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EL CUENTO «EL HOMBRE», DE JUAN RULFO,

Y LA NATURALEZA DEL HOMBRE


James E. Holloway, Jr.
DALHOUSIE UNIVERSITY

«Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma,
como si fuera la pezuña de algún animal».1 Con este vistazo de un hombre de-
sintegrado,2 deshumanizado, Juan Rulfo inicia «El hombre», el cuento culmi-
nante de su colección magistral El llano en llamas, llamada alguna vez «el cul-
men de la curva [del cuento hispanoamericano] [...], punto de arranque de todas
las innovaciones del nuevo relato.3
El más comentado, el más complejo,4 y tal vez el más acabado de estos cuen-
tos excepcionales, «El hombre» es el único cuya estructura narrativa disyuntiva
anticipa directamente la de Pedro Páramo. Es notable también por ser la única
obra en la que, formal y simbólicamente, Rulfo delinea directamente las fron-
teras morales y metafísicas de su universo novelesco. Este universo es dema-
siado vasto para abarcar aquí, pero podemos por lo menos manifestar la identi-
dad básica del hombre que lo habita.
El argumento de «El hombre» es sencillo: Hace aproximadamente un mes
que un tal Sr. Urquidi mató a un tal Sr. Alcancía en la presencia del hermano de
éste, José. Pasajes que comprenden las tres quintas partes del cuento incluyen la
tentativa de venganza intentada de José, su intento (malogrado, aunque él no lo
sabe) de asesinar al Sr. Urquidi junto con el asesinato incidental de tres miem-
bros de su familia, la fuga subsiguiente de José, y la persecución del Sr. Urquidi.
Una sección separada, la declaración de un borreguero tocante a los eventos fi-
nales de la vida de José y que informa de su asesinato, concluye el cuento.
Juan Rulfo, Toda la obra, ed. Claude Fell, Madrid: Colección Archivos, 1992, pág 31. Las demás
citas rulfianas proceden de esta fuente y se citan dentro del texto por número de página sólo.
Diane E. Hill, «Integración, desintegración e intensificación en los cuentos de Juan Rulfo»,
Homenaje a Juan Rulfo: Variaciones interpretativas en torno a su obra, ed. Helmy F. Giaco-
man, Madrid: Anaya, 1974, pág. 106. La Profesora Hill cita este mismo trozo rulfiano como un
ejemplo de «desintegración entre el personaje y su 'mismidad'».
Harry L. Rosser, «Oposiciones estructurales en El hombre de Juan Rulfo», Revista de Estudios
Hispánicos, 16 (1982), pág. 411.
Terry J. Peavler, El texto en llamas: el arte narrativa de Juan Rulfo, New York: Peter Lang,
1988, pág. 23. También se podrían citar otros varios.
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La complejidad surge inmediatamente en la primera sección del cuento bi-


partido, ocasionada por su estructura en concierto con la similaridad estudiada 5
y a la vez el anonimato de sus dos protagonistas. Se compone de trocitos de mo-
nólogo interior algo fuera de la secuencia cronológica, en dos niveles separados
mas convergentes, que alternan entre dos entidades muy similares que son iden-
tificadas sólo mínimamente, usualmente por medio de la tercera persona «el
hombre», «el que lo perseguía», o términos similares. Estos pedacitos de monó-
logo interior, los de José distinguidos por bastardilla, se intercalan con un tercer
componente, los pasajes descriptivos y conectivos de un narrador omnisciente
en tercerea persona. Es la tarea del lector seguir las claves sutiles de la identi-
dad, la hora, el emplazamiento, la descripción, etc., para juntar mentalmente en
la secuencia debida la trama, los niveles temporales en que tienen lugar, quién
los lleva al cabo, el significado temático, etc., de las casi treinta unidades iden-
tificablemente discretas de la primera sección. Con razón el Profesor Rosser lo
denomina un «rompecabezas literario». 6
«El hombre» se abre in medias res, con el anónimo «hombre» subiendo por
un sendero escarpado y su rastreador anónimo siguiéndolo, al parecer pisándole
los talones. El lector atento descubre más tarde sin embargo, que esta inmedia-
ción es una ilusión. Rulfo usa la disposición de la tierra para orientar al lector
aquí, y la referencia central es el lugar de los homicidios. En el pasaje inicial «el
hombre» trepa «hacia arriba, buscando el horizonte» (31). En su destino no hay
más horizontes: «Llegó al final. Sólo el puro cielo [...]. La tierra se había caído
por el otro lado» (32). Acabado su espantoso trabajo, desciende por el otro lado:
«Bajó hacia el otro lado, resbalándose por el zacatal» (33). 7
Para el lector ambos, el perseguido y el perseguidor, retienen un anonimato
hasta bien avanzado el cuento, uno la última revelación de que descubre en su
anticlímax la superficialidad de los nombres. El perseguidor ha conocido a su
presa e incluso algo de su carácter -hasta había estado esperándolo- desde que
le había dado muerte al hermano del perseguido un mes antes: «'[...] lo hice cara
a cara, José Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de
miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé
un mes, despierto de día y de noche [...]'» (35). Pero las tres primeras enun-
ciaciones del perseguidor mucho antes en el cuento habían implicado al lector
en una búsqueda de lo que es, pero a un nivel más profundo, el tema clave del

