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BIGLIERI
Traducción de Catedra
Texto de Teóricos
En años recientes, el populismo atrajo considerable interés por parte de cientistas sociales y
analistas políticos (Panizza 2005; Bale et.al. 2011; Mudde 2004; Berezin 2013; Rovira y
Kaltwasser 2013), pese al hecho de que “la naturaleza volátil del populismo ha exasperado
usualmente a los que intentan tomarlo seriamente” (Stanley, 2008:108). De hecho, el
término “populismo” es ampliamente usado y ampliamente discutido (Roberts 2008; Barr
2009)1. Se lo ha definido basado en características económicas, sociales y discursivas
(Weyland, 2001:1), y analizado desde innumerables perspectivas teóricas –incluyendo el
estructuralismo, la economía política, y la teoría de la democracia- y desde una variedad de
abordajes metodológicos, tales como la investigación de archivo, el análisis de discurso y la
modelización formal (Acemoglu et.al. 2011; Ionescu y Gellner 1969; Canovan 2002;
Hawkins 2009; Goodliffe 2012; Postel 2007). Como observó Wiles, “a cada uno su propia
definición de populismo, de acuerdo con el eje académico que le interesa” (Wiles en Ionescu
y Geller, 1969:166).
Esta revisión de la literatura apunta a explorar cómo esos diversos ejes académicos pueden
refinarse mutuamente, promoviendo así nuestra comprensión teórica del concepto y
abriendo nuevos caminos metodológicos para el estudio de las políticas populistas. Se
justifica una discusión exhaustiva de la investigación sobre el tema, considerando el rol de
las políticas populistas en las democracias contemporáneas. Más aún, vale la pena
reexaminar la literatura sobre políticas populistas, no sólo por la prevalencia del concepto
en las recientes investigaciones en ciencias sociales, sino también porque “el populismo da
la impresión de ser un fenómeno político importante” (Hawkins, 2010:49). La política
populista puede remodelar repertorios de movilización política, especialmente en la forma
de movimientos sociales de masas y organizaciones partidarias vinculadas a lo social
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(Madrid 2006; Subramanian 2007; Hawkins 2010; Jansen 2011). La capacidad de las
políticas populistas para galvanizar nuevas formas de participación política es de especial
importancia en una era de declinación de participaciones políticas formales, tales como la
concurrencia y la afiliación a partidos (var también Skocpol y Williams, 2012:197). Al
mismo tiempo, en las democracias no consolidadas el populismo puede erosionar las
instituciones democráticas y volver viables regímenes autoritarios (Levitsky y Loxton
2012). El populismo está también muy relacionado con la polarización política, y, bajo
ciertas condiciones, puede llevar al sistema de partidos al borde del colapso (Pappas, 2013).
Además, la política populista juega un rol constitutivo en los realineamientos políticos, en
los que los límites morales entre grupos se replantean y emergen las categorías de “nosotros”
y “ellos” (Laclau, 2005; Fella y Ruzza, 2013)2.
Apuntamos a contribuir a los esfuerzos recientes por construir un marco amplio de análisis
del populismo, que considere de cerca las variaciones a través del tiempo y el espacio, y
atienda a la dinámica y a los elementos estables de la política populista. El marco temporal
de la investigación que relevamos abarca desde fines del siglo XIX hasta el presente, y su
focalización geográfica va desde Europa del Este y América Latina hasta las democracias
anglo-americanas3. A fin de destacar las grandes cuestiones teóricas, priorizamos aquellas
que emergen en forma dominante en la literatura, por sobre los matices específicos.
Comenzamos con una discusión sobre las distintas definiciones y aproximaciones al estudio
del populismo y comparamos los postulados teóricos, así como sus implicancias
metodológicas. A continuación, examinamos la relación entre populismo y democracia, así
como las variaciones ideológicas de las demandas populistas. Finalmente, concluimos
sugiriendo direcciones posibles para la investigación futura del populismo como forma de
política moral.
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Aparece en todas partes, pero en formas múltiples y contradictorias. ¿Tiene alguna unidad
subyacente? ¿O el nombre cubre multitud de tendencias inconexas?
El desafío de definir el populismo es debido, al menos parcialmente, al hecho de que el
término fue usado para describir movimientos políticos, partidos, ideologías y líderes a
través de distintos contextos geográficos, históricos e ideológicos. De hecho, “hay un
acuerdo general en la literatura comparada acerca de que el populismo es confrontativo,
camaleónico, atado a la cultura y dependiente del contexto” (Arter, 2010:490); el desafío,
entonces, es entender cómo la cultura y el contexto conforman políticas populistas y cómo
el populismo, a su vez, afecta al cambio político.
