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Historia:

Fecha de primera publicación en inglés: 1897


Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al
original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales
condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de
ninguna clase.

Sir Robert Anderson


EL SILENCIO DE DIOS

Prefacio editorial

DIOS HA PERMANECIDO callado ya por casi dos mil años. No han aparecido nuevos profetas,
y la voz de Dios no se ha oído oralmente desde que Él habló a Su Amado Hijo. ¿Por
qué?
Sir Robert Anderson encuadra este problema con su acostumbrada investigación
metódica y exhaustiva y los hallazgos consecuentes. Dios no está revelando nuevas
verdades, porque las Escrituras ya están completas; y Dios ha dicho ya todo lo que la
generación actual tenía que saber. Dios ha cerrado Su revelación al hombre en la Biblia
a pesar de las afirmaciones de aquellos que quisieran hacernos creer algo distinto.
«Nada hay nuevo debajo del sol», proclamaba Salomón en Eclesiastés. Y, a pesar de
ello, nuestra generación afirma que hay una nueva «revelación» de Dios y que la
autoridad de la Biblia tiene que ser suplementada con las enseñanzas de estos nuevos
«profetas de Dios». Los últimos cien años han producido varios diferentes «profetas»
que han introducido supuestas nuevas revelaciones de nuestro Dios y Padre. No
obstante, es extraño que cada uno de los nuevos profetas haya introducido revelaciones
que difieren de lo que la Biblia expone que Dios ha re velado.
Aunque escritos hace muchos años, los argumentos y hechos aquí expuestos siguen
siendo oportunos y muy necesarios. En tanto que el Señor Jesús dilate Su retorno,
continuarán surgiendo falsos profetas, y se continuará precisando de este libro: para que
podamos conocer que Dios ya ha hablado, y que la revelación está completa.
Los EDITORES
Prefacio a la novena edición inglesa

ES EN RESPUESTA a peticiones de varios lugares que se vuelve a editar este libro. Su


importancia queda subrayada ante las extravagancias del pensamiento religioso de
nuestros días y, especialmente por el crecimiento de ciertos movimientos religiosos que
pretenden estar acreditados por manifestaciones espirituales «milagrosas».
Como enseña la Epístola a los Hebreos, ciertas grandes verdades que se consideran
por lo general como distintivamente cristianas eran comunes a la religión divina del
judaísmo, sobre la que el cristianismo se basa. Y, como nos lo recuerdan las palabras
introductorias de Romanos: «El Evangelio de Dios... acerca de Su Hijo, nuestro Señor
Jesucristo» fue «prometido antes» en la profecía hebrea. La verdad más distintiva de la
revelación cristiana es que la gracia ha sido entronizada. Y esta verdad resultó perdida
en el intervalo que transcurrió entre el cierre del canon del Nuevo Testamento y la era
de los teólogos patrísticos. Que Aquel a quien ha sido entregada la prerrogativa de
ejercer juicio está ahora sentado en el trono de Dios en gracia y que, como
consecuencia, toda acción judicial y punitiva contra el pecado humano está en suspenso
—aplazada hasta que haya finalizado el día de la gracia y amanezca el día del juicio—,
constituye una verdad que en vano se busca en la teología normativa de la Cristiandad.
«Mi evangelio» lo llama el apóstol Pablo, porque fue por medio de él que se reveló esta
verdad, no el evangelio «prometido antes», sino «la predicación de Jesucristo, según la
revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos».[1]
Incluso entre los hombres, los sabios y los fuertes guardan silencio cuando han dicho
todo lo que deseaban decir. Y como este evangelio de la gracia es la suprema
revelación de la misericordia divina al mundo, el silencio del cielo permanecerá sin
quebrarse hasta que el Señor Jesús pase del trono de la gracia al trono del juicio.
No se trata de que se haya suspendido el gobierno moral divino sobre el mundo. Aún
menos que hayan cesado los milagros espirituales. Porque, en nuestros días, el
Evangelio ha conseguido triunfos en tierras paganas, que trascienden a lo que se
registra en el Nuevo Testamento. Así, la incredulidad se enfrenta con milagros de un tipo
que dan una prueba mucho más segura de la presencia y del poder de Dios que la que
podría ofrecer ningún milagro en la esfera natural: corazones tan totalmente cambiados,
y vidas tan completamente transformadas, que salvajes fieros, brutales y degradados se
han transformado en personas humildes, llenas de gracia y de vidas puras.
Pero el argumento de estas páginas es que lo que pudieran designarse como
milagros probatorios no tienen lugar en esta «dispensación cristiana». En las edades
antes de que Cristo viniera, los hombres bien hubieran podido desear ansiosamente
pruebas de la acción de un Dios personal. Pero, en el ministerio y muerte y resurrección
del Señor Jesucristo, Dios ha manifestado de manera tan evidente, no solamente Su
poder, sino también Su bondad y amor hacia el hombre, que conceder milagros
probatorios ahora constituiría un reconocimiento de que aquellas cuestiones que han
quedado zanjadas para siempre estarían aún abiertas.
Nadie puede poner límites a lo que Dios pueda hacer en respuesta a la fe individual.
Pero podemos afirmar confiadamente que, a la vista de Su suprema revelación en
Cristo, Dios no concederá nada a las presuntuosas exigencias de la incredulidad. Y esta
revelación proporciona la clave al doble misterio de un cielo silencioso y de las
aflicciones de una vida de fe sobre la tierra. Este prefacio se da para el beneficio de las
personas que hojean un libro en lugar de leerlo.
—Robert Anderson

Prefacio a la segunda edición inglesa


EN su INTRODUCCIÓN a The Scarlet Letter (La Carta Escarlata), Nathaniel Hawthorne
discurre con sentimiento acerca de su incapacidad para ejercer ningún esfuerzo literario
durante los años en que tuvo funciones en la oficina de Aduanas. ¡Pero hay esferas de
trabajo en el Servicio Público comparadas con las cuales la Aduana podría parecer casi
un santuario! Y teniendo en cuenta las circunstancias en que fue escrito este volumen,
la demanda de una nueva edición al cabo de unas pocas semanas de su primera
aparición constituye una prueba evidente del profundo y amplio interés del asunto que
trata.
Han aparecido críticas contradictorias respecto de la estructura del libro. En la opinión
de algunos los capítulos centrales enredan el argumento, y se deberían omitir o
abreviar. Otros, en cambio, han apremiado a que se desarrollen estos mismos capítulos,
y a que se les hagan adiciones determinadas. Ambas sugerencias, aparentemente
contradictorias, son legítimas. A una clase muy limitada estas disertaciones les parecen
innecesarias, y el simple crítico se aparta de ellas con impaciencia; pero, en la
estimación de la mayor parte de los lectores, son de excepcional interés. Por ejemplo,
los capítulos noveno y undécimo, que quizá hubieran podido excluirse, han atraído
especial atención.
Además, no debería olvidarse que, a diferencia de aquellas doctrinas que pertenecen a
la dispensación cristiana en común con aquella que le precedió, la gran verdad
característica del cristianismo es dejada de lado por la religión de la Cristiandad, y recibe
sólo escasa atención incluso en nuestra mejor literatura religiosa. Por ello, es de
importancia vital desarrollar aquí su carácter y alcance, y remarcar su importancia
trascendental. De seguro se hallará, con toda probabilidad, que la apreciación del
argumento por parte del lector estará precisamente en proporción directa con su
conocimiento de esta verdad.
Por ejemplo, uno de los más importantes diarios informa a sus lectores que el autor
«halla causa suficiente del silencio en la doctrina de la Expiación». Y otra revista —una
revista de categoría superior[2]— indica que la «principal posición» de este libro es «que
las verdades cristianas proporcionan una explicación adecuada del “Silencio de Dios”».
Podría parecer imposible a priori que alguien pudiera leer estas páginas y llegar a unas
conclusiones tan erróneas, pero el párrafo anterior puede quizás explicar el fenómeno.
«La Expiación» no es una doctrina especialmente cristiana en absoluto: Tiene un lugar
sobresaliente en el judaísmo, así como en el cristianismo. Y la «postura» del autor, bien
claramente expresada, es que las «verdades cristianas», lejos de explicar el silencio
del Cielo, parecen únicamente hacerlo aún más inexplicable. A juicio de este crítico
acabado de citar, la posición intensamente protestante y cristiana mantenida a lo largo
de todo el volumen, no constituye nada más que un «punto de vista peculiar de las
Escrituras como guía suprema en asuntos de fe y de especulación». Y, escribiendo
desde este mismo punto de vista, sus críticas son, desde luego, poco simpáticas y
severas. No puede el autor quejarse de ello; porque quien administra golpes fuertes
tiene que esperar golpes fuertes de vuelta. Pero no debiera haber «golpes bajos». El
lector imparcial podrá decidir si estas páginas admiten siquiera una sombra de pretexto
para la acusación de «ocasionales apartamientos de la reverencia». Y no menos carente
de base es la afirmación de que se menciona aquí al señor A. J. Balfour en un «tono
condescendiente». Cierto es que se ha utilizado una considerable libertad en la crítica
de los argumentos de un hombre más que distinguido. Pero los temores del autor han
quedado aliviados por la recepción de una carta del mismo señor W. E. Gladstone. «Me
siento muy satisfecho», escribe él, «de que estos argumentos hayan sido examinados
concienzudamente por una persona tan bien dispuesta y competente como usted».
—Robert Anderson

[1] Romanos 16:25. La palabra misterio en las epístolas significa «no una cosa
ininteligible, sino lo que permanece escondido y secreto hasta que se da a conocer por
la revelación de Dios». Este evangelio tiene por ello que distinguirse del de Romanos
1:1-3.
[2] «Literature»

Capítulo 1. El cielo silencioso


UN CIELO SILENCIOSO es el mayor misterio de nuestra existencia. Desde luego, para algunos
el problema no presenta perplejidades. En una filosofía de optimismo superficial, o en
una vida de aislamiento egoísta, han «llegado al Nirvana». Para estas personas, las
tristes y horrendas realidades de la vida a nuestro alrededor no tienen existencia. No
arrojan sombra sobre su camino. La serena atmósfera de su paraíso de necios no se ve
perturbada por el grito de los que sufren y de los oprimidos. Pero las personas sinceras
y reflexivas encaran estas realidades, y tienen oídos para oír este grito; y su asombro
indignado halla expresión a veces en palabras como las del antiguo profeta y poeta
hebreo: «¿Cómo sabe Dios? ¿Y hay conocimiento en el Altísimo?»
La sociedad, incluso en los grandes centros de nuestra moderna civilización, se parece
demasiado a un barco de esclavos, donde, junto a los sonidos de la música, de la risa y
de las juergas en la cubierta superior, se mezclan los gemidos de angustia indescriptible
de los que están hacinados en la bodega de la nave. ¿Quién puede evaluar la tristeza,
el sufrimiento y los males que se soportan en una sola hora, incluso en la favorecida
metrópolis de la muy favorecida Inglaterra? Y si es así en el árbol verde, ¿qué se dirá
del seco? ¿Qué mente es capaz de abarcar la suma de toda la aflicción de este inmenso
mundo, acumulada día tras día, año tras año, siglo tras siglo? Los corazones humanos
podrán elaborar sus planes, y las manos humanas podrán hacer un poco para aliviarla, y
el brazo fuerte y presto de la ley humana puede hacer mucho para la protección de los
débiles y para el castigo de los malvados. Pero, en cuanto a Dios, ¡la luz de la luna y de
las estrellas no es más fría y carente de compasión de lo que Él parece ser! Cada nuevo
capítulo de la historia del desgobierno de Turquía levanta una nueva tormenta de
indignación por toda Europa. La conciencia de la Cristian dad se siente ultrajada por los
relatos de opresión, crueldad y injusticias de que son víctimas los súbditos cristianos de
la llamada Sublime Puerta.
Este es un testimonio de las matanzas de armenios en 1895:

«Alrededor de 60.000 armenios han sido asesinados. En Trebisonda, Erzurum,


Erzincan, Hassankaleh y otras numerosas localidades, los cristianos fue ron aplastados
como las uvas durante la vendimia. El populacho desenfrenado, surgiendo como la
espuma en las calles de las ciudades, barrió a los indefensos armenios, despojó sus
tiendas, arrasó sus hogares, y después bromearon y jugaron con las aterrorizadas
víctimas, como los gatos juegan con los ratones. Los arroyos quedaron obstruidos por
los cuerpos; los torrentes estaban rojos de sangre humana; los claros de los bosques y
las cuevas de las rocas se veían llenos de muertos y de moribundos; entre las
ennegrecidas ruinas de pueblos, otrora prósperos, yacían bebés abrasados al lado de
los cadáveres mutilados de sus madres; por las noches cavaban fosas los mismos
desgraciados destinados a llenarlas, muchos de los cuales, echados allí solamente
heridos levemente, despertaban bajo una montaña de cadáveres, y en vano se debatían
contra la muerte y con los muertos, que les cerraban para siempre el paso a la luz y a la
vida.
»Un hombre en Erzurum, oyendo un tumulto, y temiendo por sus hijos, que estaban
jugando en la calle, salió para buscarlos y salvarlos. Fue apresado por la chusma.
Suplicó por su vida, protestando que siempre había vivido en paz con sus vecinos
musulmanes, y que los amaba sinceramente. Esta afirmación podía ser verdad, o podía
ser solamente para moverlos a compasión. No obstante, el cabecilla le dijo que aquel
era el espíritu adecuado, y que se le premiaría de una manera adecuada. A continuación
lo desnudaron, le cortaron un trozo de carne de su cuerpo, y lo ofrecieron burlonamente
a la venta: “Carne buena y fresca, y muy barata”, exclamó alguien de la multitud.
“¿Quién quiere comprar fina carne de perro?”, gritaron algunos de los divertidos
espectadores. El pobre hombre, retorciéndose de dolor, lanzaba alaridos, pues alguien
de entre la gentuza que había estado haciendo pillaje en el interior de las tiendas, abrió
una botella y echó vinagre o algún otro ácido en la sangrante herida. El pidió a Dios que
pusiera fin a su agonía, Pero solamente habían empezado. Poco después llegaron dos
niñitos, el mayor gritando: “¡Hairik, Hairik! (Padre, padre), ¡sálvame!, ¡sálvame! ¡Mira lo
que me han hecho!”. Y se señalaba a la cabeza, de la que brotaba un abundante chorro
de sangre sobre su hermosa cara y cuello. El hermano más pequeño —un niño de unos
tres años—, estaba jugando con un juguete de madera. El agonizante hombre guardó
silencio por un segundo y después, mirando a estos hijos suyos, hizo un frené tico pero
vano esfuerzo por arrebatar una daga de un turco que estaba a su lado. Esta fue la
señal para la renovación de sus tormentos. El ensangrentado chico, finalmente, fue
lanzado violentamente contra el moribundo padre, que empezó a perder fuerza y
conciencia, y luego los golpearon a los dos hasta matarlos. El niño más pequeño estaba
sentado allí cerca, bañando su juguete de madera en la sangre de su padre y de su
hermano, y mirando hacia arriba, ora con sonrisas a los bien vestidos kurdos, ora con
desgarradoras lágrimas a los polvorientos despojos de lo que hasta entonces había sido
su padre. Un corte de sable terminó con su corta experiencia en el mundo de Dios, y la
multitud volvió su atención hacia otros.
»Estas son solamente unas escenas aisladas vistas en la fracción de un segundo por
la luz, digamos, de un momentáneo relámpago. Lo peor no puede
describirse. (Contemporary Review, enero de 1896.)

Lo que sigue se refiere a horrores aún más recientes:

En ningún lugar de la región ha sido más salvaje el ataque sobre los cristianos que en
Egin. Se asesinó a todo varón que tuviera más de doce años. Solamente se conoce de
un armenio que haya sido visto y perdonado. A muchos niños y jovencitos se les hizo
yacer de espaldas y fueron degollados como corderos. Se llevó a las mujeres y a los
niños al patio del edificio del Gobierno y a varios lugares de la ciudad. Turcos, kurdos y
soldados fueron a estas mujeres, eligieron a las más bellas, y se las llevaron para
violarlas. En el pueblo de Pinguan quince mujeres se echaron al río para escapar a la
deshonra. (The Times, 10 de diciembre de 1896).

Y en todo esto, ¿cuál es el factor que más exaspera el sentimiento del público? Que el
Sultán tiene el poder de impedirlo, pero no lo hace. Que, aunque posee amplios poderes
para frenar y castigar, se mantiene impasible, mientras que, en el seguro retiro de su
palacio, se da a una vida de lujo y de comodidad. ¿Pero acaso el Dios Todopoderoso no
tiene poder para detener estos crímenes? Hasta Abdul Hamid se ha sentido movido por
un sentimiento de vergüenza, y, desechando su dignidad real ha hecho oír
personalmente su voz en Europa para repeler la acusación que su aparente inacción ha
levantado para su descrédito.[1] Pero en vano forzamos nuestros oídos para escuchar
alguna voz desde el trono de la Divina Majestad. El lejano cielo en el que, en perfecta paz
y gloria inexpresable, Dios habita y reina, está ¡EN SILENCIO!
«Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de
los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba de la mano de sus
opresores, y para ellos no había consolador.» ¡Y esto en un mundo regido y gobernado por
un Dios que es Todopoderoso!
Y cuando apartamos nuestros pensamientos del gran mundo que nos rodea, y los fijamos
sobre el estrecho círculo de Su pueblo fiel, los hechos no son menos duros, y el misterio
se hace más inescrutable. Hombres devotos salen de nuestras costas, abandonando la
seguridad, las comodidades, los atractivos y los incontables beneficios de la vida
en medio de nuestra civilización cristiana, para llevar el conocimiento del verdadero Dios
a las tierras paganas. Pero pronto oímos de su asesinato en manos de aquellos mismos
que ellos querían elevar y llevar bendición de esta manera. Y ¿dónde está «el
verdadero Dios» al que ellos servían? El pequeño grupo de cristianos que eran, en un
sentido especial, sus embajadores acreditados, hombres y nobles mujeres también, que
compartían su exilio y sus labores, y niñitos cuya tierna impotencia hubiera podido
excitar la piedad del hombre más endurecido, en su terror y agonía clamaron al cielo por
un socorro que nunca vino. Seguro que el Dios en el que esperaban hubiera podido
cambiar los corazones o frenar las manos de sus brutales asesinos. ¿Es posible
imaginar circunstancias que hubieran demandado con más justicia la ayuda de Aquel al
que adoraban como Todopoderoso, tanto en el cielo como en la tierra? ¡Pero la tierra ha
bebido su sangre y un cielo silencioso ha parecido burlarse de su clamor!
Y estos horrores son meros rizos en la superficie del profundo y ancho mar de los
sufrimientos de la Iglesia a lo largo de las épocas de su historia. Desde los antiguos días
de la Roma pagana, pasando a través de los siglos por las llamadas persecuciones
«cristianas», incontables millones de mártires, los mejores, los más puros y los más
nobles de nuestra raza, han sido entregados a la violencia, al ultraje y a la muerte en
formas horrorosas. El corazón se angustia ante la aterradora historia, y la dejamos con
la oscura esperanza, pero sin base alguna de que, por lo menos, sea en parte falsa.
Pero los hechos son demasiado terribles para que sea posible exagerar su registro.
Despedazados por bestias salvajes en la arena, atormentados por hombres tan
inmisericordes como bestias salvajes, y, lo que es más odioso aún, desgarrados en las
cámaras de tortura de la Inquisición, Su pueblo ha muerto, con los rostros dirigidos al
cielo, y con sus corazones entregados en oración a Dios; ¡pero el cielo ha parecido tan
duro como si fuera de bronce, y el Dios de sus oraciones tan impotente como ellos o tan
insensible como sus perseguidores!
Pero la mayor parte de los hombres son egoístas en sus simpatías.
En ocasiones, algún dolor privado se proyecta con mayor amplitud que toda la suma de
los dolores del mundo y de los sufrimientos de la Iglesia. Si hubo alguna vez un santo
sobre la tierra, es la madre junto a cuyo lecho de muerte se congregan sus hijos e hijas,
apartándose de los distintos negocios o placeres. En todos sus caminos la piedad y la fe
de la madre han ejercido una influencia restrictiva y encauzada. Y ahora, reunidos de
nuevo en el viejo hogar, están ansiosos de ver cómo, en la solemne crisis de sus últimos
días sobre la tierra, Dios tratará a uno de Sus más cariñosos y fieles hijos. Y, ¿qué es lo
que contemplan? ¡Un pobre cuerpo atravesado de un dolor que no cesa hasta que su
capacidad de sufrimiento es apagada por la mano de la Muerte! Si la capacidad humana
pudiera proporcionar alivio, el médico que la atiende sería despedido cómo despiadado
o incompetente. ¿Acaso es Dios, entonces, incompetente o despiadado? A Él alzan
ellos la mirada para que alivie al santo agonizante de las agonías de la muerte, ¡pero en
vano!
O bien podríamos considerar un dolor aún más egoísta. La llegada de una gran
desgracia que convierte un hogar alegre en una desolación, y que deja el corazón tan
embotado y endurecido, que incluso los denominados «consuelos de la religión»
parecen cosas vacías. ¿Por qué habría de ser Dios tan cruel? ¿Por qué está el cielo tan
terriblemente silencioso?
La imaginación más prolífica, la pluma más ágil, no podría delinear ni retratar, en su
variedad ilimitada, las experiencias que así han aniquilado los últimos rescoldos de fe en
muchos corazones aplastados y desolados. «Hay ocasiones», dice un escritor
cristiano[2] «cuando el cielo encima de nuestras cabezas parece ser de bronce, y la
tierra debajo parece de hierro, y sentimos como nuestros corazones se hunden dentro
de nosotros bajo la fría presión de una ley implacable e inmisericorde». ¡Cuán verdadera
la afirmación, pero cuan inadecuada! Si se tratara de que Dios dejara de interferir en
favor de este o de aquel individuo, meramente, o en una u otra ocasión, la fe en su
infinita sabiduría y bondad, debería frenar nuestras murmuraciones y suavizar nuestros
temores. Y además, si, como en los días de los patriarcas, pasara una generación
entera sin que ni una vez se declarase a Sí mismo, la fe podría mirar atrás y esperar el
futuro, entre exámenes de conciencia por la causa de Su silencio. Pero lo que aquí
confrontamos es el hecho, explíquese como se quiera, de que durante dieciocho siglos
el mundo nunca ha sido testigo de una manifestación pública de Su presencia ni de Su
poder.
« ¿Conoce Dios?» Al principio el pensamiento sur ge como una petición impaciente,
aunque no irreverente. Pero las palabras se forman en la boca para implicar un desafío
y sugerir una duda, y al final se pronuncian osadamente como la confesión de una
incredulidad establecida. Y luego, las sagradas crónicas que maravillaban y atraían la
mente en la infancia, relatando los «poderosos hechos» de la intervención divina «en la
antigüedad», empiezan a perder su viveza y fuerza, hasta que al final caen al nivel de
las leyendas hebreas y de los mitos del mundo antiguo. En presencia de los duros y
aciagos hechos de la vida, la fe de los primeros días se desmorona, porque ciertamente
un Dios totalmente pasivo y nunca disponible, a todos los efectos prácticos, inexistente.

[1] Discurso del marqués de Salisbury en el Pabellón, Brighton (Inglaterra), el 19 de


noviembre de 1895.
[2] El Deán Mansel.

Capítulo 2. Persiste el misterio


CUANDO NOS VOLVEMOS a las Sagradas Escrituras, este misterio de un cielo silencioso, que
está llevando a tantos a la incredulidad, si no al ateísmo, parece volverse aún más
irresoluble. La vida y las enseñan zas del gran Profeta de Nazaret han atraído la
admiración de multitudes, incluso la de aquellos que le han negado el más profundo
homenaje de su fe. Todas las mentes generosas le aclaman como la figura más noble
que jamás haya pasado por el escenario de la vida humana. Pero el cristianismo
reivindica para Él mucho más que esto. El Dios grande y desconocido había habitado en
oscuridad impenetrable y en luz inaccesible: aparentes contradicciones que armonizan
de hecho en una perfecta descripción de Su actitud hacia los hombres. Pero ahora, por
fin, se ha revelado. El Nazareno no era meramente el hombre modelo para todas las
edades: Él era divino, «Dios manifestado en carne». Los profetas inspirados habían
presentado esto en sombras: ahora se cumplía. El sueño de la mitología pagana se
cumplía en el gran hecho fundamental del cristianismo: Dios adoptó la forma de un
hombre y habitó como hombre entre los hombres, diciendo cosas que los meros
hombres jamás habían dicho, y difundiendo por todas partes las pruebas de la
naturaleza divina de Su carácter y misión.
Pero la esfera de esta manifestación quedó confinada dentro de los más estrechos
límites: las ciudades y los pueblos de un distrito escasamente más grande que un
condado inglés. Si este iba a ser su final, una teoría tan sublime tendría que ser
desacreditada por su inherente incredibilidad. Pero a lo largo de Su ministerio El habló
de una muerte misteriosa que tenía que padecer, de Su resurrección de entre de los
muertos, de Su regreso al cielo de donde había descendido, y de triunfos de Su poder
que seguirían a Su ascensión; triunfos tales que aquellos a quienes estaba diciendo
estas cosas eran entonces incapaces de comprenderlos. Y, de acuerdo con las
esperanzas que así había inspirado, entre Sus últimas afirmaciones, hechas después de
Su resurrección y en vista de Su ascensión, encontramos estas palabras sublimes y
llenas de significado: «Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra». Con referencia
a esto, la posición de una incredulidad abierta es perfectamente inteligible; pero, ¿qué
se puede decir del escepticismo encubierto del moderno cristianismo que explica esto
como nada más que la declaración de una autoridad mística para enviar predicadores
del Evangelio?
Una vez se acepta el esquema que la revelación acerca de la apostasía y caída del
hombre, y su consiguiente alienación de Dios, se puede explicar la historia del mundo
hasta el tiempo de Cristo. Pero tanto los tipos como la promesa y la profecía testificaban
unánimes que la venida del Mesías significaría el amanecer de un día más radiante,
cuando «los cielos imperarían», cuando se rectificarían todos los males, y cuando el
dolor y la discordia dejarían paso a la alegría y a la paz. Las huestes angélicas que
anunciaron Su nacimiento confirmaron el testimonio, y parecían señalar su próximo
cumplimiento. Y estas palabras del mismo Cristo resuenan como una proclamación de
que por fin llegaba la gran liberación de la tierra. Tampoco los sucesos de los primeros
días desmintieron la esperanza.
Si debido a un gran milagro público ejecutado en Su nombre los apóstoles resultaron
amenazados con castigos, ellos apelaron a Dios. Entonces Dios dio prueba pública de
que había oído su oración, porque «el lugar en que estaban congregados tembló».[1] Un
juicio repentino cayó sobre Ananías y Safira cuando pecaron, y como consecuencia
«vino gran temor sobre toda la iglesia».[2] «Por la mano de los apóstoles se hacían
muchas señales y prodigios en el pueblo.»[3] De los pueblos vecinos «la multitud» —
esto es, los habitantes en masa— se reunían en Jerusalén llevando a sus enfermos, «y
todos eran sanados».[4] Y cuando sus exasperados enemigos arrestaron a los
apóstoles y los echaron en la cárcel pública, «el ángel del Señor, abriendo de noche las
puertas de la cárcel», los sacó.[5] Fue durante este mismo período, indudablemente,
cuando cayó el mártir Esteban. Sí, pero antes de que cayera víctima de las piedras que
le arrojaban sus fieros asesinos, los cielos se abrieron, y le revelaron una visión de su
Señor en gloria. Si el martirio aportara en la actualidad tales visiones, ¿quién temería ser
un mártir? Por una visión parecida el más destacado de los testigos de su muerte fue
transformado en un apóstol de la fe que había resistido y blasfemado. Y cuando, a su
vez, se encontró en manos de crueles enemigos en Filipos, su oración de medianoche
obtuvo la respuesta de un terremoto que sacudió los cimientos de su prisión. Unas
manos invisibles rompieron los eslabones de las cadenas que les mantenían cautivos, a
él y a Silas, y les abrieron las puertas del calabozo de par en par.
También el apóstol Pedro experimentó una liberación parecida cuando era prisionero de
Herodes en Jerusalén, y ello en la misma víspera del día señalado para su muerte. El
relato es claro y apasionante: «Estaba Pedro durmiendo entre dos sol dados, sujeto con
dos cadenas, y los guardas delante de la puerta custodiaban la cárcel. Y he aquí que se
presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en
el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las
manos». «La puerta de hierro» de la prisión «se les abrió por sí misma», y salieron
juntos a la calle.
Estas son solamente selecciones de las narraciones de los capítulos iniciales de los
Hechos de los Apóstoles. La intervención divina no era ninguna teoría mística para estos
hombres. «Todo poder en el cielo y en la tierra» no era una doctrina carente de
sustancia. La historia de la Iglesia primitiva, así como la historia de los inicios de la
nación de Israel, era un registro ininterrumpido de milagros. Pero aquí termina el
paralelismo. Bajo la antigua economía la suspensión de la intervención divina en los
asuntos humanos era considerada como una anomalía, y tenía su explicación en la
apostasía y el pecado nacionales. Y los tiempos de apostasía nacional constituyeron
precisamente el período de la dispensación profética. Fue entonces que la voz divina se
fue oyendo con creciente claridad. Pero, a diferencia de lo anterior, el Cielo ha estado
mudo durante dieciocho largos siglos. Además, esto podría parecer menos extraño si la
profecía hubiera cesado con Malaquías y no se hubieran renovado los milagros en los
tiempos mesiánicos. Pero aunque los poderes milagrosos y los dones proféticos
abundaron en la Iglesia en la época de Pentecostés, no obstante, cuando el testimonio
salió de la estrecha esfera del judaísmo y se enfrentó con la filosofía y la civilización del
mundo pagano —de hecho en el preciso momento en que, según teorías ampliamente
aceptadas, se precisaba de esta voz profética de forma especial— dicha voz se
desvaneció para siempre.
¿No hay nada aquí que suscite nuestro asombro? Naturalmente algunos dejarán de lado
la cuestión, rechazando todo testimonio de milagros, tanto los de los tiempos del Antiguo
como de los del Nuevo Testamento, tratándolos de meras leyendas o fábulas. Otros, a
su vez, afirmarán que hay milagros que tienen lugar en ciertos santuarios favorecidos en
la actualidad. Pero, por lo menos aquí, en Gran Bretaña, los hombres no son ni
supersticiosos ni incrédulos. Creen el testimonio bíblico de los milagros en el pasado, y
aceptan la realidad de que desde los días de los apóstoles no se ha roto el silencio del
cielo. No obstante, cuando se les pide que den una explicación de ello se quedan
mudos, u ofrecen explicaciones totalmente inadecuadas, cuando no absolutamente
inciertas.
Argumentar que la idea de una intervención divina en los asuntos humanos es
irrazonable o absurda es tan sólo prueba de la facilidad con que la mente queda
esclavizada por los hechos ordinarios de la experiencia. El creyente reconoce que esta
clase de intervención era normal en los tiempos antiguos, mientras que el incrédulo
argumenta muy justamente que si en realidad existiese un Dios todopoderoso y
totalmente bueno, tal intervención debiera ser común en todo tiempo. Este reto burlón
podría tener fácil respuesta si el cristiano pudiera responder que este mundo constituye
un período de prueba en el que Dios, en Su infinita sabiduría, ha considerado adecuado
dejar a los hombres totalmente a sí mismos. Pero en presencia de una Biblia abierta,
esta respuesta es totalmente imposible. Permanece el misterio de que «Dios, habiendo
hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres», ¡nunca
habla ahora a Su pueblo! La historia sagrada de la raza favorecida durante millares de
años está atestada de milagros mediante los que Dios dio prueba de Su poder para con
los hombres, y con todo ello nosotros nos enfrentamos con el hecho pasmoso de que
desde los días de los apóstoles hasta la hora presente se puede escrutar en vano la
historia de la cristiandad tratando de encontrar un sólo acontecimiento público que
conduzca de manera inequívoca a ver que Dios existe en absoluto![6]

[1] Hechos 4:31


[2] Hechos 5:1-11
[3] Hechos 5:12
[4] Hechos 5:16
[5] Hechos 5:19
[6] Ver Apéndice, nota 1, p.140.

Capítulo 3. ¿Han cesado los milagros?


