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El niño pequeño nos habla de sí mismo

El niño pequeño nos habla de sí mismo cuando se mueve, cuando


juega, cuando dibuja, cuando imagina, cuando aprende, cuando se
acerca a los demás...
El niño está hecho de cien.
El niño posee cien lenguas,
cien manos,
cien pensamientos,
cien modos de pensar, de jugar y de hablar.
Cien, siempre cien maneras de escuchar,
de sorprender y de amar.
Cien alegrías para cantar y entender.
Cien mundos para descubrir,
cien mundos para inventar,
cien mundos para soñar...
Loris Malaguzzi

El entramado educativo empieza desde muy temprano. Antes de nacer un niño ya hay
unas ilusiones puestas en él, una opción hacia el modo en que será educado, un surco,
un hueco, un cobijo lleno de afecto, de ley, de cultura, de recibimiento, de historia. Y
cuando el niño llega, se ponen en acción todos los mecanismos familiares y sociales que
van a apadrinarlo para que pueda ser incluido en el lugar y momento histórico que le
ha tocado vivir.
Para lograr crecer y desarrollarse saludablemente el niño necesitará encontrar un
efectivo modo de comunicarse con el mundo exterior. Sus tanteos, alentados desde
afuera y urgidos desde adentro, empezarán desde el mismo momento en que nace y se
llevarán a cabo a partir de todos los canales expresivos posibles. De hecho, el niño
pequeño nos habla de sí mismo con los lenguajes que conoce mejor. Con su cuerpo, con
sus movimientos, con sus juegos, con sus lágrimas, con sus enfermedades, con sus
sonrisas...
Cuando nace es sobre todo su llanto el que dice por él. Su piel, su boca, su digestión,
o las desobedientes burbujas de aire que le pasean las tripas. Después son sus
expresivos ojos los que nos cuentan cómo se siente. Su sueño, su hambre, sus
repentinas risas. Más adelante empieza a gorjear como si fuera un pajarillo y sus
balbuceos acompañan los giros de su cuello y de sus manos, el chuparse el dedo gordo
del pie, “los cinco lobitos”, o las “palmas palmitas”. Aquí vienen también los gritos, las
carcajadas, las toses, el jugar a esconderse, el tirar el chupete o los peluches una y mil
veces para oír cómo suenan… y para hacerse ver. Y seguir mirando cada vez con más
ahínco y más intencionalidad. Y los tirones de pelo, los manotazos, el reclamar a voces,
el manipuleo generalizado, el empezar a sentarse, a gatear, a meter los dedos en todos
los agujeros, o los dientes en todo lo que se preste a las mordidas. Y las palabritas, que
se le vuelven triunfos nada más intentarlas: mamamama, papapapa, agua, pan, ven...
El niño también nos habla a través de la observación y el conocimiento que adquiere
de los sonidos y los rituales de su casa, de las caras de cada miembro de la familia, de
sus voces, de sus manos, de sus maneras de jugar… Porque estos saberes le dan la
seguridad y el desparpajo de quien se siente mirado, conocido, interpretado y
entendido sin haber dicho apenas nada.
Así, poco a poco, él instala su propio estilo comunicativo desde el que nos hace
saber que está contento, que está enfadado, que quiere que le cojan, que tiene hambre,
que tiene sueño, que extraña… Utiliza todo un repertorio de gestos y sonidos, de
movimientos de calma o de desazón, de señales cargadas de significado para quienes
lo cuidan. Signos y demandas que, curiosamente, se van haciendo cada vez más claros
y entendibles, pudiendo ser captados e interpretados también por otras personas.
Puede mostrar satisfacción, plenitud y “contento muscular”. Puede mostrar
inquietud, nerviosismo, angustia, emoción. Puede mostrar curiosidad, apatía,
cansancio, dolor, tensión… Y ganas de vivir o desganas. Y es que desde los primeros
momentos el niño expresa. Cuenta sus sensaciones, reclama sus placeres, exige sus
necesidades. Y aunque lo hace de esas maneras tan primitivas, suele obtener la escucha
y la conexión que precisa, porque hay un vínculo amoroso que tiene “las
entendederas” predispuestas al entendimiento. Así que cuando el niño dice “ta” y le
alarga el peluche a su madre o a la persona que lo cuida, suele recibir como respuesta
otro “ta” que le retorna el muñeco, el gesto y una sonrisa que le animará a seguir
