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Prefacio editorial
DIOS HA PERMANECIDO callado ya por casi dos mil años. No han aparecido nuevos profetas,
y la voz de Dios no se ha oído oralmente desde que Él habló a Su Amado Hijo. ¿Por
qué?
Sir Robert Anderson encuadra este problema con su acostumbrada investigación
metódica y exhaustiva y los hallazgos consecuentes. Dios no está revelando nuevas
verdades, porque las Escrituras ya están completas; y Dios ha dicho ya todo lo que la
generación actual tenía que saber. Dios ha cerrado Su revelación al hombre en la Biblia
a pesar de las afirmaciones de aquellos que quisieran hacernos creer algo distinto.
«Nada hay nuevo debajo del sol», proclamaba Salomón en Eclesiastés. Y, a pesar de
ello, nuestra generación afirma que hay una nueva «revelación» de Dios y que la
autoridad de la Biblia tiene que ser suplementada con las enseñanzas de estos nuevos
«profetas de Dios». Los últimos cien años han producido varios diferentes «profetas»
que han introducido supuestas nuevas revelaciones de nuestro Dios y Padre. No
obstante, es extraño que cada uno de los nuevos profetas haya introducido revelaciones
que difieren de lo que la Biblia expone que Dios ha re velado.
Aunque escritos hace muchos años, los argumentos y hechos aquí expuestos siguen
siendo oportunos y muy necesarios. En tanto que el Señor Jesús dilate Su retorno,
continuarán surgiendo falsos profetas, y se continuará precisando de este libro: para que
podamos conocer que Dios ya ha hablado, y que la revelación está completa.
Los EDITORES
Prefacio a la novena edición inglesa
[1] Romanos 16:25. La palabra misterio en las epístolas significa «no una cosa
ininteligible, sino lo que permanece escondido y secreto hasta que se da a conocer por
la revelación de Dios». Este evangelio tiene por ello que distinguirse del de Romanos
1:1-3.
[2] «Literature»
En ningún lugar de la región ha sido más salvaje el ataque sobre los cristianos que en
Egin. Se asesinó a todo varón que tuviera más de doce años. Solamente se conoce de
un armenio que haya sido visto y perdonado. A muchos niños y jovencitos se les hizo
yacer de espaldas y fueron degollados como corderos. Se llevó a las mujeres y a los
niños al patio del edificio del Gobierno y a varios lugares de la ciudad. Turcos, kurdos y
soldados fueron a estas mujeres, eligieron a las más bellas, y se las llevaron para
violarlas. En el pueblo de Pinguan quince mujeres se echaron al río para escapar a la
deshonra. (The Times, 10 de diciembre de 1896).
Y en todo esto, ¿cuál es el factor que más exaspera el sentimiento del público? Que el
Sultán tiene el poder de impedirlo, pero no lo hace. Que, aunque posee amplios poderes
para frenar y castigar, se mantiene impasible, mientras que, en el seguro retiro de su
palacio, se da a una vida de lujo y de comodidad. ¿Pero acaso el Dios Todopoderoso no
tiene poder para detener estos crímenes? Hasta Abdul Hamid se ha sentido movido por
un sentimiento de vergüenza, y, desechando su dignidad real ha hecho oír
personalmente su voz en Europa para repeler la acusación que su aparente inacción ha
levantado para su descrédito.[1] Pero en vano forzamos nuestros oídos para escuchar
alguna voz desde el trono de la Divina Majestad. El lejano cielo en el que, en perfecta paz
y gloria inexpresable, Dios habita y reina, está ¡EN SILENCIO!
«Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de
los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba de la mano de sus
opresores, y para ellos no había consolador.» ¡Y esto en un mundo regido y gobernado por
un Dios que es Todopoderoso!
Y cuando apartamos nuestros pensamientos del gran mundo que nos rodea, y los fijamos
sobre el estrecho círculo de Su pueblo fiel, los hechos no son menos duros, y el misterio
se hace más inescrutable. Hombres devotos salen de nuestras costas, abandonando la
seguridad, las comodidades, los atractivos y los incontables beneficios de la vida
en medio de nuestra civilización cristiana, para llevar el conocimiento del verdadero Dios
a las tierras paganas. Pero pronto oímos de su asesinato en manos de aquellos mismos
que ellos querían elevar y llevar bendición de esta manera. Y ¿dónde está «el
verdadero Dios» al que ellos servían? El pequeño grupo de cristianos que eran, en un
sentido especial, sus embajadores acreditados, hombres y nobles mujeres también, que
compartían su exilio y sus labores, y niñitos cuya tierna impotencia hubiera podido
excitar la piedad del hombre más endurecido, en su terror y agonía clamaron al cielo por
un socorro que nunca vino. Seguro que el Dios en el que esperaban hubiera podido
cambiar los corazones o frenar las manos de sus brutales asesinos. ¿Es posible
imaginar circunstancias que hubieran demandado con más justicia la ayuda de Aquel al
que adoraban como Todopoderoso, tanto en el cielo como en la tierra? ¡Pero la tierra ha
bebido su sangre y un cielo silencioso ha parecido burlarse de su clamor!
Y estos horrores son meros rizos en la superficie del profundo y ancho mar de los
sufrimientos de la Iglesia a lo largo de las épocas de su historia. Desde los antiguos días
de la Roma pagana, pasando a través de los siglos por las llamadas persecuciones
«cristianas», incontables millones de mártires, los mejores, los más puros y los más
nobles de nuestra raza, han sido entregados a la violencia, al ultraje y a la muerte en
formas horrorosas. El corazón se angustia ante la aterradora historia, y la dejamos con
la oscura esperanza, pero sin base alguna de que, por lo menos, sea en parte falsa.
Pero los hechos son demasiado terribles para que sea posible exagerar su registro.
Despedazados por bestias salvajes en la arena, atormentados por hombres tan
inmisericordes como bestias salvajes, y, lo que es más odioso aún, desgarrados en las
cámaras de tortura de la Inquisición, Su pueblo ha muerto, con los rostros dirigidos al
cielo, y con sus corazones entregados en oración a Dios; ¡pero el cielo ha parecido tan
duro como si fuera de bronce, y el Dios de sus oraciones tan impotente como ellos o tan
insensible como sus perseguidores!
Pero la mayor parte de los hombres son egoístas en sus simpatías.
En ocasiones, algún dolor privado se proyecta con mayor amplitud que toda la suma de
los dolores del mundo y de los sufrimientos de la Iglesia. Si hubo alguna vez un santo
sobre la tierra, es la madre junto a cuyo lecho de muerte se congregan sus hijos e hijas,
apartándose de los distintos negocios o placeres. En todos sus caminos la piedad y la fe
de la madre han ejercido una influencia restrictiva y encauzada. Y ahora, reunidos de
nuevo en el viejo hogar, están ansiosos de ver cómo, en la solemne crisis de sus últimos
días sobre la tierra, Dios tratará a uno de Sus más cariñosos y fieles hijos. Y, ¿qué es lo
que contemplan? ¡Un pobre cuerpo atravesado de un dolor que no cesa hasta que su
capacidad de sufrimiento es apagada por la mano de la Muerte! Si la capacidad humana
pudiera proporcionar alivio, el médico que la atiende sería despedido cómo despiadado
o incompetente. ¿Acaso es Dios, entonces, incompetente o despiadado? A Él alzan
ellos la mirada para que alivie al santo agonizante de las agonías de la muerte, ¡pero en
vano!
O bien podríamos considerar un dolor aún más egoísta. La llegada de una gran
desgracia que convierte un hogar alegre en una desolación, y que deja el corazón tan
embotado y endurecido, que incluso los denominados «consuelos de la religión»
parecen cosas vacías. ¿Por qué habría de ser Dios tan cruel? ¿Por qué está el cielo tan
terriblemente silencioso?
La imaginación más prolífica, la pluma más ágil, no podría delinear ni retratar, en su
variedad ilimitada, las experiencias que así han aniquilado los últimos rescoldos de fe en
muchos corazones aplastados y desolados. «Hay ocasiones», dice un escritor
cristiano[2] «cuando el cielo encima de nuestras cabezas parece ser de bronce, y la
tierra debajo parece de hierro, y sentimos como nuestros corazones se hunden dentro
de nosotros bajo la fría presión de una ley implacable e inmisericorde». ¡Cuán verdadera
la afirmación, pero cuan inadecuada! Si se tratara de que Dios dejara de interferir en
favor de este o de aquel individuo, meramente, o en una u otra ocasión, la fe en su
infinita sabiduría y bondad, debería frenar nuestras murmuraciones y suavizar nuestros
temores. Y además, si, como en los días de los patriarcas, pasara una generación
entera sin que ni una vez se declarase a Sí mismo, la fe podría mirar atrás y esperar el
futuro, entre exámenes de conciencia por la causa de Su silencio. Pero lo que aquí
confrontamos es el hecho, explíquese como se quiera, de que durante dieciocho siglos
el mundo nunca ha sido testigo de una manifestación pública de Su presencia ni de Su
poder.
« ¿Conoce Dios?» Al principio el pensamiento sur ge como una petición impaciente,
aunque no irreverente. Pero las palabras se forman en la boca para implicar un desafío
y sugerir una duda, y al final se pronuncian osadamente como la confesión de una
incredulidad establecida. Y luego, las sagradas crónicas que maravillaban y atraían la
mente en la infancia, relatando los «poderosos hechos» de la intervención divina «en la
antigüedad», empiezan a perder su viveza y fuerza, hasta que al final caen al nivel de
las leyendas hebreas y de los mitos del mundo antiguo. En presencia de los duros y
aciagos hechos de la vida, la fe de los primeros días se desmorona, porque ciertamente
un Dios totalmente pasivo y nunca disponible, a todos los efectos prácticos, inexistente.
[1] Es posible que sea esto lo que el señor Gladstone quiera decir en su afirmación que
se critica en la página 37***. Pero, si es así, no acabo de comprender ni su manera de
hablar ni su argumento. Parece sugerir que los «pretendidos» milagros puedan aún
llegar a sernos explicados de igual modo en que el predicho eclipse de luna que
aterrorizó a los indígenas de las Islas de los Mares del Sur les podría ser explicado a
ellos. En cuanto a lo que quiero decir, una ilustración lo clarificará: Que caiga fuego del
cielo y que prenda en un montón de leña es un fenómeno usual. Pudiera tener lugar
durante una tormenta eléctrica. Pero que yo prepare un montón de leña en cierto lugar,
y que a mi mandato caiga un rayo sobre él y lo consuma, esto es un milagro; y el
elemento milagroso aquí es el hecho de que he puesto en movimiento un poder que se
halla por encima de la naturaleza, y que es competente para controlarla.
