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Amanda King
Argumento:
Sylvia es una escritora que ha saboreado el éxito pero que no consigue
dar con la vena creativa. Por este motivo decide entablar relación con Bret
Farrel —hombre fascinante aunque de turbio e inquietante pasado— quien
hará saltar la chispa para un nuevo libro.
Arrastrada por la personalidad magnética de él, abandona la idea de
escribir. Concentra todas sus fuerzas en probar la inocencia de Bret, único
hombre en su vida que ha conseguido enamorarla. Y no se detendrá ante
ningún obstáculo, aunque le cueste la vida.
King, Amanda — Quiero ser tuya
Capítulo 1
Sylvia Baxter entró en la sala principal del River Café de Nueva York escoltada
por un camarero, y miró a su alrededor deteniéndose en el umbral. El hombre que la
precedía se detuvo unos segundos y esperó a que ella estuviera de nuevo dispuesta a
seguirlo.
—Por aquí, por favor, madame.
Madame... ¡Qué finos! Sólo en Nueva York, y en uno de los restaurantes refinados
que elegía su editor podía encontrarse con alguien dispuesto a llamarla madame.
Sylvia sonrió con malicia para sus adentros, pensando en sus pantalones de pana, en
los mocasines Timberland más bien gastados, y en el amplio jersey y en el borsalino
masculino que cubría su oscuro pelo y con el que completaba su atuendo. Madame...
Por fin divisó a Patricia que le sonreía y agitaba una mano para captar su atención.
Le lanzó una sonrisa de agradecimiento al camarero, se deshizo de él con un gesto
decidido y se dirigió hacia su amiga sorteando las mesitas ocupadas por la elegante
clientela.
Llegó a la mesa de su amiga y se acomodó en la butaquita de terciopelo rojo.
—Hola Pat...
Patricia Easton Davis, de Ediciones Davis Ltd., le sonrió moviendo la cabeza.
—Menos mal que estamos en Nueva York, si no no te habrían dejado entrar. No
puede ser que no tengas nada más elegante que un par de pantalones gastados y
jerseys demasiado grandes.
—Podíamos haber quedado en una casa de comidas—, replicó Sylvia. —Total, ya
sabes que me importa un bledo ir a restaurantes de lujo.
El camarero volvió a la carga. —¿Le traigo algo, madame?
—Ginebra sin hielo—, dijo ella, haciendo que Patricia levantara una ceja para
mostrar su evidente desagrado. El hombre, poniendo la cara de alguien al que acaban
de insultar, se alejó sin replicar.
—¿Pasa algo, Pat?
—Querida, una señora no pide ginebra a la hora de comer, como aperitivo, a no
ser que esté alcoholizada—, comentó Patricia, pero sin ningún tipo de acento
acusador.
—Ya sabes que soy una original—, dijo Sylvia, empezando a mirar la carta. De
repente había empezado a tener hambre...
Patricia jugueteó con la sombrilla de papel que adornaba su cocktail.
—Bueno, ¿no me cuentas nada? Hace ya varios meses que no nos vemos, y lo
único que has hecho es pedir una ginebra sin hielo y ostentar un aspecto gris y
agresivo.
—¿Qué te esperabas?
—Gracias, Pat, siempre he sabido que podía contar contigo... Pero no se trata de
unas vacaciones.— Se llevó a los labios el vaso de cristal lleno hasta la mitad de
ginebra, y se lo bebió de un trago. —¿Has leído la última novela de Lynn O'Brian?
Patricia asintió. —Sí, nada especial...
—¿Nada especial? ¿Estás de broma, Pat? Mira que no soy una chiquilla a la que
hay que contar cuentos de hadas para que duerma tranquila. —Hielo y Sangre— es
sin duda la mejor novela policíaca que he leído en los últimos cinco años. No es
casualidad que sea el libro más vendido desde hace diez semanas.
Patricia resopló.
—Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? Le ha salido bien un libro, pero O'Brian no
es una gran escritora. Esperemos su próximo libro y...
—No te enrolles, Pat. Ésa tiene madera de escritora. Como yo antes de que la
inspiración se fuera a freír espárragos. Es inútil, me siento seca.
—Venga, Sylvia, ¡no digas tonterías! Sabes que en lo que se refiere al trabajo no me
ando con cumplidos, y si afirmo que tú eres el mayor talento que he encontrado en
los últimos veinte años, ¡hazme caso! Tú eres una escritora excepcional, algo que
O'Brian nunca podrá ser.
—Sí, quizá sea cierto, pero ella publica un best—seller tras otro y mis dos últimos
libros eran los últimos del índice de ventas.
—La crítica ha hablado muy bien de ellos.
—¿Y qué importa si luego la gente no los lee? No, necesito tener éxito, si no estaré
acabada. Necesito escribir un gran libro, pero cuando me pongo delante de la
máquina de escribir no consigo ni siquiera concentrarme en la lista de la compra.
—Ya te lo he dicho, necesitas un cambio de aires...
—Necesito una historia; inspiración. Tengo que recuperar las ganas de vivir...
Sylvia suspiró y le hizo una señal con la mano a un camarero para que le llevara
otra copa. Jugueteó con el borde del mantel inmaculado.
—A veces pienso que si matara a alguien tendría algo en lo que inspirarme.
—Dios mío, estás volviéndote paranoica. ¿Por qué no intentas cambiar de género?
No tienes por qué escribir obligatoriamente una novela policíaca. Podrías probar con
una bonita novela de amor, por ejemplo. Él, ella y una abundancia de sentimientos
mezclados con un sexo desenfrenado. El sexo vende mucho.
—Sí, hombre, lo que me faltaba. Déjalo, ni siquiera recuerdo qué significa palpitar
entre los brazos de un auténtico hombre... En fin, ¿cuándo termina el plazo de
entrega establecido en el contrato?
Patricia se movió nerviosamente sintiéndose incómoda.
—Creo que dentro de dos meses—, murmuró. —Pero puedo intentar hablar con
Thomas—, añadió, refiriéndose a su marido, jefe indiscutible de su sólido imperio
editorial. —E intentar que te conceda una prórroga.
—Eres muy amable, pero Thomas tiene toda la razón en estar enfadado conmigo.
Mis últimos trabajos han sido clamorosos fracasos, y él dirige una editorial, no una
sociedad de asistencia a escritoras fracasadas.
—Bueno, pero en el pasado... En fin, que además de ser uno de los nombres
punteros de nuestra sociedad, eres mi amiga, y por esta vez tendrá que tener
paciencia.
Sylvia se puso de pie.
—Te he dicho que es mejor dejarlo, Patricia, no quiero que se creen tensiones entre
tú y Thomas por mi culpa. Ya veré lo que puedo hacer.
—Escucha, bastaría con que antes de que termine el plazo le pudieras mandar a mi
marido un par de capítulos bien escritos, y del resto me ocupo yo... ¿Qué dices?
Patricia era una buena amiga, y Sylvia le agradecía la deferencia que mostraba con
ella. Y además, no soportaba la idea de darle pena...
Guiñó un ojo e intentó adoptar un tono relajado.
—De acuerdo. Haré todo lo posible.
—Perfecto.— Pat le lanzó una sonrisa de ánimo. —Estoy segura de que no me
defraudarás. Eres una buena escritora, no lo olvides. Y ahora siéntate otra vez y
pedimos ostras y champán, y después lo cargamos a la cuenta de la sociedad, ¿vale?
—Tengo prisa. El tren sale dentro de media hora y no quiero perderlo.
—¡Qué rabia!, ¿por qué no te quedas al menos un par de días? Podrías quedarte en
mi casa, y ser nuestra invitada unos días.
—¿No acabas de decirme que tengo que ponerme inmediatamente a trabajar?
—Sí, pero...
Sylvia se agachó y le dio a Patricia un beso en la mejilla.
—Entonces, querida, deja que me vaya.— Unos segundos más tarde estaba ya en
la calle, en medio del caos de gente que inundaba Manhattan durante las horas
punta. Ahora lo único que deseaba era volver a casa, ponerse delante de la máquina
de escribir e introducirle la página en blanco que, de un tiempo a esta parte, le
resultaba hostil. No, si antes no tenía una historia, no podría concluir nada bueno, lo
sabía. Maldición, de lo que realmente tenía ganas era de emborracharse... Y quizá lo
haría.
Cuando llegó a Albany era ya media tarde. Salió de la estación y se dirigió hacia
su vieja ranchera que seguía aparcada donde la había dejado por la mañana.
Le quedaba una hora de viaje a través de carreteras tortuosas y solitarias hasta
Walsall, el pueblecito al que había decidido irse a vivir hacía cinco años, cuando el
tráfico y el caos de Nueva York habían empezado a resultarle insoportables.
Mientras se ponía al volante y salía del aparcamiento iba pensando que,
precisamente durante el período del traslado, había empezado la paulatina aridez de
su vena creativa. ¿Sería que necesitaba el caos y el estrés para escribir buenos libros?
¿Era que el trabajar bajo presión la hacía rendir más? Aunque era posible, Sylvia, en
Miró de reojo el reloj de pulsera que había sido de su padre y que ella conservaba
celosamente. Eran las diez y media de la mañana, y si se daba prisa podría llegar a la
cárcel del distrito un poco antes de que Farrel saliera. ¿Lo estarían esperando los
periodistas? Era poco probable; en un país en el que los crímenes se sucedían con un
ritmo vertiginoso, uno más espectacular que el otro, un delito de hacía catorce años
ya no era noticia.
Probablemente, la noticia en el periódico se debía sólo a motivos técnicos, a la
necesidad de completar una página, de poner algo, nada más.
Sylvia se levantó de golpe y entró rápidamente en casa, se echó a los hombros una
chaqueta gruesa de lana y se puso el sombrero del que no se separaba nunca. Unos
minutos más tarde estaba sentada al volante de su coche. Arrancó, y salió disparada
a toda velocidad, preguntándose si él aceptaría hablar con ella. Probablemente no.
¿Quién era ella para intentar arrancarle secretos íntimos a un desconocido? Una
escritora en busca de inspiración, al borde del fracaso profesional; una mujer un poco
desesperada y que se sentía terriblemente sola...
Maldición, si al menos no se hubiera emborrachado la noche anterior, no tendría
que sufrir el tormento de la resaca...
Capítulo 2
La cárcel de Albany se encontraba en las afueras de la ciudad. Era una enorme
construcción situada en el centro de una explanada carente de vegetación. Se trataba
de una especie de cubo de cemento armado, acero y alambre de púas, con cuatro
torreones en cada esquina y guardias armados con fusiles de precisión que
patrullaban el perímetro.
Sylvia detuvo el coche en el aparcamiento para los visitantes, que se encontraba a
unos cincuenta metros de la entrada principal, y observó la imponente puerta de
acero. Se estremeció ante la idea de lo que tenía que sentirse al atravesar aquella
barrera y oír que se cerraba después de haberla superado. Cerrada durante años.
Para siempre, en algunos casos.
Se preguntó por qué a Farrel no le habían condenado a cadena perpetua.
Evidentemente, al juzgar su crimen, no habían encontrado premeditación... Había
vuelto a casa una noche y, sin haberlo pensado antes, había matado a su chica a
cuchilladas. ¿Celos?, ¿locura?, ¿o aburrimiento?
Movió la cabeza y observó el reloj. Eran las doce y veinte. Demonios, ¡demasiado
tarde!
Delante de la cárcel no había ni un alma. Por otra parte, ¿por qué un hombre que
sale de la cárcel después de catorce años de prisión iba a quedarse por los
alrededores, contemplando su propia celda?
Sylvia suspiró con enojo. Había llegado hasta allí para nada. Pero quizá era lo
mejor. En cualquier caso, ni siquiera sabía muy bien para qué había ido hasta allí. Es
que el alcohol me está trastornando, eso es lo que pasa, pensó.
El repentino chirrido metálico la sobresaltó. Parpadeó y observó cómo la pesada
puerta de acero empezaba a deslizarse lentamente sobre sus goznes. Bajó del coche
sin cerrar la puerta y aguzó la mirada... El hombre apareció unos segundos después.
Era muy alto y apuesto. Incluso desde aquella distancia se dio cuenta de que se le
podía confundir con un galán de cine más que con un presidiario. Quizá, a pesar de
todo, la cárcel no lo había dejado en tan mal estado.
Respetuosa de la prohibición que les impedía a los coches particulares acercarse
demasiado, Sylvia abandonó el suyo y se acercó.
También el hombre empezó a avanzar. Llevaba unos vaqueros descoloridos y una
camisa azul clarito. A pesar del clima, más bien frío, llevaba una chaqueta echada
descuidadamente sobre los hombros. Su mano sujetaba una bolsa negra, no
demasiado grande si, como era de suponer, contenía los efectos personales
acumulados durante catorce años de vida...
Llegaron a menos de diez metros de distancia uno del otro, y ella le miró con
evidente interés. No había cambiado mucho con respecto a la foto que habían
publicado el periódico y, sin embargo, no parecía el mismo hombre.
Sus ojos, que eran de un insólito color dorado, parecidos a los de un enorme gato,
golpe, ella puso en marcha el coche y se lanzó a toda velocidad carretera abajo.
Aunque lo intentara, durante los días siguientes no consiguió quitarse de la cabeza
a Bret Farrel. Había algo en ese hombre que la atraía irresistiblemente. ¿Su atractivo?
Ciertamente, él era muy atractivo, pero ella había conocido a otros hombres
atractivos, y guapos. Incluso Kevin, el hombre al que había dejado tres meses antes,
era irresistible para la mayor parte de las mujeres. Y sin embargo... No, no se trataba
del aspecto físico de Bret Farrel, sino de una extraña e inexplicable aureola que
irradiaba de él.
¿Era posible que, realmente, ella fuera una especie de maníaca que se excitaba con
la idea de conocer a un hombre peligroso? ¿A un asesino? Bueno... En cualquier caso,
aunque quisiera, no sabría ni siquiera cómo dar con él. En esos momentos, podía
estar en cualquier sitio.
Sí, pero si estaba en libertad condicional, tenía la obligación de pasar todas las
semanas por la comisaría central para firmar el registro. ¿Y con eso? No iba a
apostarse ante la comisaría y esperar, quizá, durante días y días. Aunque, a fin de
cuentas, se dijo, en ese período no es que tuviera mucho que hacer...
Empezó el lunes por la mañana. Aparcó el coche a diez metros de la comisaría a
eso de las siete de la mañana. Y allí se quedó todo el día, hasta las nueve de la noche.
Volvió al día siguiente, y se apostó en el mismo sitio. Pero hasta el jueves no vio ni
rastro de Bret Farrel.
Faltó poco para que Sylvia ni siquiera lo notara, porque llegó casi a las dos del
mediodía y ella acababa de comerse un bocadillo de atún. Apareció por una esquina,
vestido de la misma manera que el día en que había salido de la cárcel: vaqueros y
camisa, y una chaqueta a los hombros. Iba sin paraguas, y esa mañana, en Albany,
llovía a cántaros. Estaba empapado y su pelo rubio, ya un poco menos corto, parecía
más oscuro y le caía sobre la frente. Caminaba lentamente, como si a pesar de la
lluvia no tuviera ninguna prisa y no tuviera tampoco ninguna meta. Sin pensarlo
demasiado, Sylvia bajó la ventanilla del coche y se asomó.
—¡Farrel!—, llamó.
El hombre se paró bajo la lluvia y durante unos buenos dos minutos se quedó
parado, mientras el agua le corría por la cara, mirándola. Después, lentamente, se
acercó al coche.
—Te había dicho que te mantuvieras a distancia...
—Ya. ¿Vienes a comer a mi casa? Tengo hambre, y este bocadillo de atún está
asqueroso.
—¿Dónde vives?
—En Walsall.
—¿Dónde está?
—A una hora de coche, más o menos.