comunicando.
El adulto al cargo pone mucho de sí en la creación de este vínculo nuevo que
engarzará al niño primero consigo y después con los otros y con el mundo exterior,
pero el niño también pone todo su esfuerzo y su ímpetu de vida, como si intuyera que,
efectivamente, le va la vida en ello. Y así es.
Cuando hay una buena situación de apego, de estos intercambios surgen el “decir
de sí”, el expresarse, el abrirse al afuera, a los demás, a lo nuevo… Es decir, se instala la
posibilidad de expresar lo que se siente, de airear el mundo interior, de “salir”. Pero
cuando hay situaciones difíciles en las que falta la disponibilidad de las figuras de
apego y referencia por estar en situación de depresión, crisis, enfermedad o ausencia, el
niño se encuentra sin ese fundamental “interlocutor válido” que le tendría que facilitar
la entrada al mundo de los otros. Y entonces, al no encontrar quien lo reciba y aliente,
su fluir comunicativo se va deteniendo, hasta quedar rodando sobre si mismo y
envolviendo los mensajes hasta ahogarlos. Incluso puede dejar de haber mensajes, ya
que el movimiento hacia el afuera deja de tener sentido. Y el niño queda atrapado
adentro, sin contacto, sin otro en quien confiar, solo.
Pensemos en los niños que tardan en sonreír o no llegan a hacerlo, porque no han
tenido sonrisas alrededor, o porque nadie les ha celebrado o correspondido a la sonrisa
que ellos esbozaban. En los niños que no hablan por no saber a quién dirigirse, por no
tener claro a quien regalar con sus palabras. En los que no lloran porque no sienten que
sus lágrimas pudieran conmover a nadie... En resumidas cuentas, que en la infancia
temprana no todo son paraísos. Que hay niños comunicados y en marcha, y niños
incomunicados y en barbecho. Niños que evolucionan bien y niños que se mantienen
“en hibernación” esperando algún momento propicio para despegar y crecer
saludablemente.
Cuando son un poco más mayores, además de estas maneras de expresarse, vemos
otras. Se expresan al dibujar, al moverse, al hablar, al jugar, al relacionarse, al soñar, al
imaginar, al escribir, al pelear… Y es que los niños se expresan en cada gesto, en cada
actuación, en cada estado de ánimo… Sin embargo, los adultos que les rodeamos, ya
seamos los padres y familiares, como los maestros, tendemos a focalizar nuestra
atención en los mensajes verbales casi en exclusiva, olvidándonos de “leer”, captar y
tratar de comprender lo que nos tratan de decir de muchos otros modos.
Hay veces que nos encontramos con niños que no juegan (o repiten siempre el
mismo juego), que no comen (salvo determinadas comidas), que no dibujan (salvo si
rellenan una forma ya hecha), que no explican lo que piensan, desean o imaginan.
Niños que se caen, se chocan, se accidentan, o se enferman con demasiada frecuencia.
Niños que lloran por todo, que no pueden estarse quietos, que se saltan toda regla a su
alcance, que pegan, que no toleran la más mínima frustración. Niños que no pueden
leer, escribir, memorizar, relacionarse con los demás, o disfrutar.
Es decir, niños que nos están queriendo decir algo de sí mismos utilizando vías
alternativas. Utilizando otros lenguajes que tendríamos que aprender a “leer” un poco
al menos para no dejarlos en la estacada, para ayudarlos a salir de su detenimiento,
para acompañarlos en su búsqueda de canales de salida más ligeros, saludables y a “su
favor”.
Desde nuestra función de maestros será útil intuir por donde pueden ir las
dificultades, porque si acertamos en nuestras hipótesis, podemos trabajar en esa
dirección con el niño, con el grupo y con la familia. Pero si no acertamos a saber qué
puede estarle pasando al niño, también partiremos de algo, es decir, de esa ignorancia
que, probablemente, nos llevará a indicar la conveniencia de consultar a algún
especialista. Todo menos ignorar que algo le está ocurriendo al niño.
Lo importante será tener en cuenta que el niño tendrá una evolución más sana y
placentera en la medida en que pueda comunicarse fluidamente con los demás. Por
tanto, intentemos hacer lo posible por estar a la escucha de todos sus modos de
expresión… y no sólo de sus palabras.

