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EL CUENTO
DEL ANTEPASADO
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EL CUENTO
DEL ANTEPASADO

Un viaje a los albores


de la evolución

Richard Dawkins
Con la colaboración de Yan Wong

Traducción de Víctor V. Úbeda


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Publicado por Antoni Bosch, editor


Palafolls, 28 – 08017 Barcelona – España
Tel. (+34) 93 206 07 30
e-mail: info@antonibosch.com
www.antonibosch.com

Título original de la obra


The Ancestor’s Tale: A Pilgrimage to the Dawn of Life

© 2004, Richard Dawkins


© de la edición en castellano: Antoni Bosch, editor, S.A.

ISBN: 978-84-95348-28-9
Depósito legal: B-25.291-2010

Maquetación: Fotoletra, S.A.


Diseño de la cubierta: Compañía de Diseño
Impresión: Novoprint

Impreso en España
Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incor-


poración a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier for-
ma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográ-
fico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los
titulares del copyright.
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A John Maynard Smith


(1920-2004)

que leyó el borrador y tuvo la deferencia de aceptar esta dedicatoria


que ahora, por desgracia, ha de ser

IN MEMORIAM

«No te preocupes de las ponencias ni de los “talleres”; manda al


diablo las excursiones en autocar a los bellos parajes de los alrede-
dores; déjate de refinadas herramientas audiovisuales y de micró-
fonos inalámbricos; lo único que de verdad importa en una con-
ferencia es que John Maynard Smith esté presente y que haya un
bar espacioso donde poder conversar. Si no le vienen bien las fechas
que tenías previstas, cámbialas... Maynard Smith cautivará y diver-
tirá a los jóvenes investigadores, escuchará lo que tengan que con-
tarle, los estimulará, levantará el ánimo a quienes anden de capa
caída y los mandará de vuelta a sus laboratorios, o al barro de sus
respectivos campos de investigación, alegres, llenos de energía y
ansiosos por poner a prueba las nuevas ideas que tan generosamen-
te les habrá sugerido».

Las conferencias no son lo único que jamás volverá a ser lo mismo.


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Índice

Agradecimientos 17

La vanidad retrospectiva 21

Prólogo general 35

COMIENZA LA PEREGRINACIÓN 53
El Cuento del Agricultor 54
El Cuento del Cromañón 65

ENCUENTRO 0
El género humano 69
El Cuento del Tasmano 73
El Cuento de Eva 82
El homo sapiens arcaico 101
El Cuento del Neandertal 104
Ergaster 106
El Cuento del Ergaster 112
Hábiles 118
El Cuento del Hábil 120
Monos antropoides 132
El Cuento de Little Foot 137
Epílogo a El Cuento de Little Foot 143

9
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índice

ENCUENTRO 1
Chimpancés 151
El Cuento del Bonobo 156

ENCUENTRO 2
Gorilas 159
El Cuento del Gorila 162

ENCUENTRO 3
Orangutanes 167
El Cuento del Orangután 170

ENCUENTRO 4
Gibones 175
El Cuento del Gibón 181

ENCUENTRO 5
Monos del viejo mundo 199

ENCUENTRO 6
Monos del nuevo mundo 205
El Cuento del Mono Aullador 210

ENCUENTRO 7
Tarseros 225

ENCUENTRO 8
Lémures, gálagos y semejantes 229
El Cuento del Ayeaye 233

LA GRAN CATÁSTROFE
DEL CRETÁCICO 241

ENCUENTRO 9
Caguanes y tupayas 247
El Cuento del Caguán 250

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índice

ENCUENTRO 10
Roedores, conejos y semejantes 253
El Cuento del Ratón 257
El Cuento del Castor 261

ENCUENTRO 11
Laurasiaterios 269
El Cuento del Hipopótamo 274
Epílogo a El Cuento del Hipopótamo 282
El Cuento de la Foca 283

ENCUENTRO 12
Desdentados 295
El Cuento del Armadillo 297

ENCUENTRO 13
Afroterios 301

ENCUENTRO 14
Marsupiales 309
El Cuento del Topo Marsupial 314

ENCUENTRO 15
Monotremas 319
El Cuento del Ornitorrinco 323
Lo que el topo estrellado le dijo
al ornitorrinco 334

REPTILES MAMIFEROIDES 339

ENCUENTRO 16
Saurópsidos 349
Prólogo a El Cuento del Pinzón
de las Galápagos 352
El Cuento del Pinzón de las Galápagos 356
El Cuento del Pavo Real 360
El Cuento del Dodo 374

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índice

El Cuento del Ave Elefante 380


Epílogo a El Cuento del Ave Elefante 392

ENCUENTRO 17
Anfibios 399
El Cuento de la Salamandra 407
El Cuento de la Rana de Boca
Estrecha 421
El Cuento del Ajolote 424

ENCUENTRO 18
Peces pulmonados 433
El Cuento del Dipnoo 435

ENCUENTRO 19
Celacantos 439

ENCUENTRO 20
Actinopterigios 443
El Cuento del Caballito de Mar Foliáceo 445
El Cuento del Lucio 449
El Cuento del Saltarín del Fango 451
El Cuento de los Cíclidos 453
El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas 463
El Cuento de la Platija 468

ENCUENTRO 21
Tiburones y semejantes 471

ENCUENTRO 22
Lampreas y mixinos 477
El Cuento de la Lamprea 483

ENCUENTRO 23
Peces lanceta 487
El Cuento del Pez Lanceta 489

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índice

ENCUENTRO 24
Tunicados
493
ENCUENTRO 25
Ambulacrarios 499

ENCUENTRO 26
Protóstomos 505
El Cuento de la Gusana del Fango 516
El Cuento de la Artemia Salina 521
El Cuento de la Hormiga Cortadora
de Hojas 527
El Cuento del Saltamontes 530
El Cuento de la Mosca del Vinagre 552
El Cuento del Rotífero 565
El Cuento del Percebe 577
El Cuento del Gusano
Aterciopelado 581
Epílogo a El Cuento del Gusano
Aterciopelado 597

ENCUENTRO 27
Platelmintos acelomorfos 609

ENCUENTRO 28
Cnidarios 615
El Cuento de la Medusa 620
El Cuento del Polipífero 623

ENCUENTRO 29
Ctenóforos 633

ENCUENTRO 30
Placozoos 637

ENCUENTRO 31
Esponjas 641

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índice

El Cuento de la Esponja 645

ENCUENTRO 32
Coanoflagelados 647
El Cuento del Coanoflagelado 649

ENCUENTRO 33
DRIPs 653

ENCUENTRO 34
Hongos 657

ENCUENTRO 35
Amebozoos 663

ENCUENTRO 36
Plantas 667
El Cuento de la Coliflor 672
El Cuento de la Secuoya 676

ENCUENTRO 37
Inciertos 689
El Cuento de Mixotricha 695

EL GRAN ENCUENTRO HISTÓRICO 703

ENCUENTRO 38
Arqueas 709

ENCUENTRO 39
Eubacterias 713
El Cuento de Rhizobium 715
El Cuento del Taq 726

CANTERBURY 734

EL RETORNO DEL ANFITRIÓN 764

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índice

Lecturas recomendadas 807

Notas a las filogenias 809

Bibliografía 817

Procedencia de las ilustraciones 845

Índice analítico 851

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Agradecimientos

Quien me convenció de que escribiese este libro fue Anthony


Cheetham, fundador del grupo editorial Orion Books. El hecho de
que Cheetham abandonase la empresa sin verlo publicado pone de
manifiesto el monumental retraso con que lo he terminado. Michael
Dover sobrellevó ese retraso con buen humor y entereza, y, agudo e
inteligente como es, captó perfectamente lo que me proponía y me
animó constantemente a conseguirlo. La mejor de sus muchas deci-
siones acertadas fue contratar a Latha Menon como editora freelance.
Como ya hizo en El capellán del diablo, Latha me ha brindado un apo-
yo valiosísimo. Su aguda comprensión tanto del conjunto como de los
detalles, su saber enciclopédico, su amor por la ciencia y su dedica-
ción desinteresada a la divulgación de la misma, nos han beneficiado
a este libro y a mí mucho más de lo que pueda expresar en estas líne-
as. Gracias a Eamon Dolan, de Houghton Mifflin, enseguida se enta-
bló el tipo de relación cordial entre autor y editor que hace que la
publicación deje de ser un negocio para convertirse en un placer.
Yan Wong, mi ayudante de investigación, ha participado activamen-
te en todas y cada una de las etapas de la planificación, investigación
y redacción del libro. Sus múltiples recursos y su minucioso conoci-
miento de la biología moderna sólo se han visto igualados por su
buena mano con los ordenadores. Si bien en este terreno he asumi-
do con gratitud el papel de aprendiz, puede decirse que él fue apren-
diz mío antes de que yo lo haya sido suyo, pues no en vano fui su
tutor en New College. Teniendo en cuenta que allí se doctoró bajo la

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agradecimientos

supervisión de Alan Grafen, que en su día también fue alumno mío,


podría calificar a Yan no sólo de «alumno hijo» sino de «alumno nie-
to». Aprendiz o maestro, el caso es que la contribución de Yan ha
sido de tal envergadura que, en ciertos cuentos, he insistido en citar-
lo como coautor. Cuando se marchó a recorrer la Patagonia en bici-
cleta, para la última fase del libro recurrí a Sam Turvey, que me ayu-
dó con sus extraordinarios conocimientos en materia de zoología y
del concienzudo esmero con que los aplica.
Las siguientes personas me han ofrecido gustosamente sus conse-
jos y ayuda de todo tipo: Michael Yudkin, Mark Griffith, Steve Simpson,
Angela Douglas, George McGavin, Jack Pettigrew, George Barlow, Colin
Blakemore, Lidnell Bromham, Mark Sutton, Bethia Thomas, Eliza
Howlett, Tom Kemp, Malgosia Nowak-Kemp, Richard Fortey, Derek
Siveter, Alex Freeman, Nicky Warren, A. V. Grimstone, Alan Cooper
y, sobre todo, Christine DeBlase-Ballstadt.
Estoy profundamente agradecido a Mark Ridley y Peter Holland,
lectores contratados por la editorial, por darme exactamente los con-
sejos que necesitaba. En este caso, es más que necesario por mi parte
asumir la responsabilidad exclusiva por las posibles deficiencias de la
obra.
Como siempre, agradezco de corazón a Charles Simony su creati-
va generosidad. Y mi esposa, Lalla Ward, ha sido una vez más mi apo-
yo y mi fuerza.

RICHARD DAWKINS

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EL CUENTO DEL ANTEPASADO


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La vanidad retrospectiva

La historia no se repite, pero rima.

MARK TWAIN

La historia se repite; es uno de sus defectos.

CLARENCE DARROW

Alguien ha definido la historia como un maldito hecho detrás de otro.


Puede que la frase nos advierta contra un par de tentaciones pero, tras
tomar debida nota, paso a ceder prudentemente a ambas. En primer
lugar, el historiador está tentado de registrar el pasado en busca de
pautas recurrentes; o, por lo menos siguiendo a Mark Twain, de bus-
carle rima a todo. Esta manía de las pautas indigna a quienes insisten
en que, como también sostenía Mark Twain, «la historia suele ser
algo fortuito sin pies ni cabeza», algo que no va a ninguna parte ni obe-
dece a regla alguna. La segunda tentación, relacionada con la prime-
ra, es la vanidad del presente, la presunción de considerar que el obje-
tivo del pasado era desembocar en nuestros días, como si los personajes
de la obra de teatro de la historia no hubiesen tenido otro objetivo
en la vida que prefigurar nuestro advenimiento.
Bajo denominaciones que no hace falta detallar, estos asuntos han
jalonado desde siempre la historia humana y se plantean con mayor
fuerza aún, aunque sin suscitar mayor consenso, en el marco temporal
–más dilatado– de la evolución. La historia de la evolución también se
puede definir como «una maldita especie detrás de otra», pero muchos
biólogos coincidirán conmigo en que se trata de una visión muy pobre:
quien contemple la evolución en esos términos se pierde todo lo impor-
tante. La evolución rima, las pautas se repiten, y esto no ocurre por casua-
lidad, sino por razones perfectamente comprensibles y en su mayor par-
te darvinianas, pues la biología, al contrario que la historia o que la física,
cuenta ya con su gran teoría unificada, aceptada por todos los profe-

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el cuento del antepasado

sionales informados, aunque en diferentes versiones e interpretaciones.


A la hora de escribir sobre la historia de la evolución no rehuyo la bús-
queda de pautas y principios, pero trato de hacerlo con prudencia.
¿Qué decir de la segunda tentación, la de la vanidad retrospecti-
va, la idea de que la única función del pasado era producir nuestro
presente? El difunto Stephen Jay Gould señaló atinadamente que, en
la mitología popular, la imagen preponderante de la evolución –una
caricatura de la realidad casi tan omnipresente como la de las hordas
de lemmings que se suicidan despeñándose por los acantilados (otro
mito igual de falso)– consiste en una fila de desgarbados antepasa-
dos simiescos que se yerguen progresivamente tras los pasos de la majes-
tuosa silueta erecta y de andar solemne del Homo sapiens sapiens: el
hombre como la última palabra de la evolución (porque en este con-
texto siempre es el hombre, nunca la mujer), como meta final de toda
la empresa evolutiva. El hombre como imán que atrae a la evolución
desde el pasado hacia su posición eminente.
Me gustaría mencionar brevemente la versión que los físicos dan
de la vanidad retrospectiva y que la hace resultar menos presuntuosa.
Se trata de la idea antrópica según la cual las mismísimas leyes de la físi-
ca, o las constantes fundamentales del universo, son un artificio cui-
dadosamente orquestado al objeto de propiciar la aparición de la espe-
cie humana. Esta teoría antrópica no se basa necesariamente en la
vanidad ni tiene por qué significar que el universo se creó ex profeso
para que existiésemos; tan sólo significa que estamos aquí y que no
podríamos estar en un universo que no tuviese la capacidad de crear-
nos. Como señalan los físicos, no es casualidad que veamos estrellas
en el firmamento por cuanto las estrellas son elemento imprescindi-
ble de todo universo capaz de generarnos. Esto, repito, no significa
que las estrellas existan para producirnos a nosotros sino, simple-
mente, que sin ellas no habría átomos más pesados que el litio en la
tabla periódica, y una química con sólo tres elementos sería demasia-
do pobre para sustentar la vida. La visión es un tipo de actividad que
sólo puede darse en un universo en el que lo visto sean las estrellas.
Pero hace falta añadir algunas observaciones. Aun admitiendo el
hecho insignificante de que nuestra presencia comporte leyes y constan-
tes físicas capaces de producirnos, la existencia de tan poderosas reglas
se antoja sumamente improbable. Basándose en sus suposiciones, los físi-

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la vanidad retrospectiva

cos podrían calcular que el número de todos los universos posibles es


vastamente superior que el de aquellos universos cuyas leyes y constan-
tes permiten que la física se convierta, gracias las estrellas, en química y,
gracias a los planetas, en biología. Para algunos, la alta improbabilidad
del fenómeno sólo significa una cosa: que las leyes y constantes tuvie-
ron que concebirse con premeditación desde un principio (aunque no
me entra en la cabeza que eso pueda llamarse explicación, toda vez que
el problema se torna instantáneamente en uno aún mayor: el de expli-
car la existencia de un premeditador igual de sutil e improbable.)
Otros físicos no están tan convencidos, para empezar, de que las
leyes y las constantes puedan variar tanto. Cuando yo era pequeño
no me resultaba tan evidente que cinco por ocho tuviese que dar lo
mismo que ocho por cinco. Aceptaba el dato como uno de tantos
que afirmaban los adultos. Sólo pasado un tiempo logré entender, qui-
zá imaginando rectángulos, por qué esas dos multiplicaciones no pue-
den variar independientemente una de otra. Comprendemos que la
circunferencia y el diámetro del círculo no son independientes, de
lo contrario estaríamos tentados de postular un sinfín de universos
posibles, en cada uno de los cuales π tendría un valor distinto. Según
algunos científicos, como el premio Nobel de física Steven Weinberg,
las constantes fundamentales del universo, que en la actualidad con-
sideramos independientes unas de otras, en un futuro, cuando se con-
siga formular la gran teoría unificada, podrían tener un menor grado de
arbitrariedad de lo que imaginábamos. Tal vez el universo sólo pueda
ser de una forma, lo que socavaría la aparente coincidencia antrópica.
Otros físicos, entre ellos sir Martin Rees, admiten que, efectivamen-
te, hay una coincidencia que explicar y la explican postulando la exis-
tencia de múltiples universos paralelos que no se comunican entre sí
y que obedecen cada uno a su propio conjunto de leyes y constantes1.

1. No hay que confundir esta idea de los universos múltiples (aunque a menudo se
confunda) con la idea cuántica de los mundos múltiples propugnada por Hugh Everett y
defendida con brillantez por David Deutsch en su libro La estructura de la realidad. El
parecido entre ambas es superficial e irrelevante. Las dos hipótesis, que podrían ser ambas
verdaderas, o no serlo ninguna, o ser verdadera una y falsa la otra, se propusieron como
respuesta a dos problemas completamente diferentes. Según la de Everett, los diferentes
universos tienen las mismas constantes fundamentales, mientras que la que aquí nos
ocupa sostiene que los diferentes universos tienen diferentes constantes fundamentales.

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el cuento del antepasado

Lógicamente, nosotros, que reflexionamos sobre estas cuestiones, hemos


de encontrarnos en uno de esos universos, por raros que sean, cuyas
leyes y constantes sean capaces de generarnos.
El físico teórico Lee Smolin añadió un ingenioso giro darviniano
que reduce la aparente improbabilidad estadística de nuestra exis-
tencia. Según su hipotesis, los universos engendran «universos hijo»
que varían en cuanto a sus leyes y constantes. Estos universos hijo nacen
en agujeros negros producidos por el universo madre del que here-
dan sus leyes y constantes pero con alguna posibilidad de pequeños
cambios aleatorios o mutaciones. Los universos hijo que disponen de
lo necesario para reproducirse (por ejemplo, que duren lo bastante
como para producir agujeros negros) son, naturalmente, los que a su
vez transmiten sus leyes y constantes a sus hijos. Las estrellas son las
precursoras de los agujeros negros que, según el modelo de Smolin,
coinciden con el nacimiento de universos hijo. Así pues, en este dar-
vinismo cósmico, los universos que tengan lo necesario para generar
estrellas se verían favorecidos. Las propiedades que permiten tal de-
sarrollo futuro son casualmente las mismas que conducen a la produc-
ción de grandes átomos, entre ellos los átomos de carbono, esencia-
les para la vida. No sólo vivimos en un universo capaz de producir vida,
sino que sucesivas generaciones de universos evolucionan progresi-
vamente hasta parecerse cada vez más al tipo de universo que, como
efecto secundario, es capaz de producir vida.
La lógica de la teoría de Smolin por fuerza ha de resultarle atrac-
tiva a un darviniano, y, en realidad, a cualquiera que tenga imagina-
ción, pero, en lo que respecta la física, no estoy cualificado para juz-
garla. No conozco ningún físico que la considere completamente
equivocada; como mucho la tildan de superflua. Algunos, como ya
hemos visto, sueñan con una teoría definitiva a cuya luz el presunto
ajuste perfecto del universo resultará infundado. Nada de lo que cono-
cemos invalida la teoría de Smolin, quien reclama se conceda a su
creación el mérito de que se pueda falsear (algo que los científicos
consideran mucho más importante de lo que les parece a los profa-
nos). El libro de Smolin se titula The Life of the Cosmos, y recomiendo
su lectura.
Pero esto ha sido un paréntesis acerca de la idea que los físicos tie-
nen de la vanidad retrospectiva. La versión de los biólogos es más

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fácil de rebatir desde la aparición de Darwin (aunque antes de él era


más desagradable de abordar) y es la que aquí nos concierne. La evo-
lución biológica no privilegia a ningún linaje ancestral ni tiene un
fin preconcebido. La evolución ha alcanzado muchos millones de obje-
tivos provisionales (el número de especies que sobreviven en el momen-
to de la observación) y no existe ningún motivo aparte de la vanidad
–de la vanidad humana, puesto que somos nosotros quienes hablamos
del tema– para declarar a una especie más privilegiada o más evolu-
cionada que otra.
Esto no significa, como habré de seguir sosteniendo, que en la
historia de la evolución «nada rime con nada». Estoy convencido
de que hay pautas recurrentes. Aunque hoy el argumento sea más
controvertido de lo que ya fue, también estoy convencido de que, en
ciertos sentidos, la evolución puede considerarse direccional, pro-
gresiva y hasta predecible. Pero progreso no equivale ni por asomo
a progreso hacia la humanidad, y debemos resignarnos a vivir sin la
fuerte y gratificante sensación de haber estado previstos desde el
comienzo. El historiador debe guardarse de hilvanar un relato que
parezca, siquiera en lo más mínimo, estar abocado a un clímax hu-
mano.
Tengo en mi poder un libro (que en general es bueno, así que me
abstendré de dar el título para no dejarlo en mal lugar) que puede
servir de ejemplo de la tendencia a ver al ser humano como culmen
de la evolución. El autor compara al Homo habilis (una especie huma-
na, probablemente antepasada nuestra) con sus predecesores austra-
lopitecinos2 y sostiene que era «considerablemente más evolucionado
que los australopitecinos». ¿Más evolucionado? ¿Qué puede significar
semejante comentario sino que la evolución se mueve en una direc-
ción predeterminada? El texto no deja lugar a dudas sobre cuál es la

2. Las leyes de la nomenclatura zoológica siguen un estricto orden de preceden-


cia y me temo que no hay ninguna posibilidad de cambiar el término Australopithecus
por algo que resulte menos equívoco a la mayoría de personas privadas de una for-
mación clásica. No tiene nada que ver con Australia y, de hecho, nunca se ha encon-
trado un solo miembro del género fuera de África. Australo significa simplemente «meri-
dional». Australia es el gran continente meridional, la aurora austral es el equivalente
sureño de la aurora boreal (boreal significa «septentrional») y el primer Australopithecus,
el niño de Taung, se encontró en Sudáfrica.

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el cuento del antepasado

supuesta dirección. «Se aprecian los primeros indicios de un mentón».


Eso de «primeros» invita a pensar que va a haber segundos y terceros
indicios dentro del proceso evolutivo hacia el mentón humano «com-
pleto». «La dentadura empieza a parecerse a la nuestra...», como si esa
dentadura fuese como era, no por ser apta para la dieta del Homo habi-
lis, sino por estar destinada a convertirse en nuestra dentadura. El pasa-
je concluye con una reveladora observación acerca de una especie pos-
terior, el Homo erectus:

Aunque los rostros siguen siendo diferentes de los nuestros, los tienen una
expresión mucho más humana. Son como esculturas a medio hacer, obras
«incompletas».

¿A medio hacer? ¿Incompletas? Únicamente si son contempladas con


la estupidez que da la experiencia. En descargo del libro, debo decir
que si nos encontrásemos de frente a un Homo erectus, podría parecer-
nos una escultura incompleta, pero sólo porque lo miraríamos desde
nuestra perspectiva humana. Un ser vivo siempre está luchando por
sobrevivir en su propio entorno. Nunca está incompleto; o, en otro
sentido, siempre lo está. Así que, presumiblemente, nosotros también.
La vanidad retrospectiva nos tienta en otras fases de nuestra histo-
ria. Desde el punto de vista humano, el tránsito de nuestros remotos
antepasados acuáticos del agua a la tierra fue un momento trascen-
dental, un rito de paso evolutivo. Lo protagonizaron en el periodo
Devónico unos peces de aleta lobulada un poco parecidos a los actua-
les dipnoos. Miramos a los fósiles de esa época con el comprensible
anhelo de ver en ellos a nuestros antepasados y, seducidos por el cono-
cimiento de lo que vino después, tendemos a considerar a esos peces
devónicos criaturas «a mitad del camino» entre animales acuáticos y
animales terrestres; todo en ellas nos parece transitorio y abocado a
la épica tarea de invadir la tierra y dar comienzo a la siguiente gran
etapa de la evolución. Sin embargo, las cosas no eran exactamente
así en esa época, no eran así. Los peces devónicos sencillamente tení-
an que ganarse la vida. No tenían la misión de evolucionar, ni anda-
ban en busca de un futuro lejano. En otro libro, por lo demás exce-
lente, sobre la evolución de los vertebrados, se afirma que los peces

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la vanidad retrospectiva

se aventuraron a salir del agua a finales del periodo Devónico para aven-
turarse en tierra firme y salvaron, por así decirlo, la distancia que separa
una y otra clase de vertebrados para convertirse en los primeros anfibios...

Esa «distancia» sólo existe vista en retrospectiva. A la sazón no había


distancia alguna y las clases que hoy identificamos no estaban más sepa-
radas que dos especies. Como veremos más adelante, la evolución no
se dedica a «salvar distancias».
Poner como objetivo final de nuestra narración histórica al Homo
sapiens no tiene más (ni menos) sentido que poner a cualquier otra
especie moderna, ya sea Octopus vulgaris, Panthera leo o Sequoia semper-
virens. Un vencejo que tuviese interés por la historia y que, compren-
siblemente, considerase el vuelo la principal habilidad del reino
animal, juzgaría que el súmmum del progreso evolutivo son esas espec-
taculares máquinas volantes dotadas de alas en forma de flecha que
son los vencejos mismos, capaces de permanecer en el aire un año
entero e incluso de copular en pleno vuelo. Por parafrasear una ocu-
rrencia de Steven Pinker, si los elefantes escribiesen libros de histo-
ria, quizá representarían a los tapires, a las musarañas elefante, a los
elefantes marinos y a los násicos como tímidos pioneros que enfilaron
la vía principal de la evolución, dieron unos primeros pasos titubean-
tes pero, por el motivo que fuese, nunca llegaron hasta el final: tan
cerca y a la vez tan lejos. Los elefantes astrónomos tal vez se pregun-
tarían si, en otro mundo, existirían formas de vida extraterrestre que
hubiesen cruzado el Rubicón nasal y dado el salto definitivo hacia la
proboscitud total.
Nosotros no somos vencejos ni elefantes, sino seres humanos.
Cuando fantaseamos sobre épocas remotas, es natural que sintamos
un afecto y una curiosidad especial por cualquier especie, por lo demás
corriente, que sea antepasada nuestra (y nos resulta intrigante que
siempre haya una de tales especies). Cuesta trabajo resistirse a la ten-
tación humana de considerar que dicha especie se encuentra «en la
vía principal» de la evolución y que las demás son actores secundarios,
figurantes, comparsas. Hay, sin embargo, una manera de permitirse
un antropocentrismo legítimo evitando caer en ese error y respetan-
do el decoro histórico: basta con escribir la historia marcha atrás, según
el sistema que he decidido seguir en este libro.

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el cuento del antepasado

La cronología inversa en busca de antepasados puede apuntar


con sensatez hacia un único objetivo distante: el gran antepasado de
todos los seres vivos. Sea cual sea nuestro punto de partida –el elefan-
te o el águila, el vencejo o la salmonela, la velintonia o el hombre–,
es imposible no converger en él. Tanto la cronología regresiva como
la cronología progresiva tienen sus ventajas, para los distintos propó-
sitos. Si se va hacia atrás, se empiece por donde se empiece, se termi-
na ensalzando la unidad de la vida. Si se va hacia delante, lo que se
ensalza es la diversidad. Esto es así tanto para las escalas temporales
pequeñas como para las grandes. La cronología progresiva de los mamí-
feros, dentro de su amplia y sin embargo limitada escala temporal, pre-
senta numerosas ramificaciones y diversificaciones que revelan la rique-
za de ese grupo de animales peludos de sangre caliente. La cronología
regresiva, que consiste en partir de cualquier mamífero moderno y
dirigirse hacia el pasado, siempre convergerá en el mismo proto-mamí-
fero: un misterioso insectívoro nocturno, contemporáneo de los dino-
saurios. Esto constituye una convergencia localizada. Otra convergen-
cia aún más localizada es la del antepasado más reciente de todos los
roedores, que vivió más o menos en la época en que se extinguieron
los dinosaurios. Más localizada todavía es la convergencia de todos
los simios (incluidos los humanos) en un antepasado común que vivió
hace unos 18 millones de años. A mayor escala, tenemos la convergen-
cia que se da cuando retrocedemos en el tiempo a partir de cual-
quier vertebrado, y mayor aún es la que se obtiene al remontarnos des-
de cualquier animal hasta el antepasado de todos los animales. La
mayor convergencia de todas es la que nos retrotrae desde cualquier
criatura moderna –animal, planta, hongo o bacteria– hasta el proge-
nitor universal de todos los organismos vivos que, con toda probabi-
lidad, tenía aspecto de bacteria.
He usado el término convergencia, pero sería mejor reservarlo para
la cronología progresiva, donde tiene un significado completamente
diferente. De manera que, en el presente contexto, lo sustituiré por
confluencia o, por razones que enseguida aclararé, por encuentro. Podría
haber usado el término coalescencia, sólo que, como veremos, los gené-
ticos ya lo han adoptado en un sentido más preciso, similar a mi empleo
de confluencia, pero relativo a los genes en vez de a las especies. En una
cronología regresiva, los antepasados de cualquier grupo de especies

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la vanidad retrospectiva

han de encontrarse finalmente en un momento geológico concreto.


Ese punto de encuentro es el último antepasado que todas tienen en
común, lo que he dado en llamar su contepasado3: el roedor, mamífe-
ro o vertebrado, por así decirlo, focales. El contepasado más antiguo
es el gran progenitor de todos los seres vivos que han sobrevivido
hasta hoy.
Podemos estar seguros de que hay un solo antepasado de todas las
formas de vida existentes en nuestro planeta. La prueba es que todos
los organismos estudiados comparten (la mayoría exactamente, el res-
to casi exactamente) el mismo código genético; y el código genético es
demasiado detallado, en aspectos arbitrarios de su complejidad, como
para haber sido inventado dos veces. Aunque no se han examinado todas
y cada una de las especies, sí se han analizado bastantes como para dedu-
cir con seguridad que, por desgracia, no nos espera ninguna sorpresa.
Si de repente se descubriese una forma de vida lo bastante extraña como
para tener un código genético completamente diferente, para un bió-
logo como yo sería el descubrimiento biológico más emocionante posi-
ble, tanto si el organismo en cuestión procediese de este planeta como
si no. Sin embargo, tal y como están las cosas, parece que todas las for-
mas de vida conocidas provienen de un único antepasado que vivió hace
más de 3.000 millones de años. Si en el pasado hubo otros orígenes de
la vida independientes del que conocemos, no han dejado descen-
dientes observables. Y si hoy surgiesen nuevas formas de vida, se verían
aniquiladas al instante, probablemente por bacterias.
La gran confluencia de todos los organismos actuales no es lo mis-
mo que el origen de la vida propiamente dicha, habida cuenta de
que todas las especies modernas tienen en común un mismo conte-
pasado que vivió después de la aparición de la vida: cualquier otra
hipótesis presupondría una coincidencia harto improbable por cuan-
to sugeriría que la forma de vida inicial se ramificó inmediatamente y
que más de una de sus ramificaciones ha sobrevivido hasta nuestros
días. Según la ortodoxia biológica, los fósiles de bacterias más anti-
guos datan de hace unos 3.500 millones de años, luego el origen de
la vida ha de ser, como mínimo, anterior a esa fecha. Si damos crédi-

3. Agradezco a Nicky Warren la sugerencia del término.

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el cuento del antepasado

to a una reciente refutación de la antigüedad de estos fósiles4, el ori-


gen de la vida podría ser un poco más reciente. La gran confluencia,
el último antepasado común de todas las criaturas hoy vivas, podría
ser anterior a los fósiles más antiguos (no dejó huellas fósiles) o podría
haber vivido mil millones de años después (todos los demás linajes
ancestrales se extinguieron, menos uno).
Dado que todas las cronologías regresivas, comiencen por dónde
comiencen, siempre culminan en la gran confluencia, podemos satis-
facer legítimamente nuestro interés humano y concentrarnos en la
línea evolutiva de nuestros propios antepasados. En lugar de tratar la
evolución como si tuviese al ser humano como objetivo final, lo que
hacemos es escoger al moderno Homo sapiens como punto de partida
arbitrario, pero comprensiblemente preferido, de nuestro viaje hacia
atrás. De todas las posibles rutas hacia el pasado, elegimos ésa en par-
ticular porque sentimos curiosidad por nuestros antepasados. Al mis-
mo tiempo, aunque no hace falta que los sigamos minuciosamente,
no debemos olvidar que hay otros historiadores, animales y plantas de
otras especies, que, arrancando desde sus respectivos puntos de par-
tida independientes, se embarcan en un viaje histórico análogo en bus-
ca de sus propios antepasados, incluidos aquéllos que finalmente com-
partirán con nosotros. Es inevitable que, al volver sobre los pasos de
nuestros antepasados, nos encontremos con estos otros peregrinos y
hagamos causa común con ellos en un orden definido, el orden en
el cual sus linajes ancestrales se dan cita con los nuestros y el paren-
tesco se hace cada vez más inclusivo.
¿Peregrinaciones? ¿Hacer causa común con peregrinos? ¿Y por qué
no? La imagen describe bien nuestro viaje al pasado. Este libro adop-

4. Las citadísimas pruebas con que J. W. Schopf sustentó la hipótesis de la exis-


tencia de unas bacterias de 3.500 millones de años de antigüedad han sido duramen-
te criticadas por mi colega de Oxford Martin Brasier. Puede que Brasier tenga razón
en cuando al material de Schopf, pero nuevas pruebas, publicadas mientras este libro
estaba en la imprenta, vuelven a corroborar la hipótesis de los 3.500 millones de
años. En el curso de unas investigaciones en Sudáfrica, el científico noruego Harald
Turnes y sus colegas encontraron unos agujeros diminutos en obsidiana de aquella
época que, a su juicio, son producto de microorganismos. Estas madrigueras contie-
nen carbono que, según Furnes y su equipo, es de origen biológico. De los microor-
ganismos propiamente dichos no hay rastro.

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la vanidad retrospectiva

tará la forma de una épica peregrinación desde el presente al pasa-


do. Todos los caminos llevan al origen de la vida pero, dado que somos
humanos, el camino que seguiremos será el de nuestros propios ances-
tros. Será una peregrinación humana con el objeto de descubrir ante-
pasados humanos. A lo largo del camino nos encontraremos con otros
peregrinos que se nos unirán por riguroso orden, según vayamos alcan-
zando los antepasados que tenemos en común con ellos.
Los primeros peregrinos a los que daremos la bienvenida, hace
unos cinco millones de años, en el corazón de esa África donde Stanley
y Livinsgtone se dieron su memorable apretón de manos, son los chim-
pancés, los cuales ya se habrán reunido con los bonobos antes de que
los recibamos. Y aquí nos encontramos con una pequeña dificultad
lingüística que más vale abordar de entrada antes de que nos atormen-
te durante el resto del periplo. He escrito en cursiva la palabra antes
porque puede prestarse a confusión. Me refiero a antes en sentido
regresivo, es decir, «antes, en el transcurso de la peregrinación al pasa-
do», lo que obviamente, en sentido cronológico, significa después, es
decir, exactamente lo contrario. Estoy seguro de que en este caso
concreto nadie se habría confundido, pero habrá otras ocasiones
que podrían poner a prueba la paciencia del lector. Mientras escribía
este libro traté de acuñar una nueva preposición a la medida de las
peculiares necesidades de un historiador regresivo, pero en vista de
que la cosa no funcionaba decidí adoptar la convención de poner la
palabra antes en cursiva. Así que, cuando el lector se encuentre con
antes, recuerde que en realidad significa «después», y cuando antes
aparezca en redonda, significará «antes». Mutatis mutandis, lo mismo
vale para después y después.
Los siguientes peregrinos que se nos unirán al reemprender viaje
son los gorilas y después los orangutanes (en un pasado bastante más
remoto y, probablemente, ya fuera de África). A continuación dare-
mos la bienvenida a los gibones, a los monos del Viejo Mundo, a los
del Nuevo, luego a varios otros grupos de mamíferos... y así hasta que
todos los peregrinos del mundo marchen juntos hacia el pasado en
pos del mismo objetivo: el origen de la vida misma. A medida que retro-
cedamos en el tiempo, llegará un momento en que ya no tendrá sen-
tido dar el nombre del continente en el que tienen lugar los encuen-
tros: el mapa del mundo era a la sazón muy diferente debido al

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el cuento del antepasado

extraordinario fenómeno de la tectónica de placas. Y cuando retro-


cedamos más aún, todos los encuentros tendrán lugar en el mar.
Es bastante sorprendente que los peregrinos humanos sólo pase-
mos por 40 puntos de encuentro antes de llegar al origen de la vida.
En cada uno de esos 40 puntos nos encontraremos con un solo ante-
pasado común, el Contepasado, al que asignaremos el mismo núme-
ro que el Encuentro. Por ejemplo, el Contepasado 2, con el que nos
reunimos en el Encuentro 2, es el antepasado común más reciente del
gorila, por un lado, y de los {humanos + [chimpancés + bonobos]}
por otro. El Contepasado 3 es el antepasado común más reciente de
los orangutanes y los{[humanos + (chimpancés + bonobos)] + gori-
las}. El Contepasado 39 es el gran antepasado de todos los seres vivos.
El Contepasado 0 es un caso especial: el antepasado más reciente de
todos los seres humanos.
Seremos, pues, peregrinos, e iremos construyendo una hermandad
cada vez más nutrida con otros grupos de peregrinos que también habrán
ido aumentando por su cuenta mientras se dirigían a nuestro encuen-
tro. Al término de cada reunión, reemprenderemos juntos la marcha
hacia nuestra meta común allá en el Eón Arcaico, nuestro Canterbury.
Hay, desde luego, otras alusiones literarias. Estuve a punto de tomar a
Bunyan como modelo y titular el libro El regreso del peregrino, pero, en
nuestras deliberaciones, mi ayudante de investigación Yan Wong y yo
siempre terminábamos refiriéndonos a los Cuentos de Canterbury, y al final
juzgué más natural mantener el modelo chauceriano para todo el libro.
A diferencia de la mayoría de los peregrinos de Chaucer, los míos
no emprenden la marcha todos juntos, aunque sí parten todos en el
mismo momento, el presente. Los demás peregrinos ponen rumbo a
su remoto Canterbury desde diferentes puntos de partida y se incor-
poran a nuestra peregrinación humana en diversos puntos de encuen-
tro situados a lo largo del camino. En este sentido, son distintos de
los que se reunieron en la taberna Tabard de Londres. Se parecen más
al siniestro clérigo y a su comprensiblemente desleal criado, que se
unen a los peregrinos chaucerianos en Boughton-under-Blee, a cin-
co millas de Canterbury. Siguiendo la falsilla de Chaucer, mis pere-
grinos, que son todas las especies de seres vivos, tendrán ocasión de
contar cuentos en el camino a su Canterbury, que es el origen de la
vida. Esos cuentos constituyen el meollo del libro.

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la vanidad retrospectiva

Los muertos no hablan, así que criaturas extintas como los trilobi-
tes no contarán sus historias, pero haré una excepción en dos casos.
Animales como el dodo, que sobrevivió hasta épocas recientes y del
que aún disponemos ADN, se considerarán miembros honorarios de
la fauna moderna que inician su peregrinación a la vez que nosotros
y se nos unen en un punto de encuentro concreto. Teniendo en cuen-
ta que somos los responsables de su reciente extinción, es lo menos
que podemos hacer. Los otros peregrinos honorarios que excepcio-
nalmente, pese a estar muertos, tomarán la palabra, son hombres (o
mujeres). Dado que los peregrinos humanos vamos directamente en
busca de nuestros antepasados, los fósiles que posiblemente podrían
considerarse nuestros antepasados también formarán parte de nues-
tra peregrinación humana y, en consecuencia, oiremos cuentos narra-
dos por estos «peregrinos fantasma» como, por ejemplo, el del Homo
habilis.
He evitado la narración en primera persona de los animales y vege-
tales protagonistas del viaje porque creo que habría resultado empa-
lagoso. Salvo en acotaciones esporádicas y en observaciones prelimi-
nares, los peregrinos de Chaucer tampoco hablan en primera persona.
Muchos de los cuentos de Chaucer tienen prólogo y algunos hasta epí-
logo, todos ellos narrados por la misma voz que Chaucer emplea en
el resto del libro. De vez en cuando seguiré este ejemplo. Como en Los
cuentos de Canterbury, un epílogo podrá servir para enlazar un cuento
con el siguiente.
Antes de dar inicio a los cuentos, Chaucer inserta un largo Prólogo
general en el que describe de forma sumaria a los viajeros, mencio-
nando sus profesiones y, en algunos casos, sus nombres. Yo, en cam-
bio, presentaré a los nuevos peregrinos según se nos vayan uniendo.
El jovial anfitrión de Chaucer se ofrece a guiar a los peregrinos y los
anima a contar historias para amenizar el viaje. En mi calidad de anfi-
trión, dedicaré el prólogo general a hacer algunas observaciones pre-
liminares sobre los métodos de reconstrucción de la historia evoluti-
va y los problemas que ésta plantea, cuestiones que se han de afrontar
y resolver tanto si escribimos nuestra historia hacia atrás como si lo
hacemos hacia delante.
Acto seguido emprenderemos nuestra historia regresiva propia-
mente dicha. Aunque nos centraremos en nuestros propios antepa-

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el cuento del antepasado

sados y, por regla general, sólo prestaremos atención a otras criaturas


en el momento en que se unan a nosotros, de vez en cuando levanta-
remos la vista de nuestro camino para no olvidarnos de los otros pere-
grinos que también siguen sus propias trayectorias, más o menos inde-
pendientes, rumbo a nuestro destino definitivo. Los hitos numerados
que señalan los puntos de encuentro, amén de unos pocos indicado-
res intermedios necesarios para apuntalar la cronología, constituirán
el andamiaje de nuestra andadura. Cada piedra miliar marcará un nue-
vo capítulo, donde nos detendremos para hacer balance de la pere-
grinación, y tal vez escuchar algún que otro cuento. En contadas oca-
siones tendrá lugar un suceso importante en el mundo que nos rodea
y nuestros peregrinos se condecerán un instante de reflexión. Pero en
general mediremos nuestra peregrinación hacia los albores de la vida
mediante esos 40 jalones naturales y de los otros tantos encuentros
que la enriquecen.

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Prólogo general

¿Cómo haremos para conocer el pasado y describirlo cronológicamen-


te? ¿Qué recursos nos ayudarán a explorar los antiguos teatros de la
vida, a reconstruir las escenas y los actores, a consignar las entradas y
salidas de escena? La historiografía humana suele usar tres métodos
principales, cuyos equivalentes buscaremos en la escala temporal,
mucho más dilatada, de la evolución. El primero es la arqueología, el
estudio de los huesos, puntas de flecha, fragmentos de vasijas, cúmu-
los de conchas, estatuillas y demás reliquias que representan testimo-
nios fehacientes del pasado. En la historia evolutiva, las reliquias más
obvias son los huesos, los dientes y los fósiles en que terminan con-
vertidos. En segundo lugar existen reliquias renovadas, esto es, testi-
monios que en sí no son antiguos, pero son una copia o una repre-
sentación del original antiguo. En la historia humana podemos
identificarlos con la tradición escrita u oral: narraciones transmiti-
das, repetidas, reimpresas o duplicadas por cualquier otro medio
desde el pasado hasta el presente. En el ámbito de la evolución, la prin-
cipal reliquia renovada es el ADN, el equivalente de un registro escri-
to y copiado repetidas veces. El tercer método es la triangulación, cuyo
nombre procede de un método de cálculo de distancias basado en la
medición de ángulos. Medimos la distancia entre nosotros y un pun-
to y usamos esa distancia como base de un triángulo cuyos lados for-
ma la base de otros triángulos adyacentes. Con el cálculo los ángulos
de los triángulos, se obtienen las posiciones de los otros puntos de la
red. Algunos telémetros fotográficos se basan en este principio, y los

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el cuento del antepasado

topógrafos siempre han recurrido a él. En cierto modo, los evolucio-


nistas «triangulan» un antepasado comparando dos (o más) de sus des-
cendientes vivos. Expondré a continuación los tres métodos por orden,
empezando por las pruebas concretas y, en particular, los fósiles.

Fósiles

Cuerpos y huesos a veces sobreviven y, escapando a la labor destructi-


va de hienas, escarabajos necróforos y bacterias, llegan hasta nosotros.
Oetzi, el «hombre de hielo» del Tirol italiano, se conservó en un gla-
ciar durante 5.000 años. Ciertos insectos han permanecido embalsa-
mados en ámbar (la resina petrificada de ciertos árboles) durante 100
millones de años. Sin la ayuda del hielo ni del ámbar, las partes duras
del cuerpo como los dientes, los huesos y las conchas y caparazones
tienen más probabilidades de conservarse que las partes blandas. Los
dientes resisten más que todas las demás ya que, para cumplir su fun-
ción, tenían que ser más duros que cualquiera de los alimentos inge-
ridos por su propietario. Los huesos y los caparazones también son
duros por diversos motivos y también pueden durar mucho. De vez en
cuando, estas partes duras, y, en circunstancias excepcionalmente afor-
tunadas, también las blandas, se petrifican y se convierten en fósiles
que duran cientos de millones de años.
A pesar de la fascinación que despiertan los fósiles, sin ellos tam-
bién sabríamos muchísimas cosas de nuestro pasado evolutivo. Si todos
los fósiles desapareciesen como por arte de magia, el estudio compa-
rado de los organismos modernos, de la distribución de las similitu-
des entre las diversas especies –en especial las de sus secuencias gené-
ticas– y de la distribución de éstas entre continentes e islas, seguiría
demostrando, más allá de toda duda razonable, que nuestra historia
es evolutiva y que todos los seres vivos son parientes. Los fósiles sólo
son un extra: un extra muy de agradecer, por supuesto, pero no impres-
cindible. Merece la pena tenerlo presente para cuando algún crea-
cionista insista (tan plomizamente como suelen hacerlo) en hablar-
nos de las lagunas del registro fósil. Aunque no hubiese ningún fósil
y todo el registro fuese una enorme laguna, las pruebas a favor de la
evolución seguirían siendo aplastantes. Y viceversa: si dispusiéramos

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prólogo general

solamente de fósiles y de ninguna otra prueba, la evolución también


se vería confirmada de manera abrumadora e indiscutible. Sin embar-
go, se da el caso de que contamos con ambos tipos de pruebas, tanto
fósiles como moleculares.
La palabra fósil se utiliza convencionalmente para designar cualquier
reliquia de más de 10.000 años de antigüedad: una convención que no
resulta muy práctica, en tanto que una cifra redonda como 10.000 no
es significativa. Si tuviésemos más o menos de diez dedos, las cifras que
consideramos redondas serían otras1. Cuando hablamos de un fósil, por
lo general queremos decir que el material original se ha visto sustitui-
do, a menudo por infiltración, por un mineral de composición quími-
ca diferente que le ha insuflado nueva vida, o, mejor dicho, nueva muer-
te. Una impresión en piedra de la forma originaria puede conservarse
muchísimo tiempo, tal vez mezclada con parte del material original.
Esto puede ocurrir de diversas maneras pero dejaré los detalles, cuyo
estudio se conoce como tafonomía, para «El Cuento del Ergaster».
Cuando se descubrieron y clasificaron los primeros fósiles, no se
sabía de cuándo databan y lo máximo que cabía esperar era ordenar-
los por antigüedad. La clasificación se basa en un supuesto conocido
como ley de superposición. Por motivos obvios, los estratos más recien-
tes, salvo en circunstancias excepcionales, se hallan encima de los más
antiguos. Las excepciones, aunque a veces causen un desconcierto
pasajero, se suelen explicar fácilmente. Un fragmento de roca antigua
lleno de fósiles, tal vez empujada por un glaciar, pudo, por ejemplo,
caer sobre un estrato más reciente, o una serie de estratos pudo dar-
se la vuelta en bloque y su disposición vertical invertirse. Para resol-
ver estas anomalías basta comparar rocas equivalentes en otras partes
del mundo. Una vez hecha la comparación, el paleontólogo recons-
truye la verdadera secuencia del registro fósil gracias a un rompeca-
bezas de secuencias imbricadas procedentes de diversos lugares del
mundo. En teoría el procedimiento parece fácil, pero en la práctica
se complica por el hecho (véase «El Cuento del Ave Elefante») de que
la configuración del mundo cambia con el paso de las eras.

1. Si tuviésemos ocho dedos (o dieciséis), calcularíamos naturalmente en base


octal (o hexadecimal), la lógica binaria sería más fácil de entender y puede que se
hubiesen inventado mucho antes los ordenadores.

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el cuento del antepasado

¿Qué necesidad tenemos de este rompecabezas? ¿No podríamos


limitarnos a excavar tan hondo como quisiéramos y considerar que
eso equivale a retroceder en el tiempo a un ritmo constante? Pues
no, porque si bien el tiempo discurre de manera uniforme e ininte-
rrumpida, eso no significa que haya un solo lugar en el mundo don-
de una única secuencia de sedimentos se haya depositado de manera
uniforme e ininterrumpida desde el inicio de las eras geológicas has-
ta hoy. Aun cuando se dan las condiciones propicias, los depósitos fósi-
les se forman a trompicones.
Si se escoge al azar una localidad cualquiera en un momento cual-
quiera, difícilmente se encontrará un fósil o una roca sedimentaria
en proceso de formación. Pero es muy probable que, en cualquier
momento dado, haya fósiles formándose en algún lugar del planeta.
Recorriendo yacimientos del mundo en los que puedan encontrarse
diversos estratos cerca de la superficie, el paleontólogo puede aspirar
a recopilar un registro bastante continuo. Los paleontólogos, por
supuesto, no van de yacimiento en yacimiento, sino de museo en museo,
observando los especimenes guardados en cajones, o de biblioteca en
biblioteca, en las universidades, leyendo revistas donde se describen
los fósiles y se detalla minuciosamente su procedencia, y emplean toda
esa información para juntar las piezas del rompecabezas mundial.
La tarea se ve facilitada por el hecho de que determinados estra-
tos, de propiedades líticas características y reconocibles, y que siem-
pre albergan el mismo tipo de fósiles, aparecen con regularidad en
diversas regiones. La roca devoniana, así llamada porque en un pri-
mer momento se la describió como la «vieja arenisca roja» del her-
moso condado de Devon, aflora en varios otros lugares de las Islas
Británicas, así como en Alemania, Groenlandia, América del Norte y
otras partes del mundo. Dondequiera que se encuentre se la recono-
ce, en parte por sus características externas, pero también por la evi-
dencia interna, esto es, por los fósiles que contiene. Puede parecer
un argumento circular, pero en realidad no lo es; es lo mismo que
cuando un especialista, basándose en la evidencia interna, determi-
na que un manuscrito del Mar Muerto es un fragmento del Primer
Libro de Samuel. Las rocas devonianas se identifican con fiabilidad
gracias a la presencia de determinados fósiles.
Lo mismo ocurre con las rocas de otros periodos geológicos, inclu-

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prólogo general

so si retrocedemos la época de los primeros fósiles petrificados. Desde


el remoto Cámbrico hasta el actual Holoceno, los periodos geológi-
cos enumerados en la tabla adjunta se delimitan en su mayor parte
con arreglo a variaciones en el registro fósil. En consecuencia, el
final de un periodo y el comienzo del siguiente suelen venir defini-
dos por extinciones que interrumpen de manera significativa la con-
tinuidad de los fósiles. Como señaló Stephen Jay Gould, ningún pale-
ontólogo tiene la menor dificultad en determinar si un pedazo de roca
es anterior o posterior a la gran extinción masiva de finales del Pérmico.
Entre los tipos animales prácticamente no se da solapamiento alguno.
Es más: los fósiles (sobre todo los microfósiles) son tan útiles a la
hora de clasificar y datar rocas que las industrias minera y petrolífera
están entre sus principales usuarios.
Así pues, esta «datación relativa» ha sido posible desde hace mucho
tiempo gracias a la recomposición vertical del rompecabezas que for-
man las rocas. A los periodos geológicos se les puso nombre con el fin
de facilitar la datación relativa cuando aún no era posible la datación
absoluta, y éstos siguen siendo útiles. Sin embargo, es más difícil efec-
tuar la datación relativa con rocas que contienen pocos fósiles, y esto
incluye a todas las rocas anteriores al Cámbrico, es decir, todas aquéllas
que datan de las primeras ocho novenas partes de la historia de la Tierra.
Para la datación absoluta ha habido que esperar a recientes des-
cubrimientos en el campo de la física, en concreto de la física radioac-
tiva. Esto requiere una explicación detallada que vamos a posponer
hasta el Cuento de la Secuoya. Por ahora, basta saber que disponemos
de una gama de métodos fiables para averiguar la edad absoluta de un
fósil, o de las rocas que lo contienen o rodean. Además, cada uno de
esos métodos presenta una sensibilidad diferente dentro del espec-
tro temporal, desde centenares de años (los anillos de los árboles) has-
ta millares (el carbono 14), millones, cientos de millones (el uranio-
torio-plomo) y miles de millones (el potasio-argón).

Reliquias renovadas

Los fósiles, al igual que los especímenes arqueológicos, son testimo-


nios más o menos directos del pasado. Ahora vamos a ocuparnos de

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el cuento del antepasado

Eón Era Periodo Época Mda Eón Era Mda

Neógeno (N) Holoceno NEOPROTEROZOICA


CENOZOICA (CZ)

Pleistoceno (NP)
Plioceno
Mioceno 23
Paleógeno (E) Oligoceno
Eoceno 1000
Paleoceno MESOPROTEROZOICA
65 (MP)

PROTEROZOICO
Cretácico (K) Superior

Inferior
MESOZOICA (MZ)

1600
PALEOPROTEROZOICA
145 (PP)
Jurásico (J) Superior

Medio

Inferior
Precámbrico

200
Triásico (T) Superior

Medio 2500
FANEROZOICO

Inferior 251 NEOARCAICA


Pérmico (P) Lopingiano
Guadalupiano
2800
Cisuraliano
MESOARCAICA
299
Carbonífero Penn.
(C)
ARCAICO

3200
Miss.
PALEOARCAICA

359
PALEOZOICA (PZ)

Devónico (D) Superior 3600


EOARCAICA
Medio Límite inferior no definido
formalmente (desde 3900 millones
Inferior de años hasta el origen de la Tierra,
416
4500 millones de años atrás. En
Silúrico (S) Pridoliano ocasiones también denominada
Hadeica)
Ludloviano
Wenlockiano
Llandoveriano 444 Abreviaturas
Ordovícico (O) Superior Penn. Pennsylvanian
Miss. Mississippian
Medio
Inferior
488
Cámbrico (3) Superior
Medio
Inferior

542

40
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prólogo general

la segunda categoría de pruebas históricas: las reliquias renovadas,


copiadas y vueltas a copiar a lo largo de las generaciones. Para los
historiadores de la actividad humana, este tipo de testimonios con-
siste en relatos de testigos presenciales transmitidos por la tradición
oral o en forma de documentación escrita. No podemos preguntar a
ningún testigo vivo cómo era la vida en la Inglaterra del siglo XIV,
pero tenemos una idea de cómo era gracias a diversos documentos
escritos, entre ellos la obra de Chaucer. Esos textos contienen infor-
mación que se ha copiado, impreso, almacenado en bibliotecas, reim-
preso y distribuido para que hoy podamos leerla. Una vez que una his-
toria se publica, o, en la actualidad, se almacena en un ordenador, hay
bastantes posibilidades de que sus copias se transmitan hasta el leja-
no futuro.
Los documentos escritos son, de largo, más fiables que la tradi-
ción oral. En teoría, los hijos de cada generación que, como la mayo-
ría de los niños conocen bien a su familia, deberían prestan atención
a los minuciosos recuerdos de sus padres y transmitírselos a la siguien-
te generación, y al cabo de cinco generaciones debería haberse crea-
do una sólida tradición oral. Recuerdo nítidamente a mis cuatro abue-
los, pero de mis ocho bisabuelos apenas me quedan unas pocas
anécdotas sueltas. Uno de mis bisabuelos, cada vez que se ataba los
cordones de los zapatos, cantaba una cancioncilla absurda (que yo
también me sé). Otro se pirraba por la nata, y cuando perdía al aje-
drez tiraba el tablero al suelo. Un tercero era médico rural. Eso es
todo. ¿Cómo es posible que ocho vidas se hayan reducido a tan poco?
¿Cómo es posible, cuando la cadena de informadores que nos conec-
ta con los testigos es tan corta y la conversación humana tan profusa,
que los miles de detalles personales que constituían la vida de ocho
individuos se hayan olvidado tan rápido?

Versión simplificada de la escala temporal publicada por la Comisión Internacional


de Estratigrafía (www.stratigraphy.org). La escala se divide en eones, eras, periodos y
épocas. El tiempo se mide en millones de años (mda) y los tonos de gris son propor-
cionales a la antigüedad. El Pleistoceno y Holoceno suelen llamarse informalmente
Cuaternario, aunque este término, al igual que Terciario, forma parte de un sistema de
datación ya obsoleto. El límite inferior de la escala no está definido formalmente,
aunque por lo general se supone que abarca hasta hace unos 4.600 millones de años,
época en la que se formaron la Tierra y el resto del sistema solar.

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Por desgracia, la tradición oral se extingue casi inmediatamente,


a menos que se consagre en composiciones poéticas como las que
Homero decidió consignar por escrito, y aun así dista mucho de ser
exacta: al cabo de poquísimas generaciones la historia se descompo-
ne en disparates y falsedades. Los hechos históricos acerca de héroes
verdaderos, villanos verdaderos, animales verdaderos y volcanes ver-
daderos rápidamente degeneran (o se erigen, dependiendo del gus-
to de cada uno) en mitos sobre semidioses, diablos, centauros y dra-
gones ignívomos.2 Pero no viene a cuento abundar en las tradiciones
orales y sus imperfecciones, habida cuenta de que, sea como fuere, no
tienen correspondencia en la historia evolutiva.
La escritura supone un avance enorme. El papel, el papiro y hasta
las tablillas de piedra pueden deteriorarse o desintegrarse, pero los
documentos escritos pueden copiarse fielmente a lo largo de un núme-
ro indefinido de generaciones, aunque en la práctica la exactitud no
sea absoluta. Será mejor que explique qué sentido particular estoy atri-
buyendo a la palabra exactitud y, sobre todo, a la palabra generación.
Si alguien me escribe un mensaje y yo lo copio y se lo paso a un ter-
cero (la siguiente generación de copistas), no será una réplica exac-
ta, ya que mi escritura es diferente de la del lector. Pero si el autor
del mensaje escribe con cuidado, y si yo me esmero en encontrar
dentro de nuestro alfabeto común el signo correspondiente a cada
uno de sus trazos, existen muchas posibilidades de que consiga copiar
el mensaje con total precisión. En teoría, esta exactitud podría con-
servarse a lo largo de un número indefinido de «generaciones» de
escribas. Dado que existe un alfabeto discreto (en el sentido de «dis-
continuo») aceptado tanto por el escritor como por el lector, la copia
permite que el mensaje sobreviva a la destrucción del original. Esta
propiedad de la escritura puede denominarse «autonormalización»

2. En su libro Man on Earth, John Reader señala que los incas, que no tenían un
lenguaje escrito (a no ser que, como se ha propuesto recientemente, usasen los lla-
mados quipus, ramales de cuerdas anudadas que simbolizaban números, como recur-
so lingüístico además de contable), hicieron un esfuerzo, tal vez para compensar esa
laguna, por mejorar la exactitud de su tradición oral. Los historiadores oficiales esta-
ban «obligados a memorizar enormes cantidades de información y a repetirla cuan-
do los administradores se lo solicitasen. No es de extrañar que el cargo de historiador
se transfiriese de padres a hijos».

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prólogo general

y funciona porque las letras de un alfabeto verdadero son disconti-


nuas. Este hecho, que recuerda a la diferencia entre código analógi-
co y código digital, exige una explicación más detenida.
En inglés existe un sonido consonántico a medio camino entre la
c y la g (es la c de la palabra francesa comme), pero a nadie se le ocurri-
ría representarlo dibujando un carácter que pareciese a medio cami-
no entre la c y la g. Todos aceptamos que en inglés todo carácter escri-
to ha de ser un miembro, y solamente uno, del alfabeto de 26 letras.
Sabemos que los franceses usan esas mismas 26 letras para represen-
tar sonidos que no son exactamente los mismos que los del inglés y que
pueden estar a medio camino entre algunos de los de éste. Cada idio-
ma, en realidad cada acento o dialecto local, usa el alfabeto de un modo
distinto para autonormalizarse a partir de sonidos diferentes.
La autonormalización combate la distorsión del tipo teléfono estro-
peado3 que sufren los mensajes a lo largo de las generaciones. Un dibu-
jo, copiado y vuelto a copiar por toda una sucesión de imitadores, no
goza del mismo mecanismo protector a menos que su estilo incorpore
una serie de convenciones prefijadas a guisa de autonormalización.
A diferencia de un testimonio representado por medios gráficos, el
informe escrito de un testigo ocular tiene bastantes probabilidades de
que los libros de historia sigan reproduciéndolo fielmente siglos des-
pués. Si hoy disponemos de una descripción probablemente fiel de la
destrucción de Pompeya en el año 79 d.C., es gracias a que un testigo,
Plinio el Joven, escribió lo que vio en dos epístolas dirigidas al historia-
dor Tácito, algunos de cuyos escritos, mediante sucesivas copias y, final-
mente, impresiones, han sobrevivido hasta nuestros días. Incluso en la
época anterior a Gutenberg, cuando la duplicación de los documen-
tos era obra de amanuenses, la escritura garantizaba una exactitud
mucho mayor que la memoria y la tradición oral.
El principio de que las copias sucesivas conservan una exactitud
total es un ideal puramente teórico; en la práctica, los escribas son fali-

3. En el juego del teléfono estropeado, unos cuantos niños se colocan en fila.


Alguien le susurra al oído una historia al primero sin que los demás la oigan, éste a su
vez se la susurra al segundo, y así hasta llegar al último niño, cuya versión de la histo-
ria, revelada en voz alta, resulta ser una divertida y embrollada distorsión del mensa-
je original.

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el cuento del antepasado

bles y suelen ceder a la tentación de manipular el texto original para


que diga cosas que, en su opinión (sin lugar a dudas sincera), debe-
ría decir. El ejemplo más famoso, ampliamente documentado por los
teólogos alemanes del siglo XIX, es la adulteración de los pasajes his-
tóricos del Nuevo Testamento para que validasen las profecías del Viejo.
Puede que los escribas que alteraban el texto no mintiesen a sabien-
das. Al igual que los autores del Evangelio, que también vivieron mucho
después de la muerte de Jesucristo, creían sinceramente que éste era
el Mesías llamado a cumplir las profecías del Viejo Testamento. Así
pues, debía haber nacido en Belén y ser descendiente de David. Si los
documentos, inexplicablemente, no afirmaban tal cosa, el deber de
todo escriba escrupuloso era corregir la deficiencia. Supongo que para
un escriba lo bastante devoto semejante enmienda no supondría mayor
falsificación que para nosotros la corrección automática de una falta
de ortografía o un error gramatical.
Aparte de la manipulación efectiva, todo proceso de copia está suje-
to a errores simples como saltarse un renglón o una palabra de una
lista. En cualquier caso, la escritura no puede retrotraernos más allá
de cuando se inventó, hace sólo unos 5.000 años. Los símbolos iden-
tificadores, las marcas para contar y los dibujos son un poco anterio-
res, tal vez unas decenas de años, pero todos estos periodos resultan
insignificantes comparados con la escala temporal evolutiva.
Por suerte, volviendo al ámbito de la evolución, existe otro tipo
de información duplicada que ha sido objeto de un número casi incon-
cebible de copias y que, con una pequeña licencia poética, podemos
considerar el equivalente de un documento escrito: un registro his-
tórico que se renueva con pasmosa exactitud desde hace centenares
de millones de generaciones precisamente porque, como nuestro sis-
tema de escritura, posee un alfabeto autonormalizante. Se trata del
ADN, que está contenido en todos los seres vivos y que se ha venido
transmitiendo desde los antepasados más remotos con prodigiosa fide-
lidad. En el ADN, los átomos individuales se hallan en continua rota-
ción, pero la información codificada en su disposición definitiva se
copia durante millones o incluso cientos de millones de años. Gracias
a las técnicas de la moderna biología molecular, podemos leer dicha
información directamente, es decir, descifrar las propias secuencias
de letras del ADN; o, de manera un poco más indirecta, podemos

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prólogo general

leer las secuencias de aminoácidos que componen las moléculas de


proteína a las que el ADN están traducido. O bien, de forma mucho
más indirecta, «oscuramente, como por medio de un espejo»4, pode-
mos examinar los productos embriológicos del ADN, es decir, la for-
ma, la química y los órganos de los cuerpos. No hacen falta fósiles para
sondar los abismos de la historia. Dado que el ADN cambia muy len-
tamente a lo largo de las generaciones, la historia puede leerse en la
estructura de las plantas y animales modernos por cuanto está inscri-
ta en sus caracteres codificados.
Los mensajes genéticos se valen de un auténtico alfabeto. Al igual
que los sistemas de escritura latino, griego y cirílico, el alfabeto del
ADN es un repertorio rigurosamente limitado de símbolos que no tie-
nen, de por sí, un significado evidente. Se escogen símbolos arbitra-
rios y se combinan para componer mensajes coherentes de compleji-
dad y tamaño ilimitados. Mientras que el alfabeto español tiene 28
letras, el inglés 26 y el griego 24, el alfabeto del ADN apenas cuenta
con cuatro. La mayor parte de ADN útil consiste en palabras de tres
letras extraídas de un diccionario de tan sólo 64 palabras, cada una de
las cuales recibe el nombre de codón. Algunos codones son sinónimos,
lo que, desde el punta de vista técnico, significa que el código gené-
tico es un código degenerado5.
El diccionario registra 64 palabras para 21 significados: los 20 ami-
noácidos biológicos más un signo de puntuación universal. Las len-
guas humanas son numerosas y en constante evolución, y sus diccio-
narios contienen decenas de miles de vocablos diferentes, mientras
que el diccionario de 64 palabras del ADN es universal e inmutable

4. La cita es del Nuevo Testamento: «Porque ahora vemos oscuramente, como por
medio de un espejo, mas entonces, cara a cara; ahora conozco en parte, pero enton-
ces conoceré así como también soy conocido» (1 Corintios 13: 12). [N. del t.]
5. A veces se usa el término redundante en lugar de degenerado pero es un error,
porque significan cosas distintas. El código genético, por ejemplo, también es redun-
dante, ya que si se descodifica cualquiera de las dos hebras de la doble hélice, se obten-
dría la misma información. En la práctica sólo se descodifica una, y la otra se usa para
corregir errores. Los ingenieros también se sirven de la redundancia para corregir
errores. La degeneración del código genético es distinta de la redundancia, y a ella
nos referimos en el texto. Un código degenerado es el que contiene sinónimos y que,
por tanto, podría dar cabida a una gama de significados más amplia de la que realmen-
te alberga.

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el cuento del antepasado

(salvo mínimas variaciones en unos pocos casos excepcionales). Los


20 aminoácidos están dispuestos en secuencias de unos cuantos cen-
tenares y cada secuencia constituye una molécula de proteína especí-
fica. Mientras que las letras son sólo cuatro y los codones 64, en teo-
ría no existe un límite al número de proteínas que las diferentes
secuencias de codones pueden producir. La cifra es simplemente incal-
culable. Una frase de codones que especifica la fabricación de una
molécula de proteína concreta constituye una unidad identificable
que suele llamarse gen. Nada diferencia los genes de sus vecinos (ya
sean éstos otros genes o tramos redundantes), a no ser lo que se lee
en la propia secuencia. En este sentido recuerdan a TELEGRAMAS QUE
CARECEN DE SIGNOS DE PUNTUACIÓN Y TE OBLIGAN A ESCRIBIRLOS COMO SI
FUESEN PALABRAS COMA SÓLO QUE HASTA LOS TELEGRAMAS TIENEN LA VEN-
TAJA DE PODER INTERCALAR ESPACIOS ENTRE LAS PALABRAS COMA MIENTRAS
QUE EL ADN NO STOP
El ADN se diferencia del lenguaje escrito en que representa islas
de sentido en medio de un mar de disparates que nunca se transcri-
ben. Durante la transcripción de un código genético, los genes ente-
ros se agrupan a partir de exones dotados de significado que se encuen-
tran separados por «intrones», a saber, tramos de ADN carentes de
sentido cuyos textos el aparato de lectura simplemente se salta. Es más,
en muchos casos ni siquiera se leen ciertos tramos de ADN dotados de
sentido: cabe suponer que se trata de antiguas copias de genes que
en su día eran útiles pero que hoy persisten en el genoma como los
primeros borradores de un capítulo en un disco duro abarrotado.
De hecho, en diversos pasajes del libro compararé al genoma con un
viejo disco duro que está pidiendo a gritos una limpieza general.
Repito que lo que se conserva no son las moléculas del ADN de ani-
males muertos hace mucho tiempo, sino la información presente en
su ADN, que puede conservarse eternamente, aunque sólo mediante
frecuentes duplicados. El guión de Parque Jurásico, si bien no es nin-
guna tontería, se da de bofetadas con la realidad. Se puede aceptar
que un insecto hematófago, después de quedar embalsamado en ámbar,
contenga durante un breve espacio de tiempo las instrucciones nece-
sarias para reconstruir un dinosaurio, pero, por desgracia, una vez
muerto, el ADN presente en su cuerpo y en la sangre que haya chu-
pado no se conserva intacto más que unos pocos años y, en el caso de

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prólogo general

ciertos tejidos blandos, apenas unos pocos días. La fosilización tampo-


co preserva el ADN.
Ni siquiera la congelación conserva mucho tiempo el código gené-
tico. Mientras redacto estas líneas, unos científicos están extrayendo
un mamut congelado del permafrost siberiano con la esperanza de obte-
ner el suficiente ADN como para dar vida a un nuevo mamut, clona-
do en el útero de una elefanta moderna. Si bien el mamut apenas lle-
va muerto unos milenios, me temo que se trata de una vana esperanza.
Entre los cadáveres más antiguos de los que se ha extraído ADN legi-
ble se encuentra un hombre de Neandertal de hace 30.000 años.
Figúrense el escándalo que se armaría si alguien lograse clonarlo.
Lamentablemente, sólo pueden rescatarse fragmentos sueltos de su
ADN. En el caso de plantas congeladas en permafrost, el récord está
en unos 400.000 años de antigüedad.
La ventaja fundamental del ADN es que, mientras no se rompa la
cadena de vida reproductora, su información codificada se copia en una
nueva molécula antes de que se destruya la vieja. De esta forma, la
información contenida en el código genético sobrevive con mucho a
sus moléculas. El ADN es renovable –esto es, copiable– y, dado que la
mayoría de las letras se copia en todas las ocasiones de manera abso-
lutamente perfecta, puede durar indefinidamente. Gran parte de la
información genética de nuestros antepasados se mantiene comple-
tamente inalterada gracias a que, incluso en el caso de fragmentos que
datan de hace cientos de millones de años, sucesivas generaciones de
organismos vivos la han conservado.
Visto desde esa óptica, el registro genético constituye un regalo
de valor incalculable para el historiador. ¿Quién de aquéllos se habría
atrevido a imaginar un mundo en el que todos y cada uno de los miem-
bros de todas y cada una de las especies albergasen dentro de su cuer-
po un texto extenso y detallado, un documento escrito transmitido de
siglo en siglo y de milenio en milenio? El registro genético, además,
presenta mínimas variaciones aleatorias, lo bastante excepcionales
como para no desbaratar el conjunto, pero lo bastante frecuentes como
para proporcionar sellos distintivos. La situación es aún mejor de lo
que se piensa, puesto que el texto no es arbitrario. En mi libro Destejiendo
el arco iris señalé, con argumentos darvinianos, que el ADN de los ani-
males podía considerarse un «libro genético de los muertos»: un docu-

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el cuento del antepasado

mento descriptivo de mundos pretéritos. De la evolución darviniana


se sigue que todo lo concerniente a un animal o planta, incluidos su
constitución, su comportamiento heredado y la estructura química de
sus células, constituye un mensaje en código acerca de los mundos
en que sobrevivieron sus antepasados: los alimentos con que se nutrie-
ron, los depredadores que burlaron, los climas que soportaron, los
semejantes con los que se aparearon. Con el tiempo, el mensaje que-
da inscrito en el ADN, que pasó por esa sucesión de tamices que es la
selección natural. Cuando aprendamos a interpretarlo correctamen-
te, algún día el ADN de un delfín podría confirmarnos lo que ya nos
han revelado los detalles más significativos de su anatomía y fisiología,
a saber, que sus antepasados vivieron en tierra firme. Trescientos millo-
nes de años antes, los antepasados de todos los vertebrados terres-
tres, entre ellos los antepasados terrestres de los delfines, salieron del
mar, donde habían vivido desde el origen de la vida. Sin lugar a dudas,
este hecho, que aún no hemos sabido leer correctamente, consta en
nuestro ADN. Todo lo perteneciente a un animal moderno, no sólo
el código genético (que lo es de manera particular) sino también los
miembros, el corazón, el cerebro y el ciclo reproductor, son en el
fondo un archivo, una crónica de su pasado, por más que dicha cró-
nica sea un palimpsesto, sobrescrita repetidas veces.
La crónica del ADN puede ser un regalo para el historiador, pero
no es un regalo de fácil lectura por cuanto exige una docta interpreta-
ción. Como herramienta se torna más poderosa si se usa en combina-
ción con nuestro tercer método de reconstrucción histórica, la trian-
gulación, que analizaremos en el siguiente apartado con otro ejemplo
extraído de la historia humana, en concreto de la lingüística histórica.

Triangulación

Los lingüistas, entre otras cosas, se interesan por los orígenes históri-
cos de las lenguas. Cuando se dispone de documentos escritos la tarea
es bastante sencilla. El lingüista puede usar el segundo de nuestros dos
métodos de reconstrucción y estudiar reliquias renovadas, que en este
caso serían palabras renovadas. Por ejemplo, siguiendo la tradición
literaria ininterrumpida de Shakespeare, Chaucer y el poema Beowulf,

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prólogo general

se puede retroceder desde el inglés moderno hasta el llamado «inglés


medio» y de ahí al anglosajón. Pero, naturalmente, los orígenes del
habla son muy anteriores a la invención de la escritura y, de hecho,
muchas lenguas no poseen forma escrita. Para abordar la historia
primitiva de las lenguas muertas, los lingüistas recurren a un tipo de
triangulación: comparan los idiomas modernos y los agrupan jerár-
quicamente en familias y subfamilias. La románica, la germánica, la
eslava, la céltica y otras familias lingüísticas europeas confluyen con
algunas familias lingüísticas indias en la lengua indoeuropea. Los lin-
güistas sostienen que el protoindoeuropeo fue una verdadera lengua,
hablada por una tribu concreta hace unos 6.000 años, e incluso aspi-
ran a reconstruirla con detalle, extrapolando los rasgos comunes de
sus descendientes. Otras familias lingüísticas de otras partes del mun-
do, de rango equivalente a la indoeuropea, se han identificado del
mismo modo: por ejemplo, la altaica, la dravidiana y la úralo-yucá-
guira. Algunos lingüistas optimistas (y controvertidos) creen posible
remontarse todavía más y aglutinar todas esas grandes familias en
una familia de familias más vasta y general. Están convencidos, en suma,
de que pueden reconstruir elementos de una hipotética lengua pri-
migenia a la que llaman nostrático y que, según postulan, se habría
hablado hace entre 12.000 y 15.000 años.
Muchos otros lingüistas, aunque conformes con la existencia del
protoindoeuropeo y de otras lenguas atávicas de rango equivalente,
ponen en duda que se pueda reconstruir una lengua tan antigua como
el nostrático. Su escepticismo profesional reafirma mi incredulidad
de aficionado. Pero es indudable que análogos métodos de triangu-
lación, como las diversas técnicas para comparar organismos moder-
nos, sirven para la historia evolutiva y pueden usarse para retroceder
cientos de millones de años en el tiempo. Aunque no se dispusiera
de fósiles, una comparación refinada de los animales modernos nos
permitiría reconstruir de una forma bastante aproximada y verosímil
a sus antepasados. De la misma manera que los lingüistas se remon-
tan en el pasado hasta llegar al protoindoeuropeo a base de triangu-
lar entre los idiomas modernos y las lenguas muertas ya reconstruidas,
los biólogos podemos comparar tanto las características externas como
las internas, esto es, las secuencias proteínicas y genéticas, de los orga-
nismos modernos. Teniendo en cuenta que las bibliotecas de todo el

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el cuento del antepasado

mundo están recopilando largos y exactos listados del código genéti-


co de cada vez más especies modernas, la fiabilidad de nuestras trian-
gulaciones irá en aumento, sobre todo porque los textos genéticos pre-
sentan una amplia gama de coincidencias.
Permítanme explicar brevemente qué quiero decir con «gama de
coincidencias». Aun cuando procedan de «parientes» extremamen-
te lejanos, como por ejemplo los seres humanos y las bacterias, amplios
segmentos de ADN se parecen de un modo inequívoco. Y los parien-
tes más cercanos, como los humanos y los chimpancés, tienen mucho
más ADN en común. Si se escogen con tino las moléculas, se obtiene
todo un espectro de proporciones cada vez mayores de ADN com-
partido a lo largo del camino que separa una especie de otra. Es posi-
ble seleccionar moléculas que, en conjunto, abarquen toda la gama
de comparaciones, desde parientes tan lejanos como los humanos y
las bacterias hasta primos tan cercanos como dos especies de rana. Las
semejanzas entre lenguas son más difíciles de apreciar, salvo en el caso
de parejas de idiomas muy semejantes, como el alemán y el neerlan-
dés. La cadena deductiva que lleva a algunos lingüistas optimistas a
postular la existencia del nostrático es lo bastante endeble como
para que algunos de sus colegas pongan los eslabones en tela de jui-
cio. El equivalente genético de la triangulación que conduce al nos-
trático, ¿sería la triangulación entre, pongamos por caso, los huma-
nos y las bacterias? En realidad, los seres humanos y las bacterias poseen
algunos genes que prácticamente no han cambiado un ápice desde la
época del antepasado común, el equivalente del nostrático. El propio
código genético es sustancialmente idéntico en todas las especies, y
también debe de haber sido idéntico en los antepasados comunes.
Podría decirse que el parecido que guardan el alemán y el neerlan-
dés es comparable con el de cualquier par de mamíferos. El ADN
del ser humano y el del chimpancé son tan similares que vienen a
ser como un mismo idioma hablado con dos acentos ligeramente
distintos. Las semejanzas entre el inglés y el japonés, o entre el espa-
ñol y el éuscara, son tan escasas que no es posible establecer un para-
lelismo con ninguna pareja de organismos vivos, ni siquiera con los
seres humanos y las bacterias, ya que éstos tienen secuencias genéti-
cas tan similares que hay párrafos enteros que son idénticos palabra
por palabra.

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prólogo general

He hablado de usar secuencias de ADN para triangular. En princi-


pio, se podría usar la misma técnica para macrocaracterísticas morfo-
lógicas, pero cuando falta la información molecular los antepasados
lejanos son tan esquivos como el nostrático. Con la morfología, como
con el ADN, damos por sentado que los rasgos comunes a muchos des-
cendientes de un mismo antepasado probablemente sean herencia de
éste. Como todos los vertebrados tienen espina dorsal, suponemos que
la heredaron (o, mejor dicho, que heredaron los genes necesarios para
desarrollarla) de un antepasado remoto que, según indican los fósi-
les, vivió hace más de 500 millones de años y también tenía una. Éste
es el tipo de triangulación morfológica que he utilizado para imagi-
nar la estructura corporal de los contepasados que conoceremos en
este libro. Habría preferido apoyarme más en la triangulación direc-
tamente basada en el ADN, pero nuestra capacidad para predecir cómo
cambia la morfología de un organismo a resultas de una variación en
un gen es inadecuada para esa tarea.
La triangulación es todavía más eficaz si incluimos muchas espe-
cies, pero para eso hacen falta métodos de gran complejidad que exi-
gen contar con un árbol filogenético muy preciso. En «El Cuento del
Gibón» explicaremos esos métodos. La triangulación también se pres-
ta a una técnica para calcular la fecha de cualquier rama evolutiva que
se desee. Se trata del llamado «reloj molecular» y consiste, en pocas pala-
bras, en contar las discrepancias entre las secuencias moleculares de
diferentes especies vivas. Los parientes cercanos con antepasados comu-
nes recientes presentan menos discrepancias que los lejanos toda vez
que la edad del antepasado común es proporcional, o se espera que lo
sea, al número de discrepancias moleculares entre sus dos descendien-
tes. A continuación se calibra la escala temporal arbitraria del reloj mole-
cular y se traduce en años reales, usando fósiles de antigüedad conoci-
da para unos cuantos puntos de ramificación cruciales en los que haya
fósiles disponibles. En la práctica, la cosa no es tan simple como pare-
ce; las complejidades, dificultades y controversias asociadas a este méto-
do serán el tema del «Epílogo al Cuento del Gusano Aterciopelado».
En el prólogo general de los Cuentos de Canterbury, Chaucer presen-
taba, uno por uno, a su elenco completo de peregrinos. Mis persona-
jes son demasiado numerosos para que pueda hacer lo propio. En cual-
quier caso, el relato en sí consiste en presentar, en cada uno de los 40

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el cuento del antepasado

puntos de encuentro, a todos los protagonistas del viaje. Es necesa-


rio, sin embargo, hacer una introducción preliminar, aunque de mane-
ra diferente a la de Chaucer. Su reparto era un conjunto de individuos;
el mío es un conjunto de grupos. Hace falta, en pocas palabras, expli-
car el método con arreglo al cual agrupamos animales y plantas. En
el Encuentro 10 se nos unen cerca de 2.000 especies de roedores,
más 87 especies de conejos, liebres y pikas, todas ellas denominadas
Glires. Las especies se agrupan siguiendo un orden jerárquico y cada
grupo recibe un nombre particular (la familia de los roedores simila-
res al ratón es la de los Múridos; la de los roedores similares a la ardi-
lla, la de los Esciúridos). Y cada categoría de grupo también tiene un
nombre. Los Múridos son una familia, y los Esciúridos otra. El orden
al que ambas pertenecen es el de los Roedores. Glires es el superor-
den que une a los roedores con los conejos y sus semejantes. Estos
nombres de categorías conforman una jerarquía. Familia y orden se
encuentran más o menos en la mitad del escalafón, mientras que las
especies están en la parte baja. Desde ahí ascendemos a género, fami-
lia, orden, clase y filo, valiéndonos de prefijos como sub y super para
efectuar interpolaciones.
Como veremos en el transcurso de varios cuentos, las especies gozan
de un estatus particular. Cada una tiene un nombre científico exclu-
sivo, que consiste en el nombre de su género escrito con mayúscula
seguido del nombre de la especie propiamente dicha en minúscula,
ambos en cursiva. El leopardo, el león y el tigre son, respectivamen-
te, Pantera pardus, Panthera leo y Pantera tigris, miembros todos ellos del
género Pantera y de la familia de los félidos, que a su vez es miembro
del orden de los carnívoros, de la clase de los mamíferos, del subfilo
de los vertebrados y del filo de los cordados. De momento no me exten-
deré más sobre los principios de la taxonomía, pero, cuando sea nece-
sario, los mencionaré a lo largo del libro.

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Comienza la peregrinación

Es hora de emprender nuestra peregrinación al pasado, una andadu-


ra que, en cierto modo, es un viaje en una máquina del tiempo en bus-
ca de nuestros antepasados, o mejor dicho, como explicaré en «El
Cuento del Neandertal», en busca de nuestros genes ancestrales.
Durante las primeras decenas de milenios de nuestra búsqueda, esos
genes ancestrales residen en individuos iguales a nosotros. Bueno,
en realidad no es así, pues nadie es exactamente igual. Permítanme
reformular la frase: durante las primeras decenas de milenios, la gen-
te que nos encontraremos al apearnos de la máquina del tiempo no
se diferenciará de nosotros más de lo que los seres humanos actuales dife-
rimos unos de otros. No olvidemos que entre éstos hay alemanes y zulú-
es, chinos y pigmeos, bereberes y melanesios. Nuestros antepasados
genéticos de hace 50.000 años presentarían el mismo grado de varia-
bilidad que vemos en el mundo actual.
Si no indicios de evolución biológica, ¿qué cambios habremos de
percibir, entonces, al retroceder unas pocas decenas de milenios en
el tiempo, en vez de cientos de miles de milenios? En las primeras
etapas de nuestro viaje al pasado, un proceso similar al evolutivo,
aunque muchísimo más rápido que la evolución biológica, dominará
el paisaje que se divise por la ventanilla. Unos lo llaman evolución
cultural, otros lo llaman evolución exosomática o tecnológica. Se pone
de manifiesto, por ejemplo, en la «evolución» del automóvil, de la cor-
bata o del idioma inglés. No debemos exagerar su parecido con la evo-
lución biológica y, en cualquier caso, tampoco vamos a detenernos

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el cuento del antepasado

mucho en él. Tenemos por delante un trayecto de 4.000 millones de


años y enseguida habrá que pisar el acelerador de la máquina del tiem-
po y meter una velocidad tan alta que apenas lograremos echar un vis-
tazo fugaz a los acontecimientos de la historia humana.
Pero antes, mientras vayamos en primera y viajemos dentro de la
escala temporal de la historia humana y no de la evolutiva, nos refe-
riremos a dos avances culturales fundamentales. «El Cuento del
Agricultor» es la historia de la revolución agrícola, que probable-
mente haya sido la innovación humana más cargada de consecuencias
para los demás organismos del planeta. «El Cuento del Cromañón»
trata del gran salto adelante, ese florecimiento de la mente humana que,
en cierto sentido, proporcionó un nuevo medio de expresión para el
proceso evolutivo propiamente dicho.

EL CUENTO DEL AGRICULTOR

La revolución agrícola comenzó hace unos 10.000 años, a finales de


la última edad de hielo, en Mesopotamia, la región situada entre los
ríos Tigris y Eufrates y que los historiadores denominan «creciente fér-
til». La civilización mesopotámica fue la cuna de la civilización huma-
na, y algunas de sus insustituibles reliquias, expuestas en el museo de
Bagdad, fueron destrozadas en 2003 bajo la indiferente mirada de
los invasores estadounidenses, que prefirieron proteger el Ministerio
del Petróleo. La agricultura también surgió, puede que por separa-
do, en China y en las riberas del Nilo, y tuvo un desarrollo completa-
mente autónomo en el Nuevo Mundo. Otro caso interesante de sur-
gimiento independiente es el que tuvo como marco las montañas del
interior de Nueva Guinea, una región completamente aislada del
resto del mundo. La revolución agrícola señala el comienzo de la nue-
va edad de piedra, el Neolítico.
La transición de cazadores-recolectores nómadas a agricultores
sedentarios representa con toda probabilidad el nacimiento del con-
cepto de casa. En otras partes del mundo, los contemporáneos de esos
primeros agricultores eran cazadores-recolectores recalcitrantes que
vagaban constantemente de un lugar a otro. De hecho, el estilo de vida
cazador-recolector (en el concepto de caza también va incluida la

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comienza la peregrinación

pesca) no se ha extinguido, sino que pervive en varias zonas aisladas


del mundo: aún lo practican, entre otros, algunos aborígenes austra-
lianos, los san y las tribus sudafricanas emparentadas con ellos (los mal
llamados bosquimanos), varias tribus de nativos americanos (denomi-
nadas indias por culpa de un error de navegación) y los inuit del Árti-
co (que prefieren que no se les llame esquimales). Lo normal es que
los cazadores-recolectores no cultiven plantas ni críen animales. En
la práctica existen muchos estadios intermedios entre cazadores-reco-
lectores puros y agricultores o pastores puros, pero hasta hace unos
10.000 años todas las poblaciones humanas eran cazadoras-recolec-
toras. Es probable que dentro de poco ninguna lo sea. Las que no se
extingan, se civilizarán o corromperán, según el punto de vista de cada
uno.
En su librito Neandertales, bandidos y granjeros: cómo surgió realmente
la agricultura, Colin Tudge coincide con Jared Diamond (autor de El
tercer chimpancé) en que el paso de la caza y recolección a la agricultu-
ra no supuso ni mucho menos el avance que los humanos actuales,
dada nuestra autocomplacencia retrospectiva, podríamos imaginar. A
juicio de ambos historiadores, la revolución agrícola no aumentó la
felicidad humana. La agricultura garantizaba el sustento a poblacio-
nes más numerosas que el estilo de vida cazador-recolector que vino
a sustituir, pero no mejoró necesariamente la salud ni incrementó la
felicidad. De hecho, una población más numerosa más suele alber-
gar enfermedades más graves por razones evolutivas de peso (un pará-
sito se preocupa menos de prolongar la vida de sus huéspedes si encuen-
tra fácilmente otras víctimas que infectar).
Con todo, la situación de los cazadores-recolectores tampoco debía
de ser jauja. De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda conside-
rar que los cazadores-recolectores y las sociedades agrícolas primiti-
vas1 estaban más «en armonía» con la naturaleza que nosotros, pero
esto probablemente sea un error. Es muy posible que conociesen la
naturaleza salvaje mejor que nosotros, por la sencilla razón de que viví-
an y sobrevivían en ella, pero, al igual que nosotros, se valían de ese
conocimiento para explotar (y a menudo sobreexplotar) el medio

1. A lo largo del libro usaré el término primitivo en el sentido técnico de «más pare-
cido al estado original», que no connota inferioridad de ningún tipo.

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el cuento del antepasado

en la máxima medida que se lo permitían sus capacidades técnicas.


Jared Diamond hace hincapié en que la sobreexplotación de la tierra
por parte de los primeros agricultores conducía al colapso ecológico
y a la desaparición de sus sociedades. Lejos de vivir en armonía con
la naturaleza, los cazadores-recolectores preagrícolas probablemente
fueron los responsables de muchas extinciones de animales de gran
tamaño registradas en todo el planeta. Con demasiada frecuencia, la
colonización de regiones remotas por parte de cazadores-recolecto-
res en vísperas de la revolución agrícola suele ir acompañada en el
registro arqueológico por la exterminación de muchas aves y mamí-
feros de gran tamaño (presumiblemente apetitosos).
Se tiende a considerar el término urbano como el opuesto de agrí-
cola, pero desde la perspectiva a largo plazo adoptada en este libro, los
habitantes de las ciudades entran en la misma categoría que los agri-
cultores y se contraponen a los cazadores-recolectores. Casi todos los
alimentos que se consumen en una ciudad proceden de tierras pro-
piedad de alguien que las cultiva o manda cultivar; en la antigüedad
llegaban de los campos que rodeaban la propia ciudad, en la actuali-
dad provienen de las regiones más dispares del mundo y son transpor-
tados y vendidos por una cadena de intermediarios antes de ser con-
sumidos. La revolución agrícola no tardó en propiciar la especialización.
Alfareros, tejedores y herreros hacían su trabajo a cambio de los fru-
tos de la tierra que otros cultivaban. Antes de la agricultura, los ali-
mentos no se cultivaban en tierras propiedad de nadie sino que se cap-
turaban o se recolectaban en tierras comunales que eran propiedad
de todos. El pastoreo, es decir, la labor de apacentar animales en terre-
nos de propiedad común, tal vez representó un paso intermedio.
Tanto si mejoró como si empeoró las cosas, el caso es que la revo-
lución agrícola no tuvo lugar de un día para otro. La agricultura no
fue una idea genial que se le ocurrió de repente a un iluminado, el
equivalente neolítico de Turnip Townsend2. En un primer momento,
los cazadores, que seguían a los animales salvajes en sus desplazamien-

2. Lord Charles Townsend (1674-1738), más conocido por el apodo de turnip


(nabo). Tras servir como secretario de Estado bajo el reinado de Jorge I, se convirtió
en entusiasta promotor de diversas innovaciones agrícolas, en particular de la rotación
de cultivos. [N. del t.]

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comienza la peregrinación

tos, tal vez vigilasen sus territorios de caza o los mismos rebaños para
protegerlos de cazadores rivales. A partir de ahí, lo lógico era pasar a
arrear y custodiar a los animales, después a alimentarlos y, por últi-
mo, a apriscarlos y darles cobijo. Creo que ninguno de estos cambios
resultó revolucionario en la época en que se produjo.
Mientras tanto, los propios animales iban evolucionando, iban
volviéndose más y más domésticos mediante procesos rudimentarios
de selección artificial. Las consecuencias darvinianas tuvieron que
ser paulatinas. Nuestros antepasados, sin ninguna intención premedi-
tada de criar especímenes más dóciles, cambiaron sin pretenderlo la
presión selectiva que sufrían los animales. En el acervo génico de los
rebaños ya no primaban la velocidad ni ninguna otra de las caracte-
rísticas que ayudan a sobrevivir en estado salvaje. Generaciones suce-
sivas de animales domésticos fueron haciéndose más mansos, menos
capaces de valerse por sí mismos, más propensos a crecer gordos y salu-
dables en la molicie de la vida doméstica. Existen fascinantes parale-
lismos con la domesticación que llevan a cabo hormigas y termitas de
sus rebaños, representados por los pulgones, y de sus plantaciones
de hongos. Analizaremos este fenómeno en el Encuentro 26, cuando
se nos unan las hormigas y leamos «El Cuento de la Hormiga Cortadora
de Hojas».
A diferencia de los criadores y cultivadores modernos, nuestros
antepasados de la revolución agrícola no practicaban a sabiendas la
selección artificial con el fin de obtener características deseables. Dudo
que supiesen que, para aumentar la producción de leche, hay que apa-
rear vacas que produzcan mucho con toros nacidos de buenas produc-
toras, y descartar los terneros de las que dan poca leche. Un interesan-
te trabajo realizado por investigadores rusos con zorros plateados ilustra
bien las consecuencias genéticas accidentales de la domesticación.
D. K. Belyaev y sus colegas capturaron unos cuantos zorros platea-
dos, Vulpes vulpes, y emprendieron un plan de cría sistemático enca-
minado a la obtención de ejemplares dóciles. El éxito fue espectacu-
lar. Al cabo de 20 años de aparear los ejemplares más mansos de cada
generación, Belyaev había conseguido producir zorros que se com-
portaban como perros ovejeros, buscaban en todo momento la com-
pañía del hombre y meneaban la cola cuando alguien se les acerca-
ba. No tiene nada de extraño, aunque la rapidez del proceso puede

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el cuento del antepasado

llamar la atención. Más inesperados fueron los efectos secundarios


de la selección encaminada a la domesticación. Los zorros domesti-
cados genéticamente tenían no sólo el comportamiento, sino también
el aspecto de un perro ovejero. El pelaje se les volvió blanco y negro,
y la cara parcial o completamente blanca, y, en lugar de las caracterís-
ticas orejas puntiagudas de los zorros salvajes, desarrollaron unas «sim-
páticas» orejas gachas. Su equilibrio hormonal reproductivo también
se modificó y adoptaron el hábito de procrear todo el año en lugar
de durante una época de celo determinada. Asimismo, tal vez a cau-
sa de la menor agresividad, presentaban niveles más elevados de sero-
tonina, una sustancia química que actúa como neurotransmisor. Sólo
hicieron falta 20 años para convertir zorros en «perros» mediante la
selección artificial3.
He escrito perros en cursiva porque nuestros canes domésticos no
descienden del zorro, sino del lobo. Por cierto, hoy se sabe que la famo-
sa conjetura de Konrad Lorenz de que sólo algunas razas caninas
(sus favoritas, como los chow-chow) provienen del lobo y todas las
demás del chacal, es errónea. El etólogo respaldó la hipótesis con agu-
das observaciones sobre el carácter y el comportamiento de los anima-
les en cuestión, pero la taxonomía molecular es más fuerte que la pers-
picacia humana y a nivel molecular se ha demostrado de manera
fehaciente que todas las razas caninas actuales descienden del lobo
gris, Canis lupus. Los segundos parientes más cercanos de los perros
(y de los lobos) son los coyotes y los chacales de las Simien (que según
parece deberían llamarse lobos de las Simien). Los chacales verdaderos
(en sus variantes dorado, rayado y de lomo negro) guardan un paren-
tesco más lejano con perros y lobos, aunque sigan incluyéndose en el
género de los Cánidos.
No cabe duda de que la evolución del perro a partir del lobo fue
similar a la que simuló Belyaev con los zorros, con la diferencia de que
el investigador buscaba deliberadamente crías cada vez más mansas.
Nuestros antepasados llevaron a cabo una operación análoga, sólo que
de forma involuntaria, y es probable que ocurriese varias veces de
manera independiente en diversas partes del mundo. Tal vez los lobos

3. La arqueóloga canadiense Susan Crockford ha atribuido dichos cambios a varia-


ciones en los niveles de dos hormonas tiroideas.

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comienza la peregrinación

buscaban comida en torno a los asentamientos, los hombres los juz-


garon útiles basureros y puede que hasta guardianes, y, en determi-
nadas circunstancias, incluso los usaron como cálidos edredones para
resguardarse del frío de la noche. Puede que al lector le choque una
relación tan cordial entre lobo y hombre, pero téngase presente que
la leyenda medieval que hizo del lobo un símbolo mítico del terror
capaz de surgir repentinamente del bosque era fruto de la ignoran-
cia. Nuestros antepasados que vivían en estado salvaje en campo abier-
to, a buen seguro conocían mejor el carácter del lobo. De hecho, es
evidente que sí, toda vez que terminaron domesticando al lobo y trans-
formándolo en el fiel y leal perro.
Desde el punto de vista del lobo, los campamentos humanos eran
una rica fuente de alimento en forma de despojos, y los individuos
con más probabilidades de beneficiarse de esto eran aquéllos que,
por sus niveles de serotonina y otras características neuronales (ten-
dencia a la docilidad), se sintiesen más a gusto con el hombre. Diversos
autores han especulado, de forma bastante verosímil, que los niños
posiblemente adoptaban lobeznos huérfanos como mascotas. Algunos
experimentos han demostrado que los perros domésticos son más
hábiles que los lobos a la hora de leer nuestras expresiones faciales.
Quizá sea una consecuencia involuntaria de nuestra coevolución
mutualista a lo largo de muchas generaciones. También nosotros lee-
mos las caras de los perros, cuyas expresiones se han ido haciendo
más humanas que las de los lobos, debido a nuestra selección invo-
luntaria. Tal vez por eso la expresión de los lobos nos resulta sinies-
tra, mientras que la de los perros nos parece tierna, avergonzada, sen-
sible, etcétera.
El fenómeno de la domesticación recuerda vagamente el caso de
unos cangrejos japoneses que tienen en el dorso un dibujo parecido
al rostro de un guerrero samurai. La explicación darviniana de esta
característica es que los pescadores supersticiosos devolvían al mar
todos aquellos especímenes cuyo dibujo se pareciese ligeramente a un
samurai, con el resultado de que, al cabo de las generaciones, los genes
que daban lugar a motivos similares a un rostro humano tenían más
probabilidades de sobrevivir en los cuerpos de sus cangrejos. La fre-
cuencia de tales genes aumentó de tal forma en el acervo de la espe-
cie que hoy en día son la norma. Sea o no cierta esta historia de los

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el cuento del antepasado

cangrejos, el caso es que algo parecido tuvo que ocurrir en la evolu-


ción de los animales verdaderamente domesticados.
Volvamos al experimento de los zorros plateados, que demuestra
la rapidez con que puede darse la domesticación y la elevada proba-
bilidad de que la selección de los más mansos genere una serie de con-
secuencias imprevistas. Es perfectamente probable que bóvidos, cer-
dos, caballos, ovejas, cabras, gallinas, gansos, patos y camellos siguiesen
una trayectoria igual de rápida y de rica en efectos secundarios ines-
perados. Probablemente, también nosotros, a partir de la revolución
agrícola, evolucionamos por una senda paralela de domesticación,
mostrando a nuestra vez una creciente docilidad y nuevos rasgos deri-
vados, colateralmente, de la propia domesticación.
En algunos casos, la historia de la domesticación del hombre está
claramente escrita en nuestros genes. El ejemplo clásico, minuciosa-
mente documentado por William Durham en su libro Coevolution, es
la tolerancia a la lactosa. En su origen, la leche era un alimento exclu-
sivamente infantil, no destinado a los adultos ni bueno para su salud.
Para digerir la lactosa, el azúcar de la leche, hace falta una enzima con-
creta, la lactasa. (A propósito, merece la pena recordar una conven-
ción terminológica: el nombre de las enzimas suele formarse añadien-
do el sufijo -asa a la raíz del nombre de la sustancia sobre la que actúa).
En los mamíferos jóvenes, una vez llegan a la edad normal del deste-
te, el gen que produce la lactasa se desactiva. Esto no significa, natu-
ralmente, que el gen desaparezca: los genes que solamente son nece-
sarios en la infancia no se eliminan del genoma, ni siquiera en las
mariposas, que siguen cargando con un elevado número de genes que
sólo sirven para hacer orugas. Por influencia de otros genes con fun-
ción reguladora, la producción de lactasa se interrumpe en los niños
más o menos a la edad de cuatro años. La leche fresca sienta mal a
los adultos, provocando síntomas que van desde flatulencia y retorti-
jones a vómitos y diarrea.
¿A todos los adultos? No, desde luego que no: hay excepciones,
entre ellas el autor de estas líneas y, muy probablemente, el lector.
Me refiero al conjunto de la especie humana e, implícitamente, al
Homo sapiens primitivo del que todos descendemos. Es como si hubie-
se escrito «los lobos son unos carnívoros grandes y feroces que cazan
en manada y aúllan a la luna», sabiendo perfectamente que los pequi-

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comienza la peregrinación

neses y los yorkshire contradicen tal aserto. La diferencia es que tene-


mos una palabra, perro, para designar al lobo doméstico, pero no tene-
mos ninguna para designar al ser humano doméstico. Los genes de
los animales domésticos han cambiado como consecuencia de gene-
raciones y generaciones de contacto con seres humanos, siguiendo
el mismo tipo de trayectoria que los genes de los zorros plateados del
experimento. Los genes de algunos seres humanos han cambiado
como consecuencia del largo periodo transcurrido en estrecho con-
tacto con animales domésticos. La tolerancia a la lactosa se ha desarro-
llado en una minoría de tribus, entre ellas los tutsis de Ruanda (y, en
menor medida, los humus, sus enemigos tradicionales), los pastores
fulanis de África occidental (aunque no la rama sedentaria de los fula-
nis, lo cual no deja de ser interesante), los sindhis del norte de la India,
los tuaregs de África occidental, los bejas de África nororiental, y algu-
nas tribus europeas de las que el autor de este libro, y quizás el lector,
descendemos. El detalle significativo es que todas estas tribus tienen
en común un pasado ganadero.
En el extremo opuesto del espectro se encuentran los pueblos
que han conservado la normal intolerancia del adulto humano a la
lactosa, como los chinos, japoneses, inuits, la mayoría de nativos ame-
ricanos, javaneses, fijianos, aborígenes australianos, iraníes, libaneses,
turcos, tamiles, cingaleses, tunecinos y muchas tribus africanas como
los san, los tswanas, los zulúes, los xhosas y los swazis de África meri-
dional, los dinkas y los nuers de África septentrional y los yorubas e
igbos de África occidental. Por regla general, los pueblos que no tole-
ran la lactosa no tienen una historia de pastoreo a sus espaldas. Hay,
sin embargo, excepciones reveladoras. Los masais de África oriental
se alimentan casi exclusivamente de leche y sangre, así que lo lógico
sería que hubiesen desarrollado una notable tolerancia a la lactosa.
Sin embargo no es así, probablemente porque cuajan la leche antes
de consumirla y, como ocurre con el queso, las bacterias eliminan
casi toda la lactosa. Una de las formas de librarse de los efectos nega-
tivos es eliminar aquello que la produce, en este caso la lactosa; la
otra forma es modificando los propios genes, el método que adopta-
ron las tribus ganaderas enumeradas en el párrafo anterior.
Ni que decir tiene que nadie se cambia los genes a propósito: sólo
ahora está comenzando la ciencia a idear técnicas para hacerlo. Como

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el cuento del antepasado

de costumbre, de realizar la modificación se encargó, hace miles de


años, la selección natural, aunque exactamente no sé de qué modo
logró producir la tolerancia a la lactosa en los individuos adultos. Quizá
los adultos recurrían a la leche en épocas de hambruna y los indivi-
duos que mejor la toleraban tenían más probabilidades de superviven-
cia, o quizá algunas culturas prolongaban el periodo de lactancia y la
selección natural de los niños capaces de sobrevivir en tales circuns-
tancias se transformó poco a poco en tolerancia a la lactosa en los adul-
tos. Sean cuales fuesen los pormenores, el cambio, aunque genético,
tuvo un origen cultural. La evolución de la domesticación y el incre-
mento de la producción láctea de vacas, ovejas y cabras marcharon
paralelos al aumento de la tolerancia a la lactosa entre las tribus que
las criaban. Ambas tendencias eran realmente evolutivas en tanto
que representaban cambios en las frecuencias genéticas de determi-
nadas poblaciones, pero las dos vinieron dadas por cambios cultura-
les, no genéticos.
¿No será la tolerancia a la lactosa tan sólo la punta del iceberg?
¿Están nuestros genomas plagados de indicios de una domesticación
que no sólo nos influyó a nivel bioquímico sino también mental? Al
igual que los zorros domesticados de Belyaev y que los lobos domés-
ticos que hoy denominamos perros, ¿también nosotros nos hemos vuel-
to más mansos y simpáticos, y mostramos los equivalentes humanos de
las orejas gachas, las expresiones tiernas y los meneos de cola? Dejo
al lector que lo medite y paso a otro asunto.
Mientras la caza daba paso al pastoreo, la recolección se transfor-
mó en cultivo de plantas. También en este caso el proceso debió de
ser en su mayor parte involuntario. Sin duda hubo momentos de des-
cubrimiento creativo, por ejemplo cuando los humanos advirtiesen
que si colocaban semillas en el suelo, nacían plantas iguales que aqué-
llas de las que proceden, o cuando alguien reparase por primera vez
en que era bueno regarlas, escardarlas y abonarlas. Más difícil debió
de ser caer en la cuenta de que convenía reservar las mejores semi-
llas para plantarlas en lugar de seguir el instinto y comerse las buenas
para plantar las malas (mi padre me contó que ésa era una de las ide-
as más difíciles de inculcar a los campesinos del África central a quie-
nes en la década de 1940, recién salido de la universidad, impartió
nociones de agricultura). Pero la transición de recolector a cultivador,

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comienza la peregrinación

como ocurrió con la de cazador a pastor, pasó desapercibida a los inte-


resados.
Muchos de los principales cultivos alimenticios, como el trigo, la
avena, la cebada, el centeno y el maíz, son gramíneas que, debido a
la selección humana, primero involuntaria y después deliberada, se
han visto sensiblemente modificadas desde los inicios de la agricultu-
ra. Es posible que nosotros también hayamos experimentado una modi-
ficación genética a lo largo de los últimos milenios y que, así como
hemos desarrollado la tolerancia a la leche, también hayamos desarro-
llado tolerancia a los cereales. Cereales ricos en almidón, como el tri-
go y la avena, no pudieron representar una parte sustancial de nues-
tra alimentación antes de la revolución agrícola. A diferencia de las
naranjas o las fresas, las semillas de los cereales no desean ser comi-
das. El paso por el aparato digestivo de un animal no forma parte de
su estrategia de dispersión, como es el caso, en cambio, de las semi-
llas de ciruela o de tomate. En cuanto a nosotros, el tubo digestivo
humano no es capaz, por sus propios medios, de absorber muchos
nutrientes de las semillas de la familia de las gramíneas, caracteriza-
das por exiguas reservas de almidón y cascabillos duros y desagrada-
bles. Algo ayudan la molienda y la cocción, pero también cabe la
posibilidad de que, mientras desarrollábamos la tolerancia a la leche,
hayamos adquirido una creciente tolerancia fisiológica al trigo con
respecto a nuestros antepasados salvajes. La intolerancia al trigo es un
problema para un número considerable de desafortunados individuos
que han descubierto, por dolorosa experiencia, que más les vale abs-
tenerse de consumirlo. Sería interesante comparar la incidencia de
la tolerancia al trigo entre cazadores-recolectores como los san con
la de otras poblaciones cuyos antepasados agricultores hubiesen comen-
zado pronto a alimentarse de ese cereal. Desconozco si en el caso de
la tolerancia al trigo ya se ha llevado a cabo un amplio estudio com-
parativo como el que se hizo con la tolerancia a la lactosa en diferen-
tes tribus. También sería interesante un estudio comparativo sistemá-
tico sobre la tolerancia al alcohol. Se sabe que ciertos alelos hacen que
nuestros hígados sean menos capaces de descomponer el alcohol de
lo que quizá desearíamos.
En cualquier caso, la coevolución entre los animales y las plantas
de que se alimentan no es ninguna novedad. Ciertos herbívoros lle-

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el cuento del antepasado

van millones de años ejerciendo una especie de benévola selección


darviniana sobre las gramíneas, encauzando su evolución hacia una
cooperación mutualista, desde muchísimo antes de que los humanos
empezásemos a cultivar trigo, cebada, avena, centeno y maíz. Las gra-
míneas se dan bien en presencia de los animales que pastan y es pro-
bable que así haya sido durante la mayor parte de los 20 millones de
años transcurridos desde la primera aparición de su polen en el regis-
tro fósil. Naturalmente, no es que las gramíneas, a título individual,
se beneficien de que se las coman, sino que resisten mejor que las plan-
tas rivales el hecho de ser pasto de los herbívoros. El enemigo de mi
enemigo es mi amigo, y las gramíneas, aun cuando las estén pacien-
do, prosperan por cuanto los herbívoros también comen otras plan-
tas que competirían con ellas por tierra, agua y luz del sol. Con el paso
de millones y millones de años, se fueron haciendo más capaces que
las otras de prosperar en presencia de bóvidos, antílopes, caballos y
otros herbívoros salvajes (y, en última instancia, de las cortacéspedes).
Los herbívoros, por su parte, se equiparon para sacar el máximo par-
tido de una dieta a base de hierba, desarrollando, por ejemplo, una
dentadura especializada y un complejo aparato digestivo que incluía
cavidades con cultivos de microorganismos en las que el alimento
fermenta.
No es esto lo que normalmente se entiende por domesticación,
pero en la práctica el proceso es muy parecido. Cuando nuestros ante-
pasados, hace unos 10.000 años, domesticaron gramíneas silvestres del
género Triticum transformándolas en lo que hoy llamamos trigo, en
cierto modo hicieron lo mismo que muchas especies de herbívoros
habían hecho durante 20 millones de años con los antepasados del
Triticum. Nuestros antepasados aceleraron el proceso, sobre todo cuan-
do posteriormente pasaron de la domesticación fortuita e involunta-
ria a la cría selectiva intencionada y planificada (y, en fechas muy recien-
tes, a la hibridación científica y a la modificación genética).
Eso es cuanto quería decir sobre los orígenes de la agricultura.
Ahora, mientras nuestra máquina del tiempo deja atrás el letrero de
los 10.000 años y pone rumbo al Encuentro 0, vamos a detenernos bre-
vemente a la altura de los 40.000 años. En esa época, la sociedad huma-
na, compuesta exclusivamente por cazadores-recolectores, pasó por
una revolución mayor incluso que la agrícola: el gran salto adelante

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comienza la peregrinación

cultural. La historia del gran salto adelante nos la va a contar el hom-


bre de Cromañón, que toma su nombre de la cueva de la Dordogne
donde se descubrieron los primeros fósiles de esta raza de Homo sapiens.

