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Casa Gótica
Cada vez que Juana pasaba frente a esa antigua casa se quedaba
extasiada admirando los complicados adornos que le daban más el aspecto de
una catedral gótica en miniatura que de una vivienda. Sin embargo, la similitud
terminaba con el escudo de armas que coronaba su fachada principal— el cual
representaba la cabeza de un carnero o algo por el estilo.
Por lo que podía apreciar a simple vista, era una construcción muy sólida,
nada de la tabiquería que se acostumbra usar ahora.
Juana calculaba que la casa gótica, como ella la llamaba, debía haber sido
construida a fines del siglo XIX o principios del XX; tal vez perteneciente a alguno
de los famosos millonarios surgidos de la explotación de los yacimientos salitreros
del norte o de las minas de carbón del sur, que mencionaban los libros de historia.
Hace dos años que había llegado del sur a vivir a la capital, en busca de
mejores oportunidades; gracias a los contactos de un tío suyo, encontró
rápidamente trabajo. Desde el primer día congenió muy bien con Teresa y al cabo
de unos meses se les ocurrió que podrían arrendar juntas una casa y así ahorrar
algo de dinero. Una tarde mientras conocían los alrededores, pasaron frente a la
casa, si hubiese sido una persona se podría haber dicho que fue amor a primera
vista, aunque más parecía una obsesión, ya que necesitándolo o no, desde esa
vez Juana hacia un rodeo innecesario para pasar frente a aquella magnifica
propiedad antes de ir directamente a su casa.
—Supongo que tu invitado ya debe estar por llegar, así es que te dejo sola
para no molestar —dijo Juana al ver que Teresa se había puesto un vestido de
fiesta nuevo, de color negro como era de esperarse.
Curiosa Juana fue a ver de qué se trataba. Encima de la cama había muy
estirado un vestido de fiesta nuevo igual que el de Teresa, pero de color rojo.
Después de un rato salió luciendo su nueva tenida, emocionada como una niña
chica.
Con dedos apresurados Juana soltó la cinta y levantó la tapa. Con aire de
curiosidad miró la joya y la tomó en el aire para verla mejor.
—Mira, aquí dice que este es un símbolo que protege de las malas energías
—explicó a su amiga.
Después de seguir charlando varias horas más y por efecto del vino
también, Juana dio un gran bostezo.
En sueños la mente de Juana voló por todos lados. Soñó con el medallón,
con Teresa y también con la casa; soñó que la reja se abría sola y cruzaba el
gran jardín que había enfrente. La puerta de la mansión estaba abierta y Juana
atravesó el umbral; un gran recibidor que comunicaba a un salón fue lo primero
que había. Una escalera de mármol llevaba a un segundo piso, en tanto que
gruesas columnas de piedra parecían sostener el cielo. Iluminada con candelabros
con grandes velas que creaban una atmosfera embriagante de sombras
danzantes. Hacia el otro extremo una puerta conducía a un largo pasillo con
grandes ventanales con rojas cortinas que dejaban entrar la luz de la luna. Una
sólida escalera de piedra llevaba a un pasillo subterráneo alumbrado por
antorchas, que llegaba hasta una gran puerta de gruesa madera y hierro donde
estaba grabado el mismo escudo que coronaba la entrada de la mansión; el
mismo carnero, pero esta vez dentro de un pentagrama invertido.
La muralla detrás del altar y que quedaba justo frente a la puerta, estaba
dominada por un inmenso cuadro que mostraba un pentagrama invertido con la
cabeza de un carnero dentro. Las paredes de los lados tenían un cuadro cada una
del alto de la misma, retratando una bella mujer con membranosas y grandes alas,
que apuntaba uno de sus brazos hacia el pentagrama y el otro hacia las llamas
que ardían eternas en el suelo.
Juana caminó hacia el altar, subiendo lentamente los escalones. Sus dedos
recorrieron suavemente la piedra y se posaron sobre un puñal con una cabeza de
carnero en la empuñadura.
—Así no más, que se van a enfriar los huevos con champiñones —insistió
su amiga.
—Su cuerpo, su mente y su alma deben morir y son reemplazados por las
de esos espíritus —concluyó Teresa.
—Espero que no te haya dado mucho miedo —dijo Teresa—. Igual suena
interesante.
—La verdad es que no era una pesadilla, incluso sentía mucha curiosidad y
tranquilidad —meditó un rato Juana.
Teresa miró el cuello de Juana y con satisfacción vio que llevaba puesto el
colgante.