[2] Mateo 4:23-24
[3] «Conferencias Boyle» del obispo Van Mildert, sermón 21. De la veracidad de estas
últimas palabras, el famoso tratado de Hume da la prueba más notable. Hume pone en
tela de juicio la prueba de los milagros cristianos; pero cuando pasa a hablar de ciertos
milagros que se pretende que ocurrieron en Francia sobre la tumba del abad París, el
famoso jansenista, admite que la prueba que los respaldaba era clara, completa e
intachable. ¡Y luego, a pesar de ello, la rechaza, y ello solamente por «la absoluta
imposibilidad, o naturaleza milagrosa de los sucesos»! Es preciso considerar tales
pruebas con precaución: pero aceptar la prueba y, rechazar sin embargo los hechos así
probados constituye verdaderamente «la destrucción de los mismos fundamentos de
todo el testimonio humano».
Pero aquí tenemos otra cuestión que pide nuestra atención, aunque ignorada tanto por
el exponente como por el objetor. Ambos han analizado el problema desde el punto de
vista meramente humano, en tanto que la revelación que se ofrece a nuestra aceptación
afirma ser divina. El hombre es tan solamente una criatura: ¿acaso Dios no puede
hablar de tal manera que Sus palabras lleven consigo su propia sanción y autoridad?
Afirmar que Dios no puede hablar de tal manera al hombre es negar en la práctica que
sea Dios. Afirmar que de hecho Él nunca ha hablado de tal manera involucra una
transparente petición de principio. Se podría alegar que la autenticidad de la profecía y
de la promesa han quedado establecidas por su cumplimiento. Pero es cosa cierta que
los profetas declaran que es así que Dios así les habló a ellos, que las Escrituras lo
asumen, y que la fe del cristiano lo respalda.
—aquel cántico del triunfo público del poder divino manifestado abiertamente; y el
cántico del Cordero: el cántico de aquel triunfo más profundo, pero escondido de la fe en
lo invisible. Pero ahora el cántico de Moisés ha cesado, y el único cántico de la Iglesia
es el de Aquel que venció y que ganó el trono mediante una derrota y vergüenza
manifiesta. Los días del «viento recio que soplaba», de las «lenguas de fuego», del
terremoto, se encuentran en el pasado. El ancla de la esperanza del cristiano está
firmemente asegurada en las veladas realidades del cielo. Se sostiene «como viendo al
Invisible»
[1] Téngase en cuenta que esta obra fue publicada por primera vez en el año 1897 (N.
del T.).
[2] Fairbairn, The Place of Christ in Modern Theology, p. 267.
[3] ¡Unos doce años antes de la aparición del Paul de Baur, la verdad que se le atribuye
a él estaba ya siendo considerada en las entonces célebres «reuniones de
Powerscourt» en Irlanda!
[4] Aunque la V.M. traduce bien el pasaje que la Reina-Valera había mal traducido (cp.
también la Biblia de las Américas —N. del T.), parece sin embargo que el hecho de
tomar estas sencillas palabras en su sentido claro y evidente comporta el riesgo de ser
considerado como un insensato o un adicto a la ficción. Las palabras son: «¡Arrepentíos
pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados! para que así vengan
tiempos de refrigerio de la presencia del Señor; y para que él envíe a aquel Mesías, que
antes ha sido designado para vosotros, es decir, Jesús; a quien es necesario que el
cielo reciba, hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de la cual habló
Dios por boca de sus santos profetas, que ha habido desde la antigüedad. ... Vosotros
sois hijos de los profetas, y del pacto que hizo Dios con vuestros padres» (Hch. 3:19,
etc.). Se debería estudiar con atención todo el pasaje, y si es posible, estudiar las notas
de Alford, que exponen de qué manera tan plena y específica todo este pasaje se refiere
a las esperanzas y promesas dadas a los judíos.
[5] Hechos 8:1-4; 11:19. Es digno de señalar que, en esa época todos los discípulos
salieron a predicar, excepto los apóstoles. ¡Y, a pesar de todo, los hay que mantienen
que la predicación es una función exclusivamente apostólica!
[6] Hechos 11. Las palabras «los que eran de la circuncisión parecen sugerir que habían
gentiles entonces en la iglesia. Pero, como dice el decano Alford, Lucas utiliza la frase
desde el punto de vista del tiempo en que estaba escribiendo: «En este caso, todos los
mencionados pertenecerían a la circuncisión».
[7] Hechos 2:46; 3:1; 5:42
[8] Hechos 2:41
[9] Hechos 4:4 Si el número de varones llegó a ser de alrededor de «cinco mil», es
razonablemente cierto que todo el grupo era por lo menos el doble de esta cantidad.
[10] Nunca reciben tal designación en Hechos. Lo cierto es que nuestro término
castellano «diácono» no tiene equivalente en griego clásico ni en griego bíblico, y si los
revisores (ingleses) de la Biblia hubieran sido fieles a sus principios de traducción, este
término hubiera tenido que desaparecer.Διάκονος se utiliza veintidós veces en las
epístolas, y se debería traducir como «siervo» en cada uno de estos casos, y de manera
especial en Filipenses 1:1, y en 1 Timoteo 3:8 y 12, donde se distingue entre siervos y
obispos. En los Evangelios aparece en ocho ocasiones, y es siempre equivalente a
«siervo» en la acepción común, excepto en Juan 12:26, donde se utiliza en un sentido
superior.
[11] Hechos 6:7
[12] Mateo 23:2
[13] Hechos 5:21, 33-40. Utilizo a propósito la palabra asesinato, porque bajo la ley
romana los judíos no tenían derecho a ejecutar a nadie. Ver Juan 18:31. La crucifixión
fue un asesinato judicial; el apedreamiento de Esteban fue pura y simplemente un
asesinato.
[14] Hechos 5:34-40; 22:3. Un cuarto de siglo después de esto se les conocía todavía
con el nombre de «la secta de los nazarenos» (Hch. 24:5).
[15] Lucas 13:33
[16] ¡Las víctimas de las llamadas persecuciones cristianas se han computado, a grosso
modo, en unos cincuenta millones de personas! De las víctimas de la
Roma pagana nunca he visto ninguna estimación. ¡Y las persecuciones paganas
también se hicieron en nombre de la religión! Desde la muerte de Abel en el principio,
hasta las matanzas de cristianos armenios en nuestros tiempos, la religión ha
acumulado una larga historia de culpa y dolor.
[17] Mill John, Autobiography.
[18] Lucas 19:14
[19] Mateo 12:31-32
[20] 2 Crónicas 36:15 y ss.
[21] Hechos 3:19-26
[1] Hechos 24:5,14. «Según el Camino que ellos llaman herejía (secta), así sirvo al Dios
de mis padres» (ver también 28:22), y sigue apelando a la ley y a los profetas. «El
Camino» pasó a convertirse en la designación común de las enseñanzas de ellos (ver,
p. ej., Hch. 19:9,23; 22:4; 24:14,22). Y hablando ante un juez pagano, utiliza a propósito
no la expresión judaica, ὁ θε ὁς τ ὁν πατέρων ἡμ ἡν , sino el término familiar para un
pagano, ὁ πατρ ὁσς θεός, el Dios ancestral o tutelar.
[2] Romanos 11:15
[3] Ver apéndices, nota 4.
[4] Esta es la posición asumida por «Lux Mundi». Ver especialmente pp. 340-341.
[5] Naturalmente, el Antiguo Testamento se lo debemos enteramente a los judíos.
[6] La Iglesia de Inglaterra enseña inequívocamente que no hay ni salvación ni
infalibilidad en la Iglesia, y que la autoridad de la Iglesia en asuntos de fe queda
controlada y limitada por las Sagradas Escrituras (ver Artículos XVIII-XXI). Y esto es
protestantismo; no un rechazo de la autoridad en la esfera espiritual, sino un rechazo de
la esclavitud a la mera autoridad humana que reclama falsamente ser divina. Nos libera
de la autoridad de «la Iglesia», a fin de que podamos ser libres para inclinarnos a la
autoridad de Dios. «La Iglesia» pretende mediar entre Dios y el hombre. Pero el
cristianismo enseña que todas las pretensiones de esta clase son a la vez falsas y
blasfemas, y señala a nuestro Divino Señor como el único Mediador. El protestantismo
no es nuestra religión, sino que nos deja con una conciencia en libertad y una Biblia
abierta, cara a cara con Dios. No es un ancla para la fe, sino que es como el rompeolas
que permite que nuestro anclaje se efectúe con seguridad. Nos protege de aquellas
influencias que hacen imposible el cristianismo.
[7] Estos hombres declaran que a ellos nuestra fe en las Sagradas Escrituras les parece
una locura. Pero las Sagradas Escrituras nos advierten así: «El hombre natural no
percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Corintios
2:14).
[8] La tarea de registrar los puntos acerca de los que la Biblia fue atacada en el pasado,
señalando aquellos en los que la investigación moderna ha vindicado a la Biblia, es una
tarea que espera una pluma competente. Y cuando tal libro haya sido escrito, asombrará
tanto a amigos como a enemigos.
[9] 1 Corintios 14:37
[1] Nuestras versiones inglesas (como muchas de las castellanas —N. del T.), han
distorsionado el pasaje, primero por una puntuación (yo he seguido aquí la del Deán
Alford) que hace del misterio una característica del poder que nos establece, en tanto
que en realidad, caracteriza la predicación por la que somos establecidos; y, en segundo
lugar, por la traducción de las palabras διά τε γραφὁν προφητιὁὁν (cp. Mt. 26:56):
«Las Escrituras de los profetas»). También se debe tener en cuenta que tanto
«revelación» como «misterio» carecen de artículo, pero aunque el castellano parece
demandar el artículo delante de la primera palabra, su inserción delante de «misterio»
no es solamente innecesaria, sino también engañosa.
[2] Romanos 2:16; 16:25; 2 Timoteo 2:8
[3] Ver, p. ej., Efesios 3; Colosenses 1:25-26
[4] Gálatas 1:11—2:12
[5] Gálatas 2:7
[6] Ver Apéndices, nota 5.
