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Quiero ser tuya

Amanda King

Quiero ser tuya (1995)


Título Original: Forever yours (1994)
Editorial: Ediciones Escorpio
Sello / Colección: BlueTango Pasion 1
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Bret Farrel y Sylvia Baxter

Argumento:
Sylvia es una escritora que ha saboreado el éxito pero que no consigue
dar con la vena creativa. Por este motivo decide entablar relación con Bret
Farrel —hombre fascinante aunque de turbio e inquietante pasado— quien
hará saltar la chispa para un nuevo libro.
Arrastrada por la personalidad magnética de él, abandona la idea de
escribir. Concentra todas sus fuerzas en probar la inocencia de Bret, único
hombre en su vida que ha conseguido enamorarla. Y no se detendrá ante
ningún obstáculo, aunque le cueste la vida.
King, Amanda — Quiero ser tuya

Capítulo 1
Sylvia Baxter entró en la sala principal del River Café de Nueva York escoltada
por un camarero, y miró a su alrededor deteniéndose en el umbral. El hombre que la
precedía se detuvo unos segundos y esperó a que ella estuviera de nuevo dispuesta a
seguirlo.
—Por aquí, por favor, madame.
Madame... ¡Qué finos! Sólo en Nueva York, y en uno de los restaurantes refinados
que elegía su editor podía encontrarse con alguien dispuesto a llamarla madame.
Sylvia sonrió con malicia para sus adentros, pensando en sus pantalones de pana, en
los mocasines Timberland más bien gastados, y en el amplio jersey y en el borsalino
masculino que cubría su oscuro pelo y con el que completaba su atuendo. Madame...
Por fin divisó a Patricia que le sonreía y agitaba una mano para captar su atención.
Le lanzó una sonrisa de agradecimiento al camarero, se deshizo de él con un gesto
decidido y se dirigió hacia su amiga sorteando las mesitas ocupadas por la elegante
clientela.
Llegó a la mesa de su amiga y se acomodó en la butaquita de terciopelo rojo.
—Hola Pat...
Patricia Easton Davis, de Ediciones Davis Ltd., le sonrió moviendo la cabeza.
—Menos mal que estamos en Nueva York, si no no te habrían dejado entrar. No
puede ser que no tengas nada más elegante que un par de pantalones gastados y
jerseys demasiado grandes.
—Podíamos haber quedado en una casa de comidas—, replicó Sylvia. —Total, ya
sabes que me importa un bledo ir a restaurantes de lujo.
El camarero volvió a la carga. —¿Le traigo algo, madame?
—Ginebra sin hielo—, dijo ella, haciendo que Patricia levantara una ceja para
mostrar su evidente desagrado. El hombre, poniendo la cara de alguien al que acaban
de insultar, se alejó sin replicar.
—¿Pasa algo, Pat?
—Querida, una señora no pide ginebra a la hora de comer, como aperitivo, a no
ser que esté alcoholizada—, comentó Patricia, pero sin ningún tipo de acento
acusador.
—Ya sabes que soy una original—, dijo Sylvia, empezando a mirar la carta. De
repente había empezado a tener hambre...
Patricia jugueteó con la sombrilla de papel que adornaba su cocktail.
—Bueno, ¿no me cuentas nada? Hace ya varios meses que no nos vemos, y lo
único que has hecho es pedir una ginebra sin hielo y ostentar un aspecto gris y
agresivo.
—¿Qué te esperabas?

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Patricia se encogió de hombros evitando mirarla a la cara.


—Lo sabes, ¿no?
Con un suspiro de rabia, Sylvia apartó la carta encuadernada con un refinado
cuero rojo. Decidió que era inútil intentar ganar tiempo. Y, además, Patricia era una
buena amiga y no se merecía que tuviera con ella esa actitud insolente que, bien
mirado, no era más que un mecanismo de defensa.
Movió la cabeza.
—Estoy literalmente hecha polvo, Pat. No consigo escribir ni siquiera dos
renglones medio decentes desde hace no sé cuanto tiempo; la cuenta del banco está
cada vez más cerca de los números rojos, y mi gato se murió la semana pasada.
Patricia hizo un gesto de asentimiento.
—¿Con Kevin cómo va?
—Ah, lo dejamos hace unos meses. Seguimos siendo amigos, lo que quiere decir
que nos vemos de vez en cuando, a veces comemos juntos y él me cuenta cosas de
Paula, su nueva novia.
—¿Te dejó él?
—No, lo dejé yo... Ya no teníamos nada que decirnos. O mejor dicho, yo ya no
tenía nada que decirle a él. Nuestra historia había perdido fuerza, parecíamos un
viejo matrimonio de jubilados entontecidos. Nos sentábamos en el sofá, delante de la
televisión, y Kevin me cogía los pies con las manos y me hacía un masaje para
calentármelos...
—¿Y eso que tiene de malo? Me parece que un masaje en los pies hecho por un
hombre joven y atractivo tiene que resultar agradable.
—Sí, pero si luego tienes ganas de que te abrace y te llene de besos. No si lo único
que te entra son ganas de dormir.
—Eres demasiado exigente—, dijo Patricia.
—Quizá. O, probablemente, soy una que no sabe lo que quiere. Y en el umbral de
los treinta años no es que me agrade mucho tener que admitirlo.
—Dios mío, hablas como si te sintieras vieja.
—Así es, efectivamente. Me faltan los estímulos y estoy deprimida. Todo me
aburre.
—¿Te has preguntado el porqué?
—Claro, y también me he dado una respuesta: no consigo escribir, y es terrible.
—Venga, Sylvia, todos los escritores, antes o después, tienen momentos de crisis.
Tienes que reaccionar. ¿Por qué no haces un viaje? Un crucero, por ejemplo o algo
así.
—¿Estás de broma? ¿Y con qué dinero?
—Bueno, si el problema es el dinero yo te lo puedo prestar.

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—Gracias, Pat, siempre he sabido que podía contar contigo... Pero no se trata de
unas vacaciones.— Se llevó a los labios el vaso de cristal lleno hasta la mitad de
ginebra, y se lo bebió de un trago. —¿Has leído la última novela de Lynn O'Brian?
Patricia asintió. —Sí, nada especial...
—¿Nada especial? ¿Estás de broma, Pat? Mira que no soy una chiquilla a la que
hay que contar cuentos de hadas para que duerma tranquila. —Hielo y Sangre— es
sin duda la mejor novela policíaca que he leído en los últimos cinco años. No es
casualidad que sea el libro más vendido desde hace diez semanas.
Patricia resopló.
—Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? Le ha salido bien un libro, pero O'Brian no
es una gran escritora. Esperemos su próximo libro y...
—No te enrolles, Pat. Ésa tiene madera de escritora. Como yo antes de que la
inspiración se fuera a freír espárragos. Es inútil, me siento seca.
—Venga, Sylvia, ¡no digas tonterías! Sabes que en lo que se refiere al trabajo no me
ando con cumplidos, y si afirmo que tú eres el mayor talento que he encontrado en
los últimos veinte años, ¡hazme caso! Tú eres una escritora excepcional, algo que
O'Brian nunca podrá ser.
—Sí, quizá sea cierto, pero ella publica un best—seller tras otro y mis dos últimos
libros eran los últimos del índice de ventas.
—La crítica ha hablado muy bien de ellos.
—¿Y qué importa si luego la gente no los lee? No, necesito tener éxito, si no estaré
acabada. Necesito escribir un gran libro, pero cuando me pongo delante de la
máquina de escribir no consigo ni siquiera concentrarme en la lista de la compra.
—Ya te lo he dicho, necesitas un cambio de aires...
—Necesito una historia; inspiración. Tengo que recuperar las ganas de vivir...
Sylvia suspiró y le hizo una señal con la mano a un camarero para que le llevara
otra copa. Jugueteó con el borde del mantel inmaculado.
—A veces pienso que si matara a alguien tendría algo en lo que inspirarme.
—Dios mío, estás volviéndote paranoica. ¿Por qué no intentas cambiar de género?
No tienes por qué escribir obligatoriamente una novela policíaca. Podrías probar con
una bonita novela de amor, por ejemplo. Él, ella y una abundancia de sentimientos
mezclados con un sexo desenfrenado. El sexo vende mucho.
—Sí, hombre, lo que me faltaba. Déjalo, ni siquiera recuerdo qué significa palpitar
entre los brazos de un auténtico hombre... En fin, ¿cuándo termina el plazo de
entrega establecido en el contrato?
Patricia se movió nerviosamente sintiéndose incómoda.
—Creo que dentro de dos meses—, murmuró. —Pero puedo intentar hablar con
Thomas—, añadió, refiriéndose a su marido, jefe indiscutible de su sólido imperio
editorial. —E intentar que te conceda una prórroga.

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—Eres muy amable, pero Thomas tiene toda la razón en estar enfadado conmigo.
Mis últimos trabajos han sido clamorosos fracasos, y él dirige una editorial, no una
sociedad de asistencia a escritoras fracasadas.
—Bueno, pero en el pasado... En fin, que además de ser uno de los nombres
punteros de nuestra sociedad, eres mi amiga, y por esta vez tendrá que tener
paciencia.
Sylvia se puso de pie.
—Te he dicho que es mejor dejarlo, Patricia, no quiero que se creen tensiones entre
tú y Thomas por mi culpa. Ya veré lo que puedo hacer.
—Escucha, bastaría con que antes de que termine el plazo le pudieras mandar a mi
marido un par de capítulos bien escritos, y del resto me ocupo yo... ¿Qué dices?
Patricia era una buena amiga, y Sylvia le agradecía la deferencia que mostraba con
ella. Y además, no soportaba la idea de darle pena...
Guiñó un ojo e intentó adoptar un tono relajado.
—De acuerdo. Haré todo lo posible.
—Perfecto.— Pat le lanzó una sonrisa de ánimo. —Estoy segura de que no me
defraudarás. Eres una buena escritora, no lo olvides. Y ahora siéntate otra vez y
pedimos ostras y champán, y después lo cargamos a la cuenta de la sociedad, ¿vale?
—Tengo prisa. El tren sale dentro de media hora y no quiero perderlo.
—¡Qué rabia!, ¿por qué no te quedas al menos un par de días? Podrías quedarte en
mi casa, y ser nuestra invitada unos días.
—¿No acabas de decirme que tengo que ponerme inmediatamente a trabajar?
—Sí, pero...
Sylvia se agachó y le dio a Patricia un beso en la mejilla.
—Entonces, querida, deja que me vaya.— Unos segundos más tarde estaba ya en
la calle, en medio del caos de gente que inundaba Manhattan durante las horas
punta. Ahora lo único que deseaba era volver a casa, ponerse delante de la máquina
de escribir e introducirle la página en blanco que, de un tiempo a esta parte, le
resultaba hostil. No, si antes no tenía una historia, no podría concluir nada bueno, lo
sabía. Maldición, de lo que realmente tenía ganas era de emborracharse... Y quizá lo
haría.
Cuando llegó a Albany era ya media tarde. Salió de la estación y se dirigió hacia
su vieja ranchera que seguía aparcada donde la había dejado por la mañana.
Le quedaba una hora de viaje a través de carreteras tortuosas y solitarias hasta
Walsall, el pueblecito al que había decidido irse a vivir hacía cinco años, cuando el
tráfico y el caos de Nueva York habían empezado a resultarle insoportables.
Mientras se ponía al volante y salía del aparcamiento iba pensando que,
precisamente durante el período del traslado, había empezado la paulatina aridez de
su vena creativa. ¿Sería que necesitaba el caos y el estrés para escribir buenos libros?
¿Era que el trabajar bajo presión la hacía rendir más? Aunque era posible, Sylvia, en

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realidad, no estaba nada convencida. Walsall era un sitio encantador, tranquilo,


sumergido en el verde y rodeado de bosques de coniferas; era el lugar en el que se
respiraba el aire más puro de todo el estado de Nueva York. Se encontraba bien allí,
en su agradable chalecito al lado del lago, en un lugar en el que, al levantarse por la
mañana y salir al porche de casa tenía la impresión de que la tierra todavía era un
lugar maravilloso en el que vivir... No, el problema no era Walsall. El problema era
ella, y su cabeza confundida, aburrida, irritada. Tenía que reaccionar y decidió que al
día siguiente cambiaría el ritmo de su monótona existencia. Encontrar un nuevo
amor, comprarse ropa nueva, hacer una fiesta, comprarse un perro... Cientos de
proyectos pero, esa noche, ya lo sabía, se tendría que conformar con beber más de lo
necesario escuchando algún disco de Billie Holliday e intentando acordarse de
cuando era una escritora de éxito que producía un best—seller detrás de otro y se la
disputaban en todos los círculos literarios del país.
Y eso hizo... Cogió una borrachera descomunal y se quedó dormida en el sofá, con
la chimenea encendida y las pavesas que chisporroteaban enloquecidas cada vez que
un tronco se rompía por el fuego. Cuando se despertó, a la mañana siguiente, se
sentía como si le hubieran perforado el cráneo y nunca más pudiera volver a sentirse
como un ser humano.
Se arrastró hasta el cuarto de baño, se desnudó, evitando mirarse al espejo, y se
metió bajo el chorro de la ducha. Dio un grito cuando le cayó el agua helada encima.
Dios mío, se estaba destruyendo. Esa sensación se le confirmó cuando, arrebujada en
un viejo albornoz dos tallas más grande que la suya, contempló la imagen de su
rostro que el espejo empañado le devolvía. Profundas ojeras oscuras le subrayaban
los ojos azules, y estaba pálida como una muerta. El pelo largo y mojado se le pegaba
a las mejillas y a los pómulos, y la boca se veía tensa, con una mueca de sufrimiento.
Y pensar que sólo hacía poco tiempo Kevin no hacía más que decirle lo guapa y
maravillosa que era. ¡Quién sabe lo que había visto en ella...! No, no podía permitirse
el lujo de destrozarse de aquella manera. A pesar de todo, aún no estaba dispuesta a
rendirse.
Aunque no tenía ningunas ganas, se obligó a secarse el pelo con el secador y a
alisárselo. Después se maquilló. Sólo un poco de colorete y una ligera base colorada
para no parecer un cadáver; un toque de rimel en las pobladas pestañas y, para
terminar, un ligero toque de barra de labios de color melocotón. El resultado, a fin de
cuentas, fue mejor de lo que se esperaba. Sí, a pesar de todo, todavía no estaba para
tirar...
Entró en el salón y en un instante limpió las huellas de la jarana de la noche
anterior. Una botella de whisky totalmente vacía y dos ceniceros llenos de colillas.
¡Leche! Necesitaba beber leche. Salió al porche y recogió la botella que un muchacho
le llevaba todas las mañanas. Había también un periódico de Albany, un poco
humedecido por el rocío, y lo cogió. Decidió quedarse al aire libre aunque la luz de
ese día límpido le molestaba y le picaban los ojos. Se sentó en las escaleras del
porche, le hizo un agujero con el dedo a la tapa de plástico de la botella de leche y
abrió el periódico. Quizá debería hacerse un café, pensó mientras le echaba una
ojeada a las noticias locales... Nada nuevo, nada que pudiera interesarle, pensaba
hasta que su interés recayó en una noticia suelta de la cuarta página y en la foto de

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un hombre rubio y guapo.


—Bret Farrel obtiene la libertad condicional—, recitaba el título escrito en negrita.
El tipo de la foto no parecía un maleante y eso despertó la curiosidad de Sylvia que
empezó a leer la noticia.
—Esta mañana, a las doce, las puertas de la cárcel del distrito de Albany se abrirán
para permitir la salida de Bret Farrel después de catorce años de cárcel. Farrel, como
algunos recordarán, que era un estupendo saxofonista de jazz que empezaba a
obtener un cierto éxito entre los apasionados del sector, tenía veinticinco años
cuando, en 1980, mató a Kate McDermott, de diecinueve años, identificada como su
novia. Farrel se ensañó con el cuerpo de la desventurada víctima a la que apuñaló
veintiséis veces, y embadurnó las paredes de la habitación en las que se cometió el
delito con palabras obscenas escritas con la sangre de la víctima.
—La policía detuvo a Bret Farrel al día siguiente: una patrulla de la policía de
Albany lo encontró totalmente borracho mientras dormía en su coche que había
aparcado en una calle desierta de las afueras de la ciudad. Durante el proceso el
hombre intentó proclamar su inocencia, pero las pruebas que había contra él eran
irrefutables. Se le condenó a veinte años de reclusión, pero la buena conducta que ha
mantenido en prisión le ha servido para reducir la pena y obtener la libertad
condicional. A partir de hoy, otro asesino estará suelto por las calles de nuestra
ciudad. En relación con este tema, el alcalde de la ciudad, el Sr. Stewart en respuesta
a las preguntas formuladas por algunos comités ciudadanos, ha dicho que...
Sylvia apoyó el periódico sobre las rodillas y contempló la tranquila superficie del
lago que tenía frente a ella. Luego volvió a mirar la foto de aquel hombre... Farrel era
atractivo. Y mucho, además. Ni siquiera esa fea fotografía en blanco y negro
conseguía que tuviera mal aspecto.
Poseía eso que Sylvia definía como la capacidad de llamar la atención de las
mujeres. Ninguna afectación en los rasgos prácticamente perfectos, sino, por el
contrario, una carga viril acentuada por la sonrisa irónica. ¿Cómo se sentiría después
de catorce años en una cárcel de alta seguridad? ¿Habría perdido ese aire jactancioso,
el descaro de una magnífica sonrisa, el contorno marcado de la mandíbula? ¿Había
engordado? ¿O había adelgazado hasta tal punto que su rostro se parecía a una
calavera? ¿Y el pelo? Se podía intuir que era rubio, de ese rubio claro que queda tan
bien cuando la piel empieza a broncearse en las playas californianas. ¿Se habría
descolorido su cabello antes de tiempo? ¿O habrían empezado a caerle y ahora tenía
entradas e intentaba patéticamente cubrirse la cabeza con los pocos pelos que le
quedaban? ¿Y los ojos? ¿Se podía leer en los ojos de un hombre el sufrimiento, o la
rabia, o el arrepentimiento?
Se preguntó cómo un joven de veinticinco años, guapo y a un paso de la fama
podía haber matado a una chica de diecinueve años de veintiséis cuchilladas. Era
verdad que ese tipo de cosas pasaban todos los días en la civilizadísima América,
pero... Había un algo atávico y primordial en un delito semejante. Los restos de una
violencia animal que la humanidad todavía no había conseguido superar. Suspiró. Le
hubiera gustado conocer a Bret Farrel, poder hablar con él, que le contara lo que se
sentía al matar a alguien y al pasar los mejores años de la propia vida en la cárcel.

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Miró de reojo el reloj de pulsera que había sido de su padre y que ella conservaba
celosamente. Eran las diez y media de la mañana, y si se daba prisa podría llegar a la
cárcel del distrito un poco antes de que Farrel saliera. ¿Lo estarían esperando los
periodistas? Era poco probable; en un país en el que los crímenes se sucedían con un
ritmo vertiginoso, uno más espectacular que el otro, un delito de hacía catorce años
ya no era noticia.
Probablemente, la noticia en el periódico se debía sólo a motivos técnicos, a la
necesidad de completar una página, de poner algo, nada más.
Sylvia se levantó de golpe y entró rápidamente en casa, se echó a los hombros una
chaqueta gruesa de lana y se puso el sombrero del que no se separaba nunca. Unos
minutos más tarde estaba sentada al volante de su coche. Arrancó, y salió disparada
a toda velocidad, preguntándose si él aceptaría hablar con ella. Probablemente no.
¿Quién era ella para intentar arrancarle secretos íntimos a un desconocido? Una
escritora en busca de inspiración, al borde del fracaso profesional; una mujer un poco
desesperada y que se sentía terriblemente sola...
Maldición, si al menos no se hubiera emborrachado la noche anterior, no tendría
que sufrir el tormento de la resaca...

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Capítulo 2
La cárcel de Albany se encontraba en las afueras de la ciudad. Era una enorme
construcción situada en el centro de una explanada carente de vegetación. Se trataba
de una especie de cubo de cemento armado, acero y alambre de púas, con cuatro
torreones en cada esquina y guardias armados con fusiles de precisión que
patrullaban el perímetro.
Sylvia detuvo el coche en el aparcamiento para los visitantes, que se encontraba a
unos cincuenta metros de la entrada principal, y observó la imponente puerta de
acero. Se estremeció ante la idea de lo que tenía que sentirse al atravesar aquella
barrera y oír que se cerraba después de haberla superado. Cerrada durante años.
Para siempre, en algunos casos.
Se preguntó por qué a Farrel no le habían condenado a cadena perpetua.
Evidentemente, al juzgar su crimen, no habían encontrado premeditación... Había
vuelto a casa una noche y, sin haberlo pensado antes, había matado a su chica a
cuchilladas. ¿Celos?, ¿locura?, ¿o aburrimiento?
Movió la cabeza y observó el reloj. Eran las doce y veinte. Demonios, ¡demasiado
tarde!
Delante de la cárcel no había ni un alma. Por otra parte, ¿por qué un hombre que
sale de la cárcel después de catorce años de prisión iba a quedarse por los
alrededores, contemplando su propia celda?
Sylvia suspiró con enojo. Había llegado hasta allí para nada. Pero quizá era lo
mejor. En cualquier caso, ni siquiera sabía muy bien para qué había ido hasta allí. Es
que el alcohol me está trastornando, eso es lo que pasa, pensó.
El repentino chirrido metálico la sobresaltó. Parpadeó y observó cómo la pesada
puerta de acero empezaba a deslizarse lentamente sobre sus goznes. Bajó del coche
sin cerrar la puerta y aguzó la mirada... El hombre apareció unos segundos después.
Era muy alto y apuesto. Incluso desde aquella distancia se dio cuenta de que se le
podía confundir con un galán de cine más que con un presidiario. Quizá, a pesar de
todo, la cárcel no lo había dejado en tan mal estado.
Respetuosa de la prohibición que les impedía a los coches particulares acercarse
demasiado, Sylvia abandonó el suyo y se acercó.
También el hombre empezó a avanzar. Llevaba unos vaqueros descoloridos y una
camisa azul clarito. A pesar del clima, más bien frío, llevaba una chaqueta echada
descuidadamente sobre los hombros. Su mano sujetaba una bolsa negra, no
demasiado grande si, como era de suponer, contenía los efectos personales
acumulados durante catorce años de vida...
Llegaron a menos de diez metros de distancia uno del otro, y ella le miró con
evidente interés. No había cambiado mucho con respecto a la foto que habían
publicado el periódico y, sin embargo, no parecía el mismo hombre.
Sus ojos, que eran de un insólito color dorado, parecidos a los de un enorme gato,

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tenían un brillo melancólico y estaban rodeados de pequeñas arrugas. El pelo,


cortísimo, y la mandíbula más recia de lo que Sylvia recordaba, hacían que la
expresión de su rostro fuera muy intensa. Bueno, ¿qué se podía esperar? Catorce
años no pasan impunemente, ni siquiera cuando se pasan con serenidad. Se paró, y
esperó a que él se acercara un poco más.
Bret Farrel le lanzó una mirada de reojo, sin mostrar demasiado interés, y siguió
mirando hacia adelante.
Caminaba desmadejadamente y, en conjunto, parecía tener un aspecto relajado.
—¿Señor Farrel...?
Él no se paró.
—Si es periodista, no tengo nada que decirle—, declaró, y el sonido de su voz era
agradablemente profundo.
—No soy periodista—, afirmó Sylvia, poniéndose a su lado e intentando mantener
el paso rápido de él.
—¿Y entonces, quién es?
—Me llamo Sylvia Baxter y soy escritora...
—Oh, interesante—, comento el hombre, pero el tono y las maneras que empleaba
desmentían sus palabras.
Sylvia comenzó a jadear para no perder el paso.
Maldición, no estaba nada en forma. Demasiado alcohol y demasiado tabaco...
—Oiga, ¿no podría pararse un momento?
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—¡Porque si no me va a dar algo!
Farrel se detuvo, giró sobre sus talones y la miró fijamente a los ojos.
—Entonces déjeme en paz. Éstos son mis primeros momentos de libertad después
de catorce años de cárcel, y creo que puedo pretender no encontrarme con un
incordio delante apenas asomo la nariz.— Estaba a punto de echar a andar de nuevo,
pero ella lo detuvo cogiéndole por un brazo. Farrel se puso tenso y miró fijamente la
mano, después se dio la vuelta para mirar a Sylvia a la cara y en sus ojos se podía leer
un hielo glaciar y una ira contenida a duras penas. —Quíteme las manos de encima,
señorita...—, le susurró.
Lentamente, Sylvia le dejó el brazo. —Perdóneme, pero...
Se armó de valor.
—Bueno, la verdad es que yo... Tengo mucho interés en hablar con usted, aunque
sólo sean unos minutos. Mire, le propongo una cosa: la parada de autobús más
cercana está a dos millas, y yo he venido en coche. Le llevo a la ciudad, ¿de acuerdo?
Así se ahorra una buena caminata.
Farrel pareció relajarse. Su inconfundible sonrisita, que ella ya había notado en la

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foto publicada en el periódico, iluminó su rostro y, durante unos instantes, se


convirtió nuevamente en un joven irresistible.
—¿Y qué me pedirá para compensar tanta amabilidad?
—Sólo algunas respuestas.
—Uhmm... ¿A qué tipo de preguntas?
Sylvia se encogió de hombros.
—¿Realmente no se lo imagina?
—Sí, y precisamente por ese motivo no acepto. Hasta la vista.
—¡No! De acuerdo, no le haré ninguna pregunta. Venga, ¿lo llevo?
—Vamos a ver, ¿no será usted una de esas histéricas que se excitan cuando se
encuentran con un presidiario, verdad?
Ella soltó una risita. —No. Le aseguro que no.
Farrel asintió, pero no estaba convencido. —¿Y no le da miedo ir en coche
conmigo? Soy un asesino...
Bueno, pues, la verdad, es que no parecía peligroso, juzgó Sylvia.
—Creo que no correré ningún peligro desde aquí hasta Albany—, contestó.
Después indicó una vieja ranchera. —Ése es mi coche. ¿De acuerdo?
Y él cedió. —A fin de cuentas, no me apetece caminar dos millas. Y además estoy
deseando alejarme de este maldito lugar.
Sylvia se adelantó y subió al coche.
Farrel la imitó, sentándose en el asiento de al lado. —El cinturón de seguridad—,
dijo ella, antes de encender el coche.
—He estado enjaulado durante demasiado tiempo como para desear ponerme
lazos al cuello. Si sigue queriendo acompañarme hasta Albany, tendrá que
arriesgarse a que le pongan una multa.
Había visto cosas peores, a fin de cuentas... Sylvia metió la primera y el coche
empezó a moverse. —Puedo entenderle...—, dijo.
—¿Qué puede entender?
—Que después de tanto tiempo desee sentirse libre.
Él la miró y su mirada era de sarcasmo.
—No, no creo que usted lo pueda entender. Nadie puede entenderlo si no lo ha
vivido.
—Sí, supongo que así es. ¿Qué piensa hacer ahora?
—¿Qué le importa?
—Curiosidad, sólo curiosidad.
Farrel se pasó una mano por su cortísimo pelo, y Sylvia se dio cuenta de que

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estaba pensando en lo atractivo que era, a pesar de todo.


—Bueno, buscaré trabajo, supongo. No puedo alejarme de Albany durante los
próximos cinco años, así que me quedaré por aquí, muy a mi pesar.
—¿Preferiría no quedarse por aquí?
—¿A usted que le parece?
Sylvia se concentró en la conducción, observando atentamente la carretera.
—¿Y en qué va a trabajar?
—En lo que salga. No creo que un presidiario, en libertad condicional, tenga
mucho donde elegir.
—Podría volver a tocar, ¿no?
—Oiga, ¿qué es lo que quiere de mí?
Ella sonrió.
—¿Me creería si le dijera que ni yo misma lo sé?
—No.
—Pues es la verdad. Soy escritora, y he sido una buena escritora. Ahora, desde
hace un par de años, no consigo escribir nada decente, así que me emborracho y me
compadezco a mí misma. Esta mañana, por casualidad, he leído en el periódico que
iba a salir de la cárcel, y he sentido unas enormes ganas de conocerle. Eso es todo. Un
impulso del momento.
—¿No estará pensando en escribir un libro con mi historia, verdad?
—Oh, no, no creo que fuera muy interesante. Un muchacho que mata a su novia...
Las secciones de sucesos están llenas de cosas así. Quizá aquí, en Albany, que es una
ciudad pequeña, ha tenido cierto eco pero, ¿quién leería un libro así en Nueva York o
en Chicago?
—Bueno, pues entonces estás loca—, dijo Farrel, empezando a tutearla. Se puso
cómodo, y estiró las piernas. A pesar de que el coche era grande, su corpulencia
parecía llenar todo el espacio que lo circundaba. —¿Tienes tabaco?—, le preguntó.
—En la guantera.
Él giró la manilla y la guantera se abrió. La empuñadura de nácar del pequeño
revolver de Sylvia brilló bajo los rayos del sol. Farrel sonrió.
—¿Qué es esto?, ¿tu seguro de vida? Permíteme que te diga que eres un poco
atrevida, recogiendo a un asesino y poniéndole una pistola en la mano a los pocos
minutos.
Ella pensó que aquel tono un tanto insinuante, a medio camino entre el sarcasmo y
la tomadura de pelo, no le gustaba.
—A Kate la mataste con un cuchillo, si no me equivoco...
Pero si había creído que él se enfadaría, se equivocó. Bret sonrió.
—Eso dicen.

