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El entramado educativo empieza desde muy temprano. Antes de nacer un niño ya hay
unas ilusiones puestas en él, una opción hacia el modo en que será educado, un surco,
un hueco, un cobijo lleno de afecto, de ley, de cultura, de recibimiento, de historia. Y
cuando el niño llega, se ponen en acción todos los mecanismos familiares y sociales que
van a apadrinarlo para que pueda ser incluido en el lugar y momento histórico que le
ha tocado vivir.
Para lograr crecer y desarrollarse saludablemente el niño necesitará encontrar un
efectivo modo de comunicarse con el mundo exterior. Sus tanteos, alentados desde
afuera y urgidos desde adentro, empezarán desde el mismo momento en que nace y se
llevarán a cabo a partir de todos los canales expresivos posibles. De hecho, el niño
pequeño nos habla de sí mismo con los lenguajes que conoce mejor. Con su cuerpo, con
sus movimientos, con sus juegos, con sus lágrimas, con sus enfermedades, con sus
sonrisas...
Cuando nace es sobre todo su llanto el que dice por él. Su piel, su boca, su digestión,
o las desobedientes burbujas de aire que le pasean las tripas. Después son sus
expresivos ojos los que nos cuentan cómo se siente. Su sueño, su hambre, sus
repentinas risas. Más adelante empieza a gorjear como si fuera un pajarillo y sus
balbuceos acompañan los giros de su cuello y de sus manos, el chuparse el dedo gordo
del pie, “los cinco lobitos”, o las “palmas palmitas”. Aquí vienen también los gritos, las
carcajadas, las toses, el jugar a esconderse, el tirar el chupete o los peluches una y mil
veces para oír cómo suenan… y para hacerse ver. Y seguir mirando cada vez con más
ahínco y más intencionalidad. Y los tirones de pelo, los manotazos, el reclamar a voces,
el manipuleo generalizado, el empezar a sentarse, a gatear, a meter los dedos en todos
los agujeros, o los dientes en todo lo que se preste a las mordidas. Y las palabritas, que
se le vuelven triunfos nada más intentarlas: mamamama, papapapa, agua, pan, ven...
El niño también nos habla a través de la observación y el conocimiento que adquiere
de los sonidos y los rituales de su casa, de las caras de cada miembro de la familia, de
sus voces, de sus manos, de sus maneras de jugar… Porque estos saberes le dan la
seguridad y el desparpajo de quien se siente mirado, conocido, interpretado y
entendido sin haber dicho apenas nada.
Así, poco a poco, él instala su propio estilo comunicativo desde el que nos hace
saber que está contento, que está enfadado, que quiere que le cojan, que tiene hambre,
que tiene sueño, que extraña… Utiliza todo un repertorio de gestos y sonidos, de
movimientos de calma o de desazón, de señales cargadas de significado para quienes
lo cuidan. Signos y demandas que, curiosamente, se van haciendo cada vez más claros
y entendibles, pudiendo ser captados e interpretados también por otras personas.
Puede mostrar satisfacción, plenitud y “contento muscular”. Puede mostrar
inquietud, nerviosismo, angustia, emoción. Puede mostrar curiosidad, apatía,
cansancio, dolor, tensión… Y ganas de vivir o desganas. Y es que desde los primeros
momentos el niño expresa. Cuenta sus sensaciones, reclama sus placeres, exige sus
necesidades. Y aunque lo hace de esas maneras tan primitivas, suele obtener la escucha
y la conexión que precisa, porque hay un vínculo amoroso que tiene “las
entendederas” predispuestas al entendimiento. Así que cuando el niño dice “ta” y le
alarga el peluche a su madre o a la persona que lo cuida, suele recibir como respuesta
otro “ta” que le retorna el muñeco, el gesto y una sonrisa que le animará a seguir
comunicando.
El adulto al cargo pone mucho de sí en la creación de este vínculo nuevo que
engarzará al niño primero consigo y después con los otros y con el mundo exterior,
pero el niño también pone todo su esfuerzo y su ímpetu de vida, como si intuyera que,
efectivamente, le va la vida en ello. Y así es.
