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Con amor, con dolor para Ricardo, Diana, Richi, Andrea, Dianita, Cecilia y
Margarita
In memoriam
En una sociedad en la que el número de lectores crecía pero los iletrados eran
aún legión, la palabra oral tenía mayor fuerza que la escrita. El teatro no sólo
divertía a la gente, influía en ella, le decía cosas, la educaba. En París, según
Pietro Citati, "el teatro era todo: la vida civil, política, económica no era sino una
continuación, una prolongación de la existencia electrizante y efímera de los
escenarios". Dieciséis meses después de aquel asombro capital, el joven alto y
delgado, de pelo crespo y rasgos en los que asomaban con sutileza genes de raza
negra, se decide al fin a dejar su pueblo natal y a probar suerte en París. En su
valija lleva algunas direcciones de personas que conocieron y estimaron a su
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padre —un fornido general napoleónico— y en su mano el don de una hermosa
caligrafía.
Dice Robert Louis Stevenson: "El poder de crear es innato y no puede por lo
tanto ser aprendido o simulado. Pero el empleo hábil de las cualidades que se
poseen, el cálculo de la proporción que debe darse a cada parte en relación con
las demás y con el conjunto, la eliminación de lo inútil, el énfasis de lo
importante y la preservación de una unidad de tono, de principio a fin, todo eso
que, reunido, constituye la perfección técnica, es a final de cuentas, cuestión de
trabajo y de coraje intelectual." La definición viene como anillo al dedo a
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Dumas. Niño aún, su reticencia a la escuela va a la par de su gusto por la lectura.
Lee pasajes de la Biblia, Robinson Crusoe, Las mil y una noches, El diario del
Imperio, no mucho más. Pero eso le basta para aguijonear y desatar su fantasía.
La formación intelectual vendría mucho más tarde, por iniciativa propia, como
autodidacta. También vendría el aprendizaje de las técnicas narrativas
desarrollado primero en las obras de teatro y posteriormente en las novelas.
Trabajaba hasta dieciséis horas por día. Muchas de las historias que nos contó
no fueron ideas originales suyas, pero la manera de hacerlo superó por mucho la
de sus colaboradores. Vampiro que chupa la sangre de la realidad, de la lectura,
de lo que oye, ve o le cuentan, Dumas vierte la materia prima en un molde que
es sólo suyo, un arte hecho de imaginación, poesía y savoir faire con que urde
una intriga, cincela una historia. Ya sea que el azar lo ponga frente a las
Memorias de M. d’Artagnan, de Courtilz de Sandras (Los tres mosqueteros), a
la nota roja de algún diario parisino (Crímenes célebres), que la curiosidad lo
lleve a los archivos de la prefectura de París (El conde de Montecristo), o que lea
una historia y decida hacer su propia versión (La mujer del collar de
terciopelo), el detonador esta ahí, hace falta pasarlo por el poderoso e intrincado
tamiz del ensueño, la técnica y el trabajo para que tengamos los resultados que
conocemos.
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¡Los que hicieron la Revolución de 1830, fue esa juventud ardiente del
proletariado heroico que inicia el incendio, es cierto, pero que lo extingue con su
sangre; esos hombres del pueblo a los que se aleja una vez la obra terminada y
que, muriéndose de hambre, después de haber montado guardia en la puerta del
Tesoro público, se alzan sobre sus pies descalzos para ver, desde la calle, a los
invitados parásitos del poder, convidados, en detrimento de ellos, a la
arrebatiña de los puestos, al festín de los cargos, a la repartición de los honores!
¡Los hombres que hicieron la Revolución de 1830 son los mismos hombres que
dos años más tarde, por la misma causa, fueron muertos en Saint-Merri; sólo
que esta vez habían cambiado de nombre, justamente porque no habían
cambiado de principios: en lugar de llamarles héroes, se les llamaba rebeldes!
¡No son sino los renegados de todas las opiniones quienes nunca son rebeldes a
ningún poder!
Tal es la postura del escritor ante los acontecimientos de esos años agitados.