El niño nos habla de sí mismo cuando se mueve

Desde un principio el niño se va moviendo de una u otra manera. Manoteando y


gritando con energía brava, balanceándose suavemente entre quejiditos, chupándose
manos y pies, durmiendo sin parar, comiendo con glotonería... y siempre, cómo no,
mirándolo todo con atención y avidez.
Mira, toca, balbucea, refunfuña, explora... Hace incursiones en el aire, en el pelo, en
las gafas o en las caras de los que se acercan. Se acomoda con suavidad al cuerpo que lo
alimenta, lo acuna y lo transporta, o se retuerce sin encontrar la postura de calma,
conexión y vínculo. Nerviosismo, relajación, actividad, quietud, llanto, sonrisa, apatía,
curiosidad... Manifestaciones primeras de un cuerpo que empieza a mostrarse y a
conocerse, a ensayar movimientos, y a darse a conocer. Ritmos lentos o rápidos,
sonidos o silencios, carcajadas tempranas o adormecimientos, fuerzas, debilidades,
energía, temblores... Un niño que va haciéndose presente, tomando su lugar,
apropiándose el espacio, el tiempo y el afecto que le rodean.
Y según sean los padres, la familia, la casa, y el estilo de crianza, así va adquiriendo
el niño su lenguaje corporal, Según se le toque más o menos, según se le cante, se le
hable, se le mire, se le tome en brazos... Según sean de cercanas, de cariñosas, de
distantes, o de tímidas las personas que tiene alrededor el niño, así va tomando
modelos, ejemplos y maneras.
Y lo que él trae en su carga genética, más lo que el entorno le ofrece se va mezclando
y conformando un modo de estar “plantado” en el mundo, que unido a los estilos de
relación de los familiares, a sus oficios, a sus aficiones y a sus ritmos de vida, van
haciendo una postura, unos gestos, un tono corporal y todo un lenguaje no-verbal que
servirá de alfabeto comunicativo. Sin hablar y sólo con su cuerpo el niño se hace
entender desde bien tempranito. Puede decirnos que está satisfecho, enfadado,
molesto, nervioso. Que desea que lo mimemos, que lo saquemos de la cuna, que lo
calmemos. Que tiene hambre, sueño, frío, alegría... Y de ahí en adelante, a medida que
va aprendiendo a hablar, a jugar, a conectarse y a desconectarse del mundo exterior,
vamos sabiendo de él cada día un poco más.
La madre, el padre y las personas que lo crían conocen su vocabulario gestual y
corporal, además de entenderle el momento y el genio, y le responden a sus
necesidades de tal manera que el niño capta que tiene escucha, que hay quienes están
pendientes de él, cosa que le abre el apetito a seguir avanzando en la relación y en la
comunicación, a ser más claro, a decir y a decirse.
Y así poco a poco llegamos a la escuela, en donde hay otros empezares. Habrá que
darse a conocer a la maestra, a otros adultos, a los niños de la clase, a otros niños de la
escuela... Cuánta tarea. Y qué a gusto la hacen. Cuando la persona de referencia va
conociendo al niño, él ya se siente seguro y contento y se dedica a aprender chupando,
explorando, mirando y recorriéndolo todo. Sus investigaciones están en relación con la
comida, con el espacio, con el cuerpo de los demás, con su propio cuerpo que crece,
con los objetos, con las palabras y con el movimiento.
Poco a poco recopila datos del entorno y de sí mismo, en relación siempre al placer
o displacer que le proporciona cada experiencia, cada persona, cada sensación o cada
inseguridad o frustración. Y va creciendo, Y aprende a hablar, pero su cuerpo también
sigue hablándonos en la clase, en el patio, en las sesiones de psicomotricidad, en el
juego libre, en el momento de contar el cuento, en el baile, en el teatro, en la forma de
relacionarse con los demás...
Se pueden ver niños de movimiento pausado, apacible, coordinado, flexible, eficaz,
armonioso... Niños rápidos, inquietos, nerviosos, o descoordinados, con poco sentido
aún del equilibrio, con miedo a arriesgarse, a saltar, a correr con cierta velocidad, a
sortear obstáculos, a trepar... Niños sedentarios o excesivamente activos. Niños con
tendencia a moverse bruscamente, a tropezar, a caerse, a tirar objetos. Niños que se
mueven comedidamente, o con inseguridad y niños que se arriesgan y se lanzan con
gusto a retos corporales. Niños meticulosos en su motricidad fina. Niños que
“tiemblan”, que se mueven sin parar, que tienen “tics”, que hacen ruidos, que
balancean la cabeza o el cuerpo, que se accidentan o se enferman en exceso, que no
quieren comer, que comen sólo unos cuantos alimentos, o que devoran sin poderse
parar.
Y se puede ver cómo los niños de movimiento más calmo y tranquilo gustan más
que los nerviosos a sus adultos más cercanos: maestros, padres, familiares... Y que
según el estilo de movimiento de los adultos al cargo, de su edad, o de sus
preferencias, se valorizan o premian más un tipo de movimientos y otro. Quisiera
señalar el hecho de que esto ocurre para hacerlo más consciente y que no lo manejemos
solamente de un modo implícito y sin control.
Porque el niño se mueve de la mejor (y única) manera que sabe y puede. Y no se
mueve así en contra de nadie, como podría parecer a veces por cómo reaccionamos. El
niño sencillamente está ejercitando su lenguaje corporal particular, el que ha logrado
adquirir, el que tiene, el que conoce. Y ése es un lenguaje no sólo tan respetable como el
de cualquiera, sino aún más, por estar en fase de crecimiento y necesitar cuidado
confianza y valoración.
Lo que el niño expresa a través de su cuerpo y de su manera de moverse es un
lenguaje en realidad muy importante, un lenguaje de los inicios, un lenguaje primitivo.
Pero es potente, claro y casi universal (al menos en cada cultura). Habla sin palabras,
pero con matices y connotaciones. Por medio de ese lenguaje podemos saber si el niño
está bien o si tiene alguna dificultad. Si hay que animarlo a abrirse a más riesgos o
habilidades, o habría que contenerlo en su expansión. Si le convendría trabajar la
coordinación con juegos o ejercicios, o necesitaría relajarse y no exigirse tanta
minuciosidad ante detenimientos, o movimientos compulsivos, accidentes o
enfermedades frecuentes. Si se desarrolla o no convenientemente para su edad.
Si nos fijamos un poco en la manera de moverse y de “poner el cuerpo” de un niño,
vemos aspectos de él, que a veces no captamos en sus expresiones verbales. Incluso
personas que no son docentes, comentan con naturalidad: -Qué fuerte está este niño, se
mueve con una flexibilidad que da gusto. O bien: -Parece que a este niño le pasa algo,
va encorvado, como si estuviera flojo, o tuviera miedo a mirar de frente...
Resumiendo este punto diría que el niño nos habla de sí mismo con su cuerpo y su
movimiento y precisa una escucha una mirada, un respeto y un entendimiento. Todo lo
cual habrá de quedar lo más libre que se pueda de nuestras proyecciones, y de nuestras
identificaciones.

