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(página i86), con lo que plantea un problema que ha sido ya ardua­

mente discutido. Aquí me permitiría disentir un tanto de la tesis del


autor y plantearía a mi vez una cuestión no tocada por Adrados y
que creo importante para la cabal comprensión de Esquilo: la de si
hay una evolución espiritual en el poeta, cosa que me parece evidente,
a pesar de los escasos textos que poseemos de él. No podemos ahondar
aquí en este punto, que nos alejaría de la finalidad de una simple re­
seña, pero sí queremos señalar que desde Los Persas hasta la Ores-
tiada asistimos a un hondo proceso de profundización no ya de la
visión trágica esquílea, sino incluso de su concepción política y hu­
mana.
Parte central del libro de Adrados es la dedicada a las teorías po­
líticas de la Ilustración, que descompone el autor en dos grandes
períodos, un primero de carácter moderado y un segundo en el que
los principios ideológicos de la Ilustración son llevados a sus más
extremas consecuencias. Entre ellos se sitúa el estudio de la ideología
tradicionalista, encarnada en Herodoto y Sófocles. La parte final del
libro se ocupa de los intentos de superación de la honda crisis de
finales del siglo v, con un estudio de Sócrates y de Platón.
No es un tópico afirmar que con este libro Adrados ha llenado
una importante laguna en la bibliografía sobre el mundo clásico. La
simple lectura de esta corta reseña es una buena muestra de la ri­
queza del contenido del estudio que ha realizado el profesor madrileño.
Y aunque indudablemente no todas las tesis de Adrados despertarán
el mismo sentimiento de conformidad, e incluso en algunos casos
habrá, a buen seguro, quien se mostrará disconforme con algunas de
sus construcciones, no es menos evidente que por vez primera poseemos
un libro completo, serio y bien construido sobre la vida de Atenas en
toda su complejidad.— J osé A lsina .

José A ngel V alente : La memoria y los signos. Ediciones de la Re­


vista de Occidente. Madrid, 1966.

Desde 1963, fecha de la publicación de Sobre el lugar del canto,


Valente no había dado a la luz ningún otro libro. Y éste era una se­
lección antológica de sus dos primeros libros, A modo de esperan­
za (1955) y Poemas a Lázaro (i960), más una tercera parte integrada
por doce poemas no incluidos en libros, formando ahora parte, con
otros pocos más, de la sexta de La memoria y los signos. Libro muy

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ésperado porque esos poemas mostraban la alta calidad, la rara per­
fección, la madurez, presentes siempre en Valente desde su primer
libro, por el cual el poeta había obtenido el Premio Adonais corres-
pondiente a 1954. En el primer poema, «Serán Ceniza...», de este her­
moso y hondo libro, el poeta veintañero que era Valente escribió
versos de este talante: «...Toco esta mano al fin que comparte mi
vida / y en ella me confirmo / y tiento cuanto amo, / lo levanto hacia
el cielo / y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza. / Aunque sea
ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo
de esperanza.» La oración concesiva, explícita o no, va a ser una cons­
tante en el enfrentamiento hombre-vida, hombre-historia, que José
Angel Valente ha ido testimoniando en sus poemas. Como no estoy
haciendo aquí un estudio riguroso de su obra, me detendré solamente
con rapidez en otro poema de su segundo libro, el largo y final de
Poemas a Lázaro, «La salida»; el poeta ha diagnosticado implacable:
«Esta es la cuenta al cabo: / estamos solos», pero al final del poema,
y del libro, se integra en la multitud, se funde con los hombres— con
nosotros, sus lectores, en primera y fuerte comunicación— , como V i­
cente Aleixandre entrando, sumergiéndose, en la gran plaza abierta:
«Descendamos después / y entre la multitud de los que llegan, / con
paso lento / y el corazón entero en la firmeza, / ingresemos despacio
en la enorme salida». Y el poema final de La memoria y los signos
lleva el muy expresivo título «No inútilmente», y vuelve a ser la afir­
mación esperanzada tras tanta desolación, porque, aunque éste es
tiempo de infamia y de desprecio, Valente tiene fe poética— y huma­
na— , no en los sueños, sino en las realidades, en «las palabras, que
no nos pertenecen, / se asocian como nubes / que un día el viento
precipita / sobre la tierra / para cambiar, no inútilmente, el mundo».
A fin de cuentas, fe y esperanza en los hombres, en la ininterrumpida
marcha de la humanidad, en su voz una y múltiple que puede ser
clamor de libertad, defensa de la justicia, estremecimiento casi al
borde del balbuceo ante la belleza, el arte, el misterio.
Este reciente libro de Valente ha aparecido pocos meses después
de la publicación del magistral Alianza y condena, del ya joven maes­
tro Claudio Rodríguez. Y unos meses antes de que vea la luz el también
muy deseado segundo libro de Francisco Brines. Licenciados en Letras
los tres, poseedores del Premio Adonais por su primer libro, son los
nuevos poetas-profesores dentro de una constante no interrumpida en
la poesía española contemporánea desde don Miguel de Unamuno, don
Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez en su larga etapa de exi­
liado. Estos nuevos poetas universitarios, surgidos después de 1950, en­
troncan, pero con claro propósito de renovación y con voz ya personal