EN LA ANTIGÜEDAD los hombres adoraban falsos dioses, como lo siguen haciendo en la
actualidad en el paganismo. El ateísmo es un efecto del rechazo del cristianismo. Pero
no se debe confundir la incredulidad de personas sinceras dispuestas a creer con el
ateísmo apasionado y acerbo de los apóstatas.
Tampoco valdrá apelar a los milagros con los cuales el cristianismo fue acreditado al
principio como prueba todavía viva de su veracidad. Esto no responde a la cuestión que
aquí tenemos planteada, que no trata de la veracidad del cristianismo, sino del
fenómeno de un cielo callado. Que en presencia de un océano insondable de
sufrimiento humano en el gran mundo que nos rodea, y que a pesar del clamor
articulado tan constantemente por los labios de Su pueblo fiel, Dios se mantenga en un
silencio absoluto y aplastante: este es un misterio que el cristianismo parece solamente
hacer más inescrutable.
No obstante, aquí estamos dando por supuesto qué los milagros son posibles, y por ello
incurriremos en el menosprecio de personas de superiores luces. Pero podemos
soportar su desdén. Y no nos inducirán a la insensatez de desviarnos de nuestro tema
para llevarnos a entrar en la gran controversia acerca de los milagros, salvo hasta allí
donde el tema que estamos tratando lo haga imprescindible. La incredulidad manifiesta
no ha conseguido avanzar más allá de los argumentos de Hume. Lo cierto es que los
fenomenales triunfos de la ciencia moderna solamente han servido para debilitar la
posición de los incrédulos, porque han desacreditado la teoría de que nuevos
descubrimientos acerca de la naturaleza pudieran dar explicación de los milagros de la
Biblia. El único rasgo distintivo de la incredulidad de nuestra época es que se ha
revestido con la vestimenta y el lenguaje de la religión. Entre sus propagadores
encontramos «doctores de teología» y profesores de universidades y facultades
cristianas. Y como los discípulos y admiradores de estos hombres demandan que se les
reconozca una inteligencia superior y una especial virtud de su percepción mental,
puede que no sea inoportuno realizar un examen atento de tales pretensiones. Pero
sería cosa demasiado problemática realizar una vivisección, y las meras afirmaciones
abstractas tienen poco peso. Entonces, ¿cómo vamos a proceder? Un profesor de
Oxford de la pasada generación servirá más bien para una autopsia. Examinemos el
tratado acerca de «Las Pruebas del Cristianismo» en los infames Essays and
Reviews (Ensayos y Reseñas). La tesis de dicho ensayo puede enunciarse en una sola
frase: Que el dominio de la ley natural es absoluto y universal. De ello sigue
naturalmente que: (1) los milagros son imposibles, y (2) que las Sagradas Escrituras son
totalmente indignas de confianza. Por ello, la inspiración queda fuera de toda
consideración, excepto en el sentido de toda bondad y genio son inspirados.
Pudiera parecer algo flojo concentrarse ahora en los Essays and Reviews, pero durante
los últimos cuarenta años no se ha observado cambio alguno en el racionalismo alemán
que llamó la atención del inglés medio con aquel libro que fue el inicio de una nueva era.
Estos puntos de vista se están enseñando en muchas de nuestras escuelas de teología.
Los futuros ocupantes de los pulpitos cristianos están recibiendo la enseñanza de que
se tiene que rechazar lo milagroso en las Escrituras, y que se tiene que leer la Biblia
como cualquier otro libro.
Lo que de momento nos interesa tratar no es si esta enseñanza es verdadera;
supongamos de momento que lo es. Tampoco vamos a cuestionar si los maestros son
sinceros; supongamos su integridad. Pero, ¿qué se puede decir de su inteligencia?
Cualquier hijo de vecino puede trabajar sobre los esfuerzos de otros. El más mediocre
de los hombres puede comprender y adoptar los principios de los racionalistas. Donde
se manifiesta la capacidad mental es en la capacidad de revisar ideas preconcebidas a
la luz de los nuevos principios. Apliquemos esta prueba a los racionalistas cristianos. La
encarnación, la resurrección, la ascensión de Cristo: estos son, de forma incomparable,
los mayores de todos los milagros. Si los aceptamos, la credibilidad de los demás
milagros se reduce enteramente en una cuestión de prueba. Si los rechazamos, todo el
sistema cristiano se desmorona como un castillo de naipes. Por decirlo con otras
palabras: Cuando el cristianismo queda expuesto a la clara luz y al aire del
«pensamiento moderno», aquello que parecía ser un cuerpo vivo se con vierte en polvo.
Y a pesar de todo, estos hombres profesan una fe inalterable en el cristianismo. Pero,
aunque su fe hable bien de sus corazones, esto demuestra la flojedad de sus cabezas.
Estos que creen en la divinidad de Cristo a la vez que rechazan la inspiración y los
milagros pueden pretender que son personas de superiores luces, pero de hecho son
seres crédulos que se creerían cualquier cosa. Esta clase de fe es la más simple
superstición. Aquí se podría apelar a innumerables testigos entre los eruditos y
pensadores de nuestra época que, enfrentados con este dilema, se han visto obligados
a escoger «entre una fe más profunda y una incredulidad más audaz».
Si Cristo era realmente Dios, ninguna persona de inteligencia ordinaria pondría en tela
de juicio que Él fuera capaz de abrir los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos, los
labios de los mudos. Si tenía poder de perdonar pecados, es asunto menor creer que
tenía el poder de curar enfermedades. Si podía dar vida eterna no hay por qué
asombrarse de que pudiera restaurar la vida natural. Y si El está ahora en el trono de
Dios, y le pertenece toda potestad en los cielos y en la tierra, toda persona de sentido
común echará a un lado todos los sofismas y los bizantinismos sobre causación y leyes
naturales, y reconocerá que nuestro Divino Señor podría hacer por los hombres de hoy
todo lo que hizo por ellos en los días de Su ministerio sobre la tierra.
¿Pero cómo es que no lo hace? Yo sé que si en los días de Su humillación este pobre
niño paralítico hubiera sido llevado ante Su presencia, Él lo habría sanado. Y tengo la
certeza de que Su poder es mayor ahora que cuando peregrinaba sobre la tierra, y de
que está todavía tan cerca de nosotros como lo estaba entonces. Pero cuando le aplicó
la prueba práctica a esto, hay algo que falla. Por la razón que sea, no parece
verdad. Este pobre niño paralítico tiene que permanecer así. No me atreveré a decir que
Él no pueda curar a mi hijo, pero está claro que no va a hacerlo. ¿Y por qué no? ¿Cómo
podemos explicar este misterio? La realidad lisa y llana es que para todos los que creen
la Biblia la gran dificultad con respecto a los milagros no es que sucedan, sino que no se
dan.
En su libro Foundations of Belief (Fundamentos de la Fe), A. J. Balfour reproduce la
sugerencia de que si se repitieran las circunstancias especiales en que se realizó un
milagro, el milagro también se repetiría. Pero incluso si se pudiese determinar la
veracidad de esta propuesta, no tendría relevancia alguna para el problema que nos
ocupa. Los milagros, asegura el señor Balfour, son «maravillas debidas a la acción
especial del poder divino». Entonces, como no tenemos que ver con ni una mera
máquina ni con un monstruo, sino con un Dios personal que es infinito en sabiduría,
poder y amor, ¿por qué en este mundo que —según el filósofo— clama en voz alta
pidiendo esta «acción especial», la buscamos en vano?
En sus Studies Subsidiary to the Works of Bishop Butler (Estudios Complementarios a
las Obras del Obispo Butler), W. E. Gladstone habla en el mismo sentido, pero de forma
aún más concluyente. En su análisis del aserto de Hume, de que los milagros son
imposibles porque implican una violación de la ley natural, dice él: «Ahora bien, a no ser
que conozcamos todas las leyes de la naturaleza, la afirmación de Hume no tiene valor
alguno; porque el pretendido milagro puede producirse bajo alguna ley que todavía no
nos es conocida». Pero lo cierto es que esta admisión es fatal. El valor probatorio de los
milagros, en contra de los cual Hume está argumentando, depende de la suposición de
que son debidos, como dice el señor Balfour, a «la acción especial del poder divino», y
que, si no fuera por tal acción no hubieran tenido lugar. Es decir: es esencial que el acto
o suceso descrito como milagroso deba ser sobrenatural. Por tanto, si el «pretendido»
milagro pudiese quedar enmarcado dentro de la esfera de lo natural, quedaría por ello
descartado como verdadero milagro. En otras palabras, no sería en absoluto un milagro.
Si un milagro fuese verdaderamente una violación de las leyes de la naturaleza, no
pocos de nosotros que creemos en los milagros renunciaríamos a nuestra fe. Porque
entonces la palabra «imposible» resultaría transferida a la esfera en la que se predica
correctamente sobre hechos atribuibles al Omnipotente. «Es», declaramos, «imposible
que Dios mienta»: igualmente le es imposible violar Sus propias leyes; El «no
puede negarse a Sí mismo». Pero este dicho tan cacareado debe su aparente fuerza
solamente a la confusión de lo que está por encima de la naturaleza con lo que
va contra la naturaleza. Más allá de esto, no es más que un disfraz para la ignorancia.
Observemos una piedra en medio del camino. Obediente a unas leyes inmutables, yace
allí, inerte, y tiende a hundirse en la tierra. Si se levantase de la tierra y volara hacia el
cielo se trataría, se dice, de un milagro. Pero esto se sabe que es absolutamente
imposible. ¿Imposible? Un rudo mocetón llega allí, la toma y la lanza en el aire. ¡Este
pícaro trotamundos acaba así de conseguir lo que se había declarado imposible!
«Pero», se exclamará, «está frivolizando el asunto: ¡hemos visto al joven que la
lanzaba!» Entonces, ¿son nuestros sentidos los que imponen los límites a lo que es
posible? ¡Esto es un materialismo descarado! Supongamos que aquel mismo joven
fuera a caer por un precipicio, y que alguien lo sujetara y lo volviera a subir a un sitio
seguro: ¿Sería esto una violación de la ley de la gravedad? ¿Por qué, entonces, lo sería
si el rescate lo efectuara una mano invisible? Desde luego que se trataría de un milagro,
pero no de «una violación de las leyes de la naturaleza». Como dice el Deán Mansel, un
milagro es solamente «la introducción de un nuevo agente, que posee nuevos poderes,
y por ello no está incluido en las reglas generalizadas en base de una experiencia
previa».
Pero alguna persona irreflexiva podrá todavía objetar que la materia solamente puede
ser puesta en movimiento por la materia, y que por ello es absurdo hablar de una piedra
levantada por una mano invisible. ¿De verdad? ¿Nos dirá el contradictor cómo pone él
en movimiento su propio cuerpo? El poder de algo que no es materia sobre la materia es
uno de los hechos más comunes de la vida. El apóstol Pedro anduvo sobre el mar.
« ¡Absurdo!», exclama el incrédulo, meneando la cabeza. « ¡Esto sería una violación de
las leyes naturales!» ¡Y, a pesar de ello, el fenómeno puede haber sido tan sencillo
como el producido al menear la cabeza! Además, es posible que las leyes bajo las que
se hicieron los milagros puedan aun recibir explicación.[1] No dejarían de ser milagros
por el hecho de que se conocieran estas leyes; porque la prueba de un milagro no es
que tenga que ser inexplicable, sino que su ejecución esté más allá del poder humano.
Que el poder en acción sea divino o no es asunto de prueba, o de inferencia; pero una
vez se ha determinado la presencia del poder divino, el milagro, considerado como
un hecho, recibe explicación.
Si un cirujano restaura la vista a un ciego, o si un médico rescata a un paciente
enfebrecido y a punto de morir, el hecho no despierta otra emoción en nosotros que
nuestra gratitud. Pero cuando se nos dice que tales curaciones han sido realizadas por
el poder divino sin ayuda de la medicina ni del bisturí, se nos exige que rehusemos
incluso examinar las pruebas. El hecho llano es que muchos no creen en el «poder
divino» ni en la «mano invisible». Disfrácese como se quiera, este es el verdadero punto
de la controversia. En el caso de cada ser humano, la «acción especial» constituye un
deber si con la misma puede aliviar el sufrimiento o impedir una calamidad; ¡pero, en el
caso del Ser Divino no debe ni esperarse ni, desde luego tolerarse! ¡Se acepta como un
axioma que el Dios Omnipotente tiene que ser un cero a la izquierda en Su propio
mundo!
El incrédulo dogmático rechaza el cristianismo basado en que la única prueba de su
veracidad son los milagros por los que fue acreditado al principio, y de que los milagros
son imposibles: proposiciones ambas insostenibles. Por otra parte, el incrédulo
ordinario, aplicando su inteligencia práctica y su sentido común a esta cuestión, rechaza
el cristianismo por que, según argumenta él, si el Dios de los cristianos no fuese un mito
no permanecería pasivo en presencia de todo el sufrimiento y de todas las injusticias
que prevalecen en el mundo. Es decir, descartando el argumento del incrédulo
dogmático de que los milagros son imposibles, este último mantiene que, si en realidad
existiera un Ser Supremo de infinita bondad y poder, los milagros abundarían. Y la
inmensa mayoría de incrédulos pertenecen a esta última categoría. Pero, aunque los
filósofos son escasos, y sus sofismas no han llegado a convencer a las mentes del
común de la gente, casi han monopolizado por completo la atención de los apologistas
cristianos. Además. el común de la gente, a diferencia de los filósofos, suelen ser a la
vez razonables y sinceros, y dispuestos a considerar toda explicación razonable a sus
dificultades. Pero por lo general la respuesta que se les ofrece es o bien irrelevante o
bien inadecuada. Por ejemplo, el señor Gladstone se apoya en el razonamiento de que
«si la experiencia de los milagros fuese universal, dejarían de ser milagros». Pero, ¿qué
posible base hay para esto? Sin duda dejarían de suscitar pasmo; pero este no es el
criterio de lo milagroso. Al principio del ministerio de nuestro Señor, y antes que la
antipatía de los guías religiosos de los judíos adquiriese entidad en conspiraciones para
destruirle, Sus milagros de curaciones eran tan numerosos y tan abundantes para todo
el mundo, que tuvieron que llegar a ser considerados con naturalidad. «Y recorrió»,
leemos, «Jesús toda Galilea... sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y
se difundió su fama por toda Siria, y le trajeron todos los que tenían dolencias, los
afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y
paralíticos; y los sanó».[2] En presencia de una exhibición tan ilimitada de poder
milagroso, pronto debió desvanecerse toda sensación de maravilla. Sin embargo, cada
nueva curación era un nuevo milagro, y como tal se hubiera reconocido.
Y lo mismo sucedería en nuestros días, por ejemplo, si cada vez que un hombre
malvado cometiese un atropello contra su prójimo, interviniera el poder divino para
destruir al ofensor y proteger a su víctima. El suceso dejaría de provocar la más mínima
sorpresa; pero no por ello dejarían todos de advertir la mano de Dios, y reconocer Su
justicia y bondad. Y no quedarían incrédulos, ¡excepción hecha, naturalmente, de los
filósofos!
Por ello, la dificultad permanece sin resolver aún. Su verdadera explicación se
considerara en lo que sigue más adelante; pero en esta etapa su discusión es una mera
digresión. Por lo que se refiere al argumento presente, esta cuestión se puede resumir
con palabras que tomo prestadas: «Los milagros de las Escrituras se mantienen
sobre unas sólidas bases que ningún razonamiento puede tras tornar. La posibilidad de
los mismos no puede negarse sin negar la misma naturaleza de Dios como Ser
Topoderoso; la probabilidad de los mismos no se puede poner en tela de juicio sin
dudar, asimismo, de Sus perfecciones morales; y la certidumbre acerca de los
mismos como hechos reales solamente puede ser invalidada con la destrucción de
los mismos fundamentos de todo el testimonio humano».[3]

[1] Es posible que sea esto lo que el señor Gladstone quiera decir en su afirmación que
se critica en la página 37***. Pero, si es así, no acabo de comprender ni su manera de
hablar ni su argumento. Parece sugerir que los «pretendidos» milagros puedan aún
llegar a sernos explicados de igual modo en que el predicho eclipse de luna que
aterrorizó a los indígenas de las Islas de los Mares del Sur les podría ser explicado a
ellos. En cuanto a lo que quiero decir, una ilustración lo clarificará: Que caiga fuego del
cielo y que prenda en un montón de leña es un fenómeno usual. Pudiera tener lugar
durante una tormenta eléctrica. Pero que yo prepare un montón de leña en cierto lugar,
y que a mi mandato caiga un rayo sobre él y lo consuma, esto es un milagro; y el
elemento milagroso aquí es el hecho de que he puesto en movimiento un poder que se
halla por encima de la naturaleza, y que es competente para controlarla.
[2] Mateo 4:23-24
[3] «Conferencias Boyle» del obispo Van Mildert, sermón 21. De la veracidad de estas
últimas palabras, el famoso tratado de Hume da la prueba más notable. Hume pone en
tela de juicio la prueba de los milagros cristianos; pero cuando pasa a hablar de ciertos
milagros que se pretende que ocurrieron en Francia sobre la tumba del abad París, el
famoso jansenista, admite que la prueba que los respaldaba era clara, completa e
intachable. ¡Y luego, a pesar de ello, la rechaza, y ello solamente por «la absoluta
imposibilidad, o naturaleza milagrosa de los sucesos»! Es preciso considerar tales
pruebas con precaución: pero aceptar la prueba y, rechazar sin embargo los hechos así
probados constituye verdaderamente «la destrucción de los mismos fundamentos de
todo el testimonio humano».

Capítulo 4. El valor probatorio de los milagros


QUE PALEY y los que le siguen se hayan equivocado y hayan presentado erróneamente el
valor probatorio de los milagros de Cristo, les podrá parecer a algunos una proposición
sorprendente; pero no es nueva en absoluto. Además, es a este error al que debe su
aparente fuerza lógica el argumento de John Stuart Mill en contra de los milagros
en Essays on Religion (Ensayos sobre la religión).
El descreimiento del escéptico cristianizado contrasta desfavorablemente con el
agnosticismo del incrédulo sincero. El primero, al rechazar los milagros, impugna la
autenticidad de los Evangelios, y así socava temerariamente las bases del cristianismo.
El objeto del otro es la defensa de la razón humana en contra de supuestas
usurpaciones de su autoridad. El primero comercia con sofismas que han sido una y otra
vez refutados y denunciados. El segundo propone argumentos que no han recibido
todavía respuesta de adecuada. En la práctica, el pseudocristiano une sus fuerzas con
el ateo; porque ninguna cantidad de argumentos especiosos servirá para invalidar el
desafío de Paley: «Creed tan sólo que Dios existe, y los milagros no son increíbles». El
agnóstico declarado se aferra a la gratuita afirmación de Paley de que una revelación
solamente sólo puede hacerse mediante milagros, y se dispone a demostrar que los
milagros carecen totalmente de valor para tal fin.
Entre los hombres de la literatura inglesa, la posición de Mill es casi excepcional. A partir
de la narración de su infancia en aquel libro tan triste, su «Autobiografía», parece que
abordó el estudio del cristianismo desde el punto de vista de un pagano culto. Por ello,
ignoraba totalmente que su argumento en contra de la posición de los teólogos estaba
totalmente de acuerdo con las enseñanzas de las Escrituras. «No se puede demostrar
que una revelación sea divina, excepto por evidencias externas»: de esta manera
reformula él la tesis de Paley. Y el problema que esto implica puede explicarse usando
la siguiente ilustración.
Aparece un extraño, digamos que en Londres, la metrópolis del mundo, afirmando ser el
portador de una revelación divina a la humanidad y, a fin de acreditar su mensaje,
procede a manifestar poderes milagrosos. Supongamos por ahora que después de una
investigación rigurosa queda establecida la realidad de los milagros, y que todos están
de acuerdo acerca de su autenticidad. Aquí, pues, nos encontramos de cara con la
cuestión de la manera más práctica. Si el «argumento cristiano» es correcto, estamos
obliga dos a aceptar cualquier evangelio que este profeta proclame. Y nadie que
conozca algo de la naturaleza humana dudará de que será generalmente aceptado. No
obstante, el cristiano sería guardado de ello por las palabras del apóstol inspirado: «Mas
si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os
hemos anunciado, sea anatema».[1] En pocas palabras, ¡el cristiano dejaría de lado
inmediatamente su «Paley» y adoptaría la postura del escéptico en Essays on
Religion! Además, insistiría en aplicar al obrador de milagros la prueba de las Sagradas
Escrituras y, al hallarlo en contradicción con el Evangelio que ya había recibido, lo
rechazaría. Es decir, no probaría el mensaje por los milagros, sino por una revelación
precedente conocida como divina.
Que Cristo vino a fundar una nueva religión, y que el cristianismo fue recibido en el
mundo sobre la autoridad de sus milagros —estas son unas tesis que tienen una
aceptación casi universal en el seno de la Cristiandad. Por ello, parecerá chocante la
afirmación de que ambas afirmaciones son igualmente erróneas, y que la postura
cristiana ha quedado seriamente en entredicho debido a tal error. Y sin embargo ésta es
la conclusión que sugiere el anterior argumento, y a la que nos llevará una investigación
exhaustiva y cuidadosa. ¿No es acaso cierto que aquellos en medio de los cuales Cristo
obró Sus milagros fueron los mismos que después le crucificaron como a un blasfemo
impostor? ¿No es un hecho que cuando le reta ron a que realizase milagros para apoyar
con ellos Sus reivindicaciones mesiánicas, Él rehusó terminantemente hacer tal cosa?[2]
«No obstante», dice el obispo Butler, al recapitular su argumento tocante a esto, «se
admite que la aceptación del cristianismo en el mundo tuvo lugar sobre la base de la
creencia en los milagros», y que «esto es lo que los primeros conversos hubieran
expuesto como su razón para abrazarlo». Esto no se puede decir más claro. Los
«primeros conversos», habiendo sido testigos de los milagros, reflexionaron acerca de la
cuestión, y llegaron a la conclusión de que quien los obraba tenía que ser enviado de
Dios; y así se convirtieron. Pero, ¿en base a qué autoridad se hacen estas
afirmaciones? De hecho, no se dice de ninguno de los discípulos que fundamentase su
fe sobre esta base.[3] La narración de la primera Pascua del ministerio del Señor, que
parecería a primera vista refutar esto, es, de hecho, la prueba más clara de lo mismo.
Esas son las palabras: «Muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía.
Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque conocía a todos».[4] Es decir, rehusó reconocer
un discipulado así.
Después sigue la historia de Nicodemo, que era uno de estos conversos a causa de los
milagros. Había llegado al discipulado por razonamientos, precisamente como lo supone
Butler; pero, como dice el Deán Alford[5], se le tuvo que enseñar que «no es
conocimiento lo necesario para el reino, sino vida, y la vida tiene que empezar por el
nacimiento». Y de este tenor es todo el testimonio de San Juan. Totalmente en armonía
con el mismo tenemos el testimonio de San Pedro, que con él compartió el privilegio
especial de contemplar el mayor de los milagros, la Transfiguración en el monte santo.
«Siendo renacidos [escribe él], no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la
Palabra de Dios.»[6]
Aún más notable y significativo es el caso de San Pablo. Un razonador tan grande como
Butler, y un hombre además de una devoción inquebrantable a aquello que creía que
era la verdad, pero el testimonio completo del ministerio y de los milagros de Cristo le
convirtió en un acerbo adversario y perseguidor del cristianismo. «Obtuve misericordia»,
con estas palabras explica el cambio que tuvo lugar en él. Y de nuevo: «Agradó a Dios,
que... me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí». Algunos podrán tildar este
lenguaje de místico. Para otros, que son como lo que hasta entonces había sido San
Pablo, puede incluso parecerles ofensivo. Pero, sea cual fuere su significado, y sea
como fuere que se considere, es cosa cierta que implica algo enteramente diferente de
lo que indican las palabras del obispo Butler.[7]
En tal caso, si los milagros no tenían el propósito de constituir una base para la fe en
Cristo, uno puede preguntar: ¿para qué se realizaron en absoluto? La respuesta es que
tenían un doble carácter y propósito. Así como un hombre bueno que posee los medios
y la oportunidad de aliviar el sufrimiento es impulsado a actuar por su propia naturaleza,
así sucedió con nuestro bendito Señor. Cuando «aquel Verbo fue hecho carne, y habitó
entre nosotros», era, si puedo decirlo con reverencia, lógico que las enfermedades e
incluso la muerte cedieran delante de Él. El fue «haciendo bienes y sanando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». Los escépticos hablan como si
nuestro Señor estuviera descrito como haciendo pausas a intervalos en Sus enseñanzas
para obrar milagros a fin de acallar la incredulidad. Esta idea es del todo grotesca en su
falsedad. Bien al contrario, leemos afirmaciones como que «No hizo allí muchos
milagros a causa de la incredulidad de ellos».[8] De hecho, aun que no se registra ni un
solo caso en todo el curso de Su ministerio en el que la fe apelara a Él en vano —y esto
es lo que hace tan extraño y agobiante en la actualidad el dominio inexorable de la ley
natural—, tampoco se registra un solo caso en el que el desafío desde la incredulidad
obtuviera la satisfacción de un milagro. Cada desafío de esta clase fue confrontado
remitiendo al sofista a las Escrituras.
Y esto sugiere el segundo gran propósito para el que se dieron los milagros. Para los
judíos, religión y política eran inseparables. Cada esperanza de bendición espiritual
descansaba sobre la venida del Mesías. Con dicha venida se relacionaba cada promesa
de independencia y prosperidad nacional. Los pocos piadosos que constituyeron el
pequeño grupo de Sus verdaderos discípulos pensaban, primeramente y ante todo, en
el aspecto espiritual de Su misión. La muchedumbre pensaba sólo en librarse del yugo
romano y en la restauración de las desaparecidas glorias de su reino. En el caso de
todos, Sus principales credenciales se tenían que buscar en las Escrituras que
predecían Su venida, y era a éstas a las que siempre Él apelaba en último término.
«Escudriñad las Escrituras», les dijo a los judíos, «porque a vosotros os parece que en
ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a
mí».[9] «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno
se levantare de los muertos.»[10]
A este respecto, la prueba mediante los milagros era puramente incidental. No se
sugiere en ningún lugar que se dieran para acreditar la enseñanza; su propósito
probatorio era única y exclusivamente para acreditar al Maestro. No se trataba
meramente de que fuesen milagros, sino que eran aquellos milagros que debían esperar
los judíos según sus propias Escrituras. El significado de los mismos dependía de su
especial carácter[11] y de su relación con una revelación precedente aceptada como
divina por parte de aquellos para cuyo beneficio se cumplieron.
Y se puede observar de pasada que esto sugiere otro fallo en el argumento cristiano en
base de los milagros, según se suele formular. Lo que es sobrenatural no es
necesariamente divino. «Todo aquel que obra milagros es enviado de Dios: este hombre
obra milagros, por tanto es enviado de Dios». La lógica del silogismo es perfecta. Pero
el judío rechazaría con toda razón la premisa principal, y naturalmente rechazaría la
conclusión. De hecho, atribuyó los milagros de Cristo a Satanás, y nuestro Señor
respondió a la injuria, no negando el poder satánico, sino apelando a la naturaleza y al
propósito de Sus acciones. Como Sus milagros se dirigían manifiestamente en contra
del archienemigo, insistía Él, no se podían atribuir a su influencia.
La subordinación del testimonio de los milagros al de las Escrituras aparece todavía más
clara en la enseñanza posterior a la resurrección. Leemos así: «Comenzando desde
Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que
de Él decían.» Y de nuevo: «Estas son las palabras que os hablé, estando aún con
vosotros, que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de
Moisés, en los profetas y en los salmos».[12] Y no es diferente cuando los apóstoles
asumieron el testimonio. San Pedro, dirigiéndose a los judíos de Jerusalén, apela a
«todos los profetas, desde Samuel en adelante, cuantos han hablado».[13] De este
mismo tenor fue la defensa de San Pablo cuando fue hecho comparecer ante Agripa:
«Persevero hasta el día de hoy [declaraba], dando testimonio a pequeños y a grandes,
no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que había de
suceder».[14] Y cuando pasamos a la enseñanza dogmática de las Epístolas
encontramos que se insiste con más energía en la misma verdad, que Cristo «vino a
ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las
promesas hechas a los padres, y para que los gentiles glorifiquen a Dios por su
misericordia, como está escrito».[15]
Se podría llenar así página tras página para de mostrar la falsedad de la tesis que aquí
se analiza. « ¡Una nueva religión!» Estaría más cerca de la verdad decir que un gran
propósito de la venida del Mesías era el de poner fin del todo al reinado de la religión.
Esta afirmación estaría plenamente de acuerdo con el espíritu del único pasaje en el
Nuevo Testamento en que aparece esta palabra en relación con la vida cristiana.
[16] Cristo fue. Él mismo, la realidad de cada tipo, la sustancia de cada sombra, el
cumplimiento de cada una de las promesas de la vieja religión. Tanto si hablamos del
altar como del sacrificio, del sacerdote como del templo en el que ministraba, Cristo fue
el antitipo de todo ello. Su propósito no fue desechar todas estas cosas para colocar
otras en su lugar —vino, no a destruir la ley y los profetas, sino a cumplirlos—. Los
mismos detalles de aquel prolijo ritual, el mobiliario mismo de aquel espléndido santuario
que era el marco y centro de la oración nacional, todo ello señalaba a Él. El arca del
pacto, el propiciatorio que la cubría, el Lugar Santísimo mismo, y el velo que cerraba la
entrada al mismo —todas estas cosas eran sencillamente tipos de Él mismo. Los
diversos altares y los numerosos sacrificios eran testimonio de Sus infinitas perfecciones
y de los diversos aspectos de Su muerte con la que trajo gloria a Dios y plena redención
a la humanidad. La pura verdad es que el intento de establecer ahora una nueva religión
en el sentido en que el judaísmo era una religión constituye una negación del
cristianismo y apostatar de Cristo.[17]
A la luz de esta verdad se disipa toda la fuerza de los argumentos del escéptico. Cuando
el Nazareno se manifestó, la cuestión con los judíos no era si, a semejanza de otro Juan
el Bautista, se trataba de «un hombre enviado de Dios», sino de si Él era el Enviado, el
Mesías a quien toda su religión apuntaba y de quien todas sus Escrituras daban
testimonio: «Hemos hallado al Mesías»; «Hemos hallado a aquel de quien escribió
Moisés en la ley, así como los profetas».[18] Estas eran las palabras con las que los
discípulos dieron expresión a su fe, y mediante las cuales trataron de atraer a otros a Él.
De modo que la cuestión no es si una revelación puede acreditarse mediante pruebas
externas, sino si la tales pruebas pueden ser válidas para acreditar a una persona cuya
venida ha sido anunciada previamente. Y esto no lo podría contradecir ninguna persona
que pondere la cuestión con la debida reflexión.
En la violenta invectiva del Deán Swift contra los obispos irlandeses de su época,
sugería que se trataba de unos vagabundos que, habiendo asaltado y robado a los
prelados designados por la Corona, habían entrado en sus Sedes en virtud de unas
credenciales robadas. Todo él punto de su sátira se basaba en la posibilidad teórica de
su sugerencia. No hay nada más difícil, en ciertas circunstancias, que acreditar a un
enviado. Pero si se le espera, la cosa más sencilla será suficiente. Digamos que envío a
un mensajero con una cierta misión se creta y arriesgada. Otro mensajero seguirá más
tarde con nuevas y completas instrucciones. Le describo el mensajero, pero la
conciencia del riesgo que corre le lleva a pedir que presente unas credenciales
adecuadas. Como respuesta a esta petición, tomo un trozo de papel, lo parto en dos, y,
dándole una de las mitades, le digo que la otra mitad se la presentará el otro enviado.
Ningún documento, por oficial que fuese, daría una prueba más segura de su identidad
que este trozo de papel roto.
Así, podemos ver en qué sentido, y de qué manera tan segura y sencilla, la «prueba
externa» puede servir para «acreditar una revelación». Y al haber quedado eliminada la
objeción del escéptico, de nuevo se encuentra enfrentado con la fuerza irrefutable del
argumento de Paley sobre el tema central.

Pero aquí tenemos otra cuestión que pide nuestra atención, aunque ignorada tanto por
el exponente como por el objetor. Ambos han analizado el problema desde el punto de
vista meramente humano, en tanto que la revelación que se ofrece a nuestra aceptación
afirma ser divina. El hombre es tan solamente una criatura: ¿acaso Dios no puede
hablar de tal manera que Sus palabras lleven consigo su propia sanción y autoridad?
Afirmar que Dios no puede hablar de tal manera al hombre es negar en la práctica que
sea Dios. Afirmar que de hecho Él nunca ha hablado de tal manera involucra una
transparente petición de principio. Se podría alegar que la autenticidad de la profecía y
de la promesa han quedado establecidas por su cumplimiento. Pero es cosa cierta que
los profetas declaran que es así que Dios así les habló a ellos, que las Escrituras lo
asumen, y que la fe del cristiano lo respalda.

