Está en la página 1de 119

Tétrada Oscura

Tétrada Oscura

Registro Safe Creative N° 1712095060454


Boris Oliva Rojas
Apocalipsis

―Buenos días, aquí Cristina Ramírez transmitiendo en directo desde el


Teatro de la Ópera, el esperado concierto del gran artista que nos visita hoy
―presentó la periodista a su público televisivo.

El teatro rebosaba de público de todos los estratos sociales, ya que no era


común que se presentase un espectáculo de nivel mundial en forma gratuita.
Hasta autoridades de gobierno estaban presentes y ella no perdería la oportunidad
de entrevistar a alguna. Precisamente en ese momento llega una gran escolta de
motociclistas y automóviles negros; todos los periodistas se agolparon en la
alfombra roja, el recién electo Presidente de la República estaba llegando.

Como se encontraba junto a la puerta principal del teatro, Cristina tuvo que
correr entre un mar de gente para no perderse la llegada del mandatario. Con
zapatos de taco alto cada paso era una odisea, pero tenía que llegar a donde
estaría el Presidente.

Solo cinco metros más y….La joven reportera se detuvo de golpe, de pronto
se encontró corriendo en medio de un bosque. La confusión la paralizó
instantáneamente; recién estaba en el centro de la ciudad y ahora se hallaba
rodeada de árboles y más árboles en un bosque que no conocía.

― ¿Qué pasa? ―se preguntó a sí misma, mirando sorprendida alrededor


suyo. En un abrir y cerrar de ojos se encontró sola en medio de una foresta sin
saber cómo había llegado allí.

― ¡Cristina!, ¿estás bien? ―preguntó el camarógrafo que la acompañaba,


sacudiéndola de un hombro.

La joven miró y vio que estaba en medio de un mar de gente que esperaba
al Primer Mandatario de la República frente al teatro.

―Sí, sí, estoy bien, me sentí un poco mareada ―respondió ella a su


compañero.

―Es porque hoy no almorzaste ―la reprendió él―. Tienes que alimentarte
mejor.

―Está bien, llegando a casa comemos algo rico ―aceptó sonriendo ella.

Hacía un par de horas que Marcia y Timi se habían acostado y Tomás


quería hacer lo mismo con su esposa.
―La película esté entretenida ―comentó Isabel a Tomás―. Quiero comer
algo dulce ―dijo ella poniendo pausa al video y levantándose a la cocina.

Tomás se quedó mirando las bien torneadas piernas color miel de su


esposa, mientras ella caminaba contorneando sus caderas. De un mueble Isabel
sacó una barra de chocolate, al volverse vio un extraño ser que cruzó corriendo
entre los árboles. La cocina había desaparecido de improviso; la blanca baldosa
había sido reemplazada por tierra y hojarascas. Con la boca abierta por la
impresión, la rubia mujer caminó un par de metros en medio de un bosque en que
sin saber cómo se hallaba ahora. Incrédula cerró los ojos y los volvió a abrir;
desde el living Tomás la llamaba.

―No te demores tanto, voy a darle a la película ―la apremiaba él.

―Ya voy ―contestó confundida ella.

Como si nada, pero muy intrigada en realidad, Isabel se sentó nuevamente


junto a su marido frente al televisor.

―Me habré quedado dormida de pie y lo soñé ―pensó ella en silencio―.


Pero se veía tan real. ¡Qué raro!

La noche estaba relativamente tranquila en el hospital y Mireya caminaba


lentamente por un pasillo leyendo la ficha de uno de sus pacientes. En uno de sus
pasos, su pie rompió una rama tirada en el suelo; confundida bajó la vista y vio
con estupor que tanto la baldosa como el blanco pasillo habían desaparecido, la
fría luz de los tubos fluorescentes dio paso a la luz de una extraña luna fracturada,
que iluminaba un extraño bosque de árboles más extraños aun.

―Doctora Mireya Rivas, por favor diríjase a la habitación número diez


―solicitó una mujer por altoparlante.

Como saliendo de un sueño la doctora se encontró nuevamente en el


pasillo del hospital, con una expresión de preocupación en el rostro.

En la habitación número diez la esperaba un paciente junto con una


enfermera.

― ¿Qué tenemos aquí? ―preguntó como siempre.

―Caída de escalera doctora ―respondió la enfermera.

Tras examinar las radiografías del paciente, Mireya dio su diagnóstico.

―Fractura simple de tibia, aplique yeso y cite a control en una semana


―ordenó ella―. Señorita, ¿me escuchó? ―preguntó a la enfermera que estaba
estática junto a ella. El paciente tampoco movía ni un parpado, lo mismo que el
reloj de la pared que estaba congelado.

Como si nada hubiese ocurrido, todo recobró su movilidad.

―Sí doctora, como diga ―respondió la enfermera.

―Bueno ya terminó mi turno, así es que me retiro ―se despidió Mireya.

―Que descanse doctora ―respondió educadamente la enfermera.

Mientras conducía por las calles de la ciudad, Mireya meditaba sobre los
extraños acontecimientos de hace un rato; podía solo tratarse de su imaginación,
pero también podía ser otra cosa. Al entrar a su casa se dirigió directamente al
subterráneo; su marido y sus hijos no la molestarían y dormirían hasta que ella lo
desease.

Un salón subterráneo de piedra más grande de lo que se podía suponer; la


recibió con un pentáculo invertido grabado en el piso y un caldero humeante a los
pies de la estatua de un demonio. Alzando los brazos hacia la estatua se paró
junto al caldero.

―Muéstrame lo que los demás no pueden ver ―ordenó Mireya, con su


negro y ondulado cabello mecido por una extraña corriente de aire.

Los ojos de la estatua se iluminaron y el líquido contenido en el caldero


comenzó a hervir con fuerza. Una neblina se formó en la superficie líquida y como
si de una película se tratase, se vio un extraño bosque que parecía penetrar en
medio de la ciudad; la luna sufría una rajadura y nunca vistas criaturas se movían
por todos lados.

― ¡Por las alas de Lucifer! ―exclamó Mireya ante la visión―. Es una grieta
entre las dimensiones astrales.

Los ojos de la estatua se iluminaron más.

―Sí, lo entiendo, hay que cerrar la ruptura antes de que ese plano penetre
completamente en el nuestro ―respondió Mireya a alguien―. Pero necesitaré
ayuda para ello.

Isabel estaba haciendo sus compras habituales en el supermercado cuando


una mujer se le acercó.

― ¿Isabel Oyarzo? ―le preguntó la mujer.


―Depende de quién lo pregunte y para qué ―respondió ella en forma
ambigua.

―Quería hablarte sobre el posible fin del mundo que se acerca


―respondió la mujer.

―No tengo tiempo para conversaciones religiosas ―cortó Isabel.

―Ni yo, pero si te interesa el bienestar de tu familia me vas a escuchar


―agregó la mujer.

―Si pretendes lastimar de alguna forma a mis hijos o esposo, te advierto


que es una muy mala idea ―contestó Isabel ante la velada amenaza.

―No es mi intención, es solo que lo que lo que se avecina les afectará


directamente. De hecho, le afectará a todo el mundo si no me ayudas a detenerlo
―insistió la mujer.

―Mejor aléjate ―advirtió molesta Isabel, o llamaré a la policía.

―Espera, no soy ninguna loca o fanática religiosa ―respondió la mujer


tratando de convencer a su interlocutora.

―Mi nombre es Mireya Rivas, soy médico cirujano y yo también estuve en


el mismo bosque que tú anoche ―explicó la mujer.

Isabel miró con sorpresa y curiosidad a la mujer que tenía enfrente.


Aparentemente no era la única que había tenido esa extraña experiencia la noche
anterior.

―Tan solo déjame intentar explicártelo ―pidió Mireya a Isabel.

―Habla, te escucho ―respondió ella.

―No aquí, vamos a mi casa mejor ―sugirió Mireya.

Dentro del vehículo Isabel miraba con desconfianza a su enigmática


acompañante. Después de un rato de conducir en silencio Mireya estacionó el
auto frente a su casa.

―Lo que viste anoche no fue ninguna ilusión ―dijo Mireya a su casi
forzada invitada apenas cerró la puerta―. Como te lo dije, yo también lo vi.

― ¿Y qué es entonces? ―preguntó Isabel a la defensiva aun.

―Aunque parezca increíble, fue un cruce de dimensiones que se produjo


por una ruptura entre los distintos planos astrales ―explicó Mireya.
― ¿Ya? ―preguntó algo sarcástica Isabel.

―Algo o alguien está tratando de fundir su mundo con el nuestro y necesito


tu ayuda para detenerlo ―continuó Mireya.

―Definitivamente necesitas ayuda, pero te equivocaste conmigo


―respondió Isabel tomando por loca a Mireya.

―Yo pienso que no ―dijo ésta alzando sus brazos.

De improviso un negro pantalón ajustado cubrió las piernas de Isabel y una


blusa sin botones también negra reemplazó a su delgado vestido, en tanto que
una especie de enredadera a modo de cinturón se ciñó a su cintura, sujetando
también un extraño puñal con extraños símbolos grabados en él; el cabello rubio
de Isabel se tornó intensamente negro, lo mismo que sus brillantes ojos azules,
ahora profundos como una noche sin luna; finalmente sus finas orejas terminaron
volviéndose alargadamente puntiagudas.

― ¿Cómo lo hiciste bruja? ―preguntó la elfa oscura echando mano a su


puñal.

―Esperas no soy tu enemiga ―se apuró en decir la bruja para evitar un


ataque que difícilmente podría detener.

―Habla ―ordenó Ethiel con el cuchillo en la mano.

―Dije que necesitaba tu ayuda para salvar este mundo ―explicó Mireya―.
El bosque que vimos es real y debemos juntas sellar la ruptura que se formó en él
y como tú te mueves muy bien en los bosques debes ayudarnos.

―Hablas en plural, ¿quién más está en esto? ―preguntó Ethiel.

Mireya movió una mano y la imagen de una mujer apareció en un espejo en


la pared.

―Es la periodista del Canal 6 ―observó la elfa.

―Ella también se puede mover con cierta soltura en un bosque y tiene


ciertas habilidades que nos pueden ser de mucha utilidad ―contó la bruja.

―Hola, disculpa, ¿podemos hablar? ―preguntó Mireya a Cristina.

― ¿Nos conocemos? ―consultó ella.

―No, pero tenemos información que a ti te podría interesar ―contó Isabel.


―Explíquenme rápido de qué se trata ―dijo la periodista―. Estoy un poco
apurada.

―Es sobre una especie de conspiración ―explicó Mireya.

― ¿De qué tipo? ―quiso saber Cristina.

―Para destruir el mundo ―agregó la doctora.

―Ya he escuchado eso muchas veces y siempre resulta que son delirios
afiebrados de fanáticos religiosos ―contestó ella sin interés―. Ahora por favor
discúlpenme que tengo trabajo de verdad que hacer.

―Como quieras ―contestó Isabel―. Conozco a un periodista del Canal 8


al que estoy segura que le interesará hacer el reportaje de la década ―dijo en
voz alta a Mireya para asegurarse de que la reportera la escuchara.

―Esperen, en realidad no tengo mucho trabajo, puedo concederles unos


minutos para que me cuenten todo ―accedió Cristina a las dos desconocidas.
Podía ser solo una tontería, pero si no lo era, sería su ascenso a las ligas
mayores; no tenía nada que perder.

―No aquí, por favor acompáñanos a un lugar más privado ―pidió Mireya.

―Está bien, pasemos a esa cafetería ―ofreció Cristina.

―Es mejor que sea en mi casa ―propuso Mireya.

―Está bien, vamos ―aceptó la reportera.

En el auto de la doctora, Cristina comenzaba a arrepentirse de haber


aceptado. Si se desaparecía toda la tarde su jefe la reprendería, pero le diría que
estaba tras la pista de algo grande.

―No está mal la casita ―dijo la joven cuando el auto se detuvo frente a
una casa en la que todo su departamento parecía poder caber completo en el
living.

―Digamos que me va bien ―comentó Mireya.

Una vez dentro Cristina pidió explicaciones de la supuesta conspiración.

―Bueno, soy todo oídos, ¿de qué se trata? ―preguntó a su anfitriona.

―Aquí no, bajemos al sótano ―pidió la dueña de la casa.

―Si no hay remedio ―aceptó resignada la joven.


Al bajar los peldaños y ver el interior del sótano Cristina terminó de
inquietarse. Aparentemente había sido embaucada por un par de locas. Un
pentáculo dibujado en el suelo, un caldero con líquido hirviendo, una estatua rara
y un árbol grande la convencieron de ello.

―Vaya decoración ―observó tratando de aparentar tranquilidad―. Nunca


se me habría ocurrido plantar un árbol grande dentro de un sótano.

―Fue idea de Isabel ―explicó Mireya―. No es precisamente mi idea de


una planta de interior, pero mientras tengamos que trabajar juntas lo dejaremos.

―Bueno, ahora sí. ¿Qué es todo eso de la conspiración? ―preguntó


Cristina.

― ¿Por casualidad una de estas noches te viste inexplicablemente en


medio de un bosque desconocido? ―preguntó Mireya.

― ¿Cómo lo supiste? ―quiso saber la joven―. No le conté esa alucinación


a nadie.

―No fue una alucinación ―explicó Isabel caminando lentamente hacia el


árbol y apoyando una de sus manos en el rugoso tronco.

Incrédula la reportera vio como varios zarcillos salían del árbol y se


enrollaban por el brazo de Isabel y luego por todo su cuerpo. Su veraniego vestido
fue reemplazado por un negro traje ceñido a su cintura por una enredadera que
sujetaba un extraño puñal.

― ¿Pero qué truco es este? ―se preguntó.

Los ojos de la rubia mujer se volvieron negros como el carbón más negro y
su cabello se oscureció hasta convertirse en una mezcla entre un pozo sin fondo y
la noche más oscura y su cabeza quedó adornada por un par de puntiagudas
orejas alargadas.

El cabello de Mireya se elevó y comenzó a mecerse por un viento


inexistente.

Si esto era un truco era bastante bueno. En un momento Cristina pensó que
ambas mujeres parecían personajes sacados del Señor de los Anillos; sin
embargo, su intuición le indicaba que este no era ningún truco. Instintivamente la
joven tensó todos los músculos de su cuerpo mientras sus ojos castaños se
volvían como dos brillantes gotas de oro fundido y su cuerpo se cubría
completamente de un sedoso pelaje negro; sus uñas crecieron hasta convertirse
en afiladas garras y su pequeña boca se llenó de monstruosos colmillos de fauces
más monstruosas aun. Con una altura de poco más de dos metros ahora, la
agresiva criatura gruñó amenazante a las dos mujeres.
― ¿A esas habilidades te referías? ―preguntó la elfa a la bruja, sin quitarle
los ojos de encima a la bestia.

―Precisamente. Cristina es una mujer lobo y bastante fuerte por lo que


parece ―respondió Mireya.

Ante un gesto que indicaba un ataque inminente de parte de la loba, Ethiel


movió una de sus manos en el aire y rápidamente varias enredaderas crecieron
del árbol, enrollando firmemente a la licántropa, apresando sus manos, sus brazos
y sus piernas, impidiéndole todo posible movimiento a pesar de lo poderosa que
era su musculatura.

―Quédate quieta o te pongo un bozal ―advirtió Ethiel a la loba.

―No queremos lastimarte ―dijo suavemente Mireya―. Lo de la


conspiración para destruir el mundo es real y queremos impedirlo, pero
necesitamos de tu ayuda para poder lograrlo. Por favor déjanos explicarte.

A pesar de su aspecto y fiereza, la licántropa parecía entender todo cuanto


le decían. Lentamente su respiración se relajó, al mismo tiempo que su tamaño
volvía a su normal metro con sesenta y cinco centímetros y recuperaba
nuevamente la apariencia de la periodista Cristina Ramírez. Sin ninguna dificultad,
gracias a su talla considerablemente menor, pudo soltarse de sus ataduras
vegetales.

―Vaya, no me esperaba esto ―dijo Ethiel algo molesta de que su


prisionera se hubiese librado tan fácilmente de sus amarras.

―Escucho. Ya se ganaron mi atención ―dijo Cristina ordenando su


cabello.

― ¿Cómo me descubrieron? ―preguntó la licántropa.

―De la misma forma en que la descubrí a ella ―contestó Mireya, indicando


a Ethiel―. Me guiaron a ustedes.

―Mmm, una elfa oscura y una bruja ―observó Cristina.

― ¿Qué sabes de mí? ―preguntó incómoda Ethiel.

―Solo lo que cuentan las leyendas de mi pueblo ―respondió Cristina ―.


Que los elfos oscuros son muy agiles, rápidos, totalmente adaptados para la
noche y con un control total sobre los elementos de la naturaleza y que no hay que
hacerlos enojar porque son algo sicóticos.

―No está mal ―aceptó la elfa.


―Recuerda que mi pueblo ha cazado por miles de generaciones en los
bosques ―observó la joven―. Necesariamente teníamos que enterarnos de todo
lo que ocurre en ellos. En cuanto a ti; esta es la primera vez que conozco a una
bruja, así es que no sé nada más de lo que se cuenta en las películas y cuentos.

―Algo tienen de real y la mayor parte está equivocada ―observó Mireya.

En eso estaban las tres cuando una especie de corriente de energía las
sacudió y se encontraron en un pantano donde se suponía que antes era la casa
de la bruja. La atmósfera se sentía cargada de energía negativa y una luna
fracturada iluminaba mortecinamente el paisaje.

Otro golpe de energía estremeció a las tres mujeres, quienes nuevamente


se hallaron paradas en el piso de piedra del sótano de la bruja.

― ¿Qué fue eso? ―preguntó intrigada Cristina.

―Nuestro plano astral se está uniendo a otro plano astral, por una fisura en
el continuo espacio temporal que los separa ―explico Mireya.

― ¡Aayy! No entendí nada ―se quejó la periodista.

―Mira niña, es como si la cortina que separa dos habitaciones se hubiese


roto y hay que remendarla ―aclaró Ethiel en forma mucho más simple.

―Sí, eso mismo ―apoyó Mireya.

―Eso está más claro ―aceptó la periodista―. Pero hay muchas cosas que
no entiendo de todo esto.

―Ni yo ―apoyó Ethiel mirando interrogativamente a Mireya―. Por ejemplo


qué o quién está provocando todo esto.

― ¿Y por qué nos reuniste a nosotras?, ¿y quién delató nuestra existencia?


―agregó Cristina.

―Yo me enteré de que algo malo estaba pasando al mismo tiempo que
ustedes ―explicó Mireya―. Hay alguien que desea hablar con nosotras ―dijo al
ver iluminarse los ojos de la estatua del demonio.

El caldero comenzó a burbujear con más fuerza y una espesa nube de


vapor comenzó a elevarse y a moverse hasta tomar la apariencia de un distinguido
caballero. Mireya sabiendo de quién se trataba, inclinó respetuosamente la
cabeza.
― ¿De qué se trata todo esto? ―pregunto Ethiel con la frente en alto y los
ojos fijos en los del hombre.

―Ethiel, siempre tan altiva y rebelde entre los rebeldes ―saludó el hombre
con una sonrisa de satisfacción en los labios.

―Veo que sabe quién soy y que no me gusta ir con rodeos ―respondió
ella.

―Tranquila pequeña, no todo es correr rápido en medio del bosque ―dijo


el caballero―. También debes ser paciente y esperar el momento justo para
lanzarte sobre tu presa. ¿No es así Cristina?

―Creo que también me conoce señor, aunque no tengo yo el placer,


aunque si me concede una entrevista lo podemos solucionar ―respondió en
broma la periodista.

―La loba que se atrevió a vivir lejos de la manada ―la saludó el extraño.

―Quería conocer el mundo de los humanos y necesitaba un poco de


espacio ―explicó Cristina.

―Bien, la explicación a por qué las reuní a las tres, es que dentro de sus
respectivos pueblos son las únicas que han aprendido a convivir con otros pueblos
y no son tan cerradas a la cooperación ―explicó el hombre―. Su propia rebeldía
y ruptura con sus leyes y tradiciones las ha hecho más capacitadas para trabajar
en equipo.

― ¿Por qué se rompió la barrera entre los planos astrales? ―preguntó


Mireya.

―Alguien descubrió que juntando dos planos astrales puede crear un


tercero ―explicó el hombre.

― ¿Y qué pasa con los otros dos? ―preguntó Cristina.

―Se destruyen para, con la energía liberada, formar el tercero ―explicó el


extraño.

― ¿Y dónde lo podemos encontrar? ―preguntó Ethiel.

―No pueden ―aclaró el hombre―. Él no pertenece a ninguna de las dos


dimensiones astrales y desea crear la suya propia para gobernarla a su antojo.

― ¿Pero si no pertenece a ninguno de los dos planos, quién o qué es?


―preguntó intrigada Mireya.

―Es uno de mis hermanos ―respondió el hombre.


―Pero Mi Señor, ¿pretende que nosotras nos enfrentemos a un espíritu
inmortal y todo poderoso? ―dijo incrédula la bruja.

―Él podría destruirnos con solo pensarlo ―opinó Ethiel, comprendiendo de


qué clase de enemigo se trataba.

―Solo podría hacerlo si ocupase un cuerpo físico, pero solo puede hacerlo
dentro de su propio plano astral ―aclaró el hombre―. Así como yo no puedo
intervenir directamente en su mundo, él tampoco puede hacerlo en éste, por lo
cual debemos valernos de soldados que peleen nuestras batallas. Sin embargo,
sus súbditos si pueden hacerles daño y ustedes a ellos.

―Así es que solo somos carne de cañón ―comentó la elfa―. ¿Por qué
deberíamos pelear en su guerra?

―Porque este plano me resulta útil y quiero que se conserve como está;
además porque ustedes así impedirán la muerte de sus familias y seres queridos
―explicó el hombre―. Y sobre todo porque en este plano astral yo soy todo
poderoso y si lo deseo puedo hacerlas desaparecer y a sus familias con ustedes y
busco otros colaboradores.

―Recuerde que el tiempo se está agotando señor y no creo que tenga la


oportunidad de reunir a un equipo mejor en tan corto lapso ―observó Cristina
tratando de calmar el evidente mal humor del hombre.

―Son buenas, pero recuerden que existen más cosas entre el cielo y la
tierra de las que sueña su imaginación ―indicó el caballero.

― ¿Cómo sellamos la ruptura? ―preguntó Mireya.

―Con la ayuda de estos anillos mágicos ―explicó el hombre.

―Esto me va a estorbar cuando me transforme ―observó Cristina al sentir


la rigidez del metal.

―Se adaptará a tu cambio ―indicó el hombre―. Verán que son armas y


herramientas muy útiles.

―Prepárense para el viaje ―dijo el extraño mientras se iluminaba el


pentáculo en el suelo.

Cuando la bruja y la loba entraban y desaparecían en el símbolo grabado


en el piso, el hombre afirmó del hombro a Ethiel.

―Cuídalas, se van a mover en tu territorio y tú eres la mejor ―dijo el


hombre con algo de ternura en la voz―. Traten de volver las tres con vida.
―Descuide jefe, estaremos bien ―respondió la elfa oscura desapareciendo
en el portal abierto en el piso.

―Buena suerte hijas mías ―se despidió el poderoso ángel.

Las tres mujeres aparecieron en medio de un bosque tétrico y en el que se


respiraba muerte. Los sonidos de los animales nocturnos no resultaban familiares
para la licántropa que acostumbraba a cazar entre árboles, ni para la elfa que
disfrutaba corriendo en medio de la foresta en la noche. Hasta el viento sonaba
como un quejumbroso lamento al pasar entre las marchitas ramas de los
moribundos árboles. Si esto no las convencía de que ya no estaban cerca de su
hogar, tal vez lo haría la luna rota por un cataclismo de proporciones titánicas, que
gravitaba en un extraño cielo, alumbrando con su luz mortecina un paisaje
subyugante y opresivo que hasta para la elfa oscura resultaba desagradable.

Un punto luminoso comenzó a crecer frente a las tres enviadas, hasta


mostrar el rostro de su señor―. Dejen que el brillo de sus anillos las guie a su
destino y cumplan con su misión ―ordenó Lucifer.

En medio de la noche desconocida, en el bosque fuera de este mundo


comenzó la marcha de las tres. Ethiel corría por delante guiada por sus instintos y
sus sentidos adaptados para moverse entre sombras. Aunque mantenía su forma
humana, Cristina corría a la misma velocidad que la elfa; sus oídos, sus ojos y su
olfato le hacían llegar todo cuanto ocurría en torno a ellas, la loba controlaba ese
cuerpo humano lista para salir si se requería.

Por más que lo intentaba, Mireya no podía seguirles el paso a sus


compañeras corriendo; sin embargo, de ninguna manera podía alejarse
demasiado de ellas. El tiempo apremiaba por lo que no podía detenerse a actuar
en forma muy sutil, así es que se decidió a hacer uso de su magia, elevándose por
sobre el suelo el viento la llevó en sus manos, alcanzando rápidamente a sus
sobrenaturales compañeras.

Cayendo desde una rama les cortó el paso una criatura peluda de sobre
dos metros de alto, armada de un grueso garrote se lanzó contra ellas. En un
rápido movimiento Cristina dejó emerger completamente a la bestia que habitaba
en su interior y al pasar junto al ser que intentaba detenerlas, desgarró de un
zarpazo su garganta.

―Por lo visto ya saben que estamos aquí ―comentó Mireya.

―Eso parece ―coincidió Ethiel tomando un palo del suelo, el que en su


mano se convirtió en un estilizado arco.

―Esto se va a poner caliente parece ―opinó la bruja mientras un extraño


báculo se materializó junto a ella.
Cristina solo respondió con un gruñido, manteniendo su forma de licántropo.

―Manténganse alerta, nos están rodeando ―ordenó la elfa a la carrera.

Desde el arco de Ethiel una flecha silenciosa salió veloz contra un blanco,
clavándose de lado a lado en el cuello de un enemigo que solo ella vio. La criatura
sin pronunciar ni un ruido cayó del árbol donde vigilaba, sin siquiera poder dar la
voz de alarma.

―Ocúltense en los árboles ―susurró Mireya mientras se elevaba hasta una


alta rama que la dejaba lejos de la vista desde el suelo. Su percepción
extrasensorial había detectado la proximidad de una patrulla que se acercaba. Sin
dudarlo siquiera sus compañeras la imitaron sigilosas.

―Sigamos ―dijo Cristina en su forma humana cuando la patrulla se perdió


de vista.

El bosque parecía no tener fin. Mientras más penetraban en él, más oscuro
se tornaba.

―Que horrible es este lugar ―observó Cristina―. Si fuera humana sentiría


terror se estar aquí.

―Démonos prisa y terminemos con esto ―interrumpió Mireya.

Ethiel en silencio tomó su puñal y giró por detrás de un árbol; sosteniendo


por la boca a uno de esos gigantescos simios y rebanándole la garganta.

Sin aviso previo se vieron rodeadas por unos diez enemigos.

―Se acabaron las sutilezas ―dijo la elfa, ensartando una flecha en el


corazón de una de las criaturas.

Cristina alcanzó a agacharse cuando un garrote que se estrelló contra un


tronco le rozó la cabeza. Sin que su atacante lo esperase, experimentando una
súbita metamorfosis, ensartó sus garras en su abdomen; sorprendido por el golpe
recibido, no alcanzó a reaccionar cuando las fauces de la licántropa se cerraron
desgarrando su garganta.

Un gigantesco simio levantó su hacha con intensión de lanzarla contra


Cristina, pero su mano se abrió crispada de dolor cuando su cuerpo fue envuelto
por las llamas que brotaron del báculo de Mireya.

Quedaban solo siete enemigos, pero Ethiel sabía que pronto habría muchos
más, ya que una de las criaturas huyó del lugar. Ante un gesto de su mano dos
afiladas ramas se proyectaron contra el que intentaba escapar, atravesando su
espalda. Al mover la elfa rápidamente las manos, las ramas se separaron
violentamente, partiendo en dos a su presa.
Un gesto de una mano de Mireya lanzó violentamente a uno de los simios
contra un gran árbol, rompiéndole la cabeza; mientras Cristina por otro lado giraba
el cuello de otro.

Una flecha hizo caer a otra criatura, mientras el puñal de Ethiel volaba hasta
clavarse en la frente de otra. Dos chorros de fuego de la bruja dieron cuenta de las
últimas criaturas.

―Alejémonos cuanto antes de aquí ―ordenó la elfa enfundando su


puñal―. Antes de que lleguen más.

La mirada de la bruja se posó en el negro líquido que corría por el brazo


izquierdo de Ethiel―. ¿Qué tienes ahí? ―preguntó Mireya.

―Es solo un rasguño, no tiene importancia ―contestó la elfa.

―Eso déjame decidirlo a mí ―ordenó Mireya, como lo hacía cada vez que
alguno de sus pacientes pretendía dárselas de médico―. Es un corte profundo
pero no grave, por ahora debe ser desinfectado y vendado. Lo que realmente me
preocupa es que tu sangre se haya teñido de negro.

― ¿Y qué tiene eso de raro? ―preguntó Ethiel―.La sangre de todos los


elfos oscuros es negra ―aclaró ella.

―Vaya, no lo sabía ―comentó la bruja―. Bueno hay que buscar agua para
lavar esa herida, para que no se infecte.

―No se infectará ―respondió Ethiel algo impaciente poniendo su mano en


un árbol. Pequeños sarcillos corrieron a lo largo de todo el miembro, enrollándose
en torno a la herida, terminando por cubrirla completamente a modo de vendaje.

―Por favor movámonos luego ―pidió Cristina―. Esos simios están cerca.


Después de correr cerca de media hora, una espesa y mal oliente niebla
inundaba el aire. El suelo se sentía más húmedo y desagradables animales
trepaban por los árboles y corrían por los matorrales.

―Debemos estar cerca de un pantano ―opinó Cristina―. Tengan mucho


cuidado donde pisan.

La visibilidad era bastante limitada, así es que debían caminar muy


despacio. El brillo de sus anillos les indicaba hacia donde debían dirigir sus pasos.

―Escuchen ―dijo Ethiel a sus compañeras después de un rato.

―Yo no escucho nada ―observó Mireya.


―Precisamente ―hizo notar la elfa―. No hay ningún ruido.

―Al menos ya no nos siguen esos simios ―dijo la bruja.

―Esto no me gusta nada ―opinó preocupada Cristina, quién conocía muy


bien los bosques y sabía que siempre hay algún animal, por pequeño que fuera,
que hiciese un ruido por mínimo que fuese.