Cuando hay una buena situación de apego, de estos intercambios surgen el “decir
de sí”, el expresarse, el abrirse al afuera, a los demás, a lo nuevo… Es decir, se instala la
posibilidad de expresar lo que se siente, de airear el mundo interior, de “salir”. Pero
cuando hay situaciones difíciles en las que falta la disponibilidad de las figuras de
apego y referencia por estar en situación de depresión, crisis, enfermedad o ausencia, el
niño se encuentra sin ese fundamental “interlocutor válido” que le tendría que facilitar
la entrada al mundo de los otros. Y entonces, al no encontrar quien lo reciba y aliente,
su fluir comunicativo se va deteniendo, hasta quedar rodando sobre si mismo y
envolviendo los mensajes hasta ahogarlos. Incluso puede dejar de haber mensajes, ya
que el movimiento hacia el afuera deja de tener sentido. Y el niño queda atrapado
adentro, sin contacto, sin otro en quien confiar, solo.
Pensemos en los niños que tardan en sonreír o no llegan a hacerlo, porque no han
tenido sonrisas alrededor, o porque nadie les ha celebrado o correspondido a la sonrisa
que ellos esbozaban. En los niños que no hablan por no saber a quién dirigirse, por no
tener claro a quien regalar con sus palabras. En los que no lloran porque no sienten que
sus lágrimas pudieran conmover a nadie... En resumidas cuentas, que en la infancia
temprana no todo son paraísos. Que hay niños comunicados y en marcha, y niños
incomunicados y en barbecho. Niños que evolucionan bien y niños que se mantienen
“en hibernación” esperando algún momento propicio para despegar y crecer
saludablemente.
Cuando son un poco más mayores, además de estas maneras de expresarse, vemos
otras. Se expresan al dibujar, al moverse, al hablar, al jugar, al relacionarse, al soñar, al
imaginar, al escribir, al pelear… Y es que los niños se expresan en cada gesto, en cada
actuación, en cada estado de ánimo… Sin embargo, los adultos que les rodeamos, ya
seamos los padres y familiares, como los maestros, tendemos a focalizar nuestra
atención en los mensajes verbales casi en exclusiva, olvidándonos de “leer”, captar y
tratar de comprender lo que nos tratan de decir de muchos otros modos.
Hay veces que nos encontramos con niños que no juegan (o repiten siempre el
mismo juego), que no comen (salvo determinadas comidas), que no dibujan (salvo si
rellenan una forma ya hecha), que no explican lo que piensan, desean o imaginan.
Niños que se caen, se chocan, se accidentan, o se enferman con demasiada frecuencia.
Niños que lloran por todo, que no pueden estarse quietos, que se saltan toda regla a su
alcance, que pegan, que no toleran la más mínima frustración. Niños que no pueden
leer, escribir, memorizar, relacionarse con los demás, o disfrutar.
Es decir, niños que nos están queriendo decir algo de sí mismos utilizando vías
alternativas. Utilizando otros lenguajes que tendríamos que aprender a “leer” un poco
al menos para no dejarlos en la estacada, para ayudarlos a salir de su detenimiento,
para acompañarlos en su búsqueda de canales de salida más ligeros, saludables y a “su
favor”.
Desde nuestra función de maestros será útil intuir por donde pueden ir las
dificultades, porque si acertamos en nuestras hipótesis, podemos trabajar en esa
dirección con el niño, con el grupo y con la familia. Pero si no acertamos a saber qué
puede estarle pasando al niño, también partiremos de algo, es decir, de esa ignorancia
que, probablemente, nos llevará a indicar la conveniencia de consultar a algún
especialista. Todo menos ignorar que algo le está ocurriendo al niño.
Lo importante será tener en cuenta que el niño tendrá una evolución más sana y
placentera en la medida en que pueda comunicarse fluidamente con los demás. Por
tanto, intentemos hacer lo posible por estar a la escucha de todos sus modos de
expresión… y no sólo de sus palabras.
Desplegando sus sueños, sus ganas de jugar, de crear y de disfrutar. Hay quien
propone “soñar despierto”, como decía Jaume el curso pasado y, según lo explicaba,
eso de soñar despierto se hacía “cerrando los ojos e imaginando todo lo que tú
querías”. Incluso “funcionaba” con los ojos abiertos.
Hay quien lleva adelante sus imaginaciones en la soledad. O para combatirla, como
Ada, que se inventa amigos imaginarios con los que juega por las tardes en su casa.
