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LLÁMALO AMOR, SI QUIERES

Nueve historias de pasión


Toño Ángulo Daneri

Nueve historias de pasión

AGUILAR

LLÁMALO AMOR, SI QUIERES

© Toño Ángulo Daneri, 2004 © De esta edición.

2004, Santillana S.A.

Av. San Felipe 731, Jesús María

Lima, Perú

Tel. 218-1014

Santillana Ediciones Generales S.L.

Torrelaguna 60, 28043, Madrid, España

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. de C.V.

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Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.

Leandro N. Alem 720 C1001AAP, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Diseño de cubierta Sandro Guerrero

A Elsa,

por cantar cada noche una canción de amor.

Y a mi hermano Diño, por tanto cariño postergado.

ISBN 9972-848-06-X

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 1501032005-0948

Primera edición noviembre 2004

Primera reimpresión febrero 2005

Tiraje 2000 ejemplares

Registro de Proyecto Editorial N° 31501130500078

Impreso en el Peru - Printed in Peru

Quebecor World Perú S A

Av Los Frutales 344, Lima 3 - Perú

Todos los derechos reservados

Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en parte, ni registrada en o


transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por
ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por
fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial
Agradecimientos

Para poder escribir este libro he conversado con unas sesenta personas a lo largo de un
año. A algunas las molesté varias veces: les eché a perder una mañana dominical de
desayuno en familia, les envié correos electrónicos, las llamé por teléfono. A todas ellas,
sobre todo a quienes me pidieron mantener sus nombres en secreto, mi más sincero
agradecimiento. Pero hay otra persona sin la que este libro no habría pasado de ser un
mero sueño: se llama Julio Escalante Rojas, y es un cronista veinteañero que visitó por
mí bibliotecas imposibles, y leyó y fotocopió y subrayó libros que yo ni siquiera sabía
que existían. También lo hizo Emilio Candela, un historiador que, aparte de proveerme
de libros, se tomó el trabajo descomunal de enmendar mi tendencia a confundir fechas y
nombres. Por último, también quisiera agradecer a mis amigos. A todos simplemente
por serlo, y por tantos meses de ausencia. A mis cómplices etiquetados: el maestro Julio
Villanueva Chang, Sergio Vilela, Daniel Titinger, Sergio Urday, Marco Aviles, Alvaro
Sialer, Huberth y Gersonjara. A los escritores: Luis Jochamowitz, Quique Planas,
Gustavo Rodríguez, Iván Thays, Alonso Cueto, Jorge Salazar, Javier Arévalo, Eloy
Jáuregui. A los de la Contra: Milagros Leiva, Jimena Pínula, David Hidalgo, Miguel
Ángel Cárdenas. A los de siempre: Jorge, Ricardo, Felipe, Rafo, José Antonio, Sandra y
Xabi. A mis editoras: Patricia, Mayte y Mercedes. A mis padres, a mis hermanos, a la
Maga. A toda mi inmensa familia. Y a Elsotis, mi esposa, por tantas noches que tuvo
que acostarse sola.

Nadie conoce a nadie. JUAN BONILLA


True love leaves no trace. LEONARD COHEN
índice

Los disimulos de la soledad

Víctor Raúl Haya de la Torre 15

La infidelidad es una cuestión de método

Manuela Sáenz y Simón Bolívar 45

La tía Julia y el animador

Augusto Ferrando y su cuñada 59

El lado adolorido de la cama

José María Arguedas 79

Instrucciones para ser un adorado canalla

Vladimiro Montesinos yjacqueline Beltrán 95

Se busca una mujer para el invierno

Francisco Pizarro e Inés Huaylas 117

Llámalo amor, si quieres

Alberto Fujimori y Susana Higuchi 131

La comedia de los amantes escandalosos

La Perricholi y el virrey Amat 155

El amor vale menos que la guerra

Abimael Guzmán y Augusta La Torre 171


Los disimulos de la soledad

HAYA DE LA TORRE, su CALCULADO CELIBATO

Y UNA TEORÍA SOBRE LA HOMOSEXUALIDAD

Marilucha. Así le decían. Fue la última de las mujeres que pudo convertirse en la novia
oficial de Haya de la Torre, si él hubiese querido. Se llamaba María Luisa García-
Montero Koechlin. Era bonita, aristócrata, caprichosa; después se suicidó tomando
veneno. Una vez lo fue a buscar al local de su partido, el Apra, acompañando al
corresponsal de la revista Time que iba a hacerle una entrevista. Llegaron en la noche
para escuchar una de las conferencias que el líder aprista solía dar a sus seguidores
mientras permanecía en Lima. Tenían que comprar boletos para ingresar, el auditorio
estaba repleto. Marilucha también trabajaba de periodista: publicaba en las revistas
Limeña, Vanguardia y Caretas. Escribía de toros, poetas, y de la selecta vida social de
una ciudad aún pródiga en apellidos compuestos. Esa noche, sin embargo, solo quería
estar cerca de Haya de la Torre. Según le había confiado al reportero de Time, estaba
enamorada de él. Quería seducirlo.

Se sentaron en la primera fila, en los lugares reservados para la prensa. Marilucha ha


recordado que le dijo al corresponsal: ”Creo que le gusto a este señor”. Haya de la Torre
habló durante dos horas. Dio paseíllos encima del estrado, transpiró, agitó los brazos.
En un
de sus gestos más típicos, inclinó su torso hacia delante, como las palomas cuando
picotean comida del suelo. Era diciembre de 1960. Gobernaba Manuel Prado, un
banquero que había llegado a ser presidente apoyado por el Apra en una etapa que los
libros de historia llaman ”convivencia” y que todavía avergüenza a algunos apristas:
antes, Prado los había perseguido con ensañamiento y desprecio. De vuelta en el Perú,
Haya estaba seguro de ganar las siguientes elecciones. ”Regañaremos el tiempo
perdido”, dijo. Al terminar la conferencia, el periodista de Time quiso irse, ya era tarde:
dejaría la entrevista para otro día. Pero Marilucha lo convenció de subir a la oficina del
Jefe, como le decían a Haya sus seguidores. Otros lo llamaban por sus dos nombres de
pila, Víctor Raúl. Ella le decía simplemente Víctor.

Marilucha estaba vestida con un sastre de color verde. Tenía el cabello peinado a la
moda de los años cincuenta: corto pero levantado hacia la nuca, con un cerquillo que le
cubría media frente. El periodista César Lévano, en ese entonces redactor y ahora editor
de Caretas, la recuerda como una mujer que avasallaba al primer vistazo. ”Una gran
conversadora, refinada y culta”, me dijo. Era guapa. O al menos lo había sido de
muchacha. Una noche visité a uno de sus sobrinos, que me enseñó algunas fotografías
suyas. En una, Marilucha aparecía muy chiquilla, en una fiesta de carnavales, con una
expresión de seriedad que sin embargo dejaba ver sus facciones de muñeca fabricada a
mano: boquita de fresa, nariz respingada, ojos enormes y un brillo fluorescente en las
pupilas. En las otras fotos ya se revelaba como una encarnación de la coquetería más
directa, disfrazada de tapada colonial, o posando con algunos amigos que después serían
famosos por sus desbandes sexuales. Aquella misma Marilucha, a la altiva edad de
treinta y tres años, se abrió paso entre la multitud que esa noche había ovacionado a
Haya de la Torre. Se le plantó delante, pero no lo saludó. Le regaló el privilegio de que
él actuara primero.
-Bienvenida -ha contado que Haya dijo al verla-. ¡Cómo se ha adelgazado usted!

Ella no podía decir lo mismo de él. Para entonces, Haya había engordado hasta la
obesidad. Iba a cumplir sesenta y seis años, y su cuerpo había empezado a ensancharse
desde su exilio en la embajada de Colombia, en Lima. En ese lustro de encierro se había
vuelto goloso, un devorador de postres más que un gourmet. Los líderes del Apra
dejaron que Marilucha y su acompañante tomaran asiento frente al Jefe. ”En toda la
entrevista no me miró, estaba intimidado por mi presencia”, habría de escribir ella en
sus memorias unos años después. El reportero preguntaba, y Haya de la Torre respondía
con su habitual solvencia. Había recorrido el mundo. Era amigo de Einstein, de Clark
Gable, de Vittorio de Sica. Había charlado horas con Orson Welles y tenía anécdotas
para encandilar a públicos que podían ir desde chiquillos escolares hasta profesores de
Oxford, donde además había enseñado. Era un hombre que era capaz de monologar
durante ocho horas seguidas: le encantaba escucharse. Marilucha le hizo una pregunta.
Entonces él, al fin, volteó a mirarla. ”Lo sentí”, diría ella, y le lanzó un anzuelo:

-Usted me gusta porque es un griego -dijo Marilucha.

Haya se acomodó en su sillón, envanecido por el piropo, y dijo en voz alta para que lo
oyeran los que estaban cerca:

-Les presento a la señorita Marilucha, una admiradora.

-Más que eso -le contestó ella, graciosa e intrigante.

Algunos testigos de ese diálogo, entre ellos un primo de Haya de nombre Macedonio,
festejaron el sexappeal del Jefe intercambiando sonrisas y cuchicheos de picardía.
Luego tejieron una novela. Según Roy Soto Rivera, autor de un panegírico sobre el
fundador del Apra de más de mil quinientas páginas, después de esa cita Marilucha
viajó con él varias veces a Europa. ”Para una relación sentimental existía la gran barrera
de la diferencia de edades”, dice Soto. ”Tal vez debido a ello, Víctor Raúl se cuidó de
manejar la relación con mucha discreción”. Los parientes de ella, sin embargo, no
recuerdan ningún viaje largo durante esos años. Marilucha tampoco. Ella ha relatado en
sus memorias que esa noche de la entrevista se despidió de Haya con la promesa de
escribirle. Pero ni siquiera eso hizo. El volvió a su apartamento de Roma, y ella cuenta
que lo esperó hasta su regreso para los mítines de la campaña de 1962. ”Nuevamente me
sedujo como un huracán”, escribió la mujer. Le envió una tarjeta. Quería verlo otra vez.

La persona que, a decir de ella, entregó aquel mensaje a Haya es Armando Villanueva,
un viejo líder del Apra. Solo pude hablar con él por teléfono. ”Ah, Marilucha”, dijo.
”Una mujer encantadora, pero un poco locumbeta. Es cierto que lo perseguía, estaba
obsesionada con Víctor Raúl”. Otro militante aprista, uno más joven, dice que él estaba
en el local del partido la segunda noche que ella apareció por allí. Haya conversaba en
el aula magna. Eran más de las diez. A esa hora, era extraño ver a una mujer
deambulando por los pasillos oscuros de la ”Casa del Pueblo”, como los apristas llaman
a su sede. Haya se puso contento. Le cambió la mirada, no le quitó los ojos de encima.
Algunos de sus contertulios notaron su transformación y voltearon a ver qué ocurría.
Marilucha caminaba con aplomo, sus tacones altos hacían retumbar el piso de madera,
olía a perfume sofisticado. Esa vez iba resuelta a convertirse en su amante. ”El hombre
necesita de una mujer para definirse. En la vida de Víctor, esa mujer quería ser yo. ¡Sí,
suya! Su celibato lo hacía más interesante. ¿Quién podría impedírmelo?”, escribiría ella
con turbadora adoración. Haya la invitó a subir a su oficina.

Pero no estaba solo. Si Marilucha esperaba una cita privada, lo encontró en cambio en el
umbral de su despacho, de pie, disertando ante unos muchachos que lo oían
boquiabiertos. Quien cuenta esto es uno de los que estuvieron allí. Recuerda que ella
saludó al Jefe con un beso en la mejilla, como nunca más vería a una mujer abalanzarse
sobre Haya de la Torre. ”Fue una mandada evidente”, dice. Marilucha vestía un blusón
de seda y unos pantalones sueltos. Era verano. Se puso a su lado, lo tomó del brazo
como si fuera a llevárselo, y le dijo que quería acompañarlo a Trujillo, la ciudad donde
él había nacido. Haya la miraba orgulloso. En un momento comentó algo así como que
Marilucha sería su nueva secretaria, y ella se entusiasmó con la idea. ”Lo seguiré a
todos los confines del Perú”, le ofreció. Por allí se acercaba un dirigente de apellido Cox
y, según ella, Haya lo llamó y le dijo: ”No olviden separarle una habitación a Marilucha,
porque vendrá con nosotros. Iremos muy bien acompañados”. Era una escena feliz, la
promesa de un romance inminente. Nadie recuerda, sin embargo, por qué nunca la
vieron en Trujillo. En verdad, jamás volverían a verla.

El único biógrafo de Haya que se ha referido a Marilucha es Roy Soto, pero tampoco
explica por qué ella no viajó a Trujillo, Por lo demás, su versión de que se fue a Europa
con él parece una mera fantasía. Otros historiadores de su vida no solo se han olvidado
de ella: también han omitido toda mención a la vida sentimental del Jefe. Prefieren la
leyenda oficial, lo que Haya les decía a modo de ejemplo y reproche: ”Mi única mujer
es el Apra y ustedes son mis hijos”. Marilucha fue la cuarta mujer que pudo convertirse
en la novia de Haya, o tal vez solo la última novela rosa promovida por sus
simpatizantes para callar los rumores sobre su homosexualidad. Carlos García-Montero
no es mucho menor que su tía Marilucha, así que podría saber qué pasó después. ”Creo
que no pasó nada”, dice. Un líder aprista que estuvo varias veces con Haya en Francia e
Italia admite a su modo que este romance, como tantos otros que se difundían casi como
parte de la ideología del partido, no fue en realidad más que una leyenda. Según él,
frente al poco creíble celibato del Jefe, sus seguidores tenían que inventarle amoríos
furtivos. De ahí que Roy Soto haya recogido la fábula de sus viajes con Marilucha por
Europa. Al fin y al cabo, era la forma de frenar la sospecha de que el fundador del Apra
pudiera ser homosexual.

El destino de Marilucha fue triste. Después de publicar la crónica de su encuentro con


Haya, y de dedicarle una docena de afiebradas páginas en sus memorias, no volvió a
mencionarlo. Fue como si su amor por él hubiese desaparecido de súbito. En su relato
autobiográfico, Marilucha cuenta que la noche de su segunda cita con Haya regresó
eufórica a su casa. Le preguntó a una de las chicas que trabajaba para ella: ”¿Crees que
me amará? ¿Podré conquistarlo?”. Luego termina así: ”El corazón se me trepaba a la
cabeza, y la cabeza se me bajaba al corazón. Había caído en la trampa de esa
embriaguez que dan los sentidos cuando las ilusiones asoman”. Nunca más volvieron a
verse. Él jamás la buscó y quizá ella tampoco. Seis años después, en 1968, algunos
apristas habrían de reconocer su rostro en las fotos que acompañaban un obituario. Era
el mismo final que me narró su sobrino: Marilucha vivía en una inmensa casona con sus
padres, sus hermanas y un cuñado argentino. Un día sintieron un olor terrible que bajaba
del altillo. Subieron a averiguar. Era ella. Se había escondido dentro de un armario, y su
cuerpo estaba allí desde hacía algunos días. Se había suicidado bebiendo veneno.
Hay una historia con más detalles acerca de la homosexualidad de Haya de la Torre. La
cuenta André Coyné, un poeta francés. Traductor. Peruanista. Enamorado de los versos
de Vallejo y antiguo amante de César Moro, el surrealista peruano. Ahora él vive en
Montpellier, en una casa comprada para su vejez, en un barrio aburrido donde pocos lo
conocen. ”Estoy pobre”, dice. ”Desde que me operaron de unas cataratas, me cuesta
leer. Ya no viajo como antes”. Lo he llamado por teléfono para conversar de su amistad
con Haya de la Torre. ”Sabe que era homosexual, ¿verdad?”, me pregunta. Coyné está
trabajando en una nueva edición de la obra de Moro, así que tiene abundantes cuadernos
y notas a la mano. Los escritores tienen esa manía de apuntarlo todo, como una forma
de ejercitar la nostalgia. El no ha sido la primera persona en hablar de la
homosexualidad de Haya de la Torre, pero era el único que había dado pruebas con un
testimonio personal. En realidad, era el único hasta ahora. ”Espéreme un minuto”, dice.
Deduzco por el crujir de unos papeles que está buscando sus apuntes. ”Ahora sí”, dice.
Entonces empieza su relato.

Antes de apodarlo Mister Asilo, a Haya le decían Señor Presidente. En ambos casos, era
un homenaje. Ningún otro político peruano ha sido tan perseguido, exiliado y estafado
en tantas elecciones como él. Hasta sus adversarios reconocen que era un hombre
empeñado en querer a su país a pesar de todo. Un conversador entretenido y políglota.
Un infatigable agitador. Tal vez el mejor orador de plazas. Revisando sus obras
completas, uno descubre que gracias a él se han podido cornprender algunos de los
poemas más crípticos de Vallejo. Hay una entrevista, por ejemplo, en la que Haya
explicó este verso: ”Serpentínica u del bizcochero enjirafado al tímpano”. Había sido
amigo de Vallejo, y juntos integraron el Grupo Norte con otros intelectuales de Trujillo.
En esa entrevista recordó que a Vallejo le encantaban los bizcochos, y que cuando un
vendedor pasaba por su calle, el poeta escuchaba la u de su pronunciación
”bizcocheróuuu” que subía hasta sus oídos, y que así se le ocurrió aquel verso. A este
Haya de la Torre lleno de historias, bastante culto para ser un simple político de
América Latina, conoció Coyné en París. En el café adonde iba a leer cada tarde, los
mozos le decían Monsieur le President. Ya corría la leyenda de que Haya había ganado
las elecciones de 1931, pero que un aprendiz de dictador le había hecho trampa. Es
decir, tal como había ocurrido. Coyné empezó entonces a llamarlo igual.

André Coyné es un hombre orgulloso de ser homosexual. Todos saben que fue pareja de
Moro, y que también tuvo un romance con un pintor mientras vivió en Lima, en la
primera mitad de la década del cincuenta. Solo una vez tuvo que ocultar su
homosexualidad, y fue por un comentario sobre Haya de la Torre. Lo habían invitado al
Cusco a dar una conferencia por un aniversario de la muerte de Vallejo. Coyné se había
quedado varios días allí, andando a todos lados con un grupo de profesores, y un sábado
antes de partir le prepararon un almuerzo de despedida. Era una pachamanca, esa forma
prehispánica de cocinar varias carnes dentro de un agujero en la tierra. El agasajo era
divertido y la conversación saltaba de un tema a otro, como suele suceder en estos
casos. De pronto alguien habló de los solterones. De ahí salió el nombre de Haya, y los
profesores se dividieron en dos. Los que juraban que era homosexual, y quienes lo
defendían diciendo que no, imposible, pues los hombres que viajan mucho se dedican a
coleccionar mujeres en cada ciudad. Cuando los ánimos empezaban a recalentarse, uno
de los profesores cerró el debate asegurando que Haya tenía hijos en España y
Alemania. Coyné, algo asustado, recuerda que entonces no dijo nada.
-Pero yo he ido con Víctor Raúl a bares de muchachitos, o sea que sé de qué hablo -me
jura ahora, a través del hilo telefónico.

Según Coyné, en París anduvieron poco tiempo juntos, pero el suficiente para hacerse
amigos. Los había presentado un actor peruano apellidado Tbssi, también amigo de
Moro, y durante algunas semanas los tres fueron juntos a obras de teatro y conciertos de
ópera. El mayor pasatiempo de Haya de la Torre era la música: coleccionaba discos de
Mozart, Beethoven, Vivaldi. Se sabia de memoria canciones populares francesas, tangos
y corridos con letras subversivas de la Revolución Mexicana. Uno de sus discípulos
apristas, alguien a quien llamaré X y que a inicios de los sesenta formó parte de un
círculo de estudio que los líderes del partido apodaron ”los muchachitos de Haya”,
recuerda que una vez lo encontró en Turín hospedado en un hotel incómodo. Cuando le
preguntó por qué había elegido ese hotel, el Jefe le respondió: ”Escucha”. Desde su
habitación se podían oír los ensayos de un conjunto de ópera que estaba por iniciar su
temporada en un teatro vecino. André Coyné tiene el mismo recuerdo. Me cuenta que en
París Haya solo gastaba su dinero en ir a espectáculos musicales. Luego, al salir,
caminaban hasta el Barrio Latino y cenaban austeramente. A veces solo una copa de
vino o café, y sopa de cebollas.

Un par de años después, ya a finales de la década del cincuenta, dice que volvieron a
encontrarse en Roma. Haya de la Torre vivía en la Vía Fratelli Bonnett 44-B, un
apartamento en un primer piso en Monteverde Vecchio, un barrio tan modesto como su
casa. Pero no se citaron allí, sino que se cruzaron por pura casualidad. Una noche,
Coyné había ido a un bar “de chicos”, como los llama él. Allí, sentado en una mesa,
solo, estaba el fundador del APRA. El poeta no sabe si Haya esperaba a alguien, pero a
juzgar por lo que habría de ocurrir al cabo de un tiempo en otro bar en Japón, sospecha
que no. Se acercó a su mesa, lo saludó, se sentó a su lado y, más que charlar, se
dedicaron a observar el ambiente. Le pregunté si esa vez no hablaron de su
homosexualidad. ”No”, dice. ”De eso no se habla. Uno lo sabe, y punto”. Coyné era
entonces muy joven, debía andar por los treinta y tantos años, mientras que Haya pasaba
los sesenta. Unos minutos más tarde, Haya se levantó de la mesa, se despidió y se fue.
Quedaron en escribirse, pero no fue necesario. Meses después habrían de volver a
juntarse en Tokio.

Aquella vez, Coyné cuenta que él fue a buscarlo, y juntos salieron a recorrer algunos
bares de homosexuales. El poeta francés había ido a Tokio a dar clases de español. Entre
sus conocidos tenía un amigo mexicano que, luego de trabajar para la embajada de su
país en esa ciudad, se había casado con una japonesa y estaba por montar un negocio de
importaciones con la intención de quedarse a residir allí. Un día este amigo lo llamó. Lo
invitaba a una cena en su casa para celebrar la inauguración de su empresa. Al llegar,
Coyné vio que había embajadores, cónsules y agregados comerciales de varios países de
América Latina. “¿A que no sabe quién está por aquí?”, le preguntó un diplomático
peruano. ”Haya de la Torre”, le dijo, y le anotó la dirección de su hotel. A la mañana
siguiente, el poeta fue a buscarlo temprano. Acordaron salir esa misma noche. Coyné
pasaría a recogerlo.

Salieron varias noches seguidas, siempre a lo mismo: a curiosear por locales de


homosexuales. ”Parece que en Tokio había muchos, ¿no?”, dice, y escucho su risa de
abuelo desde el otro lado de la línea. Una de esas noches, mientras conversaban
acodados en la barra de un bar, se les acercó un señor japonés que debía tener la misma
edad que Haya. Los había escuchado hablar en castellano y los había saludado en
francés, con la esperanza de que supieran el idioma. Haya lo sabía, además del inglés, el
italiano, el ruso, el alemán, y hasta alguien ha dicho que un poco de quechua. El japonés
se presento ceremoniosamente, les dijo que era médico y se ofreció a servirles de guía.
Charlaron largo rato, recuerda Coyné, sobre todo de la invasión de Estados Unidos a
Vietnam. Luego se citaron para la noche siguiente, aunque en otro lugar. Uno
recomendado por el médico japonés.

Ellos ya estaban allí cuando llegó el médico acompañado por un muchacho. Parecía
menor que Coyné y, según él, era muy guapo. Eligieron una mesa para los cuatro. El
poeta interrumpe este relato para comentar que él siempre ha sido muy coqueto, de esas
personas que no tienen reparos en llamar la atención de alguien que les atrae. Esa noche,
dice, había otro chico en otra mesa, a quien él no dejaba de mirar con descaro. Pero de
pronto se dio cuenta de que Haya y el médico japonés hacían lo mismo, y con el mismo
chico. ”Era muy gracioso”, recuerda, ”salvo porque el acompañante del médico se
estaba poniendo celoso”. Entonces él le dijo: ”Creo que tu novio se va a molestar
contigo”. El médico se rió. Explicó que no era su novio, sino uno de sus alumnos en la
universidad, y que no era por él que estaba celoso, sino por el propio Coyné. Los tres
soltaron una carcajada, Haya incluido, y desde esa noche el poeta tuvo un romance con
el muchacho estudiante de medicina. ”¿Y Haya?”, le pregunté. ”¿No salió con nadie?”.
Coyné se queda pensando un rato, y dice:

-No. Creo que ya no practicaba su homosexualidad, al menos no delante de otras


personas. Sé que de joven sí había tenido parejas, pero cuando lo conocí, ya de viejo,
solo le encantaba mirar.

Esta impresión de un Haya homosexual voyeur, quizá ya inactivo o solo reprimido en


público, la había escuchado antes. Y la habría de oír muchas veces después de hablar
con Coyné. Según X, ese discípulo aprista que lo visitó en Italia, la fijación de Haya por
los militantes más jóvenes y apuestos del partido era muy evidente. Quizá fuera uno de
esos rasgos que irrumpen o acentúan en la ancianidad, cuando algunas personas sienten
más allá del bien y del mal, y dejan salir a flote aquello que durante años han tenido que
ocultar a la vista pública. Sin embargo, X también contó una historia que, en sus detalles
menos íntimos, uno puede verificar con otros líderes del APRA: la historia de Haya de
la Torre con el sindicalista Manuel Arévalo. Para todos los apristas, Arévalo no solo fue
un mártir del partido, sino un hombre tan brillante que a pesar de no tener formación
universitaria, el Jefe lo había elegido alguna vez como el único que merecía ser su
sucesor natural, por si él moría antes. En una organización casi monárquica como el
APRA, en la que Haya tenía siempre la última palabra, un anuncio así era entendible.
Pero lo que me llegó a contar X escapa a cualquier explicación racional.

Haya escondía bajo su cama los huesos de Manuel Arévalo. ”Sí”, dijo X. ”Suena raro,
pero durmiera donde durmiera, el Jefe siempre ponía bajo su cama un pequeño baúl que
contenía los huesos de Arévalo”. En algunas fotos de este sindicalista, su fisonomía
corresponde al recuerdo que conservan de él los viejos apristas que lo conocieron.
Juvenal Ñique, un dirigente de casi noventa años con quien conversé en Trujillo, lo
describió como un cholo fortachón, alto, musculoso y de ojos claros.

Un tipo imponente”, dijo. Leyendo unas cartas de otro veterano líder me entero de que
en verdad Arévalo era uno de los engreídos de Haya, alguien a quien el Jefe escuchaba
con atención antes de tomar una decisión importante. Arévalo murió en 1937, lo
asesinaron en una revuelta. Desde ese día, Haya no solo cargó sus huesos, dio un
homenaje silencioso a su memoria, sino que siempre que estaba en peligro invocaba su
nombre. | ”Ánima bendita de Manuel Arévalo, protégeme”, decía. Una noche, le
confesó a X, mientras huía por unos techos, se dio cuenta de que los policías lo tenían
rodeado. Entonces se encomendó a Arévalo y saltó a un terreno baldío, prácticamente
resignado a que lo atraparan. ”Pero no me vieron”, le dijo Haya. Y eso afianzó su
devoción por Arévalo.

Hace unos años, un profesor estadounidense escribió La política de lo milagroso en el


Perú: Haya de la Torre y la revuelta contra la modernidad. Allí, Frederick Pike, el autor,
remarca lo que otros ya han escrito sobre el fundador del APRA: que aunque
públicamente estaba cerca de teorías como las de Einstein y aun del materialismo
dialéctico, Haya sentía una especial fascinación por lo esotérico. Era famoso, por
ejemplo, su conocimiento casi enciclopédico de las constelaciones, y que hasta llegaba a
tomar ciertas decisiones según la posición de algunos astros. Una vez se mandó
confeccionar un traje plateado, cuando él los solía llevar oscuros, porque un militante
con dones de prestidigitador le juró que ese era su “color cósmico”. Más allá de esto, el
enigma es qué tipo de relación habría mantenido Haya con Arévalo para haber
convertido sus huesos en una suerte de altar a su recuerdo. Cuando le hice esta pregunta
a X, dijo que era imposible imaginar un vínculo sentimental entre ambos. ”En ese
tiempo”, dijo, ”en un partido como el APRA, hubiera sido suicida sostener una relación
así”. Además recordó que Arévalo era demasiado viril para imaginarlo en esos lances.
¿Entonces? La respuesta quizá se encuentre en el testimonio de Coyné: que tal vez Haya
de la Torre fuera solo un mirón, un voyeur de muchachitos hermosos y atléticos. Un
hombre a quien le encantaba contemplar la belleza física de otros hombres, pero que no
se atrevía a más.

Hubo más mujeres que se enamoraron de Haya aparte de Marilucha García Montero.
Una fue Anita Billinghurst, y esta fue otra historia trágica. Para los biógrafos conformes
con las versiones oficiales, ella no solo fue su protectora durante sus primeros años de
perseguido político, sino también la única que expresó abiertamente su intención de
casarse con él. Se habían conocido a inicios de 1917, al parecer en el palco de un teatro.
La danzarina rusa Ana Pavlova había llegado a Lima, y Haya había ido a ver su ballet al
teatro. Junto a él estaba sentado Andrés Valle, un hijo de ricos hacendados que después
se haría su amigo y se casaría finalmente con Anita, así, en diminutivo, como todos
habrían de llamarla hasta su muerte. Un libro todavía inédito de la periodista María Luz
Díaz, titulado Las mujeres de Haya, relata aquel encuentro. Esa noche Valle le presentó
a Anita, y esta historia no habría pasado de un mero saludo si no fuese por una
coincidencia: ella vivía en Chorrillos, el mismo balneario donde Haya se mudó a los
pocos meses, a la casa de un tío. Entonces allí debieron de reconocerse una tarde,
cuando él volvía de la universidad y Anita estaba apoyada en su balcón luego del
almuerzo, o mientras salía de paseo con su novio Andrés Valle. Este, para esa época, ya
había empezado a consumir drogas como opio y morfina.

Los historiadores llaman a esos años la belle époque limeña, y a los intelectuales que
regresaban de Europa teniendo las costumbres de allá, ”los europeos”. Una de esas
costumbres era experimentar con las drogas que estaban entonces de moda. Valle lo
hacía, y es probable que Haya también. Lo cierto es que Valle se enganchó con el opio
mientras estuvo de novio con Anita, la persuadió de probar morfina cuando estuvieron
casados, y al cabo de una década murió de sobredosis. En ese lapso, Haya había pasado
de ser un agitador universitario a convertirse en un líder político de influencia nacional.
Lo deportaron a México, donde fundó la Alianza Popular Revolucionaria Americana, el
Apra. Al volver al Perú, en 1931, era un candidato a la presidencia con tantos
simpatizantes que debió haber ganado las elecciones de ese año, si no hubieran
adulterado unas urnas para restarle votos. Anita Billinghurst, por su parte, ya era una
viuda jovencísima, madre de un niño, adicta a la morfina y, a decir de algunos apristas,
enamorada hasta la médula de Haya. Por él gastó su fortuna en ayudar a sostener al
Apra. Para casarse con él, dicen, viajó a Chile a curarse de su adicción.

La sobrina de Anita, la señora Julia Billinghurst, admite la veracidad de una parte de


esta historia. ”Es cierto que entre ellos existió una relación”, dice. ”Fue una bonita
amistad, muy pura, muy humana, muy profunda”. No cree que haya sido un auténtico
romance. A pedazos, como suele ocurrir con este tipo de historias que no terminan en
nada, uno podría reconstruir el episodio de Haya de la Torre con Anita Billinghurst
como una fábula de lealtades y necesidades mutuas. Ella era hija de un ex presidente del
Perú y tenía todo el dinero que alguien podía gastar a lo largo de una vida en ese
tiempo. Él era un político de alcurnia y sin dinero, interesado en el destino de los pobres
y en llegar a la jefatura de gobierno. A ella le hacía falta un confidente, un cómplice,
alguien que pudiese comprenderla. El, si llegara a ser presidente, iba a necesitar una
esposa para convertirla en primera dama. Es decir, para cuidar las apariencias y callar a
sus adversarios. Puede parecer una idea simplista, pero a partir de cálculos así han
surgido siempre los afectos. La familia de la señora Julia Billinghurst conserva algunas
cartas que se enviaron Haya y Anita en las que ambos se tratan con cariño y se
demuestran preocupación mutua. Ninguna habla, sin embargo, de una posible boda. Al
parecer, Haya le pidió a Anita en la intimidad que se curase de su adicción para empezar
a pensar en un noviazgo formal. Pero a ella la iban a medicar en Chile con inyecciones
de cocaína, que era el bálsamo de esa época para aliviar los dolores que provoca la
morfina. Y jamás pudo sanarse.

