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Revista Anfibia/ Crónica 2015

LA BIBLIOTECA DE WALDEMAR
Mariana Liceaga
Waldemar Cubilla empezó a estudiar la carrera de sociología de la UNSAM en la Unidad Penal
N°48. Cuando salió, fundó una biblioteca en la villa “La Cárcova”. Hace poco, el Papa lo recibió
en Roma. Este texto obtuvo el tercer puesto en la categoría crónica del Concurso Federal de
Relatos: “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”, organizado por la Secretaría de Políticas
Socioculturales del Ministerio de Cultura de la Nación.

Empezó a delinquir cuando tenía catorce y a los dieciocho cayó preso. Dentro de un penal de
máxima seguridad, comenzó a estudiar Sociología. Cuando recuperó la libertad, tenía el mejor
promedio entre los todos los alumnos, dentro y fuera de la cárcel. Hace dos meses lo invitaron a
Roma para reunirse con el Papa. ¿La razón? Waldemar Cubilla es un ex pibe chorro que fundó una
biblioteca en su villa para que los chicos —dice— además de drogas y pistolas, tengan libros.

Es un sábado caluroso y húmedo de enero. En la biblioteca de Waldemar Cubilla, ubicada en La


Cárcova, una villa en el noroeste del gran Buenos Aires, diez estudiantes de arquitectura se
mueven como si el día no les pesara en los hombros. Están ayudando a reorganizar el espacio.
Limpian libros, arreglan estanterías, barren, sacan agua del baño y toman nota: van a crear un
documento para dejar constancia de todo lo que hace falta. Y falta mucho: el cielorraso, las
ventanas, más estanterías, la calefacción y el revestimiento del piso.

Waldemar está subido a una escalera y martilla una plancha de madera con la que improvisa una
pared.

—En un rato estoy libre, todavía me falta soldar el portón y después puedo charlar –dice desde las
alturas—; podés ir a ver a mi mamá, vive ahí en frente.

El cuerpo de Waldemar es fuerte, casi deportivo, de altura mediana, coronado por un par de ojos
negros y brillantes que se mueven con ritmo enérgico. Su pelo es oscuro y lo lleva cortado al ras. El
tono de su tez hace brillar aún más sus dientes blancos. Viste bermudas de jean y una musculosa
que deja ver sus bíceps.

Hace dos días, en la mesa de un bar de una estación de servicio, a pocas cuadras de su biblioteca,
Waldemar hablaba de este lugar y también de este cuerpo. En la cárcel, contó, se había armado
una rutina deportiva y educativa. Necesitaba solo una baldosa. Saltaba, saltaba y saltaba. Y
después le agregaba un poco de elongación y unos abdominales. No necesitaba mucho espacio. Sí,
voluntad.

—El ejercicio me hacía aguantar los palos de la policía, tener más fuerza para cualquier conflicto,
estar más atento. También me servía para dormir mejor —dijo.

Waldemar estuvo preso por robo. Empezó a delinquir a los catorce años porque “quería lo ajeno”.
Robó a mano armada, cayó tres veces y nunca mató a nadie. Estuvo en total nueve años privado
de su libertad. La primera vez que lo detuvieron fue a un instituto de menores, pero salió al mes
porque no tenía antecedentes. La segunda vez que cayó fue un diciembre. Había robado un coche
pero el asunto salió mal y terminó en la cárcel de General Alvear. Como no consiguió el certificado
que acreditaba que le faltaba un año para terminar la secundaria, la empezó de nuevo. A los cinco
años salió en libertad condicional y, como nuevamente le faltaba un año para terminar, rindió
todas las materias para obtener el título de bachiller. En 2005 empezó Abogacía en la John F.
Kennedy, una universidad privada en San Isidro, zona de las más lujosas de la provincia de Buenos
Aires. Con un robo pagó la matrícula y un año por adelantado, y se compró un auto.

—Me metí ahí, en esa zona, para vivir esa vida. Para nosotros de Victoria a Capital es todo igual,
mucho billete concentrado —dijo en el bar de la estación de servicio.

En aquella época, los días de Waldemar Cubilla transcurrían en dos escenarios muy diferentes: de
día estudiaba en las casas de sus compañeros de la facultad, de noche volvía a dormir a la villa, la
misma donde años después abriría su biblioteca.

