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Analogía, causalidad y finalidad

Si Dios es el Ser ¿cómo puede haber algo que no sea él?

Los griegos no provocaron ninguna dificultad en este sentido, para Platón y Aristóteles el
mundo era dado al mismo tiempo que los dioses, no pretendieron que aquél ni éstos la
posesión exclusiva del ser, nada se oponía a que concordaran los unos con los otros. Pero para
los cristianos es distinto y hay algunos filósofos que manifiestan tal antinomia insoluble.

Que el mundo esté hecho de una serie de conexiones necesarias cuyo cómo nos es dado, pero
cuyo porqué nos escapa, es en la actualidad una posición tan natural del problema que ha
tomado el aspecto de la evidencia. Para encontrar el sentido de la noción medieval de causa es
necesario retroceder a un realismo que puede parecer ingenuo y para el cual para que haya
causalidad ha de haber dos seres, y que algo del ser de la causa pase al ser de lo que sufre el
efecto. Para lo medievales, existe una profunda relación entre el ser y la causalidad. Antes de
poder hacer algo se necesita el ser, pues si la acción causal ha de ser concebida como un don
de sí a un sujeto, o aun como la invasión de ese sujeto por una causa, claro está que la causa
no podrá dar más de lo que tiene, ni establecerse en otro sino por lo que ella es. El ser es pues,
la raíz misma de la causalidad. El ser no sólo hace posible la causalidad sino que la requiere en
cierto modo, y precisamente la determinación de la relación del ser a su actividad causal es
uno de los mayores problemas con los que se enfrentaron los medievales.

El fundamento de todo antropomorfismo legítimo es que el hombre es el único ser en quien la


naturaleza toma conciencia de sí misma, y es también en ese principio donde la noción
medieval de causalidad halla su justificación final. El análisis crítico de la idea de causa por
Hume consistía en mostrar que ésta resulta de una extensión de nuestra experiencia
psicológica a lo real: creemos que un fenómeno produce otro, porque sentimos que nuestra
idea de un fenómeno sugiere en nosotros la idea de otro fenómeno, son pues, nuestros
hábitos psicológicos subjetivos los que erigimos indebidamente en relaciones causales
objetivas. Este antropomorfismo, que en el pensamiento de Hume, justifica su crítica de la
causalidad, es por lo contrario, lo que en el pensamiento de Maire de Biran justifica su doctrina
positiva de la causalidad, según éste, estamos seguros que hay causalidad eficiente real en la
naturaleza, porque comprendemos en nosotros la fuerza hiper-orgánica, de la voluntad y su
eficacia. Es pues un hecho reconocido que la concepción clásica de la causalidad asienta sobre
una inferencia del hombre a la naturaleza, y al mismo tiempo vemos que, aun en el siglo XIX,
se encontró por lo menos un filósofo que admitiera la legitimidad de ese género de inferencia.