Los apristas conocen a Anita Billinghurst con el nombre de Ana Pantoja: ese era el
seudónimo que ella empleaba para poder proteger a Haya de la Torre. Al año siguiente
del fraude de 1931 vino la revolución del Apra en Trujillo y, casi de inmediato, la
barbarie. Murieron más de mil personas. El gobierno de entonces ordenó ejecutar a
sindicalistas, a universitarios, a militantes del partido. A Haya lo encerraron durante
quinientos días en una prisión de máxima seguridad. En todo ese tiempo, Anita no dejó
de enviarle comida y de entregar dinero a sus partidarios. Al salir, le ofreció su casa.
Allí, contó alguna vez el secretario de Haya, ella descubrió que su protegido había
incubado una tendencia irremediable al insomnio. Podían pasarse conversando
madrugadas enteras. Mientras tanto, para despistar a los agentes del gobierno, los
apristas enviaban recados al jefe a nombre de la tal Ana Pantoja. De ahí su
sobrenombre. Pero pronto habrían de volver las persecuciones, los cambios abruptos de
escondite, los años de Haya refugiado en las llamadas ”catacumbas”. Un día tuvo que
pedir asilo en la embajada de Colombia en Lima, y no lo dejaron salir de allí durante
cinco años. Cuando al fin lo hizo, lo llevaron en auto a un aeropuerto. Nunca más
volvería a verla.

Anita Billinghurst falleció de cirrosis en una clínica. Su sobrina Julia dice que es verdad
esa historia que cuenta cómo Haya se despidió de aquella mujer que pudo haber sido su
esposa. El fundador del Apra regresó al Perú dos años después de la muerte de Anita, y
un grupo de dirigentes del partido le había organizado una recepción de bienvenida en
casa de uno de ellos. La leyenda dice que Haya, sin embargo, apenas entró, dejó sus
maletas y le pidió a Jorge Idiáquez, su secretario, que saliese con él. Fueron al
cementerio. Allí él compró un ramo de violetas y caminó hasta el mausoleo de la familia
Billinghurst. Un aprista recuerda que este episodio se lo oyó relatar alguna vez al propio
Idiáquez, un hombre endurecido al tener que cumplir a la vez una labor de
guardaespaldas. Haya deshojó los pétalos de las flores y los fue esparciendo uno por
uno a través de las rejas del mausoleo. Se quedó en silencio durante algunos minutos,
pero no lloró.

« Un día, mientras escribía esta historia, un diario ]

entrevistó a Armando Villanueva, uno de los líderes históricos del Apra. Le preguntaron
si Haya era homosexual. ”No”, contestó. ”Incluso tuvo un hogar y\ constituyó una
familia”. Y más adelante añade: ”Era” una judía alemana de apellido Hoche. No sé qué
fue de’ ella”. Roy Soto, el escritor de la más elogiosa biografía de Haya menciona a la
misma mujer. Pero para haber sido tan importante en la vida de su personaje, le dedica
apenas un párrafo de sus mil quinientas páginas. Según él, cuando Haya vivió en Berlín,
durante los primeros años del nazismo, se hospedó en casa de una familia Hochler, de
origen judío. Haya le enseñaba inglés al hijo menor del matrimonio, un chico de nombre
Christian que aún iba al colegio. ”Pronto intimó con Alice, la hija mayor”, escribe. ”Es
de presumir que inevitablemente surgiera un romance entre ambos”. En el momento
cumbre de su brevísim’o cuento, Roy Soto lanza su tesis más audaz: ”Tal vez Alice
llegó a tener una hija como fruto de estas relaciones”, pero ”Víctor Raúl mantuvo
discreto silencio respecto a ese episodio sentimental”. Expone dos argumentos para
llegar a esta conclusión. Primero: la muchacha sí tuvo una hija, aunque ambas
desaparecieron para siempre. Segundo: Haya tenía en su casa el retrato de una mujer
rubia.

La historia de esta alemana fantasma se parece a la de otra mujer en la vida de Haya. Es


un caso con pistas más notorias para creer que él habría usado su nombre solo para
avivar el rumor de un amorío falso: su prima, Emilia González de Orbegoso. En varias
cartas que él enviaba para adoctrinar a sus militantes, uno puede leer arengas como esta:
”Al partido no le sirven los hombres de la cintura para abajo”. Eran al fin y al cabo
declaraciones de fe, fragmentos de la autobiografía de alguien empeñado en convencer a
todos de que había asumido el celibato como una forma de vida. Muchos apristas están
de acuerdo con que el Jefe se ponía muy celoso si descubría que alguno de ellos salía
con una chica. A otro fundador del partido, ya muerto, lo obligó a volver del extranjero
de inmediato, pues le habían informado que allá ”corría el riesgo de casarse”. Otro día
Haya estaba en el patio de su local, charlando alegremente, cuando vio pasar a una
pareja de jóvenes. El chico tenía a la muchacha tomada por el hombro, como dos
enamorados en un parque, y Haya, que caminaba con los pies abiertos como un
pingüino, se abalanzó sobre ellos. ”¿Qué se han creído?”, gritó para que todos lo
escucharan. Luego, enrojecido de rabia, levantó su brazo como un padre violento y les
metió un manotazo. ”¡Esto no es un burdel!”, bramó. Aún así, pese a haber sido muchas
veces testigos de este tipo de reacciones, aquellos del grupo apodado ”sus muchachitos”
se las ingeniaban siempre para preguntarle si él acaso no había tenido una novia alguna
vez. Entonces, presionado para decir algo, el Jefe ponía su mejor cara de hombre de
mundo, y les susurraba que sí. Su prima Emilia.
Es imposible que su prima haya podido ser su novia. Ella era mayor por cuatro años, y
por el tiempo en que Haya ubicaba su supuesto romance, él debía tener catorce y ella
dieciocho. Hay además una foto en la que aparecen juntos: Haya lleva puestos unos
pantalones cortos, y se le ve gracioso al lado de Emilia, ya toda una señorita, quien por
lo demás se casó muy joven con otro primo de apellido Pinillos. Con todo, algunos
apristas han insistido siempre en que ella fue el gran amor de su vida. Hasta les servía
de ejemplo para probar que su Jefe había renunciado a todo por el partido. Otro viejo
líder del Apra, Luis Alberto Sánchez, dijo una vez en una entrevista: ”De todos sus
amores de juventud, quizá fue el de Emilia el que más hondo penetró en sus
sentimientos”. ¿Ella nunca lo desmintió? Al parecer sí, pero solo cuando enviudó de su
primo, pues entonces se casó con

Un hombre que no simpatizaba con el Apra y se dio cuenta de que la novela que Haya
se había inventado con ella podía perturbar a su familia. Antes de esto, Emilia había
sido una mujer muy generosa con él. Una vez mientras él estaba en prisión, contrató el
servicio de un hotel para que todos los días le enviaran el almuerzo. Otra vez lo ocultó
en su auto y lo trajo de Trujillo a Lima. Emilia no estaba enamorada de Haya de la
Torre. Lo quería como una madre.

Un sobrino de Emilia González de Orbegoso ha relatado cómo se cerró este capítulo


para su familia. El episodio aparece en el inédito Las mujeres de Haya, y ocurrió la
noche del matrimonio de una hija de Emilia. Haya estaba en la fila de parientes para
felicitar a su sobrina. Charlaba con su secretario, y juntos hacían bromas sobre el amor y
su supuesta relación adolescente con Emilia. Entonces ella los escuchó. No comentó
nada. Solo sonrió para no abochornar a su primo, y lo llamó a otra habitación. Allí,
delante del cuadro de uno de sus ancestros, le juró que sería la última vez que le
consentiría esa mentira. Cuando Haya volvió al salón principal, dicen que parecía otra
persona. Había enmudecido: él, tan seguro siempre, tan locuaz, tan brillante
conversador. Era 1957. Cinco años después, El Comercio, el diario más prestigioso del
Perú, habría de iniciar una campaña grosera aludiendo a su homosexualidad. Una tira
cómica lo trataba de ”Lucy”, por un seudónimo que Haya había empleado de joven para
escribir sobre la alta sociedad, y lo mostraba eligiendo vestidos de mujer. Sus
partidarios, en plena campaña electoral, no le dijeron nada de esa burla, pero esperaban
que les volviera a hablar del tema. Que al menos en privado fuese Pretexto para que les
contara más detalles de su prima Emilia. Haya, sin embargo, nunca más volvió a
pronunciar ese nombre en su vida.

¿Fue Haya de la Torre homosexual? Lo más probable es que sí. La homosexualidad de


Haya, o mejor dicho su ocultamiento, tenía que ver con su vida pública. Para todos, él
era un hombre célibe y aun asexuado. Esa fue la imagen que siempre quiso dar de sí
mismo: de esa forma se hizo político, y así también organizó su partido. Como la
mayoría de líderes mesiánicos que se sienten llamados a ser los conductores de un
pueblo, Haya no admitía réplicas. Si decidía algo, tenía que cumplirse. Eso lo ponía por
encima de las atribuciones de sus militantes y solo con su venia se permitían lo que él
llamaba expresiones de ”sensualidad tropical”. Uno de sus discípulos más jóvenes
cuenta que a Haya le encantaba salir de excursión con ellos. Como de muchacho había
sido un estupendo nadador, iban a la playa o a clubes campestres donde hubiese una
piscina. Allí, el Jefe celebraba el cuerpo de los más atléticos, elogiaba sus bíceps, les
tocaba los músculos de la espalda y del abdomen. Aunque para entonces él ya estaba
bastante gordo, se burlaba de los que tendían a la obesidad. ”Un hombre con barriga
está perdido para la revolución”, decía. ”El Apra necesita soldados ágiles, no panzones”.
Les hablaba siempre de la disciplina del cuerpo en la antigua Grecia.

Óscar Roca es un fotógrafo de El Comercio. Hacia


1978, Haya de la Torre estaba por ser elegido para el único cargo público que habría de
ocupar en su vida: presidente de una Asamblea Constituyente. Iba a dar un discurso en
la ciudad de Ica, al sur de Lima, y a Roca lo habían enviado a cubrir el encuentro. En
ese tiempo para La Prensa, otro periódico también antiguo y reputado, pero ya
desaparecido. Junto con un redactor, Roca se había hospedado en el hotel Mossone, el
mismo que el Jefe del Apra. Era uno de esos hospedajes de inicios del siglo XX, una
casona de una sola planta con habitaciones de techo alto, galerías y pasadizos oscuros.
El mismo día en que se instalaron, el redactor lo llamó a un lado y en voz baja le dijo:
”Esta noche entrarás en la habitación de Haya y le harás una foto. Alguien dejará la
puerta abierta para tí”. Roca dice que tomó ese encargo como si fuera una misión
secreta. Solo tendría una oportunidad para disparar su cámara, apenas unos segundos,
no podía fallar. Esa mañana se dedicó a planear su única toma.

Debía ser la medianoche cuando Roca salió de su cuarto. Los líderes apristas habían
estado charlando en el vestíbulo del hotel y se habían despedido temprano para
levantarse frescos la mañana siguiente. Él recuerda que atravesó los pasillos con el
sigilo de un ladrón. Una vez frente a la alcoba de Haya, le echó una última ojeada a su
cámara para cerciorarse de que todo estuviera según sus cálculos: la película en su sitio,
la distancia, el flash encendido. Entonces abrió la puerta. Lo hizo muy lentamente,
cuidando de no hacer ruido con el pestillo y sintiendo cómo sus pulsaciones le
retumbaban en las sienes. ”Allí los vi”, dice. ”Estaban Haya de la Torre y su secretario,
Jorge Idiáquez”. Haya, en ropa interior, sentado sobre su cama, con las sábanas ya
destendidas para acostarse. Desde el lugar donde se encontraba, Roca podía ver el
interior de la habitación. Frente a la cama había un tocador sobre el cual alguien había
colocado una serie de frascos y pomos que parecían perfumes, loción de baño, talcos y
medicinas. Idiáquez estaba de pie, frente al Jefe, muy cerca de él, tanto como para tocar
sus hombros sin necesidad de estirar sus brazos. Roca cuenta que empezó a abrir la
puerta más y más, hasta que pudo tener una imagen completa de lo que ocurría allí. Solo
en ese instante alzó su cámara para disparar. Pero ellos también lo vieron.

-Me quedé paralizado -dice.

Haya y su secretario estaban igual, como dos estatuas. O como si ya fuesen una foto de
sí mismos detenidos en el tiempo. No estaban aterrados ni furiosos, solo impávidos.
”No entendían qué diablos hacía yo allí, mirándolos con una cámara a la altura de mi
nariz. Ni siquiera podían creerlo”. Roca recuerda que así permanecieron los tres durante
algunos segundos. Su impresión fue la de una escena de cariño entre una pareja de
ancianos. Haya ya tenía ochenta y tres -estaba solo a un año de morir- e Idiáquez tenía
una década menos. ”Parecían un par de viejitos que llevan juntos mucho tiempo, como
un matrimonio de abuelos. No era una imagen sexual, aunque sí de mucha ternura”.
Finalmente no quiso hacer la toma. Entre las cosas que pasaron después por su mente
cayó en la cuenta de que lo habían elegido para arruinar al Jefe del Apra. Esa noche no
pudo dormir. Al día siguiente, caminando por las afueras del hotel, Roca encontró a un
fotógrafo ambulante que había captado a Haya en ropa de baño, mientras salía de nadar
en una laguna famosa de ese desierto enorme que es la ciudad de Ica. Le compró el
negativo de inmediato. Esa fue la foto que publicó La Prensa.
Al igual que el fotógrafo Roca, una veintena de testigos han llegado a contar historias
que en conjunto afirmarían que Haya fue homosexual. Un anciano ganadero de Trujillo
me juró que cuando él era muchacho, , sus amigos en la universidad sabían que antes de
convertirse en político Haya salía con chicos: hasta recordaba sus nombres y apellidos.
Alberto Hidalgo, un poeta brillante, renunció al Apra y publicó un manifiesto para decir
que la razón principal por la que salió del partido fue haber descubierto la
homosexualidad de Haya de la Torre. Un viejo reportero cuenta que siempre que se
encontraba con el líder aprista, este lo saludaba con un apretón en el muslo interno, más
cerca de sus genitales que de su rodilla. Una señora pariente de Haya me dijo por
teléfono que en su familia todos sabían que un tío suyo era conocido como ”el amante
de Víctor Raúl”. X, aquel militante que lo visitó en Europa y formó parte de su última
promoción de discípulos, admitió aquello que sus rivales decían del Jefe: que sentía un
enorme placer cada vez que un guardaespaldas del Apra apodado Panetón pasaba su
cabeza entre sus piernas y lo levantaba en vilo. ”Era evidente”, dijo, ”por la cara que
ponía, que Haya gozaba con ese contacto”. Entre los guardias del Jefe corría el rumor de
que a veces Haya olía a semen. Preocupado por este hallazgo, uno de ellos se lo
comentó un día al dirigente Seoane, a lo que este le respondió en broma que ”Víctor
Raúl, en cuestiones de sexo, se abastece solo”. Existe también un panfleto escrito por un
ex escolta de la guardia aprista llamado Alberto Macedo, que no solo es un testimonio
Morboso sobre la homosexualidad de Haya de la Torre, sino que parece la despechada
declaración de un amor inconfesable. Durante el gobierno de Alan García se
inprimió un billete de cincuenta mil intis con la fotografía de Haya de la Torre: a ese
billete la gente le decía ”ñoco”, una palabra que algunos usan para insultar a los
homosexuales. Por último, otro militante admitió la veracidad de un rumor que en su
época fue catalogado de calumnia: en 1962 había llegado a Lima un joven italiano
apellidado Grecco, a quien Haya presentó como un periodista. En verdad, me dijo aquel
aprista, Grecco había sido un antiguo vecino de Haya en Roma. Alguien que había
frecuentado su apartamento, y muchos en el partido imaginaban que era su pareja.

Es difícil comprender a un hombre como Haya de la Torre. Una mañana visité la última
casa donde vivió en Lima. Es una residencia campestre ubicada a media hora de la
ciudad, a la que todos llaman Villa Mercedes. Allí, en su biblioteca, entre unos dos mil
tomos de filosofía y doctrinas políticas escritos en inglés, alemán, ruso y castellano,
había algunos referidos a la antigua Grecia. Quién sabe si esto sea relevante en su
biografía. Tampoco es posible que alguien pueda saber en realidad si cuando él
promovía la disciplina del cuerpo entre sus discípulos estaba pensando en el método de
enseñanza que practicaban los filósofos griegos de esa época. En la Grecia clásica no se
condenaba la homosexualidad, pero se hacía una distinción entre el papel activo, que
solo era privilegio del maestro, y la posición pasiva que correspondía a sus alumnos. Un
maestro educaba mediante el amor, y ese amor era sin duda sexual. Al fin y al cabo, era
una pedagogía basada en una metáfora de la reproducción: a través de sus enseñanzas y
del sexo, el sabio se perpetuaba a sí mismo como modelo. Haya de la Torre sabía esto,
de ahí que siempre repitiera que su tarea era inocular su ideología a quienes sus viejos
partidarios apodaban despectivamente ”sus muchachitos”. Era, como una vez lo bautizó
Marilucha, un auténtico griego.

La mayor prueba de que Haya de la Torre jamás se enamoró de una mujer es tal vez que
nunca se despidió de ellas. Todo amor exige una despedida: esa ceremonia del adiós que
habla de la agonía que produce la separación de alguien que ya nunca más será la mitad
de uno. La única persona a quien él dedicó ese ritual de duelo fue a un hombre como
Manuel Arévalo. ¿Por qué jamás admitió su homosexualidad? Si lo hizo, fue antes de
convertirse en un político. O solo ante poetas como André Coyné. Tal vez Haya de la
Torre guardaba este secreto, no porque le avergonzara o sintiera culpa por ello, como
ocurre con algunos homosexuales al descubrir que solo les atraen las personas de su
mismo sexo, sino cuando resolvió que su principal meta en la vida sería gobernar una
nación. Un poeta, un artista, puede decir que es homosexual. Pero en un presidente la
gente no lo admite. Como los sacerdotes, quizá el celibato de Haya fue solo un disimulo
para la audiencia. O como él prefería decir, fue su sacrificio.
La infidelidad es una cuestión de método

MANUELA SÁENZ DEJÓ A su MARIDO POR SIMÓN BOLÍVAR. Si LAS


MUJERES DE ESTE HUBIESEN SIDO SOLDADAS, HABRÍAN PODIDO
FORMAR UN EJÉRCITO

El general se acercó hasta ella, la saludó inclinando el cuerpo con una venia
extravagante y la invitó a bailar. Manuela Sáenz le aceptó esa primera pieza sabiendo de
antemano que él trataría de llevarla a la cama esa misma noche, apenas su marido se
hubiera descuidado. Para ese tiempo, de Simón Bolívar ya se contaban tantos triunfos
en los oficios de la guerra como hazañas fabulosas en los trajines del amor. Ella lo sabía.
Era la noche del 16 de junio de 1822, en Quito, donde se celebraba una fiesta libertaria
como las que gustaban al general: con un baile al que debían asistir todas las mujeres de
la ciudad para que él pudiese elegir después con quién celebrar en privado. Fue por eso
que Manuela Sáenz accedió a bailar con él. Aunque se había casado con un médico
inglés vistiendo el ajuar blanco de las vírgenes, a ella jamás le habían preocupado las
hipocresías del honor. A los dieciséis años se había escapado de un convento de monjas
para pasar unos días con un soldado, de modo que con esa audacia entrenada desde
chiquilla aquella noche dejó que el general la tomara del talle, y decidió seguir sus pasos
por todo el salón.

Simón Bolívar ya tenía para contar en sus memorias muchísimas más mujeres que años.
La mayoría habían sido amantes de una sola noche, o a lo mucho idilios de una
temporada, que no habían merecido de su parte siquiera un beso de despedida. Pero aun
así, a pesar de esa fama de fornicador voluble y egoísta, Manuela Sáenz habría de llegar
a pelear por su amor, al extremo de morderle una vez una oreja con el vano propósito de
exigirle ser la única en su vida. El general estaba por cumplir treinta y nueve años. Era
ya un militar victorioso de la independencia de América, criollo rebelde, lector
omnívoro, dueño de una de las fortunas más prósperas de toda la región, y viudo hacía
casi dos décadas cuando la española con la que se había casado en Madrid murió apenas
ocho meses después de su luna de miel. Con tanta vida sobre sus espaldas, Simón
Bolívar era un hombre que parecía más viejo que la edad que decían sus documentos.

Tenía la cara larga y huesuda, la piel pálida de los muertos, el cabello rizado que usaba
hasta rozar el cuello de su chaqueta, y unas patillas tupidas e inmensas que le llegaban
casi a la comisura de los labios. Desde joven se había vestido al mejor estilo de la
aristocracia británica, con camisa blanca, pantalón crema de gamuza, saco rojo y un
capote demasiado aparatoso para su Caracas natal, aunque muy apropiado para
internarse en el frío de los Andes. Pero ni siquiera las galas de aquella noche en la fiesta
quiteña le borraban ese aire de agotamiento que ya se había alojado en su delgadez
extrema y en sus ojos de loco gobernado por una obsesión. Con todo, él no quería
perder la oportunidad de mostrar ese día que era un gran bailador.

Su padre había muerto cuando él tenía solo tres años, pero en cuanto pudo disponer de
su herencia, hizo lo que cualquier adolescente de su clase habría hecho por esa época:
emprender un largo viaje. Sus biógrafos no se ponen de acuerdo sobre cuánto dinero
gastó, aunque calculan que entre México, Cuba, España, Inglaterra y
la Francia de su ídolo Napoleón Bonaparte, debió ser cinco veces lo que uno gastaría
ahora viviendo como una estrella pop durante tres años en Europa. Aquel Bolívar precoz
derrochaba entonces con el espíritu frenético de su primera juventud. Elegía las
habitaciones más costosas de los hoteles de lujo, iba a la ópera en coches jalados por
caballos blancos, comía y tomaba el café en los lugares de moda, y asistía a las fiestas
de la más estirada sociedad. Así fue como aprendió a bailar con mujeres de alcurnia,
pero también con otras que no por ello dejaron de enseñarle las buenas maneras de
seducir a una mujer en la mitad de un baile. De hecho, a Manuela Sáenz la conquistaría
tomándola delicadamente de la cintura y susurrándole galanterías al oído.

Si Bolívar bailaba, sus oficiales tenían que seguirlo. El hacía repetir sus valses favoritos
para que ninguna mujer de la fiesta se fuese a quedar sin el honor de aceptarle una
pieza. El baile era para él otra ocasión para demostrar a todo el mundo -y a sí mismo-
que no había en América otro hombre tan refinado ni culto ni galante ni seductor ni
exitoso como él. Era una de esas fijaciones tan dominantes en la vida de una persona,
que algunos testigos que compartieron aquellos años con el general decían que incluso
en sus últimos días de pobreza y abandono, bailaba las canciones que solo oía en su
memoria, cuando la decrepitud ya se había adueñado sin remedio de su mente. Pero la
noche de la fiesta en Quito, él todavía tenía fuerzas para
Interpretar al mejor Simón Bolívar de su biografía. Acabado el baile con Manuela
Sáenz, el general la fusiló de amor invitándola a salir con él sin más preámbulos Que
una sonrisa.

-¿Adonde me va a llevar, me quiere decir, Su Ex celencia? -cuentan que le preguntó


ella, quizá con 1 certidumbre de que al fin había encontrado la pasión que la vida le
pedía.

-Por ahí -dicen que le respondió el general- a compartir la dicha de hacer libre de una
buena vez este continente nuestro.

Pero la historia de Bolívar con Manuela Sáenz jamás llegaría a ser una dichosa novela
de amor. Cinco semanas después de ese primer encuentro, en el que ambos se
entregaron al desenfreno de los amantes prohibidos, el general tuvo que viajar a
Guayaquil para entrevistarse con José de San Martín, el otro libertador de América, y
ella se quedó en Quito preguntándose si nunca volvería a tener la felicidad de verlo,
aunque solo fuese una noche más. Ni siquiera habría de recibir una carta de su puño y
letra, tal como él se lo había prometido antes de partir. El militar británico Daniel
Florencio O’Leary dice en sus memorias que Bolívar sí llegó a escribirle, pero que no
envió las cartas. Fue finalmente ella quien lo hizo, a espaldas de su marido, convencida
de que solo alguien como el general podría devolverle la aventura de vivir. Así lo
admitió en sus cartas. Era obvio que a Manuela el sereno amor del matrimonio había
comenzado a aburrirle.

Manuela Sáenz, la mujer que años más tarde habría de tener el grado de coronela
impuesto por Simón Bolívar, y el apodo de libertadora del libertador según el
cancionero popular, pensaba con franqueza que su marido era un médico desganado y
sin gracia. En una carta en que le propuso la separación definitiva, ella misma lo
describió, a la par de la mayoría de británicos, como alguien a quien "el amor le
acomoda sin placer, despacio; el saludar, con reverencia; el levantarse y sentarse, con
cuidado; la chanza, sin risa". Es decir: un hombre tan desangelado que no se reía ni con
sus propios chistes. En realidad, no había en la biografía de Manuela Sáenz una
tradición de respeto por los amores previsibles del matrimonio. Era hija de un romance
secreto entre una criolla y un español casado, y su boda con ese médico inglés que le
doblaba la edad había sido un pretexto para huir de su casa materna. Era una mujer
atrevida, inteligente, que hablaba dos idiomas además del castellano, y tenía una
voluntad de acero para alcanzar todo aquello que se proponía. Así, para ese tiempo, se
había propuesto cazar para siempre a Bolívar.

Lo malo era que el general tenía la misma tenacidad que ella para escapar de los
juramentos de amor eterno. Aunque Manuela Sáenz iba a ser la única mujer con quien él
mantendría una relación prolongada desde que murió su esposa, Bolívar siempre se
reservó la libertad de ponerle los cuernos las veces que quiso. Desde la primera vez.
Dicen que cuando él viajó a entrevistarse con San Martín y ella se quedó esperando las
cartas que no llegaron, el general se las ingenió para hacerse de toda una familia de
mulatas tolerantes con las que él se amancebaba, retándolas según su estado de ánimo y
dePendiendo de si una noche quería a la abuela de cincuenta y pico, otra noche a la
madre de treinta y pocos, por último a las hijas menores de veinte. Es imposible saber
ahora si estos portentos sexuales que se atribuyen a Simón Bolívar fueron todos ciertos.
Pero por la cantidad de leyendas que se cuentan sobre lo que ocurría en su alcoba en
cada tregua de las batallas, todos sus biógrafos admiten que sí.

La que no quería admitirlo era Manuela Sáenz. Uno de los secretarios del general,
alguien que la describe como una mujer decidida, perspicaz y feroz, relata que una vez,
al enterarse de los devaneos furtivos de Bolívar, ella se le fue encima y armó una pelea
con gritos, insultos y las más sonoras groserías que una dama podía permitirse en
aquella época. No era especialmente celosa, pero está claro que tampoco era una tonta,
y en pocos meses había aprendido a amar al general como solo se consigue una vez en
esta vida. El mismo secretario cuenta que otra noche en que ambos estaban desnudos en
la habitación de la quinta donde él vivía en Lima, Manuela lo amenazó con suicidarse,
presa de un ataque de impotencia por tanto amor desperdiciado. También es célebre ese
episodio en que ella se le abalanzó tratando de arrancarle una oreja con todo el odio
causado por la traición concentrado en sus dientes. Daniel Florencio O’Leary, aquel
militar británico, escribe en sus memorias que cierta vez alguien le preguntó a Simón
Bolívar:
-¿Solo Manuela se quedaba?

Era una referencia a las muchas mujeres que solían visitar el dormitorio del general.

Entonces O’Leary recuerda que el general respondió:

-Todas se quedaban, pero Manuela más que todas.

Otro de los amanuenses de Bolívar le preguntó un día cuántas mujeres habían pasado
por su cuarto solo en los meses en que había permanecido en Bogotá disfrutando de las
primeras glorias de la independencia. ”Treinta y cinco”, dijo que le respondió el general,
sin contar a las prostitutas de una sola noche, y O’Leary también apuntó este dato para
sus memorias. Bolívar era sin duda un guerrero valiente en la línea de combate, pero es
posible que el amor le acobardara. O mejor dicho, como todo soldado, debía estar
convencido de que la pasión produce debilidades incompatibles con los rigores de la
guerra. Era también un tipo vanidoso, autoritario y tan convencido de su importancia
para el futuro de América, que quizá buscaba acumular idilios como una demostración
más de su poder. Como esos hombres que se sienten elegidos por el destino, como
Napoleón o John F Kennedy, al general no le bastaba escribir su biografía en las páginas
ordinarias de la historia, sino que además quería hacerlo bajo las faldas de sus mujeres y
cuantas más mujeres, como ocurre siempre en estos casos, mejor.

Pero Bolívar no era alguien que andaba vanagloriándose por ahí de sus conquistas. Sus
lugartenientes jamás lo escucharon hablar en público de sus amoríos, aunque en verdad,
así hubiese querido, no habría podido hacerlo. Muchas de sus amantes estuvieron entre
las mujeres más renombradas, decentes y bien casadas de la región, a tal punto que en
Lima decían que se las había ingeniado para seducir a la esposa del mariscal Agustín
Gamarra, quien más tarde sería presidente del Perú. Pero tampoco habría sido necesario
que Bolívar proclamase lo que todos sus secretarios, amanuenses y guardaespaldas
sabían. Ellos las veían entrar en su alcoba, a veces a plena luz del día, y luego no les
quedaba más remedio que oír los estridentes fragores de sus orgasmos. Manuela Sáenz
también estaba enterada de esto, y por ello quería enamorarlo de tal forma que el
general no tuviese que ir a buscar en otros cuerpos lo que ella estaba dispuesta a darle
incluso después de muerta. Un día, manuela le escribió una carta.

Tres meses después de la victoria de Ayacucho -aquella que completaría la


independencia americana- Bolívar recibió una carta en la que ella lo amenazaba con
mudarse definitivamente a Londres con su marido. Para entonces él no había hecho otra
cosa que escapar de Manuela Sáenz, citándola apenas para saciar sus hambres
desbraguetadas, y dejándola a los pocos días con un adiós de prófugo y la incierta
promesa de un nuevo encuentro. Pero esa vez parece que sintió miedo: la única mujer
que había valido la pena en su vida podía desaparecer para siempre. Entonces él, que
antes le había escrito una nota animándola a permanecer junto a su esposo con el
argumento de que no podía ”soportar la idea de ser el robador de un corazón que fue
virtuoso, y no lo es por mi culpa”, tuvo que cambiar de estrategia y pasar al ataque. Con
su puño y letra, algo que Bolívar hacía cada vez con menor frecuencia, le contestó con
una carta desesperada: ”Yo no puedo estar sin ti; no puedo privarme de mi Manolita. No
tengo tanta fuerza como tú para no verte”. Y más adelante: ”Diga usted la verdad-y no
se vaya a ninguna parte”. Y una línea antes de su firma: ”Aprende a amar y no te vayas
ni aun con Dios mismoYVen, ven, ven. Tuyo de alma, Simón”. Manuela le creyó, Dejó
que el médico inglés se fuera solo, y fue a buscar al general. Feliz.

Sin embargo, apenas llegaban a pasar algunas semanas juntos, y aun así, en esos días en
que podían reunirse en Lima, Quito o Santa Fe de Bogotá, el general no permitía qué
Manuela se quedara a dormir en su habitación. La había nombrado administradora de
sus archivos para hacerle el amor a cualquier hora del día, Pero al caer la noche, y a
veces en mitad de la madrugada, la hacía acompañar por sus edecanes a unas casas que
ella alquilaba muy cerca Para poder visitarlo. En ocasiones él la invitaba a almorzar,
siempre que no tuviera una conversación pendiente con alguno de sus oficiales. En esos
casos, Manuela solía caer por la tarde llevándole dulces y pasteles para acompañar el té.
También le llevaba algunos periódicos de la semana, pues a pesar de que Bolívar se
había vuelto muy susceptible a las críticas de sus opositores, ella era la única persona en
el mundo con quien él se daba el lujo de mostrarse afectado por algo que no fuesen sus
achaques de militar viajero. A la hora de la siesta, Bolívar apoyaba su cabeza sobre su
falda, mientras ella le leía con su voz de fumadora. Casi nunca dormían. Mejor dicho, él
no dormía, pues es sabido que era un insomne sin cura.
Manuela Sáenz podía leer para él durante horas, y casi siempre los mismos libros:
Emilio y El contrato social de Rousseau, Del arte de la guerra del italiano Montecuccoli,
o chismes e intrigas de la sociedad criolla del estilo de Lección de noticias y rumores
que corrieron por Lima en el año de gracia de 1826. Bolívar había sido un lector de toda
hora, sin disciplina ni lápices para hacer fichas de lo que leía, pero con el mismo apetito
intelectual con que fue formado en la adolescencia por sus maestros Andrés Bello y
Simón Rodríguez. Dicen que un día salió de la tienda de un viejo librero con un
cargamento de autores tan bien elegidos que el anciano se sorprendió de que alguien con
la fama de vocinglero del general tuviera un gusto tan refinado para la lectura y, más
aun, se diera tiempo para leer. Sin embargo, durante los ocho años en que anduvo de
amores con Manuela Sáenz -y quien sabe si mal acostumbrado por ella- se volvió flojo
hasta para levantar un libro con sus manos. ”Cada día hay menos autores buenos”,
mentía. Entonces pedía a ella que le leyera los de siempre.