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—¿Por qué?, ¿no estás de acuerdo?


—¿Eso importa?
—Bueno, a ti debería importarte.
—Me han acusado y me han condenado. He pasado catorce años en la cárcel, y me
quedan todavía cinco de libertad condicional. ¿Qué puede importar?
—Si realmente eres inocente como afirmaste durante todo el proceso, debería
importarte al menos limpiar tu nombre.
—¡Oh! Ya entiendo... ¿Y a ti te parece tan importante un nombre? Mira, chica,
déjame que te diga que un nombre no tiene ninguna importancia después de que te
han robado catorce años de vida.
—¿Y no piensas en Kate? Su vida se interrumpió cuando era poco mayor que una
niña.
Bret suspiró y echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos.
—Así que, al final, lo has conseguido. Promesas o no, has conseguido que hablara
de Kate. Muy bien.
—Habla, quizá pueda ayudarte...
De repente, Bret Farrel saltó. Le quitó el volante de las manos y giró hacia el borde
de la carretera. Dando un grito, Sylvia consiguió frenar un segundo antes de que se
fueran a la cuneta. El motor se paró.
Durante unos larguísimos instantes, dentro del coche ninguno habló. Sylvia tenía
los ojos cerrados y temblaba como una hoja. A su lado, Bret se agitaba. Levantó los
ojos y la miró con una mirada asesina.
—Óyeme bien, chica, no sé quién eres ni lo que quieres de mí. Te has echado sobre
mí tan pronto he salido de la cárcel, y jugando con la amabilidad, te has permitido
remover cosas que pertenecen a mi vida y a mi pasado y que me han costado sangre,
sudor y lágrimas. Mira, te lo digo de una vez por todas: aléjate de mí.
—Espera, Farrel...
El ya se había bajado del coche y estaba cogiendo su bolsa.
—¡No! ¡Déjame en paz, he dicho! ¡Quítate de en medio!
—En serio, lo siento...—, balbuceó ella.
—Sabes una cosa: no me lo creo y, de todas formas, no me importa lo más mínimo.
Por tu bien, déjame en paz.
—Venga, si te vas ahora tendrás que caminar durante millas antes de encontrar
una parada de autobús.
—Caminar me gusta...— Sonrió y se inclinó hacia ella. Sus caras estaban muy
cerca. —Sí, me da una gran satisfacción... Quién sabe, quizá como matar a una mujer
guapa a cuchilladas. ¿Qué dices? ¿Quieres probar?
Sylvia se estremeció. Tan pronto como Farrel cerró la puerta dando un sonoro

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golpe, ella puso en marcha el coche y se lanzó a toda velocidad carretera abajo.
Aunque lo intentara, durante los días siguientes no consiguió quitarse de la cabeza
a Bret Farrel. Había algo en ese hombre que la atraía irresistiblemente. ¿Su atractivo?
Ciertamente, él era muy atractivo, pero ella había conocido a otros hombres
atractivos, y guapos. Incluso Kevin, el hombre al que había dejado tres meses antes,
era irresistible para la mayor parte de las mujeres. Y sin embargo... No, no se trataba
del aspecto físico de Bret Farrel, sino de una extraña e inexplicable aureola que
irradiaba de él.
¿Era posible que, realmente, ella fuera una especie de maníaca que se excitaba con
la idea de conocer a un hombre peligroso? ¿A un asesino? Bueno... En cualquier caso,
aunque quisiera, no sabría ni siquiera cómo dar con él. En esos momentos, podía
estar en cualquier sitio.
Sí, pero si estaba en libertad condicional, tenía la obligación de pasar todas las
semanas por la comisaría central para firmar el registro. ¿Y con eso? No iba a
apostarse ante la comisaría y esperar, quizá, durante días y días. Aunque, a fin de
cuentas, se dijo, en ese período no es que tuviera mucho que hacer...
Empezó el lunes por la mañana. Aparcó el coche a diez metros de la comisaría a
eso de las siete de la mañana. Y allí se quedó todo el día, hasta las nueve de la noche.
Volvió al día siguiente, y se apostó en el mismo sitio. Pero hasta el jueves no vio ni
rastro de Bret Farrel.
Faltó poco para que Sylvia ni siquiera lo notara, porque llegó casi a las dos del
mediodía y ella acababa de comerse un bocadillo de atún. Apareció por una esquina,
vestido de la misma manera que el día en que había salido de la cárcel: vaqueros y
camisa, y una chaqueta a los hombros. Iba sin paraguas, y esa mañana, en Albany,
llovía a cántaros. Estaba empapado y su pelo rubio, ya un poco menos corto, parecía
más oscuro y le caía sobre la frente. Caminaba lentamente, como si a pesar de la
lluvia no tuviera ninguna prisa y no tuviera tampoco ninguna meta. Sin pensarlo
demasiado, Sylvia bajó la ventanilla del coche y se asomó.
—¡Farrel!—, llamó.
El hombre se paró bajo la lluvia y durante unos buenos dos minutos se quedó
parado, mientras el agua le corría por la cara, mirándola. Después, lentamente, se
acercó al coche.
—Te había dicho que te mantuvieras a distancia...
—Ya. ¿Vienes a comer a mi casa? Tengo hambre, y este bocadillo de atún está
asqueroso.
—¿Dónde vives?
—En Walsall.
—¿Dónde está?
—A una hora de coche, más o menos.
—¿Y no llegaremos un poco tarde para comer?

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—Bueno, entonces te invito a cenar.


Él no contestó. Le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta de la comisaría.
Desapareció allí dentro y reapareció al cabo de diez minutos. Subió al coche, se quitó
la chaqueta y la echó en el asiento trasero.
Estaba completamente empapado.
—Te vas a enferman, —dijo Sylvia.
Él le lanzó una mirada de desafío, y a ella le entraron ganas de echarse a reír. Toda
aquella historia no tenía ningún sentido.
¿Qué tenía ella que ver con un presidiario acusado del homicidio de una mujer
joven? ¿Y por qué sentía el impulso irrefrenable de llevarlo a su casa, de enseñársela
y de hablarle de sus sueños?
El coche se deslizaba a gran velocidad bajo la cortina de agua y, a su lado, Farrel
fumaba en silencio. Tenía los ojos entornados, y su rostro, de perfil, se dibujaba
claramente sobre el fondo gris y oscuro del cielo.
Sylvia encendió la radio y una alegre música country inundó el coche. El hombre
abrió los ojos y la miró. —Eres una mujer que se aburre, ¿eh?—, lanzó de repente.
¿Se notaba tanto? Sí, se notaba...
—No sé si aburrida es la palabra adecuada—, dijo Sylvia.
—¿Cuál es, entonces?
—¡Vaya!, si lo supiera, ya me sentiría mucho mejor.
—¿Se trata de una desilusión amorosa?—, le preguntó Bret.
Ella le lanzó una breve mirada.
—No, al menos en el sentido tradicional, no.
—¿Qué quieres decir?
—Que me siento desilusionada por el amor, no por un hombre en concreto.
—¿Estás casada?
—Lo estuve, hace años, cuando terminé la universidad. Se trataba de un médico,
cirugía plástica, y estaba tan ocupado con pechos y nalgas artificiales, que no tenía
tiempo para nada más.
—Y por eso lo dejaste.
—Nos dejamos de mutuo acuerdo, y el no haber tenido hijos nos ayudó.
—¿Y después de él?
—¿Y esto qué es?, ¿una entrevista?
—Yo también soy curioso. Quiero saber qué es lo que lleva a una mujer guapa, con
una buena profesión, a interesarse por un tipo como yo.
—¿Por qué?, ¿qué tipo eres?

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—Un asesino, ¿ya no te acuerdas?


—Sientes un cierto placer repitiendo que eres un asesino. ¿Temes que lo olvide?
Bret soltó una risita.
—¿Sería posible?
—No creo...
Dentro del coche se hizo el silencio. Bret se instaló cómodamente en su asiento.
Cerró los ojos, y aunque Sylvia estaba convencida de que no dormía, no volvió a
abrirlos hasta que ella aparcó el coche delante del chalecito. Le echó una ojeada al
reloj: eran las tres y media de la tarde y casi parecía de noche. No había parado ni un
momento de llover, grandes nubarrones negros se amasaban en el cielo, y el lago
tenía un fuerte color plomizo. Sylvia saltó fuera del coche y corrió hasta el porche.
Farrel la siguió lentamente.
—¡Eh!, ¿te gusta mojarte?
El hombre la alcanzó y se pasó una mano por la cara, secándose el agua. —Si te
hubieras pasado catorce años encerrada entre cuatro paredes, encontrarías tú
también agradable la lluvia, y el sol, y todo lo que durante esos años no has podido
disfrutar.
Ella no replicó. Metió la llave en la cerradura y abrió. Entró, y Farrel la siguió.

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Capítulo 3
Sylvia abrió uno de los muebles de la cocina y echó una ojeada dentro. Movió la
cabeza.
—Creo que no te puedo ofrecer gran cosa—, dijo. —¿Te apetecen un par de
huevos con bacon, tostadas y café?
—No eres el tipo de mujer que se puede definir un ángel del hogar, ¿eh?
—No, no precisamente. No soporto las tareas del hogar, en realidad, pero un par
de huevos sí sé hacerlos.
—Entonces, vale—, dijo él, que se había quedado quieto, en medio del salón, y
miraba a su alrededor. La habitación estaba amueblada con cómodos sofás, muebles
rústicos y grandes alfombras indias desperdigadas por el suelo de madera. Farrel
observó el charco que se estaba formando bajo sus pies. —Estropearé la cera del
suelo—, comentó.
—No importa, pero lo que sin duda conseguirás es una pulmonía. Si quieres, al
final del pasillo hay una habitación. Dentro del armario tiene que haber un albornoz.
—No creo que tu talla me siente bien, ¿sabes?
—No es de mi talla. Es un albornoz de hombre, y está nuevo.
Farrel no hizo ningún comentario. No le preguntó ni de quién era ni por qué lo
guardaba ella. Se limitó a asentir y desapareció al final del pasillo. Volvió al cabo de
cinco minutos, cuando ya los huevos estaban casi en su punto y el bacon se freía en la
sartén, desprendiendo un olorcillo apetitoso. Sylvia lo miró. Llevándolo él, incluso el
albornoz de Kevin parecía pequeño.
Farrel tenía las manos en los bolsillos, estaba descalzo y tenía que haberse secado
el pelo. Además, parecía como si se encontrara a su aire, como si conociera aquella
casa y la conociera a ella desde hacía un montón de tiempo.
Con un gesto, Sylvia indicó la mesa ya puesta.
—Siéntate—, dijo, y le pasó una taza de café.
¿Qué diablos estaba haciendo aquel hombre en su casa? ¿Y por qué a ella le
parecía como si lo conociera de toda la vida? ¿Dos inadaptados que se encuentran y
se entienden? Bah, quién sabe... Le sirvió un par de huevos con bacon y se sirvió lo
mismo en su plato.
Se sentó frente a él y empezó a mordisquear un trozo de pan. Farrel empezó a
devorar con ganas los huevos.
—Entonces, ¿has encontrado trabajo?
—Un asistente social me ha encontrado uno de mozo en los almacenes generales.
—¿Y te encuentras a gusto?
Bret levantó los ojos del plato y se limitó a mover imperceptiblemente la cabeza. —
Hay que sobrevivir, ¿no? Y dormir en algún sitio.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—¿Has encontrado casa?


—No me puedo permitir ese lujo. He alquilado una habitación en una pensión por
la zona de Follow Road. Está limpia, y no creo que pueda pretender más.
—¿Y el saxofón? ¿Lo has olvidado?
Por primera vez, desde que lo conocía, el hombre pareció perder su impasibilidad.
Parpadeó y suspiró.
—Nunca se puede olvidar el amor más grande de la propia vida. Tan pronto como
tenga bastante dinero me compraré un saxofón, y veré si todavía soy capaz de
tocarlo.
—¿Qué ha pasado con tu viejo saxofón?
—Lo vendí durante el proceso, junto con todas las cosas que me pertenecían.
Necesitaba pagar a los abogados y los costes legales. Nadie se imagina lo que cuesta
que te condenen a veinte años...
—¿No tenías ahorros?
—Entonces empezaba a tener un cierto éxito, pero como me acusaron de
homicidio, cancelaron los contratos y los amigos desaparecieron.
—Entonces no eran verdaderos amigos.
—Es posible, pero no me siento capaz de condenarlos. ¿Quién va a querer tener
contacto con un hombre que ha masacrado a una jovencita?
—¿Fuiste tú? ¿La mataste tú?
Sylvia quisiera no haberle hecho esa pregunta. Al menos, por el momento. Pero no
había conseguido quedarse callada. Mantuvo la respiración para ver cómo
reaccionaba él.
Bret Farrel dejó el tenedor en el plato y levantó sus dorados ojos.
—Eres obstinada, ¿verdad? Se te ha metido algo en la cabeza, y quieres
conseguirlo, y ni siquiera quieres decirme de qué se trata. Pretendes que yo te
descubra mis sentimientos, que te cuente la historia de mi vida y pretendes darme a
cambio huevos, bacon y un poco de comprensión barata. ¿Qué quieres de mí, Sylvia
Baxter?
Ya, ¿qué quería de él? Apartó la mirada y la posó en un punto indeterminado de la
pared.
—Sólo busco inspiración para mi trabajo. Estímulos.
—Ah, ¿y crees que mi historia podría ser estimulante?
—Quizá sí. O quizá lo eres tú...
—¿En qué sentido?
—Me gustaría..., me gustaría saber qué es lo que empuja a un hombre muy
atractivo, joven y a pocos pasos del éxito a jugárselo todo matando a la joven a la que
está sentimentalmente unido. Y también qué es lo que se siente después, cuando se

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descubre que ya es demasiado tarde, y si el arrepentimiento es por la vida que se ha


truncado o porque la propia existencia no volverá a ser nunca más como antes...
Farrel encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo.
—Entonces tu deseo de saber si he matado o no a Kate es falso. Tú ya me has
condenado. Lo que te interesa es la psicología de un asesino, nada más.
—No es verdad. Estaría dispuesta a creerte si tú me dijeras que no la mataste y si
me contaras tu versión de los hechos.
Él sonrió.
—Muy, pero que muy lista... Pero creo que no te voy a satisfacer. Por lo menos, no
lo haré por el momento. No estoy dispuesto a interpretar el papel del escarabajo bajo
la lupa del entomólogo y, en cualquier caso, tengo curiosidad por saber hasta dónde
estás dispuesta a llegar para conseguir lo que quieres.
—¡A ninguna parte!—, respondió Sylvia, irritada. Le parecía que estaban jugando
al gato y al ratón, y tenía además la desagradable sensación de que ella estaba
haciendo el papel del ratón.
Quizá Bret Farrel fuera un hombre que había destruido su vida, que sobrevivía
sabiendo que podía perder su precaria libertad en cualquier momento; un hombre
que, incluso cuando terminara de cumplir su condena, estaría marcado para siempre,
y sin embargo poseía un perfecto autocontrol.
No se autocompadecía, y controlaba perfectamente sus nervios. Era un hombre de
acero, y la cárcel no lo había derrotado. Frío como el hielo...
Una idea le pasó por la cabeza: ¿y si fuera un psicópata?, ¿un maníaco que había
matado por el mero placer de hacerlo, y que jamás se había arrepentido de lo que
había hecho?
Sylvia no había terminado de plantearse estas preguntas cuando él, como si
pudiera leerle el pensamiento, se levantó y se acercó al fregadero. Se quedó quieto al
lado de los cuchillos de cocina y cogió el más largo y afilado. Un enorme cuchillo de
cocina que Sylvia casi nunca usaba. Lo cogió y, con un dedo, acarició el filo de la
hoja. Miró hacia ella y sonrió divertido.
—¿Lo usas para la verdura?—, preguntó.
Sylvia suspiró. No quería que notara que se había puesto nerviosa, ni que tenía
miedo. Probablemente se estaba burlando de ella...
—¿Por qué no dejas de hacer el payaso, Farrel?
—La señora tiene agallas, ¿eh?
—La señora es una mujer inteligente, no tan fácil de manejar como tú te crees.
—¿Y si te equivocaras, Sylvia? ¿Y si no estuviera jugando? ¿Quién sabe que estoy
yo aquí hoy? Nadie, ¿verdad?— Movió la cabeza y volvió a sonreír mientras
jugueteaba con el cuchillo en las manos. —¡Claro que no! No le confiarías a nadie que
te sientes atraída por un presidiario porque, a pesar de tu imagen inconformista, en
realidad la opinión de la gente te importa mucho...

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—¡No me atraes para nada! Al menos no en el modo que quieres dar a entender.
Él le guiñó un ojo, volvió a poner el cuchillo en su sitio y le dio la espalda,
dirigiéndose hacia el salón.
¡Maldito delincuente! Le había brindado su comprensión, y seguramente era la
única persona que mostraba interés por él desde hacía mucho tiempo. Además, había
intentado eliminar de su cabeza todos los prejuicios para no juzgarlo, y Farrel se creía
que podía tratarla como a una pobre idiota. Se puso en pie de un salto y lo siguió.
Entró en el salón como un basilisco y se quedó petrificada cuando lo vio
cómodamente sentado, con las piernas estiradas, y un brillo divertido e irónico en
sus luminosos ojos.
—¿Quién diablos te crees que eres?
Farrel no se inmutó. Estiró los músculos, satisfecho como un gato, y dijo:
—¿Por qué no te desnudas y no dejamos toda esta esgrima verbal incongruente?
Eso es lo que quieres, ¿no? Sentir el escalofrío de irte a la cama con un asesino.
¿Titularás así tu libro?
Sylvia se quedó sin palabras. Abrió la boca haciendo un gesto de ultrajada
sorpresa, inmóvil, incapaz de moverse, pero con tanta rabia encima que se sentía a
punto de explotar. Su ira era tan violenta que el corazón le latía enloquecidamente, y
tenía la extraña impresión de que le silbaban los oídos. ¡Maldita sea! No podía perder
el control.
¿Quién era ese hombre para conseguir que se irritara de tal modo tan sólo con
unas cuantas palabras?
Después, de repente, la verdad se le apareció ante los ojos y se le echó encima con
la fuerza de un bisonte: estaba furiosa porque Farrel tenía razón. Había entendido el
sentido de todo aquello antes que ella. ¡Lo deseaba!
Él había sido capaz de sacar a la luz un aspecto de sí misma que ni siquiera
conocía... ¡Y eso era ya más de lo que podía decir de ningún otro hombre de los que
había conocido durante los últimos cinco años!
Dios mío, realmente el alcohol y la soledad, los fracasos amorosos y profesionales
tenían que haberle trastornado la cabeza. De golpe se dio la vuelta.
—Vístete Farrel, que te acompaño a la parada del autobús. Es tarde.
— Notó cómo él se levantaba del sofá y se acercaba a ella. Tuvo que controlarse
para no mirarlo.
A su espalda, Bret Farrel suspiró. Estaba muy cerca, y aunque le parecía imposible,
ella tenía la sensación de que percibía su calor a través de la misma ropa. No la
tocaba, y no hacía nada, y sin embargo Sylvia sintió cómo su piel se estremecía y, si
cabe, el corazón le latía aún con más fuerza. —Vete a vestirte, Farrel...—, repitió entre
dientes.
—¿Estás realmente segura de que es eso lo que quieres?—, le susurró el hombre,
acercando su cabeza a la de Sylvia que ya sentía su cálido aliento en la oreja, y sus
labios a pocos centímetros de su piel.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

Nunca podría explicar lo que sucedió, ni qué la impulsó a hacerlo.


Quería echarlo, alejarse de él, pero cuando se dio la vuelta y lo vio a menos de un
paso, guapo e imponente, con sus inquietantes ojos dorados que la miraban, su
determinación empezó a vacilar, empezó a temblar y se resquebrajó ante la barrera
del instinto. Extendió una mano y le acarició el rostro...
Bret Farrel la rodeó con sus brazos y la abrazó con tal fuerza que la dejó sin
aliento. —Somos casi iguales tú y yo, Sylvia Baxter, dos desgraciados a la deriva en el
mar de la vida. Nos hemos equivocado, o quizá, simplemente, hemos tenido mala
suerte, y ahora ya no nos queda nada. Nada que realmente nos interese... Pero hay
una pequeña diferencia: yo me rendí, hace muchos años, y tú todavía no te has dado
cuenta de que es inútil luchar.
—¡No!— Con un gesto furioso, Sylvia se soltó de entre los brazos del hombre y
retrocedió.
—Sí, Sylvia—, dijo él, serenamente. Se dirigió hacia el pasillo y volvió a aparecer al
cabo de unos minutos. Se había vestido con su ropa todavía húmeda y sonreía con
ironía. En uno de sus musculosos brazos, justo donde llegaba la manga remangada
de la camisa, se veía un vistoso tatuaje en forma de puñal. Ella cerró los ojos y apartó
la cara. —Vete de aquí...—, le quedaron aún fuerzas para decir. Y se sintió
resquebrajar en mil pedazos cuando oyó el ruido de sus pasos alejándose y, poco
después, el silencio.
Hasta la lluvia se había callado, y el bosque que rodeaba la casa permanecía mudo,
inmóvil. El mundo parecía una maraña gris e impenetrable. Opresivo.
Suspiró. Todavía temblorosa cogió una botella de whisky intacta y se arrebujó en
el sofá. Le quitó el tapón y bebió directamente de la botella.
Aquí está la patética Sylvia Baxter, pensó, con hastío y amargura, la gran
exescritora, en compañía de su único, auténtico e inseparable amigo... Un buen
whisky envejecido, de doce años.
Echó un largo trago y, mezclándose con el sabor del licor, sintió el gusto amargo
de las lágrimas. Lloraba en silencio, con clase, como diría Patricia, para perder la
conciencia y olvidarse de su vida que iba dando tumbos, como juzgaría Kevin...
Kevin. Él era como todos los demás. Hombres atractivos y seguros de sí mismos,
con un buen trabajo y una vida estable. Previsibles, pero sin grandes sentimientos.
¿Y ella? ¿Tenía ella sentimientos aparte del rencor hacia todo el mundo, y la falta
de estima hacia sí misma?
No lo sabía, y quizá ni siquiera le importaba. Bebió de nuevo. ¡Y que se fuera al
infierno ese Bret Farrel...!
Un ruido insistente le golpeaba la cabeza.
—Dejadme en paz e iros al infierno—, murmuró aún dominada por los efluvios
del alcohol que la habían sumido en una especie de coma bajo forma de sueño.
Parpadeó y vislumbró los rayos de sol que se filtraban a través de la persiana
entrecerrada.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—Dios...— Tambaleándose se puso de pie, y se dio cuenta de que ya era


plenamente de día.
—¡Sylvia! Sylvia, maldición, abre antes de que tire la puerta abajo.— La voz de
Kevin tenía un tono de urgencia y de preocupación.
¿Qué diablos quería? ¿Por qué no estaba mimando a su guapa y sonriente Paola,
una muñequita rubia con muchas curvas y poco cerebro? Tambaleándose, Sylvia
alcanzó la puerta y abrió la cerradura. No se acordaba de haber cerrado la noche
anterior, lo que le hizo pensar en lo borracha que debía estar. Ahora sentía un
tremendo dolor de cabeza y tenía la lengua pastosa.
—¡Sylvia!, ¿por qué diablos no abrías?
La atlética silueta de Kevin se dibujaba en el umbral de la puerta, cubriendo
momentáneamente la luz del sol y permitiéndole abrir bien los ojos. Intentó adoptar
una postura erguida y un aire desenvuelto, pero sabía que estaba hecha un desastre.
Se apartó y lo dejó entrar.
Más que notarlo, intuyó que él miraba a su alrededor y, en una fracción de
segundo, se daba cuenta de cuál era la situación. —Has vuelto a beber, ¿verdad?—,
dijo lleno de amargura.
—¿Y a ti qué te importa?
—Sylvia...
Ella se echó hacia atrás el pelo con un gesto nervioso. —Kevin, por favor, no
empecemos otra vez. Y dime, ¿qué haces tú por aquí?
—No creo que estés en condiciones de entender nada aunque te lo explicara. Estás
en un estado... ¿Quieres que haga un café?
—Deja de comportarte como si fueras mi hada madrina, Kevin, ya sabes que no
soporto la hipocresía.
—Bueno, como quieras. Pero si estuviera en tu lugar, metería la cabeza bajo un
chorro de agua fría e intentaría refrescarme las ideas. Hazme caso, tengo que hablar
seriamente contigo.
—¿No podemos hacerlo en otro momento?
—No.
—¡Uff!, al diablo...
Arrastrando los pies, Sylvia se dirigió al cuarto de baño.
Cuando volvió a aparecer, media hora más tarde, se sentía horriblemente mal, le
dolía la cabeza y sentía unas náuseas tremendas; para compensar, se sentía
totalmente lúcida. Aceptó la taza de café que le ofreció Kevin y se desplomó sobre el
sofá —Bueno, ¿qué tenías que decirme?
—Mira, Sylvia, ya sé que eres una mujer capaz y autosuficiente, mayor de edad y
que sabes manejar perfectamente tu vida. Pero... Bueno, hay algunas cosas que...
Ella le miró a los ojos.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—¿Quieres dejarte de rodeos e ir directo al grano? ¿Qué es lo que quieres?


—¿Es verdad que te ves con un tal Bret Farrel, un ex—presidiario en libertad
condicional que salió de la cárcel la semana pasada?
Eso era lo que más le gustaba de Walsall: que era un pueblecito discreto donde
cada uno se ocupaba sólo de sus asuntos. Era increíble que hubiera visto a Bret dos
veces, y además en privado, y que incluso Kevin estuviera ya al corriente. —¿Y
qué?—, preguntó.
—Pero Sylvia, ¿cómo puedes ser tan alocada?
—¿Alocada? ¿Porque conozco a un ex—presidiario?
—A un hombre que asesinó a una pobre chica. Casi una niña... Kate McDermott
tenía tan sólo diecinueve años. Pero..., bueno, vamos a ver, ¿sabías que estaba
embarazada de tres meses cuando él acabó con ella?
Sylvia se tambaleó y se le escapó un suspiro.
Kevin dejó escapar una sonrisilla de amarga satisfacción, como si el pillarla en un
renuncio le produjera una cierta satisfacción.
—No, por tu reacción veo que no lo sabías. Bueno, pues es así. Ella esperaba un
hijo y quizá aquella maldita noche de hace catorce años se peleó con Farrel porque
quería que se casara con ella. Probablemente pretendía que él se asumiera sus
responsabilidades... Pero Farrel era un artista, un saxofonista que en aquel entonces
estaba empezando a tener bastante éxito, las mujeres enloquecían por él y no quería
tener ninguna atadura que pudiera obstaculizarlo.
—¿Cómo es que estás tan bien enterado, Kevin?—, le preguntó Sylvia.
El hombre se encogió de hombros.
—Querida, te has trasladado a Walsall hace cinco años, pero yo he nacido aquí.
Cuando ocurrió la tragedia de Kate, durante meses no se habló de otra cosa. Ella
también había nacido aquí, y su padre, William McDermott, es uno de los
terratenientes más importantes de la zona. Kate era su única hija y Farrel se la había
arrebatado. Primero la convenció para que se fuera con él a Albany y después la
mató. ¿Entiendes ahora por qué estoy preocupado por ti?
—¿Preocupado? ¿Qué quieres decir? ¿Temes que Farrel pueda hacerme daño
también a mí? Es absurdo, ¿no te parece? Yo no soy ninguna adolescente que pueda
arruinar su carrera; y, en cualquier caso, él ya no tiene ninguna carrera.
—¡Sylvia! Ese hombre es un psicópata. Un borracho.
—No más que yo—, replicó ella, y añadió: —Es más, si he de ser sincera, no le he
visto tocar ni una gota de alcohol. Y además, Kevin, aclárate: o es un desgraciado
calculador que mató a una pobre chica que podía crearle problemas, o uno medio
loco, que mata sin saber ni siquiera por qué.
—En cualquier caso, te aconsejo que dejes de verlo. En esta zona no es
recomendable tener relaciones con Bret Farrel.
—Eh, un momento, ¿me estás amenazando?