Hay quien inventa historias, como Mar, increíblemente bonitas, bien estructuradas,
poéticas. O movimientos de mimo, como Andreu, que acompaña la lectura de los
cuentos que más le inspiran con gestos, extensiones de brazos, movimientos de cabeza,
de manos, etc.
Hay quien planea escenas teatrales, coreografías de baile, construcciones hechas
con piezas de madera, disfraces sugerentes y divertidos, juegos, composiciones
plásticas, poesías, tareas...
Lo importante es la sensación de placer que se genera al hacer surgir algo nuevo. El
vértigo de la aventura de empezar algo que no sabe cómo acabará. La curiosidad, la
sorpresa y la satisfacción ante la realización de lo que se vislumbraba apenas en unas
imágenes esbozadas y “sueltas” en nuestro interior, y que después de pasadas por
nuestra acción de plasmar o expresar vemos “puestas afuera” en forma de narración,
poema, juego, baile, teatro, relación, composición plástica, construcción...
Hay un libro de Rosa Montero que se llama “La loca de la casa”. El título está
refiriéndose precisamente a la imaginación, porque es verdad que tiene un algo de
“locura” esa desorganización que luego se organiza, ese riesgo de no saber los finales,
esas intuiciones que suenan a poco pensamiento, ese escaso realismo y abundante
fantasía que tanto se parece a los sueños, ese disfrute ciego e inacabable que se siente
cuando estamos imaginando algo.
A veces nuestras imaginaciones son deseos que anticipamos como podemos.
A veces ensayos de los caminos que quisiéramos recorrer.
A veces son evasiones para descansar de las cosas demasiado serias, atadas y
planificadas.
A veces son chispas de libertad que encienden nuestras acciones y las tiñen de un
tono ahumado y añejo, que nos pone en contacto con las nubes y con la tierra... al
mismo tiempo...
El niño nos habla de sí mismo cuando aprende
Cada niño adopta diversas actitudes ante el aprendizaje. Pone diversas caras,
maneras de mirar, de atender, posturas, palabras. Hay quien siempre está dispuesto,
quien tarda o remolonea, quien se entusiasma. Hay quien aprende escuchando,
mirando, actuando, pensando, manipulando, imitando, inventando... Hay quien se
lanza a tocar, a preguntar, a proponer, a comentar lo que sabe sobre el tema, confiado
en que “puede”. Hay quien se asusta, rehuye la mirada, se bloquea, se esconde,
pensando que no podrá. Hay quien permanece callado y atento, bebiendo del exterior
todo lo que le va llegando para hacerlo suyo. Hay quien parece que no escucha, ni
mira, pero también está activa y curiosamente implicado. Una vez lo explicaba así:
Aprender es como alimentarse, llenarse, comer... y nace del más puro instinto de
vida, de esa curiosidad adaptativa, de ese “salir a mirar” y a tomar de la realidad
aquello que nos hace falta, que nos beneficia, que nos da placer. Así de primitivo es el
asunto, aunque lo revistamos de objetivos, de currículos, de libros, y demás cosas
sublimes.
Aprender es coger, aprehender, hacer nuestro algo que no teníamos, que nos
faltaba, y que, presumiblemente, nos va a dar satisfacciones y fuerzas. Visto de esta
manera, entiendo mejor que los niños cuando hablan de lo que desean aprender
incluyan cosas en las que yo no hubiera pensado en un primer momento. Ellos dicen
que quieren aprender “a correr muy deprisa”, “a leer”, “a hacer la comida”, “a perder”,
“a ser un chico”, “a pensar” “a conducir”, “a tener un amigo”, “a esperar”, “a saber si
va a llover o va a hacer sol”, “a aguantar”, “a no quererlo todo”, “a no hacer los
números al revés”, “a cocinar magdalenas con canela”, “a hacerle caso a mamá”...
Además se aprende, según voy comprobando, desde “el piso de abajo” afectivo.
En cierto modo es como si cada cual siguiera su propio hilo de intereses, deseos,
necesidades, preocupaciones o alegrías y fuera dando respuestas a todo ello poquito a
poco. Como si lo interno fuera lo que marcara los caminos del aprendizaje, haciendo al
niño investigar aquí o allá, relacionar así o asá, escuchar esto o lo otro. Viene a ser
como cuando a nosotros, los adultos, nos inquieta algo y todo lo que oímos o vivimos,
nos lleva a aquella cosa, a aquel lugar, a aquel tema, que nos está conmoviendo por
adentro.