[1] Gálatas 1:8


[2] Mateo 12:33-39; 16:1-4
[3] Si alguien quiere citar el caso de Simón el Mago como excepción, ¡será bueno indicar
que es un argumento autorrefutante!
[4] Juan 2:23-24
[5] Comentario al Nuevo Testamento Griego, Juan 3.
[6] 1 Pedro 1:23. Aún más concluyentes son las palabras del Señor dirigidas a Pedro
como respuesta a su confesión de que era el Mesías: «Bienaventurado eres, Simón, hijo
de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos»
(Mt. 16:17).
[7] El testimonio de San Pablo adquiere especial relevancia debido a que su visión en el
camino de Damasco podría inducirnos a considerarlo como discípulo a causa de un
milagro, si no fuera por sus palabras tan explícitas.
[8] Mateo 13:58
[9] Juan 5:39-40
[10] Lucas 16:31
[11] Esto queda ejemplificado muy notablemente en el caso de Juan el Bautista (Mt.
11:2-5; ver también Jn. 5:36).
[12] Lucas 24:27-44. Esta triple división del Antiguo Testamento era la comúnmente
adoptada por el judío: la ley, los profetas y la «hagiografa». Los Salmos estaban al
principio de la tercera división, y así vinieron a dar su nombre al total.
[13] Hechos 3:24
[14] Hechos 26:22
[15] Romanos 15:8-9
[16] Santiago 1:27
[17] Por lo que respecta a la utilización de la palabra «religión», ver Apéndices, nota 2.
[18] Juan 1:41-45

Capítulo 5. Una nueva dispensación


EN EL CAPÍTULO ANTERIOR se ha expuesto que en esta cuestión del valor probatorio de los
milagros el incrédulo tiene razón y el cristiano está en un error. No es cierto que una
revelación pueda realizarse sólo mediante milagros. El error de la tesis de Paley se
puede de mostrar argumentalmente. Puede quedar ejemplarizado con el caso de Juan
el Bautista, que, aunque era el portador de una revelación divina de suprema
importancia, no realizó milagros con los que apoyarla.[1]
También se ha aducido que, por lo que respecta a su valor probatorio, los «milagros
cristianos» se dirigieron a aquel pueblo favorecido «de los cuales, según la carne, vino
Cristo». Y si esto está bien fundamentado, estaremos preparados para ver que, en tanto
que el reino se predicaba a los judíos, los milagros se prodigaron abundantemente, pero
que cuando el Evangelio llamó al mundo pagano, los milagros perdieron su importancia,
y pronto cesaron totalmente. Queda por ver si el registro sagrado confirma esta
suposición.
¿Quién puede dejar de advertir el contraste entre los primeros y los últimos capítulos de
los Hechos de los Apóstoles? Medido en años, el período que abarcan es relativamente
breve, pero moralmente la última parte de la narración parece pertenecer a otra era. Y
en realidad así es. Ha comenzado una nueva dispensación, y el libro de los Hechos
cubre históricamente el período de la transición. «A los judíos primero» aparece
estampado en cada una de sus páginas. La oración del Salvador desde la cruz[2] había
conseguido un aplazamiento del juicio para la nación favorecida. Y el perdón que se
había pedido llevaba consigo un derecho a la prioridad en la proclamación de la gran
amnistía. Cuando «el apóstol de la circuncisión», por revelación expresa, llevó el
Evangelio a los gentiles, éstos estaban relegados a una posición parecida a la que,
anteriormente, tenían los «prosélitos de la puerta».[3] E incluso el «apóstol de los gen
tiles» se dirigía primero a los hijos de su propio pueblo en cada lugar que visitaba. Y
esto no por ningún prejuicio, sino por comisión divina. «Era necesario», declaró en
Antioquía de Pisidia, «que se os hablase primero la palabra de Dios».[4] Incluso en
Roma, por profundo que fuese su deseo de visitar a los cristianos[5], su primer cuidado
fue convocar a «los principales de los judíos», y a ellos «les testificaba el reino de Dios».
Y no fue hasta que su testimonio fue rechazado por el pueblo escogido que se dijo esta
palabra: «A los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán».[6]
Pero, se objetará que ya se había escrito la Epístola a los Romanos. Es cierto; pero esto
sólo hace más significativa la narración de Hechos. Los que pretenden dar cuenta de la
Biblia en base de principios naturales parecen ignorar algunos de los principales datos
del problema que pretender resolver. No dan explicación alguna de las omisiones de la
Escritura. Contrástese, por ejemplo, el primer Evangelio con el cuarto. Ambos autores
compartían las mismas enseñanzas y fueron instruidos en las mismas verdades. ¿A qué
se debe, entonces, que Mateo no con tiene ni una sola frase que sea ajena al propósito
con el que fue escrito, en su presentación del Mesías de Israel, el «hijo de David, el hijo
de Abraham»?[7] ¿A qué se debe que Juan, que lo presenta como el Hijo de Dios, omite
incluso el registro de Su nacimiento, y trata exclusivamente de verdades para todas las
escenas y todas las épocas? Y así sucede con los Hechos de los Apóstoles. Como
compañero y colaborador de San Pablo, su autor tiene que haber estado familiarizado
con las grandes verdades reveladas a la Iglesia en las primeras Epístolas, pero no
aparece ni rastro de ellas en su tratado. Escrito bajo la guía de Dios con un propósito
específico, nada extraño a este propósito tiene lugar ahí. Al lector superficial le parecerá
una colección casual de incidentes y de reminiscencias, y, no obstante, como se ha
dicho muy acertadamente: «no hay ningún libro en el mundo en el que sea más evidente
para un observador cuidadoso el principio de la selección intencionada».[8]
La posición especial y distintiva de que disfrutaba el judío era una característica principal
de la economía entonces a punto de clausurarse. «No hay diferencia»[9] constituye un
canon de la doctrina cristiana. Los hombres hablan de la historia sagrada de la raza
humana, pero no hay tal historia. El Antiguo Testamento es la historia sagrada de la
familia de Abraham. El llamamiento de Abraham tuvo lugar cronológicamente en el
punto central entre la creación de Adán y la Cruz de Cristo, y sin embargo la historia de
todos los siglos desde Adán a Abraham se despacha en once capítulos. Y si durante la
historia de Israel la luz de la revelación se posó durante un tiempo sobre naciones
paganas, fue porque la nación escogida se hallaba temporalmente en la cautividad. Pero
Dios apartó a la raza hebrea para que ellos fueran el centro y canal de bendición para el
mundo. Fue debido a su orgullo que llegaron a considerarse como los únicos objetos de
la benevolencia divina.
Cuando algún gran criador de vinos franceses designa a un agente en este país,
solamente suministra sus vinos a través de este agente. Pero su intención no es la de
obstaculizar, sino la de agilizar la venta, y asegurar que no se pasarán al público vinos
falsificados con su nombre. Fue con un fin parecido por el que Israel fue llamado a
bendición. Así era como debiera haberse mantenido el conocimiento del verdadero Dios
sobre la tierra.[10] Pero los judíos pervirtieron su entidad como agencia a una posesión
exclusiva del favor divino. Aquel templo que hubiera debido ser «casa de oración para
todas las naciones»[11] lo trataron como si no fuese la casa de Dios, sino propia de
ellos, y acabaron degradándolo de tal manera, que al final se convirtió en una «cueva de
ladrones». Pero la posición que así les había sido otorgada por Dios implicaba
una prioridad en bendición. Y este principio impregna no solamente las Escrituras del
Antiguo Testamento, sino también los Evangelios. Para nosotros es desde luego natural
leer los Evangelios a la luz de las Epístolas, y de este modo «leer en ellos» las más
amplias verdades del cristianismo. Pero si el canon de la Escritura acabase con los
Evangelios esto sería imposible.[12]
Ahora supongamos que tuviésemos las Epístolas, pero que careciéramos de los Hechos
de los Apóstoles, ¡cuán sorprendente parecería el encabezamiento de «a los Romanos»
que nos encontraríamos al acabar el estudio de los evangelistas! ¿Cómo podríamos
explicar una transición semejante? ¿Cómo podríamos explicar la gran tesis de esta
epístola, que no hay diferencia entre judío y gentil, estando los dos, por naturaleza, a un
mismo nivel de pecado y ruina, siendo ambos llamados por la gracia a iguales privilegios
y glorias? Será en vano que rebuscaremos en las anteriores Escrituras en busca de una
enseñanza como ésta. No solamente el Antiguo Testamento, sino que incluso los
Evangelios parecen estar separados de las Epístolas por un abismo. Y salvar este
abismo es el propósito divino por el cual se ha dado a la Iglesia los Hechos de los
Apóstoles. La primera parte del libro es la conclusión de los Evangelios y su secuela; su
narración final es una introducción a la gran revelación del cristianismo.
¿Pero no fue la muerte de Esteban, referida en el capítulo 7, la crisis del testimonio de
Pentecostés? Indudablemente así fue; y como consecuencia de ello recibió su comisión
«el apóstol de los gentiles». Pero fue una crisis semejante a la que marcó el ministerio
de nuestro bendito Señor Jesucristo, cuando el Consejo en Jerusalén decretó Su
destrucción.[13] A partir de entonces ordenó silencio con respecto a Sus milagros,[14] y
Su enseñanza quedó velada en parábolas.[15] Pero aunque Su ministerio entró en esta
fase alterada, prosiguió hasta Su muerte. Y así es con el registro de los Hechos. La
progresión en la Revelación es gradual, lo mismo que el crecimiento en la naturaleza, y
en algunas ocasiones solamente se puede apreciar por sus desarrollos. El apóstol a la
circuncisión cede el puesto al apóstol de los gentiles como figura central de la narrativa,
pero todavía se le reconoce al judío en todo lugar la prioridad en el orden de la
bendición, y no es hasta que éste ha despreciado la bendición en todas partes, desde
Jerusalén hasta Roma, que la dispensación pentecostal llega a su fin con la
promulgación de este solemne decreto: «A los gentiles es enviada esta salvación de
Dios».[16]
Las esperanzas suscitadas en los discípulos por las últimas palabras de aliento y
promesa de su Señor se cumplieron con creces. Los convertidos acudieron a ellos a
miles, y «se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo». Y, como ya se ha visto,
no solamente se manifestaba el poder divino para acreditar el testimonio de ellos, sino
también para librarlos de ataques y rescatarlos de las cadenas y de las cárceles. Y
tampoco estuvo San Pablo por detrás de los demás en esto. Pero comparemos la
narración de los días pentecostales con la narración de su encierro en Roma, ¡y
observemos el cambio! Cuando fue echado a un calabozo en Filipos como perturbador
de la paz, el cielo bajó a la tierra en respuesta a su oración de medianoche, las puertas
de la cárcel se abrieron de par en par, su carcelero se transformó en un discípulo, y los
magistrados que le habían encerrado le rogaron, con palabras obsequiosas, que
cumpliera unas órdenes que ya no se atrevían a hacer cumplir por la fuerza. Pero en
Roma es «el prisionero del Señor». Se sabe en todas partes que su encarcelamiento es
por causa de Cristo.[17] En otras palabras, no hay otras acusaciones colaterales, ni
cargos incidentales, como en Filipos, para disfrazar el verdadero carácter de la
acusación en contra de él. Es un hecho público que está encarcelado y encadenado
debido tan sólo a que enseña el cristianismo. Si la teoría recibida con respecto a los
milagros está bien fundamentada, ésta es la escena y aquí tenemos la ocasión idónea
para que se den «señales, prodigios y milagros» como aquellos a los que había apelado
en los primeros pasos de su carrera.[18] Pero el cielo está callado. No hay ahora ningún
terremoto para dejar atónitos a sus perseguidores. Ningún ángel mensajero le suelta las
cadenas. Está solo, abandonado por los hombres, como su mismo Maestro lo estuvo y,
aparentemente, abandonado por Dios.[19] ¡Qué natural resulta el escarnio del escéptico
de que los milagros eran abundantes y baratos entre los ignorantes de Galilea, y el
populacho de Jerusalén! Un milagro en la corte de Nerón hubiera podido ciertamente
«acreditar el cristianismo». Desde luego, hubiera podido sacudir al mundo. Pero no hubo
milagro alguno; porque, al cesar el testimonio especial a los judíos, el propósito para el
que se habían dado los milagros se había ya cumplido.
Como el día que amanece con un resplandor sin nubes, y se aproxima al mediodía en la
gloria de un verano perfecto, pero que después empieza a menguar, y queda termina en
medio de la penumbra de unas nubes tormentosas que se acumulan cubriendo el cielo y
ennegreciendo toda la escena, así sucedió con el curso de aquella breve historia. En el
primer gran Pentecostés, tres mil conversos se bautizaron en un solo día, el poder
manifiesto de Dios llenó cada alma de maravilla, y aquellos que eran Suyos tenían
«alegría en sus corazones» y «favor con todo el pueblo». Y cuando la primera amenaza
de persecución los unió a todos juntos en oración, «el lugar en que estaban
congregados tembló... y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la
resurrección del Señor Jesús».[20] El aparente frenazo que supuso la muerte del primer
mártir fue seguido de la conversión de aquél que la había provocado, el fiero y blasfemo
perseguidor, ganado a la fe por cuya destrucción tanto había luchado, y encadenado a
las ruedas del carro triunfal del Evangelio.[21] Pero vemos ahora a aquel mismo Pablo,
aunque el mayor de los apóstoles y el principal campeón que la fe haya jamás conocido,
compareciendo solo ante el tribunal del César, un hombre débil, aplastado, entregado a
la muerte para satisfacer la política o el capricho de la Roma Imperial.
En días por venir «el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero» se
mezclarán otra vez en el himno de los redimidos:[22] El cántico de Moisés:

«Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente.

Ha echado en el mar al caballo y al jinete» —

—aquel cántico del triunfo público del poder divino manifestado abiertamente; y el
cántico del Cordero: el cántico de aquel triunfo más profundo, pero escondido de la fe en
lo invisible. Pero ahora el cántico de Moisés ha cesado, y el único cántico de la Iglesia
es el de Aquel que venció y que ganó el trono mediante una derrota y vergüenza
manifiesta. Los días del «viento recio que soplaba», de las «lenguas de fuego», del
terremoto, se encuentran en el pasado. El ancla de la esperanza del cristiano está
firmemente asegurada en las veladas realidades del cielo. Se sostiene «como viendo al
Invisible»

[1] Juan 10:41


[2] Lucas 23:34
[3] Hechos 10. Esto queda más claro en 15:2.
[4] Hechos 13:46; 17:2-10; 18:1-4
[5] Romanos 1:11
[6] Hechos 28:17, 23, 28
[7] La proclamación profética de Mateo 16:18 no puede ser considerada como una
excepción de esto.
[8] Conferencias de Bampton, 1864.
[9] Romanos 3:22
[10] Este era el espíritu de sus Escrituras inspiradas. Ver. p. ej., 2 Crónicas 6:32-33;
Salmo 67:1-3, etc.
[11] Marcos 11:17
[12] Dice el autor de Supernatural Religion: «Si el cristianismo consiste en las doctrinas
predicadas en el Cuarto Evangelio, no es mucho decir que los Sinópticos no enseñan en
absoluto el cristianismo. Se nos presenta el extraordinario fenómeno de tres Evangelios,
donde cada uno de ellos afirma ser completo en sí mismo, y que transmite las buenas
nuevas de salvación al hombre, pero que en realidad omiten las doctrinas que
constituyen las condiciones de esta salvación». Esta es una buena muestra de la clase
de aseveraciones que, debido a la extendida ignorancia de las Sagradas Escrituras, son
suficientes para socavar la fe incluso de las personas cultas de nuestros días. Los
Evangelios no fueron escritos «para enseñar cristianismo», sino para revelar a Cristo en
los diferentes aspectos de Su persona y obra como Mesías de Israel, Siervo de Jehová,
Hijo del Hombre e Hijo de Dios. Ninguno de ellos es «completo en sí mismo»; y
solamente el Cuarto declara expresamente enseñar el camino de la salvación (Jn.
20:31).
[13] Mateo 12:14
[14] Mateo 12:15-16
[15] Mateo 13
[16] Ver Apéndices, nota 3.
[17] Filipenses 1:13
[18] 2 Corintios 12:12
[19] 2 Timoteo 4:16 Este pasaje refuta la tradición de que San Pedro fuera obispo de
Roma.
[20] Hechos 4:23-33
[21] 2 Corintios 2:14
[22] Apocalipsis 15:3

Capítulo 6. El cristianismo y la religión de la Cristiandad


«EL SOBERANO del Universo es, en general, un buen Soberano, pero con tantos asuntos
entre manos que no tiene tiempo de fijarse en los detalles.» Esta era la apología de
Cicerón hace dos mil años por el abandono de parte de Júpiter de su reino terrestre.
[1] Y estas palabras expresarían acertadamente los vagos pensamientos que flotan en
las mentes del común de la gente, si es que piensan en absoluto en Dios en relación
con los asuntos de la tierra. Pero hay momentos en la vida en los que, usando el
lenguaje del antiguo Salmo: «corazón y carne claman por el Dios vivo».[2] El
Dios vivo: no una mera providencia, sino una Persona real; un Dios que nos ayude como
nuestros semejantes lo harían si tuvieran poder para ello. Y en momentos así las
personas oran como nunca lo han hecho antes; y los que están acostumbrados a orar,
lo hacen con un fervor apasionado que nunca antes habían conocido. Pero, ¿cuál es el
resultado? «Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración.»[3] Esta es la
experiencia de miles. Las personas no hablan de estas cosas; pero, al darle vueltas a
las mismas en sus mentes, la fría bruma de una incredulidad asentada apaga el último
rescoldo de fe en corazones enfriados por un sentimiento de total desolación, o
excitados a la rebelión por la injusticia del mundo que les rodea.
Para algunos, sin duda, todo esto parecerá una combinación de la blasfemia e
ignorancia de la incredulidad. Pero muchos verán estas páginas como una expresión
total y precisa de reflexiones habituales. Y la formulación de estas dificultades se
presenta aquí con vistas a su solución. Pero, ¿dónde se puede encontrar esta solución?
Que el cielo esté callado no es una experiencia nueva para los hombres. Lo que es
nuevo y alarmante es que este silencio sea tan absoluto y prolongado; que, a través de
todas las cambiantes vicisitudes de la historia de la Iglesia a lo largo de casi dos mil
años este silencio haya permanecido sin quebrantarse. Esto es lo que pone la fe a
prueba, y lo que endurece la falta de fe y lleva a una incredulidad abierta.
¿Se puede resolver este misterio? De nada sirve especular acerca del mismo. La
solución, si existe, tendrá que encontrarse en las Sagradas Escrituras. Naturalmente, el
Antiguo Testamento no va a arrojar ninguna luz sobre él. Ni tampoco los Evangelios nos
darán una clave; por que éstos son los registros de los «días del cielo sobre la tierra».
Tampoco es necesario rebuscar en los Hechos de los Apóstoles porque, como ya
hemos visto, este Libro es el relato de una dispensación transitoria marcada por
abundantes exhibiciones del poder de Dios entre los hombres. ¿No está claro que si se
ha de descubrir la clave del gran secreto de la dispensación gentil, es en los escritos del
apóstol a los gentiles dónde se debe buscar?
Pero aquí se separan los caminos. La ancha y gastada calzada de la controversia
religiosa nunca nos conducirá a la verdad que buscamos. A ésta sola mente llegaremos
por un camino que la mayoría de los lectores rechazará. Debemos escoger entre un
estudio de estas Epístolas contemplándolas o bien como exponentes de la evolución o
perversión «paulina» de las enseñanzas del gran Rabí de Nazaret, o bien como vehículo
de aquella posterior revelación prometida y prefigurada por nuestro divino Señor en los
últimos discursos de Su ministerio sobre la tierra. La primera opción es la que se
considera como el camino de la moderna ilustración, la segunda es objeto de
menosprecio como un atajo ahora abandonado, o frecuentado sólo por los místicos y
por los iletrados. Pero en estas cuestiones la popularidad no es el criterio de la verdad.
Que el ateo evolucionista lo explique si puede, pero permanece como hecho
recalcitrante que el hombre es esencialmente un ser religioso. Puede hundirse tan abajo
como para deificar a la humanidad y hacer del yo su dios, pero necesita tener un dios,
de la clase que sea.[4] La religión le es necesaria. La religión cristiana predomina en la
Cristiandad; otros sistemas mantienen su predominio entre las civilizaciones decadentes
del mundo; pero ni la degradación más profunda ni la ilustración más superior han
producido jamás una sola nación ni tribu de ateos.
Esta realidad indubitable puede sin embargo dar origen a pensamientos muy serios. No
se puede admitir que el elemento de verdad no tenga que ver con la religión, ni que
todas estas religiones sean igualmente aceptables. Y cuando llegamos a la cuestión de
su excelencia relativa, la religión de la Cristiandad resiste a toda comparación. En tal
caso, ¿podemos acaso mantener que todos los adscritos a la religión cristiana tienen la
certidumbre del favor divino? Si olvidamos por un momento «el espíritu de nuestra
época» y aceptamos la autoridad divina de las Escrituras, nos veremos asaltados por la
duda de si la religión en este sentido sirve para nada en absoluto. Desde luego, el
judaísmo era una religión divina. Tenía «ordenanzas de culto y un santuario terrenal»,
[5] constituidos por Dios en un sentido que ningún otro sistema podría pretender. Y con
todo leemos: «No es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace
exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en el interior, y la circuncisión
es la del corazón».[6] Y aún otra vez: «Porque... ni la circuncisión vale nada, ni la
incircuncisión, sino una nueva creación».[7] Ahora bien, si en una religión que parecía
consistir tanto en cosas externas, lo externo no era de ningún valor en absoluto, excepto
si tenía su contrapartida y su realidad en el corazón y en la vida de la persona, esto
tiene que ser aun más cierto del cristianismo. ¿No podemos acaso afirmar
confiadamente que no es cristiano el que lo es exteriormente, sino solamente el que lo
es interiormente? ¿No podemos acaso sostener que hay una gran distancia entre
el cristianismo y la religión de la Cristiandad?
En el caso de la Iglesia de Roma y de las griegas, esta distinción adquiere la dimensión
en un abismo sin fondo. Y aún más, como bien lo ha expresado el señor Froude, en
aquellos países que rechazaron la Reforma, «la cultura y la inteligencia han dejado de
interesarse en un credo en el que ya no creen más. Los laicos manifiestan una
indiferencia desdeñosa, y dejan a los sacerdotes que ocupen un campo en el que los
hombres razonables han dejado ya de esperar el crecimiento de nada bueno. Este es el
único fruto de la reacción católica del siglo XVI». Y añade: «Si se están empezando a
manifestar los mismos fenómenos en Inglaterra, en coincidencia con el repudio de los
principios de la Reforma por parte de una parte del clero, y si se les permite seguir con
su “avivamiento” católico, el divorcio entre inteligencia y cristianismo resultará tan total
entre nosotros como lo ha sido en otras partes».
Es imposible que se dé un divorcio «entre inteligencia y cristianismo». En realidad, por
«cristianismo» el autor citado quiere decir «la religión de la Cristiandad» y, una vez
hecha esta corrección esta aserción es irrefutable. La obra de A. J. Balfour, Foundations
of Belief, soslaya esta dificultad que aquí sugerimos al detenerse en su mismo umbral.
Su obra es una «introducción al estudio de la teología». Y en la misma sus críticas son
incisivas, y su lógica impecable. Pero un paso más le hubiera llevado al punto donde los
caminos se separan. ¿Cuál es la teología que él está abordando? ¿Es la religión de la
Cristiandad —una religión humana basada en un ideal divino, formulada para intervenir
y regular las opiniones y la conducta humana por lo que hace al componente espiritual
de su complejo ser? ¿O es el cristianismo —una revelación di vina que demanda la fe
para, de esta manera, moldear el carácter y controlar la vida entera de aquellos que la
reciben?
Según la opinión de algunos, la gran religión de Asia se compara favorablemente con la
de la Cristiandad, debido a la libertad respecto del clericalismo y de las observancias
ceremoniales, a su repudio de la penitencia y de todo mero ascetismo, y a la singular
verdad y belleza de su doctrina del «Camino Medio». Pero la comparación es totalmente
deshonesta, por cuanto se hace entre el budismo ideal de nuestros admiradores
ingleses del Gautama y el sistema cristiano en sus manifestaciones más corrompidas. El
budismo práctico en los entornos budistas es una superstición vulgar y esclavizante, y
no puede compararse con la religión cristiana ni en sus peores formas. E incluso el
budismo refinado difundido por sus exponentes occidentales carece de aquel elemento
ennoblecedor distintivo del cristianismo. La historia totalmente legendaria y me dio
mítica de la vida del Gautama dista de ser equivalente a los hechos bien conocidos del
ministerio de Cristo.[8] Dejemos aquí la palabra a un testigo cuyo juicio no se halla bajo
sospecha de ningún prejuicio religioso. Dice W. E. H. Lecky:
Estaba reservado al cristianismo la presentación al mundo de un carácter ideal que, en
medio de todos los cambios de dieciocho siglos, ha llenado el corazón de los hombres
de un amor apasionado, y se ha mostrado capaz de actuar sobre todas las edades,
naciones, temperamentos y condiciones: que no solamente ha sido la pauta más
sublime de virtud, sino el mayor incentivo a su práctica, y que ha ejercido una influencia
tan profunda que se puede decir con verdad que el simple registro de tres cortos años
de vida activa ha hecho más para regenerar y suavizar a la humanidad que todas las
disquisiciones de los filósofos y que todas las exhortaciones de los moralistas. Este ha
sido, verdaderamente, el manantial de todo lo que ha habido de mejor y de más puro en
la vida cristiana. En medio de todos los pecados y fracasos, en medio de todo el
clericalismo, de las persecuciones y del fanatismo que han desfigurado a la Iglesia, ha
preservado en el carácter y ejemplo de su Fundador un principio perdurable de
regeneración.

Si la religión cristiana, incluso en su parte humana y externa, puede presentar un


testimonio como éste, ¿qué palabras serán adecuadas para describir al CRISTIANISMO en el
sentido más elevado y profundo? Y no es legítima la crítica de que esta distinción sea
imaginaria y artificial. De hecho, es amplia y vital. Así como la religión de Asia está
basada en la vida y en la enseñanza del Gautama, así la religión de la Cristiandad,
considerada como sistema humano, afirma basarse en la vida y en la enseñanza del
gran Rabí de Nazaret. Pero el advenimiento y el ministerio de Cristo fueron en
realidad preliminares a la gran revelación del cristianismo. Así quedó coronada y
completada, por así decirlo, la estructura que se había estado erigiendo durante
décadas. En su aspecto público, Su misión tuvo relación con la dispensación que estaba
a punto de finalizar. Él nació «bajo la ley».[9] Él fue «siervo de la circuncisión para
mostrar la verdad de Dios». De ahí Sus palabras: «No soy enviado sino a las ovejas
perdidas de la casa de Israel». Y, como resultado, el infinito amor y la gracia que no
conoce de distinciones se tuvieron que contener. «De un bautismo tengo que ser
bautizado», exclamó Él, «y ¡cómo soy estrechado hasta que se cumpla!» (Lc 12:50, Gr.).

[1] Froude, Cesar, a Sketch, p. 87


[2] Salmo 84:2, V.M.
[3] Lamentaciones 3:8
[4] «Sabemos, y nos enorgullece saberlo, que el hombre es constitutivamente un animal
religioso; que el ateísmo es contrario no solamente a nuestra razón sino también a
nuestros instintos; y que no puede prevalecer durante mucho tiempo» (Edmund Burke).
«Los golfos callejeros y los pensadores avanzados» constituyen las categorías que,
según el señor Balfour, son excepciones a esta norma (Defense of Philosophic Doubt).
[5] Hebreos 9:1
[6] Romanos 2:28
[7] Gálatas 6:15
[8] Para una refutación serena, académica e irrefutable de aquellos que como Bunsen,
Seydel, etc., proponen el budismo como el cristianismo original, y de aquellos que como
Sir Edwin Arnold ven el cristianismo en el budismo, remitimos a la obra del profesor
Kellogg, Light of Asia and Light of the World(Macmillan).
Además, se debe añadir que el budismo del Gautama no tiene pretensiones de ser
una religión, porque no tiene ningún Dios. Pero sus seguidores, obedeciendo al hambre
instintiva de la naturaleza humana por una religión, han hecho del mismo Gautama el
dios de ellos. Y de forma invariable, el budismo posterior ha asimilado algunos
elementos del degenerado politeísmo de que se ha visto rodeado.
[9] Gálatas 4:4

Capítulo 7. El cristianismo de Pablo


HACE SOLAMENTE MEDIO SIGLO[1] los teólogos de la Cristiandad se sobresaltaron ante la
publicación del tratado de Ferdinand Baur sobre Pablo. Fue un libro que hizo época. Las
investigaciones críticas del autor le habían llevado a afirmar la indudable autenticidad de
las Epístolas a los Romanos, a los Corintios y a los Gálatas. Y fundándose en estos
escritos como nuestra guía más segura en investigaciones históricas respecto del
carácter y del origen del cristianismo primitivo, procedió a demostrar su origen paulino.
«Estos auténticos documentos», sostenía él (citando a un autor reciente), «revelan una
antítesis de pensamiento, un partido petrino y un partido paulino en la Iglesia Apostólica.
El partido petrino era el cristianismo primitivo, compuesto de personas que, en tanto que
creían en Jesús como el Mesías, no dejaban de ser judíos, el cristianismo de los cuales
era un estrecho neojudaísmo. El partido paulino era un cristianismo reformado de la
gentilidad cuyo objetivo era la universalización de la fe en Jesús liberándolo de la ley y
tradición judías. Así, el universalismo del cristianismo y, por ello, su importancia y logros
históricos, son en realidad la obra del apóstol Pablo. Su obra no la llevó a cabo con la
aprobación y el consentimiento, sino en contra de la voluntad y a pesar de los esfuerzos
y oposición de los antiguos apóstoles, y especialmente de sus partidarios más
inveterados, que afirmaban ser el partido de Cristo».[2]
Si queremos comprender la secuela del anterior que se está desarrollando, es necesario
rescatar de su falso medio ambiente de racionalismo alemán la importante verdad que
Baur acaba así de sacar a la luz y de distorsionar.[3] Nos es preciso reconocer el
carácter intensamente judío de la dispensación pentecostal. Y, en relación con esto,
debemos también comprender el doble aspecto de la muerte de Cristo. La Cruz fue la
manifestación de un amor de Dios sin reservas ni límites; pero fue también la expresión
de la indecible malignidad del hombre. Si la reverencia nos permitiera dar lugar a la
imaginación en un asunto como éste, podríamos suponer que la muerte de Cristo fue
consumada por el poder de Roma frente a las protestas y súplicas de un pueblo judío
agraviado y oprimido. Más aún, pudiéramos imaginar que el «Rey de los Judíos»
hubiera sido hecho morir por una razón de estado, pero tratado hasta el final con todo el
respeto y miramientos debidos a Su carácter personal y derechos regios.
¿Y quién se atreverá a afirmar que la eficacia expiatoria de la muerte de nuestro Divino
Señor, sea como fuere que se hubiera llevado a cabo, pudiera ser menos que infinita?
Pero observemos el énfasis que las Escrituras ponen en la manera de Su muerte. Fue
«muerte de Cruz». No faltaba ningún elemento de desprecio ni de odio. La Roma
Imperial la decretó, pero fue el pueblo escogido quien la exigió. Las «manos malvadas»
mediante las que ellos asesinaron a su Mesías eran las de sus gobernantes paganos,
pero la responsabilidad del hecho fue toda de ellos. Y no fue el ignorante populacho de
Jerusalén el que obligó al gobierno romano a levantar aquella cruz en el Calvario. Detrás
de la multitud se hallaba el gran Consejo de la nación. Tampoco fue un repentino
arranque de pasión lo que llevó a estos hombres a clamar por Su muerte. Sectas
enfrentadas entre sí olvidaron sus diferencias para colaborar en conspiraciones bien
urdidas para lograr Su destrucción. Esto tuvo lugar además en durante la fiesta de la
Pascua, cuando judíos de todos los países se congregaban en Jerusalén. Cada grupo
de presión, cada clase, cada sección de aquella nación, participó en el gran crimen.
Nunca ha habido un caso tan claro de culpa nacional. Nunca ha habido un acto por el
que se pudiera llamar con más justicia a una nación a dar cuenta de él.
Pero la misericordia infinita podía incluso perdonar este pecado trascendental, y fue en
la misma Jerusalén que se proclamó la gran amnistía por primera vez. Por mandato
divino se predicaron el perdón y la paz ¡a los mismos hombres que habían crucificado al
Hijo de Dios! Pero aquí los conceptos erróneos están tan asentados que se pierde todo
el significado de la narración. Los apóstoles fueron guiados por Dios a declarar que si,
incluso entonces, los «varones israelitas» se arrepentían, su Mesías regresaría para
cumplir para ellos todo lo que sus propios profetas habían predicho y prometido sobre la
bendición espiritual y nacional.[4]
Presentar esto como doctrina cristiana, o como la institución de «una nueva religión», es
demostrar ignorancia tanto acerca del judaísmo como del cristianismo. Los oradores
eran judíos, los apóstoles de Aquel que fue Él mismo «siervo de la circuncisión». Sus
oyentes eran judíos, y como a judíos se les hablaba. La iglesia de Pentecostés basada
en este testimonio era intensa y totalmente judía. No se trataba meramente de que los
oyentes fuesen judíos y sólo judíos, sino de que la idea de evangelizar a los gentiles ni
siquiera había recibido consideración. Cuando la primera gran persecución esparció a
los discípulos e «iban por todas partes anunciando el Evangelio», predicaban, como se
nos afirma de forma expresa: «sólo a los judíos».[5] Y cuando, después de un período
de varios años, Pedro entró en una casa gentil, se le llamó públicamente a que diera
explicaciones de una acción que parecía tan extraña y errónea.[6]
En una palabra, si «al judío primeramente» es característico de los Hechos de los
Apóstoles como un todo, «al judío solamente» aparece claramente estampado en estos
primeros capítulos, descritos por los teólogos como la «sección hebrea» del libro. Esto
es tan claro como la luz. Y si alguno quiere explicar esto como debido a prejuicios e
ignorancia de los hebreos, ya pueden echar este libro a un lado, porque aquí se da
como supuesto que los apóstoles del Señor, hablando y actuando en los memorables
días del poder pentecostal, fueron guiados por Dios en su obra y testimonio.
De modo que la Iglesia de Jerusalén era judía. Su Biblia era las Escrituras judías. El
templo judío era su casa de oración y el punto nor mal de reunión.[7]Sus creencias y
esperanzas, palabras y hechos, los marcaban como judíos. De ahí el asombroso
número de convertidos. Tan sólo en el día de Pentecostés, tres mil fueron bautizados.
[8] Poco después parece que su número se había triplicado.[9] Para el tiempo del
pecado y de la muerte de Ananias y Safira, todavía «aumentaban más, gran número así
de hombres como de mujeres». Y para el tiempo de la designación de los hombres que,
por una extraña extravagancia de la tradición, han recibido el erróneo nombre de «los
diáconos»,[10] se registra que «el número de discípulos se multiplicaba grandemente en
Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe».[11] Nada estaba más
lejos de los pensamientos de estos hombres que «fundar una nueva religión». Al
contrario, en tanto que aclamaban al Nazareno rechazado como su Mesías nacional, se
aferraban con una apasionada devoción a la religión de sus padres.
Pero, ¿qué relación tiene todo esto en la cuestión que nos ocupa? Los judíos habían
crucificado al Mesías. Pero ahora, cuando se hubiera podido esperar que cayese una
venganza rápida y terrible sobre aquel pueblo culpable, la misericordia detenía el juicio y
los llamaba de nuevo al arrepentimiento. El testimonio fue claro y pleno, y quedó
confirmado por una marcada exhibición de poder milagroso. Pero, ¿cuál fue la respuesta
de los hombres que se sentaban en «la cátedra de Moisés»—los líderes acreditados y
representativos de la nación?[12] Con el asesinato de Esteban repitieron, hasta allí
donde estaba en sus manos repetir, la suprema tragedia del Calvario. Teniendo en
cuenta todo lo que había sucedido en el intervalo, aquel crimen adicional hizo patente un
odio más deliberado, y por ello una mayor profundidad de culpa incluso que en la misma
Crucifixión. En esta ocasión no hubo un clamor popular que cegara su juicio. Cuando,
algunos meses antes, en una reunión formal de su senado nacional, se consideró por
primera vez el plan de asesinar a los apóstoles, fue uno de los gran des doctores del
Sanedrín quien intervino en su favor de ellos.[13] Además, las palabras de Gamaliel, y la
decisión que adoptó el Consejo acerca de ellos, constituyen la prueba de cuan
totalmente estaban la posición y la enseñanza de los apóstoles dentro del campo de las
creencias y esperanzas judías, y de cuan totalmente le les consideraba como una secta
judía.[14] Pero estos hombres se hallaban tan ofuscados por el rencor religioso que
ninguna voz, humana ni divina, hubiera servido para detenerlos.
Los mejores dones del cielo, cuando se pervierten o se abusa de ellos, se convierten a
menudo virulentamente malos; y la religión, cuando se divorcia de la vida espiritual,
parece tener un misterioso poder para cerrar, endurecer y corromper el corazón
humano. « ¡No es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén!»[15] El patetismo
de estas palabras no esconde su mordaz ironía. Entre el común de los hombres, por
malvados o degradados que fuesen, un profeta podría pasar ileso: ¡Solamente los
hombres religiosos le perseguirían y asesinarían! En todas las épocas ha sido
efectivamente la religión el enemigo más implacable de Dios, y el perseguidor más
implacable de Su pueblo. ¡De ello son testigos los sepulcros de los profetas! ¡Son testigo
también las páginas manchadas de sangre de la historia de la Iglesia! Los mártires
cristianos en millones innumerables —porque aunque sus nombres están escritos en el
cielo, la tierra no guarda el registro de ellos—, los mejores, los más puros y más nobles
de la humanidad, han sido torturados hasta morir en nombre de la religión.[16] ¡Cuánta
justicia hay en la acusación del in crédulo de que vicia radicalmente las normas de la
moralidad humana![17]
Los hombres a cuyas manos murió «el protomártir» eran los mismos que habían
«prendido y matado» a Cristo. Es cierto que en épocas de motines o de excitación, las
multitudes pueden cometer excesos que, en sus mejores momentos, cada uno de ellos,
individualmente, rechazaría. Pero estos hombres no eran de la clase de los que
componen las turbas. Presidía el sumo sacerdote. A su alrededor se sentaban los
ancianos y los escribas. Fue el gran Consejo de la nación el que realizó aquella acción.
Sus miembros eran los dirigentes reconocidos del pueblo. Muchos de ellos, como Saulo
de Tarso, él mismo el testigo formal de la muerte, eran hombres de vida intachable, de
celo incansable y de piedad intensa. Y mientras caían las crueles piedras sobre aquel
rostro que había resplandecido como el de un ángel al mirarlo, lo que encendía los
corazones de ellos era el odio al Nazareno. Su Rey lo habían desechado, y Esteban era
el mensajero enviado tras Él para manifestar de nuevo su propósito deliberado de
rechazarlo.[18] Esta fue la respuesta que dieron al testimonio de Pentecostés enviado
desde el cielo. «Todo pecado» contra el Hijo podía ser perdonado; pero ellos habían
ahora cometido aquel pecado más profundo contra el Espíritu Santo, para el cual no
podía haber perdón.[19]

Durante los cuarenta años del ministerio de Jeremías se había postergado la


destrucción de Jerusalén. Y también ahora transcurrieron cerca de cuarenta años antes
que se abatiese sobre ellos aquel juicio todavía más horrible bajo el que se hundió la
nación. Dios es muy compasivo, y entonces, como ahora, Él «envió constantemente
palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo
y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y
menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de
Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio».[20] Pero aunque el suceso público
que marcó su caída quedó así aplazado, la muerte de Esteban formó la crisis secreta de
su destino. Nunca más se testificó un milagro público en Jerusalén. La especial
proclamación de Pentecostés[21] quedó anulada. La iglesia pentecostal fue esparcida.
Fue en este punto que el apóstol de los gentiles recibió su comisión, y se fue
imponiendo una corriente de acontecimientos que con una fuerza continuamente
creciente iba hacia el abierto rechazo del pueblo durante tanto tiempo favorecido, y
hacia la proclamación pública de la gran verdad característica del cristianismo. Dentro
de esta verdad se esconde la clave del misterio de un Cielo silencioso.

