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Robert de Langeac
INTRODUCCIÓN
La concepción de esta obrita difiere de la de Virgo Fidelis. Entre los textos reunidos
por una mano fiel y religiosa, hemos escogido los que más directamente se re
ferian al más sublime desarrollo de esta «vida oculta en Dios» de la que habla el
apóstol, tal como se realiza en la «transformación amorosa». Estas páginas
constituyen, pues, una especie de testimonio de honda vida espiritual.
Pero lejos de guardar celosamente para ella los favores recibidos, el alma
plenamente unida a su Dios desborda de fecundidad apostólica, pues por
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«dondequiera que está, el amor actúa... Aun privada de los medios ordinarios de
la acción, que son la palabra y las obras, sigue actuando, y tal vez más eficazmente
que nunca. Le quedan la oración, el sufrimiento, la misma impotencia. Todo lo
encuentra bien. Convierte en flecha cualquier madera».
El ciclo de una vida espiritual profunda concluye así con la plena entrega de uno
mismo a Dios y a los demás.
No conviene, por otra parte, que este plan, aparentemente riguroso, equivoque al
lector sobre el verdadero sentido de este libro. Porque estos «trozos escogidos» de
ningún modo pretenden constituir una doctrina completa de la unión a Dios, sino
que más bien quieren comunicar, a través de las palabras, una experiencia que se
refiere con mucha espontaneidad. No nos hemos preocupado así, al encadenar los
textos, de establecer en ellos una rigurosa continuidad de estilo. A veces el autor
habla del alma espiritual en general, mientras que otras se expresa en primera
persona. A menudo parece también interrumpir su discurso para hablar
directamente al lector. En otros pasajes, quien habla es Cristo. Y aunque las leyes
literarias de la composición hayan de padecer por tanta libertad, parece que, a
cambio de ello, la lectura de estas páginas dará la impresión de un diálogo muy
libre y muy cordial con un alma que ha encontrado a Dios.
El estilo de esta obrita parecerá, sin duda, de una sencillez desconcertante. Los
escritores espirituales conocen el drama de la expresión todavía más que los
autores profanos. Pues sí difícilmente se dejan los sentimientos de un hombre
definir y transmitir por él a sus semejantes, ¿qué habremos de decir de las
operaciones de la Gracia en un alma? Lo que un Dios oculto y trascendente realiza
allí, a su arbitrio, bajo el manto de la noche o en el alborear de una fe ya irradiante,
no lo han visto los ojos ni lo han escuchado los oídos... «¿Cómo hablar, Dios mío,
de la unión íntima contigo? Harían falta palabras más blancas que la nieve, más
ardientes que el fuego. Estas palabras no existen. Y, sin embargo, ¿cómo callarse
sobre la única cosa que verdaderamente tiene valor y que cuenta?» Y el alma gime:
«¡Oh Amor!, las palabras son demasiado pequeñas para contenerte y por eso las
destrozas; son demasiado débiles para expresarte, y por eso las aplastas.»
El místico renunciará, pues, a torturarlas para tratar de hacer que digan lo que no
pueden decir. Pero la sencillez de su estilo será una especie de escándalo para esas
inteligencias carnales que querrían apreciar el valor y la intensidad de la
experiencia espiritual, no por el comportamiento moral, sino por las palpitaciones
de la sensibilidad y por los dones de la expresión. Piensan como el apóstol Tomás:
«Sí no veo en sus manos la señal de los clavos -la señal de las heridas que el amor
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ha causado al alma- y meto mí dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su
costado, no creeré». Pero esas heridas son invisibles, y si la carne participó en los
trastornos espirituales del alma, no guardó su huella exacta y no es capaz de
expresarlas perfectamente. Lo que es espíritu sigue siendo espíritu y se mantiene
más allá de lo sensible; es de otro orden.
E Incluso, el espíritu se deleita a veces en borrar sus propias huellas, como para
desafiar a la carne. Ciertos espirituales escogen voluntariamente, tal como el Señor
lo hizo en su Evangelio, los términos más sencillos para decir las cosas más
sublimes. Les importa poco parecernos banales o monótonos, sí el amor les hace
hallar a esas palabras usuales un sabor constantemente nuevo.
«El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible, constante, gratamente monótono.
Diríamos que es la voz de un afecto seguro de sí mismo, que para gustarse no tiene
necesidad sino de repetirse sin brillo, casi sin ruido, pero también sin pausa. En el
fondo del alma interior hay una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy
bajo una melodía muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a intervalos
muy cercanos: «¡Oh Amor, Te amo! ¡Dios mío, Tesoro mío, mi Todo, mi Amor!»
Las almas interiores de todos los tiempos han cantado sustancialmente siempre,
aunque sin duda con infinitas variantes, esa misma cantinela del Amor. El Amor las
ha escogido, perseguido y, poco a poco, ha ido invadiéndolas; a través de la
muerte, las ha conducido a la vida. Las páginas que siguen serán así un testimonio
vivo de ese Amor divino y de su reflejo creado, testimonio que habrá de añadirse a
muchos otros.
Pero tal vez se diga: ¿Para qué divulgar esos secretos interiores? La evocación de
favores tan «extraordinarios» y tan raros no conseguirá otra cosa sino que los
cristianos que caminan a paso mesurado por el camino «normal» den vueltas a su
cabeza. Y en cuanto a los que hayan podido conocer semejantes gracias, tal vez se
corra el riesgo, atrayendo la atención sobre ellas, de hacerles perder la lozanía de
su alma.
Para responder a esta objeción, que tiene su peso, empecemos por observar que
estas páginas no van destinadas especialmente a las almas místicas, las cuales,
ciertamente, existen, pero parecen ser raras. «El porqué Él se lo sabe», responde
San Juan de la Cruz descorazonando de antemano nuestras explicaciones humanas.
En todo caso, la extrema sensibilidad sobrenatural de los espirituales les impide
echar sobre sí mismos una mirada de complacencia, y en el sentido en que Pascal
decía del verdadero filósofo que éste «se burla» de la filosofía, los verdaderos
místicos «se burlan» de la mística; al menos de la de los libros. Por instinto divino
se dedican a conservar una perfecta desnudez de espíritu para caminar cada vez
más en la Fe.
Por lo demás, lo que nos parece un término, lo consideran ellos más bien como un
principio; y sólo les parece que empiezan a dejarse manejar por Dios cuando se
abandonan a su Espíritu.
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Menos todavía se dirige este libro a las almas que creen ser místicas (y que en un
tiempo como el nuestro no son, ¡ay!, legión). Pues aunque imiten éxtasis y
arrobamientos que casi llegan a confundir, y aunque a menudo lo hagan con una
inconsciencia de la cual son las primeras víctimas; aunque a veces realicen obras
casi extraordinarias, les falta en el Interior ese «no sé qué» sencillo humilde,
abierto, llano, que hace huir al iluminismo y los ofrece a una auténtica iluminación
sobrenatural. Haría falta que se dejasen abrir los ojos, que aceptasen, por así
decirlo, cepillarse con el buen sentido de los verdaderos místicos. San Juan de la
Cruz les aconsejaría que tomasen una «comida sustancial» siguiendo un poco más
a su razón en lo que tiene de legítima (pues tal es el tema de una de sus
máximas). Y Santa Teresa, por su parte, les propondría sencillamente otra comida:
la que imponía a sus falsas visionarias: carne y descanso.
Resulta, pues (aunque sea bastante paradójico), que este librito se dirige a los
cristianos corrientes que somos nosotros, para quienes el contacto de los auténticos
espirituales es siempre beneficioso. Pues su éxito sobrenatural, si nos atrevemos a
asociar ambas palabras, nos hace confiar en las energías casi ilimitadas depositadas
por la Gracia en el fondo de nuestras almas y que sólo quieren poder desarrollarse
allí. Pues el agua clara de la vida descendida del Trono de Dios y del Cordero hierve
en nuestras entrañas, anhelando una salida para brotar en nosotros como vida
eterna. Mientras tanto, murmura persuasiva en lo más íntimo de nosotros mismos
aquella invitación que oyera Ignacio de Antioquía: «¡Ven hacia el Padre!» Después
de todo la transformación en Cristo, de la que las epístolas apostólicas hablaban tan
osadamente a los primeros cristianos, no es más que el pleno desarrollo de nuestra
vida de bautizados. San Juan de la Cruz lo proclamó a su vez cuando vio en la
«unión plena» la realización más profunda de aquella frase de Nuestro Señor a
Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del
Espíritu no puede entrar en el Reino de los Cielos».
¿Por qué, pues, un alma interior no había de anhelar obtener desde esta tierra la
plena unión de voluntad con Dios, bajo la forma en que a Éste le pluguiera darla?
(y no hay en el fondo más que una perfección, más o menos rica en resonancias
conscientes). «Cuando el alma hace lo que es de su parte, dice San Juan de la
Cruz, es imposible que Dios deje de hacer lo que es de la suya» ".
«Indudablemente, añade prudente nuestro autor, no conviene imponerse a Dios; es
inútil y es perjudicial. Invita «de hecho» a quien le place. Pero espera que le
deseemos, que le pidamos, que le llamemos, que le preparemos nuestra alma por
un amor delicado y generoso, constante y abandonado, y tiene derecho a ello. Ése
es, pues, nuestro deber.»
Aun suponiendo que jamás lleguemos a tales cumbres, por pereza o negligencia de
nuestra parte, o por libre voluntad divina de la otra, nos hará bien que plantemos
por un momento nuestra tienda para contemplar la transfiguración de un alma, nos
hará bien respirar el aire de las alturas espirituales, el cual no es otro que el
Espíritu Santo, infinitamente más vivificante que los impuros soplos de la llanura.
Frecuentando a los espirituales aminoramos nuestra grosería nativa, nos
desprendemos de nuestras maneras de ver y de juzgar que son de aquí abajo para
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apreciar las cosas a la luz de lo alto. («Vosotros sois de abajo, Yo soy de Arriba»
decía Cristo a los fariseos.) ¿Y no es ésta una apreciable ganancia?
Parece que nada pueda apaciguar ya ese furor justiciero suyo, que la Escritura se
atreve a comparar, con su vigor habitual, al de un hombre borracho. Y, sin
embargo, ¡que fácil de desarmar seria la cólera de Dios si nos dirigiésemos a su
Corazón! Pues su amor lo hace tan invulnerable a nuestras oraciones que Él mismo
parece asombrarse de ello en la Escritura:
LA VIDA INTERIOR
Nuestra Señora del Monte Carmelo es la Patrona de la vida interior, la Virgen que
nos aparta de la muchedumbre y nos lleva dulcemente hacia esas cumbres donde
el aire es más puro, el cielo más claro, Dios está más próximo... y en las que
transcurre la vida de intimidad con Dios.
Según San Gregorio el Magno, la vida contemplativa y la vida eterna no son dos
cosas diferentes, sino una sola realidad; una es la aurora, la otra el mediodía. La
vida contemplativa es el principio de la dicha eterna, su saboreo anticipado. Que la
Reina del cielo nos conceda, pues, la gracia de comprender el estrecho vínculo que
une esas dos vidas para vivir aquí abajo como si estuviéramos ya en el cielo.
Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida interior es como
una eclosión de Dios en el alma.
Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión con Dios:
tiempo y paz.
Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios por la caridad.
Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de eternidad tienen sus frutos.
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Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija en Dios,
obtiene de Él cuanto quiere.
Entre un alma recogida, desligada de todo, y Dios, no hay nada. La unión se realiza
por sí misma. Es inmediata.
¡ Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que de
legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas como si en el
mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú.
En la fe, Dios habla; por la esperanza, Dios ayuda; en la caridad, Dios se da, Dios
colma.
Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid poco con los
demás ." menos todavía con vosotros mismos, pero lo más posible, si no en Dios,
por lo menos cerca de Él.
Cuando en el fondo de vuestra alma oigáis, dos voces contradictorias, conviene que
escuchéis generalmente a la que habla más bajo. En todo caso, ésa es la que pide
más sacrificios. ¡Y tiene tanto valor el sufrimiento bien entendido! Desliga y
aproxima a Dios.
EL DESORDEN Y LA LUCHA
Por un desorden, consecuencia del pecado original, cada facultad, dice Santo
Tomás, busca su bien propio sin ocuparse del bien común, aunque el conjunto haya
de perecer. Sucede entonces como cuando hay que domar a una manada de fieras.
Que no se consigue sino con el látigo y sin perderlas de vista. Y si uno carece de
dominio sobre sí mismo, sobre todo al principio, aquello es una jaula de fieras. No
bajéis a ella so pretexto de dominarlas a latigazos. No lo lograríais. Cerrad la
trampa y subid hacia Dios. ¿Cómo lograrlo? Es un secreto, pero el Espíritu Santo os
lo enseñará.
Además, que el Enemigo merodea siempre alrededor de las almas. Y aquellas que
se le escaparon y se esfuerzan en servir a Dios le son particularmente odiosas. Para
turbarías lo intenta todo. Quiere impedir que den frutos. Y para eso arremete
contra las flores en cuanto éstas brotan. Pues cada flor que cae antes de tiempo es
un fruto perdido para la cosecha. Y cada buen pensamiento apagado por el miedo,
cada buen deseo sofocado por el te-mor, son otras tantas flores estériles. El
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Demonio lo sabe. Y por eso excita en el alma esos mil pequeños brotes importunos
y turbadores de necia vanidad, de envidiosa susceptibilidad, de iracunda
impaciencia, de caprichosa avidez que molestan, inquietan, paralizan, intimidan, y
acaban por dividir simultáneamente la atención del espíritu y la aplicación de la
voluntad.
DESPOJO DE LA IMAGINACIÓN
La regla general es el Age quod agis de los antiguos. Terminar con las discusiones
inútiles sobre lo que acabamos de hacer, con las preocupaciones sobre lo que
hemos de hacer más tarde. Lo que hemos de vigilar, regular y dominar es la
imagen que está siempre al final de la acción lo mismo que estuvo en su origen.
Atengámonos únicamente a la imagen de lo que hacemos, pero sin precisarla más
de cuanto sea menester. Que durante este tiempo el fondo del alma está unido
muy suavemente a Dios. Insistamos mucho sobre este punto.
Ocupad vuestro espíritu, pero en paz y con paciencia. No le deis a moler más que
muy buen trigo. Que trabaje lentamente. Las lecturas inútiles no sirven más que
para hacer girar la imaginación en el vacío. Pero los molinos no están hechos para
girar, sino para moler. La conclusión es fácil de deducir.
Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas afines, debilitad el
sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero.
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No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma; eso es, por lo menos, perder
el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando. Procurad vivir a la manera de
las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más alto del alma. No esperéis a mañana
para concluir vuestros trabajos de construcción. Hacedlo desde ahora mismo.
Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar; es preciso
saber soportar esas importunidades de la imaginación. No persigáis entonces a
Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades superiores. Es lo más seguro
e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud, la moderación en la marcha, en la
escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la pobre máquina humana todo se relaciona.
Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre quién descansará
mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico? ¡Tenemos tanta necesidad del
Espíritu Santo!
Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser perfectos.
No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún consuelo. Dios, que os
conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que necesitéis in tempore oportuno.
Desconfiad mucho de los razonamientos a los que os sintáis apegados. No son fruto
normal de vuestra inteligencia, sino más bien de vuestra voluntad. No siempre veis
las cosas como en realidad son, pues hay imponderables atómicos que se os
escapan. Y suplís esta deficiencia con un alarde de voluntad: "Lo quiero así, pues
así lo mando, y si me preguntáis el motivo os diré que es mi voluntad" (Juvenal).
Es algo que hay que corregir.
