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La locura melancólica y el modelo psicopatológico

El ángel de la melancolía, de Alberto Durero, y el Caballero de la Triste Figura, de Miguel de

Cervantes, son dos de las muchas expresiones con las que el arte y la literatura nos han
mostrado la

melancolía en el curso de la historia. Pero la melancolía es además, o sobre todo, una


experiencia radical

que le pertenece a la condición humana como algo propio, y que durante los siglos XVI y XVII, y
desde

entonces, está omnipresente de una manera incontestable en todos los ámbitos de la vida, del
arte, de la

literatura y de la ciencia. Desde la teología, la filosofía, la astrología y la medicina se hacen por


entonces

intentos por desentrañar el significado de esta experiencia vital. Son también tiempos de
Contrarreforma, en

los que la Iglesia católica trata de cerrar la profunda herida que en la cristiandad había infligido
la rebelión

de Martín Lutero, tiempos de melancolía y de antropología pesimista. Son tiempos en los que
la medicina

mantuvo una estrecha imbricación con la teología, con la filosofía y con la magia, y en los que
los humores

del cuerpo, el demonio y las brujas configurarán, juntos o por separado, un modelo
humoralista, una visión

precientífica del mal de la melancolía en la que podemos encontrar ya un anticipo de lo que


llegará a ser

más tarde y hoy día el modelo psicopatológico de cuya ortodoxia hace este libro un análisis
crítico. Pero

son también tiempos de ruptura y de emancipación respecto a la teología y a las creencias


mágicoreligiosas.

Los progresos en el conocimiento anatómico permitirán entrar en lo más recóndito del

microcosmos del cuerpo humano y poner las bases de lo que llegarán a ser en el siglo XIX los
modelos

científicos de la patología humana, de los que el modelo psicopatológico resultará ser una
parodia.
1.1. EL MISTERIOSO ÁNGEL DE LA MELANCOLÍA

En el grabado Melancolía I, que en 1514 realiza Alberto Durero, bajo la influencia de la


tradición

humoralista y astrológica, un ángel femenino muestra el rostro oscuro de mirada triste, teñido
de la bilis

negra de la melancolía y apoyado en el puño cerrado de la mano izquierda, ese gesto con el
que también se

representaba al planeta Saturno y que desde antiguo simboliza el dolor y la pena, y también la
fatiga y el

pensamiento concentrado y creador, y donde el puño cerrado era signo de la avaricia atribuida
al

temperamento melancólico, aunque también del delirio. Pero no sólo en la pintura donde la
melancolía

aparecerá representada durante estos tiempos del Renacimiento y del Barroco. Los miedos y
las tristezas de

la melancolía van a impregnar todas las manifestaciones del arte, de la literatura y de la


cultura. Y van a

estar desde luego en la vida cotidiana, como una experiencia universal que les pertenece a los
seres

humanos como algo propio, que les ha pertenecido desde siempre y que nos sigue
perteneciendo hoy en la

experiencia de la depresión.

Considerada a lo largo de la historia como castigo divino, como desdicha fruto de las
conjunciones

astrológicas, como posesión diabólica por maleficio de las brujas y como enfermedad del
entendimiento por

la medicina renacentista, la melancolía será ya en nuestros días, en forma de «depresión


mayor» y de

«trastorno del estado de ánimo», «trastorno bipolar», «trastorno bipolar con melancolía», una
de las muchas

experiencias humanas metamorfoseadas en patología por el modelo psicopatológico. Es una


experiencia

vital que ha sido y es objeto de preocupación social, antropológica y científica. Son


innumerables los
estudios, investigaciones, ensayos y libros que hoy se ocupan de la vivencia de la melancolía a
lo largo de la

historia, y en particular en aquella época que daba entrada a la Modernidad. El libro de


Raymond

Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía, es una obra clásica que nació en
un

estudio sobre el grabado de Durero y sobre Saturno, el astro frío y seco de la melancolía. Roger
Bartra lo

hace con una mirada de antropólogo en Cultura y melancolía. El filólogo Felice Gambín vierte
los frutos

de su investigación en Azabache. José Luis Peset ofrece la perspectiva del historiador de la


medicina en Las

melancolías de Sancho y el catedrático de Psicología de la Universidad de Oviedo Marino Pérez


se ocupa

de ella como trasfondo de la figura clínica de la depresión en Las raíces de la psicopatología


moderna.