En primer lugar, el populismo, en sus distintas formas, es predominante a través de los países
y las regiones. Por ejemplo, el influyente libro de Ionescu (1969) discute casos de los
Estados Unidos, América Latina, Rusia, Europa Oriental y África. En una importante y
reciente contribución, Mudde y Kaltwasser (2012) consideran la relación entre populismo y
democracia en Europa Oriental y Europa Occidental, Canadá y América Latina. Junto a las
comparaciones entre naciones, otros apuntan a la dimensión transnacional del fenómeno y
las vías por las cuales los marcos retóricos populistas se difundieron y adaptaron a lo largo
de los países (Sawer y Laycock 2009).
En segundo lugar, la política populista surgió en distintos períodos históricos: los
académicos distinguen entre distintas olas de populismo, comenzando por los movimientos
agrarios en Rusia y en los Estados Unidos a fines del siglo XIX, y siguiendo por la
emergencia del populismo latinoamericano a mediados del siglo XX, y el resurgimiento
reciente del populismo en Europa, los Estados Unidos y América Latina (Taggart 2000;
Jagers y Walgrave 2007; Roberts 2010; Levistky y Roberts 2011; Rosenthal y Trost 2012).
Otros trabajos muestran también variaciones significativas en la forma y grado de la política
populista en una misma forma de gobierno o en una misma región a lo largo del tiempo
(para los Estados Unidos, véase Kazin 1995 y Hofstadter 1964; para Francia, Redmond 1966
y Goodlife 2012; para América Latina, Roberts 2010).
El populismo se recorta no sólo a través de límites geográficos y eras históricas, sino
también de divisiones ideológicas (Kaltwasser 2013). En Europa, una variante elitista del
populismo de derechas emergió en los 1980s –y se intensificó desde entonces- apuntando
principalmente contra los inmigrantes y las minorías nacionales (Ignazi 1993; Benz 1994;
Koopmans 1996; Benz e Immerfall 1998; Kitschelt y McGann 1995; Norris, 2005; Carter
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2005; Ivarsflaten 2008; Mudde 2007; Art 2011; Berezin 2013). En América Latina, por otro
lado, el populismo de los años recientes se ha asociado principalmente con una visión
inclusiva de la sociedad, uniendo diversas identidades étnicas dentro de marcos políticos
compartidos (Madrid 2008; Levitsky y Roberts 2011). En los Estados Unidos, el populismo
se ha asociado con una variedad de ideologías económicas y partidos políticos, desde el
Partido Populista de fines del siglo XIX y la Nueva Izquierda de los 1960s, pasando por el
segregacionismo del Sur, hasta la ortodoxia republicana de la economía de libre mercado
del presente (Kazin 1995; Lowndes 2008).
De hecho, es difícil encontrar un común denominador ideológico que conecte los diversos
movimientos que son ostensiblemente populistas, en particular cuando la clasificación de
actores políticos descansa en el carácter difuso con que se entiende el concepto. Examinando
cómo se usa el término populismo en los medios británicos, Bale et.al. (2011) encontraron
que “cualquier actor político que esté habitualmente en los medios una cantidad de tiempo
sustancial, tarde o temprano corre el riesgo de ser probablemente etiquetado como
‘populista’” (p.121). La lista de actores políticos etiquetados como “populistas” en la prensa
británica en 2007 incluye políticos tan distintos como Jacob Zuma de Sudáfrica, el por
entonces Primer Ministro británico Gordon Brown, el presidente iraní Mahmoud
Ahmadinejad, el ex-Primer Ministro italiano Silvio Berlusconi, Hugo Chávez de Venezuela,
y el candidato presidencial conservador de los EEUU Mike Huckabee. Es difícil pensar en
lo que estos líderes tienen en común, más allá de la etiqueta de “populista” conferida a ellos
por los periodistas.
Pese a las dificultades, es posible arribar a una comprensión sistemática que identifique
claramente las características clave del fenómeno y permita una comparación de los
políticos populistas en distintos contextos, basada en ciertos principios. Con este objetivo
en mente, nos focalizamos en tres aproximaciones conceptuales principales, que emergen
de la literatura de las ciencias políticas y de la sociología sobre el tema; estas definen el
populismo, respectivamente, como una ideología, un estilo discursivo, y una forma de
movilización política (ver también Moffitt y Tormey 2013; Pauwels 2011).
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por aquellos que afirman hablar por la mayoría de los norteamericanos. De modo similar a
la definición de Mudde del populismo como una ideología finamente centrada, Kazin
sostiene que el estilo político del populismo estadounidense está construido sobre la
dicotomía entre “nosotros” y “ellos”. Sin embargo, para Kazin el populismo no es una
ideología que capta las creencias centrales de actores políticos particulares, sino más bien
un modo de expresión política que se emplea selectivamente y estratégicamente por la
derecha y por la izquierda, por los liberales y los conservadores.