La villa es “La Cárcova”, una de las que forman el cordón que recorre el Camino del Buen Ayre. El
asentamiento fue alzado sobre un basural y está impregnado por el olor agrio y rancio de los gases
que largan los residuos.
—Nosotros la llamamos “La Carcova”, con artículo y sin tilde, en la villa no tenemos acceso a la
información para saber que es el apellido de un artista plástico —explicó Waldemar en el bar—. Yo
nací ahí.

La madre de Waldemar llegó a Buenos Aires desde Paraguay y su padre, desde Formosa. Se fueron
a vivir juntos cuando arrancó la dictadura militar de 1976 y se instalaron en el asentamiento que
estaba cerca de la estación de trenes de Colegiales, en la ciudad de Buenos Aires. Ahí estuvieron
hasta que el intendente Osvaldo Cacciatore pasó una topadora y echó a doscientas mil personas,
entre ellas el matrimonio Cubilla. De ese margen en Colegiales tomaron el tren hasta José León
Suárez y se instalaron en otro límite: “La Carcova”. Ahí vivieron nueve años hasta que se
separaron, pero antes tuvieron un hijo y una hija. El varón es Waldemar: un muchacho de treinta y
dos años.

—La vida de mis papás no fue fácil; la mía, tampoco. Acá nadie tiene las cosas fáciles.

En la mesa del bar, Waldemar recorría su memoria. El pasado incluía las palabras “desarmaderos”,
“cajero”, “secuestro exprés”, “cárcel”, “pena”, “policía”, “patrullero”, “legajo”, “libertad
condicional”, “expediente” y “visita”. La charla también incluía ideas tomadas de los siguientes
libros: Vigilar y castigar de Foucault, La distinción de Bourdieu, Internados de Erving Goffman y Las
armas. Este último es una complicación de textos de sus ex compañeros en el Centro Universitario
San Martín, más conocido como el CUSAM, que está en la Unidad Penal 48 del Centro Carcelario
del Conurbano Norte: el penal donde estuvo preso por tercera vez por “pasear” a un hombre por
cajeros automáticos. En ese lugar le enseñó a leer a otros internos, empezó la carrera de
Sociología —ahora está escribiendo su tesis— y está su biblioteca de referencia. Porque cuando
Waldemar piensa en cómo armar la propia, piensa en aquella, donde pasaba horas cuando estaba
“adentro”.

—Esa biblioteca era una puerta abierta dentro de la cárcel. Ese lugar te forma, te permite otro
diálogo con el magistrado, da libertad hasta a los que tienen perpetua —cuenta Waldemar en el
bar.

El penal donde se aloja ese centro está frente a su villa. Cuando se inauguró, lo presentaron como
una cárcel modelo con escuela agraria, talleres de oficios y servicio de catering. Pero cuando
Waldemar llegó, la escuela agraria estaba abandonada: las tierras no servían para cultivar. Junto a
un grupo de internos pidió autorización para armar una biblioteca en ese espacio. Y el director dijo
que sí. Ese “sí” fue la semilla de lo que vino después: un centro universitario donde, antes de
poder estudiar Sociología, los internos podían hacer talleres de informática, poesía, teatro,
panadería, encuadernación y radio, entre otros.

—Ahí pasaba el día entero, era como estar afuera del pabellón —recordaba Waldemar en el bar de
la estación de servicio.

El nexo entre el penal, la villa y la universidad fue Ernesto Lalo Paret: un exciruja del barrio
Independencia, justo al lado de “La Carcova”, que tiene una relación cotidiana con esa cárcel
porque, aunque nunca robó, la frecuentaba para visitar hermanos, tíos, sobrinos y amigos. Paret
es un hombre de unos cincuenta años, alto, delgado, estilizado y de andar sereno y firme. Es
tercera generación de cirujas, protagonizó La toma, un documental que filmó la canadiense Naomi
Klein sobre fábricas recuperadas, viajó al Brasil y a los Estados Unidos para hablar sobre el mundo
cartonero y desarrolla proyectos para las villas. Dentro del penal funcionó como gestor cultural:
consiguió desde que el Centro Comunitario 8 de Mayo donara los primeros libros, que habían
recuperado los cirujas de la basura, para la biblioteca del penal hasta que la secretaría de
extensión universitaria de la Universidad de San Martín se ocupara de ofrecer talleres para los
internos.