EL CUENTO DEL CROMAÑÓN

La arqueología indica que hace unos 40.000 años empezó a ocurrirle


algo muy especial a nuestra especie. Desde el punto de vista anatómi-
co, los antepasados humanos que vivieron antes de esta fecha decisi-
va eran iguales a los que vivieron después. Los homínidos anteriores
a esa línea divisoria no diferían de nosotros más de lo que se diferen-
ciaban de sus contemporáneos de otros lugares del mundo, ni siquie-
ra más de lo que nosotros diferimos de los nuestros. Esto, repito, des-
de el punto de vista anatómico. Desde el punto de vista cultural, la
diferencia es enorme. De acuerdo, entre las culturas de los diversos
pueblos que viven en el mundo actual también se dan diferencias enor-
mes, y es probable que a la sazón ocurriese otro tanto, pero no si nos
remontamos mucho más de 40.000 años. En esa fecha crítica ocurrió
algo que muchos arqueólogos consideran lo bastante repentino como
para merecer el nombre de acontecimiento. Me gusta la expresión que
ha acuñado Jared Diamond para definirlo: el gran salto adelante.
Antes del gran salto adelante, los artefactos fabricados por el hom-
bre apenas habían cambiado en un millón de años. Los que han lle-
gado hasta nuestros días son herramientas y armas de formas muy rudi-
mentarias, hechas casi exclusivamente de piedra. Seguro que la madera
(o, en Asia, el bambú) era un material mucho más utilizado, pero es
difícil que resista a los estragos del tiempo. Por lo que sabemos, no
había pinturas, tallas, estatuillas, objetos funerarios ni ornamentos.
Después del gran salto, todas estas cosas surgen de repente en el regis-
tro arqueológico, además de instrumentos musicales como flautas de
hueso, y no mucho tiempo después aparecen las espléndidas pintu-
ras rupestres de las cuevas de Lascaux, obra de cromañones. Un obser-
vador imparcial, llegado de otro planeta, que adoptase una perspec-
tiva más amplia podría considerar nuestra cultura moderna, con sus
ordenadores, sus aviones supersónicos y sus viajes espaciales, un mero
corolario del gran salto adelante. En la larguísima escala geológica,

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el cuento del antepasado

todos nuestros logros modernos, desde la Capilla Sixtina a la teoría


especial de la relatividad, desde las Variaciones Goldberg a la conjetura
de Goldbach, parecerían prácticamente contemporáneos de la Venus
de Willendorf y de las pinturas de Lascaux: expresiones de la misma
revolución cultural, de la radiante eclosión que sucedió al prolonga-
do estancamiento del Paleolítico inferior. En realidad no estoy segu-
ro de que la visión uniformitaria4 de nuestro observador extraterres-
tre resistiese un análisis riguroso, pero podría defenderse al menos
durante un breve periodo.
En el libro La mente en la caverna, David Lewis-Williams examina la
cuestión del arte rupestre del Paleolítico superior y de lo que puede
aportarnos para desentrañar el misterio del florecimiento de la con-
ciencia en el Homo sapiens.
Algunos paleontólogos están tan impresionadas por el gran salto
adelante que consideran hubo de coincidir con el origen del lengua-
je. ¿Qué otra cosa, se preguntan, podría explicar un cambio tan repen-
tino? La hipótesis de que el lenguaje hubiese surgido súbitamente
no es ninguna tontería. Todo el mundo coincide en que la escritura
no tiene más de unos pocos miles de años de antigüedad y todo el
mundo está de acuerdo en que la anatomía cerebral no cambió en
correspondencia con una invención tan reciente. En teoría, el habla
podría ser un ejemplo más del mismo fenómeno, pero tengo la impre-
sión, avalada por lingüistas tan autorizados como Steven Pinker, de
que el lenguaje es más antiguo que el gran salto. Retomaremos el asun-
to cuando, al llegar a la cota del millón de años, nuestra peregrina-
ción alcance al Homo ergaster (erectus).
Si no con el lenguaje propiamente dicho, el gran salto adelante
tal vez coincidió con el repentino descubrimiento de, por así decirlo,
un nuevo software : quizás un nuevo truco gramático o como, por ejem-
plo, la oración condicional, que de golpe habría permitido a nues-
tros antepasados imaginar razonamientos del tipo «¿Qué pasaría si...?».
O tal vez, antes del salto, el lenguaje primitivo sólo se usase para hablar
de cosas que estaban presentes en el marco físico de la conversación

4. El uniformitarianismo es una doctrina geológica de índole reduccionista que


explica cualquier cambio geológico del pasado en función de la existencia de proce-
sos que operaban de la misma manera que en el presente. [N. del t.]

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comienza la peregrinación

y un genio anónimo se dio cuenta de que se podían utilizar ciertas


palabras para referirse a cosas que no se hallaban presentes. Es la dife-
rencia entre «ese pozo que ambos estamos viendo» y «supongamos
que haya un pozo al otro lado de la colina». O quizá fue el arte repre-
sentativo, del que no hay rastro en el registro arqueológico anterior
al gran salto, lo que hizo de puente hacia el lenguaje referencial. Tal
vez nuestros antepasados, antes de aprender a hablar de bisontes que
no estaban a la vista, aprendieron a pintarlos.
Me encantaría entretenerme en la emocionante época del gran sal-
to adelante, pero tenemos por delante una larga peregrinación y
conviene reemprender la marcha. Nos estamos acercando al punto en
que nos reunieremos con el Contepasado 0, el más reciente antepa-
sado de todos los seres humanos vivos.

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Encuentro 0
El género humano

Cuando concluyó el Proyecto del Genoma Humano, una humani-


dad que bien podía sentirse orgullosa festejó el acontecimiento. Como
es natural, todos nos preguntábamos de quién era ese genoma que
se acababa de secuenciar. ¿Se había elegido a un ilustre dignatario para
tamaño honor, se había cogido a un fulano cualquiera que pasaba por
la calle, o se había sacado del laboratorio un anónimo clon de célu-
las de tejido cultivado? La cuestión es importante por la sencilla razón
de que los humanos somos diferentes unos de otros. Yo tengo los
ojos castaños, mientras que el lector tal vez los tenga azules. Yo no con-
sigo doblar la lengua en forma de tubo, mientras que hay un 50 por
ciento de posibilidades de que el lector sí lo consiga. ¿Qué versión
del gen responsable del doblado de lengua figura en el genoma huma-
no recién secuenciado? ¿Cuál es el color de ojos canónico?
He planteado el asunto sólo para establecer un paralelismo. Este
libro va en busca de los remotos antepasados humanos, pero ¿de qué
antepasados estamos hablando? ¿De los del lector o de los míos? ¿De
los de un pigmeo bambuti o de los de un nativo de las Islas del Estrecho
de Torres? Enseguida abordaré esta cuestión, pero no quiero dejar
en el aire la pregunta análoga sobre el Proyecto del Genoma Humano:
¿de quién era el genoma escogido para el análisis? En el caso del pro-
yecto oficial, la respuesta es que, por lo que respecta al escaso porcen-
taje de letras del ADN que varían, el genoma canónico es el voto mayo-
ritario de un grupo de doscientas personas escogidas de forma que
representasen una amplia diversidad racial. En el caso del proyecto

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el cuento del antepasado

Millones
de años
0

Raza Humana
PACÍFICO (Y AUSTRALIA)
EUROPA

ASIA
ÁFRICA

0.01

CZ
N
0.02

0.03 0

El género humano. Gráfico simplificado del árbol genealógico humano. No


pretende ser una representación exacta: el verdadero árbol sería de una
frondosidad imposible de reflejar. Ascendiendo a lo largo de la página se retrocede
en el tiempo; la escala geológica (véase página 29) está indicada en la barra de la
derecha. Las líneas blancas representan entrecruzamientos, la mayoría de los cuales
tiene lugar dentro de los continentes, aunque también se observan esporádicas
migraciones de un continente a otro. El circulito con el «0» señala al Contepasado
0, el antepasado común más reciente de todos los seres humanos vivos. Para
comprobarlo basta seguir las rutas ascendentes que parten del Contepasado 0: se
escoja la ruta que se escoja, se desemboca en cualquiera de las extremidades
superiores, que representan a los seres humanos actuales.

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el género humano

rival, dirigido por el doctor Craig Venter, el genoma analizado fue en


su mayor parte... el del doctor Craig Venter. El dato lo dio a conocer
el propio doctor1, para ligera consternación del comité ético, que, adu-
ciendo toda clase de motivos loables y sensatos, había recomendado
que los donantes fuesen anónimos y de diversa extracción racial. Hay
unas serie de proyectos dedicados al estudio de la diversidad genéti-
ca humana que, por increíble que parezca, son objeto de reiterados
ataques políticos, como si fuese incorrecto reconocer que los seres
humanos somos diferentes. Menos mal que lo somos, aunque tampo-
co tanto.
Pero volvamos a nuestra peregrinación. ¿De quién son los antepa-
sados que nos encontraremos? Si retrocedemos lo bastante en el tiem-
po, veremos que toda la humanidad tiene antepasados comunes. Todos
los antepasados del lector, sea quien sea, son míos, y todos los míos
son suyos. Es una de esas verdades para las que, bien mirado, no hacen
falta pruebas: se demuestra mediante la pura razón, valiéndonos del
expediente matemático de la reductio ad absurdum. Retrocedamos con
nuestra máquina del tiempo a una época remotísima, pongamos hace
100 millones de años, cuando nuestros antepasados parecían musa-
rañas o zarigüeyas. En algún lugar del mundo, en esa fecha tan distan-
te, al menos uno de mis antepasados personales tenía que estar vivo
o, de lo contrario, yo no estaría aquí. Pongamos a este pequeño mamí-
fero el nombre de Henry (que da la casualidad de que es uno de mis
apellidos) y tratemos de demostrar que si Henry es antepasado mío,
también debe serlo del lector. Imaginemos, por un momento, lo con-
trario: que yo desciendo de Henry y el lector no. Para que esto fuese
cierto, haría falta que todos los antepasados del lector y todos los míos
hubiesen marchado en paralelo sin tocarse jamás durante 100 millo-
nes de años de evolución, hasta el presente; que hubiesen avanzado
sin cruzarse en ningún momento, pero alcanzando la misma meta evo-
lutiva, una meta tan similar que sus parientes y los míos siguen sien-
do capaces de reproducirse entre sí. La reductio es, desde luego, absur-
da. Si Henry es antepasado mío, también tiene que serlo del lector. Y
si no lo es mío, tampoco puede serlo del lector.

1. Cuando su equipo pasó a descifrar el genoma canino, nadie se sorprendió al


enterarse de que el perro elegido era Shadow, el caniche del doctor Venter.

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el cuento del antepasado

Sin necesidad de especificar cuál ha de ser la antigüedad de un


antepasado «suficientemente lejano», acabamos de demostrar que un
individuo suficientemente lejano que tenga descendientes humanos
habrá de ser por fuerza antepasado de toda la raza humana. La ascen-
dencia lejana de un grupo concreto de descendientes como los seres
humanos es uno de esos problemas del tipo «todo o nada». Es más,
es perfectamente posible que Henry sea mi antepasado (y también,
necesariamente, del lector, habida cuenta de que es lo bastante huma-
no como para estar leyendo este libro) y que, en cambio, su herma-
no Eric sea el antepasado, pongamos, de todos los cerdos hormigue-
ros actuales. No sólo es posible, sino que es incuestionable que, en
un momento dado de la historia, existieron dos animales pertenecien-
tes a la misma especie, de los cuales uno se convirtió en el antepasa-
do de todos los seres humanos y de ningún cerdo hormiguero, y el
otro en el antepasado de todos los cerdos hormigueros y de ningún
ser humano. Bien pudieron conocerse y tal vez incluso fueran her-
manos. Podemos tachar cerdo hormiguero y sustituirlo por cualquier
otra especie moderna: la afirmación seguirá siendo válida. Si se pien-
sa detenidamente, se verá que es una consecuencia lógica del paren-
tesco que guardan todas las especies. Téngase presente, al recapaci-
tar sobre el tema, que el antepasado de todos los cerdos hormigueros
también será antepasado de muchas otras criaturas además de cer-
dos hormigueros (en este caso, de todo un grupo llamado Afrotheria
con el que nos reuniremos en el Encuentro 13 y del que forman par-
te elefantes, dugongos, damanes y tenrecs de Madagascar).
He construido mi razonamiento como una reductio ad absurdum que
presupone que Henry vivió en un pasado lo bastante remoto como para
haber generado o bien todos los seres humanos actuales o ninguno.
¿Cuánto tiempo es bastante? Eso ya es más difícil de responder. Cien
millones de años son más que suficientes para asegurarnos la conclu-
sión deseada. Si sólo nos remontamos cien años, no habrá ningún indi-
viduo que pueda proclamarse antepasado directo de toda la humani-
dad. Entre esos dos extremos tan evidentes de 100 millones de años
(posible) y 100 años (imposible) hay opciones intermedias, como
10.000, 100.000 o un millón de años, que no son tan palmarias. Cuando
expliqué esta reductio en El río del Edén, los cálculos exactos no esta-
ban a mi alcance, pero, afortunadamente, un estadístico de la univer-

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el género humano

sidad de Yale llamado Joseph T. Chang se ha encargado de efectuar-


los. Sus conclusiones, y las consecuencias que de ellas se derivan, son
el fundamento de «El Cuento del Tasmano», una historia que viene
particularmente al caso en este encuentro por cuanto el Contepasado
0 es el antepasado común más reciente de todos los seres humanos
actuales. Para averiguar la antigüedad del Contepasado 0 hacen falta
versiones más complejas de los cálculos de Chang.
El Encuentro 0 es aquél en que, dentro de nuestra peregrina-
ción hacia el pasado, nos reunimos por primera vez con un antepa-
sado humano común. Sin embargo, según nuestra reductio, hay en
el pasado un punto más lejano en el que todos los individuos que
encontramos con nuestra máquina del tiempo son o bien un ante-
pasado común, o no son un antepasado en absoluto. Y aunque en ese
hito más distante no se singularice ningún antepasado concreto,
merece la pena echar un vistazo al escenario porque señala el pun-
to a partir del cual podemos dejar de preguntarnos si estamos vien-
do un antepasado mío o del lector: de ahí en adelante todos marcha-
mos hacia el pasado, hombro con hombro, en una misma falange
de peregrinos.

EL CUENTO DEL TASMANO


Escrito en colaboración con Yan Wong

Buscar antepasados es un pasatiempo fascinante. Como en el caso de


la historia humana, existen dos métodos: podemos ir del presente al
pasado, enumerando nuestros dos padres, cuatro abuelos, ocho bis-
abuelos, etcétera, o podemos escoger un antepasado lejano y avanzar
hacia el presente, registrando sus hijos, nietos, bisnietos, etcétera, has-
ta llegar a nosotros mismos. Los genealogistas aficionados usan los dos
métodos, yendo y viniendo de una generación a otra hasta completar
el árbol genealógico en la medida en que lo permitan los libros de
familia y los registros parroquiales. Este cuento, como el libro en
conjunto, utiliza el primero de los dos métodos.
Si se escogen dos personas y se retrocede en el tiempo, tarde o tem-
prano se encuentra su antepasado común más reciente, o ACMR. El
lector y yo, el fontanero y la reina, cualquier conjunto de individuos

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el cuento del antepasado

ha de converger forzosamente en un único contepasado (o pareja de


ellos). Sin embargo, a menos que se escojan parientes cercanos, para
dar con el contepasado hace falta un extenso árbol genealógico, en
su mayor parte desconocido. Esto es aplicable, con mayor motivo, para
el contepasado de todos los seres humanos actuales, el Contepasado
0, su antepasado común más reciente. Asignarle una fecha no es una
tarea al alcance de un genealogista profesional, sino digna de un mate-
mático.
El experto en matemática aplicada trata de entender el mundo real
construyendo una versión simplificada del mismo, lo que se llama un
modelo, que facilita el razonamiento sin perder toda la capacidad de
dilucidar la realidad. A veces un modelo nos proporciona una base
de referencia, un punto de partida desde el que empezar a explicar
el mundo real.
A la hora de idear un modelo matemático para datar al antepasa-
do común a todos los seres humanos actuales, una buena suposición
simplificadora, una especie de mundo en miniatura, es una población
fértil de tamaño fijo y constante que viva en una isla sin inmigración
ni emigración. Pongamos que se trate de una población ideal de abo-
rígenes tasmanos en la época feliz en que los colonos del siglo XIX
todavía no los habían exterminado como alimañas. El último tasma-
no de pura raza, una mujer llamada Truganinni, murió en 1876, poco
después de su amigo «King Billy», cuyo escroto terminó convertido en
tabaquera (un precedente de las tulipas de las lámparas nazis). Los
aborígenes tasmanos se aislaron del mundo hace 13.000 años cuando,
a causa del aumento del nivel del mar, los puentes terrestres entre la
isla y Australia quedaron inundados, y los primeros extranjeros que
vieron después de todo ese tiempo fueron los mismos que, en el siglo
XIX, los aplastaron y exterminaron. A los efectos de nuestro modelo,
vamos a considerar que Tasmania permaneció completamente aisla-
da del resto del mundo durante 13.000 años, hasta 1800. Y a los mis-
mos efectos, fijamos nuestro presente imaginario en ese 1800 d.C.
El siguiente paso es elaborar un modelo de apareamiento. En el
mundo real la gente se enamora o concerta matrimonios, pero aquí
somos nosotros los que imponemos las reglas y sustituimos despiada-
damente los detalles humanos por matemáticas manejables. Pueden
concebirse varios modelos de apareamiento. En el modelo de difusión

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el género humano

aleatoria, hombres y mujeres se comportan como partículas que des-


de el lugar de nacimiento se difunden hacia el exterior y que tienen
más probabilidades de aparearse con personas cercanas que con leja-
nas. Más simple y menos realista todavía es el modelo de apareamien-
to aleatorio, en el que se prescinde de la idea de distancia y se presu-
pone que, única y exclusivamente dentro de la isla, el apareamiento
de cualquier macho con cualquier hembra es igual de probable.
Naturalmente, ni uno ni otro modelo son remotamente verosími-
les. La difusión aleatoria presupone que los individuos echan a andar
en cualquier dirección desde su punto de partida, cuando lo cierto
es que hay senderos o caminos que los orientan en un sentido u otro:
estrechos canales genéticos a través de los bosques y praderas de la
isla. El modelo de apareamiento aleatorio es aún más improbable.
Pero no importa, los modelos se construyen para ver lo que sucede
en condiciones hipotéticas y simplificadas. Los resultados pueden ser
sorprendentes; después tendremos que reflexionar si el mundo real
es más o menos sorprendente que nuestro modelo, y en qué sentido.
Fiel a una larga tradición de genetistas matemáticos, Joseph Chang
ha optado por el apareamiento aleatorio. Su modelo no tiene en cuen-
ta el tamaño de la población, pues da por hecho que se mantiene cons-
tante. Chang no se refiere a Tasmania en particular, pero vamos a supo-
ner, una vez más con un exceso calculado de simplificación, que nuestra
población-modelo se mantenga estable en la cota de los 5.000 habi-
tantes, que es una de las cifras que se barajan para el número de abo-
rígenes tasmanos en 1800, antes de que comenzasen las masacres.
Insisto en que estas simplificaciones son esenciales para la elaboración
de modelos matemáticos: y lejos de ser los puntos flacos son para según
qué cosas, uno de los puntos fuertes del método. Chang, evidentemen-
te, no cree que la gente se aparee al azar, como tampoco Euclides
creía que las líneas careciesen de anchura. Adoptamos suposiciones
abstractas para ver adónde nos llevan y luego decidimos si las dife-
rencias con el mundo real son importantes o no.
¿Cuántas generaciones hay que remontarse para estar bastante segu-
ro de encontrar un individuo que sea antepasado de todos los seres
humanos actuales? Según el modelo abstracto, la respuesta es el loga-
ritmo (en base 2) del total de la población. El logaritmo en base 2 de
un número es la potencia a que hay que elevar 2 para obtener ese

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el cuento del antepasado

determinado número. Para obtener 5.000 hay que elevar 2 a 12,3, de


modo que, en nuestro ejemplo de Tasmania, hace falta remontarse
12,3 generaciones para encontrar el contepasado. Calculando cuatro
generaciones por siglo, eso supone menos de cuatro siglos, y menos
aún si los individuos se reproducen antes de los 25 años.
Vamos a llamar Chang Uno a la fecha del antepasado común más
reciente de una población determinada. Si seguimos retrocediendo
en el tiempo desde Chang Uno, no tardaremos en llegar al punto
Chang Dos, en el cual todo individuo, o bien es un antepasado común,
o no tiene ningún descendiente vivo. Tan sólo durante el breve inter-
valo entre Chang Uno y Chang Dos existe una categoría intermedia
de individuos que tienen algunos descendientes vivos pero no son ante-
pasados comunes de todo el mundo. Una deducción sorprendente,
cuya lógica no voy a explicar en detalle, es que en Chang Dos un gran
número de individuos son antepasados universales: cerca del 80% de
individuos de cualquier generación son, en teoría, antepasados de todos
los que vivan en un futuro lejano.
Por lo que respecta a la cronología, las matemáticas dicen que
Chang Dos es 1,77 veces más antiguo que Chang Uno. Si se multipli-
ca 1,77 por 12,3 se obtienen poco menos de 22 generaciones, es decir,
entre cinco y seis siglos. Así pues, mientras en Tasmania viajamos hacia
el pasado con nuestra máquina del tiempo, en Inglaterra, cerca de la
época en que vivió Geoffrey Chaucer, entramos en el territorio del
todo o nada. Desde ese punto hasta la época en que Tasmania estaba
unida a Australia y no haya más porcentajes sobre los que especular,
todo individuo con el que se cruce nuestra máquina del tiempo ten-
drá por descendientes a toda la población o no tendrá ninguno.
No sé al lector, pero a mí me sorprende que las fechas sean tan
recientes. Es más, aun presuponiendo una población mayor, las con-
clusiones no varían gran cosa. Si se toma como modelo una población
de 60 millones de habitantes, como la de la Gran Bretaña actual, bas-
ta remontarse 23 generaciones para llegar al Chang Uno y encon-
trarnos con nuestro antepasado común más reciente. Si el modelo se
aplicase a Gran Bretaña, el Chang Dos, el punto en el que todo indi-
viduo sería o bien antepasado de todos los británicos actuales o de nin-
guno, se encontraría a tan sólo 40 generaciones de distancia, es decir,
hacia el año 1000 d.C. Si los supuestos del modelo fuesen verdaderos

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el género humano

(y evidentemente no lo son), el rey Alfredo el Grande sería el ante-


pasado de todos los británicos actuales o de ninguno.
Debo repetir las advertencias que hice al comienzo. Ya sea en Gran
Bretaña, en Tasmania o en cualquier otro lugar, existen diferencias
de todo tipo entre poblaciones modelo y poblaciones reales. A lo largo
de la historia, la población británica ha aumentado de forma vertigi-
nosa hasta alcanzar su tamaño actual, lo cual modifica por completo
los cálculos. En las poblaciones reales, las personas no se aparean al
azar, sino que muestran preferencia por los miembros de su propia tri-
bu, grupo lingüístico o área geográfica, además, por supuesto, de las
preferencias personales. El caso de Gran Bretaña presenta la dificul-
tad añadida de que, aunque geográficamente sea una isla, su pobla-
ción dista mucho de estar aislada. A lo largo de los siglos han llegado
a sus costas diversas oleadas migratorias procedentes de Europa, entre
ellas las de los romanos, los sajones, los daneses y los normandos.
Si Tasmania y Gran Bretaña son islas, el mundo es una isla mayor,
ya que no tiene ni inmigrantes ni emigrantes (salvo alguna que otra
abducción alienígena a bordo de platillos volantes). Pero está subdi-
vidido de manera irregular en continentes e islas menores, y no sólo
los mares y océanos, sino también las cordilleras, los ríos y los desier-
tos obstaculizan en diversa medida el desplazamiento humano. Una
serie de complejas desviaciones con respecto al modelo de aparea-
miento aleatorio vienen a desbaratar considerablemente nuestros
cálculos. En la actualidad el mundo tiene 6.000 millones de habitan-
tes, ¡pero sería absurdo calcular el logaritmo de 6.000.000.000, mul-
tiplicarlo por 1,77 y aceptar que la fecha resultante: 500 d.C., fuese la
del Encuentro 0!. La verdadera fecha es más antigua, aunque sólo
sea porque hay bolsas de humanidad que han permanecido aisladas
mucho más tiempo que las cifras que estamos manejando ahora. Si
una isla ha estado separada del resto del mundo durante 13.000 años,
como es el caso de Tasmania, es imposible que el conjunto de la raza
humana tenga un antepasado universal de menos de 13.000 años de
antigüedad. Incluso el aislamiento parcial de algunas subpoblacio-
nes trastoca la teórica precisión de nuestros cálculos, y lo mismo ocu-
rre con cualquier tipo de apareamiento que no sea aleatorio.
La fecha en que la más separada de las poblaciones insulares del
mundo comenzó su aislamiento establece el límite inferior de la fecha

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el cuento del antepasado

del Encuentro 0. Pero para dar credibilidad a este límite hace falta
que el aislamiento sea total, como se sigue de cuanto hemos dicho más
arriba sobre el 80% de la población en el punto Chang Dos. Un in-
migrante que llegase a Tasmania, una vez estuviese lo bastante inte-
grado en la sociedad como para reproducirse normalmente, tendría
un 80% de posibilidades de terminar siendo antepasado común de
todos los tasmanos. Así pues, hasta el flujo migratorio más exiguo
basta para injertar el árbol genealógico de una población, por lo demás
aislada, en el de la población continental. Lo más probable es que la
fecha del Encuentro 0 dependa de la fecha en que la bolsa de seres
humanos más retirada del conjunto se aisló completamente de la pobla-
ción vecina, de la fecha en que esta población vecina se aisló comple-
tamente de su población vecina, y así sucesivamente. Puede que sea
necesario averiguar las fechas de aislamiento de unas cuantas islas
antes de poder reunir todos los árboles genealógicos, pero a partir
de ahí bastará retroceder unos pocos siglos para tropezarse con el
Contepasado 0. Esto quiere decir que el Encuentro 0 habría tenido
lugar hace unas cuantas decenas de milenios o, como máximo, unos
pocos cientos.
Por lo que respecta al lugar donde se produjo, la conclusión es casi
igual de sorprendente. El lector tal vez se incline por África, como yo
mismo pensé en un primer momento. Teniendo en cuenta que Áfri-
ca alberga las diferencias genéticas más profundas dentro del género
humano, parece el lugar más lógico donde buscar al antepasado común
de todos los seres humanos vivos. Se ha señalado, no sin razón, que si
borrásemos del mapa el África subsahariana, se perdería la mayor par-
te de la diversidad genética humana, mientras que si se eliminase el
resto del planeta, el panorama genético no cambiaría mucho. Sin
embargo, el Contepasado 0 pudo perfectamente haber vivido fuera
de África. Es el antepasado común más reciente en el que convergen
la población geográficamente más aislada del mundo, como Tasmania,
y el resto de la humanidad. Suponiendo que las poblaciones del res-
to del mundo, incluida África, se cruzasen siquiera parcialmente duran-
te el largo periodo en que Tasmania permaneció totalmente aislada,
la lógica de los cálculos de Chang podría inducirnos a sospechar que
el Contepasado 0 vivió fuera de África, cerca del punto del que par-
tieron los emigrantes cuyos hijos se convirtieron en inmigrantes tas-

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el género humano

manos. Sin embargo, las poblaciones africanas conservan la mayor par-


te de la diversidad genética humana. Esta aparente paradoja quedará
resuelta en el próximo cuento, donde exploraremos árboles genea-
lógicos de genes, no de personas.
Nuestra sorprendente conclusión es que el Contepasado 0 proba-
blemente vivió hace tan sólo unas decenas de milenios, y, muy proba-
blemente, ni siquiera lo hiciera en África. Otras especies también pue-
den tener antepasados comunes bastante recientes, pero éste no es
el único aspecto de «El Cuento del Tasmano» que nos obliga a replan-
tearnos ciertas ideas biológicas. A los biólogos darvinistas les resulta
paradójico que ocho de cada diez individuos de una población ter-
minen siendo antepasados universales. Me explico: solemos pensar
que los organismos individuales están continuamente esforzándose
por maximizar una variable denominada aptitud. No hay un acuerdo
pleno sobre el significado exacto del término. Una acepción que goza
de cierto consenso es «número total de hijos», otra es «número total
de nietos», pero no existe ningún motivo plausible por el que dete-
nerse en los nietos y muchos expertos prefieren decir que, en la prác-
tica, la aptitud es «el número total de descendientes que viven en un
futuro lejano». Sin embargo, se nos plantea un problema si, en esa
población ideal donde no existe selección natural, ocho de cada diez
individuos tienen la máxima aptitud posible, y ésta consiste en que:
¡esos ocho de cada diez individuos van a ser progenitores de toda la
población! El asunto es de fundamental importancia para los darvi-
nistas puesto que en general dan por hecho que la aptitud es aquello
que todos los animales luchan constantemente por maximizar.
Vengo sosteniendo desde hace tiempo que la única razón por la
que un organismo se comporta de un modo casi intencional –como
un organismo capaz de maximizar algo– es que está compuesto de
genes que han sobrevivido a lo largo de generaciones. Resulta tenta-
dor personificar y atribuir intenciones; convertir supervivencia de genes
en el pasado en algo así como «intención de reproducirse en el futu-
ro» o «intención individual de tener muchos descendientes en el futu-
ro». Esta personificación también afecta a los genes: caemos en la
tentación de pensar que los genes obligan a los organismos indivi-
duales a actuar de tal manera que aumente el número de copias futu-
ras de esos mismos genes.

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el cuento del antepasado

Los científicos que se expresan en estos términos, ya sea a nivel de


individuos o de genes, saben perfectamente que sólo se trata de una
figura retórica. Un gen es una simple molécula de ADN. Hace falta
estar loco de remate para creer que los genes egoístas tienen realmente
la intención de sobrevivir. Traduciendo el concepto a lenguaje respe-
table, el mundo se llena de los genes que han sobrevivido en el pasa-
do. Dado que el mundo posee cierta estabilidad y no cambia capricho-
samente, los genes que han sobrevivido en el pasado tienden a ser los
que mejor sobrevivirán en el futuro, es decir, los que lograrán pro-
gramar cuerpos capaces de sobrevivir y engendrar hijos, nietos, bis-
nietos y descendientes lejanos. Hemos llegado así a nuestra definición
de aptitud basada en el individuo y proyectada hacia el futuro, pero
reconozcamos ahora que los individuos sólo son vehículos de super-
vivencia genética. Que los individuos tengan nietos y descendientes
lejanos no es más que un medio para lograr un objetivo: la superviven-
cia de los genes. Y esto nos lleva de vuelta a la paradoja de los ocho
de cada diez individuos que tienen tal aptitud que son los antepasa-
dos de toda la población.
Para resolverla, volvamos al fundamento teórico, es decir, a los
genes, y neutralicemos una paradoja fabricando otra, como si dos erro-
res sumasen una verdad. Pensemos en la siguiente afirmación: un orga-
nismo individual puede ser antepasado universal de toda la población
en un futuro lejano sin que uno sólo de sus genes haya llegado hasta
ese futuro. ¿Cómo es posible?
Cada vez que un individuo tiene un hijo, le transmite exactamente
la mitad de sus genes. Cada vez que tiene un nieto, una cuarta parte
de sus genes por término medio va a parar a ese niño. A diferencia
de la contribución que reciben los descendientes de primera genera-
ción, que siempre es un porcentaje exacto, en el caso de los nietos la
cifra es estadística: puede ser más de una cuarta parte, o puede ser
menos. La mitad de nuestros genes procede de nuestro padre, la otra
mitad de nuestra madre. Cuando traemos un hijo al mundo le trans-
mitimos la mitad de nuestros genes; pero, ¿qué mitad le transmitimos?
Por término medio, procederán en igual medida de aquéllos que en
su día recibimos del abuelo del niño y de la abuela del niño. Pero tam-
bién puede ocurrir que le transmitamos todos los genes que recibi-
mos de nuestra madre y ninguno de los que recibimos de nuestro

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el género humano

padre. En ese caso, nuestro padre no le habrá transmitido ningún gen


a su nieto. Se trata, desde luego, de una posibilidad sumamente impro-
bable, pero a medida que se avanza hacia los descendientes más leja-
nos, se hace cada vez más posible que ciertos genes no se transmitan.
Como promedio, podemos contar con que una octava parte de nues-
tros genes irá a parar a cada uno de nuestros bisnietos y una diecisei-
sava a cada tataranieto, aunque podrían ser más, o menos. Al final,
en los descendientes lejanos, la probabilidad de que nuestra contri-
bución génica sea literalmente nula se torna muy elevada.
En nuestra hipotética población tasmana, el Chang Dos tiene lugar
hace 22 generaciones. Así pues, cuando decimos que ocho de cada
diez miembros de la población terminarán siendo antepasados de
todos los individuos vivos, nos estamos refiriendo a sus descendientes
de vigésimo segunda generación. La fracción de genoma de un ante-
pasado que, por término medio, podemos encontrar en un descen-
diente de vigesimo segunda generación es un cuarto de micra, es decir,
una cuatromillonésima parte. Teniendo en cuenta que el genoma
humano sólo tiene unas cuantas decenas de miles de genes, no pare-
ce un porcentaje muy alto que digamos. En la práctica, naturalmen-
te, no sería así, ya que nuestra hipotética Tasmania sólo tiene 5.000
habitantes y en ella cualquier individuo puede descender de un ante-
pasado concreto por múltiples vías. Pero podría darse perfectamen-
te el caso de que un antepasado universal terminase por no transmi-
tir ninguno de sus genes a la posteridad.
Quizá no soy imparcial, pero todo esto se me antoja un motivo más
para volver a considerar al gen la piedra angular de la selección natu-
ral; un motivo más para pensar hacia atrás, en los genes que han sobre-
vivido hasta el presente, y no hacia delante, en los individuos (o, bien
mirado, en los genes) que tratan de sobrevivir en el futuro. El pensa-
miento intencional hacia el futuro puede servir si se emplea con caute-
la y no se malinterpreta, pero en realidad no es necesario. Cuando
uno se habitúa a usarlo, el lenguaje genético-retrospectivo es igual de expre-
sivo, más cercano a la verdad y menos equívoco.
En «El Cuento del Tasmano» hemos hablado de los antepasados
genealógicos, individuos históricos que son progenitores de los actua-
les en el sentido que los genealogistas han dado tradicionalmente
al término, esto es, antepasados de carne y hueso. Pero lo que sirve

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el cuento del antepasado

para las personas también sirve para los genes. Los genes también
tienen padres, abuelos, nietos. También tienen linajes, árboles gene-
alógicos y ACMR, «antepasados comunes más recientes». También
tienen su propio Encuentro 0 y, en este caso, sí podemos afirmar con
toda certeza que, para la mayoría de genes, tuvo lugar en África. La
finalidad de «El Cuento de Eva» será explicar esta aparente contra-
dicción.
Antes de entrar en materia, quiero aclarar un problema relacio-
nado con el significado de la palabra gen, que podría prestarse a con-
fusión. Según quien hable, gen puede significar muchas cosas, pero
en este caso concreto, la confusión que nos amenaza es la siguiente:
algunos biólogos, sobre todo los genetistas moleculares, designan
con dicho término única y exclusivamente un emplazamiento en un
cromosoma (el denominado locus) y recurren al término «alelo» para
referirse a cada una de las dos versiones alternativas del gen que pue-
den encontrarse en ese locus. Por poner un ejemplo muy simple, el
gen que determina el color de los ojos se presenta en diferentes ver-
siones o alelos, inclusive en un alelo azul y otro castaño. Otros biólo-
gos, sobre todo los de mi rama, a los que unas veces se llama sociobió-
logos, otras ecólogos conductuales y otras incluso etólogos, suelen usar la
palabra gen para referirse al alelo y locus para designar la posición que
ocupa en el cromosoma cualquiera de los alelos disponibles. La gen-
te como yo suele decir: «Imaginemos un gen para ojos azules y un
gen rival para ojos castaños». No todos los genetistas moleculares aprue-
ban esta forma de expresarse, pero es una costumbre muy arraigada
entre los biólogos de mi especialización, que seguiré en determinadas
ocasiones.

EL CUENTO DE EVA
Escrito en colaboración con Yan Wong

Hay una significativa diferencia entre árboles genealógicos de genes y


árboles genealógicos de personas. A diferencia de las personas, que tene-
mos dos padres, los genes sólo tienen uno. Cada uno de nuestros genes
procede o bien de nuestro padre o de nuestra madre, de uno y sola-
mente uno de nuestros cuatro abuelos, de uno y solamente de nues-

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el género humano

tros ocho bisabuelos, y así sucesivamente. En la genealogía humana


convencional, sin embargo, todo individuo desciende por igual de dos
padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, etcétera. Esto significa que
una «genealogía de personas» está mucho más mezclada que una
«genealogía de genes». En cierto sentido, un gen recorre un único
sendero dentro del laberinto de caminos que se entrecruzan en el
árbol genealógico de una familia. Los apellidos se comportan como
genes, no como personas. Escogen una ruta muy precisa que atravie-
sa todo el árbol y pone de manifiesto la ascendencia masculina. El
ADN, salvo dos notables excepciones que abordaré más adelante, no
es tan sexista como los apellidos: los genes reparten su ascendencia
entre varones y hembras con la misma probabilidad.
Algunos de los linajes humanos mejor documentados son los de las
familias reales europeas. En el árbol genealógico de la casa de Sajonia-
Coburgo representado en la página siguiente figuran los príncipes
Alexis, Waldemar, Enrique y Ruperto. El árbol genético de uno de
sus genes es fácil de rastrear porque, para desgracia de los Sajonia-
Coburgo y fortuna nuestra, el gen en cuestión era defectuoso y pro-
vocó que los cuatro príncipes y muchos otros miembros de su des-
venturada familia padeciesen hemofilia, una enfermedad de la sangre
que se reconoce fácilmente y que impide una coagulación correcta.
La hemofilia es hereditaria, pero se hereda de un modo peculiar ya
que se porta en el cromosoma X. Los hombres sólo tienen un cromo-
soma X, heredado de sus madres; las mujeres tienen dos, uno que here-
dan del padre y otro de la madre. Las mujeres sólo padecen la enfer-
medad si heredan la versión defectuosa del gen tanto del padre como
de la madre (dicho de otro modo, la hemofilia es recesiva). Los hom-
bres la padecen si su único e indefenso cromosoma X porta el gen
defectuoso. En consecuencia, hay poquísimas mujeres hemofílicas,
pero muchas son portadoras de la dolencia, es decir, albergan una
copia del gen defectuoso y tienen un 50% de probabilidades de trans-
mitírselo a cada uno de sus hijos o hijas. Por eso, las portadoras sanas
que se quedan embarazadas siempre esperan dar a luz una hija, aun-
que en este caso el riesgo de tener nietos hemofílicos también será
considerable. Si un varón hemofílico vive lo suficiente como para pro-
crear, no se lo transmitirá a un hijo (los varones nunca heredan el cro-
mosoma X del padre) pero forzosamente se lo transmitirá a una hija

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el cuento del antepasado

Alejandro I

María

Cristiano IX

Luisa

Alexis
Carlos

Isabel

Irene Alicia Alberto


Waldemar
Victoria

Guillermo I
Enrique
Augusta

Leopoldo

Jorge

Helena

Adolfo
Ruperto
Augusta

Alejandro

Claudina

Líneas de sangre de la desafortunada Casa de Sajonia-Coburgo

(las mujeres siempre heredan el único cromosoma X del padre).


Conociendo estas reglas y sabiendo qué miembros varones de la casa
real eran hemofílicos, podemos seguir el rastro del gen defectuoso.
Parece ser que la mutante fue la mismísima reina Victoria. No fue
su esposo Alberto toda vez que su hijo, el príncipe Leopoldo, era hemo-
fílico, y los hijos no reciben el cromosoma X del padre. Ninguno de
los parientes colaterales de Victoria padecía de hemofilia. Ella fue el
primer miembro de la realeza en portar el gen de marras. El error de
copiado debió ocurrir en un óvulo de su madre, Victoria de Sajonia-
Coburgo, o bien, cosa más probable por los motivos que mi colega
Steve Jones explica en su libro The Language of the Genes, «en los augus-
tos testículos de su padre, Eduardo, duque de Kent».

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el género humano

Aunque ni el padre ni la madre de Victoria eran portadores de la


hemofilia ni la padecían, uno de ellos tenía un gen (en rigor un ale-
lo) que fue el padre premutado del gen responsable de la hemofilia
monárquica. Aunque no podamos detectarla, sí podemos reflexio-
nar sobre los orígenes del gen defectuoso de Victoria antes de que
mutase y se convirtiese en el gen de la hemofilia. A los efectos de este
análisis, de nada sirve saber, salvo por motivos diagnósticos, que la
copia del gen de Victoria era defectuosa mientras que las de sus ante-
cesores eran normales. Al elaborar el árbol genético, hacemos caso
omiso de sus efectos en la medida en que no lo tornen visible. Los
orígenes del gen son anteriores a Victoria, pero no es posible seguir-
le el rastro cuando aún no era un gen hemofílico. La moraleja es que
todo gen tiene un solo «padre», por más que, a consecuencia de una
mutación, no sea idéntico a éste. Análogamente, tiene un solo «abue-
lo», un solo «bisabuelo», etcétera. Puede parecer una forma de pen-
sar un tanto extraña, pero hay que tener en cuenta que la nuestra es
una peregrinación en busca de antepasados. Con esta reflexión pre-
tendo ilustrar cómo sería dicha peregrinación desde el punto de vis-
ta de un gen en lugar de un individuo.
En «El Cuento del Tasmano» nos hemos tropezado con las siglas
ACMR (antepasado común más reciente), una alternativa a contepa-
sado. Prefiero reservar «contepasado» para designar al antepasado
común más reciente dentro de una genealogía completa (tanto de
personas como de cualquier otro organismo). Para hablar de genes
usaré ACMR. Dos o más alelos de individuos diferentes (o incluso,
como veremos, de un mismo individuo) comparten, desde luego, un
ACMR, a saber: el gen ancestral del que cada uno de ellos es una copia
(posiblemente mutada). El ACMR de los genes hemofílicos de los prín-
cipes Waldemar y Enrique de Prusia se encontraba en uno de los dos
cromosomas X de su madre, Irene von Hesse und bei Rhein. Cuando
Irene no era más que un feto, dos copias del gen de la hemofilia del
que era portadora se desgajaron y pasaron sucesivamente a dos de
sus óvulos: los progenitores de sus desafortunados hijos. Estos genes
a su vez compartían un ACMR con el gen de la hemofilia del zarevich
Alexis de Rusia (1904-1918), es decir, un gen del que era portadora
la abuela materna de los tres príncipes, la princesa Alicia de Hesse.
Por último, el ACMR de los genes de la hemofilia de nuestros cuatro

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el cuento del antepasado

príncipes es precisamente el que primero llamó nuestra atención: el


gen mutante de la propia reina Victoria.
Los genetistas emplean un término para referirse a esta especie
de rastreo regresivo de un gen: coalescencia. Si se mira hacia atrás, se
dice que las respectivas descendencias de dos genes coalescen en el pun-
to en que un padre (y de nuevo miramos hacia delante) transmite
dos copias del gen en cuestión a dos hijos sucesivos. El punto de coa-
lescencia es el ACMR. Cualquier árbol genético presenta muchos pun-
tos de coalescencia. Los genes de la hemofilia de Waldemar y de
Enrique coalescen en el ACMR portado por su madre, Irene. Esta línea
a su vez coalesce con la que lleva al zarevich Alexis. Y como ya hemos
visto, la gran coalescencia de todos los genes de la hemofilia real tie-
ne lugar en la reina Victoria, cuyo genoma alberga el ACMR del gen
de la hemofilia de toda la dinastía.
En nuestro ejemplo, la coalescencia de los genes de la hemofilia de
los cuatro príncipes se produce precisamente en el individuo (Victoria)
que también resulta ser su antepasado común más reciente en el pla-
no genealógico («personal»), o sea, su contepasado. Pero es pura coin-
cidencia. Si eligiésemos otro gen (el del color de ojos, por ejemplo),
el camino que recorrería en el árbol familiar sería muy diferente y la
coalescencia de los genes tendría lugar en un antepasado más lejano
que Victoria. Si escogiésemos el gen de los ojos castaños del príncipe
Ruperto y el de los ojos azules del príncipe Enrique, el punto de coa-
lescencia sería como mínimo tan distante como la escisión del gen del
color de ojos en las dos formas, castaña y azul, un acontecimiento
que se pierde en la prehistoria. Todo fragmento de ADN posee una
genealogía que se puede rastrear mediante un procedimiento análo-
go al que emplea un genealogista para seguir la pista de un apellido
a través de los certificados de nacimiento, matrimonio y defunción.
Se puede hacer lo mismo en el caso de dos genes idénticos perte-
necientes a una misma persona. El príncipe Carlos tiene los ojos azu-
les y dado que el azul es recesivo, eso significa que tiene dos alelos de
ojos azules. Esos dos alelos coalescen en algún momento del pasado,
pero no podemos precisar cuándo ni dónde. Podría ser hace siglos o
hace milenios, pero en el caso especial del príncipe Carlos, es posible
que coalezcan en un individuo tan reciente como la reina Victoria.
De hecho, da la casualidad de que el príncipe Carlos desciende de

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el género humano

Victoria por partida doble, a saber: por parte del rey Eduardo VII y
por parte de la princesa Alicia de Hesse. Según esta hipótesis, un úni-
co gen de ojos azules de Victoria se copió dos veces en dos ocasiones
diferentes y esas dos copias del mismo gen llegaron, respectivamente,
a la reina actual (bisnieta de Eduardo VII) y a su esposo, el príncipe
Felipe (bisnieto de la princesa Alicia). Así pues, dos copias de un mis-
mo gen victoriano se habrían vuelto a encontrar, dentro de dos cromo-
somas diferentes, en la figura del príncipe Carlos. En realidad, es algo
que casi seguro ha sucedido con algunos de sus genes, ya sean o no
los de los ojos azules. E independientemente de si esos dos genes de
ojos azules coalescen en la reina Victoria o en otro antepasado ante-
rior, lo cierto es que en un punto concreto del pasado por fuerza tuvo
que haber un ACMR de ambos genes. Tanto da que hablemos de dos
genes en una sola persona (Carlos) o en dos personas distintas (Ruperto
y Enrique), la lógica será la misma. Dos alelos cualesquiera, ya sea en
dos personas distintas o en la misma, suscitan la siguiente pregunta:
¿en qué punto y en qué individuo del pasado coalescen? Por extensión,
podemos preguntar lo mismo de tres o cualquier otro número de genes
de una población situados en un mismo emplazamiento genético (locus).
Remontándonos mucho más en el tiempo, podemos formular la
misma pregunta a propósito de genes en loci diferentes, pues median-
te un proceso denominado duplicación pueden aparecer nuevos genes
en loci diferentes. Volveremos a encontrarnos con este fenómeno en
«El Cuento del Mono Aullador» y en «El Cuento de la Lamprea».
Los individuos estrechamente emparentados tienen en común un
gran número de árboles genéticos. La mayoría de nuestros árboles
genéticos los compartimos con nuestros parientes más cercanos. Pero
algunos de estos árboles emiten un voto minoritario que nos aproxi-
ma a parientes por lo demás más lejanos. Bajo un cierto prisma, el
parentesco estrecho entre personas es una especie de votación entre
los genes. Algunos de nuestros genes votan, pongamos por caso, a la
reina como pariente cercana; otros, en cambio, sostienen que estamos
más emparentados con individuos en apariencia mucho más lejanos
(incluso, como veremos, con otras especies). Cuando se le somete a
interrogatorio, cada segmento de ADN da una versión diferente de
la historia, porque cada uno ha seguido un camino diferente a lo lar-
go de las generaciones. La única forma de obtener un testimonio com-

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el cuento del antepasado

pleto es interrogando a un gran número de genes. Pero en principio


debemos sospechar de los genes que se encuentren cerca unos de otros
en un mismo cromosoma. Para entender el porqué, primero debemos
conocer la recombinación, el fenómeno que se produce cada vez que
se forma un óvulo o un espermatozoide.
La recombinación consiste en un intercambio aleatorio de secuen-
cias homólogas de ADN entre cromosomas diferentes. En el ser huma-
no se dan de media sólo uno o dos intercambios por cromosoma
(durante la formación de espermatozoides, menos; durante la de óvu-
los, más: no se sabe por qué). Pero con el tiempo, al cabo de muchas
generaciones, se habrán intercambiado muchas partes del cromoso-
ma. Así pues, en términos generales, cuanto más cerca estén dos frag-
mentos de ADN en un cromosoma, menos posibilidades hay de que
sean intercambiados y más de que se hereden juntos.
A la hora de recontar los votos de los genes, debemos pues tener
presente que cuanto más cerca estén dos genes en un cromosoma,
más probabilidades tienen de experimentar la misma historia. Esto
hace que los genes más allegados se voten mutuamente. El caso extre-
mo es el de los tramos de ADN que mantienen tal cohesión que via-
jan juntos a lo largo de la historia como una sola unidad. Estos frag-
mentos que se transmiten en bloque a sucesivas generaciones reciben
el nombre de haplotipos, término al que volveremos más adelante. Entre
todas estas formaciones que integran el parlamento genético hay dos
que sobresalen por encima del resto, no porque su versión de la his-
toria sea más válida, sino por lo mucho que se las ha utilizado para zan-
jar disputas biológicas. Las dos mantienen posturas sexistas, ya que
que una nos ha llegado a través de organismos exclusivamente feme-
ninos, y la otra jamás ha salido de un organismo masculino. Son las
dos excepciones principales a la imparcialidad de la herencia genéti-
ca que he mencionado más arriba.
Como ocurre con el primer apellido, el cromosoma Y (su fragmen-
to no recombinado) se transmite únicamente por vía masculina. Junto
con otros pocos genes, el cromosoma Y contiene el material genético
que activa el patrón de desarrollo masculino, en lugar del femenino,
del desarrollo embrionario. El ADN mitocondrial, en cambio, se trans-
mite exclusivamente por vía femenina (aunque en este caso no es el
responsable de que el embrión se desarrolle como hembra: los machos

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el género humano

también tienen mitocondrias, sólo que no las transmiten). Como vere-


mos en el Gran Encuentro Histórico, las mitocondrias son corpúscu-
los diminutos presentes en el interior de las células, vestigios de bac-
terias en su día libres que, hace probablemente unos 2.000 millones
de años, se establecieron definitivamente en el interior de las células,
donde han venido reproduciéndose asexualmente, por simple esci-
sión, desde entonces. Han perdido muchas de sus cualidades bacte-
rianas y la mayor parte de su ADN, pero conservan lo suficiente como
para ser de utilidad a los genetistas. Las mitocondrias, de hecho, cons-
tituyen una línea independiente de reproducción genética dentro
de nuestros cuerpos, sin conexión con la principal línea nuclear que
solemos identificar con nuestros genes.
Debido a su tasa de mutación, los cromosomas Y son muy útiles a la
hora de estudiar poblaciones recientes. En el curso de un ingenioso estu-
dio se recogieron muestras de ADN de cromosomas Y a fin de compro-
bar de qué forma se hallaban distribuidos por la Gran Bretaña actual.
Los resultados demostraron que los cromosomas Y anglosajones cruza-
ron la isla de este a oeste procedentes de Europa hasta detenerse brus-
camente en la frontera con Gales. No es difícil imaginar las razones por
las que este ADN portado exclusivamente por varones no es representa-
tivo del resto del genoma. Por poner un ejemplo más obvio, los barcos
vikingos transportaban cargamentos de cromosomas Y (y de otros genes)
que se esparcieron por poblaciones muy diseminadas. Hoy en día la
distribución de genes de cromosomas Y de los vikingos demuestra que
viajaron un poco más que otros genes vikingos, los cuales, estadísticamen-
te hablando, preferían la huerta familiar a la mar funesta y gris.

¿Qué mujer es ésa que abandonas


junto con el hogar y la hacienda
para hacerte a la mar funesta y gris?

Rudyard Kipling
Canción para arpa de las mujeres danesas

El ADN mitocondrial también es útil para la investigación, sobre todo


de modelos muy antiguos. Si comparásemos el ADN del lector con el
mío, podríamos determinar cuánto hace que compartieron una mito-

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el cuento del antepasado

condria ancestral. Y como todos recibimos nuestras mitocondrias de


nuestras madres, y, por consiguiente, de nuestras abuelas, bisabuelas,
tatarabuelas, etc. maternas, la comparación de nuestras mitocondrias
nos diría cuándo vivió nuestro antepasado común más reciente por
parte de madre. Se puede hacer lo mismo con los cromosomas Y para
averiguar cuándo vivió nuestro antepasado común más reciente por
parte de padre, pero, por razones técnicas, no es tan sencillo. Lo bue-
no de los cromosomas Y y del ADN mitocondrial es que ninguno de
los dos está contaminado por la mezcla de sexos. Esto facilita la bús-
queda de esos antepasados concretos.
El ACMR mitocondrial de toda la humanidad, que señala el ante-
pasado común (no génico sino de carne y hueso) por la línea feme-
nina, a veces recibe el nombre de Eva Mitocondrial, la protagonista de
este cuento. Naturalmente, el equivalente en la línea masculina podría
llamarse perfectamente Adán Cromosoma Y. Todos los varones tenemos
el cromosoma Y de Adán (se ruega a los creacionistas no saquen esta
frase de contexto). Si los apellidos siempre se hubiesen heredado según
las reglas de la mayoría de los países occidentales, todos tendríamos
también el apellido de Adán, en cuyo caso no tendría mucho sentido
usar el apellido.
Eva siempre tienta al error y más vale estar prevenido. Los errores
son bastante instructivos. En primer lugar, es importante entender que
Adán y Eva sólo son dos de los muchos ACMRs que podríamos alcan-
zar si recorriésemos diferentes líneas geneaológicas. Son los antepa-
sados comunes especiales que alcanzamos si ascendemos por el árbol
genealógico de madre en madre y de padre en padre, respectivamen-
te. Pero existen muchas, muchísimas otras maneras de recorrer una
genealogía: de madre en padre en padre en madre, de madre en madre
en padre en padre, etcétera. Cada uno de estos recorridos posibles
nos depararía un ACMR distinto.
En segundo lugar, Eva y Adán no fueron pareja. Sería una enorme
coincidencia que hubiesen llegado siquiera a conocerse; es perfecta-
mente posible que los separasen decenas de miles de años. Además, exis-
ten otros motivos para creer que Eva vivió antes que Adán. Los varones
tienen una eficacia reproductora más variable que la de las hembras:
mientras que algunas hembras pueden tener cinco veces más hijos que
otras, los varones de mayor éxito reproductor pueden tener cientos de

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el género humano

veces más hijos que los de menor éxito. Un hombre con un gran harén
lo tiene fácil para convertirse en antepasado universal. Las mujeres, que
tienen menos probabilidades de tener una familia numerosa, requie-
ren un número mayor de generaciones para llevar a cabo la misma
proeza. De hecho, según los cálculos de reloj molecular más fiables, Eva
vivió hace unos 140.000 años y Adán hace tan sólo 60.000.
En tercer lugar, Adán y Eva son títulos honoríficos de ACMR que
mudan de depositario, no los nombres de dos individuos concretos.
Si mañana muriese el último miembro de una tribu remota, en esta
especie de carrera de relevos, el testigo de Adán, o el de Eva, podría
avanzar de golpe varios milenios. Lo mismo cabe decir de todos los
demás ACMR definidos por los diversos árboles genéticos. Para enten-
der por qué, supongamos que Eva tuvo dos hijas, una de las cuales,
andando el tiempo, dio origen a los aborígenes tasmanos y la otra, al
resto de la humanidad. Supongamos también, pues es perfectamen-
te verosímil, que el ACMR de la línea femenina que une al resto de la
humanidad viviese 10.000 años después y que todos los otros linajes
colaterales que descendían de Eva se hubiesen extinguido a excep-
ción de los tasmanos. Al morir Truganinni, la última tasmana, el títu-
lo de Eva habría avanzado instantáneamente 10.000 años.
En cuarto lugar, ni Adán ni Eva tenían nada que llamase particu-
larmente la atención en su época. A diferencia de sus legendarios toca-
yos, Eva Mitocondrial y Adán Cromosoma Y no se encontraban preci-
samente solos. Los dos estaban muy acompañados, y bien pudieron
tener un gran número de partenaires sexuales con los cuales engendra-
rían una descendencia que tal vez esté representada incluso hoy. Lo
único que los distingue del resto es que, con el tiempo, ambos han ter-
minado generando una enorme prole, Adán por la línea paterna y Eva
por la materna. Pero entre sus contemporáneos también pudo haber
otros individuos igual de prolíficos.
Mientras redactaba estas líneas, alguien me envió un vídeo de un
documental de la BBC titulado Motherland (Patria), «una obra impac-
tante y conmovedora», según proclamaba la carátula, «realmente her-
mosa y memorable». Los protagonistas son tres negros2 cuyas familias

2. Para entender por qué pongo la palabra en cursiva, véase «El Cuento del
Saltamontes».

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habían emigrado a Gran Bretaña desde Jamaica. En un intento de ave-


riguar en qué parte de África habían hecho esclavos a sus antepasa-
dos, los responsables del documental compararon el ADN de los tres
individuos con una base de datos mundial y, una vez averiguada, orques-
taron una serie de lacrimógenos «reencuentros» entre los protagonis-
tas y sus familias africanas. Los genetistas utilizaron ADN Y-cromosó-
mico y ADN mitocondrial ya que, por los motivos que hemos explicado,
son más fáciles de rastrear que los genes en general. Por desgracia, sin
embargo, los productores no explicaron a los tres protagonistas las
limitaciones inherentes a este método de búsqueda; en vez de eso, lo
que hicieron, sin duda por razones televisivas de peso, fue poco menos
que engañar a estas tres personas, y a sus «parientes» africanos, para
que se emocionasen con los «reencuentros» mucho más de lo que legí-
timamente les correspondía.
Me explico, cuando Mark, que posteriormente recibiría el nombre
tribal de Kaigama, visitó la tribu Kanuri de Níger, creía estar regre-
sando a la tierra de los suyos. Beaula, recibida como una hija pródiga
por ocho mujeres bubis de una isla guineana cuyas mitocondrias coin-
cidían con la suya, se expresaba en estos términos:

Fue como el reencuentro de una misma sangre... Éramos como de la fami-


lia... Se me saltaban las lágrimas y el corazón me palpitaba con fuerza. Lo
único que pensaba era: «He vuelto a mi patria».

Chorradas sentimentaloides: nadie debería haberla hecho creer algo


así. Con lo único que realmente se encontraron Beaula y Mark –y eso
suponiendo que de verdad se obtuviesen pruebas genéticas– fue con
individuos que tenían las mismas mitocondrias que ellos. En realidad,
a Mark ya le habían informado de que su cromosoma Y procedía de
Europa (lo cual le disgustó muchísimo, aunque luego, cuando se des-
cubre que sus mitocondrias tienen unas respetables raíces africanas,
se queda mucho más tranquilo). Beaula, naturalmente, carece de cro-
mosoma Y, y nadie se molestó en analizar el de su padre, aunque habría
sido interesante puesto que la chica es bastante clara de piel. Es más,
nadie explicó ni a Beaula ni a Mark, ni tampoco a la audiencia del docu-
mental, que los genes situados fuera de sus mitocondrias procedían,
casi con toda seguridad, de una enorme variedad de patrias muy dis-

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tantes de las identificadas a los efectos del documental. Si se hubiese


seguido el rastro de sus otros genes, los protagonistas podrían haber
tenido reencuentros igual de emotivos en cientos de lugares diferentes:
toda África, Europa y, muy probablemente, Asia. Claro que no se habría
generado toda esa tensión dramática.
Como he señalado repetidas veces, referirse a un solo gen puede
inducir a error, pero el testimonio combinado de muchos genes nos
brinda una potente herramienta de análisis para indagar en la histo-
ria. Los árboles genéticos de una población y los puntos de coales-
cencia que los definen reflejan los acontecimientos del pasado. Gracias
al reloj molecular, no sólo podemos identificar estos puntos de coa-
lescencia, sino también calcular su antigüedad. Y ahí radica la clave,
porque la pauta de ramificaciones a través del tiempo encierra una
historia. El apareamiento aleatorio, que es el supuesto que adoptamos
en «El Cuento del Tasmano», genera una pauta de coalescencia muy
diferente de las que resultan de diversos tipos de apareamiento no ale-
atorio, cada uno de los cuales, a su vez, imprime un sello particular al
árbol genético. Las oscilaciones demográficas también dejan su hue-
lla característica. Así pues, basándonos en las pautas actuales de dis-
tribución de genes, podemos deducir tamaños de poblaciones en el
pasado y fechar migraciones. Por ejemplo, cuando una población es
pequeña, las coalescencias serán más frecuentes. Una población en
expansión viene representada por árboles de ramas alargadas, y en
este caso los puntos de coalescencia se concentrarán cerca de la base
del árbol, es decir, la época en que la población aún era reducida. Con
ayuda del reloj molecular, puede aprovecharse este fenómeno para
calcular cuándo se expandió la población y cuándo se contrajo en
cuellos de botella. (Aunque por desgracia, al eliminar líneas genéticas,
los cuellos de botella más acusados tienden a borrar las huellas de lo
que ocurrió antes de que se produjeran.)
Los árboles genéticos coalescentes han ayudado a dirimir un lar-
go debate sobre el origen del hombre. Según la teoría de la salida de
África, también conocida como Eva negra, todos los seres humanos
no africanos descienden de un solo éxodo que se produjo hace unos
100.000 años. En el polo opuesto se encuentran los defensores de
la teoría del origen separado, también llamados multirregionalistas, que
creen que las razas que aún viven en, pongamos, Asia, Australia y Europa

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se dividieron en épocas remotas y descienden por separado de pobla-


ciones regionales de Homo erectus, la especie precedente. Los nombres
de las dos teorías son engañosos. El de «salida de África» porque en
general todo el mundo coincide en que, si retrocedemos lo bastante
en el tiempo, todos nuestros antepasados son africanos. El nombre de
«origen separado» tampoco es idóneo porque, una vez más, si se retro-
cede lo bastante, la separación desaparece de cualquier teoría. La man-
zana de la discordia es la fecha en que salimos de África. Sería mejor
referirse a las dos teorías como salida antigua de África (SAA) y salida
reciente de África (SRA), unos nombres que tienen la ventaja añadida
de que ponen de relieve la continuidad entre ambas.
Si todos los seres humanos actuales que no son africanos deriva-
sen de una única migración que salió de ese continente en fechas
recientes, la distribución génica actual debería mostrar un cuello de
botella reciente y centrado en una pequeña población de África. El
foco que polarizase más puntos de coalescencia indicaría la fecha del
éxodo. En cambio, si descendiésemos por separado de distintas pobla-
ciones regionales de Homo erectus, en cada región deberían apreciar-
se indicios de líneas genéticas separadas desde muy antiguo. En la épo-
ca en que según los partidarios de la teoría SRA tuvo lugar el éxodo,
hubiéramos visto, sin embargo, una escasez de puntos de coalescen-
cia. ¿Qué teoría es la correcta?
Por querer responder a esta pregunta con una sola respuesta hemos
caído en la misma trampa que el documental Motherland. Cada gen
cuenta una historia diferente. Es perfectamente posible que algunos
de nuestros genes hayan salido de África en épocas recientes y que
otros, en cambio, nos los transmitiesen poblaciones distintas de Homo
erectus. O dicho de otro modo, podemos ser al mismo tiempo descen-
dientes de un éxodo africano reciente y de un Homo erectus regional
toda vez que, en cualquier momento del pasado, el número de nues-
tros antepasados genealógicos es enorme. Unos podrían haber sali-
do de África hace poco y otros haber vivido durante miles de años en
Java, por poner un ejemplo. Y podríamos haber heredado genes afri-
canos de unos y genes javaneses de otros. Un solo fragmento de ADN,
como el procedente de una mitocondria o de un cromosoma Y, nos
da la misma visión reducida del pasado que nos daría una sola frase
extraída de un libro de historia. Bueno, pues así y todo, los partida-

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rios de la teoría SRA suelen basarse casi siempre en la ubicación de la


Eva Mitocondrial. ¿Qué pasaría si interrogásemos a los demás miem-
bros del parlamento genético?
Eso fue precisamente lo que hizo el biólogo evolutivo Alan Tem-
pleton, autor de la teoría conocida como Salida repetida de África.
Templeton empleó una teoría de la coalescencia similar a la que hemos
visto en nuestro análisis de la hemofilia, sólo que en lugar de aplicar-
la a un solo gen la aplicó a muchos genes diferentes. Eso le permitió
reconstruir la historia y la distribución geográfica de esos genes por
todo el mundo y en un marco temporal de cientos de miles de años.
En este momento me inclino por esta teoría porque me parece que
aprovecha toda la información disponible para generar el máximo
de conclusiones, y porque, en todas las fases del proceso, se cuidó de
ver pruebas donde no las había.
Lo que hizo fue repasar toda la literatura genética aplicando un
criterio riguroso para separar el grano de la paja: sólo le interesaban
estudios de genética humana a gran escala que empleasen muestras
recogidas en diferentes partes del mundo, incluidas Europa, Asia y
África. Los genes examinados pertenecían a haplotipos longevos. Como
ya hemos visto, un haplotipo es un segmento de genoma que, o bien
es difícil que se fragmente por recombinación sexual (como por ejem-
plo el ADN del cromosoma Y o el mitocondrial), o se puede recono-
cer intacto durante un número de generaciones la bastante elevado
como para cubrir la escala temporal que interesa (como es el caso de
ciertas partes más pequeñas del genoma). En resumidas cuentas, un
haplotipo es un tramo longevo y reconocible de genoma; no es del
todo equivocado considerarlo un «gen» de gran tamaño.
Templeton se concentró en 13 haplotipos. Calculó el árbol gene-
alógico de cada uno y fechó los diversos puntos de coalescencia usan-
do el reloj molecular calibrado con fósiles. Basándose en esas fechas
y en la distribución geográfica de las muestras, fue capaz de hacer
deducciones sobre la historia genética de nuestra especie durante los
dos últimos millones de años. El biólogo sintetizó sus conclusiones
en el práctico diagrama que reproducimos en la página siguiente.
La conclusión principal es que no hubo dos, sino tres grandes migra-
ciones desde África. Además del éxodo SAA (Homo erectus) de hace
unos 1,7 millones de años (que todo el mundo acepta y del que exis-

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África Europa m. Europa sep. Asia m. Asia sep. Pacífico América

Fragmentación
indicada por
el ADN
mitocondrial?

Flujo génico
Extensión de la
recurrente con
gama indicada por
aislamiento
ADN mitocontrial
causado por la
y los marcadores
distancia indicado
genéticos MX1,
por ADN
MS205, MC1R y EDN
mitocontrial,
Migración desde Asia
ADN-Y, ADN
indicada por ADN-Y y locus de
vinculado al
la hemoglobina beta
cromosoma X y
ADN autosómico
Migración desde África indicada por
ADN mitocondrial y ADN-Y
0,08 a 0,15 Flujo génico recurrente con aislamiento
millones de años causado por la distancia indicado
por el gen Xq13,3 hemoglobina beta,
ECP, EDN y PDHA1

Migración desde África indicada por la


hemoglobina beta, MS205 y MC1R
0,42 a 0,84 Flujo génico recurrente con aislamiento
millones de años causado por la distancia indicado por el
gen Xq13,3, hemoglobina beta, ECP, EDN
y PDHA1?

Flujo génico recurrente con aislamiento


causado por la distancia indicado por MX1?
Migración desde África del Homo erectus
indicada por el registro fósil
1,7 años
millones
de años África Europa Asia

Salida repetida de África. Resumen de Templeton de las principales migraciones


humanas, basado en el estudio de 13 haplotipos. Las líneas verticales representan
descendencia genética; las verticales, flujo génico. Las flechas muestran las
principales migraciones humanas conocidas gracias a datos genéticos. Adaptado de
Templeton [284] (los números entre corchetes remiten a las fuentes enumeradas
en la bibliografía).

ten pruebas en su mayor parte de tipo fósil) y de la reciente migración


que postula la teoría SRA, habría habido un tercer gran éxodo de Áfri-
ca a Asia hace entre 840.000 y 420.000 años. Esta emigración inter-
media, que podríamos llamar salida intermedia de África (SIA), está ava-
lada por señales existentes en tres de los 13 haplotipos. La emigración
SRA se ve corroborada por pruebas mitocondriales y del cromosoma
Y. Otras «señales» genéticas revelan una importante emigración de

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regreso a África desde Asia hace unos 50.000 años. Poco después, el
ADN mitocondrial y varios genes menores ponen de relieve otras migra-
ciones: de Europa meridional a Europa septentrional, de Asia meri-
dional a Asia septentrional, a través del Pacífico y a Australia. Por
último, según indican el ADN mitocondrial y las pruebas arqueológi-
cas, hace unos 14.000 años unas poblaciones humanas procedentes
del noreste de Asia colonizaron Norteamérica a través de lo que enton-
ces era el puente terrestre de Bering. Poco después tuvo lugar la colo-
nización de Sudamérica a través del istmo de Panamá. Por cierto, la
teoría de que Cristóbal Colón o Leif Ericsson descubrieron América
es absolutamente racista. Pero igual de odioso resulta, a mi modo de
ver, el respeto de los relativistas por esas historias orales de los indios
norteamericanos que afirman, con crasa ignorancia, que sus antepa-
sados jamás vivieron fuera de América.
Entre las tres grandes migraciones africanas que sostiene Templeton,
otras señales genéticas revelan un ir y venir incesante de genes entre
África, Europa meridional y Asia meridional. De las pruebas aduci-
das por el biólogo se deduce que las migraciones, tanto las de mayor
como de menor calado, suelen dar pie a cruzamientos con las pobla-
ciones indígenas y no, como bien podría haber ocurrido, a extermi-
naciones completas de uno u otro bando. Esto, sin lugar a dudas, ha
influido considerablemente en la evolución de la especie humana.
Este cuento, y el estudio de Templeton, tienen por objeto los seres
humanos y sus genes, pero, evidentemente, todas las especies tienen
árboles genealógicos y heredan material genético, y todas aquellas que
presentan diferencias sexuales tienen su Adán y su Eva. Los genes y
los árboles genéticos son un rasgo omnipresente de la vida en la tie-
rra. Las técnicas que aplicamos a la historia humana reciente tam-
bién valen para los demás organismos. El ADN del guepardo revela
que hace unos 12.000 años la población de esta especie atravesó por
un cuello de botella, un dato importante para los conservacionistas.
El ADN del maíz lleva impresa la huella inconfundible de su domes-
ticación a manos de nativos mexicanos hace 9.000 años. Las pautas
de coalescencia de las cepas de VIH pueden ayudar a los epidemiólo-
gos y médicos a entender y controlar el virus. Los genes y sus árboles
genealógicos revelan la historia de la flora y fauna europeas: las enor-
mes migraciones provocadas por las glaciaciones, que obligaron a las

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especies acostumbradas al clima templado a buscar refugio en el sur


de Europa y, cuando terminaron, dejaron aisladas a las especies árti-
cas en enclaves montañosos incomunicados. Estos y otros aconteci-
mientos pueden deducirse de la distribución del ADN alrededor del
mundo, un manual histórico de consulta que apenas estamos apren-
diendo a leer.
Hemos visto que cada gen tiene una historia diferente que contar,
y que juntando las distintas versiones es posible reconstruir en parte
la historia antigua y moderna de la humanidad. ¿Cómo de antigua?
Por increíble que parezca, nuestros genes ACMR pueden remontar-
se incluso a épocas en que todavía no éramos humanos, sobre todo
cuando la selección natural propicia una gran diversidad poblacional.
La cosa funciona de la siguiente manera.
Supongamos que existen dos grupos sanguíneos llamados A y B
que proporcionan inmunidad contra diversas enfermedades. Cada
grupo sanguíneo es propenso a la enfermedad a la cual el otro es inmu-
ne. Las enfermedades se expanden cuando el grupo al que pueden
atacar es abundante, porque podrá declararse una epidemia. Así, pon-
gamos por caso, si en una población son comunes las personas del gru-
po B, la enfermedad que los afecte asumirá las proporciones de una
epidemia. Los individuos del grupo B irán muriendo hasta convertir-
se en minoritarios y los del grupo A se harán más numerosos; y vice-
versa. Siempre que haya dos grupos, de los cuales el más raro se vea
favorecido por dicha característica, se darán las condiciones para
que exista polimorfismo, esto es, la conservación de la diversidad por
mero amor a la diversidad. El sistema de grupos sanguíneos A-B-0 es
un famoso caso de polimorfismo que probablemente se haya conser-
vado por esa razón.
Algunos polimorfismos pueden ser muy estables: tan estables que
superan el cambio de una especie ancestral a su descendiente. Parece
asombroso, pero el polimorfismo humano de los tres grupos sanguí-
neos se halla presente en los chimpancés. Podría ser que los huma-
nos y los chimpancés hubiésemos inventado el polimorfismo por sepa-
rado y por la misma razón. Pero parece más verosímil que ambas
especies lo hayamos heredado de nuestro antepasado común y lo haya-
mos mantenido por separado durante los seis millones de años de evo-
lución paralela, habida cuenta de que durante todo ese periodo las

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enfermedades en cuestión han seguido campando a sus anchas. El


fenómeno recibe el nombre de polimorfismo interespecífico y tam-
bién se da entre especies vinculadas por un parentesco mucho más
lejano que el que guardamos con los chimpancés.
Una conclusión pasmosa es que, en el caso de determinados genes,
el lector está más emparentado con algunos chimpancés que con algu-
nos humanos, y yo soy pariente más cercano de algunos chimpancés
que del lector (o de sus chimpancés). Los humanos como especie, y
también como individuos, somos recipientes temporales que contie-
nen una mezcla de genes de diversa procedencia. Los individuos somos
puntos de encuentro temporales en el entramado de caminos que
los genes siguen a lo largo de la historia. Es una forma de expresar,
con la terminología de los árboles genéticos, el mensaje central de
mi primer libro, El gen egoísta, en el que escribí: «Una vez cumplida
nuestra función, se nos elimina, mientras que los genes, en cambio,
se encuadran en el tiempo geológico: los genes son eternos». En el
banquete con que se cerraba una conferencia en Estados Unidos, reci-
té el mismo mensaje en verso:

Un gen egoísta muy andarín


dijo: «Tantísimos cuerpos ya ví.
Se creen muy despiertos
pero yo soy eterno.
No son más que mis máquinas de sobrevivir».

Y para la inmediata respuesta del cuerpo al gen, parodié la mismísi-


ma Canción para arpa de las mujeres danesas que he citado más arriba:

¿Qué cuerpo es ese que tomas primero,


Lo haces crecer y abandonas luego
para huir con el viejo relojero ciego?

Hemos calculado que el Encuentro 0 probablemente tuvo lugar hace


decenas o, como mucho, cientos de milenios. No hemos avanzado
mucho en nuestra peregrinación hacia el pasado. La próxima cita,
nuestra reunión con los peregrinos chimpancés en el Encuentro 1,
está a millones de años de distancia y la mayoría de los encuentros

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el cuento del antepasado

restantes, a cientos de millones. Si queremos completar nuestra pere-


grinación, más vale que apretemos el paso y nos sumerjamos en las
profundidades del tiempo. Tendremos que acelerar y dejar atrás las
otras 30 glaciaciones ocurridas en los últimos tres millones de años,
así como acontecimientos tan drásticos como los que tuvieron lugar
en el Mediterráneo hace entre 4,5 y 6 millones de años, cuando se secó
y volvió a llenarse. Para hacer menos brusca esta aceleración inicial,
me tomaré la libertad, por lo demás insólita, de hacer un alto en algu-
nos hitos intermedios y dejar que los fósiles nos cuenten sus historias.
Estos peregrinos fantasma en estado fósil que nos iremos encontran-
do, y los cuentos que nos relaten, nos ayudarán a responder las pre-
guntas que nos hacemos sobre nuestros antepasados directos.

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El homo sapiens arcaico

El primer hito en nuestro camino hacia el Encuentro 1 se halla en el


corazón del penúltimo periodo glacial, hace unos 160.000 años. He
decidido hacer esta escala para examinar unos fósiles procedentes
de Herto, en la depresión etíope de Afar3. Los hombres de Herto son
interesantes porque, en palabras de sus descubridores, Tim White y
su equipo, pertenecen a «una población que desde el punto de vista
anatómico se encuentra muy cerca del hombre moderno pero to-
davía no es moderna del todo». Según el ilustre paleoantropólogo
Christopher Stringer, «los fósiles de Herto son el testimonio más anti-
guo de lo que hoy se tiene por Homo sapiens moderno», un récord
que anteriormente poseían unos fósiles de Oriente Próximo cuya anti-
güedad oscila en torno a los 100.000 años. Dejando a un lado estas dis-
tinciones bizantinas entre moderno y casi moderno, lo que está claro es
que los humanos de Herto representan la cúspide entre el hombre
moderno y sus predecesores, llamados genéricamente «Homo sapiens
arcaicos». Algunos paleontólogos emplean este nombre hasta los
900.000 años de antigüedad; a partir de ahí recurren al de una espe-
cie anterior, Homo erectus. Como veremos, otros especialistas prefie-
ren dar diversos nombres latinos a las formas arcaicas intermedias
entre esas dos especies. Vamos a eludir estas disputas usando términos
del lenguaje corriente, tal y como hace mi colega Jonathan Kingdom,

3. El mismo Afar que dio nombre a un fósil mucho más antiguo: Australopithecus
afarensis, también conocido como Lucy.

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el cuento del antepasado

que simplemente habla de Modernos, Arcaicos, Erectos, y otros que


iremos mencionando sobre la marcha. No es posible trazar una níti-
da línea divisoria entre los primeros Arcaicos y los Erectos de los cua-
les evolucionaron, o entre los Arcaicos y los primeros Modernos que
evolucionaron a partir de aquéllos. A propósito, que nadie se con-
funda por el hecho de que los Erectos fuesen aún más arcaicos (con
a minúscula) que los Arcaicos (con a mayúscula) ni por el hecho de
que los tres fuesen... erectos con minúscula.
Los Arcaicos coexistieron con los Modernos hasta hace al menos
100.000 años (más aún si incluimos a los neandertales, de los que
hablaremos enseguida). Los fósiles de Arcaico se encuentran por todo
el mundo y datan de diversas épocas repartidas en un espacio tem-
poral de algunos centenares de milenios; entre los ejemplos más cono-
cidos están el hombre de Heidelberg, descubierto en Alemania, el hombre
de Rhodesia, en Zambia (que en su día se llamó Rhodesia del Norte), y el
hombre de Dali, en China. Los Arcaicos tenían el cerebro un poco más
pequeño que el nuestro, de 1.200 a 1.300 centímetros cúbicos de media
frente a los 1.400 del nuestro, pero la gama de tamaños era casi la mis-
ma. Eran más robustos que nosotros, tenían el cráneo más grueso, el
arco supraciliar más pronunciado y el mentón más retraído. Se pare-
cían más que nosotros a los Erectos y no en vano, vistos en retrospec-
tiva, se les considera una especie intermedia. Algunos taxónomos los
clasifican como una subespecie de Homo sapiens denominada Homo
sapiens heidelbergensis (nosotros seríamos Homo sapiens sapiens); otros
ni siquiera los reconocen como Homo sapiens y los llaman Homo hei-
delbergensis, e incluso hay quien divide a los Arcaicos en más de una
especie, como por ejemplo Homo heidelbergensis, Homo rhodensiensis y
Homo antecessor. Bien mirado, lo preocupante sería que no hubiese dis-
crepancias en cuanto a las divisiones. Desde el punto de vista evolu-
tivo, lo lógico es que exista una gama continua de estadios interme-
dios.
El moderno Homo sapiens sapiens no es el único vástago de los
Arcaicos. Otra especie de humanos avanzados, los llamados neander-
tales, fueron contemporáneos nuestros durante buena parte de nues-
tra prehistoria. En algunos aspectos se parecían más que nosotros a
los Arcaicos, y parece ser que surgieron de una raíz Arcaica hace entre
100.000 y 200.000 años, en este caso no en África sino en Europa y

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el HOMO SAPIENS arcaico

en Oriente Próximo. Los fósiles procedentes de estas regiones indi-


can una transición gradual de Arcaicos a neandertales y los primeros
fósiles inequívocos de neandertal encontrados datan de hace unos
130.000 años, justo antes del comienzo de la última glaciación. La
especie siguió viviendo en Europa durante casi todo el periodo gla-
cial y se extinguió hace unos 28.000 años. En otras palabras, durante
toda su existencia los neandertales fueron contemporáneos de
Modernos que habían emigrado de África a Europa. Hay quien cree
que los responsables de su extinción fueron los Modernos, bien por-
que directamente los mataron o porque compitieron con ellos y salie-
ron victoriosos.
Dado que la anatomía de los neandertales era bastante diferente
de la nuestra, algunos paleontólogos prefieren considerarlos una espe-
cie diferente y llamarlos Homo neanderthalensis. Conservaban algunos
rasgos de los Arcaicos, como el arco supraciliar pronunciado, que los
Modernos no tenían (razón por la que algunos expertos los clasifi-
can simplemente como otro tipo de Arcaicos). Entre las adaptacio-
nes a su gélido entorno cabe citar un cuerpo bajo y fornido, extremi-
dades cortas y narices enormes; seguramente se abrigaban con pieles
de animales. Tenían el cerebro tan grande como el nuestro o incluso
mayor. Se ha incidido mucho sobre ciertos indicios de que enterraban
a sus muertos. No se sabe si hablaban, tema éste que suscita opinio-
nes encontradas. Ciertos hallazgos arqueológicos dan a entender que
neandertales y Modernos pudieron haber intercambiado conocimien-
tos de índole tecnológica, pero podría haber sido por imitación, no
mediante un lenguaje.
Las reglas de la peregrinación estipulan que sólo tienen derecho
a contar un cuento aquellos animales actuales que emprendan el cami-
no desde el presente. Vamos a hacer una excepción con el dodo y el
ave elefante porque los dos vivieron en épocas históricas recientes. Los
fósiles de Homo erectus y Homo habilis también tienen derecho en cali-
dad de peregrinos fantasma, pues entra dentro de lo posible que fue-
sen nuestros antepasados directos. ¿Esto también faculta a los nean-
dertales como narradores? ¿También descendemos de ellos? Ése es
precisamente el tema del cuento que quieren contarnos. «El Cuento
del Neandertal» viene a ser una petición de palabra.

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el cuento del antepasado

EL CUENTO DEL NEANDERTAL


Escrito en colaboración con Yan Wong

¿Descendemos de los neandertales? Si así fuese, tendrían que haber-


se cruzado con Homo sapiens sapiens. ¿Lo hicieron? Ambas especies
coincidieron en Europa durante un largo periodo y sin duda se pro-
dujeron contactos, pero ¿hubo algo más que simples contactos? ¿Han
heredado los europeos genes de los neandertales? El tema es objeto
de acalorados debates que recientemente se han visto avivados por la
extracción de ADN de unos huesos de neandertal. Naturalmente, sólo
se trata de de ADN mitocondrial heredado por vía materna, pero
basta para arriesgar una conclusión provisional. Las mitocondrias nean-
dertales son claramente distintas de las de todos los seres humanos
modernos, lo que indica que los neandertales no están más empa-
rentados con los europeos que con ningún otro pueblo moderno.
Dicho de otro modo, el antepasado común por línea femenina de
los neandertales y de todos los humanos vivió en fechas muy anterio-
res a la Eva Mitocondrial: hace medio millón de años frente a los
140.000 de ésta. Dado que este testimonio genético indica que los cru-
ces fructíferos entre neandertales y Modernos fueron raros, se suele
afirmar que se extinguieron sin dejar descendientes.
Sin embargo, no debemos olvidar el argumento del 80% que tan-
to nos sorprendió en «El Cuento del Tasmano». Todo inmigrante
que hubiese logrado introducirse en la población fértil de Tasmania
habría tenido un 80% de probabilidades de pasar a formar parte del
conjunto de antepasados universales, esto es, de los antepasados de
todos los tasmanos que viviesen en un futuro lejano. Del mismo modo,
si un solo macho neandertal se hubiese introducido en un círculo
reproductor sapiens, eso le habría otorgado buenas posibilidades de
convertirse en antepasado común de todos los europeos actuales, y
esto sería cierto aun cuando los europeos no poseyeran un solo gen
neandertal. Una posibilidad asombrosa.
Así pues, aunque pocos de nuestros genes, por no decir ninguno,
procedan de los neandertales, es posible que algunas personas tengan
muchos antepasados de esta especie. Ésta es la distinción que anali-
zamos en «El Cuento de Eva» entre árboles genéticos y árboles gene-
alógicos de personas. La evolución está determinada por el flujo géni-

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el HOMO SAPIENS arcaico

co, y la moraleja del Cuento del Neandertal, si le dejamos que nos lo


cuente, es que no podemos, o al menos no deberíamos, examinar la
evolución en términos de linajes de individuos. Por supuesto que los
individuos son importantes en muchos otros planos y sentidos, pero
cuando se trata de linajes, lo que cuenta son los árboles genéticos. La
expresión «descendencia evolutiva» se refiere a antepasados-genes, no
a antepasados-persona.
Los cambios en el registro fósil también son reflejo de linajes gené-
ticos, no (o al menos no sólo por casualidad) de linajes genealógicos.
Los fósiles señalan que la anatomía de los Modernos se extendió por
el resto del mundo a través de las migraciones de tipo SRA. Sin embar-
go, de las investigaciones de Alan Templeton (descritas en «El Cuento
de Eva») se deduce que en parte también descendemos de Arcaicos
no africanos y puede que hasta de Homo erectus que tampoco lo eran.
La descripción es más simple y a la vez más convincente si, en lugar
de hablar de personas, pasamos a hablar de genes. Los genes que deter-
minan nuestra anatomía Moderna salieron de África a bordo de emi-
grantes SRA que dejaron tras de sí un rastro de fósiles. Al mismo
tiempo, las pruebas de Templeton indican que otros genes que aho-
ra poseemos circulaban por el mundo siguiendo diversas rutas pero
dejaron pocas huellas anatómicas de sus andanzas. La mayoría de nues-
tros genes probablemente siguieron la ruta SRA mientras que tan sólo
unos pocos nos llegaron por otras vías. Creo que no hay una forma
más eficaz de expresar el concepto.
¿Han demostrado, pues, los neandertales que tenían derecho a con-
tarnos su historia? Puede que sí, aunque sólo desde el punto de vista
genealógico, no genético.

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Ergaster

Adentrándonos más en el pasado en busca de ancestros, volvemos a


aterrizar con nuestra máquina del tiempo, esta vez hace un millón de
años. Los únicos antepasados probables de esta época pertenecen al
tipo normalmente denominado Homo erectus, aunque algunos paleon-
tólogos se refieren a su versión africana como Homo ergaster, ejemplo
que seguiré en estas páginas. A la hora de buscar un término en len-
guaje informal, me he decidido por Ergaster en lugar de Erectos, en
parte porque creo que la mayoría de nuestros genes proceden del tipo
africano, y en parte porque, como ya he señalado, no eran más erec-
tos que sus predecesores (Homo habilis) ni que sus sucesores (nosotros).
Sea cual sea el nombre que le pongamos, el caso es que los Ergaster
vivieron desde hace aproximadamente 1,8 millones de años hasta hace
unos 250.000. Existe un amplio consenso a la hora de aceptarlos como
predecesores inmediatos y contemporáneos parciales de los Arcaicos,
que a su vez fueron los predecesores de nosotros, los Modernos.
Los Ergaster eran sensiblemente diferentes del moderno Homo
sapiens y, a diferencia de los sapiens Arcaicos, diferían de nosotros en
aspectos sobre los que no existe coincidencia alguna. Los fósiles halla-
dos demuestran que vivieron en el Medio y Extremo Oriente, inclui-
da la isla de Java, y que provienen de una antigua migración proce-
dente de África. Puede que el lector los conozca por sus antiguos
nombres: hombre de Java y hombre de Pekín. En latín, antes de que
se les admitiese en el género Homo, tenían el nombre genérico de
Pithecanthropus y Sinanthropus. Eran bípedos como nosotros, pero te-

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ergaster

nían el mentón retraído y un cerebro más pequeño (900 c.c. los espe-
címenes más antiguos y 1.100 c.c. los más recientes) alojado en crá-
neos más achatados, menos abombados que los nuestros, con la fren-
te más inclinada hacia atrás. El prominente arco supraciliar formaba
una especie de cornisa horizontal encima de los ojos, que parecían
hundidos en mitad de una cara muy ancha.
Como el pelo no se fosiliza, no hay un lugar concreto en nuestra
historia donde podamos analizar el hecho evidente de que en un
momento dado de nuestra evolución perdimos casi todo el pelo del
cuerpo salvo la frondosa cabellera. Es muy probable que los Ergaster
fuesen más peludos que nosotros, pero no se puede descartar la posi-
bilidad de que hace un millón de años ya hubiesen perdido el pelo
del cuerpo y fuesen tan lampiños como nosotros. Pero es igualmente
plausible que fuesen tan peludos como los chimpancés o presenta-
sen un grado intermedio de hirsutismo. Los seres humanos moder-
nos, al menos los machos, variamos mucho en cuanto a vellosidad, una
característica que aumenta o disminuye repetidas veces a lo largo de
la evolución. El pelo vestigial, con sus correspondientes estructuras
celulares de apoyo, acecha hasta en la piel más aparentemente lam-
piña, listo para evolucionar y convertirse en un espeso pelaje (o reple-
garse de nuevo) en cuanto se lo ordene la selección natural. No hay
más que fijarse en los lanudos mamuts y rinocerontes que evolucio-
naron rápidamente en respuesta a las últimas glaciaciones de Eurasia.
Por extraño que parezca, volveremos a ocuparnos de la pérdida evo-
lutiva del pelo humano en «El Cuento del Pavo Real».
Unos indicios un tanto tenues de hogueras usadas repetidamente
indican que al menos algunos grupos de Ergaster conocía el uso del
fuego, lo que, visto a posteriori, representa un hecho trascendental en
la historia del ser humano. Las pruebas no son todo lo concluyentes
que sería de desear. Los tiznajos del hollín y del carbón no se conser-
van durante periodos muy dilatados, pero el fuego deja otras huellas
más duraderas. Los investigadores actuales han llevado a cabo expe-
rimentos sistemáticos encendiendo diversos tipos de fuegos y exami-
nando posteriormente los efectos causados. Sin que se sepa por qué,
se ha descubierto que las fogatas encendidas por la mano del hom-
bre magnetizan el suelo de un modo particular que las diferencia de
los incendios de monte y de los tocones incinerados. Estas señales

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el cuento del antepasado

demuestran que los Ergaster, tanto en África como en Asia, ya se calen-


taban al amor de una hoguera hace casi un millón y medio de años.
Esto no significa necesariamente que supiesen encenderlas. Quizá
empezaron capturando y reavivando fuegos de origen natural, alimen-
tándolos y manteniéndolos con vida como quien cuida de un Tama-
gochi; quizá, antes de comenzar a usarlo para asar alimentos, se sir-
viesen del fuego para ahuyentar animales peligrosos, obtener luz y
calor, así como para crear un foco de socialización.
Los Ergaster fabricaban y utilizaban útiles de piedra, y es de supo-
ner que también de madera y hueso. No se sabe si hablaban y es difí-
cil conseguir pruebas a este respecto. Hay quien pensará que aquí «di-
fícil» es un eufemismo, pero es que en esta peregrinación nuestra
hemos llegado a un punto en el que los testimonios fósiles empiezan
a revelarnos información. Del mismo modo que las hogueras dejan
huellas en el suelo, las exigencias del lenguaje hablado comportan
pequeñas modificaciones en el esqueleto: nada tan llamativo como los
huesos en forma de cajita que los monos aulladores de las selvas sud-
americanas tienen en la garganta y que les sirve para amplificar sus
estentóreas voces, pero sí signos reveladores como los que se puede
esperar encontrar en algunos fósiles. Por desgracia, los signos descu-
biertos no son lo bastante significativos como para zanjar la cuestión,
que sigue siendo controvertida.
Según parece, hay dos partes del cerebro humano relacionadas con
el habla: el área de Broca y el área de Wernicke. ¿En qué momento
de la historia humana aumentaron de tamaño? El objeto más pareci-
do a un cerebro fósil es el molde endocraneal que describiré en «El
Cuento del Ergaster». Por desgracia, las líneas que dividen las diferen-
tes regiones del cerebro no se fosilizan con demasiada nitidez, pero
algunos paleontólogos creen estar en condiciones de afirmar que las
zonas del cerebro relacionadas con el habla ya habían aumentado de
tamaño hace más de dos millones de años, un dato alentador para
quienes desean creer que los Ergaster poseían la facultad del habla.
Sin embargo, cuando pasamos a analizar el esqueleto, los datos ya
no resultan tan alentadores. El Homo ergaster más completo que se cono-
ce es el Niño de Turkana, que murió cerca del lago del mismo nom-
bre, en Kenia, hace más o menos un millón y medio de años. Las cos-
tillas y el reducido tamaño del foramen intervertebral por el que pasan

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ergaster

los nervios indican que el niño de Turkana carecía del preciso con-
trol respiratorio que se suele vincular al habla. Otros científicos, tras
estudiar la base del cráneo, han concluido que ni siquiera los nean-
dertales, que vivieron hace apenas 60.000 años, eran capaces de hablar.
Lo demostraría el hecho de que la forma de su garganta no les per-
mitía toda la gama de vocales que nosotros empleamos. Sin embar-
go, tal y como ha señalado el lingüista y psicólogo evolucionista Steven
Pinker: «en lengueje que selemente tengue en némere pequeñe de
vequeles tembén pede ser expreseve». Si el hebreo escrito se puede
entender sin vocales, no veo por qué el neandertal hablado, o inclu-
so el ergaster, habrían de ser incomprensibles. El veterano antropó-
logo sudafricano Philip Tobias sospecha que el lenguaje podría ser
incluso anterior al Homo ergaster, y quizá tenga razón. Como ya hemos
visto, hay, en cambio, otros paleotólogos que se van al extremo opues-
to y fijan el origen del lenguaje en el gran salto adelante, hace unas
pocas decenas de milenios.
Podría tratarse de una de esas controversias que jamás se resuel-
ven. En todas las deliberaciones sobre el origen del lenguaje se empie-
za aludiendo a la Sociedad Lingüística de París que, en 1886, prohi-
bió debatir sobre este asunto por considerarlo imposible de responder
y, por tanto, fútil. Será difícil dar con una respuesta, pero, a diferen-
cia de lo que ocurre con determinadas cuestiones filosóficas, el pro-
blema, al menos en principio, no carece de solución. Siempre que lo
que está en juego es el ingenio científico me declaro optimista. Del
mismo modo que hoy en día la deriva de los continentes es un hecho
incontestable avalado por múltiples y convincentes pruebas, y que
los análisis de ADN permiten determinar la procedencia de una man-
cha de sangre con una precisión que los forenses de antaño ni soña-
ban, me atrevo a confiar en que un día los científicos descubrirán un
ingenioso método para determinar cuándo empezaron a hablar nues-
tros antepasados.
Con todo, ni siquiera yo tengo la menor esperanza en que poda-
mos llegar a saber qué se decían aquéllos homínidos ni en qué idio-
ma se lo decían. ¿Empezaron con simples palabras, sin nada de gra-
mática, como el lenguaje de los bebés, que al principio sólo balbucean
sustantivos, o la gramática surgió enseguida y de repente, posibilidad
ésta ni absurda ni imposible? Puede que la predisposición a la gramá-

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el cuento del antepasado

tica ya existiese en el cerebro y se usase para otros fines, como por


ejemplo la elaboración de planes. Otra posibilidad es que la gramáti-
ca, al menos aplicada a la comunicación, fuese la creación inopinada
de un genio; lo dudo mucho, pero en este terreno no descarto de ma-
nera tajante ninguna hipótesis.
La aparición de una prometedora evidencia genética ha supuesto
un pequeño paso hacia la datación del origen del lenguaje. Una fami-
lia concreta, que recibe el nombre en código de KE, muestra una extra-
ña carencia hereditaria. De unos 30 miembros repartidos en tres gene-
raciones, la mitad son normales, pero los otros 15 sufren una curiosa
disfunción lingüística que merma tanto la capacidad de hablar como
la de comprender. El síndrome, llamado dispraxia verbal, se manifies-
ta en un primer momento como incapacidad infantil de articular
con claridad las palabras. Algunos expertos creen que el problema se
debe a una ceguera gramatical que los incapacita para captar ciertos acci-
dentes gramaticales como el género, el tiempo y el número. Lo que
es indudable es que se trata de una anomalía es genética: las perso-
nas nacen con ella o sin ella, y está relacionada con una mutación de
un importante gen denominado FOXP2 que quienes no sufrimos el
trastorno poseemos en forma no mutada. Como ocurre con la mayo-
ría de nuestros genes, una versión de FOXP2 también está presente
en ratones y otras especies, y es probable que realice diversas funcio-
nes en el cerebro y otros lugares4. El hecho de que exista una familia
como la KE da a entender que en los seres humanos el FOXP2 es impor-
tante para el desarrollo de alguna región del cerebro implicada en el
lenguaje.
Nos interesa, pues, comparar el gen FOXP2 humano con el de los
animales que carecen de lenguaje. En general los genes se comparan
analizando o bien las secuencias de ADN propiamente dichas o las
secuencias de aminoácidos de las proteínas que aquéllas codifican. Hay
veces que se llega a resultados diferentes dependiendo del método
empleado en esas ocasiones. El gen FOXP2 codifica una cadena pro-
teica de 715 aminoácidos de longitud. La versión de los ratones y la de
los chimpancés se diferencian en un solo aminoácido. La versión huma-

4. Muchos genes tienen más de un efecto, fenómeno conocido como pleiotropismo.

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ergaster

na se diferencia de ambos en otros dos aminoácidos. ¿Advierte el lec-


tor lo que eso puede significar? Aunque los humanos y los chimpan-
cés tengamos en común la mayor parte de nuestra historia evolutiva y
de nuestro genoma, el FOXP2 humano es uno de los elementos en los
que ha habido una evolución más rápida en el breve espacio de tiem-
po transcurrido desde que el ser humano se separó de sus parientes.
Uno de los aspectos más importantes que nos distinguen de los chim-
pancés es el lenguaje, del que ellos carecen. Si lo que pretendemos es
comprender cómo evolucionó esa facultad, lo que deberíamos buscar
precisamente es un gen que haya mutado en algún momento de nues-
tra línea ancestral pero después de que nos separásemos de los chim-
pancés; y ése es justamente el gen que aparece mutado en la desventu-
rada familia KE (y también, de forma diferente, en otro individuo que
no guarda la menor relación con aquélla pero que presenta la misma
disfunción lingüística). Quizá lo que capacitó a los seres humanos y
no a los chimpancés para el desarrollo del lenguaje fue una serie de
mutaciones en el FOXP2. ¿También lo tenían mutado los Ergaster?
Sería maravilloso que pudiésemos usar esta hipótesis genética para
determinar la fecha del origen del lenguaje en nuestros antepasados.
Si bien no podemos establecer ese dato con certeza, sí podemos hacer
algo bastante sugerente empleando dicho método. El procedimien-
to más obvio sería triangular marcha atrás partiendo de variantes obser-
vables entre los humanos actuales para calcular así la antigüedad del
FOXP2. Sin embargo, a excepción de casos tan raros como el de los
desafortunados miembros de la familia KE, en los aminoácidos del
FOXP2 no se registran variaciones, y sin un número suficiente de varia-
ciones no se puede llevar a cabo la triangulación. Por suerte, sin embar-
go, hay otras partes del gen que nunca se traducen en proteínas y que,
por tanto, son libres de mutar sin que la selección natural se entere :
son las letras mudas de las partes del gen que nunca se transcriben,
los llamados intrones (que se contraponen a los exones, los cuales sí
se expresan y no pasan desapercibidos a la selección natural). Las letras
mudas, a diferencia de las que se expresan, varían bastante de un ser
humano a otro, y también de un ser humano a un chimpancé.
Analizando las pautas de variación en las áreas mudas podemos enten-
der parte de la evolución del gen. Aunque las letras mudas no están
sometidas a la selección natural, pueden verse arrastradas por la selec-

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el cuento del antepasado

ción de los exones aledaños. Mejor todavía: el análisis matemático de


las pautas de variación de los intrones ofrece una buena indicación
del momento en que tuvieron lugar esas modificaciones impuestas
por la selección natural. En el caso del FOXP2, la respuesta la encon-
tramos hace menos de 200.000 años. Uno de los cambios de la ver-
sión humana del FOXP2 propiciados por la selección natural parece
coincidir más o menos con el paso del Homo sapiens arcaico al Homo
sapiens anatómicamente moderno. ¿Fue entonces cuando surgió el
lenguaje? En este tipo de cálculos el margen de error es amplio, pero
en la práctica este ingenioso testimonio genético representa un voto
en contra de la teoría de que el Homo ergaster hablaba. Y lo que a mi
juicio es más importante: este novedoso e inesperado método ali-
menta mis esperanzas de que la ciencia pueda dejar un día con un pal-
mo de narices a los pesimistas de la Sociedad Lingüística de París.
En nuestra peregrinación, el Homo ergaster es el primero de los ante-
pasados fósiles que pertenece claramente a una especie diferente de
la nuestra. Nos disponemos a emprender una etapa del viaje en la que
los fósiles constituirán las pruebas más importantes, y, aunque nunca
lleguen a superar el valor de los testimonios moleculares, seguirán
teniendo gran relevancia hasta que lleguemos a épocas lejanísimas
en que los realmente relevantes comenzarán a ralear. Es un buen
momento para examinar los fósiles con más detalle y ver cómo se for-
man. Que nos lo cuente el Ergaster.