El niño nos habla de si mismo cuando juega

Se puede jugar, y se juega, de mil maneras diferentes. Mediante el movimiento, las


sensaciones, la imitación, el cuerpo, los objetos, los lugares, el simbolismo, la
naturaleza, las palabras, la imaginación, el azar, las reglas, la habilidad, la relación con
los demás, los juguetes...
Se puede jugar, y se juega, en mil lugares diferentes. En el suelo, en el parque, en el
campo, en la playa, en el monte, en la bañera, en la cama, por la calle, en la casa, en el
médico, en las tiendas, en el autobús, en la escuela...
Se puede jugar, y se juega, solo o en compañía, con o sin acuerdos, inventando o
repitiendo, dirigiendo o siguiendo a otros, hablando o sin hablar...
Se puede jugar, y se juega, si se es niño y las circunstancias han querido otorgar un
buen comienzo.
También se puede jugar, aunque no siempre lo hacemos, si se es mayor y se han
mantenido vivas las ganas de divertirnos y recrearnos con algún deporte, afición,
lectura, juego de azar, teatro, baile y otras actividades artísticas.
En la escuela, si queremos ser coherentes y responder, al momento evolutivo de los
niños, tendremos que dar espacio y tiempo al juego, sabiendo como sabemos cuánto lo
necesitan y cuánto les sirve para disfrutar, relacionarse, aprender y ensayar la vida,
porque jugar no es una pérdida de tiempo, como podría parecer y alguien nos ha
hecho creer en esta sociedad de la eficacia y el pragmatismo, sino al revés, en el juego
todo son ganancias. Tampoco es una actividad banal, jugar es una cosa muy seria para
un niño. El tiempo dedicado al juego se llena de contenido y de placer en cada ocasión,
y nos permite además conocer más a fondo cómo es cada niño, cómo se relaciona,
cómo está viviendo el momento actual, qué juguete o juego elige, cómo organiza y
ordena sus escenas de juego, cómo reacciona ante las dificultades que le surgen, qué
papeles escoge...
Si consideramos el jugar como una actividad imprescindible, como un jugar abierto,
inventor potente y creativo, veremos que lo más sano será dar a los niños la
oportunidad de variar tanto los objetos a utilizar, como los lugares, las formas y los
tiempos. Los protagonistas de los juegos son los niños, que han de sentirse dueños de
la situación para que ésta devenga placentera.
Un buen juego puede hacerse con papeles, cajas, piedras, troncos, arena, agua,
semillas, telas, barro, con escaleras, sillas, mesas, cubos de espuma, aros, cuerdas,
maderas, zapatos, y, en realidad, con cualquier cosa. También con juguetes, que habría
que elegir tratando de que sean adecuados a las edades de los niños, que no sean
complicados, sofisticados, caros, ni “exigentes”. Tratando de evitar los mecánicos, los
bélicos y los que se lo dan todo hecho a los niños convirtiéndolos en meros
espectadores. Tratando de poner a su alcance juguetes que se presten a ser manejados,
chupados, besados, desmontados, “toqueteados”. Que se presten al movimiento, a
compartirlos con otros, a inventar aventuras... Habría que buscar juguetes que sirvan
de soporte a la brillante capacidad que tienen los niños para hacerlos servir de
mediadores obedientes en su acercamiento a las realidades y a las fantasías. Juguetes
que den juego generosamente y que no lo interrumpan con las pilas que se gastan, las
piezas que se pierden o los condicionantes que piden perfecciones inútiles.
Cuando en mi clase toca juego libre, tanto los niños como yo sabemos que lo que
ocurrirá en la hora dedicada a esta actividad, será algo importante para todos. Algo del
orden del placer, del mostrar identidades, del conocerse unos a otros, del hacer
presentes los intereses o conflictos del momento y los intentos de resolución, así como
las estrategias de funcionamiento de cada uno de los niños. Cada cual se dirige al
rincón, juguete, o compañero que mejor se adecuan a su situación, a sus elaboraciones
particulares, a su necesidad de ensayar, resolver, o disfrutar.
Juegan a borbotones, sin premeditación, sin compromisos. Juegan sus deseos, sus
malentendidos, sus placeres. Y lo hacen con todo lo que tienen, con todo lo que saben,
con todo lo que son.
Así puedo ver a Mabel dando de mamar amorosamente a su bebé, haciéndolo
eructar, tapándolo en la cuna... y de vez en cuando, dándole golpes por haber llorado,
por haberse hecho caca, o por “portarse mal”.
A Marisa, que es una gran aficionada a los caballos, reuniendo todos los que
tenemos en la caja de animales y organizándolos por colores, por “familias”, o por
tamaños.
A Samuel construyendo palacios en medio de peleas y discusiones porque les quita
piezas a los compañeros, les tira “sin querer” lo que hacen, les dice que sus trabajos “no
están bien”...
Puedo ver a Luis disfrazándose con sus ropas preferidas.
A Julio enfadándose a cada momento y apartándose del juego a todo llorar.
A Anselmo mirando melancólicamente cómo juegan otros.
A José que me habla a mí en vez de ponerse a jugar.
A un grupo de cuatro niñas rivalizando por mandar en los juegos.
Al grupo de amantes del fútbol en pleno partido.
A tres niños cocinando para “una visita”...
Y me veo a mí misma mirándolos jugar, impregnándome del aroma de ese día, de
ese rato, de esas vivencias. Anotando algunas cosas, frenando algunos desmanes,
aceptando una taza de café... y disfrutando del espectáculo.