—Lalo ayuda a prender mechas, ahora trabajamos juntos para que los pibes vayan a estudiar —
dice Waldemar en su biblioteca mientras hace un descanso antes de volver a martillar.

Paret ya no vive más cerca de “La Carcova”: comparte una casa en el barrio del Abasto con su
pareja, la socióloga Anaïs Roig. Unos días después de la primera entrevista con Waldemar, nos
juntamos con Roig y Paret para hablar de quien ellos consideran un “generador de posibilidades”.
Roig, además, trabaja con Waldemar en un grupo de investigación de la UNSAM. Sentados en la
mesa del comedor, conversamos sobre la vida de Waldemar adentro y afuera del penal.
—El Negro se anotaba en todas; si había un curso de poesía, iba, de tratamiento de agua, iba. Le
dabas harina y al día siguiente tenías el pan, al otro día fideos y al siguiente panqueques —sostuvo
Paret mientras se servía una taza de café.

—Waldemar tiene una avidez y curiosidad constantes, une teoría y práctica todo el tiempo y no
piensa solo en formarse como sociólogo sino en cómo puede aplicar lo que aprende —dijo Roig y
se levantó para buscar una revista.

Volvió con un mensuario que habían publicado hacía unos años los estudiantes de sociología de
“adentro y afuera”. Al abrirlo apareció una nota firmada por Waldemar Cubilla y cayó una foto
donde se veían tres hombres parados en la avenida Corrientes. Uno de ellos, el más bajo, vestido
con pantalones de traje negros y chomba blanca, era Waldemar: estaba erguido con una sonrisa
triunfal, lentes de sol a modo de vincha y ojos encendidos. Esa había sido una tarde memorable en
2010: habían presentado, a sala llena, la primera experiencia teatral de alumnos del CUSAM en el
Teatro Tornavías, dirigidos por Cristina Banegas. Horas más tarde de esa foto, Waldemar volvería
al penal en un camión celular, esposado, y relataría la experiencia a sus compañeros en el centro
universitario.

Para llegar hasta ese centro universitario hay que pasar por trece puertas. Trece controles. El
camino es largo, oloroso como lo es toda la zona, y humillante por la espera caprichosa que
imponen los guardias. Los internos saben que el recorrido rinde: pueden pasar el resto del día ahí
en vez de estar encerrados dentro de una celda. Estudiar es un camino que reduce las penas y
mitiga las otras penas, las emocionales.

La biblioteca —que es la referencia del Waldemar— ocupa una sala destacada con una ventana
que abre a un pedazo de cielo, tiene estanterías metálicas y una mesa de lectura. Además, hay dos
aulas, un centro de estudiantes, un estudio de radio, una cocina industrial y la oficina
administrativa. Gabriela Salvini, la actual directora, ocupa esa oficina varias horas por semana.
Salvini es una mujer alta, de pelo negro largo y lacio. El día que la vi llevaba calzas debajo del
vestido: en el penal las mujeres no pueden entrar con las piernas descubiertas. Es Licenciada en
Letras y empezó dando talleres en una cárcel de la zona sur hasta que fue convocada para dirigir
este centro. Su trabajo se extiende más allá de lo administrativo: contacta a los familiares de los
estudiantes, se reúne con magistrados o genera actividades extracurriculares. Así recordó las
circunstancias en que conoció a Cubilla:

—Vino un grupo de estudiantes a decirme que Waldemar no quería compartir un espacio con
otros que querían dictar un taller de Braille. Yo le mandé a decir que él no tomaba decisiones y
que yo estaba para gobernar. Al día siguiente vino a presentarse. Él es un líder natural, aunque no
le gusta que se lo digamos. Entendió muy rápido que era un espacio de construcción colectiva y
que no éramos enemigos como lo creían otros internos.