Lentamente llegaron junto a la orilla de un pestilente pantano de aguas


aceitosas, del cual se desprendían espesos vapores.

Pensativa Mireya golpeaba el suelo con su báculo, tratando de encontrar


una solución.

―Es demasiado grande como para intentar cruzarlo nadando ―observó la


bruja.

―Y no sabemos qué cosas puedan haber bajo su superficie ― meditó


Ethiel.

―Debemos tratar de rodearlo ―sugirió Cristina.

―El jefe dijo que los anillos nos guiarían ―recordó Mireya―. Necesitamos
otro camino ―dijo moviendo lentamente la mano, hasta que el brillo de su sortija
aumentó, indicándoles una ruta alternativa.

―Muy bien, vamos por… ―la elfa no alcanzó a terminar de hablar cuando
una viscosa cosa, como un muñeco hecho de barro se alzó tres metros sobre sus
cabezas.

― ¡Cuidado! ―gritó Ethiel mientras rápida como un rayo disparaba dos


flechas contra el monstruo.

Con frustración vio que sus proyectiles eran inútiles, ya que caían
resbalando por su grasosa superficie; era como estar disparando sobre barro casi
líquido.

Cristina lanzó con toda su fuerza un grueso tronco, el que se hundió en el


pecho de la cosa, no provocándole el menor daño.

Insistentemente la elfa volvió a lanzar sus flechas, apuntando esta vez a la


cabeza de la cosa, las cuales la atravesaban sin encontrar ninguna resistencia a
sus afiladas puntas, terminando por clavarse en un árbol cercano.

Antes de que pudieran reaccionar, la mole viviente cayó como una


avalancha sobre las mujeres, quienes apenas atinaron a cubrirse en forma
instintiva con sus brazos. Una gran masa de barro ocupaba el lugar donde recién
estaban paradas. Una violenta vibración hizo temblar la tierra y crujir los árboles;
un intenso resplandor se elevó a través de la sepultura de barro, haciéndola volar
por los aires. Los anillos entregados por el demonio formaron un escudo que las
protegió de morir aplastadas por la mole de barro.

―Pensé que aquí me moría ―comentó Cristina.

―Yo nunca perdí la fe en Mi Señor ―dijo devotamente Mireya.

―Sí, cómo no ―lo dudó burlona la elfa.

―Sigamos será mejor― opinó Cristina.

―Esto nos va a demorar mucho ―comentó Mireya.

―Es mejor a ser aplastadas por una masa de lodo y no poder completar la
misión ―observó Ethiel.

Para no desviarse demasiado se fueron caminando por la orilla del pantano,


teniendo que soportar la pestilencia del aire y la viscosidad del suelo, que les
hacía avanzar más despacio de lo deseado.

― ¡Cuidado! ―gritó Cristina cuando las luces de un camión se aproximaron


veloces hacia ellas.

Las tres corrieron nerviosas hacia la vereda para salir del paso del vehículo.
Justo cuando el camión pasó junto a ellas pusieron pie en el viscoso pantano.

―Los mundos se están juntando más rápido ―observó Cristina.

―Debemos darnos prisa ―apremió la elfa.

― ¡Ayúdenme! ―gritó la bruja―. Caí en arenas movedizas.

―No te muevas, voy por ti ―respondió Cristina.

La licántropa se acercó hasta el borde de la trampa de arena, pero ni


estirando los brazos hasta sentir dolor lograba alcanzar a su compañera, la que se
hundía rápidamente.

Con un movimiento de la mano de la elfa, la rama de un árbol se inclinó,


alargó y enrolló a Mireya por debajo de sus brazos, levantándola lentamente y
liberándola de la fuerza que la arrastraba.

―Gracias, no podía salir sola ―explicó la bruja.

―El tiempo se está agotando ―observó la elfa―. Apurémonos, ya nos


hemos retrasado demasiado.
Después de varios minutos de caminata, lograron dejar atrás el pantano,
retornando nuevamente al bosque. Era tan deprimente la ciénaga, que hasta la
vista de ese paisaje que no estaba ni muerto ni vivo, resultaba más acogedor.

―Sigamos por aquí ―dijo Ethiel, mirando el brillo de su anillo, que seguía
guiándolas a su destino.

De nuevo a los agudos sentidos de la licántropa y la elfa llegaban los


extraños sonidos y aromas de ese bosque de otro mundo. Los ojos de Cristina se
volvieron luminosamente dorados cuando dejó salir a la loba y atrapó un hacha
que volaba directamente hacia la elfa. Sin que hubiese separación entre un
movimiento y el otro, arrojó de vuelta el arma a su dueño, clavándosela en el
pecho.

― ¡Agáchate loba! ―gritó la bruja disparando una llama de fuego mágico


que pasó a escasos centímetros de la cabeza de Cristina, envolviendo a una
criatura que se disponía a lanzar una gran hacha contra ella.

Ethiel disparaba una tras otra todas sus flechas, provocando una gran
mortandad entre los atacantes; tanteó con sus dedos su carcaj y con preocupación
comprobó que estaba vacío. Todas sus flechas se habían acabado y no tenía
tiempo de procurarse más. Sin poder prestar ninguna utilidad, su arco era solo un
estorbo; por arte de magia y bajo la voluntad de su ama, el arma cambió en su
mano convirtiéndose en una afilada espada de madera, más resistente y cortante
que el acero.

Los brazos de la loba chorreaban la sangre de todas las criaturas que había
destrozado con sus garras.

Del cuerpo de la bruja emanaba una niebla negra, indicio de toda la energía
que estaba generando en su fuego mágico y en su campo telequinésico.

Las criaturas cubrían el bosque con sus cadáveres; las pocas que
quedaban se reagruparon para lanzarse en un último ataque contra las tres
intrusas que intentaban estropear los planes de su señor. El cansancio se
empezaba a dejar sentir en el cuerpo de las tres mujeres, cada una de las cuales,
en forma silenciosa e íntima se preparaba para entregar la vida en los instantes
que seguían; listas o no, las criaturas se disponían a atacarlas.

Un fuerte viento atravesó el campo de batalla, lanzando lejos a varios de los


simios, cuya sangre salía a borbotones de sus gargantas cortadas, mientras que
las entrañas de otros eran abiertas por una espada invisible.

Las tres compañeras no sabían lo que acababa de ocurrir, excepto de que


algo o alguien les había prestado ayuda en el momento más oportuno. De pronto
un remolino de viento las rodeó un instante.
Atónitas vieron que una joven de poco más de veinte años, vestida con
jeans, botas y chaqueta de cuero las observaba con sus intensamente rojos ojos,
mientras golpeaba entre sí las garras de sus manos, que más parecían las patas
de un ave de presa que de una mujer.

―Bonjour ―saludó la joven en francés―. Por lo visto llegué justo a tiempo.

― ¿Quién eres y qué haces aquí? ―preguntó Ethiel poniendo su espada


en posición de ataque.

―Por favor disculpa a mí compañera ―pidió Mireya―. Con todo lo que


está pasando está un poco irritable.

―Tienes un olor extraño ―observó Cristina olfateando el aire.

―Y eso que me baño todos los días ―contestó la joven.

―No es eso ―insistió la licántropa―. No sé realmente qué es.

―Lo tengo. Es un vampiro ―concluyó Mireya―. Miren sus colmillos.

―Una corrección por favor. Soy una vampiresa, no un vampiro. Y dicen que
una muy sexy ―corrigió la joven―. Y no se preocupen, no fue nada ―agregó
mirando el montón de cadáveres que ella sola había dejado.

―Mmm, gracias ―contestó Ethiel al fin, comprendiendo lo oportuna que


había resultado la intervención de la joven vampiresa.

― ¿Cómo llegaste aquí? ―preguntó Mireya.

―Primero dinos tu nombre ―solicitó Cristina.

―Está bien, mi nombre es Francine ―se presentó la joven―. Bueno, yo


estaba paseando por un parque en París; había cenado recién y como siempre me
puse a caminar para bajar la comida. Entonces se me apareció un señor muy
atractivo y me dijo que necesitaba mi ayuda para impedir el fin del mundo. Al
principio no le creí mucho pero cuando el parque se convirtió en un bosque me
convencí. Luego me contó que necesitaba que yo les ayudara a ustedes. No
teniendo nada mejor que hacer acepté y me mandó aquí por un portal.

―Entiendo ―comentó Mireya―. Nuestro Señor se adelantó a la situación,


afortunadamente para nosotras.

―Aclárame una cosa por favor ―pidió Cristina―. ¿Cómo supiste


exactamente dónde nos encontrábamos?

―Fácil ―respondió Francine―. Seguí sus huellas de calor con mi visión


infrarroja.
―Ya veo ―aceptó la loba.

―No logro entender bien cómo es que no percibimos tu presencia


―meditó Ethiel.

―Supongo que porque estaban preocupadas de que esos bichos no las


mataran ―pensó la vampiresa―. Además de que yo me puedo mover muy rápido.

―Bueno, bienvenida Francine ―la aceptó Mireya.

―Gracias chicas, pero no estoy tan segura de sí es tan bueno haber venido
―dijo la vampiresa dudándolo al mirar a su alrededor.

―Claro que fue buena idea ―opinó Cristina―. Gracias a eso estamos
vivas.

―Supongo que serás de gran ayuda para cumplir esta misión ―concluyó
Ethiel bajando su espada.

―Bueno, ya basta de conversaciones y pongámonos en marcha ―ordenó


Mireya.

Con la incorporación de una poderosa vampiresa al grupo, parecían haber


aumentado las probabilidades de poder completar con éxito la tarea de cerrar la
fisura por la que se estaban fusionando los mundos y así impedir la destrucción de
ambos. Sin embargo, el tiempo apremiaba y era necesario darse prisa.

Pasó casi un día entero sin ninguna novedad ni percance, siempre


siguiendo la luz de los anillos.

―Esperen un momento por favor ―pidió Francine a sus compañeras―.


Debo alimentarme.

― ¡Oh, oh! ―exclamó preocupada Cristina.

―Tranquila, te aseguro que ni aunque me pagaran desearía probar la


sangre de ustedes ―dijo la vampiresa con un gesto de desagrado.

De su chaqueta Francine sacó un tubo de vidrio que contenía una espesa


gelatina roja, que saboreó con gran deleite.

― ¿Puedo verlo? ―pidió Mireya intrigada por el tubo.

―Sí claro, toma ―respondió la joven entregándoselo.

―Esto es sangre ―observó sorprendida Mireya.


―Sí, es sangre concentrada ―reconoció Francine―. Es en caso de que no
pueda beber sangre fresca.

― ¿Cómo la obtienes? ―quiso saber la bruja, como médico que era.

―Me la hace un médico amigo ―respondió la vampiresa sin dar más


detalles.

Una sombra saltó de una rama a otra sin que ninguna de las cuatro mujeres
se percatase de ello; en forma totalmente inesperada Francine fue arrastrada
hasta una alta rama por alguna cosa. Las miradas atónitas de las demás se
dirigieron hasta lo alto del árbol, solo para ver como una gran cantidad de sangre
chorreaba al suelo. A los pocos segundos Francine caía de pie frente a ellas con
un gran corte en su cara y su mano derecha toda ensangrentada; sus ojos
cargados de rojo parecían dos brazas incandescentes en medio de la noche.

― ¡Tu rostro!, estás herida ―exclamó Mireya luego de la primera


impresión―. Déjame curarte.

―No te preocupes, no es necesario ―dijo la joven vampiresa no dándole


importancia, mientras su herida se cerraba sola sin que quedara rastro alguno de
ella―. Es una de las ventajas de ser inmortal ―dijo mirándose en un espejo.

En eso desde el árbol cayó degollada la criatura que había atrapado a


Francine.

―Alas ―observó Ethiel moviéndolo con un pie.

―Debemos ser más cuidadosas ―opinó la vampiresa―. Son muy rápidos,


si hubiese atrapado a una de ustedes la habría matado. Por suerte los vampiros
somos inmensamente poderosos.

― ¿Los?, ¿acaso existen más como tú? ―preguntó Cristina.

―Unos cuantos más ―respondió Francine.

―Esto se está complicando y el tiempo se agota ―opinó la bruja mirando la


fracturada luna.

―Sigamos avanzando ―dijo Francine poniéndose a caminar.

―Vamos y esperemos no encontrar más sorpresas ―comentó Mireya.

El bosque no parecía tener fin, en una sucesión de árboles cuyas ramas


parecían esqueléticas manos que querían atrapar a las elegidas; los extraños
ruidos y desconocidos olores mantenían en un continuo estado de alerta los
superdotados sentidos de ellas.
Las orejas de Cristina se movían en forma casi imperceptible como si de
dos pequeñas antenas de radar se tratasen, captando cada sonido por mínimo
que éste fuera; mientras que Francine escudriñaba los alrededores con su vista
infrarroja, en busca de alguna huella de calor que le advirtiera de la presencia de
los enemigos encargados de detenerlas. Por su parte Ethiel nuevamente portaba
su mortífero arco, con el carcaj lleno de afiladas flechas. Mientras Mireya ya había
recuperado toda su energía y su cuerpo estaba rodeado de una negra aura.

― ¡Al suelo! ―gritó Cristina cuando sus oídos captaron un suave aleteo.

Varias sombras pasaron rosando las cabezas de las cuatro compañeras


que yacían boca abajo con la cara casi a ras del suelo. Levantando un poco la
cara, Ethiel pudo hacerse un cuadro completo de la situación; varias rapaces
como la que atacó a la vampiresa se disponían a dar otra vuelta en picada con las
garras hacia adelante. Ante un movimiento de una de las manos de la elfa oscura,
cientos de ramas salieron disparadas como dardos hacia el aire; en medio de
chillidos de dolor todas las aladas criaturas cayeron mutiladas.

―Tienes un excelente oído ―dijo Ethiel a modo de cumplido a Cristina.

―Gracias ―respondió ésta―. Tu reacción no está nada de mal.


Recuérdame nunca hacer enojar a alguien de tu raza.

―Miren, aquí termina el bosque ―dijo Francine, contenta de poder salir de


esa horrible foresta.

―Alto ―ordenó Ethiel.

― ¿Qué ocurre? ―preguntó Mireya.

―Según los anillos la fisura se encuentra al otro lado de aquellas montañas


―respondió la elfa―. Y para llegar a ella debemos cruzar todo este campo
abierto.

― ¿Y qué tiene? ―preguntó Cristina.

―Estaremos totalmente al descubierto, sin tener donde ocultarnos


―observó Ethiel.

―Entiendo, pero ya hemos perdido demasiado tiempo y si lo intentamos


rodear nos retrasaremos demasiado ―hiso notar la bruja.

―O sea que la única alternativa que tenemos es cruzar por este peladero lo
más rápido posible ― opinó Cristina.


El paisaje fuera del bosque era un páramo inhóspito y lleno de trampas, que
parecía un campo minado. Una cubierta de tierra dura y surcada de grietas de las
que emanaban nubes de gases sulfurosos y llamaradas esporádicas sin ningún
patrón; el suelo ardiente provocaba una desagradable sensación en los pies.
Debían cruzarlo lo más rápido posible para no asfixiarse con el gas y el calor, o no
arder entre las llamas. Rápido pero con cuidado, ya que cualquier paso en falso
podría ser mortal, incluso para ellas.

―Supongo que esto va a ser muy intenso ―meditó Mireya.

―Es como saltar entre piedras en un río ―opinó Ethiel.

―Con la diferencia que si fallas ahí solo te mojas, pero aquí te rostizarías
como un pollo ―comentó Cristina.

―Con todo ese vapor no se ve muy bien ―observó Mireya―. Debemos ir


con cuidado.

―Déjame ver a mí con mi visión infrarroja ―ofreció Francine.

―Mejor no lo intentes ―advirtió Ethiel.

―Uff, me encandilé ―dijo la vampiresa refregándose los ojos al ver solo un


intenso resplandor por todos lados.

―Te lo dije ―la reprendió la elfa―. El aire está muy caliente y para ti es
como mirar al sol.

―Igual puedo pasar tan rápido que ni me acaloraría siquiera ―comentó


Francine.

― ¿Y nos dejarías solas? ―preguntó Cristina―. Recuerda que


necesitamos tu ayuda.

―Mmm, es cierto. Es que a veces olvido que ustedes no son tan fuertes y
veloces como yo ―se disculpó la vampiresa.

― ¿Te han dicho que a veces te comportas como una adolescente?


―criticó la bruja a Francine.

―Supongo que es porque aún soy muy joven ―meditó la muchacha―.


Apenas tengo trescientos veintiún años y como tenía dieciocho cuando me volví
vampiresa, debe ser por eso.

―Casi mi misma edad ―comentó Mireya.


―Está muy interesante esta conversación, pero mejor movámonos
―ordenó la elfa con sus orejas vibrando para orientarse como si fuesen un radar,
de similar forma a como lo hacía Cristina por su parte.

La marcha era más lenta de lo esperado; apenas alcanzaban a dar unos


cuantos pasos cuando debían detenerse ante una columna de fuego o vapor
hirviendo. El ruido atronador y ensordecedor del líquido subterráneo en ebullición
no les permitía hablar entre sí. Gotas de sudor corrían por el rostro de las cuatro
mujeres.

―Después de esto voy a necesitar una larga ducha fría ―pensó Cristina―.
O vas a oler a perro mojado ―escuchó claramente que decía Francine dentro de
su cabeza. Curiosa la miró y la vampiresa se sonrió encogiendo sus hombros.

― ¿Faltará mucho? ―preguntó Mireya que empezaba a sentirse sofocada


y con el pulso acelerado.

―Vamos, aguanta un poco más ―dijo la elfa tomándola de la mano, para


asegurarse de que si la bruja se desmayaba no la perdería.

El borde de la caldera se divisaba un poco más allá; era solo aguantar unos
minutos y saldrían de ese horno.

―Al fin salimos ―dijo Cristina parada en el límite del páramo de fuego ―.
No fue tan terrible después de todo.

― ¡Cuidado! ―gritó Ethiel soltando la mano de Mireya y corriendo a toda


velocidad hacia la loba. De un fuerte empujón la lanzó lejos de donde se hallaba
parada.

Un chorro de fuego envolvió a la elfa oscura frente a la horrorizada mirada


de sus compañeras.

― ¡Isabel! ―gritó aterrada la bruja.

Cristina tapó su boca con ambas manos para contener su llanto.

Tan súbitamente como había surgido, la columna de fuego se apagó. Con


un nudo en la garganta las espectadoras esperaban ver el cuerpo calcinado de su
amiga; sin embargo, grande fue su sorpresa al ver sana y salva a la elfa, con los
brazos cubriendo en forma instintiva su rostro. La sorpresa de ella era tan grande
como la de sus compañeras.

― ¡Estas viva! ―exclamó contenta e incrédula Mireya mientras la revisaba


por todos lados.
― ¿Cómo es posible? ―preguntó sorprendida Cristina.

―Cuando el fuego me envolvió se formó una especie de barrera que no lo


dejó tocar mi cuerpo ―explicó Ethiel―. Me parece que los anillos que nos dio el
jefe son bastante útiles.

―Ya pasó el susto, así es que sigamos que aún nos falta esa montaña
―dijo Mireya apuntando hacia arriba junto a la base del macizo rocoso.

―Gracias por salvarme la vida ―expresó sinceramente Cristina a Ethiel.

―El anillo te habría protegido ―contestó la elfa.

―Pero tú no lo sabías y expusiste tu vida por mí ―insistió la loba.

―Somos un equipo ―respondió sin más Ethiel.

Frente a las enviadas se levantaba una escarpada montaña que


obligatoriamente debían sortear para poder llegar hasta su objetivo.

―Afortunadamente alguien, alguna vez pasó por este sitio en más de una
oportunidad, dejando un pequeño sendero ―observó Mireya.

Después de una hora de arduo ascenso se hallaban a mitad de camino de


subida; luego tendrían que descender por el otro lado.

―Por favor paremos un rato ―pidió la bruja, cuyo cuerpo humano no tenía
la misma resistencia que los de sus compañeras.

― ¿Por qué no vuelas? ―preguntó algo intrigada Cristina.

―Porque prefiero ahorrar energía para el final ―respondió la bruja.

―Mireya tiene razón ―reconoció Ethiel―. Supongo que vamos a encontrar


mucha resistencia cuando lleguemos a la fisura.

Al cabo de dos horas más el borde rocoso estaba al alcance de la mano; un


último esfuerzo más y después vendría el descenso que debería ser más fácil.

―Me voy a adelantar a explorar ―dijo Francine desapareciendo en medio


de una corriente de viento.

―Que niña más impulsiva ―comentó Mireya.


―Confía demasiado en sus habilidades ―opinó Ethiel.

― ¡Ayyy! ―se escuchó el grito de la vampiresa que venía volando para


terminar estrellada contra las rocas.

― ¡Francine!, ¿qué te pasó?, ¿estás bien? ―preguntó la bruja revisando si


tenía algo roto.

―Hay un pequeño obstáculo más adelante ―indicó mientras se sacudía la


ropa―. Por suerte soy indestructible.

El suelo comenzó a temblar con fuerza mientras un ruido de rocas


retumbaba por toda la montaña.

― ¡Un terremoto! ―exclamó Cristina con voz alarmada.

Francine le hizo un gesto con un dedo para que mirara detrás de ella.

Una mole viviente de rocas de diez metros de altura se alzaba frente a


ellas.

―Cúbranse ―ordenó Ethiel disparando una flecha que no fue de ninguna


utilidad.

Porfiadamente la elfa seguía disparando flechas que rebotaban contra la


roca sin rayarla siquiera.

―Déjame a mí ―dijo Cristina transformándose rápidamente.

―No lo intentes ―la detuvo Mireya―. Solo romperías tus garras.

―Esa cosa no tiene intenciones de dejarnos pasar ―opinó Francine sin


saber qué hacer.

Un poderoso chorro de fuego del báculo de la bruja envolvió a la criatura.


Una espesa niebla negra rodeaba a Mireya mientras el flujo de fuego se hacía
más delgado y más ardiente y el ser rocoso se tornaba rojo incandescente.

―Eso no lo va a parar opinó la loba.

―Pero esto sí ―dijo la bruja cuando el fuego de su báculo dio paso a una
gélida corriente de aire congelante.

La criatura perdió movilidad cuando quedó cubierta por una gruesa capa de
hielo que la enfrió en forma brusca.

―Golpéenla ahora ―ordenó Mireya a sus compañeras.


Un violento y poderoso puñetazo de Francine trisó una pierna de la mole,
mientras Cristina hacía lo mismo con la otra pierna. Levantando Ethiel una mano
en alto, una gigantesca roca se elevó y salió proyectada contra el pecho de la
criatura, el que crujió ante el tremendo impacto. Una fuerte descarga
telequinésica de la bruja terminó por hacer estallar el rocoso cuerpo de la cosa,
cuyos restos salieron disparados en todas direcciones, como una peligrosa ráfaga
de proyectiles, los cuales fueron detenidos por los escudos generados por los
anillos que, una vez más, se activaron en forma automática protegiendo a sus
dueñas.

Una vez más las cuatro expedicionarias demostraron que solo actuando
juntas podían superar los distintos obstáculos que a su paso ponía el ser que
pretendía crear su propio mundo, destruyendo para ello los otros.

―Está muy cerca ―dijo Mireya viendo como había aumentado el brillo de
su anillo.

―Sí, lo veo ―dijo Ethiel con la vista fija adelante.

―Está como a tres kilómetros de distancia ―corroboró Cristina.

― ¿Pero ya vieron? Está lleno de esas cosas raras ―observó Francine.

Como los ojos de Mireya no le permitían ver a tanta distancia, frente a ella
se formó una especie de burbuja de jabón, que mostraba lo que sus compañeras
veían.

―La fiesta va a ser muy agitada ―dijo la bruja metafóricamente hablando.

En medio de un círculo de piedras se encontraba la fisura entre mundos; un


agujero oscuro como la rajadura de una tela que latía como un corazón
agonizante. Cientos de simios armados con hachas y garrotes y el cielo surcado
por sombras voladoras, formaban una defensa difícil de flanquear.

―Va a ser difícil acercarse con esas cosas en el aire ―meditó Cristina.

―Habrá que deshacerse de ellas primero ―dijo la elfa apoyando su carcaj


en una roca y comenzando a lanzar flechas hacia las sombras. Cada disparo era
una criatura que caía derribada.

Un grito de furia hizo retumbar el campo cuando los simios se dieron cuenta
del ataque. Como una ola que avanza imparable se lanzaron contra las intrusas.
―Denles con todo lo que tengan―gritó Mireya mientras barría la explanada
con su fuego mágico y con la otra mano lanzaba una violenta onda de choque.

Cristina por su parte arrojaba grandes rocas a la horda de simios que se


abalanzaba, aplastando a varios de ellos.

Con los ojos rojos de sangre y sus manos armadas de afiladas garras,
Francine corrió tan rápido que el cielo y la tierra temblaron a causa de la
detonación sónica que produjo; convertida en un viento portador de muerte y
sangre, cruzó el campo de batalla. Sus garras chorreaban sangre y sus ojos se
volvieron incandescentes cómo brazas, cuando se lanzó de nuevo contra las
criaturas. Con la respiración agitada y su boca chorreando saliva se detuvo junto
a sus compañeras; con mano temblorosa de su chaqueta sacó dos tubos de
sangre concentrada y los sorbió de un golpe.

―Tanta sangre casi me hace perder el control ―dijo la vampiresa lamiendo


sus escarlatas labios.

―Mientras no te desahogues con nosotras no hay problema ―comentó


Mireya.

―Ni en sueños probaría la sangre de ustedes ―respondió la joven


vampiresa―. No quisiera enfermarme del estómago.

―No quiero interrumpirlas con tonteras ―intervino Ethiel―. Pero se me


acabaron las flechas y aún quedan sombras voladoras.

Sin previo aviso Francine dio un fuerte puñetazo contra una roca,
reduciéndola a pequeños guijarros.

― ¿Te sirve para algo esto? ―preguntó la vampiresa.

―Claro que sí ―respondió la elfa alzando sus manos. Respondiendo a su


deseo los trozos de roca se elevaron y ante un gesto de ella salieron disparados
como una metralla que acribilló a las sombras que habían logrado escapar a sus
flechas. Como una lluvia los cuerpos sin vida de las criaturas aladas cayeron
sobre el campo de batalla aplastando a varios simios.

Ante tan devastador ataque los defensores sobrevivientes de la fisura se


replegaron aterrorizados, no comprendiendo bien con sus pobres mentes lo que
ocurría.

―Avancen ahora ―ordenó Ethiel con su espada en la mano.

Cada aullido y cada zarpazo que la loba lanzaba helaban la sangre de las
criaturas que estaban cerca de su víctima, tiempo que la elfa aprovechaba para
descargar su filosa espada, haciendo rodar alguna cabeza o abriendo el vientre de
alguna otra criatura.
El aire se llenó de humo de carne chamuscada por el fuego de la bruja, que
abrazaba a cuanto simio se atrevía a ponerse a su alcance.

En un momento en que Francine se detuvo para apreciar la situación, se vio


rodeada por seis criaturas que se abalanzaron para despedazarla con sus hachas.

―No se muevan ―gritó con su voz más terrible.

Las seis bestias quedaron clavadas en el piso, como si se hubiesen


convertido en muñecos inanimados. De un zarpazo a cada una le arrancó la
cabeza, teniendo cuidado de que todos la vieran; el pánico que su accionar
provocó hizo temblar y retroceder a las pocas criaturas que quedaban en pie.

El camino hacia la grieta dimensional, por la cual inexorablemente se


estaban uniendo los mundos estaba despejado. Mireya y Cristina se acercaron
con dificultad a ese punto, ya que una fuerza trataba de repelerlas; ante lo cual se
formó una especie de barrera frente a ella, que las protegía de la energía que
emanaba de la fisura. Era como tratar de caminar contra un huracán, cada paso
requería de un tremendo esfuerzo. La licántropa tomó de la mano a la bruja y
avanzó con ella haciendo uso de su mayor fortaleza física.

Tan solo faltaba un metro para alcanzar su objetivo. Los anillos de ambas
comenzaron a brillar con el mismo color del borde de la rajadura; con un gran y
último esfuerzo lograron tocar la barrera de energía de la fisura con las sortijas.
Poco a poco la ruptura comenzó a cerrarse, pero no era suficiente; se requería
del poder combinado de los tres anillos.

― ¡Isabel! ―gritó Mireya―. Necesitamos tu anillo.

―Estoy un poco ocupada ahora ―contestó Ethiel deteniendo el golpe de


un hacha con su espada.

―Anda, yo los detendré ―dijo Francine, lanzando una rápida y violenta


patada a la cabeza de un simio.

A duras penas la elfa oscura pudo llegar hasta sus compañeras y unir su
anillo a los suyos. La fisura comenzó a sellarse lentamente, hasta que quedó
reducida a un pequeño punto luminoso, cuyo resplandor aumentaba más y más,
llegando a tornarse cegador.

― ¡Va a haber una explosión! ―exclamó Mireya sin saber qué hacer.

Una indescriptible detonación de pura energía cubrió el lugar donde ellas


estaban paradas. La fisura se selló, pero la energía liberada arrasó con todo a la
redonda.

Algo aturdidas la bruja, la elfa y la loba se encontraron tirabas en medio de


un montón de rocas, con Francine de rodillas junto a ellas respirando con
dificultad.

― ¿Están bien? ―preguntó Cristina, que no entendía como se habían


salvado de la tremenda explosión.

―Me zumban un poco los oídos pero estoy bien ―respondió Ethiel.

―Yo también ―contestó Mireya―. ¿Cómo llegamos hasta aquí?

― ¿Y tú cómo estás Francine? ―preguntó la loba.

―En cuanto recupere el aire te contesto ―respondió ella.

― ¿Tú nos trajiste hasta aquí? ―preguntó la elfa a la vampiresa, mirando el


cráter que había quedado a lo lejos.

―No es nada que una vampiresa no pueda hacer ―respondió la joven


poniéndose lentamente de pie.

De pronto todo cambió. El paisaje desolado e inhóspito se convirtió en un


verde parque lleno de árboles cubiertos de flores; el canto de las aves inundaba el
aire con sus trinos y a lo lejos los ruidos de la ciudad. En el cielo la luna lucía
esplendida e intacta.

―Parece que lo logramos ―opinó Cristina aspirando hondo el aire de la


noche.

―Así parece ―coincidió Mireya.

―Bueno, en ese caso la elfa oscura debe desaparecer ―dijo Isabel


soltando su largo cabello rubio.

Frente a las cuatro mujeres una neblina comenzó a moverse hasta adquirir
la apariencia de una persona, que terminó materializándose ante ellas.