El niño nos habla de si mismo cuando dibuja

“Dibujarse es hacer una metáfora de uno mismo. Es un deseo de ser que es


proyectado y mostrado en el afuera simbólico de los trazados. Es plasmarse, contarse,
irse conociendo, entendiendo y aceptando. Porque cuando el niño pinta, dibuja,
modela, construye, baila... está hablando de sí mismo. Lo vemos en todos sus
productos, pero sobre todo si observamos una serie de ellos. Es como oír un discurso,
como unos capítulos que “se siguen”, como autorretratos o autobiografías”.
Dibujar, pintar, modelar, bailar, construir, es decir, producir en cualquiera de sus
formas es como derramarse, sacar afuera nuestra particular manera de percibir, de
recordar, de sentir, de mostrar cuál es nuestro filtro, nuestra transformación de las
vivencias en materiales inéditos, recién nacidos, acabados de crear.
Porque hacer aparecer un producto de la nada tiene un punto de magia, de
sorpresa, de invento. Y esa sensación de dar a luz algo nuevo es placentera, activa,
alegre, y llama a más, a seguir, a volver a probar y a disfrutar. Porque se nace curioso,
y ávido de placer, pero esos impulsos pueden quedar en nada si no se da paso a la
expresión libre del niño. Si no se alienta, provoca, protege y espera el producto nuevo o
reinventado por cada cual. Lo que viene a ser producir, elaborar, libar desde el fondo
de uno mismo, con todos los aportes de la realidad, de los otros y el propio ser, algo
antes no visto, ni sabido, ni oído. Algo que no existía con anterioridad.
Dicho en pocas palabras sería algo así: hay un principio, una semilla, un deseo
(como diamante en bruto), que nace en cada uno cuando viene al mundo. Después
viene el beber del entorno y del propio interno (del “piso de abajo”). Y el irse
entremezclando las cosas con los empujones de la curiosidad, del asombro, de la
imaginación, del deseo, del sueño, que van de adentro a afuera, y con los aluviones de
afuera a adentro traídos por las sensaciones, las imágenes, las palabras, las personas, y
los mil y un brillos que lucen y relucen.
En una de ésas empiezas a probar por el gusto de jugar, porque se te ocurre una
idea, porque alguien espera que lo hagas... y produces una pequeña cosa tuya, libada,
estrenada, reciente... Y entonces, según se reciba, se aliente y se valore, seguirás
adelante..., o te pararás y te dedicarás a repetir lo conocido. Es igual que inventes una
música, una palabra, o una mejor manera de modelar una jirafa. Lo importante es tener
la sensación clara de que lo puedes hacer una y otra vez, y que ese camino abierto te va
a llenar de placer y de vida.
“Sin embargo a veces el miedo a equivocarse, a no contentar a los adultos, a no
hacerlo todo tan perfecto como se desearía, lleva a algunos niños a frenarse, a bloquear
su mano, a no poder mostrar de lo que son capaces. En cada caso será por un motivo, y
se deshará o se mantendrá de diferentes modos, En otras ocasiones, en cambio, la
alegría de probar, de curiosear, de jugar con los personajes o formas que aparecen en
los dibujos, hace que el autor hable con ellos mientras los va dibujando. O que cante. O
que sonría, O que se complazca al ver su obra”.
“La mirada de los otros siempre será un importante punto de referencia y de apoyo
para atreverse a avanzar, para confiar en las propias posibilidades, para notarse
aceptado, querido, valorado. Importante papel, pues, el de nuestra mirada de maestros
o de padres. Ha de estar. Ha de acoger. Ha de plantearse qué pasa cuando un niño
siente alegría al verse en sus dibujos, cuando se dibuja, y se tacha, cuando rompe o
esconde su trabajo, o dice que le sale mal, que no puede, que no sabe...
Pienso en Jaime siempre copiando el dibujo del niño que se sienta a su lado,
bebiendo de la fuente de otros, queriéndose afianzar en la identidad de los compañeros
por sus dificultades en la estructuración de su propia manera de ser.
En Elena revelándose en sus dibujos alegres y cuidados, en los cuales pone el color
que le cuesta mostrar al hablar ante el grupo. En sus pinturas, la nena se hace ver
segura, brillante, llamativa, abierta, y no discreta y callada, como suele manifestarse.
Esto asombra a los compañeros, y se lo dicen y la valoran: “¡Qué bien pintas, Elena!
¡Cómo me gusta ese color violeta que sabes hacer!”...
Pienso en Pepa que de pronto empieza a reducir sus trazos y a dibujar en un rincón
del papel y en un tamaño diminuto. ¿Inseguridad ante el inminente paso a Primaria?
¿Dificultades a partir de la segurización creciente de su hermano mellizo? ¿O...? Aún
no sé...
En Mar que anuncia que su dibujo es “el mejor” y ella pinta “muy bien”, “más bien
que todos”, pidiéndome que haga coro con sus padres en esta valoración
excesivamente inflada hacia sus producciones, El día en que le dije que su dibujo era
bonito, pero que había otros muy bonitos también, se enfadó y me avisó que se iba a ir
a otro colegio...
Pienso en Julio que rompió a llorar porque, según decía, él no sabía dibujar “con los
papeles vacíos”. Venía de otra escuela en la que le habían enseñado a colorear dibujos
ya hechos y se veía incapaz de pintar coches, perros, naves, dinosaurios o cualquiera
de las cosas que se iban proponiendo en clase, Necesitó mucho apoyo, compañía y
ánimos para superar esa inseguridad y ese miedo que lo tenían detenido.
En Pablo que cada día inventa una forma diferente de pintar. Con los brazos en alto,
con las piernas abiertas, con los ojos así o así, con los zapatos a gran tamaño y color
para hacer ver que ha caminado mucho...
Y pienso en mí cuando recibo las producciones de cada cual y me dejo llevar de lo
que sé, lo que intuyo y lo que siento para decirle a cada uno algo que pueda venir bien
a su evolución y a su autoestima:
- ¡Qué bonito te ha quedado!
- Éste parece el mismo dibujo de ayer, ¿cómo es eso?
- Hoy veo tu dibujo hecho a la carrera, ¿querías hacer otra cosa? ¿es que no tenías
ganas de pintar?
- Veo una mezcla de colores nueva en tu trabajo ¡enhorabuena!
- Este dibujo es casi igual que el de tu amigo, sería mejor que pintaras a tu modo,
estoy deseando ver lo que TÚ haces.

