

-Óyeme bien, Tina. No debes patear ni golpear. Ya tienes cinco años y entiendes perfectamente que...
La niña lo pateó en una rodilla.

-¡No me toques! ¡Te odio! ¡Bájame! -dando chillidos, salió de la habitación y corrió escaleras abajo.

Los padres se miraron en silencio. Dan se veía estupefacto.

-Dan, no te odia.

Él frunció el entrecejo.

-¿Crees que no lo sé? Pero, ¿acaso hice mal? ¿Debemos dejar que se salga con la suya, sea lo que sea?
Ella maneja nuestras vidas. ¿No te das cuenta? Condescendemos a todos sus caprichos; le tenemos
miedo. Ahora voy a bajar para hablar con ella. No te preocupes. No voy a perder los estribos con una
niña.

-Por favor. No es el momento. Regresa a nuestra habitación y dime qué problema tuviste hoy. ¿Qué
sucede? ¿Es Ian otra vez?

-¿Acaso un hombre puede cambiar de personalidad de la noche a la mañana? Durante las últimas dos
semanas, Ian ha estado imposible.

En ese momento sonó el teléfono.

-No estoy -dijo Dan-. Sea quien sea, le llamaré más tarde. Con la mano sobre la bocina, Sally susurró:

-Es Ian, en una conferencia triple con Amanda.


Dan tomó el teléfono. Se dejó caer pesadamente en la orilla de la cama y escuchó, encorvado. Después
dijo:

-Lo sé, Amanda. Ya dejaste en claro tu postura.

Desde el otro lado de la habitación, Sally oyó una voz femenina y voluble.

-Ya sé por qué quieres el dinero -prosiguió Dan-, y estoy de acuerdo en que es para una buena causa. El
problema es que no lo tenemos. Nuestros banqueros lo dijeron llanamente.

La conversación prosiguió. Dan golpeaba con el pie izquierdo en la alfombra.

-Sí, Ian, si vendemos el bosque le pagaríamos su parte a Amanda. Pero yo no quiero vender, y no sé
cuántas veces tendré que repetirlo.

"Ian no cambiará de opinión", pensó Sally, y recordó sus comentarios cínicos de que Dan estaba
enamorado de los árboles.

-Clive y yo no podemos administrar la empresa solos. Es demasiado grande. Y si quiebra, ¿tienen alguna
idea, sin pensar en nosotros, de lo que le pasará a esta comunidad? -una pausa-. Sí, estoy consciente de
que das mucho dinero a obras de beneficencia -hablaba en tono sarcástico-. Y no te pido que sacrifiques
nada de lo que tienes, sólo que no te empeñes en conseguir más cuando hacerlo sería perjudicial para
tanta gente.

Hubo un barullo de voces, audible para Sally aunque ininteligible, como si Amanda e Ian hablaran al
mismo tiempo. De pronto, Dan interrumpió:
-No sé qué mosca les picó a los dos. Por supuesto que no quiero un pleito. Me gustaría que habláramos
con Oliver... sí, ya lo oí decir que no quiere opinar al respecto, pero... de acuerdo, entonces vamos a
pedirle a Clive su opinión... Ian, ¿no podemos guardar cierto orden? ¿Amanda? Habla un poco más
fuerte, Amanda, no te oigo... ¿Qué? ¿Amanda colgó? Sí, soy muy terco, y tú también... Yo tampoco sé
cómo arreglármelas contigo, Ian...

De repente, Dan dejó el auricular.

-Ian me colgó el teléfono.

-Pobre Dan. ¿A dónde va a parar todo esto?

-Se resolverá de algún modo. No van a derrotarme, Sally, aunque en este momento así parezca.

-Happy está muy preocupada por Ian. Dice que ha estado de un humor espantoso durante las últimas
semanas. Ni ella misma lo reconoce.

-Así se pone de vez en cuando -señaló Dan-. Ven, vamos a comer algo. Ha sido un día de perros, pero
aun así tengo hambre.

Capítulo siete

A las seis y media, Roxanne vació una bolsa de pollo frito en dos platos de cartón y le entregó uno a
Michelle. En la vieja mesita entre las camas gemelas había un paquete de seis Coca Colas y una caja de
donas.

-Ten. Es mejor que comer con la tropa allá abajo. Pa' anda de mal humor, los niños están peleándose y
yo estoy harta de todos. Su mirada se detuvo en la alfombra verde luida delante de su tocador y paseó
de la alacena barata de Michelle, barnizada de amarillo y sin una manija, a las cortinas desteñidas de la
única ventana. Frunció el entrecejo.
-Este lugar es una verdadera pocilga -sentenció, sorprendiendo a Michelle-. Quiero largarme de aquí.

-Podrías arreglarlo.

-¿Cómo?

-Bueno... -la muchacha le dirigió a Roxanne una sonrisa elocuente- podrías conseguir el dinero para
hacerlo.

-Eso crees tú.

-Volvió a llamar. Es la cuarta vez desde el domingo.

-Gracias. ¿Dijo algo?

-Sólo "¿Está Roxanne?" Le contesté lo que me pediste: "No está en casa y no sé a qué hora regrese".

-Bien. Está volviéndose loco, pero se lo merece.

-¿Qué hizo para que te enojaras tanto?

-No quiere casarse conmigo. Eso fue lo que hizo. Y ya no voy a dejar que me use. Sólo una tonta
seguiría indefinidamente con una relación que puede terminarse cuando al tipo se le dé la gana.
Departamentos, autos, todo lo que te regale puede quitártelo en dos segundos y te quedas tal como
estabas, sólo que más vieja. No, estoy harta.
Hizo un ademán brusco y el plato se le resbaló, dejando caer una pierna de pollo grasosa y un montón
de ensalada de col sobre la colcha. El accidente la hizo perder el control y rompió a llorar.

-En verdad lo amaba. Yo lo hacía feliz. No era por el dinero. Tal vez pienses que sí, pero yo lo amaba...

Alguien llamó a la puerta. Después, sacudieron el picaporte.

-Abran la puerta.

-Déjame en paz, abuelo. Estoy ocupada -dijo Roxanne.

-Lleva toda la tarde bebiendo.

Michelle abrió la puerta. El rostro patético de un anciano ebrio les sonrió desde el umbral.

-Sólo quería verlas. Aquéllos otra vez volvieron a las andadas. Como para darle la razón, por las
escaleras se oyó la habitual discusión estridente entre Pa' y su joven esposa.

-No me dieron de cenar.

-Dale una pieza de pollo, Michelle. Tómala y vete, abuelo. Anda, pórtate bien.

Michelle cerró la puerta con seguro. Roxanne refunfuñó:

-Esto parece una casa de locos. Tenemos que salir de aquí. Michelle miró a su hermana con interés.
-¿Cómo? -preguntó.

Roxanne meditó unos segundos antes de responder:

-Mira en mi lado del clóset, junto a la pared.

-¿Estos pantalones de color café?

-Son pantalones de montar. ¿Acaso no los reconoces? Ahora, mira el piso.

-Unas botas.

-Son botas de montar. Tu hermana se convirtió en amazona -explicó, acentuando cada sílaba-. ¿Qué te
parece?

-No entiendo. Tú no sabes nada de caballos.

-No sabía nada hasta hace dos semanas, pero te sorprendería lo rápido que una puede aprender cuando
se esmera. Siéntate y te contaré. La cuestión es ésta. Él tiene un hermano. El hermano, que se llama
Clive, está loco por los caballos. Cuando no está trabajando o dormido, está montado en un caballo. De
manera que una noche, mientras pensaba aquí acostada, tuve un momento de inspiración. ¿Por qué no
buscar al hermano? Decidí ir a la academia de equitación cerca de la casa de los Grey y tomar una clase.
Pensé ir en domingo; si este tipo es tan aficionado a montar, ¿no era lógico encontrarlo allí el domingo?
Entendí bien las explicaciones y estaba lista para alquilar el caballo para otra lección, aunque el
instructor me dijo que ya tenía su tiempo comprometido. Y en ese preciso momento apareció Clive
Grey. ¿Puedes creerlo? Es un tipo bajito, sin ningún atractivo, y está quedándose calvo. Jamás
pensarías que son hermanos -se quedó pensativa un momento-. Ha de odiar a Ian. Como sea, me
ofreció: "Puedo darle una lección con mucho gusto". Y así empezó todo. Ya hemos salido juntos cinco
veces: dos domingos y tres tardes después del trabajo, mientras todavía hay luz.
-Mmm... -murmuró Michelle-.Y ¿qué sigue?

-Lo que yo quiera. Puedo hacer que pase lo que sea. El tipo se prendó de mí.

Roxanne fue a sentarse en la cama de Michelle y la rodeó fraternalmente con un brazo.

-Quiero cosas lindas para ti. No deseo que crezcas y acabes trabajando en Grey's como todos nosotros.
Quiero mandarte a un buen internado. Él estaba dispuesto a enviarte.

-Parece que obtuviste muchas ideas de él. Y, por supuesto, ahora piensas que este otro hermano las
hará realidad, ¿no es así?

-Sólo si consigo que se case conmigo, y estoy segura de que podré -hizo una pausa-. Esa será la sorpresa
de la vida para Ian.

Una idea repentina hizo que Roxanne diera un salto y fuera hasta el clóset.

-Toma, tengo unos zapatos nuevos para ti. Sólo me puse estos negros abiertos una vez. Son un poco
angostos para ti, pero te los pueden ahormar. Y estos blancos del verano pasado están nuevos. Te los
regalo.

-¿Por qué haces esto?

-Porque le saco media cabeza -Roxanne sonrió-. Así que de ahora en adelante sólo usaré zapatos de
tacón bajo. Por cierto, te pido que por favor cuides tu lenguaje cuando venga. Me llevará al cine el
sábado.

-¿Vendrá por ti aquí? ¿A esta pocilga?


-No le importa. Esas cosas le son indiferentes.

DESPUÉS DEL CINE, fueron a cenar.

-Hay un muy buen restaurante en Summer Street -sugirió Clive-, Christie's. Tiene una excelente barra de
ensaladas, langosta, camarones gigantes y los mejores postres de la ciudad. ¿Qué te parece?

-Me encantaría. Sólo hay un problema. Un ex novio mío va allí con frecuencia y sería muy incómodo
encontrármelo. ¿Te importa si yo escojo un lugar?

-Por supuesto que no. Sólo dime dónde.

En el gran letrero luminoso a un costado de la carretera, a varios kilómetros de la ciudad, se leía BOBBY
´S BAR AND GRILL, y Roxanne señaló:

-Aquí cenaremos bien. Tienen buenos filetes, si se te antoja comer carne.

-Pensé que iba a llevarte a un lugar más elegante.

-Ya sé que parece modesto; sin embargo, lo importante es la comida, ¿o no? Y la compañía -añadió,
obsequiándole el cálido destello de su sonrisa.

La luz era azulada, aunque no tanto como para ocultar el brillo de los ojos y los dientes de Roxanne, o el
destello del medallón de fantasía que le colgaba del cuello, sobre la blusa de satén rojo.
Un intenso aroma de flores se esparció sobre la mesa.

-Me gusta tu perfume -dijo Clive.

-¿En verdad? Es francés. Es mi única extravagancia. Cuando lo uso, me hace sentir feliz.

-Supongo que te sientes feliz casi todo el tiempo.

Cuando ella se inclinó un poco hacia él, el medallón se columpió hacia afuera, revelando apenas un
centímetro, un atisbo, del surco entre los senos.

-¿Eso crees? ¿Qué te hace suponerlo?

-Todo. Por ejemplo, lo rápido que te aficionaste a montar.

-Sí, me gustó mucho. Es decir, me gusta. Te sientes tan libre al montar entre el viento... Debe de ser
maravilloso tener tu propio caballo, el mismo todos los días. Supongo que llegas a conocerlo, y él a ti,
casi como amigos.

-Así es -reconoció Clive, serio-. Quizá algún día tengas tu propio caballo.

-Eso espero. ¿Qué tal tu filete?

-Sabroso. En su punto. La estoy pasando muy bien, Roxanne.

Roxanne señaló una pareja en la pista.


-Míralos nada más. ¿No son formidables? Quisiera bailar tan bien como ellos. Me fascina bailar
-declaró, llevando el ritmo con un pie.

-Me encantaría complacerte, pero la verdad es que casi nunca bailo. Temo que te pisaría.

-Me arriesgo.

-Además, soy demasiado bajo para ti.

-¿Qué importa la estatura para bailar o para cualquier otra cosa? Napoleón era bajito, y las mujeres
enloquecían por él. Ven, vamos a bailar. No hay ningún paso especial. Sólo muévete con la música.
Obsérvame.

Roxanne era ágil y flexible; zapateaba con fuerza siguiendo el ritmo, además, movía con
despreocupación y gracia las caderas y los brazos. Lo alentó:

-Bien hecho, Clive. ¿Quién dijo que no sabías bailar? -y sonrió-. ¿No es divertido?

Lo era. Allí nadie lo conocía. Nadie iba a murmurar sobre lo tonto que se veía, dando saltos y vueltas
con su traje formal azul marino y su corbata a rayas, mientras la música le retumbaba en los oídos. Se
sintió más vivo que nunca. Era agradable dejar de lado las inhibiciones.

De pronto empezó a toser. El acceso lo acometió durante una vuelta, lo hizo perder el equilibrio y lo
obligó a sentarse, jadeante, hasta que le lloraron los ojos. Alarmada, Roxanne lo siguió.

-¿Estás bien?
El asintió, todavía incapaz de hablar, y señaló el cenicero lleno de colillas.

Cuando al fin la tos cedió, ella lo reconvino:

-Oye, deberías dejar de fumar.

-Eso me dicen. Toda mi familia me lo repite sin cesar. Sé que tienen razón, pero detesto que me
sermoneen.

-De acuerdo. No volveré a mencionarlo -lo miró muy seria-. Sólo tienes a tu padre y varios hermanos,
¿verdad?

-Un hermano. Y un primo que creció con nosotros, de modo que es como un hermano.

-Qué bonito. ¿Y todos se llevan bien?

-Bastante, aunque ellos no son como yo. O tal vez debería decir que yo no soy como ellos. Soy una
nulidad. Ellos no. Especialmente mi hermano. Es atractivo, popular, viaja, apuesta, se divierte. No es
como yo.

Roxanne tendió una mano sobre la mesa y tocó la de Clive.

-Pero yo he oído hablar maravillas de ti, de tu habilidad para las matemáticas, de que podías ser maestro
de Harvard...

-¿Quién te dijo eso?


-Yo... La gente de la compañía dice cosas -respondió ella con premura-. Hasta en el departamento de
embarques se oye hablar de los ejecutivos. Comentarios inofensivos. Y respecto a ti, cosas muy
halagadoras.

-Eres muy dulce, Roxanne. Contigo me siento como en casa, como si llevara mucho tiempo de
conocerte.

-Me da gusto, Clive.

-Espero poder verte con frecuencia.

-Cuando quieras. Me sentiré honrada.

-¿Te gustaría dar un paseo por el campo mañana? Te mostraré la cabaña que estoy construyendo en los
terrenos de mi padre en Red Hill.

-Pero... No quisiera ir si alguien de tu familia está allí.

-¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

-No sé. Me sentiría incómoda, es todo. Sólo iré si me prometes que no habrá nadie más allá.

-Te lo prometo. Papá está en Boston e Ian tiene una boda.

-Entonces, está bien. Iré. Me encantaría.

-De acuerdo. Pasaré por ti a las doce.


YA HABÍAN TERMINADO los cimientos y dos paredes, cerca de una hilera de robles que tenían unos cien
años.

Clive le describió la casa que había diseñado.

-No es nada del otro mundo, apenas un rincón que sea sólo mío. Podré ir y venir cuando me plazca y
hacer lo que yo quiera. Habrá una habitación muy amplia con una chimenea de piedra en cada extremo,
una cocina pequeña, un minúsculo dormitorio para mí y otro para huéspedes. Y, cuando la termine, mi
prima Tina será la primera invitada. Mi linda prima Tina -y Clive sonrió, disfrutando de su pequeño
misterio-. ¿No me preguntas quién es Tina?

-¿Debería preguntar? Muy bien, cuéntame de ella.

-Tiene cinco años y ya le encantan los caballos.

Roxanne preguntó dónde estaban los potros.

-Los establos están en la casa de papá, a dos minutos a pie. Ven, te enseñaré.

El angosto sendero conducía a un promontorio cubierto de hojas secas. Él la observaba de reojo; no


quería que lo descubriera mirándola. Con pantalones vaqueros y una camisa, le pareció todavía más
atractiva que la noche anterior, vestida de satén rojo. Nunca había visto a un ser humano tan rebosante
de vida.
En lo alto del promontorio se abría un claro, un círculo amplio y plano rodeado de bosque. Allí, en el
extremo de un jardín de flores muy cuidado, se alzaba majestuosa la casa, construida de troncos, pero
con el aire inconfundible de una mansión.

-¡Vaya! ¡Mira nada más! -exclamó Roxanne, impresionada.

-A decir verdad, prefiero la que estoy construyendo.

Ella negó con la cabeza.

-No. Yo me quedaría con ésta sin pensarlo.

-Me parece lógico. Lo entiendo.

Él lo entendía todo: su natural admiración por la riqueza, así como su disposición para estar con él allí
ese día.

-Si ya viste suficiente, pensé que tal vez te gustaría ir más allá de Mount Bliss y cenar en una pequeña
posada campestre.

-Santo cielo, ¿con esta ropa?

-Estás perfectamente vestida para el lugar. Créeme.

-Bueno, acepto. Me parece espléndido.


"Supongo que si la invitara a saltar de un paracaídas, me diría que le parece espléndido", pensó Clive
para sus adentros. Cuando esta idea lo hizo reír, con una risita nerviosa, ella le preguntó de qué se reía.

-Eres muy gracioso -dijo ella cuando él le contó-. Gracioso en el buen sentido de la palabra. Me figuro
que tienes mucho sentido del humor.

-Me río por dentro -respondió él-. ¿Me entiendes?

Ella pareció casi triste.

-Sí, lo entiendo. Así me siento a veces cuando estamos cenando y todos discuten sobre alguna
estupidez. Tengo que reírme de ellos, pero me lo guardo porque no entenderían. Supongo que por eso
me gusta estar fuera de casa.

-En mi caso es distinto. En casa sólo estamos papá y yo, y nos llevamos bien.

Roxanne comentó:

-Ayer, cuando dijiste que te parecía como si me conocieras desde hace mucho, me di cuenta de que
siento lo mismo. Anoche me quedé dormida pensándolo.

Clive se sentía muy feliz. Nunca antes había tenido una conversación tan franca e íntima con una mujer,
ni con un hombre tampoco, para el caso. Al mostrarse ante las personas, uno se vuelve vulnerable.
Cada vez que entraba en una habitación atestada, las mujeres altas y bien vestidas lo miraban como si
fuera un monstruo. Sorprendentemente, esta chica no lo hacía sentir así.

Su franqueza era natural: amable y sin ambages. "Napoleón era bajito". ¡Se sentía tan feliz!
El restaurante estaba casi vacío. El mantel de algodón estampado, la botella de un tinto barato de
Californía puesta sobre la mesa y el mostrador con tartas hechas en casa le daban un ambiente familiar
y acogedor. Era su segunda velada juntos; dos noches seguidas. Clive se permitió imaginar que aquello
sucediera todas las noches.

Se terminaron la botella entre los dos. Roxanne estaba ruborizada y tuvo un ataque de risa. Por fin,
dijo:

-Toma. Termínate mi copa. Yo no puedo más.

Las carcajadas atragantaron a Clive y le provocaron un acceso de tos. Lo sorteó con un mínimo ruido y
después, para relajarse, prendió un cigarrillo.

A través de la ventana, el Sol poniente encendía tonos cobrizos en el cabello de Roxanne y provoco un
reflejo cegador en el medallón de fantasía. La noche anterior, Clive había reparado en las pulseras: un
par de pulseras de oro y diamantes que le sentaban bien. Por supuesto no serían genuinas, pero al
menos eran de buen gusto. En cambio, el medallón era llamativo, charro. Y Clive se sintió enternecido.
Quizá era su tesoro especial, lo mejor que la pobre muchacha tenía. "Si Ian pudiera verme ahora",
pensó...

Se atrevió a decir:

-Supongo que no tendrás prisa por volver, ¿o sí?

-En absoluto. Tú decides la hora.

Afuera había tumbonas en el prado, un sitio agradable para sentarse en el tranquilo atardecer. Las
tumbonas estaban tan cerca que los brazos de madera se tocaban. Después de un minuto, Clive le tomó
la mano. Los dedos se entrelazaron por iniciativa de ella, lo que aceleró el pulso de Clive.
¿Podría él? ¿Estaría ella dispuesta? Un movimiento en falso quizá la ahuyentaría. Ojalá supiera qué
hacer. El humor alegre de la cena, con su risa achispada y cristalina, se había tornado en silencio. Clive
temió que estuviera aburrida.

-¡Qué tranquilidad! -murmuró él, por la necesidad de decir algo-. No creo que el negocio vaya muy bien.
Tienen habitaciones arriba, ¿sabes?

-¿Alguna vez te has quedado aquí?

-Unos amigos míos -mintió-. Dicen que es muy cómodo.

-Me encanta el campo. Si tuviera que vivir en este lugar, me sentiría feliz.

-¿Eso significa que te gustaría pasar un fin de semana aquí, por ejemplo?

-Cualquier tiempo, largo o corto.

Para entonces, el corazón de Clive latía con rapidez y sentía las pulsaciones en las sienes.

-Es demasiado tarde para regresar por la carretera -la voz de Roxanne surgió de la noche veraniega con
un tono soñador.

Clive titubeó y al fin se atrevió a decirlo:

-El camino de regreso es largo. No me importaría que nos quedáramos aquí hasta la mañana, si a ti no
te importa.
-Me parece una gran idea, Clive.

LA HABITACIÓN ESTABA AMUEBLADA agradablemente, con pequeños tapetes tejidos, un par de


mecedoras y un baúl de estilo victoriano. La cama era blanca, con sábanas muy limpias y almidonadas. Él
la miró un momento y, cohibido, se sentó en una de las mecedoras.

Roxanne echó a reír y después, mirando a Clive, rápidamente dejó de reír para explicarle:

-Me río porque ni siquiera tengo cepillo de dientes, camisón, no tengo nada. ¿No es ridículo?

Creyendo que entendía su timidez, él le ofreció apagar la luz.

-Sólo si te sientes más cómodo así -respondió ella, quitándose la camisa-. Por mi parte, me gusta lo
natural. No tengo nada que ocultar.

Usaba un sostén de encaje negro. Y mientras él permanecía sentado, observándola, se quitó los
pantalones vaqueros. Bajo éstos tenía una braga de tipo tanga, también de encaje negro.

-Bueno -dijo ella, esto es lo último. Aquí va.

Él nunca había imaginado que existiera una mujer tan hermosa. Las palabras le hicieron un nudo en la
garganta.

Cuando ella se tendió en la cama, la pálida luz de la lámpara de noche le tiñó la piel de un rosa pálido.
"Como pétalos de camelia", pensó él, al tiempo que se levantaba de la mecedora. Estiró la mano y
apagó la luz.
-¿LO DISFRUTASTE? -preguntó por la mañana.

-¡Tonto! -lo riñó ella-. Ya sabes que sí.

Le gustaba que lo llamara "tonto" y le enmarañara el cabello. Demostraba afecto. Primero surgía la
pasión y después el afecto.

Clive no podía creer su propia felicidad, Al caminar rumbo al auto, preguntó:

-¿Volveremos a hacerlo?

-Por supuesto, cariño. Pero debes prometer algo -le pidió seriamente-, que tendrás cuidado de no
comentar nada. Mi padre es muy religioso. Nadie pensaría que un hombre de tan mal carácter fuera
religioso, sin embargo, lo es. Y es muy suspicaz. Le diré que me quedé a dormir en casa de una amiga y
espero que me crea. Así suele ser.

Clive sintió celos momentáneos. ¿Cuántos hombres habría tenido antes que él? Pero no tenía derecho
de preguntarse tal cosa. El presente era lo único que importaba.

Ella prosiguió, vacilante:

-Tú no... no lo comentas con nadie de tu familia, ¿verdad?

-Por supuesto que no. Soy el hombre más reservado que hay.
-¡Qué bueno! -exclamó ella, con un suspiro de alivio-. No es asunto de nadie más que nuestro. Tuyo y
mío.

Capítulo ocho

“Me ha embrujado", pensaba Clive después de esa noche y de las que siguieron en rápida sucesión.
Pasaron juntos un fin de semana, dos noches en el primer hotel y después tres veladas cortas y rápidas
en una posada no lejos de la ciudad.

Ella ocupaba todos sus pensamientos. En su cama, en el auto, ante su escritorio, la imagen de Roxanne
flotaba delante de su mirada. Estaba seguro de que si le pedía que se casara con él, aceptaría. Y se
decía que si el dinero tenía algo que ver con su decisión, no le importaba.

No obstante, pensaba, también debía de abrigar algunos sentimientos hacia él. Seguramente, ninguna
mujer sería tan apasionada sin desearlo. Y tras ese tiempo tan breve, Roxanne recordaba ya que él no
comía coliflor, que le gustaba la carne término medio y, además, que no quería que lo sermonearan
acerca del cigarrillo. Oh, era un tesoro y no debía perderla por un hombre más joven. Esa posibilidad le
causaba pánico.

En una guerra, un general triunfador concentra sus fuerzas en un solo ataque sorpresivo. Así pues, le
presentaría un plan de vida completo: fecha de matrimonio, anillo y casa.

La fecha tenía que ser inmediata. La ceremonia sería simple, tan sólo ante un juez de paz, y secreta. No
tenía sentido preparar a papá; intentaría disuadir a su hijo de dar un paso tan drástico.

-Ya estoy decidido -se dijo en voz alta-. Ahora, el anillo. Nunca le había puesto atención a las joyas de
las mujeres. Sin embargo, estaba consciente de que tanto Happy como Sally llevaban un anillo que
centelleaba y relucía cuando movían las manos en la mesa a la hora de la cena. Mediante
comparaciones en las distintas joyerías de Scythia, se enteró de que el diamante que tenía en mente
pesaba unos seis o siete quilates. No había piedras así en Scythia, pero podían obtenerse sobre pedido.
Tendría que esperar unos diez días.
Estaba en un frenesí de temor. Se repetía una y otra vez que la demora ahuyentaría a su presa. Decidió
telefonear a un joyero de la Quinta Avenida y, ante el asombro mal disimulado del vendedor que tomó
su llamada, ordenó un solitario.

-Elija por mí el que usted compraría.

-Bueno, siempre he pensado que una montadura redonda lo hace lucir más.

El precio era estratosférico; aunque también era emocionante gastar tanto y poder costeárselo.

-Supongo que la gente de las tarjetas de crédito querrá investigar antes de aceptar esto -apuntó Clive-.
Por favor, mande un fax a mi banco. Y ¿puede enviarme el anillo por entrega inmediata? Tengo mucha
prisa.

-Señor, ¿puedo preguntar si éste es un anillo de compromiso?

-Sí, por supuesto.

-Entonces, ¿me permite sugerirle la argolla de matrimonios?

-Cielo santo, lo olvidé por completo. Claro, envíeme una, la que usted escoja.

-Muchas gracias, señor. Muchas felicidades para usted y para la señorita.