―Mi Señor ―dijo Mireya arrodillándose respetuosamente ante el demonio.

―Levántate hechicera. Tú no deberás arrodillarte nunca más ante nadie


―dijo el hombre―. Ninguna de ustedes cuatro lo hará jamás.

―Gracias Francine ―continuó el demonio―. Sin ti habría sido imposible.


―No fue nada señor ―contestó ella―. ¡Hey chicas miren, tengo un anillo
también! ―exclamó contenta la joven vampiresa.

―Te lo ganaste ―respondió él―. Pero recuerda que no le debes decir a


nadie de dónde lo sacaste, ni a tu jefa. Di solo que te lo dio un amigo.

―Descuide, guardaré el secreto ―aceptó ella.

―Ya pueden volver a sus vidas normales ―las autorizó a todas el demonio.

Las cuatro nuevas amigas nacidas juntas en batalla se despidieron felices


de estar de vuelta en casa.

― ¿Deseas que te lleve a Francia querida? ―preguntó el hombre a la


vampiresa tendiéndole la mano.

―Encantada, Monsieur ―contestó ella―. Nos vemos chicas ―se despidió


de sus amigas mientras se desvanecía en el aire junto a su acompañante.
Enemigo Oculto

― ¿En qué estabas pensando cuando aceptaste esta asignación?


preguntó el camarógrafo tirado en el suelo, afirmando con una mano la cámara y
con la otra el casco, mientras las balas pasaban peligrosamente cerca.

―Alguien tenía que reportear este golpe de estado ―respondió Cristina


también en el suelo con su micrófono en una mano―. Además ya me tenían
aburrida los reportajes huecos de los ricos.

―Aquí Cristina Ramírez, transmitiendo directamente desde las cercanías


del palacio de gobierno de la República Badalaika ―hablaba casi gritando la
reportera para hacerse oír en medio de los disparos y detonaciones―. Las fuerzas
leales al gobierno no aceptaron el ofrecimiento de los rebeldes de traicionar al
Presidente y están oponiendo una fuerte defensa del palacio.

A toda marcha un tanque perteneciente a la fracción rebelde del ejército


enfiló contra la puerta principal del palacio, pero otro tanque de iguales
características, de las fuerzas leales, le salió al paso apuntando su cañón contra la
otra unidad.

―No te pierdas ni una toma ―dijo Cristina a su compañero ante el


inminente choque de los dos titanes.

Tal vez por error, tal vez por no desear lastimar a quienes fueran sus
compañeros de armas, el artillero del tanque defensor descargó su proyectil contra
las orugas del agresor, dejándolo completamente inmovilizado. Sin embargo,
ninguno de los tripulantes esperaba tal respuesta; girando su torre el tanque
rebelde disparó dos veces contra la torreta de combate del otro blindado,
haciéndolo estallar en medio de una gran bola de fuego. Cuando el vehículo
enemigo giraba su cañón contra el palacio de gobierno, reventó entre llamas y
metal quebrado, cuando el proyectil lanzado desde un avión leal cruzó sobre el
campo de batalla.

―Con esto ya tengo asegurado el Premio Pulitzer ―decía el camarógrafo,


que se había puesto imprudentemente de pie, dejándose llevar por la emoción y la
adrenalina que inundaba su sangre.

― ¡Agáchate! ―gritó Cristina, golpeándole las piernas desde el suelo con


una de las suyas, haciéndolo caer de espalda justo cuando una bala pasó
rosándolo.

―Casi te tengo que llevar en una bolsa plástica ―lo recriminó ella.
Cristina no alcanzó a terminar de hablar cuando inesperadamente la
interrumpió su teléfono celular.

―Hola hermano, tanto tiempo sin saber de ti ―lo saludó ella―.


¿Podríamos comunicarnos más tarde?, hay algo de bulla aquí y no te escucho
muy bien ―dijo mientras se oía la explosión de una granada.

Después de unas cuantas horas más de un intercambio incesante de


disparos, las fuerzas golpistas fueron derrotadas por las leales al gobierno y sus
cabecillas fueron fusilados sin juicio alguno, frente a los distintos representantes
de la prensa internacional, para dar un ejemplo a todos.

Temprano al otro día Cristina y su camarógrafo regresaban cómodamente a


bordo de un avión, dejando atrás el convulsionado escenario del día anterior. Para
adelantar un poco de trabajo la reportera sacó su computador portátil; lo primero
que le llamó la atención fue ver un correo electrónico marcado como urgente,
enviado por su hermano, a quien hace años que no veía.

Como lo supuso Cristina, el mensaje era totalmente ilógico a primera vista;


Diego lo había codificado como lo hacían cuando eran jóvenes y querían
mandarse mensajes sin que sus padres se enterasen. Sin ninguna dificultad pudo
descifrarlo y enterarse de su contenido, lo cual aceleró su pulso inmediatamente.

―“Cazadores furtivos. Manada en peligro. Ayúdanos”.

Alguien los había localizado e identificado. Debía moverse lo más posible y


alterar su rutina para hacer que quienes la cazaban perdieran el rastro. Por otro
lado, era necesario que buscara e intentara salvar a los miembros de la manada
que hubiesen sobrevivido.

Diego estaría protegiendo, supuso, a su esposa y a sus dos hijos; de su


padre y su madre no tenía noticias.

La situación era extraña y complicada. Seguramente en cuanto bajaran del


avión la seguirían.

― ¿Todo bien? ―preguntó el camarógrafo al ver la cara de preocupación


de Cristina.

―Es mi hermano, que sufrió un accidente y debo ir a verlo ―mintió la


reportera.

― ¿Vas a ir mañana? ―quiso saber su compañero.

―No. Voy a ir apenas aterricemos ―contestó ella.


―No puedo ir al departamento ―pensó para sí la joven―. Seguramente
me estarán esperando.

― ¿Quién podría saber de nosotros? ―se preguntaba Cristina―. Debo


encontrar a la manada.

Por primera vez en muchos años se sentía sola y desamparada, pero a


pesar de eso sabía que solo ella podría ayudar a los suyos.

Cuando niña su abuela le había contado la historia de un grupo de


cazadores que cada cierto tiempo los perseguía, pero siempre lo tomó como un
cuento para niños igual que el del cuco o algo así, hasta ahora…

Ya en el aeropuerto Cristina subió en uno de los muchos taxis que había


ahí esperando pasajeros. Inmediatamente apagó su teléfono celular y lo tiró por la
ventanilla. Después de hacer dar unas cuantas vueltas al taxista, descendió del
vehículo e hizo parar otro. Esa maniobra la repitió varias veces y se dirigió a pie a
un hotel de cuarta categoría para pensar que hacer.

Después de meditarlo un rato, decidida se puso de pie; sabía que no había


tiempo que perder. Pidió un taxi a la recepcionista del hotel y al salir le pasó varios
billetes para que olvidara que ella había estado ahí, si es que alguien preguntaba.

Después de dirigirse al otro lado de la ciudad, descendió del vehículo y toda


vestida de negro, como si de una ladrona de las que salen en las películas se
tratase, recorrió a pie las pocas cuadras que la separaban de la casa de sus
padres.

Las luces estaban apagadas pero la puerta principal estaba entreabierta.


Desconfiada dio la vuelta a la manzana y saltó la pandereta que separaba a la
casa de los vecinos.

Sigilosamente como era su costumbre, se acercó a la ventana de su


antigua habitación y con un leve empujón hacia abajo y al lado, la deslizó
suavemente.

―Por suerte aun no arreglan esta ventana ―pensó.

Sin hacer ningún ruido, furtivamente como un animal cazando, recorrió toda
la vivienda sin encontrar a nadie en ella. Tanto el living como la cocina se hallaban
totalmente desordenados, con distintos objetos rotos y desparramados en el suelo;
los signos de que había habido una pelea ahí eran bastante claros y evidentes.
Unas cuantas manchas de sangre indicaban que sus padres se habían defendido
con fuerza; sin embargo, no se encontraban por ningún lado.
Cristina revisó detenidamente la habitación, en busca de alguna posible
pista que le indicase la suerte corrida por sus padres. Clavado en el brazo de un
sillón halló un pequeño dardo con un olor picante; al olerlo la nariz le ardió, pero
albergó la esperanza de que ellos aún se encontrasen con vida.

Una pequeña estatua de metal presentaba una raspadura y abolladura,


como si algo hubiese rebotado en ella. Forzando al máximo su vista recorrió con
ella el living, hasta que incrustada en un mueble encontró una bala. Valiéndose de
un cuchillo logró sacarla.

Un intenso dolor recorrió su mano derecha al momento de tomar el proyectil


para guardarlo.

― ¡Aahh! ―se quejó viendo su piel lastimada―. Es plata.

Fue obvio para la joven que quienes habían capturado a sus padres sabían
perfectamente cuál era su naturaleza verdadera y a qué se enfrentaban. Sin
embargo, no fueron lo suficientemente precavidos como para ocultar su olor.

Tan sigilosamente como había entrado, Cristina dejó la abandonada


propiedad. En su cerebro se había grabado el olor de los captores y los seguiría
sin que nada lo pudiese impedir.

Dejó de pensar, dejó que su instinto la guiase; su cerebro le indicaba hacia


dónde dirigirse. Sin percatarse llegó hasta la casa de su hermano.

Los cazadores habían pasado ya por ahí. El interior de la casa estaba tan
revuelto y estropeado como la de sus padres. Libros tirados, muebles volcados,
objetos rotos y manchas de sangre. La familia había dado una feroz pelea, pero ya
no estaban. El aire se sentía picante por la cantidad de dardos tranquilizadores
disparados.

Sobre una puerta una mancha de sangre y unas garras marcadas en la


madera indicaban que se habían transformado para defenderse, pero que aun así
no pudieron impedir ser capturados.

Cristina tomó consciencia plena de que el destino de su familia, de su


manada, estaba en sus manos. Necesitaba respuestas y sabía dónde
conseguirlas.

Lenta y silenciosamente se acercó hasta el edificio donde estaba su


departamento. Confiaba en que estarían esperando que entrase por la puerta, por
lo que se deslizó por el callejón que quedaba a un lado y trepó silenciosamente
por la escalera de incendios. Sus sospechas eran correctas; su agudo sentido del
olfato le indicó que había intrusos en su hogar. Cuatro hombres la estaban
esperando con la luz apagada, uno en la cocina, dos en el living y el cuarto en el
dormitorio, aguardaban a que su presa entrase para poder capturarla, viva si era
posible.
Tapándole con una mano la boca al tipo que estaba en la habitación, le giró
rápidamente la cabeza rompiéndole el cuello, sin que alcanzase a dar la voz de
alarma.

― ¡García! ―llamó uno de los hombres que estaban en el living.

― ¡García!, te estoy llamando ―insistió.

En vista de que el hombre que estaba en la habitación no contestaba, los


que estaban en el living se miraron en silencio y desenfundaron sus armas. De
una patada uno abrió la puerta, apuntando al interior, mientras el otro lo cubría. Su
compañero yacía tirado sin vida con el cuello roto; antes de que pudiese
reaccionar, Cristina, que se había ocultado tras la puerta, lo tomó del cuello por
detrás; girando violentamente sus manos sintió como se partían los huesos de la
nuca de su víctima.

Al ver a su socio caer, el otro hombre disparó dos veces; sin embargo, los
reflejos de Cristina eran tan rápidos que logró esquivar las balas y a la vez sujetar
el brazo de su agresor y desarmarlo. Sin soltar a su presa, con el otro brazo atrapó
el cuello de su atacante y giró velozmente con él, a consecuencia de lo cual lo
desnucó limpiamente. Ante el alboroto, el hombre que estaba en la cocina, disparó
varias veces. Con el cuerpo del tercer hombre aun en sus manos, Cristina se
protegió de las balas, como si se tratase de un escudo.

Tomando una de las pistolas en el suelo, la joven disparó contra él


hiriéndolo en un brazo, con lo que pudo desarmarlo. Sin perder tiempo se
abalanzó sobre él y lo derribó, sujetándolo del cuello.

―Dime dónde está mi familia y te prometo que te daré una muerte rápida y
sin dolor ―exigió amenazante la mujer.

―No te tengo miedo monstruo ―contestó valientemente el hombre.

―Si no hablas romperé todos tus huesos antes de matarte ―dijo Cristina
quebrándole una mano al tipo en medio de un grito de dolor de éste.

―Pierdes tu tiempo, no hablaré y tú familia también morirá ―respondió él.

―Si no me dices lo que quiero escuchar te devoraré lentamente mientras


estás con vida ―dijo Cristina mientras sus ojos se volvían dorados―. Sabes lo
que soy y sabes qué puedo hacerlo.

La piel de ella comenzó a cubrirse de un sedoso pelaje negro. Abriendo


mucho los ojos el hombre rogó por su vida, dominado por el pánico que había
reemplazado a su anterior valor, el que se había esfumado ante la vista de las
fauces en que se comenzaba a transformar la fina boca de la mujer.
― ¡Por favor espera!, te lo contaré todo pero no me hagas daño ―rogó el
hombre.

Deteniendo su transformación Cristina volvió a la normalidad.

― ¿Quiénes son y qué han hecho con mi familia? ―preguntó ella.

―Somos una vieja orden que durante siglos hemos estado cazando a los
de tu clase ―contestó él.

― ¿Por qué? ―preguntó ella.

―Porque son una abominación ante los ojos de Dios ―respondió el


hombre, haciendo pensar que pertenecía a algún tipo de grupo religioso.

― ¿Qué han hecho con mi familia? ―exigió saber Cristina.

―Están prisioneros en las afueras de la ciudad ―respondió el asustado


hombre―. Los estudiaremos para averiguar más de ustedes y cómo poder
acabarlos a todos de una vez.

― ¿Dónde exactamente? ―preguntó Cristina.

―No lo sé, he estado solo una vez ahí y me dormí todo el viaje
―respondió el hombre―. No sé cómo llegar.

― ¡Mientes! ―gritó Cristina quebrándole la otra mano.

―Juro que no lo sé ―intentó defenderse él.

Cristina olfateó bien al hombre por todos lados.

―No importa, ya sé cómo llegar ―dijo mientras giraba la cabeza de él


dejándolo tirado.

El rastro dejado por los cazadores era muy claro para Cristina. Manteniendo
un trote constante y rápido, amparada por las sombras de la noche, en pocas
horas se encontró frente a lo que parecía ser una vieja faenadora de ganado. No
sería muy fácil entrar, ya que el perímetro estaba monitoreado por cámaras de
vigilancia y guardias armados patrullaban los alrededores.

Cuando las cámaras giraban, Cristina corrió agachada hasta una muralla y
siguió avanzando pegada a ella, hasta colocarse a la espalda de un guardia, que
antes de darse cuenta cayó con el cuello roto.
Dos guardias cerraban la entrada; como una fiera se lanzó sobre ellos,
rompiéndole la espalda a uno con una de sus rodillas y el cuello al otro con sus
manos. Su fuerza, sigilo y agilidad formaban una combinación letal.

Afortunadamente para ella la iluminación no era muy buena; parecía ser


más una instalación provisoria de campaña, que una base permanente.
Caminando suavemente para no delatar su presencia, Cristina llegó hasta una
celda en que estaban en muy mal estado su padre y su madre.

― ¡Hija! ―exclamó sorprendida la mujer afirmándose con dificultad en la


reja de su celda.

―Debes salir de aquí ―advirtió su padre―. Es una trampa.

Antes de que pudiera reaccionar, Cristina se vio inmovilizada por varias


cuerdas que la sujetaban a la pared. Furiosa se transformó en forma casi
instantánea rompiendo sus ataduras; el aire silbó cuando muchos dardos
tranquilizantes se clavaron en su cuerpo, dejándola rápidamente inconsciente.

Al despertarse sintió muchísimo dolor en sus muñecas y tobillos. Acostada


en una camilla se dio cuenta de que estaba sujeta por esposas de plata, lo cual
explicaba el dolor que sentía.

―Te estábamos esperando monstruo ―dijo un hombre con lentes y bata


blanca―. Confieso que tú sola nos has dado más problemas que todo el resto de
la manada junta.

―No crean que se saldrán con la suya malditos maniáticos ―respondió


Cristina intentando transformarse.

Sus ojos se volvieron dorados un instante, pero inmediatamente retornaron


a su color norma.

― ¿Sorprendida? ―preguntó burlón el hombre―. Mientras tengas puestos


los grilletes de plata no podrás convertirte en la bestia, demonio infernal.

―Voy a estudiar a las hembras primero ―dijo el hombre tomando una


sierra rotatoria con la que se disponía a abrir el cráneo de Cristina―. Empezando
por esta.

Cristina desesperada trataba de soltarse de sus amarras, pero éstas eran


de ese terrible metal que la hería con cada roce.

―Lucha cuanto quieras monstruo ―dijo el hombre encendiendo su


mortífera herramienta.

El tipo quedó inmóvil un momento, no alcanzando a acercarse a la camilla,


desplomándose con una flecha ensartada en medio de su frente.
Una neblina negra se extendió por el techo, ante el contacto de la cual
todas las cámaras de vigilancia comenzaron a humear.

Una corriente de aire rodeó la camilla y de a una las esposas de plata se


quebraron.

―Ven, aléjate de la plata ―dijo una joven.

― ¡Francine!, gracias ―contestó Cristina al borde del desmayo.

― ¿Por qué no nos llamaste? ―la reprendió la elfa oscura mientras mataba
a un guardia con una flecha y arrojaba su puñal a otro.

―No pensé que les interesarían los problemas de mi pueblo ―contestó con
dificultad la loba.

―No nos interesan ―respondió Mireya―. Pero tú eres nuestra compañera


y lo que afecte a una afecta al grupo.

―Libera a tu familia mientras nosotras nos encargamos de estos locos


―sugirió Ethiel.

―No puedo. Las rejas están hechas de una aleación de plata y no puedo
tocarlas ―explicó avergonzada Cristina.

―Yo me encargo ―se ofreció Francine.

― ¿No te afecta la plata? ―preguntó Mireya.

―Nada afecta a los vampiros ―respondió la joven―. Pero personalmente


encuentro más bonito el oro.

―Vayan entonces ―ordenó Mireya, envolviendo en su fuego a dos


guardias que se disponían a disparar contra ella.

―Vamos, las celdas están por acá ―indicó Cristina conduciendo a


Francine por un pasillo.

―Hija, pensamos que… ―dijo la madre de la loba, sin poder terminar su


frase por el llanto motivado por la emoción.

―Por favor apártense ―pidió la joven francesa, quien con un golpe de su


palma abrió la reja y con sus dedos molió las esposas que sujetaban a los
prisioneros.

―Es una amiga ―la presentó Cristina―. Ella y otras amigas me han
salvado.
―Muchas gracias ―la saludó el padre―. Considérate nuestra amiga.

―Es muy amable señor ―respondió la joven.

― ¡Cuidado! ―gritó la madre ante un guardia que les apuntaba.

Sin que lo notaran casi, Francine se puso por delante de ellos, recibiendo
varias balas que impactaron en su espalda.

― ¡Francine! ―gritó angustiada Cristina.

Como si nada la joven con rabia se volvió hacia el hombre que acababa de
dispararle.

―Haz roto mi chaqueta nueva ―le gritó mientras avanzaba hacia él.

Aterrado el hombre disparó una y otra vez sobre la mujer, sin que las balas
pudiesen detenerla.

Cuando estuvo ya junto a él enterró sus garras en sus brazos y, en medio


de alaridos del hombre clavó sus colmillos en su cuello, bebiendo toda su vida.

―Es un vampiro ―observó el padre de Cristina.

―Vampiresa ―corrigió Francine chupando sus dedos.

Diego y su esposa se hallaban prisioneros en otro pasillo y sus hijos en la


celda contigua.

― ¡Abuelo, abuela, tía Cristina! ―exclamaron los niños cuando vieron a los
demás.

Como si las rejas fueran frágiles y quebradizas, Francine las partió con sus
manos y sin ningún esfuerzo rompió los grilletes y esposas de plata que
inmovilizaban a los licántropos.

Cuando todos los prisioneros se abrazaban contentos de estar con vida, un


guardia apareció por una puerta con su arma lista para abrir fuego. Con un rápido
y acrobático salto hacia una de las paredes, la madre de Cristina se impulsó
alejándose de la vista de él y transformándose en el aire atrapó entre sus
mandíbulas la mano armada, antes de que alcanzase a apretar el gatillo.

Con un grito de espanto el hombre vio caer su mano amputada aun


empuñando la pistola, mientras la bestia cerraba sus fauces en su rostro.

Chorreando sangre la loba aulló con una fuerza e intensidad como nunca lo
había hecho antes, de tal forma que se escuchó por toda la instalación.
Mientras tanto la elfa agotó todas sus flechas contra los guardias que
intentaron oponerse a ella.

Dos guardias trataron de atrapar a Mireya, pero ésta los repelió con sus
manos antes de que pudieran tocarla siquiera. El piso bajo ellos se volvió
inconsistente como si fuese una crema, absorbiendo a uno hasta el pecho y al otro
hasta el cuello, para solidificarse después, matándolos instantáneamente.

―Ya está toda mi familia a salvo ―informó Cristina a Mireya y a Ethiel,


quienes acababan con los últimos guardias sobrevivientes.

―Salgamos de aquí entonces ―sugirió Ethiel.

―Esperen, les dejaré un pequeño regalo ―respondió Francine,


desapareciendo en medio de un fuerte viento y volviendo en cinco segundos.

―Llené de explosivos ―dijo risueña.

Todos se miraron angustiados.

―Corramos ―ordenó Mireya.

―Pero si tenemos tres minutos ―comentó con toda naturalidad la francesa,


que solía olvidar que los demás no eran igual de rápidos que ella.

Con los segundos justos, todos lograron salir de las instalaciones de los
cazadores antes de que las bombas estallasen. La detonación fue tremenda, pero
afortunadamente las barreras de los cuatro anillos se activaron a tiempo en forma
automática, protegiéndoles de su efecto.

―Gracias hermana, expreso sinceramente Diego a Cristina―. Has salvado


a toda la manada.

―Es a mis amigas a quienes hay que agradecerles ―explicó la joven―. Si


no hubiese sido por su tan oportuna intervención, todos nosotros habríamos
muerto en manos de esos dementes.

―Es cierto ―intervino el padre de Cristina―. Ustedes nos han salvado a


todos y les estaremos eternamente agradecidos.

―Eres muy afortunada en contar con amigas tan leales ―agregó la esposa
de Diego.

―Lo sé ―respondió Cristina―. Y siento no haber acudido a ellas desde un


principio.
―Descuida hermana ―respondió Mireya.

―Ahora todo está bien ―agregó Isabel, quien lucía su forma humana.

La luna llena se elevaba en el cielo y la manada formó un círculo en torno a


las cuatro amigas, elevando sus voces en un largo aullido al cual se unió Cristina.
Conspiración

―Seguro mi papá sufriría un ataque si me viera haciendo estas labores de


dueña de casa ―pensó Isabel mientras lavaba el montón de loza sucia que había
en la cocina. Los niños hace una hora se habían acostado y Tomás como siempre
se las ingenió para acostarse y dejarla con todo el aseo.

―Listo, un vaso de bebida y a descansar ―se dijo ella sacando un paquete


de galletas de la alacena y llenando un largo vaso de refresco, que se partió en su
mano cuando lo atravesó una flecha que alcanzó a esquivar justo antes de que le
diera en la cara. Con un rápido movimiento se puso a cubierto bajo una mesa
mientras tiraba las galletas contra la ampolleta, dejando la cocina a oscuras.

Tendiendo la mano la flecha clavada en la pared comenzó a vibrar y voló


hasta su palma.

― ¡Un elfo claro! ―dijo furiosa para sí.

Por la cocina no podía salir y la entrada principal de la casa tampoco era


buena idea, las habitaciones también eran peligrosas; la única salida que se le
ocurrió fue la pequeña ventana del baño. Con todas las luces apagadas salió de la
cocina, justo cuando dos flechas más se clavaban en la pared.

―Debo recordar agrandar esta ventana ―pensó Isabel mientras salía por
ella, con la única idea de alejarse lo antes posible de su casa y de su familia. No
se detuvo en mirar para atrás mientras las puertas y ventanas quedaron cubiertas
por dentro con gruesas enredaderas; la casa quedaría sellada mientras ella se
encargaba de su atacante.

Una flecha se clavó en un árbol junto a ella, justo cuando pudo ingresar al
bosque que había junto a la ciudad. Afortunadamente estaba nublado y la foresta
se extendía oscura, ocultando su huida. Otra flecha la pasó rosando
peligrosamente cerca; definitivamente su cabello rubio era un verdadero tiro al
blanco para quién trataba de matarla. Sin detenerse su apariencia y vestimenta se
volvieron oscuras, confundiéndose con las sombras del bosque, al tiempo que
tomaba una rama rota, que en su mano se convirtió en el mortífero arco de los
elfos oscuros.

Un suave impulso en su carrera elevó a Ethiel entre las ramas de los


árboles, ocultándola de su perseguidor. Con sus oídos y oscuros ojos recorrió los
alrededores y dónde ellos le indicaron hizo volar una negra flecha que habría
abatido a cualquiera que estuviese frente a ella, pero esta vez su enemigo era otro
elfo. Girando en el aire el atacante esquivó la flecha y antes de caer al suelo
disparó una de las suyas hacia Ethiel, quien la eludió saltando de la rama donde
estaba parada.
Frente a frente ambas criaturas del bosque se acechaban mutuamente. El
cabello desagradablemente claro de él a Ethiel le hacía ponerse de peor humor
del que ya estaba; mientras que él trataba de penetrar en los negros ojos de
profunda oscuridad de ella. En sus manos sus respectivos arcos se convirtieron en
afiladas espadas ansiosas de chocar entre sí.

― ¿Por qué te has atrevido a romper la paz entre nuestros pueblos?


―preguntó Ethiel girando la espada entre sus dedos.

― ¿Acaso ahora los elfos oscuros prefieren hablar en vez de pelear?


―respondió el elfo claro―. ¿O tal vez tienes miedo?

Ethiel podía soportar cualquier cosa menos que la trataran de cobarde.


Avanzando lanzó varios golpes con su espada a su insolente enemigo. Sin
embargo, él resultó ser tan ágil y rápido como ella.

Aunque de madera, el golpe de ambas armas hacía retumbar el bosque


entero con un tono metálico. Ni el mejor de los aceros forjado por los humanos
podía imitar siquiera el filo y resistencia de las espadas elfas, que ahora chocaban
en una frenética danza mortal. Hacía siglos que Ethiel no se enfrentaba a un rival
que valiese la pena hasta ahora y eso la emocionaba mucho.

Con el rabillo del ojo la elfa vio como una piedra comenzaba a temblar bajo
las órdenes de su contendor.

―Eres demasiado lento elfo claro ―opinó Ethiel haciendo volar la piedra
contra su enemigo, el que la rechazó con su espada―. Al menos reconozco que
eres bueno con el arco y la espada.

Los movimientos de la elfa oscura eran tan sigilosos que el elfo no se


percató de nada hasta que sus manos y pies fueron enrollados por flexibles lianas
que lo dejaron completamente inmóvil.

―Nunca ustedes podrán igualar nuestro control sobre la naturaleza ―dijo


burlona Ethiel a su prisionero―. Ahora habla, ¿por qué trataste de matarme?

―Pierdes tú tiempo basura oscura, no sabrás nada por mí ―respondió el


elfo.

―Mmm, veamos si aprieto un poco aquí y estiro por aquí a lo mejor te


convenzo de confesar ―dijo la elfa moviendo su mano y haciendo que las
muñecas de su oponente fueran sometidas a una intensa presión y sus brazos y
piernas dolorosamente estirados.

―Deberías saber que los elfos claros no cedemos ante la tortura. Puedes
hacerme lo que quieras ―respondió el elfo a Ethiel.
― ¡Francine!, por favor ven enseguida a dónde estoy yo ―dijo la elfa
oscura al aire.

― ¿Con quién hablas? ―preguntó el elfo claro.

Aunque todos los elfos estaban acostumbrados a ver cosas más allá de lo
común y corriente, no dejó de sentirse sorprendido cuando se formó un círculo
brillante frente a él, por el cual apareció una joven mujer humana.

― ¿Qué tienes aquí Ethiel? ―preguntó Francine.

―Esta porquería trató de matarme ―explicó la elfa―. Quiero saber por


qué.

― ¿Por qué no me cuentas tus secretos? ―preguntó Francine al elfo.

―Pierdes tú tiempo ―respondió él seguro de sí mismo.

― ¡Vaya!, eres un chico rudo ―opinó la vampiresa―. Veamos cuánto.

Como si caminara por una casa de muchas habitaciones, Francine


comenzó a penetrar dentro de la mente del prisionero.

― ¿Por qué tu pueblo rompió la paz con el mío? ―volvió a preguntar Ethiel.

―Ningún otro elfo claro está involucrado ―respondió el elfo a pesar de su


intento de resistencia.

― ¿Por qué trataste de matar a Ethiel? ―preguntó Francine.

―Se me ordenó hacerlo ―contestó el prisionero.

― ¿Por qué a mí? ―preguntó la elfa.

―Hay órdenes de matarlas a las cuatro ―contestó el elfo.

Francine y Ethiel se miraron sorprendidas.

― ¿Por qué? ―preguntó a su vez la vampiresa.

―Porque juntas son una fuerza difícil de contener y que a la larga


estorbaría cualquier intento de cambiar el equilibrio de poder ―confesó el
prisionero sin poder resistir la influencia de la mente de Francine que doblegaba
su voluntad.

― ¿Quién dio la orden? ―preguntó Ethiel.

―No lo sé ―respondió con gran esfuerzo el elfo.


―Confiesa ―presionó más la vampiresa sobre su mente―. No puedes
resistirte.

―La orden la dio… ―el prisionero no logró responder ya que en medio de


un agudo grito se envolvió en llamas que brotaron desde su interior, reduciéndolo
a cenizas en pocos segundos.

¡Francine!, lo mataste ―reclamó Ethiel frustrada porque su prisionero


estuvo a punto de confesar para quién trabajaba.

―No fui yo ―se defendió la vampiresa―. Alguien más impidió que siguiera
hablando. Alguien tan poderoso como para matar a distancia.

―Debemos avisar a las otras inmediatamente ―opinó la elfa.

Francine fue lanzada bruscamente al suelo tras recibir un violento golpe por
la espalda.

Instintivamente Ethiel se volvió con la espada en la mano lista para


combatir.

― ¡Déjate ver o te mato inmediatamente! ―ordenó la elfa alzando una de


sus manos.