El niño nos habla de sí mismo cuando imagina

Desplegando sus sueños, sus ganas de jugar, de crear y de disfrutar. Hay quien
propone “soñar despierto”, como decía Jaume el curso pasado y, según lo explicaba,
eso de soñar despierto se hacía “cerrando los ojos e imaginando todo lo que tú
querías”. Incluso “funcionaba” con los ojos abiertos.
Hay quien lleva adelante sus imaginaciones en la soledad. O para combatirla, como
Ada, que se inventa amigos imaginarios con los que juega por las tardes en su casa.
Hay quien inventa historias, como Mar, increíblemente bonitas, bien estructuradas,
poéticas. O movimientos de mimo, como Andreu, que acompaña la lectura de los
cuentos que más le inspiran con gestos, extensiones de brazos, movimientos de cabeza,
de manos, etc.
Hay quien planea escenas teatrales, coreografías de baile, construcciones hechas
con piezas de madera, disfraces sugerentes y divertidos, juegos, composiciones
plásticas, poesías, tareas...
Lo importante es la sensación de placer que se genera al hacer surgir algo nuevo. El
vértigo de la aventura de empezar algo que no sabe cómo acabará. La curiosidad, la
sorpresa y la satisfacción ante la realización de lo que se vislumbraba apenas en unas
imágenes esbozadas y “sueltas” en nuestro interior, y que después de pasadas por
nuestra acción de plasmar o expresar vemos “puestas afuera” en forma de narración,
poema, juego, baile, teatro, relación, composición plástica, construcción...
Hay un libro de Rosa Montero que se llama “La loca de la casa”. El título está
refiriéndose precisamente a la imaginación, porque es verdad que tiene un algo de
“locura” esa desorganización que luego se organiza, ese riesgo de no saber los finales,
esas intuiciones que suenan a poco pensamiento, ese escaso realismo y abundante
fantasía que tanto se parece a los sueños, ese disfrute ciego e inacabable que se siente
cuando estamos imaginando algo.
A veces nuestras imaginaciones son deseos que anticipamos como podemos.
A veces ensayos de los caminos que quisiéramos recorrer.
A veces son evasiones para descansar de las cosas demasiado serias, atadas y
planificadas.
A veces son chispas de libertad que encienden nuestras acciones y las tiñen de un
tono ahumado y añejo, que nos pone en contacto con las nubes y con la tierra... al
mismo tiempo...
El niño nos habla de sí mismo cuando aprende

Cada niño adopta diversas actitudes ante el aprendizaje. Pone diversas caras,
maneras de mirar, de atender, posturas, palabras. Hay quien siempre está dispuesto,
quien tarda o remolonea, quien se entusiasma. Hay quien aprende escuchando,
mirando, actuando, pensando, manipulando, imitando, inventando... Hay quien se
lanza a tocar, a preguntar, a proponer, a comentar lo que sabe sobre el tema, confiado
en que “puede”. Hay quien se asusta, rehuye la mirada, se bloquea, se esconde,
pensando que no podrá. Hay quien permanece callado y atento, bebiendo del exterior
todo lo que le va llegando para hacerlo suyo. Hay quien parece que no escucha, ni
mira, pero también está activa y curiosamente implicado. Una vez lo explicaba así:

“Aprendizaje por ósmosis, por absorción del afuera. Aprendizaje por


transmisión directa o indirecta, consciente o inconsciente. Aprendizaje
calmado, valiente, tímido o entusiasta, alegre...
Aprendizaje en la casa, en la escuela, en la calle, en los libros, en la
televisión, en el juego.
Aprendizaje en soledad o en compañía, pero aprendizaje siempre si se está
vivo. Desde el puro principio y hasta el final”

