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-akal-
A Tim Blanning
y John Lough
CRONOLOGÍA
Relaciones Internacionales
1698, 1700 Primer y Segundo Tratados de Reparto del Imperio Espa
ñol entre las potencias pretendientes
1700 Estalla la Gran Guerra del Norte. Muere Carlos II de
España
1701 Comienzan las hostilidades en la Guerra de Sucesión Espa
ñola - Inglaterra entra en guerra en 1702
1704 Batalla de Blenheim
1709 Batalla de Poltava
1711 Campaña de Pruth
1713 Paz de Utrecht 1 Fin de la Guerra de 1714
Paz de Rastadt J Sucesión española
1716-18 Guerra turco-austriaca
1717 España conquista Cerdeña
1718 España ataca Sicilia. Comienza el conflicto entre España,
Gran Bretaña y Francia (hasta 1720)
1721 Tratado de Nystad: fin de la Guerra del Norte
1725 Tratados de Viena (Austria, España) y Hannover (Gran
Bretaña, Francia, Prusia)
1731 Segundo Tratado de Viena: Alianza anglo-austriaca
1733-35 Guerra de Sucesión Polaca
1735 Comienzan las hostilidades entre Rusia y el Imperio Turco
1737 Austria se une a Rusia
1739 Tratado de Belgrado: fin de la Guerra Balcánica
17-39-48 Conflicto anglo-español: Guerra de la Oreja de Jenkins
1740 Prusia invade Silesia: comienza la Guerra de Sucesión
Austríaca.
1741-43 Guerra entre Rusia y Suecia.
1748 El Tratado de Aquisgrán acaba con la Guerra de Sucesión
Austríaca.
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1754 Inicio de las hostilidades anglo-francesas en América del
Norte
1755 Estalla una guerra no declarada entre Gran Bretaña y Fran
cia: se reconoce formalmente a partir de 1756
1756 Tratado anglo-prusiano de Westminster. Tratado franco-
prusiano de Versalles. Federico II invade Sajonia. Estalla la
Guerra de los Siete Años.
1759 Año de victorias británicas. Toma de Quebec
1761 Tercer Pacto de Familia: Francia-España. Los dos anterio
res se firmaron en 1733y 1743
1763 La Paz de París y el Tratado de Hubertusburgo ponen fin a
la Guerra de los Siete Años
1768 Estalla una nueva guerra ruso-turca, Francia adquiere la
Isla de Córcega
1772 Primer reparto de Polonia
1774 Tratado de Kutchuk-Kainardji: fin de la guerra ruso-turca
1776 Declaración de Independencia americana
1778-79 Guerra de Sucesión de Baviera
1778 Francia entra en la Guerra de Independencia americana
1781 Alianza ruso-austriaca contra el Imperio Otomano
1783 Rusia se anexiona Crimea. El Tratado de Versalles pone fin
a la Guerra de Independencia americana
1786 Tratado comercial entre Francia y Gran Bretaña
1787 Los turcos atacan Rusia. Prusia interviene en las Provincias
Unidas
1788 Gustavo III de Suecia ataca Rusia
1790 Fin de las hostilidades austro-turcas y ruso-suecas. Crisis
del Estrecho de Nutka entre España y Gran Bretaña
1791 Crisis de Oczakov entre Gran Bretaña y Rusia
1792 El Tratado de Jassy acaba con el conflicto ruso-turco.
Comienza la Guerra Revolucionaria francesa
1793 Gran Bretaña entra en la Guerra Revolucionaria.
Segundo reparto de Polonia
1795 Tercer reparto de Polonia
Gran Bretaña
1701 Acta de Settlement que regula la sucesión de la Dinastía
Hannover
1707 Unión de Inglaterra y Escocia
1714 Los Whigs reemplazan en el poder a los Tories coincidien
do con el acceso al trono de Jorge I
1715-16 Se levanta el movimiento jacobita
1716 Acta Septenaria: establece nuevas elecciones cada 7 años
1720 Estalla el escándalo de la South Sea Company
1721 Walpole se convierte en primer ministro
1733 Crisis de las sisas
1742 Walpole cae tras las elecciones de 1741
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1745-46 Nuevo levantamiento de los jacobitas
1754 La muerte de Henry Pelham inaugura un período de inesta
bilidad política en el gobierno
1757-61 Ministerio de Pitt-Newcastle
1770-82 Lord North elegido primer ministro
1781 . Rendición del ejército británico en Yorktown
1783 William Pitt el Joven se convierte en primer ministro
1788-89 , Crisis de la Regencia
Francia
1713 La bula Unigénitas condena las doctrinas atribuidas a los
jansenistas
1715 Ascenso al trono de Luis XV. Regencia de Orleáns hasta
1723
1720 Fracaso de las propuestas financieras de Law
1726-43 El cardenal Fleury elegido primer ministro
1749 Se grava un nuevo impuesto, la Vingtiéme
1751 Aparece el primer volumen de la Encyclopédie
1758-70 El duque de Choiseul elegido primer ministro
1764 Expulsión de los jesuitas
1771 La “Revolución Maupeou”: reorganización delos parle-
ments
111A Asciende al trono Luis XVI; cae Maupeou, se vuelven a
constituir los parlements
1774-76 Turgot designado superintendente general de finanzas
1787 Se reúne una Asamblea de Notables. Calonne es sustituido
por Brienne
1788 Fracasa la Asamblea de Notables. Se convocan los Estados
Generales. Brienne es reemplazado por Necker.
1789 Se reúnen los Estados Generales. Toma de la Bastilla. Los
Estados Generales se convierten en una Asamblea
Nacional. Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano.
1791 Huida a Varennes. Nueva Constitución
1792 Abolición de la Monarquía
1793 Ejecución de Luis XVI
Rusia
1700 Batalla de Narva: derrota de Pedro I por Suecia
1703 Comienza la construcción de S. Petersburgo
1708 Revuelta de Ucrania
1710-11 Conquista de las Provincias Bálticas
1711 Creación del Senado
1718 Asesinato del zarevich Alexis. Empiezan a crearse colegios
administrativos (ministerios)
1722 Se publica la Tabla de Rangos sociales
1730 Los líderes nobles no consiguen imponer restricciones a Ana
1741 Golpe de Estado de Isabel
1762 Asciende al trono Pedro III, pero es depuesto y asesinado
Abolición del servicio obligatorio al Estado para el esta
mento nobiliario
1767 Se reúne la Comisión Legislativa
1773-75 Levantamiento del siervo Pugachev
1775 Reforma de la Administración provincial
1785 Se aprueban nuevos privilegios para la nobleza y las ciudades
Otros Estados
1720 La nueva Constitución escrita reduce en gran medida el
poder de los monarcas suecos
1747 Revolución de los Orangistas en las Provincias Unidas
1750-77 Pombal designado primer ministro de Portugal
1759 Expulsión de los jesuítas de Portugal
1759-76 Tanucci elegido primer ministro en el Reino de Nápoles
1765-90 El gran duque Leopoldo gobierna en la Toscana
1770-72 Reformas de Struensee en Dinamarca
1773 Disolución de la Orden Jesuita
1786 Sínodo en Pistoia
GOBERNANTES DE LOS PRINCIPALES ESTADOS
Dominios Austríacos: Dinastía Habsburgo
Leopoldo I 1657-1705
José I 1705-1711
Carlos VI 1711-1740
María Teresa 1740-1780
(José II corregente) (1765-1780)
José II 1780-1790
Leopoldo II 1790-1792
Gran Bretaña
Guillermo III 1689-1702
Ana 1702-1714
Jorge I 1714-1727 Dinastía
Jorge II 1727-1760 Hannover
Jorge III 1760-1820
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PREFACIO
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EUROPA 1700-21
Escala
0 100 200 300 km
| Suecia en 1700
Sajonia-Polonia
l i l i l í Imperio Otomano
\//A Brandemburgo - Prusia
l l l l l ] Posesiones de los Habsburgo
[ República de Venecia
I Territorios de los
I Habsburgo
Escala
100 200
Saboya y Piamonte 1700
Adquisiciones 1713-48
300 km
o Parlements
B Bretaña
N Normandía
L Languedoc
R Rosellón
Be Béarn
P Provenza
Bu Borgoña
D Delfinado
F Flandes
A Auvernia
CAPÍTULO I
UN ENTORNO HOSTIL
La d e m o g r a fía , l a s e n fe r m e d a d e s y l a m o r t a lid a d
El modelo demográfico antiguo se caracterizaba esencialmente por un
retraso en el ritmo de procreación, que tendía a estabilizarse, por un bajo
índice de ilegitimidad y por matrimonios tardíos ligados a las posibilida
des de trabajo. No obstante, la tendencia general de la población europea
durante el siglo XVIII presenta un crecimiento positivo, sobre todo a partir
de los primeros años de la década de 1740. Aumentó desde unos 118
millones de habitantes en 1700 hasta aproximadamente 187 millones un
siglo después. Como puede observarse en muchos otros aspectos, seme
jante aumento general ocultaba importantes diferencias regionales en
cuanto a su índice de crecimiento y a la cronología con que se produjo,
hasta el punto de que semejante diversidad fue un rasgo dominante a lo
largo de toda la centuria. Los modelos económicos y demográficos
menos favorecidos podían ocasionar importantes descensos de población,
al igual que las catástrofes naturales o los conflictos bélicos de grandes
proporciones. En estos casos, los descensos de población solían deberse
más a la emigración o a la imposibilidad de mantener los aportes de la
inmigración en ciudades que poseían índices de mortalidad superiores a
los de natalidad. En un siglo en el que resultaba problemática la elabora
ción de estadísticas, la mayoría de las cifras de población aportadas
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deben entenderse como valores aproximativos. Aun así, se aprecian cla
ros signos de descenso en algunas zonas del Continente. Los principados
danubianos de Moldavia y Valaquia sufrieron un considerable descenso
de población motivado en su mayor parte por la guerra y la emigración.
La guerra también hizo que la población del Electorado de Sajonia se
redujera de 2 millones de habitantes en 1700 hasta 1.600.000 al final de
la Guerra de los Siete Años en 1763, un conflicto que costó a Prusia,
entre muertos y huidos, hasta el 10% de su población. En cambio, en
Amberes, el descenso de su población de 67.000 habitantes en 1699 a
42.000 en 1755, se debió principalmente a la incidencia de unas condi
ciones económicas adversas, al igual que sucedió en Gante.
El rasgo más característico que ofrecen las cifras de población de
muchas regiones europeas durante la mayor parte del siglo x v iii es la ten
dencia al estancamiento. Por ejemplo, la población de Reims se estabili
zó en unos 25.000 habitantes entre 1694 y 1770, antes de comenzar un
período de crecimiento que en 1789 le permitió alcanzar los 32.000 habi
tantes, volviendo a recuperar así valores existentes en 1675. El aumento
de población que experimentó la comunidad de Duravel en Haut-Quercy
(Francia) no llegó a superar a fines de siglo las cifras que había tenido
antes del hambre de 1693. Venecia, que se hallaba en una situación eco
nómica estancada, tenía una población de 138.000 habitantes en 1702, y
de 137.000 en 1797.
El estancamiento de las cifras de población no tenía por qué constituir
un problema en sí mismo. Podría pensarse que la existencia de una
población estable muestra quizás un deseo de obtener unos ingresos per
cápita más elevados controlando su ritmo de crecimiento, pero también
podría tratarse de una respuesta a una pobre situación económica.
Muchas zonas que experimentaron un aumento de población en la segun
da mitad del siglo, como la provincia holandesa de Overijssel o Irlanda,
tuvieron que afrontar graves dificultades económicas. Sin embargo, la
tendencia general muestra un claro aumento de la población, que afectó
tanto a las zonas que estaban experimentando un crecimiento económico
importante como a las que no lo tenían. El reino de Nápoles prácticamen
te duplicó su población hasta superar los 5 millones de habitantes, y la
isla de Sicilia pasó de 1 millón de habitantes a 1,5 millones, mientras que
el aumento de las cifras de población en Portugal fue de 2 a 3 millones de
habitantes y en Noruega de 512.000 a 883.000 habitantes. Las conquistas
territoriales contribuyeron al incremento de la población en Rusia desde
los 15 millones de habitantes en 1719 hasta los 35 millones en 1800,
cifra con la cual se situó incluso por delante de Francia, cuya población
había aumentado debido también en parte a diversas anexiones, desde los
19 o 20 millones de habitantes en 1700 hasta los 27 millones en 1789. En
estos valores se incluyen tanto períodos y zonas de crecimiento débiles,
en las décadas de 1740 y 1780, sobre todo, en el oeste de Francia, como
otras zonas que experimentaron un fuerte aumento de población, entre las
que se encuentran principalmente Borgoña y Alsacia. La población de
Polonia empezó a aumentar en los años 1720, después de un período de
guerra y epidemias, mientras que el Ducado alemán de Württemberg cre
ció desde los 428.000 habitantes en 1734 hasta los 620.000 en 1790. En
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España el proceso de aumento de su población se aceleró a partir de
1770, pero este crecimiento en su mayor parte se dio en provincias peri
féricas y litorales como Valencia y no en las regiones agrícolas y más
pobres del interior. Las diferencias se hacen más notorias a medida que
se reduce el marco geográfico estudiado y, sobre todo, cuando se tiene en
cuenta el ámbito urbano. A pesar de que la población total de la Penínsu
la italiana creció a lo largo del siglo XVIII desde los 13 millones de habi
tantes hasta los 17 millones, la de Turín, una capital con escaso desarro
llo de su sector industrial, aumentó desde 44.000 habitantes hasta 92.000.
El crecimiento urbano dependía en gran manera de los aportes de la
inmigración. Por ello, aun cuando el índice general de crecimiento en
Renania fue durante el siglo XVIII de un 30%, la población de Düsseldorf
y de los pueblos colindantes se duplicó entre 1750 y 1790 debido a un
índice de natalidad más elevado y a la afluencia de inmigrantes. Por su
parte, Berlín, la capital de Prusia, experimentó un salto considerable
desde los 55.000 habitantes en 1700 hasta los 150.000 en 1800.
Las variaciones peculiares que se observan en los movimientos de
población nos permiten aclarar algunas de las razones que motivaron los
cambios, pero a su vez hacen que resulte mucho más difícil establecer
una teoría general. Si bien el control de la natalidad, incluyendo el retra
so voluntario en la edad del matrimonio, restringía el número de naci
mientos, los principales factores de limitación eran las enfermedades y la
malnutrición. La edad media a la que se casaban las mujeres por primera
vez variaba considerablemente; no obstante, parece que esta práctica
obedecía a determinadas posibilidades económicas. En la Europa del
Este, donde las densidades de población eran bajas y la superpoblación
no constituía en absoluto un problema, el matrimonio solía contraerse
entre los 17 y 20 años y la mayoría de las mujeres se casaban. Por el con
trario, en el noroeste de Europa esta edad del primer matrimonio variaba
entre los 23 y 27 años. En el pueblo toscano de Altopascio, la media de
edad aumentó desde 21,5 años antes de 1700 a 24,17 entre 1700 y 1749,
y vino acompañada por un descenso del promedio de hijos por pareja.
Esto probablemente se debió en parte a una disminución de los ingresos
que se produjo de forma paralela a la caída del precio del trigo a princi
pios de siglo. La difícil situación económica por la que atravesaba el pue
blo de Bilhéres en la región francesa de Béarn, una comunidad cuya
población se hallaba bajo la presión de unos recursos alimenticios bas
tante limitados, hizo que la edad media del primer matrimonio entre las
mujeres fuese de 27 años, y que hubiese muy pocos segundos matrimo
nios. Una cifra semejante entre 1774 y 1792 es la que ofrece el pueblo de
Azereix en el Pirineo francés, donde llegaba a los 26 años y había una
importante diferencia intergenésica, lo cual nos indica un uso frecuente
de prácticas anticonceptivas. A éstas, y sobre todo al coitus interruptus,
se atribuye en parte el ligero descenso del índice de natalidad que se
aprecia en Francia a partir de 1770. Cuando a fines de siglo decayó la
prosperidad económica que tenían los Países Bajos Austríacos, el índice
de matrimonios también bajó. Se observa, por tanto, que en algunas
regiones los índices de natalidad guardan una estrecha relación con el
conocimiento de las posibilidades económicas. De hecho, el aumento de
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la población británica se ha atribuido más a la menor edad en la que se
contraían los matrimonios y a la mayor fertilidad de los mismos, que a un
descenso en su índice de mortalidad, y es probable que, como sucede en
Yorkshire, este aumento de la fertilidad de los matrimonios se deba al
incremento de los salarios. En Estrasburgo, hasta fines de los años 1760,
el porcentaje de matrimonios estuvo relacionado con la fluctuación de los
precios. Los ciclos que describe la industria de la seda de Krefeld en
Renania se vieron reflejados en las cifras de los matrimonios locales. El
censo realizado en Brabante en 1755 revela que la edad a la que se casa
ban los campesinos era superior a la de los artesanos. La población de
Castres aumentó en un 50% entre 1744 y 1790 como respuesta a la recu
peración económica de la industria textil de la ciudad. Se ha llegado a
sugerir incluso que la proto-industrialización, el desarrollo de actividad
industrial en zonas rurales, promovió el crecimiento demográfico experi
mentado en estas regiones. Después, estas mismas zonas emplearon su
riqueza para exportar la malnutrición a los campesinos de regiones agrí
colas como Hungría y Galitzia. Sin embargo, el crecimiento de la pobla
ción no obedecía simplemente a un aumento de los índices de natalidad
propiciado por el crecimiento económico. De hecho, la población no
aumentó en muchas zonas que experimentaron este tipo de crecimiento, y
ha llegado a demostrarse que el descenso en el índice de mortalidad fue
un rasgo muy importante en el régimen demográfico europeo de este
período. La esperanza de vida no era alta en la Europa moderna. En la
provincia valona de Brabante, el 20% de los nacidos moría en su primer
año de vida y la esperanza de vida era inferior a los 40 años. Aun así, la
población aumentó a una media anual del 0,69% durante la segunda
mitad del siglo. En la ciudad bohemia de Pilsen, el índice de mortalidad
antes del quinto año de vida era del 52%. Una cifra semejante es la que
ofrece el pueblo moravo de Poruba con un 36%. En esta última localidad,
la edad media de las defunciones durante la primera mitad del siglo xvra
era de 27 años para los hombres y de 33 para las mujeres, pero llegaban
hasta los 54 y 55 años quienes lograban sobrevivir a los 15 años de edad.
En la segunda mitad del siglo, las cifras fueron en cambio peores debido
al hambre de 1772. La situación resultó ser bastante dura para ambos
extremos de la escala social. El incremento de la esperanza media de vida
no podía contrarrestar los temores de la gente, sobre todo por la notoria
precariedad de la medicina de la época. Federico II (“El Grande”) de Pru-
sia sucedió a su padre Federico Guillermo I, porque sus dos hermanos
mayores habían muerto antes de cumplir su primer año de vida. Las tres
cuartas partes de los niños ingresados en el Hospital de los Inocentes de
Florencia entre 1762-64, que no fueron reclamados por sus padres,
murieron antes de alcanzar la edad adulta. Una cifra semejante es la que
ofrece el Hospital General de Amiens durante la década de 1780, donde
las dos terceras partes de sus muertos no superaban la edad de 5 años.
Así pues, el aumento de la población podía deberse a la reducción
de los niveles de mortalidad adulta e infantil. Una de las principales cau
sas de mortalidad eran las enfermedades, tanto ordinarias como epidémi
cas, de manera que las pestes seguían constituyendo un problema muy
grave. La epidemia de peste que empezó a propagarse a fines del año
1700 diezmó la población de Europa Oriental. Hungría perdió cerca del
10% de su población y Livonia alrededor de 125.000 personas. Además,
ocasionó la interrupción de las actividades económicas, políticas y cultu
rales habituales entre distintos países de la región, y la adopción de medi
das de cierre como la clausura de la frontera austro-húngara entre 1709-
14 y-la de la Universidad de Kónigsberg en 1709. La epidemia que asoló
el Imperio Otomano, Hungría y Ucrania a fines de los años 1730 y 1740
acabó con’la vida de unas 47.000 personas en Sicilia y Calabria en 1743.
Una epidemia brutal asoló a principios de los años 1770 Rusia y el Impe
rio Otomano. Alrededor de 100.000 personas murieron en Moscú, donde
se rumoreaba que los médicos, según un pacto secreto hecho con la
nobleza, estaban propagando la enfermedad en lugar de combatirla. Y en
Kiev, ciudad en la que murió el 18% de la población, el clero se negó a
quemar las ropas de las víctimas. No obstante, en otras partes la peste
estaba en franco retroceso. En España, la última gran epidemia acabó en
1685, en Francia en 1720 y en Italia en 1743. La situación parece ser
menos favorable en la Europa del Este, en donde diversas epidemias
importantes se extendieron sobre los Balcanes en las décadas de 1710,
1720, 1730, 1740, 1770 y 1780. En general, frente a las epidemias seguí
an mostrándose más temor y vigilancia que optimismo. Europa se hallaba
dividida en dos por un cordón sanitario contra la peste, formado por una
red de oficiales, puestos y reglamentaciones sanitarias que trataban de
actuar como una barrera capaz de resistir a los efectos más perjudiciales
de un entorno hostil. Esta barrera se podía observar mejor en las fronteras
continentales con el Imperio Otomano. La vigilancia, siempre constante,
llegaba a alcanzar niveles extremos durante las epidemias. En 1743,
Venecia desplegó en el Adriático buques de guerra para evitar la arribada
de barcos provenientes de zonas infectadas y durante aquel invierno
prohibió el comercio con el resto de Italia. Sus disposiciones no contem
plaban ningún tipo de excepciones y, por ello, incluso se obligó al duque
de Módena a guardar cuarentena. Contra las epidemias también se
emplearon tropas en 1753 y 1770 para cerrar fronteras con diversos paí
ses de Europa oriental, y en 1778 se establecieron patrullas navales en la
costa napolitana. Europa occidental no se vio libre de semejantes sobre
saltos. Un brote de fiebre en Ruán a principios de 1754 se identificó por
error con una epidemia de peste, y tres años más tarde se informó sobre
esta'enfermedad en Lisboa. En 1781 el gobierno sardo tuvo que adoptar
grandes precauciones para evitar que se propagase la peste procedente de
los Balcanes. •
La gran eficacia y la aplicación implacable de las medidas que se
adoptaron para controlar la peste en el siglo XVIII se pone de manifies
to en las que se emplearon para limitar la propagación del brote declara
do en Marsella en 1720. De no ser por el cordón sanitario que aisló la
ciudad en 1720, la epidemia se habría extendido por toda Francia. Las
disposiciones relativas a las cuarentenas fueron las medidas de gobierno
que más beneficiaron a la población europea, pero, al igual que sucede
con otros aspectos de la actividad estatal, resulta difícil establecer cuál
fue |u grado de eficacia. Esta práctica se basaba en un principio acer
tado.,' según el cual, si se conseguía aislar la epidemia, se rompería su
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cadena de infecciones. Sin embargo, los estados de la Europa oriental
carecían de la burocracia necesaria para controlar la enfermedad con efi
cacia, y se ha señalado que las medidas de sanidad publica no fueron más
importantes para limitar los brotes epidémicos que las mutaciones del
parásito transmisor de la peste o los cambios experimentados en sus por
tadores más comunes, la población de ratas y pulgas de Europa. Las
barreras contra la propagación de la enfermedad eran endebles, y las
reacciones populares ante ella seguían siendo torpes y desiguales debido
a la mentalidad predominante y a la limitación de los conocimientos
médicos. Puede ser también que las posibilidades de infección en Europa
occidental se redujesen a consecuencia de las modificaciones introduci
das en las condiciones de vida del hombre, que se caracterizarán ante
todo por la construcción de edificios de ladrillo, piedra y teja. Cuales
quiera que fueran las causas de este cambio en Europa occidental, no sir
vieron de alivio a la población de la Europa del Este, donde la peste no
desapareció ni tampoco disminuyó su virulencia.
La peste no fue en modo alguno la única enfermedad grave que pade
cían los hombres de esta época, pero sería muy difícil cuantificar la inci
dencia de los distintos tipos de enfermedades conocidos por lo impreci
sos que resultan muchos términos empleados por los médicos del siglo
xvill para describirlas. Con palabras como debilidad y parálisis, que eran
en realidad términos bastante convencionales para describir síntomas que
precedían a la defunción, o las de agonía y flujo, que eran mucho más
imprecisas, se hacían diagnósticos que podían abarcar una gran variedad
de enfermedades diferentes. La viruela fue una de las enfermedades más
graves, y a ella se deben las crisis de mortalidad que se produjeron en
Milán en 1707 y 1719, y en Verona en 1726. Tuvo un carácter endémico
en Italia durante los años 1750 y en Venecia desde principios de la déca
da siguiente, y llegó a ser la primera causa de mortalidad infantil en
Viena en 1787. Tampoco hacía distingos con la posición social de los
enfermos. Pedro II abandonó Lisboa para irse al campo en enero de 1701
para poder evitarla. Luis XV murió de ella en 1774, y tres años después
atacó al hermano del rey de Nápoles, por lo que el monarca ordenó que
sus hijos fueran inoculados. Era una enfermedad difícil de vencer. La
negativa a dejarse inocular para combatir la viruela tenía en ocasiones su
razón de ser. La difusión de la inoculación en Italia a partir de 1714
podría guardar relación con una mayor frecuencia de los brotes de virue
la, ya que las personas inoculadas, cuando no permanecían aisladas,
constituían un foco de infección. La vacuna, más que la inoculación,
desempeñó un papel importante en la lucha contra la enfermedad, pero
no se realizó por primera vez hasta 1796. Fue introducida en Francia en
1800 y se ha calculado que en una década se vacunó al 50% de los bebés
franceses.
La disentería bacilar se daba con frecuencia en la Europa rural y,
tanto las precarias condiciones de higiene como la malnutrición propias
de la época, contribuyeron a hacer de ella una enfermedad mortal. Las
epidemias de disentería tuvieron efectos devastadores en Francia en 1706
y en los Países Bajos Austríacos en 1741; y otro brote epidémico, conoci
do como la Muerte Roja, afectó a los Países Bajos en la década de 1770.
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El tifus y las fiebres tifoideas y recurrentes fueron endémicos y en oca
siones llegaron a convertirse en epidémicos. En Suecia la tuberculosis
pulmonar se hizo endémica desde mediados de siglo, y las décadas de
1770 y 1780 fueron años caracterizados por grandes pérdidas en las cose
chas y por epidemias de disentería. La gripe representó también un grave
problema, pues ocasionó importantes epidemias en la mayor parte del
Continente, como las de 1733, 1742-43 y 1753. La malaria, en cambio,
incidía de, forma aguda en ciertas áreas del Mediterráneo, como en la isla
de Cerdeña; y la sífilis era otra enfermedad bastante común. Pero resulta
ban también mortales muchas otras enfermedades y accidentes que en la
Europa de nuestros días se pueden combatir y evitar con facilidad.
La virulencia con que se manifestaban las enfermedades en el siglo
XVIII era consecuencia de las circunstancias medioambientales propias
de la época. El comercio y las migraciones contribuían a propagarlas. En
1730 un escuadrón español procedente de las Indias Occidentales trajo a
Cádiz el primer caso europeo de fiebre amarilla. Los ejércitos eran
transmisores y víctimas de las enfermedades. Las enfermades que esta
ban causando estragos en el campamento ruso de Narva en 1700, infec
taron a los suecos cuando éstos lo tomaron. Las tropas austríacas propa
garon la enfermedad al Palatinado Superior en 1752 y desde Hungría a
Silesia en 1758, de la misma forma que las tropas rusas que operaban en
los Balcanes durante la guerra de 1768-74 contra los turcos difundieron
el tifus por toda Rusia. Por ello, a los emigrantes que buscaban trabajo o
comida se les consideraba como una fuente de infecciones. Un agente
bávaro en Viena escribió en 1772 que los pobres de Bohemia traían la
muerte en sus labios.
Los niveles de higiene y el régimen alimenticio eran claramente insu
ficientes. Las condiciones de vivienda de la mayoría de la población y,
en particular, el hábito de compartir las camas propiciaban una alta inci
dencia de las infecciones respiratorias, dada la falta de intimidad que
tenía la mayor parte de las viviendas disponibles. Cobraban entonces
importancia los hábitos higiénicos y los niveles de aseo personal, sobre
todo en aquellas comunidades en las que había una alta densidad de
población. La costumbre de lavarse con agua limpia era a la fuerza muy
poco frecuente y la proximidad de animales y estercoleros no contribuía
en absoluto a mejorar la higiene. Europa era una sociedad que procuraba
más conservar los excrementos que eliminarlos. Los desechos orgánicos
humanos y animales se recogían para usarlos como abono. Cuando se
almacenaba cerca de las viviendas, este abono era bastante peligroso y,
cuando se esparcía, podía llegar a contaminar las reservas de agua. El
agua limpia para beber escaseaba en la mayor parte de Europa y, sobre
todo, en las grandes ciudades, en las regiones costeras o las zonas bajas
que carecían de pozos profundos. Esto explica la importancia que tenían
las bebidas fermentadas.
Las carencias alimenticias también contribuían a favorecer la propa
gación de las enfermedades infecciosas, al disminuir considerablemente
las defensas del organismo. Además, la malnutrición provocaba esterili
dad en las mujeres. Los problemas de escasez y carestía de la comida
hacían que el grueso de la población careciera de una dieta equilibrada,
25
incluso cuando tenían suficiente comida. Aun así, puede encontrarse una
dieta más variada según las regiones y los distintos grupos sociales, e
incluso la existencia de productos sustitutorios; por ejemplo, en Rusia, el
pescado, las bayas y la miel podían proporcionar nutritivos sustitutos de
la carne y el azúcar. En general, el campesinado europeo consumía poca
carne y comía los cereales menos apetecibles. En otras zonas se aprecian
síntomas de un claro deterioro de la dieta. En Austria, el consumo de
carne per cápita decayó durante la segunda mitad del siglo. En Suecia,
también disminuyó el consumo de productos animales. Los datos toma
dos de los archivos militares sobre la estatura de los varones bohemios,
húngaros y suecos indican que los muchachos en etapa de crecimiento
a fines del siglo XVIII sufrieron algún deterioro en sus niveles de salud y
nutrición que acabaron limitando su desarrollo. Parece también que la
falta de higiene y la malnutrición desempeñaron un papel fundamental en
la propagación de enfermedades. En Estrasburgo hasta la década de
1750, diversos períodos de escasez de alimentos vinieron acompañados
de importantes brotes epidémicos. En las áreas rurales de Brabante, el
hambre solía asociarse a la propagación de la disentería. La subida de los
precios de los cereales en 1739-41 produjo un resurgimiento de las enfer
medades infecciosas en muchas zonas de Europa, que coincidió con un
acusado empeoramiento climático. El hambre que hubo en Italia en los
años 1764-68 parece haber sido el causante de la epidemia de fiebre que
azotó la parte central de la Península en 1767. Por el contrario, a fines del
siglo XVIII, las buenas cosechas recogidas en Renania pueden asociarse
con una relativa ausencia de epidemias.
La nutrición no era el único factor que contribuía a agravar el impacto
de las enfermedades. Los factores climáticos también tenían gran impor
tancia porque podían debilitar considerablemente la capacidad de resis
tencia de la población frente a determinadas dolencias. En Francia, las
epidemias de enfermedades respiratorias mortales se volvieron endémi
cas a principios de los años 1740, probablemente debido a la incidencia
de la hipotermia. El rigor de las condiciones atmosféricas se agravaba
mucho con la escasez de leña. Pero el estado en que se encontrasen las
reservas de comida tenía un carácter determinante, no sólo para prevenir
el hambre, sino también para mantener la salud y el ánimo de la pobla
ción. De hecho, el hambre podía seguir ocasionando una mortalidad masi
va. Casi un cuarto de millón de personas murieron de inanición y por
enfermedades derivadas de ella en Prusia Oriental en los años 1709-11.
Provocó un brusco aumento en el índice de defunciones ocurridas en Bari,
Florencia y Palermo en 1709, y en el reino de Nápoles en 1764. El núme
ro de muertos registrado en la ciudad francesa de Albi pasó de 280 en
1708 a 967 en 1710, el de nacimientos se desplomó desde los 357 a los
191 y el de matrimonios de 100 a 49. La recuperación fue bastante lenta,
puesto que la actividad económica se mantuvo en unos niveles bastante
bajos, el endeudamiento municipal siguió siendo elevado y muchas casas
quedaron abandonadas. En 1750 Albi todavía no había alcanzado el
número de habitantes que tenía a principios de siglo. En 1771-72 una cri
sis de subsistencia hizo que pereciesen en Bohemia alrededor de 170.000
personas que representaban el 7% de su población. Aunque no todos los
26
períodos de escasez tuvieron efectos tan drásticos, contribuyeron a acen
tuar el impacto causado por las enfermedades. Las malas cosechas que
hubo en Suecia en 1717-18 produjeron enfermedades relacionadas con la
malnutrición en regiones en las que escaseaban la sal y la harina, como
en Dalecarlia, ocasionando un fuerte incremento en los índices de morta
lidad.- En Tournai, en los Países Bajos Austríacos, el hambre de 1740 no
causó muchas muertes, pero en cambio preparó el terreno para la virulen
ta epidemia de 1741.
No se sabe en qué medida el crecimiento general de la población
europea durante el siglo xvill se debió a los éxitos obtenidos en la lucha
contra el hambre. Esta adoptó dos formas principales, el aumento de la
producción agrícola, y las iniciativas estatales y municipales aplicadas
para mejorar la distribución de alimentos y paliar los efectos directos del
hambre. Aparte de la convicción generalmente aceptada de que la fuerza
de un Estado guardaba relación con el número de sus habitantes, se
consideraba el hambre como un problema político muy grave, porque
con frecuencia era la causa de disturbios, como los que estallaron en
Istria (1716), en París (1725), en las Provincias Unidas (1740), en Nor-
mandía (1768), en Palermo (1773) o en Florencia (1790). Los comenta
rios sediciosos que circulaban por el París de los años 1750 aducían el
alto precio del pan y la miseria general que padecía el pueblo llano como
motivos por los que se debía matar al rey Luis XV. El miedo al hambre
provocó disturbios en los Países Bajos Austríacos en los años 1767-69 y
1771-74, donde se puso de manifiesto la alerta social que podían ocasio
nar los rumores de escasez. Además, la escasez de las cosechas podía
hacer truncar la actividad económica general, poniendo en peligro los
niveles de ingresos ordinarios al reducir los beneficios potenciales de los
impuestos y concentrar la mayor parte del consumo en los gastos ocasio
nados por el abastecimiento y encarecimiento del pan.
A lo largo de la centuria se aprecian, no obstante, claros síntomas de
mejoría respecto a esta situación. En 1740-42 Escandinavia e Irlanda fue
ron las únicas regiones en las que se dieron nuevos períodos de hambre a
gran escala. En otras zonas, la beneficencia pública y los programas de
ayuda sirvieron para limitar la mortalidad a pesar de la escasez de ali
mentos y de la subida de los precios de los cereales. La posibilidad
de llevar a cabo una acción estatal más eficaz en este sentido se puso de
manifestó sobre todo en Prusia. Ya existía una red de graneros reales y a
pesar de la incidencia de una exigua cosecha, del inicio de un nuevo con
flicto bélico y de la persistencia de unas condiciones climáticas adversas,
el gobierno prusiano logró evitar, en gran medida, el aumento de la mise
ria, del paro, de los vagabundos y de los tumultos, desarrollando un siste
ma que mantuvo su eficacia durante el resto de la centuria. Las reservas
de grano disponibles en los graneros públicos, la política cerealista de
Federico II y el control social que ejercían los terratenientes y el gobier
no minimizaron las consecuencias perjudiciales que tenían las respuestas
populares a los períodos de escasez general, como las migraciones, que
influían notablemente en el incremento de las cifras de mortalidad. El
gobierno prusiano creía que los mejores medios con los que se podía
luchar contra la escasez de alimentos eran la prevención y la firmeza. Un
27
encontrar en el mercado de Foix, en el de Tarbes no se empezó a vender
oficialmente hasta los años 1790. Se produjeron crisis demográficas
regionales en 1746-47, 1759 y 1769. En la ciudad de Ussel, ubicada en el
Macizo Central francés, y en su región la actividad económica siguió
manteniendo unos niveles muy bajos y su población no registró aumento
alguno. Un elevado índice de mortalidad infantil se combinó con graves
crisis de mortalidad generalizada que originaron un alto porcentaje de
familias truncadas. En Duravel, en la región francesa de Quercy, se di
fundió el cultivo del maíz durante la primera mitad del siglo, pero a partir
de 1765 las mejores tierras de cultivo estaban exhaustas y dado que
el limitado desarrollo de sus técnicas agrícolas no permitió aumentar la
producción con nuevos cultivos intensivos, la escasez de alimentos se
convirtió en un grave problema. En la década de 1760, el número de
defunciones superaba al de bautismos y esta delicada situación demográ
fica perduró hasta la generalización del cultivo de la patata a principios
de la siguiente centuria. Aunque disfrutó de un largo período de paz entre
1763 y 1792, en la ciudad renana de Coblenza apenas se aprecian sínto
mas que permitan hablar de un próspero fin de siglo al que hubiese suce
dido un período más adverso a comienzos del siglo XIX. La producción
agrícola no consiguió adaptarse a las exigencias de la presión demográfi
ca. Pese a las buenas intenciones que mostraban las autoridades, los pro
gresos hechos en cuanto a las condiciones higiénicas eran demasiado
limitados y la parte antigua de la ciudad, donde vivían los artesanos,
siguió manteniendo unas condiciones de vida muy insalubres. La persis
tencia con que se daban las enfermedades hacía que las capas débiles de
la sociedad continuasen siendo las más vulnerables. Sólo se aprecia un
ligero descenso en la elevada tasa de mortalidad infantil que tenían los
suburbios de Bolonia. En los barrios pobres de Toulouse, las tasas de
natalidad y mortalidad eran altas, al igual que el número de niños aban
donados. Por el contrario, en el centro de la ciudad se desarrolló un régi
men demográfico más moderno, que favorecía la existencia de tasas de
natalidad y mortalidad más bajas. Esto también se aprecia en ciudades
como Ginebra y Ruán, donde los índices de mortalidad infantil entre los
nobles locales eran inferiores a la media.
Conclusiones
A pesar de que en algunas regiones y entre determinados grupos
sociales existía cierta tendencia hacia un régimen demográfico más posi
tivo, ésta no fue en absoluto la tónica general predominante durante el
siglo XVIII. El hambre siguió siendo una amenaza constante y motivo de
preocupación para todos los gobiernos. En muchas zonas los excedentes
alimentarios resultaban tan insignificantes que cuando acontecía la
menor adversidad este frágil nivel de subsistencia apenas era capaz de
afrontarla. Semejantes adversidades solían adoptar la forma de bruscos
cambios climáticos o de campañas militares, como el despliegue de las
tropas austríacas en Hungría a fines de 1787, que provocó una gran esca
sez de alimentos y la amenaza del hambre en toda la región. Parece que
30
las condiciones de paz que disfrutaron Europa central, meridional y occi
dental entre 1763 y 1792 contribuyeron de forma decisiva al incremento
de su población. En cambio, las regiones en las que se dieron grandes
conflictos bélicos, padecieron importantes crisis demográficas, y no tanto
por las muertes ocurridas en combate, sino por la propagación de infec
ciones, la incautación y destrucción de las cosechas o la suspensión de la
actividad económica en el ámbito rural, a consecuencia de la huida de
mano de obra y de las requisas de animales de tiro y de semillas de culti
vo. Entre 1695 y 1721, alrededor del 60 o 70% de la población de Esto
nia y del norte de Livonia murió a consecuencia de las enfermedades y
de la Gran Guerra del norte que se desarrolló en los años 1700-21.
En Europa occidental, en conjunto, se dieron ambas situaciones, ya
que una parte de su población siguió una tendencia de crecimiento clara
mente más favorable y otra mantuvo un régimen demográfico bastante
débil. La reducción progresiva de la mortalidad se vio interrumpida por
diversas crisis, como la que tuvo lugar a principios de los años 1740. De
hecho, tampoco cesó la aparición de alzas repentinas en las tasas de mor
talidad provocadas por nuevas crisis de subsistencia. En Suiza, Italia,
Austria e Irlanda aún en 1816 una aguda crisis de subsistencia hizo que
se disparasen sus índices de mortalidad. Por lo tanto, el aumento general
de la población no acabó con la angustia que sufrían sus comunidades. Y
resulta, por ejemplo, muy significativo que la comida tuviese un papel
tan relevante en escritos utópicos, como los de Fénelon y Morelly, o en
las fantasías populares. La forma de distribución de los alimentos refleja
ba claramente la naturaleza del sistema socioeconómico imperante, pero
el temor a las crisis de subsistencia hacía que incluso aquellos a los que
nunca les faltaba comida se preocupasen mucho más por su aprovisiona
miento.
El crecimiento general que experimentó la población europea durante
este siglo tuvo también muchas consecuencias. Incrementó considerable
mente la presión sobre sus sistemas económicos, exigiendo una amplia
ción del suelo disponible y un aumento de los empleos, de la producción
alimentaria y de la beneficencia. La presión demográfica sobre la tierra
se convirtió en un grave problema, puesto que el estado poco desarrolla
do en que se hallaban las técnicas y el utillaje agrícolas hicieron que en
gran parte de Europa no pudiesen ampliarse las zonas de cultivo. Con ini
ciativas esencialmente privadas empezaron a labrarse en zonas “yermas”
tierras que nunca antes se habían cultivado, y en la mayor parte de Euro
pa la demanda de nuevas tierras se convirtió en una cuestión capital. A lo
largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la población de las Tierras
Altas de Escocia aumentó de forma espectacular, incrementando enor
memente su presión sobre una superficie de tierra cultivable bastante
pequeña y limitada; y en Francia el crecimiento demográfico obligó a los
hijos más jóvenes de los campesinos y a los aparceros pobres a abando
nar sus esperanzas de llegar a adquirir la condición de campesinos inde
pendientes. El crecimiento general de la población propició también un
incremento en el número de jornaleros -la parte económicamente más
vulnerable de la fuerza de trabajo- en regiones como Mallorca, Cataluña
y el sur de España, y un mayor empobrecimiento del ámbito rural. De
31
hecho, a medida que se produjo el aumento de la población, la pobreza
llegó a convertirse en un problema general en muchas partes de Europa.
Se agravó sobre todo en regiones que tenían un bajo crecimiento econó
mico, como Calabria en el sur de Italia o la zona oriental de Overijssel,
pero también afectó a otros regímenes económicamente más favorecidos,
como los que había en Francia o Renania. En este último caso, la subida
de los precios de los productos alimenticios y la necesidad de tierras
favorecieron la subdivisión de las propiedades y el aumento del nú
mero de trabajadores sin tierras. Y aun cuando la desnutrición ya no solía
desembocar con tanta frecuencia en una muerte prematura, sí llegó a con
vertirse en una condición muy común entre gran parte de la población. El
crecimiento de la población acabó asimismo con el equilibrio de muchas
economías locales, en las que se primó excesivamente la producción de
cereales sin prestar suficiente atención a la cría de animales, que era la
principal fuente de abono.
Por lo tanto, el aumento de población llegó a formar parte también de
un entorno más adverso. Las enfermedades y la malnutrición, o incluso
hasta la inanición siguieron estando presentes en gran parte de la pobla
ción. Entre los principales factores determinantes de las circunstancias en
que vivía la población rural de Europa occidental destacan las conse
cuencias derivadas de la presión demográfica. El paro y la mendicidad se
convirtieron en problemas cada vez más graves para las ciudades a medi
da que afluían a ellas los emigrantes que huían de la pobreza rural. La
beneficencia social no podía atender a todo este tipo de personas, y no
resulta sorprendente que algunas de ellas fueran víctimas de la desespera
ción, sobre todo cuando un nuevo nacimiento ponía a prueba la capaci
dad de supervivencia de una familia. Pero el dramático destino que tuvo
un tabernero vienés, agobiado por las deudas, que en 1774 degolló a su
mujer embarazada y a su hijo de 9 meses y se tiró al Danubio, era menos
frecuente que la triste relación de niños abandonados. En la segunda
mitad del siglo XVIII, aumentó considerablemente el número de abando
nos en Italia, y sobre todo entre las niñas. En la década de los años 1780,
el promedio de abandonos mensuales era de 160-170 en Lyón y de 650
en París. Desde un punto de vista más humano, el régimen demográfico,
tanto antiguo como moderno, fue, con demasiada frecuencia, la causa de
muchos temores y miserias.
L a s c a l a m id a d e s y l a m e n t a l id a d c o n s e r v a d o r a
39
CAPÍTULO II
LA ESTRUCTURA ECONÓMICA
L a a g r ic u l t u r a
Nuevos métodos
A falta de unas precisas estadísticas globales sobre la producción
agrícola resulta difícil saber hasta qué punto los aumentos de la produc
ción se debieron a la expansión de las zonas de cultivo o a los progresos
técnicos incorporados. La ampliación de las tierras de cultivo en Euro
pa, que se logró mediante la construcción de acequias de riego, la tala
de árboles o la retirada de piedras, se basó esencialmente en el em
pleo de métodos de trabajo intensivos, debido tanto al utillaje entonces
existente como al tipo de recursos disponibles. Sin embargo, dado que
algunos de los cambios solicitados en las tareas agrícolas por los
reformadores agrarios no requerían un conocimiento o un equipamiento
especializado, era posible mejorar la labranza sin necesidad de introducir
cambios muy costosos. Un gran número de reformistas apoyaba este tipo
de mejoras. Algunos terratenientes llegaron a establecer granjas modelo,
como la del sajón Johann Schubart, que promovió el cultivo del trébol y
fue hecho noble por José II. La literatura sobre los avances en la agricul
tura alcanzó gran difusión, y sobre todo en Europa occidental, donde
autores como Jethro Tull y Duhamel de Monceau apoyaban el empleo de
las nuevas técnicas. Pese a que el libro de Tull, Horse Hoeing Husbandry
(1733), apareció mucho antes, la mayor parte de los trabajos más impor
tantes datan de la segunda mitad del siglo xvill, así como las primeras
reimpresiones y su generalización. Mientras que en el año 1700 no
existían en Polonia publicaciones sobre agricultura, en la segunda mitad
de la centuria aparecieron unas trescientas. En Parma se fundó un perió
dico dedicado a temas agrarios en los años 1760, y el gobierno ducal se
dio cuenta enseguida de las posibilidades que ofrecía la divulgación de
los conocimientos sobre agricultura a través de las publicaciones. No se
introdujeron en Hungría innovaciones agrícolas a través de una literatura
especializada propia hasta la década de 1770. La primera obra importante
fue escrita por Lajos Mitterpacher, un erudito jesuita que tras la disolu
49
ción de la orden se convirtió en profesor de Historia Natural y Agrono
mía en la Universidad de Buda. Sus Fundamentos de agricultura, escri
tos en tres volúmenes, aparecieron entre los años 1777 y 1794, y estaban
escritos en latín, pues todavía era la lengua predilecta para la educación,
la ciencia, la política y la vida pública en la mayor parte de Europa orien
tal. El libro contenía extensas discusiones científicas que trataban de
arrojar nueva luz sobre multitud de problemas agrícolas, desde las pers
pectivas que ofrecían la biología, la física y la química, y proseguía la
línea trazada por científicos británicos tales como Priestley. Una fuente
básica para la realización de su obra fue el relato hecho por Arthur
Young acerca de sus viajes por el norte de Inglaterra, que conoció a tra
vés de una traducción alemana publicada en Leipzig en 1772. Así como
durante la primera mitad del siglo XVIII los libros publicados cerca de
Halle habían propagado las ideas pietistas por toda Europa oriental, en
los años 1770 los publicados en Leipzig contribuyeron a difundir las ven
tajas del cultivo de nabos señaladas por Young. Una trayectoria semejan
te tuvo otra obra anterior más especializada sobre apicultura. Era el
English Apiary de John Geddy, publicada en 1675 y reeditada en 1722,
que trata sobre un método mediante el cual se podía sacar la miel de la
colmena sin que hubiese que matar a las abejas fumigándolas previamen
te. En Leipzig se publicó una traducción alemana en 1727, y en 1759
apareció una versión húngara hecha a partir de esta traducción y no del
original de Geddy.
Aparte de este tipo de literatura, también empezaron a aparecer por
toda Europa sociedades agrícolas, que contribuyeron de forma decisiva a
dar publicidad a multitud de innovaciones. En 1759, la Academia de
Besangon organizó un concurso para descubrir una sustancia vegetal que
fuese capaz de reemplazar al pan en caso de necesidad. Lo ganó el joven
Antoine Parmentier, que popularizó en Francia la patata, aportando un
detenido examen químico de esta planta. Además, para un gran número
de terratenientes los avances introducidos en la agricultura se convirtie
ron casi en objeto de culto. Esto no sólo mostraba ese tradicional deseo
de los propietarios por obtener mayores beneficios de sus posesiones,
sino también su determinación de explotar las posibilidades, a menudo
exageradas y comprendidas sólo parcialmente, que las innovaciones agrí
colas parecían ofrecer. Las instrucciones que los nobles rusos daban a sus
administradores en los primeros años del siglo presentan una nueva preo
cupación por mantener un registro eficaz, mejorar la producción, siste
matizar la gestión de las rentas e incrementar los beneficios cobrados en
efectivo. Las instrucciones dadas en 1703 para uno de los señoríos de
Sheremetev indican que el campesinado debía aportar dinero en lugar de
sus habituales entregas de provisiones para la mesa del señor. En Dina
marca, la propiedad de la tierra no constituía ya un rasgo distintivo de la
condición nobiliaria, si bien en la práctica todavía confería cierta posi
ción social y, a lo largo de este siglo, se adoptó un planteamiento mucho
más pragmático respecto al uso de la tierra que desembocó en los culti
vos a gran escala, los cercamientos y la reforma agraria que tuvo lugar en
la segunda mitad del XVIII. En la década de 1780, el terrateniente y aris
tócrata calabrés Domenico Grimaldi solicitó un préstamo estatal con el
50
que financiar la construcción de nuevas prensas para la industria del acei
te de oliva. Propuso que el Rey contratase instructores para que recorrie
ran las localidades rurales haciendo demostraciones sobre el manejo de
las nuevas prensas, que, en realidad, llamaron la atención de los grandes
propietarios circunvecinos. También entre muchos terratenientes británi
cos se pusieron de moda las innovaciones agrícolas, y a menudo se mos
traban orgullosos de aparecer retratados junto a pesados bueyes y otros
símbolos del progreso agrario.
El interés de los aristócratas solía coincidir con algunas de las princi
pales preocupaciones estatales. Muchos de los príncipes de la Cuenca del
Rhin patrocinaron la agricultura mejorando las labores del desbrozo y
nombrando comisarios para promover la práctica del engorde del ganado
en establos y la reproducción selectiva. En Transilvania, cuyos rudimen
tarios niveles en las técnicas agrícolas empleadas estaban asociados al
cultivo de doble hoja y rotación bianual alternativa entre año de barbecho
y año de cultivo, el gobierno trató de fomentar el cambio por un sistema
de tres hojas y rotación trienal, dejando en barbecho cada hoja sólo en
uno de los tres años. En 1752, el nuevo rey de Suecia, Adolfo Federico.,
ordenó a los gobernadores provinciales fomentar entre el campesinado el
cultivo del tabaco y de plantas destinadas a la producción textil, como las
que se empleaban para los tintes. Tillot, el ministro principal en el duca
do italiano de Parma durante los años 1760, promovió mejoras en la cría
de animales y el cultivo del cáñamo, el lino, el pipirigallo, las patatas, las
moreras y los viñedos, y también patrocinó la publicación de una obra
sobre apicultura. Sir Benjamín Thompson, que desempeñó, como conde
de Rumford, una importante labor en el gobierno de Baviera entre 1784 y
1795, fue un entusiasta defensor del cultivo de la patata y del maíz, que
él consideraba muy nutritivos y baratos, e incluso llegó a emplear al ejér
cito para introducir mejoras en la agricultura, estableciendo por ejemplo
huertos militares con el fin de dar mayor publicidad a los nuevos méto
dos de producción y a los nuevos cultivos, entre los que destaca sobre
todo el de la patata. En Francia, los reformadores agrarios, apoyados por
el gobierno, trataron de introducir el arroz, una iniciativa que fue recibida
con un estallido descontrolado de furia popular y, en la región de Auver-
nia, incluso con motines, porque a su cultivo se le achacaba el ser causa
de epidemias.
Existen diversas opiniones respecto al influjo que llegaron a tener las
propuestas hechas por los reformistas agrarios. Resulta fácil destacar
algunos de sus errores, como los que se aprecian en los proyectos estu
diados en las numerosas, pero bastante ineficaces, academias agrarias ita
lianas o los del marqués de Turbilly, quien en 1760 publicó una obra en
la que reclamaba más tierras de cultivo sólo para llegar a tener el mismo
éxito que consiguiera Young. Muchas innovaciones tuvieron apenas un
efecto limitado, como la incubadora artificial creada en Parma en la
década de 1760 por Dominique Chazotte o la máquina para el tratamien
to de las patatas, que se probó en la misma ciudad en 1762. Las normati
vas legales a menudo no se observaban ni se hacían cumplir con eficacia.
Sin embargo, sí existen testimonios sobre un adelanto tanto cualitativo
como cuantitativo en la agricultura, y tales casos no se circunscriben
51
exclusivamente a las zonas que se suelen asociar a los progresos agríco
las del siglo xvill, como Gran Bretaña, los Países Bajos o Cataluña. En
estas regiones, y sobre todo en las dos primeras, no fue precisamente en
el siglo XVIII cuando se introdujeron las mejoras ni los nuevos métodos
de cultivo que provocaron las transformaciones más importantes. Resulta
difícil discernir cuál fue el principal motor del desarrollo agrícola de
estas áreas y cualquier atribución sobre posibles nexos causales debe
hacerse con mucha precaución. Sin duda, tuvo mucha importancia la pre
sencia de activos mercados locales, pero éstos no llegaron a producir los
mismos efectos en torno a Nápoles o Constantinopla. La existencia de
una abundante mano de obra local permitió emprender proyectos de me
jora y recuperación de tierras, tales como los regadíos y drenajes o la
desecación de terrenos ganados al mar, y facilitó el empleo de técnicas de
cultivo más intensivas, como un arado profundo, la plantación en hileras y
el desherbaje periódico. A pesar de todo, otras regiones que contaban con
una mano de obra semejante, como Sicilia, no experimentaron tales cam
bios. La beneficiosa relación mutua existente entre el cultivo y la cría de
animales, que no sólo se limitaba a la producción de estiércol, fue muy
importante en Inglaterra, los Países Bajos y Cataluña, pero como se
demostró en Hungría, una región caracterizada por la práctica de la ga
nadería extensiva, el desarrollo del sector agrario no dependía simplemen
te de la producción de abono. Es posible, en cambio, que tuvieran mucha
mayor trascendencia los regímenes de posesión de la tierra. En las tres
regiones antes mencionadas, la mayor parte de la tierra útil era propiedad
de sus cultivadores, mientras que en la mayor parte de Europa este tipo de
terrenos se encontraba en las zonas marginales. La continuidad de la tenen
cia en manos de la población campesina, ya fuera a través de la herencia de
granjas familiares, como sucedía en Cataluña y parte de los Países Bajos, o a
través de la renovación periódica de los arrendamientos, como en Inglaterra,
fue esencial para propiciar el desarrollo de la capacidad productiva de
las tierras. Sin duda, las distintas actitudes adoptadas respecto al uso de la
tierra resultaron decisivas para la difusión de las mejoras agrícolas.
En Inglaterra, Cataluña y los Países Bajos se pueden destacar signos
evidentes de un progreso cualitativo. La ampliación de cultivos para
forraje como el trébol, las semillas de col y los nabos permitieron pres
cindir del barbecho y aumentar la capacidad de la economía rural para
criar mayor número de cabezas de ganado, que constituían tanto una
provechosa fuente de abono como un valioso capital adicional, ya que
los animales eran el producto comercial más importantes de esta econo
mía. También llegó a tener gran importancia el desarrollo de la agricul
tura versátil o “completa”, en la cual las tierras se empleaban alternati
vamente cada cierto número de años para la labranza o para pastos; de
esta manera se obtenían mejores cosechas cuando se dedicaban al culti
vo y mejores pastos en los otros casos. Asimismo, también se aprecia
claramente cierto grado de especialización en la producción agrícola:
Cataluña producía vino y coñac, y los Países Bajos, cultivos hortícolas
o industriales como el lino y el cáñamo. Estos cambios, y en particular
aquellos que implicaban cierta especialización, se vieron impulsados
por la práctica del cercado de la tierra. Aunque este tipo de propiedades
52
consolidadas, compactas y cerradas no constituían una novedad de este
siglo, su presencia aumentó, sobre todo en Inglaterra, en donde alrede
dor de la mitad de la tierra cultivada había sido cercada en 1700 y en
1800 lo estaba ya la mayor parte de ella. El cercamiento (enclosure) no
aumentaba por sí mismo la eficacia en la producción, y existen ejem
plos de diversas zonas explotadas en régimen abierto que también
experimentaron mejoras agrícolas. Sin embargo, parece que el empleo
de los cercamientos facilitaba el control ejercido sobre la tierra y a
menudo iba unido a una redistribución de los ingresos agrícolas entre el
arrendatario y el propietario que pudo haber favorecido mayores inver
siones. En ocasiones, los terratenientes progresistas creaban la alarma
entre los campesinos y ocasionaban graves perjuicios en los derechos
consuetudinarios y sus expectativas, respecto al uso de caminos y tie
rras comunales. De todos modos, al haber mucha más mano de obra
disponible que capitales para invertir, los cercamientos y la parcelación
generaban bastante empleo en tareas tales como la construcción de cer
cas y zanjas.
Las regiones que ya habían experimentado considerables progresos
agrícolas durante el siglo XVII, conocieron en la siguiente centuria un
desarrollo mucho mayor. Este fue sobre todo el caso de los Países Bajos.
Buena parte de las tierras que se hallaban bajo dominio austríaco en esta
región eran más productivas que las de Francia, y a lo largo del siglo
XVIII presentaron, por ejemplo, un incremento sostenido en el cultivo de
la patata. Si bien algunas provincias, como Hainault, tenían ya en 1700
un volumen de producción muy elevado, el nuevo siglo se caracterizó
más por la rotación de cultivos, la supresión del barbecho y la introducción
de nuevos aperos de labranza; de esta forma, los Países Bajos Austríacos
no dejaron tan sólo de ser meros importadores de grano, sino que se con
virtieron en importantes exportadores. Se generalizó la especialización en
determinados cultivos, en particular el lino y el tabaco. En el Flandes
francés, el desarrollo agrícola comenzó hacia 1690, varias décadas antes
que en el resto de Francia. A raíz del empleo de métodos de cultivo más in
tensivos como la estabulación del ganado vacuno, aumentó tanto la pro
ducción total como la producción per cápita. Los sistemas hoL deses
de drenaje de tierras se hicieron mucho más sofisticados. Aunque en la
provincia de Drenthe el avance del cultivo del centeno, uno de los más
rentables, se produjo esencialmente empleando prácticas agrícolas tra
dicionales y en las tierras dedicadas a él, los métodos de labranza se
hicieron cada vez más intensivos y se incrementó el uso del abono. En
las provincias más fértiles de Utrecht y Güeldres se cultivaba una gran
cantidad de tabaco en pequeñas propiedades, y el constante incremento
que tuvo su población durante este período propició un tipo de cultivo
basado en un trabajo intensivo que exigía poca inversión de capital. El
campesinado local, lejos de presentar una resistencia conservadora ante
las innovaciones, se adaptó rápidamente a las nuevas técnicas de cultivo.