Una poderosa onda de choque impactó a Ethiel ―sin embargo ésta no


alcanzó a tocarla, gracias a la barrera protectora que formó su anillo.

― ¿Quién diablos se atreve a golpearme por la espalda? ―preguntó furiosa


Francine con los ojos rojos de rabia, mientras sus suaves manos se transformaban
en letales zarpas.

¿Estás bien? ―preguntó Ethiel a su compañera.

―Lo estaré en cuanto le arranque el corazón al que me pegó ―contestó


ella.

―Es necesario atraparlo con vida para interrogarlo ―recordó la elfa a la


impetuosa vampiresa.

―Ya lo encontré ―dijo Francine lista para cazar a su agresor.

―No te confíes mucho, parece ser poderoso ―aconsejó Ethiel.

―Pierde cuidado ―respondió Francine desapareciendo al correr tras su


víctima.

El hombre en el bosque sabía que el viento que de improviso se había


levantado no era normal; sin embargo, no podía detectar su origen. Ante la duda,
con sus manos descargó varias andanadas de ondas de choque en caso de que
planeasen atacarlo por sorpresa. Él estaba plenamente consciente de su gran
poder y aunque le habían advertido de que sus objetivos eran un hueso duro de
roer, sabía que podría con ellas.

Después de unos minutos de barrer todos los alrededores con sus golpes,
el viento desapareció tan rápido como había surgido. Satisfecho de sí mismo el
brujo sonrió en su interior.

No se podría saber bien qué fue más fuerte; el golpe que lo arrojó a diez
metros de distancia o la sorpresa que sintió al verse lanzado por el aire o la
impresión al sentir como afiladas garras se hundían dolorosamente en su hombro
derecho.

―Agradece que mi amiga quiere interrogarte ―dijo Francine sobre la


espalda del brujo, sin sacar sus garras de él―. Si no te habría sacado ya el
corazón.

Concentrando su voluntad, a pesar del terrible dolor que sentía en su


hombro, desde el suelo el hombre logró generar un chorro de fuego en el aire que
envolvió a la vampiresa, la que para su desagradable sorpresa se cubrió con una
barrera que impidió que las llamas la tocaran.

Dispuesto a lanzar otro ataque inmediatamente el hechicero alzó ambas


manos. Su grito de dolor desgarrador se escuchó por todo el bosque, cuando dos
afiladas ramas le perforaron ambas manos y las ataron tras su espalda.

―Eres muy ingenua si piensas que sin mis manos no puedo dañarlas elfa
―respondió el brujo.

― ¡Cállate! ―ordenó Ethiel a su prisionero.

El brujo no alcanzó a pronunciar ni una palabra cuando varias ramas y


hojas le rodearon la boca, tapándosela como si fuesen una mordaza que le
impedía hacer uso de su voz.

―Muy bien, ahora vas a contestar todas nuestras preguntas ―ordenó


Francine al hombre.

En ese preciso instante el suelo comenzó a temblar con fuerza.

―Algo grande se aproxima ―advirtió Ethiel―. Salgamos de aquí.

El hechicero se sonrió burlón de las ingenuas y torpes mujeres, pensando


que sería liberado pronto.

Francine y Ethiel juntas tomaron del brazo al prisionero cuando un gran


tronco chocó contra la barrera de los anillos de ambas. Frente a los tres se abrió
un portal que los sacó del bosque, alejándoles por el momento de los atentados en
su contra.

A través del pentáculo en el suelo la elfa oscura y la vampiresa, junto con


su prisionero a rastras, se materializaron en el sótano de la bruja.

― ¿Qué está ocurriendo? ―preguntó Mireya ante la inesperada llegada de


sus compañeras.

―Eso es lo que tenemos que averiguar ―dijo Ethiel arrojando al suelo al


prisionero―. Este idiota y un elfo claro trataron de matarnos.

― ¿No se supone que esos elfos son relativamente pacíficos? ―preguntó


Cristina.

―Sin embargo tenía órdenes de asesinarnos a las cuatro ―agregó


Francine.

― ¿Quién te mandó? ―preguntó enojada Cristina y la verdad es que no era


para menos.

La mordaza que el prisionero tenía en su boca cayó al suelo, dejándolo en


libertad de hablar.

― ¡Contesta! ―ordenó Ethiel.

Sin decir nada y con una sonrisa burlona en sus labios, una espesa niebla
oscura empezó a emanar del cuerpo del hechicero.

―Ni siquiera lo intentes ―advirtió Mireya, formando un anillo de fuego en


torno al cuerpo del brujo, con las llamas de las antorchas―. O te quemo ahora
mismo.

―Solo matándome podrán salvarse ―rio triunfante el hombre―. Pero si lo


haces no podrán averiguar nada.

El tipo tenía razón, no podía arriesgarse a matarlo. Primero tenían que


averiguar quién podía mover asesinos sobrenaturales en su contra.

En eso pensaban todas cuando el caldero empezó a hervir con fuerza y una
columna de humo se elevó, la que después de un rato se materializó como el
conocido demonio de ellas.

― ¡Mi Señor! ―saludó Mireya, sorprendida de ver aparecer sin aviso a


Lucifer.

―Se te hizo una pregunta brujo ―ordenó el demonio―. ¡Contéstala!


―No tengo por qué contestarte ―respondió altivo el hechicero―. Quien
quiera que seas.

― ¡Osas desafiar al señor de los ángeles caídos! ―exclamó con los ojos en
llamas y con una voz que hizo temblar las paredes y el piso.

―No reconozco tu autoridad ―lo desafió el insolente brujo.

―Por lo general no me involucro en estos asuntos, pero no tolero que una


sabandija insignificante me falte el respeto ―habló furioso el poderoso ángel―.
No te mataré, pero personalmente torturaré tu alma por el resto de la eternidad, en
cuanto la tétrada termine contigo.

― ¿Quién quiere acabar con la tétrada? ―preguntó Ethiel a punto de


perder la paciencia.

Una vez más del cuerpo del hechicero comenzó a brotar la niebla negra, en
un aviso de que se disponía a atacar.

― ¡No en mi presencia insolente! ―gritó furioso Lucifer―. Todos tus


poderes se acaban aquí y ahora ―dijo mientras una luz cubría al brujo.

Mostrando una gran debilidad y cansancio, el hombre cayó de rodillas al


suelo al serle arrancada su esencia sobrehumana.

―Ahora es todo suyos, averigüen todo lo que sabe ―ordenó el demonio,


sentándose en un trono de piedra negra que apareció junto al altar.

―No tengan ninguna compasión con él, recuerden que quieren matarlas
―mandó Lucifer a la Tétrada Oscura.

― ¿Cuántos asesinos hay tras nosotras? ―preguntó Mireya.

―No lo sé ―contestó el prisionero, bajo el control mental de Francine―.


Por lo que entiendo se reunió a un grupo diverso para el trabajo.

― ¿Cuál es la naturaleza de ese grupo? ―preguntó Cristina.

―No son humanos, si eso quieres saber ―respondió el brujo.

― ¿Quién está detrás de todo esto? ―preguntó Ethiel.

―No lo sé, a mí me contactó otro brujo ―respondió el prisionero―. Pero a


alguien le escuché el nombre de Athatriel.

El nombre quedo resonando como el eco de una campana en la mente del


ángel. Rápidamente Lucifer se puso de pie ante un nombre que hace miles de
millones de años no escuchaba.
Las cuatro miembros de la tétrada estaban atónitas por la expresión de
sorpresa en el rostro del más poderoso demonio.

― ¿Quién es Athatriel, Mí Señor? ―preguntó respetuosamente Mireya.

―Es alguien de quien no creí volver a saber nunca ―respondió Lucifer―.


Cuando yo y mis seguidores nos revelamos a la voluntad de nuestro padre, había
un ángel especialmente rebelde y soberbio, incluso más que yo; a tal punto que se
opuso a mi padre y a mí al mismo tiempo, negándose a aceptar cualquier tipo de
autoridad u orden, no importando de dónde proviniera. Ante semejante insolencia,
entre ambos lo condenamos por toda la eternidad a una existencia fuera del
tiempo y del espacio. Sabíamos que algunos de sus seguidores habían logrado
escapar y ocultarse de nosotros, pero hasta ahora no habíamos tenido ninguna
noticia de sus actividades.

― ¿Qué es lo que pretenden? ―preguntó Ethiel al prisionero.

―Eliminarlas para que no puedan impedir la liberación de Athatriel


―contestó fatigado el brujo.

―Debe ser un chiste ―opinó incrédulo Lucifer ante la inocencia casi infantil
del prisionero―. Esa prisión no puede ser abierta por nadie. Ni Dios ni yo
podemos hacerlo por separado, solo combinando nuestros poderes es posible
lograrlo.

―Igual podemos destruir el mundo que él creó y tú gobiernas ―dijo


insolente el brujo.

―Decirlo es más fácil que hacerlo ―respondió Francine con los ojos rojos
de rabia.

―Puede que así sea, pero por último eliminaremos a las perritas falderas
de este pobre diablo ―continuó el prisionero mirando a Cristina.

Con los ojos luminosamente dorados Cristina estaba perdiendo la


paciencia.

―Creo que ya hemos escuchado suficiente de esta basura ―sentenció


Lucifer―. Cristina, Francine, la cena está servida.

Cristina no se hizo esperar, cambiando su forma se abalanzó sobre el brujo,


cerrando sus terroríficas fauces en su carne, al mismo tiempo que Francine
clavaba sus garras en su pecho y sus afilados colmillos en su garganta. Aunque
Mireya y Ethiel habían visto muchísimas veces a Cristina matar como licántropa,
nunca antes la habían visto alimentarse y realmente no era un espectáculo muy
agradable, así es que prefirieron mirar directamente a Lucifer y hablar con él.
―El asunto es sorprendente hasta para mí ―comentó el ángel―. Aunque
Athatriel fue encerrado en lo que se podría llamar una cárcel de alta seguridad,
varios seguidores suyos en La Tierra se mezclaron con humanos, surgiendo varios
semidioses, los cuales se han ocultado entre los humanos, para tratar de romper
el orden establecido por mí. Por lo visto ahora se están alzando en contra de
ustedes, ya que son la encarnación de mi autoridad sobre el mundo.

― ¿Cuán poderosos son los enemigos? ―preguntó Mireya.

―Bastante, ya que son descendientes de ángeles caídos y su mezcla con


humanos da resultados maravillosos ―comentó Lucifer―. Además existe la
probabilidad, aunque remota por las consecuencias que tendría para ellos, de que
intervinieran directamente algunos ángeles caídos seguidores de Athatriel.

― ¿Y eso sería malo para nosotras? ―preguntó Ethiel.

―En la antigüedad, en las primitivas culturas, a ellos les llamaron dioses


―aclaró Lucifer.

―Esto no me gusta nada ―dijo Cristina preocupada.

―En todo caso ustedes tienen el poder suficiente para derrotar a los hijos
de los ángeles rebeldes del tercer bando ―dijo el demonio―. Respecto a los
ángeles directamente, sus anillos las protegerán de sus ataques; sin embargo,
ustedes no tienen forma de lastimarlos a ellos.

―No puedo creer que seres espirituales deseen asesinarnos ―meditó


Mireya.

―Eso quiere decir que les tienen miedo y las consideran una amenaza para
sus planes ―opinó con cierto orgullo en la voz el demonio.

Una gran llamarada surgida en el pentáculo grabado en el piso llamó la


atención de las cuatro mujeres. Desde el centro del fuego mismo salió caminando
un hombre relativamente joven, elegantemente vestido y de educados modales.

―Padre, ¿por qué has solicitado mi presencia? ―preguntó el recién


llegado.

―Hijo se ha detectado actividad de los ángeles caídos seguidores de


Athatriel ―contó el demonio.

―Por favor explícame padre ―pidió en forma muy educada el recién


llegado.
―Hace pocas horas hubo dos intentos de asesinato contra la Tétrada
Oscura, Damián ―explicó Lucifer.

― ¿Padre, hijo, Damián? ―preguntaron las mujeres.

―Mmm ―meditó un rato Mireya―. El Anticristo.

―En persona hechicera ―respondió el hombre.

―Hijo deseo que apoyes y coordines las actividades de la Tétrada Oscura


―solicitó Lucifer.

― ¿Qué significa exactamente eso? ―preguntó Ethiel.

―Quiere decir que de ahora en adelante ustedes están bajo mis órdenes
―respondió Damián.

―Eso no estaba en el trato ―replicó Cristina.

―Tampoco estaba en los planes la intervención de un tercer bando de


ángeles ―respondió Damián.

― ¿Por qué deberíamos trabajar para usted? ―preguntó Francine.

―Porque nos beneficiaríamos mutuamente ―agregó Lucifer―. Verán,


nosotros no podemos intervenir directamente.

―Pero ustedes nos ayudan a contener esta rebelión antes de que crezca y
yo pongo todos los recursos disponibles a su servicio para detener a los que
quieren matarlas ―continuó Damián.

―En el fondo todos nosotros tenemos los mismos enemigos ―explicó


Lucifer.

Mientras hablaban con las cuatro mujeres, ambos demonios sostenían una
conversación privada fuera de la percepción de todas, incluso de la de Francine.

―Hijo es necesario que te encargues de que la tétrada encuentre la


esmeralda de mi corona ―ordenó Lucifer.

― ¿Crees que sea prudente? ―preguntó Damián―. Recuerda que se nos


ha prohibido intentar recuperarla.

―Por eso mismo la Tétrada Oscura lo hará ―continuó Lucifer.

―En el caso de que la encontraran ―continuó argumentando Damián―. Si


ellas no son compatibles con la energía de la esmeralda morirán inmediatamente.
― ¡Que así sea entonces! ―respondió Lucifer.

―Pero si son compatibles, ¿tienes claro lo que eso implicaría? ―preguntó


Damián a su padre.

―Ilústrame hijo, ya que parece que tu si lo sabes ―respondió el antiguo


ángel.

―Su poder aumentaría a un nivel igual o incluso superior al de un arcángel


―concluyó Damián.

―En ese caso no sería culpa nuestra que ellas, en defensa propia
terminaran matando a los ángeles de Athatriel ―sonrió para sí Lucifer.

― ¿Y si se vuelven en contra nuestra? ―quiso saber Damián.

―Para evitar eso debes ganarte la fidelidad de la Tétrada Oscura


―respondió el señor de los ángeles caídos.

―Supongo que me puedo acostumbrar ―dijo Cristina mirando de arriba


abajo a su nuevo jefe.

―Si usted lo ordena no hay problema por mí ―respondió Mireya.

― ¡Está bien!, si eso nos ayuda a acabar con los asesinos ―aceptó Ethiel.

―Apoyo a “Campanita” ―opinó Francine mirando a la elfa.

― ¿Quieres probar a esta hadita? ―contestó Ethiel poniendo la punta de


su cuchillo en el cuello de la vampiresa.

― ¡Cálmate! ―ordenó Mireya.

―Ella empezó ―se defendió Ethiel.

Francine se resguardó detrás de Mireya y le sacó la lengua a la elfa,


burlándose de ella.

― ¿Padre estás seguro de que ellas son la fuerza infernal más poderosa?
―preguntó el demonio, observando el infantil comportamiento de las mujeres.

―Definitivamente hijo ―respondió Lucifer―. Cuando combaten juntas su


poder y coordinación de equipo las vuelven imparables.

―Entonces debemos trabajar en un ambiente más apropiado y controlado


que este ―propuso Damián.
―Procede como lo estimes conveniente ―autorizó su padre
desapareciendo de la presencia de todos.

―Bueno, si ya terminaron de jugar, acompáñenme a mis oficinas ordenó el


representante de Lucifer en La Tierra.

―Pero que tipo más aburrido ―opinó Ethiel.

―Concéntrense que se están jugando la vida en esto ―observó el ángel.

―Nuestros enemigos lo tienen más que claro ―dijo la elfa con su arco en
una mano.

―Muy bien, cuento entonces con la estratega de las sombras ―le


respondió Damián.

Desde el piso en medio del salón subterráneo se elevó una gran llama que
danzaba como en cámara lenta.

―Por favor acompáñenme ―ordenó Damián, entrando primero en el fuego.

Tras él, una a una las cuatro mujeres cruzaron a una nueva etapa de su
vida. Una etapa incierta, con un destino no claro ni definido, en una lucha por
sobrevivir.

Definitivamente el lugar donde llegaron era todo lo contrario a lo que


esperaban encontrar. No había ni oscuridad, ni fuegos eternos que llenaran el aire
con olor a azufre, como lo describían las narraciones alegóricas, ni lamentos de
tormentos sin fin de condenados a un suplicio por toda la eternidad.

―No es como lo imaginaba ―comentó Mireya en medio de una elegante


oficina finamente decorada.

―Nunca crean todo lo que lean de los demonios ―observó Damián.

―Me encanta este estilo de vida ―opinó Francine, recorriendo el amplio y


cómodo despacho.

― ¿Aquí organizaremos nuestras estrategias? ―preguntó Ethiel poco


convencida.

Mirando de pies a cabeza a la elfa Damián pasó una de sus manos frente a
ella en el aire.
―Así está mejor ―opinó el demonio frente a la rubia mujer vestida con un
elegante traje de dos piezas.

―No está nada de mal ―pensó Isabel observando su tenida en un


espejo―. Me gusta este traje, gracias.

―Señorita, ¿podría por favor prepararnos unos tragos? ―pidió Damián por
intercomunicador.

―Con permiso Señor ―dijo una joven mujer vestida como la típica
secretaria de un importante ejecutivo.

Sin prestar mayor atención a las cuatro mujeres, la secretaria se dirigió a un


pequeño bar de fina madera de ébano y preparó cinco copas de licor.

― ¿Lo desea flameado Señor? ―preguntó educadamente a su jefe.

―Sí, por favor ―respondió él en forma muy cortés.

Con toda naturalidad la mujer pasó su mano sobre las cinco copas,
inflamando su contenido.

― ¿Su secretaria es una bruja? ―preguntó Mireya.

― ¿Bruja? ―preguntó la mujer como si hubiese sido ofendida, extendiendo


dos impresionantes alas de fuego, ante un gesto de autorización de Damián.
Encendiendo una intimidante espada flamífera se aproximó a Mireya.

―Creo que no pretendió ofenderla ―la detuvo el demonio―. No es una


bruja, es un ángel caído que trabaja para mí.

―Uno de los muchos que servimos a Lucifer y a su representante en La


Tierra ―dijo la mujer entregando una de las copas a su jefe.

―Me disculpo ―dijo humildemente Mireya, entendiendo que se estaban


moviendo en otro nivel de influencia; en la clase alta, por así decirlo.

―Aquí vamos a averiguar las identidades de los asesinos que están tras
ustedes y nos adelantaremos a ellos ―explicó El Anticristo―. Síganme por favor.

Ante ellas había una gran sala llena de computadoras, pantallas y mapas
que mostraban distintas imágenes, como noticieros. Varios técnicos y operadores
estaban pendientes de los monitores, bajo la vigilancia de un severo señor que
supervisaba el trabajo de todos.

―Esta es la Tétrada Oscura ―presentó Damián a las mujeres al jefe de su


personal―. Debemos identificar y localizar a los asesinos enviados a matarlas, por
los seguidores de Athatriel.
―Muy bien Señor ―contestó el hombre.

―Según nuestro monitoreo, en La Tierra hay doscientos ángeles caídos de


Athatriel y un número indeterminado de seguidores, debido a que su actividad
hasta ahora ha sido de bajo perfil.

―Los dos asesinos que han dado la cara hasta ahora son un elfo claro y un
brujo ―contó Isabel que lucía su forma humana, ya que le gustó el traje que le
obsequió el demonio―. Antes de morir el brujo confesó que lo había contactado
otro brujo para el trabajo.

―Podemos empezar por ahí ―opinó el ejecutivo, haciendo una señal a uno
de sus analistas.

―Existen cinco brujos que no han demostrado ningún tipo de actividad


dedicada a nosotros ―indicó el hombre―. No se ha podido establecer en forma
clara a quien sirven; es como si tratasen de mantenerse ocultos.

―Ese es el brujo que trató de matarnos ―observó Francine ante una


fotografía.

―Atrapen a los otros brujos para interrogarlos ―ordenó Damián.

―Comiencen un rastreo inmediatamente de ellos ―ordenó el coordinador.

―Tal vez si les ponemos una carnada podríamos atraparlos ―meditó


Cristina.

―Y cuando lleguen por su víctima nosotros los atrapamos ―concluyó el


coordinador.

―Es importante atrapar al mayor número posible de sus colaboradores


―opinó Damián.

― ¿Por qué no tratamos mejor de capturar a los ángeles de Athatriel?


―preguntó Francine.

―Porque sus poderes están muy por debajo de los de un ángel caído
―observó la secretaria de Damián.

―Ella tiene razón, es mejor que ustedes se ocupen solo de sus


colaboradores ―opinó el administrador.

―Yo me puedo ofrecer de carnada ―pensó Cristina―. No creo que


esperen alguna trampa. Claro que tienen que estar listos para ayudarme.

―No te preocupes, nosotros no permitiremos que sufra daños ―la


tranquilizó el coordinador.
―Lo decía por mi atacante ―aclaró Cristina―. Si ustedes se demoran
mucho es probable que tenga que matarlo.

Las nubes movidas por el viento ocultaban la luna llena que intentaba colar
su luz blanquecina en el gran parque en el medio de la ciudad. A esa hora ya no
había ningún paseante, por lo que Cristina podría cazar tranquila, ya que sentía un
gran deseo de comer carne humana esa noche. Caminaba despacio, olfateando el
aire, la respiración agitada, la piel mojada en sudor. A su agudo olfato llegó el
aroma inconfundible de comida; su boca se llenó de saliva y sus ojos se volvieron
hermosa y siniestramente dorados.

Su presa no tenía ninguna sospecha del destino que le aguardaba,


simplemente se paseaba plácidamente por el solitario parque, disfrutando de la
tranquilidad de la soledad en la noche. Cristina hizo un gran rodeo, ocultándose
entre los árboles para tomar a su víctima por sorpresa.

La joven dejó que la bestia que habitaba en su interior, saliese en total


libertad a la superficie. El hombre solo sintió el golpe en la espalda que lo lanzó
boca abajo al suelo y la gran presión que lo aplastaba.

Hay cosas que uno no espera, ni cree que puedan ocurrir y cuando ocurren,
por lo general provocan un momento de inactividad mental y desconcierto
paralizante. Precisamente eso es lo que ocurrió a Cristina cuando se encontró
tirada de espaldas en el suelo, al ser rechazada por su presa con un violento y
poderoso movimiento de sus brazos. Rápidamente la licántropa se puso de pie,
con los pelos del cuello erizados por la descarga de adrenalina.

― ¡Sorpresa loba! ―dijo el hombre de pie y con los puños cerrados―.


Prepárate para morir.

Cristina no se hizo de rogar y lanzó un rápido zarpazo a la cara del extraño


hombre, golpe que esquivó fácilmente y devolvió una fuerte patada al pecho de la
licántropa. La licántropa estaba totalmente desconcertada, nunca había conocido
a un hombre más fuerte que ella y que además pudiese golpearla en su forma de
loba. Furiosa se lanzó nuevamente al ataque, asestando un tremendo puñetazo en
la cara del extraño; sin embargo, para su pesar no le hizo ningún daño.

El intercambio de golpes ya habría matado a cualquier otro ser, menos a


ellos, que parecían dos titanes luchando. Sin ninguna idea mejor, la loba dio un
traicionero rodillazo entre las piernas a su rival, cuando él se dobló de dolor ella
asestó un duro puñetazo en el rostro del hombre, dejándolo tirado en el suelo.
Exhausta la bestia abrió sus fauces, dejando escapar un largo aullido a la luna que
asomaba su disco entre las nubes.

Su grito de victoria se vio interrumpido cuando una llama negra la envolvió


completamente. De entre los matorrales apareció el brujo que intentaba calcinarla.
―A pesar de todo tu esfuerzo igual morirás en mis manos ―dijo el
hechicero.

―Yo no estaría tan segura ―opinó Mireya lanzando una poderosa onda de
choque contra el brujo, arrojándolo aparatosamente al suelo.

Antes de que pudiese ponerse de pie, las pequeñas hojas del césped
crecieron formando una irrompible mortaja entorno a él.

―Tenemos al segundo ―comentó Ethiel mirando el bulto que se retorcía


en el suelo.

―Y también atrapamos a este bruto ―agregó Cristina con una mano en su


tórax, un labio partido y con cara de dolor que no pasó desapercibida por Mireya.

―Parece que te dieron una buena golpiza ―observó Mireya alumbrando


los ojos de Cristina con una pequeña luz.

―Ese tipo resultó increíblemente fuerte, casi me mata en mi otra forma


―contestó la joven aun sin poder creerlo―. Aahhg, eso dolió ―se quejó cuando
Mireya la tocó en el costado.

―Tienes una costilla rota ―observó la bruja.

―Y si no hubiese sido por la barrera me habría quemado viva el brujo


―pensó Cristina mirando su anillo.

―Volvemos ahora ―avisó Ethiel cuando se elevó una llamarada desde el


suelo.

―Atrapamos a dos prisioneros ―informó Mireya cuando se materializó en


el centro de control de las actividades del Anticristo―. Un brujo y este tipo que no
sé qué es pero fue capaz de herir a la loba.

―Mmm ―observó el coordinador―. Es un híbrido entre ángel caído y


humano.

―Yo me encargaré de ella ―dijo la secretaria de Damián, tocando a


Cristina en un hombro.

―Ya no me duele ―observó la licántropa.

―Déjame ver ―pidió Mireya.

― ¡Tu costilla está soldada! ―exclamó al revisar a Cristina―. Y las heridas


de tu rostro también han desaparecido.
―Si fue seriamente lastimada en su forma de bestia por un híbrido, imagine
lo que habría sido capaz de hacerle un ángel caído, que es muchísimo más fuerte
y poderoso ―comentó la secretaria.

―Pueden ir a descansar unas horas ―las autorizó el coordinador de


operaciones.

Cristina se tendió en un cómodo sofá que estaba en una acogedora sala de


descanso y después de un rato se quedó profundamente dormida.

―Dejemos que descanse ―opinó Francine―. La pobre la pasó mal.

―Me cuesta creer que a pesar de su fuerza la hayan golpeado tanto


―comentó Ethiel.

―Estoy preocupada por lo que pueda pasar ―razonó Mireya―. Los


seguidores de Athatriel se van a volver cada vez más difíciles de contener.

―Y estaremos juntas esperándolos ―agregó Francine.

La puerta de la sala se abrió y por ella entró Damián.

―Bien hecho muchachas, hicieron un excelente trabajo ―las felicitó el


demonio.

―Pero Cristina casi no la cuenta ―observó Mireya.

―Pero demostraron que nada las puede detener cuando actúan juntas
―las alabó él.

―Mireya y Ethiel, si lo desean pueden ir a ver a sus familias ―sugirió


Damián.

― ¡Mi familia!, la dejé encerrada hace casi dos días ―recordó Ethiel.

―La verdad es que han pasado dos meses en el mundo de los humanos
―explicó Damián.

― ¡Dos meses! ―exclamó sorprendida Mireya.

―Sí pero ellos quedaron suspendidos en el tiempo y hasta ahora en sus


sueños han estado viviendo una vida normal con ustedes ―agregó el demonio.

―Francine puedes ir dónde lo desees ―ofreció él.

―Gracias, pero aquí estoy bien ―contestó ella.


Damián se sentó en el respaldo del sofá y comenzó a acariciar la cabeza de
la dormida Cristina.

―Realmente la misión se complicó un poco ―meditó el demonio―. La


próxima vez se encargarán mis ayudantes de ella.

― ¿Qué significa eso? ―preguntó Isabel.

―Quiere decir que no me arriesgaré a que algo les pase ―respondió él―.
Tú y Mireya tienen hijos y mi padre no me perdonaría si algo le pasara a Francine
y a mí no me gustaría arriesgar a Cristina.

―No me gusta que peleen mis batallas ―respondió Isabel.

―Ustedes no están capacitadas para enfrentar a híbridos o a ángeles


caídos ―opinó Damián―. Y tengan por seguro que en algún momento decidirán
intervenir; sin embargo, tal vez exista una manera de lograr incrementar sus
poderes.

― ¿De qué forma? ―preguntó Francine.

―Encontrando la esmeralda de la corona de mi padre ―indicó Damián―.


Sin embargo, será difícil conseguirla.

― ¿Y por qué no han intentado ustedes recuperarla? ―preguntó Francine.

―Porque al momento de ser expulsado mi padre y sus ángeles, se nos


prohibió todo intento de buscarla ―explicó Damián―. Porque ella contiene la
esencia de todos los poderes de Lucifer. Y se llegó, después de una larga guerra,
al trato de que a nosotros se nos permitiría actuar con libertad sobre los humanos
a través del libre albedrío de ellos, siempre y cuando no intentásemos recuperar la
esmeralda.

― ¿Pero si lo hacemos nosotras bajo sus órdenes no será como si ustedes


hubiesen roto el pacto? ―preguntó Mireya.

―No les estoy dando ninguna orden al respecto, solo les estoy contando
una vieja historia ―aclaró el demonio―. Además este lugar se encuentra fuera del
mundo de los humanos y no puede ser vigilado desde ninguna dimensión.

― ¿Valdrá la pena? ―meditó Francine.

―Si los ángeles caídos nos atacan, no podremos proteger a nuestras


familias ―comentó Isabel―. Mis hijos son híbridos y si los atacan no estaré yo
para defenderlos.
―Ya entiendo, ustedes piensan en defender a sus familias ―opinó
Francine―. En cambio yo no tengo a nadie, ya que soy huérfana hace más de tres
siglos. Sin embargo, las apoyaré en todo lo que decidan.

―Gracias hermana ―contestó Mireya―. Sabía que podríamos contar


contigo en todo.

―La decisión es de ustedes ―aclaró Damián―. Pero deben tener claro


que no tendrán nuestra ayuda, estarán solas en esto.

―Por ahora deseo que ustedes tres vayan a estar unos días con sus
familias y después lo conversen bien entre las cuatro ―pidió el demonio a Mireya,
Isabel y Cristina, que hace un rato había despertado.

―Si lo deseas puedes salir también ―dijo a Francine.

―Eso sí, no digan a nadie lo que está ocurriendo ―ordenó Damián a la


Tétrada Oscura.

Hacía tiempo que Cristina no estaba realmente cerca de sus padres y


decidió pasar una semana con ellos. Los días los usaron en recordar viejos
tiempos y contar distintas anécdotas; eran muchos los años que debían recuperar.
Esa semana coincidió con una luna llena y aprovecharon la oportunidad para salir
a cazar los tres juntos, cómo lo hacían cuando ella era una adolescente aún. Al
final de la cacería los tres aullaron juntos para la luna.