A pesar del sosegado amor que parecían compartir cuando estaban juntos, Bolívar
siempre se las arregló para evitar que Manuela fuese con él a todos lados. Es probable
que la vanidad sea un motor de vida más fuerte que la dicha: ni siquiera en sus horas de
mayor soledad el general se permitió ser feliz a sus anchas con esa mujer que más que
amarlo, lo idolatraba. Prefería solazarse con sus conquistas de amante fugitivo, y dejar
para ella el lastimero papel de alguien que debía conformarse con las sobras de su
cariño. Hay episodios patéticos, como una vez en que Manuela Sáenz lo persiguió por
varios países con su cargamento de mudanza, mientras él le juraba a uno de sus
secretarios que jamás volvería a enamorarse. Al fin y al cabo, en lugar de una, el general
podía tener a todas las que quisiera. Hubo otra mujer, por ejemplo, llamada también
Manuela, cuyos bisnietos cuentan hasta ahora, en la sierra norte del Perú, que la pobre
lo estuvo esperando toda su vida, creyendo en su promesa de que un día volvería a
llevársela. En verdad, Bolívar no dejaría de ser lo que fue ni el día de su muerte.

Simón José Antonio de la Trinidad Bolívar y Palacios, libertador de casi toda la América
del Sur, murió la tarde del 17 de diciembre de 1830, aunque para esa fecha Manuela
Sáenz ya había renunciado a la vana ilusión de ser feliz a su lado. Un día ella decidió
quedars en Bogotá para siempre, con la sola tarea de proteger la dignidad del general,
algo que nadie le había pedido y que era inútil, porque para entonces Bolívar había
perdido hasta el respeto de sus oficiales, que lo acusaban de dictador y de querer para sí
la presidencia vitalicia de todos los países liberados. Pero Manuela creía que era su
deber, y mientras vivió no hizo otra cosa que poner su dinero y el poco honor de
concubina que le quedaba para defenderlo a la distancia. Bolívar murió lejos y ella
jamás se enteraría de que él no la recordó ni en sus peores delirios de desahuciado.
Manuela Sáenz, esa mujer que años después sería inmortalizada como la libertadora del
libertador, moriría inválida en el puerto peruano de Paita. Cuentan que se le veía tan
desmerecida y decrépita que era obvio que todo el amor se le había salido del cuerpo.

La tía Julia y el animador

AUGUSTO FERRANDO AMABA A LA HERMANA MENOR DE su MUJER. ELLA


ERA AL MISMO TIEMPO

SU CUÑADA, SU PRIMA HERMANA Y SU AMANTE


Imaginen una novela rosa con un argumento como este: un locutor de carreras de
caballos enamora a su prima hermana de catorce años. La chica queda encinta. Los
padres de ambos aprueban el embarazo, bendicen la boda y pasan a ser hermanos y
consuegros a la vez. Al poco tiempo, el mismo locutor seduce a la hermana menor de su
esposa. Es un amor por partida triple. Un triplete, según la jerga hípica: amor de primo,
de cuñado y de furtivo visitador de una alcoba ajena. Así pasan las décadas. El locutor
llega a convertirse en un famoso animador de televisión y gana muchísimo dinero.
Cuando la esposa muere, se despide de este mundo feliz, creyendo que su marido es un
patriarca muy generoso con toda su gran familia. Alguien que casi ha adoptado a sus
suegros. Que compra regalos lujosos para todos sus sobrinos. Que ayuda a sus
hermanos. Y que si viaja, nunca Va solo: invita a su cuñada.

Si piensan que este es el entramado de una telenovela imposible, entérense de que es


una historia real ocurrida al margen de las cámaras de televisión. Es la biografía
amorosa de Augusto Ferrando Chirichigno, el único showman de la TV peruana que
mantuvo un programa en el aire durante casi treinta años consecutivos.

El ex locutor de carreras de caballos que se casó con su prima Mercedes Ferrando Dietz
cuando ella tenía solo quince años y ya estaba por alumbrar a su primer hijo. El amante
secreto de su cuñada, la tía Julia Ferrando Dietz, dos años menor que su esposa. El
padre de Chicho, Rubén y Juan Carlos. El animador millonario que hacía desmayar de
emoción a los pobres regalándoles una cocina. En resumen, un hombre inmenso, de un
metro noventa de estatura, que lloraba con demasiada facilidad ante las cámaras para
que uno pueda saber de verdad lo que sentía.

Juan Carlos es el último de los hijos de Augusto Ferrando, y el único de esa estirpe que
sigue vivo. Sus dos hermanos mayores murieron con un aspecto cadavérico después de
haber sido muy gordos, y después de haber maldecido a su padre acusándolo de
abandonarlos en la miseria. Una mala leyenda dice que el animador más famoso de la
televisión peruana convirtió a sus tres hijos en unos manganzones buenos para nada, y
que jamás soportó la noticia de que Juan Carlos, encima, fuese travesti. Chicho y Rubén
tenían al morir casi sesenta años. Pero la segunda parte de aquella malvada leyenda hace
que Juan Carlos suelte una burlona carcajada.

Estamos en su casa. Hace un rato hemos regresado de almorzar en un restaurante de


comida chino-peruana, y ahora él le pregunta a su novio qué hay para cenar. Juan Carlos
es diabético, igual que casi todos en su familia, aunque él jura que trata de cuidarse. Si
come grasas, harinas y bebe gaseosa, como esta tarde, después dice que se castiga con
una dieta de pollo y verduras hervidas.

-Y así hoy -se ríe-, como una alocada montaña rusa: subo y bajo, bajo y subo.

De pronto se queda serio.

-Mis hermanos se suicidaron comiendo chocolates. Yo quiero vivir.

Juan Carlos vive en una casa que es a la vez un teatro, un estudio de televisión y un
taller de producción de videos. Lo que en cualquier casa sería un primer piso, en la suya
son dos. Ha demolido el techo para colocar un alambicado sistema de cables, luces y
parlantes que flotan sobre un escenario y un auditorio para unos cien espectadores. Las
paredes están pintadas de negro y en todas ha colgado fotos gigantescas de él y de otros
homosexuales disfrazados de Drag-queens. En una de las fotos, Juan Carlos tiene puesto
un largo vestido de luces, una máscara de elefante y una estrambótica peluca verde de
mujer. Dice que varias de esas pelucas se las trajo papá Ferrando de sus viajes. Y que le
regaló también muchas minifaldas apretadas. Y trajes de lentejuelas. Y maquillaje de
cien colores. Y antifaces. Y pintalabios.

-Mi papá siempre supo que yo era gay -dice, y cuenta una historia.

Recuerda que un día estaban en Miami, invitados a un almuerzo en la residencia de un


empresario de apellido italiano. Juan Carlos solía viajar con Ferrando a todos lados, en
parte porque era el más consentido de los tres hijos, porque su padre lo consideraba
como un amuleto para conseguir buenos negocios, y porque era el único en la familia
que sabía hablar inglés, alemán y francés. Al final de la comida, alguien le preguntó al
italiano por qué entre sus perros de competencia jamás había hecho concursar a uno que
se veía más hermoso que el resto. ”Porque cuando lo peinan -dice que dijo el anfitrión-
basta que le toquen el culo para que este perro se vuelva loco”. Entonces Ferrando
volteó a mirar coquetamente a Juan Carlos.

-Ya veo por qué tú nunca ganarás ningún concurso -le dijo.

Y todos se rieron.

A ese viaje, y a ese almuerzo, había ido con ellos la tía Julia. Al caer la noche, Juan
Carlos recuerda que la tía se fue acercando cada vez más a su papá. ”O quizá fue al
revés”, duda. La imagen que sí conserva muy nítida en su memoria es cuando Ferrando
estaba sosteniendo de pronto a su tía en sus rodillas. Con una mano la tomaba de la
cintura, y con la otra acariciaba sus hornbros. Juan Carlos admite ahora que no se
atrevió a decir nada, y que aún siente culpa por ello. Todavía no se explica por qué no se
largó de allí, dice con rabia. Otro invitado no aguantó la curiosidad y, en un momento en
que Julia había ido al baño, le preguntó a su papá quién era esa señora.

-Se llama Julia -dice que respondió Ferrando sin dramatismos-. Es mi prima, hace un
tiempo fue mi cuñada, y ahora es mi mujer.

Para aquel entonces hacía algunos años que mamá Mercedes había muerto. Como si esa
suerte de maldición familiar que luego se ensañaría con todos los Ferrando hubiera
decidido empezar con la señora Mercedes, ella murió el mismo día del cumpleaños
número treinta y nueve de su hijo Chicho. Quienes la conocieron dicen que era una
mujer sencilla, conservadora, austera en su vestir y en expresar sus emociones, pero con
una rígida escala de afectos que ponía en primer lugar a su familia, segundo a su familia
y en tercer lugar a su familia. Y la familia para ella no eran solo su marido y sus tres
hijos, sino además sus padres, sus hermanos, sus sobrinos, sus nietos, sus tíos, sus
cuñados y cuanto pariente cercano, lejano o por venir, ella pudiera alimentar y atender
como una abnegada mamá gallina. Dicen que también así de abnegado era Ferrando.
Pero con una notoria diferencia.

No había cosa que le encantara más a Augusto Ferrando que desbordar su cariño. Él no
se contentaba con querer a los suyos: tenía que demostrar a todo el mundo que los
quería. Cierta vez, en una Navidad, le regaló a uno de sus hijos un Volvo lujosísimo
cuando el chico apenas tenía dieciséis años. Para eso convocó al enorme familión en su
casa y esperó con toda la parsimonia del universo que sonaran las doce campanadas de
Nochebuena, que todos brindaran, que sirvieran la cena y que cada quien abriera su
ostentoso regalo. Después los llevó al garaje, abrió la puerta, y con el semblante de un
niño hiperactivo con juguete nuevo, les enseñó aquella sorpresota con cuatro ruedas que
él había guardado en secreto incluso ante su mujer. Si no había aplausos, gritos o
desmayos, Ferrando no quedaba conforme.

Quizá era esto lo que le molestaba de su esposa. Mamá Mercedes era tan huraña en sus
emociones que hasta cuando daba una propina a sus hijos prefería hacerlo por lo bajo y
en silencio. Juan Carlos recuerda una noche en que su padre regresó de un viaje
cargando unas seis maletas llenas de regalos para todos. Como de costumbre, fue
entregando uno por uno, hasta guardarse para el final aquel que consideraba su regalo
”bomba”: es decir, uno que era siempre tan inesperado, aspaventoso y carísimo que
debía provocar una explosión de júbilo en el afortunado de ocasión. Aquella vez le
había tocado a mamá Mercedes. Ferrando le había traído un collar de perlas que a
simple vista debía costar no menos de cinco mil dólares.
-Gracias -recuerda Juan Carlos que dijo su mamá.
-¿Te gusta? -le preguntó Ferrando, impaciente.
-Claro, está bonito -contestó ella.
-¡Carajo, mujer! -estalló él-. Emociónate, levántate, póntelo, siquiera di algo. ¡Dame un
abrazo, por lo menos!
Así era su rutina. Mientras que mamá Mercedes era contenida hasta para sufrir o
disfrutar de los placeres más cotidianos, Ferrando era un adicto a la euforia y a buscar
estímulos que desataran por igual la carcajada que el llanto. Quién sabe cuánto de esto
se debía a esa afición por los caballos despertada en la infancia del animador. Un
filósofo que va al hipódromo aun cuando sale de viaje dice que una carrera de caballos
es una concentración en segundos de todas las emociones posibles. Según él, el
aficionado pasa de la expectativa a la esperanza, de esta al deseo, del deseo a la
ansiedad, de la ansiedad a la ilusión y finalmente acaba sintiendo una profunda
frustración, una pena sin consuelo o una desorbitada algarabía. Ferrando era por lo visto
el jinete de su propio purasangre de emociones.

Qué podía esperarse en cambio de una mujer como mamá Mercedes, que salió encinta a
la edad en que otras chicas todavía juegan con muñecas. No es difícil imaginarla
lavando pañales mientras sus hermanas -la tía Julia entre ellas- salían a comprar sus
vestidos para las fiestas de Año Nuevo. O dando de comer a tres niños engreídos a la
misma hora en que sus amigas del colegio iban a tomar helados. La señora Mercedes,
dijo una vez Chicho, el mayor de sus hijos, tenía esa expresión desamparada de alguien
que suele llorar a solas y en silencio. En su familia la apodaban La Pildonta, porque
siempre andaba con una voluminosa bolsa de plástico repleta de pastillas que ella
tomaba disciplinadamente desde que abría los ojos hasta que se iba a dormir. Era
además una especie de sombra muda totalmente asimilada a la actividad de su marido.
Si Ferrando hubiese sido corredor de autos, hasta se habría hecho modelo para bañarlo
en champán. Pero como era animador de TV, se quedaba en casa para verlo, grabarlo y
felicitarlo a su regreso.

Ferrando fue un hombre que cambió la historia de la televisión peruana. Antes de él, la
pantalla era ”blanca”, en ese doble sentido que se acostumbra dar a esta palabra. Casi
todos los conductores eran blancos y algunos eran rubios y no pocos tenían los ojos
claros. Era el reino de Pepe Ludmir, Pablo de Madalengoitia y Kiko Ledgard, y de
actores y actrices que tenían los mismos apellidos de las familias europeas que vivían en
Lima y viajaban de compras a París. Los negros y mestizos de tez marrón solo aparecían
en las noticias, sobre todo en las policiales. En ese mundo ingresó Augusto Ferrando
como lo que era: un zambo gigante y gordo -típica mezcla de negro con otras sangres,
incluida la italiana de su apellido materno Chirichigno-, que llegaba para inundar la
pantalla con sus más de cien kilos de oscuridad. Pero también para hacerla menos
”blanca” en el sentido de transformar su lenguaje correcto de domingo por uno más
pendenciero y cotidiano: más de callejón que de barrio residencial. Así, Ferrando metió
de contrabando un lenguaje popular en la televisión en blanco y negro de finales de los
sesenta. Una voz y un rostro que habrían de teñirla de un definitivo color local.

Había nacido en una caballeriza, y fue el tercero de seis hermanos, de los cuales tres
habían muerto antes de pisar un colegio. Su familia no era precisamente pobre, pero
Augusto creció al lado de los hijos de los peones que junto con su padre -un preparador
de caballos trabajaban en el stud de un gobernante con ínfulas de dictador. Quizá su
nombre haya sido un homenaje paterno al presidente Augusto B. Leguía, aunque lo
cierto es que si a este le debió su precoz afición hípica, años más tarde también habría
de agradecerle el exilio de su familia a Santiago de Chile. Lo que ocurrió fue que al ser
derrocado Leguía, los Ferrando tuvieron que huir en barco hacia donde pudieron.
Llegaron a Santiago, donde un adolescente Augusto aprendió a ganar dinero gracias a
una fúnebre costumbre chilena: contar chistes en los velorios. Años más tarde se
ufanaría de esta historia al explicar su éxito. Cuando sus incondicionales le preguntaban
cómo se había vuelto un locutor de radio, decía que si a los trece años ya era bueno
haciendo reír a los deudos que acababan de perder a un pariente, por qué no podía hacer
lo mismo a través de un micrófono. Fue así, contaba, que decidió ser un actor de
radionovelas. Pero se convirtió en un narrador de carreras de caballos.

Ferrando inventó en la radio una fórmula que después lo haría rico y famoso en la
televisión. Invitaba a comediantes de la calle para que en los intermedios entre una
carrera de caballos y otra montasen un espectáculo a dúo con él. Pero los hacía ensayar
cada broma, y luego las salpicaba con sus ocurrencias espontáneas, surgidas de su
simple e inefable creatividad. A eso Ferrando le llamaba ”chispa”, y cuenta Juan Carlos
que hasta días antes de morir, su padre la ejercitaba con todo aquel que estuviese a su
lado. Alguien decía algo, Ferrando le pillaba la gracia a la frase, incitaba a soltar otra
broma, y así el chiste se podía estirar hasta que no provocase más que la mueca sorda de
una carcajada. Era como estar siempre en guardia para hacer reír: un servicio de
comicidad obligatorio. Un día se le ocurrió convertir aquella chispa en un programa
radial, y luego en un espectáculo de vodevil itinerante: La Peña Ferrando. Para entonces
ya le habían celebrado sus primeras dos décadas de locutor hípico, y era padre de tres
niños. También, desde que el mayor había cumplido dos años, le ponía los cuernos a su
mujer con su cuñada.

-Mi papá decía siempre que la mayor parte de su fortuna la hizo con La Peña -recuerda
Juan Carlos, sentado ahora en la consola de edición de videos de su casa-teatro.

A ver: veintisiete años de giras sin interrupciones, tres shows diarios en promedio, cinco
días a la semana, en teatros y coliseos rebosantes en los que entraban entre mil y mil
quinientas personas, a un precio mínimo de dos dólares por boleto. El resultado más
modesto arroja un ingreso bruto de trece millones setecientos setenta mil dólares.
Además, otra malvada leyenda dice que La Peña Ferrando explotaba a sus músicos,
comediantes y locos. El dato que más han repetido quienes odiaron en vida a Augusto
Ferrando es que Lucha Reyes, una cantante de valses criollos, murió de tuberculosis
(esa enfermedad que ahora solo mata a los miserables del mundo) en su hora más
aclamada. Y que un comediante de apellido Ureta y apodado El Loco falleció al
reventársele el apéndice en la mitad de un show, porque Ferrando dio la orden de que
siguiera el espectáculo en vez de llevarlo inmediatamente a un hospital. Más allá de
estas acusaciones, que otros integrantes de La Peña han negado jurándole gratitud eterna
a su antiguo manager, la pregunta es cuánto dinero habrá ganado Ferrando. O también:
qué parte de esa inmensa fortuna habría de llevarse al final la tía Julia para hacerse
humo y no volver jamás al Perú.

El dinero es clave para entender a alguien como Augusto Ferrando. No solo por lo que
ganó, sino porque era un derrochador sin remedio que no tenía reparos en dilapidar
decenas de miles de dólares solo para sentirse feliz, por ejemplo, el día de su
cumpleaños. Muchos de los comediantes y músicos que trabajaron en La Peña, y que
luego se sumarían a ese coro que lo tildaba sin piedad de explotador, admiten sin
embargo que solo Ferrando era capaz de pagar una cena para cuarenta personas una
noche cualquiera. Juan Carlos relata una vez en que él estaba en una isla de Costa Rica
produciendo un documental de televisión. Dice que su papá lo mandó a llamar por radio
hasta el barco donde viajaba. ”Tienes que estar con urgencia mañana por la tarde en
Miami”, recuerda que le dijo antes de que se cortara la comunicación. Entonces Juan
Carlos dejó el documental a medio hacer, alquiló una avioneta, voló hasta la capital
costarricense, tomó el primer avión a Miami y estuvo allí poco antes de la hora que le
había fijado Ferrando, quien, por cierto, era un maniático obsesivo de la puntualidad.
-¿Y sabes para qué era? ¡Para almorzar! Solo para almorzar con toda la familia -me
cuenta Juan Carlos-. Lo que sucedía era que ese día iban a coincidir en Miami no sé
quién con no sé cuántos, y él no iba a permitir que el único que faltara fuese yo. Me
pagó todo ese viaje solo por eso.

¿Cuánto dinero ganó Ferrando? Una vez le preguntaron lo mismo a Genaro Delgado
Parker, el broadcaster más importante de la televisión peruana, fundador de dos canales
de señal abierta, uno de señal por cable, la única estación peruana de alcance
latinoamericano, y también el descubridor de Jaime Bayly, Laura Bozzo y de las
estrellas más exitosas y célebres y millonarias que ha producido la pantalla local en su
medio siglo de existencia. Genaro, que así lo llaman sus amigos y enemigos, fue el
primero en apostar por Augusto Ferrando, y este se lo pagó con casi treinta años de
fidelidad, sin siquiera mostrar alguna vez un gesto de coquetería frente a los tentadores
dueños de otras televisoras. En el fondo, Ferrando tenía muy buenas razones para
quedarse de por vida en el canal de los Delgado Parker.

-¡Ah, Ferrando! -suspiró Genaro en aquella entrevista-. El sí que la supo hacer.

Se refería a las condiciones especiales que le había pedido el animador antes de firmar
un contrato para inaugurar en la televisión ese programa famoso que repetiría con igual
éxito la fórmula de La Peña. Es decir: comicidad de la calle, musicales, concursos y
regalos. Aquel programa se llamó Trampolín a la Fama, debutó en 1967 y estuvo en el
aire durante veintinueve años consecutivos, hasta un sábado de mayo de 1996 cuando a
Ferrando ya le habían detectado un cáncer a la vejiga y se mudó a descansar a su
residencia en Guatemala, no sin antes llorar como nunca ante cámaras y ante un
auditorio repleto de gente pobre que le pedía una última cocina, y lloraba con él por
tanta ausencia. Pero las condiciones especiales de ese contrato al que se refería Genaro
Delgado Parker no las conocía nadie.

El estudio de grabación de Trampolín a la Fama era una suerte de escenario de circo de


última categoría, muy enano y precario en su decoración, en el que las estrellas de
verdad eran los logotipos de sus marcas auspiciadoras. He ahí las condiciones
especiales. He ahí la receta millonaria de Augusto Ferrando. Lo que había conseguido
pactar con Delgado Parker era que todos los ingresos por publicidad tradicional -esa que
se emite en forma de spots en los cortes comerciales iban a engrosar las ganancias del
canal. Pero que el dinero proveniente de la ”otra publicidad”, aquella de los avisos
luminosos que Ferrando colocaba como fondo de su escenografía y que él mismo leía de
unos papeles que cargaba siempre en su mano derecha, ese dinero -todo ese dinero- era
para alimentar la gorda caja fuerte de Augusto Ferrando. Según Genaro, el pacto inicial
tenía un tope: el animador solo podía vender un máximo -digamos- de ocho avisos
luminosos. Pero eso jamás se cumplió. Cualquiera que mire un viejo video de
Trampolín puede contar hasta veinticinco logotipos abigarrados. Nunca el dinero se verá
tan horrible.

-Imagínense un pago semanal de tres mil dólares por cada una de las marcas grandes
-dice quien fue gerente de publicidad personal de Augusto Ferrando durante la mayor
parte del tiempo que duró Trampolín-. Eso sin contar los anunciantes pequeños, que en
total dejaban unos diez mil dólares más cada semana.

Juan Carlos Ferrando se ríe cuando habla del dinero que ganó su padre. -Un culo -dice.
Su expresión distendida es la mayor prueba de que no exagera.

Cálculos de las finanzas personales de Augusto Ferrando: tenía una casa en Lima para
toda su familia. Una residencia de playa en un conocido balneario del sur. A sus dos
hijos mayores les regaló una casa cuando se casaron. Mandó a construir otra para su
cuñada, la tía Julia, cuando falleció su esposa Mercedes, y la amobló por completo con
la sala, el comedor, el dormitorio, los accesorios y los adornos de una prestigiosa tienda
de muebles. Tenía dos casas en Guatemala y una más en Costa Rica. Viajaba a Miami
cada quince días, acompañado a veces por sus hijos, nueras, sobrinos, suegros y algunos
de sus nietos. A Juan Carlos le regaló un yate cuando cumplió catorce años, y un auto de
ministro cuando cumplió dieciséis. Además de mantener a Chicho y a Rubén, a quienes
les pagaba la electricidad, el agua y el teléfono, también enviaba dinero a sus suegros, a
varios de sus cuñados y a no pocos sobrinos. Una vez, por su cumpleaños, Ferrando
invitó a catorce personas a Tacna, una ciudad en la frontera sur, a una hora y media de
vuelo de Lima, solo para poder comer en Chile algunos mariscos y frutas que no se
encuentran en el Perú. Al final regresó con todos antes del anochecer. Así de exagerada
fue la vida de Augusto Ferrando. Así de generosa con su familia, pero así también de
posesiva, pues aquello que les había regalado un día, al siguiente podía dejar de
pertenecerles si él pensaba que ya no lo merecían. Era como el Dios del Antiguo
Testamento: un padre bondadoso y violento a la vez. Ofrendaba su esfuerzo para que
otros disfrutaran lo mismo que él, pero no tenía límites para expulsar a gritos de su
paraíso a los que creía que le habían fallado. En el fondo, Ferrando establecía sus
afectos en forma de adopción: adoptaba a sus parientes, a sus músicos, a sus
comediantes y a toda esa gente que una vez que empezaba a trabajar con él, solo podía
alejarse de su lado cargando el estigma de lo que él recordaría siempre como una
traición. Quién sabe si fue esto lo que sintió con sus hijos mayores cuando estaba ya
viejo, enfermo y agotado, y Chicho y Rubén no hacían otra cosa que reclamar en
público su herencia -para escándalo de la prensa de espectáculos- y acusarlo de haberlos
abandonado en la miseria. Ferrando nunca les hizo caso. Para entonces tenía casi
ochenta años y se había mudado a Guatemala a vivir definitivamente con la tía Julia.

Julia Ferrando Dietz fue tal vez la mejor compañera que un hombre como Ferrando
podía encontrar en su desmedida biografía. Es posible que hasta haya sido ella la que
construyó la leyenda Augusto Ferrando. La que lo guió a ser lo que fue. ¿Qué necesita
alguien que tiene dinero, fama, reconocimiento e influencia? Quizá solo una persona
con quien conversar de cosas sencillas. Chicho, el mayor de sus hijos, se enorgullecía de
su cultura hípica y decía que solo con él su padre podía discutir de caballos. Rubén, el
segundo, sabía de fútbol, y a Ferrando le encantaba el fútbol y viajó a mundiales y a
eliminatorias para alentar a las selecciones peruanas y vociferar a garganta partida su
célebre grito ”¡No nos ganan!”. Con Juan Carlos hablaba de política y de literatura. Pero
con Mercedes. ¿De qué hablaba con mamá Mercedes?

De los hijos, sin duda. De los nietos. De toda la familia. De los viajes. De sus problemas
en el trabajo, del canal, de La Peña, de los críticos que nunca entendieron su forma de
ayudar a los pobres haciendo escarnio de sus necesidades y burlándose de su ropa y de
sus equivocaciones al hablar. Pero dicen que a diferencia de Mercedes, la tía Julia era
una mujer valiente y entradora, con un carácter tan fuerte que bastaba una mirada suya
para que todo a su alrededor recuperara el orden perdido. Quienes estuvieron cerca de
Julia o la vieron andar junto a Ferrando, reconocen que era además una señora muy
”regia”, que es como en Lima se llama a las mujeres altivas, guapas sin ser
precisamente bonitas, con una belleza más bien arrogante y una elegancia de reinas para
vestirse. Las diferencias que Ferrando debió notar entre una y otra de sus mujeres, las
hermanas Ferrando Dietz, son evidentes. Una había nacido para ser madre. La otra era
la tía Julia.

-Era un amor de gente -dice alguien que vivió muy cerca del trío amoroso-. Cuando
tuvo que cuidar a Mechita, y después a Augusto cuando ya era un anciano, Julia fue
siempre una enfermera de lujo.

Juan Carlos está de acuerdo: ”Un día les dije a mis hermanos: ¿Ustedes llevan al baño a
mi papá? No. ¿Quién lo hace? Julia. Entonces cállense y no la jodan”. Luego relata otra
historia. Recuerda que él descubrió que Ferrando y su tía se escapaban para quererse en
secreto cierta vez en que había viajado a Panamá con su papá, su mamá y Julia. Debía
tener unos diez años, y cuenta que su mamá se había entretenido en un gran almacén
mirando objetos para su casa cuando Ferrando le anunció que iba a dar una vuelta con
Julia y con él a buscar unos discos. ”Ya”, dice que respondió su mamá de buena gana.
Entonces salieron. Fueron a una tienda de música, pero una vez allí, Ferrando le confesó
a Juan Carlos en voz baja que irían a comprar un regalo sorpresa para su mamá. Como
el hotel estaba cerca, él acabó de mirar unos discos y subió a su habitación. Al salir vio
que su papá y la tía también salían de la alcoba de ella. Estaban tomados de la mano y se
dieron un beso fugaz en la boca antes de desaparecer por el ascensor.

Regresó hasta la tienda de música y los esperó. Cuando volvieron no dijo nada. Al
reunirse con su mamá tampoco dijo nada. Años más tarde, papá Ferrando habría de
decirle: ”Así como yo he perdonado tus errores, es hora de que tú perdones los míos”.
Era obvio que se refería a la homosexualidad de Juan Carlos.

Una pregunta que nadie responde bien es cómo hizo Ferrando para amar a su cuñada y a
su mujer bajo el mismo techo, sin que esta sospechase nada. Para el rebelde Chicho,
mamá Mercedes sí sabía de los amoríos entre su marido y su hermana, pero optó por un
silencio lloroso antes que desatar un escándalo que habría convertido en escombros su
inmaculada estructura familiar. De ser cierto esto, también tenía otro motivo para
callarse la boca: si ella y Augusto Ferrando habían quebrado el tabú del incesto al
casarse entre primos hermanos, qué podía pensar la gente (en especial esos católicos
pobres que llenaban las butacas de Trampolín a la Fama) si se hacía público que el
famoso animador era además amante de otra prima, para colmo, hermana de su mujer.
Es curioso. Juan Carlos recuerda que una vez también su hermano Rubén había
empezado a enamorarse de una de sus primas que vivía en Costa Rica, y que por eso lo
mandaron traer a la fuerza de regreso a Lima.

Quizá en todas las familias que se comportan como tribus se repitan con frecuencia
estos amores incestuosos. Sin embargo, mamá Mercedes jamás dio señas de saber algo.
Ni siquiera objetó los desabrochados regalos que Ferrando le hacía a su hermana. La tía
Julia se había casado y tenía dos hijos -de quienes Juan Carlos hasta llegó a creer una
vez que podían ser sus hermanos-, pero se había divorciado de su marido al cabo de
pocos años de matrimonio. En cierto momento debió faltarle dinero. Como en el clan
Ferrando no había pobres, y si había uno, allí estaba el patriarca Augusto para
socorrerlo, es posible que haya sido por esto que mamá Mercedes no sospechó nunca
que esas maletas repletas de regalos que Ferrando enviaba a la casa de su hermana Julia
contenían una clase de amor que no era solo de cuñado. Dicen que hasta promovía esa
ayuda alentando a su marido a enviar más. La tía Julia debió tomar en serio esas
muestras de desprendimiento primo-fraternal. Muerta Mercedes y muerto Ferrando, el
mismo día del entierro del animador, la tía Julia vendió todo: casas, autos, muebles,
cortinas, adornos, hasta las joyas de su hermana, y desapareció del Perú para siempre.

-Debió llevarse unos dos millones de dólares. Esto lo dice sin asomo de furia Juan
Carlos, el último de esa estirpe.
El lado adolorido de la cama

LAS MUJERES EN EL MUNDO DIVIDIDO

DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS. ELLAS, PARA ÉL,

SOLO PODÍAN SER VÍRGENES O PUTAS

Cuatro meses antes de suicidarse, José María Arguedas estuvo deambulando por unas
calles del centro de Santiago tratando de encontrar una última mujer que le devolviese el
sentido de la vida. Buscaba una prostituta, y no era la primera vez que lo hacía. Según
él, en
1944 se le había desatado una ”dolencia síquica” contraída durante su infancia, y
entonces solo un cariño alquilado lo había salvado, devolviéndole la vitalidad que ”su
cuerpo y alma necesitaban”. Aquella primera vez había sido una zamba alegre, joven y
gorda, escribió más tarde. Después habría de repetir la misma fórmula de salvación en
Guatemala y, hasta donde se sabe, también en el puerto peruano de Chimbóte. De modo
que esa última vez, caminando por las calles prostibularias de la capital chilena,
Arguedas debía estar haciendo su esfuerzo final por sentirse vivo. Ese peregrinaje
comenzó una noche de invierno. Un jueves. Al menos así le contó a su sicoanalista.