No dejéis hacer a Dios lo que podáis hacer vosotros mismos. Todavía le quedará
mucho que hacer.
No puedo actuar fuera de las indicaciones de Dios. Cada vez que me he mantenido
en los límites exactamente trazados por la Providencia se ha realizado un poco de
bien. Cada vez que he querido traspasarlos, aunque no fuera más que en una tilde
y bajo los mejores pretextos, lo he embrollado todo y el bien no se ha realizado.
HUMILDAD
Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia. Pedidla sin cesar,
pero sosegadamente.
En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y ganar mucho.
Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a los demás como para
mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro sentir con sencillez,
exactitud, claridad y brevedad; tened calma luego y orad.
Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los pide para
poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para humillaros.
Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso sea, os es más
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necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos humilla como
nuestros defectos.
Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir mucho. Y todavía
más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto, aunque reconozcamos ser
unos miserables, como una simple mirada del prójimo cuando éste nos juzga con
nuestra propia medida y, por consiguiente, nos desprecia. Nuestro fondo de orgullo
nos hace sentirla como un hierro candente, como una quemadura que consume.
Hay almas que no pueden sobrevivir al golpe de haber cometido una falta y al
menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles somos para responder a los
reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar la más pequeña
humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se tiene paz cuando
no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás podrá Dios conceder
sus gracias a un alma que siga preocupada con estas opiniones humanas que tan
inexactas son a menudo; eso es buscar un bien que Dios se reservó. Y es a Dios a
quien hemos de procurar agradar para que nos mire cada día más favorablemente
en lugar de ingeniarnos para que los demás tengan siempre buena opi-nión de
nosotros, haciendo valer para ello no sólo nuestros dones naturales, sino, incluso,
las gracias sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad espiritual es la peor de todas y
prueba con un signo cierto que esas gracias no vienen de Dios o que Él ya no las
concederá. Porque así es imposible entrar en su Reino.
¡ Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios si tuviéramos un juicio
recto y exacto sobre nosotros mismos; sobre nuestras verdaderas cualidades,
reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a Dios; y sobre nuestros verdaderos
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defectos y nuestras miserias, sin exagerarlas tampoco, sino viéndolas a la luz de
Dios! El orgullo sería entonces imposible. Los Santos vivían bajo esta luz. Pequeñas
faltas que nosotros consideramos como naderías les parecían enormes a causa de
su altísima idea de la santidad de Dios y de su horror profundo por la menor
imperfección. Y como estaban iluminados de una manera extraordinaria, la
humildad de abyección les confundía cuando contemplaban su miseria y les hacía
pronunciar sobre sí mismos unos juicios que nos asombran.
MANSEDUMBRE
Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite luchar contra el
obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito en sí; sin él, no
seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a una tela ajada, inerte, y
no podríamos reaccionar sensiblemente contra ningún mal, ni siquiera contra el
pecado.
Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la cólera, y no
como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien debemos querer bien, sino
por serlo también muchas veces a la justicia. El terreno es resbaladizo; pues ese
deseo de venganza plenamente consentido, salvo en el caso de parvedad de
materia, podría convertirse en pecado mortal. En un alma piadosa ese sordo deseo
de venganza no es plenamente consentido, pero es inquietante desde un principio:
y como una corriente profunda y semiinconsciente puede inspirar toda nuestra
actividad sin que nos percatemos de ello.
De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que tienen al final su
gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el momento favorable para herir,
morder o pinchar! Pero no es bueno es esencialmente contrario a la virtud de
mansedumbre y a la intimidad con Dios en sí mismo. Jamás un alma que guarda
ese sentimiento -y ni siquiera hablo de un gran deseo de venganza, sino de ese
deseo que está como escondido y que ni aún a sí mismo quiere uno confesarse-,
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jamás esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual muy doloroso y que
impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para contemplar a Dios.
AMOR A LA CRUZ
¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24, 26.)
Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque mientras llueven los
golpes; para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus sun cruci. Es preciso resistir
largas horas clavado en situación de víctima tanto tiempo como Dios quiera. Pues
Dios no es como los cirujanos terrenales que insensibilizan a sus enfermos. Él, por
el contrario, no nos duerme, sino que a menudo hace más aguda y más dolorosa
esa penetración del sufrimiento en lo íntimo de nuestro corazón hata sus últimas
fibras.
Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el sufrimiento,
pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo, repugnante, al cual
querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de todo nuestro espíritu de fe
para mantenemos allí sin chistar, como Jesús, con Jesús y por Jesús.
PACIENCIA
Puesto que la paciencia es una gran virtud de los educadores y puesto que nosotros
somos en gran parte nuestros propios educadores, mantened en paz vuestra alma
lo más posible. La agitación. el desasosiego y la inquietud nada bueno producen.
Tenemos que evitarlos. La paz interior es el primero de los bienes. Sin ella, los
demás llegan a ser casi inútiles. Da pacem Domine, Pace vobis.
Si vuestra paz está un poco alterada, haced lo que dependa de vosotros para
restablecerla, pero suavemente, no a viva fuerza. Empezad por ahí. No habléis, no,
no actuéis, salvo en caso de urgencia, mientras no esté todo dentro de vosotros en
perfecto orden. Ése era el método de San Vicente de Paúl. Os encontraréis así muy
bien.
LA FE
Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos todas las riquezas
del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si nosotros no agradábamos
a Dios, todos esos honores y todas esas admiraciones nada valdrían. Pero si Él está
contento de nosotros, si gusta de venir a visitarnos, para descansar en nuestro
corazón, si se complace en nosotros..., ¡ oh!, entonces, todo está ganado, y las
cosas de este mundo, a su vez, ya nada valen.
Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a Dios en todo,
siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que fuera cautivado por el
encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San Pablo nos lo dice, o al menos
nos indica uno de los medios indispensables: «Sin la fe es imposible agradar a
Dios».
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Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que empezar por
ahí. La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra de Dios. Por la fe
sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad. Proclamamos que
Dios es la Verdad misma, que es verídico e infalible, y eso le agrada. Le honramos.
Un maestro se alegra de que sus discípulos le crean, incluso cuando no entienden lo
que dice. Un padre se siente contento de que sus hijos tengan confianza en él. ¡Y
qué enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué comunión en la verdadera
Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos!
Pongamos otro ejemplo. La fe nos dice que toda alma en estado de gracia posee a
la Santísima Trinidad en el fondo de su corazón. Pues aquí tenemos un alma que
vive de la fe. Si se pone en oración, irá directa a ese santuario interior en donde
Dios se esconde y se da, a la Santísima Trinidad que mora en ella. Adorará,
alabará, amará, escuchará a su Dios, le hablará; tratará, por descontado que a su
medida, de comulgar en esta vida divina, de decir el Verbo con el Padre, de exhalar
el Espíritu de Amor que procede del Padre y del Hijo, y de volver al Padre y al Hijo
con ese mismo divino Espíritu. Se olvidará de sí misma, olvidará el mundo y,
liberada de las criaturas, se complacerá en esta sociedad, gustará de vivir en ella, y
no saldrá de ella sino con pena, algunas veces sin haber experimentado nada, pero
lo más a menudo iluminada, reanimada, fortificada. Habrá sabido agradar a Dios.
¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más pequeño de
nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras oraciones no puede
perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe mediocre y otra que cree en el valor
del silencio, en el poder del recogimiento, en la posibilidad de la unión íntima con
Dios, en un gran secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer caso, nos
arrastramos; en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez más
agradable a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su mandato
sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de fe, de fe
sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a la luz de la
fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad en la vida espiritual
viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente desaliento, cuando se
encuentra uno menos recogido, menos mortificado, menos generoso al servicio de
Dios, es que el espíritu de fe se ha debilitado. Recobrémoslo desde la base.
Perfeccionemos nuestro espíritu de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura
razón y algunas veces por la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de
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nuestra sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de
nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa, habrá llegado
el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela a imagen y semejanza
de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en nosotros a su Hijo.
¿Cómo no íbamos a tener en el fondo del corazón una esperanza invencible? Todo
el poder de Dios está puesto a nuestro servicio para conquistarlo a Él mismo.
Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por eso lo espero
todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno.
Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que hacer o que
sufrir en el momento actual; buscarla en otra parte es condenarse a no encontrarla
nunca.
En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin volveos atrás.
Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente.
«Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman. Amad, pues,
a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo; eso basta. Conservad la paz.
Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y nuestra
grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi alegría de no
tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le debería tanto a su
misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada. Si yo tuviera algún
derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo.
EL AMOR
Pedid a Santa Teresa del Niño Jesús el amor sencillo, confiado, generoso y que
sonríe a Dios. Es su gracia particular. ¡Qué espíritu de sacrificio y qué amor sin
consuelo sensible los suyos! Rogadle que os enseñe a amar a Dios confiados y en
total abandono a su dulce Voluntad de Padre.
San Francisco de Sales dice que para aprender a amar a Dios no hay más treta que
la de amarlo. Y en espera de amarlo hay que hacer «como si».
El amor del alma interior es un amor fiel. Su corazón pertenece sólo a Dios y para
siempre. Dios ruede esconderse, incluso puede parecer que la desdeña, que la
desprecia, que la rechaza, pero no por eso deja ella de amarlo. Porque Él sigue
siendo Dios y su Dios. Él es siempre digno de todo afecto y de todo amor. Y eso le
basta. Tal vez el alma sienta que el aguijón de una misteriosa inquietud la penetra
hasta lo más íntimo: «¿Me ama mi Dios?» Pero no espera la respuesta Pues
cualquiera que sean las disposiciones de su Dios para ella, sabe que debe amarlo,
amarlo siempre, amarlo cada día más. Y eso sigue bastándole. Ama, pues, y más
que nunca. Lo que mejor señala la fidelidad de tu Esposa, ¡oh Dios mío!, es la
perfecta serenidad con la que permanece allí donde la pusiste y en el estado
interior en que quieres que esté. Sabe que Tú la quieres así; y no le hace falta nada
más. Seguirá estando donde está todo el tiempo que te plazca. Como la paloma, no
se mueve; espera. Y en esta solitaria espera canta su dulce cantar. Cantar que
siempre es el mismo. Unas pocas palabras, unas pocas notas; eso es todo. ¡Pero
cómo agrada a tu Corazón ese cántico de amor que nunca termina! Sea cual sea la
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estación, haga el tiempo que haga, fuera o dentro, nada lo interrumpe: «Te amo,
Dios mío... ¡Tú eres el Dios de mi Corazón! Mi Dios y mi Todo...»
MORAD EN CRISTO
Morad en Mi
Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada podrá turbaros o
agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá separarnos, salvo el
pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca de Mi con un amor más
generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros, esa prueba no habrá hecho más
que fortalecer nuestra unión.
Y Yo en vosotros
A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA
El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por Cristo Jesús,
quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe que ahora Él habita en
el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira allí cada noche para adorar,
alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de Él, en el silencio del corazón.
Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo, vuelve a su
mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha estado bien.
Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de la acción. No dijo
bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó de primera intención y con
alegría aquel sufrimiento o aquella contradicción. Se ve entonces carente de gracia
ante los ojos de su Amado Salvador. Lleva algunas manchitas en las manos y en el
rostro. Y ello le duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor amado y mejor
servido. Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta los ojos.
Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el aguijón del
dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente que nunca; su
llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer las menores huellas de
orín, el ardor de la caridad borra también hasta las más mínimas imperfecciones. El
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alma interior no ignora este proceso y se alegra de él. Pues siente entonces que
la paz perfecta vuelve otra vez a asentarse en el fondo de si misma.
¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de Jesús-Hostia? Es allí
donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la espera Él. Hay una
sombra espiritual de la Custodia, como también la hay del Tabernáculo. No todos la
ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes saben acogerse a ella, descansan allí
embelesados. Pues en silencio y en paz se alimentan con un fruto dulcísimo; comen
un pan sustancial, él mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se mudan en
ese Divino alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús. Sus
apariencias siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos hay de
más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él quien
piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede haber nada más
dulce para el alma que verse así transformada en su Salvador gracias a la sombra
de la Hostia?
María es vuestra Madre. Haced todas vuestras acciones por su gracia, en su amable
compañía y bajo su dulce influencia. Pensad en Ella al comienzo y renunciad a
vuestras maneras de ver y de querer para adoptar las suyas. Intentadlo.
Perseverad. Pedidle que os conceda a Jesús y que dé a Jesús vuestras almas.
Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo dulce. Sed a
un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar matemáticamente fuerza y
23
dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte. La Santísima Virgen lo poseía.
Ella sabía que el amor se prueba por el sacrificio, por las obras, y que la mejor
prueba de amor que podemos dar a Dios y a las almas es nuestra propia
inmolación.
Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio más que a Él, no
quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a cada instante. En el fondo,
no constituía más que un solo ser con Él. Qui adhaeret Domino, unus spiritus est.
Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él. Todo eso fue verdad. Pero todo eso estuvo
oculto.
Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en ellos, ¡oh Jesús!
Sus ojos son como tus ojos; su mirada como tu mirada; su corazón, como tu
Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que es como Tú
mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse cerca de Él. Pero qué
decir de su intimidad! Habla poco. Escucha con gusto. Sobre todo, ama mucho.
Comprendemos, sentimos que es así. En su compañía experimentamos la
necesidad de callarnos, de recogernos y de hacer oración. No atrae hacia él sino
hacia Ti. Está allí, y casi le olvidamos, como él se olvida de si mismo. No sólo hace
pensar en Ti, sino que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia. Parece que una virtud
misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del nuestro y lo arrastra hasta tu
Divino Corazón. Empezamos a comprender lo que es amarte y qué dulce es hacerlo
en comunión con los Santos. Lo que causa también el encanto de la mirada de los
que te aman es su pureza y su arrebatadora sencillez. Es clara, límpida, luminosa.
Como no viene de la carne, la ignora. No sólo no la mira, sino que no la ve. Nos
percatamos de ello, y si verdaderamente tendemos a la perfección, nos alegramos.
Esa. mirada hace bien. Se diría que comunica algo de su pureza. Se siente uno
elevado, ennoblecido, liberado y como espiritualizado. De pronto se nos abren unos
horizontes desconocidos. ¡Cómo transforma todo el amor de Dios! ¡Oh! Ese amor,
¿quién nos lo dará? ¿Quién nos devolverá esa verdadera libertad? ¡ Con qué ardor
la esperamos de tu bondad, Dios mío!
EL ESPÍRITU DE ORACIÓN
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La oración es, según la definición de Santa Teresa, un íntimo comercio de
amistad en el que el alma dialoga a solas con su Dios y no se cansa de expresar su
amor a Aquel de quien sabe que es amada.
A solas con nuestro Dios. decirle que le amamos: eso es la oración. De ahí deriva
esa clara visión de la inteligencia, que nada vale sin espíritu de oración, esa
inclinación constante de toda alma, corazón, inteligencia y voluntad, a dialogar con
Dios.
Dios es poco conocido. Pero todavía es menos amado. En esta íntima conversación
es cuando el corazón adquiere un afecto sólido y profundo hacia Él, un afecto que
crece sin cesar. Toda vuestra ocupación ha de ser así, la de encontraros a solas con
Él.
Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo que fluye, la
flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la estrella que brilla en el
firmamento por la noche, un sufrimiento, una alegría, una orden. Todo debe de
haceros pensar en Él, encaminaros hacia Él. Debéis verlo por todas partes. Tiene
todas las cosas en sus manos. Os tiene entre sus manos. Os envuelve por todas
partes, os penetra. Continúa la creación. os crea. Más que eso, habita, por la
gracia, en el fondo de vuestro corazón.