Isabel por su parte se dedicó a regalonear a su esposo e hijos y a jugar lo


más que pudo con ellos.

En cuanto a Mireya, usó sus días para estar junto a su familia, sin hacer
nada en particular; solo disfrutó de su compañía.

Francine se hallaba sola en el mundo y decidió quedarse en el centro de


operaciones de Damián. Durante unos minutos estuvo meditando si realmente
quería esto para ella. Por tres siglos fue solo la mucama de unos ricos y no había
más emoción en su vida que preocuparse de que nada faltara a su señora; sin
embargo, ahora era parte de algo que realmente parecía importante.
Personalmente se sentía importante y sabía que los demás de verdad la
necesitaban. Ahora tenía a las hermanas que siempre deseó. Se sentía valiosa,
importante y querida. Definitivamente esto era para ella.

A las dos horas de haber salido, Cristina, Mireya e Isabel se reunieron


nuevamente con Francine, a la que saludaron efusivamente. A la joven vampiresa
le sorprendió tan grande muestra de cariño por parte de sus amigas por solo dos
horas de separación, pero después recordó que el tiempo pasaba mucho más
rápido fuera de ese lugar.
―Bueno creo que debemos tomar una decisión ―comentó Cristina.

―Si los que están tras nosotras actúan como una mafia, es de esperarse
que quieran matar a nuestros seres queridos también ―opinó Mireya.

―A mí lo único que me interesa es proteger a mi familia ―dijo Isabel


cambiando el color de sus ojos.

―La mía se desenvuelve como una manada, por lo cual se puede proteger
a sí misma ―opinó Cristina.

― ¡Pero mis hijos no! ―exclamó Mireya―. Ellos solo son humanos.

―Como yo lo veo ―comentó Isabel, la única forma de salvar a mi familia es


matando antes a los asesinos.

―Y solo se podrá si somos más fuertes que ellos ―indicó Francine.

―Yo voto porque busquemos esa piedra y que pase lo que tenga que pasar
―dijo decidida Isabel.

―Yo opino lo mismo ―apoyó Mireya.

Cristina se paseaba en silencio sin decir nada.

―Supongo que es lo más sensato ―comentó.

―Está decidido, hagámoslo ―concluyó Francine.

― ¿Pero dónde debemos buscar? ―preguntó Isabel.

―Alguna vez escuché una leyenda de que cuando Lucifer se reveló contra
su padre, al perder la guerra en el cielo fue arrojado de él y la esmeralda que
portaba su corona se desprendió y estrello contra La Tierra, haciéndola cambiar la
posición de sus polos ―contó Mireya.

― ¿La leyenda habla de algún lugar en particular? ―preguntó Cristina.

―Dicen algunas tradiciones que cayó en el Polo Norte ―continuó la bruja.

―Eso está bastante lejos ―observó Isabel.

―No tanto, recuerda que dije que se invirtieron los polos ―aclaró Mireya―.
Lo que antes era el Polo Norte, ahora es el Polo Sur.

―Creo que voy a necesitar un abrigo ―opinó Cristina.

―Parece que las cuatro necesitaremos abrigos ―comentó Isabel.


― ¿Me pueden explicar? ―pidió Francine.

―Si la interpretación es correcta, la esmeralda cayó en algún lugar de la


Antártida ―aclaró Mireya.

―Nos tomará una eternidad hallarla ―opinó Francine.

―Sin contar que podemos morir congeladas rápidamente ahí ―pensó


Cristina.

―Yo no ―intervino Francine―. Pero estoy acostumbrada al calor.

―La Antártida es demasiado grande ―meditó Mireya―. ¿Cómo la


encontraremos?

―Es posible que la capacidad de rastreo de los anillos nos pueda ayudar
―opinó Isabel.

―Tal vez, pero no pretenderás que la recorramos completa ―objetó


Cristina―. Mide trece millones de kilómetros cuadrados.

―Y si nos perdemos, en cien metros podríamos morir congeladas


―agregó Mireya.

―No podemos buscar a ciegas ―opinó Francine―. Es inconcebible el solo


imaginarlo.

Damián entró en eso en la sala donde estaban las mujeres discutiendo qué
hacer.

― ¿Qué decidieron mis amigas? ―preguntó amistosamente―. ¿Irán a


tratar de recuperar la esmeralda sagrada?

―Si es que no morimos en el intento ―comentó Isabel.

― ¿No se consideran suficientemente poderosas? ―preguntó el


demonio―. Ustedes lo pueden todo.

―Si las leyendas son reales, la piedra se encuentra en algún lugar de la


Antártida ―intervino Cristina―. Y caminar a ciegas en ese lugar sería un suicidio
hasta para nosotras.

―En eso tienes razón ―aceptó Damián.

― ¿Entonces cómo lo podríamos hacer? ―preguntó Mireya.

―La esmeralda se encuentra exactamente bajo la superficie de la


Antártida, en un sistema de gigantescas cavernas ―explicó el demonio.
― ¿Qué distancia deberíamos recorrer antes de llegar hasta la entrada de
las cavernas? ―preguntó Cristina.

―Diez kilómetros ―contestó el demonio.

― ¡Diez kilómetros!, en medio de la nieve a varios grados bajo cero


―exclamó incrédula Isabel.

―Es lo más cerca que se puede para que no detecten la intrusión


―explicó Damián.

―Vamos a necesitar equipo especial para ese clima tan extremo ―opinó
Mireya.

―Aparte de ropa muy gruesa ―agregó Francine.

―Eso y más este regalo ―dijo Damián entregando una hermosa pulsera de
oro a cada una de las mujeres―. Las protegerán del frío extremo; sus anillos, por
otro lado, las guiarán hasta la entrada de la Tierra Hueca y una vez dentro, hasta
la piedra.

En un solitario aeródromo de Tierra del Fuego se había reunido un nutrido


grupo de científicos que cargaba distintos equipos de investigación en un gran
avión todo pintado de blanco, en el que ya habían subido un vehículo para la
nieve, también blanco. Junto al avión se detuvo una caravana de autos negros que
escoltaban a un pequeño vehículo de pasajeros.

―Pensé que esto era secreto ―comentó Mireya.

―Y lo es ―respondió Damián―. Ocultas a la vista de todos en una


expedición científica.

―Cuando suban al avión estarán solas ―avisó el coordinador de


operaciones a las mujeres―. No tendrán ninguna forma de comunicarse con
nosotros. Solo podrán abrir un portal cuando tengan la piedra y no deben
materializarse directamente en nuestra base.

―Confío en que todo saldrá bien ―dijo Damián a la tétrada―. No hay


nadie más capacitado que ustedes para esta misión.

―Gracia Señor ―respondió Mireya―. No le fallaremos.

―Tenga café caliente para cuando regresemos ―pidió Isabel.

―Por favor cuídense y buena suerte ―deseó el demonio a las cuatro


mujeres, mirando directamente a los ojos a Cristina y dedicándole una sonrisa.
La Tétrada Oscura abordó el avión, el que encendió inmediatamente sus
motores camino al continente blanco.

―Huuyy, el jefe te coqueteó ―dijo Francine haciéndole cosquillas a


Cristina.

―Nada de eso, es solo que es muy amable con todas ―se defendió ella.

Isabel miraba con curiosidad el vehículo todoterreno que las llevaría a


través de diez kilómetros de hielo, nieve y frío.

― ¿Cómo serían los hijos de una mujer lobo y el hijo de Lucifer?


―preguntó en voz alta para sí misma, bromeando a costa de Cristina que estaba
roja de vergüenza.

―Mejor concentrémonos en nuestra misión ―sugirió Mireya―.


Descansemos un rato mientras podamos.

El viaje duraría unas cuantas horas, que las cuatro aprovecharon para
dormir un poco, ya que les esperaba una jornada muy dura.

―En quince minutos llegaremos a nuestro destino ―las despertó la voz del
piloto por altoparlante―. Prepárense para el descenso.

―Es mejor que nos pongamos la ropa aislante ―sugirió Isabel tomando
una bolsa con su nombre.

Después de un rato las cuatro estaban completamente equipadas, vestidas


con gruesos trajes aislantes de frío color blanco, antiparras y mascarillas.

Dos mecánicos hacían una última revisión del vehículo para nieve.

― ¿Vamos a aterrizar luego? ―preguntó Cristina.

― ¿Quién dijo que vamos a aterrizar? ―preguntó el técnico.

―Sí, para seguir por nuestra cuenta ―agregó la bruja.

―No vamos a aterrizar ―contestó el otro técnico.

― ¿Y cómo vamos a descender entonces? ―preguntó Isabel.

―El vehículo va a ser lanzado con paracaídas junto con ustedes


―respondió el otro.

― ¡Oh, no!, nada de eso ―rechazó Cristina girando rápidamente―. No


cuenten conmigo, me da miedo.
― ¿Dónde crees que vas? ―preguntó Mireya, mientras ella e Isabel la
sujetaban de un brazo cada una y la arrastraban hacia el carro todoterreno.

―Vamos, no seas tan cobarde ―la retó Francine―. Imagínate que es un


ascensor solamente.

―Un ascensor de dos kilómetros y sin freno ―respondió Cristina mientras


Isabel le acomodaba los cinturones de seguridad.

―Descenso en treinta segundos ―sonó la voz del piloto por altavoz.

Las compuertas del avión se abrieron bajo el vehículo, dejándolo caer al


vacío. A los pocos segundos los paracaídas se abrieron frenado el descenso sin
control. Cristina tenía los ojos fuertemente cerrados, afirmando las manos de
Mireya e Isabel; Francine permanecía tranquila como si esa caída fuese algo sin
importancia.

Con un leve zamarreo el vehículo tocó el congelado y blanco suelo.


Francine sentada en los controles soltó los paracaídas y encendió el motor,
poniendo en movimiento el carro.

―Muy bien, estamos a nueve y medio kilómetros de nuestro objetivo


―indicó la vampiresa―. En menos de una hora estaremos ahí.

Como quince minutos después las luces del vehículo temblaron y se


apagaron, lo mismo que el motor, quedando el carro inmóvil.

― ¿Por qué nos detenemos? ―preguntó Cristina.

―No hay electricidad ―informó Francine―. Voy a revisar el sistema


eléctrico.

Después de un rato la vampiresa sacó la cabeza de entre los cables.

―La batería está totalmente descargada ―informó Francine.

―Mi reloj se detuvo ―observó Mireya, que deseaba ver la hora.

―Y el mío ―agregó Isabel.

―Lo mismo que el mío ―observó Cristina.

― ¡Qué raro! ―opinó Mireya.

―Tiene que haber sido un pulso electromagnético ―supuso Francine.

―Supongo que quieren asegurarse de que nadie se acerque a la


esmeralda ―pensó Isabel.
― ¿A qué distancia estamos? ―preguntó Cristina.

―Cinco kilómetros ―respondió Francine.

―Tendremos que seguir a pie ―opinó Mireya.

―Se está levantando viento blanco ―observó Cristina―. Mejor nos


amarramos una a la otra para no perdernos ―sugirió afirmando una cuerda a la
cintura de Mireya y otra a la de Isabel.

El viento al soplar levantaba una tupida cortina de nieve que impedía ver a
más de unos cuantos centímetros. Si no hubiese sido por los bastones con punta y
porque Francine y Cristina forzaban al máximo sus sobrehumanas fuerzas, les
habría sido imposible avanzar.

A través de sus guantes aislantes se podía ver el brillo de sus anillos, que
les indicaban la dirección que debían seguir para llegar hasta la esmeralda
sagrada.

―Llevamos apenas doscientos metros y estoy cansada ―se quejó Mireya.

―Tenemos que tratar de aguantar ―dijo Isabel también reflejando


agotamiento en su voz.

―Traten de no hablar ―aconsejó Cristina.

Después de interminables minutos de castigo, la ventisca amainó dando


paso a un increíblemente azul cielo despejado.

―Guau ―exclamó Francine―. Nunca había visto un cielo así de azul.

―Se supone que la entrada a la Tierra Interior debería estar cerca ―dijo
Mireya mirando su anillo―, pero todo se ve completamente liso.

―No creo que el jefe se haya equivocado ―opinó Cristina.

―Huuumm ―murmuró burlona Isabel.

―Tiene que estar por aquiiiii… ―comentó Francine mientras caía por un
profundo agujero que estaba oculto por la nieve, arrastrando consigo a sus
compañeras que estaban unidas a ella por las cuerdas de vida.

Si no hubiese sido por las barreras protectoras generadas por las sortijas,
solo Francine habría sobrevivido a una caída de más de cien metros.

―Creo que la encontramos observó Cristina mirando a su alrededor.


― ¡Esto es asombroso! ―exclamó Isabel, admirando el frondoso bosque de
grandes árboles que se extendía frente a ellas y el sonido inconfundible de un río
que llegaba hasta sus agudos oídos.

―Aquí hay un microclima que ha permitido la proliferación de vida vegetal


al menos, en esta gigantesca caverna ―supuso Mireya.

―Será más fácil buscar la esmeralda que si hubiese nieve y viento ―opinó
Francine.

―Empecemos entonces ―dijo Cristina moviendo su mano en distintas


direcciones, hasta que su anillo se iluminó.

― ¡Por ahí! ―exclamó Mireya poniéndose en movimiento hacia la dirección


que indicaba su anillo.

―Espera ―la detuvo Francine―. No vestidas así ―le advirtió mientras se


despojaba de su gruesa ropa térmica.

La señal las guiaba hacia el río, pero debían cruzar el bosque para llegar a
él.

Después de bajar la pequeña colina donde se encontraban, se hallaron


frente al límite de la foresta. A cada paso que Isabel daba, su apariencia cambiaba
totalmente; inmediatamente Ethiel se puso al frente de la caravana, dejándose
guiar por sus instintos y finos sentidos. El piso era firme y el bosque se veía verde
y sano, libre de todo signo de contaminación o daño humano.

Sin percatarse Mireya pisó una rama que, como si fuese un animal la
comenzó a envolver entera, mientras grandes hojas crecían cerca de su cabeza,
acercándose peligrosamente a ella.

―Es una planta carnívora. No muevas ni un músculo o te apretará más


hasta reventarte ―advirtió Ethiel, mientras levantaba su afilada espada y la dejaba
caer en la mortífera mortaja que envolvía a su compañera. Las ramas rotas
cayeron al suelo retorciéndose y secándose inmediatamente.

―Eso estuvo cerca ―opinó Mireya―. Gracias amiga.

―No te preocupes ―contestó la elfa―. Pero debemos ser más cuidadosas


aquí.

El exuberante bosque que no obstante era poseedor de una gran belleza,


no estaba carente de grandes peligros. Aunque aún no habían visto a ningún
animal, Ethiel estaba convencida de que tenía que haberlos.
Francine caminaba distraídamente admirando el paisaje, muy distinto de su
natal París; por mirar para atrás no se percató de la gigantesca tela de araña en la
que se enredó.

― ¡Puag, que pegajoso! ―exclamó ella mientras trataba de librarse de la


red que la aprisionaba. Los movimientos de la vampiresa atrajeron la atención de
la dueña de la trampa. Asustada Francine trataba desesperada de soltarse, pero
cada movimiento que hacía la enredaba más.

―No me puedo soltar ―dijo la joven vampiresa llorando y con mucho


miedo en la voz.

―Quédate quieta ―ordenó Mireya―. Mientras más te muevas más te vas


a enredar. Una llama brotada del báculo de la bruja derritió la telaraña, dejando en
libertad a su presa.

―No es necesario que expliques nada ―dijo comprensiva Cristina


poniendo una mano en la espalda de Francine, mientras ésta secaba sus
lágrimas.

― ¿Aracnofobia? ―preguntó discretamente Ethiel a Mireya.

―Me da la impresión de que sí ―respondió ella―. En todo caso no me


habría gustado sentir los colmillos de esa araña ―comentó la bruja. ¿A
propósito, notaste el tamaño que tenía?

―Sí era del porte de un gato ―respondió Ethiel.

―Espero que no tengamos más sorpresas como esa ―pensó Mireya.

Al poco rato la señal de los anillos las llevó hasta la orilla del río que corría
apacible cerca del límite del bosque.

― ¡Cuidado! ―susurró Cristina―. Junto al río hay un enorme oso.

Instintivamente casi, la joven dejó salir a la bestia que habitaba en ella.

―Espera, no le hagas daño ―intentó detenerla Ethiel, pero ya era muy


tarde y la loba se abalanzó sobre el gigantesco animal; sin embargo, el oso se
paró en sus dos patas traseras, alzándose tres metros y medio, con lo que aún
con sus más de dos metros de alto, la licántropa parecía pequeña a su lado.

De un golpe el oso derribó a la loba, lo que la hizo enfurecer aún más.

―Tranquilízate ―le pidió Ethiel a Cristina―, ese oso solo defiende su


territorio. Déjame manejarlo a mí.
Con los ojos como fuego la licántropa miró a la elfa oscura y poco a poco se
fue calmando, hasta que recuperó su forma humana.

El animal estaba fuera de control y arremetió contra las mujeres, pero varias
raíces se enredaron en sus patas, logrando detenerlo. Entre sus manos Ethiel
tomó un poco de agua del río y la ofreció al oso; sus compañeras la observaban
con un nudo en la garganta.

―Tranquilo, nadie te va a hacer daño ―dijo Ethiel acercando lentamente


las manos al hocico del animal―. Todo va a estar bien, nosotras solo queremos
pasar por aquí.

Lentamente, con desconfianza al principio, el gran oso aceptó el agua que


le ofrecía la extraña mujer.

―Buen chico ―dijo la elfa acariciando suavemente la cabeza del oso.

Comprendiendo el error que había cometido, Cristina tomó un poco de miel


que encontró en el hueco de un árbol y lenta y humildemente la puso a los pies del
animal y se alejó sin darle la espalda y con la mirada en el suelo. Entendiendo el
gesto el oso aceptó la miel que la otra mujer le estaba obsequiando.

―Ya podemos continuar ―informó Ethiel a sus compañeras.

Un rugido de dolor estremeció el bosque cuando una afilada flecha se clavó


en una pata del gran animal.

―Es una flecha de elfo claro ―gritó furiosa Ethiel.

―Nos han seguido ―dijo parada junto al oso para cubrirlo con su barrera
de energía. Aunque la verdad no sabía si eso serviría.

Varias flechas negras volaron hacia el lugar de donde había surgido el


proyectil que había herido al pobre oso.

Una bola negra se elevó de la mano de la bruja y voló entre los árboles,
llevando muerte en su interior. Envuelto por un enjambre de insectos negros que
lo picaban por todos lados, entre gritos de desesperación salió corriendo el elfo
que disparó contra el oso. Furiosa Ethiel cargó una negra flecha en su arco y con
calma, como disfrutando el momento, la hizo volar hasta la frente de su blanco,
asomando su punta por la parte trasera de su cabeza.

Una llama de fuego negro voló hacia la elfa oscura, pero fue detenida por
otra similar salida del báculo de Mireya. Mientras los dos brujos combatían entre
sí, Ethiel elevó ambas manos al aire; a los pocos segundos el fuego que intentaba
contener Mireya cesó repentinamente, justo cuando un alarido se escuchó entre
los árboles. El brujo no se alcanzó a dar cuenta cuando varias ramas atravesaron
su cuerpo en distintas partes.
―Déjame ayudarte amiguito ―dijo Ethiel retirando la flecha de la pata del
oso.

Ese malvado no te volverá a hacer daño ―dijo la elfa al animal mientras


ponía una hoja sobre la herida, formando una venda con ella.

De pronto el suelo comenzó a temblar bajo los pies de las cuatro mujeres.

― ¿Pero qué es eso? ―preguntó Mireya.

―Algo muy grande aparentemente ―opinó Francine.

Los hechos le dieron la razón a la vampiresa. Un gigantesco coloso de


cuatro metros de alto y puro músculo llegó corriendo hasta donde ellas estaban.

Cristina se transformó instantáneamente en la bestia, mientras Francine de


un salto se elevaba hasta la altura del gigante y asestaba un tremendo puñetazo
en su mandíbula.

Una potente onda de choque lanzada por Mireya derribó al gigante de


espalda, oportunidad que la licántropa aprovechó para lanzarse sobre él,
descargando sus garras sobre el pecho del coloso.

La elfa no perdió ni un segundo para cubrir al monstruo con una lluvia de


flechas.

Cuando todas creían que el gigante yacía sin vida, éste se levantó y
arrancó las flechas de su cuerpo y botó a Ethiel de un golpe en un hombro; la elfa
oscura yacía inconsciente en el suelo. Levantando su enorme pierna el coloso
pretendió aplastarla, cuando dando un rugido el gran oso lo abrazó por la espalda
y lo levantó en el aire, cerrando sus brazos en un poderoso abrazo que trituró
todas sus costillas. Agónico el colosal hombre no pudo detener la mano de
Francine que cruzó dos veces su garganta, desgarrándola y acabando con su
vida.

El oso se acercó a la caída Ethiel y lamió su rostro hasta que ella logró abrir
sus ojos.

―Yo también te quiero ―dijo la elfa abrazando el ancho cuello del animal.

―Pensé que te perderíamos ―dijo Francine, contenta de ver a su


compañera con vida.

―Gracias a esta noble criatura no ocurrió ―opinó Ethiel sentándose en el


suelo.

―Tu hombro está dislocado ―dijo Mireya revisando a la elfa.


―Es cierto ―asintió Ethiel, tomándolo con la otra mano y acomodándolo
con fuerza, con el crujido característico de huesos rosándose.

―Aay, que valiente ―opinó Cristina ayudando a su amiga a ponerse de


pie.

Inesperadamente el gigantesco oso se iluminó y convirtió en una esfera de


luz verde que se quedó flotando en el aire frente a las cuatro forasteras. Con un
rápido impulso la luz se dirigió hacia un claro donde había una especie de cráter.

―Es la esmeralda sagrada ―comentó Mireya, quien no entendía lo que


acababa de pasar.

La esfera luminosa se elevó un poco más y desapareció completamente.

― ¡La encontramos! ―exclamó emocionada Francine.

En medio del cráter semienterrada había una gran e intensamente verde


esmeralda, la cual radiaba una deslumbrante luz que iluminaba todo alrededor.

De una mochila Mireya sacó una caja metálica en la que con mucho
cuidado depositó la preciada joya perdida.

―La tenemos ya ―dijo Cristina―. Salgamos de aquí.

Frente a la Tétrada Oscura se formó un círculo de luz por el cual


atravesaron las cuatro mujeres; las recibió el frío viento marino de Tierra del
Fuego, siguiendo las instrucciones del coordinador de la misión, de no
transportarse hasta la base del representante de Lucifer en La Tierra.

Una intensa llama negra envolvió a la Tétrada cuando un brujo descargó


toda su energía contra ellas. A través de la barrera que las protegió pudieron ver
como una multitud sin límite de elfos claros, gigantes y otros extraños seres se
acercaban rápidamente hacia ellas.

―Listas o no muchachas, debemos pelear como nunca lo hemos hecho


―dijo Francine sacando sus afiladas garras.

El arco de Ethiel estaba listo para disparar su carga de muerte, mientras la


bruja se rodeaba de una densa niebla oscura y Cristina convertida en la bestia
perforaba el aire con un agudo aullido.

Una tras otra la elfa oscura lanzó sus flechas al aire derribando a un
enemigo con cada una de ellas; en las actuales condiciones no se podía
desperdiciar ningún recurso.
Primero un fuerte viento cruzó entre los atacantes, que se convirtió pronto
en un silbido que se volvía cada vez más agudo y que finalmente estalló en un
gran estruendo que retumbó por todos lados. Los cadáveres cubrían una gran
extensión de terreno y Francine jadeaba con los ojos rojos como brasas
incandescentes y sus brazos llenos de sangre hasta los codos.

La barrera protectora de la loba brillaba a su máxima intensidad,


cubriéndola contra la incesante lluvia de flechas que la acribillaban, mientras
lanzaba grandes peñascos que aplastaban gran cantidad de enemigos.

Mireya comenzaba a agotar su fuego mágico que hacía arder a varios


atacantes.

Una lluvia de proyectiles cayó sobre la posición rival cuando la elfa oscura
bajó de un golpe la mano que había levantado miles de guijarros del piso.

A pesar del gran estrago causado en la horda de seguidores de Athatriel, su


número era mortíferamente mayor que el de la Tétrada Oscura y la energía de
ellas comenzaba a disminuir y mostraban signos de fatiga.

Sin que nadie pudiese preverlo, una flecha de elfo claro perforó la caja que
contenía la esmeralda sagrada. La punta del proyectil logró enterrarse en la gema,
la que ante la mirada de horror de las mujeres se partió en varios pedazos.

― ¡Está rota! ―gritó Mireya con la voz entrecortada.

Los trozos de la fracturada piedra comenzaron a brillar y a vibrar


violentamente, saltando hacia las mujeres, que fueron heridas en distintas partes
de su cuerpo por los fragmentos de cristal, quedando tiradas en el suelo mientras
un verde resplandor las envolvía y desaparecía luego dentro de ellas.

Francine apoyó sus manos en el suelo y levantó su cabeza mirando a sus


compañeras. En sus ojos pudo ver las mismas extrañas llamas que ellas vieron en
los suyos.

Lentamente las cuatro lograron ponerse de pie. Con una mano en el aire
Ethiel elevó cientos de guijarros que incandescentes cayeron como pequeños
explosivos, haciendo volar despedazados los cuerpos de una cantidad difícil de
precisar de enemigos.

Las fauces de la loba se abrieron para dejar escapar un aullido que hizo
temblar la tierra y el cielo y ante cuyo golpe decenas de enemigos cayeron sin
vida.

La vampiresa corrió veloz entre los aterrorizados sobrevivientes que


quedaban, para volver enseguida junto a sus compañeras. Tras ella cientos de
cadáveres marchitos como hojas secas, quemadas por el sol del verano, se
deshacían en polvo.
Los pocos atacantes que restaban con vida se lanzaron furiosos contra las
cuatro mujeres. En forma casi refleja la bruja extendió sus brazos descargando
una onda de energía tan intensa que vaporizó todo cuanto tocó.

Después de horas, o tal vez de solo minutos, todos aquellos que


pretendieron asesinar a la Tétrada Oscura yacían convertidos en cenizas o polvo
que el viento austral se encargó de limpiar.

― ¿Qué fue lo qué ocurrió? ―preguntó Mireya, mirando los ojos de fuego
de sus compañeras.

―No lo sé ―contestó Ethiel―. De pronto me sentí cargada de una


tremenda energía.

―Y yo ―agregó Francine―. ¿Qué fue lo que hice? Sentí que absorbía la


vida en sí de todos, no solo su sangre, también se energía vital.

― ¿Y la esmeralda? ―preguntó Cristina, viendo vacía la caja rota que la


contenía.

―No lo sé ―respondió la bruja―. Estoy tan confundida como ustedes.

― ¿Por qué me miras tanto? ―preguntó algo incómoda Francine a la elfa.

―Tus ojos están extraños ―dijo ella.

― ¿Qué tienen de extraños? ―preguntó la vampiresa.

―Tienes fuego en ellos ―explicó Ethiel―. Los ojos de todas ustedes tienen
fuego en su interior.

―También los tuyos ―observó Mireya.

― ¿Qué nos está pasando? ―preguntó Cristina llevándose las manos a la


cara.

―No lo sé ―fue la inútil respuesta de Mireya, que estaba tan inquieta como
sus amigas.

Su meditación se vio interrumpida por un cegador resplandor que cubrió


todo el campo de batalla.

―Esto aún no acaba ―dijo Cristina ante la imponente visión de los


doscientos ángeles caídos seguidores de Athatriel que se involucraban
abiertamente en la batalla, ante el inesperado giro que habían tomado los
acontecimientos, sin importarles ser descubiertos.


Doscientos robustos guerreros con alas de fuego las enfrentaban, portando
una devastadora espada flamífera cada uno de ellos.

La elfa empuñó firme su espada y recorrió el nuevo escenario con su


mirada de fuego, avanzando temerariamente hacia los nuevos enemigos.

―Espera. No podrás con ellos ―intentó detenerla Francine.

―Tal vez mi destino sea morir aquí ―respondió corriendo decidida contra
aquellos que podrían tratar de lastimar a sus hijos.

Sin inmutarse, ni preocuparse mayormente, dos ángeles caídos apuntaron


sus espadas contra la valiente pero irreflexiva elfa oscura. Dos formidables
chorros dorados de fuego chocaron contra la barrera de Ethiel, sin poder detener
su decidido avance.

― ¡Es increíble! ―exclamó Cristina―. La barrera de su anillo logró parar


esa tremenda energía.

―No lo creo ―dijo Mireya recogiendo algo del suelo―. No lleva su anillo
―indicó la bruja mostrando la sortija de Ethiel que se había roto en la anterior
batalla.

― ¿Pero entonces de dónde salió ese escudo que la está protegiendo?


―preguntó incrédula Francine.

―No lo sé. Tal vez sea por la esmeralda ―supuso Mireya.

―Pero se rompió ―recordó Cristina―. Todas lo vimos.

― ¿Y dónde están los pedazos? ―agregó la bruja.

― ¿Quieres decir que se metieron en el cuerpo de Ethiel? ―preguntó la


vampiresa.

―No solo en el de ella ―opinó Mireya―. También en los de nosotras. ¿O


tienes alguna mejor explicación para lo que ahora está pasando?

Al llegar junto a los ángeles que le estaban disparando Ethiel levantó su


humilde espada de madera. La sonrisa burlona de ellos se borró rápidamente
cuando una formidable espada flamífera empuñada por la elfa oscura cortaba la
hoja de fuego de las que ellos sostenían.

En la mano de la bruja su báculo negro se iluminó transformándose en una


barra de incandescente, tan brillante y dorado como la espada de Ethiel. Sin
pensarlo siquiera la elevó por sobre su cabeza y una lluvia de fuego cayó
perforando las alas y cuerpos de los ángeles caídos, que ardían como nunca
antes un ángel lo había hecho.
Las garras de la vampiresa se volvieron luminosas como si fuesen cuchillos
del mismo fuego que las armas de sus compañeras y sin pensarlo dos veces
cruzó el campo de batalla clavándolas en el corazón de un ángel enemigo. El
fuego consumió desde adentro a su víctima, mientras se lanzaba contra otro y de
un zarpazo le cortaba la cabeza y al igual que el anterior ardía envuelto en esas
poderosas llamas que ahora dominaba la Tétrada Oscura.