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King, Amanda — Quiero ser tuya

Kevin se puso de pie y suspiró.


—No, naturalmente. Yo soy amigo tuyo, Sylvia, y no puedo olvidarme de lo que
ha habido entre nosotros...
—Kevin, ¡por favor!
—De acuerdo—, la interrumpió él. —Digamos entonces que sólo te estoy dando
un consejo desinteresado. Si quieres seguir viviendo aquí, mantente alejada de ese
maldito asesino.
Ella frunció el ceño. —Dime quién te manda, Kevin.
—Maldición, me había olvidado de que contigo no se puede hablar como se habla
con personas normales.
—Te he hecho una pregunta, Kevin, y no me has contestado...
—No me manda nadie, ¡maldita sea! Pero no puedes pretender que no me
preocupe por ti. Walsall es una comunidad pequeña...
—...es un pueblo pequeño, ¡y la gente murmura! Y tú no quieres que se vaya
diciendo por ahí que tu exnovia se ve con un asesino. ¿Me equivoco?
—Perfecto. Has entendido la idea.
—¿Por qué no desapareces, Kevin?
—Eso es efectivamente lo que voy a hacer. No creas que es agradable para mí
venir aquí y ver cómo te estás destrozando, y cómo haces todo lo posible para
meterte en líos. Siempre he intentado que...
—¡Alto!, No necesito sermones ni paternalismos.
Él se encogió de hombros, y con un gesto ampuloso se retocó el perfecto nudo de
la corbata. —A veces me pregunto qué es lo que pude ver en ti durante los dos años
que duró nuestra relación—, dijo.
Bueno, Sylvia tampoco sabía qué había visto en él durante tanto tiempo. Kevin era
una buena persona, pero también un sabelotodo, quisquilloso y afectado. Un don
Perfecciones carente de auténtica densidad humana. Mientras contemplaba cómo se
iba alejando no se sintió en absoluto sola, y fue una sensación agradable...

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Capítulo 4
Era inevitable que después de la visita de Kevin, Sylvia sintiera un renovado
interés por Bret Farrel.
¿Realmente él era el hombre cruel y despiadado que Kevin había descrito? ¿O el
psicópata que había sugerido? Por lo que a ella se refería, todo juicio sobre Farrel
podía ser acertado o equivocado, ya que, por su parte, creía no tener ninguna idea de
cómo era ese hombre.
Después de la ducha y de un litro de café, cuando empezó a sentirse humana otra
vez, decidió ir a Albany y pasar por la comisaría central de policía. Seguramente
tenían algún archivo allí, y quizá, con un poco de cara, y tal vez mostrando su carnet
del sindicato de escritores, conseguiría obtener alguna información sobre el
homicidio de Kate McDermott.
Sylvia llegó a su destino poco después de las tres de la tarde. Entró en la comisaría
central y siguió la flecha que ponía oficina de información. Allí se encontró con una
agradable joven, vestida de policía, que estaba sentada detrás de una mesa y escribía
rápidamente a máquina. —Hola—, saludó.
La policía dejó de escribir, le echó una mirada y esbozó una sonrisa de
circunstancias. —¿Puedo ayudarla?—, le preguntó acercándose al mostrador.
—Quería saber...—, Sylvia titubeó. —Verá, soy escritora—, dijo enseñándole el
carnet del sindicato.
—¿Sylvia Baxter?—, murmuró la joven, leyendo el nombre y abriendo los ojos por
la sorpresa. —¿No será por casualidad la Sylvia Baxter que ha escrito Sombras en la
noche?
Bueno, aún quedaba alguien que se acordaba de ella.
—Me temo que soy precisamente yo.
La sonrisa creció desmesuradamente en los labios de la joven. —Señorita Baxter,
¡no lo puedo creer! Me llamo Edwina Fox y leí su libro hace más de seis años y desde
entonces, de vez en cuando, lo vuelvo a leer, aunque sea una novela policíaca y ya
casi me lo sepa de memoria.
—Así que le ha gustado...
—¿Gustado? ¡Me ha entusiasmado! ¿Sabe? Quizá no me crea, pero mi decisión de
entrar en el cuerpo de policía tiene mucho que ver con Maggy, el personaje femenino
de su novela. Una investigadora privada...
—¿De verdad? Lo celebro.
Edwina Fox lanzó una rápida mirada a su alrededor y después, con aire de
conspiración, le dio a Sylvia papel y bolígrafo.
—¿Puedo pedirle un autógrafo?
—¡Claro que sí!— Escribió: —Para Edwina Fox en quien podría haberme inspirado
para crear el personaje de Maggy—, y firmó.

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Le devolvió la hoja a la agente y sonrió. —Quizá usted podría ayudarme...


La joven la miró con los ojos llenos de gratitud.
—Estoy recopilando algunos datos para mi nueva novela...
—¿De verdad? Eso es maravilloso. ¿Cuándo se publica?
Quizá nunca, pensó Sylvia, pero dijo: —Pronto. Y, por supuesto, usted recibirá
una copia con mi autógrafo... El caso es que necesito cierta información...
—Bueno, para eso estoy yo.
—Se trata de un viejo crimen, y considerando que usted es muy joven, quizá ni
siquiera haya oído hablar de él. El caso McDermott...
—¿El homicidio de Kate McDermott? Claro que he oído hablar de él. Todo el
mundo, en Albany, recuerda esa vieja historia. Causó un gran estupor.
—Ya. Y supongo que existe un expediente...
—Claro, es lo lógico.
—¿Y sería posible consultarlo?
Edwina Fox titubeó.
—Señorita Baxter, haría cualquier cosa por usted, pero consultar el expediente de
un crimen... Verá, se trata de información reservada. Sólo los funcionarios de policía
pueden acceder a ella.
—Lo comprendo, pero no puede imaginarse lo útil que me sería. Y además, yo soy
una persona muy reservada. Nadie lo sabría. Ayúdeme, Edwina, por favor.
La joven suspiró.
—Si se llegará a descubrir perdería el trabajo, pero... Por usted podría hacer una
excepción. Espere un momento—, dijo, y desapareció por una puerta que había al
fondo de la habitación.
Sylvia se sentó en un sofá y pensó que ése tenía que ser su día de suerte: ¿cuántos
fans le quedarían aún en América? No muchos, si consideraba los fracasos de sus
últimos libros, y encontrarse con uno, precisamente allí, era realmente una
casualidad increíble.
Edwina Fox volvió al cabo de unos minutos. Apretaba entre sus manos una
voluminosa carpeta verde, y miraba a su alrededor como si fuera un animal
acorralado. —Aquí está—, dijo dándosela a Sylvia, —pero dése prisa.
¿Estaba bromeando? Había cientos de páginas. —¿No puedo llevármela?
—¿Está loca?
—Oiga, Edwina, ¿quién iba a darse cuenta? Dentro de un par de días, como
mucho, se la devuelvo. En cambio, si la consulto aquí podría entrar alguien y pedir
explicaciones que ni usted ni yo podríamos dar. Mire, me la meto en el bolso y nadie
sabrá jamás lo que ha pasado. Un pequeño secreto entre nosotras...
Edwina Fox se encogió de hombros. —Bueno, pero tiene que prometerme que si

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pierdo el trabajo me contratará usted como secretaria.


Sylvia sonrió: ¡bendita ingenuidad!
—Cuente con ello.— Y antes de que la chica pudiera arrepentirse, salió
rápidamente de la comisaría con su tesoro bien guardado en el amplio bolso negro de
piel. Dos días, tres como mucho, para descubrir todo lo que necesitaba saber sobre el
homicidio de Kate McDermott. Bueno, eran suficientes...
Esa misma noche, Sylvia se sentó en el cómodo sofá del salón junto a la chimenea,
con una gran taza de café en la mano y la firme determinación de no tocar ni una
gota de alcohol. Apoyó el expediente McDermott sobre las rodillas y lo abrió.
Lo primero que vio fue una foto en blanco y negro de la víctima. Era muy guapa.
Una chica jovencísima, de suave pelo rubio que enmarcaba una cara pequeña, con
grandes ojos, quizá azules, adornados con pobladas cejas y largas pestañas. La boca,
pequeña y carnosa, esbozaba una cálida sonrisa. La clásica foto de la orla de fin de
curso, pensó Sylvia, y siguió examinando la documentación, quedándose
inmediatamente sin aliento. Las fotografías que la policía le había hecho al cadáver
de Kate eran aterradoras.
¿Cómo podía ser posible que aquella bellísima joven, con aquel aspecto solar y ese
pobre cuerpo masacrado, reducido a un amasijo de carne sanguinolento fueran la
misma persona? Sylvia tragó saliva y bebió un abundante trago de café. Encendió un
cigarrillo y aspiró con fuerza el humo. Si Farrel era realmente culpable, Kevin tenía
toda la razón en hablar de él como de un monstruo.
Allí estaba también el arma del delito: un enorme cuchillo de cocina, no muy
diferente al que, el día anterior Bret había cogido para provocarla.
Lo habían fotografiado cuando aún estaba manchado de sangre, y tenía una tarjeta
de identificación sujeta al mango de madera. Tenía una hoja de casi treinta
centímetros... La policía lo había encontrado en el descampado que había delante de
la casa, manchado con la sangre de la víctima y con las huellas digitales de Farrel por
todas partes, incluso en el filo. ¡Y si eso no era una prueba convincente...! Ya, pero el
cuchillo procedía de la casa del acusado, y probablemente Bret había tenido cientos
de ocasiones de tenerlo en la mano incluso antes del delito.
Sylvia continuó con la lectura y descubrió que cuando la policía había detenido a
Farrel, él estaba totalmente manchado de sangre y completamente borracho.
Se había defendido diciendo que había llegado a casa muy tarde, que había
descubierto el cadáver de Kate y que se había quedado tan aturdido que no podía
recordar lo que había pasado después.
¿Se le podía creer? Claro. Si él era realmente inocente, volver a casa y encontrarse
con la novia masacrada de una manera tan brutal sin duda tenía que alterar todos los
sentidos pero..., ¿por qué coger el arma del delito, salir de casa, tirar el cuchillo y
correr a emborracharse? ¿Por qué no llamar a la policía, dejar intacta la escena del
crimen y demostrar así que era ajeno a todo lo que había ocurrido?
¿Podía tratarse de un ladrón desconocido el asesino de Kate McDermott? En la
casa no había objetos de valor, y lo poco que había nadie lo había tocado. Ni las joyas

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de Kate, que estaban perfectamente a la vista sobre un mueble de la habitación, ni


una modesta cantidad de dinero que estaba en el primer cajón de la cómoda. Si se
había tratado de un robo, el responsable debió cambiar de idea después de haber
matado a Kate, tal vez asustado por la enormidad del crimen que había cometido..
Y, sin embargo, en el proceso no se había descubierto nada. Ni siquiera el menor
rastro de que un desconocido hubiera podido entrar en la casa con malas intenciones,
o un móvil que pudiera hacer pensar en otro responsable del crimen que no fuera
Farrel.
En el coro de voces casi unánime que acusaba a Bret destacaba la voz de William
McDermott, el padre de Kate.
El hombre, que tuvo que declarar a requerimiento del fiscal, había afirmado que
había hablado por teléfono con su hija el día anterior al del asesinato, y que ella se
había quejado de cómo la trataba últimamente Farrel.
Si se daba crédito a la declaración de William McDermott, Bret Farrel no se había
tomado nada bien el embarazo de Kate; es más, le había dicho a la chica que abortara.
William declaró que su hija se había opuesto con todas sus fuerzas: no quería
renunciar a su hijo por nada del mundo...
Sylvia suspiró. Cada detalle hacía pensar que el verdadero culpable era Farrel.
Tenía un móvil: el embarazo de Kate que le obligaba a responsabilidades que no
quería asumir; sus huellas estaban en el arma del delito, y su ropa estaba manchada
de sangre. No había sido capaz de justificar de manera convincente por qué no había
llamado inmediatamente a la policía después de haber descubierto el cadáver y, por
si fuera poco, no parecía existir ninguna otra persona en el mundo que pudiera tener
ningún motivo para matar a Kate McDermott... Todos los testigos, efectivamente,
estaban de acuerdo en describirla como una joven dulce, buena, simpática y amable.
Sylvia siguió leyendo y encontró muchas notas referidas al juicio. Descubrió que
una única persona había sido llamada a declarar por parte de la defensa.
Se trataba de una tal Rose Tunner, vecina de Farrel. La mujer había declarado que,
la noche del delito, más o menos a la hora en la que se cometió el crimen, al asomarse
a una ventana para cerrarla, había visto la silueta de un hombre que llamaba a la
puerta de la casa de Kate. No sabía de quién se trataba, pero excluyó categóricamente
que pudiera ser Bret Farrel.
¿Por qué no la habían creído, se preguntó Sylvia? Lo descubrió unas líneas más
abajo. Primero, desde la ventana a la que Rose afirmaba que se había asomado, no se
veía muy bien la casa de Farrel. Segundo, la noche del delito, en Albany, llovía a
cántaros y tercero, y no por eso menos importante, todos sabían que la testigo le tenía
una auténtica veneración al acusado.
Que en esas circunstancias a Farrel lo condenaran sin posibilidad de apelar, le
pareció a Sylvia lo mínimo. Y sin embargo...
A pesar de lo poco que lo conocía, Bret no le daba la impresión de un asesino
despiadado, de un hombre sin sentimientos capaz de masacrar a una joven y al hijo
que tenía en su vientre sólo para evitar encontrarse con circunstancias que pudieran

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impedirle proseguir con su carrera. Y además, ¿en que podía obstaculizarlo Kate? En
Estados Unidos casi todas las estrellas tenían complicadas vidas sentimentales, llenas
de bodas y de divorcios, de hijos repartidos por todas partes de los cuales a veces ni
siquiera recordaban el nombre. Es más, el mundo del espectáculo se nutría de las
aventuras y problemas sentimentales de las estrellas...
Si Bret realmente no quería ocuparse de Kate y del niño podía simplemente
abandonarlos. Mandar a la chica a casa de su padre, que además era un hombre rico
y podría asegurar sin problemas el futuro a la hija y al nieto, hubiera sido lo más
razonable.
No, en toda aquella historia había algo que no le cuadraba. Quizá era
precisamente la mole enorme de pruebas contra Bret lo que hacía dudar a Sylvia. Ni
siquiera un auténtico idiota dejaría tantas huellas.
¿Qué pensaba hacer Farrel después de haber matado a Kate?, ¿ser por fin libre de
seguir tocando su adorado saxofón?
¿Mejor veinte años de cárcel que una mujer joven, aunque no la quisiera, y un
hijo? No, no podía creer que él hubiera sido tan tonto.
De todas formas, cabía la posibilidad de que Farrel hubiera actuado bajo el
impulso de una feroz cólera momentánea, y hubiera perdido la razón. Ésa era
precisamente la explicación que había dado el propio tribunal en el momento de la
condena... Pero Sylvia había conocido a Bret, y le había parecido un hombre con los
nervios de acero.
Sí, pero eso era catorce años después, y después de un largo confinamiento en una
cárcel de alta seguridad. Bueno, pero si se es neurótico cuando no se tienen
problemas, ¿cómo es posible que en la cárcel te vuelvas tranquilo y controlado?
Poco a poco, casi sin darse cuenta, Sylvia se deslizó en el sueño pensando en Bret
Farrel y en su terrible y misteriosa historia...
Soñó que se encontraba en una habitación oscura, sin puertas y sin ventanas.
Farrel estaba también allí; empuñaba un terrible cuchillo y se le acercaba con los ojos
dilatados por la locura y la evidente intención de cortarle el cuello. Se despertó
sobresaltada y lo vio. Estaba sentado ante la chimenea, mudo e inmóvil, y la miraba.
—¡Ah!— El grito se le escapó de los labios mientras daba un salto y se sentaba en
el sofá con un escalofrío de auténtico miedo.
—Hola, Sylvia—, dijo Bret.
Ella intentó desesperadamente calmarse. Miró a su alrededor, como para darse
bien cuenta de dónde se encontraba, y notó que la puerta del chalet esta entornada.
—¿Cómo has entrado? ¿Y qué haces aquí?
—La puerta del chalet no estaba cerrada con llave. He llamado, pero tú no has
contestado.
Sylvia intentó recordar si algunas horas antes había pasado el cerrojo, pero no lo
consiguió. Tragó saliva y en ese momento se dio cuenta de que encima de sus rodillas
estaba todavía abierta la carpeta que contenía la documentación sobre el caso

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McDermott. La cerró de golpe. ¿Farrel se había dado cuenta? —¿Qué quieres de mí?
Bret sacó un Zippo y encendió el cigarrillo que tenía entre los labios. —Me sentía
solo y he decidido hacerte una visita.
Ella se acomodó la falda con gestos nerviosos y se dio cuenta de que le temblaban
las manos. ¿Tenía miedo de él? Diablos, sí... —En plena noche.
—No hay horarios fijados para sentirse solos.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí? Ni siquiera hay autobuses desde Albany para
venir aquí a estas horas.
—Ayer no volví a Albany. Me quedé en Walsall y dormí en el pueblo.
—¿Por qué?
—No lo sé...
Sylvia empezó a relajarse. Bret no parecía tener malas intenciones, al menos por el
momento. —¿Te apetece un café?
Él la miró y sonrió. —Estás aterrorizada, ¿no?
—¿Yo?, ¿y por qué iba a estarlo?
—Venga, Sylvia, no esperabas verme aquí, y después de la otra noche eres
consciente de que yo puedo ser un individuo peligroso. ¿O me equivoco?
¿Podía mentir? ¿Tranquilizarlo? Sí, pero no tenía ganas.
—Tienes razón. Por eso preferiría que te fueras.
El hombre no se movió. —He visto que tienes el expediente de la policía sobre la
muerte de Kate. ¿Cómo lo has conseguido?
Así que se había dado cuenta...
—Tengo una amiga que trabaja allí.
Bret asintió. Indicó la carpeta con un gesto y dijo: —¿Es interesante?
—¡Bah!, bastante.
—¿Ya lo has leído todo?
—No, no todo.
—Pero ya has sacado algunas conclusiones...
—Sí, lo he hecho.
—¿Puedo saberlas?
Sylvia se encendió también un cigarrillo, y se alegró al comprobar que las manos
ya no le temblaban. —Sí, si te interesa.
—Adelante, pues...
—Bueno, si mataste tú a Kate McDermott, o eres un auténtico idiota, o un loco
redomado.
Él se levantó de golpe y se le acercó. Se inclinó hacia ella, apoyando las manos en

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el sofá e inmovilizándola entre su cuerpo y los cojines. —¿Sabes?, me gustas; tienes


agallas.
—Gracias por el cumplido—, dijo ella sintiéndose incómoda. Quizá el juicio de
Bret había sido demasiado generoso. En ese momento no se sentía nada valiente, sino
al contrario, llena de miedo y angustiada.
Una de las manos de Bret se separó del respaldo y se apoyó en su rodilla. Su
contacto era suave. De golpe, sus ojos dorados se clavaron en ella. —¿Sabes el tiempo
que hace que no toco a una mujer?—, le preguntó a quemarropa.
Sylvia jadeó. La excitación explotó en su cerebro con la potencia de una bomba.
Quizá eran los ojos de él, parecidos a los de un enorme felino, o tal vez la línea
decidida de su barbilla, o la curva irónica de su boca. O quizá era el toque
extremadamente delicado de sus dedos... Repentinamente sintió un enorme deseo de
que Bret la abrazara y la besara con ímpetu. —Quisiera ir a preparar un café—,
murmuró, pero el tono de su voz se oyó incierto y tembloroso.
—¿Crees de verdad que te permitiré escapar, mi dulce, atractiva y rebelde
Sylvia...?—, replicó Farrel, acercándose a ella aún más.

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Capítulo 5
Bret se arrodilló delante de ella, y Sylvia, sin conseguir apartar los ojos de su
rostro, permaneció rígida e inmóvil, con la espalda apoyada contra el mullido cojín
de plumas y el pecho que se le movía arriba y abajo al ritmo entrecortado de su
respiración.
Sin hablar, el hombre deslizó ambas manos bajo su falda, acariciando sus
torneados muslos y ascendiendo por ellos hasta alcanzar el borde de las medias
donde se descubría la piel desnuda de sus piernas. Titubeó y se mordió ligeramente
el labio inferior.
—Llevas liguero...—, dijo con la voz baja, cargada de deseo.
Ella no encontró las fuerzas para responder. En realidad, su cabeza era un
torbellino de ideas desordenadas y contradictorias. Se sentía excitada y seducida en
un modo que no conocía. Y sin embargo, atisbos de racionalidad le decían que lo
detuviera, que era mejor dejar las cosas como estaban antes de que fuera demasiado
tarde... ¿Pero demasiado tarde para qué? No le daba miedo el sexo, el acto carnal,
pero se sentía aterrorizada ante la implicación psicológica y ante la capacidad de
sugestión que Bret parecía ejercitar. No era increíble que una jovencita como Kate
McDermott perdiera la cabeza por un hombre así, que para seguirlo abandonara a su
familia y que después se hubiera quedado con él hasta las últimas consecuencias.
—Déjame Bret—, murmuró.
Él sonrió. Una breve sonrisa apenas esbozada, pero íntima y tierna. —Lo haría si
creyera que eso es lo que realmente quieres.
Sylvia se echó hacia adelante mientras seguía sintiendo las yemas de sus dedos
acariciar su piel y deslizarse insinuantes bajo el borde inferior de sus braguitas de
encaje blanco. Sin darse cuenta, apoyó una mano en su espalda y advirtió lo fuerte
que era, sólido y compacto como un bloque de cemento. El corazón le empezó a latir
fuertemente, y sus manos temblaron mientras se esforzaban por desabrochar los
botones de la camisa de algodón que él llevaba puesta.
—Sí...—, murmuró el hombre, observándola encantado y animándola a continuar
con los labios entreabiertos y los ojos convertidos en dos ranuras brillantes, mientras
le deslizaba las braguitas por los muslos y apretaba con las palmas de las manos
contra su piel y contra la seda transparente de las medias.
Bret Farrel poseía un tórax digno de una estatua griega: pectorales marcados y
unos abdominales que parecían esculpidos, ligeramente subrayados por una leve
pelusa rubia que se reducía en la parte de abajo, como si fuera una pirámide
invertida, y apuntaba hacia el ombligo que se dibujaba perfectamente en el centro de
su vientre plano y musculoso.
Sylvia jadeó cuando el hombre le cogió las nalgas y la trasportó desde el sofá hasta
el suelo, directamente sobre la alfombra india de mullida lana blanca y celeste. En un
segundo se encontró inmovilizada debajo de él, aplastada por su físico viril.
Con un gesto rudo, Bret le bajó la falda hasta dejar al descubierto sus caderas y se

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inclinó para admirar la provocadora desnudez enmarcada por el encaje del liguero.
Se humedeció los labios con la punta de la lengua y gruñó con deseo, mientras le
pasaba la palma de la mano sobre el vientre y deslizaba sus dedos entre los oscuros y
suaves pelos del pubis.
Y luego la besó. Un beso imprevisto, ansioso, feroz. Fue casi como si la mordiera
con los labios, inundándola con su lengua y sujetándole la cabeza con una mano.
Después, de golpe, la soltó.
Se arrodilló entre sus muslos abiertos y la miró a los ojos. Se soltó la hebilla
plateada del cinturón y se bajo la cremallera de los vaqueros. Con un único gesto se
bajó los pantalones y los calzoncillos y se abalanzó sobre ella con ímpetu apasionado.
Sylvia sintió como la punta de su pene hacía presión contra su propia intimidad y
se dio cuenta de que estaba ya preparada para acogerlo. Se arqueó y rodeó con sus
piernas los riñones de Bret. El le apretó los glúteos y la atrajo hacia sí. La penetró con
un único movimiento vibratorio, duro y caliente.
Sylvia gimió. Un balbuceo lánguido se le escapó de entre los labios semiabiertos,
resonando en los oídos de Bret como la más perentoria de las llamadas eróticas.
El hombre embistió con su miembro el cuerpo de Sylvia con violencia. —Quítate el
jersey—, le susurró. —Quiero sentir tu piel desnuda en la mía...
A pesar de sentirse atrapada entre sus brazos, Sylvia consiguió deshacerse del
jersey negro de lana, descubriendo un sujetador blanco de encaje. Bret, al verlo, jadeó
lentamente. Su mano se deslizó por el vientre de Sylvia, acariciándole la piel, pero sin
quitarle la delicada prenda que cubría sus senos. Se limitó a bajárselo un poco, hasta
dejar al descubierto sus pechos generosos. Luego acercó los labios, rodeándole los
pezones erectos y se los chupó, mordisqueándolos dulcemente, primero uno y
después el otro, restregándole la cara en la hendidura de los senos, insinuante,
hundiéndole los labios en la piel, y lamiéndola dulcemente con la punta de la lengua.
—Sylvia, ah Sylvia, te deseo...—, dijo besándole el cuello y lamiéndole el lóbulo de la
oreja. La penetró de nuevo, empujando con todo su cuerpo, hundiéndose en su
húmeda y cálida intimidad. Luego se retiró ligeramente y restregó los labios sobre
los de ella. Empezó a moverse, primero lentamente y luego cada vez a mayor
velocidad, alternando la regularidad de su ritmo con asaltos feroces, casi brutales que
se apagaban, inevitablemente, una fracción de segundo antes de que ella alcanzara el
orgasmo.
Parecía como si Bret la conociera desde siempre. Como si la comprendiera mejor
de lo que antes la hubiera podido entender ningún otro hombre. Advertía la
intensidad de su excitación, y la dominaba, dominándose también a sí mismo, con un
control despiadado. Sylvia sentía cómo temblaba y alcanzaba la máxima tensión,
cómo se paraba y se retraía ligeramente cuando alcanzaba el extremo límite
inmediatamente anterior al placer. Y oía como la respiración de Bret se hacía cada
vez más afanosa, veía cómo se tensaban las venas del cuello bajo la piel y contraía la
mandíbula.
Se apretó contra él. Lo hizo con determinación cuando se dio cuenta de que el
hombre estaba, por enésima vez, controlando la situación, y estaba a punto de

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retraerse. Apretó la pierna en torno a sus riñones y arqueó la pelvis. Sus músculos
internos se contrajeron involuntariamente alrededor del pene de Bret, pero cuando él
estaba a punto de sustraerse, Sylvia lo detuvo empujándolo hacia sí con las manos
apoyadas en su espalda, mordiéndolo salvajemente en el cuello y clavándole las uñas
en la piel de la espalda. Y lo tuvo apretado hasta que estuvo segura de que no se
volvería a escapar porque ya era imposible que consiguiera pararse y dominarse.
Bret Farrel gimió. Fuerte. La apretó contra su cuerpo con un abrazo apasionado y
eyaculó abundantemente, inundándola con cálidas oleadas justo mientras el cuerpo
de Sylvia se sumergía violentamente en los meandros del placer...
Increíblemente, la desnudó totalmente después de haber hecho el amor con ella.
La cogió en brazos y, como si entre ellos fuera lo más natural del mundo, la llevó en
brazos a la habitación. Apartó las mantas y la depositó entre las sábanas; luego la
tapó, ajustando bien las mantas, como se podría hacer con un niño. Durante unos
segundos, en la oscuridad de la habitación, ella percibió que Bret la estaba mirando.
Después el hombre se dio la vuelta.
—¿Adonde vas?—, preguntó Sylvia, mientras oía que sus pasos se alejaban, y
maldiciéndose en silencio porque su voz se oía incierta y débil. Durante unos
instantes, que le parecieron interminables, Bret no contestó, y no se detuvo.
—Bret, ¿adonde vas?—, repitió ella, esta vez con la angustia reflejada en su voz.
—Creo que ya es hora de que me quite de en medio—, dijo él.
—¿Por qué...?
—Ya ha sido una estupidez venir aquí esta noche.
Y fue como si le hubiera dado un puñetazo a traición. ¿Eso era lo que realmente
pensaba? ¿Se sentía desilusionado? Sylvia se desesperó, al mismo tiempo que se
sentía incapaz de comprender por qué resultaba tan importante para ella que aquel
hombre no la abandonara, al menos no esa noche.
—Si te vas ahora, no vuelvas nunca más.
—Es la mejor solución.
—¡No! No... No...— Sylvia se incorporó apartando las sábanas y escrutó la
oscuridad con la mirada. No conseguía verlo, y le parecía como si se hubiera caído en
un pozo oscuro en el que, en breve, el agua enfangada y putrefacta la sumergiría
para siempre. —No lo hagas, Bret... No me dejes...—, la voz se le quebró en un
sollozo que, inmediatamente se transformó en un llanto desolador. Estaba
desesperada, y ni siquiera se dio cuenta de que el hombre había vuelto a su lado y la
había cogido entre sus brazos.
—Sylvia, cálmate, por favor...
—¡Oh, Bret!— Se aferró a él como si fuera un roca en medio del mar y ella un
náufrago arrastrado por las olas. —No me dejes, Bret, yo... te necesito.
—Sylvia... Inolvidable, dulce Sylvia...— La acunó casi como si fuera una niña,
besándole dulcemente la sien y habiéndole en voz baja, con un tono dulce y tierno. Y
fue en ese momento cuando Sylvia comprendió que él no podía ser un asesino.