EL CUENTO DEL ERGASTER

Richard Leakey describe emotivamente el momento en que su cole-


ga Kimoya Kimeu descubrió, el 22 de agosto de 1984, al Niño de
Turkana (Homo ergaster), que con su millón y medio de años de anti-
güedad es el esqueleto casi completo de homínido más antiguo que
jamás se haya encontrado. Igualmente emotiva es la descripción que
hace Donald Johanson de Lucy, un australopitecino más antiguo toda-
vía y, como cabe imaginar, más incompleto. Y no menos extraordina-
rio es el relato del descubrimiento de Little Foot («piececillo»), un fósil
que todavía no se ha descrito con detalle (véase página 134). Sean cua-
les fuesen las insólitas condiciones por las que Lucy, Little Foot y el

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ergaster

Niño de Turkana han sobrevivido hasta nuestros días, ¿no nos gusta-
ría que, cuando nos llegase la hora, se nos concediese una forma de
inmortalidad parecida? ¿Qué obstáculos hemos de salvar para mate-
rializar semejante ambición? ¿Cómo se forma un fósil? De eso trata
«El Cuento del Ergaster», pero antes de nada será mejor hacer un bre-
ve inciso de carácter geológico.
Las rocas se componen de cristales demasiado pequeños para apre-
ciarse a simple vista. Un cristal es una única molécula gigante cuyos
átomos están dispuestos con regularidad formando una retícula en
la que la distancia entre los átomos se repite miles de millones de veces
hasta llegar a la cara externa. Los cristales se forman cuando los áto-
mos pasan del estado líquido al sólido y se acumulan de forma cre-
ciente en torno a un núcleo ya existente. Dicho líquido suele ser agua.
En otras ocasiones no se trata de un solvente sino del propio mineral
fundido. La forma del cristal y los ángulos en que se encuentran sus
facetas son una transposición directa, a gran escala, de la retícula
atómica. A veces la forma de la retícula se proyecta a gran tamaño de
manera evidente, como en el caso de los diamantes o amatistas cuyas
facetas revelan, a simple vista, la geometría tridimensional de la estruc-
tura atómica espontáneamente formada. Lo normal, sin embargo, es
que las unidades cristalinas que componen las rocas sean demasiado
pequeñas para apreciarlas a simple vista, lo cual es uno de los moti-
vos por los que la mayoría de las rocas no son transparentes. Entre
los cristales de roca más importantes y comunes se encuentran el cuar-
zo (dióxido de silicio), los feldespatos (también compuestos en su
mayor parte por dióxido de silicio, pero con algunos de sus átomos de
sílice sustituidos por átomos de aluminio) y la calcita (carbonato de
calcio). El granito es una mezcla muy compacta de cuarzo, feldespa-
to y mica, resultante de la cristalización de magma fundido. La pie-
dra caliza es casi toda calcita, la arenisca es casi toda cuarzo, y ambas
están compuestas de gránulos compactados procedentes de sedimen-
tos de arena o barro.
Las rocas ígneas se forman a partir de lava consolidada por enfria-
miento (lava que a su vez es roca fundida) y con frecuencia, como en
el caso del granito, son cristalinas. A veces parecen líquido solidifica-
do, muy semejante al vidrio. Con mucha suerte, la lava líquida puede
quedar presa en un molde natural, como un cráneo o una huella de

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el cuento del antepasado

dinosaurio, pero para quienes estudian la historia de la vida, las rocas


ígneas sirven, sobre todo, de herramienta de datación. De hecho, como
veremos en «El Cuento de la Secuoya», los mejores métodos de data-
ción sólo funcionan con rocas ígneas. Por lo general no se puede fechar
con precisión un fósil basándose únicamente en sus características,
pero si en las proximidades hay alguna roca ígnea, se puede asumir
que sea contemporánea suya; o si el fósil se encuentra en medio de
dos muestras datables de roca ígnea, una encima y otra debajo, se pue-
de establecer su antigüedad comparando las de los dos bloques. En
esta datación de fósiles emparedados se corre el ligero riesgo de que el
cadáver haya sido arrastrado hasta un yacimiento de otra época por
una crecida, o lo llevasen allí las hienas o sus equivalentes entre los
dinosaurios equivalentes. Si hay suerte, se podrá apreciar si ocurrió
algo parecido; de lo contrario, hará falta cotejar el resultado de la data-
ción con un patrón estadístico general para confirmar la validez de
la fecha.
Las rocas sedimentarias como la arenisca y la caliza están compues-
tas de materiales duros como conchas o de fragmentos diminutos que
el viento o el agua arrancan de rocas más antiguas. Ese material se des-
plaza en suspensión en forma de arena, limo o polvo, hasta deposi-
tarse en otra parte, donde, con el tiempo, se asienta y compacta dan-
do lugar a nuevos estratos de roca. La mayoría de los fósiles se encuentra
en lechos sedimentarios.
Lo propio de las rocas sedimentarias es que sus materiales se reci-
clen continuamente. Sometidas a la lenta erosión del agua y el vien-
to, las montañas antiguas como las Highlands escocesas van cedien-
do materiales que posteriormente se depositan en sedimentos y que
podrían acumularse en cualquier otra parte hasta formar montañas
más jóvenes, como los Alpes, con lo que el ciclo se reanuda. En un
mundo donde este tipo de ciclos se suceden sin tregua, bien haríamos
en dominar la ansiedad con que exigimos un registro fósil continuo
que cubra todas las lagunas de la evolución. Si faltan fósiles no es
sólo cuestión de mala suerte, sino una consecuencia inherente al modo
en que se forman las rocas sedimentarias. Lo que de veras sería preo-
cupante es que no hubiese lagunas en el registro fósil. Las rocas más
antiguas resultan destruidas, junto con los fósiles que albergan, como
consecuencia del mismo proceso que da lugar a rocas nuevas.

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ergaster

Los organismos enterrados suelen fosilizarse cuando el agua car-


gada de minerales penetra sus tejidos. En los organismos vivos, los hue-
sos, por razones económicas y estructurales, son porosos y esponjosos.
Cuando el agua se filtra por los intersticios de los huesos de un cadá-
ver, los minerales se depositan lentamente a lo largo de las eras. Digo
«lentamente» casi por sistema, pero el proceso no siempre es tan len-
to; piénsese en lo rápido que un tetera se cubre de sarro. Una vez, en
una playa australiana, me encontré un tapón de botella engastado en
una piedra. Con todo, el proceso suele ser lento. Sea cual sea la velo-
cidad, la piedra de un fósil adopta en última instancia la forma del
hueso original, y esa forma se nos revela millones de años después,
aunque haya desaparecido hasta el último átomo del hueso original
(lo que no siempre ocurre). El bosque petrificado del Desierto Pintado
de Arizona está formado por árboles cuyos tejidos fueron sustituidos
lentamente por sílice y otros minerales filtrados de las aguas subte-
rráneas. Los árboles, muertos hace 200 millones de años, son ya pura
piedra, pero todavía hoy se pueden apreciar con nitidez, en esa for-
ma petricadada, muchos de sus detalles celulares microscópicos.
Ya he mencionado que a veces el organismo original, o parte del
mismo, forma un molde natural del que posteriormente puede extraer-
se o disolverse. Recuerdo con placer los dos días tan felices que pasé
en Tejas en 1987, chapoteando en el río Paluxy para examinar las hue-
llas de dinosaurio que se conservan en su terso lecho calcáreo y en
las que llegué a colocar mis propios pies. Por aquel entonces se exten-
dió la estrambótica leyenda local de que algunas de las pisadas eran
gigantescas huellas humanas contemporáneas de las indiscutibles hue-
llas de dinosaurio. El resultado fue que la vecina ciudad de Glen Rose
se convirtió en el centro de producción de una floreciente industria
artesanal dedicada a fabricar toscas réplicas en cemento de las huellas
humanas gigantescas, para vendérselas a crédulos creacionistas que
saben perfectamente que «En aquellos días había gigantes en la tie-
rra» (Génesis 6:4) La verdadera historia de las huellas, que se ha estu-
diado concienzudamente, es fascinante. Las que son pisadas inequí-
vocas de dinosaurio tienen tres dedos, mientras que las que tienen una
vaga forma humana carecen de dedos y fueron obra de dinosaurios
que, en lugar de correr sobre las puntas de los pies, caminaban sobre
los talones. Como el cieno tiende a desbordar los contornos de la pi-

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el cuento del antepasado

sada, los dedos laterales de los dinosaurios habían quedado desfigu-


rados.
Más conmovedor resulta el yacimiento de Laetoli, en Tanzania,
donde se encontraron, impresas unas junto a las otras, las huellas de
tres homínidos verdaderos, probablemente de la especie Australopithecus
afarensis, que caminaron juntos hace 3,6 millones de años sobre lo que
a la sazón eran cenizas volcánicas recientes. Uno no puede evitar pre-
guntarse qué relación mantendrían aquellos tres individuos, si irían
de la mano o incluso si hablarían, o qué misión compartían en aquel
remoto día del Plioceno.
A veces, como he explicado al hablar de la lava, el molde puede lle-
narse de un material diferente que posteriormente se endurece y da
lugar a una reproducción del animal u órgano original. Escribo estos
renglones encima de una mesa de jardín hecha con una losa cuadra-
da de más de dos metros de lado y 15 centímetros de grosor: una
roca caliza sedimentaria de Purbeck que data del Jurásico y puede que
tenga unos 150 millones de años de antigüedad5. Además de un mon-
tón de conchas fósiles, en la parte inferior de la mesa (al menos según
el distinguido y excéntrico escultor que me la consiguió) hay una hue-
lla de dinosaurio; pero es una huella en relieve, es decir, que sobresa-
le de la superficie. La huella original (si de veras es auténtica, porque
a mí me parece bastante anodina) debió de servir como molde, en
éste se depositó posteriormente el sedimento, y por último desapare-
ció la matriz. Mucho de lo que sabemos sobre los cerebros ancestra-
les nos ha llegado en forma de reproducciones de ese tipo: «vaciados»
endocraneales que a menudo llevan impresa, hasta en los mínimos
detalles, la superficie del cerebro.
En ciertas ocasiones, aunque con menor frecuencia que huesos,
conchas y dientes, las partes blandas de los animales también se fosi-
lizan. Los yacimientos más famosos son el de Burgess Shale, en las
Montañas Rocosas canadienses, y el de Chengjian, en el sur de China,
que es un poco más antiguo y al que volveremos en «El Cuento del

5. Una vez un periodista me entrevistó durante más de una hora delante de este
megalito de dos toneladas y posteriormente, en su artículo, lo describió como «una
mesa blanca de hierro forjado». Es el ejemplo que siempre pongo para demostrar la
falibilidad de los testimonios presenciales.

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ergaster

Gusano Aterciopelado». En ambos se han encontrado fósiles de gusa-


nos y otras criaturas sin huesos ni dientes (además de los habituales
organismos duros) que constituyen un maravilloso documento de la
vida en el periodo Cámbrico, hace más de mil millones de años. Somos
inmensamente afortunados de disponer de esos dos auténticos teso-
ros; en realidad, como ya he señalado, tenemos mucha suerte de tener
fósiles del tipo que sea y en donde sea. Se calcula que del 90 por cien-
to de todas las especies jamás llegaremos a tener noticia en forma fósil.
Si ése es el porcentaje para las especies, piénsese en los poquísimos
individuos que pueden esperar alcanzar la inmortalidad mediante la
fosilización, ese capricho del que hablábamos al inicio de este cuen-
to. Según un cálculo realizado ex profeso, entre los vertebrados la posi-
bilidad sería de una entre un millón. Me parece una cifra demasiado
elevada; y creo que para los animales sin partes duras, el porcentaje
debe ser mucho menor.

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Hábiles

Un millón de años antes del Homo ergaster, es decir, hace dos millones
de años, ya no hay ninguna duda de cuál es el continente donde se
hunden nuestras raíces genéticas. Todo el mundo, incluidos los multi-
rregionalistas, coinciden en que se trata de África. Los fósiles más signfi-
cativos de esta época suelen clasificarse como Homo habilis. Algunos pale-
ontólogos distinguen un segundo tipo, muy similar y contemporáneo de
aquél, al que denominan Homo rudolfensis, otros lo equiparan al
Kenyapithecus, descrito por el equipo de Leakey en 2001, y otros se abs-
tienen por prudencia de dar a estos fósiles el nombre de especie y se limi-
tan a llamarlos Homo primitivo. Como de costumbre, no me pronuncia-
ré en materia de nombres. Lo que importa son las criaturas de carne y
hueso propiamente dichas, y me referiré a todas ellas con el término hábi-
les. Los fósiles de Hábil son menos abundantes que los de Ergaster, lo
cual es comprensible dado que son más antiguos. El cráneo que mejor
se conserva lleva el número de referencia KNM-ER 1470 y se conoce
comúnmente como el 14-70. Vivió hace unos 1,9 millones de años.
Los Hábiles eran tan diferentes de los Ergaster como éstos de nos-
otros y, como cabía esperar, existieron especímenes intermedios que
son difíciles de clasificar. El cráneo del Hábil es menos robusto que
el de Ergaster y tiene menos pronunciado el arco supraciliar. En este
sentido era más parecido a nosotros, lo cual no debiera sorprender a
nadie. La corpulencia y los arcos supraciliares prominentes son pecu-
liaridades que, como el vello, los homínidos adquieren y pierden repe-
tidamente a lo largo de las eras evolutivas.

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hábiles

Los Hábiles señalan el momento de nuestra historia en que el cere-


bro, la más extraordinaria de las peculiaridades humanas, comienza
a aumentar; o, dicho con mayor precisión, comienza a superar el tama-
ño de los cerebros ya voluminosos de los demás simios. De hecho, éste
es el motivo por el que se incluye a los Hábiles en el género Homo. Para
muchos paleontólogos, el cerebro grande es el sello distintivo de nues-
tro género. Los Hábiles, al poseer cerebros que superan la barrera
de los 750 c.c., han cruzado el Rubicón y se han hecho humanos.
Como el lector me escuchará repetir una y otra vez, no soy parti-
dario de rubicones, barreras ni brechas. En concreto, no existe razón
alguna para pensar que entre un Hábil primitivo y su predecesor hubie-
se una diferencia mayor que la apreciable entre el Hábil y sus suceso-
res. Estamos tentados de ver dicha diferencia porque el género del
predecesor (Australopithecus) es diferente del género del sucesor (Homo
ergaster), que es simplemente otro Homo. Es verdad que, si analizamos las
especies actuales, parece lógico que los miembros de géneros distin-
tos sean menos afines que los miembros de especies diferentes den-
tro del mismo género, pero esto no es extensible a los fósiles, siem-
pre que exista una descendencia histórica continua en el marco de la
evolución. En el límite entre una especie fósil cualquiera y su inme-
diata predecesora han de existir algunos individuos de cuya adscrip-
ción sería ridículo discutir ya que la reductio ad absurdum de semejan-
te discusión sería que los padres de una especie engendraron un hijo
de otra. Más absurdo aún es insinuar que un bebé del género Homo
haya nacido de padres pertenecientes a un género completamente
diferente como es el Australopithecus. Nuestras convenciones taxonó-
micas no están pensadas para explorar estas regiones evolutivas6.
Podemos dejar de lado el tema de los nombres para debatir una
cuestión más constructiva como es la de por qué el cerebro comenzó
de repente a aumentar de tamaño. ¿Cómo podríamos medir el aumen-

6. El Rubicón de los 750 c.c. que es necesario cruzar para merecer la definición
de Homo fue establecido por sir Arthur Keith. Como cuenta Richard Leakey en su libro
La formación de la humanidad, cuando Louis Leakey describió el primer Homo habilis,
el cráneo de su especimen tenía una capacidad de 650 c.c., de manera que desplazó
el Rubicón para acogerlo entre los humanos. Especímenes posteriores de Homo habi-
lis han venido a darle la razón por cuanto presentan una capacidad craneal cercana a
los 800 c.c. Todo esto me afianza en mi postura antirubiconiana.

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el cuento del antepasado

to del cerebro de los homínidos y construir un gráfico que reflejase


el tamaño de cerebro medio a lo largo de las eras geológicas? La uni-
dad de medida temporal es fácil de escoger: millones de años. Calcular
la progresión del cerebro ya es más complicado. Los cráneos fósiles y
los moldes endocraneales nos permiten medirlo en centímetros cúbi-
cos, que se convierten fácilmente a gramos, pero el tamaño absoluto
del cerebro no es necesariamente la medida que más nos interesa. Los
elefantes tienen un cerebro más grande que el nuestro y, sin embar-
go, no es sólo vanidad lo que nos hace creernos más inteligentes que
ellos. El cerebro de los Tyrannosaurus no era mucho menor que el nues-
tro, pero tenemos a todos los dinosaurios por criaturas torpes y de
escasa inteligencia. Lo que nos hace más inteligentes que los dino-
saurios es que tenemos cerebros más grandes en relación a nuestro
tamaño. Ahora bien, ¿qué significa exactamente «en relación a nues-
tro tamaño»?
Existen métodos matemáticos para corregir el tamaño absoluto y
expresar cuán grande debería ser el cerebro de un animal teniendo en
cuenta su estatura. El tema se merece por sí solo un cuento y nos lo
narrará el Homo habilis, el hábil situado a caballo de esa ardua fronte-
ra que es el Rubicón del tamaño cerebral.

EL CUENTO DEL HÁBIL

Queremos saber si el cerebro de una criatura concreta, como por ejem-


plo el Homo habilis, es mayor o menos de lo que debería en relación a
su estatura. Aceptamos (en mi caso un poco a regañadientes, pero lo
dejaré estar) que los animales grandes deben tener cerebros grandes
y los pequeños, cerebros pequeños. Aun tomando esto en considera-
ción, seguimos sin saber por qué unas especies son más sesudas que
otras. ¿Cómo hacemos para tener en cuenta el tamaño corporal? Nos
hace falta una base razonable para calcular qué dimensiones debe
tener el cerebro de un animal con arreglo al tamaño de su cuerpo y
poder establecer así si el cerebro de un animal concreto es mayor o
menor de lo previsto.
En esta peregrinación hacia el pasado nos hemos topado con este
problema en relación al cerebro, pero podríamos plantearnos la mis-

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hábiles

ma cuestión respecto de cualquier otra parte del cuerpo. Quizá algu-


nos animales tengan corazones, riñones o clavículas mayores (o meno-
res) de lo que deberían teniendo en cuenta su tamaño. Si así fuese,
es probable que el modo de vida de dichos animales exija mucho a
su corazón (o a sus riñones o a sus clavículas). ¿Cómo podemos saber
cuál «debería» ser el tamaño de una parte cualquiera de un animal en
relación a sus dimensiones totales? Adviértase que debería ser no signi-
fica «debe tener por razones funcionales», sino «cabe esperar que ten-
ga, considerando lo que tienen animales comparables». Como éste
es «El Cuento del Hábil» y el rasgo más sorprendente del Hábil es el
cerebro, seguiremos usando el cerebro como objeto de análisis, pero
las enseñanzas que obtengamos serán de índole más general.
Empezaremos trazando un diagrama de dispersión que contrapon-
ga la masa cerebral y la masa corporal de un gran número de especies.
Cada uno de los símbolos del gráfico de la página siguiente (obra de
mi colega y eminente antropólogo Robert Martin) representa una
especie de mamífero actual: en total 309, desde la más pequeña has-
ta la más grande. Por si el lector estuviese interesado, el Homo sapiens
es el punto que señala la flecha y el que está justo a su lado es un del-
fín. La línea negra continua que atraviesa la nube de puntos es la
recta que, según los cálculos estadísticos, mejor encaja con todos los
puntos.7
Una ligera complicación, que enseguida se entenderá, es que la
cosa funciona mejor si se hacen logarítmicas las escalas de ambos ejes,
y así es, de hecho, como se ha contruido este diagrama, donde el
logaritmo de la masa cerebral de un animal se contrapone al de su
masa corporal. Logarítmico significa que los segmentos equivalentes a
lo largo del eje de abscisas (o del de ordenadas) representan multipli-
caciones por un número fijo determinado, como por ejemplo diez, y
no adiciones de un número, como en los gráficos normales. La razón
por la que diez es un número conveniente es que nos permite ver los
logaritmos como una serie de ceros. Esto significa que si hay que
multiplicar la masa de un ratón por un millón para obtener la de un
elefante, habrá que añadir seis ceros a la masa del ratón, es decir, que

7. Es la línea que minimiza la suma de los cuadrados de las distancias desde los
puntos hasta ella.

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el cuento del antepasado

8
logaritmo de la masa cerebral (mg.)

2
0 1 2 3 4 5 6 7 8
logaritmo de la masa corporal (g.)

Gráfico logarítmico de la relación entre masa cerebral y masa corporal de diversas


especies de mamíferos placentarios. Los triángulos negros representan primates.
Adaptado del original de Martin [185].

basta con añadir seis ceros al logaritmo de uno para obtener el del
otro. A medio camino entre esos dos animales en la escala logarítmi-
ca (tres ceros) figura un animal que pesa mil veces más que un ratón,
o mil veces menos que un elefante: un ser humano, quizá. Si usamos
números redondos como mil o un millón es simplemente para que
la explicación resulte más sencilla. «Tres ceros y medio» significa una
posición intermedia entre mil y diez mil. Adviértase que intermedia
supone algo muy diferente cuando contamos ceros que cuando con-
tamos gramos. Todo esto se calcula automáticamente mirando los loga-
ritmos de los números. Las escalas logarítmicas exigen un plantea-
miento diferente del de las escalas aritméticas simples y son útiles para
otras finalidades.
Existen como mínimo tres buenas razones para emplear la escala
logarítmica. En primer lugar, permite incluir una musaraña enana, un
caballo y una ballena azul en el mismo gráfico sin necesidad de usar
100 metros de papel. En segundo lugar, facilita la lectura de los facto-

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res multiplicadores, que a veces es lo que hace falta hacer. No nos


basta saber que tenemos un cerebro mayor de lo que deberíamos
teniendo en cuenta de nuestro tamaño; queremos saber que nuestro
cerebro es, pongamos, seis veces mayor de lo que debería. En un grá-
fico logarítmico los factores multiplicativos se obtienen directamen-
te: eso es precisamente lo que significa logarítmico. La tercera razón
por la que conviene usar escalas logarítmicas es un poco más larga de
explicar. Una forma de expresarlo sería diciendo que en estas escalas
los puntos de dispersión forman líneas rectas en lugar de curvas,
pero eso no es todo. Trataré de aclarar el concepto en atención a quie-
nes sean tan negados para las matemáticas como un servidor.
Supongamos que cogemos un objeto como una esfera o un cubo,
o mismamente un cerebro, y que lo inflamos de manera homogénea
para que, conservando la misma forma, aumente diez veces de tama-
ño. En el caso de la esfera esto significa un diámetro diez veces mayor;
en el caso del cubo, o del cerebro, significa diez veces más ancho (y
más alto y más profundo). En todos estos casos de aumento propor-
cionado del tamaño, ¿qué ocurre con el volumen? La respuesta es que
se hace no diez, sino ¡mil veces mayor! Podemos demostrarlo imagi-
nando una pila de terrones de azúcar. O aumentando uniformemen-
te cualquier forma que se nos ocurra. Si se multiplica la longitud por
cien, siempre que la forma no varíe, el volumen se multiplicará auto-
máticamente por mil. En el caso especial de una decuplicación de
todas las dimensiones de un objeto, es como añadir tres ceros. Dicho
de un modo más general, el volumen es proporcional al cubo de la
longitud, y el logaritmo se multiplica por tres.
Podemos efectuar el mismo tipo de cálculos con respecto a la super-
ficie. Ahora bien, la superficie aumenta en proporción al cuadrado de
la longitud, no al cubo. El volumen de un terrón de azúcar determi-
na cuánto azúcar hay y cuánto cuesta, pero la rapidez con que se dilu-
ye viene dada por su superficie (lo cual no es un cálculo muy sencillo
que digamos, puesto que, a medida que se disuelve el terrón, la super-
ficie restante se reduce más lentamente que el volumen de azúcar
restante). Cuando expandimos un objeto de manera uniforme a base
de duplicar su longitud (anchura, etc.), multiplicamos por dos su super-
ficie: 2 x 2 = 4. Si multiplicamos por diez la longitud, también se mul-
tiplica por diez la superficie: 10 x 10 = 100 (o sea, añadimos dos ceros

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el cuento del antepasado

al número). El logaritmo de la superficie se dobla con respecto al de


la longitud, mientras que el del volumen se triplica. Un terrón de
dos centímetros contendrá ocho veces más azúcar que uno de un cen-
tímetro, pero se disolverá en el té tan sólo cuatro veces más rápido
(por lo menos al principio), porque lo que está en contacto con el té
es la superficie del terrón.
Ahora imaginemos que trazamos un diagrama de dispersión de
terrones de azúcar de una gran variedad de tamaños, con la masa del
terrón (proporcional al volumen) representada en el eje de abscisas
y la tasa (inicial) de disolución en el de ordenadas (dando por hecho
que es proporcional a la superficie). En un gráfico no logarítmico,
los puntos seguirían una línea curva que sería bastante difícil de inter-
pretar y, por consiguiente, no serviría de mucho. En cambio, si con-
traponemos el logaritmo de la masa al de la tasa de disolución ini-
cial, obtendremos mucho más información. Cada vez que la masa se
triplica, la superficie se duplica. En el gráfico logarítmico, los puntos
no siguen una curva sino una línea recta. Además, la pendiente de
dicha recta tiene un significado muy preciso. Se trata de una pen-
diente de dos tercios, es decir: a cada dos puntos en el eje de la super-
ficie corresponden tres en el eje del volumen. Cada vez que el loga-
ritmo de la superficie se duplica, el del volumen se triplica. La pendiente
de dos tercios no es la única significativa que se puede apreciar en un
gráfico logarítmico. Los gráficos de este tipo son informativos por-
que la pendiente de la línea permite intuir lo que sucede con relación
a magnitudes tales como volúmenes y superficies. Y los volúmenes,
superficies y sus complicadas relaciones son aspectos fundamentales
a la hora de entender los cuerpos de lo seres vivos y sus partes.
No es que se me den muy bien las matemáticas (y diciendo esto me
quedo corto), pero hasta yo soy capaz de captar lo fascinante de los grá-
ficos logarítmicos. Y la fascinación aumenta si se repara en que el mis-
mo principio sirve para todas las formas, no sólo las regulares como
los cubos y las esferas, sino también las complicadas, como los cuerpos
de los animales y sus órganos y partes, como los riñones o el cerebro.
El único requisito es que el tamaño varíe de forma uniforme, sin que
se modifique la forma. Esto nos da una especie de medidad de refe-
rencia con la que cotejar las mediciones reales. Si una especie animal
es diez veces más larga que otra, su masa será mil veces mayor, pero sólo

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si tienen la misma forma. En realidad, es muy probable que, en el paso


de especies pequeñas a especies grandes, la evolución haya impuesto
una variación sistemática de la forma, y ahora veremos por qué.
Los animales grandes deben tener una forma diferente a la de los
pequeños, aunque sólo sea por las reglas de la proporción super-
ficie/volumen que acabamos de ver. Si convirtiésemos una musaraña
en elefante sólo a base de inflarla, sin modificar la forma, no sobrevivi-
ría. Sería un millón de veces más pesada y esto provocaría un sinfín de
inconvenientes. Algunos de los problemas que ha de afrontar un ani-
mal dependen del volumen (masa), otros dependen de la superficie, y
otros de una compleja función de esas dos magnitudes, cuando no de
otras consideraciones completamente diferentes. Al igual que la velo-
cidad a la que se diluye un terrón de azúcar, la velocidad a la que un ani-
mal pierde calor o agua a través de la piel es proporcional a la superfi-
cie que mantiene expuesta al mundo exterior. Sin embargo, el ritmo al
que genera calor probablemente esté más relacionado con el número
de células de su cuerpo, que es una función del volumen.
Una musaraña del tamaño de un elefante tendría patas largas y
finas que se romperían bajo el enorme peso y unos músculos dema-
siado estrechos y débiles para cumplir adecuadamente su función.
La fuerza de un músculo no es proporcional a su volumen sino a la
superficie de su sección transversal. Esto es así porque el movimien-
to muscular es la suma del movimiento de millones de fibras molecu-
lares que se deslizan en paralelo. El número de fibras que puede con-
tener un músculo depende de la superficie de su sección transversal
(el cuadrado de la longitud). Pero la tarea que debe cumplir (susten-
tar a un elefante, pongamos por caso) es proporcional a la masa del
animal (el cubo de la longitud). Por consiguiente, el elefante, para
sostener su masa, necesita proporcionalmente más fibras musculares
que una musaraña. De ahí que la superficie transversal y el volumen
de sus músculos tengan que ser mayores de lo que se obtendría median-
te una simple ampliación de la escala. En el caso de los huesos, por
motivos diversos y específicos, se llega a una conclusión parecida. He
ahí la razón por la que los animales de gran tamaño como los elefan-
tes tienen patas macizas como troncos de árbol.
Supongamos que un animal del tamaño de un elefante sea 100
veces mayor que un animal del tamaño de una musaraña. Dando por

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el cuento del antepasado

hecho tengan la misma forma, el área de su epidermis será 10.000


veces superior al de la musaraña, y su masa y volumen, un millón
de veces. Si tiene células sensibles al tacto repartidas de manera uni-
forme por la piel, el elefante necesitará 10.000 veces más células que
la musaraña, y puede que la región cerebral que se ocupa de ellas tam-
bién tenga un tamaño proporcionalmente superior. El número total
de células en el cuerpo del elefante será un millón de veces el de la
musaraña, y será necesaria una cantidad adecuada de vasos capilares.
¿Cuántos kilómetros de vasos sanguíneos deberá tener el animal gran-
de con respecto al pequeño? Se trata de un cálculo complicado que
vamos a dejar para otro cuento. De momento, basta con que enten-
damos que a la hora de efectuarlo deberemos tener presente estas
reglas de volúmenes y superficies, y que el diagrama logarítmico es un
buen método para encontrar indicios de tipo intuitivo sobre este tipo
de problemas. La conclusión principal es que, cuando a lo largo de
la evolución los animales aumentan o disminuyen de tamaño, su for-
ma varía en direcciones previsibles.
Hemos llegado hasta aquí al reflexionar sobre el tamaño del cere-
bro. La cuestión es que no podemos comparar nuestros cerebros con
los del Homo habilis, del Australopithecus, o con los de alguna otra espe-
cie sin tener en cuenta el tamaño del cuerpo. Hace falta un índice de
tamaño cerebral que tome en consideración el corporal. No podemos
dividir el tamaño del cerebro entre el del cuerpo, aunque siempre será
mejor hacer eso que limitarse a comparar las dimensiones cerebrales
absolutas. Lo más apropiado es utilizar los gráficos logarítmicos que
acabamos de analizar, esto es, confrontar el logaritmo de la masa cere-
bral y el logaritmo de la masa corporal de muchas especies de diver-
sos tamaños. Los puntos probablemente se agruparán a lo largo de
una línea recta, como de hecho ocurre en el gráfico anterior. Si la pen-
diente de la línea es 1/1 (tamaño del cerebro exactamente proporcio-
nal a tamaño del cuerpo), cada célula cerebral será capaz de ocupar-
se de un número fijo de células corporales. Una pendiente de 2/3
indicaría que el cerebro es como los huesos y los músculos, es decir,
que un determinado volumen corporal (o número de células corpo-
rales) exige una determinada superficie cerebral. Cualquier otra pen-
diente requeriría una interpretación distinta. Así pues, ¿cuál es, en
concreto, la pendiente?

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Pues no es ni 1/1 ni 2/3, sino un valor intermedio. Para ser exactos,


es prácticamente 3/4. ¿Y por qué 3/4? Ése es el tema del cuento que, como
sin duda habrá adivinado el lector, nos contará la coliflor (al fin y al
cabo, un cerebro parece una coliflor). Para no destripar el final de «El
Cuento de la Coliflor», me limitaré a señalar que la pendiente 3/4 no
es exclusiva de los cerebros, sino que surge continuamente en todo
tipo de seres vivos, incluidas plantas como la coliflor. Para entender
el motivo deberemos, pues, esperar hasta el susodicho cuento; hasta
entonces, por lo que respecta al tamaño del cerebro, diré simple-
mente que la pendiente de 3/4 es la prevista, en el sentido que hemos
empleado esta palabra al comienzo de este cuento.
Aunque los puntos se arraciman a lo largo de la recta de pendien-
3
te /4 prevista, no todos los puntos caen exactamente sobre ella. Una
especie más cerebral es aquélla cuyo punto se sitúa por encima de la
línea; eso significa que tiene un cerebro mayor de lo previsto tenien-
do en cuenta su tamaño corporal. En cambio, una especie cuyo cere-
bro sea menor de lo previsto, aparecerá representada debajo de la
línea. La distancia desde el punto hasta la recta indica cuán mayor o
menor de lo previsto es el cerebro de la especie en cuestión. Un pun-
to situado justamente sobre la línea representa una especie cuyo cere-
bro tiene exactamente el tamaño que cabía esperar dada su masa
corporal.
Ahora bien, ¿qué cabía esperar? ¿con arreglo a qué? Pues con
arreglo a la proporción típica de las especies con cuyos datos se ha ela-
borado el gráfico. Así, si el gráfico se elaboró a partir de una muestra
representativa de vertebrados terrestres que abarcase desde las sala-
manquesas a los elefantes, el hecho de que todos los mamíferos cai-
gan del lado superior de la línea (y todos los reptiles del inferior) sig-
nifica que aquéllos tienen un cerebro mayor de lo que se «preveía»
para un vertebrado típico. Si elaboramos otro gráfico a partir de una
muestra representativa de mamíferos, la línea resultante será parale-
la a la de los vertebrados, es decir, presentará la misma pendiente de
3
/4 , pero en términos absolutos será más alta. Un gráfico distinto cons-
truido para una muestra representativa de primates (monos y simios)
arrojará una recta más alta todavía, pero ésta seguirá siendo paralela
a las otras dos en virtud de su pendiente de 3/4. Y la recta del gráfico
relativo al Homo sapiens será más alta que todas ellas.

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el cuento del antepasado

El cerebro humano es demasiado grande incluso en relación a los


parámetros de los primates, y el cerebro medio de los primates tam-
bién lo es en relación a los parámetros de los mamíferos. A su vez, el
cerebro medio de los mamíferos es demasiado grande para los pará-
metros de los vertebrados. Dicho de otro modo, los puntos del gráfi-
co de los vertebrados están más dispersos que los puntos del gráfico
de los mamíferos, que a su vez están más dispersos que los puntos de
los primates incluidos en éste. La nube de puntos de los desdentados
(un orden de mamíferos sudamericanos al que pertenecen el pere-
zoso, el oso hormiguero y el armadillo) se sitúa por debajo de la media
de los mamíferos, de los cuales constituye una parte.
Harry Jerison, el padre de los estudios sobre el tamaño de los cere-
bros fósiles, propuso el cociente de encefalización (CE) para medir
en qué medida el cerebro de una especie particular, perteneciente a
una categoría más amplia como la de los vertebrados o los mamífe-
ros, difiere del tamaño que debería tener en función de su tamaño
corporal. Para medir el CE hace falta especificar cuál es esa categoría
más amplia que estamos usando de referencia para la comparación.
El cociente de encefalización de una especie viene expresado por la
distancia que la separa, por arriba o por abajo, de media de la cate-
goría de referencia. Jerison pensaba que la pendiente de la recta era
de 2/3, pero los estudios actuales coinciden en que es de 3/4, así que,
como bien ha señalado Robert Martin, hay que corregir los propios
cálculos de CE de Jerison. Hechas las correcciones, resulta que el cere-
bro humano moderno es unas seis veces mayor de lo que debiera ser
en un mamífero del tamaño del hombre (si en lugar de calcularse el
CE con relación al parámetro del conjunto de los mamíferos, se hicie-
ra con relación al de los vertebrados, sería más elevado; si se realiza-
se el cálculo con relación al del conjunto de los primates, sería más
bajo).8 El cerebro de un chimpancé moderno es el doble de grande

8. Prácticamente lo mismo ocurre con el cociente intelectual (CI), que no es una


medida absoluta de la inteligencia. El CI de una persona refleja la diferencia, positi-
va o negativa, entre su inteligencia y la inteligencia media –convencionalmente fijada
en 100– de una población determinada. Si se calcula con relación a la población de
la universidad de Oxford, mi CI será más bajo que si se realiza el cálculo respecto al
conjunto de la población inglesa. De ahí nace el chiste del político que se lamenta de
que la mitad de la población tenga un CI menor de 100.

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de lo normal para un mamífero típico, y lo mismo ocurre con los cere-


bros de los australopitecinos. El Homo habilis y el Homo erectus, las
especies probablemente intermedias entre los Australopithecus y nos-
otros, también son intermedias en cuanto al volumen cerebral; ambas
tienen más o menos un 4 de cociente encefálico, lo que significa que
sus cerebros eran unas cuatro veces mayores de lo normal para mamí-
feros de su tamaño.
El siguiente gráfico muestra un cálculo aproximado del CE de varios
primates y monos antropoides fósiles, con relación a la época en que
vivieron. Cuidándonos muy mucho de tomarlo al pie de la letra, se
puede interpretar como índice aproximado de la disminución cere-
bral que se observa a medida que se retrocede en el tiempo evoluti-
vo. En lo alto del diagrama figura el Homo sapiens con un CE de 6, lo
que significa que nuestro cerebro pesa seis veces más de lo que debe-
ría pesar en un mamífero típico de nuestro tamaño. En la parte infe-
rior aparecen los fósiles que podrían representar algo así como el
Contepasado 5, el antepasado que tenemos en común con los monos
del Nuevo Mundo. Se calcula que su CE era más o menos 1, lo que
quiere decir que tenían un cerebro casi exacto para un mamífero actual
de su tamaño. En posiciones intermedias se sitúan varias especies de
Australopithecus y Homo que en la época en que vivieron pudieron estar
próximas a nuestro linaje ancestral. Una vez más, la línea trazada es
la recta que mejor encaja con todos los puntos del gráfico.
He advertido de que había que interpretar el gráfico con su grano
de sal pero ahora, más que un grano, recomiendo una cucharada ente-
ra. El CE se calcula a partir de dos magnitudes, la masa cerebral y la
masa corporal. En el caso de los fósiles, ambas cantidades se calculan
a partir de los fragmentos que han llegado hasta nosotros y el mar-
gen de error es considerable, sobre todo a la hora de evaluar la masa
corporal. Según el punto que lo representa en el gráfico, el Homo habi-
lis es más cerebral que el Homo erectus, pero no creo que fuese así.
El volumen cerebral absoluto del Homo erectus es indiscutiblemente
mayor. El hecho de que Homo habilis tenga un CE más elevado se
debe al valor mucho más bajo atribuido a su masa corporal. Para tener
una idea del margen de error, piénsese en la enorme variedad de tama-
ños corporales del ser humano actual. El CE está especialmente suje-
to a errores a la hora de calcular la masa corporal, que, no olvide-

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el cuento del antepasado

H. sapiens
6 tamaño cerebral seis
veces mayor de lo
normal para un
índice de encefalización

mamífero típico
5
H. erectu H. habilis

Proconsul
A. robustus
3 A. boisei
A. africanus
A. afarenssi
2
primeros prosimios

1 tamaño cerebral
típico de un mamífero
Aegyptopitheus

0
actualidad 1 10 100
edad (millones de años; escala logarítmica)

Gráfico del cociente de encefalización (CE) en relación al tiempo, para diversas


especies fósiles. El tiempo, medido en millones de años, está expresado en una
escala logarítmica. Los resultados se han corregido para una pendiente de 3/4 con
respecto a la línea horizontal de referencia (véase el texto).

mos, se eleva a una determinada potencia en la fórmula del CE. La


dispersión de los puntos a ambos lados de la línea refleja en buena
medida la irregularidad de la estimación de la masa corporal. En cam-
bio, la tendencia a largo plazo indicada por la recta probablemente
sea real. Los métodos que hemos explicado en este cuento, en parti-
cular los cálculos del CE en el último gráfico, confirman la impre-
sión subjetiva de que uno de los acontecimientos más importantes de
los últimos tres millones de años de nuestra evolución ha sido el aumen-
to de nuestro cerebro de primate, ya de por sí grande. La pregunta
que surge inevitablemente es por qué. ¿Qué presión selectiva en sen-
tido darviniano suscitó esa modificación durante los últimos tres millo-
nes de años?
Debido a que el aumento tuvo lugar tras la adquisición de la pos-
tura erecta, algunos científicos sugieren que el aumento vino induci-
do por el hecho de que nuestras manos quedasen libres, pudiendo
ejercitarse en tareas de precisión. En general me parece una explica-
ción verosímil, pero no más que muchas otras que también se han pro-
puesto. Lo que sucede es que el aumento del cerebro humano, para
lo que suelen ser las tendencias evolutivas, fue fulminante. Creo que

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hábiles

una evolución inflacionista exige una explicación inflacionista. En el


capítulo «El globo de la mente» de mi libro Destejiendo el arco iris, des-
arrollé este asunto dentro de una teoría general que di en llamar «coe-
volución software-hardware». La analogía informática se basa en que
las innovaciones en materia de programas y en cuestiones de equipo
se estimulan mutuamente generando una espiral explosiva. Las inno-
vaciones en el terreno de la programación exigen un desarrollo de los
equipos, lo que a su vez provoca la escalada de los programas, con el
resultado de que la tendencia inflacionista se dispara. A mi modo de
ver, los equivalentes cerebrales de la innovación en materia de progra-
mas eran el lenguaje, el rastreo de pistas, el lanzamiento de objetos y
los memes. Una de las teorías sobre el crecimiento del cerebro que no
traté como se merecía en Destejiendo el arco iris es la de la selección
sexual; sólo por eso le dedicaré una atención especial más adelante.
¿Es posible que el aumento del tamaño del cerebro humano, o,
mejor dicho, productos suyos tales como la pintura corporal, la poe-
sía épica o las danzas rituales, obedezcan al modelo evolutivo de la
cola del pavo real y sean, por tanto, una especie de cola de pavo real
mental? Siempre tuve debilidad por esta idea, pero nadie se decidía
a desarrollarla como es debido hasta que Geoffrey Miller, un joven psi-
cólogo evolucionista estadounidense que trabaja en Inglaterra, escri-
bió The Mating Mind. Oiremos esta idea en «El Cuento del Pavo Real»,
cuando, en el Encuentro 16, se sumen a nuestra peregrinación las aves.

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Monos antropoides

Los libros divulgativos sobre fósiles humanos siempre se jactan de


haber descubierto el antepasado humano más antiguo. Menuda ton-
tería. Preguntas específicas como «¿cuál fue el primer antepasado
humano que caminaba normalmente en posición erecta?», «¿cuál fue
el primer antepasado nuestro y no de los chimpancés?», o «¿cuál fue el
primer antepasado humano con un volumen cerebral superior 600 c.c.?»
tienen, al menos en principio, algún significado, aunque en la prác-
tica sean difíciles de contestar, y algunas incurran en el vicio de crear
falsos hiatos en un continuo sin fisuras. Pero eso de «¿cuál fue el pri-
mer antepasado humano?» no significa absolutamente nada.
Más insidioso resulta el hecho de que la competición por encon-
trar antepasados humanos lleve a algunos paleontólogos a pregonar
a los cuatro vientos, en cuanto parezca mínimamente posible, que
sus hallazgos fósiles pertenecen a la principal línea ancestral humana.
Sin embargo, cuantos más fósiles se descubren, más evidente se hace
que, durante la mayor parte de la historia de los homínidos, el conti-
nente africano albergó simultáneamente varias especies. Esto signifi-
ca por fuerza que muchos fósiles que hoy se consideran nuestros ante-
pasados resultarán ser tan sólo parientes cercanos.
Desde que apareciera por primera vez en África, el género Homo
compartió en varias épocas el continente con homínidos más robus-
tos, puede que de muchas especies distintas. Como de costumbre, las
afinidades de estas especies con el género Homo y su número exacto
son objeto de acaloradas discusiones. Entre los nombres asignados a

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monos antropoides

algunas de ellas (las hemos visto representadas en el segundo gráfico


de «El Cuento del Hábil») figuran Australopithecus (o Paranthropus)
robustus, Australopithecus (o Paranthropus o Zinjanthropus) boisei, y
Australopithecus (o Paranthropus) aethiopicus. Por lo visto evolucionaron
a partir de simios más gráciles (entendiendo grácil como antónimo
de robusto). Los simios gráciles también se incluyen en el género
Australopithecus, y nosotros, casi con toda seguridad, también surgimos
de algunos autralopitecinos gráciles. De hecho, suele ser difícil dis-
tinguir a los primeros Homo de los australopitecinos gráciles (de ahí
mi diatriba contra las convenciones taxonómicas que los encasillan en
géneros separados).
Los antepasados inmediatos de los Homo serían un tipo cualquie-
ra de australopitecino grácil. Echemos un vistazo a los fósiles de estas
gráciles criaturas. Mrs. Ples es alguien por quien siento un cariño espe-
cial desde que el Museo del Transvaal de Pletoria me regalase un boni-
to vaciado de su cráneo cuando, con ocasión del quincuagésimo ani-
versario de su hallazgo en la cercana localidad de Sterkfontein, di
una conferencia en honor de Robert Broom, el paleontólogo que la
descubrió. Mrs. Ples vivió hace unos dos millones y medio de años. El
apodo le viene de Plesianthropus, el género al que se la adscribió ini-
cialmente, antes de que la definiesen como Australopithecus ; el «Mrs.»
se debe a que en su momento se pensó (quizá erróneamente, según
se sospecha ahora) que se trataba de una hembra. Los fósiles de homí-
nido suelen tener motes por el estilo. No podía faltar Mr. Ples, un
fósil de Sterkfontein descubierto más recientemente, que pertenece
a la misma especie que Mrs. Ples, Australopithecus africanus. Otros fósi-
les con motes son Dear Boy, («querido muchacho»), un australopite-
co robusto también conocido como Zinj porque en un primer momen-
to se le puso de nombre Zinjanthropus boisei, Little Foot (piececillo; véase
el próximo cuento), y la célebre Lucy, de la que nos ocuparemos a con-
tinuación.
En el momento de encontrarnos con Lucy la aguja de nuestra máqui-
na del tiempo marca 3,2 millones de años. Se trata de otro australo-
pitecino grácil cuya especie, Australopithecus afarensis, es un serio aspi-
rante al puesto de antepasado humano: por eso se la menciona tan a
menudo. Sus descubridores, Donald Johansson y sus colegas, también
encontraron, en la misma zona, fósiles de trece individuos similares:

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la denominada «primera familia». Desde entonces, varias otras «Lucys»,


de entre tres y cuatro millones de años de antigüedad, se han descu-
bierto en otras partes de África oriental. Las pisadas de 3,6 millones
de años de antigüedad que Mary Leakey descubrió en Laetoli (véase
«El Cuento del Ergaster») también se atribuyen a un Australopithecus
afarensis. Sea cual sea el nombre latino, lo que está claro es que, por
aquel entonces, alguien caminaba sobre dos piernas. Lucy no es muy
diferente de Mrs. Ples, y hay quienes la consideran una versión más
primitiva de ésta. Sea como fuere, son más parecidas la una a la otra
que a cualquier australopitecino robusto. Las primeras Lucys de Áfri-
ca oriental tienen un cerebro algo más pequeño que las últimas Mrs.
Ples de África meridional, pero la diferencia es insignificante. Sus cere-
bros no diferían más de lo que difieren entre sí ciertos cerebros huma-
nos actuales.
Como cabía suponer, los afarensis más recientes, como Lucy, son
ligeramente diferentes de los afarensis de hace 3,9 millones de años.
Las diferencias se acumulan con el paso de las eras y, al apearnos
de nuestra máquina hace cuatro millones de años, nos encontramos
con criaturas que podrían ser antepasados de Lucy y de su estirpe, pero
que son lo bastante distintas, es decir, bastante parecidas a chimpan-
cés, como para merecer un nombre de especie diferente. Estos
Australopithecus anamensis, descubiertos por Mauve Leakey y su equi-
po, están representados por más de 80 fósiles procedentes de dos yaci-
mientos distintos en los alrededores del lago Turkana. No se ha encon-
trado ningún cráneo intacto, pero sí un espléndido maxilar inferior
que bien podría pertenecer a un antepasado nuestro.
El descubrimiento más emocionante de este periodo, que justifi-
ca un momentáneo alto en el camino, es, sin embargo, un fósil del que
aún no se ha publicado ninguna descripción exhaustiva. En un pri-
mer momento se pensó que el esqueleto hallado en las cuevas sudafri-
canas de Sterkfontein, conocido por el cariñoso apelativo de Little Foot,
tuviese unos tres millones de años de antigüedad, pero los últimos cál-
culos realizados le atribuyen más cuatro millones. Su descubrimiento
fue una labor detectivesca digna de Sherlock Holmes. En 1978 se encon-
traron en Sterkfontein fragmentos del pie izquierdo de Little Foot,
pero se guardaron en una caja sin rótulo y no se volvió a saber de
ellos hasta que en 1994 el paleontólogo Ronald Clarke, que trabaja-

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ba a las órdenes de Philip Tobias, se los encontró por casualidad en


la caseta que usan los trabajadores de las cuevas. Tres años después,
esta vez en un trastero de la universidad de Witwatersrand, Clarke
volvió a toparse de manera fortuita con otra caja de huesos de
Sterkfontein cuya etiqueta ponía: «Cercopitécidos». Como estaba inte-
resado en ese tipo de monos, miró dentro y se llevó una gran alegría
al descubrir, entre todos los huesos de mono, el hueso de un pie de
homínido. Dentro de la caja había varios huesos de pies y patas que
parecían corresponder a los fragmentos que él mismo había encon-
trado anteriormente en la caseta de Sterkfontein. Uno en concreto
era una tibia izquierda partida por la mitad; Clarke sacó un molde de
escayola, se lo dio a dos asistentes africanos, Nkwane Molefe y Stephen
Motsumi, y les pidió que volviesen a Sterkfontein a buscar la otra mitad.

Era como buscar una aguja en un pajar porque la cueva es enorme, hon-
da y oscura, con las paredes, el suelo y el techo de brecha viva. Sin embar-
go, el 3 de julio de 1997, después de dos días buscándola linterna en mano,
la encontraron.

La hazaña de Molefe y Motsumi resulta si cabe más asombrosa consi-


derando que el hueso que encajaba con el modelo de escayola estaba

en el extremo opuesto a donde habíamos excavado anteriormente. La


media tibia encajaba a la perfección, a pesar de que el hueso se había
partido como consecuencia del explosivo que, más de 65 años antes, usa-
ban los mineros que extraían piedra caliza. A la izquierda del extremo
de la tibia derecha que había quedado al descubierto se apreciaba la sec-
ción de la tibia izquierda tronchada, a la que podía acoplarse perfecta-
mente el extremo inferior de ésta, con los huesos del pie y todo. Más a la
izquierda se apreciaba el peroné izquierdo roto. A juzgar por las posicio-
nes de los miembros inferiores y por la correcta relación anatómica que
guardaban, el esqueleto entero tenía que estar allí, tumbado boca abajo.

En realidad no estaba allí, pero tras considerar los derrumbamientos


geológicos de la zona, Clarke dedujo dónde debía estar y Motsumi,
con su cincel, lo encontró. Clarke y su equipo tuvieron mucha suer-
te, pero su caso constituye un ejemplo perfecto de esa máxima que

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guía a los científicos desde la época de Louis Pasteur: «La fortuna son-
ríe a la mente preparada».
Todavía no se ha extraído completamente, no se lo ha descrito en
detalle ni se le he asignado un nombre científico, pero los informes
preliminares sobre Little Foot dan a entender que se trata de un des-
cubrimiento valiosísimo, casi tan completo como Lucy y, encima, más
antiguo. El pulgar del pie, aunque sea más parecido al del ser huma-
no que al del chimpancé, es más divergente que el nuestro, lo cual
podría significar que agarraba las ramas con los pies, algo que nos-
otros no podemos hacer. Aunque casi con toda seguridad caminaba
erguido, quizá también trepaba a los árboles y caminaba de un modo
distinto a nosotros. Al igual que otros australopitecinos, puede que
pasase tiempo en los árboles, tal vez pernoctando en ellos, como los
chimpancés modernos.
Después de esta pausa en el hito de los cuatro millones de años,
echemos un rápido vistazo al trayecto que tenemos por delante.
Retrocediendo más en el tiempo, hasta hace unos 4,4 millones de años,
hay restos fragmentarios de una criatura semejante al Australopithecus
que posiblemente fuese bípeda. La descubrieron Tim White y su equi-
po en Etiopía, bastante cerca de la última morada de Lucy, y la deno-
minaron Ardipithecus ramidus9, aunque hay quienes prefieren situarla
en el género Australopithecus. Hasta ahora no se ha encontrado nin-
gún cráneo de Ardipithecus, pero la dentadura indica que se parecía
más al chimpancé que ningún humano posterior. El esmalte de los
dientes era más grueso que el de los chimpancés, pero no tanto como
el nuestro. Los huesos craneales sueltos que se han encontrado indi-
can que el cráneo se apoyaba directamente sobre la columna verte-
bral, como en el ser humano, y no delante como en los chimpancés.
Esto invita a pensar que Ardipithecus era bípedo, y los huesos del pie
que se han encontrado corroboran esta hipótesis.
El bipedalismo establece una separación tan tajante entre los huma-
nos y los demás mamíferos que pienso se merece un cuento aparte.
¿Y quién mejor que Little Foot para contarlo?

9. Algunos distinguen una segunda especie, Ardipithecus kadabba.

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EL CUENTO DE LITTLE FOOT

No sirve de mucho ponerse a elucubrar sobre las ventajas de la pos-


tura erguida. Si fuesen indiscutibles, también serían bípedos los chim-
pancés, por no hablar de otros mamíferos. No hay ningún motivo
evidente para afirmar que con dos patas se corre con mayor rápidez
o agilidad que con cuatro, ni viceversa. Algunos mamíferos cuadrú-
pedos pueden alcanzar velocidades asombrosas valiéndose de la fle-
xibilidad de su espina dorsal para conseguir, entre otras cosas, una zan-
cada más larga y efectiva. Los avestruces, sin embargo, son la prueba
de que algunos bípedos (como el hombre) no tienen nada que envi-
diar a los cuadrúpedos (como el caballo). De hecho, un buen velo-
cista humano, aunque bastante más lento que un perro o un caballo
(o, ya puestos, que un avestruz o un canguro), no es terriblemente len-
to. En general, los monos y simios cuadrúpedos son corredores medio-
cres, quizá porque su estructura corporal debe satisfacer las necesi-
dades de un trepador. Hasta los babuinos, que suelen buscar alimento
en el suelo y se desplazan con rápidez, se suben por las noches a los
árboles para protegerse de los depredadores (aunque son capaces de
correr rápido cuando hace falta).
Así pues, cuando nos preguntamos por qué nuestros antepasados
se irguieron sobre las patas traseras e imaginamos la alternativa cua-
drúpeda a la que renunciaron, hay que descartar la hipótesis de que
se hicieron bípedos para competir con los guepardos o algo por el esti-
lo. Cuando nuestros ancestros adoptaron por primera vez la posición
erecta no disfrutaron de ninguna ventaja abrumadora en cuanto a efi-
cacia o velocidad. Hemos de buscar en otro lugar la presión selectiva
que impulsó este revolucionario cambio de andares.
Al igual que otros cuadrúpedos, los chimpancés, con un entrena-
miento adecuado, aprenden a caminar sobre dos patas, y de hecho
suelen recorrer distancias cortas en posición erguida por voluntad
propia. El cambio, pues, quizá no les resultaría demasiado difícil si
les ofreciese un provecho sustancioso. Los orangutanes son mejo-
res bípedos todavía. Incluso los gibones, que se desplazan de rama
en rama balanceándose con los brazos (un medio de locomoción
conocido como «braquiación»), corren por los calveros de la selva
sobre las patas traseras. Algunos monos se yerguen para otear el hori-

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el cuento del antepasado

zonte por encima de la hierba alta o para vadear charcas y ríos. Si


bien pasa casi todo el tiempo en los árboles, donde realiza especta-
culares acrobacias, el lémur conocido como sifaka de Verreux, tam-
bién se desplaza sobre dos patas por el terreno entre los árboles, dan-
zando con los brazos en alto y el garbo de una bailarina de ballet.
A veces los médicos nos hacen correr sobre una cinta rodante con
una máscara puesta para medirnos el consumo de oxígeno y otros índi-
ces metabólicos en pleno esfuerzo físico. En 1973 los biólogos esta-
dounidenses C. R. Taylor y V. J. Rowntree hicieron correr sobre una
cinta a unos chimpancés y unos monos capuchinos adiestrados. Al
hacerles correr primero a cuatro patas y luego sobre dos (con un sopor-
te donde agarrarse), pudieron comparar el consumo de oxígeno y la
eficacia de ambas posturas. Los investigadores esperaban que la cua-
drúpeda fuese más eficaz pues ambas especies corren naturalmente
a cuatro patas y su anatomía está preparada para eso. Quizá la carre-
ra en posición erguida se vio favorecida por el hecho de que tenían
algo donde sujetarse; sea como fuere, el resultado no fue el previsto.
La carrera cuadrúpeda y la bípeda no presentaban diferencias signi-
ficativas en cuanto al consumo de oxígeno. Taylor y Rowntree con-
cluyeron que

el coste energético relativo de la carrera sobre dos patas con respecto al


de la carrera sobre cuatro no debería considerarse uno de los motivos por
los que el hombre desarrolló la locomoción bípeda.

Aunque el tono quizá sea exagerado, debería animarnos a buscar


en otra parte los posibles beneficios de nuestro insólito modo de
andar. Es lícito pensar que, sean cuales sean las ventajas no locomo-
trices que motivasen la evolución del bipedalismo, lo más probable
es que no tuvieran que competir con un alto coste en términos de
locomoción.
¿Cuál podría ser uno de esos beneficios no locomotores? Maxine
Sheets-Johnstone, de la Universidad de Oregón, ha propuesto la esti-
mulante hipótesis de la selección sexual, según la cual nuestros ante-
pasados se habrían erguido sobre las patas traseras para hacer osten-
tación del pene (aquéllos que lo tenían, claro está). Las hembras, en
opinión de Sheets-Johnstone, habrían hecho lo propio por el motivo

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monos antropoides

opuesto, esto es, esconder los genitales, que en los primates cuadrú-
manos quedan mucho más expuestos. La idea es atractiva pero no
me convence; la cito sólo como ilustración de lo que quiero decir
con «ventajas no locomotrices». Como ocurre con tantas otras hipó-
tesis, nos deja con la duda de por qué cabe aplicarla a nuestra estirpe
y no a otros primates.
Otras teorías subrayan que la ventaja fundamental del bipedalismo
fue que nos dejó las manos libres. Quizá nos pusimos de pie no por-
que fuese un buen método de desplazamiento, sino por lo que nos
permitía hacer con las manos (acarrear comida, por ejemplo). Muchos
primates se alimentan de vegetales muy abundantes en la naturaleza
pero que no son muy nutritivos, de modo que han de ingerirla conti-
nuamente mientras se desplazan, un poco como hacen las vacas. Otros
tipos de alimento, como la carne o los tubérculos que crecen bajo
tierra, son más difíciles de conseguir pero, una vez hallados, represen-
tan una posesión valiosa, es decir, que conviene llevarse a casa una can-
tidad mayor de la que pueda ingerirse de una sentada. Cuando un leo-
pardo abate una presa, lo primero que suele hacer es subirla a un árbol
y colgarla de una rama, donde estará relativamente a salvo de carro-
ñeros y podrá recurrir a ella cada vez que tenga hambre. El leopardo
se vale de sus potentes mandíbulas para cargar con el cadáver y las cua-
tro patas para trepar al árbol. La pregunta es si nuestros antepasados,
que tenían mandíbulas mucho más pequeñas y débiles que las de un
leopardo, le sacaron provecho a la maña de andar sobre dos patas por-
que les dejó las manos libres para transportar comida (tal vez a un
compañero, o a las crías, o para intercambiar favores con otros seme-
jantes, o para guardarla en la «despensa» en previsión de futuras nece-
sidades).
Dicho sea de paso, las dos últimas posibilidades quizá estén más
relacionadas entre sí de lo que parece. La idea (y atribuyo a Steven
Pinker el mérito de haberla expresado con tanta viveza) es que, antes
de invertarse el frigorífico, la mejor despensa de carne era la barri-
ga de un compañero. ¿En qué sentido? Pues en el de que, aunque
una vez comida por el compañero, la carne naturalmente ya no
estaba disponible, el beneficiario de la generosidad del donante man-
tendría en lo sucesivo una disposición benévola hacia éste y cuando
la suerte cambiase de signo y se volviesen las tornas, devolvería el

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favor.10 Se sabe que los chimpancés ofrecen carne a cambio de favo-


res. En la historia humana, esta especie de trueque encontró su
símbolo en el dinero.
El antropólogo estadounidense Owen Lovejoy ha formulado una
versión peculiar de la teoría de llevar comida a casa. A su modo de ver,
la lactancia de las crías debía de estorbar a las hembras a la hora de
buscar comida e impedir que se alejasen mucho en pos de alimento.
La consiguiente malnutrición y escasa producción de leche retrasa-
ban a su vez el destete. Las hembras lactantes son estériles; cualquier
macho que alimente a una hembra lactante acelera el destete de la
cría que esté amamantando en ese momento y la torna receptiva en
un periodo más breve. Cuando la hembra se vuelve receptiva, se mues-
tra más disponible al macho que, al procurarle alimento, le devolvió
la fertilidad. Así, el macho que lleve mucha comida a casa obtiene una
ventaja reproductiva directa sobre el macho rival que se come en el
acto todo lo que encuentra. El beneficio del bipedalismo habría sido
dejar las manos libres para transportar alimentos.
Otros sostienen que la postura erecta evolucionó por las ventajas
de la altura; quizá nuestros antepasados se alzaron sobre dos patas para
atisbar por encima de la hierba alta, o para mantener la cabeza fuera
del agua al vadear un río. Esta última es la imaginativa teoría del mono
acuático de Alister Hardy, hábilmente defendida por Elaine Morgan.
Según otra hipótesis, propugnada por John Reader en su fascinante
historia de África, la postura erguida minimiza la exposición al sol,
limitándola a la coronilla (que por eso está protegida con una mata
de pelo); un beneficio adicional sería que, al no estar encorvado cer-
ca del suelo, el cuerpo pierde calor más rápido.
Mi colega Jonathan Kingdon, destacado artista y zoólogo, ha dedi-
cado enteramente un libro, Lowly Origin, al tema de la evolución del
bipedalismo humano. Después de pasar revista a trece hipótesis más
o menos distintas, entre ellas las que acabo de mencionar, Kingdon

10. Existe una teoría darvinista bien articulada de altruismo recíproco, formula-
da por primera vez por Robert Trivers y desarrollada posteriormente por Robert Axelrod
y otros. El intercambio de favores en el que se posterga la devolución del primero, fun-
ciona muy bien. He explicado el principio en El gen egoísta, sobre todo en la segunda
edición del libro.

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avanza una sutil y polifacética teoría de su cosecha. En lugar de bus-


car un beneficio inmediato al hecho de caminar erguido, el zoólogo
expone una serie de variaciones anatómicas cuantitativas que surgie-
ron por alguna otra causa, pero que posteriormente habrían facilita-
do la adopción del bipedalismo (el nombre técnico de este fenóme-
no es preadaptación). La preadaptación que postula es la que él mismo
denomina alimentación en cuclillas. Dado que los babuinos suelen comer
de cuclillas en campo abierto, Kingdon supone que algo parecido ocu-
rrió con nuestros antepasados simios en la selva, que levantaban pie-
dras u hojarasca en busca de insectos, gusanos, caracoles y demás
criaturas comestibles. Para poder hacerlo con eficacia tuvieron que
deshacerse de algunas de sus adaptaciones a la vida arborícola. Los
pies, que hasta entonces parecían manos y les servían para agarrarse
de las ramas, tuvieron que hacerse más planos para conformar una
plataforma estable sobre la que acuclillarse. El lector ya habrá adivina-
do por dónde van los tiros: esos pies más planos y menos parecidos a
las manos que permitían acuclillarse terminarían sirviendo como
preadaptaciones para caminar erguido. Como de costumbre, debe-
mos tener presente que esta forma aparentemente teleológica de hablar,
como si nuestros antepasados hubiesen perseguido un objetivo claro
(eso de «tuvieron que deshacerse de sus adaptaciones arborícolas»,
etcétera), no es más que una especie de taquigrafía que puede tradu-
cirse fácilmente a términos darvinianos. Aquellos individuos cuyos
genes determinaron por casualidad que sus pies fuesen más apropia-
dos para comer en cuclillas, sobrevivieron y transmitieron dichos genes
a su descendencia por la sencilla razón de que comer en cuclillas era
eficaz y favorecía la supervivencia. Seguiré utilizando este lenguaje
taquigráfico porque se adapta a nuestra forma natural de pensar.
Con un poco de imaginación podríamos decir que, en cierto sen-
tido, lo que hace un simio braquiador es caminar al revés bajo las ramas
(o, en el caso de un atlético gibón, correr y saltar), usando los brazos
como patas y el anillo escapular como pelvis. Probablemente, nues-
tros antepasados pasaron por una fase de braquiación como conse-
cuencia de la cual la verdadera pelvis quedó unida al tronco de un
modo poco flexible mediante largos huesos que son una parte esen-
cial de un tronco rígido capaz de cimbrearse como una sola unidad.
Según Kingdom, buena parte de este acomodo tuvo que cambiar para

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que del antiguo braquiador derivase un individuo capaz de comer en


cucillas; buena parte pero no todo. Los brazos siguieron siendo lar-
gos. De hecho, los típicos brazos alargados de un braquiador serían
una preadaptación claramente ventajosa por cuanto aumentarían el
alcance del simio en cuclillas y reducirían la frecuencia con que ten-
dría que cambiar de posición. Ahora bien, el tronco macizo, inflexi-
ble y demasiado pesado en la parte superior, supondría una desven-
taja a la hora de acuclillarse. La pelvis tendría que ser más flexible para
unirse de una forma menos rígida al tronco y los huesos deberían redu-
cirse a proporciones más humanas. Por anticipar la última parte del
razonamiento (después de todo, lo propio de la preadaptación es la
anticipación), estas proporciones dan como resultado una pelvis más
adecuada para andar sobre dos patas. La cintura se hizo más flexible
y la columna más vertical para permitir al animal buscar a su alrede-
dor con los brazos mientras permanecía en cuclillas sobre las plantas
de los pies. Los hombros y la parte superior del cuerpo se hicieron
menos pesados. Dicho brevemente, estos sutiles cambios cuantitati-
vos, unidos a las variaciones en el equilibrio y en la compensación
que trajeron consigo, tuvieron como efecto fortuito el preparar el cuer-
po para la locomoción bípeda.
Kingdon no habla en ningún momento de anticipaciones con vis-
tas al futuro. Simplemente señala que un simio con antepasados
braquiadores que hubiese empezado a alimentarse en cuclillas en
el suelo de la selva, habría poseído en un momento dado un cuerpo
relativamente adaptado a caminar sobre las patas traseras y así habría
empezado a desplazarse cuando, al buscar alimento, pasase de una
posición en cuclillas a otra. Sin darse cuenta, estos individuos, con
el paso de las generaciones, estaban preparando sus cuerpos para
sentirse más cómodos caminando sobre dos patas y más incómodos
sobre cuatro. He usado la palabra cómodo deliberadamente. No es una
consideración banal. Como todos los mamíferos, nosotros también
somos capaces de andar a cuatro patas, pero nos resulta incómodo:
las proporciones alteradas de nuestro cuerpo dificultan la operación.
Según Kingdon, esas variaciones proporcionales que ahora hacen
que nos sintamos cómodos sobre dos piernas surgieron originaria-
mente para favorecer un pequeño cambio de hábitos alimenticios:
comer en cuclillas.

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monos antropoides

Hay muchas más consideraciones en la compleja y refinada teoría


de Jonathan Kingdon, pero ahora, tras recomendar la lectura de Lowly
Origin, debo pasar a otro asunto. Mi propia teoría del bipedalismo,
ligeramente excentrica, es muy diferente de la suya, aunque no incom-
patible. En realidad, la mayoría de las teorías del bipedalismo huma-
no son compatibles y capaces de reforzarse unas a otras en lugar de
contradecirse. Como en el caso de la ampliación del cerebro huma-
no, mi propuesta es que el bipedalismo pudo evolucionar por medio
de la selección sexual, así que de nuevo pospondré el tema hasta el
Cuento del Pavo Real.
Sea cual sea la teoría que propugnemos, el caso es que el bipeda-
lismo humano resultó ser un acontecimiento importantísimo.
Antiguamente se pensaba que el primer suceso evolutivo crucial que
nos separó de los demás simios fue el aumento de las dimensiones
del cerebro; así lo creyeron al menos los antropólogos más respetados
hasta la década de 1960. La postura erguida se consideraba un fenó-
meno secundario, inducido por la necesidad de tener las manos libres
para desarrollar el tipo de actividades complejas que un cerebro amplia-
do era capaz de controlar y explotar, pero los fósiles descubiertos recien-
temente indican con toda claridad que la secuencia fue inversa.
El bipedalismo surgió primero. Lucy, que vivió mucho después del
Encuentro 1, era casi tan bípeda como nosotros o igual, y sin embar-
go tenía un cerebro del tamaño del de un chimpancé. Se puede rela-
cionar el aumento del volumen cerebral con el hecho de que las manos
quedasen libres, pero el orden de los acontecimientos fue el contra-
rio: lo que impulsó la ampliación del cerebro fue, en todo caso, la liber-
tad de las manos derivada del bipedalismo. Primero surgió el hardwa-
re manual y después evolucionó el software cerebral para sacarle mayor
partido.

EPÍLOGO A EL CUENTO DE LITTLE FOOT

Sea cual sea la causa de la evolución de la postura erecta, diversos


fósiles descubiertos recientemente muestran que en fechas cercanas
al Encuentro 1, cuando nos separamos de los chimpancés, ya había
homínidos bípedos, lo cual resulta desconcertante (porque parece un

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el cuento del antepasado

margen de tiempo muy limitado para la evolución del bipedalismo).


En el año 2000, un equipo francés dirigido por Brigitte Senut y Martin
Pickford anunció el hallazgo de un nuevo fósil en las colinas Tugen,
al este del lago Victoria, en Kenia. Apodado como el Hombre del mile-
nio, tenía una antigüedad de seis millones de años, y se le puso el nom-
bre científico de Orrorin tugenensis. Según sus descubridores, era bípe-
do. Es más, Senut y Pickford afirman que la parte superior de su fémur,
cerca de la articulación de la cadera, es más humana que la de los
Australopithecus. Este indicio, complementado por fragmentos de hue-
sos craneales, movieron a los dos paleontropólogos franceses a pen-
sar que los antepasados de los homínidos más recientes son los orro-
rinos y no las Lucys. Es más, sugieren que el Ardipithecus no es
antepasado nuestro sino del chimpancé moderno. Está claro que hacen
falta más fósiles para zanjar estas discrepancias. Algunos científicos
se muestran escépticos con respecto a las afirmaciones de los france-
ses y otros dudan incluso de que haya suficientes pruebas para deter-
minar si Orrorin era bípedo o no. Aun admitiendo que lo fuese, tenien-
do en cuenta que según los testimonios moleculares el hombre se
separó del chimpancé hace seis millones de años, sorprende bastan-
te la rapidez con que habría surgido el bipedalismo.
Si la posibilidad de un Orrorin bípedo resulta inquietante por hallar-
se tan cerca del Encuentro 1, el cráneo que acaba de descubrir en Chad
un equipo francés dirigido por Michel Brunet contradice de un modo
todavía más alarmante la opinión establecida, en parte por su antigüe-
dad, pero también porque el yacimiento se encuentra muy al oeste del
valle del Rift (como veremos, muchos expertos pensaban que los pri-
meros homínidos sólo habían evolucionado al este del citado valle).
Apodado Toumai (que significa «esperanza de vida» en goran, la len-
gua local), oficialmente se llama Sahelanthropus tchadensis, por el Sahel,
la región del Sahara meridional donde ha sido descubierto. Se trata
de un cráneo de lo más intrigante, pues de frente parece bastante
humano (no tiene el rostro protuberante de un chimpancé ni de un
gorila), pero por detrás se asemeja al de los chimpancés, con los que
coincide en tamaño. Dado que el arco supraciliar es muy prominen-
te, más aún que el de los gorilas, se cree que Toumai era un macho.
Los dientes son bastante parecidos a los nuestros, sobre todo en el gro-
sor del esmalte, que está a medio camino entre el los chimpancés y el

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monos antropoides

Esperanza de vida. Cráneo de Sahelanthropus tchadensis, o Toumai, descubierto en el


Sahel chadiano por Michel Brunet y su equipo en 2001.

del ser humano. El foramen magno (el agujero por el que pasa la
médula espinal) está situado más arriba que en los chimpancés o los
gorilas, lo que a juicio de Brunet, aunque no de otros expertos, indi-
ca que Toumai era bípedo. Lo ideal sería confirmarlo con huesos de
la pelvis y de las piernas, pero hasta ahora, por desgracia, sólo se ha
encontrado el cráneo.
En la zona no hay restos volcánicos de los que obtener fechas radio-
métricas, por lo que el equipo de Brunet tuvo que valerse de otros fósi-
les de la zona para datar el hallazgo de manera indirecta. El método
consiste en comparar esos fósiles con fauna ya conocida de otras par-
tes de África de la que sí se dispone de fechas absolutas. La conclusión
es que Toumai tiene una antigüedad de entre seis y siete millones de
años. Brunet y sus colegas afirman que es tan antiguo como Orrorin,
lo que, como era de esperar, ha provocado respuestas indignadas por
parte de Brigitte Senut y Martin Pickford. Senut, del museo de cien-
cias naturales de París, ha dicho que Toumai es un gorila hembra,
mientras que su colega Martin Pickford afirma que tiene los típicos
colmillos de una mona grande. Recordemos que se trata de los dos
antropólogos que (tal vez con razón) negaron la condición humana
del Ardipithecus, otro espécimen que también amenazaba la primacía
de su criatura, Orrorin. Otras autoridades se han mostrado más gene-
rosos con Toumai, definiéndolo como «asombroso» e «increíble» y

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declarando que su descubrimiento «tendrá el efecto de una pequeña


bomba atómica».
Si sus descubridores están en lo cierto y tanto Orrorin como Toumai
son bípedos, las teorías hasta ahora aceptadas sobre el origen del hom-
bre se verán en apuros. Se tiende a creer, ingenuamente, que el cam-
bio evolutivo se extiende de manera uniforme para colmar el tiempo
de que dispone. Según esta concepción, si entre el Encuentro 1 y el
Homo sapiens moderno han transcurrido seis millones de años, el cam-
bio debería de haberse distribuido proporcionalmente a lo largo de
todo ese periodo. Sin embargo, Orrorin y Toumai vivieron en una
época muy próxima a la fecha que, según las pruebas moleculares,
correspondería al Contepasado 1, es decir, la fecha en que el hom-
bre se separó del chimpancé. Según algunas dataciones, los dos fósi-
les son anteriores incluso al Contepasado 1.
Suponiendo que las dataciones fósiles y las moleculares sean correc-
tas, hay cuatro maneras (además de alguna combinación de las mis-
mas) de responder al problema que plantean Orrorin y Toumai.

1. Orrorin y/o Toumai eran cruadrúpedos. No es una inverosímil, pero


las otras tres hipótesis parten del supuesto teórico de que es erró-
nea. Si aceptamos esta opción, el problema simplemente desapa-
rece.
2. Inmediatamente después del Contepasado 1, que era cuadrúpe-
do como el chimpancé, tuvo lugar una explosión evolutiva rapidí-
sima durante la cual Toumai y Orrorin, más humanoides que aquél,
desarrollaron su bipedalismo con tanta celeridad que no es fácil
distinguir entre las fechas del Contepasado 1 y la suya.
3. Los rasgos humanoides, como el bipedalismo, han evolucionado
no una sino muchas veces. Orrorin y Toumai podrían ser ejemplos
de esos casos precedentes en que los simios africanos experimen-
taron con la postura erecta y puede que también con otras carac-
terísticas humanas. De acuerdo con esta hipótesis, podrían inclu-
so ser anteriores al Contepasado 1 sin dejar por ello de ser bípedos,
y nuestro propio linaje representaría una incursión posterior en
el bipedalismo.
4. Los chimpancés y los gorilas descienden de antepasados más simi-
lares al hombre, puede que incluso bípedos, y se han vuelto cua-

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monos antropoides

drúpedos en fechas más recientes. Según esta hipótesis, Toumai,


pongamos por caso, podría ser perfectamente el Contepasado 1.

Las tres últimas hipótesis tienen puntos débiles, y muchos expertos


ponen en cuestión o bien de las fechas, o el supuesto bipedalismo,
de Toumai y Orrorin. Pero si dejamos momentáneamente a un lado
esas dudas y analizamos las tres hipótesis que dan por descontada la
postura erecta, no existen razones teóricas de peso para estar a favor
ni en contra de ninguna en particular. En el Cuento del Pinzón de
las Galápagos y en el Cuento del Dipnoo aprenderemos que la evolu-
ción puede ser muy rápida, pero también muy lenta, luego la segun-
da teoría no es inverosímil. El Cuento del Topo Marsupial nos ense-
ñará que la evolución puede seguir el mismo camino, o caminos
increíblemente paralelos, en más de una ocasión, luego tampoco hay
nada particularmente absurdo en la tercera teoría. A primera vista, la
cuarta parece la más sorprendente. Estamos tan acostumbrados a la
idea de que descendemos del mono que nos da la sensación de que
semejante hipótesis equivale a empezar la casa por el tejado, e inclu-
so, por si fuera poco, ofende la dignidad humana (algo que, según
mi experiencia, viene bien para reírse un poco). Además, existe una
supuesta ley, la llamada ley de Dollo, que afirma que la evolución nun-
ca vuelve sobre sus pasos, y parece que la cuarta hipótesis la vulnera.
«El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas», que trata de la ley de
Dollo, nos convencerá de que no es así. En principio, la cuarta hipóte-
sis no tiene nada de errónea. Los chimpancés podrían haber pasado
perfectamente por una fase más humanoide y bípeda antes de volver
al cuadrupedalismo propio de los simios. Da la casualidad de que
esta misma idea la han rescatado John Gribbin y Jeremy Cherfas en
sus libros The Monkey Puzzle y The First Chimpanzee, donde llegan a afir-
mar que los chimpancés descienden de australopitecinos gráciles (como
Lucy) y los gorilas, de australopitecos robustos (como Dear Boy). Los
argumentos con que defienden tan impactante e innovadora teoría
están expuestos de manera muy convincente y se basan en una inter-
pretación de la evolución humana aceptada desde hace tiempo (aun-
que no exenta de controversia), a saber, que los humanos somos simios
infantiles que hemos adquirido la madurez sexual. O dicho de otro
modo, que somos como chimpancés que nunca han llegado a crecer.

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el cuento del antepasado

En «El Cuento del Ajolote» explicaremos esa teoría, conocida como


neotenia. Por avanzar un resumen, el ajolote es una larva más gran-
de de lo normal, un renacuajo con órganos sexuales. En un experi-
mento ya clásico realizado en Alemania, las hormonas que Vilém
Laufberger inyectó a un ajolote lo convirtieron en una salamandra
adulta de una especie que nadie había visto jamás. Más conocido en
el mundo anglosajón es el experimento de Julian Huxley, que repitió
el de Laufberger sin saber que ya se había llevado a cabo. En la evo-
lución del ajolote, el estadio adulto, el último tramo del ciclo vital,
había sido eliminado. Bajo la influencia de las hormonas inyectadas
en el experimento, el ajolote terminó de completar su desarrollo y se
convirtió en una salamandra adulta que presumiblemente nadie había
visto hasta entonces. La última fase del ciclo vital quedó, pues, reesta-
blecida.
La lección no pasó desapercibida al hermano pequeño de Julian,
el novelista Aldous Huxley, cuya novela Viejo muere el cisne fue una de
mis lecturas favoritas durante la adolescencia. Trata de un hombre
muy rico, Jo Stoyte, que recuerda a William Randolph Hearst y colec-
ciona obras de arte con la misma indiferencia voraz que éste. Su estric-
ta educación religiosa le ha inculcado tal pánico a la muerte que con-
trata y financia a un cínico biólogo, el doctor Sigismund Obispo,
para que investigue la manera de prolongar la vida en general y la suya
en particular. También contrata a un erudito (muy) británico llama-
do Jeremy Pordage para que le catalogue un lote de manuscritos die-
ciochescos que acaba de adquirir. En un viejo diario escrito por el
primer conde de Gonister, Jeremy descubre algo sensacional y se lo
comunica al doctor Obispo. Resulta que el viejo conde había descu-
bierto casi con toda seguridad el secreto de la vida eterna (comer entra-
ñas de pescado crudas) y no hay pruebas de que llegase a morir jamás.
Obispo se lleva a un nerviosísimo Stoyte a Inglaterra para buscar los
restos del conde... y se lo encuentran vivito y coleando con 200 años.
El secreto está en que ha alcanzado pleno desarrollo, dejando de ser
el simio infantil que somos todos los hombres para convertirse en un
simio completamente adulto, un cuadrúpedo, peludo y repelente que
orina en el suelo mientras tararea una versión grotesca y distorsiona-
da de lo que en su día fuera un aria de Mozart. Riendo a más no poder,
el diabólico doctor Obispo, que sin duda estaba al tanto del trabajo

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monos antropoides

de Julian Huxley, le dice a Stoyte que puede empezar con las tripas
de pescado a la mañana siguiente.
Gribbin y Cherfas sugieren, efectivamente, que los chimpancés y
gorilas modernos son como el conde de Gonister, esto es, seres huma-
nos (o australopitecinos, Orrorin o Sahelanthropus) que han adquirido
plena madurez y han vuelto a convertirse en simios cuadrúpedos, como
sus (y nuestros) antepasados más lejanos. Nunca he pensado que la
teoría de Gribbin y Cherfas fuese una tontería. Los recientes descu-
brimientos de homínidos tan antiguos como Toumai y Orrorin, que
vivieron cerca de la época en que nos estábamos separando de los
chimpancés, podrían perfectamente susurrarnos sotto voce: «¡Ya os lo
decíamos!».
Aun aceptando que Toumai y Orrorin fuesen bípedos, yo no esco-
gería con mucha confianza entre la segunda, tercera y cuarta hipóte-
sis. Tampoco podemos olvidarnos de la primera hipótesis (que cami-
naban a cuatro patas): para muchos es la más verosímil y, de ser cierta,
abacaría de golpe con el problema. Pero es evidente que todas ellas
formulan predicciones acerca del Contepasado 1, que es nuestra pró-
xima parada. Las tres primeras coinciden en presuponer que parecía
un chimpancé y andaba a cuatro patas, aunque de vez en cuando se
alzase sobre las traseras. La cuarta, en cambio, se lo imagina más huma-
noide. A la hora de relatar el Encuentro 1, me he visto obligado a optar
entre las cuatro hipótesis; un tanto a mi pesar, me he sumado a la mayo-
ría y he dado por hecho que el Contepasado 1 se parecía al chimpan-
cé. Vayamos a su encuentro.

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Encuentro 1
Chimpancés

Hace entre 5 y 7 millones de años, en algún lugar de África, los pere-


grinos humanos tenemos una cita de capital importancia: nuestro
primer encuentro con peregrinos de otra especie. De otras dos espe-
cies, para ser exactos, pues los peregrinos chimpancés comunes y los
peregrinos chimpancés pigmeos o bonobos ya han unido fuerzas unos
cuatro millones de años «antes» de encontrarse con nosotros. El ante-
pasado que tenemos en común con ellos, el Contepasado 1, es nues-
tro doscientoscincuentamilésimo tatarabuelo, es decir, que entre él y
nosotros median 250.000 generaciones (la cifra, por supuesto, es apro-
ximada, como todas las que iré dando para el resto de contepasados).
Según nos aproximamos al Encuentro 1, los peregrinos chimpan-
cés se están aproximando al mismo punto desde otra dirección de la
cual, por desgracia, no sabemos nada. Aunque el continente africa-
no nos ha proporcionado varios miles de fósiles o de fragmentos de
fósiles de homínidos, no se ha encontrado un solo fósil que perte-
nezca con toda seguridad a la línea ancestral que del Contepasado 1
lleva a los chimpancés, quizá porque son animales silvícolas y la capa
de detritos foliáceos que cubre el suelo de las selvas no es propicia para
los fósiles. Sea cual sea el motivo, eso significa que los peregrinos chim-
pancés están buscando a ciegas. Nunca se han encontrado los equi-
valentes chimpancés del Niño de Turkana, 14-70, Mrs. Ples, Lucy, Little
Foot, Dear Boy ni del resto de nuestros fósiles.
No obstante, en nuestro relato fantástico, los peregrinos chim-
pancés se reúnen con nosotros en algún calvero del Plioceno, y sus

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el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los chimpancés


Chimpancé común (Pan troglodytes)

Bonobo (Pan paniscus)

Humanos

Incorporación de los chimpancés. Las


líneas blancas representan el árbol
3 evolutivo (o filogenético) de los
CZ
N

chimpancés y los humanos, que se


ramifica en el Contepasado 1
(señalado con un circulito numerado).
La rama vertical de la derecha
representa el grupo de peregrinos en
4 este preciso momento; en este caso
sólo lo integran seres humanos. La
rama de la izquierda muestra como los
chimpancés divergieron hace unos dos
millones de años y dieron origen a dos
especies.
5 Si analizasemos detalladamente
cualquiera de las líneas, veríamos que
no son macizas sino que están
formadas por una red de líneas
cruzadas, tal y como aparecen en el
diagrama del género humano del
6 1 Encuentro 0. De aquí en adelante
seguiremos representándolas como
líneas compactas.

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chimpancés

ojos de color castaño oscuro, al igual que los nuestros (cuyo color ya
es más imprevisible), se clavan en el Contepasado 1: su antepasado, y
también el nuestro. A la hora de imaginar a este antepasado común,
surge inevitablemente una pregunta: ¿Se parecía más a los chimpan-
cés o al hombre moderno? ¿Se parecía a los dos por igual o era com-
pletamente diferente de ambos?
A pesar de las simpáticas conjeturas con que terminamos el capí-
tulo anterior, y que yo ni mucho menos descartaría, la respuesta más
prudente es que el Contepasado 1 se parecía más a un chimpancé, aun-
que sólo sea porque los chimpancés son más parecidos a los demás si-
mios que los humanos. Los humanos somos la excepción entre los
simios, tanto actuales como fósiles. Esto equivale a decir que en la rama
humana que desciende del antepasado común se ha producido un
mayor cambio evolutivo que en las ramas que dieron lugar al chim-
pancé. No debemos dar por hecho, como hacen muchos profanos
en la materia, que nuestros antepasados eran chimpancés. De hecho,
la propia expresión «eslabón perdido» revela este malentendido.
Todavía hay gente que viene y te dice: «A ver, si venimos de los chim-
pancés, ¿cómo es que todavía existen?».
Cuando nos reunimos con los peregrinos chimpancés y bonobos
en el Encuentro 1, lo más probable, por tanto, es que el antepasado
común al que saludamos en el calvero del Plioceno sea tan peludo
como un chimpancé y tenga un cerebro del tamaño del del chim-
pancé. A pesar de las hipótesis del capítulo anterior, lo más probable
que es que anduviese apoyando los nudillos en el suelo como un chim-
pancé, y también sobre las patas traseras. Seguramente pasaba mucho
tiempo en los árboles, pero también en el suelo, quizá alimentándo-
se en cuclillas, como aventura Jonathan Kingdon. Todas las pruebas
disponibles indican que vivió única y exclusivamente en África. Es fácil
que usara y fabricara herramientas según las tradiciones locales, como
los chimpancés modernos. Seguramente fuese omnívoro; a veces caza-
ba, pero mostraba preferencia por la fruta.
Aunque se han visto bonobos abatiendo duikers, la práctica de la
caza se observa con mayor frecuencia entre chimpancés comunes, que
son capaces de formar grupos bien coordinados para perseguir colo-
bos. Pero la carne no es más que un complemento de la fruta, que
representa el alimento básico de ambas especies. Jane Goodall, la

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el cuento del antepasado

bióloga que descubrió que los chimpancés cazaban y guerreaban con


otras especies, también fue la primera que informó sobre su costum-
bre, hoy célebre, de pescar termitas con herramientas construidas por
ellos mismos. No hay constancia de que los bonobos hagan lo pro-
pio, pero tal vez sea porque se los ha estudiado menos. Los bonobos
en cautividad usan herramientas sin ningún problema. Mientras los
chimpancés de Jane Goodall, que habitan al este del valle del Rift,
cazan termitas, otros grupos situados al oeste han desarrollado la prác-
tica tradicional de cascar frutos secos con mazos y yunques de piedra
o de madera. La operación requiere cierta maña; hay que golpear el
fruto lo bastante fuerte como para romper la cáscara, pero no tanto
como para hacer papilla los gajos.
Por cierto, aunque suele aludirse a esta práctica como si se tratase
de un descubrimiento nuevo y emocionante, Darwin ya la mencionó
en el tercer capítulo de El origen del hombre (1871):

Con frecuencia se afirma que ningún animal usa herramientas, pero los
chimpancés en estado salvaje se valen de una piedra para cascar un fruto
autóctono parecido a una nuez.

Las pruebas que aporta Darwin (el informe de un misionero en Liberia,


publicado en la edición de 1843 del Boston Journal of Natural History)
son breves y genéricas. El informe simplemente declara que «los
Troglodytes niger, u orangutanes negros africanos» son aficionados a una
especie no identificada de fruto seco que «cascan con piedras exacta-
mente igual que hacemos los seres humanos».
Lo verdaderamente interesante de la práctica de cascar frutos secos,
pescar termitas y demás hábitos chimpancés es que los grupos que resi-
den en una zona concreta tienen sus propias costumbres que se trans-
miten a nivel local. Se trata de auténtica cultura. Las culturas locales
incluyen los usos y actitudes sociales. Por ejemplo, un grupo que habi-
ta en las montañas Mahale de Tanzania practica una variante peculiar
del acicalamiento social llamada apretón de manos. El mismo gesto se
ha observado en una población de la selva de Kibale, en Uganda, pero
nunca en la de Gombe Stream, que es la que Jane Goodall ha estudia-
do tan a fondo. Curiosamente, el gesto también surgió espontáneamen-
te y se extendió entre un grupo de chimpancés en cautividad.

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chimpancés

Si las dos especies de chimpancés modernos empleaban, como nos-


otros, herramientas en estado salvaje, puede que también las usase el
Contepasado 1. Lo creo probable puesto que, si bien nunca se ha vis-
to a los bonobos manejar utensilios en la selva, en cautividad lo hacen
con notable destreza. El hecho de que los chimpancés comunes utili-
cen herramientas diferentes en zonas diferentes, según las tradiciones
locales, me hace pensar que la ausencia en una zona concreta de una
tradición de ese tipo no debería considerarse una prueba negativa.
Al fin y al cabo, nunca se ha visto cascar frutos secos a los chimpancés
que Jane Goodall estudió en Gombe Stream, pero cabe presumir que
lo harían si alguien los iniciase en la tradición de cascar nueces que
observan sus congéneres del África occidental. Me figuro que con los
bonobos sucede lo mismo. Quizá no se los haya estudiado lo suficien-
te en estado salvaje. En cualquier caso, me parece que son indicios
bastante convincentes de que el Contepasado 1 fabricaba y utilizaba
herramientas. Esta idea se ve corroborada por el hecho de que los
orangutanes salvajes también emplean utensilios y también tienen tra-
diciones locales que difieren de un grupo a otro.1
Los representantes actuales de la línea ancestral de los chimpan-
cés son dos especies de simios de la selva, mientras que los humanos
somos simios de las sabanas, más parecidos a los babuinos, los cuales,
sin embargo, no son simios sino monos. Hoy en día los bonobos viven
exclusivamente en las selvas al sur de la gran curva del río Congo y al
norte de uno de sus afluentes, el Kasai. Los chimpancés comunes habi-
tan en una franja más amplia situada al norte del Congo y que se extien-
de desde la costa occidental del continente hasta el valle del Rift.
Como veremos en el Cuento del Cíclido, según la actual ortodo-
xia darviniana, para que una especie ancestral se escinda en dos espe-
cies filiales primero ha de existir entre ellas una separación de tipo
geográfico. Sin esta barrera geográfica, las dos especies se mantienen
unidas en virtud de la mezcla sexual de los dos acervos génicos. Es muy
posible que el gran río Congo constituyese la barrera que obstaculizó
el flujo génico y propició la divergencia evolutiva de las dos especies
de chimpancés hace unos dos o tres millones de años. De manera aná-

1. En cualquier caso, el uso de herramientas está extendido entre los mamíferos


y las aves, como bien ha demostrado la propia Jane Goodall (entre otros).

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el cuento del antepasado

loga, hay quien sostiene que el valle del Rift, por entonces en plena
formación, pudo representar la barrera que frenó el flujo génico y
posibilitó, en un pasado aún más remoto, que nuestro linaje se sepa-
rase del de los chimpancés.
El autor y promotor de la teoría del valle del Rift fue el eminente pri-
matólogo holandés Adriaan Kortland, pero quien más la divulgó fue
el paleontólogo francés Yves Coppens, que le puso el nombre por el
que hoy se la conoce generalmente: East Side Story, oportuna paroni-
mia con el célebre musical. (Por cierto, no sé qué pensar sobre el
hecho de que, en su nativa Francia, se considere a Yves Coppens
el descubridor, cuando no directamente el padre, de Lucy; en el mun-
do anglosajón, este importante hallazgo se atribuye sin discusión a
Donald Johansson.) La East Side Story se las ve y se las desea para
dar cuenta del Sahelanthropus (Toumai) descubierto en el Chad, a
miles de kilómetros al oeste del valle del Rift. Si bien es más joven que
Toumai, Australopithecus bahrelghazali, un australopitecino muy poco
conocido que también se ha descubierto en el Chad, viene a agravar
el problema.
Todo lo que pueda decir sobre este asunto quedará desfasado en
cuanto se descubran nuevos fósiles, de manera que voy a cederle la
palabra al bonobo para que nos cuente su historia.

EL CUENTO DEL BONOBO

El bonobo, Pan paniscus, se parece mucho a un chimpancé común,


Pan troglodytes, y hasta 1929 se les consideraba una misma especie. A
pesar de que también se le llama chimpancé pigmeo, denominación
que se debería dejar de usar, el bonobo no es menor a simple vista que
el chimpancé común. Sus proporciones y costumbres sí son ligeramen-
te distintas, y ésta es la razón de que le adjudiquemos un cuento. El
primatólogo Frans de Waal lo ha expresado a la perfección: «Los chim-
pancés resuelven los conflictos sexuales mediante el poder; los bono-
bos resuelven los conflictos de poder mediante el sexo». Los bono-
bos usan el sexo como moneda de cambio en materia de interacción
social, un poco como nosotros usamos el dinero. Se valen de la copu-
lación, o de los gestos copulatorios, para apaciguar a la otra parte,

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chimpancés

imponer autoridad y afianzar vínculos con otros miembros del grupo


de cualquier edad o sexo, incluidas las crías. La pedofilia no les supo-
ne ningún trauma; cualquier filia les parece bien. Cuenta De Waal que
los machos del grupo que él estudiaba tenían erecciones en cuanto
veían acercarse al guardián a la hora de la comida; a su juicio, podría
tratarse de los preparativos para las cópulas que median durante el
reparto de la comida. Las hembras de bonobo se emparejan para prac-
ticar el llamado frotamiento GG (genital contra genital).

Una hembra se aferra con brazos y piernas a su compañera que, coloca-


da a cuatro patas, la levanta del suelo. Acto seguido las dos hembras res-
triegan sus excitados genitales, haciendo muecas y emitiendo agudos
chillidos que con toda probabilidad reflejan experiencias orgásmicas.

La imagen un poco hippie de los bonobos como criaturas que practi-


can al amor libre ha provocado que algunas almas caritativas se hagan
pías ilusiones y se formen un concepto falso que probablemente madu-
ró en los años sesenta... o igual es que pertenecen a la escuela filosó-
fica del «bestiario medieval», según la cual los animales sólo existen
para enseñarnos moralejas. Esa concepción ilusoria es la de que esta-
mos más emparentados con los bonobos que con los chimpancés comu-
nes. La Margaret Mead que todos llevamos dentro siente más afinidad
por este modelo de conducta tierno y delicado que por el patriarcal
y asesino de los chimpancés comunes. Pero, por desgracia, nos guste
o no, estamos exactamente igual de emparentados con ambas espe-
cies toda vez que Pan troglodytes y Pan paniscus tienen un antepasado
común que vivió hace menos tiempo que el antepasado que compar-
ten con nosotros. Del mismo modo, las pruebas moleculares indican
que los chimpancés y los bonobos están más emparentados con nos-
otros que con los gorilas; de esto se deduce que los humanos estamos
exactamente igual de emparentados con los gorilas que los chimpan-
cés lo están de los bonobos, y guardamos exactamente el mismo gra-
do de parentesco con los orangutanes que los gorilas, los bonobos y
los chimpancés.
Lo que no se deduce es que seamos igual de parecidos a los chim-
pancés que a los bonobos. Si los chimpancés han cambiado más que
los bonobos desde la época del Contepasado 1, podríamos parecer-

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el cuento del antepasado

nos más a los segundos que a los primeros, o viceversa. Lo más proba-
ble es que tengamos, casi en la misma medida, ciertas cosas en común
con unos y otros. Los dos están igual de emparentados con nosotros
porque comparten con nosotros el mismo antepasado común. Ésta
es la moraleja de «El Cuento del Bonobo», una enseñanza simple y
muy general con la que volveremos a toparnos una y otra vez en diver-
sas etapas de nuestra peregrinación.

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Encuentro 2
Gorilas

El reloj molecular nos dice que el Encuentro 2, donde los gorilas se


unen a nuestra peregrinación en el mismo escenario africano que el
Encuentro 1, es tan sólo un millón de años más antiguo que éste. Hace
siete millones de años, Norteamérica y Sudamérica no estaban unidas,
los Andes no habían terminado de elevarse y el Himalaya acababa de
completar su formación. Los continentes, no obstante, debían de ser
prácticamente iguales que ahora y el clima africano, aunque menos
tropical y un poco más húmedo, sería similar al actual. Eso sí, África
estaba más arbolada que ahora: hasta el Sáhara era a la sazón una saba-
na boscosa.
Por desgracia, ningún fósil nos permite salvar la distancia entre
los Contepasados 1 y 2, nada nos ayuda a decidir si el Contepasado 2,
que tal vez sea nuestro trescientosmilésimo tatarabuelo, era más pare-
cido a un gorila, a un chimpancé o incluso a un ser humano. Yo diría
que a un chimpancé, pero sólo porque el enorme gorila me resulta
más extremo y menos parecido a los demás simios. Ahora bien, tampo-
co hay que exagerar el carácter excepcional de los gorilas. No son los
simios más grandes que jamás hayan existido. El simio asiático
Gigantopithecus, una suerte de orangután gigante, le habría sacado más
de una cabeza al mayor de los gorilas. Vivía en China y se extinguió
recientemente, hará medio millón de años, cuando todavía vivían el
Homo erectus y el Homo sapiens arcaico. Se trata de una extinción tan
reciente que algunas personas de imaginación desatada han llegado a
sugerir que quizás el Yeti, el abominable hombre de las nieves del

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el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los gorilas


Gorilas (Gorilla)

Ya incorporados

3
CZ
N

Incorporación de los gorilas. Árbol


5 filogenético que muestra como los
gorilas se separaron de los demás
simios africanos hace unos siete
millones de años, según estudios
genéticos. La rama derecha
6 representa a los chimpancés y a los
humanos (el puntito gris, situado
hace seis millones de años, simboliza
al Contepasado 1). La rama
izquierda representa el género
7 2 Gorilla, compuesto, según se
considera actualmente, de dos
especies.

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gorilas

Himalaya... perdón, me estoy yendo por las ramas. Es muy probable


que el Giganthopitecus caminase como un gorila, sobre los nudillos de
las manos y las plantas de los pies, como también hacen los chimpan-
cés, pero no los orangutanes, dado su modo de vida arborícola.
Entra dentro de lo verosímil que el Contepasado 2 tambien cami-
nase sobre los nudillos pero que, al igual que los chimpancés, pasaba
parte del tiempo en los árboles, sobre todo de noche. Dado que la
selección natural, bajo el sol de los trópicos, propicia una pigmenta-
ción oscura como protección contra los rayos ultravioleta, es proba-
ble que el color del Contepasado 2 fuese negro o marrón oscuro. Todos
los simios menos el hombre son peludos, luego sería muy raro que
no lo fuesen también los Contepasados 1 y 2. Teniendo en cuenta
que los chimpancés, los bonobos y los gorilas viven en el corazón de
la selva, parece lógico situar el Encuentro 2 en una selva de África,
aunque no existen razones de peso para decantarnos por alguna región
en particular.
Los gorilas no son simplemente chimpancés gigantes sino que difie-
ren en otros aspectos que debemos tener presentes a la hora de recre-
ar al Contepasado 2. Por ejemplo, son exclusivamente vegetarianos y
los machos tienen harenes de hembras. Los chimpancés son más pro-
miscuos y las diferencias en sus hábitos reproductivos tienen efectos
interesantes en el tamaño de sus testículos, como veremos en el Cuento
de la Foca. Tengo la impresión de que, bajo un prisma evolutivo, los
hábitos reproductivos son lábiles, es decir, que cambian con facilidad.
No veo nada que permita aventurar cuál era la posición del
Contepasado 2 a este respecto. Es más, el hecho de que las diferentes
culturas humanas actuales muestren un amplio abanico de hábitos
reproductivos, que van desde la rigurosa monogamia hasta la poligi-
nia más desenfrenada, me confirma lo inconveniente de especular
sobre esta cuestión y de hacer cualquier reflexión sobre los hábitos
reproductivos del Contepasado 2.
Los simios, y sobre todo los gorilas, han sido durante mucho tiem-
po inspiradores y a la vez víctimas de mitos humanos. En «El Cuento
del Gorila» examinaremos cómo ha ido cambiando nuestra actitud
hacia estos parientes tan cercanos.

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el cuento del antepasado

EL CUENTO DEL GORILA

La aparición del darvinismo en el siglo XIX polarizó las actitudes hacia


los simios. Algunos opositores que podrían haber tolerado la idea de
la evolución en sí se negaron rotundamente, presa de un miedo cer-
val, a aceptar cualquier parentesco con lo que a su juicio no eran sino
bestias inferiores y repugnantes, y trataron por todos los medios de
exagerar lo que nos diferenciaba de ellas. Donde más se acusó esta
reacción fue en el caso de los gorilas. Los simios eran «animales»;
nosotros no. Para colmo, mientras que algunos animales como los
gatos o los ciervos podían considerarse hermosos a su manera, los gori-
las y otros simios, precisamente por su semejanza con el hombre, pare-
cían caricaturas, esperpentos, deformaciones grotescas.
Darwin nunca dejaba escapar la oportunidad de subrayar las seme-
janzas, a veces en sucintas acotaciones al margen, como la encanta-
dora observación que introdujo en El origen del hombre según la cual
los monos «fuman tabaco con mucho gusto». T. H. Huxley, el formi-
dable aliado de Darwin, mantuvo un acalorado intercambio de pala-
bras con sir Richard Owen, el anatomista más destacado de la época,
que sostenía (equivocadamente, tal y como demostró Huxley) que el
hipocampo menor era un rasgo exclusivo del cerebro humano. Hoy
en día los científicos no sólo piensan que nos parecemos a los simios,
sino que incluyen al ser humano en el grupo de los simios, concreta-
mente al de los africanos. En cambio, hacen hincapié en que los simios,
incluido el hombre, son distintos de los monos. Llamar mono a un chim-
pancé o a un gorila es un error.
No siempre fue así. En la antigüedad solía agruparse a los simios
con los monos y en las descripciones más antiguas se los confundía
con los babuinos o con las monas de Gibraltar (cuyo nombre en inglés,
de hecho, sigue siendo Barbary apes, o «simios de la Berbería»). Más
sorprendente resulta el hecho de que, mucho antes de que se empe-
zara a pensar en términos evolutivos y se aprendiera a distinguir a unos
simios de otros o de los monos, se solía confundir a los grandes simios
con seres humanos. Por más que coincidamos con esta noción antici-
pada de la teoría de la evolución, lo más probable, por desgracia, es que
se debiera al racismo. Los primeros exploradores blancos de África
veían a gorilas y chimpancés como parientes cercanos de los seres

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gorilas

humanos de raza negra, no de sí mismos. Curiosamente, tanto en el


Sudeste asiático como en África existen leyendas tradicionales en la
que la evolución se representa al contrario: los simios antropomor-
fos locales se consideran humanos caídos en desgracia. Orangután
significa «hombre de la selva» en malayo.
En palabras de T. H. Huxley, el Ourang Outan que el doctor holan-
dés Bontius retrató en 1658 no era sino «una mujer muy peluda y
bastante hermosa, con proporciones y pies completamente humanos».
La criatura, efectivamente, es muy peluda, salvo, curiosamente, en uno
de los pocos lugares donde las verdaderas mujeres tienen vello: el
pubis, que llama la atención por lo lampiño. Muy humanas resultan
también las ilustraciones que en 1763, más de un siglo después, hizo
Hoppius, el discípulo de Linneo. Una de las criaturas representadas
tiene cola, pero por lo demás es totalmente humana: está erguida sobre
dos patas y lleva bastón. Plinio el Viejo afirma que «a las especies con
cola se las ha visto incluso jugando a las damas».
Cabría pensar que semejante mitología habría predispuesto a nues-
tra civilización a aceptar la idea de la evolución y que hasta habría ace-
lerado la formulación de la teoría evolutiva, pero se ve que no fue
así. El panorama decimonónico revela una gran confusión entre simios,
monos y humanos; por eso cuesta tanto fechar el descubrimiento de
cada especie de simio y determinar cuál es la especie descubierta en
cada ocasión. La excepción es el gorila, que de todos los simios es el
que la ciencia conoce desde hace menos tiempo.
En 1847 el doctor Thomas Savage, un misionero estadounidense,
vio en la casa de otro misionero situada junto al río Gabón «un crá-
neo que, según los nativos, pertenecía a un animal parecido a un mono
que destacaba por su tamaño, ferocidad y costumbres». La injusta fama
de animal feroz, que se exageraría hasta el delirio en la historia de
King Kong, se refleja claramente en un artículo del Illustrated London
News que salió publicado el mismo año que El origen de las especies. El
texto está repleto de tantas y tan descomunales patrañas que supera
incluso las fantásticas consejas de los viajeros de la época:

...es prácticamente imposible examinarlo de cerca, sobre todo porque, en


cuanto ve a un hombre, lo ataca. El macho adulto, dotado de una fuerza
prodigiosa y de gruesos y poderosos dientes, se esconde en las ramas más

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el cuento del antepasado

gruesas de los árboles de la selva a la espera de que se acerque un hom-


bre; en cuanto lo ve pasar bajo el árbol, descuelga las terribles patas tra-
seras y con pies provistos de enormes pulgares, agarra a su presa por la
garganta, la levanta en vilo y, por último, la deja caer asfixiada. La bestia
obra así por pura maldad, pues luego no se come la carne del hombre
muerto, sino que obtiene un placer diabólico del simple acto de matar.