El hombre no causa sino en cuanto es, y es muy cierto que como nada es anterior al ser, no se
puede intentar ir más allá, pero ¿qué significa el verbo ser? Cuando yo digo que soy, mi
pensamiento no va generalmente más allá de la comprobación empírica de un hecho dado por
la observación. Los pensadores de la Edad Media veían las cosas de modo muy distinto, para
ellos el verbo ser era esencialmente un verbo activo, que significaba el acto de existir,
afirmar su existencia actual era en su pensamiento mucho más que afirmar su existencia
presente: era afirmar la actualidad, es decir, la energía misma por la cual su ser existía. Para
concebir la noción medieval de causalidad, es necesario remontar hasta el acto de la
existencia, pues si el ser es acto, claro está que el acto causal deberá necesariamente echar
raíces en el ser mismo de la causa. Esta relación es la que expresaba la distinción técnica, entre
el acto primero y el acto segundo, el primero es el ser de la cosa, de lo que se llama ser en
virtud del acto mismo de existir que ejerce ens dicitur ab actu essendi, el acto segundo es la
operación causal de ese ser, la manifestación, intrínseca o extrínseca de su actualidad primera
por los efectos que produce dentro o fuera de sí misma. Por eso la acción causa, que no es sino
un aspecto de la realidad del ser en cuanto tal, debe finalmente retraerse a una transmisión o
comunicación de ser. Con estas nociones, la noción de creación ahora tiene un sentido preciso.
Crear es causar el ser, de modo que sin cada cosa es capaz de ser causa en la medida exacta en
que es ser, Dios, que es el Ser, debe poder causar el ser y aun ha de ser el único en poderlo
hacer. Todo ser contingente debe su contingencia al hecho de que no es sino una participación
del ser, tiene su ser, pero no lo es en el sentido único en que Dios es el suyo. Por eso los seres
contingentes sólo son causas segundas. Toda su actividad causal se limita a trasmitir modos
de ser y a alterar las disposiciones de los sujetos sobre los cuales obran, nunca llega hasta
causar la existencia misma del efecto que producen. Es decir, el homo faber no puede en
ningún caso llegar a ser un homo creator, porque no teniendo sino un ser recibido, no puede
producir lo que no es, ni exceder en el orden de la causalidad el lugar que ocupa en el orden
del ser. La creación es la acción causal propia de Dios, ¿se sigue de ahí, que ésta sea concebible
y que podamos aprehender racionalmente la naturaleza o la causa?

La primera cuestión es complicada ya que nosotros no creamos, no somos capaces de crear y


por tanto incapaces de representarnos una acción creadora. El porqué de la creación. Buscar la
razón suficiente de la creación no es buscar la causa del acto creador, pues el acto creador es
Dios, él no tiene causa, la causa es él. S. Agustín determinó este punto por intuición; buscar la
causa de la voluntad de Dios es suponer implícitamente que puede haber algo anterior a su
voluntad, S. Agustín piensa aquí en la hipótesis contradictoria de una causa de la creación que
formarían parte de la creación misma. Para que haya en Dios una causa cualquiera de su
propia voluntad sería necesario que hubiese en él distinción real de poderes o de atributos. No
podemos imaginar otra causa posible de su voluntad sino su entendimiento. Ahora bien la
perfecta unidad del Ser tomado en su actualidad pura excluye por definición toda separación
interna, que permitiría oponer un atributo de Dios a otro, o conceder a uno de esos atributos
una acción cualquiera sobre otro. Es inevitable decir que el entendimiento de Dios obra sobre
su voluntad, pero el entendimiento de Dios es Dios como la voluntad de Dios es Dios por lo
que no se pueden establecer relaciones causales dentro del seno de Dios.

Es inevitable que lleguemos a preguntarnos si, cuando de ese modo se la identifica con Dios, la
noción de voluntad conserva todavía una significación cualquiera, pues sea lo que sea del Ser
puro, una voluntad sin fin nos es difícilmente concebible y ¿podemos suponer una voluntad
divina obrando para un fin, sin que este fin sea la causa final determinante de esa voluntad? Lo
podemos si se trata de Dios, siempre que recordemos que Dios es el Ser. Negar que la
voluntad de Dios tenga un fin sería someterla ya sea a una necesidad, ya sea a una
contingencia y en ambos casos sería admitir en él imperfecciones incompatibles con la
actualidad del Ser puro. También sería contradictorio pensar que tuviera otro fin que sí mismo.
El único fin concebible es su propio ser, y como este ser, en cuanto fin de la voluntad, es
idéntico al bien, puede decirse que el único fin posible de Dios es su propia perfección, es
decir, Dios se quiere necesariamente, no quiere necesariamente nada más que a sí mismo y es
en relación consigo como puede querer todo lo demás.