—¿Y no llegaremos un poco tarde para comer?
Capítulo 3
Sylvia abrió uno de los muebles de la cocina y echó una ojeada dentro. Movió la
cabeza.
—Creo que no te puedo ofrecer gran cosa—, dijo. —¿Te apetecen un par de
huevos con bacon, tostadas y café?
—No eres el tipo de mujer que se puede definir un ángel del hogar, ¿eh?
—No, no precisamente. No soporto las tareas del hogar, en realidad, pero un par
de huevos sí sé hacerlos.
—Entonces, vale—, dijo él, que se había quedado quieto, en medio del salón, y
miraba a su alrededor. La habitación estaba amueblada con cómodos sofás, muebles
rústicos y grandes alfombras indias desperdigadas por el suelo de madera. Farrel
observó el charco que se estaba formando bajo sus pies. —Estropearé la cera del
suelo—, comentó.
—No importa, pero lo que sin duda conseguirás es una pulmonía. Si quieres, al
final del pasillo hay una habitación. Dentro del armario tiene que haber un albornoz.
—No creo que tu talla me siente bien, ¿sabes?
—No es de mi talla. Es un albornoz de hombre, y está nuevo.
Farrel no hizo ningún comentario. No le preguntó ni de quién era ni por qué lo
guardaba ella. Se limitó a asentir y desapareció al final del pasillo. Volvió al cabo de
cinco minutos, cuando ya los huevos estaban casi en su punto y el bacon se freía en la
sartén, desprendiendo un olorcillo apetitoso. Sylvia lo miró. Llevándolo él, incluso el
albornoz de Kevin parecía pequeño.
Farrel tenía las manos en los bolsillos, estaba descalzo y tenía que haberse secado
el pelo. Además, parecía como si se encontrara a su aire, como si conociera aquella
casa y la conociera a ella desde hacía un montón de tiempo.
Con un gesto, Sylvia indicó la mesa ya puesta.
—Siéntate—, dijo, y le pasó una taza de café.
¿Qué diablos estaba haciendo aquel hombre en su casa? ¿Y por qué a ella le
parecía como si lo conociera de toda la vida? ¿Dos inadaptados que se encuentran y
se entienden? Bah, quién sabe... Le sirvió un par de huevos con bacon y se sirvió lo
mismo en su plato.
Se sentó frente a él y empezó a mordisquear un trozo de pan. Farrel empezó a
devorar con ganas los huevos.
—Entonces, ¿has encontrado trabajo?
—Un asistente social me ha encontrado uno de mozo en los almacenes generales.
—¿Y te encuentras a gusto?
Bret levantó los ojos del plato y se limitó a mover imperceptiblemente la cabeza. —
Hay que sobrevivir, ¿no? Y dormir en algún sitio.
—¡No me atraes para nada! Al menos no en el modo que quieres dar a entender.
Él le guiñó un ojo, volvió a poner el cuchillo en su sitio y le dio la espalda,
dirigiéndose hacia el salón.
¡Maldito delincuente! Le había brindado su comprensión, y seguramente era la
única persona que mostraba interés por él desde hacía mucho tiempo. Además, había
intentado eliminar de su cabeza todos los prejuicios para no juzgarlo, y Farrel se creía
que podía tratarla como a una pobre idiota. Se puso en pie de un salto y lo siguió.
Entró en el salón como un basilisco y se quedó petrificada cuando lo vio
cómodamente sentado, con las piernas estiradas, y un brillo divertido e irónico en
sus luminosos ojos.
—¿Quién diablos te crees que eres?
Farrel no se inmutó. Estiró los músculos, satisfecho como un gato, y dijo:
—¿Por qué no te desnudas y no dejamos toda esta esgrima verbal incongruente?
Eso es lo que quieres, ¿no? Sentir el escalofrío de irte a la cama con un asesino.
¿Titularás así tu libro?
Sylvia se quedó sin palabras. Abrió la boca haciendo un gesto de ultrajada
sorpresa, inmóvil, incapaz de moverse, pero con tanta rabia encima que se sentía a
punto de explotar. Su ira era tan violenta que el corazón le latía enloquecidamente, y
tenía la extraña impresión de que le silbaban los oídos. ¡Maldita sea! No podía perder
el control.
¿Quién era ese hombre para conseguir que se irritara de tal modo tan sólo con
unas cuantas palabras?
Después, de repente, la verdad se le apareció ante los ojos y se le echó encima con
la fuerza de un bisonte: estaba furiosa porque Farrel tenía razón. Había entendido el
sentido de todo aquello antes que ella. ¡Lo deseaba!
Él había sido capaz de sacar a la luz un aspecto de sí misma que ni siquiera
conocía... ¡Y eso era ya más de lo que podía decir de ningún otro hombre de los que
había conocido durante los últimos cinco años!
Dios mío, realmente el alcohol y la soledad, los fracasos amorosos y profesionales
tenían que haberle trastornado la cabeza. De golpe se dio la vuelta.
—Vístete Farrel, que te acompaño a la parada del autobús. Es tarde.
— Notó cómo él se levantaba del sofá y se acercaba a ella. Tuvo que controlarse
para no mirarlo.
A su espalda, Bret Farrel suspiró. Estaba muy cerca, y aunque le parecía imposible,
ella tenía la sensación de que percibía su calor a través de la misma ropa. No la
tocaba, y no hacía nada, y sin embargo Sylvia sintió cómo su piel se estremecía y, si
cabe, el corazón le latía aún con más fuerza. —Vete a vestirte, Farrel...—, repitió entre
dientes.
—¿Estás realmente segura de que es eso lo que quieres?—, le susurró el hombre,
acercando su cabeza a la de Sylvia que ya sentía su cálido aliento en la oreja, y sus
labios a pocos centímetros de su piel.
Capítulo 4
Era inevitable que después de la visita de Kevin, Sylvia sintiera un renovado
interés por Bret Farrel.
¿Realmente él era el hombre cruel y despiadado que Kevin había descrito? ¿O el
psicópata que había sugerido? Por lo que a ella se refería, todo juicio sobre Farrel
podía ser acertado o equivocado, ya que, por su parte, creía no tener ninguna idea de
cómo era ese hombre.
Después de la ducha y de un litro de café, cuando empezó a sentirse humana otra
vez, decidió ir a Albany y pasar por la comisaría central de policía. Seguramente
tenían algún archivo allí, y quizá, con un poco de cara, y tal vez mostrando su carnet
del sindicato de escritores, conseguiría obtener alguna información sobre el
homicidio de Kate McDermott.
Sylvia llegó a su destino poco después de las tres de la tarde. Entró en la comisaría
central y siguió la flecha que ponía oficina de información. Allí se encontró con una
agradable joven, vestida de policía, que estaba sentada detrás de una mesa y escribía
rápidamente a máquina. —Hola—, saludó.
La policía dejó de escribir, le echó una mirada y esbozó una sonrisa de
circunstancias. —¿Puedo ayudarla?—, le preguntó acercándose al mostrador.
—Quería saber...—, Sylvia titubeó. —Verá, soy escritora—, dijo enseñándole el
carnet del sindicato.
—¿Sylvia Baxter?—, murmuró la joven, leyendo el nombre y abriendo los ojos por
la sorpresa. —¿No será por casualidad la Sylvia Baxter que ha escrito Sombras en la
noche?
Bueno, aún quedaba alguien que se acordaba de ella.
—Me temo que soy precisamente yo.
La sonrisa creció desmesuradamente en los labios de la joven. —Señorita Baxter,
¡no lo puedo creer! Me llamo Edwina Fox y leí su libro hace más de seis años y desde
entonces, de vez en cuando, lo vuelvo a leer, aunque sea una novela policíaca y ya
casi me lo sepa de memoria.
—Así que le ha gustado...
—¿Gustado? ¡Me ha entusiasmado! ¿Sabe? Quizá no me crea, pero mi decisión de
entrar en el cuerpo de policía tiene mucho que ver con Maggy, el personaje femenino
de su novela. Una investigadora privada...
—¿De verdad? Lo celebro.
Edwina Fox lanzó una rápida mirada a su alrededor y después, con aire de
conspiración, le dio a Sylvia papel y bolígrafo.
—¿Puedo pedirle un autógrafo?
—¡Claro que sí!— Escribió: —Para Edwina Fox en quien podría haberme inspirado
para crear el personaje de Maggy—, y firmó.
impedirle proseguir con su carrera. Y además, ¿en que podía obstaculizarlo Kate? En
Estados Unidos casi todas las estrellas tenían complicadas vidas sentimentales, llenas
de bodas y de divorcios, de hijos repartidos por todas partes de los cuales a veces ni
siquiera recordaban el nombre. Es más, el mundo del espectáculo se nutría de las
aventuras y problemas sentimentales de las estrellas...
Si Bret realmente no quería ocuparse de Kate y del niño podía simplemente
abandonarlos. Mandar a la chica a casa de su padre, que además era un hombre rico
y podría asegurar sin problemas el futuro a la hija y al nieto, hubiera sido lo más
razonable.
No, en toda aquella historia había algo que no le cuadraba. Quizá era
precisamente la mole enorme de pruebas contra Bret lo que hacía dudar a Sylvia. Ni
siquiera un auténtico idiota dejaría tantas huellas.
¿Qué pensaba hacer Farrel después de haber matado a Kate?, ¿ser por fin libre de
seguir tocando su adorado saxofón?
¿Mejor veinte años de cárcel que una mujer joven, aunque no la quisiera, y un
hijo? No, no podía creer que él hubiera sido tan tonto.
De todas formas, cabía la posibilidad de que Farrel hubiera actuado bajo el
impulso de una feroz cólera momentánea, y hubiera perdido la razón. Ésa era
precisamente la explicación que había dado el propio tribunal en el momento de la
condena... Pero Sylvia había conocido a Bret, y le había parecido un hombre con los
nervios de acero.
Sí, pero eso era catorce años después, y después de un largo confinamiento en una
cárcel de alta seguridad. Bueno, pero si se es neurótico cuando no se tienen
problemas, ¿cómo es posible que en la cárcel te vuelvas tranquilo y controlado?
Poco a poco, casi sin darse cuenta, Sylvia se deslizó en el sueño pensando en Bret
Farrel y en su terrible y misteriosa historia...
Soñó que se encontraba en una habitación oscura, sin puertas y sin ventanas.
Farrel estaba también allí; empuñaba un terrible cuchillo y se le acercaba con los ojos
dilatados por la locura y la evidente intención de cortarle el cuello. Se despertó
sobresaltada y lo vio. Estaba sentado ante la chimenea, mudo e inmóvil, y la miraba.
—¡Ah!— El grito se le escapó de los labios mientras daba un salto y se sentaba en
el sofá con un escalofrío de auténtico miedo.
—Hola, Sylvia—, dijo Bret.
Ella intentó desesperadamente calmarse. Miró a su alrededor, como para darse
bien cuenta de dónde se encontraba, y notó que la puerta del chalet esta entornada.
—¿Cómo has entrado? ¿Y qué haces aquí?
—La puerta del chalet no estaba cerrada con llave. He llamado, pero tú no has
contestado.
Sylvia intentó recordar si algunas horas antes había pasado el cerrojo, pero no lo
consiguió. Tragó saliva y en ese momento se dio cuenta de que encima de sus rodillas
estaba todavía abierta la carpeta que contenía la documentación sobre el caso
McDermott. La cerró de golpe. ¿Farrel se había dado cuenta? —¿Qué quieres de mí?
Bret sacó un Zippo y encendió el cigarrillo que tenía entre los labios. —Me sentía
solo y he decidido hacerte una visita.
Ella se acomodó la falda con gestos nerviosos y se dio cuenta de que le temblaban
las manos. ¿Tenía miedo de él? Diablos, sí... —En plena noche.
—No hay horarios fijados para sentirse solos.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí? Ni siquiera hay autobuses desde Albany para
venir aquí a estas horas.
—Ayer no volví a Albany. Me quedé en Walsall y dormí en el pueblo.
—¿Por qué?
—No lo sé...
Sylvia empezó a relajarse. Bret no parecía tener malas intenciones, al menos por el
momento. —¿Te apetece un café?
Él la miró y sonrió. —Estás aterrorizada, ¿no?
—¿Yo?, ¿y por qué iba a estarlo?
—Venga, Sylvia, no esperabas verme aquí, y después de la otra noche eres
consciente de que yo puedo ser un individuo peligroso. ¿O me equivoco?
¿Podía mentir? ¿Tranquilizarlo? Sí, pero no tenía ganas.
—Tienes razón. Por eso preferiría que te fueras.
El hombre no se movió. —He visto que tienes el expediente de la policía sobre la
muerte de Kate. ¿Cómo lo has conseguido?
Así que se había dado cuenta...
—Tengo una amiga que trabaja allí.
Bret asintió. Indicó la carpeta con un gesto y dijo: —¿Es interesante?
—¡Bah!, bastante.
—¿Ya lo has leído todo?
—No, no todo.
—Pero ya has sacado algunas conclusiones...
—Sí, lo he hecho.
—¿Puedo saberlas?
Sylvia se encendió también un cigarrillo, y se alegró al comprobar que las manos
ya no le temblaban. —Sí, si te interesa.
—Adelante, pues...
—Bueno, si mataste tú a Kate McDermott, o eres un auténtico idiota, o un loco
redomado.
Él se levantó de golpe y se le acercó. Se inclinó hacia ella, apoyando las manos en
Capítulo 5
Bret se arrodilló delante de ella, y Sylvia, sin conseguir apartar los ojos de su
rostro, permaneció rígida e inmóvil, con la espalda apoyada contra el mullido cojín
de plumas y el pecho que se le movía arriba y abajo al ritmo entrecortado de su
respiración.
Sin hablar, el hombre deslizó ambas manos bajo su falda, acariciando sus
torneados muslos y ascendiendo por ellos hasta alcanzar el borde de las medias
donde se descubría la piel desnuda de sus piernas. Titubeó y se mordió ligeramente
el labio inferior.
—Llevas liguero...—, dijo con la voz baja, cargada de deseo.
Ella no encontró las fuerzas para responder. En realidad, su cabeza era un
torbellino de ideas desordenadas y contradictorias. Se sentía excitada y seducida en
un modo que no conocía. Y sin embargo, atisbos de racionalidad le decían que lo
detuviera, que era mejor dejar las cosas como estaban antes de que fuera demasiado
tarde... ¿Pero demasiado tarde para qué? No le daba miedo el sexo, el acto carnal,
pero se sentía aterrorizada ante la implicación psicológica y ante la capacidad de
sugestión que Bret parecía ejercitar. No era increíble que una jovencita como Kate
McDermott perdiera la cabeza por un hombre así, que para seguirlo abandonara a su
familia y que después se hubiera quedado con él hasta las últimas consecuencias.
—Déjame Bret—, murmuró.
Él sonrió. Una breve sonrisa apenas esbozada, pero íntima y tierna. —Lo haría si
creyera que eso es lo que realmente quieres.
Sylvia se echó hacia adelante mientras seguía sintiendo las yemas de sus dedos
acariciar su piel y deslizarse insinuantes bajo el borde inferior de sus braguitas de
encaje blanco. Sin darse cuenta, apoyó una mano en su espalda y advirtió lo fuerte
que era, sólido y compacto como un bloque de cemento. El corazón le empezó a latir
fuertemente, y sus manos temblaron mientras se esforzaban por desabrochar los
botones de la camisa de algodón que él llevaba puesta.
—Sí...—, murmuró el hombre, observándola encantado y animándola a continuar
con los labios entreabiertos y los ojos convertidos en dos ranuras brillantes, mientras
le deslizaba las braguitas por los muslos y apretaba con las palmas de las manos
contra su piel y contra la seda transparente de las medias.