En un primer momento Savage pensó que el cráneo en poder del


misionero pertenecía a una nueva especie de orangután. Después
pensó que esta nueva especie no era sino la de los Pongo, unos ani-
males mencionados en crónicas más antiguas de viajes por África. A
la hora de ponerle un nombre oficial, Savage, junto con su colega el
catedrático de anatomía Wyman, desechó el término Pongo y rescató
el de Gorilla, nombre usado por un antiguo almirante cartaginés para
designar a una raza de salvajes peludos que afirmaba haber encon-
trado en una isla frente a la costa occidental africana1. La palabra gori-
la ha sobrevivido como nombre común del animal catalogado por
Savage, mientras que Pongo es el nombre científico del orangután asiá-
tico.
A juzgar por la zona en que lo encontró, la especie de Savage debía
ser el gorila occidental, Gorilla gorilla. Savage y Giman lo incluyeron
en el mismo género que el chimpancé y lo llamaron Troglodytes gori-
lla. Según las reglas de la nomenclatura zoológica, tanto el chimpan-
cé como el gorila tuvieron que renunciar al nombre Troglodytes por-
que ya se le había adjudicado, nada más y nada menos, al minúsculo
chochín. El termino persistió como nombre específico del chimpan-
cé común, Pan troglodytes, mientras que gorilla, el nombre que Savage
había usado para la especie cuyo cráneo había visto en casa del misio-
nero, fue ascendido a nombre genérico. El «gorila de montaña» no
fue «descubierto» hasta la década de 1920, cuando el alemán Robert
von Beringe mató a uno de un tiro. En la actualidad, como veremos
más adelante, se la considera una subespecie del gorila oriental, y la
especie oriental al completo se denomina Gorilla beringei, en honor

1. En realidad, lo que hizo Hanón, que es como se llamaba el almirante cartagi-


nés, fue una transcripción sui generis del término kikongo ngò dìida, que significa
«animal poderoso que se golpea con violencia». [N. del t.]

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gorilas

de quien mató al primer ejemplar conocido (lo cual no deja de ser


un tanto injusto).
Savage nunca creyó que sus gorilas fuesen los isleños referidos
por el navegante cartaginés. En cambio, los exploradores de los siglos
XVII y XVIII dieron por hecho que los chimpancés que a la sazón se
estaban descubriendo en África no eran ni más ni menos que los pig-
meos, la raza legendaria de hombres diminutos que primero men-
cionaron Homero y Herodoto. Tyson (1699) muestra un dibujo de un
pigmeo que, como señala Huxley, es a todas luces un chimpancé joven,
por más que también aparezca erguido sobre dos patas bastón en ris-
tre. Sobra decir que hoy en día hemos vuelto a usar la palabra pigmeo
para designar seres humanos de baja estatura.
Esto nos lleva de vuelta al tema del racismo, un fenómeno endé-
mico en nuestra cultura hasta hace relativamente poco. Los primeros
exploradores solían atribuir a los nativos de la selva una afinidad mayor
con chimpancés, gorilas y orangutanes que con ellos mismos. En el
siglo XIX, después de Darwin, los evolucionistas solían considerar que
los africanos representaban un estadio intermedio entre los simios y
los europeos, dentro de la escala ascendente que culminaba en la supre-
macía del hombre blanco. Esta concepción no es solamente un error
de hecho, sino que además viola un principio fundamental de la evo-
lución. Dos primos siempre tendrán exactamente el mismo grado de
parentesco con un grupo externo cualquiera, por la sencilla razón de
que están vinculados a él por medio de un antepasado común. Por
los motivos aducidos en «El Cuento del Bonobo», todos los humanos
somos parientes exactamente igual de cercanos de todos los gorilas.
El racismo, el especismo y nuestro eterno desconcierto cuando se trata
de escoger lo que incluimos en nuestra esfera ética y moral y lo que
dejamos fuera, salen a relucir nítida y vergonzosamente en cuanto
repasamos la historia de nuestras actitudes hacia nuestros semejan-
tes, y hacia los simios, que también son nuestros semejantes.2

2. El Proyecto Gran Simio, ideado por el ilustre filósofo moral Peter Singer, va al
meollo del asunto al proponer que, en la medida en que lo permita el sentido prácti-
co, se conceda a los simios antropomorfos el mismo estatus moral que a los seres huma-
nos. Mi propia contribución al libro The Great Ape Project es uno de los ensayos recopi-
lados en El capellán del diablo.

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Encuentro 3
Orangutanes

Las pruebas moleculares sitúan el Encuentro 3, el punto en que los


orangutanes se incorporan a nuestra peregrinación, hace 14 millo-
nes de años, en pleno Mioceno. Aunque el mundo empezaba a entrar
en su actual fase fría, el clima era más cálido y el nivel del mar más
elevado que en el presente, lo cual, unido a ligeras diferencias en la
posición de los continentes, motivaba que el territorio entre Asia y
África, así como buena parte del sureste europeo, estuviesen sumer-
gidos en el mar de manera intermitente. Como veremos más ade-
lante, este fenómeno influye a la hora de calcular dónde vivió el
Contepasado 3, que debió de ser nuestro tatarabuelo número 650.000.
¿Vivió en África, como el 1 y el 2, o bien en Asia? Teniendo en cuen-
ta que se trata del antepasado que compartimos con un simio asiáti-
co, debemos estar preparados para encontrárnoslo en cualquiera de
los dos continentes, y no faltan partidarios de ambas hipótesis. A favor
de Asia está la abundancia de fósiles adecuados de la época adecua-
da, la segunda mitad del Mioceno. Por otro lado, África parece haber
sido la cuna de los simios, antes del comienzo del Mioceno. Este con-
tinente fue escenario de una enorme explosión de simios en el inicio
del Mioceno: proconsúlidos (varias especies pertenecientes al antiguo
género de simios Proconsul) y otros como Afropithecus y Kenyapithecus.
Nuestros parientes actuales más cercanos y todos nuestros fósiles pos-
teriores al Mioceno, son africanos.
Sin embargo, la relación especial que nos une a chimpancés y oran-
gutanes sólo se conoce desde hace unas pocas décadas. Hasta enton-

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el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los orangutanes


Orangutanes (Ponga)

Ya incorporados

5
CZ
N

10
Incorporación de los orangutanes.
En general se acepta que las dos
especies de orangután asiático se
separaron de los demás simios
antropomorfos hace unos 14
millones de años. Como en todas las
filogenias de este libro, la rama
derecha representa las especies que
ya se han incorporado a la
14 3 peregrinación, y los puntitos, las
posiciones de los contepasados
precedentes.

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orangutanes

ces, la mayoría de antropólogos pensaba que éramos el grupo her-


mano de todos los simios y, por tanto, que estábamos igual de empa-
rentados con los simios africanos que con los asiáticos. Estaban con-
vencidos de que Asia era la patria de nuestros ancestros del Mioceno
superior, y algunas autoridades en la materia llegaron incluso a esco-
ger a un antepasado fósil concreto, Ramapithecus. Hoy se considera
que este animal es el mismo al que anteriormente se había puesto el
nombre de Sivapithecus, que, en virtud de las leyes de la nomenclatu-
ra zoológica, tiene prioridad sobre aquél. Es una pena no poder seguir
usando el término Ramapithecus, que se había popularizado. Sea o no
Sivapithecus/Ramapithecus antepasado del hombre, muchos expertos
coinciden en que se halla próximo a la línea evolutiva que dio lugar
al orangután y hasta podría ser su antepasado directo. Giganthopitecus
era una especie de versión gigante, aunque no arborícola sino terres-
tre, de Sivapithecus. Existen varios otros fósiles asiáticos que datan del
Mioceno. Ouranopithecus y Dryopithecus se disputan el título del ante-
pasado humano más verosímil de ese periodo; ojalá (dan ganas de
decir) estuviesen en el continente adecuado. Como veremos, ese «oja-
lá» podría terminar tornándose realidad.
Si los simios del bajo Mioceno se hubiesen encontrado en África
en lugar de Asia, tendríamos una serie initerrumpida de fósiles verosí-
miles que vincularía a los simios africanos modernos con el copioso con-
tingente de proconsúlidos del alto Mioceno africano. Cuando las prue-
bas moleculares demostraron más allá de toda duda que estábamos
emparentados con los chimpancés y gorilas africanos y no con los oran-
gutanes asiáticos, los paleontólogos, mal de su grado, le volvieron la
espalda a Asia. A pesar de la credibilidad de los simios asiáticos, dieron
por hecho que nuestro linaje ancestral tuvo que radicar en África duran-
te todo el Mioceno y llegaron a la conclusión de que, por alguna razón,
nuestros antepasados africanos no se fosilizaron después de la tempra-
na floración de simios proconsúlidos a comienzos del Mioceno.
Así quedó la cosa hasta 1998, cuando Caro-Beth Stewart y Todd R.
Disotell ofrecieron un ingenioso ejemplo de razonamiento creativo
en un artículo titulado «La evolución de los primates: dentro y fuera
de África». Esta historia de idas y venidas de África a Asia nos la va a
contar el orangután. La moraleja del cuento es que, después de todo,
es probable que el Contepasado 3 de veras viviese en Asia.

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el cuento del antepasado

Pero de momento no importa dónde vivió. ¿Qué aspecto tenía?


Es el antepasado común de los orangutanes y de todos los simios afri-
canos actuales, luego podría parecerse a los primeros, a los segundos
o a ambos. ¿Qué fósiles podrían darnos alguna pista? Si se examina
el árbol filogenético, se aprecia que los fósiles conocidos como
Lufengpithecus, Oreopithecus, Sivapithecus, Dryopithecus y Ouranopithecus
vivieron todos ellos en la época adecuada o poco después. Según la
reconstrucción más verosímil, el Contepasado 3 podría ser una com-
binación de todos estos cinco géneros de fósiles asiáticos, pero sería
útil poderlo colocar en Asia. Escuchemos el Cuento del Orangután
para ver qué nos sugiere.

EL CUENTO DEL ORANGUTÁN

Tal vez nos hayamos precipitado al dar por descontado que nuestros
vínculos africanos vienen de muy largo. ¿Y si nuestro linaje ancestral
hubiese salido de África hace unos 20 millones de años, prosperado
en Asia hasta hace unos 10 y después regresado a África?
Según esta hipótesis, todos los simios actuales, incluidos los que ter-
minaron viviendo en África, descenderían de una línea ancestral que
emigró de África a Asia. Los gibones y los orangutanes serían descen-
dientes de los emigrantes que se quedaron en Asia, mientras otros des-
cendientes posteriores habrían regresado a África, donde los antiguos
simios del Mioceno ya se habrían extinguido. Una vez asentados en
el antiguo hogar de sus ancestros, estos emigrantes dieron origen a los
gorilas, chimpancés, bonobos y seres humanos.
Los datos disponibles sobre la deriva de los continentes y la oscila-
ción del nivel del mar son compatibles con esa hipótesis. En la época
en cuestión existían puentes terrestres con Arabia. Las pruebas que
refrendan la teoría son, en última instancia, cuestión de parsimonia1,
es decir, en la necesidad de economizar suposiciones. Una buena
teoría es aquélla que, postulando poco, explica mucho. (Como ya seña-

1. El principio de parsimonia es la regla científica según la cual, si existen dos o más


soluciones a un problema o hipótesis suficientes que lo expliquen, siempre se ha de
optar por la más simple. [N. del t.]

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orangutanes

Especies encontradas en África chimpancés


Dryopithecus
Especies encontradas en Eurasia 6 Australopithecus
7

antropomorfos
humanos

simios
gorilas
14

hominoides
Ouranopithecus

18

antropomorfos menores
orangutanes
Sivapithecus
Lufengpith
ecus
Orepopithecus

catarrinos
siamangs

simios
8 gibones
Af
ro
Kenyapitheus
pi
th
25
ec
? Proconsul
us
macacos asiáticos

cercopitecinos
Aegypthopithecus

Monos del Viejo Mundo


7 mona de Gibraltar
10 babuinos y
mangabeys
14 guenones

colobinos
langures y násicos
10

Victoriapithecus colobos

35 30 25 20 15 10 5 0
millones de años atrás

Entrada y salida de África. Árbol filogenético de los simios africanos y asiáticos


elaborado por de Stewart y Disotell. Las zonas redondeadas representan fechas
conocidas gracias a fósiles, mientras que las líneas que las unen al árbol se han
calculado con arreglo a un criterio de parsimonia. Las flechas simbolizan episodios
migratorios. Adaptación de Stewart y Disotell [273].

lado varias veces en otros libros, de acuerdo con este criterio, la teo-
ría de la selección natural de Darwin tal vez sea la mejor teoría jamás
ideada.) En este caso concreto, se trata de minimizar nuestras supo-
siciones acerca de los episodios migratorios. La teoría de que nuestros
antepasados permanecieron en todo momento en África (sin migra-
ciónes) parecía, sobre el papel, más económica que la teoría de que
nuestros antepasados se desplazaron de África a Asia (primera migra-
ción) para después regresar a África (segunda migración).
Pero este cálculo era demasiado restringido ya que se centraba en
nuestra línea ancestral sin tomar en consideración a todos los demás
simios, en particular a las numerosas especies fósiles. Stewart y Disotell
hicieron un cómputo de los episodios migratorios, pero teniendo tam-
bién en cuenta los que harían falta para explicar la distribución de
todos los simios, incluidos los fósiles. Lo primero que hay que hacer
es colocar en el árbol filogenético a todas las especies de las cuales se

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el cuento del antepasado

dispone de información suficiente. Lo siguiente es indicar si cada una


de esas especies vivió en África o en Asia. En el diagrama adjunto,
que está sacado del artículo de Stewart y Disotell, los fósiles asiáticos
aparecen en negro y los africanos en blanco. Los autores no incluye-
ron todos los fósiles conocidos, pero sí todos aquéllos que podían loca-
lizarse con claridad en el árbol. Asimismo, incorporaron a los monos
del Viejo Mundo, que se escindieron de los simios hace unos 25 millo-
nes de años (como veremos, la diferencia más evidente entre monos
y simios es que los primeros conservaron la cola). Las migraciones vie-
nen simbolizadas por flechas.
Teniendo en cuenta los fósiles, la teoría del salto a Asia y regreso a
África es más económica que la de la permanencia constante de nuestros
antepasados en África. Dejando a un lado los monos, que, según ambas
hipótesis, fueron responsables de dos episodios migratorios de Áfri-
ca a Asia, basta postular dos migraciones de simios, a saber:

1. Una población de simios emigró de África a Asia hace unos 20 millo-


nes de años y dio origen a todos los simios asiáticos, entre ellos los
gibones y orangutanes actuales.
2. Una población de simios regresó de Asia a África y dio origen a
los simios africanos actuales, incluidos los seres humanos.

En cambio, la teoría de la permanencia constante de nuestros antepasados


en África requiere seis movimientos migratorios para explicar el flujo
de África a Asia de los antepasados de:

1. Gibones, hace unos 18 millones de años.


2. Oreopithecus, hace unos 16 millones de años.
3. Lufengpithecus, hace unos 15 millones de años.
4. Sivapithecus y orangutanes, hace unos 14 millones de años.
5. Dryopithecus, hace unos 13 millones.
6. Ouranopithecus, hace unos 12 millones de años.

Naturalmente, todos estos cómputos migratorios sólo serán válidos si


Stewart y Disotell han acertado con las comparaciones anatómicas en
las que se basa su árbol. Por ejemplo, según ellos, Ouranopithecus es,
de todos los simios fósiles, el más cercano a los simios africanos moder-

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orangutanes

nos (en el diagrama, es la última rama en escindirse del árbol antes


de los simios africanos). Los siguientes parientes más cercanos, según
sus cálculos anatómicos, son todos asiáticos (Dyopithecus, Sivapithecus,
etc.). Pero si se hubieran equivocado con la evaluación anatómica y,
por ejemplo, el fósil africano Kenyapithecus sea, en realidad, el más cer-
cano a los simios africanos modernos, habrá que repetir desde el prin-
cipio todo el recuento migratorio.
El árbol propiamente dicho está construido en función del crite-
rio de parsimonia. Pero es un tipo de parsimonia diferente. En lugar
de minimizar el número de episodios migratorios que nos hace falta
postular, nos olvidamos de la geografía y tratamos de minimizar el
número de coincidencias anatómicas (evolución convergente) que es
preciso postular. Una vez construido el árbol sin tener en cuenta la
geografía, se superpone la información geográfica (el código blanco
y negro del diagrama) para contar los episodios migratorios. Y se
concluye que, con toda probabilidad, los simios africanos recientes, es
decir, los gorilas, chimpancés y humanos, proceden de Asia.
En relación con esto hay un dato interesante. Richard G. Klein,
de la universidad de Stanford, es el autor de un importante manual
sobre la evolución humana donde se describe minuciosamente cuan-
to se conoce sobre la anatomía de los principales fósiles. En un momen-
to dado, Klein compara al asiático Ouranopithecus con el africano Kenya-
pithecus y se pregunta cuál de los dos se parece más a nuestro cercano
pariente (o antepasado) Australopithecus y concluye que este último
es más parecido a Ouranopithecus que a Kenyapithecus. A continuación
añade que, si el Ouranopithecus hubiese vivido en África, habría sido
incluso un antepasado humano verosímil. Sin embargo, «teniendo en
cuenta los factores geográfico-morfológicos», Kenyapithecus es un can-
didato más probable. ¿Capta el lector la suposición implícita? Klein
está afirmando tácitamente que no es probable que los simios africa-
nos descendiesen de un antepasado asiático, aun cuando así lo indi-
can las pruebas anatómicas. Subconscientemente, está concediendo
más valor a la parsimonia geográfica que a la anatómica. De acuerdo
con la parsimonia anatómica, el Ouranopithecus es un pariente más cer-
cano del hombre que el Kenyapithecus. Sin embargo, Klein, aunque no
lo formula de manera explícita, deja que la parsimonia geográfica se
imponga sobre la anatómica. Stewart y Disotell sostienen que, cuan-

173
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el cuento del antepasado

do se tiene en cuenta la adscripción geográfica de todos los fósiles, la


parsimonia anatómica y la geográfica concuerdan. Así pues, la geogra-
fía confirma la primera estimación anatómica de Klein, según la cual
Ouranopithecus es más parecido al Australopithecus que el Kenyapithecus.
Puede que la discusión aún no esté zanjada. Hay que hacer verda-
deros malabarismos para compatibilizar la parsimonia anatómica y la
geográfica. El artículo de Stewart y Disotell ha desencadenado un
aluvión de cartas en las publicaciones científicas, tanto a favor como
en contra. En función de las pruebas disponibles en este momento,
creo que, en conjunto, deberíamos mostrar preferencia por la teoría
del salto a Asia y regreso a África. Dos episodios migratorios es una opción
más parsimoniosa que seis. Y es cierto que existen semejanzas elocuen-
tes entre los simios asiáticos del bajo Mioceno y algunos simios africa-
nos de nuestra línea ancestral como Australopithecus y los chimpan-
cés. Se trata simplemente de una preferencia «en conjunto», pero
me basta para situar el Encuentro 3 (y el 4) en Asia y no en África.
La moraleja de «El Cuento del Orangután» es doble. A la hora de
escoger entre teorías opuestas, un científico siempre tiene presente el
principio de parsimonia, pero no siempre está claro cómo aplicarlo.
Disponer de un buen árbol genealógico suele ser el primer requisito
esencial de una reflexión solvente sobre la evolución, pero elaborar
un buen árbol supone ya de por sí un arduo ejercicio. De los porme-
nores de esta labor van a hablarnos en melodioso coro los gibones
cuando se unan a nuestra peregrinación en el Encuentro 4.

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Encuentro 4
Gibones

El Encuentro 4, donde nos reunimos con los gibones, tiene lugar hace
unos 18 millones de años, probablemente en Asia, en el entorno más
cálido y boscoso del alto Mioceno. No hay acuerdo en cuanto al núme-
ro de especies modernas de gibón, pero parece que son doce, todas
de las cuales viven en el sudeste asiático, incluidas Indonesia y Borneo.
Algunas autoridades en la materia los agrupan a todos en el género
Hylobates. En su época se dejaba fuera al siamang y se hablaba de «gibo-
nes y siamangs», pero cuando se descubrió que los gibones se dividen
en cuatro grupos y no en dos, la distinción quedó obsoleta. Así pues,
me referiré a todos con el nombre de gibones.1
Los gibones son simios pequeños y tal vez los mejores acróbatas
arborícolas que jamás han existido. En el Mioceno había montones
de simios pequeños. En el ámbito evolutivo, aumentar o disminuir
de tamaño es relativamente fácil. Del mismo modo que el Giganthopitecus
y el Gorilla aumentaron de tamaño por separado, muchos simios, en
esa edad dorada que para ellos fue el Mioceno, se hicieron más peque-
ños. Los pliopitecidos, por ejemplo, eran unos simios pequeños muy
abundantes en Europa en el alto Mioceno y que probablemente lle-
vaban una vida parecida a la de los gibones, sin ser sus antepasados.
Supongo, por ejemplo, que también braquiaban.

1. A los siamangs se los separaba porque son más grandes y poseen una bolsa gutu-
ral para amplificar los gritos.

175
Incorporación de los gibones
N
CZ
Ya incorporados

4
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Gibones crestados (Nomascus)


Siamangs (Symphalangus)
12:29

Otros gibones (Hylobates)


26/5/08

Hulocs (Bunopithecus)
el cuento del antepasado
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Millones de años

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15

18
10
5
0
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gibones

Brachia es «brazo» en latín y braquiar significa desplazarse por medio


de los brazos, no de las piernas, algo que a los gibones se les da de
maravilla. Sus grandes manos prensiles y sus potentes muñecas son
como botas de siete leguas invertidas que catapultan a los gibones de
rama en rama y de árbol en árbol. Gracias a sus largos brazos, que
son una materialización perfecta del principio físico del péndulo,
son capaces de propulsarse en el vacío y salvar de un solo salto distan-
cias de hasta diez metros. La braquiación a alta velocidad me resulta
más emocionante si cabe que el vuelo, y me complace imaginarme a
mis antepasados disfrutando de una de las experiencias más intensas
de la vida. Por desgracia, la corriente de pensamiento actual pone en
duda que nuestros antepasados pasaran por una fase totalmente gibo-
nesca, pero es lícito suponer que el Contepasado 4, nuestro milloné-
simo tatarabuelo, fuese un pequeño simio arborícola con ciertas apti-
tudes para la braquiación.
De todos los simios, los gibones son, después de los humanos, los
que mejor practican el difícil arte de andar erguidos. Sirviéndose de
las manos únicamente para guardar el equilibrio, se desplazaban sobre
dos patas a lo largo de las ramas, mientras que la braquiación la usan
para desplazarse de una rama a otra. Si el Contepasado 4 practicaba
el mismo arte y se lo transmitió a los gibones que descienden de él,
¿podría haber persistido algún vestigio de esta habilidad en el cere-
bro de los descendientes humanos y haber resurgido ulteriormente
en África? No es más que una grata reflexión, si bien es cierto que,
en general, lo simios tienen tendencia a andar erguidos de vez en cuan-
do. Podríamos también especular si el Contepasado 4 poseía el mis-
mo virtuosismo vocal que sus descendientes gibones, y si esto no sería
un presagio de la extraordinaria versatilidad de la voz lingüística y
musical de la voz humana. Por otro lado, sin embargo, los gibones son
devotos monógamos, a diferencia de los simios antropomorfos más

Incorporación de los gibones. Las 12 especies de gibones se subdividen


actualmente en cuatro grupos, cuyo orden de ramificación, como se explica
detalladamente en el Cuento del Gibón, es objeto de controversia.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: huloc (Bunopithecus hoolock); gibón malayo


(Hylobates agilis); siamang (Symphalangus syndactylus); gibón de mejillas doradas
(Nomascus gabriellae).

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el cuento del antepasado

cercanos a nosotros y de la mayoría de culturas humanas, en las cua-


les la costumbre, y, en varios casos, la religión, fomentan (o al menos
consienten) la poliginia. No sabemos si, en este apartado, el Contepa-
sado 4 se parecía a sus descendientes gibones o a sus descendientes
simio de gran tamaño.2
Vamos a tratar de reconstruir al Contepasado 4 partiendo del con-
sabido presupuesto de que debía de tener muchos de los rasgos comu-
nes a todos sus descendientes, es decir, todos los simios, incluidos
nosotros. Es probable que fuese más arborícola y más pequeño que
el Contepasado 3. Si, como sospecho, se balanceaba de las ramas con
los brazos, no debía, sin embargo, ser un braquiador tan hábil como
los gibones modernos, ni sus brazos debían de ser tan largos.
Seguramente tenía la cara chata de los gibones. No tenía cola, o, mejor
dicho, tenía, como todos los simios, una pequeña cola interna forma-
da por la unión de las últimas vértebras: el llamado cóccix.
No sé por qué los simios perdimos la cola. Me sorprende que los
biólogos hablen tan poco del tema. Una excepción reciente es Jonathan
Kingdon en el libro Lowly Origin, pero ni siquiera él ofrece una expli-
cación concluyente y satisfactoria. Los zoólogos que se enfrentan a este
tipo de enigmas suelen recurrir a las comparaciones: buscan, de entre
todos los mamíferos, aquéllos que hayan perdido de forma indepen-
diente la cola (o la hayan reducido al mínimo) y tratan de descifrar
el fenómeno. Creo que ninguno ha abordado el problema de mane-
ra sistemática, pero sería muy interesante. Además de en los simios,
la cola está ausente en topos, erizos, tenrecs sin cola (Tenrec ecaudatus),
cobayas, hámsters, osos, murciélagos, koalas, perezosos, agutíes y varias
otras especies. Tal vez lo más interesante para el caso que nos ocupa
sea que existen monos anuros, o con una cola tan corta que es como
si no la tuviesen, como los gatos de la Isla de Man. Los gatos de esta

2. Quizás habría que llamar la atención de la mayoría moral de extrema derecha


estadounidense (cuya oposición cerril y oscurantista a los principios evolucionistas está
poniendo en peligro la calidad de la enseñanza en varios de los estados más atrasados
de su país) sobre los ejemplares valores familiares de los gibones y sobre la pía espe-
ranza de que nuestros antepasados evolutivos también los observasen. Ni que decir tie-
ne que extraer del comportamiento de los gibones cualquier enseñanza moral supon-
dría cometer la falacia naturalista, pero es que a esta gente lo que mejor se le da son
precisamente las falacias.

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gibones

raza tienen un gen concreto que hace que sean rabones. Cuando es
homocigótico (es decir, cuando se halla presente por duplicado) resul-
ta letal, luego es poco probable que se difunda a lo largo de un pro-
ceso evolutivo, pero se me ha ocurrido preguntarme si los primeros
simios no serían monos de la Isla de Man. Si hubiese sido así, la muta-
ción probablemente se produciría en un gen Hox (véase «El Cuento
de la Mosca de la Fruta»). Suelo estar en contra de la teoría evolutiva
del monstruo prometedor3, pero ¿podría ser ésta la excepción? Sería inte-
resante examinar el esqueleto de los mutantes sin cola de especies de
mamíferos que normalmente la tienen para ver si han renunciado a
ella de la misma manera que los simios.
La mona de Gibraltar (Macaca sylvanus) es un mono anuro al que
en inglés, tal vez por eso, se suele llamar erróneamente, como hemos
visto, Barbary ape («simio de Berbería»). El macaco de las Célebes
(Macaca nigra) es otro mono sin cola. Jonathan Kingdon me ha con-
tado que, por el aspecto y los andares, parece un chimpancé en minia-
tura. En Madagascar existen algunos lémures sin cola, como el indrí,
y varias especies extintas como los lémures koala (Megaladapis) y los
lémures perezosos, algunos de los cuales alcanzaban el tamaño de un
gorila.
Si no intervienen otros factores, todo órgano que no se use tende-
rá a atrofiarse, aunque sólo sea por motivos económicos. Entre los
mamíferos, las colas cumplen una enorme variedad de funciones.
Las ovejas la usan como reserva de grasa. Los castores la usan como
remo. La cola del mono araña tiene una almohadilla callosa prensil
que le sirve de quinta extremidad en las copas de los árboles de
Sudamérica. La gigantesca cola del canguro es un resorte que le ayu-
da a saltar. Los animales ungulados usan la cola como matamoscas.
Los lobos y muchos otros mamíferos la usan para hacer señales, aun-
que es probable que se trate de un oportunismo secundario por par-
te de la selección natural.

3. La teoría del monstruo prometedor, término acuñado por uno de sus partida-
rios, el genético germanoestadounidense Richard Goldschmidt, postula que las ma-
cromutaciones monstruosas, una vez aparecen, pueden verse favorecidas por la se-
lección natural y, por tanto, constituir un importante motor de cambio evolutivo.
[N. del t.]

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el cuento del antepasado

Pero aquí debemos prestar atención sobre todo a los animales


que viven en los árboles. Las colas de las ardillas cogen aire, luego un
salto es casi un vuelo. Los animales arborícolas suelen tener colas lar-
gas que hacen las veces de contrapeso o de timón para el salto. Los
loris y los potos, con los que nos reuniremos en el Encuentro 8, se des-
plazan lentamente a las presas, casi reptando por las ramas, y tienen
colas cortísimas. Sus parientes los gálagos, en cambio, son briosos sal-
tadores y poseen largas colas peludas. Los perezosos son anuros, como
los koalas, a los que cabría considerar sus equivalentes australianos, y
ambos, como los loris, se mueven lentamente por los árboles.
En Borneo y Sumatra el macaco cangrejero (Macaca fascicularis)
vive en los árboles, mientras que el macaco de cola de cerdo (Macaca
nemestrina), con el que está estrechamente emparentado, vive en el
suelo y es rabón. Los monos arborícolas suelen tener la cola larga y
corren por las ramas a cuatro patas, usando la cola para mantener el
equilibrio. Saltan de rama en rama con el cuerpo en posición hori-
zontal y la cola estirada a modo de timón y contrapeso. Entonces,
¿cómo es que los gibones, que llevan una vida arborícola tan activa
como la de cualquier mono, carecen de cola? Tal vez la respuesta estri-
ba en su peculiar manera de desplazarse. Como hemos visto, todos los
simios son bípedos de vez en cuando y los gibones, cuando no bra-
quian, corren a lo largo de las ramas sobre las patas traseras, usando
sus largos brazos para mantener el equilibrio. Es fácil entender el engo-
rro que para un bípedo debe de representar la cola. Mi colega
Desmond Morris me ha contado que a veces los monos araña andan
sobre dos patas y que, en su caso, la larga cola les supone un serio
estorbo. Además, cuando un gibón se lanza hacia una rama alejada,
lo hace partiendo de una posición vertical, a diferencia de los monos
saltadores, que adoptan una posición horizontal. Lejos de ser un timón
estabilizador que se prolonga hacia atrás, una cola sería un verdade-
ro lastre para un braquiador vertical como el gibón o, presumible-
mente, el Contepasado 4.
Es todo cuanto se me ocurre. Creo que los zoólogos deberían pres-
tar más atención al misterio de por qué perdimos la cola los simios. A
posteriori, el supuesto contrario suscita simpáticas conjeturas. ¿Cómo
habríamos compaginado la cola con nuestra costumbre de vestir ropa,
sobre todo pantalones? En semejante tesitura, la clásica pregunta de

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gibones

los sastres, «¿El señor carga a la izquierda o a la derecha?», habría


cobrado una relevancia completamente distinta.

EL CUENTO DEL GIBÓN


Escrito en colaboración con Yan Wong

En el Encuentro 4 nos reunimos por primera vez con más de dos espe-
cies ya unidas. Un número más alto de especies puede plantear pro-
blemas a la hora de establecer parentescos, cuestiones que se irán agra-
vando conforme avancemos en nuestro peregrinar. El tema de «El
Cuento del Gibón» es cómo resolverlos.4
Existen, como hemos visto, 12 especies de gibones que se clasifican
en cuatro grupos principales: Bunopithecus (un grupo que consta de
una sola especie vulgarmente conocida como huloc), Hylobates (seis
especies, de las cuales la más conocida es el Hylobates lar, o gibón de
manos blancas), Symphalangus (el siamang) y Nomascus (cuatro espe-
cies de gibones crestados). En este cuento se explica cómo construir
una relación de parentesco evolutivo, o filogenia, que vincule a los
cuatro grupos.
Los árboles filogenéticos pueden ser dirigidos o no dirigidos. Cuando
construimos un árbol dirigido, sabemos dónde se encuentra el ances-
tro. La mayoría de los diagramas filogenéticos que aparecen en este
libro son de este tipo. En los árboles no dirigidos, en cambio, no hay
un sentido de orientación. Se les suele llamar diagramas de estrella y
no siguen una dirección temporal determinada. No empiezan en un
lado de la página para terminar en el lado opuesto. En la ilustración
podemos ver tres ejemplos, que muestran todas las posibles maneras
de relacionar cuatro entidades.
En cada una de las bifurcaciones del diagrama no es relevante
cuál es la rama izquierda y cuál la derecha. Y de momento (aunque
la cosa cambiará más adelante) la longitud de las ramas no nos pro-

4. El tema de este cuento hace que inevitablemente resulte más difícil de leer
que otras partes del libro. El lector puede escoger entre devanarse los sesos durante
las próximas diez páginas, o saltar directamente a la p. 199 y volver a este cuento
cuando desee ejercitar las neuronas. Dicho sea de paso, muchas veces me he pregun-
tado cómo se devana uno los sesos. Ojalá lo supiera.

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el cuento del antepasado

Bunopithec Symphalangus Bunopithec Hylobates Bunopithecus Hylobates

Árbol A Árbol B Árbol C

Hylobates Nomascus Symphalangus Nomascus Nomascus Smphalangusy

porciona ninguna información. Un árbol en el que la longitud de las


ramas no significa nada se denomina cladograma (en este caso, se tra-
taría de un cladograma no dirigido). La única información que trans-
mite un cladograma es el orden de ramificación: el resto es adorno.
Podemos intentar, por ejemplo, rotar cualquiera de las bifurcaciones
laterales en torno a la línea media horizontal: el patrón de relaciones
permanecerá idéntico.
Estos tres cladogramas no dirigidos representan las posibles mane-
ras de vincular cuatro especies, siempre que nos ciñamos a conexio-
nes por medio de ramas que sólo se escinden en dos (dicotomías).
Como en el caso de los árboles dirigidos, es costumbre considerar irre-
sueltas las ramificaciones en tres (tricotomías) o más ramas (politomí-
as): el equivalente de una admisión temporal de ignorancia.
Todo cladograma no dirigido se convierte en dirigido en cuanto
especificamos el punto más antiguo (la raíz) del árbol. Los investiga-
dores a quienes hemos confiado la construcción del diagrama situa-
do al comienzo de este cuento han propuesto el cladograma dirigido
de los gibones situado a la izquierda. Otros, en cambio, han propues-
to el de la derecha.
En el primero, los gibones crestados, Nomascus, son parientes leja-
nos de todos los demás gibones. En el segundo, esta distinción recae
sobre los hulocs (Bunopithecus). A pesar de sus diferencias, los dos pro-
ceden del mismo árbol no dirigido (el diagrama A). Los cladogra-
mas sólo se diferencian en sus raíces: el primero se construye colo-
cando la raíz del árbol A en la rama que lleva al Nomascus ; el segundo,
colocándola en la rama que lleva al Bunopithecus.
¿Cómo se dirige un diagrama de árbol? El método habitual es
ampliarlo para que incluya al menos un grupo externo (y de preferen-

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gibones

Bunopithecus Bunopithecus

Hylobates Hylobates

Symphalangus Symphalangus

Nomascus Nomascus

cia más de uno), esto es, un miembro de un grupo que, según un


consenso universal establecido de antemano, sólo mantiene un paren-
tesco lejano con todos los demás. Por ejemplo, en el diagrama de
los gibones, los orangutanes o los gorilas (o incluso los elefantes o
los canguros) podrían hacer las veces de grupos externos. Por más
dudas que tengamos en cuanto a las relaciones de parentesco entre
los gibones, sabemos que el antepasado que cualquier gibón tiene
en común con un antropomorfo, o con un elefante, es más antiguo
que el que tiene en común con cualquier otro gibón. Por eso no se
corre el menor riesgo colocando la raíz de un diagrama que incluya
a los gibones y a los simios antropomorfos en algún punto entre los
dos grupos.
Es fácil comprobar que los tres árboles no dirigidos que he dibu-
jado son los únicos diagramas dicotómicos posibles para relacionar
cuatro grupos. En el caso de cinco grupos, el número de diagramas
posibles asciende a 15. Pero absténgase el lector de intentar calcular
el número de diagramas posibles para, pongamos, 20 grupos, pues lle-
ga a los cientos de millones de millones de millones.5 Dado que el
número de diagramas aumenta exponencialmente con el número
de grupos que clasificar, hasta el ordenador más veloz puede tardar
una eternidad. En principio, sin embargo, nuestra tarea es sencilla: de
entre todos los diagramas posibles, hemos de escoger el que mejor
explique las semejanzas y diferencias entre nuestros grupos.

5. El número exacto es (3 × 2 – 5) × (4 × 2 – 5) × (5 × 2 – 5) × ... (n × 2 – 5), don-


de n es el número de grupos.

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el cuento del antepasado

¿Qué significa «el que mejor explique»? Cuando analizamos un


conjunto de animales se nos hacen evidentes una infinidad de seme-
janzas y de diferencias, pero son más difíciles de cuantificar de lo
que parece. Con frecuencia un rasgo es parte inextricable de otro:
si los contamos por separado, en realidad es como si contásemos
lo mismo dos veces. Supongamos, como ejemplo extremo, que haya
cuatro especies de ciempiés: A, B, C y D. A y B se parecen en todo
salvo en que A tiene las patas rojas y B azules. C y D son iguales entre
sí, y muy diferentes de A y B, sólo que C tiene las patas rojas y D
azules. Si contamos el color de las patas como un único «rasgo»,
agruparemos correctamente a AB aparte de CD. Pero si pecamos de
ingenuos y contamos cada una de las 100 patas por separado, los
rasgos que justificarían un agrupamiento alternativo, el de AC fren-
te a BD, se harían 100 veces más numerosos. Todo el mundo esta-
ría de acuerdo en que hemos contado el mismo rasgo 100 veces.
En realidad, se trata de un solo rasgo puesto que fue una sola deci-
sión embriológica la que determinó de una tacada el color de las
100 patas.
Lo mismo vale para la simetría izquierda-derecha: la embriología
opera de tal forma que, salvo raras excepciones, cada lado de un ani-
mal es un reflejo exacto del otro. A la hora de construir un cladogra-
ma, ningún zoólogo contaría dos veces un mismo rasgo reflejado. Lo
que ocurre es que la dependencia no siempre resulta tan evidente.
Por ejemplo, una paloma necesita tener una quilla profunda para suje-
tar los músculos del vuelo, mientras que un ave incapaz de volar como
el kiwi, no. ¿Contamos la quilla profunda y las alas como dos rasgos
separados que diferencian a las palomas de los kiwis? ¿O los conta-
mos como uno solo, aduciendo que la naturaleza de uno determina
el otro, o al menos reduce su margen de variación? En el caso de los
ciempiés y la simetría, está claro cuál es la respuesta correcta, pero
en el de las quillas de las palomas, no lo está tanto. Personas muy
razonables podrían argüir en uno y otro sentido.
Esto por lo que se refiere a semejanzas y diferencias visibles. Pero
los rasgos visibles sólo evolucionan en tanto que manifestaciones de
secuencias de ADN. Hoy en día podemos comparar secuencias de ADN
directamente. Como beneficio añadido, los textos de ADN, al consis-
tir en largas ristras, proporcionan muchos más objetos que contar y

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gibones

comparar; lo más probable es que disyuntivas como la del ala y la qui-


lla desapareciesen en un mar de datos. Además, muchas diferencias
genéticas habrán pasado inadvertidas a la selección natural y propor-
cionarán indicios filogenéticos más puros. Como ejemplo de un caso
extremo, algunos códigos de ADN son sinónimos: especifican exacta-
mente el mismo aminoácido. Una mutación que cambie una palabra
de ADN por uno de sus sinónimos será invisible a los ojos de la selec-
ción natural. A los de un genetista, en cambio, es tan visible como cual-
quier otra. Lo mismo ocurre con los pseudogenes (réplicas normalmen-
te accidentales de genes auténticos) y con muchas otras secuencias
de ADN basura que figuran en el cromosoma pero nunca se leen ni
se usan. La inmunidad a la selección natural permite al ADN mutar
de un modo que deja huellas muy reveladoras para los taxónomos.
Nada de esto quita, naturalmente, para que algunas mutaciones ten-
gan verdaderos e importantes efectos. Aunque sólo sean puntas de ice-
berg, son las puntas que no pasan desapercibidas a la selección natu-
ral y que explican todas las bellezas y complejidades perceptibles y
conocidas de la vida.
El ADN también dista mucho de ser inmune al problema del cóm-
puto múltiple, el equivalente molecular de las patas del ciempiés. A
veces una misma secuencia se repite muchas veces a lo largo del geno-
ma. Más o menos la mitad del ADN humano consiste en copias múl-
tiples de secuencias sin sentido, «elementos transponibles» que, como
parásitos, se apropian de la maquinaria replicadora del ADN para
difundirse por el genoma. Uno sólo de estos elementos parásitos, lla-
mado Alu, está repetido más de un millón de veces en la mayoría de
individuos, y volveremos a encontrárnoslo en «El Cuento del Mono
Aullador». Incluso en el ADN útil y con significado, hay unos cuantos
casos en que un mismo gen se repite docenas de veces de manera idén-
tica (o casi idéntica). En la práctica, sin embargo, no suele darse el
problema del cómputo múltiple porque suele ser fácil identificar las
secuencias duplicadas.
Otro motivo para ser prudentes es que en amplias zonas del ADN
se aprecian misteriosas similitudes entre criaturas que, en un sentido
relativo, no guardan un parentesco cercano. Nadie pone en duda que
las aves están más emparentadas con las tortugas, lagartos, serpientes
y cocodrilos que con los mamíferos (véase el Encuentro 16). Sin embar-

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el cuento del antepasado

go, las secuencias genéticas de las aves y de los mamíferos presentan


más semejanzas de las que cabría esperar habida cuenta de su lejano
parentesco. Ambas clases tienen un exceso de pares G-C (guanina-cito-
sina) en el ADN no codificante. El par G-C es químicamente más fuer-
te que el A-T (adenina-timina); quizá es que las especies de sangre
caliente (aves y mamíferos) necesitan un ADN más estable desde el
punto de vista químico. Sea cual sea la razón, no hay que dejar que
esta primacía del par G-C nos convenza de que todos los animales de
sangre caliente están estrechamente relacionados. El ADN se vislum-
bra como la tierra prometida de los taxónomos, pero debemos ser
conscientes de los peligros que nos acechan: hay muchas cosas del
genoma que todavía no entendemos.
Una vez formuladas las necesarias advertencias, la pregunta es
cómo se puede usar la información contenida en el ADN. Curio-
samente, los filólogos, a la hora de averiguar la genealogía de un
texto, usan las mismas técnicas que los biólogos evolutivos, y aun-
que parezca demasiado bonito para ser verdad, da la casualidad de
que uno de los mejores ejemplos de ese procedimiento es el trabajo
realizado por el Canterbury Tales Project. Los miembros de esta aso-
ciación internacional de filólogos han recurrido a las herramientas
de la biología evolutiva para reconstruir la historia de 85 versiones
manuscritas diferentes de Los cuentos de Canterbury. Estos textos anti-
quísimos, copiados a mano antes de la invención de la imprenta, cons-
tituyen la única esperanza de reconstruir el original perdido de
Chaucer. Como ocurre con el ADN, el texto de Chaucer ha sobrevi-
vido a numerosas copias, en el curso de las cuales se han producido
variaciones accidentales. Anotando meticulosamente las diferencias
acumuladas, los especialistas pueden reconstruir la historia de las
copias, el árbol evolutivo del texto (pues se trata verdaderamente
de un proceso evolutivo por cuanto consiste en la acumulación gra-
dual de errores a lo largo de generaciones sucesivas). Las técnicas y
dificultades del análisis de la evolución del ADN y de la del texto
literario son tan similares que cualquiera de las dos puede usarse para
explicar la otra.
De manera que vamos a olvidarnos momentáneamente de los gibo-
nes para ocuparnos de Chaucer y, en concreto, de cuatro de las 85 ver-
siones manuscritas de Los cuentos de Canterbury: las versiones Biblioteca

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gibones

británica, Christ Church, Egerton y Hengwrt.6 He aquí los dos primeros


versos del Prólogo general:

biblioteca británica: Whan that Aprylle / wyth hys showres soote


The drowhte of Marche / hath pcede to the rote 7
CHRIST CHURCH: Whan that Aurell wt his shoures soote
The drowte of Marche hath pced to the roote
EGERTON: Whan that Aprille with his showres soote
The drowte of marche hath pcede to the roote
HENGWERT: Whan that Aueryll wt his shoures soote
The droghte of March / hath pced to the roote

Lo primero que tenemos que hacer con el ADN o con los textos lite-
rarios es localizar las semejanzas y las diferencias. Para eso hace falta
«alinearlos», tarea no siempre fácil por cuanto los textos pueden estar
incompletos o revueltos y ser de diferente extensión. Cuando la cosa
se complica un ordenador puede ser de gran ayuda, pero no hace fal-
ta un ordenador para alinear los dos primeros versos del Prólogo gene-
ral de Chaucer, cuyos catorce puntos de discordancia he resaltado.

Hay dos lugares, el segundo y el quinto, que presentan tres varian-


tes en lugar de dos. Esto hace un total de dieciséis «diferencias». Una
vez recabadas todas las variantes, se trata de averiguar cuál es el árbol
que mejor las explica. Hay muchas formas de hacerlo y todas ellas pue-

6. El manuscrito Biblioteca británica pertenecía a Henry Dene, arzobispo de


Canterbury en 1501, y actualmente se encuentra, junto con el manuscrito Egerton y
otros, en la British Library de Londres. El manuscrito Christ Church se conserva cerca
de donde escribo estas líneas, en la biblioteca oxoniense de Christ Church. El primer
documento que hace mención del manuscrito Hengwrt demuestra que en 1537 era
propiedad de Fulke Dutton. Deteriorado por las ratas que royeron el pergamino, hoy
se encuentra en la Biblioteca Nacional de Gales.
7. Cuando abril con sus fragantes lluvias haya calado hasta la raíz la sequía de mar-
zo. [N. del t.]

187
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 188

el cuento del antepasado

den usarse tanto en el ámbito biológico como en el filológico. La


más sencilla es agrupar los textos en función de su semejanza gene-
ral, para lo cual se suele aplicar el método siguiente: primero se iden-
tifican los dos más parecidos, después se tratan como un único texto
tipo y se coteja con los restantes en busca de la siguiente pareja más
similar. Se repiten esos pasos sucesivamente, formando grupos con-
secutivos y anidados unos en otros, hasta construir un árbol de rela-
ciones. Estos métodos (uno de los más corrientes se denomina méto-
do del vecino más próximo) son fáciles de aplicar, pero no permiten captar
la lógica del proceso evolutivo: son meros indicadores de semejanza.
Por esta razón, la escuela cladista de taxonomía, cuyos principios son
profundamente evolutivos (aunque no todos sus miembros sean cons-
cientes de ello), prefiere otros métodos, de los cuales el primero que
se ideó fue el de la parsimonia.
Como hemos visto en «El Cuento del Orangután», la palabra par-
simonia, en este contexto, significa economía de explicaciones. En
materia de evolución, ya sea de animales o de manuscritos, la expli-
cación más parsimoniosa es la que postula una menor cantidad de
variaciones evolutivas. Si dos textos tienen un rasgo en común, la expli-
cación parsimoniosa es que ambos lo han heredado conjuntamente
de un antepasado común, no que cada uno lo adquirió por separa-
do. Dista mucho de ser una regla invariable, pero al menos tiene más
probabilidades de ser cierta que la contraria. El método de la parsi-
monia, al menos en principio, examina todos los árboles posibles y
escoge el que minimiza la cantidad de cambio.
Al escoger diagramas en función de su parsimonia, hay ciertos tipos
de diferencias que no nos sirven de ayuda. Las diferencias que son
exclusivas de un único manuscrito o de una sola especie animal no
aportan información alguna. El método del vecino más próximo las
utiliza, pero el método de la parsimonia no las tiene en cuenta en abso-
luto. La parsimonia se basa en los cambios que aportan información,
esto es, los que se dan en más de un manuscrito. El árbol filogenéti-
co preferido es el que usa las líneas ancestrales comunes para expli-
car el máximo número posible de diferencias informativas. En nues-
tros versos chaucerianos hay cinco diferencias informativas que explicar.

188
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 189

gibones

Cuatro de ellas dividen los manuscritos en

{Biblioteca Británica y Egerton} frente a {Christ Church y Hengwrt}.

Son las diferencias marcadas con la primera, tercera, séptima y octa-


va líneas verticales. La quinta diferencia, la barra oblicua, señalada con
la duodécima línea gris, establece una división diferente:

{Biblioteca Británica y Hengwrt} frente a {Christ Church y Egerton}

Estas clasificaciones entran en conflicto. No podemos construir nin-


gún árbol en el que cada cambio sólo se dé una vez. Lo máximo que
podemos hacer es construir el siguiente árbol (adviértase que se tra-
ta de un árbol no dirigido), que minimiza el conflicto por cuanto
sólo requiere que la barra oblicua aparezca o desaparezca dos veces.

Christ Church Egerton

Hengwrt Biblioteca Británica

En este caso, la verdad sea dicha, nuestros cálculos no me conven-


cen. En los textos son frecuentes las convergencias y reversiones, sobre
todo cuando no afectan al significado del verso. Un amanuense medie-
val no debía de tener mucho reparo en modificar la grafía de una pala-
bra, y menos aún en insertar o suprimir un signo de puntuación como
es una barra oblicua. Las alteraciones tales como la reordenación de
palabras son mejores indicadores de parentesco. Los equivalentes gené-
ticos son las llamadas alteraciones genómicas raras: fenómenos tales como
grandes inserciones, supresiones o duplicaciones de ADN. Podemos
reconocerlas explícitamente asignando mayor o menor importancia
a los diferentes tipos de alteraciones. Las alteraciones que se sabe
que son corrientes o poco fiables se ponderan a la baja en el cómpu-
to de los cambios, mientras que las manifiestamente raras o que indi-

189
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el cuento del antepasado

can de manera fiable un parentesco, se tienen en mayor considera-


ción: se les otorga un mayor peso. Esta mayor consideración que atri-
buimos a una variación determinada significa, entre otras cosas, que
lo último que nos interesa es contarla dos veces. El árbol más parsimo-
nioso, por tanto, será el que tenga un menor peso total.
El método de la parsimonia se usa mucho para construir árboles
evolutivos, pero si las convergencias o reversiones son frecuentes, como
ocurre con muchas secuencias de ADN y también con nuestros tex-
tos chaucerianos, la parsimonia puede inducir a error. Es el famoso
quebradero de cabeza de la «atracción de ramas largas». Veamos en
qué consiste.
Los cladogramas, tanto los dirigidos como los que no lo son, sólo
expresan el orden de ramificación. Los filogramas, o árboles filogené-
ticos (del griego phylon: raza, tribu, clase) son parecidos pero tam-
bién usan la longitud de las ramas para transmitir información. En
general, la longitud de las ramas representa la distancia evolutiva: las
ramas largas representan muchas alteraciones; las cortas, pocas. El pri-
mer verso de Los cuentos de Canterbury da pie al siguiente filograma:

Egerton
Christ Church
os
bi
1c

m
am

ca

3 cambios
bi

2
o
os
bi
m

3
ca

ca
m
0

bi

Hengwrt
os

Biblioteca Británica

En este filograma, las ramas no son muy diferentes en cuanto a la


longitud. Pero imaginemos lo que ocurriría si dos de los manuscritos
variasen mucho en comparación con los otros. Las ramas que llevan
a los dos primeros se alargarían considerablemente y algunas de las
variaciones ya no serían únicas: serían idénticas a otras variaciones
representadas en otras partes del árbol, pero sobre todo (y aquí radica
el quid de la cuestión) a las representadas en la otra rama larga. El
motivo es que las ramas largas, al fin y al cabo, concentran más varia-
ciones. Dado un número suficiente de cambios evolutivos, aquéllos

190
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 191

gibones

que enlacen de forma engañosa las dos ramas largas acabarán ahogan-
do la señal verdadera. Basándose en un simple recuento del número
de variaciones, la parsimonia agrupa de forma errónea los extremos
de las ramas especialmente largas. El método de la parsimonia pro-
voca que las ramas largas se atraigan engañosamente.
El problema de la atracción de ramas largas supone un grave pro-
blema para los taxónomos. Aparece cuando las convergencias y rever-
siones se hacen frecuentes y, por desgracia, no se puede esperar evi-
tarlo examinando más texto. Al revés, cuanto más texto se examine,
más semejanzas erróneas se encontrarán y con mayor convicción nos
obcecaremos en la respuesta equivocada. De este tipo de árboles se
suele decir que se hallan en la zona Felsenstein (término que ya de por
sí suena peligroso), por el distinguido biólogo estadounidense Joe
Felsenstein. Por desgracia, la información genómica es particularmen-
te vulnerable a la atracción de ramas largas. El motivo principal es que
el código del ADN consta solamente de cuatro letras. Si la mayoría
de las diferencias consisten en mutaciones de una sola letra, hay muchas
probabilidades de que se produzcan mutaciones accidentales inde-
pendientes a esa misma letra. Esto es terreno abonado para la atrac-
ción de ramas largas. Está claro que en tales casos hace falta un méto-
do distinto al de parsimonia y la alternativa es el análisis de probabilidad,
que cada vez se usa más en taxonomía biológica.
En el método del análisis de probabilidad el ordenador tiene que
hacer más cálculos todavía que en de la parsimonia porque también
tiene en cuenta la longitud de las ramas. Así pues, hay que lidiar con
muchos más árboles ya que, además de examinar todos los posibles
patrones de ramificación, también hay que analizar todas las longitu-
des de rama posibles: una labor ímproba. Esto significa que los orde-
nadores actuales, a pesar de que toman ingeniosos atajos, sólo pue-
den utilizar el método del análisis de probabilidad para un número
reducido de especies.
Probabilidad no es un término impreciso. Al contrario, tiene un sig-
nificado muy concreto. Dado un árbol filogenético de una determi-
nada forma (que incluya, no se olvide, la longitud de las ramas), tan
sólo un número minúsculo de todas las posibles trayectorias evoluti-
vas que podrían dar lugar a un árbol de la misma forma generaría
exactamente los mismos textos que vemos ahora. La probabilidad

191
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 192

el cuento del antepasado

Ii
Ds1 Tc1
Ma Cx1
En1 Tc2
97
Cn 100
100
100
100 N1
100
Ad3
82
Ph2
82
E1 Ht
Bo1
En3 (Egerton)
96 88 84
58 Cp 100
Ch (Christ Church) 53
100 100
Lc
Hg (Hengwrt) 84 Ad1 (Biblioteca Británica)
Pw
Mg

La Ha2

«Nada he añadido ni restado» (Prefacio de Caxton). Árbol filogenético no dirigido


de los 250 primeros versos de 24 versiones manuscritas diferentes de Los cuentos de
Canterbury. Representa un subconjunto de los manuscritos estudiados por el
Canterbury Tales Project, de quienes hemos tomado prestadas las abreviaturas para
designar los manuscritos. El árbol se ha construido mediante análisis de parsimonia
y en las ramas se indican los valores bootstrap. Las cuatro versiones identificadas con
el nombre completo son las que se analizan en este capítulo.

de un árbol dado es la posibilidad infinitesimal de que termine pro-


duciendo los textos ya existentes y no cualquiera de los otros que
podría haber generado. Aunque el valor probabilístico de un árbol
sea mínimo, podemos compararlo con otro valor mínimo para emi-
tir juicios.
Dentro del análisis de probabilidad, hay diversos métodos para obte-
ner el mejor árbol. El más sencillo consiste en buscar el que tenga la
probabilidad más alta: el árbol más probable. Este método se deno-
mina, con toda lógica, probabilidad máxima. Sin embargo, el hecho de
que un árbol sea el más probable no significa que otros árboles posi-
bles no sean casi igual de probables. Recientemente se ha planteado
que, en lugar de aceptar la existencia de un único árbol más proba-
ble que todos los demás, convendría examinar todos los árboles posibles,
pero dando proporcionalmente más crédito a los más probables. Este
enfoque, que supone una alternativa a la probabilidad máxima, se
conoce con el nombre de filogenética bayesiana. Si muchos árboles
probables coinciden en un punto de ramificación concreto, se dedu-

192
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 193

gibones

ce que tiene muchas probabilidades de ser correcto. Como ocurre con


el método de la probabilidad máxima, no es posible, naturalmente,
examinar todos los árboles posibles, pero existen atajos informáticos
que funcionan bastante bien.
Nuestra confianza en el árbol que finalmente escojamos depende-
rá de lo seguros que estemos de que sus diversas ramas son correctas,
por eso se suelen colocar indicadores junto a cada punto de ramifica-
ción. En el método bayesiano las probabilidades se calculan automá-
ticamente, pero en otros, como el de parsimonia o el de probabili-
dad máxima, hacen falta otro tipo de indicadores. Uno que se usa con
mucha frecuencia es el denominado «método bootstrap», que consis-
te en hacer repetidos muestreos del conjunto de datos para ver cómo
eso afecta al árbol definitivo, o sea, para comprobar la resistencia del
árbol al error. Cuanto más alto sea el valor bootstrap, más fidedigno será
el punto de ramificación, pero hasta los expertos han de esforzarse
para interpretar con exactitud la información transmitida por un valor
bootstrap. Otros métodos parecidos son el jackknife y el índice de decai-
miento; todos ellos calculan la confianza que podemos otorgar a cada
uno de los puntos de ramificación del árbol.
Antes de dejar la literatura y regresar a la biología, he aquí un es-
tema que sintetiza las relaciones evolutivas entre las primeras 250 lí-
neas de 24 manuscritos chaucerianos diferentes. Se trata de un filo-
grama por cuanto no sólo el patrón de ramificaciones encierra un
significado, sino también la longitud de las líneas. A simple vista se
aprecia qué manuscritos son mínimas variantes de otros, y cuáles son
anomalías periféricas. Es, asimismo, un árbol no dirigido pues no
asume la responsabilidad de declarar cuál de los 24 manuscritos se
parece más al original.
Es hora de volver con los gibones. Muchos científicos han tratado
durante años de averiguar las relaciones de parentesco entre estos ani-
males. Aplicando el criterio de parsimonia, se han propuesto cuatro
grupos. En la página siguiente reproducimos un cladograma basado
en las características físicas.
Como se puede apreciar, todas las especies Hylobates se han agru-
pado juntas y las especies Nomascus también. Ambos grupos tienen
valores bootstrap (los números encima de las líneas) bastante altos, pero
en muchos lugares el orden de ramificación no está resuelto. Aunque

193
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el cuento del antepasado

64 Hylobates agilis
53 Hylobates klossii

Hylobates muelleri
Hylobates lar
80
Hylobates albibarbis

63 Hylobates moloch
Hylobates pileatus
Bunopithecus hoolock

Nomascus gabriellae
Nomascus leucogenys
100
Nomascus concolor

Nomascus nasutus
Symphalangus syndactylus

ancestor

Cladograma dirigido de gibones según un criterio morfológico. Adaptado de


Geissmann [100].

parezca que Hylobates y Bunopithecus forman un grupo, el valor boots-


trap 63 no convence a los expertos acostumbrados a interpretar estos
jeroglíficos. Los rasgos morfológicos no bastan para resolver el árbol.
Por este motivo, los alemanes Christian Roos y Thomas Geissmann
recurrieron a la genética molecular, en concreto a una sección del
ADN mitocondrial llamada región de control. Utilizando material gené-
tico de seis gibones, descifraron las secuencias, las alinearon letra
por letra y las sometieron a los métodos del vecino más próximo,
parsimonia y probabilidad máxima. El de la probabilidad máxima,
que es el que mejor lidia de los tres con el problema de la atracción
de ramas largas, arrojó los resultados más convincentes. En el siguien-
te cladograma se muestra el veredicto final sobre el parentesco de
los gibones, que, como se puede apreciar, zanja la cuestión de las rela-
ciones entre los cuatro grupos. Los valores bootstrap me convencie-
ron de que era el árbol que debía usar para la filogenia con que se
abre este capítulo.
Los gibones se especiaron (esto es, se ramificaron en especies sepa-
radas) hace relativamente poco. Pero según se analizan especies cada
vez más lejanas, separadas por ramas cada vez más largas, incluso unas
técnicas tan avanzadas como la probabilidad máxima y el análisis baye-

194
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 195

gibones

Hylobates lar 1
100
99 Hylobates lar 2

100 Bunopithecus hoolock

100 Symphalangus syndactylus

100 Nomascus gabriellae

Nomascus leucogenys

100 Pan paniscus

Pan troglodytes

Homo sapiens

Cladograma de los gibones, basado en el análisis del ADN mediante el método de


máxima probabilidad. Adaptado de Roos y Geissmann [246].

siano empiezan a fallarnos, pues llega un momento en que la pro-


porción de semejanzas fortuitas es tan alta que resulta inaceptable. En
ese caso se dice que las diferencias genéticas están saturadas. No hay
ninguna técnica milagrosa capaz de recobrar la señal de ascendencia
genealógica, porque el tiempo habrá hecho estragos en todos los ves-
tigios de parentesco y los habrá borrado a base de sobrescribir en ellos.
El problema se agudiza sobre todo en el caso de las diferencias del
ADN neutro. Una selección natural fuerte lleva a los genes por el buen
camino. En casos extremos, los genes que desempeñan funciones
importantes permanecen literalmente idénticos durante cientos de
millones de años. En cambio, para un pseudogen que nunca hace
nada, semejante periodo de tiempo basta y sobra para producir una
saturación irremediable. En casos así se necesita otro tipo de datos;
la opción más prometedora es usar las raras alteraciones genómicas
que he mencionado más arriba: cambios que suponen una reorgani-
zación del ADN, no simples variaciones de letras sueltas. Como son
poco corrientes (de hecho, suelen ser excepcionales), la semejanza
fortuita ya no supone un problema tan grave. Y una vez detectados,
revelan sorprendentes parentescos, como veremos cuando nuestra
partida de peregrinos, cada vez más nutrida, reciba al hipopótamo,
que nos dejará boquiabiertos con su asombroso cuento.
Y ahora, una importante reflexión sobre los árboles evolutivos,
inspirada en las moralejas de «El Cuento de Eva» y de «El Cuento del

195
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el cuento del antepasado

Neandertal». Podríamos llamarla Decadencia y caída del árbol de la espe-


cie de los gibones.8 Solemos dar por hecho que se puede dibujar un
solo árbol evolutivo para un conjunto de especies, pero en «El Cuento
de Eva» aprendimos que partes diferentes del ADN (y por consiguien-
te partes diferentes de un organismo) pueden tener árboles diferen-
tes. Esto plantea un problema inherente a la mismísima idea del árbol
de las especies. Las especies se componen de ADN procedente de fuen-
tes muy diversas. Como vimos en «El Cuento de Eva» y repetimos en
«El Cuento del Neandertal», cada gen, en realidad, cada letra del ADN,
sigue su propio camino a lo largo de la historia. Cada fragmento de
ADN, y cada uno de los aspectos de un organismo, pueden tener un
árbol evolutivo diferente.
Vemos ejemplos de esto a diario, pero la familiaridad nos impide
captar el mensaje. Un taxónomo marciano al que sólo le mostrasen
los genitales de un hombre, una mujer y un gibón macho, no duda-
ría en considerar que la relación entre los dos machos es más estrecha
que la que une a cualquiera de los dos con la hembra. De hecho, el
gen que determina el sexo masculino (llamado SRY) no ha estado pre-
sente en un cuerpo de hembra desde mucho antes de que los huma-
nos divergiésemos de los gibones. Tradicionalmente, los morfólogos
tratan de evitar clasificaciones disparatadas en el terreno de los carac-
teres sexuales, pero los mismos problemas se suscitan en otros pla-
nos. Lo hemos visto, por ejemplo, en «El Cuento de Eva» con el tema
de los grupos sanguíneos. Una persona de grupo sanguíneo B está más
emparentada con un chimpancé del grupo B que con un humano
del A. Y esto no sólo ocurre con los genes sexuales o los grupos san-
guíneos, sino, en determinadas circunstancias, con todos los genes y
características. La mayor parte de las características moleculares y mor-
fológicas demuestra que los chimpancés son nuestros parientes más
cercanos, pero una minoría considerable demuestra, en cambio, que
nuestos parientes más cercanos son los gorilas, o bien que los chim-
pancés están más estrechamente emparentados con los gorilas y que
ambos están igual de emparentados con nosotros.
Esto no debería sorprendernos. Los genes se heredan por diferen-

8. El autor aprovecha que Gibbon («gibón») es también el nombre del célebre


autor de la monumental Decadencia y caída del Imperio Romano. [N. del t.]

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gibones

tes vías. La población de la cual descienden las tres especies debía de


ser heterogénea: sus genes procedían de muchas líneas ancestrales
diferentes. Es perfectamente posible que, en los humanos y gorilas,
un gen descienda de una misma línea, mientras que en los chimpan-
cés, en cambio, descienda de una línea con un parentesco más leja-
no. Lo único que hace falta es que los linajes genéticos que comenza-
ron a divergir en épocas remotas sigan divergiendo hasta la separación
entre chimpancés y humanos, de forma el hombre descienda de uno
y los chimpancés del otro.9
Debemos reconocer, por tanto, que un solo árbol no da cuenta de
toda la historia. Se pueden trazar árboles de especies, pero sólo son
un resumen simplificado de una multitud de árboles genéticos. Me
imagino que un árbol de especies se puede interpretar de dos mane-
ras diferentes. La primera es la interpretación genealógica convencio-
nal: una especie es el pariente más cercano de otra si, entre todas las
especies consideradas, comparte con ella el antepasado geneaológi-
co común más reciente. La segunda interpretación es, creo, la que se
empleará en el futuro: el árbol de especies es una representación de
las relaciones entre la mayoría democrática del genoma y simboliza
el voto mayoritario entre los árboles genéticos.
Mi perspectiva preferida es la democrática, la del voto genético. Así
deberían interpretarse todas las relaciones entre especies que figu-
ran en este libro. Todos los árboles filogenéticos que reproduzco,
desde las relaciones entre los simios a las relaciones entre animales,
plantas, hongos y bacterias, deben contemplarse bajo el prisma de
esa democracia genética.

9. Cuanto más tiempo transcurra entre las separaciones de especies (o menor sea
el tamaño de la población), más linajes ancestrales se perderán por deriva genética.
Así pues, a los taxónomos más metódicos, que esperan que los árboles de especies
coincidan con los árboles genéticos, les será más fácil lidiar con animales cuyas diver-
gencias, al contrario que las de los simios africanos, estén bien espaciadas en el tiem-
po. Pero siempre habrá genes, como el SRY, para los que la selección natural manten-
ga sistemáticamente líneas ancestrales separadas durante enormes espacios de tiempo.

197
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CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 199

Encuentro 5
Monos del viejo mundo

Al aproximarnos a este punto de encuentro, preparándonos para salu-


dar al Contepasado 5, nuestro tatarabuelo de hace un millón y medio
de generaciones, cruzamos una frontera de capital importancia (aun-
que un tanto arbitraria). Por primera vez en nuestro viaje dejamos
atrás un periodo geológico, el Neógeno, para entrar en uno más anti-
guo, el Paleógeno. El próximo pasaje de este tipo tendrá lugar cuan-
do irrumpamos en el mundo cretácico de los dinosaurios. El Encuentro
5 se produce hace unos 25 millones de años, en el Paleógeno, más con-
cretamente, en la época del Oligoceno, y es la última parada de nues-
tro viaje en que encontramos un clima y una vegetación visiblemente
parecidos a los de hoy. Mucho más atrás en el tiempo ya no encontra-
remos ni rastro de las praderas abiertas que caracterizan nuestro pro-
pio periodo, el Neógeno, ni de las manadas itinerantes de herbívoros
que acompañaron su difusión. Hace 25 millones de años, África esta-
ba completamente aislada del resto del mundo, separada de la masa
terrestre más cercana, la península Ibérica, por un mar tan ancho como
el que hoy la separa de Madagascar. Es precisamente en esa gigantes-
ca isla que era África donde nuestra peregrinación está a punto de
ganar renovados bríos con la llegada de unos vivaces y emprendedo-
res reclutas: los monos del Viejo Continente, los primeros peregrinos
provistos de cola.
Hoy los monos del Viejo Mundo son algo menos de 100 especies,
algunas de las cuales han emigrado de su continente natal para afin-
carse en Asia (véase «El Cuento del Orangután»). Se dividen en dos

199
Incorporación de los monos del Viejo Mundo
N E
CZ

45
Ya incorporados
Página 200

Colobos (Colobinos)
Langures, násicos, etc. (Presbitinos)
12:29
26/5/08

Guenones, etc. (Cercopitecinos)


el cuento del antepasado

Macacos, babuinos, mandriles, etc. (Papioninos)


CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp

Millones de años

200
15

25
10
5

20
0
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monos del viejo mundo

grupos principales: por un lado están los colobos de África, junto


con los langures y los monos proboscidios de Asia; por otro, los maca-
cos, en su mayor parte asiáticos, más los babuinos, guenones, etc., todos
ellos africanos.
El último antepasado común de todos los monos del Viejo Mundo
actuales vivió unos 11 millones de años después que el Contepasado
5, es decir, hace unos 14 millones de años. El género fósil más útil para
iluminar este periodo es Victoriapithecus, del que existen más de mil
fragmentos, entre ellos un espléndido cráneo procedente de la isla
Maboko, en el lago Victoria. Todos los monos del Viejo Mundo salu-
dan unidos, hace unos 14 millones de años, a su propio contepasado,
que quizá fue el propio Victoriapithecus u otro por el estilo, y acto segui-
do reemprenden la marcha hacia el pasado para reunirse con los pere-
grinos simios en nuestro Encuentro 5, hace 25 millones de años.
¿Cómo era el Contepasado 5? Quizá se pareciese un poco al géne-
ro fósil Aegypthophitecus, que en realidad vivió unos siete millones de
años antes. Según nuestro habitual criterio empírico, lo más probable
es que el Contepasado 5 tuviese las características que comparten sus
descendientes los catarrinos, un grupo que engloba a los simios y a los
monos del Viejo Mundo. Por ejemplo, probablemente tenía las fosas
nasales estrechas y apuntando hacia abajo (de ahí el nombre de cata-
rrinos), a diferencia de los monos del Nuevo Mundo, los platirrinos,
que las tienen anchas y apuntando a los lados. Las hembras proba-
blemente menstruaban, como es frecuente entre los simios y los monos
del Viejo Mundo, pero no entre los del Nuevo. Y puede que tuviese
un conducto auditivo formado por el hueso timpánico, a diferencia
de los monos del Nuevo Mundo, cuyo oído carece de conducto óseo.
¿Tenía cola? Casi con toda seguridad, sí. Dado que la diferencia

Incorporación de los monos del Viejo Mundo. Ésta es la filogenia comúnmente


aceptada para las cerca de 100 especies de monos del Viejo Mundo. Los círculos
que se aprecian en la punta de las ramas representan la cantidad de especies
conocidas dentro de cada grupo: ningún círculo significa de 1 a 9 especies; un
círculo pequeño, de 10 a 99; un círculo grande, de 100 a 999, etc. Cada uno de los
cuatro grupos aquí representados comprende entre 10 y 99 especies.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: mandril (Mandrillus sphinx); mono de cola


roja (Cercopithecus ascanius); násico (Nasalis larvatus); colobo angoleño (Colobus
angolensis).

201
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 202

el cuento del antepasado

más evidente entre los simios y los monos es la presencia o ausencia


de cola, nos vemos tentados a concluir ilógicamente que la línea divi-
soria de los 25 millones de años corresponde al momento en que se
perdió dicha extremidad. Lo más probable es que el Contepasado 5,
al igual que la práctica totalidad de los mamíferos, tuviese cola, y que
el Contepasado 4, como todos sus descendientes los simios modernos,
careciese de ella. Pero no sabemos en qué punto del camino que va
del Contepasado 5 al Contepasado 4 se perdió, ni existe ningún moti-
vo concreto para de repente empezar a usar la palabra simio para deno-
tar la pérdida de la cola. El género fósil africano Proconsul, por ejem-
plo, puede denominarse simio en lugar de mono porque en la
bifurcación que marca el Encuentro 5 está del lado de los simios. Pero
el hecho de que se halle en ese lado de la bifurcación no nos dice si
tenía cola o no. Da la casualidad de que las pruebas en conjunto indi-
can que, como reza el título de un reciente artículo autorizado,
«Proconsul no tenía cola», pero esto en modo alguno se desprende
del hecho de que, en la línea divisoria que marca el encuentro, esté
situado del lado de los simios.
¿Cómo deberíamos llamar, entonces, a las especies intermedias
entre el Contepasado 5 y el Proconsul antes de que perdiesen la cola?
Un cladista riguroso las llamaría simios porque se encuentran en la
vertiente símica de la bifurcación. Un taxónomo de otro talante diría
que son monos porque tenían cola. Repito lo que ya he dicho ante-
riormente: es una tontería perder el sueño por un nombre.
Los monos del Viejo Mundo, los cercopitecos, son un verdadero
clado, un grupo que incluye a todos los descendientes de un solo ante-
pasado común. Los monos, en cambio, considerados en conjunto no
lo son, puesto que incluyen a los monos del Nuevo Mundo, los plati-
rrinos. Los monos del Viejo Mundo son parientes más cercanos de
los simios, con los cuales integran el grupo de los catarrinos, que de
los monos del Nuevo Mundo. El conjunto de todos los simios y monos
constituye un clado natural, el de los Antropoides. El grupo monos es
artificial («parafilético» en jerga técnica) porque engloba a todos los
platirrinos y algunos de los catarrinos, pero deja fuera la sección simia
de los catarrinos. Tal vez sería mejor llamarlos monosimios con cola
del Nuevo Mundo. Catarrino, como ya he mencionado, significa «con
la nariz hacia abajo»; en este sentido, los humanos somos catarrinos

202
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monos del viejo mundo

de libro. El doctor Pangloss, personaje del Cándido de Voltaire, decía


que «la nariz tiene la forma perfecta para llevar anteojos, por eso hemos
terminado usándolos». Podría haber añadido que nuestras fosas nasa-
les de catarrinos están maravillosamente diseñadas para que no les
entre la lluvia. La palabra platirrino, por su parte, significa «de nariz
ancha». No es la única diferencia entre estos dos grandes grupos de
primates, pero es la que les da nombre. Pongámonos en marcha hacia
el Encuentro 6 para conocer a los platirrinos.

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Encuentro 6
Monos del nuevo mundo

El Encuentro 6, donde nos reunimos con los «monos» platirrinos del


Nuevo Mundo y con el Contepasado 6, nuestro tresmillonésimo tata-
rabuelo y primer antropoide, tiene lugar hace unos 40 millones de
años. Era una época de exuberantes selvas tropicales: por entonces,
hasta la Antártida era, siquiera parcialmente, verde. Aunque en la
actualidad todos los monos platirrinos vivan en Sudamérica o Centro-
américa, el encuentro no tuvo por escenario ese continente. Calculo
que se produjo en algún lugar de África. Una pequeña población
pionera de primates africanos de nariz ancha que no han dejado des-
cendencia en su continente natal, consiguió de algún modo cruzar el
océano y llegar a Sudamérica. No sabemos cuándo sucedió, pero
tuvo que ser hace más de 25 millones de años (que es la antigüedad
de los primeros fósiles de mono descubiertos en Sudamérica) y menos
de 40 (que es la fecha del Encuentro 6). África y Sudamérica estaban
más próximas que ahora y además, como el nivel del mar era bajo, es
probable que emergiese una cadena de islas que facilitaban la trave-
sía desde África occidental. Los monos cruzaron el océano a bordo de
embarcaciones improvisadas, quizá fragmentos desprendidos de man-
glar que, como si fuesen islas flotantes, les proporcionaban sustento
durante un breve espacio de tiempo. La dirección de las corrientes
propiciaba estas travesías involuntarias. Otro importante grupo de ani-
males, los roedores histricognatos, probablemente llegaron a
Sudamérica más o menos por la misma época. De nuevo, probable-
mente procedían de África (de hecho, se llaman así por el puercoes-

205
Incorporación de los monos del Nuevo Mundo
N E
CZ
Ya incorporados

6
Sakíes, uacaríes, titíes (Pitecitos)
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Monos araña, monos aulladores y monos lanudos (Atelinos)


12:29

Capuchinos y monos ardilla (Cebinos)


26/5/08

Martejas o micos de noche (Aotinos)


el cuento del antepasado
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp

Tamarinos y marmosetes (Calitríquinos)

Millones de años

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10

30
20
0

40
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monos del nuevo mundo

pín africano o Hystrix). Es probable que los monos atravesasen el océ-


ano por la misma cadena de islas que los roedores y se valiesen de
las mismas corrientes favorables, aunque me imagino que no las mis-
mas balsas.
Ahora bien, ¿descienden todos los primates del Nuevo Mundo de un
solo inmigrante o usaron1 más de una vez el pasillo de islas? ¿Qué prue-
ba podría demostrar de manera fehaciente que hubo una doble inmi-
gración? Por lo que respecta a los roedores, en África sigue habiendo
histricognatos, entre ellos puercoespines, ratas topo desnudas (Hetero-
cephalus glaber), ratas de las rocas (Petromus typicus) y ratas de los caña-
verales (dos especies del género Thryonomys). Si algún roedor sudame-
ricano resultase estar estrechamente emparentado con algún roedor
africano (pongamos el puercoespín), y otro roedor sudamericano con
algún otro africano (pongamos la rata topo desnuda), tendríamos una
prueba sustancial de que hubo más de una travesía de roedores a
Sudamérica. El hecho de que no sea así invita a pensar que los roe-
dores sólo emigraron una vez a Sudamérica, pero tampoco es una prue-
ba definitiva. Los primates sudamericanos también están más empa-
rentados entre sí que con los primates africanos; esto también es
compatible con la hipótesis de un solo episodio migratorio, pero
tampoco constituye una prueba de peso.
Es un buen momento para repetir que la improbabilidad de una
travesía transatlántica a bordo de una balsa improvisada no es una razón
de peso para dudar de que ocurriese. La afirmación puede parecer
sorprendente. Normalmente, en la vida diaria, es lícito pensar que algo
muy improbable no va a ocurrir. Sin embargo, en el caso de una tra-
vesía intercontinental de monos, roedores o cualquier otro animal hay
que tener en cuenta dos factores: basta con que ocurriese una sola
vez y el margen de tiempo en el que pudo ocurrir supera la imagina-

Incorporación de los monos del Nuevo Mundo. La filogenia de las


aproximadamente 100 especies de monos del Nuevo Mundo es un tanto
controvertida, pero aquí nos hemos decantado por la más aceptada.

1. Si la palabra usaron trasluce la más mínima connotación de intencionalidad,


habrá sido una elección de lo más desafortunada. Como veremos en «El Cuento del
Dodo», los animales no se proponen colonizar nuevos territorios. Pero cuando lo hacen
(por casualidad), las consecuencias en el plano evolutivo pueden ser trascendentales.

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el cuento del antepasado

ción humana. Las probabilidades de que un pedazo de manglar flo-


tante con una mona preñada a bordo arribe a una costa lejana en un
año cualquiera pueden ser de una entre diez mil; a escala humana,
eso significa que es poco menos que imposible, pero si se postula
una decena de millones de años, el suceso se torna poco menos que
inevitable. Una vez se hubiese producido, lo demás habría sido fácil.
La afortunada mona habría parido una familia que con el tiempo se
convertiría en una dinastía que, a su vez, con el tiempo, se diversifica-
ría, dando lugar a todas las especies de monos del Nuevo Mundo. Basta
con que ocurriese una vez; a partir de ahí, lo que empezó siendo un
modesto acontecimiento tendría consecuencias colosales.
Sea como fuere, las travesías marítimas accidentales no son tan raras
ni mucho menos como cabría pensar. A menudo se encuentran ani-
males pequeños (y no tan pequeños) a bordo de desechos flotantes.
La típica iguana verde suele medir un metro de largo y puede llegar
a los dos metros. La siguiente cita está sacada de un artículo de Ellen
J. Censky publicado en la revista Nature:

El 4 de octubre de 1995 al menos 15 ejemplares de iguana, Iguana igua-


na, aparecieron en las playas del este de la isla caribeña de Anguilla. Hasta
entonces esta especie no se daba en la isla. Llegaron a bordo de una mara-
ña de troncos y árboles arrancados de cuajo, algunos de los cuales medí-
an más de diez metros y tenían voluminosas raíces. Los pescadores del
lugar afirman que la maraña era muy extensa y que tardaron dos días en
apilarla en la orilla. Declaran haber visto iguanas tanto en la playa como
encima de los troncos que flotaban en la bahía.

Con toda seguridad las iguanas vivían en otra isla, entre las ramas de
árboles que fueron arrancados de raíz y arrastrados al mar por el hura-
cán Luis, que sacudió el Caribe oriental el 4 y 5 de septiembre, o el
Marilyn, que hizo lo propio dos semanas después. Ninguno de los
dos huracanes afectó a Anguilla. Posteriormente Censky y sus cole-
gas vieron o capturaron algunas iguanas en Anguilla y en un islote
situado a medio kilómetro de la costa. Tres años después, en 1998, la
población de iguanas seguía viva e incluía al menos una hembra acti-
va en sentido reproductor. Dicho sea de paso, las iguanas y demás lagar-
tos de la misma familia son particularmente diestros en colonizar

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monos del nuevo mundo

islas en cualquier parte del mundo. Hay iguanas hasta en Fiji y Tonga,
que son mucho más remotas que las Antillas.
Hay que reconocer que esta lógica del basta con que ocurriese una vez
resulta inquietante cuando se aplica a situaciones que nos tocan más de
cerca. Según el principio de la disuasión nuclear, único motivo remotamen-
te justificable para poseer armas nucleares, nadie se arriesgará a lanzar
un primer ataque por miedo a sufrir una tremenda represalia. Ahora
bien, ¿qué probabilidades hay de que se lance un misil por error? Un dic-
tador que se vuelve loco, un fallo informático, una escalada de amena-
zas que se va de las manos... El actual presidente de la principal poten-
cia nuclear del planeta (escribo estas líneas en 2003), que en vez de
«nuclear» dice «neuclear», no ha dado muchas muestras de poseer una
sabiduría o inteligencia mayores que su nivel cultural. En cambio, sí ha
dado muestras de su predilección por los ataques preventivos. ¿Qué
probabilidades hay de que un error desencadene el Apocalipsis? ¿Una
entre cien, en un año cualquiera? Soy más pesimista. Ya estuvimos espan-
tosamente cerca en 1963, y eso que el presidente de entonces era inte-
ligente. Sea como fuere, ¿qué podría ocurrir en Cachemira? ¿O en Israel?
¿O en Corea? Aun cuando las probabilidades por año sean tan bajas como
una entre cien, un siglo es muy poco tiempo, habida cuenta de la mag-
nitud del desastre al que nos referimos. Basta con que ocurra una vez.
Volvamos al tema de los monos del Nuevo Mundo, que es bastan-
te más alegre. Además de andar a cuatro patas por las ramas como
muchos monos del Viejo Mundo, algunos monos del Nuevo Mundo
se cuelgan de los brazos como los gibones e incluso braquian. La cola
desempeña un papel importante en la vida de estos monos; en el
caso de los monos araña, los monos lanudos y los monos aulladores,
es prensil y hace las veces de un tercer brazo. Pueden colgarse tran-
quilamente sólo de la cola, o de cualquier combinación de brazos,
patas y cola. Cuando se ve en acción a un mono araña, casi parece
que la cola tuviese una mano en la punta.2

2. La cola prensil se observa en muchos otros grupos de especies sudamericanas,


como el kinkajú (Potos flavus) (carnívoro), el puercoespín (roedor), el oso hormigue-
ro de collar (Tamandua tetradáctila) (desdentados), la zarigüeya (marsupiales), e inclu-
so la salamandra Bolitoglossa. ¿Qué tiene de especial Sudamérica a este respecto? No
lo sé, pero lo cierto es que también tienen cola prensil los pangolines, algunas ratas
arborícolas, algunos escincos y camaleones, que no tienen nada de sudamericanos.

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el cuento del antepasado

Entre los monos del Nuevo Mundo también hay algunos saltado-
res capaces de espectaculares acrobacias y el único antropoide noc-
turno, los cara rayadas o monos lechuza (Aotes trivirgatus) que al igual
que los búhos y los felinos, posee unos ojos de gran tamaño, mayores
que los de cualquier otro mono o simio. Los titíes enanos, del tama-
ño de un lirón, son los antropoides más pequeños. Algunos monos
aulladores, en cambio, son tan corpulentos como un gibón grande.
Los aulladores también se parecen a los gibones en la habilidad a la
hora de braquiar y en lo escandalosos que son, aunque hay una peque-
ña diferencia: mientras los gibones suenan como las sirenas de la
policía de Nueva York, una banda de monos aulladores, con sus voces
huecas y resonantes, parecen un escuadrón de aviones fantasma sobre-
volando las copas de los árboles. Los monos aulladores tienen una his-
toria muy particular que contarnos a los monos del Viejo Mundo sobre
cómo vemos los colores, pues resulta que han llegado por su cuenta
a la misma solución que nosotros.

EL CUENTO DEL MONO AULLADOR


Escrito en colaboración con Yan Wong

Los genes nuevos que se incorporan al genoma no salen de la nada:


son copias de genes más antiguos. Posteriormente, con el correr del
tiempo evolutivo, la mutación, la selección y la deriva hacen que cada
uno vaya por su lado. En general no somos testigos de este proceso,
pero al igual que los detectives que llegan a la escena del crimen des-
pués de que se haya producido, podemos reconstruir lo ocurrido
analizando las pruebas que han quedado. Los genes relacionados
con la visión cromática representan un curioso ejemplo de ese fenó-
meno. Por motivos que se harán evidentes más adelante, el mono aulla-
dor es el narrador idóneo de este cuento.
Durante sus millones de años de formación, los mamíferos eran cria-
turas nocturnas. El día era patrimonio de los dinosaurios, los cuales, a
juzgar por sus parientes actuales, debían de tener una visión cromáti-
ca sensacional. Otro tanto cabe presumir de los reptiles mamiferoi-
des, los remotos antepasados de los mamíferos que dominaban la vida
diurna antes del ascenso de los dinosaurios. Sin embargo, durante su

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monos del nuevo mundo

largo exilio nocturno, los mamíferos necesitaban captar todos los foto-
nes disponibles, fuesen del color que fuesen. Por razones que analiza-
remos en «El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas», no es de extra-
ñar, pues, que la capacidad de distinguir los colores degenerase. En la
actualidad, la mayoría de los mamíferos, incluso los que han vuelto a
vivir a plena luz del día, tienen una visión cromática bastante deficien-
te basada en un sistema de apenas dos colores (dicromático), es decir,
con sólo dos tipos de fotorreceptores retinianos sensibles al color (los
conos). Los simios catarrinos tenemos, al igual que los monos del Viejo
Mundo, tres tipos de conos: rojos, verdes y azules, es decir, poseemos
una visión tricromática, pero las pruebas indican que hemos readqui-
rido un tercer tipo de conos después de que nuestros antepasados noc-
turnos lo hubiesen perdido. La mayoría de los demás vertebrados, como
los peces y los reptiles (pero no los mamíferos), tienen visión tricro-
mática (tres tipos de conos) o tetracromática (cuatro), y la de las aves
y tortugas puede ser aún más compleja. Enseguida nos ocuparemos del
caso de los monos del Nuevo Mundo, que es realmente especial, y del
de los monos aulladores, que es más especial todavía.
Curiosamente, hay pruebas de que los marsupiales australianos se
diferencian de la mayoría de los mamíferos en que poseen una buena
visión tricromática. Catherine Arrese y su equipo, quienes descubrieron
que los falangeros de la miel (Tarsipes rostratus) y en los ratones marsu-
piales (veintiuna especies del género Sminthopsis) tenían una visión exce-
lente (también se ha observado en los ualabíes), sostienen que los mar-
supiales australianos (pero no los americanos) han conservado de los
antepasados reptiles un pigmento visual que los demás mamíferos per-
dieron. Sin embargo, los mamíferos en general tienen la peor visión
cromática de todos los vertebrados. La notable excepción la constituyen
los primates, luego no es casualidad que sean el grupo de mamíferos
que más uso hace de colores vivos en las ceremonias de apareamiento.
A diferencia de los marsupiales australianos, que tal vez nunca la
perdieron, basta analizar a nuestros parientes dentro de la clase de los
mamíferos para darnos cuenta de que los primates no heredamos la
visión tricromática de nuestros antepasados reptiles sino que la redes-
cubrimos. Y no una, sino dos veces por separado: la primera, por par-
te de los monos del Viejo Mundo y los simios; la segunda, por parte
de los monos aulladores del Nuevo Mundo, aunque no del resto de

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el cuento del antepasado

monos americanos. La visión cromática del mono aullador recuerda


a la de los simios, pero es lo bastante distinta como para revelar un ori-
gen independiente.
¿Por qué una buena visión cromática es tan importante como para
haber motivado el desarrollo independiente de un tercer tipo de conos
en los monos del Viejo y Nuevo Mundo? Una de las explicaciones más
aceptadas asocia el fenómeno con la dieta a base de frutas. En una
selva donde predomina el verde, las frutas destacan por el color. Esto
a su vez tampoco es un hecho fortuito: las frutas habrían desarrolla-
do tonalidades llamativas para atraer a animales frugívoros como los
monos, que desempeñan una función de vital importancia como es
la de esparcir y abonar las semillas. La visión tricromática también ayu-
da a detectar hojas más jóvenes y suculentas (que suelen ser de color
verde claro, a veces incluso rojas) sobre un fondo verde oscuro (aun-
que esto desde luego no supone un beneficio para las plantas).
El color nos encandila. Los adjetivos que designan los colores están
entre los primeros que aprenden los niños y los que con mayor entu-
siasmo aplican a cualquier sustantivo que se tercie. Tendemos a olvidar
que los tonos que percibimos son meras etiquetas para indicar radiacio-
nes electromagnéticas de longitudes de onda ligeramente distintas. La
luz roja tiene una longitud de onda de unas 700 milmillónesimas de
un metro y la luz violeta de unas 420, pero la gama completa de radia-
ción electromagnética visible comprendida entre esos dos valores supo-
ne una franja ridículamente estrecha: una fracción minúscula del espec-
tro total, cuyas longitudes de onda van desde kilómetros (algunas ondas
de radio) hasta fracciones de nanometro (rayos gamma).
En nuestro planeta todos los ojos están estructurados de forma que
sean capaces de explotar las longitudes de onda de radiación electro-
magnética emitidas por nuestra estrella particular y que atraviesan la
ventana de nuestra atmósfera. Ahora bien, el ojo que emplea técnicas
bioquímicas apropiadas para esta gama un tanto restringida de longi-
tudes de onda, se encuentra con que las leyes de la física le imponen
unos límites mucho más estrictos, confinando la visión a una parte bien
definida del espectro electromagnético. Ningún animal es capaz de ver
gran cosa en el espectro infrarrojo. Los que más se acercan son las víbo-
ras de fosetas (Crotálidos), las cuales están dotadas de unos órganos
termorreceptores que, si bien no les permitan enfocar una imagen

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monos del nuevo mundo

infrarroja propiamente dicha, sí les permiten captar de qué dirección


procede el calor que desprenden sus víctimas. Tampoco hay ningún
animal capaz de ver radiaciones muy ultravioletas, aunque algunos,
como por ejemplo las abejas, consiguen verlas un poco mejor que
nosotros. En cambio, lo que no pueden ver las abejas es el rojo, que
para ellas es infraamarillo. Para todos los animales, la luz es una estre-
cha franja de longitudes de onda electromagnéticas delimitada en un
extremo por el ultravioleta y en el otro por el infrarrojo. Las abejas,
los humanos y las serpientes simplemente se diferencian en la gama de
matices de «luz» que son capaces de captar.
Más limitada todavía es la visión de cada una de las células foto-
sensibles presentes en la retina. Algunos conos son ligeramente más
sensibles al extremo rojo del espectro, otros al azul. La comparación
entre los conos es lo que hace posible la visión en color, cuya calidad
depende en buena medida del número de clases de cono que se pue-
dan comparar. Los animales dicromáticos sólo tienen dos clases de
conos, entremezclados unos con otros. Los tricromáticos tienen tres,
los tetracromáticos, cuatro. Cada cono tiene una curva de sensibilidad
a la longitud de onda, que alcanza su nivel más alto en algún punto
del espectro y luego decae gradualmente, aunque no de forma parti-
cularmente simétrica. Más allá de los límites de su curva de sensibili-
dad, puede decirse que el cono es ciego.
Supongamos que la sensibilidad de un cono alcanza su pico en la
región verde del espectro. ¿Significa eso que, cuando el fotorrecep-
tor envía impulsos nerviosos al cerebro, está mirando un objeto ver-
de como un prado de hierba o una mesa de billar? Rotundamente
no. Tan sólo que necesitaría más luz roja (pongamos) para alcanzar
la misma frecuencia de emisión de impulsos que consigue con una
cantidad dada de luz verde. El fotorreceptor se comportaría exacta-
mente igual con una luz roja brillante o con una luz verde más oscu-
ra.3 El sistema nervioso sólo es capaz de percibir el color de un obje-

3. Esto abre posibilidades fascinantes. Imaginemos que un neurobiólogo inserta


una sonda minúscula en, pongamos, un cono verde y lo estimula eléctricamente. En
ese momento el cono verde captará «luz», mientras que todos los otros conos no per-
ciben nada. ¿«Verá» en ese caso el cerebro una tonalidad «super verde» que ninguna
luz real podría conseguir jamás? Por más pura que sea, la luz verdadera siempre esti-
mulará, aunque en diferente medida, las tres clases de conos.

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el cuento del antepasado

to comparando las frecuencias de emisión simultáneas de (al menos)


dos tipos diferentes de cono. Cada uno sirve de «control» del otro.
Es posible formarse una idea más exacta del color de un objeto com-
parando las frecuencias de emisión de tres tipos de cono, cada uno
con su propia curva de sensibilidad.
Los televisores a color y los monitores de ordenador, al estar dise-
ñados en función de nuestra visión tricromática, también se basan
en un sistema de tres colores. En un monitor de ordenador nor-
mal, cada píxel consiste en tres puntitos demasiado cercanos como
para apreciarlos a simple vista. Cada uno luce siempre con el mis-
mo color; si uno amplia lo bastante la pantalla, siempre verá los
mismos tres colores, normalmente rojo, verde y azul, aunque tam-
bién sirven otras combinaciones. Los tonos de piel y los matices
más sutiles de cualquier tonalidad se recrean manipulando la inten-
sidad con que brillan esos tres colores primarios. Puede que a las tor-
tugas, por ejemplo, que son tetracromáticas, les decepcionasen las
imágenes tan poco realistas (a su modo de ver) de nuestras panta-
llas de cine y televisión.
Comparando las frecuencias de emisión de sólo tres clases de conos,
nuestros cerebros pueden percibir una gama de colores enorme. Pero
como ya he dicho, los mamíferos placentarios no son, en su mayoría,
tricromáticos sino dicromáticos, es decir, sólo tienen dos tipos de conos
retinianos, uno con el pico de máxima sensibilidad en el violeta (o
en algunos casos en el ultravioleta) y el otro con el pico en alguna
región entre el verde y el rojo. En nosotros los tricromáticos, los conos
de longitud de onda corta tienen el pico entre el violeta y el azul, y
suelen denominarse conos azules. Los otros dos tipos son los conos
verdes y los conos rojos. Para confundir más las cosas, los conos rojos
alcanzan su cota máxima en una longitud de onda que en realidad es
amarillenta; su curva de sensibilidad, no obstante, se extiende hasta
el extremo rojo del espectro, o sea, que si bien tienen el pico en el
amarillo, no por ello dejan de emitir intensamente en respuesta a la
luz roja. Esto significa que si a la frecuencia de emisión de un cono
rojo le restamos la de uno verde, obtendremos un valor particularmen-
te elevado cuando la luz que incida en la retina sea roja. A partir de
aquí me olvidaré de sensibilidades máximas (violetas, verdes y amari-
llos) y me referiré a los tres tipos de cono como azules, verdes y rojos.

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monos del nuevo mundo

Además de conos, también existen los llamados bastones, células foto-


sensibles de forma diferente a los conos que son especialmente útiles
de noche y que no participan en la visión cromática, así que no des-
empeñan ningún papel en esta historia.
Los aspectos químicos y genéticos de la visión en color se cono-
cen bastante bien. Los principales actores moleculares de la historia
son las opsinas, moléculas de proteína que sirven de pigmentos visua-
les en los conos (y en los bastones). Cada molécula de opsina se adhie-
re a una molécula de retinal (una sustancia química derivada de la
vitamina A4) y la encapsula. La molécula de retinal ha sido previamen-
te enroscada para que quepa dentro de la opsina; cuando un fotón
de luz del color apropiado incide en ella, la molécula se desenrosca.
Ésa es la señal que requiere el cono para enviar al cerebro un impul-
so nervioso que viene a decir: «Éste es mi tipo de luz». Entonces la
molécula de opsina se recarga con otra molécula de retinal enrosca-
da procedente del almacén de la célula.
Ahora bien, el factor fundamental es que no todas las moléculas
de opsina son iguales. Como todas las proteínas, las opsinas se fabri-
can con arreglo a las instrucciones de los genes. Las diferencias en el
ADN dan como resultado opsinas sensibles a ondas lumínicas de lon-
gitud diferente: he aquí la base genética de los sistemas de dos o tres
colores de los que venimos hablando. Obviamente, como todos los
genes están presentes en todas las células, la diferencia entre un cono
rojo y uno azul no estriba en los genes que cada uno posea, sino en
los que cada uno activa. Y existe una especie de ley que establece que
un cono, cualquiera que sea, solamente activa un tipo de gen.
Los genes que fabrican nuestras opsinas verdes y rojas son muy pare-
cidos y se encuentran en el cromosoma X (el cromosoma sexual del
que las hembras tienen dos copias y los machos sólo una). El gen que
produce las opsinas azules es un poco diferente, y no se encuentra
en un cromosoma sexual sino en uno de los cromosomas normales
llamados autosomas (en nuestro caso, el cromosoma 7). Nuestras célu-
las fotosensibles verdes y rojas son claramente resultado de una recien-

4. Las zanahorias son ricas en beta-caroteno, un compuesto que puede transfor-


marse en vitamina A; de ahí el rumor –a veces los rumores son fundados– de que las
zanahorias son buenas para la vista.

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el cuento del antepasado

te duplicación génica y, mucho antes, debieron de divergir del gen


de la opsina azul a consecuencia de otra duplicación. El que un indi-
viduo posea visión dicromática o tricromática dependerá de cuántos
genes de opsina distintos tenga en el genoma. Si, por ejemplo, tiene
opsinas sensibles al azul y al verde pero no al rojo, será un dicromá-
tico.
Así funciona a grandes rasgos la visión en color. Ahora bien, antes
de centrarnos en el caso especial del mono aullador y de cómo se con-
virtió en tricromático, hace falta entender el extraño sistema dicromá-
tico de los demás monos del Nuevo Mundo (algunos lémures, dicho
sea de paso, también son dicromáticos, mientras que algunos monos
del Nuevo Mundo, como los cara rayadas, son monocromáticos). A los
efectos de este análisis, excluiré temporalmente de la expresión monos
del Nuevo Mundo a los monos aulladores y a otras especies fuera de lo
común, sobre los que volveremos más adelante.
En primer lugar, dejemos a un lado al gen azul, que se encuentra
invariablemente en un autosoma presente en todos los individuos, ya
sean machos o hembras, y centremos la atención en los genes rojo y
verde, que son más complejos y se encuentran en el cromosoma X.
Los cromosomas X solo tienen un locus capaz de albergar un alelo ver-
de o rojo5. Las hembras, al tener dos cromosomas X, cuentan con
dos oportunidades de tener un gen rojo o verde, mientras que los
machos, en cambio, al poseer un solo cromosoma X, podrán tener
un gen rojo o uno verde, pero no los dos. Así pues, un macho de mono
del Nuevo Mundo ha de ser por fuerza dicromático; sólo tendrá dos
tipos de conos: azules y rojos o azules y verdes. Según nuestros pará-
metros, todos los machos son daltónicos, pero lo son de dos maneras
diferentes: algunos carecen de opsinas verdes, otros carecen de opsi-
nas rojas. Y tanto unos como otros poseen azules.
Las hembras, en potencia, son más afortunadas. Al contar con dos
cromosomas X, con un poco de suerte una hembra podría tener un
gen rojo en un cromosoma y un gen verde en el otro (además, huel-

5. En realidad, el rojo y el verde tan sólo son dos de las muchas posibilidades
que pueden darse en este locus, pero ya tenemos bastantes complicaciones como
para añadir más. A los efectos de este relato, los alelos serán estrictamente rojos o
verdes.

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monos del nuevo mundo

ga decirlo, del azul). Una hembra así sería tricromática6. En cambio,


una hembra desafortunada podría tener dos rojos, o dos verdes, lo
que la convertiría en dicromática. Según nuestros parámetros, esta
hembra sería daltónica de dos formas distintas, como los machos.
Una población de monos del Nuevo Mundo como los tamarinos
o los monos ardilla presenta, pues, una curiosa mezcla de posibilida-
des ópticas. Todos los machos, y algunas hembras, son dicromáticos:
daltónicos según nuestros parámetros, pero de dos maneras diferen-
tes. Algunas hembras, pero ningún macho, son tricromáticas, es decir,
poseen una verdadera visión en color probablemente similar a la nues-
tra. Una serie de experimentos que obligaban a unos tamarinos a
buscar comida en cajas camufladas demostraron que los individuos
tricromáticos tenían más éxito que los dicromáticos. Tal vez las mana-
das de monos del Nuevo Mundo dependen de sus afortunadas hem-
bras tricromáticas para localizar alimentos que la mayoría de ellos no
conseguiría detectar. Por otro lado, existe la posibilidad de que los
dicromáticos, ya sea solos o en colaboración con dicromáticos del otro
tipo, disfruten de extrañas ventajas. Como se sabe por ciertas anéc-
dotas de la Segunda Guerra Mundial, los comandantes de los bom-
barderos reclutaban ex profeso a daltónicos porque eran capaces de
avistar ciertos tipos de camuflaje mejor que sus compañeros tricro-
máticos, por lo demás más afortunados. Los experimentos han demos-
trado que, efectivamente, los humanos dicromáticos detectan ciertos
tipos de camuflaje que engañan a los tricromáticos. ¿Es posible que
una manada de monos compuesta de tricromáticos y de dicromáti-
cos de los dos tipos consiga encontrar una variedad de frutos mayor
que una manada de tricromáticos puros? Puede sonar rocambolesco,
pero no es ninguna tontería.
Los genes de opsina verde y roja de los monos del Nuevo Mundo
constituyen un ejemplo de polimorfismo. El polimorfismo es la exis-

6. Para las hembras es fácil activar en cada cono únicamente el gen de la opsina
roja o el de la opsina verde, pero no los dos a la vez. De hecho, resulta que cuentan
con un mecanismo que desactiva todo un cromosoma X en cualquier célula. Una mi-
tad aleatoria de las células desactiva uno de los dos cromosomas X y la otra mitad des-
activa el otro. Esto tiene su importancia habida cuenta de que todos los genes presen-
tes en el cromosoma X se activan al activarse uno solo de ellos (un fenómeno necesa-
rio por cuanto los machos sólo poseen un cromosoma X).

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el cuento del antepasado

tencia simultánea, en una misma población, de dos o más versiones


diferentes de un gen sin que ninguna sea lo bastante rara como para
que se trate de una mutación reciente. Según un principio firme-
mente establecido de la genética evolutiva, un polimorfismo tan evi-
dente como ése no surge sin que exista un motivo poderoso. A no ser
que medie algo muy especial, los monos con el gen rojo serán o bien
más aptos que los monos con el gen verde, o menos. No sabemos
cuál de los dos tendrá más ventajas, pero es sumamente improbable
que ambos se encuentren en exacta igualdad de condiciones; y los
menos aptos deberían extinguirse.
Así pues, la existencia de un polimorfismo estable en una pobla-
ción es señal de que ocurre algo muy especial. ¿Algo como qué? Para
explicar los polimorfismos en general se han propuesto dos hipótesis:
la selección dependiente de la frecuencia y la ventaja heterocigótica.
En nuestro caso, cualquiera de las dos podría valer. La selección depen-
diente de la frecuencia tiene lugar cuando el tipo más raro está en ven-
taja simplemente por el hecho de ser más raro. Así, cuando el tipo que
considerábamos inferior comienza a extinguirse, deja de ser inferior y
se recupera. ¿Cómo es posible? Bien, supongamos que los monos
rojos son especialmente diestros a la hora de encontrar frutas rojas y
que los verdes lo sean a la hora de encontrar frutas verdes. En una pobla-
ción donde predominen los monos rojos, la mayoría de las frutas rojas
se agotará enseguida, luego un mono verde solitario, gracias a su capa-
cidad de divisar frutas verdes, podría encontrarse en una situación ven-
tajosa (y viceversa). Aunque el ejemplo no resulte muy verosímil, sir-
ve para ilustrar qué clase de circunstancias especiales motiva que ambos
fenotipos persistan en una población sin que ninguno de los dos se
extinga. No es difícil adivinar cierto parecido entre esa circunstancia
especial que favorece la conservación de un polimorfismo y nuestra
teoría de la tripulación del bombardero.
Por lo que respecta a la ventaja heterocigótica, el ejemplo clásico
(por no decir tópico) es el de la anemia falciforme o drepanocitosis.
El gen responsable de esta enfermedad humana es pernicioso en tan-
to que aquellos individuos que lo poseen por duplicado (homocigó-
ticos) tienen unos glóbulos rojos anormales en forma de hoz y pade-
cen una acusada anemia, pero es beneficioso en tanto que los individuos
que sólo tienen una copia (heterocigóticos) están protegidos contra

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monos del nuevo mundo

la malaria. En las zonas donde la malaria supone un problema, los


beneficios son mayores que los perjuicios y el gen drepanocítico tien-
de a propagarse por la población a pesar de los efectos negativos que
sufren los individuos que tengan la desventura de ser homocigóti-
cos7. El catedrático John Mollon y su equipo de investigadores, prin-
cipales responsables del descubrimiento del sistema polimórfico de
visión cromática en los monos del Nuevo Mundo, sostienen que la ven-
taja heterocigótica de la que gozan las hembras tricromáticas basta
para propiciar la coexistencia de genes rojos y genes verdes en una
misma población. Pero el mono aullador lo hace mejor, como vere-
mos a continuación.
Los monos aulladores han aunado en un solo cromosoma las ven-
tajas de las dos facetas del polimorfismo, y lo han conseguido median-
te una afortunada translocación. La translocación es un tipo de muta-
ción especial consistente en que un trozo de cromosoma se adhiere
por error a otro cromosoma, o cambia de posición dentro del mismo
cromosoma. Al parecer, eso fue lo que le sucedió a un afortunado ante-
pasado del mono aullador, que terminó con un gen rojo y otro ver-
de, situados uno al lado del otro, en un mismo cromosoma X. A pun-
to estuvo ese mono, evolutivamente hablando, de convertirse en un
verdadero tricromático, aunque fuese macho. El cromosoma X mutan-
te se propagó por toda la población hasta el punto de que hoy en día
todos los monos aulladores lo poseen.
No fue un truco evolutivo difícil toda vez que en la población de
monos del Nuevo Mundo ya se hallaban presentes los tres genes de
opsina, aunque bien es cierto que, a excepción de unas pocas hem-
bras afortunadas, cada individuo sólo tenía dos de esos tres genes.
Cuando los monos del Viejo Mundo y los simios hicimos la misma ope-
ración de manera independiente, seguimos un procedimiento dis-
tinto. Los dicromáticos de los que provenimos sólo eran dicromá-
ticos de una forma: no existía ningún polimorfismo desde el que
arrancar. Las pruebas indican que el desdoblamiento del gen de opsi-

7. Esto, por desgracia, afecta a muchos afroamericanos que, aunque ya no habi-


tan en zonas palúdicas, heredan los genes de antepasados que sí vivían en tales luga-
res. Otro ejemplo es la fibrosis cística, una grave enfermedad cuyo gen, en la varian-
te heterocigótica, parece brindar protección contra el cólera.