[7] 2 Tesalonicenses 2:7-8. En el seno de la Iglesia, naturalmente. La iniquidad en el
mundo es tan antigua como el pecado.
[8] 1 Corintios 15:51
[9] Efesios 3:4-6; 5:30-32; 1 Corintios 12:12-13 y ss.
[10] Synonyms, Part II, p. 123
[11] Romanos 5:10-11
[12] 2 Corintios 5:18-20. Este pasaje está inseparablemente vinculado en mi mente con
un suceso que me contó en una ocasión el difunto Sir Robert Lush. Cuando el sargento
de policía Wilkins volvió al Palacio de Justicia después de una enfermedad que
prácticamente terminó con su carrera, el señor Lush (entonces no había sido aún
armado caballero) lo vio sentado con el rostro hundido entre sus manos, y se dio cuenta
de que le caían lágrimas por entre los dedos. Él no conocía al suboficial, pero cuando lo
vio salir corriendo del Palacio de Justicia, lo siguió, y mencionando delicadamente lo que
había visto, le preguntó si tenía algún problema en el que pudiera ayudarle. El suboficial
le agradeció mucho su gentileza, pero le explicó que su aparente aflicción se debía a las
palabras arriba citadas, que había estado leyendo aquella mañana, y que le habían
venido a la memoria mientras se hallaba sentado en el tribunal, no pudiendo reprimir su
emoción. Este incidente será apreciado por aquellos que sepan qué clase de hombre
era. Será suficiente decir que no tenía por costumbre leer la Biblia. Pero ¡cuántas
personas hay así, que se vuelven a ella en tiempos de enfermedad o de aflicción!
[13] 2 Corintios 5:21
[14] Romanos 10:12
[15] Este tipo de afirmación disgustará a aquella escuela de pensamiento religioso que
se vanagloria de tener como fundador a uno de los mayores maestros de la Iglesia. Pero
apelemos al maestro contra los discípulos. Este es el comentario que da Calvino acerca
del versículo acabado de citar (Ro 5:18): «Él hace que este favor sea común a todos,
debido a que se propone a todos, no porque en realidad se extienda a todos; porque
aunque Cristo sufrió por los pecados de todo el mundo, y se ofrece por la bondad de
Dios a todos sin discriminación, con todo esto no todos le reciben».
Y el siguiente extracto de su comentario al tercer capítulo del Evangelio de San Juan
no es menos pertinente. Refiriéndose al versículo dieciséis, dice: «Cristo empleó el
término universal todo aquel tanto para invitar indiscriminadamente a todos a participar
de la vida como para dejar a los incrédulos sin excusa. Este es el significado del
término mundo. Aunque no hay nada en el mundo que sea digno del favor de Dios, a
pesar de todo Él se muestra reconciliado con todo el mundo cuando invita a todos los
hombres sin excepción a la fe de Cristo, la cual no es otra cosa que una entrada a la
vida».
Y si alguien pregunta: ¿Cómo es, pues, posible el juicio?, la respuesta es que el juicio
se basa sobre esta misma verdad. Ver el Capítulo 12 de este libro.
Y así, llenos de pensamientos felices del hogar en el más allá y de la gloria a la que les
está llamando, pueden gozarse en El, aunque sea a través de la aflicción de muchas
pruebas, porque la prueba de su fe es preciosa.[20]
Los hombres comprenden y aprecian los ascetismos de la religión —«en culto
voluntario, en humildad, y en duro trato del cuerpo»— penitencias y ordenanzas que son
«en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres».[21] Pero todo esto no tiene
nada en común con la vida de la fe. Hay caminos con los que los hombres se engañan a
sí mismos en unos vanos esfuerzos de llegar a la Cruz. Pero es en la Cruz misma donde
empieza la vida de la fe. Y los milagros espirituales de esta vida son más maravillosos
que cualquiera que se limite a controlar o a suspender la operación de las leyes
naturales. El mayor de todos ellos es el milagro del nuevo nacimiento por el Espíritu de
Dios, con su contrapartida exterior de conversión desde una vida de egoísmo o pecado
a una vida de servicio consagrado. Y los que lo han experimentado pueden decir, con
las palabras de las Sagradas Escrituras: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos
ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero».[22] Y al llevar la verdad a
otros, descubren que produce los mismos resultados que ellos mismos han
experimentado. Y esto no sucede sólo en casos aislados ni en circunstancias
favorables. En años recientes, durante los que muchos han proclamado en público su
creencia de que la Biblia es verdadera,[23] pero que, mientras reciben un sueldo para
enseñar que es divina, han estado trabajando para demostrar que es indigna de
confianza y puramente humana, éstos han sido precisamente los años en los que
hombres cristianos la han llevado a algunas de las razas más degradadas del mundo
pagano, con resultados que superan a todos los testimonios anteriores, proporcionando
una abrumadora prueba de que su carácter y su misión son divinos.
Para personas así hay un sentido en que el cielo no está silencioso. La ciencia actual
nos ha enseñado que hay rayos de luz, hasta ahora desconocidos, que pueden penetrar
en las sustancias más densas. Pero estos rayos solamente pueden originarse allí donde
queda excluida la atmósfera de la tierra. Y estas maravillas tienen su contrapartida en la
esfera espiritual. Aquellos que pueden escapar así de la influencia de la tierra y elevarse
por encima de lo visible y temporal, tienen ojos para ver y oídos para oír las escenas y
los sonidos de otro mundo; y con voz unánime testifican que Dios está con Su pueblo y
que Su Palabra es verdadera.
Y respaldando a estos hombres hay decenas de millares de cristianos en la retaguardia,
incluyendo a no pocos de los mayores teólogos, pensadores y eruditos de nuestro
tiempo, que comparten sus creencias y que se gozan en sus triunfos. ¡No se trata de
que la cuestión de qué es la verdad pueda resolverse por un plebiscito! Porque la
verdad siempre ha estado en minoría. Pero no hay en el error no hay ningún elemento
de cohesión. Entre los hijos del error no hay un vínculo de unión excepto en lo que se
refiere a una común hostilidad a la verdad. Una generación mata a los profetas; otra le
levanta sus monumentos funerarios. Aquellos que derramaron la sangre de los mártires
son repudiados y condenados por sus sucesores y representantes actuales. Pero los
hijos de la verdad de todas las edades son uno. Grande es «la nube de testigos» que
nos rodea de los justos muertos de todas las edades pasadas. Y cuando hayamos
corrido nuestra carrera, también nosotros, a su debido tiempo, pasaremos de la arena a
reunirnos con la gran muchedumbre hasta que, completadas sus filas, la hueste
incontable se hallará de pie, una multitud innumerable, delante del trono de Dios.
* * *
¡Qué gran éxito hubiera tenido este libro si hubiera cumplido la promesa de sus primeras
páginas! Si tan sólo hubiera servido para reforzar el rechazo contra la fe que se sugiere
en el capítulo inicial, entonces, desde luego, hubiera recibido «reseñas» en los diarios y
«pedidos» de las bibliotecas. Pero en tanto que los ataques escépticos contra la Biblia
están considerados a la par con la literatura general,[24] la prensa secular considera
inapropiada cualquier defensa de ella que apele a sus más profundas enseñanzas. El
resultado es que todo aquello que la incredulidad tiene que decir, aparece destacado
ante el público, mientras que la inmensa mayoría de la gente nunca oye hablar de un
libro distintivamente cristiano.
La religión y el escepticismo son competidores rivales por el favor popular. Sin embargo
hay muchos que, aunque conscientes de unos anhelos demasiado profundos para
quedar satisfechos por la mera religión, eligen la religión porque no conocen otro refugio
frente al descreimiento. Y hay otros que, «con demasiado conocimiento para ser
escépticos», derivan hacia el escepticismo en su rechazo del clericalismo.[25] Quizá
estas páginas puedan sugerir a algunos de ellos un mejor camino. Porque el
cristianismo no solamente nos libera del escepticismo por una parte, sino también de la
superstición por la otra.
Y es posible que para no pocos este volumen reciba buena acogida al proporcionar una
clave a apremiantes dificultades que desconciertan y afligen a las personas reflexivas.
La incredulidad se aprovecha del silencio del cielo, de la inacción del Supremo. Si existe
un Dios, todopoderoso y absolutamente bueno, ¿por qué no utiliza Su poder y da prueba
de Su bondad en la forma que los hombres deciden esperar de Él? La respuesta que
por lo general ofrece el apologista cristiano no consigue silenciar al oponente ni
satisfacer al creyente. Y con razón, porque carece no sólo de coherencia, sino también
de compasión. El Dios de la Biblia es infinito, tanto en poder como en compasión; y en
otras épocas Su pueblo tuvo prueba pública de ello. ¿Por qué, entonces, está Él tan
callado?
La pregunta no es por qué no se manifiesta siempre a Sí mismo, sino por quénunca lo
hace. Si, como ya se ha expuesto, incluso generaciones enteras pasaron sin
experimentar ninguna manifestación de poder divino sobre la tierra, entonces, en
presencia de algún mal aplastante, de algún mal horrendo, Su pueblo bien podría
exclamar con Gedeón en el pasado: «Si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha
sobrevenido todo esto? ¿Y dónde están todas sus maravillas que nuestros padres nos
han contado?».[26] Pero lo que nos atañe es que, a lo largo de todo el curso de esta
dispensación cristiana desde los tiempos de Pentecostés, «el dedo de Dios»[27] nunca
ha estado obrando abiertamente en la tierra, ¡nunca se ha observado un milagro público
—«ni un solo suceso público que empuje a creer que haya un Dios en absoluto»!
¿Acaso se nos ha dejado en las tinieblas para buscar a tientas para hallar la respuesta?
¿Acaso la revelación no da luz acerca de esto? Es para sugerir la solución a este
misterio que se han escrito estas páginas. Ahora sólo queda recapitular el argumento
que han ido desarrollando.
Apelar a los «milagros cristianos», como se ha expuesto, lejos de resolver el misterio,
sirve sólo para intensificarlo. Además, el propósito de los milagros era el de acreditar al
Mesías a Israel, y no, como generalmente se supone, acreditar el cristianismo a los
paganos. Y, por ello, como la Escritura indica claramente, persistieron mientras el
testimonio se dirigió al judío, pero cesaron cuando, habiendo sido dejado el judío de
lado, el evangelio fue enviado al mundo de los gentiles.