5
Peavler, op. cit., pág. 24. Dice el Profesor Peavler, «[...] el autor deliberadamente hace borrosa la
distinción entre los personajes».
6
Rosser, op. cit., pág. 411.
Roberto Cantú, «Arte y sistema de Juan Rulfo, en El hombre», en Réquiem for the «Boom» Pre-
mature? A Symposium, eds. Rose Mine y Marylin R. Frankenthaler, Monclair, N. J.: Montclair
State College, 1980, pág. 35. Aunque la correcta cronología debe ser algo aclarada con la ter-
cera o cuarta lectura, parece haber pasado desapercibida por toda la crítica hasta este artículo
excepcional de Cantú.
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cuento: la identidad del hombre. El rastreador se fija primero en una carac-


terística del homicida particularmente distintiva, los pies planos con un dedo de
menos, y concluye, «'No abundan fulanos con estas señas. Así será fácil'» (31).
Entonces descubre un aspecto crucial de su modo de ser emocional y psi-
cológico: «'Cortó las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el an-
sia. Y el ansia deja huellas siempre. Eso lo perderá'» (31-32). Informado más a
fondo de la naturaleza de su presa, el perseguidor ya está listo para rastrear en
serio, primero subiendo de nuevo al lugar de los asesinatos, y después siguiendo
hacia abajo la senda de la huida: «'Lo señaló su propio coraje -dijo el persegui-
dor-. Él ha dicho quién es, ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir
por donde subió, después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y
donde yo me detenga, allí estará'» (32, bastardilla añadida). El cambio revelador
del perseguidor al tuteo ya subraya la terminación de este conocimiento más
profundo de la identidad del hombre: «'Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca...
Eso sucederá cuando yo te encuentre'» (32, bastardilla añadida).
Unos ya han señalado el contraste del aura de misterio alrededor del perse-
guidor y el perseguido, y, sin embargo, la manera informal, algo anticlimáctica
de que sus nombres se revelan más tarde.8 Otros han observado el número de
actitudes y características que los dos antagonistas comparten, como si, salvo el
hecho de ser enemigos mortales, fueran virtualmente la misma persona.9
La inconsecuencia de algo tan individualmente distintivo como los nombres
de los personajes, junto con la continuación cíclica de actos similares de violen-
cia perpetrados por antagonistas tan idénticos en actitudes y conflictos de cons-
ciencia como para hacerlos frecuentemente indistinguibles excepto para el lector
más discriminante, sugiere un foco en la identidad arquetípica, un foco que el
título del cuento, «El hombre», confirma. Como el perseguidor, el lector cui-
dadoso está en búsqueda de «el hombre» también, y la presa última, filtrada por
el lente de Rulfo, es la esencia eterna del hombre.
Es el perseguidor quien divulga la naturaleza de esta esencia con la carac-
terización de su presa como una serpiente mala. Esperándolo en emboscada le
dice en su monólogo interior que sabía «'[...] que llegarías a rastras, escondida
como una mala víbora'» (35, bastardilla nuestra). Pero aun más temprano en el
texto Rulfo ya había revelado con una imagen sinecdóquica la naturaleza vi-
perina del hombre: «Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano
cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un
pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas» (33, bastardilla añadida). Su

Donald K. Gordon, Los cuentos de Juan Rulfo, Madrid: Playor, 1976, pág. 165.
Roland Forgues, Rulfo: la palabra redentora, Barcelona: Puvill Libros, 1987, págs. 95-98. El
Profesor Forgues es sólo uno de muchos que se podría citar, pero el grado de similaridad de
perseguido y perseguidor es especialmente patente a su juicio: «[...] ambos protagonistas no
son sino el desdoblamiento de una misma conciencia» (pág. 98).
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poder agotado, el machete sin vida, un atributo del hombre, yace impotente en-
tre las malas hierbas muertas. El foco del pasaje hermosamente fluido fluye del
hombre al río que lo aguarda abajo, sin embargo, y la imagen de la serpiente
sigue constante, porque el río también es distintamente viperino:

El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su
espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene co-
mo una serpentina enroscada sobre la tierra verde (32).

