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Herencia
—Es cierto, pero recuerda que yo siempre insistía para que lo hiciéramos
—respondió él, con la vista fija en el camino.
Era tal la calma del lugar que claramente escucharon un vehículo que se
estacionaba en la entrada.
Una llave se introdujo en la puerta y las risas de una pareja que entraba
risueña llegaron hasta la piscina.
Pilar se quedó inmóvil al ver a su jefa y amiga parada frente a ella, luciendo
un diminuto bikini.
—Es culpa mía Pili, tú eres mi asistente personal y debí avisarte que
vendríamos —contestó ella a su amiga.
—Bueno, la verdad es que nosotros solo somos amigos —se defendió éste.
—Ya pues señor abogado, estoy esperando a que se saque los pantalones
—ordenó con una sonrisa Javiera.
—No sabes lo que te pierdes —insistió Enrique lanzándole un beso con los
labios.
Los tres se retorcían de risa a costa del abogado, el que volvió a los pocos
minutos.
—Es una florería pequeñita y muy tierna que Enrique quiere comprarte
—aclaró Pilar.
Javiera hasta el otro día se durmió con una sonrisa en los labios, su marido
no dejaba de demostrarle su amor.
Los ojos de ella se abrían cada vez más a medida que leía cada página, no
pudiendo dar crédito a lo que veía. Pensando que se trataba de un borrador de un
nuevo proyecto se encontró con un nuevo testamento en que Enrique figuraba
como único heredero de ella, firmado por Diego como abogado y por ella y
debidamente legalizado ante notario.
— ¿Pero qué diablos es esto? —se preguntó en voz alta con el ceño
fruncido.
— ¿Me pueden explicar qué significa todo esto? —preguntó furiosa a los
dos hombres.
—Vamos cielo, no lo hagas más difícil —pidió Enrique apuntándole con una
pistola.
—No creas que te saldrás con la tuya tan fácilmente —lo desafió ella.
—Yo creo que sí. Nadie sabe que estamos aquí y nadie te echará de
menos ya que en este momento estás paseando por Europa y el avión en que
regreses va a sufrir un lamentable accidente —dijo triunfante Enrique.
—Lo siento mucho querida —dijo Pilar empuñando el candelabro con que
acababa de golpear la cabeza de su amiga.
—Yo me iré a la noche, para que nadie me vea —opinó Enrique—. Ustedes
quédense aquí y hagan como que vinieron a descansar aprovechando que Javiera
está en Europa —aconsejó a sus cómplices—. Sigan con el plan y pronto seremos
asquerosamente ricos.
—Pareces toda una reina —respondió Diego admirando los diamantes del
collar que llevaba su pareja.
Se levantó en toda su altura, miró las estrellas e inhaló hondo el frío aire
cordillerano, pero sus pulmones no se dilataron, no sintió como de costumbre el
aire entrar por su nariz y cruzar por su garganta. Una vez más lo intentó, pero
sintió su pecho rígido; lo tocó con sus manos y lo sintió duro, frío. No podía
respirar, no podía estar viva y sin embargo lo estaba. Miró sus manos y con
estupor notó que podía ver a través de ellas y de esa luminiscencia azul. Despacio
llevó sus dedos a su rostro. El contacto fue impersonal, como si con guantes de
cristal tocase una escultura de cristal; sin tacto, sin sensaciones, un rostro frío,
anguloso y duro. El rose de los dedos produjo un zumbido parecido al que se oye
al rosar el borde de una copa con agua.
No sentía dolor, no sentía cansancio. Sabía que no debería estar viva, sin
embargo lo estaba y continuaba su avance inexorable y decidida.
—No hay nadie —dijo a Pilar—. Tiene que haber sido un reflejo de la
piscina.
—Es posible, se veía como con un brillo azuloso —meditó la mujer—. Por
un momento me pareció que era Javiera.
— ¿Por qué estás tan asustada amiga? —preguntó con una voz aguda y
chirriante la mujer de cristal—. Soy yo Javiera, tu amiga.
—Discúlpame, yo no quería, Enrique me obligó —se intentó disculpar
Pilar—. Yo no quería que murieras.