Pero la crisis que privó a la nación favorecida de su posición ventajosa de privilegio
proporcionó la ocasión para una nueva revelación a la humanidad. La caída de Israel fue
«la reconciliación del mundo».[28] Dios adoptó una nueva actitud hacia los hombres.
Siempre había habido misericordia hacia los gentiles, porque todo quien buscaba con
diligencia a Dios nunca lo había buscado en vano.[29] Pero el cristianismo va
infinitamente más allá de esto. Es la plasmación del cambio insinuado en las palabras
proféticas: «Fui hallado de los que no me buscaban; me manifesté a los que no
preguntaban por mí».[30] Ahora no se trata de que Dios oiga el clamor de un verdadero
corazón arrepentido suplicando misericordia, porque esto siempre lo ha hecho, sino que
ahora Él mismo está rogando incluso a los no arrepentidos a que se vuelvan a Él; está
rogando a los hombres que se reconcilien con Él.[31] No se trata que haya misericordia
para algunas personas, sino que Dios ha hecho ahora una declaración pública de Su
gracia «portadora de salvación a TODOS los hombres».[32]
Así, la gracia se halla en el trono, reinando por medio de la justicia para vida eterna.
[33] Pero es cosa evidente que antes que se revelase esta verdad, la gran verdad
característica del cristianismo, se daba una intervención inmediata de Dios sobre la
tierra: en una palabra, había milagros; en tanto que, después de que fuera revelada esta
verdad, los milagros cesaron. La era del reinado de la gracia es precisamente la era del
silencio de Dios. Así, es a la gracia a la que acudimos para explicar el silencio. El
cristianismo es la revelación final y suprema de «la bondad de Dios nuestro Salvador, y
su amor para con los hombres».[34] Así, cuando Dios se manifiesta una vez más sólo
podrá hacerlo en ira, y la ira tiene que esperar al «día de la ira».[35]
Esto no significa que el gobierno humano haya perdido su sanción divina, porque «no
hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas».
[36] Tampoco ha quedado suspendido el gobierno moral del mundo: las leyes de la
naturaleza siguen implacablemente en acción.[37] Pero en esta esfera superior no hay
ni tribunal ni policía con potestad para tratar los pecados de los hombres; porque Aquel
a quien pertenece en exclusiva la sublime prerrogativa del juicio está ahora entronizado
como SALVADOR. Dios no está ya más imputando a los hombres sus pecados.
[38] Desde el trono de la Majestad Divina se ha ordenado la proclamación del perdón y
de la paz, y esto sin limitaciones ni reservas. Y ahora un Cielo silencioso da una prueba
continua de que esta gran amnistía sigue vigente, y de que el más culpable de los
pecadores puede volverse a Dios y hallar perdón de los pecados y vida eterna. Dios
está callado porque ha dado Su última palabra de misericordia y de amor, y el juicio
tiene que esperar al «día del juicio»; no puede haber lugar para tal cosa en este «día de
gracia».[39]
A muchos esto les parecerá un misticismo de lo más simple. En cambio, otros no verán
en ello ningún significado. Porque para ellos el ministerio y la muerte de Cristo son tan
solamente un espléndido episodio que ha elevado a la humanidad a un nivel más alto
que el conseguido hasta entonces. Y además, para estos últimos el problema que se
plantea en este libro no tiene ningún sentido.[40] Al tener una creencia sólo tibia en lo
sobrenatural, la ausencia de milagros no excita en ellos ni asombro ni angustia. Pero,
felizmente, no son pocos los que han aprendido a pensar en el Calvario no como un
paso ascendente en el inevitable progreso de la raza hacia la meta de su elevado
destino, sino como una tremenda crisis que puso fin a la probación del hombre, y que lo
dejó totalmente dependiente de la gracia divina, o, si rechaza la misericordia ofrecida,
confinándolo en juicio. Y éstos valorarán mucho mejor la clave que aquí se ofrece para
el misterio de un cielo silencioso.
NOTA 2. Significado y uso del término «religión» (véase Capítulo 4, nota al pie 17)
Según el diccionario, el significado primario de religión es «piedad». Pero esto es, desde
luego, totalmente personal y subjetivo. En estas páginas utilizo solamente la palabra en
su sentido original, aquel en el que aparece siempre en nuestra Biblia inglesa. «Lo poco
que “religión” significaba piedad, y lo muy predominantemente que se utilizaba para el
servicio exterior a Dios, queda evidente en muchos pasajes en nuestras homilías, y de
mucha literatura contemporánea.» Pero aunque el arzobispo Trench, de cuya
obra English Past and Present hemos entresacado esta cita, sugiere que este uso de la
palabra está ya en desuso, me atrevo a mantener que es en este sentido original,
aunque ahora secundario, que se utiliza generalmente en la actualidad.
Y puedo apelar al hecho de que los revisores la han retenido incluso en Gálatas 1:13-14
(se refiere a la versión revisada inglesa, N. del T.) donde aparece en tres ocasiones «la
religión de los judíos» como el equivalente a «judaísmo». En los únicos otros pasajes en
los que aparece (Hch. 26:5, y Stg. 1:26-27), se trata de la traducción del término griego
θρησκεία, una palabra que significa el servicio ceremonial externo de la religión, en
contraste con ε ὁσέβεια, una palabra que, con una única excepción, se traduce siempre
comopiedad en los quince pasajes en los que aparece. Θρησκεία se traduce
comoculto en Colosenses 2:18, lo que demuestra claramente que implica un ceremonial
externo. Su uso en Hechos 26:5 no precisa de comentarios, pero, por lo general, se
pierde de vista su significado en Santiago 1:27. «La religión pura y sin mácula es esta»
declara el escritor —y cada israelita (porque era a ellos a quienes se dirigía la epístola
en forma especial)— esperaría una referencia a nuevas ordenanzas en lugar de
aquellas de la dispensación finalizada; pero sus pensamientos son llevados a una
dirección totalmente diferente: «visitar a los huérfanos y a las viudas en sus
tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo». Como observa el arzobispo Trench,
la θρησκεία esencial del cristianismo «consiste de actos de misericordia, de amor, de
santidad». Las palabras están dispuestas no para indicar un paralelo, sino un contraste.
El apóstol no hubiera podido enseñar de una manera más enérgica y contundente que el
cristianismo no es una θρησκεία en absoluto.
NOTA 3. El propósito de los Hechos de los Apóstoles (véase Capítulo 5, nota al pie
16)
Los Hechos de los Apóstoles está dividido por los teólogos en tres períodos principales:
El hebraico (caps. 1–5); el de transición (6–12), y el gentil (13–28). Pero esta
clasificación es arbitraria. La sección hebraica incluye por lo menos los primeros nueve
capítulos; y si el punto de vista acerca del libro que aquí proponemos es correcto, todo
el resto del mismo se tiene que considerar como de transición. Que esto es así de una
manera muy real no lo podrá dejar de reconocer ningún estudioso; y me aventuro a
mantener que esta es la intención de la narración. La admisión de los gentiles, que se
narra en el capítulo 10, tuvo lugar dentro de unas líneas estrictamente judías, como los
apóstoles llegaron a saber, y como Santiago lo explicó en el Concilio de
Jerusalén (15:33 y ss.). Los que fueron dispersados por la persecución que se inició tras
el asesinato de Esteban predicaban «sólo a los judíos» (11:19). La nota marginal al
versículo 20 en la versión revisada inglesa expone que no se tiene que forzar el pasaje
para implicar una negación de esto. Que el ministerio de Pablo durante el año que pasó
en Antioquía se limitó a los judíos queda claro por 14:27.[1] Cuando Pablo y Bernabé
llegaron a Salamina procedentes de Antioquía, «anunciaban la palabra de Dios en las
sinagogas de los judíos» (13:5). Cuando llegaron a Antioquía de Pisidia, de nuevo
acudieron a la sinagoga (v. 14). Y no fue sino hasta después que los judíos rechazaron
el ministerio que los apóstoles se volvieron «a los gentiles» (v. 46). Este pasaje marca
una de las crisis menores en la narración. De nuevo, en Iconio los apóstoles predicaron
en la sinagoga de los judíos (14:1). Como los «griegos» aquí mencionados asistían a la
sinagoga, es evidente que eran prosélitos, y no deben confundirse con los «gentiles» de
los versículos 2 y 5. El versículo 27 del capítulo catorce deja claro que el ministerio de
Pablo entre los gentiles empezó con su estancia en Pisidia (cap. 13).
El capítulo 15 demanda una atención más plena que la que le podemos prestar aquí.
Pero todos podrán ver que registra la sesión de un concilio de judíos para tratar de los
nuevos problemas que se habían suscitado a causa de la conversión de los gentiles.
Hechos 16:1-8 narra las visitas de los apóstoles a las iglesias existentes. A continuación,
la visión del versículo 9 los llama a Filipos, donde (como probablemente en Listra) no
hallaron ninguna sinagoga. Pero al pasar de allí a Tesalónica, «Pablo, como
acostumbraba», frecuentó la sinagoga (17:2). Lo mismo tenemos en Berea (v. 10) y en
Atenas (v. 17).
De Atenas Pablo fue a Corinto donde «discutía en la sinagoga todos los días de reposo»
(18:4). Así también en Éfeso (v. 19 y 19:8). Fue desde allí que se dirigió a Jerusalén en
aquella misión que algunos consideran como el cumplimiento de su ministerio, y por
otros como su desvío del camino del testimonio a los gentiles que, al parecer le había
sido marcado como el que debía seguir. Sea como fuere, habiendo sido llevado preso a
Roma, su primera preocupación fue la de convocar, no a los cristianos, a pesar de lo
mucho que deseaba verlos (Ro. 1:10-11), sino «a los principales de los judíos», y ello
para darles el testimonio que había llevado a su nación en cada lugar adonde le había
llevado su ministerio. En su primer discurso ante ellos afirmó su posición como un judío
entre judíos: «No habiendo hecho nada contra el pueblo [les dijo], ni contra las
costumbres de nuestros padres» (28:17); pero cuando éstos, los judíos de Roma,
rechazaron la misericordia ofrecida, su misión a los de su nación llegó a su final; y
separándose por primera vez de ellos, exclamó: «Bien habló el Espíritu Santo por medio
del profeta Isaías a vuestros padres» (V.Μ.). Y procedió a repetir las palabras que
nuestro mismo Señor había utilizado en aquella crisis similar de Su ministerio cuando la
nación le rechazó abiertamente (Hch. 28:25; Mt. 13:13, cp. 12:14-16).
