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El episodio que vamos a referir sucedió en una molienda antigua, sin ningún
tecnicismo ni adelantos modernos y fue allá, en un pueblecito próximo a la cabecera
departamental de San Vicente, cuyo nombre es Apastepeque.
Pues bien, como aquella molienda del Patojo Juan, era la más próxima del pueblo
y además los arrieros, fogoneros, sacatrapos, puenteros y todo el personal era una familia
amiga de los habitantes del pueblo, cuando daba principio la temporada de molienda, allá,
en el patio bien regado y barrido, sobre la tierra firme y coloradosa, al compás de
guitarras, mandolinas y violines se cantaba y bailaba de lo lindo.
Claro, allí, al pie de un horcón de la galera donde estaban los peroles o al pie del
naranjo chipe, podía verse el cántaro barrigón de barro quemado, con una oreja quebrada
y hasta el pescuezo jetón, de chaparro oloroso y medio ahumado con sabor picante a
jengibre molido.
El Patojo Juan, su mujer, los hijos, primos, tíos y cuñados, desde temprano habían
puesto en acción el trapiche y metido fuego a los hornos. Ya había molido más de diez
carretadas de caña y el segundo perol iba cerca de la mitad de jugo. El chirrido estridente
que produce la fricción de la madera del trapiche al moler los pedazos de caña, por
extraño que parezca. Se oyen más fuertes de lejos, como de cerca. El grato olor del
juelgo que los bueyes exhalan al remasticar bejucos de loroco, se siente tan bien de lejos,
como de cerca. El grato olor a verde y dulzón del jugo crudo de la caña colorada, pinta y
amarilla, se mezcla con el acido y acre de la rubia y empalagosa miel hirviente, que
burbujeante al centro del perol, produce espuma sabrosa en los rebordes.
La tarde fue placentera y las muchachas con sus vestidos de cretona estampada
exhibiendo grandes ramos de flores chillantes en sus enaguas, al estilo húngaro, fueron
llegando en grupos acompañadas de sus enamorados, primos, tíos y demás familiares.
¿Qué fue? ¿Qué sucedió? – indagó el compadre Nacho – que vacilante, con el
machete en la diestra avanzaba en dirección a la quebrada en cuyo lecho corrían las
cristalinas aguas del riacho.
Entonces, los reunidos en la molienda del Patojo Juan, hombres y mujeres, con los
rostros serios, se miraban interrogantes entre sí.
-¡Achís! Oiga Padrino, ese es Chico, ¡no jodan, vamos a ver ques lo que pasa! –
Mientras tanto, allá abajo, los que ya habían llegado a reunirse con Chico, se
agachaban y atónitos veían el suelo y como perros de caza rastraban de un lado para otro
comparando huellas y calculando distancias.
El Viejo Nacho, conversando con su ahijado y Chico, iniciaron el regreso al
trapiche y les decía:
Cuando llegaron al grupo que en lo alto los esperaba, curiosos preguntaban: ¿Qué
fue? ¿Qué hallaron? ¿Qué vistes Chico?
Abriéndose paso entre la concurrencia, el padrino Nacho fue a tomar asiento sobre
un trozo de palo que había estado ocupando el guitarrista y dándole un chupetazo a su
chenca de puro, hizo señas a los que lo seguían y éstos, haciéndole semi-circulo a su
contorno, en silencio esperaron a escuchar al Viejo.
-Pues bien muchachos, dijo por fin, dibujando una sonrisa con los cariñosos labios
que ampliaron si enorme bigotón puntudo, lo que Chico vió allá abajo no es gran cosa.
Aquí es muy corriente ver esas cosas. El año pasado, hay está el compadre Juan que no
me deja mentir; en varias ocasiones vimos a la Ziguanaba lavando y haciéndonos señales
para que fuéramos hasta donde ella; y yo, achís, que miedo le güa tener a esa chancha;
fui varias veces, la he seguido, pero se me desaparece cuando llego cerca. A yo no me
agüevan tan fácil. Al Cipitillo, que es el hijo de la Ziguanaba, sí, ya casi lo agarro. Allí
mismo, onde están los rastros que Chico halló, una noche como ésta, la luna estaba así
merito alumbrando a todo meter, cuando me salía a miar allí al caminito; pues veyan
nomás ustedes, el Cipitillo estaba con su gran sombrerón encima de un montón de ceniza
hartándose a dos cachetes, hay nomasito, como a dos pasos de yo. Pude verlo bien. El
es un cipote así como de unos siete años, chele y barrigoncito. Cuando vido que yo lo
estaba mirando curioso, se puso a saltar dialegre y tiraba puñadas de ceniza para arriba
como para bañarse. Mencojí un poco y diun salto me tiré sobrél, peruel condenado ya
estaba del otro lado del montón de ceniza y ría y ría burlándose de yo, el muy maldito.
Encachimbado yo, ¡me propuse agarrarlo!
En esos momentos llegaron hasta el grupo los que jadeantes venían de allá debajo
de la quebrada.