La señorita. Vaya, se quedaría sorprendida cuando él le entregara el tesoro en su cajita de terciopelo.


Era gracioso cuánta importancia le daban las mujeres a lo que, a fin de cuentas, no era sino un pedazo
de carbón fósil. Pero era una costumbre, un símbolo de permanencia.
Y lo asaltó un recuerdo, el de su padre al sacar las cajas de terciopelo de la caja fuerte del dormitorio
tras la muerte de su madre. Por un momento, el dolor empañó su alegría. Empero, el dolor también
traía una moraleja: hay que aferrarse a la felicidad dondequiera que uno la encuentre.

-¿CUÁL ES SU MARGEN de precios? -preguntó la agente de la inmobiliaria.

-Esa no es mi principal preocupación -le dijo Clive-. En primer lugar tiene que gustarme, y en segundo,
quiero mudarme en menos de dos meses.

-Será un poco difícil, señor...

-Grey. Clive Grey. Puede localizarme en Hawthorne cuando tenga algo que mostrarme.

-Haré mi mejor esfuerzo, señor Grey.

Durante dos días recorrió la zona con la mujer. Aquí, el terreno era muy pequeño. Allá, la arquitectura
era una mescolanza de estilos. Otra casa le pareció ostentosa. Otra más, era fría y hostil. Al fin hizo su
elección: una casa de estilo georgiano clásico, antigua, de ladrillo color de rosa con detalles en blanco.
No era demasiado grande ni muy pequeña, y el terreno era amplio. Tenía un espléndido cerco de
abetos ya crecidos. Le pareció encantadora, sobre todo el dormitorio principal, donde la cama quedaría
delante de la chimenea. En las noches invernales se irían temprano a la cama y observarían el fuego del
hogar...

-Me quedo con ella -le dijo a la vendedora. Ella pareció dudosa.

-¿Está seguro?
-Completamente, siempre que me la entreguen en un mes. Saldré de viaje y quiero mudarme en cuanto
regrese.

Ella aún parecía dudar.

-Tendré que preguntar. Los trámites y la mudanza no suelen ser tan rápidos.

Pero en cuanto los dueños se enteraron de que no habría regateo y que el señor Grey de hecho estaba
dispuesto a pagar más sí insistían, dieron una respuesta satisfactoria. Clive supo entonces que tendría
su casa a tiempo.

No se lo mencionó a nadie. Sin embargo, una noche buscó un pretexto para detenerse en la casa de
Dan y Sally y analizar el estilo. Luz, mucha luz que provenía de ventanas despejadas y paredes en colores
pastel. Flores frescas, libros y espacios cómodos entre los objetos.

-¡Qué bonita cómoda! -comentó.

-Era de mi abuela -le explicó Sally-. La mitad de las cosas de la casa eran de ella. Nosotros agregamos lo
moderno.

-Hace falta mucha habilidad para eso.

Ella asintió.

-Por supuesto. Gracias al cielo contamos con Lila Burns. Es una decoradora maravillosa que integró
todo en un abrir y cerrar de ojos. Yo no hubiera podido hacerlo sola -miró a Clive con curiosidad-.
¿Desde cuándo tienes tanto interés en decoradores?

-No es ningún interés. Sólo admiraba su casa.


Dan llevó unas bebidas frías y los tres conversaron agradablemente por un buen rato, hasta que Dan
trajo a colación el tema de Grey's Woods.

-Sigo sin entender por qué el tío Oliver no quiere opinar -se quejó-. Crecí sabiendo que preservar las
áreas silvestres es como una religión para él. Ahora nos deja que lo arreglemos entre nosotros y no
haremos más que meternos en problemas

Nada podía haberle importado menos a Clive aquella noche, así que en cuanto le fue posible, se
escabulló cortésmente, se despidió y se retiró. No bien la casa fuera suya, contrataría a Lila Burns para
decorarla de piso a techo.

Pasarían su luna de miel en un crucero por las islas griegas. Contrataría una suite de lujo en la cubierta
principal. Cenarían, bailarían y harían el amor. Navegarían por las azules aguas y él le explicaría la
historia de las islas, le hablaría de Ulises y de Atenea. Ella iba a necesitar ropa para el viaje. Sería
suficiente un día para comprarle el ajuar.

Aquel día era martes. "Veamos", pensó. Para el viernes todo quedará arreglado. El anillo ya está aquí,
las reservaciones estarán completas y tendré autorización para mostrarle la casa".

No tenía dudas ni titubeaba. Sentía una confianza ¡limitada y una felicidad absoluta.

Capítulo nueve

Las pesadas cortinas de seda roja, que servían corno protección en una noche de invierno, en ese
momento sólo ocultaban el esplendoroso día de junio, y la conversación en la mesa de la comida,
aunque amable, era inconexa.

"Cada uno de nosotros", pensaba Sally, "preferiría estar en otro lugar: leyendo el periódico, nadando o
tomando una siesta en la hamaca". A Tina la habían convencido de ir sólo por la promesa del tío Oliver
de regalarle una muñeca nueva. En ese momento, hosca y silenciosa, comía un pedazo de pastel
sentada entre sus padres, mientras sostenía en la otra mano la muñeca japonesa de seda amarilla.

Para Oliver era importante mantener el ritual de la comida familiar del domingo. Sally esperaba que no
se diera cuenta de la frialdad entre Ian y Dan. En la oficina, según le comentaba Dan, el trabajo seguía
su rutina. Ian continuaba de un humor sombrío, pero evitaban discutir.

Happy, siempre de buen humor, se preguntó en voz alta dónde estaría Clive.

-Anoche no durmió en casa -respondió Oliver.

-Otra vez de mujeriego -se mofó Ian, sonriente.

-¿Por qué no? -lo reconvino Dan-. No está casado.

El grupo se trasladó al porche protegido con malla de mosquitero y decorado con muebles de mimbre
blanco y un toldo con franjas verdes. Una brisa soporífera corría entre los árboles. Retrepados contra el
suave tapiz de los muebles después de una comida pesada, era difícil no bostezar. Sólo Oliver, con un
traje de lino, se sentaba erguido.

-No hay nada con qué jugar -gimoteó Tina.

-Lleva a la muñeca nueva a dar un paseo -sugirió Sally, a falta de una mejor idea.

-Me choca esta muñeca -y Tina la arrojó al piso.

Dan intervino.
-Es muy feo que trates así el hermoso regalo que te dio el tío Oliver. Dile que lo sientes.

-No, no lo siento. Es una muñeca horrible. Está muy fea.

Happy e Ian miraban amablemente hacia otro lado, lo que hacía aún más dolorosa la vergüenza de Sally.
No era difícil imaginar lo que estarían pensando.

-Con mucho gusto te daré otra -intervino Oliver-. Sólo dime cuál quieres.

-Tío... -empezó Sally, con intención de sugerirle que no recompensara la conducta de la niña.

Se oyeron voces desde el camino de entrada.

-¿Tienes invitados, papá? -preguntó Happy.

Oliver miró hacia el jardín.

-No espero a nadie en este momento. ¡Pero si es Clive! Y viene con alguien.

Clive subió los escalones del porche, llevando de la mano a una joven sorprendentemente hermosa. La
muchacha vestía un elegante traje de seda color crema y un sombrero de paja que hacía juego sobre
una cascada magnífica de brillante cabello castaño rojizo, que le llegaba a los hombros.

-Padre -anunció Clive en voz alta y clara-, te presento a Roxanne Grey. Nos casamos anoche.

-¿En serio? -preguntó Oliver-. ¿No estás bromeando?


En ese momento, la joven alargó la mano a la altura del rostro de Oliver.

-Por supuesto que no. Aquí está el anillo.

Oliver parpadeó. El pequeño grupo del porche se quedó pasmado. Fue como si una ola gigante hubiera
estallado sobre la playa y después se retirara en silencio.

Pareció transcurrir un largo tiempo antes de que Clive agregara en tono divertido:

-Acabo de arrojar una bomba, ¿verdad? Esto es lo último que esperaban de mí. A decir verdad, yo
tampoco lo aguardaba hasta que conocí a Roxanne.

El mimbre crujió en medio del silencio, mientras el pequeño grupo se acomodaba en sus asientos,
esperando que el jefe de la familia respondiera.

-Les deseamos a ambos toda la felicidad del mundo, por supuesto -expresó Oliver con su actitud formal-.
Sin embargo, no tenían que casarse en secreto.

-No fue por hacerlo en secreto, papá. Fue más bien por prisa, por impulsividad. Yo tengo la culpa. No
tuve suficiente paciencia para todas las minucias habituales.

Una serie de pensamientos inconexos cruzó por la mente de Sally. Los recién casados se veían
incómodos, como personas que están tensas en la sala de espera del dentista o en una agencia de
empleos. "Es extraño que ninguno de nosotros haya tratado de felicitarlos. Un apretón de manos, un
abrazo".

Las cejas de Dan casi le rozaban el cabello y Happy se había quedado boquiabierta. Ian se levantó del
sillón y volvió a sentarse pesadamente con el rostro casi púrpura. "Con ese carácter, cualquier día de
éstos le dará una apoplejía prematura. De todos modos, no es problema suyo que su hermano haya
decidido casarse", pensaba Sally indignada. ¡Y en verdad, alguien debería darle la bienvenida a la chica!
-Será mejor que nos presentemos. Parece que el novio está demasiado turbado para las presentaciones
-Sally se acercó y le dio la mano a Roxanne-. Yo soy Sally. Él es mi esposo, Dan.

Dan se había levantado también para ir a saludarlos.

Todos estaban ya de pie, y la situación empezó a normalizarse.

-Ella es Happy. Bueno, se llama Elizabeth, pero todos le decimos Happy. Y él es Ian, su esposo.

Ian hizo una pequeña reverencia ante la mano extendida.

-Roxanne.

El gesto fue casi irónico.

-Y ella es Tina, nuestra hija.

-¡Qué linda niña! -exclamó Roxanne.

-No soy linda -refunfuñó Tina, enojada.

-Eso no es amable -la riñó Dan-. Debes darle las gracias y venir a saludar.

-¡No quiero saludarla! -aulló la niña.


-No se sientan mal -señaló Roxanne, amable-. Yo también he vivido con niños. Las mamás se mortifican
mucho cuando los niños no se portan bien.

En ese punto, Oliver volvió a tomar el control de la situación.

-Bueno, Clive, debo reconocer que tienes buen gusto. Ahora que ya nos presentaste a tu linda esposa,
debes contarnos algo sobre ella. ¿Eres de Scythia, querida?

-Sí, claro. Mi familia siempre ha vivido aquí. Todos hemos sido empleados de Grey's. Yo trabajo en el
departamento de embarques.

A Sally le agradó su aplomo. Cualquier chica que hubiera llegado a Hawthorne en aquellas circunstancias
se habría sentido intimidado. Era obvio que estaba convencida de su propio valor. Había entregado su
exquisito cuerpo a cambio del derecho de estar allí. Eso saltaba a la vista. Uno podría no aprobarlo,
pero tampoco tenía derecho de condenar.

Clive apoyó la mano sobre la de Roxanne y la corrigió:

-Trabajabas allí. Ya no.

Roxanne rió abiertamente, con la cabeza echada hacia atrás.

-Estoy empezando una vida nueva al lado de Clive.

Nadie habló hasta que Clive rasgó el silencio con el anuncio de que estarían de luna de miel durante un
mes.

-Iremos a un crucero por las islas griegas. Después, a Italia.Venecia y los lagos Como y Maggiore.
-Lugares ideales para una luna de miel. Son de los más bellos del mundo -asintió Oliver, afable.

A diferencia de Ian, cuya furia resultaba casi palpable, Oliver, como de costumbre, había recuperado el
equilibrio en aquellos difíciles momentos. Pero era fácil adivinar sus pensamientos al mirar a su hijo y a
su nueva nuera: el hijo tan excepcionalmente poco atractivo, sudoroso y sofocado por la camisa y la
corbata en el calor del mediodía, y empequeñecido al lado de la joven agraciada, tranquila y fresca. El
contraste era grotesco.

-Debemos celebrar de alguna manera -prosiguió Oliver-. Ian, ¿serías tan amable de ir a la cocina y
pedirles que traigan la champaña de la cava de vinos? Y unos pastelillos, galletas o lo que tengan. Estás
rojo como langosta, Ian. ¿Te sientes bien?

Ian se había alejado de prisa y no alcanzó a oírlo.

REUNIDOS EN LA BIBLIOTECA, todos esperaban que se iniciara la celebración de Oliver.

-¡Qué casa tan preciosa -exclamó Roxanne-. Cuando veníamos entrando, le dije a Clive que esta casa
debió de costar una fortuna. Apuesto que más de un millón, ¿o no? -preguntó, volviéndose hacia Oliver.

-No podría decirlo con exactitud. La construyeron al terminar la Guerra Civil. El valor del dinero ha
cambiado un poco desde entonces -y le sonrió benévolo.

La mirada de Dan se cruzó con la de Sally. Fue como sí intercambiaran automáticamente una impresión
similar. Oliver, siempre tan propio, debía de estar respingando para sus adentros al oír esas preguntas.
Pero como era un caballero educado, lo aceptaría como un hecho consumado. Trataría de sacar el mejor
partido de ese matrimonio.
-¡Y qué habitación tan preciosa! -continuó Roxanne con entusiasmo, paseando la mirada por la repisa de
la chimenea, de piedra labrada, las vigas del techo y los altos anaqueles atestados de curiosidades y
libros.

-Sí. Esta habitación está llena de recuerdos -contestó Oliver con voz grave. De pronto, mostró cierta
irritación-: ¿Dónde rayos está Ian?

Dan se puso de pie.

-¿Quieres que vaya a ver? -preguntó.

-No, no. Siéntate.

Transcurrieron algunos segundos de un silencio tenso. Fue Roxanne quien lo rompió, susurrándole a
Oliver:

-¡Y tantos libros! Me imagino que ha de tener un libro sobre cada cosa que hay en el mundo.

-No tantos. Pero sí más de los que tendré tiempo de leer en toda mi vida.

-Pienso que no debería decir eso: ¡un hombre tan joven y sano como usted!

Sally sintió una repentina compasión hacia la joven, lo que era extraño porque, como la cazafortunas
que seguramente era, no necesitaba la compasión de nadie. Sin embargo, Roxanne estaba sometida a
escrutinio, en el banquillo de los acusados, y hacía su mejor esfuerzo.

-Oliver tiene un libro que habla sobre Scythia hace casi doscientos años. ¿Te gustaría verlo? -empezó a
decir Sally, aunque Happy se le adelantó.
-Papá ha viajado por todo el mundo, Roxanne, y ha traído algunas cosas magníficas. Ven a ver éstas.
Cada moneda de esta bandeja es de Roma, de antes de Cristo -explicó Happy.

-No puedo creerlo -musitó Roxanne, con lógico asombro.

-Y mira estas flores de porcelana. Esta rosa es mi favorita. Tiene incluso una gota de rocío. ¿No es
encantadora? Y allí, eh... ¿Dónde estará el carrusel? Hay un carrusel muy hermoso que... Pero, ¿dónde
está?

-Está en mi casa -anunció Tina a voces-. Es mío.

-¿Es tuyo, linda? ¿En verdad?

-Sí, está en casa -explicó Sally-. Se lo regalaron a Tina.

-¡Es mío! ¡Es mío! ¡Es mío y sólo mío! -canturreó Tina, dando saltos-. Y no te lo presto -lloriqueó.

-Claro que es tuyo -le aseguró Clive-. Ven a sentarte en mis piernas, como siempre, y no llores.

-No quiero sentarme en tus piernas. No me gustas.

-Ya sabes que eso no es cierto, Clive. Tú la conoces muy bien -intervino Dan-. Ese maldito carrusel -le
susurró aparte a Sally-. La niña está obsesionada con él.

-Vaya, aquí están al fin -dijo Oliver, al ver llegar a Ian, seguido por la cocinera y el mozo. Empujaban un
carrito con tres botellas de champaña en hielo y una bandeja de plata con pastelillos en miniatura. El
festejo familiar comenzó.
Fue Ian, en lugar de Oliver, quien inesperadamente adoptó el papel de anfitrión. El escanció cada una
de las copas largas y dirigió el brindis.

-Por la hermosa y adorable novia -gritó, alzando su copa-. ¡Que todos sus sueños se hagan realidad!

Con suavidad, su padre lo corrigió:

-Parece que olvidaste al novio, lan.

-¿Ah, sí? Perdón, hermano. Siempre me conmueve tanto ver a una novia joven e inocente que se me
trastorna el pensamiento. Vamos, déjenme llenar sus copas. ¿Todavía no acaban? Bueno, yo sí. Así está
bien. Por Clive. ¡Suerte, hermano!

¿A qué se debía todo aquello? Sally notó que Happy también estaba perpleja.

Clive se levantó con gran dignidad y empezó:

-Es difícil expresar con palabras cómo nos sentimos Roxanne y yo. Es como un sueño...

Un acceso de tos lo sacudió. Jadeando y tosiendo, convulsionado de pies a cabeza, salió a todo correr
del cuarto. Roxanne intentó seguirlo, pero Oliver la detuvo con un ademán y dijo sereno:

-Déjalo. Se las arregla mejor solo.

Clive regresó después de dos o tres minutos, agotado y con los ojos húmedos.
-Sigamos con la fiesta. Discúlpenme todos.

Ian tenía acaparada la champaña, instando a todos a apurar sus copas para continuar sirviendo.

-Vamos, es Taittinger y están dejando que se desperdicie. Bueno, si ustedes no quieren, yo sí.

Con amabilidad, Happy lo amonestó:

-Ian, estás tomando demasiado.

-Se supone que uno debe emborracharse en las bodas. Sea como sea, no me importa.

-Pero a mí sí -lo reconvino Oliver-. No es manera de darle la bienvenida a...

-¡La bienvenida! -exclamó Ian, ajeno a la expresión sombría de su padre-. ¡Es cierto! ¡No le he dado la
bienvenida a la novia! ¿Puedo besar a la novia, Clive? ¿No te importa?

-Depende de ella -repuso Clive.

Ian sujetó a Roxanne y, forzándola con ambas manos a volver la cabeza, la besó bruscamente en la boca.

-¡Ian! -jadeó Happy.

Oliver tomó a Ian por los hombros.


-Ahora, siéntate y cálmate -ordenó. Aunque no alzó la voz su furia era intensa-. Por favor, disculpa a mi
hijo -le suplicó a Roxanne-. Se le subió la champaña a la cabeza.

-Está bien. Sé que no lo hizo con mala intención -replicó ella, amable.

Con Ian ya refrenado e instalado a buen recaudo en un sillón junto a su padre, Oliver dirigió la
conversación hacia Italia.

-Como irán a los lagos, no dejen de visitar Isola Bella.

-Gracias -respondió Clive-. Ya lo había pensado.

-Clive piensa en todo -señaló Roxanne y le apretó un brazo. "Cada movimiento que hace es seductor",
pensó Sally. "¿Es un arte, o se nace con ese don?"

Ian dejó escapar un sonido horrendo. Su rostro pasó del rojo encarnado a una palidez verdosa. Se
levantó y salió de prisa. Hubo un estrépito en el vestíbulo y todos corrieron tras él.

-Estoy bien -tartamudeó y se incorporó tambaleante-. Sólo me tropecé.

Dan lo tomó del brazo y murmuró:

-Yo me encargaré de él.

Los demás regresaron a la biblioteca y volvieron a sentarse. La conversación siguió su curso apacible.
Dan regresó a informarles:
-Está bien. Le di un café. Insistió en que podía conducir y se fue a casa. Les pide disculpas a todos.
Nosotros te llevaremos después, Happy.

La celebración se había agotado. Roxanne miraba su reloj de oro y Clive pronunciaba un pequeño
discurso de agradecimiento. Todos salieron al frente de la casa para despedirlos y, cuando el auto se
perdió de vista, volvieron al porche a comentar sobre ellos.

Oliver empezó:

-Bueno, debo reconocer que estoy sorprendido. A ciencia cierta, no creía que Clive hiciera algo tan
impetuoso -todos estuvieron de acuerdo y Oliver prosiguió sus reflexiones, con los ojos fijos en los
árboles del extremo del prado-. Ella no parecía el tipo de muchacha que... bueno, no es como ustedes
dos -terminó, volviéndose hacia Happy y Sally.

El comentario de Happy fue típico de ella:

-No cabe duda de que es una persona amistosa. Quiero decir, no se mostró cohibida. Recuerdo cuando
vine a conocerte, papá; estaba muerta de miedo.

Oliver sonrió.

-Son de dos mundos distintos. Pero ella es la que Clive eligió. Sólo esperemos que lo haga feliz -y
suspiró-. Clive siempre ha ocupado un sitio especial en mi corazón. No más que tu marido, Happy; sólo
diferente -volvió a clavar la mirada en los árboles distantes-. La cuestión es que Clive nunca fue un niño
alegre; nunca reía mucho. Tampoco ríe ahora. Ian fue un bribón que me dio más problemas cuando era
adolescente, pero no me preocupaba por él. Clive es distinto, como todos sabemos.

-A mí sí me preocupa Ian -confesó Happy-. Hoy estaba fuera de sí. Hace varias semanas que está muy
alterado. Pregúntaselo a Dan. Debes de haber notado algo en la oficina, Dan.
-Sí, me he dado cuenta -admitió Dan-, pero no me extraña. ¿Puedo hablar con franqueza, tío Oliver? Yo
sé que te molesta oír sobre las discusiones de negocios. Quieres que todo marche con tanta armonía
como cuando mi padre y tú se encargaban de la empresa; ahora no es así. Ian está decidido a venderle a
los compradores extranjeros y mi hermana le da la razón. Todos sabemos cuán valioso es ese bosque
para ti. Tú y yo opinamos lo mismo, tío. Si tan sólo hablaras con Amanda, sería de gran ayuda.

Oliver se volvió en la silla para encarar a Dan.

-Amanda es... Bueno, no quiero hablar mal de tu hermana, Dan -se contuvo-. No es momento para ello.
Ya hablamos suficiente por hoy. Y estoy seguro de que Happy quiere llegar a casa para ver a Ian.

De pronto, Sally preguntó sobresaltada:

-Cielo santo, ¿dónde está Tina?

En medio de la conmoción por Clive se habían olvidado de la niña. En ese momento, Dan y Sally
volvieron a entrar en la casa, primero a la biblioteca, donde no la encontraron, y después una por una a
las demás habitaciones: la sala, el comedor, el vestíbulo del frente, el vestíbulo trasero, incluso la sala de
Oliver; la llamaron y no obtuvieron respuesta.

-¿Buscaron en el piso de arriba? -preguntó Happy, que se les había unido.

Los tres subieron la escalera de prisa hasta las habitaciones, salas y baños. Alarmados, se miraron unos
a otros.

-Debe de estar afuera -dijo Oliver, quien se había quedado al pie de las escaleras.

La piscina, pensó Sally. Dan, obviamente con la misma idea en la cabeza, ya había corrido hacia allá.
Pero no encontró nada anormal; el agua, de un azul claro bajo la intensa luz, estaba tan serena que se
veía el fondo.
Sin decir una palabra, los cuatro adultos se esparcieron por los terrenos. Hawthorne tenía invernaderos,
cocheras, hortalizas y jardines de flores, y en el centro del jardín de rosas había un pequeño cenador.
Llamaron a voces por todas partes, mientras iba en aumento su pánico.

-Busquemos otra vez en la casa -sugirió Happy-. Quizá esté escondida. Los niños creen que es muy
divertido. Para ellos es una especie de juego.

Finalmente la encontraron bajo el piano, oculta detrás de los pesados cortinajes de la ventana. Estaba
sentada, inmóvil, chupándose el pulgar.

-¿Qué estás haciendo? Nos asustaste -la increpó Dan.

-Te estuvimos llamando -añadió Sally enojada-. Debiste contestarnos.

Happy intentó conciliar.

-¿Estabas jugando a que te escondías en una casita, verdad, cariñito?

La niña le dirigió a Happy una mirada inexpresivo. Sally se arrodilló a su lado.

-¿Te sientes bien? -preguntó, poniendo la mano en la frente de su hija-. Tal vez comiste demasiado
pastel.

Tina miró a los adultos y no respondió.

-¿Qué te sucede? -inquirió Dan.


Parecía como si Tina no los oyera.

Sally sintió un escalofrío. En apariencia, la pequeña se había desconectado de todos ellos.

-Está cansada, eso es todo -intervino Oliver-. Mejor tómala en brazos, Dan, y llévenla a casa.

Levantaron a Tina, que no protestó, y se la llevaron a casa sumida en un absoluto mutismo.

Capítulo diez

Agosto de 1990

-¡Pero qué bebita más hermosa! ¡Eres realmente una preciosidad! -exclamó Sally.

Susannah se había sentado por primera vez sin caerse hacia atrás. Complacida, la criatura gorjeó. Era
adorable, toda sonrosada y regordeta, con pliegues en los codos y hoyuelos en las rodillas. Tenía los
ojos almendrados y claros como los de Dan; no eran verdes ni grises ni azules, sino un poco de todo.

Sally la sacó de la cuna y le besó la nuca.

-¡Preciosa! -repitió-. ¿Sabes cuánto te quiero? No, por supuesto que no. No lo sabrás hasta que tengas
tus propios hijos. Dentro de muchos, muchos años. Y mientras tanto, nosotros te cuidaremos, mi dulce
y pequeña Susannah, y te guardaremos. Dios quiera que nada te dañe nunca. Que la enfermedad o la
muerte nos arrebaten un hijo es lo peor que puede ocurrir; lo peor...

-Señora Grey -le avisó Nana-, Tina otra vez no quiere hablar. Sencillamente no sé qué hacer.

-Sí sabe qué hacer: nada -la corrigió Sally, afable.

Eran las instrucciones del doctor Variderwater. El mutismo de Tina era sólo una artimaña para llamar la
atención, y la única forma de disuadiría consistía en no prestarle cuidado. Con el tiempo, se daría
cuenta de que era inútil.

-¿Cuál es el problema? -preguntó Dan, que ya iba con mucho retraso al trabajo.

-El mismo. Tina no quiere hablar.

El ligero ceño de Dan se acentuó. Alargó una mano para acariciar la cabeza de Susannah y comentó:

-Se parece a Tina cuando tenía esta edad.

Sally dejó escapar un lamento.

-Oh, Dan, ¿qué vamos a hacer?

-No veo qué más podamos hacer salvo seguir las instrucciones del doctor.
-Tina está empeorando, Dan. Seamos realistas. Y si la bebé fuera el motivo, supongo que iría mejorando.
A veces pienso que deberíamos regresar con la doctora Lisle. El doctor Vanderwater no está llevándonos
a nada.

-Todo el mundo sabe que los problemas de conducta no son como una pierna rota. No pueden decirte:
"En seis semanas estaremos listos para quitarle el yeso". Dale una oportunidad al doctor. Es el mejor de
su especialidad en esta región.

Sally se sentía abatida. Cuando se volvió hacia Dan, tras dejar a la bebé en el corralito, tenía los ojos
anegados en lágrimas.

-Sally, Sally, tranquilízate -la consoló, abrazándola-. Ten paciencia, cariño.

Sally se estremeció sobre el hombro de Dan.

-Lo sé. Pero hay otro problema.

-¿Las tonterías que te metió la doctora Lisle en la cabeza?

-No estoy segura. Sigo teniendo ideas muy descabelladas.