Podemos decir pues que la razón de la creación es la bondad de Dios . Platón en el Timeo ya
invoca a la libertad, la ausencia de deseo divino para explicar la razón de su actividad
ordenadora. Pero si el bien es la razón última de la creación ¿cuál es la razón de ese bien
mismo? Si se lo preguntamos a Platón o a Dionisio el Areopagita que es también platónico nos
quedaríamos sin respuesta, ya que ambos consideran el Bien como la realidad suprema, no
consigue sobreponerse al primado del Bien para elevarse al primado del Ser. Para ello, cuando
Dios nos enseña lo que es el Ser, de entenderse que de todas las participaciones en la bondad,
que es su esencia, el ser es la primera. Santo Tomás se declara de acuerdo con él, pero en lugar
de ver en el ser una participación del bien, lo que supone el texto de Dionisio ve en el bien un
aspecto del ser. Por eso la interpretación tomista de Dionisio presenta un considerable interés
filosófico; en él se ve plenamente al pensamiento cristiano tomar conciencia de sus principios
metafísicos, y yendo más allá del plano del helenismo, elaborar bajo su forma definitiva lo que
se llama la metafísica del Éxodo. Vamos a ver como procede.

Que el bien sea difusivo y comunicativo de sí mismo Santo Tomas lo concede sin ninguna
restricción, ni siquiera mental. Pero el poseer esa propiedad, ¿a qué se lo debe el bien? A que
no es sino un aspecto trascendental del ser. El bien, si lo consideramos en su raíz metafísica, es
el ser mismo en cuanto deseable, es decir, en cuanto objeto posible de una voluntad, de
modo, que si se quiere comprender por qué tiende espontáneamente a difundirse y a
comunicarse, hay que volver necesariamente a la actualidad inmanente del ser. Decir que el
bien es a la vez acto y bien no es sólo mostrar que puede obrar como causa, es sugerir al
mismo tiempo que contiene una razón de ejercer ese poder causal. La perfección de su
actualidad, pensada como bien, le invita a comunicarla libremente al ser de sus efectos
posibles. Volviendo al punto de vista antropomórfico, la analogía humana nos puede servir de
ejemplo, pues lo que admiramos en el artista o el sabios es la actualidad que rebosa de su ser,
que por los actos y las obras que ella engendra se comunica a un mundo de seres menores,
sorprendidos de contemplarlos. Aun sin acudir a ese caso extremo ¿no experimentamos cada
uno de nosotros la verdad del principio metafísico: operatio sequitur esse? Pues ser es obrar y
obrar es ser. La liberalidad por la cual el bien se da es, en el caso de un ser inteligible, la libre
manifestación de la energían por la cual el ser existe.

El hombre no es sólo liberalidad, pero porque no es todo el ser, tiene que tomar lo que no es
antes de dar lo que es. A menudo quiere el bien ajeno para disminuir sus propias deficiencias y
conservarse o acrecer en el ser, pero, ávido de lo que le falta es generoso de lo que es, porque
en cuanto es, es bueno. Sólo que quien va hasta ahí tiene que ir más lejos.

A partir del momento en que se interpreta la causalidad como un don del ser, nos vemos
necesariamente conducidos a establecer una relación nueva entre el efecto y su causa: la de
analogía. El universo cristiano es un efecto de Dios y la noción de creación lo implica, debe
necesariamente de ser un análogo de Dios, pero nada más que un análogo, pues si se compara
el ser por sí al ser causado en su existencia misma, se obtienen dos órdenes de seres que no
son susceptibles de adición ni de substracción, son rigurosamente hablando inconmensurables
y también por eso son composibles. Dios no se ha agregado nada por la creación del mundo, ni
se quitaría nada por su aniquilamiento, esos dos acontecimientos son de importancia capital
para los seres a quienes ocurre, pero nula para el Ser al que no conciernen en modo alguno en
cuanto ser. Todo lo que existe es, en cuanto realmente existente, distinto de todo otro ser. La
existencia de un ser le es propia de él, puesto que si no le fuese propia, no sería suya y por
consiguiente no existiría. De ahí resulta que cuando se dice que una cosa es, el vocablo ser no
puede designar sino el acto de existir que pertenece precisamente a esa cosa lo que equivale a
decir que el vocablo ser no es unívoco, pues ser no significa jamás dos veces el mismo ser
cuando se aplica a seres diferentes.

La materia platónica sólo está informada por las ideas en las cuales participa, mientras que la
materia cristiana recibe de Dios su existencia al mismo tiempo que la existencia de sus formas.