Mantengo que Hechos, como un todo, es el registro de una dispensación temporal y
transicional en la que la bendición se ofreció de nuevo al pueblo judío, y fue de nuevo
rechazada. De ahí el constante énfasis con que se pormenoriza el testimonio a Israel, y
la forma incidental en que se narra el testimonio a los gentiles. De los miles de
bautizados en Pentecostés no cabe duda de que una gran proporción era de los
extranjeros que se mencionan en 2:9-11; y estos llevaron el testimonio a los judíos en
los lugares allí enumerados. Por lo que se refiere a los cinco mil hombres mencionados
en 4:4, estos parece que residían en Jerusalén, y cuando fueron dispersados por la
persecución que siguió a la muerte de Esteban, «iban por todas partes, anunciando el
Evangelio», pero «sólo a los judíos» (8:1-4 y 11:19). Podemos suponer con toda
seguridad que no hubo un solo distrito ni ninguna aldea donde habitasen judíos donde
no llegase el Evangelio.
Algunos, quizás, apelarán a pasajes como Hechos 15:12 para refutar mi afirmación de
que los milagros tenían una especial referencia a la nación favorecida. No obstante, el
investigador cuidadoso verá que nada hay en la narración que sea inconsecuente con lo
que afirmo. Por ejemplo, el milagro en Listra fue en respuesta a la fe de un hombre, que
se benefició del mismo (14:9), y su efecto sobre los paganos testigos del mismo no fue
el de llevarles al cristianismo, sino primero a el de llevarlos a rendir homenaje divino a
los apóstoles y después, al descubrir que no eran dioses, sino hombres, a apedrearlos.
No he dicho que no se efectuaron milagros entre los paganos, sino que, cuando se llevó
el Evangelio a éstos, los milagros perdieron su lugar preeminente, y que cesaron
totalmente justo alrededor del tiempo en que, si la hipótesis comúnmente difundida
fuese cierta, hubieran sido del máximo valor. El gran milagro de 16:26 fue una
intervención divina en favor del apóstol Pablo y Silas. Y entre los judíos de Éfeso (19:11)
y los cristianos de Corinto (1 Co. 12:10) hubo milagros, como indudablemente también
en otros lugares. Pero no hubo milagros en presencia de Félix ni de Festo ni de Agripa;
y, como ya se ha señalado, cuando Pablo compareció ante Nerón ya se había acabado
la era de los milagros. Los milagros de Hechos 18:8-9 son cronológicamente los últimos
que se registran, y las epístolas posteriores guardan un silencio total acerca de los
mismos.
[1] Debido a que si los gentiles hubieran sido evangelizados durante su primera visita,
no habría existido ninguna necesidad de anunciar a su vuelta que Dios había abierto la
puerta de la fe a ellos.
NOTA 6. El Diablo y sus tentaciones (véase Capítulo 11, notas al pie 3 y 16)
Si el lector abre el Nuevo Testamento, y ayudado por una buena concordancia examina
cada pasaje en el que se menciona al diablo, se quedará asombrado al ver qué poco
hay que dé un apoyo siquiera aparente a la superstición popular acerca de este tema.
Solamente puedo hallar tres pasajes que parezcan sugerir que Satanás tiente a actos
inmorales. De 1 Juan 3:8-10 ya he hablado. Los otros dos son 1 Corintios 7:5 y
1 Timoteo 5:15, y voy a abordarlos a continuación.
Naturalmente, en la tentación de nuestro Señor no entró la cuestión de la moralidad. El
objetivo del diablo era apartarlo del camino de dependencia de Dios, y especialmente
apartarlo del camino que llevaba a la Cruz. Y también fue esto lo que suscitó aquella
terrible reprensión dirigida a Pedro cuando el Señor se dirigió a él llamándole «Satanás»
(Mt. 16:23). Y cuando Satanás pidió tener a Pedro (como había pedido que se le diera
Job), fue su fe lo que intentó destruir. «Pero yo he rogado por ti», añadió el Señor,
«que tu fe no falte» (Lc. 22:31-32).
Y es indudable que fue recordando esto que el apóstol escribió las palabras: «Porque
vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien
devorar; al cual resistid firmes en la fe» (1 P. 5:8-9). En la parábola de la cizaña en el
campo, es el diablo el que siembra la cizaña (Mt. 13:39). Y en la parábola del sembrador
se describe la obra del diablo como quitando la semilla de la palabra de los corazones
de aquellos que la oyen, «para que no crean y se salven». Y si Elimas, el hechicero, fue
llamado «hijo del diablo», fue debido a su intento «de apartar de la fe al procónsul»
(Hch. 13:8-10).
Dos pasajes indican su misterioso «imperio de la muerte», esto es, Hebreos 2:14 y
Judas 9, refiriéndose el último a su reclamación del cuerpo de Moisés como su derecho.
Y otros dos pasajes indican su capacidad para infligir enfermedad y dolor, esto es,
Lucas 13:16 y Hechos 10:38, pero estos pueden explicarse probablemente por
referencia al caso de Job.
En Apocalipsis 12:9 se le designa como aquel «el cual engaña al mundo entero» (cp.
Ap. 20:10); y en dicho libro es descrito como el dirigente en la gran lucha futura entre la
fe y la incredulidad, entre el reconocimiento de Dios y la negación de Él. No hay
necesidad de citar los muchos pasajes que indican su maligno odio contra Dios y Su
pueblo, pero si él fuera el obsceno monstruo de la tradición cristiana, ¿cómo es que, de
principio a fin, la Biblia guarda silencio acerca de este tema? En sus «estratagemas»
contra los hombres, el Satanás de las Escrituras es el enemigo no de la moral, sino de
la fe.
Y si a la vista de la masa de testimonios que llevan a esta conclusión nos volvemos de
nuevo a los dos pasajes anteriormente mencionados, estaremos preparados para
leerlos bajo una nueva luz. En 1 Timoteo 5 leeremos el versículo 15 a la luz del versículo
12. El apartarse «en pos de Satanás» a que aquí se refiere es con respecto a «haber
quebrantado su primera fe». Y el cristiano no dudará en seguir a Calvino comprendiendo
aquí la «fe» como la fe de Cristo. La palabra πιστός aparece doscientas veces en las
Epístolas; y solamente se utiliza en este sentido, con la única excepción de Tito 2:10.
Hay, por ello, una poderosa presunción en contra de que aquí no signifique más que la
«fidelidad» de la mujer a su difunto marido. Además, tal sugerencia haría que el apóstol
se contradiga a sí mismo. ¡Le haría decir que las jóvenes viudas «tienen condenación»
porque quieren volverse a casar, y sin embargo termina con un mandato expreso de que
se deben volver a casar! (v. 14.) Los versículos 11-13 nos dan sus razones para su
orden. Este pasaje, por cierto, comporta una enérgica condena de los conventos de
monjas, pero la interpretación que generalmente se le impone constituye un atentado a
las Sagradas Escrituras y un burdo libelo en contra de las mujeres. Y puedo añadir que
si tal interpretación fuera cierta, el límite de edad a partir del cual se tenía que proveer
para las viudas hubiera sido puesto ciertamente inferior a la de sesenta años.
Las expresiones «se rebelan contra Cristo», y «apartándose en pos de Satanás», tienen
que explicarse en correspondencia con la normativa bíblica de la vida espiritual y con la
teología bíblica de las tentaciones satánicas. Así también con respecto a 1 Corintios 7:5.
La solemne lección práctica a derivar de ello es que cualquier alejamiento de la
prudencia y de la sobriedad puede dar a Satanás una ventaja: una ocasión para minar o
corromper la fe del cristiano.
Con respecto a Ananías, su historia se lee tan erróneamente que la Iglesia se pierde la
verdadera lección. Él no era un mal hombre, sino un buen hombre. En el entusiasmo de
su celo vendió la propiedad de sus tierras a fin de dedicar el producto de su venta al
fondo común. Pero aquí se le presentó la sugerencia de poner aparte una parte de ello
para su propio uso. Su esposa andaba metida en el asunto, y mintió atrevidamente para
esconderlo. Pero Ananías no dijo ninguna mentira, tan solamente la actuó, tal como la
gente está acostumbrada a hacer hoy en día. Si él viviese con nosotros, gozaría de la
mayor reputación posible. Lo cierto es que hay bien pocos en estos días de egoísmo
que se pudieran comparar con él. La enseñanza que hallamos en este pasaje no es la
maldad del hombre, sino la santidad y «severidad» de Dios, así como la sutileza de las
tentaciones de Satanás. Satanás lo tentó no a un acto obsceno e «inmoral», sino
solamente a hacer aquello que, como el apóstol le dijo, tenía un derecho indiscutible a
hacer. El no mintió a los hombres —así nos lo dice la Palabra en forma expresa— sino
que mintió a Dios, y un juicio repentino cayó sobre él. Si Dios estuviera tratando en la
actualidad con las personas en base a este criterio, ¡la cantidad de entierros provocaría
serias dificultades!
El caso de Judas no lo trató de una forma expresa porque cae evidentemente dentro de
la categoría de las tentaciones dirigidas directamente en contra del mismo Cristo.
NOTA 7. Los efectos de la influencia de Satanás (véase Capítulo 11, nota al pie 14)
La exégesis que aquí se ofrece de Juan 8:44 no se basa en la gramática del artículo
griego. Los revisores han adoptado un compromiso insatisfactorio entre exposición y
traducción. «Hablar una mentira» es una construcción que no es inglesa (ni castellana –
N. del T.). En nuestra lengua, la expresión apropiada sería la de «decir una mentira».
Pero nadie traduciría de esta manera las palabras griegas λαλε ἡν τ ἡ ψε ὁδο ὁ; y al
insertar en el margen la antigua y descartada glosa, los revisores solamente revelan la
falta de satisfacción que sienten acerca de su propia versión. Las palabras tienen que
referirse o bien a una mentira determinada, o bien, en un sentido abstracto, a aquello
que es falso (ver Sal. 5:6 LXX). En esta perspectiva del pasaje, toda habla sería
considerada como repartida entre la verdad y la mentira —habla de Dios y habla del
diablo. Pero esto es algo imaginativo aquí y, a la vista de las palabras que siguen, más
bien forzado. Y si, como me aventuro a proponer, lo que aquí tenemos a la vista no es lo
falso en abstracto, sino un caso concreto de ello, ya no hay más cuestión de gramática.