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—Bret, quédate a vivir aquí—, le susurró.


Él suspiró. —Dices eso esta noche, porque te sientes sola y crees que me necesitas.
Pero mañana por la mañana, cuando salga el sol y el mundo se muestre en una
dimensión menos espantosa te darás cuenta de que has dicho un montón de
tonterías.
—No es verdad...
—¡Oh, sí! Y si yo ahora te hiciera caso, mañana me odiarías porque no sabrías
cómo deshacerte de mí.
—Yo no creo que tú hayas matado a Kate—, dijo ella, de repente y notó cómo Bret
se ponía tenso. A pesar de eso, él no dejó de abrazarla.
—Nos hemos acostado juntos, ¿eso me convierte en un hombre inocente?—, le
preguntó con un deje de amarga ironía.
—No, no por eso.
—¿Por qué, entonces?
—Bueno, creo que lo sabía desde el principio. Desde que vi por primera vez tu
foto en el periódico y leí la noticia que hablaba de tu salida de la cárcel. Ahora sé por
qué sentí el injustificado deseo de conocerte...
—Venga, Sylvia, ¿te das cuenta de las sandeces que estás diciendo? ¿Cómo se
puede saber por una foto si un hombre es culpable o no de un homicidio?
—Bueno, yo he podido. Y si ahora tú afirmaras que has matado a Kate, yo no te
creería.
—Es ridículo.
Sylvia se acurrucó entre las sábanas y arrastró a Bret también. En la oscuridad,
abrazada a él, entre la tibieza de las mantas y la dulzura de sus brazos, le acarició el
pelo. —¿Quieres hablarme de lo que ocurrió?
—¿Para qué serviría?
—Para que tuvieras la oportunidad de desahogarte después de haber soportado
una injusticia tan tremenda. ¿Cómo puedes no sentirte furioso contra todo el mundo
después de lo que te han hecho?
—¿Esa es la impresión que te doy? Bueno, te equivocas. Tengo tal cantidad de
rabia que esta vez sí que podría llegar incluso a matar... Pero te lo repito, ¿para qué
serviría? Si volviera a gritar mi inocencia lo único que conseguiría sería volver a
encontrarme entre rejas durante otros interminables cinco años. Y créeme, pequeña,
eso el lo último que deseo. No creo que pudiera soportar ni un minuto más en
aquella maldita cárcel. He pasado días, meses, años allí dentro intentando no
volverme loco. Y ha sido una tarea que me ha costado toda la energía de la que era
capaz. Me decía continuamente: Pasará, Bret, pasará... ¡Resiste! ¡No les des la
satisfacción de palmarla en la cárcel! Y me pasaba los días haciendo flexiones en el
suelo de la celda, o escurriendo sábanas en la lavandería de la prisión. Días
interminables llenos de cólera y de nada... Después, poco a poco, empecé a creer que

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lo conseguiría, que lograría no volverme loco. Y por fin, la puerta se abrió ante mí, y
la primera persona a la que veo eres tú... Pelo largo y negro e inquietantes ojos
azules. Una boca estupenda y un cuerpo de modelo. Una periodista, pensé, y la
verdad es que me entraron ganas de estrangularte, porque te deseaba y creía que tú
eras uno de esos buitres que le aseguran a sus periódicos o revistas una tirada mayor,
que consiguen a costa de pobres desgraciados, sin tener ni un mínimo de escrúpulos.
—Yo también buscaba una historia...
—No, Sylvia, tú ibas a la búsqueda de emociones.
Ella le restregó la punta de la nariz contra el cuello y la mandíbula. —Y no se
puede decir que tú no me las hayas proporcionado. Y muy intensas, además... Tan
intensas que no quiero que te vayas. Puedes vivir aquí, si te apetece, y yo no te pediré
nada. No quiero obligarte a una historia sentimental que seguramente no te interesa,
y no tienes que dejarte llevar por lo que ha habido entre nosotros. Ambos somos
adultos, y el irse a la cama juntos no quiere decir noviazgo. Pero los dos estamos
solos, y tenemos problemas; podremos hacernos compañía mutuamente, y
ayudarnos.
Bret no contestó inmediatamente. Se relajó a su lado y acomodó la cabeza en la
almohada. —No lo sé, Sylvia. De verdad que no lo sé... Esperemos a mañana, y
después decidiremos. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo—, contestó ella intentando controlar el temblor de su voz. No
sabía por qué se sentía tan aturdida ante la idea de que Bret Farrel se fuera y
decidiera que entre ellos no podía haber nada más que lo que ya había pasado, y eso
la llenaba de miedo. Y sin embargo, como no le ocurría desde hacía muchísimo
tiempo, en aquellos momentos se sentía viva. Y joven, y llena de energía.
Entusiasmada, con un objetivo, aunque no sabía muy bien cuál. Él le había
proporcionado todo eso, y aunque a la mañana siguiente se fuera para siempre, ella
ya nunca podría olvidarlo...
El amanecer inundó de luz las copas de los árboles que rodeaban el chalecito.
Sylvia parpadeó y el corazón le dio un vuelco cuando, al abrir los ojos, se dio cuenta
de que Bret ya no estaba a su lado...
Así que había decidido irse. Bueno, podía entenderlo. Seguramente tenía sed de
vida después de haberse pasado catorce años encerrado entre los barrotes de una
celda. ¿Por qué iba a decidir compartir su tiempo con una escritora medio fracasada
y casi alcoholizada que vivía aislada en una casa a las afueras de un pueblecito que ni
siquiera aparecía en el mapa?
Todavía estaba intentado justificar la actitud de Bret e intentando no dejarse llevar
por la desolación, cuando el aroma del café recién hecho inundó la habitación. ¿Era
posible que él...? Se levantó de golpe de la cama, y sin preocuparse del frío de la
mañana sobre su piel desnuda echó a correr en dirección a la cocina. Se quedó
inmóvil en la puerta, contemplando los hombros anchos y el pelo rubio de Bret. ¡No
se había ido! ¿Significaba eso que iba a quedarse?
Bret se dio la vuelta y sonrió, ladeando la cabeza de una manera habitual en él. —
Tenía la intención de preparar el desayuno—, dijo, —pero no creo que pueda

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concentrarme en el desayuno si no te pones algo encima.


Sylvia se sobresaltó, dándose cuenta sólo en ese momento de que estaba
completamente desnuda. Se puso roja como una niña a la que le descubren en una
mentira y volvió corriendo a la habitación. Fue al cuarto de baño, se dio una ducha y
se puso un cómodo chándal negro y unas zapatillas de gimnasia del mismo color. Se
recogió el pelo y se hizo una cola de caballo, y cuando volvió a la cocina se sentía
como una adolescente que se dirige a su primera cita.
Bret le sonrió de nuevo, y le mostró la mesa, ya preparada para el desayuno, con el
café, las tostadas y los botes de miel y de mermelada. —Et voilá... La señora está
servida.
Sylvia se sentó, sin conseguir reunir el valor suficiente para hacerle la única
pregunta importante que le martilleaba el cerebro.
Bret le sirvió el café y cogió el azucarero. —¿Cuántas cucharadas?
—Una, gracias...
—¿Algún problema?, —le preguntó. Y Sylvia tuvo la impresión de que estuviera
esperando que ella le diera alguna señal, le dijera algo... Movió la cabeza.
—No, no, ningún problema—, contestó y cogió una tostada. ¡No! No conseguiría
tomarse el desayuno si antes no descubría lo que rondaba por la cabeza de Bret. Posó
la tostada en el plato y se pasó una mano por los ojos. —¿Te quedarás aquí, Bret...?—
—¿Sigues queriendo que me quede?
—Sí, sí... Lo deseo con todas mis fuerzas.
—Sylvia, ¿te das cuenta de que yo no soy precisamente el hombre más estimado
de la región?— Ella levantó los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Que en Walsall saben perfectamente quién soy y no me estiman. Es más, si me
vieran colgado de una cuerda, con un nudo bien apretado alrededor del cuello,
probablemente organizarían una fiesta para celebrarlo.
—¿Te crees que me importa lo que piense la gente?
—Quizá no te importe nada, por ahora... Pero las cosas podrían cambiar. ¿Crees
que te resultaría agradable bajar al pueblo y que te señalaran con el dedo como a una
especie de fenómeno de circo? Si yo me traslado a vivir aquí, al cabo de unos días tú
te convertirías en la putilla del presidiario—... Perdona la expresión, pero eso sería lo
que pasaría.
—¿Y tú te crees que yo voy a cambiar de idea sólo porque alguna vieja beatona me
vaya a mirar con malos ojos? Si piensas eso, realmente no me conoces, Bret.
—Es verdad. No te conozco, pero no quiero hacerte ningún daño.
Sylvia le acarició la mano. —Sólo me harás daño si te vas—, le dijo.
Él suspiró. —Bueno, vale. Pero tienes que prometerme que siempre serás sincera
conmigo. Y si en algún momento mi presencia aquí se hace incómoda, no tienes que

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tener ninguna rémora y decírmelo. Yo me daría cuenta, de todas formas...


—Mira, Bret...
—Prométemelo, Sylvia, o no hay más que hablar.
—Vale, te lo prometo. Y ahora, por favor, dejemos estos temas deprimentes. Tengo
hambre. Un hambre terrible.— Mordió con ganas una tostada untada con miel, y le
pareció que nunca había comido nada tan sabroso en toda su vida.

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Capítulo 6
Bret se levantó y se alisó la camisa y los pantalones.
—Se está haciendo tarde.
—¿Para qué?
—Para coger el autobús. Si no llego a Albany a las ocho de la mañana me arriesgo
a quedarme sin trabajo.
—¿Y a hacer de mozo en el mercado tú lo llamas trabajo?
—No está mal. Se está al aire libre y, además, pagan bien. Setenta dólares al día.
—Oye, Bret, ¿por qué no lo dejas? Quiero decir... Bueno, yo no soy rica, pero me
puedo permitir... O sea, que ¿por qué vas a estar cargando y descargando cajas
durante ocho horas al día? Puedes quedarte aquí y ayudarme, y quizá con calma
encuentres otro trabajo. Hay que arreglar el tejado y también alguna ventana—,
afirmó esperanzada.
Bret suspiró. Se acercó a ella y se inclinó. —Hay una cosa que tenemos que aclarar,
Sylvia. Seré un presidiario, pero no voy a consentir que nadie me mantenga. Es más,
mientras tú y yo estemos juntos, será con mi dinero con el que pagaremos lo que se
necesite para vivir. Así que hazme la lista de la compra y yo me ocuparé de traer lo
necesario antes de volver a casa esta noche.
Ella lo miró. —¿Serviría de algo si te dijera que te estás comportando como un
estúpido? ¿Qué ya no estamos en la Edad Media y los tiempos han cambiado, y que
una mujer puede también pagar sin por eso convertir al hombre automáticamente en
un mantenido?
—No, no serviría.
—¡Hum!, lo que me temía... Bueno, compra lo que te parezca, pero acuérdate de
que yo no soy una gran cocinera, así que si esperas que te prepare platos refinados, te
estás equivocando completamente.
—Yo me las apaño perfectamente. Trabajé durante cinco años en las cocinas de la
cárcel, y conmigo trabajaba un tipo de Nueva Orleáns que había trabajado antes en
un restaurante famoso. Cocina francesa de primera calidad.
Sylvia rió. —¿Y cómo es que estaba en la cárcel ese cocinero de Nueva Orleáns?
—Había matado a sus suegros con una maza, los había cortado a trocitos y esa
misma noche había intentado cocinar algunos trozos para los clientes de su
restaurante. Quería ver si a los demás se le indigestaban tanto como se le habían
indigestado a él.
—¡Un personaje simpático!
—No te lo creerás, pero realmente lo era...
¡Pobre Bret, pensó Sylvia, obligado a compartir catorce años de su vida con gente
así! Se acercó y le rodeó la cintura con sus brazos.

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—De acuerdo, pero no hace falta que cojas el autobús para ir a Albany. Yo también
tengo que ir a la ciudad. Tengo algunas cosas que hacer. ¿Puedo llevarte sin que se
resienta tu orgullo?
Bret asintió, y no le preguntó en qué consistían las cosas que tenía que hacer. Y
Sylvia se lo agradeció, porque había decidido investigar sobre el asesinato de Kate
McDermott, y no habría sido capaz de mentir...
En Albany se separaron en el centro y quedaron en verse esa noche para que Bret,
como le había prometido, hiciera un suculento arroz al champán.
Cuando él dobló la esquina, Sylvia miró el callejero y encontró rápidamente la
calle que estaba buscando. Después de veinte minutos de tráfico intenso tocó el
timbre del despacho de abogados Buttler & Smith.
Tuvo que echar mano de toda su capacidad de persuasión y de toda su paciencia
para convencer a una hostil secretaria de que era vital para ella ver inmediatamente
al abogado Stephen Buttler, el que había defendido a Bret durante el proceso.
Stephen Buttler era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto agradable y
que tenía una sonrisa cordial. Recibió a Sylvia en un despacho elegante y acogedor y
se sentó detrás de una imponente mesa de caoba oscura, mientras ella lo hacía en una
butaca de cuero beige.
—¿En que puedo ayudarla?
—Se trata de una vieja historia—, soltó ella lanzándole su sonrisa más seductora y
parpadeando sensualmente con sus largas pestañas negras. —Escribo novelas
policíacas, y he pensado que usted podría ayudarme...
—Bueno, si se trata de algo que no va contra la ética profesional...
Sylvia se inclinó hacia la mesa, dejando que el escote de la blusa negra dejara
entrever ligeramente la parte superior de sus bien modelados senos. Viejas armas
femeninas que suelen resultar útiles... —No creo, abogado, y además estoy seguro de
que usted se daría cuenta en seguida... Se trata del homicidio McDermott.
Buttler se puso ligeramente tenso, de manera casi imperceptible. —Sí, lo recuerdo.
Un caso desesperado, que hubiera sido mejor no aceptar.
—¿Por qué?—, le preguntó ella con curiosidad.
—Bueno, pagué muy caro las consecuencias de mi interés por Bret Farrel durante
años.
—No entiendo...
El abogado pareció reflexionar, como si estuviera decidiendo si era el caso de
contarlo o no. Al final se encogió de hombros.
—Bueno, sí, ahora puedo ya hablar de ello... Verá, después de haber defendido a
Farrel perdí a muchos de mis clientes. Necesité casi cinco años para recuperar la
clientela.
—¡Oh, qué terrible! ¿Pero eso por qué?
—Fue un caso muy impopular. Todos, la opinión pública, los medios de

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comunicación y los testigos estaban de parte de la víctima. Un coro unánime, y todos


los días me atacaban por todas partes por haber aceptado el caso. Pero yo era muy
joven en aquel entonces y estaba lleno de ideales. Todavía creía en los pilares de la
ley según la máxima de que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo
contrario y que, en cualquier caso, todo el mundo tiene derecho a un proceso justo y
a una buena defensa...
—¿Y no es así?—, preguntó Sylvia, olvidando el arte de la seducción y contenta de
comprobar que el hombre parecía tener ganas de hablar con ella.
Buttler movió la cabeza. —No, no lo es. Hay casos en los que la sentencia ya se ha
emitido antes del proceso. Y el homicidio McDermott fue uno de ésos. Además, por
si fuera poco, Kate McDermott era la única hija de un hombre muy influyente. Uno
de los más ricos de Albany. Creo que fue precisamente gracias a él por lo que perdí a
tantos clientes.
—Se refiere a William McDermott, ¿verdad?
—Sí. Exactamente. ¿Lo conoce?
—No.
—Oiga, señorita Baxter, usted ha venido a verme para obtener información, pero
¿qué es lo que piensa hacer con ella?
—Quisiera escribir un libro inspirado en el caso en cuestión.
—¿Y William McDermott lo sabe?
—No. ¿Por qué? ¿Necesitaría su aprobación, por casualidad?
Buttler sonrió con ironía. —Me temo que es exactamente así.
—Perdóneme, abogado, pero eso es una tontería. Yo vivo en Walsall, pero mi
editor es de Nueva York y no creo que se dejara influir por un tipo como McDermott.
Gracias a Dios en Estados Unidos todavía existe la libertad de palabra y de prensa.
—Menos de lo que usted cree, señorita Baxter, y le deseo, por su bien, que no
tenga nunca que descubrir lo amplia y peligrosa que es la influencia de McDermott.
Sylvia se encogió de hombros pensando en Thomas Davis, el marido de su
querida amiga Patricia y su editor: era un hombre realmente recto e incorruptible.
Nadie podría convencerlo de que no publicara un libro si decidía que valía la pena.
Sonrió a Buttler. —McDermott, sea quien sea, no me asusta. Pero, dígame, ¿por qué
goza de tanta influencia?
El abogado le lanzó una intensa mirada. —Mire, hagamos un trato: yo contesto a
sus preguntas, pero usted se compromete a no revelar jamás sus fuentes de
información. Y le advierto que si lo hiciera, yo lo negaría e inmediatamente la
acusaría por difamación. No quiero volver a tener problemas por culpa de aquella
vieja historia...
Sylvia asintió. Total, al menos por el momento, lo que le interesaba realmente era
investigar sobre el homicidio.
Si después surgiera la necesidad de escribir un libro, ya lo pensaría llegado el

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momento.
—Trato hecho, abogado.
—Bueno, entonces, para empezar, le explicaré por qué McDermott tiene tanto
poder.
—Yo sólo sé que es un importante terrateniente.
—Sí, pero antes de serlo fue durante diez años la mano derecha de Edgard
Hoower.
Sylvia se quedó pasmada. —¿Hoower, el jefe supremo de la CÍA en tiempos del
presidente Kennedy?
—Y en tiempos de Marilyn Monroe, justo él... McDermott se retiró de la agencia
cuando Hoower murió, y se vino a Albany donde compró grandes cantidades de
terrenos. De dónde había sacado tanto dinero, nadie lo sabía, pero nadie se atrevió a
preguntárselo. Verá, se dice que los famosos informes secretos de Hoower sobre
todos los personajes importantes de nuestro país, aquellas carpetas fantasmagóricas
que desaparecieron en la nada después de la muerte del gran viejo, estaban
precisamente en manos de McDermott. O, al menos, una parte de ellos...
¿Comprende ahora por qué es tan influyente?
Sylvia se había quedado sin habla. ¡Claro que lo comprendía! Sobre los famosos
informes de Hoower se había hablado mucho durante años, y aunque nadie podía
afirmar con total seguridad que existieran realmente, le habían quitado el sueño a
mucha gente. Bueno, ella, en cualquier caso, no se iba a desanimar.
—¿Por qué me cuenta todo esto, abogado Buttler?—, preguntó, dándose cuenta de
lo delicado de la información que el hombre le estaba proporcionando con tanta
facilidad.
—Porque, desde mi punto de vista, y sin que salga de aquí, McDermott es un gran
bastardo y cualquiera que le pueda descubrir, desvelando sus asuntos, me resulta
simpático.
—Entiendo. ¿Y qué me puede decir sobre el homicidio de Kate?
—Bueno, efectivamente contra Bret Ferrel había un montón de indicios.
—¿No pruebas?, ¿sólo indicios?
—Sí, claro, ¿no lo sabía?
—Bueno, ¿y las huellas digitales en el arma del delito, y su ropa manchada de
sangre?
—¿Y eso qué? No se trata de pruebas. El cuchillo pertenecía a la cocina de la casa,
y era normal que hubiera huellas de Farrel. Y además, nadie lo vio matar a Kate ni
pudo declarar que estuviera en casa a la hora del delito. Nadie lo había oído jamás
discutir con la chica, y por lo tanto el móvil que el tribunal le endilgó había que
comprobarlo. Ni los vecinos de casa ni los amigos conocían ningún tipo de tensión
entre Bret y Kate. En realidad, sólo se dio crédito a la declaración del padre de la
chica.

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—¿La famosa llamada en la que ella decía que Farrel quería obligarla a abortar?
—Exacto. Pero eso tampoco se probó.
—¡Pero si todos le dieron la espalda!
—Ya le he explicado por qué...
—¿Quiere hacerme creer que William McDermott usó su influencia para acusar a
Farrel?
—Yo no quiero hacerle creer nada; dejo que sea usted la que se haga una idea con
lo que le he contado.
—¿Pero por qué McDermott podía tener interés en arruinarle la vida a Farrel?
—Oh, no sé si quería arruinarle la vida, pero sé que no le había hecho ninguna
gracia que su hija se fuera de casa con un tipo que tocaba el saxofón y que, además,
estaba empezando su carrera.
Sylvia suspiró. —¿Y qué me dice de Rose Tunner?
—Ya, Rose Tunner... La única testigo de la defensa que conseguí encontrar
durante todo el proceso. Verá, he pasado días enteros analizando las declaraciones
de aquella mujer, y todavía no he conseguido hacerme una idea clara. Se presentó en
mi despacho espontáneamente y dijo que había visto a un desconocido entrar en la
casa de Farrel a la hora del delito. Parecía totalmente segura... Pero en el juicio,
presionada por el fiscal, casi retira la declaración. Fue el golpe de gracia para mi
defendido.
—He leído en alguna parte que desde su ventana, Tunner no podía ver claramente
la puerta de la casa de Farrel...
—¡Eso es un tontería!—, exclamó Buttler. —El homicidio de Kate fue el quince de
enero, y la investigación pericial que se hizo en la casa de Tunner tuvo lugar en junio,
cuando los árboles habían florecido y estaban llenos de hojas. Claro que no podía
verse con claridad la puerta de la casa de Farrel.
Sylvia estaba anonadada. —¿Y usted no señaló este importantísimo detalle?
—¡Claro!
—¿Y qué sucedió?
—Nada de nada. El juez hizo constar en las actas el informe del perito presentado
por el fiscal, ignorando mis objeciones, y así se ventiló a la testigo de la defensa.
Sylvia no podía creerlo. Todo era realmente terrible. Parecía que en contra de Bret
se hubiera tejido una auténtica tela de araña en la que había quedado atrapado. Se
puso de pie y se alisó la falda.
—Le agradezco su amabilidad, abogado. Me ha sido realmente útil hablar con
usted.
—El placer ha sido mío. Hace mucho tiempo que esta historia me pesa sobre la
conciencia. Quizá Farrel era culpable, y tal vez fue él realmente el que mató a la
pobre chica, pero no tuvo un juicio justo, y eso resulta insoportable para un hombre

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de leyes.
—Usted no sólo es un hombre de leyes, abogado Buttler; además es una buena
persona—, dijo Sylvia mientras le daba la mano y lo saludaba con una sonrisa.
Esa misma noche estaba sentada al lado de la chimenea cuando Bret volvió a casa.
Estaba tan ensimismada pensando en los detalles que había descubierto durante su
conversación con el abogado Buttler durante la mañana que ni siquiera se dio cuenta
de su presencia.
De repente se lo encontró a su espalda... Se sobresaltó y le faltó poco para lanzar
un grito cuando él le rodeó el cuello con las manos y la besó en la mejilla.
—¡Eh!, parece que estamos un poco nerviosos—, exclamó Bret ante su reacción.
—No te había oído llegar...
Él se dirigió hacia la cocina llevando dos enormes bolsas llenas de provisiones. —
Ya me he dado cuenta. Oye, tendrías que ser más prudente. El chalet está aislado, y
esta extraña manía tuya de dejar siempre la puerta abierta...— Movió la cabeza y
sonrió con ironía. —¡Con la de maleantes que andan sueltos por ahí!
Sylvia se unió a su alegría, fue a ver lo que había comprado y cogió en sus manos
una de las latas. —Paté de foie gras... Señor mío, ¡cómo nos cuidamos!
—Bueno, ¿qué quieres?, he estado fuera de la circulación durante demasiado
tiempo, ahora tengo que ponerme al día.
Le sonrió y le revolvió el pelo con un gesto afectuoso. —Oye, ¿qué te parece si
guardas todas estas cosas mientras yo voy a darme una ducha?
—De acuerdo—, contestó Sylvia, y añadió. —¿No has dejado la habitación que
habías alquilado?
—Sí, sí, he ido, y tengo que decir que la dueña se quedó aliviada al saber que me
iba.
—Muy bien, ¿y dónde tienes el equipaje?
—He dejado la bolsa en el porche. Ahora voy a por ella.
—Deja, ya voy yo.
Sylvia se dirigió hacia la puerta de entrada y la abrió de par en par. Una hermosa
luna se reflejaba en las aguas del lago, y ella se sentía feliz. Quizás era una estúpida,
pero no se podía negar que la entrada de Bret en su vida le había restituido una gran
cantidad de energía.
Se dirigió canturreando hacia el centro del porche y, de repente, lo vio... Se quedó
muda al instante y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Hizo un gran esfuerzo para
recuperar la voz. —Bret...—, llamó.
Unos segundos después él apareció en el umbral; había notado en su voz la
preocupación y la ansiedad. —¡Eh!, pequeña, ¿qué te pasa?
Sylvia no tenía bastante fuerza para responder. Se limitó a señalar con la cabeza
un rincón oscuro, entre los peldaños y el pasamanos de madera.

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Bret se inclinó.
—Es un ciervo—, dijo. —Le han cortado el cuello...
El cuerpo del pobre animal estaba encogido, en medio de un charco de sangre.
Sylvia suspiró.
—¿Quién puede haber cometido una crueldad así?—, balbuceó. —¿Y por qué?
Bret recogió un papel doblado que había en el suelo, lo desdobló y lo leyó
rápidamente. Después se lo dio.
—Aquí está el porqué. Y con respecto al que lo ha... Bueno, no pueden haber
pasado más de cinco minutos desde que nos ha dejado este regalito, porque yo acabo
de llegar y no he visto nada. Y tampoco pueden haberse escapado demasiado de
prisa porque no han utilizado ningún coche, si no hubiéramos oído el ruido del
motor... ¿No tendrás una linterna en casa?
Por unos segundos Sylvia no contestó. Estaba demasiado concentrada leyendo la
palabras que una mano misteriosa había escrito en la nota:
—¿Quieres terminar como este pobre animal, Sylvia Baxter?
Era una advertencia dirigida a ella...
Movió la cabeza y volvió a la realidad. Vio que Bret volvía a entrar en casa.
—¿Qué vas a hacer?—, le preguntó asustada.
—Quiero ir a buscar al bastardo que ha hecho una cosa así y romperle los dientes.
Si me doy prisa aún puedo atraparlo. No puede llevar mucha ventaja.
—¡No!— Sylvia se le puso delante y le cerró el paso. —No puedes salir ahora.
—¿Por qué?
—Porque es de noche y no sabes con lo que puedes encontrarte.
—Venga Sylvia, ya no soy un niño y sé cuidarme, si no habría salido medio
muerto de una cárcel de alta seguridad. De la cárcel de Albany se puede decir de
todo, pero no que no constituya un gran curso de supervivencia.
Ella estaba completamente agitada. —No te permitiré que vayas, Bret. ¿No lo
entiendes? Eres un detenido en libertad condicional, y bastaría el más mínimo
contratiempo para que volvieran a encerrarte.
—No te preocupes, me andaré con cuidado. Y ahora dame una linterna y no me
hagas perder más tiempo.
Estaba tan enfadado, tan furioso, que durante unos instantes le costó reconocer al
hombre tranquilo y un poco flemático por el que había perdido la cabeza.
—No. No irás. No te permitiré que te metas en líos. ¿No te das cuentas que estarías
haciendo su juego? Sea quien sea el que ha matado a ese pobre ciervo y el que ha
dejado la nota lo que quiere es arruinarte la vida, y ya ha demostrado que está
dispuesto a cualquier cosa...
Bret cerró los ojos y suspiró. Tenía los puños cerrados con tal fuerza que la tensión

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se percibía en el aire.
—¡Maldita sea!—, gritó de repente, y le dio un tremendo puñetazo al marco de la
puerta con todas sus fuerzas.
Sylvia lo condujo dentro de casa y cerró la puerta. Se le acercó y le acarició un
brazo con la mano. —Bret, cálmate. A fin de cuentas no ha pasado nada grave.
—¿No? Bueno, yo no pienso lo mismo. Ha sido una estupidez el venir aquí. Ahora
ya te he creado problemas y no te dejarán en paz hasta que no te hagan daño a ti
también. Sí, he sido un loco. Me iré esta misma noche...
—Tú no harás nada de eso, ¿entendido?—, rugió ella con vehemencia. —Yo no me
dejaré asustar por un ciervo con el cuello cortado y nos les daré la satisfacción de
rendirme. Y tú harás lo mismo, aunque la próxima vez encontremos a un elefante
degollado en el porche de casa. ¿Está claro?
Pareció que Bret empezaba a calmarse. La miró a los ojos y le dijo: —¿Por qué
haces todo esto por mí, Sylvia?
Ella se encogió de hombros. —Porque estoy convencida de que tú eres inocente;
porque me gustas y porque haces el amor maravillosamente bien. ¿Te basta?— Pero
en realidad no era eso lo que le hubiera querido decir. Le hubiera gustado decir —
porque te quiero—, pero unas palabras así le parecían tan absurdas que le faltó el
valor.

