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“El Cipitillo”

Una de las industrias que en el departamento de San Vicente se explotaron desde


hace muchísimo tiempo, es la siembra de la caña de azúcar; la fabricación del dulce de
atado y del azúcar de pilón.

El proceso es bastante complicado y laborioso y no creo que sea necesario


explicarlo; lo que para nuestro cuento se necesita solamente, es saber que en todo el
curso del trabajo para obtener el dulce producto, hay una etapa que reviste características
románticas que son aprovechadas por enamorados, novios y recién casados.

Ese período es la época de la molienda.

Es una fase en el proceso de la elaboración del jugo de la caña que


modernamente, en la gran industria, los coladores, hornos, tachos, centrífugas, etc., son
todos movidos por motores y calderas que producen ruido, calor, mal olor a grasa, aceite,
gasolina y humo.

Todos esos aparatos y engranajes hacen un bullicio infernal, insoportable, que


nada tiene de sentimental ni romántico, aunque sí mucho de sacrificio para los operarios y
el lucro para los dueños, naturalmente, es mucho mayor, pues la maquinaria a suprimido
al hombre y allí las órdenes de movimiento para todo son dadas por sirenas, pitos,
conmutadores, botones de luces de colores, manómetros, termostatos, termómetros,
barómetros, pluviómetros, etc.; los trabajadores visten overoles y gorras, y calzan botas y
guantes de goma y más parecen robots que hombres.

Al conjunto de aparatos de le llama beneficio o ingenio y al trabajo, safra.

El episodio que vamos a referir sucedió en una molienda antigua, sin ningún
tecnicismo ni adelantos modernos y fue allá, en un pueblecito próximo a la cabecera
departamental de San Vicente, cuyo nombre es Apastepeque.

El trapiche estaba instalado como a un kilómetro del pueblo y a unos doscientos


de la orilla del camino real y a más o menos igual distancia de un riachuelo, de donde
tomaban el agua para las labores y apagaban su sed hombres y ganado.

Molienda, se le decía, pues, a la acción de moler la caña para extraerle el jugo;


cocer el caldo y elaborar el dulce y el azúcar. Eso sí, las moliendas de antaño eran,
además, emocionantes y románticos paseos en donde no sólo se comía abundante
espuma y sabrosa “miel de dedo”, sino que en noches de luna con la cipota de la mano se
cantaban melodiosas canciones y golosamente se besaban los enamorados.

Estamos refiriéndonos, desde luego, al trapiche de madera chirriante lubricado con


sebo de buey o con jabón de unto; los peroles humeantes, calentados con fuego de leña o
bagazo y los moldes de palo donde se chorreaba la miel hirviente para que enfriada al
ambiente natural, fueran separadas las tapas o panelas que se envolvían en pencas de
tusa de maíz y atados con mecate de plátano.
A ese conjunto de dispositivos sencillos y su faena con sabor primitivo, se le
llamaba “LA MOLIENDA”.

Pues bien, como aquella molienda del Patojo Juan, era la más próxima del pueblo
y además los arrieros, fogoneros, sacatrapos, puenteros y todo el personal era una familia
amiga de los habitantes del pueblo, cuando daba principio la temporada de molienda, allá,
en el patio bien regado y barrido, sobre la tierra firme y coloradosa, al compás de
guitarras, mandolinas y violines se cantaba y bailaba de lo lindo.

Claro, allí, al pie de un horcón de la galera donde estaban los peroles o al pie del
naranjo chipe, podía verse el cántaro barrigón de barro quemado, con una oreja quebrada
y hasta el pescuezo jetón, de chaparro oloroso y medio ahumado con sabor picante a
jengibre molido.

Embrocado, cubierto de jetona boca del cántaro, el negruzco huacal de morro


estaba a las órdenes de todo el mundo.

El Patojo Juan, su mujer, los hijos, primos, tíos y cuñados, desde temprano habían
puesto en acción el trapiche y metido fuego a los hornos. Ya había molido más de diez
carretadas de caña y el segundo perol iba cerca de la mitad de jugo. El chirrido estridente
que produce la fricción de la madera del trapiche al moler los pedazos de caña, por
extraño que parezca. Se oyen más fuertes de lejos, como de cerca. El grato olor del
juelgo que los bueyes exhalan al remasticar bejucos de loroco, se siente tan bien de lejos,
como de cerca. El grato olor a verde y dulzón del jugo crudo de la caña colorada, pinta y
amarilla, se mezcla con el acido y acre de la rubia y empalagosa miel hirviente, que
burbujeante al centro del perol, produce espuma sabrosa en los rebordes.