Bret Farrel poseía un tórax digno de una estatua griega: pectorales marcados y
unos abdominales que parecían esculpidos, ligeramente subrayados por una leve
pelusa rubia que se reducía en la parte de abajo, como si fuera una pirámide
invertida, y apuntaba hacia el ombligo que se dibujaba perfectamente en el centro de
su vientre plano y musculoso.
Sylvia jadeó cuando el hombre le cogió las nalgas y la trasportó desde el sofá hasta
el suelo, directamente sobre la alfombra india de mullida lana blanca y celeste. En un
segundo se encontró inmovilizada debajo de él, aplastada por su físico viril.
Con un gesto rudo, Bret le bajó la falda hasta dejar al descubierto sus caderas y se
inclinó para admirar la provocadora desnudez enmarcada por el encaje del liguero.
Se humedeció los labios con la punta de la lengua y gruñó con deseo, mientras le
pasaba la palma de la mano sobre el vientre y deslizaba sus dedos entre los oscuros y
suaves pelos del pubis.
Y luego la besó. Un beso imprevisto, ansioso, feroz. Fue casi como si la mordiera
con los labios, inundándola con su lengua y sujetándole la cabeza con una mano.
Después, de golpe, la soltó.
Se arrodilló entre sus muslos abiertos y la miró a los ojos. Se soltó la hebilla
plateada del cinturón y se bajo la cremallera de los vaqueros. Con un único gesto se
bajó los pantalones y los calzoncillos y se abalanzó sobre ella con ímpetu apasionado.
Sylvia sintió como la punta de su pene hacía presión contra su propia intimidad y
se dio cuenta de que estaba ya preparada para acogerlo. Se arqueó y rodeó con sus
piernas los riñones de Bret. El le apretó los glúteos y la atrajo hacia sí. La penetró con
un único movimiento vibratorio, duro y caliente.
Sylvia gimió. Un balbuceo lánguido se le escapó de entre los labios semiabiertos,
resonando en los oídos de Bret como la más perentoria de las llamadas eróticas.
El hombre embistió con su miembro el cuerpo de Sylvia con violencia. —Quítate el
jersey—, le susurró. —Quiero sentir tu piel desnuda en la mía...
A pesar de sentirse atrapada entre sus brazos, Sylvia consiguió deshacerse del
jersey negro de lana, descubriendo un sujetador blanco de encaje. Bret, al verlo, jadeó
lentamente. Su mano se deslizó por el vientre de Sylvia, acariciándole la piel, pero sin
quitarle la delicada prenda que cubría sus senos. Se limitó a bajárselo un poco, hasta
dejar al descubierto sus pechos generosos. Luego acercó los labios, rodeándole los
pezones erectos y se los chupó, mordisqueándolos dulcemente, primero uno y
después el otro, restregándole la cara en la hendidura de los senos, insinuante,
hundiéndole los labios en la piel, y lamiéndola dulcemente con la punta de la lengua.
—Sylvia, ah Sylvia, te deseo...—, dijo besándole el cuello y lamiéndole el lóbulo de la
oreja. La penetró de nuevo, empujando con todo su cuerpo, hundiéndose en su
húmeda y cálida intimidad. Luego se retiró ligeramente y restregó los labios sobre
los de ella. Empezó a moverse, primero lentamente y luego cada vez a mayor
velocidad, alternando la regularidad de su ritmo con asaltos feroces, casi brutales que
se apagaban, inevitablemente, una fracción de segundo antes de que ella alcanzara el
orgasmo.
Parecía como si Bret la conociera desde siempre. Como si la comprendiera mejor
de lo que antes la hubiera podido entender ningún otro hombre. Advertía la
intensidad de su excitación, y la dominaba, dominándose también a sí mismo, con un
control despiadado. Sylvia sentía cómo temblaba y alcanzaba la máxima tensión,
cómo se paraba y se retraía ligeramente cuando alcanzaba el extremo límite
inmediatamente anterior al placer. Y oía como la respiración de Bret se hacía cada
vez más afanosa, veía cómo se tensaban las venas del cuello bajo la piel y contraía la
mandíbula.
Se apretó contra él. Lo hizo con determinación cuando se dio cuenta de que el
hombre estaba, por enésima vez, controlando la situación, y estaba a punto de
retraerse. Apretó la pierna en torno a sus riñones y arqueó la pelvis. Sus músculos
internos se contrajeron involuntariamente alrededor del pene de Bret, pero cuando él
estaba a punto de sustraerse, Sylvia lo detuvo empujándolo hacia sí con las manos
apoyadas en su espalda, mordiéndolo salvajemente en el cuello y clavándole las uñas
en la piel de la espalda. Y lo tuvo apretado hasta que estuvo segura de que no se
volvería a escapar porque ya era imposible que consiguiera pararse y dominarse.
Bret Farrel gimió. Fuerte. La apretó contra su cuerpo con un abrazo apasionado y
eyaculó abundantemente, inundándola con cálidas oleadas justo mientras el cuerpo
de Sylvia se sumergía violentamente en los meandros del placer...
Increíblemente, la desnudó totalmente después de haber hecho el amor con ella.
La cogió en brazos y, como si entre ellos fuera lo más natural del mundo, la llevó en
brazos a la habitación. Apartó las mantas y la depositó entre las sábanas; luego la
tapó, ajustando bien las mantas, como se podría hacer con un niño. Durante unos
segundos, en la oscuridad de la habitación, ella percibió que Bret la estaba mirando.
Después el hombre se dio la vuelta.
—¿Adonde vas?—, preguntó Sylvia, mientras oía que sus pasos se alejaban, y
maldiciéndose en silencio porque su voz se oía incierta y débil. Durante unos
instantes, que le parecieron interminables, Bret no contestó, y no se detuvo.
—Bret, ¿adonde vas?—, repitió ella, esta vez con la angustia reflejada en su voz.
—Creo que ya es hora de que me quite de en medio—, dijo él.
—¿Por qué...?
—Ya ha sido una estupidez venir aquí esta noche.
Y fue como si le hubiera dado un puñetazo a traición. ¿Eso era lo que realmente
pensaba? ¿Se sentía desilusionado? Sylvia se desesperó, al mismo tiempo que se
sentía incapaz de comprender por qué resultaba tan importante para ella que aquel
hombre no la abandonara, al menos no esa noche.
—Si te vas ahora, no vuelvas nunca más.
—Es la mejor solución.
—¡No! No... No...— Sylvia se incorporó apartando las sábanas y escrutó la
oscuridad con la mirada. No conseguía verlo, y le parecía como si se hubiera caído en
un pozo oscuro en el que, en breve, el agua enfangada y putrefacta la sumergiría
para siempre. —No lo hagas, Bret... No me dejes...—, la voz se le quebró en un
sollozo que, inmediatamente se transformó en un llanto desolador. Estaba
desesperada, y ni siquiera se dio cuenta de que el hombre había vuelto a su lado y la
había cogido entre sus brazos.
—Sylvia, cálmate, por favor...
—¡Oh, Bret!— Se aferró a él como si fuera un roca en medio del mar y ella un
náufrago arrastrado por las olas. —No me dejes, Bret, yo... te necesito.
—Sylvia... Inolvidable, dulce Sylvia...— La acunó casi como si fuera una niña,
besándole dulcemente la sien y habiéndole en voz baja, con un tono dulce y tierno. Y
fue en ese momento cuando Sylvia comprendió que él no podía ser un asesino.
lo conseguiría, que lograría no volverme loco. Y por fin, la puerta se abrió ante mí, y
la primera persona a la que veo eres tú... Pelo largo y negro e inquietantes ojos
azules. Una boca estupenda y un cuerpo de modelo. Una periodista, pensé, y la
verdad es que me entraron ganas de estrangularte, porque te deseaba y creía que tú
eras uno de esos buitres que le aseguran a sus periódicos o revistas una tirada mayor,
que consiguen a costa de pobres desgraciados, sin tener ni un mínimo de escrúpulos.
—Yo también buscaba una historia...
—No, Sylvia, tú ibas a la búsqueda de emociones.
Ella le restregó la punta de la nariz contra el cuello y la mandíbula. —Y no se
puede decir que tú no me las hayas proporcionado. Y muy intensas, además... Tan
intensas que no quiero que te vayas. Puedes vivir aquí, si te apetece, y yo no te pediré
nada. No quiero obligarte a una historia sentimental que seguramente no te interesa,
y no tienes que dejarte llevar por lo que ha habido entre nosotros. Ambos somos
adultos, y el irse a la cama juntos no quiere decir noviazgo. Pero los dos estamos
solos, y tenemos problemas; podremos hacernos compañía mutuamente, y
ayudarnos.
Bret no contestó inmediatamente. Se relajó a su lado y acomodó la cabeza en la
almohada. —No lo sé, Sylvia. De verdad que no lo sé... Esperemos a mañana, y
después decidiremos. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo—, contestó ella intentando controlar el temblor de su voz. No
sabía por qué se sentía tan aturdida ante la idea de que Bret Farrel se fuera y
decidiera que entre ellos no podía haber nada más que lo que ya había pasado, y eso
la llenaba de miedo. Y sin embargo, como no le ocurría desde hacía muchísimo
tiempo, en aquellos momentos se sentía viva. Y joven, y llena de energía.
Entusiasmada, con un objetivo, aunque no sabía muy bien cuál. Él le había
proporcionado todo eso, y aunque a la mañana siguiente se fuera para siempre, ella
ya nunca podría olvidarlo...
El amanecer inundó de luz las copas de los árboles que rodeaban el chalecito.
Sylvia parpadeó y el corazón le dio un vuelco cuando, al abrir los ojos, se dio cuenta
de que Bret ya no estaba a su lado...
Así que había decidido irse. Bueno, podía entenderlo. Seguramente tenía sed de
vida después de haberse pasado catorce años encerrado entre los barrotes de una
celda. ¿Por qué iba a decidir compartir su tiempo con una escritora medio fracasada
y casi alcoholizada que vivía aislada en una casa a las afueras de un pueblecito que ni
siquiera aparecía en el mapa?
Todavía estaba intentado justificar la actitud de Bret e intentando no dejarse llevar
por la desolación, cuando el aroma del café recién hecho inundó la habitación. ¿Era
posible que él...? Se levantó de golpe de la cama, y sin preocuparse del frío de la
mañana sobre su piel desnuda echó a correr en dirección a la cocina. Se quedó
inmóvil en la puerta, contemplando los hombros anchos y el pelo rubio de Bret. ¡No
se había ido! ¿Significaba eso que iba a quedarse?
Bret se dio la vuelta y sonrió, ladeando la cabeza de una manera habitual en él. —
Tenía la intención de preparar el desayuno—, dijo, —pero no creo que pueda
Capítulo 6
Bret se levantó y se alisó la camisa y los pantalones.
—Se está haciendo tarde.
—¿Para qué?
—Para coger el autobús. Si no llego a Albany a las ocho de la mañana me arriesgo
a quedarme sin trabajo.
—¿Y a hacer de mozo en el mercado tú lo llamas trabajo?
—No está mal. Se está al aire libre y, además, pagan bien. Setenta dólares al día.
—Oye, Bret, ¿por qué no lo dejas? Quiero decir... Bueno, yo no soy rica, pero me
puedo permitir... O sea, que ¿por qué vas a estar cargando y descargando cajas
durante ocho horas al día? Puedes quedarte aquí y ayudarme, y quizá con calma
encuentres otro trabajo. Hay que arreglar el tejado y también alguna ventana—,
afirmó esperanzada.
Bret suspiró. Se acercó a ella y se inclinó. —Hay una cosa que tenemos que aclarar,
Sylvia. Seré un presidiario, pero no voy a consentir que nadie me mantenga. Es más,
mientras tú y yo estemos juntos, será con mi dinero con el que pagaremos lo que se
necesite para vivir. Así que hazme la lista de la compra y yo me ocuparé de traer lo
necesario antes de volver a casa esta noche.
Ella lo miró. —¿Serviría de algo si te dijera que te estás comportando como un
estúpido? ¿Qué ya no estamos en la Edad Media y los tiempos han cambiado, y que
una mujer puede también pagar sin por eso convertir al hombre automáticamente en
un mantenido?
—No, no serviría.
—¡Hum!, lo que me temía... Bueno, compra lo que te parezca, pero acuérdate de
que yo no soy una gran cocinera, así que si esperas que te prepare platos refinados, te
estás equivocando completamente.
—Yo me las apaño perfectamente. Trabajé durante cinco años en las cocinas de la
cárcel, y conmigo trabajaba un tipo de Nueva Orleáns que había trabajado antes en
un restaurante famoso. Cocina francesa de primera calidad.
Sylvia rió. —¿Y cómo es que estaba en la cárcel ese cocinero de Nueva Orleáns?
—Había matado a sus suegros con una maza, los había cortado a trocitos y esa
misma noche había intentado cocinar algunos trozos para los clientes de su
restaurante. Quería ver si a los demás se le indigestaban tanto como se le habían
indigestado a él.
—¡Un personaje simpático!
—No te lo creerás, pero realmente lo era...
¡Pobre Bret, pensó Sylvia, obligado a compartir catorce años de su vida con gente
así! Se acercó y le rodeó la cintura con sus brazos.
—De acuerdo, pero no hace falta que cojas el autobús para ir a Albany. Yo también
tengo que ir a la ciudad. Tengo algunas cosas que hacer. ¿Puedo llevarte sin que se
resienta tu orgullo?
Bret asintió, y no le preguntó en qué consistían las cosas que tenía que hacer. Y
Sylvia se lo agradeció, porque había decidido investigar sobre el asesinato de Kate
McDermott, y no habría sido capaz de mentir...
En Albany se separaron en el centro y quedaron en verse esa noche para que Bret,
como le había prometido, hiciera un suculento arroz al champán.
Cuando él dobló la esquina, Sylvia miró el callejero y encontró rápidamente la
calle que estaba buscando. Después de veinte minutos de tráfico intenso tocó el
timbre del despacho de abogados Buttler & Smith.
Tuvo que echar mano de toda su capacidad de persuasión y de toda su paciencia
para convencer a una hostil secretaria de que era vital para ella ver inmediatamente
al abogado Stephen Buttler, el que había defendido a Bret durante el proceso.
Stephen Buttler era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto agradable y
que tenía una sonrisa cordial. Recibió a Sylvia en un despacho elegante y acogedor y
se sentó detrás de una imponente mesa de caoba oscura, mientras ella lo hacía en una
butaca de cuero beige.
—¿En que puedo ayudarla?
—Se trata de una vieja historia—, soltó ella lanzándole su sonrisa más seductora y
parpadeando sensualmente con sus largas pestañas negras. —Escribo novelas
policíacas, y he pensado que usted podría ayudarme...
—Bueno, si se trata de algo que no va contra la ética profesional...
Sylvia se inclinó hacia la mesa, dejando que el escote de la blusa negra dejara
entrever ligeramente la parte superior de sus bien modelados senos. Viejas armas
femeninas que suelen resultar útiles... —No creo, abogado, y además estoy seguro de
que usted se daría cuenta en seguida... Se trata del homicidio McDermott.
Buttler se puso ligeramente tenso, de manera casi imperceptible. —Sí, lo recuerdo.
Un caso desesperado, que hubiera sido mejor no aceptar.
—¿Por qué?—, le preguntó ella con curiosidad.
—Bueno, pagué muy caro las consecuencias de mi interés por Bret Farrel durante
años.
—No entiendo...
El abogado pareció reflexionar, como si estuviera decidiendo si era el caso de
contarlo o no. Al final se encogió de hombros.
—Bueno, sí, ahora puedo ya hablar de ello... Verá, después de haber defendido a
Farrel perdí a muchos de mis clientes. Necesité casi cinco años para recuperar la
clientela.
—¡Oh, qué terrible! ¿Pero eso por qué?
