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Registro Safe Creative N° 1711014715468

Boris Oliva Rojas

Alfa

Hacía varios minutos que ya no las escuchaba atrás, pero sabía que no por
eso el peligro había pasado. El hecho de no ver ni escuchar a las cuatro lobas que
la perseguían, no significaba que se hubiesen dado por vencidas. Cuando un lobo
fija su atención en una presa, no abandona la cacería hasta que logra atraparla,
simplemente significaba que la persecución se había convertido en una cacería
silenciosa. Ella sabía muy bien cómo funcionaba esto, porque varias veces estuvo
en la otra posición en la balanza de la vida y la muerte.

El cielo despejado y la luna llena en todo su esplendor y resplandor,


complicaba un poco más la situación al aportar una claridad extra al bosque. Solo
le quedaba correr rápido y cambiar de dirección en forma imprevista cada cierto
trecho, tal vez así podría despistar a las lobas que la cazaban.

De nuevo a sus agudos sentidos llegó la presencia de sus perseguidoras;


estaban cerca y el bosque se estaba terminando y también el plazo de tiempo que
la separaba de su destino.

Los riscos que comenzaban donde terminaba el bosque estaban a la vista.


Debía ganar una posición elevada y tal vez se podría defender del ataque de
cuatro lobas jóvenes; de dos saltos cubrió el espacio que mediaba entre los
árboles y las rocas.

Los pelos de su lomo se erizaron cuando la negra silueta de un lobo macho,


que sobrepasaba ampliamente el metro y medio de alto, se dibujó en el círculo de
la luna. Los cuatro grupos de gruñidos a su espalda la hicieron volverse. Se
encontraba rodeada, pero estaba lista para dar su última pelea; sabía que tenía
todas las de perder, pero se llevaría a alguien consigo. Si querían derrotarla,
tendrían que pagar con sangre el alto precio que costaría.

Ante la llegada de las cuatro cazadoras, el macho retrocedió a otra roca


para observar el desenlace de todo. Sería una batalla a muerte solo entre
hembras.

A pesar de la desventaja numérica y del inminente final, no sentía miedo.


Desde que se convirtió en la hembra alfa de su manada, aprendió que el miedo
era un privilegio que ella no tenía derecho a sentir y cuando su manada fue
aniquilada por otra y logró apenas escapar, se vio obligada a valerse por sí sola y
vagar sin rumbo.
En una de sus solitarias correrías tras su última presa, sin querer ingresó al
territorio de caza de otra manada. Había cruzado una frontera invisible y ella sabía
las consecuencias de ese error. La hembra alfa y tres hembras beta de ese
territorio, la localizaron e identificaron como extraña y enemiga y ahora estaban
por castigar su equivocación y fortalecer su autoridad en la manada.

Los ojos fulgurantes y dorados y las fauces chorreando saliva, indicaban


que el tiempo se había acabado. Miró a cada una de sus atacantes que trataban
de rodearla; sin aviso previo se abalanzó sobre una de las beta, que sin vacilar
saltó sobre ella a su vez, abriendo su terribles mandíbulas para clavar sus
colmillos en la carne de la intrusa, sin imaginar que en un movimiento poco
habitual, ésta la golpearía con las patas y se desviaría del camino de sus fauces,
las que solo mordieron el aire. Apenas tocó el suelo nuevamente, ella aprovechó
el impulso, plegó sus patas traseras y rebotó contra su agresora, cayéndole sobre
el lomo y atrapando su garganta entre sus afilados dientes, desgarrándosela con
un movimiento de látigo.

Con la sangre chorreando de su hocico, enfrentó gruñendo a la loba alfa,


mostrándole que con ella no se jugaba. La batalla había comenzado y no había
forma de pararla, más que con la muerte de una de las dos. La alfa se lanzó entre
gruñidos contra la invasora.

Ella sabía que no podría usar el mismo truco nuevamente, así es que se
enlazó en un remolino de dentelladas con la hembra líder de la manada. Con más
de un metro y medio de altura cada una y cuerpos robustos y flexibles, esta era
una pelea de titanes.

Las hembras beta sobrevivientes comprendiendo su posición, aguardaban


en caso de que llegara su turno de luchar por la supremacía en la manada.

Los golpes de los cuerpos y los chasquidos de los colmillos al chocar entre
sí, hacían que todo el risco temblara, en una lucha que parecía no terminar. Las
poderosas lobas no mostraban signos de debilidad y el macho observaba
impávido desde su posición privilegiada.

La loba alfa en un rápido giro cerró sus fauces en una de las patas de la
intrusa. Ni siquiera un gemido de dolor salió de su garganta, no había tiempo para
perderlo en muestras de flaqueza. En vez de debilitarla, la violenta inyección de
adrenalina en su torrente sanguíneo, aumentó su fiereza, elevando su fuerza
hasta el límite de resistencia de su cuerpo.

Como un rayo la invasora empujó su cuerpo contra la dueña del territorio,


haciéndola perder el equilibrio, oportunidad que no podía dejar escapar. Más
rápida que un pestañeo, enterró completa toda su dentadura en el hombro de su
rival, quien dejó escapar un agudo aullido de dolor.

Gravemente herida, la alfa lanzó una violenta dentellada contra su enemiga,


pero solo dio con el aire. El dolor agudo, la pérdida de sangre que manaba a
borbotones y el cansancio, nublaban su vista, haciendo que apenas se pudiese
mantener de pie.

Las señales en su rival y en el aire, las había visto muchas veces al cazar y
sabía claramente cuál debía ser su siguiente movimiento. Con un rápido y potente
impulso de sus patas traseras, ella se abalanzó contra la loba alfa, derribándola y
cerrando sus mortíferas quijadas en torno a su cuello y sin soltarlo, aumentó la
presión hasta sentir como bajo su mordida crujía la garganta de la caída líder,
cuyo tiempo llegaba a su fin.

Los ojos de las dos hembras beta brillaron y los pelos de sus lomos se
erizaron, listas para combatir y que pasara lo que los colmillos determinasen.

De un salto el macho alfa cayó sobre el roquerío, mostrando sus poderosos


colmillos, en un gruñido que no necesitaba nada más para hacerse entender. Las
beta agacharon en silencio sus cabezas y doblaron sus patas delanteras, en una
muestra de obediencia, respeto y sumisión.

La claridad del día avanzaba rápidamente por los cerros y las copas de los
árboles. Los primeros rayos que tocaron al gran lobo, fueron testigos de la
transformación que acompañaba a cada amanecer.

Con casi dos metros de alto, el cabello negro que le llegaba hasta los
hombros, sus sólidos y fornidos músculos contraídos por la fresca brisa matinal, el
hombre observaba a su nueva compañera, cuya piel brillaba con el sudor de la
batalla y su tonificado cuerpo de un metro ochenta se alzaba con el sol a su
espalda, dándole un resplandor casi sobrenatural, mientras con una mano
apartaba el cabello que caía sobre su dulce pero a la vez fiero rostro y con la otra
la sangre que corría de su boca.

A sus pies dos jóvenes mujeres de esbeltas figuras y de brillante mirada de


ojos dorados, arrodilladas besaban las manos de la nueva hembra alfa de la
manada.

Bajo los rayos del sol descansaban los cuerpos sin vida y con los cuellos
desgarrados, de dos mujeres que los animales y aves del monte harían
desaparecer.

Había terminado un reinado y comenzado otro, en un giro de la rueda de la


vida, gobernada por la ley de las garras y colmillos.

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