Salvini, igual que Paret, dijo que Waldemar motorizaba todo el tiempo proyectos y que siempre se
lo veía con un grupo de compañeros que lo ayudaban en lo que fuera. También recordó que
apenas abrieron la carrera de Sociología se anotó. En ella, los internos pueden estudiar el mismo
programa que se da en el campus de Migueletes de la Universidad de San Martín para que puedan
continuar sus estudios cuando quedan libres. Tal como hizo Waldemar. Cuando salió en libertad
fue noticia porque tenía el mejor promedio entre todos los estudiantes de la carrera: 9.25. Esto
fue a fines de 2011 y al año siguiente abrió la biblioteca en la villa.

—Eso es lo fantástico —expresó Lalo Paret sentado en su comedor– él tomó un pedazo de tierra y
nos llevó a todos a patadas en el culo. Eso no lo había pensado nadie antes. Es admirable porque
es un pibe chorro que genera otra cosa.

Lo que genera Cubilla es un trabajo artesanal de “militar la educación”. Ese es su objetivo principal
en su biblioteca popular. No quiere sermonear en contra de las drogas, ni demonizar a nadie:
quiere que haya más densidad de libros.

***
La biblioteca de Waldemar está a la entrada de la villa, al lado de la cancha de fútbol. Las paredes
de afuera están pintadas de rojo, hay un mástil con una bandera con el logo de la biblioteca y en
un cartel se lee “La Carcova no es basura”. Aunque todavía el espacio no está abierto oficialmente,
ofrece talleres de fotografía, teatro, encuadernación y catalogación. Los tiempos y los laberintos
de la burocracia, sumados a que Waldemar no adhiere a ninguna organización política, son dos
factores que dificultan conseguir fondos para terminar la obra.
La tarde está soleada y Katty, la mamá de Waldemar, está en la vereda tomando mate bajo un
sauce llorón. Su pelo es largo y negro y lo lleva atado en un rodete; tiene puesto un vestido fucsia.
Dice que ella siempre trabajó para darle a sus hijos todo lo que estaba, y que cuando Waldemar
cayó por primera vez no lo podía creer. También dice que cuando cayó por última vez no le habló
durante un mes.

—Siempre fue muy inteligente pero mucho no le sirvió para pasar lo que pasamos —dice Katty.

Pero recompone rápido la imagen de su hijo y agrega con orgullo que es su “hijo del alma”, que
tiene una mujer que es “de fierro” y dos hijos hermosos y que cuando fue “lo del Papa” sus
compañeras de trabajo le dieron cartas para que le entregase en mano.

El viaje a Roma para entrevistarse con el Papa es una de las últimas experiencias de Waldemar.
Ocurrió a fines del año pasado, cuando la SEDRONAR (el organismo del Estado que coordina
políticas antidrogas y trabaja en la villa) lo invitó a viajar al Vaticano. La relación entre Waldemar y
esa institución comenzó a partir de los encuentros que realizan para adictos y familiares, en su
biblioteca. Las fotos de esa reunión muestran al Papa Francisco con los ojos húmedos y atentos
mirando a Waldemar, quien, además de regalarle una visera con el logo de la biblioteca, le dijo
que él era adicto a la delincuencia, que había crecido en el neoliberalismo y que su labor ahora era
generar espacios para que muchos tengan la posibilidad de zafar de eso.

—Le trajo un rosario a una de mis compañeras de trabajo —dice Katty y se le llenan los ojos de
lágrimas.

La tarde avanza y la mateada sigue en lo que será el futuro patio de la biblioteca. Waldemar
terminó de martillar y está sentado debajo de otro sauce llorón con Johnny, su sobrino. Eros, el
hijo de Waldemar, va y viene. No sospecha siquiera que su nacimiento impulsó a Waldemar —su
padre— a dejar de delinquir. Johnny, que tiene quince años y que acaba de retomar los estudios
que había dejado cuando lo internaron por adicciones, escucha atento a su tío.

—La cárcel es un asco, no quiero estar más preso. Pero sigo haciendo cárcel porque voy una o dos
veces al mes. Eso podría ser lo épico: voy en forma de testimonio para mostrarle a los pibes que
voy bien, que no estoy robando, que estoy haciendo otra vida. Y siento que me miran así.