—Fue un caso muy impopular. Todos, la opinión pública, los medios de
momento.
—Trato hecho, abogado.
—Bueno, entonces, para empezar, le explicaré por qué McDermott tiene tanto
poder.
—Yo sólo sé que es un importante terrateniente.
—Sí, pero antes de serlo fue durante diez años la mano derecha de Edgard
Hoower.
Sylvia se quedó pasmada. —¿Hoower, el jefe supremo de la CÍA en tiempos del
presidente Kennedy?
—Y en tiempos de Marilyn Monroe, justo él... McDermott se retiró de la agencia
cuando Hoower murió, y se vino a Albany donde compró grandes cantidades de
terrenos. De dónde había sacado tanto dinero, nadie lo sabía, pero nadie se atrevió a
preguntárselo. Verá, se dice que los famosos informes secretos de Hoower sobre
todos los personajes importantes de nuestro país, aquellas carpetas fantasmagóricas
que desaparecieron en la nada después de la muerte del gran viejo, estaban
precisamente en manos de McDermott. O, al menos, una parte de ellos...
¿Comprende ahora por qué es tan influyente?
Sylvia se había quedado sin habla. ¡Claro que lo comprendía! Sobre los famosos
informes de Hoower se había hablado mucho durante años, y aunque nadie podía
afirmar con total seguridad que existieran realmente, le habían quitado el sueño a
mucha gente. Bueno, ella, en cualquier caso, no se iba a desanimar.
—¿Por qué me cuenta todo esto, abogado Buttler?—, preguntó, dándose cuenta de
lo delicado de la información que el hombre le estaba proporcionando con tanta
facilidad.
—Porque, desde mi punto de vista, y sin que salga de aquí, McDermott es un gran
bastardo y cualquiera que le pueda descubrir, desvelando sus asuntos, me resulta
simpático.
—Entiendo. ¿Y qué me puede decir sobre el homicidio de Kate?
—Bueno, efectivamente contra Bret Ferrel había un montón de indicios.
—¿No pruebas?, ¿sólo indicios?
—Sí, claro, ¿no lo sabía?
—Bueno, ¿y las huellas digitales en el arma del delito, y su ropa manchada de
sangre?
—¿Y eso qué? No se trata de pruebas. El cuchillo pertenecía a la cocina de la casa,
y era normal que hubiera huellas de Farrel. Y además, nadie lo vio matar a Kate ni
pudo declarar que estuviera en casa a la hora del delito. Nadie lo había oído jamás
discutir con la chica, y por lo tanto el móvil que el tribunal le endilgó había que
comprobarlo. Ni los vecinos de casa ni los amigos conocían ningún tipo de tensión
entre Bret y Kate. En realidad, sólo se dio crédito a la declaración del padre de la
chica.
—¿La famosa llamada en la que ella decía que Farrel quería obligarla a abortar?
—Exacto. Pero eso tampoco se probó.
—¡Pero si todos le dieron la espalda!
—Ya le he explicado por qué...
—¿Quiere hacerme creer que William McDermott usó su influencia para acusar a
Farrel?
—Yo no quiero hacerle creer nada; dejo que sea usted la que se haga una idea con
lo que le he contado.
—¿Pero por qué McDermott podía tener interés en arruinarle la vida a Farrel?
—Oh, no sé si quería arruinarle la vida, pero sé que no le había hecho ninguna
gracia que su hija se fuera de casa con un tipo que tocaba el saxofón y que, además,
estaba empezando su carrera.
Sylvia suspiró. —¿Y qué me dice de Rose Tunner?
—Ya, Rose Tunner... La única testigo de la defensa que conseguí encontrar
durante todo el proceso. Verá, he pasado días enteros analizando las declaraciones
de aquella mujer, y todavía no he conseguido hacerme una idea clara. Se presentó en
mi despacho espontáneamente y dijo que había visto a un desconocido entrar en la
casa de Farrel a la hora del delito. Parecía totalmente segura... Pero en el juicio,
presionada por el fiscal, casi retira la declaración. Fue el golpe de gracia para mi
defendido.
—He leído en alguna parte que desde su ventana, Tunner no podía ver claramente
la puerta de la casa de Farrel...
—¡Eso es un tontería!—, exclamó Buttler. —El homicidio de Kate fue el quince de
enero, y la investigación pericial que se hizo en la casa de Tunner tuvo lugar en junio,
cuando los árboles habían florecido y estaban llenos de hojas. Claro que no podía
verse con claridad la puerta de la casa de Farrel.
Sylvia estaba anonadada. —¿Y usted no señaló este importantísimo detalle?
—¡Claro!
—¿Y qué sucedió?
—Nada de nada. El juez hizo constar en las actas el informe del perito presentado
por el fiscal, ignorando mis objeciones, y así se ventiló a la testigo de la defensa.
Sylvia no podía creerlo. Todo era realmente terrible. Parecía que en contra de Bret
se hubiera tejido una auténtica tela de araña en la que había quedado atrapado. Se
puso de pie y se alisó la falda.
—Le agradezco su amabilidad, abogado. Me ha sido realmente útil hablar con
usted.
—El placer ha sido mío. Hace mucho tiempo que esta historia me pesa sobre la
conciencia. Quizá Farrel era culpable, y tal vez fue él realmente el que mató a la
pobre chica, pero no tuvo un juicio justo, y eso resulta insoportable para un hombre
de leyes.
—Usted no sólo es un hombre de leyes, abogado Buttler; además es una buena
persona—, dijo Sylvia mientras le daba la mano y lo saludaba con una sonrisa.
Esa misma noche estaba sentada al lado de la chimenea cuando Bret volvió a casa.
Estaba tan ensimismada pensando en los detalles que había descubierto durante su
conversación con el abogado Buttler durante la mañana que ni siquiera se dio cuenta
de su presencia.
De repente se lo encontró a su espalda... Se sobresaltó y le faltó poco para lanzar
un grito cuando él le rodeó el cuello con las manos y la besó en la mejilla.
—¡Eh!, parece que estamos un poco nerviosos—, exclamó Bret ante su reacción.
—No te había oído llegar...
Él se dirigió hacia la cocina llevando dos enormes bolsas llenas de provisiones. —
Ya me he dado cuenta. Oye, tendrías que ser más prudente. El chalet está aislado, y
esta extraña manía tuya de dejar siempre la puerta abierta...— Movió la cabeza y
sonrió con ironía. —¡Con la de maleantes que andan sueltos por ahí!
Sylvia se unió a su alegría, fue a ver lo que había comprado y cogió en sus manos
una de las latas. —Paté de foie gras... Señor mío, ¡cómo nos cuidamos!
—Bueno, ¿qué quieres?, he estado fuera de la circulación durante demasiado
tiempo, ahora tengo que ponerme al día.
Le sonrió y le revolvió el pelo con un gesto afectuoso. —Oye, ¿qué te parece si
guardas todas estas cosas mientras yo voy a darme una ducha?
—De acuerdo—, contestó Sylvia, y añadió. —¿No has dejado la habitación que
habías alquilado?
—Sí, sí, he ido, y tengo que decir que la dueña se quedó aliviada al saber que me
iba.
—Muy bien, ¿y dónde tienes el equipaje?
—He dejado la bolsa en el porche. Ahora voy a por ella.
—Deja, ya voy yo.
Sylvia se dirigió hacia la puerta de entrada y la abrió de par en par. Una hermosa
luna se reflejaba en las aguas del lago, y ella se sentía feliz. Quizás era una estúpida,
pero no se podía negar que la entrada de Bret en su vida le había restituido una gran
cantidad de energía.
Se dirigió canturreando hacia el centro del porche y, de repente, lo vio... Se quedó
muda al instante y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Hizo un gran esfuerzo para
recuperar la voz. —Bret...—, llamó.
Unos segundos después él apareció en el umbral; había notado en su voz la
preocupación y la ansiedad. —¡Eh!, pequeña, ¿qué te pasa?
Sylvia no tenía bastante fuerza para responder. Se limitó a señalar con la cabeza
un rincón oscuro, entre los peldaños y el pasamanos de madera.
Bret se inclinó.
—Es un ciervo—, dijo. —Le han cortado el cuello...
El cuerpo del pobre animal estaba encogido, en medio de un charco de sangre.
Sylvia suspiró.
—¿Quién puede haber cometido una crueldad así?—, balbuceó. —¿Y por qué?
Bret recogió un papel doblado que había en el suelo, lo desdobló y lo leyó
rápidamente. Después se lo dio.
—Aquí está el porqué. Y con respecto al que lo ha... Bueno, no pueden haber
pasado más de cinco minutos desde que nos ha dejado este regalito, porque yo acabo
de llegar y no he visto nada. Y tampoco pueden haberse escapado demasiado de
prisa porque no han utilizado ningún coche, si no hubiéramos oído el ruido del
motor... ¿No tendrás una linterna en casa?
Por unos segundos Sylvia no contestó. Estaba demasiado concentrada leyendo la
palabras que una mano misteriosa había escrito en la nota:
—¿Quieres terminar como este pobre animal, Sylvia Baxter?
Era una advertencia dirigida a ella...
Movió la cabeza y volvió a la realidad. Vio que Bret volvía a entrar en casa.
—¿Qué vas a hacer?—, le preguntó asustada.
—Quiero ir a buscar al bastardo que ha hecho una cosa así y romperle los dientes.
Si me doy prisa aún puedo atraparlo. No puede llevar mucha ventaja.
—¡No!— Sylvia se le puso delante y le cerró el paso. —No puedes salir ahora.
—¿Por qué?
—Porque es de noche y no sabes con lo que puedes encontrarte.
—Venga Sylvia, ya no soy un niño y sé cuidarme, si no habría salido medio
muerto de una cárcel de alta seguridad. De la cárcel de Albany se puede decir de
todo, pero no que no constituya un gran curso de supervivencia.
Ella estaba completamente agitada. —No te permitiré que vayas, Bret. ¿No lo
entiendes? Eres un detenido en libertad condicional, y bastaría el más mínimo
contratiempo para que volvieran a encerrarte.
—No te preocupes, me andaré con cuidado. Y ahora dame una linterna y no me
hagas perder más tiempo.
Estaba tan enfadado, tan furioso, que durante unos instantes le costó reconocer al
hombre tranquilo y un poco flemático por el que había perdido la cabeza.
—No. No irás. No te permitiré que te metas en líos. ¿No te das cuentas que estarías
haciendo su juego? Sea quien sea el que ha matado a ese pobre ciervo y el que ha
dejado la nota lo que quiere es arruinarte la vida, y ya ha demostrado que está
dispuesto a cualquier cosa...
Bret cerró los ojos y suspiró. Tenía los puños cerrados con tal fuerza que la tensión
se percibía en el aire.
—¡Maldita sea!—, gritó de repente, y le dio un tremendo puñetazo al marco de la
puerta con todas sus fuerzas.
Sylvia lo condujo dentro de casa y cerró la puerta. Se le acercó y le acarició un
brazo con la mano. —Bret, cálmate. A fin de cuentas no ha pasado nada grave.
—¿No? Bueno, yo no pienso lo mismo. Ha sido una estupidez el venir aquí. Ahora
ya te he creado problemas y no te dejarán en paz hasta que no te hagan daño a ti
también. Sí, he sido un loco. Me iré esta misma noche...
—Tú no harás nada de eso, ¿entendido?—, rugió ella con vehemencia. —Yo no me
dejaré asustar por un ciervo con el cuello cortado y nos les daré la satisfacción de
rendirme. Y tú harás lo mismo, aunque la próxima vez encontremos a un elefante
degollado en el porche de casa. ¿Está claro?
Pareció que Bret empezaba a calmarse. La miró a los ojos y le dijo: —¿Por qué
haces todo esto por mí, Sylvia?
Ella se encogió de hombros. —Porque estoy convencida de que tú eres inocente;
porque me gustas y porque haces el amor maravillosamente bien. ¿Te basta?— Pero
en realidad no era eso lo que le hubiera querido decir. Le hubiera gustado decir —
porque te quiero—, pero unas palabras así le parecían tan absurdas que le faltó el
valor.
Capítulo 7
Bret enterró el cuerpo del ciervo, limpió la sangre que había manchado el porche y
por esa noche, él y Sylvia se conformaron con huevos y bacon para cenar porque los
últimos acontecimientos les habían quitado el apetito a ambos.
Más tarde, una vez que Bret se duchó y el ambiente empezó a relajarse, se
sentaron en el sofá del salón, delante de la chimenea, con una taza de café en la
mano.
Ambos estaban silenciosos y miraban el fuego. Estuvieron así durante un buen
rato.
Al fin, Sylvia pensó que había llegado el momento de hablar.
—He estado con tu abogado esta mañana...
A su lado, Bret se puso tenso y la miró sorprendido. —¿Qué es lo que has hecho?
—He ido a hablar con Stephen Buttler.
—¿Y cómo se te ha ocurrido semejante cosa?
—Bueno, verás, he decidido escribir un libro sobre ti—, mintió.
—¡Ah! Y claro, ahora te esperarás que yo me alegre, ¿no? La famosa escritora
decide desempolvar para provecho de las secciones de sucesos un viejo homicidio, ya
olvidado, y el asesino en cuestión se frota las manos pensando en lo que ganará
cuando lo llamen para entrevistarlo en la televisión... ¡Enhorabuena!
—Mira, Bret, no es lo que piensas...
—¿Y tú que sabes qué es lo que pienso? Y además, ¿te importa lo más mínimo?
—¡Claro que me importas tú!
—Perdona, querida, pero tengo alguna duda—, dijo él sarcástico. —Ahora
entiendo por qué te has opuesto tan decididamente a que saliera al bosque a buscar a
los autores de esa porquería: temes que me metan en la cárcel y que te quedes sin tu
fuente de inspiración. Dime, dime, ¿soy una buena fuente de información? ¿O tal vez
soy demasiado reservado para tu gusto? Sí, claro, debe ser eso.
—¡Déjate de victimismos! No tengo intención de utilizarte, si es eso lo que piensas.
—¿No? Y entonces, ¿qué? Y yo que casi me había convencido de que realmente te
gustaba...
—Y así es, en efecto.
—¿Sí? Bueno, pues entonces abandona esa absurda idea de escribir un libro sobre
mí.
—No he dicho que escribiría un libro sobre ti; sólo he dicho que escribiría un libro
sobre el caso McDermott.
—¡Ah!, bueno, eso es otra cosa...
—¡Claro que lo es, estoy segura de que no fuiste tú el que mató a Kate!
—¿Te has desnudado alguna vez para alguien como lo estás haciendo para mí?—,
le preguntó.
¿Lo había hecho alguna vez? No, no de aquella manera, y jamás sintiendo las
sensaciones turbadoras que sentía en esos momentos.
Sylvia no consiguió articular ningún sonido y respondió negando con la cabeza.
Él asintió.
—Sí, sé que eres sincera... Y muy, muy guapa, y también... Es excitante. ¿Sabes,
Sylvia, qué efecto le haces a un hombre?
Sylvia abrió el corchete del sujetador y se quitó la delicada prenda, echándose
hacia atrás su largo y abundante pelo negro.
Bret Farrel sonrió insinuante.
—Sí, sabes perfectamente cuál es el efecto que provocas en un hombre, y te
aprovechas de ello...
No con él, en cualquier caso. Con Bret realmente no lo conseguía. Era siempre él el
que dirigía el juego entre ellos. Bret era capaz de catapultarla a los infiernos con sólo
un par de palabras e inmediatamente después hacerla trepar hasta cotas
inimaginables sólo con una de sus magnéticas miradas.
Sylvia levantó la barbilla, entornó los ojos y acercó una mano a las braguitas de
seda blanca. Ahora tenía prisa.