Este libro se acerca a la oscuridad misteriosa de la melancolía no con intenciones historicistas,


ni mucho

menos eruditas. Lo hacemos por la propia experiencia humana de la melancolía y porque en


los intentos

precientíficos, entreverados de humoralismo hipocrático-galénico, de teología, de medicina, y


de creencias

mágico-religiosas, que en aquel momento histórico se estaban haciendo para comprender su


misterio y su

sentido desde un modelo humoralista, se ponían ya de manifiesto, en nuestra opinión, las


características

que van a constituir el marco conceptual del modelo psicopatológico actual. Es este modelo el
objeto de la

crítica radical que este libro va a formular desde los modelos o paradigmas de la psicología,
con el mismo

afán humanista y compasivo por la experiencia atormentada de la melancolía que mostraron


todos los que

se ocuparon del abatimiento melancólico en aquellos siglos de humanismo renacentista y de


transición a la
Modernidad y que trataron de comprenderlo y de combatirlo.

1.2. UNA ERA MELANCÓLICA Y UNA ANTROPOLOGÍA PESIMISTA

La melancolía y cualquiera de las otras experiencias humanas están embebidas en las


circunstancias de

los contextos socioculturales e históricos en las que los seres humanos las vivencian, y en ellos
adquieren

sentido. Así fue también en aquellos siglos en los que la melancolía se convirtió en un asunto
de enorme

importancia sociocultural y vital. Fue madrugador Andrés Velásquez, el médico de los burdeles
de Arcos de

la Frontera, con su Libro de la Melancolía, publicado en Sevilla en 1585, preocupado por un


asunto que

consideraba de suma importancia «para la salud y el bien público». En 1586 será Timothy
Bright, un

médico que ejercía en el Hospital de San Bartolomé de Londres, quien escriba Un tratado de
melancolía. A

decir verdad, ya se les había adelantado en el siglo XV el astrólogo, médico y clérigo florentino
Marsilio

Ficino con sus Tres libros sobre la vida y su Teología platónica, en los que vincula el estudio, el
genio y la

contemplación con la melancolía y con el furor, y la melancolía aparece bajo el influjo del
planeta Saturno,

frío y seco como la bilis negra. El médico francés André du Laurens escribe De las
enfermedades

melancólicas en 1594, con las luchas religiosas en Francia en pleno auge, y en 1603 Jourdain
Guibelet Del

humor melancólico. El amor como enfermedad aparece en 1610 en la Melancolía erótica, de


Jacques

Ferrand. En 1621 aparecerá la enciclopédica y erudita Anatomía de la melancolía, del clérigo


Robert

Burton, un monumental ensayo sobre la sombra y el desconsuelo que la melancolía deposita


en el ser

humano.
El pecado capital de la acedia

Pero, por pertenecer a la condición humana, ya estaba este mal de la melancolía siglos atrás
en la vida

cotidiana de los conventos y en la vida ascética de los contemplativos. Ocupadas las horas del
día con la

práctica de la lectura obligatoria, la oración y el trabajo manual, tal como establecían las reglas
monásticas

benedictinas del siglo VI, vencerán los monjes a la ociosidad, enemiga del alma. Pero es preciso
supervisar

con celo el cumplimiento de la regla, pues algunos frailes no se entregan a la lectura en los
períodos

establecidos. Presos de la acedia o pereza, que es tedium operandi, torpor del alma en el
laborioso ejercicio

de la devoción y de la virtud, y que la teología moral considera pecado capital, se dan al ocio, a
las

divagaciones imaginarias, se disipan, miran con ansiedad y con disgusto a su alrededor,


suspiran

lamentándose de que no vienen a verlos, entran y salen de la celda pensando que están
echando a perder su

vida, desesperan de la salvación, una confusión se apodera de ellos como una tiniebla. Cuando
a alguno se

le encuentre de esta manera, se le reprenderá, y si no se enmienda, se le aplicarán más


rigurosos correctivos,

incluso los azotes, para escarmiento propio y ajeno. Ya en pleno siglo XVI, Teresa de Ávila,
conocedora de

las doctrinas entonces en vigor acerca de la melancolía, a la que ella tiene por «enfermedad
grave», en el

capítulo 7 de sus Fundaciones advertirá de los estragos que el «humor de melancolía» puede
ocasionar en

el convento, y da instrucciones a las prioras para tratar con las monjas que lo manifiestan y
para evitar

acoger en el convento a las que lo tienen.