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en su primer libro, con poetas también universitarios y profesores
como Vicente Gaos, Carlos Bousoño, Eugenio de Nora, etc.; igual­
mente premiado con el Adonais y profesor de literatura es Carlos
Sahagún, y Sahagún, Claudio Rodríguez y Valente aparecen juntos
— con Angel González y Eladio Cabañero— en el interesantísimo vo­
lumen Poesía última, selección de Francisco Ribes, publicada en 1963.
A l frente de sus poemas, cada poeta puso unas palabras a modo de
poética, siendo casi todas ellas breves, pero lúcidas pesquisas sobre el
hecho de la creación poética. Valente tituló su auténtico ensayo «Co­
nocimiento y comunicación»; no hay que olvidar que este gran poeta
es un magnífico teórico, uno de nuestros más cultos y sabios catadores
y caladores de la poesía. En este escrito, Utilísimo para circular por el
mundo poético de su autor, Valente afirmaba en las primeras líneas:
«La poesía es para mí, antes que cualquier otra cosa, un medio de co­
nocimiento de la realidad» (el subrayado es mío). Y dos páginas después
añadía: «El único medio que el poeta tiene para sondear ese material
informe es el lenguaje: una palabra, una frase, quizá un verso entero».
Recordemos que este libro acabado de publicar se titula La memoria
y los signos.
Como en sus libros anteriores, Valente utiliza la poesía para co­
nocer la realidad en toda su ancha y honda extensión, desde su pro­
pia subjetividad hasta la del mundo objetivo, siempre subjetivamen­
te aprehendido. Cada poema es una sutil operación de sondeo o cla­
rificación de una parcela de esa realidad; así, por ejemplo, el amor
(siete hermosísimos poemas de amor se agrupan, formando todos ellos
un verdadero cuerpo de doctrina sobre el eros): «Tu cuerpo puede /
llenar mi vida», son los versos iniciales del poema «Sé tú mi límite»,
que termina con estos otros: «... Retenme. / Sé tú mi límite. / Y yo
la imagen / de mí, feliz, que tú me has dado». El poeta se enfrenta
con el amor en el tiempo, no en atemporal y abstracta elucubración.
En casi todos los poemas en tenso diálogo con el «tú» mudo de la
amada, y siempre la pasión coexiste con la meditación: es meditación
apasionada, porque apasionante es la materia trabajada por el poeta,
patética es la batalla de los amantes, siempre jadeando, inútilmente,
por fundir sus soledades (pero ya lo escribió el poeta y amador A n ­
tonio Machado: «dos soledades en una, / ni aun de varón y mujer»).
Valente ha escrito en el poema «Razón de estar» versos como éstos:

Terrible estar aquí contemplando este cuerpo.


Imposible ignorar de qué lado quedarse.
Abandonar el ciego lugar de la batalla
serta inútilmente perderla para siempre.