—¡No!— La voz de Bret, ronca por el deseo, la detuvo. Cuando le miró, él estaba
totalmente desnudo, y resultaba tan fascinante con su virilidad mostrándose
claramente, que dejaba sin respiración. Se puso de pie y se le acercó.
Sylvia no consiguió apartar los ojos de su físico fuerte y elegante, de sus elásticos y
tensos músculos que se dibujaban bajo su piel lisa.
Se le acercó, pero no la tocó. Dio la vuelta a su alrededor y ella pudo notar el calor
de su cuerpo y el magnetismo animal que se desprendía de él.
Después, ligeramente, un dedo de Bret se deslizó a lo largo de su espina dorsal.
Sylvia se estremeció. A su espalda, el hombre se le acercó y se restregó contra ella.
—Bret...— Intentó darse la vuelta, pero una mano de él la detuvo con decisión.
—Espera, Sylvia. Sin prisas...
Eran bellas palabras, pero ella se sentía como un volcán a punto de estallar y
deseaba que él la cogiera, la apretara fuerte y le hiciera el amor con todo el ímpetu
del que era capaz...
Bret le acarició el cuello con los labios, y suspiró despacio en su oído. ¡Era una
auténtica tortura...!
—Dime, Sylvia, ¿te excita a ti tanto como a mí?
No podía saber cómo se sentía él, pero creía que era totalmente imposible una
excitación mayor de la que ella sentía en esos momentos. Se sentía como un manojo
de nervios y estaba segura de que si él no la poseía rápidamente, acabaría dando
cuenta de cuando Sylvia estaba al borde del placer, para detenerse unos instantes
antes y volver a empezar de nuevo...
Ella no sabía ya ni siquiera dónde estaba. Podían ser los dos únicos seres en el
mundo en aquellos momentos, y el propio universo no existiría ni siquiera más allá
de sus dos cuerpos entrelazados y rezumantes de amor.
La voluptuosidad con la que Bret conseguía arrastrarla al placer era la sensación
más exaltante que Sylvia hubiera sentido jamás, y deseaba que no se terminara
nunca, que siguiera amándola eternamente.
Y sin embargo, había una parte de sí, viva y apasionada, que deseaba perderse
inmediatamente en el placer, sin esperar más, sin prolongar más tiempo esa avidez
amorosa.
Una de las manos de Bret se deslizó por su vientre, la sostuvo y la aplastó contra
él, alzándola un segundo después y recorriéndola con una caricia audaz que alcanzó
los senos, el cuello y los labios de ella. Por todas partes estaba Bret, su pasión, y el
amor que Sylvia sentía por él...
¡Amor! La palabra estalló en su cabeza y le hizo perder totalmente el control, junto
al orgasmo que se acercaba impetuoso, y la hacía vibrar, gemir y temblar, cortándole
la respiración y permitiéndole sentir cada centímetro de su cuerpo en una sublime
expansión de la conciencia.
—Te deseo, Bret, quiero tenerte dentro de mí...
Bajo ella, el hombre tembló. Sylvia lo sintió agitarse, rugir, perder el control y no
conseguir detenerse. Y alcanzar el orgasmo mientras ella también se derretía en la
voluptuosidad y balbuceaba el nombre de él extasiada, y llenarla plenamente con su
calor mientras la besaba brutalmente hasta hacerle sangrar los labios...
Bret jadeó, separándose de ella, y se pasó una mano por el corto y rubio pelo.
Tragó saliva y cerró los ojos, echándose sobre la alfombra junto a la chimenea.
Sylvia le miró. Era increíble lo mucho que había cambiado su vida desde que lo
había encontrado. Y no era sólo una cuestión de sexo. No, lo sabía. Era una mujer con
experiencia. Había tenido sus historias, primero en Boston, donde había nacido hacía
veintinueve años, y después en la caótica y frívola Nueva York, donde había vivido
cuatro años antes de trasladarse a Walsall.
No, no es una cuestión de sexo, se repitió, y se acordó de lo que había pensado
antes. La idea, un tanto absurda, de que estaba enamorada de él.
¿Era posible? Realmente no lo sabía. Había vivido fugaces pasiones en su pasado,
y afectos más duraderos, basados en la comprensión recíproca, la estima, y los gustos
comunes. Con su ex—marido, por ejemplo, antes de que él se sintiera tan absorbido
por su profesión y se abriera entre ellos un abismo de incomunicación. Y después,
más recientemente, con Kevin, que pertenecía a su mismo mundo y que, desde un
determinado punto de vista, la podía entender. Pero Bret... Eran tan distintos, y quizá
no tenían nada en común porque, bien mirado, por más que hiciera para lograrlo, no
conseguía comprender a ese hombre.
¿Qué poseía Bret Farrel para que ante sus ojos se convirtiera en una persona
mágica, capaz de hacerle latir fuertemente el corazón con sólo mirarla o tocarla, de
hacerle perder el control cuando hacían el amor? ¿Y, sobre todo, cómo era posible
que la mera idea de que se pudiera ir la turbara tanto? Nunca había sido una mujer
débil, e incluso cuando un hombre al que quería la había desilusionado, nunca se
había puesto trágica.
Reflexionando, llegó a la conclusión de que en realidad, hasta aquel entonces,
nunca le había importado demasiado ningún hombre. Claramente, durante breves
períodos había tenido algunos agradables amores, pero compararlos con la
intensidad de sentimientos que nutría por Bret era como comparar el Océano Pacífico
con un vaso de agua.
Se acordó de cuando era una adolescente romántica e inmadura, siempre
esperando idílicamente a que llegara su gran amor. En aquel entonces su madre le
había dicho que tuviera paciencia, que antes o después llegaría, porque en la vida de
toda mujer hay por lo menos un hombre que le revoluciona el corazón. Y se acordó
de cuando, más tarde, a la luz de la experiencia, de la madurez y de las desilusiones,
se había reído pensando en sus fantasías de juventud.
En un mundo despiadado que iba siempre de prisa, nadie tenía demasiado tiempo
para dedicarse a la búsqueda del gran amor, ni siquiera los poetas...
A no ser que se te eche encima cuando menos te lo esperas, y sin que tú lo hayas
llamado. Entonces sí que empiezan los problemas...
Se acercó a Bret, y extendió una mano. Le acarició suavemente el tórax. Sí, pensó,
evidentemente él no es un sueño.
Capítulo 8
Sylvia llamó al timbre y esperó delante de la puerta de la casa. Unos instantes y la
puerta se abrió. A través del mosquitero, una mujer rubia y con desparpajo la miró
sin mostrar ningún interés.
—¿Qué desea?—, le preguntó.
—¿La señora Rose Tunner?
—Soy yo... ¿Quién es usted?
—Buenos días, me llamo Sylvia Baxter y soy una escritora de novelas policíacas.
Rose Tunner no pareció impresionarse.
—Interesante—, comentó con una expresión que desmentía sus palabras. —Pero
yo no compro nada. Ni novelas, ni nada...
—Oh, no, no he venido a venderle nada.— Sylvia dio un paso hacia adelante. —Si
usted fuera tan amable de concederme unos minutos de su tiempo, podría explicarle
por qué me he atrevido a venir a molestarla.
Quizá fue la gran amabilidad que utilizó para dirigirse a la mujer, o quizá
simplemente el hecho de que la otra era curiosa. El caso es que Rose Tunner se
decidió a abrirle la puerta y la miró.
—¿Está realmente segura de que no quiere venderme nada?
—Se lo juro. Quisiera solamente hablar con usted unos minutos. Verá, estoy
escribiendo un libro y creo que usted puede proporcionarme alguna información que
podría resultarme útil.
—¿Yo? ¿Información para una novela?
Sylvia asintió.
—¡Bah!— Rose se separó de la puerta y le hizo un gesto de que entrara. La
acompañó a través de un recibidor decorado con gusto hasta un saloncito de aspecto
elegante.
—Siéntese, por favor. ¿Le apetece una taza de café?
—No se moleste, gracias
—No es molestia. Ya está hecho. Estaba a punto de tomarlo.
—Bueno, muchas gracias, entonces. Es usted muy amable— Sylvia aceptó el café y
se sentó en el sofá.
—Entonces—, dijo Rose. —¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Se acuerda del caso McDermott? ¿La joven mujer que vivía aquí enfrente y a la
que asesinaron...?
Rose Tunner la detuvo con un gesto perentorio de la mano.
—Mire, me he equivocado dejándola entrar. No tengo ninguna intención de hablar
con usted sobre esa vieja historia, así que tómese su café y, por favor, váyase
inmediatamente de aquí.
Sylvia no se esperaba una reacción así, tan decidida y seca. —Señora Tunner, por
favor, es realmente importante.
—Le he dicho que se vaya, señorita—, dijo la mujer poniéndose de pie.
Sylvia la imitó. —Como quiera... Significa que cuando tenga que escribir el
capítulo en el que usted aparece tendré que basarme solamente en la información
que me proporcionen otras fuentes.
—Total, lo más probable es que ni siquiera se lo publiquen. Los Estados Unidos
están llenos de aspirantes a escritores fracasados.
—Pero yo no soy una aspirante. Ya he escrito varios best—seller. No sé si ha oído
hablar de —Sombras en la noche—, replicó Sylvia citando su novela más famosa.
Rose Tunner se detuvo.
—¿Lo ha escrito usted?—, le preguntó con cierta reticencia.
Sylvia asintió y sonrió.
—Ya ve, tengo buenas posibilidades de que el libro se publique. Mi editor es
Davis, de Nueva York, y ya he firmado con él un contrato para escribir este libro.
La mujer bajó la mirada.
—Mire, yo no quiero que mi nombre salga a relucir otra vez en relación con
aquella fea historia. Kate murió hace ya muchos años, y Bret se pudre en la cárcel;
¿para qué volver a abrir viejas heridas si no sirve para nada?
—Farrel ya no está en la cárcel—, dijo Sylvia.
—¿Ah, no?— Rose se sobresaltó y se puso roja. Era una mujer guapa, de unos
cuarenta años, con una buena mata de pelo rubio y unos ojos de un intenso azul
celeste. Quizá tenía un par de kilos de más pero, en conjunto seguía siendo una
mujer atractiva.
—No, está en libertad condicional.
—¿Y sabe que está a punto de escribir un libro sobre él?
—Sí, está al corriente.
—¿Y está de acuerdo?—, preguntó la otra abriendo los ojos de par en par por la
sorpresa.
—Naturalmente—, mintió Sylvia.
Rose Tunner le hizo un gesto para que se sentara de nuevo y la imitó encendiendo
un cigarrillo con manos temblorosas. —Si acepto contestar a sus preguntas, ¿me
citará en el libro?
—Bueno, usted fue la única testigo de la defensa. Es imposible no nombrarla.
—Me refería a si mencionará que ha hablado conmigo...
—¿Usted quiere que lo diga?
—¿Era un profesional?
—Sí, y más bien bueno.
—Oh, entonces quizá lo conozca. ¿Cómo se llama?
Sylvia dudó durante unos instantes, pero luego decidió que la posible opinión
negativa de aquel viejo no le preocupaba.
—Bret Farrel...
El hombre dio un respingo.
—¿Farrel? Pero ¿no estaba en la cárcel?
—Ha salido. Está en libertad condicional—, respondió Sylvia, ya a la defensiva.
El viejo sonrió. —Me acuerdo de Farrel, era bueno, muy bueno. Antes de que
sucediera aquello tenía ante sí una brillante carrera. Tocaba el saxofón contralto, y la
gente venía incluso de fuera de la ciudad para oírlo...— Movió la cabeza. —Me alegro
de que esté libre, nunca he creído que hubiera sido él el que había matado a la chica.
—¿Lo conocía? ¿Conocía a Bret?
—Bueno, le he oído tocar un montón de veces... Espere un momento.—
Desapareció en el almacén y volvió a aparecer a los pocos minutos. Tenía en las
manos una funda negra de piel toda llena de polvo. La posó en el mostrador, le quitó
el polvo con un trapo y abrió las dos cerraduras que la cerraban. —¡Aquí está!—, dijo
indicando el instrumento casi nuevo. —Lo he conservado durante todos estos años.
—¿Lo ha conservado? ¿Qué quiere decir?
—Le compré este saxofón al propietario del bar en el que tocaba Farrel. Él se lo
había cedido porque necesitaba dinero para el juicio.
—¿Quiere decir que éste es el instrumento de Bret?
—Exactamente. Es el suyo.
—¡Es increíble! ¿Y por qué lo ha conservado durante todo este tiempo? ¿Por qué
no lo ha vendido?
—Soy un sentimental. Los instrumentos que pertenecen a los auténticos músicos
nunca los vendo a los aprendices. Una cuestión de principios...
Bueno, pensó Sylvia, éste es realmente un golpe de suerte. Le compró el saxofón al
viejo y salió de la tienda imaginándose la cara que pondría Bret cuando se encontrara
entre las manos su querido instrumento.
Llegó a casa con la idea de arreglarla un poco y de concentrarse después en el caso
McDermott, y se quedó de piedra cuando delante de la casa vio el coche de Kevin.
—¡Hola, Kevin!, ¿qué te trae por aquí?—, dijo ella, pasando a su lado sin pararse y
dirigiéndose a la puerta. Acababa de meter la llave en la cerradura cuando él la
alcanzó.
—No quieres entenderlo, ¿verdad, Sylvia?
—¿Entender qué?—, replicó ella entrando en casa con Kevin pisándole los talones.
—Entender que tienes que dejar de verte con un asesino. Te estás metiendo en
problemas.
Sylvia apoyó la maleta con el saxofón en una esquina y se volvió hecha una furia.
—¿Se puede saber qué te importa? ¿Qué quieres? ¿Quién te autoriza a entrometerte
en mi vida privada? ¿Acaso he ido yo a cotillear sobre lo que hacías o dejabas de
hacer cuando te liaste con esa pazguata de Paula sólo porque era la hija de un
hombre importante que te podía resultar muy útil para tu carrera?
—No es lo mismo, y si no lo entiendes es que eres más tonta de lo que imaginaba.
—Es posible, pero eso es otra cosa que no tiene nada que ver contigo. Y ahora, si
no tienes nada más que decirme, puedes irte. Tengo un montón de cosas que hacer y
no puedo perder el tiempo charlando.
—Venga, Sylvia, sé razonable... Él es un asesino sin escrúpulos; un delincuente
que se merecía que lo hubieran ahorcado por lo que hizo. Kate era una chica especial,
y si tú la hubieras conocido ahora despreciarías a Farrel al menos tanto como lo
desprecio yo.
—Pues mira, no la he conocido, y además estoy convencida de que no fue Farrel el
que la mató, ¿vale?
—¿Estás de broma? Había un montón de pruebas en su contra. Pruebas
aplastantes.
—Sólo indicios, querido, y quizá la feroz voluntad de alguien que quería
arruinarle la vida.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—Estoy hablando de William McDermott, el papaíto de Kate, por ejemplo.
—Deja a McDermott fuera de tus elucubraciones, créeme, es mejor para ti.
—Y tú no te metas en mis asuntos.
De repente, y sin que ella pudiera haberlo previsto, Kevin la cogió entre sus
brazos.
—Sylvia, ¿pero es que no te das cuenta de que estoy preocupado por ti? Sabes que
te quiero, y que mis sentimientos hacia ti no han cambiado. Estoy con Paula porque
sé que tú ya no me quieres, pero bastaría un gesto tuyo...
—Déjame en paz, Kevin, te estás comportando de una manera absurda, y además
estás diciendo un montón de mentiras. Entre tú y yo no ha existido amor, lo sabes
perfectamente. ¡Si cuando te dejé fue un alivio para los dos!
—¡No! ¡Yo todavía te quiero, Sylvia!
—Estás loco. ¡He dicho que me dejes!
Pero Kevin, al contrario de lo que Sylvia le decía, la apretó con más fuerza. Se
produjo casi una especie de lucha, con Kevin que intentaba besarla y ella que
intentaba soltarse como fuera.