Pese a las claras similitudes entre los abordajes ideológicos y discursivos, las diferencias de
matiz entre ellos tienen implicancias teóricas y metodológicas significativas e impulsan a
los investigadores hacia distintos modos de indagación empírica. Las implicancias más
importantes afectan a las unidades de análisis y a las escalas de medición empleadas en el
estudio del populismo; considerar al populismo como un estilo discursivo se presta a su
operacionalización como una propiedad progresiva de instancias específicas de la expresión
política (Bos et.al. 2013), más que como atributo esencial de los partidos políticos o de los
líderes políticos que puedan ser captados en una simple dicotomía populista-no populista.
Dado que los actores políticos pueden moldear su estilo retórico más fácilmente que su
ideología oficial, esta definición hace posible rastrear más de cerca las variaciones en los
niveles y tipos de políticos populistas dentro y entre actores políticos (Hawkins 2009;
Pauwels 2011).
La distinción entre populismo como ideología y como estilo es captada por Deegan-Krause
y Haughton (2009:822), quienes sostienen que entender el populismo como característico
del discurso político más que como una identidad de los actores políticos “cambia nuestras
valoraciones desde la oposición binaria –un partido es populista o no- a una cuestión de
grado –un partido tiene más o menos características populistas” (ver también Rooduijn et.al.
2012). Además, el grado de populismo que un determinado actor político emplea puede
variar a través de los contextos y con el tiempo, mientras que las posiciones ideológicas
explícitas del actor están probablemente más constreñidas por la preocupación de mantener
la credibilidad. De modo similar, Panizza (2005) afirma que el populismo como concepto
discursivo se refiere a prácticas relativamente fluidas de identificación, más que a individuos
o partidos. Es una forma de la política más que una categoría estable de los actores políticos.
Aunque esté encuadrado como un estudio de la política populista, “El estado paranoide en
la política norteamericana”, de Richard Hofstadter (1964) arroja cierta luz sobre las
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propiedades del populismo como un estilo discursivo (o, en sus términos, “un modo de
expresión” [p.4] o “retórica” [p.6])6. El estilo paranoide está caracterizado por la calurosa
exageración, la sospecha y una visión apocalíptica de conspiración mundial. La
característica central del estilo paranoide es la preocupación sobre una conspiración global
que amenaza con tomar el control de los Estados Unidos y cambiar sus mayores valores
fundacionales. Para Hofstadter, la prominencia y persistencia del estilo paranoide en los
Estados Unidos es, al menos parcialmente, “un producto de la falta de raíces y de la
heterogeneidad de la vida norteamericana y, por sobre todo, de su peculiar búsqueda de una
identidad segura” (p.51). Aunque el foco de Hofstadter se limite a los Estados Unidos,
nociones similares de conspiración y urgencia son visibles en otras instancias de populismo
fuera de los Estados Unidos (Taggart, 2000:103).
En un nivel teórico más abstracto, el trabajo de Laclau (2005; ver también Panizza 2005 y
File 2010 para una discusión de la teoría de Laclau) ha sido particularmente influyente en
la conformación del método discursivo. Para Laclau, la distinción simbólica entre
“nosotros” y “ellos” que constituye el discurso populista es una instancia relacional de
“indicadores vacíos” que pueden tomar contenido variado, dependiendo del contexto social.
Estas categorías ganan su significado a través de un proceso de “identificación” (i.e.,
clasificación), donde grupos sociales específicos son interpretados como “el pueblo”
(nosotros), y contrapuestos a los opresivos “otros” (ellos). Como fue explicado por Panizza
(2005:3):
El antagonismo es así un modo de identificación en el cual la relación entre su forma (el pueblo
como signo-indicador) y su contenido (el pueblo como aquello que se significa) es dado por
el proceso mismo de nombrar –esto es, estableciendo quiénes son los enemigos del pueblo (y
por lo tanto quién es el pueblo mismo).
Es populismo es, por lo tanto, un discurso anti status-quo; es parte de una lucha por la
hegemonía y el poder (ver también File, 2010).
