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Cervantes, son dos de las muchas expresiones con las que el arte y la literatura nos han
mostrado la
que le pertenece a la condición humana como algo propio, y que durante los siglos XVI y XVII, y
desde
entonces, está omnipresente de una manera incontestable en todos los ámbitos de la vida, del
arte, de la
intentos por desentrañar el significado de esta experiencia vital. Son también tiempos de
Contrarreforma, en
los que la Iglesia católica trata de cerrar la profunda herida que en la cristiandad había infligido
la rebelión
de Martín Lutero, tiempos de melancolía y de antropología pesimista. Son tiempos en los que
la medicina
mantuvo una estrecha imbricación con la teología, con la filosofía y con la magia, y en los que
los humores
del cuerpo, el demonio y las brujas configurarán, juntos o por separado, un modelo
humoralista, una visión
más tarde y hoy día el modelo psicopatológico de cuya ortodoxia hace este libro un análisis
crítico. Pero
microcosmos del cuerpo humano y poner las bases de lo que llegarán a ser en el siglo XIX los
modelos
científicos de la patología humana, de los que el modelo psicopatológico resultará ser una
parodia.
1.1. EL MISTERIOSO ÁNGEL DE LA MELANCOLÍA
humoralista y astrológica, un ángel femenino muestra el rostro oscuro de mirada triste, teñido
de la bilis
negra de la melancolía y apoyado en el puño cerrado de la mano izquierda, ese gesto con el
que también se
representaba al planeta Saturno y que desde antiguo simboliza el dolor y la pena, y también la
fatiga y el
pensamiento concentrado y creador, y donde el puño cerrado era signo de la avaricia atribuida
al
temperamento melancólico, aunque también del delirio. Pero no sólo en la pintura donde la
melancolía
aparecerá representada durante estos tiempos del Renacimiento y del Barroco. Los miedos y
las tristezas de
estar desde luego en la vida cotidiana, como una experiencia universal que les pertenece a los
seres
humanos como algo propio, que les ha pertenecido desde siempre y que nos sigue
perteneciendo hoy en la
experiencia de la depresión.
Considerada a lo largo de la historia como castigo divino, como desdicha fruto de las
conjunciones
astrológicas, como posesión diabólica por maleficio de las brujas y como enfermedad del
entendimiento por
«trastorno del estado de ánimo», «trastorno bipolar», «trastorno bipolar con melancolía», una
de las muchas
Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía, es una obra clásica que nació en
un
estudio sobre el grabado de Durero y sobre Saturno, el astro frío y seco de la melancolía. Roger
Bartra lo
hace con una mirada de antropólogo en Cultura y melancolía. El filólogo Felice Gambín vierte
los frutos
que van a constituir el marco conceptual del modelo psicopatológico actual. Es este modelo el
objeto de la
crítica radical que este libro va a formular desde los modelos o paradigmas de la psicología,
con el mismo
los contextos socioculturales e históricos en las que los seres humanos las vivencian, y en ellos
adquieren
sentido. Así fue también en aquellos siglos en los que la melancolía se convirtió en un asunto
de enorme
importancia sociocultural y vital. Fue madrugador Andrés Velásquez, el médico de los burdeles
de Arcos de
consideraba de suma importancia «para la salud y el bien público». En 1586 será Timothy
Bright, un
médico que ejercía en el Hospital de San Bartolomé de Londres, quien escriba Un tratado de
melancolía. A
decir verdad, ya se les había adelantado en el siglo XV el astrólogo, médico y clérigo florentino
Marsilio
Ficino con sus Tres libros sobre la vida y su Teología platónica, en los que vincula el estudio, el
genio y la
contemplación con la melancolía y con el furor, y la melancolía aparece bajo el influjo del
planeta Saturno,
frío y seco como la bilis negra. El médico francés André du Laurens escribe De las
enfermedades
melancólicas en 1594, con las luchas religiosas en Francia en pleno auge, y en 1603 Jourdain
Guibelet Del
humano.