Pero su participación no se limitaría a las palabras: en Soissons, el mismo
poblado en el que había descubierto a Shakespeare diez años antes, Dumas
tomaría por asalto la guarnición real para confiscar la pólvora que hacía falta a
los insurrectos. Al año siguiente, entre los escombros de la convulsión, su obra
Antony tendría un éxito resonante. Es, además, un invitado habitual a los
domingos del Arsenal, el salón literario de Charles Nodier en donde el talento
era la marca de la concurrencia: Lamartine, Hugo, Boulanger, Mérimée, de
Vigny y de Musset, entre otros. Dumas asistía acompañado por una de sus dos
pasiones del momento: Mélanie Waldor, inspiración del personaje femenino de
Antony, de treinta y dos años de edad, poetisa, esposa de un capitán, madre de
una niña, amante del vals y de Alexandre. La otra, Belle Kreilssamner, es actriz,
madre de dos hijos, judía, ojos azules, nariz recta, fogosa. El autor de La reine
Margot escribe apasionadas cartas a Mélanie mientras se refocila con Belle; en
marzo de 1831 tendría una hija con ella: Marie-Alexandrine Dumas. La
celebridad trae consigo compromisos y un tren de vida en el que se suceden
mujeres, fiestas, viajes, duelos —con espada y con pistola—, muebles, trajes,
casas, deudas, y aun, tiempo después —en los años de Los tres mosqueteros—,
la construcción, en las afueras de París (en Saint-Germain-en-Laye), de un
castillo barroco a la imagen de su dueño: esculturas, guirnaldas y minaretes.
Ahora la pluma del autor vale, empieza la época de las colaboraciones; los
"negros" de Dumas alcanzarían la increíble cifra de cincuenta, Auguste Maquet
y Gérard de Nerval serían los más conocidos. Por el momento, en estos años
treinta que inician, Stendhal publica Rojo y negro (1831) y Balzac Louis
Lambert (1832); Dumas, a quien la epidemia de cólera que hace estragos en un
París sublevado no pasó por alto, persevera en el teatro con una obra que le
había sido propuesta y cuya autoría rehusó en un principio: La Torre de Nesle.
Nuevo éxito. Pero el escritor está cansado, convaleciente, desilusionado por las
disputas con los actores y los dueños de los teatros, por la mezquindad de los
hombres, y decide viajar. Va a Suiza y al norte de Italia. En sus Impresiones de
viaje, escribiría: "Viajar es vivir en toda la plenitud de la palabra; olvidar el
pasado y el futuro por el presente, respirar a plenos pulmones, disfrutar de todo,
apoderarse de la creación como de algo propio, buscar en la tierra minas de oro
en las que nadie ha hurgado, en el aire maravillas que nadie ha visto, pasar
después de la muchedumbre y recoger bajo la hierba las perlas y los diamantes
que aquélla, ignorante e indiferente, tomó por copos de nieve o gotas de rocío."
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A su regreso a París una idea lo persigue: contar la historia de Francia en una
serie de novelas que hagan del conocimiento popular la grandeza de su nación,
relatar el largo camino de la transformación de una Galia sometida por los
césares en un país cuyo pueblo busca con obstinación la libertad. Pero eso
llevará tiempo por el momento, para contrarrestar el fasto de las recepciones
"luisfelipianas" a las que no son invitados los románticos, Alexandre decide dar
una gran fiesta de disfraces a la que no será invitado el rey sino Lafayette,
emblema de los republicanos y de las ambigüedades de la época, pues el célebre
marqués había sellado con un beso la ascensión del nuevo rey, quien poco
después lo alejaría del poder. En el convite, los platillos ofrecidos son las presas
abatidas por el mismo anfitrión en una frenética jornada de caza. Le tout Paris
de las letras, la pintura, la música, el teatro y la edición disfruta de esta bacanal
espoleada con torrentes de vino y champagne. Delacroix, disfrazado de Dante,
pinta ex profeso para la ocasión un cuadro símbolo del arte de la época: en un
primer plano, un caballero ensangrentado es arrastrado por su caballo también
herido, en medio de muertes y agonías, mientras un río apacible recibe los
labios escaldados y resecos de los sobrevivientes; en el fondo, el cielo, muy azul,
iluminado por un sol rojo y declinante, dilata las nubes rosas que se alejan
después de la batalla.