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el cuento del antepasado

na en el cromosoma X de nuestro antepasado fue una verdadera dupli-


cación. El mutante original se encontró con dos copias de un gen idén-
tico, pongamos dos verdes, situadas una al lado de la otra en el cromo-
soma, luego no fue un tricromático casi instantáneo como el ancestro
mutante de los monos aulladores, sino un dicromático, con un gen
azul y dos verdes. Los monos del Viejo Mundo se hicieron tricromáti-
cos paulatinamente durante la subsiguiente evolución, conforme la
selección natural propició la divergencia de las sensibilidades cromá-
ticas de los dos genes de opsina del cromosoma X hacia el verde y el
rojo respectivamente.
Cuando se produce una translocación, el gen en cuestión no es lo
único que se desplaza. A veces, sus compañeros de viaje, los genes
que eran vecinos suyos en el cromosoma original y que se desplazan
con él al nuevo cromosoma, pueden revelarnos algo. Así ocurre en
este caso. El gen Alu es bien conocido como elemento transponible, esto
es, un breve segmento de ADN que, como si fuese un parásito, se
multiplica por todo el genoma a base de trastocar la maquinaria de
replicación génica de la célula. ¿Fue Alu el causante del desplazamien-
to de la opsina? Parece ser que sí. Basta echar un vistazo a los detalles
para encontrar, por así decirlo, la pistola humeante. En ambos extremos
de la región duplicada hay genes Alu. Es probable que la duplicación
fuese un derivado fortuito de una reproducción parasitaria. En un
antiguo mono del Eoceno, un parásito genómico cercano al gen de
la opsina trató de reproducirse, replicó por accidente un fragmento
de ADN mucho mayor del previsto y nos colocó en el camino de la
visión tricromática. Por cierto, una advertencia contra una tentación
frecuente: el hecho de que un parásito, visto a posteriori, parezca
habernos hecho un favor, no significa que los genomas albergan pará-
sitos con la esperanza de obtener futuros favores. No es así como
opera la selección natural.
Fuese o no Alu el responsable de la visión tricromática, el caso es
que este tipo de errores todavía se da de vez en cuando. Cuando dos
cromosomas X se alinean, antes del entrecruzamiento, puede ocu-
rrir que lo hagan de forma incorrecta. La similitud de los genes pue-
de embrollar el proceso de alineado y provocar que el gen rojo de un
cromosoma se alinee con el verde en vez de con el correspondiente
gen rojo del otro cromosoma. En ese caso, el consiguiente entrecru-

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monos del nuevo mundo

zamiento sería desigual: un cromosoma X podría terminar, pongamos


por caso, con un verde de más, y el otro sin ninguno. Aun en el caso
de que no tuviese lugar el entrecruzamiento, podría darse un proce-
so denominado conversión génica en el cual una secuencia corta de nues-
tro cromosoma se transforma en la secuencia correspondiente del
otro. En los cromosomas desalineados, una parte del gen rojo puede
verse sustituida por la parte equivalente del gen verde, o viceversa.
Tanto el entrecruzamiento desigual como la conversión génica desali-
neada pueden causar daltonismo.
El daltonismo afecta con mayor frecuencia a los hombres que a
las mujeres (no es que sea una afección muy grave, pero supone una
molestia y seguramente prive a quienes la padecen de experiencias
estéticas que los demás disfrutamos) debido a que si heredan un cro-
mosoma X defectuoso, no tienen otro de reserva. Nadie sabe si los dal-
tónicos ven la sangre y la hierba como los demás vemos la sangre, o
como vemos la hierba, o si ven las dos cosas de forma completamen-
te diferente. De hecho, puede que varíe de una persona a otra. Lo úni-
co que sabemos es que, a su «modo de ver», las cosas como la hierba
son prácticamente del mismo color que las cosas como la sangre. El
daltonismo dicromático afecta más o menos al dos por ciento de los
varones. A propósito, no se confunda el lector con otros daltónicos lla-
mados tricromáticos anómalos que son más numerosos (aproxima-
damente el ocho por ciento de los hombres). Estos individuos son
genéticamente tricromáticos, pero uno de sus tres tipos de opsina no
funciona8.
El entrecruzamiento desigual no siempre empeora las cosas. Algunos
cromosomas X terminan teniendo más de dos genes de opsina. Estos
genes de más casi siempre son verdes, no rojos. El récord está en doce
genes verdes de más, dispuestos en tándem. Nada indica que los indi-
viduos con genes verdes de más vean mejor. No obstante, el elevado

8. En su libro Mendel’s Demon, Mark Ridley señala que esa cifra del ocho por cien-
to (o más) vale para europeos y otros pueblos con un buen historial de asistencia médi-
ca a sus espaldas. Los cazadores-recolectores y otras sociedades tradicionales más expues-
tas a la selección natural muestran un porcentaje menor. Ridlye sostiene que la relajación
de la selección natural ha permitido el aumento del daltonismo. En La isla de los cie-
gos al color, Oliver Sacks aborda el tema del daltonismo con la originalidad que lo carac-
teriza.

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el cuento del antepasado

índice de mutación que registra esta parte del cromosoma X implica


que no todos los genes verdes de una población sean idénticos entre
sí. En teoría, pues, es posible que una hembra, dotada de dos cromo-
somas X, posea una visión no ya tricromática sino tetracromática (o
incluso pentacromática, si sus genes rojos también difieren). No me
consta que nadie haya llevado a cabo experimento alguno a este res-
pecto.
Tal vez al lector se le haya pasado por la cabeza un pensamiento
inquietante. Vengo hablando como si la adquisición de una nueva opsi-
na por mutación mejorase automáticamente la visión en color, pero
las diferencias de sensibilidad cromática entre los conos no sirven abso-
lutamente de nada a menos que el cerebro sea capaz de saber qué tipo
de cono es el que transmite la información. Si este conocimiento se
lograse mediante cableado genético, es decir, si una neurona estuvie-
se conectada a un cono rojo y otra neurona a un cono verde, el siste-
ma funcionaría, pero no estaría en condiciones de hacer frente a even-
tuales mutaciones en la retina. Sería imposible. ¿Cómo podrían saber
las neuronas que de repente hay una nueva opsina, sensible a un color
distinto, y que un determinado grupo de conos, dentro de la enorme
población de conos de la retina, ha activado el gen que produce la
nueva opsina?
Al parecer, la única respuesta plausible es que el cerebro apren-
de. Tal vez compara las frecuencias de emisión que se registran en la
población de conos retinianos y advierte que un subgrupo de células
fotosensibles emite con mayor intensidad cuando el ojo mira tomates
y fresas, otro subgrupo emite con mayor intensidad cuando el ojo mira
el cielo y otro cuando mira la hierba. Es una hipótesis de andar por
casa, pero me figuro que algo así es lo que permite al sistema nervio-
so adaptarse rápidamente a una mutación genética en la retina. Mi
colega Colin Blakemore, a quien planteé el tema, considera que es
uno de esos problemas que surgen siempre que el sistema nervioso
central se ve obligado a ajustarse a un cambio en los nervios perifé-
ricos9.

9. Me imagino que un aprendizaje parecido deben de llevar a cabo las aves y rep-
tiles que refuerzan su gama de sensibilidad cromática mediante minúsculas gotitas de
aceite coloreado dispuestas sobre la superficie de la retina.

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monos del nuevo mundo

La enseñanza última que podemos extraer de «El Cuento del Mono


Aullador» es que la duplicación génica es sumamente importante. Los
genes de la opsina verde y de la opsina roja proceden a todas luces
de un único gen ancestral que se desdobló e implantó una de sus copias
en un lugar diferente del cromosoma X. En una época aún anterior,
podemos afirmarlo con seguridad, tuvo lugar una duplicación pare-
cida que separó el gen autosómico azul10 de lo que a la postre sería el
gen X-cromosómico rojo/verde. Es frecuente que genes situados en
cromosomas completamente distintos pertenezcan a la misma «fami-
lia génica». Estas familias han surgido como resultado de antiguas
duplicaciones de ADN seguidas de divergencias de función. Varios
estudios indican que un gen humano normal tiene, por término medio,
una probabilidad media de duplicación de entre un 0,1 y un 1 por
ciento por cada millón de años. La duplicación de ADN puede darse
gradual o súbitamente, como por ejemplo cuando un parásito géni-
co como el Alu se propaga con inédita virulencia por el genoma, o
cuando un genoma se duplica en bloque. (La duplicación íntegra
del genoma es un fenómeno común en las plantas; en el caso de
nuestra ascendencia, se cree que ha tenido lugar al menos dos veces,
durante el surgimiento de los vertebrados). Con independencia de
cuándo o cómo se produzca, la duplicación accidental de ADN es
una de las fuentes principales de nuevos genes. A lo largo del tiempo
evolutivo, no cambian sólo los genes dentro del genoma, sino también
los genomas propiamente dichos.

10. O ultravioleta, o cualquiera que fuese el color en esa época. De hecho, es pro-
bable que las sensibilidades cromáticas de todos estos tipos de opsina se hayan modi-
ficado en el curso de la evolución.

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Encuentro 7
Tarseros

Los peregrinos antropoides hemos llegado al Encuentro 7, que tiene


lugar hace 58 millones de años en las densas y abigarradas selvas del
Paleoceno. Allí recibimos a un pequeño grupo de parientes, los tar-
seros. Nos hace falta un nombre para el clado que une a antropoides
y tarsos, y ése es haplorrinos. El clado de los haplorrinos se compone
del Contepasado 7, nuestro seismillonésimo tatarabuelo, y todos sus
descendientes: los tarseros, los monos y los simios.
Lo primero que llama la atención de un tarsero son los ojos; de
hecho, es casi lo único visible en todo el cráneo. «Un par de ojos con
patas» sintetiza bastante bien lo que es un tarsero. Cada uno de los
ojos es tan grande como todo el cerebro y las pupilas también se dila-
tan sobremanera. Visto de frente, da la impresión de que lleva pues-
tas unas gigantescas gafas de sol. Tan desmesurado tamaño dificulta
la rotación de los ojos en las cuencas, pero los tarseros, al igual que
ciertos búhos, son capaces de solventar el problema: gracias a un cue-
llo sumamente flexible, rotan casi 360 grados la cabeza entera. La razón
por la que tienen unos ojos tan enormes es la misma que en el caso
de búhos y cara rayadas: son noctívagos. Dependen de la luz de la luna,
de las estrellas y del crepúsculo, y necesitan capturar hasta el último
fotón que les sea posible.
Otros mamíferos nocturnos poseen un tapetum lucidum, esto es, una
película reflectante detrás de la retina que frena a los fotones para que
los pigmentos retinianos tengan una segunda oportunidad de intercep-
tarlos. Este tapetum es lo que hace que resulte tan fácil localizar a los

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el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los tarseros


Tarseros (Társidos)

Ya incorporados

10
N

20

30
CZ

40
E

Incorporación de los tarseros.


Según recientes estudios
morfológicos y moleculares, las
50 cinco especies de tarseros
constituyen un grupo hermano de
simios y monos, pero no de los
lémures, como se creía
anteriormente.
58 7
Ilustración: Tarsero filipino
(Tarsius syrichta).

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CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 227

tarseros

felinos y a otros animales por la noche1. Si alumbramos con una linter-


na a nuestro alrededor, llamaremos la atención de cualquier animal que
haya en los alrededores, que por pura curiosidad mirará directamente
al haz de luz, con el resultado de que éste se reflejará en su
tapetum. Si los haces de luz eléctrica hubiesen sido un rasgo
característico del entorno en el que evolucionó la vida,
tal vez los animales no habrían desarrollado un dis-
positivo que los delata tan descaradamente.
Lo sorprendente es que los tarseros no poseen
tapetum lucidum. Una de las explicaciones que se
barajan es que sus antepasados, junto con otros
primates, pasaron por una fase diurna y perdie-
ron el tapetum. Esta hipótesis viene avalada por
el hecho de que los tarseros tienen el mismo y extraño siste-
ma de visión cromática que la mayoría de los monos del Nuevo
Mundo. Varios grupos de mamíferos que eran nocturnos en
la época de los dinosaurios se hicieron diurnos cuando éstos
se extinguieron y la vida a plena luz del día se volvió menos
peligrosa. La hipótesis es que posteriormente los tarseros reto-
maron sus hábitos nocturnos, pero, por la razón que fuese,
no enfilaron el camino evolutivo que habría debido condu-
cirlos a la readquisición del tapetum. Así pues, tuvieron que
alcanzar el mismo objetivo (capturar el máximo de fotones
posible) desarrollando unos ojos enormes.2
Los otros descendientes del Contepasado 7, los monos y
los simios, también carecen de tapetum, lo cual no tiene nada de extra-
ño teniendo en cuenta que son todos diurnos a excepción de los cara
rayadas de Sudamérica. Y éstos, al igual que los tarseros, han com-
pensado esa carencia desarrollando unos ojos de gran tamaño (aun-

1. Casi todas las aves nocturnas también tienen ojos reflectantes, aunque no es el
caso de los egotelos (varias especies del género Aegotheles) de Australasia ni de la
gaviota de las Galápagos (Creagrus furcatus), la única gaviota nocturna del mundo.
2. Según esta teoría, si los tarseros hubiesen conseguido volver a desarrollar el tape-
tum, no les habrían hecho falta unos ojos tan enormes. Los ojos más grandes de todo
el reino animal son los del calamar gigante, que miden unos 30 cms. de diámetro.
También tienen que apañarse con poquísima luz, no porque sean nocturnos sino
porque en las profundidades marinas donde habitan apenas llega luz alguna.

227
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el cuento del antepasado

que no tan grandes en proporción a la cabeza como los de los tarse-


ros). Es casi seguro que el Contepasado 7 tampoco tenía tapetum luci-
dum y era diurno. ¿Qué más podemos decir de él?
Al margen de que fuese diurno, puede que se pareciese bastante
a un tarsero. Lo digo porque hay unos cuantos fósiles verosímiles lla-
mados omómidos que datan de la época apropiada. Puede que el
Contepasado 7 fuese similar a un omómido, que a su vez se asemeja-
ba bastante a un tarsero. No tenía los ojos tan grandes como éste, pero
sí lo bastante como para suponer que era nocturno. Tal vez el Conte-
pasado 7 era una versión diurna y arborícola de un omómido. De los
dos linajes que de él descienden, uno prefirió la luz del sol y dio ori-
gen a los monos y simios antropoides, mientras que el otro regresó a
las tinieblas y se transformó en el tarsero.
Aparte de los ojos, ¿qué más se puede decir de los tarseros? Por
ejemplo, que son excelentes saltadores, gracias a unas patas muy lar-
gas, como las ranas y los saltamontes. Son capaces de saltar más de tres
metros en horizontal y uno y medio en vertical. Esto les ha valido el
sobrenombre de «ranas peludas». Quizá no sea casualidad que tam-
bién recuerden a las ranas en un detalle anatómico: tienen los dos
huesos inferiores de las patas, la tibia y el peroné, unidos en un úni-
co y resistente hueso, la tibiofíbula. Todos los antropoides tienen uñas
en lugar de garras, y lo mismo les ocurre a los tarseros, con la curio-
sa excepción del segundo y tercer dedo del pie, provistos de garras
espulgadoras.
No podemos afirmar con certeza dónde tiene lugar el Encuentro
7. Lo que sí podemos señalar es que Norteamérica abunda en fósiles
de omómido del periodo adecuado y que a la sazón se encontraba
firmemente unida a Eurasia por medio de la actual Groenlandia. Quizá
el Contepasado 7 fue un norteamericano.

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Encuentro 8
Lémures, gálagos y semejantes

Después de que los pequeños y saltarines tarseros se hayan incorpo-


rado a nuestra peregrinación, nos dirigimos al Encuentro 8 para reu-
nirnos con los demás primates tradicionalmente conocidos como pro-
simios: lémures, potos, gálagos y loris. Nos hace falta un nombre para
los prosimios que no son tarseros y ése es «estrepsirrinos», que signifi-
ca «nariz dividida». Es un término un tanto equívoco, puesto que lo
único que significa es que la nariz tiene la misma forma que la de un
perro. El resto de primates, incluidos nosotros, somos haplorrinos (que
significa «nariz simple»: cada una de nuestras fosas nasales es un sim-
ple agujero).
En el Encuentro 8, pues, los peregrinos haplorrinos saludamos a
nuestros parientes estrepsirrinos, la mayoría de los cuales son lému-
res. Son varias las fechas que se sugieren para este encuentro. Lo he
fijado hace 63 millones de años, una fecha sobre la que existe un amplio
consenso, justo antes de nuestra entrada en el periodo Cretácico.
Algunos investigadores, en cambio, lo sitúan en una época aún más
remota, durante el mismo Cretácico. Hace 63 millones de años, la vege-
tación y el clima de la Tierra ya se habían recuperado de las especta-
culares alteraciones que decretaron el fin del Cretácico y la extin-
ción de los dinosaurios (véase «La Gran Catástrofe del Cretácico»).
El mundo era, en su mayor parte, húmedo y boscoso; al menos en los
continentes septentrionales se daba una variedad relativamente exi-
gua de coníferas de hoja caduca y unas pocas especies de plantas
florales.

229
Incorporación de lémures, gálagos y semejantes
N E
CZ
Ya incorporados

8
Loris, gálagos, potos (Lorísidos)
Página 230

Ayeaye (Daubentónidos)
Lémures grandes (Lemúridos)
12:29

Lémures saltadores (Índridos)


26/5/08

Lémures juguetones (Megaladápidos)


el cuento del antepasado
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp

Lémures ratón y lémures enanos (Queirogaleidos)

Millones de años

230
10

63
50
30
20
0

60
40
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 231

lémures, gálagos y semejantes

Tal vez nos encontremos al Contepasado 8 en una rama de árbol,


en plena búsqueda de frutas o insectos. El antepasado común más
reciente de todos los primates actuales es aproximadamente nuestro
sietemillonésimo tatarabuelo. Entre los fósiles que podrían servirnos
de ayuda a la hora de reconstruirlo figura un gran grupo conocido
como los plesiadapiformes. Los plesiadapiformes vivieron en la época
justa y poseen muchas de las características que cabría esperar del gran
antepasado de todos los primates; muchas, pero no todas, de ahí que
se discuta su candidatura.
La mayoría de los estrepsirrinos actuales son lémures, un género
exclusivo de Madagascar del que nos ocuparemos en el próximo cuen-
to. Los demás se dividen en dos grupos principales: los gálagos, que
son saltadores, y los potos y loris, que son trepadores. Cuando tenía tres
años y vivía con mi familia en Nyasalandia (actual Malawi), teníamos
de mascota un gálago al que pusimos de nombre Percy. Debía de ser
una cría huérfana y nos lo trajo un lugareño, era tan diminuto que
podía posarse en el borde de un vaso de whisky, en cuyo interior metía
la mano para beber con ostensible fruición. Dormía de día, agarrado
a una viga del cuarto de baño. Cuando amanecía (al final de la tarde),
si mis padres no lograban cogerlo a tiempo (lo que ocurría a menu-
do, porque era sumamente ágil y daba unos saltos formidables), salía
disparado hacia mi alcoba, se encaramaba en lo alto de mi mosquite-
ra y me orinaba encima. Cuando saltaba, por ejemplo en dirección a
una persona, no ponía en práctica la costumbre típica de los gálagos
de primero orinarse en las manos. Según la teoría de que la ablución

Incorporación de lémures y semejantes. Los primates actuales se dividen en dos


grupos: los lémures y semejantes, y todos los demás. La fecha de está divergencia es
objeto de debate: algunos expertos la sitúan hasta 20 millones de años antes que
otros; de estar en lo cierto, la edad de los Contepasados 9, 10 y 11 aumentaría
notablemente. Las cinco familias de lémures de Madagascar (unas 30 especies) y la
familia de los loris (18 especies) se conocen con el nombre de «estrepsirrinos». En
la filogenia de los estrepsirrinos, el orden de ramificación de los lémures sigue
siendo controvertido.

Imágenes, de izquierda a derecha: lémur ratón pigmeo (Microcebus myoxinus);


lémur juguetón de cola roja (Lepilemur ruficaudatus); indrí (Indri indrí); lémur
cariblanco (Eulemur fulvu albifrons); ayeaye (Daubentonia madagascariensis); lorí grácil
(Loris tardigradus).

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con orina sirve para marcar el territorio, es lógico que no lo hiciese dado
que no era un adulto. Según la teoría alternativa de que la orina mejo-
ra el agarre, la omisión de Percy ya no está tan clara.
Nunca sabré a cuál de las 17 especies de gálago pertenecía nuestra
mascota, pero lo más seguro es que se tratase de un saltador, no de un
trepador como los potos de África y los loris de Asia, que se mueven
mucho más despacio. En concreto, el lorí lento del Extremo Oriente es
un cazador sigiloso que avanza lentamente por las ramas hasta tener la
presa a su alcance, momento en el que se abalanza de golpe sobre ella.
Los gálagos y los potos nos recuerdan que la selva tropical es un
mundo tridimensional como el mar. Visto desde arriba, del dosel de
la selva se mueve como agitado por olas. Al zambullirnos en el mun-
do inferior, de un verde más oscuro, atravesamos, como en el mar, dis-
tintas capas. Al igual que los peces, los animales de la selva se mueven
con la misma facilidad en sentido vertical que en sentido horizontal
pero en la práctica, como también les sucede a los peces, cada espe-
cie se especializa en ganarse la vida a un nivel determinado. De noche,
en las selvas del África occidental, las copas de los árboles son el terri-
torio de los gálagos pigmeos (insectívoros) y de los potos (frugívoros).
Bajo este nivel superior, las ramas de los árboles están muy distancia-
das: es el dominio de los gálagos de uñas de aguja (Euoticus elegantu-
lus), gracias a las cuales son capaces de aferrarse a las ramas tras sal-
var de un salto las distancias que las separan. Más abajo todavía, el poto
dorado (Arctocebus aureus) y su pariente cercano el anguantibo de
Calabar (Arctocebus calaberensis) cazan orugas. Al amanecer, los gálagos
y los potos nocturnos ceden el paso a los monos diurnos, que se repar-
ten la selva en estratos similares. El mismo tipo de estratificación se
observa en las selvas sudamericanas, donde pueden encontrarse has-
ta siete especies diferentes de zarigüeyas, cada una en su propio nivel.
Los lémures son descendientes de los antiguos primates que que-
daron aislados en Madagascar mientras los monos evolucionaban en
África. Madagascar es una isla lo bastante grande como para servir
de laboratorio de experimentos evolutivos naturales. Su historia la va
a contar uno de esos lémures, que desde luego no es el más típico: el
ayeaye Daubentonia. No recuerdo gran cosa de la disertación sobre
lémures que Harold Pusey, erudito y veterano conferenciante, pro-
nunció ante los zoólogos oxonienses de mi generación, pero sí recuer-

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do la machacona coletilla con que remataba casi todas las frases sobre
los lémures: «Excepto Daubentonia». «¡EXCEPTO Daubentonia!». A pesar
de las apariencias, Daubentonia, el ayeaye, es un lémur más que respe-
table. Los lémures son los habitantes más famosos de Madagascar y el
Cuento del Ayeaye versa sobre esta gran isla, un escaparate modélico
de experimentos naturales biogeográficos. Así pues, no se trata tan
sólo de un cuento de lémures, sino del conjunto de la fauna y flora
malgaches, que son realmente peculiares.

EL CUENTO DEL AYEAYE

Un político británico dijo una vez de un adversario (a la postre conver-


tido en líder de su propio partido) que tenía «cierto aire de criatura noc-
turna». El ayeaye transmite una impresión parecida y, de hecho, desarro-
lla toda su actividad exclusivamente de noche, lo que lo convierte en el
primate nocturno de mayor tamaño. Tiene unos ojos increíblemente
separados en una cara de fantasmal palidez. Los dedos son larguísimos,
como los de las brujas que dibujaba Arthur Rackham. Parecen absurdos,
pero es evidente que sólo desde nuestro humano punto de vista, ya que
si son así de largos, por algo será: los ayeayes con los dedos cortos se
verían castigados por la selección natural, aun cuando ignoremos el por-
qué. Ahora que la ciencia ya no tiene que convencer a nadie de que la
selección natural es verdadera y la teoría se halla plenamente consoli-
dada, nos podemos permitir hacer este tipo de afirmaciones genéricas.
Uno de los dedos del ayeaye, el «corazón», es único. Tremendamente
largo y fino incluso según los parámetros del ayeaye, cumple la función
específica de agujerear troncos podridos y extraer larvas. Los ayeayes
detectan a sus presas tamborileando el tronco con ese dedo para ver
si oyen el cambio de tono que delata la presencia de un insecto en su
interior1. No acaban ahí las aplicaciones del dedo corazón de estos

1. Este mismo hábito, con el mismo dedo alargado (sólo que en este caso no se
trata del corazón sino del anular), ha evolucionado convergentemente en un grupo
de marsupiales de Nueva Guinea: el falangero listado (Dactylopsyla trivirgata) y los trioks
(tres especies del género Dactylopsila). Estos marsupiales, dicho sea de paso, son autén-
ticos paladines de la evolución convergente: están listados igual que las mofetas, y como
éstas, se defienden despidiendo un potente olor.

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primates. En la universidad de Duke, que sin duda posee la mayor colec-


ción de lémures fuera de Madagascar, he visto a un ayeaye introducir-
se ese mismo dedo, con gran delicadeza y precisión, por una de las fosas
nasales, ignoro en pos de qué. El difunto Douglas Adams incluyó un
maravilloso capítulo sobre el ayeaye en Mañana no estarán, el libro
que escribió sobre sus viajes con el zoólogo Mark Carwardine.

El ayeaye es un lémur nocturno. Se trata de una criatura de aspecto muy


extraño que se diría compuesta de trozos sueltos de otros animales. Parece
un poco un gato grande con orejas de murciélago, dientes de castor, una
cola semejante a una gran pluma de avestruz, un dedo corazón similar a
una larga rama seca y un par de ojos enormes que parecen mirar un
mundo totalmente diferente que se extiende a nuestras espaldas... Como
casi todo lo que vive en Madagascar, el ayeaye no existe en ningún otro
lugar del planeta.

Qué maravilloso ejemplo de concisión y expresividad, y cuánto se echa


de menos al autor de esas líneas. El propósito de Adams y Carwardine
en Mañana no estarán era llamar la atención sobre las especies ame-
nazadas. Las aproximadamente 30 especies de lémures que aún viven
son reliquias de una fauna mucho más nutrida que sobrevivió hasta
que, hace unos 2.000 años, la isla de Madagascar se vio invadida por
seres humanos de hábitos destructivos.
Madagascar es un fragmento de Gondwana (véase página 385) que
se separó de la actual África hace unos 165 millones de años y después,
hace unos 90 millones de años, de lo que a la postre sería India. El
orden de los acontecimientos puede resultar sorprendente, pero, como
veremos, una vez que India se hubo desprendido de Madagascar, se
alejó con insólita rapidez para lo que son los parámetros, más lentos
que los loris, de la tectónica de placas.
Dejando a un lado a los murciélagos (que presumiblemente llega-
ron volando) y a las especies introducidas por el hombre, los habi-
tantes terrestres de Madagascar descienden o bien de la antigua fau-
na y flora de Gondwana, o de inusitados inmigrantes llegados de allende
los mares merced a una improbable fortuna. La isla es un jardín botá-
nico-parque zoológico natural que alberga en torno al cinco por cien-
to de todas las especies de plantas y animales del mundo, más de un

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lémures, gálagos y semejantes

¿Se sentiría como en su casa un marciano en Madagascar? Avenida de baobabs en


Morondava, Madagascar. Esta especie, Adansonia grandidieri, es una de las seis que
sólo se encuentra en Madagascar.

80% de las cuales no se encuentran en ningún otro lugar. Con todo,


pese a tan increíble abundancia de especies, lo que también resulta
extraordinario de Madagascar es cuántos de los grupos principales
están ausentes por completo. A diferencia de África o Asia, Madagascar
no posee antílopes nativos, ni caballos ni cebras, ni jirafas, ni elefan-
tes, ni conejos, ni musarañas elefantes, ni cánidos ni félidos, es decir,
ni una sola de las especies africanas que cabía esperar (aunque el regi-
tro fósil parece indicar que varias especies de hipopótamo sobrevivie-
ron hasta épocas recientes). Hay potamoqueros o jabalíes de río (Pota-
mochoerus porcus) que parecen haber llegado hace bastante poco, tal
vez introducidos por el hombre. (Volveremos a ocuparnos del ayeaye
y de los demás lémures al final del cuento.)
Madagascar tiene tres miembros de la familia de las mangostas que
están claramente relacionados entre sí y que en buena lógica deben
de haberse diversificado a partir de una sola especie progenitora pro-
cedente de África. El más famoso de los tres es la fosa, una especie de

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mangosta gigante del tamaño de un sabueso pero con una cola muy
larga. Sus parientes, algo más pequeños, son la civeta hormiguera y
la civeta de Madagascar, cuyo nombre científico, para mayor confu-
sión, es Fossa fossa. El nombre latino de la fosa es bastante diferente2.
Hay un grupo de roedores típicamente malgaches, nueve géneros
en total, unidos en una subfamilia, Nesomyinae. Entre ellos destacan
una especie de rata gigante, uno que trepa a los árboles, una rata de
las marismas de cola almohadillada y una especie de rata canguro. Se
discute desde hace mucho si estos roedores típicamente malgaches
derivan de un solo episodio migratorio o de varios. Si hubo una úni-
ca especie progenitora, eso significaría que sus descendientes, desde
la llegada a Madagascar, evolucionaron para llenar todos esos nichos
ecológicos propios de roedores: una historia muy malgache. Recientes
pruebas moleculares demuestran que un par de especies del continen-
te africano están más estrechamente relacionadas con algunos roe-
dores de Madagascar de lo que algunos roedores de Madagascar lo
están entre sí. Esto podría ser indicio de múltiples inmigraciones
procedentes de África. Sin embargo, cuando las pruebas se exami-
nan con mayor rigor surge una hipótesis más sorprendente. Parece
ser que todos los roedores malgaches descienden de un único pione-
ro llegado no de África sino de la India. De ser fundada esta hipóte-
sis, las afinidades con el susodicho par de roedores africanos indica-
rían una ulterior travesía desde Madagascar a África. Los antepasados
de esas especies africanas llegaron de Asia vía Madagascar. Es como si
el Océano Índico propiciase las travesías a bordo de balsas improvisa-
das con rumbo oeste. Además, no hemos de olvidar que, en el momen-
to de la inmigración, la India habría estado más cerca de Madagascar
que en la actualidad.
De las ocho especies de baobab seis son exclusivas de Madagascar
y las 130 especies de palmera de la isla eclipsan el número de las que
se encuentran en toda África. Algunos expertos piensan que los cama-
leones son de origen malgache; de hecho, dos terceras partes del total
de especies de camaleón del mundo son autóctonas de Madagascar.
Existe una familia de animales parecidos a las musarañas que también
es exclusivamente malgache: los tenrecs. En su día se los clasificaba

2. Cryptoprocta ferox. (N. del t.)

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lémures, gálagos y semejantes

dentro del orden de los insectívoros, pero actualmente forman parte


de los afroterios, con quienes nos reuniremos en el Encuentro 13.
Lo más probable es que desciendan de dos poblaciones progenitoras
diferentes que llegaron de África antes que ningún otro mamífero;
hoy se hallan diversificados en 27 especies, algunas de las cuales pare-
cen erizos y otras musarañas, incluida una que vive mayormente deba-
jo del agua, como la musaraña acuática. Las semejanzas son conver-
gentes, esto es, fruto de la evolución independiente, al más puro estilo
malgache. Debido al aislamiento geográfico, en Madagascar nunca
hubo erizos verdaderos ni musarañas acuáticas verdaderas, de manera
que los tenrecs, que tuvieron la inmensa suerte de hallarse en el lugar
adecuado en el momento adecuado, evolucionaron hasta convertir-
se en los equivalentes locales de los erizos y las musarañas acuáticas.
Tampoco hay monos ni simios de ningún tipo, lo cual allanó el
camino para la aparición de los lémures. Hace poco menos de 63 millo-
nes de años, la fortuna quiso que una población fundadora de pri-
mates estrepsirrinos primitivos llegase accidentalmente a Madagascar.
Para variar, no tenemos ni idea de cómo ocurrió. Dado que la esci-
sión evolutiva (Encuentro 8, hace 63 millones de años) tuvo lugar des-
pués que Madagascar se separase de África (hace 165 millones de años)
y de India (hace 88), no podemos afirmar que los antepasados de los
lémures fuesen criaturas que ya habitaban previamente en Gondwana.
En varios pasajes de este libro he usado el término travesía en balsa
improvisada como una especie de abreviatura de «viaje de chiripa a bor-
do de algún medio de flotación desconocido, sumamente improbable
desde un punto de vista estadístico, que sólo tuvo que ocurrir una
vez y que nos consta ocurrió al menos una vez porque podemos apre-
ciar sus consecuencias». Debería añadir que lo de «sumamente impro-
bable desde un punto de vista estadístico» es una mera formalidad.
Como vimos en el Encuentro 6, la evidencia demuestra que este tipo
de travesías en sentido general son más frecuentes de lo que cabría
pensar. El ejemplo clásico es la rápida recolonización de los restos de
Krakatoa después de que una catastrófica erupción volcánica la des-
truyese de un día para otro. E.O. Wilson lo cuenta de maravilla en La
diversidad de la vida.
En Madagascar, la travesía a bordo de balsas improvisadas tuvo
espectaculares y encantadoras consecuencias, como lémures de todos

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el cuento del antepasado

los tamaños, desde el lémur ratón pigmeo (Mycrocebus myoxinus), menor


que un hámster, hasta el recientemente extinguido Archaeoindris, que
parecía un oso y pesaba más que un gorila; lémures más conocidos,
como el de cola anillada, con ese largo apéndice listado que le da nom-
bre, que parece una oruga peluda y ondulante cuando corre en mana-
da por el suelo; el indrí, o el danzarín sifaka que, después del hombre,
tal vez sea el primate más hábil a la hora de andar sobre dos patas.
Por último, naturalmente, también está el ayeaye, el narrador de
este cuento. El mundo será un lugar más triste cuando el ayeaye, como
me temo acabará ocurriendo, se extinga. Un mundo sin Madagascar
no sería solamente más triste, sino también más pobre. Si elimináse-
mos Madagascar, sólo habríamos destruido una milésima parte del
total de las tierras emergidas del planeta, pero más del cuatro por cien-
to de todas sus especies animales y vegetales.
Para un biólogo, Madagascar es la tierra prometida. En nuestra
peregrinación, es la primera de cinco grandes islas, en algunos casos
grandísimas, cuyo aislamiento, en momentos cruciales de la historia
de la Tierra, determinó de un modo radical la diversidad de los mamí-
feros. Y no sólo de los mamíferos, pues algo parecido ocurre también
con los insectos, las aves, las plantas y los peces. Según se nos vayan
uniendo peregrinos más remotos, nos encontraremos con otras islas
que desempeñarán el mismo papel, y que no necesariamente tendrán
que ser de tierra firme. «El Cuento de los Cíclidos» nos convencerá
de que cada uno de los grandes lagos africanos es en cierto sentido un
Madagascar líquido, y que los cíclidos son sus lémures.
Estas islas o continentes insulares que han conformado la evolu-
ción de los mamíferos son, en el orden en que las visitaremos, Madagas-
car, Laurasia (el gran continente septentrional que en su día estaba
aislado de su homólogo meridional Gondwana), Sudamérica, África
y Australia. La propia Gondwana podría añadirse a la lista, puesto que,
como veremos en el Encuentro 15, también generó su propia fauna
exclusiva antes de fragmentarse y dar lugar a todos los continentes del
hemisferio austral. «El Cuento del Ayeaye» nos ha mostrado la singu-
lar riqueza faunística y botánica de Madagascar. Laurasia es el hogar
ancestral, y banco de pruebas darviniano, del enorme contingente
de peregrinos que recibiremos en el Encuentro 11, los laurasiaterios.
En el Encuentro 12 se nos unirá una extraña partida de peregrinos,

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lémures, gálagos y semejantes

los xenartros o desdentados, que hicieron su aprendizaje evolutivo


en el a la sazón continente insular de Sudamérica y que nos contarán
la historia de las demás especies animales que lo compartieron con
ellos. En el Encuentro 13 nos encontraremos con los afroterios, otro
grupo enormemente variado de mamíferos cuya diversidad se puso a
punto en el continente insular de África. Después, en el Encuentro
14, le llegará el turno a Australia y los marsupiales. Madagascar es el
microcosmos que marca la pauta: es lo bastante grande como para
seguirla y lo bastante pequeño como para ilustrarla con ejemplar cla-
ridad.

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La gran catástrofe del cretácico

El Encuentro 8, donde nuestros peregrinos se reúnen con los lému-


res hace 63 millones de años, fue nuestro último encuentro «antes»
de cruzar, en nuestro viaje hacia el pasado, la barrera de los 65 millo-
nes de años, el llamado límite K/T, que separa la era de los mamí-
feros de la mucho más prolongada era de los dinosaurios que la pre-
cede.1 El límite K/T marca un hito decisivo para la suerte de los mamí-
feros. Hasta ahora y durante más de 100 años habían sido unos insec-
tívoros pequeños y nocturnos parecidos musarañas, cuya exuberancia
evolutiva se había visto coartada por la hegemonía de los reptiles. De
repente desaparecieron las restricciones y, en un brevísimo espacio de
tiempo geológico, los descendientes de esas musarañas se expandie-
ron hasta llenar los espacios ecológicos que habían dejado vacantes
los dinosaurios.
¿Cuáles fueron las causas de la catástrofe? Es un tema controverti-
do. Por aquel entonces había una intensa actividad volcánica en India,
a resultas de la cual más de un millón de kilómetros cuadrados que-
daron cubiertos de lava (las llamadas trampas del Decán), lo que sin

1. K/T significa Cretácico-Terciario: se usa la K en lugar de la C porque ésta ya la


habían empleado los geólogos para el periodo Carbonífero. Cretácico viene de creta,
nombre de una variedad de caliza. En alemán se dice Kreide, de ahí la K. Terciario for-
maba parte de un sistema de nomenclatura ya en desuso y abarcaba las cinco prime-
ras épocas de la era Cenozoica. En la actualidad el límite se denomina Cretácico-
Paleógeno (véase la escala geológica del Prólogo General), pero la abreviatura K/T
se sigue utilizando y yo también lo haré en estas páginas.

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el cuento del antepasado

duda tuvo un efecto determinante sobre el clima. Gracias a otro tipo


de pruebas, sin embargo, se está imponiendo la tesis de que el golpe
definitivo fue más repentino y mucho más drástico. Parece ser que
un proyectil espacial (un meteorito o un cometa de gran tamaño)
impactó contra la Tierra. Así como los clásicos detectives reconstru-
yen los hechos analizando las huellas y la ceniza, los geólogos también
han estudiado su particular ceniza, que en este caso concreto es una
capa de iridio difundida por todo el mundo en el lugar previsto de
los estratos geológicos. El iridio escasea en la corteza terrestre pero
es común en los meteoritos. El impacto del que estamos hablando
habría pulverizado el bólido y esparcido sus restos, en forma de pol-
vo, por toda la atmósfera, desde la cual, a la postre, habrían caído sobre
toda la superficie terrestre. La huella delatora es el Chicxulub, un
gigantesco cráter de 160 kilómetros de ancho y 50 de profundidad
situado en la punta de la península mexicana del Yucatán.
El espacio está plagado de objetos en movimiento que viajan en
sentido aleatorio y a una gran variedad de velocidades relativas. Dado
que esos objetos tienen muchas más probabilidades de viajar a alta que
a baja velocidad con respecto a nosotros, la mayoría de los que termi-
nan impactando contra nuestro planeta lo hacen a una velocidad muy
elevada. Por suerte, casi todos son pequeños y se queman al entrar
en nuestra atmósfera dando lugar a las estrellas fugaces. Unos pocos
son lo bastante grandes como para conservar algo de masa sólida
hasta llegar a la superficie terrestre. Y, una vez cada pocas decenas de
millones de años, un cuerpo muy grande colisiona de forma catastró-
fica con nuestro planeta. Debido a su alta velocidad en relación a la
de la Tierra, estos enormes objetos liberan, en el momento del impac-
to, una inmensa cantidad de energía. Una herida por arma de fuego
está caliente debido a la velocidad de la bala; cuando un meteorito o
cometa colisionan, lo más probable es vayan aún más rápido que la
bala que sale de un rifle de alta velocidad, con la particularidad de
que, mientras que la bala pesa apenas unos gramos, la masa del pro-
yectil celeste que puso fin al Cretácico y aniquiló a los dinosaurios sólo
se podría medir en gigatones. El ruido del impacto, un estruendo
que debió de dar la vuelta al planeta a mil kilómetros por hora, debió
de dejar sordas a todas las criaturas que no hubiesen muerto achi-
charradas tras la explosión, asfixiadas por el golpe de viento, ahoga-

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la gran catástrofe del cretácico

das en el tsunami de 150 metros que surcó como una exhalación los
mares literalmente hirvientes, o pulverizadas por un terremoto mil
veces más violento que el más virulento de los terremotos provoca-
dos por la falla de San Andrés. Y ésas sólo fueron las consecuencias
inmediatas; después llegaron los efectos colaterales: los incendios que
devoraron todos los bosques y selvas del planeta, y el humo, el polvo
y la ceniza que velaron el sol durante un invierno nuclear de dos
años de duración que acabó con la casi todas las plantas y cortó de cua-
jo las cadenas alimenticias del mundo.
No es de extrañar, pues, que se extinguiesen todos los dinosaurios
(con la notable excepción de las aves). Y no sólo los dinosaurios, sino
también cerca de la mitad de todas las demás especies, en particular
las marinas.2 Lo increíble es que tamaños cataclismos no acabasen con
todos los seres vivos del planeta. Dicho sea de paso, la catástrofe que
terminó con el Cretácico y los dinosaurios no ha sido la mayor de la
historia; ese honor corresponde a la extinción en masa que señala el
final del Pérmico, hace unos 250 millones de años, en la que desapa-
recieron cerca del 95 por ciento de todas las especies. Según indican
pruebas recientes, la causa de esa madre de todas las extinciones pudo
ser un cometa o meteorito de mayor tamaño incluso que los del Cre-
tácico. Es desagradable saber que en cualquier momento podría pro-
ducirse una catástrofe parecida. Bien es verdad que, a diferencia de
los dinosaurios del Cretácico o de los pelicosaurios (reptiles mamife-
roides) del Pérmico, a los que el impacto pilló desprevenidos, a nos-
otros los astrónomos nos avisarían con varios años, o como mínimo
meses, de adelanto, pero tampoco serviría de mucho consuelo ya que,
con la tecnología actual, no podríamos hacer nada por evitarlo.
Afortunadamente, las probabilidades de que algo así ocurra en el trans-
curso de la vida de una persona cualquiera son, según los parámetros
de las compañías de seguros, insignificantes. Sin embargo, las proba-
bilidades de que ocurra en el transcurso de la vida de algunos indivi-
duos desafortunados, son elevadísimas, lo que pasa es que las asegu-
radoras no contemplan eventualidades tan hipotéticas. Además, los

2. Uno se ve tentado a considerar extrañamente selectiva esta catástrofe. Los


foraminíferos abisales (protozoos con conchas diminutas que se fosilizan en gran núme-
ro y son por tanto muy usados por los geólogos como referencia) se salvaron casi todos.

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el cuento del antepasado

desafortunados individuos en cuestión posiblemente no sean huma-


nos, pues lo más probable, según los cálculos estadísticos, es que para
entonces ya nos hayamos extinguido.
Se podría argumentar que la humanidad debería ponerse ya mis-
mo a investigar en medidas defensivas contra ese tipo de catástrofes
con el fin de lograr los suficientes adelantos tecnológicos como para
que, en el caso de un peligro real, hubiese tiempo de poner dichas
medidas en práctica. La tecnología actual sólo serviría para minimi-
zar las consecuencias del impacto almacenando en búnkeres subte-
rráneos una reserva adecuada de semillas, animales domésticos y má-
quinas (entre ellas ordenadores y bases de datos repletas de bagaje
cultural), junto con los seres humanos a los que se concediera el pri-
vilegio de salvarse (y cuya elección supondría naturalmente un grave
problema político). Una solución mejor sería desarrollar una tecno-
logía, que de momento sólo existe en nuestra imaginación, capaz de
evitar la catástrofe desviando o destruyendo al intruso celeste. Los polí-
ticos que, con tal de agenciarse el apoyo de los votantes o del poder
económico, se inventan amenazas externas de potencias extranjeras
tal vez se den cuenta un día de que un meteorito en vías de impactar
contra la Tierra responde a sus innobles propósitos igual o mejor
que un Imperio del Mal, un Eje del Mal o ese concepto aun más abs-
tracto y nebuloso del Terror, con la ventaja añadida de que fomenta-
ría la cooperación internacional en lugar de los antagonismos. La
tecnología en sí es similar a la de los viajes espaciales y la de los siste-
mas más avanzados de guerra de las galaxias. Si la humanidad se diese
cuenta de que tiene un enemigo común, obtendría un beneficio incal-
culable, ya que se uniría para hacer frente al peligro en lugar de, como
hace actualmente, enfrentarse.
Dado que existimos, es evidente que nuestros antepasados sobre-
vivieron a la extinción del Pérmico y después a la del Cretácico. Ambas
catástrofes, así como las demás que también han ocurrido, tuvieron
que ser terribles para ellos. Sobrevivieron por los pelos y, aunque es
probable que el impacto los dejase sordos y ciegos, fueron al menos
capaces de reproducirse, de lo contrario no estaríamos aquí. Quizá les
pillase hibernando y no se despertasen hasta pasado el invierno nucle-
ar que, según se cree, sucede a ese tipo de catástrofes. Después, con
el correr del tiempo evolutivo, cosecharon los beneficios. En el caso

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la gran catástrofe del cretácico

de los supervivientes cretácicos, ya no había dinosaurios que los devo-


rasen ni que compitiesen con ellos. Puede que esto también represen-
tase un inconveniente para aquellos de nuestros antepasados que se
alimentaban de dinosaurios, pero teniendo en cuenta que muy pocos
mamíferos eran lo bastante grandes como para tener como presas a
los dinosaurios y pocos dinosaurios lo bastante pequeños como para
dejarse comer, el inconveniente no debió de ser tan decisivo. No cabe
duda de que los mamíferos tuvieron un éxito enorme tras el K/T, pero
la forma de ese éxito y su relación con los puntos de encuentro de
nuestra peregrinación es discutible. Se han propuesto tres modelos y
ha llegado el momento de examinarlos. Los tres tienen sus semejan-
zas y sus puntos en común, pero en aras de la simplicidad los presen-
taré en su forma más extrema. Por una cuestión de claridad, he cam-
biado sus nombres habituales por los de modelo del Big Bang, modelo de
la explosión diferida y modelo no explosivo. Existen paralelismos con la con-
troversia sobre la llamada explosión del Cámbrico, de la que trataremos
en «El Cuento del Gusano Aterciopelado».

1. En su versión más radical, el modelo del Big Bang postula que


sólo una especie de mamíferos, una especie de Noé del Paleoceno,
sobrevivió a la catástrofe del K/T. Inmediatamente después, los des-
cendientes de este Noé empezaron a proliferar y divergir. Según
este modelo, la mayoría de los puntos de encuentro se arraciman
a este lado del límite K/T: dicho de otro modo, la rápida ramifica-
ción de los descendientes de Noé habría tenido lugar íntegramen-
te después de la catástrofe.
2. El modelo de la explosión diferida reconoce que hubo una gran
explosión de diversidad entre los mamíferos después del K/T, pero
niega que todos ellos descendiesen de un único Noé. Es más, sos-
tiene que la mayoría de los puntos de encuentro entre los peregri-
nos mamíferos son anteriores al K/T. Cuando los dinosaurios se
esfumaron de repente, muchas líneas ancestrales de pequeñas cria-
turas semejantes a musarañas sobrevivieron y ocuparon el hueco
que los gigantescos reptiles dejaron vacante: una musaraña evolu-
cionó hasta dar lugar a los carnívoros, otra a los primates, y así suce-
sivamente. Aunque probablemente fuesen muy parecidas entre sí,
todas estas musarañas descendían de diferentes antepasados remo-

245
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 246

el cuento del antepasado

tos con un origen común en la era de los dinosaurios. Estos ante-


pasados siguieron de forma paralela sus respectivas trayectorias
hacia el futuro, pasando por la era de los dinosaurios hasta llegar
al límite K/T. Entonces, una vez desaparecidos los dinosaurios,
experimentaron una explosión de diversidad más o menos simul-
tánea. Así pues, los contepasados de los mamíferos modernos son
muy anteriores al límite K/T, si bien sólo habrían empezado a diver-
gir en aspecto y modo de vida después de la extinción de los dino-
saurios.
3. Según el modelo no explosivo, el límite K/T no representa en abso-
luto ninguna discontinuidad abrupta en la evolución de los mamí-
feros. Los mamíferos simplemente se ramificaron una y otra vez, y
este proceso continuó de la misma manera tanto antes como des-
pués del límite K/T. Al igual que en el modelo de la explosión dife-
rida, los contepasados de los mamíferos modernos son anteriores
al límite K/T, sólo que, para cuando desaparecieron los dinosau-
rios, ya habrían divergido considerablemente.

Las pruebas, sobre todo las moleculares pero también, y cada vez más,
las de tipo fósil, parecen avalar la hipótesis de la explosión diferida.
La mayoría de las principales ramificaciones del árbol de los mamífe-
ros se remontan a un pasado muy lejano, en plena era de los dino-
saurios. Pero la mayoría de los mamíferos que coexistieron con los
dinosaurios eran bastante parecidos unos a otros, y siguieron siéndo-
lo hasta que la extinción de aquéllos les permitió explotar en la era
de los mamíferos. Algunos miembros de las principales líneas ances-
trales no han cambiado gran cosa desde esos tiempos remotos, de
manera que siguen pareciéndose aun cuando sus antepasados comu-
nes sean antiquísimos. Las musarañas eurasiáticas y los tenrecs, por
ejemplo, son muy similares, y no porque hayan convergido a partir
de orígenes diferentes, sino porque no han cambiado mucho desde
la época primitiva. Se cree que su antepasado común, el Contepasado
13, vivió hace 105 millones de años, casi tanto tiempo antes del lími-
te K/T como el transcurrido desde el K/T hasta hoy.

246
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Encuentro 9
Caguanes y tupayas

El Encuentro 9 tiene lugar hace 70 millones de años, en la época en


que aún vivían los dinosaurios y antes de la explosión de los mamífe-
ros. Ya empezaban a verse las primeras flores. Anteriormente las plan-
tas con flores, aunque diversificadas, vivían en entornos convulsos que
sufrían la acción de los gigantescos dinosaurios o la devastación de
los incendios, pero después comenzaron a evolucionar paulatinamen-
te hasta incluir una amplia gama de arbustos y de árboles selváticos.
El Contepasado 9, que sería aproximadamente nuestro diezmilloné-
simo tatarabuelo, es el antepasado que tenemos en común con un par
de grupos de mamíferos semejantes a ardillas. Mejor dicho, uno de
ellos es semejante a las ardillas comunes y el otro más bien a las ardi-
llas voladoras. Se trata de las 18 especies de musarañas arborícolas o
tupayas y de las dos especies de caguanes o colugos, procedentes del
sudeste asiático.
Las tupayas son todas muy parecidas entre sí y se encuadran en la
familia de los tupaidos. La mayoría viven en los árboles, como las
ardillas, y algunas especies se parecen tanto a éstas que hasta tienen
colas largas y esponjosas. El parecido, sin embargo, es superficial. Las
ardillas son roedores, mientras que las tupayas no. ¿Qué son, enton-
ces? Justamente de eso trata el Cuento del Caguán. ¿Son musarañas,
tal y como parece indicar su nombre inglés, tree shrews («musarañas
arborícolas»), primates, tal y como consideran desde hace mucho tiem-
po algunos expertos, o algo totalmente distinto? La solución más prác-
tica ha sido asignarles un orden mamífero de ubicación incierta: el

247
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el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de caguanes y tupayas


Caguanes o coludos (Cinocefálidos)

Tupayas (Tupaidos)

Ya incorporados

10
N

20

30
CZ

40
E

Incorporación de los caguanes y


tupayas. Ésta es una de las
filogenias más dudosas de todo el
50 libro (véase «El Cuento del
Caguán»). La que mostramos aquí,
que reúne las 16 especies de tupaya
y las dos de caguanes en un grupo
hermano de los primates, es la que
60
propugnan algunos taxónomos
moleculares. La fecha de este
encuentro y la del siguiente no son
cien por cien seguras.

Ilustraciones, de izquierda a
MZ
K

70 9 derecha: galeopiteco o caguán


malayo (Cynocephalus variegatus);
tupaya norteña (Tupaia belangeri).

248
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caguanes y tupayas

de los Escandentios (del latín scandere, trepar). Pero cuando se trata


de buscar contepasados no se puede soslayar el problema tan fácil-
mente. El Cuento del Caguán explica (¿o justifica?) la solución adop-
tada en estas páginas, a saber, juntar a los caguanes y a las tupayas antes
de que se unan a nuestra peregrinación.
A los caguanes también se les llamaba lémures voladores, aunque
ni son lémures ni vuelan. Estudios recientes indican que están más
emparentados con los lémures de lo que habrían imaginado incluso
quienes, erróneamente, los llamaban así. Por otro lado, si bien no pose-
en la facultad del vuelo atónomo como los murciélagos o los pájaros,
son consumados planeadores. Las dos especies, Cynocephalus volans, el
caguán filipino, y Cynocephalus variegatus, el caguán malayo, tienen
todo un orden para ellos solos, el de los Dermópteros, palabra que sig-
nifica «alas de piel». Al igual que las ardillas voladoras de América y
Eurasia, las ardillas voladoras de cola escamosa de África (éstas ya
más alejadas en el parentesco) y los marsupiales planeadores de
Australia y Nueva Guinea, los caguanes poseen un gran alerón de piel,
el llamado patagio, que funciona un poco como un paracaídas con-
trolado. A diferencia del patagio de otros planeadores, el de los cagua-
nes abarca tanto las extremidades como la cola y se extiende hasta la
punta de los dedos de las manos y las patas. Asimismo, con sus 70
centímetros de envergadura, el caguán es el más grande de todos los
animales planeadores. Puede planear más de 70 metros a través de la
selva nocturna, de árbol a árbol, sin apenas perder altura.
El hecho de que el patagio le llegue hasta la punta de la cola y
hasta la punta de los dedos de pies y manos, indica que el caguán
está más comprometido con el planeo que todos los demás mamífe-
ros planeadores. De hecho, en el suelo es bastante torpe. Sin embar-
go, lo compensa con creces en el aire, donde su enorme «paracaí-
das» le permite sobrevolar amplios trechos de selva a gran velocidad.
Esto exige una buena visión estereoscópica para fijar con precisión el
rumbo hacia un árbol en plena noche, evitar colisiones fatales y ate-
rrizar en el lugar adecuado. No en vano el caguán posee grandes ojos
estereoscópicos, excelentes para la visión nocturna.
Los caguanes y las tupayas tienen, cada uno a su manera, sistemas
reproductores bastante insólitos. Los caguanes se parecen a los mar-
supiales en que sus crías nacen en una fase prematura del desarrollo

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el cuento del antepasado

embrionario. Como carecen de marsupio, la madre recurre al pata-


gio, que, en la parte de la cola, se dobla hacia delante para formar una
bolsa improvisada donde meter a la cría (que suele ser una sola). A
menudo la madre se cuelga cabeza debajo de una rama como hacen
los perezosos, con que el patagio se convierte en una especie de hama-
ca para el recién nacido.
La perspectiva de ser una cría de caguán que se asoma por el bor-
de de una hamaca calentita y aterciopelada suena bastante apetecible.
Las crías de tupaya, en cambio, son las que menos cuidados materna-
les reciben de todas las crías de mamífero. En muchas especies la madre
tupaya tiene dos madrigueras, una para ella y otra para depositar a
las crías. A éstas sólo las visita para amamantarlas, operación a la que,
además, dedica el menor tiempo posible, de cinco a diez minutos y
sólo una vez cada 48 horas. Al no tener una madre que las caliente
como tendría cualquier cría mamífera, las pequeñas tupayas se ven
obligadas a aprovechar el alimento como fuente de calor, por eso la
leche de las tupayas es excepcionalmente rica en grasas.
Las afinidades que las tupayas y los caguanes tienen tanto entre sí
como con el resto de mamíferos son objeto de discusión y controver-
sia. El propio caguán va a enseñarnos algo sobre ese tema.

EL CUENTO DEL CAGUÁN

El caguán podría contarnos una historia de planeos nocturnos por


las selvas del sudeste asiático, pero dado que lo que nos interesa es
nuestra peregrinación hacia el pasado, nos va a ofrecer un relato más
ligado a la realidad, un cuento cuya moraleja tiene algo de adverten-
cia. En efecto, nos advierte de que la historia aparentemente clara y
metódica de los contepasados, los puntos de encuentro y el orden en
que los peregrinos se nos van sumando en realidad es objeto de encen-
didos debates y sufre modificaciones cada vez que se lleva a cabo una
nueva investigación. El árbol filogenético del Encuentro 9 refleja
una teoría de reciente aceptación, que acepto provisionalmente, según
la cual los peregrinos que los primates nos encontramos en el
Encuentro 9 son un grupo ya constituido, fruto de la unión de cagua-
nes y tupayas. Hace unos pocos años los caguanes no habrían entra-

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CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp 26/5/08 12:29 Página 251

caguanes y tupayas

do en este esquema; la taxonomía ortodoxa habría dejado que las tupa-


yas se encontrasen a solas con los primates; los caguanes se nos habrí-
an adherido más adelante, ni siquiera a escasa distancia de este pun-
to de encuentro.
Nada garantiza que nuestra opinión actual se mantenga mucho
tiempo invariable. Pueden aparecer nuevas pruebas que obliguen a
rescatar la teoría anterior o a formular una completamente distinta.
Algunos investigadores creen incluso que los caguanes se asemejan a
los primates más que las tupayas. Si están en lo cierto, el Encuentro 9
sería el punto donde los primates nos reunimos con los caguanes.
Entonces tendríamos que esperar a las tupayas en el Encuentro 10 y,
de ahí en adelante, deberíamos aumentar en uno el número de con-
tepasados. Pero no es ése el prisma adoptado en estas páginas. La duda
y la incertidumbre no son, desde luego, satisfactorias como morale-
jas de un cuento, pero conviene dejar claro este punto antes de que
nuestra peregrinación se interne mucho más en el pasado. Es una ense-
ñanza que servirá para muchos otros encuentros.
Podría haber recalcado mis dudas incluyendo escisiones de rama
múltiple, las llamadas politomías (véase «El Cuento del Gibón») en los
árboles filogenéticos de este libro. Es la solución que han adoptado
algunos autores, en particular Colin Tudge en La variedad de la vida, un
magistral resumen filogenético de toda la vida terrestre. Pero si se intro-
ducen politomías en algunas ramas, se corre el riesgo de inspirar falsa
confianza en las demás. La revolución en la sistemática de los mamífe-
ros que han supuesto los laurasiaterios y los afroterios (encuentros
del 11 al 13) tuvo lugar en 2000, después de publicado el libro de Tudge,
de manera que algunas áreas de su clasificación que él daba por resuel-
tas se han visto transformadas. Si Tudge publicase una nueva edición,
introduciría cambios radicales. Es más que probable que con este libro
ocurra otro tanto, y no sólo en lo tocante a caguanes y tupayas. La
posición de los tarseros (Encuentro 7) y el agrupamiento de lampre-
as y mixinos (Encuentro 22) son poco fiables. Las afinidades de los afro-
terios (Encuentro 13) y de los celacantos (Encuentro 19) siguen sien-
do algo inciertas. El orden de nuestras citas con los cnidarios y los
ctenóforos (Encuentros 28 y 29) podría ser el inverso.
Otros encuentros, como el de los orangutanes, son de una certe-
za casi absoluta, y hay muchos más dentro de esta afortunada catego-

251
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el cuento del antepasado

ría. También hay algunos casos dudosos. Así pues, en lugar de arries-
gar una especie de juicio subjetivo sobre qué grupos merecen árbo-
les totalmente resueltos y cuáles no, he tomado partido por solucio-
nes más o menos dudosas en 2004, explicando las dudas en el texto
siempre que fuese posible (a excepción de un solo encuentro, el 37,
cuyo orden es tan incierto que ni los expertos se atreven a aventurar
una conjetura). Me temo que, andando el tiempo y a la luz de las prue-
bas que vayan surgiendo, algunos (espero que relativamente pocos)
de mis encuentros y sus correspondientes filogenias resultarán ser erró-
neos1.
Como todo en materia de gustos o de opinión, los sistemas taxo-
nómicos más antiguos, no ligados a parámetros evolutivos, son discu-
tibles. Un taxónomo podría alegar que, para hacer más práctica la
exposición de especímenes en los museos, convendría agrupar a las
tupayas con las musarañas y a los caguanes con las ardillas voladoras.
Para opiniones así no hay una respuesta cien por cien correcta. La
taxonomía filética que he adoptado en este libro es diferente: existe
un árbol genealógico de la vida que es el correcto2, sólo que aún no
sabemos cuál es. Todavía queda margen para las opiniones humanas,
pero únicamente versan sobre cuál terminará siendo a la postre la ver-
dad irrefutable. Si aún no sabemos a ciencia cierta cuál es esa verdad
es porque no hemos analizado un número suficiente de detalles, sobre
todo en el terreno molecular. En realidad la verdad está ahí, esperan-
do ser descubierta. No se puede decir lo mismo de los juicios basados
en el gusto o en las necesidades prácticas de un museo.

1. Aviso contra creacionistas tergiversadores: absténganse de citar esta frase como


prueba de que «los evolucionistas no están de acuerdo en nada» para dar a entender
con ello que toda la teoría de la evolución se puede tirar a la basura.
2. Con un mínimo matiz: en realidad dicho árbol será el consenso mayoritario
entre los árboles genéticos, tal y como se explica en los últimos párrafos de «El Cuento
del Gibón».

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Encuentro 10
Roedores, conejos y semejantes

El Encuentro 10 tiene lugar hace 75 millones de años. Es aquí donde


nuestra partida de peregrinos se ve, más que engrosada, invadida
por una horda de roedores bulliciosos que, agitando los bigotes, corre-
tean aquí y allá royéndolo todo. En este punto nos encontramos tam-
bién con los conejos y otros animales muy similares como las liebres,
las liebres americanas y, ya más alejadas, las pikas. En su día se clasifi-
caba a los conejos como roedores, porque también tienen unos inci-
sivos frontales muy prominentes (en este terreno, de hecho, superan
a los roedores, pues cuentan con un par de dientes más). Después se
los colocó en un orden diferente, el de los Lagomorfos, contrapues-
to al de los Roedores. Los taxónomos actuales, sin embargo, agrupan
ambos órdenes en una cohorte llamada Glires. En nuestro viaje al pasa-
do, los peregrinos lagomorfos y los peregrinos roedores se unieron
antes de sumarse a nuestra peregrinación. El Contepasado 10 es apro-
ximadamente nuestro quincemillonésimo tatarabuelo, el antepasa-
do más reciente que tenemos en común con un ratón, aunque el ratón
está vinculado a él a través de un número mucho más elevado de tata-
rabuelos, por la sencilla razón de que las generaciones ratoniles son
más cortas que las nuestras.
Los roedores representan uno de los mayores éxitos del reino de
los mamíferos. Más del 40% de todas las especies de mamíferos son
roedores y parece ser que en el mundo, a nivel individual, los roedo-
res son más numerosos que todos los demás mamíferos juntos. Las
ratas y los ratones, beneficiarios ocultos de nuestra Revolución Agrícola,

253
Incorporación de roedores, conejos y semejantes
N E K
CZ MZ
Ya incorporados

10
Pikas (Ocotónidos)
Conejos y liebres (Lepóridos)
Ratones saltarines, ratones del abedul (Dipódidos)
Página 254

Ratas, ratones, jerbos, campañoles, lemmings, hámsters (Múridos)


Castores (Castóridos)
Taltuzas (Geómidos)
Ratón de abazones, ratas canguro (Heterómidos)
12:29

Liebre saltadora (Pedétidos)


Ardillas de cola escamosa (Anomalúridos)
Lirones (Glíridos)
26/5/08

Castor de montaña (Aplodóntidos)


Ardillas y marmotas (Esciúridos)
el cuento del antepasado

Gundis (Ctenodactílidos)
CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp

Puercoespines del Viejo Mundo (Histrícidos)


Ratas topo africanas, ratas de cañaveral, ratas africanas de las rocas (Fiormorfos)
Puercoespines del Nuevo Mundo, conejillos de Indias, agutíes, capibaras, etc. (Caviomorfos)

Millones de años

254
75
10

50
30

70
20
0

60
40
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roedores, conejos y semejantes

han viajado con nosotros a través de los mares hasta el último confín
del planeta, con efectos devastadores para nuestros graneros y nues-
tra salud. Las ratas y su cargamento de pulgas provocaron la Gran
Plaga (siempre se ha considerado, aunque ahora haya quien lo dis-
cute, que la Peste Negra también fue una epidemia bubónica), han
propagado el tifus y se les imputan más muertes humanas en el segun-
do milenio que a todas las guerras y revoluciones juntas. Ni siquiera
los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, cuando caigan derrotados, se libra-
rán de que las ratas devoren sus restos, ratas que, como los lemmings,
pulularán sobre las ruinas de la civilización. Dicho sea de paso, los
lemmings también son roedores, ratones campestres del norte que,
por razones no del todo claras, se multiplican en los llamados años
del lemming hasta constituir verdaderas plagas y después protagoni-
zan frenéticas migraciones en masa que, al contrario de lo que se
afirma equivocadamente, no responden a un deliberado espíritu
suicida.
Los roedores, como su propio nombre indica, son máquinas de
roer. Poseen un par de incisivos muy prominentes que crecen conti-
nuamente para compensar el enorme desgaste. Sus maseteros, los
músculos masticadores, están muy desarrollados. No poseen colmi-
llos y el diastema, el amplio hueco entre los incisivos y los molares,
aumenta la eficacia de la actividad roedora. Son capaces de roer casi
cualquier cosa. Los castores talan árboles de gran tamaño royendo los
troncos. Las ratas topo viven exclusivamente bajo tierra y excavan túne-
les, no con las patas delanteras como los topos, sino con los incisi-

Incorporación de roedores, conejos y lagomorfos. Los expertos coinciden en que


las aproximadamente 70 especies de lagomorfos y las 2.000 de roedores (dos
tercios de las cuales pertenecen a la familia de los Múridos) conforman un mismo
grupo. Recientes estudios genéticos determinan que este grupo es hermano de los
primates, caguanes y tupayas. Algunas partes del orden de ramificación de los
roedores no están resueltas del todo, pero la mayoría de los datos de tipo
molecular sustentan una filogenia similar a ésta.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: capibara (Hydrochaeris hydrochaeris); rata topo


del Cabo (Georychus capensis); puercoespín (Hystrix africaeustralis); ardilla común
(Sciurus vulgaris); muscardino o lirón enano (Muscardinus avellanarius); liebre
saltadora (Pedetes capensis); castor europeo (Castor fiber); topillo rojo (Clethrionomys
glareolus); ratón del abedul (Sicista betulina); liebre ártica (Lepus arcticus); pika
(Ochotona princeps).

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el cuento del antepasado

vos.1 Las diversas especies de roedores han conquistado los desiertos


del planeta (gundis, jerbos), las altas montañas (marmotas, chinchi-
llas), los árboles del bosque (ardillas, ardillas voladoras), los ríos (ratas
de agua, castores, capibaras), el suelo de las selvas tropicales (agutíes),
las sabanas (maras, liebres saltadoras) y la tundra ártica (lemmings).
La mayoría de los roedores es del tamaño de un ratón, pero los hay
mayores, desde las marmotas, castores, agutíes y maras, a las capiba-
ras de los ríos sudamericanos, tan grandes como ovejas. Estos últi-
mos son piezas muy codiciadas por su carne, no sólo por su gran tama-
ño, sino porque, por extraño que parezca, la iglesia católica romana
siempre las consideró probablemente porque viven en el agua, pes-
cado de vigilia, esto es, comida apta para los viernes y la cuaresma.
A pesar de su porte, los capibaras actuales no son nada comparados
con varios roedores gigantes de Sudamérica, extintos en épocas recien-
tes. El capibara gigante, Protohydrochoerus, era tan grande como un
burro. Telicomys era más grande todavía, como un pequeño rinoce-
ronte, y, al igual que el capibara gigante, también se extinguió en la
época del Gran Intercambio Americano, cuando la formación del istmo
de Panamá puso fin a la condición insular de Sudamérica. Estos dos
grupos de roedores gigantes no guardaban un parentesco particular-
mente cercano y al parecer desarrollaron su gigantismo por separado.
Un mundo sin roedores sería un mundo muy diferente. Es más pro-
bable un mundo dominado por roedores y sin seres humanos que
un mundo sin los primeros. Si una guerra nuclear destruyese a la huma-
nidad y a la mayoría de los seres vivos, las criaturas que más probabi-
lidades tendrían de sobrevivir a corto plazo y dar lugar a una descen-
dencia evolutiva serían las ratas. Me imagino el siguiente panorama
postapocalíptico. Los humanos y todos los demás animales de gran
tamaño hemos desaparecido. Surgen los roedores como los mayores

1. Salvo una de sus 15 especies, se abren camino bajo tierra a base de roer. Las más
trogloditas, las ratas topo desnudas, forman equipos de trabajo para construir madri-
gueras en masa; cada miembro de la fila pasa al obrero inmediatamente posterior la
tierra que va royendo la primera obrera de la fila. Utilizo el término obrera delibera-
damente, pues otra extraordinaria peculiaridad de las ratas topo desnudas es que, de
todas las especies de mamíferos, son las más semejantes a los insectos sociales. De hecho,
hasta se parecen un poco a termitas gigantescas; son feísimas para nuestro gusto,
pero como son ciegas no creo que les importe.

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roedores, conejos y semejantes

carroñeros posthumanos. Invaden Nueva York, Londres y Tokio royén-


dolo todo, devorando despensas saqueadas, supermercados desier-
tos y cadáveres humanos y convirtiendo el alimento ingerido en nue-
vas generaciones de ratas y ratones cuya población, en vertiginosa
expansión, se ve obligada a abandonar las ciudades y se extiende por
el campo. Cuando todos los vestigios de la fastuosa civilización huma-
na se agotan, las poblaciones se reducen y los roedores se devoran unos
a otros y a las cucarachas, los otros carroñeros que también participa-
ban del festín. En un periodo de intensa competición, las generacio-
nes fugaces, con índices de mutación tal vez incrementados por la
radioactividad, propician una evolución rápida. Ahora que no existen
ni barcos ni aviones, las islas vuelven a ser islas, habitadas por pobla-
ciones aisladas que sólo reciben visitas muy esporádicas de náufragos
fortuitos, es decir, unas condiciones idóneas para la divergencia evo-
lutiva. Al cabo de cinco millones de años, una gama entera de nuevas
especies sustituye a las que conocemos. Rebaños de gigantescas ratas
pacedoras sufren los ataques de ratas depredadoras de dientes de sable2.
Depués de un periodo lo bastante largo, ¿surgiría una especie de ratas
inteligentes capaces de crear una cultura? ¿Terminarían los historia-
dores y científicos roedores organizando meticulosas excavaciones
arqueológicas a través de los estratos de nuestras ciudades para recons-
truir las peculiares y temporalmente trágicas circunstancias que brin-
daron a la raza ratonil la oportunidad de dominar el mundo?

EL CUENTO DEL RATÓN

De todos los miles de roedores, el ratón casero, Mus musculus, tiene


una historia especial que contarnos, ya que es el segundo mamífero
más estudiado del mundo después del ser humano. Mucho más que
el proverbial conejillo de Indias, el ratón es la típica piedra de toque
de los laboratorios médicos, fisiológicos y genéticos de todo el mun-
do. En concreto, es uno de los pocos mamíferos, aparte del hombre,
cuyo genoma se ha secuenciado íntegramente.

2. Dougal Dixon previó este escenario hace bastante tiempo y lo describió con bri-
llantez en su ingenioso libro Después del hombre.

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el cuento del antepasado

Hay dos cosas de estos genomas recientemente secuenciados que


han provocado una sorpresa injustificada. La primera es que los ge-
nomas de los mamíferos son bastante pequeños: en torno a los 30 mil
genes o incluso menos. La segunda es que se parecen muchísimo unos
a otros. La dignidad humana parecía exigir que nuestro genoma fue-
se mucho mayor que el de un minúsculo ratón. Y no sólo eso: ¿no debe-
ría tener muchísimo más que 30 mil genes?
La expectativa de un número adecuado de genes induce a muchas
personas, incluso dotadas de cultura científica, a deducir que el ambien-
te ha de ser mucho más importante de lo que se creía, ya que esos
pocos genes no serían suficientes para codificar un cuerpo entero. El
razonamiento es de una ingenuidad pasmosa. ¿En función de qué
parámetro decidimos cuántos genes hacen falta para codificar un cuer-
po? El argumento se basa en una suposición subconsciente equivoca-
da: la idea de que el genoma es una especie de plano en el que cada
gen corresponde a un pequeño trocito de cuerpo. Como veremos en
el cuento de la mosca del vinagre, el genoma no es tanto un plano
como una receta, un programa informático o un manual de instruc-
ciones para montar un organismo.
Si consideramos que el genoma es un plano, lo normal es esperar
que un animal tan grande y complicado como un ser humano tenga
más genes que un ratoncillo, que tiene menos células y un cerebro
menos refinado. Pero, como ya he dicho, no es así como funcionan
los genes. Hasta la metáfora de la receta o del libro de instrucciones
puede inducir a error si no se entiende correctamente. Mi colega Matt
Ridley, en su libro Nature via Nurture, emplea una analogía diferente
que me parece muy clara. La mayor parte del genoma que secuencia-
mos no es un manual de instrucciones ni un programa informático
para construir un ser humano o un ratón, aunque algunas partes sí
lo son; si así fuese, cabría esperar, efectivamente, que nuestro progra-
ma fuese mayor que el de un ratón. Sin embargo, la mayor parte del
genoma recuerda más bien al diccionario de palabras disponibles para
escribir el libro de instrucciones o, como enseguida veremos, al con-
junto de subrutinas a las que apela el programa maestro. Como dice
Ridley, la lista de palabras usadas en David Copperfield es casi la misma
que la de El guardián entre el centeno ; ambas novelas utilizan el vocabu-
lario de un anglófono nativo medianamente instruido. Lo que las dife-

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roedores, conejos y semejantes

rencia por completo es el orden en que están dispuestas las palabras


en una y otra.
A la hora de fabricar un hombre o un ratón, ambas embriologías
echan mano del mismo diccionario de genes, el vocabulario normal
de las embriologías de los mamíferos. La diferencia entre una perso-
na y un ratón viene dada por el orden diferente en que se disponen
los genes extraídos de ese vocabulario común a todos los mamíferos,
por las diferentes partes del cuerpo en que los genes se activan y por
el momento en que se activan. Todo esto está controlado por genes
específicos cuya función es activar otros genes en complejas sucesio-
nes perfectamente sincronizadas. Pero estos genes controladores sólo
constituyen una minoría dentro del genoma.
Que nadie entienda como orden el orden en que los genes están
dispuestos a lo largo de los cromosomas. Salvo notables excepciones,
como las que analizaremos en «El Cuento de la Mosca del Vinagre»,
el orden de los genes a lo largo de un cromosoma es tan arbitrario
como el orden en que aparecen listadas las palabras de un vocabula-
rio, un orden que, si bien suele ser alfabético, a veces, sobre todo en
manuales de conversación para extranjeros, también puede venir
dictado por la práctica, como la lista de palabras útiles en el aero-
puerto, en la consulta de un médico, en una tienda, etcétera. El orden
en que los genes están almacenados en los cromosomas carece de
importancia: lo que importa es que el hecho de que la maquinaria
celular encuentra el gen apropiado cuando lo necesita, y lo encuen-
tra empleando métodos que cada vez conocemos mejor. En «El Cuento
de la Mosca del Vinagre» analizaremos esos pocos casos, muy intere-
santes, en los que el orden de disposición de los genes en el cromo-
soma es «no arbitrario» de forma parecida al del manual de conver-
sación en otro idioma. Por ahora, bastará con dejar claro que lo que
distingue a un ratón de un hombre no son los genes propiamente
dichos, ni el orden en que están almacenados en el manual de con-
versación cromosómico, sino el orden en que son activados: el equi-
valente de la elección por parte de Dickens y Salinger de las palabras
del idioma inglés y de su disposición en frases.
En cierto sentido, sin embargo, la analogía del diccionario es enga-
ñosa. Las palabras son más cortas que los genes, razón por la cual algu-
nos autores han equiparado cada gen a una frase. Pero la analogía

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el cuento del antepasado

de las frases tampoco es buena, aunque por otro motivo: los libros no
se escriben permutando un repertorio fijo de frases. La mayoría de las
frases son únicas. Los genes, al igual que las palabras pero a diferen-
cia de las frases, se usan una y otra vez en contextos diferentes. En el
contexto genético, una analogía mejor que la de las palabras o las
frases es la de las subrutinas toolbox («caja de herramientas») de un
ordenador.
El ordenador que mejor conozco es el Macintosh. Ya llevo unos
cuantos años sin programar nada y sin duda estaré desfasado en cuan-
to a los detalles, pero no importa: lo fundamental es el principio, que
sigue siendo el mismo y vale para todos los ordenadores. El Mac tie-
ne un repertorio de rutinas toolbox almacenadas en la memoria ROM
o en archivos de sistema que siempre se cargan al encender el orde-
nador. Hay miles de rutinas de este tipo, cada una de las cuales reali-
za una operación concreta, una y otra vez, de maneras ligeramente
distintas, en programas diferentes. Por ejemplo, la rutina llamada
«ocultar cursor» hace que el puntero desaparezca de la pantalla has-
ta que se vuelva a mover el ratón. El gen de «ocultar cursor» se acti-
va, sin que el usuario lo vea, cada vez que el usuario empieza a escri-
bir y el puntero del ratón desaparece. Detrás de las características
comunes a todos los programas de Mac (y de sus equivalentes en los
ordenadores de entorno Windows que los han imitado), tales como
menús desplegables, barras de desplazamiento, ventanas minimi-
zables que se pueden arrastrar y muchas otras, hay una rutina toolbox
concreta.
La razón por la cual todos los programas de Mac resultan tan seme-
jantes (una semejanza que se convirtió en un famoso objeto de litigio)
es que todos ellos, tanto si son de Apple como de Microsoft, llaman
a las mismas rutinas. Si un programador desea desplazar una zona
entera de la pantalla en una determinada dirección, por ejemplo
con la función de arrastre del ratón, lo que tiene que hacer para no
perder el tiempo es llamar a la rutina ScrollRect. Si lo que quiere es mar-
car un elemento de un menú desplegable, no hará falta que se pon-
ga a escribir un código a tal efecto: le bastará con llamar a la rutina
CheckItem y ésta se encargará de la tarea. Si se mira el texto de un pro-
grama de Mac, independientemente de quien lo haya escrito, en qué
lenguaje de programación y con qué finalidad, se observará algo fun-

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roedores, conejos y semejantes

damental, a saber, que consiste en llamadas a las consabidas rutinas


toolbox internas. Todos los programadores tienen a su disposición el
mismo repertorio de rutinas. Cada programa agrupa las llamadas a
estas rutinas de una manera particular, formando combinaciones y se-
cuencias diferentes.
El genoma, alojado en el núcleo de toda célula, es el repertorio
de rutinas de ADN disponibles para desempeñar funciones bioquí-
micas habituales. El núcleo de una célula es como la memoria ROM
de un Mac. Diferentes tipos de células, como las células hepáticas, las
células óseas o las células musculares, disponen de diferentes mane-
ras las «llamadas» a dichas rutinas a la hora de desempeñar funcio-
nes celulares concretas, como crecer, escindirse o segregar hormonas.
Las células óseas de los ratones son más parecidas a las células óseas
humanas que a las células hepáticas de los ratones: ejecutan tareas muy
similares y necesitan recurrir al mismo repertorio de rutinas. Por eso
todos los genomas de mamífero tienen más o menos el mismo tama-
ño: todos ellos emplean el mismo repertorio.
No obstante, las células óseas de los ratones actúan de manera dife-
rente a las células óseas de los humanos, lo que se refleja en las dis-
tintas maneras de llamar al repertorio de rutinas del núcleo. El reper-
torio en sí no es idéntico en ratones y hombres, aunque podría serlo
perfectamente sin anular, en principio, las diferencias fundamenta-
les entre las dos especies. A la hora de fabricar ratones que sean dife-
rentes de los seres humanos, son mucho más importantes las diferen-
cias en las llamadas a las rutinas que las rutinas propiamente dichas.

EL CUENTO DEL CASTOR

El «fenotipo» es aquello que se ve influido por los genes. Esto signifi-


caría que todo el cuerpo es fenotipo, pero la etimología de la palabra
presenta abundantes matices. Phaino en griego significa «mostrar»,
«sacar a la luz», «exhibir», «desvelar», «descubrir», «manifestar». El feno-
tipo es la manifestación externa y visible del genotipo oculto. El Oxford
English Dictionary lo define como «la suma total de las características
observables de un individuo, considerada como el efecto de la inter-
acción de su genotipo con su ambiente», aunque antes de esta defi-

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el cuento del antepasado

nición coloca otra más sutil: «Tipo de organismo distinguible de los


demás en virtud de características observables».
Para Darwin, la selección natural signicaba la supervivencia y repro-
ducción de ciertos tipos de organismos a expensas de tipos rivales.
Aquí tipos no significa grupos ni razas ni especies. La tan malentendi-
da frase «conservación de las razas favorecidas», que figura en el sub-
título de El origen de las especies, tampoco se refería a «raza» en el sen-
tido que habitualmente le damos a la palabra. Aunque en su época los
genes todavía no se habían definido ni comprendido adecuadamen-
te, lo que Darwin pretendía decir con «razas favorecidas» era lo que
hoy llamaríamos poseedoras de genes favorecidos.
La selección impulsa la evolución sólo en la medida en que los tipos
alternativos deban sus diferencias a los genes: si éstas no se heredan,
la supervivencia diferencial no tendrá ningún efecto en las generacio-
nes futuras. Para un darviniano, los fenotipos son la manifestación a
través de la cual los genes son juzgados por la selección. Cuando afir-
mamos que un castor tiene la cola plana para que le sirva de remo, lo
que estamos diciendo es que los genes cuya expresión fenotípica inclu-
ía el aplanamiento de la cola sobrevivieron gracias a ese fenotipo.
Los castores que tenían el fenotipo de la cola plana sobrevivieron por-
que eran mejores nadadores; los genes responsables sobrevivieron
en el interior de esos individuos y fueron transmitidos a nuevas gene-
raciones de castores de cola plana.
A todo esto, los genes que se expresaron en forma de enormes inci-
sivos afilados capaces de roer madera también sobrevivieron. A nivel
individual, los castores son el resultado de permutaciones de genes en
el acervo génico de la especie. Los genes han sobrevivido a lo largo
de generaciones y generaciones de castores ancestrales porque han
demostrado su capacidad de colaborar con otros genes en el acervo
génico para producir fenotipos que prosperan en el estilo de vida pro-
pio de los castores.
Al mismo tiempo, en otros acervos génicos sobreviven otras coope-
rativas de genes que dan lugar a organismos que sobreviven dedicán-
dose a otros menesteres vitales: la cooperativa del tigre, la del came-
llo, la de la cucaracha, la de la zanahoria. Mi primer libro, El gen egoísta,
podría haberse titulado perfectamente El gen cooperativo sin necesi-
dad de cambiar una sola palabra. De hecho, si lo hubiese titulado así,

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roedores, conejos y semejantes

podría haberme ahorrado algunos malentendidos (muchos de los crí-


ticos más acerbos de un libro se limitan a leer el título). El egoísmo y
la cooperación son las caras de la misma moneda darviniana. Todo
gen promueve su propia guerra egoísta mediante la cooperación con
otros genes en ese acervo génico recombinado sexualmente (que cons-
tituye su ambiente particular) con el fin de construir cuerpos com-
partidos.
Los genes de castor, sin embargo, dan lugar a fenotipos especiales
muy diferentes de los de tigres, camellos o zanahorias. Los castores tie-
nen «fenotipos-lago», producidos por fenotipos-dique. Un lago es un
fenotipo extendido, nombre con que se designa un tipo especial de feno-
tipo del que nos ocuparemos en lo que queda de cuento, que viene a
ser un breve resumen del libro que publiqué con ese título.3 Es un
tema interesante no sólo por sí mismo, sino porque ayuda a enten-
der cómo se desarrollan los fenotipos convencionales. Como veremos,
resulta que, en lo sustancial, no hay gran diferencia entre el fenotipo
extendido, como un lago de castores, y el fenotipo convencional, como
una cola aplanada.
¿No es erróneo aplicar la misma palabra, fenotipo, a una cola hecha
de carne, hueso y sangre y a una masa de agua retenida en un valle
por un dique? La respuesta es que ambas son manifestaciones de genes
de castor, ambas han evolucionado para ser cada vez más eficaces en
la conservación de dichos genes y ambas están vinculadas a los genes
que expresan mediante una cadena similar de eslabones causales
embriológicos. Permítaseme explicarlo.
No conocemos con detalle los procesos embriológicos por los que
los genes del castor determinan la cola del castor, pero sí sabemos qué
clase de operaciones tienen lugar. Los genes de todas y cada una de
las células de un castor se comportan como si «supiesen» en qué tipo
se encuentran. Las células cutáneas tienen los mismos genes que las
células óseas, pero en ambos tejidos se activan genes diferentes. Ya lo
hemos visto en el Cuento del Ratón. Los genes, en cada uno de los dis-
tintos tipos de células que forman la cola de un castor, se comportan
como si «supiesen» dónde están, y hacen que sus respectivas células

3. The Extended Phenotype, W.H. Freeman, Oxford, 1982. (N. del t.)

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el cuento del antepasado

interactúen entre sí de tal forma que toda la cola adopte su caracte-


rística forma plana y sin pelo. Es muy difícil explicar cómo pueden
«saber» los genes en qué parte de la cola se encuentran, pero, en prin-
cipio, sabemos cómo superarlas; y las soluciones, al igual que las difi-
cultades, serán en general del mismo tipo cuando nos ocupemos del
desarrollo de las zarpas de los tigres, las jorobas de los camellos y las
hojas de las zanahorias.
Las soluciones también son del mismo tipo en lo relativo al de-
sarrollo de los mecanismos neuronales y neuroquímicos que dirigen
el comportamiento. La conducta copulatoria de los castores es ins-
tintiva. A través de secreciones hormonales en la sangre y de nervios
que controlan músculos ligados a huesos perfectamente articulados,
el cerebro del castor macho orquesta toda una sinfonía de movimien-
tos. El resultado es una precisa coordinación con la hembra, que a su
vez también se mueve armoniosamente de acuerdo a su propia sinfo-
nía de movimientos, orquestados por su cerebro con el mismo cuida-
do y meticulosidad a fin de facilitar la unión. Podemos estar seguros
de que esta exquisita música neuromuscular se ha ido afinando
y perfeccionando a lo largo de generaciones y generaciones de selec-
ción natural, esto es, a través de la selección de genes. En los acervos
génicos de los castores sobrevivieron aquellos genes cuyos efectos feno-
típicos en los cerebros, los nervios, los músculos, las glándulas, los hue-
sos y los órganos sensoriales de generaciones de castores ancestrales
mejoraron las posibilidades de que esos mismos genes fuesen trans-
mitidos hasta el presente.
Los genes del comportamiento sobreviven de la misma manera que
los genes de los huesos y de la piel. Quien diga que en realidad no exis-
ten genes del comportamiento, solamente genes de los nervios y mús-
culos que determinan el comportamiento, sigue siendo un náufrago
entre sueños paganos4. Por lo que respecta a los efectos directos de los
genes, las estructuras anatómicas no ocupan una posición preponde-

4. Cita textual de un verso del poema Las peregrinaciones de Oisin («You are still
wrecked among heathen dreams»), del irlandés W. B. Yeats. En Destejiendo el arco iris, Dawkins
ya se sirvió del mismo verso para censurar el afán oscurantista y acientífico del propio
Yeats: «¡Qué triste rendirse así, náufrago entre sueños paganos, abandonado entre las
hadas y el fantasioso carácter irlandés de su amanerada juventud...!». (N. del t.)

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roedores, conejos y semejantes

rante sobre las conductuales. Los genes sólo son real o directamente
responsables de las proteínas u otros efectos bioquímicos inmedia-
tos: todos los demás efectos, tanto en fenotipos anatómicos como en
fenotipos conductuales, son indirectos. Pero la distinción entre direc-
to e indirecto es banal. Lo que importa desde el punto de vista darvi-
niano es que las diferencias entre genes se traduzcan en diferencias
entre fenotipos. La selección natural sólo se preocupa de las diferen-
cias, y los genetistas, de un modo prácticamente idéntico, también.
Recordemos la más sutil de las dos definiciones de fenotipo reco-
gidas en el Oxford English Dictionary: «Un tipo de organismo distingui-
ble de los demás en virtud de características observables». La palabra
clave es distinguible. Un gen «de» ojos castaños no es un gen que codi-
fique directamente la síntesis de un pigmento marrón; o mejor dicho,
podría serlo, pero la cuestión no es ésa. La cuestión es que el hecho
de poseer un gen «de» ojos castaños ocasiona una diferencia en el
color de ojos respecto a otra versión del mismo gen, lo que se llama
un alelo. Las cadenas causativas que culminan en la diferencia entre
un fenotipo y otro, por ejemplo entre unos ojos castaños y otros azu-
les, suelen ser largas y tortuosas. El gen fabrica una proteína que es
diferente de la que fabrica el gen alternativo. La proteína tiene un
efecto enzimático en la química celular, lo que a su vez tiene un efec-
to en X, que a su vez tiene un efecto en Y, que a su vez tiene un efec-
to en Z, que a su vez tiene un efecto... en una larga cadena de causas
intermedias que finalmente tiene un efecto... en el fenotipo en cues-
tión. El alelo da lugar a la diferencia cuando su fenotipo se compara con
el fenotipo correspondiente, al final de la correspondiente larga cade-
na de causas que procede del alelo alternativo. Las diferencias gené-
ticas producen diferencias fenotípicas. Los cambios genéticos ocasio-
nan cambios fenotípicos. En la evolución darviniana los alelos se
seleccionan en virtud de las diferencias de los efectos que tienen sobre
los fenotipos.
El principio fundamental es que esta comparación entre fenotipos
puede darse en cualquier punto de la cadena de causas. Todos los esla-
bones intermedios de la cadena son fenotipos verdaderos y cualquie-
ra de ellos puede constituir el efecto fenotípico que propicia la selec-
ción de un gen: basta con que resulte visible a la selección natural; lo
mismo da que resulte visible al ojo humano o no. En esta cadena no

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el cuento del antepasado

existe el eslabón definitivo: no hay un fenotipo final ni supremo.


Cualquier consecuencia de una variación en los alelos, en cualquier
parte del mundo, por muy indirecta y larga que sea la cadena de cau-
sación, es blanco legítimo de la selección natural siempre que incida
en la supervivencia del alelo responsable en relación a los alelos
rivales.
Fijémosnos ahora en la cadena de causación embriológica que
lleva a la construcción de diques por parte de los castores. La cons-
trucción de diques es un complicado comportamiento estereotipado
inserto en el cerebro como un afinado mecanismo de relojería; o por
usar un símil más apropiado a la era de la electrónica, como un cir-
cuito integrado. He tenido la oportunidad de ver una grabación muy
interesante de unos castores en cautividad dentro de una jaula vacía
y desnuda, sin agua ni madera. Los castores representaban, en el vacío,
todos los movimientos estereotipados que normalmente ejecutan en
su ambiente natural, rico en madera y agua. Apilaban troncos virtua-
les para construir un dique virtual y trataban de levantar un muro
fantasma con ramas fantasma, todo ello en el suelo duro, plano y
seco de su prisión. Era imposible no sentir pena por ellos: parecían
desesperados por ejercitar su innato y frustrado instinto de construc-
tores de diques.
Los castores son los únicos animales que tienen este tipo de me-
canismo cerebral. Otras especies (incluidos los castores) tienen meca-
nismos para copular, para rascarse y para pelear. Pero el mecanismo
cerebral para construir diques sólo lo poseen los castores y debió
evolucionar lenta y gradualmente en castores ancestrales. Evolucionó
porque los lagos artificiales formados por los diques son útiles. No está
totalmente claro para qué sirven, pero tuvieron que ser útiles para
los antepasados que los construyeron, no para un castor cualquiera.
La razón más probable es que el lago representa para el castor un lugar
a salvo de la mayoría de predadores y un medio seguro para trans-
portar comida. Sea cual sea la ventaja, está claro que debe de ser con-
siderable, de lo contrario los castores no dedicarían tanto tiempo y
esfuerzo a construir diques. Adviértase, una vez más, que la selección
natural es una teoría predictiva. Los darvinistas pueden predecir con
toda certeza que si los diques fuesen una absurda pérdida de tiempo,
los castores rivales que se abstuviesen de construirlos sobrevivirían

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roedores, conejos y semejantes

mejor y transmitirían a su descendencia la tendencia genética a no


hacerlo. El hecho de que los castores muestren tal afán por construir
diques es una prueba rotunda de que sus antepasados se beneficia-
ron de tal actividad.
Como cualquier adaptación provechosa, el mecanismo cerebral
que impele a los castores a construir diques tuvo que evolucionar
mediante la selección darviniana de los genes. Sin duda se produje-
ron variaciones genéticas en el entramado neuronal relacionado con
la construcción de diques. Las variantes genéticas que diesen como
fruto mejores diques tenían más probabilidades de sobrevivir en los
acervos génicos de los castores. Es la misma historia de todas las adap-
taciones darvinianas. Pero, ¿cuál es el fenotipo? ¿En qué eslabón de
la cadena de causas podemos decir que la diferencia genética ejerce
su efecto? Lo repetiré una vez más: en todos aquellos eslabones don-
de se aprecie una diferencia. ¿En toda la red neuronal del cerebro?
Casi con toda seguridad, sí. ¿En la química celular que, durante el des-
arrollo embrionario, da lugar a esa red? Sin duda. Pero también el
comportamiento, esa sinfonía de contracciones musculares que cons-
tituye la conducta, es un fenotipo perfectamente respetable. Las dife-
rencias en el comportamiento de los constructores de diques son, sin
lugar a dudas, manifestaciones de diferencias genéticas. Y del mismo
modo, las consecuencias de ese comportamiento pueden perfecta-
mente considerarse fenotipos de genes. ¿Qué consecuencias? Los
diques, por supuesto. Y los lagos, por cuanto son consecuencia de los
diques. Las diferencias entre los lagos vienen dadas por las diferencias
entre los diques, igual que las diferencias entre los diques obedecen
a las diferencias entre los patrones de comportamiento, que a su vez
son consecuencia de las diferencias entre genes. Se podría decir que
las características de un dique o de un lago son verdaderos efectos
fenotípicos de los genes, aplicando exactamente la misma lógica que
nos lleva a afirmar que las características de una cola de castor son
efectos fenotípicos de los genes.
Por lo general, los biólogos consideran que los efectos fenotípicos
de un gen no trascienden la piel del individuo que porta dicho gen.
El Cuento del Castor ha demostrado que no hay por qué ceñirse a esta
visión restrictiva. El fenotipo de un gen, en el verdadero sentido de
la palabra, se extiende más allá de la piel del individuo. Los nidos de

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el cuento del antepasado

los pájaros son fenotipos extendidos. Su forma, su tamaño, sus com-


plejas cámaras y conductos (en los casos en que se dan) son adapta-
ciones darvinianas, y por tanto han tenido que evolucionar a través de
la supervivencia diferencial de genes alternativos. ¿Genes del compor-
tamiento de constructores de diques? Sí. ¿Genes del entramado neu-
ronal que propicia la construcción de nidos con la forma y el tamaño
adecuados? Sí. ¿Genes de los nidos con la forma y el tamaño adecua-
dos? Por la misma razón, sí. Los nidos están hechos de hierba, palitos
o barro, no de células de ave, pero eso no tiene nada que ver con la
cuestión de si las diferencias entre los nidos son manifestación de las
diferencias entre los genes. Si lo son, los nidos constituyen auténticos
fenotipos de genes. Y seguro que lo son, pues ¿cómo si no podría haber-
los mejorado la selección natural?
Artefactos tales como nidos y diques (y lagos) son ejemplos de feno-
tipos extendidos muy fáciles de entender. Pero hay otros cuya lógica
es un poco más difusa. Por ejemplo, los genes de los parásitos tienen
una expresión fenotípica en los cuerpos de sus huéspedes. Esto es cier-
to incluso cuando no viven dentro de ellos, como es el caso de los
cucos. Y muchos ejemplos de comunicación animal, como el del cana-
rio macho que al cantarle a la hembra provoca que le crezcan los
ovarios, pueden reformularse en términos de fenotipo extendido. Pero
esto nos alejaría demasiado del castor, cuyo cuento está a punto de
concluir con una última observación: en condiciones favorables, el
lago de un castor puede alcanzar una extensión de varios kilómetros
cuadrados, lo que tal vez lo convierte en el fenotipo más grande de
cualquier gen del mundo.

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Encuentro 11
Laurasiaterios

Hace 85 millones de años, en ese invernadero que era el mundo del


Cretácico superior, nos encontramos con el Contepasado 11, del que
nos separan 25 millones de generaciones. En este punto se nos une
una partida de peregrinos mucho más diferentes de nosotros que los
roedores y conejos del Encuentro 10. Los taxónomos más puntillosos
reconocen su ascendencia común asignándoles un solo nombre, Lau-
rasiaterios, pero rara vez se usa, puesto que, en realidad, se trata de un
grupo heterogéneo. Los roedores, caracterizados todos ellos por dien-
tes prominentes, han proliferado y se han diversificado porque, evi-
dentemente, esa particularidad favorecía la supervivencia. Así pues, el
término «roedores» tiene un significado concreto y aúna criaturas que
tienen mucho en común. «Laurasiaterios», en cambio, es un concep-
to tan incómodo a efectos fonéticos como prácticos pues engloba mamí-
feros muy dispares que sólo tienen una cosa en común: todos se unie-
ron entre sí antes de sumarse a nuestra peregrinación. Originariamente,
todos los peregrinos laurasiaterios proceden del viejo continente sep-
tentrional de Laurasia.
Y menuda tropa variopinta conforman estos peregrinos laurasia-
nos: unos vuelan, otros nadan, muchos galopan... y la mitad de ellos
mira nerviosamente hacia atrás por miedo a que se los coma la otra
mitad... En total pertenecen a siete órdenes diferentes: Folidotos (pan-
golines), Carnívoros (perros, gatos, hienas, osos, comadrejas, focas,
etc.), Perisodáctilos (caballos, tapires, rinocerontes), Cetartiodáctilos
(antílopes, ciervos, vacas, camellos, cerdos, hipopótamos y... el miem-

269
Incorporación de los laurasiaterios
N E K
CZ MZ
Ya incorporados

11
Musarañas, topos, erizos, etc. (Insectívoros)
Página 270

Murciélagos frugívoros del Viejo Mundo (Megaquirópteros)


Murciélagos dotados de ecolocalización (Microquirópteros)
12:29

Camellos, cerdos, ciervos, ovejas, hipopótamos, ballenas, etc. (Cetartiodáctilos)


26/5/08

Caballos, tapires, rinocerontes (Perisodáctilos)


el cuento del antepasado

Felinos, cánidos, osos, comadrejas, hienas, focas, morsas, etc. (Carnívoros)


CUENTO ANTEPASADO 001-294.qxp

Millones de años
Pangolines (Folidotos)

270
75
25

85
50
0
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laurasiaterios

bro sorpresa de este grupo lo daremos más adelante), Micro y Mega-


quirópteros (murciélagos pequeños y grandes, respectivamente) e
Insectívoros (topos, erizos y musarañas, pero no las musarañas ele-
fantes ni los tenrecs: para reunirnos con estos tendremos que espe-
rar al Encuentro 13).
El nombre Carnívoros resulta irritante porque, a fin de cuentas, sim-
plemente significa «comedor de carne» y, en el reino animal, el hábi-
to de comer carne se ha inventado centenares de veces por separado.
No todos los carnívoros son miembros del orden Carnívoros (las ara-
ñas también son carnívoras, como carnívoro era el ungulado
Andrewsarchus, el mayor carnívoro desde la extinción de los dinosau-
rios) y no todos los miembros del orden Carnívoros comen carne (pen-
semos en el apacible oso panda, que apenas come otra cosa que bam-
bú). Dentro de los mamíferos, el orden de los Carnívoros es un clado
rigurosamente monofilético, esto es, un grupo cuyos miembros des-
cienden todos ellos de un mismo antepasado al que también se habría
clasificado dentro de ese grupo. Los félidos (como leones, guepar-
dos y dientes de sable), los cánidos (como lobos, chacales y licaones),
los mustélidos, los vivérridos, los úrsidos (incluidos los pandas), las
hienas, los glotones, las focas, los leones marinos y las morsas son todos
ellos miembros del orden laurasiaterio de los Carnívoros y descienden
de un contepasado al que también se habría incluido en dicho orden.
Los carnívoros rivalizan con sus presas en velocidad, luego no es
de extrañar que la necesidad de ser rápidos haya impulsado a unos y
otros en direcciones evolutivas parecidas. Para correr hacen falta patas

Incorporación de los Laurasiaterios. A comienzos de la década de 2000, los


estudios genéticos revolucionaron la taxonomía de los mamíferos. Según el nuevo
enfoque, los mamíferos placentarios se dividen en cuatro grupos principales, uno
de los cuales es nuestra actual partida de peregrinos (compuesta en su mayor parte
de roedores y primates). Varias pruebas indican que sus parientes más cercanos
sean las aproximadamente 2.000 especies que integran el grupo de los
laurasiaterios. Los taxónomos que han propuesto la nueva clasificación conceden
una certeza razonable a la filogenia aquí representada.

Ilustraciones, izquierda a derecha: Pangolín de Temminck (Manis temminckii); oso


polar (Urdus maritimus); tapir malayo (Tapirus indicus); hipopótamo (Hippopotamus
amphibius); murciélago fantasma australiano (Macroderma gigas); panique o zorro
volador indio (Pteropus giganteus); erizo común (Erinaceus europaeus).