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Jansen (2011) desplaza el foco desde los partidos hacia patrones más generales de
movilización política, incluyendo a los movimientos sociales. Sostiene que en lugar de
considerar al populismo como una ideología estable, deberíamos verlo como un proyecto
político “que puede ser emprendido por contrincantes [desde el llano] y participantes [desde
cargos electivos] de distintas clases en la búsqueda de un amplio rango de agendas sociales,
políticas y económicas” (p.77). Su definición consiste en dos dimensiones: movilización y
discurso. Jansen define la movilización populista como “todo proyecto sostenido de gran
escala que moviliza a sectores ordinariamente marginados hacia la visibilidad pública y la
acción política confrontativa, mientras articula una retórica nacionalista anti-élite que
valoriza a la gente común” (p.82). El discurso populista “plantea la unidad social natural y
el virtuosismo inherente del ‘pueblo’” (p.84). Al mismo tiempo, ubica al pueblo en relación
antagónica con la antipopular “élite”. Como se puede ver del análisis de Jansen, los tres
abordajes –populismo como ideología, como estilo discursivo y como estrategia política-
no son mutuamente excluyentes. Por lo tanto, consideraremos ahora las similitudes,
diferencias y tensiones entre ellos.
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Mudde (2012), cuyo trabajo emplea el abordaje ideológico, critican a la teoría discursiva
del populismo de Laclau, argumentando que iguala al populismo con todas las formas de
retórica dualista, estirando así el término más allá de sus límites teóricos y haciéndolo
demasiado abstracto como para ser objeto de un análisis empírico riguroso. Sostienen que
“la teoría del populismo de Laclau es, por un lado, extremadamente abstracta, y por otro
lado, propone un concepto de populismo que, al volverse tan vago y maleable, pierde mucho
de su utilidad analítica” (Kaltwasser y Mudde, 2012:7). Contrariamente, para quienes
proponen el abordaje discursivo, el foco exclusivo en la ideología de partido es
excesivamente restrictivo y esencializante (Panizza, 2005). Argumentan que el populismo
es una forma discursiva que está disponible para todos los actores políticos y no sólo para
aquellos clasificados como populistas (si bien algunos actores pueden usar el discurso
populista más frecuentemente que otros). Desde esta perspectiva, el término populista
“debería ser entendido no como indicando que […] los sujetos sean populistas, en el sentido
de que sean gremialistas o socialistas, liberales demócratas o conservadores republicanos,
sino más bien como que toda esa gente emplea el populismo como un modo flexible de
persuasión para redefinir al pueblo y a sus adversarios” (Panizza,2005:8). Estas críticas
prueban que pese al acuerdo superficial sobre las bases maniqueas y anti-élite de las
declaraciones populistas, estas dos tradiciones brindan un status ontológico diferente al
populismo y, en consecuencia, favorecen distintas estrategias de análisis para
operacionalizar y medir el fenómeno.
Al haber tantos vínculos teóricos entre las escuelas ideológica y discursiva, estos dos
abordajes pueden también ponerse en diálogo con la investigación que trata el populismo
como una forma de estrategia política. Barr (2009) elabora este argumento con respecto al
liderazgo: si las ideas populistas son acerca de la voluntad del pueblo, entonces los
movimientos populistas tenderán a requerir un liderazgo fuerte, capaz de representar los
intereses del pueblo y de evitar organizaciones intermedias que puedan distorsionar esos
intereses. En su análisis del populismo y la derecha israelí, File (2010) también sugiere
puntos de conexión entre ideología, discurso y estrategia política. Si la política populista
trata de los límites entre “nosotros” y “ellos”, delinear entonces quién pertenece a esas
categorías requiere un proceso dinámico de simultánea exclusión e inclusión de grupos
específicos dentro de estos límites. De acuerdo con File, esto tiene lugar en tres niveles
distintos: material, simbólico y político. La inclusión y exclusión material tiene lugar a
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Populismo y democracia
Un área particularmente importante de investigación entre los académicos dedicados al
populismo se ocupa de las consecuencias del fenómeno para el gobierno democrático. De
hecho, las extendidas percepciones del populismo como tóxico para la democracia jugaron
un rol central en el refuerzo de los estudios académicos sobre el populismo en la pasada
década. Por ejemplo, en 2010, el Presidente de la Unión Europea, Herman Van Rompuy,
declaró al populismo “el mayor peligro de Europa”, refiriéndose al surgimiento de partidos
de derecha xenófoba en un número de estados miembros de la Unión Europea (Kaltwasser
y Mudde, 2012). Otro observador, esta vez desde la academia, considera el populismo como
“un virus” que infecta el sistema de partidos a través de Europa y difunde sus “efectos
epidémicos” (Bartolini, 2011).
Sin embargo, en contraste con la visión abrumadoramente negativa sobre el populismo en
Europa (que es, en sí misma, un legado de la sórdida historia de la región con políticos
populistas totalitarios), algunos académicos han sostenido que el populismo puede de hecho
apoyar políticas inclusivas que expandan la participación democrática hacia grupos
previamente marginados, como podría ser el caso de la reciente ola de populismo de
izquierdas en América Latina. Guiados por estos ambiguos argumentos, los académicos se
volvieron cada vez más interesados en la pregunta acerca de si el populismo debiera ser
visto como una amenaza o como un correctivo de la democracia (Kaltwasser y Mudde 2012;
ver también Subramanian 1999 y 2007 para una discusión del contexto en la India). Esta
cuestión fue encarada desde las perspectivas de la teoría sobre la democracia y la
investigación empírica del impacto del populismo en la calidad de la democracia.