Aquel día había esperado durante toda la mañana una carta de Sybila Arredondo, su
segunda esposa, una chilena que vivía con él en Lima. Cuando al fin la recibió, era de
noche y él ya estaba acostado en su cama, atormentándose con la idea de que Sybila no
le había escrito. Nadie sabe si en ese momento leyó la carta ni tampoco lo que esta
decía: eso solo se lo confió a su doctora, Lola Hoffmann. Aunque era tarde, Arguedas se
puso un abrigo y salió hacia una estación de autobuses para enviar unos capítulos de su
última novela a un crítico literario. Como la estación estaba cerrada, se quedó paseando
por ahí, en la zona del puerto del río Mapocho. Era un lugar sombrío y sucio, con
puestos de fruta y de comida al paso: un barrio de putas que Arguedas describió luego
como una gusanera abyecta y abismal. De pronto aparecieron unos policías y entraron
en una boíte. A él, que dudaba entre ingresar tras ellos o aguardar a que se marcharan, se
le acercó una mujer con aspecto y ropas de campesina. De su mano traía a una niña. La
campesina comentó algo acerca de los policías. Después le dijo: ”¿No quisiera acostarse
con esta guagua o conmigo?”. Arguedas le preguntó qué edad tenía la niña. ”Doce”,
respondió la mujer. En ese instante él se alejó. Pero no del todo. Continuó dando vueltas
por ahí, solo mirando, en silencio, con las manos en los bolsillos de su chaqueta. Hacía
tanto frío que el aire salía de su boca convertido en una suerte de neblina blanca y
espesa. Al rato se le acercó otra mujer y pidió que le convidara un trago. Era una
chiquilla muy flaca a quien le faltaban algunos dientes y que iba y venía en un espacio
muy reducido, ”como ciertos animales enjaulados”. Arguedas primero dudó. Dio más
vueltas. Finalmente le dijo que sí, y entraron en un hotel que en lugar de vestíbulo tenía
una barra de bar. En una carta angustiosa que escribió a su sicoanalista Hoffmann esa
misma noche, le confesó que ni siquiera pudo desvestirse. Apenas accedió a tocar el
cuerpo helado de la muchacha. Pero aun así, regresó la noche siguiente. Y también la
del sábado.

Esas noches, habría de recordar, fueron peores para él.

Para ese tiempo, Arguedas ya se había casado dos veces y había tenido al menos un
amorío en paralelo a su primer matrimonio. Desde un punto de vista estadístico, ese
comportamiento infiel no es distinto al de la mayoría de los hombres. La diferencia es
que él no se ufanaba de ello. Al contrario: sentía culpa, sufría. Lo mismo podría decirse
de su fascinación por ir de putas. Es muy común que muchos hombres lo hagan. Para
algunos es incluso un acto ”normal”, hasta rutinario, sobre todo en instantes de
desolación, despecho o para echar al olvido algún conflicto de la vida doméstica.
Arguedas había crecido además en una época en que los hombres solían iniciarse
sexualmente en un burdel. Sin embargo, no parecía disfrutar ninguno de esos lances
eróticos. Le atraían, no tenía fuerzas para escapar de su embrujo lascivo, pero a la vez le
causaban repulsión y pánico, como el vértigo a las personas que tienen terror a la altura.
En una de las primeras cartas a su sicoanalista admitió que ”la conclusión” de esas
tentaciones sexuales ”no me producía sino asco al mundo”. Ese asco era igual con todas
las mujeres.

¿Por qué, entonces, el encuentro con una prostituta ”salvadora” podía devolverle la
vida?

Todos los relatos de Arguedas pueden leerse como fragmentos de su autobiografía, de


una sola e inmensa confesión. Esto, que podría decirse de cualquier narrador, en su caso
era más evidente. Él mismo se encargó varias veces de remarcar ese sello rememorativo
y nostálgico de su obra. Hasta sus trabajos antropológicos partían siempre de él y de su
memoria. Así, cotejando sus cuentos y sus novelas con ciertos recuerdos que empleaba
para comenzar un discurso o un ensayo, uno puede ver que Arguedas se construyó a sí
mismo como el gran personaje de sus ficciones. Es obvio que esto ha servido para la
discusión de críticos literarios, sociólogos y sicoanalistas, que, como es lógico, jamás se
pondrán de acuerdo. Pero en sus últimos años de vida, Arguedas fue tan sincero en
muchos temas -como una forma quizá de exorcizar sus traumas de infancia- que no
quedan dudas. El más claro de esos temas fue su atormentada sexualidad. Bastaba que él
contara algún capítulo de su biografía, para que alguien que hubiera leído su obra
supiese quién era quién en tal o cual relato. Hay incluso un libro completo, Amor
mundo, que él admitió haber escrito por prescripción de un siquiatra. Son cuatro
cuentos, y todos giran alrededor del sexo.

Como casi toda su niñez, los primeros contactos que tuvo José María Arguedas con el
sexo fueron de una brutalidad terrible. Él empezó a hablar de ellos recién a partir de
1965, cuatro años antes de suicidarse, cuando ya tenía cincuenta y cuatro. Este
ocultamiento durante tanto tiempo de aquellos episodios que lo habían marcado de por
vida dice en cierta forma cuánto debían dolerle y avergonzarlo. Su madre había muerto
cuando él no había cumplido aún tres años, y su padre, que era abogado, se casó por
segunda vez con una viuda adinerada. Ello motivó que él y su hermano mayor,
Arístides, se fueran a vivir a casa de su madrastra. En verdad habría que decir ”a
merced” de su madrastra y de otro personaje aun más cruel que ella: Pablo Pacheco, su
hermanastro. Desde un inicio quedó claro cuál sería el papel del niño José María en esa
nueva familia: sirviente, igual que los indios. Eso quería decir dormir en la cocina sobre
pellejos de ovejas o dentro de una batea, despertarse de madrugada a cortar alfalfa para
los animales de granja, contentarse con porciones miserables de comida y dejar que su
cabeza se llenara de piojos. El precioso regalo que recibió a cambio, según él, fue haber
aprendido el quechua como idioma materno, y conocido la ternura impagable de los
indios. Hasta que una noche, Pablo Pacheco entró a despertarlo con un bastón.

Su hermanastro era un hombre abusivo y despótico, como casi todos los gamonales de
esa época, solo que peor. Era racista, explotador, inmisericorde con el sufrimiento ajeno,
pero además era un sádico y un exhibicionista. Según Arguedas, tenía un poder
desmedido en el pueblo, a tal punto que podía mandar a prisión a quien quisiera con
solo ordenarlo. Aquella noche que el escritor después habría de recordar, primero en sus
ficciones y luego en sus cartas y ensayos autobiográficos, Pablo Pacheco lo despertó y
le exigió seguirlo. ”Vas a saber qué cosa es y cómo es ser hombre”, le dijo. Lo llevó a
casa de una señora, a cuyo esposo había enviado a cumplir una tarea fuera del pueblo.
Al parecer, esta era una de las varias mujeres que su hermanastro había sometido para
convertirlas en sus amantes. Una vez adentro, cuando la mujer se dio cuenta de que José
María estaba con él, le pidió que por favor se fuera. Forcejearon. Pablo Pacheco la
amenazó entonces con gritar para despertar a sus hijos pequeños, para que estos los
vieran teniendo relaciones sexuales. Finalmente la señora se arrodilló y empezó a rezar,
llorando, mientras el hermanastro la violaba. Arguedas contaría años más tarde que esa
noche él también se arrodilló y rezó.

Aquella no fue la única vez que su hermanastro lo llevó como testigo de sus vejaciones
sexuales. De uno de esas incursiones debe haber sacado una idea -tal vez la frase exacta-
que después habría de utilizar en uno de sus relatos de Amor mundo. Cuando un
gamonal ordena a sus hombres tumbar en el suelo y abrir de piernas a una mujer para
violarla, nuevamente enfrente de un niño, les dice: ”Mejor si se queja. Más gusto al
gusto”. Junto con lo atroces que resultan estas imágenes, y lo pavorosas que debieron
ser para Arguedas presenciarlas cuando era niño, hay una más, una escena final de su
infancia traumática de la que solo escribió pocos meses antes de suicidarse. Es el
episodio de su debut sexual, así de abrupto: fue ”forzado” por una mujer embarazada.
En realidad, Arguedas se preocupó por recordar ese momento con la sutileza suficiente
para dar a entender que no fue del todo un acto de violencia contra él, sino que también
participó como un cómplice seducido. Dijo que la mujer se arrastró ”como una culebra”,
y que después de levantar la manta con la que dormía, empezó a acariciarlo, mientras él
se dejaba deslizar dentro de ese ”dulce arcano maldecido donde se forma la vida”. Fue
una de esas iniciaciones sexuales que inauguran una particular visión del sexo para toda
la vida. En su caso, una muy terrible: el sexo es deseo, pero también es un acto forzado,
obligatorio.

Al mismo tiempo, para algunas mujeres, como las que violaba su hermanastro Pablo
Pacheco, el sexo es dolor y llanto: es sufrimiento. Otro de los niños personajes de Amor
mundo habla por Arguedas y discute con un guitarrista, que es bastante mayor que él,
sobre si las mujeres gozan cuando tienen relaciones sexuales. El niño tiene una certeza
acerca del tema: ”La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”. El
guitarrista refuta su teoría, casi hasta se burla del niño, a lo que este se impacienta y le
grita: ”¡No goza!”. Por último, sabiéndose perdido ante los argumentos que enumera su
amigo adulto, se aleja y se acuesta al pie de un árbol, donde se arrulla hundiendo la
cabeza entre unas hojas amarillas y rojizas caídas sobre la grama. Allí, ya solo y triste,
piensa: ”La mujer es más que el cielo, llora como el cielo, como el cielo alumbra. No
sirve la tierra para ella. Sufre”. Aunque parezca increíble, muchos años después, cuando
Arguedas era aun mayor que el guitarrista de su cuento, seguía creyendo lo mismo que
su niño personaje. Una vez admitió: ”Para mí la mujer es un ser angelical. Hacerla
motivo del apetito material constituye un crimen nefando, y aún sigo participando no
solo de la creencia, sino de la práctica”.

El sabía que el más abominable de sus traumas era sexual. Tenía una absoluta
conciencia de ello: de ahí su tragedia. En varias de las cartas que escribió a su
sicoanalista, Lola Hoffmann, repitió con pocas variantes esta confidencia: ”Creo que la
conciliación con mis problemas sexuales ya no es posible. ¡Cuánto he hablado de esto!”.
Leyendo esas cartas, uno llega a la conclusión de que Arguedas solía rechazar la
relación erótica con sus mujeres. Huía de ellas. Hasta podría decirse que buscaba y
aceptaba invitaciones a viajar como una forma de eludir el natural contacto físico que
supone la convivencia. Otras veces, luego de haber accedido a tener una relación, y más
como si fuese un deber impuesto y no como una muestra de amor placentero, lo
abrasaba una culpa infernal e irreversible. Esta aversión a toda intimidad conyugal no
varió durante los casi veinticinco años que duró su matrimonio con Celia Bustamante, ni
cuando se casó después con Sybila Arredondo. Tampoco parece haber sido distinto en
sus otros dos romances públicos: una aldeana llamada Vilma Ponce, y una mujer casada,
chilena, de nombre Beatriz. Las diferencias, en todo caso, tenían que ver con la manera
cómo establecía sus afectos hacia ellas.

Celia Bustamante fue en cierto modo una madre para él. Mejor dicho: ella representaba
a esa pareja típica, según el sicoanálisis, en que una mujer maternal reemplaza a la
madre ausente en un hombre que quedó huérfano de niño como Arguedas. Es más, Celia
era en realidad dos madres para él, pues mientras vivió con ella lo hizo también con su
cuñada, Alicia Bustamante. En una carta a su amigo John Murra, un antropólogo
estadounidense, se lo explicó así: ”Las invalideces de la niñez creo que fueron como
amamantadas durante los veinticinco años de matrimonio en que estuve tan bien
atendido por las dos señoras, generosas, protectoras y autoritarias”. Es posible que
Arguedas haya sido injusto al calificar con tanta severidad a todas sus mujeres. Sin
embargo, el dato que vale aquí es su descarnada sinceridad. Para él las cosas eran así:
así las percibía. Con esa misma franqueza, en una de las primeras cartas que escribió a
la doctora Hoffmann, le confesó: ”Al llegar tuve una relación con mi esposa (Celia),
prolongada y excesiva. Me hizo daño. Hacía tiempo que no tenía contacto con ella”. Y
más adelante: ”Ella se excitó muchísimo. Luego amanecí sumamente deprimido”. Con
Sybila Arredondo le ocurría lo mismo.

Aunque con una diferencia esencial. Sybila era para él lo contrario a una madre. Cuando
se conocieron, en la casa de Pablo Neruda en Santiago de Chile, ella encarnaba a su
manera la figura de la mujer emancipada de

la década de los sesenta. Era joven, mucho menor que él, y sin embargo ya se había
divorciado una vez, y se las arreglaba para mantener sola a sus dos hijos pequeños.
Sybila cuenta que fue Arguedas quien la sedujo, llevándole libros y regalos siempre que
iba a Santiago a visitar a su sicoanalista. También fue él quien propuso casarse, y luego
de la boda se mudaron a vivir definitivamente a Lima. Pasados los primeros meses de
convivencia, ese período en que la vida en pareja evoluciona de la mera ilusión al
conocimiento mutuo, Arguedas empezó a reprochar lo que él consideraba una falta de
dedicación de su mujer a los quehaceres domésticos. Y otra vez fue severísimo en su
juicio. En la correspondencia que mantenía a la par con John Murra y con la doctora
Hoffmann, lamentó repetidas veces que Sybila no fuese una ama de casa diligente,
sacrificada ni ordenada en la vida hogareña. ”Mi mesa de escritorio tiene, sin exagerar,
tres rumas de papeles y revistas que dejan apenas espacio para la máquina de escribir”,
se quejó alguna vez. ”Las cortinas siguen prendidas con unos alfileres que aquí
llamamos imperdibles”. Además, lo que era peor para él, Sybila le parecía demasiado
independiente, con muchas actividades fuera de casa. En suma, no era una madre
abnegada. Al menos no para Arguedas.

Su vida íntima dentro de este segundo matrimonio también fue para él una fuente de
padecimientos y lamentaciones. Se habían casado en mayo de 1967, es decir, que
habrían de vivir juntos tan solo dos años y medio; pero ese corto tiempo fue suficiente
para que Arguedas se volviera a sentir asfixiado por aquello que para muchas personas
sería apenas una vida erótica contenida, rutinaria y hasta infrecuente. En una carta de
diciembre de 1968, Arguedas describió a Sybila Arredondo como una ”ardiente
compañera en el lecho y, por eso, para mí temible”. Era cierto. Arguedas tenía miedo de
algunas mujeres, en especial de las que él consideraba como ”devoradoras”; o como
explican las críticas literarias Francesca Denegrí y Rocío Silva Santisteban: mujeres que
al ser eróticamente independientes, pueden gozar el sexo con entera libertad y manejar
conscientemente su deseo y sus estrategias de seducción. Cuando recién empezaba a
frecuentar a Sybila, por ejemplo, le contó a John Murra: ”De ánimo, voy raro. Soltero a
los cincuenta y cuatro años, bajo de fuerzas. Debo eliminar a Sybila. No quiero que me
devoren, en todo caso es preferible que yo mismo me devore. He llegado a temer a las
mujeres, mucho”. Y luego: ”Jamás sabremos qué mueve a una mujer devoradora”. En
un sentido estricto, una prostituta debería tener una mayor imagen de devoradora que
una esposa, con la que se supone está de por medio el amor. Para Arguedas, sin
embargo, no era así. Tal vez haya sido Beatriz, aquella chilena casada de quien
Arguedas hablaba sin apellido, su romance ideal. Es decir: un idilio casi sin sexo,
limitado a citas furtivas o quizá solo epistolar. Un amor platónico, en el sentido común
que se suele dar a esta palabra. Según parece, a ella también la conoció en uno de los
viajes que hacía con frecuencia a Chile para conversar con la doctora Hoffmann. En
Santiago, Arguedas tenía un apodo: lo llamaban El Brujo, pues decían que tenía un
talento de hechicero para encandilar a la gente con sus historias y persuadirlas para
hacer lo que él quisiera. Con ese encanto sedujo a Beatriz, pero al cabo de algunos
meses el marido de ella descubrió las cartas que se enviaban, armó un escándalo
familiar y Arguedas no solo dejó de escribirle, sino de mencionarla en sus relatos
autobiográficos, como si la hubiese borrado de pronto de sus afectos. En cuanto a Vilma
Ponce, la noticia de su amorío con ella fue en verdad una controversia acerca de una
hija que tuvo esta mujer, que Arguedas firmó como si fuese el padre. El revuelo acabó
cuando él mismo reconoció que eso era imposible y pidió a unos parientes que lo
ayudaran a enmendar la partida de nacimiento de la niña. Su hermano Arístides selló el
tema con una confesión que más tarde Sybila Arredondo habría de repetir con las
mismas palabras. Dijo quejóse María era estéril.

La noche siguiente a su encuentro con aquella chica prostituta en un hotel de los bajos
fondos de Santiago, Arguedas regresó al mismo lugar. El las llamaba a veces con
desprecio, ”idiotas antivírgenes”, y otras, con lástima, ”tristes mariposas nocturnas”.
Anduvo buscando a la misma muchacha, según él sin saber cuánto tiempo, pero al final
no la encontró. Halló en cambio a una chiquilla de unos diecisiete años, y dejó que ella
tomase la iniciativa. Lo condujo a otro hotel, pidió que le pagara por adelantado y se
desnudó. Nuevamente Arguedas describió su cuerpo como un témpano de hielo, que
congeló a la vez el suyo. Dijo que le hizo propuestas inadmisibles, ante las cuales él
reaccionó con una suerte de indiferencia corporal. Al parecer, a la muchacha le entró
cierto remordimiento, mezclado con una mirada que él entendió como de menosprecio,
y quiso devolverle una parte del dinero, a la vez que empezaba a vestirse. Llevaba
puesto, según Arguedas, un ”pantaloncito blanco”. Él permaneció todavía un rato más
en la habitación. A las dos de la madrugada de ese viernes regresó a la casa donde se
alojaba, tomó una hoja de papel y escribió unas líneas a mano: ”Me aterra esta casi
vehemencia de buscar prostitutas”. Al día siguiente, en ese mismo papel, recordó
algunos detalles del episodio, aunque entonces lo hizo a máquina. Calificó a la chica de
”atroz”, pues al mirarlo con pena y demostrarle que estaba pagando por gusto, lo había
apabullado.

Aun así, volvió una noche más. Le salió al encuentro una mujer gorda que le pareció
joven, y la siguió hasta el burdel donde trabajaba. Estuvieron bebiendo pisco durante un
rato, charlando quién sabe de qué, pero después tuvieron una discusión por dinero.
Parece que la mujer trató de cobrarle de más. Una vez en la alcoba, tampoco ocurrió
nada. ”A pesar de todas las cochinadas que hizo, yo seguí impotente”, escribió algunas
horas más tarde, ya de vuelta en su cuarto. Recordó que lo mismo le había pasado cierta
vez en un prostíbulo de Chimbóte, pero que entonces había encontrado consuelo ”en la
descomunal tortura del vicio solitario”, con la que también acostumbraba apaciguar sus
soledades de adolescente. Sin embargo, la madrugada del sábado ni siquiera eso
consiguió. Alguna vez había recordado que un médico siquiatra ”me exigía que tuviera
relaciones, lo más continuadas posibles, para afirmar mi masculinidad y desterrar el
terror”. Por esos días ya había empezado a repetirse la idea de que estaba en la etapa
”más peligrosa” de su vida. Que debía salir de ese torbellino ”antes de irme”.

José María Arguedas se disparó un balazo en la sien frente a un espejo, en el baño de la


Universidad Nacional Agraria La Molina donde entonces enseñaba. Fue el
28 de noviembre de 1969, dos meses después de haber vuelto por última vez de
Santiago de Chile. Tres años antes también había intentado hacerlo tomando una
sobredosis de barbitúricos. La mayoría de los que han escrito sobre él y su obra han
omitido sus conflictos sexuales, en parte por pudor, pero casi siempre porque han
preferido destacar su denuncia de la explotación del indio. Es evidente que hay una
intención ideológica en la división que planteaba Arguedas de sus mundos vitales y
narrativos. Es decir: entre la costa y la sierra, el castellano y el quechua, la pureza rural
y la descomposición urbana, el terrateniente brutal y el campesino humillado. Pero es
muy probable que esta otra división entre una mujer inmaculada y virginal a la que el
hombre no debía manchar de sexo ni siquiera si se casaba con ella pues eso le causaba,
según él, sufrimiento, y, de otro lado, una mujer que al gozar de su erotismo se maldecía
en su condición de puta, haya sido el mayor combustible para los fuegos de depresión
que lo consumían. Alguien así podía enamorarse, como que de hecho Arguedas se
enamoraba, pero ese amor estaba condenado a ser siempre incompleto y, como es obvio,
incomprendido. Al menos en este mundo.

Instrucciones para ser un adorado canalla

VLADIMIRO MONTESINOS COLECCIONABA MUJERES

COMO CAMISAS. TENÍA MILES DE CAMISAS, CASI TODAS IDÉNTICAS.


”UNA MUJER DICE QUE ELLA SÍ SE ENAMORÓ DE ÉL

Sentada en una silla que hacía las veces de poltrona de playa, bajo una sombrilla que
oscurecía su cabello voluntariamente rubio, Jacqueline Beltrán parecía una hermosa
fiera adormilada por el dardo sedante de un cazador. Lucía un semblante de paz
espiritual y tenía puestas unas gafas oscuras que, sin embargo, no podían ocultar el
ardor fosforescente de sus ojos, intensos e inquisidores. Uno hasta hubiese podido
pensar que en cualquier momento la fiera saltaría de su sitio y provocaría un alboroto
con efectos irremediables de violencia. Un grito, un exabrupto, una mentada de madre,
un objeto lanzado como un misil hacia tu pecho. Siempre se espera una reacción así de
las criaturas hermosas y salvajes. Un movimiento explosivo y repentino, pero previsible.

La historieta dibujada por la prensa y pintada con colores chirriantes por la televisión
dice que Jacqueline Beltrán era la tigresa del monstruo. No la gatita: eso se pensó al
principio. Al saber que había sido la mujer joven y guapa de un hombre tan poderoso y
feo como Vladimiro Montesinos, en un inicio algunos echaron mano del cuento de la
Bella y la Bestia para hacer encajar estas dos piezas tan diferentes con la fácil teoría de
la atracción de los contrarios.

Después aparecieron testigos que dijeron que no era así. Que esa relación había sido
turbulenta desde ambos lados. Que Montesinos la sometía a sus caprichos de voyeur
perverso y salivoso. Que la tenía casi secuestrada en una horrible casa cerca del mar.
Que le sacaba la vuelta con las putas más costosas de Lima. Que la hacía espiar por sus
agentes. Que grababa todas sus conversaciones. Y que ella, a cambio, le devolvía cada
uno de esos golpes con arrebatos de ninfa caprichosa. Dijeron que era lo peor que le
había podido pasar a un hombre que se creía dueño del Perú. Es decir: que de buenas a
primeras, lo sacaran de quicio.

-Yo soy yo -dijo Jacqueline Beltrán, con una voz que sonó ligera y dulce como
cualquier balada de moda.
Ante el silencio que se instaló al final de sus palabras, suspiró:

-Basta de relacionarme con ese señor.

Ese día fue un sábado, y ella todavía vivía en una cárcel de mujeres.

Unas compañeras de reclusión, en especial unas muy parlanchinas que aún están allí por
haber querido llevar cocaína al primer mundo, habían contado que Jacqui había sabido
ganarse el afecto de las internas a punta de ser ella misma. Aunque los primeros días la
habían odiado: no hablaba con nadie, recordaron. Casi no las miraba. Se vestía como
una princesa. Se adornaba como una reina. Olía como un ángel. Le llevaban el almuerzo
cada día, lo que en una cárcel, más que en ningún otro lugar, alimenta ese dúo que
siempre anda junto: el privilegio por un lado y la envidia por el otro. ”¿Qué se cree
esta?”, decían.

Después, Jacqueline Beltrán las había animado a mover las coyunturas haciendo
aeróbicos. No dejó de ser seca y distante, pero en estos tiempos marcados por el culto a
las dietas y a los ejercicios físicos, se volvió una suerte de instructora de gimnasio en un
ambiente dominado por los fierros de los barrotes. En suma: se ganó el respeto que
tienen esas mujeres regias a las que se suele perdonar que parezcan sobradas y
arrogantes. Luego dio señales de generosidad al ayudar a las que necesitaban ayuda.
Compartió sus cosas. Habló. No contó nada de lo que muchas seguramente querían
escuchar, pero encabezó una cruzada de limpieza y orden en su pabellón. Al fin y al
cabo, demostró aquello que todos los que la conocen aprecian en ella: ese carácter
sólido y decidido que en las amantes, como en algunos futbolistas, se suele llamar
temperamento.

Montesinos primero había buscado en ella un cuerpo para poseer. Así era él, según la
mayoría de sus ex compinches: un hombre que parecía tener una obsesión casi
maniática por coleccionar mujeres de medidas exuberantes. Antes de que Jacqueline
Beltrán llegara a su oficina del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Montesinos ya
había seducido a otras tres secretarias tan bonitas y pulposas y altas y veinteañeras y,
casi siempre, rubias como ella. Al igual que muchos militares y hombres dueños de
algún poder, él practicaba ese credo que manda a no conformarse con una sola mujer. Al
menos deberían ser dos: una esposa con quien tener hijos y formar una familia para
mostrar en las reuniones oficiales, y otra intercambiable para el goce de la cama y la
exhibición con los amigos. Él llegó a tener alguna vez hasta media docena de mujeres al
mismo tiempo.

Estaba casado con una maestra de escuela de nombre católico y en desuso, Trinidad
Becerra. Con ella tenía dos hijas, Silvana y Samantha, pero apenas si las veía. Su papel
se limitaba a ser un proveedor de dinero y comodidades, aunque quizá por los montos
que ponía a disposición de ellas, ninguna objetó jamás sus largas temporadas fuera de
casa. El alejamiento de su familia no había empezado cuando Montesinos se convirtió
en el principal asesor del presidente Fujimori. Desde que era un exitoso abogado de
narcotraficantes, él las había acostumbrado a unas visitas fantasmales en las que a veces
caía a almorzar, jugaba con el perrito de las niñas, se burlaba de la hija mayor por la
música estridente que escuchaba, se dormía en un sillón de la sala, sacaba una corbata
del ropero y se iba.
Nadie podía acusarlo de ser un marido o padre irresponsable. Les había comprado un
apartamento en San Isidro, el barrio más exclusivo de Lima, y nunca dejó de cumplir
con los pagos propios del hogar. Ya como asesor presidencial, ayudaba a sus hijas a
resolver algunos problemas de sus tareas escolares, les puso un auto y un chofer a
tiempo completo para que fuesen a pasear adonde quisieran, las iba a ver cuando
estaban enfermas, y les regalaba paquetes turísticos para que conocieran el mundo. Es
más, en un gesto de desprendimiento máximo, le obsequió a Trinidad Becerra una
tarjeta de crédito de cincuenta mil dólares, y a Silvana, su hija mayor, otra de
veinticinco mil. Era un hombre generoso. Con el dinero del Estado.

Con esa tranquilidad en su conciencia hogareña, Montesinos se había lanzado a cazar


mujeres para que cumpliesen el segundo papel. La primera, antes de sus secretarias, fue
la esposa de uno de sus primos hermanos: Grace Riggs, una corpulenta estadounidense
que había llegado al Perú en plan de aventura, pero que había acabado por matricularse
en la facultad de Derecho de una universidad limeña. Un día entró a hacer sus prácticas
en el estudio del abogado Sergio Cardenal Montesinos, y al poco tiempo se casó con él.
Pero allí, en esa misma oficina, conoció al primo Vladimiro. Primero le tradujo unos
papeles en inglés, luego se hicieron cómplices en el trabajo y, como suceden a veces las
cosas, más tarde se admiraron y empezaron a salir furtivamente. Después hasta llegarían
a tener una hija, y ella terminaría en la cárcel por haber ocultado unas cuentas que
Montesinos tenía en un banco en el que Grace Riggs trabajaba de asesora legal.

Pero la debilidad de Montesinos no eran sus colegas abogadas. Eran sus secretarias, y
antes incluso alguna que otra empleada doméstica. Chicas a quienes él podía apantallar
con sus órdenes de mandatario supremo, con sus aires de genio sabelotodo y con su
billetera abierta.

Apenas se instaló como jefe secreto del Servicio de Inteligencia, definió su táctica
marcial para conquistarlas. El primer paso ya estaba dado por el hecho de trabajar y
dormir en el mismo sitio: el SIN era su oficina, su casa y su dormitorio a la vez. El
segundo era enviar a sus lugartenientes de mayor confianza, y aun a su propia hermana,
a reclutar muchachitas de un solo instituto de secretariado, el más prestigioso de Lima.
Y a juzgar por la anatomía de las cuatro secretarias que fueron sus amantes, incluida
Jacqueline Beltrán, era obvio que Montesinos tenía una plantilla de belleza pegada a sus
anteojos. Todas rozaban el metro setenta de estatura, eran de piel blanca, tenían unos
cuerpos de modelos de revistas masculinas y si no eran rubias naturales, acababan por
teñirse el pelo de amarillo dorado. Era, según parece, el despliegue de autoestima de un
hombre que había crecido bajo la impronta onanista provocada por Marilyn Monroe.

El segundo paso de su táctica era expeditivo. Saltaba sobre sus secretarias como si ellas
fueran conejitos indefensos y él, un leopardo con cara de tortuga: de inmediato les
regalaba perfumes, joyas y, una vez hincados los dientes, un auto deportivo y un
apartamento. La primera secretaria que tuvo Montesinos en el SIN, se convirtió a los
pocos meses en su enamorada. Así le decía él. Se llamaba Giovanna Castañeda y en
1990, cuando llegó, tenía veinte años.

Alguien que trabajó por esos años allí la describe como una chiquilla traviesa,
conversadora y bromista, de sonrisa fácil y mohines de quinceañera. ”Parecía una niña”,
recuerda esta persona que, como otras que alguna vez estuvieron cerca de Montesinos,
pide que no se mencione su nombre. En una ocasión, la chica llegó a la oficina con un
equipo de música. No era un aparato de radio cualquiera: era un minicomponente que le
había pedido a Montesinos, y que él le había comprado ese mismo día. Por las noches,
cuando solo quedaban los guardias de seguridad, Giovanna se afanaba por lograr lo
imposible: enseñar a bailar a quien ya para entonces empezaba a hacerse llamar Doctor.
Montesinos le seguía la corriente. Bailaba y se reía con ella. Dicen que pocas veces se le
vio tan feliz al lado de una mujer. Hasta que se enteró de que ella le ponía los cuernos.

Vladimiro Montesinos, el paranoico más célebre de la historia del país, ya había


empezado a entretenerse con uno de sus dos juguetes favoritos: el espionaje telefónico.
El otro, la grabación de videos clandestinos, vendría después. Pero en ese momento le
bastó oír las conversaciones de su enamorada con el chofer que él mismo le había
asignado para darse cuenta de que le estaban adornando la calva. En ese instante no hizo
nada. No gritó. No gesticuló. No mandó a nadie a quebrar huesos. Al día siguiente
ordenó que al chofer, que era un agente de policía, lo enviaran a servir en una provincia
declarada en emergencia, a luchar contra Sendero Luminoso. Después se echó a llorar.
”Parecía un niño”, repite esa persona que trabajaba por entonces a su lado.