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el carácter vario y relativo de las cosas como contrapunto de los duelos, las
cabalgadas, las intrigas, las evasiones y las emboscadas que pueblan las novelas
del autor picardo, también hacen presencia. Están, por supuesto, las acciones de
hombres y mujeres, mosqueteros, duquesas, cardenales y reyes, criados y
princesas, enfrascados en la vida, haciendo, amando, odiando, tomando
decisiones y suponiendo tener bien en mano todos los hilos de su existencia
para aparecer más tarde, en la mayoría de los casos, como trebejos del destino.
Pero están asimismo sus reflexiones: D’Artagnan, por ejemplo, con su
escepticismo a cuestas, lo que no le quita un ápice a su entusiasmo; o Edmond
Dantès, quien cavila sobre la injusticia para decidir su proceder: la venganza;
pero sobre todo el abad Faria —en el que Dumas, como en muchos otros casos,
mezcla realidad y ficción, combinando datos de la biografía de este hombre que
existió realmente con frutos de su imaginación para obtener un personaje
fascinante— (a quien tanto debe Dantès) quien enseña al futuro Montecristo un
sinfín de cosas, la más valiosa entre ellas, pensar. En medio de las pasiones
humanas primordiales: la voluntad de poder, el valor, el miedo, el amor, el odio,
la abnegación, la codicia, los celos, el instinto de muerte, materia prima de este
gran fabulador —pasiones que se reproducen interminablemente para generarse
en nosotros mismos a través de la lectura, agregando sin embargo un
ingrediente que las aleja de la experiencia vivida en carne propia: el placer, pues
como decía Hitchcock, a todo mundo le gusta sentir miedo... sentado
confortablemente y sabiendo que no corre ningún peligro—, en medio de dichas
están los elementos extraordinarios que vuelven más palpitante la aventura: la
"resurrección" de Valentine de Villefort, el tesoro escondido en una isla perdida,
el cuerpo decapitado de Milady que se hunde en las aguas del río Lys. Prisiones,
campiñas, ciudades, barcos, hostales, abadías, subterráneos, 1572, 1625, 1815,
1840... tantos lugares y tiempos como aventuras. Continente de la irrupción del
azar y de lo fantástico en la vida cotidiana, de la preparación minuciosa de cada
episodio en función del lector, de la programación exacta del suspenso: el deseo
de encontrar respuesta a las preguntas que aquél se ha planteado, la novela de
aventuras es un género que mantiene una relación muy directa con su
destinatario. La escritura dumasiana responde perfectamente al significado del
mito como relato de sucesos, como "historia ficticia [...] que condensa alguna
realidad humana de significación universal" (Diccionario de la Real Academia).
Fiel a su origen etimológico: lo que ha de venir, las cosas que han de suceder, la
aventura es, en las novelas de Dumas, también fiel a una de sus acepciones: el
riesgo, el aprieto, el peligro, la duda. Es, en suma, "la esencia de la ficción",
(Jean-Yves Tadié).
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año anterior, en el carnaval de París. En Nápoles, adonde regresaría veinticinco
años después a vivir y participar en la lucha de Garibaldi, Dumas va al teatro y a
la ópera, se relaciona con músicos y actores, adquiere fluidez y dominio del
italiano, convive en franca camaradería con los marinos del barco en el que
viaja, descubre las costas de Sicilia y visita los vestigios antiguos de Siracusa y
Agrigento. El hombre que fusil en mano había tomado una guarnición
borbónica apenas cinco años antes, admirado y aclamado por la gente en las
ciudades peninsulares es, sin embargo, visto con recelo y desconfianza por el
papa Gregorio xvi, quien al día siguiente de concederle audiencia y regalarle un
rosario hecho de huesos de oliva provenientes del huerto en el que Jesús oró
antes de ser aprehendido, manda arrestarlo y expulsarlo de los Estados
pontificios. Alexandre debe regresar a París, mientras Louis-Philippe se
consolida y logra apagar los ardores republicanos. Un medio por lo demás eficaz
para hacerlo ha sido permitir la libertad de prensa perdida con Charles x. En
estos primeros años del régimen orleanista, al lado de periódicos como Le
Constitutionnel, Les Débats y Le Courrier français, prorrumpen diarios baratos
con muy buen tiraje y que jugarían un papel fundamental tanto en la formación
de la opinión como en el nacimiento de la novela por entregas. Dumas escribe
para varios periódicos, entre los que figura La Presse, el diario de Émile de
Girardin, en donde publica crítica teatral y, sobre todo, cada domingo, un
fragmento de novela. Vida de Napoleón, Historia de un tenor y Crónica de
Carlomagno, publicadas respectivamente en Le Plutarque français, la Revue et
gazette musicale de Paris y Le Siècle, entre 1836 y 1838, son al mismo tiempo la
respuesta a una necesidad pecuniaria —pues el teatro no le da ya lo que le dio
durante siete años— y el preludio de los grandes éxitos de los cuarenta: Los tres
mosqueteros, Veinte años después, El vizconde de Bragelonne, El conde de
Montecristo, La reina Margot, todos publicados en periódicos y por entregas.
