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Alfa
Hacía varios minutos que ya no las escuchaba atrás, pero sabía que no por
eso el peligro había pasado. El hecho de no ver ni escuchar a las cuatro lobas que
la perseguían, no significaba que se hubiesen dado por vencidas. Cuando un lobo
fija su atención en una presa, no abandona la cacería hasta que logra atraparla,
simplemente significaba que la persecución se había convertido en una cacería
silenciosa. Ella sabía muy bien cómo funcionaba esto, porque varias veces estuvo
en la otra posición en la balanza de la vida y la muerte.
Ella sabía que no podría usar el mismo truco nuevamente, así es que se
enlazó en un remolino de dentelladas con la hembra líder de la manada. Con más
de un metro y medio de altura cada una y cuerpos robustos y flexibles, esta era
una pelea de titanes.
Los golpes de los cuerpos y los chasquidos de los colmillos al chocar entre
sí, hacían que todo el risco temblara, en una lucha que parecía no terminar. Las
poderosas lobas no mostraban signos de debilidad y el macho observaba
impávido desde su posición privilegiada.
La loba alfa en un rápido giro cerró sus fauces en una de las patas de la
intrusa. Ni siquiera un gemido de dolor salió de su garganta, no había tiempo para
perderlo en muestras de flaqueza. En vez de debilitarla, la violenta inyección de
adrenalina en su torrente sanguíneo, aumentó su fiereza, elevando su fuerza
hasta el límite de resistencia de su cuerpo.
Las señales en su rival y en el aire, las había visto muchas veces al cazar y
sabía claramente cuál debía ser su siguiente movimiento. Con un rápido y potente
impulso de sus patas traseras, ella se abalanzó contra la loba alfa, derribándola y
cerrando sus mortíferas quijadas en torno a su cuello y sin soltarlo, aumentó la
presión hasta sentir como bajo su mordida crujía la garganta de la caída líder,
cuyo tiempo llegaba a su fin.
Los ojos de las dos hembras beta brillaron y los pelos de sus lomos se
erizaron, listas para combatir y que pasara lo que los colmillos determinasen.
La claridad del día avanzaba rápidamente por los cerros y las copas de los
árboles. Los primeros rayos que tocaron al gran lobo, fueron testigos de la
transformación que acompañaba a cada amanecer.
Con casi dos metros de alto, el cabello negro que le llegaba hasta los
hombros, sus sólidos y fornidos músculos contraídos por la fresca brisa matinal, el
hombre observaba a su nueva compañera, cuya piel brillaba con el sudor de la
batalla y su tonificado cuerpo de un metro ochenta se alzaba con el sol a su
espalda, dándole un resplandor casi sobrenatural, mientras con una mano
apartaba el cabello que caía sobre su dulce pero a la vez fiero rostro y con la otra
la sangre que corría de su boca.
Bajo los rayos del sol descansaban los cuerpos sin vida y con los cuellos
desgarrados, de dos mujeres que los animales y aves del monte harían
desaparecer.