Pilar estaba tan aterrada que se hallaba al borde del colapso nervioso. A
tropezones salió corriendo del escritorio, por el amplio pasillo de la mansión.
— ¡No huirás de mí! —gritó con voz tan aguda Javiera que un espejo se
rompió en mil pedazos frente a la mujer.
Pilar como hipnotizada a causa del miedo, veía avanzar el azul resplandor
fantasmal que acompañaba al cuerpo de la extraña. Con la espalda pegada a la
muralla, no podía ya alejarse de esa cosa que estaba cada vez más cerca de ella.
—Por favor no hables más —rogó Pilar, llevándose las manos a los oídos
para protegerlos de ese terrible sonido.
—Lo siento, creo que sin querer te corté con mi mano —se excusó
Javiera—. Parece que mis uñas cortan como vidrio. Bueno, por lo visto si son de
vidrio —dijo pasando un dedo por la otra mejilla de Pilar.
Caminando hacia él Diego vio a la extraña mujer, cuyo cuerpo brillaba como
un gran prisma despidiendo rayos de colores al ser tocado por las luces del
automóvil. Pisando el acelerador hasta el fondo, lanzó el vehículo hacia adelante
con la intensión de embestir a la extraña.
— ¿Dónde crees que vas? —preguntó Javiera con su voz hiriente como
cientos de agujas afiladas.
Abriendo lentamente sus labios dejó salir un grito tan estridente que todos
los vidrios del vehículo estallaron. Sonido que dejó de ser perceptible por el oído
humano; los oídos de Diego comenzaron a sangrar y la sangre a correr por su
rostro. Las manos de él se crisparon sobre su cabeza, cuando ella forzó aún más
su voz. En medio de un grito desgarrador de dolor, la cabeza del abogado estalló
en pedazos, desparramando su contenido en todo el interior del automóvil.
Movida por un extraño impulso cargó en sus brazos el cuerpo sin vida y se
dirigió con él hacia los cerros. La luna acompañaba su marcha fúnebre. El extraño
resplandor azul avanzaba por entre las rocas, siempre rodeando a la mujer.
― ¿Recuerdas qué pasó? —preguntó ella con su voz aguda y vibrante con
un tono metálico.
— ¿Sabes quién soy yo?, o debo decir ¿quién era yo? —preguntó ella al
extraño hombre.
…
La extraña pareja caminó lentamente hacia la mansión, iluminando el
camino a medida que avanzaban con su fantasmagórico resplandor azul.
—Está bien voy para allá, nos vemos luego —accedió Enrique.
—Muy bien, esta noche se hará justicia para ambos —opinó el extraño
hombre.
Por debajo de la puerta cerrada del escritorio se colaba una fría luz azulosa.
Enrique se dirigió sigilosamente, con el arma firme en su mano. La manilla del
picaporte se movió silenciosamente y sin hacer ruido Enrique entró en el despacho
y disparó dos veces contra quien estaba parado frente a él. Las balas rebotaron
sobre una superficie dura, sonando como si hubiesen golpeado contra un grueso
cristal blindado.
—Hola querido, ¿me has echado de menos? —habló una mujer con un
chirriante tono de voz.
—La verdad es que no estoy tan segura —dijo la extraña iluminada toda
con ese resplandor azuloso que llenaba la habitación con una fría claridad.
—Bueno, no sé qué te ha pasado, pero me encargaré de que esta vez sí
mueras definitivamente —dijo Enrique disparando su pistola.
—Vaya, por lo visto soy muy dura —dijo la mujer mirando su brazo, con su
voz que hacía doler los oídos—. ¿Y cuán duro eres tú?
—Es extraño esto y sin embargo, siento como si esto fuera lo más natural
—opinó el extraño.
— ¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó el hombre con su voz chirriante.
—Terminemos con esto de una vez —contestó la mujer con el mismo tono
de voz.
La mujer que alguna vez se llamó Javiera miró una vez más la piscina en
que disfrutara en otra vida. La mansión oscura ahora era un vago recuerdo de una
antigua existencia que yacía sepultada bajo toneladas de rocas. Todo ese lujo ya
no significaba nada para ella, este mundo ya no era el suyo.