Está en la página 1de 3

“El mandarín” de Eça de Queiroz

29 enero, 2016 Letraherida impenitente Narrativa extranjeraEça de Queirós, mandarín

     Hoy traigo uno de los textos que más han marcado mi


vida como lectora y también como ser humano. Sólo cuando leemos los libros descorriendo esa
cortinilla secreta que los separa de nuestra alma y escribimos, después, acerca de ellos, una se
da cuenta de lo que pesaron y de la hondura con la que estigmatizaron nuestra conciencia.

     Tal vez, porque la literatura me adentra en pasadizos no frecuentados en la vida real, al
descansar mi mirada sobre algunos textos encuentro en ellos un alamar invisible, hecho a mi
medida, que me vincula para siempre con el mensaje que duerme en sus páginas. Sospecho que
esto, que tan abrumada me tiene, nos pasa a todos. Nos convertimos, sin quererlo, en herederos
espirituales de lo que leemos y somos, desde ese momento, los guardianes más fieles de ese
legado (espiritual) recibido.

     Cuando la literatura me envuelve en su cálido manto y me abandono a ella, me siento al


abrigo de la integridad. Creo poseer la integridad de mis deseos y de mis cortas virtudes, y estoy
casi segura de que éstas se fundirán con la integridad del texto que sujetan mis manos,
experimentando algo parecido a los versos finales del poema sacramental de Kipling: “Si llenas
tu minuto inolvidable y cierto de sesenta segundos que te llevan al cielo, todo lo de esta Tierra
será de tu dominio”.

     Sin embargo, cuando me sacudo el polvo de este hechizo, abandono el libro y piso el albero
de la vida, esta reflexión mía comienza a palidecer, pues es la vida ariscada senda de tentaciones
y vilezas. Caminar bien es sortear riesgos, acentuar contenciones. Crecer con nuestro paso, es
embellecer las virtudes con las que Dios nos vistió al nacer y no querer mudar estas prendas. Y
qué difícil resulta ser fiel a este precepto. De eso, precisamente, es de lo que trata este libro. De
las consecuencias fatales que se precipitan sobre nosotros cuando burlamos ese ropaje íntimo y
esencial que nos pertenece y, a veces, nos dignifica: nuestra conciencia.

     En realidad, el texto es un ejercicio de reflexión sobre qué sucede cuando, incapaces de
soportar el eco estremecedor de Pepito Grillo, lo acallamos, lo amordazamos, persiguiendo con
ello amansar o dulcificar su estruendo. Es batalla perdida, pues no podemos amordazar nuestra
conciencia. El dolor que causemos hoy empapelará nuestras entrañas de vergüenza y de culpa y
seguiremos caminando nuestra vida como si lo hiciéramos sobre un potro de tortura. Enlutecerá

1
nuestra alma hasta el fin de nuestros días. Con la mayor de las suertes, se agazapará como
paloma dormida, pero sus brasas jamás serán ceniza. El vivo crepitar de estas ascuas percutirá
en nuestros oídos, como latidos luctuosos de humillación, sempiternamente. Nuestras miserias
vivirán con (o contra) nosotros. Dicho esto, queda claro que la obra ausculta la conciencia.
Plantea un dilema moral de conciencia.

     ¿Y cuál es ese libro tan bonito que nos educa tanto? Pues un cuento chino (no exactamente,
pero habla de la China). Sí, una fabulita oriental. Lleva por título El mandarín, una
reminiscencia del mandarín rousseauniano. Fue escrita en 1880 por el portugués Eça de
Queirós (1845-1900), autor que con 55 años legó su famosa charla “Realismo, una  nueva
expresión de arte”, convirtiéndole en uno de los hitos de la renovación social y literaria de
Portugal en aquella época.

     La narración es, pues, realista. Pero un realismo tardío y poco ortodoxo. Digamos que el
portugués se sirve de una fórmula conciliadora que aúna elementos formales de un realismo que
palidece y de un naturalismo que emite sus primeros vagidos. Por tanto, está más próximo al
realismo galdosiano (tardío) de Misericordia que al (temprano) de La fontana de oro. Y como
novela, más cercano al virtuosismo sobrio de Clarín que a la torrentera de palabras de Galdós
(el mejor novelista —yo creo— después de Cervantes). Yo he bautizado su estilo como un
realismo naturalizado, por aquello de solazarse con la ética o la moral, antes que con la
disciplina literaria. Hay quien afirma que Eça de Queirós poseía una perspectiva periférica en
su manejo del realismo. Desconozco si quien pronunció esta sentencia se refería al hecho cierto
de que a casi todos nuestros realistas les faltó ese rasgo. De todos modos, yo veo aquí en común
con ellos: riqueza descriptiva, detalle en la creación de ambientes y ese catalejo de pluma
calibrada para atisbar personajes que no son moralmente buenos. En esto, el portugués pisa la
estela de Balzac, está claro, por ser autor que escoge seres perversos para dotar de mayor
pulsión a su obra (el avaro de Grandet o el ambicioso Rastignac de Papá Goriot, por citar
alguno). Pinceladas eróticas, sutilmente trazadas, avivan el aliento finisecular. Sin renunciar a la
estética naturalista, un tinte fantástico, esmerilando la prosa, le otorga bello contraste.