No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en intimidad con
nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que nuestro corazón pueda
amarlo como se ama a alguien que está verdaderamente presente. Y toda vuestra
ambición debe ser así, la de penetrar en lo íntimo de Dios por vuestra inteligencia,
para conocerlo no sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al menos en tanto en
cuanto ello es posible, y permitirle que en el recogimiento y el silencio os abra los
ojos y os hable. Dejadlo que os instruya..¡Oh, sí!, lo hace cuando dice: «Yo soy la
Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el Bien, la Verdad, la Vida, la Belleza,
la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez, somos Tres para seguir siendo todo
eso en la intimidad más perfecta y más profunda, sin que nada nos distinga uno de
otro, si no son las relaciones originarias que nos constituyen.»
Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino es una cosa
misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero Dios lo vierte en el
alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que ese amor no siempre es
consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces quiere dirigirlo todo, invadirlo
todo; está presente siempre como un puntito rojo, como una chispa. Es ese puntito
de fuego del que habla San Juan de la Cruz que cae en el alma, la abrasa y prende
en ella un gran incendio.
Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y decirle sin
cesar, de la mañana a la noche: «¿Dónde estás, Dios mío? Entrégate a mí; yo te
deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no necesitas de mí para ser dichoso,
pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha sido hecho para Ti y vivirá en la inquietud
mientras no descanse en Ti. Sufre cuando se da cuenta de que no te ama, de que
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no te posee por entero.» Ese es el espíritu de oración: un continuo intercambio
de conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de corazones. ¿Hay una vida
más bella que ésta? Para eso os retiráis del mundo y se os impone el silencio. Pues
quien está distraído por los ruidos de fuera, no oye la voz interior; es imposible.
Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde (de la vida)
te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos empleado ese poder
de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es la inteligencia, sino el amor.
Si durante toda nuestra existencia hemos procurado hacer flexible nuestro corazón,
llenarlo de mansedumbre y de comprensión, nuestro poder de amar llegará a ser
fuerte, vigoroso, capaz de llevar las más pesadas cruces.
Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños servicios que
podáis.
Reflexionad antes de hablar y de obrar para evitar lo que se llama la proyección del
propio yo sobre el yo de los demás, lo cual falsea el punto de vista.
Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades. Llegaréis así a ver
con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo vea como Tú, para que ame
como Tú amas».
Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que, a veces.
haya un pequeño error objetivo; el daño nunca irá muy lejos.
Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale equivocarse en
este sentido que en el otro.
Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus términos. No lo hagáis.
Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el puesto y el valor de los demás.
No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien. Entendeos sobre el
terreno de la generosidad y de lo sobrenatural, Pequeñas concesiones pueden hacer
grandes bienes, sobre todo cuando se trata de almas que tienden a un gran ideal
sin verlo siempre del mismo modo. Dilatentur spatia caritatis (la caridad ensancha
los corazones) y los libera. Tratad de poner lógica en vuestro pensamiento, luego
en vuestra vida. En cuanto a ponerla en el pensamiento de X... o de Y..., eso es
cosa de Dios. Pedídselo y conservad la paz.
Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad. Lo mejor sería
no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar con una real indulgencia.
Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los demás antes de
hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las observaciones que
cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que hay esperanza de fruto, al
menos en el porvenir, y si no, absteneos de momento.
27
Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto. Borraos lo
más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás. Dadles ocasión de
hablar e interesaos en lo que dicen.
Mientras haya alguien o algo entre el alma y Dios, la unión perfecta no será posible.
Y es la única que da la verdadera paz. A nosotros toca, pues, hacer el vacío.
Me pongo contento cuando encuentro un alma que padece con el aislamiento, pero
que lo acepta. Nada puede tranquilizarme más, porque todavía no he conocido una
sola que haga progresos en la vida interior sin pasar por esa prueba. Es dolorosa,
pero necesaria. Recordaréis que Santa Teresa decía que, para tales favores, Dios
quiere un alma sola, pura y ardiendo en el deseo de recibirlos. Entonces parece que
tiene uno el corazón lleno dé lágrimas. Es un sufrimiento profundo, pero... la
recompensa está al: fin.
Un alma que no es solitaria no progresa. No puede subir. Cuando veo un alma que
no es solitaria, me digo: «No pasará, es como un camello cargado. Es demasiado
rica». En cambio, cuando todas las criaturas abandonan o hieren, el alma está,
según la frase de Taulero, como el ciervo acosado por todas partes, que viendo
cerradas todas las salidas y no quedándole más que el estanque, se precipita en él.
Cuando tengáis una pena, precipitaos en Dios.
Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace entrar en una
soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que ella ignora
completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en su momento todo
conocimiento explícito, como una traducción a la lengua humana de las realidades
divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues está controlada desde dentro por ese
algo que, siendo en si inaprehensible, es, sin embargo, muy real. Pero aún
entonces lo mejor quedará todavía por decir.
El alma quiere a su Dios a toda costa. Si hay que abandonarlo todo, lo abandonará
todo; si perderlo todo, lo perderá todo. Dejará su manto, que después de todo no
es de ella, en las manos de quienes quieran detenerla. Renunciará sin dolor a sus
maneras propias de sentir, de pensar y de querer, como a un equipaje pesado y
molesto. . No pedirá ningún goce a nada. No pensará ya en ninguna cosa del
mundo. No volverá a utilizar las ideas, sin duda justas, pero deficientísimas, que se
hacía de su Dios. Se contentará con. la fe. Y ya no querrá aquí abajo nada más,
sino a Él y sólo a Él.
29
II. LA ACCION DE DIOS
EL DESEO DE LA PERFECCIÓN
El deseo de la perfección debe ser constante, pues sin ello no se suman nuestros
esfuerzos. En nuestra vida habrá paréntesis, vacíos y, acaso, algo peor. Cuando un
hombre que edifica una casa se detiene en su trabajo por falta de materiales o de
valor para continuarla, tal vez piensa que cuando tenga valor o materiales no
tendrá que hacer sino reanudar en el mismo punto su interrumpida construcción.
Nada de eso. Pues durante este tiempo habrán intervenido los agentes físicos: la
lluvia, el viento, la nieve, el hielo, el calor, el frío habrán ejercido su influencia. La
casa se desmoronará piedra a piedra, acabará por caer y hasta sus mismas ruinas
perecerán.
Pues así sucede en la vida espiritual, cuando un alma deja apagarse en su corazón
ese deseo de perfección: piensa que ha de poder recuperar sus ímpetus; pero no,
nada de eso, aquella alma desciende hacia el abismo.
El alma que de verdad quiere encontrar a Jesús, iluminada por el Espíritu Santo,
comprende que le importa mucho no perder el tiempo en vanas búsquedas. Los
menores retrasos constituyen para ella una desgracia o un martirio. Nunca es
demasiado pronto para hallar a Dios.
Podemos pedir la unión profunda con Dios, pero con una condición: la de que sea
oculta. Conviene que aspiremos a ella. En la unión con Dios hay varios grados,
varias etapas por recorrer. Pero hay que subir siempre. Podemos crecer
constantemente en esta intimidad. Los teólogos, aun los más severos, dicen que un
alma que ha recibido ya algunos valores místicos puede desear su continuación.
¡Qué puede haber más perfecto que esta unión, puesto que la perfección consiste
en que cada cual vuelva a su principio para encontrar en él su acabamiento! ¡Qué
puede haber más profundo, puesto que todo sucede en lo más intimo del alma en
30
ese santuario interior en donde habita Dios! ¡Qué puede haber más puro, puesto
que esa unión supone la armonía, el alejamiento de todo cuanto difiere de quien es
la santidad misma y puesto que se realiza entre dos espíritus! ¡Qué puede haber
más precioso, puesto que por ella Dios se da al alma con todos sus tesoros! ¿Dónde
hallar, pues, más luz, más calor, más energía, más paz, más alegría? «Pero mi bien
es estar apegado a Dios».
¿Pero cómo esperarte realmente? ¿Dónde estás? ¿Cuál es el camino que lleva hasta
Ti? Y te oigo responderme: «¡Pero si estoy dentro de ti! Si quieres encontrarme,
ven adonde habito y me daré a ti.» «¡Que Tú estás en el interior, en lo más íntimo
de mi alma! ¡Si yo pudiera acabar de comprender esas pocas palabras! ¡Si supiera
separarme de todo, abandonarme a mí mismo, para adelantarme luego hacia Ti,
acercarme a Ti y llegar al menos hasta la puerta de tu santuario, oh dulce
Trinidad!»
Sí, sólo Tú, Dios mío, eres el que empiezas, continúas y acabas esta hermosa labor.
Sin duda que pides el consentimiento y, cuando ha lugar el concurso del alma. Pero
eres Tú quien primero le enseñas que posee en el fondo de sí misma esa perla
preciosa, ese tesoro oculto del Evangelio. Pues ella ignoraba su verdadera riqueza.
Ella no buscaba la verdadera dicha allí donde está. Vivía sobre todo en el exterior y
del exterior. No vivía en el interior y del interior porque verdaderamente no sabía.
«¡Si conocieras el don de Dios!» Pero poco a poco le has instruido e iluminado. Y ha
empezado a comprender. Sus ojos, atónitos y embelesados, se han abierto. Unos
horizontes totalmente nuevos, infinitos, le han aparecido con dulce y agradable luz.
Y no es que esta luz, al menos lo más a menudo, se proyecte sobre otras realidades
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que no sean las de la fe, sino que casi hace ver y coger estas realidades. Tú, Dios
mío, ya no eres para el alma un ser lejano, confusamente entrevisto,
abstractamente pensado, sino el Dios vivo y presente, la Verdad, la Belleza, la
Bondad perfecta y concreta, ka nunca Realidad que merece verdaderamente este
Nombre. El alma comprende entonces de un modo práctico que Tú eres su Todo,
que no hay nada para ella fuera de Ti y que la verdadera riqueza es la de poseerte.
Y entonces te desea con un deseo ardiente, imperioso, que le asombra, le aterra y
le encanta a un tiempo.
Sí, Dios obra de ese modo. Viene y luego se va para que lo busquemos de nuevo.
¡Oh, cuándo acabaréis de comprender que hemos de buscarlo por Él sólo y no por
el gozo que da su presencia!
Tenemos que recibir las gracias de Dios sin demasiado entusiasmo natural para no
sentirnos demasiado abatidos cuando la gracia sensible disminuya. Conservad
siempre una gran calma. Dios no actúa sino en la calma.
Cuando Jesús se esconde, nos tenemos que poner a buscarlo con todo nuestr0
corazón. No podemos vivir sin Él. Sin embargo, no podemos poseerlo siempre.
Tenemos, pues, que buscarlo, pero que buscarlo sin tregua.
Para amar a Dios, para amar a las almas como conviene, nos hace falta un corazón
puro, desinteresado. Pureza de los sentidos, pureza del espíritu y de la intención:
ésas son las dos condiciones y también los dos frutos de la verdadera dilección.
El amor que Dios derrama en nuestra almas es todo espiritual; es una participación
de su Espíritu. Indudablemente puesto que Dios nos hizo compuestos de cuerpo y
de alma, de materia y de espíritu, todo afecto sobrenatural debe repercutir
normalmente en nuestra sensibilidad. No es el alma sola la que ama, es todo el
hombre. Y si el pecado original no hubiera venido a turbar el orden establecido
entre nuestras facultades, no tendríamos que inquietarnos de regular nuestra
sensibilidad conforme a la ley de la razón y de la fe. Pues esta regulación se haría
por sí misma y muy bien.
Pero puesto que el orden ha sido turbado, la primera tarea que se impone es la de
restablecerlo. Puesto que nuestros sentidos buscan su satisfacción
independientemente de la razón y a menudo contra ella, hay que disciplinarlos por
un esfuerzo paciente y perseverante. Son servidores. no dueños. Tienen que
informar, que ejecutar, y no les toca mandar y menos todavía turbar. Todas las
veces que se descarrían fuera del camino recto, hemos de volverlos a él, de grado o
por fuerza. Y el mejor medio de domeñarlos consiste en privarlos. Al principio
murmuran, gruñen, incluso procuran amotinarse. Pero si la voluntad se mantiene
firme, concluye con su insubordinación. Poco a poco se callan y acaban por
obedecer. A cambio, y de vez en cuando, la voluntad deja que llegue hasta ellos, en
la. medida de lo posible, un poco de esa felicidad con que el amor divino la
embriaga; y eso es para los sentidos un paladeo anticipado de los purísimos goces
que el Cielo les reserva después de la Resurrección.
Pero la Gracia prosigue su obra; va ésta del exterior al interior, de los sentidos a la
memoria, y sobre todo a la imaginación. La lucha se hace más dura; también más
larga. El enemigo que hemos de vencer es de una. agilidad y de una movilidad
increíbles. En el momento en que creemos tenerlo por fin dominado, se nos escapa
33
de las manos. Y, sin embargo, es de máxima importancia someterlo al régimen
del amor. Corresponde, en particular, a la imaginación el cometido de aportar como
a pie de obra a nuestro espíritu los materiales de donde ha de sacar éste todas sus
construcciones. A su vez, el espíritu la utilizará para dar relieve, color y vida a sus
pensamientos, a sus deseos, a sus voliciones. Sus órdenes pasan a través de ella, y
es ella la que pone en movimiento todas las facultades de ejecución.
Nunca se dirá lo bastante cuánto importa al alma que quiere servir a Dios, tanto
interior como exteriormente, el disciplinar a esta preciosa, pero terrible potencia
mortificándola.
Cuando la sensibilidad ha quedado así bien sometida a las órdenes del amor de
Dios, todavía no se ha dicho, sin embargo, la última palabra de su obra
purificadora. La. labor más necesaria no se ha hecho aún, o al menos no está
acabada. Pues el desorden entró en el hombre y se instaló en él por las facultades
superiores. Será preciso, pues, que la Gracia vuelva a subir hasta esas alturas,
penetre hasta esas profundidades, para reparar lo que el pecado destruyera, y para
restablecer en una armonía suficiente lo que dividiera y enfrentase. En lugar de
convertirse en la medida de las cosas, la inteligencia tendrá que adaptarse a la
suya. Deberá ingresar en la escuela de las realidades salidas de las manos divinas y
en la de las mentes más dóciles y más penetrantes que en el transcurso de los
siglos estudiaron aquéllas y se esforzaron por verlas tales y como las ve Dios que
las creó, es decir, como desde dentro. Deberá sobre todo, someterse a tu propia
escuela, Dios mío, que eres la eterna Verdad.
El ideal seria, pues, que pudiéramos entrar en tu escuela, que nos convirtiésemos
en tus discípulos directos, ya que Tú estás dispuesto a. convertirte en nuestro
Maestro. Pero entonces es cuando se nos impone la rigurosa. purificación de
nuestras facultades superiores, desde el mismo fondo de nuestra alma. Porque Tú,
Dios mío, eres puro espíritu, y espíritu de santidad. Y para ser admitido en tu
escuela, para escucharte, para comprenderte, para gustarte, es preciso ser
puramente espíritu. Sólo que nuestra alma, hundida desde hace tanto tiempo en la
materia, se halla ya como revestida de todas sus formas. Ya no sabe comprender y
gustar sino lo que está en el orden de las cosas que caen bajo los sentidos. Y de
tanto vivir en lo sensible ha olvidado su vida propia, que es la. vida de un espíritu.
Es necesario, pues, que tu amor penetre en ella para purificarla y aun osaríamos
decir que para. refundirla. Tarea dura, y transformación dolorosa, pero muy
necesaria.
Tú, Dios mío, apartas al alma progresivamente de todo lo que no eres Tú. A su
alrededor y en ella misma se hace el vacío. Nada que no seas Tú le dice ya nada.