Aprender es como alimentarse, llenarse, comer... y nace del más puro instinto de
vida, de esa curiosidad adaptativa, de ese “salir a mirar” y a tomar de la realidad
aquello que nos hace falta, que nos beneficia, que nos da placer. Así de primitivo es el
asunto, aunque lo revistamos de objetivos, de currículos, de libros, y demás cosas
sublimes.
Aprender es coger, aprehender, hacer nuestro algo que no teníamos, que nos
faltaba, y que, presumiblemente, nos va a dar satisfacciones y fuerzas. Visto de esta
manera, entiendo mejor que los niños cuando hablan de lo que desean aprender
incluyan cosas en las que yo no hubiera pensado en un primer momento. Ellos dicen
que quieren aprender “a correr muy deprisa”, “a leer”, “a hacer la comida”, “a perder”,
“a ser un chico”, “a pensar” “a conducir”, “a tener un amigo”, “a esperar”, “a saber si
va a llover o va a hacer sol”, “a aguantar”, “a no quererlo todo”, “a no hacer los
números al revés”, “a cocinar magdalenas con canela”, “a hacerle caso a mamá”...
Además se aprende, según voy comprobando, desde “el piso de abajo” afectivo.
En cierto modo es como si cada cual siguiera su propio hilo de intereses, deseos,
necesidades, preocupaciones o alegrías y fuera dando respuestas a todo ello poquito a
poco. Como si lo interno fuera lo que marcara los caminos del aprendizaje, haciendo al
niño investigar aquí o allá, relacionar así o asá, escuchar esto o lo otro. Viene a ser
como cuando a nosotros, los adultos, nos inquieta algo y todo lo que oímos o vivimos,
nos lleva a aquella cosa, a aquel lugar, a aquel tema, que nos está conmoviendo por
adentro.
De tal manera que cuando se está en grupo y se plantea alguna línea de
indagación, cada uno lo toma por donde más le llega y lo asocia con lo que ya ha
vivido, o con lo que está conflictuando, o interesando en esos momentos. Y se juntan
los hilos y se enmarañan, o se alinean, formando una trama grupal que multiplica las
conexiones, los reflejos y los chispazos de saber, viéndose así claramente cómo se atan
y desatan los aconteceres cognoscitivos con los del afecto. No es de extrañar, pues, que
tocando el tema de los deportes, por poner un ejemplo, un niño ágil y ligero se sienta
feliz y quiera probarlo todo, y otro más lento, o menos coordinado, decida no hacer
deporte, “porque tiene peligros”, que aún no sabe cómo encarar.
A mí me gusta ver cómo los niños aprenden desde sí mismos, desde la relación
con los demás y conmigo, desde los juegos, desde sus familias... Me gusta descubrir
que alguien enseña lo que sabe a los compañeros, como Alfredo que enseña a sus
amigos “lo que tiene dentro cada número”, dibujando el número en la pizarra y
mostrándoles tantas maderas como hicieran falta. -“¿Véis esto? Es el número 4, por eso
voy a coger 4 maderas: 1-2-3 y 4”.
Me gusta verlos transitar autónomamente en temas de su interés, como este año
ha pasado con el coro que han formado cinco niñas y que ha hecho descubrir a los
demás lo que es un coro, y cómo hay que organizarse, colocarse, ensayar, entonar, etc.
Me gusta ver que hay niños que aprenden una considerable cantidad de
conceptos a partir de la utilización del mismo material, porque les gusta de forma
particular, como Mireia con las telas, Christian con las maderas, Marina con los
animales de plástico, Javi con las piedras...
Y me gusta ver que al igual que cada niño aprende con un estilo, ritmo y manera,
cada subgrupo también, y cada grupo-clase. Hay cursos en que la palabra interviene
mucho en los aprendizajes. Hay otros en que los lenguajes plásticos llevan la voz
cantante. O la música. O el teatro. O las colecciones de objetos naturales. O el
movimiento. O el juego.
Y me gusta particularmente verlos cuando empiezan a lanzarse a escribir,
después de haberse alfabetizado en sus propios nombres, en los nombres de los
amigos, y de la familia, en los personajes de los cuentos, en las palabras amigas que
coleccionamos en clase, etc. Verdaderamente es todo un gusto leer sus primeras notas,
recados o cartas. Ahí se puede ver cómo se aventuran a escribir por sí mismos, según
sus hipótesis, y según los datos recopilados hasta el momento.
Me hacen mucha gracia las bromas que dedican a los amigos: “CARA
TORTILLA”, “OLA CARACOLA”, “FIDEO”... Las cariñosas cartas para la familia:
MAMÁ ERES GUAPA, PAPÁ ERES BUENO, MAMI FLOR, TE CIERO... Las peticiones
o quejas que formulan a veces “para quien las quiera oír”: KIERO IR A CASA DE LUIS,
NO BOI A NATACIÓN MÁS, VAMOS AL CINE OI...
También se ven algunos casos especiales que no puedo dejar de recordar. Un
niño que me dijo con seriedad un día: “Yo no estoy para letras”, dando a conocer sus
dificultades para concentrarse en un aprendizaje que, aunque se hacía a ratos, y
relajadamente, a él le suponía un gran esfuerzo, ocupado como estaba en una difícil
situación familiar. Y otro que aprendió a leer en un álbum de estampas de futbolistas
que le regaló su primo. “Primero me aprendí los nombres cortos, como ROA, o NIÑO,
luego los medianos y luego los largos”, nos contaba al preguntarle cómo lo hizo.