Contrarreforma y melancolía: «una ilusión, una sombra, una ficción»


Fue la cuestión de las indulgencias, la bula promulgada en 1515 por el papa León X para
recaudar

fondos para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, uno de los detonantes de la
rebelión que

en 1517 protagonizó el fraile agustino Martín Lutero en la universidad de Wittemberg. La


rebelión, junto a

las agrias diatribas teológico-políticas en torno a la justificación por la fe y al libre albedrío,


produjo una

tremenda conmoción en toda la cristiandad, y determinó la reacción de la Iglesia de Roma


conocida como

Contrarreforma, un tiempo pródigo en melancolías. Entre 1580 y 1680, en pleno clima de


Contrarreforma,

el Barroco hispano se hace expresión de la fidelidad a la ortodoxia del Concilio de Trento que la
monarquía

católica personificada en Felipe II encarnó con una «confesionalidad religiosa intransigente»,


que dirá

Manuel Fernández Álvarez en Felipe II y su tiempo, en una estrecha simbiosis político-religiosa


que iba a

condicionar todos los ámbitos de la vida y del quehacer científico, y para lo que contaba con el
formidable

instrumento de mantenimiento de la ortodoxia y del control ideológico del Tribunal de la


Inquisición. Es un

tiempo de una moralidad de penitencia, de combate contra el pecado y de liberación de una


culpa original,

de la que la melancolía era una manifestación que afectaba a toda la raza humana, de sentido
teocéntrico de

la existencia que Calderón de la Barca llevará al teatro, y que cualquiera puede sentir en la
música del

estremecedor Oficio de Tinieblas del abulense Tomás Luis de Victoria. Se exalta el duelo, la
melancolía, la

angustia, el abandono y la desolación, el temor y el llanto, el desengaño y el menosprecio de


las pompas y

vanidades del mundo que cantara Fray Luis de Granada y la certeza de la muerte, siendo la
vida «una
ilusión, una sombra, una ficción» que lamentaba Segismundo en la Vida es sueño, eco de aquel
«cómo se

pasa la vida/cómo se viene la muerte/tan callando», que cantara Jorge Manrique.

Se conforma así una era melancólica, una antropología pesimista, sombría, incluso trágica, de
pérdida,

de tribulación por el desastre de La Invencible y por el declinar del imperio que se iría
agravando con

Felipe III y Felipe IV. ¿Serán los españoles tétricos y sombríos como los veía Baltasar Gracián en
El

Criticón? Es una antropología que, frente a la infelicidad mundana, potencia y exacerba el


mundo del

ensueño, de lo imaginario, de búsqueda de sentido en lo mágico y lo simbólico, en las visiones


y

revelaciones de los raptos místicos. Lo temporal confrontado con lo eterno, lo efímero con lo
duradero, lo

caduco con lo imperecedero, lo mudable y transitorio con lo inmutable, la incertidumbre con


la certeza

inconmovible de la fe. Una antropología de la que participaba la crisis melancólica y taciturna


del propio

Felipe II, influida por la muerte de Antonio de Cabezón, el organista ciego que le había
acompañado

siempre en sus viajes por Europa.

1.3. HIPÓCRATES Y GALENO REDIVIVOS

En la transición histórica y cultural hacia la Modernidad que se estaba operando durante el


Renacimiento

y en aquella era melancólica, la vuelta a los clásicos suponía el reingreso de los planteamientos
que en el

siglo V antes de nuestra era habían hecho Hipócrates de Cos y la colección de tratados del
Corpus

Hipocraticum y que en el siglo II de nuestra era Galeno de Pérgamo había actualizado. Pero
ellos habían

bebido, a su vez, de las fuentes de los «fisiólogos» jónicos presocráticos del siglo VI antes de
nuestra era,
los cuales, animados por el asombro que es el comienzo de la sabiduría, querían encontrar el
elemento

primordial, la «arjé», del que está hecha la physis, la naturaleza de todo lo que existe en el
universo,

rompiendo con las antiguas concepciones míticas y mágico-religiosas. Si Tales de Mileto decía
que era el

agua, Leucipo y Demócrito dirán que todo lo que existe está compuesto por átomos,
indivisibles, de tamaño

pequeñísimo, invisibles, eternos y en cantidades infinitas, las «semillas de las cosas», una
doctrina que sería

más tarde incorporada por el filósofo Epicuro y por el poeta latino Lucrecio en su poema De
rerum natura.

Será, sin embargo, la teoría de Empédocles la que tendrá más difusión. Según ella, son cuatro
los elementos

constituyentes de la materia, fuego, aire, agua, tierra, cada uno de los cuales está dotado de
dos

propiedades o cualidades de las cuatro que existen, lo cálido, lo frío, lo húmedo y lo seco. De
esta manera,

el fuego es cálido y seco, el aire cálido y húmedo, el agua fría y húmeda, y la tierra fría y seca.
Será esta

cosmología también la que se incorpore en las concepciones naturalistas de la enfermedad de


Hipócrates y

de Galeno que se recuperan en esta vuelta a los clásicos. A estas concepciones naturalistas se
incorporarán,

como un nuevo concepto biológico, los cuatro humores naturales, constituidos por los cuatro
elementos

con sus cualidades inherentes: sangre, cálida y húmeda; bilis amarilla, cálida y seca; bilis negra,
fría y

seca, y flema o pituita, fría y húmeda. Los humores que mimetizan los cuatro elementos de
todo lo que

existe hace del microcosmos de cada uno una pequeña porción del macrocosmos de la
naturaleza. Según el

predominio de cada uno de los humores, habrá además cuatro temperamentos: sanguíneo,
colérico,
melancólico y flemático.