Escribiendo desde el punto de vista de la teoría política, Urbinati (1998) enfatiza que el
populismo es una estrategia para rebalancear la distribución del poder político entre grupos
sociales ya establecidos y grupos emergentes. La investigadora sugiere que la tensión entre
la democracia liberal y el populismo viene de las formas en las cuales estas ideologías
perciben las relaciones entre las instituciones representativas y “la voluntad del pueblo”.
Afirma que, para los populistas, la tarea primaria de las instituciones políticas no es la de
servir como sistemas de controles o balances, o como protectoras de los derechos civiles,
sino más bien como herramientas instrumentales para traducir la voluntad mayoritaria en
decisiones políticas. Canovan (2002) también se focaliza en las tensiones inherentes al
diseño institucional de la democracia: la democracia es una ideología y una práctica de
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también Pappas 2013). Como resultado, el atractivo de un populismo exitoso amenaza con
desestabilizar las instituciones democráticas, desafiando la separación de poderes, y
erosionando la confianza en los cuerpos gubernamentales no electivos. Kaltwasser y Mudde
(2012) sugieren, por lo tanto, que el populismo “puede ser un correctivo y una amenaza para
la democracia” (p.16), dependiendo de dos factores de contexto principales: el grado de
consolidación democrática7 y el que el populismo se encuentre en la oposición o en el
gobierno. En las democracias consolidadas, se espera que el populismo en la oposición tenga
un pequeño impacto positivo en la calidad de la democracia, en tanto que el populismo en
el gobierno debiera tener un efecto moderado sobre la democracia, sea éste positivo o
negativo. En las democracias no consolidadas, por otra parte, se espera del populismo en el
gobierno que tenga efectos negativos en la democracia, mientras que en populismo en la
oposición debería servir como un correctivo para la democracia.
Levitsky y Loxton (2012, ver también Levistky y Loxton 2013) desafían el excesivo
optimismo puesto en los efectos democratizantes del populismo. Sostienen que, mientras el
populismo puede tener efectos positivos en las democracias liberales, en las democracias no
consolidadas de América Latina el populismo sirve para inhibir el desarrollo a fondo de
instituciones democráticas –aun cuando faciliten una mayor inclusión política. Hay
múltiples razones para este resultado ambiguo: primero, los populistas son habitualmente
personas externas al sistema, que no tienen aprecio por las instituciones de la democracia
representativa; segundo, los populistas creen que han recibido un mandato del pueblo para
combatir al establishment político; por último, los líderes populistas frecuentemente se
sitúan en oposición al parlamento, a la burocracia y a la Suprema Corte, y por ello tienen un
gran incentivo para debilitar esas instituciones. En consecuencia, Loxton y Levitsky (2012)
sugieren que los líderes populistas en democracias no consolidadas pueden contribuir en
forma importante a debilitar las instituciones democráticas y, en algunos casos, incluso
llevar al autoritarismo (Levistky y Way, 2010).
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De hecho, el contexto ideológico puede variar tanto a través de los países como dentro de
una misma forma de gobierno con el paso del tiempo.
La variación en el contexto de “la persuasión populista” es el foco entre en el estudio de
Kazin (1995) de la transformación histórica de políticas partidarias en los Estados Unidos.
Para Kazin, el populismo norteamericano se basa en cuatro pilares principales. El primero
es el lenguaje del norteamericanismo: los Estados Unidos como una nación única, donde
todos son ciudadanos iguales de una república autogobernada. En segundo lugar, el
“pueblo” norteamericano es percibido como una comunidad productiva y bienintencionada,
ubicado entre una élite corrupta, por un lado, y los pobres indignos, por el otro. Tercero, la
élite se encuadra como la antítesis perpetua del pueblo: condescendiente, derrochadora,
artificial, improductiva, manipuladora, intelectual y dependiente del trabajo de otros. Por
último, los actores del populismo norteamericano comparten la creencia de que “los
movimientos fuertes –típicamente llamados “cruzadas”, “sociedades” o “partidos”
(compitan o no en las elecciones)- deben aprestarse para el combate y no dejar el campo de
batalla hasta que el oponente elitista [sea] completamente vencido” (Kazin, 1995:16).