[1] Téngase en cuenta que esta obra fue publicada por primera vez en el año 1897 (N.
del T.).
[2] Fairbairn, The Place of Christ in Modern Theology, p. 267.
[3] ¡Unos doce años antes de la aparición del Paul de Baur, la verdad que se le atribuye
a él estaba ya siendo considerada en las entonces célebres «reuniones de
Powerscourt» en Irlanda!
[4] Aunque la V.M. traduce bien el pasaje que la Reina-Valera había mal traducido (cp.
también la Biblia de las Américas —N. del T.), parece sin embargo que el hecho de
tomar estas sencillas palabras en su sentido claro y evidente comporta el riesgo de ser
considerado como un insensato o un adicto a la ficción. Las palabras son: «¡Arrepentíos
pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados! para que así vengan
tiempos de refrigerio de la presencia del Señor; y para que él envíe a aquel Mesías, que
antes ha sido designado para vosotros, es decir, Jesús; a quien es necesario que el
cielo reciba, hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de la cual habló
Dios por boca de sus santos profetas, que ha habido desde la antigüedad. ... Vosotros
sois hijos de los profetas, y del pacto que hizo Dios con vuestros padres» (Hch. 3:19,
etc.). Se debería estudiar con atención todo el pasaje, y si es posible, estudiar las notas
de Alford, que exponen de qué manera tan plena y específica todo este pasaje se refiere
a las esperanzas y promesas dadas a los judíos.
[5] Hechos 8:1-4; 11:19. Es digno de señalar que, en esa época todos los discípulos
salieron a predicar, excepto los apóstoles. ¡Y, a pesar de todo, los hay que mantienen
que la predicación es una función exclusivamente apostólica!
[6] Hechos 11. Las palabras «los que eran de la circuncisión parecen sugerir que habían
gentiles entonces en la iglesia. Pero, como dice el decano Alford, Lucas utiliza la frase
desde el punto de vista del tiempo en que estaba escribiendo: «En este caso, todos los
mencionados pertenecerían a la circuncisión».
[7] Hechos 2:46; 3:1; 5:42
[8] Hechos 2:41
[9] Hechos 4:4 Si el número de varones llegó a ser de alrededor de «cinco mil», es
razonablemente cierto que todo el grupo era por lo menos el doble de esta cantidad.
[10] Nunca reciben tal designación en Hechos. Lo cierto es que nuestro término
castellano «diácono» no tiene equivalente en griego clásico ni en griego bíblico, y si los
revisores (ingleses) de la Biblia hubieran sido fieles a sus principios de traducción, este
término hubiera tenido que desaparecer.Διάκονος se utiliza veintidós veces en las
epístolas, y se debería traducir como «siervo» en cada uno de estos casos, y de manera
especial en Filipenses 1:1, y en 1 Timoteo 3:8 y 12, donde se distingue entre siervos y
obispos. En los Evangelios aparece en ocho ocasiones, y es siempre equivalente a
«siervo» en la acepción común, excepto en Juan 12:26, donde se utiliza en un sentido
superior.
[11] Hechos 6:7
[12] Mateo 23:2
[13] Hechos 5:21, 33-40. Utilizo a propósito la palabra asesinato, porque bajo la ley
romana los judíos no tenían derecho a ejecutar a nadie. Ver Juan 18:31. La crucifixión
fue un asesinato judicial; el apedreamiento de Esteban fue pura y simplemente un
asesinato.
[14] Hechos 5:34-40; 22:3. Un cuarto de siglo después de esto se les conocía todavía
con el nombre de «la secta de los nazarenos» (Hch. 24:5).
[15] Lucas 13:33
[16] ¡Las víctimas de las llamadas persecuciones cristianas se han computado, a grosso
modo, en unos cincuenta millones de personas! De las víctimas de la
Roma pagana nunca he visto ninguna estimación. ¡Y las persecuciones paganas
también se hicieron en nombre de la religión! Desde la muerte de Abel en el principio,
hasta las matanzas de cristianos armenios en nuestros tiempos, la religión ha
acumulado una larga historia de culpa y dolor.
[17] Mill John, Autobiography.
[18] Lucas 19:14
[19] Mateo 12:31-32
[20] 2 Crónicas 36:15 y ss.
[21] Hechos 3:19-26

Capítulo 8. Análisis de objeciones y puente a las Epístolas


HEMOS LLEGADO AHORA a una etapa de esta investigación donde puede ser oportuno realizar
una mirada retrospectiva. Se ha dado expresión a dificultades y dudas a las que no es
ajena ninguna persona reflexiva. Y éstas, como ya hemos visto, resultan aún más
intensificadas que contestadas mediante una apelación a la mera corriente superficial
del testimonio de las Escrituras. Ha quedado expuesto que el «argumento cristiano»
basado en los milagros es no sólo inadecuado, sino erróneo. Y nos hemos dirigido a los
Hechos de los Apóstoles para exponer cuán erróneo es el concepto popular de que la
Iglesia de Jerusalén era cristiana. En realidad era total y plenamente judía. De hecho, la
única diferencia entre la posición de los discípulos durante el «período hebreo» de
Hechos y el período del ministerio terrenal del Señor, era que el magno hecho de la
Resurrección vino a ser la carga de su testimonio. Y, finalmente, hemos visto como el
rechazo de este testimonio por parte de la nación favorecida llevó al desarrollo del
propósito divino de privar al judío de su posición de privilegio e introducir la dispensación
cristiana.
La religión divina del judaísmo señalaba, en cada una de sus partes, tanto en su espíritu
como en su letra, a la venida de un Mesías prometido; y mantener que alguien dejase de
ser judío por acariciar aquella esperanza y aceptar al Mesías cuando viniera es una
posición que es absolutamente grotesca por absurda. Sería igual de monstruoso decir,
en la actualidad que un hombre deja de ser cristiano si para él la fe en Cristo deja de ser
una simple formalidad de su credo, y se transforma en una realidad en su corazón y en
su vida.
Veinte años después de la formación de la Iglesia de Pentecostés, los discípulos eran
todavía considerados por su propia nación como una secta judía. «La secta de los
nazarenos», los llamó Tértulo en su acusación contra Pablo ante Félix; y Pablo, en su
defensa, repudió la acusación, afirmando que los seguidores del Camino eran los
verdaderos adoradores del Dios ancestral de su nación.[1] Israel cayó, no debido a que
los discípulos, conscientes del significado de su religión, aceptaran a Cristo, sino porque
la nación le rechazó y persistió en aquel rechazo, «menospreciando Sus palabras y
maltratando a Sus profetas, hasta que no hubo ya remedio».
Sería una especulación ociosa y sin provecho considerar cual hubiera sido el curso de la
dispensación si el testimonio de Pentecostés hubiera conducido a los judíos al
arrepentimiento. Lo que nos concierne es que la caída de Israel se debió a la actitud de
rechazo nacional contra el Mesías, y que aquella caída fue «la reconciliación del
mundo»,[2] un cambio radical en la actitud de Dios hacia los hombres, y un cambio del
que las Escrituras del Antiguo Testamento no daban ninguna indicación, y que incluso
los Evangelios señalaban muy vagamente. Así, seguiremos nuestro curso sin dejarnos
influir ni por la ignorancia del escéptico cristianizado ni por la hostilidad del incrédulo
declarado. El primero, menospreciando las Epístolas, se vuelve al Sermón del Monte
para buscar allí un cristianismo ideal; el otro no encuentra dificultades en demostrar que
la enseñanza de Cristo, cuando se pervierte de este modo, es el sueño de un visionario.
El Sermón del Monte combina unos principios de alcance ilimitado con unos preceptos
dados para el tiempo en que fueron pronunciados, y las personas con inteligencia
espiritual no pueden dejar de distinguir entre los primeros y los segundos. Y es para esta
clase de personas que se escribió la Biblia, no para los incrédulos ni para los
insensatos.[3]
Entonces, concluimos que cuando estamos estudiando la historia de la Iglesia
Pentecostal Judía, las verdades características del cristianismo estaban todavía
pendientes de ser reveladas. Volviendo de nuevo a las Escrituras anteriores con el
conocimiento que ahora poseemos, podemos descubrirlas allí en embrión, pero su
promulgación plena y formal tenemos que buscarla en las Epístolas. Y es aquí donde la
separación de los caminos se verá marcada de forma todavía más definitiva. Al dejar el
ministerio del «apóstol de la circuncisión» dejaremos detrás de nosotros, naturalmente,
la religión de la Cristiandad. —porque, ¿no es San Pedro su santo patrón? Por otra
parte, el mero protestantismo abriga pocas simpatías para los estudios de esta clase. Y
por lo que se refiere a aquella escuela de pensamiento religioso que parece por ahora
gozar del mayor grado de favor popular, rompemos enteramente con ella al entrar en la
investigación que tenemos ante nosotros. Ninguno de estos grupos acompañará al
buscador de la verdad en el curso de su solitario camino.
Pero, en tanto que otras escuelas de pensamiento se mostrarán sencillamente
indiferentes a esta investigación, la actitud de aquellos que pretenden ser el partido del
progreso y de la ilustración será de abierta hostilidad. Por ello, quizá sea conveniente
hacer una pausa a fin de examinar sus pretensiones. Ninguna mente generosa insultaría
a propósito la religión de nadie, sea cristiano o judío, mahometano o budista. Pero
cuando hombres «religiosos» adoptan el papel de escépticos y de críticos, salen a
campo abierto, y pierden todo «derecho a santuario». Toda persona religiosa que se
mantiene detrás del lábaro de su credo merece cortesía. Y no es menos digno de
cortesía el agnóstico que rechaza la fe en todo lo que cae fuera de la esfera de los
sentidos y de la demostración. ¿Pero qué vamos a decir de aquellos que descartan la fe
en aspectos sobrenaturales a la vez que pretenden ser los verdaderos exponentes de
un sistema que tiene lo sobrenatural como su única base; o que lamentan que se crea
en la inspiración de las Escrituras, a la vez que profesan creer y enseñar aquello que,
excepto por la inspiración en su sentido más estricto, nadie sino los más crédulos
aceptarían?
Estos personajes pretenden una superioridad intelectual, ¡pero sólo es necesario
desgarrar la piel de león con que se disfrazan para encontrar exactamente lo que
podríamos esperar! Aquí tenemos un dilema del que no hay escapatoria. Si el Nuevo
Testamento está divinamente inspirado, aceptamos su enseñanza; creemos que Jesús
era el Hijo de Dios, que nació de una virgen, que murió y que resucitó, que ha ascendido
a los cielos, y que está ahora sentado como hombre a la diestra de Dios; en resumen,
somos cristianos, y la adopción de otra posición significa entonces destronar a la misma
razón. En cambio, si el Nuevo Testamento no está inspirado, ningún consenso de meras
opiniones o de testimonio humano, por antiguo, venerable o ampliamente difundido que
sea, nos justificaría a aceptar cosas tan esencialmente increíbles; en una palabra,
somos agnósticos, y la adopción de cualquier otra posición significaría ser personas
supersticiosas e insensatas que se creerían cualquier cosa.
El cristiano y el incrédulo no pueden tener ambos la razón, pero los dos tienen derecho
a que se les respete, porque ambas posiciones son igual de inexpugnables en el terreno
de la lógica. Pero, ¿qué diremos del cristiano incrédulo, o del incrédulo cristianizado? Si
es deshonesto, es casi tan malo como para mandarlo a presidio; si es honesto, es casi
lo suficientemente débil como para ir a un manicomio. Los débiles merecen nuestra
lástima; los malvados nuestro desprecio. Y su pretensión de librepensadores, su
afectación de superioridad intelectual, constituyen prueba de que en el caso de la
mayoría la alternativa más generosa es la verdadera. El antiguo proverbio judío acerca
de colar el mosquito y de tragar el camello describe perfectamente el intento de ellos de
combinar el escepticismo más prolijo con la fe más ciega. Estos modernos saduceos
hablan «como si la sabiduría hubiera nacido con ellos», cuando, en realidad, al igual que
sus prototipos de la antigüedad, son los insensatos defensores de una componenda
imposible.
Que no haya malos entendidos: No se trata de llamar a la fe sobre unas bases falsas o
inadecuadas. No se trata de explotar el elemento de superstición en la naturaleza
humana, no sea que los hombres de la calle, al liberarse de las restricciones de la
religión, dejen que la libertad degenere en licencia. Este llamamiento se dirige a
personas imparciales, inteligentes y reflexivas. Si poseemos una revelación, y si las
doctrinas del cristianismo están acreditadas divinamente como verdaderas, la razón
exige nuestra aceptación de las mismas, y la incredulidad deviene un insulto a misma
razón. En cambio, si no tenemos revelación, o bien, lo que vendría a ser lo mismo, si el
elemento divino en las Escrituras es meramente tradicional, y es preciso separarlo de
entre abundantes errores —extrayéndolo como un tesoro de un montón de basura—
entonces tenemos que escoger entre abandonar nuestro protestantismo y volver a
acogernos a la autoridad de la Iglesia, o bien afrontar la cuestión de manera directa, y
aceptar y actuar en base a la sentencia de que «la actitud racional de la mente reflexiva
hacia lo sobrenatural es la del escepticismo». Los supersticiosos buscarán refugio en la
primera alternativa; los segundos se encomendarán a todos los pensadores libres y
audaces. Desde luego, la primera solución no es sólo intelectualmente lamentable, sino
que es lógicamente absurda. Se nos pide que creamos en las Escrituras porque la
Iglesia las acredita. La Biblia no sería infalible, pero la Iglesia sí lo es, y sobre la
autoridad de la Iglesia nuestra fe encontrará un fundamento seguro.[4] Pero, ¿cómo
sabemos que podemos confiar en la Iglesia? La inmediata respuesta es: «Lo sabemos
sobre la autoridad de la Biblia». Es decir, ¡que confiamos en la Biblia por la autoridad de
la Iglesia, y que confiamos en la Iglesia por la autoridad de la Biblia! Este es un caso
claro de lo que podemos llamar estafa.
Pero se podrá replicar: «¿Acaso no debemos la Biblia a la Iglesia?».[5]Considerada
como un libro, naturalmente que lo debemos en cierto sentido a la Iglesia, de la misma
manera que se lo debemos al impresor. Pero, en un sentido que nos afecta más
poderosamente, en Inglaterra se la debemos a nobles hombres que la rescataron para
nosotros en abierto desafío a la Iglesia. Que los protestantes de Inglaterra no olviden a
William Tyndale. La obra de su vida fue la de poner la Biblia al alcance incluso del más
humilde campesino. Y no por otro delito que éste, la Iglesia le persiguió hasta la muerte,
no descansando hasta que le estrangularon en la estaca y lanzaron su cuerpo a las
llamas. [En España, históricamente, debemos la Biblia a Casiodoro de Reyna, que, con
otros monjes de San Isidoro del Campo, cerca de Sevilla, tuvo que huir para salvarse de
la Inquisición, y que desde el exilio publicó su magna Biblia de 1569 en Basilea. —N. del
T.]
Pero la Biblia es algo más que un libro: es una revelación; y así considerada está por
encima de la Iglesia. No juzgamos a la Biblia por la Iglesia; juzgamos a la Iglesia por la
Biblia.[6] Esta es nuestra protección contra la ignorancia y la tiranía del clericalismo.
Pero en nuestra época, aquellos que censuran con más fuerza la tiranía del sacerdote
son precisamente los que defienden más intensamente la tiranía del profesor y del
experto. Cierto, el titular de una cátedra de universidad no puede dejar de ser eminente
en la rama de conocimiento en la que destaca, y su valor como especialista será
incuestionable. Pero puede estar tan vacío de espiritualidad, y por ello tan deficiente en
su criterio y sentido común, que su opinión puede ser de menos valor que la de un
campesino inteligente o la de un colegial cristiano. El conjunto de la Biblia —nos dirá el
profesor—, es totalmente indigno de confianza, pero algunos de sus misterios más
increíbles son verdades divinamente reveladas. Pero, ¿qué derecho tiene a que se le
escuche acerca de esta cuestión? El engarce de la baratija no tiene ningún valor, y la
mayor parte de sus aparentes gemas son falsas, pero aquí y allí nos indica un brillante o
una perla. Pero el conocimiento más profundo de las matemáticas o de los dialectos
orientales no habilita a nadie para ser juez de perlas o de diamantes. Y aún menos para
reconocer verdades espirituales.[7]
Si la Biblia ha sido realmente desacreditada por la moderna investigación, tengamos la
honradez de reconocer el hecho y la hombría de encarar sus consecuencias. Pero si la
Biblia no ha sido desacreditada, si los resultados de la investigación moderna han
estado totalmente a su favor,[8] entonces mostrémonos más osados en nuestra defensa
de la fe. Y que la fe y la incredulidad se midan otra vez las distancias.

La Biblia fue escrita para corazones honestos. Además, se dirige a hombres


espirituales. ¿Y cuál es la prueba práctica de la espiritualidad? «Si alguno se cree
profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del
Señor.»[9] Estas palabras se corresponden no con la insolencia de un sacerdote, sino
con la autoridad de un apóstol inspirado. Así, es como creyentes, y en el espíritu de la
fe, que pasamos a escudriñar las Epístolas.

[1] Hechos 24:5,14. «Según el Camino que ellos llaman herejía (secta), así sirvo al Dios
de mis padres» (ver también 28:22), y sigue apelando a la ley y a los profetas. «El
Camino» pasó a convertirse en la designación común de las enseñanzas de ellos (ver,
p. ej., Hch. 19:9,23; 22:4; 24:14,22). Y hablando ante un juez pagano, utiliza a propósito
no la expresión judaica, ὁ θε ὁς τ ὁν πατέρων ἡμ ἡν , sino el término familiar para un
pagano, ὁ πατρ ὁσς θεός, el Dios ancestral o tutelar.
[2] Romanos 11:15
[3] Ver apéndices, nota 4.
[4] Esta es la posición asumida por «Lux Mundi». Ver especialmente pp. 340-341.
[5] Naturalmente, el Antiguo Testamento se lo debemos enteramente a los judíos.
[6] La Iglesia de Inglaterra enseña inequívocamente que no hay ni salvación ni
infalibilidad en la Iglesia, y que la autoridad de la Iglesia en asuntos de fe queda
controlada y limitada por las Sagradas Escrituras (ver Artículos XVIII-XXI). Y esto es
protestantismo; no un rechazo de la autoridad en la esfera espiritual, sino un rechazo de
la esclavitud a la mera autoridad humana que reclama falsamente ser divina. Nos libera
de la autoridad de «la Iglesia», a fin de que podamos ser libres para inclinarnos a la
autoridad de Dios. «La Iglesia» pretende mediar entre Dios y el hombre. Pero el
cristianismo enseña que todas las pretensiones de esta clase son a la vez falsas y
blasfemas, y señala a nuestro Divino Señor como el único Mediador. El protestantismo
no es nuestra religión, sino que nos deja con una conciencia en libertad y una Biblia
abierta, cara a cara con Dios. No es un ancla para la fe, sino que es como el rompeolas
que permite que nuestro anclaje se efectúe con seguridad. Nos protege de aquellas
influencias que hacen imposible el cristianismo.
[7] Estos hombres declaran que a ellos nuestra fe en las Sagradas Escrituras les parece
una locura. Pero las Sagradas Escrituras nos advierten así: «El hombre natural no
percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Corintios
2:14).
[8] La tarea de registrar los puntos acerca de los que la Biblia fue atacada en el pasado,
señalando aquellos en los que la investigación moderna ha vindicado a la Biblia, es una
tarea que espera una pluma competente. Y cuando tal libro haya sido escrito, asombrará
tanto a amigos como a enemigos.
[9] 1 Corintios 14:37

Capítulo 9. La doctrina cristiana


«En el magno y sencillo credo de Cristo, expresado en sus palabras más claras, la vida
eterna era la segura herencia de aquellos que amasen a Dios con todo su corazón, a su
prójimo como a sí mismos, y que anduviesen en pureza, humildad, y haciendo el bien
mientras estuvieran en la tierra. En las iglesias y sectas cristianas de la actualidad, en
los formularios y detallados credos que reconocen, todo esto se repudia como infantil y
caduco; el medio oficial y la moneda para la adquisición de la salvación se han
cambiado del todo; la vida eterna queda reservada a aquellos, y exclusivamente para
aquellos, que acepten, o profesan, una cadena de proposiciones metafísicas concebidas
en un cerebro escolástico y expresadas en una fraseología escolástica».[1]
Para todo aquel que desee tener las ideas claras y unas creencias bien fundamentadas
no hay nada más útil que la crítica adversa. De ahí el valor de las palabras que aquí se
citan. Además, pueden tomarse como representativas de las opiniones de un amplio e
importante sector del que el citado autor, aunque ya fallecido, puede aún ser
considerado como un representante y paladín.
Una cuestión preliminar que se surge de sí misma es: ¿Dónde vamos a encontrar este
«magno y sencillo credo» que se nos recomienda así a nuestra aceptación? Si, como
nos dice el agnóstico, los Evangelios son meras crónicas humanas, ¡qué puede ser más
vacío que apelar a ellos en cuanto a las enseñanzas de Cristo! Era costumbre entre los
antiguos escritores poner largos discursos en boca de sus héroes, y los discursos
atribuidos al Nazareno caerían en el acto en esta categoría de romance. Pero se nos
dice que aunque no debemos confiar en los evangelistas cuando registran sucesos
llanos de los que fueron testigos oculares, como los milagros de Cristo, ¡se les debe
creer implícitamente cuando profesan registrar textualmente Sus largos discursos! Si los
Evangelios han sido divinamente inspirados, el agnosticismo es una insensatez
manifiesta; si no han sido inspirados, nuestra fe es una pura superstición.
El siguiente pensamiento que estas palabras sugieren es que si realmente la vida eterna
está reservada a aquellos cuyo carácter y conducta estén marcados por una perfección
absoluta, toda la raza humana está condenada. Un amor perfecto a Dios y al hombre
constituye una norma que excluye incluso al más devoto de los santos, y el común de
los hombres pueden despedirse de cualquier esperanza de alcanzarla jamás. Y, sin
embargo, el autor citado tiene razón. Es sólo así y de esta manera que un hijo de Adán
puede heredar la vida eterna. Entonces, lo que a nosotros nos toca es indagar si queda
quizá algún otro camino hacia la bendición que nos pueda estar
abierto. Agnosticismo es un término griego que significa ignorancia; ¿no podríamos
esperar que este particular agnóstico sea fiel a su nombre, y que el amor de Dios vaya
más allá de lo que él parece haber captado u comprendido?
Las afirmaciones que aquí impugnamos son importantes en cuanto que exponen cuán
gravemente puede quedar perjudicada la gran verdad de la Reforma por la misma
importancia que se le asigna en nuestro sistema de teología protestante. Que adquiera
grandes proporciones en nuestra valoración es sólo natural, cuando consideramos cuán
encarnizada fue la contienda a la que debemos su recuperación. Sin embargo, el dogma
de que la justificación es por la fe es tan sólo una verdad secundaria, subsidiaria de otra
verdad de alcance más amplio y de una importancia más trascendental. «Por tanto, es
por fe, para que sea por GRACIA».[2] La GRACIA es la verdad característica del
cristianismo. Según el gran tratado doctrinal del Nuevo Testamento, somos «justificados
por la gracia», «justificados por la fe», «justificados por la sangre» —esto es, por la
muerte de Cristo en su aplicación a nosotros, porque tal es el significado de la figura
sacrificial de la que la palabra «sangre» es la expresión en el Nuevo Testamento. La
gracia es el principio por el que Dios justifica al pecador; la fe es el principio por el que
se recibe el beneficio; y la muerte de Cristo es la única base sobre la que todo esto es
posible: somos «justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es
en Cristo Jesús».[3]
Y los que están así justificados no pueden pretender este beneficio ni sobre una base de
mérito ni de promesa. Porque si pudiéramos ganarnos un derecho a ello, no habría
necesidad de redención; y si Dios se hubiese comprometido a Sí mismo por un pacto a
concederla, no habría lugar para la gracia. La gracia es soberana, pero es libre.
Existen solamente dos principios alternativos por los que la justificación es teóricamente
posible en la actualidad. Uno es que el hombre la merezca; el otro es mediante el favor
inmerecido de Dios. Que un hombre, desde la cuna hasta la tumba, sea todo lo que
deba ser, y que haga todo lo que deba hacer; que, como el autor dice, ame a Dios con
todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo, andando «en pureza, humildad, y
haciendo el bien, mientras esté en la tierra», y una persona así «heredará la vida
eterna». Pero todas estas pretensiones son un síntoma de ignorancia y de degradación
moral y espiritual. Todos los hombres son pecadores; y, siendo pecadores, se hallan
totalmente dependientes de la gracia.
Las palabras del señor Greg se basan en un incidente del ministerio de nuestro Señor
que dieron la ocasión para la parábola del «buen samaritano». «Un intérprete de la ley»,
deseoso de poner a prueba la doctrina del Salvador, le preguntó: «Maestro, ¿haciendo
qué cosa heredaré la vida eterna?» Indudablemente, había oído que el gran Rabí era
herético, que menospreciaba la ley de Moisés, y que señalaba a la gente del pueblo un
fácil atajo hacia la vida. ¡Cuán grande tiene que haber sido su sorpresa cuando le
respondió: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?»! Respondiendo a su vez, éste
repitió las palabras bien conocidas, tan familiares para todo judío, que mandaban amar a
Dios y al hombre. Y la sorpresa tuvo que haberse convertido en pasmo cuando el
Salvador añadió: «Bien has respondido; haz esto, y vivirás». ¡El más estricto legalista
del Sanedrín no podría hallar ningún error en una enseñanza como aquella! Pero la
pregunta era, como podía una persona heredar vida, y para tal pregunta solamente
había una respuesta posible. Para disimular su confusión, el intérprete de la ley le hizo
en el acto otra pregunta: « ¿Y quién es mi prójimo?», tratando así de escapar por la
tangente, como siempre lo han hecho los profesionales de la ley en todas las edades. Y
esto llevó al Señor a relatar aquella exquisita historia que desde entonces ha subyugado
las mentes de los hombres. La palabra griega para «prójimo» es el que está cerca, y la
pregunta del intérprete de la ley implicaba que no se consideraba comprometido a amar
a cada uno de aquellos con los que estuviera en contacto. El judío de casta alta, si se
puede admitir una expresión así, preferiría antes morir que deber su rescate a un
samaritano, por lo que el Señor introduce a un samaritano en la parábola, contrasta su
conducta con la del levita y la del sacerdote, y pregunta luego cuál de los tres actuó
como prójimo del pobre hombre al que los ladrones habían dejado medio muerto en el
camino.
Esta era la enseñanza superficial de la parábola, pero, como sucede con cualquier otra
de las parábolas, tenía un significado escondido y espiritual. El había dado respuesta
acerca de como un ser perfecto podía heredar la vida: Ahora despliega la enseñanza de
como un pecador arruinado puede ser salvo. El viajero, de camino desde la ciudad de
bendición a la ciudad de la maldición, resulta despojado de todo lo que tiene, y es
dejado herido casi de muerte, y totalmente impotente. Pasan al lado un sacerdote y un
levita. ¿Por qué un sacerdote y un levita? Porque de esta manera Él personifica así a la
ley y, en una palabra, a la religión. Estos podrían ayudar a un hombre que pudiera
ayudarse a sí mismo, pero por el impotente pecador no pueden hacer nada. «Pero un
samaritano que iba de camino, vino cerca de él.» ¿Por qué un samaritano? Porque Él
les quería enseñar que el Salvador es aquel que, si no fuera por la misma ruina y
desgracia en que se encuentra sumido, el pecador despreciaría y rechazaría. «Y» —
remarquemos las palabras— «viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose,
vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al
mesón, y cuidó de él»; y en la posada pagó el gasto e hizo provisión para su futuro.
Cada detalle de la historia tiene su correspondencia en verdades espirituales. Nos habla
de un Salvador que salva; que acude al pecador allí donde éste se halla y tal como se
halla; que venda unas heridas más profundas que las que pueda infligir el cuchillo de un
bandido; que lo saca del lugar de peligro para llevarlo a un lugar seguro y en paz, y que
provee para todas sus futuras necesidades. Y todo esto sin regatear ni poner
condiciones, y sin otro motivo que el de Su propia infinita compasión.
¡Cómo desea uno que personas sinceras, como el autor de The Creed of Cristendom (El
Credo de la Cristiandad), pudieran, por lo menos, llegar a oír estas verdades y a saber
que éste es el Evangelio del cristianismo! Sus escritos demuestran que en esta
Inglaterra cristiana hay personas ilustradas y cultas cuyo rechazo muy legítimo del
clericalismo y de todo lo que es mera religión las ha devuelto a las tinieblas del
paganismo. Pero en medio de esta oscuridad hay una luz que brilla. La versión que da el
agnóstico del «grande y sencillo credo de Cristo» transformaría en fariseos a algunas
personas —y el cielo está totalmente cerrado para los tales— a la vez que confinaría a
la humanidad en general a la posición de unos desesperanzados proscritos. Pero las
Sagradas Escrituras nos testifican que «Cristo murió por los impíos», y que todo aquel
que cree en Él queda justificado.
Y creer en Él no tiene nada en común con la aceptación de «una cadena de
proposiciones metafísicas». Significa inclinarse ante el juicio divino sobre el pecado, y
aceptar a Cristo como Salvador y Señor. La desconfianza fue el punto decisivo de la
caída del ser humano, porque el acto manifiesto de pecado fue tan sólo el resultado de
la incredulidad, ¡Qué natural, entonces, que la confianza sea el punto decisivo de su
recuperación! Hubo una época en Inglaterra en el que llevar una cierta flor era una clara
manifestación de lealtad o de traición. Y esto era un mero acto externo que pudiera no
ser sincero, mientras que las creencias de una persona forman parte de dicha persona.
La tragedia del Calvario ha llegado a ser considerada como un mero incidente en la
historia, natural en aquellas circunstancias, y apropiada para enfatizar y subrayar la
dignidad del hombre. En cambio, Dios la señala como la «crisis» del mundo, un suceso
de una importancia tan trascendental que no es posible la indiferencia ante el mismo. El
que murió allí no desea ni nuestra lástima ni nuestro favor: Demanda nuestra fe. Es una
cuestión de lealtad personal a Él.
Pero este capítulo es una digresión. Volvamos ahora a la enseñanza de la Epístola a los
Romanos.

[1] Greg, R. R., Creed of Christendom.