Lo que conserva la salud es la adecuada proporción o crasis de los cuatro elementos y de las
cuatro

cualidades, si bien el cuerpo humano no está nunca equilibrado con exactitud. La enfermedad,
la nosos, o

más bien, el enfermar, es un estado más o menos permanente que se mantiene incluso
después de

desaparecida la causa y que está caracterizado por una desproporción, por un desequilibrio o
discrasia en la

proporción o en la mezcla de los cuatro humores o por predominio de una de las cualidades, lo
que aparta al

organismo de su ordenación natural regular y conlleva una afectación de las funciones vitales
que se

manifestará en los síntomas. A esta doctrina se atendrán básicamente todos cuantos en aquel
período de

transición se ocupen de la melancolía. Lo hará el médico Juan Huarte de San Juan, uno de los
máximos

exponentes de la ortodoxia hipocrático-galénica en el siglo XVI, entreverada, en su caso, con la


ortodoxia

católica, política e ideológica del reinado de Felipe II. Para Huarte, todas las habilidades
humanas, todas las

virtudes y vicios y la variedad y diferencia de ingenios son «disposiciones naturales», nacen de


la naturaleza

concretada en el temperamento, de manera que la posición, la función y los privilegios que


cada uno ocupa

en el cuerpo social vienen impuestas, de manera hereditaria y determinista, por el


temperamento que a cada

uno le asigna la naturaleza, vicaria de la voluntad divina.

Dadas las limitaciones de los conocimientos anatómicos y fisiológicos de aquel momento, la


principal

cualidad de la bilis negra o humor melancólico, que constituía la piedra angular del modelo
humoralista

sobre la melancolía, resultaba ser, paradójicamente, su carácter hipotético, su no evidencia, su


inexistencia.
Si «quimera» es algo que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo,
la bilis negra

era una quimera, lo cual iba a condicionar obviamente toda la especulación sobre la
melancolía y sobre las

medidas que se tomarán para combatirla. No obstante su carácter quimérico, la bilis negra
será considerada

como la parte tosca de la sangre, un residuo o excremento negro, la hez de la sangre, brea
negruzca

producida en el bazo, imaginada así tal vez por semejanza con los coágulos, con ciertos
vómitos o con las

heces de color negruzco. Si se comporta de modo natural, puede eliminarse; de ahí la


importancia de las

evacuaciones habituales. Pero si actúa patológicamente, como bilis adusta o atrabilis, resulta
ser una

sustancia corrosiva, una especie de fuego tóxico, y entonces las purgas y evacuaciones serán
más fuertes y

habrán de acompañarse de las sangrías, además de otros remedios, para expulsarla.

Según la «neurología» rudimentaria del momento, en el capítulo primero del Libro de la


melancolía, se

ocupa Andrés Velásquez del cerebro y de su temperamento. Del cerebro emana la virtud
motora y sensitiva

con sus respectivos instrumentos, y allí también tienen su asiento las potencias rectoras,
imaginación,

razonamiento y memoria. Lo que más importa, para que los hombres sean hábiles y letrados,
es el buen

temperamento del cerebro, las cuatro calidades bien templadas, una buena crasis de las
mismas. Del buen o

mal temperamento depende la habilidad, en este caso, lo que llamamos razón o


entendimiento, o lo que es

lo mismo, mente. En realidad, para Velásquez la mente es el mismo temperamento del


cerebro, y la buena

razón depende de que estas cualidades estén bien mezcladas y proporcionadas, y se dañará en
caso
contrario. Como «la tranquila sede de la mente», definirá el cerebro Timothy Bright, el
utensilio del

pensamiento y de la reflexión mediante el cual el alma piensa. En su obra Examen de ingenios


para las

ciencias, publicada en el año 1575 y que tuvo una amplia difusión en toda Europa y probable
influencia en

la concepción cervantina de la locura, considera también Huarte de San Juan que el cerebro,
los «sesos», es

el asiento del alma racional y el «instrumento que naturaleza ordenó para que el hombre
fuese sabio y

prudente», y fuese capaz de entender y de producir los conceptos, razonar, imaginar y


recordar, para todo lo

cual es preciso que su temperamento se mantenga «bien templado, con moderado calor». Si el
cerebro es la

sede del pensamiento, el corazón es sede de la vida y de los afectos o emociones, que se
agranda, nos dirá

Timothy Bright, por efecto del placer y se contrae ante las contrariedades.

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