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el cuento del antepasado

largas y los grandes herbívoros y carnívoros laurasiaterios, cada uno a


su manera, han alargado sus extremidades recurriendo a huesos que
en nosotros pasan desapercibidos, ocultos como están en el interior
de las manos (los metacarpos) y de los pies (metatarsos). El llamado
hueso caña de los caballos es el tercer metacarpo (o metatarso) agran-
dado y soldado a dos huesecillos minúsculos llamados sesamoideos
proximales que son vestigio del segundo y cuarto metacarpos (meta-
tarsos). En el caso de los antílopes y otros ungulados de dedos pares,
el hueso caña es una fusión del tercer y cuarto metacarpos (metatar-
sos). Los carnívoros también han prolongado sus metacarpos y meta-
tarsos, pero estos cinco huesos han permanecido separados en lugar
de soldarse o desaparecer, como ha ocurrido en el caso de los caba-
llos, bóvidos y demás ungulados.
Ungus significa uña en latín; los ungulados son animales que cami-
nan sobre las uñas (en su caso pezuñas). Pero esta forma de caminar
se ha inventado varias veces, de manera que el término «ungulado»,
desde el punto de vista taxonómico, es más descriptivo que preciso.
Los caballos, los rinocerontes y los tapires son ungulados de dedos
impares. Los caballos caminan sobre un solo dedo, el tercero, el corres-
pondiente al dedo corazón de la mano humana; los rinocerontes y
los tapires caminan sobre los tres del medio, como también hacían los
caballos primitivos y algunos caballos actuales que presentan mutacio-
nes atávicas. Los ungulados de dedos pares o pezuña hendida cami-
nan sobre dos dedos, el tercero y el cuarto. Las semejanzas convergen-
tes entre la familia de los bóvidos, ungulados de dos dedos, y la de los
équidos, de un dedo solo, son modestas en comparación con las seme-
janzas convergentes que ambas familias guardan, por separado, con
ciertos herbívoros sudamericanos ya extintos. El denominado grupo
de los litopternos descubrió, con anterioridad y de manera indepen-
diente, el hábito equino de caminar apoyándose únicamente en el ter-
cer dedo; los huesos de sus patas eran casi idénticos a los de los caba-
llos. Otros herbívoros sudamericanos del grupo de los llamados
notoungulados descubrieron, también por su cuenta, el hábito, pro-
pio de bóvidos y antílopes, de caminar sobre los dedos tercero y cuar-
to. Estas semejanzas tan pasmosas engañaron de hecho a un vetera-
no zoólogo argentino del siglo XIX, que dictaminó que Sudamérica
era el semillero evolutivo de muchos de los grandes grupos de mamí-

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laurasiaterios

feros. En concreto, estaba convencido de que los litopternos eran los


antepasados primitivos del caballo (tal vez imbuido de cierto de orgu-
llo patriótico ante la posibilidad de que su país hubiese sido la cuna
de tan noble animal).
Entre los peregrinos laurasiaterios que se nos unen en este punto
también figuran, además de los grandes ungulados y carnívoros, otros
animales de poca talla. Los murciélagos son extraordinarios por muchos
motivos. Para empezar, son los únicos mamíferos actuales capaces de
competir con las aves en el vuelo, y ejecutan impresionantes acroba-
cias aéreas. Por otro lado, con sus casi mil especies, son mucho más
numerosos que todos los demás órdenes de mamíferos salvo los roe-
dores. Por último, han perfeccionado la tecnología del sonar (el equi-
valente sónico del radar) con un grado de eficacia muy superior al
alcanzados por cualquier otro grupo de animales, incluidos los dise-
ñadores humanos de submarinos1.
El otro gran grupo de laurasiaterios de poco tamaño son los lla-
mados insectívoros, un orden que engloba musarañas, topos, erizos y
otras pequeñas criaturas de hocico puntiagudo que se alimentan de
insectos y pequeños invertebrados terrestres como gusanos, babosas
y ciempiés. Al igual que con los Carnívoros, uso la inicial en mayús-
cula, Insectívoros, para indicar el grupo taxonómico, y la minúscula
para indicar de un modo genérico cualquier animal que coma insec-
tos. Así, un pangolín es un insectívoro pero no pertenece al orden de
los Insectívoros. El topo, en cambio, forma parte de los Insectívoros y
efectivamente come insectos. Como ya he señalado, es una lástima que
los taxónomos antiguos empleasen términos como Carnívoros e Insec-
tívoros, ya que los animales incluidos en dichas categorías apenas guar-
dan una laxa relación con el régimen alimenticio que ambos térmi-
nos sugieren.
Emparentados con carnívoros como perros, gatos y osos están las
focas, los leones marinos y las morsas. Enseguida oiremos el cuento

1. En este punto me habría gustado insertar el Cuento del Murciélago, pero tenien-
do en cuenta que habría sido prácticamente igual que un capítulo de uno de mis libros,
me he abstenido de hacerlo. Por motivos parecidos, he optado por no incluir el Cuento
de la Araña, el Cuento de la Higuera, y media docena más. [N. del t.: El autor se ocupó
exhaustivamente de los muerciélagos, las arañas y las higueras en el capítulo segundo de
El relojero ciego y el segundo y el décimo de Escalando el monte improbable, respectivamente.]

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de la foca, que trata de sistemas de apareamiento. Las focas también


me parecen interesantes por otro motivo: cuando se trasladaron al
medio acuático, se modificaron la mitad que los dugongos y las balle-
nas. Esto me trae a la memoria otro gran grupo de laurasiaterios del
que todavía no nos hemos ocupado. Pasemos a «El Cuento del Hipopó-
tamo», que sorprenderá al lector.

EL CUENTO DEL HIPOPÓTAMO

De niño, cuando estudiaba griego en el colegio, aprendí que hippos


significaba «caballo» y potamos, «río». Los hipopótamos eran, pues,
caballos de río. Después, cuando dejé el griego por la zoología, no
me sorprendí demasiado al enterarme de que los hipopótamos no
eran parientes cercanos de los caballos, sino que estaban clasificados
claramente junto a los cerdos, en medio de los ungulados de dedos
pares o artiodáctilos. Pero ahora me he enterado de algo tan increí-
ble que todavía me resisto a creerlo, aunque todo indica que me lo voy
a tener que creer: los parientes actuales más cercanos de los hipopó-
tamos son las ballenas. ¡El grupo de los ungulados de dedos pares inclu-
ye a las ballenas! Huelga decir que las ballenas no tienen pezuñas ni
dedos, ya sean pares o impares, así que más vale, para evitar confu-
siones, emplear el término científico de artiodáctilos (que en griego,
sin embargo, significa «de dedos pares», luego tampoco es que haya-
mos ganado mucho con el cambio). Por completar el cuadro, debo
añadir que el nombre equivalente del orden que incluye a los équidos
es perisodáctilos (en griego, «de dedos impares»). Las ballenas, según
indican numerosas pruebas moleculares, son artiodáctilos, pero como
anteriormente se las encuadraba en el orden de los Cetáceos y como,
además, el término artiodáctilos tiene mucho arraigo, se ha decidido
acuñar una nueva voz compuesta: cetartiodáctilos.
Las ballenas son una de las grandes maravillas de la naturaleza;
algunas de ellas son los organismos más grandes que jamás se han movi-
do sobre nuestro planeta. Nadan ondulando la espina dorsal de arri-
ba abajo, un movimiento derivado del galope de los mamíferos, y no
de lado a lado como hacen los peces al nadar o los lagartos al correr.
(O, por lo visto, un ictiosaurio nadador que en muchos aspectos se

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parecía a un delfín, salvo en que tenía la cola vertical, mientras que


el delfín la tiene horizontal para poder «galopar» por el mar.) Las
extremidades delanteras de las ballenas les sirven de timones y esta-
bilizadores. Carecen por completo de miembros traseros visibles, aun-
que algunas conservan pequeños huesos vestigiales de la pelvis y de
las patas bien escondidos dentro del cuerpo.
No es tan difícil de creer que las ballenas guarden un parentesco
más estrecho con los ungulados artiodáctilos que con cualquier otro
mamífero. Puede parecer extraño que un remoto antepasado se des-
viase a la izquierda y se hiciese a la mar para dar origen a las ballenas,
mientras otro se desviaba a la derecha y originase a los ungulados artio-
dáctilos, pero tampoco es para llevarse las manos a la cabeza. Lo que
sí resulta asombroso es que, según las pruebas moleculares, las balle-
nas pertenecen al orden de los Artiodáctilos. Los hipopótamos están
más emparentados con las ballenas que con cualquier otro animal,
incluidos otros ungulados de dedos pares como los cerdos.2 En su
viaje al pasado, los peregrinos hipopótamos y los peregrinos ballenas
se unen entre sí antes de juntarse a los rumiantes y, después, a los demás
artiodáctilos, como los cerdos. Las ballenas son el miembro sorpresa
al que he aludido al presentar a los cetartiodáctilos. La hipótesis basa-
da en el sorprendente resultado de esas pruebas se conoce como hipó-
tesis Whippo, de whale y hippo «ballena» e «hipopótamo».
Todo esto presupone que aceptamos el testimonio de las molécu-
las3. ¿Y qué dicen los fósiles? Para mi gran sorpresa, la nueva teoría
encaja de maravilla. La mayoría de los grandes órdenes mamíferos
(aunque no sus subdivisiones) se remontan a la era de los dinosaurios,
como ya hemos visto en relación con la Gran Catástrofe del Cretácico.
Tanto el Encuentro 10 (con los roedores y los conejos) como el

2. A propósito, cuando clasificábamos a los hipopótamos más cerca de los cerdos


que de los artiodáctilos también cometíamos un error. Las pruebas moleculares indi-
can que el grupo hermano del clado hipopótamo-ballena es el de los rumiantes:
vacas, ovejas y antílopes. Los cerdos quedan al margen.
3. Las pruebas moleculares de tan revolucionaria hipótesis son las mismas que ya
expuse en «El Cuento del Gibón», y que definí como «alteraciones genómicas raras»
(AGR). En lugares concretos del genoma es fácil reconocer elementos genéticos trans-
ponibles que, presumiblemente, son legado del antepasado «hipo-ballena». Si bien
se trata de un testimonio bastante contundente, la prudencia aconseja echar un vista-
zo también a los fósiles.

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Encuentro 11 (al que acabamos de llegar) tuvieron lugar durante el


periodo Cretácico, en pleno apogeo de los dinosaurios. Pero por aquel
entonces, tanto si sus respectivos descendientes estaban llamados a
convertirse en ratones o en hipopótamos, los mamíferos eran criatu-
ras pequeñas como musarañas. La verdadera explosión de diversidad
mamífera comenzó súbitamente después de que los dinosaurios se
extinguiesen, hace 65,5 millones de años: sólo entonces tuvieron los
mamíferos ocasión de medrar en los nichos que quedaron vacantes.
Pudieron alcanzar un tamaño corporal considerable únicamente tras
la desaparición de los dinosaurios. El proceso de evolución divergen-
te fue rápido y menos de cinco millones de años después de la libera-
ción ya recorría la tierra una gama enorme de mamíferos de todas las
formas y tamaños. Entre cinco y diez millones de años más tarde, a
caballo entre el Paleoceno y el Eoceno, abundan los fósiles de ungu-
lados artiodáctilos.
Otros cinco millones de años después, entre comienzos y media-
dos del Eoceno, encontramos el grupo de los llamados arqueocetos. El
nombre significa «antiguos cetáceos» y casi todos los expertos coinci-
den en que entre estos animales ha de encontrarse el antepasado de
las ballenas actuales. Uno de los más antiguos, el pakistaní Pakicetus,
parece ser que pasó parte de su existencia en tierra firme. Entre los
más recientes figura el infelizmente bautizado Basilosaurus (infeliz
no por lo de Basil sino porque saurus significa lagarto: cuando se des-
cubrió, se dio por hecho que se trataba de un reptil marino y, aun-
que hoy sepamos que se trató de un error, las rígidas reglas de la nomen-
clatura obligan a respetar la prioridad.4). Basilosaurus tenía un cuerpo
larguísimo y, de no ser porque llevaba mucho tiempo extinto, habría
sido un candidato idóneo para la legendaria serpiente marina gigan-
te. Más o menos por la época en que las ballenas estaban representa-
das por criaturas como Basilosaurus, los antepasados del hipopótamo
bien pudieron ser miembros del grupo de los llamados antracote-
rios, algunas de cuyas reconstrucciones los presentan bastante pare-
cidos a los hipopótamos modernos.

4. El célebre anatomista victoriano Richard Owen trató de cambiarle el nombre


por Zeuglodon, y así lo llamó Haeckel en su filogenia, reproducida en la página 283,
pero no hay manera de librarse de Basilosaurus.

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Volviendo a las ballenas, ¿qué se sabe de los antecedentes de los


arqueocetos, antes de que volviesen a invadir las aguas? Si el testimo-
nio de las moléculas es correcto y los parientes más cercanos de las
ballenas son los hipopótamos, estaríamos tentados de buscar a sus pro-
genitores entre fósiles de hábitos herbívoros. Sin embargo, ninguna
ballena ni ningún delfín modernos son herbívoros. A propósito, los
dugongos y manatíes, que no guardan la menor relación con balle-
nas ni hipopótamos, son la prueba de que un mamífero exclusivamen-
te marino puede seguir sin ningún problema una dieta exclusiva-
mente herbívora. Los balénidos, en cambio, se alimentan o bien de
crustáceos planctónicos (las ballenas misticetas, o de barbas), de peces
y calamares (los delfines y la mayoría de las ballenas odontocetas o
dentadas) o de presas de gran tamaño tales como focas (las orcas).
Esto ha hecho que buscásemos a los antepasados de las ballenas entre
los mamíferos carnívoros terrestres, empezando por el propio Darwin,
cuyas especulaciones al respecto, no sé por qué, son en ocasiones obje-
to de burla:

Herne vio en Norteamérica un oso negro que nadaba durante horas con
la boca bien abierta para atrapar insectos acuáticos, casi como haría una
ballena. Incluso en un caso tan extremo como éste, si el suministro de
insectos fuese constante y si en el mismo entorno no existiesen ya com-
petidores mejor adaptados, no veo difícil que una raza de osos, por medio
de la selección natural, se tornase cada vez más acuática en cuanto a su
estructura y hábitos, con la boca cada vez más grande hasta dar lugar a
una criatura monstruosa como la ballena (El origen de las especies, 1859).

Como acotación al margen, esta hipótesis de Darwin ilustra un impor-


tante concepto general acerca de la evolución. El oso que vio Hearne
era sin duda un individuo emprendedor que se alimentaba de un modo
insólito dentro de su especie. Creo que muchas de las grandes inno-
vaciones evolutivas deben de empezar así, con la idea genial de un
individuo que descubre una técnica o un recurso provechoso y apren-
de a perfeccionarlo. Si después otros imitan el hábito, entre ellos tal
vez los propios hijos del pionero, se habrá puesto en marcha una
nueva presión selectiva: la selección natural premiará la predisposi-
ción genética a aprender el nuevo truco y las consecuencias serán

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el cuento del antepasado

significativas. Tal vez fue más o menos así como surgieron hábitos ali-
menticios instintivos tales como el del pájaro carpintero que picotea
el tronco o los de los zorzales y las nutrias marinas que rompen con-
chas y caparazones de moluscos.5
Los investigadores que buscaban entre los fósiles disponibles un
antecedente verosímil de los arqueocetos han mostrado predilec-
ción por los mesoníquidos, un gran grupo de mamíferos terrestres
que prosperaron en el Paleoceno, justo después de la extinción de
los dinosaurios. Los mesoníquidos eran mayormente carnívoros, u
omnívoros, como el oso de Darwin, y parecían dignos antepasados
de las ballenas antes de que surgiese la hipótesis del hipopótamo. Otro
dato estupendo acerca de los mesoníquidos es que tenían pezuñas.
Eran carnívoros con pezuñas: parecidos a los lobos sólo que con pezu-
ñas.6 ¿Pudieron ser ellos los antepasados tanto de los artiodáctilos como
de las ballenas? Desgraciadamente, la hipótesis no encaja con la teo-
ría del hipopótamo. Si bien los mesoníquidos parecen ser parientes
de los modernos artiodáctilos (por varios motivos además del dato
de las pezuñas), no están más emparentados con los hipopótamos que
con los demás animales de pezuña hendida. Y con esto volvemos una
vez más al «bombazo» que revelan las pruebas moleculares: las balle-
nas no son simplemente parientes de todos los artiodáctilos, sino miem-
bros de pleno derecho de dicho grupo, y están más cerca de los hipo-
pótamos de lo que éstos lo están de vacas y cerdos.
Juntando todas estas piezas podemos esbozar la siguiente crono-
logía. Según las pruebas moleculares, los camellos (y las llamas) se
separaron del resto de los artiodáctilos hace 65 millones de años,
más o menos la época en que desaparecieron los últimos dinosau-
rios. Esto no significa, dicho sea de paso, que el antepasado común
se pareciese a un camello ni mucho menos: por aquel entonces todos
los mamíferos eran como musarañas. Con todo, hace 65 millones de
años, las musarañas que a la postre darían origen a los camellos se

5. Esta teoría se conoce como el efecto Baldwin, aunque en el mismo año ya la había
formulado Lloyd Morgan, y un poco antes, Douglas Spalding, ambos de manera inde-
pendiente. He seguido la explicación que Alister Hardy hace de ella en su libro The
Living Stream. No sé por qué, la teoría hace las delicias de místicos y oscurantistas.
6. Uno de ellos era el terrorífico Andrewsarchus.

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escindieron de las musarañas que terminarían dando origen a todos


los demás artiodáctilos. La escisión entre los cerdos y el resto (rumian-
tes en su mayoría) tuvo lugar hace 60 millones de años. La de rumian-
tes e hipopótamos, hace 55. No mucho después, digamos hace unos
54 millones de años, la línea ancestral de los balénidos se escindió de
la de los hipopótamos, lo que deja margen para que una ballena pri-
mitiva como el semiacúatico Pakicetus hubiese evolucionado hace 50
millones de años. Las ballenas odontocetas y las misticetas se separa-
ron mucho después, hace unos 34 millones de años, la época de que
datan los primeros fósiles de odontocetas.
Quizás he exagerado al insinuar que un zoólogo tradicional como
yo debería quedarse de una pieza al enterarse de la conexión entre
hipopótamos y ballenas, pero permítaseme explicar por qué me que-
dé tan atónito cuando, hace unos pocos años, leí que había sido des-
cubierta. No se trataba simplemente de que contradijese lo que yo
había aprendido en mis años de estudiante: eso no me habría preo-
cupado lo más mínimo; es más, me habría resultado de lo más emo-
cionante. Lo que me inquietó y, la verdad, me sigue inquietando es
que parecía socavar cualquier generalización que uno quisiese hacer
sobre las clasificaciones animales. La vida de un taxónomo molecu-
lar es demasiado corta como para poder llevar a cabo comparaciones
directas de todas y cada una de las especies con todas y cada una de
las especies. En lugar de eso, lo que se suele hacer es coger, ponga-
mos, dos o tres especies de ballena y presuponer que son representa-
tivas del grupo entero de las ballenas. Esto equivale a dar por hecho
que las ballenas son un clado y comparten un antepasado común
que no comparten los demás animales con quienes se las está compa-
rando. Dicho de otro modo, supone dar por hecho que no importa
qué ballena se escoja en representación de todo el conjunto. Analó-
gamente, al no haber tiempo suficiente para analizar todas y cada
una de las especies de, digamos, roedores, o de artiodáctilos, se extrae
sangre7 de una rata, o de una vaca. No importa qué artiodáctilo com-
paremos con el «representante» de las ballenas porque, como siem-

7. A decir verdad, en el caso de los mamíferos la sangre no es la mejor fuente de


ADN, ya que sus glóbulos rojos, hecho insólito entre los vertebrados, carecen de núcleo.

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pre, estamos dando por hecho que los artiodáctilos constituyen un cla-
do auténtico, luego tanto da que escojamos una vaca, un cerdo, un
camello o un hipopótamo.
Pero ahora vienen y nos dicen que sí que importa. Resulta que la
sangre de camello y la sangre de hipopótamo arrojarán resultados
diferentes cuando se las compare con la sangre de ballena porque los
hipopótamos son parientes más cercanos de las ballenas que de los
camellos. Ya se imaginará el lector adónde nos lleva esto. Si no pode-
mos fiarnos de que los artiodáctilos conformen un clado auténtico
del que quepa considerar representante a cualquiera de sus miem-
bros, ¿cómo vamos a estar seguros de que cualquier otro grupo sea
un clado en toda regla? Es más, ¿podremos siquiera dar por sentado
que los hipopótamos lo son, de modo que, a la hora de compararlos
con las ballenas, dé lo mismo escoger un hipopótamo pigmeo que
uno común? ¿Y si las ballenas están más emparentadas con los hipo-
pótamos pigmeos que con los comunes? A decir verdad, esta hipóte-
sis podemos descartarla por cuanto los fósiles indican que los dos
géneros de hipopótamo se escindieron en fechas tan recientes como
la de nuestra separación de los chimpancés, lo cual dejaría muy poco
margen temporal para la evolución de todas las especies de ballenas
y delfines.
Más peliagudo resulta dilucidar si todas las ballenas constituyen un
clado auténtico. Aparentemente, las ballenas odontocetas y las balle-
nas misticetas podrían representar dos retornos distintos desde el
medio terrestre al marino y, de hecho, es una posibilidad que se pro-
pugna con frecuencia. Los taxónomos moleculares que demostraron
la conexión con el hipopótamo fueron lo bastante prudentes como
para extraer ADN tanto de una ballena odontoceta como de una mis-
ticeta y se encontraron con que los dos cetáceos están mucho más
emparentados entre sí que con el hipopótamo. Pero de nuevo se nos
plantea el mismo interrogante: ¿cómo podemos saber si «las ballenas
odontocetas» y «las ballenas misticetas» son verdaderos clados? Quizá
estén emparentadas con el hipopótamo todas las ballenas misticetas
menos el rorcual aliblanco (dos especies del género Balaenoptera), que
lo esté con un hámster. Bueno, no creo; de hecho estoy convencido
de que las misticetas forman un clado coherente y que, como tal, com-
parten un antepasado común que no comparte ningún otro animal.

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Con todo y con eso, el lector habrá advertido cómo el descubrimien-


to de la conexión hipo-ballena merma la confianza.
Para recuperarla bastaría con descubrir un buen motivo para con-
siderar que las ballenas son especiales a este respecto. Por ejemplo,
podría resultar que las ballenas son artiodáctilos con pretensiones que,
evolutivamente hablando, despegaron de buenas a primeras y deja-
ron atrás a los demás miembros del grupo. En cambio, sus parientes
más cercanos, los hipopótamos, no habrían progresado gran cosa, per-
maneciendo relativamente estáticos, como artiodáctilos normales y
corrientes. Algo ocurrió en la historia de las ballenas que las hizo
evolucionar mucho más deprisa que el resto de los artiodáctilos, al
punto de que hasta que no aparecieron los taxónomos moleculares
fue imposible detectar su origen artiodáctilo. ¿Cuál podría ser ese
rasgo especial de las ballenas?
Planteado el problema en estos términos, la solución salta a la vis-
ta. Abandonar la tierra firme para convertirse en animales totalmen-
te acuáticos fue un poco como salir al espacio exterior. En el espacio
nos volvemos ingrávidos (no porque estemos muy lejos del campo de
gravedad terrestre, como mucha gente piensa, sino porque estamos
en caída libre, como un paracaidista antes de tirar de la cuerda). Las
ballenas flotan. A diferencia de las focas o las tortugas, que siguen
volviendo a tierra para procrear, las ballenas nunca dejan de flotar. En
ningún momento tienen que vérselas con la gravedad. Un hipopóta-
mo pasa mucho tiempo en el agua, pero no deja de necesitar unas patas
robustas como troncos de árbol y fuertes músculos para desenvolver-
se en tierra firme. Una ballena no necesita patas para nada en abso-
luto, y de hecho no las tiene. Podría decirse que una ballena es aque-
llo en lo que se convertiría un hipopótamo si pudiese escapar de la
tiranía de la gravedad. Ni que decir tiene que vivir exclusivamente en
el mar ofrece muchas otras ventajas, luego no es tan sorprendente que
la evolución de las ballenas fuese así de rápida y que los hipopótamos
se quedasen encallados en tierra, varados en medio de los artiodácti-
los. Todo esto indica que, unos párrafos más arriba, quizá he pecado
de alarmista.
Prácticamente lo mismo ocurrió en la otra dirección 300 millones
de años antes, cuando nuestros antepasados peces salieron del agua
para afincarse en tierra firme. Si las ballenas son hipopótamos con pre-

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tensiones, nosotros somos peces pulmonados con pretensiones. El


hecho de que ballenas ápodas surgieran del meollo de los artiodácti-
los y los dejasen a todos «detrás» no debería resultar más chocante que
el surgimiento de animales terrestres cuadrúpedos en un particular
grupo de peces, que también se quedaron «atrás». Al menos así es
como trato de explicarme racionalmente la conexión hipo-ballena y
de recobrar la compostura zoológica.

EPÍLOGO A EL CUENTO DEL HIPOPÓTAMO

Al diablo con la compostura zoológica: cuando me disponía a dar a


imprenta este libro, el siguiente detalle me llamó la atención. En 1886
el gran zoólogo alemán Ernst Haeckel dibujó un árbol evolutivo de
los mamíferos (véase ilustración). El árbol completo ya lo había visto
varias veces, reproducido en manuales de historia de la zoología, pero
hasta entonces nunca había reparado en la posición de las ballenas y
los hipopótamos. Las ballenas figuran como «cetáceos», igual que hoy,
y Haeckel, en un alarde de clarividencia, las colocó cerca de los artio-
dáctilos. Pero lo realmente pasmoso es dónde situó a los hipopótamos.
Los designó con el nombre poco halagador de «Obesa» y no los cla-
sificó dentro de los artiodáctilos, sino en un minúsculo vástago de la
rama que conduce a Cetacea.8 En pocas palabras, Haeckel asignó a los
hipopótamos un grupo hermano de las ballenas: a su modo de ver,
los hipopótamos tenían un parentesco más estrecho con las ballenas
que con los cerdos, y estas tres especies estaban más relacionadas entre
sí que con las vacas.

No hay nada nuevo bajo el sol. ¿Hay algo de lo que se pueda decir: «Mira,
esto es nuevo»? Ya ha sucedido en las edades que nos han precedido.

Eclesiastés 1: 9-10.

8. Haeckel, sin embargo, no acertó en todo: juntó a los sirénidos (dugongos y


manatíes) con las ballenas.

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laurasiaterios

No hay nada nuevo bajo el sol. Detalle del árbol evolutivo de los mamíferos que
Ernst Haeckel publicó en 1886 [119]. Nótese cómo Haeckel consideraba a los
hipopótamos parientes cercanos de las ballenas.

EL CUENTO DE LA FOCA

La mayoría de las poblaciones de animales en estado salvaje tienen


aproximadamente el mismo número de machos que de hembras. Como
supo ver con perspicacia el gran estadístico y genetista evolutivo R.A.
Fisher, existe una buena razón darviniana para tal paridad. Imaginemos
una población en la que la proporción entre machos y hembras sea
desigual. Los individuos del sexo menos numeroso gozarán por tér-
mino medio de una ventaja reproductiva sobre los individuos del sexo
preponderante. Esto no es porque estén más solicitados y tengan
más fácil encontrar con quien aparearse (aunque éste podría ser un
motivo añadido). La razón de Fisher es más profunda y presenta un
sutil sesgo económico. Supongamos que en la población haya el doble

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el cuento del antepasado

de machos que de hembras. En este caso, dado que toda cría tiene
exactamente un padre y una madre, la hembra media, si no intervie-
nen otros factores, deberá tener el doble de hijos que el macho medio.
Y ocurrirá viceversa si se invierte la proporción de sexos dentro de la
población. Es simplemente cuestión de repartir la prole disponible
entre los progenitores disponibles. Así, cualquier tendencia general
de los padres a preferir a los hijos que a las hijas o a las hijas que a los
hijos se verá inmediatamente contrarrestada por la selección natural
en pro de la tendencia opuesta. La única proporción de sexos evolu-
tivamente estable es la de 50/50.
Pero no todo es tan sencillo. Fisher detectó un sutil matiz econó-
mico en toda esta lógica. ¿Qué pasa si criar un hijo cuesta el doble que
criar una hija, probablemente porque los machos son el doble de gran-
des? En ese caso el razonamiento cambia. El dilema que se le plantea
al progenitor ya no sería «¿qué es mejor, un hijo o una hija?» sino
«¿debería tener un hijo o (por el mismo precio) dos hijas?». En este
caso, la proporción equilibrada de sexos en la población sería de dos
hembras por cada macho. Los progenitores que prefieran tener machos
porque son más escasos, verán esa ventaja menoscabada por el coste
adicional de criar machos. Fisher descubrió que la verdadera propor-
ción de sexos que la selección natural determina no es la proporción
entre el número de machos y el número de hembras, sino entre el cos-
te de criar machos y el de criar hembras. ¿Y qué significa «coste»?
¿Comida? ¿Tiempo? ¿Riesgo? Sí, en la práctica todas estas cuestiones
son importantes y, para Fisher, los agentes que corrían con el coste
económico siempre eran los progenitores. Los economistas, sin embar-
go, emplean la expresión más genérica de «coste de oportunidad».
El verdadero coste que para un padre representa criar un hijo se mide
en oportunidades perdidas de hacer otros hijos. Fisher a este tipo de
coste de oportunidad denominó gasto parental. Bajo el término de inver-
sión parental, Robert L. Trivers, un brillante intelectual discípulo de
Fisher, utilizó la misma idea en sus análisis de la selección natural.
Trivers también fue el primero que entendió con claridad el fasci-
nante fenómeno del conflicto entre padres y crías, formulando una
teoría a la que el no menos brillante David Haig ha dado un desarro-
llo sorprendente.
Como siempre, y aun a riesgo de aburrir a aquellos de mis lecto-

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res que no padezcan la desventaja de poseer un mínimo de formación


filosófica, debo hacer hincapié una vez más en que este lenguaje inten-
cional que vengo utilizando no hay que tomarlo al pie de la letra. Me
explico: los padres no se sientan a discutir si prefieren tener un hijo
o una hija. La selección natural favorece, o desfavorece, tendencias
genéticas a invertir recursos alimenticios o de cualquier otro tipo en
el gasto parental (equitativo o desigual) para hijos e hijas dentro de
una población fértil. En la práctica esto se suele traducir en un núme-
ro equivalente de machos y hembras en la población.
Pero, ¿qué ocurre cuando una minoría de machos mantiene a la
mayoría de hembras en harenes? ¿Supone esto una contradicción de
las predicciones de Fisher? ¿O cuando los machos se exhiben delante
de las hembras en los llamados leks, o escenarios de cortejo, para que
éstas puedan pasarles revista y escoger a sus preferidos? Dado que la
mayoría de las hembras muestra predilección por el mismo macho, el
resultado es el mismo que en el caso de los harenes: poliginia, esto es,
el acceso desproporcionado a una mayoría de hembras por parte de
una minoría privilegiada de machos. Esa minoría de machos termina
engendrando a la mayoría de individuos de la siguiente generación y
los machos restantes se quedan solteros. ¿Contradice la poliginia las
expectativas de Fisher? Pues por extraño que parezca, no. Fisher sigue
prediciendo una inversión equivalente en hijos e hijas, y lleva razón.
Puede que los machos tengan menos probabilidades de reproducirse,
pero cuando se reproducen, se reproducen a espuertas. Es poco pro-
bable que las hembras no tengan ningún hijo, pero también es poco
probable que tengan muchos. Incluso en condiciones de poliginia extre-
ma la situación se nivela y se cumple el principio de Fisher.
Algunos de los casos más extremos de poliginia se dan entre las
focas. Las focas se arrastran hasta las playas para procrear, con frecuen-
cia formando enormes colonias donde se entregan a una intensa y
agresiva actividad sexual. En un famoso estudio sobre elefantes mari-
nos, el zoólogo californiano Burney LeBouef observó que un cuatro
por ciento de los machos protagonizaba el 88 por ciento de las cópu-
las. No es de extrañar que los demás machos estén descontentos, ni
que las peleas de los elefantes marinos estén entre las más violentas
del reino animal.
Los elefantes marinos deben su nombre a la trompa (que es corta

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el cuento del antepasado

comparada con la de los elefantes comunes y sólo cumple una función


social), pero también habrían podido merecérselo por el tamaño. Los
elefantes marinos australes llegan a pesar 3,7 toneladas, más que algu-
nas elefantas (de tierra). Sin embargo, los únicos que alcanzan ese
peso son los machos, y éste es uno de los puntos fundamentales de
este cuento. Las hembras de elefante marino pesan menos de la cuar-
ta parte que los machos y, con bastante frecuencia, tanto ellas como
las crías mueren aplastadas bajo el peso de aquéllos durante los fero-
ces combates mencionados.9
¿Por qué el tamaño de los machos es tan superior al de las hem-
bras? Porque un tamaño respetable les permite hacerse con un haren.
Casi todas las crías, sean del sexo que sean, nacen de un padre desco-
munal que se ha hecho con un haren, no de un macho de proporcio-
nes más modestas que no ha logrado formarlo. Y casi todas las crías,
sean del sexo que sean, nacen de un madre relativamente pequeña
cuyo tamaño está adaptado al parto y cría de la prole, no a la obten-
ción de victorias sobre los rivales.
La optimización de las características masculinas y femeninas vie-
ne dada por la selección de los genes. Hay quien se sorprende al en-
terarse de que los genes relevantes se hallan presentes en ambos sexos.
La selección natural ha favorecido los llamados genes limitados por el
sexo, un tipo de genes que está presente en ambos sexos pero sólo se
activa en uno de ellos. Por ejemplo, los genes que transmiten la siguien-
te instrucción a la cría de foca: «Si eres un macho, hazte muy grande
y pelea» se ven tan favorecidos como los que ordenan: «Si eres una
hembra, hazte pequeña y no pelees». Los dos tipos de genes se trans-
miten a hijos e hijas, pero cada uno de ellos se expresa en un sexo y
no en el contrario.
Si nos fijamos en el conjunto de los mamíferos, apreciamos un fenó-
meno generalizado. El dimorfismo sexual, esto es, la diferencia con-
siderable entre machos y hembras, tiende a ser más marcado en espe-
cies donde se da la poliginia, sobre todo en aquellas donde los machos

9. Que nadie se sorprenda de que los machos aplasten a las crías de su propia espe-
cie. Hay las mismas probabilidades de que la cría aplastada sea hija del propio macho
que la aplasta que de cualquier macho rival, luego no existe selección darviniana
contra el aplastamiento.

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60

50
tamaño medio del harén

40

30

20

10

0
0 2 4 6 8 10
proporción masa corporal masculina/masa corporal femenina

Relación entre dimorfismo sexual y tamaño del harén. Cada punto representa una
especie de foca o de león marino. Adaptación del original de Alexander et al. [5].

forman harenes. Como hemos visto, hay buenas razones teóricas para
ese fenómeno, y también hemos visto que las focas y los leones mari-
nos llevan esa tendencia al extremo.
El gráfico de la ilustración superior está sacado de un estudio rea-
lizado por el ilustre zoólogo Richard D. Alexander, de la Universidad
de Michigan, y sus colegas. Cada punto representa una determinada
especie de foca o de león marino, y se puede apreciar la estrecha
relación que existe entre dimorfismo sexual y tamaño del harén. En
los casos extremos, por ejemplo el de los elefantes marinos australes
y los osos marinos del norte, representados por los dos puntos en la
parte superior del gráfico, los machos pueden llegar a pesar seis veces
más que las hembras y ni que decir tiene que, en estas especies, los
machos triunfadores, que son una exigua minoría, poseen harenes
gigantescos. No se pueden extraer conclusiones generales de casos tan
extremos, pero un análisis estadístico de los datos disponibles sobre
focas y leones marinos confirma que la tendencia observada es real
(las probabilidades de que sea un efecto casual son menos de una entre
5.000). También hay pruebas de una tendencia análoga, si bien no tan
contundentes, en los ungulados y en los monos y simios.

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el cuento del antepasado

Por repetir una vez más el fundamento evolutivo de este fenóme-


no, los machos tienen mucho que ganar, y también mucho que per-
der, peleando con otros machos. La mayoría de los individuos, sea
del sexo que sea, descienden de un largo linaje de machos que logra-
ron hacerse con harenes y de un largo linaje de hembras que forma-
ban parte de los mismos. En consecuencia, la mayoría de individuos,
ya sean machos o hembras, bien estén destinados a la victoria o con-
denados a la derrota, heredan un equipo genético que ayuda a los
organismos masculinos a adquirir harenes y a los femeninos a incor-
porarse a ellos. El tamaño está muy cotizado y los machos triunfado-
res pueden ser realmente enormes. Las hembras, en cambio, tienen
poco que ganar peleando con otras hembras, así que se limitan a alcan-
zar el tamaño necesario para sobrevivir y ser buenas madres. Los indi-
viduos de ambos sexos heredan genes que inducen a las hembras a
evitar las peleas y a concentrarse en criar. Los individuos de ambos
sexos heredan genes que hacen que los machos luchen contra otros
machos, aun a expensas de consumir tiempo que podrían dedicar a
ayudar en la tarea de criar a los hijos. Si los machos pudiesen zanjar
sus disputas lanzando una moneda al aire, es posible que con el correr
del tiempo evolutivo irían menguando hasta reducirse al tamaño de
las hembras o menos y, obteniendo un gran ahorro económico en
todos los órdenes, podrían dedicar el tiempo a cuidar de las crías. Su
desaforada masa corporal, cuya adquisición y manutención, en los
casos más extremos, exige cantidades ingentes de alimento, es el pre-
cio que pagan para ser competitivos frente a otros machos.
Evidentemente, no todas las especies son como las focas. Muchas
son monógamas y apenas presentan diferencias entre ambos sexos.
Las especies en las que los sexos tienen el mismo tamaño tienden,
salvo algunas excepciones como los caballos, a no formar harenes. Las
especies cuyos machos son notablemente mayores que las hembras
tienden a formarlos, o a practicar alguna que otra forma de poligi-
nia. La mayoría de especies son poligínicas o monógamas, dependien-
do de sus diferentes circunstancias económicas. La poliandria (hem-
bras que se aparean con más de un macho) es poco común. Entre
nuestros parientes más cercanos, los gorilas practican un sistema de
reproducción poligínico basado en los harenes y los gibones son fie-
les monógamos. Esto podríamos haberlo deducido del dimorfismo de

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los primeros y del isomorfismo de los segundos. Un gorila macho pesa


el doble que una hembra de gorila normal, mientras que los gibones
machos son del mismo tamaño que las hembras. Los chimpancés son
más promiscuos y de un modo más indiscriminado.
¿Tiene algo que enseñarnos «El Cuento de la Foca» sobre cómo
era nuestro sistema de reproducción en estado natural, antes de que
la civilización y la costumbre borrasen todo rastro? Nuestro dimorfis-
mo sexual es moderado pero innegable. Muchas mujeres son más altas
que muchos hombres, pero los hombres más altos son más altos que
las mujeres más altas. Muchas mujeres corren más, levantan más peso,
lanzan jabalinas a más distancia o juegan mejor al tenis que muchos
hombres, pero, a diferencia de lo que ocurre con los caballos de carre-
ras, el dimorfismo sexual del ser humano impide en casi todos los
deportes la competición mixta a alto nivel. En la mayoría de los depor-
tes físicos, cualquiera de los cien mejores hombres del mundo gana-
ría a cualquiera de las cien mejores mujeres.
Con todo, en comparación con las focas y muchos otros animales,
apenas somos ligeramente dimorfos. Lo somos menos que los gori-
las, pero más que los gibones. Quizá nuestro leve dimorfismo signifi-
que que nuestros antepasados de sexo femenino a veces practicaban
la monogamia y otras veces formaban parte de pequeños harenes. Las
sociedades modernas varían tanto que se pueden encontrar ejem-
plos para corroborar casi cualquier idea preconcebida. El Atlas etno-
gráfico de G.P. Murdock, publicado en 1967, es una soberbia recopila-
ción que recoge las características particulares de 849 sociedades
humanas de todo el mundo. Basándonos en esos datos, podríamos
contar las sociedades poligámicas y las monogámicas aunque, en este
tipo de recuentos, casi nunca está claro dónde trazar la línea diviso-
ria límite o qué se puede considerar como independiente y qué no,
lo cual dificulta la labor estadística. Murdock, no obstante, lo hizo lo
mejor que pudo. De las 849 especies que recoge su atlas, 137 (el 16%
más o menos) son monogámicas, cuatro (menos del 1%) son polián-
dricas y 708, un enorme 83%, son poligínicas (es decir, que los hom-
bres pueden tener más de una mujer). Las 708 sociedades poligíni-
cas se dividen más o menos por igual entre aquéllas donde la poligamia
está permitida por las leyes sociales pero rara vez se practica, y aqué-
llas donde es la norma. Para ser despiadadamente precisos, la norma

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el cuento del antepasado

significa pertenencia a un harén si se es hembra y aspiración a pose-


erlo si se es macho. Por regla general, dado un mismo número de
mujeres y hombres, la mayoría de éstos sale perdiendo. Algunos empe-
radores chinos y sultanes otomanos batieron con sus serrallos los récords
más extraordinarios establecidos por los elefantes marinos y focas. Sin
embargo, nuestro dimorfismo sexual es moderado en comparación
con el de las focas y probablemente, a pesar de las controversias en
materia de pruebas, también lo sea en comparación con el de los
australopitecinos. ¿Quiere esto decir que los jefes australopitecinos
tenían harenes mayores incluso que los de los emperadores chinos?
No; tampoco se trata aplicar la teoría de manera simplista. La corre-
lación entre dimorfismo sexual y tamaño del harén es únicamente
aproximada, y el tamaño corporal tan sólo es uno de los indicadores
de fuerza competitiva. En el caso de los elefantes marinos el tamaño
es importante porque los machos consiguen sus harenes peleando
cuerpo a cuerpo con sus rivales, mordiéndolos o dominándolos con
el mero peso de toda su mole. En el caso de los homínidos es proba-
ble que el tamaño tenga cierta relevancia. Pero varios tipos de poder
diferencial pueden sustituir al tamaño físico y permitir a algunos machos
controlar un número desproporcionado de hembras. En muchas socie-
dades esta función la cumple la experiencia política. Ser amigo del
jefe o, mejor aún, ser el jefe, otorga poderes a un individuo, facultán-
dolo para intimidar a sus rivales de la misma manera que un macho
de foca grande intimida a uno más chico. También pueden darse enor-
mes desigualdades en materia económica. En ese caso no hace falta
pelear por las hembras: se compran. O se paga a soldados para que
peleen por ellas en nombre de uno. El sultán o el emperador pue-
den ser unos alfeñiques y, sin embargo, tener un harén más nutrido
que el de cualquier macho de foca. Lo que quiero decir es que, aun-
que los australopitecinos presentasen un dimorfismo sexual mucho
más acusado que el nuestro, tal vez nosotros, al evolucionar a partir
de ellos, no necesariamente nos hayamos alejado de la poliginia, sino
que hayamos adoptado armas diferentes en la competición entre
machos, pasando de la pura superioridad física y la fuerza bruta al
poder económico y la intimidación política. Aunque, naturalmente,
también es posible que hayamos evolucionado hacia una mayor igual-
dad sexual.

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Para aquéllos a quienes nos disgusta la desigualdad sexual, es un


consuelo pensar que la poliginia cultural, a diferencia de la impues-
ta por la fuerza bruta, podría ser bastante fácil de erradicar. A prime-
ra vista es lo que parece haber ocurrido en esas sociedades que, como
las cristianas (con la excepción de los mormones), se volvieron oficial-
mente monógamas. Digo «parece» y «oficialmente» porque hay cier-
tos indicios de que las sociedades de apariencia monógama no son lo
que parecen. Laura Betzig es una historiadora de cuño darvinista
que ha sacado a la luz inquietantes pruebas de que sociedades abier-
tamente monógamas como las de la antigua Roma o la Europa medie-
val en el fondo eran poligínicas. Un aristócrata acaudalado o un noble
terrateniente podían tener una esposa legal, pero también un harén
de facto compuesto por esclavas o criadas, y mujeres e hijas de sus arren-
datarios. Betzig aporta pruebas de que otro tanto ocurría con los clé-
rigos, incluso con los que en teoría eran célibes.
A juicio de algunos científicos, estos hechos históricos y antropo-
lógicos, unidos a nuestro moderado dimorfismo sexual, indican que
nuestra evolución se desarrolló bajo un régimen reproductivo poligí-
nico. Pero el dimorfismo sexual no es la única pista que puede dar-
nos la biología. Otro interesante indicio del pasado es el tamaño de
los testículos.
Nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los bonobos,
poseen enormes testículos. No son animales poligínicos como los gori-
las, ni monógamos como los gibones. Lo normal es que las hembras
en celo de los chimpancés copulen con más de un macho. Este mode-
lo de apareamiento promiscuo no constituye poliandria, la vincula-
ción estable de una hembra con más de un macho, ni tampoco pro-
nostica una pauta simple de dimorfismo sexual, pero al biólogo
británico Roger Short le ha inspirado una explicación para los testí-
culos grandes: los genes de los chimpancés se han transmitido de gene-
ración en generación por medio de espermatozoides que tuvieron que
competir dentro de una misma hembra con espermatozoides rivales
procedentes de varios machos. En semejante tesitura, el número de
espermatozoides reviste su importancia y un gran número de espema-
tozoides exige testículos de gran tamaño. Los gorilas macho, por otra
parte, tienen testículos pequeños pero hombros fornidos y enormes
cajas torácicas que resuenan cuando se las golpean con los puños.

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el cuento del antepasado

200

100 ma
testículos

10

1
1 10 100 200
masa corporal

Relación entre tamaño de los testículos y masa corporal. Cada punto representa
una especie de primate. Adaptación del original de Harvey y Pagel [132].

Los genes de gorila compiten mediante peleas entre machos y ame-


nazantes golpes en el pecho para hacerse con las hembras, lo que
evita de antemano la consiguiente competición entre espermatozoi-
des dentro de las propias hembras. Los chimpancés, por el contrario,
compiten dentro de las vaginas por medio de representantes semina-
les. Por eso los gorilas presentan un marcado dimorfismo sexual y unos
testículos pequeños, y los chimpancés lo contrario: testículos gran-
des y escaso dimorfismo.
Mi colega Paul Harvey, junto Roger Short y otros colaboradores,
puso a prueba esta idea comparando datos de monos y simios. Escogió
veinte géneros de primates y les pesó los testículos; bueno, en reali-
dad lo que hizo fue meterse en la biblioteca y recopilar información
sobre volumen testicular. Como es natural, los animales grandes tien-
den a tener testículos mayores que los animales pequeños, luego
Harvey y su equipo tuvieron que tener presente ese dato a la hora
de efectuar los cálculos. El método que emplearon es el que hemos
explicado en «El Cuento del Hábil» a propósito de los estudios sobre
volumen cerebral. Representaron cada mono o simio con un punto
en una gráfica que contrapone masa testicular y masa corporal y,
por las mismas razones analizadas en «El Cuento del Hábil», calcula-
ron el logaritmo de ambas variables. Los puntos se agruparon a ambos
lados de una línea recta que iba desde los titíes, situados en la base,
hasta los gorilas, en el extremo superior. Como en el caso del cere-

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laurasiaterios

bro, la pregunta más interesante era qué especies tenían testículos


demasiado grandes para su tamaño, y viceversa. De todos los puntos
desperdigados en torno a la recta, ¿cuáles caían por encima y cuáles
por debajo?
Los resultados son de lo más sugerente. Los puntos negros repre-
sentan animales en cuya sociedad las hembras, como en el caso de
los chimpancés, también se aparean con más de un macho y, en con-
secuencia, existe competencia entre los espermatozoides. El punto
negro más alto es precisamente el chimpancé. Los puntos blancos
representan animales cuyo sistema de reproducción no implica com-
petencia entre los espermatozoides, bien porque tienen harenes como
los gorilas (el punto blanco situado más a la derecha) o porque son
monógamos recalcitrantes como los gibones.
La separación entre puntos blancos y puntos negros es satisfacto-
10
ria . Se diría, pues, que la hipótesis de la competición entre esper-
matozoides queda refrendada. Ahora, obviamente, lo que queremos
saber es qué posición ocupamos nosotros en el gráfico. ¿Cómo son
de grandes nuestros testículos? Nuestra posición (señalada con una
cruz) es cercana a la del orangután: más cerca de los puntos blancos
que de los negros. No somos como los chimpancés, y es probable
que a lo largo de nuestra evolución no haya habido mucha competi-
ción entre espermatozoides, pero este gráfico no dice nada de si el
sistema de reproducción de nuestro pasado evolutivo fue como el de
los gorilas (harenes) o como el de los gibones (monogamia rigurosa).
Esto nos lleva de vuelta a los testimonios del dimorfismo sexual y de
la antropología, y tanto uno como otro indican una leve poliginia, esto
es, una pequeña tendencia hacia la formación y posesión de harenes.
Si realmente existen pruebas de que nuestros antepasados recien-
tes fueron ligeramente poligínicos, huelga decir que esto no debería

10. En este tipo de gráficos es importante incluir únicamente datos que sean inde-
pendientes entre sí, de lo contrario se corre el riesgo de exagerar de forma inadecua-
da el resultado. Harvey y sus colaboradores trataron de evitarlo contando géneros en
lugar de especies. Es un paso en la dirección correcta, pero la solución ideal es la que
Mark Ridley recomienda encarecidamente en The Explanation of Organic Diversity, y que
Harvey comparte al cien por cien: acudir al mismísimo árbol filogenético y contar no
las especies ni los géneros, sino las evoluciones independientes de las características
que interesan.

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el cuento del antepasado

usarse para justificar ninguna postura moral ni política, ni en un sen-


tido ni en otro. El dicho «no cabe extraer un imperativo de un hecho
objetivo» se ha repetido tantas veces que corre peligro de resultar tedio-
so, pero no por ello es menos cierto. Pasemos rápidamente a nuestro
próximo punto de encuentro.

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Encuentro 12
Desdentados

En el Encuentro 12, que tiene lugar hace 95 millones de años, en la


época de nuestro tatarabuelo número 35 millones, nos encontramos
con los desdentados de Sudamérica, región que acababa de despren-
derse de África y constituía una gigantesca isla, el marco ideal para
la evolución de una fauna única. El grupo de los desdentados, tam-
bién llamados xenartros, reúne a unos mamíferos bastante peculia-
res: los armadillos, los perezosos, los osos hormigueros y sus parien-
tes ya extintos. El término xenartros significa «articulaciones extrañas»
y hace referencia a la forma tan peculiar en que tienen unidas las
vértebras: los desdentados poseen, entre las vértebras lumbares, arti-
culaciones adicionales que les refuerzan la espina dorsal, una valiosa
ventaja para la actividad excavadora que muchos de ellos desarrollan.
Entre los mirmicófagos o «comedores de hormigas», solamente los
sudamericanos son xenartros. Otros mamíferos también se alimentan
de hormigas, como los pangolines o los oricteropos (cerdos hormi-
gueros). Dicho sea de paso, todos los mirmicófagos perfectamente
podrían llamarse termicófagos, pues también les gustan mucho las ter-
mitas.
Los desdentados tienen algo que contarnos acerca de Sudamérica.
En el siguiente relato, cuya narración corre a cuenta del armadillo,
nos ocuparemos de todos los miembros de este variopinto grupo de
animales.

295
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 296

el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los desdentados


Perezosos, mirmicófagos, armadillos (Xenartros)

Ya incorporados

10
N

20

30
CZ

40
E

50
Incorporación de los desdentados.
De los cuatro grupos principales de
mamíferos placentarios que
60 identifican los taxónomos
moleculares, los dos que primero
se ramificaron fueron los afroterios
(véase Encuentro 13) y los
70 desdentados sudamericanos (unas
30 especies de perezosos,
mirmicófagos y armadillos). Sin
descartar la posibilidad de que
80 posteriores datos vengan a invertir
el orden de los Encuentros 12 y 13,
MZ
K

la que aquí se muestra es la


filogenia más aceptada en la
90 actualidad.

95 12 Ilustración: gualacate o armadillo


de seis bandas (Euphractus
sexcinctus).

296
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 297

desdentados

EL CUENTO DEL ARMADILLO

Zoológicamente hablando, Sudamérica es una especie de Madagascar


gigantesco. Al igual que Madagascar, se desprendió de África, sólo que
por el oeste en lugar de por el este, y más o menos en la misma épo-
ca, o un poco después. Al igual que Madagascar, estuvo aislada del res-
to del mundo durante la mayor parte del periodo en que evoluciona-
ron los mamíferos. Esta larga reclusión, que terminó hace tan sólo tres
millones de años, hizo de Sudamérica un gigantesco experimento natu-
ral que culminó en una fauna mamífera única y fascinante. Al igual
que la australiana pero a diferencia de la malgache, la fauna sudame-
ricana abundaba en marsupiales que, además, ocuparon la mayoría
de los nichos carnívoros. A diferencia de Australia, Sudamérica tam-
bién albergaba un gran número de mamíferos placentarios (esto es,
no marsupiales), incluidos armadillos y otros desdentados, así como
varios «ungulados» autóctonos, hoy extintos, que evolucionaron de
manera totalmente independiente de los ungulados artiodáctilos y
perisodáctilos del resto del mundo.
Ya hemos visto que los monos y roedores penetraron en
Sudamérica gracias, probablemente, a travesías marítimas fortuitas
que tuvieron lugar mucho después de que el continente se despren-
diese de África. Al llegar se encontraron con un continente densa-
mente poblado por mamíferos que no se daban en ninguna otra par-
te del mundo. Estos «veteranos», expresión que tomo prestada del
libro Splendid Isolation, del insigne zoólogo estadounidense G.C.
Simpson, pertenecían a tres grupos principales. Los desdentados eran
uno, después estaban ciertos marsupiales, de los que nos ocupare-
mos más adelante, y, por último, los que llamaremos genéricamen-
te ungulados. Como hemos visto en el Encuentro 11, el término ungu-
lados no es muy preciso desde un punto de vista taxonómico. Estos
veteranos sudamericanos tenían los mismos hábitos herbívoros que
los caballos, los rinocerontes y los camellos, pero evolucionaron de
forma independiente.
A diferencia de Madagascar y de Australia, el aislamiento de
Sudamérica concluyó de manera natural, antes de que los periplos
humanos pusiesen fin a todo aislamiento zoológico. El surgimiento
del istmo de Panamá, hace apenas tres millones de años, propició el

297
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 298

el cuento del antepasado

llamado Gran Intercambio Americano: las faunas de las dos Américas,


hasta entonces separadas, se encontraron con la posibilidad de des-
plazarse libremente por el estrecho pasillo habilitado por el istmo y
de pasar de un continente a otro. Aunque esto las enriqueció, lo cier-
to es que también se produjeron extinciones en ambos frentes, tal
vez debido, en parte, a la competición.
Como consecuencia del Gran Intercambio Americano, en la
Sudamérica actual hay tapires (ungulados de dedos impares) y peca-
ríes (ungulados de dedos pares), animales que llegaron procedentes
de Norteamérica, aunque allí ya no queden tapires y el número de
pecaríes se haya reducido enormemente. Debido al Gran Intercambio
Americano, en la Sudamérica actual hay jaguares. Hasta entonces no
había ningún felino, ni siquiera un solo miembro del orden de los
Carnívoros. En lugar de eso había marsupiales carnívoros, algunos
de los cuales se asemejaban a los terroríficos dientes de sable (estos
sí, felinos auténticos) que a la sazón vivían en Norteamérica. A raíz del
Gran Intercambio empezó a haber armadillos en Norteamérica, inclui-
dos los gliptodontes, unos armadillos gigantes con una especie de cómi-
ca boina en la cabeza y la cola en forma de tremenda cachiporra con
pinchos, que tal vez blandían para defenderse de los dientes de sable,
tanto marsupiales como placentarios. Por desgracia, los gliptodontes
se extinguieron en épocas muy recientes y lo mismo pasó con los pere-
zosos terrestres gigantes, los desmañados primos terrestres de los peque-
ños perezosos actuales. Los perezosos terrestres gigantes suelen repre-
sentarse erguidos sobre las patas traseras para comer directamente
de las ramas, aunque puede que también derribasen los árboles, como
hacen los elefantes. De hecho, los más grandes, podían compararse
con los elefantes: medían seis metros de largo y pesaban entre tres
y cuatro toneladas. Hubo perezosos terrestres (aunque no los mayo-
res de todos) que tras penetrar en Norteamérica llegaron incluso
hasta Alaska.
En la dirección opuesta llegaron camélidos como las llamas, las
alpacas, los guanacos y las vicuñas, que hoy son exclusivos de
Sudamérica, pero que originalmente evolucionaron en Norteamérica.
Desde allí, en fechas bastante recientes y quizá a través de Alaska,
cruzaron al viejo continente y se extendieron por Asia, Arabia y Áfri-
ca, donde dieron lugar a los camellos de las estepas mogolas y a los

298
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 299

desdentados

dromedarios de los desiertos tórridos. La familia de los équidos tam-


bién completó la mayor parte de su evolución en Norteamérica, pero
después se extinguieron en este continente, lo que torna más con-
movedora la atónita reacción de los indígenas americanos a los caba-
llos que los tristemente célebres conquistadores españoles reintrodu-
jeron desde Eurasia.
Parece ser que los osos hormigueros no llegaron hasta Norteamérica,
pero en Sudamérica sobreviven tres géneros de estos mamíferos tan
curiosos. Además de carecer por completo de dientes, el cráneo, sobre
todo en el caso de Myrmecophaga (el oso hormiguero gigante), es poco
más que un tubo largo y curvado, una especie de pajita para sorber a
las hormigas y a las termitas, y extraerlas de sus nidos mediante una
lengua alargada y pegajosa. Y permítaseme añadir algo verdaderamen-
te increíble. La mayoría de los mamíferos, incluido el ser humano,
segregan ácido clorhídrico en el estómago para favorecer la digestión,
pero los osos hormigueros sudamericanos, no: en lugar de eso, apro-
vechan el ácido fórmico de las hormigas que comen. Un ejemplo
típico del oportunismo de la selección natural.
De los demás veteranos de Sudamérica, los únicos marsupiales que
sobreviven son las zarigüeyas (que ahora también abundan en
Norteamérica), las musarañas marsupiales, también llamadas comadre-
jitas trompudas (exclusivas de los Andes) y el monito del monte o colo-
colo, un pequeño animal parecido a un ratón (y que, por increíble
que parezca, llegó a Sudamérica procedente de Australia). Los anali-
zaremos más a fondo en el Encuentro 14.
Los viejos ungulados de Sudamérica están todos extintos, y es una
verdadera lástima porque eran unas criaturas asombrosas. El térmi-
no de «veteranos» que acuñó Simpson tan sólo significa que los ante-
pasados de estas especies llevan muchísimo tiempo en Sudamérica,
probablemente desde que este continente se separó de África. A raíz
de ahí evolucionaron y se diversificaron durante el mismo periodo
en el que evolucionaban y se diversificaban en el Viejo Mundo los
mamíferos que nos resultan más familiares. Muchos de ellos florecie-
ron hasta la época del Gran Intercambio Americano y, en algunos
casos, incluso después. Los litopternos no tardaron en dividirse en
criaturas semejantes al caballo y criaturas semejantes al camello que,
a juzgar por la posición de los huesos nasales, probablemente conta-

299
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 300

el cuento del antepasado

ban con una trompa como la del elefante. Los piroterios, otro grupo,
también tenían trompa y puede que fuesen similares a los elefantes
en otros aspectos. Lo que está claro es que eran enormes. Ciertos mamí-
feros sudamericanos evolucionaron hasta convertirse en animales de
gran tamaño parecidos a rinocerontes, algunos de cuyos huesos fósi-
les fueron descubiertos por primera vez por Darwin. Dentro de los noto-
ungulados había toxodontes, enormes criaturas semejantes a los rino-
cerontes, pero también otras especies de menor talla que recuerdan
a conejos y roedores.
«El Cuento del Armadillo» es la historia de Sudamérica en la era
de los mamíferos: la historia de una balsa gigantesca que, como
Madagascar, Australia e India, quedó flotando a la deriva tras la rup-
tura de Gondwana. De Madagascar ya nos hemos ocupado en «El
Cuento del Ayeaye». Australia será el tema de «El Cuento del Topo
Marsupial». India habría sido el cuarto de estos experimentos zooló-
gicos de balsas a la deriva, sólo que se desplazó hacia el norte tan
rápido que llegó a Asia relativamente pronto y su fauna se incorporó
a la asiática durante la segunda mitad de la era de los mamíferos.
África también era una isla gigantesca durante la eclosión de los mamí-
feros, aunque no tan aislada como Sudamérica, ni durante tanto tiem-
po. Sí lo bastante, sin embargo, como para que un grupo de mamífe-
ros grande y diverso siguiese su propio camino evolutivo por separado,
guardando un parentesco más estrecho entre sí que con los demás
mamíferos del planeta, aunque a simple vista nadie podría sospe-
charlo. Se trata de los Afroterios, a quienes nos disponemos a recibir
en el Encuentro 13.

300
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 301

Encuentro 13
Afroterios

Los Afroterios son los últimos mamíferos placentarios que se suman


a nuestra peregrinación. Como su nombre indica, son originarios de
África y comprenden a los elefantes, las musarañas elefante, los dugon-
gos y manatíes (también conocidos como vacas o elefantes marinos),
los damanes, los cerdos hormigueros u oricteropos, y probablemen-
te los tenrecs de Madagascar y los topos dorados del África austral.
Los próximos peregrinos con quienes nos reuniremos serán los mar-
supiales, unos parientes mucho más lejanos, así que los Afroterios
son (todos ellos por igual) nuestros parientes placentarios más dis-
tantes. El Contepasado 13 vivió hace unos 105 millones de años y
hace más o menos el número 45 millones en la lista de nuestros
tatarabuelos. Una vez más hay que decir que se parecía al Contepasado
12 y al Contepasado 11, es decir, que tenía bastante pinta de mu-
saraña.
Nunca había visto una musaraña elefante hasta que volví a Malawi,
el hermoso país, a la sazón llamado Nyasaland, en el que transcurrió
parte de mi infancia. Mi esposa y yo pasamos unos días en el parque
nacional de Mvuu, al sur del gran lago del valle del Rift que da nom-
bre al país y en cuyas arenosas riberas pasé hace mucho tiempo mis
primeras vacaciones de cubito y pala. En el parque nacional nos bene-
ficiamos del conocimiento enciclopédico en materia de animales de
nuestro guía africano, así como de su ojo de lince para divisarlos y
de las simpáticas expresiones con que dirigía nuestra atención hacia
ellos. Las musarañas elefante siempre le inspiraban el mismo chasca-

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Incorporación de los afroterios
N E K
CZ MZ
Ya incorporados

13
Damanes (Hiracoideos)
Página 302

Elefantes (Proboscídeos)
Manatíes y dugongos (Sirénidos)
12:31

Cerdos hormigueros (Tubulidentados)


26/5/08

Tenrecs y topos dorados (Afrosorícidos)


el cuento del antepasado

Musarañas elefante (Macroscélidos)


CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp

Millones de años

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afroterios

rrillo, que parecía mejorar con cada repetición: «Uno de los cinco
pequeños»1.
Las musarañas elefante, que deben su nombre a sus apéndices nasa-
les, similares a una trompa, son mayores que las musarañas europeas
y también corren más gracias a que tienen las piernas más largas, tan-
to que recuerdan a antílopes en miniatura. La más pequeña de las 15
especies también salta. Las musarañas elefante solían ser más nume-
rosas y diversas, comprendían además tanto algunas especies herbí-
voras como las insectívoras que han sobrevivido hasta nuestros días.
Las musarañas elefante tienen la prudente costumbre de dedicar tiem-
po y atención a prepararse vías de escape por las que, llegado el caso,
huir de sus depredadores. Esto suena a capacidad previsora, y en
cierto modo lo es. Pero no debería interpretarse como intención
deliberada (aunque, como siempre, tampoco cabe descartarlo). A
menudo los animales se comportan como si supiesen lo que les con-
viene en el futuro, pero debemos cuidarnos de olvidar ese «como si».
La selección natural finge muy bien la intención deliberada.
A pesar de sus encantadoras trompitas, a nadie se le ocurrió jamás
que estas musarañas pudiesen estar emparentadas con los elefantes;
siempre se dio por sentado que simplemente eran la versión africana
de las musarañas europeas. Sin embargo, unos recientes estudios mole-
culares arrojan la pasmosa conclusión de que las musarañas elefante
son parientes más cercanos de los elefantes que de las musarañas comu-

Incorporación de los afroterios. La nueva filogenia de los mamíferos placentarios


establece que la separación entre las aproximadamente 70 especies de afroterios y
todos los demás placentarios es la primera ramificación dentro del grupo. Pero el
orden de los Encuentros 12 y 13 sigue sin estar resuelto. Dentro de los Afroterios
todavía se discute el orden de ramificación de elefantes, sirénidos y damanes, la
posición de los cerdos hormigueros, y la de los tenrecs y topos dorados.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Musaraña elefante del cabo (Elephantulus


edwardii); topo dorado de Grant (Eremitalpa granti); oricteropo o cerdo hormiguero
(Orycteropus afer); manatí del Caribe (Trichechus manatus); elefante africano
(Loxodonta africana); damán del Cabo (Procavia capensis).

1. El chiste del guía es un retruécano de la expresión «los cinco grandes» con


que en la jerga cinegética se aludía a las cinco piezas más preciadas que podía depa-
rar un safari: león, leopardo, búfalo, rinoceronte y elefante. La frase ha pasado a
usarse como reclamo publicitario en los parques nacionales africanos. [N. del t.]

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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 304

el cuento del antepasado

nes, hasta el punto de que algunos prefieren llamarlas por su nom-


bre en bantú, sengi, para distanciarlas de las musarañas. Por cierto, casi
con total seguridad las «trompas» de las musarañas elefante están rela-
cionadas con ese parentesco que guardan con los elefantes. Y para ter-
minar de saltar de los cinco pequeños a los cinco grandes, pasamos a
ocuparnos ahora de los paquidermos propiamente dichos.
En la actualidad, solamente hay dos géneros de elefante, Elephas,
el elefante indio, y Loxodonta, el africano, pero en su día eran varios
los tipos de elefante, incluidos los mastodontes y los mamuts, que reco-
rrían casi todos los continentes del globo salvo Australia. A decir ver-
dad, hay incluso indicios tentadores de que también pudieron llegar
al continente australiano, ya que se han encontrado fragmentos de
fósiles de elefante en esas latitudes, pero quizá se trate de restos que
llegaron flotando desde África. Los mastodontes y los mamuts vivie-
ron en América hasta hace unos 12.000 años, fecha en que fueron
exterminados, probablemente por el pueblo Clovis. Los mamuts de-
saparecieron de Siberia en épocas tan recientes que de vez en cuan-
do todavía se les encuentra congelados bajo el permafrost y, según can-
tan los poetas, hay hasta quien los echa a la sopa:

EL MAMUT HELADO

Este bicho tan raro aún se puede hallar


bastante al norte de Siberia oriental.
Bien saben los rústicos lugareños
que sus huesos dan un caldo suculento,
aunque la cocción presenta un problemilla
(de lo más serio, perdonen que les diga):
si antes de cocerlo se pincha el pellejo,
quedará desgraciado el guiso entero,
de ahí que, dado el porte del animal,
nadie haya catado jamás el manjar.

HILLAIRE BELLOC

Como ocurre con todos los Afroterios, África es la cuna de los ele-
fantes, mastodontes y mamuts, la raíz de su evolución y el marco de

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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 305

afroterios

casi toda su diversificación. El continente africano también se ha con-


vertido en hogar de muchos otros mamíferos, como los antílopes y
las cebras, y los carnívoros que se alimentan de ellos, pero éstos son
laurasiaterios, que llegaron a África después, procedentes del gran
continente septentrional de Laurasia. Los afroterios son los vetera-
nos de África.
El orden de los elefantes se llama proboscídeos por su larga probos-
cis o trompa, que no es más que una nariz agrandada. La trompa se
usa para muchos fines, entre ellos beber, que bien pudo ser su función
original. Y es que beber, cuando se es un animal tan alto como un
elefante o una jirafa, supone un verdadero problema. Su alimento se
encuentra fundamentalmente en los árboles y tal vez sea éste uno de
los motivos por los que son tan altos. Pero el agua tiene su propio nivel,
que tiende a ser bajo y poco accesible para según qué animales. Una
posibilidad es arrodillarse para beber. Es lo que hacen los camellos.
Pero volver a incorporarse cuesta trabajo, tanto más para un elefante
o una jirafa. Ambos animales solucionan el engorro sorbiendo el agua
por medio de un largo sifón. Las jirafas sacan la cabeza por el extre-
mo del sifón, que en su caso es el cuello; por eso la cabeza de las jira-
fas ha de ser bastante pequeña. Los elefantes, en cambio, tienen la
cabeza en la base de éste (y por eso puede ser más grande y albergar
un cerebro de mayor tamaño). El sifón de los elefantes es, natural-
mente, la trompa, que les viene de perillas para muchas otras aplica-
ciones. En otro de mis libros ya cité un párrafo de Oria Douglas-
Hamilton a propósito de la trompa de elefante. Esta autora, junto
con su marido Iain, ha consagrado buena parte de su vida al estudio
y conservación de los elefantes en estado salvaje. El espantoso espec-
táculo de una matanza selectiva de elefantes en Zimbaue le llevó a
escribir estas indignadas líneas:

Miré una de las trompas desechadas y me pregunté cuántos millones de


años hicieron falta para crear semejante milagro de la evolución. Equipada
con cincuenta mil músculos y controlada por un cerebro de pareja com-
plejidad, la trompa del elefante es capaz de izar y arrastrar toneladas de
peso, pero, al mismo tiempo, puede llevar a cabo las operaciones más deli-
cadas, como desgranar una pequeña vaina y metérsela en la boca. Este
órgano tan versátil se transforma en un auténtico sifón capaz de conte-

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el cuento del antepasado

ner cuatro litros de agua para beber o rociarse por el cuerpo y puede hacer
las veces de dedo alargado, corneta y megáfono. La trompa también cum-
ple funciones sociales, tales como caricias, insinuaciones sexuales, gestos
tranquilizadores, saludos y abrazos entrelazados... Pero allí estaba, ampu-
tada, como tantas otras trompas de elefante que he visto por toda África.

Los proboscídeos también se permiten colmillos, que en realidad son


incisivos sumamente hipertrofiados. Los modernos elefantes sólo po-
seen colmillos en la mandíbula superior, pero algunos proboscídeos
extintos los tenían también en la inferior, y otros, sólo en ésta.
Deinotherium tenía unos grandes colmillos curvados hacia abajo en la
mandíbula inferior y ninguno en la superior. Amebelodeon, un miem-
bro norteamericano del gran grupo de proboscídeos primitivos llama-
dos gonfoterios, tenía colmillos iguales que los de los elefantes en la
mandíbula superior, mientras que en la inferior tenía colmillos planos
como palas que quizá usaba para excavar tubérculos. Esta conjetura,
dicho sea de paso, no está reñida con la que explica la evolución de
la trompa como sifón para evitar tener que arrodillarse para beber.
La mandíbula inferior de Amebelodeon, con sus dos palas planas en los
extremos, era tan larga que un gonfoterio podría haberla usado per-
fectamente para cavar en el suelo sin necesidad de agacharse.
En Los niños del agua, Charles Kingsley escribió que el elefante «es
primo hermano del pequeño conejo (coney) peludo de las Sagradas
Escrituras...». Según el diccionario inglés, el significado principal de
coney es conejo. La palabra aparece cuatro veces en la Biblia, dos de
ellas para explicar por qué el conejo no es kosher: «El conejo, porque
rumia pero no tiene la pezuña partida, será para vosotros inmundo».
(Levítico 11:5, y un pasaje muy parecido en Deuteronomio 14:7). Pero
Kingsley no pudo haberse referido al conejo propiamente dicho, pues-
to que acto seguido afirma que el elefante es el décimo tercer o déci-
mo cuarto primo del conejo (rabbit). Las otras dos referencias bíbli-
cas aluden a un animal que vive en las rocas: Salmos 104 («Los montes
altos son para las cabras monteses; las peñas, para las madrigueras de
los conejos») y Proverbios 30:26 («Los conejos, pueblo no poderoso,
pero tienen su casa en la roca».) En estos dos casos se acepta, por lo
general, que coney significa «damán», luego Kingsley, ese admirable
clérigo darvinista, tenía razón.

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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 307

afroterios

O, al menos, la tenía hasta que los pesados de los taxónomos moder-


nos metieron baza. Los manuales siempre han afirmado que los parien-
tes más cercanos de los elefantes dentro del reino animal son los dama-
nes, lo que concuerda con la afirmación de Kingsley. Sin embargo,
análisis recientes demuestran que también hay que incluir a los dugon-
gos y a los manatíes, que hasta serían parientes más cercanos de los
elefantes, junto con los damanes dentro de un grupo hermano. Los
dugongos y los manatíes son mamíferos exclusivamente acuáticos que
jamás pisan tierra firme ni siquiera para procrear, y parece ser que está-
bamos tan equivocados con ellos como con los hipopótamos y las balle-
nas. Los mamíferos exclusivamente acuáticos no sufren las restriccio-
nes de la gravedad terrestre y pueden evolucionar con rapidez en su
propia y singular dirección; los damanes y los elefantes, al quedarse
en tierra firme, se han mantenido más parecidos unos a otros, como
les pasó a los hipopótamos y cerdos. Visto a posteriori, la nariz ligera-
mente parecida a una trompa y esos ojillos en mitad de la cara arru-
gada de los dugongos y los manatíes pueden parecer elefantinos, pero
lo más probable es que sea pura coincidencia.
Los dugongos y los manatíes pertenecen al orden de los Sirénidos.
El nombre procede de su supuesta semejanza con las míticas sirenas,
aunque, la verdad sea dicha, no es un parecido muy convincente. Puede
que alguien viese similitudes entre su estilo natatorio, lento y desidio-
so, y el de las sirenas, además de que amamantan a sus crías con un
par de pechos situados bajo las aletas, pero me temo que los primeros
marinos que repararon en la semejanza debían de llevar mucho tiem-
po en alta mar. Los sirénidos son, junto con las ballenas, los únicos mamí-
feros que jamás pisan tierra firme. Una especie, el manatí del Amazonas,
vive en agua dulce; las otras dos especies también habitan en el mar.
Los dugongos son estrictamente marinos, y las cuatro especies están
amenazadas de extinción. La historia de la quinta especie, la enorme
vaca marina de Steller, que vivía en el estrecho de Bering y pesaba más
de cinco toneladas, es realmente trágica: en 1768, apenas 27 años des-
pués de haber sido descubierta por la malhadada tripulación del capi-
tán Vitus Bering, se extinguió como resultado de la caza masiva de la
que fue objeto, lo que demuestra lo vulnerables que son los sirénidos.
Como en las ballenas y los delfines, las extremidades anteriores
de los sirénidos se han convertido en aletas y las posteriores ni siquie-

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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 308

el cuento del antepasado

ra existen. También se les llama vacas marinas, pero ni están relacio-


nados con las vacas ni son rumiantes. Su dieta vegetariana requiere un
intestino largísimo y un balance energético bajo. Las veloces piruetas
acuáticas del carnívoro delfín ofrecen un contraste espectacular con
la deriva perezosa del vegetariano dugongo: es como comparar un
misil con un dirigible.
También hay afroterios pequeños. Los topos dorados y los tenrecs
parecen estar relacionados entre sí, y la mayoría de los taxónomos
modernos los encuadran entre los afroterios. Los topos dorados viven
en el África austral, donde desarrollan la misma actividad que los topos
eurasiáticos y lo hacen de maravilla, nadando por la arena como si fue-
se agua. Los tenrecs viven fundamentalmente en Madagascar. En Áfri-
ca occidental hay unas musarañas nutria semiacuáticas que en realidad
son tenrecs. Como vimos en «El Cuento del Ayeaye», hay tenrecs mal-
gaches que parecen musarañas y otros que parecen erizos, además
de una especie acuática que probablemente regresó al agua por sepa-
rado, con independencia de las especies africanas.

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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 309

Encuentro 14
Marsupiales

Hénos aquí, hace 140 millones de años, en los inicios del Cretácico,
la época en que el Contepasado 14, nuestro antepasado número 80
millones, vivió a la sombra de los dinosaurios. Como veremos en «El
Cuento del Ave Elefante», Sudamérica, la Antártida, Australia, África
e India, que habían formado parte del gran supercontinente austral
de Gondwana, habían empezado a separarse (en la página 387 hay
un mapa que corresponde aproximadamente a este periodo) y los
consiguientes cambios climáticos habían sumido al mundo en un bre-
ve periodo frío (breve en términos geológicos) durante el que la nie-
ve y el hielo cubrían los polos durante los meses de invierno. Apenas
crecían unas pocas plantas angiospermas en los bosques templados de
coníferas y en las praderas de helechos que cubrían las regiones sep-
tentrional y meridional del globo, y, por consiguiente, existían muy
pocos de los insectos polinizadores que conocemos en la actualidad.
Es en este mundo donde el enorme contingente de peregrinos que
constituyen los mamíferos placentarios (caballos y gatos, perezosos y
ballenas, murciélagos y armadillos, camellos y hienas, rinocerontes y
dugongos, ratones y hombres, representados todos ellos por un peque-
ño insectívoro) se reúne con el otro gran grupo de mamíferos, los mar-
supiales.
Marsupium significa «bolsa» en latín. Es un término técnico que los
anatomistas usan para designar cualquier bolsa orgánica, como, por
ejemplo, el escroto humano; pero las bolsas más famosas del reino ani-
mal son aquéllas donde los canguros y otros marsupiales transportan

309
Incorporación de los marsupiales
N E K J
CZ MZ
Ya incorporados

14
Zarigüeyas americanas (Didelfimorfos)
Página 310

Musarañas marsupiales o comadrejitas trompudas (Paucituberculados)


Bandicuts y bilbíes (Peramelimorfos)
12:31

Topo marsupial (Notorictemorfos)


26/5/08

Demonio de Tasmania, numbat, etc. (Dasiuromorfos)


el cuento del antepasado

Monitos del monte o colocolos (Microbioterios)


CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp

Millones de años
Wombats, canguros, falangeros, koalas, etc. (Diprotodontes)

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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 311

marsupiales

a sus crías. Los marsupiales recién nacidos no son más que minúscu-
los embriones que a duras penas sobreviven arrastrándose por el bos-
que de pelos de su madre hasta introducirse en el marsupio, donde
se aferran a una mama y se ponen a chupar.
El otro gran grupo de mamíferos es el de los placentarios, así lla-
mados porque nutren a sus embriones mediante varios tipos de pla-
centa, un órgano de gran tamaño a través del cual miles de vasos capi-
lares fetales entran en contacto con miles de vasos capilares maternos.
Este excelente sistema de intercambio (que sirve tanto para nutrir el
feto como para eliminar los productos de desecho) permite que el feto
pueda nacer en un estadio muy avanzado de su desarrollo. De ese modo,
puede gozar de la protección del cuerpo materno hasta que, por ejem-
plo en el caso de los herbívoros ungulados, es capaz de seguir por su
propio pie el ritmo de la manada e incluso huir de los depredadores.
Los marsupiales hacen lo mismo de forma diferente. El marsupio es
como un útero externo y la enorme mama a la que la cría se queda
adherida como si fuese un apéndice semi-permanente equivale en cier-
to modo a un cordón umbilical. Posteriormente, la cría de canguro
se despega del pezón y, al igual que un bebé placentario, pasa a mamar
sólo de vez en cuando. Finalmente, sale del marsupio como si nacie-
se por segunda vez y se limita a usarlo, cada vez con menor frecuen-
cia, como refugio temporal. El marsupio de los canguros se abre por
delante, mientras que muchos otros se abren por detrás.
Los marsupiales, como hemos visto, son uno de los dos grandes
grupos en que se dividen los mamíferos modernos. Normalmente los

Incorporación de los marsupiales. Se distinguen tres grandes líneas ancestrales de


mamíferos en función de sus métodos reproductivos, a saber: mamíferos ovíparos
(monotremas), mamíferos marsupiales y mamíferos placentarios (incluidos los
humanos). Los estudios morfológicos y la mayoría de los genéticos coinciden en
agrupar juntos a los marsupiales y a los placentarios, lo que hace del Encuentro 14,
el punto en el que las aproximadamente 270 especies de marsupiales divergen de
las cerca de 4.500 especies de mamíferos placentarios. En general, se acepta que los
marsupiales se dividen en los siete órdenes aquí representados, aunque las
relaciones entre ellos no están claramente definidas; en particular, la posición del
colocolo o monito del monte sudamericano plantea notables problemas.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: canguro rojo (Macropus rufus); Tasmanian


devil (Sarcophilus harrisii); topo marsupial (Notoryctes typhlops); bandicut orejudo
(Macrotis lagotis); zarigüeya de Virginia (Didelphis virginiana).

311
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 312

el cuento del antepasado

asociamos con Australia, en la que, desde un punto de vista faunísti-


co, hay sobrados motivos para incluir a la isla de Nueva Guinea. Es una
lástima que no exista una palabra de uso generalizado para designar
conjuntamente a estas dos masas terrestres. Ni «Meganesia» ni «Sahul»
son lo bastante eficaces o significativas. Australasia no sirve porque
incluye a Nueva Zelanda, que zoológicamente tiene poco en común
con Australia y Nueva Guinea. A los efectos de este libro, he acuñado
el término «Australinea».1 Un animal australineano puede provenir
de Australia, Tasmania o Nueva Guinea, pero no de Nueva Zelanda.
Desde el punto de vista zoológico, aunque no humano, Nueva Guinea
es como una sucursal tropical de Australia, y los mamíferos de ambas
regiones son en su mayoría marsupiales. Como vimos en «El Cuento
del Armadillo», los marsupiales tienen a sus espaldas una larga histo-
ria de asociación con Sudamérica, continente en el que aún están
representadas por algunas docenas de especies de zarigüeyas.
Aunque casi todos los marsupiales americanos actuales son zarigüe-
yas, no siempre fue así. A juzgar por los fósiles, la mayor diversidad de
marsupiales se dio en Sudamérica. En Norteamérica se han encontra-
do fósiles de marsupial anteriores, pero el más antiguo de todos pro-
cede de China. En Laurasia se extinguieron pero sobrevivieron en
dos de los principales fragmentos de Gondwana: Sudamérica y Austra-
linea. Y en ésta última se da actualmente la mayor diversidad marsu-
pial. Según sostienen casi todos los expertos, los marsupiales llegaron
a Australinea desde Sudamérica a través de la Antártida. Los fósiles mar-
supiales descubiertos en la Antártida no son en sí antepasados verosí-
miles de las especies australineanas, pero tal vez sea porque en la
Antártica, en general, se han descubierto poquísimos fósiles.
Durante buena parte de su historia desde que se separó de Gond-
wana, Australinea no albergó ningún mamífero placentario. No es
improbable que todos los marsupiales australianos procedan de un

1. La fauna australineana se extiende un poco más allá de Nueva Guinea en


dirección a Asia. La línea Wallace, así denominada en honor de Alfred Russel Wallace,
el ilustre naturalista que formuló la idea de la selección natural al mismo tiempo que
Darwin, separa la fauna predominantemente australiana de la asiática. Por extraño
que parezca, la línea pasa entre Bali y Lombok, dos pequeñas islas del archipiélago
indonesio separadas por un angosto (aunque profundo) estrecho. Más al norte, la
línea Wallace separa las islas de Sulawesi y Borneo, éstas ya más grandes.

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marsupiales

único animal fundador, tipo zarigüeya, que llegara desde Sudamérica


vía la Antártida. No sabemos exactamente cuándo llegó, pero no pudo
haber sido mucho después de hace 55 millones de años, que es más
o menos la época en que Australia (más concretamente Tasmania) se
alejó lo bastante de la Antártida como para resultar inaccesible a los
mamíferos que se desplazaban de isla en isla. Pero pudo haber sido
mucho antes, dependiendo de lo inhóspita que fuese la Antártida
para los mamíferos. Las zarigüeyas americanas u opossums no están
más emparentadas con los animales que los australianos llaman pos-
sums (falangeros) que con cualquier otro marsupial australiano. Otros
marsupiales americanos, en su mayoría fósiles, son parientes más leja-
nos. Casi todas las ramas principales del árbol filogenético de los mar-
supiales tienen un origen americano y emigraron a Australia, no al
revés. Pero la rama australineana de la familia se diversificó extraor-
dinariamente cuando la región se quedó aislada. Este aislamiento
concluyó hace unos 15 millones de años, cuando Australinea (en con-
creto, Nueva Guinea) se acercó a Asia lo bastante como para permi-
tir la llegada de murciélagos y de roedores (que presumiblemente lle-
garon desplazándose de isla en isla). Después, en fechas mucho más
recientes, llegaron los dingos (cabe suponer que a bordo de canoas
de comerciantes) y, por último, una gran cantidad de otros anima-
les, como conejos, dromedarios y caballos, introducidos por inmi-
grantes europeos. La importación más grotesca de todas fue la de
los zorros, que se introdujeron con el exclusivo fin de poder cazar-
los (para que luego digan que esta modalidad cinegética sirve como
control de plagas).
Junto con los monotremas, que se nos unirán en el próximo encuen-
tro, los marsupiales australianos, en pleno proceso evolutivo, se vie-
ron arrastrados al aislamiento en el Pacífico Sur a bordo de la balsa
gigantesca en que se convirtió Australia. Allí, durante los siguientes 40
millones de años, los marsupiales (y los monotremas) dispusieron de
todo el territorio para su exclusivo uso y disfrute. Si al comienzo hubo
otros mamíferos2, se extinguieron enseguida. El hueco que los dino-

2. Se ha encontrado un par de dientes que al parecer pertenecen a un condilar-


tro (un mamífero placentario extinguido), pero nada posterior a hace 55 millones
de años.

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el cuento del antepasado

saurios dejaron vacante estaba esperando ser llenado, tanto en Australia


como en el resto del mundo. Desde nuestro punto de vista, lo fasci-
nante de Australia es que pasase tanto tiempo aislada y tuviese una
población fundadora tan reducida de mamíferos marsupiales, puede
incluso que compuesta por una sola especie.
¿Y los resultados? Pues deslumbrantes. De las aproximadamente
270 especies de marsupiales que hoy viven en el mundo, tres cuartas
partes son australineanas (las demás son todas americanas, principal-
mente zarigüeyas, más alguna que otra especie como el enigmático
Dromiciops, el monito del monte o colocolo). Esas 200 especies austra-
lineanas (especie arriba, especie abajo, según seamos generalistas o espe-
cifistas3) se han ramificado para llenar toda la gama de nichos que ante-
riormente ocupaban los dinosaurios y que otros mamíferos ocupan
en el resto del mundo. «El Cuento del Topo Marsupial» repasa siste-
máticamente algunos de estos nichos.

EL CUENTO DEL TOPO MARSUPIAL

Es perfectamente posible ganarse la vida bajo tierra, como bien sabe-


mos en Eurasia y Norteamérica gracias a los topos (de la familia de los
Tálpidos). Los topos son excavadores profesionales: tienen patas que
parecen palas y ojos prácticamente ciegos, ya que, aunque no lo fue-
sen, de nada les servirían bajo tierra. En África, el nicho ecológico de
los topos lo ocupan los llamados topos dorados (de la familia de los
Crisoclóridos), unos animales de aspecto muy similar al de los topos
euroasiáticos y a los que durante años se ha venido encuadrando en el
mismo orden: el de los Insectívoros. En Australia, como era de prever,
el nicho lo ocupa un marsupial, Notoryctes, el topo marsupial4.

3. Estas dos palabras, que más o menos hablan por sí solas, se han convertido en
términos cuasitécnicos para designar, respectivamente, a los taxónomos que generali-
zan colocando a los animales (o plantas) en pocos grupos de gran tamaño y a los que
especifican dividiéndolos en multitud de grupos pequeños. Los especifistas gustan de
acuñar un sinfín de nombres, y, en los casos más extremos, cuando se trata de fósiles,
prácticamente elevan cada espécimen que se descubre a la categoría de especie.
4. Parece ser que Necrolestes, un marsupial sudamericano del Mioceno, también
era un topo. Su nombre latino, muy poco apropiado, significa «ladrón de tumbas».

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marsupiales

Los topos marsupiales se parecen a los topos verdaderos (tálpidos)


y a los dorados, se alimentan de gusanos y larvas de insectos como los
topos verdaderos y los dorados, y excavan como los topos verdaderos
y, sobre todo, como los dorados. Los topos verdaderos, cuando exca-
van en busca de alimento, dejan tras de sí un túnel vacío. Los topos
dorados, al menos los que viven en el desierto, bucean por la arena,
que se va hundiendo a sus espaldas, y lo mismo hacen los topos mar-
supiales. La evolución ha transformado en palas los cinco dedos de
las manos de los tálpidos. Los topos marsupiales y los dorados usan
dos garras (o en el caso de algunos topos dorados, tres). Los tálpidos
y los marsupiales tienen la cola corta; los dorados, completamente invi-
sible. Las tres especies son ciegas y no tienen orejas visibles. Los topos
marsupiales tienen una bolsa (eso es precisamente lo que significa
ser marsupial) en cuyo interior alojan a las crías, que nacen prematu-
ramente (en comparación con los mamíferos placentarios).
Las semejanzas de estos tres topos son convergentes, esto es, fruto
de una evolución por separado, desde puntos de partida diferentes,
a partir de antepasados que no eran excavadores. Y se trata de una
convergencia triple. Aunque los topos dorados y los euroasiáticos están
más relacionados entre sí que con los topos marsupiales, su antepasa-
do común a buen seguro no era un excavador especializado. Si los tres
se parecen, es porque los tres excavan. A propósito, estamos tan acos-
tumbrados a la idea de que los mamíferos ocuparon el hueco de los
dinosaurios que sorprende que aún no se haya encontrado ningún
«dinosaurio-topo». Se han descrito fósiles de madrigueras y de órga-
nos adaptados a la excavación en los «reptiles mamiferoides» que pre-
cedieron a los dinosaurios, pero no se ha hallado ningún testimonio
convincente en los dinosaurios propiamente dichos.
Australinea es el hogar no sólo de los topos marsupiales, sino de
un espectacular elenco de marsupiales, cada uno de los cuales des-
empeña más o menos el mismo papel que un mamífero placentario
en otro continente. Hay ratones marsupiales (aunque sería mejor lla-
marlos musarañas marsupiales, pues se alimentan de insectos), gatos
marsupiales, perros marsupiales, ardillas voladoras marsupiales, y toda
una galería de homólogos de los animales conocidos en el resto del
mundo. En algunos casos la semejanza resulta increíble. Las ardillas
voladoras de los bosques americanos, como Glaucomys volans, tienen

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el cuento del antepasado

el mismo aspecto y comportamiento que ciertos habitantes de los


bosques de eucaliptos australianos como el petauro del azúcar (Petaurus
breviceps) o el petauro de la caoba (Petaurus gracilis). A éstos también
se los conoce como falangeros voladores, aunque en puridad no sean
miembros de la familia de los Falangéridos (cuscuses y falangeros
auténticos). Las ardillas voladoras americanas son ardillas verdaderas,
parientes de nuestras ardillas comunes. En África, cosa interesante,
el oficio de ardilla voladora lo ejercen las llamadas ardillas de cola esca-
mosa o anomaluros, que, si bien son roedores, no son verdaderas ardi-
llas. Los marsupiales australianos también han producido tres linajes
de planeadores que desarrollaron el vuelo planeado de manera inde-
pendiente. Volviendo a los planeadores placentarios, en el Encuentro
9 ya nos reunimos con los misteriosos caguanes o lémures voladores,
que se diferencian de las ardillas voladoras y de los planeadores mar-
supiales en que su membrana de planeo, el llamado patagio, tam-
bién abarca la cola además de las cuatro extremidades.
Thylacinus, el lobo de Tasmania, es uno de los ejemplos más famo-
sos de evolución convergente. A veces se le llama tigre de Tasmania
debido a su lomo rayado, pero es un nombre poco feliz, porque eran
mucho más parecidos a un lobo o a un perro. En su día se extendían
por toda Australia y Nueva Guinea, y en Tasmania sobrevivieron has-
ta nuestros días. Hasta 1909 se pagaba una recompensa por su captu-
ra; en 1930 se cazó el último espécimen en estado salvaje y en 1936
murió en el zoológico de Hobart (Tasmania) el último ejemplar en
cautividad. Casi todos los museos cuentan con un tilacino disecado.
Se distinguen bien de un perro normal gracias a las rayas del lomo,
pero identificar el esqueleto ya es otro cantar. En el examen final de
zoología, en Oxford, los estudiantes de mi generación teníamos que
identificar 100 ejemplares de animales. Enseguida se difundió el rumor
de que, si alguna vez nos daban un cráneo de perro, lo mejor era defi-
nirlo como tilacino, pues algo tan obvio como un cráneo de perro por
fuerza tenía que ser una trampa. Hasta que un año los examinado-
res, dicho sea en su honor, se marcaron un farol y pusieron un verda-
dero cráneo de perro. Por si el lector estuviese interesado, la manera
más fácil de diferenciarlos es comprobando si tienen dos llamativas
cavidades en el paladar, un rasgo característico de los marsupiales. Los
dingos, naturalmente, no son marsupiales, sino auténticos cánidos,

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marsupiales

probablemente introducidos por los aborígenes. Puede incluso que


una de las causas de la extinción de los tilacinos en Australia fuese la
competencia que les supuso la llegada de los dingos. Éstos nunca lle-
garon a Tasmania; quizá por eso los tilacinos sobrevivieron en esta
isla hasta que los colonos europeos provocaron su extinción. Sin embar-
go, el registro fósil demuestra que en Australia hubo otras especies
de tilacino que se extinguieron demasiado rápido como para que se
pueda culpar de ello a los seres humanos o a los dingos.
El experimento natural de los mamíferos alternativos de Australinea
suele demostrarse con una serie de ilustraciones, cada una de las cua-
les empareja a un marsupial australineano con su homólogo placen-
tario. Pero no todos los homólogos se parecen. Por ejemplo, no hay
ningún equivalente placentario del falangero de la miel. Más fácil resul-
ta entender que no haya un equivalente marsupial de las ballenas: al
margen de la dificultad que supondría manejar un marsupio bajo el
agua, las ballenas marsupiales nunca habrían experimentado el aisla-
miento que propició la evolución independiente de los marsupiales
australianos. Un razonamiento análogo explicaría por qué no hay mur-
ciélagos marsupiales. Y, aunque podríamos definir a los canguros como
el equivalente australineano de los antílopes, lo cierto es que no se
parecen en nada, por cuanto su estructura corporal se basa casi por
entero en sus insólitos andares saltarines, a su vez basados en las patas
posteriores y en esa enorme cola que les sirve de contrapeso. Bien es
verdad que las 68 especies de canguros y ualabíes coinciden con las 72
de antílopes y gacelas en régimen alimenticio y forma de vida, pero
la correspondencia no es perfecta. Algunos canguros comen insectos
cuando se les presenta la ocasión, y los fósiles nos informan de un enor-
me canguro carnívoro que debía de ser terrorífico.
Fuera de Australia hay mamíferos placentarios que saltan como los
canguros, pero la mayoría son pequeños roedores, como las ratas can-
guro. La liebre saltadora africana también es un roedor, no una lie-
bre auténtica, y es el único mamífero placentario que ciertamente
podría llegar a confundirse con un canguro (o mejor dicho, con un
pequeño ualabí). De hecho, mi colega Stephen Cobb cuenta que, cuan-
do daba clases en la universidad de Nairobi, le hacía mucha gracia la
vehemencia con que sus alumnos le llevaban la contraria cada vez que
les decía que los canguros sólo vivían en Australia y Nueva Guinea.

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el cuento del antepasado

Las enseñanzas del Cuento del Topo Marsupial a propósito de la


importancia de la convergencia en evolución (de la verdadera conver-
gencia hacia delante, no de la coalescencia hacia atrás que constitu-
ye la metáfora central de este libro) volverán a merecer nuestra aten-
ción en el último capítulo, titulado «El Retorno del Anfitrión».

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Encuentro 15
Monotremas

El Encuentro 15 tiene lugar hace unos 180 millones de años en el mun-


do, mitad monzónico mitad árido, del Jurásico inferior. El continen-
te austral de Gondwana todavía estaba conectado con el gran conti-
nente boreal de Laurasia: la primera vez, en nuestro viaje hacia el
pasado, que nos encontramos todas las grandes masas continentales
unidas en un supercontinente llamado Pangea. La posterior fragmen-
tación de Pangea tendría consecuencias trascendentales para los des-
cendientes del Contepasado 15, que tal vez fue nuestro tatarabuelo
número 120 millones. Este encuentro es bastante unilateral, puesto
que los nuevos peregrinos que se suman a todos los demás mamífe-
ros representan únicamente tres géneros: Ornithorhynchus anatinus,
el ornitorrinco, que vive en Australia oriental y Tasmania; Tachyglossus
aculeatus, el equidna común, que vive en toda Australia y Nueva Guinea,
y Zaglossus, el zagloso, que sólo vive las montañas de Nueva Guinea1.
El nombre colectivo de los tres géneros es monotremas.
En varios cuentos de este libro he desarrollado la idea de que algu-
nos continentes-isla son la cuna de importantes grupos animales: Áfri-
ca de los afroterios, Laurasia de los laurasiaterios, Sudamérica de los
desdentados, Madagascar de los lémures y Australia de la mayoría de
los marsupiales modernos. Sin embargo, cada vez se juzga más proba-

1. Se han identificado tres especies de Zaglossus, una de ellas llamada Zaglossus


attenboroughi, en honor del célebre naturalista inglés David Attenborough, de lo cual
me alegro muchísimo.

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el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los monotremas


Ornitorrincos (Ornitorrínquidos)

Equidnas (Taquiglósidos)

Ya incorporados

N
CZ
E

50

100
Incorporación de los
K

monotremas. Todos los mamíferos


actuales, menos de 5.000 especies
en total, tienen pelo y amamantan
a sus crías. Los que hemos visto
hasta ahora –placentarios y
MZ

marsupiales– surgen en el
hemisferio boreal durante el
periodo Jurásico. Las cinco
especies de monotremas son los
150
únicos supervivientes del
variopinto linaje de mamíferos
australes que siguieron siendo
ovíparos.
J

Ilustraciones, de izquierda a
derecha: ornitorrinco
180 15 (Ornithorhynchus anatinus);
equidna común (Tachyglossus
aculeatus).

320
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monotremas

ble que la separación de los mamíferos sea muy anterior a la forma-


ción de esos continentes insulares. Según una teoría autorizada, mucho
antes de la extinción de los dinosaurios, los mamíferos se dividieron
en dos grupos principales: australosfénidos y boreosfénidos. Insisto en
que «australo» no significa australiano, sino meridional, y «boreo» sig-
nifica septentrional (de ahí el término «aurora boreal»). Los austra-
losfénidos eran los mamíferos primitivos que evolucionaron en el gran
continente austral de Gondwana, y los boreosfénidos, los que evolu-
cionaron en el continente septentrional de Laurasia, en una especie de
encarnación previa, muy anterior a la evolución de los laurasiaterios
que hoy conocemos. Los monotremas son los únicos representantes
actuales de los australosfénidos. Todos los demás mamíferos, los terios,
incluidos los marsupiales que hoy asociamos con Australia, descien-
den de los boreosfénidos. Los terios, que con el tiempo asociaríamos
con el hemisferio sur y con la fragmentación de Gondwana (por ejem-
plo, los afroterios de África y los marsupiales de Sudamérica y Australia)
eran boreosfénidos que migraron al sur y se asentaron en Gondwana
mucho después de haber surgido en el norte.
Centrémonos ahora en los monotremas propiamente dichos. Los
equidnas viven en tierra firme y se alimentan de hormigas y termitas.
El ornitorrinco vive la mayor parte del tiempo en el agua, y se ali-
menta de pequeños invertebrados que encuentra en el fango. Tiene
un «pico» que, verdaderamente, parece de pato, mientras que el de
los equidnas tiene una forma más tubular. A propósito, los estudios
moleculares indican que el contepasado de equidnas y ornitorrincos
vivió hace menos tiempo que Obdurodon, un ornitorrinco fósil con el
mismo aspecto y los mismos hábitos que el ornitorrinco actual, pero
con un pico provisto de dientes. Esto significa que los equidnas son
ornitorrincos modificados que en los últimos 20 millones de años salie-
ron del agua, perdieron las membranas interdigitales, estrecharon el
pico de pato hasta convertirlo en el tubo sonda de los mirmicófagos
y desarrollaron púas protectoras.
Los monotremas deben su nombre al rasgo que tienen en común
con aves y reptiles. Monotrema en griego significa «un solo agujero».
Como ocurre con reptiles y aves, el ano, el tracto urinario y el tracto
reproductor desembocan en una sola apertura común: la cloaca. Aún
más reptiliano es el hecho de que lo que sale de la cloaca no sean

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el cuento del antepasado

crías, sino huevos. Y no me refiero a huevos microscópicos como los


de todos los demás mamíferos, sino a huevos de dos centímetros con
una cáscara dura y áspera de color blanco que contiene el suficiente
nutrimento para alimentar a la cría hasta que ésta se encuentra en
condiciones de salir del cascarón, operación que también realiza al
estilo de reptiles o aves, esto es, sirviéndose de una protuberancia en
el extremo del pico.
Los monotremas presentan otros rasgos típicamente reptilianos,
como el hueso interclavicular cerca del hombro, propio de los repti-
les, pero no de los mamíferos terios. Por otra parte, el esqueleto de
los monotremas presenta unas cuantas características habituales entre
los mamíferos. La mandíbula inferior consiste en un único hueso, el
dentario. Las mandíbulas inferiores de los reptiles tienen tres huesos
más, alrededor de la articulación con el cráneo. En el curso de la
evolución de los mamíferos, estos tres huesecillos se desplazaron hacia
el oído medio: son los llamados martillo, yunque y estribo, cuya función
es transmitir los sonidos desde el tímpano hasta el oído interno median-
te un ingenioso mecanismo que los físicos denominan adaptación de
impedancias. En este sentido, los monotremas son mamíferos de pura
cepa. Sin embargo, el oído interno en sí, es más reptiliano o aviario,
puesto que la cóclea, esto es, el canal del oído interno que capta los
distintos tonos sonoros, es casi recto, mientras que en todos los demás
mamíferos tiene forma de espiral, de ahí que también se le conozca
como caracol.
Los monotremas vuelven a coincidir con los mamíferos en que
segregan leche para amamantar a las crías, y la leche es, por antono-
masia, el sello distintivo de los mamíferos. No obstante, vuelven a intro-
ducir una nota discordante, ya que las hembras carecen de pezones:
la leche sale de unos poros distribuidos por una amplia zona de la
epidermis ventral, de donde la cría, agarrada a los pelos de la madre,
la succiona. Es probable que nuestros antepasados hiciesen lo mis-
mo. Las extremidades de los monotremas están un poco más separa-
das que las de los mamíferos normales, rasgo que se refleja en el extra-
ño contoneo de los equidnas, que, sin llegar a ser exactamente
reptiliano, tampoco es del todo mamífero. Esa peculiar forma de des-
plazarse refuerza aún más la impresión de que los monotremas son
una especie de eslabón intermedio entre los reptiles y los mamíferos.

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monotremas

¿Eran así nuestros antepasados? Henkelotherium, un eupantoterio dibujado por Ele


Gröning. (La forma de las hojas es la de los ginkgos actuales pero un ginkgo del
Jurásico habría tenido hojas con las nervaduras más finas.)

¿Qué aspecto tenía el Contepasado 15? Naturalmente, no hay moti-


vo para pensar que se pareciese a un equidna ni a un ornitorrinco. Al
fin y al cabo, era tan antepasado nuestro como suyo, y desde enton-
ces todos hemos dispuesto de mucho tiempo para evolucionar. Los
fósiles de esa fase concreta del Jurásico pertenecen a varios tipos de
animalillo con forma de musaraña o de roedor, como Morganucodon,
y el gran grupo de los multituberculados. La simpática ilustración supe-
rior representa a un eupantoterio, otro de estos mamíferos primitivos,
subido a un ginkgo.

EL CUENTO DEL ORNITORRINCO

Uno de los primeros nombres latinos del ornitorrinco fue Ornithorhynchus


paradoxus. Cuando se descubrió, parecía tan extraño que en el museo
que recibió uno de los primeros especimenes se pensaron que se trata-
ba de una broma: un pastiche de trozos de mamífero y trozos de ave.
Otros se preguntaron si Dios estaba de mal humor cuando creó al orni-
torrinco: quizá se encontró unos cuantos restos tirados por el suelo del

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el cuento del antepasado

taller y decidió unirlos en lugar de tirarlos a la basura. Más insidiosos


(porque no lo dicen en broma) son los zoólogos que desprecian a los
monotremas tachándolos de primitivos, como si ser primitivo fuese una
verdadera forma de vida. La finalidad de «El Cuento del Ornitorrinco»
es precisamente poner en tela de juicio esta concepción.
Desde el Contepasado 15 los ornitorrincos han dispuesto exacta-
mente del mismo tiempo para evolucionar que los demás mamífe-
ros. No existe ningún motivo para que uno de los dos grupos tenga
que ser más primitivo que el otro (recordemos que primitivo signifi-
ca, en rigor, «parecido al antepasado»). En algunos aspectos, los mono-
tremas podrían ser más primitivos que nosotros; por ejemplo, en el
hecho de ser ovíparos, pero el primitivismo de ciertos aspectos no
implica el primitivismo del conjunto. No existe ninguna esencia de
antigüedad que corra por las venas e impregne los huesos. Un hueso
primitivo es aquél que no ha cambiado desde hace mucho tiempo. No
hay ninguna regla que dicte que los huesos adyacentes también ten-
gan que ser primitivos (al menos hasta que se demuestre lo contra-
rio). Nada ilustra mejor esta idea que el pico del propio ornitorrin-
co, un órgano que ha evolucionado sobremanera, por más que otras
partes del animal no lo hayan hecho.
El pico del ornitorrinco resulta cómico; primero, porque, al ser tan
grande, su parecido con el de un pato se torna aún más absurdo, y
segundo, porque los picos de pato ya son de por sí irrisorios, quizá por
culpa del pato Donald. Pero es injusto reírse de un aparato tan incre-
íble. Si queremos seguir viéndolo como un injerto extraño, olvidé-
monos de los patos y establezcamos una comparación más atinada con
el enorme morro que llevan acoplados los Nimrod, unos aviones de
patrulla antisubmarinos. El equivalente estadounidense es el AWACS2,
más conocido pero menos apropiado como término de la compara-
ción, toda vez que el «injerto» del AWACS es en la parte superior del
fuselaje y no en la punta como si fuese un pico.
El quid de la cuestión es que, a diferencia del pico de los patos, el
del ornitorrinco no es simplemente un par de mandíbulas para cha-

2. Acrónimo de Airborne Warning and Control System («Sistema de control y alerta


aéreo»), un sistema de vigilancia electrónica por radar que llevan instalado ciertos avio-
nes. (N. del t.)

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monotremas

potear y comer. Bueno, eso también, aunque no es córneo como el


de los patos, sino gomoso. Lo verdaderamente interesante es que el
pico del ornitorrinco es un dispositivo de reconocimiento AWACS. Los
ornitorrincos cazan crustáceos, larvas de insectos y otras pequeñas cria-
turas que viven en el fondo cenagoso de los arroyos. En ese entorno
los ojos no sirven de mucha ayuda; de hecho, los ornitorrincos los
llevan cerrados mientras cazan. Y no sólo eso, sino que también cie-
rran las fosas nasales y los oídos. Ni ven, ni oyen, ni huelen a las pre-
sas... pero se dan mucha maña para encontrarlas: en un solo día cap-
turan el equivalente a la mitad de su propio peso.
Si el lector fuese un detective escéptico y tuviese que investigar a
alguien que afirma poseer un sexto sentido, ¿qué haría? Le vendaría
los ojos, le taparía los oídos y la nariz, y lo sometería a alguna prueba
de percepción sensorial. Los ornitorrincos se toman la molestia de rea-
lizar el experimento por el lector. Desactivan tres sentidos que para
nosotros son importantes (y puede que para ellos, en tierra, tam-
bién) y concentran toda la atención en algún otro sentido. La pista
nos la da un último rasgo de su conducta cazadora: cuando nadan,
mueven el pico de un lado a otro. El pico parece una antena de radar
barriendo el terreno.
Una de las primeras descripciones del ornitorrinco, el artículo que
Sir Everard Home escribió en 1802 para Philosophical Transactions of the
Royal Society, resultó ser clarividente. Sir Everard reparó en que la rama
del nervio trigémino que inerva la cara es

extraordinariamente grande. Esta circunstancia nos lleva a colegir que la


sensibilidad de las diversas partes del pico debe ser notable y que, por con-
siguiente, este órgano cumple la función de una mano y es capaz de suti-
les discernimientos táctiles.