Así lo mira Johnny, en silencio, sentado en un banquito. Pero en otros momentos lo escucha en
alguna esquina de la villa. Porque Waldemar dice que “labura” mucho todas las noches cuando se
junta con los chicos de dieciséis o diecisiete para que le den “cabida”. El mensaje que quiere
transmitirles es que solo tienen que pensar que por tener una pistola en la cintura pueden llegar a
pasar cinco años en la cárcel. Cree que algunos lo escuchan y que se empiezan a acercar a la
biblioteca.

—Si preguntás dónde conseguir una pistola cualquiera te bate el lugar, pero si preguntás dónde
conseguir un libro de literatura para quinto grado nadie tiene ni idea dónde buscarlo.

Johnny sigue atento la conversación y el hombre que terminó de soldar una viga de hierro para
hacer una jaula para que no roben las herramientas, también.

Waldemar dice que ahí sigue en el margen, que es marginal, que su sueldo no le alcanza, que no
puede planear sus vacaciones, que tiene que esperar tres meses para que lo atiendan en un
hospital, que no hay cloacas y que no tiene disyuntor.

—Pero la diferencia es que puedo escuchar mis palabras, empiezo a construir sentido y si escucho
mis palabras puedo hacer que otro las escuche también.

El sol ya se está por poner y todavía hay muchos chicos que juegan a la pelota. Aunque aún falte
mucho para terminar la obra, ya hay estantes con algunos libros. Sebastián, un nene de pelo negro
y ojos grandes y oscuros, vestido con shorts azules y musculosa naranja, entra corriendo con el
sudor de haber jugado toda la tarde al sol y agarra un libro de tapa dura: Mitos Griegos.

— ¿De qué es este libro? —pregunta.

Waldemar interrumpe la charla, mira cómo uno de los arquitectos le contesta, y cuando retoma
expresa:
—Lo que yo hago es tratar de prender una mecha y cuidar que no se apague.

Una brisa mueve las ramas del sauce llorón y abanican un poco la tarde de verano.

Actividades de lectura

1. ¿En qué tiempo y espacio comienza la crónica? ¿Quiénes son los personajes que están
dentro de ese espacio?
2. Señalen en el texto dónde empieza y dónde termina la descripción de Waldemar.
3. Ordene la cronología de los siguientes hechos de acuerdo con su aparición en la crónica.
…………. Waldemar es entrevistado en el bar de la estación de servicio
………….Waldemar está construyendo y arreglando junto a estudiantes de arquitectura una
biblioteca
……………Waldemar es entrevistado en la biblioteca.
4. Haga una línea de tiempo con los hechos más importantes de Waldemar.
5. Como vas viendo el objetivo de la crónica periodística no es entretener, sino informar,
por lo que el autor trabaja sobre hechos reales, investiga, busca datos correctos y utiliza
un lenguaje sencillo y claro. Pero la diferencia con la noticia, está en el punto de vista del
cronista quien personaliza el texto desde su perspectiva particular. Además, el cronista
intenta que el lector sienta que “estuvo allí” a través de una trama narrativa ágil. Pero si
bien son los segmentos narrativos los que prevalecen, se van acoplando segmentos
descriptivos, dialogales y comentativos que aportan no sólo el estilo sino, también, la
mirada subjetiva.
Extrae del texto
a) Dos segmentos descriptivos.
b) Dos segmentos dialogales que no correspondan a Waldemar.
6. En la crónica se usan algunas expresiones que debemos comprender a partir del contexto
en el que se está narrando. Explica con tus palabras las expresiones subrayadas en estos
fragmentos.
• Para nosotros de Victoria a Capital es todo igual, mucho billete
concentrado.
• La cárcel es un asco, no quiero estar más preso. Pero sigo haciendo cárcel
porque voy una o dos veces al mes.
• Esa biblioteca era una puerta abierta dentro de la cárcel
• Si preguntás dónde conseguir una pistola cualquiera te bate el lugar, pero si
preguntás dónde conseguir un libro de literatura para quinto grado nadie
tiene ni idea dónde buscarlo

Análisis de lectura:

A. Da tu punto de vista sobre que significó y significa para Waldemar:


• La cárcel
• La Cárcova
• La biblioteca
B. Mira y escucha este link para completar información y a partir de todo el material realiza
una reflexión sobre el valor de la educación

Waldemar Cubilla con Tomás Olivieri en Pura Vida, cada día


https://www.youtube.com/watch?v=SlieDH6U0cY

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