Y traducido de este modo, queda clara la relación entre Satanás el mentiroso y Satanás
el homicida. El no es el instigador de todos los homicidios, sino del homicidio que está
ahí y entonces en cuestión: el asesinato de Cristo; él no es el padre de mentiras, sino el
padre de la mentira de la cual «el homicidio» es la consecuencia natural.
En Romanos 1:25, donde ambas palabras («verdad» y «mentira») tienen el artículo,
supongo que ambas son utilizadas en el sentido abstracto. En Apocalipsis 21:27 y 22:15
la palabra «mentira» carece del artículo. Pero en 2 Tesalonicenses 2:11 es de
nuevo la mentira de Juan 8:44. El inicuo que ha de ser todavía revelado queda descrito
como aquel «cuya venida es mediante la operación de Satanás con todo poder y
señales y milagros mentirosos». Dios no incita a los hombres a decir mentiras ni a creer
mentiras. Pero de aquellos que rechazan «la verdad» está escrito: «Él les enviará un
poder engañoso para que crean en la mentira». Debido a que han rechazado al Cristo
de Dios, una ceguera judicial caerá sobre ellos con lo que aceptarán al cristo de la
humanidad, que será Satanás encarnado.
En estas páginas me he mantenido apartado de la profecía, porque se dirigen en parte a
aquellos que no creen en la profecía. Pero si el estudioso de la profecía se libera del
mito acerca de Satanás, encontrará que la predicción divina del futuro se aclarará con
una luz radiante. Terribles guerras han de convulsionar todavía a las naciones, y
surgirán hambres como consecuencia. Pero el Hombre venidero traerá paz al mundo.
Se atraerá el homenaje universal no solamente a causa de sus poderes milagrosos
satánicos, sino debido a sus espléndidas cualidades humanas. Los adherentes a «la
verdad» serán los únicos de toda la raza humana que tendrán razones para lamentar su
soberanía. Su reinado será una era del «milenio» humano, un tiempo de orden y de
prosperidad sin precedentes, en el que florecerán las artes de la paz y se cumplirán las
utopías de los filósofos y de los socialistas. Y que el culto satánico que entonces
prevalecerá sobre la tierra estará marcado por una elevada moralidad y una especiosa
«forma de piedad» queda indicado en el hecho de que las Escrituras advierten que, si
no fuera por la gracia de Dios, «engañaría a los mismos elegidos». Y me aventuro a
pensar que esto ya se está prefigurando claramente en los sucesos actuales. Los
cristianos se están tomando livianamente los ataques escépticos contra las Escrituras.
Pero la verdadera cuestión implicada en estos ataques es la deidad de Cristo; y me
aventuro a predecir que aquellos de nosotros que vivan otro cuarto de siglo serán
testigos de un gran abandono de esta gran verdad por muchas de las iglesias. El declive
de la fe durante los últimos veinticinco años ha sido pasmoso, y ya nos hallamos dentro
de una distancia mensurable de una aceptación más general del culto satánico: de una
religión marcada por una elevada moralidad y por una ferviente filantropía, pero
totalmente carente de todo aquello es distintivamente cristiano. «Libres de dogma» es la
expresión favorita: y esta «libertad» significa abandonar las grandes verdades del
cristianismo.
NOTA 8. El mito acerca de Satanás (véase Capítulo 11, nota al pie 23, y Capítulo 23,
nota al pie 38)
¡Cuán profundamente arraigada y aceptada está la creencia popular de que todos los
hechos malvados de una cierta gravedad se deben a influencia satánica! Pero esta
creencia sugiere una dificultad que ha desconcertado y contrariado a muchos cristianos
reflexivos. Son multitudes innumerables las que así transgreden. Y no se encuentran
solamente en las sórdidas estancias de los barrios bajos de nuestras ciudades, sino
también en mansiones llenas de riqueza y de cultura; no solamente en nuestras grandes
y poco atractivas ciudades, sino en cada pueblo y aldea de la nación. Y estas cosas
tampoco son específicamente del dominio de Satanás. Al contrario, si el vicio y el crimen
son señales de su presencia y poder, otros países tienen que reclamar más de su
actividad que el nuestro. Y cuando nos dirigimos a los escenarios más tenebrosos del
paganismo, la pasmosa relación de repelentes vicios y crueldades demuestran de que
allí el diablo tiene que hallarse aun más ocupado que en la cristiandad. Pero si la
mayoría de los muchos miles de millones de humanos se hallan bajo su influencia
personal, tiene que estar familiarizado con la vida y las circunstancias de cada individuo.
¿Tenemos entonces que llegar a la conclusión de que en la práctica es omnipresente y
omnisciente? ¿Tenemos que adscribirle estos atributos de la Deidad?
Por lo que se refiere al mundo invisible, toda creencia que no repose sobre la revelación
es esencialmente supersticiosa: ¿cuál es entonces el testimonio de las Escrituras acerca
de esta cuestión? El primer capítulo de la Epístola a los Romanos trata la condición de
los paganos con una claridad que no deja nada que desear. Así, acudamos a este
pasaje, y pongamos a prueba la creencia popular mediante el mismo. Estas son las
palabras:
«Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que
se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.
Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en
semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por
lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus
corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la
verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al
Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones
vergonzosas... y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a
una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen (Ro. 1:21-28).»[1]
Si Satanás fuese el responsable inmediato de las inmoralidades más bajas de los
hombres, es inconcebible que un pasaje así no aludiera a ello; pero no hay alusión
alguna. Las palabras son claras y simples: «Dios los entregó»; y la naturaleza humana
alienada de Dios explica propia corrupción en que los hombres han caído. Y no vale
argumentar que aquí sólo se trata de la corrupción de los paganos. Si no se necesita del
diablo para explicar las abominaciones del mundo pagano, ¿por qué apelar a lo
sobrenatural para explicar los crímenes y vicios de la Cristiandad? Esto resulta tan
antifilosófico como antiescriturario.
¿Y por qué iba Satanás a tentar a los hombres de esta manera? Esta forma de actuar
sería inteligible si su poder sobre ellos dependiera de que llevasen vidas viciosas. Pero
la Escritura pone en entredicho esta sugerencia. Algunos de los que le pertenecen son
esclavos del vicio, pero otros son fanáticos religiosos de carácter intachable; y nuestro
Señor declara de forma expresa que son los fanáticos los que están más alejados del
reino.[2]
No se trata de que la inmoralidad sea un pasaporte para el cielo, ni ninguna
recomendación al favor divino. Al contrario, es un camino a la «Ciudad de Destrucción»;
pero es por esta misma razón que pone al hombre al alcance de la esperanza, porque
es en la «Ciudad de la Destrucción» donde el Salvador está buscando a los perdidos. El
devoto de vida intachable, que da gracias a Dios por no ser como los demás hombres,
está totalmente del lado del diablo, mientras que si se viera tentado al pecado
declarado, bien pudiera ser que fuese llevado a ponerse de rodillas para pronunciar
aquella otra oración que traería a todo el cielo en su ayuda.
¡Cómo se simplificaría todo si la moralidad fuese una marca distintiva de los
regenerados, y la inmoralidad caracterizase al resto! Pero no es el vicio el distintivo de la
obra del diablo. Una de sus «estratagemas» es «una apariencia de piedad».[3] Entre los
enemigos más peligrosos de Cristo y del cristianismo los hay que viven vidas puras y
justas y que predican la justicia. «Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se
disfraza como ángel de luz. Así que, no es extraño si también sus ministros se disfrazan
como ministros de justicia».[4] Y si los «mismos elegidos» quedan engañados por el
fraude, se debe principalmente porque están cegados por este error del mito acerca de
Satanás.
No es, repito, en el dominio de la moral donde se manifiesta de forma patente la
influencia del diablo, sino en la esfera espiritual. Nuestra raza no ha surgido de de Adán
en la inocencia de Edén, sino del Adán caído y pecador proscrito. De modo que la
naturaleza humana se encuentra envenenada desde su misma fuente por la ignorancia
y desconfianza hacia Dios. Es una naturaleza caída. Y es Satanás quien así la hundió.
¿Y vamos a asombrarnos entonces de que pueda influir en las corrientes principales de
pensamiento y de acción de los hombres respecto a las cosas divinas? ¡No hay para
asombrarse de que pueda controlar la religión de la raza humana!
Todo esto puede provocar una reacción de menosprecio en el agnóstico, pero lo
emplazamos a que ofrezca otra explicación de estos hechos tan evidentes. El
evolucionista pretende explicar la condición de los estratos inferiores de la humanidad,
pero, ¿cómo puede explicar los fenómenos de la religión de la Cristiandad? A pesar de
todas las ventajas que ofrece la civilización, las personas han vendido las sublimes
verdades del cristianismo por las supersticiones del paganismo del mundo antiguo.
Fantasías como la regeneración bautismal y la posesión de poderes místicos por parte
de una casta sacerdotal, son totalmente repugnantes para el cristianismo, y el judaísmo,
incluso en su apostasía, se hallaba libre de ello; pero, a pesar de todo, han sido
incorporadas como parte integral de la religión cristiana. Esto, por sí solo, constituye ya
una prueba de que, por lo menos en lo que respecta al origen del hombre, la evolución
es falsa y la historia de la caída en Edén es cierta.
Pero este tipo de influencia satánica no implica ningún conocimiento de la experiencia
interna de cada vida ni la posesión de atributos divinos. No implica ninguna acción
dirigida simultáneamente contra de millones de personas esparcidas por todo el globo.
Que el diablo actúa efectivamente sobre ciertos individuos es cosa que sí sabemos;
pero la Escritura nos indica que son casos excepcionales. La advertencia a los Doce de
que Satanás los había pedido, aunque se dirigía a todos ellos, se dirigía especialmente
a Pedro. Es perfectamente normal que intentase hacer caer a los que sobresalían como
campeones de la verdad. Y el discípulo más humilde no puede considerarse inmune
frente a sus ataques. Él «anda alrededor», leemos, «como león rugiente, buscando a
quien devorar».[5] Y un león al acecho puede también cazar al más débil como presa
suya. Esto puede explicar los conflictos que a veces ponen a prueba la fe incluso de los
más humildes de los cristianos.