Giovanna Castañeda se marcharía del SIN con dos autos y dos apartamentos
obsequiados por Montesinos. Para reemplazarla, en su escritorio y en la alcoba del
Doctor, a la semana siguiente llegó María Laura Salaverry, Marita. La segunda
secretaria era distinta a la anterior en dos cosas: venía de una familia pobre y tenía un
carácter más bien introvertido, taciturno, como si una tristeza se le hubiera empozado en
los ojos. Montesinos se dio cuenta de ello y le buscó la conversación con un disimulo de
papá comprensivo y confesor. Ella le contó que uno de sus parientes había muerto en un
atentado terrorista. El le prometió que haría su mejor esfuerzo por ayudarla. Salieron.
Anduvieron juntos durante algunos años. Cuando Marita Salaverry renunció, había
dejado de vivir en un distrito de casas a medio construir para mudarse a un barrio de
clase media.

Así llegó la bomba sexy, Lorena Puyó, una chica de veintitrés años y casi un metro
setenta y cinco sin tacos, que desde el primer día en que apareció por la oficina alborotó
los pasadizos y las hormonas de los agentes de Inteligencia. ”Llegó carne fresca para el
buitre”, dicen que comentó en privado un coronel adicto al Doctor. Eran inicios de
1996. En menos de un año que estuvo por allí, la muchacha consiguió hacerse de una
casa cuya extensión y valor triplicaban los departamentos que Montesinos había
regalado antes a sus dos antiguas secretarias. En realidad, solo Lorena Puyó hizo que él
pudiera olvidar a Giovanna Castañeda.

Aparte de su estatura inusual para el promedio, la bomba sexy del SIN, a decir de uno
de los ex guardaespaldas de Montesinos, parecía salida de un cartel publicitario de
lencería. Debajo de sus vestidos ceñidos y casi siempre de un color rojo incendio, no
hacía falta tener ningún talento para adivinar esa trilogía que forma parte de toda
fantasía viril: un busto copioso pero erguido, un ombligo como único desnivel en una
llanura lisa y plana, y un trasero envanecido por la soberbia. Lorena Puyó tenía los
cabellos negros y lacios, pero un día llegó radiante como un sol de verano. Se había
disfrazado de rubia. En ese momento, a nadie le quedó la duda de que ya estaba saliendo
con Montesinos.
La cuarta en la lista fue Jacqueline Beltrán. Con una enorme diferencia frente a sus
antecesoras: ella trabajó de secretaria para él solo durante dos meses. Y parece que sí se
enamoró de su cazador.

Montesinos ya para entonces se había desbordado en sus voracidades de entrepierna.


Era una especie de vampiro que necesitaba dosis más frecuentes de sangre nueva y
caliente para reinventarse cada noche en esa especie de sarcófago que se había vuelto
para él el segundo piso del SIN. Quería más y más mujeres. ”Soy un hombre que trabaja
las veinticuatro horas del día”, se quejaría unos años después en una caricatura de
entrevista televisada. Era cierto: tenía a todos sus agentes entrenados para que si pasaba
algo importante, lo interrumpieran aun si fuese de madrugada y él estuviese dormido, de
viaje en el Caribe o haciendo el amor. Pero así como todo en él, aquello era al mismo
tiempo una calculada mentira.

Uno de los ministros del gobierno al que asesoraba recuerda que Montesinos
desaparecía de pronto para ir a cumplir con un privado ritual que algunos habían
bautizado con el adolescente nombre de quickly. Es decir, algo así como ”un rapidito”,
el más apurado y fugaz de los actos sexuales. Según ese ministro, en los consejos de
Estado que se hacían en el despacho de Montesinos, este a veces se levantaba de la
mesa y pedía un minuto para salir a orinar. Pero que en lugar de ir al baño, corría hacia
su habitación, ubicada a unos cincuenta metros del salón de directorio, ya que allí
siempre lo iba a estar esperando una mujer complaciente que él había presentado a todos
como su masajista, aunque en verdad era su tesorera: Matilde Pinchi Pinchi, alias
Rosita. Un secretario de Montesinos, alguien que trabajó a su lado durante cinco años,
lo explica de otra manera.

Montesinos tenía varios servicios de putas a su disposición, y uno en especial


minuciosamente elegido. Con chicas selectas. Distinguidas. ”A-1”, como le encantaba
decir. En sus tempranos años de asesor había hecho que las trajeran desde Buenos Aires.
El había vivido allí durante algún tiempo y hasta tenía un permiso de residente en
Argentina obtenido después de que lo expulsaran del Ejército, acusado de traidor a la
patria. Es posible que pensara primero en mujeres argentinas debido a esa imagen que
siempre han exportado las comedias con vedetes de ese país: altas, rubias, carnosas,
etcétera. O quizá también para no dejar pistas: no al menos en esa época en que todavía
le interesaba vivir como una obra maestra de la clandestinidad.

Su principal proveedora de mujeres había sido durante muchos años Matilde Pinchi
Pinchi. O la masajista Rosita, como la llamaba él para ocultarla de Jacqueline Beltrán y
de la curiosidad ajena. La Pinchi, como la conocen todos ahora, era una importadora de
bisutería que había sido cliente de Montesinos cuando él ejercía de abogado. Desde
entonces venía una rara amistad entre ambos, una de esas relaciones de lealtad a prueba
de intrigas que solo se dan entre parientes, y que seguramente se debía a que habían
compartido necesidades, ambiciones, complicidades, y también la cama. La Pinchi es
una mujer de baja estatura, piel morena y rasgos típicos de mestiza peruana, y aunque
por ello no parece encajar en el ideal físico que atraía a Montesinos, muchos admiten
que es una estupenda conversadora. Es decir: una eficaz compañera para sus ratos de
soledad y según el propio Doctor, muy ardiente. Ella era además la única persona que
tenía la paciencia de beata necesaria para peinar durante quince minutos los escasos
pelos que le quedaban a Montesinos en la calva.
Con el correr del tiempo, Matilde Pinchi Pinchi había ascendido en el escalafón de
servidores del asesor. Se había vuelto la guardiana y administradora de su dinero, y ya
no tenía que buscar chicas para él. Ahora las seleccionaba. En realidad, ya nadie tenía
que buscarlas: llegaban solas. Uno de los hombres de mayor confianza de Montesinos
recuerda que incluso había algunas vedetes, posiblemente advertidas de los ardores del
Doctor, que enviaban sin que nadie les pidiera unos sobres con fotografías de ellas
desnudas y en poses de película porno. Solían ser fotos de formato grande, tamaño A4 y
a colores. Se había corrido la voz de que Vladimiro Montesinos, ese poderoso fantasma
que según algunos gobernaba el Perú, pagaba mil dólares por sesión. Que cada sesión
duraba menos de dos horas. Que el Doctor exigía cuatro sesiones semanales. Y todo esto
era verdad.

Excepto por un detalle. A Montesinos no le interesaban las vedetes. No al menos las que
aparecen hasta ahora en la prensa amarilla peruana, usando tangas diminutas o haciendo
top-less en páginas que tienen títulos como ”Las Malcriadas”. Él las quería A-1. Y las
de esa categoría, entendida como chicas a las que uno podría encontrar vestidas con
ropas de marca en la mejor discoteca de moda o veraneando con sus novios guapísimos
en una playa exclusiva, solo podía enviárselas alguien que tuviera acceso a ese mundo.
Al parecer, Montesinos descubrió por pura casualidad a una señora dedicada a ese
negocio. Para poder hacerlo, ella lo blindaba con otro de gran demanda en estos
tiempos: era la dueña y la instructora de aeróbicos de un gimnasio. Uno muy caro, solo
para clientes selectos.

Varias personas que conformaron el ámbito más privado de Montesinos juran que esto
fue así. Secretarios, guardaespaldas, agentes de Inteligencia, choferes, especialistas en
sistemas informáticos y de seguridad. Dicen que hay cintas de video y de audio para
probarlo, aunque al parecer forman parte de esos cientos de grabaciones que alguna vez
se entregaron a las autoridades de la Iglesia bajo el rubro de ”vida personal”, para no
perturbar la buena reputación de algunas personas. Uno de esos agentes, alguien que
acompañaba a Montesinos en sus viajes, entre otras cosas porque nunca aprendió inglés,
dice que aquellas chicas A-1 eran las que iba a ver en esos quicklies de los que habla el
ministro. ”Aveces yo mismo daba la orden para que se les abriera la puerta”. Luego
cuenta que la hora favorita de Montesinos para esos encuentros era las seis de la tarde.

El oficial bebe un largo sorbo de su café. Se anima a pedir un postre. Dice que desde
que dejó de trabajar para el Doctor, ha engordado unos seis kilos. Eran otros tiempos.
Otras rutinas. Otras horas para dormir: a veces, ninguna. Cuando a Montesinos le dio
por salir a caminar cada mañana, él tenía que seguirlo en traje y corbata, cargando su
teléfono satelital, un celular encriptado, un receptor de radio y a veces hasta un fax y
una computadora portátil para poder enviar sus directivas de asesor sabelotodo. Después
el agente vuelve a hablar de las chicas. Recuerda que llegaban en unos autos de vidrios
oscuros enviados por Montesinos para recogerlas, ingresaban a través de una de las
cocheras que él reservaba para sus visitas, subían por unas escaleras rodeadas por
cristales también polarizados para que nadie supiera quién llegaba, y entraban
directamente al ambiente que venía a ser su casa. Allí lo esperaban, sentadas en una
salita con sillones de cuero y un equipo de música.

A veces Montesinos estaba en una reunión con ministros o gente del gobierno. En esos
casos, calculando el momento en que sus chicas ya debían estar allí, se escapaba para
mirarlas. Las saludaba, les ofrecía un trago, y a decir de él mismo, ”hacía una prueba de
calidad”. Es decir, un quickly. Alguna vez ocurrió que una muchacha no le gustó.
”Debía estar muy flaca”, cree el agente. Pero no era lo usual. Lo común era que
Montesinos estuviera con ellas y las fuera rotando según sus antojos, con un promedio
de cuatro visitas por semana. Por cada visita, o sesión, Montesinos hacía que
desembolsaran unos mil dólares de sus cajas con dinero del Estado. Según el oficial,
entre 1999 y el año 2000, Montesinos mantuvo muy en alto su promedio. De ser así, en
ese lapso debió haber gastado no menos de doscientos mil dólares. Solo en putas.

Pero nada de esto sabía Jacqueline Beltrán. No lo sabía entonces, mientras ocurría, y se
resistía a creerlo aquella mañana de sol en esa cárcel limeña donde ha tenido que pasar
más de tres años de su vida. Hasta es posible que tampoco lo admita ahora, cuando ha
vuelto a su casa de siempre, con su mamá y su hija, en un barrio clasemediero un tanto
alejado del mar. Los detalles de cómo empezó a salir con Montesinos no hacen diferente
su historia a la de las tres secretarias que la antecedieron. Ella llegó un día a la oficina
del SIN, hasta que el asesor que mandaba allí la descubrió, le dio un aparatoso
recibimiento y le preguntó algunos datos de su más elemental biografía. A ese
cuestionario básico él lo llamaba ”hacer trabajo de inteligencia personal”. Empezar a
indagar banalidades, hasta dar con una pista que le revelara alguna debilidad de una
persona. Jacqueline Beltrán se había casado con un hombre sencillo al que no amaba.
Tal vez eso haya sido lo primero que vio Montesinos en ella.

Solo durante dos meses trabajó de secretaria del Doctor. Después lo llamó Vladi, y
juntos comenzaron a construir su sueño: una casa de playa al sur de Lima, con piscina
techada, gimnasio, Jacuzzis, chimenea eléctrica, jardín interior, televisores en casi todos
los ambientes, aire acondicionado, espejos de pared a pared, baños enormes, y túneles y
pasadizos secretos sobre un terreno de casi dos mil quinientos metros cuadrados, donde
ella se aburría todos los días, desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, en
que Montesinos volvía del trabajo. A veces, cuando él llegaba, peleaban a gritos. Otras,
las menos, se agarraban a manazos.

Pero no siempre era así. ”Fui su esposa moral”, dijo Jacqui en una de las entrevistas más
extensas que le hicieron mientras estuvo en prisión, y es muy probable que no esté
mintiendo cuando dice que se enamoró como una quinceañera de Montesinos. Una
vecina del antiguo barrio de su familia, alguien que jura conocerla desde que era una
chiquilla, comenta que Jacqueline Beltrán siempre tuvo una especial inclinación por
vestirse bien, con ropas y joyas que remarcaran el atractivo de su cara y de su cuerpo, y
a juntarse con muchachos que, al menos en apariencia, significaran una promesa de
éxito y superación. ”Se daba su lugar”, dice la vecina a modo de resumen, y recuerda
haberla visto salir a fiestas con minifaldas muy cortas y blusas transparentes. Por
ejemplo, nunca iba a la playa sin maquillarse.

Esto coincide con la novela mínima que se conoce de ella: la historia de la hija bonita de
un vendedor de autos que gran parte de su vida había tenido que vivir sola con su mamá,
ya que sus padres se habían divorciado cuando era todavía una escolar. Debido a esa
ruptura, ella había tenido que cambiar de colegio, de uno privado a otro estatal, y al
acabar la secundaria se había matriculado en un instituto de turismo con la ilusión de ser
una aeromoza. Aquí habría de comenzar una breve etapa feliz en su vida. Un día la
eligieron Miss Aerolínea. Otra vez fue finalista en un concurso de belleza entre alumnas
de secretariado. Consiguió un trabajo de secretaria, y a los pocos meses la llamaron de
una cornpañía de aviación. Empezó a volar. Estuvo en Chile, aterrizó en Panamá. Luego
se reencontró con un amigo de infancia, quedó encinta y se casó con él. Entonces
conoció a Montesinos.

La irrupción de Montesinos debió significar el anuncio de un verdadero vuelo para ella.


Si parecía que su destino empezaba a tratarla mal, con un matrimonio equivocado, y
encima sin empleo, pues la aerolínea había quebrado, ingresar a trabajar en un lugar tan
importante como el Servicio de Inteligencia Nacional debió ser, como en las películas,
confirmar que siempre existe una segunda oportunidad. Allí estaba además el Doctor,
tan galante, tan generoso, tan ciudadano del mundo. Tan enigmático, pero a la vez tan
campechano. En el fondo, tan parecido a ella. A ambos les encantaba viajar. A ambos les
fascinaba el color negro. Ambos deliraban por la ropa costosa de marca y por los
perfumes sofisticados. Ella era Sagitario, el signo de la alegría, y él, Tauro, la esencia de
la fuerza espiritual. Estaban hechos el uno para el otro. Un día compraron dos perros. Al
macho lo llamaron Sylvester Stallone, para que representara el poder de Vladi. Y a la
hembra, Candy, para que fuese la encarnación de Jacqui.

Los rigores de la convivencia, sin embargo, no están hechos de símbolos. Los primeros
problemas se iniciaron por el infecto bicho de los celos. En especial por los de él.
Montesinos, según sus guardaespaldas, y sobre todo según los de ella, se enfurecía cada
vez que le contaban que la señora Jacqui había andado muy desprendida de ropas
mientras él no estaba. Un agente del comando que estaba obligado a seguirla las
veinticuatro horas del día recuerda que la señora pasaba casi todo el tiempo en mallas
para hacer ejercicios, shorts apretados, pantalones blancos transparentes, o en bikini, si
estaba en la piscina, y que en realidad era una tanga estilo hilo dental. Cada noche,
cuenta, el Doctor los interrogaba al respecto. Aunque a veces no hacía falta. Aveces era
ella quien lo llamaba a su teléfono encriptado para acusar a alguno de sus guardias de
seguridad de haberle estado mirando las nalgas. Eso, a Montesinos, lo sacaba de sus
casillas.

Las alegrías de la pareja, como suele ocurrir, estaban reservadas para los viajes y para
los instantes de intimidad. Aunque a decir verdad, estos momentos nunca fueron del
todo íntimos. Ni siquiera los viajes. Montesinos había desarrollado tal grado de paranoia
que jamás se permitía estar solo. No le bastaba haber mandado a construir su casa de
playa como si fuese un refugio antinuclear, sino que alguna vez había llegado a tener
hasta ochocientos efectivos encargados de su custodia. Más tarde, buscando la forma de
mejorar este sistema, los había reducido a trescientos cincuenta: todos, mujeres y
hombres, entrenados como comandos de élite en operaciones de espionaje y asalto. Una
mujer que integraba el comando Alfa, a quienes los hombres conocían como alfitas,
cuenta que una noche Jacqui convenció al Doctor para ir al cine. Para ello, Montesinos
envió a un grupo de avanzada de veinticinco personas para que compraran las entradas y
ocuparan cuatro filas de butacas. Allí, en el medio de todos, que se habían camuflado
como parejas comunes y corrientes, y habían comprado bolsas de pop corn para hacer
más realista el montaje, se sentó la pareja. Jacqui, recuerda ella, no se sacó las gafas
oscuras hasta que entró en la sala, poco antes de que empezara la película. Y
Montesinos tenía puestos unos bigotes y una peluca de utilería, como un cómico actor
de teatro. La alfita, al igual que los demás efectivos, tenía una pistola escondida entre
sus ropas.
Era evidente que Montesinos temía que lo mataran. O peor: que un día descubrieran
todo el aparato estatal que había armado para robar, corromper e incluso asesinar. Quizá
lo deseaba. Tal vez en el fondo soñaba con la hora en que todos supieran quién era él
verdaderamente. De hecho, su afición por grabarlo todo en cintas de video no solo
escondía un espíritu chantajista y voyeur, sino también era como el grito desesperado de
un exhibicionista por llamar la atención. Entre otras cosas, por ejemplo, no le importaba
que lo vieran teniendo sexo. Aveces a través de una pantalla de televisión, aunque por lo
general en vivo y en directo.

Todas las personas que trabajaron para él coinciden en dos cosas. Primero: Montesinos
y Jacqueline Beltrán nunca estaban solos cuando hacían el amor. Si el ambiente elegido
para hacerlo era la terraza junto a la piscina techada, él ordenaba que cuatro de sus
agentes se pusieran de espaldas en cada esquina del lugar. Se suponía que su misión era
solo protegerlo, y que no debían voltear, como los policías en los estadios de fútbol.
Pero al igual que en los estadios de fútbol, sus guardias reconocen que transcurrido el
primer año, una vez que se ganaron la confianza del Doctor, tuvieron también la
confianza para echarles una mirada de vez en cuando y hacerse señas entre ellos.
Aveces, cuenta uno, al voltear, veía que el Doctor también los estaba mirando. Pero que
no les decía nada. Segundo: Montesinos hacía grabar todos sus lances amorosos con
cuatro cámaras de video instaladas en puntos estratégicos, para tener después ángulos
distintos y editar así sus propias películas pornográficas. En esos casos, como él sabía
muy poco de artefactos tecnológicos, siempre pedía la ayuda de alguno de sus agentes.
Su oficial de mayor confianza estuvo con él en Virginia cuando Montesinos viajó a una
reunión con funcionarios de la CIA. Jacqueline Beltrán también había ido con ellos,
aunque durante la mañana que duró la cita permaneció en la suite presidencial que el
asesor había tomado para ambos, y que costaba unos diez mil dólares la noche. Después
de la reunión, decidieron quedarse unos días más en Estados Unidos para hacer compras
y, sobre todo, para poder hacer aquello que en Lima hubiese sido imposible: caminar
por las calles tomados de la mano, almorzar en un restaurante para ricos y salir por las
noches a bailar a alguna discoteca. Una de esas noches Montesinos mandó pedir un
servicio especial a su habitación. Se trataba de una pareja de actores porno que, por
unos cuantos miles de dólares, presentaban un espectáculo en vivo, al parecer de gran
demanda entre millonarios que se aburren y no saben qué más hacer con su dinero.
Según el oficial, la chica era una morena despampanante de pelo rojizo y ojos claros, y
él, un mulato inmenso en cuya envergadura sobresalían las dimensiones de su sexo.
Ambos, dice, hablaban como cubanos.

Montesinos debió quedar muy entusiasmado con los caribeños, pues desde esa noche
hizo que al menos el mulato viajase a Lima una media docena de veces para que
repitiera su show. El agente que cuenta esto interrumpe su relato para reírse. Parece
haber recordado algo. Cuenta que un día el Doctor lo llamó a la sala donde hacía editar
sus videos. Tenía cuatro cintas distintas, y las hizo poner todas al mismo tiempo.
”Vamos a ver la pose del esquiador”, recuerda que le dijo. Encendieron los equipos, y en
varias pantallas aparecieron los tres: Montesinos, su novia y el actor porno, desnudos,
en la casa de playa. Los dos hombres bailaban alrededor de ella. Más adelante, los tres
estaban sentados, uno al lado del otro. Ella seguía en medio. Entonces bajó sus brazos,
tomó sus penes, uno con cada mano, y empezó a hacer como si en efecto estuviese en
un paraje nevado, esquiando. Montesinos al principio se reía, satisfecho de sus
travesuras de cineasta casero. Pero luego le pidió al agente que congelara una de las
imágenes. Se levantó de su sitio. Bramó: ”Lo está mirando, ¿ves? Lo está mirando a él y
no a mí”. Esa tarde, el mismo agente habría de ser testigo de una pelea. Una más.
Aquella mañana en la cárcel, unas semanas antes de volver a su casa familiar,
Jacqueline Beltrán habló de sus planes para el futuro. Contó una historia que luego, al
salir de prisión, sería la delicia de los diarios: que la habían llamado de varios canales de
televisión ofreciéndole la conducción de un programa. Podía ser un realityshow, aunque
ella prefería un magacín hogareño de esos que suelen ir al mediodía. Repitió que ya no
quería hablar más de ese señor. Que se había enamorado de él como una chiquilla. Que
más que amarlo, lo había adorado: que nunca podría odiarlo. Había algo, sin embargo,
que no encajaba con esas palabras. Una mirada de fuego apenas escondida tras sus
anteojos oscuros. ”Actúa como un hombre”, le había gritado una vez que se volvieron a
ver en la audiencia de un juicio. Un escritor que de ambos sabe muchas cosas piensa
que ella ayudó como nadie a la derrota final de Montesinos. Jacqui lo exasperaba, dice.
Lo sacaba de quicio.
Se busca una mujer para el invierno

EL CONQUISTADOR FRANCISCO PIZARRO,

EN EL OTOÑO DE SU EDAD, SE CASÓ CON UNA PRINCESA INCA, HERMANA


DE ATAHUALPA, PERO MURIÓ SOLO

Pizarro llegó un día a los antiguos reinos del Perú, embaucó al inca fraticida Atahualpa
y lo mandó a encarcelar en su propia tierra. Después, para graduarse de conquistador
europeo, aceptó que el inca le regalara una habitación rebosante de oro y dos rellenas de
plata, y que le ofreciera además a su propia hermana, una princesa virgen de diecisiete
años. Ese fue el pago con el que Atahualpa trató de negociar su rescate, que más que su
libertad, era, sin eufemismos, su vida. Aun así, el conquistador lo mató. Mejor dicho,
presionado por algunos de sus lugartenientes que temían una insurrección de los indios
adictos al inca, permitió que sus soldados lo mataran. Fue el macabro preámbulo para
un final de telenovela: casi de inmediato, Pizarro desposó a la princesa Huailla
Yupanqui, hermana del vencido, y al hacerlo, la bautizó como Inés Huaylas, una ñusta
con nombre cristiano para que fuese la madre de sus hijos. Francisco Pizarro fue así
conquistador y fundador a la vez. Si con el asesinato de Atahualpa había inaugurado la
conquista del Perú, al casarse con la hermana de ese mismo inca, y luego tener hijos con
ella, estaba fecundando una nueva forma de ser peruano. Una forma mestiza de la que
Pizarro, le guste a quien le guste, fue el primer padre.

El país donde uno nace es un accidente de la casualidad, pero donde se elige morir tiene
el sello imborrable de la decisión voluntaria. El cholo César Vallejo, el más peruano de
los poetas universales, decidió hacerlo en Francia, y allí está enterrado hasta ahora.
Pizarro, en cambio, jamás quiso regresar a España, ni siquiera dentro de un ataúd. La
primera hija que tuvo con Inés Huaylas, Francisca Pizarro, es el símbolo máximo de esa
nueva época: esa niña fue mitad inca, mitad española. No es descabellado ni antipatriota
admitir entonces que aquel viejo capitán aventurero fue tal vez el primer peruano
moderno. Conquistó con sangre ajena una cultura, pero con la suya inauguró otra. A su
vez, Huailla Yupanqui, a quien algunos historiadores llaman Quispe Sisa, pasó de ser la
hermana de un antiguo soberano a la mujer de uno nuevo. Algo así como de princesa
inca a primera dama. Desde su boda con Pizarro se llamó para siempre Inés Huaylas.
Esa fue otra fundación, la más violenta de todas: el nombre quechua de los derrotados
que cambió al castellano de los vencedores.

Cuando desembarcó en el extremo norte del Perú, el conquistador ya tenía esa fatigada
delgadez, y ese rostro lánguido y añejo con que habrían de retratarlo los pintores de la
Colonia. Había pasado temporadas de auténtica hambruna en las islas de Centroamérica,
mientras sus lugartenientes intentaban convencer al rey de España de financiar sus
expediciones. Un cronista cuenta que una vez Pizarro y sus hombres tuvieron que
preparar comida con trozos de cuero seco, que en tiempos mejores habrían empleado
solo para fabricar correas y zapatos. También que desde esa época y hasta su muerte, al
conquistador le quedaría la gracia de poder dormir en cualquier sitio, aun a la
intemperie, con los aparejos de su caballo haciendo las veces de almohada. Pero parece
que Pizarro fue de verdad un asceta militante. Sus biógrafos dicen que la frugalidad en
él era más una vocación que un resignado acomodo a los rigores de la aventura. Tal vez
por eso los cuadros lo pintan con ese rictus de aburrida solemnidad. Fue como aquellos
viajeros paradójicos, que van acumulando conquistas en la vida sin detenerse a
disfrutarlas.

Es posible que esto haya tenido que ver con su historia de hijo ilegítimo a quien su
padre jamás firmó ni quiso ver. O con su infancia pobre de niño criador de puercos.
Incluso con sus ansias de vengar su destino, demostrándole a su familia paterna que él
también era digno de su nobleza. De ser así, esa venganza no le pudo resultar mejor:
negado por su padre, Francisco habría de ser el único de su clan que, pese a ser
analfabeto, alcanzaría la inmortalidad para su apellido. Más allá de esto, Porras
Barrenechea, su mejor biógrafo, insiste en su austeridad vocacional. Dice que desde
joven Pizarro era un hombre ”sobrio y abstinente, no solo en la ropa y en la mesa, sino
en los demás apetitos”. Por ejemplo, frente a Hernán Cortés, el conquistador de México,
Pizarro se mostró distinto. Cortés era famoso porque al entrar en cada pueblo hacía que
sus hombres reservaran, solo para él, las gallinas más gordas y la miel más sabrosa para
los tiempos de hambruna, y las mujeres más bonitas para cualquier momento. En
realidad, todos los conquistadores tenían la costumbre de ”ranchear” en los pueblos
invadidos -como ellos decían- ”siempre que arreciara cualquier tipo de hambre”. Era un
eufemismo salvaje para admitir que tenían libertad para robar comida y violar mujeres a
su antojo. Pizarro, en cambio, parece que no: dejaba hacer, pero no hacía.

Hasta que Atahualpa le entregó a su propia hermana como parte del rescate para salvar
su pellejo, no hay rastro de mujeres en la vida de Pizarro. Él andaba por los cincuenta y
pocos años cuando llegó al Perú, una edad en la que muchos de sus contemporáneos ya
tenían hasta nietos. Sin embargo, durante casi una década que vivió en Panamá, nadie le
conoció siquiera un romance furtivo ni una visitante fugaz que de vez en cuando fuese a
entibiar su cama de soltero impenitente. Tampoco aparecieron hijos secretos que
reclamaran su herencia después de su celebridad ni de su muerte. En suma, era como si
el conquistador jamás le hubiese prestado atención a las urgencias de la carne. Ninguno
de sus biógrafos ha explicado tampoco por qué Pizarro aceptó a Inés Huaylas como
compañera de sus últimos años. Quizá haya sido solo por eso: sabiéndose en camino a la
vejez, y según las convicciones de su época, tal vez un día se le ocurrió pensar que hasta
una vida consagrada a la aventura resultaba incompleta sin una mujer. Alguien que en el
otoño de su edad se sentara a acompañarlo en los reposos del invierno.

Pero la pregunta se podría escribir con otras palabras: ¿Por qué Pizarro admitió casarse
con una mujer que pertenecía a una cultura a la que él no dejó de temer ni siquiera en
sus horas más serenas? Pudo haberse casado con una española, alguien que compartiera
con él su forma de entender el mundo, su idioma y, por último, hasta su color de piel. Es
verdad que en los primeros años de la conquista casi no había mujeres españolas en
Lima. Pero él pudo encargar una. Aunque esto suene bárbaro, algunos inmigrantes lo
hacían, o iban y regresaban de Europa ya casados, pues su sola condición de dueños del
Nuevo Mundo los volvía atractivos ante muchachas ambiciosas que allá no habrían
pasado de ser esposas de un campesino. Por cierto, la belleza física tampoco explicaría
la elección de Pizarro por Inés Huaylas. Nadie ha descrito a la princesa inca como
especialmente bonita, como algunos cronistas sí retrataron a La Malinche, la amante
mexicana de Hernán Cortés. Sin embargo, a muchos españoles les gustaban las mujeres
americanas. Fascinados por el encanto de los contrastes, reconocían en ellas la
hermosura de sus caras redondas de pómulos entomatados, su piel oscura, sus caderas
amplias y, como dijo un amanuense particularmente lascivo, sus ojos achinados de
mirada ”zorruna” y unos pezones tan negros como ”pasas de uva tinta”. Aun así, esta
descripción, que podría ser la de Inés Huaylas, no existe referida a ella en ningún libro.

Debido a esta omisión, no hay cómo saber si Pizarro se quedó prendado de la pequeña
Huailla Yupanqui a primera vista. Pero es casi imposible que haya sido un flechazo
fulminante -al estilo melodramático que patentó, como género romántico mexicano,
Cortés con su Malinche- sino más bien un episodio frío y calculado. Pizarro se casó con
Inés Huaylas cuando había alcanzado esas dos condiciones que los hombres de todos los
tiempos se han impuesto siempre para ser felices: gloria y dinero. Se había quedado con
una parte de los tesoros casi pornográficos entregados por Atahualpa, y sus hazañas
legendarias de conquistador de las nuevas tierras ya se contaban de boca en boca hasta
en las calles de su pueblo natal de Trujillo, en Extremadura. Debió sacar cuentas de lo
que tenía y lo que le faltaba. Desde que había cumplido catorce años, había consagrado
su vida a la búsqueda de celebridad y riqueza. Había tenido que vivir como un
trotamundos, muy lejos del castillo paterno cuya entrada le estaba negada. Era evidente
que le hacía falta algo de sosiego y un cuerpo tibio para cornpartir sus noches de
próximo sexagenario. Así admitió que Inés Huaylas se colara en su biografía: como un
mero trámite. Como quien decide que ha llegado la hora de tener una casa propia y, si
tiene con qué, extrae el dinero de su billetera y la compra. Con la única diferencia de
que a Pizarro la mujer le tocó regalada.

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El conquistador del Perú no era tan alto, agraciado ni vanidoso como Hernán Cortés,
aunque tampoco era feo y revejido como su socio y luego traidor, el tuerto Diego de
Almagro. A partir de esa fisonomía tan poco peculiar, y por esa equivalencia
inconsciente entre lo que uno es y lo que persigue en el espejo del amor, Pizarro no
debió buscar en Inés Huaylas un rostro perfecto ni un cuerpo exuberante para
regocijarse en las humedades de la pasión. De hecho, nadie habla de pasión para
referirse a los años que pasaron juntos el conquistador y la hermana del último de los
incas. Él la llamaba Pispita, un apelativo que algunos han relacionado con un tipo de
avecilla de los recuerdos de su niñez en Extremadura. Pero en aquel tiempo, ”pispita”
era también un sobrenombre empleado para halagar a las adolescentes traviesas y
vivarachas. Uno podría pensar, así, que el conquistador veía a Inés Huaylas como una
frágil chiquilla que le inspiraba más gracia que deseo.