—¡Déjame, Kevin!
—No, no lo haré... ¡Yo sé lo que necesita una mujer como tú!—, silbó el hombre.
Ella cerró los ojos, desesperada. Kevin era fuerte, y parecía animado por las peores
intenciones. Y sobre todo, parecía totalmente fuera de sí. Sylvia intentó darle una
patada en la espinilla pero no lo consiguió.
Kevin la apretaba con tanta fuerza que le hacía daño... Nunca le había visto de
aquella manera, y ni siquiera podía reconocerlo. ¿Kevin capaz de llegar a la violencia
carnal? Si la situación no fuera desesperada, sería como para echarse a reír...
Sylvia ya se veía perdida cuando, de repente, sintió que Kevin se apartaba.
Necesitó unos segundos para darse cuenta de lo que estaba sucediendo y cuando se
dio cuenta, un pequeño grito se le escapó de entre los labios.
Bret Farrel había arrinconado a Kevin contra una esquina, y le estaba dando tal
cantidad de puñetazos y con tal violencia que el aire vibraba a su alrededor.
—¡Dios mío! ¡No, Bret, párate! ¡Quieto, por favor, vas a matarlo!—, gritó ella con
todas sus fuerzas.
Pero Bret no la oía. Quizá ni siquiera se daba cuenta de su presencia. Seguía
pegando a Kevin con furia, y parecía como si hubiera perdido la razón.
Kevin se cayó contra la pared y resbaló hasta caer al suelo. Bret lo aferró por la
pechera de la camisa y lo levantó como si fuera un muñeco. Estaba por descargar
sobre él el enésimo puñetazo, cuando ella se colgó de su brazo y le gritó de nuevo
que se parara.
El hombre vaciló. Soltó a Kevin, que cayó al suelo como si fuera un saco de
patatas, y se volvió hacia ella con los ojos inyectados de sangre y una expresión de
locura reflejada en su bonito rostro. Se había transformado y era irreconocible.
Ochenta y cinco kilos de furia incontenible repartida en un metro noventa de altura...
¡Cómo para meterle miedo al más pintado!
Incluso Sylvia se puso a temblar y retrocedió un paso, extendiendo las manos en
un gesto suplicante.
—Bret, por favor, cálmate—, murmuró.
Él respiro profundamente, y por fin pareció volver en sí. Ella se lanzó a sus brazos
y él la apretó con fuerza.
—Dios...—, dijo. —Si no me hubieras detenido, le habría matado, de verdad...
—Ahora cálmate, por favor.
Bret suspiró y se pasó una mano por el pelo. —Perdóname Sylvia, no quería
asustarte. Es que cuando te vi y me di cuenta de lo que intentaba hacerte, la rabia me
cegó. Si hubiera tenido un cuchillo en la mano, lo habría matado sin piedad...
Ella se echó a temblar, pero intentó que no se le notara la reacción que le habían
causado sus palabras.
—Ahora hay que ponerlo en pie... ¿Me ayudas?
Bret la soltó.
—De acuerdo, pero esta locura me costará cara. Si tu amigo me denuncia por
agresión, me devuelven en seguida a prisión.
—No lo hará. No te denunciará.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque conozco tantos detalles de su trabajo como gestor, cosas no precisamente
edificantes, que lo convenceré fácilmente para que no lo haga.
—Sylvia, ¡a eso se le llama chantaje!—, exclamó Bret.
—Lo sé perfectamente...—, contestó ella, y no tuvo ni el más mínimo
remordimiento por lo que pensaba hacer. Para defender mi amor, decidió, estoy
dispuesta a todo. A todo...
Capítulo 9
Sylvia acompañó a Kevin hasta su coche. El hombre, a pesar de haber recobrado el
conocimiento desde hacía por lo menos media hora, se veía todavía aturdido y
reducido a un estado lamentable.
—Me siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora—, murmuró
apoyándose en ella.
—Te lo has buscado, Kevin. Que te sirva de lección para la próxima vez. Óyeme
bien: aléjate de nosotros y métete en tus asuntos. Y, otra cosa... No digas ni una
palabra de lo que ha pasado a nadie, o te juro que destruyo tu brillante carrera, y
tendrás que vender castañas por las esquinas para poder vivir.
—¡Óiganla ustedes! La escuela del incomparable Bret Farrel ya está dando sus
frutos, por lo que veo. ¿Te das cuenta de los problemas que te estás buscando? Y esa
absurda manía de ir por ahí haciendo preguntas, además...
Ella se sorprendió.
—¿Y tú que sabes?
—¿Qué sé de qué?
—¿De que voy por ahí haciendo preguntas?
—No sé de qué me estás hablando.
—¡Ah, no! Ahora mismo me vas a decir...
—¡Sylvia! ¿Tengo que ir yo y meterlo a la fuerza en su maldito coche?
Bret había salido al porche del chalecito y parecía de nuevo encolerizado.
—Está a punto de irse, querido—, respondió ella inmediatamente.
Y Kevin, a pesar de tener los labios hinchados y los ojos morados, rió
sarcásticamente en voz baja.
—Te tiene dominada, ¿verdad?
—Vete al infierno—, le apostrofó ella, empujándolo dentro del coche y
retrocediendo. —Y recuerda que hay algunas respuestas que tendrás que darme.—
Le dio la espalda y volvió a la casa.
Dentro, Bret se había sentado delante de la chimenea, con los brazos cruzados y el
ceño fruncido. Ella se le acercó y le acarició los hombros. —Venga, relájate, ya ha
pasado todo.
—No es verdad, y lo sabes. Sigo pensando que mi presencia te está causando un
montón de problemas, y que lo que tendría que hacer sería irme. Pero, en el fondo,
soy un cobarde, sigo diciéndolo pero no lo hago. Es más, espero que tú me detengas.
No quiero perderte, Sylvia, pero tampoco quiero destrozarte la vida.
—Bueno, no me interesan demasiado tus conflictos interiores—, bromeó ella. —Lo
importante es que te quedes aquí. Y ahora... ¡Sorpresa!— Cogió la funda negra que
había dejado en un rincón y se la puso encima de las piernas.
Durante algunos minutos Bret se quedó mirando fijamente el bulto y después, con
gran cautela, abrió las dos cerraduras y levantó la tapa. —Sylvia...—, murmuró, y
levantó sus dorados ojos hacia ella.
Parecía increíble, pero tenía los ojos húmedos, como si estuviera a punto de
llorar...
Lanzó un profundo suspiro y movió la cabeza, casi como si no pudiera creer en lo
que estaba viendo. —¿Cómo has hecho...? ¿Dónde...?
—Lo tenía un tipo en una tienda de Dermon Avenue, un poco más allá de
Stanford Street. Un golpe de suerte, en realidad. Quería regalarte un saxofón, y
cuando entré para comprarlo me enteré de que existen distintos tipos. Así que,
hablando de saxofones, el tipo me dijo que te conocía, desapareció durante algunos
minutos en el almacén y cuando volvió a aparecer trajo esto. ¿Qué te parece?
Bret sacó el instrumento de la funda, puso el estrangul y la boquilla, enganchó el
cordoncito negro en los ganchos respectivos y se lo puso alrededor del cuello.
Después la miró. Sylvia asintió y él se llevó el instrumento a los labios. Un instante,
algunas notas de prueba, y quizá el temor de no ser ya capaz de volver a encontrar
una vieja magia... Y al final, por la habitación en la que sólo rompía el silencio la leña
que crepitaba en la chimenea, se difundieron las lánguidas notas de Summertime, del
gran George Gershwin, y a continuación Loverman de Rameriz y al final, para cerrar
el repertorio, Au Privave del inolvidable Charley Parker. Sylvia se sentó en un
mullido cojín de plumas, y se quedó mirando y escuchando a un auténtico músico
que descubría de nuevo su propio arte.
En las manos de Bret el saxofón recobraba vida, creaba ambientes tenues, cantaba
los sentimientos de los hombres, describía la alegría, el dolor, los remordimientos y la
esperanza.
Devolverle su instrumento era lo mejor que se podía hacer por él. Sylvia lo
comprendió mirando cómo tocaba Bret, con todo su ser, mientras una lágrima, una
única y gran lágrima, le rodaba por la mejilla dejando a su paso un reguero brillante.
Sí, ella amaba a ese hombre, y ya no tenía dudas. Bret le había robado el corazón,
un corazón que, antes de conocerlo, ni siquiera sabía que tenía.
Se acercó a él y tan pronto dejó de tocar lo abrazó fuertemente. Él temblaba un
poco, como si lo hubieran sometido a un gran esfuerzo.
—No sabía que sería así...
—Eres magnífico—, dijo Sylvia.
Bret sonrió, y negó con la cabeza.
—Tengo que empezar a ejercitarme y después, quizá... Dentro de cinco años,
cuando cumpla del todo con mi condena y vuelva a ser un hombre libre, podré dejar
esta maldita ciudad e irme a Nueva York, y empezar a tocar otra vez para el público.
Tú no sabes lo que significa exhibirse delante de una platea que entiende tu música y
la aprecia en sus más pequeños detalles. Es una sensación exaltante. Antes... antes de
la muerte de Kate me habían ofrecido un contrato para dar un recital en Broadway.
Una hora y media en un gran teatro sólo para mí. ¡Bah!, se ve que el destino decidió
—Su padre la echó de casa, y ella no sabía adonde ir. Me convenció de que tenía
que asumir mis responsabilidades, y de que tenía obligaciones con ella, y al final la
acogí en mi casa.
—¡Pero si McDermott siempre ha afirmado que fuiste tú el que convenció a su hija
para que se escapara de casa!
—Bueno, mentía... No fue así como sucedieron las cosas, pero supongo que para
un padre admitir que ha sido en parte responsable de la destrucción de su única hija
tiene que ser muy doloroso.
—Casi parece que lo justificas.
—No, no lo justifico, pero puedo entenderlo.
—¿Y la historia del niño?
—¿Qué quieres saber?
—Lo que pasó...
—¡Eres tremenda, Sylvia! ¿Qué quieres que pasara? Kate se quedó embarazada,
eso es todo. Creía que había tenido cuidado porque en aquellos momentos no quería
implicarme demasiado pero, evidentemente, había hecho mal mis cálculos.
—¿Le dijiste que abortara?
—No, pero tampoco di saltos de alegría. Más bien lo contrario. Las cosas entre ella
y yo no iban bien. Por mi culpa, sin duda, pero yo no podía hacer nada. Yo no estaba
enamorado de ella, y ella lo sabía desde el primer momento. Un día le hice notar que
sería mejor que volviese a su casa, y que seguramente su padre la acogería si ella se
presentaba ante él un poquito sumisa. Pero Kate no tenía ninguna intención... Luego,
tres meses después, vino y me dijo que estaba embarazada y también que, llegados a
ese punto, lo justo era que me casara con ella.
—¿Y tú?
Bret suspiró.
—Me quedé de piedra.
—¿Qué quieres decir?
—Que me quedé sin aliento. No podía creerlo... ¡No quería creerlo! Le dije que me
diera tiempo para pensar antes de tomar una decisión.
—Supongo que Kate se lo tomó a mal.
—En cierto modo se esperaba mi reacción, y no se enfadó demasiado. Estaba
convencida de que lo conseguiría.
—¿Y después?
—Después la mataron...
—La noche del asesinato, ¿dónde estabas tú?
—Salí de casa hacia los ocho de la tarde y fui a tocar al bar en el que me habían
contratado. Estaba pasando un mal momento por la historia de Kate y del niño, así
que ahogué las tensiones en whisky. Cuando salí del club apenas conseguía tenerme
en pie. Recuerdo que llovía a cántaros... Subí al coche y me dirigí a casa. Cuando
llegué todo estaba oscuro, pero me di cuenta de que algo pasaba porque la puerta de
entrada estaba abierta.
—¿Qué hiciste?
—La llamé. Pero ella, como es obvio, no contestó... Entré en el recibidor, y casi
entré directamente al dormitorio. Si lo hubiera hecho ni siquiera me hubiera dado
cuenta de lo que había pasado. Probablemente, al no verla, habría pensado que se
había ido y habría lanzado un suspiro de alivio. Pero estaba totalmente mojado y
tenía frío. Decidí que otro trago no me vendría mal. Entré en el salón y encendí una
lamparita pequeña. Entonces la vi...
La voz de Bret se quebró en una especie de prolongado sollozo.
Sylvia le dejó algunos minutos para que se recuperara y después le preguntó: —¿Y
por qué no llamaste inmediatamente a la policía?
Él se pasó la mano por el pelo. —Sylvia, tú no puedes entenderlo. Nadie puede
entenderlo si no lo ha vivido... Kate estaba allí, en el suelo, entre el sofá y una mesita
de cristal. Tenía los ojos abiertos de par en par y miraba fijamente el techo. La boca
estaba entreabierta, como si un instante antes de morir hubiera intentado gritar... Y
era tan pequeña, tan joven... Y había toda aquella sangre en su ropa, y a su alrededor,
y el mango del cuchillo que le sobresalía del vientre. Yo... ¡Yo no podía dejarla así!
Tenía que quitarle el cuchillo, sacárselo... Sólo recuerdo que me arrodillé a su lado y
le quité el arma de su cuerpo, y el estremecimiento que recorrió mi cuerpo cuando oí
el ruido que hacía... Estuve a punto de volverme loco. Salí corriendo, todavía con el
cuchillo en las manos, y no sabía ni qué hacer ni adonde ir. Quería gritar pero no lo
conseguía. Abría la boca, pero de mi boca no salía ningún sonido... Cuando salí de
casa un relámpago iluminó el cuchillo que todavía tenía en la mano. En ese momento
lo dejé caer en el lugar en el que después la policía lo encontró. De lo que pasó
después, casi no me acuerdo. Sé que volví al coche. Arranqué y salí a toda velocidad,
conduciendo como un loco, con las manos manchadas de sangre y los ojos llenos de
lágrimas. No tenía una meta, y todo lo que quería era alejarme de Kate y de todo
aquel horror... Poner la mayor distancia posible entre mi persona y aquella
pesadilla...
—¡Oh, Bret, tiene que haber sido terrible!
Él movió la cabeza. —No, fue peor, mucho peor, e incluso después de catorce años
hablar de ello me hace daño...
—Pero es necesario.
—¿Para quién, Sylvia? ¿Para Kate y para su hijo, que han muerto hace ya tanto
tiempo que hasta sus huesos se habrán reducido a polvo? ¿O para mí que ya me he
pasado catorce años en la cárcel? O quizá para ti... ¿Para ti que has decidido
convertirte en la heroína que salva a su amado de un destino cruel? Escúchame de
una vez por todas, Sylvia, si realmente quieres ayudarme, deja de revolver en esta
historia.
Sylvia asintió sin decir nada. Podía entender a Bret y su falta de confianza en los
hombres, y también su dolor, pero no cejaría en su intento, aunque se daba cuenta de
que tendría que actuar sola, y que Bret no la ayudaría.
—Se está haciendo tarde, y el día ha sido largo—, dijo poniéndose en pie. —
¿Vamos a dormir?
Bret la miró. —Sylvia, tienes que prometerme que olvidarás esta manía de intentar
encontrar al asesino de Kate. Podría ser muy peligroso, y yo no quiero tener ningún
otro cargo sobre mi conciencia.
—Así que ése es el problema... Pero parece que no quieres entenderlo, querido, ¡no
tienes a nadie sobre tu conciencia! ¡No tienes nada que reprocharte!
—Eso lo dices tú. Si yo no hubiera aceptado que Kate viniera a vivir conmigo,
antes o después habría vuelto a casa de su padre, y a estas alturas sería una rica
señora de la alta sociedad que vive tranquila, con un marido rico y un puñado de
mocosos impertinentes.