A partir de la década de 1730 empezaron a desarrollarse las manufacturas
de rapé junto con el cultivo de un nuevo tipo de tabaco. Y los ganaderos de
la provincia de Frisia se mostraron pronto interesados en la reproducción
selectiva.
53
Aunque, en general, los Países Bajos y Gran Bretaña disfrutaban de
rendimientos superiores a los del resto de Europa, su desarrollo agrario
no era homogéneo. Al igual que en muchas otras cuestiones, el rasgo
dominante era precisamente una amplia variedad de situaciones. Mien
tras que en Flandes a fines del siglo x v iii se practicaba una agricultura
intensiva basada en la rotación de cultivos, el empleo de nuevos fertili
zantes y otras plantas, como la patata y el tabaco, y se introducían
mejoras en la reproducción del ganado, las regiones valonas de los Países
Bajos Austríacos mantenían métodos de labranza más tradicionales,
como el uso de pastos comunales y una escasa rotación de cultivos. Por
otra parte, la especialización agraria no siempre tuvo éxito. Las tierras
dedicadas a la horticultura comercial y sus derivados, que surgió durante
el siglo XVII en Güeldres y al este de Utrecht, decayó a lo largo del XVIII.
La difusión de los nuevos métodos de cultivo y organización agraria fue
bastante irregular, y a veces estas innovaciones no resultaban ser muy
apropiadas. De hecho, no siempre eran capaces de resolver los problemas
que planteaba la demanda o no respondían de forma adecuada a los
cambios que se producían en ella. Hacia los años 1730, Inglaterra era una
importante exportadora de grano, y los precios interiores de los cereales
eran en general bajos. Esto colocó en un aprieto a los productores, que
recibieron después con alegría el aumento de la demanda interior motiva
do por el crecimiento de la población registrado a mediados de siglo. No
supieron, sin embargo, mantener sus mercados de exportación y satisfa
cer la demanda interior a un mismo tiempo, y por ello, hacia la década de
1760, Inglaterra se vio obligada a importar grandes cantidades de grano.
Los progresos en la agricultura no se limitaron a los casos de Inglate
rra, los Países Bajos y Cataluña, y si bien los dos primeros presentan
aportaciones más destacadas en el campo de la literatura agraria y eran,
sin duda, los países más desarrollados en cuanto a los métodos de culti
vo, se podría decir que en el siglo x v iii los avances más importantes se
dieron en otros lugares, y no sólo en cuanto a un aumento general de la
producción. Probablemente el rasgo de progreso más significativo fuese
la difusión de nuevos cultivos, y sobre todo de la patata y el maíz.
Ambos productos proporcionaban un elevado rendimiento, pero sin apor
tes periódicos de abono solían plantear el problema del agotamiento del
suelo. El cultivo de la patata llegó a ser muy importante en Irlanda y las
llanuras del norte de Europa, sobre todo en Alemania. No requería gran
des inversiones o habilidades especiales y, por ello, se ajustaba perfecta
mente a las posibilidades de cultivo del campesinado. Pero su difusión
tampoco se limitó al norte de Europa. En la región de Sault, en el Lan-
guedoc, los campesinos introdujeron su cultivo a principios de los años
1720. En la de Vivarais, su adopción entre el campesinado se remonta a
la década de 1750. El maíz era más popular en el Suroeste de Francia y el
norte de Italia. Contribuyó decisivamente al crecimiento de la población
del suroeste de Francia, pero su difusión fue bastante desigual. No se
adoptó en la región de Armagnac. En la de Bigorre se introdujo a fines
del siglo XVII, pero durante cierto tiempo sólo tuvo un papel muy
secundario y ya en la década de 1750 empezó a reemplazar al mijo como
un cultivo preferente. A fines de siglo ya se había extendido por toda la
54
zona que rodea a Toulouse. La difusión de los nuevos cultivos evidencia
ba el deseo de introducir cambios en las prácticas tradicionales, y el
incremento en la variedad de productos cultivados dentro una zona deter
minada permitía reducir considerablemente el nivel de riesgos frente a
las plagas o los desastres climáticos. Aunque, por ejemplo, en Duravel el
cultivo de la patata no se difundió hasta principios del siglo XIX, el de las
alubias comenzó medio siglo antes. Los campesinos del Vivarais planta
ron castañ’os cuando su nivel de vida se vio amenazado por el crecimien
to de la población local, y el aumento de la producción de castañas cor
sas, de las que se obtenía harina, favoreció la expansión demográfica de
la isla.
En algunas otras zonas de Europa la agricultura también experimentó
un notable progreso. En Prusia se introdujeron de forma generalizada
cultivos especiales para forraje, como el altramuz, el pipirigallo y otros.
Sin embargo, en general, Federico II sacrificó la agricultura en beneficio
de la industria. Con el fin de abaratar los costes de producción y hacer,
así, más atractiva su exportación a otros Estados, prohibió el alza de los
precios de las materias primas. Los productores de lino, cuero y tabaco se
quejaron infructosamente ante semejante medida. El temor a ofender a la
nobleza y, posiblemente, la falta de verdadero interés por parte de la
Corona, hicieron que los planes para el desarrollo agrícola promovidos
por Federico sólo tuvieran efectos limitados. El monarca apoyó la supre
sión de los pastos comunales, aboliéndolos por completo en Silesia en
1771, con el propósito de mejorar el cuidado de los pastos y de permitir
que cada campesino pudiese criar más animales. A pesar de que Federico
II emprendió esta política en algunos de sus propios dominios, muy
pocos nobles siguieron su ejemplo. También fomentó la consolidación de
parcelas independientes. Esta medida resultó ser un rotundo fracaso,
sobre todo entre el estamento nobiliario. El crecimiento de la población
en Renania originó una expansión geográfica de los métodos tradiciona
les de cultivo, pero también algunas otras mejoras cualitativas. Se amplió
la superficie dedicada a cultivos para forraje, y sobre todo para el trébol,
se suprimió el barbecho y aumentó el régimen de la estabulación del
ganado. Creció considerablemente el número de cabezas de ganado.
Hacia 1750, ya se plantaban patatas en gran parte de Renania y durante la
crisis de subsistencia de 1771-72 su cultivo se potenció mucho más. Se
exportaba vino a las Provincias Unidas. A partir sobre todo de la segunda
mitad del siglo, se difundieron en el suroeste de Alemania la patata, culti
vos rentables como el lino y el tabaco, y cultivos para forraje como el tré
bol y el nabo. Mejoraron las tierras destinadas para pastos, y la importa
ción de animales más seleccionados y el aumento de la cabaña vacuna
incrementaron la provisión de estiércol. En el Ducado de Badén, se inten
tó suprimir en la década de 1760 el sistema de cultivo en tres hojas, plan
tando durante el barbecho otros cultivos que permitiesen renovar los
nutrientes del suelo. En el conjunto de Alemania los principales avances
en cuanto a las reformas agrarias se produjeron ya a fines de siglo. Y
aunque se lograron pocos cambios frente a las propiedades ya consoli
dadas, surtió efectos positivos la ampliación de los cultivos para forraje,
como el trébol y los nabos, y esto permitió mantener mayor número de
55
animales. La expansión del uso de la vertedera de hierro por las llanuras
del norte de Europa faqilitó la labranza con un arado más profundo, pero
en general apenas se dieron otras mejoras en el utillaje agrícola. Incluso
en regiones agrarias marginales y bastante inaccesibles hubo ciertos sín
tomas de cambio. En las zonas montañosas de Eifel y Hunsrück, situadas
entre el Rhin y los Países Bajos Austríacos, donde todavía se aplicaban
prácticas de roza a machete y fuego o de agricultura itinerante, a fines de
siglo se cultivaban también la patata y el trébol.
En Lombardía, una región agrícola fértil por naturaleza, aumentó a par
tir de los años 1730 el cultivo del arroz, debido en parte a la actividad
emprendedora de los campesinos arrendatarios y, en parte, porque existía
un capital suficiente con el que costear el sistema de irrigación necesario.
Durante la segunda mitad del siglo se aprecian claras muestras de la expan
sión agrícola lombarda, y en concreto en el aumento de las exportaciones
de arroz, seda, queso y mantequilla. También hubo importantes progresos
en Venecia, donde se difundió ampliamente el cultivo del maíz. No obstan
te, en general, la situación de la agricultura en Italia fue mucho menos pro
metedora, pues se identificaba más con métodos tradicionales y un sistema
de cultivo extensivo que con la introdución de innovaciones y prácticas de
explotación intensiva. La labranza mixta de las llanuras lombardas median
te el empleo de animales que proporcionaban abono y leche, no se desarro
lló en otros lugares y los esfuerzos hechos para potenciar el cultivo de la
patata apenas tuvieron acogida. Todavía en el año 1800 predominaban en
la Península las condiciones impuestas a la agricultura por graves proble
mas como la existencia de tierras demasiado duras y suelos exhaustos, la
escasez de agua o las dificultades de transporte y, en general, la carencia de
inversiones; así pues, el principal factor que influyó en el aumento de la
producción agrícola fue la expansión de los terrenos de cultivo, sobre todo
a partir de mediados de siglo. Y aunque en la mayor parte de Italia se
difundió durante la segunda mitad del siglo xvin la agricultura con fines
comerciales y se cercaron muchas tierras comunales, la agricultura en régi
men de subsistencia continuó siendo la tónica predominante.
Resulta evidente que los avances logrados en la producción agrícola no
pueden interpretarse como un proceso emprendido por iniciativa de diversos
reformadores que debían hacer frente a las reticencias de un campesinado
conservador. En realidad, muchos campesinos, lejos de aferrarse a las prác
ticas tradicionales, se mostraban deseosos de experimentar con nuevos culti
vos. En la región del Vivarais, fueron precisamente campesinos quienes
incrementaron la producción de patatas y castañas sin recibir apoyo alguno
por parte de las autoridades provinciales. En Suecia, la consolidación de las
parcelas, que se hizo posible en virtud de una ley de 1757, no fue una sim
ple reforma impuesta desde arriba por algunos teóricos economistas. Al
parecer, esta reforma no topó con ningún tipo de oposición importante entre
el campesinado y en las minutas conservadas de las deliberaciones hechas
por el Estado campesino durante los años 1765-72 no consta en absoluto
que la reforma fuera impopular o indeseable, este Estado se quejaba, más
bien, de los retrasos que había en su aplicación, la ineficacia de las inspec
ciones y el tiempo que tardaban los juzgados municipales en otorgar el con
sentimiento a las propuestas de consolidación de las parcelas.
56
Resulta imposible cuantificar el papel que desempeñó la empresa
campesina en el aumento de la producción alimenticia europea. Cabría
pensar, no obstante, que debió de tener gran importancia si consideramos
el protagonismo del campesinado en la producción. Puede que muchas de
las iniciativas emprendidas por los campesinos se hubiesen visto limi
tadas por regímenes de tenencia de la tierra que no les proporcionaban
los beneficios ni la independencia suficientes. En ese caso, esto se habría
sumado a los efectos ocasionados por un entorno socioeducativo que ne
gaba la posibilidad de mejorar a muchos que tenían talento y privaba a
la sociedad de parte de sus recursos humanos. En diversos sentidos la
situación del campesinado era bastante complicada, no sólo por sus pro
pias dificultades, sino también por la tendencia general hacia un mayor
empobrecimiento social. El campesinado tampoco era un grupo homogé
neo ni geográfica ni socialmente. Sin embargo, se vio afectado, en gene
ral, por el aumento de la población europea, que si bien proporcionó
mayores oportunidades de mercado y un vigoroso impulso a las econo
mías agrarias locales, al mismo tiempo también exacerbó las relaciones
establecidas en el ámbito local entre oferta y demanda, producción y
escasez. En este mismo ámbito, parece que las iniciativas emprendidas
por pequeñas empresas fueron más importantes que las actividades desa
rrolladas por los valedores del progreso agrícola, quienes tendían a
prestar mayor atención a los granjeros nobles que al campesinado.
Nuevos mercados
El aumento de la población europea reportó dudosos beneficios en
cuanto a la especialización agrícola, puesto que, si bien proporcionó mer
cados más amplios en zonas que contaban con excedentes de productos
alimenticios y de las materias primas necesarias para las actividades
industriales, también incrementó en la mayor parte de Europa los niveles
de la demanda local; de esta forma, diversas regiones que podían haber
obtenido mayores beneficios de cultivos con fines comerciales, tuvieron
que dedicarse preferentemente a la producción de cereales. Sin embargo,
un rasgo característico de la agricultura de este siglo fue el protagonismo
cada vez mayor que llegaron a tener los mercados situados a grandes dis
tancias y las posibilidades que éstos ofrecían para la interdependencia y
la especialización. Siguen debatiéndose cuáles fueron las consecuencias
culturales y sociales que tuvieron el descenso de la agricultura de subsis
tencia y el declive del autoconsumo tanto en el ámbito familiar como en
el individual, pero cabría suponer que disminuyó sensiblemente el influjo
de esa mentalidad pueblerina tan propia de la vida rural. Una mayor inte
gración entre regiones agrícolas que ofrecían productos diferentes no
constituía una aportación novedosa para la sociedad agraria. La trashu-
mancia, el movimiento estacional del ganado hacia los pastos situados a
menudo a largas distancias, había sido desde hacía tiempo un elemento
esencial en la actividad agropecuaria de toda Europa. El control de los
pastos de las zonas altas por parte del hombre era sólo estacional. En
Saboya, el ganado vacuno bajaba todos los años desde la montaña a los
57
valles el 10 de octubre. Aproximadamente en la misma fecha, las ovejas
de la Mesta, la institución que tenía el monopolio sobre la lana española,
emprendían su camino desde las praderas abiertas del verano en el inte
rior de la Península hacia las tierras bajas; se trataba de la principal
migración anual de animales. Los pastos constituían el beneficio más
importante que proporcionaban las zonas montañosas y servían de nexo
de unión entre regiones tales como los Apeninos y las llanuras de la Emi
lia Romagna, las montañas de los Abruzzos y los llanos de la Capitanata,
cerca de la ciudad de Foggia, o Transilvania con las tierras bajas de Vala-
quia. En las zonas ganaderas, la gran masa de la población siempre se
había dedicado mucho más hacia la producción con fines comerciales
que al autoconsumo. Tradicionalmente, los productos de origen animal
se dedicaban a la venta o al trueque para obtener a cambio los cereales
cultivados en zonas circundantes productoras de grano. Pero también
se podían vender en mercados mucho más alejados, y parece ser que esta
tendencia fue en aumento a lo largo del siglo xvill. Muchas ciudades
estaban rodeadas por tierras bajas productoras de grano y obtenían sus
productos de origen animal, a excepción de la leche, de regiones agra
rias mucho más lejanas que, bien por las características de su suelo o por
sus condiciones climáticas, no eran adecuadas para el cultivo de cereales.
No todas estas regiones eran montañosas, sino que, al no existir sistemas
de drenaje capaces, se labraban zonas pantanosas o propensas a padecer
inundaciones, como sucedía en gran parte del sur de Europa, donde ape
nas se había introducido el regadío. Antes de que se dispusiera de los
métodos de refrigeración creados a fines del siglo XIX, era preciso condu
cir a los animales hasta los mercados y este sistema, a veces tan contra
producente, acarreaba en ellos una importante pérdida de peso.
Las ciudades eran los principales mercados de consumo. Se enviaban
ovejas desde el Rosellón hasta Barcelona, las vacas iban del Piamonte
hasta Génova, y los gansos desde Norfolk hasta Londres. Este tipo de
desplazamientos solía formar parte de un sistema más complejo que
ponía en relación los pastizales de las tierras altas con las regiones bajas
dedicadas al engorde y situadas mucho más cerca de los mercados urba
nos. Las distancias que recorrían los animales podían llegar a ser bastante
grandes. Un ganado vacuno enjuto era conducido desde la región monta
ñosa de Auvernia, en el interior de Francia, hasta los principales merca
dos urbanos de Francia, y en concreto a Lyón y París. A mediados de
siglo, gran parte de los animales destinados a los mercados de la capital
se llevaban a engordar a los ricos pastizales de la Baja Normandía, desde
donde marchaban a Poissy, el principal mercado que abastecía a París de
bueyes vivos. Varsovia recibía suministros de carne de vacuno proceden
tes de Ucrania y de la Pequeña Polonia. Vacas, ovejas y bueyes húngaros
se exportaban a Alemania. Y mientras las ciudades holandesas se abaste
cían de carne de vacuno del noroeste de Alemania y de Dinamarca, las
tradicionales regiones ganaderas de las Provincias Unidas se especializa
ban cada vez más en productos lácteos. Pueden apreciarse notables pro
gresos en el desplazamiento de animales a largas distancias, sobre todo
durante la segunda mitad del siglo. Las regiones de Moldavia y Valaquia,
en las que a lo largo de la centuria apenas hubo avances cualitativos en la
58
agricultura, incrementaron considerablemente sus exportaciones agríco
las en la segunda mitad del siglo. Aparte de sus exportaciones de grano a
Transilvania y Constantinopla, encontramos el ganado vacuno que se
enviaba a Silesia y los caballos que iban a Europa central en grandes can
tidades, llegando a alcanzar incluso hasta los 10.000 anuales. Las guerras
en las. que intervino Austria a mediados de siglo crearon nuevos merca
dos para la agricultura húngara, tal como lo hicieron el desarrollo
industrial de Austria y Bohemia, y el creciente interés gubernamental por
la compra de productos húngaros para abastecer al ejército austríaco. Las
exportaciones aumentaron, y en las décadas de 1770 y 1780 se desarrolló
allí un sector de la nobleza vinculado a las grandes exportaciones agra
rias, que llegó a superar en sus necesidades y aspiraciones a los niveles
medios del estamento nobiliario. Mejoró el conocimiento de las
relaciones de mercado gracias a la difusión de la lectura de periódicos y a
un mayor empleo de la correspondencia. Las exportaciones agrícolas
húngaras a Austria experimentarían aún un nuevo auge durante las
guerras napoleónicas. De hecho, en Hungría este aumento de las exporta
ciones agrícolas fue el principal motor del desarrollo económico y ejerció
gran influencia sobre las actitudes de la aristocracia.
El comercio a larga distancia no se limitaba a la venta de animales.
Las exportaciones de grano tuvieron una enorme importancia, tanto para
las regiones productoras como para las importadoras. Aunque Hungría y
Ucrania eran dos de los centros de producción más destacados, el Báltico
seguía siendo el más grande del Continente, pese a que decreció conside
rablemente la importancia de esta producción en los circuitos europeos
del grano y en el volumen global de las exportaciones bálticas, entre las
cuales empezaban a tener cada vez mayor protagonismo a fines de siglo
otros productos, sobre todo la madera, el lino, el alquitrán y el cáñamo.
En 1784-95, los principales mercados para el centeno del Báltico eran las
Provincias Unidas, Noruega y la costa oeste de Suecia. También hubo
un incremento considerable en la producción rusa de grano destinada
a la exportación. Los grandes terratenientes estaban muy interesados
en la ampliación de sus haciendas incorporando territorios más férti
les del sur de Rusia que podrían producir cereales, lino y cáñamo para
el mercado europeo. Les favoreció la pacificación de Ucrania y los
progresos hechos en las comunicaciones. A fines de los años 1730 la
conclusión del nuevo sistema de transportes que unía San Petersburgo
con el río Volga hizo que disminuyeran los costes de transporte y que
descendiesen los precios del grano en la capital a medida que aumen
taba la oferta de las nuevas zonas productoras de las estepas septen
trionales y la ribera del Volga. A pesar del rápido crecimiento que
experimentó San Petersburgo durante las décadas de 1740 y 1750, los
elevados niveles de productividad de las nuevas tierras proporcionaron a
su población abundante cantidad de cereales a bajo precio. En los años
1760, el aumento de los precios del grano debido al crecimiento general
de la población europea, hizo que la producción rusa ampliara su merca
do a otros países. A principios de esa misma década, Catalina II, entu
siasta partidaria del desarrollo agrícola, respaldó la política promovida
por su consejero Gerhard Linke consistente en eliminar las restricciones
59
sobre el comercio del grano y permitir su libre exportación desde diver
sos puertos del Báltico.
Las exportaciones de comestibles no se limitaron a los productos ali
menticios básicos. A lo largo del siglo xvill se incrementó el comercio de
productos agrícolas que favoreció distintas tendencias hacia una mayor
especialización. A raíz de su tamaño, el continente europeo, y sobre todo
su mitad occidental, poseía una topografía y un clima muy variados, lo
cual propiciaba una especialización natural en sus actividades agrícolas y
comerciales. El viñedo era un importante cultivo comercial para la
Europa mediterránea y en el siglo XVIII se difundió también a muchas
otras regiones, incluyendo el Friuli y Portugal. Se hacían considerables
inversiones urbanas en los viñedos del Beaujoláis y del Lyonnais, y la
viticultura a gran escala podía responder a las exigencias de una demanda
cada vez mayor. El vino y los productos vitícolas solían exportarse a
grandes distancias, por ejemplo, desde Portugal hacia Inglaterra, o desde
el suroeste de Francia hacia las Provincias Unidas. La apertura al tráfico
rodado del paso de Col del Tende en el extremo meridional de los Alpes,
creó en 1780 muchas expectativas en Piamonte y Saboya de que el vino
podría exportarse a Inglaterra vía Niza. Un aspecto primordial para la
economía de Orleans era el trasbordo del vino de Languedoc y Anjou a
través del Loira hacia París y Ruán. En Languedoc, el crecimiento del
mercado de esta provincia fue decisivo para el desarrollo de la produc
ción local de vino y cereales. La evolución del viñedo como cultivo
comercial proporcionó una valiosa fuente de empleo y riqueza, pero las
posibilidades del mercado se hallaban condicionadas por los costes de
transportes, los aranceles y un poder adquisitivo limitado. La superpro
ducción obligó a Francia a prohibir en 1731 la plantación de nuevos
viñedos sin una autorización especial. En Duravel, la producción de vino
decayó ante la necesidad de plantar más cereales y a causa de una ley de
1741 que prohibía la entrada de vinos de Quercy en la región de Burdeos
antes de las Navidades. Los precios del vino local eran muy sensibles a la
situación del mercado de exportaciones a larga distancia y, en consecuen
cia, también bajaron.
El vino no era el único producto agrario comercial. Parece que tam
bién se incrementó la producción de frutas y hortalizas, que reportarían
seguramente valiosas aportaciones nutritivas. En la década de 1770, se
exportaban limones y aceitunas procedentes de la ciudad genovesa de
San Remo, se vendían a mercaderes extranjeros y la comunidad local
controlaba el precio para asegurarse de que se vendiera toda la cosecha.
A pesar de que la demanda europea de productos originarios del Imperio
Turco no fue importante hasta el siglo XIX, en los Balcanes ya se cultiva
ban el algodón y el tabaco como cultivos destinados a la comerciali
zación. Estos cultivos comerciales constituían normalmente el sector más
innovador y desarrollado de las economías agrarias. En el sur de Italia, la
producción de cereales siguió siendo una parte esencial en la agricultura
de subsistencia que todavía prevalecía en muchas zonas del interior. A
excepción de Nápoles, sus mercados eran, por lo general, de carácter
local. En cambio, la producción de aceite de oliva en Apulia y Calabria
se hallaba muy especializada en la producción con fines comerciales y
60
orientada a la exportación. Aunque en el Vivarais los métodos utilizados
en la producción de grano y en la ganadería prácticamente no presentan
cambios sustanciales, la viticultura se expandió por el norte de la región
y se plantaron muchas moreras en el sur. Con el apoyo de los Estados
provinciales y de los intendentes locales se incrementó rápidamente a
partir.de mediados de siglo la producción de seda en bruto y de hilos de
seda. El efecto más importante que trajo consigo este aumento de los cul
tivos comerciales fue el crecimiento de la actividad mercantil y el desa
rrollo de un sistema agrario europeo más integrado. Así pues, en los años
1780 el ganado procedente de Hungría colapsaba los caminos que se diri
gían a Frankfurt-am-Main; y el aceite de oliva, las frutas y el vino del sur
de Francia se enviaban por el Ródano hacia Lyón y desde allí por tierra
hacia Roanne, y cruzando el Loira, el Canal de Briare y los ríos Loing y
Sena llegaban hasta París.
Las relaciones comerciales ampliaban la demanda y contribuían a la
difusión de nuevas ideas. La dependencia de los agricultores de Drenthe res
pecto al precio que su centeno podía alcanzar en los mercados internaciona
les permitía que estos precios apenas se distanciasen de lós valores que
alcanzaba el centeno prusiano en la bolsa de grano de Amsterdam. La
actividad estatal centraba sus esfuerzos en satisfacer la demanda que había
provocado el crecimiento de la población. Tenía que alimentar ejércitos
más grandes y llenar los graneros públicos. En la década de 1750, el
gobierno austríaco contrató los caballos para los trenes de artillería a los
campesinos de Estiria. Aun así, es preciso no exagerar respecto a la evo
lución y a las proporciones que tuvieron los cambios experimentados en
la actividad agrícola. Gran parte de la agricultura seguía siendo de sub
sistencia, la difusión de las innovaciones era bastante limitada y las rela
ciones entre las zonas que contaban con una demanda potencial y las
zonas proveedoras seguían estando poco integradas. En Polonia, una
región tradicionalmente dedicada a la exportación de cereales, los fenó
menos comerciales ocasionados por las fluctuaciones de los precios
afectaron sólo a un pequeño porcentaje de la producción y el consumo
interiores. El papel de Polonia como exportadora de grano no provocó
una revolución agrícola para el desarrollo de esta función. El grado de
especialización agraria era muy bajo y para las economías estatales la
autosuficiencia en todo tipo de productos seguía siendo un objetivo
prioritario. La producción de cereales llegó a ser menor que a principios
del siglo XVII y sus exportaciones decayeron considerablemente. Parece
que las técnicas agrícolas también degeneraron, y es probable que la
población gastase menos en comida y otros productos, influyendo direc
tamente semejante tendencia en la situación de la industria local. Las
condiciones impuestas por el sistema político y el régimen de tenencia de
la tierra vigentes hicieron que gran parte de los beneficios de la tierra
fuera a manos de los terratenientes y no de los trabajadores, mermando
los incentivos que podía tener la iniciativa campesina. La actitud de los
terratenientes y su influencia también ocasionaron problemas en otras
partes de Europa. La agricultura portuguesa estaba muy atrasada, porque
la aristocracia prefería enriquecerse consiguiendo cargos en las colonias
o en la corte. El marqués Domenico Caracciolo, virrey de Sicilia en los
61
años 1781-86, culpó a la aristocracia isleña de la mala situación de la
agricultura. La aristocracia del sur de Italia era en general parasitaria,
pues solía emplear las rentas que obtenía del campo para costear sus gas
tos urbanos. Los siervos de Transilvania tenían pocos incentivos para
trabajar duro y su productividad era muy baja. En el valle del Loira las
pequeñas parcelas campesinas fueron adquiridas por burgueses y nobles
acaparadores, cuyas fincas para el ganado vacuno y la producción de
cereales eran trabajadas por métayers (aparceros) que no solían incorpo
rar los nuevos métodos de cultivo.
Las relaciones derivadas del régimen de tenencia de la tierra no eran
el único problema. Los nuevos métodos de producción se difundieron de
forma bastante irregular. Siguieron siendo problemas bastante generali
zados la insuficiente cantidad y calidad de los animales y el empleo de
abonos inadecuados. La escasez de ganado en el norte de Francia se
venía a sumar a la falta de forraje; de esta forma unos animales débiles
tenían que arrastrar arados muy rústicos con los que sólo podían preparar
semilleros de baja calidad. Había que quitar a mano las malas hierbas y
el drenaje de la tierra era insuficiente. Dado que el empleo del ganado era
imprescindible para arar, gradar y cosechar, la disponibilidad de animales
domésticos inadecuados implicaba que la aportación de trabajo humano
fuese agotadora. El arado utilizado en Altopascio proporcionaba sólo un
levantamiento superficial del suelo. En realidad, para preparar el suelo
era preciso emplear además palas. Si la carencia de estiércol era todavía
un problema en Bretaña y en Transilvania, también fue bastante limitada
la expansión de nuevos cultivos, y sobre todo los forrajeros. Y en gran
parte de Europa resulta imposible encontrar cambios tecnológicos que
favoreciesen un aumento significativo en la productividad. En su novela
utópica titulada L ’A n 2440 (1770), Louis Sébastien Mercier presentaba
un futuro en el que estaría regulada la producción de trigo, habría sufi
cientes reservas de grano y se alcanzaría un gran progreso en la agri
cultura y la ganadería mediante la práctica de la hibridación y la repro
ducción selectiva, pero todavía en el año 1800 estas previsiones parecían
aún muy lejanas. Muchas regiones europeas no llegaron a experimentar
ningún tipo de revolución agrícola, y la impresión general que se aprecia
en las regiones agrarias de esta época es que existía una amplia variedad
de situaciones. Así pues, mientras en la segunda del siglo el Piamonte
padecía una progresiva decadencia de su sector agrario en el que se podía
encontrar trabajadores mal alimentados y una reducción importante en el
número de reses, en el litoral saboyano del Lago Ginebra había prove
chosos huertos y cultivos forrajeros. El énfasis que se ponía en la impor
tancia de los cambios o en el peso del conservadurismo variaba mucho
según el criterio de los comentaristas coetáneos.
En cuanto a la relación existente entre la agricultura y el aumento de
la población europea, la impresión general que puede extraerse es que
aquélla no consiguió mantenerse al ritmo que crecía la demanda. El sín
toma más evidente de esta tendencia fue el incremento general que expe
rimentaron los precios de los productos alimenticios europeos, y aunque
se dieron ciertas variaciones según la región, los productos y el tiempo,
su evolución cronológica se aprecia con claridad. Durante la primera
62
mitad del siglo XVIII, hubo, con ligeras variaciones anuales y estacionales
cuya incidencia oscilaba según el estado de las cosechas, una estabilidad
general de los precios que coincidió primero con el estancamiento demo
gráfico predominante en el Continente y después con su fuerte creci
miento posterior. En Drenthe, los precios del centeno presentaron impor
tantes .fluctuaciones, pero su tendencia general fue hacia una caída de los
precios entre 1650 y 1750. Las medias decenales muestran también caí
das en las décadas de 1700, 1710 y 1720, subidas en la de 1730, unos
valores casi estables en las de 1740 y 1750, seguidos por fuertes incre
mentos en las de 1760 y 1780, manteniéndose en general bastante equili
brados durante los años 1770. La producción agrícola europea no creció
lo suficiente ni para librar a la población de la malnutrición, ni para des
viar parte de la mano de obra agrícola hacia el empleo industrial y la
emigración. Pese a todo, parece que el aumento de la superficie cultiva
da, la difusión parcial de nuevos cultivos y diversas innovaciones técni
cas, y los limitados adelantos introducidos en el transporte proporciona
ron suficientes excedentes alimenticios para apoyar al crecimiento de la
población y propiciar de esta forma un incremento de la actividad econó
mica. Si bien muchos de los cambios introducidos en la producción agrí
cola fueron más cuantitativos que cualitativos y, por lo tanto, apenas alte
raron las prácticas tradicionales, no dejaron de tener cierta importancia.
Aquellos reformistas que promovían las mejoras en la agricultura llega
ron a tener menos influencia de la que esperaban, pero en gran parte de
Europa tanto agricultores como terratenientes introdujeron muchas más
en sus tierras. Esto se aprecia mejor en algunas regiones de Europa orien
tal, sobre todo en Hungría y Ucrania, y parece discutible que semejantes
iniciativas estuviesen relacionadas con la poderosa influencia interna
cional de Austria y Rusia.
L a a c t iv id a d in d u s t r ia l
70
máquinas de vapor eran caras, no estaban exentas de ciertos problemas y
resultaban mucho más adecuadas para empresas tales como grandes
explotaciones mineras en las que se requería un gran consumo de energía
durante largos períodos de tiempo. Eran especialmente útiles para
bombear el agua de las minas, también se empleaban en las tareas de
extracción y, a fines de siglo, para mover la maquinaria. El uso de las
máquinas de vapor se concentró sobre todo en Gran Bretaña, donde en
1769 James, Watt patentó una máquina perfeccionada que proporcionaba
un mayor rendimiento energético, cuyo servicio resultaba, por tanto,
mucho menos costoso. No obstante, su uso también se extendió a otras
partes de la Europa continental. La primera máquina de vapor que bom
beó agua de las minas de carbón del Principado de Lieja se puso en fun
cionamiento hacia 1725, permitiendo llevar a cabo operaciones de mi
nería a gran profundidad que fueron las más avanzadas de la Europa
continental.
Las innovaciones tecnológicas no se limitaron al suministro de ener
gía. Se produjeron también importantes avances en la metalurgia, como
la utilización de coque en lugar de carbón vegetal para las fundiciones de
hierro y acero, con lo cual se liberó a esta industria básica de su enorme
dependencia del abastecimiento de madera. Gran Bretaña volvió a abrir
el camino en este sentido, pero su tecnología se extendió rápidamente. En
Parma en 1762-65, Tillot promovió la experimentación de nuevos méto
dos de producción de hierro y acero, pese a la opisición de los celosos
partidarios de las prácticas tradicionales. En Lieja en 1770, el coque sus
tituyó al carbón vegetal para la fabricación de un hierro de gran calidad.
Friedrich von Heinitz, jefe del departamento minero de Prusia desde
1776, construyó los primeros hornos de coque prusianos e introdujo
muchas innovaciones basadas en principios científicos, y en 1779, se ins
taló en Prusia la primera bomba de vapor para el drenaje de minas. Otro
de los sectores que experimentaron un notable desarrollo tecnológico fue
el de la producción textil. La lanzadera rápida creada por John Kay en
1733 aumentó considerablemente la productividad de los tejedores que
usaban telares manuales. En los Países Bajos Austríacos se introdujo en
la década de 1740 y proporcionó un importante crecimiento de la indus
tria local del hilado, de la que eran grandes exportadores, pero en el Con
dado de York se generalizó su uso a partir de los años 1780, y en otras
partes de Inglaterra sólo se fue introduciendo lentamente a lo largo de las
dos décadas siguientes. Aun después de las guerras napoleónicas seguía
siendo prácticamente desconocida en Prusia y en Suiza. En las décadas
de 1760, 1770 y 1780 se sucedieron en Inglaterra distintos avances que
dieron como resultado la hiladora a vapor para hilar algodón. Estos pro
gresos llegaron a tener mayor difusión. En 1776, llegaron a Portugal
procedentes de Gran Bretaña las primeras máquinas de coser modernas.
La primera fábrica textil mecanizada de Düsseldorf abrió sus puertas en
1783, al año siguiente la red de tejedores de la Baja Champaña comenza
ba a utilizar el hilo de algodón fabricado a la mécanique, y en la ciudad
normanda de Louviers empezó a introducirse la mecanización de la hila
tura de algodón. Con todo, en 1800, la mayor parte del hilado europeo se
realizaba todavía mediante ruecas manuales, aun cuando la máquina de
71
hilar se había inventado treinta años atrás y su uso ya se había adoptado
plenamente en algunas regiones. Si bien muchas de las principales inno
vaciones tecnológicas estuvieron estrechamente vinculadas con sectores
tales como la energía a vapor, la metalurgia y la producción textil, éstas
no fueron las únicas. Se pueden hallar avances en el sector de la cerámi
ca, no sólo tecnológicos, sino también de estilo. A partir de 1770, la
resistente porcelana británica, cocida a altas temperaturas, desplazó en el
mercado a los productos de mayólica holandeses. Durante las últimas
décadas del siglo, se aprecia un enorme interés hacia las innovaciones
tecnológicas introducidas en distintos sectores. La expansión de la mine
ría favoreció el desarrollo de las vías férreas. Las mejoras aportadas por
hombres como Mattew Boulton, dieron lugar a una ingeniería mucho
más sofisticada. Los hermanos Montgolfier inventaron la aviación con su
globo de aire caliente, empleando el calor como energía motriz. Estas
novedades no siempre eran bien recibidas por los trabajadores. Los gre
mios del sector textil de la ciudad francesa de Troyes, que en tiempos de
la Revolución Francesa llegarían a exigir la supresión de las manufactu
ras rurales, criticaron también la introducción de la máquina de hilar por
que generaba desempleo. En el mismo período, los empresarios indus
triales de Verviers, apoyados por el gobierno local, se distanciaron de la
postura sustentada por sus trabajadores y se opusieron a la revolución
tecnológica operada en Lieja. Los mineros de la región de Roros en
Noruega se vieron gravemente perjudicados por la introducción durante
la segunda mitad del siglo XVIII de un cambio en la técnica de extracción,
según el cual la pólvora sustituiría a la madera y ellos perderían los
ingresos adicionales que ganaban acarreando la madera. La mecanización
era cara y exigía una mayor concentración de materias primas y mano de
obra. En algunas ramas de la industria textil como la producción de cali
cóes estampados, se hallaba asociada con la división del trabajo, el con
trol de calidad y los sistemas de producción y edificios propios del mode
lo de factoría. No obstante, en Rusia se crearon grandes empresas porque
resultaba difícil organizar la fuerza de trabajo que proporcionaba la servi
dumbre. Los siervos de las fábricas de los Urales eran tratados con bruta
lidad por parte de los empresarios, que les obligaban a abandonar sus
ocupaciones agrícolas y a comprar sus provisiones en las tiendas de la
empresa a precios elevados.
La tensión latente en los Urales, que acabó manifestándose en forma
de estallidos violentos a comienzos de los años 1760 y durante el levan
tamiento de Pugachev en 1773-75, no es más que un ejemplo de las pre
siones que podía llegar a originar la actividad industrial. Gran parte de
ellas guardaban relación con disposiciones que regulaban la actividad
económica y muestran el papel efectivo, potencial o palpable que desem
peñaban las autoridades, tanto locales como nacionales, respecto a la pro
ducción industrial. La existencia de distintos intereses originó posiciones
contrapuestas en este proceso de regulación. En Bruselas en 1761, J. L.
T’Kint, un comerciante que trataba de establecerse en la producción de
paños, sostenía que los monopolios eran perjudiciales y se oponía a las
corporaciones económicas locales que defendían sus privilegios. El uso
de la energía hidráulica enfrentó en Louviers a molineros contra tintore
72
ros, y a los empresarios contra los habitantes de las riberas. Con frecuen
cia existía una estrecha relación entre el gobierno y la actividad indus
trial. Aparte de su función como consumidor, el poder político también
podía otorgar nuevos privilegios. Éstos adoptaron esencialmente dos for
mas, como privilegios interiores o como medidas proteccionistas frente a
otros competidores extranjeros. En el primer caso, las industrias se vie
ron libres de normativas perjudiciales tales como las restricciones de los
gremios, pero también recibieron otros beneficios positivos concretos. En
los años 1760, Tillot fundó empresas para la producción de alfarería, tex
tiles y espejos, para tratar de fomentar el empleo local en Parma y atajar
las importaciones. Mientras que a la fábrica de porcelanas de Postdam en
Prusia se le concedió la provisión gratuita de leña procedente de los bos
ques reales y se protegió su producción frente a las importaciones extran
jeras, a la fructífera industria del vidrio de Silesia no se le permitía ven
der sus productos a otras provincias de Prusia porque podrían perjudicar
a los pequeños productores. No obstante, los establecimientos privilegia
dos no tenían por qué ser necesariamente menos competitivos. En Fran
cia muchos de ellos se hallaban a la vanguardia tecnológica en su espe
cialidad y, de hecho, el apoyo gubernamental consistía normalmente en
medidas contra los productos extranjeros, de manera que se aplicaban
altos aranceles o se prohibía totalmente la importación. En 1719, el
gobierno español decretó que sólo se podría usar tela española para con
feccionar los uniformes militares, y en 1757 prohibió la importación de
productos de seda y papel de Génova. En 1731, los Estados Pontificios
gravaron con una fuerte imposición las importaciones de cera veneciana
con el propósito de fomentar la producción local. La introducción de
medidas de regulación económica para beneficiar a la industria local fue
un rasgo constante a lo largo de todo el siglo XVIII pese a que, en parte,
refleja también la preocupación y las necesidades fiscales del gobierno.
Su intervención en la actividad industrial se centraba ante todo no tanto
en la adopción de innovaciones tecnológicas, sino en la conservación de
la producción local. Un buen ejemplo de esto lo proporciona la industria
del refinado del azúcar. Federico II otorgó a la refinería de Berlín el
monopolio del mercado prusiano, y María Teresa fomentó el crecimiento
de esta industria en Amberes y Bruselas, restringiendo las importaciones
procedentes, respectivamente, de Hamburgo y de la República Holande
sa. En 1786, en Nimes, la crisis de la industria de las medias de seda se
achacó a la prohibición de su importación decretada por España.
La intervención estatal no alteró sustancialmente la pauta general del
desarrollo industrial, que era reflejo de los cambios operados por el gran
incremento de la producción agrícola, los cuales se debieron más a la
expansión de la superficie de cultivo que a la adopción de innovaciones
técnicas. Al igual que en la agricultura, uno de los rasgos mas llamativos
fue el crecimiento de la producción en la Europa oriental. A pesar de que
las explotaciones minerales del norte de Hungría se encontraban entre las
más avanzadas de Europa, la tónica dominante en la parte oriental del
Continente fue que la industria apenas incorporase innovaciones en su
tecnología o en su organización. La dedicación de la aristocracia a la
actividad empresarial tuvo un gran protagonismo en estas regiones.
73
Cuando en las primeras décadas del siglo XVIII los Habsburgo potencia
ron en Transilvania el desarrollo de industrias como las del vidrio, el
papel o la extracción de potasa, gran parte de este proceso se llevó a cabo
en las haciendas aristocráticas, que utilizaban como mano de obra a sus
siervos y que contaban con aportes de capital adicional realizados por
algunos comerciantes. En la década de 1750, el conde Joseph Kinsky
construyó fábricas de espejos en Bohemia y actuó como empresario en la
producción textil. En 1761, Kinsky solicitó al gobierno que prohibiese
la importación de espejos argumentando que sus propias fábricas podían
abastecer al mercado nacional. Sólo se decretó una prohibición expresa a
la importación de los espejos procedentes de Nüremberg y, hacia 1767, la
mitad de los espejos fabricados por Kinsky se exportaban a Polonia,
Rusia, Dinamarca, España, Portugal, Turquía y las Provincias Unidas.
Ese mismo año, una comisión del gobierno de Bohemia especificaba en
un informe realizado acerca de las quejas presentadas por los trabajado
res locales de vidrio, que sus reclamaciones se debían al pago irregular
de sus salarios, a la compra forzosa de mercancías, tales como la ropa, a
los propios empresarios y a que “eran tratados a golpes como perros”. En
el este de Europa no existía una estrecha relación entre desarrollo agríco
la y zonas de desarrollo industrial. Hungría, Valaquia y Moldavia no
experimentaron un crecimiento industrial semejante al de su agricultura.
Gran parte de la industria polaca mantenía una estructura a pequeña esca
la y el campo no vivió un desarrollo comparable al de otras regiones
vecinas, como Bohemia o Silesia. El comercio del grano polaco no pro
dujo especialistas, técnicas de cultivo o formas de organización que favo
reciesen la industrialización y generó muy pocas actividades manufactu
reras complementarias, a excepción de la molienda. No obstante, dentro
de Polonia hubo zonas que llegaron a experimentar cierto crecimiento. Si
bien Cracovia contaba con unos niveles de exportación relativamente
bajos, durante la década de 1740 disfrutó de un resurgimiento económico
explotando su sólido mercado regional. La producción artesanal aumentó
de forma paralela al incremento de la inmigración. En los años 1750, cre
cieron sus actividades comerciales y durante la década siguiente lo hizo
el sector industrial; además, las minas cercanas de sal gema representa
ban la empresa industrial más importante de Polonia. Pero, no obstante,
el desarrollo de la industria en la Europa del este se centró sobre todo en
Rusia y en la zona centro-oriental del continente, que comprendía Bohe
mia, Sajonia y Silesia, una región cuyo dominio sería objeto de una enco
nada disputa a mediados de siglo. Aunque el mercado interior ruso se
hallaba limitado por la pobreza del campesinado y la presión que ejercían
los elevados impuestos, el Estado se convirtió en un importante consumi
dor para algunos sectores industriales, y sobre todo el de la metalurgia.
Los yacimientos de hierro y cobre de los Urales sentaron las bases para
un notable crecimiento de la industria local y en particular de las fundi
ciones de hierro, y la región se convirtió en la principal proveedora
extranjera de hierro para Europa occidental, llegando a superar incluso a
Suecia. En otros aspectos, los progresos industriales rusos no fueron tan
sorprendentes. Los productos fabricados en Rusia solían ser de peor cali
dad y más caros que los importados, y los mercaderes rusos solían tener
74
dificultades para venderlos. El hierro y el carbón de Ucrania no se explo
taron a una escala semejante a los yacimientos metalíferos de los Urales.
La utilidad que reportaba contar con una mano de obra obligada y no
especializada era bastante relativa. Muchos establecimientos industriales,
como los que se dedicaban a la producción de uniformes para el ejército,
no llegaron a convertirse en núcleos de desarrollo para la urbanización o
para un mayor crecimiento industrial. Aun así, comparada con la de algu
nas de sus principales potencias rivales, como Suecia, Polonia y Turquía,
la industria rusa alcanzó un desarrollo muy importante. Y el hecho de
que ésta se limitase únicamente a algunas regiones no constituye una
diferencia respecto a la situación que se encontraba cualquier otra parte
de Europa. La mayoría de las empresas rusas, como las fábricas de som
breros, medias o cuerdas de Saratov, durante la década de 1770 no pro
ducían artículos para la exportación, pero esto tampoco era nada excep
cional.
El desarrollo de la actividad industrial fue un rasgo mucho más mar
cado de la Europa Occidental que de la Oriental. Había zonas como
Vendóme y su región, en Francia, en las que la industria era prácticamen
te inexistente, y también hubo sectores que entraron en decadencia, como
la industria holandesa de la construcción naval. Las razones de esta
decadencia muestran algunos de los problemas que debía afrontar la pro
ducción de manufacturas, como la fragilidad de la demanda, los cambios
en las disposiciones que regulaban la actividad económica y la dificultad
para conseguir sólidos respaldos financieros. La economía de Huy en el
Mosa decayó víctima de la falta de inversiones, la escasa demanda local,
las deudas contraídas por el municipio, el proteccionismo y la rigidez del
régimen corporativo. La ciudad textil del sur de Francia llamada Cler-
mont de Lodéve, padeció las consecuencias de la baja condición que
tenían los empresarios en la sociedad francesa. La producción se hallaba
dominada por una elite mercantil que respondió ante las dificultades eco
nómicas de mediados de siglo reduciendo sus inversiones y convirtiéndo
se en una clase “rentista”. En Clermont, la decadencia de la industria
local incidió de manera particular sobre los asalariados que carecían de
propiedades, muchos de los cuales se quedaron sin trabajo. Sin embargo,
en otras zonas, tanto en el Languedoc como en la industria textil france
sa, esta decadencia llegó a evitarse. En Carcassona, a mediados de siglo,
el crecimiento de la industria textil trajo consigo mucho esplendor y la
producción de manufacturas desempeñó un papel muy dinámico en el
crecimiento de la ciudad. Pero, como siempre, la tónica dominante siguió
siendo la gran diversidad de situaciones. Aunque Toulouse contaba con
su propia industria textil, no era una importante ciudad industrial y
comercial; en cambio, Marsella poseía en la segunda mitad del siglo
industrias textiles, azucareras, de vidrio, porcelana y jabón. Este marcado
contraste en sus estructuras industriales se debía, en gran parte, a sus
diferentes cometidos como centros mercantiles. En la ciudad de Troyes,
en donde gran parte de sus trabajadores estaban empleados en la industria
del algodón, éste se importaba en bruto desde las Indias Occidentales y
se exportaban paños de algodón a Italia, España y otros lugares del sur de
Francia, de manera que su industria se hallaba dirigida por comerciantes
75
y no por los productores. En Reims, donde la industria de los paños de
lana era menos internacional y estaba menos capitalizada, los pañeros
tenían más importancia. Los mercados de consumo internacionales fue
ron decisivos para que las industrias que se dedicaban a la transforma
ción de materias primas coloniales y a la construcción naval se asentasen
en la costa atlántica de Francia, como sucedió en el caso de Burdeos. Sin
embargo, el desarrollo industrial francés se caracterizó muchos menos
por la introducción de innovaciones tecnológicas que su competidor bri
tánico. Esta tendencia indicaba que los métodos de producción franceses
aplicados en su actividad industrial eran inferiores. Existían relativamen
te pocas unidades de producción a gran escala que transformasen mate
rias primas básicas, tales como las fundiciones de hierro o las hilanderías
del norte de Francia. En 1789, París contaba todavía con muy pocas
fábricas y sus movimientos revolucionarios no fueron logros conseguidos
por sus operarios. Solamente en los suburbios del norte de la ciudad exis
tían algunas grandes manufacturas textiles, que empleaban entre 400 y
800 obreros; y aproximadamente un tercio de los trabajadores parisinos
se dedicaba al tradicional sector de la construcción. La situación no era
muy distinta en Italia o en España. Se ha calculado que en Inglaterra en
1688, el 44% de la población trabajaba en otras actividades distintas a la
agricultura y producía hasta el 63 % de la renta nacional, pese a que
muchos de ellos no eran obreros industriales. En Lombardía, en 1767, los
trabajadores industriales sólo representaban el 1,5% de la población. La
industria lombarda estaba escasamente desarrollada y, a excepción de la
producción sedera, apenas experimentó un crecimiento significativo. En
Italia, la industria se hallaba limitada por la existencia de una débil acti
vidad comercial, un volumen insuficiente de inversiones, dificultades de
comunicación, una fuerte competencia extranjera y técnicas de produc
ción atrasadas. Problemas semejantes aquejaban a la industria en la
Península Ibérica, pese a que tanto en España como en Portugal se reali
zaron esfuerzos para incrementar la producción. A fines de los años
1760, el rápido agotamiento de la producción de oro aluvial en su colonia
brasileña redujo sensiblemente las posibilidades que tenía Portugal de
adquirir productos manufacturados importados de Gran Bretaña. La
administración de Pombal respondió a la crisis en los años 1769-77 insta
lando cientos de pequeñas factorías azucareras, metalúrgicas, textiles,
sombrereras, alfareras, vidrieras y papeleras, pero sólo prosperaron las
textiles. Campomanes apoyó decididamente la actividad industrial en
España durante los años 1770 y, a pesar de que muchos de sus proyectos
fracasaron, en las últimas décadas del siglo se extendió el sistema de tra
bajo a domicilio y surgieron nuevas formas de producción industrial
basadas en el empleo de trabajadores asalariados.
A fines de siglo, en gran parte de Europa el sector industrial seguía
siendo todavía mucho menos importante que el agrícola como fuente de
ingresos y de empleo. Eran muchos los problemas que aún debía afrontar
la actividad industrial. Aparte de que los mercados se hallasen bastante
restringidos por la pobreza que padecía una parte considerable de la
población, los impuestos, las malas comunicaciones y el elevado coste de
los transportes, la ausencia general de capital suficiente y de mano de obra
76
especializada eran limitaciones incluso más importantes. Pero, probable
mente, igual de importantes eran algunos de los prejuicios forjados por la
rigidez psicológica. De hecho, muchas de las innovaciones técnicas
recientes no se habían adoptado en multitud de regiones y sectores de
producción concretos, que van desde las Ciudades Libres Imperiales, las
cuales no supieron evolucionar a un ritmo acorde con el desarrollo tecno
lógico, hasta la industria metalúrgica sueca. En la industria harinera fran
cesa, los molineros se opusieron a la combinación de sus molinos en uni
dades de producción mayores -iniciativa ésta que habría supuesto una
considerable reducción de los costes -, los panaderos rechazaron los
cambios introducidos en los métodos de molienda, que limitaban su
libertad de acción, y se negaron a adoptar nuevos tipos de grano, que exi
gían otras técnicas para amasar y cocer la harina, y a su vez, las autorida
des públicas se resistían también a adoptar innovaciones que pudiesen
provocar el malestar popular. Prohibiendo la introducción de ciertas
prácticas, como la compra de grano para la especulación, las autoridades
impidieron una modernización de la industria. En tiempos de la Revolu
ción Francesa, los molinos existentes no parecían en absoluto factorías.
A pesar de que algunos grupos apoyaban los cambios, entre los cuales los
fisiócratas abogaban por una molienda más económica, las actitudes con
servadoras seguían siendo predominantes. Al igual que en el siglo ante
rior, la mayor parte de las empresas industriales que contaban con la pro
tección del Estado producían artículos de lujo, que en general eran muy
competitivos, para mercados restringidos, pero muchas de ellas, como
fue el caso de la industria sedera promovida por Federico II en Berlín,
apenas tuvieron éxito. Los productores ya consolidados se resistían a la
adopción de innovaciones; así, por ejemplo, los fabricantes de paños y
los gremios de tintoreros de Augsburgo se opusieron radicalmente al
establecimiento de fábricas para el blanqueo y estampado de algodón. La
situación económica general no era lo suficientemente favorable como
para suscitar una respuesta positiva entre aquellos cuyo sustento podía
peligrar con la incorporación de innovaciones tecnológicas con resulta
dos inciertos.
Por lo tanto, el proceso de industrialización en Europa tuvo un carác
ter muy regional. Sus contemporáneos eran conscientes de los cambios
operados en determinadas regiones, los cuales se hallaban en estrecha
relación con la existencia de mercados internacionales sumamente com
petitivos, y frente a otras naciones partidarias de la imposición de arance
les que impedían las exportaciones de máquinas e ideas. Sin embargo,
dado que las transformaciones tecnológicas seguían siendo todavía selec
tivas y los cambios progresaban con lentitud, el tamaño de las empresas
era pequeño y su forma de organización más bien personal, los mercados
de trabajo sólo alcanzaban un ámbito local y la presencia de fábricas
resultaba aún bastante excepcional, incluso en Gran Bretaña.
77
CAPÍTULO III
LA DINÁMICA DEL COMERCIO
L a s c o m u n ic a c io n e s
1 BL. S to w e 791 . p. 15 .
81
tas españolas según un programa diseñado para fortalecer la centraliza
ción política y conseguir nuevos beneficios económicos. En los años
1770, el gobierno napolitano trató de construir caminos para ampliar las
relaciones con las provincias. Los aristócratas también se dieron cuenta
de las posibilidades económicas que podían reportarles unas buenas
comunicaciones. En 1753, el Barón Haslang, de Baviera, utilizó su
influencia para que se trazase un nuevo camino hacia Ingolstadt a través
de sus tierras. La construcción de una buena carretera entre Ath y Halle,
en los Países Bajos Austríacos, en los años 1765-69 se llevó a cabo
merced al esfuerzo realizado por el duque de Aremberg. En 1779, el
gobernador Sievers describió en un informe la alegría que mostraban los
habitantes ante la construcción de la carretera que atravesaba una parte
bastante remota de la provincia de Novgorod, porque les permitiría dupli
car o incluso triplicar el beneficio de sus productos. A fines de siglo, se
observan también signos de progreso en partes como España, Francia (en
concreto en el Languedoc) y Saboya. La Escuela de Caminos y Puentes
creada en París en 1747 fue responsable, en gran parte, de los avances
que hubo en la construcción de puentes en Francia durante la segunda
mitad del siglo. Aun así, el transporte terrestre seguía siendo muy malo.
Las principales carreteras presentaban condiciones todavía demasiado
rudimentarias, de manera que, por ejemplo, la que discurría entre Ver-
viers y Aquisgrán en 1785 era en su mayor parte “una estrecha franja are
nosa”2. Existían además importantes lagunas en la red de comunicacio
nes disponible, como la que había entre la Provenza y Génova, que impi
den hablar de un sistema integrado de caminos. El estancamiento general
que presentan las redes de transporte regionales y las relaciones espacia
les existentes entre las ciudades son reflejo del escaso desarrollo de nue
vas rutas terrestres. Y aquellas que se construían requerían un enorme
esfuerzo; por ejemplo, el camino montañoso trazado sobre el Col de
Tende entre Niza y Turín tardó 17 años en realizarse; así pues, resulta
comprensible esa relativa ausencia de importantes transformaciones. En
Gran Bretaña, el gobierno desempeñó al respecto un papel mucho menos
relevante, pues, en torno a 1750 se creó una amplia red de “peajes” que
tenía por centro a Londres y que, hacia 1770, se extendió a otros impor
tantes núcleos provinciales, y el principal impulso para poner en marcha
semejante iniciativa vino de los intereses comerciales y el deseo de
expansión de mercaderes y fabricantes locales.
Las dificultades y los costes que representaba el transporte por carre
tera contribuyeron a que la mayor parte del tráfico de mercancías fuese
marítimo o fluvial. Un estudio realizado por el gobierno toscano en 1766,
averiguó que costaba lo mismo transportar mercancías por tierra desde
Pescia a Altopascio que a través de la ruta acuática que comunicaba
Altopascio y Livorno, con una distancia seis veces mayor. El agua era
mucho más ventajosa para el desplazamiento de cargas voluminosas y
pesadas, como las grandes lajas de piedra de construcción que se lleva
E l d in e r o , l o s pa t r o n e s d e c a m b io y e l c r é d it o
E l c o m er c io
U n a e c o n o m ía e n t r a n s f o r m a c ió n
115
CAPÍTULO IV
LA SOCIEDAD
“Sinceramente me dan pena, son tan esclavas como lo que he oído decir acer
ca de los negros en las Indias Occidentales. No es raro verlas trillando el
grano, conduciendo carretas, recogiendo nabos o arreglando los caminos.”
(Esto escribió, en 1787, Adam Walker refiriéndose a las mujeres que vio a lo
largo de su viaje entre Füssen, en Baviera, e Innsbruck, en Austria)1.
Las relaciones y actitudes de los europeos del siglo XVIII eran reflejo
de una fuerte herencia cultural y de un entorno económico y tecnológico
común. La herencia judeo-cristiana, claramente enunciada en las ense
ñanzas y reglas de las Iglesias cristianas, permitía sólo la monogamia;
prohibía el matrimonio entre consanguíneos; estipulaba el nacimiento de
los hijos como un objetivo primordial del matrimonio y condenaba
aquéllos producidos fuera de él; denunciaba el aborto, el infanticidio, la
homosexualidad y el bestialismo; dificultaba el divorcio; imponía a los
padres el cuidado de sus hijos y les exigía a cambio reverencia y obe
diencia; veneraba la edad y ordenaba respeto hacia la autoridad, religiosa
o seglar, legal o política. El entorno en que vivía esta sociedad contaba
con un escaso grado de desarrollo tecnológico y era predominantemente
agrario. La productividad económica era baja, había pocos mecanismos
que pudiesen sustituir al trabajo manual y los valores que se podían reci
bir a cambio del trabajo eran bastante limitados. La mayoría de la pobla
ción no controlaba ni producía buena parte de la riqueza. La principal
forma de conseguirla era a través de la herencia, que solía atenerse a la
estructura familiar. No resulta extraño, por tanto, que el carácter domi
nante en esta sociedad fuera patriarcal, jerárquico, conservador y machis-
ta, y que estuviera asociado a cierto particularismo que se forjó durante
largo tiempo frente a las aspiraciones universalistas de las Iglesias.