-No vamos a modificar nada, Sally. No puedes cambiar a la niña de un doctor a otro cada vez que se te
ocurre algo diferente.

-Tengo cita hoy con el doctor Vanderwater.

-Qué bueno. Espero que te tranquilice.


CADA VEZ QUE apartaba los ojos de la cara del doctor, se encontraba con cuatro niños alegres y de
cabello rizado en una fotografía en el escritorio. El más pequeño, que sostenía una pelota entre las
manos rollizas, reía y mostraba los dientes de bebé. Hacía no mucho, Tina solía verse así…

-Con todo respeto, doctor -le confió Sally-, debo admitir que no he descartado por completo la otra
posibilidad. Se detuvo. Era difícil seguir adelante, y su propia vacilación la enfureció. Ella, Sally Grey,
que siempre se había abierto paso por el mundo, que jamás tembló ante ninguna persona ni situación.
¡Había que verla ahora!

-Dígame por que no puede apartar esa idea de su mente.

-Ha habido cambios. El no querer que la gente la toque. Por ejemplo, mi esposo tiene un primo, un
hombre al que Tina quería mucho. Ahora ella ni siquiera se le acerca.

-Dice que no quiere que las personas la toquen. ¿Está usted refiriéndose a este hombre en particular?

-Bueno, sí y no.

El doctor sonrió.

-Por experiencia, una respuesta como ésa por lo general significa sí. ¿Qué tiene él en particular?

Sally se sintió confundida. Lo que iba a decir era vago.

-Es un hombre extraño -balbuceó-. No se había casado hasta hace unas cuantas semanas. Muy
introvertido. Sencillamente... extraño.

-Su descripción se ajusta a muchos genios del mundo. No tiene nada que ver con un psicópata sexual.
-Lo sé. Pero siempre le ha puesto tanta atención a Tina: la abraza, se la sienta en el regazo, le da regalos
-de pronto, se disculpó-. Siento que no estoy hablando con claridad.

-La entiendo. No he cambiado mi parecer, pero ya que usted tiene esta sensación, lo más que puedo
sugerirle es que vigile y observe a la niña. No quiero descartar ninguna posibilidad. La maldad surge en
los sitios más inesperados. y sórdido me

Sally se sintió aterrada. "¡A qué pozo tan oscuro y sórdido me han arrastrado mis pensamientos!", se
dijo. Quizá había sonado muy tonta al referirse a Clive sin prueba alguna, y se avergonzó. ¡Pobre Clive!
Ahora estaba casado y, al parecer, en verdad disfrutaba de la vida por primera vez.

En seguida pensó que aquello era ridículo. La semilla que la doctora Lisle había plantado se había
convertido dentro de su cabeza en una especie de enredadera gigante que la estrangulaba. Clive, Ian, el
tío Oliver, el simpático hijo de Nana, que iba a visitarlos, el criado que traía a su hijito. Absolutamente
ridículo. ¿Y qué tal el padre de Emma, la amiga de Tina que vivía calle abajo? Es un hombre extraño,
hosco y malhumorado. “Siempre me ha desagradado..."

"LA CASA DE CLIVE es encantadora", se decía Sally, mientras Roxanne las conducía a Happy y a ella por
las habitaciones ya terminadas. Lila Burns había realizado un milagro en menos de un mes: tapetes
orientales, latón bruñido, plata inglesa y porcelanas francesas, con caobas del siglo dieciocho, muebles
de raíz de arce y pinturas del siglo diecinueve. Clive sabía lo que deseaba, y Lila lo entendió a la
perfección. En la sala decorada en rojo oscuro había una pared casi cubierta con pinturas de caballos en
marcos con hoja de oro. Entre las dos ventanas había un baúl y, encima, un florero con gladiolos
escarlatas.

Roxanne puso una bandeja con té helado y galletas sobre la mesa y se sentó. Los días de agosto eran
horriblemente húmedos; se sentían incluso en la habitación con aire acondicionado. Sally tenía la piel
pegajosa y la ropa se le adhería al cuerpo. Sin embargo, Roxanne, vestida de lino blanco, se veía fresca.
-Me encanta tu vestido -le dijo Happy.

-¿De verdad te gusta? ¡Qué bueno! Clive lo escogió. El me compra todo lo que uso.

-Por fortuna para ti, tiene buen gusto -comentó Sally-. En cambio, si yo tuviera que depender de Dan
sería una catástrofe. Me dice "Qué bonito vestido. ¿Es nuevo?" Y yo le contesto "No. Tiene cuatro años".

Las mujeres rieron y siguieron conversando afablemente. Desde que Roxanne y Clive habían regresado
del viaje de bodas, las dos mujeres mayores se habían esforzado por acogerla.

-A veces no me reconozco -les confesó Roxanne-. Des pierto y, por un momento, no sé dónde estoy. O
si lo sé, pienso que esto no puede durar. ¡Todo el dinero que Clive gastó en...! -se llevó la mano a la
boca-. Oh, perdón. Me dijo que no es de buen gusto hablar de lo que cuestan las cosas.

Sally rió:

-Tiene razón. No se dice. Sólo dejas que la gente lo vea.

-Lo que me gusta de ti es tu sentido del humor -reconoció Roxanne-. Entiendes muy bien las cosas -hizo
una pausa, pensativa-. ¡Quiero hacerlo todo bien! Clive ha sido tan bueno con migo.. Le pagó a mi
hermana un campamento este mes y está encargándose de todo para enviarla a Florida. Quiere que
vaya a una escuela allí.

-Es recíproco -dijo Sally-. Dan me ha contado que Clive es un hombre distinto en la oficina. Solía ser
muy callado. Pero ahora les cuenta a todos que eres una magnífica cocinera, cómo lo cuidaste cuando
se enfermó en el barco y...

-¿Clive se enfermó? -la interrumpió Happy-. No lo sabía.


-Tuvo un acceso de tos y no se le quitaba, de modo que le hablamos al médico del barco para que le
diera alguna medicina. La tos se le quitó; sin embargo, tuvo fiebre y dolor en las costillas. "Es tos de
fumador", me dijo Clive.

-Pues debería atenderse, Roxanne -sugirió Happy.

-El doctor le dijo que fuera con un médico en cuanto llegáramos a casa, pero es muy necio. Todavía no
ha ido. Creo que se está divirtiendo mucho con la casa.

"Y con otras cosas", pensó Sally y esbozó una leve sonrisa.

-Clive me dijo que tienes una receta especial de pastel de chocolate, Happy. ¿Me la darías?

-Por supuesto. Tráeme lápiz y papel.

Cuando las dos visitantes se iban en el auto, Happy comentó:

-No parece muy hogareña, aunque una nunca sabe.

-Aprende rápido. ¿Notaste lo que dijo sobre no mencionar el precio de las cosas? Clive está
transformándola. Hasta su forma de hablar está cambiando.

-Me avergonzó mucho no saber que Clive había estado enfermo durante el viaje -admitió Happy-. Eso es
culpa de Ian. Está tan molesto por el matrimonio que no dice palabra respecto a Clive. Ni siquiera ha
ido a su casa, y ya hace más de un mes que regresaron.

-Y ¿no ha dicho por qué?


-Sí, un día insinuó algo de que un hombre a veces se compra una esposa, y si eso quiere, que le vaya
bien.

-Y a ella también. Esta muchacha no es desagradable. Al menos, a mí no me desagrada.

-No será fácil para ellos. Tengo la impresión de que Clive es un hombre enfermo, más de lo que él
mismo se atreve a admitir -dijo Happy.

Cruzó por la mente de Sally que quizá Happy también tendría una opinión sobre Tina. Después de todo,
había visto y oído mucho en el jardín de niños. Sin embargo, Happy era demasiado educada para hablar
del asunto, a menos que alguien más lo trajera a colación, Y Sally, resuelta a proteger la intimidad de su
hija, no tenía intenciones de hablarlo con nadie.

EN EL AMPLIO vestidor con espejos en las paredes, Roxanne admiraba su reflejo con el sencillo vestido
de lino blanco. Clive tenía razón. La sencillez era más elegante.

Con cuidado de no mancharlo de lápiz labial, se quitó el vestido y lo guardó. Tres costados del inmenso
clóset estaban cubiertos de prendas de seda, algodón, lino, un traje escocés de tweed listo para el
otoño, una chaqueta de cuero que habían comprado 1 en Italia, zapatos, bolsos. Tres o cuatro veces al
día se sentía atraída por ese lugar, sólo para ver todas sus lindas cosas. ¡La hacían tan feliz! Era como un
sueño.

"Empero, al despertar de esos sueños, una no es completamente feliz", pensaba. "La verdad es que me
siento... detestable, como si me hubiera robado todo esto. ¿Y acaso no me lo robé? ¿En verdad creerá
Clive que enloquecí de amor por él? ¿O que me muero porque llegue la noche para que nos vayamos
juntos a esa cama Chippendale o como se llame?'

Se acercó a la ventana meditando: mientras él no sepa la verdad, ¿es tan malo de mi parte? Pobre tipo.
Había tanta bondad en él; hacía que una sintiera ganas de portarse bien con él. Ella jamás sería capaz de
lastimarlo; nunca le quitaría su felicidad. De ninguna manera. Ella lo satisfaría de todas las formas
posibles. Pagaría su cuenta con justicia.

La visita de aquel día había resultado muy bien. Sin embargo, hacía falta cierto dominio para portarse
con naturalidad delante de la esposa de Ian. Y regresó esa desagradable sensación. ¡Qué maravilloso
hubiera sido tener esa casa y también a Ian... si él hubiera querido! Roxanne sintió que algo le hervía en
el pecho, como si su sangre estuviera calentándose, al pensar en lo que podría haber sido.

-Cálmate, Roxanne -se dijo-. Ponte unos pantalones cortos y ve a tenderte en la hamaca con una
revista.

Afuera hacía menos calor. El viento producía un sonido delicioso y arrullador por encima de la cabeza,
apaciguando el tumulto en su interior. "Finalmente, nadie puede tenerlo todo, ¿o sí?"

Cerraría un rato los ojos y después se levantaría para ir a prepararle un pastel de chocolate a Clive.

-Vaya, vaya. La Bella Durmiente. Despierta, ramera.

Era Ian, con los brazos cruzados al pecho, colérico. Por un segundo, ella creyó que iba a pegarle.

-No pongas esa cara de espanto. No voy a matarte. No vale la pena pasarse la vida en prisión por ti
-aclaró él.

El corazón de Roxanne palpitaba violentamente, y un dolor como de un millón de agujas le recorrió todo
el cuerpo.

Se veía tan fuerte, de pie allí como el dueño del mundo. Parecía un príncipe omnipotente, el amo, con
la mandíbula apretada y los ojos llameantes.
Aún dolida, Roxanne se envalentonó.

-La última noche te dij que si no querías casarte conmigo, te fueras al diablo.

-Y luego hiciste esto. Engañaste al pobre de Clive.

-No más de lo que tú has engañado a Happy.

-No hay comparación -gritó Ian.

-Creo que sí. Sea como sea, cállate ya. Clive llegará en cualquier momento.

-¿Y qué importa? Tengo derecho a visitar a mi cuñada en su nueva casa -se mofó.

-Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en reunir valor para visitarnos. Ya se veía bastante extraño.

-Temí que te diera un infarto al verme.

-Eres tú a quien pareció que le daría uno el día que fuimos a casa de tu padre.

-No era un ataque cardíaco; fue náusea. Que cualquier mujer le hiciera esa jugarreta a un bobo ingenuo
como mi hermano...

-No le llames bobo. La única palabra que usaste correctamente fue ingénuo.

-¿Quieres decir que no sabe que nos conocemos?


-En efecto, eso quiero decir.

-No estés tan segura. Tal vez debería saberlo.

Ya de pie, Roxanne movió con elegancia el dedo en el que llevaba el solitario.

-Ah, no. jamás. Tú no quieres que Happy se entere, de modo que nunca, jamás abrirás la boca. No
tengo miedo de eso.

Cuando Ian guardó silencio, ella le sonrió.

-Vamos, tratemos de llevar la fiesta en paz. Estamos muy a gusto, y tu hermano es más feliz que nunca.
Habrás notado que es un hombre nuevo, ¿no? Al fin está disfrutando de la vida.

-Y por supuesto tú también estás disfrutándola día a día, ¿no es así? -preguntó Ian, mirando el jardín
interior y el pequeño estanque con peces de colores bajo los sauces.

-Sí, no puedo quejarme. Pero hice un trato y lo cumpliré. Clive me trata como a una reina y me respeta.
Por eso le tengo mucho cariño. Confía en mí y jamás lo defraudaré.

Estaban frente a frente. Ian miró a Roxanne de arriba abajo. Sin parpadear, ella le sostuvo la mirada.

-Estoy tentado a creerte -le espetó él.

-Puedes creerme.
-¿Y nunca hace preguntas? Sobre tu visón, por ejemplo.

-No lo vio. Se lo regalé a mi madrastra.

-Piensas en todo.

-Quiero tener una vida agradable aquí. Los vecinos son muy amistosos. Me sorprendió lo amables que
fueron las esposas conmigo desde que nos mudamos.

-No olvides que el apellido Grey ayuda.

-Jamás lo olvido, Ian.

-Eso supongo. Bueno, me voy a casa. Podría decir muchas cosas más, pero no tiene objeto seguir
rumiando el mismo asunto.

-Muy bien. Además, debo ocuparme de la cena.

-Ah, entonces, ¿también eres una experta para la cocina?

-¿Qué quieres decir con "también"?

-Ya sabes lo que quiero decir. Me pegaste donde duele, Roxy. No puedo imaginármelos a ti y a Clive...

-Basta -protestó ella, amablemente-. No quiero oír eso.


-Y dime, ¿qué van a cenar hoy?

Ella se dio cuenta de que le costaba trabajo irse. Y le dolió porque sentía lo mismo. No obstante, junto
con el pesar percibió el dulce sabor de la venganza cuando contestó serena:

-Vamos a cenar boeuf à la mode.

-Vaya, hasta lo pronunciaste bien.

-Y pastel de chocolate -añadió, pasando por alto el sarcasmo-. La receta de tu esposa.

Ian volvió a mirarla de arriba abajo.

-Ahora resulta que ya hiciste migas con mi esposa, ¿eh?

-Me agrada. Ella y Sally han sido muy gentiles. Sin embargo, a veces me siento muy mal cuando la veo y
pienso en lo que hice.

-No lo dices en serio.

-Sí, lo digo en serio. Pero a veces no.

-No volveré a verte -concluyó él-, salvo en las reuniones familiares. Supongo que no será muy difícil.
Adiós, Roxanne.

-Adiós.
Ella observó el automóvil alejarse por el camino de entrada y perderse de vista. Después, dio media
vuelta y entró en la casa para hornear el pastel.

LOS SENTIMIENTOS DE Ian eran una mezcla nauseabunda de furia, repugnancia y tristeza. Imaginar esa
dulce piel sonrosada, esa vitalidad derrochada en los flacos brazos de Clive era un verdadero tormento.

Clive le contó que se habían conocido en la academia de equitación. Claro, ella sabía dónde encontrarlo.
Y ¡qué actriz más consumada! "¡Tiene a Clive hechizado!", pensó Ian; de hecho, lo hizo volver a nacer.
El hombrecito malhumorado ahora silba alegremente por el corredor.

Por supuesto que Roxanne se saldría con la suya. Según dijo, había hecho un trato. Se incorporaría a la
familia, la vida seguiría y nadie se enteraría de lo ocurrido antes. Salvo él. Y él se mantendría a mil
kilómetros de distancia. Roxanne era como el veneno. El más delicioso veneno... Dio un puñetazo en el
tablero del auto.

Casi había llegado a casa cuando vino a su mente Happy, con esa afable sonrisa en los ojos que le era tan
familiar. Y se la imaginó siendo amable con Roxanne, ajena a su propia humillación delante de la otra
mujer.

Pero, ¿no era él, en lugar de Happy, el verdadero humillado? Sudoroso, dio media vuelta con el auto y
se dirigió a la florería del centro comercial. Ordenó dos docenas de rosas.

-¿Qué tal ésas? -preguntó-. Esas pequeñas.

-Color durazno -explicó el anciano detrás del mostrador-. De estilo antiguo, muy fragantes.

-¿No serían mejores las rojas?


-Eso depende de la dama. Hay la del tipo rojo, de un rojo apasionado, y todos la conocemos. La de
color durazno es para la mujer dulce, la perdurable.

Pensó cómo se iluminarían los ojos de Happy cuando le llevara las rosas. "¡Qué hermosas!", exclamaría,
y después preguntaría si era alguna fecha especial que hubiera olvidado.

Sí. Es una fecha especial, a su manera.

-Llevaré las de color durazno -respondió Ian-. Para la mujer dulce y perdurable.

Capítulo once

Septiembre de 1990

En el bosque tras la casa aún persistían algunos toques de esmeralda, entre los ocres polvorientos y los
dorados. El aire suave traía consigo el aroma sutil y ahumado del otoño.

Sally estaba sentada junto a la ventana mirando hacia el jardín, donde Nana se agachaba para sostener
la mano de Susannah. Con tan sólo nueve meses, esta diminuta persona ya daba sus primeros pasos.
Cuando alzó la cara hacia Nana, tenía una expresión de asombro: "¡Mira lo que puedo hacer!"

Sally no pudo evitar sonreír, pero tan rápido como su sonrisa apareció, se le congeló en los labios. Tina
también había caminado a muy temprana edad. Ahora, cada motivo de placer en esta segunda hija era
un recordatorio de que la pequeña Tina alguna vez había sido igual o hecho lo mismo.

Tina, ocupada en ese momento en la cala de arena, era una preocupación de tiempo completo esos
días. Para entonces se había iniciado el año escolar, y cada mañana era una batalla. El maestro del
jardín de niños era un hombre joven, talentoso según todas las opiniones, con una intuición genuina
para las necesidades de los niños pequeños. Y, sin embargo, Tina le tenía miedo. No había modo de
razonar con ella.

El doctor Vanderwater se había ocupado del problema hasta que, de pronto, Tina se negó a volver a su
consultorio a "jugar". “¿Qué haremos ahora?", se preguntaba Sally.

Lo único que Tina deseaba realmente era montar su poni. No obstante, sólo iba si Sally montaba con
ella. El tío Clive ya no era una compañía aceptable.

-No quiero ir con él. No quiero. No me gusta -protestaba, pataleando.

No era necesario discutir, aunque hubieran querido, porque tres días antes habían hospitalizado a Clive
debido a una neumonía bastante grave.

-No le insista ni trate de razonar con ella -le aconsejó el doctor Vanderwater a Sally-. Si la niña no quiere
verme por el momento, déjela en paz. Ya decidirá regresar si usted no se empeña en persuadirla.

Sonaba como un consejo razonable de un experto. Empero, ¿por qué tenía tantas dudas?

Ella se volvió hacia él.

Tienes cara de pocos amigos -la saludó Dan al llegar.

-Tina está empeorando. Quiero volver con la doctora Lisle, Dan. No le dimos una oportunidad.

-Escúchame bien. Lo único que esa mujer hizo fue inventar una historia de terror sensacionalista basada
en una teoría sin ningún fundamento. Ya hemos discutido esta cuestión cien veces y estoy harto.
-Tengo tanto derecho como tú de tomar decisiones en esta familia -tenía las mejillas bañadas en
lágrimas-. Quiero llevar a Tina de regreso con la doctora Lisle o con alguien más -declaró llorando, al
tiempo que Dan salía de la habitación.

Frustrada y furiosa, no sabía qué hacer consigo misma. Se alejó de la ventana para que Tina no la viera y
viniera a exigirle atención. Quizá una larga caminata por las colinas aliviaría su preocupación. Subió a
cambiarse y a peinarse, porque se veía casi enferma, y volvió a bajar. Iba llegando a la puerta del frente
cuando Dan salió al vestíbulo.

-Ven y siéntate -le pidió, y cuando ella lo siguió al comedor, él continuó-. Esto está muy mal. Ambos nos
sentimos preocupados e inseguros y nos desquitamos uno con el otro. Seamos justos y prácticos.
Vamos a darle oportunidad al doctor de que trabaje con Tina hasta principios del año, y si para esa fecha
no hay mejoría, consultaremos a alguien más. ¿Qué te parece?

Aunque un poco dudosa, Sally asintió. La sugerencia le pareció razonable.

-Hay otra cosa que me tiene alterado -añadió Dan-. Tanto Ian como yo recibimos sendas cartas de
Amanda por correo. Escucha, te leeré una parte: "Estoy cansada de esperar a sus inversionistas
extranjeros que quizá cambien de opinión. Tendrán que comprar mis acciones al precio del mercado o
se las venderé a otros. Ya se lo dije antes, pero ustedes insisten en no creer. Mis nuevos abogados de
Nueva York me aconsejan que..." etcétera, etcétera -concluyó Dan, enjugándose la frente-. Se avecina
una crisis y estoy preocupado.

-Entonces viste a Ian. ¿Qué ocurrió?

-Fue terrible -reconoció sombrío-. En pocas palabras, Ian no puede resistir la oferta. Él mismo lo dice.
Lisa y llanamente, es avaricia.

La aflicción de Dan hizo aflorar la honda lealtad de Sally.

-Me repugna -expresó-. Tomar una herencia así y dejar que se pierda.
-Sin hablar de nuestro deber con la comunidad.

-¿Cuándo regresa Oliver?

El tío de Dan estaba en Francia.

-Casi hasta Navidad. Está de visita en los Alpes, pero no quiere tomar parte en esta decisión, así que da
lo mismo. No creo que Ian y yo tengamos mucho que decirnos de hoy en adelante.

El tono abatido de la voz de Dan entristeció la habitación, ese lugar tan lleno de vida, ése que alegraban
unos crisantemos y las últimas rosas del año entre libros y fotografías, donde había una muñeca de
trapo en el suelo y un enorme rompecabezas sobre una mesa. Un extraño que entrara jamás se
imaginaría que una familia que poseyera tanto tuviera semejantes problemas.

-Entonces, creo que iré al hospital para pedirle a Clive su opinión -propuso Dan-. Lo darán de alta
mañana, así que no creo que le afecte. De todas formas, es tiempo de que exprese su opinión, en un
sentido u otro.

CLIVE, RETREPADO EN la cama, se alegró al ver a Dan.

-Creí que estarías caminando por el pasillo, preparándote para irte a casa mañana -le dijo Dan.

-No. Estoy descansando.

-Claro. La neumonía te deja agotado.


Clive lo miró con ojos entrecerrados.

-Estás alterado. Se te nota en la cara.

-Eres muy perspicaz -repuso Dan con una sonrisa-. Sí. Ian y yo tuvimos otro altercado respecto al
consorcio y a mi difícil hermana, pues nos envió una carta. O quizá debería decir que mandó un
ultimátum.

-Y necesitas conocer mi opinión.

-Sí. Por supuesto, comprendo que esta oferta de los extranjeros puede esfumarse, pero de todas
maneras necesitamos conocer la postura de cada quien.

-No va a esfumarse -le aseguró Clive-. Analicé los números en términos de inversiones, y son
razonables. Esas personas están muy ansiosas por comprar.

-La gente de la ciudad está preocupada por la posible división de la empresa. Ha corrido el rumor.

-Lo sé. Una de las enfermeras de aquí me contó su preocupación al respecto. Según me dijo, la gente
no quiere una comunidad nueva ni tampoco que desaparezca Grey's Foods.

-Y ¿entonces?

Clive reflexionó un momento.

-Si yo voto contigo contra Ian y Amanda, dos contra dos, la empresa se hará pedazos. Pero si voto en
favor de Ian a papá se le romperá el corazón.
Dan no pudo contenerse.

-Quisiera saber por qué tu padre no interviene. ¿En verdad no le importa?

-Claro que le importa.

-Y entonces, ¿por qué no lo dice?

-No sé.

-Tú también te has mantenido al margen, Clive. ¿Puedo preguntar la razón?

“¿Por qué?", reflexionó para sus adentros. "Porque yo era distinto. Porque era más fácil no
involucrarse. Me daba igual; no necesitaba nada. Ahora es diferente. Tengo a Roxanne. Ahora voy a
involucrarme. Ahora sí quiero opinar ”.

-Yo estoy de tu parte, Dan. Pelearemos si es necesario.

Dan le apretó la mano.

-Claro que sí -rió-. Debemos discutir el siguiente paso con Ian. Nos reuniremos en tu casa esta semana,
si te sientes bien.

Clive cobró ánimo. No se lo había dicho todavía a nadie; no había hablado con otra persona desde que
los dos médicos salieron de la habitación, una hora antes.
-Esta semana no -le aclaró, preguntándose cómo sonarían las palabras que iba a decir en voz alta-.
Cuando me tomaron las radiografías de los pulmones por la neumonía, encontraron una mancha
bastante grande, de manera que me hicieron una biopsia. Es cáncer -ya lo había dicho-. Tendrán que
quitarme el pulmón derecho.

Dan abrió los ojos desmesuradamente, con una expresión de tristeza. Era obvio que sentía compasión
genuina.

-Le dije al doctor que si ya se extendió fuera de los pulmones, quiero saber la verdad -añadió Clive-. Me
dio su palabra.

-No te adelantes a los hechos -Dan le tocó la mano-. Las cosas suelen salir mejor de lo que uno espera.

Clive sonrió.

-Optimista como siempre, Dan.

-No. Soy realista. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

-Más bien te pido que no lo hagas. Roxanne llegará en cualquier momento. No comentes nada. Quiero
decírselo yo mismo cuando estemos solos.

-No diré una sola palabra.

-Dime, ¿cómo está mi linda Tina? La he extrañado estas últimas semanas.

-Está bien. Sally ha ido a montar con ella.


-Qué bueno. Adoro a esa niña. En cuanto me recupere, la llevaremos a Red Hill, ahora que la cabaña
está terminada. ¿Ya lo ves, Dan?, tu optimismo es contagioso.

Capítulo doce

Clive era un bulto blanco y largo en la cama, conectado por una maraña de tubos a una multitud de
aparatos. Ian, de pie, miraba a su hermano. Éste parecía aún más pequeño que de costumbre, como
encogido, y tenía un tinte verdoso y enfermo en el rostro. Pobre tipo. No se lo merecía.

Desesperado, con ojos suplicantes, Clive señalaba el tubo que tenía en la boca.

-Todavía no, señor Grey -le respondió la enfermera, amable-. Mañana se lo quitaremos y podrá hablar.

Roxanne estaba de pie al otro lado de la cama; parecía asustada. Ian no la había visto desde el día en
que fue a casa de Clive y la encontró tendida en la hamaca, con unos pantaloncitos muy cortos. Ese día
era una correcta dama de los suburbios, discreta, pulcra y ataviada con un traje gris de otoño y un
pañuelo color coral sobre los hombros. Ian sonrió para sus adentros. Siempre había sabido que Roxanne
aprendía rápido, pero aquello era más veloz de lo que nunca creyó.

La muchacha apoyó una mano, la del diamante refulgente, en la mano flácida de Clive.

-Debes de haber bajado como cinco kilos. Pero el lunes saldrás de aquí y yo te voy a engordar. Te haré
una sopa de papa exquisita. Voy a traerte un poco mañana, si te lo permiten.

Ian preguntó cortante:

-¿El lunes? ¿Quién dijo que el lunes?

-El doctor, por supuesto.


-Necesito hablar con él -declaró, dirigiéndose a la puerta-.