Para esos años, su consuetudinaria actitud de vivir por encima de sus recursos le
ha acarreado una crisis financiera que se ha vuelto insoportable: tiene deudas
por todos lados; aun su matrimonio con Ida Ferrer, el 5 de febrero de 1840,
tiene como principal objetivo salvarse de la bancarrota, pues un amigo de su
flamante esposa, Jacques Domange, compra las deudas del escritor sabiendo
que al hacerlo asegura un pingüe negocio: durante varios años el trabajo de
Alexandre le pertenecerá. La prenda para asegurar la operación se llama Ida.
Para evitar a sus acreedores, Dumas se va a Florencia en donde escribe una serie
de retratos de pintores: La Galerie de Florence así como diversas
colaboraciones para La Revue de Paris: un volumen sobre su viaje a Italia, sus
Impresiones de viaje, resultado de su viaje a Bélgica y Alemania en 1838. Pero la
grieta financiera de esos años, a pesar de las enormes cantidades de dinero que
ganaría posteriormente, lo perseguirá toda su vida. Alexandre permanece en la
ciudad de los Médici y Savonarola de junio de 1840 a marzo del año siguiente.
Como siempre, trabaja frenéticamente pero sólo logra una ligera reducción de
sus deudas. Luego, a su regreso a París, se encuentra con una situación nada
halagüeña ni para su teatro ni con los editores, y regresa a Italia. En Roma,
asiste al carnaval. La magnífica descripción de éste en un capítulo de El conde
de Montecristo debe sin duda mucho a tal estancia. No sólo eso, en compañía
del joven príncipe Bonaparte, hijo de Jerónimo, hermano menor de Napoleón,
visita la isla de Elba y otra cercana, muy pequeña: Montecristo. Dumas promete
al príncipe que, como un homenaje a esta travesía, una de sus próximas novelas
se llamará La isla de Montecristo.
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COMO UN VIAJE de descubrimiento en el que la precariedad de enseres es
símbolo de nuestra propia precariedad, o como un momento en el que la
supervivencia es el único sentido de la vida, encuentro con una parte
desconocida de nosotros mismos, la imaginación nos aleja de lo ordinario de la
existencia y nos vuelve recelosos contra ella. Agente que nos permite vislumbrar
el absoluto —origen y fin de todo—, unión con lo inexplicable, lo inexpresable
que sin embargo está ahí, oscuro y maravilloso, arma de dos filos, destructora y
estimulante, la imaginación —y la lengua— es nuestro signo distintivo entre los
seres vivos. Es el arte del autor, la sustancia genitora de sus historias y es, al
mismo tiempo, don propio que mediante el reactivo de la lectura ("semilla de los
sueños" la llama Vargas Llosa) provoca nuestro pasmo. Niños aún, esta
alquimia entre el que escribe y el que lee, entre el que fabuló y el que recrea, nos
angustió con la furia de un mar embravecido o la soledad gélida de una noche en
el desierto, nos maravilló con los avatares del capitán Smollet, de Hawkins y
Long John Silver a bordo de La Española en lugares que veíamos sólo
imaginariamente, nos aterró con la maldad del ogro, la fealdad de la hechicera o
la escena en que unos náufragos dejan a la suerte la ruin tarea de decidir quién
de ellos será el platillo de los demás, pero también nos serenó con la bondad y la
belleza de las hadas. Luego nos volvimos adultos y nos interesaron (tal vez
demasiado) los malabares formales, las dislocaciones léxicas, los ejercicios de
escritura, las teorías, los análisis y las doctrinas literarias. Y olvidamos —dice
Paz de la poesía, es también válido para la novela— que el texto debe cantar y
contar. Dumas no lo olvidó nunca, nos encantó con los mosqueteros del rey en
pugna permanente con los guardias del cardenal, nos asombró con la hermosura