—¡Deja de condenarte por lo que no has hecho! En esta historia tú eres tan víctima
como ella.
—Probablemente, pero yo estoy aquí, vivito y coleando, mientras que Kate y su
hijo están muertos, y murieron de una manera horrible.
—¿Acaso sería mejor que tú también estuvieras muerto?
—Quizá sí... Lo pensé incluso después de la condena. Me refiero al suicidio... Pero
ya te lo he dicho, soy un cobarde y me aferró a la vida con uñas y dientes. La gente
como yo no muere fácilmente.
—Bret, tienes que dejar de torturarte con todos estos sentimientos de culpabilidad.
—No son tan tremendos. Y catorce años de cárcel tampoco, en comparación con lo
que le sucedió a Kate. ¡Si al menos la hubiera amado! Si hubiera estado con ella
aquella noche... O si al menos hubiera vuelto a casa después del trabajo... Pero no.
¡Me sentía tan infeliz y tan desgraciado! Maldita sea, pensaba, precisamente ahora
que mi carrera está empezando y tengo el mundo en mis manos, me encuentro con
una familia de la que preocuparme... Era una idea que no podía soportar. Quizá, en
mi inconsciente, esperaba que Kate muriera, y que se quitara de en medio de una vez
por todas. Bueno, el cielo me oyó, y por eso el castigo que me corresponda no será
nunca lo suficientemente terrible.
¿Qué podía decirle? ¿Cómo hacerle entender que era estúpido y cruel que se
sintiera culpable por un crimen que otros habían cometido? No era culpa suya que
Kate hubiera muerto, pero probablemente él no lo entendería hasta que pudiera
mirarle a los ojos al culpable. Un motivo más, pensó Sylvia, para descubrir quién era
el verdadero asesino de Kate McDermott.
Capítulo 10
A la mañana siguiente Bret fue a trabajar y Sylvia decidió que era el momento de
pensar en cómo afrontar un encuentro con William McDermott, el poderoso padre de
Kate que tanto había contribuido para mandar a Bret a la cárcel.
No era fácil, se dijo; aquel hombre debía de ser listo como un zorro, y también
despiadado. Seguramente conocía su historia con Farrel ya que, a lo que parecía, era
ya del dominio público, y no querría verla si ella le pedía una cita. Estaba
retorciéndose el cerebro cuando alguien llamó a la puerta.
Sylvia abrió, y retrocedió por la sorpresa al encontrarse delante a Rose Tunner. La
mujer sonrió tímidamente. —¿Puedo...?—, le preguntó.
Sylvia le hizo un gesto indicándole que entrara y la acompañó al salón. —Siéntese,
por favor. ¿Cómo ha conseguido mi dirección?
Rose se sentó educadamente en el borde del sofá.
Se veía a la legua que estaba nerviosa, y quizá también asustada. —No ha sido
difícil ya que me acordaba de su nombre. Y ahora, supongo que se preguntará por
qué estoy aquí...
—Tiene razón. Me muero de curiosidad, sobre todo después de lo que dijo su
hermano ayer.
—Mike está muy nervioso, pero en realidad es una buena persona... Él sólo quiere
protegerme.
—¿De quién?
—De la maldad de la gente, obviamente. Usted no sabe lo que pasó cuando se
celebró el juicio.
—¿Quiere contármelo mientras nos tomamos un café?
Rose asintió. Estaba realmente elegante, vestida con un traje de chaqueta de seda
gris, un chaquetón de visón por los hombros y una pañoleta de Hermes alrededor del
cuello. La clásica señora elegante y con dinero. Y sin embargo vivía en una casa de la
periferia, y no tenía ni siquiera una criada.
Sylvia volvió de la cocina con una bandeja en las manos en la que traía el café. Le
sirvió una taza y se sentó enfrente de ella, en un sillón, dispuesta a escuchar todo lo
que quisiera decirle.
Rose titubeó todavía un poco. Luego, por fin, posó la taza en la bandeja y la miró.
—Siempre he pensado que Bret era inocente, y me gustaría poder ayudarlo. Pero no
sabría ni por dónde empezar. Si el jurado no creyó mi versión de los hechos entonces,
¿para qué podría servir que testimoniara ahora? Y además, no creo que un libro que
hable de su historia sea lo que Bret necesita. Si yo fuera él, lo único que desearía sería
olvidar y que me olvidaran.
—Pues no es así—, mintió Sylvia.
—Ya...— Rose suspiró. —Pero, volviendo a mi situación, usted no se imagina lo
que tuve que soportar por haber intentado defender a Bret. Mis amigos me retiraron
el saludo, y en todos los periódicos de la ciudad, durante días, apareció mi foto. Se
hicieron conjeturas, y se llegó a decir que yo era la amante de Farrel y que había
declarado sólo para salvarlo.
—¿Y no era verdad?—, preguntó Sylvia.
—¡No! ¿Cómo se le ocurre? Entre Bret y yo sólo había una buena amistad, como la
que puede haber entre vecinos de casa. Fue Mike el que me lo presentó. Se habían
conocido en el parque, al que ambos iban a hacer jogging por la mañana temprano.
—¿Su hermano vivía con usted en aquella época?
—Sí... Mike se había venido a vivir conmigo inmediatamente después de la muerte
de mi marido Eddy, que había muerto no mucho tiempo antes en un accidente de
coche.
Bueno, pensó Sylvia, Bret admite haber tenido una relación con Rose, pero la
mujer lo niega. ¿Quién de los dos mentía? Sylvia no tenía dudas. —Así que, Bret, ¿era
sólo un buen amigo para usted?
—Exacto. Era fácil hablar con Bret. Tenía la rara capacidad de saber escuchar y de
darte después el consejo adecuado. A veces venía a casa a tomar un café y pasábamos
un rato charlando...
—¿También cuando su hermano no estaba en casa?
—Claro. ¿Qué tiene de malo? Nada, pero la gente no lo entendió. Se pusieron
todos de parte de Kate, que a los ojos de todos se convirtió en una mártir. Pero ella
no era una santa, ¿sabe? Yo la conocía bien...
—¿Conocía también a Kate?
—¡Claro! Bret y ella vinieron a cenar a casa un par de veces. Y luego la encontraba
a menudo en la peluquería.
—¿Qué tipo de persona era Kate?
Rose miró a Sylvia a los ojos. —¿Quiere oír la verdad o prefiere la versión
azucarada de la pobre chica descarriada por culpa de un delincuente y asesinada
porque estaba embarazada?
—La verdad, obviamente.
—Kate, que el Señor me perdone porque no se debe hablar mal de los muertos, era
una perdida.
Sylvia suspiró profundamente pero no dijo nada.
—Una auténtica perdida—, repitió Rose, y sus azules ojos relampaguearon. —Una
jovencita de diecinueve años que tenía más conchas que un galápago. Era una de
ésas que se pega al primer par de pantalones que se le acercan. Le echó el ojo a Bret y
lo convenció con mil artimañas a que la admitiera en su casa, pero hubiera hecho lo
mismo con cualquier otro. Piense que incluso a mi hermano lo miraba con ojos
lánguidos aquella descarada.
—¿A su hermano? ¿Y Bret lo sabía?
—Creo, señor McDermott, que tenemos que aclarar inmediatamente una cosa: yo
no soy una jovencita de diecinueve años que se deja seducir por el primer hombre
guapo que se encuentra. Y tampoco el tipo de persona que se asusta fácilmente.
—Ya veo...—, comentó él. —¿Y qué tipo de persona es, entonces? ¿La
superfeminista que quiere cambiar el mundo?
—¡Dios me libre! No, soy sólo una mujer tenaz que está convencida de que Bret
Farrel no tiene nada que ver con la muerte de su hija.
—¡Ah!, usted lo que en realidad es una gran presuntuosa, eso es lo que es. Farrel
tuvo un juicio justo, y un jurado regularmente constituido lo consideró culpable. Y
además las pruebas...
—No eran pruebas; se trataba solamente de indicios en su contra. Es verdad que
eran muchos... Pero en realidad fue usted, testimoniando y relatando una llamada
telefónica de su hija el que proporcionó al jurado el elemento esencial que le faltaba
al fiscal para acusar a Farrel: el móvil.
El hombre se quedó totalmente impasible. Ni siquiera parecía irritado.
—¿Usted no cree que Kate me hiciera esa llamada?
—No. No lo creo.
—¿Qué quiere de mí, señorita Baxter? ¿Que rehabilite a su amante y le ahorre los
cinco años de libertad condicional? Pues verá, permítame que le diga, querida, que se
equivoca totalmente. Me queda sólo un objetivo en la vida, y es el de destruir
totalmente a Bret Farrel. Y lo conseguiré, ¿sabe? Cuando se me mete algo en la
cabeza...
—Sí, lo sé, no se para ante nada. Y eso fue lo que ocurrió. A usted se le metió en la
cabeza que Bret era el culpable, e hizo todo lo posible para verlo en la cárcel. Pero así
lo único que consiguió fue garantizarle la impunidad al verdadero asesino de Kate.—
El hombre se puso en pie de un salto y descargó un fuerte puñetazo sobre el
escritorio. En ese momento estaba fuera de sí.
—¡Es usted una estúpida! Farrel la ha encantado y ahora razona con una parte de
usted que no es el cerebro. Ese delincuente convenció a mi hija para que se fuera con
él e hizo que mi hija se peleara conmigo...— De repente la voz se le quebró y a Sylvia
le pareció viejo, muy viejo. —¡Era tan guapa mi hija Kate! Una joven maravillosa.
Una hija que todos me envidiaban, y Farrel la convenció para que le diera la espalda
a su propia familia, a su mundo. Un tipo que tocaba el saxofón, con un puñado de
dólares en el bolsillo y la cabeza llena de tonterías. Un tipo dispuesto a correr detrás
de cualquier mujer que le pasara por delante, sin ninguna profesión, y que esperaba
organizarse la vida gracias a mi dinero. Destruyó a mi pobre Kate. Y conmigo ella
habría podido tenerlo todo. Todo...
—No puede echarle la culpa a Bret de que usted y su hija no tuvieran una buena
relación. Sigue engañándose a sí mismo, señor McDermott, incluso después de tantos
años.
—¡Vayase! ¡Largúese de aquí...!
—Tenía más o menos la edad de Farrel y en cualquier caso era lo bastante mayor
como para matar a una chica, ¿no te parece?
—¡No fue Mike el que dejó sus huellas digitales en el arma del delito. No fue él el
que se escapó con la ropa llena de sangre, borracho y perturbado!—, insistió Kevin.
—¿Y eso basta para convertir a Bret en un asesino? ¡Qué malditos bastardos sois
todos! ¡Qué hipócritas! Acusasteis a Farrel sólo porque él no formaba parte de
vuestro mundo dorado. Bret era el elemento molesto. El extranjero que se había
entrometido en la tranquila rutina de Walsall. El hombre que le había robado el
corazón a la rica heredera. La chica que todos vosotros deseabais, pero que sólo Bret
consiguió conquistar. ¡Claro! Bret era el culpable perfecto: un músico que tocaba el
saxofón, y cuya vida no le importaba a nadie. Él en la cárcel cumpliendo su justa
condena, y todos vosotros con la conciencia tranquila. Me das asco Kevin, tú y todos
los que son como tú.
—¡Basta ya Sylvia! Tengo más cosas que hacer que estar aquí oyendo tus tonterías.
Yo sólo me limité a aceptar la decisión del jurado.
—Ya, ¿y cómo había llegado el jurado a tal conclusión? ¿Quién le había hecho
creer que sólo Bret podía ser el asesino de Kate?
—¡Las pruebas!
—No te lo repetiré otra vez: no había ninguna prueba, sólo indicios. Y ahora dime:
¿por qué tu amigo Mike ha comprado la casa de Farrel? ¿Qué le pasa, que como a
todos los asesinos le gusta volver al lugar del delito?
—¿Quién te ha contado tal mentira?
—Nadie. He ido al catastro y me he informado. Allí está todo registrado: contrato
de compra—venta con pólizas y por triplicado. ¿Te basta?
—¡Mike no puede ser el asesino de Kate: la amaba!
—Exacto, precisamente a eso me refiero. Mike estaba enamorado de Kate, pero
Kate estaba enamorada de Bret, y Bret se iba a la cama con la hermanita de Mike. No
se trata del clásico triángulo, porque uno de los lados está constituido por la
simpática Rose, la perfecta ama de casa que toma el té con las amigas... Rose, que
tiene un montón de dinero, pero vive en los suburbios en una casa sin criados. ¡Qué
ángel! Ella sola tiene que ocuparse de la casa, pero puede permitirse el lujo de recibir
a sus amantes sin que nadie lo sepa. Muy edificante. Y dime, ¿también el viejo
William forma parte de este cuadro familiar? En la época del delito tenía una historia
con Rose, ¿verdad? Y se puso como una furia cuando descubrió que Bret Farrel
además de acostarse con su hija, se lo montaba también con su amante, ¿o me
equivoco?
—¡Basta! Estás escupiendo veneno.
—Estoy escupiendo, es verdad, pero sobre vuestras conciencias sucias e hipócritas.
Sobre vuestra manera de entender la vida, que se basa en las apariencias y debajo no
hay ningún sentimiento.
—Vete, Sylvia, vete antes de que te eche.
—Claro que me voy; necesito respirar aire limpio.— Y esta vez, salió dando un
portazo.
Capítulo 11
Ahora, pensó Sylvia mientras volvía a casa, tengo que encontrar la manera de
demostrar la culpabilidad de Mike Tunner. Ya no tenía dudas: aquel hombre era el
asesino de Kate. Locamente enamorado de la chica mientras ella, que quizá se había
divertido dándole esperanzas, estaba prendada de Bret. Y que tragedia tenía que
haber sido para Mike saber que el corazón de su amada le pertenecía a un hombre
indigno. Un tipo que se llevaba a su hermana a la cama...
Pero todavía había algo que no cuadraba en la reconstrucción que Sylvia había
hecho: si realmente Mike era el culpable, ¿por qué precisamente su hermana había
sido el único testigo a favor de Bret? ¿Quizá Rose no sabía quién era el verdadero
asesino? Imposible... Si lo había visto entrar en casa de Kate, no podía no reconocer a
su propio hermano... Pero Rose afirmaba que no había conseguido distinguir bien al
misterioso visitante nocturno de Kate.
Sí, claro, pero una silueta familiar... Mike era su hermano, no un vecino o un
desconocido encontrado por casualidad en un gimnasio...
¿Entonces? ¿Había que suponer que Rose, a pesar de todo, había intentado
defender a Bret? Bueno, era posible...
Sylvia reflexionó. Rose sabe que su hermano ha matado a Kate porque lo ve volver
a casa trastornado y cubierto de sangre pero, evidentemente, no quiere que vaya a la
cárcel. Además, desde un cierto punto de vista, eliminando a Kate él le ha hecho un
favor, y ya no hay obstáculos para conquistar el corazón de Bret... Ya, pero el plan se
lo estropea. McDermott y la policía que se ensañan con Bret acusándolo de
homicidio. Él corre el riesgo de pasarse en la cárcel un montón de años y ella no
quiere perder a su joven amante. Entonces se inventa a un hombre misterioso, afirma
que lo ha visto entrar en la casa de Kate la noche del delito, pero al tratarse de una
mentira no puede dar detalles que resulten convincentes. Y así, su desmañado
intento acaba en nada, es más, se vuelve en su contra y destruye su reputación. Una
reputación que, a pesar de su actitud libertina, a Rose le importa mucho...