-No hace falta. Ya hablé yo con él, y soy la esposa de Clive.

-Y yo su hermano -repuso Ian en el mismo tono brusco y salió de la habitación.

Cuando encontró al médico de Clive, lo abordó sin ambages:

-Sé que ya habló con la señora Grey, pero ella apenas lleva tres meses de ser su esposa, en tanto que yo
he sido su hermano toda la vida.

Cuando el médico arqueó las cejas, Ian comprendió que había denigrado a Roxanne. Aunque la sola
idea de que Roxanne se ostentara como la esposa de cualquier Grey le resultaba intolerable. La voz de
la sangre lo había dominado. Suavizó su tono.

-Naturalmente, quiero saber cuál es el diagnóstico.

El médico respondió con precisión:

-Estamos bastante seguros de haber hecho un trabajo limpio y creemos haber quitado todo. Para mayor
seguridad, necesitará dos o tres meses de quimioterapia. Le haremos gammagramas óseos y pruebas de
resonancia magnética según esté indicado. Si no encontramos otro tumor al paso de los meses,
estaremos en posibilidad de afirmar que tuvimos éxito.

-Muy bien. Quiero telegrafiarle algo positivo a nuestro padre. Está de vacaciones en Europa y mi
hermano me prohibió terminantemente decirle cualquier cosa que lo hiciera volver a casa sin necesidad.
De regreso en la habitación, la enfermera estaba limpiándole la cara a Clive con una toalla húmeda.
Roxanne e Ian observaban con aire de impotencia.

-Creo que se dormirá pronto -señaló la enfermera-. No hay necesidad de que se queden. Estará bien.

-En ese caso -dijo Ian-, me voy. Ya tienen el teléfono de la señora y el mío, por si algo se ofrece.

-Ian, por favor, ¿me llevas a casa? -preguntó Roxanne-. Es que vine en taxi.

-Claro. No hay problema.

En el automóvil, ella se abrochó el cinturón de seguridad con cuidado para que no se le arrugara el traje,
cruzó las piernas discretamente en los tobillos y apoyó las manos en el regazo. En ella era una pose, en
tanto que para mujeres como Happy o Sally sería natural. A Ian le pareció divertida la comparación.

Roxanne miraba al frente con expresión seria. Lo observaba todo: mujeres desaliñadas que salían de las
tiendas de descuento del centro con paquetes entre los brazos; hombres sudorosos que cargaban y
descargaban camiones. Apenas ayer, ella formaba parte de aquella vida ardua.

Y él pensó que ella debía de despertarse a veces por la noche, con Clive a su lado, y sentirse asombrada,
u horrorizada, ante lo que había hecho.

De pronto, ella dijo:

-Me siento muy rara de estar aquí sentada contigo. Y al mismo tiempo, no tanto.

-No empecemos con eso, Roxanne.


-De acuerdo. ¿No te importaría detenerte un momento en una tienda de delicatessen? Quiero comprar
un sándwich para cenar. No tengo ánimo de cocinar para mí sola.

De hecho, él ni siquiera había pensado en su propia cena.

Happy estaba en Rhode Island, de visita con unos parientes. La perspectiva de hurgar en el refrigerador,
calentar lo que Happy le hubiera dejado y después recoger, le pareció deprimente.

Cuando pensaba en eso, el semáforo cambió a rojo en la esquina del mejor restaurante de la ciudad. De
repente, Ian sintió un hambre feroz; se le hizo agua la boca.

-Me caería bien un filete -comentó-, o un plato de ternera a la parmesana. ¿Quieres que entremos a
cenar?

Demasiado tarde recordó que aquél era el mismo sitio donde se habían conocido casi tres años antes.

-Sí, pero no deben vernos juntos.

-Eso es ridículo. No tenemos nada que ocultar. Mi esposa está de viaje y tu marido, mi hermano, está
en el hospital, por tanto, salimos a cenar. Vamos, comamos algo.

Cuando las demás mujeres, y no sólo los hombres, se vuelven a ver a una mujer, no hay duda de que es
despampanante, pensaba Ian mientras se dirigían a su mesa.

El filete estaba en su punto, las papas a la francesa, deliciosas y las verduras salteadas, tan suculentas
como la mejor ratatouille que hubiera probado en Francia. Ian comió y bebió vino en el más absoluto
silencio, con la mirada fija en lontananza, más allá de la cabeza de Roxanne.

-No podemos estar sentados así, sin hablar -protestó ella.


-¿Por qué no?

-Porque parece que estamos casados -bromeó.

Sin duda era cierto en algunos matrimonios, aunque definitivamente no en el de Happy y él. Estaba
incómodo en aquel lugar, pensando en ella. No debió ir allí ni a ninguna parte con Roxanne. ¿Por qué lo
había hecho?

-De acuerdo -aceptó él-. Como no somos un matrimonio, no queremos parecerlo. Hablemos.

-¿De qué podemos hablar? -Roxanne pareció pensativa-. ¿Qué tal si hablamos sobre el negocio del
bosque? Clive me contó que Dan y tú están molestos por eso.

-Sí. Es una lástima. Es una oferta irresistible. Supongo que Clive pensará votar conmigo, ¿verdad?

-No lo sé. No me lo ha dicho.

MÁS TARDE, EN el auto, hubo otro silencio embarazoso hasta que Roxanne se inclinó para encender el
aparato de radio. En el reducido espacio, su perfume era embriagador.

-Bueno, ya llegamos -anunció ella, cuando los neumáticos hicieron crujir la grava del camino de
entrada-. ¿Quieres entrar un momento?

El clima era el de una verdadera noche de otoño. Los días, cada vez más cortos, se antojaban
melancólicos y anunciaban el inminente invierno. El otoño lo deprimía. No sintió deseos de regresar a
su casa vacía; al menos todavía no... Todo eso le pasó por la mente mientras Roxanne sostenía la puerta
del auto abierta.

-De acuerdo. Muéstrame la casa.

Lo primero en lo que reparó fue la escalera curva, de escalones bajos y anchos. El papel tapiz parecía de
estilo Williamsburg, anterior a la Guerra Civil. Era inconfundiblemente una elección de Clive: tal vez
demasiado histórico, pero de buen gusto.

En cambio, la cocina no tenía nada de histórico. La porcelana blanca y lustrosa y el cobre reluciente eran
de lo más moderno. Clive no había reparado en gastos.

-¿Quieres una copa de brandy, Ian? Está en la cantina de la sala. La luz está encendida.

Ella hablaba de prisa, ansiosa de retenerlo, con temor de que él dijera: "No. Sólo me quedaré un
minuto".

Sin embargo, él se mostró complacido de tomar el brandy antes de regresar a casa. Si ella pensaba que
habría algo más, estaba muy equivocada. Pero no creía que Roxanne tuviera intenciones de arriesgar
sus logros por una noche de sexo.

La sala era cálida. Los colores de las alfombras, la tapicería y los libros combinaban armoniosamente.
Con la copa de fino cristal francés en la mano, recorrió el cuarto, examinándolo.

Se le ocurrió por primera vez que Clive jamás había tenido un hogar propio, y la idea lo conmovió. Su
hermano había pasado la vida enclaustrado en Hawthorne, en la casa de su padre. "Ojalá que ahora las
cosas le salgan bien", pensó Ian. "Espero que esta mujer atolondrada lo trate como es debido. Ojalá
que no esté tan enfermo como parecía hoy".

Ian continuó su paseo por la habitación, calentando el brandy entre las manos. Observó dos cuadros de
paisajes muy hermosos y una fotografía de sus padres, en la que se veían jóvenes y orgullosos. En otra
mesa había una foto reciente de Clive con la hijita de Dan en el poni que aquél le regaló.
Cuando Roxanne regresó, se había puesto un vestido corto y veraniego de tela delgada, verde claro. Un
rato antes llevaba el cabello recogido en la nuca, pero ahora lo traía suelto.

-Prometí hacerle sopa de papa a Clive. Era imposible que cocinara con ese traje puesto, ¿verdad?

Los senos se balanceaban suavemente cuando caminaba. Ian se dio cuenta de que no llevaba nada
debajo del vestido. Miró la fotografía de Clive con Tina.

-Va a ser más linda que su madre, lo que ya es mucho decir. Siempre he admirado a Sally -comentó en
voz alta, al tiempo que pensaba: "Dale a entender que no es la única mujer que los hombres miran".

-Clive quiere que tengamos pronto un bebé. Le gustaría tener su propia hija.

-Y entonces, ¿qué te detiene? Traes un anillo en el dedo.

Sabía que estaba portándose grosero. Como siempre, pensar en Clive con ella en la cama lo sulfuraba.

-No sé. Supongo que tendré que aceptar. Sólo me gustaría que hubiera sido tuyo -Roxanne le dirigió
una mirada pesarosa.

El posó en una mesa la copa a medias.

-Ya te dije que... -empezó.

-De acuerdo, lo siento -dijo Roxanne-. Pero debes admitir que tú y yo habríamos tenido un bebé muy
hermoso.
"Siempre he deseado un hijo", pensó Ian. "Pero de Happy, no de Roxanne. ¿Por qué? Por los vicios que
tiene. No la avaricia, pues yo mismo soy avaricioso. Es por artera y engatusadora. Yo no querría que un
hijo mío fuera así.

-Dime -le preguntó con curiosidad-, ahora que tienes todo esto, ¿te sientes cómoda al ser parte de
nuestra familia?

Ella ponderó la pregunta y respondió seria:

-Me sentiría más que cómoda si la casa fuera tuya. Porque eso significaría vivir con amor, ¿no? -al ver su
desaprobación, cambió a un tono alegre, pero desafiante-. Ya no me siento parte de mi propia familia,
de modo que como estoy aquí, trataré de sacar el mejor provecho.

Ian sintió de pronto que Roxanne le desagradaba. Bostezó.

-Tendrás que disculparme. Ha sido un largo día. Me voy.

-Pensé que querías ver la casa. Sube y te la mostraré. Sólo tardaremos un minuto.

Mitad renuente, mitad interesado, la siguió.

En el dormitorio principal, la cama gigantesca y baja estaba cubierta con una suave tela amarilla
floreada. Al mirar esa cama el lecho nupcial, Ian sintió la rabia que estaba tratando de ahogar desde
junio. Percibió su sabor en la boca, picante como el chile.

-El baño es más grande que el dormitorio que yo tenía en mi casa. Tiene un jacuzzi, además de un
tragaluz. ¿Qué te ocurre? ¿Acaso no te gusta?
-Por supuesto que me gusta. No hay nada desagradable.

-Ahora, oye esto. No, ven adentro. Escucha. Hasta en las habitaciones de huéspedes -encendió un
interruptor que hizo brotar una suave melodía-. Hay en toda la casa; en cualquier lugar que quieras
-Roxanne lo anunciaba como si nadie hubiera conocido antes tal maravilla.

Subió el volumen de tal suerte que todas las habitaciones se llenaron con el estruendo de un conjunto
musical. Y moviéndose al ritmo de la música, giró por el largo pasillo, sacudiendo los senos, agitando la
falda corta y amplia para revelar lo que él sabía: que bajo el vestido estaba desnuda.

-¿Qué tal? -los ojos le brillaban. Luego, con ímpetu, se abalanzó y lo abrazó-. Dame un beso. Vamos, no
te costará nada.

La boca de Roxanne le supo a frambuesas. Ian trató de zafarse de su abrazo... y luego ya no pudo seguir
resistiéndose más. El único pensamiento cuerdo que le cruzó por la mente fue: "En su habitación, no.
No donde se acuesta con él". Y con los labios aún unidos a los de ella, la tomó en brazos y la llevó a la
habitación de huéspedes.

CUANDO IAN DESPERTÓ era casi medianoche.

¿Qué había hecho? Durante todos aquellos años se había sentido bastante culpable por Happy, pero
ahora había cometido una ofensa doble. Si esa noche daba pauta a que Roxanne abrigar a alguna
esperanza, arruinaría la vida del pobre de Clive. Y encima, lo que podían ser sus últimos años.

Se vistió de prisa y corrió escaleras abajo. Desde el camino de entrada, cuando subía al auto, alcanzó a
ver a Roxanne por la ventana de la cocina iluminada. Estaba pelando las papas para la sopa de Clive y
lloraba.
Vaya, ¡qué desastre!

Entró en su casa vacía y el silencio lo aplastó. Vio la luz parpadeante de la contestadora y supo que oiría
la voz de Happy. "Son las once de la noche y no he sabido nada de ti. Me temo que sea porque Clive
esté grave. Por favor llámame muy temprano por la mañana. Te amo".

Ian se llevó ambas manos a la cabeza. ¡Maldición!

Capítulo trece

Diciembre de 1990

Ian encendió la lámpara del escritorio y releyó el diario por tercera vez aquella mañana.

"Se comenta que los dos primos, Ian y Daniel Grey, ya no se hablan sino que se envían mensajes a través
de sus respectivas secretarias".

Bueno, eso era parcialmente cierto. De inmediato saltó a la página editorial y leyó: "Lo que nos
preocupa es la posibilidad de cierre o contracción de Grey's Foods, una empresa tan vital para Scythia y
para toda la región. Sólo rogamos que prevalezca la serenidad, a fin de evitar cualquiera de las dos
opciones".

"La serenidad", pensó Ian. "¿Cuántos de ustedes, buenos ciudadanos, rechazarían veintiocho millones
de dólares? Pero esperan que yo lo haga".

En seguida había un desplegado de página entera firmado por el Comité para la Defensa del Bosque de
Grey's Woods. Más adelante se publicaban varias cartas al editor, indignadas y cáusticas, tanto de
amantes de la naturaleza como de la libre empresa.
Ian arrojó el diario a un lado y tomó un fajo de cartas, mascullando mientras leía. Había una de Amanda:
otro ultimátum. La segunda era de sus abogados de Nueva York. Otra más de los abogados del
consorcio, que exigían acción inmediata después del día primero del año. La última era del propio
consejo de Grey's Foods: tres páginas completas a renglón seguido llenas de análisis cautelosos.

Ian se levantó bruscamente y se encaminó por el pasillo. Sin llamar, entró en la oficina de Dan.

-¿Y bien? ¿Ya leíste tu correspondencia de hoy?

-Supongo que te refieres a la carta de Amanda.

- Sí. Y a la de sus abogados. Nos arruinará.

-No necesariamente. Debe de haber alguna solución.

A veces, Dan lo enfurecía con su estúpido optimismo apacible.

-Como te lo he explicado cien veces, el consorcio es nuestra última oportunidad -insistió Ian-. ¡Están
cansados de los titubeos, y tú sigues allí sentado como un imbécil! Yo no puedo llegar a nada con Clive,
ni siquiera consigo hablar con él porque está demasiado enfermo. Así que somos dos contra dos.
Estamos en un callejón sin salida. Perderemos la oportunidad y aun así tendremos que enfrentarnos
con Amanda. ¿Sabes algo? Lo único que va a pasar es que Grey's Foods se irá a la ruina.

-Creí que querías deshacerte de la empresa a como diera lugar, para disfrutar de la vida mientras eres
joven -apuntó Dan con cierta amargura.

-Estoy dispuesto a pagar mi parte y dejar que tú y Clive se queden con ella.

-Sabes que Clive y yo no podríamos dirigirla solos, incluso si él estuviera bien.


Dan caminó con lentitud hacia la ventana y contempló el panorama: la nueva ala de oficinas, los
almacenes, el desviador de trenes, una carga de tomates que llegaba en camión y al viejo Félix, el
jubilado que se pasaba el tiempo allí porque consideraba que Grey's era su hogar.

Ian sabía lo que Dan estaba viendo. También sabía lo que pensaba. ¡Que todo eso, que tardó tanto en
edificarse, pasara a manos extrañas! O, peor aún, que fuera absorbido por alguna corporación
gigantesca, desmembrado y vendido en partes. Había algo de cierto, además del dolor. El propio Ian
sintió una punzada de dolor.

Pero, ¡veintiocho millones de dólares!

-Al menos hagamos que esto se termine con dignidad, Dan. Es mejor que permitirle a Amanda que lo
arruine.

Tras un par de minutos, Dan dio media vuelta. Parecía herido de muerte, aunque habló con suavidad.

-De acuerdo, Ian. Me rindo. Haz lo que te parezca mejor.

HACÍA UN TIEMPO espléndido para tratarse de una tarde de diciembre. Sally y Dan, a los lados de Clive,
caminaban lentamente por la campiña.

-Llevemos a Clive de paseo el sábado por la tarde -había sugerido Dan-. Ha dicho que quiere visitar a su
caballo, y es obvio que Roxanne necesita ir a alguna parte.
"Se ve fatal", pensaba Sally. No era sólo la calvicie, porque Clive había perdido casi la totalidad el
cabello, sino la palidez cerúlea. Pero ya iba a la oficina tres veces por semana, después del reposo en
casa que seguía a cada sesión de quimioterapia.

-Esperaba que trajeran a Tina -comentó-. Ya nunca la veo.

Le habían pedido a Tina que los acompañara, pero estaba en uno de sus accesos de mutismo.

-La traeremos la próxima vez. Tenía una amiga de visita y no quisimos interrumpirlas -mintió Sally.

Se sentaron un rato a ver a los caballos. Sally imaginó que los vigorosos animales y el aire limpio y
saludable serían como una inyección de vitalidad para Clive.

-Papá regresa la semana próxima -comentó Clive-. Quiere pasar algunos días en Red Hill antes de la
Navidad. ¿Ya lo sabían?

-Sí, ya me dijeron. Será divertido.

-Me da gusto. Roxanne y yo dormiremos en la cabaña nueva e iremos a la casa grande a comer. Será
nuestra primera Navidad juntos -musitó.

Se volvió hacia Sally y prosiguió:

-No te he dado las gracias por ser tan amable con Roxanne. A ti y a Happy. Al que no entiendo es a Ian.
Fue al hospital, pero nunca viene a nuestra casa. Sé que nuestro matrimonio lo tomó por sorpresa, pero
no es motivo para actuar así.

-Ha estado alterado -explicó Dan-. No sé si te enteraste.


-Sí, lo sé. Leí el diario de hoy -Clive sonrió.

-No queríamos que te preocuparas ahora -se disculpó Dan.

Se aclaró la garganta y le espetó bruscamente-: Clive, ya decidí tirar la toalla.

-¿De qué hablas?

-Le dije a Ian que haga lo que mejor le parezca. Ya me cansé de pelear por esto.

-Dan, no puedes hacer eso.

-¿Y seguir golpeándome la cabeza contra un muro de piedra?

-Yo voto en favor de Grey's Woods -aseveró Clive, e irguió la cabeza con aire desafiante. Después rió-.
Es gracioso, pero Roxanne ha estado tocando el tema a últimas fechas. Opina que yo debería votar en
favor del consorcio. Debe de ser por el dinero. Veintiocho millones son una suma asombrosa para
cualquiera, y supongo que cuando alguien no ha tenido nada... ¡Cómo aprecia las cosas! Es un placer
verla en la casa, ocupándose de todo, cocinando. Es una maravillosa cocinera y gran ama de casa.

A Sally le dio gusto que la conversación se alejara del tema de los negocios. El asunto estaba minando a
Dan; eso y la dolorosa preocupación por su hija.

-¿Puedo confiarles un secreto? -preguntó Clive, tímidamente-. Roxanne está embarazada. Es muy
pronto y ella aún no quiere comentarlo, pero yo necesito decírselo a alguien.

De inmediato, Dan exclamó:


-¡Felicidades! Es magnífico.

-Me da mucha emoción -añadió Sally.

La breve tarde invernal llegaba a su fin. Llevaron a Clive a casa. Permanecieron un momento en el auto,
observando su paso lento, casi arrastrando los pies, hasta la puerta de su hermoso hogar.

-¡Qué triste, Dan! -se lamentó Sally.

-Sí, pero cómo ha cambiado Clive en estos últimos tiempos. Tan seco y mordaz como era, ahora es pura
suavidad. No lo reconozco. ¿Será la enfermedad o la mujer?

-Tal vez un poco de ambas.

En el punto más alto del camino, las luces de la ciudad empezaban a titilar entre los árboles deshojados.
Dan bajó la velocidad.

-Mi padre trabajó allí -murmuró-, y su padre antes que él.

Sally comprendió que Dan lamentaba con anticipación la muerte de Grey's Foods.

-Viajaré a Escocia cinco días -siguió diciendo-. Tengo que ver algo sobre un nuevo producto, una especie
de carne molida. Regresaré antes de Navidad, claro.

-Entonces, ¿todavía no te rindes del todo?


-Aún no nos entierran, y mientras estemos vivos seguiré nutriendo el negocio.

-Dan Grey, eres un hombre con agallas.

Ella pensó en recordarle su promesa de que, si para el principio del año Tina no había mejorado, harían
algún cambio; sin embargo, se abstuvo.

El día agonizaba y se tornaba frío. El año agonizaba también. Lo dejarían morir en paz. Después del
Año Nuevo, todo entraría en crisis.

Capítulo catorce

Ian levantó la persiana mugrienta y atisbó al estacionamiento. El viento soplaba con tanta intensidad
que casi oía el rechinado del letrero del Motel Happy Hours al mecerse. Faltaban quince minutos para
las cuatro, pero ya habían encendido las chillantes decoraciones navideñas del local.

Roxanne estaba sentada en la cama, tiritando.

-Está tan húmedo como el interior de una hielera. Con lo que uno paga, al menos podrían poner
calefacción.

-Levántate -ordenó él-. Tengo que regresar a casa. Tenemos invitados a cenar.

-Creí que pasarían esta semana en Red Hill.

-Nos iremos para allá hoy por la noche, después de que se retiren los invitados. Vamos, ¿quieres darte
prisa?
-Está bien, está bien.

Roxanne bostezó, se estiró y salió de la cama. Inclinarse a recoger la ropa, abrocharse el sostén con los
codos en jarra y los senos echados hacia adelante, levantar los brazos para ponerse el suéter, cada
movimiento lento y grácil era tan estudiado como los de una desnudista de cabaret.

-Todavía no se te nota -advirtió él.

-Claro que no. Apenas tengo dos meses.

Tres semanas antes, Roxanne le había informado que estaba embarazada.

-¿Estás segura? ¿No será un error?

-Ya te lo dije. Fui al doctor. No hay ningún error.

-Quiero decir, de quién es -dijo él, disimulando el fastidio.

-Qué desfachatez la tuya para volver a preguntármelo, Ian.

-Tengo derecho de preguntarlo. Sólo hemos estado juntos tres veces: aquella noche en tu casa y dos
aquí.

-Con una basta, amigo. Y, además, ¿a qué viene todo el interrogatorio? ¡Mira al pobre de Clive! No se
me ha acercado en los últimos tres meses. ¿Cómo podría? Piensa.
-No -respondió Ian. Y se imaginó a Clive tendido en el hospital, sujeto por todos esos tubos, y exclamó-:
¡Roxanne, estoy tan avergonzado!

-Ya es un poco tarde para eso, ¿no te parece?

De pronto, Ian palideció por el temor.

-Y ¿no irá a... no pondrá en duda las fechas?

-No. Lo he dejado entretenerse un poco cuando se sentía mejor, pero apenas lograba algo. Sólo se
hacía ilusiones. De cualquier manera, es lo último que sospecharía.

-Me siento basura, Roxanne.

-Al menos, di algo alegre sobre el hijo que voy a darte. Durante todo este tiempo, seguramente habrás
deseado uno.

"Sí, claro", pensaba, "he deseado un hijo. Pero no sería suyo sería de Clive. Ésa era la amarga ironía".

-Si alguna vez dejas que alguien lo sepa... jamás se lo cuentes a tu hermana. ¿Imaginas lo que sucedería
si esto se filtrara? Papá y Clive y Happy...

-Tan sólo por ella -lo interrumpió-, sin mencionar a Clive, a quien quiero más de lo que te imaginas,
tendré cuidado. No soy tan miserable como crees -y rompió a llorar-. Ian, tengo miedo. ¿Qué será de mí
si Clive se muere? -se echó en los brazos de él, llorando sobre el hombro-. Sé que piensas que soy sólo
una mujer codiciosa, pero te consta que he sido buena con él. Lo hago feliz. Y precisamente cuando me
había acostumbrado a las cosas, tengo que pensar en perderlo todo.
Incapaz de desprenderse de aquel abrazo, Ian permaneció inmóvil y hasta sintió un atisbo de
compasión. Le acarició la espalda y murmuró:

-Siempre te adelantas a los hechos. No tienes nada que temer.

Ella levantó la cabeza, sollozando aún.

-Te amo, Ian. Siempre te amaré.

Mecánicamente, como si la mano se moviera por voluntad propia, Ian seguía acariciándole la espalda.
Pero, al mismo tiempo, poco a poco, empezaba a poner en orden sus pensamientos, sin siquiera mirarla.

Casi seguro, si Clive muriera, no habría acciones de Grey's Foods para Roxanne. Esas acciones habían de
conservarse para la propia sangre de los Grey, de generación en generación. La pregunta era cuánto
poseía Clive aparte de las acciones. Sin duda había hecho buenas inversiones, pero también había
gastado una fortuna en su casa. De ser así, le dejaría la casa, pero las casas no se comen. Le sería
imposible vivir del dinero que obtuviera por venderla, vivir lo bastante bien para estar satisfecha,
después de que ya había probado la abundancia. La mente de Ian corría desbocada. ¡Roxanne metería
una demanda! Y ¿a quién? Al padre de su hijo, por supuesto: al señor Ian Grey.

Empezó a sudar. Allí, en la habitación fría, con el abrigo puesto, sintió como si lo quemaran. Aquella
nueva posibilidad empequeñecía y volvía casi inexistentes todos los demás problemas. El miedo a
perder el negocio del bosque, con su olla de oro, y el temor de que Amanda tomara por asalto la
tesorería de la empresa se volvían minúsculos en comparación con la amenaza probable por parte de
Roxanne.

"Un problema debe enfocarse con lógica hasta encontrar la respuesta definitiva y apropiada. Ahora
bien, lo que hace falta aquí es suficiente dinero para pagar el silencio de Roxanne. Necesitamos comprar
las acciones de Amanda, porque si no lo hacemos, el resultado es evidente. Así pues, volvemos al trato
del bosque. Y dado que, milagro de milagros, Dan ya se rindió, la única limitante que me queda es
Clive".
-Quiero hablar contigo -le dijo a Roxanne-. Vamos a quitarnos los abrigos y a sentarnos.

-Tengo que irme a casa. El pobrecillo lleva todo el día solo, esperándome. Cree que fui al dentista y
después a comer con mi hermana. Ya regresó de la escuela. Así que debo darme prisa.

-Si prestas atención, no tardaremos mucho. Clive debe de haberte comentado algo sobre la gente que
quiere construir la nueva comunidad en Grey's Woods.

-Tú me has comentado un poco y leí algo en los diarios. Clive no ha dicho gran cosa.

-Muy bien. Te explicaré un poco más -le hizo un rápido esbozo de los hechos, tan simple como le fue
posible-. Ahora entiendes -concluyó- por qué es tan importante que Clive no retrase el trato. Y... -en
ese punto, le dirigió una mirada larga y elocuente-, habrá bastante dinero para ti, ya sea que Clive muera
o viva. Estableceremos un fideicomiso para ti y así no te faltará nada de por vida.

Los ojos de Roxanne, muy abiertos, despedían un cierto fulgor; no pudo controlar una leve sonrisa que
le iluminó la cara.