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Capítulo 7
Bret enterró el cuerpo del ciervo, limpió la sangre que había manchado el porche y
por esa noche, él y Sylvia se conformaron con huevos y bacon para cenar porque los
últimos acontecimientos les habían quitado el apetito a ambos.
Más tarde, una vez que Bret se duchó y el ambiente empezó a relajarse, se
sentaron en el sofá del salón, delante de la chimenea, con una taza de café en la
mano.
Ambos estaban silenciosos y miraban el fuego. Estuvieron así durante un buen
rato.
Al fin, Sylvia pensó que había llegado el momento de hablar.
—He estado con tu abogado esta mañana...
A su lado, Bret se puso tenso y la miró sorprendido. —¿Qué es lo que has hecho?
—He ido a hablar con Stephen Buttler.
—¿Y cómo se te ha ocurrido semejante cosa?
—Bueno, verás, he decidido escribir un libro sobre ti—, mintió.
—¡Ah! Y claro, ahora te esperarás que yo me alegre, ¿no? La famosa escritora
decide desempolvar para provecho de las secciones de sucesos un viejo homicidio, ya
olvidado, y el asesino en cuestión se frota las manos pensando en lo que ganará
cuando lo llamen para entrevistarlo en la televisión... ¡Enhorabuena!
—Mira, Bret, no es lo que piensas...
—¿Y tú que sabes qué es lo que pienso? Y además, ¿te importa lo más mínimo?
—¡Claro que me importas tú!
—Perdona, querida, pero tengo alguna duda—, dijo él sarcástico. —Ahora
entiendo por qué te has opuesto tan decididamente a que saliera al bosque a buscar a
los autores de esa porquería: temes que me metan en la cárcel y que te quedes sin tu
fuente de inspiración. Dime, dime, ¿soy una buena fuente de información? ¿O tal vez
soy demasiado reservado para tu gusto? Sí, claro, debe ser eso.
—¡Déjate de victimismos! No tengo intención de utilizarte, si es eso lo que piensas.
—¿No? Y entonces, ¿qué? Y yo que casi me había convencido de que realmente te
gustaba...
—Y así es, en efecto.
—¿Sí? Bueno, pues entonces abandona esa absurda idea de escribir un libro sobre
mí.
—No he dicho que escribiría un libro sobre ti; sólo he dicho que escribiría un libro
sobre el caso McDermott.
—¡Ah!, bueno, eso es otra cosa...
—¡Claro que lo es, estoy segura de que no fuiste tú el que mató a Kate!

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King, Amanda — Quiero ser tuya

De repente Bret perdió el aire irónico y se puso serio. Mortalmente serio.


—Dime, ¿qué te pasa por la cabeza? ¿En qué líos quieres meterte?
—En ningún lío. Sólo he decidido sacar la verdad a la luz. Tú no has matado a
Kate, y eso significa que desde hace catorce años hay un peligroso asesino en
libertad. Un hombre capaz de matar a cuchilladas a una chica embarazada.
Bret se sobresaltó y suspiró como si le costara un gran esfuerzo mantener el
control.
—¿Te dijo Burtler que Kate estaba embarazada?
—Sí, pero lo habría descubierto por mi cuenta si hubiera seguido leyendo el
expediente de la policía—, mintió ella prefiriendo no nombrar a Kevin.
Bret cerró los ojos y se pasó una mano por la cara.
—Dios mío, Sylvia, ¿es tan difícil para ti comprender que ya lo único que deseo es
olvidarme de todo eso? Olvidarme de Kate, y de la cárcel; del niño y de la sangre...
De toda aquella sangre...
Bret, en ese momento ya no parecía el hombre fuerte, decidido y seguro de sí
mismo que Sylvia había conocido. Más bien parecía un hombre herido, que sufría, y
que estaba infinitamente solo...
Instintivamente, lo abrazó.
—Bret, nunca podrás olvidar hasta que no se aclare la muerte de Kate. Comprendo
que pueda ser muy doloroso para ti, pero tenemos que buscar la verdad. Es necesario
para ti, pero también para Kate. Tú la amabas, y deberías desear ver entre rejas al
hombre que la mató, a ella y a vuestro hijo.
—¡Yo no quería a Kate!—, explotó él, y Sylvia se quedó pasmada. ¿No la amaba?
¿Cómo era posible? La había convencido para seguirle y dejar su propia casa a los
diecinueve años y ¿no la amaba?
Sorprendida, Sylvia lanzó un suspiro de desagrado. Sólo en ese momento se dio
cuenta de que Bret la miraba sin ninguna simpatía en los ojos.
Sus magníficos ojos dorados se habían reducido a dos inquietantes ranuras.
—¿Qué pasa?, ¿no te lo esperabas, eh?—, comentó el hombre.
—No..., yo... Bueno, de todas formas no tiene mucha importancia, y tus
sentimientos hacia Kate no cambian la situación.
—¿Estás realmente segura, Sylvia? No, en la expresión de tu rostro se puede leer
que no lo estás...—, dijo Bret sonriendo con sarcasmo. —Mi afirmación de hace unos
instantes ha vuelto a encender tus dudas.
—¡No tengo ninguna duda!—, dijo ella intentando mostrarse convincente.
Bret echó una risotada.
—No, querida Sylvia, no quería a Kate, y ni siquiera me sentía demasiado
satisfecho de tener que convivir con ella. Es más, estaba hasta las narices de tenerla
siempre en medio. ¿Te basta? Porque, si no es así, puedo añadir otros detalles poco

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edificantes sobre mi comportamiento en la época del homicido.


—No quiero oírlos—, murmuró ella.
—Esconder la cabeza debajo del ala no te servirá de nada. Cuando estaba con Kate
no era el buen chico enamorado que tú te imaginas. Más bien era un cabronazo. Mi
trabajo me obligaba a estar todas las noches de un sitio a otro, por los club y las
discotecas, y no desdeñaba las aventurillas que fácilmente se me presentaban. A
menudo, por la noche, ni siquiera volvía a casa y bebía demasiado. ¿Quieres que
siga?
—No, ¡maldita sea! Parece que te complaces en presentarte peor de lo que eres.
—¿Y tú que sabes si soy mejor o peor de lo que supones? ¿Desde cuando me
conoces? ¿Cómo puedes juzgar qué tipo de hombre soy, y aún peor, qué tipo de
hombre fui? No era un príncipe azul, Sylvia, y ahora lo soy aún menos.
—¡Basta, te he dicho! Deja de pintarte como un oscuro personaje.
—Mira, no soy el héroe trágico de un drama. El oscuro personaje, como tú lo
llamas, no lo dibujo yo, son los hechos, y es un hecho que en la época del homicidio
de Kate yo sólo buscaba una excusa para desembarazarme de ella.
—Puede ser, pero no la mataste.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—No lo sé, pero es así.
—Oh, una lógica excelente. Realmente racional y convincente.
—Puede que no sea lógica, pero mi instinto me dice que tú no tuviste nada que ver
con la muerte de Kate.
—Bueno, de acuerdo, piensa lo que quieras, pero deja de entrometerte en mi
pasado.
—¿De qué tienes miedo, Bret?
—Sólo de volverme a ver atrapado en otra historia que se me quede pequeña.
—Yo no te he pedido nada.
—Bueno, porque no tengo nada que darte.
Sylvia intentó apagar el agudo dolor que esas palabras le habían provocado. No
sabía por qué, pero la afirmación de Bret le había hecho temblar el corazón.
—Se está haciendo tarde—, dijo poniéndose de pie y dándole la espalda,
intentando que no se notara el batiburrillo de sentimientos que estaban bailando por
su interior. —Hay una habitación de invitados frente a la mía, puedes dormir allí si
quieres...
—Sylvia...
Ella hizo como si no lo hubiera oído, siguió mirando las llamas de la chimenea y se
preguntó qué le estaba sucediendo a su vida y qué era lo que pasaba por su corazón
y por su cabeza para provocarle la tristeza que estaba sintiendo en esos momentos.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—Sylvia, ven aquí...


Le hubiera gustado ser capaz de seguir dándole la espalda. Ignorarlo e irse
corriendo a su habitación, cerrar la puerta con llave y olvidarse de él. Coger una
buena botella, y ahogar en ella su desolación. Pero era patente su presencia...
Podía notar la presencia de Bret a su espalda, sus ojos que la miraban fijamente, la
escrutaban, leían en su interior como si fuera un libro abierto. Lentamente, en contra
de todo su ser que le gritaba que escapara, se dio la vuelta.
El hombre le sonrió; una sonrisa íntima e intrigante, llena de promesas.
—Ven aquí, Sylvia—, repitió, tendiéndole la mano.
Y ella no pudo contenerse, ni quiso hacerlo. Voló hacia él, y se apretó contra su
cuerpo en un fuerte abrazo lleno de pasión. Bret la apresó entre sus brazos con
decisión y le acarició el lóbulo de la oreja con los labios.
—Cuando estoy a tu lado no consigo pensar en otra cosa que no sea besarte, y
hacer el amor contigo...-, le susurró. —También mientras estoy en el trabajo, tu
imagen me persigue a cada instante... ¿Harías una cosa por mí, Sylvia?
—¡Cualquier cosa! ¿Qué?!
—Ponte delante de la chimenea y desnúdate.
Ella no había sido nunca tímida ni reprimida, pero en esos momentos se sintió
como una colegiala que está viviendo su primera experiencia.
¿Por qué? ¿Por qué con Bret todo parecía nuevo y diferente? Se puso de pie y se
dio cuenta de que le temblaban las piernas.
Se acercó a la chimenea y decidió que era una tontería comportarse como una
tímida y púdica adolescente. Se obligó a levantar los ojos y su mirada se cruzó con la
mirada luminosa de él.
Bret la observaba guiñando un poco los ojos y con la cabeza ladeada. Le sonrió
cuando ella empezó a desabrocharse la blusa, y estiró las piernas, reclinándose
cómodamente en el sofá. Los músculos de sus piernas se dibujaban perfectamente
bajo la tela tensa de los vaqueros, e incluso en aquella posición relajada, el físico
robusto de él era una promesa.
Tragando saliva, Sylvia se quitó blusa y la tiró al suelo. Bret, en el sofá, la imitó.
Mirándola a los ojos, se desabrochó la camisa y se la quitó. Sobre su pecho desnudo,
la piel compacta y la pelusa rubia reflejaban la rojiza luz de las llamas, y las sombras
de la habitación creaban extraños y seductores arabescos.
—Ahora quítate la falda—, dijo el hombre. Ella le obedeció. Sus manos temblaban
un poco y sentía la garganta seca por la excitación. Empleó algunos segundos en
desabrochar el corchete, rogando para no parecer torpe ni apocada. Bret se soltó el
cinturón, abrió el botón de los pantalones y se bajó la cremallera. La falda se deslizó
hasta los tobillos de Sylvia y se quedó allí, como la corola de una flor sin pétalos.
Bret reclinó un poco la cabeza y se humedeció el labio inferior con la punta de la
lengua.

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—¿Te has desnudado alguna vez para alguien como lo estás haciendo para mí?—,
le preguntó.
¿Lo había hecho alguna vez? No, no de aquella manera, y jamás sintiendo las
sensaciones turbadoras que sentía en esos momentos.
Sylvia no consiguió articular ningún sonido y respondió negando con la cabeza.
Él asintió.
—Sí, sé que eres sincera... Y muy, muy guapa, y también... Es excitante. ¿Sabes,
Sylvia, qué efecto le haces a un hombre?
Sylvia abrió el corchete del sujetador y se quitó la delicada prenda, echándose
hacia atrás su largo y abundante pelo negro.
Bret Farrel sonrió insinuante.
—Sí, sabes perfectamente cuál es el efecto que provocas en un hombre, y te
aprovechas de ello...
No con él, en cualquier caso. Con Bret realmente no lo conseguía. Era siempre él el
que dirigía el juego entre ellos. Bret era capaz de catapultarla a los infiernos con sólo
un par de palabras e inmediatamente después hacerla trepar hasta cotas
inimaginables sólo con una de sus magnéticas miradas.
Sylvia levantó la barbilla, entornó los ojos y acercó una mano a las braguitas de
seda blanca. Ahora tenía prisa.
—¡No!— La voz de Bret, ronca por el deseo, la detuvo. Cuando le miró, él estaba
totalmente desnudo, y resultaba tan fascinante con su virilidad mostrándose
claramente, que dejaba sin respiración. Se puso de pie y se le acercó.
Sylvia no consiguió apartar los ojos de su físico fuerte y elegante, de sus elásticos y
tensos músculos que se dibujaban bajo su piel lisa.
Se le acercó, pero no la tocó. Dio la vuelta a su alrededor y ella pudo notar el calor
de su cuerpo y el magnetismo animal que se desprendía de él.
Después, ligeramente, un dedo de Bret se deslizó a lo largo de su espina dorsal.
Sylvia se estremeció. A su espalda, el hombre se le acercó y se restregó contra ella.
—Bret...— Intentó darse la vuelta, pero una mano de él la detuvo con decisión.
—Espera, Sylvia. Sin prisas...
Eran bellas palabras, pero ella se sentía como un volcán a punto de estallar y
deseaba que él la cogiera, la apretara fuerte y le hiciera el amor con todo el ímpetu
del que era capaz...
Bret le acarició el cuello con los labios, y suspiró despacio en su oído. ¡Era una
auténtica tortura...!
—Dime, Sylvia, ¿te excita a ti tanto como a mí?
No podía saber cómo se sentía él, pero creía que era totalmente imposible una
excitación mayor de la que ella sentía en esos momentos. Se sentía como un manojo
de nervios y estaba segura de que si él no la poseía rápidamente, acabaría dando

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gritos por la frustración.


—Bret...—, repitió, y su voz tembló.
—Sylvia... Seductora, encantadora Sylvia... Hasta tu sonrisa me excita, y el modo
que tienes de mirarme. Y tu pelo, tu perfume, y el color de tus labios.— Las manos
del hombre se deslizaron por su vientre y se insinuaron bajo las ligeras braguitas.
Durante un tiempo que le pareció eterno, sus dedos juguetearon con el elástico. Al
final, arrancaron con un gesto seco la tela ligera. ¡Dios, no podía más!
Sylvia intentó cogerle las muñecas y obligarle a posar las manos en su punto más
cálido. Pero Bret retiró las manos. Ella gimió, contrariada, pero no tuvo tiempo para
rebelarse, porque un instante más tarde el hombre estaba delante de ella, y sus
cuerpos estaban rozándose.
Bret levantó una mano y la introdujo en su pelo, acariciándole la nuca. Sólo su
respiración, entrecortada y jadeante, revelaba lo excitado que estaba.
Por el resto, parecía mantener un control que Sylvia ya había perdido un buen rato
antes.
—Deseo penetrarte, y poseerte hasta que grites basta...—, le susurró.
—¡Hazlo!—, dijo ella, casi desesperada, y se ofreció.
Y Bret se retiró ligeramente. ¡Dios, lo odiaba!
—Bésame, Sylvia—, le murmuró unos segundos después. ¡Era como estar en una
noria!
Ella le echó los brazos al cuello y se adhirió a su cuerpo con voluptuosidad,
uniendo su cuerpo tierno y tembloroso al cuerpo potente de Bret, sintiendo el pene
en erección del hombre contra sus muslos ligeramente abiertos. Lo besó en la boca, y
él le devolvió el beso con un lánguido y exasperante contacto húmedo y cálido.
Después se separó de ella y empezó a besarle el cuello y los hombros. Y el seno...
Se detuvo en sus pezones, lamiéndolos y chupándolos, cogiéndola fuertemente por la
cintura.
De repente, le cogió las nalgas y la levantó. Sin que Sylvia consiguiera entender
cómo lo había conseguido, se deslizó dentro de ella y la penetró con un movimiento
enérgico.
Sylvia jadeó, sintiendo por todo su cuerpo una sacudida que se extendía hasta lo
más íntimo, y Bret rugió en su oído mientras ella le rodeaba los riñones, cruzando las
piernas y escondiendo su cara en la cavidad de su cuello.
—Sí...—, murmuró Bret, apretándola tan fuerte que casi le corta la respiración, y
arrastrándola con él sobre la alfombra. Sylvia echó la cabeza hacia atrás, sentándose
sobre él, y lo sintió empujar, y retorcerse y gemir. Las manos de él le acariciaban los
glúteos, las caderas, le rodeaban la cintura y la guiaban en un movimiento
ascendente y descendente con un ritmo regular.
Como siempre pasaba entre ellos, Bret marcaba el ritmo. Bret decidía los tiempos,
y lo hacía con la maestría del amante más experto, consiguiendo darse perfecta

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cuenta de cuando Sylvia estaba al borde del placer, para detenerse unos instantes
antes y volver a empezar de nuevo...
Ella no sabía ya ni siquiera dónde estaba. Podían ser los dos únicos seres en el
mundo en aquellos momentos, y el propio universo no existiría ni siquiera más allá
de sus dos cuerpos entrelazados y rezumantes de amor.
La voluptuosidad con la que Bret conseguía arrastrarla al placer era la sensación
más exaltante que Sylvia hubiera sentido jamás, y deseaba que no se terminara
nunca, que siguiera amándola eternamente.
Y sin embargo, había una parte de sí, viva y apasionada, que deseaba perderse
inmediatamente en el placer, sin esperar más, sin prolongar más tiempo esa avidez
amorosa.
Una de las manos de Bret se deslizó por su vientre, la sostuvo y la aplastó contra
él, alzándola un segundo después y recorriéndola con una caricia audaz que alcanzó
los senos, el cuello y los labios de ella. Por todas partes estaba Bret, su pasión, y el
amor que Sylvia sentía por él...
¡Amor! La palabra estalló en su cabeza y le hizo perder totalmente el control, junto
al orgasmo que se acercaba impetuoso, y la hacía vibrar, gemir y temblar, cortándole
la respiración y permitiéndole sentir cada centímetro de su cuerpo en una sublime
expansión de la conciencia.
—Te deseo, Bret, quiero tenerte dentro de mí...
Bajo ella, el hombre tembló. Sylvia lo sintió agitarse, rugir, perder el control y no
conseguir detenerse. Y alcanzar el orgasmo mientras ella también se derretía en la
voluptuosidad y balbuceaba el nombre de él extasiada, y llenarla plenamente con su
calor mientras la besaba brutalmente hasta hacerle sangrar los labios...
Bret jadeó, separándose de ella, y se pasó una mano por el corto y rubio pelo.
Tragó saliva y cerró los ojos, echándose sobre la alfombra junto a la chimenea.
Sylvia le miró. Era increíble lo mucho que había cambiado su vida desde que lo
había encontrado. Y no era sólo una cuestión de sexo. No, lo sabía. Era una mujer con
experiencia. Había tenido sus historias, primero en Boston, donde había nacido hacía
veintinueve años, y después en la caótica y frívola Nueva York, donde había vivido
cuatro años antes de trasladarse a Walsall.
No, no es una cuestión de sexo, se repitió, y se acordó de lo que había pensado
antes. La idea, un tanto absurda, de que estaba enamorada de él.
¿Era posible? Realmente no lo sabía. Había vivido fugaces pasiones en su pasado,
y afectos más duraderos, basados en la comprensión recíproca, la estima, y los gustos
comunes. Con su ex—marido, por ejemplo, antes de que él se sintiera tan absorbido
por su profesión y se abriera entre ellos un abismo de incomunicación. Y después,
más recientemente, con Kevin, que pertenecía a su mismo mundo y que, desde un
determinado punto de vista, la podía entender. Pero Bret... Eran tan distintos, y quizá
no tenían nada en común porque, bien mirado, por más que hiciera para lograrlo, no
conseguía comprender a ese hombre.
¿Qué poseía Bret Farrel para que ante sus ojos se convirtiera en una persona

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mágica, capaz de hacerle latir fuertemente el corazón con sólo mirarla o tocarla, de
hacerle perder el control cuando hacían el amor? ¿Y, sobre todo, cómo era posible
que la mera idea de que se pudiera ir la turbara tanto? Nunca había sido una mujer
débil, e incluso cuando un hombre al que quería la había desilusionado, nunca se
había puesto trágica.
Reflexionando, llegó a la conclusión de que en realidad, hasta aquel entonces,
nunca le había importado demasiado ningún hombre. Claramente, durante breves
períodos había tenido algunos agradables amores, pero compararlos con la
intensidad de sentimientos que nutría por Bret era como comparar el Océano Pacífico
con un vaso de agua.
Se acordó de cuando era una adolescente romántica e inmadura, siempre
esperando idílicamente a que llegara su gran amor. En aquel entonces su madre le
había dicho que tuviera paciencia, que antes o después llegaría, porque en la vida de
toda mujer hay por lo menos un hombre que le revoluciona el corazón. Y se acordó
de cuando, más tarde, a la luz de la experiencia, de la madurez y de las desilusiones,
se había reído pensando en sus fantasías de juventud.
En un mundo despiadado que iba siempre de prisa, nadie tenía demasiado tiempo
para dedicarse a la búsqueda del gran amor, ni siquiera los poetas...
A no ser que se te eche encima cuando menos te lo esperas, y sin que tú lo hayas
llamado. Entonces sí que empiezan los problemas...
Se acercó a Bret, y extendió una mano. Le acarició suavemente el tórax. Sí, pensó,
evidentemente él no es un sueño.

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Capítulo 8
Sylvia llamó al timbre y esperó delante de la puerta de la casa. Unos instantes y la
puerta se abrió. A través del mosquitero, una mujer rubia y con desparpajo la miró
sin mostrar ningún interés.
—¿Qué desea?—, le preguntó.
—¿La señora Rose Tunner?
—Soy yo... ¿Quién es usted?
—Buenos días, me llamo Sylvia Baxter y soy una escritora de novelas policíacas.
Rose Tunner no pareció impresionarse.
—Interesante—, comentó con una expresión que desmentía sus palabras. —Pero
yo no compro nada. Ni novelas, ni nada...
—Oh, no, no he venido a venderle nada.— Sylvia dio un paso hacia adelante. —Si
usted fuera tan amable de concederme unos minutos de su tiempo, podría explicarle
por qué me he atrevido a venir a molestarla.
Quizá fue la gran amabilidad que utilizó para dirigirse a la mujer, o quizá
simplemente el hecho de que la otra era curiosa. El caso es que Rose Tunner se
decidió a abrirle la puerta y la miró.
—¿Está realmente segura de que no quiere venderme nada?
—Se lo juro. Quisiera solamente hablar con usted unos minutos. Verá, estoy
escribiendo un libro y creo que usted puede proporcionarme alguna información que
podría resultarme útil.
—¿Yo? ¿Información para una novela?
Sylvia asintió.
—¡Bah!— Rose se separó de la puerta y le hizo un gesto de que entrara. La
acompañó a través de un recibidor decorado con gusto hasta un saloncito de aspecto
elegante.
—Siéntese, por favor. ¿Le apetece una taza de café?
—No se moleste, gracias
—No es molestia. Ya está hecho. Estaba a punto de tomarlo.
—Bueno, muchas gracias, entonces. Es usted muy amable— Sylvia aceptó el café y
se sentó en el sofá.
—Entonces—, dijo Rose. —¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Se acuerda del caso McDermott? ¿La joven mujer que vivía aquí enfrente y a la
que asesinaron...?
Rose Tunner la detuvo con un gesto perentorio de la mano.
—Mire, me he equivocado dejándola entrar. No tengo ninguna intención de hablar

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con usted sobre esa vieja historia, así que tómese su café y, por favor, váyase
inmediatamente de aquí.
Sylvia no se esperaba una reacción así, tan decidida y seca. —Señora Tunner, por
favor, es realmente importante.
—Le he dicho que se vaya, señorita—, dijo la mujer poniéndose de pie.
Sylvia la imitó. —Como quiera... Significa que cuando tenga que escribir el
capítulo en el que usted aparece tendré que basarme solamente en la información
que me proporcionen otras fuentes.
—Total, lo más probable es que ni siquiera se lo publiquen. Los Estados Unidos
están llenos de aspirantes a escritores fracasados.
—Pero yo no soy una aspirante. Ya he escrito varios best—seller. No sé si ha oído
hablar de —Sombras en la noche—, replicó Sylvia citando su novela más famosa.
Rose Tunner se detuvo.
—¿Lo ha escrito usted?—, le preguntó con cierta reticencia.
Sylvia asintió y sonrió.
—Ya ve, tengo buenas posibilidades de que el libro se publique. Mi editor es
Davis, de Nueva York, y ya he firmado con él un contrato para escribir este libro.
La mujer bajó la mirada.
—Mire, yo no quiero que mi nombre salga a relucir otra vez en relación con
aquella fea historia. Kate murió hace ya muchos años, y Bret se pudre en la cárcel;
¿para qué volver a abrir viejas heridas si no sirve para nada?
—Farrel ya no está en la cárcel—, dijo Sylvia.
—¿Ah, no?— Rose se sobresaltó y se puso roja. Era una mujer guapa, de unos
cuarenta años, con una buena mata de pelo rubio y unos ojos de un intenso azul
celeste. Quizá tenía un par de kilos de más pero, en conjunto seguía siendo una
mujer atractiva.
—No, está en libertad condicional.
—¿Y sabe que está a punto de escribir un libro sobre él?
—Sí, está al corriente.
—¿Y está de acuerdo?—, preguntó la otra abriendo los ojos de par en par por la
sorpresa.
—Naturalmente—, mintió Sylvia.
Rose Tunner le hizo un gesto para que se sentara de nuevo y la imitó encendiendo
un cigarrillo con manos temblorosas. —Si acepto contestar a sus preguntas, ¿me
citará en el libro?
—Bueno, usted fue la única testigo de la defensa. Es imposible no nombrarla.
—Me refería a si mencionará que ha hablado conmigo...
—¿Usted quiere que lo diga?

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—¡Por supuesto que no!


¡Dos! Ella era la segunda persona a la que Sylvia le preguntaba por el delito
McDermott y que parecía tener miedo de que hablaran de ella.
—Seré extremadamente reservada, si usted así lo desea—, dijo.
Rose Tunner asintió.
—Exactamente, ¿qué es lo que desea saber?
—¿Qué vio la noche del delito?
—Ya se lo dije a la policía y también al jurado. Vi a un hombre delante de la puerta
de casa de Kate.
—¿Lo vio entrar en la casa?
—Sí.
—¿Y quién le dejó entrar?
—Kate, supongo.
—¿Por qué lo supone?
—Porque vi que la puerta se abría, pero la casa estaba oscura y no pude ver quién
estaba al otro lado de la puerta. Pero como aquella noche Kate estaba sola no veo qué
otra persona pudo abrir la puerta.
—¿Y conocía al hombre al que Kate le abrió la puerta de su casa?
—Bueno, no lo sé.
—¿No lo sabe...?
Rose suspiró.
—Yo..., no pude verlo claramente.
—¿Y cómo es posible, si en el proceso declaró que estaba segura de que no se
trataba de Bret Farrel?
—Es fácil. Si usted conoce a Bret sabrá que el color de su pelo es casi único. Y
además, en aquel entonces, él llevaba una especie de cola de caballo inconfundible.
No sé quién podía ser el hombre al que vi aquella noche, pero tenía el pelo corto y
oscuro. De eso estoy segura.
—¿Y no le parece extraño que Kate dejara entrar a un hombre en su casa a aquellas
horas de la noche?
—Bueno, sí, pero no era asunto mío, ¿no le parece?
—¿No oyó ningún ruido raro, ningún grito?
—No, pero era normal. Llovía a cántaros y hacía un frío tremendo, y desde luego
no me quedé en la ventana.
—A propósito de la ventana, ¿podría ver la ventana desde la que vio usted al
desconocido?