De tal manera que cuando se está en grupo y se plantea alguna línea de
indagación, cada uno lo toma por donde más le llega y lo asocia con lo que ya ha
vivido, o con lo que está conflictuando, o interesando en esos momentos. Y se juntan
los hilos y se enmarañan, o se alinean, formando una trama grupal que multiplica las
conexiones, los reflejos y los chispazos de saber, viéndose así claramente cómo se atan
y desatan los aconteceres cognoscitivos con los del afecto. No es de extrañar, pues, que
tocando el tema de los deportes, por poner un ejemplo, un niño ágil y ligero se sienta
feliz y quiera probarlo todo, y otro más lento, o menos coordinado, decida no hacer
deporte, “porque tiene peligros”, que aún no sabe cómo encarar.
A mí me gusta ver cómo los niños aprenden desde sí mismos, desde la relación
con los demás y conmigo, desde los juegos, desde sus familias... Me gusta descubrir
que alguien enseña lo que sabe a los compañeros, como Alfredo que enseña a sus
amigos “lo que tiene dentro cada número”, dibujando el número en la pizarra y
mostrándoles tantas maderas como hicieran falta. -“¿Véis esto? Es el número 4, por eso
voy a coger 4 maderas: 1-2-3 y 4”.
Me gusta verlos transitar autónomamente en temas de su interés, como este año
ha pasado con el coro que han formado cinco niñas y que ha hecho descubrir a los
demás lo que es un coro, y cómo hay que organizarse, colocarse, ensayar, entonar, etc.
Me gusta ver que hay niños que aprenden una considerable cantidad de
conceptos a partir de la utilización del mismo material, porque les gusta de forma
particular, como Mireia con las telas, Christian con las maderas, Marina con los
animales de plástico, Javi con las piedras...
Y me gusta ver que al igual que cada niño aprende con un estilo, ritmo y manera,
cada subgrupo también, y cada grupo-clase. Hay cursos en que la palabra interviene
mucho en los aprendizajes. Hay otros en que los lenguajes plásticos llevan la voz
cantante. O la música. O el teatro. O las colecciones de objetos naturales. O el
movimiento. O el juego.
Y me gusta particularmente verlos cuando empiezan a lanzarse a escribir,
después de haberse alfabetizado en sus propios nombres, en los nombres de los
amigos, y de la familia, en los personajes de los cuentos, en las palabras amigas que
coleccionamos en clase, etc. Verdaderamente es todo un gusto leer sus primeras notas,
recados o cartas. Ahí se puede ver cómo se aventuran a escribir por sí mismos, según
sus hipótesis, y según los datos recopilados hasta el momento.
Me hacen mucha gracia las bromas que dedican a los amigos: “CARA
TORTILLA”, “OLA CARACOLA”, “FIDEO”... Las cariñosas cartas para la familia:
MAMÁ ERES GUAPA, PAPÁ ERES BUENO, MAMI FLOR, TE CIERO... Las peticiones
o quejas que formulan a veces “para quien las quiera oír”: KIERO IR A CASA DE LUIS,
NO BOI A NATACIÓN MÁS, VAMOS AL CINE OI...
También se ven algunos casos especiales que no puedo dejar de recordar. Un
niño que me dijo con seriedad un día: “Yo no estoy para letras”, dando a conocer sus
dificultades para concentrarse en un aprendizaje que, aunque se hacía a ratos, y
relajadamente, a él le suponía un gran esfuerzo, ocupado como estaba en una difícil
situación familiar. Y otro que aprendió a leer en un álbum de estampas de futbolistas
que le regaló su primo. “Primero me aprendí los nombres cortos, como ROA, o NIÑO,
luego los medianos y luego los largos”, nos contaba al preguntarle cómo lo hizo.
Cuando miramos jugar a los niños pequeños resulta hermoso ver que pasan un
primer tiempo de su vida viviendo “a solas”. Es decir, consigo mismos, y con el grupo
familiar que llevan dentro y que les acompaña dándoles seguridad, aliento, confianza
en sí mismos, referencias y afecto. Están “haciéndose”, estructurándose,
construyéndose de adentro a afuera. Necesitan su tiempo para conocerse y conocer,
para saber mínimamente quienes son, para “asentarse” en su ser diferenciado, antes de
poder acercarse a los demás.