—Debe haber sido porque estuviste ojeando ese libro —dedujo Teresa
apuntando a la mesa de centro.
—Sí, eso tiene que haber sido —coincidió Juana con ella.
La siguiente noche, Teresa estaba de pie frente al altar con los brazos hacia
arriba, sosteniendo el puñal en sus manos.
Una de las mañanas Teresa notó que Juana estaba inquieta y giraba entre
sus dedos el medallón.
Todo quedó preparado para esa noche. Cerca de las diez, Juana se había
puesto su vestido rojo.
El timbre sonó a eso de las diez quince minutos; cuatro amigos hombres de
Teresa y dos mujeres llegaron juntos, trayendo algunas botellas de licor.
— ¿Pero qué te pasó? —preguntó Teresa muy alarmada al ver la ropa rota
de su amiga.
Al rato Juana salió vistiendo una blusa blanca de gasa y unos jeans muy
ajustados.
Quien conociera a Juana jamás creería que estaba recorriendo bar tras bar
y club tras club, dejándose alagar por cuanto desconocido encontraba en ellos.
Por más que bebía el alcohol parecía no afectarle. El calor en los clubes y su
sensual forma de bailar mojaba su piel de transpiración, lo que hacía que quienes
se acercaran a ella perdieran el control y quedaran sumidos a su voluntad— de
eso se daba cuenta y deseaba cada vez más.
Juana caminó distraídamente sin rumbo fijo y al escuchar pasos tras ella, se
detuvo un momento y siguió caminando; sus pasos la condujeron hasta un callejón
sin salida. Triunfal el hombre se acercó a su futura víctima.
Juana buscó con la vista algo para defenderse, posándose sus ojos sobre
un grueso palo. Sin ningún rastro de compasión descargó una y otra vez la
improvisada arma sobre la cabeza del hombre.
—Ese perro que está allá es demasiado mañoso, la otra vez casi me mordió
—contestó su amiga.
Después de tomar once, ya oscuro, ambas amigas salieron a pie por los
alrededores. Posiblemente sin proponérselo llegaron hasta la casa gótica. La reja
se encontraba abierta así es que la franquearon con aire distraído; recorriendo el
gran parque frontal, se hallaron junto a la puerta de la casa, la cual casualmente
también estaba abierta. Imprudentemente ambas se miraron y con una sonrisa de
complicidad entraron en la casa, en la cual parecía no haber nadie.
Las dos impulsivas jóvenes avanzaron por el pasillo entre los rayos de luna
que pasaban por entre las rojas cortinas de terciopelo. Al final del mismo
encontraron una sólida escalinata de piedra cuyos peldaños descendían unos
cuantos metros.
En las paredes colgaban grandes cuadros del alto de las mismas, en que
aparecía retratada una mujer de belleza inusual con dos grandes alas
membranosas. Cuatro gárgolas que parecían estar vivas, cada una en cada
esquina, completaban la decoración.
Teresa seguía hablando, pero Juana no lograba oír su voz, solo percibía el
movimiento de sus labios. La vista se le comenzó a tornar borrosa y sintió el piso
inclinarse, cayendo desmayada.
Poco a poco sus ojos se empezaron a abrir; no sabía cuánto tiempo había
pasado. Sorprendida descubrió que estaba desnuda acostada sobre la mesa de
granito; aunque trató de moverse y hablar su cuerpo no respondió. Teresa estaba
de pie junto a ella, cubierta solo con una traslucida túnica negra que dejaba ver su
juvenil figura. Incrédula notó que del cuerpo de su amiga emanaba una extraña y
vaporosa neblina negra.
Una sonrisa macabra se dibujó en los labios de Juana, en tanto que sus
ojos y los de Teresa se volvieron completamente negros, como si de dos pozos sin
fondo se tratase. Del cuerpo de ambas comenzó a brotar una negra neblina, el
aire de toda la habitación se llenó de un olor a almizcle y azufre y una atmosfera
cargada de electricidad recorrió la espalda de ambas mujeres, haciéndolas
temblar levemente de placer. Colgado del cuello de ambas, dos pentagramas
invertidos de metal intensamente negro adornaban sus pechos.
Una vez que la puerta de la casa se cerró, los ojos de ambas mujeres
volvieron a ser como dos negro agujeros de profundidad sin fin y una siniestra
sonrisa se dibujó en ellas, al tiempo que Juana desplegaba unas impresionantes
alas membranosas como las de las gárgolas y Teresa se arrodillaba a sus pies
inclinando la cabeza.