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La Parábola del Arquero

Y llegué a la edad en que pregunté a mi padre:

-Padre, ¿tú crees en mí? A lo que él me respondió:

-Hijo, has de aprender que nadie está obligado a creer en tí. ¿Me crees, verdad?

No comprendí aquello, tan sólo pensé que la vida tenía algo de mágico.

Y llegó el día en que dije a mi padre:

-Padre, quiero saber quién soy y quién llegaré a ser.

Como respuesta me entregó un arco y una flecha. Entonces pensé que me indicaba que yo sería
arquero, así que me puse a practicar el tiro con el arco durante mucho tiempo, hasta que llegué a
pegar en el blanco, de diez tiros, nueve. Y fui con mi padre y le dije:

-Padre, soy el mejor arquero de la comarca. De diez tiros, nueve doy en el blanco.

A lo que él me respondió:

-Hijo mío, no has aprendido nada.

Reflexioné sobre las palabras de mi padre. Seguramente se refería a que no debía fallar ni un solo
tiro, así que me puse a practicar con mucha más constancia, hasta que llegó el momento en que
de diez tiros, diez acertaba. Y de nuevo fui con mi padre.

-Padre, soy el mejor arquero de la región -le dije-, en diez tiros no fallo ninguno.

En respuesta, mi padre tomó el arco y la flecha, se alejó unos cuantos metros de la vela que
iluminaba la habitación, y con un tiro ligero y sin titubeos, apagó la pequeña flama, después me
dijo:

-Hijo mío, no has aprendido nada.

Casi al instante comprendí el mensaje. Un blanco diminuto y móvil significaba mayor reto, de
modo que tomé mis herramientas y me retiré con la intención de lograr el nuevo desafío.
Practiqué con mucho ahínco y concentración, siempre con la esperanza de lograrlo.

Y llegó el día en que me acerqué nuevamente a mi padre y le dije:

- ¡Ahora sí, padre! Soy el mejor arquero del mundo. Y con un movimiento suave, ágil y sin
vacilación, rasgué el aire de aquel cuarto sombrío, apagando la vela ubicada al fondo.

El, no me dijo nada, tan sólo un brillo mágico se dejó asomar por un instante en sus ojos. Tomó el
arco y la flecha, y caminó hacia el fondo del salón. Cerró sus párpados para no mirar y, con
suavidad y destreza, deslizó la vara en el arco tensando la cuerda. Y así, con los ojos cerrados, dejó
salir la flecha directa al centro de la flama. No fue una flecha lo que salió de aquel arco, era... el
aliento de mi padre, el brillo de sus ojos, el sonido de su respiración, el susurro de sus palabras,
sus manos. No lo sé... pero la flama, impecablemente, se apagó. En la oscuridad, se escuchó una
suave voz que me decía:

-Hijo mío, no has aprendido nada.

No podía comprender cómo mi padre logró tal cosa, solamente sentí una gran necesidad de
conocer esa magia.

-¿Cómo lo haces padre?

-No basta con ser arquero -me dijo-. Tienes que ser también arco y flecha, aire, vela, pabilo, flama,
energía, atmósfera, Ser Humano, vida.

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