De hecho se puede ver que en las clases de niños y niñas de uno o dos años se
juega en paralelo. Cada cual va en plan solitario, “a la suya” y, aunque es verdad que
se miran y se van conociendo, aún sus acercamientos son bastante primitivos, dándose
sobre todo gracias al papel de mediación que actúa la maestra. Parece que tenemos
prisa, que queremos acelerar el proceso urgiendo con nuestros deseos socializadores el
natural nacimiento de los primeros intereses del niño hacia los demás. Queremos que
bien pronto sea sociable, que haga amigos, que respete y coopere con los otros niños...,
aunque lo que a ellos les nace es mirarse, tocarse, empujarse, o quitarse los juguetes. En
las anotaciones que hacemos las maestras se ven unos pequeños círculos (con el
nombre de cada niño dentro), que, a modo de islas, dibujan la imagen de lo que podría
parecer un “grupo” que juega.
“Diariamente tengo ocasión de ver el tanteo que realizan los niños acercándose
y apartándose unos de otros hasta ir encontrando su lugar y su manera particular de
entrar en relación. Buscar un lugar con identidad propia, con derecho al respeto del
exterior, con la libertad tanto de estar con otros como de estar solos. En estos difíciles
comienzos les hace falta una ayuda de fuera, esa ley y contención que les dará
seguridades (la moral heterónoma, que decía Piaget), pero también les hace falta,
imprescindiblemente, una construcción personal, un largo recorrido de pruebas que les
dará acceso a la moral autónoma, que es la que ha de guiar la vida de relación con los
otros. Y para esta construcción-constitución de la moral hace falta todo un aprendizaje.
Lograr esa distancia semióptima, siempre inacabada, ese equilibrio inestable, esa
aceptación de las dudas, del cambio incesante, será costoso y precisará nuestra
compañía, nuestra tolerancia y nuestros buenos deseos.
Para un niño en edades tempranas lo que cuenta es el placer, su placer, su
deseo, su bienestar... y sólo saldrá de ahí, muy poco a poco y cuando vaya viendo claro
que el compañero es “otro” como él (o parecido) y que puede ceder en sus derechos o
pertenencias a favor de ese otro al que empieza a admirar o a querer. Es una “lógica”
simple y primitiva... pero así se empieza. Por suerte, los ritmos de madurez son muy
variados y así los niños pueden ir aprendiendo unos de otros, viéndose reaccionar ante
lo que va ocurriendo, oyéndose opinar, observándose, jugando juntos”.
A los tres años y medio o cuatro empiezan a surgir unos minúsculos grupos, de
dos o de tres niños, alguna patrulla incipiente de cuatro o cinco miembros, junto a
muchos ratos aún de juego solitario y cambios frecuentes de ubicación en las
agrupaciones.
En las anotaciones de las maestras ya hay una mitad de “islas”, junto a los
nuevos pequeños grupos. Y así con placer, con discusiones y rivalidades, van
ampliándose las “patrullas”, y van enriqueciéndose y diversificándose los lugares y los
papeles. Lo importante es que cada cual se sienta incluido en el grupo, que todos
valoren explícita y prácticamente el estar con otros, y que el grupo sirva para darse a
conocer, para expresar sentimientos, para comunicar y compartir experiencias, deseos
y saberes. Los forcejeos, las peleas, las inhibiciones, las discusiones y las rivalidades
caminan al lado de las ilusiones al tener amigos, las alegrías al notar que se puede
ocupar un lugar de reconocimiento, la diversión de inventar y aprender con otros, la
emoción de querer y que te quieran. Y en estos recorridos cada niño nos habla de su
modalidad, de sus facilidades o dificultades, de su estilo relacional, nos habla de si
mismo.
Encuentro tan agradable el paso de ser uno a ser grupo, que no me importa
tener que hacer mil y un papeles: de árbitro, de dique contenedor, de soporte, de
cómplice, de testigo... En ocasiones doy pistas explicando cómo hacía yo para
acercarme a un niño o un grupo que me interesaban. Otras veces modero debates para
clarificar las reglas del juego, o las normas de relación que ese grupo en concreto
empieza a acordar. De vez en cuando tengo que ejercer papeles de control. O procurar
que circule lo más libremente posible la palabra. En general observo, escucho,
acompaño y disfruto al ver un grupo en marcha. Con sus cambios, sus ritmos, su
complejidad, sus encuentros y sus desencuentros.