     Y ahora vayamos con el asunto. El Mandarín plantea, con el relieve de una medalla nueva
de oro brillando sobre un tapete oscuro, el siguiente dilema moral:

     “En lo más remoto de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes de que
hablan las fábulas o la historia. Nada conoces de él, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de
que se viste. Para que heredes su infinita fortuna, basta con que toques esa campanilla, puesta
a tu lado sobre un libro. Él dará tan solo un suspiro en los confines de Mongolia. Será entonces
un cadáver; y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que
me lees y eres hombre mortal: ¿tocarás tú la campanilla?”.

     He ahí el prodigioso dilema. Aparición del Diablo y su ofrenda de poder disfrutar de todos
los goces terrenales a cambio de un gesto: coger una campanilla y hacer tilín-tilín. Sin ver brotar
la sangre ni espectáculos sórdidos. Inmediatamente, en nuestro espíritu se forman dos imágenes:
por un lado, un mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos (en la China), a un tilí-tilín de
campañilla; por otro, toda una montaña de oro fulgurando a nuestros pies.

     Lo primero que oímos, en lo más profundo de nuestro corazón, es una voz atronadora, que
grita con fuerza desgarradora el desprecio a la sola idea de que seamos capaces de formular el
deseo asesino. Pero ¿seremos capaces de matar al mandarín?… Ahí lo dejo.

     El texto, repleto de finísimas observaciones sobre el alma humana, está envuelto en un estilo
brillantísimo. Esto ya lo he dicho, pero los que me conocéis sabéis que para mí, el estilo define
la obra. Y que defiendo este criterio a ultranza y sin concesiones. Puede haber escritor sin obra,
pero sin estilo no puede haber obra literaria. Pues bien, las imágenes (de paisajes y lugares) que
recrea Eça de Queirós están tratadas con tanta delicadeza y las reflexiones a que nos invita

2
poseen tanta hondura moral que la obra exige reclinatorio. Si en lugar de haberla escrito el
portugués la hubiese escrito un ruso, o un alemán, le habrían otorgado un reconocimienro
superior en la literatura universal. ¿Lo he dicho? Es de lectura imprescindible. Absolutamente
obligada. Por apenas 80 páginas desfila la Santísima Trinidad de la liturgia literaria: buena (en
contenido), bella (en estilo) y breve (en extensión).

     Como en las sabias y amables alegorías del Renacimiento, incorpora una discreta (y
contundente) moraleja: “Únicamente sabe bien el pan que día a día ganan nuestras manos.
Nunca mates al mandarín”. Palabras a las que sigue, como broche del relato, la reflexión con la
que se consuela a sí mismo Teodoro —el protagonista—: “No quedaría ni un solo mandarín
vivo si tú pudieses, tan fácilmente como yo, eliminarlo y heredar sus millones, ¡oh, lector!,
criatura improvisada por Dios, obra mala de un mal barro, mi semejante y mi hermano!”.

     La he regalado infinidad de veces, a personas amigas y a personas que persiguen educarse en
la virtud, porque es una obra depurativa. Un cáliz espiritual. Por este motivo, no voy a
recomendaros que un día, cuando no tengáis nada mejor que hacer, os acordéis de esta reseña.
De eso nada. Hoy os empujo a que os arrojéis sobre las páginas de El mandarín y gocéis de una
lectura reposada. Como si estuviéseis hartos de flaqueza, ahítos de debilidad y se presentara
ante vosotros un banquete exquisito. Aprovechad el manjar. Abrigaos con el calor espiritual que
desprende esta sencilla fábula acercando, eso sí, la llama de vuestra reflexión. Éste es el tronco,
pero de él brotarán tímidas chispas y puede tardar en arder en vuestras conciencias. Añadid
vosotros otras ramitas y alguna hierba seca para que prenda bien la fogata.

     Buenas noches y buenas lecturas.

Comparte esto:

 Twitter

 Facebook

También podría gustarte