Sin la doctrina de la analogía, la identificación de dios y del ser da nacimiento al panteísmo.

Al salir de esta dificultad, nos encontramos con otra, y es que si se admite la composibilidad de
los seres y del Ser y la posibilidad metafísica del don del ser por el Ser, queda por hacer
inteligible la razón moral de tal don. La creación decíamos, es un acto de liberalidad. Pero ¿de
liberalidad hacia quién? Puesto que Dios es el soberano Bien, ¿qué podrá darse? Puesto que la
criatura no es nada, ¿qué podrá darle? En otros términos, aun cuando admitiésemos que una
causa eficiente de la acción creadora fuese concebible, parecería difícil encontrarle una causa
final, el problema de la relación de los seres al Ser se añade al problema de la relación de los
bienes al Bien. Pero en el Libro de los Proverbios aparece que “Dios lo ha hecho todo para sí
mismo (16,4). Y en el caso único de Dios, en el que la causa y el fin no son sino uno, aquel que
todo lo ha hecho no puede haberlo hecho sino para sí. Pero si lo ha hecho para sí, ¿en qué
queda la liberalidad de la acción creadora y sobre qué plano trascendente podríamos situar
esta contradicción en los términos: una generosidad interesada?

Al reducir el bien al ser, la finalidad se reduce al ser a través del bien es decir, el bien no es sino
la deseabilidad del ser, de tal modo que el soberano deseable, por el hecho mismo de que es el
soberano bien, se confunde por definición con el soberano ser. De modo que si ponemos como
requerida para la inteligibilidad del universo una causa creadora, la causa final de esa causa
creadora no puede ser sino ella misma. Suponer que Dios pueda encontrar fuera de si el fin de
su acto es limitar su actualidad y puesto que la creación es la acción propia del Ser puro, es
hacer imposible la creación. Así el bien en vista del cual Dios crea no puede ser sino el Ser miso
que su perfecta actualidad hace creador.

Pero hay que tener cuidado con lo que implica la noción de un acto del bien supremo.
Razonamos como si el fin del Bien pudiera ser el de un bien. Mas para los bienes limitados que
somos hallándose la perfección en el término de la acción como un fin por adquirir, la mayoría
de nuestras operaciones se realizan bajo el signo de la utilidad. Es por lo que la acción divina se
nos hace casi incomprensible. Para un ser que tiene siempre ser por adquirir, es un misterio el
acto de un bien que ya no tiene ninguno por adquirir y sin embargo bastaría con reflexionar en
la noción de soberano Bien para ver la necesidad de poner este acto invomprensible en el
origen de las cosas, pues el caso en el cual lo que obra es el soberano bien, es también el único
caso en el que el solo fin posible del acto pueda ser el de comunicarse. De modo, pues, que por
la metáfora muy deficiente ha podido alguna vez hablarse del egoísmo divino como del único
egoísmo legítimo, pues sólo hay egoísmo concebible donde queda algo por ganar. Muy distinta
es la acción del Ser soberano que, sabiéndose soberanamente deseable, quiere que existan
análogos de su ser a fin de que existan análogos de su deseo. Lo que Dios crea no son testigos
que le aseguren de su propia gloria, sino seres que gozan de ella como él mismo goza y que,
participando de su ser, participan al mismo tiempo de su beatitud. No es pues para él sino para
nosotros el que Dios busque su gloria, no es para ganarla, puesto que la posee, ni para
acrecerla, puesto que ya es perfecta, sino para comunicarla.

Nacido de una causa final, el universo está necesariamente impregnado de finalidad, es decir
que en ningún caso se puede disociar la explicación de los seres de la consideración de su
razón de ser. Por eso, a pesar de la resistencia y de la oposición a veces violentas de la filosofía
y de la ciencia modernas contra el finalismo, el pensamiento cristiano jamás renunció a la
consideración de las causas finales. Tanto Bacon como Descartes sostienen que las causas
finales son estériles científicamente. El conocimiento del porqué no nos dispensa del cómo,
que es el único por el que la ciencia se interesa. El tema de la ciencia es que en la naturaleza
no hay un por qué

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