La tarde fue placentera y las muchachas con sus vestidos de cretona estampada
exhibiendo grandes ramos de flores chillantes en sus enaguas, al estilo húngaro, fueron
llegando en grupos acompañadas de sus enamorados, primos, tíos y demás familiares.

El saludo amistoso del Patojo Juan, era acompañado de la clásica huacalada de


chaparro y a la tarrada de espuma caliente y olorosa.

La luna, coqueteando a las puntas de los cerros distantes y al majestuoso


Chinchontepec, juguetona se escondía entre las ramazones de los amates, los
aguacateros, los mangos y los quijiniquiles.

Los últimos celajes de la tarde en que el sol perezosamente se escondía tras el


volcán a la distancia, se resistía obstinadamente a ceder su guarida celestial y
transformaban a las nubes en caprichosos diseños, en fantásticas y grotescas figuras
aladas que poco a poco iban transformándose en siluetas de personas, animales y cosas
con fondos de fuego y sangre en aquel gigantesco incendio que el astro rey se complace
e presentar a la inspiración de los poetas y en franco desafío a los pintores.

Los pericos en bandadas, bullangueros de nacimiento, surcaban el espacio hacia


destinos desconocidos y mientras los clarineros elevaban a los cielos sus clarinetadas en
sinfonías endiabladas, los pijuyos se entretenían en practicar saltos acrobáticos,
arrancándoles los patacones a los displicentes bueyes que con infinita calma, echados
entre los matorrales, sobre la hojacasca a la orilla del cenco de izotes en flor, rumeaban
babosos y movían desdeñosamente sus flácidos rabos, como indicando a los pedicuristas
vestidos de negro azabache, el lugar donde los insectos estorbosos les chupaban la
generosa sangre.

Los pies, encaitados unos y descalzos otros, de los hombres y mujeres,


pataleaban rítmica y furiosamente contra el suelo al compás de la música, y entrelazadas
las parejas bailaban y reían; cariñosos se besuqueaban y pellizcaban y sudaban.

Ya próximo al filo de la media noche, cuando el disco plateado en el límpido


piélago llegaba al zenit, de allá abajo, de la quebrada de donde corre el riachuelo se oyó
un grito, que como una orden imperiosa suspendió música, baile, risas, y todo otro
movimiento.

¿Qué fue? ¿Qué sucedió? – indagó el compadre Nacho – que vacilante, con el
machete en la diestra avanzaba en dirección a la quebrada en cuyo lecho corrían las
cristalinas aguas del riacho.

Nuevamente la voz se oyó, y esta vez, en el silencio expectativo de la noche


surgieron claras palabras:

-¡Oh!, ¡Tatóooo! ¡Juanchooooó! ¡Pedrooooó! ¡Vengaaan, vengan todos, aquí hay


un volado feyo! ¡Apurenseeeé!.

Entonces, los reunidos en la molienda del Patojo Juan, hombres y mujeres, con los
rostros serios, se miraban interrogantes entre sí.

De pronto, como surgiendo de un extraño sueño, Beto, el hermano mayor de los


hijos del Patojo Juan, medio boleco de beber chicha y bailar, se dirigió al Viejo Nacho y
con elocuentes ademanes esgrimiendo el machete empollerado, le dijo:

-¡Achís! Oiga Padrino, ese es Chico, ¡no jodan, vamos a ver ques lo que pasa! –

-Vamos, -dijo el viejo aludido, tirando un salivazo sonoro a dos metros de


distancia, y los dos, machete en mano arrancaron en carrera cuesta abajo por la vereda.

Algunos de los muchachos ya habían soltado sus parejas de baile y también


corrían decididos, armados de cumas y machetes en dirección a la quebrada.

Los demás, hombres y mujeres, con palabras entre-cortadas se interrogaban entre


sí y caminaban curiosos y a la vez medrosos, hasta el borde que formaba la pequeña
planicie del patio de baile.

Mientras tanto, allá abajo, los que ya habían llegado a reunirse con Chico, se
agachaban y atónitos veían el suelo y como perros de caza rastraban de un lado para otro
comparando huellas y calculando distancias.
El Viejo Nacho, conversando con su ahijado y Chico, iniciaron el regreso al
trapiche y les decía:

-Eso no es nada muchachos, sólo son las huellas del Cipitillo-.

Cuando llegaron al grupo que en lo alto los esperaba, curiosos preguntaban: ¿Qué
fue? ¿Qué hallaron? ¿Qué vistes Chico?

Abriéndose paso entre la concurrencia, el padrino Nacho fue a tomar asiento sobre
un trozo de palo que había estado ocupando el guitarrista y dándole un chupetazo a su
chenca de puro, hizo señas a los que lo seguían y éstos, haciéndole semi-circulo a su
contorno, en silencio esperaron a escuchar al Viejo.