1 WALKER, A., Ideas suggested on the spot in a late excursión (1790), p. 108.
117
LA MUJER Y LA FAMILIA
A partir de la visión que nos proporcionan muchos libros de texto
sobre este período, nos resultaría difícil creer que las mujeres representa
ban la mitad de la población. Con frecuencia, no se las considera dignas
de mención y rara vez aparecen en los índices. Se podría aducir que,
como afrontaban los mismos desafíos ecológicos que los hombres, cual
quier otro tipo de consideraciones adicionales resulta superflua. Sin
embargo, la función biológica que desempeñaba la mujer entrañaba
determinados problemas específicos y el trato que la sociedad les depara
ba difería del que recibían los hombres. Las mujeres que araban los cam
pos cerca de Lyón y Abbeville en 1787 o que arrastraban las barcas
corriente arriba hacia Maguncia en 1789, tenían que sobrellevar el mismo
trabajo penoso y las mismas enfermedades debilitadoras que los hombres
que trabajaban con ellas, pero su situación legal era mucho peor; esto era
reflejo de una cultura que concedía poder y respeto para el hombre y que
apenas reconocía los méritos y logros femeninos. La economía de la
pobreza se hallaba hasta tal punto extendida que buscar trabajo era una
condición esencial para la mayoría de las mujeres de la población. El
carácter restrictivo del trabajo disponible para la mujer, normalmente
dentro del servicio doméstico o de las tareas agrícolas, y las limitaciones
que imponía la vida familiar y social, definían la existencia de la gran
mayoría de las mujeres. En gran parte del Continente, y sobre todo en
países de la Europa noroccidental, tales como Inglaterra, la unidad básica
dentro de la estructura social era la familia nuclear, que formaban una
pareja casada y sus hijos no adultos. Sin embargo, las circunstancias
variaban geográfica y socialmente, e incluso dentro de cada familia. En
otras regiones, como las localidades próximas a Ussel en el Limousin
(Francia), lo normal era la familia amplia. También predominaba este
tipo de familias entre los granjeros de los alrededores de Salzburgo, pero
no tanto entre los labradores, y en la ciudad empezaban a tener cada vez
más importancia tipos de familias habituales en las ciudades modernas,
como los que estaban integrados por una sola persona, o los que presen
taban esquemas incompletos y residuales. En Languedoc, era frecuente
que el hijo mayor que estaba casado viviera con su mujer y sus hijos
junto con sus padres. En Curlandia, las obligaciones laborales influían en
el tamaño de la familia, pues solía precisarse una estructura familiar
mayor que la de la familia nuclear. En cambio, parece que en Alpascio
(Toscana) se preferían las familias nucleares, pero tanto la falta de tierras
como las defunciones y el sistema económico basado en una estructura
familiar favorecían las asociaciones de parentesco.
Desde luego, la estructura de una misma familia no era constante. Los
nacimientos, el envejecimiento y la muerte hacían que el ciclo vital de las
familias estuviera sujeto a un constante cambio. Era necesario adaptarse para
sobrevivir en períodos en los que se producían variaciones dentro de la fami
lia, como las que suponían añadir más miembros dependientes -niños peque
ños o adultos inválidos-. Dado que estos grupos dependientes consumían
sin trabajar, representaban un desafío para la economía de cada familia,
pero también contribuían a crear graves problemas para la sociedad en
118
general. El mecanismo de respuesta más habitual ante esta perspectiva
era evitar el problema en la medida de lo posible. En general, los gobier
nos dejaban las responsabilidades de la asistencia social a las propias
familias, las comunidades y a la caridad religiosa o privada. Cada familia
se ocupaba del problema de alimentar a sus niños, haciéndoles trabajar
todo lo que fuera posible y hasta que fuese necesario. A muchos niños se
les buscaban ocupaciones cuanto antes o se les utilizaba para ayudar a
mendigar.'Podían realizar multitud de tareas agrícolas e industriales. En
Altopascio cuidaban el ganado niños de hasta 4 y 5 años. En Languedoc,
los niños comenzaban desde pequeños cuidando gallinas y patos, después
seguían con ovejas y cabras, y acababan con las vacas. En las minas de
Cévennes, los niños de 12 a 15 años empujaban las vagonetas y las niñas
de la misma edad lavaban el mineral. Los gobiernos y los publicistas
aprobaban el trabajo infantil, arguyendo que prevenía la ociosidad y la
mendicidad, educaba a los niños en el desarrollo de trabajos útiles y les
acostumbraba a trabajar. Sin embargo, muchas familias no necesitaban
ese estímulo. Su problema era encontrarles algún empleo a los niños y
alimentarles hasta que fueran capaces de trabajar.
La disponibilidad de tierras y la manera en que se trabajasen influían
mucho en la forma de organización familiar. En aquellos casos en los que
existía tierra abundante, como en gran parte de Europa oriental, y las
relaciones de tenencia lo permitían, era posible que un joven se casase,
dejase a sus padres y crease su propio núcleo familiar aparte. Por el con
trario, cuando la tierra escaseaba este proceso resultaba mucho más difí
cil y los hijos tenían que continuar viviendo en la casa de sus padres
hasta una edad bastante avanzada. En Altopascio, donde había muchas
familias amplias, se designaba al cabeza de familia bajo el término reco
nocido oficialmente de capo di casa. La mayoría de ellos eran mayores
de 38 años, y todos los que no perteneciesen a esta categoría eran sus
dependientes legales. Se les denominaba figlio di famiglia (hijo de la
familia), y no podían contratar tierras ni participar en ninguna otra forma
de relación contractual por cuenta propia. En Languedoc, los hombres no
adquirían sus derechos legales hasta la edad de 25 años. Parece que en
zonas donde la tierra se cultivaba de forma colectiva, eran comunes las
estructuras familiares amplias o complejas, como las comunidades frater
nales. Los cambios demográficos imprevistos, y sobre todo el índice de
mortalidad relativamente alto que había entre las mujeres jóvenes a con
secuencia de los propios partos, y la frecuencia con la que las viudas
contraían matrimonios en segundas nupcias, hicieron que muchos niños
creciesen con madrastras, manteniendo una relación que no siempre
resultaba fácil. Aunque su importancia es objeto de cierta controversia,
las historias populares suelen describirlas de manera muy poco favorable.
Por ejemplo, el juego de niños Belle-mére, recogido por Restif de la Bre-
tonne, contraponía una madrastra viciosa a una hijastra maltratada.
Fuese cual fuese el tipo de familia, resultaba esencial conseguir un
empleo para el mayor número posible de sus miembros, no sólo para
mejorar su bienestar, sino para reunir lo necesario para asegurar su sub
sistencia. La asistencia social, cuando existía, no estaba pensada para
ayudar a familias enteras. Solía ser de carácter institucional y diferencia
119
da por edades y sexos. Se atendía de forma individual y sólo en último
extremo recurrían las familias a la caridad institucional. Las familias que
no podían ocuparse de sus hijos los dejaban en hospicios. Por la misma
razón, las madres solteras optaban por el aborto o el infanticidio, aunque
se considerase a éstos como graves crímenes y el primero de ellos entra
ñara un gran riesgo para su salud. Las mujeres, en general muy jóvenes,
que eran castigadas por ello, y aquellas que estaban exhaustas por los fre
cuentes partos que habían tenido, adolecían del carácter limitado y primi
tivo de las prácticas anticonceptivas conocidas. Y el hecho de que los
niños no deseados constituyeran no sólo una responsabilidad económica,
sino también, en el caso de las madres solteras, la causa de graves des
ventajas sociales y penas legales, empeoraba mucho su situación. En una
sociedad donde la mujer buscaba el matrimonio como vía factible para
conseguir al menos una precaria estabilidad, eran escasas las posibilida
des de casarse que tenían las madres solteras, a excepción de las viudas
que contasen con hijos de su primer matrimonio, y sobre todo si poseían
alguna propiedad. Por ello, las madres solteras solían convertirse en pros
titutas o eran tratadas como tales.
Como vemos, tanto presiones económicas como sociales empujaban a
la mujer al matrimonio y a buscar trabajo, estuviesen casadas o no. Un
tipo de trabajo habitual entre las mujeres solteras y entre los hombres sol
teros, era el servicio doméstico. En una sociedad donde las tareas de la
casa eran duras y manuales, carentes de la más mínima ayuda tecnológi
ca, el servicio doméstico constituía la forma de vida de mucha gente.
Algunas tareas como la evacuación de excrementos eran desagradables.
Acarrear agua, una tarea destinada por lo general a las mujeres, podía
ocasionar dolencias físicas. El lavado y secado de la ropa suponía tam
bién un gran esfuerzo; había que restregar o golpear la ropa sucia, y las
planchas primitivas requerían mucha fuerza muscular. Muchos sirvientes
eran inmigrantes procedentes de zonas rurales, pero al no ser miembros
de colectivos y carecer del respaldo de agrupaciones gremiales, estaban
completamente a merced de sus amos. Dentro de la jerarquía del servicio
era posible alcanzar cierta promoción, pero el servicio doméstico no solía
considerarse como un trabajo especializado ni una profesión. Los salarios
eran bajos y muchas veces se pagaban en especie; esto hacía muy difícil
la vida para aquellos que deseaban casarse y dejar el servicio, ya que la
existencia de sirvientes casados era relativamente poco habitual. Para
aquellas mujeres que trataban de ahorrar para su dote, el servicio domés
tico no representaba una salida fácil, y con frecuencia eran vulnerables al
acoso sexual de sus amos.
El servicio no sólo se limitaba al ámbito doméstico, aunque ésta fuese
una ocupación en la que fuera más abundante la mano de obra femenina.
También era esencial la presencia de siervos agrícolas. Solían vivir con
quien los empleaba, lo cual hacía que, en cierto sentido, algunas familias
nucleares adoptaran estructuras mayores. El servicio agrícola y el servi
cio doméstico ocupaban a unos 168.000 sirvientes en Baviera en 1770,
cuya población era aproximadamente de 1.052.000 habitantes. En Norue
ga en 1808 eran unos 95.000 sirvientes dentro de una población de
883.000 habitantes. Tanto la necesidad que tenían hombres y mujeres de
120
trabajar en el servicio, como la necesidad de sirvientes, variaban geográ
fica, estacional y socialmente, pero semejantes diferencias producían
dificultades, como los despidos o la emigración en busca de empleo,
haciendo que este mercado de trabajo fuese muy inseguro.
Otra importante fuente de empleo para las mujeres, tanto casadas
como .solteras, eran las manufacturas realizadas a domicilio. La pañería
era la principal, pero no la única, forma de empleo entre este tipo de acti
vidades. Con frecuencia, suelen aparecer ruecas en los inventarios britá
nicos de bienes domésticos. Las mujeres desempeñaban un papel rele
vante en la industria de la seda de Lyón, en el hilado para las industrias
pañeras de Picardía, en la industria de la lana de Elbeuf, donde la jornada
laboral para mujeres y niños era de 15 horas diarias, y en la industria algodo
nera que se estaba desarrollando en Francia. A mediados del siglo XVIII, la
mayoría de las jóvenes de Montpellier encontraba empleo en la costura.
En Altopascio, la mano de obra textil estaba compuesta casi exclusivamen
te por mujeres. Aquellas que vivían en medios rurales pobres se dedicaban
al hilado, y las que pertenecían a las clases artesanales más bajas, a los tela
res. Las mujeres más pobres devanaban hilo. Las manufacturas realizadas
a domicilio podían suponer una aportación adicional importante para los
ingresos familiares. Las mujeres también podían formar parte de una
familia en la que todos sus miembros trabajasen en las manufacturas a
domicilio o podían aportar ingresos complementarios procedentes de
otras actividades. Dado que el valor añadido que reportaban tanto su tra
bajo como el de los niños solía ser mayor que el que podían conseguir
con su ocupación en el campo, estos miembros de la familia llegaban a
aportar mucho más al presupuesto común cuando se dedicaban a las
manufacturas realizadas a domicilio. Sin embargo, sus posibilidades se
veían limitadas por el carácter restringido que en muchas partes tenía el
empleo en las manufacturas a domicilio con fuerte orientación comercial
y, en menor medida, por el crecimiento del empleo en factorías, que obli
gaba al trabajador a salir fuera de casa y hacía así mucho más difícil el
cuidado de sus niños. Cuando esto se combinaba con el traslado de la
manufactura, el cambio destruía la base de la economía familiar y dismi
nuía considerablemente las posibilidades de trabajo remunerado para las
mujeres casadas. Se ha apuntado incluso que estos cambios económicos
llegaban a tener consecuencias sociales, como el aumento del divorcio o
de las separaciones.
El aspecto más llamativo de la contribución femenina a la fuerza de
trabajo durante este período era su gran variedad, pues, aunque en general
las mujeres tenían un papel poco importante dentro de la Iglesia -salvo en
aspectos como la caridad o la educación femenina- y todavía menor den
tro del ejército, se las podía encontrar en todo tipo de empleos, incluyendo
aquellos que implicaban un duro trabajo físico, como la minería, el trans
porte de cargas, la recogida de basura o la agricultura. En Languedoc, por
ejemplo, muchas mujeres se dedicaban a la venta de alimentos, practican
do en los pueblos oficios de carnicero, pescadero y verdulero. También
era frecuente ver vendedoras ambulantes, como las cafeteras de París.
El empleo femenino no siempre era reflejo de la necesidad económica
de los pobres, aunque puede aducirse que las posibilidades de trabajo que
tenían las mujeres se hallaban restringidas por su escasa educación y
diferentes limitaciones legales. Los índices de alfabetización eran muy
bajos en ambos sexos, pero tendían a ser inferiores entre las mujeres.
Mientras que en las ciudades de la parte occidental de Francia abundaba
el analfabetismo en el servicio doméstico, en la región del Vivarais,
donde sabían escribir su nombre el 20-30% de los hombres en los años
1686-90 y el 30-40% en 1786-90, las cifras relativas a las mujeres en
esos mismos años eran del 3-4% y del 8-11%, respectivamente. En el
Noroeste de Alemania, donde el grado de alfabetización era elevado,
existía una gran diferencia entre hombres y mujeres. El analfabetismo de
la mujer en el ámbito rural, que era consecuencia directa de la práctica
ausencia de escolaridad y de la despreocupación de los reformadores
educativos, sólo fue desapareciendo de forma muy lenta. En Austria, el
reformador Gerard van Swieten se opuso al deseo de José II de abolir las
cuotas que se pagaban por la enseñanza en las escuelas primarias, porque
pensaba que esto resultaría demasiado gravoso para el Estado. Por ello, el
acuerdo final al que se llegó fue que pagaran las chicas y que se permitie
se a los chicos asistir de forma gratuita. No obstante, no todas la mujeres
se dedicaban a trabajos humildes, algunas llegaron a alcanzar puestos tan
relevantes como Madame de Maraise, una mujer de negocios que fue en
los años 1767-89 la directora financiera y comercial de una importante
compañía dedicada al estampado de calicóes. En los estamentos superio
res de la escala social, no existían apenas impedimentos para que una
reducida minoría de mujeres pudiese seguir carreras interesantes. Así,
por ejemplo, la italiana Maria Agnesi fue una famosa matemática, su
compatriota Laura Bassi estudió la compresión aérea, Caroline Herschel
era astrónoma, aunque trabajaba más bien como ayudante de su hermano,
y Angélica Kauffmann fue una célebre pintora neoclasicista.
Por otra parte, los derechos legales reconocidos a las mujeres no
siempre eran inferiores a los del hombre; por ejemplo, en Polonia, las
mujeres de la nobleza gozaban de los mismos derechos de propiedad y
herencia que los hombres. Pero, en general, la mujer adolecía de multitud
de desventajas legales y de una clara discriminación política y social,
prácticamente en todos los estratos sociales. La vida de la mujer en la
sociedad cortesana también podía ser muy dura. Sobre todo cuando habí
an crecido en conventos, porque en ellos apenas adquirían experiencia
con hombres de su edad y rango, y salían para casarse sin que se hubie
sen tenido en cuenta sus deseos, de manera que pronto eran ignoradas por
sus maridos y, a veces, acababan viviendo separados. Cuando la soprano
Margherita Durastanti interpretó a María Magdalena en la primera repre
sentación del oratorio de Haendel, titulado la Resurrezione, en 1708, el
papa Clemente XI se quejó de que se hubiera permitido a una mujer par
ticipar en un trabajo sagrado, y esto hizo que fuera sustituida por un cas-
trato en la segunda representación.
La legislación tendía a reflejar las divisiones existentes en la sociedad,
pero también lo hacían las prácticas religiosas. Cuando, a raíz de la pre
sión ejercida por los fabricantes, el gobierno danés redujo en 1752 la
duración del período de luto, se permitió que los viudos pudieran casarse
después de cumplidos seis meses, pero las viudas sólo al cabo de un año.
122
La nuevas formas de piedad adoptadas entre los protestantes de Salzbur
go, entre las que se incluía la predicación realizada por mujeres, eran
bastante excepcionales. En general, las salidas que se ofrecían a la piedad
femenina seguían siendo muy limitadas, y puede que esto produjese cier
ta insatisfacción. Se ha llegado a sugerir que la tendencia católica janse
nista en Francia pretendía de forma implícita buscar un papel más rele
vante para la mujer dentro de la Iglesia. Por otra parte, resulta llamativa
la respuesta entusiasta que dieron muchas mujeres ante ciertos movi
mientos religiosos carismáticos. Así por ejemplo, hubo una importante
participación femenina en el estallido del fervor religioso que en los años
1730-32 acompañó a las revueltas producidas en el cementerio parisino
de Saint-Médard. No obstante, aunque la relación existente en general
entre la mujer y la Iglesia no fuese como la que experimentó Catherine
Cadiére, quien alegó en un proceso sonado celebrado en Francia en 1731
que había sido seducida por un confesor jesuita, tampoco se puede afir
mar que desde un punto de vista institucional las iglesias tuvieran muy en
cuenta a sus miembros femeninos. Existían fundaciones religiosas para
mujeres solteras que no quisieran ser monjas. En Italia, se pretendía con
ellas proteger a las doncellas cuya virtud corriera peligro debido a la falta
de una adecuada protección familiar.
El empleo de la familia como base de la organización social acentua
ba necesariamente la importancia del hombre, que asumía el papel de
cabeza de familia. En Elbeuf, las estadísticas de población se calculaban
según el número de hogares, y no según la cantidad de habitantes. El sis
tema habitual que se empleaba para contar los siervos, a partir de la
introducción en 1722 del impuesto de capitación en Rusia, era atendien
do al número de hombres mayores de 15 años. Al igual que en otros
lugares, en Altopascio, la responsabilidad del cabeza de familia sobre el
resto de sus miembros abarcaba tanto aspectos morales como sociales.
Sin embargo, sería un error creer que la mujer carecía de conciencia polí
tica. Gran número de ellas participó, por ejemplo, en la revuelta del pan
que estalló en París en 1725. En Bayona en 1750, las mujeres atacaron a
las tropas que protegían a los recaudadores de impuestos y en Inglaterra
también solían intervenir con frecuencia en los motines. Este tipo de
acciones quizás reflejan el hecho de que las mujeres podían recibir por
ellas castigos más leves que los hombres, pero sin duda también implican
cierto grado de concienciación política. Y si bien adoptó primero la
forma de respuestas hostiles ante cambios producidos en los precios o en
la disponibilidad de artículos básicos y que se consideraban injustos, ésta
era la acción política a la que en general recurrían los pobres.
La pobreza también constituía una experiencia ante la que las mujeres
eran especialmente vulnerables. Por diversas razones, y en particular por
su responsabilidad, ya fueran casadas o solteras, hacia el cuidado de los
niños, la pobreza les afectaba de forma bastante diferente que a los hom
bres. Solía responsabilizarse a la mujer del nacimiento de hijos ilegítimos
por el contrario, los hombres casados tendían a abandonar con mayor fre
cuencia a sus familias que sus esposas. En Carcasona, las declaraciones
legales hechas por mujeres solteras que habían sido objeto de abusos,
solían especificar que fueron abandonadas por hombres que las corteja
123
ban. Empleando una expresión propia de la época, decían que habían
padecido la “injuria de un niño”, se quejaban de que sus amantes, elu
diendo sus propias responsabilidades paternas, las habían dejado en una
situación financiera y social insostenible, y querían el matrimonio como
único medio para reparar su honor personal y el de su familia. La asisten
cia judicial apenas proporcionaba una segunda oportunidad. En Carca-
sona, la situación de este tipo de mujeres se fue deteriorando a lo largo
de la centuria. Hasta 1747, el peso de las pruebas se decantaba a favor
del hombre acusado, los cuales solían ser cabezas de familia que alega
ban haber sido seducidos por sus sirvientas, normalmente doncellas que
habían emigrado del campo. Las quejas de que se estaba acusando a
hombres ricos más que a los verdaderos padres, hizo que los jueces, a par
tir de entonces, exigieran pruebas, un cambio judicial que produjo tam
bién un cambio en los valores sociales. Parece que disminuyó la compa
sión por los futuros hijos ilegítimos y el honor del hombre suplantó en
importancia al de la mujer. Disminuyeron, asimismo, las condenas contra
hombres que habían quebrantado sus promesas de matrimonio. Y ante el
deterioro del respaldo legal, las madres solteras de Carcasone tomaron
precauciones para mantener en secreto sus embarazos.
Las jóvenes que habían sido seducidas solían recurrir a la prostitu
ción. La falta de un sistema de ayuda social eficaz y los bajos salarios
que cobraban las mujeres, hicieron que dedicarse a la prostitución, de
forma temporal o permanente, fuese el destino de muchas de ellas. Los
relatos sobre la vida urbana conservados en la documentación oficial
muestran claramente que la prostitución era un fenómeno habitual. En la
serie de escenas sobre la vida en París que pintó Etienne Jeurat en los
años 1750, se describía una detención de prostitutas en el cuadro titulado
El arresto de personas escandalosas (1755). Sin embargo, había dema
siadas prostitutas como para poder arrestarlas por mucho tiempo y la
demanda, tanto de sexo como de este tipo de ingresos, era demasiado
importante para que tuvieran éxito los intentos de erradicar la prostitu
ción, como los que emprendieron María Teresa y José II. En Francia, la
prostitución estaba prohibida y la denunciaban la Iglesia, los moralistas,
los médicos y los economistas fisiócratas. Se la consideraba una amenaza
para la moral, tanto femenina como masculina, para el crecimiento de la
población y para la salud venérea. La intervención estatal al respecto era
ocasional y se dirigía principalmente contra posibles riesgos para el
orden público. En 1778, se trató de atacar en París el comercio clandesti
no de la prostitución aprobando una disposición que, de forma implícita
pero no oficial, permitía en cambio los prostíbulos. Sin embargo, el Lugar
teniente de la Policía, que contaba en total con unos 1.500 hombres, fue
incapaz de aplicar esta política con eficacia. Poco se podía frente a la
prostitución, que constituía para muchos su única fuente de ingresos, a
pesar de que fuera visto como un problema social para la comunidad y
la lucha contra ella puso de manifiesto los escasos recursos de que dispo
nían los gobiernos. Además, no sorprende que los gobiernos fracasaran
en sus intentos de acabar con la prostitución, pues éstos eran esencial
mente de carácter represivo y no había una política general que propor
cionase a estas mujeres un empleo remunerado alternativo. La prostituta
124
enferma, a la que se le había caído el pelo y los dientes por los perjudi
ciales tratamientos de mercurio, era una víctima de las circunstancias
económicas y sociales de la época. Su destino era aún más horrible que el
de las mujeres italianas de clase baja que eran recluidas en determinadas
instituciones cuando sus asuntos amorosos ignoraban las barreras socia
les o el de las mujeres adúlteras, pero su situación era esencialmente la
misma. Un sistema económico que pesaba bastante sobre una gran masa
de la población, sin tener en cuenta su género, se hallaba, sin embargo,
estrechamente vinculado a un sistema social en el que la situación de la
mujer, ya fuera afortunada o no, era en general peor que la del hombre.
Se ha señalado que durante el siglo XVIII se incrementó el “individua
lismo afectivo”, un modelo de vida familiar en el que se tenían más en
cuenta los deseos personales de sus distintos miembros y en el que era
más el afecto que la disciplina lo que mantenía unidas a las familias. Este
cambio se ha atribuido en parte a los cambios demográficos, pues dado
que había aumentado la esperanza de vida entre los niños y las mujeres,
parecía más conveniente “invertir emocionalmente” en todos los miem
bros de la familia. Este fenómeno se ha relacionado con lo que Lawrence
Stone ha caracterizado como el incremento de una “familia nuclear muy
hogareña”, en la que la autoridad patriarcal quedaba difuminada dentro
de un conjunto de relaciones más emocionales. Por otra parte, estos cam
bios también se han vinculado a diversos progresos, entre los que se
encuentran la difusión de ciertas modas diferenciadoras y de la industria
de los juguetes para niños, el culto literario rendido a la familia en la que
prima lo sentimental y las nuevas modas pedagógicas que daban más
importancia a la individualidad de cada niño y a la necesidad de introdu
cirlos en la sociedad sin tratarles como si fueran la encarnación del peca
do original.
Estas suposiciones han dado lugar a un acalorado debate que todavía
sigue abierto, porque no es posible dar respuesta a muchas de las pregun
tas que se han planteado, sobre todo cuando el objeto de la investigación
se amplía a gran parte de Europa o se refiere a una abrumadora mayoría
de la población que no conservaba periódicos, dejaba correspondencia u
otro tipo de testimonios en ninguna clase de documentación de carácter
social, fuera de las actuaciones legales en las que sus opiniones solían
aparecer en general según los términos empleados por aquellos que con
trolaban la administración de justicia. Además, dejando aparte la reglas,
no se sabe cómo se puede valorar el afecto y los cambios que éste experi
mentó. Es importante no confundir los cambios de estilo, tales como las
formas de trato dentro de la familia, con cambios afectivos sustanciales.
Si las experiencias y expectativas maritales se hallaban relacionadas con
las circunstancias económicas, entonces resulta difícil apreciar motivos
de cambio. Desde un punto de vista demográfico, está claro que hubo
avances sustanciales en algunos grupos sociales. La esperanza de vida de
las mujeres aristocráticas inglesas aumentó de forma significativa, produ
ciendo entre la aristocracia una caída en el número de matrimonios en
segundas nupcias. Sin embargo, un estudio reciente realizado sobre la
vida familiar de los siglos XVI y XVII, ha demostrado que eran erronéas
muchas de las suposiciones en las que se basaba la teoría de distintos
125
períodos sucesivos. Se ha descartado la idea de que el amor romántico
fue una invención del siglo x v i i i , ya fuera o no a consecuencia de la
“modernización”, pero también la de que solía maltratarse a los niños de
forma brutal. En realidad, está claro que los padres de todos los grupos
sociales y religiosos amaban a sus hijos y que, cuando los criaban, tenían
en cuenta la necesidad de enseñarles una formación profesional básica,
pero, asimismo, cabría considerar que ésta iba tanto en beneficio de los
niños como de sus padres. Tal es el caso, sobre todo, de aquellos niños
que debían continuar dedicándose a las ocupaciones de sus padres, de
acuerdo con una tendencia que limitaba su educación y sus posibilidades
(un número restringido de trabajos diferenciados según criterios actua
les), y que hacía deseable la adquisición de prácticas hereditarias. Los
molineros franceses solían formarse como aprendices con sus familias o
con las de sus amigos y, además, era frecuente que sus familias les ayu
daran a buscar novias, que en su mayoría eran hijas de panaderos. El
hecho de que los miembros de una familia vivieran muy próximos favo
reció el desarrollo de mayor cooperación y tolerancia mutua. Todo ello
tuvo que incidir necesariamente sobre el carácter de la autoridad patriar
cal. No obstante, como se ha sugerido, puede que en las sociedades cam
pesinas los adultos siguieran representando modelos externos a imitar.
Por ejemplo, en la parte meridional del Macizo Central francés, los cam
pesinos continuaban viviendo en un mundo dominado por la autoridad
patriarcal, y dentro de familias autoritarias que inculcaban respeto, disci
plina y piedad religiosa. Sin embargo, esto no implica que el afecto no
tuviera un lugar importante en sus relaciones o que las familias no pro
porcionaran un esfuerzo económico común cuando éste se hacía necesa
rio para sobrevivir.
Una de las obras típicas de la época en las que se denigraba a las
mujeres fue La Morale du Temps, escrita por un sacerdote; apareció por
primera vez en Valenciennes en 1700 y presentaba a las mujeres como
seres inferiores e insufribles que brindaban una. constante incitación al
pecado. La sexualidad femenina, que se consideraba voraz, y la sexuali
dad masculina, provocada por las mujeres, preocupaba a muchos escrito
res de la época. Rousseau no fue el único que manifestó su temor ante la
sexualidad femenina. Estos temores se hallaban en relación con el doble
rasero que se aplicaba sobre la conducta sexual, puesto que mientras se
rechazaba al adulterio como causa justificada para la separación de la
mujer de su marido, ésta sí se admitía cuando sucedía a la inversa. Si
bien era bastante negativa la visión tradicional de la mujer, que contaba
con evidentes raíces cristianas, como las que hicieron que los Antiguos
Creyentes rusos se opusieran a ser gobernados por una mujer, muchos de
los argumentos propuestos por intelectuales tuvieron efectos un poco más
positivos, pero sólo podrían considerarse progresistas por el hecho de que
lograron que este debate se secularizara. Aun así, si tenemos en cuenta el
modelo de propiedad de la autoridad existente entre el marido y la mujer,
y la condición legal general según la cual la mujer precisaba de la cons
tante protección de un adulto de sexo masculino, vemos que muchos de
estos argumentos constituían en realidad un desafío a los puntos de vista
dominantes. La mayoría de los escritores de la Ilustración francesa con
denaban aquellas costumbres que limitaban el papel de la mujer en la
sociedad. Sus intentos de realizar un análisis nuevo y supuestamente
“racional”, de instituciones como el matrimonio y la familia, de manera
semejante al estudio hecho por Montesquieu sobre el matrimonio con
templado dentro de un contexto cultural, chocaban con los presupuestos
universales asentados por la Iglesia a favor de la monogamia y el orden
patriarcal. Aunque los escritores no ponían en duda la viabilidad del
matrimonio como institución, sí cuestionaban la validez de algunas prác
ticas como los matrimonios de conveniencia. Muchos philosophes recla
maban cambios legales que habrían supuesto una secularización del
matrimonio, permitido el divorcio -que no se introdujo en Francia hasta
1792- y limitado el poder de los padres, pero según los criterios domi
nantes hoy en día, su actitud era por lo general antifeminista. Diderot,
Helvétius, Montesquieu y Voltaire apoyaban el divorcio, pero no una
consideración social igualitaria para la mujer, que propugnaba tan sólo
Condorcet. D’Holbach elogiaba la sensibilidad de la mujer, aun así no
veía al matrimonio como una unión de iguales, porque pensaba que los
“órganos” más débiles de las mujeres les hacían incapaces de llegar a
concebir pensamientos profundos o complejos. Diderot creía que no
podían conseguir una gran concentración o llegar a desarrollar un espíritu
genial. Sin embargo, al sostener, tal como aparece en la Encyclopédie,
que “el destino de la mujer es tener hijos y alimentarlos”, muchos de los
philosophes definían su papel en la sociedad de una forma que desafiaba
a la tradición patriarcal, pues relegaban a la mujer a una función mera
mente doméstica, y ésta era una solución inapropiada para la situación
económica en la que se encontraba la mayoría de las mujeres.
La demanda de una nueva forma de relación marital que se basara
mucho más en los sentimientos, no implicaba necesariamente la adop
ción de un concepto de igualdad. La literatura sentimental presentaba la
vida casera y el amor de una manera romántica, y ofrecía un código de
valores en el que el afecto reemplazaba a las relaciones adúlteras. Mien
tras que en el teatro este punto de vista se representa en obras como
Enfant Prodigue (1736) de Voltaire y Pére de Famille (1758) de Diderot,
Rousseau expresó en su Emile (1762) el valor de la relación existente
entre la madre y el niño al que ha amamantado, Emile. Esta obra fue con
denada en muchos estados, entre ellos Francia, Ginebra y Rusia, aunque
más por sus contenidos religiosos que pedagógicos. Pedir a las madres
que amamantaran a sus propios hijos resultaba casi imposible para aque
llas mujeres que tenían que acudir al trabajo. Por otra parte, aunque
Émile debía ser educado según su “naturaleza”, esto no supondría favore
cer la liberación de su esposa Sophie, que tendría que desarrollar su
“esencia natural” para la maternidad y la dependencia del hombre. Con
trario a la igualdad entre los sexos, en su Discurso sobre la Desigualdad
Rousseau seguía defendiendo un papel esencialmente doméstico para las
mujeres, pero a pesar de este punto de vista tan restrictivo, también escri
bió sobre algunas mujeres que llegaron a ser personas bastante
realizadas.
En la actitud que presentan muchos de los philosophes respecto a la
mujer subyace un contraste entre la atracción física y emocional que
127
éstas producían y sus carencias intelectuales. Según escribió en la Ency
clopédie el Caballero de Jaucourt, la mujer podía constituir el principal
ornamento de la sociedad, pero esto hizo que muchos autores las vieran
sólo como objetos para el deleite del hombre o como madres. Rousseau,
creyendo que las mujeres eran incapaces de concebir pensamientos origi
nales, afirmó que deberían aprender aquellas artes que pudiesen agradar
al hombre. Por el contrario, el dramaturgo Pierre Marivaux adoptó una
actitud mucho más positiva hacia la mujer en su obra titulada La Colonie
(1750), en la que presentaba una sociedad organizada bajo el principio de
la igualdad sexual que permitiese incluso un control femenino de muchos
puestos administrativos y de responsabilidad. Sin embargo, la novedad
que implicaba esta idea se vio contrarrestada por el carácter cómico de
una obra, en la que, al final, las mujeres se dividen según su origen social
y envían a los hombres a luchar contra una supuesta invasión, pero ade
más su naturaleza fantástica, que sitúa la acción en una isla imaginaria, le
proporciona un claro sentido utópico. En una obra pedagógica escrita en
1785, el Abad Riballier defendía que la mujer era igual por naturaleza al
hombre y que, por lo tanto, también debería aprender artes, ciencias y
filosofía al mismo nivel.
La posición que le correspondía a la mujer también fue objeto de
debates en Alemania, en los que aparecían opiniones bastante variadas.
Así pues, mientras que en 1767 un burócrata de Badén llamado Johann
Reinhard describía un mundo utópico en el que se honraba a héroes
públicos, que eran tanto hombres como mujeres, el escritor conservador
Ernst Brandes llegó a defender veinte años después que la sangre de la
mujer era químicamente diferente y no podían establecer conexiones
entre distintas ideas porque tenían nervios cerebrales débiles (según una
creencia entonces muy extendida), y que estas propiedades anatómicas y
fisiológicas quedaban suficientemente demostradas por la evidencia his
tórica del dominio masculino; pero, en opinión de Brandes, la mujer
poseía sus propias funciones importantes y distintivas para las cuales la
había predestinado la naturaleza dotándola de las características apropia
das, y por ello, consideraba que el crecimiento de un público lector feme
nino era peligroso, pues las induciría a rechazar sus obligaciones domés
ticas.
El tono empleado por Brandes era claramente hostil, porque trataba
de hacer frente con él a ciertos fenómenos recientes que desaprobaba por
completo, como el desarrollo del periodismo femenino. En Alemania,
comenzaron a aparecer las primeras publicaciones periódicas de temática
femenina escritas por mujeres en 1779, dieciocho años después de que la
estridente Madame de Beaumier se hiciera cargo del parisino Journal des
Dames, editado anteriormente por hombres. Quizás la más popular de las
publicaciones periódicas alemanas fuera Pomona, de Sophie von La
Roche, que defendía la educación femenina, pero a la vez que daba
importancia a la felicidad individual de la mujer también le inculcaba
una ideología de servicio. Por el contrario, Marianne Ehrmann, que pen
saba que el hombre era en parte responsable de la inferioridad en que se
hallaba la mujer, adoptó en sus publicaciones una postura mucho más
crítica. Aunque las revistas no reclamaban transformaciones esenciales,
128
aceptaban el cambio como una posibilidad, tanto para una persona en
concreto como para la mujer en general, y sugerían que la mujer debía
hacer valer sus derechos; una postura que también encontramos en la
obra Vindication ofthe Rights ofWomen (1792) de la escritora inglesa
Mary Wollstonecraft. El dilema que debían afrontar muchas mujeres, ya
lo había representado la dramaturga alemana Luise Gottsched, en cuya
obra primera (1736), la heroína Luisgen, que no se atrevía a desafiar a su
madre casándose con su novio, tiene que resignarse a esperar su destino
mientras su malvada hermana Dorgen se burla de su preocupación por
satisfacer la voluntad de sus padres. Sin embargo, al final, Luisgen se ve
recompensada cuando su padre contradice el deseo de la madre, y a Dor
gen se le promete un marido sólo si accede a portarse bien. La cuestión
de la autoridad paterna se elude asimismo en el tratamiento que da
Johann Schlegel (1746) a su heroína sentimental Amalia, cuyo amado
resulta ser el que su padre había elegido estando bajo un disfraz.
Para el filósofo Inmanuel Kant, las mujeres tenían otros problemas
aparte de la elección de sus esposos. En 1784 señaló que no conseguían
ilustrarse porque eran supervisadas por personas que no deseaban que
fueran independientes, y por ello, alimentaban su timidez y su necesidad
de comodidad. Un amigo de Kant, el funcionario prusiano Theodor Got-
tlieb von Hippel, que había escrito en 1774 un tratado bastante conserva
dor sobre el matrimonio que hacía hincapié en la subordinación de la
mujer, publicó en 1792 un estudio sobre ellas en el que demostraba que
eran iguales, aduciendo evidencias teóricas y empíricas, entre las cuales
incluía la observación de que muchas mujeres de clase baja realizaban
trabajos duros como los hombres. Habiéndose quejado de que el matri
monio era un mecanismo para facilitar el control social de la mujer y de
que la ignorancia forzosa la incapacitaba para competir con el hombre,
Hippel abogó por una educación igualitaria y llegó a afirmar que la igual
dad de sexos no implicaba que no existieran rasgos diferenciadores. Su
obra constituye un ejemplo de lo que en ocasiones se ha considerado
como el fin de la Ilustración, cada vez más politizada y fragmentada,
pues los escritores trataban ahora de beneficiar a grupos que anterior
mente habían despreciado o ignorado, como los de los pobres, las muje
res y los esclavos. Hippel había sostenido que la represión constante a la
que se veían sometidas las mujeres podía provocar en ellas la rebelión,
pero también advirtió que la propia Revolución Francesa les supuso una
gran decepción, porque, en realidad, aunque hizo valer sus derechos civi
les, apenas llegó a mejorar su condición.
La posición que ocupaba la mujer en la Francia revolucionaria pone
de relieve la cuestión de la viabilidad de que se produjese un cambio en
su condición. El mismo Hippel observó que en los órdenes inferiores de
la sociedad la condición de las esposas apenas difería de la de sus mari
dos, pues vivían en una pobreza abrumadora y mísera que limitaba tre
mendamente las posibilidades de reflexionar sobre ello. La audiencia que
leía a Hippel estaba integrada por personas pertenecientes a órdenes
medios, en los que las circunstancias permitían adoptar estos cambios e
incluso la educación de la mujer. Probablemente, la situación no fuese
tan desoladora como él la presentaba. Algunos estados alemanes ordena
129
ron el establecimiento de escuelas locales insistiendo en la asistencia
tanto de chicos como de chicas. Entre ellos encontramos a Waldeck
(1704), Eisenach (1705), Sajonia (1724), Württemberg (1729), Hesse-
Darmstadt (1733), Holstein-Gottorp (1733-34) y Wolfenbüttel (1753),
estados protestantes a los que seguirían otros territorios católicos en las
décadas de 1770 y 1780. Parece que este tipo de decretos fue aumentan
do, al menos en Württemberg, Prusia y Sajonia, donde a fines de siglo
prácticamente todas las aldeas tenían una escuela primaria. No todos los
niños asistían a ellas, en parte debido a la necesidad de encontrar un tra
bajo lo antes posible, pero al menos la disponibilidad de escuelas públi
cas primarias ofreció a muchas mujeres campesinas alemanas la posibili
dad de recibir una educación básica. Aun así, no se sabe hasta qué punto
influyó esto en su estilo de vida.
La proclama francesa de 1724 en la que se ordenaba que todas las
parroquias tuvieran un maestro y una maestra y que todos los padres
enviaran a sus niños a la escuela, en muchos lugares no llegó a aplicarse
y en donde existía una educación para niñas ésta solía consistir en leccio
nes de catecismo y lectura. Muy pocos tratados franceses sobre reformas
educativas incluían a las mujeres en sus programas y, en general, se pen
saba que la educación femenina era más un proceso de formación del
carácter que del intelecto. Las estructuras y programas de educación
femenina alemanes, tanto primarios como especializados, orientaban a
las niñas hacia las tareas del hogar, y sólo un reducido número de muje
res recibían una educación intelectual. Los autores alemanes que aborda
ron el tema de educación en la segunda mitad del siglo xviii, llamados
filántropos, reclamaban mejoras educativas, pero insistían en la necesi
dad de inculcar en las niñas un tipo de educación diferente, ya que debían
prepararse para ser esposas y madres. Estos escritores masculinos defen
dían la igualdad del hombre y la mujer en el matrimonio, pero señalando
que tal igualdad procedía de sus diferentes contribuciones naturales a
esta unión, y por tanto la educación debía favorecer estos rasgos diferen-
ciadores en vez de ocultarlos. La obra de Johann Campe titulada Consejo
paterno para mi hija (1788-89), no sólo veía el matrimonio, los hijos y el
hogar como el destino más adecuado para la mujer, sino que además
explicaba que las condiciones desfavorables que ésta tenía en la sociedad
derivaban del plan divino prefijado para la Humanidad.
Las actitudes adoptadas respecto a la posición social de la mujer fue
ron muy variadas. No existía un código patriarcal universal ni un conjun
to determinado de convenciones. Se pueden encontrar contrastes mucho
mayores en otras zonas situadas fuera de Francia o Alemania. Y aunque
algunos autores reclamaban cambios importantes en el trato de la mujer,
siempre representaron una pequeña minoría. El concepto de igualdad se
fue aceptando progresivamente, pero en general se entendía ésta como el
respeto hacia las funciones y el grado de desarrollo diferenciado entre
ambos sexos, y de hecho, la definición que se hacía sobre la naturaleza
propia de la condición femenina ideal era tal que, con criterios actuales,
no podría interpretarse como igualitaria. Además, hasta cierto punto,
estos debates carecían de sentido para la mayoría de las mujeres, pues
aun cuando tuviesen acceso a la educación primaria, sus circunstancias
130
vitales solían ser demasiado precarias, por su situación económica o por
los conocimientos y la atención médica entonces disponibles. A lo largo
del siguiente siglo y medio se producirán cambios más importantes res
pecto a estos dos factores -pero no tanto en cuanto a las reformas
legales-, que contribuirán a mejorar la condición social de la mayoría de
las mujeres.
U n a s o c ie d a d d e ó r d e n e s
“(en) los bailes... la compañía que se encuentra puede ser de muchas clases,
desde los nobles más importantes hasta el campesino más pobre, pues pagan
do sólo la cuantía de un chelín la entrada es libre... pero a pesar de esta liber
tad de acceso, una vez dentro vuelve a haber un comportamiento más normal,
la nobleza baila por separado, no está permitido que un simple ciudadano
baile con una dama de la nobleza, y ni siquiera puede pedírselo, de forma que
se ven obligados a bailar en otra sala o a no hacerlo en absoluto” (Joshua Pic-
kersgill en el carnaval de Turín, 1761)2.
El importancia del pasado no se aprecia tan claramente en otros
aspectos como en la distribución de la riqueza, los privilegios y el poder
dentro de la sociedad. Los factores que influían en esta distribución eran
semejantes a los que operaban en el siglo XVII y hubo muy pocos cam
bios en los mecanismos que determinaban la posición social o que podían
alterarla. Además, si se compara con las dos centurias siguientes, el
grado de cambio producido dentro de la estructura social fue, sobre todo
en sus estamentos superiores, relativamente bajo y estuvo rígidamente
controlado por diversos mecanismos, tales como estrategias matrimonia
les, prácticas hereditarias o el patronazgo del gobierno. La terminología
que se ha empleado para describir esta sociedad era y sigue siendo toda
vía algo ambigua o sólo se puede aplicar a determinadas circunstancias.
El contexto social que abarcaban los privilegios no era siempre el mismo,
porque solían variar mucho de unos lugares a otros tanto las actitudes y
prácticas habituales como las definiciones legales y los mecanismos de
regulación estatales, y la importancia que se concedía a la riqueza y la
posición social no era la misma en las distintas partes de Europa. Si tene
mos en cuenta la situación económica del campesinado o los derechos
legales que disfrutaban los nobles, podemos apreciar que la realidad
europea era muy variada; de esta forma, un sistema agrario esencialmen
te semejante, una manufactura de artículos con una productividad por tra
bajador relativamente baja y modelos de propiedad muy desiguales, se
veían compensados por diferentes relaciones de tenencia y costumbres
sociales muy diversas.
En algunas partes de Europa, como en el Tirol y en la vecina región
de Vorarlberg, en donde la Dieta se hallaba dominada por los campesi
131
nos, éstos gozaban de determinados privilegios políticos y contaban con
una adecuada posición social y un régimen económico no demasiado
desfavorable. En Suecia, donde el campesinado poseía en 1700 el 31,5%
de la tierra cultivada frente al 33% que se hallaba en manos de los nobles
y el 35,5% de la Corona, existía una representación campesina en los
Estados Generales. En realidad, pocos nobles suecos tenían en propiedad
grandes latifundios, y muchos de los campesinos poseían extensiones de
tierra muy pequeñas. En la mayor parte de Europa, la distribución de la
propiedad era claramente desigual y correspondía a las notorias diferen
cias existentes en el rango y la posición social. Aunque las cifras varían,
siempre muestran grandes contrastes en la riqueza de los propietarios de
tierras. Por ejemplo, el 41% de las tierras del pueblo de Ittre, en Braban
te, pertenecía a la nobleza, el 8% a la Iglesia y el 51% a los campesinos y
a la burguesía; los principales propietarios, que eran casi todos nobles,
poseían grandes haciendas ubicadas en las tierras más fértiles. Las tres
parroquias que componían la comunidad de Duravel en el suroeste de
Francia, contaban con una población de unos 2.300 habitantes. En las
últimas décadas del siglo xviii, mientras que el 54% de las familias
trabajaba la tierra, el 27% se dedicaba a actividades artesanales estrecha
mente relacionadas con la agricultura, y el 8% podría considerarse como
nobles y burgueses, que resulta difícil diferenciar respecto a los campesi
nos acomodados. En este caso, el 75% de los propietarios de tierras
poseía terrenos inferiores a las 5 hectáreas y el 90% inferiores a las 10
hectáreas, en cambio solamente 6 nobles eran dueños del 23% de la tierra
cultivada.
Aunque el rango social y el poder se hallaban vinculados a la pose
sión de riqueza, no siempre era así. Se establecían distinciones entre los
miembros de cada grupo social por las normativas de los gobiernos cen
trales y de otras instituciones, de la misma forma en que los convencio
nalismos regulaban sus prácticas laborales. Los derechos legales solían
ser muy concretos en las cuestiones sociales. Así por ejemplo, los nobles
terratenientes rusos detentaban todos los poderes policiales sobre sus
campesinos; además en 1765 se les concedió el derecho de poder enviar
los a trabajos forzados y dos años después se prohibió que los campesi
nos remitiesen al soberano sus quejas contra los propietarios, originando
así la misma situación que ya se daba en Polonia. Los privilegios de los
nobles rusos llegaron a ser muy sensibles en algunos aspectos, pues se
consideraba una ofensa proferir palabras insultantes en público delante
de un bien nacido. Las disposiciones sobre la caza constituían un capítulo
muy importante en la aplicación de privilegios que incrementaran la
reputación en una localidad, pero con ellas solía deteriorarse el nivel de
vida de los campesinos y se agravaban las tensiones internas. En Sicilia,
la caza se convirtió en una considerable fuente de ingresos adicionales
para los ricos, cuyos métodos -basados en el empleo de halcones y pe
rros de caza- se hallaban legalmente aceptados, mientras que los de los
pobres -que se valían de redes y trampas- seguían estando prohibidos.
Para proteger su monopolio sobre la caza, la nobleza normanda prohibió
que los campesinos pudiesen tener armas. Y con una normativa de 1766,
la simple denuncia de un noble podía hacer que se registrase la casa de
132
un campesino y si se le encontraba culpable sería encarcelado por espa
cio de tres meses sin poder recurrir a los tribunales ordinarios de justicia;
tal situación motivó numerosas protestas en los cahiers de 1789.
Dado que en muchas partes de Europa los sistemas legales, ya fueran
de carácter consuetudinario o se basasen en un código de ámbito
nacional, dependían para su aplicación de oficiales nobles, resultaba
mucho más fácil el cumplimiento de los privilegios nobiliarios que la
implantación de nuevas leyes gubernamentales. En realidad, las institu
ciones legales no se diferenciaban de la estructura que presentaba el resto
del sistema social y contribuían a asentar y mantener los privilegios. Se
renunciara o no a los derechos de regalía, la aplicación de la ley dependía
de los que detentaban el poder, incluso si lo ostentaban por delegación
oficial de la corona. En muchas partes de Europa, como en Hungría, el
sistema legal se identificaba con la jurisdicción privada y se basaba más
en el derecho consuetudinario local que en un código de leyes de ámbito
nacional. Pero las disposiciones solían tener un contenido social especí
fico. Un edicto toscano de 1748 redujo notablemente las ceremonias
que debían observarse en los casos de duelos y entierros, una medida que
constituye un claro ejemplo de la determinación con que muchos gobier
nos trataban de controlar las prácticas religiosas. En ella, se establecía
que los cuerpos de los nobles debían exponerse en las iglesias sobre un
palio con 12 velas a su alrededor, y a los que gozaban de la condición de
ciudadanos se les permitiría sólo 6 cirios. En cambio, a la gente común
que no gozaba de estos privilegios se les negaba cualquier tipo de cere
monias funerarias y deberían ser conducidos hasta sus tumbas con el
acompañamiento de 4 antorchas. La educación era otro aspecto en el que
normativas establecían claras diferencias entre los grupos sociales. Aun
que acabaron por desaparecer las reglas que prohibían a la gente del pue
blo llano el acceso a la Escuela Superior de la Academia de Ciencias de
San Petersburgo, se rechazó por los mismos motivos a cuatro futuros
estudiantes en 1734. En la Karlsschule, fundada por Carlos Eugenio de
Württemberg en 1771, existía una estricta segregación entre los hijos de
familias nobles y burguesas. Por otra parte, en sus asambleas municipales
los nobles polacos reclamaron repetidas veces, pero sin éxito, a lo largo
del siglo XVIII, que se aplicase la antigua legislación suntuaria creada
esencialmente contra el lujo de los nuevos ricos de origen plebeyo.
Sin embargo, no sólo eran las disposiciones de los gobiernos las que
mantenían este carácter socialmente discriminatorio. También otras insti
tuciones, tales como las cofradías religiosas españolas o las logias masó
nicas existentes dentro del ejército francés, constituían un claro reflejo de
la jerarquía social. La legislación suntuaria, que regulaba la forma de
vestir, solía ser bastante eficaz cuando se ajustaba a las expectativas del
orden social. En Augsburgo, el vestido de las mujeres variaba estricta
mente de acuerdo con su posición social. En Polonia, el derecho a llevar
espada en público se hallaba restringido a la nobleza y los nobles pobres
que no podían permitírsela solían portar espadas de madera. Las iniciati
vas que se emprendieron para mejorar la condición de determinados gru
pos sociales no se caracterizaron por una equiparación de los rasgos dife-
renciadores que acabase con los privilegios que les estaban vedados, sino
133
por facilitar el acceso a semejantes privilegios. Cuando Pombal intentó
mejorar la posición de los comerciantes portugueses, les concedió el
derecho a llevar espada, que antiguamente sólo poseía la nobleza. La dis
criminación existente en el vestir iba emparejada a otros aspectos en los
que los beneficios del rango definían un sentido de exclusividad que era
esencial para determinar la posición social. Los distintos tratamientos
contribuían a definir el rango, por ello la nobleza poseía un derecho
exclusivo sobre ciertas fórmulas, como el tratamiento de Fraulain
empleado en el Imperio para dirigirse a las doncellas solteras. La reitera
ción constante de estos rasgos de exclusividad resultaba esencial para
reconocer la posición social en un mundo en el que miembros de los dis
tintos grupos sociales convivían juntos y en el que una pérdida de reputa
ción social podía acarrear graves consecuencias.
El matrimonio constituía, por lo tanto, una oportunidad para acrecen
tar y mantener la posición de cada cónyuge y de sus familias, pero tam
bién podía representar una amenaza. Cuando en 1766 Johan Wóllner, un
administrador de tierras que era hijo de un clérigo, se casó con la única
hija del General Itzenplitz, los miembros de la antigua y noble familia del
general convencieron a Federico el Grande de que anulase el matrimonio
porque era una violación de las barreras sociales establecidas. Wollner
fue acusado de conseguir la mano de la chica de forma inapropiada. Esta
amenaza que se atribuía a los matrimonios mixtos, motivó en parte la
exclusividad de muchas convenciones sociales. En Frankfurt-am-Main,
los comerciantes y los ciudadanos más destacados llegaron a establecer
un mundo de relaciones sociales separado del de la nobleza, que tenía
vedado el acceso a sus asambleas. Distinciones sociales como una educa
ción diferente o la disposición de los asientos en las reuniones, tanto reli
giosas o políticas como sociales (por ejemplo, en los conciertos públicos
ofrecidos en Frankfurt), definían y protegían el mundo de la jerarquía
social, y aquellos que lo infringían podían ser castigados.
Los órdenes en los que se dividía la sociedad no eran los mismos en
todo el continente europeo, en realidad, tanto la importancia de cada uno
de ellos como su subdivisión interna ofrecían una gran variedad. La
sociedad húngara se hallaba legalmente estratificada en cuatro estados
que gozaban de privilegios políticos: los prelados (o alto clero), la noble
za titulada, la baja nobleza y los burgueses de las ciudades libres reales y
de los principales centros mineros. La baja nobleza tenía, en conjunto,
los mismos derechos legales, pero sus miembros se diferenciaban mucho
entre sí según su riqueza; una reducida proporción de ellos poseía varias
villas y, por lo general, había recibido una educación más esmerada,
otros sólo eran propietarios de una pequeña tierra y la mayoría, a quienes
se conocía como la nobleza venida a menos, no tenía tierras. En gran
parte de Europa, la posesión de una gran cantidad de tierra ya no consti
tuía de por sí, y en algunos lugares nunca lo había sido, una muestra de
rango nobiliario, a pesar de que en la práctica confería cierta considera
ción social. Este era el caso, por ejemplo, de Gran Bretaña y Dinamarca.
Hasta qué punto la noción de los órdenes conformaba una determinada
realidad social, constituía una cuestión bastante polémica en la época, y
de hecho, la riqueza era un importante disolvente que podía acabar con
134
muchas otras distinciones sociales, aun así, no habría que infravalorar la
capacidad que tendría la sociedad de órdenes para facilitar la movilidad
social y asimilar sus consecuencias. Dentro de los dos primeros órdenes
que integraban las sociedades de gran parte de Europa, el clero y la
nobleza, existía una evidente disparidad en su nivel de riqueza. Además,
cuando se expresaba sobre todo en términos de propiedad de tierra culti
vada y jurisdicción señorial, la riqueza que estaba en manos de los que
carecían de la condición nobiliaria, tuvieran o no un origen urbano,
representaba un importante desafío frente a cualquier noción de que la
nobleza pudiera identificarse con los grandes terratenientes.
También variaba mucho el grado de disposición con que la nobleza
aceptaba la incorporación de nuevos miembros. Dado que la riqueza no
era el único criterio que se tenía en cuenta, quienes accedían a este orden
no provenía necesariamente de la incorporación de ricos hacendados ple
beyos. En algunas partes existía un sistema social relativamente abierto.
Así por ejemplo, en el Condado de Niza, un tipo de sociedad más abierta
y flexible concedía mayor importancia al nivel de riqueza y al talento
personal. En Suecia, durante la “Era de la Libertad” (1719-72), en la que
se pudo acceder a la condición nobiliaria gracias al talento, el campesina
do adquirió tierras de los nobles a través de compras, hipotecas o acuer
dos de conveniencia. Pese a que el acceso a la nobleza en Polonia no era
válido si la Sejm (Dieta) no lo autorizaba, en realidad gran cantidad de
personas, que solían ser clientes de los grandes nobles, accedían a este
orden valiéndose de procesos de ennoblecimiento subrepticios o de tribu
nales de justicia que “confirmaban” su condición nobiliaria. Los nuevos
códigos militares de 1767 restringieron dentro del ejército polaco la gra
duación de oficial sólo a la nobleza, que anteriormente había estado
abierta, en teoría, a los solicitantes de cualquier orden social; se exceptuó
sin embargo a la artillería, en la que se optó por establecer otros criterios,
atendiendo a las necesidades técnicas y al desprecio social que este cuer
po conllevaba. Aunque no siempre se cumplían estas normas, al igual
que en otros muchos ejércitos contemporáneos, los plebeyos predomina
ban en los servicios técnicos y en los grados medios, pero no en los pues
tos superiores.
En Polonia, se creía que los plebeyos que llegaban a adquirir la con
dición nobiliaria procedían de la burguesía, tal como sucedía en gran
parte de Europa,, puesto que los miembros de este grupo social contaban
con los recursos financieros necesarios para comprar tierras. En Rusia,
sin embargo, la movilidad social se hallaba más directamente ligada a la
noción de servicio. Por ello, no todos los que ocupaban los cuatro grados
superiores de la Tabla de Rangos de 1730 disfrutaban de riqueza conside
rable. Pero, aunque la riqueza no fuese un requisito previo para pertene
cer a estas categorías, tampoco existían en ellas hijos de siervos o de
campesinos libres, a los cuales estaban expresamente vedadas, ni sacer
dotes o nobles provincianos. Por el contrario, en los años 1720 sólo el
62% de los oficiales del ejército ruso era de origen nobiliario, y durante
el período petrino la movilidad social a través del servicio militar era una
posibilidad verdaderamente factible y de ahí que en el cuerpo de oficiales
fuese bastante numeroso el grupo de hombres que no poseía tierras. A lo
135
largo del siglo XVIII, este tipo de movilidad vertical se fue haciendo cada
vez más difícil, se redujo el porcentaje de los plebeyos que alcanzaban el
grado de oficial y, por tanto, también la condición nobiliaria. Esta ten
dencia coincide con la concesión hecha a los nobles de que se prohibiese
la adquisición de siervos a los empresarios industriales plebeyos; pero
también se refleja en los decretos de 1737, 1739 y 1742 que trataban de
limitar la capacidad que tenían los administradores locales para promover
a la condición nobiliaria a plebeyos que estaban a su servicio.