[2] Δι ὁ το ὁτο ὁὁ πίστεως ὁν α ὁατὁ χάριν (Ro. 4:16). La teología no tiene una
mejor definición de la gracia que la que da Aristóteles (Ret 2:7).
[3] Romanos 3:24

Capítulo 10. El misterio ahora desvelado


LAS POSDATAS tienen una importancia proverbial, y las posdatas apostólicas no son
excepción a la regla. Pero la posdata final de la Epístola de San Pablo a los Romanos
ha sido tratada con una curiosa negligencia por parte de los teólogos. ¡Obsérvese el
extraordinario descuido con que ha sido traducida incluso por los revisores de 1881 de
la versión inglesa! Fue sin duda con su propia mano, después que su secretario, Tercio,
hubiera dejado la pluma, que Pablo añadió las palabras tan cargadas de significado con
que concluye la Epístola: «Al que puede estableceros según mi evangelio que es la
predicación de Jesucristo según [la] revelación de un misterio que había sido guardado
en silencio a lo largo de tiempos eternos, pero que se manifiesta ahora y por medio de
escrituras proféticas según el mandato del Dios Eterno se da a conocer a todas las
naciones para la obediencia a la fe —al único y sabio Dios sea la gloria mediante
Jesucristo para siempre».[1]
«Mi evangelio». Estas palabras, tres veces repetidas por San Pablo,[2] no constituyen
una mera expresión convencional. Reciben explicación en varias de sus epístolas,[3] y
de una manera especialmente concluyente en su carta a los Gálatas. Allí expresa en
términos explícitos y enfáticos que el evangelio que él predicaba entre los gentiles había
sido objeto de una revelación especial a él mismo. No solamente no se lo habían
enseñado los que eran apóstoles antes que él, sino que fue él quien, por mandato divino
específico, que lo comunicó a «los Doce»; y esto no fue sino hasta su segunda visita a
Jerusalén, diecisiete años después de su conversión.[4] Por tanto, resulta verdad que su
testimonio era esencialmente distinto en carácter y alcance a nada de lo que
encontramos en el ministerio de los demás apóstoles que aparezca en Hechos. Y esto,
afirma él, lo reconocieron ellos mismos. «Vieron», dice Pablo, «que me había sido
encomendado el evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión».
[5] Este último era una promesa según las Escrituras de los profetas: el primero, una
proclamación según la revelación de un misterio mantenido en secreto desde la
eternidad, pero ahora manifestado en esta dispensación cristiana, y dado a conocer a
todas las naciones mediante Escrituras proféticas. ¿Cuáles, pues, eran estos escritos?
¿Y cuál el misterio que de este modo se revelaba?
La traducción del pasaje en nuestras versiones castellanas constituye un compromiso
entre la traducción y la exegesis; y que la exposición que se sugiere con tal combinación
resulta errónea se hace patente debido a que hace que la afirmación del apóstol sea
incoherente hasta el límite del absurdo. Si es mediante de los escritos de los profetas
hebreos que el evangelio se da a conocer a todas las naciones, ¡queda por ello claro
que no habría sido un misterio guardado en secreto a lo largo de todas las edades! Las
palabras «por escrituras proféticas» se refieren evidentemente a las Escrituras
del Nuevo Testamento; y como el evangelio que así se da a conocer no fue confiado ni
siquiera a los otros apóstoles, sino solamente «al apóstol de los gentiles», será preciso
que nos volvamos de nuevo a las Epístolas de Pablo para buscarlo. Entonces,
¿contienen estas epístolas alguna o más grandes verdades características que no se
puedan encontrar en las Escrituras anteriores?
Nuestra palabra castellana «misterio» significa algo que es o bien incomprensible, o bien
desconocido; pero este no es el significado de la palabra griega musterion.[6] En su
primera acepción, tanto en griego clásico como bíblico, es simplemente un secreto; y un
secreto, cuando se revela, puede ser comprendido por cualquiera. Una cerradura de
combinación es un «misterio». Se abre tan fácilmente como las demás siempre y
cuando se posea la clave apropiada, pero sin la clave no se puede abrir en absoluto.
Los misterios del Nuevo Testamento son verdades divinas que hasta entonces habían
sido «guardadas en silencio»; verdades que no se habían sido revelado en las
Escrituras anteriores, y que no podían conocerse hasta que fuesen reveladas. Tan sólo
en una ocasión el Señor utilizó esta misma palabra, cosa que se registra en los tres
primeros Evangelios, y aparece cuatro veces en Apocalipsis. Pero, aparte de estas
excepciones, solamente se encuentra en las Epístolas de San Pablo, donde aparece no
menos de veinte veces.
En algunos de estos pasajes esta palabra se usa en su acepción secundaria. En otros
se revelan secretos específicos. Y entre los más destacados encontramos los
siguientes:
El misterio de iniquidad, que culmina con la revelación del inicuo.[7]
El misterio de que, a la venida del Señor, algunos de Su pueblo pasarán al cielo como lo
hizo Elías: «sin probar la muerte ni conocer el sepulcro».[8]
El misterio de que en la presente dispensación los creyentes son unidos a Cristo en una
relación especial como miembros de un cuerpo del que Él mismo es la cabeza.[9]
Aquí, pues, tenemos unos «misterios» específicos respecto a los cuales las Escrituras
anteriores callaban; y se puede añadir que, aunque están ahora revelados, siguen
siendo desconocidos por la mayoría de los cristianos. Pero éstas son verdades
esencialmente para el creyente, en tanto que el «misterio» de la posdata del apóstol
constituye de manera enfática una verdad para TODOS: una verdad que se ha de dar
«a conocer a todas las gentes para la obediencia a la fe».
Además, la afirmación del apóstol presupone que sus palabras serían comprendidas por
aquellos a quienes estaban dirigidas. Por ello, como nunca había visitado Roma
personalmente, podemos volvernos confiadamente a esta Epístola misma para buscar
en ella la verdad a la que se refiere.
En primer lugar, entonces, es una verdad-misterio: una verdad que hasta entonces
había sido «mantenida en silencio». En segundo lugar, es una verdad de alcance y
aplicación universales. Y, en tercer lugar, es una verdad que tiene que encontrarse en la
Epístola a los Romanos. Con estas claves para orientarnos, no puede haber dificultad
alguna para identificar la verdad de que se trata; porque una, y tan sólo una, dará
satisfacción a todos estos requisitos.
En común con algunas otras grandes verdades de la fe cristiana, la Reconciliación ha
recibido escasa atención de los teólogos. Se podrían llenar muchas páginas con citas de
libros aceptados que o bien la tergiversan o la niegan. Pero todos los intentos de
extirparla de nuestros credos se deben, como dice el arzobispo Trench, «a una resuelta
decisión de librarse de la realidad de la ira de Dios en contra del pecado».[10] El pecado
no apartó simplemente al hombre de Dios, sino que apartó a Dios del hombre. Un Dios
santo y justo no podía por menos que considerarle como enemigo. Pero «siendo
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo». Y «por el Señor
nuestro Jesucristo» aquellos que creen «hemos recibido ahora la reconciliación».[11] «Y
todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el
ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al
mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros
la palabra de reconciliación. Así que, somos embajadores de Cristo», añade el apóstol,
«como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo:
Reconciliaos con Dios».[12] Este es un llamamiento al pecador, no a que,
como demasiado frecuentemente se presenta, perdone a su Dios, sino a que entre al
beneficio no buscado que Dios, en Su infinita gracia, ha llevado a cabo. Porque (añade
luego el apóstol): «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El».[13]
Las palabras no podrían ser más sencillas, y sin embargo, como ya se ha visto, esta
verdad tan claramente expuesta es tergiversada o negada en muchos sectores. Así
como en la actualidad tenemos filántropos dogmáticos que se refieren al crimen como si
no fuera otra cosa que una excentricidad natural de naturalezas débiles, también hay
teólogos que se deleitan en describir del pecado de tal manera que, si no se hubiera
hecho provisión a su respecto en la economía divina, la omisión hubiera redundado
totalmente en descrédito de Dios. Por su parte, otros dejan tan de lado las grandes
verdades del amor de Dios al mundo y de la reconciliación del mundo con Dios mediante
Cristo, que la soberanía de Dios degenera a un mero favoritismo, y la muerte de Cristo
no resulta otra cosa que un medio por el que los pocos favorecidos pueden obtener la
bendición.
Es en vano que se buscará esta gran verdad de la Reconciliación en las Escrituras del
Antiguo Testamento. Su revelación era desde luego imposible en tanto que el judío
mantuviera la posición que abandonó al rechazar al Mesías. Cuando leemos el
Evangelio de San Juan a la luz de las Epístolas, podemos discernirla en la enseñanza
de nuestro Señor; pero sin tal luz nadie se atrevería a formularla. Y desde luego, para el
judío esta doctrina tiene que haber resultado pasmosa, e incluso entre los cristianos se
recibe con vacilaciones y reserva. Pero las dificultades que aparecen en la exposición
del quinto capítulo de Romanos se relacionan solamente con el argumento. La doctrina
que se enseña es inequívocamente clara. «Como por una transgresión [el resultado fue]
a todos los hombres para condenación, de la misma manera por un acto de justicia [el
resultado fue] a todos los hombres la justificación de vida.» Si las palabras quieren decir
algo, esto declara que la muerte de Cristo tiene una eficacia tan completa y universal
como el pecado de Adán. Si aquel pecado «introdujo la muerte en el mundo, y todos
nuestros males», así la gran dikaiöma trajo justificación de vida a todos los hombres
hasta allí donde la transgresión del Edén les trajo condenación.
Pero la obra de Cristo va infinitamente más allá de esto. La transgresión del Edén
introdujo el reinado de la muerte. «El pecado reinó para muerte.» «La paga del pecado
es la muerte», y el pecado clamaba ante el mismo trono de Dios como medio para hacer
cumplir sus justas demandas. Pero el Calvario ha destronado al pecado, y la gracia
reina ahora suprema. Y ello no a costa de la justicia, sino por medio de la justicia. Y así
como el pecado reinó para muerte, de este modo la gracia reina ahora para vida eterna.
O, pasando más allá de la espléndida imaginería de la Epístola, aprendemos la verdad
asombrosa de que la actitud divina hacia los hombres es de un favor universal. No se
trata de que el gentil haya alcanzado la posición especial de privilegio de la que ha caído
el judío, porque ahora, aparte de «la familia de la fe», no hay ahora ningún pueblo
favorecido: «No hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de
todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el
nombre del Señor será salvo».[14] Así, la vida eterna es puesta al alcance de todo ser
humano a quien viene este testimonio.[15] Entonces, ¿cómo es posible que tan pocos
reciban este beneficio? La respuesta a esta pregunta demanda un capítulo para ella
sola.

[1] Nuestras versiones inglesas (como muchas de las castellanas —N. del T.), han
distorsionado el pasaje, primero por una puntuación (yo he seguido aquí la del Deán
Alford) que hace del misterio una característica del poder que nos establece, en tanto
que en realidad, caracteriza la predicación por la que somos establecidos; y, en segundo
lugar, por la traducción de las palabras διά τε γραφὁν προφητιὁὁν (cp. Mt. 26:56):
«Las Escrituras de los profetas»). También se debe tener en cuenta que tanto
«revelación» como «misterio» carecen de artículo, pero aunque el castellano parece
demandar el artículo delante de la primera palabra, su inserción delante de «misterio»
no es solamente innecesaria, sino también engañosa.
[2] Romanos 2:16; 16:25; 2 Timoteo 2:8
[3] Ver, p. ej., Efesios 3; Colosenses 1:25-26
[4] Gálatas 1:11—2:12
[5] Gálatas 2:7
[6] Ver Apéndices, nota 5.
[7] 2 Tesalonicenses 2:7-8. En el seno de la Iglesia, naturalmente. La iniquidad en el
mundo es tan antigua como el pecado.
[8] 1 Corintios 15:51
[9] Efesios 3:4-6; 5:30-32; 1 Corintios 12:12-13 y ss.
[10] Synonyms, Part II, p. 123
[11] Romanos 5:10-11
[12] 2 Corintios 5:18-20. Este pasaje está inseparablemente vinculado en mi mente con
un suceso que me contó en una ocasión el difunto Sir Robert Lush. Cuando el sargento
de policía Wilkins volvió al Palacio de Justicia después de una enfermedad que
prácticamente terminó con su carrera, el señor Lush (entonces no había sido aún
armado caballero) lo vio sentado con el rostro hundido entre sus manos, y se dio cuenta
de que le caían lágrimas por entre los dedos. Él no conocía al suboficial, pero cuando lo
vio salir corriendo del Palacio de Justicia, lo siguió, y mencionando delicadamente lo que
había visto, le preguntó si tenía algún problema en el que pudiera ayudarle. El suboficial
le agradeció mucho su gentileza, pero le explicó que su aparente aflicción se debía a las
palabras arriba citadas, que había estado leyendo aquella mañana, y que le habían
venido a la memoria mientras se hallaba sentado en el tribunal, no pudiendo reprimir su
emoción. Este incidente será apreciado por aquellos que sepan qué clase de hombre
era. Será suficiente decir que no tenía por costumbre leer la Biblia. Pero ¡cuántas
personas hay así, que se vuelven a ella en tiempos de enfermedad o de aflicción!
[13] 2 Corintios 5:21
[14] Romanos 10:12
[15] Este tipo de afirmación disgustará a aquella escuela de pensamiento religioso que
se vanagloria de tener como fundador a uno de los mayores maestros de la Iglesia. Pero
apelemos al maestro contra los discípulos. Este es el comentario que da Calvino acerca
del versículo acabado de citar (Ro 5:18): «Él hace que este favor sea común a todos,
debido a que se propone a todos, no porque en realidad se extienda a todos; porque
aunque Cristo sufrió por los pecados de todo el mundo, y se ofrece por la bondad de
Dios a todos sin discriminación, con todo esto no todos le reciben».
Y el siguiente extracto de su comentario al tercer capítulo del Evangelio de San Juan
no es menos pertinente. Refiriéndose al versículo dieciséis, dice: «Cristo empleó el
término universal todo aquel tanto para invitar indiscriminadamente a todos a participar
de la vida como para dejar a los incrédulos sin excusa. Este es el significado del
término mundo. Aunque no hay nada en el mundo que sea digno del favor de Dios, a
pesar de todo Él se muestra reconciliado con todo el mundo cuando invita a todos los
hombres sin excepción a la fe de Cristo, la cual no es otra cosa que una entrada a la
vida».
Y si alguien pregunta: ¿Cómo es, pues, posible el juicio?, la respuesta es que el juicio
se basa sobre esta misma verdad. Ver el Capítulo 12 de este libro.

Capítulo 11. La influencia de Satanás


EL DIABLO DE LA CRISTIANDAD es un mito. Así como la imaginación humana, obrando sobre un
fundamento de hechos y de verdades, ha personificado un objeto para adorarlo,
igualmente por un proceso parecido ha creado una cabeza de turco para dar cuenta de
los crímenes y vicios de la humanidad. Hay un falso Jesús que es el Buda de la
Cristiandad; y un Satanás mítico constituye su espantajo. Y tanto en un caso como en el
otro un abismo separa el mito de la realidad.
El Satanás de la mitología cristiana es un monstruo de maldad, el instigador de cada
crimen de brutalidad excepcional o de aborrecible concupiscencia. El Satanás de las
Escrituras es el terrible ser que se atrevió a ofrecerse a nuestro divino Señor como Su
patrocinador. Cuando alguien se aparta por malos caminos, «de su propia
concupiscencia es atraído y seducido».[1] El corazón humano, declara nuestro mismo
Señor, es el vil manantial del que proceden la inmoralidad y los crímenes.[2] Si usamos
la palabra «inmoral» en su sentido estrecho y popular, no hay base para creer que
Satanás provoque nunca a actos inmorales. De hecho, si dejamos a un lado sus
incitaciones dirigidas personalmente a Cristo, solamente el caso aislado de Ananías y
Safira nos da un pretexto para afirmar que él haya nunca tentado a hacer algo que el
juicio humano pudiera condenar.[3]
Esta afirmación puede parecer sorprendente, pero es cierta y se puede demostrar su
veracidad. Del mundo invisible no conocemos nada en absoluto más que lo que nos
revelan las Escrituras: por ello, es a las Escrituras que tenemos que dirigirnos. Y acerca
de esto, el Antiguo Testamento guarda un elocuente silencio. Si la creencia popular
estuviera bien fundamentada, ¿sería posible no encontrar entre Génesis y Malaquías
una palabra para apoyarla? Hay sólo tres pasajes en los que se menciona a Satanás. El
primero describe la caída del hombre, y ahí toda la intención del tentador fue la de
apartar a la criatura de Dios. Apareció ante nuestros primeros padres en el papel de un
filántropo, y sembró en sus corazones la semilla de la desconfianza.[4] El siguiente
pasaje describe sus ataques contra Job, y también aquí su intención era llevar al
patriarca a dudar de la bondad de Dios.[5] Y el tercer pasaje narra el misterioso
incidente cuando intentó estorbar al sumo sacerdote Josué en el cumplimiento de su
sagrada función.[6]
Cuando pasamos al Nuevo Testamento debemos evitar el error popular de confundir a
Satanás con los ángeles que «no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su
propia morada».[7] Estos están encarcelados, esperando «el juicio del gran día». No
tienen parte en el curso de los asuntos humanos. Por su parte, los demonios son seres
de un orden totalmente diferente. Se supone que están subordinados al diablo, y debido
a que algunos de ellos son expresamente llamados «espíritus inmundos», se atribuye
inmundicia a Satanás. Pero la suposición se basa en creencias judaicas e, incluso, si la
creencia es cierta, la inferencia es forzada. ¡Un gobernante puede tener súbditos
viciosos y, a pesar de ello, estar personalmente libre de vicios![8]
¿Pero acaso no se describen los pecados como «las obras del diablo»? ¿Y qué de las
palabras que «el que peca es del diablo»? ¿Querrá el inquiridor considerar la definición
de pecado a la que esto se refiere, una de las únicas definiciones en la Biblia? «El
pecado es rebeldía (Gr.)»[9] La posesión de una voluntad independiente es la vanagloria
orgullosa, pero peligrosa, del hombre. Su deber, seguridad y felicidad demandan por
igual que su voluntad quede subordinada a la voluntad de Dios, y toda revuelta contra la
voluntad divina es pecado. Su esencia es rebeldía; el elemento de inmoralidad es
totalmente accidental.
Y esto explica el comentario apostólico sobre el precepto: «Airaos, pero no pequéis».
[10] La ira puede en sí misma ser correcta. Pero si se abriga puede degenerar en
rencor; y así, aquello que al principio podía ser una muestra de comunión con Dios —
porque «Dios está airado contra el impío todos los días»[11]— puede llevar a
pensamientos e incluso a actos que son solamente malvados. Por ello, el apóstol añade:
«No se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo». El mito de Satanás
lleva a muchos a entender esto como solamente una advertencia en contra de la
violencia homicida. Pero el pasaje que concluye esta Epístola[12] demuestra que la
teología del apóstol tocante a las tentaciones satánicas se relaciona con una esfera muy
diferente. El conflicto normal de la vida cristiana comienza donde ha acabado la lucha
contra «carne y sangre». Es en la esfera espiritual, y no en el dominio de la moral,
donde se necesita de la armadura de Dios. El fariseo o el budista pueden jactarse de
una norma de moralidad tan elevada como la del cristiano. Puede que sus motivos sean
inferiores, pero los resultados externos son los mismos. Cuando algún hombre de
reputación cae en actos vergonzosos, se tendría al diablo como responsable de su
caída ante cualquier tribunal eclesiástico, pero no en el de Old Bailey,[13] donde los
prejuicios no sirven de nada, y donde la prueba tiene que ser plena y clara. Nadie puede
afirmar que Satanás no pudiera rebajarse a tales medios para conseguir sus fines, pero
podemos afirmar que no hay «antecedentes penales» con respecto a ello en perjuicio
suyo.
«Pero», dirá el objetante, indignado: « ¿Acaso no lo denunció nuestro mismo Señor
como mentiroso y homicida?». Sí, cierto, estas fueron sus palabras a los fariseos que
estaban maquinando Su muerte. Pero, ¿cuál era su sentido? Considerémoslo con una
mente abierta, porque el mito acerca de Satanás ha oscurecido tanto su significado, que
los comentarios no nos serán de ayuda. A la vacía jactancia de los judíos de descender
de Abraham, el Señor les replicó que los que fuesen hijos del patriarca andarían en los
caminos de su padre; pero que, en cuanto a ellos, lo que querían era matarle porque les
había presentado la verdad dada por Dios. Entonces ellos se refugiaron en aquel
invento de los apóstatas, la paternidad de Dios, atrayendo sobre sí mismos las hirientes
palabras: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre
queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad,
porque no hay verdad en él. Cuando habla LA mentira, de suyo habla; porque es
mentiroso, y padre de ELLA».[14] Recordemos, estas palabras no son una vulgar injuria.
Son las palabras del mismo Cristo a unos hombres de carácter y reputación, honorables
y serios que, bajo sus responsabilidades como conductores religiosos del pueblo,
deploraban Sus enseñanzas como cosa pestilente y profana. Un lenguaje así dirigido
por tales labios a tales hombres es de una imponente solemnidad; pero, ¿cuál es su
significado?
El diablo es «homicida desde el principio». ¿El principio de qué? Desde luego, no de su
propia existencia, porque fue creado en perfección y en belleza. Ni tampoco el del
paraíso de Edén, porque Satanás había ya arrastrado a otros en su ruina mucho antes
que nuestra tierra viniera a ser el hogar del hombre. Su condición de homicida se
relaciona de inmediato con LA verdad que ha rechazado y con LA mentira de la que él
es el padre. Al escuchar estas misteriosas palabras de nuestro divino Señor se nos
concede un atisbo de la eternidad pasada cuando el gran misterio de Dios fue dado a
conocer primero a «los principados y potestades», las grandes inteligencias del mundo
celestial.[15] La mayor entre ellas era el ser que ahora conocemos como Satanás, y la
promulgación del propósito de las edades le reveló que quedaba aún que revelar un
Primogénito que tenía que «tener la preeminencia» en todo.
La ciencia ha derramado desdén sobre la antigua creencia de que el hombre es el
centro del universo. Y sin embargo la antigua creencia estaba en lo cierto. Pero Aquél
que tiene el derecho a esta trascendente dignidad no es el hombre de Edén —«¡vano
insecto de una hora!»— sino el Hombre que es «el Señor del cielo». Y Él es el objeto del
odio del diablo. Al provocar la caída de Adán es posible que creyera que él era el
primogénito prometido. Pero no fue hasta la Tentación del mismo Cristo que por fin
Satanás y su mentira quedaron por fin de manifiesto. Ni una persona entre mil que leen
el relato de la Tentación se da cuenta de su significado. ¿Cómo podría el Satanás según
la Cristiandad atreverse a ponerse delante del Señor de la Gloria? ¿Y cómo podrían las
sugerencias de un monstruo tan repulsivo ser otra cosa que odiosas y repulsivas?
¡Supongamos que el biógrafo de una mujer de noble ánimo y de vida santa intentara
enfatizar la pureza de su mente y la estabilidad de su carácter narrando que una vez
tuvo un encuentro privado con un hombre notorio como libertino desvergonzado y vulgar
y que, con todo, salió sin mancha de la prueba! No menos absurda aparece la narración
de la tentación si la leemos a la falsa luz del mito acerca de Satanás.[16]
El Satanás de las Escrituras es un ser que pretendía enfrentarse a nuestro Señor sobre
la base no de igualdad, sino incluso de superioridad. Habiéndolo «llevado» a un monte,
y habiéndole presentado aquella misteriosa visión de soberanía terrenal, «le dijo el
diablo», según leemos: «A ti te daré todos estos reinos, y la gloria de ellos; porque a mí
me han sido entregados, y a quien quiero los doy. Si tu postrado me adorares, todos
serán tuyos».
¿Tenemos aquí meramente un arrebato de locura irresponsable o de impiedad
blasfema? Es la atrevida proclamación de un derecho disputado. Satanás reivindica la
condición de Primogénito, el heredero de derecho de la creación, el verdadero Mesías y,
como tal demanda la adoración de la humanidad. Los hombres sueñan en un diablo con
cuernos y pezuñas —un monstruo repugnante y obsceno— que ronda por los barrios
perdidos y por los dorados nidos de vicio de nuestras ciudades, tentando a los
corrompidos a cometer acciones atroces o vergonzosas. Pero, según las Sagradas
Escrituras, él «se disfraza como ángel de luz», y «sus ministros se disfrazan como
ministros de justicia».[17] ¿Acaso los «ministros de justicia» corrompen la moral de las
personas o las incitan a cometer ultrajes?
Y esto prepara el camino a la más amplia afirmación de que lo que él controla es
la religión del mundo, no sus vicios y crímenes. Su imponente título es el de «el dios de
este mundo»; un título concedido por Dios al Maligno, y no porque el Supremo haya
delegado Su soberanía, sino porque el mundo le rinde su homenaje. De modo que es en
la esfera de la religión donde se ha de buscar la influencia del Tentador; no en los
expedientes de nuestros tribunales de justicia ni en las páginas de las novelas
obscenas, sino en las enseñanzas de las falsas teologías.
La mentira de la que él es el padre es la negación del Cristo de Dios, del Cristo del
Calvario, del único mediador entre Dios y los hombres, de la propiciación por los
pecados del mundo; del «propiciatorio»[18] donde un pecador perdido puede encontrarse
con un Dios santo y hallar el perdón y la paz. Pero «el dios de este siglo cegó el
entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del Evangelio de la
gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios».[19] De ahí que los hombres se vuelvan a
la iglesia, a la religión, a la moralidad, al «Sermón del Monte» —haciendo del Señor
mismo un ministro de la propia justicia y soberbia de ellos—: en una palabra, se vuelven
a cualquier cosa antes que a la Cruz de Cristo.
Lo que llevó al descubrimiento del planeta Neptuno fue las perturbaciones evidentes
debidas a alguna causa desconocida en los movimientos de otros planetas. ¿Y acaso no
tenemos razones para buscar un «Neptuno» en la esfera espiritual? ¿No es evidente
que existe alguna influencia siniestra que está en operación aquí? ¿Cómo se puede
explicar, entonces, que, bajo la plena luz de nuestra adelantada civilización, incluso
personas de la mayor inteligencia y cultura sean engañadas por los trucos y las
supersticiones del repertorio del clericalismo?
Pero «la mentira» tiene otras fases. La mente del Tentador se manifiesta también en
algunos de nuestros libros piadosos más populares. Las verdades del juicio eterno y de
un infierno para el no arrepentido, de la redención por la sangre y de la necesidad de la
salvación mediante la muerte del gran Sustituto que llevó nuestros pecados, así como
las doctrinas relacionadas con las mismas, son objeto de rechazo como supervivientes
de una edad oscura y crédula: al hombre le corresponde forjar su propio destino y
ascender hasta el ideal divino. Y todo esto se prologa y se hace verosímil con la
temeraria insinuación de que las palabras dichas por Dios son o mal interpretadas o
falsas. A esto hay hombres que lo llaman un nuevo Evangelio: es el Evangelio más
antiguo conocido. En cada uno de sus puntos nos recuerda las antiguas palabras:
« ¿Conque Dios os ha dicho...?». «No moriréis»; «Seréis como Dios, sabiendo el bien y
el mal». ¡El «Jesús» de esta teología tiene un siniestro parecido con el gran filántropo de
Edén! En nombre de este «otro Jesús»[20] se volvería a rechazar al Cristo de Dios si
regresase hoy a la tierra.
Durante Su ministerio en la tierra. las obras y las palabras del Señor para los caídos y
corrompidos llevaron a que se le considerase como amigo de los deshonestos y de los
inmorales. ¿Y por qué? Esta pregunta queda bien contestada con otra: ¿Acaso no vino
Él a buscar y a salvar lo que se había perdido? ¿Cómo, pues, iba a echarlos de Su
presencia? ¡Qué extraño Salvador sería! Él no podía tolerar el pecado, pero para
los pecadores Su amor y compasión eran infinitos. Y Sus detractores confundieron la
compasión hacia los pecadores con la tolerancia hacia el pecado. Pero cuando los
hombres rehusaban reconocer que estaban perdidos, y se separaban de Él mediante
una barrera infranqueable de religión y de moralidad, el amor infinito se veía impotente.
¡La misma Omnipotencia quedaba frustrada! Y Aquel que había llorado en silencio ante
el sufrimiento humano dio rienda suelta a su aflicción al anticipar su condenación.[21]
Todavía en otra ocasión Él exclamó: « ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la
gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!»[22] La mano que Él les había
extendido para salvarlos la echaron a un lado con el mayor desprecio. ¡Y qué cosa tan
asombrosa! Hombres de una moralidad intachable, de la más profunda piedad, de una
devoción intensa a la religión —hombres considerados y respetados por el pueblo, que
los reconocía como sus dirigentes—, tuvieron que oír que los corrompidos y
deshonestos tenían más esperanza del cielo que ellos. Su enseñanza significaba un
escándalo público; Su misión les resultaba insultante. Y desde su perspectiva, toda
verdad y decencia quedó ultrajada cuando Él los llamó abiertamente «hijos del infierno»
¡y les dijo que tenían por padre al diablo!
Cuando un tumor maligno está devorando los órganos vitales, la delicadeza de un
médico resulta inútil; el bisturí del cirujano tiene que llegar al mal, sin importar cual sea
el riesgo. Y es cosa cierta que si Aquel que era tan lleno de gracia, tan «manso y
humilde de corazón», dijo cosas tan hirientes, se debió a que ningún tratamiento más
delicado podía dar resultados. Se debía a lo desesperado de su caso, y a que la
influencia de ellos era catastrófica. Y hombres como aquellos deben tener sucesores y
representantes en la tierra en nuestros días. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? Dejemos
que el lector reflexivo encuentre la respuesta por sí mismo. Pero que mantenga a la
vista los factores del problema. No fueron «las rameras y los publicanos» los que fueron
señalados de este modo como hijos del infierno. ¡Desafortunadamente para la
naturaleza humana, no era necesario ningún diablo para dar cuenta de los pecados de
rameras y de publicanos! Fue empero a los judíos religiosos a quienes se dirigieron
estas terribles palabras. ¿Y por qué? Porque el culto satánico no tiene que buscarse en
las orgías paganas, sino en la aceptación del Evangelio del Edén, y en el seguimiento
de sistemas religiosos que honran al hombre y deshonran a Cristo.[23]

[1] Romanos 10:12


[2] Marcos 7:21
[3] Ver Apéndices, nota 6.
[4] Génesis 2
[5] Job 1-2
[6] Zacarías 3:1-2. En 1 Crónicas 21:1 y en Salmos 109:6 la palabra traducida como
Satanás en la versión Reina-Valera denota meramente un adversario (cp. V.M.). Y no
puedo servirme de Isaías 14:12, etc., ni de Ezequiel 28:14 y ss., por mucho que me
pudieran ser de ayuda, porque no hay manera de determinar con certidumbre que sea
Satanás el personaje allí referido. De ello, personalmente, no tengo ninguna duda. La
palabra Diablo no aparece en el Antiguo Testamento. En los cuatro pasajes en los que
en la versión inglesa antigua aparecía la palabra «diablos», en la versión revisada
adopta otras palabras.
[7] Judas 6; 2 Pedro 2:4
[8] En Mateo 12:24-27, nuestro Señor ni adopta ni rechaza la creencia judía. ¡Qué
grotesca es la sugerencia de que en aquel momento debería haberles dado un discurso
sobre demonología! dejando el tema de lado, les devolvió el vituperio con las palabras:
«Si yo echo los demonios por Belcebú, ¿por quién los echan vuestros hijos?». A no ser
qué los fenómenos descritos por los espiritistas se puedan explicar mediante engaños o
fraudes, se tienen que atribuir a demonios; y parece haber poderosas razones para
creer que algunos hombres se hallan poseídos por demonios «inmundos».
[9] 1 Juan 3:4, Gr. La traducción «infracción de la ley» es inexacta; anomia es un
término más amplio, la insubordinación frente a la ley.
[10] Efesios 4:26. Estas palabras son una cita literal del Salmo 4:4 (LXX).
[11] Salmo 7:11
[12] Efesios 6:10-20
[13] Old Bailey es el tribunal de lo criminal en Londres (N. del T.).
[14] Juan 8:44 Ver Apéndices, nota 7.
[15] Posiblemente esta es la explicación de las «coincidencias» entre el cristianismo y
algunas de las antiguas religiones del mundo. No aludo al budismo, porque sus
aparentes «coincidencias» admiten una explicación mucho más prosaica (ver, p. ej., la
obra del profesor Kellogg referenciada en la nota 7 del capítulo 6), sino al culto de
Tamuz y de la antigua Babilonia. Las Escrituras nos advierten de que, en el futuro,
Satanás falsificará los misterios divinos; ¿sería algo extraño que lo hubiera hecho en el
pasado?
[16] Ver Apéndices, nota 6.
[17] 2 Corintios 11:14
[18] En Juan 2:2 y 4:10 El es llamado el ὁλασμός . En Romanos 3:25 El es llamado el
ὁλαστήριον (propiciatorio). Esta palabra aparece solamente otra vez en el Nuevo
Testamento (Hebreos 9:5).
[19] 2 Corintios 4:4
[20] 2 Corintios 11:4
[21] En Juan 11:35 la palabra utilizada implica lágrimas silenciosas. El término de Lucas
19:41 significa un un lamento con todas las expresiones externas de dolor.
[22] Lucas 13:34
[23] Para una posterior consideración de la cuestión general, ver Apéndices, nota 8.