-Pero sólo -le advirtió él, severo- si consigues que Clive me apoye. Ahora, vete a casa y hazlo. Estoy
seguro de que vas a poder. Ya sabrás cómo.

-No te preocupes. Hace todo lo que le pido.

"Eso esperamos todos", pensó Ian para sí. De lo contrario, tendría más de un alacrán venenoso dentro
del bolsillo, Amanda y Roxanne, ambas sedientas de dinero. Ni siquiera le importaba obtener la olla de
oro para sí mismo. Más bien la necesitaba para librarse de ellas.

-Vamos, apresúrate -la instó-. Ya es tarde y pronosticaron una nevada.


Se separaron en el estacionamiento e Ian se alejó de prisa. Únicamente deseaba llegar a casa con
Happy, una mujer que estaría satisfecha y ocupada, no pidiendo dinero ni suplicando amor con sus
lloriqueos.

EN LA CABAÑA de Red Hill, Clive había estado tendido en el sofá casi todo el día, leyendo, viendo un
poco la televisión o dormitando. De vez en cuando se levantaba para poner otro leño en la chimenea.
Era un placer ver la lluvia de chispas, la llama anaranjada, y después observar cómo se extinguían, con
un crujido y un leve chasquido. Una vez fue a la minúscula cocina y se preparó una taza de té de
hierbas, que se llevó de vuelta a la chimenea para disfrutarla con algunas galletas de limón de Roxanne.

Le encantaba la cabaña. El bosque estaba tan cerca que, cuando tenían las ventanas abiertas, se oía el
susurro del viento entre los árboles. Y los dos caballos, porque tenían a su yegua y a uno de Roxanne, se
guardaban en los establos detrás de la casa de su padre. ¡Había tanto para disfrutar!

Meditó en que debía haber tenido una casa propia años antes. Pero sabía muy bien por qué no lo había
hecho. Hawthorne era su refugio. De niño, regreso allí del bachillerato, derrotado. No era un atleta
descollante, medía varios centímetros menos que los demás y era el blanco de todas las burlas. Su
padre, que era muy comprensivo, le había permitido asistir a la escuela local y volver a su refugio cada
noche.

"Mi hijo será diferente", pensó Clive. "Espero que se parezca a Ian”. Pero también sería agradable una
niñita como Tina.

Un automóvil. Había llegado Roxanne. Contento, se levantó para recibirla.

-¿Por qué tardaste tanto? -le preguntó-. Te extrañé.

-Te lo dije. Fui al dentista; me arregló un empaste. Después estuve con mi hermana. Comimos tarde,
conversamos hasta las tres y aquí estoy.
-Entonces tuviste un buen día. ¿Cómo está Michelle?

-Bien. Trae un lindo bronceado de Florida -comentó. Y diciéndose que debía mostrar agradecimiento,
añadió-: Le encanta la escuela de Florida. No se cansa de agradecértelo.

Clive rebosaba orgullo.

-¡Qué bueno! -exclamó.

-Tuve que conducir muy despacio: Está empezando a nevar y los caminos resbalosos me ponen nerviosa.

-Estás muy bien vestida como para ir a la ciudad.

-Quería que Michelle viera mi abrigo nuevo -explicó ella, mientras sacudía los copos de nieve del visón
que él le había regalado y lo colgaba en el clóset. La etiqueta era la de un elegante peletero de Nueva
York.

-Pareces una muñeca con él. Pareces una muñeca con cualquier cosa. Pero te ves mejor sin nada
encima.

Ella logró esbozar una sonrisa pícara y le coqueteó.

-¿Eso crees?

-Sí, eso creo. Pero hace tiempo que no te veo así.


-Por supuesto. Has estado enfermo.

-Pues ya estoy en la recta final. En cuanto vuelva a la normalidad, te prometo que voy a compensar el
tiempo perdido.

Roxanne respingó para sus adentros. Clive en verdad creía que ella estaba impaciente por recibir sus
caricias, cuando de hecho empezaba a resultarle físicamente repulsivo. Apenas soportaba tocar al
pobre sujeto.

-Has de tener mucha hambre -sugirió-. La cena estará lista en veinte minutos.

-Pensé que esta semana cenaríamos con papá en la otra casa.

-A partir de mañana. Supuse que te gustaría que estrenara primero nuestra cocina.

-Tienes razón. Piensas en todo.

Podía decirse que casi trabajaba automáticamente para mezclar la ensalada, sazonar el filete de atún y
rebanar el pan, pero su mente estaba concentrada en otra cosa.

"No te faltará nada de por vida", había dicho Ian, "pero sólo sí consigues que Clive me apoye". ¿Cuál era,
entonces, la otra opción? Que lo perdiera todo. No había duda al respecto. Ian la había amenazado esa
tarde. Y sonó tan brusco al decirlo que no parecía él mismo. Roxanne ahora comprendía cabalmente su
situación. Estaba perdiendo a Ian: su fuerza, su sentido del humor, su dulzura. ¡Y lo amaba tanto!

Se le nublaron los ojos y parpadeó con fuerza. No estaba todo perdido. Si conseguía que Clive hiciera lo
que Ian deseaba, no iba a perderlo.
Mientras ponía la pequeña mesa redonda frente al fuego, se alentaba a sí misma. Clive siempre le había
dado lo que quería; ¿por qué no también aquello? El problema era cómo traer el asunto a colación para
que pareciera natural por parte de ella.

Clive dormitaba. Ella lo tocó en un hombro y él despertó al momento. Al ver la mesa tan bien puesta,
con un par de velas encendidas y un colorido plato de pescado con una guarnición de verduras, exclamó,
como siempre:

-¡Sí que sabes cómo hacerlo todo!

-Lo intento -repuso ella, coqueta-. Quiero verte feliz. Él dio un largo suspiro.

-¿Quién no sería feliz contigo?

Cuando llegaron al postre, Roxanne todavía no encontraba la manera de abordar el tema. De pronto,
una ráfaga de viento sacudió la ventana.

-Tengo la impresión de que se avecina una verdadera tormenta -señaló Clive-. No hay nada como el
bosque después de una nevada, cuando hay medio metro de nieve y ni una marca encima.

Allí estaba la oportunidad.

-Tú amas este bosque -afirmó ella, y después añadió-: ¿Es ésta la sección que quieren comprarles?

-No. Está del otro lado del río.

-Entonces no es tan grave.


-¿Que no es tan grave? ¡Es terrible! Este bosque debería mantenerse intacto.

-Mucha gente dice que esa compañía traería más empleos y nuevos negocios.

-Sí. Habrá una ganancia a corto plazo; sin embargo, una vez que se destruya el bosque, no podrá
reemplazarse.

-Pero si les vendieran lo que quieren, aún quedaría una parte -afirmó Roxanne.

-¿Acaso estás en el negocio de la construcción?

-No, aunque me interesa. Hay mucho dinero en juego.

Clive parecía divertido. Roxanne comprendió que era porque nunca había hablado así respecto al
dinero, y no correspondía a la idea que Clive tenía de ella.

-¿Desde cuándo te preocupan las finanzas de los Grey?

-Bueno -explicó-, ahora que voy a ser madre me interesa el tema. No es que me preocupe, sólo me
interesa.

-Nuestro bebé tendrá casa, vestido, sustento y mucho amor. No hay problema -aseguró Clive, todavía
divertido.

-Pensaba que, con los líos de la hermana de Dan, tal vez nodeberías estar tan seguro.

El aire divertido se convirtió en curiosidad.


-¿Qué sabes tú de la hermana de Dan?

Roxanne se encogió de hombros con aire indiferente.

-No gran cosa. Sólo que es una picapleitos.

-¿En qué sentido?

Empezaba a sentirse turbada, tratando de recordar cuánto podía decir sin desatarse.

-Está pidiendo mucho dinero, ¿no es así? Su parte de las acciones de la firma. Y si le vendieran a esas
personas, le pagarían y se librarían de ella. Me parece que eso deberían hacer.

-¡No vamos a vender! -Clive alzó la voz-. No le haré eso a papá. No se merece que lo tratemos así. Me
dan vergüenza: mi hermano, Dan, Amanda, todos. Vergüenza -estaba casi sin aliento. De repente,
frunció el entrecejo-. ¿Y cómo sabes tú todo esto, eh? Yo nunca te lo dije.

Roxanne sentía cómo le palpitaba el corazón.

-Salió en los diarios. Lo leí en los diarios.

-En los diarios no hablaban de Amanda.

-Entonces debo de haberlo oído en algún lado. De cualquier modo, ¿qué más da? Voy por el postre.

En la cocina, sacó la fuente de pasteles y sirvió el café. Le temblaban las rodillas.


"Ya sabrás cómo”, le había asegurado Ian, pero no parecía lograrlo. Ian se pondría furioso. Y ahora
también Clive estaba enojado con ella. Decidió devolverle el buen humor con una broma.

-Heme aquí -anunció a voces-, madame Roxanne, de la pastelería Palace, con una selección de éclairs,
napoléons... -en ese momento sonó el teléfono-. No te levantes, cariño. Déjame que yo conteste.

Pero Clive se incorporó y ya había cruzado la habitación y levantado el auricular.

-¡Michelle! ¡Qué gusto oírte! Roxanne me contaba lo bien que te ha ido. Me dijo que estás bronceada
y...

"Michelle, rápido, antes de que diga algo". Roxanne le pidió el auricular, gritando:

-Déjame hablar con ella.

Clive no soltaba el teléfono.

-¿Que todavía no la has visto? Espera un momento. A ver si entendí bien.

-Clive, por favor, dame el teléfono -insistió Roxanne; él interpuso el codo.

-¿Entonces no viste hoy a Roxanne?... Ah, ya veo. Bueno, me dio gusto hablar contigo... No, no puede
contestar en este momento. Te llamará después. Cuídate, Michelle.

Muy despacio, colgó el auricular y se volvió hacia Roxanne.


Se hizo un silencio.

-¿Y bien?

Ella sintió la boca seca.

-Teníamos una cita, pero la cancelé porque el dentista se tardó demasiado. Sé que parece muy tonto y
lo lamento, pero creí que te decepcionarlas si no te contaba algo sobre Michelle, así que inventé lo de la
comida.

-No insultes mi inteligencia con excusas, Roxanne -Clive se mostraba sereno-. Sólo dime dónde estuviste
todo el día.

-De compras. Cuando por fin terminé con el dentista, no me quedaba mucho tiempo y visité algunas
tiendas.

-No te creo -dijo él, todavía tranquilo.

-Es la verdad. Si no me crees, no es asunto mío.

"Hay algo turbio aquí", se decía Clive en silencio, "pero no sé qué es... Tanta información, información
privada. Y ¿andar de compras en el centro de Scythia con un abrigo de visón?"

La miró de arriba abajo, observando el elegante collar de oro, regalo suyo de cumpleaños, y el vestido
rosado.

-¿A quién viste hoy, Roxanne?


-Fui al dentista, por todos los cielos.

-¿Vestida así? ¿Cómo se llama tu amante, Roxanne?

-No tienes derecho a insultarme. ¿Quién te crees que eres?

-Yo sé quién soy. Lo que me pregunto es quién eres tú -se frotó la frente, como si algo le doliera.

-Oye, Clive, estás haciendo una tormenta en un vaso de agua. No vale la pena.

-¿Qué es lo que no vale la pena? ¿Mi confianza en ti? Para mí vale más que cualquier cosa -se aferró al
borde de la mesa-. Hoy estuviste con alguien. Llegaste demasiado tarde para haber ido de compras a
Scythia. Además, ya no hay una sola tienda que te satisfaga, ahora que estás acostumbrada a cosas
mejores.

-¡Clive, te suplico que no me ofendas recordándome de dónde vengo!

-No me cambies el tema. Sólo quiero que me digas la verdad, ¿dónde estuviste hoy? Quiero saber
quién te contó lo de Amanda y las acciones de la empresa -se acercó más y la sujetó por los hombros-.
La verdad, Roxanne. Dime la verdad.

Tenía una mirada que parecía trastornada. Ella gimoteó:

-¡Suéltame!

-No -la atenazó con más fuerza-. No juegues conmigo. No me hagas esto. Yo te amo, Roxanne.
Las manos se deslizaron para acariciarla y la besó con fuerza en los labios. Ella lo empujó, pero al
hacerlo él reparó en que el rostro tenía una expresión extraña.

-¿Te repugno porque estás pensando en otro hombre? Sí, eso ha de ser. Has encontrado a otro.

-No. Es tu conducta la que me repugna, tus sospechas.

-Entonces, despeja mis dudas -él la había acorralado contra la pared y la oprimía de la cabeza a los pies.
Para ser un hombre tan enfermo, tenía una fuerza sorprendente-. Vamos. Estoy esperando que me
expliques.

-Ya te dije dónde estuve toda la tarde. Y no veo por qué es tan grave que yo sepa algo sobre los
problemas de la compañía. Además, sólo me dijo... -se detuvo.

-¿Te dijo? ¿Quién te dijo? -los ojos de Clive parecieron desorbitarse y su rostro palideció.

Sucedió lo que Roxanne tanto temía. Bajo la presión, se le había ido la lengua.

-Has estado hablando con mi hermano -farfulló Clive.

Sería preferible una verdad a medias y después ponerse en contacto con Ian para que sus versiones
coincidieran.

-Sí, lo acepto. Nos encontramos casualmente y nos pusimos a hablar del negocio.

Clive se dejó caer en una silla. Por un momento, Roxanne pensó que iba a darle un infarto. Clive cerró
los ojos.
-Él te pidió que me convencieras de vender. Claro -musitó-. Qué estúpido fui al no adivinarlo de
inmediato. Y estuviste con él hoy, toda emperifollado. Dime entonces, ¿cuántas veces se han visto,
Roxanne?

Su voz sonaba apagada. Parecía tener un eco propio, como si viniera de muy lejos.

-Fue la única vez -aseguró ella.

-¡Mentiras y más mentiras! -si Clive hubiera tenido dardos en los ojos, la estaría perforando con ellos.
Ella no pudo desviar la mirada-. No sigas insultando mi inteligencia, Roxanne. ¿Se encontraron
“casualmente"? ¿Por quién me tomas? Conozco a mi hermano. Nunca puede mantenerse lejos de una
mujer hermosa. Entonces, ¿por qué habrías de ser la excepción?

-Él... No, te equivocas... Nosotros no... Sólo...

-Ya no pierdas tu tiempo con explicaciones, Roxanne. Pero dime, ¿fue agradable acostarte con él? Sí,
estoy seguro de que sí. Mucho mejor que conmigo.

El intenso destello de furia de su mirada se extinguió y en su lugar brotaron impotentes lágrimas de


rabia. El hombre se desmoronó delante de ella.

Roxanne parloteaba, farfullante.

-No lo tomes así. Por favor. No hubo nada entre los dos. Te lo juro. No hicimos nada...

Sin previo aviso, Clive perdió los estribos. Dio un salto y le mostró los puños.

-¡No hicieron nada! ¡Eres una... una... zorra mentirosa! ¡Debí haberlo sabido! La manera en que se portó
el día que te llevé a Hawthorne. Debí sospechar que algo ocurría. Lárgate de mi vida.
Si no estuviera nevando te echaría de la casa ahora mismo. A ti y al hijo que no es mío.

-Estás loco -susurró.

-Entonces dime que es mío. Júrame por la vida de ese bebé que es mío.

No pudo hacerlo. Nunca había sido supersticiosa, pero no fue capaz de hacerlo.

-No -musitó.

-¡Por supuesto que no! Bueno, al menos será un niño más hermoso que el que yo podría darte. De eso
estoy seguro.

Su voz retumbaba por la intensidad de la ira.

-Lárgate de mi vista. No quiero compartir la misma habitación contigo.

Ella corrió al dormitorio de huéspedes. Habría escapado de la casa, pero nevaba copiosamente y el
viento rugía. Estaba atrapada entre dos peligros.

De la habitación exterior llegaba el sonido de platos al estrellarse. Al recordar que no había echado el
cerrojo a la puerta, Roxanne corrió hacia ella. A través de una rendija vio la habitación asolada y a Clive
que salía a la tormenta. La puerta del frente se cerró con fuerza.

Se sentó lentamente en la orilla de la cama y permaneció encorvado, demasiado aturdida para pensar
en algo más que en sobrevivir aquella terrible noche.
Y ahora.

Capítulo quince

Esa misma tarde, horas antes, cuando apenas empezaba a nevar, Amanda Grey tomaba una taza de té
en la casa de Sally.

-Siento mucho que Dan no esté -decía, mientras Sally la observaba con atención. Con el mismo cabello
rubio y tupido y los mismos ojos claros, era una versión femenina de Dan. Sin embargo, los modales
tensos y el habla excesivamente rápida la diferenciaban de su hermano.

-Mi abogado llegará de Nueva York el lunes -prosiguió-, pero decidí adelantarme para visitar a mi
hermano y a su familia. Supongo que te sorprendí al aparecerme sin previo aviso.

Sally estaba totalmente desconcertada, aunque respondió con amabilidad:

-Si hubieras avisado, no te habría dejado hospedarte en un hotel y te habrías quedado aquí. La casa es
muy grande.

-Sí, eso veo. Es una casa muy hermosa. Sus colores mantienen vivo el verano aun en un clima como el de
hoy.

-Y esto no es nada; sólo son unos cuantos copos de nieve.

-Se te olvida que me fui hace mucho tiempo -Amanda hizo una pausa-. Sí, mucho tiempo.

Su voz adoptó la cadencia abatida de una anciana. No parecía pertenecer a la joven mujer cuyo rostro
iluminaba el lápiz labial color coral que hacía juego con su traje.
De pronto, la voz recuperó su ritmo rápido.

-Y bien, ya tenemos encima la Navidad -a su lado, en el sofá había un montón de cajas envueltas en
papeles brillantes-. Será mejor que te explique lo que son para que me digas sí necesito cambiar algún
regalo -añadió-. Los libros son para Dan, y también una caja de cáscaras de naranja cubiertas con
chocolate. Eso fue puro sentimentalismo, porque recuerdo bien que, cuando aún vivían nuestros padres,
se robó una caja de la alacena y se la comió completa. Hay una muñeca de trapo con los ojos pintados,
para Susannah, y para Tina, un bebé con su guardarropa completo. Y a ti te compré un suéter blanco y
negro tejido a mano, porque me acordaba de tu cabello color azabache.

-Eres muy generosa con nosotros -Sally, confundida, decidió ser totalmente franca-: debo decirte que no
lo entiendo. Creí que eran enemigos, que estabas muy enojada con Dan. Y ahora nos traes regalos.

-Respecto al negocio estoy enojada; más aún, estoy furiosa. Pero eso no tiene nada que ver con Dan, mi
hermano.

Esa mujer era una verdadera maraña de nervios. Golpeteaba en el piso con un pie y con una mano
tamborileaba en el brazo del sofá, en sincronía con el pie.

-Dan llegará a casa mañana por la tarde -puntualizó Sally, tratando de apaciguarla-. Cuando estén frente
a frente, quizá hagan las paces.

Amanda guardaba silencio y Sally continuó:

-Quisiera que todos ustedes se reconciliaran. A Dan le entristecen mucho estos pleitos, y sé que el pobre
de Oliver esta afligido, aunque no lo demuestre.

Presa de un escalofrío repentino, Amanda se frotó los brazos con las manos.

-¿Tienes frío? Te traeré de inmediato un chal -ofreció Sally, poniéndose de pie.


-No, no es esa clase de frío. Lo tengo por dentro. Supongo que no debí volver. No tuve un solo minuto
de felicidad en Scythia desde que perdí a mis padres.

-No me extraña -repuso Sally, compasiva-. Debió de ser todavía más duro para ti que para un niño como
Dan. Y ser la única mujer en una casa de hombres...

-No eran sólo hombres. Estaba mi tía Lucille... Se suicidó, como sabrás.

Sally se quedó boquiabierta.

-¡Jamás oí decirlo!

-Es lógico. Todo el mundo supone que no vio la orilla del puente aquella brumosa tarde de invierno y
cayó con el auto al río, o que sufrió un ataque cardíaco. Pero yo sé la verdad. Ocurrió al día siguiente de
que me fui al internado -concluyó.

Sally cambió de tema.

-¿Te gustaría ver la casa?

-La casa y a las niñas, por supuesto.

Amanda admiraba las fotografías de Sally en la oficina de Dan en el primer piso, cuando Susannah entró
con paso vacilante en la habitación. Nana, que venía pisándole los talones, se quejó:

-Ya camina demasiado rápido para mí. La pequeña reía.


-Es adorable, Sally -declaró Amanda-. ¿Qué edad tiene?

-Un año -repuso Sally con orgullo-, y no conoce el miedo.

Amanda asintió.

-Yo diría que enfrentará la vida con aplomo. ¡Mira esa sonrisa! Y ¿dónde está Tina?

-Jugando -respondió Nana-. Hoy está de mal humor -y le dirigió a Sally una mirada significativa.

-En ese caso, creo que será mucho mejor que la dejemos en paz -sugirió Sally.

-Vamos a verla -pidió Amanda-. ¿Qué importa que esté de mal humor?

A Sally le pareció prudente explicar que hablaban de algo más que un simple "mal humor".

-Hemos tenido algunos problemas con ella a últimas fechas. De vez en cuando sencillamente se niega a
hablar. No es nada grave -recalcó-, sólo molesto.

-A mí no me molestará -dijo Amanda.

Mientras cruzaban por el vestíbulo hacia la sala, oyeron una caja musical que tocaba el vals El Danubio
azul.

Tina estaba junto al carrusel. Al ver a su madre con una desconocida, salió corriendo de la habitación.
-En efecto, está en uno de sus malos ratos -se disculpó Sally.

El carrusel seguía tocando. Y.

-Estoy harta de oír esa música -añadió Sally y lo apagó.

Amanda temblaba como una hoja, mirando el carrusel como si algo la paralizara.

Sally le preguntó:

-¿Qué te sucede? ¿Te sientes mal?

Amanda negó con la cabeza.

-No, no es nada. Lo lamento.

-¡Pero estás enferma!

-No, no. Olvídalo. No quiero dar molestias.

Sally deseó que Dan hubiera estado allí. Sin embargo, tomó a Amanda del brazo y le dijo
afectuosamente:

-Dime si puedo ayudarte en algo, no será ninguna molestia. Pero cualquier cosa que te haya puesto así
deberías contársela a alguien. De lo contrario, un día estallará como una bomba dentro de ti y te hará
pedazos.
-Lo sé. Eres una buena persona, Sally -dos grandes lágrimas se deslizaron por las mejillas de Amanda-.
Muchas veces he pensado que debo contarlo, pero nunca he podido.

-Y ¿ahora podrás?

-Sí -Amanda suspiró-. Creo que sí -y soltó una risa amarga-. Será mejor que te pongas cómoda. Es una
larga historia.

Ambas se sentaron.

-Me trastornó ver el carrusel -empezó a decir-. Alguna vez me lo regalaron, cuando tenía doce años. Fue
un soborno, el precio del silencio.

“¡Asistió tanta gente al funeral de mis padres! ´Estarás en el mejor hogar que una niña pueda tener´, me
decían todos, ´viviendo en Hawthorne con esa familia´. Lo repitieron una y otra vez.

“Nadie entendía por qué lloré tanto durante el año que estuve allí, por qué era tan rebelde y siempre
estaba enojada. Pero tenía miedo, mucho miedo. Solía quedarme a solas en mi habitación, o a veces
bajo un árbol con un libro que no lograba leer, porque las letras se confundían unas con otras".

Las palabras brotaban sin cesar, en un torrente lento y monótono. Amanda tenía los ojos entrecerrados;
los dedos jugueteaban con el broche de su bolso.

-La gente intentaba explicarse mi conducta por la horrible muerte de mis padres, porque yo tenía
apenas doce años y estaba entrando en la adolescencia. La tía Lucille se desvivía por mí: intentaba
distraerme con caminatas, paseos, vestidos, libros. No sabía de las noches, las noches cuando ella
estaba abajo, tocando el piano, o en la reunión semanal de su club femenil...
"Termina de una vez", la instó Sally en silencio. "Date prisa y di lo que tienes que decir".

Sin embargo, la voz reanudó su ritmo casi melancólico.

-La primera vez, él vino tan sólo a sentarse a la orilla de mi cama y conversar. Me tomó de la mano y yo
me sentí agradecida por la calidez de ese contacto. "Te sientes sola", me dijo. "Volveré a venir". Y lo
hizo... Me puso la mano sobre la boca para impedir que gritara... No hay manera de describir lo que se
siente cuando... cuando te sucede eso.

"El reloj de la cómoda sonaba a la media hora y a la hora. Yo permanecía acostada, despierta,
escuchando el reloj; oía los pasos que venían de puntillas por el corredor, y después oía girar el
picaporte. La puerta no tenía seguro.

"Una noche me trajo el carrusel de plata. Era un soborno. También hubo amenazas. 'Si cuentas esto,
nadie te creerá. Y Dios te castigará por lo que has hecho'. Así fue".

Una terrible ira le atenazó la garganta a Sally. Si Clive le había hecho eso a Amanda, ¿por qué no
también a Tina?

-Clive -musitó-. Clive.

Amanda alzó la vista.

-¿Clive? Por supuesto que no. Hablo de Oliver.

Sin comprender, Sally la miró atónita.


-Él tenía razón -declaró Amanda con amargura-. Me dijo que nadie me creería y veo que no me crees.
Pero en verdad sucedió. Y he vivido con esto cada día de mi vida desde entonces. Te juro que es
verdad.

-Pero... ¿Oliver? ¿Oliver Grey?

-Sí. Es como la primera vez que alguien le dice a un niño que el hombre con el traje de Santa Claus no es
Santa Claus.

Amanda comenzó a caminar inquieta por la habitación. Después agregó:

-Necesitas saber cómo acabó todo. Una noche, la tía Lucille lo descubrió cuando salía de mi habitación.
Cuando él abrió la puerta, la vi bajo la luz del corredor. Después oí voces en su dormitorio. Tuvieron una
discusión espantosa y la oí llorar. Yo estaba muerta de miedo, preguntándome si iban a castigarme. Y lo
odiaba tanto que deseé que ella lo matara.

Por la mañana, la tía me llamó. Tenía los ojos enrojecidos. Me rodeó con un brazo y me preguntó si me
gustaría irme a un internado. "Muchas niñas van a escuelas como ésas", me dijo, “y creo que te
gustará".

Como comprenderás, ninguno de nosotros fue capaz de ventilar lo sucedido. Tienes que recordar que
eran los años sesenta. La gente todavía no aceptaba que esas cosas suceden.

"La noche anterior a mi partida llevé todos los regalos que me dio para sobornarme: un reloj de oro, una
pulsera y sobre todo el carrusel de plata, y los arrojé en el piso de su estudio. Yo no quería dejar a Dan;
era muy pequeño. No obstante, sólo pensaba en alejarme lo más posible de Oliver Grey.

Amanda hizo una pausa.


-Quiero que sepas que la tía Lucille era una conductora especialmente cuidadosa. Recuerdo que un día
me comentó mientras disminuía la velocidad: "Este lugar es muy peligroso. Si un auto patina, puede
caer al río".

-¿En verdad crees que se suicidó?

-Sí, o que estaba tan alterada que no vio por dónde iba.

-Pero, ¿por qué nunca se lo contaste a nadie? -dijo Sally-. Después de todos estos años vienes y me lo
cuentas así, sin más.