En Prusia, donde estaba prohibida la compra de haciendas por parte
de plebeyos, esta situación se hizo aún más restrictiva. Bajo Federico I,
había sido bastante habitual la concesión de títulos nobiliarios, y bajo su
hijo Federico Guillermo I, la mayoría de los oficiales del ejército, inclu
yendo los de gradución superior, procedían de sectores plebeyos. En
cambio, Federico II se propuso acabar con la concesión de títulos a cam
bio de dinero, y se mostró reacio a otorgarlos a personas de origen plebe
yo, creyendo firmemente que los nobles constituían el soporte natural de
la administración del Estádo y del ejército. En otras regiones también se
impusieron nuevas restricciones a la movilidad social. Según una norma
tiva aprobada en Livonia en 1759, sólo podía admitirse el acceso a los
cargos que controlaban la administración, la Iglesia, los tribunales, las
escuelas y las finanzas locales, a aquellos individuos que hubiesen recibi
do la aprobación de las tres cuartas partes de la Dieta. Esta disposición
fue muy criticada por los nobles que no se hallaban registrados como
tales y por los ciudadanos terratenientes de Riga. Y en Estonia, se produ
jo una situación semejante.
En Francia, se podía adquirir la condición de noble a través de la
compra de diversos cargos que conferían el rango nobiliario y sus privile
gios. La ausencia de cualquier tipo de limitaciones en la compra de tie
rras por parte de los que no eran nobles, contribuyó a que las diferencias
entre algunos grupos sociales no fueran tan marcadas. Se ha indicado que
se hizo más difícil acceder a la condición nobiliaria, pero no existen evi
dencias que apoyen semejante afirmación. De hecho, el porcentaje de
plebeyos que accedió al Parlamento de París se mantuvo en un nivel
constante situado en torno a diez entre los años 1715 y 1771, y a lo largo
del siglo no hubo grandes cambios en la composición social de los parle
ments. Aunque algunos parlements intentaron excluir a los plebeyos, este
proceso ya había comenzado antes del siglo XVIII, y muchos plebeyos o
miembros de la nueva nobleza siguieron siendo admitidos en otros parle
ments en cantidades apreciables durante el reinado de Luis XVI. El acceso
de los comerciantes a la nobleza representó un reconocimiento de los be
neficios económicos que reportaba el comercio; y aunque todos los
Intendentes eran nobles, muchos de ellos provenían de familias reciente
mente establecidas. Pero el ennoblecimiento no se puede concebir sin los
beneficios políticos que reportaba, como la dócil integración de influyen
tes grupos sociales de los territorios recién conquistados.
El clero también gozaba de una consideración distinguida, gracias al
carácter particular que le conferían los poderes sacramentales, el celibato,
su identidad corporativa, su riqueza, y -sólo en algunas partes de Euro
pa- sus ropas y tocados especiales. Para el estamento nobiliario, la rique
136
za no constituía el único fundamento de su condición social, sino que
también eran muy importantes el nacimiento, las relaciones personales y
el servicio prestado a la corona. Las patentes de nobleza solían destacar
los servicios de las familias que habían alcanzado el rango nobiliario.
La existencia real de diferencias sociales se consideraba como algo
evidente, puesto que derivaban de una desigualdad natural en aptitudes y
capacidades, y aunque algunos pensadores, como Mably, desearan pro
mover el desarrollo de un tipo de sociedad totalmente distinta, el igualita
rismo sólo encontró defensores en unos pocos escritores que se dedica
ban a temas sociales. D’Holbach, que abogaba por la creación de una
sociedad de clases basada en principios igualitarios, jamás aceptó la
necesidad de mantener una estructura jerárquica. En cambio, el proyecto
ideado por Rousseau para el gobierno de Córcega puso de relieve sus
preferencias a favor de una sociedad jerárquica y de una administración
dirigida por una aristocracia de mérito. Sólo entre los movimientos reli
giosos radicales alcanzaron posturas más avanzadas este tipo de concep
ciones igualitarias.
Aunque resulta difícil valorar las tensiones que había dentro de la
sociedad del siglo XVIII, no cabe duda de que éstas existieron. Por ejem
plo, en los años 1750, hubo una disputa en las Oreadas porque el XIV
Conde de Morton fue acusado de infringir las leyes al incrementar el
número y cuantía de los derechos que percibía. Sin embargo, sería erró
neo sugerir que las tensiones favorecieron una mayor difusión de las críti
cas contra la existencia de una sociedad jerárquica basada en los derechos
heretarios, o que sólo se pueden apreciar entre grupos sociales distintos.
En realidad, lejos de ser uniformes, tanto el campesinado como la noble
za formaban grupos legalmente caracterizados por sus diferencias inter
nas. Los nobles se disputaban entre sí el poder político municipal y la
preeminencia social, de forma semejante a los campesinos dentro de sus
propias comunidades. El campesino que quisiese plantar un cultivo que
juzgaba más provechoso, desafiaba la solidaridad comunal necesaria para
mantener una labranza común y constituía, por tanto, un foco de tensión,
al igual que el artesano que contravenía las normativas de un gremio.
Pero este tipo de desacuerdos no eran nuevos. La teoría y la práctica de la
actividad comunal siempre habían tenido que coexistir con las aspiracio
nes conflictivas de algunos individuos, y no parece que durante el siglo
XVIII este fenómeno haya aumentado significativamente. Se ha indicado
que la estructura social corporativa decayó en Francia en las últimas
décadas del Antiguo Régimen, porque unidades tradicionales del entra
mado social como la familia amplia, los gremios, las ciudades y las
provincias, dejaron de satisfacer las expectativas de la población. Sin
embargo, no se sabe hasta qué punto esta tendencia resulta original de
esta centuria o llegó a generalizarse en ella, ya que las investigaciones
más recientes realizadas sobre diversas comunidades campesinas, ciuda
des y gremios sugieren que no era muy habitual. Tampoco es cierto que
la riqueza actuase como un catalizador de las nociones tradicionales en
las que se basaban la organización y el comportamiento sociales. La
nobleza fijaba las modas y conformaba las opiniones, y éstas cuajaban o
adquirían trascendencia si las adoptaban los nobles, que eran imitados
137
por otros grupos sociales. De hecho, las nociones que determinaban la
condición social procedían esencialmente del estamento nobiliario. En
la obra L ’A n 2440, Mercier describe un cuadro en el que se representa al
siglo XVIII. El siglo estaba encamado por una mujer, cuya bella cabeza se
hallaba inclinada hacia abajo por el peso de sus extravagantes adornos.
En cada mano sujetaba lo que parecían ser cintas ornamentales que encu
brían unas cadenas que, aunque la ataban fuertemente, le dejaban sufi
ciente espacio para juguetear. Su sonrisa era forzada, su cautividad disi
mulada, su rico vestido estaba desgarrado y sucio en la parte inferior. A
través de pequeños agujeros de su vestido, se podían ver niños llorando y
comiendo un pedacito de pan negro. En el fondo del cuadro aparecían
pintados magníficos cháetaux (castillos) rodeados de pobres campos de
cultivo llenos de patéticos campesinos. M ercier supo captar los
contrastes de la época, la pobreza y dificultades que los privilegiados tra
taban de mantener a raya. Aquéllos, cuya riqueza ponía en cuestión la
sociedad de órdenes tradicional, no deseaban en general destruir el
mundo de los privilegios. La vida señorial que disfrutaba Voltaire, cuya
riqueza procedía de la jerarquía rival más decidida de la nobleza de méri
to, le hizo interesarse por la difícil situación del campesinado, y sus
inversiones en tierras le convirtieron en un filántropo. Por el contrario, la
mayoría de los que aspiraban a acceder a los órdenes superiores, simple
mente deseaban vivir en cháteaux y adquirir una posición que les propor
cionase el rango y la deferencia convenientes.
L a n o b le z a
No resulta extraño que en Europa el poder y la riqueza estuvieran en
manos de un número relativamente pequeño de familias. El carácter
jerárquico de la sociedad y de los sistemas políticos existentes, el predo
minio del sector agrícola en la economía, el lento proceso de cambio que
había en las cuestiones sociales y conómicas, el desinterés de los monar
cas y de sus gobiernos -que solían contar con una amplia presencia nobi
liaria- por desafiar los intereses de los privilegiados o por gobernar sin
su cooperación, y las concepciones en que se basaban las desigualdades
sociales, hacían que esta concentración del poder y de la riqueza se man
tuviera sin apenas cambios significativos. La mayoría de los nobles no
eran demasiado poderosos ni demasiado ricos, aunque comparados con la
gran masa de la población pudiera considerárseles verdaderamente así;
no obstante, aquellos que gozaban de poder y riqueza tendían a ser
nobles de cuna o de nueva creación. Tanto en Europa en su conjunto
como dentro de cada país, solía variar mucho el carácter y posición de
los miembros que componían el estamento nobiliario. Aunque tampoco
puede afirmarse que tuvieran un punto de vista unitario, el comporta
miento de los nobles resultaba decisivo para que se aceptasen y aplicasen
las políticas estatales, y muchas de las cuestiones sociales o políticas más
importantes de la época, como los cambios producidos en las imposicio
nes fiscales y la situación del campesinado, giraban en torno a sus res
puestas posibles o reales. En esto influía además una mezcla de prece
138
dentes, privilegios e intereses personales, la confluencia de puntos de
vista novedosos y tradicionales, y el contexto político. Los gobiernos
procuraban conseguir la aprobación del orden nobiliario, a veces porque
así lo imponía el sistema constitucional, pero sobre todo por la confianza
que tenían en los nobles como verdaderos administradores de la comuni
dad y porque consideraban que su cooperación era esencial y deseable
para legitimar una política y poder aplicarla. Así por ejemplo, en 1740 en
Irlanda se advertía que “los grandes cultivadores de lana aquí son Caba
lleros que no van a querer aceptar una ley que grave con impuestos a los
hombres por visitarles”3. Las iniciativas estatales que lograban prosperar
solían ser aquellas que la nobleza estaba dispuesta a apoyar y tolerar o
que, al menos, no trataría de desbaratar. Hacia fines de siglo, esta coope
ración general en cuanto a los privilegios, la distribución del patronazgo
y la política, se vio sometida a fuertes tensiones; primero, en las tierras
patrimoniales de los Habsburgo, en donde José II se mostró muy poco
dispuesto a modificar el carácter y la frecuencia de sus reformas de
acuerdo con los intereses de la nobleza; y después, en Francia, donde a
fines de los años 1780 fracasaron diversas iniciativas que trataban de
aplicar un programa de reformas que disfrutara de un apoyo adecuado
por parte de los estamentos privilegiados. Aunque muchos nobles hubie
ran aceptado renunciar a buena parte de sus privilegios, la mayoría de sus
representantes se mostraban totalmente en contra. Esto hizo que fuese
imposible alcanzar un consenso político satisfactorio y, en la explosiva
atmósfera del verano de 1789, la nobleza vio abolidos por decreto la
mayoría de sus privilegios. Fuera de la Asamblea Nacional, la mayor
parte de los nobles franceses se mostraba tan poco entusiasta por la
defensa de sus privilegios como los de los territorios de José II.
Alguna cifras
Teniendo en cuenta las notables diferencias que había en la definición
de este estamento, no resulta extraño que variaran mucho según los paí
ses tanto el número de nobles como el porcentaje de tierras que poseían.
En Inglaterra, donde existían pocos privilegios especiales vinculados
exclusivamente a la aristocracia, estos valores son muy bajos. A princi
pios de 1710, sólo había 167 Pares, con cifras semejantes de 187 en 1750
y 189 en 1780, pero los numerosos nombramientos hechos durante la
década de 1780 incrementaron su número hasta llegar a los 220 en 1790.
De los 229 Pares creados durante el siglo XVIII, solamente 23 -de los
cuales 11 eran abogados- no tenían previamente ninguna relación con la
nobleza. El reducido número y el carácter bastante cerrado de esta aristo
cracia, con los que parece inapropiado considerar a este nivel como una
elite abierta, hacen que la nobleza de Inglaterra sea un grupo demasiado
pequeño para analizar a las elites inglesas. No obstante, para establecer
Definición y funciones
En algunos países, las iniciativas que trataban de redefinir, a veces
con claras intenciones políticas, el orden nobiliario, alterando sus cometi
dos y/o su composición dentro del conjunto social, ocasionaron impor
tantes tensiones. Tras la firma del Acta de Unión con Inglaterra en 1707,
la representación parlamentaria de los Pares escoceses se limitó a 16 ele
gidos por ellos. Doce años después, el proyecto de ley sobre los Pares
trató de aumentar esta participación a 25 nobles que heredarían esta posi
ción, mientras la cifra de nobles ingleses se mantuviera fija. Esta medida
no salió adelante, debido en gran parte a la amplia representación que
tenía en la Cámara de los Comunes la gentry que aspiraba a alcanzar la
condición nobiliaria. El proyecto era una variante británica de la tenden
cia predominante en la política monárquica de entonces, y se había pen
sado para limitar las posibilidades de acción del heredero a la corona, el
futuro Jorge II, que se mostraba radicalmente contrario a los ministros de
142
su padre. Una vez aplastado el levantamiento de 1745, se abolieron en
Escocia las jurisdicciones hereditarias para tratar de incrementar el con
trol estatal de las Tierras Altas.
En otros países, las iniciativas emprendidas para introducir cambios
en la situación de la nobleza eran evidentemente más de carácter admi
nistrativo que político. Las Tablas de Rangos publicadas en diversos
Estados, como Suecia (1696), Dinamarca (1699), Prusia (1705) y Rusia
(1722), pusieron de manifiesto que tanto los privilegios sociales como
políticos debían contar con una sanción regia que se apoyara en unos
criterios estables. En Rusia se reconocía a la nobleza de nacimiento
dentro de la Tabla de Rangos, que estipulaba la concesión de un escudo
de armas a todos aquellos que pudieran demostrar al menos una anti
güedad de 100 años dentro del estamento nobiliario aunque no hubieran
realizado el servicio, pero el zar Pedro I decretó también que el noble
de cuna que no hubiera prestado servicio a la corona y que, por lo
tanto, careciese de un rango definido, debía ser considerado inferior a
un plebeyo que estuviese incluido en la Tabla. Este sistema no llegó a
reemplazar a las consideraciones genealógicas que tenían tanta impor
tancia en las disposiciones establecidas sobre la nobleza europea y las
listas de nobles, sino que les sirvió de complemento, y resultó ser deci
sivo porque se trataba de una sociedad en la que el favor monárquico
era esencial para alcanzar gran relevancia política y para gozar de
mayores riquezas. La Tabla proporcionó también un conjunto de regu
laciones mediante las cuales aquellos que ya eran nobles podían ser cla
sificados de acuerdo con criterios favorables al monarca, y aquellos que
habían alcanzado un alto rango en el servicio del zar podían ser recom
pensados con el acceso a la condición nobiliaria. Todos los oficiales
que llegaban al rango 8 recibían la condición de nobles con carácter
hereditario y, de esta forma, se equiparaban a los privilegios legales de
la nobleza hereditaria. Durante mucho tiempo hubo en Europa frecuen
tes tensiones entre los nobles “viejos” y “nuevos”, y adoptaban un pre
ocupante cariz político cuando se consideraba que los monarcas se
excedían creando nuevos nobles y favoreciéndolos. El propósito que se
escondía tras la institucionalización de una nobleza de servicio era
favorecer esta tensión, puesto que, además de disminuir los fundamen
tos en los que se basaba la exclusividad de la “vieja” nobleza, propor
cionaba a la vez un sistema social que ésta podía volver a dominar, que
era lo que en realidad pretendían y para lo que estaban mejor prepara
dos. De hecho los rangos superiores de la Tabla rusa se hallaban domi
nados por miembros de antiguas familias nobles.
La idea de que el servicio fuera fundamental para el acceso al estamen
to nobiliario y para la concesión de privilegios se hallaba más arraigada en
Europa oriental. Y la concepción, cada vez más alejada de la realidad, de
que la nobleza desempeñaba una función especial dentro de la sociedad
-interviniendo sobre todo en tareas militares-, que venía respaldada por un
enorme énfasis puesto en los servicios y la abnegación de sus virtuosos
antepasados, se empleó para justificar los privilegios legales que gozaba la
nobleza polaca. En Europa occidental, resultaba difícil definir los distintos
grados existentes dentro de la condición nobiliaria si no era mediante su
143
antigüedad, entendida tanto de forma individual, por la nobleza de cuna,
como colectiva, por la concesión de privilegios en pago de unos servicios
prestados a la corona. Y aunque en un sistema de este tipo la creación de
nuevos nobles podía ocasionar más tensiones, en Francia el principio del
servicio se hallaba presente en el ennoblecimiento que proporcionaban
muchos oficios, algunos de los cuales eran meras sinecuras.
La mayor parte de la nobleza de Europa occidental no realizaba nin
gún servicio concreto, sobre todo en períodos de paz, y el servicio que
ofrecían no siempre resultaba adecuado. El escritor y funcionario Gaspar
Melchor de Jovellanos esperaba que la nobleza española llegara a conver
tirse en una elite burocrática, pero ésta no vio razón alguna para alterar la
función tradicional para la que estaba destinada. En 1756, la queja del
Príncipe de Conti de que se le había deshonrado al no concedérsele el
mando del ejército que se preparaba para marchar hacia Westfalia, obligó
a Luis XV a señalar que estaba recibiendo demasiadas quejas parecidas y
que le habían disgustado mucho. Otros monarcas manifestaron también
una actitud semejante. Carlos XII de Suecia, que abolió las diferencias de
rango existentes entre los miembros plebeyos y nobles del Tribunal
Supremo y que situó a plebeyos en cargos importantes, pensaba, tal como
Pedro el Grande, que los oficiales deberían pasar por un período de apren
dizaje como el que tenían los soldados rasos. En 1706, rechazó la sugeren
cia de que los nobles estuviesen exentos de esta obligación alegando que
el rango no tenía nada que ver con el mérito. Para la promoción dentro de
su burocracia, Federico II de Hesse-Cassel no solía hacer caso a las reco
mendaciones presentadas por familiares, y esta resistencia a las presiones
de los nobles que iban en contra del sistema de méritos contribuyó a man
tener el nivel profesional de sus oficiales.
Aunque los gobernantes de Prusia y Rusia no siempre estuvieran satis
fechos con el tipo de servicios que a veces recibían, parece que la mayor
parte de los varones adultos nobles trabajaban como oficiales en el ejérci
to o como funcionarios. Las diferencias existentes respecto a la situación
de los nobles de Europa occidental parecen deberse al mayor nivel de
riqueza que estos últimos poseían, salvo en el caso de España. La precaria
situación de la economía rural en Europa oriental animaba a muchos
nobles a tratar de conseguir un cargo oficial, que podía reportar considera
bles beneficios. Las tierras que poseía la corona en Rusia se redujeron a la
mitad debido a las concesiones que hizo el zar Pedro el Grande a cambio
de los servicios prestados por la nobleza. Asimismo, la pobreza que
encontramos en muchos nobles de aquellos países en donde esta salida era
bastante menor reflejaba el valor que podía adquirir el servicio al Estado.
En Transilvania, por ejemplo, la mayoría de los nobles se esforzaban por
salir adelante con pequeñas haciendas, y eran incapaces de mantener el
estilo de vida que requería su posición. En Polonia, donde la proporción
relativamente alta de nobles habría creado graves tensiones en cualquier
sistema de servicio al Estado, muchos nobles aceptaron con agrado la
posibilidad de servir tanto a otros nobles acaudalados como a monarcas
extranjeros, y muchos se alistaron incluso en el ejército prusiano.
En Europa occidental, muchos nobles procuraban entrar al servicio del
Estado, aunque este fenómeno nunca llegó a ser tan generalizado como en
144
Rusia ni adoptó la forma de las Tablas de Rangos. En Francia, la “vieja”
nobleza se oponía al ingreso de nobles nuevos en el ejército. En 1730, los
principali (notables) corsos trataron de reservarse el acceso a los puestos
más importantes de la administración civil y judicial, el ejército y la Igle
sia. Deplorando la confusión existente entre los que ellos distinguían como
“nobili e ignobili”, reclamaron la institución de un orden superior, al que
denominaban los Nobili Regnícola y en el que se podían inscribir solamen
te las familias más antiguas e ilustres. Tanto la definición como la informa
ción determinaban la posición social. Es posible que la reducción en el
tamaño del ejército francés desde el punto culminante alcanzado en los
últimos años del reinado de Luis XIV y el período de paz general que hubo
en Europa occidental entre los años 1763-92, limitara las posibilidades que
tenían los nobles franceses de realizar servicios al Estado, ocasionando
seguramente importantes consecuencias políticas. Diversos testimonios
contemporáneos hacen hincapié en la presión que había ejercido la nobleza
para entrar en guerra cuando Francia intervino en los conflictos sucesorios
de Polonia y Austria. En Gran Bretaña, el aumento del empleo en las fuer
zas armadas, la burocracia, la administración de justicia y la medicina entre
1680 y 1725 se puede interpretar como una apertura de mayores oportuni
dades para la gentry -al menos para aquellos que eran protestantes—, y
como un medio para tratar de conseguir un contexto social más estable.
Pero no hubo una ampliación semejante en ninguna otra parte de Europa
occidental. En España, los Grandes (los nobles de más alto rango) mostra
ban muy poco entusiasmo por servir en cargos civiles o militares, en cam
bio, recibían con agrado las sinecuras.
Las actitudes propias de un modelo de sociedad corporativa pervivían
aún con fuerza a fines de los años 1780. En algunos círculos se cuestiona
ban la distribución de privilegios y las diferencias de rango dentro de la
nobleza, pero en general seguían intactas tanto su concepción como su
carácter hereditario. El hecho de que algunos nobles aceptaran renunciar a
sus privilegios en tiempos de la Revolución Francesa es un reflejo del
impacto que llegaron a tener las críticas contra la nobleza, pero éstos no
eran más que una pequeña minoría. En Hungría en 1790, los condes
Mihály Sztáray y János Fekete renunciaron a sus títulos e ingresaron en la
Cámara Baja de la Dieta, hablando en francés el primero de ellos como
una forma de defender sus concepciones políticas. Aun así, la mayoría de
sus compañeros de estamento no siguieron su ejemplo. El día 1 de enero
de 1791, se cambió el orden en la marcha que realizaban los Caballeros
del Espíritu Santo en París, desechando criterios como los del linaje y la
calidad de los miembros para preferir el de la antigüedad de su ingreso en
la Orden. El ataque a los privilegios de la nobleza fue una de las razones
que explican en gran medida el poco atractivo que ofrecía la Revolución
Francesa en otros países. La redefinición de este estamento y de la perte
nencia al mismo hizo que se desacreditara, en paite, respecto a la acepta
ción que había tenido en el siglo anterior. No obstante, su desaparición era
una cuestión bastante diferente. Las sociedades estamentales europeas,
fueran cuales fueran sus rasgos de debilidad, no se derrumbaron antes de
la Francia revolucionaria y napoleónica, en realidad, tuvieron que ser con
quistadas.
145
Poder y tareas de gobierno
El poder de los nobles no radicaba simplemente en la posición social
que ocupaban y en las funciones que habían asumido. En conjunto, tam
bién poseían un extraordinario patrimonio, y sobre todo en algunos paí
ses donde esta situación se perpetuaba gracias a determinadas prácticas
hereditarias y a las limitaciones impuestas a los plebeyos para la compra
de tierras. En España, Italia y gran parte del Imperio podían establecer
vínculos directos sobre la propiedad para mantener intactas las haciendas
patrimoniales, y en Inglaterra mediante el strict settlement (acuerdo
estricto) se limitaba a un terrateniente la posibilidad de enajenar las pro
piedades patrimoniales de su familia. Uno de los proyectos más polémi
cos de José II fue su intento de acabar con los vínculos patrimoniales y
su decisión de otorgar a todos los hijos el mismo derecho sobre la heren
cia. Dado que la mayor parte de la riqueza se heredaba o se adquiría con
el matrimonio, este tipo de leyes y su aplicación tenían consecuencias
muy importantes. No obstante, la mayoría de las tierras que perdía de
esta forma cada familia noble no representaban pérdidas para la nobleza
en su conjunto. Las pérdidas ocasionadas a raíz de un matrimonio o de
ventas solían beneficiar a otros nobles o a personas que acababan de acce
der a la condición nobiliaria. Habría que señalar además que, a veces, el
análisis sobre la pobreza y decadencia de muchas familias nobles no ha
tenido en cuenta la presencia de otras familias adineradas y en ascenso,
ni los constantes cambios producidos en el nivel de riqueza relativo por
los cambios demográficos, la prosperidad económica y los éxitos polí
ticos.
Las propiedad^ patrimoniales, sobre todo inmobiliarias, constituían
la base esencial de la riqueza nobiliaria, aunque solía variar mucho la
medida en que los propios nobles personalmente explotaran sus recursos.
Gran parte de la agricultura europea carecía del capital suficiente y, pro
bablemente, también de una gestión adecuada, pero resultaría erróneo
pensar que todos los nobles fuesen malos terratenientes. En muchas par
tes de Europa, como en Prusia y la zona suroccidental de Francia, solían
ser administradores de propiedades eficaces y enérgicos. Los nobles más
destacados en el levantamiento de Rakoczi en Hungría, se dedicaban
activamente a una producción agrícola de carácter comercial, a la minería
y a la metalurgia. Los Salers y los Escorailles, familias nobles de la
región de la Alta Auvernia prácticamente estancada en su producción
agraria, invertían mucho en la agricultura local y dependían esencialmen
te de una producción láctea orientada al mercado. También existía una
gran variedad en el tipo de actividades comerciales e industriales a las
que se dedicaba la nobleza. De esta forma, mientras que los nobles de
Overijssel trataban de hacerse con el monopolio de las ventas de vino y
brandy en 1725, los de Rusia poseían la mitad de los batanes para lana
registrados en 1773 y el Marqués de Castries recibió en 1777 importantes
concesiones mineras en Francia. No obstante, es cierto que la mayoría de
los nobles europeos no participaba en esta clase de actividades, pero el
hecho de que el grueso de los nobles franceses o polacos obtenía sus
ingresos de la producción agrícola, era verdaderamente provinciano y no
146’
gozaba de importantes fortunas, no debe restar importancia a aquellos
otros nobles más ricos que realizaban inversiones con mayor frecuencia y
diversidad.
Una parte de la riqueza nobiliaria procedía de sus derechos señoria
les, cuya propiedad, naturaleza e importancia presenta gran variedad. En
Gran Bretaña, apenas existían este tipo de derechos, pero en gran parte
de Europa su peso era considerable, sobre todo en cuanto a su dimensión
jurisdiccional. Aunque en países como en Francia no era necesario ser un
noble para disfrutar de este tipo de derechos, en la mayor parte de Europa
sólo podían detentarlos los nobles. Añadidos a la propiedad de la tierra, y
con frecuencia vinculados directamente a ella, podían proporcionar con
siderables beneficios y mucho poder, ante todo sobre los campesinos de
una región. Solían retribuirse las decisiones judiciales que se derivaban
de estos derechos y podían reforzase también servicios en régimen de
monopolio del señorío, tales como el uso de sus molinos y hornos. En
Sicilia, donde a partir de la anexión de la isla por los Borbones en 1735
tendieron a aumentar los derechos señoriales, se obligó a los campesinos
a utilizar los molinos y las presas de aceite de los nobles, y se prohibió
hacerles cualquier clase de competencia. Este tipo de tasas ocupaban un
lugar destacado dentro de la economía agrícola. Por ejemplo, los ingresos
señoriales representaban aproximadamente una tercera parte de los ingre
sos totales de las propiedades de los Salers y los Escorailles. En la región
de Rouergue en Francia, las imposiciones que gravaban el uso de moli
nos y hornos, los peajes y los derechos de mercado daban muestra de la
vigencia que seguía teniendo este sistema fiscal feudal. Los poderes
señoriales también podían llegar a reducir los derechos comunales. Los
nobles de Artois adquirieron hasta el 40% de la tierra comunal de la pro
vincia en los años 1759-89. Sin embargo, estos poderes no sólo eran
objeto de duras críticas por parte de muchos escritores, como el futuro
revolucionario Lebrun, que en 1769 solicitó con insistencia al Canciller
Maupeou la abolición de la jurisdicción señorial en Francia, sino que
eran vistos con desagrado por muchos funcionarios, que se sentían
molestos ante esta limitación de los poderes del monarca y no estaban
conformes con la manera en que se los empleaba. En diversos estados se
trató de acabar con la existencia y la práctica de la jurisdicción señorial,
pero para emprender semejantes medidas hubo que vencer una considera
ble resistencia. Una comisión creada en 1736 para investigar la cuestión
en el Reino de Nápoles vio que en 1744 sus propuestas tenían que ser
archivadas a raíz de la oposición ofrecida por la nobleza. El gobierno
francés anuló en 1780 la transferencia de los poderes policiales del tribu
nal señorial del Ducado de Elbeuf a favor del Intendente local, ante las
quejas presentadas por el Señor, el Príncipe de Lámbese. En realidad, los
poderes de los tribunales señoriales franceses no se limitaron hasta el año
1788. Aunque en 1790 se abolió la jurisdicción señorial en Portugal y se
unificó, por tanto, la administración de justicia, no hubo en España pro
gresos semejantes. El Marqués Domenico Caracciolo, Virrey de Sicilia
en los años 1781-86, emprendió un decidido ataque contra la jurisdicción
de la nobleza. Reprochándoles que mantenían un orden y una legisla
ción mezquinos, y que debilitaban la economía oprimiendo al campesi
147
nado, les exigió que probasen sus derechos señoriales, prohibió que sus
tituyesen las enseñas reales por sus propias enseñas baronales, luchó
contra los terratenientes que obligaban a sus arrendatarios a utilizar sus
molinos y procuró defender a las autoridades municipales frente a las
pretensiones de la nobleza. Pese a que José II no abolió la jurisdicción
señorial, sí se redujo el número de sus tribunales, y sus oficiales tenían
que prestar juramento al monarca, de manera que, aun siendo elegidos
por los nobles debían contar con la aprobación del tribunal de apelación
local. Hacia la década de 1780, el privilegio que gozaba la nobleza dane
sa para ejercer en sus propias tierras sus derechos judiciales tuvo que
hacer frente a una oposición cada vez mayor que contribuyó a aumentar
la importancia administrativa de los oficiales reales en el ámbito local.
Aunque la existencia de la jurisdicción señorial y su influjo suscita
ban la oposición de algunos de sus ministros, el control que ejercía la
nobleza sobre la alta jerarquía de la Iglesia conseguía que las críticas y
las iniciativas en contra tuvieran un efecto bastante limitado. En algunos
países, las pretensiones de promoción de los nobles dentro del estamento
eclesiástico se formalizaron con regulaciones que excluían las solicitudes
de otros. Esto se dio sobre todo en el Imperio, donde los nombramientos
para las dignidades superiores de la mayoría de los obispados, abadías y
cabildos se reservaban exclusivamente para la nobleza. Los prebendados
de diócesis como Olomouc tenían que probar su condición nobiliaria y el
cabildo de Münster exigía que todos sus miembros fueran hijos legítimos
que perteneciesen a la nobleza feudal imperial de quinto grado, es decir,
que lo hubiesen sido los 16 tatarabuelos del candidato. Sin duda, este tipo
de disposiciones propiciaba que se contrayesen matrimonios dentro de
aquellas familias que reunieran los requisitos necesarios. Pero esta
influencia nobiliaria no se limitaba a los principados católicos del Impe
rio. Los nobles prusianos recibían del gobierno prebendas en monasterios
y colegiatas. En Inglaterra e Irlanda no existía un monopolio nobiliario
sobre las principales dignidades eclesiásticas, pero la proporción de obis
pos nobles se incrementó a lo largo del siglo x v i i i , como sucedió en
Francia, donde el número de obispos nobles llegó a los 97 a principios de
1789. Además, la longevidad media de los obispos de familias nobles
presenta también un sensible aumento. Si bien en Francia la nobleza no
contaba con un derecho legal reconocido para ejercer su monopolio sobre
el acceso a la dignidad episcopal, esto no supuso ninguna dificultad, ya
que el dominio de los nobles franceses en este aspecto no se limitaba sólo
a los obispados, sino que se extendía prácticamente a la mayor parte del
Clero, tanto regular como secular. Por eso, no era únicamente en los
cabildos de la Guyena donde apenas se podía encontrar hombres proce
dentes de la actividad mercantil o del campesinado que detentaran cargos
eclesiásticos relevantes. Igualmente, en Hungría y en los Países Bajos
Austríacos, las principales dignidades también eran de origen nobiliario.
La influencia de los nobles tampoco se limitaba a ocupar los grados
superiores de la jerarquía eclesiástica. Los nobles, ya fueran clérigos o
laicos, controlaban gran parte del patronazgo de la Iglesia. En la década
de 1720, aproximadamente el 12% de los beneficios de la Iglesia anglica
na estaba a disposición de la nobleza, y este porcentaje aumentó hasta el
148
14% hacia 1800. Aunque en Europa variaban en los distintos estados las
bases legales en que se apoyaba la asignación de ^stos beneficios a los
nobles, esta práctica era una realidad en muchas pártes. Además, también
dentro de la jurisdicción eclesiástica se reconocía la condición privilegia
da de los nobles, tanto en las ceremonias de los servicios religiosos y en
las procesiones, como en la precedencia de los asientos en las iglesias o
en el tamaño y ubicación de sus monumentos funerarios.
Los nobles también dominaban los cargos superiores en la Adminis
tración política de los Estados europeos, si bien en gran parte se trataba
de funcionarios, como Pompeo Neri, que había adquirido la condición
nobiliaria mediante el servicio civil. El 25% de los oficiales de Hesse-
Cassel que ocupaba puestos clave de rango medio y superior en los años
1760-85 y cuyos padres no eran de origen nobiliario, llegó a ser noble,
bien como recompensa por su propio trabajo, bien por los servicios pres
tados al Estado por su padre. El ámbito político que se hallaba más direc
tamente dominado por la nobleza era el de la corte. Allí era donde más
deseaban distinguirse y donde su categoría social podía reportarles más
rápidamente puestos de prestigio, poder y beneficios. Aunque no todos
los reyes se consideraban como el “primero” entre los nobles, la mayoría
tendía a ver a la más alta nobleza como a la compañía social más acorde
a su condición, y esta tendencia derivaba de sus estrechas relaciones con
las ramas menores de la familia real. Así por ejemplo, todos los duques
portugueses reivindicaban su parentesco con el monarca. Menosprecián
dose la vida en las provincias, se esperaba que la alta nobleza detentara
los oficios principales en la corte. Carlos Federico de Badén y Federico
el Grande, que excluyó a los consejeros burgueses de los puestos más
relevantes, no eran los únicos que consideraban a los nobles como a una
raza superior. Dado que en la mayor parte de Europa central, el gobierno
político se entremezclaba con el poder cortesano, no resulta extraño que
la nobleza de la corte se beneficiara extraordinariamente del patronazgo
real gracias a su preeminencia social y al acceso preferente que tenía con
al monarca. A veces, esto provocaba la envidia y la hostilidad de la
nobleza con menos recursos de las provincias. En Francia, existía cierto
grado de animosidad contra la corte y sus principales círculos y grupos
nobiliarios. En otros países, se pueden encontrar tendencias semejantes,
que a veces se exaltaban cuando la nobleza de la corte se asociaba con un
monarca extranjero o al que se le consideraba extranjero. No obstante, las
relaciones de clientela podían establecer vínculos entre la corte y los
nobles de las provincias, pero también podían introducir un sentido de
identidad común en una sociedad que no era igualitaria, de manera que el
compartir una misma historia y determinados privilegios compensara, en
parte, la diferencias de riqueza y la limitación habitual de las relaciones
sociales.
Muchos nobles se dedicaban por entero al servicio del Estado. El
carácter cosmopolita de gran parte de la nobleza europea, particularmen
te entre los principales titulados, y su arraigada tradición de entrar al
servicio de monarcas extranjeros, sobre todo en el Imperio y en Italia,
donde los nobles podían tener posesiones en distintos territorios, hicie
ron que algunos de ellos detentasen cargos bajo diferentes gobernantes.
149
Además, muchos monarcas acogían a nobles extranjeros como oficiales
de sus ejércitos, y esta incorporación era más frecuente en aquellas di
nastías reinantes de origen foráneo. Si bien un gran número de nobles
alemanes entraron al servicio del zar de Rusia, en su mayoría eran natu
rales de Estonia, Livonia y Curlandia. Los nobles italianos acudían en
tropel a Austria y a España. Los cargos de los niveles más altos de la
administración no estaban limitados por requisitos de acceso que exigie
ran una cualificación especializada y experiencia en el manejo de la len
gua nativa. Por ejemplo, el Conde Joseph Gabaleón de Salmour, un
noble piamontés cuya madre era de origen polaco, entró al servicio del
Duque de Sajonia en la década de 1780. No se trataba simplemente de
que el favor real pudiese superar todo tipo de obstáculos, sino también
que había una gran necesidad de contratar extranjeros, sobre todo para
los cargos militares. Guillermo II de Hesse-Cassel y Guillermo de
Hesse-Philippstal no fueron los únicos príncipes alemanes que consi
guieron puestos de mando en el ejército holandés antes de trasladarse al
ejército veneciano. La mayoría de los nobles prefería dedicarse al servi
cio militar; así por ejemplo, en 1700, mientras que el 35% de la vieja
nobleza danesa y el 17% de la nueva se encontraba sirviendo en el ejér
cito, solamente el 6% y el 8%, respectivamente, ocupaba cargos civiles.
En 1765, estos porcentajes en Suecia eran del 73% y el 14%, respectiva
mente, porque, según establecía la definición de los privilegios que
gozaban los nobles dictada en 1723, todos los puestos superiores de la
administración y del ejército estaban reservados a la nobleza. A veces,
el servicio en determinados puestos militares comprendía el gobierno de
fortalezas o de provincias enteras.
Probablemente, habría que vincular la importancia de los oficios
desempeñados por los nobles con el escaso desarrollo de las administra
ciones centrales. Aunque existían pocos puestos para los nobles dentro de
las diversas secciones administrativas que se ocupaban de las cuestiones
económicas y del bienestar social, solían estar representados de forma
desproporcionada en las principales instituciones del gobierno, como el
Consejo Privado y el Directorio General en Hesse-Cassel. Alrededor de
un 74% de los ministros franceses en los años 1718-89 sólo poseía la
condición nobiliaria tres generaciones antes. Mientras que en Badén era
habitual que sólo se eligiesen nobles para las presidencias de los colegios
(ministerios), todos los miembros de la alta nobleza portuguesa tenían
derecho por lo menos al título de consejeros de Estado, y una ocupación
semejante en los Países Bajos Austríacos también estaba reservaba ex
clusivamente a los nobles. La actitud de los nobles hacia los puestos que
desempeñaban también era muy variada. Muchos deseaban servir sólo
según su propia concepción del cargo. En 1727, el Duque de Richelieu
confesó a un amigo íntimo que había llegado a aceptar la embajada de
Francia en Viena, sólo porque deseaba mejorar su situación ocupando un
puesto oficial y para convencerse a sí mismo de que era capaz de ocupar
se de asuntos serios. Pero admitía también que muchas cuestiones diplo
máticas no le interesaban en absoluto y que aspiraba a un puesto que “me
libere de la tiranía de los Secretarios de Estado y me deje leer tranquila
mente lo que yo quiera, divertirme con mis amigos y ayudarles con el
150
rey.... o conseguir un puesto de gobierno que me permitiese vivir como
un reyezuelo, es decir, hacer lo que quiera de la mañana a la noche”4.
Treinta años después, fue preciso convencer al Mariscal-Duque de Belle-
Isle de que no se vería comprometida su posición social si aceptaba el
cargo de Secretario de Estado para la Guerra. La nobleza de espada fran
cesa mostraba, en general, un claro desdén hacia los cargos y tareas buro
cráticas.
La cooptación de miembros de las familias de la nobleza vieja, el
ennoblecimiento de oficiales que carecían de orígenes nobiliarios y la
promoción dentro de la aristocracia de personas de baja extracción social
que llegaban a detentar importantes oficios, contribuyó a que se mantu
viera el dominio de la nobleza sobre el gobierno central. En Portugal,
Pombal no deseaba acabar con la vieja nobleza, sino regenerarla con una
infusión de sangre nueva que permitiese crear una elite gobernante abier
ta a nuevas ideas y consciente de las ventajas que podía reportar la activi
dad comercial. Pero semejante iniciativa tuvo que hacer frente a multitud
de críticas, ya que además de las diferencias existentes en cuanto a la po
lítica y al patronazgo, también se producían tensiones dentro de la noble
za, que se aprecian en comentarios como los de Saint Simón, cuando se
concedían favores a personas que no se consideraban merecedores de
ellos. La proporción que había entre el empleo de nobles, independiente
mente de su antigüedad y rango dentro de la nobleza, y el de plebeyos
variaba según los países y la política adoptada por sus soberanos, pero
probablemente la disminución de los conflictos civiles en la mayor parte
de los Estados europeos, respecto al siglo anterior, contribuyó a acabar
con el principal impedimento que limitaba el empleo de la nobleza. La
estabilidad política interior favoreció, por lo tanto, mayor estabilidad en
el empleo de los nobles en el gobierno central, que, a su vez, también
contribuían a reforzarlo. Esta podía verse comprometida cuando surgían
problemas sucesorios en la dinastía reinante, como los que acaecieron en
la Guerra de Sucesión Española, en Bohemia en 1741 o en Escocia en
1745, en los cuales los nobles tendían a declarar su lealtad a uno u otro
aspirante al trono, pero semejantes conflictos empezaron a ser mucho
menos frecuentes. Otra barrera importante para el empleo de los nobles
también se fue reduciendo por la tendencia gradual hacia una mayor
homogeneidad dentro de la elite religiosa, que ya había sido muy acusada
durante el siglo anterior, sobre todo, con la amplia conversión al catoli
cismo de las familias nobles en Francia, Polonia y los territorios patrimo
niales de los Habsburgo, y que continuó a lo largo del siglo XVIII.
Fuese cual fuese la postura del poder central, el gobierno local solía
estar controlado por la nobleza. Para la mayoría de los monarcas esto
parecía algo natural, pero también representaba una solución práctica
ante el poder que ejercía la nobleza en las distintas localidades, una cues
tión que muchos querían ignorar o que, al menos, trataban de evitar que
se convirtiese en un problema. Este dominio nobiliario del gobierno
E l c a m p e s in a d o
La servidumbre
La servidumbre era un sistema de trabajo obligatorio que se basaba en
una vinculación hereditaria a la tierra. Su principal función era proporcio
nar una mano de obra estable, y su fundamento legal consistía en determi
nados servicios de trabajo que se prestaban al Señor a cambio del derecho
a cultivar sus tierras. Difería, por tanto, de la esclavitud, que apenas se
daba fuera de los dominios del Imperio Turco y que solía emplearse más
para el servicio personal directo que como mano de obra agrícola. La ser
vidumbre también imponía limitaciones a la libertad personal y en sus for
mas más severas era muy semejante a la esclavitud, pero en general varia
ba en muchos aspectos que dependían de los códigos legales y de las
prácticas jurisdiccionales y de tenencia de tierras. Al igual que en otros
aspectos de la vida del siglo XVIII europeo, se ha tendido a describir una
línea de “desarrollo” desde la parte noroccidental del Continente hacia el
Mediterráneo y Europa Oriental. Pero aunque en Inglaterra no había servi
dumbre desde el siglo XVI y se había prohibido expresamente en 1660, y
en Francia existía en menor medida que en Austria, la situación que pre
senta este fenómeno en la realidad europea era mucho más desigual y
dependía sustancialmente de las tradiciones y sociedades regionales.
Adam Smith lamentó que todavía existieran personas vinculadas a la pro
piedad de algunos salares y minas de Escocia, como una reminiscencia
regional de la servidumbre. La servidumbre era un fenómeno caracterís
tico en Europa Oriental y en algunas regiones de Europa Central, pero no
todos los campesinos de estas zonas eran siervos. Mientras que en 1767
en Transilvania, el 21% de la población, excluyendo la de los principales
núcleos urbanos, eran campesinos libres, en Polonia-Lituania en 1791,
contando con la de las ciudades, representaban un 11% del total, frente al
40% de siervos de la nobleza, el 10% de siervos de la Iglesia y el 9,5% de
los siervos del rey. En Rusia, se permitía poseer siervos a la odnodvortsy,
una categoría reconocida dentro del campesinado estatal que suponía el
5% de la población en 1760 y de la que más de la mitad se hallaban en las
provincias de Belgorod y Voronezh, aunque esto sólo lo hacía una peque
ña minoría. No obstante, la mayor parte del campesinado de las tierras
situadas al Este del Elba eran siervos. Además, se podían encontrar sier
vos en muchas regiones del Imperio, aunque sus condiciones no eran tan
duras como en Europa Oriental, en zonas que habían pertenecido al Impe
rio, como el Franco Condado y Alsacia, donde se concentraba casi toda la
servidumbre francesa, y en otras partes del Continente. Había tal variedad
de condiciones en la situación del campesinado, que a veces un mismo
monarca gobernaba en territorios donde existía la servidumbre y en otros
donde no se conocía en absoluto; así por ejemplo, en Saboya había sier
vos, y en el Piamonte no.
155
Los siervos estaban sujetos a una serie de obligaciones, entre las cua
les destacaban aquellas que tenían con el. propietario de la tierra, y éste
solía ser el señor que detentaba sobre ellos una autoridad personal. Sus
obligaciones adoptaban con frecuencia la forma de servicios laborales,
que a veces se podían sustituir por contribuciones en efectivo o en espe
cie, pero también solían comportar pagos en metálico. En las tierras
situadas al Este del Elba, se realizaban servicios de trabajo para los seño
res, y en las situadas al Oeste, estos trabajos beneficiaban a los gobernan
tes. No sólo se exigían semejantes servicios a los siervos campesinos,
sino que también los campesinos libres de Europa Central tenían que
cumplir con tales obligaciones, los odnodvortsy debían prestar servicio
en una milicia fronteriza, y en Francia se reparaban los caminos con los
trabajos forzosos que implicaba la corvée. Estos servicios de trabajo
podían resultar demasiado onerosos y solía maltratarse a los campesinos.
En el Imperio Alemán podían llegar a ser abrumadores para el campesi
nado. En Hesse-Cassel, debían prestarse al señor, a la comunidad y al
monarca, y podían llegar a representar para los campesinos hasta la mitad
del tiempo de trabajo de que disponían. Aunque en la Alta Austria, la
robota (prestación forzosa de trabajo personal) sólo era obligatoria
durante 14 días al año, y en el Tirol y la Austria Superior también era
leve, en la Baja Austria podían llegar a pedirse hasta 104 días, cifra que
se volvió a confirmar en 1772, y en Estiria no se impondrá el máximo de
3 días semanales hasta 1778. Pero las prestaciones en trabajo no consti
tuían la única obligación que debían cumplir los campesinos del Imperio.
Su situación personal dependía de su propia condición legal, si era libre o
siervo, y de los derechos de arrendamiento que tenía sobre su tierra.
Había algunos propietarios independientes que estaban libres de todo tipo
de cargas y del pago de rentas, y se hallaban asentados en las tierras
situadas en la parte noroccidental del Imperio. En la Frisia Oriental, la
mayor parte de la tierra era alodial, no estaba sujeta por tanto a sistemas
de arrendamiento feudales ni conocía la servidumbre. Todos aquellos que
poseían en propiedad una pequeña parcela de terreno o un arrendamiento,
o que contaban con cierto capital podían asistir a las asambleas de la
comunidad y elegir a los diputados de la Dieta, allí donde existía un
tercer Estado de agricultores independientes. Aunque los campesinos de
las regiones próximas de la parte occidental de Holstein y de Dithmars-
chen también disfrutaban de una fuerte posición, en el resto del Imperio
su situación era mucho menos favorable. No obstante, también resulta
arriesgado aventurar una visión general. En el territorio prusiano de
Minden, se distinguían en 1753 tres grupos de campesinos, ya que ade
más de los que se hallaban vinculados a la tierra según las costumbres
locales y los siervos, existían campesinos libres exentos de los servicios
en trabajo, y en Prusia Oriental (que ya no pertenecía al Imperio) también
había una clase de labradores libres denominados kólmer. En Hesse-Cas
sel, según las regiones y dentro de cada comunidad variaban tanto el tipo
de obligaciones que tenían los campesinos como su difusión. Los campe
sinos no se hallaban vinculados a la tierra, sino que podían dejar una pro
piedad pagando una pequeña cuantía y, al igual que les pasaba a muchos
labradores alemanes, el arrendamiento de la tierra que cultivaban, en la
práctica, era hereditario. En gran parte del Imperio, los campesinos
debían pagar derechos a su señor en distintas ocasiones, incluso por los
matrimonios o las defunciones, que reflejaban su dependencia personal
como siervos. Además, debían pagarle por la tierra que cultivaban. El
peso que representaban estas cargas sobre el campesinado variaba mucho
y dependían en gran medida de la intención que tuvieran los señores de
conseguir beneficios en períodos de malas cosechas; aun así la situación
de estos campesinos, fueran o no siervos, solía ser mejor que la de aque
llos que se encontraban más hacia el Este.
No todos los siervos de Europa Oriental se hallaban peor, y las princi
pales diferencias existentes en cada caso podrían explicarse por el carác
ter arbitrario de la servidumbre. Así pues, la sucesión de un nuevo señor
podía transformar una situación tolerable en un régimen de mera supervi
vencia. Por otra parte, el diezmo solía ser una carga menos onerosa en la
Europa Oriental que en la Occidental, en donde generaba considerable
malestar en ciertas regiones de Francia, Inglaterra e Irlanda. Además, sus
señores contaban con un poderoso incentivo para protegerlos no sólo de
exigencias del Estado, tales como los impuestos o el servicio militar, sino
también de los efectos de circunstancias económicas y medioambientales
adversas. Carecería de fundamento afirmar que un siervo de Transilvania
se hallaba necesariamente en peores condiciones que un aparcero de
Sologne, un arrendatario de Drenthe o que esa gran masa de trabajadores
sin tierra que iba en aumento en Sajonia, Turingia o Westfalia. En 1750,
dentro de la población activa dedicada al sector agrario en Sajonia, el
30% no tenía tierras o apenas poseía una pequeña parcela y dependía de
un trabajo asalariado. En cambio, en la mayor parte de Europa Oriental,
la falta de tierras no constituía un problema y por ello, no solía haber,
como en la parte occidental del Continente, trabajadores que no encontra
ban tierras en alquiler. Los terratenientes del Este trataban de evitar la
fuga de sus siervos y no sólo porque fueran una importante fuente de
riqueza, sino también porque había que mantener la mano de obra agríco
la necesaria. Si observamos el problema de las condiciones del campesi
nado en relación con la presión demográfica y sus consecuencias, en ese
caso, los campesinos de la Europa Oriental se encontraban mejor, salvo
en los períodos de malas cosechas como las que sobrevinieron a comien
zos de la década de 1770. Pero incluso cuando se los emancipaba, como
se hizo en Sicilia en los años 1780, esto no suponía necesariamente una
mejora sustancial en sus suertes.
Aunque en la Europa Oriental no constituía un problema la falta de
tierras, los beneficios que obtenían los siervos con la economía agrícola
no les proporcionaban nada que valiera la pena. Esto se debía, en parte, a
la baja productividad de la agricultura en estas regiones del Este. Parece
que en Polonia las cosechas se malograron por los efectos que produjo la
Gran Guerra del Norte (1700-21), pero comenzaron una recuperación
definitiva a partir de 1750. Los beneficios procedentes de los cultivos
que se exportaban se veían mermados por los costes del transporte a
grandes distancias, favoreciendo así a las regiones que contaban con bue
nos sistemas fluviales. Ya fuera por la falta de trabajo o por su incapaci
dad o reticencia al pago de salarios, los señores se valían de la servidum
157
bre para conseguir una mano de obra barata y segura. Las obligaciones
de las robotas solían ser bastante amplias, pero también fueron objeto de
una mayor regulación a lo largo del siglo XVIII. Aunque el primer paso
hacia la prohibición estatal de la servidumbre se dio en cuanto a la
regulación de las exigencias que ésta implicaba, este proceso de control
iniciado en este siglo no siempre fue favorable para el campesino. En
Transilvania, donde a los campesinos sólo se les permitía cultivar unas
parcelas muy pequeñas, la Dieta de 1714 fijó los límites máximos para
las obligaciones de los siervos en 4 días de trabajos manuales por semana
o 3 días de trabajo con animales. Aun así, si se les exigía más trabajo, los
siervos sólo podían recurrir a la violencia. En 1766, la nobleza de Molda
via hizo que el hospodar Grigore III Ghica elevase las robotas a 35-40
días de trabajo al año, y en 1775 volvieron a aumentar estas obligaciones
laborales. Además, muchos de los antiguos campesinos libres de Molda
via se convirtieron en siervos. Por el contrario, en Valaquia muchos de
los siervos trabajaban menos de los 12 días exigidos. En la parte
occidental de Ucrania, también aumentaron las robotas y el deterioro de
la situación en que vivía gran parte del campesinado provocó diversas
rebeliones. Los servicios de trabajo solían establecerse según lo que
podía ofrecer el campesino. En Polonia, donde estas obligaciones eran muy
gravosas, un campesino que usara su propio arado y trabajara con sus
animales al cumplir con este servicio, tenía que realizarlo durante un
número menor de días. Los campesinos polacos ricos contrataban a
aldeanos pobres para que cumplieran por ellos con sus obligaciones, que
solían ser superiores en proporción al tamaño de sus parcelas. En Galit-
zia, no existían limitaciones en las robotas, y se obligaba a los siervos a
trabajar hasta 6 días a la semana durante el verano, que era la estación en la
que su trabajo resultaba más provechoso tanto para su propia parcela como
para la del señor, y 2 días en el invierno. En 1680, se limitó la robota en
Bohemia a 3 días semanales, y esta misma proporción se volvió a fijar
en 1717, 1738 y 1775. Determinadas disposiciones reales otorgaron a los
campesinos el derecho a apelar a la corona ante los abusos, pero el domi
nio de la administración local que ejercían los Estados hizo que este
recurso apenas tuviera valor. En Moldavia en 1748, las obligaciones de
las robotas llegaron a alcanzar una media de 40 días al año. Las obliga
ciones resultaban más onerosas según la duración de los días de trabajo,
y aunque esto variaba en función de las circunstancias locales y de la
estación del año -un ejemplo más de la dependencia existente respecto a
las condiciones del entorno natural-, solían ser bastante largas. La defini
ción de una jornada laboral de 10 horas en algunos de los dominios de
los Habsburgo en 1775 supuso una considerable reducción para muchos.
Las obligaciones también podían hacerse más gravosas estableciendo el
trabajo que los siervos debían acabar por día, de esta forma se les obliga
ba a seguir trabajando si no lo había terminado al cabo de la jornada, y
para sacar partido a este recurso se les imponían tareas demasiado
amplias que solían ser irrealizables en el tiempo prefijado.
De la misma forma que hubiera sido una equivocación sugerir que todos
los campesinos de la Europa Oriental eran siervos, tampoco es cierto que la
.robota fuese la principal obligación que debían cumplir todos los siervos,
158
pues también se pagaban con frecuencia rentas en moneda, como las que
había en la parte occidental de Ucrania a principios de siglo. En las regiones
orientales de Bielorrusia, la forma más común en que los campesinos cum
plían con sus obligaciones hacia los señores era mediante el pago de rentas
en metálico, no mediante las robotas, y las propiedades de los campesinos
tenían gran importancia en la producción orientada a los mercados locales y
a la exportación. Las rentas en dinero fueron adquiriendo mayor relevancia
en Polonia, sobre todo en las regiones occidentales. Pero aun cuando la
robota era leve, los siervos seguían sujetos a otro tipo de cargas, y pese a su
variedad, todas ellas reflejaban y mantenían con firmeza la posición de cada
terrateniente. En Bohemia y Galitzia, los siervos que no habían comprado
su derecho a hacerlo, no podían vender su tierra, contraer deudas o designar
heredero, y se les podía transferir de una tierra a otra. Todos los siervos de
Bohemia, incluso aquellos que poseían un derecho hereditario sobre su tie
rra, debían pedir permiso al señor, que normalmente sólo lo concedía a
cambio de dinero, cuando querían emigrar, casarse o enviar a sus hijos a la
escuela o como aprendices fuera del señorío. Estos amplios poderes loca
les conferían a los señores un dominio sobre la comunidad mayor que el
que les proporcionaban sus derechos legales. También podía resultar muy
gravosa la obligación de comprar o vender al señor, ya que a veces conlle
vaba otras prohibiciones sobre la producción de artículos que representasen
una competencia para los del señor. Esto proporcionaba considerables bene
ficios a los señores, aunque en Francia el ejemplo más notorio de este tipo
de impuestos, la gabelle, que era una contribución sobre la sal según la cual
determinadas partes del país, los denominados pays de grande gabelle, te
nían que adquirir una cantidad mínima de sal al año, al margen de sus pro
pias necesidades, constituyera un monopolio real. Las limitaciones a la
movilidad personal suponían una importante restricción que reducía la capa
cidad de negociación de los siervos dentro del mercado de trabajo, evitando
en realidad que éste pudiera desarrollarse. Pero dichas limitaciones no se
debían sólo a prohibiciones expresas, pues aunque los campesinos de los
Balcanes conservaban ciertos privilegios y no llegaron a convertirse en sier
vos, se redujeron las posibilidades que ofrecía esta libertad legalmente
reconocida por la relación que mantenían con sus señores. La mayoría de
ellos eran propietarios no sólo de las viviendas de los campesinos, sino tam
bién de sus útiles de trabajo. El préstamo de dinero, semillas y animales les
obligaba a quedarse y a tratar de producir cosechas suficientes, aun cuando
se ofreciesen mejores ganancias en la industria rural. Asimismo, para preve
nir la escasez de mano de obra agrícola en la Silesia prusiana se dispuso en
1769 que el dedicarse al trabajo en las minas dependería del consentimiento
por escrito del propietario del señorío. Cuando Catalina II introdujo el
impuesto de capitación en las provincias bálticas, los campesinos se regis
traban bajo el nombre de su señor, pero muchos otros individuos indepen
dientes que no podían registrarse como ciudadanos ni disfrutar, por lo tanto,
de los beneficios que reportaba esta condición, tuvieron que registrarse
como siervos o campesinos del Estado.