y perversidad de Milady y con la terrible escena de su ejecución. Nos hizo gozar
y sufrir con el enamoramiento del duque de Buckingham y las angustias de Ana
de Austria, y ser testigos de la admiración, la confianza y la envidia que Louis
xiii profesaba a Richelieu. Luego, a pesar de la amistad intacta, nos entristeció
con la separación de los mosqueteros luchando en bandos políticos opuestos, y
suscitó nuestra emoción con duelos, batallas y con las astucias de un duque para
escapar de una prisión inexpugnable. No sólo aprendimos historia de Francia,
tal vez olvidemos fechas y nombres, pero no a Athos, melancólico y elegante, ni
las respuestas monosilábicas de su criado Grimaud, ni la muerte del titánico
Porthos o la avaricia de Mazarino.
El 29 de febrero de 1844, una novela anunciada dos meses antes por Le Siècle
con el título de Athos, Porthos et Aramis, desechado por Louis Desnoyers
(director de la sección literaria) para quien resultaba demasiado enigmático y
poco atractivo —por lo que propuso uno más simple y popular: Los tres
mosqueteros—, aparece con un éxito impresionante. El tiraje del diario debió
aumentarse pues no sólo se vendía como pan caliente en los quioscos, también
el número de suscriptores aumentaba día a día. Entre aquella fecha y
septiembre de 1851, mes y año de la publicación en forma de libro del tercer
volumen de El vizconde de Bragelonne, Dumas publicará más de veinte títulos:
novela, teatro, crónica y relato fantástico. Una nueva trilogía novelística
constituiría otro gran legado histórico: su visión de las guerras de religión en
Francia, de la época renacentista, del conmocionado siglo xvi: La reina Margot,
La dama de Monsoreau y Los cuarenta y cinco. Pero siempre a través de la
aventura, contándonos las argucias de Catherine de Médicis para seguir siendo
poderosa, y las componendas y furores de su hijo, el duque de Anjou, para
poseer y someter a Diane de Méridor.
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El lector de la novela por entregas fue un fenómeno de esta Francia que se
acercaba una vez más a otro sacudimiento revolucionario. Según Hatin: "La vida
pública, los negocios y hasta las dichas y desdichas de la familia, todo quedaba
suspendido por las peripecias de un capítulo." Así ocurrió con Los tres
mosqueteros y su saga, y también con El conde de Montecristo. En las tiendas y
los mercados, las diligencias, los salones, los cafés, las posadas, en los jardines
públicos y privados, e incluso en el palacio, todo mundo lee a Dumas. Y no sólo
en Francia: una madrugada del verano de 1844, el entonces príncipe de Gales,
futuro Eduardo vii, encuentra al primer ministro, Lord Salisbury, leyendo la
historia de Edmond Dantès. Mientras tanto, además de escribir, Alexandre
viaja, en pleno auge de sus novelas, va a Bélgica, Holanda y Alemania, luego a
España, donde visita Madrid, Cádiz, Granada, Córdoba y la Sierra Morena y, por
último, se embarca para ir a Marruecos, Túnez y Argelia. En 1847, en
colaboración con Maquet, escribe otra obra de teatro: El caballero de la Casa
Roja, representada con éxito en el Théâtre Historique y no censurada a pesar de
su tema revolucionario. La aristocracia y la clase política hacen de las suyas:
corrupción, tráfico de influencias, prebendas, asesinatos. Estudiantes, obreros,
campesinos, la gente común y corriente, pero también la burguesía (cada vez
más poderosa) exigen la renuncia de Guizot, a la sazón jefe de gobierno y
renuente a cualquier signo de democracia. El gusanillo de la cosa pública sigue
presente en el escritor quien ve con gusto cómo los republicanos vuelven por sus
fueros. Surgen de nuevo las barricadas. Alexandre interrumpe la redacción de El