-No era mi intención, aunque me impresionó mucho ver el carrusel. Todavía puedo verlo, aquel juguete
resplandeciente y fabuloso, en la mesa de la biblioteca. Ese monstruo tenía un gusto exquisito.

Las paredes de la habitación parecieron estrecharse, "Si todo esto es cierto", pensó Sally, "¿qué más
puede ser verdad? ¿Que se lo haya hecho a Tina... a mi nena?" Sintió que flaqueaba y se aferró al brazo
del sillón.

La voz de Amanda interrumpió el silencio.

-No lo he visto desde que salí de aquí. Cuando ustedes se casaron, no asistí a la recepción porque no
soportaba la idea de verlo. Sin embargo, voy a verlo y exigiré mis derechos.

-¿Tus derechos? Te refieres al precio de tus acciones.

-Sí. Hasta el último centavo. Y pagará.

-Ya no tiene nada que ver con el asunto. Se lo deja todo a Ian, Clive y Dan. Ni siquiera ha opinado al
respecto.
-Por supuesto que no quiere expresar su parecer. Me tiene miedo. Es lo único que me da alguna
satisfacción, pensar que vive atemorizado por mí.

-Pero eso es chantaje.

-Llámalo como quieras. Me estremezco al pensar en volver a esa casa. El comedor con el retrato de
Lucille. El enorme clóset de blancos donde acostumbraba esconderme detrás de los largos manteles
que colgaban de una percha, tan asustada que no quería hacer ni un ruido.

"El verano pasado, bajo el piano, oculta detrás de las cortinas, muda...”, recordó Sally.

-Nunca he podido tener una relación amorosa con un hombre, ni siquiera con un hombre al que ame.
Todavía tengo pesadillas -Amanda se dirigió a la ventana-. Está nevando mucho. Será mejor que
regrese al hotel.

Estaban en lo alto de las escaleras cuando oyeron el carrusel. Tina seguramente había vuelto. Ta ra ra
ra ra, ra ra...

Amanda se detuvo, con la mano apoyada en el barandal.

-Tal vez no debería decir esto -balbuceó.

-Dilo -la instó Sally-. Lo que sea.

-¿Me comentaste que Oliver les regaló esa cosa?

Sally sintió que caía y se aferró al barandal.


-Fue un regalo para Tina, de Hawthorne -respondió casi tambaleante.

Amanda la miró largamente.

-Te aconsejo que averigües al respecto.

En cuanto la puerta del frente se cerró, Sally volvió arriba a toda prisa.

-Contrólate -se dijo en voz alta.

Más pausada, entró en la habitación donde el carrusel repiqueteaba y resplandecía.

-Hora del baño -anunció despreocupada. Era importante que todo pareciera normal.

-No -protestó Tina-, No quiero bañarme.

-Pero afuera hace mucho frío y te caerá bien un baño caliente para entrar en calor.

A regañadientes, Tina permitió que su madre la desvistiera. Las manos de Sally temblaban cuando
metió a Tina en la bañera observando el cuerpo de la niña en busca de algún indicio. Aunque pueden
hacerse muchas cosas que no dejan huellas...

Sintió que la indignación y el asco la ahogaban. "Oliver Grey, si le hiciste algo, te mato", pensó. Sin
embargo, era inconcebible. Amanda Grey debía de estar loca... ¿Y sí no lo estaba?

-Dime, Tina, ¿acaso tú le pediste a alguien que te regalara el carrusel?


-Sí, a Oliver -respondió la niña, temerosa-. Pero también puede quitármelo.

Sally sacó a Tina de la bañera, la envolvió en una toalla y se sentó con ella en un banco para cepillarle el
cabello.

-¿Sabes qué creo? Que estás guardando secretos -dijo como en broma-. Creo que a veces, cuando
alguien te hace algo que no te gusta, no me lo cuentas.

Un fugaz sobresalto asomó por los ojos de Tina.

-Ya sabes que nadie te quiere tanto como tu papá y yo. Nadie -Sally dejó el cepillo para abrazar y mecer
a Tina-. Y puedes contarnos cualquier cosa. No vamos a enojarnos, sea lo que sea. Sí alguien es malo
contigo...

No hubo respuesta.

-Recuerdo el día que trajeron el carrusel -dijo Sally con tono despreocupado-. Empezaste a llorar y no
quisiste decirme por qué. "Es muy raro", pensé. "Un regalo tan lindo y Tina está llorando". Quizá era
porque en realidad no te gustó. Quizá por eso.

-¡Sí me gusta! ¡Sí me gusta! -gritó Tina-. Ustedes van a quitármelo. Me dijo que ustedes iban a
quitármelo si...

-¿Quién? ¿Quién te lo dijo?

-El tío Oliver. Que si yo les contaba, ustedes iban a quitarme el carrusel.
-¿Si nos contabas qué, Tina?

-Ya sabes... lo que hace el tío Oliver.

Sally negó con la cabeza.

-No, no sé. Dime.

-Te quita los calzoncitos y te toca allí. Y dijo que si yo les contaba, él iba a decir que soy una niña mala,
que hago cosas malas, y que ustedes iban a castigarme.

"¡Que no sepa que acaba de clavarte un puñal en el corazón!"

-¡Era un secreto, y ya te lo conté! -gimió Tina.

Sally la abrazó y la meció, susurrando:

-Está bien. Tú no haces cosas malas, mi adorada. Él hizo cosas malas. Yo te quiero. Eres la niña más
buena del mundo.

Y pese a su determinación de mantener la serenidad, Sally lloró en silencio.

TODAVÍA FALTABAN CERCA de cincuenta kilómetros para llegar a Red Hill, por una carretera angosta y
sinuosa hacia el norte. Un fuerte viento arremolinaba la nieve contra el parabrisas. Era demencial viajar
en una noche así, y Sally lo sabía, pero siguió adelante. Su potente jeep lo lograría, tenía que lograrlo.
Dio vuelta para entrar por las altas verjas de Red Hill, se estacionó, caminó la corta distancia hasta la
puerta principal y llamó. Para su sorpresa, le abrió el propio Oliver, que arqueó las cejas.

-¡Sally! ¿Qué sucede? ¿Dan está bien?

-Sí. Regresará mañana.

-Pasa. Tengo un buen fuego ardiendo en la chimenea.

Sally lo siguió hasta la amplia habitación central. Encima de la chimenea rústica había cabezas de
venado disecadas. Sofás y sillones estaban cubiertos con mantas indias. En una larga mesa con patas de
caballete se apiñaban múltiples objetos metálicos: estatuillas, pistolas antiguas, trofeos de latón.

-Estuve puliendo estas cosas -explicó Oliver-. Es una ocupación agradable para una noche solitaria, ¿no
te parece?

Ella no respondió.

-Solamente está el cuidador. La cocinera vendrá mañana. Siéntate -prosiguió Oliver, porque ella seguía
de pie, con el abrigo, los guantes y el gorro aún puestos- y dime qué problema tienes, si hay alguno.

-Seré breve -repuso Sally. Lo miró fijamente: el cabello color plata, el bronceado adquirido en
Chamonix, en un centro de esquí, el cuello blanco de la camisa asomado en las solapas de la chaqueta
de terciopelo oscuro, una ligera inclinación de la noble cabeza, como interrogante. Inteligencia.
Encanto.

-¿Qué rayos sucede, Sally?


-Vi a Amanda esta tarde.

-¿Amanda? -las cejas volvieron a arquearse-. ¿Quieres decir que está en Scythia?

-Buscaba a Dan. Sus abogados vendrán el lunes.

-Otra vez lo mismo -Oliver negó con la cabeza-. No quiero involucrarme en eso, Sally. Tú lo sabes. Ya
no es mi empresa y...

-Eso ya lo dijiste -lo interrumpió ella.

Nadie interrumpía jamás a Oliver, y su expresión denotó asombro. Como ella no se inmutó, continuó:

-Y ¿cómo está Amanda?

-¿Cómo esperas que esté después de lo que le hiciste?

-No te entiendo.

-Sí me entiendes -ella respiró hondo-. Eres un demonio, Oliver, un criminal. Eres basura.

-Esa es una acusación grave, Sally. ¿A qué viene?

-¡Abusaste de mi niña! Le quitaste la ropa, le pusiste las sucias manos encima y Dios sabe qué más... -su
voz era aguda y penetrante-. Una doctora nos dijo cuál era el problema de Tina y no le creímos, pero
ahora que lo oí en las propias palabras de mi pequeña... ¡Cielo santo!
Oliver movió la cabeza. Los ojos irradiaban tolerancia, sabiduría, compasión.

-Ha visto demasiada televisión, Sally. Esas cosas sensacionalistas impresionan mucho la mente de los
niños. Me sorprende que le permitan ver cosas así.

-No se lo permitimos y no las ve. Ella me enseñó lo que le hiciste. En su inocencia, me lo enseñó. Pero
sabía que estaba mal. Me dijo "Soy una niña mala". Y tú le regalaste el carrusel para que no dijera nada.
Me dijo que era un secreto. Y que si ella nos lo contaba, le quitarías el carrusel. ¡Eres un viejo
asqueroso!

-Esto es lo más descabellado que haya oído jamás.

Permanecía inmóvil, de pie, con una mano en el bolsillo de la chaqueta. Su aire de imperturbable
superioridad era exasperante.

-Abusaste de Amanda. Ella me contó lo que le hiciste.

-¡Ah! Ahora se trata de Amanda. Está un poco loca. Siempre lo ha estado.

-No tiene nada de loca. Ella es la razón por la que no quieres opinar respecto al negocio. ¡Con cuánta
nobleza has dejado que "los jóvenes" se encarguen -se mofó Sally-, cuando la realidad es que no te
atreves a contrariar a Amanda! Todos estos años le has tenido pánico.

Una leve sonrisa se paseaba por los labios de Oliver, mientras jugueteaba con unas llaves en el bolsillo.

-¡Lástima que no te des cuenta de lo ridícula que eres!

-¿Eso te parece? Ya descubrirás lo ridícula que es Amanda también. Tú entrabas a hurtadillas por las
noches en su habitación... Tú le diste regalos. Le diste el mismo carrusel. Hasta que tu esposa te
descubrió y la envió al internado para salvarla. Y después se suicidó. Porque Lucille se suicidó, ¿verdad,
Oliver?

La sonrisa de Oliver se esfumó de los labios. Hubo un silencio sepulcral. Sally comprendió que sus
últimas palabras habían calado hasta lo más hondo.

-No sé qué quieres, Sally. En verdad no lo sé -musitó.

-Quiero que el mundo sepa lo que eres. Quiero exhibir al gran benefactor como el pedazo de escoria y
el individuo falso y enfermo que es en realidad. ¡Eso es lo que quiero! -no se reconocía a sí misma.
Aquellas palabras proferidas a gritos no eran suyas-. ¡Espera a que hable Amanda, y yo...!

-¿Crees que les tengo miedo? Lo negaré todo y allí se acabará el asunto.

Sally sintió que había llegado hasta su límite y solamente advirtió en voz baja:

-Gente más ilustre que tú ha sido desenmascarada, Oliver.

Vio cómo se le ruborizaban las mejillas y comprendió que estaba aterrorizado. La frente le sudaba y le
flaqueaban las rodillas, pero aun así la amenazó:

-Hazlo y acusaré a Dan de que abusó de su propia hija.

Pasaron unos momentos antes de que la enormidad de tan consumada bajeza la hiciera perder los
estribos. Las manos de Sally se movieron buscando lo que fuera sobre la mesa. En los segundos que
Oliver tardó en cruzar la habitación para detenerla, ella arrancó las páginas de un antiguo libro
empastado en cuero y arrojó al piso una estatuilla y una fuente de plata con el nombre de Oliver
grabado y un revólver con cachas de plata...
El arma se disparó. Sally oyó a Oliver dar un grito, lo vio tambalearse hacia atrás y apoyarse contra la
pared y huyó despavorida,

NO SUPO CÓMO, pero había salido de la casa, aunque no recordaba nada. Debió de arrancar el jeep
porque iba en él, guiando con extrema cautela entre la nieve.

"Maté a un hombre. Soy una asesina. ¡Oh, Dios mío!"

Dentro del largo abrigo con forro de vellón, sintió que sudaba copiosamente.

Todo el cuerpo le palpitaba, inquieto y tembloroso. Y comprendió que debía serenarse para pensar.

Su cerebro entró en acción. Las habitaciones del cuidador estaban en la parte trasera de la casa, sin
vista a la entrada. Hasta el momento, sólo se había cruzado por el camino con dos o tres autos; en la
oscuridad y en medio de la nieve y el viento, era imposible que hubieran visto la matrícula de Sally. De
pronto, cayó en cuenta de que no se había quitado los guantes en ningún momento dentro de la casa, y
una oleada de alivio la invadió.

La nieve danzaba frente a los faros; ya no era sólo una nevada copiosa sino una auténtica ventisca.

Algo duro le tocó el muslo cuando se acomodó en el asiento. Había huido de la casa de Oliver con el
revólver en la mano. Se gritó a sí misma:

-¡Estúpida! ¡Vas a casa con el revólver en el auto!


No estaba lejos del río, Tendría que detenerse, bajar del auto y desde la mitad del puente arrojar el
arma a lo más profundo. Existía el riesgo de que alguien que saliese esa noche la viera y recordara a la
mujer estacionada en el puente en plena ventisca. Pero tendría que arriesgarse.

No pasó nadie. Todo iba bien hasta el momento. "Has corrido con suerte", se dijo.

Las autoridades iban a interrogar a todo el mundo. "Te preguntarán dónde estuviste esta noche",
pensó. "Nana les dirá que le avisaste que ibas al cine. Por lo tanto, tienes que ir al cine".

Pero quizá debía ir a la jefatura de policía en ese momento y contarles del accidente. Seguramente
entenderían que había sido un accidente, ¿o no?

No. Era imposible.

El pequeño centro comercial todavía estaba muy iluminado.

Estacionó el auto y ocupó un lugar cerca de un grupo de personas que eran las primeras en salir del cine.
Se entretuvo en la acera.

-¡Sally Grey! ¡Cómo cambió el clima en dos horas y media! Si lo hubiéramos imaginado, no habríamos
salido.

Eric y Lauren Smith contemplaban la nieve, atónitos.

-Me pregunto cómo llegaremos a casa -repuso Sally.

-Te seguiremos -le ofreció Eric-. Si tu auto se atasca, estaremos cerca para ayudarte.
Sally rió.

-¿Y si se atascan ustedes? -de pronto pensando algo más, pidió-: ¿Me esperan un minuto mientras voy a
la farmacia? Siento como si fuera a resfriarme.

El farmacéutico sería otro testigo de su presencia en el pueblo.

-Excelente película, ¿no le parece? -comentó el hombre, mientras le entregaba su cambio.

-Espléndida. Me encantó -coincidió Sally, tomando nota mentalmente de revisar las reseñas de cine.

Los autos avanzaron poco a poco por la carretera. Sally observó un momento el paisaje delante de su
casa, 1 un manto deslumbrante de puro blanco, bajo la nieve que seguía cayendo. "No quedarán huellas
de autos en ningún lado", pensó. Subió a su habitación y se desplomó en la cama.

Horas después, se levantó y entró en las habitaciones de sus hijas. Los ojos se le llenaron de lágrimas al
verlas, sumidas en inocente sueño. Su mente repasó lo ocurrido aquella noche: ninguna huella digital, el
arma en el fondo de un río turbulento, los Smith, el farmacéutico, todo. Parecía a salvo.

Al volver a la cama, pasó por delante de la sala donde las niñas acostumbraban jugar. Allí, sobre la
mesa, estaba el carrusel, deslumbrante en su extravagancia hermosa y absurda. Alargó una mano y lo
tocó. El mecanismo giro un poco y sonaron las últimas notas del vals El Danubio azul. Sally retrocedió
horrorizada, como si hubiera tocado una serpiente, como si hubiera tocado a la maldad encarnada en
Oliver Grey.

Estaba muerto y lo merecía, aunque ella no había deseado ser la causa de su muerte. Pero así había
ocurrido.

Capítulo dieciséis
Durmió dos horas con un sueño profundo y extenuado y, en cuanto abrió los ojos, saltó de la cama para
mirar por la ventana. Había dejado de nevar. El camino de entrada estaba despejado, sin signo alguno
de que un automóvil hubiera estado cerca de él. Tomó una ducha y se vistió; después esperó a que
sonara el teléfono, cuidando de actuar con normalidad.

Sonó a las siete. Era la voz agitada de Happy.

-¡Sally! No sé cómo empezar. Ocurrió algo terrible. ¡Le dispararon a papá!

-¿Le dispararon? ¿Está grave?

-¡Está muerto! -Happy rompió a llorar-. Ian está dentro con un médico y la policía. No creen que haya
sido un ladrón. Traía su reloj y setecientos dólares en la cartera. No falta nada.

-Entonces, ¿quién pudo ser? No me imagino que Oliver tuviera enemigos.

-Pensamos que fue algún maníaco. In y yo habíamos cancelado una cena por el mal tiempo. Por la
nevada, nos fue muy difícil llegar hasta acá. Entramos en el momento en que el cuidador acostaba a
papá en un sofá. Dijo que estaba tomando una siesta después de la cena cuando oyó un ruido como un
disparo y se levantó a ver qué sucedía. La policía tardó casi dos horas en llegar aquí -Happy se quedó sin
aliento.

-En cuanto despejen los caminos, iré allá.

-No. No vengas. Sólo nos quedaremos hasta que los detectives terminen; están revisando todo.
Después volveremos a casa. Esto es una pesadilla. ¡Y estábamos planeando pasar unos días tan
agradables aquí, sobre todo por Clive!
-¿Cómo lo ha tomado?

-Muy mal, según dice Roxanne. Pero ella está cuidándolo. Discúlpame, Ian me necesita. Te llamaré
después.

Sally llamó a Amanda al hotel.

Amanda ya había oído la noticia por la radio.

-Vaya -comentó-, qué muerte más fortuita. O ¿debería decir "asesinato"? Supongo que no le tendrías
mucho aprecio.

-¿Por qué lo dices? Hasta que oí ayer lo que te había hecho, le tenía gran estimación.

-Vivir para ver, ¿no lo crees? Quisiera saber los detalles de dónde y cuándo va a ser el funeral para
enviar una corona. Me iré de aquí en cuanto se reanuden los vuelos. Volveré cuando todo esté
tranquilo -Amanda rió-. Por cierto, habrá detectives. No dejes que te pongan nerviosa.

-No tengo por qué sentirme nerviosa -le aseguró Sally.

EN EFECTO, YA HABÍA en la casa dos hombres del departamento de homicidios. Sally los oyó hablar con
Nana en la cocina. Pues bien, estaba lista para enfrentarlos. Bajó por la escalera del frente para
encontrarse con ellos en la sala.

-Detective Murray -se presentó uno, un hombre pulcro y calvo que le recordó a su dentista.
-Detective Huber -dijo el segundo, que era más joven y se parecía a su peinador.

Ella esperaba que tuvieran un aspecto... formidable, amenazador. Pero era absurdo.

-Tomen asiento, por favor -los invitó ella, amable.

El joven empezó:

-No queremos ser impertinentes, señora Grey, pero... Usted entiende, son preguntas de rutina.

-Lo entiendo.

-¿Su esposo es sobrino del occiso?

Ella asintió en silencio.

-Me informan que está de viaje.

-Regresará hoy.

-¿Puede decirme la línea aérea y el número de vuelo?

-Por supuesto. Los tengo en el escritorio.

-¿Cuándo supo de él por última vez?


-Ayer por la mañana. Me telefoneó de Escocia.

El hombre calvo, Murray, tomaba notas. Verificarían con la empresa telefónica para ver si Dan
realmente estaba en Escocia.

-¿Su esposo y Oliver Grey se llevaban bien?

-Eran como padre e hijo.

-Según entiendo, su esposo tiene una hermana en California. La sirvienta acaba de mencionar que
estuvo aquí.

-Sí, vino inesperadamente.

-¿Tiene la costumbre de venir de sorpresa a visitarlos desde California?

-¿La costumbre? No.

Murray levantó la vista de sus notas.

-¿Cuándo fue la última vez que vino ella a su casa?

-Nunca antes había venido.

- ¿Ah, no?
Sally detestó la manera en que el detective pronunció estas palabras.

-Entonces, ¿siempre que venía se quedaba en Hawthorne?

-No -repuso Sally-. No había venido a Scythia desde los trece años.

-¿No le parece peculiar que apareciera de improviso en su puerta después de todos estos años?

-Quería ver a mis hijas. Trajo unos regalos de Navidad.

Los ojos entrecerrados de Huber parecían retar a Sally.

-No había venido en todos estos años y de pronto decidió cruzar el país para traerles regalos de Navidad
a ustedes. ¿No le parece peculiar también?

-No lo sé. Tendrían que preguntárselo a ella.

-Su sirvienta nos informó que la señorita Grey se hospedó en la ciudad.

-Sí. En el Hotel King.

-Gracias. ¿Recuerda a qué hora se fue?

-Como a las cinco. La hora de la cena de mis hijas.


-Y ¿después?

-Bañé a las niñas. Y más tarde me fui al cine.

-Hacía muy mal tiempo para salir, ¿no le parece?

-Cuando yo salí de la casa, no.

-Y no está lejos del centro comercial. ¿Fue usted allí?

-Sí, vi Judy´s Daughter.

-¿Le gustó? ¿Qué le pareció el final'?

Gracias al cielo, había leído la reseña.

-La verdad es que me sorprendió mucho. Jamás esperé que él regresara de la guerra.

-Es una película muy larga; al parecer, termina después de las once de la noche.

-Para ser exactos a las diez y media. Era la hora que marcaba el reloj de la farmacia.

Por supuesto, verificarían su versión en la farmacia e interrogarían a Amanda.

Cuando se marcharon, Sally trajo a su memoria un temor de sus años escolares: ¿había pasado el
examen final?
En pocas horas, Dan volvería a casa. Trató de imaginarse cómo le contaría lo sucedido. Sería la
portadora de una noticia terrible: Maté al tío Oliver.

EL IMPULSO NATURAL de Sally fue correr a los brazos de Dan para que la consolara. Pero era él quien
necesitaba su consuelo.

Dan lloró e increpó furioso:

-¿Por qué permiten que estas bestias anden libres por el mundo y trunquen una vida así? Un hombre
que dio tanto y todavía tenía tanto que dar. ¿Por qué? ¿Por qué? -abría y cerraba los dedos-. ¡Si pudiera
ponerle las manos encima al que lo hizo, tan sólo ponerle las manos en el pescuezo, lo... -y dejó caer la
cabeza entre las manos.

Sally, inmóvil a su lado, miraba a su marido tratando de ponerse en su lugar. Oliver había sido un padre
para él. Y cuanto más lo miraba, más imposible le parecía decirle la verdad. La soledad la invadió,
sentada allí en la habitación cálida y familiar.

Después de un rato, Dan, más sereno, empezó a razonar:

-Si no fue un robo, debió de ser obra de un vagabundo que iba de paso, algún trastornado mental.

Tenía que decirle lo de Amanda.

-No quiero abrumarte, pero Amanda estuvo aquí ayer.


-¡Amanda! ¿Qué demonios quería?

"Hazlo paso a paso", pensó; para dar el primer paso, respondió:

-Quería reunirse con Oliver.

-¡Para fastidiarlo con lo del negocio! ¿No pudo haber ido allí después de que la viste? ¿No se le habría
zafado un tornillo? Ha estado tan alterada... ¡Pobre Amanda! Espero que no.

-Dan, Amanda no fue a Red Hill a matar a Oliver. Por favor ni siquiera se lo insinúes a nadie.

Su conjetura le hizo aún más imposible dar el siguiente paso. Después del funeral, tras el período
normal en que todo se asienta, se lo diría poco a poco: primero, cómo Oliver había abusado
sexualmente de Amanda y luego lo demás. Haría falta valor para cargar ella sola aquel peso. Y entonces
se entregaría a la justicia.

Siguieron tres días terribles. La policía estuvo por todas partes; no sólo invadieron Red Hill sino también
Hawthorne y las casas de Ian, Clive y el mismo Dan. Interrogaron minuciosamente a familiares,
sirvientes y repartidores, y fue obvio que también habían interrogado a los vecinos. Los detectives eran
meticulosos; indagaban sobre chapas y llaves, sobre el negocio con el consorcio sueco.

-Todo -masculló Dan-, hasta lo que desayuna cada quién.

La agencia funeraria estuvo repleta de visitantes y envíos de flores; entre las últimas llegó una magnífica
corona de rosas y orquídeas, con una simple leyenda: DE AMANDA GREY.

-Bastante extraño -comentó Ian.

-Muy raro -coincidió Happy.


Clive no comentó nada. Encorvado en un sofá, con el brazo de Roxanne alrededor, mientras se aferraba
a ella y parecía olvidar todo lo demás por su inmenso dolor, se veía no más grande que un niño. Se
había derrumbado de la noche a la mañana.

LA CEREMONIA FÚNEBRE fue larga, con varios panegíricos de personas sinceras que repetían las mismas
palabras una y otra vez.

El olor de las flores apiladas en el altar era agobiante, y Sally sintió que iba a desmayarse. Cada persona
tiene un límite y se preguntó cuál podría ser el suyo.

En la casa de Clive, después del inclemente viento ártico en el cementerio, los familiares se reunieron
alrededor de la cafetera. Clive los observaba, recostado en un cómodo sillón que podía reclinarse.
Desde ahí alcanzaba a ver a Ian, que permanecía cerca de la puerta, comosi temiera poner un pie dentro
de la casa. Era obvio que Roxanne le había hecho el recuento completo de aquella terrible noche.

Roxanne revoloteaba en torno a Clive con almohadas, medicamentos y comida, como si nada fuera
suficiente. Sin duda, no sólo estaba consternada por lo ocurrido, sino espantada por lo que aún podía
pasar. "Por supuesto", se decía Clive con amargura. “debe de estar pensando en el testamento y en
cómo lo modificaré. Puede esperar; ya descubrirá en su momento que no lo he cambiado". Ella había
acabado con su fe en el género humano, había acabado con él, pero también le había dado la más
grande dicha que hubiera conocido. Podía quedarse con el dinero.

"Me estoy muriendo", se dijo. "Pese a todas las palabras de aliento de los médicos, yo sé la verdad".

POCO ANTES DE TERMINAR el año, Sally decidió regresar con la doctora Lisle.
-Supongo que le sorprenderá verme de nuevo -empezó.

-No necesariamente. La gente viene y va.

La doctora esperó.

-Lo que usted me dijo aquella vez me pareció tan espantoso que no pude creerlo, y tal vez incluso me
sentí un poco enojada. Es decir -balbuceó-, parece hasta ridículo, ¿verdad? Sin embargo, estaba segura
de que se equivocaba.

Un camión de bomberos pasó por la calle. El estrépito y el aullido de la sirena llenaron la pequeña
habitación, de modo que Rally tuvo que detenerse. Durante la pausa, las dos mujeres no pudieron más
que mirarse.

-Me decía -le recordó la doctora Lisle- que estaba segura de que me había equivocado.

-Sí, pero regresé para decirle que usted tenía razón -abrió su bolso para buscar un pañuelo, pues tenía
los ojos húmedos, pero no encontró ninguno.

-Aquí hay pañuelos desechables -le ofreció la doctora con inesperada amabilidad.