Sus mismos ejercicios de piedad carecen para ella de todo encanto. Ya no le
alimentan. Al advertirlo se llena de inquietud. Sin embargo, y a pesar de realizarlos
con escasa satisfacción y poco éxito, no los abandona, pues son para ella un motivo
de pensar en Ti y de aproximarse a Ti. Ahora bien, pensar en Ti, acercarse a Ti
constituye para el alma una dolorosa y deliciosa necesidad. Desde dentro, Tú
ejerces sobre ella una misteriosa atracción de la que se da cuenta vagamente y que
ya. no le permite dedicarse a sus rezos y a su oración como solía. Ello es debido a
que tu amor la. envuelve dulcemente y la sitúa en ese descanso que es totalmente
nuevo para ella. ¡Qué feliz es, entonces, a pesar de su turbación! Querría poderse
quedar siempre bajo ese misterioso encanto, ni cuyo origen ni cuya naturaleza
acaba. de entender. Diría muy gustosa: «¡Señor, qué bien estamos aquí»; y por
eso cuando cesa el encanto, su mayor deseo es volver a disfrutarlo. Pero Tú no
sueles satisfacer inmediatamente ese deseo. Con todo, si el alma sabe mantenerse
en la soledad interior, no tardarás en visitarla. Menudearás tus venidas, y cada vez
te quedarás más tiempo. ¡Si pudieras quedarte siempre! ¿Y por qué no? ¿Acaso no
es ése tu deseo, Dios mío, y el fin que persigues constantemente, a pesar de las
incomprensiones y de las resistencias más o menos conscientes del alma? Tú eres
todo felicidad. Y querrías que toda criatura que fuera capaz de ello comulgase lo
más y lo antes posible en esta beatitud tuya que eres Tú mismo. Esperar al fin de
la vida es demasiado esperar para tu amor. Y por eso invade tu amor poco a poco
al alma fiel. Empieza por apoderarse de la voluntad, potencia para amar, y luego de
las demás facultades, para unirlas a ellas, o al menos para no permitirles turbarla.
Y si es necesario a tus designios, llega a inmovilizar a. los mismos sentidos para
que el alma, por lo. que hay en ella de más espiritual, pueda ser toda de tu amor.
35
Restablecerás la armonía más tarde, cuando hayas hecho la conquista total y
cuando Tú y ella. seáis dos, pero en un solo espíritu y en un solo amor.
A quien no viera más que el efecto de estas duras tribulaciones, le parecería como
calcinada por ese fuego misterioso, ennegrecida, sin forma y sin belleza. Está como
desfigurada, deformada. Todos los pensamientos que poco a poco se habían
apoderado de su mente y la habían hablan moldeado a su imagen, todos los afectos
que se habían infiltrado en su corazón yu lo habían hecho semejante a su objeto,
todos los recuerdos que impregnaban su memoria hasta el punto de absorberla,
todo eso ha desaparecido. Durante la prueba todo ha sido cortado, arrancado,
quemado. El alma ya no es la misma, y en este sentido es irreconocible. Se ha
afeado con esa fealdad que resulta de la privación de una falsa belleza. Pero se ha
embellecido con la verdadera belleza, con la que es una participación en la Belleza
de Dios. No se destruye sino lo que se sustituye. Y el alma interior, despojada de
cuanto formaba su aparente riqueza, ha empezado a revestirse de la Belleza de
Dios.
Para unir, el amor de Dios debe, ante todo, separar. Y aquí ya no se trata de aflojar
los vínculos que unían al alma. con su cuerpo, sino de penetrar en el mismo seno
del alma para liberar allí lo que hay de más perfecto en ella: «el espíritu», a fin de
que la unión con Dios, que es Espíritu, pueda realizarse plenamente. Sobrevienen
entonces unas angustias dolorosas, deliciosas, inexpresables. Es una. vida nueva
que se insinúa hasta las profundidades del alma y que lo cambia todo en ella. El
alma. ya no se reconoce. Es otra, aunque siga siendo ella misma. La impresión de
muerte es tan viva, que grita pidiendo socorro. Pero comprende que nadie puede
venir en su auxilio. Le sería preciso el Cielo, y todavía no ha llegado la hora.
¿Quién sabe si volverá a conocer nunca la alegría de los días felices? ¡Están tan
lejos, y, en cambio, el mal está allí, tan real, tan universal, tan tenaz y tan
profundo...! Cierto que en lo más íntimo de sí misma le queda una sorda
esperanza, pero es tan débil que apenas se atreve a creer en ella.
Aceptad ese estado que Dios ha querido para vosotros, entre cielo y tierra.
Renunciad cada vez más a las alegrías de este mundo y esperad en paz, confiados
e incluso con alegría las tan consoladoras visitas de Jesús Porque ése es el Calvario.
Esa, la ley rigurosa del progreso, Y ese el camino de la unión verdadera.
Permaneced, pues, en él, cueste lo que cueste; no salgáis de él jamás, por ningún
pretexto. Esperad, esperad, amad, «¿No era preciso que el Mesías padeciese éstos
y entrase en su gloria?» El discípulo no está por encima del Maestro. Puede suceder
que os sintáis muy lejos de Dios y que, sin embargo, os aproximéis realmente a Él.
No, no estáis fuera de vuestro camino. Al revés. Marcháis por él, pero no lo veis. No
tenéis conciencia más que de la oscuridad y de la amargura. Pero Dios hace su
tarea. Su luz os ciega. Su dulzura os hace experimentar esa impresión de cenizas y
de hiel. Dios está dentro de vosotros y os fortifica. Creed eso sencilla y
humildemente. ¿Adónde os lleva? A Él. Sed pacientes. Ocultad vuestra prueba. Si
podéis, sonreíd al exterior, pero estad persuadidos de que nadie puede intervenir.
Dios está trabajando, hay que dejarle hacer su labor. Por lo demás, nada le
detendrá,. Tan sólo vosotros podéis apresurarlo amando y diciendo: «Venga a
nosotros tu reino. Hágase tu voluntad.» Creed nuevamente que éste es un proceso
de amor. Os humilla, os purifica en el sentido espiritual y universal de la. palabra,
os fortifica y os templa. Sufriréis tanto más cuanto fuera más considerable la
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tarea:, por realizar y hubiera que hacerla más a fondo, pero todo eso será para
vuestra verdadera dicha. Seréis dichosos cuando ya no seáis vosotros mismos y
cuando todo se os haya cambiado. Es preciso orar, santificarse y esperar.
No está bien que se analicen y detallen las propias pruebas. Vale mil veces más
concluir de una vez, orar y acudir directa e inmediatamente a Dios. Tenemos que
volvernos francamente hacia Dios y darnos a Él totalmente a pesar de la
repugnancia de la naturaleza.
Parece que no hay Santo canonizado en quien no se haya reconocido esta acción
mística de Dios. Podemos desear la acción directa de los dones del Espíritu Santo,
en el sentido de que obligan al alma al máximo ejercicio de la caridad. Muchos
autores previenen, con razón, contra lo sensible en los consuelos espirituales, pero
no han de incluirse en esta desconfianza los consuelos superiores con tal de que no
nos adhiramos a ellos.
Cabe vivir habitualmente en presencia de Dios sin que los dones del Espíritu Santo
se muevan conscientemente como tales y sin que sea necesario que tengamos unas
luces especiales de las cuales nos demos cuenta.
Pero también la inversa puede ser verdadera. Yo diría entonces que cabe ser
contemplativo sin ser muy virtuoso y que cabe ser virtuoso sin ser todavía
contemplativo. ¡Depende de tantas cosas! ... De las facultades alcanzadas por la
acción de Dios, de la réplica del temperamento, del carácter, de la voluntad…
Me parece, Dios mío, que más de una vez le plugo ya a tu amor hablar a mi alma.
Sucedía por lo común en la hora en que menos pensaba yo en Ti. De repente, en lo
más profundo de mi corazón, oía yo espiritualmente que una voz dulce y fuerte,
precisa y penetrante, me decía una palabra, sí, a veces una sola. Y mi alma,
sorprendida, inquieta y dichosa a un tiempo, se sentía transformar, al ser o cumplir
lo que aquella palabra le indicaba: «Ama, escucha; cállate, sígueme; busca en el
38
fondo de ti, ten confianza; Yo soy Padre, también lo serás tú; date a Mi y Yo me
daré a ti, escóndete dentro de Mi, y dame a manos llenas a las almas.»
¡Oh palabra de mi Dios, qué dulce eres para el corazón amante! ¡Qué fuerte eres
también! Tú realizas lo que significas. ¡Tú beatificas!
ÉXTASIS Y ORACIÓN
Mientras no otorgas esta gracia al alma, por muy cerca que esté de Ti, se da cuenta
de que no está totalmente cogida por Ti. Siente como un malestar espiritual, como
una especie de inseguridad. No querría ser perturbada en su dulce ocupación. Pero
podría suceder que lo fuera. Lo teme. Y su temor es fundado. No están todavía
rotos todos los vínculos con lo que no eres Tú. Aún mantiene cierta comunicación
con este mundo sensible que nada puede darle y que, por el contrario, podría
volver a llamarla a él, ¡ay!, arrebatándola todo. Sin duda ese temor es débil, sordo,
casi inaprehensible, pero existe. Hace sufrir, es una traba. Verdaderamente el alma
no puede elevarse para hablarte a sus anchas, cuando siente dentro de si un deseo
tan vivo de hacer1o.
Mientras que cuando te dignas desligaría por completo, aunque no sea más que por
un instante, ¡qué alegría al encontrarse a solas contigo, casi cara a cara, y al pode
decirte sin palabras todo lo que guarda para Ti en el corazón desde hace tanto
tiempo! Hace entonces como si Tú no supieras nada de ello. Te lo dice todo. Se
abre hasta el fondo. ¡Mira, Padre, todo es tuyo, todo es para Ti! Ya no hay criaturas
que puedan estorbar tu mirada y herir tu Corazón. Ya no hay ningún obstáculo
entre nosotros. Yo te hablo y Tú me escuchas. Yo te miro y Tú me contemplas
complacido. Nadie nos oye, nadie nos ve. Nadie sabe que yo estoy aquí contigo, en
Ti. Lo ven los ángeles…, lo ven los Santos… Pero ellos no sabrán de nuestra
intimidad más que lo que Tú quieras revelares. Además, que su mirada no es
indiscreta; por el contrario, se sienten dichosos de lo que ven. Y si es necesario,
excitarán mi alma para alabarte, para bendecirte, para amarte todavía más.
¡Oh Dios mío!, puesto que la oración no es más que la explicación de un deseo, no
se te puede explicar bien nuestro deseo de amarte, no se puede orar bien más que
en éxtasis.
Si, Dios mío, que nuestro corazón se funda de amor por Ti. Que para ser más libre
de amarte sin trabas, deje nuestra alma su cuerpo y que se arroje en Ti como en el
foco del amor. ¡Que muera allí totalmente para no vivir ya más que en Ti y por Ti¡
Oh amor, las palabras son demasiado pequeñas para contenerte, y por eso las
destrozas; son demasiado débiles para expresarte, y por eso las aplastas! Pero es a
mayor gloria suya, puesto que proclaman así por su misma impotencia tu grandeza
y tu fuerza.
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¡Oh Amor de Dios, ven, haz tu obra, abrásame, consúmeme, devórame,
arrebátame. Yo me entrego a Ti, hasta el fondo, para siempre jamás, con un amén
infinito!.
Al principio de las más altas gracias de oración, Dios empieza por absorber toda la
actividad externa. Hay un trastrueque. Dios nos distrae de las criaturas y de
nuestras ocupaciones, como, por desgracia, nuestras ocupaciones y las criaturas
nos distraían habitualmente de Dios. Cuando el género de vida no permite este
estado de absorción Dios tiene compensaciones. Pero actúa así, al menos, durante
la oración. Por ejemplo, Santa Catalina de Ricci. Ni la Santa ni sus superiores se
daban cuenta de lo que sucedía en ella. Era aquello una completa ligadura.
Luego sucede un estado de malestar. La acción de Dios estorba la acción del alma
sin suprimirla por entero.
Por fin, Dios, Dueño absoluto del alma, le devuelve la posesión completa y perfecta
de sus facultades, sin que ella abandone la unión divina. Se producen entonces
unas obras excelentes, sin proporción con las fuerzas humanas, como las
fundaciones de Santa Teresa y de la. Venerable María de la Encarnación.
El alma entregada totalmente a Dios y al servicio del prójimo vive a la vez y sin
esfuerzo en dos mundos diferentes.
Cuando en los casos de unión total hay éxtasis, ya no hay uso de los sentidos. Pero
no se confunda la levitación, la rigidez de los miembros, con el éxtasis. Pues estos
fenómenos no son necesarios. Puede haber un desasimiento casi completo de los
sentidos sin que los demás se percaten. Podría creerse en un adormecimiento, pues
la vida física está aminorada, los sentidos sólo tienen un papel debilitado,
amortiguado e incluso el vecino puede no darse cuenta de nada.
Este estado dura poco, pero, con alternativas de recuperación de facultades, puede
prolongarse mucho tiempo.
Pero el acto de la unión no puede durar in-definidamente sobre la. tierra. La unión,
ciertamente, es actual; es un estado que supone un acto infuso de amor de Dios.
Podemos compararlo a una corriente subterránea, o a un brasero de brasas muy
rojas bajo la ceniza. De vez en cuando brotan de él haces de llamas; pero si
continuamente hubiese llamas, la vida no las resistiría. San Juan de la Cruz lo dice
expresamente. Pero el brasero es ardiente y su irradiación puede ser muy grande.
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LOS «PIANISSIMOS» DE LA UNIÓN: NUEVAS BÚSQUEDAS DE DIOS
Pues Jesús tiene otras ovejas a las que ama y de las que se ocupa. Y ellas
constituyen su rebaño.
Pero Dios continúa ocultándose y pasan las horas. La esperanza persiste en nuestro
corazón. Puesto que Dios se oculta, ¿no tendremos que buscarlo? Y si sigue
ocultándose siempre, como es su derecho, ¿no será menester que lo sigamos
buscando siempre, como es nuestro deber?
El alma interior debe entonces, sobre todo, proclamar muy alto y sinceramente, a
pesar de que le cueste, el derecho de su Dios a entregarse cuando le plazca.
Todavía no ha mucho le bastaba con recogerse, con volverse hacia el fondo de sí
misma para encontrar allí a su Dios y para disfrutar en paz del gozo de su presencia
y de su posesión. Pero he aquí que ahora, por más que hace para volver a ese
fondo íntimo que es como el lugar de su descanso para encontrar en él a «Aquel a
quien su corazón ama», queda sola allí pues Dios así lo quiere. ¡Dolorosos
momentos de la vida interior, en los cuales parece como si las gracias de antaño no
hubieran sido más que un relámpago que se extinguió en la noche y que nunca más
volverá a brillar ya! Si la fuerza divina no la sostuviera sin ella saberlo; si la paz,
una paz de fondo, no. le diera una cierta seguridad de que todo está bien así, el
alma interior abandonaría su búsqueda y se desalentaría. Pero no hemos de hacer
tal cosa, tenemos que perseverar siempre.
Y así comienza esa ardiente búsqueda. El alma interior espera encontrar a Aquel a
quien ama, antes que en ningún otro sitio, en el Cíelo, puesto que Él vive allí. Y lo
escudriña todo. Lo recorre en todos los sentidos. Suplica a los ángeles y a los
Santos, sobre todo a la Santísima Virgen María, que le hagan descubrir a su Dios.