El pelaje de la loba parecía formado por pequeñas llamas que desprendían


chispas cuando se movía. Un golpe directo a su cara fue detenido como si nada
por su mano, sin que la hoja de fuego de la espada la lastimara. Como una daga
incandescente su mano atravesó el pecho de su atacante, consumiéndolo
inmediatamente.

Nunca se había sabido que un ángel hubiese muerto y sin embargo


decenas de cuerpos calcinados se volvían polvo bajo los pies de la Tétrada
Oscura.

Una espada descargada directamente contra la cabeza de Francine paró en


seco su trayectoria cuando chocó contra la hoja flamífera de la espada que se
materializó en su mano. A la mente de la vampiresa llegó el recuerdo de alguna
vez haber presenciado un combate con espadas; dando un gran salto y girando en
el aire, de un golpe cortó una de las alas de su agresor. Un grito de dolor como
jamás se había escuchado en este mundo hizo retumbar todo; un certero
movimiento de su mano hizo rodar la cabeza del ángel caído, haciéndolo estallar
en llamas.

En un momento de la batalla las cuatro mujeres quedaron juntas. Francine


se llevó ambas manos a la cabeza en un gesto de desesperación.

― ¡Salgan de mi mente! ―gritó con las llamas en sus ojos más vivas que
antes. Un grupo de ángeles caídos había descubierto la capacidad telepática de la
vampiresa y estaba valiéndose de ello para atacarla.

― ¡Les dije que salieran! ―volvió a gritar Francine. Un agudo grito se


escuchó proveniente de todos lados, cuando los ángeles que la atacaban se
convirtieron en luz y fueron literalmente absorbidos por la vampiresa, que
emanaba una gran cantidad de energía.

Sin necesidad de mediar palabras entre ellas, las cuatro apuntaron sus
espadas flamíferas hacia los ángeles sobrevivientes y descargaron cuatro chorros
de fuego que confluyeron en un mismo punto que se abrió en un abanico de luz
que barrió con todo lo que había delante, desintegrando completamente a los
pocos seguidores de Athatriel que quedaban con vida.


La batalla en que por primera vez los ángeles habían muerto llegó a su fin.
Tras la Tétrada Oscura se elevó una poderosa llamarada por la que Damián
apareció.

Las cuatro mujeres se volvieron al mismo tiempo hacia el demonio.

―Lo han conseguido ―dijo Damián felicitándolas.

― ¿Qué nos está pasando? ―preguntó Mireya con una voz que parecía un
trueno, muy distinta de su normalmente suave hablar.

― ¿En qué nos hemos convertido? ―gritó Francine.

Las cuatro avanzaron juntas hacia Damián, aun empuñando sus espadas
de fuego.

― ¡Aléjate de ellas! ―ordenó Lucifer dentro de la mente de su


representante―. Ahora ellas pueden matarte, sal de ahí hijo.

―Lo siento padre, pero no puedo dejarlas solas ―respondió el demonio


desobedeciendo―. No las abandonaré.

―Muy bien, pero bajo tu responsabilidad ―aceptó Lucifer.

―Soy yo, tranquilas amigas ―trató de calmarlas el Damián―. No las


lastimaré.

Lentamente, sin hacer ningún movimiento brusco, Damián acercó su mano


a la de Cristina y retiro su espada de ella.

―Todo estará bien ―le dijo mientras la abrazaba.

Las cuatro espadas se apagaron y desaparecieron de las manos de la


Tétrada Oscura. Las cuatro mujeres buscando apoyo abrazaron fuerte al demonio.

―Duerman y descansen mis queridas muchachas ―dijo Damián con sus


ojos llenos de fuego, mientras una gran llamarada los envolvía y sacaba de ahí
llevándolos a un oculto lugar.

Lucifer sentado en un trono negro escuchaba atento a su hijo.

―La Tétrada Oscura ha absorbido la esmeralda sagrada, fusionándose con


ella ―explicó Damián.
―Y su poder ha aumentado tanto que ha sido capaz de matar a doscientos
ángeles con sus propias manos ―concluyó Lucifer―. Espero que podamos
contener esa nueva fuerza.

―Confía en mí padre, solo hay que educarlas en forma apropiada ―opinó


Damián―. Deben entender que nunca las abandonaremos y que somos un
equipo.

―Espero que estés en lo cierto hijo ―pensó Lucifer―. Sabíamos que su


poder aumentaría mucho; ahora es solo cuestión de guiarlas apropiadamente. Por
el momento la amenaza de Athatriel ha acabado y sus seguidores ya no existen.

―Ellas no son nuestras enemigas, ni nosotros de ellas ―meditó Damián―.


Somos aliados y las apoyaré como se merecen y lo necesitan.

―Muy bien, procede como tú lo estimes conveniente ―aceptó el soberano


de los ángeles caídos.

La vida de las cuatro mujeres había experimentado un nuevo cambio, en el


cual ellas habían nacido de nuevo, como una fuerza más allá del cielo y el infierno.
Una fuerza que se podía derramar como una represa rota si no se controlaba bien.
El Despertar

El sol entraba por la ventana dándole un tono apacible a la rústica cabaña.


Francine abrió lentamente los ojos, como si recién hubiese salido de un sueño;
Isabel aun dormía plácidamente en el sillón; Mireya abrió la puerta y se unió a
Cristina que afuera contemplaba el paisaje, mientras una benévola brisa agitaba
su cabello.

― ¿Qué ha pasado? ―preguntó la bruja a su amiga.

―No lo sé. Hace poco desperté y vi que estábamos en esta cabaña de


campo ―contó Cristina―. Lo último que recuerdo fue una terrible batalla en la
que pasaron cosas muy extrañas.

Francine contempló a Isabel y se preguntó cómo habían llegado ahí. Las


voces que llegaban del exterior terminaron por despertar a la elfa, quien luego de
estirarse un poco finalmente abrió sus ojos, para contemplar sorprendida la
cabaña donde despertó.

― ¿Dónde estamos? ―preguntó Isabel a Francine, quien acomodaba su


cabello.

―Parece el campo ―respondió la joven.

Isabel se encaminó hacia la puerta y se reunió con sus compañeras.

―Tuve un sueño muy extraño ―comentó Isabel a Mireya y Cristina.

―No fue ningún sueño ―la corrigió Francine―. Miren sus ojos.

Efectivamente Isabel pudo comprobar cómo tanto en los ojos de Cristina,


como de Mireya y Francine, intensas llamas danzaban en ellos.

― ¡Sus ojos son de fuego! ―exclamó la elfa.

―Al igual que los tuyos ―le indicó Francine.

Las cuatro mujeres se quedaron contemplando como hipnotizadas el fuego


que acompañaba su mirada. Resultaba obvio que no habían soñado y que algo
muy desacostumbrado había ocurrido.

Del suelo surgió una gran llama y de ella un hombre.

― ¡Damián! ―exclamó Cristina.


―Me alegro mucho de que ya se encuentren mejor ―respondió él
abrazando a las cuatro mujeres.

― ¿Qué ha pasado y dónde estamos? ―preguntó Mireya.

―Conversemos adentro en forma más cómoda ―sugirió el demonio


invitándolas a pasar a la casa.

― ¿Qué nos pasó? ―preguntó Isabel.

― ¿Qué es lo último que recuerdan? ―quiso saber Damián.

―Habíamos encontrado la esmeralda y nos transportamos a la Patagonia


―respondió Cristina―, luego fuimos atacadas.

―Eran cientos contra nosotras cuatro y nos defendimos en forma


desesperada ―agregó Francine.

―De alguna forma logramos derrotarlos ―continuó Mireya―. Entonces un


gran resplandor cubrió todo.

―Eran ángeles caídos que nos atacaron ―siguió Isabel contando lo que
recordaba―. Luego todo se vuelve muy confuso. Recuerdo mucho fuego que se
movía en el aire.

―Espadas flamíferas ―comentó Damián―. Ustedes mataron a los


doscientos ángeles de Athatriel.

― ¿Pero cómo es eso posible? ―preguntó Mireya.

― ¿Por qué en nuestros ojos hay fuego? ―quiso saber Isabel un poco
asustada.

Después de un rato de silencio y pasearse pensativo Damián trató de


explicarles a las muchachas lo que estaba pasando.

―Por algún motivo la energía de la esmeralda armonizó con la de ustedes.


Cuando ésta se rompió, ustedes absorbieron la radiación que se liberó, la cual
atrajo lo fragmentos de ella, como si sus cuerpos fueran una especie de imán. Los
cristales de la esmeralda se fusionaron con sus organismos, generando un
aumento en sus poderes naturales ―explicó el demonio.

― ¿Pero por qué el fuego en los ojos? ―insistió Isabel.

―Siendo mi padre el dueño de la esmeralda, como ángel portador de la luz


y el fuego de la sabiduría, la joya posee o mejor dicho almacenó su esencia y
como ahora la gema está dentro de ustedes, de cierta forma la reflejan ―continuó
Damián.
― ¿Cómo es que pudimos aniquilar a doscientos ángeles con tanta
facilidad? ―preguntó Mireya.

―Como Lucifer es el ángel más poderoso, parte de sus poderes fueron


transferidos a su joya símbolo y de ella a ustedes agregó Damián.

― ¿Y qué significa esto? ―preguntó Cristina haciendo aparecer una


espada flamífera en su mano.

―La espada flamífera es el arma principal de un ángel ―explicó Damián―.


Como ustedes ahora poseen la energía de un ángel, era de esperar que pudieran
generarlas y controlarlas.

―Tengo miedo ―dijo Francine sentada en el suelo con las manos


abrazando sus piernas―. Yo absorbí completamente a algunos ángeles con mi
cuerpo.

―La energía de la esmeralda dentro de ustedes ha incrementado y


modificado sus poderes y habilidades naturales. De alguna forma tú ahora te
alimentas de energía vital en vez de sangre; solo una pequeña modificación.

― ¿Pequeña, a esto llama pequeña? ―gritó la vampiresa empuñando una


espada de fuego.

― ¡Cálmate Francine!, por favor, no quiero hacerte daño ―dijo Cristina


poniéndose entre Damián y ella, con otra espada de iguales características.

―Todas estamos asustadas por lo que está pasando ―intervino Mireya―.


Pero no debemos olvidar que somos amigas y lo que le pasa a una le está
pasando a las otras también.

― ¿Recuerdas lo que sentiste cuando te volviste vampiresa? ―preguntó


Damián a Francine, bajando la espada de Cristina.

―Recuerdo que me sentí muy poderosa, pero muy confundida a la vez,


tenía miedo porque no sabía que pasaría después conmigo ―contó Francine,
recordando desde el fondo de su memoria.

― ¿Y cómo lograste vencer ese miedo? ―siguió preguntando el demonio.

―La vampiresa que me convirtió se quedó a mi lado, me enseñó a


alimentarme y me mostró lo que yo era capaz de hacer. Siempre ha sido un gran
apoyo para mí y le estaré eternamente agradecida porque nunca me ha dejado
sola ―concluyó Francine muy emocionada.

―De igual forma yo nunca te dejaré sola y te apoyaré en todo este proceso
de adaptación. Lo mismo que a todas ustedes ―dijo Damián bajando y apagando
las espadas de Cristina y Francine.
― ¿Qué va a pasar ahora con nosotras? ―preguntó Isabel.

―Aquí van a aprender a conocer y a controlar su nueva naturaleza y los


nuevos poderes que implica ―respondió Damián.

― ¿Dónde es “aquí”, exactamente? ―quiso saber Mireya.

―Creamos este lugar en un plano fuera del tiempo y del espacio normal,
para que puedan meditar y entrenarse en sus nuevas habilidades ―respondió el
demonio.

― ¿Estamos prisioneras? ―preguntó Isabel.

―Claro que no, es solo que mientras no aprendan a dominar toda la


energía que generan sus cuerpos, es mejor que permanezcan aquí, o podrían
destruir todo cuanto existe  aclaró Damián

―O sea que estamos prisioneras ―concluyó Mireya.

― ¿Ha pasado mucho tiempo desde que llegamos? ―preguntó Isabel.

―Aquí el tiempo carece de todo significado ―explicó Damián―. Al salir de


aquí, pueden hacerlo en cualquier período de tiempo o lugar que deseen.

― ¿Y cuándo comienza nuestro entrenamiento? ―preguntó resignada


Cristina.

― ¡Ahora mismo! ―dijo una estruendosa voz en medio de una llamarada.

― ¿Y quién es este? ―preguntó Isabel.

―Soy Telal y seré su instructor en esta nueva etapa de su existencia


―contestó el recién llegado demonio.

―No parece gran cosa ―comentó la elfa mirándolo de arriba a abajo en


forma despectiva.

Un fuerte resplandor iluminó toda la cabaña.

― ¿Ahora me mostrarás respeto pequeña elfa? ―dijo el ángel luciendo


unas poderosas alas de fuego y vistiendo una impenetrable armadura roja, con
una mano sosteniendo por el cuello a Isabel y la levantaba a varios centímetros
del suelo, mientras en la otra blandía una espada flamíferas que apuntaba hacia
las otras mujeres.

―Mejor muestra respeto a tu maestro ―ordenó Damián a Isabel.

―Está bien me equivoqué, es impresionante ―aceptó la elfa.


― ¡Así está mejor! ―contestó Telal soltando a Isabel, cuyo cuello
mostraba la marca de sus dedos.

―Veamos si realmente son tan buenas como dicen ―comentó Telal.

Decenas de elfos claros comenzaron a descargar sus flechas contra la


cabaña.

― ¡Nos atacan! ―gritó Mireya.

―Elfa sal a pelear ―ordenó el demonio.

―Pero si va sola la matarán ―opinó Cristina.

―Si la matan entonces quieres decir que no es digna de la esmeralda


sagrada ―comentó Damián.

Abriendo un poco la puerta Ethiel disparó contra cada blanco que su vista
fijaba, pero la cantidad de atacantes era demasiado alta y sus venablos
insuficientes. Inesperadamente, de un empujón en la espalda, Telal arrojó a Ethiel
fuera de la cabaña. Cientos de flechas volaron directamente hasta ella,
amenazando con aniquilarla inevitablemente. Un proyectil en su pierna la hizo caer
al suelo, Cristina desesperada se transformó en la bestia con la intensión de
ayudar a su amiga.

― ¡Déjala sola! ―le ordenó Telal.

― ¡La matarán! ―objetó Francine.

―Puede ser, o puede ser que no ―comentó Damián, quién permanecía


sereno como si nada pasar―. Miren.

Las flechas caían al suelo antes de tocar el cuerpo de Ethiel, detenidas por
una barrera invisible, a pesar de que ninguna de las cuatro amigas llevaba las
sortijas entregadas por el señor de los ángeles caídos. Sus ojos literalmente
despedían fuego y con un total desprecio al dolor, la elfa oscura rompió la flecha
clavada en su pierna. Poniéndose lentamente de pie en su mano derecha se
materializó una brillante espada de llameante hoja. Presa de una gran furia Ethiel
corrió contra el grupo de atacantes, mientras las flechas sin cesar rebotaban en su
escudo. Sin detener su carrera con su mano izquierda hizo flotar decenas de
pequeños guijarros que cayeron como una lluvia de explosivos sobre la masa de
elfos claros. Los enemigos sobrevivientes rodearon con sus afiladas espadas a la
mujer, lanzándose en una formación de hojas cortantes que la mutilarían
totalmente si llegasen a tocarla. Con rápidos movimientos de su espada Ethiel
rompió varias hojas de las armas contrarias, para después consumir la vida de los
elfos claros que tocaba con el mortífero fuego de la espada. Con solo dos
enemigos vivos al frente, Ethiel hizo desaparecer su arma para enfrentarlos a
mano limpia.

― ¿Pero qué hace? ―preguntó Mireya.

Con un suave movimiento de sus dedos, las espadas de los elfos claros se
soltaron de sus manos y quedaron flotando en el aire, para ante un gesto de la
elfa, cortar la cabeza de sus propios dueños.

― ¡Es impresionante! ―exclamó Francine cuando Ethiel volvía cojeando


hasta la cabaña.

― ¡Lo lograste! ―la felicitó Mireya.

―Tu desempeño fue realmente patético ―la reprendió Telal―. Si la flecha


hubiese dado en un órgano vital, ahora estarías muerta. Demoraste demasiado en
activar tu barrera.

―Es muy fácil decirlo si lo protege una armadura ―opinó Cristina.

Con una dura mirada de fuego el demonio salió de la cabaña haciendo


desaparecer su escarlata armadura y quedando cubierto solo por un delgado traje
de tela; sin decir ni una palabra Damián le disparó a quemarropa en forma
traicionera por la espalda. El fuego mágico y devastador de la espada flamífera
rebotó en una resplandeciente barrera que cubrió al desprevenido demonio. Las
cuatro mujeres observaban lo ocurrido con la boca abierta.

―Sus respuestas tienen que ser casi reflejas ―les dijo Telal volviéndose
hacia ellas con una maligna sonrisa en los labios―. Sobre todo la generación del
escudo.

―Creo que tenemos mucho que aprender ―aceptó Ethiel.

―Así es, pero tenemos toda la eternidad para ello ―contestó el demonio.

―Muy bien, empecemos el entrenamiento en combate ―dijo entusiasmada


Cristina.

― ¿Combate?, ¿estás bromeando? ―preguntó en forma burlona el


demonio―. Primero aprenderán a defenderse con sus nuevas barreras, luego
pasaremos a otras etapas.

―Obedezcan a Telal en todo lo que les diga ―ordenó Damián―. Él es uno


de los mejores guerreros infernales.

―Así será Señor ―respondió Mireya.

― ¿Ethiel? ―preguntó el demonio.


―Está bien ―aceptó resignada la rebelde elfa.

― ¿Cuándo volverá Señor? ―preguntó Cristina a Damián.

―Cuando ustedes tengan algo bueno que mostrarme ―respondió él.

De igual forma que como había llegado, Damián abandonó el campo de


entrenamiento de la Tétrada Oscura, no sin antes hacerle una advertencia a Telal.

―Gánate su confianza y no las presiones tanto como para que se


enfurezcan contigo. Las vi asesinar fácilmente a doscientos ángeles caídos
―advirtió el demonio.

―No se preocupe Señor, no le fallaré ―respondió Telal―. Y si muero,


quiere decir que soy indigno de la confianza de su padre.

De una mesa el demonio tomó una manzana y se la arrojó a Mireya, quién


la atrapó en el aire.

― ¿Hechicera, puedes explicarnos lo que acabas de hacer? ―preguntó


Telal.

― ¿Yo?, nada ―respondió Mireya―. ¿Ahh, se refiere a la manzana?

―Sí, explícalo ―le pidió el demonio.

―Solo la atrapé en el aire ―respondió ella.

― ¿Lo pensaste o fue un acto reflejo? ―continuó él.

―No lo pensé, fue un movimiento reflejo ―aclaró ella.

―De igual forma deben poder activar sus barreras protectoras ―explicó el
demonio―. Debe ser un acto totalmente reflejo, porque si lo piensan antes de
hacerlo pueden recibir un ataque mortal antes de poder defenderse.

Las cuatro mujeres miraban atentas al demonio, prestando atención a cada


una de sus palabras. Inesperadamente Francine se volvió rápidamente hacia
atrás, asestando un rápido zarpazo con sus garras al cuello de un enorme simio
que estuvo a punto de ensartar un gran puñal en su espalda.

―A eso me refería precisamente ―comentó Telal―. Sus reacciones deben


ser reflejas como la de la vampiresa, en este caso. ¿Entendieron?

―Eso no es tan fácil de lograr ―opinó Mireya.


―Entonces es mejor que nos pongamos a trabajar pronto ―indicó el
demonio―. Vamos afuera.

―Tomen esto ―dijo Telal pasándole una antiparras a cada una.

― ¿Y esto? ―preguntó Francine.

―No quiero que queden tuertas por ser muy lentas, antes de terminar su
entrenamiento ―agregó él.

―Pero… ―Cristina no alcanzó a terminar de hablar cuando una tupida


lluvia de guijarros comenzó a golpearla.

―Auch, esto duele ―reclamó Mireya.

―No lo haría si hubiesen puesto sus escudos ―las reprendió Telal―. Y les
advierto que en cualquier momento serán atacadas sin aviso.

―Necesito un bosque oscuro para poder meditar ―comentó Ethiel―. Debo


conectarme con mi naturaleza y con el entorno.

―Lo mismo yo ―agregó Cristina.

―Las cuatro lo harán a solas ―respondió el demonio―. La Tétrada Oscura


y cada una por separado, es poderosa cuando sus instintos y reflejos controlan
sus acciones; es probable que la fusión con la esmeralda las haya aletargado
momentáneamente. Vayan y regresen cuando estén listas.

Las sombras que se mueven y los murmullos de los árboles era lo que la
elfa oscura necesitaba para sentirse viva. Cerró los ojos y abrió los brazos,
dejando que los espíritus del bosque entraran en ella. Sentía que su ser estaba
desequilibrado, de igual forma como cuando empezó a vivir como Isabel; sin
embargo, aprendió a centrar ambas partes con la ayuda de la noche del bosque,
igual a como volvía a hacerlo en esta oportunidad. El aire entró revitalizante en
sus pulmones, llenándola de la paz que tanto necesitaba; su respiración se
emparejó con la respiración del bosque. Con sus ojos cerrados Ethiel pudo ver el
verde resplandor de la esmeralda sagrada en su interior, interfiriendo con el
normal flujo de energía entre el bosque y ella. Poco a poco los latidos de su
corazón comenzaron a disminuir y su respiración a relajarse. Suaves sarcillos
envolvieron la cintura de ella y la elevaron del suelo, delicadas hojas acariciaron
su rostro trayéndole la calma que sentía cuando su madre la arrullaba para dormir.

La luz que venía del bosque y la que emanaba de la esmeralda


comenzaron a latir juntas hasta igualar su ritmo y unificarse en un solo pulso. La
verde luz de la gema creció lentamente, llenando todo el ser de la elfa oscura.
Suavemente, como si se tratase de una delicada y frágil escultura, las lianas
depositaron con cuidado el cuerpo de Ethiel que dormía plácidamente. Luego de
un rato ella se levantó y con una mirada de paz caminó lentamente hacia la
cabaña. La joven elfa oscura esa noche había nacido nuevamente, convertida en
más de lo que era al principio de su vida; más de lo que cualquier elfo antes lo fue.

Siempre la luna llena la hacía sentirse segura, al igual que el sol a los
humanos; esta vez no era distinto y la tranquilidad de la noche le permitía relajarse
y descansar. Parada sobre una roca Cristina se quedó en silencio contemplando el
plateado disco de la luna que iluminaba todo el paisaje que alcanzaba a divisar
con sus dorados ojos. La luz blanca del astro bañaba por dentro a la licántropa,
pero no se movía como siempre; ahora Cristina sentía una fuerte turbulencia en su
interior. Cerró sus ojos y pudo ver el verde brillo de la esmeralda que recorría su
cuerpo en forma caótica, llevando desorden a todos lados. Aspiró profundamente
el aire fresco de la noche y vio como la luz de la luna al juntarse con la de la
esmeralda se unían en un rápido remolino en el que se mezclaban ambas. Giraba
y giraba rápido sin control; más despacio ahora, cada vez más lentamente el giro
comenzó a volverse armónico y sereno, hasta convertirse en una suave danza de
luz; una luz que la llenaba de paz interior. Con sus ojos dorados, rodeados por un
brillante anillo verde, Cristina bajó del monte donde esta noche había vuelto a
nacer. Ahora ya no había ninguna duda en la mente de la loba; lo comprendía todo
con una sabiduría que lo abarcaba todo.

En el bosque Mireya caminaba con paso seguro, al llegar a un claro asiente


con satisfacción por el lugar encontrado y extiende sus brazos; bajo su voluntad
un pentáculo de fuego se formó en su centro. Este era el mejor lugar para que la
hechicera pudiese meditar. Habían pasado muchos siglos desde que Mireya formó
su primer pentáculo de fuego para ponerse en armonía con las fuerzas que le
daban sus poderes y ahora le producía una sensación similar a aquella vez.

Con sus ojos cerrados y sus brazos abiertos a los costados, el cuerpo de la
bruja se despegó del suelo desafiando la fuerza de la gravedad. Dentro de sí pudo
ver la esmeralda como un corazón latiendo en forma descoordinada. El fuego en
su interior rodeaba a la joya pero no lograba tocarla. La respiración de ella se
volvió tenue y serena, suave y apacible. El fuego de Mireya rozó la gema y la
envolvió delicadamente, armonizando con ella su vibración; poco a poco el latido
de la esmeralda se hizo monótono y lento, constante y estable. El fuego y la luz de
la esmeralda se volvieron uno sol y el verde resplandor de la joya inundó todo el
cuerpo de la hechicera, logrando el equilibrio que ella necesitaba.

Francine no era muy buena para los cambios, de hecho a ella le


acomodaba mucho llevar una vida rutinaria, aunque de vez en cuando se salía de
ella. Sin embargo, esta era una situación un tanto extrema. Reconocía que sentía
miedo por no poder comprender bien lo que estaba pasando, de igual forma que
sintió hace tres siglos, cuando dejó de ser humana, y de igual forma esta vez
también se adaptaría. Al igual que en esa ocasión cerró sus ojos y dejó que la
noche entrase en su interior. Por sus venas vio correr la roja sangre que bañaba
su ser; también pudo ver la luz de la esmeralda, que no dejaba circular bien su
sangre. La noche ejercía cierto influjo en ella que la relajaba y la llenaba de una
sensación de paz y poder; lentamente se sentía más y más serena. Vio en su
interior que una luz verde comenzaba a llenar sus venas, recorriéndola toda por
dentro. Francine ahora lo entendía todo y ninguna duda ni miedo la embargaba,
volviéndose una sola con la joya que brillaba en su interior.

Caminando tranquilas, pero seguras de sí mismas, las cuatro mujeres


regresaron a la cabaña, donde las aguardaba Telal.

Una tupida lluvia de flechas, fuego y pequeños proyectiles las recibieron de


regreso de su retiro, pero nada logró dañarlas gracias a las barreras que
automáticamente aparecieron en forma refleja en torno a ellas, protegiéndolas de
cualquier amenaza.

―Muy bien, lo han logrado ―dijo el demonio a las mujeres―. Ahora


pueden comenzar su entrenamiento.

― ¿Podemos ir a desayunar primero? ―preguntó Mireya―. Estuvimos toda


la noche meditando.

―Vayan ―autorizó el demonio.

―Me siento muy bien ―comentó Isabel a sus amigas.

―Igual que yo ―coincidió Cristina.

― ¿Y tú Francine? ―preguntó Mireya.

―El miedo ya desapareció y me siento más tranquila ―comentó la


vampiresa―. ¿Y tú?

―Nuevamente me siento centrada ―contestó Mireya.

―Entonces ya estamos listas para comenzar nuestro entrenamiento


―comentó Isabel.

―Solo déjame terminar mi café ―pidió Cristina.

Mientras sostenía la taza de café, toda la cabaña se vino abajo, aplastando


a las cuatro amigas bajo los escombros. Un brillante resplandor acompañó a la
explosión que hizo volar todo por el aire. Con satisfacción el demonio vio a sus
discípulas cubiertas por sus brillantes barreras, mientras las cuatro empuñaban
poderosas espadas flamíferas.

―Las felicito, han reaccionado como se debía esperar de la Tétrada Oscura


―dijo orgulloso Telal―. Pueden guardar sus espadas. Ahora que ya superaron el
problema de sus defensas, ya pueden comenzar su entrenamiento en combate.

―Primero empezaremos con el uso de la espada flamífera ordenó el


demonio.

―A mí me encanta pelear con espada ―comentó Isabel.

―Muy bien, pero ya no quiero verte más como humana aquí ―reprendió
Telal a la elfa.

―Yo ya he visto cómo se usan las espadas ―mencionó Francine.

―Ver un combate es muy distinto a participar en uno ―observó Telal.

―Igual yo soy muy rápida ―recordó la vampiresa.

―No se trata solo de rapidez, sino de poder canalizar tu energía ―corrigió


el demonio―. La llama de la espada flamífera se alimenta de la propia energía de
su dueño. Por otro lado, como ya lo pudieron comprobar es una de las armas más
mortíferas que existe, reservada solo para ángeles y ahora para ustedes también
―aclaró Telal a las cuatro inexpertas guerreras.

Cristina nunca había sentido antes en sus manos la vibración de dos


espadas flamíferas chocando entre sí y Mireya nunca había usado una antes. La
fuerza del golpe de Cristina hacía temblar el brazo entero de Mireya, que no
parecía tener oportunidad ante la superioridad física de la licántropa, quien la tenía
casi de rodillas. De pronto una negra niebla emanó del cuerpo de la hechicera y su
espada comenzó a brillar con más fuerza; sosteniendo su arma con una mano,
con la otra lanzó una onda de choque luminosa que hizo saltar lejos a Cristina.

La espada de la loba cambió su brillo y de ella se proyectó un intenso rayo


de energía que golpeó de lleno a la bruja, chocando contra una luminosa barrera
que no lo dejaba tocarla. Otro rayo salido de la espada de Mireya cortó la
descarga de la espada de Cristina. La loba se hizo a un lado y casi en un
pestañeo se puso frente a la bruja. Ambas espadas se golpearon varias veces,
cada vez con mayor rapidez y fuerza. Los ojos de ambas mujeres eran dos
hogueras en sus rostros que emanaban a cada golpe de espada.

Ethiel desde pequeña había sido entrenada en el uso de espadas, una


espada flamífera no era muy distinta a cualquier otra, pensaba ella. Francine
alguna vez vio a unos soldados dar una impresionante exhibición de esgrima y
aun recordaba algunos de los movimientos; por otro lado, tenía la velocidad,
fuerza y reflejos de los vampiros, lo que la convertía en una poderosa guerrera,
según ella.

Ethiel atacó a Francine con varios golpes rápidos para hacerla retroceder y
tenerla siempre en actitud defensiva, pretendiendo no dejarla tomar la iniciativa en
el combate, para así cansarla finalmente. Sin embargo, la vampiresa tenía mucha
fuerza y era muy rápida, con lo cual la que terminó retrocediendo en un momento
fue Ethiel. Con un movimiento de su mano izquierda la elfa hizo estallar el suelo
bajo Francine, haciéndola volar por el aire. Sin inmutarse ésta, desde lo alto
disparó sobre la barrera de la elfa, mientras con la mano izquierda formó un
torbellino de fuego que envolvió a su compañera. Golpeando ambas manos Ethiel
disolvió la vorágine de llamas, disparando luego una delgada llama verde con su
espada, la cual fue detenida por un rayo similar de la espada de Francine. La onda
expansiva de ambas energías chocando, fue como si hubiese estallado una
bomba nuclear pequeña.