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Rose Tunner asintió.


—Si quiere... Sígame, por favor.— La guió hasta el piso superior de la casa y
después hasta un amplio dormitorio. Abrió de par en par una gran ventana y le hizo
un gesto para que se acercara. —Aquí está. Mire.
Sylvia se asomó a la ventana, pero todo lo que pudo ver fueron las ramas de los
árboles y, a través de las hojas, el tejado de la casa de enfrente. —Desde aquí no se ve
nada—, dijo.
—Ya, pero entonces era el mes de enero, y los árboles estaban sin hojas. Además,
desde entonces han pasado catorce años, y durante todo este tiempo los árboles han
crecido mucho.
Sylvia asintió. —Mire, señora Tunner, ahora voy a hacerle una pregunta delicada,
y usted podrá decidir si quiere contestarme o no, pero quiero asegurarle que, diga lo
que diga, yo no lo escribiré en mi libro... ¿Tenía una relación sentimental con Bret
Farrel en la época del homicidio?— Vio que Rose se ponía colorada y bajaba la
mirada...
—¡No digas nada, Rose!
Un hombre más bien joven y de aspecto agradable irrumpió en la habitación con la
fuerza de un ciclón. Cogió a Rose por un brazo y le lanzó a Sylvia una mirada
furibunda. —¿Quién diablos es usted? ¿Y qué hace en casa de mi hermana?—, gritó.
—Me llamo Sylvia Baxter y soy escritora...
Pero el hombre ni siquiera la oía, miraba fijamente a Rose que en esos momentos
parecía asustada. —¿Por qué diablos la has dejado entrar? ¿Y cómo se te ocurre
ponerte a hablar con ella?
—Oye, Mike, ha prometido que no le diría a nadie que me había visto.
—¡Eres una estúpida, Rose!
—Pero si la hubiera echado, escribiría en su libro lo que le puedan contar otros...
El hombre se volvió hacia Sylvia y la señaló con un dedo acusador. —Puede
escribir lo que quiera en su maldito libro, pero esté muy atenta: una palabra de más
y, si es necesario, la arrastraré al juzgado y la destrozaré.
—¿Me está amenazando, por casualidad, señor...
—Mike Tunner. Abogado Tunner, para usted. Y sí, la estoy amenazando. Ahora
desaparezca, y hágalo rápidamente, antes de que pierda la paciencia.
Sylvia le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta. —Me voy, no se preocupe,
pero le aseguro que volverá a oír hablar de mí, y muy pronto...
—¡Fuera…!—, gritó Mike, un segundo antes de que ella desapareciera al otro lado
de la puerta.
Increíble, pensó Sylvia, en esta historia todos parecen estar aterrorizados de que se
pueda hablar de su relación con Bret Farrel. Había que admitir que alguien, quién
sabía por qué motivo, había hecho el vacío a su alrededor...

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Y ahora, pensó, me falta solamente encontrarme con el último de los personajes


famosos implicados en esta historia: William McDermott, el padre de Kate... Pero con
él, que debía de ser un hueso especialmente duro de roer, pensaba utilizar la astucia.
Sylvia se dirigió hacia su coche, que estaba aparcado a poca distancia de Villa
Tunner, y mientras se acercaba se detuvo unos instantes delante de la casa del delito.
Era una construcción sin demasiadas pretensiones, pero muy agradable. Tenía sólo
una planta, el tejado era de tejas rojas y la fachada estaba pintada de blanco. Las
persianas estaban cerradas como si la casa estuviera vacía, y sin embargo no tenía
aspecto de abandono... A saber quién podía ser el que tuvo el valor de comprarla y
de vivir en ella después de ser el escenario de un crimen tan espectacular. Sería
interesante descubrirlo, y no sería demasiado complicado. Bastaba con hacerle una
rápida visita a los archivos del ayuntamiento y ya estaba.
Sylvia llegó al centro poco después de las tres, y se dirigió a la oficina del catastro.
Después de ablandar a un empleado con aspecto aburrido y que no tenía demasiadas
ganas de trabajar, consiguió obtener la información que deseaba. Y lo que descubrió
la dejó totalmente sorprendida: la casa que había sido de Bret, ahora figuraba como
propiedad de Mike Tunner... Pensó de nuevo en el furibundo hermano de Rose y
movió la cabeza: ¡era absurdo! Aquel hombre que parecía turbado ante el hecho de
que ella y su hermana intercambiaran algunas palabras sobre el delito era el mismo
que había comprado la casa en la que se había cometido el homicidio. ¿Por qué? ¿Era
la especulación de una hiena que había conseguido comprar un inmueble a un precio
inferior al del valor real o, por detrás, había otros motivos? A Sylvia le parecía que
más bien se trataba de la segunda hipótesis, y se dijo que si Mike Tunner tenía algo
que esconder sobre el caso McDermott, ella lo descubría costara lo que costase...
Se subió de nuevo al coche para volver a casa, y estaba sumida en sus propios
pensamientos cuando se fijó en la tienda. Frenó de golpe, siguiendo un impulso
instintivo. Aparcó el coche y se bajó. La fachada de la tienda de instrumentos
musicales no era nada especial, pero los escaparates estaban llenos de mercancía.
Entró empujando la puerta de cristal y haciendo sonar una especie de timbre.
Un hombre anciano, de color, que estaba sentado detrás del mostrador, se levantó
y le dirigió una sonrisa. —¿Puedo ayudarla, señorita?
Sylvia asintió. —Quisiera comprar un saxofón.
—¿Qué tipo se saxofón?
—Bueno, pues la verdad es que no lo sé... ¿Es que los hay de varios tipos?
—Claro. ¿Quiere un saxofón tenor, un soprano, un barítono o un bajo? ¿O quizá
un contralto?
—¡Vaya usted a saber! —Sylvia se encogió de hombros. —Desgraciadamente no
tengo ni idea. Quería darle una sorpresa a un amigo, pero ahora me doy cuenta de
que no es posible.
—¿Y su amigo toca el saxofón?
—Lo tocaba, hace mucho tiempo y luego, por una serie de circunstancias... Bueno,
pero dejémoslo.

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—¿Era un profesional?
—Sí, y más bien bueno.
—Oh, entonces quizá lo conozca. ¿Cómo se llama?
Sylvia dudó durante unos instantes, pero luego decidió que la posible opinión
negativa de aquel viejo no le preocupaba.
—Bret Farrel...
El hombre dio un respingo.
—¿Farrel? Pero ¿no estaba en la cárcel?
—Ha salido. Está en libertad condicional—, respondió Sylvia, ya a la defensiva.
El viejo sonrió. —Me acuerdo de Farrel, era bueno, muy bueno. Antes de que
sucediera aquello tenía ante sí una brillante carrera. Tocaba el saxofón contralto, y la
gente venía incluso de fuera de la ciudad para oírlo...— Movió la cabeza. —Me alegro
de que esté libre, nunca he creído que hubiera sido él el que había matado a la chica.
—¿Lo conocía? ¿Conocía a Bret?
—Bueno, le he oído tocar un montón de veces... Espere un momento.—
Desapareció en el almacén y volvió a aparecer a los pocos minutos. Tenía en las
manos una funda negra de piel toda llena de polvo. La posó en el mostrador, le quitó
el polvo con un trapo y abrió las dos cerraduras que la cerraban. —¡Aquí está!—, dijo
indicando el instrumento casi nuevo. —Lo he conservado durante todos estos años.
—¿Lo ha conservado? ¿Qué quiere decir?
—Le compré este saxofón al propietario del bar en el que tocaba Farrel. Él se lo
había cedido porque necesitaba dinero para el juicio.
—¿Quiere decir que éste es el instrumento de Bret?
—Exactamente. Es el suyo.
—¡Es increíble! ¿Y por qué lo ha conservado durante todo este tiempo? ¿Por qué
no lo ha vendido?
—Soy un sentimental. Los instrumentos que pertenecen a los auténticos músicos
nunca los vendo a los aprendices. Una cuestión de principios...
Bueno, pensó Sylvia, éste es realmente un golpe de suerte. Le compró el saxofón al
viejo y salió de la tienda imaginándose la cara que pondría Bret cuando se encontrara
entre las manos su querido instrumento.
Llegó a casa con la idea de arreglarla un poco y de concentrarse después en el caso
McDermott, y se quedó de piedra cuando delante de la casa vio el coche de Kevin.
—¡Hola, Kevin!, ¿qué te trae por aquí?—, dijo ella, pasando a su lado sin pararse y
dirigiéndose a la puerta. Acababa de meter la llave en la cerradura cuando él la
alcanzó.
—No quieres entenderlo, ¿verdad, Sylvia?
—¿Entender qué?—, replicó ella entrando en casa con Kevin pisándole los talones.

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—Entender que tienes que dejar de verte con un asesino. Te estás metiendo en
problemas.
Sylvia apoyó la maleta con el saxofón en una esquina y se volvió hecha una furia.
—¿Se puede saber qué te importa? ¿Qué quieres? ¿Quién te autoriza a entrometerte
en mi vida privada? ¿Acaso he ido yo a cotillear sobre lo que hacías o dejabas de
hacer cuando te liaste con esa pazguata de Paula sólo porque era la hija de un
hombre importante que te podía resultar muy útil para tu carrera?
—No es lo mismo, y si no lo entiendes es que eres más tonta de lo que imaginaba.
—Es posible, pero eso es otra cosa que no tiene nada que ver contigo. Y ahora, si
no tienes nada más que decirme, puedes irte. Tengo un montón de cosas que hacer y
no puedo perder el tiempo charlando.
—Venga, Sylvia, sé razonable... Él es un asesino sin escrúpulos; un delincuente
que se merecía que lo hubieran ahorcado por lo que hizo. Kate era una chica especial,
y si tú la hubieras conocido ahora despreciarías a Farrel al menos tanto como lo
desprecio yo.
—Pues mira, no la he conocido, y además estoy convencida de que no fue Farrel el
que la mató, ¿vale?
—¿Estás de broma? Había un montón de pruebas en su contra. Pruebas
aplastantes.
—Sólo indicios, querido, y quizá la feroz voluntad de alguien que quería
arruinarle la vida.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—Estoy hablando de William McDermott, el papaíto de Kate, por ejemplo.
—Deja a McDermott fuera de tus elucubraciones, créeme, es mejor para ti.
—Y tú no te metas en mis asuntos.
De repente, y sin que ella pudiera haberlo previsto, Kevin la cogió entre sus
brazos.
—Sylvia, ¿pero es que no te das cuenta de que estoy preocupado por ti? Sabes que
te quiero, y que mis sentimientos hacia ti no han cambiado. Estoy con Paula porque
sé que tú ya no me quieres, pero bastaría un gesto tuyo...
—Déjame en paz, Kevin, te estás comportando de una manera absurda, y además
estás diciendo un montón de mentiras. Entre tú y yo no ha existido amor, lo sabes
perfectamente. ¡Si cuando te dejé fue un alivio para los dos!
—¡No! ¡Yo todavía te quiero, Sylvia!
—Estás loco. ¡He dicho que me dejes!
Pero Kevin, al contrario de lo que Sylvia le decía, la apretó con más fuerza. Se
produjo casi una especie de lucha, con Kevin que intentaba besarla y ella que
intentaba soltarse como fuera.
—¡Déjame, Kevin!

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—No, no lo haré... ¡Yo sé lo que necesita una mujer como tú!—, silbó el hombre.
Ella cerró los ojos, desesperada. Kevin era fuerte, y parecía animado por las peores
intenciones. Y sobre todo, parecía totalmente fuera de sí. Sylvia intentó darle una
patada en la espinilla pero no lo consiguió.
Kevin la apretaba con tanta fuerza que le hacía daño... Nunca le había visto de
aquella manera, y ni siquiera podía reconocerlo. ¿Kevin capaz de llegar a la violencia
carnal? Si la situación no fuera desesperada, sería como para echarse a reír...
Sylvia ya se veía perdida cuando, de repente, sintió que Kevin se apartaba.
Necesitó unos segundos para darse cuenta de lo que estaba sucediendo y cuando se
dio cuenta, un pequeño grito se le escapó de entre los labios.
Bret Farrel había arrinconado a Kevin contra una esquina, y le estaba dando tal
cantidad de puñetazos y con tal violencia que el aire vibraba a su alrededor.
—¡Dios mío! ¡No, Bret, párate! ¡Quieto, por favor, vas a matarlo!—, gritó ella con
todas sus fuerzas.
Pero Bret no la oía. Quizá ni siquiera se daba cuenta de su presencia. Seguía
pegando a Kevin con furia, y parecía como si hubiera perdido la razón.
Kevin se cayó contra la pared y resbaló hasta caer al suelo. Bret lo aferró por la
pechera de la camisa y lo levantó como si fuera un muñeco. Estaba por descargar
sobre él el enésimo puñetazo, cuando ella se colgó de su brazo y le gritó de nuevo
que se parara.
El hombre vaciló. Soltó a Kevin, que cayó al suelo como si fuera un saco de
patatas, y se volvió hacia ella con los ojos inyectados de sangre y una expresión de
locura reflejada en su bonito rostro. Se había transformado y era irreconocible.
Ochenta y cinco kilos de furia incontenible repartida en un metro noventa de altura...
¡Cómo para meterle miedo al más pintado!
Incluso Sylvia se puso a temblar y retrocedió un paso, extendiendo las manos en
un gesto suplicante.
—Bret, por favor, cálmate—, murmuró.
Él respiro profundamente, y por fin pareció volver en sí. Ella se lanzó a sus brazos
y él la apretó con fuerza.
—Dios...—, dijo. —Si no me hubieras detenido, le habría matado, de verdad...
—Ahora cálmate, por favor.
Bret suspiró y se pasó una mano por el pelo. —Perdóname Sylvia, no quería
asustarte. Es que cuando te vi y me di cuenta de lo que intentaba hacerte, la rabia me
cegó. Si hubiera tenido un cuchillo en la mano, lo habría matado sin piedad...
Ella se echó a temblar, pero intentó que no se le notara la reacción que le habían
causado sus palabras.
—Ahora hay que ponerlo en pie... ¿Me ayudas?
Bret la soltó.

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—De acuerdo, pero esta locura me costará cara. Si tu amigo me denuncia por
agresión, me devuelven en seguida a prisión.
—No lo hará. No te denunciará.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque conozco tantos detalles de su trabajo como gestor, cosas no precisamente
edificantes, que lo convenceré fácilmente para que no lo haga.
—Sylvia, ¡a eso se le llama chantaje!—, exclamó Bret.
—Lo sé perfectamente...—, contestó ella, y no tuvo ni el más mínimo
remordimiento por lo que pensaba hacer. Para defender mi amor, decidió, estoy
dispuesta a todo. A todo...

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Capítulo 9
Sylvia acompañó a Kevin hasta su coche. El hombre, a pesar de haber recobrado el
conocimiento desde hacía por lo menos media hora, se veía todavía aturdido y
reducido a un estado lamentable.
—Me siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora—, murmuró
apoyándose en ella.
—Te lo has buscado, Kevin. Que te sirva de lección para la próxima vez. Óyeme
bien: aléjate de nosotros y métete en tus asuntos. Y, otra cosa... No digas ni una
palabra de lo que ha pasado a nadie, o te juro que destruyo tu brillante carrera, y
tendrás que vender castañas por las esquinas para poder vivir.
—¡Óiganla ustedes! La escuela del incomparable Bret Farrel ya está dando sus
frutos, por lo que veo. ¿Te das cuenta de los problemas que te estás buscando? Y esa
absurda manía de ir por ahí haciendo preguntas, además...
Ella se sorprendió.
—¿Y tú que sabes?
—¿Qué sé de qué?
—¿De que voy por ahí haciendo preguntas?
—No sé de qué me estás hablando.
—¡Ah, no! Ahora mismo me vas a decir...
—¡Sylvia! ¿Tengo que ir yo y meterlo a la fuerza en su maldito coche?
Bret había salido al porche del chalecito y parecía de nuevo encolerizado.
—Está a punto de irse, querido—, respondió ella inmediatamente.
Y Kevin, a pesar de tener los labios hinchados y los ojos morados, rió
sarcásticamente en voz baja.
—Te tiene dominada, ¿verdad?
—Vete al infierno—, le apostrofó ella, empujándolo dentro del coche y
retrocediendo. —Y recuerda que hay algunas respuestas que tendrás que darme.—
Le dio la espalda y volvió a la casa.
Dentro, Bret se había sentado delante de la chimenea, con los brazos cruzados y el
ceño fruncido. Ella se le acercó y le acarició los hombros. —Venga, relájate, ya ha
pasado todo.
—No es verdad, y lo sabes. Sigo pensando que mi presencia te está causando un
montón de problemas, y que lo que tendría que hacer sería irme. Pero, en el fondo,
soy un cobarde, sigo diciéndolo pero no lo hago. Es más, espero que tú me detengas.
No quiero perderte, Sylvia, pero tampoco quiero destrozarte la vida.
—Bueno, no me interesan demasiado tus conflictos interiores—, bromeó ella. —Lo
importante es que te quedes aquí. Y ahora... ¡Sorpresa!— Cogió la funda negra que
había dejado en un rincón y se la puso encima de las piernas.

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Durante algunos minutos Bret se quedó mirando fijamente el bulto y después, con
gran cautela, abrió las dos cerraduras y levantó la tapa. —Sylvia...—, murmuró, y
levantó sus dorados ojos hacia ella.
Parecía increíble, pero tenía los ojos húmedos, como si estuviera a punto de
llorar...
Lanzó un profundo suspiro y movió la cabeza, casi como si no pudiera creer en lo
que estaba viendo. —¿Cómo has hecho...? ¿Dónde...?
—Lo tenía un tipo en una tienda de Dermon Avenue, un poco más allá de
Stanford Street. Un golpe de suerte, en realidad. Quería regalarte un saxofón, y
cuando entré para comprarlo me enteré de que existen distintos tipos. Así que,
hablando de saxofones, el tipo me dijo que te conocía, desapareció durante algunos
minutos en el almacén y cuando volvió a aparecer trajo esto. ¿Qué te parece?
Bret sacó el instrumento de la funda, puso el estrangul y la boquilla, enganchó el
cordoncito negro en los ganchos respectivos y se lo puso alrededor del cuello.
Después la miró. Sylvia asintió y él se llevó el instrumento a los labios. Un instante,
algunas notas de prueba, y quizá el temor de no ser ya capaz de volver a encontrar
una vieja magia... Y al final, por la habitación en la que sólo rompía el silencio la leña
que crepitaba en la chimenea, se difundieron las lánguidas notas de Summertime, del
gran George Gershwin, y a continuación Loverman de Rameriz y al final, para cerrar
el repertorio, Au Privave del inolvidable Charley Parker. Sylvia se sentó en un
mullido cojín de plumas, y se quedó mirando y escuchando a un auténtico músico
que descubría de nuevo su propio arte.
En las manos de Bret el saxofón recobraba vida, creaba ambientes tenues, cantaba
los sentimientos de los hombres, describía la alegría, el dolor, los remordimientos y la
esperanza.
Devolverle su instrumento era lo mejor que se podía hacer por él. Sylvia lo
comprendió mirando cómo tocaba Bret, con todo su ser, mientras una lágrima, una
única y gran lágrima, le rodaba por la mejilla dejando a su paso un reguero brillante.
Sí, ella amaba a ese hombre, y ya no tenía dudas. Bret le había robado el corazón,
un corazón que, antes de conocerlo, ni siquiera sabía que tenía.
Se acercó a él y tan pronto dejó de tocar lo abrazó fuertemente. Él temblaba un
poco, como si lo hubieran sometido a un gran esfuerzo.
—No sabía que sería así...
—Eres magnífico—, dijo Sylvia.
Bret sonrió, y negó con la cabeza.
—Tengo que empezar a ejercitarme y después, quizá... Dentro de cinco años,
cuando cumpla del todo con mi condena y vuelva a ser un hombre libre, podré dejar
esta maldita ciudad e irme a Nueva York, y empezar a tocar otra vez para el público.
Tú no sabes lo que significa exhibirse delante de una platea que entiende tu música y
la aprecia en sus más pequeños detalles. Es una sensación exaltante. Antes... antes de
la muerte de Kate me habían ofrecido un contrato para dar un recital en Broadway.
Una hora y media en un gran teatro sólo para mí. ¡Bah!, se ve que el destino decidió

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que no pudiera hacerlo.


—Lo conseguirás Bret. Volverás a tener público, y por fin tendrás el éxito que te
mereces—, afirmó ella con vehemencia.
Bret le revolvió el pelo con un gesto afectuoso. —Quizá sí. Quizá lo consiga de
verdad... Gracias, Sylvia, por todo lo que estás haciendo por mí.
—Oh, esto no es más que el principio. Tengo otros proyectos para el futuro.
Él se puso tenso. —¿Qué?
—Demostrar tu inocencia.
—¡Dale! Eres insistente. Terca como un mulo.
—Tú también lo eres, o no te empeñarías tanto en querer cumplir una condena
que no mereces. ¿Por qué no te rebelas, Bret? ¿Por qué no acabas con esta historia de
la aceptación heroica de un destino injusto y cruel?
—Porque he luchado hasta donde he podido, y no me ha servido de nada. Me
condenaron, ¿no te acuerdas?
—¿Qué me dices de Mike Tunner?—, preguntó ella a traición espiándolo para ver
como reaccionaba.
Pero, por una vez, Bret no se enfadó.
—Un tipo simpático. Cuando sucedió el crimen estaba estudiando derecho. Él y su
hermana Rose fueron los únicos que me demostraron un poco de amistad.
Sylvia habría apostado lo contrario, pero se cuidó muy mucho de decirlo.
—¿Y de Rose, qué me cuentas? ¿Tuviste una historia sentimental con ella?
—Si lo que quieres es saber si nos acostamos juntos alguna vez, la respuesta es sí.
Y no una vez solamente...
—¿Kate lo sabía?
—Quizá... O quizá no. Lo cierto es que Rose no le caía nada bien.
—¿Cómo empezó la historia entre tú y Kate?
Bret se encogió de hombros.
—Ella era una jovencita que no estaba nada mal, y yo una especie de joven ídolo
en ciertos ambientes musicales. Creo que desaté su fantasía, y empezó a pegárseme
convencida de que no podría vivir sin mí. Al principio intenté evitarla, porque
pensaba que era demasiado joven, pero después...
—¿Después?
—Después sucedió lo que era inevitable que pasara. Nunca he sido un mojigato.
Ella me gustaba y, desde luego, no era el prototipo de la colegiala. Llevaba unas
minifaldas de piel negra que podían resucitar a un muerto. Dale que dale,
terminamos en la cama.
—Después decidisteis iros a vivir juntos.

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—Su padre la echó de casa, y ella no sabía adonde ir. Me convenció de que tenía
que asumir mis responsabilidades, y de que tenía obligaciones con ella, y al final la
acogí en mi casa.
—¡Pero si McDermott siempre ha afirmado que fuiste tú el que convenció a su hija
para que se escapara de casa!
—Bueno, mentía... No fue así como sucedieron las cosas, pero supongo que para
un padre admitir que ha sido en parte responsable de la destrucción de su única hija
tiene que ser muy doloroso.
—Casi parece que lo justificas.
—No, no lo justifico, pero puedo entenderlo.
—¿Y la historia del niño?
—¿Qué quieres saber?
—Lo que pasó...
—¡Eres tremenda, Sylvia! ¿Qué quieres que pasara? Kate se quedó embarazada,
eso es todo. Creía que había tenido cuidado porque en aquellos momentos no quería
implicarme demasiado pero, evidentemente, había hecho mal mis cálculos.
—¿Le dijiste que abortara?
—No, pero tampoco di saltos de alegría. Más bien lo contrario. Las cosas entre ella
y yo no iban bien. Por mi culpa, sin duda, pero yo no podía hacer nada. Yo no estaba
enamorado de ella, y ella lo sabía desde el primer momento. Un día le hice notar que
sería mejor que volviese a su casa, y que seguramente su padre la acogería si ella se
presentaba ante él un poquito sumisa. Pero Kate no tenía ninguna intención... Luego,
tres meses después, vino y me dijo que estaba embarazada y también que, llegados a
ese punto, lo justo era que me casara con ella.
—¿Y tú?
Bret suspiró.
—Me quedé de piedra.
—¿Qué quieres decir?
—Que me quedé sin aliento. No podía creerlo... ¡No quería creerlo! Le dije que me
diera tiempo para pensar antes de tomar una decisión.
—Supongo que Kate se lo tomó a mal.
—En cierto modo se esperaba mi reacción, y no se enfadó demasiado. Estaba
convencida de que lo conseguiría.
—¿Y después?
—Después la mataron...
—La noche del asesinato, ¿dónde estabas tú?
—Salí de casa hacia los ocho de la tarde y fui a tocar al bar en el que me habían
contratado. Estaba pasando un mal momento por la historia de Kate y del niño, así

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que ahogué las tensiones en whisky. Cuando salí del club apenas conseguía tenerme
en pie. Recuerdo que llovía a cántaros... Subí al coche y me dirigí a casa. Cuando
llegué todo estaba oscuro, pero me di cuenta de que algo pasaba porque la puerta de
entrada estaba abierta.
—¿Qué hiciste?
—La llamé. Pero ella, como es obvio, no contestó... Entré en el recibidor, y casi
entré directamente al dormitorio. Si lo hubiera hecho ni siquiera me hubiera dado
cuenta de lo que había pasado. Probablemente, al no verla, habría pensado que se
había ido y habría lanzado un suspiro de alivio. Pero estaba totalmente mojado y
tenía frío. Decidí que otro trago no me vendría mal. Entré en el salón y encendí una
lamparita pequeña. Entonces la vi...
La voz de Bret se quebró en una especie de prolongado sollozo.
Sylvia le dejó algunos minutos para que se recuperara y después le preguntó: —¿Y
por qué no llamaste inmediatamente a la policía?
Él se pasó la mano por el pelo. —Sylvia, tú no puedes entenderlo. Nadie puede
entenderlo si no lo ha vivido... Kate estaba allí, en el suelo, entre el sofá y una mesita
de cristal. Tenía los ojos abiertos de par en par y miraba fijamente el techo. La boca
estaba entreabierta, como si un instante antes de morir hubiera intentado gritar... Y
era tan pequeña, tan joven... Y había toda aquella sangre en su ropa, y a su alrededor,
y el mango del cuchillo que le sobresalía del vientre. Yo... ¡Yo no podía dejarla así!
Tenía que quitarle el cuchillo, sacárselo... Sólo recuerdo que me arrodillé a su lado y
le quité el arma de su cuerpo, y el estremecimiento que recorrió mi cuerpo cuando oí
el ruido que hacía... Estuve a punto de volverme loco. Salí corriendo, todavía con el
cuchillo en las manos, y no sabía ni qué hacer ni adonde ir. Quería gritar pero no lo
conseguía. Abría la boca, pero de mi boca no salía ningún sonido... Cuando salí de
casa un relámpago iluminó el cuchillo que todavía tenía en la mano. En ese momento
lo dejé caer en el lugar en el que después la policía lo encontró. De lo que pasó
después, casi no me acuerdo. Sé que volví al coche. Arranqué y salí a toda velocidad,
conduciendo como un loco, con las manos manchadas de sangre y los ojos llenos de
lágrimas. No tenía una meta, y todo lo que quería era alejarme de Kate y de todo
aquel horror... Poner la mayor distancia posible entre mi persona y aquella
pesadilla...
—¡Oh, Bret, tiene que haber sido terrible!
Él movió la cabeza. —No, fue peor, mucho peor, e incluso después de catorce años
hablar de ello me hace daño...
—Pero es necesario.
—¿Para quién, Sylvia? ¿Para Kate y para su hijo, que han muerto hace ya tanto
tiempo que hasta sus huesos se habrán reducido a polvo? ¿O para mí que ya me he
pasado catorce años en la cárcel? O quizá para ti... ¿Para ti que has decidido
convertirte en la heroína que salva a su amado de un destino cruel? Escúchame de
una vez por todas, Sylvia, si realmente quieres ayudarme, deja de revolver en esta
historia.