La escuchan con bondad. Se compadecen de ella. Le animan mucho a que
persevere. Pero parece como si hubieran dado una consigna a todos sus amigos de
la Ciudad celeste: «Callarse.» Su silencio es como un velo que envuelve y recubre
al Santo de los Santos. El alma comprende que, a pesar de su vivo deseo y de su
insistencia, ese velo no se levantará. Tú, Dios mío, eres un Dios oculto. Sólo Tú
puedes hacer la luz en las tinieblas y mostrarte al alma que te ama. ¿Cuándo lo
harás?
E1 alma se vuelve entonces hacia las ánimas del Purgatorio. Tal vez le dirán ellas
dónde se halla su Dios y cómo tiene que ingeniárselas para descubrirlo. Pero ¡ay!,
que tampoco es más afortunada. «El mal de que padeces -le responden estas
almas- es el mismo que nosotras sufrimos. No nos preocuparía el fuego que nos
atormenta si poseyéramos a Aquel a quien nosotras amamos también tanto. Lo que
aumenta nuestra pena, como aumenta la tuya, es que no sabemos cuándo ese
Dios, tan justo y tan bueno hasta en sus rigores, se dignará entregársenos por fin.
Nos parece que nuestro «mal de amor» no curará nunca ¡Pobre alma!, te diriges a
quien es más desdichada que tú. Si tu Esposo se digna devolverte la alegría de su
dulce presencia, acuérdate de nosotras y dile que venga a buscarnos cuanto
antes.»
Es menester, pues que volvamos a esta tierra y que llamemos a la puerta de esas
almas que sabemos están cerca de Dios. Por lo común, también ellas se esconden.
Ocultan sobre todo cuidadosamente el secreto de su vida. Sin embargo, las
barruntamos. Las medio adivinamos. Y discretamente, por miedo a que se nos
cierren, las interrogamos: ¿Cómo haremos para descubrir el retiro de Dios? ¿Cómo
atraeremos hacia nosotros a ese Dios tan bueno? ¿Cómo lo retendremos? ¿Cómo
volveremos a llamarlo si está alejado? Habrá ciertamente un arte de agradarle y de
conquistarle. ¿Conocéis a alguien que pudiera y quisiera enseñármelo? ¡Deseo tanto
aprenderlo, pagaría tan caro por saberlo! ¿Quién se apiadará de mi? ¿Quién
iluminará mi camino, quién me tenderá la mano, quién me conducirá hasta su
término? ¿Quién me permitirá encontrar. por fin, un Director?» Y todas esas
preguntas quedan sin respuesta. Pues las mejores almas son impotentes para
proporcionarla mientras Dios no quiera hacerlo. Y el alma desolada sigue repitiendo
así el grito doloroso de su corazón: Busquéle y no le hallé.
Dios quiere que el alma interior esté humildemente sometida, como un niño, a
quienes lo representan legítimamente sobre la tierra. Estaba esperando esta última
actuación para recompensarlas todas de un solo golpe. Por lo demás, le gusta
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intervenir cuando toda esperanza parece perdida. Afirma así su independencia
absoluta. Quiere que sepamos bien que Él es libre de dar cuando le place y como le
place. El alma no lo ignora. Y deja así a su Dios el cuidado de concretar la hora de
la, recompensa. Entre tanto continúa su camino y prosigue su búsqueda. Y he aquí
que su ardiente deseo es atendido. De repente se encuentra cara a cara, por así
decirlo, con su Dios. Y como antaño María Magdalena, se oye llamar por su nombre.
Y no puede decir más que esta sola frase: «¡Dios mío!»
¡Qué alegría, Dios mío, para un alma que te ha buscado durante tanto tiempo y tan
dolorosamente, la de encontrarte por fin! Si reflexionase, apenas se atrevería a
creer en su dicha. Pero no reflexiona. Tu presencia paraliza, en cierto modo, su
pensamiento. Tú estás ahí. Sus ojos interiores se clavan en Ti. Ya no ven más que a
Ti. Están totalmente cautivados. No pueden desligarse de Ti. ¡Es tan bueno, es tan
beneficioso, es tan dulce el contemplarte, oh Dios mío, oh «Belleza siempre antigua
y siempre nueva!». Además que verte, aun de esa manera imperfecta y velada que
permite nuestro destierro, ¿no es ya poseerte? Eso es lo que experimenta, el alma
bienaventurada ante la cual te dignas aparecer. Le parece verdaderamente que lo
que ve así lo tiene ya y que realmente toma posesión de ello. Y eso no es una
ilusión de su corazón.
Llega, por fin, un momento en el que este sufrimiento es intolerable. Acaba por
explotar. El alma gime, llora. Clama en alta voz su pena. Le parece que abriendo
así su corazón vendrá de fuera un poco de aire fresco para templar el fuego de su
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amor. Pero todos esos esfuerzos no hacen más que agravar su afortunado mal.
Comprende más claramente que nunca que sólo Aquel que causó su herida puede
también curarla., Pues el alma tiene hambre y Él es su alimento. Tiene sed, y Él es
su bebida refrescante. Es pobre, y Él es su riqueza. Está triste, y Él es su consuelo
y su alegría. Agoniza, y Él es su amor y su vida:
A mi juicio, lo que hace tan largos y tan aterradores los sufrimientos del Purgatorio
son las ataduras conscientes, las infidelidades directa o indirectamente voluntarias,
las resistencias, todo lo que hay de falta de conformidad entre nuestra voluntad
depravada y la de Dios.
En las almas que han logrado elevarse hasta un grado de unión mística
suficientemente alto, el desasimiento de todo lo creado puede hacerse sobre la
tierra con una impresión crucificante muy dolorosa por dos razones:
En primer lugar, por muy purificada que nos parezca un alma, puede tener todavía
a los ojos de Dios y a los suyos propios algunos vínculos que la retengan y a los
cuales haya de renunciar a toda costa. Los sabios modernos nos hablan de que en
cada centímetro cúbico de agua existen de siete a ocho mil millones de microbios
que, sin embargo, no vemos en ella. Pues en lo espiritual sucede lo mismo, que
tampoco vemos esos átomos que, a los ojos de la santidad de Dios, parecen
montañas, y lo son en realidad. «Porque tanto me da que un ave esté asida a un
hilo delgado que a uno grueso; porque aunque sea delgado, tan asida se estará a él
como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar» Pruebas que son como la
traducción a lengua humana, al sufrimiento humano, del horror que tiene Dios por
el menor pecado.
Otras veces, el alma está realmente purificada. Y aunque sufra, no tiene la.
impresión de estar separada de Dios. La profunda alegría que tiene de ser suya no
puede perderse. Esa alegría coexiste con el dolor más intenso. Es como cuando
Jesús conservaba la visión beatífica en Getsemaní y en la Cruz. Las pruebas,
sufrimientos, tentaciones de todo género que sobrevienen ya no son purificadoras,
sino redentoras. Vistas desde fuera y como superficialmente, tienen el aspecto de
pruebas y de tentaciones de principiantes, pero son apostólicas, pues se trata de
almas que se ofrecen por otras almas y que sufren exactamente lo que el alma
pecadora o principiante sufriría en aquel estado. Es el caso de San Vicente de Paúl
cuando padeció dos años, según creo, aquella terrible tentación contra la fe. O el de
la última prueba de Santa Teresa del Niño Jesús, que mereció un nuevo
florecimiento de la fe en el mundo. Pues por lo que a ella se refiere, estaba
certísimamente purificada. O el de la Venerable María de la Encarnación cuando se
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ofreció por su hijo y por otra alma. Esa irradiación apostólica es cierta, pero no es
infaliblemente atendida para determinada persona en particular.
¿Qué importa el camino que conduce hasta Ti, Dios mío, con tal de que llegue a Ti?
¿No es acaso el más corto y más seguro el del sufrimiento? ¿Hay un punto del
mundo que esté más cerca del cielo que el Calvario? Y si para entrar en tu gloria te
fue preciso sufrir, ¡oh Jesús!, ¿cómo podemos nosotros esperar llegar a ella por
otro camino? ¡Pero qué importa!, una vez más, en el fondo. Acercarse a Ti, Dios
mío, unirse a Ti, ser admitido en tu intimidad; todo está ahí y sólo ahí está todo.
Pues un solo momento de vida divina hace olvidarlo todo, ése es el céntuplo que
prometiste Dios mío, y que nos das ya desde este mundo. Déjame decirte mi
alegría, mi dicha, mi embriaguez, por sentirme en Ti, por sentirte en mí. Tú no me
debes nada. Digo, sí, castigos,. Y Tú me lo das todo,. Lo sé, lo siento, lo capto, lo
saboreo.
Y Jesús viene. Anuncia al alma que la estación de las lluvias «ha cesado», que ha
desaparecido definitivamente. Y aduce en seguida la prueba: «Ya han brotado en la
tierra las flores». El alma, en efecto, no es ya esa tierra endurecida por los fríos o
empapada por las lluvias. Se parece al campo en primavera. Está cubierta de
flores. La campanilla, valerosa y llena de esperanza, ve brotar a su lado la humilde,
tímida y fragante violeta. Surgen luego el meditabundo pensamiento, y el gracioso
clavel que vuelve su cabeza, un poco pesada, hacia el sol, como una imagen del
alma, rebosante de vida interior y dispuesta a abrirse. Aparecen después el
purísimo lirio y, por fin, la rosa primaveral de la caridad. Las flores de las virtudes
se muestran en el alma por todos los lados. Forman para ella un aderezo
incomparable. Es éste uno de los más bellos espectáculos que existen en el mundo.
La primavera de un alma interior es algo arrobador.
En este momento de la vida espiritual, los ojos del alma se abren sobre el mundo.
Ve la tierra tachonada de almas en flor. Lo que ella es ahora, lo son también otras.
Lo que del trabajo divino capta en si misma lo contempla gozosa en otras almas.
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Está asombrada, arrobada por tan hermoso espectáculo. Todo lo demás
desaparece a sus ojos; ya no ve más que eso. Luego, a medida que las virtudes
van desarrollándose en ella, sus ojos se abren más, su mirada se hace más
penetrante. Observa mucho mejor la variedad de las formas, la riqueza de los
matices y la armonía de los colores. Se ha desarrollado en ella un tacto misterioso.
Una pequeñez le basta para adivinar en dónde está la obra de Dios en tal o cual
alma. Le parece también que está armada de un sentido nuevo para captar los
aromas espirituales, que son tan variados como las virtudes y como las almas. Pues
para ella, verdaderamente, hay flores del cielo sobre la tierra.
Cuando el alma tenía frío, - cuando la envolvía la lluvia brumosa y triste de la
prueba, no sabía más que gemir dolorosamente o callarse; pero ahora todo ha
cambiado. Dios, su verdadero sol, la ilumina, la calienta, la regocija. ¿No es ésta la
hora de decir muy alto su felicidad, de cantar? Si, en verdad, «ha llegado el tiempo
de la canción». Y ahora el alma interior canta. Empieza ya desde la tierra el canto
de amor de la eternidad. Es ésta una melodía misteriosa. El grado de armonía de su
voluntad con la voluntad de Dios es su tónica. Cuanto más perfecta es la unión,
más se eleva esa tónica. ¡Dichosa el alma cuya acción tiende cada vez más a la
completa realización de la voluntad divina! Su voz se eleva hasta la altura del cielo,
y esta última nota es la que agrada al oído de Dios. Con ella acaba aquí abajo la
melodía, pero para empezar allá arriba, para siempre.
Para animar al alma interior a seguirle, el Esposo le hace observar todavía que el
arrullo de la tórtola se deja oír. No hubiera ésta abandonado sus cuarteles de
invierno si no hubiera venido la primavera. Uno y otra obedecen a una misma ley.
El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible, constante, gratamente monótono.
Diríamos que es la voz de un afecto seguro de sí mismo, que para gustarse no tiene
necesidad sino de repetirse sin brillo, casi sin ruido, pero también sin pausa. En el
fondo del alma interior hay una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy
bajo una melodía muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a intervalos
muy cercanos: «¡Oh Amor, te amo! ¿Dios mío, Tesoro mío, mi Todo, mi Amor!».
Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia el centro de
la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar de su definitivo
descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios mío, con todo el peso de
su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva podemos considerar algunos
centros sucesivos, que son como jalones de etapa, o puntos provisionales de
descanso, desde los cuales el alma se lanza de nuevo hacia TI, Dios mío, con una
visión más clara de su fin, con un amor más impaciente y unos deseos más
avivados que dan a su marcha hacia adelante una aceleración misteriosa. Pero de
etapa en etapa, de morada en morada, de centro en centro, el alma llega por fin
hasta TI. Y entonces su movimiento se detiene. No tiene ya razón de ser, puesto
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que el alma ha llegado al término de sus deseos y de su camino. Ha llegado a su
fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y apacible posesión de su Tesoro y
de su Todo.
INTIMIDAD
Cesa entonces la busca y empieza la posesión. Pues no ya en el orden del ser, sino
en el orden del conocimiento y del amor, el alma y Dios no constituyen ya más que
una sola unidad. Son dos naturalezas en un mismo espíritu y un mismo amor.
Sobreviene así una profunda intimidad, la comunión perfecta, la fusión sin mezcla y
sin promiscuidad. Estamos en Él y Él está en nosotros. Somos todo lo que Él es.
Tenemos todo lo que Él tiene. Lo conocemos, casi lo vemos. Lo sentimos, lo
saboreamos, lo gozamos, lo vivimos, morimos en Él Pues, efectivamente, ésta sería
la hora de la muerte, si Él no quisiera que siguiéramos viviendo aquí abajo. Pero
esa vida que vivimos tenemos que darla, y para eso permanecemos. Pero cuando la
obra divina haya concluido, caerá el último velo y sobrevendrá la perfecta posesión
de vida no terminada que se halla toda junta.
Lo que tenemos que repetir mucho, de tanto como asombra e, incluso, a primera
vista, desconcierta, es que esta posesión de Dios por el alma es lo más real que
hay en el mundo. Hay algunas almas que pueden decir con toda verdad: "Dios está
en mí". Y no hay en ello exageración ni ilusión alguna. Esa frase es la expresión fiel
de la realidad. Cierto que esta posesión de Dios tiene grados, y muy diversos. Pero
hay un fondo común a todos ellos, bien traducido por el Cantar de los Cantares: "Mi
Amado es mío". Antes, el alma interior deseaba a Dios. Lo buscaba, lo escuchaba,
lo entreveía; llegaba incluso a darse cuenta de que estaba muy cerca de ella y de
que ella estaba muy cerca de Él, allí, en el fondo de sí misma. Pero entre buscar a
Dios y luego encontrarlo y, sobre todo, poseerlo, hay un abismo. Son cosas muy
distintas, Y esa diferencia que entre ambas existe, lo es todo.
Si Dios está en el alma, también el ama está en Dios. El alma se da, Dios la acepta,
se posesiona de ella y el alma interior se da cuenta de esa toma de posesión. El
alma no pierde su naturaleza ni su personalidad. Y, sin embargo, ya no se
pertenece. Ha cedido gustosa su derecho de propiedad, y otro lo ejerce en su
puesto. Y ese otro es el mismo Dios., Sólo que, lejos de empobrecerla, esa
donación la enriquece. El alma da unos frutos de los cuales no creía ser capaz. Los
saborea a sus anchas y juzga que tienen un delicioso gusto a eternidad. Pero, por
encima de todo, experimenta una sensación de liberación, de verdadera libertad,
que la extasía de gozo. Ésta es la libertad de los hijos de Dios. ¡Sufrimos tanto al
ser de nosotros mismos!… ¡Somos tan dichosos al no ser ya sino de nuestro Dueño,
de Dios!: Yo soy para mi Amado, y mi Amado es para mi.