Sylvia suspiró. Sí, sin duda las cosas habían ocurrido así. Y cuando condenaron a
Bret, Rose tuvo que buscar el lado positivo. Seguramente le costó mucho perder a su
joven amante, pero probablemente menos que ver a su hermano terminar en la cárcel
acusado de homicidio. Y ahora, catorce años después, llega ella con sus manías de
remover las cosas y rehabilitar el nombre de Farrel. Ahora sí que podía entender que
a Mike Tunner le hubiera dado una especie de crisis histérica cuando la había
sorprendido hablando con su hermana. Tenía que estar aterrorizado ya desde el
momento en que Bret salió de la cárcel... ¿Y William McDermott? ¿Era posible que
fuera tan tonto como para no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo delante de sus
narices? Y sin embargo, no parecía un estúpido en absoluto... ¿No sabía que Mike
estaba enamorado de su hija? ¿Rose no se lo había dicho nunca?
Bueno, esos eran detalles. Un padre cegado por el dolor y por la rabia puede
cometer errores... Sylvia se preguntó si la policía había comprobado la coartada de
Mike la noche del delito y se felicitó por no haber devuelto todavía el expediente del
caso McDermott. Tan pronto como llegara a casa se sumergiría en la lectura de todos
aquellos papeles, y esta vez no se detendría hasta que no los hubiera leído todos. Lo
que necesito, se dijo, es una base sólida para pedir que se vuelva a abrir el caso.
Luego, estaba segura, el resto caería por su propio peso... Con la tensión nerviosa que
tenía, Mike Tunner no resistiría demasiado.
Se sorprendió cuando al aparcar el coche delante de casa vio que en el chalet
estaba la luz encendida. Miró el reloj y se asustó cuando vio que eran ya las ocho de
la tarde. Dios, el tiempo había volado...
Entró en casa y se encontró con Bret que la miraba fijamente, y en sus ojos se
reflejaba la tensión. —Estaba preocupado—, dijo él. —¿Qué te ha pasado?—
Sylvia le echó los brazos al cuello y le besó en la boca; Bret la besó también y se
echó a reír. —¿Qué he hecho para merecerme todo esto?
—Nada, es que soy una persona afectuosa—, bromeó ella quitándose los zapatos
de tacón y echando a correr para sentarse en el sillón.
Él le guiñó un ojo. —¿Por qué no vienes a la cocina? He preparado la cena...
Para comérselo a besos. ¿Dónde había estado escondido todo ese tiempo? Después
se acordó: en la cárcel, allí había estado, y además injustamente. Bueno, no era ése el
momento para dejarse atrapar por la tristeza. Pronto todo se habría resuelto de la
mejor manera posible. —¿Me da tiempo a darme una ducha?—, preguntó.
—Sólo si te das prisa.
—Vale.— Se levantó del sofá con renovado vigor, feliz ante la velada maravillosa
que tenía por delante. Tardó pocos minutos en ducharse; luego se cepilló el pelo, y se
maquilló atentamente. Por último se puso un audaz camisón de encaje negro y una
bata a juego que había comprado algunos meses antes en Nueva York, sin saber muy
bien para qué lo compraba, aunque ahora se revelaban como algo esencial. Apareció
en la puerta de la cocina y se maravilló al ver la mesa perfectamente puesta, con dos
velas encendidas y una botella de champán preparada en el cubo de hielo. —¡Oh,
Bret, es fantástico!
—¡Tú tampoco estás nada mal!—, replicó él, acercándosele por la espalda y
rodeándole la cintura con los brazos. Inclinó la cabeza y le acarició el cuello con los
labios. —Es más, pensándolo bien, quizá podríamos comer más tarde. ¿Qué te
parece?
—Me parece que tengo un hambre terrible, y que tienes que ganar mucho
trabajando como mozo de carga... Ostras y champán, Bret. Me estás acostumbrando
mal.
—En realidad se trata de una ocasión especial.
Ella se giró sobre sí misma y lo miró a los ojos. —¿Qué ha pasado?
—Hay una novedad que espero que te guste...
—Dime, dime. Soy toda oídos.
Bret sonrió. —¿Quieres saberla ahora mismo?
Sylvia, ni que decir tiene, se dirigió allí a toda velocidad. McDermott la esperaba
en su imponente despacho, sentado detrás de su escritorio, y desde la primera vez
que se habían visto parecía haber envejecido diez años. No se levantó cuando la vio,
ni le sonrió.
Le hizo un gesto para que se acercara y se sentara. —Se preguntará el porqué de
este encuentro—, le dijo.
Sylvia se limitó a asentir, dejando que el hombre hablara libremente.
McDermott suspiró. —No me gusta tener que admitirlo, ¿sabe?...
—¿Qué?
—Que usted podría tener razón.
Sylvia casi no podía creer lo que estaba oyendo. —Kate nunca le hizo aquella
llamada, ¿verdad?
—No, no la hizo...— McDermott se levantó, se acercó a la ventana y se puso a
mirar por ella, casi como si no pudiera sostener la mirada de Sylvia. —Verá, es muy
difícil explicarlo...
—Inténtelo. Aunque usted pueda no estar de acuerdo, en realidad no somos
enemigos en este asunto. Ambos, aunque sea por motivos diferente, queremos sólo la
verdad.
McDermott asintió, pero siguió dándole la espalda. —El caso es que Kate se me
había ido de las manos. Quizá era un padre demasiado opresivo o, simplemente, mi
hija era una muchacha excesivamente exuberante... La madre de Kate murió cuando
ella era una niña, y yo tuve que adaptarme para hacer el papel de padre y madre.
Con tantas ocupaciones y tanto trabajo como tenía, no resultaba fácil. Quizá tendría
que haberme vuelto a casar, aunque sólo fuera para darle a Kate una nueva mamá,
pero yo en toda mi vida sólo había amado a mi mujer y no conseguí encontrar a
ninguna otra que pudiera comparársele. Así, quizá por egoísmo, decidí hacerlo todo
solo. Pero las cosas no fueron como yo había esperado. Kate creció caprichosa y
voluble. Si quería algo, tenía que conseguirlo como fuera. No era capaz de renunciar
a nada. Y yo, la mayor parte de las veces la contentaba, incapaz de imponerme y de
imponerle ninguna regla.
—No debe ser fácil el oficio de padre—, dijo Sylvia.
—Ya, pero yo era demasiado presuntuoso para admitirlo. Y después, de repente,
fue demasiado tarde... Kate desahogó toda su inquietud con los hombres. Cambiaba
de hombre como otras mujeres cambian de zapatos: un par distinto para cada
vestido... Pero yo hice como si no me diera cuenta. Se le pasará, me decía. Cuando
llegue el momento sentará la cabeza. Era una tontería pensarlo, pero me consolaba.
Antes o después, pensaba, se fijará en un buen muchacho y se casará. Pero,
evidentemente, mi idea de lo que era un buen muchacho era distinta de la que tenía
mi hija. Yo pensaba en un joven que perteneciera a nuestro universo, rico, y de una
familia prestigiosa. Y ella perdió la cabeza por Bret Farrel, un músico con poco
dinero y mucho atractivo. De repente descubrí que estaba celoso. Mientras se trató de
aventuras superficiales, podía aceptarlas, pero un gran amor... ¡No! Todavía no
estaba dispuesto a compartir a mi hija con nadie. Y mucho menos con un artistilla
que aún tenía que hacer carrera. Por primera vez en su vida le puse todos los
obstáculos, utilizando todos los medios posibles. Resultado: acabé echándola de
casa...— La voz se le quebró e hizo una larga pausa. Cuando siguió hablando, su
tono era bajo y balbuceante. —Pensaba que una reacción así la asustaría lo suficiente
como para hacerla reflexionar. Pero me equivocaba. Ella era persistente, y no quiso
someterse. Se fue a vivir con aquel hombre y parecía decidida a quedarse con él para
siempre. Yo, como única solución, hice que a Farrel lo investigara un detective
privado. Lo que descubrió lo hizo todo aún más difícil. Farrel, evidentemente, no
quería a mi hija. Tenía muchas otras mujeres y la traicionaba sin miramientos...
—¿También con Rose Tunner?
McDermott titubeó, y por primera vez desde que había empezado aquella
conversación le lanzó a Sylvia una mirada esquiva.
—Sí, también con Rose... Pero no es lo que está pensando, ¿sabe? Rose era mi
amante, pero yo no estaba celoso de ella. Lo que me turbó fue la afrenta que le hacía
a mi hija, nada más.
—Y después, ¿qué pasó?
McDermott abrió los brazos.
—Supe por Rose que Kate estaba embarazada.
Sylvia suspiró.
—Y a Rose, ¿quién se lo había dicho?
—Su hermano Mike. Era él el padre del niño.
—¿Qué?
—Sí... Farrel estaba harto de mi hija, y Kate pensó en cómo atraparlo. Pero él era
cuidadoso, ya sabe a lo que me refiero, y ella utilizó a Mike. Por eso cuando mataron
a Kate no tuve ninguna duda de quién era el asesino.
—¡Pero eso es absurdo!—, explotó Sylvia. —¿Cómo pudo ocultar todo esto
durante el proceso?
—Usted no lo entiende... Yo le dije a Rose que le hiciera saber a Farrel cómo
estaban las cosas. Esperaba que se enfureciera y dejara a mi hija. Sin poder apoyarse
en él, Kate volvería a casa. Junto a mí... Pero Farrel reaccionó como un loco, y la
mató.
—¿Y para qué iba a matarla? Es usted el que no entiende, William. Bret no estaba
enamorado de Kate, lo ha admitido usted mismo, así que la traición de su hija no
podía trastornarlo. El homicidio de Kate sólo se puede entender desde el punto de
vista de un gran amor traicionado y humillado. Y ése no era el caso de Bret...
—Quizá me equivocaba. Quizá Farrel amaba a Kate o, simplemente, era uno de
esos hombres que, en cualquier caso, no soporta una traición.
—¡Qué tontería!— Sylvia se puso de pie y se acercó a la ventana donde estaba
McDermott. —¿No se da cuenta de que hay otro hombre en está historia alguien que
Sylvia tuvo que sujetarse a un mueble para no caerse al suelo. ¡No! No era
posible... ¿Quién podía haber hecho una cosa así? ¿Y dónde se había equivocado ella
al valorar todos los datos?
¡La policía! Eso es lo que tenía que hacer, llamar a la policía y no cometer el mismo
error que había cometido Bret. Sí, pero y si justamente él... No, no quería ni siquiera
pensarlo. ¿Cómo podía ser capaz de pensar que Bret, su amado Bret, no era el
hombre inocente que siempre había creído? No, llamar a la policía era lo mejor. Pero
¿dónde estaba el maldito teléfono en aquella casa? Miró a su alrededor llena de
miedo y de desesperación. Quizá en el recibidor... Corrió hacia la puerta de la casa,
pasó por delante de un rincón oscuro y entonces, en un instante, algo duro le golpeó
la cabeza. Un segundo de intenso dolor y luego la oscuridad de un pozo sin fondo...
La cabeza le dolía terriblemente. Intentó frotársela pero no lo consiguió. Parpadeó
y jadeó balbuceando pocas palabras: —Bret... Oh, Bret, ayúdame...
—Lo hará. Muy pronto. Te ayudará a ti y también a mí. Y, por fin esta historia
tocará a su fin...
Sylvia se dio cuenta en ese momento de que estaba atada a una silla. Le costó
entender lo que estaba viendo...
Rose Tunner dio un paso y sonrió. —Vaya, Sylvia, tú, igual que Kate, te has creído
más lista que yo. Vaya, pues te has equivocado.
—¡Rose! ¿Cómo es posible?
—¿Todavía no lo has entendido? Eres más tonta de lo que pensaba.— La mujer se
sentó cómodamente en un sillón y jugueteó con la pistola de Sylvia que ahora tenía
en sus manos. —Es una historia como tantas otras, ¿sabes?, ni siquiera demasiado
complicada, y ya habría terminado hace mucho tiempo si tú no hubieras decidido
meter la nariz. Supongo que hasta Farrel se había resignado...
—¡Tú mataste a Kate!
—¡Oh, qué brillante deducción! ¿Todavía no te habías dado cuenta? ¿Creías que
había sido Mike, no estúpida? Mi hermano estaba tan enamorado de Kate, tan
embobado con ella, que hubiera preferido matarse antes que hacerle daño. Lo que
quería Kate, fuera lo que fuera, a Mike le parecía bien... Una desgracia que me ha
obligado a eliminarle a él también. Estaba volviéndose peligroso, ¿sabes? Con tu
aparición, había vuelto a hacerse preguntas. Era un idiota. Si llegaba a descubrir que
había sido yo la asesina de su gran amor me habría denunciado sin pensarlo dos
veces.
—Pero ¿por qué?
—Es fácil. Kate era el obstáculo que se interponía siempre en mi camino. Parecía
una maldición, una broma del destino. Conocí a William McDermott, y él se hubiera
casado conmigo si no hubiera sido por su hija. Pero Kate era posesiva y no quería
compartir a su papaíto con nadie... Fíjate, ni siquiera cuando se vino a esta casa a
vivir con Bret. Fue entonces cuando decidí alquilar la casa de enfrente. Pensé que si
conseguía hacerme amiga de ella, quizá... Pero ¡qué va! Siguió detestándome. Y no te
digo lo que sucedió cuando supo que me acostaba con su amorcito. Me dijo que si no
—¡Cállate maldita!— Rose dio un paso y apuntó con la pistola a su cabeza. —¡Te
mato! ¡Te mato!—, gritó totalmente fuera de sí.
El disparo retumbó en el silencio de la noche...
Sylvia pensó que iba a morir, y que era una maldición que ocurriera precisamente
ahora que había encontrado a su gran amor, y que quizá tenía ante ella un futuro
sereno y radiante. La explosión retumbó en su cerebro, pero se sorprendió al no
sentir ningún dolor. En el fondo, morir era más fácil de lo que pensaba.
Volvió a abrir los ojos lentamente...
—¿Se encuentra bien, Sylvia?— En pie, a su lado, intentando desatarla, estaba
William McDermott. Un poco más allá se encontraba el cuerpo sin vida de Rose
Tunner.
Sylvia boqueó. —¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—La tenía vigilada después de nuestra entrevista de esta mañana. Podría
habérselo encargado a un investigador privado como había hecho en los tiempos de
Kate, pero teniendo en cuenta los resultados de entonces preferí hacerlo yo
directamente. ¿Sabe? Hace algunos años era agente del F.B.I., y bastante bueno,
además...
—Sí, lo he oído decir—, murmuró ella, por fin libre, mientras se masajeaba las
muñecas doloridas y se levantaba lentamente de la silla.
—Se dicen muchas cosas sobre mí, incluso que escondo los famosos expedientes
de Hoover. ¡Tonterías!
Sylvia se apoyó en McDermott y el hombre la sostuvo. —Tenemos que llamar a la
policía—, dijo.
—Sí... Se lo agradeceré mientras viva, Sylvia, ¿lo sabe, verdad? Y tengo que
hacerme perdonar muchas cosas... Pero sólo Dios podrá perdonarme si quiere
hacerlo. Hay pecados que los hombres no pueden justificar.
Ella le sonrió, y en ese momento la puerta de la casa se abrió de golpe.
—Quítale las manos de encima—, amenazó Bret. —¡O esta vez sí que acabo
matando a un McDermott!
Bueno, ya no faltaba nadie...
—Bueno, ahora eres un hombre libre—, dijo Sylvia a la salida del juzgado en el
que se acababa de fallar la inocencia de Bret en lo relativo a la muerte de Kate
McDermott. —Y el estado te debe además una enorme suma de dinero... ¿Qué
piensas hacer?
Él la cogió del brazo y bajó las escaleras que conducían fuera del edificio.
—Pues, aún no lo sé. He tenido un montón de propuestas de trabajo. Hay una en
concreto que me atrae mucho: un recital en Broadway, en un gran teatro, y también
un disco. Éxito, fama, dinero...
—¿Y qué esperas para aceptar?
Fin