-Gracias.

¡Cómo había interpretado mal a esta mujer!


-Estaré bien -prosiguió Sally-. Le contaré lo que pasó -y le refirió lo sucedido con Tina y el carrusel. No
era necesario contar la historia de Amanda; no tenía que ser parte de la de Tina. Tampoco mencionó a
Oliver; tan sólo habló de "él".

-Pero, ya que voy a trabajar con Tina, necesito saber quién fue, señora Grey.

-El tío de mi marido -contestó Sally en un murmullo- se llama Oliver Grey.

Estaba hecho; había dejado una huella, una señal. La doctora podía hacer lo que quisiera, e incluso,
aunque no hiciera nada, Sally estaba consciente de que siempre habría alguien con quien uno se topa
por casualidad y que, sin pensarlo, años después del suceso, recuerda algo. O palabras inocentes que se
escapan por accidente, quizá hasta de su propia boca. Jamás estaría a salvo; nunca sería libre.

-¿Le ha preguntado a Tina si quiere regresar conmigo?

-Vendrá. Si usted fuera hombre, estoy casi segura de que no, pero cuando le pregunté si querría venir a
jugar con una señora, accedió. Dígame, doctora, ¿alguna vez lo superará? ¿La gente logra...? -se le
quebró la voz.

-Nunca olvidan, aunque se les puede enseñar a vivir con ello.

-¿En verdad cree que Tina crezca sana y feliz?

La doctora sonrió.

-Sí -le aseguró-, por supuesto que lo creo.

Camino de casa Sally pasó delante del cementerio donde Oliver Grey reposaba en un mausoleo de
granito. Levantó el puño.
-No quise hacerlo, Oliver Grey, pero te lo merecías.

HABÍA LLEGADO LA HORA de decírselo a Dan. Empezaría con la historia de Amanda y seguiría a partir de
allí.

-Hoy vi a la doctora Lisle -empezó-. Si recuerdas, habíamos convenido en el primero del año.

-Así fue. De acuerdo -y la observó con detenimiento, ceñudo-. ¡Pobre Sally! Estás agotada. La
preocupación por Tina y ahora lo de Oliver. ¡Cómo me gustaría llevarte a una playa, tirarnos en la arena
y no hacer nada!

-Pero es imposible, así que vayamos a caminar en la nieve. Necesito hablar contigo.

La nieve estaba firme bajo los pies, y las estrellas brillaban en el firmamento. La noche era tan serena y
pura que parecía un pleno acto de vandalismo hablar de un tema así. Sin embargo, se sintió obligada a
empezar:

-Cuando Amanda vino a vivir a Hawthorne...

Dan la escuchó hasta el final sin interrumpirla.

-Y después de que ella se fue, Lucille murió en ese accidente. Amanda cree que se suicidó.

-¿Eso es todo? -preguntó Dan.


-Eso es todo.

-¿Quieres que te diga lo que pienso? Creo que Amanda perdió la chaveta -se detuvo y encaró a Sally-.
Esto es sólo otro de esos asuntos que inventan acerca de la recuperación de recuerdos. La historia es
absurda de cabo a rabo. Me sorprende que creyeras semejantes patrañas.

Sujetándolo por las solapas, lo miró a los ojos. La noche era tan clara que Sally pudo leer en ellos la
indignación.

-Escúchame, Dan -insistió-. Sé que me dijo la verdad.

Dan dio un puntapié en un banco de nieve al lado del camino.

-¿Será posible que Amanda haya ido a Red Hill después de que salió de la casa? -entonces, al ver el
horror en la expresión de Sally, se corrigió-. No. Se me olvidó que ya te lo había preguntado, y es tan
absurdo como su historia. Volvamos adentro. Está helando.

¡Con qué facilidad había desechado las palabras de Sally! Empero, pensó ella, no podía culparlo. Sin
embargo, muy pronto tendría que relatar el resto de la historia, la peor parte con mucho. Pero por el
momento, aún no.

Capítulo diecisiete

Febrero de 1991

De un brinco, Amanda bajó del tranvía en lo alto de Nob Hill. EI aire reconfortante le rozó la cara y, en
un parquecito donde jugaban los niños, se sentó. Mientras los miraba, una extraordinaria sensación de
ligereza la invadió.
El día en la agencia había sido especialmente largo, repleto de entrevistas terribles. Hubo una en
particular, con una joven que tenía dieciséis años, frágil y reservada, que había huido de su casa.
Amanda había visto a esta chica en dos ocasiones anteriores y entonces fue incapaz de arrancarle
mucha información. Pero aquel día, algo encendió una luz en su propio cerebro y, antes de darse
cuenta, las palabras brotaron de la boca.

-Mi tío abusó sexualmente de mí -confesó Amanda-, cuando era más pequeña que tú. Me daba
vergüenza que alguien lo supiera, y eso fue un error.

La joven la miró con los ojos sorprendidos de un pobre animal atrapado... y rompió a llorar. Poco
después, con el brazo de Amanda alrededor de los hombros, empezó a hablar.

Quizá no se trataba de una verdadera ayuda profesional, pero funcionaba. La chica accedió a ver a un
médico y a vivir en el albergue de Amanda.

Más tarde, durante la cena, Amanda seguía pensando en esa extraña sensación de ligereza. Después de
cenar fue a sentarse junto a la ventana. Sheba, la gata, trepó de un salto a su lado y volvió hacia ella la
cara en forma de corazón y los ojos verdes. Amanda le habló.

-Jamás entenderé cómo ese hombre pudo vivir con sus secretos. Espero que haya sudado por el
remordimiento durante largas noches de insomnio. Pero lo más probable es que no haya sido así. Me
tardé todos estos años en llegar a una decisión: que iría allí, lo acusaría y lo obligaría a pagar. Así que su
muerte me salvó de hacer algo horrible. O ¿debo decir que se burló de mí? Sea como sea, ya terminó.

"Y hay otra cosa curiosa: ya no quiero el dinero. Tengo más que suficiente. Como me lo dijo Todd
alguna vez: "Se te ha tratado con justicia". Y tenía razón. Pero ayer que telefoneé a Nueva York para
decir que iba a retirar la demanda, el abogado me dijo que estaba loca.

"Y me siento bien, Sheba. En realidad, nunca quise perjudicar a Dan. Y menos ahora, porque algo me
dice que a Dan se le vienen encima problemas terribles.
"Creo que fue Sally", se dijo por centésima vez. Eran demasiadas coincidencias: la muerte de Oliver, la
historia de Amanda, que Sally había escuchado con un horror tan visible, el carrusel, el extraño
comportamiento de Tina y, en el último momento en las escaleras, la cara de Sally. Como si en ese
preciso instante hubiera comprendido la verdad al fin. Todo encajaba.

A esos detectives no se les escapa nada. Con el tiempo, seguramente iban a averiguar lo sucedido.

"Pobre muchacha. Pobres niñas. Mi pobre hermano".

Tomó el teléfono y marcó. Era de noche en el este, y Dan quizá estaría en casa. Contestó Sally y ofreció
tomar el mensaje.

-La verdad, Amanda, es que Dan no quiere hablar contigo. Está furioso y dolido. Le conté lo de Oliver y
no lo creyó.

-Y ¿tú sí lo crees?

-Sí, te creo -titubeó-. Dan quería mucho a Oliver, como entenderás, le enfurece que digas esas cosas de
él.

Junto con su amabilidad, en Sally había fuego. No le tenía miedo a las verdades desagradables. Podría
haber dicho que Dan tenía invitados o que no se sentía bien, pero no lo hizo. Eso le gustaba a Amanda.
Y después pensó: "Precisamente esa misma cualidad es la que me tiene convencida de que ella hizo
justicia por cuenta propia”.

-Lo entiendo -dijo Amanda, sinceramente-. Entonces por favor, dile a Dan, y él les informará a los demás,
que ya retiré la demanda y que por mi parte hagan lo que quieran con el bosque.
Sally se mostró sorprendida.

-¡Pero... tu proyecto! ¡Todos tus planes!

-Alguna vez Dan me dijo que mis planes eran ambiciosos, y en efecto lo eran. En realidad no necesitaba
todo ese dinero. Sólo quería torturar a Oliver.

-Lo entiendo muy bien -repuso Sally en voz tan baja que Amanda no estuvo segura de lo que oyó. Pero
tenía que insistir.

-¿Cómo está Tina? -preguntó.

-Bien, gracias. Lamento que la hayas visto cuando estaba de tan mal humor. Le daré a Dan tu
maravilloso mensaje. Se pondrá muy contento, en particular después de todo lo ocurrido. Te lo
agradecerá.

Así, cortésmente, acabó la conversación. Amanda no se enteró de nada. Bueno, de todas maneras era
poco probable que Sally confesara sin ambajes "Yo maté a Oliver Grey", ¿o no?

UNA TARDE BRILLANTE de sábado, Amanda leía un libro a solas. El día era espléndido, pero la había
acometido un cierto estado de ánimo, la sensación de falta de sosiego.

En cierto sentido, le importaba que Todd tuviera una buena opinión acerca de ella. Quería que supiera
que había retirado su demanda contra la empresa familiar, tal como él se lo había aconsejado. De modo
que le escribió una carta sencilla, apenas media docena de líneas, para hacérselo saber.

Dos días después recibió la respuesta por teléfono:


-Fue una hermosa carta. Quiero darte las gracias.

-Necesitaba decírtelo -incapaz de cortar la llamada con elegancia, hizo una pregunta trivial-. ¿Cómo va
todo?

-Bien. El trabajo, como siempre. Viajé a México el mes pasado. Eso es todo. Y ¿a ti? ¿Te ha sucedido
algo interesante?

“¿Interesante?” pensó ella. "Rabia, crisis, asesinato".

-Sí, pero es una larga historia. Demasiado larga y aburrida para contarse por teléfono.

-No me aburro con facilidad. ¿Qué tal si voy a tu casa esta noche para oírla completa?

SE SENTARON EN la sala, ante la espectacular vista. Durante un momento, guardaron silencio.

-Tenías que contarme una larga historia, tal vez demasiado larga para el teléfono.

"Un año atrás”, pensó ella, "habría preferido morir que revelar tan horrible vergüenza". Esa idea pasó
por su mente y entonces, después de respirar hondo, empezó a relatar con valentía.

-Después de que murieron mis padres, cuando fui a vivir a Hawthome...


Reparó en que los ojos de Todd jamás se apartaron de su rostro, aunque los de ella estaban fijos más
allá, en la bahía y el puente.

-De eso se trataba, como ves -concluyó-. Quería arruinarlo, destruir su amado bosque, arrebatar un
trozo de su compañía y provocar el caos.

Todd escuchaba con gran concentración. En ese momento, tendió las manos y tomó las de ella.

-¿No crees que tal vez pudieras necesitar ayuda? Me parece que todo lo que te ocurrió no es tan
sencillo como para que lo enfrentes sola.

-Supongo que puedo. Si necesito ayuda la buscaré. Pero es increíble cómo, en el momento en que se lo
conté a Sally, sentí que me libraba de una losa en la espalda. No había sido libre desde que ocurrió, y de
pronto lo fui.

-Te mereces sentirte espléndidamente, Amanda.

El Sol poniente había formado una franja de oro plateado sobre el espejo que estaba en la pared
opuesta. Y al mirar hacía allá, Amanda vio una escena: una mujer sentada y un hombre que se inclina
hacia ella en una postura que podría ser de interés... ¿o deseo? Y pensó: "Ahora que estoy lista para
pertenecer a un hombre, para pertenecerle de la mejor manera, sin inhibiciones ni temores, anhelo
sinceramente que sea por deseo".

Capítulo dieciocho

Desde el funeral de su padre, la mente de Clive estaba centrada en la muerte. Todo se había vuelto
intolerablemente trágico, pensaba Roxanne. También era triste que alguien tuviera que enfermarse
para recibir tanta atención. Happy plantó un exótico jardín bonsái en un bello plato verde jade, y Sally le
regaló una fotografía de Roxanne que le había tomado en tres cuartos de perfil. La propia Sally la colocó
en un marco de plata sobre una mesa de la sala, donde Clive la vería cada vez que alzara la mirada desde
su cómodo sillón.
-Supongo que no querrás que se quede allí, ¿verdad? -le preguntó Roxanne.

-Déjala. Me gusta ver el marco.

La lengua de Clive, que alguna vez sólo le dirigiera las palabras más suaves, ahora era tan filosa como un
puñal.

-Aquella noche dijiste que me echarías de aquí y no lo has hecho. ¿Quieres que me vaya?

-Haz lo que mejor te plazca.

-Necesitas que te cuiden y también tienes que recuperarte. Puedo cocinar para ti.

Él la miró despectivamente.

-Puedo contratar una cocinera, ¿sabes?

Roxanne bajó la cabeza. Sentirse tan insignificante era una nueva experiencia.

-¿Qué sucede? -agregó Clive-. ¿Ya terminó Ian contigo?

Ella se quedó pensando antes de contestar.

-Sí, Ya terminó.

-No lo creo. ¿Él te lo dijo?


-No, pero lo sé. Una mujer se da cuenta de muchas cosas.

-¿Por qué lloras? -preguntó Clive, cuando ella se enjugó una lágrima con el dorso de la mano-. Puedes
quedarte. No será por mucho tiempo. Todos ustedes volverán al cementerio antes de que llegue el
verano.

Ella rompió en sollozos y corrió escaleras arriba a la habitación donde dormía sola. Se quedó junto a la
ventana, mirando el jardín cubierto de nieve, y se preguntó dónde estarían ambos cuando volviera a
florecer. Quizá era cierto que para entonces Clive iba a estar muerto; que su desdichada vida habría
terminado. En realidad, no merecía un final así. ¡Si tan sólo ella hubiera podido amarlo como él
deseaba!

Poco después, oyó que Clive subía las escaleras y entraba en la habitación.

-No debí hablarte de esa manera -se disculpó él, amable-. Lo siento mucho.

-No importa. Lo entiendo.

-Sí, supongo que sí. Te has portado muy bien conmigo desde... desde que todo sucedió.

-Deseo portarme así. Lo hago sinceramente.

-¿Te preocupa el futuro? No tienes por qué. Estarás bien -le aseguró-. En verdad.

-¿Hablabas en serio cuando dijiste lo del ce... lo de morir?


-No. Cuando uno está enojado, dice tonterías. Vamos, sonríe. No deseo verte triste. Y quiero que te
quedes aquí, Roxanne. Ésta es tu casa. Si deseas quedarte, lo es.

-Gracias. Sí quiero quedarme.

-Entonces baja a la sala. Podemos mirar las noticias juntos. Dame la mano.

-SI ALGO TIENE EN su favor -comentó Dan- es a Roxanne, lo que me sorprende. Por la primera
impresión que me causó, nunca hubiera imaginado que lo atendería así.

Ese domingo por la tarde, Sally y Dan iban en camino para visitar a Clive.

-Se ve muy mal -continuó Dan-, pero era de esperarse con la quimioterapia. Lo que en verdad lo
destrozó fue la muerte de Oliver. La policía no parece tener pistas.

“¿Cuándo podré decírselo?", pensaba Sally. "¿Cómo cargarlo con semejante peso? ¿Qué sucederá con
las niñas si me descubren y me mandan a prisión? Y ¿con Dan? Incluso si nunca me descubren, tendré
que vivir con esto". Y se preguntó si era posible callar una cosa así sin desmoronarse, sin volverse loca.

-Te he notado muy reservada -afirmó Dan-. ¿Qué sucede? -y rió-. Te apuesto que puedo leer tu
pensamiento. Estás pensando en lo de Tina.

En ocasiones, Sally deseaba que su propio dilema personal se resolviera cuando Tina misma le contara a
Dan lo sucedido. Pero la niña no mencionaba el asunto, y quizá era preferible así.

Clive estaba recostado en su sillón, con una manta tejida a cuadros sobre las piernas, cuando Sally y Dan
entraron. Acercaron sillas para sentarse a su lado. Dan sorteó la conversación lo más lejos posible del
cáncer, de Oliver o de cualquier otro asunto penoso. Aprovechó para mencionar la buena noticia de que
Amanda había retirado su demanda.

-¿Y qué opina tu hermana en relación con la venta del bosque? -quiso saber Clive.

-No tiene opinión. No le importa lo que hagamos.

-¿Y tú, Dan?

-Ya te lo dije. Que Ian haga lo que le parezca mejor.

Clive se incorporó en el sillón.

-Quiero que me hagas un favor, Dan -pidió con firmeza-: que votes en contra de la venta. Ahora, si
Amanda está dispuesta, contrarrestaremos el voto de Ian.

Dan lo miró.

-Cierto, pero no quisiera retractarme. Ian y yo pasamos semanas enteras sin dirigirnos la palabra; tú lo
sabes. En realidad, fue la muerte de tu padre lo que volvió a acercarnos. De manera que no quisiera
hacerlo.

Clive le suplicó:

-Dan, nunca te he pedido nada antes, ¿o sí? Y no es por mí. Es por papá. Durante toda mi vida y la
mayor parte de la tuya, el bosque de Grey's Woods fue una parte de él, como su propio corazón.
"Consérvenlo", decía. "Prométanme que lo conservarán intacto para las generaciones que vienen" -un
par de lágrimas rodó por las mejillas de Clive-. Te lo ruego, Dan. Hazme este favor.
Dan dejó escapar un profundo suspiro antes de contestar:

-Haré lo posible, Clive.

-Clive no debió pedirte eso -comentó Sally por la noche-. Ha sido un año terrible, y tú has pasado las de
Caín.

-Y, además, el asunto ya se había decidido, incluido el financiamiento. A Ian le va a dar un ataque
cuando le diga que cambié de opinión.

-Entonces no se lo digas.

-Sally, ya oíste a Clive. Tiene la razón de su parte. Es lo mínimo que podemos hacer, que puedo hacer,
por respeto a la memoria de Oliver.

"Ahora, toda mi vida es una farsa interminable", pensó ella. "Finjo buen humor, incluso finjo que
disfruto el acto sexual. Porque al estar en los brazos de Dan, lo único que veo es la cara de Oliver al
pronunciar estas palabras: 'Hazlo y acusaré a Dan de que abusó de su propia hija'."

-AQUÍ HAY COPIAS DE lo que llegó hoy por la mañana de Suecia -anunció Ian, cuando entró en la oficina
de Dan-. Por favor, dime si quieres revisar algo antes de la junta.

Dan temía aquel momento.

-Ian, la verdad es que no puedo acceder al trato.

-¿Que no puedes qué?


-No me gusta retractarme, pero por la forma en que lo planteó Clive, por lo que significaba Grey's
Woods para tu padre, en verdad me convenció. Además, fue patético verlo así.

-Por supuesto que fue patético -dijo Ian, impaciente-. Está muriéndose. Estará muerto antes de que se
cierre el trato. Quiero que me prometas que no vas a obstaculizar el acuerdo.

-No puedo darte mi palabra. Ya estoy decidido.

Los dos hombres se lanzaron una mirada iracunda, Dan sentado a su escritorio e Ian de pie.

-Vamos a suponer -dijo Ian lentamente-, sólo supongamos que digo algo que te hace cambiar de
opinión. Me refiero a que yo te hago un favor, de suerte que a cambio tal vez estés dispuesto a hacer
algo por mí.

-Y ¿cuál es ese favor que vas a hacerme? -inquirió Dan.

-Supongamos -Ian hablaba despacio- que yo te dijera que fue tu esposa quien mató a mi padre.

-¿Qué dijiste?

-Dije que Sally mató a papá.

La ventana que Dan tenía delante mostraba un trozo de cielo azul brillante y cegador.

La voz de Ian no denotaba sarcasmo ni enojo; era monótona.


-Esa noche me crucé con su auto en la carretera, precisamente antes de dar vuelta hacia Red Hill.

Dan se levantó intempestivamente. Ian lo sujetó por las muñecas antes de que los puños lo alcanzaran
en el rostro. Tropezaron con el cable del teléfono y cayeron con todo su peso sobre los muebles; Ian se
golpeó una rodilla, y la mejilla de Dan empezó a sangrar. Rodaron por el suelo, tirándose golpes.

De pronto, Dan perdió la fuerza. Se puso de pie y se desplomó en la silla. Habló entre jadeos.

-Eres abominable. Siempre supe que amabas en exceso el dinero y a las mujeres. ¡Pero que te atrevas a
decir una mentira tan asquerosa...!

Dan se cubrió la cara con las manos. Los jadeos se convirtieron en sollozos.

Ian le puso una mano en el hombro.

-Dan, sólo hay tres casas en ese camino. En ninguna tienen un jeep como el suyo. Llevaba las luces altas
debido a la tormenta, y le vi el rostro y el gorro de piel de oveja que usa. Te juro que la vi. Pero no te
preocupes... nadie lo sabrá. Ve a casa y pregúntaselo. Ella te dirá la verdad.

“¡Mi Sally! ¡Mi propia esposa!", pensó Dan atribulado. Se levantó muy despacio.

-Me voy a casa -en la puerta, se volvió hacia Ian-. Quisiera no tener que verte nunca más.

DAN CERRÓ LA PUERTA del dormitorio y echó el cerrojo para que no los interrumpieran. Sally leía en el
sofá.
-¿Qué tienes en la cara? -preguntó asustada.

-Es sangre seca. Ian y yo tuvimos un pequeño altercado en la oficina -Dan temblaba todavía-. Vale más
que te lo diga. Tuvo el descaro, el horrible descaro, de decir que tú mataste a Oliver. Dice que
reconoció tu auto y a ti, que venías de regreso por el camino de Red Hill.

Allí estaba. Sally jamás imaginó que alguien tan cercano pudiese descubrirla. Echó la cabeza hacia atrás
y cerró los ojos.

-Dan, es cierto.

Hubo un largo silencio. Dan se arrodilló, la abrazó y ocultó el rostro en el regazo de Sally.

-Sally, mi adorada.

Al cabo, ella empezó a hablar. Le pareció que su propia voz venía de muy lejos y que llevaba horas
hablando cuando terminó.

-Si hubieras estado aquí con Amanda no lo habrías dudado. Créeme, Dan. Y si hubieras oído a Tina y
visto lo que me mostró...

Por un instante, cuando él alzó la cara, Sally no pudo reconocerlo. Había envejecido años en tres
minutos. Su mirada parecía dirigirse hacia un insondable agujero negro, donde toda la confianza se
había esfumado.

-Es la verdad, Dan. La propia Tina me lo contó. Su relato y el de Amanda fueron casi idénticos, aunque
una tenía doce años y la otra sólo cinco.

-¡Cinco años! -Dan se puso de pie-. Pero, ¿cómo es posible? -gritó desesperado.
-Sí -insistió-, la misma historia. El carrusel de plata. Un soborno por el silencio, con la amenaza de un
castigo. Así fue.

-Y ¿él no pudo negarlo?

-Lo intentó, pero comprendió que estaba atrapado; entonces hizo un último intento por disuadirme. En
su desesperación, amenazó con culparte a ti.

-¿Decir que yo había... abusado de Tina?

-Sí. Fue cuando empecé a romper lo que tenía delante. Arrojé la... pistola o revólver, no lo sé. Oliver
había estado puliendo los objetos de metal. Estaba cargada.

Ella nunca lo había visto llorar. Lo abrazó, pensando sólo en qué sería de él y de sus hijas cuando la
encerraran. Y, con las lágrimas de Dan sobre las mejillas, murmuró:

-La doctora Lisle dice que si Tina sigue el tratamiento estará bien. Sólo sigue llevándola. Happy te
ayudará con las niñas. Y mi madre vendrá un tiempo.

Horrorizado, Dan preguntó:

-¿Qué estás diciendo?

-Cariño, ya sabes lo que sucedió. Maté a un hombre.

-No pasará nada. Ian no lo comentará. Él me lo prometió.


ESA NOCHE, EN la cama, Sally porfió:

-Sabes que me irá mejor si confieso por voluntad propia antes de que me descubran y me obliguen a
ello. No tendré que mencionar lo de Tina. Sencillamente diré que fui a hablar con Oliver sobre Amanda
para tratar de reconciliarlos, y la pistola se disparó por accidente.

Dan dio un gruñido.

¿Con una tormenta así te pareció necesario viajar tantos kilómetros para hablarle de reconciliarse con
Amanda? ¿Y esperas que alguien en su sano juicio te crea?

-Será su problema. No puedo seguir viviendo así.

-Prométeme que guardarás esto entre nosotros dos, que no harás nada sin mí. Porque si no me lo
prometes, no saldré de casa. No iré a trabajar. No te perderé de vista.

-Te lo prometo -accedió Sally, demasiado agotada para decir nada más-. Ya hablaremos mañana. Creo
que ahora, por primera vez, podré dormir un poco.

-IAN, TE PEGUÉ Y VENGO a disculparme -empezó Dan-. Tenías razón. Fue Sally.

Ian se levantó de la silla, abrió un gabinete y sirvió un brandy.


-Ten, tómatelo. Estás blanco como el papel.

-No pude dormir. No sé cómo no me di cuenta de lo mucho que estaba sufriendo. La amo
profundamente.

-Siéntate, cálmate.

-Sally va a entregarse. ¡Pero fue un accidente!

-Toma otro trago y después me explicas qué pasó.

-No puedo -habían acordado proteger a Tina, no contarle a nadie lo que su hija había sufrido. La
pequeña Tina, con trenzas negras y listones rojos, calzoncitos con volantes bajo el vestido, victima de un
depravado-. ¡Quisiera sacarlo de la tumba y hacerlo pedazos! -gritó Dan, en un arrebato de odio.

Ian se inclinó sobre el escritorio, como si fuera a saltar por encima de éste.

-Ya que hablas de mi padre, tengo derecho de saberlo. Dime qué ocurrió.

Dan, balbuceante, le contó lo que había que decir. Cuando terminó, ambos quedaron en silencio un
largo rato, hasta que Ian se aclaró la garganta.

-Me dejas sin habla. Quisiera decirte que no te creo. Quisiera decirte que es una locura, que estás
desquiciado o que Amanda lo está. Pero sé que Amanda no está loca. Y sé que Sally no es ninguna
histérica.

Dan añadió sereno:


-Sally dice que Oliver no negó nada. Estaba acorralado, ya que Amanda y Tina contaron lo mismo.

-Está bastante claro, ¿no? La niña, Amanda, la doctora, incluso el carrusel -Ian se alejó unos pasos y se
detuvo a la mitad de la habitación, de espaldas a Dan-. Nadie debe saberlo. A cambio del bien que hizo,
al menos conservemos limpio su nombre. Sé que naturalmente no te importa. ¿Por qué habría de
importarte?

-Tienes razón. Me importa un comino su buen nombre. Y dime, ¿por qué guardaste el secreto cuando
sabías desde el principio que había sido Sally?

-Porque él me lo pidió.

-¿Él... te lo pidió?

-Sí. Cuando lo encontramos estaba agonizando, con un balazo en el pecho. Me incliné sobre él. Apenas
podía hablar, pero estaba lúcido y me dijo: "No hay ningún culpable. ¿Me oíste?" Y le respondí “Sí. Te lo
prometo. No hay culpables. Ya te oí”, y entonces murió.

-Y ¿Happy lo escuchó?

-No. Estaba en el vestíbulo, telefoneando para pedir ayuda.

-Y guardaste tu promesa -continuó Dan-, pero ayer la rompiste. ¿Por qué?