Capítulo 12. La Gracia y el Juicio


Todos hemos oído hablar de la pequeñita que, habiendo oído a su padre quejarse de
que su reloj necesitaba una limpieza, ¡lo tomó a escondidas para lavarlo con jabón! Esta
anécdota es tan solamente un ejemplo, grotescamente exagerado, de lo que todos
nosotros padecemos: de un celo ignorante, de un deseo de complacer ausente de
inteligencia. Nadie sino un bruto descargaría sus iras sobre su pequeñuela cuando, con
los ojos brillantes y con las mejillas encendidas por el sentimiento de haber llevado a
cabo un servicio amable y útil, le trajera su reloj arruinado. Pero si esto lo hiciera alguien
que debiera haber tenido mejor conocimiento, este comedimiento estaría fuera de lugar.
Con esto todos estarán de acuerdo; pero nadie parece tener en cuenta las mismas
consideraciones en nuestras relaciones con la Deidad.
«El fin principal del hombre es el de glorificarse y gozar de sí mismo para siempre.» Así
es como sé entiende en la actualidad la primera gran tesis del catecismo de los teólogos
de Westminster.[1] Y para llegar a este fin el hombre precisa de una religión y de un
dios, del mismo modo que un príncipe precisa de un capellán privado. Pero un capellán
debiera conocer su puesto, y no mezclarse en situaciones en las que su presencia
pudiera resultar embarazosa. Y lo mismo ocurre con Dios. Resulta intolerable que Él
pretenda decidir de qué única manera podemos agradarle. Viviendo de forma moral y
religiosa «damos a Dios lo que es de Dios». Y no debemos olvidar lo que nos debemos
a nosotros mismos. Pero «el fin principal del hombre es el de glorificar a DIOS». Esto es
en realidad lo que escribieron los teólogos de Westminster; ¡pero esto fue hace mucho
tiempo, y los teólogos de Westminster en realidad eran unos ignorantes, y no sabían
nada del «Evangelio de la humanidad»! En una palabra, Dios demanda nuestro
homenaje, y nosotros le ofrecemos nuestro padrinazgo. El demanda la total entrega de
nuestra vida, y nosotros le ofrecemos religión y moralidad. Pero Dios no quiere nuestro
padrinazgo; ni tampoco quiere nuestra moralidad ni nuestra religión. «¡Escandaloso!»,
exclamará el lector, disponiéndose a tirar el libro a la papelera. «¿Acaso carece de
importancia que seamos morales y religiosos o que no lo seamos?» No carece en
absoluto de importancia en lo que a nosotros respecta; ni tampoco carece de
importancia en lo que se refiere a nuestra vida en la tierra, por no decir nada del juicio
venidero. Pero sí que es totalmente carente de importancia para Dios. El hombre que se
pasea ufano, hinchado por la soberbia que nace de los evangelios humanistas, es como
el judío que suponía que le estaba haciendo un bien al Altísimo cuando amontonaba el
«sebo de animales gordos»[2] sobre Su altar —el altar del «Dios que ha hecho el mundo
y todas las cosas que hay en él».
Por extraño que parezca, Dios sí tiene un propósito y una voluntad; y Él llega a ser tan
irrazonable como para demandar el reconocimiento de este propósito y la obediencia a
esta voluntad. Pero estos son cuestiones de revelación y, por ello de nuevo se separan
aquí los caminos. La religión humana en cada una de sus fases es de interés para los
hombres, y los libros acerca de la misma se leerán, conocerán y comentarán. Pero el
cristianismo es una revelación divina y por lo tanto, para utilizar una expresión popular,
es objeto de «boicoteo». Pero es en las grandes verdades del cristianismo, tan poco
conocidas hoy, que se encontrará la única verdadera filosofía, la única solución real a
los más profundos de la vida, que tanto nos desconciertan y duelen.
Los juicios de Dios son justos. Y los principios que los rigen están claramente
expuestos: El «pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que
perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad».[3] ¿Quién podrá
cuestionar la equidad de esto? Se cuenta la historia del obispo Wilberforce que, cuando
un mozo del ferrocarril en Hampshire, un tosco teólogo de fama local, intentó plantearle
esta cuestión: « ¿Cuál es el camino al cielo?» « ¿El camino al cielo? —respondió el
obispo mientras el tren en que estaba iba saliendo de la estación—: ¡Vuélvase a
lo recto, y sígalo todo derecho!» Pero, ¿qué es lo recto? Esta es la cuestión vital. Y esto
es lo que cada uno pretende resolver por sí mismo. Lo que sea que la razón y la
conciencia declaran como recto es lo recto: esta es la máxima casi universalmente
aceptada. Y a falta de una revelación, esto sería, dentro de ciertos límites,
prácticamente cierto. Pero cuando el Supremo da a conocer Su voluntad, la obediencia
a esta voluntad deviene la prueba del bien hacer.
En la administración mosaica, la religión y la moralidad tenían preeminencia. Y en la
religión de la Cristiandad que, en cierto aspecto, es tan sólo una forma corrompida de
judaísmo disfrazado con una fraseología cristiana, la religión y la moralidad lo son todo.
Pero la era de la religión y de la moralidad ha pasado. Fueron como guías que se
siguieron en la oscuridad hasta que se llegó a la meta a la que conducían. La
administración mosaica fue un estado de tutela que acabó con la venida de Cristo.
Establecer ahora la moralidad y la religión es situarnos en el terreno objeto de la
denuncia de las palabras que siguen al pasaje ya citado: «pero ira y enojo a los que son
contenciosos y no obedecen a la verdad». De ahí la respuesta del Señor a la pregunta:
« ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?». «Esta», replicó Él,
«es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado».[4] «Entonces uno puede ser
tan inmoral como quiera, siempre y cuando “crea”, según decís vosotros.» Esta es la
respuesta del contencioso. Esta fue la crítica de los que oyeron Sus palabras. La razón
les decía que aquello era un error; y aferrándose a la moralidad y a la religión, en lugar
de creer en el «Enviado», lo crucificaron.
Levantar un altar «al Dios no conocido» es el logro más elevado posible para la religión
natural. Pero, como dijo San Pablo en Atenas,[5] incluso la luz de la naturaleza debiera
enseñar a los hombres que Dios no quiere nuestro servicio ni nuestro patrocinio «como
si necesitase de algo». Él deseaba que los hombres le buscaran, aunque tuvieran que
buscarle a tientas en su ceguera y en tinieblas, «si en alguna manera, palpando, puedan
hallarle». Y Él podía darles bendición a pesar de su ignorancia, porque «es
galardonador de los que le buscan». Si ellos tan solamente se volvieran «a lo recto, y lo
siguieran todo derecho» Él podía, como declaró San Pablo, pasar por alto su ignorancia.
«Pero ahora», continúa diciendo: «manda a todos los hombres en todo lugar que se
arrepientan». Y el cambio depende de esto, que Dios se ha revelado a Sí mismo en
Cristo, y que por ello mismo la ignorancia de Su voluntad es un pecado que consigna a
los hombres al juicio. Ha amanecido una nueva era sobre el mundo. «El Verbo fue
hecho carne, y habitó entre nosotros.» La oscuridad ha pasado, la verdadera luz
resplandece. Volverse de nuevo a la conciencia o a la ley —a la religión o a la moralidad
— es actuar como personas que, cuando el sol se halla en su cenit, mantienen los
postigos cerrados y las cortinas corridas. El principio sobre el que Dios actúa ahora con
los hombres es el mismo, pero la medida de la responsabilidad del hombre resulta
radicalmente cambiada. Esta fue la gran verdad tan claramente afirmada por nuestro
divino Señor en Sus palabras a Nicodemo. Esta es la condenación, le declaró El, no que
las obras del hombre fuesen malas —aunque por ellas habrá ira en el día de la ira—
sino que, debido a que sus obras eran malas, se habían atraído una condenación aún
más horrenda: la luz había venido al mundo; pero se apartaron de ella y amaron las
tinieblas.
Los hombres no pueden ni quieren creer que la gran controversia entre ellos y Dios es
enteramente sobre Cristo. En realidad, para la mayor parte de las personas esta
afirmación en sí parece saber a misticismo. La muerte de Cristo es uno de los lugares
comunes de la filosofía, tanto como de la teología, de la Cristiandad. Los hombres se
jactan de ella como si constituyese el más grande tributo a la dignidad del hombre. Pero
la valoración que Dios hace de ella es radicalmente diferente. «¡El Hijo de Dios ha
muerto en manos de los hombres! Este hecho pasmoso constituye el centro moral
de todas las cosas. Una eternidad pasada no conocía otro futuro; una eternidad venidera
no conocerá otro pasado. Aquella muerte fue la crisis del mundo. A lo largo de los siglos,
a pesar de las injurias contra la conciencia, del desprecio a las promesas, del apagado
de la luz de la naturaleza, del quebrantamiento de la ley, del menosprecio a las promesas
y de profetas exilados y muertos, el mundo había tenido que ver con Dios. Pero ahora se
había dado un tremendo cambio. Finalmente y de manera definitiva, el mundo había
tomado partido. En medio se levantaba aquella cruz en su solitaria majestad: Dios a un
lado con el rostro vuelto, rechazado; al otro lado Satanás, exultante en su triunfo. Y el
mundo se puso de parte de Satanás».[6]
Y en presencia de aquella cruz, Dios llama a cada uno a quien le llega el anuncio para
que se declaren de uno u otro lado. Pero los hombres se esfuerzan por rehuir la
cuestión. Naturalmente, muchos la dejan de lado completamente en el curso de una vida
egoísta o lanzada al vicio; pero no son pocos los que intentan llegar a un compromiso
volviéndose a la religión. Pero, en lo que toca a esta cuestión suprema, el resultado es
el mismo para todos. Cual vaya a ser el fin de aquellos que nunca han oído hablar de
Cristo, no lo sabemos [Sin embargo, véase Romanos 2:12 y la nota al pie que
corresponde aquí —N. del T.].[7] Pero en las Escrituras no hay reserva ni misterio con
respecto a cuál será la porción de aquellos que «obedecen el Evangelio» y de aquellos
que lo rechazan. De esta elección depende el destino eterno de cada uno. De ahí la
virulencia con que es atacada la Biblia; porque si Cristo está más allá de nuestro
alcance, nuestra responsabilidad se acaba. Desde luego, los hay que afectan una
devoción personal hacia Él, a la vez que menosprecian o minusvaloran las Escrituras.
Pero cualquier persona reflexiva reconocerá que es solamente por medio del testimonio
que podemos llegar a la persona y que es solamente por medio de la Palabra escrita
que podemos llegar a la Palabra Viva. De ahí Su declaración: «El que me rechaza, y no
recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en
el día postrero».[8]
Así, las consecuencias de aceptar o de rechazar a Cristo son eternas. No hay ninguna
otra cuestión que quede abierta. ¡La moralidad! En la moralidad, como en la física, lo
mayor incluye a lo menor, y el Evangelio enseña una mayor moralidad que la conciencia
y la ley combinadas. Pero, en esta dispensación cristiana Dios no está imputando sus
pecados a los hombres. De otro modo el silencio del Cielo dejaría paso a los truenos de
Sus juicios. Cada cuestión relativa a juicio fue o bien solucionada para siempre en la
Cruz, o bien postergada hasta el día aun venidero: Dios sabe «reservar a los injustos
para ser castigados en el día del juicio»,[9] y el día del juicio todavía no ha llegado.
Debió parecer un día memorable para la comunidad del pueblo de Nazaret, cuando el
gran Rabí que se había criado entre ellos hasta ser adulto volvió a aparecer en la
sinagoga de ellos, y se levantó para leer la lección sabática del libro de los Profetas.
[10] Abriendo el rollo que le dieron, halló el pasaje que empezaba: «El Espíritu del Señor
está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha
enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y
vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del
Señor». Y cerrando abruptamente el libro, se lo dio al ministro y se sentó. Se había
levantado para leer el pasaje correspondiente a aquel día, y se detuvo en medio de la
frase introductoria. ¡No es sorprendente que todos los ojos estuvieran clavados en Él!
«Hoy», dijo rompiendo el silencio, «se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros».
«Y el día de venganza del Dios nuestro» eran las palabras que seguían sin interrupción
en la página abierta ante Él; pero dejó estas palabras sin leer. «El año agradable del
Señor» fue proclamado por Él allí y entonces, y todavía sigue su curso, pero el gran día
del juicio se encuentra todavía en el futuro.
No se trata de que se haya suspendido el juicio moral del mundo. Aquí y ahora los
hombres todavía siegan lo que siembran. La justicia prospera y la iniquidad conlleva su
propio castigo. Desde luego que no siempre, ni de forma manifiesta; pero sí en general,
y con la suficiente claridad como para poner en evidencia que esta es la norma —el
curso general de las cosas. Y además, en la economía divina se da provisión para el
gobierno humano; y la espada se encomienda a los hombres para que los gobernantes
puedan ser el terror de los malvados y protectores de los buenos. En caso contrario, la
sociedad sería imposible. Pero, en tanto que a los hombres se les ha dado esta
autoridad para castigar delitos contra las leyes humanas, el juicio del pecado queda
totalmente en manos de Dios.
Y aquí recordamos otra declaración de nuestro divino Señor. «Porque el Padre a nadie
juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo.» La frase ritual: «Creemos que Tú vendrás para
ser nuestro juez», está en los labios de muchos miles que, en sus corazones, se
imaginan que Él mediará en el juicio entre ellos y un Dios ofendido. Pero es al mismo
Crucificado a quien, en virtud de la Cruz, se le ha asignado la prerrogativa divina de
juicio. Y Él, el único Juez del pecador, es ahora el Salvador del pecador. Habiendo
cumplido la purificación de nuestros pecados, «se sentó a la diestra de la Majestad en
las alturas».[1] La actitud oficial de Cristo, si se puede utilizar una frase así, es de
reposo. La obra de redención está consumada. Se ha proclamado la gran amnistía. El
cielo está abierto de par en par a los perdidos de la tierra. La vida eterna ha sido puesta
al alcance de los más impotentes y peores de los hombres. Dios no está imputando los
pecados, sino anunciando la paz. Y el único Ser en el Universo que tiene el poder para
castigar el pecado está ahora sentado en el trono de Dios como Salvador, y Su
presencia allí ha transformado aquel trono en un trono de gracia. La gracia reina por la
justicia para vida eterna; porque «la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor
nuestro».11 «¡Qué cosa tan escandalosa, esta idea de suponer que unas personas que
han vivido unas vidas coherentemente religiosas deban ser excluidas del cielo, mientras
que los indignos y los corrompidos pueden obtener perdón y aceptación simplemente
por creer en Cristo!» Esta será la crítica que en general suscitarán estas afirmaciones.
Puede que esto parezca escandaloso; pero antes que nadie se levante a censurar o a
ridiculizar, que se detenga y reflexione acerca de qué es lo que están así procediendo a
rechazar. «De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren,
recibirán perdón de pecados por su nombre.»[2] Y no es un dogma de la «doctrina
paulina», sino la enseñanza de una de las más sencillas parábolas de Cristo, que los
pobres y mendigos de los caminos y de los barrios bajos se sientan en el Reino de Dios,
mientras que los que habían sido invitados al principio —los morales y los religiosos—
quedan excluidos.[3] Y la parábola queda explicada por la doctrina de que Su misión
divina consistía «no en llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento».

[1] Se le llama comúnmente, «Catecismo Escocés» ¡cómo si Westminster estuviera al


norte del Tweed! Este catecismo fue compilado por piadosos y eruditos profesores de la
Universidad de Cambridge, y adoptado por «una asamblea de eruditos y piadosos
teólogos» reunidos en la Abadía de Westminster.
[2] Isaías 1:11
[3] Romanos 2:6-7
[4] Juan 6:28-29
[5] Hechos 17:22-31
[6] Anderson, Sir Robert, The Gospel and its Ministry (Grand Rapids: Kregel
Publications, 1978), p. 12.
[7] Sir Robert presenta aquí una incertidumbre que no se justifica en las Escrituras. El
traductor de la presente obra quiere llamar la atención a un pasaje que es pertinente al
destino de una humanidad perdida, «sin esperanza y sin Dios en el mundo», «muertos
en delitos y pecados», y que desarrolla la responsabilidad humana ante la revelación
natural y la luz de la conciencia que juzga el mal, y que declara el criterio divino para el
juicio de aquellos que han sido dejado a dicha luz natural y de la conciencia. Este pasaje
se encuentra en Romanos 1:18 hasta 2:16, donde también se encuentra la Escritura que
dice: «Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los
que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados» (Ro 2:12). De ahí la necesidad
apremiante de proclamar el Evangelio de salvación a una humanidad ya hundida en la
perdición (N. del T.).
[8] Juan 12:48
[9] 2 Pedro 2:9
[10] Lucas 4:16-22
[11] Hebreos 1:3
[12] Hechos 10:43
[13] Lucas 14:15-24

Capítulo 13. El reinado de la gracia


¡UN CIELO EN SILENCIO! SÍ, pero no el silencio de una insensible indiferencia ni de la
impotencia de debilidad; es el silencio de un gran reposo sabático, el silencio de una paz
absoluta y profunda; un silencio que constituye la prenda y prueba públicas de que el
camino está abierto para que el más culpable de los humanos se pueda acercar a Dios.
Cuando la fe murmura y la incredulidad se rebela, y los hombres desafían al Supremo a
romper este silencio y a que se declare a Sí mismo, ¡qué poca cuenta que se dan de lo
que significa el desafío! Significa poner punto final a la amnistía; el final del reinado de la
gracia; la conclusión del día de misericordia y el amanecer del día de la ira.
Entre las afirmaciones que dolieron a los ortodoxos en el famoso discurso del difunto
profesor Tyndall en Birmingham sobre «Ciencia y Hombre», se hallaba su referencia al
cántico de los Ángeles Anunciadores. «Mirad hacia Oriente en la actualidad», exclamó
él, «como un comentario acerca de la promesa de paz sobre la tierra y buena voluntad
hacia los hombres. La promesa es un sueño arruinado por la experiencia de dieciocho
siglos, y en esta ruina queda incluida la pretensión de las “huestes celestiales” de dar
una visión profética». Pero el cántico de los ángeles no fue una promesa, y menos
todavía una profecía. Aquel himno de alabanza era una proclamación divina. Todavía no
había llegado el tiempo en que Dios podría imponer la paz entre los hombres; pero la
gracia «vino por Jesucristo», y con aquel advenimiento la paz y la buena voluntad
vinieron a ser la actitud de Dios hacia los hombres. Y esto «en la tierra», incluso en
medio de sus dolores y de sus pecados. «Y vino y anunció las buenas nuevas de paz».
[1] Y «el que tiene oídos para oír» puede captar el eco de aquella voz que vibra todavía
en nuestra atmósfera. Si Dios guarda silencio ahora es porque el Cielo ha bajado a la
tierra, se ha alcanzado la cumbre de la revelación divina, y no hay ninguna reserva de
misericordia que quede por desplegarse. Él ha hablado Su última palabra de amor y de
gracia, y cuando la próxima vez rompa Su silencio será para desencadenar los juicios
que aún han de abrumar este mundo que ha rechazado a Cristo. Porque «vendrá
nuestro Dios, y no callará».[2]
El cielo silencioso forma parte del misterio de Dios; pero las Sagradas Escrituras
declaran que está fijado un día en la cronología divina en que «el misterio de Dios se
consumará».[3] Y cuando amanezca aquel día, se oirán de nuevo las huestes
celestiales, proclamando que «la soberanía del mundo[4] ha venido a ser de nuestro
Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos». Y a esta señal los
maravillosos seres que se sientan en tronos alrededor del trono de Dios elevarán el
himno: «Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que ha
de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado. Y se airaron las naciones, y
tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a tus siervos
los profetas, a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes,
y de destruir a los que destruyen la tierra».[5] Entonces, por fin, Él asumirá el poder que
ya le pertenece de derecho, y galardonará públicamente el bien y reprimirá el mal. En
una palabra, Él hará entonces lo que los hombres creen que debería hacer ahora y
siempre. Y si El posterga hacer esto, no se trata de que «retarde su promesa». La
propia defensa de Dios con respecto a Su inactividad es que Él es «paciente para con
nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento».[6]
A lo largo de todas las edades hasta que vino Cristo, el curso de la historia humana fue
una acusación sin respuesta por la que, aparentemente, se desacreditaba cada atributo
de Dios. El poder divino y Su sabiduría, justicia y amor fueron todos puestos en
entredicho. Pero la venida de Cristo fue la revelación plena y final de Dios mismo al
hombre. Sin duda alguna, hay misterios que todavía permanecen sin resolver, pero son
misterios que se hallan más allá del horizonte de nuestro mundo. El principal entre ellos
es el del origen del mal. No en la caída del Edén, sino en la caída de aquel Ser
maravilloso que con sus «estratagemas» dio lugar a la caída en Edén. ¿Por qué permitió
Dios que la primera y más noble de Sus criaturas se tornase en diablo? Pero de todas
las cuestiones que nos afectan de forma inmediata, no hay ni una a la que la Cruz de
Cristo no haya dado respuesta. Los hombres señalan a los tristes incidentes de la vida
humana sobre la tierra, y preguntan: « ¿Dónde está el amor de Dios?». Dios señala a
aquella Cruz como la manifestación sin ninguna clase de reservas de un amor tan
inconcebiblemente infinito que da respuesta a toda contradicción y silencia para siempre
toda duda.[7] Y aquella Cruz no constituye meramente la prueba pública de lo que Dios
ha cumplido; constituye también la garantía de todo lo que ha prometido. El supremo
misterio de Dios es Cristo, porque en Él «están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría y del conocimiento».[8] Y estos tesoros escondidos aún han de ser revelados.
Es el propósito divino «reunir todas las cosas en Cristo».[9] El pecado ha roto la armonía
de la creación, pero aquella armonía debe ser todavía restaurada por la supremacía de
nuestro Señor, que actualmente sigue menospreciado y rechazado. Y al nombre mismo
de Su humillación, Jesús, se doblará toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la
tierra, y toda lengua confesará que Él es el Señor.[10]
Y creer en Cristo es reconocer Su Señorío ahora. De ahí la promesa: «Si confesares
con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los
muertos, serás salvo».[11] El pecador que así cree en Cristo anticipa, aquí y ahora, la
realización del propósito supremo de Dios, y es salvo absolutamente y para siempre.
Fue en el poder de estas verdades que vivieron y murieron los mártires. En esto residía
el secreto de su triunfo; no en «el tenor general de las Escrituras corregido a la luz de la
razón y de la conciencia»; ni en las insolentes pretensiones del clericalismo,
degradantes para cualquiera que las tolera. Con corazones guiados por una profunda
reverencia a Dios, custodiados por la paz de Dios y exultantes en el amor de Dios
derramado por el divino Espíritu, se mantuvieron por la verdad frente a las fuerzas
combinadas de sacerdotes y de príncipes y, atreviéndose a ser llamados herejes, fueron
fieles a su Señor en vida y en muerte.
El cielo estuvo entonces silencioso, al igual que ahora. No hubo visiones, ni se oyeron
voces que hicieran detenerse a sus perseguidores. No se vieron señales que dieran
pruebas de que Dios estaba con ellos cuando se hallaban en el potro del tormento o
cuando entregaban su vida en la hoguera. Pero con su visión espiritual concentrada en
Cristo, las realidades invisibles del cielo llenaban sus corazones, al pasar de un mundo
que no era digno de ellos al hogar que Dios ha preparado para los que le aman. Pero en
nuestro caso, los hijos decaídos de una edad decadente, la fe vacila bajo el peso de las
pequeñas pruebas de nuestra vida. Y mientras Él insiste: «No te desampararé ni te
dejaré», nuestras murmuraciones ahogan Su voz; y aunque profesamos ser «imitadores
de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas», nuestra presunción e
incredulidad apartan de nosotros las infinitas compasiones de Dios. «Ellos se
sostuvieron como viendo al Invisible»;nosotros no podemos ver otra cosa que nuestras
cargas y nuestras aflicciones, que se ven tanto más ampliadas cuanto que las vemos a
través de las lágrimas de un dolor egoísta que ciegan nuestros ojos a las glorias de la
eternidad.
La dispensación de la ley y del pacto y de la promesa —los privilegios distintivos del
pueblo favorecido— quedó marcada por la exhibición pública del poder divino sobre la
tierra. Pero el reinado de la gracia tiene su correlativo con la vida de la fe. El nuestro es
el privilegio superior, la mayor bendición de aquellos «que no vieron y creyeron».[12] Y
andar por fe es la antítesis de andar por vista. Si se nos concedieran «señales y
maravillas» como en los días de Pentecostés, la fe descendería a un nivel inferior, y
cambiarían toda la norma y el carácter de la disciplina de la vida cristiana.[13] Los
sufrimientos de Pablo denotan una fe superior a «los hechos poderosos» de su
ministerio anterior. No fue hasta que cesaron los milagros, y que él entró en el camino
de la fe tal como el que andamos hoy, que se le reveló que su vida iba a ser «como
ejemplo para los que después hubiesen de creer».[14]
¡Y qué vida fue ésta! Aquí tenemos el asombroso relato: «De los judíos cinco veces he
recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez
apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como
náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de
ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad,
peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y
fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en
desnudez».[15]
Y todo esto no solamente sin ninguna murmuración, sino con un corazón exultante en
Dios. En lugar de quejarse de sus flaquezas, se glorió en ellas. En lugar de lamentarse
de sus persecuciones, aprendió a gozarse en ellas.[16] No con vanagloria ni con
morbosidad, sino «por causa de Cristo», su Maestro y Señor, por quién, declaró: «lo he
perdido todo». Pasando revista a todas sus privaciones y sufrimientos, los describe
como «esta leve tribulación momentánea [que] produce en nosotros un cada vez más
excelente y eterno peso de gloria»; y añade: «No mirando nosotros a las cosas que se
ven, sino a las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que
no se ven son eternas».[17]
¡Qué diferencia respecto de la experiencia descrita en el capítulo introductorio![18] Allí
tenemos el caso de aquellos que, no viendo nada más allá de los sucesos y de las
circunstancias de su vida, se apartan de Dios con corazones endurecidos y amargados.
Pero los hijos de la fe miran más allá del bramido de las olas y de las amenazantes
nubes, porque saben bien que:
«Por encima de la voz de muchas aguas,
Y de las poderosas ondas de la mar,
Poderosa es la mano del Señor».[19]

Y así, llenos de pensamientos felices del hogar en el más allá y de la gloria a la que les
está llamando, pueden gozarse en El, aunque sea a través de la aflicción de muchas
pruebas, porque la prueba de su fe es preciosa.[20]
Los hombres comprenden y aprecian los ascetismos de la religión —«en culto
voluntario, en humildad, y en duro trato del cuerpo»— penitencias y ordenanzas que son
«en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres».[21] Pero todo esto no tiene
nada en común con la vida de la fe. Hay caminos con los que los hombres se engañan a
sí mismos en unos vanos esfuerzos de llegar a la Cruz. Pero es en la Cruz misma donde
empieza la vida de la fe. Y los milagros espirituales de esta vida son más maravillosos
que cualquiera que se limite a controlar o a suspender la operación de las leyes
naturales. El mayor de todos ellos es el milagro del nuevo nacimiento por el Espíritu de
Dios, con su contrapartida exterior de conversión desde una vida de egoísmo o pecado
a una vida de servicio consagrado. Y los que lo han experimentado pueden decir, con
las palabras de las Sagradas Escrituras: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos
ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero».[22] Y al llevar la verdad a
otros, descubren que produce los mismos resultados que ellos mismos han
experimentado. Y esto no sucede sólo en casos aislados ni en circunstancias
favorables. En años recientes, durante los que muchos han proclamado en público su
creencia de que la Biblia es verdadera,[23] pero que, mientras reciben un sueldo para
enseñar que es divina, han estado trabajando para demostrar que es indigna de
confianza y puramente humana, éstos han sido precisamente los años en los que
hombres cristianos la han llevado a algunas de las razas más degradadas del mundo
pagano, con resultados que superan a todos los testimonios anteriores, proporcionando
una abrumadora prueba de que su carácter y su misión son divinos.
Para personas así hay un sentido en que el cielo no está silencioso. La ciencia actual
nos ha enseñado que hay rayos de luz, hasta ahora desconocidos, que pueden penetrar
en las sustancias más densas. Pero estos rayos solamente pueden originarse allí donde
queda excluida la atmósfera de la tierra. Y estas maravillas tienen su contrapartida en la
esfera espiritual. Aquellos que pueden escapar así de la influencia de la tierra y elevarse
por encima de lo visible y temporal, tienen ojos para ver y oídos para oír las escenas y
los sonidos de otro mundo; y con voz unánime testifican que Dios está con Su pueblo y
que Su Palabra es verdadera.
Y respaldando a estos hombres hay decenas de millares de cristianos en la retaguardia,
incluyendo a no pocos de los mayores teólogos, pensadores y eruditos de nuestro
tiempo, que comparten sus creencias y que se gozan en sus triunfos. ¡No se trata de
que la cuestión de qué es la verdad pueda resolverse por un plebiscito! Porque la
verdad siempre ha estado en minoría. Pero no hay en el error no hay ningún elemento
de cohesión. Entre los hijos del error no hay un vínculo de unión excepto en lo que se
refiere a una común hostilidad a la verdad. Una generación mata a los profetas; otra le
levanta sus monumentos funerarios. Aquellos que derramaron la sangre de los mártires
son repudiados y condenados por sus sucesores y representantes actuales. Pero los
hijos de la verdad de todas las edades son uno. Grande es «la nube de testigos» que
nos rodea de los justos muertos de todas las edades pasadas. Y cuando hayamos
corrido nuestra carrera, también nosotros, a su debido tiempo, pasaremos de la arena a
reunirnos con la gran muchedumbre hasta que, completadas sus filas, la hueste
incontable se hallará de pie, una multitud innumerable, delante del trono de Dios.

* * *

¡Qué gran éxito hubiera tenido este libro si hubiera cumplido la promesa de sus primeras
páginas! Si tan sólo hubiera servido para reforzar el rechazo contra la fe que se sugiere
en el capítulo inicial, entonces, desde luego, hubiera recibido «reseñas» en los diarios y
«pedidos» de las bibliotecas. Pero en tanto que los ataques escépticos contra la Biblia
están considerados a la par con la literatura general,[24] la prensa secular considera
inapropiada cualquier defensa de ella que apele a sus más profundas enseñanzas. El
resultado es que todo aquello que la incredulidad tiene que decir, aparece destacado
ante el público, mientras que la inmensa mayoría de la gente nunca oye hablar de un
libro distintivamente cristiano.
La religión y el escepticismo son competidores rivales por el favor popular. Sin embargo
hay muchos que, aunque conscientes de unos anhelos demasiado profundos para
quedar satisfechos por la mera religión, eligen la religión porque no conocen otro refugio
frente al descreimiento. Y hay otros que, «con demasiado conocimiento para ser
escépticos», derivan hacia el escepticismo en su rechazo del clericalismo.[25] Quizá
estas páginas puedan sugerir a algunos de ellos un mejor camino. Porque el
cristianismo no solamente nos libera del escepticismo por una parte, sino también de la
superstición por la otra.
Y es posible que para no pocos este volumen reciba buena acogida al proporcionar una
clave a apremiantes dificultades que desconciertan y afligen a las personas reflexivas.
La incredulidad se aprovecha del silencio del cielo, de la inacción del Supremo. Si existe
un Dios, todopoderoso y absolutamente bueno, ¿por qué no utiliza Su poder y da prueba
de Su bondad en la forma que los hombres deciden esperar de Él? La respuesta que
por lo general ofrece el apologista cristiano no consigue silenciar al oponente ni
satisfacer al creyente. Y con razón, porque carece no sólo de coherencia, sino también
de compasión. El Dios de la Biblia es infinito, tanto en poder como en compasión; y en
otras épocas Su pueblo tuvo prueba pública de ello. ¿Por qué, entonces, está Él tan
callado?
La pregunta no es por qué no se manifiesta siempre a Sí mismo, sino por quénunca lo
hace. Si, como ya se ha expuesto, incluso generaciones enteras pasaron sin
experimentar ninguna manifestación de poder divino sobre la tierra, entonces, en
presencia de algún mal aplastante, de algún mal horrendo, Su pueblo bien podría
exclamar con Gedeón en el pasado: «Si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha
sobrevenido todo esto? ¿Y dónde están todas sus maravillas que nuestros padres nos
han contado?».[26] Pero lo que nos atañe es que, a lo largo de todo el curso de esta
dispensación cristiana desde los tiempos de Pentecostés, «el dedo de Dios»[27] nunca
ha estado obrando abiertamente en la tierra, ¡nunca se ha observado un milagro público
—«ni un solo suceso público que empuje a creer que haya un Dios en absoluto»!
¿Acaso se nos ha dejado en las tinieblas para buscar a tientas para hallar la respuesta?
¿Acaso la revelación no da luz acerca de esto? Es para sugerir la solución a este
misterio que se han escrito estas páginas. Ahora sólo queda recapitular el argumento
que han ido desarrollando.
Apelar a los «milagros cristianos», como se ha expuesto, lejos de resolver el misterio,
sirve sólo para intensificarlo. Además, el propósito de los milagros era el de acreditar al
Mesías a Israel, y no, como generalmente se supone, acreditar el cristianismo a los
paganos. Y, por ello, como la Escritura indica claramente, persistieron mientras el
testimonio se dirigió al judío, pero cesaron cuando, habiendo sido dejado el judío de
lado, el evangelio fue enviado al mundo de los gentiles.
Pero la crisis que privó a la nación favorecida de su posición ventajosa de privilegio
proporcionó la ocasión para una nueva revelación a la humanidad. La caída de Israel fue
«la reconciliación del mundo».[28] Dios adoptó una nueva actitud hacia los hombres.
Siempre había habido misericordia hacia los gentiles, porque todo quien buscaba con
diligencia a Dios nunca lo había buscado en vano.[29] Pero el cristianismo va
infinitamente más allá de esto. Es la plasmación del cambio insinuado en las palabras
proféticas: «Fui hallado de los que no me buscaban; me manifesté a los que no
preguntaban por mí».[30] Ahora no se trata de que Dios oiga el clamor de un verdadero
corazón arrepentido suplicando misericordia, porque esto siempre lo ha hecho, sino que
ahora Él mismo está rogando incluso a los no arrepentidos a que se vuelvan a Él; está
rogando a los hombres que se reconcilien con Él.[31] No se trata que haya misericordia
para algunas personas, sino que Dios ha hecho ahora una declaración pública de Su
gracia «portadora de salvación a TODOS los hombres».[32]
Así, la gracia se halla en el trono, reinando por medio de la justicia para vida eterna.
[33] Pero es cosa evidente que antes que se revelase esta verdad, la gran verdad
característica del cristianismo, se daba una intervención inmediata de Dios sobre la
tierra: en una palabra, había milagros; en tanto que, después de que fuera revelada esta
verdad, los milagros cesaron. La era del reinado de la gracia es precisamente la era del
silencio de Dios. Así, es a la gracia a la que acudimos para explicar el silencio. El
cristianismo es la revelación final y suprema de «la bondad de Dios nuestro Salvador, y
su amor para con los hombres».[34] Así, cuando Dios se manifiesta una vez más sólo
podrá hacerlo en ira, y la ira tiene que esperar al «día de la ira».[35]
Esto no significa que el gobierno humano haya perdido su sanción divina, porque «no
hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas».
[36] Tampoco ha quedado suspendido el gobierno moral del mundo: las leyes de la
naturaleza siguen implacablemente en acción.[37] Pero en esta esfera superior no hay
ni tribunal ni policía con potestad para tratar los pecados de los hombres; porque Aquel
a quien pertenece en exclusiva la sublime prerrogativa del juicio está ahora entronizado
como SALVADOR. Dios no está ya más imputando a los hombres sus pecados.
[38] Desde el trono de la Majestad Divina se ha ordenado la proclamación del perdón y
de la paz, y esto sin limitaciones ni reservas. Y ahora un Cielo silencioso da una prueba
continua de que esta gran amnistía sigue vigente, y de que el más culpable de los
pecadores puede volverse a Dios y hallar perdón de los pecados y vida eterna. Dios
está callado porque ha dado Su última palabra de misericordia y de amor, y el juicio
tiene que esperar al «día del juicio»; no puede haber lugar para tal cosa en este «día de
gracia».[39]
A muchos esto les parecerá un misticismo de lo más simple. En cambio, otros no verán
en ello ningún significado. Porque para ellos el ministerio y la muerte de Cristo son tan
solamente un espléndido episodio que ha elevado a la humanidad a un nivel más alto
que el conseguido hasta entonces. Y además, para estos últimos el problema que se
plantea en este libro no tiene ningún sentido.[40] Al tener una creencia sólo tibia en lo
sobrenatural, la ausencia de milagros no excita en ellos ni asombro ni angustia. Pero,
felizmente, no son pocos los que han aprendido a pensar en el Calvario no como un
paso ascendente en el inevitable progreso de la raza hacia la meta de su elevado
destino, sino como una tremenda crisis que puso fin a la probación del hombre, y que lo
dejó totalmente dependiente de la gracia divina, o, si rechaza la misericordia ofrecida,
confinándolo en juicio. Y éstos valorarán mucho mejor la clave que aquí se ofrece para
el misterio de un cielo silencioso.