Sir Everard desconocía la verdad del asunto, pero lo verdaderamente


revelador es la referencia a la mano. El ilustre neurólogo canadiense
Wilder Penfield publicó en su día un famoso mapa cerebral acompa-
ñado de un diagrama que mostraba las proporciones que el cerebro
humano asignaba a cada parte del cuerpo. He aquí el mapa de la zona
cortical encargada de controlar los músculos de las diversas partes
del cuerpo. Penfield dibujó un mapa parecido de las partes del cere-

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el cuento del antepasado

hombro
tronco
cadera s os s de

ca
codo
rodil tobi edo

muñe

no
ma
la ll

co ula e
u
a n ñi q
ra r
n
d


ce

e
di ar

m
ín pulg o
ell a
cu cej

lo
s
s

pi
ado

es
ápr
yp jas
lares ore
ocu
bos
glo labio
s

n ió
man
d
de leng ibula

Vocalizac
glu ua
ció
n

ón
Sa ción
aci
liv
a
tic
as
M

Mapa cerebral de Penfield. Adaptado del original de Penfield y Rasmussen [222].

bro relacionadas con el sentido del tacto. Lo sorprendente de ambos


mapas es la enorme preeminencia de la mano. La cara también des-
taca lo suyo, sobre todo las partes que controlan el movimiento de las
mandíbulas al hablar y masticar. Pero lo que realmente llama la aten-
ción del homúnculo de Penfield es la mano.
¿Adónde llevan todas estas consideraciones? «El Cuento del
Ornitorrinco» debe mucho al eminente neurobiólogo australiano Jack
Pettigrew y a sus colegas, entre ellos Paul Manger. Entre las muchas y
fascinantes tareas que han acometido figura la elaboración de un orni-
torrínculo, esto es, el equivalente ornitorrínquico del homúnculo de
Penfield. Lo primero que hay que decir es que es mucho más preciso
que éste, que estaba basado en muy pocos datos. El ornitorrínculo es
una obra rigurosa y esmerada a más no poder. En la parte superior del
cerebro pueden apreciarse tres pequeños mapas de ornitorrinco:
son representaciones separadas, en diferentes partes del cerebro, de
información sensorial procedente de la superficie del cuerpo. Lo
importante para el animal es que haya una representación espacial
ordenada de la relación entre cada parte del cuerpo y su correspon-
diente parte del cerebro.
Adviértase que las manos y los pies, pintados de negro en los tres
mapas, guardan más o menos proporción con lo que es el cuerpo en

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monotremas

El cerebro del ornitorrinco es «picocéntrico». «Ornitorrínculo», de Pettigrew et al.

sí, a diferencia del homúnculo de Penfield, que tiene unas manos


inmensas. Lo que no está nada proporcionado es el pico. Los mapas
del pico son esas áreas enormes que se extienden hacia abajo desde
la silueta que representa al resto del cuerpo. Mientras que en el cere-
bro humano predomina la mano, en el del ornitorrinco predomina
el pico. La conjetura de Sir Everard va tomando cuerpo. Sin embar-
go, como ya veremos, en cierto sentido el pico es mejor todavía que
una mano: puede percibir cosas sin tocarlas, es capaz de sentir a dis-
tancia. ¿Cómo? Por medio de la electricidad.
Cuando un animal como la gamba de agua dulce, que es una pre-
sa típica del ornitorrinco, usa los músculos, inevitablemente se gene-
ra un débil campo eléctrico. Un dispositivo lo bastante sensible podría
detectarlo, sobre todo en el agua. Un ordenador capaz de procesar los
datos procedentes de una larga serie de sensores podría calcular la
fuente de los campos eléctricos. Los ornitorrincos, naturalmente, no
calculan como lo haría un matemático ni un ordenador, pero a cier-
to nivel, en su cerebro, efectúan el equivalente de un cálculo y el resul-
tado es que capturan a sus presas.
Los ornitorrincos tienen unos 40.000 sensores eléctricos distribui-
dos en franjas longitudinales por ambas caras del pico. Como muestra
el ornitorrínculo, una gran proporción del cerebro está consagrada a
procesar los datos registrados por estos 40.000 sensores. Pero la cosa
se complica. Además de los 40.000 sensores eléctricos, hay unos 60.000
sensores mecánicos llamados empujadores diseminados por toda la super-

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el cuento del antepasado

Cosquilleo a distancia. El mundo eléctrico-sensorial del ornitorrinco. De Manger y


Pettigrew [181].

ficie del pico. Pettigrew y sus colaboradores han encontrado células


nerviosas en el cerebro que reciben señales procedentes de dichos sen-
sores mecánicos. También han encontrado otras células cerebrales que
responden tanto a los sensores eléctricos como a los mecánicos (has-
ta ahora no han encontrado ningunas que sólo respondan a los senso-
res eléctricos). Ambos tipos de célula ocupan su posición correcta en
el mapa espacial del pico y su disposición en capas recuerda al cere-
bro visual humano, donde dicha configuración permite la visión bino-
cular. De la misma manera que las capas de nuestro cerebro combi-
nan la información registrada por ambos ojos para construir una imagen
estereoscópica, el ornitorrinco, según el equipo de Pettigrew, quizá
combine la información procedente de los sensores mecánicos y eléc-
tricos de un modo parecido e igual de eficaz. ¿Cómo lo hace?
Los neurobiólogos proponen la analogía del trueno y el rayo. El
relámpago y el estruendo del trueno tienen lugar simultáneamente.
El relámpago lo vemos al instante, pero el trueno tarda más en llegar-
nos puesto que viaja a la velocidad del sonido, relativamente lenta (y,
además, la detonación, dicho sea de paso, se convierte en un fragor sor-
do a causa de los ecos). Si cronometramos el intervalo entre el relám-
pago y el estruendo, podemos calcular a qué distancia está la tormen-
ta. Tal vez las descargas eléctricas derivadas de los músculos de las presas
vengan a ser, desde el punto de vista del ornitorrinco, el relámpago, y
las ondas que los movimientos de la presa causan en el agua, el true-
no. ¿Es capaz el cerebro del ornitorrinco de medir el intervalo entre
ambos y de calcular a qué distancia se encuentra la presa? Eso parece.

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monotremas

En cuanto la dirección de la presa, se determina comparando las


señales de diversos receptores situados por todo el mapa, presumi-
blemente con ayuda de los movimientos laterales de barrido del pico,
del mismo modo que los radares construidos por el hombre utilizan
la rotación de la antena. Con semejante batería de sensores envian-
do información a toda una matriz de células cerebrales, es muy pro-
bable que el ornitorrinco forme una detallada imagen tridimensio-
nal de cualquier perturbación eléctrica que se produzca en las
inmediaciones.
Pettigrew y sus colegas han confeccionado el siguiente mapa topo-
gráfico de líneas de igual sensibilidad eléctrica en torno al pico del
ornitorrinco. Para visualizar un ornitorrinco, olvidémonos del pato y
pensemos en el avión Nimrod o en el AWACS; en una mano enorme
que «palpa» a distancia; en truenos y relámpagos a través de las aguas
cenagosas de Australia.
El ornitorrinco no es el único animal que emplea este tipo de sen-
tido eléctrico. Varios peces, entre ellos el pez espátula (Polyodon spa-
thula), también lo utilizan. Aunque estrictamente hablando sean peces
óseos, los peces espátula han desarrollado en una segunda fase, al igual
que sus parientes los esturiones, un esqueleto cartilaginoso como el
de los tiburones. A diferencia de éstos, sin embargo, son peces de agua
dulce y con frecuencia viven en ríos turbios, donde los ojos no les sir-
ven de mucho. La «espátula» que les da nombre tiene prácticamente
la misma forma que el pico del ornitorrinco, aunque no se trata de una
mandíbula, sino de una extensión del cráneo. Es larguísima, de hecho
suele alcanzar un tercio de la longitud total del cuerpo. Personalmente,
los peces espátula me recuerdan a un avión Nimrod todavía más que
el ornitorrinco.
Está claro que la espátula cumple una función importante en la
vida de estos peces; de hecho, ya se ha demostrado de manera feha-
ciente que realiza la misma labor que el pico del ornitorrinco, es decir,
detectar los campos eléctricos generados por las potenciales presas.
Como en el ornitorrinco, los sensores eléctricos están alojados en poros
dispuestos en líneas longitudinales. Los dos sistemas, sin embargo, han
evolucionado por separado. Los poros eléctricos de los ornitorrincos
son glándulas mucosas modificadas. Los del pez espátula son tan simi-
lares a los que usan los tiburones para detectar estímulos eléctricos

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el cuento del antepasado

El mismo truco ingenioso? El pez


espátula (Polyodon spathula).

que se les ha dado el mismo nombre: ampollas de Lorenzini. Sin embar-


go, mientras que el ornitorrinco tiene los poros sensoriales dispues-
tos en una docena de franjas estrechas a lo largo de todo el pico, el
pez espátula los concentra en dos anchas franjas, una a cada lado de
la mediana de la espátula. Al igual que el ornitorrinco, el pez espátu-
la posee una cantidad enorme de poros sensoriales (a decir verdad,
incluso más que aquél). Tanto uno como otro son mucho más sensi-
bles a la electricidad que cualquiera de sus sensores por separado, así
que, por fuerza deben llevar a cabo una suma enormemente comple-
ja de señales procedentes de diversos sensores.
Hay pruebas de que el sentido eléctrico es más importante para los
peces espátula jóvenes que para los adultos. Se han encontrado adul-
tos vivos y aparentemente sanos que habían perdido la espátula, pero
nunca se ha encontrado un pez espátula joven capaz de sobrevivir sin
ella en ningún riachuelo. La razón podría ser que los peces espátula
jóvenes, al igual que los ornitorrincos adultos, seleccionan y captu-
ran presas individuales. Los peces espátula adultos, en cambio, se ali-
mentan de un modo más parecido al de las ballenas planctívoras: cri-
bando el fango según avanzan y capturando presas en masa. Esta dieta
también les hace crecer lo suyo, no tanto como una ballena, pero sí,
en longitud y peso, como un hombre, es decir, un tamaño superior a
la mayoría de animales de agua dulce. Parece lógico que un adulto
que se alimenta cribando plancton tenga menos necesidad de un loca-
lizador de presas de gran precisión que un joven que captura a sus pre-
sas de una en una abalanzándose sobre ellas.
Así pues, los ornitorrincos y los peces espátula han descubierto por
separado el mismo e ingenioso truco. ¿Hay algún otro animal que tam-

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monotremas

bién lo descubriese? Mientras hacía el doctorado en China, mi ayu-


dante Sam Turvey encontró un trilobites rarísimo llamado Reedocalymene.
Aunque pueda parecer el típico trilobites de ciénaga normal y corrien-
te (similar al bicho de Dudley, el ejemplar de Calymene que figura en el
escudo de armas de la ciudad de Dudley), Reedocalymene posee un ras-
go único y sorprendente: un enorme morro aplanado, como el de
un pez espátula, tan largo como el resto del cuerpo. Es imposible
que tuviese una finalidad aerodinámica, ya que este trilobites, al con-
trario que muchos otros, era claramente incapaz de nadar por enci-
ma del lecho marino. Tampoco es probable, por diversos motivos, que
tuviese una función defensiva. Al igual que el pico de un pez espátu-
la, de un esturión o de un ornitorrinco, el rostro de este trilobites está
tachonado de lo que parecen ser receptores sensoriales, probablemen-
te empleados para detectar presas. Turvey no tiene noticia de ningún
artrópodo moderno dotado de sensibilidad eléctrica (un dato en sí
interesante, dada la versatilidad de los artrópodos), pero está con-
vencido de que Reedocalymene era otro pez espátula u ornitorrinco, y
espera empezar a trabajar enseguida en el asunto.
Otros peces, aunque carecen de la antena tipo Nimrod de los orni-
torrincos y los peces espátula, poseen un sentido eléctrico todavía más
refinado. No contentos con captar las señas eléctricas que sin darse
cuenta emiten sus presas, estos peces generan sus propios campos eléc-
tricos. La «lectura» de las distorsiones en estos campos les sirve para
orientarse y detectar a las presas. Además de varias rayas cartilagino-
sas, dos grupos de peces óseos, la familia de los Gimnótidos de
Sudamérica y de los Mormíridos de África, han desarrollado de for-
ma independiente el arte de la emisión de campos eléctricos.
¿Cómo generan estos peces su propia electricidad? Pues igual que
la generan involuntariamente las gambas, las larvas de insecto y otras
presas del ornitorrinco: con los músculos. Pero, mientras que las gam-
bas producen un poco de electricidad por la sencilla razón de que
eso es lo que inevitablemente hace todo músculo, los peces eléctricos
usan sus bloques musculares como auténticas baterías en serie. Un pez
eléctrico de la familia de los Gimnótidos o de los Mormíridos tiene
una batería de bloques musculares dispuestos en series a lo largo de
la cola, cada uno de los cuales genera un bajo voltaje que al sumarse
al resto se convierte en un voltaje más alto. La anguila eléctrica es un

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caso extremo. Este animal (que no es una anguila de verdad sino


otro gimnótido sudamericano de agua dulce) tiene una cola larguísi-
ma, capaz de alojar una batería de células eléctricas mucho mayor que
la de un pez de tamaño normal. Lo que hace es paralizar a sus presas
con descargas eléctricas que superan los 600 voltios y pueden ser
mortales para el ser humano. Otros peces de agua dulce, como
Malapterus, un siluro eléctrico africano, y Torpedo, una raya eléctrica
marina, también generan bastantes voltios como para matar a sus
presas, o al menos dejarlas fuera de combate.
Estos peces de alto voltaje han llevado a un nivel casi increíble
una capacidad que en su origen venía a ser una especie de radar uti-
lizado para orientarse y detectar presas. Los peces eléctricos más débi-
les, como el Gymnotus de Sudamérica y el Gimnarchus de África (que
no guardan parentesco alguno), poseen un órgano eléctrico como el
de la susodicha «anguila» sólo que mucho más corto (su batería con-
siste en un menor número de placas musculares dispuestas en serie)
y en general producen una tensión eléctrica inferior a un voltio. Los
peces eléctricos nadan con el cuerpo en línea recta (por sobradas razo-
nes, como veremos más adelante) y la corriente eléctrica que despi-
den se propaga en una serie de líneas curvas que habría hecho las deli-
cias de Michael Faraday. A ambos lados del cuerpo tienen poros que
contienen sensores eléctricos: auténticos voltímetros en miniatura.
Los obstáculos o las presas causan diversos tipos de perturbaciones
en el campo eléctrico y los pequeños voltímetros las detectan. Com-
parando los datos de todos los voltímetros y cotejándolos con las fluc-
tuaciones del campo propiamente dicho (que en algunas especies es
sinusoidal y en otras es pulsado) los peces calculan la posición de
obstáculos y presas. Y también emplean los órganos y sensores eléc-
tricos para comunicarse entre sí.
El parecido entre un pez eléctrico sudamericano como el Gymnotus
y el Gymnarchus, su homólogo africano, es realmente asombroso, pero
existe una diferencia muy significativa. Los dos poseen una sola aleta
larga que les recorre todo el cuerpo y los dos la usan para lo mismo.
No pueden realizar el típico movimiento serpenteante de los peces
al nadar porque ello alteraría su sentido eléctrico. Los dos están obli-
gados a mantener el cuerpo rígido, de modo que se propulsan por
medio de la aleta longitudinal, que se mueve sinuosamente como lo

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haría un pez normal. Esto significa que nadan despacio, pero les mere-
ce la pena renunciar a un poco de velocidad a cambio de recibir una
buena señal. Lo curioso es que Gymnarchus tiene la aleta longitudinal
en el lomo, mientras que Gymnotus y otros peces eléctricos sudameri-
canos, incluidos la «anguila» eléctrica, la tienen en el vientre. Para
casos así se acuñó el dicho «la excepción que confima la regla».
Volviendo al protagonista del cuento, el desenlace inesperado es
el aguijonazo que nos propina el ornitorrinco macho con sus garras
traseras. Los verdaderos aguijones venenosos, con inyección hipo-
dérmica, son un rasgo propio de varios filos de invertebrados y, den-
tro de los vertebrados, de algunos peces y reptiles, pero en absoluto
de aves ni de mamíferos... a excepción del ornitorrinco (a no ser que
también se quiera contar como «picadura» la saliva tóxica de los almi-
quíes [dos especies del género Solenodon] y de algunas musarañas, que
torna sus mordeduras ligeramente venenosas). Así pues, el macho del
ornitorrinco es un caso único entre los mamíferos y quizá también
entre los animales venenosos. El hecho de que el aguijón sólo lo pose-
an los machos indica, por sorprendente que parezca, que está dirigi-
do no a los depredadores (como en el caso de las abejas) ni a las pre-
sas (como en el de las serpientes) sino a los rivales. No es una picadura
letal, pero sí tremendamente dolorosa, y no responde a la morfina.
Parece como si actuase directamente sobre los llamados nociceptores,
o receptores del dolor. Si los científicos lograsen entender la dinámi-
ca del fenómeno, tal vez obtendrían alguna pista sobre cómo comba-
tir el dolor provocado por el cáncer.
He empezado este cuento reprendiendo a los zoólogos que tildan
al ornitorrinco de primitivo, como si semejante epiteto fuese una expli-
cación de su fisiología. En el mejor de los casos sería una mera des-
cripción. Primitivo significa «parecido al antepasado», una definición
que en muchos sentidos hace justicia al ornitorrinco. El pico y el
aguijón constituyen interesantes excepciones. Pero mucho más inte-
resante es la moraleja del cuento, a saber: que hasta el animal más
primitivo en todos los sentidos tiene sus buenas razones para serlo.
Esas características ancestrales cuadran con su modo de vida, luego
no tiene por qué cambiarlas. Como dice Arthur Cain, catedrático de
la Universidad de Liverpool, los animales son como son porque no
les queda más remedio.

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el cuento del antepasado

LO QUE EL TOPO ESTRELLADO LE DIJO AL ORNITORRINCO

El topo estrellado, que junto con los demás laurasiaterios se incorpo-


ró a la peregrinación en el Encuentro 11, ha estado escuchando con
suma atención «El Cuento del Ornitorrinco», y a juzgar por cómo le
brillaban los ojillos vestigiales y como batía las palmas presa de la emo-
ción, se sentía cada vez más identificado. «¡Sí!», chillaba, en un tono
tan agudo que los peregrinos más grandes no lo oían. «A mí me pasa
lo mismo... O casi».
No, no me sale. Quería seguir el ejemplo de Chaucer y dedicar al
menos un apartado a lo que uno de los peregrinos le dice al otro, pero
me limitaré al epígrafe y al primer párrafo, y contaré el cuento con
mis propias palabras, tal y como he venido haciendo hasta ahora. Puede
que Bruce Fogle u Olivia Judson (autores, respectivamente, de Las 101
preguntas que su perro le haría si pudiera hablar y Consultorio sexual para
todas las especies) se llevasen el gato al agua, pero yo no.
El topo estrellado, Condylura cristata, es un tálpido norteamericano
que, además de excavar túneles y de alimentarse de lombrices como
otros topos, es un buen nadador, capaz de capturar presas bajo el agua
y de excavar profundos túneles a la orilla de los ríos. Asimismo, se
encuentra más cómodo en la superficie que otros topos y muestra pre-
dilección por lugares húmedos y encharcados. Al igual que sus parien-
tes, posee grandes patas en forma de pala.
Lo que lo hace diferente es el asombroso apéndice nasal a que debe
su nombre. Alrededor de las dos narinas, que sobresalen hacia delan-
te, el topo estrellado tiene un extraordinario anillo de tentáculos car-
nosos parecido a una pequeña anémona marina de 22 brazos. Estos
tentáculos no sirven para coger objetos. Ni para oler mejor, que es la
siguiente hipótesis que se nos podría ocurrir. Tampoco son, a pesar
del inicio de este apartado, un radar eléctrico como el pico del orni-
torrinco. La verdadera naturaleza de esta nariz tan singular la han des-
cifrado con maestría Kenneth Catania y Jon Kaas de la Universidad de
Vanderbilt (Tennessee). Se trata de un órgano sensible al tacto, como
una mano humana hipersensible, sólo que sin función prensil. A cam-
bio, esta mano tiene una extrema sensibilidad que trasciende los lími-
tes normales del sentido del tacto para extenderse más allá de lo ima-
ginable. La piel de la nariz del topo estrellado es más sensible que la

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monotremas

Una sensibilidad táctil inimaginable. Primer plano de un topo estrellado (Condylura


cristata).

de cualquier otra área cutánea de cualquier mamífero, incluida la


mano humana.
Cada una de las narinas está rodeada por 11 tentáculos, que, a
efectos prácticos, vamos a numerar del 1 al 11. Como enseguida vere-
mos, el tentáculo número 11, situado junto al eje central, justo deba-
jo de la narina, es especial. Aunque no se usen para agarrar obje-
tos, los tentáculos pueden moverse por separado o por grupos. La
superficie de cada tentáculo está cubierta de una serie de peque-
ñas excrecencias redondas llamados órganos de Eimer, cada uno de
los cuales es una unidad sensible al tacto inervada por entre cuatro
(en la mayoría de los demás tentáculos) y siete fibras nerviosas (en
el tentáculo 11).
La densidad de los órganos de Eimer es la misma en todos los ten-
táculos. El tentáculo 11, al ser más pequeño, tiene menos órganos,
pero más fibras nerviosas inervando cada uno de ellos. Catania y Kaas
fueron capaces de cartografiar la representación cerebral de los ten-
táculos. En el cortex cerebral descubrieron (como mínimo) dos mapas
de la nariz estrellada independientes uno del otro. En cada una de
estas dos áreas cerebrales, las partes del cerebro correspondientes a
cada tentáculo están dispuestas en orden. Y, de nuevo, el tentáculo

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el cuento del antepasado

Sus prioridades saltan a la vista. Mapa cerebral estilo topúnculo del topo estrellado.
De Catania y Kaas [41].

11 resulta especial: es más sensible que los demás. Cuando un tentá-


culo cualquiera detecta por primera vez un objeto, el topo mueve la
estrella para que el tentáculo 11 pueda examinarlo cuidadosamente.
Sólo entonces toma la decisión de comérselo o no. Catania y Kaas lla-
man al tentáculo 11 la fóvea3 de la estrella. En términos más genera-
les, afirman:

Aunque la nariz del topo estrellado actúa como una superficie sensible
al tacto, existen semejanzas anatómicas y conductuales entre el sistema
sensorial del topo y el sistema visual de otros mamíferos.

Si la estrella no es un sensor eléctrico, ¿de dónde nace la afinidad


con el ornitorrinco con que inicié este apartado? Catania y Kaas han
construido un modelo esquemático de la cantidad relativa de tejido
cortical consagrada a las diferentes partes de la superficie corporal.

3. La fóvea es la pequeña porción de la retina humana donde se concentran los


conos, por lo que constituye el punto de máxima agudeza visual y máxima visión cro-
mática. Gracias a la fóvea leemos, reconocemos las caras de la gente y hacemos todo
aquello que exige un alto grado de discernimiento visual.

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monotremas

Podemos denominarlo «topúnculo», por analogía con el homúncu-


lo de Penfield y el ornitorrínculo de Pettigrew. ¡Sólo mírenlo!4
Salta a la vista cuáles son las prioridades del topo estrellado. No
cuesta mucho sensibilizarse con su mundo. Y sensibilizarse es la palabra
apropiada, pues este animal vive en un mundo táctil, dominado por
los tentáculos de la nariz, y otorga un interés secundario a sus gran-
des manos como palas y sus bigotes.
¿Qué se sentirá siendo un topo estrellado? Estoy tentado de propo-
ner la versión «topo estrellado» de una idea que ya planteé en su día
a propósito de los murciélagos. Estos animales viven en un mundo sono-
ro, pero lo que hacen con las orejas es prácticamente lo mismo que
un pájaro insectívoro como la golondrina hace con los ojos. En ambos
casos, el cerebro debe construir un modelo mental de un mundo en
tres dimensiones por el que circular a gran velocidad, plagado de obs-
táculos que evitar y de pequeños objetivos móviles que atrapar. Este
modelo tiene que ser el mismo, tanto si se construye y actualiza con
ayuda de rayos de luz, como si construye y actualiza mediante ecos sono-
ros. Mi hipótesis era que los murciélagos probablemente «ven» el mun-
do (por medio de los ecos) de manera casi idéntica a como lo ven las
golondrinas o los seres humanos, por medio de la luz.
Es más, llegué a especular que los murciélagos oían en color. Los
tonos que percibimos no guardan ninguna relación necesaria con las
ondas de luz concretas que representan. La sensación que yo denomi-
no «rojo» (y que nadie sabe si es el mismo rojo que el del lector) es una
etiqueta asignada arbitrariamente a las radiaciones luminosas de gran
longitud de onda. Podría haberse usado perfectamente para las de
menor longitud de onda (azul), y viceversa: la sensación que yo lla-
mo azul haberse usado para grandes longitudes de onda. Estas sensa-
ciones cromáticas se hallan disponibles en el cerebro para aplicarlas,
en el mundo exterior, como resulte más conveniente. En los cere-
bros de los murciélagos sería un desperdicio asociar esas cualidades
sensoriales subjetivas (los llamados qualia) a la luz. Es más probable
que se usen para designar determinadas cualidades ecoicas, tal vez tex-
turas de superficies de ciertos obstáculos o presas.

4. Adviértase que hay partes del «topúnculo» que no se ven, ocultas como están
por las partes visibles.

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el cuento del antepasado

En esta ocasión mi hipótesis es que el topo estrellado «ve» con la


nariz. Y que emplea esos mismos qualia que llamamos «colores» como
etiquetas para catalogar sensaciones táctiles. De un modo análogo, ima-
gino que el ornitorrinco «ve» con el pico, y emplea los qualia que lla-
mamos colores como etiquetas mentales para catalogar sensaciones
eléctricas. ¿Podría ser éste el motivo por el que los ornitorrincos cie-
rran los ojos durante sus batidas de caza eléctricas? ¿Será porque en
su cerebro los ojos y el pico compiten por las mismas etiquetas men-
tales y el uso simultáneo de ambos órganos sensoriales provocaría con-
fusión?

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reptiles mamiferoides

Reptiles mamiferoides

Ahora que se nos han unido los monotremas, los peregrinos mamífe-
ros recorremos ininterrumpidamente 130 millones de años hacia el
pasado, el trecho más largo entre dos jalones de cuantos hemos reco-
rrido hasta el momento, para llegar al Encuentro 16 donde habremos
de encontrarnos con una partida de peregrinos aún mayor que la nues-
tra: la de los saurópsidos: las aves y los reptiles. Esto significa, aproxi-
madamente, todos los vertebrados que ponen huevos en tierra firme
cubiertos de un cascarón impermeable. Digo «aproximadamente» por-
que los monotremas, que ya se han sumado a nuestras filas, también
ponen huevos de este tipo. Hasta las tortugas, que por lo demás, son
animales completamente marinos, desovan en la playa. Puede que los
plesiosaurios hiciesen lo propio. Los ictiosaurios, en cambio, eran nada-
dores tan especializados que, al igual que los delfines que se asemejan
tanto a ellos, probablemente ni siquiera eran capaces de llegar a la
orilla, de ahí que descubriesen por su cuenta cómo parir a sus crías
vivas (lo sabemos gracias a hembras fosilizadas en pleno parto)1.
He dicho que nuestros peregrinos han recorrido 130 millones de
años sin encontrar jalones, pero, naturalmente, la ausencia de jalones
sólo tiene sentido dentro de las convenciones adoptadas en este libro,
donde únicamente reconocemos como jalones los encuentros con
peregrinos que aún viven. En aquella época, nuestra línea ancestral

1. Algunos lagartos actuales también han descubierto el viviparismo.

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el cuento del antepasado

se permitió fértiles ramificaciones evolutivas, lo sabemos por el copio-


so registro fósil de «reptiles mamiferoides», pero ninguna de esas ramas
cuenta como «encuentro» porque ninguna ha sobrevivido. No tienen,
por lo tanto, representantes modernos que puedan emprender la pere-
grinación desde el presente. Cuando en el caso de los homínidos nos
encontramos con un problema similar, concedimos a algunos fósiles
la categoría honoraria de peregrinos fantasma. Habida cuenta de que somos
peregrinos en busca de nuestros antepasados, peregrinos que real-
mente quieren saber cómo era nuestro cienmillonésimo tatarabuelo,
no podemos ignorar a los reptiles mamiferoides y saltar directamen-
te al Contepasado 16. Éste, como veremos, tenía aspecto de lagarto.
El hiato desde el Contepasado 15, que se parecía a una musaraña, y
el Contepasado 16 es demasiado grande como para no tender un puen-
te que ayude a salvarlo. Examinaremos, pues, a los reptiles mamiferoi-
des en calidad de peregrinos fantasma, como si fuesen peregrinos vivos
incorporados a nuestra marcha, pero sin derecho a contar ningún
cuento. Antes de nada, sin embargo, conviene dar algunas informa-
ciones sobre este larguísimo intervalo.
Todo ese espacio de tiempo sin jalones indicadores de puntos de
encuentro abarca la mitad del periodo Jurásico, todo el Triásico, todo
el Pérmico y los últimos diez millones de años del Carbonífero. A medi-
da que la partida de peregrinos pasa del Jurásico al mundo mucho
más tórrido y seco del Triásico (uno de los periodos más calurosos de
la historia del planeta, cuando todas las masas continentales se halla-
ban unidas formando Pangea), se dejan atrás las extinciones en masa
de finales del Triásico, en las que desaparecieron tres cuartas partes
de todas las especies. Pero esto no es nada comparado con la siguien-
te transición, que coincide con nuestro paso del Triásico al Pérmico.
Por increíble que parezca, en el límite permotriásico, nueve de cada
diez especies, entre ellas todos los trilobites y varios otros grupos impor-
tantes de animales, perecieron sin dejar descendientes. En honor a la
verdad, los trilobites ya llevaban mucho tiempo de capa caída, pero fue
la extinción en masa más devastadora de todos los tiempos. En Australia
se han encontrado pruebas de que la extinción de finales del Pérmico,
al igual que la del Cretácico, vino provocada por el impacto de un
meteorito gigantesco. Hasta los insectos sufrieron un severo golpe, el
único en toda su historia. En el mar, las numerosas especies que habi-

340
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reptiles mamiferoides

taban en los fondos quedaron exterminadas casi por completo. En tie-


rra firme, el Noé de los reptiles mamiferoides fue Lystrosaurus, una
criatura rechoncha y rabicorta que, inmediatamente después de la
catástrofe, se multiplicó por todo el mundo y no tardó en ocupar los
nichos ecológicos vacantes.
Conviene, sin embargo, no dar automáticamente por hecho un exter-
minio apocalíptico. La extinción es el destino inevitable de casi todas
las especies. Puede que se haya extinguido el 99% de todas las espe-
cies que han existido. No obstante, la tasa de extinciones por cada millón
de años no se mantiene constante y rara vez supera el 75%, que es el
umbral estipulado (arbitrariamente) para catalogar como masiva
una extinción. Las extinciones en masa son picos en la curva de la tasa
de extinción que se elevan por encima del porcentaje habitual.
El diagrama de la página siguiente muestra tasas de extinción por
cada millón de años.2 Algo tuvo que ocurrir en la época señalada por
cada uno de esos picos; algo malo. Quizás, un único acontecimiento
catastrófico, como la colisión con una enorme roca sideral que aca-
bó con los dinosaurios hace 65 millones de años durante la extinción
cretácico-paleógena. En otros casos, entre los cinco picos, la agonía
fue larguísima. La Sexta Extinción, como la bautizaron Richard Leakey
y Roger Lewin, es la que actualmente perpetra Homo sapiens, u Homo
insipiens, como prefería llamarlo mi viejo profesor de alemán William
Cartwright.3
Antes de pasar a los reptiles mamiferoides, hemos de resolver una
cuestión terminológica un tanto tediosa. Palabras como reptil y mamí-
fero pueden referirse a «clados» o «grados», que no son términos exclu-
yentes. Un clado es un conjunto de animales constituido por un ante-
pasado y todos sus descendientes. Las aves son un verdadero clado.

2. Las cifras absolutas son inferiores al 75% por cuanto se refieren a géneros, no
a especies. Las cifras absolutas para las especies son más altas porque cada género
contiene numerosas especies, luego es más difícil que se extinga un género que una
especie.
3. El señor Cartwright, un extraordinario hombre de espesas cejas y hablar pausa-
do que llamaba al pan, pan y al vino, vino, descubrió la militancia medioambientalista
mucho antes de que se pusiera de moda y, en sus clases, nos hablaba largo y tendido
de ecología, en detrimento de nuestro alemán pero en beneficio de nuestra forma-
ción cívica.

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el cuento del antepasado

70 Pérmico lopingiano

Ordovidico superior
Porcentaje extinción de géneros marinos

60

Devónico superior
50 Cretácio superior
Triásico superior

40

30

20

10

0
O S D C P T J K E N

500 400 300 200 100 0


Tiempo geológico

Porcentajes de extinción de géneros marinos durante el Eón Fanerozoico.


Adaptado de Sepkoski [260].

Los reptiles, en el sentido tradicional de la palabra, no lo son, porque


no incluyen a las aves. Por eso los biólogos califican al grupo de los rep-
tiles de «parafilético». Algunos reptiles (por ejemplo, los cocodrilos)
son parientes más cercanos de algunos no-reptiles (las aves) que de otros
reptiles (las tortugas). En la medida en que todos tienen algo en común,
los reptiles son miembros de un grado, no de un clado. Un grado es un
conjunto de animales que han alcanzado un estadio similar dentro de
una tendencia evolutiva cuya progresión resulta evidente.
Existe, sin embargo, otro nombre informal para este grado, muy
usado por los zoólogos estadounidenses: herp. La herpetología es el
estudio de los reptiles (excepto las aves) y los anfibios. Herp es un
tipo de palabra muy peculiar: la abreviatura de una palabra que no
existe en forma no abreviada. Un herp es, sencillamente, la clase de
animal que estudia un herpetólogo, lo cual es una forma bastante
pobre de definir a un animal. La única definición que se le acerca es
la de la Biblia: «animales que se arrastran sobre la tierra».
Otro nombre que en realidad designa un grado es «peces». El tér-
mino «peces» engloba a los tiburones, a varios grupos de fósiles ya

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reptiles mamiferoides

extintos, a los teleósteos (peces óseos, como la trucha o el lucio) y a


los celacantos. Pero las truchas son parientes más cercanos del hom-
bre que de los tiburones (y los celacantos más todavía que las truchas),
así que «peces» no es un clado, porque excluye a los seres humanos
(y a todos los mamíferos, aves, reptiles y anfibios). Es el nombre de
un grado que engloba animales que tienen pinta de pez. Resulta impo-
sible precisar la terminología de los grados. Los ictiosaurios y los del-
fines tienen pinta de peces, pero no son miembros del grado de los
peces porque revirtieron a la piscidad después de pasar por antepasa-
dos que no eran peces.
El término grado les será útil a quienes crean firmemente que la
evolución avanza de forma paulatina en una dirección concreta, en
líneas paralelas desde un punto de partida común. Por ejemplo, si cre-
emos que hay montones de líneas ancestrales relacionadas entre sí que
han evolucionado en paralelo, aunque por separado, desde la condi-
ción de anfibios a la de reptiles y de ahí a la de mamíferos, podría-
mos hablar, efectivamente, de un tránsito por el grado de reptil de
camino al grado de mamífero. Es posible que se diese una marcha en
paralelo de este tipo. Es lo que me enseñaron de joven, concreta-
mente mi dilecto profesor de paleontología vertebrada, el señor Harold
Pusey. La hipótesis me es muy grata, pero no se puede dar por descon-
tada, ni hay por qué respetar escrupulosamente su terminología.
Si saltamos al otro extremo y adoptamos la rigurosa terminología cla-
dística, sólo podremos salvar la palabra reptil si consideramos que inclu-
ye a las aves. Es la opción que han elegido los hermanos Maddison,
fundadores del solvente proyecto divulgativo Tree of Life.4 Hay mucho
que decir a favor de su postura, así como de su decisión de sustituir «rep-
tiles mamiferoides» por «mamiferos reptiloides». Pero la acepción tra-
dicional de la palabra reptil está tan arraigada, que temo cambiarla y con-
fundir a más de uno. Además, hay ocasiones en que el exceso de purismo
cladístico produce resultados ridículos. He aquí una reductio ad absur-
dum. El Contepasado 16 hubo de tener un descendiente inmediato del
lado de los mamíferos y otro descendiente inmediato del lado de los

4. Este excelente recurso está continuamente actualizado en la página de Internet


http://tolweb.org/tree, que se inicia con esta chistosa advertencia: «Árbol en construcción.
Se ruega paciencia: el verdadero Árbol tardó más de 3.000.000.000 años en crecer».

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el cuento del antepasado

lagartos/cocodrilos/dinosaurios/aves, esto es, de los «saurópsidos».


Ambos tuvieron que ser exactamente idénticos. De hecho, tuvo que
haber un momento en el que podían hibridarse. Bueno, pues así y
todo un cladista estricto insistiría en llamar mamífero a uno y sauróp-
sido al otro. En la práctica, afortunadamente, no suelen darse seme-
jantes reducciones, pero viene bien tener presentes estos casos hipoté-
ticos para cuando los puristas del cladismo nos vengan con ínfulas.
Estamos tan acostumbrados a la idea de que los mamíferos fueron
los sucesores de los dinosaurios que quizá nos sorprenda enterarnos
de que los reptiles mamiferoides ya prosperaban antes de la aparición
de los dinosaurios. Ocupaban los mismos nichos ecológicos que des-
pués ocuparían los dinosaurios y que, más tarde aún, ocuparían los
propios mamíferos. En realidad los ocuparon no sólo una vez sino
muchas, después de cada extinción a gran escala. A falta de jalones
proporcionados por los encuentros con peregrinos vivos, voy a iden-
tificar tres «jalones fantasma» para acortar la distancia entre el
Contepasado 15 (que parece una musaraña y nos emparenta con los
monotremas) y el Contepasado 16 (que parece un lagarto y nos empa-
renta con las aves y los dinosaurios).
Tal vez, nuestro tatarabuelo número 150 millones se diese un aire
a Thrinaxodon, una criatura que vivió en el Triásico medio, y cuyos
fósiles se han encontrado en África y en la Antártida, a la sazón unidas
dentro de Gondwana. Sería mucho esperar que fuese el mismísimo
Thrinaxodon o cualquier otro fósil concreto que hayamos encontrado.
Tenemos que considerarlo (no sólo a él, a cualquier fósil) pariente de
nuestro antepasado, no nuestro antepasado propiamente dicho.
Thrinaxodon pertenecía a un grupo de reptiles mamiferoides llama-
dos cinodontes. Los cinodontes eran tan parecidos a los mamíferos que
dan ganas de llamarlos mamíferos a secas. Pero, ¿qué más da cómo
los llamemos? El caso es que son un eslabón intermedio casi perfecto.
Si damos por descontado que la evolución ha tenido lugar, sería absur-
do que no hubiese eslabones intermedios como los cinodontes.
Los cinodontes eran uno de los varios grupos surgidos de un gru-
po anterior de reptiles mamiferoides, los llamados terápsidos. Es pro-
bable que nuestro antepasado número 160 millones fuese un terápsi-
do del Pérmico, pero no es fácil escoger un fósil concreto que lo
represente. Los terápsidos dominaban los nichos terrestres antes de

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reptiles mamiferoides

MAMÍFEROS

TRITELEDONTE

GORGONOPSIANOS

DICINODONTES
CI
NO

TEROCÉ-
DO

FALOS
NT
ES

DINO-
CÉFALOS

TERÁPSIDOS

PELICOSAURIOS

Antes de los dinosaurios. Relaciones filogenéticas entre los reptiles mamiferoides.


Adaptado del original de Tom Kemp [151].

que los dinosaurios llegasen en el Triásico, e incluso en este periodo


hicieron sudar tinta a los terribles lagartos. Algunos eran animales
enormes, herbívoros de tres metros de largo y carnívoros de gran tama-
ño, probablemente feroces, que se alimentaban de los primeros. Lo
más factible, sin embargo, es que nuestro antepasado terápsido fuese
una criatura más pequeña e insignificante. Por regla general, parece
ser que los animales grandes y especializados, como los terroríficos
gorgonópsidos, o los dicinodontes, unos herbívoros de colmillos pro-
tuberantes (véase ilustración), no tienen mucho futuro evolutivo a lar-
go plazo sino que pertenecen al 99% de especies abocadas a la extin-
ción. Las especies Noé, ése uno por ciento del que descendemos todos

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el cuento del antepasado

los animales posteriores (tanto si en nuestra propia época resulta-


mos ser grandes y espectaculares como si no), tienden a ser más peque-
ñas y más discretas.
Los terápsidos primitivos no se parecían tanto a los mamíferos como
los cinodontes, aunque sí más que sus antececesores, los pelicosaurios,
que constituyeron la primera oleada de reptiles mamiferoides. Antes de
los terápsidos, nuestro antepasado número 165 millones fue casi con
total seguridad un pelicosaurio, aunque, una vez más, sería insensato
adjudicar tal honor a un fósil en particular. Los pelicosaurios alcanza-
ron su apogeo en el Carbonífero, el periodo en el que se formaron los
grandes yacimientos de carbón. El pelicosaurio más conocido es
Dimetrodon, dotado de una enorme cresta dorsal en forma de vela. No
se sabe para qué le servía semejante apéndice. Quizá fuese un panel
solar que lo ayudaba a alcanzar la temperatura necesaria para usar los
músculos, y/o un radiador para refrigerarse a la sombra, cuando hicie-
se demasiado calor. O tal vez fuese un reclamo sexual, un equivalente
óseo de la cola del pavo real. Durante el Pérmico se extinguieron todos
los pelicosaurios excepto los pelicosaurios Noé que engendraron la
segunda oleada de reptiles mamiferoides, los terápsidos. Éstos, a su
vez, se pasaron la primera parte del Triásico «reinventando muchos de
los diseños corporales desaparecidos a finales del Pérmico»5.
Los pelicosaurios eran mucho menos parecidos a los mamíferos
que los terápsidos, quienes a su vez, como ya hemos dicho, lo eran me-
nos que los cinodontes. Por ejemplo, los pelicosaurios se tumbaban
sobre la barriga como los lagartos, con las piernas extendidas hacia los
lados y probablemente se contoneaban al andar. Los terápsidos, los
cinodontes y, finalmente, los mamíferos fueron levantando poco a
poco la barriga del suelo: sus extremidades se hicieron más verticales
y sus andares, menos semejantes a los de un pez con patas. Entre
otras tendencias hacia el mamiferismo (cuyo carácter progresivo tal
vez no sea sino una ilusión retrospectiva motivada por nuestra condi-
ción de mamíferos) cabe citar las siguientes: la mandíbula inferior se
redujo a un solo hueso, el dentario, y los demás pasaron a formar
parte del oído (como ya hemos explicado en el Encuentro 15), y en

5. Esta expresión tan atinada está sacada del libro Mass Extinctions and Their Aftermath,
de A. Hallam y P.B. Wignall.

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reptiles mamiferoides

un momento dado, aunque los fósiles no sean de gran ayuda a la


hora de precisar exactamente cuándo, nuestros antepasados desarro-
llaron el pelo, un termostato, la leche, el cuidado paternal avanzado
y una compleja dentadura especializada para diversas funciones.
Me he ocupado de la evolución de los reptiles mamiferoides (pere-
grinos fantasma) dividiéndolos en tres radiaciones sucesivas: pelico-
saurios, terápsidos y cinodontes. La cuarta radiación es la de los mamí-
feros propiamente dichos, pero su irrupción evolutiva en el consabido
espectro de ecotipos se postergó 150 millones de años. Antes les tocó
el turno a los dinosaurios, turno que duró el doble que las tres olea-
das de reptiles mamiferoides juntas.
En nuestra andadura hacia el pasado, el primero de nuestros tres
grupos de peregrinos fantasma nos ha llevado hasta uno de esos «peli-
cosaurios Noé» que parecen lagartos. Se trata de nuestro tatarabuelo
número 165 millones, que vivió en el Triásico, hace unos 300 millones
de años. Y es que casi hemos llegado al Encuentro 16.

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Encuentro 16
Saurópsidos

El Contepasado 16, nuestro tataradeudo número 170 millones, vivió


hace unos 310 millones de años, en la segunda mitad del Carbonífero,
una época de inmensos tremedales tapizados de licopodios en los tró-
picos (origen de la mayoría de yacimientos carboníferos) y un exten-
so casquete de hielo en el Polo Sur. En este punto de encuentro se
nos agrega una muchedumbre enorme: los saurópsidos, que son, de
largo, el contingente más nutrido que nos hemos encontrado en lo
que llevamos de peregrinación. Durante la mayor parte del tiempo
transcurrido desde el Contepasado 16, los saurópsidos, en forma de
dinosaurios, dominaron el planeta. Incluso ahora que los dinosaurios
ya no existen, sigue habiendo el triple de especies de saurópsidos
que de mamíferos. En el Encuentro 16, unos 4.600 peregrinos mamí-
feros se encuentran con 9.600 aves y 7.700 representantes del resto
de los reptiles: cocodrilos, serpientes, lagartos, tuataras, tortugas,
etc. Todos juntos integran el principal grupo de peregrinos vertebra-
dos terrestres. La única razón por la que digo que se nos agregan en
lugar de decir que nosotros nos agregamos a ellos es porque arbitra-
riamente hemos decidido analizar el viaje desde el punto de vista
humano.
Desde el punto de vista de los saurópsidos, los últimos peregrinos
en incorporarse antes de la cita con nosotros fueron las tortugas. El
contingente saurópsido, por tanto, consiste en las tortugas y el resto.
Dicho resto es una unión de dos grandes grupos: el de los reptiles
similares a lagartos, que engloba a las serpientes, camaleones, igua-

349
Incorporación de los reptiles (incluidas las aves)
N E K J T P C
CZ MZ PZ
Ya incorporados

16
Tortugas (Quelonios)
Tuataras (Rincocéfalos)
Página 350

Iguanas, camaleones, lagartijas espinosas (Iguanios)


Serpientes, escincos, salamanquesas, etc. (Escleroglosos)
Cocodrilos, caimanes, etc. (Cocodrilios)
12:31

Tinamúes o perdices sudamericanas (Tinamiformes)


26/5/08

Avestruces y otras rátidas (Estrucioniformes)


Patos, ánsares, etc. (Anseriformes)
el cuento del antepasado

Gallinas, faisanes, pavos reales, etc. (Galliformes y Craciformes)


CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp

Pájaros, paserinos, aves canoras (Neoaves)

Millones de años

350
150

250
50
0

100

200

300
310
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saurópsidos

nas, varanos de Komodo y tuataras, y el de los reptiles similares a dino-


saurios, o arcosauros, que engloba a los pterodactilos, cocodrilos y
aves. Los grandes reptiles acuáticos, como los ictiosauros y plesiosau-
ros, no son dinosaurios y están más emparentados con los reptiles tipo
lagarto. Las aves son una rama de un orden particular de dinosau-
rios, los saurisquios. Estos dinosaurios, como Tyrannosaurus y los gigan-
tescos saurópodos, están más relacionados con las aves que con el otro
grupo principal de dinosaurios, los mal llamados ornitisquios, entre
los que se incluyen Iguanodon, Triceratops y los hadrosauros de pico de
pato. Ornitisquio significa «pelvis aviforme», pero el parecido es super-
ficial y se presta a confusión.
La relación entre las aves y los saurisquios se ha visto corroborada
recientemente por el espectacular hallazgo en China de dinosaurios
con plumas. Los tiranosaurios son parientes más cercanos de las aves
incluso que de otros saurisquios, como los grandes saurópodos vege-
tarianos Diplodocus y Braquiosaurio.
Los peregrinos saurópsidos, pues, comprenden las tortugas, los
lagartos, las serpientes, los cocodrilos y las aves, junto con la enor-
me concurrencia de peregrinos fantasma, tales como los pterosauros
en el aire, los plesiosauros y mosasauros en el agua y, sobre todo, los
dinosaurios en la tierra. Dado que este libro se centra en los pere-
grinos que parten desde el presente, no parece apropiado explayar-
se sobre los dinosaurios, que durante tanto tiempo dominaron el pla-
neta y seguirían dominándolo de no ser por el meteorito cruel o
mejor dicho, indiferente, que los dejó fuera de combate. Ahora resul-

Incorporación de los reptiles (aves incluidas). Uno de los avances fundamentales


en la evolución de los vertebrados terrestres fue el amnios, una membrana
impermeable que recubre el embrión pero le permite respirar. De estos animales
«amniotas», dos linajes divergieron en fechas tempranas y han sobrevivido hasta
nuestros días: los sinápsidos (representados por los mamíferos) y los saurópsidos
(17.000 especies de «reptiles» y aves), que son los que se nos unen en este punto.
La filogenia que mostramos aquí está casi resuelta.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: pinzón de Darwin mediano (Geospiza fortis);


pavo real (Pavo cristatus); pato mandarín (Aix galericulata); macuco grande
(Tinamus solitarius); cocodrilo del Nilo (Crocodylus niloticus); serpiente de jarretera
(Thamnophis sirtalis parietalis); camaleón (Chamaeleo chamaeleon); tuátara (Sphenodon
punctatus); tortuga verde (Chelonia mydas).

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el cuento del antepasado

ta doblemente cruel tratarlos con tanta indiferencia.1 En cierta for-


ma, siguen vivos –una forma tan hermosa y singular como la de las
aves– y les rendiremos homenaje escuchando cuatro cuentos de aves.
Pero primero, in memoriam, la archiconocida Oda a un dinosaurio de
Shelley:

Conocí a un viajero en un antiguo país


que me dijo: «Álzanse en el desierto,
sin tronco, dos grandes piernas de piedra.
Cerca de ellas, en la arena medio sepulto,
yace un rostro demolido cuya fría mueca
de desdén y potestad demuestra
que bien leyó su escultor las pasiones
que en la materia inerte perviven impresas,
la mano y el corazón de quien les dio burlesca forma...
Y reza el pedestal estas palabras:
“Mi nombre es Ozimandias, rey de reyes:
¡contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!”
Nada más perdura. En torno a la decadencia,
de esta inmensa ruina, infinita y desnuda,
se extiende remota la solitaria arena.»

PRÓLOGO A EL CUENTO DEL PINZÓN DE LAS GALÁPAGOS

La mente humana recula ante el abismo de las eras, y la enormidad


del tiempo geológico supera en tal medida la imaginación de poetas
y arqueólogos que puede resultar aterradora. Ahora bien, el tiempo
geológico es grande no sólo respecto de las escalas que nos resultan
más familiares, como las de la vida o la historia humanas. También lo
es respecto de la propia escala de la evolución. Esto tal vez sorprenda
a quienes, ya desde los tiempos de Darwin, objetan que la selección
natural no ha dispuesto del tiempo suficiente para llevar a cabo los

1. Otros libros les han hecho justicia, por ejemplo, El mundo de los dinosaurios, de
David Norman, y The Dinosaur Heresies, de Robert Bakker, sin olvidarnos del cariñoso
y encantador How to keep dinosaurs, de Robert Mash.

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saurópsidos

cambios previstos por la teoría. Hoy sabemos que el problema, en todo


caso, es el contrario: ¡ha dispuesto de demasiado tiempo! Si medi-
mos las tasas evolutivas durante un periodo de tiempo corto y las extra-
polamos, pongamos por caso, a un millón de años, el volumen poten-
cial de cambio evolutivo resulta ser tremendamente mayor que el
volumen real. Es como si durante casi todo ese periodo la evolución
hubiese estado haciendo tiempo; o si no esperando, sí dando rodeos
por aquí y por allá, con el resultado de que esas fluctuaciones y diva-
gaciones ahogaban, a corto plazo, cualquier tendencia que hubiese
podido cristalizar a la larga.
Diversos tipos de testimonios y cálculos teóricos apuntan hacia
esa conclusión. La selección darviniana, cuando la imponemos artifi-
cialmente con la máxima severidad posible, impulsa el cambio evolu-
tivo a un ritmo mucho más rápido del que jamás se ha observado en
la naturaleza. Podemos apreciarlo gracias a que nuestros antepasados,
con independencia de si eran plenamente conscientes o no de lo
que hacían, se dedicaron durante siglos a la cría selectiva de plantas
y animales domésticos (véase «El Cuento del Agricultor»). Todos estos
cambios evolutivos tan espectaculares se han conseguido en menos de
unos pocos siglos, o, como mucho, milenios, es decir, mucho más rápi-
do que el más rápido de los cambios evolutivos apreciable en el regis-
tro fósil. No es de extrañar que Darwin, en sus libros, concediese tan-
ta importancia a la domesticación.
Lo mismo podemos hacer bajo condiciones experimentales con-
troladas. La prueba más directa de cualquier hipótesis acerca de la
naturaleza es un experimento en el que recreemos deliberada y arti-
ficialmente el elemento natural decisivo para la hipótesis. Si la hipó-
tesis afirma, por ejemplo, que las plantas crecen mejor en suelos ricos
en nitratos, no hace falta ponerse a analizar suelos para ver si contie-
nen nitratos, sino añadir experimentalmente nitratos a unos suelos y
no a otros. Lo mismo vale para la selección darviniana. En este caso,
la hipótesis es que la supervivencia no aleatoria a lo largo de las gene-
raciones da lugar a un cambio sistemático de la morfología media.
La prueba experimental consiste en recrear esa supervivencia no ale-
atoria para tratar de encauzar la evolución en una dirección determi-
nada. Es lo que se llama selección artificial. En los experimentos más ele-
gantes, se seleccionan simultáneamente dos líneas que, partiendo

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el cuento del antepasado

del mismo punto, siguen direcciones opuestas: una línea, pongamos


por caso, para producir animales grandes, y la otra, animales peque-
ños. Lógicamente, si queremos obtener resultados aceptables antes de
morirnos de viejos, hemos de escoger una especie con un ciclo vital
más rápido que el nuestro.
Las generaciones de Drosophila, o moscas del vinagre, y de ratones
duran horas y meses, no décadas, como las de los humanos. En un
experimento se escogieron unas moscas Drosophila y se dividieron en
dos «linajes». En un linaje se trató de desarrollar, a lo largo de varias
generaciones, una tendencia positiva de atracción por la luz. El otro
linaje se seleccionó sistemáticamente, durante el mismo número de
generaciones, en el sentido opuesto, es decir, para generar una aver-
sión a la luz. Al cabo tan sólo de 20 generaciones se había logrado un
espectacular cambio evolutivo en ambos sentidos. ¿Seguiría aumen-
tando indefinidamente la divergencia a ese mismo ritmo? La respues-
ta es que no, siquiera porque el margen de variación genética termi-
naría agotándose y habría que esperar a nuevas mutaciones. Pero antes
de que eso suceda puede conseguirse un volumen de cambio consi-
derable.
Las generaciones del maíz son más longevas que las de Drosophila.
Así y todo, en 1896 el Laboratorio de Agricultura de Illinois empezó
a seleccionar artificialmente las semillas de esta gramínea en función
de su contenido de aceite. Se seleccionó una «cepa superior» de alto
contenido de aceite, y una «cepa inferior» de bajo contenido. Afortu-
nadamente, el experimento se ha continuado durante mucho más
tiempo que el que dura la carrera investigadora del científico medio
y gracias a eso se ha podido observar, al cabo de unas 90 generacio-
nes, un aumento más o menos lineal del contenido de aceite de la cepa
superior. La cepa inferior ha visto disminuir su contenido de aceite
con menor rapidez, pero probablemente sea porque está tocando fon-
do: es imposible tener menos aceite que cero.
De este experimento, como del de las moscas Drosophila y muchos
otros del mismo tipo, se deduce que la selección puede inducir cam-
bios evolutivos a un ritmo rapidísimo. Si traducimos a tiempo real
90 generaciones de maíz, 20 generaciones de Drosophila o incluso 20
generaciones de elefantes, el resultado a escala geológica sigue sien-
do insignificante. Un periodo de un millón de años, que es un espa-

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saurópsidos

cio demasiado corto como para resultar apreciable en la mayor par-


te del registro fósil, es 20.000 veces el tiempo necesario para tripli-
car el contenido de aceite de los granos de maíz. Naturalmente, esto
no significa que un millón de años de selección pudiesen multipli-
car el contenido de aceite por 60.000; aparte de que se agotaría el
margen de variación genética, la cantidad de aceite que puede alma-
cenar un grano de maíz tiene un límite. Con todo, estos experimen-
tos sirven para advertirnos del peligro que entraña fijarse en supues-
tas tendencias que abarcan millones de años en el registro fósil e
interpretarlas ingenuamente como respuestas a presiones selectivas
prolongadas y constantes.
Las presiones de la selección darviniana están ahí, no cabe duda,
y como veremos a lo largo de este libro, son importantísimas, pero
no se mantienen constantes ni uniformes durante periodos de tiem-
po como los que cabe dilucidar gracias a los fósiles, sobre todo en los
tramos más antiguos del registro. La moraleja de los experimentos del
maíz y las moscas del vinagre es que la selección darviniana podría
fluctuar sin rumbo fijo de acá para allá, adelante y atrás, diez mil y una
veces, todo ello en el espacio de tiempo más breve que pueda llegar
a medirse analizando rocas. Y apuesto a que eso es lo que sucede.
Con todo, en escalas de tiempo más largas se observan, efectiva-
mente, tendencias importantes que también hemos de tomar en con-
sideración. Por repetir una analogía que ya he usado en otras ocasio-
nes, imaginemos un corcho que flota a la deriva junto a la costa atlántica
de Norteamérica. La corriente del Golfo impone a la posición media
del corcho una desviación general hacia el este, que con el tiempo ter-
minará arribando a alguna costa europea. Sin embargo, si registramos
la dirección de su movimiento durante un minuto cualquiera, zaran-
deado por las olas y sacudido por los remolinos, nos dará la impresión
de que se mueve con la misma frecuencia hacia el oeste que hacia el
este. Y no notaremos ninguna tendencia a desplazarse en dirección
este, a menos que registremos su posición durante periodos mucho
más largos. Pero la tendencia es real, está ahí, y también merece una
explicación.
Las olas y remolinos de la evolución natural son, por lo general,
demasiado lentos para que podamos percibirlos en nuestras efíme-
ras existencias o al menos, en el reducido marco temporal de la típi-

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ca beca de investigación. Pero hay unas cuantas excepciones dignas


de nota. La escuela de E. B. Ford, el excéntrico y maniático catedrá-
tico de quien los zoólogos oxonienses de mi generación aprendimos
genética, se dedicó durante décadas a estudiar qué hacían, año tras
año, determinados genes en poblaciones de mariposas, polillas y cara-
coles en libertad. En algunos casos, los resultados de esta investigación
tienen una sencilla explicación darviniana. En otros, el fragor de las
olas hace inaudible la señal de cualesquiera corrientes del Golfo que
hubiesen podido apreciarse, y los resultados son enigmáticos. Lo que
quiero decir con todo esto es que enigmas así son inevitables para cual-
quier darviniano (hasta para aquéllos con una carrera investigadora tan
larga como la de Ford). Una de las principales enseñanzas que el
propio Ford extrajo de toda una vida de trabajo fue que las presiones
selectivas que, efectivamente, se observan en la naturaleza, aun cuan-
do no siempre se ejerzan en la misma dirección, son de tal magnitud
que superan los sueños del más optimista de los fundadores del neo-
darvinismo. Lo cual nos lleva de vuelta a nuestro interrogante incial:
¿por qué no va más deprisa la evolución?

EL CUENTO DEL PINZÓN DE LAS GALÁPAGOS

El archipiélago de las Galápagos es de formación volcánica y no tiene


más de cinco millones de años de antigüedad. Durante tan breve
existencia ha asistido al desarrollo de una diversidad biológica espec-
tacular, de la que el ejemplo más célebre son las 14 especies de pin-
zones que, según consideran muchos (tal vez erróneamente), fueron
la principal fuente de inspiración de Darwin.2 Los pinzones de las
Galápagos son uno de los animales en estado salvaje más estudiados
del mundo. Durante toda su vida profesional, Peter y Rosemary Grant
se han dedicado a seguir, año tras año, los avatares de estas pequeñas
aves isleñas. Y en los años transcurridos entre Charles Darwin y Peter
Grant (que, entre otras cosas, luce una un simpática barba darvinia-

2. Stephen Gould comenta este asunto en «Darwin en el mar y las virtudes del
oporto», uno de los ensayos recogidos en La sonrisa del flamenco.

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na), el ilustre (aunque afeitado) ornitólogo David Lack también les


hizo una visita de lo más perspicaz y productiva.3
Los Grant, sus colegas y sus alumnos llevan más de 25 años viajan-
do anualmente a las Galápagos para capturar pinzones, marcarlos uno
por uno, medirles el pico y las alas y, en los últimos tiempos, extraer-
les muestras de sangre para analizar el ADN y establecer paternida-
des y otras relaciones. Puede que ninguna otra población en estado
salvaje haya sido nunca objeto de un estudio tan exhaustivo, tanto a
nivel individual como genético. Los Grant están absolutamente al tan-
to de todo lo que les ocurre a las poblaciones de pinzones, auténticos
corchos flotantes en el mar de la evolución que también se ven arras-
trados de acá para allá por presiones selectivas que cambian de un año
para otro.
En 1977 hubo una grave sequía y las reservas alimenticias cayeron
en picado. En el islote de Dafne Mayor, el número total de pinzones
de todas las especies bajó de 1.300 en enero a menos de 300 en diciem-
bre. La población de la especie dominante, Geospiza fortis, el pinzón
de Darwin mediano, cayó de 1.200 individuos a 180. El pinzón del cac-
tus, Geospiza scandens, pasó de 280 a 110. Las cifras registradas en otras
especies confirmaron que 1977 fue el annus horribilis de los pinzones.
Pero el equipo de los Grant no se limitó a hacer un recuento de los
individuos vivos y muertos de cada especie. Como buenos darvinis-
tas, se fijaron en las cifras de mortalidad selectiva dentro de cada espe-
cie. ¿Acaso los individuos con ciertas características tenían más pro-
babilidades que otros de sobrevivir a la catástrofe? ¿Supuso la sequía
una selección que alteró la composición relativa de las poblaciones?
La respuesta es que sí. Dentro de la población de Geospiza fortis,
los supervivientes eran, por término medio, más de un cinco por cien-
to más grandes que los que sucumbían. Y la longitud media de los picos
después de la sequía era de 10,77 milímetros, cuando antes era de
10,68. Asimismo, la profundidad media de los picos pasó de 9,42 a 9,96
milímetros. Pueden parecer diferencias insignificantes, pero para una

3. Véase su libro Darwin’s Finches, publicado en 1947. En 1994 el trabajo de los


Grant sirvió de inspiración a otro libro excelente: The Beak of the Finch, de Jonathan
Weiner. La monografía que el propio Peter Grant publicó en 1986, el clásico Ecology
and Evolution of Darwin’s Finches, volvió a editarse en 1999.

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ciencia como la estadística, fundamentalmente escéptica, resultaban


demasiado sistemáticas como para ser fruto de la casualidad. Ahora
bien, ¿por qué un año de sequía habría de propiciar tales cambios?
El equipo de Grant ya tenía pruebas de que los pájaros de mayor tama-
ño con picos más grandes son más competentes que los de tamaño
medio a la hora de vérselas con semillas grandes, duras y espinosas
como las de la planta Tribulus, prácticamente la única especie vegetal
que resistió a la sequía. Los miembros de una especie diferente, el pin-
zón de Darwin grande (Geospiza magnirostris), manipulan las semillas
de Tribulus como ningún otro pájaro, pero en la supervivencia de los
más aptos lo que cuenta es la supervivencia relativa de los individuos
dentro de una especie, no la supervivencia de una especie en rela-
ción a otra. Y, dentro de la población de pinzones de Darwin media-
nos (Geospiza fortis), los ejemplares de mayor tamaño con los picos más
grandes sobrevivían mejor. El Geospiza fortis medio se volvió un poqui-
to más parecido a un Geospiza magnirostris. El equipo de Grant fue tes-
tigo de un pequeño episodio de selección natural en acción durante
un solo año.
Cuando terminó la sequía, asistieron a otro episodio que empujó
a las poblaciones de pinzones en la misma dirección evolutiva, aun-
que por un motivo diferente. Como ocurre en muchas especies de
aves, los machos de Geospiza fortis son mayores que las hembras y tie-
nen el pico más grande, luego es de suponer que estuviesen más
capacitados para sobrevivir a la sequía. Antes de la sequía había unos
600 machos y unas 600 hembras. De los 180 individuos que sobrevivie-
ron, 150 eran machos. Las lluvias, cuando por fin volvieron en enero
de 1978, generaron unas condiciones idóneas para la reproducción,
pero ahora había cinco machos por cada hembra. Como era de pre-
ver, la escasez de hembras desencadenó una feroz competitividad entre
los machos, y los que ganaron estas contiendas sexuales, los nuevos
vencedores dentro del ramillete de machos supervivientes, ya de por
sí mayores de lo normal, solían ser, de nuevo, los de mayor tamaño y
picos más grandes. Una vez más, la selección natural provocaba que
las poblaciones desarrollasen un mayor tamaño corporal y un pico más
grande, aunque en esta ocasión por un motivo distinto. En cuanto a
las razones por las cuales las hembras los prefieren grandes, el «Cuento
de la Foca» ya nos ha enseñado a considerar significativo el hecho de

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que los machos de Geospiza –el sexo más competitivo– sean más gran-
des, ya de por sí, que las hembras.
Si el tamaño grande constituye tanta ventaja, ¿por qué los pinzo-
nes no eran mayores de antemano? Pues porque en los años norma-
les, cuando no hay sequía, la selección natural favorece a los indivi-
duos más pequeños y con picos menores. Los Grant, de hecho, lo
atestiguaron en los años posteriores a 1982-83, cuando, como conse-
cuencia de El Niño, se produjo una inundación que alteró el equili-
brio de las semillas. Las semillas de plantas como Tribulus, grandes y
duras, se hicieron escasas en comparación con las de plantas como
Cacabus, más pequeñas y blandas. En esta ocasión, quienes se encon-
traron en su salsa fueron los pinzones más menudos con picos más
pequeños. No es que los individuos grandes no pudiesen comer semi-
llas pequeñas y blandas sino que, al tener un cuerpo más grande, nece-
sitaban consumir una cantidad mayor para sustentarse. En consecuen-
cia, los pájaros más pequeños poseían una ligera ventaja; dentro de
la población de pinzones de Darwin medianos, se habían vuelto las
tornas. La tendencia evolutiva de los años de sequía se invirtió.
La diferencia entre el pico de los pájaros que sobrevivieron a la
sequía y el pico de los que murieron parece infinitesimal. Jonathan
Weiner cita a este respecto una reveladora anécdota relatada por el
propio Peter Grant:

En cierta ocasión, nada más iniciar una conferencia, un biólogo sentado


entre el público me interrumpió para preguntarme cuál era la diferen-
cia registrada entre el pico de los pinzones que habían sobrevivido y el
de los que habían muerto.
«Una media de 0,5 milímetros», le respondí.
«¡No me lo creo!», exclamó. «No me creo que medio milímetro pue-
da tener tanta importancia».
«Bueno, los datos están ahí», le dije. «Primero mírelos y luego pregun-
te lo que quiera».
Y no preguntó nada.

Peter Grant calculó que, en el islote de Dafne Mayor, sólo harían falta
23 sequías como la de 1977 para que Geospiza fortis se convirtiese en
Geospiza magnirostris. Por supuesto, la nueva criatura no sería literalmen-

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te G. magnirostris, pero es una forma muy gráfica de visualizar el ori-


gen de las especies y lo rápido que puede producirse. Poco podía ima-
ginar Darwin, cuando los descubrió y bautizó de modo inapropiado,
que sus pinzones terminarían siendo unos aliados tan poderosos.4

EL CUENTO DEL PAVO REAL

La cola del pavo real no es su verdadera «cola» en sentido morfológi-


co (la verdadera cola de un ave es el obispillo, o minúscula rabadilla),
sino un «abanico» formado por las largas plumas traseras. «El Cuento
del Pavo Real» constituye una narración ejemplar dentro de este libro,
por cuanto su protagonista, al más puro estilo chauceriano, imparte
una enseñanza o moraleja que ayuda a los demás peregrinos a enten-
derse mejor a sí mismos. Más concretamente, cuando analicé dos de
las transiciones fundamentales de la evolución humana, dije que esta-
ba deseando que el pavo real se incorporase a nuestra peregrinación
y nos ilustrase con su cuento. El tema, huelga decirlo, es la selección
natural. Las dos transiciones mencionadas fueron el cambio de la loco-
moción cuadrúpeda por la bípeda y el consiguiente aumento de nues-
tro cerebro. Podemos añadir una tercera, quizá menos importante,
pero que constituye un rasgo humano muy característico: la pérdida
del pelo corporal. ¿Por qué nos convertimos en el mono desnudo?
A finales del Mioceno, en África, había muchas especies de simio.
¿Por qué de repente una de ellas empezó a evolucionar rápidamente

4. El archipiélago volcánico de las Hawai es todavía más remoto que el de las


Galápagos, y más o menos igual de reciente. El Robinson Crusoe con plumas de Hawai
fue un mielero (especie Coerebidae) cuyos descendientes evolucionaron rápidamente
«à la Galápagos», llegando incluso a producir un pájaro carpintero. De un modo análo-
go, las aproximadamente 400 especies de insectos inmigrantes dieron lugar a la tota-
lidad de las 10.000 especies endémicas hawaianas, incluidas una oruga carnívora úni-
ca en el mundo y un saltamontes semimarino. Salvo un murciélago y una foca, en Hawai
no hay mamíferos autóctonos. Por desgracia, como cuenta E. O Wilson en su hermo-
so libro La diversidad de la vida: «hoy en día los mieleros de Hawai están prácticamen-
te extintos. Se batieron en retirada y están al borde de la extinción como consecuen-
cia de la caza indiscriminada, la deforestación, las ratas, las hormigas carnívoras, y la
malaria e hidropesía que portaban las aves exóticas introducidas por el hombre para
enriquecer el paisaje hawaiano».

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en una dirección muy diferente del resto de sus congéneres (en rea-
lidad, del resto de los mamíferos)? ¿Qué fue lo que indujo a esta
especie concreta a enfilar una nueva y peculiar dirección evolutiva que
la llevó a hacerse bípeda, después inteligente y, finalmente, lampiña?
Cuando la evolución toma de manera brusca y aparentemente arbi-
traria un rumbo extraño, el motivo, a mi modo de ver, es siempre el
mismo: selección sexual. Es en este punto donde hemos de empezar
a prestar oídos al pavo real. ¿Por qué el pavo real tiene una cola que
deja pequeño al resto del cuerpo, y cuyas plumas brillan y reverberan
a la luz del sol con espléndidos motivos en púrpura y verde? Porque
generaciones y generaciones de pavas reales han escogido a pavos que
ostentaban los equivalentes ancestrales de tan extravagante reclamo
publicitario. ¿Por qué el macho del ave del paraíso alambrada tiene
los ojos de color rojo y un collar negro con ribetes de verde tornaso-
lado, mientras que el ave del paraíso de Wilson llama la atención por
su dorso escarlata, cuello amarillo y cabeza azul? No es porque haya
nada en sus respectivos hábitats o regímenes alimenticios que los
predisponga a sus respectivas configuraciones cromáticas. Ni mucho
menos: esas diferencias, y las que tan ostensiblemente distinguen a
todas las demás especies de aves del paraíso, son arbitrarias, capri-
chosas, irrelevantes para cualquiera... menos para las hembras de la
especie en cuestión. La selección sexual propicia cosas así. Desencadena
procesos evolutivos extravagantes y caprichosos que se disparan en
direcciones aparentemente arbitrarias y que, autoalimentándose, ter-
minan produciendo las fantasías evolutivas más descabelladas.
Por otro lado, la selección sexual también tiende a magnificar las
diferencias entre los sexos, es decir, el dimorfismo sexual (véase «El
Cuento de la Foca»). Cualquier teoría que atribuya a la selección sexual
el desarrollo del cerebro humano, el bipedalismo o la pérdida del pelo
tendrá que superar un serio obstáculo: nada demuestra que un sexo
tenga más cerebro que el otro, ni que sea más bípedo que el otro. Sin
embargo, sí es cierto que un sexo es más lampiño que el otro, y de
eso se valió Darwin cuando atribuyó a la selección sexual la causa de
la pérdida del vello corporal en los humanos. El naturalista supuso
que eran los machos ancestrales los que escogían a las hembras y no
al contrario, como suele ser el caso en el reino animal, y que preferían
hembras sin pelo. Cuando un sexo evoluciona más que el otro en

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una determinada dirección (en este caso, las hembras hacia la pérdi-
da del vello), éste se ve «arrastrado por el rebufo» del primero. Es la
explicación que, más o menos, podemos dar al trillado enigma de los
pezones masculinos. Tampoco es inverosímil en el caso de la desnu-
dez parcial del hombre, que se habría visto arrastrada por el rebufo
de la desnudez total de la mujer. La teoría del «arrastre» funciona algo
peor en el caso del bipedalismo y del aumento del cerebro. Uno se
queda helado (aterrado incluso) al imaginarse a un miembro bípedo
de un sexo paseando con un miembro cuadrúpedo del otro. No obs-
tante, la hipótesis tiene cosas que aportar.
Hay circunstancias en las que la selección sexual puede propiciar
el monomorfismo. Tengo la sospecha, compartida por Geoffrey Miller
en The Mating Mind, de que la elección sexual de los humanos, a dife-
rencia de la de los pavos reales, es ambivalente. Es más, puede que
nuestro criterio de selección varíe dependiendo de si lo que buscamos
es una pareja formal o un ligue de una noche.
De momento, volvamos al mundo de los pavos reales, que es más
sencillo: las hembras eligen y los machos se pavonean y aspiran a ser
los elegidos. Según una interpretación del fenómeno, la elección de
pareja (que, en este caso, corre a cargo de las hembras) es arbitraria
y caprichosa comparada, por ejemplo, con la de la comida o el hábi-
tat. Pero entonces surge inevitablemente la pregunta de por qué ese
capricho. Según la influyente teoría de la selección sexual formulada
por el insigne genetista y estadístico R. A. Fisher, existe un motivo de
lo más poderoso. Ya he hablado largo y tendido sobre la teoría en otro
libro (El relojero ciego, capítulo 8) y no voy a repetirme aquí. La idea cla-
ve es que la apariencia de los machos y el gusto de las hembras evolu-
cionan al unísono en una especie de reacción en cadena explosiva.
Las innovaciones en el gusto mayoritario de las hembras de una espe-
cie y los correspondientes cambios en la apariencia masculina se poten-
cian mutuamente dentro de un proceso galopante que los vincula de
forma indisoluble, y los arrastra cada vez más lejos en una misma direc-
ción. Esta dirección no responde a ningún motivo imperioso: se tra-
ta simplemente del rumbo fortuito que tomó la tendencia evolutiva.
Las antepasadas de las pavas reales empezaron a mostrar preferencia
por un abanico mayor, y eso bastó para encender el mecanismo explo-
sivo de la selección sexual. La cosa cobró ímpetu, y poquísimo tiem-

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po después (poquísimo según los parámetros evolutivos) ya estaban


los pavos desarrollando abanicos más grandes y relucientes, y las hem-
bras exigiendo cada vez más.
Las aves del paraíso, muchas otras aves, los peces, las ranas, los esca-
rabajos y los lagartos, tomaron direcciones evolutivas que los llevaron
a desarrollar rápidamente colores brillantes o formas estrafalarias,
pero siempre diferentes unos de otros. Lo importante a efectos de este
análisis es que la selección sexual, según una sólida teoría matemáti-
ca, es capaz de impulsar la evolución en direcciones arbitrarias y de
provocar excesos sin ningún sentido utilitarista. En los capítulos sobre
la evolución humana ya manejé la hipótesis de que el repentino aumen-
to del cerebro se debiese a este tipo de fenómeno. Otro tanto habría
ocurrido con la súbita pérdida de vello corporal o la súbita transición
hacia el bipedalismo.
Casi todo El origen del hombre está dedicado a selección sexual. Tras
un exhaustivo repaso a esta forma de selección en los animales no
humanos, Darwin avanza la hipótesis de que tal vez sea la fuerza domi-
nante en la reciente evolución de nuestra especie. Al abordar el tema
de la desnudez humana, comienza desechando (con un exceso de
palabrería que incomoda a sus seguidores modernos) la posibilidad
de que perdiésemos el vello por razones utilitarias. Su fe en la selec-
ción sexual se ve reforzada por la observación de que en todas las razas,
por velludas o lampiñas que sean, las mujeres tienden a tener menos
pelo que los hombres. Darwin estaba convencido de que los hom-
bres ancestrales no encontraban atractivas a las mujeres velludas y de
que generaciones y generaciones de hombres habían escogido como
pareja a las mujeres más desnudas5. La desnudez del hombre se vió
arrastrada por la desnudez de las mujeres, pero nunca llegó a alcan-
zarla, razón por la cual los hombres siguen siendo más velludos que
las mujeres.
Para Darwin, las preferencias que impulsaron la selección sexual
se aceptaban sin más. Los hombres prefieren a las mujeres de piel
tersa, y punto. Alfred Russell Wallace, que descubrió la selección natu-

5. Naturalmente, como mi colega Desmond Morris, vengo usando el término


desnudo como sinónimo de lampiño, no de desvestido.

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ral en la misma época que Darwin, detestaba la arbitrariedad de la


selección sexual darviniana. A su modo de ver, las hembras elegían a
los machos no por capricho, sino por mérito. Sostenía que las plu-
mas brillantes de los pavos reales y de las aves del paraíso eran sínto-
mas de buena salud. Según Darwin, las pavas eligen a los pavos senci-
llamente porque los ven bonitos. Los cálculos que Fisher realizaría
décadas después dotaron a la teoría de Darwin de una base matemá-
tica más sólida. Para los wallaceanos,6 las pavas eligen a los pavos no
porque los vean bonitos sino porque sus brillantes plumas son indi-
cio de un estado físico saludable.
Según la teoría de Wallace, aunque expresado en lenguaje post-
wallaceano, lo que en realidad hace la hembra es juzgar la calidad de
los genes del macho en función de su manifestación externa. Y la sor-
prendente conclusión de un razonamiento neowallaceano de notable
complejidad es que los machos se esfuerzan por facilitar a las hembras
la tarea de juzgar su calidad, aun cuando ésta sea mala. Esta teoría o,
mejor dicho, serie de teorías que debemos a A. Sabih, W. D. Hamilton
y A. Grafen, aunque interesante, nos desviaría demasiado de nuestro
camino. En las notas a la segunda edición de El gen egoísta traté de expli-
carla lo mejor que pude.
Esto nos lleva a la primera de las tres preguntas sobre la evolución
humana. ¿Por qué perdimos el pelo? Mark Pagel y Walter Bodmer han
avanzado la intrigante hipótesis de que la pérdida del vello evolucio-
nase para reducir la presencia de ectoparásitos como el piojo y, por
atenernos al tema de este cuento, como propaganda sexualmente selec-
cionada para anunciar la ausencia de parásitos. Pagel y Bodmer siguen
el ejemplo de Darwin y apelan a la selección sexual, pero según la
versión neowallaceana de W. D. Hamilton.
Darwin no trató de explicar la preferencia de las hembras, se con-
formó con postularla como explicación de la apariencia de los machos.
Los wallaceanos buscan soluciones evolutivas para las preferencias pro-
piamente dichas. Según la explicación favorita de Hamilton, todo con-
siste en hacer publicidad de la buena salud. Cuando los individuos eli-

6. Término acuñado por Helena Cronin en su maravilloso libro The Ant and the
Peacock.

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gen a sus parejas, lo que buscan en ellas es salud, carencia de parasi-


tos o señales que indiquen la capacidad de evitarlos o combatirlos. Y
los individuos que aspiran a ser elegidos hacen publicidad de su salud,
facilitando a los electores el análisis de su condición física, tanto si es
buena como si es mala. Las calvas en la piel de los pavos comunes y
de los monos son pantallas bien visibles que reflejan la salud de quie-
nes las ostentan. De hecho, puede verse hasta el color de la sangre a
través de la piel.
Los humanos no sólo tenemos desnuda la piel de las nalgas como
los monos, sino la de todo el cuerpo, excepto en lo alto de la cabeza,
en las axilas y en la región pubiana. Los clásicos ectoparásitos del cuer-
po humano suelen limitarse a estas tres zonas. Las ladillas, Phthirus
pubis, se encuentran principalmente en la región pubiana, aunque
también pueden darse en las axilas, la barba e incluso las cejas. Los
piojos de la cabeza, Pediculus humanus capitis, sólo infestan el cabello.
El piojo del cuerpo, Pediculus humanus humanus, es una subespecie per-
teneciente a la misma especie que el piojo de la cabeza que, curio-
samente, sólo evolucionó a partir de ésta cuando empezamos a usar
ropas. Algunos investigadores alemanes han comparado el ADN de
ambos tipos de piojo para ver cuándo divergían, con el fin de poder
fechar la invención del vestido, y han calculado que tuvo lugar hace
entre 110.000 y 30.000 años, probablemente hace 72.000.
Como los piojos necesitan pelo, la primera hipótesis de Pagel y
Bodmer es que la ventaja de perderlo estribaba en que así reducíamos
el hábitat disponible para estos parásitos. Esto suscita dos preguntas. Si
perder el pelo es una idea tan buena, ¿por qué lo conservan otros mamí-
feros que también padecen ectoparásitos? Aquéllos que, como los ele-
fantes y rinocerontes, podían permitirse perderlo porque son lo bastan-
te grandes como para mantenerse calientes sin necesidad de pelaje, lo
han perdido. Pagel y Bodmer sugieren que lo que nos permitió prescin-
dir del pelo fue la invención del fuego y del vestido. Lo cual nos lleva
inmediatamente a la segunda pregunta: ¿por qué hemos conservado
el pelo de la cabeza, de las axilas y de la región pubiana? Por fuerza
tuvo que existir alguna ventaja sustancial. Lo más probable es que el
cabello nos sirviese de protección contra las insolaciones, que son muy
peligrosas en África, el continente donde evolucionamos. En cuanto al
pelo de axilas y pubis, probablemente ayude a diseminar las poderosas

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feromonas (señales olfativas transmitidas por el aire) que nuestros ante-


pasados sin duda utilizaban en su vida sexual y que nosotros seguimos
utilizando mucho más de lo que pensamos.
Así pues, la parte más sencilla de la teoría de Pagel-Bomer es que
ectoparásitos como los piojos son peligrosos (son portadores de tifus
y otras enfermedades graves) y que prefieren el pelo a la piel desnu-
da. Deshacerse del pelo es una buena manera de ponerles las cosas
difíciles a estos parásitos molestos y nocivos. Asimismo, sin pelo es mucho
más fácil descubrir ectoparásitos como las garrapatas y deshacerse de
ellos. Los primates dedican una considerable cantidad de tiempo a
desparasitarse, tanto a sí mismos como a sus congéneres. La práctica,
de hecho, se ha convertido en una importante actividad social y en
un vector de vinculación afectiva.
Creo, sin embargo, que el aspecto más interesante de la teoría de
Pagel y Bodmer, aunque apenas merezca un breve análisis en su artí-
culo, es el que aplican al tema de la selección sexual, motivo por el
cual lo saco a relucir aquí, en «El Cuento del Pavo Real». La desnu-
dez no sólo supone un contratiempo para piojos y garrapatas, sino una
ventaja para aquellos individuos que, a la hora de elegir pareja sexual,
tratan de descubrir si los aspirantes tienen piojos o garrapatas. La
teoría de Hamilton-Zahavi-Grafen predice que la selección sexual mejo-
rará cualquier recurso que ayude a los electores a descubrir si los
candidatos tienen parásitos. La desnudez capilar es un ejemplo estu-
pendo. Al terminar el artículo de Pagel y Bodmer me vinieron a la
mente las famosas palabras de T. H. Huxley: «qué supina necedad no
haberlo advertido antes».
Pero la desnudez es un asunto menor. Centrémonos ahora, tal y
como he prometido más arriba, en el bipedalismo y el cerebro. ¿Puede
el pavo real ayudarnos a entender esos dos magnos acontecimientos
de la evolución humana, el inicio de la locomoción sobre las extre-
midades posteriores y el aumento de nuestro cerebro? El bipedalismo
surgió primero, y por eso lo analizaremos primero. En «El Cuento de
Little Foot» mencioné varias teorías sobre el origen de la locomo-
ción bípeda, entre ellas la de la alimentación en cuclillas, formulada
por Jonathan Kingdon, que me parece muy convincente. Recordará
el lector que, mientras la explicaba, dije que expondría mi hipótesis
personal en «El Cuento del Pavo Real».

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saurópsidos

La selección sexual, y su capacidad de impulsar la evolución en


direcciones arbitrarias sin sentido utilitario, es el primer ingrediente
de mi teoría de la evolución del bipedalismo. El segundo es la ten-
dencia a imitar. En español existe la expresión «como un mono de
repetición» y en inglés hay un verbo, to ape, que significa «imitar como
un mono», aunque no sé si son usos muy cercanos a la realidad. Entre
todos los simios, los grandes imitadores somos los humanos, pero los
chimpancés también imitan, y no hay razón para descartar que los aus-
tralopitecinos hiciesen lo propio. El tercer ingrediente es la costum-
bre generalizada entre los simios de erguirse temporalmente sobre las
patas traseras como por ejemplo, durante las demostraciones de agre-
sividad o de interés sexual. Los gorilas se ponen de pie para golpear-
se el pecho con los puños. Los chimpancés también se golpean el pecho
y llevan a cabo una sorprendente demostración llamada la danza de la
lluvia que consiste en dar saltos sobre las patas traseras. Un chimpan-
cé en cautividad llamado Oliver suele caminar por gusto sobre dos
patas; he visto un documental en el que aparece andando en posi-
ción erecta, y lo que más me sorprendió fue lo erguido de su postu-
ra: no es un bamboleo desgarbado, es casi un paso militar. La forma
de caminar de Oliver es tan diferente de la de sus semejantes que el
pobre ha sido objeto de las especulaciones más estrambóticas. Hasta
que los análisis de ADN no demostraron que era un chimpancé, Pan
troglodytes, hubo gente que pensaba que podría tratarse de un híbrido
de hombre y chimpancé, de bonobo y chimpancé o, incluso, un aus-
tralopitecino relicto. Lo malo es que la biografía de Oliver presenta
muchas lagunas: nadie sabe si lo enseñaron a andar en un circo o atrac-
ción de feria, o si se trata de una rareza innata. Podría ser incluso un
mutante genético. A excepción de Oliver, los orangutanes son ligera-
mente más hábiles que los chimpancés a la hora de caminar sobre las
patas traseras, y los gibones en estado salvaje atraviesan los claros de
la selva corriendo de pie, con un estilo parecido al que exhiben cuan-
do, en lugar de braquiar, corren por las ramas de los árboles.
Juntando estos tres ingredientes, mi hipótesis del origen del bipe-
dalismo humano es la siguiente. Al igual que los demás simios, nues-
tros antepasados, cuando no estaban subidos a los árboles, andaban
a cuatro patas, pero de vez en cuando, exactamente igual que hacen
los simios modernos, se alzaban sobre las patas traseras para ejecutar

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algo parecido a una danza de la lluvia, arrancar frutos de las ramas


más bajas, pasar de una posición en cuclillas a otra, vadear ríos, exhi-
bir el pene o por una combinación de todos estos motivos. Entonces,
y ésta es la idea crucial de mi cosecha, ocurrió algo insólito en la espe-
cie de simios de la cual descendemos: surgió la moda de andar sobre
dos patas, y lo hizo tan súbita y caprichosamente como surgen todas
las modas. Fue un recurso puramente efectista. Se podría ver una ana-
logía en la leyenda (probablemente falsa) de que el ceceo del español
surgió porque se puso de moda imitar el defecto de dicción de un cor-
tesano muy admirado o, según otra versión, de un rey de la casa de
los Austrias o de una infanta.
Será más fácil si cuento la historia con un sesgo sexual, con las hem-
bras escogiendo a los machos, pero recuerde el lector que podría haber
sido al contrario. Tal y como yo lo veo, un simio admirado o domi-
nante, un Oliver del Plioceno, se tornó sexualmente atractivo y adqui-
rió categoría social gracias a su insólita habilidad para mantener la
postura bípeda, tal vez al ejecutar un equivalente ancestral de la dan-
za de la lluvia. Otros empezaron a imitar esta práctica tan efectista has-
ta que se puso de moda, se convirtió en el último grito, en lo más in
dentro una zona concreta, del mismo modo que los grupos de chim-
pancés de una misma área comparten costumbres tales como cascar
frutos secos o cazar termitas con palitos, que también se propagaron
por imitación. En mis años mozos había una canción popular más idio-
ta de lo normal cuyo estribillo decía:

¡Todos hablan sin parar


de una forma nueva de andar!

Aunque lo más probable es que es este ripio en concreto se escogie-


se por su rima facilona, no cabe duda de que las formas de andar tie-
nen algo de contagioso y se imitan porque despiertan admiración.
En el internado donde yo estudiaba, el de Oundle, en el centro de
Inglaterra, existía un ritual que consistía en que los alumnos más vete-
ranos entraban desfilando en la capilla cuando los demás ya habíamos
tomado nuestros asientos. Los andares de aquellos chicos, que se imi-
taban unos a otros, eran en parte erguidos y en parte oscilantes (una
muestra de dominación, como sé perfectamente ahora que soy etó-

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logo y colega de Desmond Morris), y tan característicos y peculiares


que mi padre, que los presenciaba una vez cada trimestre con oca-
sión del día de los padres, les puso un nombre: el bamboleo de Oundle. El
escritor Tom Wolfe, perspicaz observador de todo lo social, ha bau-
tizado el garbo indolente de los jóvenes estadounidenses, muy en
boga en ciertas capas de la sociedad, como el paso del macarra. En la
época en que redacto estas líneas, el abyecto servilismo del primer
ministro británico hacia el presidente de los Estados Unidos le ha vali-
do el título de caniche de Bush. Varios analistas políticos se han fijado
en que, sobre todo cuando está al lado del texano, Blair imita su
típica postura de vaquero fanfarrón, con los brazos ligeramente arquea-
dos a ambos lados del cuerpo como si estuviese listo para desenfun-
dar las pistolas.
Volviendo a nuestra hipotética secuencia de acontecimientos entre
los ancestros humanos, las hembras de la zona donde surgió la moda
bípeda preferían emparejarse con machos que la hubiesen adopta-
do. Y los escogían por el mismo motivo por el que los individuos se
sentían atraídos por la moda: porque despertaba la admiración del
grupo. El siguiente paso del razonamiento es crucial. Los machos
que más maña se diesen para la nueva forma de andar más probabi-
lidades tendrían de atraer hembras y tener hijos. Pero esto sólo sería
relevante en sentido evolutivo si las diferencias en cuanto a habilidad
para ejecutar el nuevo «paso» tuviesen un componente genético, lo
cual es perfectamente posible. Recuérdese que estamos hablando de
una variación de la cantidad de tiempo invertido en desarrollar una
actividad existente. Es muy raro que el cambio cuantitativo de una
variable existente no tenga un componente genético.
El siguiente paso del argumento se atiene a la teoría de la selección
sexual. Las hembras cuyo gusto se ajuste al de la mayoría tenderán a
tener hijos que hereden, del macho escogido por sus madres, la habi-
lidad para caminar a la moda bípeda. Y también tendrán hijas que
hereden el gusto sexual de sus madres. Esta doble selección –de machos
que posean una determinada cualidad y de hembras que admiren
dicha cualidad– es, según la teoría de Fisher, el ingrediente esencial
de la selección fulminante y descontrolada. El aspecto clave es que el
rumbo exacto de esta evolución descontrolada es arbitrario e impre-
visible. Podría haber sido el opuesto; es más, en otra población pue-

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de que lo fuese. Una desviación evolutiva en una dirección arbitraria


e imprevisible es justo lo que necesitamos para explicar por qué un
grupo de simios (que se convertirían en nuestros antepasados) evo-
lucionó de buenas a primeras rumbo al bipedalismo mientras que otro
grupo (los antepasados de los chimpancés) no hizo lo propio. Una ven-
taja añadida de esta teoría es que este acelerón evolutivo habría sido
rapidísimo: justo lo que necesitamos para explicar la de otro modo
inexplicable cercanía en el tiempo del Contepasado 1 y los supuesta-
mente bípedos Toumai y Orrorin.
Centrémonos ahora en el otro gran avance de la evolución huma-
na, el aumento del cerebro. En «El Cuento del Hábil» analizamos diver-
sas teorías y también pospuse la cuestión de la selección sexual hasta
este cuento. En el libro The Mating Mind, Geoffrey Miller sostiene
que un porcentaje altísimo de los genes humanos, hasta el 50%, se
expresa en el cerebro. Una vez más, para que se entienda bien la his-
toria, conviene contarla desde un único punto de vista (el de las hem-
bras que escogen a los machos), aunque podría darse en el otro sen-
tido, o en ambos sentidos al mismo tiempo. Una hembra que quiera
leer de manera profunda y exhaustiva los genes de un macho hará
bien en concentrarse en su cerebro. Como no puede analizar direc-
tamente el cerebro, tendrá que fijarse en cómo funciona. Y, según la
teoría de que los machos facilitan esa observación haciendo propa-
ganda de sus cualidades, los aspirantes no pecarán de modestos, sino
que exhibirán toda su capacidad mental. Bailarán, cantarán, dirán
zalamerías, contarán chistes, compondrán música o poemas, la toca-
rán o los recitarán, pintarán las paredes de las cavernas o los techos
de la capilla Sixtina. De acuerdo, ya lo sé, puede que Miguel Ángel
no tuviese interés en impresionar a las hembras, pero es perfectamen-
te posible que su cerebro estuviese diseñado por selección natural para
impresionar a las hembras, del mismo modo que su pene (indepen-
dientemente de sus preferencias personales) estaba diseñado para
fecundarlas. Según esta tesis, el cerebro humano es una cola de pavo
real mental y se expandió como consecuencia del mismo tipo de selec-
ción sexual que impulsó el aumento de la cola del pavo real. El pro-
pio Miller es partidario de la versión fisheriana de la selección sexual,
no de la wallaceana, pero las consecuencias, en lo fundamental, son
las mismas. El cerebro aumenta, y lo hace de manera fulminante.

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La psicóloga Susan Blackmore, en su atrevido libro La máquina de


los memes, formula una teoría más radical de la selección sexual en rela-
ción a la mente humana. Blackmore se sirve de los llamados memes,
unidades de herencia cultural. Los memes no son genes, y no tienen
nada que ver con el ADN más allá de la analogía formal: mientras que
los genes se transmiten por óvulos fecundados (o virus), los memes se
transmiten por imitación. Si yo le enseño al lector a hacer un barquito
de papel, un meme se transmite de mi cerebro al suyo. A continución,
el lector puede enseñar la misma técnica a otras dos personas, cada
una de las cuales se la enseña a otras dos y así sucesivamente. El meme
estaría propagándose exponencialmente, como un virus. Suponiendo
que hayamos impartido adecuadamente nuestras enseñanzas, las suce-
sivas generaciones del meme no serán diferentes a simple vista de las
primeras. Todas producirán el mismo fenotipo7 papirofléxico. Algunos
barquitos estarán mejor hechos que otros, porque algunas personas,
pongamos por caso, son más meticulosas que otras. Pero la calidad no
sufrirá un deterioro gradual y progresivo con el paso de las «genera-
ciones». El meme se transmite entero e intacto, como un gen, aun cuan-
do varíen los detalles de su expresión fenotípica. Este ejemplo particu-
lar de meme es una buena analogía para un gen, sobre todo para el de
un virus. Una forma peculiar de hablar o una técnica de carpintería se-
rían candidatos más dudosos, por cuanto las sucesivas generaciones de
un linaje de imitaciones probablemente (es una mera conjetura) se harí-
an cada vez más diferentes de la generación original.
Blackmore, al igual que el filósofo Daniel Dennett, considera que
los memes desempeñaron un papel decisivo en el proceso que nos
hizo humanos. En palabras de Dennett:

El refugio al que ha de llegar todo meme para garantizar su superviven-


cia es la mente humana, sólo que la mente humana es, en sí misma, un

7. Como hemos visto en «El Cuento del Castor», el término fenotipo significa, por
norma, la apariencia externa por la cual se manifiesta un gen, por ejemplo, el color
de los ojos. Naturalmente, en este contexto lo estoy usando en un sentido análogo: el
fenotipo visible de un meme por lo demás alojado en el cerebro, en contraposición
al fenotipo de un gen alojado en un cromosoma. La analogía también es válida para
la autonormalización que mencioné en el epígrafe «Reliquias renovadas» del Prólogo
General. Véase también mi prólogo al libro de Blackmore.

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artefacto que se crea cuando los memes reestructuran un cerebro huma-


no para hacer de él un hábitat más conforme a sus necesidades. Las vías
de entrada y salida se modifican para adaptarse a las condiciones impe-
rantes, y se ven reforzadas mediante diversos dispositivos artificiales que
mejoran la fidelidad y minuciosidad de la replicación: una mente de len-
gua materna china difiere radicalmente de una mente de lengua mater-
na francesa y una mente alfabetizada difiere de una mente analfabeta.8

Según Dennett, la principal diferencia entre los cerebros anatómica-


mente modernos anteriores al Gran Salto Adelante y los posteriores
es que los segundos están abarrotados de memes. Blackmore va más
allá: recurre a los memes para explicar la expansión evolutiva del cere-
bro humano. El aumento de tamaño no puede, desde luego, deber-
se únicamente a los genes, pues estamos hablando de un cambio ana-
tómico de gran magnitud. Los memes pueden manifestarse en el
fenotipo del pene circuncidado (que a veces se transmite, de manera
casi genética, de padres a hijos) y hasta en el fenotipo de la forma del
cuerpo (piénsese en la moda, transmitida de generación en genera-
ción, del físico muy delgado o del estiramiento del cuello mediante
anillos). Pero una duplicación del tamaño del cerebro ya es otro can-
tar: tiene que haberse producido como resultado de cambios en el
acervo génico. Según Blackmore, ¿qué papel desempeñan, pues, los
memes en la expansión evolutiva del cerebro humano? Y aquí es don-
de interviene, una vez más, la selección sexual.
La gente es más propensa a copiar los memes de modelos admira-
dos. Es un hecho bien sabido por los publicistas, que pagan a estre-
llas de cine, futbolistas y supermodelos para que recomienden pro-
ductos aunque no estén cualificados para juzgarlos. Los individuos
atractivos, admirados, talentosos o célebres por la razón que sea, son
poderosos donantes de memes. Esas mismas personas suelen ser sexual-
mente atractivas y, por tanto, al menos en el tipo de sociedad políga-
ma en la que con toda probabilidad vivían nuestros antepasados, son
poderosos donantes de genes. En cada generación, los mismos indi-

8. Dennett hace un uso constructivo de la teoría de los memes en varias de sus


obras, entre ellas La conciencia explicada (de donde está sacada la cita) y La peligrosa
idea de Darwin.

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viduos atractivos aportan a la generación siguiente más genes y memes


de los que les correspondería por promedio. Ahora bien, Blackmore
presupone que, en parte, lo que torna atractivas a las personas son
sus mentes productoras de memes: mentes creativas, artísticas, locua-
ces, elocuentes. Y los genes ayudan a fabricar cerebros capaces de gene-
rar memes atractivos. Así pues, la selección cuasidarviniana de memes
en el acervo mémetico y la selección genuinamente darviniana de
genes en el acervo génico van de la mano. Es otro ingrediente más
para una evolución desenfrenada.
¿Cuál es exactamente, según esta teoría, el papel que desempeña-
ron los memes en el aumento evolutivo del cerebro humano? En mi
opinión, la forma más útil de enfocar la cuestión es la siguiente. Existen
variaciones genéticas entre los cerebros que pasarían desapercibidas
si los memes no las pusiesen de manifiesto. Por ejemplo, hay sobra-
das pruebas de que las diferencias en cuanto al talento musical de los
individuos tienen un componente genético. Es muy probable que el
talento musical de los miembros de la familia Bach se debiese en
buena medida a sus genes. En un mundo lleno de memes musicales,
las diferencias genéticas en habilidad musical salen a relucir y se hallan
potencialmente disponibles para la selección sexual. Antes de que
los memes musicales entrasen en el cerebro humano, también habrían
existido diferencias genéticas en materia de habilidad musical, pero
no se habrían manifestado o, al menos, no se habrían manifestado
de la misma forma, y no habrían estado disponibles para la selección
sexual ni natural. La selección memética no puede cambiar por sí sola
el tamaño del cerebro, pero puede sacar a la luz variaciones genéti-
cas que de otro modo habrían permanecido ocultas. Podría conside-
rarse una versión del efecto Baldwin que hemos comentado en «El
Cuento del Hipopótamo».
En este cuento nos hemos servido de la hermosa teoría de la selec-
ción sexual de Darwin para tratar una serie de cuestiones sobre la evo-
lución humana. ¿Por qué perdimos el pelo? ¿Por qué andamos sobre
dos piernas? ¿Por qué tenemos un cerebro grande? No pretendo aven-
turar que la selección sexual sea la respuesta universal a todas las gran-
des preguntas sobre la evolución humana. En el caso concreto del
bipedalismo, la teoría de la alimentación en cuclillas de Jonathan Kingdon
se me antoja, como mínimo, igual de convincente. Pero celebro que

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se haya puesto de moda revisar detenidamente la teoría de la selec-


ción sexual, después de tantos años como llevaba relegada al olvido
desde que Darwin la planteara por primera vez. Entre otras cosas, brin-
da una respuesta inmediata a una pregunta a menudo implícita en los
interrogantes fundamentales: si la locomoción bípeda (o la expansión
del cerebro o la desnudez) fue una innovación tan provechosa para
nosotros, ¿cómo es que no la adoptaron otros simios? Pues porque la
selección sexual predice súbitas explosiones evolutivas en direccio-
nes arbitrarias. En cambio, la ausencia de dimorfismo sexual en el
bipedalismo y en la expansión cerebral nos obliga a ampliar el análi-
sis. De momento, dejémoslo aquí. Hace falta pensarlo más detenida-
mente.

EL CUENTO DEL DODO

Los animales terrestres, por razones obvias, lo tienen muy difícil para
llegar a islas tan remotas como las Galápagos o Mauricio. Si como resul-
tado de un insólito accidente, la tantas veces invocada travesía invo-
luntaria a bordo de una balsa de mangle, consiguen llegar a una isla
como Mauricio, lo más probable es que se encuentren con una vida
regalada. La razón es precisamente lo difícil que es llegar a la isla, don-
de la competición y la depredación no serán tan feroces como en el
continente. Como ya hemos visto, probablemente fue así como llega-
ron a Sudamérica los monos y los roedores.
Cuando digo que colonizar una isla es difícil debo apresurarme a
evitar el malentendido habitual. Un individuo que se esté ahogando
puede tratar desesperadamente de llegar a la costa, pero ninguna espe-
cie trata jamás de colonizar una isla. Una especie no es una entidad
que trate de hacer nada. Puede darse el caso, por puro azar, de que
los miembros de una especie se encuentren en condiciones de colo-
nizar una isla hasta entonces no habitada por sus congéneres. Es de
esperar que los individuos en cuestión le saquen partido a ese vacío
y, con el tiempo, habrá quien diga, a toro pasado, que la especie ha
colonizado la isla. También puede que los descendientes de la espe-
cie cambien evolutivamente su forma de vida para acomodarse a las
nuevas condiciones imperantes en la isla.

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Ésa es la esencia del Cuento del Dodo. Los animales terrestres lo


tienen difícil para llegar a una isla, pero mucho más fácil si tienen alas.
Como los ancestros de los pinzones de Darwin... o los del dodo, quie-
nesquiera que fuesen. Los animales voladores se encuentran en una
situación especial: no necesitan la consabida balsa de mangle. Sus pro-
pias alas los transportan a una isla remota, puede que también por
accidente debido a una tempestad. Una vez allí descubren que ya no
tienen más necesidad de alas, sobre todo porque en las islas no suele
haber depredadores. Por eso, los animales isleños, como señaló Darwin,
suelen ser tremendamente dóciles. Y, por eso, son bocado fácil para
los marineros. El ejemplo más famoso es el del dodo, Raphus cuculla-
tus, al que Linneo, el padre de la taxonomía, bautizó con el cruel nom-
bre de Didus ineptus.
La propia palabra dodo viene de una voz portuguesa que significa
«estúpido», pero es injusto llamar estúpido al dodo. Cuando en 1507
los portugueses llegaron a Mauricio, los abundantes dodos eran com-
pletamente dóciles y se acercaban a los recién llegados con una acti-
tud poco menos que confiada. ¿Por qué no habrían de ser confiados
si durante miles de años sus ancestros no se habían encontrado con
un solo depredador? Lástima de confianza. Los desdichados dodos
fueron muertos a garrotazos por los marineros portugueses y, después,
por los holandeses, y eso que su carne, por lo visto, tenía un sabor
desagradable. Presumiblemente los masacraban por deporte. La extin-
ción tardó menos de dos siglos en consumarse. Como tantas veces, se
debió a una combinación de causas más o menos directas. Los huma-
nos introdujeron perros, cerdos, ratas y refugiados religiosos. Los
tres primeros se comían los huevos de los dodos y los últimos planta-
ron caña de azúcar, destruyendo los hábitats naturales de las aves.
La idea de la conservación de las especies es muy moderna. Dudo
de que en el siglo XVII a nadie le entrase en la cabeza el concepto
de extinción y sus consecuencias. Casi me falta valor para contar la
historia del dodo de Oxford, el último ejemplar que se disecó en
Inglaterra. Su dueño y taxidermista, John Tradescant, se vio induci-
do a legar su enorme colección de curiosidades y tesoros al triste-
mente célebre (a decir de algunos) Elias Ahmole, razón por la cual
el Museo Ashmoleano de Oxford no se llama Museo Tradescantiano,
que es como (según algunos) debería llamarse. Posteriormente los

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conservadores del museo (aunque hay quien dice que la imputación


es falsa) decidieron quemar, como si fuera basura, todo el dodo de
Tradescant excepto el pico y una pata. Actualmente dichos restos
descansan en mi lugar de trabajo, el Museo de Ciencias Naturales de
la Universidad de Oxford, donde, como bien saben todos los lectores
de Alicia en el país de las maravillas, inspiraron a Lewis Carroll. Y tam-
bién a Hilaire Belloc:

El pobre dodo solía pasear


Acariciado por la brisa y el sol.
El sol aún caldea su tierra natal
¡pero del dodo ni rastro quedó!

Su voz, un puro graznido,


enmudeció para los restos,
pero puedes ver los huesos y el pico
expuestos en el museo.