Empleando este cuádruple marco con una perspectiva histórica amplia, Kazin (1995)
describe las variedades ideológicas de populismo norteamericano, desde los granjeros de
fines del siglo XIX, los trabajadores del New Deal, y los conservadores de la Guerra Fría
hasta la Nueva Izquierda de los 1960s, la Nueva Derecha en el Sur, y el movimiento
populista conservador bajo las administraciones de Nixon y Reagan (varios trabajos
recientes comienzan donde Kazin (1995) se detiene, y examinan el rol contemporáneo del
populismo anti-estatista y libre-mercadista [e.g.Sawer y Laycock 2009]).
Dentro de la pujante literatura acerca de las variedades de populismo, el movimiento del
Tea Party atrae una atención especial (Rosenthal y Trost 2012; Skocpol y Williamson 2012),
con dos visiones opuestas en relación con el populismo norteamericano. Por una parte, los
escépticos sostienen que “el uso presente del término [populismo] oscurece más de lo que
clarifica en torno a las raíces históricas del Tea Party” (Postel, 2012:27), dadas las
fundamentales diferencias entre el Tea Party y el partido Movimiento Populista del siglo
XIX. Por otra, algunos académicos aseguran que el Tea Party es sólo la más reciente
encarnación del populismo conservador norteamericano, que fusiona una retórica
xenofóbica con el antiestatismo (Lowndes 2012; ver también Lowndes 2008). Si el
populismo debe entenderse como un estilo retórico o una ideología finamente centrada,
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¿Una era populista? En años recientes, los académicos –así como los observadores
informados en la prensa popular y en la política- han argumentado repetidamente que
vivimos en una era política caracterizada por “un espíritu de los tiempos popular” (Mudde
2004). Los éxitos contemporáneos de la derecha populista en Europa, los populistas de
izquierdas en América Latina, y el Tea Party norteamericano, sugieren en efecto que el
populismo es prevalente en el discurso político contemporáneo. Pero, ¿en qué grado es este
período temporal diferente de instancias pasadas de la política populista? Como argumentan
los académicos que adoptan una perspectiva de larga duración (longue durée), la política
populista está lejos de ser un fenómeno nuevo, incluso en democracias establecidas (Kazin
1995; Goodlife 2012), lo que sugiere que algunas afirmaciones sobre lo contemporáneo del
populismo pueden ser una propensión al presentismo. La reciente disponibilidad de datos
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véase Berezin 2009 y 2013; en el caso norteamericano, la reciente discusión del Tea Party
es un caso al que se apunta [e.g.Rosenthal y Trost 2012]). Esta afirmación también se
sostiene sobre la comprensión teórica del concepto de populismo: si el populismo es
entendido como un lenguaje antihegemónico usado por outsiders que desafían al
establishment (Laclau 2005; Barr 2009), entonces la adopción del lenguaje populista por la
corriente principal de la política puede generar interesantes preguntas acerca de la
percepción de legitimidad y la eficacia política de la realización de demandas populistas en
la política contemporánea.
El trabajo reciente que ha comenzado a examinar sistemáticamente la cuestión del contagio
populista (Spanje 2010) encuentra, por ejemplo, que los partidos principales europeos
tienden a adoptar las posiciones de los partidos populistas en cuestiones de inmigración (ver
también van Spanje y van der Brug 2009). En contraste, en el cambio de foco de las políticas
de gestión hacia el discurso, Roodjin et.al. (2012) comparan manifiestos partidarios en cinco
naciones europeas con partidos populistas (Francia, Alemania, Italia, Holanda y Gran
Bretaña) y no encuentran evidencia de que los partidos principales hayan adoptado lenguaje
populista entre los 1990s y los 2000s. Sin embargo, aun siendo revelador, el análisis está
restringido a manifiestos partidarios, los cuales son más propicios para el análisis de
posiciones partidarias que para detectar cambios en el discurso político popular. Por lo tanto,
sería útil considerar un cuerpo más amplio de textos políticos, en especial aquellos
concebidos para el público general (e.g. discursos, comunicados de prensa y contenidos de
los medios), a fin de tener una comprensión más completa de las tendencias temporales en
política populista a través de múltiples casos.
En esa línea, Bale (2013) sugiere que el lenguaje popular, que ha sido parte de modo muy
amplio del arsenal retórico de los partidos de derecha tradicionales de Gran Bretaña, ha
variado con el tiempo en respuesta a tres factores principales: la prominencia de la
inmigración en la opinión pública, el estilo personal del líder partidario y el hecho de que el
partido esté en el gobierno o en la oposición. El estudio demuestra que los reclamos
populistas nunca estuvieron totalmente restringidos a los marginales políticos, y que parece
haber poca evidencia de una tendencia secular de contagio populista desde los extremos
hacia los partidos principales.
La generalización de esta afirmación puede examinarse en otros países, en cuestiones
distintas de la inmigración y también con respecto a los partidos principales de izquierdas.