El pecado capital de la acedia
Pero, por pertenecer a la condición humana, ya estaba este mal de la melancolía siglos atrás
en la vida
cotidiana de los conventos y en la vida ascética de los contemplativos. Ocupadas las horas del
día con la
práctica de la lectura obligatoria, la oración y el trabajo manual, tal como establecían las reglas
monásticas
benedictinas del siglo VI, vencerán los monjes a la ociosidad, enemiga del alma. Pero es preciso
supervisar
con celo el cumplimiento de la regla, pues algunos frailes no se entregan a la lectura en los
períodos
establecidos. Presos de la acedia o pereza, que es tedium operandi, torpor del alma en el
laborioso ejercicio
de la devoción y de la virtud, y que la teología moral considera pecado capital, se dan al ocio, a
las
lamentándose de que no vienen a verlos, entran y salen de la celda pensando que están
echando a perder su
vida, desesperan de la salvación, una confusión se apodera de ellos como una tiniebla. Cuando
a alguno se
incluso los azotes, para escarmiento propio y ajeno. Ya en pleno siglo XVI, Teresa de Ávila,
conocedora de
las doctrinas entonces en vigor acerca de la melancolía, a la que ella tiene por «enfermedad
grave», en el
capítulo 7 de sus Fundaciones advertirá de los estragos que el «humor de melancolía» puede
ocasionar en
el convento, y da instrucciones a las prioras para tratar con las monjas que lo manifiestan y
para evitar
fondos para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, uno de los detonantes de la
rebelión que
el Barroco hispano se hace expresión de la fidelidad a la ortodoxia del Concilio de Trento que la
monarquía
condicionar todos los ámbitos de la vida y del quehacer científico, y para lo que contaba con el
formidable
de la que la melancolía era una manifestación que afectaba a toda la raza humana, de sentido
teocéntrico de
la existencia que Calderón de la Barca llevará al teatro, y que cualquiera puede sentir en la
música del
estremecedor Oficio de Tinieblas del abulense Tomás Luis de Victoria. Se exalta el duelo, la
melancolía, la
vanidades del mundo que cantara Fray Luis de Granada y la certeza de la muerte, siendo la
vida «una
ilusión, una sombra, una ficción» que lamentaba Segismundo en la Vida es sueño, eco de aquel
«cómo se
Se conforma así una era melancólica, una antropología pesimista, sombría, incluso trágica, de
pérdida,
de tribulación por el desastre de La Invencible y por el declinar del imperio que se iría
agravando con
Felipe III y Felipe IV. ¿Serán los españoles tétricos y sombríos como los veía Baltasar Gracián en
El
revelaciones de los raptos místicos. Lo temporal confrontado con lo eterno, lo efímero con lo
duradero, lo
Felipe II, influida por la muerte de Antonio de Cabezón, el organista ciego que le había
acompañado
y en aquella era melancólica, la vuelta a los clásicos suponía el reingreso de los planteamientos
que en el
siglo V antes de nuestra era habían hecho Hipócrates de Cos y la colección de tratados del
Corpus
Hipocraticum y que en el siglo II de nuestra era Galeno de Pérgamo había actualizado. Pero
ellos habían
bebido, a su vez, de las fuentes de los «fisiólogos» jónicos presocráticos del siglo VI antes de
nuestra era,
los cuales, animados por el asombro que es el comienzo de la sabiduría, querían encontrar el
elemento
primordial, la «arjé», del que está hecha la physis, la naturaleza de todo lo que existe en el
universo,
rompiendo con las antiguas concepciones míticas y mágico-religiosas. Si Tales de Mileto decía
que era el
agua, Leucipo y Demócrito dirán que todo lo que existe está compuesto por átomos,
indivisibles, de tamaño
pequeñísimo, invisibles, eternos y en cantidades infinitas, las «semillas de las cosas», una
doctrina que sería
más tarde incorporada por el filósofo Epicuro y por el poeta latino Lucrecio en su poema De
rerum natura.