Otro obstáculo importante para que los campesinos tratasen de
mejorar su situación eran las restricciones establecidas para la adquisi
ción de tierras. Un factor esencial era la ausencia de propietarios cam
159
pesinos, fuese cual fuese su condición legal. Esto les obligaba, fueran
o no siervos, a trabajar para los terratenientes considerándolos como
sus superiores. Los controles fijados por la ley sobre la transmisión de
la propiedad y, en concreto, las reglas que regían los vínculos, limita
ban la cantidad de tierras que podía adquirir el campesinado; por
supuesto, también eran inalienables la mayor parte de las tierras de
propiedad eclesiástica. Hasta que no se abolieron estas leyes, las posi
bilidades de que los campesinos adquiriesen mayores superficies eran
muy limitadas en las zonas colonizadas del continente. Se ha señalado
que “el verdadero fin de la servidumbre en Hungría y Transilvania no
tuvo lugar con el edicto mediante el cual José II desligó en 1785 a los
siervos de la propiedad de la tierra, sino con la abolición de los víncu
los dictada en 1848”5. Aunque estas restricciones legales eran impor
tantes, aún lo era más la falta de poder adquisitivo de los campesinos.
Estos solían incrementar su nivel de riqueza valiéndose de cuidadas
estrategias matrimoniales que abarcaban a toda la familia, pero su
poder adquisitivo se disipaba casi por completo debido al elevado
número de miembros, a su precario nivel de vida, y a la variedad e
importancia de los derechos y obligaciones que debían satisfacer. Por
ello, la gran mayoría de los siervos polacos estaban endeudados. “Los
impuestos reales y las cargas señoriales, repartidos respectivamente en
un tercio y dos tercios, suponían aproximadamente un 35% de los
ingresos de los campesinos en Moravia, un 45% para los de la Baja
Austria, un 50% para los de la Austria Inferior. En Bohemia, los cam
pesinos pagaban por estos conceptos hasta un 41% de sus ingresos
totales”6. Estas cargas eran mayores que las que soportaban otros
miembros de la sociedad.
Podría ampliarse con facilidad la lista de obligaciones que tenían los
siervos. Así por ejemplo, la robota podía incrementarse en época de
cosecha y se podía llamar también a los niños para que realizasen labores
en la casa del señor. El acarreo solía ser una carga importante, puesto que
incluía el transporte de bienes señoriales a largas distancias y tales jorna
das debían realizarse empleando los carros y animales de los campesinos.
Pero dado que la servidumbre consistía en realidad en una serie de diver
sos acuerdos más que en un sistema coherente, sus obligaciones presen
tan tal variedad como su cumplimiento o su conmutación. Los acuerdos
entre los señores y sus campesinos para definir determinadas obligacio
nes y su aplicación, dependían de las circunstancias locales. No obstante,
cualesquiera que fuesen sus obligaciones, ios campesinos, en general,
padecían las consecuencias dé la baja productividad que tenía la agricul
tura del siglo XVIII, agravadas por las demandas de un gravoso régimen
fiscal.
“¿No cree usted que el excesivo tamaño de nuestras metrópolis es una de las
principales causas de la frivolidad, holgazanería y corrupción de estos tiem
pos?; me sorprende que los legisladores no se hayan dedicado a limitar este
crecimiento, pues ya es demasiado grande para que exista una buena obser
vancia de las Leyes o del Evangelio... y una Policía débil puede ejercer muy
poco control sobre estas multitudes.” (Escrito en 1763 por Joseph Yorke refi
riéndose a Londres)1.
Resulta bastante difícil aventurar cualquier valoración sobre la impor
tancia o el crecimiento de las ciudades durante el siglo XVIII debido a los
problemas que plantea su definición. Las definiciones de carácter legal
prestan poca atención a aspectos como su tamaño o su función. En la
región de Aix-en-Provence, por ejemplo, se consideraban ciudades a
todas las zonas edificadas que estaban rodeadas de murallas y provistas
de representantes de la justicia real. En Polonia, las ciudades eran institu
ciones constituidas legalmente. En Rusia, se denominaban ciudades a los
asentamientos que carecían de un propietario, y aunque diferían mucho
en antigüedad, tamaño y otros factores, todas estaban sujetas a las
mismas leyes y regulaciones, y contrastaban legalmente con aquellos
núcleos que eran propiedad de una persona p de una institución. Pero
tales definiciones poseían un valor muy limitado, ya que consideraban
como ciudades a núcleos que por su función eran pueblos y por el contra
rio, ignoraban, si bien con menor frecuencia, algunos asentamientos
importantes. Parte del problema que ofrece la terminología es que no
existía en la época una definición funcional de la ciudad comúnmente
aceptada y resulta demasiado arriesgado aplicar en su lugar conceptos
modernos. Además, emplear una definición que la conciba como
C r e c im ie n t o o d e c a d e n c ia
E l c a m p o y l a c iu d a d
4 Chelmsford CRO, D/DM 01/19; PROSCHWITZ, G. von (ed.), Gustave III par ses
lettres (1986), p. 70.
186
las ciudades, que por lo general restringían su asistencia. En este sentido,
Toulouse fue un caso representativo, porque llegó a apostar guardias para
mantener alejados a los que buscaban empleo o caridad durante los difí
ciles años de 1709-13, 1747-48 y 1773. La influencia de las ciudades
sobre la agricultura no se limitaba tan sólo a productos alimenticios,
puesto.que éstas representaban la salida fundamental de los productos
que pasaban a formar parte de la economía de mercado, y solían contro
lar su proceso de elaboración y comercialización. El jesuita español
Pedro de Calatayud arremetió en 1761 contra los comerciantes de Bilbao,
porque explotaban a los pequeños propietarios de ovejas del campo en la
compra de lana para la exportación y les forzaban a aceptar contratos usu
reros, pero también criticaba a los comerciantes en general. El abasteci
miento de aceite de oliva barato a Nápoles tuvo efectos perjudiciales
sobre la producción de las provincias. Esta influencia de las ciudades
puede expresarse a menudo mediante la expansión del crédito urbano, y
de hecho, su compra de tierras solía obedecer al deseo de reducir la
industria rural. También para limitarla, y dado que en gran medida estaba
exenta de impuestos, un edicto prusiano de 1787 sólo permitía que hubie
se un carpintero, un herrero, un carretero y un sastre en cada pueblo.
Semejantes restricciones irritaban a las comunidades rurales, sobre todo
cuando el crecimiento de la población elevaba el interés por la expansión
de la industria rural.
Los privilegios fiscales solían venir acompañados de privilegios eco
nómicos. Muchos sistemas fiscales discriminaban a la población rural y
tendía a gravarse fuertemente a los sectores comerciales agrícolas, como
sucedía en el Reino de Nápoles. En Württemberg, la oligarquía, que
dominaba los poderosos gobiernos municipales de ciudades como Stutt-
gart y Tubinga, tenía muchos motivos para apoyar la estructura impositi
va tradicional, puesto que ésta gravaba mucho más a los pueblos. Natu
ralmente, la naturaleza de las contribuciones era de gran importancia para
determinar su distribución. Los impuestos sobre el comercio interior
recaían más sobre aquellos que compraban lo que consumían, por lo
general ciudadanos, que sobre los campesinos, los cuales podían autoa-
bastecerse de parte de lo que consumían. En Sicilia, el impuesto sobre la
harina era la contribución que resultaba más fácil de recaudar y política
mente más aceptable porque recaía sobre la población más humilde. Asi
mismo, los impuestos sobre la tierra o sobre la producción afectaban
mucho al sector rural y, de hecho, constituían, en forma de diezmos, el
sistema tributario esencial del clero. En Gran Bretaña a principios del
siglo x v i i i , las comunidades rurales consideraban que contribuían más
que las ciudades a costear los gastos ocasionados por la Guerra de Suce
sión Española, mediante el impuesto sobre la tierra. En toda Europa,
muchos de los sistemas impositivos propuestos a lo largo del siglo XVIII,
como el de los impuestos de capitación y las iniciativas llevadas a cabo
para ampliar los impuestos directos a la aristocracia, recaían con más
peso sobre las comunidades rurales. Rusia introdujo el impuesto de capi
tación en 1724 y se fijó en 74 kopecks por cada individuo registrado,
dividiendo el coste presupuestado para el ejército entre el número de per
sonas que aparecían inscritas en el censo de 1719. Los nobles estaban
187
exentos de este impuesto, pero eran responsables de recaudarlo entre sus
siervos. En 1783, la introducción del impuesto de capitación en Estonia
y Livonia por parte del gobierno ruso, ocasionó un gran malestar social.
El intento de establecer un impuesto de capitación general fue rechazado
en 1746 por los Estados bávaros, y también fracasó la propuesta hecha en
1764 por Carlos Eugenio de Württemberg de que se aplicase de forma
gradual un impuesto sobre la propiedad basado en la elaboración de
inventarios de bienes. Sin embargo, se logró acabar con muchas exencio
nes fiscales. La nobleza de Bohemia comenzó a pagar en serio impuestos
en 1706. A principios de la campaña de 1718, Carlos XII de Suecia
decretó un impuesto del 6% sobre el capital, como una contribución civil
al esfuerzo financiero de la guerra. En 1722, se introdujeron los impuestos
directos en Ucrania, que comprendían tanto al alto clero como a la noble
za. Federico Guillermo I presentó una contribución única sobre la tierra en
Prusia Oriental, que debían pagar del mismo modo la nobleza y el campe
sinado, y que se basaba en el precio tasado de la tierra y en la productivi
dad de su suelo. Federico II introdujo un impuesto semejante en Silesia,
aboliendo las exenciones fiscales que gozaban el clero y la nobleza, y
declarando que todos los súbditos debían contribuir, porque el Estado
ampliaba su protección a todas las cuestiones. En 1772, este impuesto se
amplió también a las conquistas hechas por Prusia en territorio polaco. El
decreto francés de 1749 que introdujo la vingtiéme establecía que el
impuesto fuese proporcional a los ingresos de los contribuyentes. En su
preámbulo, Luis XV declaraba que prefería este sistema impositivo,
porque las vingtiémes podían recaudarse de todos los órdenes de la
sociedad en función de su capacidad contributiva. Sin embargo, en la prác
tica el gobierno tuvo que ceder en sus propósitos, puesto que el clero no
pagaba, la nobleza no lo hacía en la medida de sus posibilidades y toda
vía en 1789 los estamentos privilegiados apenas contribuían en forma de
impuestos directos. En 1756, se prorrogó la primera vingtiéme y, debido
a los gastos que ocasionaba la Guerra de los Siete Años, se introdujo
otra, pese a la oposición del Parlamento de París y de los parlements pro
vinciales.
Resulta difícil valorar qué efecto tuvieron estos cambios fiscales
•sobre el porcentaje global de impuestos que pagaban las comunidades
rurales, y de hecho, existen muy pocas investigaciones al respecto. Parte
del problema es hasta qué punto las nuevas exigencias fiscales impuestas
sobre la aristocracia y el clero recaían indirectamente sobre el campesi
nado a través del pago de rentas más altas. Así por ejemplo, se ha calcu
lado que mientras la producción agrícola francesa aumentó aproximada
mente más de un 40% durante el siglo XVIII hasta la Revolución de 1789,
las rentas de la tierra crecieron por encima del 60% y los diezmos entre
el 10% y el 20%, provocando un fuerte endeudamiento rural. No obstan
te, tendieron a estabilizarse las contribuciones que se pagaban al Estado,
no en términos reales, sino en cuanto al porcentaje que representaban
dentro de la producción agrícola bruta. Esta estabilización no llegó a
peligrar hasta la década de 1780, debido al aumento de impuestos que
supuso la intervención francesa en la rebelión de las colonias bntanicas
de Norteamérica. Esto podría subestimar hasta qué punto los impuestos
repercutían sobre los arrendamientos de las propiedades. De esta forma,
exigir impuestos a los terratenientes era un medio relativamente eficaz
para aumentar los ingresos fiscales procedentes de la mayor parte de la
población en una sociedad que carecía de una burocracia suficiente o de
información fiable sobre sus propios recursos. Aun así, este recurso
dependía de la cooperación de los terratenientes. Evidentemente, la rela
ción entre impuestos y rentas era tal que cualquier incremento de aquéllos
sobre un septor de la comunidad rural tendría consecuencias impredeci-
bles.
Parece que la sensibilidad de muchos gobiernos hacia la opinión
pública de las ciudades les hizo más cautos respecto al aumento de los
impuestos que gravaban el comercio interior. No se podía pasar por alto
demostraciones contra las sisas, como las que hubo en Tournai en 1739.
El intento de Federico II de establecer una nueva sisa en su principado
suizo de Neuchátel en 1766 tuvo que abandonarse en 1768 a raíz de los
motines que provocó, y volvieron a garantizarse los privilegios tradicio
nales. El clamor popular agradeció la supresión, por parte de las autorida
des, que temían el estallido de motines, de un decreto de 1777 cuya apli
cación hubiera supuesto acabar con los subsidios que se daban para el
aceite de oliva a los ciudadanos de Nápoles. Muchos gobiernos, por razo
nes políticas preferían elevar los impuestos sobre las áreas rurales, en
lugar de aumentar las contribuciones urbanas o de recortar subsidios
como los que gozaba la provisión de pan para la ciudad de Nápoles. Y la
respuesta violenta que solían provocar estos incrementos permite suponer
que acarreaban graves dificultades para las comunidades rurales. En Bre
taña, las esporádicas revueltas que hubo contra la capitation en los años
1719-20 hicieron que el gobierno temiera otras revueltas más graves, ins
tigadas por la nobleza de las provincias. A raíz de esto, la vingtiéme sólo
se estableció en la región después de diversas negociaciones con los
Estados de la provincia. La población de Berna, en Suiza, soportaba
pocos impuestos, pero la ciudad se valía de su control sobre las regiones
circundantes, y en concreto sobre el País de Vaud, para incrementar los
ingresos que percibía de esas áreas, ocasionando con ello gran desconten
to. En 1788, se produjo una revuelta importante de los granjeros que
vivían en las proximidades de Oudenarde, en los Países Bajos Austría
cos, contra la recaudación de impuestos sobre el ganado y las rentas. Si
las revueltas que se produjeron contra estas últimas se pueden interpretar,
en parte, como sublevaciones ocasionadas por los intentos de repercutir
sobre las rentas el aumento de las contribuciones fiscales, entonces es
posible que los desórdenes relacionados con los impuestos fueran mucho
más frecuentes de lo que se pensaba. Y aunque no se sabe hasta qué
punto deberían atribuirse a una intención explícita de aumentar la partici
pación de las áreas rurales en la carga impositiva, se aprecian algunos
síntomas de esa actitud. Cuando en 1754 la ciudad de Amsterdam, con
tando con el apoyo de Haarlem, Leyden y Rotterdam, propuso en los
Estados Generales de Holanda que el impuesto sobre la vivienda se redu
jese a la mitad, la población, en su mayoría rural, de la parte septentrio
nal de la provincia, se quejó de que este cambio favorecería claramente a
la mitad meridonal, que estaba mucho más urbanizada, y exigió por tanto
189
una reducción en el impuesto sobre la tierra. Al final, se redujo a la mitad
el impuesto sobre la vivienda y se volvió a establecer una contribución
sobre la cerveza, que no fue bien recibida por los cerveceros. Esto hizo
que bajase la calidad de la cerveza de Rotterdam, y ocasionó varios
desórdenes durante el verano, lo cual nos muestra los intereses divergen
tes que existían dentro de la población urbana.
También en otros aspectos de la fiscalidad se podía apreciar la
influencia que ejercían las ciudades. La relativa escasez de crédito que
había en Europa y la concentración de su disponibilidad en las ciudades,
planteaba diversos problemas para las áreas rurales. Además, el endeuda
miento de éstas contribuía a aumentar el control de las ciudades sobre
multitud de aspectos de la economía rural. Varsovia y Danzig dominaban
la mayor parte de las transacciones crediticias del país, ampliando de esta
forma el papel que desempeñaban ambas en la economía polaca. En el
Reino de Nápoles, los ingresos procedentes de los impuestos y del cobro
de rentas eran los canales por los que la riqueza pasaba del sector
agrícola a la población de la capital. Aproximadamente, un 10% de la
población total del reino vivía en ella, y su trabajo dependía de esta cir
culación de la riqueza. La acumulación de capitales que tendía a produ
cirse favorecía una mayor disponibilidad de créditos a bajo interés (3%).
En las provincias, en cambio, era más difícil conseguir créditos y su
precio era considerablemente superior (8%). Además, en Nápoles había
bancos, y no en las provincias, donde era constante la necesidad de crédi
tos debido a las fuertes demandas de impuestos y rentas que tenían que
afrontar.
A veces, este tipo de tensiones económicas se hallaba relacionado con
alguna rivalidad cultural. En muchas regiones existían diferencias étnicas
entre la población rural y la población urbana. Las ciudades balcánicas,
que estaban divididas en barrios habitados cada uno de ellos por diferen
tes grupos de población, presentaban una participación desproporcionada
de la población musulmana. Los administradores musulmanes, que eran
propietarios de las tierras -en su mayoría absentistas- y oficiales, prefe
rían vivir en la ciudad. Mientras que en las ciudades de la parte occiden
tal de Polonia vivían muchos alemanes y en las áreas rurales la población
era mayoritariamente polaca, en el Este y en el Sur, los ciudadanos solían
ser polacos y judíos, y la población rural era de origen lituano o ruteno.
Incluso en aquellas regiones en las que los habitantes del campo y de la
ciudad eran homogéneos desde el punto de vista étnico y religioso, se
daban claras diferencias culturales entre la población urbana y la pobla
ción rural. La alfabetización se hallaba más extendida en las zonas urba
nas y, en regiones como el Languedoc, la delincuencia constituía un
rasgo muy acentuado de la vida rural. Existían también diferencias res
pecto a sensibilidad hacia determinadas cuestiones religiosas, como la
adaptación a los cambios introducidos después de la Reforma o las res
puestas ante las tendencias seglares. Se ha dicho que durante el siglo XVII
y principios del siglo x v iii tanto la Europa católica, como la protestante
fueron testigos de los esfuerzos realizados por los grupos dominantes de
las ciudades para consolidar su superioridad sobre los órdenes inferiores
en el ámbito rural y en el ámbito urbano. El aspecto ideológico en que se
190
basaba esta política era una moralidad que condenaba la indolencia, el
libertinaje sexual, la insubordinación y el desorden, y que elogiaba la
deferencia y el orden. Estos principios eran propagados por un clero
parroquial que había recibido una nueva formación y que contaba con el
apoyo de otros laicos devotos. La respuesta de las zonas rurales ante esta
campaña fue bastante diversa, pero en general poco entusiasta, al igual
que hacia las tendencias ilustradas, que en muchos sentidos representa
ban un compendio de una cultura urbana más progresista. Mientras que
en las ciudades de la parte occidental de Francia se aprecian síntomas de
secularización hacia fines del siglo xviii, las áreas rurales seguían siendo
muy clericalistas; así pues, las incompatibilidades socioeconómicas entre
el campo y la ciudad llevaban asociadas además importantes diferencias
culturales.
Pero las relaciones existentes entre el campo y las ciudades no consis
tían únicamente en la influencia que éstas ejercían o en las iniciativas que
llevaban a cabo. En realidad, no siempre resulta adecuado plantear los
términos de la cuestión entre lo urbano y lo rural. Y sobre todo cuando se
trata de analizar la influencia de los nobles que poseían tierras y que
vivían en las ciudades, que constituían el modelo más generalizado en la
mayor parte de Europa. Además, muchas ciudades, como sucedía por
ejemplo en Italia o en Rusia, se hallaban controladas por este tipo de
nobles, y por otra parte, la influencia de la nobleza propia del medio
urbano no siempre era predominante. De hecho, había ciudades como
Aurillac en Francia, donde habitaban muchos nobles, pero eran menos
influyentes que en el campo debido a la presencia de una importante bur
guesía. En algunas zonas, los privilegios de que gozaba la nobleza tenían
efectos mucho más perniciosos. En Polonia, además de poseer el derecho
exclusivo de explotar la madera, la potasa y los minerales de sus hacien
das, los nobles podían comprar propiedades en las ciudades y usarlas
para el desarrollo de actividades económicas sin tener que pagar los
impuestos municipales. En 1763, cuando se preparaba una apelación a la
Dieta (parlamento) Polaca, la Antigua Varsovia puso de manifiesto su
desconfianza hacia unos tribunales que estaban dominados por la noble
za, mostró su oposición a que poseyeran haciendas urbanas y dio a cono
cer sus sospechas sobre las adquisiciones de tierras dentro de la ciudad
que no se habían registrado. Pero en la mayoría de las ciudades de rea
lengo polacas solían presentarse quejas semejantes.
Si tenemos en cuenta estas tensiones entre el campo y la ciudad, no
resulta extraño que sus relaciones fueran con frecuencia bastante frías.
En algunas regiones, adoptaban formas institucionales y constitucionales
que daban lugar a largas disputas sobre la regulación de la actividad eco
nómica, la asignación de las obligaciones fiscales o sobre cuestiones
políticas. En la provincia neerlandesa de Groninga existía un antagonis
mo tradicional entre la ciudad de Groninga y las tierras circundantes que
se trasladó a los Estados de la Provincia, y la aparición de nuevos proble
mas, como el conflicto que estalló en los años 1708-10 para la designa
ción del Estatúder (gobernador provincial), reflejaban esta enemistad.
Otras regiones carecían de semejantes recursos institucionales y constitu
cionales para canalizar sus conflictos. En el Rosellón existía una amplia
191
hostilidad hacia la principal ciudad de la provincia, Perpignan, en donde
residían los recaudadores de impuestos, el clero, los abogados y los mer
caderes de grano. La población de las áreas rurales la consideraba una
ciudad rica y privilegiada, pero también era el centro más importante de
difusión de la lengua y la cultura francesas en una región en la que el
idioma que se hablaba mayoritariamente era el catalán. En los conflictos,
los Intendentes solían atender los intereses de Perpignan antes que los de
las áreas rurales. La elaboración de listas de quejas (cáhiers) a principios
de 1789, cuando se preparaba una próxima reunión de los Estados Gene
rales, ofreció una ocasión propicia para expresar su descontento. Estas
quejas comprendían a los mercaderes del grano, al clero, a los recauda
dores de impuestos, y hacían referencia también a la lentitud y formalis
mo de los procedimientos legales, al monopolio que disfrutaba el Collége
de Perpignan y a la falta de educación que había en el medio rural. Una
de las reclamaciones que aparecen de forma más insistente era la de la
supresión de los privilegios fiscales y judiciales que tenían los ciudada
nos. En ciertas ocasiones, este tipo de tensiones entre una ciudad y su
entorno rural adoptaban una forma violenta. El levantamiento corso con
tra el gobierno genovés en 1730 se convirtió en una lucha entre el medio
rural y las ciudades - donde vivía la mayor parte de la población genove-
sa de la isla - que se disputaban el control de las fértiles llanuras aluvia
les. Se consideraba que las ciudades estaban dominadas por usureros y
comerciantes. En 1790, el campo flamenco se levantó contra los notables
que residían en los núcleos urbanos de los Países Bajos Austríacos.
Aun así, sería un error presentar al campo y a la ciudad como meros
rivales. Los conflictos que surgían entre ambas partes no siempre eran
tan sencillos de explicar como cabría suponer, ni se contemplaba este
esquema antagónico. Además, en muchos casos, existían fuertes vínculos
económicos. Aquellas áreas rurales en las que las manufacturas textiles
alcanzaron gran desarrollo, tal como sucedió en diversos lugares de los
Países Bajos Austríacos o en la región de Elbeuf, dependían de los servi
cios comerciales y financieros del ámbito urbano. El fenómeno de la
migración no deterioraba las tradiciones esenciales de la cultura urbana,
pero sí influía en la caracterización social y cultural de las ciudades. Los
emigrantes no siempre se beneficiaban de las oportunidades que ofrecía
la vida urbana. Solían encontrar trabajo en los empleos más marginados
y en las tareas domésticas, o engrosaban las elevadas cifras de
desempleados. Su integración en el medio urbano era difícil, aunque se
veía facilitada cuando había un gran número de inmigrantes, pues esto
contribuía a justificar su tendencia a congregarse en una zona determina
da de las ciudades. Muchos inmigrantes se ocupaban, casi siempre por
necesidad, de la parte más miserable de algunos negocios. En Burdeos,
por ejemplo, figuraban de forma desproporcionada entre los casos de
prostitución y robo. Otros, no obstante, encontraban empleos más esta
bles, como .las tropas de corsos y suizos que estuvieron acantonadas en
Génova durante la década de 1730. Fuese cual fuese su fortuna personal,
los inmigrantes, sobre todo si eran trabajadores temporales, establecían
relaciones entre el campo y la ciudad. Pero también existían vínculos cul
turales. Los campesinos acudían a las ciudades no sólo para ir al merca
192
do, sino también para asistir a las ferias o a las ceremonias religiosas. La
recepción de las iniciativas emprendidas por las ciudades no siempre era
conflictiva, y de hecho, contribuyó a la difusión de muchas de estas ideas
la presencia en las áreas rurales de hombres que, debido a sus funciones
-sobre todo clérigos-, actuaban como intermediarios. En cuatro ciuda
des del Languedoc se establecieron cursos' de partería especialmente
ideados para las mujeres del campo. Estos llegaron a cambiar algunas de
las prácticasirurales y se adoptaron de forma generalizada las concepcio
nes urbanas para dar a luz. Las amas de cría representan otro ejemplo de
cooperación. Era básicamente un servicio que prestaba la población rural,
para la cual constituían una fuente de ingresos adicional. En Francia,
las mujeres trabajadoras, sobre todo en París y Lyón, dejaban a sus hijos
con mujeres de campesinos en regiones que carecían de una industria
rural. Aparte de aquellos sectores en los que había cierta cooperación, las
tensiones entre el ámbito rural y el ámbito urbano se veían limitadas por
la división de intereses que existía en ambas partes. Así, mientras que los
pobres de la ciudad de Bastía en Córcega no apoyaron a los rebeldes cor
sos cuando fueron atacados por ellos en 1730, porque preferían benefi
ciarse de la solidaridad comunal a considerar cualquier concepción de
intereses sociales compartidos, la estructura de clanes de la sociedad
corsa mantenía una clara división de intereses en las áreas rurales. En el
Rosellón, los conflictos entre Perpignan y su entorno rural eran confusos
por las divisiones que había en ambos bandos. Los pastores, cuyos ani
males competían por la superficie disponible con los viñedos, se oponían
a los agricultores, y los pobres de los suburbios de Perpignan no gozaban
de la condición de ciudadanos ni se identificaban mucho con sus intere
ses. Y tal como sucedía en muchos otros casos, los vínculos y las tensio
nes existentes entre las ciudades y las áreas rurales circundantes se entre
lazaban, sus relaciones simbióticas provocaban presiones pero también
beneficios, y resulta difícil establecer conclusiones en cada caso, pues a
menudo depende del punto de vista que se adopte. Los campesinos
endeudados eran tanto víctimas como beneficiarios de la economía de
mercado, y los emigrantes emprendedores encontraban en las ciudades
tanto privaciones como oportunidades.
L a s c iu d a d e s y l a je r a r q u ía s o c ia l
L a s CIUDADES Y l a s d is e n s io n e s p o l ít ic a s
En muchas partes de Europa, y sobre todo en el Imperio, no eran nuevos
los conflictos surgidos en tomo al modelo de administración municipal, y ya
era tradicional la aspiración de los artesanos a adquirir mayor influencia
política. A lo largo del siglo XVIII, estos fenómenos apenas experimentaron
progresos considerables, y comparado con el siglo XVII, ésta fue una centu
ria casi inactiva en este sentido. Así, mientras que durante el Seiscientos los
artesanos del Languedoc llegaron a tener cierta importancia en el gobierno
de las ciudades, en el siglo XVIII se vieron completamente excluidos. No
obstante, las ciudades no dejaron de manifestar su descontento en muchas
cuestiones políticas, que no siempre se hallaban relacionadas con la política
municipal. En algunos núcleos urbanos, como Londres, Ginebra, ciertas ciu
dades libres del Imperio y las de la región de Holanda, existía una arraigada
tradición en actividades políticas, con frecuencia de carácter violento. En
otras, como Madrid, esta experiencia era más esporádica. Al igual que suce
día con los levantamientos campesinos, las acciones violentas y las protes
tas radicales no se limitaban únicamente a lugares que padecían dificultades
económicas. La desesperación que provocaban los motines ocasionados por
la escasez de alimentos podía hallarse en ciudades que eran en general prós
peras, pero parece que las protestas políticas articuladas solían ser reflejo de
una tradición en acciones comunales. Durante el levantamiento genovés
de 1746, se exigió la reforma de la ley de 1576, que había consolidado el
poder de la oligarquía y se revivió la Asamblea del Pueblo, anterior al siste
ma de gobierno oligárquico. En 1707, en las décadas de 1730 y 1760, y en
los años 1781-82 hubo disturbios en Génova, que se hallaba gobernada por
199
un reducido grupo de familias ricas. El problema abarcaba desde las accio
nes de gobierno, como la aprobación de contribuciones fiscales sin consen
timiento, hasta la soberanía. Se convirtió en una cuestión esencial establecer
si el consejo general era soberano o simplemente le correspondía una fun
ción de órgano consultivo, y en 1781 un viajero de Sajonia, llamado Karl
Küttner, plasmó en sus notas la existencia de una obsesión general por la
defensa de derechos e ideas políticas que afectaba tanto a mujeres como a
hombres. Muchos episodios de violencia civil, como los que se produjeron
en Ginebra, Génova y las Provincias Unidas, se caracterizaron por la recla
mación de libertades comunales perdidas, con frecuencia míticas, y por una
decidida actividad comunal que implicaba la formación de milicias popula
res o la exigencia de poder elegir a sus funcionarios y oficiales. A veces, el
malestar ocasionado en una ciudad por otras cuestiones también adquiría
una dimensión política, y es evidente que los motivos iniciales que lo justifi
caban podían ser engañosos. Los desórdenes urbanos que se produjeron en
Sicilia en 1778 debido al monopolio del comercio del grano, tenían claras
connotaciones políticas.
Sin embargo, la mayor parte de la violencia que surgía en el ámbito
urbano se debía a conflictos generados en las actividades industriales o a
las subidas en el precio de los cereales. En ocasiones, se sumaban los pro
blemas de empleo y la escasez de alimentos. En 1770, en medio de la
grave crisis por la que atravesaba la industria textil, hubo en Reims una
gran revuelta por la falta de productos alimenticios básicos. En los años
1739-41 y 1767-68 se aprecia un claro componente económico en los
desórdenes que estallaron en Lieja: primero, por las dificultades en que se
hallaban la industria textil y la metalúrgica, y después sólo esta última, que
provocaron recortes de los salarios y huelgas. La presencia de instituciones
políticas o casi políticas en las grandes ciudades, algunas de las cuales eran
la sede de cortes principescas, y su posible interrelación con las tensiones
populares urbanas pudieron también contribuir a que aumentase su inesta
bilidad política. Los disturbios que tuvieron lugar en Londres en 1733
tenían vinculaciones con sectores de la oposición parlamentaria, y también
los que se produjeron en la década de 1760 con los problemas originados
por las críticas de John Wilkes. Los motines del pan que estallaron en
Madrid en 1766 fueron aprovechados por los cortesanos que deseaban
derrocar a los ministros reformadores. Recordando los acontecimientos que
durante el siglo XVII habían protagonizado ciudades como Londres, París,
La Haya, Moscú y Constantinopla, no resulta extraño que la mayoría de los
monarcas consideraran a sus ciudades, y sobre todo a las capitales, como
posibles fuentes de graves riesgos políticos. Tal como sugirió Arthur
Young en 1789, “me pregunto si, sin París, se habría llegado a producir
esta revolución, que se está extendiendo con tanta rapidez por toda Francia.
Y no es en los pueblos de Siria... donde el Gran Señor se encuentra con
murmuraciones contra su voluntad; sino en Constantinopla, donde se ve
obligado a emplear y compaginar tanto la cautela como el despotismo”6.
6 YOUNG, A., Travels during the years 1787, 1788 and 1789 (1794), I, 151.
200
El e n t o r n o u r b a n o
Las ciudades no eran simplemente un problema político potencial,
sino que constituían -sobre todo las más importantes- el espacio vital
donde residían los miembros mejor preparados y más informados de la
sociedad europea. Además, eran uno de los principales productos de la acti
vidad humana, la parte de su entorno más dócil para desarrollar sus realiza
ciones y la más accesible de la sociedad para establecer una regulación. La
planificación de una ciudad, tanto si se llevaba a la práctica como si trataba
únicamente de una aspiración, ponía de manifiesto las ideas sobre la orga
nización del espacio urbano que sostenían algunos de los intelectuales de la
época. Esto no representaba una aportación novedosa del siglo XVIII, prue
ba de ello fue, por ejemplo, la reconstrucción de Génova tras haber sido
bombardeada en 1684 por orden de Luis XIV. Por el contrario, París
recibió del mismo monarca varios edificios importantes, cuya construc
ción supervisaba personalmente, dos plazas diseñadas para magnificar al
monarca, un plan de urbanismo y diversos decretos que regulaban la
pavimentación y limpieza de las calles, la prevención de incendios y la
higiene pública. A lo largo de la siguiente centuria, se dieron pasos
semejantes en las principales ciudades europeas. En Polonia, las verda
deras mejoras empezaron a introducirse a partir de 1765 con la creación
de las Comisiones para el Progreso en Varsovia y en otras importantes
ciudades polacas. En Varsovia, se pavimentaron las calles, se construye
ron alcantarillas y puentes peatonales sobre los pequeños riachuelos y,
en 1767, toda la ciudad quedó incorporada bajo un solo municipio. A
principios de siglo, la fisonomía de Lyón se hallaba definida por la pre
sencia de sus numerosos monasterios, pero las obras que se llevaron a
cabo bajo el impulso de Soufflot entre 1740 y el estallido de la Revolu
ción, dieron un nuevo aspecto a la ciudad, en el que se aprecia el influjo
de escritores como André Clapasson y Ferdinand Delamonce, que con
denaban algunos rasgos de la ciudad que consideraban irregulares y
estrafalarios, o la excesiva preeminencia de los edificios eclesiásticos.
En muchas ciudades se construyeron nuevos cementerios, como sucedió
en Palermo en la década de 1780. En 1721, Pedro I mandó a los magis
trados de las ciudades rusas que estableciesen hospitales y correcciona
les, y que respaldasen el desarrollo de las escuelas. Se reglamentaron
también aspectos como la planificación de las ciudades, la inspección de
los edificios y la aplicación de medidas de seguridad. Estas medidas lle
garon a tener cierto éxito, puesto que cuando las autoridades de Astra
cán emprendieron en 1746 la tarea de reedificar la ciudad, y arreglar y
ampliar sus polvorientas calles, varias ciudades siguieron su ejemplo.
Aunque las nuevas ciudades del sur de Rusia constituyen una clara
muestra de las tendencias contemporáneas que presentaba la planifica
ción urbana, por lo general los proyectos de los gobiernos no llegaban a
materializarse. San Petersburgo, por ejemplo, se desarrolló de forma
anárquica, la mayoría de sus calles eran tortuosas y se embarraban con
facilidad, y las casas seguían construyéndose con las estructuras de
madera tradicionales, pese al temor que había a los incendios; y el resto
de las ciudades rusas también se ajustaban a este modelo. Por el contra
201
rio, Lisboa, que había sido un verdadero laberinto de callejas, tras el
terremoto de 1755 fue reconstruida con el trazado de una ciudad planifi
cada, El interés por la ventilación, la luminosidad, la higiene pública y
los espacios abiertos promovió la construcción de amplias calles y enor
mes plazas en las ciudades, así como la introducción de las aceras, el
cuidado de las alcantarillas y la limpieza de las calles. También aporta
ría la idea de suministrar agua a todas las casas y de crear cementerios,
en lugar de la antigua costumbre de enterrar a los muertos en las igle
sias. Estas prioridades reflejaban las preocupaciones comunes en la
mayoría de las grandes ciudades europeas, pero la creación de un entor
no regulado no se debía sólo a motivos de carácter funcional. Formaba
parte de un plan intelectual basado en una visión moralista que trataba
de crear una armonía en la tierra, pese a que, en ciertos aspectos, este
espíritu de cambio reuniese tanto aspiraciones tradicionales como pro
gresistas. Y si bien las manifestaciones específicas de semejantes con
cepciones iban desde los nuevos sistemas de alcantarillado hasta los
cuerpos de policía recién creados, se reconocía ampliamente la necesi
dad de establecer un organismo de dirección adecuado y mejorar el
entorno urbano. Tras estas reformas, solía estar el ímpetu de la adminis
tración central, aunque muchos municipios compartían idénticas aspira
ciones. Muchas de las medidas adoptadas derivaban de las proporciones
que llegaban a adquirir los problemas que afrontaban las comunidades
urbanas. La pobreza y la delicuencia se concentraban en las ciudades, al
igual que los problemas de salud e higiene. Poca gente bebía agua en
París, donde había más de 10.000 habitantes por cada fuente pública.
Con frecuencia, el modo de vida en las ciudades, en las que existía un
volumen de población relativamente elevado que vivía en condiciones
marginales, solía alterar las circunstancias familiares y establecía fuera
de ella otros modelos de control jerárquicos; pero, en general, todos los
problemas urbanos, que se agravaron con el rápido crecimiento de las
ciudades y la inmigración, planteaban grandes dificultades de gobierno,
y tanto el carácter inflexible de buena parte de las administraciones
municipales como la falta de recursos obligaban aún más a intervenir.
La delincuencia era el principal problema de la vida urbana en ciuda
des como Londres. Su concentración demográfica brindaba a los crimi
nales la ocasión de asociarse, cometer sus crímenes y .ocultarse con faci
lidad, y solían adaptarse a los avances de la economía. En 1777, unos
extorsionadores de Viena que amenazaban con envenenar a sus víctimas
si no les pagaban, aceptaban sin problemas los billetes de banco. Las
fuerzas de la policía municipal eran incapaces de dominarlos y a menudo
tenían que intervenir los gobiernos centrales. En 1760, Pombal reformó
por completo el sistema de policía portugués, creando una oficina para
supervisarlo. París creó una policía local fuerte y permanente, que incluía
un departamento de detectives para recoger información e investigar los
crímenes. La ciudad estaba bien protegida, porque los criminales no eran
lo bastante fuertes como para enfrentarse a este cuerpo y, de hecho, al oír
hablar de los motines de Gordon que estallaron en 1780 en Londres,
Mercier llegó a afirmar que era imposible que ese tipo de conflictos se
diese en París. La recogida de basuras era otro problema importante y
202
cada vez mayor, que se convirtió en uno de los objetivos de atención y
planificación prioritarios, junto con el de la pobreza.
P o b r e z a y b e n e f ic e n c ia
8 HARSIN, P., Les Relations Extérieures de la Principante de Liége (1927) pp. 229-30.
CAPÍTULO VI
LAS CREENCIAS RELIGIOSAS Y LAS IGLESIAS
U n c o n t in e n t e d iv id id o
E l a u m e n t o d e l a t o l e r a n c ia
¿ D e s c r is t ia n iz a c ió n ?
Las tensiones religiosas suelen aparecer estrechamente relacionadas con
las creencias y la observancia del culto. Algunas prácticas, como la comu
nión o la participación en peregrinaciones, pueden valorarse en términos
cuantitativos, pero parece discutible que su interpretación permita medir en
qué forma se vivía la religión. Se ha dicho que durante el siglo x v iii conclu
yó “un Ciclo en las Creencias”, asociado directamente al desarrollo de la
Contrarreforma Católica, y que esto provocó una decadencia general en el
sentimiento religioso. Pero se ha podido advertir que hubo cambios en los
credos y prácticas religiosas que surgieron como alternativas a esta tenden
cia. Algunos historiadores han utilizado el término “descristianización” para
referirse a los cambios introducidos en la práctica de la devoción religiosa o
a su desaparición efectiva. Otros han puesto de manifiesto que los movi
mientos religiosos de los dos siglos precedentes habían tenido un influjo
mucho más superficial de lo que se pensaba y que los síntomas de falta de
religiosidad o de una práctica limitada que se aprecian en el siglo XVIII no
resultan tan novedosos. Desde el punto de vista metodológico, esta cuestión
es bastante compleja, pues pueden extraerse interpretaciones diferentes a
partir de los cambios que se aprecian en los distintos indicadores empleados
en el estudio de la práctica religiosa. A estas dificultades se añade el carác
ter poco uniforme de la investigación realizada sobre el tema, ya que hasta
ahora se ha concentrado particularmente en el caso de Francia.
T-tr¡ 1 7 1 ,4
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E l ja n s e n is m o
E l d e st in o d e l o s je su ít a s
L a s r e l a c io n e s I g l e s ia -E s t a d o
12 Bayr. Ges. (Munich), Berlín 176, f. 16, carta del Cardenal Antici al representante del
Palatinado en Berlín.
245
También resultaron perjudicadas otras instituciones católicas de
carácter internacional. Se limitó o desarticuló por completo el poder de la
Inquisición. Muchos gobiernos llegaron a desautorizar las competencias
de diáconos extranjeros, como le sucedió en 1789 al Arzobispo de Salz
burgo respecto a la recaudación de los impuestos del clero de Baviera. Y,
progresivamente, el clero regular quedó asimismo sometido a autoridades
nacionales. Carlos III practicó esta política en España, creando las con
gregaciones españolas de distintas órdenes, como la de los Cartujos en
1783. En 1776, Tanucci trató de separar a los Cartujos de Nápoles de su
Superior francés. Aduciendo que la constitución de la Cartuja usuipaba la
autoridad del soberano, los ministros responsables del gobierno de Nápo
les aconsejaron emplear los bienes de la Orden para financiar diversos
proyectos, como la construcción naval, y para jubilar a los monjes que la
integraban. Estaba en juego algo más que una cuestión de autoridad. En
los estados católicos, diversos círculos de opinión intelectuales, estatales
e incluso eclesiásticos rechazaban el monaquisino, como un dispendio
inmoral y poco natural de recursos. Parecía mucho menos importante
rezar por las almas de los muertos que cuidar las de los vivos. Los frutos
que se derivaban de la vocación escogida por los monjes podían ser muy
diversos, puesto que, pese a cuanto aducían sus críticos, no todos se
hallaban sumidos en una indolencia ignorante, y algunos, como los
benedictinos de Kremsmünster, contribuyeron a difundir las ideas de la
Ilustración. Aunque algunas comunidades, como los benedictinos de
Saint-Hubert o los cistercienses de Paix-Dieu en Hesbaye, disfrutaban
de una vida cómoda, esto no implica precisamente que pueda establecer
se un marcado contraste con la situación del clero parroquial. La larga
supervivencia del ideal monástico iba asociada al elevado número de
personas que todavía comprendía. Pero los privilegios y diezmos que
gozaban los regulares suscitaban la envidia de muchos seglares, y su
riqueza patrimonial atraía el interés económico de los políticos. En los
Países Bajos Austríacos, en donde José II llegó a suprimir hasta 163
monasterios, las órdenes regulares eran grandes terratenientes, a quienes
les pertenecía, por ejemplo, el 11% de la provincia de Brabante. La
Asamblea del Clero presionó en 1765 para que se efecutase una reforma
general de los monasterios franceses, y Luis XV, que quería controlar el
proceso, estableció al año siguiente una comisión de reforma bajo la di
rección por Loméniede Brienne; se suprimieron 426 casas, se elevó la
edad legal para contraer los votos y se promulgaron nuevas constitucio
nes en las distintas órdenes religiosas. Estas medidas, sin embargo, no
acabaron con su impopularidad. De hecho, en octubre de 1789 se decre
tó la supresión de los votos y la disolución de todas las órdenes contem
plativas, respetando solamente a aquellas que se dedicaban a la enseñan
za o que mantenían hospitales e instituciones benéficas.
Algunos otros países siguieron una política semejante. El terremoto
registrado en Calabria en 1783 propició la supresión de varios monas
terios en beneficio de aquellos que habían resultado más afectados, y
después se ordenó a todos que abriesen escuelas gratuitas para pobres.
En España, se emprendieron diversas iniciativas para reducir el número
de frailes. María Teresa aceptó el consejo de Paul Riegger, un profesor
246
de Derecho Canónico de tendencia jansenista, para el cual la corona
tenía derecho a ejercer su control sobre los monasterios. En 1765, José II
ya escribió acerca de la necesidad de reformar algunos monasterios y
emplearlos “en propósitos piadosos que también sean de utilidad para el
Estado, como la educación de los niños”13. Y en cuanto alcanzó el poder
en 17.80, decretó la supresión de todas las órdenes contemplativas y
desaparecieron unas 700-750 casas religiosas en los territorios de los
Habsburgo. Sus propiedades se destinaron a labores educativas y carita
tivas, pero también religiosas, entre las que se incluía la creación de
nuevas diócesis y varios centenares de nuevas parroquias. En Gante, los
antiguos monasterios se transformaron en cuarteles militares. Las biblio
tecas monásticas se dispersaron y los libros de autores como los jesuitas,
que no estaban permitidos, se destruían. El escritor protestante natural
de Hannover, Ernst Brandes, aun detestando el monaquismo, criticó la
rudeza de la política aplicada por José II y, sobre todo, la crueldad mos
trada con determinados monjes y el desprecio general de la tradición. El
impacto que causaron estas disoluciones en las comunidades locales fue
enorme, puesto que supusieron un cambio radical en la vida religiosa.
En Rusia, también fue el Estado el principal beneficiario de la riqueza
monástica. A los monasterios se les asignó en 1722 la tarea de cuidar de
los soldados incapacitados. En 1764, se secularizaron las tierras de la
Iglesia en la Gran Rusia y Siberia, y su administración quedó a cargo del
Colegio de Economía. De los 572 monasterios existentes, se suprimie
ron 411 y a los restantes se les concedió una plantilla fija.
En algunos países, se redujo considerablemente el papel que desempe
ñaba el clero en cuanto a la censura, la educación y el matrimonio. Las auto
ridades seglares asumieron el control de la censura en muchos estados,
como sucedió en Toscana (1743), Lombardía (1768) y Portugal (1768).
Esto no supuso necesariamente un debilitamiento de la posición de la Igle
sia católica. En Portugal, por ejemplo, los clérigos siguieron teniendo
mucha importancia y todavía se mantenía la censura sobre las doctrinas que
no eran católicas. En la década de 1750, María Teresa permitió que Gerard
van Swieten y la Comisión de Censores introdujesen criterios más seglares
en la censura oficial. Aunque se levantó la prohibición que pesaba sobre El
espíritu de las Leyes de Montesquieu, la Emperatriz sólo llegaba a consentir
la entrada de libros protestantes en circunstancias especiales, y la censura
volvió a ser mucho menos liberal tras la muerte de Van Swieten (1772),
pero no hasta el punto de que se restableciese la autoridad de la Iglesia en la
materia. En 1774, se prohibió que los censores de los Países Bajos Austría
cos aprobaran cualquier obra de contenido religioso, fuese cual fuese su
autor, sin el consentimiento del gobierno. En Inglaterra, donde había desa
parecido en 1695 la censura previa a cada publicación, fracasó en 1702 un
intento de reimplantarla promovido por el Arzobispo Tenison.
El matrimonio fue otro de los aspectos en los que se recortó la autori
dad de la Iglesia. En 1721, el zar Pedro I legalizó los matrimonios mixtos
13 BEALES, D., Joseph II. In the Shadow of Mario. Theresa (1987), p. 168.
247
entre protestantes y ortodoxos. Una ordenanza rusa de 1702, que abolía
las penas contra aquellos que incumplían- los acuerdos de compromiso
acordados entre dos familias, representaba una clara invasión de la juris
dicción eclesiástica. En 1714, se fijó la edad mínima para contraer matri
monio y en 1723 se acortó la duración de la ceremonia nupcial. A media
dos de siglo, hubo en los Países Bajos Austríacos duras críticas contra el
papel que desempeñaban la Iglesia y el poder civil en el control del
matrimonio, y se cuestionó la validez de los matrimonios contraídos por
menores sin consentimiento de sus padres. En 1783, pese a la oposición
del clero, un edicto austríaco asentó el principio de que el matrimonio era
esencialmente un contrato civil, y al año siguiente, se estableció en los
Países Bajos Austríacos el matrimonio civil y se legalizó el divorcio de
matrimonios católicos.
Aunque la educación también pasó a estar progresivamente bajo una
supervisión de autoridades seglares, que implicaba más bien controlar la
participación del clero que prescindir de ella, determinadas circunstan
cias, como la supresión de la orden de los jesuitas, o la política llevada a
cabo por algunos monarcas, y sobre todo por José II, favorecieron una
mayor laicización en este campo. En Rusia, se organizaron escuelas ecle
siásticas para tratar de paliar las necesidades eventuales de la sociedad.
En los estados protestantes de Hannover y Brunswick, el clero supo con
servar su control sobre la educación y logró frustrar las iniciativas que se
emprendieron para incorporar esta tarea a las funciones propias del
gobierno. Ni siquiera en la década de 1780 Brunswick consiguió privar al
clero de su control sobre la educación para situarla bajo una organización
especial. En la Europa católica, la implantación de un mayor control
seglar en la enseñanza llegó a convertirse en una cuestión mucho más
grave durante los años 1760. En Parma, donde se había fundado en 1755
el Colegio Lalatta al que Tillot trajo profesores con ideas nuevas, a partir
de 1768 fue preciso contar con un permiso del gobierno para poder fun
dar escuelas. Posteriormente, se reformaron los estudios de medicina y
derecho, y el escolasticismo se restringió sólo a los estudios teológicos.
En Austria, se reorganizó la enseñanza superior durante los años 1750.
En 1759, Pombal prohibió el uso de manuales y métodos de enseñanza
jesuitas, y reformó ampliamente todo el sistema educativo. A raíz de una
investigación llevada a cabo en 1770-71, en la que se censuraba a la Uni
versidad de Coimbra su talante retrógrado, porque todavía en la década
de 1740 seguía considerando inaceptables los escritos de Descartes, Gas-
sendi o Newton, se ordenó reformar sus estatutos un año después. De
esta forma, tendió a aumentar la influencia seglar dentro de la universi
dad. Se fundaron colegios de matemáticas y ciencias, se establecieron
laboratorios y se incorporaron profesores extranjeros. En España, se llegó a
hablar de una educación secularizada y en 1766 Campomanes propuso
una reforma general de las universidades. En 1771, se aprobó un nuevo
plan de estudios para la Universidad de Salamanca, desarrollado de
acuerdo con el parecer de los reformadores de la institución:
Antes de 1770, el claustro despachaba todos los asuntos en sesiones plenarias
que tenían lugar dos o tres veces al mes de manera bastante pausada. Ahora,
248
se les encuentra reunidos tres o cuatro veces a la semana y, en ocasiones
incluso a diario, para tratar en detalle las órdenes reales relativas a las propie
dades, salarios y finanzas de la universidad, a su organización interna, a los
exámenes y prácticamente a cualquier otro aspecto que afecta a la vida uni
versitaria14.
En 1768, Kaunitz presionó para que se emprendiese una reforma de la
Universidad de Lovaina, porque se la consideraba un importante centro
de las ideas conservadoras. Como alternativa, se fundó en 1772 en Bruse
las la Academia Real e Imperial de Ciencias y Literatura. Poniendo es
pecial énfasis en el desarrollo económico y tecnológico, la Academia
contribuyó a fomentar la existencia de una cultura científica laica y
financiada por el Estado. En los años 1776-77, se reorganizó todo el sis
tema educativo en los Países Bajos Austríacos y se creó un ministerio
específico. En Renania, también tendió a disminuir la influencia del
clero, y las escuelas y sus programas de estudios incorporaron tareas más
prácticas. Del mismo modo, en las universidades reformadas de Magun
cia y Tréveris, y en la recién fundada de Bonn disminuyó la importancia
de los estudios de teología y empezaron a tener más peso las ciencias y la
enseñanza de lenguas modernas; aun así, en la Universidad de Colonia
siguieron predominando los programas y métodos tradicionales. También
cabría señalar que en el Imperio suscitaron gran interés las ideas educati
vas de Johan Basedow (1723-90), el cual fundó en 1774 en Dessau la
Philanthropin, una escuela que propugnaba el desarrollo espontáneo de
las facultades benévolas y racionales de los niños, en lugar de la ense
ñanza religiosa convencional.
En Francia, los reformadores acogieron positivamente la supresión de
la orden de los jesuítas con la esperanza de que permitiría crear un siste
ma educativo nacional controlado por el Estado, con profesores recluta-
dos entre hombres de leyes y seglares que brindasen una formación más
práctica, pero tales expectativas no se cumplieron. Las escuelas jesuítas
pasaron a depender de las autoridades locales, no se introdujeron cam
bios sustanciales en los métodos de enseñanza o en los programas de
estudio, y la mayoría de los profesores siguieron siendo clérigos. De
hecho, aquel apremio con que se pedía una reforma del sistema educativo
se fue disipando al tener que hacer frente al conservadurismo popular, a
la ausencia de la motivación necesaria entre los profesores, a la falta de
interés por parte del gobierno y al conflicto entre las diversas autoridades
que reclamaban para sí el control de las escuelas: los parlements, la
administración real, las autoridades municipales y el clero. En cambio, en
los dominios de los Habsburgo, el gobierno se mostró bastante más inte
resado en la educación y mucho más decidido a lograr sus objetivos.
María Teresa intentó conseguir la cooperación del clero, porque dudaba
de que estas reformas pudieran fructificar si se emprendían de manera
unilateral. No obstante, la expulsión de los jesuítas obligó al gobierno a
L a l a b o r m is io n a l c r is t ia n a y l a s I g l e sia s
255
CAPÍTULO VII
LA ILUSTRACIÓN
No hay ningún siciliano en los círculos sociales refinados que no pueda pre
guntarte como estás en tres idiomas, hablarte sobre Newton y Descartes; con
tarte que Teócrito era su paisano, y que Palermo en otro tiempo se llamaba
Panormus; pese a ello, todos sus conocimientos son tremendamente superfi
ciales... la mayoría de los hombres parecen adoptar una distinción social que
resulta ajena a su verdadera naturaleza; tanto sus ropas como sus ademanes o
su conversación me hacen pensar en pobres actores ambulantes ataviados con
sus oropeles que pronuncian un discurso ridículo o humorístico con la exage
rada afectación de unas muecas histriónicas, cuyo significado ni ellos mismos
entienden. (Sir William Young, 1772)1
Suele presentarse gran parte del siglo x v i i i como el Siglo de las
Luces o la Epoca de la Ilustración, pero la frecuencia con que se emplean
estos términos no contribuye a facilitar su definición. Tarea que se ha
hecho mucho más compleja al dejar de centrarnos en los escritos de un re
ducido grupo de pensadores franceses para tratar de averiguar si esta con
cepción es válida para el Continente europeo en su conjunto. El contexto
político, social y religioso variaba bastante entre los distintos estados y,
por tanto, no sorprende que las interpretaciones realizadas basándose en
los textos de los célebres pensadores franceses resulten inadecuadas para
Italia, Escocia, Rusia o el Imperio. Incluso dentro de Francia, las ideas
de aquellos a quienes se consideraba autores ilustrados, distaban de ser
uniformes y, además, algunos de estos pensadores eran criticados por
escritores que, aunque podríamos definir también como intelectuales, no
compartían sus planteamientos.
Puede describirse la Ilustración más como una tendencia que como un
movimiento, una tendencia hacia una Indagación más crítica y hacia una
mayor aplicación de la razón. Aunque el análisis de las suposiciones y las
4 PROSCHWITZ, G. von (ed.), Gustave IIIpar ses lettres (1986) pp. 33-34.
271
tro del Imperio. De hecho, la Iglesia española era bastante más reacia
frente a las nuevas ideas que la mayor parte del clero alemán y francés, y
algunos de sus predicadores más influyentes las criticaban con dureza.
Las nuevas ideas tenían una mayor aceptación cuando eran, adopta
das por oficiales de la administración y de esta forma se vinculaban
directamente con las circunstancias políticas, sociales e intelectuales
del momento. En Polonia, fue el sacerdote católico Estanislao Konarski
(1700-73) la persona que resultó probablemente más eficaz en la difu
sión de estas innovaciones. En 1740, organizó en Varsovia el Colle-
gium Nobilium, una escuela para la nobleza que preparaba a sus alum
nos para el desempeño de cargos públicos y donde se estudiaban las
ideas sobre las reformas políticas y económicas. Contando con un per
miso papal, años más tarde amplió su programa de formación a todas
las escuelas que mantenía la Orden Piarista. En cuanto Estanislao
Augusto Poniatowski se convirtió en el Rey de Polonia en 1764, las
ideas de Konarski empezaron a tener mayor influencia. En 1773 se
estableció una Comisión de Educación Nacional, que fue el primer
gabinete estatal europeo destinado exclusivamente a la educación. Y se
imprimieron libros de texto adaptados a las nuevas ideas. La Introduc
ción a la Física (1784) del matemático, geógrafo y físico alemán
Johannes Hube presentaba a la Ciencia como el instrumento que podía
permitir al Hombre explotar los recursos naturales de la Tierra. Hube
sostenía que los experimentos eran un aspecto esencial para el conoci
miento y comprobación de la información presentada. Así pues, la obra
Mecánicas de Hube (1792) explicaba las leyes físicas partiendo de pre
misas experimentales y racionales.
Si bien el establecimiento de nuevas instituciones políticas y educati
vas fue una característica especial de la Ilustración polaca, habría que
considerar con detenimiento si puede atribuírsele un tipo de Ilustración
claramente diferenciado. Muchos de los nobles que apoyaban las nuevas
tendencias intelectuales, se mostraban contrarios a la introducción de
cambios políticos, y la propia reforma educativa fue promovida por dos
órdenes religiosas, los piaristas y los jesuítas.
En realidad, el origen de gran parte de lo que suele describirse como
la Ilustración se encuentra en diversas instituciones y movimientos reli
giosos, cuyas ideas en muchos casos surgieron ya durante el siglo XVII.
Es evidente la importancia que tuvieron los pensadores del Seiscientos en
el desarrollo de las corrientes de pensamiento del siglo XVIII, si se tienen
en cuenta, por ejemplo, el jansenismo, la tradición alemana sobre Dere
cho Natural, la psicología de Locke, la física de Newton, el Derecho
Internacional o el Deísmo. Conscientes del cambio que se había produci
do en Francia respecto al predominio del pensamiento cartesiano y la fir
meza de Luis XIV, los philosophes infravaloraron los elementos de con
tinuidad existentes en el pensamiento francés, en particular, y europeo,
en general. Aunque algunos escritores, sobre todo en Francia, Escocia y
Nápoles, planteaban sus ideas como una reacción frente al pasado, la
mayoría no lo eran y, a menudo, quienes insistían en la introducción de
cambios empleaban concepciones tradicionales.
La situación que presenta Polonia y las distintas opiniones que sobre
272
ella encontramos en boca de intelectuales de otros países vuelven a recor
darnos los problemas que plantea el uso del término Ilustración. De
hecho, las ideas y los intelectuales no se hallaban al margen de la reali
dad social. El propio carácter cosmopolita de la República de las Letras y
la semejanza existente en expresiones metafóricas tales como lumiéres o
Ilustración hacen que tanto los analistas coetáneos como los actuales
tiendan a exagerar sobre la importancia de los rasgos comunes y a infra
valorar las .diferencias apreciadas en cuanto a las características naciona
les y sus propias tradiciones intelectuales. Lo que verdaderamente llama
la atención es la gran diversidad que se observa en las corrientes de pen
samiento del siglo XVIII europeo. La gente se planteaba cuestiones dife
rentes, empleaba métodos de análisis distintos y llegaba a conclusiones
diversas. Por tanto, podría entenderse la Ilustración como ese proceso de
cuestionamiento y respuesta, pero sólo si se tiene en cuenta su enorme
diversidad y la dificultad que plantea establecer una definición demasia
do rígida.