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de Berlusconi] y la LN [Lega Nord] fueron definidas, por encima de todo, como ‘élites
políticas’”8.
Procesos similares se han observado en otras democracias en las cuales los líderes
partidarios emplean políticas populistas, tales como Grecia y Hungría (Pappas 2013). En el
contexto norteamericano, el discurso populista es sólo uno entre una variedad de
mecanismos que mantienen unida a una coalición conservadora de individualistas antiestado
y conservadores sociales (Skocpol y Williamson 2012). Sin embargo, los académicos
carecen aún de una comprensión clara acerca de las condiciones bajo las cuales la
construcción cultural de nuevas coaliciones se vuelve posible, y de las vías en las que las
categorías culturales se traducen en estructuras partidarias.
Una hipótesis testeable es que la retórica populista cambia con los distintos estados de
realineamiento político. Un énfasis en el desprecio moral de otros grupos (sean las propias
élites u otros grupos ostensiblemente sostenidos por ellas) podría ser útil en el proceso de
construcción de la coalición, así como una herramienta para unir grupos con diversos
intereses pero antipatías comunes hacia “otros” específicos, en tanto que el énfasis en el
grupo interno (i.e. el “pueblo” virtuoso) podría jugar un importante rol en mantener juntos
a extraños concubinos políticos en una misma coalición, a través del énfasis en un común
denominador compartido. De ser así, esto sugiere que algunas formas de política populista
son más apropiadas en momentos específicos, pero no en otros. El estudio de la dinámica
de cambio de la política populista puede arrojar nueva luz en el establecimiento de períodos
del “tiempo político” (Skowronek 2008), o en el proceso de construcción y mantenimiento
de una coalición.
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medidos. ¿Cuáles son las herramientas metodológicamente relevantes para tal investigación,
y cómo pueden ser incorporadas dentro de los marcos teóricos de nivel macro que estudian
la política populista?
Una posible dirección es el análisis de encuestas. Hawkins et.al. usan encuestas para medir
“actitudes populistas, o, más específicamente, afinidad por el discurso populista” (2012:1-
2). A fin de captar la inclinación populista, preguntan a los participantes si acuerdan con
proposiciones tales como “la política es, en última instancia, una lucha entre el bien y el
mal”, y “el pueblo, no los políticos, debería tomar las decisiones políticas de gestión más
importantes”. Observando las encuestas tomadas en los Estados Unidos en 2010, encuentran
que los conservadores tienen inclinaciones populistas más fuertes que aquellos con
posiciones moderadas. La edad y el género no parecen jugar un rol en la predicción de las
inclinaciones populistas. Estos hallazgos despiertan intrigantes conjeturas y direcciones
prometedoras para la futura investigación, en especial con respecto al diseño comparativo
de actitudes populistas. La dificultad con este abordaje, sin embargo, es que muy pocos
conjuntos de encuestas –en especial, de las de nivel nacional- ofrecen preguntas con los
suficientes matices como para captar significativamente los sentimientos populistas a nivel
individual. Hasta que esos conjuntos sean diseñados e implementados, los académicos del
populismo estarán forzados a confiar en fuentes más innovadoras de datos en el nivel micro.
Bos et.al.(2013) sugieren un método alternativo para explorar los mecanismos de nivel
micro usando un diseño experimental. Se focalizan en el efecto de la retórica y el estilo
populistas sobre la precepción de legitimidad de dos líderes políticos en Holanda: Greert
Wilders, cabeza del PVV (un partido populista de derechas), y Stef Blok, líder del VVD (el
Partido Liberal de derechas principal). Encuentran que el efecto del discurso populista en la
percepción de legitimidad está condicionado por las características de nivel individual: para
participantes de bajo nivel educativo y políticamente cínicos, el estilo populista tiene un
efecto positivo en la percepción de legitimidad. Usando un diseño experimental, Bos et.al.
(2013) avanzaron en el análisis de los mecanismos de nivel micro y la política populista; sin
embargo, su trabajo se focaliza principalmente en las diferencias entre los partidos de
derechas populistas principales, más que en explorar de modo general la afinidad al mensaje
populista. Le falta una perspectiva comparativa que permita una generalización de los
resultados, tanto a través de las líneas divisorias ideológicas como de las naciones en el
tiempo.
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Conclusión.
Dado que el populismo no parece menguar en las democracias contemporáneas, es esperable
que el fenómeno fascine a académicos y a observadores profanos en los próximos años,
contribuyendo así a un cuerpo creciente de investigaciones en el tema. Como el número y
la diversidad de los estudios sobre el tema proliferan, es particularmente importante que los
investigadores sean tan explícitos y precisos como sea posible en su definición del
populismo. No sólo es crucial para la apropiada operacionalización del fenómeno, sino que
también es un prerrequisito necesario para un debate constructivo que pueda unir los
hallazgos de múltiples casos y períodos de tiempo. De hecho, esto es lo que vemos como la
próxima –y más productiva- etapa en el desarrollo de la investigación sobre el populismo.