[1] Efesios 2:17


[2] Salmo 50:3
[3] Apocalipsis 10:7
[4] ἡ βασιλέια τοἡ κόσμου (Αρ. 11:15).
[5] Apocalipsis 11:15-18
[6] 2 Pedro 3:9
[7] Naturalmente, todo lo que es manifestado queda fuera de la esfera de la duda; y Dios
declara que en la Cruz de Cristo se han manifestado Su gracia, bondad y amor (Tito
2:11; 3:4; 1 Juan 4:9). Pero, ignorando el hecho maravilloso de que, por causa nuestra,
El «no perdonó a Su propio Hijo», los hombres tratan de poner Su amor a prueba; y la
prueba consiste en si El va a conceder alguna demanda específica presentada en la
presunción de una necesidad o dolor presentes.
[8] Colosenses 2:2-3
[9] Efesios 1:10
[10] Filipenses 2:10
[11] Romanos 10:9. El verdadero budista se distinguirá por la forma en que nombra a su
maestro, no omitiendo nunca ningún título expresivo de su reverencia hacia él. Y el
verdadero cristiano se declarará de la misma forma. Si una persona escribe o habla
habitualmente acerca dé «Jesús» podemos tener la certeza, sea cual fuere su credo,
que de corazón es un sociniano. «Que Jesucristo es el SEÑOR» es el testimonio especial
del cristianismo, y el cristiano no lo olvidará, ni aún en sus palabras.
[12] Juan 20:29
[13] Ver Apéndices, nota 10.
[14] 1 Timoteo 1:16, V.M.
[15] 2 Corintios 11:24-27
[16] Aquí tenemos una escala ascendente de experiencias:
«¿Ha olvidado Dios el tener misericordia? ¿Ha encerrado con ira sus
piedades?» (Salmos 77:9).
«Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Salmos 39:9).
«He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación» (Filipenses 4:11).
«Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades... me gozo en las
debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias... por amor de
Cristo» (2 Corintios 12:9-10).
[17] 2 Corintios 4:17-18
[18] Véase el último párrafo del Capítulo 1.
[19] Paráfrasis del Salmo 93:4. (La palabra voz está en plural, pero, obviamente, es el
plural poético hebreo; no se trata de varias voces, sino de «lagran voz».)
[20] 1 Pedro 1:6-7
[21] Colosenses 2:22-23
[22] 1 Juan 5:20
[23] Cada candidato a la ordenación tiene que declarar públicamente, en respuesta al
obispo, que «cree sin fingimiento alguno todas las Escrituras canónicas del Antiguo y del
Nuevo Testamento». No voy a entrar en consideraciones de si se debe exigir o no. El
hecho permanece. Y siendo así, cuando los clérigos se dedican a desacreditar la Biblia,
la consideración principal a plantear se refiere a su propia honradez. ¿Acaso la Iglesia
tiene una norma de moralidad inferior a la de los clubes?
[24] Ver Apéndices, nota 11.
[25] Las vidas de los hermanos Newman ofrecen una buena ilustración. Los dos hicieron
naufragio de la fe: el uno derivó hacia la religión, el otro hacia la incredulidad. La
Apología y el Phases of Faith se hallan entre los más tristes de los libros.
[26] Jueces 6:13
[27] Lucas 11:20
[28] Romanos 11:15
[29] Hechos 17:27; Hebreos 11:6; Romanos 2:7. Y ver, especialmente, Hechos 10:34-
35.
[30] Romanos 10:20
[31] 2.ª Corintios 5:20
[32] σωτήριος π ὁσιν ὁν θρώποις (Tit. 2:11, cp. V.M. y RV09).
[33] Romanos 5:21
[34] Φιλανθρωπία (Tit. 3:4).
[35] Romanos 2:5
[36] Romanos 13:1
[37] Un autor incrédulo ha dicho en un pasaje: «La Naturaleza no sabe nada de tonterías
como "el perdón de los pecados"».
[38] 2 Corintios 5:19. Ver las últimas páginas del capítulo 10, y Apéndices, nota 8.
[39] Será en proporción directa a nuestro aprecio de la revelación cristiana que
apreciaremos al argumento de que Dios no puede intervenir ni declararse ahora directa
y abiertamente. Pero esto deja sin respuesta la dificultad de que por qué no suele actuar
indirectamente en favor de Su propio pueblo. Esto se trata en las páginas finales de la
primera sección de este capítulo 13. La vida de la fe ha sido siempre una vida de
prueba, y esto es así de forma especial en esta dispensación de un cielo silencioso.
Pero es para nuestro gozo saber que nuestro divino Señor «fue tentado en todo según
nuestra semejanza, pero sin pecado» (He. 4:15). Esta afirmación parece ser
contradictoria, porque ¿cómo podía ser Él tentado como nosotros si, como se implica en
las palabras adicionales (χωρ ὁς άμαρτίας), «a través de estas tentaciones, en su
origen, en su proceso, en su resultado, el pecado no tuvo nada en Él; Él estaba exento y
separado del mismo»? (Alford). La explicación aparecerá en lo que ya se ha expuesto
(cap. 11) con respecto a las tentaciones satánicas como principalmente destinadas a
destruir nuestra confianza en Dios. Los treinta años anteriores a la entrada del Señor en
Su ministerio público, que transcurrieron en una obligada inacción en medio de la
abundancia de dolor, iniquidad e injusticia a Su alrededor, tuvieron que haber sido para
Él un martirio en vida, con el Tentador echándole siempre en cara la aparente apatía de
Dios. Y cuando leemos que «él mismo padeció, siendo tentado» (Hechos 2:18),
podemos darnos cuenta de cuán totalmente fue humano, y de cuán profunda y real fue
Su humillación.
[40] De esta clase han sido precisamente las críticas que ha suscitado este volumen.
Uno de los principales órganos del pensamiento culto en Inglaterra lo describe como «un
libro lleno de misticismo religioso». Y uno de los principales órganos de la prensa de los
«saduceos», aunque habla en términos halagadores con respecto a la manera en que
se plantea el problema del libro, no puede ver nada en la solución que se propone para
el mismo. Y así ha sido siempre. Para el judío el Evangelio de Cristo era un ultraje
porque descartaba la religión; para el griego culto era una necedad porque dejaba a un
lado lo que él se complacía en llamar sabiduría. El «filósofo» pensaba en una evolución
y en un progreso ascendente de la humanidad, pero el Evangelio le hablaba de una
gracia que le perdonaría sus pecados y del juicio venidero. Si los conductores de la
escuela de pensamiento y de enseñanza a los que aquí hacemos alusión pudieran
solamente ser llevados a comprender la verdad que este volumen contiene, toda su
posición y testimonio se transformarían. Pero en vano se rebuscará en su literatura.
Afirmaciones así se pueden hacer con facilidad, pero si no son ciertas se pueden refutar
con la misma facilidad: que citen el libro que las refuta.

NOTA 1. Los presuntos milagros (véase Capítulo 2, nota al pie 2)


En estas páginas estoy tratando solamente de los milagros en el sentido teológico; esto
es, de los milagros divinos. Los fenómenos del espiritismo no los he investigado
personalmente, pero si son genuinos son evidentemente milagrosos, y rechazar, a
priori, la masa de pruebas aducidas en su favor en libros como el del profesor A. R.
Wallace, Miracles and Modern Spiritualism(Los Milagros y el Moderno Espiritismo), me
parece que es una indicación a la insensatez de la incredulidad. Dando por supuesta su
autenticidad, ningún cristiano tiene por qué dudar en considerarlos como intervenciones
demoníacas. Atribuirlos a espíritus que han partido de este mundo es tan antifilosófico
como antibíblico. Parece que durante esta dispensación cristiana, en la que la tercera
Persona de la Trinidad habita en la tierra, los demonios se hallan sujetos a unas
restricciones que no habían sido impuestas en la edad anterior, pero no hay razón
alguna para rehusar creer en su presencia o en su poder.
Los milagros religiosos también merecen aquí una atención pasajera. No me refiero a
los trucos de los sacerdotes, sino a casos de curaciones extraordinarias de serias
enfermedades; y al menos algunas de estas parecen estar apoyadas por una prueba
suficiente para establecer su veracidad. Es probable que el fenómeno de la histeria y de
enfermedades miméticas explique la mayor parte de los casos de este tipo. También se
podrían explicar otras como ejemplos del poder de la mente y de la voluntad sobre el
cuerpo. Las enfermedades necesariamente mortales son relativamente poco
numerosas. Pero cuando el paciente abandona la esperanza, sus posibilidades de
recuperación quedan muy reducidas. en cambio, el progreso de una enfermedad puede
quedar controlado e incluso detenido por alguna influencia o emoción dominante que
devuelve los pensamientos del paciente de nuevo a la vida, y que le llevan a creer que
está convaleciente. Pero aunque la inmensa mayoría de las curaciones aparentemente
milagrosas se pueden explicar así mediante principios naturales, puede que haya
algunas que sean milagros genuinos. No hay límites a las posibilidades de la fe, y es
posible que Dios se declare así en ocasiones.
No hay nada en esta admisión que choque con la afirmación final de mi segundo
capítulo, en el sentido de que en nuestra dispensación, a diferencia de las que la
precedieron, no hay sucesos públicos que impongan creer en Dios. En aquel capítulo no
me refiero al mero hecho de los milagros, sino a su valor como evidencias; y si ha
habido milagros en la Cristiandad, este elemento está ausente en los mismos. Puedo
añadir que entre los cristianos es un gran mal convertir la experiencia excepcional de
algunos la regla de fe para todos. La Palabra de Dios es nuestra guía, y no la
experiencia de hermanos cristianos; y cuando se ignora esta verdad, las consecuencias
prácticas son desastrosas. Los anales de las «curaciones de fe», como se las llama,
abundan en casos de enfermedades miméticas o de histeria, pero guardan silencio
acerca de los naufragios espirituales debidos a sus innumerables fracasos.

NOTA 2. Significado y uso del término «religión» (véase Capítulo 4, nota al pie 17)
Según el diccionario, el significado primario de religión es «piedad». Pero esto es, desde
luego, totalmente personal y subjetivo. En estas páginas utilizo solamente la palabra en
su sentido original, aquel en el que aparece siempre en nuestra Biblia inglesa. «Lo poco
que “religión” significaba piedad, y lo muy predominantemente que se utilizaba para el
servicio exterior a Dios, queda evidente en muchos pasajes en nuestras homilías, y de
mucha literatura contemporánea.» Pero aunque el arzobispo Trench, de cuya
obra English Past and Present hemos entresacado esta cita, sugiere que este uso de la
palabra está ya en desuso, me atrevo a mantener que es en este sentido original,
aunque ahora secundario, que se utiliza generalmente en la actualidad.
Y puedo apelar al hecho de que los revisores la han retenido incluso en Gálatas 1:13-14
(se refiere a la versión revisada inglesa, N. del T.) donde aparece en tres ocasiones «la
religión de los judíos» como el equivalente a «judaísmo». En los únicos otros pasajes en
los que aparece (Hch. 26:5, y Stg. 1:26-27), se trata de la traducción del término griego
θρησκεία, una palabra que significa el servicio ceremonial externo de la religión, en
contraste con ε ὁσέβεια, una palabra que, con una única excepción, se traduce siempre
comopiedad en los quince pasajes en los que aparece. Θρησκεία se traduce
comoculto en Colosenses 2:18, lo que demuestra claramente que implica un ceremonial
externo. Su uso en Hechos 26:5 no precisa de comentarios, pero, por lo general, se
pierde de vista su significado en Santiago 1:27. «La religión pura y sin mácula es esta»
declara el escritor —y cada israelita (porque era a ellos a quienes se dirigía la epístola
en forma especial)— esperaría una referencia a nuevas ordenanzas en lugar de
aquellas de la dispensación finalizada; pero sus pensamientos son llevados a una
dirección totalmente diferente: «visitar a los huérfanos y a las viudas en sus
tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo». Como observa el arzobispo Trench,
la θρησκεία esencial del cristianismo «consiste de actos de misericordia, de amor, de
santidad». Las palabras están dispuestas no para indicar un paralelo, sino un contraste.
El apóstol no hubiera podido enseñar de una manera más enérgica y contundente que el
cristianismo no es una θρησκεία en absoluto.

NOTA 3. El propósito de los Hechos de los Apóstoles (véase Capítulo 5, nota al pie
16)
Los Hechos de los Apóstoles está dividido por los teólogos en tres períodos principales:
El hebraico (caps. 1–5); el de transición (6–12), y el gentil (13–28). Pero esta
clasificación es arbitraria. La sección hebraica incluye por lo menos los primeros nueve
capítulos; y si el punto de vista acerca del libro que aquí proponemos es correcto, todo
el resto del mismo se tiene que considerar como de transición. Que esto es así de una
manera muy real no lo podrá dejar de reconocer ningún estudioso; y me aventuro a
mantener que esta es la intención de la narración. La admisión de los gentiles, que se
narra en el capítulo 10, tuvo lugar dentro de unas líneas estrictamente judías, como los
apóstoles llegaron a saber, y como Santiago lo explicó en el Concilio de
Jerusalén (15:33 y ss.). Los que fueron dispersados por la persecución que se inició tras
el asesinato de Esteban predicaban «sólo a los judíos» (11:19). La nota marginal al
versículo 20 en la versión revisada inglesa expone que no se tiene que forzar el pasaje
para implicar una negación de esto. Que el ministerio de Pablo durante el año que pasó
en Antioquía se limitó a los judíos queda claro por 14:27.[1] Cuando Pablo y Bernabé
llegaron a Salamina procedentes de Antioquía, «anunciaban la palabra de Dios en las
sinagogas de los judíos» (13:5). Cuando llegaron a Antioquía de Pisidia, de nuevo
acudieron a la sinagoga (v. 14). Y no fue sino hasta después que los judíos rechazaron
el ministerio que los apóstoles se volvieron «a los gentiles» (v. 46). Este pasaje marca
una de las crisis menores en la narración. De nuevo, en Iconio los apóstoles predicaron
en la sinagoga de los judíos (14:1). Como los «griegos» aquí mencionados asistían a la
sinagoga, es evidente que eran prosélitos, y no deben confundirse con los «gentiles» de
los versículos 2 y 5. El versículo 27 del capítulo catorce deja claro que el ministerio de
Pablo entre los gentiles empezó con su estancia en Pisidia (cap. 13).
El capítulo 15 demanda una atención más plena que la que le podemos prestar aquí.
Pero todos podrán ver que registra la sesión de un concilio de judíos para tratar de los
nuevos problemas que se habían suscitado a causa de la conversión de los gentiles.
Hechos 16:1-8 narra las visitas de los apóstoles a las iglesias existentes. A continuación,
la visión del versículo 9 los llama a Filipos, donde (como probablemente en Listra) no
hallaron ninguna sinagoga. Pero al pasar de allí a Tesalónica, «Pablo, como
acostumbraba», frecuentó la sinagoga (17:2). Lo mismo tenemos en Berea (v. 10) y en
Atenas (v. 17).
De Atenas Pablo fue a Corinto donde «discutía en la sinagoga todos los días de reposo»
(18:4). Así también en Éfeso (v. 19 y 19:8). Fue desde allí que se dirigió a Jerusalén en
aquella misión que algunos consideran como el cumplimiento de su ministerio, y por
otros como su desvío del camino del testimonio a los gentiles que, al parecer le había
sido marcado como el que debía seguir. Sea como fuere, habiendo sido llevado preso a
Roma, su primera preocupación fue la de convocar, no a los cristianos, a pesar de lo
mucho que deseaba verlos (Ro. 1:10-11), sino «a los principales de los judíos», y ello
para darles el testimonio que había llevado a su nación en cada lugar adonde le había
llevado su ministerio. En su primer discurso ante ellos afirmó su posición como un judío
entre judíos: «No habiendo hecho nada contra el pueblo [les dijo], ni contra las
costumbres de nuestros padres» (28:17); pero cuando éstos, los judíos de Roma,
rechazaron la misericordia ofrecida, su misión a los de su nación llegó a su final; y
separándose por primera vez de ellos, exclamó: «Bien habló el Espíritu Santo por medio
del profeta Isaías a vuestros padres» (V.Μ.). Y procedió a repetir las palabras que
nuestro mismo Señor había utilizado en aquella crisis similar de Su ministerio cuando la
nación le rechazó abiertamente (Hch. 28:25; Mt. 13:13, cp. 12:14-16).
Mantengo que Hechos, como un todo, es el registro de una dispensación temporal y
transicional en la que la bendición se ofreció de nuevo al pueblo judío, y fue de nuevo
rechazada. De ahí el constante énfasis con que se pormenoriza el testimonio a Israel, y
la forma incidental en que se narra el testimonio a los gentiles. De los miles de
bautizados en Pentecostés no cabe duda de que una gran proporción era de los
extranjeros que se mencionan en 2:9-11; y estos llevaron el testimonio a los judíos en
los lugares allí enumerados. Por lo que se refiere a los cinco mil hombres mencionados
en 4:4, estos parece que residían en Jerusalén, y cuando fueron dispersados por la
persecución que siguió a la muerte de Esteban, «iban por todas partes, anunciando el
Evangelio», pero «sólo a los judíos» (8:1-4 y 11:19). Podemos suponer con toda
seguridad que no hubo un solo distrito ni ninguna aldea donde habitasen judíos donde
no llegase el Evangelio.
Algunos, quizás, apelarán a pasajes como Hechos 15:12 para refutar mi afirmación de
que los milagros tenían una especial referencia a la nación favorecida. No obstante, el
investigador cuidadoso verá que nada hay en la narración que sea inconsecuente con lo
que afirmo. Por ejemplo, el milagro en Listra fue en respuesta a la fe de un hombre, que
se benefició del mismo (14:9), y su efecto sobre los paganos testigos del mismo no fue
el de llevarles al cristianismo, sino primero a el de llevarlos a rendir homenaje divino a
los apóstoles y después, al descubrir que no eran dioses, sino hombres, a apedrearlos.
No he dicho que no se efectuaron milagros entre los paganos, sino que, cuando se llevó
el Evangelio a éstos, los milagros perdieron su lugar preeminente, y que cesaron
totalmente justo alrededor del tiempo en que, si la hipótesis comúnmente difundida
fuese cierta, hubieran sido del máximo valor. El gran milagro de 16:26 fue una
intervención divina en favor del apóstol Pablo y Silas. Y entre los judíos de Éfeso (19:11)
y los cristianos de Corinto (1 Co. 12:10) hubo milagros, como indudablemente también
en otros lugares. Pero no hubo milagros en presencia de Félix ni de Festo ni de Agripa;
y, como ya se ha señalado, cuando Pablo compareció ante Nerón ya se había acabado
la era de los milagros. Los milagros de Hechos 18:8-9 son cronológicamente los últimos
que se registran, y las epístolas posteriores guardan un silencio total acerca de los
mismos.
[1] Debido a que si los gentiles hubieran sido evangelizados durante su primera visita,
no habría existido ninguna necesidad de anunciar a su vuelta que Dios había abierto la
puerta de la fe a ellos.

NOTA 4. Una nueva dispensación (véase Capítulo 8, nota al pie 3)


Todos reconocen que la venida de Cristo comportó un señalado «cambio de
dispensación», según se designa: es decir, un cambio en los tratos de Dios hacia los
hombres. Pero se ignora comúnmente que el rechazo que Cristo sufrió de parte del
pueblo favorecido, y la consiguiente caída de ellos de su posición de privilegio que antes
mantenían, comportó otro cambio no menos inequívoco e importante (Ro. 11:15). Y sin
embargo esta realidad proporciona la solución a muchas dificultades y una protección
frente a muchos errores. Como se ha indicado en estas páginas, proporciona la clave
para una correcta comprensión del libro de Los Hechos de los Apóstoles —libro que
constituye de manera primordial no el registro de la fundación de la Iglesia Cristiana,
sino de la apostasía de la nación favorecida. Pero también explica muchas cosas de la
enseñanza de los Evangelios que desconciertan a los cristianos.
Durante la última insurrección carlista en España se cuenta que un rico marqués
español hipotecó todas sus posesiones por todo su valor, y dio todo el dinero para la
financiación de la insurrección. Esta era una acción razonable por parte de todo el que
creyera en la causa del Pretendiente. Para él, y para otros muchos como él, la accesión
de Don Carlos al trono les devolvería lo que habían aportado, y mucho más. Así era con
los discípulos en los días en que el reino era predicado al pueblo terrenal. Algunos de
los preceptos del Señor tenían que ver con las circunstancias especiales de aquella
dispensación especial. Tomemos como ejemplo «el Sermón del Monte». Nuestro Señor
desarrollaba en el mismo los principios del reino prometido, y daba preceptos para guiar
a los que esperaban su establecimiento. Es todo él para nosotros, sin duda alguna, pero
no siempre en el mismo sentido que tenía la intención de comunicarles a ellos. Los
cristianos, por ejemplo, oran la oración del reino. Pero para nosotros, el «venga a
nosotros tu reino» constituye una petición general por el avance de la causa divina: para
ellos se trataba de una petición específica del cercano cumplimiento del reino terrenal
prometido. ¡Y cuál no sería el significado de la oración del pan de cada día para aquellos
que habían recibido la orden de no llevar ni bolsa ni alforja, sino que confiasen en el
Padre celestial que les alimentaría como alimenta a las aves; porque, como las aves,
«no tenían graneros»!
Los principios son inmutables, pero los preceptos específicos que aparecen en pasajes
como Mateo 5:39-42 y 6:25-34 fueron formulados con referencia a las circunstancias de
aquel tiempo y al especial testimonio que el discípulo del reino tenía que mantener. El
cristiano, a diferencia del discípulo del reino a este respecto, tiene derecho a defenderse
frente a los atropellos y a resistir cualquier invasión de sus derechos personales o
civiles; y se le ha mandado expresamente que haga provisión para el futuro. La banca,
los seguros y el ahorro no están prohibidos por el cristianismo. «No toméis nada para el
camino», mandó el Señor, al enviar a los Doce, «ni bordón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni
llevéis dos túnicas» (Lc. 9:3). Y refiriéndose a esto mismo, cuando estaba a punto de ser
quitado de en medio de ellos, les preguntó: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin
calzado, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y les dijo: Pues ahora, el que tiene bolsa,
tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una» (Lc.
22:35-36).
¿Qué puede haber más claro que esto? Naturalmente, en las comunidades civilizadas
es el Estado el que se encarga de «la espada» (Ro. 13:4), y no se permite que el
ciudadano individual se defienda a sí mismo; pero el principio es el mismo. Aquel que es
«docto en el reino», dice el Señor, es como «un padre de familia, que saca de su tesoro
cosas nuevas y cosas viejas» (Mt. 13:52). Pero a los cristianos no se les instruye hoy de
esta manera. ¡Son más bien como padres de familia que, sacando lo que primero les
viene a mano, dan leche fresca a sus huéspedes y vino viejo a sus bebés! Y, como
resultado, las Sagradas Escrituras caen en descrédito, y los creyentes fervorosos y
sinceros tropiezan o quedan presas del desconcierto.
Necesitamos otra clave para guiarnos en el correcto uso de la enseñanza de los
Evangelios. Algunas de las palabras del Señor se dirigen a los apóstoles como tales, y
tenemos que recordar esto cuando las aplicamos a nosotros mismos.
Con referencia al Sermón del Monte se podría preguntar: ¿Alguno de nosotros se
imagina que nuestro Señor suponía que nadie desearía añadir cincuenta centímetros a
su estatura? Mateo 6:27 se debería leer sin duda como lo traducen los revisores
americanos: «¿Y quién de vosotros, por mucho que se afane, podrá añadir un codo a lo
largo de su vida?» (como también traduce la V.M.).

NOTA 5. Significado del término «misterio» (véase Capítulo 10, nota 6)


El significado primario y usual de μυστήριον en griego bíblico queda indicado por su uso
en la Septuaginta. Aparece ocho veces en el segundo capítulo de Daniel (vv. 18, 19, 27,
28, 29, 30, y 47 dos veces), y de nuevo en el capítulo 4:9, y se traduce cada vez
como secreto en nuestra versión inglesa. También en los apócrifos y siempre en el
mismo sentido. Este es también su uso ordinario en el Nuevo Testamento; pero este
término estaba ya entonces adquiriendo un significado adicional que aparece en los
escritos de los Padres griegos, esto es: un símbolo o un signo secreto. Y es en este
sentido que parece que se usa en Apocalipsis 1:20 y en 17:5-7. En el capítulo 10:7
aparece en su sentido primitivo. Este es aparentemente el caso en Efesios 5:32, aunque
la Vulgata lo comprende de forma diferente, y utiliza la palabra sacramentum para
traducirlo al latín. Si se ha de leer en el primer sentido, el secreto al que se refiere es
que los creyentes son miembros del cuerpo de Cristo: si se entiende en el otro sentido,
el símbolo propuesto es el del matrimonio.
La traducción latina de Efesios 5:32 es de especial interés por cuanto indica el
significado original de sacramentum como «un misterio; una prenda o compromiso santo
o misterioso» (Webster). Así, el obispo Taylor habla de Dios enviando a Su pueblo «el
sacramento de un arco iris». Y Hooker escribe: «Tantas veces como mencionamos
un sacramento, se entiende de manera inadecuada; porque en los escritos de los
padres antiguos todos los artículos que son peculiares a la fe cristiana, todos los
deberes de la religión que contienen aquello que los sentidos o la razón natural no
pueden discernir por sí solos, son designados por lo general sacramentos. El uso
limitado que hacemos de esta palabra para designar algunas pocas ceremonias
sagradas principales comporta en cada una de estas ceremonias dos cosas, el aspecto
material de la ceremonia misma, que es visible; y juntamente con ello algo más secreto,
con referencia a lo cual concebimos que aquella ceremonia es un sacramento».
Se observará que en este pasaje la palabra se usa precisamente en el sentido
secundario que se le asigna en el Diccionario de Johnson, esto es: «Un signo exterior y
visible de una gracia interna y espiritual. La primera acepción de la palabra, según
Johnson, es «un juramento», y es posible que la palabra latina sacramentum haya
adquirido dicho significado debido a algún acto o señal externos que acompañara a la
toma de un juramento. Según la utilización que Hooker hace de la
palabra sacramentum, así se describiría la práctica inglesa de besar el Nuevo
Testamento.

NOTA 6. El Diablo y sus tentaciones (véase Capítulo 11, notas al pie 3 y 16)
Si el lector abre el Nuevo Testamento, y ayudado por una buena concordancia examina
cada pasaje en el que se menciona al diablo, se quedará asombrado al ver qué poco
hay que dé un apoyo siquiera aparente a la superstición popular acerca de este tema.
Solamente puedo hallar tres pasajes que parezcan sugerir que Satanás tiente a actos
inmorales. De 1 Juan 3:8-10 ya he hablado. Los otros dos son 1 Corintios 7:5 y
1 Timoteo 5:15, y voy a abordarlos a continuación.
Naturalmente, en la tentación de nuestro Señor no entró la cuestión de la moralidad. El
objetivo del diablo era apartarlo del camino de dependencia de Dios, y especialmente
apartarlo del camino que llevaba a la Cruz. Y también fue esto lo que suscitó aquella
terrible reprensión dirigida a Pedro cuando el Señor se dirigió a él llamándole «Satanás»
(Mt. 16:23). Y cuando Satanás pidió tener a Pedro (como había pedido que se le diera
Job), fue su fe lo que intentó destruir. «Pero yo he rogado por ti», añadió el Señor,
«que tu fe no falte» (Lc. 22:31-32).
Y es indudable que fue recordando esto que el apóstol escribió las palabras: «Porque
vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien
devorar; al cual resistid firmes en la fe» (1 P. 5:8-9). En la parábola de la cizaña en el
campo, es el diablo el que siembra la cizaña (Mt. 13:39). Y en la parábola del sembrador
se describe la obra del diablo como quitando la semilla de la palabra de los corazones
de aquellos que la oyen, «para que no crean y se salven». Y si Elimas, el hechicero, fue
llamado «hijo del diablo», fue debido a su intento «de apartar de la fe al procónsul»
(Hch. 13:8-10).
Dos pasajes indican su misterioso «imperio de la muerte», esto es, Hebreos 2:14 y
Judas 9, refiriéndose el último a su reclamación del cuerpo de Moisés como su derecho.
Y otros dos pasajes indican su capacidad para infligir enfermedad y dolor, esto es,
Lucas 13:16 y Hechos 10:38, pero estos pueden explicarse probablemente por
referencia al caso de Job.
En Apocalipsis 12:9 se le designa como aquel «el cual engaña al mundo entero» (cp.
Ap. 20:10); y en dicho libro es descrito como el dirigente en la gran lucha futura entre la
fe y la incredulidad, entre el reconocimiento de Dios y la negación de Él. No hay
necesidad de citar los muchos pasajes que indican su maligno odio contra Dios y Su
pueblo, pero si él fuera el obsceno monstruo de la tradición cristiana, ¿cómo es que, de
principio a fin, la Biblia guarda silencio acerca de este tema? En sus «estratagemas»
contra los hombres, el Satanás de las Escrituras es el enemigo no de la moral, sino de
la fe.
Y si a la vista de la masa de testimonios que llevan a esta conclusión nos volvemos de
nuevo a los dos pasajes anteriormente mencionados, estaremos preparados para
leerlos bajo una nueva luz. En 1 Timoteo 5 leeremos el versículo 15 a la luz del versículo
12. El apartarse «en pos de Satanás» a que aquí se refiere es con respecto a «haber
quebrantado su primera fe». Y el cristiano no dudará en seguir a Calvino comprendiendo
aquí la «fe» como la fe de Cristo. La palabra πιστός aparece doscientas veces en las
Epístolas; y solamente se utiliza en este sentido, con la única excepción de Tito 2:10.
Hay, por ello, una poderosa presunción en contra de que aquí no signifique más que la
«fidelidad» de la mujer a su difunto marido. Además, tal sugerencia haría que el apóstol
se contradiga a sí mismo. ¡Le haría decir que las jóvenes viudas «tienen condenación»
porque quieren volverse a casar, y sin embargo termina con un mandato expreso de que
se deben volver a casar! (v. 14.) Los versículos 11-13 nos dan sus razones para su
orden. Este pasaje, por cierto, comporta una enérgica condena de los conventos de
monjas, pero la interpretación que generalmente se le impone constituye un atentado a
las Sagradas Escrituras y un burdo libelo en contra de las mujeres. Y puedo añadir que
si tal interpretación fuera cierta, el límite de edad a partir del cual se tenía que proveer
para las viudas hubiera sido puesto ciertamente inferior a la de sesenta años.
Las expresiones «se rebelan contra Cristo», y «apartándose en pos de Satanás», tienen
que explicarse en correspondencia con la normativa bíblica de la vida espiritual y con la
teología bíblica de las tentaciones satánicas. Así también con respecto a 1 Corintios 7:5.
La solemne lección práctica a derivar de ello es que cualquier alejamiento de la
prudencia y de la sobriedad puede dar a Satanás una ventaja: una ocasión para minar o
corromper la fe del cristiano.
Con respecto a Ananías, su historia se lee tan erróneamente que la Iglesia se pierde la
verdadera lección. Él no era un mal hombre, sino un buen hombre. En el entusiasmo de
su celo vendió la propiedad de sus tierras a fin de dedicar el producto de su venta al
fondo común. Pero aquí se le presentó la sugerencia de poner aparte una parte de ello
para su propio uso. Su esposa andaba metida en el asunto, y mintió atrevidamente para
esconderlo. Pero Ananías no dijo ninguna mentira, tan solamente la actuó, tal como la
gente está acostumbrada a hacer hoy en día. Si él viviese con nosotros, gozaría de la
mayor reputación posible. Lo cierto es que hay bien pocos en estos días de egoísmo
que se pudieran comparar con él. La enseñanza que hallamos en este pasaje no es la
maldad del hombre, sino la santidad y «severidad» de Dios, así como la sutileza de las
tentaciones de Satanás. Satanás lo tentó no a un acto obsceno e «inmoral», sino
solamente a hacer aquello que, como el apóstol le dijo, tenía un derecho indiscutible a
hacer. El no mintió a los hombres —así nos lo dice la Palabra en forma expresa— sino
que mintió a Dios, y un juicio repentino cayó sobre él. Si Dios estuviera tratando en la
actualidad con las personas en base a este criterio, ¡la cantidad de entierros provocaría
serias dificultades!
El caso de Judas no lo trató de una forma expresa porque cae evidentemente dentro de
la categoría de las tentaciones dirigidas directamente en contra del mismo Cristo.

NOTA 7. Los efectos de la influencia de Satanás (véase Capítulo 11, nota al pie 14)
La exégesis que aquí se ofrece de Juan 8:44 no se basa en la gramática del artículo
griego. Los revisores han adoptado un compromiso insatisfactorio entre exposición y
traducción. «Hablar una mentira» es una construcción que no es inglesa (ni castellana –
N. del T.). En nuestra lengua, la expresión apropiada sería la de «decir una mentira».
Pero nadie traduciría de esta manera las palabras griegas λαλε ἡν τ ἡ ψε ὁδο ὁ; y al
insertar en el margen la antigua y descartada glosa, los revisores solamente revelan la
falta de satisfacción que sienten acerca de su propia versión. Las palabras tienen que
referirse o bien a una mentira determinada, o bien, en un sentido abstracto, a aquello
que es falso (ver Sal. 5:6 LXX). En esta perspectiva del pasaje, toda habla sería
considerada como repartida entre la verdad y la mentira —habla de Dios y habla del
diablo. Pero esto es algo imaginativo aquí y, a la vista de las palabras que siguen, más
bien forzado. Y si, como me aventuro a proponer, lo que aquí tenemos a la vista no es lo
falso en abstracto, sino un caso concreto de ello, ya no hay más cuestión de gramática.
Y traducido de este modo, queda clara la relación entre Satanás el mentiroso y Satanás
el homicida. El no es el instigador de todos los homicidios, sino del homicidio que está
ahí y entonces en cuestión: el asesinato de Cristo; él no es el padre de mentiras, sino el
padre de la mentira de la cual «el homicidio» es la consecuencia natural.
En Romanos 1:25, donde ambas palabras («verdad» y «mentira») tienen el artículo,
supongo que ambas son utilizadas en el sentido abstracto. En Apocalipsis 21:27 y 22:15
la palabra «mentira» carece del artículo. Pero en 2 Tesalonicenses 2:11 es de
nuevo la mentira de Juan 8:44. El inicuo que ha de ser todavía revelado queda descrito
como aquel «cuya venida es mediante la operación de Satanás con todo poder y
señales y milagros mentirosos». Dios no incita a los hombres a decir mentiras ni a creer
mentiras. Pero de aquellos que rechazan «la verdad» está escrito: «Él les enviará un
poder engañoso para que crean en la mentira». Debido a que han rechazado al Cristo
de Dios, una ceguera judicial caerá sobre ellos con lo que aceptarán al cristo de la
humanidad, que será Satanás encarnado.
En estas páginas me he mantenido apartado de la profecía, porque se dirigen en parte a
aquellos que no creen en la profecía. Pero si el estudioso de la profecía se libera del
mito acerca de Satanás, encontrará que la predicción divina del futuro se aclarará con
una luz radiante. Terribles guerras han de convulsionar todavía a las naciones, y
surgirán hambres como consecuencia. Pero el Hombre venidero traerá paz al mundo.
Se atraerá el homenaje universal no solamente a causa de sus poderes milagrosos
satánicos, sino debido a sus espléndidas cualidades humanas. Los adherentes a «la
verdad» serán los únicos de toda la raza humana que tendrán razones para lamentar su
soberanía. Su reinado será una era del «milenio» humano, un tiempo de orden y de
prosperidad sin precedentes, en el que florecerán las artes de la paz y se cumplirán las
utopías de los filósofos y de los socialistas. Y que el culto satánico que entonces
prevalecerá sobre la tierra estará marcado por una elevada moralidad y una especiosa
«forma de piedad» queda indicado en el hecho de que las Escrituras advierten que, si
no fuera por la gracia de Dios, «engañaría a los mismos elegidos». Y me aventuro a
pensar que esto ya se está prefigurando claramente en los sucesos actuales. Los
cristianos se están tomando livianamente los ataques escépticos contra las Escrituras.
Pero la verdadera cuestión implicada en estos ataques es la deidad de Cristo; y me
aventuro a predecir que aquellos de nosotros que vivan otro cuarto de siglo serán
testigos de un gran abandono de esta gran verdad por muchas de las iglesias. El declive
de la fe durante los últimos veinticinco años ha sido pasmoso, y ya nos hallamos dentro
de una distancia mensurable de una aceptación más general del culto satánico: de una
religión marcada por una elevada moralidad y por una ferviente filantropía, pero
totalmente carente de todo aquello es distintivamente cristiano. «Libres de dogma» es la
expresión favorita: y esta «libertad» significa abandonar las grandes verdades del
cristianismo.