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La poesía de Valente ha sido siempre testimonial, y el testimonio
trascendido, hecho poesía, está señalando el tiempo de desencanto y
fracaso, de derrota, en que al poeta le ha tocado vivir. Poesía, sí, tem­
poralizada. En el tiempo y de su tiempo: «La noche ha sido larga»,
afirma el poeta .en «El testigo», segundo poema de La memoria y los
signos. Y dos poemas después, en «Hablábamos de cosas muertas»,
aparece más explícita esta desolación: «... Sí, / hablábamos, previa­
mente enlutados, / de nuestra mutua muerte.» En la segunda parte
del libro este testimonio de un hombre, de una generación, de un
tiempo, circula por todos los poemas, matizándose, ramificándose. Y son
perfectamente coherentes con todo lo escrito antes, con lo que vendrá
después, estos versos: «A veces viene / desde la tierra misma la tris­
teza, / viene desde el amor, / desde la ausencia del amor, / desde la
piedra, o el vegetal al hombre.» El poeta hace inventario de lo que
fue suyo, de todo lo que en un tiempo anterior fue posesión cierta;
por ejemplo, y no tomado al azar, la fe, de la que hoy sólo queda el
«tenaz recuerdo», en el poema «Luz de este día».. Como la tierra seca
abre y E l moribundo son nuevos y valiosos ejemplos de esta poesía
histórica de amargo sabor. Destaco, especialmente, el primero por lo
que tiene de positivo, de duro aferrarse a la esperanza a pesar de la
miseria presente. Es en tiempo de infamia cuando lo cómodo es de­
jarse arrastrar, vencer, morir; cuando lo difícil pero necesario es vi­
vir, resistir, clamar:
Es tiempo
de dolor. Es tiempo, pues, d e alzarse.
Tiempo de no morir.

Sin embargo, no es menos importante el otro poema, «El moribundo»,


último de la tercera parte del libro, ya que en él Valente cuenta y
canta la heroica lucha sin victoria de un moribundo, de un hombre
real y simbólico, único y' múltiple. L a poesía de Valente alcanza aquí
una de sus más altas cimas solidarias: el mismo canto que ha dado
testimonio lúcido y dolorido de la perdida fe del poeta da fe tam­
bién de la que otros hombres han mantenido, a veces casi impercep­
tible, desde $u menesterosa condición de vencidos, de desterrados, de
muertos en vida.
Acusación que nunca es panfleto, que siempre rezuma sabor y tem­
blor de poesía, hace Valente de lo caduco y lo fariseo, de lo atrofiado
y atrofiador, porque el estallido desbordante de vida, cercado y coarta­
do (al menos- lo intentaron), brotó entre presiones y temores, entre
castigos temporales y amenazas eternas, así en el breve, intenso e im­
placable poema «El pecado», primero de la quinta parte del libro,
creado en la memoria, en el negro recuerdo de una infancia que dc-

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bió ser luz y claridad, y de la que hicieron obsesión en la que «el pe­
cado era el único / objeto de la vida». El poema siguiente, «Tierra
de nadie», amplía el marco del colegio hasta el de una «pequeña ciu­
dad sórdida, perdida, / municipal, oscura». El poeta es uno más en­
tre tantos muchachos ahogados en un mar de tradiciones, rutina, so­
ledad, bajo el peso abrumador de los muertos, fundido, confundido
con ellos: «adolescentes en el orden / reverencial de las familias». El
poema siguiente, «El funeral», y el último de esta parte quinta de La
memoria y los signos, «Un recuerdo», destacan en la memoria la pre­
sencia del padre muerto, con quien el hijo-poeta dialoga rescatándolo
de las fórmulas y convencionalismo, de los llantos y del incienso, con
hondo dolor que no impiden la ironía y el sarcasmo, sobre todo en
«El funeral»; más aún, los aumenta, porque el poeta odia las aparien­
cias, tanta podrida corteza social, y, como dice textualmente; «el ri­
tual carece de sentido». Por el contrario, ama y busca la realidad sen­
cilla que, fiel, permanece en el recuerdo, la amistad paterna grabada
en una mirada difícil de borrar, estrechamente unida «al borde del
arroyo» (el suyo, el único), al que el hijo-poeta vuelve, allí «donde
aún está tu boca o donde aún bebo / tu duración, ...». Pero incluso
en estos poemas de raíz tan íntima, Valente, como he señalado ante­
riormente, revisa el tiempo común, muestra los muros agrietados, o
las ruinas de los que fueron muros, canta desde el hogar generacional,
levanta su voz contra el vivir momificado de todos. Siempre eleva la
anécdota a categoría. Pero, como el gran lírico que es, testimonia des­
de su personal experiencia, desde su dolor y su indignación, desde su
derrota y su esperanza. Sólo partiendo de la mismidad se puede al­
canzar la otredad. En poesía esto es casi indispensable. Y cuando de
forma diferente— y ha sucedido, y mucho— se produce, la poesía se
venga del pretendido poeta y se esfuma totalmente: hay, sí, versos,
pero ni una gota, ni un soplo de poesía.
La parte sexta del libro es la que cuenta con el mayor número
de poemas— casi todos ellos publicados en Sobre el lugar del canto— ,
y su conexión con la anterior es perfecta, en coherente progresión am­
plificadora. E l primer poema, «Tiempo de guerra», arranca de la ciu­
dad provinciana, de su anquilosamiento, de tanta rígida y falsa cor­
teza piadosa, y el poeta es, una vez más, un niño entre tantos otros,
lejanos, «... remotos / chupando caramelos, / con tantas estampitas y
retratos / y tanto ir y venir y tanta cólera, / tanta predicación y tan­
tos muertos / y tanta sorda infancia irremediable». Espléndidos, lúci­
dos, emocionados poemas son todos los de esta serie, de los que destaco
«John Comford, 1936», «Melancolía del destierro», «Poeta en tiempo
de miseria», «Ramblas de julio 1964»— aguda y sarcástica crítica del