vizconde de Bragelonne para, una vez más, participar activamente en la
revuelta. Louis-Philippe abdica y huye. Se forma un gobierno provisional
encabezado por un poeta: Lamartine. Pero muy rápidamente los republicanos
pierden fuerza, misma que ganan la burguesía —que domina el parlamento
(Thiers)— y los falsos republicanos (Louis-Napoléon Bonaparte, quien es electo
presidente el 10 de diciembre). Napoléon le Petit —como lo llamaría Hugo—,
iniciaría casi inmediatamente después de su elección una efectiva labor de
reducción y eliminación de sus opositores para, tres años después, dar el golpe
de Estado que lo haría emperador. Antes de ello, en este agitado 1848, Dumas
(como Hugo) se equivoca. Después de presentarse dos veces como candidato a
representante del pueblo con resultados desastrosos, se presenta una tercera vez
pero desiste cuando se entera que Louis-Napoléon es también candidato, y
decide apoyarlo. Para paliar su desilusión en política pero sobre todo para ganar
dinero y tratar de salvar el Théâtre Historique, Dumas escribe una obra: El
capitán Lajonquière. Busca a una actriz joven para el papel de Hélène,
Mademoiselle Mars le recomienda a una de sus alumnas, se llama Isabelle
Constant y tiene quince años; pronto se convertiría en la nueva amante del
escritor.
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escenario de la insaciabilidad carnal de Dumas, los cuerpos se suceden:
Marguerite, Louise, Nathalie y, por supuesto, Isabelle. Amistad, sexo, cocina,
escritura, un apetito de vida que sella su existencia. En 1851, a los cuarenta y
nueve años, Alexandre engendra otro hijo: Henri, quien sería un reconocido
periodista y miembro destacado de la Comuna. Dos años después crea un
periódico: Le Mousquetaire, de corta existencia a pesar de su tiraje de diez mil
ejemplares. Sin embargo, no se da por vencido y con su legendaria vitalidad
funda, en 1857, un semanario redactado completamente por él mismo: Le
Monte-Cristo, en el que se combinan novela, historia, viajes y poesía. Poco antes
de la fundación del semanario, el escritor hace un viaje a Londres desde donde
envía una crónica a La Presse, luego va a Guernesey, para visitar a Hugo, al que
no ha visto en cinco años. En Hauteville-House, en plena construcción, los
amigos evocan el pasado y discuten el presente. El exilado de Guernesey no
puede regresar a Francia, Alexandre sí. Y regresa. Tiene un nuevo colaborador,
Gaspard Cherville, quien le da los primeros esbozos de Capitán de lobos, Black
y Las lobas de Machecoul. Sin embargo, si otras veces los desencuentros, el
hastío o las deudas lo habían hecho abandonar París, esta vez, además de la sed
de aventura, hay otra razón para dejar de nuevo temporalmente la capital del
Imperio: alejarse de la muerte —que en este difícil 1857 se ha ensañado con sus
contemporáneos: Musset, Béranger, Sue. Él tiene aún mucho por vivir, por
escribir, por ver. Como si fuera la trama de una de sus novelas, un encuentro
casual con una pareja de aristócratas rusos en un hotel de París es el origen del
viaje a Rusia que Alexandre emprende en junio de 1858 y que duraría nueve
meses. Va a San Petersburgo, Moscú, Kazan, Tiflis, Astrakán, admira el Neva,
navega por el Volga y el Danubio y atraviesa buena parte del Mar Caspio y
muchos kilómetros del Mar Negro. Su regreso a París sirve sobre todo para la
preparación de un nuevo viaje y la ultimación de detalles del barco que manda
hacer, pues el proyecto es surcar de nuevo el Mediterráneo. Para financiarlo, es
necesario producir y aceptar las colaboraciones de escritores insípidos que se
cuelgan de su fama y de sus tratos y contratos con editores y dueños de diarios.