-A decir verdad, estaba furioso de que te retractaras de la venta. Se me ocurrió que si te decía lo de
Sally, ibas a retribuírmelo haciendo lo que quiero.
-Y sí yo no te hubiera retribuido, la habrías denunciado.

-Jamás. Te lo juro. ¿De qué serviría mandar a Sally a prisión? Destruir a tu familia no le devolverá la vida
a papá. Supongo que habrán llevado a Tina con alguien para reparar el daño.

-Sí, y te agradeceríamos mucho que no lo mencionaras. No queremos que Tina se convierta en una
víctima pública.

-¿Crees que sería capaz de dañar a tu hija, Dan?

-Sally quiere entregarse -dijo de pronto Dan.

-No puede hacerlo. No tiene sentido.

-Dice que no puede vivir con esto en su conciencia.

-Dan...

-¿Sí?

-Sé que el asunto se ha vuelto irrelevante, pero debemos responderle a esa gente.

-¿Sobre la venta? -Dan hizo un gesto neutral, con las palmas hacia arriba-. Se lo prometí a Clive.

-Falso problema. El pobre ya no estará aquí mucho tiempo.


-¿Tanto deseas el dinero? -le preguntó Dan.

-Veintiocho millones, primo. La mitad va a los recaudadores de impuestos. Divide la otra mitad entre
nosotros y... detesto decirlo, Dan, pero si Sally hace alguna tontería, necesitarás hasta el último centavo
para los abogados.

Dan sintió un terrible nudo en la garganta.

-No puedo trabajar hoy. Tengo que regresar a casa. Necesito estar con ella.

-Claro, claro. Vete.

Dan tendió la mano, que Ian le estrechó con fuerza, y se fue de regreso a casa.

Capítulo diecinueve

Marzo de 1991

En la silenciosa casa, Sally fue de una habitación a otra, con el paciente perro terranova siguiéndole los
talones. Tenía que haber llevado a las niñas a la fiesta de cumpleaños de la vecina, pero estaba
exhausta, de modo que Nana las llevó.

Se detenía en cada espejo. Así se vería cuando estuviera en prisión, o peor aún. Había bajado casi diez
kilos desde aquella noche de diciembre. "Un estudio en gris y negro", pensó: "Piel grisácea y cabello
negro", el cabello que alguna vez le recordara a Dan un antiguo retrato egipcio.
Evocó cada detalle del día que se conocieron, desde su encuentro en la tienda junto al carrusel de plata,
hasta el restaurante donde se sentaron a beber taza tras taza de café hasta que casi oscureció. Recordó
la lenta caminata juntos bajo los árboles floridos, la famosa vista desde la terraza fuera del museo del
Jeu de Paume hacia el Arco del Triunfo y a la anciana que vendía violetas en una cesta de mimbre. Lo
recordaba todo.

No obstante el suéter y la gruesa falda de tweed, Sally tiritaba. El gélido viento de marzo se había
colado en la casa. La cocina le pareció más tibia y se sentó a esperar que el agua de la tetera hirviera.
Las cocinas siempre son acogedoras. Le parecía como si ningún mal pudiera alcanzar a una persona que
se encontrara allí, en el propio corazón del hogar, con la tetera silbando, la penca de plátanos en la vieja
fuente azul y el perro cómodamente dormido bajo la mesa.

El té le calentó las manos, pero el frío le seguía corriendo por las venas. Era el frío del pavor. "No tan
sólo el pavor de lo que me harán", se dijo, "sino ante todo un dolor terrible por las niñas y por Dan. Si yo
sufriera sola, sería tolerable”.

Al oír el ruido de un auto en el camino de entrada, supuso que sería Dan. Había salido temprano del
trabajo para recoger a Nana y a las niñas en la fiesta. Esa mañana le había prohibido terminantemente
salir, y Sally se preguntó si, acaso, como de manera sobrenatural, él había percibido su determinación
irrevocable de entregarse.

Ella alzó la vista y reparó en la fecha que señalaba el calendario de la pared: el día en que la doctora Lisle
le informó que Tina había sido objeto de abuso sexual, y también el cumpleaños del monstruo
responsable de eso.

Pero la fecha era memorable por una buena razón: Tina iba progresando de manera sorprendente.

La familia irrumpió en la cocina. De in mediato, Nana hizo una seña con el pulgar hacia arriba para
indicar que Tina había estado bien en la fiesta.

La niña anunció:
-Le dije a Jennifer que mi hermana es mejor que la suya.

-Y ¿por qué crees eso? -preguntó Sally.

-Porque mi hermana dice más cosas. Su hermana es tonta.

-Tonta -repitió Susannah-. Tonta, tonta, tonta.

Tina rió.

-¿Viste?

¡La risa de Tina! Aquella risa borbotante, perdida tanto tiempo, con un destello pícaro en los ojos.

Y Sally abrazó a las dos niñas, las estrechó contra sí, meciéndolas y riendo con ellas.

Dan, que las observaba de lejos, presenció un cuadro familiar que le rompió el corazón.

CASI TODAS LAS noches, por más que intentaran llenar el tiempo con algo más, parecía inevitable que
volvieran al mismo tema. -Lo que todavía me sorprende mucho es la resistencia de Amanda -declaró
Sally-. ¡Vivir con eso durante tantos años! Y nadie tuvo el buen sentido de ver su sufrimiento y tratar de
averiguar el motivo.
Para Sally, pensar en Amanda era una especie de consuelo. De alguna manera había sobrevivido. Por
ende, con el amor y los cuidados que Tina estaba recibiendo, tendría que irle mucho mejor; debía lograr
más que sólo sobrevivir.

-Ojalá hubiera conocido a Amanda -agregó Sally-. Es una mujer valerosa, y también sospecho que es
capaz de dar mucho amor. Piensa en cómo retiró su demanda y hasta pidió disculpas por haberla
interpuesto.

Dan coincidió con ella.

-Deberíamos invitarla a pasar aquí una temporada larga, en cuanto la primavera traiga algo de calor. Es
más, vamos a llamarle de una vez para decírselo.

Sally levantó una mano.

-Espera. No sabemos lo que pasará en este mes o el siguiente.

-Si volviste a lo mismo, Sally, no quiero ni oírlo.

-Dan, tienes que oírlo -bajó la voz-. Ya no puedo seguir así -estaba tendida en el sofá de su dormitorio-.
Voy a entregarme el lunes.

Él se alejó, dio media vuelta para mirarla y regresó a su lado.

-Antes tienes que ver a un abogado. Es lo razonable. Timothy Larson regresa de sus vacaciones el
miércoles. ¿Me prometes que esperarás hasta entonces?

Sally contuvo las lágrimas con gran esfuerzo.


-De acuerdo, pero no lo dejaré disuadirme.

CAÍA LA TARDE y Clive había estado en el hospital desde el amanecer para someterse a diversos
estudios. El dolor de la espalda era tan intenso que resultaba casi intolerable. Aumentaba poco a poco,
pero día a día.

Alguien dijo:

-El doctor lo recibirá ahora.

Clive entró y se sentó. El médico estudiaba un pequeño montón de papeles. Cuando levantó la vista, su
expresión era bastante elocuente.

-¿Y bien? -preguntó Clive-. Malas noticias, ¿verdad?

-Siempre hay... -empezó a decir el médico; sin embargo, Clive lo interrumpió.

-Perdone que sea descortés. Es un mal día, el cumpleaños de mi padre, y sé que estoy muriendo, así
que dígalo rápido. Estoy preparado.

-Lo lamento mucho, Clive -tuvo que admitir el doctor-. Las radiografías, los gammagramas de huesos, la
resonancia magnética, todo muestra que el cáncer está diseminado: huesos, riñones, hígado.

-Ya veo.
-Parecía que ibas evolucionando bien. Pero surgió esto.

Clive mantenía la cabeza erguida.

-¿Cuánto tiempo?

-En cualquier momento -sentenció el médico.

Clive se incorporó con dificultad y logró pronunciar algunas palabras:

-Gracias. Sé que hicieron todo lo posible.

Después bajó de prisa al vestíbulo, donde Roxanne lo había esperado durante todo el día. Lo único que
quería era llegar a casa a tomar algo para el dolor.

Cuando le comentó a Roxanne lo que el médico le había dicho, ella preguntó:

-Y ¿cuánto... cuánto tiempo dijo que...?

-En cualquier momento.

Ella tendió la mano para estrechar la suya. Cuando Clive la miró, vio asomar el brillo de las lágrimas.

Se conmovió hasta lo más hondo. Roxanne se portaba cariñosa con él. Él nunca en su vida había sentido
que alguien lo quisiera tanto, lo apreciara a tal grado. Silenciosa, iba y venía por la casa, le llevaba de
comer y de beber, le bajaba libros de los anaqueles, ponía música.
Cuando llegaron a casa, Roxanne le dijo:

-Ve a sentarte en tu sillón. Será más cómodo para tu espalda que sentarte a la mesa. Te llevaré la cena
en una bandeja.

Alguna ocasión, ella le preguntó si quería oír toda la historia de ella e Ian, pero él se rehusó. En ese
momento ya no importaba.

-Es hora de que hablemos -señaló Clive cuando Roxanne llevó la cena y se sentó a su lado.

Ella respondió con premura:

-Eso he esperado desde aquella noche. En realidad, necesito contártelo todo.

-No quiero oírlo todo. No me refería a eso. Hablaba de qué piensas hacer después de que yo muera.

-Me iré. No puedo quedarme aquí.

-¿Quiénes se irán? ¿Ian y tú?

-¡No! Eso terminó. Debes creerme.

-Ya veo. Y ¿qué hay del niño?

-No lo sé. No hemos hablado al respecto.


Roxanne tenía la cabeza inclinada; la luz de la lámpara destacaba su perfil clásico. Repentinamente,
Clive dijo:

-No le aceptarás ni un centavo. Yo te dejaré suficiente. Hasta donde el mundo sabe, el bebé es mío. No
lo castigues antes de que nazca rodeando su nombre de escándalo, y no lastimes a Happy.

-No, no. Jamás la lastimaría. Ha sido muy buena conmigo. Creo que me iré a Florida para quedarme con
Michelle si...

-¿Si hay dinero para que siga en la escuela? Sí, lo habrá. Mientras ella tenga buenas notas, que siga allí.

Roxanne lloraba.

-¡Eres tan bueno! Jamás imaginé que hubiera gente como tú. Quisiera ayudarte, hacer algo por ti.

-Hay algo que puedes hacer. Ve al teléfono, llama a Dan y Sally y luego a Happy e Ian. Los quiero a
todos aquí mañana, a las diez en punto. Es muy importante. Después, llama a mi abogado, Timothy
Larson, y dile que también lo necesito aquí.

El medicamento empezaba a surtir efecto, de modo que el dolor era tan sólo una molestia tolerable.
Clive paseó la vista por la habitación, por los rojos y azules tenues de las alfombras antiguas; miró sus
libros, las pinturas de caballos y la fotografía de su yegua. Ojalá que le encontraran un buen hogar. Tal
vez la conservarían hasta que Tina creciera lo suficiente para montarla.

-Me informan que el señor Larson está de viaje hasta el miércoles -dijo Roxanne.

-Entonces diles que manden a un socio. No me importa de quién se trate.


ESTABAN SENTADOS EN semicírculo delante de Clive. La situación tenía un tinte dramático; Clive
presidía totalmente, en tanto que los demás permanecían atentos a él.

Se dirigió primero al abogado, el señor Jardiner:

-Le pedí que viniera porque quiero un testigo responsable de lo que voy a decir.

El señor Jardiner asintió con la gravedad del caso.

-Vendrán dos personas más. De hecho, ya veo el automóvil. Roxanne, ¿abres la puerta, por favor?

Dos hombres con Porte y actitud de autoridad entraron y tomaron asiento. Clive hizo las
presentaciones.

-Son los detectives Murray y Huber, de homicidios, el señor Jardiner, mi abogado. Los demás ya nos
conocemos.

El semicírculo entero pareció inclinarse hacia adelante, como si fuera a caer. Huber empezó:

-¿Tiene usted una pista?

-No. Tengo la solución -declaró Clive.

Todos abrieron mucho los ojos y Dan apretó la mano de Sally.


-Como toda la familia sabe, soy un hombre muy enfermo. Me quedan tan sólo unos días de vida -Clive
hizo una pausa-. Les he pedido que vinieran para dejar sentada la verdad. Yo soy la persona que mató a
Oliver Grey.

Hubo un jadeo colectivo. Happy profirió un grito agudo, Ian se puso de pie y volvió a sentarse y Dan
empezó a decir algo, pero el detective Huber, con la mano en alto, se lo impidió.

-Sí -prosiguió Clive-. Estaba loco, histérico, llámenle como quieran. Tenía intenciones de matar a mi
hermano. Habían sucedido cosas... Ya no importa.

Se detuvo un momento y después continuó, con una voz tan fatigada que los demás tuvieron que
esforzarse por oírlo.

-Tomé la pistola. Salí a la nieve. Recuerdo que me caí por el sendero colina arriba. Me quité las botas
para no dejar huellas dentro de la casa y entré por la puerta trasera. Sabía que papá se acostaba
temprano y que Ian pasaría la noche allí. En realidad todavía no llegaba, pero yo no lo sabía. Estaba
oscuro y confundí a mi padre con Ian. Sí, a mi padre. Yo estaba enloquecido, ¿lo entienden? -Clive miró,
de uno en uno, todos los rostros atónitos del semicírculo-. Utilicé un revólver calibre treinta y ocho.
Roxanne, lleva a los oficiales arriba. En el anaquel superior de mi clóset hay un libro verde que dice
Principia Mathematica. Está hueco. El revólver se encuentra dentro.

Salvo por el señor Jardiner, que había empezado a tomar notas rápidas en un pequeño bloc, parecía que
todos los presentes estuvieran petrificados. Ningún sonido rasgó el silencio mientras los tres estuvieron
en el segundo piso. Cuando regresaron, los familiares irguieron la espalda a un tiempo para atisbar el
libro falso, abierto con el revólver dentro.

Murray habló:

-Entonces planeaba matar a su hermano. ¿Por qué?


-Prefiero no decirlo. Tienen ustedes el arma y mi confesión voluntaria -mirando de Ian a Roxanne,
añadió-: Si alguien en la habitación sabe el motivo, ya lo sabe, y nadie más necesita enterarse -volvió a
posar la vista en Ian-. Ahora me da gusto no haberte lastimado Ian. Pues bien, ya lo dije y puedo irme
en paz -y después gritó-: ¡Mi padre! El único ser humano que me amó desde que murió mi madre.
Jamás dañó a nadie; sólo hizo el bien durante toda su vida.

De pronto, se incorporó cuando el intenso dolor volvió a atenazarlo, feroz e implacable, cual si tratara
de partirlo en dos. Dio un paso, como si quisiera huir del sufrimiento, repentinamente cayó al piso.

LA AMBULANCIA se llevó a Clive, y Roxanne se fue con él.

-El médico dice que el hueso se fracturó -les informó Ian, después de indagar por teléfono-.
Sencillamente cedió bajo el peso de Clive.

El señor Jardiner, tan estupefacto como todos, comentó:

-Sin duda, el pobre además perdió la razón.

"Habla como un abogado que prepara su defensa", pensó Ian. Y rápidamente corroboró:

-Sí. Ha estado frenético, porque no puede llamársele de otro modo, por la venta del bosque. Agresivo,
irracional; no parece del todo... del todo cuerdo. Hay que perdonarlo.

El señor Jardiner tomaba más notas. Llorosa, aturdida y temblando, Happy se aferraba a los brazos de
Ian, y Dan, ceñudo por el esfuerzo para recordar, trató de imaginarse a un Clive frenético y agresivo.
"¿Clive?"
Súbitamente, como un destello de luz, cayó en la cuenta de que Sally era libre. Eso era irrebatible, la
detonación que oyó fue la de una salva; Oliver no habría tenido balas de verdad en su valiosa colección
de plata.

Todos estaban de pie en el vestíbulo, cerca de la puerta por donde se llevaron a Clive, pero Sally había
subido unos cuantos escalones y estaba sentada sola a media escalera. La impresión era demasiado
intensa, comprendió Dan. "¡Si tan sólo hubiéramos sabido esto hace tres meses!", pensó.

"Al menos", meditaba Ian, "Clive morirá creyendo que papá fue el hombre íntegro que él suponía,
mientras que yo viviré sabiendo la verdad".

Los dos detectives se fueron, y el señor Jardiner, guardando el bloc en el bolsillo, dio unos últimos
consejos:

-Habrá reporteros. Podrán llamar a nuestra oficina si así lo desean. Los hechos son muy sencillos: es del
dominio público que los miembros de la familia han estado en desacuerdo sobre la propuesta de una
nueva comunidad en el bosque. El cáncer de Clive Grey se diseminó al cerebro y, durante una discusión
de negocios, perdió el control. No era responsable de sus actos.

Happy tenía los ojos enrojecidos. Se sonó la nariz.

-No tenía idea de que se había desquiciado así -comentó, al cerrarse la puerta del frente-. Nunca me lo
dijiste, Ian.

-Es ridículo -Dan se sintió indignado-. Clive nunca tuvo ningún problema hasta que se diseminó el cáncer.
Ninguno. Voy al hospital. ¿Y tú, Ian?

-Por supuesto. Ustedes dos no tienen que ir, a menos que quieran hacerlo.

Happy, que necesitaba reponerse, dijo que se quedaría y recogería la cocina de Roxanne.
-Me quedaré a ayudarte -ofreció Sally.

En cuando las mujeres se fueron a la cocina, Ian comentó en voz muy queda:

-Dan, jamás me perdonaré por haberlos hecho sufrir tanto a ti y a Sally.

-Viste lo que viste y llegaste a una conclusión lógica. Todo este asunto es terrible y no es tu culpa.

La expresión de Ian era tan desesperada que Dan lo sujetó por el hombro.

-Quiero hablar contigo afuera -declaró Ian-. Me estallará la cabeza si no se lo digo a alguien.

Se resguardaron del viento en el ángulo entre la casa y la cochera, y Dan esperó.

-El meollo del asunto -le confió Ian- es que Roxanne y yo... ella y yo, bueno, eh... nos conocíamos antes
de que Clive se casara con ella. Digamos que habíamos terminado, pero no exactamente. Yo me
sorprendí tanto como cualquiera de ustedes el día que la llevó a la casa como su... su esposa. Ella lo hizo
para fastidiarme, para vengarse de mí.

Dan se quedó boquiabierto.

-Y ¿Clive nunca lo supo?

-No sabía nada hasta la noche en que mató a papá. No sabía que habíamos vuelto, ni que el bebé...
porque sabes que está embarazada, ¿no?... que el bebé es mío.
-¡Cielo santo! ¿Y si Happy se entera?

-No se enterará. Roxanne no quiere lastimarla. Happy se ha portado muy bien con ella. En el fondo,
Roxanne no es una mala mujer. Dan, te confío esto como tú me confiaste lo sucedido con Tina. Quizá
no lo creas, pero estos golpes me han hecho sentar cabeza. Me siento... bueno, tal vez no lo estoy
diciendo correctamente, pero soy diferente. Ya lo verás.

Una breve ráfaga de viento golpeó la esquina de la casa. Ian se estremeció.

-Te estás helando -comentó Dan-. Ya vete a tu casa. Nosotros también nos iremos. Ha sido una
mañana agotadora y esto aún no termina.

A LA TERCERA MAÑANA, la enfermera, que había salido un momento de la habitación, regresó y


encontró a Clive muerto. Pocos minutos después llegó Roxanne y luego Ian.

Era privilegio de la esposa ser la primera en entrar en la habitación, y así sucedió; salió rápidamente para
dejarle paso a Ian. Cuando los médicos se retiraron, Roxanne e lan bajaron y salieron al
estacionamiento.

-Me iré -anunció ella-. No quiero volver a esta ciudad jamás. Me siento basura aquí.

-Yo no me siento precisamente muy limpio -corroboró él.

Miró el abultado abdomen de Roxanne y ella, perspicaz como siempre, lo atajó:

-No te preocupes. Soy su viuda, y por supuesto el bebé es suyo. Él así lo quiso. Era un buen hombre.
Dejó dinero para mí y también para mi hermana. Venderé la casa y viviré en Florida.
A la par de una profunda y sincera sensación de culpa y reproche, Ian sintió compasión.

-Me da gusto que Clive te haya dejado dinero. No es tanto como te prometí si hubiéramos vendido el
bosque, pero...

-Entonces, ¿no se hará la venta?

-No. Cancelé el trato.

-¡Vaya que has cambiado!

-Sí -admitió él-, he cambiado, y fue muy duro.

-Yo también he cambiado. En verdad te amé, tú lo sabes, y ahora todo terminó. Y aunque no lo creas,
voy a extrañar a Clive.

-Lo sé -no se le ocurrió nada más que decir.

-Ya no nos veremos, salvo en el funeral -dijo Roxanne-. Buena suerte, chico. Me dio gusto conocerte.

TENDIDOS EN LA PLAYA, bajo el Sol, contemplaban las suaves olas. Toda la mañana, Sally había estado
absorta en un libro. En ese momento lo dejó de lado y comentó, meditabundo:
-Me pregunto si la doctora Lisle pensó alguna vez que yo había matado a Oliver. Siempre tuve la
impresión de que Amanda también lo pensaba.

-Pues ahora ambas saben que no fuiste tú -replicó Dan.

-¿Por qué Oliver pegó contra la pared si no estaba herido?

-Creo que lo venció el pánico. Sabía que estaba atrapado. Oh, Sally, piénsalo. Estabas a punto de
entregarte. ¡Cuánto sufriste! Si algo te pasara...

-Cariño, no me pasará nada.

Él se incorporó.

-Vinimos a celebrar. Vamos a la habitación.

Ella rió.

-¡Pero son las dos de la tarde!

-Me importa un comino la hora. Vamos.

Capítulo veinte
Septiembre de 1993

La gran casona había vuelto a la vida. En la entrada, una placa de latón con una elegante escritura decía
CENTRO DE ESTUDIOS y MUSEO ECOLÓGICO HAWTHORNE. Aquella tarde tibia de fines de septiembre
tenía lugar la ceremonia de inauguración. Expertos de las universidades, líderes de la comunidad y, por
último, el alcalde exaltaron con gran elocuencia la conservación de la Tierra, la educación de los jóvenes
y la visión de Oliver Grey.

-Todos hemos sido beneficiarios de su perspectiva ecológica y de su enorme corazón. Entre sus muchos
obsequios, este edificio, junto con el magnífico bosque que su familia ha donado tan generosamente al
estado para que se conserve silvestre para siempre, será un monumento perdurable.

Concluidos los discursos, la multitud se dispersó por el edificio para ver los salones de clases y las salas
de exhibición, con las muestras de vida silvestre, vegetación y rocas. Los Grey estaban reunidos en la
terraza, donde los camareros servían bebidas.

Happy, rebosante y saludable, se veía excepcionalmente hermosa aquel día. Estaba embarazada y feliz
porque era un varón.

-Sí, después de tantos años. Ian está tan emocionado que casi no lo reconozco.

Sin duda, era un hombre nuevo. El aire fanfarrón había quedado atrás, dando paso a una discreta
templanza, como si de la noche a la mañana hubiese madurado.

Estaban rodeados por conocidos que los felicitaban y curiosos en busca de celebridades; por tanto,
armados de paciencia, estrechaban mano tras mano y sostenían conversaciones triviales.

-¿Me recuerdan? -preguntó una mujer-. Soy Joan Lennon; vivía a tres casas de Clive y Roxanne.

Sí, la recordaban.
-Acabo de regresar de Florida y pensé que les gustaría saber que me encontré con Roxanne. Me pidió
que los saludara. Tiene un departamento muy lindo con su hermana. Y sale con un hombre mayor,
bastante apuesto, que parece muy enamorado de ella. Oí que iban a casarse. Me da gusto por
Roxanne. Tanto que sufrió la pobre, y encima perder al bebé poco después. Supongo que sabrán
mucho más que yo de lo sucedido.

-No -respondió Sally-, no sabemos casi nada.

-Me pregunto por qué nunca oímos de Roxanne -señaló Happy cuando la mujer se fue.

-Siempre tuve la vaga impresión de que había algo en su vida que la avergonzaba -conjeturó Sally.

Happy se limitó a encogerse de hombros. Como Dan, se inclinaba a pensar lo mejor de todos y de todo.

-¡Amanda y Todd! -exclamó cuando se acercaron-. Llegan tarde. Pensamos que tal vez habían
cambiado de opinión.

-No me habría perdido esto por nada del mundo -dijo Amanda-. Además, quería que Todd los conociera
a todos. En nuestro casamiento, apenas pudimos saludarlos.

A Sally le gustaba el brillo que despedían los ojos de Todd tras las gafas. Tenía más sentido del humor
que Amanda, y era intenso y vigoroso; se equilibrarían uno al otro.

-¿Dónde están las niñas? -quiso saber Amanda.

-Nana las llevó al estanque de los patos.


-¿Aún conservas a Nana?

-Sí, la necesito. Ya volví a trabajar; estoy haciendo un libro de fotografías de animales. Es un proyecto
muy ambicioso. ¿Y tú?

-Estoy ampliando el albergue. Todd consiguió un magnífico arquitecto y estamos construyendo un


anexo, con espacio para veinte muchachas más.

Amanda tendió la vista hacia los prados y jardines y luego por los muros de piedra, donde las
enredaderas llegaban hasta el segundo piso.

-Esa ventana que ves, la segunda desde la esquina, era mi habitación -señaló.

A Sally la recorrió un escalofrío y no comentó nada.

-¿Qué sucedió con el carrusel? -preguntó Amanda.

-Se vendió en la subasta, junto con el resto del menaje de Hawthorne. Me parece que pagaron más de
setenta y cinco mil dólares por él.

Amanda añadió balbuceante:

-Debo confesarte que alguna vez pensé que… que tú tal vez sabías algo de...

Las dos mujeres se miraron, Amanda con la expresión avergonzada de quien sabe que ha dicho
demasiado. Sally terminó la oración en su lugar.
-Al principio, creíste que yo había matado a Oliver.

-Quiero decir... -y Amanda tartamudeó un poco-, si hubieras tenido algún motivo... Pero, no, esto es
absurdo. Por favor, olvida lo que dije.

Sally sonrió.

-De acuerdo. No te preocupes.

Finalmente, el causante de todo estaba muerto y no era necesario que nadie, ni siquiera la querida
Happy, supiera lo que le había ocurrido a Tina. Salvo que, por supuesto, Amanda en verdad lo supiera.

"Cuán frágil es el hilo del que pende nuestro destino", se repitió Sally a sí misma. "Si Clive no hubiera
perdido los estribos y tomado un arma, entonces yo, Sally Grey, muy probablemente no estaría aquí. La
doctora Lisle no habría dado de alta a Tina y la maestra de segundo año no me habría detenido en la
calle el otro día para decirme que Tina era una niña encantadora. Si en esa tienda de antigüedades de
París, Dan no hubiera estado mirando el carrusel. Si..."

Conjeturas y más conjeturas, así se van construyendo hasta el infinito. Pero estamos aquí y ahora; la
idea es mirar siempre hacia adelante.

Y miró hacia donde las niñas, con sus vestidos blancos, cruzaban el prado. Tina llevaba a la pequeña de
la mano. Ambas reían. Detrás de ellas se alzaban las colinas rojizas, el bosque y los árboles en su
esplendor otoñal.

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