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C U A D ERN O S, 2 0 3 .— 1 5
presente e inquisición sobre los restos del pasado— , «Si supieras» — des­
nudo y fervoroso canto a la gran verdad del grande y bueno Antonio
Machado : «nuestra verdad te continúa, / te somos fieles en la lucha»— ,
«Maquiavelo en San Casciano» y «Ahora», poema este último de esta
parte, declaración explícita de la fe del poeta en la libertad ; palabra que
estalle contra la noche y sus sombras, contra todos los muros de opre­
sión alzados ante el hombre, y como un final estallido cierra esa pala­
bra deseada el poema, en el clímax de una mesurada y noble retórica.
En los últimos poemas de La memoria y los signos, la amargura
arrastrada por la memoria, la convicción de un tiempo roto, de un
mundo deshecho, de un presente de oprobio coexiste en otros poemas
con la búsqueda de la alegría, la necesidad de un nuevo canto, en
donde la palabra no sea jamás vehículo de ideas prostituidas, de viejas
y apolilladas idolatrías, sino «un canto nuevo, mío, de mi prójimo».
Porque, aunque la noche es larga y en ella alientan y corroen con
renovados ímpetus todas sus alimañas, Valente quiere levantar su can­
to, su palabra «para arrasar el mundo, / para extinguir el odio / y
arrastrarnos». ¿Sueño?, acaso. Pero sólo en postura combativa pode­
mos aspirar al cambio. Y así, nos entrega el poeta su final afirmación
de fe en el último poem a— que ya comenté en las primeras líneas de
este escrito— , más válida, más eficaz para los demás ya que se alza
en tenaz, patética, casi imposible, pero irrenunciable lucha contra un
tiempo de muerte, sobre un lugar de huecas o falsas palabras.
En su mejor plenitud, José Angel Valente ha hecho, para bien de
la poesía española, un hermoso libro, dolorido y esperanzado, testimo­
nial y solidario, en donde su intención de hombre, libre, justo, des­
mixtificador, encuentra siempre la exacta, necesaria, insustituible ex­
presión. La que nos hace estar— y esto no ocurre con mucha frecuen­
cia— ante un poeta.— E milio M iró.

UNA NUEVA HISTORIA DE LA LITERATURA


ESPAÑOLA

La investigación científica española, que alcanza a veces realiza­


ciones admirables, adolece frecuentemente de una serie de defectos.
La simple mención de algunos de ellos no supone una crítica nega­
tiva, sino, obviamente, el propósito de contribuir a remediarlos:
i. Incomunicación entre las diversas parcelas científicas: Entre
ciencias y letras, entre literatura y filosofía, entre arte y sociología, etc.

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