Es lo más seguro. Pedro Pizarro, uno de los cronistas españoles de la conquista, dice que
el fundador del Perú tenía en su alma esa áspera corteza de los hombres que han
almacenado una vida afectiva reprimida y trunca. Según él, no había ternura en
Francisco Pizarro, y si a veces dejaba escapar una que otra delicadeza con alguna mujer,
se cuidaba de hacerlo con recato y aun con vergüenza. Si alguien lo buscaba para
pedirle un favor, casi siempre respondía que no. No se esmeraba por caer simpático a la
gente. Tampoco le preocupaban las buenas maneras. No ponía reparos a que lo miraran
como a un guerrero hosco, tieso e inconmovible, y se mostraba tan ufano del título de
marqués que le otorgaron después de la conquista, como de su pasado de capitán de los
mares más tenebrosos. Sin embargo, Pispita, el apodo con que solía llamar a Inés
Huaylas, parece ir en sentido contrario: remite al cariño de un padre o un abuelo
enternecido. Un sobrenombre con el que uno llamaría a una niña curiosa y juguetona. O
mejor dicho: el apelativo perfecto para nombrar a una mujer cuarenta años menor que
él.
El mayor obstáculo que tenía un hombre español de ese entonces para casarse con una
nativa (jamás a la inversa) era su condición de ”profana”. Es decir, el hecho de que esta
no perteneciera a la religión católica. Luego, si dicha dificultad podía superarse con el
bautizo -que venía acompañado por un nombre castizo para que fuera de inmediato
conocimiento público- el siguiente impedimento era averiguar si la elegida había
formado parte de alguna de las familias nobles del viejo imperio inca. Esto, por cierto,
no tenía que ver con la codicia de los conquistadores. Ellos habían dejado en claro desde
un principio que el oro, las tierras, los animales y todo lo que tuviese valor de dinero en
el Nuevo Mundo les pertenecía, al igual que a sus monarcas y a sus sacerdotes. En
verdad, ningún español se casaba con una india para hacerse rico: si todavía no lo era,
podía llegar a serlo al margen de ella. El tema de la condición social era más bien una
cuestión de origen, y en el fondo provenía tanto de la rígida estratificación monárquica
como de la vertical sociedad de los incas. Como sucede hasta ahora, había matrimonios
basados en esta fórmula matemática: dime quiénes son tus padres y te diré si puedes
casarte conmigo.

Un hombre como Francisco Pizarro, que pese a la deshonra de ser un hijo negado y
analfabeto había alcanzado el título de marqués, no podía admitir en su casa a una mujer
sin abolengo. Ese debió ser otro motivo por el que accedió a casarse con Inés Huaylas.
A diferencia de él, la ñusta Huailla Yupanqui sí tenía un probado origen noble. Más
importante que ser la hermana de un inca derrotado, era nada menos que una de las hijas
de Huayna Cápac, cuya celebridad de máximo organizador del antiguo Imperio del
Tahuantinsuyo solo había sido ensombrecida por la guerra intestina entre sus hijos
Huáscar y Atahualpa. Esta historia la conocían todos los españoles llegados al Perú. De
modo que al pasar de llamarse Huailla Yupanqui a Inés Huaylas, la princesa se convirtió
para Pizarro en una especie de bisagra entre dos alcurnias: la de sus antepasados incas y
la de una naciente estirpe inaugurada por él. Ella significó un tránsito en la biografía del
conquistador, la puerta abierta a su nueva historia. De aventurero español de segunda
categoría al primer peruano fundador de una nación. Fue quizá por ello que Pizarro la
invitó a sentarse siempre en su mesa y se interesó por hacer de la Pispita una mujer
instruida y respetada. Ordenó a sus secretarios, por ejemplo, que le dieran clases de
castellano, mientras que él con las justas aprendió a firmar. Un cronista de esa época
recuerda que había hombres cercanos al conquistador que se burlaban de él porque ni
siquiera pudo leer el edicto real que lo consagró como marqués. A Inés Huaylas, en
cambio, la halagaban por la soltura con que estudiaba el idioma. Aun así, la mayoría de
historiadores se olvida de ella. Algunos solo la mencionan para decir que fue la primera
mujer de Pizarro y madre de Francisca, esa hija primogénita del matrimonio que
después habría de heredar la mayor fortuna de su padre, se casaría con su tío Hernando
Pizarro y, años más tarde, le dedicarían libros completos. Es verdad: los historiadores
apenas citan a Inés Huaylas como un personaje de reparto, o como si temieran que
pudiese hacerle sombra a esos dos protagonistas estelares que fueron su esposo, el
conquistador, y su hija, la primera mestiza. Sin embargo, habría que preguntar si Inés
Huaylas tuvo algo que ver en la forma cómo ocurrieron las cosas después. Si fue para
Pizarro una persona importante en su vida. Si él habría de recordarla la mañana de su
muerte.

Sus años de marido y mujer no transcurrieron para nada en tiempos de calma. Un día se
sublevó otro de los hijos de Huayna Cápac, por lo tanto hermano de Inés Huaylas, y casi
a la par se amotinaron Diego de Almagro y sus hombres, quienes ya pugnaban por
arrebatarle el Cusco a Francisco Pizarro. Hasta hubo un momento en que Almagro trató
de pactar con el indio rebelde una revuelta común para matar al conquistador. Es
imposible saber qué debe haber pasado entonces por la cabeza de la princesa: si dudó
entre apoyar a Pizarro o a su hermano. Si se preguntó quiénes eran a esas alturas ”los
suyos”: los indios de su pasado, o su esposo y su hija Francisca, la Pequeña familia que
para esa época era la única que vivía bajo su mismo techo. No es fácil responder esto,
aunque hubo un episodio que sugiere que Inés Huaylas ya era para aquel tiempo una
mujer absolutamente leal al bando de su marido. Es una leyenda que, de ser verdad,
podría leerse como una traición a su propia sangre.

Dicen que al palacio limeño del matrimonio se había mudado a vivir una media
hermana de Inés Huaylas de nombre Azarpay. Esta era al parecer también hija de
Huayna Cápac, pero con más derechos para ser considerada como la principal heredera
del exitoso Inca. Según cuentan, Inés, celosa ante las ínfulas de Azarpay, la acusó ante
Pizarro de ser la informante de ese indio hermano de ambas que se había sublevado en
el Cusco. Quienes relatan esta historia no saben si Azarpay cumplía de verdad ese papel
de espía o fue un invento de su hermana motivado por sus celos infraternos. Al final,
Pizarro habría mandado azotar a su cuñada y acabaría por expulsarla de su casa.
Excepto por este capítulo, que parece sacado de un melodrama con pretensiones de
policial, no hay cómo imaginar la vida cotidiana dentro de esa mansión que era a la vez
hogar y palacio de gobierno. Pizarro debía dedicar más tiempo a enterarse de lo que
ocurría en España, en Lima y en el Cusco, que a atender los asuntos de su familia. Con
un escenario así, es entendible que Inés Huaylas jamás se enamorara. No de Pizarro, por
lo menos.

Hay un dato rotundo como una bofetada de amante: ella le puso los cuernos con uno de
sus secretarios, otro conquistador español. Porras Barrenechea dice que el destino de las
nativas casadas con los primeros inmigrantes era el de ser mujeres sumisas y, a lo
mucho, simples compañeras que de vez en cuando recibían el consuelo de unos cariños
fugaces. ”Siervas para la caricia y para el placer momentáneo”, escribe. Pero es evidente
que Pizarro no fue un amante apasionado. Ni siquiera uno ocasional. La suya era la
historieta de un matrimonio, no la historia de un amor. Las crónicas de aquella época
tampoco hablan de la Pispita como un refugio de gozo para sus horas de descanso, como
sí era el caso, por ejemplo, de La Malinche para su colega Cortés. Debido a este
descuido de sus rigores de hombre en la casa, es posible entonces que Inés Huaylas haya
perdido interés en él, y haya buscado en un escribano como Francisco de Ampuero la
llave para darle una vuelta final a su destino. Es más, Pizarro ni se inmutó al saberse
cornudo.

Blas de Atienza, uno de los compañeros más fieles del conquistador, habría de jurar ante
un tribunal en 1552 que el propio Pizarro obligó a Francisco de Ampuero a casarse por
iglesia con Inés Huaylas. Tal vez lo hizo como un acto de venganza contra su ex
secretario, imaginando que con ello le arruinaba la vida o lo condenaba al escarnio
público. A su antigua Pispita, en cambio, habría de reservarle un desquite mayor. Inés
Huaylas llegaría a tener con Ampuero otros tres hijos, pero le negaron la crianza de
Francisca, que era lo único que le quedaba de su relación con Pizarro, pues aunque
habían tenido un segundo hijo, este había muerto antes de cumplir los ocho años. La
revancha del conquistador resumió en buena cuenta su estilo. Fue fría, matemática y
bastante simbólica de lo que para él tenía auténtico valor en la vida: el dinero y el
reconocimiento. Sucedió cuando firmó su testamento, que por esa época era una suerte
de apretada autobiografía. Pizarro le dejó casi toda su fortuna a su hija Francisca, pero a
Inés Huaylas no le dedicó siquiera una mención a pie de página. Fue el final de un
matrimonio que comenzó como un negocio.

ALBERTO FUJIMORI, UN HOMBRE QUE TARDÓ MÁS DE TREINTA AÑOS EN


TENER UNA NOVIA, NO PARECE HABER AMADO JAMÁS A NADIE, EXCEPTO
A SUS HIJOS

El cocinero no recuerda para cuántas personas preparó el banquete de la boda, pero sí


que Susana Higuchi, la novia, lo había buscado algunos meses antes para darle la fecha
y pedirle dos deseos. Su primer deseo era que en la celebración de su matrimonio se
sirviese una gran variedad de bocaditos japoneses. El segundo, que hubiera abundancia,
símbolo de una futura vida en pareja próspera, venturosa y, en lo posible, feliz.
La noche de aquella celebración, en el salón de recepciones del Centro Cultural Peruano
Japonés, el cocinero dirigió personalmente la presentación de bandejas con sashimi y
albóndigas de camarones, tempura de langostinos y de berenjenas, trozos de lenguado
con vino dulce de arroz llamado mirim, espárragos verdes fritos al kion, y también
rodajas de kurumiague, que significa ”nuez frita”, entre una treintena de platos servidos
con el adorno y la minuciosidad de la cocina japonesa. La fecha fue el 25 de julio de
1974. Cayó jueves. Tres días después, a la una de la madrugada, Alberto Kenya
Fujimori Fujimori, el novio, habría de cumplir treinta y ocho años.

Una persona que asistió a la ceremonia religiosa, en la capilla de la Virgen de la O en el


centro viejo de Lima, guarda la imagen de una Susana rebosante, y de un Fujimori
robotizado y nervioso. Dice que mientras el sacerdote español que los casó pronunciaba
las palabras usuales de la misa, Susana giraba a mirarlo con una ternura que no era de
esposa, sino de una madre a la que acaban de llevarle a dar de lactar por primera vez a
su bebé. Susana Higuchi Miyagawa lo recuerda así:

-Yo veía con sus ojos. Lo admiraba como jamás he admirado a nadie.

Susana tenía en esa época veinticuatro años. Cuando Fujimori fue elegido presidente, en
junio de
1990, algunos diarios intentaron descubrir en su noviazgo aquello de historieta rosa que
suele haber en todo cuento de amor. No hallaron mucho. Conjeturaron entonces que se
habían conocido por casualidad, que Susana había tomado la iniciativa ante la timidez
de su pretendiente, que sus galanteos de enamorados no habían durado ni medio año, y
que la boda había sido en realidad una huida debido a la oposición de los padres de ella.
Fujimori, un hombre seco y desangelado, desbarató una parte de esta fábula. Lo hizo
con su habitual apatía: dijo que él y Susana habían sido casi vecinos.

Los padres de Fujimori vivían en el interior de una quinta en la cuadra cinco de la


avenida Grau, que por ese tiempo, inicios de la década del cuarenta, era un barrio lleno
de carpinterías, cafetines, vulcanizadoras, peluquerías y burdeles. El escritor Luis
Jochamowitz, autor de la mejor biografía de Fujimori, describe aquella casa como un
espacio minúsculo para las siete personas que llegaron a vivir allí. Dice que solo había
dos habitaciones, además de un baño y la cocina. La primera tenía dieciséis metros
cuadrados, un altillo, y hacía las veces de sala, comedor y taller de trabajo. La segunda
tenía la misma dimensión, le habían hecho también un ático para aprovechar su elevado
techo y servía de dormitorio para todos. ”Solo había una ventana ubicada tan alto que
nadie podía ver por ella”, escribe. En ese barrio de la avenida Grau, los padres de
Fujimori montaron una reencauchadora de llantas. Es decir, el mismo tipo de negocio
que abriría más tarde un vecino que habría de ser su consuegro: el padre de Susana
Higuchi.

Pero la vaga versión que da Fujimori sobre su noviazgo es incompleta. Él era ya un


profesor universitario cuando empezó a enamorar a Susana, y a pesar de que eran
vecinos desde hacía varios años, podría decirse que recién entonces la conoció. Ella da
más detalles para imaginar su primer encuentro: ”Yo era bastante buena en matemáticas,
aunque no sabía que él era superior, y empezó por ahí”. Fujimori fue su maestro
particular. ¿Cómo es un amor que comienza a partir de la solución de unas fórmulas
matemáticas? El cálculo frío y la racionalidad que contienen los números pueden dejar
una rendija abierta para el ingenio y aun para cierta cuota de sorpresa, pero difícilmente
para la pasión. Y es posible que Fujimori lo supiera.

Desde sus años de escolar, y después como ingeniero agrónomo y profesor


universitario, su impulso vital más notorio siempre había sido una determinación de
kamikaze para sumergirse en los estudios y no dejar espacio para las relaciones sociales.
Uno de sus compañeros de primaria, también descendiente de japoneses, recuerda que el
niño Fujimori no se juntaba con nadie y que casi nunca salía al recreo. Prefería quedarse
en el salón adelantando las tareas que todos los demás alumnos resolverían en casa.

Cuando conoció a Susana ya tenía treinta y cuatro, y solo había tenido una enamorada:
una muchacha de origen alemán que al parecer lo había dejado por su carácter aburrido.
De modo que con Susana el destino le ofrecía al fin a una chica como él. Estudiante de
ingeniería, nisei, introvertida y amante de los números. Susana era matemáticamente
perfecta: él no podía volver a fallar en sus cálculos.

Y no falló. Durante los dos años que frecuentó la casa de los Higuchi antes de casarse,
Fujimori llevó siempre un problema de matemáticas. La estrategia que empleó para
cortejar a Susana fue muy parecida a la que usaría años más tarde para educar a sus
cuatro hijos. Primero buscaba una ecuación sencilla, una que no demandara demasiado
tiempo para descifrarse, aunque no carente de cierta inventiva que le diera una chispa de
suspenso a la solución. Así, cada vez que Susana resolvía uno de sus problemas, él
guardaba su lapicero Parker en el bolsillo de su camisa y su rostro dibujaba una sonrisa
ladeada de satisfacción. Luego le prometía volver con una ecuación más difícil en su
siguiente cita.

Muchos años después, Fujimori habría de reprender a su consentido Kenyi con estas
palabras: ”Si no puedes con este problema tan fácil, ¿cómo te voy a dar uno más
complicado?”. Esta forma de seducir a su mujer con el mismo método que emplearía
para instruir a sus hijos dice algo del estilo de amar de Fujimori. Un romance asentado
en los números solo puede conducir a una relación pragmática, con un sentido claro de
sus ventajas e inconvenientes, y con un calculado pronóstico del futuro. El siempre
asumía además el papel de maestro: el que sabe, enseña y exige aceptar nuevos retos.
Una vocación magisterial que en cualquier vínculo afectivo lo colocaba siempre en una
posición de aparente superioridad.

El cocinero del banquete de la boda se llama Humberto Sato. Es dueño del Costanera
700, un restaurante de cocina nikkei adonde llegan a comer presidentes de toda América
Latina. Cuando Susana Higuchi lo buscó para que preparara la cena de celebración de
su matrimonio, él aún no tenía su restaurante, pero su fama de gourmet estaba
ampliamente difundida entre las familias de su colonia. Cuenta que Susana llegó sola, le
explicó lo que quería con una resolución que pocas veces ha vuelto a ver en una chica
de veinticuatro años, y que al novio recién habría de conocerlo en la fiesta. En realidad,
lo reconoció.

Fujimori había estudiado en su colegio, pero no en su aula. Humberto Sato es dos años
menor, aunque en una escuela pública en un barrio de palomillas, como era La Rectora
donde Fujimori acabó la primaria, era común que los hijos de japoneses se buscaran
unos a otros como una forma intuitiva de protegerse. Eran los tiempos de la posguerra,
cuando el Japón y todo aquello relacionado con ese país simbolizaban aún ”el
enemigo”. Humberto Sato recuerda también a un niño Fujimori huraño, retraído,
absorto en sus tareas y ajeno a los juegos del recreo. En suma, el mismo carácter
antisocial con el que habría de reconocerlo aquella noche de la boda.

-No bebía ni se comportaba como el clásico novio, saludando de aquí para allá. Si bailó,
debió ser solo El Danubio Azul -recuerda.

¿Era solo timidez? Unas nueve personas que han conocido a Fujimori en distintas
épocas de su vida se refieren a un rasgo de su personalidad demasiado acentuado como
para pasarlo por alto. Dicen que es un hombre lleno de complejos e incluso lo resumen
con esa palabra despectiva con que se suele descalificar a un rival: ”Es un
acomplejado”. Y no es gente que lo desprecia. Al contrario: le tienen simpatía, lo
admiran, siguen creyendo que es uno de los mejores gobernantes que ha tenido el Perú.
Una de esas personas, que pasó días enteros a su lado durante varios años, que viajó con
él, compartió su hotel y hasta los mismos campamentos al aire libre, dice que si
Fujimori era de por sí tosco en su trato, esa brusquedad se pronunciaba al extremo
cuando hablaba con personas que tenían reconocimiento público o algún otro tipo de
poder social heredado. El éxito ajeno, si no provenía de un mérito visible, no solo le
incomodaba: lo ponía de mal humor, cargaba sus palabras de rabia. Uno de sus ex
ministros lo explica así: ”Fujimori sentía envidia de la supuesta felicidad de los ricos y
famosos”. Cuando se casó con Susana, la familia de ella tenía mucho dinero y prestigio
en la colonia nikkei. La suya, no. La tarde en que lo eligieron presidente por primera
vez, yo estaba en el hotel donde él y su familia recibieron la noticia. En ese tiempo
trabajaba para una revista que ahora no existe, y recuerdo que junto con mi libreta de
notas llevé una cámara fotográfica. Las fotos han desaparecido, pero aún conservo una
escena: Fujimori y la nueva primera dama entraron en una sala del Hotel Crillón
tomados de la mano. Parecían una pareja feliz viviendo un instante de gracia, y tenían
las mismas caras de bienaventuranza con que empezarían a salir los días siguientes en
las portadas de los diarios y en programas femeninos del mediodía. En una de esas
entrevistas, Susana se animó a confesar una de sus intimidades: ”Alberto es muy fogoso
en la cama”.

Unos meses después, alguien soltó desde Palacio de Gobierno un rumor que más tarde
habría de probarse. Dijeron que no dormían juntos hacía varios años, pero que
mantenían una arreglada convivencia para no provocar escándalos ni perturbar a sus
hijos. El problema estaba relacionado al parecer con el dinero y la clase social de
Susana Higuchi.

Susana siempre ha sido lo que sus padres querían de ella. Una empresaria ambiciosa,
con gran conciencia del dinero y del esfuerzo que cuesta conseguirlo y multiplicarlo.
”Trabajé desde niña en la empresa de mis padres”, cuenta, y es cierto que cuando
Fujimori la conoció, ella se sentaba en la vulcanizadora de los Higuchi a cuadrar las
cuentas de cada día. Fujimori también había trabajado desde niño. Hasta parece que
hacía sus tareas del colegio en el aula porque debía levantarse de madrugada para
ayudar en los distintos negocios que iban montando sus padres. Pero con una diferencia:
su familia jamás consiguió tener el éxito que esperaban.

En cierta forma, convertirse en un académico, haber estudiado Agronomía pero


dedicarse a enseñar Matemáticas en una universidad pública, debió significar para él
una renuncia a ese mundo de los negocios. La mayoría de descendientes de japoneses en
el Perú son empresarios o comerciantes acostumbrados a generar su propio empleo y
manejar sus ingresos. Hay excepciones, claro, pero son las que confirman la regla. ¿Por
qué Fujimori no siguió ese camino, que por lo demás ya había sido trazado por sus
padres? La respuesta simple es porque no se sentía a gusto o no tenía vocación para ello.
Pero podría haber otras más interesantes.

Cuando la familia de Susana supo que ella quería casarse con ese profesor que la
visitaba con ecuaciones numéricas, hizo lo posible por impedirlo. El padre expuso el
argumento cumbre de la oposición familiar: Fujimori ganaba al mes dictando clases lo
mismo que un negocio podía producir en una semana y aun en un solo día. Un segundo
argumento fue una mezcla de vaticinio y amenaza. Una vez Fujimori contó a un
periodista chileno: ”En algún momento los familiares de mi esposa, no necesariamente
mis suegros, pronosticaron que nuestro matrimonio no iba a durar más de cinco años”.
En realidad ocurrió que sus suegros castigaron la decisión de Susana con la peor sanción
para ese tipo de desobediencia. La desheredaron. Mejor dicho: no le regalaron dinero,
que al parecer debía ser una cantidad suficiente para abrir una primera empresa.
Fujimori no olvida jamás, y nada hace pensar que en este caso haya sido diferente. Él no
solo se apartaría de su familia política. Lo haría también del resto de la colonia nikkei.
Nunca asistió a sus celebraciones. No se hizo socio de alguno de sus clubes. En el
fondo, jamás tuvo amigos.

-Tenía fobia social -jura uno de sus asesores-. Podía pararse frente a una multitud de
diez mil personas y hablar como si nada, pero en una reunión pequeña se escondía, se
aislaba, y después se iba sin despedirse.

Un antropólogo de origen japonés, dedicado a investigar las costumbres de sus abuelos,


admite que es cierta esta separación social entre comerciantes ricos y quienes no lo son,
sobre todo entre los más viejos. Es posible, dice, que Fujimori haya sido discriminado
por los Higuchi, y que Susana no pudiese hacer nada por evitarlo. O quizá no le
interesaba hacerlo.

Un compañero de sus años de universitaria recuerda a Susana como uno de los pocos
estudiantes que llegaban a clase conduciendo un auto. La Universidad Nacional de
Ingeniería está ubicada en un barrio alejado del centro de la ciudad, y en esa época
inspiraba temor. Pese a esto, dice, Susana no se ofrecía a llevar a nadie. ”Salía corriendo
del salón, cogía su carro y arrancaba sin ver quién pasaba por su lado”. De ser así, estas
muestras de arrogancia podrían haber remarcado en Fujimori su carácter antisocial. Tal
vez hayan contribuido a volverlo eso que algunos llaman acomplejado: un hombre con
un profundo complejo de inferioridad.

Pero sus primeros años de matrimonio no fueron ese cataclismo que los padres de ella
habían pronosticado. Unos meses después de la boda, un terremoto sacudió Lima
durante más de dos minutos. Hubo muertos. Los diarios dijeron que los daños habían
sido peores en el distrito de La Molina, allí donde quedaba la Universidad Agraria en la
que Fujimori daba clases.

A pesar de que los Higuchi no les habían regalado dinero, la pareja consiguió hacer
finalmente que su boda no solo fuese un juramento de amor, sino también la fundación
de una empresa: Construcciones Fuji, el apellido del marido, pero la profesión y el
espíritu emprendedor de Susana. Ella lo cuenta mejor y, de paso, se atribuye los méritos
de ese primer negocio conyugal: ”Comencé de cero, empeñando mis cosas, y pude
cornprar la cuota inicial de un terrenito. Construí un poco, lo vendí por adelantado, y así
me fui metiendo”. Cuando hubo el terremoto, Susana convenció a Fujimori de presentar
un plan a la Universidad Agraria para reconstruir algunas de sus aulas. En cierta forma
fue como decirle que un negocio, hasta uno surgido de la desgracia, era más rentable
que dictar clases.

La idea de Susana era una jugada maestra de ajedrez, el único deporte que les interesaba
a ambos. El plan que tenía para ofrecer a la universidad era a la vez su proyecto de tesis.
Es decir, cuatro golpes en uno: ganaría mucho dinero, obtendría su título profesional,
educaría a Fujimori en las mañas de manejar una empresa y le regalaría además un
prestigio que él difícilmente iba a conseguir como docente de matemáticas. La jugada le
resultó perfecta.

Fujimori llevó al rector los planos de Susana, y Construcciones Fuji ganó la aprobación
de un proyecto que le serviría después para hacerse de un nombre en el mercado
inmobiliario limeño. Él pareció convencerse durante un tiempo de que podía convertirse
en un empresario: uno tan ambicioso como su mujer, y en el futuro, uno quizá tan
afortunado como sus suegros. En lugar de sus camisas de colores claros, sus pantalones
de lanilla y sus zapatos en punta con pasadores, empezó a vestirse con jeans, botas y
gorras de beisbolista. De ser un profesor retraído y taciturno, se volvió un ingeniero
mandón con los obreros. Era otro. Por primera vez tenía un poder.

Fujimori ha admitido en público que Luis Jochamowitz es la persona que mejor conoce
su pasado. A pesar de que este jamás lo entrevistó (y no quisiera cruzarse en su camino),
ha dicho que su biografía no autorizada es la guía más confiable para tener una idea de
su infancia y su juventud. Esto lo cuenta Carlos Raffo, un publicista que entró a trabajar
para la tercera elección de Fujimori, que lo ha visitado en su exilio de prófugo en Japón,
y que ahora es su relacionista de prensa en el Perú y se comunica con él cada noche.
Según Raffo, él estaba haciendo un documental sobre el presidente cuando estalló el
escándalo que acabó con su gobierno. Justo por esos días le había pedido su álbum de
fotos para iniciar el rodaje de un capítulo dedicado a su niñez. ”¿Ya leyó Ciudadano
Fujimori’?”, recuerda que le preguntó el presidente. ”Pues empiece por ahí”.

Jochamowitz ha revisado los archivos de la Universidad Agraria de cuando Fujimori era


profesor allí. Dice que hay una página completa de su hoja de servicios referida a sus
licencias sin goce de haber: ”Su familia y su empresa habían pasado a ser el nuevo
centro de su vida”. Para entonces ya habían nacido sus dos hijos mayores: Keiko Sofía,
quien llegaría a ser primera dama a los veintidós años, y Hiro Alberto. El biógrafo cree
que Construcciones Fuji, que también tenía un nombre castellano y otro japonés, era en
realidad el verdadero primogénito de la familia.

Hasta antes del terremoto, Fujimori había sido un profesor obsesivo con la preparación
de sus clases y entregado a sus propios estudios de especialización. Salía de casa
temprano y regresaba muy tarde por la noche, muchas veces a corregir exámenes. Sus
únicas distracciones eran jugar ajedrez, ir de pesca y cocinar. Humberto Sato recuerda
que de niño tenía un pasatiempo compartido con otros hijos de inmigrantes japoneses,
chinos, judíos y árabes que vivían en el mismo barrio. Cuenta que al salir del colegio se
colaban en la tienda o en el bazar de cualquiera de ellos. Era pura curiosidad infantil:
escudriñar en los almacenes, fisgonear en las cocinas de los restaurantes, descubrir un
mundo que luego habrían de heredar. Al único que jamás vio en esos juegos de
detectives fue al niño Fujimori.

Un compañero universitario tiene un recuerdo similar, pero con episodios ocurridos dos
décadas más tarde. Cuando había una fiesta de cumpleaños, Fujimori no iba. Si salían a
beber unas cervezas, mejor ni le pasaban la voz. Si le insistían, siempre tenía una
disculpa. De modo que algo parecía haber cambiado en Fujimori, antes tan coherente en
su ostracismo: algo que coincidía con el crecimiento de Construcciones Fuji.

A Susana le molestaba lo que ella llamaba la terquedad de su marido de continuar


enseñando en la universidad. Le parecía un desperdicio de dinero, y con frecuencia
aprovechaba cualquier tema que viniese a cuento para recordárselo. Su argumento
pronto adquirió contundencia: las cuentas de ahorros de la familia habían aumentado
notoriamente desde que se casaron, pero eso no tenía nada que ver con el sueldo de
Fujimori. Al contrario. El cheque que recibía cada mes se había reducido casi a la mitad
en cuestión de tres años. Según la lógica de Susana, era una pérdida de dinero dedicar
tanto tiempo a una labor tan poco lucrativa como la docencia.

-¿Qué esperas para renunciar? -recuerda que lo increpaba.

Visto así, uno podría suponer que Fujimori había empezado a pedir licencias
convencido de que su mujer tenía razón. Sin embargo, hay un motivo adicional: fue uno
de esos episodios bochornosos en la biografía de alguien como Fujimori, y que debe
haberle costado años aceptar. Había postulado al cargo de vicerrector, y había perdido.
Mejor dicho: lo habían engañado y traicionado. Lo habían usado de tonto útil.

Después de los trabajos de reconstrucción por el terremoto, Fujimori había sido durante
algún tiempo un profesor, más que popular, prestigioso. Sus colegas no tenían por qué
saber que ese trabajo tan bien logrado era la tesis de su esposa: era él quien había dado
la cara. Convencido de que ese prestigio le bastaría para tentar un cargo en la
administración universitaria, había persuadido a un grupo de docentes para lanzarlo
como candidato. Si mandonear a los obreros le había revelado el secreto gozo que da un
poder, ahora quería descubrir la política, su envoltura máxima.

Como siempre, lo primero que hizo fue diseñar una estrategia matemática. Al postulante
con mayores posibilidades de ganar, el rectorado, le ofreció el apoyo de sus
simpatizantes, a cambio de que este lo ayudara a obtener el vicerrectorado. El día de las
elecciones, Fujimori cumplió su palabra. Luego el comité electoral entró en receso.
Negociaron a sus espaldas. Lo estafaron.

En su primera incursión en la política había fracasado. Si es verdad que Fujimori es un


hombre lleno de complejos, imaginen el impacto de esa frustración. Pidió una licencia
de dos meses, la primera de muchas. Hasta que siete años después finalmente habría de
cobrarse la revancha. Ganó el cargo de rector. Se volvió un político. Conoció el
verdadero poder.

»»»

Hasta que Fujimori fue elegido presidente, a Palacio de Gobierno habían llegado
blancos, blanquinosos y mestizos, aunque estos últimos lo habían hecho casi siempre
como dictadores. Los negros entraban, pero solo en condición de choferes o
guardaespaldas. Si la política es un síntoma de algo, hasta 1990 nadie podía imaginar
que un compatriota de origen asiático pudiera convertirse en presidente del Perú.

El ingreso de Fujimori y Susana Higuchi por esa puerta inmensa fue entonces un
espectáculo seguido con una atención reservada para las celebridades de Hollywood.
Todos querían saber quién era ese chinito que no dejaba de sonreír al lado de su familia
feliz, qué había hecho antes, qué haría a partir de ese instante. Hasta se preguntaban si
de verdad era peruano.

De modo que cuando poco después Susana acusó a su cuñada y a otras mujeres de la
familia de su marido de vender las mejores ropas donadas por ciudadanos japoneses, la
curiosidad pública seguía apuntando con fuerza a la pareja presidencial. Era todavía el
primer año de gobierno, y más que un escándalo, fue la alerta de que el nuevo
presidente no era precisamente alguien honesto. Fue también el primer indicio de que
algo andaba mal en la intimidad de los esposos. Unos meses más tarde, Fujimori habría
de dar su famoso autogolpe de Estado. Al mismo tiempo, Susana desapareció de las
fotos oficiales.

-Dos veces me secuestró -recuerda ella-. La primera fue en el Pentagonito durante


cuatro meses, a partir del 1 de abril de 1992.

Susana Higuchi es una mujer a la que cuesta creer. Tiene los ojos demasiado abiertos e
inmóviles, como si siempre estuviera asustada, y pronuncia sus palabras como una
persona que ha tenido que vivir mucho tiempo bajo el efecto de tranquilizantes. Son las
huellas visibles de un mal amor. Pero ella no es la única que ha contado este relato del
secuestro.

Un general apellidado Ríos Rueda, que trabajó con Fujimori en sus primeros años de
gobierno, ha admitido que él fue uno de los captores de Susana Higuchi en esa época.
Lo dijo durante las investigaciones que se iniciaron después de la huida de Fujimori a
Japón. Según el militar, un día el presidente dio la orden de que prohibieran a su mujer
abandonar, primero Palacio, y luego la Comandancia General del Ejército, conocida
como el Pentagonito. Dijo que él y otros oficiales no tuvieron más remedio que
obedecer, pues eran los tiempos en que un grupo de generales rebeldes había tratado de
derrocar a Fujimori, y hasta se corría el rumor de que intentarían matarlo. Susana, para
él, debía significar otra amenaza: un enemigo chucaro y lengualarga durmiendo en su
propia cama. Alguien que no tenía reparos para exponer en público sus secretos. Es
decir, el tipo de gobierno que estaba por iniciar.