Cuanto más se adueña Dios de mí, mayor posesión tomo yo de Él. Todas sus
riquezas son para mí. Participo de su Ciencia, de su Sabiduría, de su Poder, de su
Bondad. Nadie puede comprender esta misteriosa comunidad de bienes. Es una
especie de igualdad o, mejor aún, de unidad. El alma tiene la impresión, clarísima,
de ser divinizada. Está dentro de Dios, es Dios en el sentido en que esto es posible
para una pobre criatura. Y no contento con hacerla comulgar así en su naturaleza y
en su vida íntima, Dios le hace participar en ciertos momentos en el gobierno del
mundo . El consejo de la adorable Trinidad se celebra dentro de ella, y el alma
asiste a él, absorta de conmovida admiración.
"MATRIMONIO" ESPIRITUAL
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¿Por qué la palabra matrimonio? Por el carácter indisoluble de esta unión.
Produce confirmación en gracia; por lo menos San Juan de la Cruz así lo dice. Se
trata de un contrato irrevocable, de una fe jurada para la Eternidad. Tú, Dios mío,
amarás siempre a tu Esposa y ella te amará siempre. El alma interior así lo
entiende. Tiene de ello una persuasión íntima que vale para ella, pero que no
podría atestiguar fuera, puesto que no puede, probarla. Por lo demás, a pesar de
esa firmísima seguridad de la que tiene conciencia, sobre toda en ciertos
momentos, el alma no cree estar dispensada en lo más mínimo de las reglas de la
prudencia cristiana en el ritmo ordinaria de su vida. Ve, por el contrario, con la
claridad de la evidencia, cuán indispensable le es someterse a estas reglas y no
apartarse para nada de las vías de la obediencia. Dios la conduce e ilumina a
quienes la dirigen en su nombre. Y ella está en paz.
Tú, Dios mío, creaste las almas a tu imagen, las hiciste semejantes a Ti. Luego les
comunicaste tu propia vida. Bajo las sombras de la fe creen ellas lo que Tú ves;
esperan lo que Tú posees; aman lo que Tú amas, es decir, a Ti mismo. Las almas,
gracias al principio sobrenatural de vida que Tú insertaste en lo más profundo de
ellas, pueden, pues, alcanzarte a Ti mismo en tu vida íntima, comulgar
verdaderamente en esa vida bienaventurada, decir a su manera tu adorable Verbo,
producir a su vez tu Espíritu de Amor. Y luego, bajo el impulso dulcemente
irresistible de ese Espíritu divino, las almas pueden refluir hacia Ti, ¡oh Padre, oh
Hijo!, y reanudar constantemente, con un goce constantemente renovado, ese
delicioso y sosegado proceso. ¿Hay en el mundo nada más bello que un alma que
vive de tu vida, Dios mío?
Llega un momento en el que quieres que el alma que así la vive bajo las sombras
de la fe vea disiparse de repente esas sombras casi por entero. Una misteriosa
claridad la penetra por todas partes. Está totalmente iluminada dentro de sí por ella
sin que sepa bien cómo, sin que vea el foco de donde brota tan dulce luz. Bajo la
influencia de ese rayo de fuego el alma se ve a sí misma viviendo de tu vida,
comulgando en el conocimiento y en el amor que tienes de Ti mismo, pronunciando
el Verbo del Padre, exhalando el Espíritu de Amor del Padre y del Hijo; ardiendo en
la caridad del divino Espíritu, adorable Trinidad. Está más bella que nunca. Pues
todo es en ella, como en Ti, orden, poder, esplendor, armonía y paz.
Pero para que el alma interior no pueda dudar de la realidad de su dicha, Jesús se
digna asegurársela por Sí mismo. Le habla. A veces se sirve de la lengua común de
su Esposa. Y entonces ésta oye claramente una voz que le dice dentro de ella
misma: «Voy, voy a mi jardín, Hermana mía, Esposa». Pero lo más a menudo,
Jesús le habla sin la ayuda de los sonidos. Con un lenguaje totalmente espiritual. El
alma comprende que algo se le descubre y qué es lo que se le descubre. Todo
sucede en la inteligencia pura. El alma es instruida sin ruido, sin cansancio, sin
esfuerzo. No tiene que hacer más que escuchar. Por lo demás, no puede dejar de
hacerlo. Pero la dulce obligación en que se encuentra de escuchar tan deliciosa
palabra es para ella un encanto más. El alma también es espíritu. ¿Por qué no iba
Dios a poder comunicar directamente su pensamiento a su Esposa, sin emplear la
mediación de los sentidos, incluso interiores?
En esta alma reina una profunda armonía. El Espíritu Santo, artista de hábiles
manos, la está modelando desde siempre. De la voluntad, suave como la arcilla y
firme como el oro, ha hecho Él un collar irreprochable que conserva perfectamente
unidas entre sí a todas las demás facultades. Las facultades sensibles sirven a las
facultades interiores y las obedecen. Éstas, por su parte, están a las órdenes de esa
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voluntad a la que el amor divino ha penetrado hasta lo más intimo. Y todo ese
mundo interior así ordenado tiene algo firme, gracioso y fuerte que agrada a tus
miradas, Dios mío; es como una participación de esa armoniosa simplicidad tuya
que fundamenta, me atrevería a decirlo, tus innumerables e infinitas perfecciones.
Nos basta entonces una palabra para decirlo todo cuando te consideramos desde
ese punto de vista: «Caridad.» Nos basta también con esa misma palabra para
decirlo todo cuando hablamos de tu Esposa.
SU MODESTIA
Tu Esposa ama la paz. Sus preferencias la llevan hacia una vida muy sencilla. Tiene
gustos modestos. Las más humildes ocupaciones de la vida cotidiana no le
desagradan; antes al contrario. Se dedica a ellas gustosamente. Trabajar en
silencio su huerto; cuidar de que esté muy limpio y bien cultivado; fomentar las
pequeñas virtudes; interesarse por la brizna de hierba y por la flor que se abre y se
desarrolla, son cosas que le encantan. Pues, a su juicio, no hay que descuidar nada
cuando se trata de hacer más agradable el propio corazón al Corazón de Dios, y de
aumentar desde todos los puntos su semejanza con el de Jesús.
SU SOLTURA
Las sucesivas purificaciones han devuelto las facultades del alma interior al estado
de puras facultades de conocer, amar, querer e imaginar. Han quedado
descargadas de todas las formas creadas. Todo ha desaparecido de ellas. El fuego
del amor lo ha abrasado todo. Incluso los hábitos de pensar, de querer, etc., han
sido desarraigados, no sin grandes sufrimientos. Pero las facultades no han sido
destruidas por ese proceso realizado en sus profundidades; antes al contrario.
Están más ágiles, más fuertes, más aptas para el bien que nunca. Se parecen a las
facultades del primer hombre que salió de las manos del Creador. Ya se trate del
mundo natural o del mundo sobrenatural, de la acción o de la contemplación, las
facultades, perfectamente libres, perfectamente ágiles entre las manos de Dios,
operan con idéntica facilidad. Se mueven en esos dos mundos como sin esfuerzo.
Van del uno al otro con perfecta soltura, gracias al conocimiento que recibe el alma
de las relaciones que los unen. ¿Acaso no es Dios el Autor de esos dos órdenes? Y
como consecuencia de su íntima unión con Dios, ¿no ve el alma las cosas un poco
como Dios las ve, y no las quiere como Dios las quiere? Cuanto más puras están las
facultades del alma, más divinas son también, y más y mejor se armonizan con las
obras de Dios. De ahí esa perfecta soltura con que el alma interior pasa de la
contemplación a la acción y de la acción a la contemplación.
Cuando el alma interior está unida a su Dios, en lo más intimo de sí misma, duerme
totalmente. Su grado de unión es la medida de su misterioso sueño.
Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un gran
silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en nada
concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si todo el vigor que
daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero es para mejor amar.
Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar, solamente amar, amar cada vez
más es su único deseo y su única ocupación. Parece muerta y vive más
intensamente que nunca...
Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas. Actualmente, por
el contrario, está distraída de las cosas por causa de Dios. Dios la ocupa
enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a veces, en cuerpo también.
Puede así decir el alma, y quienes se percatan de su estado pueden decirlo
también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto. Pues «el alma más vive donde
ama que en el cuerpo donde anima» Y ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en Él.
El alma interior ha sido verdaderamente conquistada por el Amor divino. Tal vez la
haya asediado durante mucho tiempo. Pero, por fin, se ha apoderado de ella. Ha
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clavado en ella, con gritos de triunfo y de alegría, la, Cruz, que es su estandarte.
Y desde ese momento reina sobre ella como vencedor. Todo es allí suyo: espíritu,
corazón, sentidos y bienes. El alma interior, arrobada por haber sido conquistada
así por la divina caridad, canta la belleza, la fuerza y la gloria de Dios. Había temido
perder su libertad si le abría las puertas de su corazón. Pero ahora comprende que
la verdadera libertad consiste en hacerse esclava del Amor divino. Creía que se le
iba a quitar todo, y se da cuenta de que se le ha dado todo.
Pero el alma no ha sido solamente conquistada por el Amor, sino que es también su
presa. Vive en Él, pero también puede decirse que es consumida por Él y que
muere en Él. Un fuego interior la devora sin descanso, noche y día. Débil en su
origen, este fuego crece y se convierte en un inmenso incendio. Nada se le escapa.
Alcanza a todo, purifica todo, se alimenta de todo, lo transforma todo. Un
observador atento se daría cuenta de que en esta alma hay algo misterioso y
divino. ¡Cómo lograr, en efecto, esconder tan bien esta ardiente hoguera que no la
traicione ningún resplandor! Es casi imposible. Por lo demás, llega un momento en
que el mismo Dios acaba por permitir que ese incendio de amor estalle de algún
modo. Conquistada primero, y víctima luego de la caridad, el alma interior se
convierte así en el heraldo de Amor eterno. Lo predica, lo difunde. Poco importa el
medio ambiente en que transcurra su vida. pues hasta en la más profunda soledad
su programa seguirá siendo el mismo; y cuando no pueda hablar ni escribir,
siempre y en todas partes podrá orar, sufrir, amar…
¡Qué puro es tu amor, Dios mío! Es el amor de un espíritu por otro espíritu. Ignora
lo que San Pablo llamaba la carne, y ella lo ignora también. No pertenece a su
mundo; está infinitamente por encima de ella. Más aún: le hace la guerra, y una
guerra despiadada. Para que pueda vivir, para que pueda desarrollarse a su gusto
en nosotros, es menester que la carne se doblegue, se vaya desecando poco a poco
y acaba por morir. De esa misteriosa pugna es nuestra alma a la vez teatro y
premio. ¡Feliz mil veces Aquella que, para unirse a Ti, no tuvo que padecer esas
crucificantes, pero necesarias purificaciones del amor!
Qué fuerte es también tu amor, Dios mío! Podemos apoyarnos sobre él con toda
seguridad, pues jamás se nos zafa. El alma que a Él se une llega a ser tan firme e
inmutable como Él. Puede sentir en sus facultades sensibles el inevitable flujo y
reflujo de las emociones, pero su fondo íntimo no es turbado por ellas. Descansa
sobre la tierra firme de tu amor. Si la tentación trata de inquietar su paz, el alma
interior no tiene que hacer sino adherirse más firmemente a tu amor, para reducirla
a la impotencia y para verla desaparecer. Tu amor es su refugio, su fortaleza. Allí
está en seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por todos los lados. La
envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y tenebrosa a un tiempo, que la
guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente rodeada de una influencia
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misteriosa que la robustece, la da confianza, la reconforta y la vivifica
deliciosamente.
¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos los bienes. Es
inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente gratuito y totalmente
gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío? Únicamente porque has querido y
porque eres bueno. Al darme tu Corazón, me lo has dado todo. ¿No eres Tú el
poder infinito? ¿Y no está ese poder como al servicio de tu Amor?
LLAGA DE AMOR
El mal que padece y del que se queja tu Esposa es misteriosísimo. Pero Tú que lo
has causado, Dios mío, lo conoces bien… Empezaste por hacerle en el corazón una
heridita tan pequeña que apenas si el alma podía sentirla. Luego, poco a poco, se
ensanchó. Se hizo más profunda. El alma ya no fue sino una llaga que nadie sabía
curar, y a la que todo avivaba y hacía sufrir. El dolor que destilaba esta llaga, por
otra parte delicioso, llegó a ser intolerable. El alma gemía, se quejaba, gritaba. Bien
sabía ella que no había más que un remedio para su mal: un amor más grande que
la liberase de su cuerpo, la hiciera morir y la arrojase por fin y para siempre en tus
brazos. Por lo menos ella quena sentir junto a si a su único Médico, que eras Tú,
Dios mío. Pero Tú no heriste tan profundamente a esta alma amadísima sino para
llenarla de Ti mismo. Tú eres el alimento de la llama que encendiste; aliméntala,
pues; no puede vivir más que de Ti.
Todas las almas, Dios mío, deberían ser heridas por este misterioso mal. ¿No eres
Tú la Bondad perfecta y la Belleza infinita? Nuestro corazón, hecho por Ti, ¿no está
hecho para Ti? ¿Por qué, pues, hay tan pocas almas que te amen de veras? Pero no
hemos de volvernos contra Ti, Dios mío, sino contra nosotros mismos. Pues Tú te
mantienes a la puerta de nuestro corazón, y llamas a él de mil maneras. Pero
nosotros no oímos tu voz, pues hay en nosotros demasiado ruido. O si la oímos, no
nos decidimos a abrir y a darle para siempre y por completo nuestra voluntad. En el
fondo, nuestra alma está enferma, y de un mal que la mata; el amor de si misma;
cuando debería estar enferma de un mal que la haría vivir en plenitud y para
siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor. cúranos del mal humano! ¡Señor,
enférmanos del bien divino y que esta enfermedad nos haga morir!
Si el Amado tiene que hacer alguna confidencia, escoge ese momento. Y sin ruido
de palabras, casi sin que el alma se dé cuenta, le dice lo que quiere decirla. Al
volver a su vida ordinaria, el alma conserva un recuerdo general, impreciso, pero
muy real, de haber sido instruida por Él. Luego, en el momento oportuno, esta
enseñanza escondida en el fondo de sí misma se le aparece simplemente, sin
esfuerzo, con un carácter neto, preciso, firme, seguro y práctico que la asombra y
entusiasma. Bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de Amor ha germinado la
misteriosa semilla y se abre dulcemente en el instante deseado. Y aunque el Verbo
divino se haya contentado con acercar a Él esta alma amada, como Él es luz, el
alma ha ganado luminosidad por participación. Al volver en medio de las cosas,
aquella, alma no las ve ya con los mismos ojos, no las aprecia ya del mismo modo.
Ha cambiado respecto a ellas y las cosas ya no le hablan la lengua de antaño.
CONOCIMIENTO DIVINO
Dios se complace en hacer ver las cosas al alma interior como las ve Él mismo.
Revela sus secretos a sus amigos, y, por lo común, con tanta mayor claridad
cuanto más los ama. Lo primero que les enseña con precisión y claridad
absolutamente nuevas es el mundo de la naturaleza, sus bellezas, sus perfecciones,
la variedad de los elementos que lo componen y su perfecta armonía en la unidad.