El niño nos habla de si mismo cuando se acerca a los demás

Cuando miramos jugar a los niños pequeños resulta hermoso ver que pasan un
primer tiempo de su vida viviendo “a solas”. Es decir, consigo mismos, y con el grupo
familiar que llevan dentro y que les acompaña dándoles seguridad, aliento, confianza
en sí mismos, referencias y afecto. Están “haciéndose”, estructurándose,
construyéndose de adentro a afuera. Necesitan su tiempo para conocerse y conocer,
para saber mínimamente quienes son, para “asentarse” en su ser diferenciado, antes de
poder acercarse a los demás.
De hecho se puede ver que en las clases de niños y niñas de uno o dos años se
juega en paralelo. Cada cual va en plan solitario, “a la suya” y, aunque es verdad que
se miran y se van conociendo, aún sus acercamientos son bastante primitivos, dándose
sobre todo gracias al papel de mediación que actúa la maestra. Parece que tenemos
prisa, que queremos acelerar el proceso urgiendo con nuestros deseos socializadores el
natural nacimiento de los primeros intereses del niño hacia los demás. Queremos que
bien pronto sea sociable, que haga amigos, que respete y coopere con los otros niños...,
aunque lo que a ellos les nace es mirarse, tocarse, empujarse, o quitarse los juguetes. En
las anotaciones que hacemos las maestras se ven unos pequeños círculos (con el
nombre de cada niño dentro), que, a modo de islas, dibujan la imagen de lo que podría
parecer un “grupo” que juega.
“Diariamente tengo ocasión de ver el tanteo que realizan los niños acercándose
y apartándose unos de otros hasta ir encontrando su lugar y su manera particular de
entrar en relación. Buscar un lugar con identidad propia, con derecho al respeto del
exterior, con la libertad tanto de estar con otros como de estar solos. En estos difíciles
comienzos les hace falta una ayuda de fuera, esa ley y contención que les dará
seguridades (la moral heterónoma, que decía Piaget), pero también les hace falta,
imprescindiblemente, una construcción personal, un largo recorrido de pruebas que les
dará acceso a la moral autónoma, que es la que ha de guiar la vida de relación con los
otros. Y para esta construcción-constitución de la moral hace falta todo un aprendizaje.
Lograr esa distancia semióptima, siempre inacabada, ese equilibrio inestable, esa
aceptación de las dudas, del cambio incesante, será costoso y precisará nuestra
compañía, nuestra tolerancia y nuestros buenos deseos.
Para un niño en edades tempranas lo que cuenta es el placer, su placer, su
deseo, su bienestar... y sólo saldrá de ahí, muy poco a poco y cuando vaya viendo claro
que el compañero es “otro” como él (o parecido) y que puede ceder en sus derechos o
pertenencias a favor de ese otro al que empieza a admirar o a querer. Es una “lógica”
simple y primitiva... pero así se empieza. Por suerte, los ritmos de madurez son muy
variados y así los niños pueden ir aprendiendo unos de otros, viéndose reaccionar ante
lo que va ocurriendo, oyéndose opinar, observándose, jugando juntos”.
A los tres años y medio o cuatro empiezan a surgir unos minúsculos grupos, de
dos o de tres niños, alguna patrulla incipiente de cuatro o cinco miembros, junto a
muchos ratos aún de juego solitario y cambios frecuentes de ubicación en las
agrupaciones.
En las anotaciones de las maestras ya hay una mitad de “islas”, junto a los
nuevos pequeños grupos. Y así con placer, con discusiones y rivalidades, van
ampliándose las “patrullas”, y van enriqueciéndose y diversificándose los lugares y los
papeles. Lo importante es que cada cual se sienta incluido en el grupo, que todos
valoren explícita y prácticamente el estar con otros, y que el grupo sirva para darse a
conocer, para expresar sentimientos, para comunicar y compartir experiencias, deseos
y saberes. Los forcejeos, las peleas, las inhibiciones, las discusiones y las rivalidades
caminan al lado de las ilusiones al tener amigos, las alegrías al notar que se puede
ocupar un lugar de reconocimiento, la diversión de inventar y aprender con otros, la
emoción de querer y que te quieran. Y en estos recorridos cada niño nos habla de su
modalidad, de sus facilidades o dificultades, de su estilo relacional, nos habla de si
mismo.
Encuentro tan agradable el paso de ser uno a ser grupo, que no me importa
tener que hacer mil y un papeles: de árbitro, de dique contenedor, de soporte, de
cómplice, de testigo... En ocasiones doy pistas explicando cómo hacía yo para
acercarme a un niño o un grupo que me interesaban. Otras veces modero debates para
clarificar las reglas del juego, o las normas de relación que ese grupo en concreto
empieza a acordar. De vez en cuando tengo que ejercer papeles de control. O procurar
que circule lo más libremente posible la palabra. En general observo, escucho,
acompaño y disfruto al ver un grupo en marcha. Con sus cambios, sus ritmos, su
complejidad, sus encuentros y sus desencuentros.

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