273
CAPÍTULO VIII
LA CULTURA Y LAS ARTES
1 KALNEIN, W. G., y LEVEY, M., Art and Architecture ofthe Eighteenth Century in
France (1972), p. 176.
278
celanas, y que se representasen obras de teatro y óperas. Todos los acon
tecimientos importantes de los monarcas y sus familias, como el acceso
al trono, eran objeto de celebraciones y conmemoraciones. Cuando en
1729 nació el Delfín -heredero a la Corona francesa-, el Embajador fran
cés en Roma organizó una fiesta y un concierto que quedó plasmado pol
los pinceles de Giovanni Paolo Pannini. Asimismo, cuando se casó José
II en 1765, Christoph Gluck (1714-87) compuso una ópera y un ballet en
su honor inspirados en temas clásicos. Haendel escribió y dirigió los
himnos cantados en la coronación de Jorge II, y Mozart interpretó su
concierto de Coronación para piano en la de Leopoldo II. Por el contra
rio, la vida artística tendía a decaer durante los períodos de luto oficiales
o en los que los reyes se hallaban ausentes.
Muchos gobernantes practicaron un activo patronazgo artístico. El
Duque Felipe de Orleans, Regente del joven Luis XV, mantuvo estre
chas relaciones con destacados hombres del mundo de las letras, algu
nos de los cuales, como Voltaire, se beneficiaban de su patronazgo. El
poema épico de Voltaire, titulado la Henriade, fue ideado para atraer
el interés de Orleans, porque Enrique IV era uno de los antepasados
más admirados del Duque y el poema ofrecía un paralelo entre la tra
yectoria personal de ambos hombres, elogiando las decisiones monár
quicas e ilustradas, y condenando la anarquía de la aristocracia y el
fanatismo. Orleans también dotó con nuevos fondos a la Biblioteca
Real y contribuyó personalmente al desarrollo de lo que llegaría a
conocerse como Estilo regencia, el Rococó francés que era esencial
mente ornamental, elegante y ligero. El desplazamiento de la vanguar
dia artística desde los salones de Versalles a los hótels de París fue una
tendencia instaurada por Orleans, el cual promovió en cambio la inver
sión de los aristócratas en una decoración rococó de interiores de cali
dad. Madame Pompadour fue una gran mecenas desde 1745, en que se
convirtió en amante del rey, hasta su muerte en 1764. Costeó la obra
del pintor de temas pastoriles Frangois Boucher (1703-70) y de escul
tores tales como Etienne-Maurice Falconet y Jean-Baptiste Pigalle. Su
hermano, que más tarde sería Marqués de Marigny, fue un activo
patrocinador de las artes mientras ejerció el cargo de Directeur des
Bátiments (1746-73), concediendo a favor de Claude-Joseph Vernet
(1714-89) el encargo real de reproducir en imágenes los puertos de
Francia. Con estas obras de mediados de siglo realizadas en grabados,
Vernet introdujo el mundo del trabajo en el arte cortesano. Y en 1748
contando con la aprobación real se fundó una escuela de artes, la Ecole
royale des éléves protégés.
Pero no sólo en Francia los monarcas y sus favoritos eran importantes
mecenas. Este fenómeno se dio de manera singular en pequeños estados,
como los de Italia o el Imperio, en los que la corte podía ejercer una
influencia social proporcionalmente mucho mayor. Al término de la Gue
rra de los Siete Años, Federico II de Hesse-Cassel puso en marcha un
amplio programa arquitectónico que contemplaba la reconstrucción de su
palacio residencial, dotándolo de un jardín francés decorado con motivos
chinos y clásicos griegos, y levantando un nuevo teatro de ópera. A fines
de la década de 1770, se representaban al año hasta 70 operetas diferen
279
tes, empleando a muchos intérpretes parisienses e italianos. Tanto en su
temática como en sus formas, las características singulares del Barroco
florentino respondían esencialmente a intereses concretos de los Médicis.
Cosme III enviaba a sus artistas a aprender a Roma y su hijo mayor,
Fernando (1663-1713), un sensible mecenas de las artes muy aficionado
a la ópera, apoyaba a Haendel y Alessandro Scarlatti. En 1740 Carlos
Manuel III inauguró en Turín el Teatro Regio, que, diseñado para la
representación de óperas, se reservó exclusivamente al uso de la corte y
algunos pocos privilegiados.
Otro de los ámbitos en que los monarcas desempeñaron un importan
te mecenazgo fue en la institucionalización de la cultura seglar. Las Aca
demias necesitaban o trataban de beneficiarse del patronazgo real, cuya
importancia radicaba ante todo en los privilegios que podía brindar.
Muchos monarcas, que deseaban actuar o presentarse como mecenas,
estaban dispuestos a ofrecer su patrocinio. La Real Academia Danesa de
Arte fue fundada por Federico V en 1754. En 1786 Gustavo III reorgani
zó la Academia de las Letras, creada en 1753, y fundó una academia
dedicada al estudio de la lengua y la literatura suecas, cuyos primeros
miembros, entre los que se encontraban los poetas más célebres de la
época, fueron seleccionados por él mismo.
Si bien el papel de los monarcas como fuentes de capital y privile
gios iba mucho más allá que su influencia en la actividad cultural, tam
bién en otros ámbitos sú patronazgo era muy importante, pero sin llegar
a dominar la producción artística de sus países. Las grandes composi
ciones musicales, tanto vocales como instrumentales, requerían un ele
vado número de intérpretes, y si éstos tenían que ser profesionales, su
actuación podía ser muy costosa. La Capilla de Joseph-Clément, Arzo-
bispo-Elector de Colonia, contaba normalmente entre 1716 y 1722 con
17 o 18 vocalistas y 18 instrumentistas, pero esta cantidad llegaba hasta
los 50 en ocasiones importantes. Además de los 23 trompetistas, tambo
res e intérpretes de oboe, la corte británica tenía 24 músicos y un “Maes
tro de Música”, y la dotación que concedió el rey Jorge I a la Real Aca
demia de Música, fundada en 1719-20 debido en gran parte a su apoyo,
era de 1.000 libras anuales. El compositor alemán George Frederick
Handel (1685-1759) recibió un salario de 1.000 táleros a partir de su
nombramiento en 1710 (después de haber concluido cuatro años de
estudio en Italia) como maestro de capilla de Jorge, Elector de Hanno-
ver. La reina Ana de Inglaterra le concedió una pensión vitalicia de 200
libras anuales como recompensa por la oda que había compuesto para
su cumpleaños de 1713 y la oda de acción de gracias por el Tratado de
Utrecht. Carlos Eugenio de Württemberg construyó en 1750 el mayor
teatro de ópera de toda Europa en Ludwigsburgo, patrocinó a músicos
tales como el compositor y violinista italiano Pietro Nardini (1722-
1793) y aquel mismo año creó una compañía de ópera de la corte que
contaba con una importante orquesta bajo la dirección del italiano Nic-
coló Jomelli. Artistas creativos en géneros tales como la música, la
arquitectura o la jardinería paisajística no podían renunciar a las posibi
lidades que les brindaba el patronazgo, como los escritores y otro tipo
de artistas.
280
Si la música, y sobre todo la ópera, constituía una forma habitual de
entretenimiento en la corte, también lo era el teatro. En Madrid, los acto
res podían tener que representar en la corte en cualquier momento2. Los
teatros de Viena durante el reinado de María Teresa eran propiedad de la
corona, y en 1776 José II trató de fomentar el teatro en alemán ordenan
do que el Burgtheater de Viena se dedicase exclusivamente a este uso y
que se convirtiese desde entonces en el Nationaltheater. Catalina II escri
bió varias obras, entre las cuales encontramos una ópera cómica satiri
zando a Gustavo III, que representó en su teatro privado en 1788, y un
ballet operístico, que se representó en 1791 y venía a decir que ella era
heredera de un príncipe ruso que había dirigido una campaña con éxito
contra el Imperio Bizantino en el año 900. El teatro seglar ruso empezó a
desarrollarse a mediados de siglo, porque acabaron fracasando todos los
intentos que había llevado a cabo en este sentido Pedro el Grande, pero
siguió beneficiándose del patronazgo regio. En todos aquellos países y
artes en que se practicaba la censura, como sucedía con el teatro ruso, era
muy importante contar con el apoyo del patronazgo o al menos con la
aprobación del gobierno y, de hecho, la política cortesana solía ejercer
una gran influencia en estas cuestiones.
El papel que desempeñaba la alta nobleza en el mecenazgo artístico
solía ser casi tan relevante como el de los monarcas. Aunque el mundo
de los privilegios, ya fueran positivos como los concedidos a academias
y los permisos de producción o publicación, o negativos, como la censura
o la práctica en exclusiva de ciertas instituciones, como los teatros que
gozaban de licencias reales especiales, derivaba esencialmente de la
autoridad real o eclesiástica, los grandes nobles demostraron poseer, a
menudo de forma plenamente consciente, un gusto regio en su patronaz
go artístico. El requisito imprescindible para ejercerlo era contar con un
nivel de riqueza considerable, sobre todo para cultivar un patronazgo
arquitectónico. El Príncipe Eugenio de Saboya (1663-1736), que se convir
tió en el principal general austríaco de las primeras décadas del siglo xvm,
fue un gran mecenas de la arquitectura, pero no sólo se aprecia en Viena
la realización de grandes encargos arquitectónicos privados. Así, durante la
Regencia los suburbios del Oeste de París experimentaron un importante
desarrollo, al que contribuyó en parte la proximidad de la corte, tal como
sucedió con la expansión de Westminster en Londres. El encargo de
grandes obras arquitectónicas confería enorme reputación. Los Príncipes
de la Sangre tenían lo que eran de hecho sus propias cortes, en las que
ocupaban a arquitectos y artistas. Jean Aubert, arquitecto principal de la
familia Borbón-Condé, intervino en la construcción del Palacio Borbón
de París (1724-29) y trazó los establos y la residencia campestre de
Chantilly (1721-33), que superaron el modelo en que estaban inspirados
los establos reales de Versalles, y se convirtieron en los edificios más
monumentales del período comprendido entre 1715-23. En Gran Bretaña,
2 JOHNSON, C. B., y4 Documentar}' Survey ofTheater in the Madrid Court during the
First H alf of the Eighteenth Century (Tesis Doctoral, Los Ángeles, 1974), pp. 277-78.
281
la nobleza también construyó y remodeló gran número de casas solarie
gas y sus jardines. Arquitectos tales como Sir John Vanbrugh (1664-
1726), el mayor exponente del Barroco inglés, que fue autor de Blen-
heim, Castle Howard y Seaton Delaval, mostraron una concepción del
espacio semejante a la de los arquitectos que diseñaban palacios princi
pescos en el Continente.
Al igual que en los palacios reales, las grandes casas de la aristocracia
constituían la base para el patronazgo de una gran variedad de artes deco
rativas. El arquitecto y diseñador de interiores británico Robert Adam
(1728-92) remodeló o rediseñó numerosas casas solariegas, entre las que
cabría mencionar Harewood House, Kedleston Hall, Kenwood, Luton
Hoo, Osterley Park y Syon House. Su obra es una clara prueba de la
riqueza de la aristocracia. El hecho de que fuese contratado con tanta fre
cuencia para rediseñar interiores o para armonizar las nuevas ampliacio
nes con edificios ya existentes, le permitió desarrollar un extenso reperto
rio de combinaciones de colores y motivos decorativos interiores, y
difundir el uso de formas de estuco delicadamente moldeadas sobre
techos y paredes, inspirándose en temas clásicos. La jardinería paisajísti
ca, cuya práctica dependía inevitablemente del patronazgo de los terrate
nientes ricos, también floreció en esta época. El arquitecto William Kent
(1684-1748) creó y decoró numerosos parks (las zonas ajardinadas que
poseían las casas residenciales) para proporcionar un entorno adecuado a
los edificios. El mayor exponente del jardín paisajístico británico fue
Lancelot “Capability” (Capacidad) Brown (1716-83), que diseñó varias
casas y reformó muchos de los grandes parks británicos. Rechazando la
rígida formalidad que se achacaba a los modelos continentales, Brown
ideó una composición que si bien parecía más natural, en realidad había
previsto hasta el menor detalle para lograr ese efecto. Sus paisajes con
lagos serpenteantes, suaves colinas y grupos dispersos de árboles recién
plantados pronto se pusieron de moda en un mundo en el que un reducido
número de patrones y su interés hacia las nuevas tendencias artísticas
hacían posible que las modas más novedosas se difundieran rápidamente
si su riqueza les permitía ponerlas en práctica y fomentarlas. Cuando
murió Brown, sus ideas fueron desarrolladas por Humphry Repton, de
acuerdo con una concepción de lo “pintoresco” que ponía énfasis en el
carácter personal que debía tener cada paisaje y en la necesidad de con
servarlo; además introdujo mejoras para suprimir todo aquello que se
considerasen manchas y obstáculos, y despejar las vistas. Este tipo de
remodelación del paisaje, esencialmente pictórica, que aparece descrita
de forma curiosa en los “libros rojos” de Repton, en los que se presenta
ban bosquejos del jardín de un posible cliente antes y después de aplicar
la remodelación, constituía una clara muestra de la riqueza de la aristo
cracia y del formado gusto visual que ésta poseía. Aunque el terreno des
tinado ajardines no careciera de valor económico y las ovejas se emplea
sen como un cortacésped natural, el trabajo que requería excavar cuencas
para hacer lagos artificiales o crear colinas era enorme. El jardín paisajís
tico británico conformaba y era reflejo de una nueva estética, que si bien
empezó a desarrollarse en el ámbito privado, despues se adopto también
para encargos públicos, y bajo este patrocinio logró una mayor perma
282
nencia. Sería ridículo aventurar una explicación psicológica general
sobre este interés por la Naturaleza, aunque se tratase de una Naturaleza
manipulada artificialmente, pero a pesar de que la nueva moda imponía
sus propios convencionalismos estilísticos resultaba bastante menos rígi
da que la tendencia precedente, y por lo tanto permitía dar una respuesta
más personal al entorno natural domesticado que ofrecía. Si bien es cier
to que el interés cada vez mayor hacia la Naturaleza se convirtió en uno
de los temas .predilectos de la cultura de fines del siglo XVIII, esta sensibi
lidad vendría a insistir en la necesidad de adoptar respuestas más perso
nales, que podría obedecer a la estética propia de un determinado estilo
artístico. En el Imperio, a partir de mediados de siglo se puso también un
mayor énfasis en composiciones de jardines irregulares que pareciesen
más “naturales”.
La nobleza potentada también patrocinó la pintura, y de hecho, para
muchos pintores este mecenazgo era esencial. Además, los patrones
solían determinar la temática de la obra e influían, a menudo, en su com
posición definitiva. El conde Niccoló Loschi, que en 1734 encargó a
Giambattista Tiepolo decorar con frescos la villa que poseía a las afueras
de Vicenza, quería un complejo conjunto iconográfico basado en ilustra
ciones alegóricas con un sentido didáctico. El retrato fue otro de los
géneros pictóricos que contó con un importante apoyo del patronazgo
nobiliario. El papel que desempeñaba la nobleza en las cortes europeas
propiciaba que su mecenazgo permitiese acceder o procediese del propio
favor real, como sucedió con el pintor alemán Johann Zoffany (1733-
1810), que se hizo bastante popular en Gran Bretaña gracias a Carlota, la
mujer de Jorge III, o con Francisco de Goya (1746-1828), que en 1786
llegó a ser pintor de Carlos III de España. Jean-Baptiste Pierre (1713-89)
primero se convirtió en Premier Peintre del Duque de Orleans (1752) y
después lo fue del rey Luis XV (1772). El patronazgo artístico nobiliario
no se limitó a promover la decoración de palacios y el retrato. Muchos
nobles eran aficionados al coleccionismo de pinturas y, aunque esto
siempre implicaba la compra de obras de maestros antiguos, también
favorecía la promoción de pintores vivos, manteniendo o creando de esta
forma ciertos vínculos entre los artistas y los gustos e intereses de los
particulares. Un tema frecuente en estas representaciones pictóricas era el
de las formas de entretenimiento de los aristócratas, sobre todo la caza,
pero el interés de artistas y patrones hacia el clasicismo solía combinarse
en representaciones de paisajes e historias, en las que las figuras de héro
es de la antigua Roma aparecían acompañando a los retratos de aristócra
tas de la época.
Una mezcla semejante entre ocio y gusto por lo clásico puede encon
trarse en el teatro que patrocinaban los aristócratas. Las representaciones
teatrales privadas eran muy populares entre la aristocracia, y solían
emplearse, al igual que en la corte, para realzar acontecimientos familiares
importantes, como el matrimonio del Duque de Orleans en 1770. Muchos
aristócratas participaban personalmente en estas representaciones, como se
hacía en Blenheim durante los años 1790. Pero además la aristocracia
se convirtió en una de las principales fuentes de patronazgo del teatro
público. Su patrocinio permitió traer a Viena en 1775 a una nueva compa
283
ñía de actores franceses y pagar el regreso a Francia en 1738 de otra com
pañía, evitando que actuase en los escenarios de Londres porque entre el
populacho cundió un sentimiento de xenofobia que llegó a provocar un
motín en el Teatro Haymarket. En 1753, casi todos los carteles de teatro
de París se hallaban expuestos en los barrios aristocráticos3. Su papel
como mecenas y vanguardia de las modas, o su influencia tanto en las cor
tes como en las principales ciudades, hicieron que la nobleza acaudalada
desempeñara un papel fundamental en el mundo del arte. Aunque la
nobleza menos opulenta no pudiera llegar a emular este mecenazgo ni
compartir su protagonismo, tuvo de todos modos una gran importancia en
la Europa rural. Y aunque su influencia apenas se ha estudiado, en parte
porque no pudieron patrocinar a artistas célebres, cabría suponer que fue
ron un intermediario esencial para la difusión de los nuevos estilos, ya
fuera en cuanto al vestuario, los retratos, los edificios o los jardines.
E l p a t r o n a z g o r e l ig io so y e c l e siá st ic o
3 LOUGH, J., Paris Theatre Audiences in the Seventeenth and Eighteenth Centuries
(1975), p. 231.
284
grandes mecenas y si bien algunos religiosos influyentes tenían sus pro
pias ideas sobre el lugar que debía ocupar el arte en la sociedad y sobre la
disponibilidad del patronazgo, tanto eclesiástico como de otra índole, que
debía corresponderle, sus planteamientos apenas se diferenciaban de los
que sostenían muchos laicos. No sería justo condenar las críticas del
clero contra la ópera, y admitir las que hacía Hogarth respecto a la
influencia italiana en la cultura británica o la animadversión de Diderot
hacia lo que él consideraba el hedonismo de gran parte del arte francés.
José II, uno de los monarcas que más criticaba a la Iglesia, mandó que se
cubriesen con ropas los cuerpos desnudos de Adán y Eva representados
en el tríptico de Van Eyck durante la visita que realizó a Gante. Lo que
ciertamente compartían numerosos clérigos con los laicos que opinaban
sobre las artes era la idea de que éstas debían servir a un propósito didác
tico, que inculcase la moralidad a través de la inspiración y el ejemplo.
Los críticos laicos prodigaron múltiples alabanzas al pintor francés Jean
Baptiste Greuze (1725-1805) cuando en 1755 expuso en el Salón (una
sala parisina de exposiciones pictóricas) un grupo de cuadros entre los
que se encontraba el titulado Pére de famille expliquant la Bible (Padre
de familia explicando la Biblia), que representaba el tipo de moralidad
que fomentaban Diderot y Rousseau.
Muchos pintores abordaron la temática religiosa. En Francia, existía
una fuerte tradición en el arte religioso. Louis de Boullongne (1654-
1733), que en 1725 fue nombrado Premier Peintre y se le concedió un
título nobiliario, realizó varias pinturas religiosas para la Capilla del
Palacio de Versalles y a principios de siglo pintó escenas de la vida de
San Agustín, éntre las que se incluía su apoteosis para la Iglesia parisina
de San Luis de los Inválidos. Pintores tales como Jean Baptiste van Loo
(1684-1745) produjeron muchas obras para iglesias, y su hermano Char-
les-André (Carie) (1705-65), uno de los más destacados pintores parisi
nos de mediados de siglo, pintó enormes cuadros en los que se represen
taban temas como San Pedro curando a un lisiado (1742) y San Agustín
discutiendo con los Donatistas (1753). Al igual que en la centuria prece
dente, los pintores no se especializaban sólo en temas religiosos o segla
res, sino que las grañdes similitudes compositivas existentes entre algu
nos géneros permitían abordar una temática más variada. Así pues,
Frangois Lemoyne (1688-1737), que llegó a ser nombrado Premier Pein
tre, pintó tanto la Transfiguración en la bóveda del coro de la Iglesia de
Santo Tomás de Aquino como la Apoteosis de Hércules en Versalles.
En todo el mundo cristiano y sobre todo en la Europa católica, la
necesidad de decorar iglesias, capillas, monasterios y fundaciones reli
giosas como las casas de beneficencia, hacía que la demanda de pintura
religiosa fuese constante. Pierre Subleyras (1699-1749), un pintor origi
nario del Sur de Francia que vivió desde 1728 en Italia, principalmente
en Roma, tuvo como mecenas durante muchos años al Papa, los cardena
les y varias órdenes religiosas. Su obra más famosa, la Misa de San Basi
lio, le fue encargada por el Papa para la Basñica de San Pedro. Pompeo
Batoni (1708-87), más conocido por sus retratos de turistas que visitaban
Roma, pintó también muchos retablos, entre los que destaca la Caída de
Simón Magno para San Pedro. Goya, cuya obra para ser admitido en la
285
Academia de Bellas Artes de San Fernando fue La Crucifixión de Cristo
(1780), pintó ese mismo año un fresco de la Vir-gen para una de las cúpu
las de la Catedral de Zaragoza. Además, muchos eclesiásticos, como el
Papa Clemente XII (1730-40) y Giuseppe Martelli, Arzobispo de Floren
cia (1722-41), fueron grandes mecenas particulares.
La religión también brindaba temas y fuentes de patronazgo para la
actividad musical, y las iglesias proporcionaban formación y empleo a
muchos músicos. Alessandro Scarlatti (1660-1725), uno de los fundado
res de la escuela napolitana de ópera, compuso en 1703 la música para
las celebraciones anuales de la Fiesta de Nuestra Señora del Monte Car
melo en la Iglesia de Santa María di Monte Santo de Roma, cuya inter
pretación se encargó en 1707 a Haendel, porque Scarlatti había sido
nombrado Maestro de coro de la Basílica de Santa María Maggiore en
Roma. Georg Philipp Telemann (1681-1767), que había servido como
organista de una iglesia de Leipzig, creó siendo director de música y
cantor de la ciudad de Hamburgo desde 1721 hasta su muerte, unas 46
composiciones sobre la Pasión. Hasta fines del siglo XVIII, la música
seria en Polonia estuvo dominada por la Iglesia, por ello la primera
representación pública de una ópera polaca no tuvo lugar hasta el año
1778. En toda Europa, se cultivaba mucho la composición de himnos y
villancicos, católicos como los del polaco Franciszek Karpinski (1741-
1825), o protestantes como los de Bach, el danés Hans Brorson y los
metodistas ingleses; por ejemplo, Charles Wesley escribió unos 6.000.
También tuvo gran importancia el teatro religioso, que solía representar
se en determinados períodos del año, como la festividad del Corpus
Christi en España. A la zarina Isabel, que era muy aficionada a este
género, le gustaba que durante la Cuaresma se representasen obras edifi
cantes en la corte. En 1700 el viajero inglés Richard Creed pudo con
templar en varias iglesias romanas numerosas funciones de marionetas
que explicaban temas religiosos. Aunque este teatro religioso se repre
sentaba sobre todo en iglesias, muchas obras exponían los principios de
la moralidad cristiana y contribuían a popularizar el relato de la Pasión y
los milagros.
La literatura religiosa tuvo, en cambio, una importancia mucho más
variable. En algunos centros editoriales, como Londres y Vicenza, des
cendió el porcentaje de obras publicadas sobre temática religiosa o teo
lógica. Hasta mediados del siglo x v i i i , siguió predominando entre las
ediciones bilingües o traducidas de libros franceses aparecidas en Polo
nia, pero en las décadas de 1750 y 1760 tendió a disminuir, y a partir de
la década siguiente empezó a aumentar rápidamente la producción de
publicaciones de temática laica. No obstante, la literatura religiosa
seguía teniendo un enorme protagonismo en las imprentas de otras
regiones, como la de Valladolid en España o las de Moldavia y Vala-
quia, donde los editores se hallaban sujetos a la jurisdicción de las auto
ridades episcopales o monásticas. En Transilvania, en donde los sacer
dotes uniatas griegos estaban creando las bases de lo que se convertiría
en la cultura nacional rumana, se estableció en el centro educativo de
Blaj una imprenta, que publicó su primer libro en 1753 y se dedicó a
imprimir escritos litúrgicos y piadosos en su idioma. Con el propósito de
286
crear una imprenta que pudiera atender la demanda de sus súbditos ser
bios y rumanos, y servir a sus propios objetivos políticos y económicos,
el gobierno austríaco recompensó en 1770 a la casa impresora vienesa
de Joseph Kurzbóck con un privilegio para imprimir libros en escritura
cirílica durante veinte años, y esta imprenta se dedicó a publicar libros
religiosos y libros de texto para las escuelas. Por su parte, la Bibliothé-
que bleue, integrada por obras baratas producidas para el mercado popu
lar francés, in,cluía entre sus títulos numerosas vidas de santos, sermones
y libros de cánticos.
Resultan mucho más notorias las obras de arquitectura que levantó el
patronazgo religioso. A lo largo del siglo se reconstruyeron total o par
cialmente numerosos monasterios, sobre todo en Europa Central, en
donde estas instituciones eran los mayores terratenientes. Su riqueza
propició a veces enfrentamientos con los gobiernos e incluso algunas
expropiaciones, pero también sirvió para financiar una gran actividad
artística y artesanal. Arquitectos tales como Jakob Prandtauer, los her
manos Asam, los hermanos Dientzenhofer, los hermanos Zimmermann
y Balthasar Neumann crearon majestuosos edificios con espléndidos
interiores situados en lugares realmente espectaculares, y su coste solía
ser muy elevado. La Abadía benedictina de Melk, en Austria, cuyas
obras de remodelación inició Prandtauer en 1702 y tardaron 47 años,
costó entre 25.000 y 30.000 florines al año empleando diariamente a
unos 100 albañiles, aprendices y trabajadores durante la temporada de
construcción. En el Monasterio de San Florián se gastaron en torno a
12.000 florines anuales para su remodelación4. Aunque el siglo XVIII no
suele asociarse a la construcción de iglesias, fueron muchas las que se
edificaron o reformaron por todo el Continente europeo, en países
protestantes como Gran Bretaña, y estados católicos como Francia,
donde los jesuítas levantaron iglesias en Epinal, Verdún y Langres entre
1724 y 1760. Pero la arquitectura eclesiástica presentaba una gran varie
dad de estilos, que iban desde el Barroco y el Rococó de los monasterios
e iglesias de Centroeuropa, hasta el Neoclasicismo que fue adquiriendo
progresivamente mayor importancia en París. Una mezcla de principios
arquitectónicos góticos y clásicos totalmente ajena a la experiencia
barroca conformó la Madeleine de Nicolás Nicole (construida entre
1746 y 1766) y la Iglesia de Santa Genoveva, realizada por Germain
Soufflot y convertida después en el Panthéon. La primacía que llegó a
tener en Francia el gusto por la “apariencia” clásica durante la segunda
mitad del siglo XVIII hizo que se remodelasen muchas iglesias góticas
incorporando basas y capiteles de estilo clásico en los pilares y retirando
la ornamentación gótica que se consideraba espantosa, como sucedió
con los altares, la rejería y la sillería de coro de la iglesia de Saint-Ger-
main l’Auxerrois (1756). También a menudo se encalaban las paredes
de los templos y se les quitaban las vidrieras para que entrase más luz.
5 BAILEY, C. B., Aspects ofthe Patronage and Collecting o f French painting in France
at the encl ofthe A nden Régime (Tesis Doctoral, Oxford, 1985), pp. 31-35.
6 LILLEY, E., “On the Fringe of the Exhibition: A Consideration of some aspects of the
Catalogues of the Paris ‘Salons”, British Journal fo r Eighteenth-Century Studies, 10 (1987).
divulgaban ideas liberales recurriendo a formas de expresión satíricas, la
crítica de estos salones tuvo mucha repercusión, como puede verse en el
ataque que hizo Diderot contra Boucher en 1765 al poco de ser nombrado
Premier Peintre, pues se le reprochó que inducía a la corrupción moral.
Se ha llegado a afirmar recientemente que los intereses de clase no deter
minaron las preferencias culturales del público parisino que asistía a las
exposiciones de pintura, y que la creatividad o las respuestas dadas ante
los cambios estilísticos no obedecieron a principios clasistas, de hecho la
Academia representaba un gusto bastante ecléctico7. No obstante, aunque
resulte impropio hablar de un arte burgués, el aumento de un público
socialmente más variado hizo que se ampliase el patronazgo de la bur
guesía, y pese a que sus gustos no fuesen necesariamente distintos, permi
tió promover determinados intereses y tendencias. El periodismo especia
lizado en arte no sólo se dio en Francia. En la Gran Bretaña de fines de
siglo la crítica de arte adquirió gran importancia social y su información
estaba muy influida por consideraciones políticas.
Aunque una gran parte de las producciones musicales seguían siendo
privadas, el mundo de la música fue abriéndose a un público más amplio.
Aparte de los teatros de ópera que eran de uso casi exclusivo de la corte,
se construyeron otros para todo tipo de público. Cuando en 1778 la Scala
de Milán se llenaba, alcanzaba un aforo de unas 3.600 personas. Empeza
ron a realizarse con mayor frecuencia conciertos públicos. Así por ejem
plo, a partir de la década de 1720 se interpretaron repetidas veces los ora
torios de Telemann en la Drillhaus de Hamburgo, que se convirtieron en
“los primeros conciertos públicos interpretados de forma periódica en el
Norte de Alemania”. En 1737, se llegó a afirmar en Londres que “la
Música ha llamado la atención de todo el mundo, pues interesa por igual
tanto a la duquesa y a su camarera, como al Duque y a su mayordomo”8.
El compositor austríaco Joseph Haydn (1732-1809), que estuvo entre
1761 y 1790 al servicio del Príncipe Esterhazy en Hungría, viviendo en
las habitaciones destinadas a los sirvientes de su palacio, viajó a Londres
en 1791 y 1794 para interpretar varios conciertos públicos. La música
instrumental no requería a sus patrocinadores aportes financieros tan ele
vados como la ópera, y a los aficionados les resultaba mucho más fácil
introducirse en ella. Por ello, eran muy populares las obras compuestas
para orquestas de cámara o solos y se editaban partituras musicales y
manuales, tales como el Art de toucher le Clavecin (Arte de tocar el cla
vecín, 1716) de Frangois Couperin. Los Principios del clavicordio (1702)
de Monsieur de Saint Lambert, al cual se le ha considerado como el pri
mer método genuino para enseñar a tocar el clavicordio y como el primer
manual práctico de música instrumental comprensible para lectores sin
una formación previa en la materia, recomendaba este instrumento con
términos con los que esperaba atraer a lectores de gustos refinados.
E l p u e b l o l l a n o : ¿ m a r g in a d o y o p r im id o ?
L a s lenguas
El uso de una determinada lengua era importante para la definición de
una cultura nacional, pero también como medio de comunicación para la
cultura cosmopolita. La tendencia hacia una mayor uniformidad nacional
mediante la implantación de las lenguas más ampliamente extendidas, a
costa de las minoritarias, contribuyó a que hubiese una cultura común
que resultaba mucho más accesible. Sin embargo, gran parte de la pobla
ción europea hablaba idiomas minoritarios, como el vasco, el catalán y el
bretón, o dialectos cuya comprensión resultaba bastante difícil. Existían
22 ZACK, J. F., “The Czech Enlightenment and the Czech National Reviva!”, Cana-
clian Review ofStudies in Nationalism, X (1983), p. 22.
315
de Ciencias. El inglés sustituyó al latín como lengua oficial de los docu
mentos expedidos por la corte británica a partir de la década de 1730. En
Rusia, donde existía una importante controversia acerca de los orígenes
del pueblo y la lengua rusos, algunos autores desarrollaron una etimolo
gía patriótica. En un tratado que se publicó a título postumo en 1773,
Trediakovskii sostenía que las palabras extranjeras tomadas de idiomas
de Europa occidental atentaban contra la pureza del ruso y sugería que
fueran reemplazadas por palabras eslavas o por neologismos con raíces
eslavas. Los intelectuales italianos empezaron a mostrar mayor interés
por la definición de una lengua común de los italianos que pudiera
emplearse como la lengua de su propia cultura. Genovesi vio en la expul
sión de los judíos del Reino de Nápoles la oportunidad de crear un siste
ma educativo coordinado que ofreciera nuevas disciplinas científicas y se
impartiese íntegramente en italiano. Aunque su plan no llegó a adoptarse,
finalmente se ordenó que las comunidades locales abriesen escuelas pri
marias en que se diesen clases tanto en italiano como en latín. La reorga
nización, por lo general poco sistemática, de la estructura educativa que
se llevó a cabo en los países católicos tras la expulsión de los jesuítas
tendió a reducir la importancia del latín. Así por ejemplo, la enseñanza
en el Grand Collége de la lie de Lieja, fundado en 1773, estaba dirigida
por un clero secular, y aunque todavía utilizaba bastante el latín, predo
minaba claramente el uso francés.
No obstante, sería una equivocación presentar el siglo XVIII como un
período caracterizado por conflictos lingüísticos y por el desarrollo emer
gente de los nacionalismos. Y aunque esta interpretación resulta adecua
da para algunas regiones y en períodos determinados, muchos de los que
mostraban interés hacia las lenguas vernáculas creían firmemente en la
cultura cosmopolita. De esta forma, el interés de Porthan por la cultura
finlandesa no le impedía compartir la misma admiración que sentía
Winckelmann por la Antigua Grecia, y siendo profesor de retórica en la
Universidad de Turku Abo, impartía clases de lengua y literatura latinas,
defendía su utilidad como lengua erudita y enseñaba a los seminaristas
las reglas de la retórica clásica como un instrumento valioso para prepa
rar los sermones. Los principales poetas húngaros de fines del siglo XVIII
constituyeron la denominada escuela francesa, porque seguían el modelo
de sus coetáneos franceses en cuanto al contenido ideológico y a las for
mas de versificación preferidas. Pero también tenía gran importancia la
expectativa de beneficios. Uno de los principales editores de libros en len
guas eslavas de los años 1780 era la Imprenta de Bretikopf ubicada en
Leipzig.
El interés creciente por las lenguas vernáculas que se aprecia en la
cultura de elite no fue en detrimento de la influencia del cosmopolitismo.
Y por lo que respecta a la cultura popular, apenas pueden extraerse con
clusiones fiables. Aunque la oposición a los extranjeros, como la que
hubo en la parte occidental de Ucrania contra los terratenientes católicos
y los judíos, pudo llegar a ser muy amplia, y pese a que el uso de una len
gua o de un dialecto podía provocar un sentimiento de alienación, no se
sabe con certeza si tendió a aumentar el interés por el estudio de la lin
güística, ni cómo incidieron en ello las variedades dialectales. No parece
316
que la mayoría de los temas y problemas tratados por la cultura popular,
como el de los lobos o las madrastras, fuesen específicos de un determi
nado pueblo. Y en lugar de que las diferencias lingüísticas actuasen
como barreras, parece que la existencia de circunstancias comunes dio
lugar a tradiciones culturales semejantes. Los relatos de hombres-lobo
aparecen tanto en el folclore de la Gascuña como en el de Livonia. En
gran parte de Francia, se creía que en los meses que precedían a las Navi
dades eran,más vulnerables a la actividad de los hechiceros. Aun así, las
creencias comunes, ajenas a las que enseñaban las iglesias, no eran tan
evidentes para quienes trataban de evitar el desarrollo de contactos cultu
rales, se hallaban marginados por su lengua o se limitaban a mantener
una cultura esencialmente oral. El interés comparativo que ofrecían los
mitos y creencias populares brindaba a muchos viajeros y personas cultas
de la época un punto de vista elitista y un claro distanciamiento de las
masas. Y aunque la cultura de elite hiciese hincapié en la pureza y dife
renciación de las lenguas, daba por sentado la necesidad de aprender
otros idiomas y promovía el desarrollo de una cultura común basada en
los clásicos y la doctrina cristiana.
317
CAPÍTULO IX
LA CIENCIA Y LA MEDICINA
3 ROUSSEAU, G. S., “Le Cat and the Physiology of Negroes”, Studies in Eighteenth-
Century Culture (1973).
323
carrera de Linneo permite ilustrar algunos rasgos característicos de la
Ciencia del siglo XVIII. Su deseo de ampliar conocimientos le llevó a via
jar a Laponia para recoger nuevas especies de plantas, y aunque realizó
una valiosa tarea de sistematización, su teoría fue rechazada por otros
científicos coetáneos, entre los que destacan Georges Louis Leclerc de
Buffon y Albrecht von Haller. Publicaba en latín para facilitar la difusión
de su obra entre la comunidad erudita, e inspiró a un grupo de investi
gadores aficionados, que fundaron en 1788 la Sociedad Linneana de Lon
dres, en la que no se admitieron miembros femeninos hasta principios del
siglo XX. Por lo general, en toda Europa no se dejaba a las mujeres
desempeñar labores científicas. El Conde Buffon (1707-88), director del
Jardín des Plantes de París, comenzó a publicar en 1749 una obra en
varios volúmenes titulada Histoire Naturelle, que alcanzó gran populari
dad y que en parte se ideó para sustituir las clasificaciones taxonómicas
de Linneo, que él consideraba arbitrarias.
La investigación astronómica también se benefició de los viajes de
exploración científica. En 1736, la Academia de Ciencias francesa finan
ció un viaje a Laponia dirigido por Pierre de Maupertuis, en la que parti
ciparon los matemáticos Camus, Clairaut y Lemonnier. Se midió un
grado del meridiano del círculo polar para determinar cómo era la forma
de la Tierra, que resultó ser un esferoide ligeramente achatado por los
polos. E investigaciones geológicas como las que se realizaron en 1751
en el mazico del Gotardo en la región de Puy de Dome, llegaron a cues
tionar las nociones bíblicas sobre la edad de la Tierra.
Aunque las tareas de medición se convirtieron en un aspecto primor
dial entre los objetivos de la experimentación científica de la época, plan
teaban importantes problemas, pues resultaba muy difícil construir ins
trumentos normalizados o reproducir las mismas condiciones en los
experimentos de laboratorio, y la investigación en Química se veía entor
pecida por la imposibilidad de cuantificar con precisión las reacciones
químicas. Los tubos bien vulcanizados no aparecieron en Europa hasta
mediados los años 1840. El astrónomo William Herschel (1738-1822),
que decidió “no aceptar nada sin comprobar”, “realizar en los telescopios
todas las mejoras posibles” y “no dejar un solo punto del espacio sin
escrutar”, y que en 1781 descubrió Urano, el primer planeta que se había
descubierto desde la Antigüedad, advirtió numerosos errores en 1773-74
mientras construía su primer telescopio. Para mejorar la investigación
científica se fomentó el desarrollo de la clasificación y se introdujeron
diversos sistemas de medida. El hecho de que Celsius, Fahrenheit y
Réaumur crearan sus propios termómetros, utilizando escalas de medida
diferentes, muestra la falta de coordinación que tuvo la mayor parte de
la actividad científica de la época, y que sólo se palió en parte gracias a la
amplia correspondencia que mantenían sus autores.
En los círculos científicos se alababan ampliamante las virtudes que
poseía la experimentación. Los philosophes condenaron el ideal de Des
cartes que concebía una ciencia racionalista apriorística en obras como el
Traité des Systémes (1749) de Condillac y, aunque esta concepción aún
siguió siendo muy importante en campos como el de la Psicología, la
experimentación se convirtió en la verdadera protagonista de muchos de
324
los avances que se lograron en el desarrollo de la Química y la Medicina.
Stephen Hales (1677-1761), fue un clérigo, como muchos de los científi
cos de la época, que también mostró en sus estudios esa típica diversidad
de inquietudes, pues además de inventar unos ventiladores artificiales y
cuantificar distintos aspectos de la fisiología de las plantas, Hales abrió el
camino hacia la medición correcta de la presión de la sangre, gracias a su
concepción de los organismos vivos como máquinas autorreguiadoras y a
los experimentos que realizó para demostrarlo. El cirujano John Hunter,
que se rebeló contra el modelo de enseñanza de la medicina basado en el
estudio de los textos clásicos que predominaba en el Continente y se
negó a “atiborrarse en la universidad de términos latinos y griegos”,
representa un típico ejemplo de los muchos cirujanos importantes que se
destacaron por sus iniciativas para ensayar nuevos métodos, aun cuando
se carecía de una explicación teórica adecuada. En su obra Medical Sket
ches (1786), John Moore explicaba la transmisión de sensaciones de un
nervio a otro, empleando como símil el hecho de que al comer helados
muy fríos se produce una molestia momentánea en la base de la nariz.
También describió los efectos que producía una presión momentánea
sobre la superficie del cerebro, basándose en la observación de la trepa
nación que se realizó a un mendigo de París, una imagen sin duda muy
apropiada para comprender algunos aspectos de la Ilustración.
La mayor parte de los experimentos que se practicaban en las socieda
des científicas provinciales tenían por objeto divulgar los principios ya
aceptados, más que promover el desarrollo de nuevos descubrimientos.
No obstante, la investigación en Medicina fue adquiriendo mayor trascen
dencia. La designación de médicos para los hospitales de beneficencia de
Londres los convirtió en verdaderos centros de investigación, y en Edim
burgo la modernización de los planes de estudio empezó a hacer hincapié
en el papel que debía tener la investigación en hospitales. Para la forma
ción de los cirujanos en Inglaterra se fue sustituyendo poco a poco el sis
tema de aprendizaje en gabinetes médicos por el de las escuelas hospitala
rias. El principal objetivo de la Academia de Medicina fundada en Madrid
en 1734 era el estudio de.la medicina y la cirugía basado en la observa
ción y la experiencia. El doctor español Gaspar Casal (1679-1759) fue el
primero que introdujo en España un concepto moderno, empírico y sinto
mático de las enfermedades, y empleó este método para describir los sín
tomas de la pelagra y diferenciarla de la lepra y la sarna.
Hacia fines de siglo la Química experimentó una verdadera revolu
ción. Durante las últimas décadas se descubrieron cinco elementos
gaseosos y se investigó minuciosamente alrededor de una docena de
componentes gaseosos. Antoine Lavoisier (1743-94) “proporcionó a la
Ciencia una nueva forma de análisis, estableciendo una nueva definición
básica de los elementos, traduciendo las afinidades químicas en relacio
nes numéricas y reescribiendo de forma sistemática el verdadero lenguaje
de la Ciencia”4. En realidad, la Química se convirtió en una ciencia con
7 ROUSSEAU, G. S., “Nerves, Spirits, and Fibres: Towards Defining the Origins of
Sensibility”, en GIANNITREPPANI, A. (ed.), The Blue Guitar, (1976), p. 147.
334
especie ocupaba un lugar determinado, sino también a demostrar que
había un sistema de reproducción en las plantas y los animales que pro
curaba conservar sus características particulares. Las relaciones exis
tentes entre la experimentación y la teorización no siempre eran estrechas
o beneficiosas. Es más, con frecuencia no resultaba fácil poner en prácti
ca algunos de los avances teóricos formulados. Si bien hacia el año 1700
“la concepción teórica de la materia ya no giraba en torno a los tradicio
nales cuatro elementos y sus cualidades, sino a fuerzas concretas y de
alcance limitado que respondían a las nuevas leyes del movimiento y los
principios de la dinámica recién incorporados”8, la mayoría de los oficios
artesanales seguían empleando prácticas tradicionales. Puede que los
pensadores de la Ilustración llegaran a desarrollar el concepto de Revolu
ción en el desarrollo de la Ciencia, pero, aparte de los descubrimientos
que se hiceron en campos como los de la Química y la Electricidad a
fines del siglo xvili, apenas hubo a lo largo de esa centuria algo parecido
a una “Revolución Científica”. No obstante, es posible que fuese más
importante afianzar la idea de que el Hombre podía llegar a comprender
mejor su entorno y a modificarlo. Por ello, a fines de siglo ya se había
formulado la ideología basada en el progreso de la Ciencia, aunque la
mayor parte de la gente no supiera nada de ella y siguiese concibiendo su
vida, su trabajo y su entorno de acuerdo con las enseñanzas recibidas de
sus predecesores.
U n a v is ió n d e c o n j u n t o
1763-1793
L a d ip l o m a c ia EUROPEA e n
366
CAPÍTULO XI
LOS EJÉRCITOS Y EL ARTE DE LA GUERRA
R u s ia
En Rusia los cambios que hubo en su estructura militar fueron mucho
más espectaculares, tanto por las proporciones que adquirieron y por el
hecho de que se diesen en tiempos de guerra y se pusiesen en práctica de
forma inmediata, como porque gracias a ellos obtuvo importantes victo
rias sobre Suecia, que había disfrutado hasta entonces de una magnífica
reputación militar. Al igual que en muchas otras cuestiones, las reformas
militares del zar Pedro I ya habían sido prefiguradas por algunos de sus
antecesores, entre los que habría que destacar a su padre Alexis y al prin
cipal ministro ruso de la década de 1680, Golitsyn. Puede establecerse
una comparación con el caso de Prusia. Así, si se tiene en cuenta el papel
que desempeñó Federico Guillermo I sentando las bases adecuadas para
el desarrollo de las mejoras introducidas por su hijo Federico II, no se
exagerará el carácter innovador de la política de Pedro I en la historia
militar rusa. Además, el hecho de que el ejército ruso anterior a Pedro I y
el de sus primeros años de reinado cosechase múltiples fracasos, en los
años 1680 contra los tártaros de la frontera meridional de Rusia, en 1695,
ya en tiempos de este zar, contra los turcos en el sitio de Azov y en 1700
contra los suecos en la batalla de Narva, no implica que Pedro I tuviese
que partir de cero para emprender sus reformas. Alexis reclutó oficiales
extranjeros, y organizó y armó a las tropas al estilo occidental (europeo,
no ruso), pero en tiempos de paz el ejército se deshacía y apenas se entre
naba. La existencia de una ejército permanente, mantenido con ingresos
fiscales no se hizo realidad hasta el reinado del zar Pedro I. En los años
1699-1700, se llevó a cabo una importante reorganización de su estructu
ra. Los nuevos reglamentos militares redactados en 1698, y probable
369
mente escritos en parte por el propio zar, ponían énfasis en el desarrollo
de una ejército regular, que contase con una organización jerárquica y se
entrenase de continuo. En noviembre de 1699, Pedro I ordenó la creación
de 29 “nuevos” regimientos (occidentalizados). Se concibieron con el
propósito de mantener un entrenamiento regular y constante, y su nove
dosa introducción se acentuó aún más con el uso de uniformes al estilo
alemán. De esta forma, Pedro I continuaba mostrando el mismo rechazo
que sintió su padre a depender de la caballería nobiliaria basada en el
antiguo modelo de la hueste feudal, cuyos defectos se criticaban en un
ensayo de Pososhkov de 1701 titulado Sobre la conducta del Ejército. La
aplastante derrota que le inflingieron los suecos en Narva, hizo que el zar
insistiera con mayor determinación en el desarrollo de esta política. En
1705, introdujo un sistema de reclutamiento general, basado en la cons
cripción, que imitaba el modelo sueco. Suponía el envío de un recluta por
cada 20 hogares, que eran responsables de su sustitución en caso de que
cayese muerto o quedase incapacitado. Esto permitió aumentar los efecti
vos disponibles hasta unos 45.000 hombres. Se crearon nuevos regimien
tos, 12 de ellos entre 1705-7, y hacia 1707 el ejército ruso ya contaba con
unos 200.000 soldados. Y siguió practicándose la costumbre de reclutar
oficiales extranjeros.
Las reformas militares del zar Pedro I también se extendieron a la
Armada. Para la campaña de Azov de 1696 se construyó toda una flota,
se contrataron expertos armadores extranjeros y se enviaron rusos a otros
países para aprender sus técnicas de construcción naval militar. El
desarrollo que a partir de entonces experimentó la armada rusa se debió
tanto al entusiasmo personal que el propio zar puso en ella, y que le llevó
a dedicar muchas horas a conocerla con detenimiento, como a la necesi
dad de desafiar el control que ejercía Suecia sobre el Báltico, ya que
Rusia pretendía deshacer la estructura del Imperio Sueco y evitar la
reconquista de las provincias bálticas orientales, que había logrado arre
batarles en 1710. En San Petersburgo, se construyeron una academia
naval y una gran sede para el Almirantazgo, y en Moscú se fundó una
escuela de navegación. A la muerte del zar Pedro I en 1725, Rusia poseía
una flota de 34 navios de línea y numerosas galeras, y estas fuerzas con
tribuyeron de forma decisiva a que Suecia se viese obligada a firmar la
paz en 1721.
También la educación fue un tema importante en las reformas de
Pedro el Grande. Fundó escuelas de artillería e ingeniería militar, en las
que los futuros oficiales recibían la misma instrucción básica de los sol
dados ordinarios en los regimientos de las guardias. El propio zar insistió
en que se debía ascender respetando los distintos rangos del mando y
procuró cerciorarse de que ningún noble recibiese un cargo de responsa
bilidad sin haber tenido alguna formación previa. La iniciativa promovi
da por Pedro I de que el servicio al Estado se convirtiese en una de las
mayores aspiraciones de muchos de sus súbditos, contribuyó a difundir el
uso de uniformes, que llegaron a representar tanto un símbolo del servi
cio que se prestaba al Estado como del papel que a éste le correspondía
en la adjudicación de su rango. La nobleza reemplazo como su vestimen
ta más importante los trajes guarnecidos con hilo de oro por los unifor
370
mes militares, y el zar Pedro I fue el primer monarca europeo que exigió
que todos los soldados rusos llevasen uniformes específicos. Durante su
reinado, las fuerzas armadas, y sobre todo el ejército, sustituyeron a la
Iglesia, con la que tendieron a distanciarse sus relaciones, como el princi
pal objetivo de la actuación monárquica y, hasta cierto punto, como un
verdadero eje de la unidad nacional. En lugar de convertirse en una figu
ra casi sagrada, el zar Pedro I hizo que de la figura del monarca un líder
militar y, aunque el carácter propio de sus sucesores entre 1725 y 1796
-cuatro mujeres, un joven y sólo un hombre adulto, Pedro III, cuyo reina
do fue demasiado breve- evitaron que dicha imagen se consolidase, tam
poco volvió a implantarse la de sus predecesores.
Sin embargo, el legado reformístico de Pedro el Grande se descuidó
en un solo aspecto, pues hasta que en la década de 1760 Catalina II no
rehízo la flota rusa, Rusia no se convirtió en una gran potencia naval. Los
sucesores de Pedro I no olvidaron sus compromisos con la armada y su
continuidad se vio recompensada con la presencia de magníficos genera
les. El Príncipe Menshikov, un general de oscuro parentesco que se con
virtió en el Director de la nueva Escuela Militar, establecida en 1718-19
para dirigir la administración del ejército, fue el ministro más influyente
de Catalina I (1725-27). El General Münnich, un militar alemán que
había entrado al servicio de Pedro I en 1721, fue Director de la Escuela
Militar entre 1732-41. El Mariscal de Campo Lacy, que se incorporó al
ejército ruso en 1700, sirvió en él hasta su muerte en 1751, y dirigió la
victoriosa campaña contra los suecos de 1741-42. Estos generales mantu
vieron los principios del sistema creado por el zar Pedro I y consiguieron
una serie de victorias muy importantes entre 1733 y 1742.
En la década de 1730,'los rusos volvieron a comprobar, como ya lo
había hecho el propio Pedro I años atrás, que los turcos eran un enemigo
mucho más difícil de batir que los polacos o los suecos, rectificando la
idea contemporánea de que el Imperio Turco era “el miembro enfermo de
Europa”. Al igual que en 1711, los rusos abrigaban esperanzas de que se
produciría un levantamiento de los cristianos ortodoxos de los Balcanes
para hacer retroceder de forma decisiva la frontera turca en el continente.
Pero la Europa del Este planteaba serios problemas para el desarrollo de
las operaciones militares a gran escala. Desde el punto de vista militar,
existían en Europa dos teatros de operaciones muy diferentes. En el Este,
las distancias eran enormes, la logística ocasionaba numerosos proble
mas, solía practicarse una guerra de guerrillas o incursiones irregulares y
resultaba difícil alcanzar una victoria decisiva dada las grandes distancias
que separaban el campo de batalla de los centros de decisión, pero tam
bién por el menor desarrollo de los sistemas de fortificación y, quizás en
parte, por la práctica de una agricultura menos sedentaria. Pese a que
en 1737 cayeron en manos de los rusos las plazas de Azov y Ochakov en
el el Mar Negro, las enfermedades y los graves problemas logísticos frus
traron las expectativas de cruzar el Dniester e invadir los Balcanes, y esto
obligó a abandonar Ochakov al año siguiente. Una afortunada invasión
de Moldavia en 1739 propició que se volviese a intentar este temerario
plan, pero también fracasó, como tantos otros ambiciosos proyectos mili
tares de la época, si bien no se debió a problemas logísticos o estratégi-
371
eos, sino a la ruptura de la coalición diplomática que lo respaldaba, en
cuanto Austria, a quien se había convencido para que entrase en la guerra
en 1737, firmó un acuerdo de paz unilateral con los turcos.
P r u s ia a m e d ia d o s d e sig l o
L a r e f o r m a d e l ejér c ito f r a n c é s
P r o b l e m a s s in r e so l v e r
Si se hace hincapié en los cambios y las reformas militares que se lle
varon a cabo, puede darnos la impresión de que éste fue un período en el
que se produjeron constantes mejoras. En la práctica, al igual que en
cualquier otro aspecto de la actividad de los estados, lo que verdadera
mente resulta sorprendente es hasta qué punto se tomaban medidas sólo a
consecuencia de determinados fracasos, y la forma en que se consideraba
necesario, o parecía serlo, emprender una reorganización. Los ejércitos
se convirtieron en un buen ejemplo de las diferencias que había entre las
aspiraciones y la realidad, pero aunque éste era uno de los rasgos más
característicos de la administración de la época, probablemente, si se
tiene en cuenta su importancia y los gastos que implicaba, ofrecían el
ejemplo más decisivo al respecto. Uno de los problemas más graves que
no logró solucionarse fue el de las deserciones, cuyo origen estaba en la
coacción con que se realizaba el reclutamiento y los malos tratos que
padecían los soldados. Otro de los fenómenos habituales en las campañas
de la época eran las dificultades de abastecimiento. El ejército francés
que invadió España en 1719 apenas había mejorado su preparación
durante el período de desmovilización que siguió a la Guerra de Sucesión
Española. La falta de suministros se convirtió en un serio obstáculo en
las operaciones ofensivas, así mientras que en enero de 1734 la escasez
de bastimentos acuciaba a las tropas españolas en Lombardía, mientras
que el ejército francés situado en el Rhin y el Mosela carecía de provisio
nes suficientes y sus tropas en Lombardía retrasaron el inicio de la cam
paña ante la falta de forraje. Las operaciones militares arrasaban regiones
379
enteras, haciendo que resultase aún más difícil obtener suministros, que
debían transportarse en carretas y por tanto dependían del estado de los
caminos. De esta forma, las tropas se hallaban expuestas a uno de los aspec
tos menos cuidados por los gobiernos del siglo xvill, el mantenimiento de
los caminos y su conservación ante las inclemencias del clima. Por ejemplo,
en 1734 la ofensiva francesa sobre el Mosela tuvo que aplazarse debido al
mal estado de los caminos y del tiempo, que atascaron su artillería en el
barro.
Al igual que el deterioro de los caminos, las enfermedades eran otro
de los aspectos en el que los gobiernos se mostraban incapaces de poder
afrontar un situación adversa. El riesgo de epidemias, sumado a los pro
blemas de abastecimiento y transporte, hacía que las unidades permane
ciesen en acuartelamientos durante el invierno; esta costumbre, que si
bien presentaba una reglamentación variable, reducía el ritmo de la acti
vidad militar, pero no suponía un recorte equivalente de sus costes. Tam
bién habría que considerar con mayor prudencia la eficacia que tuvieron
las innovaciones introducidas en el armamento, pues tan relevante
como las armas empleadas era el número de efectivos disponible y su
disciplina en combate.
Un problema importante que afectaba a la preparación eran las condi
ciones de vida de las tropas. La lenta difusión de la construcción de
barracones, que representaban una solución bastante cara, hacía que con
frecuencia las tropas estuviesen acuarteladas entre la población civil. Las
unidades del ejército húngaro solían alojarse en las viviendas de los cam
pesinos, debido a que la construcción de barracones empezó mucho más
tarde y se implantó con lentitud. En Rusia no se decidió alojar a los sol
dados en barracones hasta 1765. La práctica tradicional hacía que resulta
se más difícil entrenar a la tropa y fomentaba un trato discriminatorio
entre los soldados. También planteaban numerosos problemas adiciona
les las relaciones con los propios civiles y sus actitudes hacia los solda
dos. Por último, cabría mencionar que el reclutamiento siguió siendo un
problema muy difícil de resolver y se agravó con la frecuencia con que se
producían las deserciones.
E l r e c l u t a m ie n t o
L a g u e r r a d e u n a s o c ie d a d m il it a r iz a d a
La creencia de que la Revolución Francesa inauguró una era caracte
rizada por el desarrollo de guerras totales suele estar relacionada con la
idea de que las guerras del Antiguo Régimen eran limitadas en cuanto a
sus objetivos, sus métodos de combate y los efectos que causaban sobre
la población civil. Se ha llegado a pensar que los limitados recursos
financieros de los estados y la reducida capacidad de su producción
industrial restringían notablemente las proporciones y el alcance de la
acción de los ejércitos de la época; que las guerras que éstos libraban
tenían necesariamente aspiraciones, objetivos y consecuencias financie
1DUFFY, G., The Militdry Life of Frederick the Great (1986) p. 335.
387
ras limitadas, y que tales limitaciones obedecían a un sistema de relacio
nes internacionales basado en la idea del equilibrio del poder, y en el cual
no solía haber cambios importantes. Pero habría que analizar detenida
mente todos estos planteamientos. La forma en que se dirigían las opera
ciones militares de entonces da muestra de las apremiantes cuestiones
que estaban en juego en las guerras. Los ejércitos procuraban obtener la
victoria con las armas, pero cada conflicto solía ocasionar graves perjui
cios a la población civil. Además, los elevados gastos que suponían las
fuerzas armadas repercutían directa o indirectamente sobre toda la comu
nidad. Pero aunque las guerras rara vez acababan con una completa
derrota de los enemigos, esto no impedía que se alcanzase la victoria.