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Sylvia asintió sin decir nada. Podía entender a Bret y su falta de confianza en los
hombres, y también su dolor, pero no cejaría en su intento, aunque se daba cuenta de
que tendría que actuar sola, y que Bret no la ayudaría.
—Se está haciendo tarde, y el día ha sido largo—, dijo poniéndose en pie. —
¿Vamos a dormir?
Bret la miró. —Sylvia, tienes que prometerme que olvidarás esta manía de intentar
encontrar al asesino de Kate. Podría ser muy peligroso, y yo no quiero tener ningún
otro cargo sobre mi conciencia.
—Así que ése es el problema... Pero parece que no quieres entenderlo, querido, ¡no
tienes a nadie sobre tu conciencia! ¡No tienes nada que reprocharte!
—Eso lo dices tú. Si yo no hubiera aceptado que Kate viniera a vivir conmigo,
antes o después habría vuelto a casa de su padre, y a estas alturas sería una rica
señora de la alta sociedad que vive tranquila, con un marido rico y un puñado de
mocosos impertinentes.
—¡Deja de condenarte por lo que no has hecho! En esta historia tú eres tan víctima
como ella.
—Probablemente, pero yo estoy aquí, vivito y coleando, mientras que Kate y su
hijo están muertos, y murieron de una manera horrible.
—¿Acaso sería mejor que tú también estuvieras muerto?
—Quizá sí... Lo pensé incluso después de la condena. Me refiero al suicidio... Pero
ya te lo he dicho, soy un cobarde y me aferró a la vida con uñas y dientes. La gente
como yo no muere fácilmente.
—Bret, tienes que dejar de torturarte con todos estos sentimientos de culpabilidad.
—No son tan tremendos. Y catorce años de cárcel tampoco, en comparación con lo
que le sucedió a Kate. ¡Si al menos la hubiera amado! Si hubiera estado con ella
aquella noche... O si al menos hubiera vuelto a casa después del trabajo... Pero no.
¡Me sentía tan infeliz y tan desgraciado! Maldita sea, pensaba, precisamente ahora
que mi carrera está empezando y tengo el mundo en mis manos, me encuentro con
una familia de la que preocuparme... Era una idea que no podía soportar. Quizá, en
mi inconsciente, esperaba que Kate muriera, y que se quitara de en medio de una vez
por todas. Bueno, el cielo me oyó, y por eso el castigo que me corresponda no será
nunca lo suficientemente terrible.
¿Qué podía decirle? ¿Cómo hacerle entender que era estúpido y cruel que se
sintiera culpable por un crimen que otros habían cometido? No era culpa suya que
Kate hubiera muerto, pero probablemente él no lo entendería hasta que pudiera
mirarle a los ojos al culpable. Un motivo más, pensó Sylvia, para descubrir quién era
el verdadero asesino de Kate McDermott.

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Capítulo 10
A la mañana siguiente Bret fue a trabajar y Sylvia decidió que era el momento de
pensar en cómo afrontar un encuentro con William McDermott, el poderoso padre de
Kate que tanto había contribuido para mandar a Bret a la cárcel.
No era fácil, se dijo; aquel hombre debía de ser listo como un zorro, y también
despiadado. Seguramente conocía su historia con Farrel ya que, a lo que parecía, era
ya del dominio público, y no querría verla si ella le pedía una cita. Estaba
retorciéndose el cerebro cuando alguien llamó a la puerta.
Sylvia abrió, y retrocedió por la sorpresa al encontrarse delante a Rose Tunner. La
mujer sonrió tímidamente. —¿Puedo...?—, le preguntó.
Sylvia le hizo un gesto indicándole que entrara y la acompañó al salón. —Siéntese,
por favor. ¿Cómo ha conseguido mi dirección?
Rose se sentó educadamente en el borde del sofá.
Se veía a la legua que estaba nerviosa, y quizá también asustada. —No ha sido
difícil ya que me acordaba de su nombre. Y ahora, supongo que se preguntará por
qué estoy aquí...
—Tiene razón. Me muero de curiosidad, sobre todo después de lo que dijo su
hermano ayer.
—Mike está muy nervioso, pero en realidad es una buena persona... Él sólo quiere
protegerme.
—¿De quién?
—De la maldad de la gente, obviamente. Usted no sabe lo que pasó cuando se
celebró el juicio.
—¿Quiere contármelo mientras nos tomamos un café?
Rose asintió. Estaba realmente elegante, vestida con un traje de chaqueta de seda
gris, un chaquetón de visón por los hombros y una pañoleta de Hermes alrededor del
cuello. La clásica señora elegante y con dinero. Y sin embargo vivía en una casa de la
periferia, y no tenía ni siquiera una criada.
Sylvia volvió de la cocina con una bandeja en las manos en la que traía el café. Le
sirvió una taza y se sentó enfrente de ella, en un sillón, dispuesta a escuchar todo lo
que quisiera decirle.
Rose titubeó todavía un poco. Luego, por fin, posó la taza en la bandeja y la miró.
—Siempre he pensado que Bret era inocente, y me gustaría poder ayudarlo. Pero no
sabría ni por dónde empezar. Si el jurado no creyó mi versión de los hechos entonces,
¿para qué podría servir que testimoniara ahora? Y además, no creo que un libro que
hable de su historia sea lo que Bret necesita. Si yo fuera él, lo único que desearía sería
olvidar y que me olvidaran.
—Pues no es así—, mintió Sylvia.
—Ya...— Rose suspiró. —Pero, volviendo a mi situación, usted no se imagina lo

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que tuve que soportar por haber intentado defender a Bret. Mis amigos me retiraron
el saludo, y en todos los periódicos de la ciudad, durante días, apareció mi foto. Se
hicieron conjeturas, y se llegó a decir que yo era la amante de Farrel y que había
declarado sólo para salvarlo.
—¿Y no era verdad?—, preguntó Sylvia.
—¡No! ¿Cómo se le ocurre? Entre Bret y yo sólo había una buena amistad, como la
que puede haber entre vecinos de casa. Fue Mike el que me lo presentó. Se habían
conocido en el parque, al que ambos iban a hacer jogging por la mañana temprano.
—¿Su hermano vivía con usted en aquella época?
—Sí... Mike se había venido a vivir conmigo inmediatamente después de la muerte
de mi marido Eddy, que había muerto no mucho tiempo antes en un accidente de
coche.
Bueno, pensó Sylvia, Bret admite haber tenido una relación con Rose, pero la
mujer lo niega. ¿Quién de los dos mentía? Sylvia no tenía dudas. —Así que, Bret, ¿era
sólo un buen amigo para usted?
—Exacto. Era fácil hablar con Bret. Tenía la rara capacidad de saber escuchar y de
darte después el consejo adecuado. A veces venía a casa a tomar un café y pasábamos
un rato charlando...
—¿También cuando su hermano no estaba en casa?
—Claro. ¿Qué tiene de malo? Nada, pero la gente no lo entendió. Se pusieron
todos de parte de Kate, que a los ojos de todos se convirtió en una mártir. Pero ella
no era una santa, ¿sabe? Yo la conocía bien...
—¿Conocía también a Kate?
—¡Claro! Bret y ella vinieron a cenar a casa un par de veces. Y luego la encontraba
a menudo en la peluquería.
—¿Qué tipo de persona era Kate?
Rose miró a Sylvia a los ojos. —¿Quiere oír la verdad o prefiere la versión
azucarada de la pobre chica descarriada por culpa de un delincuente y asesinada
porque estaba embarazada?
—La verdad, obviamente.
—Kate, que el Señor me perdone porque no se debe hablar mal de los muertos, era
una perdida.
Sylvia suspiró profundamente pero no dijo nada.
—Una auténtica perdida—, repitió Rose, y sus azules ojos relampaguearon. —Una
jovencita de diecinueve años que tenía más conchas que un galápago. Era una de
ésas que se pega al primer par de pantalones que se le acercan. Le echó el ojo a Bret y
lo convenció con mil artimañas a que la admitiera en su casa, pero hubiera hecho lo
mismo con cualquier otro. Piense que incluso a mi hermano lo miraba con ojos
lánguidos aquella descarada.
—¿A su hermano? ¿Y Bret lo sabía?

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—¡Claro! Yo se lo dije... Mire, yo lo consideraba un amigo y me parecía una


vergüenza que aquella jovencita consiguiera tomarle el pelo con tanta facilidad. Pero
Kate era muy hábil... Todos los hombres perdían la cabeza por ella. También ese
idiota de Mike...— Se interrumpió de golpe, como si hubiera hablado demasiado y
quizá asustada de sus propias palabras.
—¿Mike estaba enamorado de Kate?
—¡Enamorado!, no exageremos. Ella sabía cómo tratar a los hombres, y en aquella
época mi hermano era casi un chiquillo. Un bobalicón.
—Entiendo... Y, dígame, Rose, ¿por qué ahora Mike se pone tan nervioso ante la
idea de que usted hable conmigo?
—No quiere que me vuelvan a tratar otra vez como si fuera una prostituta, como
pasó entonces. El padre de Kate McDermott es una persona muy poderosa ¿sabe? Y
si quiere destruirle la vida a alguien, lo consigue siempre.
—Pero, ¿por qué se ensañó tanto contra Bret? ¿No tenía él también interés en que
el verdadero asesino de su hija fuera entregado a la justicia?
—¡Bah!, para William, Bret es el verdadero asesino de Kate. ¿Y quién si no?
Para William... ¡Interesante!
—¿Usted conoce al padre de Kate, Rose?
La mujer titubeó.
—¡Oh!, sólo un poco. Verá, mi marido trabajaba para él. Y así... Ya sabe cómo son
esas cosas...
—No, realmente no lo sé.
—Nos encontramos en alguna fiesta para directivos, y William era el gran jefe; así
Eddy, mi marido, me lo presentó. Una amistad ocasional y esporádica.
—Ya... ¿Y sabría usted decirme por qué su hermano Mike compró la casa en la que
tuvo lugar el homicidio?
Esta vez la mujer se quedó pálida.
—¿¡Qué dice!?
—Digo que la casa de Farrel, pertenece ahora, a su hermano. ¿No lo sabía?
—¡No!, ¡por supuesto que no! Y estoy segura de que usted se equivoca: ¿qué
motivo iba a tener Mike para comprar la casa? Nosotros sólo queremos una cosa:
olvidar.
Sylvia se puso en pie.
—Bueno, Rose, le agradezco la información que me ha proporcionado tan
amablemente—, dijo.
—Lo hago encantada, si puedo ayudar a Bret... A propósito, he oído decir por ahí
que ahora él vive aquí. ¿Es verdad?
—Sí, es verdad.

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—Entiendo... ¿Y tienen ustedes una relación sentimental?


—¿Es importante que usted lo sepa?
—No, naturalmente no. Lo decía por curiosidad... Bueno, es tarde y me espera un
largo camino hasta Albany. Encantada de haberla conocido, señorita Baxter, y suerte
con su nuevo libro.
Sylvia vio cómo se alejaba, subía al coche y se iba a toda velocidad. Se preguntó el
porqué de aquella visita y qué era lo que se le escapaba de Rose Tunner. ¿Y su
hermano? Había sido amigo de Bret y estaba enamorado de Kate. ¿Habían tenido
una historia él y la víctima? Y Bret, ¿lo sabía? Y si lo sabía, ¿por qué no se lo había
contado a ella?
Muchas preguntas y casi ninguna respuesta... Rose afirmaba que entre ella y Bret
no había habido nada, y Bret decía lo contrario. Seguramente era Rose la que mentía,
pero si no era así, ¿qué conclusiones se podían sacar?
Sylvia movió la cabeza. ¿Qué tonterías le pasaban por la cabeza? Ya había
decidido que Bret era inocente, ¿y entonces? Dios, era como si su cabeza estuviera a
punto de explotar. William McDermott. Toda la historia giraba a su alrededor.
Había llegado el momento de afrontarlo y de descubrir qué tipo de hombre era
realmente el padre de Kate.
Se vistió eligiendo cuidadosamente la ropa y se dirigió a Albany. Descubrir dónde
estaba la sociedad de McDermott fue un juego de niños e, increíblemente, también lo
fue conseguir que la recibiera.
Había imaginado que tendría que pasar por encima de un montón de empleados y
entrar por la fuerza en el despacho del hombre, y en cambió bastó con que dijera su
nombre a una secretaria y unos segundos después le dijeron que el señor McDermott
la estaba esperando.
La pasaron a un elegante salón y al cabo de unos minutos a un despacho tan
grande como la sala de espera del aeropuerto Kennedy. Un hombre de unos sesenta
años, moreno y de pelo blanco estaba sentado al otro lado de un escritorio de raíz de
nogal y cristal. En las paredes había un auténtico patrimonio en cuadros de pintores
famosos, todos auténticos. William McDermott se puso en pie tan pronto como la vio
entrar y le hizo un gesto para que se acercara.
—Tenía mucha curiosidad en conocerla, señorita Baxter—, le dijo sonriendo sin
alegría.
—Yo también, ¿sabe?
—Siéntese, por favor.
Sylvia se sentó en un sillón de piel negra y observó atentamente a su interlocutor.
Había esperado ver a un individuo con un aspecto terrible y, en cambio, ante ella se
sentaba un tipo de aspecto agradable y con una sonrisa franca en su rostro.
—Así que usted es la mujer que ahora vive con el asesino de mi hija. ¿La ha
embrujado a usted también?

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—Creo, señor McDermott, que tenemos que aclarar inmediatamente una cosa: yo
no soy una jovencita de diecinueve años que se deja seducir por el primer hombre
guapo que se encuentra. Y tampoco el tipo de persona que se asusta fácilmente.
—Ya veo...—, comentó él. —¿Y qué tipo de persona es, entonces? ¿La
superfeminista que quiere cambiar el mundo?
—¡Dios me libre! No, soy sólo una mujer tenaz que está convencida de que Bret
Farrel no tiene nada que ver con la muerte de su hija.
—¡Ah!, usted lo que en realidad es una gran presuntuosa, eso es lo que es. Farrel
tuvo un juicio justo, y un jurado regularmente constituido lo consideró culpable. Y
además las pruebas...
—No eran pruebas; se trataba solamente de indicios en su contra. Es verdad que
eran muchos... Pero en realidad fue usted, testimoniando y relatando una llamada
telefónica de su hija el que proporcionó al jurado el elemento esencial que le faltaba
al fiscal para acusar a Farrel: el móvil.
El hombre se quedó totalmente impasible. Ni siquiera parecía irritado.
—¿Usted no cree que Kate me hiciera esa llamada?
—No. No lo creo.
—¿Qué quiere de mí, señorita Baxter? ¿Que rehabilite a su amante y le ahorre los
cinco años de libertad condicional? Pues verá, permítame que le diga, querida, que se
equivoca totalmente. Me queda sólo un objetivo en la vida, y es el de destruir
totalmente a Bret Farrel. Y lo conseguiré, ¿sabe? Cuando se me mete algo en la
cabeza...
—Sí, lo sé, no se para ante nada. Y eso fue lo que ocurrió. A usted se le metió en la
cabeza que Bret era el culpable, e hizo todo lo posible para verlo en la cárcel. Pero así
lo único que consiguió fue garantizarle la impunidad al verdadero asesino de Kate.—
El hombre se puso en pie de un salto y descargó un fuerte puñetazo sobre el
escritorio. En ese momento estaba fuera de sí.
—¡Es usted una estúpida! Farrel la ha encantado y ahora razona con una parte de
usted que no es el cerebro. Ese delincuente convenció a mi hija para que se fuera con
él e hizo que mi hija se peleara conmigo...— De repente la voz se le quebró y a Sylvia
le pareció viejo, muy viejo. —¡Era tan guapa mi hija Kate! Una joven maravillosa.
Una hija que todos me envidiaban, y Farrel la convenció para que le diera la espalda
a su propia familia, a su mundo. Un tipo que tocaba el saxofón, con un puñado de
dólares en el bolsillo y la cabeza llena de tonterías. Un tipo dispuesto a correr detrás
de cualquier mujer que le pasara por delante, sin ninguna profesión, y que esperaba
organizarse la vida gracias a mi dinero. Destruyó a mi pobre Kate. Y conmigo ella
habría podido tenerlo todo. Todo...
—No puede echarle la culpa a Bret de que usted y su hija no tuvieran una buena
relación. Sigue engañándose a sí mismo, señor McDermott, incluso después de tantos
años.
—¡Vayase! ¡Largúese de aquí...!

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—Echarme no le servirá para acallar su conciencia. Sólo la verdad puede ayudarle.


—¡La verdad es que Farrel es culpable!
—¡No! Usted lo sabe tan bien como yo, y dejar ciervos degollados con notas
amenazadoras en la puerta de mí casa no le servirá para nada.
—¿Qué dice?— McDermott miró a Sylvia con una luz de sincera sorpresa en los
ojos. —¿De qué habla?
—¡Oh, sabe muy bien de lo que estoy hablando!
—No tengo ni idea de lo que me está diciendo. Pero siga mi consejo: aléjese de ese
hombre antes de que la mate a usted también.
—Siga usted el mío, en cambio. Haga un sereno examen de conciencia y
pregúntese por qué Kate se fue prefiriendo Bret a usted y por qué no volvió a su lado
si, como dice, necesitaba ayuda. Y, sobre todo, si le interesa que haya un inocente en
la cárcel y un asesino en libertad. ¡Hasta la vista, señor McDermott!
Sylvia le dio la espalda y salió del despacho, cerrando la puerta. Bueno, se sentía
mejor, en cierto modo, y sin embargo el padre de Kate no le había parecido el
hombre diabólico que todos parecían temer. Ni el irracional monstruo capaz
solamente de hacer daño. En los rasgos de su cara, en su rostro anciano pero aún
atractivo, en sus profundos ojos claros, había leído el dolor y la soledad de un
hombre que lo ha perdido todo, y al que ni el dinero ni el poder le podrían devolver
la felicidad. No, McDermott no era como ella se había imaginado.
Y ahora, se dijo cuando salió a la calle, tengo otra visita que hacer.
Se dirigió a la oficina de Kevin. Eran más o menos las once de la mañana. Entró en
su despacho directamente, sin hacerse anunciar y se detuvo sólo cuando estuvo
delante de su escritorio.
—Bueno, Kevin, tenemos algunas cosas que hablar tú y yo.
El le lanzó una mirada torva. Tenía un buen moratón alrededor de la boca y
parecía que se había maquillado los ojos. Su aspecto, en conjunto, era cómico.
—¿Qué diablos quieres, Sylvia?
—Ya te lo he dicho—, contestó ella sentándose.
—¿Te has dado cuenta por fin de que tengo razón?, ¿de que tu historia con Farrel
es absurda?
—No, y no he venido para hablar de eso. Más bien, ahora vas a explicarme cómo
llegaste a saber que voy por ahí haciendo preguntas sobre el caso McDermott.
Él se encogió de hombros. —Tengo amigos...
—¿Qué amigos? Dame sus nombres.
—¿Y si no quiero decírtelo?
—Mira Kevin, es mejor que lo sepas: en esta historia estoy dispuesta a hacer
cualquier cosa. Y te aconsejo que me creas.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

Él suspiró. —Muy bien, como quieras, pero no te servirá de nada... Se trata de


Mike Tunner; ya os habéis conocido si no me equivoco, ¿verdad?
—No te hagas el simpático y explícame qué tienes que ver tú con Mike Tunner.
—Estudiamos juntos en la universidad. Eso es todo.
—Explícame eso bien... Tú conoces a Tunner, y entonces también conocías a Kate,
¿no? ¿Y a quién más?
—¿Qué quieres decir con a quién más? Conocía a Kate porque ella vino a Walsall
cuando era una niña, y el pueblo es pequeño. Y ya te he explicado cómo conocí a
Mike.
—Así que tú eras amigo de Kate...
—Sí, ¿es eso un delito?
Sylvia no contestó.— ¿Y qué pensaste cuando su padre la echó de casa y ella se fue
a vivir con Farrel?
—Que William era el monstruo irracional de siempre. Pero también sabía que sólo
tenía ojos para su hija.
¡Entonces era cierta la versión de Bret! No había sido Kate la que se había ido, sino
que su padre la había echado de casa.
—¿Y Kate, qué tipo de persona era? ¡Y no me digas más tonterías!
—Kate era una chica preciosa, y todos se enamoraban de ella.
—Pero a ella no le bastaba con un solo hombre, ¿o me equivoco?
—No, no te equivocas... Pero eso no justifica un homicidio cruento como el que
tuvo que sufrir.
Sylvia asintió, ahora empezaba a entender...
—Y así, todos de común acuerdo, decidisteis convencer al jurado de que el móvil
del asesinato había sido que Kate estaba embarazada, cuando en realidad estabais
seguros de que Bret la había matado en un ataque de celos. Pero para poder contar la
versión de los hechos que creíais exacta, tendríais que haber manchado la
inmaculada reputación de la chica... Algo que William McDermott nunca habría
permitido y mucho menos perdonado. Y todos os morís de miedo delante del viejo,
¿no?
Kevin apartó la mirada.
—¿Qué importa? ¿Qué diferencia puede haber si el móvil son los celos o el hecho
de que estaba embarazada? Farrel la mató, y eso era suficiente para que lo
condenaran. A la horca, si hubiera sido por mí, Sylvia.
—Y dime, ¿tú también estabas enamorado de Kate?
—No. Yo no, puedes creerme.
—Pero sí lo estaba tu amigo Mike.
—Mike era muy joven, entonces.

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—Tenía más o menos la edad de Farrel y en cualquier caso era lo bastante mayor
como para matar a una chica, ¿no te parece?
—¡No fue Mike el que dejó sus huellas digitales en el arma del delito. No fue él el
que se escapó con la ropa llena de sangre, borracho y perturbado!—, insistió Kevin.
—¿Y eso basta para convertir a Bret en un asesino? ¡Qué malditos bastardos sois
todos! ¡Qué hipócritas! Acusasteis a Farrel sólo porque él no formaba parte de
vuestro mundo dorado. Bret era el elemento molesto. El extranjero que se había
entrometido en la tranquila rutina de Walsall. El hombre que le había robado el
corazón a la rica heredera. La chica que todos vosotros deseabais, pero que sólo Bret
consiguió conquistar. ¡Claro! Bret era el culpable perfecto: un músico que tocaba el
saxofón, y cuya vida no le importaba a nadie. Él en la cárcel cumpliendo su justa
condena, y todos vosotros con la conciencia tranquila. Me das asco Kevin, tú y todos
los que son como tú.
—¡Basta ya Sylvia! Tengo más cosas que hacer que estar aquí oyendo tus tonterías.
Yo sólo me limité a aceptar la decisión del jurado.
—Ya, ¿y cómo había llegado el jurado a tal conclusión? ¿Quién le había hecho
creer que sólo Bret podía ser el asesino de Kate?
—¡Las pruebas!
—No te lo repetiré otra vez: no había ninguna prueba, sólo indicios. Y ahora dime:
¿por qué tu amigo Mike ha comprado la casa de Farrel? ¿Qué le pasa, que como a
todos los asesinos le gusta volver al lugar del delito?
—¿Quién te ha contado tal mentira?
—Nadie. He ido al catastro y me he informado. Allí está todo registrado: contrato
de compra—venta con pólizas y por triplicado. ¿Te basta?
—¡Mike no puede ser el asesino de Kate: la amaba!
—Exacto, precisamente a eso me refiero. Mike estaba enamorado de Kate, pero
Kate estaba enamorada de Bret, y Bret se iba a la cama con la hermanita de Mike. No
se trata del clásico triángulo, porque uno de los lados está constituido por la
simpática Rose, la perfecta ama de casa que toma el té con las amigas... Rose, que
tiene un montón de dinero, pero vive en los suburbios en una casa sin criados. ¡Qué
ángel! Ella sola tiene que ocuparse de la casa, pero puede permitirse el lujo de recibir
a sus amantes sin que nadie lo sepa. Muy edificante. Y dime, ¿también el viejo
William forma parte de este cuadro familiar? En la época del delito tenía una historia
con Rose, ¿verdad? Y se puso como una furia cuando descubrió que Bret Farrel
además de acostarse con su hija, se lo montaba también con su amante, ¿o me
equivoco?
—¡Basta! Estás escupiendo veneno.
—Estoy escupiendo, es verdad, pero sobre vuestras conciencias sucias e hipócritas.
Sobre vuestra manera de entender la vida, que se basa en las apariencias y debajo no
hay ningún sentimiento.
—Vete, Sylvia, vete antes de que te eche.

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—Claro que me voy; necesito respirar aire limpio.— Y esta vez, salió dando un
portazo.

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Capítulo 11
Ahora, pensó Sylvia mientras volvía a casa, tengo que encontrar la manera de
demostrar la culpabilidad de Mike Tunner. Ya no tenía dudas: aquel hombre era el
asesino de Kate. Locamente enamorado de la chica mientras ella, que quizá se había
divertido dándole esperanzas, estaba prendada de Bret. Y que tragedia tenía que
haber sido para Mike saber que el corazón de su amada le pertenecía a un hombre
indigno. Un tipo que se llevaba a su hermana a la cama...
Pero todavía había algo que no cuadraba en la reconstrucción que Sylvia había
hecho: si realmente Mike era el culpable, ¿por qué precisamente su hermana había
sido el único testigo a favor de Bret? ¿Quizá Rose no sabía quién era el verdadero
asesino? Imposible... Si lo había visto entrar en casa de Kate, no podía no reconocer a
su propio hermano... Pero Rose afirmaba que no había conseguido distinguir bien al
misterioso visitante nocturno de Kate.
Sí, claro, pero una silueta familiar... Mike era su hermano, no un vecino o un
desconocido encontrado por casualidad en un gimnasio...
¿Entonces? ¿Había que suponer que Rose, a pesar de todo, había intentado
defender a Bret? Bueno, era posible...
Sylvia reflexionó. Rose sabe que su hermano ha matado a Kate porque lo ve volver
a casa trastornado y cubierto de sangre pero, evidentemente, no quiere que vaya a la
cárcel. Además, desde un cierto punto de vista, eliminando a Kate él le ha hecho un
favor, y ya no hay obstáculos para conquistar el corazón de Bret... Ya, pero el plan se
lo estropea. McDermott y la policía que se ensañan con Bret acusándolo de
homicidio. Él corre el riesgo de pasarse en la cárcel un montón de años y ella no
quiere perder a su joven amante. Entonces se inventa a un hombre misterioso, afirma
que lo ha visto entrar en la casa de Kate la noche del delito, pero al tratarse de una
mentira no puede dar detalles que resulten convincentes. Y así, su desmañado
intento acaba en nada, es más, se vuelve en su contra y destruye su reputación. Una
reputación que, a pesar de su actitud libertina, a Rose le importa mucho...
Sylvia suspiró. Sí, sin duda las cosas habían ocurrido así. Y cuando condenaron a
Bret, Rose tuvo que buscar el lado positivo. Seguramente le costó mucho perder a su
joven amante, pero probablemente menos que ver a su hermano terminar en la cárcel
acusado de homicidio. Y ahora, catorce años después, llega ella con sus manías de
remover las cosas y rehabilitar el nombre de Farrel. Ahora sí que podía entender que
a Mike Tunner le hubiera dado una especie de crisis histérica cuando la había
sorprendido hablando con su hermana. Tenía que estar aterrorizado ya desde el
momento en que Bret salió de la cárcel... ¿Y William McDermott? ¿Era posible que
fuera tan tonto como para no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo delante de sus
narices? Y sin embargo, no parecía un estúpido en absoluto... ¿No sabía que Mike
estaba enamorado de su hija? ¿Rose no se lo había dicho nunca?
Bueno, esos eran detalles. Un padre cegado por el dolor y por la rabia puede
cometer errores... Sylvia se preguntó si la policía había comprobado la coartada de
Mike la noche del delito y se felicitó por no haber devuelto todavía el expediente del

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King, Amanda — Quiero ser tuya

caso McDermott. Tan pronto como llegara a casa se sumergiría en la lectura de todos
aquellos papeles, y esta vez no se detendría hasta que no los hubiera leído todos. Lo
que necesito, se dijo, es una base sólida para pedir que se vuelva a abrir el caso.
Luego, estaba segura, el resto caería por su propio peso... Con la tensión nerviosa que
tenía, Mike Tunner no resistiría demasiado.
Se sorprendió cuando al aparcar el coche delante de casa vio que en el chalet
estaba la luz encendida. Miró el reloj y se asustó cuando vio que eran ya las ocho de
la tarde. Dios, el tiempo había volado...
Entró en casa y se encontró con Bret que la miraba fijamente, y en sus ojos se
reflejaba la tensión. —Estaba preocupado—, dijo él. —¿Qué te ha pasado?—
Sylvia le echó los brazos al cuello y le besó en la boca; Bret la besó también y se
echó a reír. —¿Qué he hecho para merecerme todo esto?
—Nada, es que soy una persona afectuosa—, bromeó ella quitándose los zapatos
de tacón y echando a correr para sentarse en el sillón.
Él le guiñó un ojo. —¿Por qué no vienes a la cocina? He preparado la cena...
Para comérselo a besos. ¿Dónde había estado escondido todo ese tiempo? Después
se acordó: en la cárcel, allí había estado, y además injustamente. Bueno, no era ése el
momento para dejarse atrapar por la tristeza. Pronto todo se habría resuelto de la
mejor manera posible. —¿Me da tiempo a darme una ducha?—, preguntó.
—Sólo si te das prisa.
—Vale.— Se levantó del sofá con renovado vigor, feliz ante la velada maravillosa
que tenía por delante. Tardó pocos minutos en ducharse; luego se cepilló el pelo, y se
maquilló atentamente. Por último se puso un audaz camisón de encaje negro y una
bata a juego que había comprado algunos meses antes en Nueva York, sin saber muy
bien para qué lo compraba, aunque ahora se revelaban como algo esencial. Apareció
en la puerta de la cocina y se maravilló al ver la mesa perfectamente puesta, con dos
velas encendidas y una botella de champán preparada en el cubo de hielo. —¡Oh,
Bret, es fantástico!
—¡Tú tampoco estás nada mal!—, replicó él, acercándosele por la espalda y
rodeándole la cintura con los brazos. Inclinó la cabeza y le acarició el cuello con los
labios. —Es más, pensándolo bien, quizá podríamos comer más tarde. ¿Qué te
parece?
—Me parece que tengo un hambre terrible, y que tienes que ganar mucho
trabajando como mozo de carga... Ostras y champán, Bret. Me estás acostumbrando
mal.
—En realidad se trata de una ocasión especial.
Ella se giró sobre sí misma y lo miró a los ojos. —¿Qué ha pasado?
—Hay una novedad que espero que te guste...
—Dime, dime. Soy toda oídos.
Bret sonrió. —¿Quieres saberla ahora mismo?