Los cielos se convierten en un libro que les expone la Sabiduría, el Poder y la
Bondad de su Dios: Los cielos describen la gloria de Dios (Ps 19, 1)
Pero lo que Dios quiere revelarle ante todo es a Él mismo. Sin duda que no caen
todos los velos de la fe; pero los que quedan no perturban las relaciones del alma
con su Dios. Trata el alma con Él como si lo viera, y con tanta mayor sencillez
cuanto que lo siente vivo en su corazón, lo saborea y lo posee. Esta posesión
consciente es en sí misma una especie de conocimiento cuasi-experimental de Dios,
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como el que puede tenerse de un fruto que se viera de un modo borroso a causa
de debilidad de la mirada, pero que se saborease ampliamente. Las dos fuentes de
conocimiento de un solo y mismo objeto, al combinarse, dan al alma un gozo pleno,
verdadero, anticipo de la felicidad eterna.
Cuando un alma entra por primera vez en Dios, experimenta la impresión que
tendría una persona que penetrase de repente en una vasta habitación llena de los
tesoros más ricos y más variados. No captaría cada uno de ellos con detalle, sino
que tendría solamente una visión de conjunto. Pero esta visión le causaría un gozo
único, hecho en cierto modo de todos los goces que gustaría si le fuera dado
admirar cada uno de esos tesoros en particular. Tus atributos, Dios mío, son esos
tesoros. Al unirse a Ti, el alma interior los ve de una sola ojeada y los saborea
todos a la vez, porque Tú eres la riqueza y la simplicidad a un tiempo. Y la
impresión que produces en nuestro espíritu y en nuestro corazón participa de
ambas. Al encanto de este gozo, tan nuevo para el alma, se añade algo inagotable,
infinito, que se mezcla discreta y deliciosamente en él, como sello propio de los
goces verdaderamente divinos.
Poco a poco el alma se habitúa a vivir en esa celda interior. Habita en ella. La
convierte en su morada. Cuando tiene que dejarla, sufre; se siente incómoda, como
alguien que se encuentra fuera de su sitio. En cuanto puede vuelve a ella. Pide
humildemente a su Dios que al reciba de nuevo. Dios no siempre la atiende
inmediatamente. Entonces ella suplica, y espera confiada y en paz. Pero permanece
allí, como verdadera virgen fiel, atenta al menor sobresalto precursor de la venida
del Esposo. Llega un momento en que su Dios le hace entrar de nuevo en Él.
Nuevas luces, nuevos asombros; nuevos goces también, y mucho más profundos;
he ahí la recompensa de su fidelidad: "¡Muy bien, siervo bueno y fiel…; entra en el
gozo de tu señor!". (Mt. 25, 21)
Sus manos son fuertes como las de un obrero vigoroso, y flexibles como las de un
artista genial. Nada escapa a estas manos divinas. Nada se le resiste. Lo dirigen
todo, hombres y cosas, hacia donde les place. De esas manos salen maravillas, que
son como otras tantas piedras preciosas que las adornan. La Esposa se percata de
lo que ese Obrero divino realiza en ciertas almas, de las obras maestras que sabe
sacar del barro humano. El alma queda absorta de admiración ante todo ello. ¿Pues
qué puede haber más bello, Dios mío, que el espectáculo de tu Amor en lucha con
un alma? ¡Qué argucias, qué delicadezas y, a veces, es cierto, qué golpes tan
tremendos para desligarla de todo! ¡Qué paciencia para purificarla a fondo, qué
generosidad y qué arte para embellecerla, qué ardor para abrasarla, qué aliento tan
poderoso para levantarla por encima de todo, aún de ella misma, para que pueda
amarte sin medida y predicarte sin miedo! ¿Qué puede haber más hermoso que un
alma de Santo? ¿No es Dios quien la ha hecho lo que es por el poder de su gracia?
¡Dichoso el que ve las manos de Dios trabajando en el mundo!
Es hermoso ver cómo se transforman poco a poco las almas bajo la acción divina.
Son como otras tantas maravillas que salen de los dedos hábiles del Obrero divino,
como piedras preciosas destinadas a adornar la Jerusalén celestial, tan numerosas,
tan variadas en su forma como en su tonalidad y, por decirlo todo en una palabra,
tan arrebatadoras y tan bellas. Aquí abajo sólo conocemos algunas de ellas, y,
además, las conocemos mal. Para que se revele su belleza hace falta la luz del
cielo. Sólo allí podremos admirar toda su riqueza y la gracia de las manos
poderosas y ágiles de donde salieron.
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Dios es soberanamente Hermoso, la Belleza misma subsistente, el Ser único al
que nada falta de lo que conviene, que es, desde siempre, infinitamente perfecto y
en el cual todo es orden, unidad, simplicidad, puesto que todas las perfecciones
posibles e imaginables forman en Él una sola y misma realidad con Su esencia.
Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la región de la
luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo lo que no eres Tú!
Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu inaccesible luz, ¡es ya todo tan
deforme y tan feo! Incluso las criaturas que más te reflejan resultan entonces casi
dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú, Dios mío! Y eres Tú lo que el alma quiere
contemplar cada vez mejor, cada vez más fija y más profundamente. La frase de
San Agustín 12 vuelve constantemente a nuestros labios!: «Belleza siempre antigua
y siempre nueva, te he conocido demasiado tarde, te he amado demasiado tarde!»
Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has hecho muchas
criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede contar junto a la tuya.
Todo lo que hay de bello y de bueno viene únicamente de Ti. Y lo que das, no lo
pierdes, pues lo posees infinitamente.
¡Oh!, hazme comprender, a mi que quiero ser dichoso, que toda felicidad, que toda
alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme con tu Belleza, alimentarme
con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría, saborear sin fin y como sin medida tu
Felicidad! Porque todo eso es posible, todo eso es cierto, todo eso es necesario:
«Amarás...», y, por consiguiente, serás bueno con mi Bondad, embellecerás con mi
Belleza, te embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que sea ahora, ahora, y
siempre!
Un perfume delicioso brota de los labios divinos. Se diría que viene de lo más
íntimo del Corazón de Dios. Resume en él y hace gustar al alma interior todos los
encantos de los demás perfumes. ¿Por qué la esencia divina no había de tener su
aroma? Así lo comprende la Esposa en la hora bendita de su unión. Ese perfume
que ella puede llamar «esencial», esa «mirra purísima», le anticipa ya algo de los
goces del cielo; una especie de atmósfera embalsamada la envuelve por todas
partes. Se siente a la vez separada y protegida por ese medio ambiente invisible y,
sin embargo, tan real. Puede entonces amar a Dios a sus anchas. Y eso es lo que
hace sin razonamiento, sin esfuerzo, movida por un instinto divino que la asombra
y la tranquiliza a un tiempo. Está conmovida por esa nueva manera de vivir que no
conocía, al menos en este grado, pero siente que ésa es la verdadera vida, y exulta
de alegría.
EL ALMA EXULTA
El amor de Dios tiene un calor que ensancha al alma en su fondo y la llena de gozo.
Bajo su influencia, el alma se siente crecer, su capacidad de dicha aumenta y al
mismo tiempo se colma. Luego, siempre bajo la acción del fuego del amor, vuelve a
ensancharse para llenarse otra vez. Y así sucede casi sin descanso. El alma
invadida por tu Amor, Dios mío, experimenta la impresión de que se desarrolla y
expande en ella una vida totalmente interior. En ciertos momentos, la oleada de
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calor es tan fuerte que el alma no puede ya soportarla. Es entonces cuando hasta
el corazón físico se dilata, tal como se ve, por ejemplo, en la vida de San Felipe
Neri, o se siente traspasado de parte a parte por una flecha, como sucedió a Santa
Teresa de Ávila. Suena la hora de la plena expansión.
Todavía aumenta el goce del alma por el descubrimiento de otras almas admitidas
como ella a participar del mismo modo en la felicidad de Dios. La dicha de estas
almas aumenta la suya. El mundo espiritual le ofrece un espectáculo grandioso y
encantador: el de las almas arrebatadas de amor por Jesús. Todos los corazones
puros que le conocen son ganados por Él. Ejerce sobre ellos una irremediable
atracción. Hay flores que siguen al sol en su carrera de Oriente a Occidente. Jesús
es el sol de las almas. Éstas se iluminan con su luz y se calientan con los rayos de
su amor. Las atrae, las eleva, en cierto modo, hacia Él. Lo siguen con mirada
afectuosa y constante. Lo aman mucho, sin límites. Cuanto más puras son, más se
adhieren a Él. Cuanto la tierra tiene de más noble, de más delicado, de más
generoso, le pertenece. Sí, Jesús, es literalmente cierto que los corazones puros te
aman con incomparable amor. Resulta dulce comprobarlo; es arrobador
contemplarlo.
EL ALMA CANTA
Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con felicidad, con
entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón con respecto a Ti. Tú
tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación sensible de la estima que el
alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por lo demás, esa ley se impone
imperiosamente al alma interior, al menos en ciertas horas... Pues si entonces le
fuera preciso callar su amor, se ahogaría. Es preciso que hable, es preciso que
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cante, aunque esté sola. Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y
eso le basta. Su voz agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede
decirlo todo. Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga, todo
está en calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma; impone, sobre
todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su Dios. Pues, para Él,
su voz es dulcísima y muy agradable.
¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior, Dios mío, cuando
te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace, todo lo que sufre, se
convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y que te encanta! Nada hay
ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco amanerado, en esta voz que tanto te
agrada. Por el contrario, hay algo ágil y gracioso, firme y dulce, armonioso.
Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el infinito.
Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad frente a ese
horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a pleno pulmón el aire
divino.
Escuchad el canto de esas desconocidas almas silenciosas que aman a Dios cuanto
pueden y que saben decírselo sin ruido de palabras, con sólo los latidos de su
corazón, todo él llama y fuego. Resuena constante en esa inmensidad.
¿Quién podrá decir, Dios mío, la profundidad y el poder de tal encanto? Nada se le
escapa. Invade todo el ser, osaríamos decir que hasta los tuétanos. Es una
divinización ab intra. Se diría que tu ser, que, sin embargo, no puede mezclarse a
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nada, se convierte en el mismo ser del alma. Ésta comulga -o mejor, tal vez, es
comulgada- en tu plenitud. Es la dicha insondable, la paz, la alegría, la fuerza, la
seguridad, la luz, el calor, la vida. Es todo. Es más que todo. Está por encima de
todo. Te vemos desde dentro. Te poseemos. Te saboreamos. Somos Tú mismo.
Todo ello basta para morir. Y, sin embargo, no es más que una aurora, más que un
comienzo. El horizonte se dilata. Son perspectivas infinitas y seguras. El presente
da a manos llenas. Parece agotar el poder de dicha del alma. ¡Y, sin embargo, el
porvenir dará todavía más!
Nada es tan dulce al corazón de tu Esposa, Dios mío, como oírte hacer el elogio de
su propia belleza. Y no por vanidad de su parte; no, en absoluto. Demasiado bien
sabe que todo lo que tiene lo tiene de Ti. Lo que le agrada es agradarte. Lo que le
encanta es encantarte a Ti. Toda alma que comprende lo que Tú eres no debería
tener otra ambición que ésa: atraer tus miradas y retenerlas por su auténtica
belleza.
De tu Gracia, Dios mío, podemos decir que «es más bella que la belleza». Hay en
ella un encanto infinito. Cuando invade, pues, un alma, le comunica ese encanto
delicado, penetrante, delicioso, indefinible. Esa Gracia está hecha de dulzura, de
armonía, de agudeza, de claridad también, pero tamizada y como puntualizada. En
ella nada choca, nada sorprende, nada se impone a viva fuerza. Ejerce su imperio
sin permitir casi que se percate uno de ello. Envuelve en una atmósfera de paz, de
silencio y de santidad. Se la admira sin esfuerzo y sin cansancio. Hace olvidarlo
todo. Se hace olvidar a sí misma, para hacerse paladear mejor. Tiene algo humilde,
modesto, en su manera. Sí, la Gracia, tu Gracia, es «más bella que la belleza».
Pero la belleza y la Gracia de un alma Interior se armonizan muy bien con la fuerza.
El alma interior es un alma enérgica. Ha combatido y continúa combatiendo el buen
combate. Es un alma conquistadora, que espanta a los demonios y a sus
desdichados prisioneros. Un alma interior hace más daño a tus enemigos, Dios mío,
que más de cien que no lo son. Por si sola vale como un ejército. Por lo demás, no
lucha sola. Tú le das siempre soldados, y buenos soldados. Ella los instruye. Los
forma. Les imbuye su ardor. Les comunica su energía. Los lanza al asalto. Les
asegura, por fin, la victoria. En todas las épocas has enviado a tu Iglesia algunas de
esas almas valientes, terribles como escuadrones ordenados, y que lo han salvado
todo cuando todo parecía perdido. «¡Danos, Señor, almas verdaderamente
interiores!»
Bien miradas las cosas, Dios mío, parece que esa alma privilegiada,
verdaderamente única, a la que llamas en el Cantar «mi paloma, mi inmaculada»,
que no excita los celos de ninguna alma, sino que, por el contrario, despierta la
admiración y la alabanza de todas, es la dulce y pura Virgen Maria, nuestra Madre.
Sólo a Ella se aplican tus magníficas palabras, sin restricción y sin límites. Es tu Hija
única, Padre adorado; es tu arrobadora Madre, Jesús, Hijo único del Padre,
convertido por Ella en nuestro Hermano para salvarnos; es tu Santísima Esposa,
Espíritu de Amor, a quien Ella debe el ser Madre sin dejar de ser la Virgen de las
Vírgenes. No hay pura criatura, ¡oh Santísima Trinidad!, que te sea tan querida
como ésa. Es tu única, tu divinamente preferida.
Después del Corazón de Jesús, no hay objeto más precioso de conocer ni más dulce
de contemplar que el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen. Es un abismo de
perfección, de esplendor, de belleza, de gracia, imposible de describir. El Corazón
de María es la obra maestra del Espíritu Santo. Lo enriqueció con todas las
perfecciones, con todas las virtudes.
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Sabemos que desde el primer instante de su concepción nuestra dulce Madre
gozaba de todo el Amor divino. En el momento de su creación volvióse hacia Dios
para unirse a Él en perfección; y su amor aumentó a cada instante, pues repitió ese
gesto durante toda su vida y cada vez con más hondura e intimidad. Su corazón es
purísimo, es decir, sin mezcla de nada inferior a sí. La Santísima Virgen recibió
desde el primer instante de su vida el poder de amar en un estado perfecto. Y lo
ejerció inmediatamente. No conoció pecado ni imperfección... Su amor de las
criaturas fue la expansión de su amor a Dios, y en nada turbó su inalterable, su
santísima pureza. En Jesús ama a Dios, puesto que Él es, a la vez, su Dios y su
Hijo. Amó a San José, a San Juan, a las Santas Mujeres, a todo los hombres que se
han sucedido en el curso de los siglos. Ama a todos sus hijos con profundo y real
amor, pero los ama en Dios.
Durante las duras pruebas que ha tenido que soportar para conquistar tu amor,
duran te tus largas ausencias, ¡oh Jesús!, el alma interior no ha permanecido
inactiva. Con sus trabajos, y sobre todo con sus pensamientos, ha sabido componer
una miel dulcísima, de delicioso perfume. Ahora te la ofrece. Dígnate aceptarla. Le
parece a esta alma como si fuera comida, absorbida por Ti. Sin embargo, no pierde
lo que tiene ni la conciencia de lo que es. Y, a pesar de todo, se convierte en tu
misterioso alimento, toda ella íntegra, sustancia y actos. Se convierte en Ti, sin que
tengas Tú que adquirir nada, propiamente hablando. El cambio se opera íntegro en
ella. Es ella la que se ha convertido en Ti. "… al contrario, tú te mudarás en mí."
(San Agustín). Verdad es que sigue siendo sustancialmente lo que es, y, sin
embargo, ya no es la misma, Ve, piensa, ama, obra como Tú, contigo, en Ti. Si no
está transustanciada, está transformada. ¡Dichosa e inefable transformación!
