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FRAGMENTO 1

Ella paga, toma la botella, sale de nuevo a la acera y se acomoda en la banqueta. Desde allí tiene un
excelente panorama del edificio azul, aunque la proximidad la pone un poco nerviosa: no puede descartarse que
Graciela aparezca en cualquier momento y que, incluso, decida cruzar hasta la cantina para hacer alguna
compra. En su mente, Katia Liejman registra la mayor cantidad de detalles posibles, y hasta imagina la mejor
manera de ingresar al edificio sin generar alarma. Al vuelo, calcula que dos personas deben de ser más que
suficientes para reducir a Graciela, si es que ella está sola en su apartamento. Dos personas armadas, piensa, por
si acaso. Y luego debería haber una tercera persona para cargar al bebé, y otra afuera, esperando con un
automóvil listo para salir de allí a toda velocidad.
Trata de representarse la escena, pero enseguida comprende que no puede planificar la acción como si
se tratara de una operación comando, ya que no tiene ni los recursos ni el entrenamiento apropiado para ello.
Apenas, si acaso, podrá contar con la ayuda de Manuel y con algún automóvil alquilado para escapar de
Berazategui hacia Buenos Aires. En cuanto a las armas, eso puede ser lo más peligroso de todo. Intentar
conseguirlas ya implicaría un riesgo mayúsculo. Y andar con ellas por la ruta significaría estar expuestos a
cualquier requisa de la policía.

FRAGMENTO 2

En el confinamiento obligado al que se hallaba sometida, el tiempo se arrastra por fuera sin siquiera
rozarla. Las horas y los días se van y es como si no pasaran. El dolor es su única medida. Debajo de los
pensamientos, las ideas y los objetos, oculto en un mínimo recuerdo o en el aroma de las flores del patio,
agazapado tras los gestos cotidianos, aparece siempre el dolor. No se trata de una marca física producida por los
estragos que causaron en su cuerpo la prisión y la hambruna en un calabozo de Coordinación Federal, en
Buenos Aires. Cuatro meses encerrada en el tercer piso de la Coordina parece demasiado para cualquiera, y sin
embargo ella lo ha resistido, como antes resistió las penurias de la montaña. El dolor que la atraviesa viene de
otro lugar, desde antes, quizá desde aquella mañana en Santiago de Chile, cuando una muchacha que había
elegido llamarse Natalia corría desesperada entre los ranchos de lata de Lo Hermida y recibió la anunciación de
su preñez.
Tener un hijo era, por aquel tiempo, una irresponsabilidad que nunca se le había pasado por la cabeza.
Un gesto disparatado para una muchacha ingenua y demasiado joven. A los veinte años Aurora soñaba con el
amor, con la revolución mundial, con el Che como estandarte y las noches de guitarra y besos sin otro futuro
que ese presente de banderas y manifestaciones.

Fernando Butazzoni, Las cenizas del Cóndor, Montevideo, Planeta, 2014.

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