― ¡Suficiente! ―ordenó Telal―. Detengan sus combates ahora mismo. Las


cuatro amigas al mismo tiempo apagaron sus espadas de fuego y se detuvieron
frente a su maestro.

―Apenas estaba entrando en calor ―comentó Ethiel.

―Yo podría haber seguido peleando por siempre ―pensó Mireya.

―Es entretenido ―opinó Cristina.

―A mí también me gustó ―dijo Francine.

―Me alegra que estén tan entusiasmadas, porque este solo es el comienzo
―concluyó el demonio.

Después de descansar un poco y meditar un rato sobre las últimas


enseñanzas, la Tétrada Oscura se volvió a reunir con Telal para continuar su
entrenamiento en el uso de las espadas.

― ¿Qué es eso? ―preguntó Francine indicando cuatro estatuas que


representaban ángeles con armaduras y espadas.

―Son imágenes de arcángeles y van a practicar tiro al blanco en ellas


―contestó Telal.

― ¿Con flechas? ―preguntó Ethiel haciendo aparecer su arco en su mano.

―Claro que no, recuerden que las espadas flamíferas pueden disparar
descargas de energía ―corrigió el demonio.
― ¿Qué gracia tiene esto? ―preguntó Cristina mientras en su mano
aparecía una espada y lanzaba una llama contra una de las estatuas.

―No le hizo nada, voy a probar yo ―comentó Mireya―. Una densa niebla
emanó del cuerpo de la bruja cuando su espada descargó su energía contra el
blanco.

―Son unas niñitas ―dijo Ethiel lanzando una intensa llamarada contra la
estatua que tenía al frente sin lograr hacerle ni un rasguño.

―Parece que son muy duras ―opinó Francine con fuego en sus ojos y
llamas en la hoja de su espada que volaron como un solo chorro concentrado de
energía contra una de las estatuas, sin siquiera rayarla.

―Van a tener que esforzarse mucho más si quieren romper la barrera


protectora de un arcángel ―observó enojado Telal.

Aunque las cuatro se concentraron aumentando la intensidad de sus


disparos, ninguna logró producirle daño a las estatuas.

―Están usando su fuerza normal ―las reprendió el demonio―. Recuerden


que ahora poseen el poder de la esmeralda sagrada. ¡Úsenlo o ríndanse!

―Parece que necesitan un estímulo especial ―continuó Telal.

Cuatro poderosos chorros de fuego fueron disparados por las cuatro


estatuas contra las cuatro mujeres. Sus barreras desviaron las llamas mientras
sus espadas aumentaban la potencia de sus disparos.

― ¡Ustedes son la Tétrada Oscura! ―les gritaba Telal―. Son la fuerza


demoniaca más grande que existe. No hay nada más poderoso que ustedes ―las
arengaba el demonio―. Demuéstrenme que Lucifer no se equivocó al elegirlas a
ustedes.

Los ojos de las cuatro mujeres se llenaron de fuego y una flameante aura
las rodeó. Las llamas de sus espadas se convirtieron en rayos cargados de
energía que golpearon violentamente contra las barreras protectoras de los
arcángeles, anulándolas totalmente. Sin nada que las protegiese de tan
formidables armas, las cuatro estatuas que representaban a cuatro arcángeles se
desmaterializaron en un cegador resplandor.

Telal orgulloso de su habilidad como instructor sonreía por el logro de sus


discípulas.

Una formidable y gigantesca figura se hizo presente en el campo, bajo la


mirada maligna del demonio.

―Destrúyanlo o las matará ―ordenó Telal a las mujeres.


Sin inmutarse siquiera, dominadas por la esencia contenida en la gema
sagrada, las mujeres apuntaron sus espadas contra el colosal ente. Intensos y
devastadores rayos salieron de las cuatro armas, sin que ninguno lograse dañarlo;
por más que aumentaba la potencia de las descargas amenazando con inflamar
todo cuanto había alrededor, la criatura no se detenía.

―Las cuatro en un solo golpe ―pensó Telal.

Las agudas mentes de la Tétrada Oscura percibieron el pensamiento del


demonio y sin decir ni una palabra, apuntaron sus espadas a un mismo punto
frente al coloso. Los rayos coincidieron formando una bola de luz que se disolvió
en la forma de un impresionantemente poderoso rayo que dio de lleno en el centro
del pecho de la criatura, partiéndolo en varios pedazos que se convirtieron en una
lluvia incandescente de luz.

Aunque ellas no lo notaban, Telal pudo ver como las cuatro mujeres
brillaban como si se hubiesen convertido en arcángeles o algo más poderoso y
eso lo llenaba de satisfacción.

¡Excelente! ―las felicitó el demonio―. Cada vez que combatan deben usar
el increíble poder que confiere la esmeralda sagrada. Ahora ustedes son muy
superiores a lo que eran antes de ser la Tétrada Oscura y deben estar conscientes
y orgullosas de ello.

―Esta arma es increíble ―opinó Ethiel.

―La espada es solo una manifestación del poder que existe dentro de
ustedes ―explicó Telal―. Son mucho más que eso; sus poderes van mucho más
allá.

―Siempre he sido muy buena peleando con mis manos ―comentó


Cristina.

―Igual que yo ―dijo Francine sacando sus afiladas garras.

―Esa habilidad, al igual que todas las otras que poseen, se amplificaron
hasta el infinito ahora que son una sola con la esmeralda ―agregó el demonio―.
No es el arma la que las hace poderosas, es su capacidad para trabajar en equipo
en forma totalmente coordinada. Aun desarmadas sus ataques deberían ser
devastadores y fulminantes, no importando el número de enemigos que enfrenten.
Un ataque combinado de ustedes cuatro debe tener la capacidad de producir una
destrucción masiva si así lo desean.

―Nunca me habría imaginado algo así ―opinó Mireya.

― ¿Cuán fuertes nos hemos vuelto? ―preguntó Cristina.

―Eso debemos averiguarlo ―respondió Telal.


Con un pase de la mano del demonio sobre una mesa aparecieron distintos
tipos de materiales, de distinta dureza. Bajo la presión de las finas manos de las
mujeres, todos los metales se torcieron y aplastaron como simple papel; con sus
dedos las rocas y minerales más duros quedaron reducidos a simple polvo; el filo
de los aceros más cortantes no fue capaz de atravesar sus pieles.

― ¡Es realmente increíble! ―exclamó sorprendida Cristina.

Un gesto más de la mano de Telal hizo que cuatro hermosas y rojas rosas
aparecieran en la mesa.

―Tomen las flores ―ordenó el demonio.

Una a una las cuatro mujeres intentaron tomar las delicadas flores, con
igual resultado cada una de ellas. En sus dedos las suaves rosas se deshicieron
bajo la presión ejercida.

―Mmm ―reclamó Mireya.

―Vaya que frágiles ―opinó Cristina.

―Esas son rosas comunes y corrientes ―corrigió Telal―. Lo que pasa es


que ustedes ahora son muy poderosas, pero no saben controlar su fuerza. La
fuerza y el poder sin control no sirven de nada. Deben ser capaces de aplastar
cualquier cosa con sus manos y a la vez tener la delicadeza de poder acariciar a
un bebe o tomar una flor sin romperla.

―Y se supone que yo soy cirujano ―opinó Mireya mirando sus manos―.


Mis dedos se han vuelto torpes.

―Solo están cansadas. Tómense el día de mañana libre y vayan a pasear


al campo ―las autorizó el demonio.

―Hace tiempo que no voy de paseo ―meditó Cristina―. Supongo que será
divertido.

Al otro día, cerca de la cabaña las esperaba un prado florido, junto a un


bosquecillo de árboles frutales que proporcionaban una agradable sombra y un
arroyo de cristalina agua fresca, que corría en medio. Insectos y hermosas aves
multicolores completaban el cuadro y llenaban el aire con sus cantos.

―Qué lindo paisaje ―dijo Mireya con los brazos abiertos, dejando que la
fresca brisa moviera su cabello.

―Esto es vida ―opinó Ethiel apoyando su espalda en un tronco y


sentándose en el suelo con los ojos cerrados.
― ¡Que lindas flores! ―exclamó Cristina―. Quiero una.

La joven loba se agachó a recoger una colorida flor que abría sus pétalos
para ella, invitándola a tomarla. Sin embargo, al intentar cogerla, la delicada planta
se rompió entre sus dedos. Cristina miró con pena la rota flor y se quedó muy
pensativa.

―Antes podía hacerlo, no veo motivos para no poder ahora. Tal vez no
debo tratar de juntar mucho mis dedos ―meditaba ella.

Otra flor rota, y otra más, y otra, y así siguió Cristina intentando coger una
sin romperla. Ella era testaruda y no se rendía, hasta que por fin…

― ¡Chicas!, ¡Chicas! ―llegó corriendo y gritando junto a sus amigas.

― ¿Qué ocurre? ―preguntó Mireya.

― ¿Nos atacan? ―dijo Ethiel poniéndose de pie de un salto.

― ¡Oh, nada de eso! ―contestó la joven―. Miren, logré tomar una flor sin
romperla, claro que me costó un poco― dijo mostrando un montón de rosas rotas.

― ¿Y solo por eso nos asustas? ―la retó la elfa.

―Cristina tiene razón ―opinó Mireya―. Ella logró recuperar la movilidad


fina de sus manos. Nuevamente tiene control sobre sus músculos y por tanto
sobre su fuerza.

― ¡Eso mismo! ―exclamó emocionada Cristina.

―Entonces es solo cuestión de practicar un poco ―dijo Francine estirando


sus brazos y bostezando―. Voy a intentarlo.

A la vampiresa le costó solo unos cuantos intentos lograr asir una flor y no
hacerla pedazos en su mano.

―Vaya, a ti te resultó mucho más fácil que a mí ―comentó Cristina.

―Siempre he tenido que ocultar mi verdadera fuerza ―reconoció


Francine―, Los vampiros somos muchísimo más fuertes que los humanos y para
poder vivir entre ellos hay que estar siempre conscientes de cada movimiento.

―Entiendo ―aceptó Ethiel―. Se puede decir que siempre has tenido que
cuidarte de no romper las flores humanas.

―Por así decirlo ―reconoció la vampiresa.


―Supongo que será como volver a aprender a usar el instrumental
quirúrgico ―meditó Mireya para sí.

―Siempre se ha dicho que no hay nada que un elfo oscuro no pueda hacer
―pensó Ethiel―. No veo por qué ahora tendría que ser distinto.

Mireya ya no estaba prestando atención a Ethiel, ya que se había puesto a


jugar con una ramita entre sus dedos.

―Esto no se siente tan distinto a un bisturí ―pensó para sí la bruja―. Tan


solo tengo que soltar los músculos de las manos. El palito se molió bajo un leve
movimiento de sus dedos; sin embargo, sabía que lo podría lograr.

―Vamos Mireya, tu puedes ―se daba ánimo a sí misma―. ¡Eso es!


―exclamó contenta cuando pudo pasar un delgado palito entre todos sus dedos
sin romperlo―. Ahora probaré con una flor.

Las flores eran mucho más frágiles que la madera, prueba de ello era el
montón de ellas que se acumuló junto a la bruja, hasta que finalmente, después de
mucho intentarlo, logró tomar una flor entre el índice y el pulgar derecho y
controlar la presión para no aplastarla.

―Ahora solo faltas tú ―dijo la bruja a la elfa.

―Tremendo desafío ―dijo burlona Ethiel tomando una rosa por los pétalos
con toda delicadeza y sin ningún esfuerzo.

― ¡Mmm! ― murmulló Mireya―. Con telequinesis no vale Ethiel.

Al perder la concentración, la flor que sostenía la elfa se rompió en varios


pedazos.

―Ya me parecía sospechoso ―dijo Cristina cruzando sus brazos.

―Vamos, inténtalo de verdad ―insistió Francine―. Sé que puedes lograrlo.

Respirando hondo Ethiel lo intentó una y otra vez y otra y otra y otra, hasta
perder la cuenta. Pero ella no era de las personas que se dan por vencidas ante el
fracaso y finalmente consiguió que sus manos pudieran tomar y sostener una flor
sin romperla.

Una pequeña y linda avecita se posó sobre el hombro de la elfa y ella


acercó su mano para cogerla como acostumbraba hacerlo. Sus tres compañeras
sostuvieron la respiración, temiendo que verían escurrir los restos del pajarito
entre los dedos de Ethiel. Para su sorpresa la elfa tomó con toda su mano a la
avecita y la acarició con la otra sin hacerle ningún daño. Varias aves y animalitos
salieron de entre los arbustos a jugar a la luz del sol, como invitando a las mujeres
a que los tomaran.
Un suave conejito se acercó a Mireya y ella con recelo al principio lo
acarició y luego lo levantó en el aire y lo abrazó con mucha delicadeza sin
lastimarlo.

Un tierno cachorrito de lobo se aproximó a Cristina, con mano dubitativa le


acarició tras las orejas y en vista de que no pasaba nada malo, le comenzó a
hacer cosquillas en su pancita y finalmente lo tomó en brazos y lo meció como si
se tratase de un bebé.

Una pequeña ardilla llamó la atención de Francine y la tomó suavemente de


la rama donde se alimentaba. Dócilmente el animalito dejó que la vampiresa le
diese pedacitos de nueces y la acariciara.

―Creo que este ha sido mi mejor día de campo ―opinó Ethiel.

―Pienso lo mismo ―agregó Cristina besando al lobezno.

―Y yo ―concluyó Francine, con la ardilla parada en su cabeza.

―Volvamos a la cabaña ―sugirió Mireya―. Creo que ya descansamos


suficiente.

En el cobertizo de la cabaña las esperaba Telal sentado en una cómoda


silla mecedora.

― ¿Cómo estuvo su día de descanso? ―preguntó el demonio.

―Magnífico ―respondió Cristina.

―Hace tiempo que no me divertía tanto de día ―comentó Francine.

―Fue realmente confortable ―agregó Ethiel.

―Lo disfrutamos muchísimo ―dijo Mireya tomando una rosa de la mesa y


poniéndola en su cabello.

― ¡Excelente! ―exclamó con satisfacción el demonio por el nuevo logro


alcanzado por sus discípulas.

Cada día que pasaba el control sobre las espadas flamíferas aumentaba
más y más y las mujeres comenzaban a aburrirse, cansadas de la rutina.

―Bueno, ya manejan bien sus espadas ―reconoció el demonio―. Es


tiempo de empezar a entrenar su habilidad a mano desarmada.
―Al fin, ya estaba hasta la punta de mis orejas de tanto entrenar con la
espada ―dijo Ethiel.

―Y vaya que son largas ―mencionó Cristina.

―No tienen nada de malo ―reclamó Ethiel.

―Yo no dije que tuvieran algo de malo ―respondió Cristina―. Si es que no


te molesta que toquen el techo.

―Cuando te agarre te voy a llenar de pulgas, quiltra ―gruño la elfa


corriendo tras Cristina.

― ¿Son siempre así? ―preguntó Telal.

―Solo cuando están aburridas ―contestó Francine.

― ¡Atención! ―gritó autoritario el demonio.

En seco Ethiel y Cristina se detuvieron y pusieron rígidas.

―Ya que parece que tienen mucha energía nos van a demostrar como
pelean sin armas ―indicó Telal.

―Hasta ahora nadie ha sobrevivido a uno de mis ataques ―comentó


Cristina.

―Ni a los míos ―agregó la elfa.

―Nuestras manos son armas mortales ―rió la loba.

―Eso lo juzgaré yo ―concluyó el demonio.

―Veamos si eres tan buena con tus manos como con tus palabras
―desafió Telal a Cristina―. Transfórmate.

En un abrir y cerrar de ojos Cristina dejó salir al monstruo que dormía en su


interior.

―Un simple cachorro lo haría mejor que tu ―la despreció el demonio ―.


Tienes la esmeralda en ti, libérala.

Con un fuerte gruñido los ojos de la loba se llenaron de fuego y su pelaje se


cubrió de llamas, en tanto que sus garras brillaban más que el disco del sol.

―Así me gusta ―rió Telal―. Quiero una bestia digna del Infierno, capaz de
hacer temblar a los ángeles ―dijo el demonio encendiendo su aterradora espada
de fuego, la que descargó sobre la licántropa.
Con una sola mano Cristina atrapó la hoja flamífera de la espada y la
rompió en medio de una lluvia de chispas. La otra garra golpeó contra la armadura
de Telal, quien si no hubiese tenido su barrera activa a su máxima potencia, de
seguro habría visto el final de su eterna existencia; al mismo tiempo una llamarada
lo envolvió, por donde se alejó de Cristina y apareció junto a Mireya.

― ¡Excelente!, eso es lo que quiero de ti ―dijo satisfecho él de sí mismo


por lograr esa reacción en la licántropa, tal vez no siendo totalmente consciente
de lo peligrosa de la situación.

―Mira esa estatua de arcángel ―señaló Telal―. Está protegida por una
barrera igual a la real. ¡Rómpela!

Como si esa hubiese sido la orden que deseaba escuchar, la loba descargó
uno tras otro varios golpes con sus garras, sin lograr dañar el escudo de la
estatua. Deteniéndose un momento, Cristina asestó un único golpe hacia
adelante, manteniendo la presión como si estuviese empujando algo; finalmente,
su mano comenzó a acercarse más a la estatua, hasta que sus garras de fuego la
atravesaron y reventaron en medio de un violento estallido que despidió luz en
todas direcciones.

El orgullo que sentía Telal por lo hecho por su discípula se podía leer en su
oscura mirada.

―Sí, eres la bestia más poderosa ―felicitó Telal a Cristina quien lanzó un
aullido triunfante al aire. El viento agitaba su cabello y el sol hacía brillar su piel
mojada en el sudor típico que acompañaba al paso entre mujer y bestia y entre
bestia y mujer, mientras dos hogueras danzaban en las cuencas de sus ojos.

―Supera eso ―ordenó el demonio a Francine.

―No puedo ―respondió ella.

― ¿Qué cosa? ―preguntó atónita Mireya, no dando crédito a lo que oía


decir a su compañera.

―No puedo ―repitió la vampiresa―. Porque no hay nadie que se pueda


comparar conmigo, ni acercarse a lo que yo puedo hacer.

― ¡Conque esas tenemos! ―exclamó Telal―. Muy bien, ten lo que deseas.

Decenas de indescriptibles y horribles criaturas rodearon a la vampiresa. En


un santiamén sus ojos se volvieron hogueras y sus garras se asemejaron a
cuchillos con el brillo del metal fundido. Un remolino de fuego se elevó y Francine
desapareció. Las criaturas caían decapitadas o con las entrañas abiertas, para
enseguida arder en llamas.
La vampiresa se detuvo un momento y elevó sus brazos; un torbellino de
fuego bajó del cielo y envolvió a varias criaturas, reduciéndolas a cenizas.
Francine llevó sus manos a la cabeza y varias criaturas más gritaron de dolor y
cayeron sin vida. Finalmente no quedaban más de diez rivales y se puso frente a
ellos, abriendo sus brazos. Las criaturas se iluminaron y sus figuras comenzaron a
temblar, como la llama de una vela, hasta convertirse solo en luz que fue
totalmente absorbida por el cuerpo de la vampiresa.

Telal asentía satisfecho con una sonrisa en los labios.

― ¿Te divertiste? ―preguntó el demonio a la vampiresa.

―Bastante ―contestó Francine con la expresión más malvada que podía


en su rostro.

Una sonrisa maligna se dibujaba en los labios de la Tétrada Oscura, que


empezaban a tomar consciencia de lo que realmente significaba haberse
fusionado con la esmeralda sagrada que contenía la esencia de Lucifer.

El fuego llenó las órbitas de los ojos de Mireya, cuando su báculo


convertido en una brillante vara de fuego se materializó junto a ella y tomándolo en
alto unas nubes incandescentes comenzaron a formarse en el cielo, de las cuales
cayó una fuerte lluvia de fuego que convirtió el paisaje en un páramo quemado, sin
ninguna muestra de vida. Luego de su mano surgió una ráfaga de viento blanco
que congeló el anteriormente humeante campo quemado, estallando luego en una
metralla de cristales de hielo que al caer nuevamente produjo profundas heridas
en el suelo, acabando con toda forma de vida.

―Una elegante muestra de devastación ―comentó Telal satisfecho.

Ethiel tomó un manojo de sus flechas y las arrojó con fuerza al aire; cientos
de líneas luminosas rajaron el firmamento convirtiéndolo en fuego líquido que
comenzó a caer como gotas de ácido que perforó toda la tierra. El suelo comenzó
a temblar violentamente y pocos minutos después se fracturó en varios puntos
distintos, por los que salió fuego y lava que avanzó cubriéndolo todo. El cielo se
despejó nuevamente y un sol benevolente abrazó el páramo devastado; la tierra
se cicatrizó de sus heridas y la brisa se llevó las cenizas. Pequeñas hojas
crecieron por doquier y la vida volvió a nacer ahí, donde hace un momento solo
había muerte. Ethiel bajó sus brazos y miró a Telal.

―Es increíble lo que has podido hacer ―dijo el demonio―. Te has


convertido en una fuerza de destrucción y de vida.

― ¡Resulta tan fácil! ―exclamó Ethiel―. Solo es cosa de dejarse llevar; la


voluntad se convierte en realidad.

―Solo falta probar una cosa ―meditó el demonio―. ¿Cómo son sus
poderes combinados en un solo golpe?
Un golpe de las manos de Telal y todo delante de ellos se volvió opaco,
como si una hoja de papel se pusiera por delante. Mireya miró con curiosidad al
demonio.

―He puesto una barrera de energía diez veces más resistente que la de un
arcángel ―explicó Telal―. Quiero que traten de romperla.

Coordinadamente sin decir ni una palabra, las cuatro extendieron su brazo


derecho. Un incandescente chorro de fuego salió de cada uno de ellos,
coincidiendo los cuatro en un único punto, fusionándose en un solo rayo de
incalculable energía, que golpeó la barrera creada por Telal y la atravesó como si
no estuviera allí.

― ¡Sorprendente! ―pensó el demonio en voz baja.

― ¿Les molesta si aumento la resistencia a cien veces la de una barrera


normal? ―preguntó él.

Una sonrisa en los labios de Cristina fue la única respuesta. El golpe del
rayo encontró la misma oposición que la vez anterior, absolutamente ninguna.

―Probemos una tercera vez ―dijo Telal a las mujeres.

Esta vez la barrera desprendía cierto resplandor. El rayo disparado por ellas
chocó contra la pared de energía sin lograr dañarla. Una leve mirada entre las
cuatro mujeres bastó para que se pusieran de acuerdo. Rodeadas de una densa
niebla negra, aumentaron su esfuerzo; esta vez la barrera estalló en cientos de
destellos de luz, elevando un viento huracanado que golpeó violentamente el
rostro del demonio.

― ¡Un millón más poderosa que la barrera de un arcángel! y la han roto con
facilidad ―pensó para sí el demonio.

―Estoy muy orgulloso de ustedes y complacido por sus logros ―las felicitó
Telal.

―No pensé que conocería a un mejor maestro que mi padre ―dijo Ethiel
tomándole la mano en forma de agradecimiento.

―Usted nos ha guiado en forma sabia ―reconoció Mireya.

―Sus palabras me honran ―respondió Telal ante sus discípulas―. Para


finalizar tengo un obsequio para ustedes. Ante un gesto de la mano del demonio,
las cuatro mujeres quedaron vestidas con impresionantes armaduras ligeras de
color negro.


La Tétrada Oscura había terminado su entrenamiento en un lugar creado
especialmente parta ellas, fuera del tiempo y del espacio.

Una gran llama surgió del suelo y de ella asomó Damián.

―Mi Señor ―saludó respetuoso Telal al hijo de Lucifer.

A modo de saludo en un único movimiento coordinado, la Tétrada Oscura


quedó formada frente al poderoso demonio, sin mover ni un músculo si él no lo
ordenaba.

―Veo que ha cumplido a cabalidad su misión Telal ―reconoció Damián ―.


Y no murió en el intento.

―La Tétrada Oscura se ha convertido en la fuerza más poderosa de todo


cuanto existe, Señor ―respondió con orgullo el demonio.

―Estamos listas para obedecer todas sus órdenes ―indicó Ethiel.

―Estoy orgulloso de ustedes ―respondió Damián―. Mi padre se sentirá


honrado de contar con tan formidable fuerza en sus filas.

―El honor es para nosotras ―respondió Mireya, con sus ojos en llamas.

―Ya pueden abandonar este lugar ―indicó Damián.

― ¿No teme que nos detecten? ―preguntó Cristina.

―Ustedes ya no tienen nada que temer ―explicó Damián―. Además si lo


desean, pueden volver totalmente indetectables sus poderes y la esencia de la
esmeralda.
La Caída De Los Arcángeles

Un tenue resplandor verde inundó la dormida casa, se introdujo en el cuarto


de los niños y comenzó a crecer y volverse más brillante. Isabel se quedó un rato
contemplando a sus hijos y después de algunos minutos se dirigió con pasos
suaves que no producían ruido sobre el piso de madera, hacia la habitación que
compartía con su marido, quien dormía plácidamente.

Todo estaba tal y como lo dejó aquella noche en que todo comenzó.
¿Cuánto tiempo había pasado?; la verdad es que eso no tenía ninguna
importancia. Ella simplemente había regresado al instante preciso en que los dejó
dormidos en un sueño profundo, de tal forma que para su familia no había pasado
ni un minuto.

Isabel experimentó una sensación extraña, nunca antes sentida por ella, al
verlos así dormidos. Si lo deseaba, despertarían y el tiempo reanudaría su marcha
normal para ellos. Los veía casi con curiosidad, como quien trata de imaginar la
efímera existencia de un insecto, que vive toda su vida en un solo día. Ahora ella
existía en una escala de tiempo totalmente distinta y que le permitía viajar de un
instante a otro, sin que eso le afectara siquiera. Podía despertarlos y reanudar su
vida junto a ellos, pero ella los percibía como si fuesen un fugaz pestañeo y el
tiempo se los habría quitado antes de que pudiese percatarse.

Por un instante Isabel sintió un poco de nostalgia; una leve sensación de


incomodidad que no alcanzó a ser llamada pena.

Tranquilamente, sin que ningún sonido la acompañase, se dirigió a la


cocina. Ante un gesto de su mano el vidrio roto por la flecha disparada contra ella
por un elfo claro, quedó completamente intacto y la cocina en orden.

Tras meditarlo un rato finalmente se decidió. Sus emociones hacia su


familia habían cambiado completamente; su mente se había vuelto calculadora y
los veía solo como ilusiones que pronto desaparecerían. Pero sabía, estaba
convencida que era mejor que ellos continuaran con su vida normal. Extendiendo
sus manos, como cuando se está entregando algo, cerró sus ojos y concentró su
consciencia en un punto de luz verde que fue creciendo lentamente y a cobrar la
silueta difusa de una mujer. Parada frente a ella, con satisfacción se vio reflejada a
sí misma.

Su gemela así creada poseía todos sus recuerdos y emociones, así como
toda su personalidad en general. Lo mejor de todo es que ella envejecería a un
ritmo normal para los humanos y la familia podría continuar con una vida común y
corriente.

Un suave destello verde iluminó la cocina y la elfa oscura se esfumó en


medio de la noche, tan silenciosa como había llegado.
Isabel, porque lo más justo era llamarla como tal ya que era una imagen
perfecta e ideal de ella, se sirvió un gran vaso de leche fría y se dirigió a su
habitación, una vez en la cama abrazó tiernamente a su marido y se durmió
dulcemente.

El tiempo seguía su curso normal, así como normal era la vida que seguiría
esta familia. Sin sobresaltos ni nada fuera de lo común; excepto, tal vez, por la
visita unas cuantas veces de un fantasma verde que se deslizaba por las
habitaciones en alguna noche en los años venideros.

¿Cuántos años llevaban juntos?; diez, tal vez quince años. Resultaba tan
difícil recordar períodos tan cortos de tiempo que Mireya miraba en forma distante
a su esposo e hijos, sin poder sentir ninguna emoción por esos seres tan sutiles
como la llama de una vela o como un suspiro.

La fusión con la esmeralda sagrada la había cambiado tanto como a sus


tres compañeras. Su antigua longevidad ahora parecía una ilusión junto a su
actual inmortalidad, que le confería su capacidad de moverse fuera del tiempo. Su
comprensión de la realidad también había evolucionado a un nivel que cualquier
genio envidiaría y era esa misma condición la que ahora le indicaba lo que debía
hacer.

En medio del subterráneo salón donde por años llevó a cabo sus hechizos,
la bruja alzó sus brazos y en medio de un destello de luz verde otra Mireya,
idéntica en recuerdos y sentimientos, así como en el cuerpo y personalidad la
observaba con una tierna sonrisa en los labios.

―Cuídalos y que sean felices ―pidió Mireya a su gemela.

―Pierde cuidado, recuerda que ahora yo soy tu y ellos son mi familia


―respondió la otra Mireya.

―Confío en ti, tanto como en mí misma ―respondió la original.

― ¿Puedo hacerte una pregunta? ―consultó la réplica de Mireya.

―Sí, por supuesto ―respondió la bruja.

― ¿Yo soy bruja también? ―quiso saber ella.

― ¿Deseas serlo? ―preguntó Mireya.

― ¿Si no lo hubieses sido tú, esto no estaría pasando verdad? ―preguntó


la otra.
―No, nada de esto estaría ocurriendo ―respondió Mireya―. Sería una
mujer normal, con una familia normal.

―Aunque la tuya es una vida muy emocionante, la otra parece tranquila y


agradable, sin monstruos, asesinos, ni demonios ―meditó la nueva Mireya.

―Así es, lo que le falta a una lo tiene la otra ―respondió la bruja―.


¿Bueno, ya decidiste?

―Sí ya sé qué clase de vida quiero ―concluyó la réplica―. Quiero ser


madre, esposa y profesional, como una humana común y corriente; envejecer y
también morir cuando llegue mi hora.

―Haz elegido con sabiduría ―respondió Mireya a su copia, tomándola de


las manos, mientras un resplandor verde la envolvía―. Ve con ellos y que sean
felices ―dijo la bruja mientras lentamente se disipaba.

Con paso liviano, como si despertara de un sueño reparador, Mireya subió


las escaleras de piedra que conducían hacia la casa. Al cerrar la puerta a su
espalda, ésta desapareció y un reloj mural ocupó su lugar. Sellado para siempre el
sótano de la bruja, quedó olvidado como si nunca hubiese existido. Aunque
conocía la casa a la perfección, la nueva Mireya la recorrió por primera vez,
tocando cada objeto y cada pared que llamaba su atención. Frente a las piezas de
los niños ella sonrió y los besó y arropó. Junto a la cama matrimonial, soltó su
cabello y despertó a su marido con varios besos en el cuello, mañana era sábado
y no tenía turno en el hospital, así es que podía desvelarse esa noche.