La idea de que en el siglo XVIII la guerra era relativamente “civiliza
da” y apenas afectaba a la población civil puede rebatirse si se tienen en
cuenta fenómenos como la guerra de guerrillas. Así, por ejemplo, en la
década de 1690 las tropas regulares eran hostigadas por guerrillas en el
Piamonte, el Delfinado y España, y en la década siguiente en muchas
otras regiones, como Baviera, Hungría y el Tirol. En 1703-04, hubo en Po
lonia una intensa guerra de guerrillas contra los invasores suecos, y en
1707 las demandas de alimentos de los suecos en la región boscosa pola
ca de Masuria propiciaron un nuevo conflicto guerrillero. Las guerrillas
también desempeñaron un importante papel en las operaciones militares
que tuvieron lugar en la Península Ibérica durante la Guerra de Sucesión
Española. El Mariscal Berwick, que dirigió la invasión hispano-francesa
de Portugal en 1704, se mostró sorprendido ante la debilidad que ofrecía
la resistencia organizada frente a la invasión, pero también le asombró el
vigor con que los campesinos atacaban sus comunicaciones y hostigaban
su retaguardia en los pueblos. Los graves problemas de suministros que
crearon influyeron de forma decisiva en la decisión de retirarse de Ber
wick. La guerra de guerrillas fue practicada por ambos bandos durante las
operaciones militares llevadas a cabo en España. Las exacciones que reali
zaban por las guarniciones sajonas en Polonia propiciaron que los aristó
cratas polacos apoyasen un levantamiento popular en 1715. En 1744,
Carlos Manuel III de Saboya-Piamonte utilizó a unos 5.000 campesinos
en operaciones guerrilleras contra una fuerza invasora franco-española,
que eran de vital importancia para cortar sus vías de suministro. Años
antes, durante la Guerra de Sucesión Austríaca se practicó una guerra
partisana en Baviera y Bohemia. En 1747, el levantamiento patriótico
genovés contra Austria adoptó también la forma de una guerra partisana
de los campesinos y empleó brigadas armadas de trabajadores. Incluso
recibieron instrucción militar muchos sacerdotes, mientras que las muje
res trabajaban en las fortificaciones. Aunque no siempre resulta fácil
determinar si se trata de una guerra de guerrillas, su mera existencia ya
permite cuestionar la tendencia a tipificar las operaciones militares del
siglo XVIII como formas de combate predecibles y realizadas por unida
des regulares. Pero además nos invita a pensar que debería tenerse en
cuenta la existencia de una conciencia política popular. Y aunque la gue
rra de guerrillas solía tener su origen en las exacciones, esto no quiere
decir que dicha conciencia se sustente sólo en su rechazo.
En algunos aspectos, la sociedad europea de esta época estaba milita
388
rizada, en otros no. Pero si se consideran las consecuencias fiscales que
tenían para la mayoría de la población los gastos militares, incluyendo el
proceso de endeudamiento que conllevaban, puede decirse que las princi
pales demandas de los gobiernos obedecían a cuestiones de carácter mili
tar. Los resultados que se obtenían con tales gastos solían variar conside
rablemente. Gran parte se dedicaba al mantenimiento de las tropas que
respaldaban la autoridad del gobierno en tiempos de paz. Durante los
conflictos armados, los ejércitos podían conseguir importantes conquis
tas, como demostró el zar Pedro I con la incorporación a Rusia de una
buena parte del litoral báltico y Federico II con la conquista y posesión
de Silesia. Las posibilidades de las acciones militares se veían limitadas
por la capacidad técnica de los recursos que se empleaban en ellas, sobre
todo en cuanto a su movilidad y potencia de fuego, y la falta de medios
técnicos superiores, como los que poseían los estados europeos frente a
cualquier otro estado extraeuropeo, era un factor determinante en la con
servación de su hegemonía mundial. Pese a las mejoras que se introdu
jeron en el armamento, no llegó a producirse una verdadera revolución
tecnológica ni hubo cambios sustanciales en la forma en que se hacía la
guerra. Por ello, las potencias que cosechaban éxitos militares podían
seguir operando sin necesidad de transformar su sistema económico o
desarrollar una estructura industrial más sofisticada. Aunque los ejércitos
y la guerra desempeñaron un papel muy importante en el siglo XVIII
europeo, siguió siendo bastante limitada la presión con que las cuestiones
militares propiciaban los cambios económicos y tecnológicos.
L a guerra naval
Una imagen similar puede extraerse del análisis de las guerras nava
les del siglo XVIII. Los adelantos técnicos introducidos en este campo no
lograron superar las limitaciones fundamentales que ofrecían los navios
de entonces, y apenas hubo innovaciones tácticas. No obstante, se elabo
raban planes estratégicos y se obtenían victorias. La mayoría de los esta
dos se mostraron interesados en desarrollar su poderío naval, pero por lo
general solían prestarle menor atención que al mantenimiento de sus ejér
citos. Tales preferencias eran reflejo de las limitadas aspiraciones colo
niales de muchos países, de las dificultades que implicaba convertir la
oscilante superioridad naval en una clara ventaja internacional, y del
mayor valor social, político e internacional que se confería a los ejércitos
de tierra.
Desde el punto de vista técnico, los barcos de guerra siguieron siendo
navios de madera que dependían de la fuerza del viento y requerían una
numerosa tripulación que planteaba graves problemas de manutención en
alta mar. Estas limitaciones, incluyendo la dificultad de dotar con sufi
cientes hombres a los grandes barcos que contaban con tripulaciones de
casi 1.000 personas, limitaban las posibilidades de todas las operaciones
navales. Resultaba muy caro construir barcos de guerra y tanto la inver-
sion en dinero y medios cjue representaban como los anos cjue se cmplcs-
ban en construirlos y equiparlos, fomentaban el uso de tácticas conserva
389
doras que procuraban reducir en lo posible su pérdida. Pero su manteni
miento ordinario también era muy costoso. Sus quillas de madera sufrían
deterioros ocasionados por percebes y gusanos, y tanto los mástiles como
los aparejos eran vulnerables a la acción de los elementos, atmosféricos.
Por ello, la limitación de su actividad durante las campañas de invierno
era mucho más importante que la que afectaba a los ejércitos de tierra, y
los impedimentos que provocaban el mal tiempo y la incidencia de vien
tos adversos apenas encontraban un equivalente en la guerra terrestre. En
muchas operaciones navales, estas condiciones climáticas llegaron a
tener consecuencias decisivas, como sucedió en el intento de enviar una
flota británica a las Indias Occidentales en 1740, y de hecho, siempre
debía tenerse en cuenta en la elaboración de cualquier plan la posibilidad
de que hubiese mal tiempo o que soplasen vientos contrarios. Las princi
pales innovaciones técnicas de esta época no lograron superar estos gra
ves inconvenientes. El uso de un revestimiento de cobre en las quillas
redujo el deterioro ocasionado por los percebes, las algas y el teredo,
pero en cambio también restó velocidad a los navios. Los británicos fue
ron los pioneros en la implantación de esta clase de revestimiento, y se
adoptó de forma generalizada en su armada durante los años 1770. En la
década siguiente, se equipó a su flota con la carroñada, un nuevo tipo de
cañón pequeño que era muy efectivo a corta distancia y requería una
dotación de hombres bastante reducida. Se empleó con muy buenos
resultados en la Batalla de los Santos de 1782 contra los franceses. Las
mejoras introducidas en los sistemas de señales contribuyeron a paliar las
dificultades que debía superar el mando operativo. Hacia fines de siglo se
desarrolló la táctica de “romper la línea” enemiga, en lugar de mantener
la formación más defensiva tradicional de una fila de barcos paralela a la
de los enemigos. A pesar de todos estos cambios, al igual que vimos res
pecto a los combates terrestres, a principios de los años 1780 las guerras
navales seguían teniendo más elementos en común con las del siglo ante
rior que con las que se llevarían a cabo cien años después.
Las limitaciones que existían en las operaciones navales no impedían
que hubiese victorias decisivas. Aunque algunas batallas, como las
confrontaciones anglo-francesas frente a Málaga (1704) y Tolón (1744)
fueran de resultados inciertos, otras supusieron importantes éxitos estra
tégicos y políticos. La destrucción por la Armada británica de la flota
española a la altura del Cabo de Passaro (1718) abortó sus planes de
reconquista de Sicilia, y la destrucción de la flota francesa en Lagos y en
Quiberon Bay (1759) evitaron que se consumase una invasión francesa
de Gran Bretaña en apoyo de los jacobitas. Del mismo modo, el fracaso de
la armada británica, que a causa del temporal no pudo destruir a la flota
francesa en el Canal de la Mancha en 1744, les obligó a mantener una
fuerza naval importante en aguas del Canal durante los años siguientes
para evitar una posible invasión francesa, y esto mermó considerable
mente su capacidad operativa en las colonias de ultramar.
La teoría, que defendían con vehemencia algunos políticos británicos,
de que sólo la superioridad naval podía proporcionar la hegemonía inter
nacional o, al menos, un mayoi giado de segundad, deroostro ser erró
nea. Aunque es cierto que con la guerra de corso no se obtenían sonadas
390
victorias, si se empleaba como lo hicieron los franceses contra los navios
mercantes británicos, podía llegar a contrarrestar las ventajas económicas
del dominio marítimo. Resultaba casi imposible limitar las actividades
corsarias. Los barcos de guerra eran incapaces de mantener sus posicio
nes de bloqueo si había mal tiempo, y el sistema de convoyes restaba
recursos al despliegue naval y limitaba las opciones de navegación por
otras rutas marítimas. El poderío naval fue un elemento crucial en los
conflictos coloniales, pero su superioridad no implicaba necesariamente
la victoria en los mismos, tal como pudieron comprobar los británicos a
comienzos de la década de 1740 en las Indias Occidentales. Y en la polí
tica europea resultaba aún menos decisivo. Los 140 cañonazos realizados
durante el bombardeo naval de Copenhague en 1700 sólo dieron a un
edificio y hundieron un barco. Federico Guillermo I de Prusia, que temía
enfrentarse con Rusia, dijo a un diplomático británico en 1726: “a mí,
vuestra flota, no me sirve para nada”. Dos años después se informó de
que el Duque de Parma había dicho que: “él no temía a los ingleses, por
que su flota no podía llegar hasta él en Parma”. En 1727, el Canciller
austríaco Conde Sinzendorf se burlaba de las posibilidades ofensivas de
la Armada británica diciendo: “unos cuantos botes descascarillados en
Nápoles o en Palermo no solucionarán el problema”. Y tres años después
manifestaba sus dudas sobre la capacidad operativa de los estados que se
habían aliado con el Tratado de Sevilla, Francia, Gran Bretaña, España y
las Provincias Unidas, para poner en peligro la posición hegemónica de
Austria en Italia, basándose en que: “los desembarcos de tropas no podí
an ser muy grandes y las flotas sólo podrían incendiar unas cuantas
casas”2.
Los catastróficos resultados que habían reportado las operaciones
anfibias de ese siglo, respaldaban la opinión de Sinzendorf. En aquella
ocasión, no sólo se vio que era imposible organizar un ataque de este tipo
contra la Italia bajo dominación austríaca en 1730, debido en parte a la
falta de cooperación entre las potencias aliadas, un problema funda
mental a lo largo de toda la centuria, sino que los obstáculos que debían
superar las operaciones anfibias de entonces eran los mismos problemas
técnicos y logísticos a los que se enfrentaba en general la práctica de la
guerra en el siglo XVIII. Las operaciones navales no contaban con una
potencia de fuego sostenida, ni con otros avances posteriores, tales como
una cobertura aérea, barcazas de desembarco y aprovisionamiento espe
cializadas, barcos de guerra capaces de brindar un fuego de cobertura o
navios que pudiesen operar aun con vientos contrarios. Los desembarcos
eran demasiado lentos; resultaba difícil embarcar y trasladar los carros y
caballos necesarios; por lo general, no se conocían de forma adecuada los
problemas de la navegación y las defensas de las costas enemigas y no
solían reunir suficientes barcos de transportes. A consecuencia de ello,
2 BLACK, J., “The British Navy and British foreign policy in the first half of the eighte-
enth century”, en BLACK, J. y SCHWEIZER, K. (eds.)., Essays in European History' (1985),
P- 43.
391
las operaciones con más éxito solían ser incursiones a pequeña escala,
como las que lanzaron las tropas de las galeras rusas contra los suecos en
los últimos episodios de la Gran Guerra del Norte. Los intentos de llevar
a cabo intervenciones más importantes fracasaron, y en ocasiones, como
sucedió con la operación anfibia realizada por los franceses para liberar
Danzig en 1734, acabaron siendo un verdadero desastre. Asimismo, los
esfuerzos realizados en operaciones combinadas, como las ejecutadas en
las invasiones de la Provenza en 1707 y 1746, que contaron con el res
paldo de la Armada británica, sólo tuvieron un éxito limitado.
Estas dificultades forman parte del fracaso, a una escala mucho más
general, del poderío naval, que no han sabido apreciar algunos de los
principales especialistas de la política europea en la Epoca Moderna,
quienes han llegado a sostener que sólo “lo global podía abarcar hasta
donde era posible”, refiriéndose a que en este período el liderazgo inter
nacional se sustentaba en el poderío naval. Pero la realidad era otra muy
distinta. Cuando los ministros británicos pensaron en utilizar el poderío
naval como arma principal en las coaliciones antirrusas que crearon en
1720-21 y 1791, se dieron cuenta de que tendría muy poca eficacia en el
conflicto. El giro que se produjo en el equilibrio de poderes europeo a
favor de Austria, Prusia y Rusia, y la falta de intereses coloniales de estos
estados, sobre todo en cuanto Carlos VI disolvió la Compañía de Ostende
en 1731, restaron importancia política a la doctrina de la supremacía
naval. Además, resultaba difícil mantener esta supremacía. Los éxitos
navales británicos y la concentración francesa en la práctica del corso
hicieron que a fines de la Guerra de Sucesión Española, Gran Bretaña se
convirtiera en la primera potencia naval, y que las Provincias Unidas no
volviesen a representar ya un serio competidor para su liderazgo, ni lo
necesitasen a raíz de la entente diplomática anglo-holandesa, que duraría
desde 1688 hasta 1756. Este dominio naval británico se puso claramente
de manifiesto a fines de los años 1710 y durante la década de 1720.
Sin embargo, el desarrollo que experimentaron las armadas de guerra
francesa y española bajo los ministerios de Maurepas y Patiño, respecti
vamente, modificó la situación a lo largo de la década de 1730 y alteró
sustancialmente el equilibrio entre las potencias navales. Cuando Francia
y España se aliaban, como en 1733-35 y 1740-48, las posibilidades de
victoria británicas se reducían considerablemente y el éxito que éstos
obtuvieron en la Guerra de los Siete Años se debió en gran parte a la neu
tralidad española (1756-61), y aun así, la supremacía naval británica se
encontró con situaciones bastante comprometidas, como cuando fracasó
el intento de socorrer a su guarnición de Menorca en 1756.
Tanto en Gran Bretaña como en Francia, las dos principales potencias
navales de la época, no había una postura unánime a favor de la suprema
cía naval, pero en el debate se confrontaban las ventajas que podía brin
dar en las estrategias continentales y coloniales. Hasta mediados de la
década de 1760, Gran Bretaña trató de combinarlas. Envió soldados al
Continente en las Guerras de Sucesión Española y Austríaca y en la Gue
rra de los Siete Años. Pero, a pesar de los intereses que tenían los reyes
de la Dinastía Hannover, como príncipes electores de ese estado alemán,
siguió considerándose al ejército como un cuerpo complementario al
392
poderío naval y no como su sustituto. El compromiso que mantuvo la
política francesa con el desarrollo de su poderío naval fue menos cons
tante. A principios de la década de 1750, Rouillé y Machault dirigieron
un programa de construcción naval ideado para ampliar la flota a 63
navios de línea, pero en 1756 Francia sólo pudo contar con 45 de ellos.
Aunque la flota fue destruida durante la Guerra de los Siete Años, a lo
largo de la década de 1760 Choiseul la reconstruyó y consiguió reunir
hasta 60 navios de línea en 1770. En combinación con la renovada flota
de guerra española, los franceses fueron capaces de desafiar la superiori
dad naval británica en la Guerra de Independencia Americana. La gran
Armada que poseía Francia a fines de los años 1770, que contaba con
navios mejores que los británicos, construidos incorporando nuevos ade
lantos científicos, y con un sistema de reclutamiento por conscripción
relativamente avanzado, representaba un logro muy importante para el
Antiguo Régimen francés. En sus técnicas de construcción naval, los
franceses aplicaron algunos de los nuevos descubrimientos científicos,
como los realizados por Euler sobre la resistencia de fluidos y cuerpos
flotantes, coincidiendo con las aplicaciones hechas por Castries en cues
tiones relacionadas con la medicina naval. Este desarrollo de la marina
francesa fue equiparable al programa de construcción naval que empren
dió Gran Bretaña durante la guerra, que hacia 1782 volvió a proporcionar
a su Armada, pese a carecer de aliados, una clara superioridad naval y le
permitió alcanzar una magnífica posición durante el conflicto con la
Francia revolucionaria. Cada guerra marcaba un nuevo récord en las pro
porciones de la Armada británica, estableciendo para la siguiente genera
ción un nuevo objetivo a batir, que era posible superar gracias al aumento
de la prosperidad del país, sobre todo en cuanto al crecimiento' de la
población y al desarrollo de su marina mercante. En 1762, la Armada bri
tánica contaba con unos 300 barcos (141 navios de línea) en servicio
activo y unos 80.000 hombres.
El gigantesco tamaño de los principales navios y el enorme gasto que
requerían su construcción, mantenimiento y tripulación tuvo consecuen
cias semejantes a las que ocasionó el crecimiento de los ejércitos de las
grandes potencias. Tendieron a aumentar las diferencias existentes entre
potencias de primer y segundo orden. Perdieron importancia algunas de
las principales potencias navales de décadas anteriores, como Portugal,
Suecia, las Provincias Unidas y Venecia. La flota de guerra sueca llegó a
contar con 34 navios de línea en 1697, pero a fines de 1710 estaba prácti
camente deshecha. La falta de dinero para la construcción de nuevos bar
cos y la escasez de hombres para tripularlos hizo que el número de barcos
disponibles siguiera siendo exiguo. Al igual que sucedía con su ejército,
Suecia ya no podía salir airosa de un enfrentamiento directo con Rusia.
No obstante, el desarrollo titubeante, pero notable, de esta última como
potencia naval apenas tuvo repercusiones en el ámbito oceánico. La
expedición de una flota rusa desde el Báltico al Mediterráneo, donde
derrotó a la armada turca en Chesmé (1770), requirió la asistencia de los
británicos. Pero tanto en el Mar Báltico como en el Mar Negro, Rusia se
convirtió en una formidable potencia naval, que en 1785 disponía de una
fuerza combinada de 49 navios de línea.
393
Las flotas de guerra reflejaban de forma muy directa muchos de los
problemas que debía afrontar el mando militar en esta época. La dificul
tad de conseguir provisiones en alta mar hizo que la logística se convir
tiese en uno de los problemas más graves. Las deserciones podían poner
en peligro la capacidad operativa de los navios. La corta vida de los
buques pone de relieve el acuciante problema del armamento de la época.
La administración naval solía ser demasiado rígida y bastante ineficaz.
En la década de 1750, los navios británicos se construían y equipaban sin
orden ni concierto, y su construcción no incluía la provisión del arma
mento. El Mando de la Armada se oponía a la introducción de innovacio
nes en el trabajo de los astilleros. Un informe realizado en 1759 sugería
que se pagase más a sus trabajadores para compensarles por su derecho a
llevarse madera para leña, porque cuando se trató de suprimir semejante
privilegio estalló un motín en Chatham en 1756, al que siguieron diver
sos disturbios en muchos otros astilleros, y no se pudo hacer nada. Aun
así, sería ridículo negar los logros que experimentó la administración del
siglo XVIII. Pese a los problemas de almacenaje, el porcentaje de los
suministros que se echaron a perder en los navios de la flota británica
durante la Guerra de los Siete Años no llegaron a superar el 0,01% . En
1782, las raciones necesarias para mantener a los 72.000 hombres desti
nados en Norteamérica procedían de las Islas Británicas. Las levas de
enganche eran un sistema de reclutamiento más barato, sencillo y flexi
ble, pese a los problemas que también conllevaba. Como vemos, las ope
raciones navales revelan muchos de los logros y limitaciones de los
gobiernos y las sociedades de la época. En cuál de ellos se puede poner
más énfasis, debe ser en parte una cuestión subjetiva. Aunque en 1762 un
grupo de navios de guerra británicos contribuyó a arrebatar Manila a los
españoles, una ciudad situada en el otro extremo del Mundo, seguían
estando a merced del mar y los vientos. Y aunque fuera posible marinar,
equipar y abastecer a grandes escuadras, en 1740 el tifus se cebó en la
Armada británica y en 1741-43 la Armada sueca quedó fuera de combate
por varias epidemias graves, que se originaron en gran parte por las con
diciones insalubres en que vivía la marinería y el pésimo estado de sus
provisiones. Este tipo de problemas hacía que resultase más imprevisible
la suerte de las cuestiones militares y más caprichosa la evolución de la
situación internacional.
394
CAPÍTULO XII
EL GOBIERNO Y LA ADMINISTRACIÓN
E l o r d e n p ú b l ic o , l a d e l in c u e n c i a y l a s l e y e s
1 Dfc BOOM, G., Les M inistres Píénipotentiaires dcins les Pays-Bas Autrichiens
(1932), pp. 239-40.
401
Aun así, debemos advertir que también hubo una importante resis
tencia a la introducción de tales cambios.-La sugerencia hecha por Kau
nitz no recibió una respuesta oficial hasta 1766, en que el Gran Consejo
decidió mantener su respaldo a la tortura y las marcas a fuego. En 1771,
este consejo volvió a insistir en que la tortura era un procedimiento
necesario. Muchos de los diputados elegidos en Rusia en 1767 para for
mar parte de la Comisión Legislativa consideraban la tortura como un
instrumento de disuasión esencial y como un medio válido para obtener
confesiones de los criminales. Celosa de la inmunidad que disfrutaba
ante la tortura y los castigos corporales, la nobleza rusa no quería que
este privilegio se extendiese a otros estamentos. Los parlements france
ses lograron evitar que se aboliese la tortura hasta la década de 1780. En
1780 se abolió el uso de la tortura para obtener una confesión y su uso
para averiguar los nombres de otros cómplices en 1788. Los intentos de
abolir la tortura promovidos en Lombardía bajo el reinado de María
Teresa no prosperaron, y el proceso consultivo que precedió a su aboli
ción en la mayoría de los dominios de los Habsburgo en 1776, pusieron
de manifiesto que los gobiernos provinciales de la Alta y Baja Austria,
Bohemia y Moravia y el Tribunal Supremo respaldaban el uso de la tor
tura. En Rusia y España no quedó abolida hasta principios del siglo XIX.
Hasta cierto punto la práctica de la tortura obedecía a la limitada
validez de las labores de investigación de los delitos graves, a la influen
cia que seguían teniendo los precedentes legales y a una mentalidad en la
que el uso del tormento para averiguar la verdad se consideraba fiable y
acertado. Sin embargo, la mayoría de los delitos no se incluían dentro de
esta categoría tan grave, y es posible que la mayor parte de la población,
formada sobre todo por campesinos, solventase sus propios problemas
sin recurrir a las instituciones judiciales. Además, en gran parte de
Europa la autoridad jurídica en muchos casos no recaía en los tribunales
reales, sino en individuos o instituciones que disfrutaban de poderes
jurisdiccionales por virtud de los cargos que desempeñaban o merced a
determinados privilegios. En múltiples regiones seguía siendo muy
importante la presencia de la justicia señorial, y numerosas corporaciones
privilegiadas, tales como los ayuntamientos o los gremios, también goza
ban de ciertos poderes jurisdiccionales, que reforzaban su autoridad y
podían suponer una valiosa fuente de ingresos. En la mayor parte del
continente europeo, la autoridad judicial de la corona en primera instan
cia se limitaba a determinados lugares, como las carreteras principales, y
a determinados delitos, como el de traición, y en grado de apelación en
casos específicos. Por ello, en la región de Sarlat situada en el Suroeste
de Francia, los casos de robo eran competencia de los tribunales señoria
les y en las sentencias dictadas en las décadas de 1760, 1770 y 1780
siguieron guardándose las prácticas tradicionales en cuanto a la compen
sación y la reconciliación entre las partes. Resulta difícil valorar la efica
cia que tenían tanto los tribunales reales como los privados. Los pleitos
civiles podían ser lentos y caros, debido a los honorarios que debían
satisfacer los litigantes a los funcionarios, tal como era costumbre en la
administración del Antiguo Régimen, ya fuese real, eclesiástica, señorial
o corporativa. Y aunque esta forma de remuneración permitía que parte
402
del coste de las instituciones recayeran sobre los consumidores, también
los desanimaba a llevar sus pleitos a los tribunales.
Aun así, tendió a incrementarse la búsqueda de una solución legal a
las disputas civiles. En Francia, donde se distinguía entre la Ley, que per
mitía hacer valer los derechos abstractos, y la mediación, cuyo objetivo
era restaurar la armonía en una comunidad, parece que los mediadores
empezaron a recurrir cada vez más a los derechos reconocidos por la
Ley, y en el Languedoc fueron más los conflictos que se resolvieron en
los tribunales y bastantes menos los que lo hicieron de manera informal.
Se ha llegado a decir que en Surrey, donde un elevado porcentaje de los
procesos judiciales fueron emprendidos por trabajadores y sirvientes,
reinó la Ley y estuvo al servicio de todos los grupos sociales. Pero sería
erróneo pensar que ias disposiciones dictadas por las instituciones
judiciales eran aceptadas de forma general. Las disputas de sangre y las
iniciativas llevadas a cabo para imponer determinadas normas de com
portamiento o para obtener ventajas sociales, eludían el control de las
autoridades y prevalecían en muchas regiones. La literatura centrada en
el crimen presentaba con tintes heroicos a los delincuentes más célebres,
que actuaban como salteadores de caminos o eran líderes bandoleros,
como los franceses Mandrin y Louis-Dominique Cartouche. Por otra
parte, resulta difícil valorar las actitudes del pueblo tanto respecto a la
Ley como a su aplicación. Aunque la concepción de un comportamiento
adecuado varía según la posición social y según las regiones, en lugar de
considerar a ésta como una causa del antagonismo social, sería más apro
piado advertir que con frecuencia las concepciones de la elite y del pue
blo coinciden. Los cambios experimentados en la consideración de lo que
era delito también varía de unas regiones a otras. Parece que la inseguri
dad de la vida material contribuía en parte a favorecer la violencia, así
por ejemplo, en Altopascio puede establecerse una relación directa entre
los delitos y la situación material del delincuente, de manera que tendían
a aumentar en los años de penuria. Existía, por tanto, un equilibrio inesta
ble entre la lasitud general, y la actividad episódica y la severidad con la
que aplicaban la ley unas fuerzas de policía en general débiles,, que en los
períodos de escasez debían soportar una gran presión.
Hubo diversas iniciativas encaminadas a reformar el sistema judicial.
Procuró restringirse y regularse cada vez más el poder y la actividad de
los tribunales señoriales. Se codificaron las leyes, pero a un ritmo dema
siado lento y sólo de forma parcial. En 1686, los Estados Generales sue
cos autorizaron crear una comisión encargada de la codificación de las
leyes suecas, que en su mayoría databan de la Edad Media y resultaban
en gran medida inaplicables o eran apenas inteligibles. Pese a contar con
el apoyo del rey Carlos XII los progresos hechos por la comisión eran
muy lentos, con todo, el jurista Gustav Cronhielm redactó un código pro
visional en los años 1720, que fue debatido a fondo por los Estados
Generales en 1731 y 1734. Este definitivo Código de 1734 ha servido de
base para el desarrollo de la legislación sueca actual.
En Suecia, como en el resto del Continente, este proceso de codifica
ción legal fue anterior al surgimiento de la Ilustración y se debió a la
confusión que había en el cuerpo de leyes vigente. Con el propósito de
403
lograr mayor claridad, muchos juristas rechazaron la idea de que las
leyes del pasado tenían un carácter sacrosanto y presionaron para que se
elaborase un código legal acorde con el desarrollo de la sociedad, alejado
ante todo de ese papel disciplinario que había fomentado la Iglesia, y que
pudiera emplearse para orientar dicho desarrollo. En las jurisprudencias
holandesa y napolitana, se modificó la noción de Derecho Natural, consi
derándose al Derecho como una ciencia “newtoniana” de la naturaleza
humana, cuyo objetivo sería determinar lo que debe producir forzosa
mente las leyes, la moral y las normas. Muchos escritores, que tradicio
nalmente suelen incluirse entre los intelectuales de la Ilustración, estaban
convencidos de que las disposiciones judiciales desempeñaban un papel
creativo en la vida social, y llegaron a concebir un ideal legislativo y
judicial que debía reemplazar a los preceptos y prácticas tradicionales
con lo que ellos interpretaban como un sistema ejemplar y lógico.
Quedó de manifiesto que semejantes nociones eran demasiado ambi
ciosas. Luis XIV nunca trató de llevar a cabo una reforma profunda del
sistema legal y Francia mantuvo a lo largo del siglo XVIII varios sistemas
legales diferentes. En la segunda mitad de esta centuria empezó a desa
rrollarse un proceso de codificación y reforma judicial. Varios escritores,
que reflexionaban a partir de principios básicos, eran partidarios de la
existencia de jurisdicciones igualitarias, de una jerarquía de tribunales
simplificada, de procedimientos legales más eficaces, de un único código
lesgislativo más racional, y de la abolición de la venta de oficios y del
pago de las prebendas tradicionales, que eran aspectos esenciales en las
instituciones judiciales francesas. En 1771, el Canciller Maupeou intro
dujo importantes cambios. Estableció nuevos tribunales en seis ciudades
ubicadas dentro de la jurisdición del viejo Parlement de París, con poder
decisorio sobre casos que hasta entonces debían ser juzgados en la ca
pital. También se establecieron tribunales supremos en Normandía y
Languedoc. La creación de estos conseils supérieurs representaban un
intento de formar áreas jurisdiccionales más equilibradas. Tanto en estos
conseils como en los parlements remodelados, Maupeou no consintió la
venta de oficios, pero sí en los tribunales inferiores. Los jueces recibían
salarios en lugar de las tradicionales prebendas. Pronto se lanzaron críti
cas contra los nuevos tribunales, tachándolos de corruptos e incompe
tentes, pero fueron sobre todo los cambios políticos que siguieron al
ascenso al trono de Luis XVI en 1774 los que propiciaron la revocación
de semejantes reformas y la dimisión de Maupeou. Aunque ya no se pro
ducirían cambios fundamentales en el sistema judicial francés hasta el
advenimiento de la Revolución, en que se abolieron los parlements y se
codificaron las leyes, en 1786-87 se reformó el derecho penal y se intro
dujeron ciertas reformas judiciales.
En muchos otros países los cambios en su sistema judicial también
fueron bastante limitados. En 1735 fracasó un intento de reforma de los
tribunales napolitanos, y también las iniciativas emprendidas en la déca
da de 1740 para conseguir una codificación legal única. En los principa
dos danubianos se trató en varias ocasiones de codificar las leyes locales.
En Polonia, en donde, debido a la falta de organismos gubernamentales
que aplicasen las leyes, eran los propios demandantes quienes debían
404
hacer cumplir los veredictos, el pago de “compensaciones económicas”
siguió siendo la forma habitual de solucionar los casos de asaltos y asesi
natos hasta que se introdujeron diversos cambios en 1764, y durante la
segunda mitad del siglo xvill tendió a aumentar el interés por la elabora
ción de un código legal único. Los nobles de las provincias milanesas
anexionadas por Víctor Amadeo II se negaron a prestar servicio en su
ejército, cuando él trató de aplicarles las leyes del Piamonte. Seguía
habiendo además diferencias entre los sistemas legales del Piamonte y
Saboya. Del mismo modo, tras la conquista de Federico II, el derecho
común prusiano sólo tuvo una validez limitada en Silesia. En 1745, se
encargó a Pompeo Neri que revisara el código legislativo toscano, y aun
que en el informe que realizó en 1747 propuso la reorganización de sus
leyes, su iniciativa fue totalmente rechazada.
En otras partes, se aprecian cambios más notables. Las victorias
militares obtenidas por Felipe V le permitieron introducir una importan
te transformación en el sistema legal español. En 1707, fueron abolidos
los privilegios políticos de los reinos de Aragón y Valencia, se introdujo
en ellos el derecho castellano y se establecieron Tribunales Supremos
siguiendo el modelo de Castilla. En 1715 se creó un Tribunal Supremo
en Mallorca y en 1718 quedó abolido el derecho civil mallorquín. En
1716 los Decretos de Nueva Planta prohibieron el uso de la lengua cata
lana en la administración y en los tribunales de justicia de Cataluña. Los
usos y costumbres catalanes quedaron también abolidos y se introdu
jeron el derecho y la práctica legal castellanos. Pero estas disposiciones
no llegaron a implantarse de tal forma que pudieran llegar a alcanzar
una normalización. En 1711 y 1716 se decidió que los casos civiles ara
goneses y valencianos no tenían que ser juzgados de acuerdo con el
derecho castellano a menos que interviniese en ellos la corona. Los
Decretos de Nueva Planta estipularon que el Derecho catalán debería
limitarse a los asuntos relacionados con la familia, la propiedad y los
derechos individuales. El Derecho Civil y Mercantil siguió siendo exclu
sivamente catalán y hasta principios del siglo XIX también conservó su
vigencia el Derecho Penal catalán. En Navarra y en el País Vasco se pre
servaron las leyes y tribunales locales. Su potencia militar también per
mitió a los austríacos cambiar el sistema jurídico de la Pequeña Valaquia,
que ellos gobernaron entre 1718 y 1739, limitando los derechos que
gozaban la nobleza y el clero, e introduciendo nuevas disposiciones sobre
los servicios de trabajo. En otros dominios de los Habsburgo no tuvieron
éxito los intentos llevados a cabo para introducir importantes cambios
judiciales durante las primeras décadas del siglo XVIII. José I creó algu
nas comisiones para codificar, revisar y unificar las leyes estatutarias de
Moravia y Bohemia. Estas comisiones, que actuaron sobre todo en los
años 1709-10 y a principios de la década de 1720, estaban integradas por
miembros de los Estados Generales. Redactaron solamente una de las
nueve secciones concebidas en el nuevo código legal, la que concernía al
derecho constitucional, poniendo énfasis en los derechos y privilegios de
los propios Estados Generales.
En realidad, no hubo cambios importantes hasta el reinado de María
Teresa. En 1747, Gabriele Verri volvió a redactar el código legislativo
405
milanés y dos años después se abolieron las Chancillerias de Austria y
Bohemia. Se separaron las funciones judiciales y administrativas del
gobierno central, y se introdujeron cambios semejantes en los gobiernos
de las proviricias, sustituyendo los Senados de Justicia por tribunales de
apelación dependientes del Departamento de Justicia. En Badén no se
llevó a cabo una separación semejante hasta 1790, con la creación de una
judicatura independiente. En 1749 los cambios introducidos en el sistema
judicial austríaco facilitaron el proceso de codificación legal. La codifi
cación del derecho civil empezó a realizarse en 1753, porque se prefirió
coordinar el conjunto de leyes provinciales existentes y completarlas,
cuando fuera necesario, con el Derecho Natural, en lugar de introducir un
sistema legal completamente nuevo basado sólo en la razón. Esta codifi
cación no se terminó hasta 1811. Siguieron conservándose muchas de las
prácticas tradicionales, y sobre todo los particularismos de cada provin
cia. En lugar de apoyar la implantación de una legislación común en
todos los dominios de María Teresa, el presidente del Departamento de
Justicia dijo a la Emperatriz que era más prudente introducir las leyes
nuevas en una sola provincia y si tenían éxito podrían ampliarse a las
demás. María Teresa mantuvo vigente en Galitzia gran parte del derecho
polaco y la organización judicial de los Países Bajos Austríacos conservó
intactas sus características esenciales. El segundo hijo de María Teresa,
Leopoldo, llevó a cabo importantes reformas en Toscana, donde detentó
el título de Gran Duque desde 1765 a 1790 y donde las ideas de Beccaria
llegaron a tener gran influencia. Se reformó el sistema de nombramiento
de los jueces, se suprimieron las penas de cárcel para los deudores, se
instituyó la publicación de los juicios y se introdujeron normas muy precisas
para dictar las sentencias e instruir los casos. En 1786, se abolió la pena de
muerte y se reconoció el derecho a la defensa del acusado. José II se mostró
mucho más partidario que su madre de potenciar la normalización del cuerpo
de leyes vigente. En 1784 escribió a Kaunitz:
He encontrado en Lombardía importantes mejoras desde mi última visita
hace 15 años ... he ordenado al gobernador que averigüe en qué forma podrían
adaptarse los principios jurídicos establecidos en las provincias alemanas a
las circunstancias locales de allí. Sin duda, el objetivo más importante es
mejorar y acelerar la administración de justicia, que ciertamente ha mejorado
mucho en Alemania merced a los principios que se han introducido2.
En 1787, se promulgó un código penal basado en el principio de
igualdad ante la ley. Redactado de forma clara y concisa, supuso la aboli
ción de la pena de muerte. Ese mismo año José II intentó reorganizar el
sistema judicial de los Países Bajos Austríacos. Durante su visita, pudo
advertir que el sistema existente era caótico, pues contaban con unos 699
tribunales diferentes y un excesivo número de abogados. José II deseaba
aumentar su eficacia y acabar con las presiones que ejercían los intereses
3BEATTIE, J. M., Crime and the Courts in England 1660-1800 (1986), p. 621.
408
judiciales podían responder por sí mismas a los problemas, así por ejem
plo, se crearon en Inglaterra tribunales de requerimiento para conseguir
que la gente pagase sus deudas, en cuanto dejaron de ser rentables los tri
bunales centrales basados en el derecho consuetudinario. También pudie
ron tomarse algunas iniciativas importantes, como las que emprendieron
la policía de París o los magistrados del Condado de York a principios de
los años 1780, que permitieron mayor control y vigilancia sobre el con
junto de la .población. La eficacia de la policía y la calidad de la actua
ción de las instituciones judiciales se han convertido en tópicos en nues
tra visión de la Europa del XVIII, que todavía ocultan muchas de sus
deficiencias. Por ello, probablemente se ha prestado poca atención a la
capacidad que tenían estas instituciones para desarrollarse por sí mismas
y se ha concedido excesiva importancia a cuestiones tales como el con
trol que ejercían en su jurisdicción y sus intervenciones fuera de ella.
11 RAEFF, M., The Well-Ordered Pólice State: Social and Institutional Change through
Law in the Germanies and Russia, 1600-1800 (1983).
12 MATHIAS, P., The Transformation of England (1979), p. 118.
13 EHRMAN, J., The Yonger Pitt. The Years of Acclaim (1969), p. 255.
416
extranjeros. Los ingresos aduaneros eran muy valiosos, no sólo porque
resultaban fáciles de recaudar, sino también porque podían emplearse
como garantía en la negociación de nuevos empréstitos. En 1701, Carlos
XII de Suecia pudo pedir prestados 750.000 florines a las Provincias
Unidas con la garantía de los derechos aduaneros de Riga. Pero los ingre
sos que podían proporcionar se veían perjudicados por el contrabando, la
malversación de fondos y las exenciones. Víctor Amadeo II pudo dupli
car los ingresos aduaneros de Palermo luchando contra la corrupción. En
Nápoles, se redujo considerablemente el contrabando de la seda en cuan
to el gobierno limitó en 1751 los privilegios de las propiedades eclesiásti
cas, ya que hasta entonces la producción de seda en las tierras de la Igle
sia había estado exenta del pago de aranceles y el clero no se hallaba bajo
la jurisdicción de los tribunales civiles. Treinta años después, los comer
ciantes franceses asentados en Palermo defendieron sus privilegios frente
a la creación de un nuevo impuesto para la mejora de los caminos loca
les. Ante las presiones del Embajador francés en Nápoles, el gobierno
señaló que otros privilegios, como los que disfrutaban los cardenales y la
Orden de Malta, también se habían suprimido14.
La lista de los medios que se empleaban para aumentar los ingresos
fiscales podía incrementarse con facilidad. Se vendían títulos nobiliarios
y oficios públicos, y los estados que precisaban fondos con urgencia,
como le sucedió a Dinamarca en 1715 o a Venecia en 1743, solían recu
rrir a este expediente. En la provincia de Holanda, donde se vendían los
oficios relacionados con la recaudación de impuestos y las administra
ciones de correos, se gravó esta fuente de ingresos hasta 1800. En los
Países Bajos Austríacos, todos los funcionarios del gobierno, incluidos
los jueces, debían pagar una cuota en el momento de su designación, y
aunque María Teresa estaba al corriente de los problemas que acarreaba
este arbitrio fiscal, nunca encontró una ocasión oportuna para suprimir
lo. Se crearon loterías en diversos estados, como en los Países Bajos
Austríacos a mediados de siglo, y los franceses recurrieron a las tonti-
nas, que permitieron recaudar en 1759 un capital de 46 millones de
libras francesas. A cambio de una contribución no reembolsable, el inte
rés que se pagaba a los inversores ascendía a medida que fallecían los
miembros de cada grupo de edad. Pero el gobierno se veía perjudicado
por el nivel tan elemental de las estadísticas actuariales para calcular
niveles de devolución que resultasen rentables. Las rentas que propor
cionaban las tierras de la corona podían ser muy importantes, y contri
buyeron por ejemplo a dar mayor solidez financiera al gobierno prusia
no. No obstante, en la mayoría de los países el patrimonio real había
perdido gran parte de su valor. Durante el reinado del Zar Pedro I, el
patrimonio de la corona rusa se redujo casi a la mitad. Por último, la
devaluación de la moneda también se convirtió en un expediente fiscal,
utilizado a la desesperada por Federico II durante la Guerra de los Siete
Años. En este mismo conflicto, Carlos Eugenio de Württemberg no sólo
El préstamo de capital
Las diversas fuentes de ingresos que empleaban los gobiernos euro
peos no solían ser suficientes y por ello, se veían forzados a negociar
préstamos. Un diplomático británico escribió desde Turín en 1780
diciendo:
Los impuestos son tan elevados que la tierra ya no puede soportarlos, y si no
se trata de potenciar el comercio para incrementar los ingresos aduaneros, el
rey de Cerdeña se va encontrar en un apuro para mantenerse sin tener que
pedir dinero prestado15.
Los gobiernos negociaban préstamos tanto con hombres de negocios
extranjeros como con nacionales. Las Provincias Unidas, Suiza y Génova
eran las principales fuentes de crédito internacional, sus banqueros eran
capaces de aprovechar las amplias redes europeas que se extendían más
allá de las fronteras nacionales y religiosas. En 1746, a Augusto III de
Sajonia-Polonia se le ofrecieron préstamos en Suiza y en Frankfurt para
mantener el crédito del ducado sajón. En 1765, el Banco holandés de Clif-
ford proporcionó un préstamo de 10 millones de florines para la corona
danesa. Una parte considerable de la deuda nacional británica se había
contraído con inversores extranjeros. En 1724, el 12% del capital social
del Banco de Inglaterra era controlado por holandeses. Por ello los cam
bios económicos dentro de un estado podían tener importantes consecuen
cias fuera de sus fronteras. La quiebra de dos de los principales bancos
holandeses ocurrida en 1763 se debió en parte a las iniciativas llevadas a
cabo por Federico II para recuperar la solidez de su moneda tras las altera
ciones que había sufrido su cambio durante la guerra. La grave situación
de la deuda del gobierno francés afectó considerablemente a las finanzas
genovesas. No obstante, también aumentaron de forma notable las posibi
lidades de crédito nacionales, sobre todo mediante el pago en letras. Éstas
solían negociarse con un descuento, que ascendía, por ejemplo, a un 15% o
20% en los pagos que se hicieron en el otoño de 1757 a los trabajadores de
la Armada en Tolón. Se ha calculado que al año siguiente, las deudas de la
Armada francesa superaban los 42 millones de libras, y que en 1759 gastó
otros 20 millones más de lo que había recibido, arruinando su sistema de
crédito. Durante esta misma guerra, el gobierno británico pidió prestado
un 37% de los 83 millones que había gastado. Y en la siguiente, casi la
19 STOYE, J., “Emperor Charles VI: The Early Years of the Reign”, Transactions of
the Royal Historical Society (1962), p. 67.
422
Generales) que representase a todos los territorios hereditarios .del Impe
rio, y la implantación de un impuesto sobre la renta. Sin embargo, como
ocurrió también en España y en Rusia, la mayoría de los proyectos finan
cieros concebidos en las dos primeras décadas del siglo XVIII no se pusie
ron en práctica o apenas tuvieron éxito. Asimismo, en las dos décadas
siguientes a la negociación de la Paz de Utrecht en 1713, los holandeses
trataron, en vano, de introducir nuevas formas de contribución para redu
cir el peso, abrumador de sus deudas. Y la segunda Gran Asamblea de
1716-17, convocada al igual que su predecesora en 1651 para estudiar los
cambios políticos y financieros que podían acometerse, prácticamente no
logró nada positivo ante el grave enfrentamiento que había entre las dis
tintas provincias.
El período comprendido entre 1725 y 1748 no se caracterizó por la
aparición de cambios significativos en los sistemas financieros europeos.
La guerra acaparó por completo la atención de muchos estados durante
bastante tiempo, y la mayoría de los monarcas y los principales ministros
de entonces (Fleury en Francia; Walpole en Gran Bretaña; Catalina I,
Pedro II y Ana en Rusia; Carlos VI en los últimos años de su reinado,
Sinzendorf y Eugenio en Austria; y Felipe V en los últimos años de su
reinado en España) no se mostraron interesados en promover esta clase
de cambios. Además, la crisis económica que hubo en Francia, Gran Bre
taña y las Provincias Unidas en los años 1720-21 tampoco propiciaba
ensayar experimentos de este tipo, y las nuevas iniciativas no siempre
tenían éxito. Así por ejemplo, de acuerdo con la normativa aprobada en
1733 todos los colegios (ministerios) rusos encargados de la recaudación
de rentas del estado debían remitir sus cuentas al Colegio de la Auditoría,
pero en 1769, 53.170 de estas cuentas quedaron pendientes de revisión
debido a la falta de personal, y la Junta de la Sal, que no había remitido
sus cuentas desde 1735, hizo constar que no podía supervisar la contabi
lidad de los 600 lugares donde se vendía la sal. A mediados de siglo se
introdujeron reformas en varios países. Los últimos años de la década de
1740 fueron muy importantes tanto en Austria como en España. En
ambos países, la necesidad de aumentar la recaudación tributaria y las
tendencias centralizadoras promovidas por algunos de sus ministros, dio
como resultado la aparición de nuevos sistemas, como la investigación
llevada a cabo por la Comisión Gaisruck sobre las ciudades de la Baja
Austria. Los cambios que Haugwitz introdujo en Austria se basaron en la
toma de conciencia de que las instituciones fiscales existentes eran inade
cuadas y que era preciso recaudar fondos para la guerra con Prusia. En
los Países Bajos Austríacos y en Lombardía se emprendieron diversas
reformas tributarias. Así por ejemplo, en la provincia de Flandes se refor
mó en 1754 la distribución desigual de la carga impositiva que había pro
piciado el dominio sobre los Estados Provinciales que ejercían el clero y
las ciudades de Gante y Brujas.
La Guerra de los Siete Años ocasionó un considerable retraso en la
aplicación de los cambios financieros previstos en algunas regiones,
como la provincia de Brabante en los Países Bajos Austríacos, pero el
elevado coste del conflicto obligó a la mayoría de los contendientes, ya
fueran grandes potencias, como Gran Bretaña, o estados pequeños, como
423
Badén, a considerar seriamente la necesidad de acometer una importante
reforma financiera durante los años de la post-guerra. Thomas Freiherr
von Fritsch, el hijo noble de un editor de Leipzig, desempeñó un papel
muy importante en la recuperación de la devastada Sajonia. El gobierno
sajón, que se hallaba bajo la influencia de los círculos mercantiles y ban-
carios de sus principales ciudades, concentró sus esfuerzos en potenciar
el desarrollo económico, en lugar de hacerlo sobre su ejército o de inten
tar mantener sus lazos dinásticos con Polonia. A finales de 1764 la Dieta
nombró una Comisión de Finanzas que se encargaría de crear un sistema
general de aduanas, pero el proyecto se vio frustrado por la intervención
de Federico II. El Tesoro portugués, cuya supervisión contable se confió
a Pombal en 1761, actuó de manera relativamente eficiente y eficaz.
La política financiera que adoptaron las principales potencias euro
peas puede valorarse desde diversos puntos de vista. Ninguna de ellas
podía emular a la Prusia de Federico II, que en 1740 había heredado una
hacienda disponible de 10 millones de táleros y dejó a su sucesor más de
51 millones en 1786. Estas sumas ponen de manifiesto los grandes bene
ficios que reportaban los períodos de paz, pero también se explican por la
fuerte posición interna que gozaba la dinastía reinante en Prusia. Aunque
había otros estados importantes que se hallaban muy endeudados, esto no
les impedía mantener su política interior y desarrollar una dinámica polí
tica exterior. Podría servir de ejemplo la calamitosa situación de las
finanzas francesas durante los años 1763-78, pero no deberían sobrevalo-
rarse las consecuencias de las crisis financieras, puesto que las dificulta
des presupuestarias a las que tuvo que hacer frente Turgot en 1774 no
eran tan desastrosas. Y a pesar de que Terray no consiguió equilibrar el
presupuesto, en los años 1771-74 logró aumentar los ingresos de la
Hacienda real en unos 40 millones de libras francesas, recortó el déficit
público y redujo a la mitad el volumen de las anticipaciones que se con
cedían sobre las rentas futuras, estableciendo una política de control
ministerial sobre el gasto que perduró hasta 1781.
Los gastos militares y el elevado coste de las guerras incidieron de
foma mucho más acusada a partir de 1778 en la economía de Gran Breta
ña, Francia, España, Austria y Rusia. La oposición de los estamentos pri
vilegiados a una política fiscal basada en el aumento y ampliación pro
gresiva de los impuestos obligó a España a recurrir a nuevos créditos. En
medio de una grave crisis de liquidez, el Emperador José II promovió
con gran determinación importantes cambios en su sistema tributario ten
dentes a proporcionar una contribución fiscal más equitativa por parte de
la nobleza y del campesinado. Sin embargo, el impuesto con que decidió
gravar la producción agrícola introducido en 1783 chocó con la oposi
ción de la mayoría de los miembros del Consejo y, durante los años en
que el Conde Leopold von Kollowrat estuvo al frente de la Cancillería de
Austria y Bohemia, no se implantó de forma inmediata. Si bien la mayo
ría de los estados del Antiguo Régimen se hallaban fuertemente endeuda
dos, esto no quiere decir que estuviesen en quiebra. La bancarrota que se
declaró en Francia en 1788 fue un hecho bastante poco habitual en la tra
yectoria de una gran potencia. El nivel de endeudamiento per cápita en
Gran Bretaña era muy superior al de Francia, pero ésta se había consoli
424
dado y por tanto representaba un problema menos grave. En 1789 el
gobierno francés destinaba hasta el 60% de sus ingresos en el pago de los
intereses de su deuda. Las posibilidades que tenían la mayoría de los es
tados para seguir solicitando nuevos préstamos eran asombrosas, y las
dificultades financieras que atravesaron a mediados de la década de 1780
no impidieron que Austria y Rusia emprendiesen una nueva campaña
contra los turcos, ni que la mayor parte de Europa se enzarzase en una
cruel y costósa guerra contra la Francia revolucionaria. En parte, esto era
un reflejo de los recursos que se liberaron a raíz de la tendencia general
que hubo a lo largo del siglo XVIII hacia la legalización, unificación, cen
tralización, comercialización y consolidación de la deuda pública. Siem
pre que existía confianza en la situación política, la financiación basada
en la renegociación del déficit público resultaba más sencilla y barata.
Así pues, aunque las guerras y sus consecuencias ocasionaron graves
problemas financieros en los estados europeos del siglo XVIII, esto mismo
sucede con los estados actuales que cuentan con economías mucho más
ricas y con aparatos administrativos mucho más amplios.
R e g io n e s s it u a d a s e n l o s l ím it e s d e l a a u t o r i d a d
G a n a r v o l u n t a d e s , l a fo r m a d e g o b e r n a r
23 VAN KLEY, D., The Damiens Affair and the Unraveling ofthe Anclen Re gim e’
1750-1770 (1984), pp. 201-02.
26 ROGISTER, J. M. J., “Parlementaires, Sovereingty, and Legal Opposition in France
under Louis XV”, Parliaments, Estcites and Representation, 6 (1986), pp. 27, 31.
27 ECHEVERRIA, D., The Maupeou Revolution (1985), p. 138.
448
contra el despotismo de los ministros, no se abolió el derecho a registrar
y objetar las propuestas de ley, ni se creó un nuevo orden de gobierno.
Luis XV trató de que el sistema vigente funcionase sin ocasionar tantas
controversias. El fin del conflicto entablado a principios dé los años 1770
se vio facilitado por un factor que contribuía a resolver muchas de las
disputas del siglo XVIII, el ascenso al trono de un nuevo soberano y los
cambios en el control del patronazgo, en la política y en las expectativas
que traía consigo. Luis XVI, que accedió al trono en 1774, destituyó a
Maupeou y anuló los cambios que había introducido, siguiendo el conse
jo del nuevo Controlador General de Finanzas, Turgot, que creía que
podría llevar a cabo su programa de reformas sin tener que hacer frente a
una seria obstrucción de los parlements. Un nuevo lit de justice puso fin
a la oposición del Parlement de París a la política de Turgot, y entre 1774
y 1786 esta institución actuó de una manera mucho más prudente y dócil
de lo que lo había hecho en la década de 1740. Esto puede atribuirse, en
parte, a la experiencia de las medidas adoptadas por Maupeou, pero tam
bién parece deberse al efecto que causaron el nuevo monarca y sus
ministros, y los éxitos obtenidos en la Guerra de Independencia America
na. El aumento de los aumentos a comienzos de la década de 1780 se
aprobó con bastante facilidad, si bien es cierto que Necker financió los
gastos de la guerra recurriendo a préstamos. Algunos parlements provin
ciales fueron más díscolos, oponiéndose tanto a la labor de los inten
dentes como a las demandas fiscales del gobierno, pero este tipo de con
flictos ocasionales no eran nuevos y los parlements de los primeros años
del reinado de Luis XVI se hallaban divididos interna y colectivamente.
Con facilidad se tiende a destacar los momentos culminantes de estos
conflictos institucionales, pasando por alto las prácticas ordinarias bas
tante menos llamativas y los períodos de cooperación entre ambos pode
res. Los parlements y los Estados brindaban a la corona un importante
apoyo en el ámbito judicial, económico y administrativo. Los decretos
administrativos del Parlement de París contribuían a asegurar el abasteci
miento de productos alimenticios y leña a la capital, a mantener la higie
ne en los lugares públicos y a regular los gremios, los hospitales y las pri
siones. Estas funciones eran compartidas con el Lugarteniente General de
la Policía de París y con los intendentes de las afueras de París 28. Voltai-
re se mostró despreciativo cuando a propósito del cese del Parlement de
París en 1753-54 declaró que la policía seguía actuando como siempre,
que los mercados se comportaban de una forma ordenada, y que la conci
liación y los mediadores habían sustituido a los jueces. Y aunque el
carácter abigarrado y multiforme de la administración francesa hacía que
ninguna institución o ningún oficial en concreto fuese menos esencial de
lo que lo eran en algunos otros países, Voltaire estaba menospreciando
con su comentario el papel que desempeñaba el Parlement. Los tribuna
les soberanos, y sobre todo los parlements, ejercían y supervisaban una
E l d e s p o t ism o il u s t r a d o
El problema que implicaba establecer relaciones satisfactorias entre
los monarcas y sus súbditos más poderosos consistía en que no era sola
mente cuestión de definir las relaciones con las instituciones representati
vas. Incluso en aquellos países en los que estas instituciones eran impor
tantes, no se reunían de forma habitual y en muchos casos carecían de
órganos ejecutivos. Además, la mayoría de ellas congregaban y represen
taban sólo a una parte de aquellos que ejercían el poder en el gobierno
local y en el entramado social. La necesidad que tenían los gobernantes
de establecer buenas relaciones con estos individuos ponía de manifiesto
no sólo su poder, sino también la inexistencia en la mayor parte de Euro
451
pa de un sistema global de administración del gobierno central en el
ámbito local. Resultaba difícil resolver problemas como la escasez de
recursos humanos y las limitaciones presupuestarias. Pedro I intentó esta
blecer un servicio de oficiales jerárquico y remunerado en la administra
ción provincial rusa, pero tuvo un éxito limitado, y a partir de 1727 sólo
un puñado de funcionarios de la escala superior recibían salarios de fon
dos públicos, lo cual favorecía ampliamente la corrupción. La adminis
tración provincial rusa padecía en general una grave carencia de personal
preparado y esto contribuyó a limitar los efectos de reformas, como las
de Catalina II. Estas no supusieron una transformación profunda, ya que
apenas implicaron cambios en el personal del gobierno local, y la capaci
tación, instrucción y mentalidad de la mayor parte del personal tampoco
mejoraron.
Aun así, sería un equivocación pensar que la limitación principal al
control que podía ejercer el poder real era la falta de recursos. Puede
verse, en realidad, que la mayoría de los soberanos trataban, ante todo, de
preservar los sistemas de gobierno que habían heredado e incrementar su
eficacia; podría considerarse, por tanto, que su principal problema políti
co y administrativo no era el de imponer un nuevo sistema de gobierno,
sino procurar establecer y mantener un consenso satisfactorio y una rela
ción de trabajo con aquellos súbditos socialmente más poderosos. Así
pues, en lugar de juzgar a los gobernantes de la época por sus logros en
la concepción, creación y conservación de nuevos sistemas de adminis
tración, sería mejor valorar de forma más sutil su habilidad para admi
nistrar la realidad que habían heredado. Para ello no deberíamos suponer
que los estados tenían que desarrollarse de acuerdo con un determinado
modelo o que los soberanos debían hacer cierto tipo de planes o actuar de
una determinada manera.
Raynal escribió en su Historie des deux Indes (1770) que el mejor
gobierno era el de un déspota justo e ilustrado. Y en sus Observaciones
sobre la Vida de Jan Zamoyski (1785), Stanislaus Staszic señala que en
Polonia convendría instaurar un despotismo ilustrado. El término “despo
tismo ilustrado” empezó a emplearse en el siglo XIX para describir la
forma de gobierno de muchos estados europeos en las décadas anteriores
a la Revolución Francesa. Al igual que la idea de Ilustración, también
plantea numerosos problemas. Los soberanos denominados despotistas
ilustrados forman un grupo cuyos miembros más destacados fueron Cata
lina II, José II, Federico II, Gustavo III, Carlos III, Leopoldo de Toscana,
y después también Lepoldo II de Austria, que siguieron una serie de prin
cipios muy elogiados por los intelectuales más sobresalientes de la época.