Será, sin embargo, la teoría de Empédocles la que tendrá más difusión. Según ella, son cuatro
los elementos
constituyentes de la materia, fuego, aire, agua, tierra, cada uno de los cuales está dotado de
dos
propiedades o cualidades de las cuatro que existen, lo cálido, lo frío, lo húmedo y lo seco. De
esta manera,
el fuego es cálido y seco, el aire cálido y húmedo, el agua fría y húmeda, y la tierra fría y seca.
Será esta
de Galeno que se recuperan en esta vuelta a los clásicos. A estas concepciones naturalistas se
incorporarán,
como un nuevo concepto biológico, los cuatro humores naturales, constituidos por los cuatro
elementos
con sus cualidades inherentes: sangre, cálida y húmeda; bilis amarilla, cálida y seca; bilis negra,
fría y
seca, y flema o pituita, fría y húmeda. Los humores que mimetizan los cuatro elementos de
todo lo que
existe hace del microcosmos de cada uno una pequeña porción del macrocosmos de la
naturaleza. Según el
predominio de cada uno de los humores, habrá además cuatro temperamentos: sanguíneo,
colérico,
melancólico y flemático.
Lo que conserva la salud es la adecuada proporción o crasis de los cuatro elementos y de las
cuatro
cualidades, si bien el cuerpo humano no está nunca equilibrado con exactitud. La enfermedad,
la nosos, o
más bien, el enfermar, es un estado más o menos permanente que se mantiene incluso
después de
desaparecida la causa y que está caracterizado por una desproporción, por un desequilibrio o
discrasia en la
proporción o en la mezcla de los cuatro humores o por predominio de una de las cualidades, lo
que aparta al
organismo de su ordenación natural regular y conlleva una afectación de las funciones vitales
que se
manifestará en los síntomas. A esta doctrina se atendrán básicamente todos cuantos en aquel
período de
transición se ocupen de la melancolía. Lo hará el médico Juan Huarte de San Juan, uno de los
máximos
católica, política e ideológica del reinado de Felipe II. Para Huarte, todas las habilidades
humanas, todas las
cualidad de la bilis negra o humor melancólico, que constituía la piedra angular del modelo
humoralista
era una quimera, lo cual iba a condicionar obviamente toda la especulación sobre la
melancolía y sobre las
medidas que se tomarán para combatirla. No obstante su carácter quimérico, la bilis negra
será considerada
como la parte tosca de la sangre, un residuo o excremento negro, la hez de la sangre, brea
negruzca
producida en el bazo, imaginada así tal vez por semejanza con los coágulos, con ciertos
vómitos o con las
evacuaciones habituales. Pero si actúa patológicamente, como bilis adusta o atrabilis, resulta
ser una
sustancia corrosiva, una especie de fuego tóxico, y entonces las purgas y evacuaciones serán
más fuertes y
ocupa Andrés Velásquez del cerebro y de su temperamento. Del cerebro emana la virtud
motora y sensitiva
con sus respectivos instrumentos, y allí también tienen su asiento las potencias rectoras,
imaginación,
razonamiento y memoria. Lo que más importa, para que los hombres sean hábiles y letrados,
es el buen
temperamento del cerebro, las cuatro calidades bien templadas, una buena crasis de las
mismas. Del buen o
razón depende de que estas cualidades estén bien mezcladas y proporcionadas, y se dañará en
caso
contrario. Como «la tranquila sede de la mente», definirá el cerebro Timothy Bright, el
utensilio del
ciencias, publicada en el año 1575 y que tuvo una amplia difusión en toda Europa y probable
influencia en
la concepción cervantina de la locura, considera también Huarte de San Juan que el cerebro,
los «sesos», es
el asiento del alma racional y el «instrumento que naturaleza ordenó para que el hombre
fuese sabio y
cual es preciso que su temperamento se mantenga «bien templado, con moderado calor». Si el
cerebro es la
sede del pensamiento, el corazón es sede de la vida y de los afectos o emociones, que se
agranda, nos dirá
Timothy Bright, por efecto del placer y se contrae ante las contrariedades.