Durante largos días, Dios se ha convertido en aliento del alma interior. Poco a poco
la ha transformado en si mismo. Pero llega un momento en que hallándola
transformada totalmente y, por decirlo así, a su gusto, se alimenta, a su vez, de
esta alma así divinizada. Antes, ella se sentía interiormente fortificada por un
alimento a la vez misterioso y delicioso. Gustaba, en el fondo de sí misma, una
gran felicidad, una felicidad suya propia, su felicidad. Le parecía incluso que había
alcanzado los límites de la beatitud posible en este mundo. Pero aquello no era
nada, lo comprende ahora. Una alegría totalmente nueva acaba de brotar en su
corazón. Se da cuenta de que ella es como tu propio alimento, Dios mío. Tu
felicidad se convierte en felicidad. Y está prendada, embriagada, fuera de sí misma.
Ciertamente, el alma interior no ignora que ella nada puede añadir a tu dicha
infinita. Sin embargo todo sucede en esos benditos momentos como si ella te
hiciera verdaderamente dichoso. No sólo gusta el alma de su propio goce, sino
también de tu alegría, de la cual le parece ser ella la causa. Ninguna comparación
puede hacer comprender lo que puede ser una tal felicidad. Sería preciso corregir,
sublimar hasta el infinito la, de la madre más abnegada cuando alimenta con lo
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mejor de sí misma a su hijo amadísimo y pone toda su felicidad en hacer dichosa
a esa querida criaturita que tan metida lleva en su corazón, y pensar en María,
Virgen y Madre. Y el gozo del alma interior no pasa. No se agota. Cuanto más da
ella a su Dios, más le da su Dios a ella. Él es la fuente inagotable del amor. A
medida que se va saciando, llena su corazón, y eso es lo que colma de gozo a su
Esposa.
Muchas almas aun piadosas, no comprenden los impulsos del alma interior, su
verdadero estado, lo que legítima sus actos. ¿Hemos de asombrarnos de ello?
¡Nada de eso! Para juzgarla con verdad sería menester poseer una ciencia muy
profundizada de los efectos misteriosos del Amor divino o sufrir uno mismo del mal
que ella padece. Eso es muy raro. Y el ideal, la unión de la ciencia especulativa y
del conocimiento experimental, personal, todavía lo es más. Un San Juan de la
Cruz, por ejemplo, no es dado al mundo, según parece, a cada generación de
hombres. Pero aunque lo fuera no se le podrían someter todas las almas heridas
por el mal del Amor divino. Tienen éstas que aceptar el ser más o menos
incomprendidas.
Es como si se planteara al alma interior esta pregunta: ¿Qué tiene tu Amado para ti
más que para los demás? Y el alma podría responder: «Yo no sé como veis
vosotros a mi Amado, pero yo ¡lo encuentro tan hermoso! Posee todas las riquezas,
es sabio, poderoso, bueno, afectuoso. Es delicado, es firme y fuerte. Y, sin
embargo, es dulce, más dulce que una madre. No, nada le falta. Cuanto más le
conozco, más arrobada estoy por la infinita profundidad de sus perfecciones. Y todo
eso lo posee en paz, en armonía, en orden. Es muy sencillo, no sólo en su palabra y
sus maneras, sino en Sí mismo. No me canso de contemplarlo y de amarlo. Es la
alegría de mis ojos y de mi corazón.»
Los signos del afecto de Dios revisten dos formas muy diferentes: tan pronto son
agradabilísimos y muy dulces, como son dolorosos y crucificantes. Dios exalta el
alma, y la rebaja. La colma, y luego la aplasta. Pero la une siempre. Sí; a pesar de
lo contrario de las apariencias, los contactos crucificantes unen profundamente. Y
no pensamos solamente en las pruebas purificadoras del alma, preludio obligado de
la unión: pensamos, sobre todo, en esos dolores redentores que experimenta tan a
menudo el alma que llega a la unión transformadora y perfecta. Hay allí una
comunión real con los sufrimientos de Jesús Crucificado. Hay, pues, unión, y tanto
más intensa cuanto más profundos son los dolores. ¿Cómo explicar este misterio?
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Parece que San Pablo nos da la clave cuando dice: Estoy crucificado con Cristo.
¡Qué unión en el sufrimiento y en el amor! El alma interior está también
verdaderamente clavada en la Cruz con Jesús, y por el mismo Dios, según parece.
Es que cuanto más querida es un alma a su Corazón de Padre, más quiere que sea
imagen viviente de su amado Hijo. De ahí el cuidado que pone en mantenerla
siempre sobre la Cruz. Le hace comprender de una manera sobrecogedora que Él,
el Amor, no es amado; que ella misma no le da todavía todo el amor que podría
darle. Le dice también que Él. que es la Verdad, no es conocido y que ella misma
no lo contempla lo bastante. Entonces el alma siente que su corazón se deshace de
dolor, y en ello hay un goce secreto inefable. Es el gozo de la caridad terrenal,
imperfecto sin duda si lo comparamos con el goce del cielo, pero muy superior a
todas las felicidades de la tierra. Sí, el sufrimiento bien aceptado une a Dios.
Diríamos que es una mano de hierro de la que primero sentimos toda la dureza,
pero que aprieta al alma cada vez más deliciosamente sobre el Corazón de Dios. La
amargura va disminuyendo sin cesar, el gozo va siempre en aumento y la unión se
hace más íntima a cada dolor mejor aceptado; si no siempre es más sentida, al
menos es siempre más perfecta y más profunda. Es que para sufrir bien hay que
amar mucho, y que en esas condiciones, y, por otra parte, en igualdad de
circunstancias, cuanto más y mejor se sufre, más y mejor se ama. He ahí por qué
el sufrimiento es un signo tan precioso del afecto de Dios.
FECUNDIDAD DE LA CRUZ
¿De dónde viene este poder sobre las almas y sobre el mundo? Sin duda del amor,
pero de ese amor que se alimenta de sacrificios. Hay que decirlo: la vocación a la
vida interior profunda es una, vocación al martirio. Efectivamente, el alma llamada
por Dios no sólo debe pasar por las duras refundiciones de su sensibilidad y por las
impotencias, todavía más dolorosas, de sus facultades superiores obligadas, como,
a pesar suyo, a renunciar a su manera normal y natural de obrar, sino que se le
piden nuevas inmolaciones, no tanto para ella como para los demás. Sufre por no
poder amar a su Dios como Él merece serlo. Sufre al verlo tan poco conocido y tan
poco amado. Más aún: siente gravitar sobre ella con todo su peso al mundo y sus
pecados. El misterio de la agonía y de la Cruz se renueva para ella, y comulga en él
en la medida de su amor. Su vida, como la de Jesús, es «cruz y martirio». Pero hay
que decirlo también: es un martirio amado. ¿Qué mejor prueba de afecto puede dar
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a Jesús y a sus hermanos que aquélla? ¿Dónde encontrar una prueba de amor
más auténtica? Y el fruto de la caridad es el gozo, un gozo totalmente espiritual,
gustado en lo más íntimo del alma y compatible con el verdadero dolor, que llega a
ser como su fuente. ¡Qué no sufriría Jesús sobre la Cruz! Y, no obstante (sin hablar
de la visión beatífica), ¡cuál no sería su gozo al glorificar a su Padre y salvar a sus
hermanos por sus mismos sufrimientos! Profundo misterio, es cierto, ¡pero cómo
ilumina el de las almas esposas y víctimas y cómo hace entrever el de su dulce
Madre, Nuestra Señora de los Dolores!
He ahí por qué semejante alma atrae al Rey de Reyes y lo cautiva. ¡Se siente tan
dichoso al encontrarse en ella y al poder hacer que los hombres se beneficien por
ella de los frutos de su inmolación! Para Él es como la renovación de los goces del
Calvario, puesto que sus sufrimientos no pueden ser renovados. Y puesto que esta
alma comprende tan bien sus deseos y realiza tan bien sus voluntades, ¿por qué Él,
a su vez, no había de cumplir todos los deseos de su Esposa? Y eso es lo que se
produce. Dios pone a su disposición todos sus tesoros. El alma puede sacar de ellos
lo que quiera y distribuirlos a su arbitrio. A causa de la profunda armonía que entre
ambos existe, nunca hay que temer un conflicto en este aprovechamiento. Si fuese
necesario, Jesús sabría hacer comprender, desde dentro, que tal empleo no
responde a sus planes, y el alma, inmediatamente, renunciaría a él sin pensar más.
El alma es verdaderamente reina. Tiene todas las cosas bajo su dominación; las
gobierna, tiene la impresión de que participa en tu monarquía universal, ¡oh Jesús!,
y de que lo dirige todo contigo y por Ti al único fin de todo: a la gloria de la
adorable Trinidad. Desde ahora, nada la sobresalta, nada la turba en su fondo. No
solamente sabe y cree, sino que, en cierto modo, ve cómo todas las cosas se
mueven para tu gloria, Dios mío, y para el bien-de los que te aman: "Dios hace
concurrir todas las cosas para bien de los que le aman" (Rom. 8, 28) incluso sus
pecados, añade San Agustín.
El filósofo soñaba con encontrar por su pensamiento el orden del mundo para
contemplarlo; pero el alma unida a Ti, Dios mío, lo contempla sin esfuerzo y desde
mucho más arriba.
Toda alma que te quiere, Dios mío, es un alma fuerte, y su fuerza aumenta con su
amor. Cuando te ama con todo su corazón y cuando su corazón es grande, su
fuerza llega a ser una verdadera potencia. ¿Cómo sucede eso, Dios mío? Es que el
amor une a Ti. Cuanto más profundo es, más perfecta es la unión contigo. Pero Tú
eres el Dios fuerte. Todo ésta sometido a tu poder, el cielo y la tierra, los ángeles y
los hombres. Nada sucede en el mundo sin expreso permiso de tu parte; no puede
desaparecer una nación, ni morir un jilguero, sin que Tú lo hayas permitido. Ahora
bien, el alma que te está íntimamente unida por el amor comulga en tu poder y
participa de tu fuerza. Llega a ser, para las demás, una fuente de vigor y de
energía. Ordena, y la obedecemos; exhorta, y progresamos; camina valerosamente
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hacia Ti, y la seguimos; se lanza hacia las alturas, y hace que los demás subamos
hasta allí con ella. Lo que añade mucho al encanto de esta alma es la gracia con
que se desarrolla su vida y se despliega su fuerza. Tú, Dios mío, lo haces todo con
dulzura y firmeza, suaviter et fortiter. El alma que te está íntimamente unida
participa tanto de esta suavidad como de esta fuerza. Todo en su acción es medido,
ponderado, equilibrado, armonizado. Habla como conviene hacerlo; se calla cuando
es mejor callarse. Se adelanta si es preciso; se esfuma muy gustosa y sin siquiera
hacer notar que se borra. Y así en todo. Eso es lo que da tanto encanto a su acción.
Tiene un algo acabado, perfilado, completo, perfecto, que extasía. Nada
encontramos que sobre en ella. Nada le falta. Es un fruto hermoso y bueno, de
aspecto agradable, de sabor delicioso. Hay allí algo divino. «Hizo bien todas las
cosas».
Así como no hay bien «que pueda entrar en comparación con Dios», que es el Bien
absoluto, tampoco hay limosna comparable a la que el alma interior distribuye a
todos los que a ella vienen con el corazón ávido de ese Bien de bienes. El alma
interior ejerce, en efecto, un verdadero atractivo sobre las demás almas,
principalmente sobre aquellas en cuyo interior actúa la gracia. Éstas comprenden
como por instinto que existe una misteriosa armonía entre ellas y esa alma
privilegiada. Vienen, pues, hacia ella confiadas. Se sienten seguras a la sombra de
esta alma. Están persuadidas de que si pueden contarle sus penas, sus temores,
sus deseos y sus esperanzas, no sólo serán comprendidas, lo que ya es mucho,
sino que se verán iluminadas, consoladas, fortificadas, reanimadas. En fin, que
encontrarán así, de un golpe, todo lo que les falta. Y eso es verdad. He ahí por qué
es tan preciosa un alma totalmente interior. He ahí por qué, aun viviendo lo más a
menudo oculta, ejerce una influencia tan profunda.
MATERNIDAD ESPIRITUAL
En los orígenes de las familias religiosas hay siempre un alma que vive sobre las
cumbres cerca de Dios. Por lo común caen sobre ella las dificultades en tan gran
número como las gotas de una lluvia tempestuosa o los copos de una borrasca de
nieve. Pero el amor que guarda ella en su corazón más fuerte que todo. Y así, lo
que debía abatirla, la levanta. Lo que debía extinguir su llama, la reaviva. El
obstáculo se convierte en medio. La ruina es el comienzo de la prosperidad. Cobra
entonces todo su impulso y recorre en derechura su camino, atrayendo y
arrastrándolo todo tras de sí.
En el mundo espiritual, el alma interior es una fuerza. Ama a Dios. Y nada es tan
fuerte como el Amor divino. El alma interior lo impone a quien la conoce como tal y
también a quien no la conoce. Es una fuente de energía; los débiles vienen a beber
en ella. Los fuertes encuentran allí con qué fortificarse todavía más. Pero los malos
la temen instintivamente. Los demonios le hacen la guerra, y, a veces, una guerra
cruel. Pero es ella la que triunfa. Pues no sólo llega a rechazarlos, sino incluso a
derrotarlos, por la sola acción de su corazón unido a Dios. Incluso puede
expulsarlos de aquellos a quienes poseen o a quienes obsesionan.
El alma tiene en su mano, a su disposición, todos los medios de que se sirvieron los
Santos en el transcurso de los siglos para vencer al mundo, para derrotar al
demonio y para vencerse a sí mismos. Y aunque jamás haya oído hablar de tales
medios, los emplea. El Espíritu Santo, que la mueve en todas las cosas, se los hace
descubrir. Ella es muy feliz luego cuando se entera de que tal Santo, o tal alma
piadosa, utilizó antes que ella ese mismo procedimiento para obtener o hacer
obtener la misma victoria. Hay una maravillosa armonía entre las obras de Dios,
aunque estén separadas por siglos enteros. En todas las épocas, incluso en las más
sombrías, ha tenido Dios sus amigos fieles, sus defensores intrépidos, sus capitanes
audaces, para dirigir valerosamente el buen combate, cada uno a su manera, y
para dar valor y confianza a las almas de buena voluntad.
El alma interior no querría guardar esta felicidad para sí sola. Arde en deseos de
difundirla. Le parece que amarla más a su Dios, a «su amigo», si lo amase en unión
con otras almas a las cuales hubiera podido comunicar algunas chispas del fuego
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que la devora. El Amor divino ignora los celos humanos. Al darse, no se extingue,
se reaviva. Sin duda que el alma interior anhela que nadie en el mundo ame a su
Dios más que ella; pero si así sucede, se alegra de que ocurra. Cuanto más amado
es su Dios, más feliz es ella. El descubrimiento de las almas más adelantadas que
ella en la intimidad divina no hace más que estimular su ardor. Ruega por esas
almas para que amen todavía más. Comulga humildemente en su amor. Su alegría
es ofrecer a su «Amado» el afecto de estas almas privilegiadas. Lo ama con todo su
corazón.
Gracias, Dios mío, por tanta bondad. No tengo nada que decir, sólo tengo que
amar. Sí, te amo. Sí, querría repetirte noche y día esta frase como la única que te
agrada y que es digna de Ti; soy tuyo, Jesús mío, Dios mío; querría también ser Tú
mismo, Salvador mío; quiero todo lo que Tú quieres, es decir, te quiero para mí,
todo para mí, cada vez más para mí y para siempre.