Unos, sentándose en trozos, otros en pedazos de adobe y otros simplemente


acurrucados o parados guardaron respetuoso y profundo silencio, atentos
expectativamente a o que el padrino Nacho iba a decir.

-Pues bien muchachos, dijo por fin, dibujando una sonrisa con los cariñosos labios
que ampliaron si enorme bigotón puntudo, lo que Chico vió allá abajo no es gran cosa.
Aquí es muy corriente ver esas cosas. El año pasado, hay está el compadre Juan que no
me deja mentir; en varias ocasiones vimos a la Ziguanaba lavando y haciéndonos señales
para que fuéramos hasta donde ella; y yo, achís, que miedo le güa tener a esa chancha;
fui varias veces, la he seguido, pero se me desaparece cuando llego cerca. A yo no me
agüevan tan fácil. Al Cipitillo, que es el hijo de la Ziguanaba, sí, ya casi lo agarro. Allí
mismo, onde están los rastros que Chico halló, una noche como ésta, la luna estaba así
merito alumbrando a todo meter, cuando me salía a miar allí al caminito; pues veyan
nomás ustedes, el Cipitillo estaba con su gran sombrerón encima de un montón de ceniza
hartándose a dos cachetes, hay nomasito, como a dos pasos de yo. Pude verlo bien. El
es un cipote así como de unos siete años, chele y barrigoncito. Cuando vido que yo lo
estaba mirando curioso, se puso a saltar dialegre y tiraba puñadas de ceniza para arriba
como para bañarse. Mencojí un poco y diun salto me tiré sobrél, peruel condenado ya
estaba del otro lado del montón de ceniza y ría y ría burlándose de yo, el muy maldito.
Encachimbado yo, ¡me propuse agarrarlo!

Entre los concurrentes se oyeron risas y exclamaciones de sorpresa. Los


enamorados agarrados de las manos se estrechaban más y rápido circuló el huacal de
chaparro de mano en mano entre unos y otros que ávidos sorbían tragos del picante
brebaje.

-Pues asina fue – prosiguió Nacho, entregando el huacal después de tragar un


buche de chaparro, tirara un escupitajo y darle un chupete a la cabulla del mascado puro
–como siguiendo al Cipitillo, llegué hasta allá abajo. ¿Cren que lo pude agarrar? Nones;
es más águila que yo. Lo jodido fue que cuando llegué a la orilla de la quebrada ya no lo
vide y fuentonces jué que sentí un escalofrío en todo el cuerpo. Se me puso erizo el cuero
de la piel y se me paró el pelo, y se me aflojaron las canillas. ¿Pero han decrer? ¡el
machete no lo aflojaba ni por quién! Entonces miacordé de la oración que menseñó mi
nanita, la finada Nacha, Dios en su gloria la tenga, y mordiendo el lomo del machete recé
el “Jesús que fuerte vienes”. Como por encanto se me quitó el miedo y agarré valor para
regresar aquí arriba. Ya no trabajé nadita porque estaba prendido en calentura. Todo
tembeleque, haciendo un esjuerzo, me sampé una horchata de ciguapate y miacosté allí
cerca de los hornos. Eran como las doce de la noche. Aquí estaban casi todos los
muchachos, pero yo para no meterles miedo nada les dije. Ligerito, ligerito me dormí, pero
en la mañanita que acordé ya todos siabían echado a dormir y entonces, sentado sobre el
costal que había puesto de pepeishte en el suelo, vide a mi alrededor. Eran
¡cachimbazos! De rastros finitos de los piecitos del Cipitillo, que en lo que yo estaba
dormido, el muy condenado se dio la grande bailando y dando vueltas alrededor de yo.

Nuevamente estallaron las risas y las exclamaciones de asombro.

En esos momentos llegaron hasta el grupo los que jadeantes venían de allá debajo
de la quebrada.

Uno de ellos, con la respiración entrecortada, haciendo grandes esfuerzos, dijo:

-Es demás, no se puede ver bien. No pudimos hallar nada.

Los acordes de la guitarra y las temblorosas notas de la bandolina rompieron


nuevamente el silencio de la medianoche y el baile siguió hasta la madrugada, cuando el
cenzontle almizclero trinaba a los primeros clareos de la aurora, saltando de rama en
rama escondido entre los matorrales de la quebrada.

Era el alma del Cipitillo que se burlaba de los bailarines de la molienda.


EL CIPITILLO
Chiquito y barrigón, con enorme sombrero en la cabeza, frecuentaba los trapiches de las
moliendas de caña. Le gustaba comer y bañarse en las cenizas.

Dr. José Efraín Melara Méndez


Mitología Cuzcatleca Los Cuentos De Mi Infancia Y Otros

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