En contraste con la mala hierba seca del machete, la tierra verde en que da
vueltas el río sugiere su potencia vital, y el río se hace un vehículo para la justi-
cia poética. Los detalles de la descripción del río evocan la escena del asesinato
múltiple recién llevado a cabo y le otorgan al río mismo una nueva represen-
tación del papel desempeñado antes por el hombre. Él entró cautelosamente, ni
siquiera despertando a sus víctimas dormidas: «'Ni siquiera los despertó'» (32).
También el río es sigiloso: «Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la
respiración de uno pero no la del río» (33). En efecto, al matar, el hombre había
temido al principio que el estertor de una víctima pudiera despertar a los que to-
davía dormían, pero entonces se dio cuenta de que sólo sonaba como un ron-
quido: «[...] después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la
gente dormida [...]» (36). Y ahora el hombre, sin oírlo, entra en los serpenteos
del río: «El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos.
No lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras» (36). Cerca del fin de la
primera sección, un momento después de darse cuenta por fin de que el río lo ha
atrapado ineludiblemente, el río una vez más manifiesta su naturaleza de víbora,
y la contigüidad de la comprensión del hombre de su situación perdida y este
pasaje sugiere que, como una anaconda, esta serpiente ya devora al hombre lo
mismo que él, una mala víbora, había eliminado a los Urquidi:

El hombre vio que el río se encajonaba entre las paredes y se detuvo. 'Tendré
que regresar', dijo. El río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con
ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez
en cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga
ningún quejido (36).

Pero el perseguido no es la única víctima del río. Agente natural de una in-
exorable justicia poética para el hombre, el río es un agente de tragedia moral
para su perseguidor. Al principio el perseguidor detesta a José Alcancía por su
cobardía, y sobre todo por su manera de vengarse, «escondida como una mala
víbora». Pero al final, mientras rumia sobre su propia culpa por la muerte de su
hijo, y sobre su conciencia de la futilidad de su acto de venganza, él sin em-
bargo ha sido atraído a la proximidad del río donde irónicamente él mismo llega
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a ser la misma «mala víbora escondida» que más temprano había condenado.10
Inmediatamente después de explicar cómo va a preparar una emboscada para su
víctima describe su propio corazón con una frase que recuerda aquélla usada
más temprano para describir el río viperino: «Tengo mi corazón que resbala y da
vueltas en su propia sangre [...]» (36). Recuérdese que el río también se des-
cribió así: «Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpen-
tina enroscada [...]» (33).
Dentro de un contexto de simbolismo bíblico tradicional, la naturaleza vi-
perosa de este río ineludible sugiere esa encarnación del mal, la serpiente
-«maldita [...] entre todas las bestias del campo» {Génesis, 3:14)- que efectuó
la Caída del hombre del paraíso. Así que la característica dominante del paisaje
de Rulfo llega a ser aquí una corriente del mal de la que nadie se escapa, y de la
que cada cual llega a ser, en efecto, la encarnación.'' Dos detalles de la menos
estudiada segunda sección del cuento sugieren que tal contexto bíblico sí se pro-
pone. Primero, el borreguero sugiere que el hombre ingiere salamandras, algo
prohibido fuertemente por Dios: «Lo vi beber agua y luego hacer buches como
quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había tragado un
buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y es-
taba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre» (38). Levítico 11:10-12 marca
este acto desesperado como abominable:
[...] pero abominaréis de cuanto no tiene aletas y escamas en el mar y en los
ríos, de entre los animales que se mueven en el agua y de entre todos los vivientes
que en ella hay. Serán para vosotros abominación, no comeréis sus carnes y ten-
dréis como abominación sus cadáveres. Todo cuanto en las aguas no tiene aletas y
escamas lo tendréis por abominación.
Más tarde el borreguero hace patente otra acción abominable de parte del
hombre.12 Hasta comió carroña:

Y estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal


que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las
hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía
para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.
«El animalito murió de enfermedad», le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre (39).