Francine se escurrió como un fantasma por toda la mansión de la familia


para la que trabajaba. Huérfana desde niña, solo buenos recuerdos tenía de
quienes la acogieron casi como a una hija. Como agradecimiento solicitó ser la
doncella de la hija de sus patrones. Aunque el tiempo nada significaba para dicha
familia, ya que al igual que ella eran vampiros, habían quedado fuera del límite de
su realidad y ya no le bastaba con esa existencia tan simple y apacible.

Sin más tomó una hoja de papel y escribió una emotiva carta donde
agradecía todo lo que habían hecho por ella, pero que deseaba iniciar una nueva
vida a partir de cero. Pedía, por favor, que le permitieran ir y les manifestaba su
eterna gratitud. La existencia de la Tétrada Oscura era un secreto y no quería
arriesgarse a ser descubierta por toda una nación de vampiros con capacidades
telepáticas, al igual que ella. Y por otro lado, aun con lo poderosos que eran los
vampiros, en su condición actual los veía débiles y vulnerables y a pesar de los
años, décadas y siglos pasados junto a esa familia, no sentía pena al separarse
de ellos; su mente fría y calculadora le indicaba que eso era lo correcto y natural.


Cristina no se cuestionaba en lo más mínimo respecto al paso que estaba a
punto de dar. Había llegado a la conclusión lógica de que debía alejarse
definitivamente de su familia. Desde siempre había elegido el camino de ser una
loba solitaria, lo que haría un poco más fácil la separación. La joven se adentró en
el bosque hasta llegar a un claro bañado por la luna, tras una honda inhalación de
aire Cristina separó un poco sus labios y entonó un largo aullido. Cuatro voces
más le respondieron y los cinco elevaron sus voces a la luna llena.

Ya estaba hecho, Cristina se había despedido definitivamente de su


manada, dejando atrás la vida a la que renunció para vivir con los humanos y la
vida que eligió junto a ellos.

― ¿Primera vez en Tierra del Fuego? ―preguntó el guía a la pareja de


turistas.

―Sí, queremos disfrutar el paisaje del fin del mundo ―contestó la mujer
con un marcado acento norteamericano.

― ¿Están totalmente seguros de querer acampar aquí? ―preguntó el guía,


pensando en lo inhóspito que podía ser el clima ahí.

―Oh, sí, estamos acostumbrados a este tipo de climas ―contestó el


hombre mostrándole una fotografía de ellos acampando en una montaña nevada.

―Ya veo ―aceptó el guía―. Está bien, que se diviertan; volveré a


buscarlos en una semana más.

―Adiós ―se despidió la mujer con una mano cuando la camioneta se


alejaba.

― ¿Qué te parece? ―preguntó el hombre.

―Se ve todo normal ―respondió ella―. Aparentemente aquí no pasó nada.


Sin embargo, viendo más allá de la ilusión, es evidente que hubo una batalla
tremenda, en la que se combatió usando grandes cantidades de energía.

―Energía que solo puede ser generada y controlada por ángeles


―observó él.

―Eso es lo que pienso ―opinó ella―. Sin embargo, necesitamos pruebas.

El páramo agreste y devastado lucía aun las cicatrices sufridas en la batalla


librada entre los seguidores del proscrito Athatriel y la Tétrada Oscura; ya nunca
nada más nacería en ese suelo muerto, quemado por fuegos nunca vistos por los
humanos.
―Y aquí encontré una ―indicó él pasando su mano sobre una zona del
suelo que se veía completamente cristalizada y lisa―. Esto solo lo pudo haber
hecho el golpe de una espada flamífera.

―Entonces es verdad ―opinó ella―. Los rumores de que los ángeles de


Athatriel fueron asesinados son ciertos.

―Eso explicaría por qué no se ha tenido ninguna noticia de actividades de


ellos o de sus seguidores ―pensó él.

― ¿Pero quién podría ser capaz de matar a doscientos ángeles?


―preguntó ella.

―Solamente alguien inmensamente poderoso ―opinó él.

―Esa cantidad de poder debería ser muy difícil de ocultar ―comentó ella.

―Y sin embargo, no logro detectarla ―observó él.

―Quién sea que hizo esto, parece que tiene la capacidad de ocultar su
poder ―meditó ella.

El hombre se agachó a ver algo en el suelo.

―Creo que encontré algo, pero casi no se nota indicó.

― ¿Qué es? ―preguntó la mujer agachándose también.

―Aquí se abrió un portal de fuego ―observó él.

―Eso es propio de los ángeles caídos ―comentó ella―. ¿Dónde se abrió


de salida?

El hombre cerró los ojos y se quedó inmóvil durante varios minutos, casi sin
respirar ni moverse.

― ¡No lo encuentro! ―comentó él―. No se abrió en ningún lugar del


planeta.

― ¿Entonces? ―preguntó ella―. A alguna parte tiene que haber llegado.

La mujer se quedó estática, como si un rayo la hubiese atravesado.

― ¿Sentiste eso? ―preguntó ella―. Fue como si un pequeño sol hubiese


estallado.

La energía liberada por Isabel y Mireya al crear a sus gemelas no pasó


desapercibida por los dos ángeles.
―Pero ya no hay nada ―observó el hombre―. Fue algo muy fugaz.

―De igual forma investiguemos ―indicó ella extendiendo sus doradas alas
y elevándose a una velocidad incalculable, seguida de él.

Aunque fue algo que duró un instante solamente, la cantidad de energía


liberada era inusual y debía ser investigado el hecho.

Isabel estaba sentada tranquilamente en el banco de una plaza meditando


sobre lo que acababa de hacer, cuando vio una pareja que caminaba hacia ella; al
principio no le dio importancia, pero cuando se plantaron frente suyo intuyó la
amenaza que implicaban y se puso rápidamente de pie.

― ¿Les puedo ayudar en algo? ―preguntó Isabel para cortar la tensión.

―Es ella ―dijo el hombre haciendo aparecer inesperadamente una espada


de fuego en su mano derecha.

Rápidamente, sin perder ni un segundo, la elfa extendió una de sus manos


y un puñal de fuego voló hasta el corazón del hombre, consumiéndolo en llamas.

No esperando semejante hecho, la mujer desplegó sus alas, pero antes de


que lograse elevarse, Isabel la sujetó de ellas y con un certero golpe de la espada
flamífera que acababa de encender, se las cercenó en medio de los gritos de
dolor. Sin ninguna compasión la elfa arrojó al ángel al suelo y acercó
amenazadoramente la hoja de fuego a su cuello.

― ¿Quién eres y qué pretendías? ―preguntó Isabel con los ojos llenos de
fuego.

―Nos mandaron a investigar la muerte de los ángeles seguidores de


Athatriel ―respondió la mujer con la voz entrecortada por el dolor.

― ¿Quién los envió? ―interrogó la elfa.

―Contesta ―ordenó Isabel acercando aún más la espada al cuello del


ángel―. O lo preguntaré en forma más convincente.

―Fuimos enviados por uno de los arcángeles ―respondió la mujer.

Isabel bajó su espada y meditó ante lo que acababa de averiguar. Sin hacer
ruido la mujer se puso de pie mientras la elfa le daba la espalda y en su mano se
materializó una incandescente espada flamífera. Rápidamente Isabel se volvió y
descargo un golpe en el cuello de la mujer, quien fue consumida inmediatamente
por llamas que surgieron de su propio cuerpo.
Tras observar como el fuego terminaba de quemar al ángel, en medio de
una gran llamarada la elfa desapareció del lugar.

―Coordinador, reúna a la Tétrada Oscura enseguida ―ordenó Isabel al


momento de materializarse en medio del centro de operaciones del Anticristo,
mientras se dirigía a la oficina de éste.

―Como ordene Señora ―respondió el hombre.

― ¿Ethiel, pasa algo malo? ―preguntó el demonio.

―No lo sé ―respondió la elfa.

Al poco rato Mireya, Francine y Cristina entraban también al despacho.

―Hace un rato tuve contacto con dos ángeles enviados por los arcángeles,
a investigar la muerte de los seguidores de Athatriel explicó ella.

― ¿Estás completamente segura de ello? ―preguntó Francine.

―Lo confesaron con una espada flamífera en el cuello ―respondió la elfa.

― ¿Dijeron cuál de los arcángeles los envió? ―preguntó Damián.

―Negativo ―fue la escueta respuesta de Ethiel, quien mantenía su forma


humana.

― ¿Dónde están los ángeles? ―preguntó Mireya― Me gustaría poder


interrogarlos.

―Eso no va a ser posible ―contestó la elfa―. Tuve que matarlos en


defensa propia.

― ¡Lástima!, habría sido bueno obtener más información ―opinó


Damián―. Hay que estar atentos a todo, ya que las cosas se pueden complicar si
intervienen los arcángeles.

―No me preocupan mayormente ellos ―comentó Cristina―. En nuestro


entrenamiento demostraron no ser rivales para nosotras.

―Aun así ―insistió el demonio―. Una simulación es muy distinta a un


combate real.

―Aunque así sea, sus barreras protectoras no los pueden defender de


nuestros ataques ―agregó Cristina.
―Sin embargo, son los ángeles guerreros más poderosos ―las previno
Damián.

―Es mejor que estemos preparadas para cualquier cosa ―intervino


Francine―. Pero no nos adelantemos a los hechos y esperemos que las cosas se
den primero.

―Coordinador, comience rastreo y seguimiento de toda actividad de


ángeles ocurrida en el tiempo real ―ordenó Mireya.

―Enseguida Señora ―obedeció el aludido.

A los pocos minutos el coordinador de operaciones ingresó al despacho


principal, con la información solicitada.

―Nuestro monitoreo indica que desde la eliminación de los ángeles de


Athatriel, ha habido un aumento inusual, pero esperable de las actividades de los
ángeles ―informó el ejecutivo.

―Era de suponer que la muerte de doscientos ángeles no pasaría


inadvertida ―comentó Damián.

―No tuvimos alternativa ―opinó Cristina―. Ellos nos atacaron y tuvimos


que defendernos.

―Eso no lo discuto ―dijo Damián―. A lo que me refiero es que la energía


utilizada para ello, por su intensidad y magnitud, era fácil de ocultar
completamente; por otro lado, también resultará sospechosa la desaparición de
los dos ángeles en manos de Ethiel.

― ¡Yo solo me defendí! ―contestó ella molesta.

―Estoy seguro de ello ―la calmó el demonio―. Lo que pasa es que nunca
antes había sido asesinado un ángel.

El arcángel se paseaba preocupado debido a que uno de los equipos


enviados a investigar la muerte de los ángeles no se había reportado como se les
había ordenado. Si fue un error de ellos, los reprendería en forma apropiada;
mientras tanto enviaría a otra pareja al último lugar informado siguiendo una pista.

Una pareja paseando tomados de la mano no llamaba la atención de


ninguna de las pocas personas que aun andaban en el parque disfrutando de la
noche. Lentamente ambos dirigieron sus pasos hacia un banco cercano.

―Hasta aquí llega la pista ―dijo la mujer.


El hombre se inclinó para abrochar sus zapatos, mientras tocaba el suelo
con sus dedos.

―Aquí hay un golpe con espada flamífera ―dijo él en voz baja.

―Ahí y ahí murieron los dos ángeles desaparecidos ―indicó la mujer con
sus manos―. Pero no parece haber signos de combate.

―Creo que no hubo ninguno ―opinó él―. Esto parece más una ejecución.

― ¿Pero quién podría tener el poder necesario para hacerlo? ―preguntó


ella.

―Informemos inmediatamente nuestro descubrimiento ―decidió el ángel.

Lo escuchado por el arcángel solo confirmaba lo que ya sospechaba. El


hecho de que se hubiese usado espadas flamíferas para matar a los ángeles
implicaba solo una cosa; ángeles caídos estaban detrás de esto. Sin embargo, no
había ningún indicio de actividad de los seguidores de Lucifer al respecto, excepto
por la reunión de las cuatro mujeres que se hacían llamar la Tétrada Oscura,
cuando el mundo estuvo a punto de ser destruido, claro que en ese entonces
Lucifer informó de ello y recibió autorización para actuar. Tal vez quedaba la
posibilidad de que sin que él lo supiese, las mujeres hubiesen descubierto la forma
de aumentar sus poderes hasta ser capaces incluso de matar ángeles. De ser ese
el caso, era probable que ni el mismísimo Lucifer se atreviese a enfrentarlas ahora
y se hubiese desentendido de ellas, al igual como solía hacerlo con sus otras
creaciones. No importando cuál era la causa, era necesario destruir a la Tétrada
Oscura antes de que se volviese totalmente incontrolable.

El arcángel sabía que sería necesario desplegar un gran contingente de


ángeles guerreros, incluso se podría requerir la intervención de los otros
arcángeles. Personalmente deseaba que no fuese así, ya que la guerra era algo
que prefería evitar si era posible, a diferencia del arcángel Miguel que parecía
vibrar con ella e incluso disfrutarla.

El hecho de que la Tétrada Oscura hubiese desaparecido literalmente de la


superficie del Planeta Tierra, aumentaba sus sospechas de que esas cuatro
mujeres eran las responsables de la muerte de doscientos ángeles y posiblemente
también de sus enviados.

La asistente de Damián entró con una expresión de preocupación en el


rostro.

―Señor, perdón que lo interrumpa, pero ha llegado un comunicado por


parte de los arcángeles ―informó la secretaria a su jefe.
― ¿De qué se trata? ―preguntó El Anticristo.

―Los arcángeles solicitan que se entregue inmediatamente a la Tétrada


Oscura para que respondan por la muerte de los ángeles de Athatriel y de dos
ángeles mensajeros ―dijo ella un poco asustada de lo que estaba comunicando.

―Contésteles que se ha perdido todo rastro de la Tétrada Oscura desde


que intentaron sellar la fisura entre planos ―ordenó Cristina―. Infórmeles que no
se han puesto en contacto desde entonces y que se desconoce su paradero; se
sospecha que probablemente no lograron sobrevivir a la misión. Indíqueles que
debido a lo particularmente grave de la situación y las amplias repercusiones que
para ambos bandos puede haber si sus sospechas son correctas, pueden contar
con nuestro apoyo. Atentamente El Anticristo Damián…

La secretaria miró con cara de pregunta a su jefe.

―Obedezca ―respondió él.

La ropa que llevaba recién puesta Cristina fue reemplazada por su


armadura, de igual forma que en sus compañeras.

―Fue un placer conocerlo jefe ―dijo Ethiel, obsequiándole su puñal de elfa


oscura.

―Cuando todo esto termine volveremos, Señor ―agregó Mireya.

―Mantenga encendida la flama del licor ―dijo Cristina―. Se me antojará


una copa cuando regrese.

―Hasta pronto ―fue la simple despedida de Francine.

―Hasta pronto chicas ―respondió Damián―. No dejen que esos


bonachones las asesinen. Recuerden que poseen la esencia de Lucifer.

En una extensa planicie deshabitada las cuatro mujeres aparecieron de la


nada luciendo como cuatro columnas de negro carbón. Una densa niebla oscura
manaba del cuerpo de todas ellas y se elevaba, al igual que el fuego que nacía de
sus ojos. La Tétrada Oscura pronto sería detectada por los arcángeles y eso era
precisamente lo que ellas deseaban.

― ¡Salgan de su escondite cobardes! ―gritó Mireya haciendo temblar la


tierra con su voz.

―Su amo no los protegerá para siempre de nosotras ―agregó Cristina.


―Vámonos de aquí ―dijo Francine―. Estos débiles y patéticos inútiles
están temblando de miedo.

Lo que ellas pretendían provocar ocurrió cuando el cielo se rajó, dejando


pasar a cientos de ángeles guerreros. Cuando ya estaban lo suficientemente cerca
descargaron una devastadora lluvia de fuego sobre las cuatro mujeres; cuando el
viento y el infierno se disiparon, inalterables permanecían ellas. Ethiel elevó sus
brazos y millones de gotas de fuego cayeron sobre las legiones de ángeles,
perforando sus alas y sus cuerpos, incendiándolos y vaporizándolos en el aire.

― ¿Y estos son los ejércitos celestiales? ―preguntó despectiva Cristina.

Era claro que esa estrategia estaba destinada al fracaso. A la Tétrada


Oscura no se le podía atacar de frente, ya que al hacerlo se exponían a una
masacre inevitable.

Varias legiones de ángeles armados con sus espadas flamíferas, zumbando


ansiosas de encontrar un objetivo se materializaron a la espalda de la Tétrada.

Con un aullido que hizo temblar cielo y tierra Cristina liberó a la bestia
dormida. Como una exhalación, la licántropa clavó sus garras incandescentes en
el pecho del ángel que tenía más cercano, consumiéndolo en llamas que el viento
avivó. Aprovechando la ocasión, otro ángel descargó su ardiente espada sobre
Cristina, pero con su mano libre atrapó el brazo de éste, corriendo igual suerte que
el anterior.

Las garras de Francine brillaban en sus manos y sus ojos despedían fuego,
en un gran salto giró en el aire y encendió su espada. La vampiresa no tardó en
verse rodeada por decenas de ángeles que la amenazaban con sus luminosas
espadas. A pesar de lo apremiante de la situación la adrenalina se había
convertido en energía pura gracias al poder de la esmeralda sagrada. Respirando
hondo Francine giró rápidamente transformando su cuerpo en un torbellino de
fuego que se desplazó vertiginosamente entre las filas enemigas, convirtiendo en
cenizas a cientos de ángeles.

El arcángel se veía preocupado; tan solo tres de las cuatro mujeres habían
entrado en combate y varias legiones bajo su mando habían perecido.

El báculo de Mireya escupía chorros de fuego que quemaban a los ángeles


como si se trataran de hojas arrojadas a una hoguera.

Una cegadora ola de fuego llenó el campo de batalla; el arcángel sostenía


con fuerza su espada mientras lanzaba un ataque definitivo contra la Tétrada
Oscura.

―Esta abominación termina aquí y ahora ―gritó el arcángel mientras


continuaba su ataque.
Al cabo de unos minutos de una cataclísmica descarga de energía de su
espada, finalmente él bajó su arma. Nada en toda su eterna vida lo había
preparado para lo que tenía frente a sus ojos. Si no hubiese sido por sus increíbles
reflejos y su velocidad como el pensamiento, no habría podido esquivar a tiempo
el formidable rayo que surgió cuando el fuego de las cuatro espadas de las
mujeres se unió en uno solo. Sin inmutarse ellas continuaron con ese ataque
mientras él volaba veloz para alejarse. Un imperceptible movimiento de ellas puso
el disparo por delante de él; el guerrero alado no pudo evitar chocar de frente con
el infernal golpe, que en medio de un cegador resplandor lo hizo arder como un
pequeño sol. Francine, abriendo en cruz sus brazos absorbió en sí toda la energía
del caído arcángel.

Nunca antes un ángel de esa categoría había muerto y eso no lo tolerarían


los otros seis.

Inmediatamente la respuesta no se hizo esperar y el azul del firmamento se


abrió en un cegador destello de mil soles. Cinco arcángeles vestidos con
resplandecientes armaduras aparecieron seguidos de miles de ángeles guerreros,
todos portando terribles espadas de fuego.

―Esto se va a complicar un poco ―opinó Mireya.

― ¿Eso crees? ―preguntó Cristina lanzando un largo aullido.

De pronto decenas de aullidos llegaron en respuesta, seguidos de una


inmensa jauría de lobos de luz que atacaron a las legiones de ángeles, que
inútilmente intentaron defenderse; una lluvia de cenizas fue lo único que quedó de
ellos. Sin perder tiempo los arcángeles descargaron todo su poder sobre las
mujeres, las que se lanzaron violentamente sobre ellos, golpeando sus espadas
en una encarnizada batalla. Cada golpe desencadenaba una lluvia de fuego,
acompañada de cegadora luz.

Francine tuvo la mala suerte de verse enfrentada a dos arcángeles, lo que


la ponía en evidente desventaja y peligro. Sin darle mayor importancia a eso, ella
peleaba con dos espadas flamíferas en sus manos. Sin embargo, ambos
arcángeles eran muy rápidos y uno atrajo toda su atención, oportunidad que
aprovechó el otro para dejar caer la hoja de su espada en la espalda de la
vampiresa. De no haber sido por la oportuna maniobra con que una espada
detuvo el golpe del arcángel, Francine habría sido consumida por su fuego.
Enlazando la espada que llevaba en su mano derecha con la del ángel, clavó la
otra en su pecho. Las cenizas procedentes del calcinado cuerpo del otro arcángel
se unieron a las otras. Una sonrisa ocupó el rostro de la vampiresa al ver la figura
vestida con armadura roja que pegaba su espalda a la de ella.

―No esperaba verlo aquí Maestro ―dijo la vampiresa.

― ¿Pensabas que me perdería la diversión?― preguntó Telal.


Cuatro rayos se unieron en uno solo rompiendo en pedazos la barrera
protectora del cuarto arcángel que caía bajo la Tétrada Oscura. Los dos
sobrevivientes sabían que no podrían retirarse del campo de batalla, aunque eso
significase que pasase lo que nunca había pasado.

Los arcángeles se juntaron y una intensa luz los envolvió a ambos.

― ¡Cúbranse!― gritó Telal cuando brotó el chorro de fuego que les pegó de
lleno a los cinco.

Si no hubiese sido por las poderosas barreras de la Tétrada y la armadura


del demonio, se habrían convertido en humo que el viento se habría llevado.

Dos piedras incandescentes cayeron del cielo a ambos lados de los


arcángeles que se habían posado en tierra, impidiendo que se movieran de su
posición. Las cuatro mujeres bajaron sus espadas y extendieron ambos brazos
hacia ellos; una negra y densa niebla emanó de sus cuerpos y sus ojos
despidieron llamas cuando descargaron ocho chorros de fuego que coincidieron
en un único punto que se convirtió en un rayo que perforó sin resistencia la coraza
de energía que protegía a los arcángeles, tocando finalmente sus cuerpos e
iluminándolos cegadores. Con placer Francine abrió sus manos y recibió en ellas
la luz en la que se habían convertido los ángeles hasta que se disipó aumentando
el brillo de sus ojos.

―No puedo creer que hemos matado a seis de los arcángeles ―opinó
Mireya―. No fue tan difícil.

―No te confíes hechicera ―recomendó Telal―. Aún falta el más poderoso,


el arcángel Miguel, pero ese es mío. Tengo un asunto pendiente con él.

― ¿A qué se refiere Señor? ―preguntó Cristina.

― ¿Alguna vez han visto una representación hecha por los humanos del
arcángel Miguel empuñando una lanza, con un demonio bajo su bota, humillado
como una rata? ―preguntó Telal.

―Sí, alguna vez vi una ―respondió Francine.

―Pues, yo era ese demonio ―respondió Telal―. Y ahora me toca a mí la


revancha; hoy él caerá bajo mi espada, aunque me cueste la vida lograrlo.

― ¿Pondría en riesgo esta misión solo por una venganza personal?


―preguntó Ethiel.

―Estratégicamente es inaceptable ―recapacitó el demonio.

―Al diablo con lo correcto ―cortó Ethiel―. El arcángel Miguel es suyo.


―Pero sus legiones son nuestras ―agregó Francine mostrando sus
colmillos.

Un extraño silencio llenó el ambiente, como el que precede al trueno antes


de la tormenta. De pronto ese silencio fue roto por un extraño sonido que
retumbaba como una gran bocina de barco, que venía de todos lados.

―Siempre tan ególatra, que le gusta avisar estruendosamente cuando llega


―comentó Telal.

Un brillo intenso iluminó el cielo como un segundo sol y cientos de ángeles


con armaduras y espadas aparecieron, dividiéndose en dos formaciones
perfectamente ordenadas. Un nuevo brillo más intenso, aun que el anterior iluminó
todo el firmamento; cuando el fulgor desapareció, en medio de los dos flancos de
ángeles flotaba el último y más poderoso de los arcángeles, con sus alas brillantes
como metal desplegadas en toda su extensión. Una deslumbrante armadura
cubría su cuerpo que parecía ser gigantesco y en su mano derecha sostenía una
gran lanza de fuego, mientras que una espada flamífera colgaba de su cintura.

― ¿Está seguro que quiere enfrentarlo usted? ―preguntó Mireya al


demonio―. Se ve muy poderoso.

―He esperado toda una eternidad para esta oportunidad ―respondió


Telal―. Aunque me cueste la vida.

―Muy bien, es todo suyo Maestro ―aceptó la bruja.

― ¡Este combate es nuestro Miguel! ―gritó Telal al arcángel.

―Según parece no estás en posición de exigir nada traidor…, arcángel


renegado ―respondió Miguel con una voz de trueno que hizo temblar el suelo.

― ¿Fue un arcángel? ―preguntó Ethiel.

―Sí, pero yo aprendí a pensar por mí mismo ―respondió el demonio―. No


soy un títere de un amo.

―Ríndete ahora y solo cortaré tus alas ―ofreció el arcángel.

―Eres muy valiente cubriéndote con tus vasallos ―respondió Telal―.


¿Qué tal si les ordenas que no intervengan?

―Tienes una lengua muy hábil demonio ―respondió Miguel sin caer en el
truco―. ¿Cuán hábil es tu brazo?
Uno de los ángeles rompió la formación y Mireya lanzó su báculo al aire.
Una brillante burbuja envolvió a todos los ángeles que estaban a la derecha del
arcángel, mientras Ethiel sopló sobre su mano y otra burbuja de iguales
características atrapó a los ángeles que se encontraban a la izquierda de Miguel.

―Muy bien, solo tú y yo ―dijo Miguel desplegando sus alas y encendiendo


su impresionante lanza flamífera.

―Tétrada no intervengan más. Es una orden ―gritó Telal al elevarse.

Varios ángeles dispararon con sus espadas y manos tratando de romper


desde adentro la burbuja que los aprisionaba; sin embargo, para su sorpresa, toda
esa energía rebotó por todos lados, convirtiendo la esfera en una bola de plasma
incandescente que los desintegró a todos en forma casi instantánea.

―Lástima y pensar que se podrían haber salvado ―dijo Francine


extendiendo una de sus manos y dejando que toda esa energía fluyera por ella
llenando todo su ser.

―Haz absorbido mucha energía ―observó Mireya en voz baja―. ¿Cómo te


sientes?

―Magníficamente bien ―contestó la vampiresa―. Creo que podría destruir


el Sol de un solo golpe si lo deseara.

―Mejor ni se te ocurra intentarlo ―sugirió Cristina―. Acabarías con el


sistema solar.

―Es solo una forma de decir ―aclaró Francine―. Si lo rompiera no podría


volver a broncear mi hermoso cuerpo.

―Por favor no me distraigan, no quiero perderme ningún detalle de este


combate ―las calló la elfa oscura.

Las puntas de las lanzas de ambos arcángeles chocaban con grandes


destellos de luz y gotas de fuego caían como lluvia que todo lo quemaba.

Las alas cubiertas de metal reflejaban el sol en cada movimiento, haciendo


difícil verles bien a simple vista.

A esta altura del combate no se podía saber quién sería el vencedor, pues
ninguno superaba en fuerza y habilidad al otro. Telal sin embargo, había planeado
muchas veces este encuentro en su mente y repasado cada detalle del primer
enfrentamiento con Miguel, en el que había sido humillado como una sabandija.
Un golpe, una estocada, cada uno no lograba tocar a su rival, a diferencia
de sus armas que despedían fuego con cada contacto. Las alas de ambos batían
el aire provocando fuertes ventiscas que en ocasiones alcanzaban niveles
huracanados.

La Tétrada Oscura observaba atenta, registrando en su mente calculadora


cada movimiento percibido por sus superdotados sentidos.

Las lanzas se engancharon, Telal giró la suya rápidamente tres veces y


agitó sus alas, quedando más elevado que Miguel; la lanza del arcángel se soltó
de sus manos y cayó produciendo un silbido igual al de una bomba al caer,
originando un gran cráter al golpear el suelo. Casi en el mismo movimiento el
demonio clavó su lanza en una de las alas de Miguel, haciendo que éste perdiera
su equilibrio y cayera violentamente en picada, no obstante sus reflejos eran
rápidos y logró a tiempo frenar el descenso y aterrizar de pie.

Como un rayo Telal aterrizó junto al arcángel, listo para combatir en tierra.
Ambos arcángeles encendieron al mismo tiempo sus espadas flamíferas y en un
titánico cruce de golpes las enlazaron en una danza mortal. Cada golpe brillaba
con el resplandor de diez soles. El calor desprendido era abrazador y sin embargo,
ninguno de los dos daba muestras de agotamiento, a pesar de la tremenda
potencia de los impactos y del tiempo que llevaban luchando.

Un afortunado movimiento de Miguel le permitió acertar un golpe en el


brazo izquierdo de Telal, provocándole un gran corte que el demonio ignoró por
completo. En lugar de debilitarlo, la herida parecía inyectarle más energía y fuerza,
haciendo retroceder a su adversario por la violencia que había cobrado su ataque.

Desde la mano izquierda de Telal surgió un cegador destello que hizo que
Miguel cerrara sus ojos una fracción de segundos, tiempo que el demonio
aprovechó para saltar y ponerse a la espalda del arcángel.

El primer golpe amputó la mano derecha de Miguel, extinguiendo


inmediatamente su espada. Una fuerte patada en la espalda lo hizo caer de
rodillas al suelo. Triunfante Telal puso una bota en su pecho, mientras con la otra
pisaba la mano izquierda del abatido arcángel.

―He esperado toda una eternidad por este momento ―dijo el demonio
dejando que la hoja de fuego de su espada separara la cabeza del cuerpo de su
enemigo. La cantidad de energía liberada fue la equivalente a una bomba nuclear
al estallar.

Triunfante Telal guardó su espada y caminó airoso y orgulloso hacia sus


discípulas, que habían sido testigos de la batalla más formidable de toda la
eternidad.


La muerte de todos los arcángeles y la destrucción de los ejércitos
celestiales, así como la confirmación de la Tétrada Oscura como la fuerza
suprema, había roto el equilibrio de poder, lo que permitiría a los ángeles caídos
replantear su posición en el nuevo orden establecido.

Con el correr de los siglos nuevas leyendas y nuevas religiones nacerían en


torno a la figura de las cuatro mujeres que se elevaron más allá del cielo y del
infierno.

También podría gustarte