Pero Susana dice más. Que en realidad fue a ella a quien trataron de asesinar. Varios
años después se sabría que por esos mismos años fueron torturadas dos agentes de los
servicios de Inteligencia del Ejército. Auna llegaron a matarla. La otra quedaría inválida
para siempre, impedida incluso de poder mover los nervios del cuello y de la columna.
Esta segunda agente ha relatado también que cuando la llevaban a unos calabozos para
golpearla, vio a Susana Higuchi sujetada de los brazos por unos oficiales. Y cree que
estaban por hacer con la primera dama lo mismo que hicieron con ella.

Susana dice que le pusieron veneno en las comidas, que la encapucharon, que le
provocaron heridas debajo de la nuca, que hasta el propio Fujimori la amenazó alguna
vez, medio en broma, medio en serio, levantando con furia un cuchillo de cocina. En
1994 calificó a su esposo de tirano y dijo que su gobierno era corrupto. Eso motivó al
parecer su segundo encierro. Hay una grabación de audio en la que ella llama desde un
teléfono celular a una estación de radio para pedir ayuda. Decía que estaba en los
sótanos de Palacio. El 23 de agosto de ese mismo año, Fujimori dio un mensaje para
anunciar que su mujer no sería más la primera dama porque era ”emocionalmente
inestable”. De inmediato inició el divorcio.

Hasta ese momento, casi no se mencionaba el nombre de alguien esencial para


comprender esta parte de la historia: Vladimiro Montesinos, un abogado y ex capitán
del Ejército expulsado por traición a la patria, que como asesor del presidente habría de
ser el hombre más poderoso del país durante una década. El cuento más difundido sobre
cómo se conocieron dice que cuando Fujimori era candidato buscó la ayuda de alguien
que pudiera solucionarle unos líos judiciales. Susana lo recuerda así: ”Nosotros éramos
vecinos de mi cuñada, Rosa Fujimori. Una noche estábamos en su casa armando el plan
de campaña de la segunda vuelta. Yo estaba contestando llamadas que entraban de todo
el país, cuando entró Montesinos. Entonces conversaron, en la sala, pero no sé de qué
hablaron”. Montesinos entró en la vida de Fujimori para no salir más de ella. Para sus
hijos, era el tío Vladi.

El lazo entre ambos sigue siendo hasta ahora muy extraño. Ninguno habla del otro. No
dicen en qué se basó esa mezcla de parentesco y complicidad que hasta podría leerse
como una relación de pareja, de marido y mujer. Los dos hacían de confidentes,
protectores y guardianes de sus intimidades más privadas. Fujimori siempre lo trató en
público de Doctor Montesinos, que era como este exigía que lo llamaran. Pero debe ser
la persona con quien más tiempo de su vida ha pasado. Hasta dormían juntos en el
departamento que mandaron a acondicionar en el segundo piso del Servicio de
Inteligencia Nacional.

Una persona que trabajaba allí cuenta que Fujimori lo hacía llamar a cualquier hora, aun
de la madrugada, y que cuando cerraban la puerta de la habitación donde se habían
reunido, nadie podía interrumpirlos. Mejor dicho, sí: Kenyi, el hijo menor y el más
engreído del presidente. Solo cuando el muchacho tenía alguna tarea escolar podía tocar
la puerta para hacer la consulta. En ese caso, Fujimori se disculpaba con Montesinos,
adoptaba la formalidad de llamarlo Doctor, y dedicaba unos minutos a su hijo. Luego le
pedía que se marchara y volvía a cerrar el cuarto con llave.

La leyenda dice que Montesinos había descubierto el carácter inseguro de Fujimori, y


que por ello no le había resultado difícil volverse indispensable para él. Es posible.
Alguien huraño en extremo y con complejos de inferioridad es, en esencia, una persona
insegura. Fujimori era un paranoico. Veía intrigas por todos lados. Desconfiaba de sus
ministros, de sus asesores, de sus empleados de servicio. Desconfiaba de su mujer.

El poder es un terreno fértil para la sospecha, aunque varias personas que trabajaron
para Fujimori juran que su gobierno fue más bien un huerto de conspiraciones. ”Era
espantoso trabajar allí”, dice un fotógrafo oficial que alguna vez dormitó al lado del
presidente en un avión. Recuerda cómo antes de viajar se difundían pistas falsas entre
ciertos funcionarios del gobierno, ya que Fujimori no quería que nadie supiera adonde
se estaba mandando mudar. Dicen que la paranoia es el único trastorno mental que se
contagia. ¿Quién infectó a quién: Fujimori o Montesinos? Hasta en eso parecen una
pareja de esposos, en la que nunca se sabe, al cabo de años de convivencia, qué rasgos
de la personalidad de uno pertenecieran primero al otro. Montesinos tenía una afición
para descargar la tensión provocada por las intrigas del poder. Hacía que le llevaran
prostitutas a ese segundo piso que compartía con el presidente. ¿Y Fujimori?

-Imagino que sí -dice Susana, aunque no le consta.

El poder suele estar ligado a la desmesura sexual, pero a veces también a su anulación,
como extremos que al final siempre se tocan. La historia vendida por Fujimori es que
después de su divorcio renunció por completo a sus deseos sexuales. Se volvió un
soltero feliz -o así lo quiso dar a notar- y solo hablaba de su soledad como un estado
pasajero que algún día remediaría. Bromeaba con ello. ”Pronto tendrán una nueva
primera dama”, decía. ”Será de buenas piernas”.

A mediados de 1995, la prensa soltó el rumor de que Fujimori tenía novia. Se


sospechaba que era una muchacha japonesa, historiadora de la Universidad de Keio, y
que había llegado al Perú atraída por su cultura antigua. El jamás lo admitió, aunque en
uno de sus clásicos chistes para sus amigos periodistas, dijo: ”Si me caso de nuevo será
cuando todo esté listo. Ese día recibirán las invitaciones”.

Sin embargo, existe una fotografía captada en una ocasión posterior, tal vez un par de
años después de esa fecha. Es una imagen que jamás se ha publicado, tomada en un
instante de descuido durante un viaje por la selva. En esa foto aparece Fujimori sentado
en una canoa y, a su lado, una chica bastante más joven que él: no mayor de treinta.
Tiene rasgos japoneses.

-Era su enamorada -dice la persona que muestra

la foto.

-¿Puedes jurarlo?

-Absolutamente.

-¿Se besaban? ¿Caminaban tomados de la mano?

-Nunca. Fujimori no lo permitía: siempre fue un tipo de dos caras.

En la foto, la chica tiene un rostro más afilado que oval. Lleva el pelo atado con un
moño, aunque unos cabellos sueltos caen sobre la mitad de su frente, como si
originalmente se hubiera peinado para un costado. Es bonita y tiene buen cuerpo. Viste
unos pantalones holgados y lleva una blusa abierta casi hasta la comisura de los senos,
adornados con una medalla minúscula. Lo único que rompe la estética refinada de su
apariencia son sus botas de soldado, un edecán del presidente que está detrás, vestido de
comando, y la cara de Fujimori. Este parece preocupado o incómodo.

Según la persona que conserva la foto, ese día Fujimori había asado para ella carne en
una parrilla improvisada al aire libre, en los alrededores de un albergue. Al volver a
Lima desaparecieron, juntos.
Es casi redundante decir que Fujimori jamás estuvo enamorado de Susana Higuchi.
Quizá la mayor prueba de ello es la nueva novia que tiene ahora que vive de prófugo en
Japón: otra relación matemática, nacida del cálculo y del interés. Ella tiene veintiséis
años y se llama Satomi Kataoka. Para algunos diarios de ese país, ambos son la
historieta rosa de moda, pero no dicen cómo se conocieron. Las pistas que dan sobre
ella hablan de una empresaria millonada, dueña de un hotel de cinco estrellas en Tokio,
y que pertenece a una categoría de mujer que los japoneses llaman bijin sacho. Es decir,
una ”gerente bonita”. También dicen que es una evasora de impuestos.

El Yomiuro, el periódico más influyente del Japón, con un tiraje de catorce millones de
ejemplares al día, dice que durante varios años Satomi Kataoka no ha declarado las
ganancias del club de golf donde es presidenta. Luego suelta una teoría: ese dinero lo
podría haber gastado fácilmente en mantener a Fujimori durante todo el tiempo que este
lleva viviendo en Japón.

En Tokio, un latinoamericano necesita ser casi un millonario para vivir en un


apartamento de más de cien metros cuadrados y con cochera para estacionar una
4x4. Fujimori ha pasado de un hotel de lujo a una zona residencial en la que solo hay
casas estilo New England, y después a un barrio aun más exclusivo, donde está el
palacio del emperador. Solo hay dos explicaciones para esto: que es verdad que se llevó
una fortuna del Perú. O que alguien lo mantiene.

Hace poco, Keiko Sofía, la hija mayor, regresó de ver a su papá. Lo visita al menos dos
veces al año. La primera vez que fue, según el asesor Carlos Raffo, lo encontró aún
soltero, comiendo en la misma mesa donde había puesto su computadora portátil, su
taza para tomar ocha, su colección de videos y sus papeles. Un cornpleto desorden. Esta
última vez, según un amigo de los hijos de Fujimori, lo encontró ya acomodado al lujo
de su novia Satomi Kataoka. Vestía los trajes que ella le había regalado. Hacía lo que
ella le pedía. Comía con los modales que ella le ordenaba. Cumplía sus caprichos. Es
más, cada vez que él trataba de demostrar que había aprendido a hablar japonés, ella lo
corregía, con una tosquedad inmisericorde.

Ya sé cuál es el problema de mi papá -dice este amigo que le comentó la hija de


Fujimori-: siempre se busca mujeres problemáticas.

O con mucho dinero.


La comedia de los amantes escandalosos

LA PERRICHOLI, UNA ACTRIZ DE COMEDIAS,

CONQUISTÓ AL VIRREY AMAT SIN SABER QUE EL NUNCA SE HABÍA


TOMADO EL AMOR EN SERIO

Nada alimenta tanto una pasión prohibida como el escándalo. La comidilla pública, el
rumor asordinado y la envidia de aquellos que solo saben quererse al amparo de una ley
suelen ser como drogas que estimulan la lujuria de los amantes. La Perricholi sabía que
al pasear de la mano del virrey Amat y recostarse en su hombro una tarde de fiesta
callejera, estaba provocando las habladurías de los limeños pacatos del siglo XVIII. Tal
vez hasta por eso lo hacía. Ya se sabe que el amor, que de por sí es erótico y por erótico,
perverso, solo traspone los límites del placer cuando es una abierta provocación a las
convenciones de una época. La maldición del pecado no desalienta un idilio: lo vuelve
un desafío, una rebelión, un acto de libertad condenado por la sospechosa luz de lo
correcto. Entonces sucede, como ocurrió con la historia de esa actriz y su virrey, que
una pasión prohibida se convierte en una leyenda.

La actriz de comedias Micaela Villegas murió hace casi dos siglos, pero su apelativo La
Perricholi suena hasta ahora a lascivia, subversión y alboroto. En los tiempos en que se
enamoró del virrey Amat, ella era una muchachita criolla sin dinero, que desde
adolescente había tenido que subirse a un escenario para mantener a su madre viuda y a
su media docena de hermanos. Él era, en cambio, un sexagenario adinerado que
personificaba todo el poder de la Corona española y una parte de la autoridad de la
Iglesia Católica en el Perú. Los testigos de ese romance cuentan que una noche el virrey
se prendó de Micaela al ir a ver una comedia en la que ella cantaba, tocaba una guitarra
y bailaba como una pequeña diosa de diecinueve años. Dicen que la comedia era El
mayor monstruo, los celos, de Calderón de la Barca, y que después La Perricholi cantó
La tirana, una especie de bolero cantinero adelantado a su época. Al final de la función,
Amat no resistió la tentación de ir a buscarla a los vestuarios. Y desde esa primera vez,
esta leyenda se cuenta así.
El virrey Manuel de Amat y Junyent había desembarcado en el puerto del Callao con
una celebridad de militar victorioso en África e impulsor de las bellas artes en Chile,
pero también con una fama de glotón insaciable en la comida y fornicador goloso y
omnívoro. Un libelo teatral titulado Drama de los palanganas Veterano y Bisoño, escrito
después de su partida del Perú para ridiculizarlo y escarmentar sus amores con La
Perricholi, dice que Amat ”no perdonaba, a cuenta de una onza de oro, fruta buena o
mala, fresca o madura”. De esto se deduce que él metía en su cama a cuanta mujer se
dejaba, fea o bonita, cuarentona o chiquilla, y a juzgar por la inusual cantidad de
aventuras y proezas sexuales con que lo recuerda la historia, debieron ser muchas.

Incluso juran que si una noche de apremios el virrey se sentía especialmente acalorado,
enviaba a sus hombres a traerle prostitutas de la calle. No por gusto algunos lo llamaban
”Amad” en secreto, bromeando con su apellido como si fuera su sello de enamoradizo
semental.

El panfleto sobre los palanganas cuenta además que los domingos, luego de haber
comulgado en la catedral, el virrey Amat salía a caminar ”aguaitando las caras de las
mujercillas que estaban en las puertas, ventanas o galerías, para mandarlas traer a su
degolladero y hacer alarde después de su triunfo brutal”. Parece que el virrey gozaba de
sus cacerías de entrepierna casi tanto como narrándolas más tarde a sus secretarios. Es
decir, nada fuera de lo común. Hay quienes apostarían que en eso radica el verdadero
sexo oral de los hombres: en relatar en detalle para los amigos la hazaña de haber
desvestido a una mujer. Aun así, viendo los cuadros que pintaron de Amat, cuesta
imaginar que un hombre como él padeciera de una especie de ”incontinencia erótica”,
según las palabras del historiador Raúl Porras Barrenechea. En esos retratos, el virrey
tiene una papada tan inmensa como su frente, y se le ve tan obeso como si en su barriga
estuviesen concentrados sus casi setenta años de edad. Pero nunca hay que juzgar por
las apariencias. Dicen que Amat tenía un grupo de ”rufianes y otros lindos señoritos”
encargados de llevarle mujeres a palacio. De modo que más que un virrey, él debía
querer en realidad ser un conquistador.

La lujuria siempre ha sido inseparable de las gollerías de la nobleza. Allí están los
Borgia, por ejemplo: el papa Alejandro VI, un Sumo Pontífice con todas las de la ley,
componía un trío de lo más incestuoso con sus hijos César y Lucrecia, y a mediados del
siglo XV los tres pusieron a Europa a santiguarse a causa de sus alharacosas bacanales.
Pero la lista de escándalos sexuales dentro de los altos salones de la alcurnia es
demasiado larga, y no viene a cuento enumerarla: va desde Cleopatra, Juana La Loca y
los duques de Windsor, hasta algunos de los reyes, príncipes, duques y archiduques que
han sobrevivido hasta hoy. La diferencia es que el escándalo del virrey Amat con La
Perricholi comenzó porque ella no pertenecía a su estirpe.

Micaela Villegas y Hurtado de Mendoza, que así se leía su nombre completo, era una
muchacha sin abolengo ni tierras ni títulos nobiliarios. Peor: era una actriz de comedias,
que según el almidonado diccionario de esa época quería decir: ”ligera del cuello para
abajo”. En suma, una mujer indigna de merecer siquiera la atención de un prostibulario
aristócrata como el virrey Amat. Hay que aclarar, por cierto, que es mentira que La
Perricholi hubiera nacido en una ”humilde cuna” de un pueblo extraviado en la mitad de
los Andes, como cuenta la fábula. Tampoco era la hija de unos ”pobres y honrados
padres”, como escribió Ricardo Palma para avivar el mito de una Cenicienta que un día
encuentra el amor de su virrey azul. La Perricholi era limeña, y su padre, un capitán que
en algún momento había tenido el dinero suficiente para pagar la hipoteca de una
enorme casa nueva y comprar una decena de esclavos en Panamá, sin dejar de alimentar
a la docena de hijos que había tenido con dos mujeres.

Fue recién después de la muerte del padre cuando la familia Villegas sintió las urgencias
de la pobreza. Micaela, que era la hija mayor, salió a trabajar de lo que podía: actriz, un
oficio tan deshonroso para los criollos de ese tiempo que hasta lo catalogaban de
”impropio de la gente bien nacida”. Es más, en las mejores horas de sus amoríos con el
virrey, alguien se valió de ese argumento para abrirle un juicio acusándola de ”mujer
pública”, y un dramaturgo lanzó la consigna de prohibirle la entrada a ciertos lugares,
pues ”una comedianta se hace infame e indigna del comercio de las señoras”. Era la
época en que los limeños se dividían por estrictas categorías sociales, y a los negros y
mulatos les prohibían caminar por algunas calles del centro de la ciudad. A esos
guardianes de la censura y la cucufatería, La Perricholi les respondía con lo que más les
jodia la vida: con otro escándalo.

Cuentan que esa primera noche en que ambos habrían de conocerse en el teatro, Amat
acompañó sus aplausos con una exclamación: ”lindísima la Villegas”, y que de
inmediato se metió a buscarla tras las cortinas del escenario. Sin embargo, lo más
probable es que el virrey enviara a uno de sus pajes con el encargo de que iba a estar
esperándola en su palco. El escritor Luis Alberto Sánchez sugiere que un cochero de
Amat fue quien entró hasta los camerinos para avisar a la actriz que una calesa real
aguardaba por ella. Luego relata que la pareja recién se vio las caras dentro del palacio
virreinal, cuando Micaela llegó acompañada por unas amigas para que la ayudasen a
ganar aplomo ante Su Excelencia. Lo que sí parece cierto es que Amat le soltó una
repasada a quemarropa que debió recorrer lentamente el cuerpo de La Perricholi, desde
los dedos de sus pies hasta el más elevado de sus cabellos. Debió ser una de esas
miradas de macho ufano de su poderío, que suelen atravesar las ropas de una mujer
hasta conseguir adivinar el más recóndito de sus pliegues. Y en ese momento, quizá, ella
fue más actriz que nunca.

La leyenda dice que La Perricholi ensayó una genuflexión cerrando coquetamente los
párpados y estiró su mano para que el virrey la besara. A esta escena algunos le agregan
un irónico comentario: ”como si fuese una dama”, remarcando la mala reputación de las
actrices de comedias, aunque dejando caer también la idea de que La Perricholi sabía
bien a lo que iba, e iba por más. Fuese como haya sido, el virrey le besó la muñeca con
sus ojos dirigidos como misiles sobre el escote de la actriz. Micaela Villegas debía tener
un par de hermosos senos. Aun cuando no se conserva ningún cuadro suyo, ya que al
parecer ella misma se encargó de quemar el único que le hicieron, La Perricholi de
diecinueve años que Amat vio por primera vez debía ser una muchacha que transpiraba
concupiscencia. Se sabe que no fue el virrey quien marcó su debut en el más privado de
sus escenarios. Antes de él, había tenido al menos dos amantes, uno francés y otro de
origen italiano. Hasta dicen que tuvo otro mientras duraron sus andanzas con el virrey.
Pero esto sería hacer caso a las habladurías de la gente.

Si no era precisamente alta ni bonita, La Perricholi debía ser a esa edad una mujer
carnosa y perturbadora. El primero de sus biógrafos, nacido cuando ella estaba por
morir, se basa en testigos de su época para describirla así: ”No era de extraordinaria
belleza, pero sí de gracia seductora. Con sus formas dulcemente torneadas, piel
ligeramente morena, ojos color de acero, ardientes y lánguidos, bajo unas pestañas
rizadas, cabellera negra y manos y pies diminutos”. Ricardo Palma la retrata con dureza
en sus Tradiciones, debido a lo que él llama una ”poca regularidad en sus facciones y de
armonía de conjunto”, aunque acaba por reconocer que La Perricholi ”era digna de
cautivar a todo hombre de buen gusto”. La impresión más compartida, sin embargo, una
que no cae en los disfuerzos del tradicionalista, dice que ”sus senos eran obscenos,
tentadores y propicios”. En todo caso, por los gustos que predominaban en ese tiempo, y
adivinando la glotonería voraz de un catalán como el virrey Amat, La Perricholi debía
ser una mujer de cuerpo pequeño aunque apetitosa. Una de esas mulatas que combinan
las gruesas piernas y los pechos abovedados de las europeas, con la altivez exuberante
de las nalgas africanas.

Desde esa primera noche, el virrey jamás hizo nada por ocultar sus desabrochadas
aventuras con la actriz. Él la llamaba Miquita, y dicen que en todas las comidas
oficiales, y aun en las fiestas religiosas, ella se sentaba a su lado con el engreimiento y
la arrogancia de una niña rica. A la hora de los postres, La Perricholi ”tomaba dulce en
el plato y con el tenedor que él mismo le pasaba”. Así, en esos instantes, se desataba el
murmullo. Después se iban a pasear juntos en la calesa real, y mientras ella tocaba una
guitarra, él la escuchaba cantar poniendo su mejor cara de viejo embobado. Porras
Barrenechea dice que la gente los aclamaba a su paso por las calles, de lo que se deduce
que para los pobres ella debía ser algo así como ”la virreina”, la ilusión de los que no
tienen nada y sueñan con que un día se cobrarán al fin la revancha. En cambio, para los
nobles españoles, los criollos arribistas, los curas y los devotos de siempre, La
Perricholi era el nombre de la herejía y la deshonra. Un día corrió un rumor: Amat
estaba dejando de cumplir sus deberes de virrey por andar todo el día en los ensayos de
su Miquita.

Era verdad. El virrey Amat no había perdido la afición por las bellas artes desde sus
tiempos de gobernador en Chile, y hasta podría decirse que le seducía la cultura ajena a
los museos. Él fue quien mandó construir, por ejemplo, la única plaza de toros que
funciona en Lima hasta ahora, y por esos años era también un animador de conciertos,
verbenas y entremeses callejeros. Había conocido a La Perricholi por ir a una comedia,
de modo que era evidente su interés por el teatro. Pero en algún momento parece que
Amat empezó a descuidar los asuntos de gobierno y se concentró en el mundo de la
actuación. No solo asistía a todos los ensayos que tenían a su Miquita como estrella,
sino que hasta quería intervenir en las discusiones para asignar los papeles y
perfeccionar los diálogos. Algunos creen que este cambio en el comportamiento del
virrey se debió a que trataba de revivir en su vejez una vocación de dramaturgo
extraviada en su primera juventud. La leyenda alimenta esto al contar que una tarde La
Perricholi tartamudeó unos versos, y que él, como si fuese el director, le llamó la
atención en voz alta: ”Eh, no hay que turbarse. Valor, y a hacerlo bien”. Pero existe otra
versión: que Amat se había volcado al teatro porque estaba muerto de celos.

La Perricholi era al parecer muy caprichosa. Engreída por el público que iba a verla al
teatro, y consentida en todo por el virrey. Además, a pesar de ser solo una veinteañera,
ya había sufrido y disfrutado lo suficiente en la vida como para saber manejar sus
emociones con la frialdad de un relojero, y para manipular las de las personas que
estaban a su alrededor. Uno de los episodios que se cuentan para acentuar esta imagen
de niña mimada ocurrió una noche en el palacio virreinal. Dicen que La Perricholi se
había quedado a dormir en la habitación del virrey y de pronto sintió sed. Como no
había agua en el cuarto ni un esclavo disponible para traérsela, le pidió entonces a Amat
que saliese hasta el patio a llenar una jarra. Él primero se negó, lo cual suena lógico.
Pero qué clase de chantaje o berrinche le habría hecho la actriz con sus mejores artes,
que al final parece que el virrey salió en puntillas para no ser descubierto por sus
guardias, caminó hasta el patio en bata de dormir y recogió agua de un pozo. Como
suele suceder, alguien lo pilló y pasó la voz.

Los nobles jamás le perdonaron a Amat estas malacrianzas, propias de lo que ellos
consideraban como una terrible falta de carácter. Tampoco a Micaela Villegas su espíritu
arribista y veleidoso. Tal vez haya sido por esa clase de ñoñerías sin pruebas, pero
difundidas de boca en boca, que un día alguien inventó la mayor de las leyendas acerca
de un virrey blandengue y su actriz aprovechada. Después de inaugurar la plaza de toros
en un barrio que por coincidencia era el mismo de La Perricholi, Amat mandó construir
una larga alameda escoltada por jardines y piletas, que hoy se conoce como el Paseo de
Aguas. Fue el peor de los escándalos. No solo porque muchos decían que era demasiado
costoso e inútil, y criticaban que el virrey hubiera ordenado poner alcancías afuera de
las iglesias a fin de recaudar fondos para construirlo, sino porque la mayoría dio por
hecho que semejante edificación era un homenaje secreto a La Perricholi. Una viuda
dijo que el Paseo había malogrado la estética de su casa, y lo tildó de ”la mayor
desvergüenza de Su Excelencia”. Según ella, las piletas eran espejos inmensos
colocados en ese lugar para que La Perricholi se mirase la cara cada vez que caminara
por allí. Y desde entonces, para muchos, esa fue una certeza irrefutable.

Pero si Amat era así de desmesurado en su amor, ¿por qué ella podía tener interés en
provocarle celos? La respuesta estaba al parecer en la propia ”incontinencia erótica” del
virrey, que no se conformaba con los favores de su actriz y pedía que sus hombres le
siguieran llevando mujeres a palacio. Es posible. Quien más amores acumula en la vida
suele ser el más inseguro en cuanto a la fidelidad de sus amantes. O mejor dicho: el más
pendenciero es siempre el más atormentado por los celos. Pese a que esta ecuación se ha
quebrado tradicionalmente en favor de los hombres, en el caso de Amat parece que no.
Dicen que La Perricholi le devolvía una por una las monedas de sus traiciones. El
Drama de los palanganas lo cuenta así: siempre que iban prostitutas a complacer al
virrey, ”la Mica, que era la patrona, arañaba a las que encontraba y quedaba el campo
por suyo”. Pero no solo eso.

Ella debía ser consciente de cuánto había aumentado su atractivo al convertirse en ”la
virreina”. Además de la belleza, nada seduce tanto como la celebridad y el poder: uno
no se acuesta con un famoso, sino con su fama. Todas las miradas estaban puestas sobre
La Perricholi. Y si antes de conocer al virrey ella ya había enamorado a dos viajeros y
aceptado con coquetería y buena gana sus asedios, es obvio que al ser la amante oficial
de Su Excelencia debía tener no dos, sino decenas de pretendientes aguardándola.
También es lógico que Amat lo supiera. Por eso asistía a sus ensayos y se empeñaba en
conocer a todos los que la rodeaban. Hacerse amigo de sus amigas. Halagar a los
dramaturgos de comedias. Intervenir en sus discusiones teatrales. En fin, meter su
narizota y husmear para detectar si había otro hombre que le estuviese haciendo sombra.
En realidad, fue el virrey quien se volvió una sombra de La Perricholi, y no al revés. Él
sabía que podía tener las amantes que quisiera, pero que ella no se iba a quedar atrás.
Como que así ocurrió.

Un día llegó al Callao un barco francés que traía, dicen, contrabando para el virrey. Las
habladurías de la época decían además que los oficiales de esa embarcación, al llegar a
palacio, ”florearon bien con La Perri”. Fuese verdad o no, algunos historiadores admiten
que el virrey, agobiado por los celos, llegaría a desterrar a varios marinos extranjeros,
porque ”se tomaban demasiadas confianzas” con Micaela. Porras Barrenechea cuenta
incluso que Amat impidió desembarcar ”a uno que vino de España”, y que otro, ”un
caballero al que llamaban El Escrutador, murió sospechosamente envenenado porque
había dado cuartel a La Perricholi”. De lo que sí hay pruebas es de que el romance se
interrumpió durante casi un año, debido a las sospechas cada vez más certeras del virrey
de que le estaban poniendo los cuernos. Durante ese tiempo, La Perricholi tuvo un
encuentro fugaz con un militar vasco de apellido Armendáriz, tuvo un hijo con este, y
fue recién cuando este vasco se marchó para siempre que ella hubo de aceptar la
reconciliación con el virrey. Solo queda, entonces, la última leyenda de esta historia.

La mayoría piensa que el apodo de La Perricholi se lo puso el virrey. Cuentan que un


día Amat perdió los estribos, debido a las cornamentas con que ella le adornaba la
cabeza, y la insultó. ”Perra chola”, juran que le dijo, empleando esa palabra despectiva
que los limeños, cuando están furiosos, suelen descargar sobre los mestizos de piel más
oscura. Sin embargo, parece que esta es otra mentira que se inventaron los nobles de
aquella época para condenar los escándalos de Micaela Villegas. Él inventó el
sobrenombre, es cierto, pero con más cariño. Amat era catalán, y solía hablar en su
idioma, ya que solo así podía estar seguro de que sus secretos estarían bien guardados.
Y como petit en catalán es pequeño, igual que en francés, lo más probable es que el
virrey debió llamarla en realidad Petita chola, un juego de palabras equivalente a decirle
”Cholita”. Si el otro de los apelativos que le había puesto era Miquita, por qué no
suponer que este sobrenombre haya sido también un diminutivo amoroso.

Por lo demás, ambos llegarían a tener un hijo que Amat firmó con vanidad de padre
otoñal, y lo llamó con su mismo nombre, Manuel. El virrey y La Perricholi anduvieron
juntos unos nueve años. Hasta que un día de finales de 1776 él regresó a España, y es
evidente que jamás se casaron. No habría tenido sentido. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que
ver la pasión con el matrimonio?
¿CÓMO MURIÓ LA PRIMERA MUJER DE ABIMAEL GUZMÁN, EL MACABRO
LÍDER DE SENDERO LUMINOSO? ALGUIEN CREE QUE ÉL PERMITIÓ QUE
LA MATARAN

Los asesinos también se enamoran. Aunque el día en que Abimael Guzmán conoció a
Augusta La Torre, él era todavía un roedor de bibliotecas de apariencia inofensiva y sin
amigos. Era un filósofo recién graduado con una tesis sobre las ideas de Kant acerca del
espacio, y trabajaba como profesor de educación en una universidad pública de
Ayacucho, una de las tres provincias más pobres del Perú. Un hermano de Guzmán de
nombre Filiberto, otro de los siete hijos que tuvo su padre con cuatro mujeres distintas,
recuerda que por esa época Abimael ”caminaba siempre con un libro en una mano y
otro bajo la axila”. Debía tener unos veinticinco años. Augusta La Torre era apenas una
chiquilla que estaba por acabar la secundaria. Ella, según algunas amigas de su infancia,
leía novelas de Dostoievski y poemas de amor.

Guzmán ya tenía en ese tiempo el mismo aspecto con el que alcanzaría su tétrica
celebridad dos décadas después. Era regordete y chueco de piernas, con una barriga que
le nacía del cuello en forma de tonel, y una cara redonda y mofletuda como una pelota a
medio inflar. Por su vestimenta, con pantalones siempre de traje y camisas de color
entero, parecía un chiquiviejo disfrazado a la antigua y con una facha de aburrido que
no proyectaba la imagen del rebelde que predominaba en esa época. Revisando sus fotos
de entonces, hasta se podría decir que era un muchacho sin gracia, lejos de esa estampa
aventurera, despeinada y viril del romántico guerrillero latinoamericano al estilo de sus
contemporáneos Ernesto Che Guevara y Fidel Castro. Muchos años después, cuando lo
detuvieron para siempre en una casa ubicada en un barrio de clase media de Lima, sus
captores habrían de exclamar el apodo con que la policía lo llama hasta hoy: Cachetón.

Cuando conoció a Augusta La Torre tal vez fuera un poco más flaco, con los cabellos
más negros y rizados, y con una mirada menos vidriosa, ya que por entonces era un
joven de salud inmejorable, y recién se iniciaba en el abuso del alcohol. Lo que sí
compartía con Castro y con el Che Guevara era una extraordinaria capacidad para
cautivar a los hombres. Mientras una mujer que lo frecuentó por esos años recuerda que
ante sus ojos ”Abimael no era para nada guapo”, David Scott Palmer, un profesor de la
Universidad de Boston que compartía una cátedra con él en Ayacucho, escribe un
mensaje electrónico diciendo lo contrario: ”Era un buen mozo en todo sentido, guapo y
siempre bien arregladito”. ¿Qué tenía el joven Guzmán para provocar una impresión tan
diferente en mujeres y hombres? Quizá aquello que los menos apuestos siempre han
agradecido a la naturaleza: el poder de la palabra.

Ya desde escolar había sido un chico retraído y ensimismado en los libros. No iba a
fiestas, huía de las palomilladas de sus compañeros, y nadie en su natal Arequipa le
recuerda tampoco una enamorada conocida.