Así, pasan a formar parte del taller Dumas y compañía —como algunos de sus
detractores llamaron peyorativamente las colaboraciones— Bénédict Revoil,
Félix Maynard y Victor Perceval entre otros. El barco, bautizado Montecristo, le
es entregado en Marsella en el verano de 1859 pero debido a diversos problemas
Dumas lo vende rápidamente y compra en su lugar un yate: el Emma. De
Marsella se dirige a Livorno y luego, en tren, a Florencia, Génova y Turín, en
donde se encuentra con Garibaldi quien inmediatamente cae bajo su influjo.
Además, una nueva motivación sensual: Émilie Cordier, una joven de veinte
años con la que tendría una hija: Micaëlla Élisabeth. Émilie hace el viaje con él y
se maravilla. Alexandre le enseña Venecia, Verona, Mantova, Roma. Van
también a Cerdeña y a Palermo en donde se instalarán por un tiempo pues el
escritor, con el apoyo de Garibaldi, funda un diario: L’Indipendente, en el que
tendrá como colaborador favorito al futuro fundador del Corriere della Sera:
Eugenio Torelli Violler. La aventura prosigue en Nápoles en donde el 14 de
septiembre de 1860 Alexandre Dumas es nombrado director de los museos de la
ciudad. Micaëlla nace la Nochebuena de ese mismo año. El padre del escritor no
había podido derrotar definitivamente a los Borbones y en Sicilia había sido
prisionero de una de sus ramas; ahora, en tierra italianas, Garibaldi lo ha
logrado y Alexandre ha sido testigo de ello.
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EN 1863, DUMAS INICIA la redacción de otra novela: La Sanfelice, tiene
sesenta y un años y es operado debido a una fuerte infección con abscesos
purulentos en el estómago. Es el principio de un declive que durará siete años
en los que conocerá la pobreza y una vida errática. Durante dos años, 1865-
1866, para ganarse la vida, el otrora hombre rico da conferencias en varias
ciudades de Francia. Pero su generosidad sigue en pie, una parte de los
dividendos de estas charlas es destinada a diferentes asociaciones de
beneficencia. También sigue en pie el amor: Marie Garnier, escritora, y Ada
Isaacs Menken, una bellísima actriz, bohemia, poeta, con la que posa en
fotografías que causarían revuelo y socarrones comentarios. Y la escritura, en
1869, escribe Les Blancs et les Bleus, y Les Compagnons de Jéhu. Para ser fiel a
su vida, su teatro, sus relatos fantásticos, sus novelas; fiel, en fin, a su leyenda,
ciento treinta y cinco años después de su muerte, en el verano de 2005, el gran
Alexandre nos regala otra historia. Claude Schopp, el biógrafo, estudioso y
mejor conocedor de la vida y obra de Dumas, editó, prologó e hizo publicar la
última novela del escritor picardo. ¿Su nombre? Le Chevalier de Saint-
Hermine, un grueso volumen de mil páginas que constituye de hecho la
continuación de Les Compagnons de Jéhu. El hallazgo de esta obra, narrado
magistralmente por Schopp, es novelesco o, mejor aún, dumasiano. Leamos a
Dumas, refrendemos la aventura, las razones sobran. "¿Entonces, la aventura,
en qué es característica de nuestra modernidad? Las evasiones de la aventura
nos sirven para hacer patética [‘lo que es capaz de mover y agitar el ánimo,
infundiéndole afectos vehementes y con particularidad dolor, tristeza o
melancolía’. Enciclopedia del idioma, Martín Alonso], para dramatizar, para
volver apasionante una existencia demasiado bien pautada por las fatalidades
económicas y sociales", dice Jankélévitch. "La aventura introduce en la lectura,
por lo tanto en la vida, la parte del sueño, porque en ella es difícil distinguir lo
posible de lo imposible; exalta el instante a despensas de la aburrida duración,
para escapar a la muerte, que a lo lejos nos espera", dice Tadié. Por lo
excepcional, lo bello, lo terrible y lo trágico, por las islas, los castillos, los
mosqueteros y las reinas, por las pasiones que nos habitan y constituyen nuestro
sino.
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