NOTA 8. El mito acerca de Satanás (véase Capítulo 11, nota al pie 23, y Capítulo 23,
nota al pie 38)
¡Cuán profundamente arraigada y aceptada está la creencia popular de que todos los
hechos malvados de una cierta gravedad se deben a influencia satánica! Pero esta
creencia sugiere una dificultad que ha desconcertado y contrariado a muchos cristianos
reflexivos. Son multitudes innumerables las que así transgreden. Y no se encuentran
solamente en las sórdidas estancias de los barrios bajos de nuestras ciudades, sino
también en mansiones llenas de riqueza y de cultura; no solamente en nuestras grandes
y poco atractivas ciudades, sino en cada pueblo y aldea de la nación. Y estas cosas
tampoco son específicamente del dominio de Satanás. Al contrario, si el vicio y el crimen
son señales de su presencia y poder, otros países tienen que reclamar más de su
actividad que el nuestro. Y cuando nos dirigimos a los escenarios más tenebrosos del
paganismo, la pasmosa relación de repelentes vicios y crueldades demuestran de que
allí el diablo tiene que hallarse aun más ocupado que en la cristiandad. Pero si la
mayoría de los muchos miles de millones de humanos se hallan bajo su influencia
personal, tiene que estar familiarizado con la vida y las circunstancias de cada individuo.
¿Tenemos entonces que llegar a la conclusión de que en la práctica es omnipresente y
omnisciente? ¿Tenemos que adscribirle estos atributos de la Deidad?
Por lo que se refiere al mundo invisible, toda creencia que no repose sobre la revelación
es esencialmente supersticiosa: ¿cuál es entonces el testimonio de las Escrituras acerca
de esta cuestión? El primer capítulo de la Epístola a los Romanos trata la condición de
los paganos con una claridad que no deja nada que desear. Así, acudamos a este
pasaje, y pongamos a prueba la creencia popular mediante el mismo. Estas son las
palabras:
«Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que
se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.
Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en
semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por
lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus
corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la
verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al
Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones
vergonzosas... y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a
una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen (Ro. 1:21-28).»[1]
Si Satanás fuese el responsable inmediato de las inmoralidades más bajas de los
hombres, es inconcebible que un pasaje así no aludiera a ello; pero no hay alusión
alguna. Las palabras son claras y simples: «Dios los entregó»; y la naturaleza humana
alienada de Dios explica propia corrupción en que los hombres han caído. Y no vale
argumentar que aquí sólo se trata de la corrupción de los paganos. Si no se necesita del
diablo para explicar las abominaciones del mundo pagano, ¿por qué apelar a lo
sobrenatural para explicar los crímenes y vicios de la Cristiandad? Esto resulta tan
antifilosófico como antiescriturario.
¿Y por qué iba Satanás a tentar a los hombres de esta manera? Esta forma de actuar
sería inteligible si su poder sobre ellos dependiera de que llevasen vidas viciosas. Pero
la Escritura pone en entredicho esta sugerencia. Algunos de los que le pertenecen son
esclavos del vicio, pero otros son fanáticos religiosos de carácter intachable; y nuestro
Señor declara de forma expresa que son los fanáticos los que están más alejados del
reino.[2]
No se trata de que la inmoralidad sea un pasaporte para el cielo, ni ninguna
recomendación al favor divino. Al contrario, es un camino a la «Ciudad de Destrucción»;
pero es por esta misma razón que pone al hombre al alcance de la esperanza, porque
es en la «Ciudad de la Destrucción» donde el Salvador está buscando a los perdidos. El
devoto de vida intachable, que da gracias a Dios por no ser como los demás hombres,
está totalmente del lado del diablo, mientras que si se viera tentado al pecado
declarado, bien pudiera ser que fuese llevado a ponerse de rodillas para pronunciar
aquella otra oración que traería a todo el cielo en su ayuda.
¡Cómo se simplificaría todo si la moralidad fuese una marca distintiva de los
regenerados, y la inmoralidad caracterizase al resto! Pero no es el vicio el distintivo de la
obra del diablo. Una de sus «estratagemas» es «una apariencia de piedad».[3] Entre los
enemigos más peligrosos de Cristo y del cristianismo los hay que viven vidas puras y
justas y que predican la justicia. «Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se
disfraza como ángel de luz. Así que, no es extraño si también sus ministros se disfrazan
como ministros de justicia».[4] Y si los «mismos elegidos» quedan engañados por el
fraude, se debe principalmente porque están cegados por este error del mito acerca de
Satanás.
No es, repito, en el dominio de la moral donde se manifiesta de forma patente la
influencia del diablo, sino en la esfera espiritual. Nuestra raza no ha surgido de de Adán
en la inocencia de Edén, sino del Adán caído y pecador proscrito. De modo que la
naturaleza humana se encuentra envenenada desde su misma fuente por la ignorancia
y desconfianza hacia Dios. Es una naturaleza caída. Y es Satanás quien así la hundió.
¿Y vamos a asombrarnos entonces de que pueda influir en las corrientes principales de
pensamiento y de acción de los hombres respecto a las cosas divinas? ¡No hay para
asombrarse de que pueda controlar la religión de la raza humana!
Todo esto puede provocar una reacción de menosprecio en el agnóstico, pero lo
emplazamos a que ofrezca otra explicación de estos hechos tan evidentes. El
evolucionista pretende explicar la condición de los estratos inferiores de la humanidad,
pero, ¿cómo puede explicar los fenómenos de la religión de la Cristiandad? A pesar de
todas las ventajas que ofrece la civilización, las personas han vendido las sublimes
verdades del cristianismo por las supersticiones del paganismo del mundo antiguo.
Fantasías como la regeneración bautismal y la posesión de poderes místicos por parte
de una casta sacerdotal, son totalmente repugnantes para el cristianismo, y el judaísmo,
incluso en su apostasía, se hallaba libre de ello; pero, a pesar de todo, han sido
incorporadas como parte integral de la religión cristiana. Esto, por sí solo, constituye ya
una prueba de que, por lo menos en lo que respecta al origen del hombre, la evolución
es falsa y la historia de la caída en Edén es cierta.
Pero este tipo de influencia satánica no implica ningún conocimiento de la experiencia
interna de cada vida ni la posesión de atributos divinos. No implica ninguna acción
dirigida simultáneamente contra de millones de personas esparcidas por todo el globo.
Que el diablo actúa efectivamente sobre ciertos individuos es cosa que sí sabemos;
pero la Escritura nos indica que son casos excepcionales. La advertencia a los Doce de
que Satanás los había pedido, aunque se dirigía a todos ellos, se dirigía especialmente
a Pedro. Es perfectamente normal que intentase hacer caer a los que sobresalían como
campeones de la verdad. Y el discípulo más humilde no puede considerarse inmune
frente a sus ataques. Él «anda alrededor», leemos, «como león rugiente, buscando a
quien devorar».[5] Y un león al acecho puede también cazar al más débil como presa
suya. Esto puede explicar los conflictos que a veces ponen a prueba la fe incluso de los
más humildes de los cristianos.
La antigua clasificación, «el mundo, la carne y el diablo», es verdadera. Y
nuestra lucha no es contra carne ni sangre.[6] En la esfera de la carne nuestra
seguridad reside en la huida. Pero es imposible huir de Satanás. «Huye de las pasiones
juveniles»;[7] pero en cambio: «Resistid al diablo, y huirá de vosotros».[8] Esta distinción
queda claramente marcada en las Escrituras. Las más bajas «concupiscencias de la
carne» se encuentran totalmente bajo el control del hombre, a no ser que de cierto esté
debilitado por una viciosa indulgencia. Pero en el caso de los más fuertes y santos de
los hombres, la única defensa contra los ataques de Satanás es «toda la armadura de
Dios».[9]
Ya he hablado de la intención y de los métodos del diablo. Nadie, insisto, puede afirmar
que no pueda utilizar los medios más bajos para atrapar a un ministro de Cristo, y así
estropear su testimonio y destruir su utilidad. Pero se debe insistir con toda claridad que
su esfuerzo normal no será tentarnos al tipo de pecados que llevan a la contrición y que
nos enseñan cuan débiles somos; más bien que, apartándonos hacia una mera
moralidad o religión o filosofía, busca debilitar o destruir nuestra conciencia de
dependencia de Dios. Porque el pecado puede humillar a un cristiano; pero la filosofía y
religión humanas solamente pueden fortalecer su propia estimación. Y el «lazo del
diablo» es la soberbia,[10] no la humildad.
Sabemos de cierto que hay «espíritus inmundos». Y es posible que ciertas fases
anormales de corrupción se deban, incluso en nuestros días, a una posesión
demoníaca; pero esto es algo completamente diferente de las tentaciones satánicas. Y
tampoco todos los demonios son «inmundos». Las «doctrinas de demonios» contra las
que se nos advierte «en los postreros días» no son las incitaciones al vicio, sino a una
moralidad más exigente y a una espiritualidad más trascendente incluso que la que
ordena el cristianismo. El matrimonio mismo resulta repulsivo para esta corriente
ascética, y rechaza de plano ciertos tipos de alimentos «que Dios creó para que con
acción de gracias participasen de ellos todos los creyentes».[11]
Las flagrantes inmoralidades de algunos de los conversos de Corinto no suscitaron en el
apóstol ninguna sugerencia de que provinieran de alguna influencia satánica, excepto,
en verdad, como un posible medio para la restauración de aquellos que habían pecado.
[12] La advertencia «para que Satanás no gane ventaja sobre nosotros», se da cuando
el celo de ellos en mostrarse limpios traiciona el resentimiento que sentían contra los
delincuentes.[13] Y fue la llegada de falsos maestros «predicando a otro Jesús» lo que
suscitó la advertencia adicional contra la «astucia» de la Serpiente, para que sus mentes
no fueran corrompidas de «la sincera fidelidad a Cristo».[14] De nuevo, cuando se
desencadenó la persecución contra la iglesia en Tesalónica, actuó diligentemente para
informarse de su fe, temiendo que les hubiera «tentado el Tentador», y que les fallara la
confianza en Dios.
Hay un pasaje en las Escrituras que algunos creen que constituye la refutación de lo que
aquí se mantiene. En realidad, se puede presentar más bien en apoyo de ello. Las
siguientes son las palabras con que comienza el segundo capítulo de Efesios:
«Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en
los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al
príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de
desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los
deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y
éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás» (Ef. 2:1-3).
Los que leen este pasaje a la luz del mito acerca de Satanás se pierden por entero su
especial enseñanza. La vida de todo hombre no regenerado, sea que esté significada
por el vicio más burdo o por la moral más elevada, es «conforme al espíritu que ahora
opera en los hijos de desobediencia». La vida de Saulo, el perseguidor, había sido tan
pura e intachable como lo fue luego la vida de Pablo, el apóstol del Señor. Y, con todo,
él se incluye a sí mismo con los conversos de Éfeso. De ahí el «todos» enfático del
versículo tercero. Todos por igual habían andado «conforme al príncipe de la potestad
del aire», y por ello, conforme a «la corriente de este mundo», porque Satanás es el
príncipe de este mundo y su dios.[15] Bien lejos de implicar que sus «delitos y pecados»
se debían a una incitación sobrenatural, el apóstol declara que habían sido totalmente
naturales y humanos. Los sensuales gentiles no estaban sino «haciendo la voluntad de
la carne», y el fanático judío «la voluntad de los pensamientos».[16] Porque los términos
inmoralidad y pecado no son intercambiables. El primero tiene referencia a una norma
arbitraria humana de lo que es recto; el segundo, a una norma totalmente divina. Como
ya se ha indicado,[17] la esencia del pecado es rebeldía. El hombre fue dotado por su
Creador con una voluntad totalmente libre. Pero, aunque toda la bendición dependía de
que la mantuviera en sujeción, él la afirmó en oposición a la voluntad divina. Y, como
resultado, «los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a
la ley de Dios, ni [añade el apóstol] tampoco pueden».[18] Así, nuestra naturaleza caída
ha quedado sujeta a su propia ley de la gravedad; y sería tan irrazonable esperar que un
hombre realizase la hazaña física de elevarse levitando hacia el espacio como suponer
que, aparte de la gracia divina, la vida de un pecador no regenerado pueda volverse
hacia Dios. Tanto en un caso como en el otro, solamente un milagro puede explicar el
fenómeno. Y era un milagro así el que habían experimentado tanto el apóstol mismo
como los conversos efesios. De ahí las palabras adicionales: «Pero Dios, que es rico en
misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en
pecados, nos dio vida juntamente con Cristo».[19] Lo cierto es que no se necesita de
ningún milagro para capacitar a los hombres para vivir vidas religiosas y morales. Aquí,
las palabras del canto de Enid son ciertas:
«Porque el hombre es hombre, y dueño de su destino.»[20]
Es en la esfera espiritual que, por la ley de su naturaleza, siempre gravita hacia abajo, y
se aparta de Dios.
Como conclusión, quisiera señalar de nuevo que el cristiano que se vuelve hacia la
profecía con una mente exenta de prejuicios debidos a puntos de vista tradicionales
acerca de Satanás, hallará un nuevo significado en las predicciones que tienen que ver
con los «días postreros». Todo lo que el diablo reivindicó en la Tentación fue tener una
autoridad delegada, como se desprende de las palabras mismas que utilizó. A él, dijo, le
había sido «entregada» la potestad y gloria de los reinos del mundo.[21] Pero al
cristiano se le ha enseñado a atribuir el poder y la gloria solamente a Dios. Así, en su
último gran esfuerzo, el Satanás encarnado pretenderá ser divino.[22] Y la mentira, se
nos dice, quedará acreditada «con todo poder y señales y milagros mentirosos».[23] El
«milenio» de Dios será precedido y falsificado por el reinado del Hombre de Pecado. Y el
hecho de que el diablo le dará «su trono y gran autoridad»[24] ha llevado a la suposición
de que su gobierno estará marcado por orgías licenciosas de violencia y de
concupiscencia. Pero, entonces, ¿cómo podemos explicar las palabras de Cristo, de que
el mundo lo saludará como al verdadero Mesías y que, si fuere posible, engañaría a los
mismos elegidos con su impostura?[25] Si las leemos con una evaluación correcta del
Satanás de las Escrituras, estas palabras de nuestro Señor constituyen una advertencia
de la máxima solemnidad, incluso para el día en que vivimos; pero leídas a la falsa luz
del mito acerca de Satanás, permanecen como un enigma irresoluble.

[1] Todo el pasaje desde el v. 18 demanda un estudio cuidadoso. La ciencia explica la


condición del hombre civilizado por una evolución, aunque la única ley a la que puede
señalar es a la de degeneración: el resto es mera teoría. La revelación explica el estado
del mundo en general por el hecho de que, habiendo poseído originalmente el
conocimiento de Dios, lo perdieron voluntariamente, y por ello Dios les dejó en la
oscuridad de su propia elección deliberada.
[2] Mateo 21:31
[3] 2 Timoteo 3:5
[4] 2 Corintios 11:14-15
[5] 1 Pedro 5:8
[6] Efesios 6:12
[7] 2 Timoteo 2:22
[8] Santiago 4:7
[9] Efesios 6:11
[10] 1 Timoteo 3:6-7
[11] Ver 1 Timoteo 4:1-4. De pasada se puede señalar que, en los años recientes, tanto
en Europa como en América, estas doctrinas han sido enseñadas insidiosamente por
ciertos espiritistas, que apoyan sus enseñanzas con unas vidas aparentemente puras e
intachables.
[12] 1 Corintios 5:1-5
[13] 2 Corintios 2:11
[14] 2 Corintios 11:3-4
[15] Juan 14:30; 16:11; 2 Corintios 4:4
[16] En el N. T., «la carne» significa, por lo general, o el cuerpo o naturaleza corporal del
hombre, o la naturaleza humana como un todo, en su condición corrompida y caída.
Pero en Efesios 2:3 se contrasta con «los pensamientos», y por ello parece significar la
naturaleza corporal corrompida. En Efesios 1:18 y 4:18 (como también en 1 Jn. 5:20), se
traduce διάνοια como «conocimiento». (En 1:18 la versión revisada inglesa lee καρδία.)
San Pablo utiliza la palabra carne en sentidos diferentes, incluso en el mismo pasaje;
ver, p. ej., Efesios 2:3,11,15.
[17] Capítulo 11, nota 9.
[18] Romanos 8:7
[19] Efesios 2:4-5
[20] Idylls of the King.
[21] Lucas 4:6
[22] 2 Tesalonicenses 2:4
[23] 2 Tesalonicenses 2:9
[24] Apocalipsis 13:2
[25] Mateo 24:24. Ver Nota 7.

NOTA 9. El evangelio de la gracia de Dios (véase Capítulo 12, últimas páginas).


Según la ley inglesa, el «día del Señor» —que es como se designa al domingo en las
antiguas leyes— es un día en el que no puede actuar ningún juez ni magistrado, y en el
que no puede reunirse ningún jurado. El criminal puede haber sido atrapado en flagrante
delito, pero todo lo que la ley puede hacer es tenerlo bajo custodia hasta que haya
transcurrido el día de la gracia y que un tribunal competente pueda ver su causa. Si
nuestra ley fuera más allá en la misma dirección y se suspendieran también las
funciones de la policía, se tendría una ilustración más idónea de la gran verdad que
tenemos aquí presente. Pero para redondear la parábola tendríamos que ir aún más
lejos, y suponer que el criminal no sólo goza momentáneamente incluso de inmunidad
de arresto, sino que hay además una amnistía en vigor mediante la cual puede obtener
una inmunidad total de todas las consecuencias de su crimen.
Pero utilizar un lenguaje así es como hablar en un idioma desconocido; y pasar a las
palabras de las Escrituras para respaldarlo significa arriesgarse a perder totalmente la
atención de los lectores. El misterio del Evangelio es que Dios puede justificar a un
pecador, y sin embargo ser justo. Él justifica al impío. «Al que no obra, sino cree en
aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (Ro. 4:5). Aquí tenemos otra
afirmación afín: «La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los
hombres...». Y sigue el pasaje en 3:3: «Porque nosotros también éramos en otro tiempo
insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos,
viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros. Pero cuando
se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos
salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia» (Tit. 2:11-14 y 3:3-5). O si alguien quiere palabras pronunciadas por la
boca misma de nuestro bendito Señor, se hallarán en muchos pasajes de los
Evangelios. Aquí, por ejemplo, tenemos Su testimonio a Nicodemo: «Porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que
en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».
¿No estamos entonces justificados al afirmar que el perdón y la vida eterna se ponen al
alcance de todos; que el cielo se hace tan libremente accesible a las personas
pecadoras como sólo pueden hacerlo un amor y una gracia infinitos? Si las palabras
tienen algún significado, esta y no otra es la verdad. Pero, ¿qué trato recibe este
Evangelio? En la mente de los religiosos suscita la mayor indignación. Ya no se quema
a los hombres en las hogueras por proclamarlo, como se solía hacer en días más
tenebrosos, pero aunque su ira se expresa de maneras más suaves sigue igual de
intensa. Y en el común de la gente no provoca ninguna impresión. En cierta ocasión un
hombre se detuvo en el Puente de Londres, por una apuesta, ofreciendo monedas de
oro por unos pocos céntimos. El anuncio que tenía expuesto estaba redactado de una
manera muy clara, y cientos de transeúntes lo leyeron. Pero todos lo leyeron
incrédulamente, y por tanto con indiferencia. El hombre ganó la apuesta: ¡No le
compraron ni una sola moneda de oro! Y por la misma razón se ignora «el Evangelio de
la gracia de Dios». Y por ello será ignorado por cientos que lean estas páginas. Los
hombres están poseídos por la convicción de que la vida eterna solamente se puede
obtener cumpliendo unas condiciones irrealizables, y en consecuencia la actitud que
tienen hacia toda esta cuestión es de apatía. Pero la apatía da paso a la ira si alguien se
atreve a hablar de un juicio eterno y de un infierno para el no arrepentido. Ninguna
blasfemia puede ser demasiado osada para lanzarla a un Dios que no quiere llevar al
cielo al pecador de la manera en que un policía lleva a un preso borracho al calabozo —
¡sin su consentimiento o, si es necesario, en contra de su voluntad!
Pero el hombre, hecho a la imagen de Dios, está dotado de una voluntad, y es a esta
voluntad a la que se dirige el llamamiento divino. «Y no queréis venir a mí para que
tengáis vida» fue el ruego ansioso del Señor a aquellos que oían Sus palabras pero que
rehusaban prestar atención. «El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente». El
propio cielo de Dios es el hogar al que está llamando a los hombres pecadores. El
infierno no ha sido preparado para ellos, sino para el diablo y para sus ángeles. Pero si
los hombres rechazan a Cristo y toman partido por Satanás, deberán segar lo que han
sembrado.

NOTA 10. El valor de la oración (véase Capítulo 13, nota al pie 13)
«Entonces, ¿qué valor tiene la oración?», se preguntarán algunos, y «¿qué lugar queda
para ella?». Es con gran cautela que me atrevo a expresar mis pensamientos sobre esta
cuestión que durante mucho tiempo se han formado en mi mente. Y lo hago solamente
porque es posible que con ello pueda aliviar a muchos que se siente amargamente
decepcionados ante el aparente incumplimiento de las promesas que aparecen en los
Evangelios con respecto a la oración. Las palabras no pueden ser más claras cuando el
Señor expresa a Sus discípulos que el poder del Todopoderoso estaba totalmente a
disposición de ellos, si tan sólo tenían fe. Cuando se asombraron de que la higuera se
hubiera secado por Su palabra, les dijo que también ellos podrían ordenar aquello, e
incluso que una montaña se moviera de su sitio. Y les dijo además: «Y todo lo que
pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mt. 21:20-22). ¡Cuántos hay que con el más
intenso fervor han reclamado el cumplimiento de estas promesas, y han cosechado una
amarga decepción que ha hecho vacilar su fe! Naturalmente, es fácil explicar el fracaso
leyendo en esta promesa unas condiciones de uno u otro tipo, aunque el Señor mismo
no puso ningunas. Pero en lugar de manipular Sus palabras, consideremos si la
verdadera solución a esta dificultad no puede hallarse en la verdad que se ha tratado de
exponer a lo largo de estas páginas.
Y aquí llama la atención el hecho extraordinario de que mientras que el testimonio de la
dispensación pentecostal nos presenta el cumplimiento práctico de todas estas
promesas, las Epístolas, que desarrollan la doctrina de la presente dispensación y que
describen la vida que se ajusta a dicha doctrina —la vida de la fe— inculcan
pensamientos esencialmente diferentes acerca de la oración, pensamientos que están
totalmente de acuerdo con la verdadera experiencia de los cristianos espirituales.[1]
Algunos quizá podrán alegar que, en tanto que los Evangelios más antiguos pudieran
recibir esta explicación, San Juan no puede ser tratado de esta forma. Como respuesta
sólo puedo alegar que el lector reflexivo considere si cada palabra dirigida a los
apóstoles se ha de entender como aplicable a todos los creyentes en todas las épocas o
no. Tomemos Juan 14:12 para someter esto a prueba. ¿Acaso cada creyente está
dotado de poderes milagrosos iguales o mayores que los ejercidos por el Señor mismo?
Inmediatamente nos encontramos dispuestos a limitar el alcance de estas palabras.
Entonces, ¿está tan claro que las palabras que siguen inmediatamente son de
aplicación universal? Tenemos el hecho, repito, de que estas dos promesas se
demostraron ciertas en la dispensación pentecostal, y que ninguna de ellas ha resultado
de aplicación en la iglesia cristiana.[2] Lo mismo sucede con los pasajes del capítulo
15:16 y del 16:23 y siguientes.
Pero se preguntará: ¿No se repite explícitamente esta promesa en la Primera Epístola
de San Juan (3:22 y 5:14-15)? No creo. Me parece que los apóstoles fueron dotados en
un sentido especial tanto para actuar como para orar en el nombre del Señor Jesús,
mientras que el cristiano debería inclinarse ante las palabras «según Su voluntad».
Como señala aquí el Deán Alford: «Si conociéramos totalmente Su voluntad, y nos
sometiéramos a ella de corazón, nos sería imposible pedir nada, tanto para el espíritu
como para el cuerpo, que Él no lo oyese y lo cumpliese. Y es este estado ideal, como
siempre, el que el apóstol tiene a la vista». Pero con demasiada frecuencia el cristiano
hace que sus propios anhelos o sus propios intereses, y no la voluntad divina, formen la
base de su oración; luego procede a persuadirse a sí mismo de que su petición será
concedida; a continuación considera que esta «fe» constituye una garantía de que su
oración ha sido atendida; y al final, cuando la conclusión desmiente sus esperanzas,
deja paso a la amargura y a la incredulidad. La verdadera fe se halla siempre preparada
para un rechazo. Algunos, leemos, por medio de la fe «obtuvieron las promesas»; pero
no es menos que «por medio de la fe» «otros fueron atormentados, no aceptando el
rescate».
Algunos creerán quizás que todo lo que aquí se alega queda suficientemente refutado
por las llamadas «extraordinarias respuestas a la oración», como las que ciertos
cristianos han experimentado en todas las edades. Pero este argumento se refuta a sí
mismo. Se las considerada con justicia como«extraordinarias respuestas» precisamente
porque son excepcionales. Nadie se atreverá a limitar lo que Dios hará por el creyente.
Pero hacer de la experiencia de algunos la norma de fe de todos es uno de los mayores
errores y lazos de la vida cristiana. Si estas promesas fuesen de aplicación universal, el
hecho de que toda respuesta a la oración deba considerarse como extraordinaria en
ningún sentido constituiría una prueba de una apostasía general.
Un examen detallado de los pasajes de las Epístolas que se refieren a esta cuestión iría
mucho más allá de los límites de una nota. Uno más podrá ser suficiente. Aludo a las
conocidas palabras de Filipenses 4:6-7: «Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas
vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la
paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y
vuestros pensamientos en Cristo Jesús». Es una cosa seria hacer peticiones
incondicionales a Dios. Al registro de estas oraciones se pueden a menudo añadir las
solemnes palabras: «Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos».
Ezequías oró de esta manera. Demandó una prolongación a su vida, y Dios concedió su
petición; y los años de demás le dieron a su hijo Manasés, ¡y las consecuencias del
pecado de Manasés (que Dios «no quiso perdonar») descansan aún como una plaga y
una maldición sobre aquella nación! Este tipo de oración, lo voy a decir abiertamente, es
impropia del cristiano. ¡Qué diferente es la enseñanza del Espíritu de Dios! Es posible
que la vida del esposo o de la esposa, del padre o del hijo, esté en el fiel de la balanza:
¿Cuál habrá de ser la actitud del creyente? ¿Clamar como Ezequías clamó, e incurrir en
los terribles riesgos que la respuesta pueda comportar? ¿O «en toda oración y ruego,
con acción de gracias», dejar la petición delante de Dios; y habiendo así dejado la
petición delante de Él, confiar en Su amor y en Su sabiduría respecto a la conclusión?
Así es como el apóstol oró cuando buscaba alivio a aquel misterioso obstáculo a su
ministerio; y el rechazo a su petición, en lugar de inducirle a la amargura en su alma,
sirvió solamente para enseñarle más del «poder de Cristo» (2 Co. 12:8-9). Y, por encima
de todo, así fue como el Maestro oró en el huerto de Getsemaní (Mt. 24:39-42).
La oración, en la era de Pentecostés, era como extender cheques para obtener efectivo
en caja. La oración de la dispensación cristiana —esto es, de la vida de la fe— es dar a
conocer nuestras peticiones a Dios y quedar en paz. Si el asunto que planteamos
quedase dentro de la capacidad de un amigo para solucionarlo —de un amigo en cuya
sabiduría confiamos y de cuya amistad estamos totalmente seguros— ¿no deberíamos
contentarnos con decir, después de decírselo todo: «Ahora ya sabes mis sentimientos y
mis deseos, y lo dejo todo en tus manos»? Y Dios nos invita precisamente a esto.

[1] Santiago 5:14 puede ser una excepción. Pero sin suscitar la cuestión acerca de si
«los ancianos de la iglesia» se han de hallar en nuestros días en existencia, podrá ser
suficiente señalar que esta epístola, al estar expresamente dirigida a Israel (cap. 1:1),
pertenece dispensacionalmente a la era pentecostal, que será renovada cuando Israel
sea restaurado.
[2] Ver el capítulo 5. Tengo la convicción de que serán igualmente ciertas en la
dispensación que todavía está en el futuro; pero no entro aquí en estas cuestiones.

NOTA 11. Sobre los ataques «críticos» (véase Capítulo 13, nota al pie 4)
El escéptico raras veces admite que una posición que él haya mantenido alguna vez sea
insostenible, y hay una señalada excepción a ello que merece una mención especial. No
contento con haber descuartizado el Antiguo Testamento, la crítica se ha lanzado
también a un desenfrenado ataque contra el Nuevo Testamento. «Se ha demostrado»
(dice un escritor reciente) «que la selección de los libros que lo componen y su
separación de la gran masa de falsos Evangelios, epístolas, y literatura apocalíptica
constituyó un proceso gradual y que, en verdad, el rechazo de algunos de los libros y la
aceptación de otros fue accidental».[1] Pero todo esto ha sido ahora desmentido por la
mayor autoridad viviente sobre el tema, el profesor Harnack de Berlín. Y su testimonio
es tanto más valioso debido a que no muestra ninguna señal de arrepentimiento
respecto a su absoluto rechazo del cristianismo. Él mismo, el mayor campeón de la
antiortodoxia, admite abiertamente que en este asunto los críticos están equivocados y
que los ortodoxos están en lo cierto. Presento aquí un extracto del prefacio de su
reciente obra acerca de The Chronology of the Oldest Christian Literature (La cronología
de la literatura cristiana más primitiva):
«Hubo un tiempo —y desde luego el público en general no lo ha superado— en que se
consideraba que la literatura cristiana más antigua, incluyendo el Nuevo Testamento,
era un tejido de engaños y de falsificaciones. Este tiempo ha pasado. Para la ciencia fue
un episodio en el que aprendió mucho, y después del cual tiene mucho que olvidar. No
obstante, los resultados de las siguientes investigaciones van en una dirección
“reaccionaria”, más allá de lo que podría denominarse la posición intermedia de la crítica
actual. La literatura más antigua de la Iglesia, en todos sus puntos principales y en la
mayor parte de los detalles es, desde el punto de vista de la crítica literaria, genuina y
digna de confianza. En todo el Nuevo Testamento hay con toda probabilidad sólo un
escrito aislado que puede considerarse como seudónimo en el sentido estricto de la
palabra: esto es, la Segunda Epístola de Pedro.»
Esta es solamente una de las muchas pruebas de que se ha invertido la marea que en
años recientes amenazaba con minar la fe cristiana. En el escepticismo de nuestra
época no hay nada especial, excepto que muchos de sus paladines son personas que
están comprometidas públicamente y pagadas para enseñar precisamente lo que
niegan. Son sólo los inestables y los ignorantes los que resultan abrumados por un libro
como el que acabamos de mencionar.[2] Ni los bien instruidos ni los espirituales pueden
ser por ello inducidos a rechazar la Biblia como un fraude y el cristianismo como una
superstición. Pueden comprender la diferencia entre una revelación divina y los
comentarios humanos. Para dar un solo ejemplo, no consideran que la cronología
Ussher-Lloyd en el margen de nuestra Biblia inglesa sea «igualmente inspirada que el
mismo texto sagrado».[3] Y en tanto que rehúsan aceptar crédulamente las
extravagantes conjeturas de ciertos egiptólogos acerca de la antigüedad de antiguas
dinastías, reconocen que los «períodos conjeturales» entre el Diluvio y el Reino deben
ser más extendidos.
Si eliminamos de una parte los errores de los teólogos y de los «armonizadores», y de la
otra las teorías (en distinción a los datos) de la ciencia, el voluminoso tratado de A. D.
White quedaría reducido a proporciones muy pequeñas. Toda la controversia sobre la
«cosmogonía mosaica» desaparece en el acto, y muchos de los asuntos que parecen
de gran importancia se desvanecen al fondo de la imagen o desaparecen por completo.
Además, existe en las Sagradas Escrituras una «armonía escondida» desconocida por
aquellos que ignoran el esquema de tipo y de profecía que impregna a la totalidad. El
estudio de dicha armonía constituye un verdadero antídoto al escepticismo. No hay
ningún estudioso de la profecía que sea escéptico. Y por lo que se refiere a la tipología
de las Escrituras, que constituye el alfabeto del lenguaje en el que está escrito el Nuevo
Testamento, no hay ni uno solo de los racionalistas que haya dado pruebas de poseer
ningún conocimiento de ella. La ignorancia del alfabeto constituye una debilidad fatal por
parte de quienes pretenden exponer el texto; y esta ignorancia, que Hengstenberg
lamentó en sus tiempos, sigue siendo absoluta sin excepción en el caso de todos
aquellos que están intentando demostrar que la Biblia es tan solo un libro humano. «La
verdad extrae la armonía oculta, cuando la incredulidad solamente puede negar desde
un obtuso dogmatismo.»

[1] White, A. D., Warfare of Science with Theology, vol. II, p. 388. El nombramiento de
este escritor para la Embajada Americana en Berlín atraerá, indudablemente, una
creciente atención a su obra. Queda patente su habilidad forense en la utilización que
hace de su gran erudición; porque, aparte de una importante omisión, su obra es
totalmente enciclopédica. Su acusación contra la «teología» es abrumadora y,
naturalmente, veo con simpatía mucho de lo que dice. Pero del cristianismo, por lo que
se puede ver en su tratado, no conoce nada en absoluto. Para él nuestro divino Señor
es tan solamente «el bendito fundador» de la religión cristiana, el Buda de la cristiandad.
En realidad pertenece a la numerosa clase de personas a las que, sin pretender
ofender, se las puede describir de una manera apta como budistas cristianizados.
[2] Ibid.
[3] Ibid, vol. I, pág. 253.

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