Su única afición en público era discutir sobre temas tan alejados de la adolescencia
como la ética filosófica de un Estado liberal, y dicen que despreciaba a los que no
estaban a su altura. Un comerciante que estudió en su mismo colegio católico cuenta
que a Guzmán lo apodaban Fidias, debido a una confusión. Creían que Fidias era el
nombre de un filósofo griego y no el de un escultor. Años más tarde, ya de profesor
universitario, el nuevo apelativo de Guzmán habría de insistir también en ese sello
libresco y deliberante de su personalidad. Sus colegas en Ayacucho le decían Champú,
porque ”les lavaba el cerebro a sus alumnos”. Aunque no solo a ellos, que al fin y al
cabo eran chiquillos sin más estímulo que la rutina de una provincia pobre y taciturna,
sino también a los adultos. Cuentan que pronto empezó a crecer el círculo de personas
que lo escuchaban con esa devoción embobada con que la gente de fe atiende las
revelaciones de un pastor. Uno de esos primeros adultos cautivados por Guzmán fue
Carlos La Torre, el padre de Augusta.

Su futuro suegro era un empleado de banco que tenía tierras de cultivo en un pueblo
cercano a la capital de Ayacucho. Era además un líder del Partido Comunista Peruano.
Es decir: ese viejo y hasta entonces único partido comunista en que militaba Guzmán,
antes de que él mismo ayudara a dividir en decenas de partículas, conforme sus
miembros fueron afiliándose a las facciones prochina, prosoviética o pro-etcétera.
Guzmán había llegado a Ayacucho expulsado de una universidad arequipeña a causa de
sus intrigas políticas, y a los pocos meses Carlos La Torre lo invitaba a su casa con la
sola intención de aprender de sus ideas revolucionarias. Guzmán era una especie de
predicador, y el padre de Augusta pronto se convertiría en algo así como su más
fervoroso discípulo, y hasta en su mecenas. De hecho, quizá fue Carlos La Torre el
primero en imaginar el futuro matrimonio de Abimael con su hija. Más aun: el primero
en desearlo.

A Guzmán nadie lo llamaba Abimael en esa época. Tampoco Gonzalo, ese alias con el
que habría de liderar el movimiento subversivo Sendero Luminoso. En ese tiempo, su
apelativo partidario era Alvaro, elegido bajo su firme convicción de que el comunismo
en el Perú debía traducirse al castellano incluso en los nombres. Según él, bastaba ya de
llamarse lósiv o Illich o Vladimir. Pero si Guzmán era Alvaro en las reuniones del
partido, él mismo promovía que lo tratasen de Doctor en cualquier otro ámbito, aun
personas mayores como Carlos La Torre. Dentro de la casa de Augusta él era entonces
el Doctor Guzmán. De modo que no es difícil adivinar que el día en que la chica lo vio
por primera vez lo saludase con un ”Buenas tardes, Doctor”. Augusta tenía entonces
unos dieciséis años. El, nueve más que ella.

-No fue un amor a primera vista, si es que eso ,. existe -dice ahora, más de cuatro
décadas después, una ~> persona que conserva unas fotos de Augusta La Torre como
recuerdo de su amistad.

Es verdad: no fue un amor inmediato. O por lo menos no lo debió ser desde el lado de la
muchacha. Guzmán se acomodaba en la sala de los La Torre como un maestro del padre,
alguien que más que un amigo debía merecer las reverencias de una autoridad.
Merecidas o no, al Doctor se las daban. Cuentan que la pequeña Augusta servía los
vasos de aguardiente macerado con frutas con que su padre y Guzmán acompañaban sus
varias horas de conversación. Incluso que ella era quien salía a comprarles los
cigarrillos. Otros dicen que Guzmán pagaba por una pensión en casa de la familia La
Torre, lo cual significa que él tomaba allí todas sus comidas y explicaría por qué
Augusta era la encargada de atenderlo. Fuese como haya sido, no es fácil imaginar que
una chica pueda enamorarse de súbito de un hombre a quien su principal tarea es servir.
En la mayor parte del Perú, las mujeres aceptan cumplir esta labor de servicio a los
hombres -al padre o al marido- como un hecho natural. Esto no difiere en las familias
llamadas de izquierda. Al margen de esto, parece que el amor de Augusta hacia Guzmán
no fue una pasión a primer impacto. Primero debió ser admiración. O como podría
haber dicho el Doctor Guzmán, fue un producto histórico.

Las peroratas de Guzmán, apenas apostilladas por Carlos La Torre, debieron ser como
una historia sin fin. Una compañera de infancia de Augusta recuerda que esos sermones
inacabables empezaban por la tarde, luego del almuerzo, y que podían durar hasta la
madrugada. En ese momento, dicen otros, el Doctor se despedía con un pendular
apretón de manos y un brillo de aguardiente en la mirada. Pero aun así, el joven
Guzmán era muy respetuoso en sus maneras, y al hablar lo hacía siempre con un léxico
de conferencista, buscando las palabras más rebuscadas. Y aunque exponía sus ideas
con la eufórica certeza de un fanático, casi nunca levantaba la voz. Hasta sus enemigos
admiten que Guzmán era carismático, y tan seguro de sí mismo que parecía brillante.
Alguien que siempre estaba demostrando haber leído a Shakespeare, y que adoraba a
Beethoven. Su único defecto -si cabe- era la bebida. Algo que a la escolar Augusta
parecía entonces no importarle.

Las escasas fotos que existen de Augusta La Torre confirman lo que todos dicen de ella.
Que era una chiquilla bonita y que los muchachos de su vecindario andaban locos por
cortejarla. Aunque Ayacucho queda en el sur, tenía esa piel pálida aunque ligeramente
sonrosada de las mujeres serranas del norte. Tenía también los ojos redondos e inmensos
”como una paloma”, la cara redonda, los labios carnosos, las pestañas rectas y
alargadas, el cabello muy negro y lacio, que usaba apenas sobre los hombros, y un
cuerpo delicado y menudo. Lo único que parecía romper esa armonía de mujer bella y
frágil era su nariz, gruesa y levemente quebrada. En el colegio la comparaban con una
actriz italiana de moda en ese tiempo: dicen que tal vez fuese con Claudia Cardinale.
”Otros profesores como yo envidiábamos a Guzmán su relación con Augusta La Torre”,
recuerda el estadounidense Scott Palmer. Entre otras cosas, porque era también una
muchacha tierna y sencilla.

La mejor amiga de su infancia dice que, a diferencia de otras chicas de su edad, Augusta
jamás usó maquillaje y casi nunca pantalones. Prefería las faldas largas, las blusas de
color único y unas chompas de lana que alguna vez Guzmán le pidió que se quitara para
lucir un vestido que él le había regalado. Si había alguna vanidad en el alma de Augusta
La Torre debía estar guardándola para muchos años después, cuando habría de
contradecir a su marido acerca de un asunto ideológico. Es decir, cuando por única vez
se atrevería a enfrentar a quien era también su jefe máximo, y en el campo que a él más
le dolía. Pero por ahora esta amiga dice que Augusta, además de su sencillez, tenía esa
sensibilidad de las niñas criadas en el campo.

-Nosotros éramos de familias de clase media acomodada -explica-. Ella tenía su fundo,
y yo iba al de mi abuela. Si salíamos a pasear y nos tocaba cruzar un río, los peones
tenían que cargarnos, y eso le dolía.

Es difícil imaginar cómo una mujer así pudo haber admitido las atrocidades que cometió
Sendero Luminoso, una organización de la que también formó parte. Quizá la respuesta
se encuentre en uno de los pocos libros sobre Sendero que la mencionan: ”Era una joven
buenamoza, convencida de que el deber de toda mujer es sumergirse en la vida de su
esposo. Si Abimael hubiese sido médico, ella habría sido su enfermera. Si se hubiera
dedicado a los negocios, le habría llevado las cuentas. Como Guzmán era comunista,
Augusta se convirtió en camarada, su seguidora y fiel discípula”. El autor de este libro
es una mujer. Se llama Robin Kirk, una periodista que recorrió el Perú en 1991 para
escribir un reportaje sobre las mujeres de Sendero Luminoso. Esta parte de la historia,
sin embargo, vendrá después.

Cuando Guzmán le pidió a Augusta que se casara con él, fue Carlos La Torre quien más
celebró la noticia. La boda fue en 1965, solo dos años después de que la pareja se
hubiera conocido. Guzmán andaba por los veintisiete y Augusta acababa de cumplir
dieciocho. En un inicio vivieron en casa de ella, en parte porque a Guzmán ya lo querían
como a un miembro de la familia. Luego se mudaron a una casita minúscula rodeada
por muros y rejas que hasta ahora en Ayacucho algunos llaman El Kremlin, en
referencia a la fortaleza amurallada de Moscú, y también a las reuniones políticas que
allí se realizaban. Pero a pesar de este cambio, los esposos siguieron almorzando con los
La Torre, debido a que Augusta aún no sabía cocinar, pero más quizá porque el Doctor y
su suegro se resistían a renunciar a sus conversaciones de cada tarde. Para esa época,
Guzmán había empezado a convencerlo de organizar una revolución maoísta en el Perú.

La pareja jamás llegaría a tener hijos, y algunos piensan que fue por una decisión
voluntaria. Guzmán tenía una lógica religiosa de pensamiento. Tenía un dogma a seguir:
el todopoderoso marxismo-leninismomaoísmo-pensamiento Gonzalo, y una sacra
misión: la revolución comunista, no solo del Perú, sino mundial. Si él mismo era la
cumbre de esa suerte de religión, es obvio que era su único dios -la Cuarta Espada del
marxismo - pero además su Papa, el elegido por él mismo, su representante terrenal. El
presidente-pensamiento Gonzalo era aquel alter ego divino de Guzmán. Era el creador
de su fe, pero también el llamado a perpetuarla con su ejemplo. Todo merecía
sacrificarse por esa religión, y como ocurre en el alto clero de algunas Iglesias, uno de
sus sacrificios tenía que ser la amputación voluntaria de la paternidad.

Guzmán es - lo sigue siendo - una especie de sumo pontífice del Partido Comunista del
Perú-Sendero Luminoso, la organización subversiva más violenta y temible que ha
existido en América Latina en todos los tiempos. Hacia finales de la década del ochenta,
los años cumbres de Sendero, la sola mención del nombre Abimael era capaz de
provocar noches de insomnio en algunos peruanos. Una chica que era niña en esa época
recuerda que se encerraba en el ropero de su cuarto con sus muñecas y unos panes que
tomaba a escondidas de la cocina de su casa. Según su imaginación atormentada, solo
así ella y su familia de juguete podrían sobrevivir a esa guerra de la que hablaban los
adultos. Toda guerra es atroz, pero la que comandó Guzmán de 1980 a 1992 lo fue
particularmente. Hasta se podría apostar que nadie, excepto sus seguidores, le pondría
hoy el nombre de Abimael a su hijo.

Alguna vez hubo tres universidades públicas en Lima que los seguidores de Guzmán
usaron como refugios y altavoces de propaganda. Una de ellas era la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos. Yo estudié allí de 1987 a 1992, los años en que
Sendero Luminoso decidió acorralar Lima según su táctica maoísta de guerra ”del
campo a la ciudad”. Conocí al menos a unos veinte muchachos senderistas que murieron
manipulando explosivos o acabaron en una cárcel o los desaparecieron comandos
militares de aniquilamiento. Entre ellos recuerdo a una chica muy gorda que un día
apareció encinta. Solo por molestarla, algunos la felicitamos. Ella respondió
despectivamente algo así como: ”¿Ustedes qué saben, burgueses? Si estoy embarazada
es para la gloriosa guerra popular”. Los senderistas siempre han sido solemnes y graves,
pero no se puede negar que tienen un trágico sentido de humor involuntario. Cuando se
casaban, más que una boda, parecía un bautizo político. Su juramento de fidelidad no
era del uno para el otro, sino ”para la revolución”. Así lo decían. Textualmente y con el
puño en alto.

Guzmán logró convencer así a miles de jóvenes a casarse para servir a la revolución, y a
no tener hijos, o a tenerlos solo en función de su guerra popular. Hubo una muchacha a
la que hicieron abortar con el salvaje argumento de que con un bebé no iba a poder
combatir en el Ejército Guerrillero Popular. También hubo otra a la que forzaron a
casarse y a tener hijos con un dirigente de Sendero -a quien ella jamás había visto hasta
ese entonces- por el simple hecho de que se estaba enamorando de un hombre que no
militaba en el partido. ”Una familia no revolucionaria te hace cobarde”, recalcó aquella
vez la chica embarazada de San Marcos. Si esto les hacía creer Guzmán a muchachos
que nunca hablaron con él, es posible que haya convencido de lo mismo a Augusta La
Torre, una chiquilla que lo idolatraba.

Guzmán concedió una sola entrevista antes de su captura definitiva. Los senderistas la
llamaron pomposamente ”La entrevista del siglo”. Allí, el que hacía de periodista
-aunque se cree que fue el propio Guzmán- le preguntó si él acaso no tenía amigos.
Guzmán respondió con doce palabras lacónicas: ”No tengo, camaradas sí. Y estoy
orgulloso de los camaradas que tengo”. Es evidente que alguien como Guzmán
despreciaba los afectos de la vida privada. La esposa, los hijos, los hermanos, los
amigos de la infancia y hasta los padres debían ser un estorbo para su modelo de
revolución. Si Augusta no fue uno de esos obstáculos durante sus primeros años de
matrimonio, fue porque ella se comportaba casi como su secretaria. Lo acompañaba a
todas sus reuniones. Tomaba notas de cuanto escuchaba y veía. Era, como dicen que
afirmaba Mao, sus ”mil ojos y mil oídos”, que lo protegían de sus enemigos y traidores,
según una mente paranoica como la de Guzmán. Todo esto tiene lógica, y sin embargo
alguien jura lo contrario. Una persona que vivía cerca de Augusta La Torre dice que
ellos sí quisieron tener hijos una vez.

Después de algunos años de matrimonio, al ver que Augusta no salía embarazada, la


pareja inició al parecer un recorrido por hospitales y médicos particulares de Ayacucho
para saber qué pasaba. La persona que dice haber sido testigo de este peregrinaje
recuerda que varios doctores dieron el mismo diagnóstico: Augusta La Torre tenía los
ovarios infantiles y jamás podría tener hijos. Parece que la noticia causó gran pesar en
toda la familia, aun en Guzmán, pero la pareja debió sobreponerse leyendo en ella una
especie de mensaje del destino: sin niños, el camino estaba libre de impedimentos para
empezar a imaginar la lucha armada. Nadie puede saber qué habría sucedido si hubieran
tenido hijos. ¿Los habrían vuelto unos cobardes prerrevolucionarios? Desde esa época
hasta que Sendero Luminoso inició su guerra, habrían de pasar unos quince años. Sus
niños habrían sido para entonces unos adolescentes. La historia es tan azarosa que, en
este caso, ochenta mil personas tal vez podrían estar vivas aún si una pareja hubiera
podido tener hijos.

Pasados los primeros años de matrimonio, empezaron a concentrarse en la política.


Guzmán siguió dando clases, aunque Augusta La Torre renunció a su ilusión de estudiar
para ser maestra de colegio. Llegó a matricularse en la universidad, pero la abandonó
antes de terminar los estudios generales. Al parecer no tenía tiempo ni ganas. La
formación de un nuevo partido se lo devoraba todo. Guzmán la había nombrado
dirigente de un grupo de mujeres que -como casi todo en Sendero Luminoso- tenía la
extensión Popular o Democrático. Es curioso este afán de las personas más autoritarias
por llamar a las cosas por lo que justamente no son: Popular o Democrático, como si
algo pudiese existir solo porque se nombra. Más allá de esto, Augusta podía ser una
dirigente, pero Guzmán era el jefe de todo. Años después, en ”La entrevista del siglo”,
él lo explicó así: ”No hay jefatura que no se sustente en un solo pensamiento”. Es obvio
que ya para entonces el único pensamiento válido en el matrimonio Guzmán La Torre
era el de él.

Una vez la policía capturó a Augusta La Torre por una protesta callejera. La detuvieron
y la golpearon como a una asaltante. Dicen que sus camaradas fueron a buscar a
Guzmán para escuchar sus órdenes. Según el santuario senderista, si Guzmán era dios,
ella venía a ser algo así como la Virgen María, la segunda persona más importante del
universo. Debieron suponer que para ella tendrían que conseguir al mejor abogado de
Ayacucho. Pero Guzmán ordenó que no movieran ni un dedo. ”La cárcel es un accidente
de trabajo para un comunista”, habría de decir muchos años después en una charla con
sus captores. Así fue siempre su forma de enseñar que nadie tenía privilegios en su
partido. Excepto él, claro. El Sendero Luminoso que estaba horadando Guzmán
empezaba a llenarse ya de esos códigos secretos tan suyos, de los que hablan sus
estudiosos. Unos mensajes que solo podían ser descifrados por sus combatientes o por
sus enemigos. Al inicio de su guerra, Guzmán mandó colgar perros en seis postes del
centro de Lima con carteles que tenían escrito el nombre de Teng Xiao Ping, quien
según él era uno de los ”perros traidores” de la Revolución China. Era su macabra señal
para avisar a sus partidarios que la lucha armada había comenzado. De modo que dejar
que Augusta La Torre fuese maltratada esa vez en una cárcel, debió ser para él uno de
sus raros mensajes secretos.

-Él le cambió la vida -dice aquella mejor amiga de Augusta La Torre con un
resentimiento que resbala por sus ojos-. Un día lo veré otra vez a la cara y se lo
preguntaré: ¿Qué hiciste con ella?

Augusta admiraba a Guzmán, luego lo amaba. Esto se veía en la vida cotidiana de la


pareja. Guzmán jamás renunció a ser una rata de bibliotecas. Podía pasarse horas de
horas leyendo y subrayando con un lapicero rojo las citas que luego incluiría en sus
manifiestos. A diferencia de otros maoístas, cuyas citas se limitaban a la trinidad Marx-
Lenin-Mao, las de Guzmán podían resultar desconcertantes. Debajo de arengas tipo
”Viva la lucha armada”, él podía colocar un epígrafe de Macbeth, de Shakespeare, o de
alguien como Washington Irving, el fantasioso autor de Rip Van Winkle. Esto le serviría
años más tarde a la policía para identificar los papeles de Sendero Luminoso que solo
había escrito Guzmán. Pero en ese tiempo, cuando Augusta La Torre lo encontraba así,
ensimismado en sus libros, cuentan que se llenaba de tanta ternura como esas niñas que
al descubrir el fascinante trabajo de papá no hacen otra cosa que mirarlo. Guzmán lo
sabía. Augusta siempre le tenía listos varios lapiceros rojos. Él a veces leía en voz alta
para ella.

Pero había otro momento sagrado en la vida de los Guzmán-La Torre: las fiestas que
armaban en El Kremlin. Aquí se juntaban dos tradiciones. Una es esa costumbre
familiar de reservar sobre todo los domingos para reunirse a comer y beber hasta que se
haga de noche. La familia de Guzmán eran los La Torre, que ya estaban todos
catequizados por él. Bastaba que alguien se animara a sacar una guitarra para que los
demás saliesen a cantar y bailar. Algunos dicen que cuando Guzmán estaba un poco
mareado -que no era infrecuente- le pedía a Augusta que cantara. Ella se negaba,
siempre tan huraña, pero a veces terminaba cediendo a la presión familiar. Guzmán
cerraba entonces los ojos y ensayaba esa danza que años después se vería en un video
transmitido por televisión. Extendía los brazos y daba unos saltitos sobre su sitio como
si el piso fuera una plancha de hierro caliente.

La otra tradición que acababa en fiesta en la casa de la pareja era una variante de la
bohemia intelectual. Guzmán reunía a algunos de los que más tarde formarían el comité
central de Sendero Luminoso para leer en voz alta manuales de marxismo. Luego
debatían a partir de dos ideas voluntariamente enfrentadas: una correcta, que era
siempre la de Guzmán, y otra equivocada, que según el caso, él calificaba de ”línea
derechista”, ”revisionista”, ”negra” o algún otro adjetivo de similar estatura semántica.
Él mismo admitió alguna vez: ”Había que aplastarlos con argumentos contundentes, así
tuviera a la mayoría en mi contra”. Acabada la discusión, o mejor dicho, definida la
única tesis verdadera, la del pensamiento Gonzalo, el grupo se entregaba a la diversión.
Preparaban comida, servían vodka o aguardiente, ponían música y bailaban. El círculo
de lectura de Guzmán se reunía cualquier día de la semana. Dicen que a Augusta le
tocaba atender a los invitados.

La última vez que alguien ajeno a Sendero Luminoso recuerda haber visto con vida a
Augusta La Torre fue en 1978. Esa persona fue su mejor amiga de la infancia, y ocurrió
en una calle de la capital de Ayacucho. Hacía varios años que ellas no se veían. Al
menos desde que Augusta había renunciado a su primer apelativo partidario, Sonia, y
había adoptado el de Norah, ese nombre que Guzmán usaría exactamente diez años
después para convertirla en una extraña mártir senderista. Esta amiga dice que hasta
ahora no entiende por qué Augusta se cambió de apodo. Quizá se debió al mismo
motivo por el que Guzmán dejó de ser Alvaro y se volvió Gonzalo: para demostrar que
Sendero Luminoso era una auténtica transformación en su vida. Así pasa siempre con
los líderes mesiánicos: quieren fundar todo de nuevo, empezar de cero, como si antes de
ellos no hubiera existido nada. Guzmán quería instaurar una República Popular de
Nueva Democracia en el Perú. Su pensamiento Gonzalo no era otra cosa que una lectura
maoísta de la realidad, pero viendo el Perú como si fuese Ayacucho. La mejor amiga de
Augusta La Torre también había cambiado: tenía hijos.

-Augusta me dijo: ”Tú has elegido tu destino y yo, el mío”. Nunca podré olvidar ese
encuentro. Nos abrazamos y nos pusimos a llorar.

La amiga llora por segunda vez esta mañana. Su llanto es ahora triste, melancólico, sin
rabia. Ese día en que se despidieron sin pensar que sería para siempre, ella ya sabía por
qué senderos deambulaba Augusta La Torre. Hablaron durante unos minutos de cosas
banales: la familia, los amigos, sus recuerdos en la parroquia de barrio a la que habían
asistido hasta adolescentes. Dice que Augusta le comentó: ”Nos volveremos a ver, ya
verás. Siempre sabrás de mí”. Sendero Luminoso estaba por pasar a la clandestinidad, y
mucha gente en Ayacucho conocía los planes del Doctor. La mejor amiga de Augusta La
Torre admite que ella entonces se moría de miedo de pensar que un día podía tocar su
puerta. Habría tenido que abrirle, acogerla, poner en riesgo a su propia familia. Diez
años después la vería por televisión, muerta, con Guzmán al lado con una copa en la
mano. Ese día lloró de odio.
Ahora estoy en la sala de uno de los jefes de la policía peruana que el 12 de setiembre
de 1992 capturó definitivamente a Guzmán. Estamos a punto de ver un disco de video
digital, uno de los cientos que él guarda en su videoteca privada. Son las escenas que se
difundieron por varios países del mundo doce meses antes, cuando a Guzmán nadie le
había visto la cara después de trece años de haber elegido el sobrenombre de presidente
Gonzalo y haberse vuelto un capo clandestino de la muerte. Empiezan a correr unas
imágenes descoloridas y aparece un cuerpo acostado sobre un sillón, envuelto con la
clásica bandera comunista: una tela roja con el símbolo de la hoz y el martillo en color
dorado brillante. Ese cuerpo pertenece a Augusta La Torre: es la primera noche de su
velorio. El coronel retirado Benedicto Jiménez dice que en la policía creen que la esposa
de Guzmán murió entre el 14 y el 16 de noviembre de 1988. De ser así, no llegó a
cumplir cuarenta y cuatro años.

-La mataron -había dicho en un momento la mejor amiga de Augusta La Torre.

El plano se abre y aparece Guzmán sentado junto al cadáver. Está de perfil, con el torso
encorvado, y con su brazo izquierdo sostiene la nuca de Augusta La Torre. El
camarógrafo ha calculado muy bien la toma. Hacia el fondo, detrás de la cabeza de la
mujer, hay una mesa de luz con un candelabro típico ayacuchano, tres velas encendidas,
una lámpara y una escultura de la hoz y el martillo. A Guzmán se le ve viejo, con una
barba de pelos blancos y negros mal recortados, y el cabello sin peinar. Parece un
abuelo delirante que no inspira ternura y balbucea algo imposible de entender de
inmediato. Hasta se podría jurar que está ebrio. El coronel Jiménez, quien ha visto estas
imágenes unas cincuenta veces en su vida, dice que Guzmán ya estaba enfermo para esa
época y que no podía beber en exceso. Aun así, sostiene una copa en su mano. Es un
líquido transparente. Probablemente vodka o pisco. El encuadre se vuelve a abrir, y
ahora se ve una pared de piedras sin pulir y una chimenea apagada. Suena un himno
conocido: La Internacional comunista. Guzmán deja su copa. Va a hablar.

-Seguiremos tu camino -dice desde el video con su mano derecha levantada y cerrada en
un puño. -Haremos la revolución siguiendo tu glorioso ejemplo. Honor y gloria a la
camarada Norah.

La voz de Guzmán suena bronca y cavernosa, pero vacilante. Como si no supiera qué
decir o las palabras se le empozaran en la garganta. El camarógrafo abre el plano por
tercera vez y algunos miembros del comité central de Sendero Luminoso entran en
escena. Están de pie, detrás de Guzmán, con una postura de desfile militar y las manos
derechas levantadas también en un puño. Repiten lo que dice Guzmán: repiten su
gravedad, pero también su ropa. Todos están vestidos con esos trajes azules maoístas
que parecen camisones hasta el cuello y sin solapas. La ceremonia fúnebre, más que
estremecer, lanza al espectador una pregunta: ¿Para qué o para quiénes hacía grabar
Guzmán videos como este? No deja de ser extraño. Guzmán, a través de su otro yo, el
presidente Gonzalo, había querido vender a todos el secreto de su rostro. Nadie debía
saber qué cara tendría para entonces aquel joven cachetón de sus años de profesor
universitario: esa calculada clandestinidad sostenía su omnipresencia divina. Pero en
este video, y excepto por la barba, entrega su misma cara, solamente que acabada,
caduca, casi echada a perder.

La respuesta más evidente es la que dice el coronel Benedicto Jiménez:


-El guardaba estas cosas pensando en su museo revolucionario.

Existe un segundo video del velorio de Augusta La Torre. Se piensa que fue grabado al
día siguiente, o dos días después, porque en este el rostro de la mujer aparece hinchado,
como suele ocurrir con un cuerpo en descomposición. Se ve el cadáver de Augusta
tendido sobre una mesa, delante de una pared en la que cuelgan tres cuadros en alto
relieve y una banderola que dice: ”Honor y gloria a la C. Norah”. Los cuadros están
hechos con rosas rojas y amarillas. En uno hay una estrella de cinco puntas que, según
Benedicto Jiménez, simboliza el partido. En el segundo están la hoz y el martillo. En el
último hay solo un rectángulo: ”Simboliza el frente -explica Jiménez-: es decir, todas las
organizaciones civiles que Sendero usaba de fachadas”. Es cierto. Como una película
proyectada a gran velocidad, uno podría recordar todas esas siglas que durante la década
del ochenta identificaban a Sendero Luminoso. Grupos de obreros, campesinos,
estudiantes y profesionales que al final siempre incluían la palabra Democrático o
Popular. En el video, los mandos senderistas miran a Guzmán, que otra vez va a hablar.

-Más cerca. Sí, este ángulo. ¿Ya? -dice Guzmán desde el video.

Le habla al camarógrafo. Es evidente que quería estar seguro de que la toma capturaría
todo lo que él mismo debía haber mandado preparar. La banderola, los cuadros, tres
candelabros de pie con velas encendidas, la tela roja que cubre el cadáver sin ataúd de
Augusta La Torre. Ahora sí, llega la hora del discurso circunspecto de Guzmán:

-Norah está aquí, ahora yacente -recita y hace una pausa para enfatizar la solemnidad
del momento-. La pasión, el sentimiento, la emoción, la razón, la voluntad, se agolpan
en mi caso para rendir honor a una camarada capaz de aniquilar su propia vida, de
”eliminar tu propia vida” antes de levantar la mano contra el partido.

-¿Ves? -pregunta de súbito el coronel Benedicto Jiménez. ¿Por qué no pensar que Norah
en realidad se suicidó?

Precisamente por eso. Si uno repara en el énfasis que pone Guzmán en sus palabras, no
suena descabellado dudar de él. Es demasiado teatral. Mejor habría que preguntar por
qué no solo mandó a grabar estos videos, sino que hasta se tomó el trabajo de dirigirlos.
¿A quién quería convencer de que Augusta La Torre se había matado a sí misma?

Desde finales de 1987, Sendero Luminoso había anunciado que estaba por realizar un
nuevo congreso partidario. Guzmán quería persuadir a sus militantes de que había
llegado la hora de restarle importancia al campo y ”arremeter con todo” en las ciudades,
en especial en Lima. Tenía dos motivos para ello: la resistencia cada vez más feroz de
las rondas campesinas, y el mayor impacto que tenían sus brutales atentados en las
ciudades. Sendero Luminoso crecía, entre otras cosas, con la publicidad gratuita de los
medios, y Guzmán confiaba en tener éxito en su cónclave partidario con su lógica de
lucha entre dos líneas. Pero esa vez descubrió que no solo uno de sus lugartenientes
había decidido ponerse en su contra, sino que también su mujer iba a negarle la razón.
Augusta La Torre se sublevaba contra su dios.

Un militar asesino, cabecilla de un comando de aniquilamiento creado por el asesor de


inteligencia Vladimiro Montesinos, ha admitido que el Ejército conocía esa pelea dentro
de Sendero. Según este militar, Guzmán se enfadó al punto de calificar a sus oponentes
de traidores y delatar a su insubordinado camarada para sacárselo de encima. Tiene
mucho sentido: el admirado Mao de Guzmán había hecho lo mismo durante la
Revolución China las veces que quiso. Pero de aquí a que Guzmán haya ordenado el
asesinato de Augusta La Torre, su propia mujer, suena a novela policial. ”Él nunca mató
a nadie de su círculo más cercano”, recuerda el coronel Jiménez. Pero, ¿y si no fue
exactamente él?

La mejor amiga de la infancia de Augusta La Torre cree que uno de los asesinos fue
Elena Iparraguirre, la camarada Miriam, la nueva mujer de Guzmán. Él la había
conocido en la Universidad de San Marcos, un día de la década del setenta en que había
ido a dar una conferencia sobre las mujeres en la Revolución Maoísta. Dicen que Elena
Iparraguirre quedó tan impresionada con el Doctor que no tuvo ningún reparo en
abandonar a sus hijos y seguirlo. Hasta hoy. Ella duerme ahora con Guzmán en su celda
de máxima seguridad, lo que siempre provoca la protesta de quienes no aceptan que el
asesino directo de cuarenta mil peruanos pueda vivir tan cómodamente en una cárcel
que no le dan ni a un estafador de bancos. Los guardias a cargo de su custodia cuentan
que Elena Iparraguirre lo atiende como una madre cuidaría a su bebé. El coronel
Benedicto Jiménez piensa que desde siempre en el alto cielo de Sendero existió un
triángulo amoroso. Recuerda que una vez le preguntó a Guzmán si le ponía los cuernos
a Augusta La Torre. ”El amor revolucionario no es como usted imagina”, dice que le
respondió. Hay otro dato.

Otra vez, dice, les preguntó a Guzmán y a Elena Iparraguirre, por separado, cómo murió
realmente Augusta La Torre. Recuerda que Guzmán le respondió fríamente: ”Se cayó
por las escaleras”, pero que Elena Iparraguirre se puso nerviosa. Le esquivó la mirada y,
en voz muy baja, dice que le dijo: ”Tenía un problema en el corazón”. Es casi imposible
saber ahora la verdad. Guzmán, Elena Iparraguirre y todos los demás cabecillas de
Sendero Luminoso que fueron testigos de esta historia están muertos o presos en
cárceles a las que muy pocos podrán ingresar de aquí a muchos años. Dicen que alguna
vez una militante senderista trató de investigar qué había pasado con Augusta La Torre,
y que Guzmán la envió a las mazmorras de su partido. Solo queda una certeza: Augusta
La Torre sí tenía un problema en el corazón. Se había enamorado de un dios de la
muerte para quien el amor vale menos que una guerra.

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