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La Eucaristía: prenda de la

gloria futura
Acabado ya el Tiempo Pascual, la Iglesia ha instituido una fiesta en honor
del Santísimo Cuerpo de Cristo para poder honrar el misterio con una
especial solemnidad externa que acompañe al gozo espiritual y al
agradecimiento por el don de la Eucaristía.

Para conocer los efectos que este sacramento produce en nosotros, podemos
compararlos con lo que el alimento hace en el cuerpo para el bien de la vida
física.

Ese bien, de un modo infinitamente más sublime, lo produce la Eucaristía


en el alma en beneficio de la vida espiritual. Pero al recibir la Sagrada
Comunión, somos nosotros los que nos transformamos y configuramos con
Cristo. La nueva vida iniciada en el creyente con el bautismo puede así
consolidarse y desarrollarse en los términos que enuncia san Pablo: «Vivo,
pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).

Es decir, la Eucaristía forma en nosotros verdaderos discípulos de Cristo


pero no mediante una simple imitación externa sino haciéndonos partícipes
de su misma vida y misión: nos identifica con Él. Esto es posible porque
este sacramento comunica la gracia, pues hace venir a nuestra alma a
Jesucristo, que trae la gracia, y que ha prometido comunicar su propia vida
a los que coman su carne. Así como Cristo, al unirse a su naturaleza
humana, la vivificó, así también vivifica por la gracia a cuantos reciben con
las debidas disposiciones en este sacramento: «Como el Padre que vive me
ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come
vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de
vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá
para siempre» (Jn 6, 57-58). He aquí las maravillas de la comunión
explicadas por el mismo Jesús: siendo una comunidad (“comunión”) de
vida con Jesús que nos hace vivir su propia vida como Él vive la del Padre,
nos da vida eterna y resurrección gloriosa (Cfr. Mons. STRAUBINGER, La
Sagrada Biblia, in:Jn 6, 57- 59).

Es a todas luces evidente que Jesús no está hablando de la vida física sino
de la vida sobrenatural que está llamada a prolongarse «para siempre». La
obra de la Eucaristía en nosotros no se agota mientras vivimos en este
mundo sino que ha de llevarse a su plenitud en la eternidad, por eso en una
antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: «¡Oh
sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial
de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria
futura!» (II Vísperas. Antífona del Magnificat). Es decir, la Eucaristía es
también la anticipación de la gloria celestial. Concede en esta vida suma
paz y tranquilidad de conciencia, y conduce después de la muerte a la gloria
y bienaventuranza eterna. Si en verdad tenemos por muy dichosos a quienes
hospedaron a Jesús en su casa o recobraron la salud tocando su vestido
estando en carne mortal, mucho más dichosos y felices somos nosotros,
cuando viene a nuestras almas revestido de gloria inmortal, para curar todas
nuestras llagas y unirnos consigo enriqueciéndonos con sus dones (cfr.
Catecismo Romano II, 4, 54).

Para recibir con mayor eficacia este fruto sobrenatural de la Eucaristía


debemos ser muy cuidadosos de las disposiciones para recibir la Sagrada
Comunión
— Disposiciones del alma. Para comulgar dignamente es necesario estar en
gracia de Dios (1 Co 11,27-29). Por tanto, nadie debe recibir la Sagrada
Eucaristía con conciencia de pecado mortal sin acudir antes a la confesión
sacramental. Además se requiere un serio empeño por recibir al Señor con
la mayor devoción actual posible: preparación (remota y próxima);
recogimiento; actos de amor y de reparación, de adoración, de humildad, de
acción de gracias…

— Disposiciones del cuerpo. La reverencia interior ante la Sagrada


Eucaristía se debe reflejar también en las disposiciones del cuerpo: el
ayuno, el modo de vestir adecuado, los gestos de veneración que
manifiestan el respeto y el amor al Señor, presente en el Santísimo
Sacramento…

***

Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía hemos de avivar la esperanza


de los bienes eternos que nos anuncia. Pidamos por intercesión de la Virgen
María, adorar y recibir siempre dignamente este sacramento para que
alcancemos sus frutos de gracia mientras estamos en esta vida y para
contemplar a Dios por toda la eternidad en la gloria del Cielo.

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