La antigua clasificación, «el mundo, la carne y el diablo», es verdadera. Y
nuestra lucha no es contra carne ni sangre.[6] En la esfera de la carne nuestra
seguridad reside en la huida. Pero es imposible huir de Satanás. «Huye de las pasiones
juveniles»;[7] pero en cambio: «Resistid al diablo, y huirá de vosotros».[8] Esta distinción
queda claramente marcada en las Escrituras. Las más bajas «concupiscencias de la
carne» se encuentran totalmente bajo el control del hombre, a no ser que de cierto esté
debilitado por una viciosa indulgencia. Pero en el caso de los más fuertes y santos de
los hombres, la única defensa contra los ataques de Satanás es «toda la armadura de
Dios».[9]
Ya he hablado de la intención y de los métodos del diablo. Nadie, insisto, puede afirmar
que no pueda utilizar los medios más bajos para atrapar a un ministro de Cristo, y así
estropear su testimonio y destruir su utilidad. Pero se debe insistir con toda claridad que
su esfuerzo normal no será tentarnos al tipo de pecados que llevan a la contrición y que
nos enseñan cuan débiles somos; más bien que, apartándonos hacia una mera
moralidad o religión o filosofía, busca debilitar o destruir nuestra conciencia de
dependencia de Dios. Porque el pecado puede humillar a un cristiano; pero la filosofía y
religión humanas solamente pueden fortalecer su propia estimación. Y el «lazo del
diablo» es la soberbia,[10] no la humildad.
Sabemos de cierto que hay «espíritus inmundos». Y es posible que ciertas fases
anormales de corrupción se deban, incluso en nuestros días, a una posesión
demoníaca; pero esto es algo completamente diferente de las tentaciones satánicas. Y
tampoco todos los demonios son «inmundos». Las «doctrinas de demonios» contra las
que se nos advierte «en los postreros días» no son las incitaciones al vicio, sino a una
moralidad más exigente y a una espiritualidad más trascendente incluso que la que
ordena el cristianismo. El matrimonio mismo resulta repulsivo para esta corriente
ascética, y rechaza de plano ciertos tipos de alimentos «que Dios creó para que con
acción de gracias participasen de ellos todos los creyentes».[11]
Las flagrantes inmoralidades de algunos de los conversos de Corinto no suscitaron en el
apóstol ninguna sugerencia de que provinieran de alguna influencia satánica, excepto,
en verdad, como un posible medio para la restauración de aquellos que habían pecado.
[12] La advertencia «para que Satanás no gane ventaja sobre nosotros», se da cuando
el celo de ellos en mostrarse limpios traiciona el resentimiento que sentían contra los
delincuentes.[13] Y fue la llegada de falsos maestros «predicando a otro Jesús» lo que
suscitó la advertencia adicional contra la «astucia» de la Serpiente, para que sus mentes
no fueran corrompidas de «la sincera fidelidad a Cristo».[14] De nuevo, cuando se
desencadenó la persecución contra la iglesia en Tesalónica, actuó diligentemente para
informarse de su fe, temiendo que les hubiera «tentado el Tentador», y que les fallara la
confianza en Dios.
Hay un pasaje en las Escrituras que algunos creen que constituye la refutación de lo que
aquí se mantiene. En realidad, se puede presentar más bien en apoyo de ello. Las
siguientes son las palabras con que comienza el segundo capítulo de Efesios:
«Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en
los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al
príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de
desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los
deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y
éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás» (Ef. 2:1-3).
Los que leen este pasaje a la luz del mito acerca de Satanás se pierden por entero su
especial enseñanza. La vida de todo hombre no regenerado, sea que esté significada
por el vicio más burdo o por la moral más elevada, es «conforme al espíritu que ahora
opera en los hijos de desobediencia». La vida de Saulo, el perseguidor, había sido tan
pura e intachable como lo fue luego la vida de Pablo, el apóstol del Señor. Y, con todo,
él se incluye a sí mismo con los conversos de Éfeso. De ahí el «todos» enfático del
versículo tercero. Todos por igual habían andado «conforme al príncipe de la potestad
del aire», y por ello, conforme a «la corriente de este mundo», porque Satanás es el
príncipe de este mundo y su dios.[15] Bien lejos de implicar que sus «delitos y pecados»
se debían a una incitación sobrenatural, el apóstol declara que habían sido totalmente
naturales y humanos. Los sensuales gentiles no estaban sino «haciendo la voluntad de
la carne», y el fanático judío «la voluntad de los pensamientos».[16] Porque los términos
inmoralidad y pecado no son intercambiables. El primero tiene referencia a una norma
arbitraria humana de lo que es recto; el segundo, a una norma totalmente divina. Como
ya se ha indicado,[17] la esencia del pecado es rebeldía. El hombre fue dotado por su
Creador con una voluntad totalmente libre. Pero, aunque toda la bendición dependía de
que la mantuviera en sujeción, él la afirmó en oposición a la voluntad divina. Y, como
resultado, «los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a
la ley de Dios, ni [añade el apóstol] tampoco pueden».[18] Así, nuestra naturaleza caída
ha quedado sujeta a su propia ley de la gravedad; y sería tan irrazonable esperar que un
hombre realizase la hazaña física de elevarse levitando hacia el espacio como suponer
que, aparte de la gracia divina, la vida de un pecador no regenerado pueda volverse
hacia Dios. Tanto en un caso como en el otro, solamente un milagro puede explicar el
fenómeno. Y era un milagro así el que habían experimentado tanto el apóstol mismo
como los conversos efesios. De ahí las palabras adicionales: «Pero Dios, que es rico en
misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en
pecados, nos dio vida juntamente con Cristo».[19] Lo cierto es que no se necesita de
ningún milagro para capacitar a los hombres para vivir vidas religiosas y morales. Aquí,
las palabras del canto de Enid son ciertas:
«Porque el hombre es hombre, y dueño de su destino.»[20]
Es en la esfera espiritual que, por la ley de su naturaleza, siempre gravita hacia abajo, y
se aparta de Dios.
Como conclusión, quisiera señalar de nuevo que el cristiano que se vuelve hacia la
profecía con una mente exenta de prejuicios debidos a puntos de vista tradicionales
acerca de Satanás, hallará un nuevo significado en las predicciones que tienen que ver
con los «días postreros». Todo lo que el diablo reivindicó en la Tentación fue tener una
autoridad delegada, como se desprende de las palabras mismas que utilizó. A él, dijo, le
había sido «entregada» la potestad y gloria de los reinos del mundo.[21] Pero al
cristiano se le ha enseñado a atribuir el poder y la gloria solamente a Dios. Así, en su
último gran esfuerzo, el Satanás encarnado pretenderá ser divino.[22] Y la mentira, se
nos dice, quedará acreditada «con todo poder y señales y milagros mentirosos».[23] El
«milenio» de Dios será precedido y falsificado por el reinado del Hombre de Pecado. Y el
hecho de que el diablo le dará «su trono y gran autoridad»[24] ha llevado a la suposición
de que su gobierno estará marcado por orgías licenciosas de violencia y de
concupiscencia. Pero, entonces, ¿cómo podemos explicar las palabras de Cristo, de que
el mundo lo saludará como al verdadero Mesías y que, si fuere posible, engañaría a los
mismos elegidos con su impostura?[25] Si las leemos con una evaluación correcta del
Satanás de las Escrituras, estas palabras de nuestro Señor constituyen una advertencia
de la máxima solemnidad, incluso para el día en que vivimos; pero leídas a la falsa luz
del mito acerca de Satanás, permanecen como un enigma irresoluble.
NOTA 10. El valor de la oración (véase Capítulo 13, nota al pie 13)
«Entonces, ¿qué valor tiene la oración?», se preguntarán algunos, y «¿qué lugar queda
para ella?». Es con gran cautela que me atrevo a expresar mis pensamientos sobre esta
cuestión que durante mucho tiempo se han formado en mi mente. Y lo hago solamente
porque es posible que con ello pueda aliviar a muchos que se siente amargamente
decepcionados ante el aparente incumplimiento de las promesas que aparecen en los
Evangelios con respecto a la oración. Las palabras no pueden ser más claras cuando el
Señor expresa a Sus discípulos que el poder del Todopoderoso estaba totalmente a
disposición de ellos, si tan sólo tenían fe. Cuando se asombraron de que la higuera se
hubiera secado por Su palabra, les dijo que también ellos podrían ordenar aquello, e
incluso que una montaña se moviera de su sitio. Y les dijo además: «Y todo lo que
pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mt. 21:20-22). ¡Cuántos hay que con el más
intenso fervor han reclamado el cumplimiento de estas promesas, y han cosechado una
amarga decepción que ha hecho vacilar su fe! Naturalmente, es fácil explicar el fracaso
leyendo en esta promesa unas condiciones de uno u otro tipo, aunque el Señor mismo
no puso ningunas. Pero en lugar de manipular Sus palabras, consideremos si la
verdadera solución a esta dificultad no puede hallarse en la verdad que se ha tratado de
exponer a lo largo de estas páginas.
Y aquí llama la atención el hecho extraordinario de que mientras que el testimonio de la
dispensación pentecostal nos presenta el cumplimiento práctico de todas estas
promesas, las Epístolas, que desarrollan la doctrina de la presente dispensación y que
describen la vida que se ajusta a dicha doctrina —la vida de la fe— inculcan
pensamientos esencialmente diferentes acerca de la oración, pensamientos que están
totalmente de acuerdo con la verdadera experiencia de los cristianos espirituales.[1]
Algunos quizá podrán alegar que, en tanto que los Evangelios más antiguos pudieran
recibir esta explicación, San Juan no puede ser tratado de esta forma. Como respuesta
sólo puedo alegar que el lector reflexivo considere si cada palabra dirigida a los
apóstoles se ha de entender como aplicable a todos los creyentes en todas las épocas o
no. Tomemos Juan 14:12 para someter esto a prueba. ¿Acaso cada creyente está
dotado de poderes milagrosos iguales o mayores que los ejercidos por el Señor mismo?
Inmediatamente nos encontramos dispuestos a limitar el alcance de estas palabras.
Entonces, ¿está tan claro que las palabras que siguen inmediatamente son de
aplicación universal? Tenemos el hecho, repito, de que estas dos promesas se
demostraron ciertas en la dispensación pentecostal, y que ninguna de ellas ha resultado
de aplicación en la iglesia cristiana.[2] Lo mismo sucede con los pasajes del capítulo
15:16 y del 16:23 y siguientes.