Por demasiado tiempo, los escolares que trabajan en el tema han mantenido un foco miope
en instancias específicas de la política populista, llevando a excesivas e insuficientemente
confirmadas generalizaciones sobre las características universales del populismo. Sólo
recientemente el fenómeno llegó a teorizarse con una riqueza mayor, basada en la
agregación de casos específicos de estudio. Este abordaje, cada vez más comparativo, hizo
posible descubrir por ejemplo, que no todos los casos de populismo en las democracias
modernas suponen liderazgo carismático o políticas económicas proteccionistas. El
resultado fue una comprensión más matizada de las características centrales del populismo,
que se reitera en diversas situaciones, períodos temporales e ideologías políticas.
En esta revisión apuntamos a enumerar aquellas características comunes, evaluando los tres
abordajes dominantes académicos sobre el populismo: el populismo como una ideología
finamente centrada, como una forma de discurso político y como una estrategia política.
Cualesquiera sean los desacuerdos sustantivos entre estos tres campos teóricos, creemos
firmemente que sus respectivas agendas podrían llevarse considerablemente más lejos si se
dedican a un estudio más prolongado de la variación en la política populista. Usando una
variedad de fuentes de datos y métodos –sean éstos cuantitativos o cualitativos- los estudios
futuros deberían esforzarse por obtener una mejor comprensión sobre cómo y cuándo las
categorías binarias maniqueas que forman el núcleo de la demanda populista son construidas
por los actores políticos. Esto abre un amplio rango de preguntas específicas a la
investigación, tales como: ¿Cuáles son los grupos que se incluyen en la categoría de pueblo
virtuoso y qué élites (y grupos asociados) son vilipendiados como moralmente sospechosos?
¿Cómo se difunden el populismo y sus estrategias de movilización relacionadas a través de
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los partidos y de los países? ¿Qué es lo que da cuenta de las fluctuaciones temporales en
formas particulares de populismo dentro de países específicos –y posiblemente en las
democracias en general? ¿Bajo qué circunstancias se ven los reclamos populistas como
creíbles o no por las audiencias a las que apuntan, y cómo impactan, en tanto resultados, en
el comportamiento político? Por último: ¿Qué condiciones en el nivel contextual y en el
individual aumentan la probabilidad de que los reclamos populistas resuenen en sus
electorados, llevando a una movilización política exitosa?
Apuntando a estas preguntas, los académicos harán bien en dedicarse a comparaciones
sistemáticas en el espacio, en el tiempo y a través de las divisiones ideológicas. Sólo a través
de tal trabajo comparativo podrán los académicos ganar un mayor entendimiento de las
propiedades generales del populismo –una característica crucial de la realidad política en
las democracias contemporáneas.
Referencias.
NOTAS
1
Como observaron Moffitt y Tormey (2013,2), “es una característica axiomática en la literatura del tema
reconocer la naturaleza discutida del populismo… y más recientemente la literatura alcanzó un nuevo nivel de
meta-reflexividad, donde es posible que se vuelva común reconocer el reconocimiento de este hecho.
2
Para los efectos de tales categorías culturales en la acción política, véase Steensland (2008).
3
Otro caso relevante, que no discutimos en detalle en esta revisión de la literatura, es la política populista en
la India. Para más sobre este tema, véase Subramanian (1999, 2007).
4
En español en el original. Subrayado del traductor.
5
Hawkins define el discurso como los elementos combinados de ideología y retórica, y “es manifiesto en
distintas formas y contenidos lingüïsticos que tienen consecuencias políticas reales” (p.1045). Para Hawkins
(2010), el discurso y la visión del mundo están inextricablemente vinculados. El populismo es definido como
“una visión del mundo y es expresado como un discurso” (2010:10); sin embargo, “a diferencia de la
ideología, el populismo es un conjunto latente de ideas que carecen de exposición significativa y contrastan
con otros discursos, y es usualmente bajo en especicidades políticas” (p.1045).
6
Hofstadter “usa el término [estilo paranoide] más o menos como un historiador el arte podría hablar del
barroco o del estilo manierista” (p.4).
7
Una democracia consolidada se define como “un régimen político en el cual las elecciones libres y limpias
están institucionalizadas como el mecanismo por medio del cual el acceso al poder político está determinado”
(p.22).
8
Para más sobre populismo de derechas en Italia, ver Ruzza y Stefano (2009).
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