Esta es la visión que nos ofrecen sobre todo en aspectos como su ataque
contra el poder y los privilegios del clero, su apoyo a la tolerancia reli
giosa, sus reformas legales -en concreto, en cuanto a la codificación
legislativa y la abolición de la tortura-, y su interés por la reforma de la
enseñanza. Pero muchas de estas iniciativas ya habían sido apoyadas por
monarcas de las primeras décadas del siglo xvill, e incluso en períodos
bastante anteriores, que no podrían asociarse con la época de la Ilustra
ción. Hasta cierto punto, la multiplicación de medidas reformistas que
caracterizó al período comprendido entre 1763 y 1789 en gran parte de
452
Europa vino a retomar, tras el paréntesis de las guerras hubo en los años
1733-63, tendencias políticas precedentes y una preocupación anterior
por determinadas cuestiones. En el reinado de Pedro I y en los primeros
años de los de Carlos IV, Felipe V y Federico Guillermo I puede apre
ciarse un gran interés por la ampliación de la reforma administrativa y,
de hecho, los esfuerzos realizados por el zar Pedro I para cambiar la so
ciedad rusa eran realmente ambiciosos. Muchos de los soberanos de la
época habían tratado de mejorar el sistema de enseñanza y esto les había
supuesto un enfrentamiento con la Iglesia. La petición de datos estadísti
cos para tomar las decisiones contando con una información más precisa
pueden verse en medidas tales como las inspecciones que se habían reali
zado sobre la propiedad de la tierra. Los monarcas europeos de las prime
ras décadas del siglo XVIII también recurrieron al empleo de administra
dores especializados, algunos de los cuales procedían de instituciones
nuevas como la Universidad de Halle, fundada en 1694, y al igual que la
expresión “gobierno ilustrado” podía tener un significado muy diverso,
de acuerdo con los criterios de la época estos individuos eran “ilustra
dos”, aunque su formación no pueda identificarse con un conjunto de
ideas específico.
Resulta interesante estudiar la distribución de las principales iniciati
vas reformistas que tuvieron lugar a lo largo del siglo XVIII. Tendían a ini
ciarse después de períodos caracterizados por grandes conflictos bélicos y,
probablemente, trataban de responder a los problemas, sobre todo finan
cieros, que ocasionaban, y a las oportunidades de cambio y mejora que
brindaba la paz. Pero no sería correcto pensar que todos los períodos de
reforma eran semejantes. Así por ejemplo, el comprendido entre 1763 y
1789 se interesó mucho más por los problemas de la servidumbre o la
situación del campesinado, y por la limitación del papel que desempeñaba
la Iglesia en determinados ámbitos, como la censura, en lugar de prose
guir con una política de control sobre las instituciones religiosas. Pero
dado que no se ha prestado mucha atención ai estudio de las reformas lle
vadas a cabo en las décadas anteriores, sobre todo por lo que respecta a
quiénes fueron sus partidarios y cuáles eran sus orígenes intelectuales,
resulta difícil determinar hasta qué punto pueden considerarse novedosas
las reformas de los años 1763-89. Parece que la participación e influencia
de intelectuales fue más intensa en este período posterior, pero no está
nada claro que deban atribuírseles tales reformas o que éstas llegaron a
tener más éxito que las de décadas anteriores. Además, parece que en los
años 1763-89 los principios reformistas se introdujeron mejor en algunos
de los estados europeos más pequeños, como Dinamarca, en varios de los
principados italianos, sobre todo en Toscana y Parma, y en algunos de
los principados alemanes, como Badén, Tréveris y el Obispado de Muns-
ter. En general, estos estados no poseían grandes ejércitos ni desarrollaban
una política exterior beligerante. Pero la capacidad de algunos gobernan
tes de estados pequeños para sacar adelante sus reformas no era un fenó
meno nuevo, ya que podemos encontrar casos como el de Víctor Amadeo
II en Saboya-Piamonte en otros períodos anteriores del siglo XVIII.
En la caracterización del gobierno de los despotistas ilustrados suele
resaltarse el espíritu que mueve al sistema y su relativa falta de respeto
453
hacia los precedentes y los privilegios. Así, en lugar del entramado de
lealtades y derechos particulares con los que se asocia el carácter cor
porativo de la sociedad, la Ilustración ofrecería una perspectiva univer
sal basada en valores racionales acordes con sus principios ideológicos
y éticos. Pero esta interpretación no parece acertada. La Ilustración no
era más ajena ni contraria a la realidad social de la época de lo que lo
eran la política o el gobierno de los despotistas ilustrados. Al igual que
las posturas que defendían los intelectuales para hacer frente a lo que
algunos consideraban como abusos eran muy diversas, nada consecuen
tes y a menudo ambiguas, los despotistas ilustrados mostraban en la
concepción y aplicación de su política un respeto hacia los precedentes
y los privilegios mucho mayor del que suele atribuírseles. Y esto no
resultaba en absoluto sorprendente, puesto que los gobernantes en
general procuraban tanto cooperar con los grupos socialmente podero
sos como obrar de la forma más pragmática. Por ello, lejos de defender
nociones abstractas, en 1786 José II llegó a tachar de locos a quienes
explicaban modelos de gobierno sobre el papel. Choiseul criticó a
d’Alambert por ser tan vanidoso como para pensar que “los aconteci
mientos de este mundo podían girar según las opiniones que concebía
su mente”. Se ha llegado a decir que “allí donde el poder de las institu
ciones tradicionales era menor o se hallaba peor organizado, como
sucedía en las posesiones de Ultramar de los estados europeos occiden
tales o en los territorios recién conquistados dentro del propio continen
te europeo, los proyectos ilustrados de los gobiernos eran mucho más
claros y sus logros fueron mucho mayores”29. Para argumentar esta
interpretación, se han presentado como ejemplo las iniciativas llevadas
a cabo por los franceses en Córcega y por el gobierno de los Habsburgo
en Galitzia, y las reformas emprendidas en las colonias españolas y
portuguesas. Aunque estos argumentos parecen tener mucho peso, no
deberían presentarse como una evidencia de que sus gobernantes eran
capaces de llevar a cabo reformas e iniciativas que no se atrevían a
intentar en sus propios estados en general, sino como una muestra de
que se trataba de introducir cambios importantes cuando lo estimaban
necesario, porque las posibilidades de cooperación con las élites locales
eran escasas. Tal era el caso sobre todo de las regiones conquistadas y
de algunas colonias, pero esta situación no se daba tan sólo en la segun
da mitad del siglo XVIII. Los austríacos se esforzaron por cambiar el
sistema de gobierno y la sociedad de la Pequeña Yalaquia, pero por ello
no contaron el apoyo de la élite local cuando los turcos reconquistaron
la provincia. Aunque Víctor Amadeo emprendió una amplia reforma
administrativa en cuanto llegó a Sicilia en 1713 y envió oficiales desde
Turín para ayudar a su virrey, el Conde Annibale Maffei, a instaurar su
política, ésta apenas tuvo éxito y las élites locales opusieron poca resis
tencia a la invasión española de 1718.
456
CAPÍTULO XIII
IDEOLOGÍA, POLÍTICA Y REFORMISMO
EN LAS DÉCADAS PREVIAS A LA REVOLUCIÓN
E l p e n s a m ie n t o p o l ít ic o
9 BARTON, H. A., “Gustav III of Sweden...”, p. 9; De BOOM, G., Les Ministres Pléni-
potentiaires..., p. 81.
468
nos podían desarrollar en la sociedad civil sus mejores cualidades, es
decir, las más propias de su naturaleza, creando un contexto adecuado,
sobre todo a través de la educación, que les permitiese conocer las que él
consideraba que eran sus virtudes naturales. En el Contrato Social (1762),
ya no presentaba el estado de naturaleza de forma tan optimista como en
su Discurso sobre la desigualdad, afirmaba, en cambio, que el hombre
podía desarrollar su verdadera naturaleza cuando se convertía en un ser
social, pero la forma de sociedad era decisiva para el éxito de este proce
so. Los autores anteriores a Rousseau que habían tratado sobre la idea de
un contrato social, sostenían que, si bien la autoridad de la soberanía nacía
del consentimiento del pueblo en un contrato social, este acuerdo, que se
atribuía por lo general a un pasado remoto, había supuesto después la
transferencia de la soberanía del pueblo a un gobernante. Rousseau afir
maba que esta cesión no era necesaria ni se había producido, porque el
pueblo era libre si la voluntad moral de sus individuos se sumaba en una
voluntad general que conservaba su soberanía, y si la “soberanía no es
otra cosa que el ejercicio de la voluntad general, no puede ser jamás ena
jenada; y el soberano, que es tan sólo un ser colectivo, no puede estar
representado por nadie más que por él mismo —el poder se puede delegar,
pero no la voluntad-”10. Aunque estaba convencido de que en la práctica
era imposible desarrollar un modelo de administración en cuya dirección
participasen directamente todos los ciudadanos, consideraba que era muy
importante la soberanía de su poder legislativo, pues de esta forma se
mostraría una mayor obediencia y se fortalecería la autoridad del Estado.
Pero Rousseau tenía una opinión bastante pesimista de la aptitud de la
mayoría de la gente y por ello, era partidario de que los encargados de ela
borar una constitución fuesen personas de una inteligencia superior, recu
rriendo en su explicación a una imagen científica, “el legislador es el inge
niero que inventa la máquina”11. El sistema creado de esta forma también
se vería sometido a nuevas presiones, porque el representante elegido para
dirigir la administración trataría de aumentar su poder. Para mitigar el
pesimismo de sus ideas, Rousseau acudió a la religión. Atribuía el poder
de persuasión de los legisladores a su habilidad para “atribuir su sabiduría
a los Dioses; ya que, de este modo, el pueblo, que se siente sujeto a las
leyes del Estado como lo está a las de la Naturaleza, y que advierte la
misma mano en la creación del Hombre y de la Nación, obedece volunta
riamente y sobrelleva con docilidad el yugo del bienestar común”12. El
libro concluye con un capítulo dedicado a religión civil, en el que Rous
seau ensalza la unión entre el culto divino y el amor a la ley, critica a la
Cristiandad por no propagar las virtudes cívicas necesarias y defiende
la práctica de una religión civil subordinada al soberano que enseñaría los
“sentimientos de sociabilidad” necesarios, “sin los que resulta imposible
ser un buen ciudadano o un súbdito leal”.
15. BROWN, P. D„ y SCHWEIZER, K. W. (eds.), The Devonshire Diary (1982), pp. 54,
60; AE. CP. Inglaterra 450, f. 337.
1S. BEALES, D., “Joseph II’s Reverles”, Mitteilungen cíes Ósterreichischen Staatsar-
chivs, 33 (1980), pp. 155 y 151.
472
José II, incluso algunos de los que habían apoyado en principio sus refor
mas. August Schlozer, un profesor de la Universidad de Gotinga que era
partidario de las ideas fisiócratas, condenó en los años 1780 la política
despótica de José II y con su periódico, el Staatsanzeiger, respaldaba a
los húngaros que se oponían al Emperador, muchos de los cuales eran
ex-alumnos de Schlozer o se carteaban con él. En 1786, varios periódicos
vieneses llegaron a presentar a José II como un tirano.
El preámbulo de la nueva constitución de Gustavo III, promulgada
tras su golpe de Estado de 1772, declaraba que el rey había tratado de
“promover tanto el progreso, la fortaleza y el bienestar de su reino, como
el aumento, seguridad y felicidad de sus leales súbditos... la presente
situación del país requiere una enmienda inevitable de sus Leyes Funda
mentales, para que se adapten al doble propósito arriba expuesto”. Se
dejaba sin efecto la constitución de la Era de la Libertad, diciendo: “bajo
la bandera de la bendita Libertad, varios de nuestros súbitos compañeros
han formado una Aristocracia, aún más intolerable, porque la ha fragua
do el libertinaje, la ha fortalecido el interés propio y el rigor, y ha con
tado con el apoyo de potencias extranjeras en detrimento del conjunto de la
sociedad”. La nueva constitución declaraba “su aborrecimiento al poder
despótico de un rey” y la necesidad de que hubiese “un rey en el poder,
pero obligado al cumplimiento de la ley”, aunque uno de sus argumentos
principales era el mismo que aparecía en el Contrato Social, la descon
fianza en la mediación de las instituciones tradicionales, tal como se
advierte en estas palabras “un gobierno aristocrático de muchos, en detri
mento del conjunto de la sociedad”17. En cuanto Gustavo III no logró
obtener apoyo en la primera Dieta convocada bajo la nueva constitución
(1778-79), donde sus reformas religiosas y penales recibieron numerosas
críticas, empezó a interesarse poco por el respeto de sus limitaciones
constitucionales. En 1788 atacó a Rusia, pese a la prohibición constitu
cional de que declarase una guerra ofensiva sin el consentimiento de los
Estados Generales. Al año siguiente, con el apoyo de los estados no nobi
liarios de la asamblea, Gustavo III amplió sus poderes gracias a la pro
mulgación del Acta de Unión y Seguridad. Ese mismo año, el principal
ataque de la propaganda radical francesa se centraba en que el rey debía
aliarse con el Tercer Estado para enfrentarse a la nobleza. Al contrario
que Gustavo III, Luis XYI se vio obligado a seguir esta política. Pero el
rey sueco estaba tan descontento con algunos enunciados de su constitu
ción como lo estaban los críticos de Luis XYI. Y en 1792 planeó otro
golpe de estado para establecer una nueva constitución con una asamblea
legislativa totalmente renovada.
Cabría pensar que la política llevada a cabo por algunos de los mo
narcas de la segunda mitad del siglo XVIII y el uso que se hizo de las
ideas del despotismo legal crearon fuertes tensiones hasta el punto de que
durante la primera mitad del siglo parece haber una mayor cohesión polí
i7. COXE, W., Trovéis into Polancl, Ritssía, Sweclen, and Denmark (3a. ed. 1787), IV,
pp. 429-30 y 446.
473
tica, al menos en comparación con la segunda mitad, por lo que respecta
a la importancia de la aristocracia, y sobre todo la que se hallaba repre
sentada en los Estados Generales. Esta interpretación vendría apoyada
por un aumento paralelo del radicalismo político. Pero en cualquier caso
debemos ser algo escépticos, puesto que el radicalismo de esta época no
es un fenómeno simple y unitario. No sabemos hasta qué punto la defen
sa de ideas abstractas, como la igualdad del hombre, debe considerarse
como algo más que un mero recurso retórico. De hecho, pocas veces la
creencia en una igualdad esencial entre los seres humanos conllevaba el
apoyo de una política igualitaria. Se ha llegado a plantear la existencia de
una “Ilustración radical”, a partir de los escritos realizados por una serie
de autores anticlericales ingleses y holandeses durante la primera mitad
del siglo X V III 18, pero forman un grupo muy reducido y es posible que se
haya exagerado su radicalismo. Los escritos utópicos, como siempre,
podían proporcionar modelos de sociedad diferentes. Le Naufrage des
Isles flottantes au Basiliade (El Naufragio de las Islas flotantes o
Basilíada; 1753), de Morelly, daba a entender que se trataba de la traduc
ción de una obra india. Partiendo de la idea de que la razón y el instinto
se podían asimilar, señalaba que el deseo individual podía armonizarse
con las necesidades de la colectividad mediante un sistema de vida
comunal. Además de oponerse a la propiedad privada, la obra propugna
ba el vegetarianismo, como un régimen alimenticio bueno para la salud y
la virtud. Dos años después apareció otra obra atribuida a Morelly con el
significativo título de Code de la nature, ou le véritable Esprit de ses
Lois (Código de la Naturaleza, o el verdadero Espíritu de sus Leyes;
1755). Proponía una forma de vida comunal autosuficiente y propietaria
de utensilios y productos, la abolición del sistema de remuneración finan
ciero y una educación igualitaria. Y el Abad Mably, en sus Doutes pro-
posés aux philosophes économistes (1768), también criticaba la existen
cia de la propiedad privada.
Más influyente que estas descripciones utópicas de una sociedad ideal
fue el intento de formar individuos mejores llevado a cabo por la maso
nería, con su pretensión de educar y desarrollar a sus miembros mediante
el uso de la razón y determinadas prácticas místicas, y el rechazo tanto a
una forma de autoridad global como a las enseñanzas de las Iglesias. La
masonería surgió en Inglaterra, donde se estableció en 1717 la Gran
Logia. Se difundió rápidamente por todo el Continente a lo largo de la
primera mitad del siglo XVIII, pese a la oposición y condena de la Iglesia
Católica, y al acoso de diversos estados, que si bien en su mayoría eran
católicos, también había entre ellos algunos protestantes, como el Cantón
de Berna en 1745. Posiblemente, esta oposición católica determinó que
tanto en la Península Ibérica como en gran parte de Italia, la masonería
sólo llegase a contar con un apoyo muy limitado. La primera logia abier
ta en Maguncia en 1765, se disolvió dos años después. Este movimiento
yr. Ges. (Munich), Viena 730, carta de Vieregg a Hallberg, 14 agosto 1787.
477
Por el contrario, la intención de derrocar los sistemas políticos puede
interpretarse como una tendencia radical. Pero uno de los rasgos más lla
mativos de este período es precisamente el carácter limitado que posee su
radicalismo político. Desconocemos cómo pensaba la gran mayoría de
los indigentes, en parte por el alto porcentaje de analfabetismo que había
entre ellos, pero aun así apenas existen indicios de que poseyeran una
conciencia revolucionaria. La mayoría de las reacciones populares se
oponían a lo que consideraban un ejercicio injusto del poder, como por
ejemplo, la subida de los precios, el aumento de los diezmos o la parcela
ción de tierras comunales, sin pretender desafiar a los principios en los
que se asentaba la autoridad. Manifestaciones populares, como las con
gregaciones del “popolo” a las puertas del palacio Pitti en Florencia en
1710-11, gritando “Pan y Trabajo” y cantando canciones amenazadoras,
eran una respuesta habitual, aunque en absoluto invariable, a la inciden
cia de períodos de crisis o de evidente desgobierno. El pensamiento polí
tico que representaban y prestaban su voz era esencialmente tradicional,
pues giraba en torno a conceptos como el del buen rey o el buen señor, y
a lo largo del siglo XVIII apenas se aprecian cambios relevantes al respec
to. Ningún estamento tenía necesidad de desarrollar una nueva ideología
para justificar su oposición, una reacción violenta o una revolución. La
herencia de las creencias y convencionalismos políticos, sociales, religio
sos o éticos, que se puede englobarse dentro de su pensamiento político
era muy heterogénea. Incluía nociones potencialmente bastante
subversivas, como la diferenciación entre el tirano y el buen rey, y con
vencionalismos como los que justificaban la resistencia frente a un poder
despótico. En la primera década de 1700 surgió una abundante literatura
que criticaba la política de Luis XIY, escrita en su mayor parte por hugo
notes, circulaba tanto dentro como fuera de Francia. En Toulouse, por
ejemplo, aparecieron muchas de estas sueltas ilegales. Una de ellas,
fechada en 1711, comparaba a Luis XIV con Nerón y, tal como solía
suceder en este tipo de obras, sus comentarios negativos comparaban la
realidad política del momento con las virtudes del republicanismo clási
co. El levantamiento coetáneo de Rakoczi en Hungría rechazaba la políti
ca seguida por los Habsburgo y apelaba a un sentimiento tradicional de
identidad y libertad nacional. En 1704, los rebeldes remitieron una pro
clama a los observadores extranjeros, justificando su levantamiento en la
inviolabilidad de acuerdo contractual existente entre el monarca y sus
súbditos y en el derecho de éstos a resistirse a los monarcas injustos. En
1705, una asamblea rebelde reunida en Szécsény constituyó la Confede
ración de Estados Húngaros para la Libertad y exigió el restablecimiento
de las libertades perdidas. En 1707, se destronó formalmente del reino de
Hungría a los Habsburgo. Como vemos, las actitudes que iban a motivar
la oposición de los húngaros a José II y los argumentos que se expondrían
para justificarla, ya se hallaban presentes en el conflicto que estalló a prin
cipios de siglo. Y la descripción que hacía Federico II del monarca como
“el primer servidor del Estado”, también puede remontarse a la Anti
güedad.
El tradicionalismo en los argumentos políticos era un rasgo común de
la época, que no resulta llamativo si se tienen en cuenta los problemas
478
habituales que ocasionaban estos conflictos, como la introducción de nue
vos mecanismos de recaudación, las relaciones de los gobiernos centrales
con la administración local, el carácter relativamente fijo de las estructu
ras políticas y administrativas, de las instituciones y sus convencionalis
mos -sobre todo aquellos que atañen a la posición del monarca- y el
amplio respeto que se tenía a los precedentes. Un memorándum de 1765
señalaba: “Los tiroleses... no acatan con facilidad las nuevas imposiciones
y, a veces„ amenazan con que si se utilizaban mal, se pondrían bajo la pro
tección de sus amigos los suizos”. En 1781, circulaba ampliamente en
Turín una queja que solía ser habitual: “el Pueblo murmura abiertamente
de la pobreza de las finanzas de la Corte”21. Las ideas políticas de algu
nos de los miembros de las elites recogían propuestas más novedosas,
citando o parafraseando, aunque no siempre con mucho rigor, los razona
mientos de autores tales como Montesquieu. En Francia, empezaron a
aparecer con mayor frecuencia referencias a la libertad individual y a los
derechos de la Nación. Los autores de folletos radicales “patriotas” que
criticaban al gobierno de Maupeau a comienzos de la década de 1770, re
currían con frecuencia a las obras de Rousseau, parafraseando extensa
mente el Contrato Social. No obstante, no se ha podido demostrar que este
tipo de obras llegasen a cambiar las actitudes de quienes las esgrimían.
Así por ejemplo, el preámbulo del manifiesto con el que los Países Bajos
Austríacos renunciaron a su juramento de fidelidad a José II, redactado en
octubre de 1789 por Hendrik van der Noot, incluía diversos pasajes de la
obra del filósofo materialista y enciclopedista francés, Barón d’Holbach,
pero esencialmente se basaba en la resolución adoptada en 1581 para
renunciar a su fidelidad hacia Felipe II.
Por lo que respecta al pueblo llano, podría decirse que las tensiones
solían aumentar en los períodos de crisis económica, pero no sólo se de
bían a ellas; a partir de los años 1760, el aumento de la presión demográfi
ca y el descenso general del nivel de vida también generó múltiples ten
siones. Probablemente, era mucho más importante la sensación de que se
avecinaba una crisis y que ésta se debía a causas humanas, que su inciden
cia directa. En gran parte de Europa, 1709 fue un año de escasez crónica
de alimentos y de hambre, pero al igual que en los difíciles años con que
empezó la década de 1740, apenas hubo protestas colectivas de considera
ción, tal vez porque el pueblo se encontraba demasiado débil por el ham
bre como para emprender cualquier acción física violenta. La iniciativa
llevada a cabo por el gobierno francés, cuando se hallaba bajo el influjo
de las ideas fisiócratas, de reformar el comercio de los cereales en las
décadas de 1760 y 1770, vino a afianzar la costumbre que atribuía la esca
sez de las cosechas a factores humanos, tanto por las consecuencias prác
ticas de esa política como porque diversos autores, ya fueran contrarios o
partidarios del gobierno, habían fomentado la idea de que la acción del
hombre podía influir en la situación del mercado y, de hecho, así lo ha
cían. A las disposiciones de Turgot sobre la libertad de comercio aproba
U n a p o l ít ic a r e f o r m is t a
El espíritu de sedición y el descontento es general (Representante de Hanno-
ver en San Petersburgo, 1718)23.
Las cábalas y las intrigas... no se oyen sólo en la ciudad y en el palacio, sino
por todo el país, cada partido desea nombrar a un sucesor diferente (Embaja
dor británico en Turín durante la enfermedad del Primer Ministro, 1781)24.
Odio todas las reformas. (II Conde de Fife, 1792)25.
A pesar de que muchos de los canales y escenarios en los que se fun
damenta la política democrática moderna, como las elecciones, las asam
bleas y los partidos sólo existían en algunas partes de Europa, sería una
equivocación descartar la idea de que en esta época hubiese una gran
actividad política. La política, la lucha por el poder y el ejercicio del
poder se daban a muchos niveles. Además, incluso en aquellos estados
que carecían de una vía, aunque fuese imperfecta, para conocer la opi
nión de quienes no participaban en el gobierno, existía la idea de una
opinión pública, aun cuando la definición del público cuyas opiniones se
consideraban de interés fuera tan limitado como para que se llegase a
prohibir la práctica de la política en público. En 1746, el Senado de
Venecia prohibió las discusiones políticas. En Rusia no se permitía a la
gente reunirse en público o en privado sin permiso de la policía y todas
las proclamas que no fuesen aprobadas por ella se declaraban proscritas.
Solía controlarse la divulgación de las ideas políticas, y el método más
importante era el de la censura. Su alcance y eficacia variaban mucho de
unos países a otros. Era muy poco exigente en Gran Bretaña y las Provin
cias Unidas, donde se podía publicar la mayoría de las obras, siempre
que no fuesen esencialmente sediciosas o antirreligiosas. Aunque en
otras zonas la censura era más estricta, sus normativas se fueron relajan
do durante la segunda mitad del siglo XVIII en diversos estados incluyen
27 MtS'KJALb, M., “The Mrst ‘Modem’ Party System?”, Scandinavian Journal ofH is-
tory (1977), p. 287.
ca con los tratados de reparto, o al cese de la paz interna holandesa a
mediados de la década de 1780. Pero las instituciones políticas de todos
estos estados se vieron afectadas tanto por la corrupción, las demandas
de los intereses regionales y las dificultades que ofrecía el manejo del
sistema constitucional para llevar a cabo una política más satisfactoria,
como .por los partidismos y el aumento de la desilusión y el descontento
populares. En Suecia, muchos nobles, preocupados por las ideas de los
otros Estados, apoyaron el golpe de Gustavo III, pero además el sistema
político ya mostraba claros síntomas de debilidad, porque se lo conside
raba venal y arbitrario. Francia también respaldó el golpe. La constitu
ción polaca, con su monarquía electiva y una Dieta que mantenía su una
nimidad en torno al principio del liberum veto, hacía que resultase difícil
a cualquier monarca aumentar su poder y compensar la debilidad del
gobierno central. El gobierno provincial corría a cargo de las dietinas
(asambleas de nobles). Los gobernantes se veían obligados a ganarse el
apoyo de algunos miembros de la alta nobleza y de sus ejércitos priva
dos, sistemas administrativos y redes de patronazgo, pues constituían las
fuentes de mayor poder del Estado. Hubo algunos cambios en las relacio
nes entre el rey y la alta nobleza, como, por ejemplo, cuando en 1750
Augusto III, en lugar de equilibrar el reparto de puestos entre sus aliados
de la familia Czartoryski y sus rivales, los Potockis, se los otorgó sólo a
los primeros. Si bien estas decisiones no pueden considerarse como vera-
deros cambios en la política gubernamental, constituían hechos fun
damentales en la realidad política polaca. Este proceso involucraba direc
tamente a sus monarcas en las luchas entre la nobleza y comprometía su
deseo de aumentar su autoridad. Además, los nobles no se limitaban a
buscar protección y apoyo sólo dentro de las fronteras nacionales, sino
que se mostraban dispuestos a buscar y conseguir el respaldo de otros
estados extranjeros. Esto, unido a la potencia militar de Rusia, hizo que
el último rey polaco, Estanislao Poniatowski (1764-95), tuviese que coo
perar o combatir contra su antigua amante, la zarina Catalina II, a quien
debía el trono, si deseaba gobernar. Poniatowski intentó reformar la
constitución y reforzar las instituciones del gobierno, pero al final sus
planes se vinieron abajo por la intervención extranjera que habían llega
do a provocar. El establecimiento de un Consejo Permanente en 1775
aumentó la eficacia del gobierno central. En las décadas de 1770 y 1780
se reorganizaron el servicio postal, la policía y la administración finan
ciera. La constitución aprobada el 3 de mayo de 1791 instauró un sistema
de monarquía hereditaria, reforzó los poderes del ejecutivo y abolió el
liberum veto. Se estipuló la creación de un ejército permanente de
100.000 hombres y se decretó que las comisiones locales para la Ley y el
Orden y para los Asuntos Militares y Civiles sentasen las bases para el de
sarrollo de un sistema administrativo más sólido. No sabemos cómo
habrían afectado a Polonia semejantes cambios, pero Catalina II los con
sideró inaceptables y las tropas rusas invadieron el territorio en mayo de
1792, poco después de que la Francia revolucionaria declarase la guerra a
Austria. Aunque se reinstauró la antigua constitución polaca, la debilidad
de los protegidos polacos de Catalina, las ambiciones territoriales rusas y
prusianas, y el temor a que se desarrollase en Polonia un movimiento
487
como el de los jacobinos, propiciaron un segundo reparto del reino en
1793. El resto de Polonia se convirtió en un protectorado ruso y la reduc
ción de su ejército a unos 15.000 hombres ocasionó una revuelta en
1794. Tras su aplastamiento y un nuevo reparto del resto del territorio
(1795), dejó de existir una Polonia independiente.
Ese mismo año, los franceses invadieron las Provincias Unidas, aca
bando con el sistema republicano independiente holandés, porque al
término de las Guerras Napoleónicas se instauró en ellas una constitu
ción monárquica. El nuevo rey, Guillermo I, era hijo de Guillermo V de
Orange, que, siendo Estatúder de todas las provincias de este estado
federal (1751-95), había representado el componente monárquico den
tro de su sistema mixto de gobierno. Desde el punto de vista constitu
cional, un Estatúder era un servidor de los Estados provinciales que le
elegían y le daban sus órdenes. Carente por lo general de funciones
legislativas, el Estatúder compartía el poder ejecutivo con los Estados.
Bajo los mandatos de Guillermo III, que fue Estatúder de la mayoría de
las provincias entre 1672 y 1702, Guillermo IV, Estatúder de todas
ellas desde 1747 hasta 1751, y Guillermo V, su hijo, el Estatúder nom
braba muchos de los magistrados urbanos y algunos cargos provinciales
de las listas que le presentaban las autoridades locales. Detentando el
título de Príncipe de Orange, además de ser Estatúder de todas o casi
todas las provincias y de ser nombrado Capitán General y Almirante
General del Estado, era muy influyente en las cuestiones militares, aun
que el tamaño de las fuerzas armadas y, a veces, también su dirección,
sobre todo de la Marina, quedaban bajo el control de las instituciones
representativas: los Estados provinciales y su institución federal, los
Estados Generales. Aunque a lo largo de gran parte del siglo XVIII,
podría presentarse la historia holandesa como un conflicto entre los
Estados y los Estatúders, la situación política era bastante más compleja.
Varias provincias mantenían una estrecha cooperación entre sí y la de
Holanda se oponía abiertamente a la posición y a las pretensiones de la
Dinastía de los Orange. Pese a sus fuertes divisiones internas, esta
provincia era la más rica y poderosa, y desempeñó un papel esencial en
la reacción que siguió a la muerte sin descendientes directos de Guiller
mo III en 1702. Quedaron vacantes sus cinco estatúders y cuando Gui
llermo IV fue elegido para la primera de ellas, en la provincia de Güel-
dres, en 1772, las demás adoptaron resoluciones oficiales para que no
se alterase la forma de gobierno, existente. De hecho, no sería elegido
en ellas hasta pasados 25 años, entonces se le nombró Capitán y Almi
rante General, y todos sus cargos se convirtieron en hereditarios para su
familia, de esta forma a su muerte dejando un hijo como heredero no
hubo reacciones como las que se habían producido tras la desaparición
de Guillermo II y Guillermo III.
Este cambio debe atribuirse tanto a la desilusión popular que oca
sionó la evidente corrupción de las oligarquías gobernantes y su incapa
cidad para resolver los problemas nacionales, como a la situación inter
nacional de 1747, cuando, al igual que en 1672, una invasión francesa
propició una nueva reunión en torno al liderazgo del Príncipe de Oran-
ge, a quien se consideró como el salvador del país. Los motines popula
res y el respaldo británico a Guillermo IV hicieron fracasar a sus opo
nentes. Entre la masa del pueblo, por ejemplo, los marineros, los estiba
dores y los carpinteros de Amsterdam y Rotterdam, era popular la
causa de los Orange. La concienciación política no se limitaba a aque
llos que poseían un puesto en el sistema político oligárquico. Tras los
cambios aprobados en 1747 no sólo hubo ataques contra las casas de los
recaudadores de impuestos públicos y privados, sino también la agita
ción de los grupos burgueses urbanos, como el Doesliten de Amster
dam, reclamando un régimen de gobierno municipal menos oligárquico.
Al igual que las tradiciones de la actividad política en Gran Bretaña,
una actitud comparativamente bastante permisiva hacia el debate políti
co por parte del gobierno y la existencia de una abundante prensa
política hicieron que el mundo público de la política no se limitase a
aquellos que se hallaban formalmente representados en el sistema polí
tico de las Provincias Unidas. Por otra parte, en toda Europa, muchos
de los que no contaban con una representación pública en la política
nacional, podían realizar esta función, formal o informalmente, en el
mundo de la política local en las ciudades o villas y en las instituciones
corporativas o comunales.
A menudo, las constituciones de los países proporcionan una guía
bastante pobre para el conocimiento de las características y los proble
mas que planteaba su forma de gobierno. En todos los estados, los gober
nantes y sus principales figuras políticas debían tener muy en cuenta a la
opinión pública. El gobierno francés no fue el único que se valió de
informadores para conocer cual era el estado de opinión de la capital. En
1739, y probablemente también en muchas otras ocasiones, en Florencia
el gobierno envió espías a los cafés y a otros lugares públicos para que
averiguaran lo que se comentaba en ellos. Asimismo, incluso en los esta
dos monárquicos que poseían asambleas representativas influyentes, la
corte era un escenario esencial de la actividad política y de las disensio
nes y comentarios que motivaba. Muchos políticos intentaban utilizar las
decisiones de las asambleas para influir sobre las actitudes de la corte.
Como la mayoría de los estados eran monárquicos, no resulta extraño
que el favor real siguiese siendo esencial y que se interpretase la política
del gobierno de acuerdo con el respaldo del monarca que se tenía o se
creía tener. Las facciones políticas solían agruparse en torno a un miem
bro destacado de la familia real o de su círculo de amistades más directo.
Así por ejemplo, los cortesanos napolitanos que intrigaban contra Tanuc-
ci se situaban en el entorno de la reina. Los ministros desempeñaban tam
bién oficios cortesanos. La actividad política se centraba sobre todo en la
administración del patronazgo y la dirección de la política exterior, aun
que a menudo estaban estrechamente relacionadas. Un estudio reciente
sobre la elite sociopolítica rusa en las primeras décadas del siglo XVIII
señala que “partiendo de la premisa esencial de que todo el poder resta en
manos del autócrata, las elites políticas durante esta época se dedicaron a
competir por la posición, la influencia y el favor imperial entre las fac
ciones en que se distribuía el patronazgo trabadas por relaciones de
parentesco y por relaciones de clientela. Pocas veces, estos grupos se
definían de acuerdo con las cuestiones políticas, su mundo se dividía más
489
bien entre ‘amigos’ y ‘enemigos’”28. Por ello, en la crisis política que se
produjo en 1730 a consecuencia de la repentina muerte de Pedro II, cuan
do sólo se aceptó como Zarina a Ana bajo unas condiciones que se revo
caron poco después, la cuestión entonces en litigio no era tanto la propia
constitución rusa, sino la identidad de quienes podrían detentar el poder.
El Supremo Consejo Privado exigió que Ana reinase consultando sus
decisiones con el Consejo, y que no podía declarar la guerra o firmar la
paz, casarse, nombrar sucesor, conceder tierras y títulos, hacer uso de los
ingresos del Estado o nombrar cargos sin su consentimiento. Algunos
han llegado a considerar que estas demandas iban encaminadas al esta
blecimiento de un régimen de oligarquía nobiliaria, pero quienes se opu
sieron a ellas fueron precisamente aristócratas que se hallaban excluidos
del poder. Entre los nobles, no existía una tradición en acciones conjun
tas, ni un claro liderazgo político o un marco institucional que pudiera
proporcionarles cierta cohesión. Pese a que el poder de la nobleza rusa
estuvo representado con bastante eficacia a lo largo de todo el siglo XVIII
por diversos grupos de familias, vinculadas entre sí por el parentesco y
los intereses del patronazgo, siempre trataron de ganarse el favor impe
rial y tuvieron que moverse en un mundo político que se tornaba insegu
ro a la muerte de los soberanos, por la incertidumbre que había en torno a
la sucesión y el papel que desempeñaban los favoritos. En toda Europa,
era esencial conocer la forma de pensar de los soberanos y establecer con
él ciertos vínculos. El poder se hallaba mucho más en estas circunstan
cias que en las propias instituciones.
Pueden sugerirse dos rectificaciones dentro de esta imagen que ofre
cía la política de las elites en torno a la principal fuente de patronazgo -el
monarca-, que apenas tuvieron consecuencias si exceptuamos la enajena
ción del patronazgo. Puede decirse que hacia fines de siglo algunos
monarcas desarrollaron una política menos patrimonialista. Al contrario
que María Teresa, que no había establecido una clara distinción entre los
asuntos de Estado y sus intereses dinásticas, el Emperador José II procu
ró mantener una cuidadosa diferenciación entre las finanzas del Estado y
sus propiedades privadas. La institucionalización de las pensiones (mer
cedes personales), que dejaron de depender de la gracia del monarca,
podrían interpretarse en este mismo sentido, y también el énfasis que
pusieron diversos gobernantes, como Federico II, en que todos, incluyen
do el monarca, sirvieran al Estado. Los funcionarios públicos de algunos
estados como Badén empezaron a reclamar que ellos debían encargarse
de la administración de las pensiones en aras del bienestar general. En la
propaganda oficial, se destacaba mucho más el beneficio de la comuni
dad que la gloire del monarca. Pero la importancia que se daba a la idea
de servicio al Estado ya era patente en algunos países a principios de
siglo, y sobre todo en Rusia, donde Pedro I empleaba frase como “el inte
rés común” y “el interés común del Estado”. En la práctica, la autoridad
37 University Library (Aberdeen), Keith of Kintore papers, bundle 229, 38 Nov. 1787.
38 POLASKY, J. L„ Revolution in Brussels 1787-1793 (1987), pp. 269 y 271.
497
presionando para que se incluyese una representación del Tercer Estado
en los Estados de la provincia. Y a pesar de la pérdida de su inmunidad
fiscal, los nobles de Luxemburgo también se situaron a favor de los
Habsburgo. Tanto en Inglaterra como en sus colonias americanas, no
resulta extraño que quienes se oponían a los gobiernos de Jorge III en las
décadas de 1760 y 1770, se considerasen a sí mismos como los defenso
res de las libertades tradicionales. A partir del año 1782 en que los
irlandeses lograron su independencia legislativa, la agitación extraparla-
mentaria disminuyó de manera considerable durante el resto de aquella
década. Esto refleja el carácter débil y dividido que tenían estas agitacio
nes, pero también que el gobierno británico se había recuperado de la
precaria situación en la que le había otorgado esta independencia. La
forma que adoptó la agitación irlandesa durante la década de 1790 en
cuanto a sus demandas y métodos muestran, al igual que en otros países,
los efectos que estaba teniendo la Revolución Francesa, si bien el desafío
militar que representaba Francia era sin duda mucho mayor que el de su
ideología revolucionaria, y de hecho, a las fuerzas de invasión francesas
les incomodó convertirse en aliadas de una población fervientemente
católica.
La autonomía de las ciudades, el republicanismo federal y la hostili
dad hacia la Casa de Orange, eran poderosas tradiciones políticas y cons
titucionales en las Provincias Unidas, y los golpes contra los gobiernos
municipales, los desórdenes urbanos o la creación de milicias urbanas no
oficiales eran procedimientos habituales en los períodos de inestabilidad.
La oposición a Guillermo V, sobre todo a la luz de su ambigua actuación
durante la cuarta Guerra Anglo-Holandesa (1780-83), y el sentimiento
republicano tradicional se combinaron para producir el movimiento
“patriótico” de la década de 1780. Al igual que sucedió en el levanta
miento de los años 1740, sus principales apoyos provenían de la baja bur
guesía y no de las ricas oligarquías urbanas, la clase Regente. Los Regen
tes de Amsterdam querían limitar los poderes del Estatúder, pero, al igual
que los regentes de otras ciudades, no estaban contentos con la dirección
del movimiento que trataba de conseguirlo. Se organizaron Corporacio
nes Libres de Burgueses para acabar con los gobiernos municipales y
provinciales orangistas. En muchos municipios y provincias se abolieron
los derechos constitucionales del Estatúder, y en septiembre de 1785,
Guillermo V se vio obligado a abandonar La Haya. Lejos de pretender
crear un estado unitario, los “patriotas” querían seguir el ejemplo del
federalismo republicano americano ampliando algunos de sus derechos
políticos, a pesar de que en una reunión de la federación nacional de
todas las Corporaciones Libres celebrada en Utrecht en 1786, se llegó a
discutir la posibilidad de establecer una asamblea representativa de todo
“el Pueblo de los Países Bajos”. Al igual que los americanos, los “patrio
tas” holandeses tuvieron que hacer frente a una importante oposición
interna, y recibieron apoyo político y financiero de Francia. Pero la opo
sición fue mucho más fuerte, ya que la influencia de los patriotas en
algunas provincias era exigua y la promesa de ayuda militar por parte de
Francia demostró ser en 1787 una vana ilusión. Además, el movimiento
patriota no tuvo suficiente tiempo para establecerse y cuando se produjo
la intervención extranjera, ésta corrió a cargo del ejército prusiano, uno de
los más profesionales de Europa, su invasión aprovechó la proximidad
de sus Provincias Renanas y ninguna otra potencia disuadió a Prusia de
su propósito. Gran Bretaña repaldo la acción con una movilización naval,
ejerciendo su presión para evitar una reacción armada francesa e intervi
niendo en la política holandesa. Las Corporaciones Libres no pudieron
detener el avance de las tropas prusianas. Muchos “patriotas” huyeron al
extranjero >y se restauró el orden de los Orange, que quedó garantizado
por la firma de la Triple Alianza en 1788 con Gran Bretaña y Prusia.
La intervención extranjera también fue decisiva en Ginebra y en
Lieja. En Ginebra, la agitación contra la oligarquía gobernante no consti
tuía un fenómeno novedoso. En 1782, los residentes que carecían de la
condición de ciudadanos tomaron el poder, pero conservando las institu
ciones establecidas y respetando los procesos legales39. Esto apenas tuvo
repercusiones en los cantones vecinos, que reconocieron su nueva consti
tución. Aunque Zúrich se abstuvo, Francia y Berna, junto con Cerdeña,
asediaron la ciudad y restablecieron su antigua constitución. En Lieja, en
donde la burguesía se hizo con el poder en 1789 durante una grave depre
sión económica, las tropas prusianas restauraron su anterior constitución
en 1790. Las exigencias de quienes se hallaban excluidos de los órganos
de poder no se limitaron a estas dos regiones. En toda Europa,
constituían un aspecto habitual en la política municipal. La Cámara de
los Comunes de Londres intentó en diversas ocasiones limitar la autori
dad de los concejales. En la ciudad veneciana de Capodistra, el intento
llevado a cabo por el “pueblo”, con el apoyo de algunos nobles disiden
tes, para conseguir en 1769-71 una representación en el concejo, que
estaba controlado por una pequeña oligarquía, tuvo que hacer frente a
una tenaz resistencia y acabó fracasando debido a la actitud mayorita-
riamente contraria del gobierno veneciano. Los acontecimientos que se
produjeron en Ginebra, Lieja y las Provincias Unidas en 1781-90 no
carecían de precedentes. En realidad, reflejaban tensiones y aspiraciones
tradicionales en estas regiones, y la mayoría de las grandes ciudades
europeas no experimentaron fenómenos semejantes.
En Francia, el constitucionalismo aristocrático que contribuyó a
minar los proyectos reformistas de lós ministerios de Calonne y Brienne
en los años 1787-88, llegó a depender hacia 1792 del éxito y del compor
tamiento de los invasores extranjeros. Es difícil saber qué hubiera pasado
si el Duque de Brunswick hubiese atacado Valmy. Podría decirse que la
incapacidad de los ejércitos extranjeros y nacionales para derrotar a los
revolucionarios fue el rasgo más singular de los primeros años de la
Revolución y la razón principal de que este acontecimiento no cayese en
el olvido al igual que tantos otros episodios políticos de la época, como
ocurrió con el intento llevado a cabo en esos años de instaurar una nueva
constitución que permitiese desarrollar una Polonia reformada y más
39 CANDAUX, J. D., “La Révolution Genevoise de 1782”, Études sur le XVIIIe. Siécle
(1980), p.92.
499
fuerte. Sin duda, las consecuencias de la Revolución Francesa y sus
logros en cuanto a la creación de un nuevo "orden constitucional, político,
ideológico y religioso, a la derrota de sus oponentes nacionales y extran
jeros, y a la difusión de sus cambios en otros estados fueron cruciales
para la historia europea. Pero esto no quiere decir que en sus orígenes la
Revolución se considerase como un fenómeno tan importante y único.
Por ejemplo, no resulta extraño encontrar que todos los periódicos alema
nes de 1789 dedicaran más espacio a la guerra Turco-Austríaca que a los
acontecimientos que estaban produciéndose en Francia. Muchos de los pro
blemas que afectaban a Francia a fines de la década de 1780 no eran
únicos o novedosos. A menudo, los graves problemas financieros propi
ciaban que los ministros respaldasen la introducción de cambios constitu
cionales a cambio de mayor ayuda para poder afrontarlos. En realidad,
fue el propio gobierno quien asumió la iniciativa política a favor de las
reformas e innovaciones constitucionales a mediados de la década de
1780. Una Asamblea de Notables, que incluía a los principales políticos
nombrados por Luis XVI, se reunió en febrero de 1787, pero rehusó
aceptar las propuestas hechas primero por Calonne y después por Brien-
ne para la reorganización del sistema fiscal y para la introducción de un
impuesto universal sobre la tierra y la creación de asambleas provinciales
de terratenientes electivas. En su lugar, los Notables solicitaron al gobier
no un sistema económico y unas asambleas que fuesen verdaderamente
autónomas, y no simples instituciones consultivas y colaboradoras. Aun
que ellos “ensalzaban a la nation, ese peuple cuyos derechos y poder tra
taban de resucitar”, con su insistencia en la convocatoria de los Estados
Generales y mayor transparencia en las finanzas del gobierno exigiendo
la publicación anual de su presupuesto y contabilidad, insistían en que las
distinción de órdenes, que pasaban por alto las reformas de Calonne,
debía mantenerse en las asambleas provinciales y aspiraban a “que quie
nes detentaban un alto rango y poseían cargos dominasen la política...
Las ideas de la Ilustración, las necesidades prácticas de la política públi
ca y las ambiciones particulares o de grupo, convergían en las demandas
que hacían los Notables a favor de la igualdad fiscal, la reducción de los
impuestos sobre la tierra y la participación en el gobierno”40. El fracaso
político de los ministerios de Calonne y Brienne, que no supieron alcan
zar una solución aceptable, le hizo perder al gobierno su iniciativa, acep
tando en agosto de 1788 que su discusión se pospusiese hasta la convoca
toria de unos nuevos Estados Generales en mayo de 1789.
Quizás no hubiera sido posible alcanzar una solución de compromiso.
Resultaba difícil ganar cierto grado de confianza o una limitada colabora
ción de aquellos que tenían muy poca o ninguna experiencia en los pro
40 GRUDER, V. R., “Class and Politics in the Pre-Revolution: The Asserably of Nota
bles of 1787”, en HINRICHS, E., et a i, Vom Anden Régime z.ur Franzósischen Revolution
81978), pp. 227-28, y 231; y GRUDER, V. R., “A Mutation in Elite Political Culture: The
French Notables and the defense of Property and Participation, 1787”, Journal of Modern
History, (1984) p. 633.
500
blemas del gobierno central, y convencerles de que empleasen las funcio
nes recién asumidas para hacer frente a circunstancias bastante graves.
Para ellos era mucho más fácil insistir en sus demandas de mayor poder y
expresar las sospechas y los temores que les inspiraban las divisiones de
la corte, la inestabilidad de los ministerios y los constantes cambios polí
ticos que estaban produciéndose. Posiblemente, la situación habría mejo
rado si Francia hubiese logrado cierto prestigio internacional, pero a la
humillante débácle de su política holandesa en 1787, se sumó una activi
dad diplomática negligente mucho más llamativa que no supo evitar el
estallido de una guerra entre sus aliadas, Austria y Turquía. Si Francia
hubiera entrado en guerra y hubiese sido derrotada en 1787, la crisis
habría llegado antes, pero podría haber sido mucho más fácil adoptar
arbitrios financieros extraordinarios en tiempos de guerra. José II vio
dañada su posición interna a raíz de las derrotas que sufrió en 1788, pero
las victorias del ejército austríaco en la siguiente campaña permitieron a
Lepoldo II negociar la paz y resolver los problemas internos. El contraste
que ofrecen las delirantes celebraciones con que los vieneses agrade
cieron las nuevas sobre la captura de Belgrado en octubre de 1789 y el
traslado forzoso de Luis XVI y su corte desde Versalles a París después
del asalto del palacio real, constituye un magnífico ejemplo del valor del
éxito y cómo resultaba más fácil conseguirlo merced a una victoria mili
tar en el exterior que afrontando los problemas de la política interior.
Luis XVI no contó con el apoyo de sus hermanos y de su primo, el
Duque de Orléans, que era el primer Príncipe de la Sangre, debido a las
diferencias personales que les separaban. El radical Orleans (Felipe
Igualdad) contribuyó a socavar la posición de Luis XVI y llegó a votar a
favor de su ejecución. En cambio, los hermanos del rey, y sobre todo el
Conde de Artois, se oponían a cualquier disminución de la autoridad
monárquica. Estas graves divisiones en el seno de la familia real debilita
ron la influencia política de la corte.
Las elecciones de los delegados que asistirían a los Estados Generales
celebradas a comienzos de 1789 incrementaron el nivel de participación
política, las tensiones y las expectativas. En cada uno de los distritos
electorales, los tres órdenes o estados (nobleza, clero y comunes) redac
taron por separado los cahiers, cuadernos de agravios que pretendían que
les fueran satisfechos. Querían aclarar la naturaleza constitucional de la
monarquía francesa y su relación con los derechos legales de sus súbdi
tos. Entre sus exigencias se hallaban la garantía de sus derechos y privile
gios, una forma de gobierno representativa, una iglesia reformada y su
consentimiento para la aprobación de los impuestos. Este nuevo orden
constitucional se basaría en la concesión de nuevos poderes a los Estados
Generales y a los Estados Provinciales, que se reunirían de manera regu
lar. En realidad, lo que se pretendía era la separación de poderes (legisla
tivo, ejecutivo y judicial) y no una constitución republicana, y había poco
interés en abolir la nobleza, la vida monástica, los privilegios urbanos y
provinciales o los diezmos. Aun así, el contenido de los cahiers fue
menos importante que su propia existencia. Se esperaba que los Estados
Generales emprendiesen una profunda reforma del Estado. Las eleccio
nes y la elaboración de los cahiers habían creado nuevos vínculos entre
el emergente mundo de la política pública en el ámbito local y la escena
política nacional de la capital. Frente al fracaso de la autoridad guberna
mental en muchas regiones, se producían debates locales sobre los pro
blemas de la política nacional. Las graves dificultades económicas pro
vocaron el desorden en muchas ciudades y en gran parte de las zonas
rurales en 1789, creando un contexto sociopolítico amenazador y violen
to que convirtió en una cuestión esencial el control de las fuerzas milita
res y de los almacenes.
Cuando el 5 de mayo de 1789 se reunieron los Estados Generales en
Versalles, su composición era un buen reflejo de la distribución del poder
político en Francia. No había campesinos o artesanos entre los represen
tantes del Tercer Estado y sólo el 1% eran productores de manufacturas.
Por el contrario, el 12% eran comerciantes, el 25% abogados y el 43%
oficiales públicos. No sabemos hasta qué punto los Estados Generales
podrían haber llegado a elaborar una constitución medianamente acepta
ble, pero con esta composición no podían ofrecer una solución política
satisfactoria. Luis XVI no supo aprovechar la oportunidad para lograr y
liderar un nuevo consenso, y aunque quizás ésta era una meta inalcanza
ble, cabría pensar que otros monarcas podrían haber hecho una labor
mejor. El conflicto que surgió en las relaciones entre los tres estados,
sobre todo en cuanto a los acuerdos establecidos en la forma de votar el
Estado Noble y el Tercer Estado, hicieron que la buena voluntad y el opti
mismo se tornasen en sospechas y temores. Cuando el día 17 de junio, el
Tercer Estado se constituyó en Asamblea Nacional y el día 20 juró no
disolverse hasta que hubiera proporcionado a Francia una constitución,
se puso de manifiesto que la reforma constitucional no se iba a lograr de
forma pacífica. Los Estados Generales fueron haciendo realidad los
peores temores de la corona, pero los ostensibles cambios de actitud de
Luis XVI aumentaron la desconfianza hacia sus verdaderas intenciones.
En el plazo de un mes fracasó una contrarrevolución monárquica, y Luis
XVI se vio obligado, al menos por el momento, a aceptar la nueva situa
ción. Necker, que simbolizaba una política real conciliadora y que había
sido destituido el 11 de julio, fue respuesta en su cargo. La Asamblea
Nacional comenzó a elaborar la nueva constitución. La Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano, promulgada el 26 de agosto,
sostenía que todos los hombres eran libres e iguales en sus derechos, que
las diferencias sociales sólo podían fundarse en el bien común, que el
propósito de toda asociación política era la preservación de los derechos
del hombre y que la ley era la expresión de la voluntad general41.
Parece inevitable pensar que si Gustavo III hubiese estado en la
misma situación de Luis XVI, que en el verano de 1789 contaba con
importantes fuerzas cerca de París, habría actuado de una forma más efi
caz y drástica. Por otra parte, el amplio descontento reinante que había
ayudado a Gustavo III en su golpe de estado en Suecia en 1772 constituía
42 SCOTT., S. F., “Problems of Law and Order during 1790”, American Historical
Review (1975) pp. 887-88.
43 ECHEVERRIA, D., The Maupeou Revolution..., p. 299.
EPÍLOGO
1789 no fue un año muy bueno para los habitantes de Turín. Las cifras
de población publicadas en el mes de enero del año siguiente, mostraban
que las defunciones habían superado a los nacimientos en un 55 %, debi
do en parte a una epidemia de sarampión. Pese a los aportes que propor
cionaba la inmigración procedente de las regiones rurales, la población de
la ciudad había disminuido. Su hospicio recogió a unos 500 niños, proba
blemente porque sus padres habían muerto o no podían hacerse cargo de
ellos. Además, el gobierno tenía que hacer frente a muchos otros proble
mas tradicionales. Debido a la gran cantidad de abusos que había en la
administración de las propiedades comunales, a pesar de las normativas
aprobadas en 1775, se creó un consejo especial para tratar de acabar con
ellos. Víctor Amadeo III estaba muy preocupado por las cuestiones mili
tares, haciendo temer a los genoveses que a principios de 1790 pudiese
producirse un ataque. Nada hacía pensar que fuese a desaparecer el orden
establecido o que Niza y Saboya iban a ser invadidas por los ejércitos
revolucionarios franceses en 1792, aunque en el verano de 1790 se rebe
laron los campesinos de las tierras del Príncipe de Carignan, cerca de
Turín, contra la recaudación de impuestos, y el gobierno reafirmó su
prohibición sobre la discusión pública de temas políticos bajo pena de
arresto y redujo el número de periódicos autorizados. No obstante, seme
jantes limitaciones no eran novedosas, Turín era una ciudad célebre por
la existencia de una policía muy rigurosa, en donde se hallaba muy res
tringida la libre expresión de opiniones.
En otras partes de Europa, la situación política tampoco experimentó
cambios muy relevantes. En los años 1789-90, la mayor parte de los
gobiernos estaban más preocupados por la posibilidad de que Prusia ata
cara a Austria y Rusia con el apoyo de Gran Bretaña, que por los aconte
cimientos que estaban produciéndose en Francia. La situación de los
Habsburgo parecía bastante precaria en Hungría y los Países Bajos Aus
tríacos. Y Catalina II se encontraba cada vez más ocupada en su política
con Polonia. Aunque algunos cronistas contemporáneos pensaban que
505
Francia conseguiría mayor estabilidad y solidez con la instauración de
una monarquía constitucional, la mayoría estaban tan convencidos de su
debilidad en 1790, como lo habían estado desde el fracaso de su política
holandesa en 1787. Su incapacidad para apoyar con eficacia a España en
1790 en el conflicto colonial que la enfrentaba con Gran Bretaña por el
control del Estrecho de Nutka, también vino a confirmar esta opinión. De
hecho, en 1790 no daba la sensación de que sus ideas revolucionarias
podrían ser contagiosas y llegasen a difundirse por toda Francia. Burke
no publicó sus Reflections hasta noviembre y en un principio su actitud
fue bastante inusual.
El radicalismo de las ideas de algunos de los partidarios de la Revolu
ción era evidente. Además, el titular que encabezó el periódico parisino
Postilion Extraordinaire en junio de 1790 declaraba: “No más Príncipes,
No más Duques, No más Condes, No más Amos”. Pero estos llamamien
tos carecían de sentido para los pueblos del resto de Europa. Para la
mayoría de ellos, la vida era una lucha semejante a la que habían tenido
que afrontar sus abuelos, e incluso en el mismo lugar y con la misma
ocupación. La comida era insuficiente, sobre todo en proteínas, el traba
jo, duro y las consecuencias de los accidentes o las enfermedades, graves
o fatales. El único consuelo lo encontraban en sus creencias religiosas y
el papel mediador de la Iglesia.
El grueso de la población permaneció ajeno a los acontecimientos que
iban a cambiar las vidas de sus descendientes. Los cambios tecnológicos
y organizativos englobados bajo la rúbrica de la Revolución Industrial
todavía tenían un influjo bastante limitado. Aún no se habían producido
las grandes transformaciones teóricas y prácticas de la Ciencia y la Tec
nología en la mayoría de los campos, como el transporte, la generación y
distribución de energía, la medicina, la anticoncepción o el rendimiento
agrícola. No se había llegado a crear suficiente riqueza como para pensar
que el destino del hombre en la Tierra podía mejorar sensiblemente. La
legislación aprobada por la Francia Revolucionaria no había aportado
mejoras sustanciales para los pobres, porque el país carecía del nivel de
riqueza necesario y de una base impositiva capaz de sustentar un sistema
de beneficencia nacional eficaz y generoso. Sin crecimiento económico,
no podían sustentarse filosofías laicas que promoviesen las ideas de cam
bio y progreso, y por ello, no resulta extraño que la mayoría de los pensa
dores más radicales del siglo x v iii fueran escépticos respecto al interés
que sus concepciones pudiesen tener para el resto de la población. Fuese
cual fuese su noción sobre lo que podría ser la soberanía popular, se sen
tían frustrados por aspectos como la superstición y el conservadurismo
que atribuían a la mayor parte del pueblo llano. Los pensadores revolu
cionarios también pensaban así. En 1793, Saint-Just, un destacado miem
bro de Comité de Salud Pública, afirmó: “los hombres tienen que conver
tirse en lo que debieran ser”1. No sorprende, por tanto, que su virtud
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