Como la ingestión de las salamandras, esta acción, también, señala al hombre


como inmundo, y malo:

10
Cantó, op. cit., pág. 44, también se fija en esta ironía.
11
Cantú, op. cit., pág. 41, alega también que, «La tierra -parece informarnos el relato de Rulfo- es
un espacio de maldad y pecado».
12
Cantú, op. cit., págs. 42-43, señala lo inapropiado de estas cosas como comestibles.
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Si muere uno de los animales cuya carne podéis comer, quien tocare el cadáver
lavará sus vestidos y quedará impuro hasta la tarde.
El que de estos cadáveres comiere, lavará sus vestidos y será inmundo hasta la
tarde; y el que los llevare, lavará sus vestidos y será inmundo hasta la tarde (Leví-
tico, 11:39-40).
Como se ve, según la ley antigua el rito de lavarse la ropa depura al inmundo de
esta abominación, y con ironía característica Rulfo al principio sugiere que el
hombre ha hecho exactamente eso, sólo para revelar al fin que esto es una ilu-
sión efímera que en realidad encubre su muerte: «Yo creí que había puesto a se-
car sus trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí
boca abajo, con la cara metida en el agua [...]» (40).
Y no son el hombre y su perseguidor las únicas víctimas de la corriente del
mal. En la segunda parte, el ingenuo borreguero que da testimonio de la muerte
del hombre frente a una figura de la justicia que no se inmuta halla que su pro-
pia benevolencia hacia el hombre lo ha implicado como un cómplice, y le ha
echado una porción de la culpa del asesino de los Urquidi:
«¿De modo que ora que vengo a dicirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ora
si ¿dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que
yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un
charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de
qué modo es ese difunto. Y ora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ora si»
(39-40).
El bondadoso borreguero hace un papel que también se aclara con referencia a
la Biblia. Encarna uno de los pasajes más famosos del Antiguo Testamento, esos
versos de Isaías que se titulan «Poema del Siervo de Yavé», y que comúnmente
se entienden como una profecía de Cristo. Nuestro pobre borreguero es el Buen
Pastor, sobre quien caen los pecados de su rebaño, y quien sufre injustamente en
su lugar: «Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno
su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» {Isaías, 53: 6,
bastardilla nuestra).
Contrario al siervo ejemplar de la Biblia, sin embargo, el Buen Pastor de
Rulfo no puede esperar ninguna recompensa por su sacrificio. El está de pie ante
un juez que jamás le responde. Tampoco son el hombre y su perseguidor alivia-
dos de su culpa. La lucha del hombre para cruzar el río rumbo a la tierra pro-
metida es frustrada perpetuamente por una corriente malévola que es inmanente
a la tierra misma, y que permea el mismo ser del hombre. Sus acciones lo
revelan como un ser inmundo, impío, abominable, y ya que sabemos leerlas,
muy como sus huellas al principio del cuento sugirieron, una oveja perdida:
«Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma,
como si fuera la pezuña de algún animal» (31).
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OBRAS CITADAS:

Cantú, Roberto, «Arte y sistema de Juan Rulfo, en El hombre», en Réquiem for the «Boom»
Premature? A Symposium, eds. Rose Mine y Marylin R. Frankenthaler, Mont-clair:
Montclair State College, 1980, págs. 31-50.
Forgues, Roland, Rulfo: la palabra redentora, Barcelona: Puvill, 1987.
Gordon, Donald K., Los cuentos de Juan Rulfo, Madrid: Playor, 1976.
Hill, Diane E., «Integración, desintegración e intensificación en los cuentos de Juan Rulfo»,
en Homenaje a Juan Rulfo: Variaciones interpretativas en torno a su obra, ed. Helmy F.
Giacoman, Madrid: Anaya, 1974, págs. 99-108.
Peavler, Terry J., El texto en llamas: el arte narrativo de Juan Rulfo, New York: Peter Lang,
1988.
Rosser, Harry L., «Oposiciones estructurales en El hombre de Juan Rulfo», Revista de Estu-
dios Hispánicos, 16 (1982), págs. 411-18.
Rulfo, Juan, Toda la obra, ed. Claude Fell, Madrid: Colección Archivos, 1992.
Sagrada Biblia, Versión directa de las lenguas originales, trads. Eloino Nácar Fuster y Al-
berto Colunga Cueto, O. P., Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1984.

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