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King, Amanda — Quiero ser tuya

—No pretenderás que me muera de curiosidad, ¿verdad?


—Bueno, hoy he terminado de trabajar un poco antes de lo normal y he ido al
centro a hacer la compra. Y de pronto me he encontrado delante del viejo bar en el
que tocaba antes de que me arrestaran. Bueno, al principio no sabía ni siquiera cómo
había llegado hasta allí. Después, al cabo de un rato, me entraron ganas de entrar.
Estaba el propietario, y cuando me vio me dijo que se alegraba de que hubiera salido
de la cárcel, y que él nunca había creído que fuera yo el asesino de Kate. Y, sujétate,
que si quería volver a mi antiguo trabajo, estaba dispuesto a contratarme. Empiezo
mañana por la noche...
—Oh, Bret, volverás a tocar. ¡Es maravilloso!
Él suspiró, satisfecho y conmovido. —Eso es lo que pienso yo también, pero habrá
que ver cómo se lo toma la gente. Quizá cuando sepan que toco en ese bar dejarán de
ir y se acabará todo...
—Ya verás como eso no pasa—, afirmó Sylvia, convencida.
—No podemos estar seguros.
—Yo soy optimista—, contestó ella, sin revelarle que estaba segura de haber
descubierto al verdadero asesino de Kate y que estaba ya casi lista para presentarse
en la policía y convencerles para que volvieran a abrir el caso. Pero antes de cantar
victoria tenía que comprobar algunas cosas. Pero en esos momentos, decidió, no
quería pensar en nada que pudiera perturbar la felicidad perfecta que sentía. Bret
estaba allí, con ella, y la estrechaba entre sus brazos. No había ninguna otra cosa,
desde su punto de vista, que fuera realmente importante o que contara más.
A la mañana siguiente, cuando Bret salió de casa para ir a Albany y empezar a
ensayar para su espectáculo de esa noche, Sylvia se sumergió en la lectura de los
papeles del caso McDermott. Como se había imaginado, verificó que nadie se había
preocupado de investigar a Mike Tunner, y ni siquiera habían comprobado si tenía
una coartada para la noche del homicidio. Por otra parte, ¿por qué iban a hacerlo?
¿Qué motivos podía tener el joven Mike para matar a Kate? Ninguno, ya que nadie
sabía cómo babeaba detrás de la chica.
Muy bien. Ahora Sylvia tenía un cuadro completo de la situación. Se preguntó si
lo mejor era ir directamente a la policía para ponerla al corriente de lo que había
descubierto, o si era mejor hablar antes con el abogado Buttler. Quizá el consejo de
un hombre inteligente... El teléfono sonó un instante antes de que saliera de casa.
Sylvia contestó casi de mala gana y se quedó profundamente sorprendida cuando
reconoció la inconfundible voz de William McDermott. —Señorita Baxter...
—Soy yo, dígame.
—Necesito hablar con usted.
—¿Por qué?
—No por teléfono. ¿Le importaría venir a mi oficina?
—¿Cuando?
—Ahora mismo, si puede...

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King, Amanda — Quiero ser tuya

Sylvia, ni que decir tiene, se dirigió allí a toda velocidad. McDermott la esperaba
en su imponente despacho, sentado detrás de su escritorio, y desde la primera vez
que se habían visto parecía haber envejecido diez años. No se levantó cuando la vio,
ni le sonrió.
Le hizo un gesto para que se acercara y se sentara. —Se preguntará el porqué de
este encuentro—, le dijo.
Sylvia se limitó a asentir, dejando que el hombre hablara libremente.
McDermott suspiró. —No me gusta tener que admitirlo, ¿sabe?...
—¿Qué?
—Que usted podría tener razón.
Sylvia casi no podía creer lo que estaba oyendo. —Kate nunca le hizo aquella
llamada, ¿verdad?
—No, no la hizo...— McDermott se levantó, se acercó a la ventana y se puso a
mirar por ella, casi como si no pudiera sostener la mirada de Sylvia. —Verá, es muy
difícil explicarlo...
—Inténtelo. Aunque usted pueda no estar de acuerdo, en realidad no somos
enemigos en este asunto. Ambos, aunque sea por motivos diferente, queremos sólo la
verdad.
McDermott asintió, pero siguió dándole la espalda. —El caso es que Kate se me
había ido de las manos. Quizá era un padre demasiado opresivo o, simplemente, mi
hija era una muchacha excesivamente exuberante... La madre de Kate murió cuando
ella era una niña, y yo tuve que adaptarme para hacer el papel de padre y madre.
Con tantas ocupaciones y tanto trabajo como tenía, no resultaba fácil. Quizá tendría
que haberme vuelto a casar, aunque sólo fuera para darle a Kate una nueva mamá,
pero yo en toda mi vida sólo había amado a mi mujer y no conseguí encontrar a
ninguna otra que pudiera comparársele. Así, quizá por egoísmo, decidí hacerlo todo
solo. Pero las cosas no fueron como yo había esperado. Kate creció caprichosa y
voluble. Si quería algo, tenía que conseguirlo como fuera. No era capaz de renunciar
a nada. Y yo, la mayor parte de las veces la contentaba, incapaz de imponerme y de
imponerle ninguna regla.
—No debe ser fácil el oficio de padre—, dijo Sylvia.
—Ya, pero yo era demasiado presuntuoso para admitirlo. Y después, de repente,
fue demasiado tarde... Kate desahogó toda su inquietud con los hombres. Cambiaba
de hombre como otras mujeres cambian de zapatos: un par distinto para cada
vestido... Pero yo hice como si no me diera cuenta. Se le pasará, me decía. Cuando
llegue el momento sentará la cabeza. Era una tontería pensarlo, pero me consolaba.
Antes o después, pensaba, se fijará en un buen muchacho y se casará. Pero,
evidentemente, mi idea de lo que era un buen muchacho era distinta de la que tenía
mi hija. Yo pensaba en un joven que perteneciera a nuestro universo, rico, y de una
familia prestigiosa. Y ella perdió la cabeza por Bret Farrel, un músico con poco
dinero y mucho atractivo. De repente descubrí que estaba celoso. Mientras se trató de
aventuras superficiales, podía aceptarlas, pero un gran amor... ¡No! Todavía no

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estaba dispuesto a compartir a mi hija con nadie. Y mucho menos con un artistilla
que aún tenía que hacer carrera. Por primera vez en su vida le puse todos los
obstáculos, utilizando todos los medios posibles. Resultado: acabé echándola de
casa...— La voz se le quebró e hizo una larga pausa. Cuando siguió hablando, su
tono era bajo y balbuceante. —Pensaba que una reacción así la asustaría lo suficiente
como para hacerla reflexionar. Pero me equivocaba. Ella era persistente, y no quiso
someterse. Se fue a vivir con aquel hombre y parecía decidida a quedarse con él para
siempre. Yo, como única solución, hice que a Farrel lo investigara un detective
privado. Lo que descubrió lo hizo todo aún más difícil. Farrel, evidentemente, no
quería a mi hija. Tenía muchas otras mujeres y la traicionaba sin miramientos...
—¿También con Rose Tunner?
McDermott titubeó, y por primera vez desde que había empezado aquella
conversación le lanzó a Sylvia una mirada esquiva.
—Sí, también con Rose... Pero no es lo que está pensando, ¿sabe? Rose era mi
amante, pero yo no estaba celoso de ella. Lo que me turbó fue la afrenta que le hacía
a mi hija, nada más.
—Y después, ¿qué pasó?
McDermott abrió los brazos.
—Supe por Rose que Kate estaba embarazada.
Sylvia suspiró.
—Y a Rose, ¿quién se lo había dicho?
—Su hermano Mike. Era él el padre del niño.
—¿Qué?
—Sí... Farrel estaba harto de mi hija, y Kate pensó en cómo atraparlo. Pero él era
cuidadoso, ya sabe a lo que me refiero, y ella utilizó a Mike. Por eso cuando mataron
a Kate no tuve ninguna duda de quién era el asesino.
—¡Pero eso es absurdo!—, explotó Sylvia. —¿Cómo pudo ocultar todo esto
durante el proceso?
—Usted no lo entiende... Yo le dije a Rose que le hiciera saber a Farrel cómo
estaban las cosas. Esperaba que se enfureciera y dejara a mi hija. Sin poder apoyarse
en él, Kate volvería a casa. Junto a mí... Pero Farrel reaccionó como un loco, y la
mató.
—¿Y para qué iba a matarla? Es usted el que no entiende, William. Bret no estaba
enamorado de Kate, lo ha admitido usted mismo, así que la traición de su hija no
podía trastornarlo. El homicidio de Kate sólo se puede entender desde el punto de
vista de un gran amor traicionado y humillado. Y ése no era el caso de Bret...
—Quizá me equivocaba. Quizá Farrel amaba a Kate o, simplemente, era uno de
esos hombres que, en cualquier caso, no soporta una traición.
—¡Qué tontería!— Sylvia se puso de pie y se acercó a la ventana donde estaba
McDermott. —¿No se da cuenta de que hay otro hombre en está historia alguien que

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está loco de rabia?


—¿Quién?
—Mike Tunner. Él amaba a Kate, y ella lo usó sólo para atrapar a Bret. ¿Qué
piensa que pasó por la mente de Mike cuando se dio cuenta de que su hija lo había
utilizado de un modo tan despreciable? Llevaba a su hijo en el vientre y estaba
dispuesta a utilizarlo para atrapar a Bret.
McDermott movió la cabeza.
—Mike amaba tanto a Kate... Nunca le habría hecho daño.
—¿Está totalmente seguro?
El hombre titubeó.
—Lo estaba hasta ayer, pero usted me obligó a reflexionar. Sólo por eso le he
pedido que viniera: no estoy totalmente seguro de mis conclusiones, pero desde mi
punto de vista, se lo advierto, Farrel sigue siendo el que tiene más probabilidades de
ser culpable.
—Bueno, yo pienso aclarar la situación.
—¿Qué quiere decir?
—Puedo volver a abrir el caso.
—¿Y cómo piensa conseguirlo?
—Obligando a Tunner a dar un paso en falso. Es él el asesino de Kate, estoy
segura. Y por lo tanto, ahora está sobre ascuas. Sabe que estoy investigando sobre el
homicidio y ya me ha dejado señales amenazadoras en la puerta de casa...
—¿Señales amenazadoras?
Ella asintió.
—Al principio pensé que lo había hecho usted... Un ciervo degollado delante de
casa con un nota en la que se me daba a entender que si quería mantener mi
integridad sería mejor que me olvidara de Farrel.
—Oh, Sylvia, usted no conoce a Mike. Él nunca sería capaz de hacer una cosa así.
Es un buen cristiano, una persona dulce y tranquila. Diría que incluso un poco
estúpido, al menos desde mi punto de vista. No, si realmente no fue Farrel el asesino
de mi hija, detrás de todo esto hay una mente diabólica.
—¿Tunner tranquilo? No lo diría, al menos juzgando por cómo me trató cuando
me encontró hablando del delito con su hermana. Tuvo una especie de crisis
histérica, y durante unos momentos pensé que iba a pegarme.
—Sigo teniendo mis dudas, pero si usted tiene razón, podría ser peligroso seguir
investigando.
—Quizá, pero no puedo echarme atrás.
—Entonces déjeme que la ayude.
—Usted ya me ha ayudado bastante, señor McDermott.

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—Yo... Si me he equivocado, no sólo tengo la muerte de mi hija sobre la


conciencia, sino también la condena de un inocente. Encontrar la serenidad me será
imposible.
—Ése es su castigo, William, y creo que ya es tremendamente duro.
Esa noche, Sylvia no le dijo nada a Bret de su encuentro con McDermott. Llegó al
club donde él tenía que tocar, y se dijo que el recital le ofrecía una ocasión perfecta
para poder alejarse en plena noche sin tener que dar explicaciones. Tenía que hacer
una visita importante, y no podía perder demasiado tiempo.
Afortunadamente el bar se llenó pronto de gente.
Detrás del escenario, Bret le cogió una mano. —Tengo un miedo tremendo—, le
confió.
Sylvia le dio un beso en la boca. —Será un éxito, ya verás. Eres un gran artista, no
lo olvides.
—Oye, ponte donde yo pueda verte. Yo...
—Oh, Bret, no quiero que te distraigas...
—Me dará seguridad...
—Querido, tienes que demostrarme que eres fuerte y que lo puedes conseguir con
tus propias fuerzas—, le contestó ella, que sabía que no podía quedarse en el club
mientras él tocaba. Al final, pareció que Bret comprendía su actitud y no insistió.
Acababa de salir al escenario cuando Sylvia se deslizó fuera del bar. Sentía no
poder asistir a su debut, pero esperaba que en el futuro tendría ocasión de oírlo.
¡Futuro! Era una palabra que empezaba a adquirir connotaciones agradables
también para ella... Subió al coche, arrancó y salió a toda velocidad. Cinco minutos
más tarde aparcó el coche y observó la tranquila y desierta calle residencial. Perfecto,
nadie a la vista, eso haría todo mucho más fácil...
Sylvia bajó del coche y avanzó por el paseo rodeado de árboles. Se paró después
de haber recorrido unos cincuenta metros y miró a su alrededor. En la casa de los
Tunner no se veía ninguna luz, y tampoco en la casa en la que había tenido lugar el
asesinato de Kate. Sylvia no había dejado de preguntarse por qué Mike había
comprado esa casa. Algo le decía que allí dentro había algo que podía revelar quién
era el verdadero asesino... En el bolsillo de su chaqueta el peso del pequeño revolver
nacarado era consolador...
Sin titubear más, Sylvia se aventuró por el césped y llegó a la casa. Recorrió su
perímetro con la ayuda de una linterna, buscando la manera de entrar. Cuando
estaba a punto de perder la esperanza, le sonrió la suerte. Las cerraduras engrasadas
de las puertas y de las ventanas no permitían el acceso, pero el portón que conducía
al sótano estaba cerrado con un viejo candado oxidado. —No has pensado en todo,
Mike...—, murmuró Sylvia, mientras buscaba un palo con el que hacer palanca y
abrir la cerradura. Fue más complicado levantar la pesada trampilla, pero lo
consiguió. Meterse en medio de la noche en el sótano de una casa abandonada no la
llenaba de alegría...

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King, Amanda — Quiero ser tuya

Respiró profundamente y se aventuró por las empinadas escaleras. La luz de la


linterna iluminó un sótano lleno de polvo y telarañas. Hacía años que nadie bajaba
allí. Pero era natural... Siguió andando hasta que vio otra empinada escalera que,
seguramente, conducía a la cocina de la casa. Subió por ella teniendo cuidado de no
tropezar y caerse, rompiéndose una pierna. No sería agradable que Mike Tunner la
descubriera allí, herida e inmovilizada, sin poder dar una justificación aceptable de
su presencia. Bueno, lo mejor era que ni siquiera pensara en tal posibilidad. Ya estaba
bastante asustada así.
La cocina era agradable, y Sylvia se quedó sorprendida de lo bien ordenada que
estaba. Parecía incluso que acababan de limpiarla pocas horas antes. Es verdad que
los asesinos vuelven al lugar del crimen, pero transformarlo en una especie de
santuario era un poco exagerado... Quizá la mente de Mike no se había recuperado
nunca después de la atrocidad que había cometido. En cualquier caso, se dijo Sylvia,
a mí me hace falta encontrar algún indicio. Necesitaba alguna prueba que le
permitiera atrapar a Tunner. Es verdad que en la época del delito la policía no había
encontrado nada, pero en esos catorce años Mike había tenido la casa para él solo, y a
saber lo que se le había pasado por la cabeza hacer... Atravesó la cocina y entró en el
recibidor. Allí también estaba todo en orden.
Y ahora la habitación del delito. Sylvia entró en el salón y, ayudándose con la
linterna, miró a su alrededor. Dio un salto y se le escapó un grito cuando le vio.
Tunner estaba allí, sentado en el sofá, y la miraba con los ojos abiertos de par en par y
una mirada de loco...
—¡Tengo una pistola! No se mueva. No haga ningún gesto o le juro que disparo—,
gritó Sylvia.
El hombre, inmóvil, como si estuviera petrificado, no hizo ni siquiera un gesto de
sorpresa. Sylvia apretó con más fuerza la pistola, las manos le temblaban... ¿Tendría
realmente el valor de disparar si fuera necesario? ¡Dios!, no lo sabía...
Se acercó a una de las lámparas del salón y la encendió. Una luz débil iluminó la
habitación, permitiéndole dejar la linterna y tener las manos libres... Pero algo no
funcionaba, ¡maldición! Notaba perfectamente el peligro. —¡Levántese y ponga las
manos en la cabeza!—, casi gritó.
Mike Tunner no hizo ni un gesto. Inmóvil... Demasiado inmóvil... Parecía...
¡muerto! Sylvia casi se desmaya. ¿Era posible que fingiera tan bien? ¿Era posible que
la estuviera arrastrando a una trampa, dispuesto a abalanzarse sobre ella apenas
diera un paso en falso?
¡No, maldición! Incluso desde la distancia en la que se encontraba conseguía ver la
inmovilidad de la pupila, la estaticidad absoluta del tórax... Se acercó un poco más y
rodeó el sofá en el que él estaba sentado.
Se situó detrás del hombre y alargó una mano.
Una ligera presión en la cabeza, y el cuerpo de Mike Tunner cayó hacia adelante
con una lentitud exasperante... En mitad de la espalda, justo entre los dos omóplatos,
se veía el mango de madera de un cuchillo de cocina...

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Sylvia tuvo que sujetarse a un mueble para no caerse al suelo. ¡No! No era
posible... ¿Quién podía haber hecho una cosa así? ¿Y dónde se había equivocado ella
al valorar todos los datos?
¡La policía! Eso es lo que tenía que hacer, llamar a la policía y no cometer el mismo
error que había cometido Bret. Sí, pero y si justamente él... No, no quería ni siquiera
pensarlo. ¿Cómo podía ser capaz de pensar que Bret, su amado Bret, no era el
hombre inocente que siempre había creído? No, llamar a la policía era lo mejor. Pero
¿dónde estaba el maldito teléfono en aquella casa? Miró a su alrededor llena de
miedo y de desesperación. Quizá en el recibidor... Corrió hacia la puerta de la casa,
pasó por delante de un rincón oscuro y entonces, en un instante, algo duro le golpeó
la cabeza. Un segundo de intenso dolor y luego la oscuridad de un pozo sin fondo...
La cabeza le dolía terriblemente. Intentó frotársela pero no lo consiguió. Parpadeó
y jadeó balbuceando pocas palabras: —Bret... Oh, Bret, ayúdame...
—Lo hará. Muy pronto. Te ayudará a ti y también a mí. Y, por fin esta historia
tocará a su fin...
Sylvia se dio cuenta en ese momento de que estaba atada a una silla. Le costó
entender lo que estaba viendo...
Rose Tunner dio un paso y sonrió. —Vaya, Sylvia, tú, igual que Kate, te has creído
más lista que yo. Vaya, pues te has equivocado.
—¡Rose! ¿Cómo es posible?
—¿Todavía no lo has entendido? Eres más tonta de lo que pensaba.— La mujer se
sentó cómodamente en un sillón y jugueteó con la pistola de Sylvia que ahora tenía
en sus manos. —Es una historia como tantas otras, ¿sabes?, ni siquiera demasiado
complicada, y ya habría terminado hace mucho tiempo si tú no hubieras decidido
meter la nariz. Supongo que hasta Farrel se había resignado...
—¡Tú mataste a Kate!
—¡Oh, qué brillante deducción! ¿Todavía no te habías dado cuenta? ¿Creías que
había sido Mike, no estúpida? Mi hermano estaba tan enamorado de Kate, tan
embobado con ella, que hubiera preferido matarse antes que hacerle daño. Lo que
quería Kate, fuera lo que fuera, a Mike le parecía bien... Una desgracia que me ha
obligado a eliminarle a él también. Estaba volviéndose peligroso, ¿sabes? Con tu
aparición, había vuelto a hacerse preguntas. Era un idiota. Si llegaba a descubrir que
había sido yo la asesina de su gran amor me habría denunciado sin pensarlo dos
veces.
—Pero ¿por qué?
—Es fácil. Kate era el obstáculo que se interponía siempre en mi camino. Parecía
una maldición, una broma del destino. Conocí a William McDermott, y él se hubiera
casado conmigo si no hubiera sido por su hija. Pero Kate era posesiva y no quería
compartir a su papaíto con nadie... Fíjate, ni siquiera cuando se vino a esta casa a
vivir con Bret. Fue entonces cuando decidí alquilar la casa de enfrente. Pensé que si
conseguía hacerme amiga de ella, quizá... Pero ¡qué va! Siguió detestándome. Y no te
digo lo que sucedió cuando supo que me acostaba con su amorcito. Me dijo que si no

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dejaba a su padre y a Bret organizaría un escándalo. ¡Maldita víbora! Lo quería todo,


nunca estaba dispuesta a dividir nada con nadie. Incluso llegó a utilizar a Mike para
su asqueroso juego... No podía permitir que se saliera siempre con la suya. Así que la
maté... Era la única solución, ¿no te parece?
—Entonces ¿por qué declaraste a favor de Bret? Si lo hubieran declarado inocente
habrían continuado investigando y hubieran podido descubrirte.
—¡Qué tonta eres! Declarar a favor de Bret fue mi obra maestra. Desde la ventana
de mi habitación era realmente imposible ver la entrada de la casa, y la policía se
daría cuenta. Pero la historieta de la ventana me proporcionaba una coartada, el de la
mujer enamorada que quiere salvar a un asesino de la cárcel. ¿Sabes?, sólo me di
cuenta del riesgo que corría después del delito... Lo sentí por Bret, te lo juro, pero hay
que saber adaptarse a las circunstancias.
—Tú nunca le dijiste que el hijo que Kate esperaba era de Mike, ¿verdad?
—Yo no tenía demasiado interés en que Bret dejara a Kate. Ella probablemente
volvería a casa de su padre, y se acabaría mi historia con William... Bret, William y
Mike: ¡todos los hombres de Kate! Dios, cuanto la odiaba...
—¿Y ahora? ¿Qué piensas hacer ahora? Ya has matado a tu hermano, ¿cómo
piensas salvarte?
—Querida, de la manera más sencilla. Hace poco, mientras estabas aún
inconsciente, le he dicho a Bret que viniera aquí, que tú estabas en esta casa con
Mike, y que yo tenía miedo de que él pudiera hacerte daño... Y ahora tu hombre está
a punto de llegar. Bret es tan tonto como tú. Piensa siempre en sí mismo como si
fuera un caballero impecable y valiente dispuesto en todo momento a socorrer a la
pobre doncella...
—¿Qué piensas hacer?
—Os mataré a los dos y apañaré las cosas para que, cuando encuentren los
cadáveres, parezca el enésimo ataque de locura de un peligroso asesino. Llegados a
este punto, es un juego de niños.
—¡Estás loca!
—No, soy lista, y sé lo que quiero.— La sonrisa apareció en el rostro de Rose
precisamente en el momento en el que fuera se oía el ruido de un coche. La mujer
atisbo a través de las cortinas y se retrajo al cabo de unos instantes. —Bien. Ese idiota
de Bret ha cogido un taxi para venir hasta aquí. Perfecto: otro testigo que será útil en
el momento del juicio.
—¡No, no lo hagas!—, gritó Sylvia, pero Rose agitó el revolver. —Una palabra más
y te vuelo la cabeza.
—Lo harás lo mismo, pero prefiero morir y salvar a Bret y obligarte a asumir tus
responsabilidades que esperar hasta el final por si hay alguna posibilidad de
salvarse.— A pesar de la situación, Sylvia sonrió. —¿No habías pensado en esa
posibilidad, verdad, Rose?— Después, un segundo después, empezó a gritar como
una loca: —¡Escapa, Bret! ¡Llama a la policía! ¡Es una trampa!

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—¡Cállate maldita!— Rose dio un paso y apuntó con la pistola a su cabeza. —¡Te
mato! ¡Te mato!—, gritó totalmente fuera de sí.
El disparo retumbó en el silencio de la noche...
Sylvia pensó que iba a morir, y que era una maldición que ocurriera precisamente
ahora que había encontrado a su gran amor, y que quizá tenía ante ella un futuro
sereno y radiante. La explosión retumbó en su cerebro, pero se sorprendió al no
sentir ningún dolor. En el fondo, morir era más fácil de lo que pensaba.
Volvió a abrir los ojos lentamente...
—¿Se encuentra bien, Sylvia?— En pie, a su lado, intentando desatarla, estaba
William McDermott. Un poco más allá se encontraba el cuerpo sin vida de Rose
Tunner.
Sylvia boqueó. —¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—La tenía vigilada después de nuestra entrevista de esta mañana. Podría
habérselo encargado a un investigador privado como había hecho en los tiempos de
Kate, pero teniendo en cuenta los resultados de entonces preferí hacerlo yo
directamente. ¿Sabe? Hace algunos años era agente del F.B.I., y bastante bueno,
además...
—Sí, lo he oído decir—, murmuró ella, por fin libre, mientras se masajeaba las
muñecas doloridas y se levantaba lentamente de la silla.
—Se dicen muchas cosas sobre mí, incluso que escondo los famosos expedientes
de Hoover. ¡Tonterías!
Sylvia se apoyó en McDermott y el hombre la sostuvo. —Tenemos que llamar a la
policía—, dijo.
—Sí... Se lo agradeceré mientras viva, Sylvia, ¿lo sabe, verdad? Y tengo que
hacerme perdonar muchas cosas... Pero sólo Dios podrá perdonarme si quiere
hacerlo. Hay pecados que los hombres no pueden justificar.
Ella le sonrió, y en ese momento la puerta de la casa se abrió de golpe.
—Quítale las manos de encima—, amenazó Bret. —¡O esta vez sí que acabo
matando a un McDermott!
Bueno, ya no faltaba nadie...
—Bueno, ahora eres un hombre libre—, dijo Sylvia a la salida del juzgado en el
que se acababa de fallar la inocencia de Bret en lo relativo a la muerte de Kate
McDermott. —Y el estado te debe además una enorme suma de dinero... ¿Qué
piensas hacer?
Él la cogió del brazo y bajó las escaleras que conducían fuera del edificio.
—Pues, aún no lo sé. He tenido un montón de propuestas de trabajo. Hay una en
concreto que me atrae mucho: un recital en Broadway, en un gran teatro, y también
un disco. Éxito, fama, dinero...
—¿Y qué esperas para aceptar?

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—Bueno, tendría que trasladarme a Nueva York la próxima semana...


—¿Y no quieres ir?
Bret se paró y la miró fijamente. Sus ojos dorados resplandecían como dos
pequeños soles.
—¿Y tú, Sylvia, quieres ir?—, le preguntó.
Ella sonrió.
—Efectivamente tenía ya una media idea de volver a la Gran Manzana; ¿sabes?, el
aire de Walsall no es saludable para mi vena creativa, pero...
—¿Pero...?
—Pues que no me atrae mucho la idea de vivir sola en una ciudad tan peligrosa,
llena de locos y de depravados.
—Hay una solución...
—¿Cuál?
—Que te cases conmigo y estés a mi lado el resto de tus días. Como suele decirse:
hasta que la muerte nos separe... Así yo te protegeré, te cuidaré y te amaré siempre.
¿Qué me dices?
Bueno, pensándolo, podía irle bien...

Fin

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