Pero se preguntará: ¿No se repite explícitamente esta promesa en la Primera Epístola
de San Juan (3:22 y 5:14-15)? No creo. Me parece que los apóstoles fueron dotados en
un sentido especial tanto para actuar como para orar en el nombre del Señor Jesús,
mientras que el cristiano debería inclinarse ante las palabras «según Su voluntad».
Como señala aquí el Deán Alford: «Si conociéramos totalmente Su voluntad, y nos
sometiéramos a ella de corazón, nos sería imposible pedir nada, tanto para el espíritu
como para el cuerpo, que Él no lo oyese y lo cumpliese. Y es este estado ideal, como
siempre, el que el apóstol tiene a la vista». Pero con demasiada frecuencia el cristiano
hace que sus propios anhelos o sus propios intereses, y no la voluntad divina, formen la
base de su oración; luego procede a persuadirse a sí mismo de que su petición será
concedida; a continuación considera que esta «fe» constituye una garantía de que su
oración ha sido atendida; y al final, cuando la conclusión desmiente sus esperanzas,
deja paso a la amargura y a la incredulidad. La verdadera fe se halla siempre preparada
para un rechazo. Algunos, leemos, por medio de la fe «obtuvieron las promesas»; pero
no es menos que «por medio de la fe» «otros fueron atormentados, no aceptando el
rescate».
Algunos creerán quizás que todo lo que aquí se alega queda suficientemente refutado
por las llamadas «extraordinarias respuestas a la oración», como las que ciertos
cristianos han experimentado en todas las edades. Pero este argumento se refuta a sí
mismo. Se las considerada con justicia como«extraordinarias respuestas» precisamente
porque son excepcionales. Nadie se atreverá a limitar lo que Dios hará por el creyente.
Pero hacer de la experiencia de algunos la norma de fe de todos es uno de los mayores
errores y lazos de la vida cristiana. Si estas promesas fuesen de aplicación universal, el
hecho de que toda respuesta a la oración deba considerarse como extraordinaria en
ningún sentido constituiría una prueba de una apostasía general.
Un examen detallado de los pasajes de las Epístolas que se refieren a esta cuestión iría
mucho más allá de los límites de una nota. Uno más podrá ser suficiente. Aludo a las
conocidas palabras de Filipenses 4:6-7: «Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas
vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la
paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y
vuestros pensamientos en Cristo Jesús». Es una cosa seria hacer peticiones
incondicionales a Dios. Al registro de estas oraciones se pueden a menudo añadir las
solemnes palabras: «Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos».
Ezequías oró de esta manera. Demandó una prolongación a su vida, y Dios concedió su
petición; y los años de demás le dieron a su hijo Manasés, ¡y las consecuencias del
pecado de Manasés (que Dios «no quiso perdonar») descansan aún como una plaga y
una maldición sobre aquella nación! Este tipo de oración, lo voy a decir abiertamente, es
impropia del cristiano. ¡Qué diferente es la enseñanza del Espíritu de Dios! Es posible
que la vida del esposo o de la esposa, del padre o del hijo, esté en el fiel de la balanza:
¿Cuál habrá de ser la actitud del creyente? ¿Clamar como Ezequías clamó, e incurrir en
los terribles riesgos que la respuesta pueda comportar? ¿O «en toda oración y ruego,
con acción de gracias», dejar la petición delante de Dios; y habiendo así dejado la
petición delante de Él, confiar en Su amor y en Su sabiduría respecto a la conclusión?
Así es como el apóstol oró cuando buscaba alivio a aquel misterioso obstáculo a su
ministerio; y el rechazo a su petición, en lugar de inducirle a la amargura en su alma,
sirvió solamente para enseñarle más del «poder de Cristo» (2 Co. 12:8-9). Y, por encima
de todo, así fue como el Maestro oró en el huerto de Getsemaní (Mt. 24:39-42).
La oración, en la era de Pentecostés, era como extender cheques para obtener efectivo
en caja. La oración de la dispensación cristiana —esto es, de la vida de la fe— es dar a
conocer nuestras peticiones a Dios y quedar en paz. Si el asunto que planteamos
quedase dentro de la capacidad de un amigo para solucionarlo —de un amigo en cuya
sabiduría confiamos y de cuya amistad estamos totalmente seguros— ¿no deberíamos
contentarnos con decir, después de decírselo todo: «Ahora ya sabes mis sentimientos y
mis deseos, y lo dejo todo en tus manos»? Y Dios nos invita precisamente a esto.
[1] Santiago 5:14 puede ser una excepción. Pero sin suscitar la cuestión acerca de si
«los ancianos de la iglesia» se han de hallar en nuestros días en existencia, podrá ser
suficiente señalar que esta epístola, al estar expresamente dirigida a Israel (cap. 1:1),
pertenece dispensacionalmente a la era pentecostal, que será renovada cuando Israel
sea restaurado.
[2] Ver el capítulo 5. Tengo la convicción de que serán igualmente ciertas en la
dispensación que todavía está en el futuro; pero no entro aquí en estas cuestiones.
NOTA 11. Sobre los ataques «críticos» (véase Capítulo 13, nota al pie 4)
El escéptico raras veces admite que una posición que él haya mantenido alguna vez sea
insostenible, y hay una señalada excepción a ello que merece una mención especial. No
contento con haber descuartizado el Antiguo Testamento, la crítica se ha lanzado
también a un desenfrenado ataque contra el Nuevo Testamento. «Se ha demostrado»
(dice un escritor reciente) «que la selección de los libros que lo componen y su
separación de la gran masa de falsos Evangelios, epístolas, y literatura apocalíptica
constituyó un proceso gradual y que, en verdad, el rechazo de algunos de los libros y la
aceptación de otros fue accidental».[1] Pero todo esto ha sido ahora desmentido por la
mayor autoridad viviente sobre el tema, el profesor Harnack de Berlín. Y su testimonio
es tanto más valioso debido a que no muestra ninguna señal de arrepentimiento
respecto a su absoluto rechazo del cristianismo. Él mismo, el mayor campeón de la
antiortodoxia, admite abiertamente que en este asunto los críticos están equivocados y
que los ortodoxos están en lo cierto. Presento aquí un extracto del prefacio de su
reciente obra acerca de The Chronology of the Oldest Christian Literature (La cronología
de la literatura cristiana más primitiva):
«Hubo un tiempo —y desde luego el público en general no lo ha superado— en que se
consideraba que la literatura cristiana más antigua, incluyendo el Nuevo Testamento,
era un tejido de engaños y de falsificaciones. Este tiempo ha pasado. Para la ciencia fue
un episodio en el que aprendió mucho, y después del cual tiene mucho que olvidar. No
obstante, los resultados de las siguientes investigaciones van en una dirección
“reaccionaria”, más allá de lo que podría denominarse la posición intermedia de la crítica
actual. La literatura más antigua de la Iglesia, en todos sus puntos principales y en la
mayor parte de los detalles es, desde el punto de vista de la crítica literaria, genuina y
digna de confianza. En todo el Nuevo Testamento hay con toda probabilidad sólo un
escrito aislado que puede considerarse como seudónimo en el sentido estricto de la
palabra: esto es, la Segunda Epístola de Pedro.»
Esta es solamente una de las muchas pruebas de que se ha invertido la marea que en
años recientes amenazaba con minar la fe cristiana. En el escepticismo de nuestra
época no hay nada especial, excepto que muchos de sus paladines son personas que
están comprometidas públicamente y pagadas para enseñar precisamente lo que
niegan. Son sólo los inestables y los ignorantes los que resultan abrumados por un libro
como el que acabamos de mencionar.[2] Ni los bien instruidos ni los espirituales pueden
ser por ello inducidos a rechazar la Biblia como un fraude y el cristianismo como una
superstición. Pueden comprender la diferencia entre una revelación divina y los
comentarios humanos. Para dar un solo ejemplo, no consideran que la cronología
Ussher-Lloyd en el margen de nuestra Biblia inglesa sea «igualmente inspirada que el
mismo texto sagrado».[3] Y en tanto que rehúsan aceptar crédulamente las
extravagantes conjeturas de ciertos egiptólogos acerca de la antigüedad de antiguas
dinastías, reconocen que los «períodos conjeturales» entre el Diluvio y el Reino deben
ser más extendidos.
Si eliminamos de una parte los errores de los teólogos y de los «armonizadores», y de la
otra las teorías (en distinción a los datos) de la ciencia, el voluminoso tratado de A. D.
White quedaría reducido a proporciones muy pequeñas. Toda la controversia sobre la
«cosmogonía mosaica» desaparece en el acto, y muchos de los asuntos que parecen
de gran importancia se desvanecen al fondo de la imagen o desaparecen por completo.
Además, existe en las Sagradas Escrituras una «armonía escondida» desconocida por
aquellos que ignoran el esquema de tipo y de profecía que impregna a la totalidad. El
estudio de dicha armonía constituye un verdadero antídoto al escepticismo. No hay
ningún estudioso de la profecía que sea escéptico. Y por lo que se refiere a la tipología
de las Escrituras, que constituye el alfabeto del lenguaje en el que está escrito el Nuevo
Testamento, no hay ni uno solo de los racionalistas que haya dado pruebas de poseer
ningún conocimiento de ella. La ignorancia del alfabeto constituye una debilidad fatal por
parte de quienes pretenden exponer el texto; y esta ignorancia, que Hengstenberg
lamentó en sus tiempos, sigue siendo absoluta sin excepción en el caso de todos
aquellos que están intentando demostrar que la Biblia es tan solo un libro humano. «La
verdad extrae la armonía oculta, cuando la incredulidad solamente puede negar desde
un obtuso dogmatismo.»
[1] White, A. D., Warfare of Science with Theology, vol. II, p. 388. El nombramiento de
este escritor para la Embajada Americana en Berlín atraerá, indudablemente, una
creciente atención a su obra. Queda patente su habilidad forense en la utilización que
hace de su gran erudición; porque, aparte de una importante omisión, su obra es
totalmente enciclopédica. Su acusación contra la «teología» es abrumadora y,
naturalmente, veo con simpatía mucho de lo que dice. Pero del cristianismo, por lo que
se puede ver en su tratado, no conoce nada en absoluto. Para él nuestro divino Señor
es tan solamente «el bendito fundador» de la religión cristiana, el Buda de la cristiandad.
En realidad pertenece a la numerosa clase de personas a las que, sin pretender
ofender, se las puede describir de una manera apta como budistas cristianizados.
[2] Ibid.
[3] Ibid, vol. I, pág. 253.