Parece ser que el dodo blanco, Raphus solitarius, corrió idéntica suer-
te en la vecina isla de Reunión.9 Y Rodríguez, la tercera isla del archi-
piélago de las Mascareñas, albergaba y perdió de la misma manera a
un pariente algo más lejano, el solitario de Rodríguez, Pezophaps soli-
taria.
Los antepasados de los dodos tenían alas. Eran palomas que llega-
ron a las Mascareñas por sus propios medios, si acaso ayudadas por un
viento favorable más fuerte de lo normal. Una vez allí, como ya no te-

9. Sin embargo, mi ayudante, Sam Turvey, cuya sapiencia es asombrosa, me ha


informado de que el dodo blanco, casi con toda seguridad, nunca existió: «Los dodos
blancos figuran en unas cuantas pinturas del siglo XVII, y algunos viajeros de la épo-
ca refieren la existencia de unas grandes aves blancas en Reunión, pero son testimo-
nios imprecisos y muy confusos, y en la isla no se ha encontrado ningún resto óseo.
Aunque la especie haya recibido un nombre científico (Raphus solitarius) y el excén-
trico naturalista japonés Masauji Hachisuka propugnase la existencia en Reunión de
dos especies de dodo (que bautizó con los nombres de Victoriornis imperialis y Ornithaptera
solitaria), lo más probable es que los primeros testimonios se refiriesen a un ibis extin-
to (Threskiornis solitarius), similar al ibis sagrado actual y del que sí existe material óseo,
o bien a especimenes jóvenes del dodo de Mauricio. Otra posibilidad es que fuesen
una licencia artística».

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nían necesidad de volar porque no había nada de lo que huir, per-


dieron las alas. Al igual que las Galápagos y las Hawai, estas islas son
volcánicas y de formación reciente: ninguna tiene más de siete millo-
nes de años. Las pruebas moleculares indican que el dodo y el solita-
rio probablemente llegaron a las Mascareñas desde el este, no desde
África y Madagascar como cabría suponer. Puede que el solitario com-
pletase la mayor parte de su divergencia evolutiva antes de llegar final-
mente a Rodríguez, aunque conservando la suficiente capacidad de
vuelo como para arribar desde Mauricio.
¿Por qué tomarse la molestia de perder las alas? Con todo lo que
tardaron en evolucionar, ¿por qué no conservarlas por si un día vuel-
ven a resultar útiles? Por desgracia (para el dodo), no es así como
procede la evolución. Ésta no obra conscientemente ni, desde luego,
con previsión. Si lo hiciese, los dodos habrían conservado las alas y
los vandálicos marineros portugueses y holandeses no se habrían encon-
trado con una presa tan fácil.
La funesta suerte del dodo conmovió al difunto Douglas Adams.
En uno de los episodios de Doctor Who, la serie televisiva para la que
escribió algunos guiones en la década de 1970, la habitación que el
anciano profesor Chronotis ocupa en Cambridge se transformaba en
una máquina del tiempo, aunque el profesor sólo la usaba para entre-
garse a su vicio secreto: visitar obsesiva y repetidamente Mauricio en
el siglo XVII para llorar la desaparición del dodo. El capítulo nunca
llegó a emitirse por culpa de una huelga de los trabajadores de la BBC,
pero Douglas Adams reciclaría el tema del duelo por el dodo en
su novela Dirk Gently: agencia de investigaciones holísticas. Seré un senti-
mental, pero, en este punto, quiero hacer una pausa en señal de res-
peto y homenaje a Douglas, a Chronotis y al animal cuya pérdida llo-
raba el profesor.
Ni la evolución ni el motor que la impulsa, la selección natural,
obran con previsión. Dentro de cada especie, los individuos mejor
dotados para sobrevivir y reproducirse aportan a la siguiente genera-
ción más genes de los que les correspondería por promedio. La con-
secuencia, por ciega que sea, es lo más parecido a la previsión que se
puede encontrar en la naturaleza. Las alas podrían ser útiles dentro
de un millón de años, cuando lleguen unos marineros garrota en ris-
tre, pero en el inmediato aquí y ahora no contribuyen a que un ave

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tenga más crías y transmita más genes a la siguiente generación. Al


contrario: las alas y, sobre todo, los enormes músculos pectorales nece-
sarios para moverlas, son un lujo muy costoso. Si se atrofian, los recur-
sos ahorrados pueden invertirse en algo de mayor utilidad inmedia-
ta, como, por ejemplo, poner más huevos, que son útiles para sobrevivir
y reproducen los mismísimos genes que programaron la reducción
de las alas.
Ésas son las cosas que continuamente hace la selección natural:
atrofiar un poquito aquí, agrandar un poquito allá, poner esto, qui-
tar lo otro, siempre retocando y, en suma, optimizando la capacidad
reproductora inmediata. La supervivencia de las futuras generaciones
no es un factor que el cálculo tenga en cuenta, por la sencilla razón
de que el proceso, en rigor, no tiene nada de cálculo. Todo sucede
automáticamente conforme unos genes sobreviven en el acervo géni-
co y otros no.
El triste final del dodo de Oxford (el dodo de Alicia, el dodo de
Belloc) ha tenido un epílogo más alegre que, en cierto modo, lo miti-
ga. Un grupo de científicos de Oxford del laboratorio de mi colega
Alan Cooper solicitó y obtuvo permiso para extraer una pequeña mues-
tra del interior de uno de los huesos del pie del ejemplar del museo.
También consiguieron un fémur de solitario hallado en una cueva
de la Isla Rodríguez. Los dos huesos les proporcionaron suficiente
ADN mitocondrial como para establecer una serie de detalladas com-
paraciones letra por letra entre las secuencias genéticas de ambas aves
y de un amplio espectro de aves actuales. Los resultados han confir-
mado que, tal y como se sospechaba desde hacía tiempo, los dodos
eran palomas modificadas. Tampoco es una sorpresa que, dentro de
la familia de las palomas, el pariente más cercano del dodo sea el
solitario, y viceversa. Lo que resulta ya más inesperado es que estos dos
gigantes incapaces de volar tengan su nido filogenético en pleno cora-
zón del árbol de las palomas. Dicho de otro modo: los dodos están más
emparentados con algunas palomas voladoras de lo que éstas lo están
con otras palomas voladoras, a pesar de que, a simple vista, lo lógico
sería esperar que todas las palomas guardasen un parentesco más
cercano entre sí y que los dodos figurasen en una rama más alejada.
Entre las palomas, el pariente más cercano de los dodos es la paloma
de Nicobar, Caloenus nicobarica, un bello pájaro del sureste asiático. A

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su vez, los parientes más cercanos del grupo que forman la paloma
de Nicobar y los dodos son la paloma coroniblanca, un espléndido
pájaro de Nueva Guinea, y Didunculus, una rara paloma de pico den-
tado de Samoa que se parece un poco a un dodo y cuyo nombre, de
hecho, significa «pequeño dodo».10
Los científicos de Oxford comentan que el estilo de vida nómada
de la paloma de Nicobar es perfecto para colonizar islas remotas, de
ahí que se hayan encontrado fósiles de pájaros de este tipo en archi-
piélagos del Pacífico situados tan al este como el de las Pitcairn. Estas
palomas coronadas Victoria y palomas de pico dentado, señalan los
científicos, son aves de gran tamaño que viven a ras de suelo y rara
vez vuelan. Parece como si las especies que integran este subgrupo
de palomas tuviesen la costumbre de colonizar islas para, posterior-
mente, perder la capacidad de volar y hacerse más grandes y más pare-
cidas a los dodos. El dodo propiamente dicho y el solitario serían los
casos extremos de esta tendencia.
Historias como la del dodo se han repetido en diversas islas de todo
el mundo. Muchas familias de aves, en la mayoría de las cuales pre-
dominan las especies voladoras, han desarrollado en las islas varian-
tes incapaces de volar. En Mauricio, sin ir más lejos, existía un rascón
de gran tamaño incapaz de volar, Aphanapteryx bonasia, que también
está extinto, y al que en alguna ocasión se ha confundido con el dodo.
Isla Rodriguez albergaba a una especie relacionada, Aphanapteryx legua-
ti. Parece ser que los rascones se prestan a la mencionada tendencia
de migrar de isla en isla y terminar perdiendo la facultad del vuelo.
Además de las especies del océano Índico, también hay un rascón no
volador en el archipiélago de Tristán de Cunha, en el Atlántico Sur;
y la mayoría de las islas del Pacífico tienen (o han tenido) sus propias
especies de rascón no volador. Antes de que el hombre arruinase la
avifauna hawaiana, había más de doce especies de rascón en el archi-
piélago. De las sesenta y tantas especies de rascón que viven actual-
mente en el mundo, más de una cuarta parte son incapaces de volar,
y todos los rascones no voladores viven en islas (si contamos islas de

10. Recientemente, se ha encontrado en Fiji el cuerpo fosilizado de una paloma


gigante no voladora, Natunaornis, casi tan grande como el dodo.

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el cuento del antepasado

gran tamaño como Nueva Guinea y Zelanda). A raíz del contacto huma-
no, puede que en las islas tropicales del Pacífico se hayan extinguido
la friolera de 200 especies.
También en Mauricio, y asimismo ya extinto, había un loro de gran
tamaño: Lophopsittacus mauritianus. Este loro crestado, que volaba bas-
tante mal, posiblemente ocupase un nicho similar al del loro kaka-
po, que todavía sobrevive (de milagro) en Nueva Zelanda.11 Las dos
islas que forman Nueva Zelanda son, o eran, el hogar de un gran
número de aves no voladoras pertenecientes a muchas familias. Una
de las más llamativas era la conocida como aptornis, un ave robusta
y voluminosa, pariente lejano de grullas y rascones. Tanto en la isla
norte de Nueva Zelanda como en la sur existían diversas especies de
aptornis, pero lo que no había en ninguna de las dos era mamífero
alguno, a excepción (por el motivo evidente que subyace a «El Cuento
del Dodo») de murciélagos, luego cabe suponer que los aptornis se
ganaban la vida de un modo semejante al de los mamíferos, llenan-
do ese nido vacante.
En todos estos casos, la historia evolutiva es casi con toda certeza
una versión de «El Cuento del Dodo». Aves voladoras ancestrales lle-
gan por sus propios medios a una isla remota donde la ausencia de
mamíferos abre las puertas a una vida a ras de suelo. Las alas dejan
de tener la utilidad que tenían en el hábitat anterior, las aves renun-
cian al vuelo; y tanto las alas como los gravosos músculos pectorales
degeneran. Hay una notable excepción, uno de los grupos más anti-
guos y más conocidos de aves no voladoras: las rátidas, el órden de
los Avestruces. La historia evolutiva de las rátidas es muy diferente a
la del resto de aves no voladoras y merece un tratamiento exclusivo en
«El Cuento del Ave Elefante».

EL CUENTO DEL AVE ELEFANTE

De pequeño, la imagen de los cuentos de Las mil y una noches que


más estimulaba mi imaginación era la del encuentro entre Simbad el

11. Al que también homenajeó de forma memorable Douglas Adams, esta vez en
Mañana no estarán.

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saurópsidos

marino y el roc. En un primer momento, Simbad pensaba que la mons-


truosa ave era una nube que oscurecía el sol:

Había oído decir a viajeros y peregrinos que en cierta isla moraba un pája-
ro enorme llamado roc que daba de comer elefantes a sus polluelos.

La leyenda del roc reaparece en varios cuentos de Las mil y una noches
(dos protagonizados por Simbad y dos por Abderramán). Marco Polo
menciona que vive en Madagascar, y se decía que los embajadores
del rey de esa isla habían regalado una pluma de roc al gran jan de
Catai. Michael Drayton (1563-1631) se refirió al gigantesco roc para
contrastarlo con el proverbialmente diminuto chochín:

Todos los plumados que el hombre ha conocido,


Desde el enorme roc hasta el chochín chiquito...

¿Cuál es el origen de la leyenda del roc? Y si era pura fantasía, ¿por


qué esa conexión recurrente con Madagascar?
Ciertos fósiles hallados en Madagascar muestran que allí vivió un
ave gigantesca, el ave elefante o Aepyornis maximus, tal vez hasta el siglo
XVII,12 aunque lo más probable es que fuese hasta el 1000 d.C. El ave
elefante finalmente se extinguió, quizá porque los humanos robaban
sus huevos, que llegaban a medir un metro de circunferencia13 y habrí-
an proporcionado tanto alimento como 200 huevos de gallina. Medía
tres metros de alto y pesaba casi media tonelada (como cinco aves-
truces juntos). A diferencia del legendario roc (que usaba sus 16 metros
de envergadura para transportar a Simbad y algún que otro elefan-
te), no volaba y tenía unas alas (relativamente) pequeñas, como las del
avestruz. No obstante, a pesar de ser parientes, sería un error consi-
derarlo un avestruz gigantesco: Aepyornis era un ave más robusta y
corpulenta, una especie de tanque con plumas con una cabeza y un
cuello de gran tamaño, a diferencia de los del avestruz, que recuerdan

12. En realidad, existían varias especies emparentadas entre sí y pertenecientes a


dos géneros, Aepyornis y Mullerornis. Pero Aepyornis maximus, como su nombre indica,
es la que más merece el nombre de ave elefante.
13. No de diámetro. El dato no es tan sorprendente como parece.

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el cuento del antepasado

Se los comieron uno por uno. Sir Richard


Owen con el esqueleto de Dintornis, el moa
gigante. Owen, a quien debemos el término
dinosaurio, fue el primero en describir a los
moas.

a un esbelto periscopio. Teniendo en cuenta como nacen y se hinchan


las leyendas, es lícito pensar que el ave elefante fuese el origen del
mito del roc.
Al contrario que el paquidermófago roc y que varios grupos anterio-
res de aves gigantes carnívoras, como la familia de los Fororracoides
del Nuevo Mundo, Aepyornis era con toda probabilidad vegetariano.
Los fororracoides alcanzaban la misma estatura que Aepyornis y tení-
an un aterrador pico ganchudo capaz de engullir entero a un aboga-
do de tamaño medio, lo que que tal vez justifica su apodo de «tirano-
sauros con plumas». A primera vista, estas grullas monstruosas podrían
parecer aspirantes más aptos que Aepyornis para interpretar el papel
de roc, pero se extinguieron hace demasiado tiempo como para haber
inspirado la leyenda. Además, Simbad (o sus equivalentes árabes en
la vida real) nunca visitó América.
El ave elefante de Madagascar es el ave más pesada que jamás haya
existido, pero no la más alta. Algunas especies de moa podían alcan-
zar una altura de 3,5 metros, pero sólo si estiraban el cuello, como en
la reconstrucción de Richard Owen (véase la fotografía). En la vida
diaria, parece ser que llevaban la cabeza gacha, apenas un poco más

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alta que el lomo. Pero el moa tampoco pudo haber dado origen a la
leyenda del roc, pues Nueva Zelanda también estaba muy fuera del
alcance de Simbad. En Nueva Zelanda existieron unas diez especies
de moa, unos del tamaño de un pavo, otros tan grandes como dos aves-
truces.14 Los moas representan un caso extremo entre las aves no vola-
doras, en el sentido de que presentan ni rastro de alas, ni siquiera
vestigios de huesos alares. Proliferaban tanto en la isla norte como
en la isla sur de Nueva Zelanda hasta que, en el año 1250 d.C., llega-
ron los maoríes. Eran una presa fácil por la misma razón que el dodo.
Si exceptuamos al águila de Haast, una especie ya extinta que es el
mayor águila que jamás ha existido, los moas llevaban millones de años
sin ver un solo depredador. Los maoríes los masacraron, comiéndose
las partes más selectas, desechando el resto y demostrando, no por pri-
mera vez, cuán ilusorio es el mito del buen salvaje que vive en respe-
tuosa armonía con la naturaleza. Cuando llegaron los europeos, ape-
nas unos pocos siglos después de los maoríes, ya no quedaba un solo
moa. Aún en nuestros días persisten leyendas y cuentos chinos sobre
avistamientos, pero toda esperanza es infundada. Como dice una las-
timera canción popular de Nueva Zelanda:

Ni un moa, ni un moa
En la vieja Ao-tea-roa.15
No se encuentra ninguno,
Se los comieron uno por uno.
Sin tregua los cazaron
y ni las plumas quedaron.

Las aves elefante y los moas (pero no los carnívoros fororracoides ni


varios otros gigantes no voladores también extintos) eran rátidas,
una vieja familia de aves que, en la actualidad, integran los ñandúes
de Sudamérica, los emúes de Australia, los casuarios de Nueva Guinea
y Australia, los kiwis de Nueva Zelanda, y los avestruces, hoy en día

14. Los kiwis son más pequeños que un pavo, pero ya no se los considera moas
enanos. Como veremos, están más emparentados con emúes y casuarios y llegaron más
tarde, desde Australia.
15. El nombre maorí de Nueva Zelanda.

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el cuento del antepasado

exclusivos de África y Arabia, pero anteriormente comunes en Asia e


incluso Europa.
Me deleito con el espectáculo de la selección natural y habría esta-
do encantado de informar al lector de que las rátidas desarrollaron
por separado su incapacidad de volar en diversas partes del mundo,
en conformidad con el mensaje de «El Cuento del Dodo». En otras
palabras, me habría gustado que las rátidas hubiesen sido un agrupa-
miento artificial y que su apariencia superficial se debiese a presio-
nes semejantes en diversos lugares. Por desgracia, no es el caso. La ver-
dadera historia de las rátidas, cuyo relato he adjudicado al ave elefante,
es muy distinta. Y debo admitir que, en cierto modo, termina por resul-
tar aún más fascinante. «El Cuento del Ave Elefante», junto con su epí-
logo, es el cuento de Gondwana y de la deriva continental o, como se
la llama ahora, de la tectónica de placas.
Las rátidas son, sin lugar a dudas, un grupo natural. Los avestru-
ces, los emúes, los casuarios, los ñandúes, los kiwis, los moas y las aves
elefante están más relacionados entre sí que con cualquier otra ave.
Y su antepasado común tampoco volaba. Es probable que perdiese
las alas, por las mismas razones que el dodo: salió volando de Gondwana
y llegó a una isla lejana. Pero eso fue antes de que las rátidas se divi-
diesen y diesen lugar a las diversas formas cuyos descendientes vemos
hoy en los diferentes continentes e islas australes. Es más, la escisión
de las rátidas respecto de las demás aves es antiquísima, y constituyen
un grupo verdaderamente ancestral en el sentido que paso a expli-
car. Las aves actuales se dividen en dos grupos: por un lado están las
rátidas y los macucos o tinamúes (un grupo de aves sudamericanas
que sí vuelan) y, por otro, el conjunto de todas las demás aves. Por lo
tanto, toda ave pertenece o bien al grupo de rátidas y macucos, o al
de todas las demás, y la división entre estas dos categorías es la más
antigua que existe entre las aves actuales. Digo actuales porque hay
varios grupos de aves extintas (tanto voladoras como no voladoras)
que no están emparentados con ningún ave moderna.
Las rátidas constituyen, pues, un grupo natural, con un antepa-
sado común que tampoco tenía alas. Esto no significa que no hubie-
se un antepasado más antiguo de todas las rátidas que volase. Sin
duda lo hubo pues, ¿cómo si no iban a tener (la mayoría de ellas)
alas vestigiales? Existen incluso pruebas fósiles al respecto, concre-

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tamente Lithornis, un pariente volador de las rátidas, que vivió en


Norteamérica durante el Paleoceno y Eoceno. Pero el antepasado
común más reciente de todas las rátidas actuales ya había reducido
sus alas a unos muñones vestigiales mucho antes de que sus descen-
dientes se ramificasen dando lugar a los diversos grupos de rátidas
que hoy conocemos. Esto nos priva del consabido cuento de los ante-
pasados que vuelan allende mares hasta una tierra lejana y pierden
las alas cada uno por su cuenta. Las rátidas llegaron a sus diferentes
hogares actuales sin disfrutar de las ventajas de las alas ni del vuelo.
¿Cómo lo lograron?
Andando. Completaron todo el trayecto andando.16 ¿Cómo es posi-
ble? Ése es el meollo de «El Cuento del Ave Elefante». No había mares,
no había nada que cruzar. Los continentes separados de la actuali-
dad estaban a la sazón todos unidos y las grandes aves no voladoras
no tuvieron que mojarse las patas.
Cuando era pequeño y vivíamos en África, mi padre siempre nos
contaba a mi hermana pequeña y a mí un cuento antes de dormir.
Guarecidos bajo la mosquitera y maravillados con su luminoso reloj
de pulsera, escuchábamos la historia de un broncosauro que vivía «muy,
muuuuuy lejos», en un lugar llamado Gonguanalandia. No volví a acor-
darme hasta mucho tiempo después, cuando supe de la existencia de
un gran continente austral llamado Gondwanaland.
Hace 150 millones de años, Gondwanaland o, mejor dicho, Gond-
wana, comprendía todo lo que hoy conocemos como Sudamérica, Áfri-
ca, Arabia, la Antártida, Australasia, Madagascar y la India. África roza-
ba la Antártida con su punta meridional y se inclinaba hacia la derecha.
En consecuencia, entre la costa oriental de África y la costa septentrio-
nal de la Antártida quedaba un hueco triangular, aunque el hueco
en realidad no era tal, porque lo llenaba India. En esa época India
estaba separada del resto de Asia (Laurasia) por un océano, el mar
de Tetis, cuyo centro más o menos corresponde en la actualidad al
Océano Índico y cuyo extremo más occidental dio lugar al actual
Mediterráneo. Madagascar estaba encajado entre India y África, uni-
do a ambas por los dos lados. Australia, Nueva Guinea y la naciente

16. Con la probable excepción del kiwi, como veremos más adelante.

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el cuento del antepasado

Nueva Zelanda también estaban unidas a la Antártida, al este de la


India (véase el mapa de la página siguiente).
Pero Gondwana estaba a punto de fragmentarse. Intuirá el lector
adónde nos lleva el cuento. Cuando las rátidas surgieron en Gondwana,
podían llegar caminando a cualquiera de las regiones donde más tar-
de vivirían. Se han encontrado fósiles de rátidas hasta en la Antártida
que, por aquel entonces, según indican los fósiles vegetales, estaba
cubierta de bosque templado subtropical. Las rátidas ancestrales deam-
bulaban a su antojo a lo largo y ancho del continente de Gondwana
sin sospechar que su tierra natal estaba llamada a desintegrarse en
pedazos separados por miles de kilómetros de océano. Cuando así ocu-
rrió, las rátidas también se hicieron a la mar: una travesía con todas
las de la ley. En este caso, sin embargo, la embarcación no fue el so-
corrido fragmento de manglar, sino el mismísimo suelo que pisaban.
Y, a bordo de sus respectivas masas terrestres, que no dejaban de sepa-
rarse, dispusieron de muchísimo tiempo para evolucionar cada una
por su cuenta y desarrollar sus características correspondientes.
La desintegración se produjo de manera bastante súbita y explosi-
va según los parámetros del tiempo geológico. Hace unos 150 millo-
nes de años, India (y Madagascar, que seguía unido a ésta) empezó a
desgajarse de África. Mientras se ensanchaba el hueco entre ambas,
hace unos 140 millones de años, el océano empezó a abrirse paso entre
el otro lado de India y la Antártida, y entre ésta y Australia. Un poco
después, Sudamérica comenzó a alejarse de las costas occidentales
de África, y hace 120 millones de años ya las separaba un canal lar-
guísimo, estrecho y sinuoso. El último lugar por el que se podía cru-
zar de una a otra era el angosto pasillo de tierra que seguía uniendo
África occidental con lo que hoy es Brasil. Para entonces se había abier-
to un canal igualmente largo y estrecho entre la Antártida y la nueva
costa meridional de Australia. Hace unos 80 millones de años,
Madagascar se desgajó de India y se quedó más o menos en la posi-
ción que ocupa actualmente, mientras India emprendía una migra-
ción espectacularmente rápida hacia el norte para terminar incrus-
tándose en la costa meridional de Asia y dar origen a la cordillera del
Himalaya. A todo esto, durante ese mismo periodo, los demás frag-
mentos de Gondwana habían seguido separándose, cada uno carga-
do con su propio contingente de rátidas: ñandúes ancestrales en el

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Jurásico tardío hace 152 millones de años


Siberia Paso
amuriano
Alaska Montes
Urales China
LAURASIA septentrional
Europa China
Sierra Nevada América meridional Sudeste
del Norte Turquía Irán Tibet asiático
Indochina
OCÉANO Fo s
ad
PACÍFICO e Te
ti s
Golfo de
México MAR
África DE TETIS
Océano Arabia
Atlántico América
Central del Sur
Andes GONDWANA
India
Australia
Antártida

La tierra en el Jurásico superior, hace unos 150 millones de años [257]. El


supercontinente de Pangea se había visto dividido en Laurasia (al norte) y
Gondwana (al sur), y el océano Atlántico empezaba a formarse. El propio
Gondwana estaba a punto de fragmentarse. El clima era muy benigno.

nuevo continente de Sudamérica, aves elefante ancestrales en


India/Madagascar, emúes ancestrales en Australia, avestruces ances-
trales en... Bueno, de esto hablaremos más adelante.
Los fósiles vegetales indican que la Antártida del Cretácico era una
región subtropical, cubierta de vegetación exuberante y propicia para
la vida animal.17 La ausencia de fósiles en la zona no debe interpre-
tarse como ausencia de animales: una vegetación tan rica por fuerza
tuvo que sustentar una fauna abundante. Como ya he mencionado,
entre los pocos fósiles animales que se han encontrado figuran ráti-
das de gran tamaño, algunas tan grandes como moas, y parece pro-
bable que estas aves abundasen en la Antártida del Cretácico. No es
que la región fuese necesariamente la Gran Estación Central de Villa

17. Si bien, como ocurre ahora y por extraño que nos resulte, las zonas más meri-
dionales pasarían buena parte del año en penumbra. Esto, en buena lógica, tuvo que
originar todo tipo de adaptaciones conductuales que carecen de equivalentes moder-
nos, toda vez que, en la actualidad, las latitudes extremas son gélidas.

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el cuento del antepasado

Rátida, pero sí constituía un puente terrestre apacible y acogedor


por el que estas aves podían cruzar de un lado a otro del mundo, des-
de África y Sudamérica a Australia y Nueva Zelanda, y también a
India/Madagascar.
Desde el punto de vista de un errabundo antepasado de rátida, lo
importante no es en qué punto se separó de Gondwana la mayor par-
te del continente que habitaba, sino hasta cuándo pudo haber cruza-
do a pie de una masa a otra. Por ejemplo, hace 100 millones de años,
África ya estaba bastante separada de la Antártida por el sur y de
India/Madagascar por el este. En este contexto, África ya era una
isla. También estaba claramente separada de Sudamérica, a lo largo
de casi toda su costa occidental. Sin embargo, aún persistía el citado
puente terrestre entre el borde meridional de esa protuberancia que
es África occidental y una parte del actual Brasil. Éste fue el último
momento en que los antepasados del ñandú estuvieron en contacto
con el resto de lo que en su día había sido Gondwana. Disponemos
de otras fechas relativas a los últimos contactos entre los diversos ele-
mentos de esta diáspora continental.
¿Hay alguna coincidencia entre las fechas en que los diversos con-
tinentes e islas se separaron geográficamente y las fechas en que, según
indica la genética molecular, las correspondientes líneas ancestrales
de las rátidas se separaron evolutivamente? O, si eso es mucho pedir,
¿son al menos compatibles? Pues sí, lo son. Y además (salvo el kiwi y,
en un sentido muy interesante que abordaré enseguida, el avestruz)
son incompatibles con la hipótesis contraria de que las rátidas se dis-
tribuyeron por sus actuales masas continentales después de que éstas
se separasen unas de otras.
Alan Cooper y sus colegas de Oxford, a quienes hemos conocido
en «El Cuento del Dodo», han comparado la genética molecular de
todas las rátidas. Cuando se trata de especies actuales, la labor es sen-
cilla. Basta con ir al zoológico y extraer una muestra de sangre de un
avestruz, de un ñandú, etcétera. Es más, muchas de las secuencias gené-
ticas ya han salido publicadas en los medios especializados. El equipo
de Cooper, sin embargo, fue más allá y secuenció el ADN mitocondrial
de dos géneros de moa y de un ave elefante a partir, únicamente, de
viejos huesos que tomaron prestados del museo. Lo más sorprenden-
te es que lograron recomponer todo el genoma mitocondrial de ambos

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géneros de moa, que llevaban muertos como mínimo 700 años. El


material del ave elefante estaba peor conservado, pero así y todo se las
arreglaron para secuenciar parte del ADN. Los investigadores estaban,
pues, en condiciones de comparar las ancestrales secuencias genéti-
cas unas con otras y con las de las rátidas actuales. La técnica del reloj
molecular les permitió fechar aproximadamente las divergencias evo-
lutivas entre las rátidas.
Sería bonito poder decir que las separaciones moleculares entre
las rátidas coinciden exactamente con las separaciones geográficas
entre sus tierras natales. Por desgracia, las fechas no son lo bastante
precisas como establecer con garantías esa coincidencia. Recordemos,
no obstante, que llegar a un lugar pasando de una isla a otra siguió
siendo una posibilidad tras el desmembramiento de Gondawana, inclu-
so para los animales incapaces de volar, luego el momento exacto en
que las diversas partes de Gondwana soltaron amarras tampoco es
demasiado significativo. Al fin y al cabo, las aves no voladoras no son
más incapaces de volar que mamíferos como los monos y los roedo-
res, que cruzaron de África a Sudamérica, ni que las iguanas que lle-
garon a Anguila arrastradas por el huracán. Para complicar aún más
las cosas, la mayoría de las masas continentales se separaron de
Gondwana de manera casi simultánea (lo que geológicamente hablan-
do quiere decir «unos pocos millones de años más, unos pocos millo-
nes de años menos»). Las secuencias moleculares, sin embargo, nos
permiten afirmar con seguridad que las escisiones ancestrales entre
las rátidas son muy antiguas: lo bastante como para cuadrar perfecta-
mente con la teoría de que, cuando Gondwana se desintegró, sus ante-
pasados ya se hallaban en sus respectivos hogares australes.
Lo más probable es que ocurriese lo siguiente. Pensemos en la
Antártida como la unidad de la que se desgajaron los demás continen-
tes. Lógicamente, éstos también se separaron unos de otros, pero siem-
pre es bueno contar con un punto de referencia y la posición central
de la Antártida viene muy bien en este sentido por cuanto ayuda a
visualizarlo. Es más, como ya hemos visto, durante el periodo del que
nos estamos ocupando en este cuento, es decir, el Cretácico, que se
inició hace 140 millones de años y concluyó hace 60, la Antártida no
era ni mucho menos el desierto helado que es hoy. ¿Acaso porque se
encontraba en una latitud más benigna? No, puesto que apenas esta-

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el cuento del antepasado

ba un poco más al norte que en la actualidad. Era una región templa-


da porque, debido al perfil de las costas, las corrientes cálidas de los
trópicos llegaban a las latitudes australes más remotas, un fenómeno
análogo, aunque más espectacular, al de la moderna corriente del Golfo,
que, entre otras cosas, propicia que crezcan palmeras en el oeste de
Escocia. Una de las consecuencias de la fragmentación de Gondwana
fue que la corriente cálida dejó de dirigirse al sur. La Antártida pasó a
padecer el clima glacial propio de la latitud en que se encuentra y des-
de entonces ha sido el lugar gélido que hoy conocemos.
Así pues, en la Antártida había gran cantidad de rátidas y, además,
en el momento oportuno. El resto de la historia es muy simple. Sud-
américa ya albergaba un nutrido contingente de antepasados de los
ñandúes. Nueva Zelanda se separó de la Antártida hace unos 70 millo-
nes de años, llevándose a bordo un cargamento de moas. Los datos
moleculares indican que unos diez millones de años antes los moas
ya habían divergido de las demás rátidas. Australia perdió el contacto
con la Antártida hace unos 56 millones de años. Esto cuadra con la
citada evidencia molecular de que los moas se escindieron de las demás
rátidas antes (hace 82 millones de años) que las rátidas australianas,
el emú y el casuario, que divergieron unos de otros hace unos 30 millo-
nes de años. Los kiwis son, probablemente, la única excepción que
confirma la regla de que todas las rátidas llegaron andando a sus des-
tinos. No son parientes cercanos de los moas, sino que están más empa-
rentados con las rátidas australianas y, presumiblemente, llegaron de
Australia a Nueva Zelanda saltando de isla en isla y pasando por Nueva
Caledonia. Por lo que respecta al ave elefante, se quedó en Madagascar
después de que esta isla se desprendiese de India hace unos 75 millo-
nes de años, y allí permaneció hasta la llegada del ser humano.
Y aquí nos encontramos con el avestruz, del que prometí que vol-
vería a ocuparme. Hace unos 90 millones de años dejó de ser posible
cruzar por tierra desde África a cualquier otro lugar de la antigua
Gondwana. Ése fue, pues, el último momento en el que un ave africa-
na como el avestruz pudo haber divergido del resto de las rátidas. Sin
embargo, los datos moleculares indican que el linaje del avestruz diver-
gió después, hace unos 75 millones de años. ¿Cómo es posible?
El razonamiento es un poco complicado, así que permítaseme expo-
ner de nuevo el problema. Las pruebas geográficas indican que hace

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saurópsidos

unos 90 millones de años África ya estaba separada del resto de la anti-


gua Gondwana, pero las pruebas moleculares indican que el avestruz
se escindió de las demás rátidas hace unos 75 millones de años. ¿Dónde
estuvieron los antepasados de los avestruces durante ese intervalo de
15 millones de años? Por los motivos que acabamos de citar, cabe supo-
ner que no estuvieron en África. Podrían haber estado en cualquier
lugar del resto de Gondwana, habida cuenta de que todos los demás
elementos del antiguo continente (Sudamérica, Australia, Nueva Zelanda
e India/Madagascar) seguían conectados entre sí, aunque sólo fuese a
través de la Antártida y de los puentes continentales aún existentes.
Entonces, ¿cómo es que los avestruces modernos terminaron en
África? Alan Cooper ha ideado una ingeniosa teoría. India/Madagas-
car siguió conectada a la Antártida por medio del gran puente conti-
nental (hoy sumergido) de la meseta de Kerguelen hasta hace 75 millo-
nes de años, cuando la actual Sri Lanka se desprendió. Hasta entonces,
los antepasados del avestruz y del ave elefante seguían estando en con-
tacto con la Antártida y, por consiguiente, con el resto de Gondwana
(a excepción de África, que se había separado previamente). Cooper
sostiene que, en el momento de producirse esta separación, los ante-
pasados del avestruz y del ave elefante se hallaban en India/Madagascar.
Según esta hipótesis, el último momento en que las líneas ancestra-
les del avestruz y del ave elefante pudieron haberse escindido de las
demás rátidas fue hace 75 millones de años, lo que encaja perfecta-
mente con los datos moleculares. Cinco millones de años después,
India se desprendió de Madagascar, llevándose a los futuros avestru-
ces y dejando a las futuras aves elefante.
Hasta aquí todo en orden. Pero seguimos sin resolver el enigma
que dio pie a esta parte del cuento. Si los antepasados del avestruz esta-
ban instalados en India, que a la sazón era una isla, ¿cómo es que ter-
minaron en África? Llegamos así a la última parte de la teoría de
Cooper. Como recordará el lector, India, tras separarse de Madagascar,
se alejó con rumbo norte a toda velocidad hasta llegar a su posición
actual en el continente asiático. Cooper sostiene que India llevaba con-
sigo a los antepasados de los avestruces y que éstos se aprovecharon
de la colisión para introducirse en Asia. Una vez allí, el linaje del
avestruz se abrió en abanico hacia el norte. Todavía hay avestruces en
Arabia, y hay fósiles de avestruz en Asia, incluida India, y hasta en Euro-

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el cuento del antepasado

pa. Por aquel entonces, como ahora, África estaba unida a Asia por
Arabia, y por esta ruta llegaron finalmente los avestruces a su hogar
actual, hace unos 20 millones de años. Según Cooper, los avestruces
ancestrales no fueron ni mucho menos los únicos animales que cogie-
ron el barco indio con destino a Asia. En su opinión, el cargamento
de animales procedentes de Gondwana que viajó a bordo de India des-
empeñó un papel fundamental en la recolonización de Asia tras la
catástrofe que puso fin a los dinosaurios.
La leyenda del roc, el fabuloso pájaro gigantesco capaz de levan-
tar elefantes, es una de esas maravillas que nos cautivan de niños. Pero,
¿acaso la historia real de los continentes que se desplazan miles y miles
de kilómetros no es aún más maravillosa y más digna de cautivar la
imaginación adulta? Estudiémosla detenidamente en el epílogo de
este cuento.

EPÍLOGO A EL CUENTO DEL AVE ELEFANTE

La teoría de la tectónica de placas, como se la conoce en la actualidad,


es uno de los éxitos de la ciencia moderna. Cuando mi padre estaba
en Oxford, en la década de 1930, lo que entonces se conocía como la
teoría de la deriva continental era objeto de burlas generalizadas (aun-
que no unánimes). Se la asociaba con el meteorólogo Alfred Wegener
(1880-1930), pero otros antes que él ya habían avanzado ideas pare-
cidas. Varias personas se habían fijado en lo bien que encajaban la cos-
ta oriental de Sudamérica y la costa occidental de África, aunque,
por lo general, se consideraba una mera coincidencia. Había coinci-
dencias más asombrosas en cuanto a la distribución de plantas y ani-
males que sólo cabía explicar postulando la presencia de puentes terres-
tres entre los continentes, pero la mayoría de los científicos prefería
creer que el mapa se habría alterado por las fluctuaciones del nivel
del mar, no porque los continentes se hubiesen desplazado al este o
al oeste. De hecho, el nombre de Gondwana se acuñó originalmente
para designar un continente formado por África y Sudamérica en sus
respectivas ubicaciones actuales, sólo que con el Atlántico Sur vacío.
La idea de Wegener de que eran los continentes los que se habían
movido fue mucho más revolucionaria... y controvertida.

392
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saurópsidos

El caso no estaba zanjado ni siquiera en la década de 1960, cuan-


do entré en la universidad. Charles Elton, el veterano ecólogo de
Oxford, nos dio una conferencia sobre el tema, y al final de la misma
sometió el asunto a votación (de lo cual me lamento, porque la demo-
cracia no es la mejor manera de establecer una verdad). Si mal no
recuerdo, la cosa estaba bastante igualada: la mitad de la clase a favor
y la otra mitad en contra. Todo cambió al poco de licenciarme. Resulta
que Wegener se había acercado mucho más a la verdad que la mayo-
ría de los contemporáneos que lo ridiculizaban. Su principal error fue
pensar que las masas continentales flotaban en el manto semilíquido
y lo surcaban como balsas en una ciénaga. Según la moderna teoría
de la tectónica de placas, toda la superficie de la Tierra (tanto los
fondos marinos como los continentes visibles) es un conjunto de pla-
cas. Los continentes son las partes más gruesas y menos densas de las
placas, que sobresalen por arriba (penetrando en la atmósfera con
las montañas) y por abajo (penetrando en el manto). La mitad de las
veces los límites entre las placas están bajo el mar. Pero, para enten-
der cabalmente la teoría, lo mejor es olvidarse del mar y hacer como
si no existiese. Ya lo retomaremos más tarde, para que inunde las
tierras bajas.
Las placas no surcan el mar, ni de agua ni de roca fundida. Toda
la superficie de la Tierra está acorazada, cubierta de placas que se
deslizan por encima de la superficie y, a veces, debajo de otras placas
en un proceso conocido como subducción. Cuando una placa se mue-
ve, no deja tras de sí un espacio vacío como creía Wegener: ese espa-
cio vacío se ve continuamente relleno por nuevo material que surge
de las capas profundas del manto terrestre y que pasa a formar parte
de la composición de la placa, en un proceso denominado expan-
sión del fondo marino. En cierto sentido, el término placa no es muy
feliz, por que da una imagen demasiado rígida. Una metáfora más
atinada sería la de una cinta transportadora o la persiana de un buró.
Para describirlo voy a usar el ejemplo más claro y comprensible: el de
la Dorsal Mesoatlántica.
La Dorsal Mesoatlántica es un cañón submarino de 16.000 kiló-
metros de largo que describe una S enorme entre el Atlántico Norte
y el Atlántico Sur. La dorsal propiamente dicha es una zona de erup-
ciones volcánicas. De las profundidades del manto brota roca fundi-

393
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el cuento del antepasado

da que desciende por ambos lados de la dorsal, como las persianas


corredizas de los burós. La persiana que baja hacia el este empuja a
África y la aleja del centro del Atlántico; la que baja hacia el oeste
empuja a Sudamérica en la dirección opuesta. Éste es el motivo por
el cual los dos continentes se separan a una velocidad de un centíme-
tro al año, la misma velocidad, como alguien ha apuntado ingeniosa-
mente, a la que crecen las uñas, aunque las velocidades de desplaza-
miento varían bastante de una placa a otra. Se trata de la misma fuerza
que separó los continentes cuando Gondwana se desintegró. Existen
zonas de actividad volcánica parecida en el fondo del océano Pacífico,
en el del océano Índico y en varios otros lugares (aunque a veces, en
lugar de dorsales, se llaman elevaciones). Estas dorsales oceánicas en
expansión son el motor del movimiento tectónico.
El término empujar, sin embargo, es muy engañoso, pues da a en-
tender que la elevación del fondo marino empuja a las placas por detrás.
¿Cómo va a moverse un objeto tan inmenso como una placa continen-
tal sólo porque lo empujen por detrás? Sería imposible. En lugar de eso,
lo que sucede es que la corteza y la capa superior del manto se mueven
como consecuencia de las corrientes que circulan en la roca fundida
subyacente. Una placa no se ve empujada por detrás, sino arrastrada por
la corriente que circula en el fluido en el que flota, corriente que ejer-
ce su fuerza sobre toda la zona inferior de la placa.
Las pruebas a favor de la tectónica de placas son tan elegantes como
contundentes y la teoría ya no ofrece lugar a dudas. Si se calcula la
antigüedad de las rocas situadas a ambos lados de una dorsal como la
Mesoatlántica, se aprecia algo verdaderamente extraordinario. Las
rocas que están más cerca de la dorsal son las más jóvenes. Cuanto más
se aleja uno, en perpendicular a la dorsal, más antiguas son las rocas.
El resultado es que se si se trazan líneas isócronas (líneas que unan pun-
tos de la misma antigüedad), se observará que corren paralelas a la
propia dorsal, serpenteando junto a ésta a lo largo de todo el Atlántico
Norte y después del Atlático Sur. Así ocurre en ambas vertientes de la
dorsal. Las isócronas de un lado son el reflejo casi exacto de las del
lado contrario.
Supongamos que debemos cruzar el fondo del Atlántico en un trac-
tor submarino con rumbo este a lo largo del paralelo 10, desde el puer-
to brasileño de Maceio hasta el cabo de Barra do Cuanza, en Angola,

394
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saurópsidos

casi rozando, a mitad de camino, la isla Ascensión. Sobre la marcha,


vamos haciendo un muestreo de las rocas que pisamos con la oruga
del tractor (los neumáticos no resistirían la presión). Por razones deri-
vadas de la teoría de la expansión del fondo marino, sólo nos interesa
el basalto ígneo (lava solidificada) que pueda haber en la base de las rocas
sedimentarias que hayan quedado depositadas encima. Según la teoría,
son ésas rocas ígneas las que constituyen la persiana corrediza o cinta
transportadora sobre la que Sudamérica se mueve hacia el oeste y Áfri-
ca hacia el este. Perforaremos los sedimentos, que, en algunos lugares,
al llevar millones de años depositándose, serán bastante espesos, y toma-
remos muestras de las rocas volcánicas que hallemos debajo.
Durante los primeros 50 kilómetros de nuestro viaje hacia el este
seguimos en la plataforma continental que, los efectos de nuestra explo-
ración, no cuenta ni mucho menos como fondo marino. Todavía no
hemos salido del continente sudamericano, simplemente tenemos un
poco de agua somera por encima de nuestras cabezas, aunque ya hemos
dicho que para mejor explicar la tectónica de placas haremos como
si el agua no existiese. De repente, bajamos con rapidez al verdadero
fondo marino, tomamos la primera muestra y analizamos radiomé-
tricamente la antigüedad del basalto que encontramos bajo los sedi-
mentos. En este punto concreto, la orilla occidental del Atlántico, la
roca resulta ser del Cretácico inferior, esto es, de hace unos 140 millo-
nes de años. Proseguimos la marcha hacia el este, recogiendo más
muestras de roca volcánica a intervalos regulares, y nos encontramos
con un dato sorprendente: van siendo cada vez más jóvenes. A 500
kilómetros de nuestro punto de partida ya nos hallamos en pleno
Cretácico superior, lo que implica una antigüedad de menos de 100
millones de años. Unos 230 kilómetros más adelante, aunque no se
distinga límite alguno, ya que simplemente estamos analizando rocas
volcánicas, cruzamos la frontera de los 65 millones de antigüedad, el
instante geológico en que el Cretácico dio paso al Paleógeno y los dino-
saurios desaparecieron de la faz de la Tierra. La secuencia de anti-
güedad decreciente continúa. Conforme avanzamos hacia el este, las
rocas volcanicas del fondo marino van siendo cada vez más recientes.
A 1600 kilómetros de nuestro punto de partida nos encontramos en
el Plioceno, analizando rocas contemporáneas de los lanudos mamuts
en Europa y de la pequeña Lucy en África.

395
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el cuento del antepasado

antigüedad (millones de años)


9 8 7 6 5 4 3 2 1 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9

Matuyama

Matuyama
Brunhes
normal

normal

normal
inversa

inversa

inversa

inversa
Gilbert

Gilbert
Gauss

Gauss
corteza
10-60 mm anuales 10-60 mm anuales

litosfera
oceánica manto
superior

astenosfera

Bandas magnéticas en las dos vertientes de una dorsal oceánica. Las franjas oscuras
representan polaridad normal; las blancas, polaridad inversa. Los geólogos las
agrupan en intervalos magnéticos dominados por polaridades de uno u otro signo.
Quienes primero identificaron la simetría de las franjas como prueba de la
expansión del fondo marino fueron Fred Vine y Drummond Matthews en un
artículo publicado en Nature en 1963 y que hoy se considera un clásico[296]. La
corteza y la rígida capa superior del manto, que juntas constituyen lo que se
conoce como litosfera, se fracturan a causa de las corrientes de convección
presentes en el magma de la astenosfera, la capa semirrígida del manto situada
bajo la litosfera. La configuración característica de las franjas nos permite
determinar la edad de las rocas del fondo oceánico hasta hace unos 150 millones
de años. El fondo oceánico anterior a esa fecha ha sido destruido por la
subducción.

Al llegar a la dorsal Mesoatlántica, situada a unos 1620 kilómetros


de Sudamérica y a una distancia un poco mayor (en esta latitud) de
África, reparámos en que las rocas son tan jóvenes que datan de nues-
tra propia época: acaban de salir escupidas de las profundidades del
fondo marino. Es más, con un poco de suerte, quizá lleguemos a pre-
senciar una erupción en esta zona concreta por la que estamos atra-
vesando la dorsal. Bueno, la verdad es que haría falta mucho más
que un poco de suerte porque, a pesar de la metáfora de la cinta trans-
portadora, el movimiento no es realmente continuo. ¿Cómo podría
serlo, si hemos dicho que la velocidad media de la cinta es de un cen-
tímetro al año? Cuando hay una erupción, las rocas se desplazan más
de un centímetro. En consecuencia, en un lugar cualquiera de la dor-
sal se registra menos de una erupción al año.
Una vez cruzada la dorsal Mesoatlántica reemprendemos nuestro
viaje hacia el este, en dirección a África, sin dejar de tomar muestras
de roca volcánica de debajo de los sedimentos. Y lo que ahora adver-

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saurópsidos

timos es que la antigüedad de las muestras es una imagen especular


de la que obtuvimos en la primera mitad del viaje. Las rocas van hacién-
dose paulatinamente más antiguas a medida que nos alejamos de la
dorsal, tendencia que se mantiene hasta llegar a África y a la orilla
oriental del Atlántico. La última muestra que tomamos, al borde mis-
mo de la plataforma continental africana, pertenece a rocas del
Cretácico inferior, exactamente igual que las que analizamos en la par-
te occidental, muy cerca de Sudamérica. En realidad, la secuencia ente-
ra se repite calcada a ambos lados de la dorsal Mesoatlántica, y el refle-
jo es aún más preciso de lo que cabría esperar de la datación
radiométrica.
Lo que viene a continuación es algo extraordinariamente elegan-
te. En «El Cuento de la Secuoya» nos ocuparemos de una ingeniosa
técnica de datación llamada dendrocronología. Los anillos de los árbo-
les se forman porque los árboles tienen una estación de crecimiento
anual: como no todos los años son igual de favorables, se va desarro-
llando una pauta característica de anillos gruesos y estrechos. Estas
huellas digitales que se presentan de vez en cuando constituyen un
auténtico regalo de la naturaleza para la ciencia, que ésta siempre
deberá aceptar y aprovechar al máximo. Es una verdadera suerte que
algo parecido a los anillos de los árboles, aunque en una escala de
tiempo ya más dilatada, quede impreso en la lava volcánica cuando
ésta se enfría y se solidifica. La cosa funciona así. Mientras la lava toda-
vía está líquida, sus moléculas actúan como minúsculas agujas de com-
pás y se alinean con el polo magnético de la Tierra. Cuando la lava se
solidifica y se convierte en roca, las moléculas se petrifican en la mis-
ma posición en la que estaban. Así pues, la roca ígnea actúa como un
imán de escasa potencia cuya polaridad es un registro petrificado del
campo magnético de la Tierra en el momento en que se produjo la
solidificación. Esta polaridad, que es fácil de medir, nos indica dón-
de estaba el Polo Norte magnético cuando se solidificó la lava.
El verdadero golpe de suerte es el siguiente: la polaridad del cam-
po magnético de la Tierra se invierte a intervalos irregulares, pero bas-
tante frecuentes en términos geológicos, en una escala temporal de
décadas, siglos o milenios. Saltan a la vista las extraordinarias implica-
ciones de este hecho. Si se mide la polaridad de las dos cintas trans-
portadoras conforme se deslizan hacia el este y el oeste desde la dor-

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el cuento del antepasado

sal Mesoatlántica, se observará una serie de franjas que son el reflejo


de las alteraciones del campo magnético terrestre, petrificadas en el
momento en que la lava se hizo roca. La pauta de las franjas del lado
oeste será un calco de la pauta de las del lado este toda vez que ambos
grupos de rocas compartían el mismo campo magnético cuando salie-
ron arrojadas de la dorsal en estado líquido. Es posible emparejar exac-
tamente cada franja de un lado con su correspondiente del otro, y tam-
bién pueden fecharse (naturalmente, la fecha de ambas será la misma,
puesto que salieron juntas de la dorsal). En todos los fondos océani-
cos encontraremos la misma pauta de franjas a ambos lados de las zonas
de expansión, aunque las distancias entre las franjas variarán habida
cuenta de que no todas las cintas transportadoras se mueven a la mis-
ma velocidad. No se puede pedir una prueba más contundente.
El método, no obstante, presenta sus complicaciones. La pauta de
franjas paralelas no discurre por el fondo del mar de forma unifor-
me e ininterrumpida, sino que se ve sometida a numerosas fracturas
o fallas. He escogido el paralelo 10 al sur del ecuador porque a esa
altura no hay ninguna línea de falla que venga a complicar el pano-
rama. En otra latitud, nuestra secuencia gradual de antigüedad cre-
ciente o decreciente se habría visto interrumpida de tanto en tanto
cada vez que atravesásemos una falla. Pero, en general, el mapa geo-
lógico de todo el lecho Atlántico ofrece una imagen de líneas isócro-
nas completamente nítida.
La idea de la expansión del fondo marino, derivada de la teoría de
tectónica de placas, se sustenta, pues, sobre pruebas totalmente sólidas
y las fechas asignadas a los diversos acontecimientos tectónicos, como
por ejemplo la separación de los continentes, son, en términos geo-
lógicos, precisas. La revolución de la tectónica de placas ha sido una
de las más rápidas, y a la vez más decisivas, de toda la historia de la
ciencia.

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Encuentro 17
Anfibios

Hace 340 millones de años, a comienzos del periodo Carbonífero, ape-


nas 30 millones después de la gran cita del Encuentro 16, los amniotas
(término que engloba a mamíferos, reptiles y aves) nos encontramos
con nuestros primos los anfibios en el Encuentro 17. Pangea no se
había juntado aún y las masas terrestres del norte y del sur rodeaban
un océano anterior al Mar de Tetis. En el Polo Sur empezaba a formar-
se un casquete de hielo, había bosques tropicales de licopodios a ambos
lados del ecuador y el clima probablemente era como el de hoy, aun-
que la flora y la fauna eran, desde luego, muy diferentes.
El Contepasado 17, nuestro tatarabuelo número 175 millones, es
el antepasado común de todos los tetrápodos actuales. Tetrápodo sig-
nifica «provisto de cuatro patas». Quienes no andamos a cuatro patas
somos tetrápodos no practicantes, en nuestro caso desde hace poco,
en el de las aves desde hace mucho más; pero todos nos llamamos tetrá-
podos. Más concretamente, el Contepasado 17 es el gran antepasado
del inmenso contingente de vertebrados terrestres. A pesar de haber
censurado en páginas anteriores la vanidad retrospectiva, lo cierto es
que la salida de los peces a la tierra supuso una transición fundamen-
tal en nuestra historia evolutiva.
Tres grandes partidas de peregrinos anfibios modernos han hecho
causa común mucho antes de encontrarse con nosotros los amniotas.
Se trata de las ranas (y sapos: la distinción no es útil en sentido zooló-
gico), las salamandras (y tritones, que son las salamandras que regre-
san al agua para procrear) y las cecilias (criaturas ápodas, que nadan

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el cuento del antepasado

Millones de años

0
Incorporación de los anfibios
Salamandras (Urodelos)

Ranas, sapos (Anuros)

Cecilias (Gimnofiones)

Ya incorporados

N
CZ
E

100
K
MZ
J

Incorporación de los anfibios.


200
Aunque reñidos con varios estudios
fósiles, los estudios genéticos han
establecido que las
T

aproximadamente 5.000 especies de


anfibios conocidas integran un solo
grupo, hermano de los amniotas.
Nos hemos atenido a la taxonomía
molecular, aunque existen
P

discrepancias en cuanto al orden de


ramificación entre los tres grupos
300 de anfibios.
PZ

Ilustraciones, de izquierda a
derecha: Salamandra de Monterrey
C

340 17 (Ensatina eschscholtzii); rana flecha


azul (Dendrobates azureus); cecilia
(especie Ichthyopis).

400
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 401

anfibios

o cavan túneles y parecen lombrices o serpientes). Las ranas adultas


no tienen cola, pero los renacuajos sí, gracias a lo cual nadan vigoro-
samente. Las salamandras poseen una larga cola tanto en estado adul-
to como en estado larvario y sus medidas corporales son las que más
se parecen, a juzgar por los fósiles, a las de los anfibios ancestrales. Las
cecilias no sólo no tienen extremidades sino que ni siquiera conser-
van el menor rastro interno de los cinturones pélvico y escapular que
sostenían los miembros de sus antepasados. Alcanzan su enorme lon-
gitud a base de multiplicar las vértebras del tronco (hasta 250, frente
a las 12 de las ranas) y las costillas, que les brindan eficaz soporte y pro-
tección. Curiosamente, su cola es cortísima o directamente inexis-
tente: si las cecilias tuviesen patas, las traseras estarían justo en el extre-
mo posterior del cuerpo, donde de hecho las tenían algunos anfibios
extintos.
Aunque de adultos vivan en tierra, la mayoría de anfibios se repro-
ducen en el agua, a diferencia de los amniotas, que (salvo en casos
de evolución secundaria, como las ballenas, dugongos e ictiosauros)
lo hacen en tierra. La forma de reproducción de los amniotas es, o
bien vivípara, dando a luz crías vivas, u ovípara, poniendo huevos rela-
tivamente grandes, de cáscara dura e impermeable. En ambos casos
el embrión flota en su propio estanque privado. Los embriones de
los anfibios flotan en un estanque real, o algo equivalente. Puede
que los peregrinos anfibios que se nos unen en el Encuentro 17 pasen
parte del tiempo en tierra firme, pero rara vez se alejan del agua y, al
menos en alguna fase de su ciclo vital, suelen regresar a ella. Aquéllos
que se reproducen en tierra hacen un esfuerzo considerable para recre-
ar condiciones acuáticas.
Los árboles representan refugios relativamente seguros, y las ranas
han descubierto diversas formas de reproducirse en ellos sin perder
el vínculo vital con el agua. Algunas especies aprovechan los charqui-
tos de agua de lluvia que se forman en las rosetas de las bromeliáce-
as. Los machos de Chiromantis xerampelina, una rana arborícola africa-
na, cooperan para batir con las patas traseras un líquido que segregan
las hembras y transformarlo en una densa espuma blanca. Cuando el
exterior de la espuma se endurece, se forma una cáscara protectora
cuyo interior húmedo sirve de nido para los huevos de todo el gru-
po. Los renacuajos se desarrollan en el interior de ese nido de espu-

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el cuento del antepasado

ma húmeda, situado en lo alto de un árbol. Al llegar la siguiente esta-


ción lluviosa, ya listos para eclosionar, se retuercen hasta salir del nido
y se arrojan a los charcos que se han formado al pie del árbol, donde
se convierten en ranas. Hay más especies que usan esta técnica del
nido de espuma, aunque sin cooperar en su fabricación: cada macho
bate por separado el líquido segregado por una sola hembra.
Algunas ranas han llevado a cabo interesantes transiciones hacia la
reproducción vivípara. La hembra de la rana marsupial sudamerica-
na (varias especies del género Gastrotheca) se transfiere los óvulos fer-
tilizados a la espalda, donde quedan protegidos por un marsupio en
cuyo interior los renacuajos se desarrollan y colean visiblemente bajo
la piel de la madre hasta que eclosionan. Son varias las especies que
se reproducen de forma parecida y lo más probable es que todas evo-
lucionasen por separado.
Otra especie de rana sudamericana, llamada Rhinoderma darwinii
en honor de su ilustre descubridor, practica una modalidad de vivi-
parismo de lo más insólita. Parece como si el macho se comiese los
huevos que él mismo ha fertilizado, sólo que éstos no llegan al intes-
tino: como tantos otros machos de rana, el Rhinoderma darwinii posee
un espacioso saco gutural que usa de cámara de resonancia para ampli-
ficar la voz y es en esta cámara húmeda donde los huevos quedan alo-
jados y donde madurarán hasta que el macho finalmente vomite las
crías, unas ranitas plenamente desarrolladas que se habrán visto pri-
vadas de la libertad de nadar cual renacuajos.
La diferencia esencial entre los anfibios y los amniotas es que las
pieles y los cascarones de los huevos de los amniotas son impermea-
bles. Por regla general, la piel de los anfibios permite que el agua se
evapore a través de ella al mismo ritmo que se evaporaría un charco
de agua que ocupase la misma área. Así pues, el agua que hay bajo la
piel se evapora como si ésta no existiera. Es un caso muy diferente al
de reptiles, aves y mamíferos, una de las principales funciones de cuya
piel es servir de barrera al agua. Entre los propios anfibios hay excep-
ciones; el ejemplo más llamativo es el de las diversas especies de ranas
australianas del desierto. Estas ranas sacan partido del hecho de que
hasta en los desiertos puede haber épocas de lluvia, aunque sean bre-
ves y muy espaciadas. En estos periodos tan raros y esporádicos de pre-
cipitaciones abundantes, cada rana se construye una especie de capu-

402
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anfibios

llo lleno de agua donde permanece enterrada en un estado de letar-


go que puede durar dos o, según algunos testimonios, incluso siete
años. Algunas especies resisten temperaturas bien por debajo de cero
grados fabricando glicerina y usándola de anticongelante.
No existe ningún anfibio de agua salada, luego no es de extrañar
que, a diferencia de los lagartos, casi nunca se encuentren ejempla-
res en islas remotas.1 Darwin reparó en el fenómeno y lo comentó en
más de un libro, como también reparó en que las ranas que se intro-
ducen artificialmente en islas lejanas medran y proliferan. El natura-
lista suponía que la dureza del cascarón de los huevos de lagarto los
protegía del agua salada, mientras que los de rana se echan a perder
al menor contacto con dicho medio. Eso sí, hay ranas en todos los con-
tinentes (salvo en la Antártida) y lo más probable es que lleven ahí des-
de antes de la fragmentación de Gondwana. Son un grupo de mucho
éxito.
Las ranas me recuerdan en cierto sentido a las aves. Las dos tie-
nen un diseño corporal que es una modificación un tanto sigular del
diseño ancestral. Esto en sí tampoco es nada del otro mundo, pero
las aves y las ranas han hecho de dicha modificación estructural la base
de toda una gama de variaciones. Aunque no hay tantas especies de
ranas como de aves, sus más de 4.000 especies, repartidas a lo largo y
ancho de todo el mundo, constituyen una cifra impresionante. Así
como el diseño corporal de un ave está claramente orientado al vue-
lo incluso en aquellas especies que no vuelan (como el avestruz), el
diseño corporal de una rana adulta está orientado al salto. Algunas
especies dan saltos enormes: la bien llamada rana cohete australiana
(Litoria nasuta) recorre de un solo salto hasta 50 veces la longitud de
su cuerpo. La rana más grande del mundo, la rana goliat (Conraua
goliath) de África occidental, que es del tamaño de un perrito, salta,

1. Me cuenta Sam Turvey que las dos especies de rana con la distribución geográ-
fica más remota, las fijianas Platymantis vitiensis y Platymantis vitianus (estrechamente
emparentadas y quizá descendientes de un único antepasado colonizador), se desarro-
llan por completo en el huevo sin pasar, pues, por una fase de renacuajo. Parecen
más tolerantes a la sal que la mayoría de las ranas, y, a veces, se encuentran Platymantis
vitianus en la playa. Si, como parece, estas características tan insólitas ya se daban en
el antepasado colonizador, las ranas en cuestión habrían estado preadaptadas para la
travesía de isla en isla.

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el cuento del antepasado

por lo visto, tres metros. No todas las ranas saltan, pero todas des-
cienden de antepasados saltarines. Para las hipótesis más conserva-
doras, son saltadores obsoletos, del mismo modo que los avestruces
son voladores obsoletos. Algunas especies arborícolas, como la rana
voladora asiática, Rhacophorus nigropalmatus, prolongan el salto estiran-
do sus largos dedos para usar las membranas interdigitales de para-
caídas. Sus planeos, de hecho, se parecen un poco a los de las ardillas
voladoras.
Las salamandras y los tritones, cuando están en el agua, nadan como
peces. Incluso cuando están en tierra, como tienen unas patas dema-
siado pequeñas y débiles para caminar o correr en el sentido habitual
del término, se desplazan mediante un sinuoso movimiento natato-
rio parecido al de los peces, usando las patas sólo para ayudarse. La
mayoría de las salamandras actuales son bastante pequeñas. Las más
grandes llegan a medir un metro y medio, un tamaño respetable, aun-
que mucho menor que el de los anfibios gigantes que dominaban la
tierra antes del auge de los reptiles.
Ahora bien, ¿cómo era el Contepasado 17, el antepasado que tene-
mos en común con anfibios y reptiles? Está claro que se parecía más
a un anfibio que a un amniota y más a una salamandra que a una rana,
aunque puede que no se pareciese mucho a ninguna de las dos. Los
mejores fósiles proceden de Groenlandia, que durante el Devónico se
encontraba en el ecuador. Entre estos ejemplares, que posiblemente
pertenecen a especies de transición y han sido objeto de concienzu-
dos estudios,2 figuran Acanthostega que, al parecer, era exclusivamen-
te acuático (lo que demuestra que las patas evolucionaron inicialmen-
te para favorecer el movimiento en el agua, no en la tierra) e Ichtyostega.
Puede que el Contepasado 17 se pareciese a Ichtyostega o a
Acanthostega, aunque los dos eran mayores de lo que normalmente se
espera de un antepasado tan remoto. No es la única sorpresa que les
aguarda a los zoólogos condicionados por su familiaridad con los
animales modernos. Tendemos a pensar que los tetrápodos siempre
han de tener cinco dedos en cada mano y cinco dedos en cada pie: el

2. Sobre todo, en los últimos años, por la doctora Jennifer Clark, de la Universidad
de Cambridge, y sus colegas. Véase el libro de Clark, Gaining Ground: The Origin and
Evolution of Tetrapods.

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miembro pentadáctilo es uno de los tótems zoológicos por excelencia.


Sin embargo, pruebas recientes demuestran que Ichtyostega tenía sie-
te dedos en los pies, Acanthostega ocho, y Tulerpeton, un tercer género
de tetrápodo del Devónico, seis. El número de dedos puede parecer
irrelevante, es decir, neutro desde el punto de vista funcional, pero
dudo de que sea así. Mi teoría es que en esa época lejana, las diversas
especies realmente obtenían un mayor beneficio de un número con-
creto de dedos que de otro; un número determinado de dedos les per-
mitía nadar o caminar mejor. Posteriormente, en los tetrápodos se
consolidó la estructura de cinco dedos, tal vez porque algún proceso
embriológico interno terminó dependiendo de esa cifra. En estado
adulto, el número de dedos suele ser menor que el de los embriones
(en casos extremos como el del caballo llega a reducirse a uno sólo,
el dedo medio).
Los anfibios surgieron del grupo de peces conocido como peces
de aleta lobulada. Los únicos representantes actuales son los dipnoos
o peces pulmonados y los celacantos,3 con quienes nos encontraremos
en los Encuentros 18 y 19, respectivamente. En el Devónico, en cam-
bio, los peces de aleta lobulada ocupaban una posición mucho más
destacada tanto en la fauna marina como en la de agua dulce. Los
tetrápodos probablemente evolucionaron a partir de un grupo extin-
to de lobulados, los llamados osteolepiformes. Entre los osteleopifor-
mes figuraban Eusthenopteron y Panderichthys, que datan de finales del
Devónico, la época en que empezaron a salir a tierra firme los prime-
ros tetrápodos.
¿Por qué ciertos peces desarrollaron innovaciones que les permi-
tieron el tránsito del agua a la tierra, cosas como por ejemplo pulmo-
nes o aletas que servían para caminar en lugar (o además) de para
nadar? ¡No fue porque pretendiesen dar comienzo a la siguiente gran
etapa de la evolución! Durante años, la respuesta casi automática fue
la que el ilustre paleontólogo estadounidense Alfred Sherwood Romer

3. No existe un acuerdo unánime en cuanto al uso del término peces de aleta lobu-
lada. Algunos autores excluyen a los pulmonados y dicen que los únicos peces de ale-
ta lobulada existentes en la actualidad son los celacantos. Personalmente, me guió por
la terminología que el catedrático Robert Carroll emplea en su libro Vertebrate Paleontology
and Evolution e incluyo a los pulmonados entre los peces de aleta lobulada.

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derivó de las ideas del geólogo Joseph Barrell. Según Romer, lo que
esos peces estaban tratando de hacer era justo lo contrario: regresar
al agua. En épocas de sequía, es muy normal que los peces se queden
atrapados en charcas que se secan. Los individuos capaces de andar y
respirar fuera del agua poseen la enorme ventaja de poder escapar
de una charca condenada a la desaparición y partir en busca de una
más profunda.
Esta admirable teoría ha caído en desuso por diversas razones, a
mi modo de ver no todas igual de convincentes. Por desgracia, Romer
suscribió la creencia imperante en su época de que el Devónico fue
un periodo de sequías, una tesis que en fechas más recientes se ha
puesto en tela de juicio. Sin embargo, no me parece que la teoría de
Romer exija un Devónico seco. Incluso en periodos no particular-
mente áridos, siempre habrá lagunas lo bastante someras como para
poner en peligro la vida de según qué especies de peces. Si en situa-
ciones de extrema sequía las lagunas de un metro de profundidad
habrían corrido el riesgo de secarse, en situaciones de sequía mode-
rada las de 30 centímetros también lo correrían. Para la hipótesis de
Romer, basta con que haya algunas lagunas que se sequen y, en con-
secuencia, algunos peces que podrían salvar la vida emigrando. Aun
cuando a finales del Devónico el mundo estuviese completamente
inundado, podría decirse que eso sencillamente aumentaría el núme-
ro de lagunas susceptibles de secarse, lo que a su vez aumentaría las
oportunidades de salvar la vida de los peces capaces de andar... y de
validar las tesis de Romer. Mi obligación, no obstante, es hacer cons-
tar que la teoría está pasada de moda. Otro argumento en su contra
es que los peces actuales que se aventuran fuera del agua lo hacen
en zonas húmedas (o sea, cuando las condiciones del terreno son
«buenas» para los animales acuáticos, no malas como en la hipótesis
de Romer).
Bien es verdad que existen muchos otros motivos para justificar la
salida a tierra de los peces, tanto temporal como permanentemente.
Los ríos y lagunas pueden volverse inhabitables por varias razones,
no sólo porque se sequen. Pueden verse invadidos de algas, en cuyo
caso, un pez capaz de desplazarse por tierra en busca de aguas más
profundas podría salir beneficiado. Si, como se ha señalado en con-
tra de Romer, en el Devónico imperaba la humedad y no la sequía,

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las ciénagas habrían ofrecido enormes oportunidades de provecho


para los peces capaces de caminar, arrastrarse o saltar entre la vegeta-
ción lacustre en busca de aguas más profundas o incluso de comida.
Incluso en hipótesis como ésta persiste la idea esencial de Romer de
que nuestros antepasados salieron del agua, no para colonizar la tie-
rra, sino para regresar a aquélla.
En la actualidad, el grupo de peces de aleta lobulada del que pro-
cedemos los tetrápodos se reduce a cuatro géneros, pero en su día
dominaban los mares casi como los peces teleósteos de hoy. Con éstos
no nos reuniremos hasta el Encuentro 20, pero nos vendrá bien incor-
porarlos a nuestro análisis por cuanto algunos de ellos respiran aire
de vez en cuando y unos pocos hasta salen del agua y andan por la
tierra. Más adelante nos ocuparemos de uno de ellos, el saltarín del
fango, cuyo cuento refiere un caso más reciente de colonización de
la tierra firme.

EL CUENTO DE LA SALAMANDRA

Los nombres son un incordio en la historia de la evolución. No es nin-


gún secreto que la paleontología es una disciplina controvertida en
la que existen incluso algunas enemistades personales. Y si se indaga
en el motivo de discusión entre dos paleontólogos, la mitad de las veces
resulta ser un nombre. ¿Este fósil es de Homo erectus o de Homo sapiens
arcaico? ¿Este otro es de Homo habilis primitivo o de Australopithecus
tardío? Los especialistas se toman estas cuestiones muy en serio, pero
suelen ser discusiones bizantinas. De hecho, parecen cuestiones teo-
lógicas, lo que da una idea de por qué suscitan discrepancias tan enco-
nadas. La obsesión por los nombres discretos es un ejemplo de lo
que yo llamo la tiranía de la mente discontinua. «El Cuento de la
Salamandra» pretende derrocar esta tiranía.
El Central Valley recorre longitudinalmente buena parte de
California, limitado al oeste por la cordillera costera y al este por Sierra
Nevada. Estas dos largas cadenas montañosas se unen en los extre-
mos norte y sur del valle, que, en consecuencia, está rodeado de terre-
no elevado. En todo este terreno elevado vive un género de salaman-
dras llamadas Ensatina. En cambio, el Central Valley propiamente

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dicho, que tiene unos 60 kilómetros de ancho, no es un hábitat pro-


picio para estos anfibios y no los alberga. Moviéndose alrededor de
todo el valle sin atravesarlo, las salamandras forman un óvalo de pobla-
ción más o menos continua. En la práctica, tanto las patas como la vida
de una salamandra son demasiado cortas como para que pueda ale-
jarse mucho de su lugar natal, pero los genes, que perviven durante
mucho más tiempo, se comportan de otra manera. Una salamandra
puede cruzarse con una vecina cuyos padres a su vez se cruzaron con
salamandras residentes en un tramo más distante del óvalo, etcétera,
de modo que, en potencia, existe un flujo génico alrededor de todo
el óvalo. En potencia, digo. En la práctica, lo que realmente ocurre
lo han averiguado con suma elegancia dos de mis viejos colegas de la
Universidad de California en Berkeley, Robert Stebbins, que inició el
proyecto de investigación, y David Wake, que lo continuó.
En un área de estudio llamada Camp Wolahi, en las montañas al
sur del valle, hay dos especies de Ensatina claramente diferenciadas
que no se reproducen entre sí. Una tiene unas llamativas manchas
amarillas y negras. La otra es toda de color marrón claro, sin manchas.
Camp Wolahi se encuentra en una zona en la que ambas especies se
superponen, pero un muestreo más amplio indica que la especie man-
chada es típica del lado este del valle, que, en esa zona de California,
se conoce como Valle de San Joaquín. La especie de color marrón cla-
ro, por el contrario, es típica del lado oeste.
El que dos especies no se reproduzcan entre sí es el criterio que se
emplea para determinar si merecen nombres científicos diferentes.
En consecuencia, debería ser sencillo usar el nombre Ensatina eschscholt-
zii para designar a la especie monocroma del oeste, y Ensatina klaube-
ri para la especie manchada del este. Sencillo, salvo por una circuns-
tancia extraordinaria, que es el meollo de este cuento.
Si uno se dirige a las montañas que bordean el extremo norte del
Central Valley, que en esta zona se llama Valle de Sacramento, únicamen-
te encontrará una especie de Ensatina cuya apariencia está a mitad
de camino entre la especie manchada y la lisa: es casi toda marrón con
unas manchas poco definidas. No se trata de un híbrido de las otras
dos, nada de eso. Para averiguar qué es lo que ocurre realmente, vamos
a hacer dos expediciones al sur, una por cada lado del Central Valley,
llevando a cabo sendos muestreos de las poblaciones de salamandra.

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anfibios

oregonensis

picta platensis

xanthoptica croceater

eschscholtzii klauberi

Un ataque contra la tiranía de la mente discontinua. Poblaciones de Ensatina en


torno a Central Valley, California. Las partes punteadas indican zonas de transición.
Mapa adaptado del de Stebbins (2003).

En el lado este, los anfibios se van haciendo cada vez más manchados
hasta llegar al caso extremo de klauberi, en el vértice sur. En el oeste,
se van pareciendo cada vez más a la monocroma eschscholtzii que cono-
cimos en la zona de superposición de Camp Wolahi.
Por eso es difícil considerar abiertamente a Ensatina eschscholtzii y
a Ensatina klauberii dos especies distintas. Constituyen una «especie cir-

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cular». Se pueden reconocer como especies diferentes si limitamos


el muestreo al sur del valle, pero si nos movemos hacia el norte, poco
a poco se convierten la una en la otra. Por lo general, los zoólogos
siguen el ejemplo de Stebbins y las colocan a todas dentro de la mis-
ma especie, Ensatina eschscholtzii, sólo que les asignan toda una serie
de nombres de subespecie. Partiendo del extremo sur con Ensatina
eschscholtzii eschscholtzii, la variante de color marrón liso, subimos por
el flanco oeste del valle y nos encontramos con Ensatina eschscholtzii
xanthoptica y Ensatina eschscholtzii oregonensis, que, como su nombre indi-
ca, también habita más al norte, en los estados de Oregón y Washington.
En el extremo norte del valle reside Ensatina eschscholtzii picta, la varian-
te semimanchada que ya hemos mencionado. Al bajar por el lado
este nos encontramos primero con Ensatina eschscholtzii platenses, cuyas
manchas son un poco más visibles que las de picta, y después con
Ensatina eschscholtzii croceater, para llegar finalmente a Ensatina eschscholt-
zii klauberi (que no es otra que la especie manchada que veníamos lla-
mando Ensatina klauberi a secas cuando la considerábamos una espe-
cie distinta).
Stebbins cree que los antepasados de Ensatina llegaron al extre-
mo norte del Central Valley y evolucionaron gradualmente por ambos
lados del valle, divergiendo a medida que bajaban hacia el sur. Otra
posibilidad es que empezasen en el sur, por la Ensatina eschscholtzii
eschscholtzii, pongamos por caso, evolucionasen subiendo por el lado
oeste del valle, siguiesen la curva del norte y bajasen por el otro lado
hasta terminar como Ensatina eschscholtzii klauberi en el otro extremo
del óvalo. Sea cual fuera el proceso evolutivo, lo que hoy sucede es que
existe hibridación a lo largo de todo el óvalo salvo en el punto donde
se cierra, en el extremo sur de California.
Para complicar más las cosas, el Central Valley no representa una
barrera totalmente infranqueable para el flujo génico. Se ve que algu-
nas salamandras han debido de cruzarla ya que, por ejemplo, en el
lado este del valle se han encontrado poblaciones de xanthoptica, una
de las subespecies occidentales, que hibridan con platensis, la subespe-
cie oriental. Otra complicación es que cerca del extremo sur del óva-
lo hay una pequeña fractura donde no parece haber ni una sola sala-
mandra. Puede que las hubiese pero se han extinguido. O quizá sigan
allí pero nadie las ha visto (me cuentan que en esta zona las monta-

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ñas son escarpadas y difíciles de explorar). Con todo, a pesar de las


complicaciones, el patrón génico predominante en este género es de
flujo circular continuo, como también sucede en un caso mucho más
conocido, el de las gaviotas argénteas y las gaviotas sombrías del cír-
culo polar ártico.
En Gran Bretaña, la gaviota argéntea y la gaviota sombría son dos
especies claramente distintas. Cualquiera puede diferenciarlas, sobre
todo por el color de las alas. Las gaviotas argénteas tienen el dorso de
las alas de color plateado; las sombrías, de color gris oscuro, casi negro.
Y no sólo eso, sino que las propias aves también son capaces de dis-
tinguirse, puesto que nunca se hibridan, por más que suelan encon-
trarse y a veces hasta procreen unas al lado de otras en colonias mix-
tas. Los zoólogos, pues, consideran que hay motivos sobrados para
darles nombres diferentes: Larus argentatus y Larus fuscus.
Pero ahora viene el dato interesante que relaciona este caso con
el de las salamandras. Si seguimos a la población de gaviotas argénte-
as hacia el oeste, primero hasta Norteamérica, luego a través de Siberia
y completamos la vuelta al mundo volviendo a Europa, advertiremos
un hecho muy curioso. A medida que rodeamos el polo, las «gaviotas
argénteas» van haciéndose cada vez menos parecidas a gaviotas argén-
teas y más parecidas a gaviotas sombrías, hasta que al final resulta
que lo que en Europa Occidental llamamos gaviotas sombrías es, en
realidad, el otro extremo de un continuo circular que se inició con
gaviotas argénteas. En cada tramo del círculo las gaviotas son lo bas-
tante parecidas a sus vecinas inmediatas como para cruzarse con ellas;
al menos hasta que los extremos del círculo se tocan y la serpiente se
muerde la cola. En Europa, la gaviota argéntea y la gaviota sombría
nunca se cruzan, a pesar de estar vinculadas por una serie continua
de congéneres que se reproducen eslabonadamente alrededor del
mundo.
Las especies circulares como las salamandras y las gaviotas simple-
mente nos muestran en un marco espacial un fenómeno que debe
de estar ocurriendo constantemente en el marco temporal. Suponga-
mos que los humanos y los chimpancés somos una especie circular.
Podría haber ocurrido perfectamente: imaginemos un círculo que
rodease el Valle del Rift, con dos especies completamente diferentes
coexistiendo en el extremo sur y una cadena ininterrumpida de hibri-

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el cuento del antepasado

dación por todo el resto del perímetro. De haber sido asi, ¿cómo habría
influido en nuestra actitud hacia las otras especies y hacia las discon-
tinuidades aparentes en general?
Muchos de nuestros principios éticos y legales descansan en la sepa-
ración entre Homo sapiens y todas las demás especies. Muchas de las
personas que consideran el aborto un pecado, incluida esa minoría
que llega al extremo de asesinar a los médicos e incendiar las clínicas
donde se practican abortos, comen carne de manera irreflexiva, y no
se preocupan de que haya chimpancés encarcelados en los zoológicos
ni de que se los sacrifique en los laboratorios. ¿Tampoco se preocu-
parían si pudiésemos demostrar que existe una secuencia continua de
criaturas intermedias entre nosotros y los chimpancés, formando
una cadena ininterrumpida de entrecruzamientos como las salaman-
dras de California? Seguro que sí. Pues bien, el hecho de que todos
esos eslabones intermedios se hayan extinguido es pura casualidad. Y
gracias a esa pura casualidad nos resulta tan fácil engañarnos e ima-
ginar que existe un abismo enorme entre nuestras dos especies o, en
general, entre otras dos especies cualesquiera.
Ya he referido en otra ocasión la anécdota de aquel abogado que,
al término de una de mis conferencias, me abordó más que perplejo
y, haciendo uso de toda su perspicacia jurídica, me planteó el siguien-
te e interesante razonamiento. Si la especie A evoluciona hasta con-
vertirse en la especie B, arguyó con impecable lógica, por fuerza tuvo
que haber un momento en el que una cría perteneciese a la especie
B pero sus padres siguiesen perteneciendo a la especie A. Los miem-
bros de especies distintas no pueden, por definición, reproducirse
entre sí. Pero es imposible que una cría sea tan diferente de sus padres
como para no ser capaz de cruzarse con un miembro de la especie de
éstos. ¿No invalida esto, concluyó moviendo simbólicamente el índi-
ce a la manera de los abogados, por lo menos de los abogados de las
películas, la idea misma de evolución?
Aquello equivalía a decir que cuando uno calienta un cazo de agua,
no hay un momento concreto en el que el agua deje de estar fría y
pase a estar caliente, luego es imposible hacerse una taza de té. Como
siempre trato de encauzar las preguntas en un sentido constructivo,
le conté al abogado el caso de las gaviotas argénteas y creo que le inte-
resó. Se había empeñado en colocar a los individuos rígidamente den-

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anfibios

tro de una especie u otra. No había tenido en cuenta la posibilidad


de que un individuo pueda estar a mitad de camino entre dos espe-
cies, o a una décima parte del camino que va de la especie A a la B.
Ésta es precisamente la misma cortapisa intelectual que paraliza los
interminables debates sobre cuál es el momento exacto en que un
embrión se convierte en ser humano (e, implícitamente, el momen-
to en que un aborto debería considerarse asesinato). De nada sirve
explicarle a esta gente que, dependiendo del rasgo humano que más
nos interese, un feto puede ser «humano a medias» o «humano en
una centésima parte». Para una mente cualitativa y absolutista, huma-
no es como diamante. No existen casas a medias. Las mentes absolutis-
tas pueden ser un peligro. Son una fuente de verdadero sufrimiento,
de sufrimiento humano. Es lo que yo he definido como la tiranía de
la mente discontinua y lo que me lleva a exponer la moraleja de «El
Cuento de la Salamandra».
Los nombres y las categorías discontinuas son necesarios para deter-
minados fines y los abogados, sin ir más lejos, los necesitan como el
comer. Los niños no pueden conducir; los adultos sí. La ley tiene que
fijar un límite, por ejemplo, los dieciocho años. Las compañías de segu-
ros, hecho revelador donde los haya, tienen una opinión muy distin-
ta de cuál debería ser la edad límite.
Algunas discontinuidades, se mire por donde se mire, son reales.
El lector es una persona y yo soy otra, y nuestros nombres son etique-
tas discontinuas que señalan correctamente nuestra condición de indi-
viduos diferentes. El monóxido de carbono es distinto del dióxido de
carbono y los dos gases no se solapan: la molécula del primero se com-
pone de un carbono y un oxígeno; la del segundo, de un carbono y
dos oxígenos. No hay una molécula intermedia con un átomo de car-
bono y un átomo y medio de oxígeno. Un gas es letal, el otro es nece-
sario para que las plantas elaboren las sustancias orgánicas de las que
todos dependemos. El oro y la plata son realmente distintos. Los cris-
tales de diamante son realmente distintos de los de grafito: los dos
están hechos de carbono, pero los átomos de carbono están dispues-
tos de forma muy distinta en cada uno de ellos. No hay modalidades
intermedias.
Las discontinuidades, en cambio, no suelen estar tan claras. El perió-
dico que leo habitualmente publicó el siguiente comentario con moti-

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el cuento del antepasado

vo de una reciente epidemia de gripe. ¿O no era una epidemia? Ése


era precisamente el tema del artículo.

Según una portavoz del Ministerio de Salud, las estadísticas oficiales indi-
can que 144 de cada 100.000 personas están enfermas de gripe. Dado
que el baremo habitual para las epidemias es de 400 infectados por cada
100.000 habitantes, el Gobierno no la ha definido oficialmente como epi-
demia. Sin embargo, la portavoz añadió: «El profesor Donaldson insiste
en que se trata de una epidemia. Está convencido de que la incidencia es
muy superior a 144 por cada 100.000. El caso se presta a confusión y todo
depende de la definición que se escoja. El profesor Donaldson ha anali-
zado los datos y ha declarado que estamos ante una grave epidemia».

Sabemos que una cantidad determinada de personas está enferma


de gripe. ¿Acaso esto, por sí solo, no nos dice ya lo que queremos saber?
Para la portavoz, sin embargo, la pregunta esencial era si esa cifra de
infectados consituía una epidemia. ¿Había cruzado la proporción de
afectados el rubicón de los 400 por 100.000? He aquí la gran deci-
sión que debía tomar el señor Donaldson, mientras analizaba deteni-
damente los datos. Más le valdría haber dedicado todo ese tiempo a
buscar una solución contra la enfermedad, tanto si constituía una epi-
demia desde el punto de vista oficial como si no.
En el caso de las epidemias resulta que por una vez existe un rubi-
cón natural, esto es, una cifra crítica de infecciones por encima de la
cual el virus, o la bacteria, despega súbitamente y se propaga a una
velocidad tremendamente superior. Por eso los responsables del
Ministerio de Salud tratan por todos los medios de vacunar contra,
pongamos por caso, la tos ferina a un número de personas superior
al porcentaje de la población que constituye el umbral epidémico. El
motivo no es simplemente proteger a los individuos vacunados, sino
también privar a los agentes patógenos de la oportunidad de alcan-
zar su propia masa crítica y despegar. En el caso de nuestra epidemia
de gripe, lo que debería preocupar a la portavoz del Ministerio es si
el virus ha cruzado ya el rubicón que le permite despegar súbitamen-
te y propagarse a toda velocidad entre la población. Esto debería deter-
minarse por otros medios, no invocando cifras mágicas como el «400
por 100.000». El interés por las cifras mágicas es un rasgo caracterís-

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tico de la mente discontinua o cualitativa. Lo curioso es que, en este


caso, la mente discontinua pasa por alto una discontinuidad auténti-
ca: el punto de despegue de una epidemia. Normalmente no hay
ninguna discontinuidad auténtica que pasar por alto.
Actualmente, muchos países occidentales están padeciendo lo que
se dice constituye una epidemia de obesidad. Aunque veo pruebas del
fenómeno a mi alrededor, no me convence la manera de cuantifica-
ro. Se define a un porcentaje de la población como «clínicamente obe-
so»: una vez más, la mente discontinua insiste en trazar una línea
divisoria para separar a la gente poniendo a los obesos a un lado y a
los no obesos al otro. Pero, en la vida real, las cosas no funcionan así.
La obesidad está repartida de manera continua. Es posible medir el
nivel de obesidad de cada individuo y elaborar estadísticas grupales a
partir de esos valores. Los recuentos del número de personas que se
hallan por encima de un umbral de obesidad fijado arbitrariamente
no esclarecen gran cosa, aunque sólo sea porque inmediatamente sus-
citan la exigencia de que se especifique dicho umbral e incluso se rede-
fina.
La mente discontinua también subyace bajo todas esas cifras oficia-
les que detallan la cantidad de personas que viven por debajo del
umbral de pobreza. Se puede expresar de manera significativa el nivel
de pobreza de una familia diciendo cuáles son sus ingresos, preferi-
blemente en términos de poder adquisitivo. O se puede decir «fula-
no es más pobre que las ratas» o «mengano es un Onassis» y todo el
mundo lo entiende. En cambio, esos recuentos engañosamente pre-
cisos del porcentaje de gente que vive por encima o por debajo de
un umbral de pobreza arbitrariamente definido son perniciosos, por-
que la precisión supuestamente implícita en el porcentaje no se com-
padece con la artificiosidad del umbral. Los umbrales son imposicio-
nes de la mente discontinua. Todavía más delicada en sentido político
es la etiqueta negro, en contraposición a blanco, al menos en el con-
texto de la sociedad moderna (sobre todo de la estadounidense). Pero
éste es el tema central de «El Cuento del Saltamontes», así que, de
momento, no abundaré en él salvo para decir que, a mi juicio, la raza
es otro de esos casos en los que no necesitamos categorías disconti-
nuas y donde deberíamos prescindir de ellas a menos que se demues-
tre la absoluta necesidad de usarlas.

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el cuento del antepasado

Otro ejemplo. En Gran Bretaña


los títulos concedidos por las univer-
sidades se clasifican en tres clases: pri-
mera, segunda y tercera. En otros paí-
ses las universidades hacen algo
equivalente aunque con otras deno-
minaciones, como A, B, C, etcétera.
Pues bien, lo que quiero decir es que
los estudiantes no se dividen tan sen-
cillamente en buenos, malos y regu-
lares. No existen grados distintos y dis-
cretos de aptitud ni de diligencia. Los
examinadores hacen un esfuerzo
notable por evaluar a los alumnos
según una escala númerica continua,
otorgando calificaciones o puntuacio-
nes asociadas a otras calificaciones, o calculadas de forma matemáti-
camente continua. La calificación establecida con arreglo a una de
esas escalas numéricas continuas transmite mucha más información
que la clasificación en una de las tres categorías. Y, sin embargo, lo úni-
co que se hace público son las categorías discontinuas.
En una muestra muy amplia de alumnos, la distribución de la apti-
tud y la habilidad se traduciría normalmente en una curva de Gauss,
lo que significa que habría muy pocos alumnos excelentes, muy pocos
alumnos pésimos y muchos alumnos entre esos dos extremos. En la
práctica puede que no fuese una curva simétrica como la de la ilus-
tración, pero no cabe duda de que sería continua y homogénea, y cuan-
tos más alumnos se añadiesen, más homogénea se iría haciendo.
Según parece, algunos examinadores (sobre todo, y espero que se
me perdone lo que voy a decir, en asignaturas no científicas) creen
realmente en la existencia de una entidad discreta llamada mente de
primera clase, o mente alfa, que es una cosa que se tiene o no se tiene.
La función del examinador es separar a los primeros de los segun-
dos, y a los segundos de los terceros, como quien separa ovejas y cabras.
Ciertos cerebros tienen dificultad en entender que en la vida real exis-
te una secuencia ininterrumpida que va desde la oveja más pura has-
ta la cabra más pura pasando por numerosos estadios intermedios.

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anfibios

Si, contra todo pronóstico, resultase que cuantos más alumnos se


añaden a la muestra, más se aproxima la distribución de las califica-
ciones académicas a una formación discontinua de tres picos, sería un
hecho realmente asombroso. Y en ese caso sí estaría justificada la
concesión de títulos de primera, segunda y tercera clase.
Pero no existe la menor prueba de semejante fenómeno y sería una
sorpresa mayúscula teniendo en cuenta todo lo que sabemos sobre la
variación humana. Tal y como están las cosas, la situación es de lo
más injusta: hay una diferencia mucho mayor entre los mejores y los
peores de una misma clase que entre los peores de una clase y los mejo-
res de la siguiente. Sería más justo publicar las calificaciones propia-
mente dichas, o una clasificación basada en las mismas. Pero la men-
te discontinua o cualitativa insiste en embutir a las personas en una u
otra categoría discreta.
Volviendo al tema de la evolución, ¿qué pasa con las ovejas y cabras
del ejemplo anterior? ¿Existen marcadas discontinuidades entre las
especies o, por el contrario, se solapan unas con otras como el rendi-
miento académico de un alumno de primera clase con el de un alum-
no de segunda? Si nos fijamos únicamente en los animales actuales,
la respuesta, por norma, es que sí: existen marcadas discontinuidades.
Casos como el de las gaviotas árticas y las salamandras de California
son excepcionales, pero muy reveladores por cuanto traducen en el
plano espacial la continuidad que normalmente sólo se observa en
el plano temporal. Los humanos y los chimpancés estamos efectiva-
mente unidos por una cadena ininterrumpida de eslabones interme-
dios y un antepasado común, pero todos los eslabones intermedios
están extintos: lo que queda es una distribución discontinua. Lo mis-
mo vale para los humanos y los monos y para los humanos y los can-
guros, sólo que en estos casos los eslabones intermedios vivieron hace
más tiempo. Como las especies intermedias casi siempre están extin-
tas, podemos permitirnos dar por sentado que entre dos especies
cualesquiera hay una marcada discontinuidad. Pero lo que nos inte-
resa en este libro es la historia evolutiva, tanto la de los muertos como
la de los vivos. Cuando el contexto es el de todos los animales que
han existido, no sólo los que existen en la actualidad, la evolución
nos dice que hay líneas de continuidad gradual que vinculan literal-
mente a todas y cada una de las especies. Cuando el contexto es el

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histórico, hasta especies modernas aparentemente discontinuas como


las ovejas y los perros se hallan unidas, por medio de su antepasa-
do común, dentro de una secuencia continua, homogénea e ininte-
rrumpida.
Para Ernst Mayr, el ilustre decano del evolucionismo del siglo XX,
la culpa de que el ser humano tardase tanto en captar el hecho evo-
lutivo era fundamentalmente de esa ilusión de discontinuidad o, por
emplear su nombre filosófico, del esencialismo. Platón, cuya doctri-
na puede considerarse la fuente de inspiración del esencialismo, sos-
tenía que los objetos reales son versiones imperfectas del arquetipo
ideal de su especie. En algún lugar del espacio ideal flota un conejo
esencial y perfecto que guarda la misma relación con un conejo real
que el círculo perfecto de un matemático con un círculo trazado en
el polvo. Aún hoy, mucha gente está firmemente convencida de que
las ovejas son ovejas y las cabras, cabras, y que ninguna especie pue-
de dar origen a otra porque para eso haría falta modificar su propia
esencia.
Pero las esencias no existen.
No hay un solo evolucionista que piense que las especies moder-
nas se transforman en otras especies modernas. Los perros no se con-
vierten en gatos, ni viceversa, sino que perros y gatos han evoluciona-
do a partir de un antepasado común. Si todas las especies intermedias
siguiesen vivas, cualquier intento por separar perros y gatos estaría
condenado al fracaso, como ocurre con las salamandras y las gavio-
tas. Lejos de tratarse de una cuestión de esencias ideales, la separación
de perros y gatos sólo es posible gracias a la afortunada casualidad
(afortunada desde el punto de vista de los esencialistas) de que todas
las especies intermedias están muertas. Puede que a Platón le hubie-
se resultado paradójico el hecho de que, en realidad, lo que permite
separar una especie cualquiera de otra es una imperfección, a saber:
la eventual fatalidad que supone la muerte. Esto también es válido,
naturalmente, para la separación entre los seres humanos y nuestros
parientes más cercanos e incluso los más distantes. En un mundo en
el que la información fuese completa y perfecta sería imposible habér-
selas con los fósiles o asignar nombres discretos a los animales. En
lugar de nombres discretos habría que usar escalas basadas en unida-
des de medida, del mismo modo que es mejor sustituir los términos

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caliente, templado y frío por escalas graduales como la de Celsius o


Fahrenheit.
Dado que la evolución ya es un hecho unánimemente aceptado
por las personas sensatas, se podría pensar que las intuiciones esen-
cialistas en materia de biología se han superado definitivamente, pero
por desgracia no es así. El esencialismo se resiste a morir. En la prác-
tica no suele suponer un problema. Todo el mundo está de acuerdo
en que Homo sapiens es una especie diferente (y la mayoría diría que
también un género diferente) de Pan troglodytes, el chimpancé. Pero
todo el mundo también está de acuerdo en que si nos remontamos
hasta el antepasado común de hombres y chimpancés y luego acom-
pañamos, hacia el futuro, la evolución de los chimpancés, todos los
estadios intermedios formarán un continuo gradual dentro del cual
cada generación habría podido procrear con su padre o con su hijo
del sexo opuesto.
Según el criterio del entrecruzamiento, todo individuo es miem-
bro de la misma especie que sus padres. Esta observación tan obvia
no tiene nada de sorprendente; de hecho, parece una perogrullada
hasta que uno cae en la cuenta de que entraña una paradoja intole-
rable para las mentes esencialistas. A lo largo de la historia evolutiva,
la mayoría de nuestros antepasados han pertenecido a especies dife-
rentes de la nuestra, se aplique el criterio que se aplique, y, desde
luego, no habríamos podido cruzarnos con ellos. En el Devónico, nues-
tros antepasados directos eran peces. Es evidente que no habríamos
podido cruzarnos, pero estamos vinculados a ellos por una cadena
ininterrumpida de generaciones ancestrales, cada una de las cuales
habría podido cruzarse con su inmediata antecesora y con su inme-
diata predecesora.
A la luz de estas consideraciones, todos esos debates tan acalora-
dos sobre la denominación de un determinado fósil de homínido resul-
tan de lo más insustanciales. Homo ergaster está ampliamente recono-
cido como la especie que dio origen a Homo sapiens, así que daré por
buena esta convención a los efectos del siguiente razonamiento. La
afirmación de que Homo ergaster es una especie distinta de Homo sapiens
podría, en principio, tener un significado preciso, aunque en la prác-
tica sea imposible de comprobar. Significa que, si pudiésemos viajar
al pasado con nuestra máquina del tiempo y encontrarnos con nues-

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tros antepasados Homo ergaster, no podríamos cruzarnos con ellos.4


Supongamos, sin embargo, que en lugar de remontarnos directamen-
te a la época de Homo ergaster, o de cualquier otra especie extinta de
nuestro linaje ancestral, detuviésemos nuestra máquina del tiempo
cada mil años y recogiésemos a un nuevo pasajero joven y fértil. Su-
pongamos que transportásemos a este pasajero (o pasajera: vamos a
alternar machos y hembras) hasta la siguiente parada, mil años más
adelante y lo soltásemos (o la soltásemos) allí. Siempre que nuestro
pasajero lograse adaptarse a las costumbres sociales y lingüísticas del
lugar (una tarea nada fácil), no habría ninguna barrera biológica
que le impidiese cruzarse con un miembro del sexo opuesto de un
milenio antes. Acto seguido recogeríamos a otro pasajero, esta vez
hembra, y retrocederíamos otros mil años. Y también sería biológica-
mente capaz de ser fecundada por un macho de una época mil años
anterior a la suya. La cadena continuaría hasta la época en que nues-
tros antepasados nadaban en el mar. Podría remontarse sin interrup-
ción hasta los peces y seguiría cumpliéndose el axioma de que todo
pasajero transportado a una época mil años anterior a la suya sería
capaz de cruzarse con sus antecesores. Sin embargo, llegaría un momen-
to, tal vez después de retroceder un millón de años, aunque pudie-
ran ser menos, o más, en que los humanos modernos no podríamos
cruzarnos con nuestros antepasados de entonces, aun cuando el últi-
mo de nuestros pasajeros parciales sí pudiese. En ese punto podría-
mos decir que nos habíamos remontado hasta otra especie.
La barrera no aparecería de repente. No es posible que en una
generación un individuo sea Homo sapiens pero sus padres sean Homo
ergaster. Considérese, si se quiere, una paradoja, pero no hay ningún
motivo para pensar que ha habido un solo individuo que pertenecie-
se a una especie distinta de la de sus padres, por más que la cadena
de padres e hijos se extienda desde los humanos hasta los peces y
más allá. En realidad, no tiene nada de paradójico, salvo que uno sea
un esencialista recalcitrante. Es tan paradójico como afirmar que no
hay ningún momento en el que un niño deje de ser bajo y pase a ser

4. No digo que esto sea un hecho. Ignoro si lo es o no, aunque me imagino que
sí. Es una afirmación implícita en nuestra decisión consensuada de considerar a Homo
ergaster una especie distinta.

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alto. O una tetera deje de estar fría y pase a estar caliente. Las menta-
lidades jurídicas pueden considerar necesario imponer una barrera
entre la adolescencia y la mayoría de edad: la duodécima campanada
en la medianoche del decimoctavo cumpleaños (o del que sea). Pero
todo el mundo entiende que se trata de una ficción (necesaria para
determinados fines). Que pena que no todo el mundo entienda que
el mismo discurso vale, pongamos por caso, para el momento en que
el embrión se hace humano.
A los creacionistas les encantan las lagunas del registro fósil. Lo que
no saben es que los biólogos también tenemos buenos motivos para
adorarlas. Sin las lagunas del registro fósil todo el sistema que usa-
mos para dar nombre a las especies se vendría abajo. No podríamos
poner nombre a los fósiles, tendríamos que asignarles un número o
una posición en un gráfico. O, en lugar de discutir acaloradamente
si un fósil es realmente un Homo ergaster primitivo o un Homo habilis
tardío, podríamos llamarlo habigaster. En el fondo no estaría mal. No
obstante, quizá porque nuestros cerebros evolucionaron en un mun-
do donde la mayoría de las cosas pueden clasificarse en categorías dis-
cretas y, en particular, donde casi todas las especies de transición entre
las especies actuales están extintas, solemos sentirnos más cómodos
designando con nombres distintos las cosas de las que hablamos. Yo
no soy una excepción, ni el lector tampoco, así que no pienso deva-
narme los sesos para evitar referirme con nombres discontinuos a las
especies que aparezcan en estas páginas. Pero en este cuento he tra-
tado de explicar que se trata de una imposición humana, no de algo
intrínseco al mundo natural. Sigamos usando los nombres como si
de verdad reflejasen una realidad discontinua, pero, en nuestro fue-
ro interno, hagamos todo lo posible por recordar que, al menos en
el ámbito evolutivo, no son más que una ficción práctica, una conce-
sión a nuestras limitaciones.

EL CUENTO DE LA RANA DE BOCA ESTRECHA

El género Microhyla (que en ocasiones se confunde con Gastrophryne)


consiste en unas pequeñas ranas llamadas ranas de boca estrecha. Hay
varias especies, entre ellas dos en Norteamérica: la rana de boca estre-

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cha del este, Microhyla carolinensis, y la rana de boca estrecha de las


Grandes Llanuras, Microhyla olivacea. Las dos guardan un parentesco
tan estrecho que en ocasiones se reproducen entre sí. La zona de
distribución de la primera abarca toda la costa este de Estados Unidos
desde las Carolinas hasta Florida, y por el oeste hasta la mitad de Texas
y Oklahoma. La rana de las Grandes Llanuras se extiende desde Baja
California hasta Texas y el oeste de Oklahoma, y por el norte, hasta
el norte de Misuri: su zona de distribución es, por tanto, una ima-
gen especular de la de su pariente del este; de hecho, podría deno-
minársela rana de boca estrecha del oeste. Lo importante es que se
encuentran en el centro: hay una zona de superposición que reco-
rre la mitad oriental de Texas y penetra en Oklahoma. Como ya he
dicho, en esta zona común se encuentran de vez en cuando híbri-
dos, pero, en general, las ranas son capaces de distinguirse igual de
bien que los herpetólogos y por eso las consideramos especies dis-
tintas.
Como ocurre con cualquier otro par de especies, tuvo que haber
una época en que fuesen una sola. Algo provocó que se separasen: por
usar el término técnico, hubo una especiación de la especie originaria.
Lo mismo ocurre en todos los puntos de ramificación de la historia
evolutiva. Toda especiación comienza con algún tipo de separación
entre dos poblaciones de la misma especie. No siempre se trata de una
separación geográfica; como veremos en «El Cuento del Cíclido», una
separación inicial de cualquier tipo permite que las distribuciones esta-
dísticas de los genes de dos poblaciones se desvinculen. Esto suele
traducirse en una divergencia evolutiva con respecto a algún rasgo visi-
ble: la forma, el color, o el comportamiento. En el caso de estas dos
poblaciones de ranas norteamericanas, la especie occidental se adap-
tó a un clima más seco que la oriental, pero la diferencia más notoria
reside en sus reclamos de apareamiento. Ambas especies emiten un
zumbido estridente, pero los zumbidos de la especie occidental duran
aproximadamente el doble (dos segundos) que los de la oriental, y el
tono predominante es perceptiblemente más agudo: 4.000 ciclos por
segundo frente a los 3.000 de la oriental. Dicho de otro modo, el
tono predominante de la rana del oeste corresponde al do de pecho,
esto es, a la nota más aguda de un piano, mientras que el de la rana
del este es el fa sostenido de la misma octava. No se trata, sin embar-

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go, de sonidos musicales. Los dos reclamos contienen una mezcla de


frecuencias que van de muy por debajo a muy por encima del tono
predominante. Ambos son zumbidos, pero el de la rana oriental es
más grave. El reclamo de la occidental, además de ser más largo,
comienza con un pitido bien diferenciado que se hace más agudo antes
de que se imponga el zumbido; la rana oriental, en cambio, arranca
directamente con el zumbido.
¿Por qué dar tantos detalles sobre los reclamos de estas ranas?
Porque lo que acabo de describir sólo es válido en esa zona de inter-
sección donde las diferencias entre ambas especies se aprecian con
mayor claridad, y de esto trata precisamente «El Cuento de la Rana
de Boca Estrecha». W. F. Blair ha grabado los reclamos de una amplia
muestra de ranas en varias localidades de Estados Unidos y los resul-
tados son fascinantes. En las zonas donde las dos especies no se encuen-
tran jamás (Florida para la rana oriental y Arizona para la occidental),
el tono predominante de los cantos es mucho más similar: en torno
a 3.500 ciclos por segundo en ambas especies, la nota más aguda de
un piano. En las zonas próximas al área de intersección, las diferen-
cias entre las dos especies son mayores, pero no tan marcadas como
en la zona propiamente dicha.
La conclusión es intrigante. Algo provoca que los reclamos de las
dos especies sean más diferentes en la zona donde se solapan. La inter-
pretación de Blair, que no todo el mundo acepta, es que los híbridos
se encuentran en desventaja. Cualquier factor que ayude a los poten-
ciales reproductores a distinguir una especie de otra y a evitar la espe-
cie equivocada se verá favorecido por la selección natural. Las peque-
ñas diferencias que pueda haber entre ambas especies se acentúan
en la zona donde cualquier disparidad cuenta. El gran genetista evo-
lutivo Theodosius Dobzhansky se refería a este fenómeno con el nom-
bre de refuerzo del aislamiento reproductivo. No todo el mundo acep-
ta la teoría del refuerzo de Dobzhansky, pero «El Cuento de la Rana
de Boca Estrecha» parece corroborarla.
Las especies estrechamente emparentadas tienen otro buen moti-
vo para divergir cuando se solapan en una misma zona: suelen com-
petir por recursos parecidos. En «El Cuento del Pinzón de las Galápagos»
hemos visto cómo las diversas especies de pinzones se han repartido
las semillas disponibles. Las especies con el pico más grande cogen

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semillas más grandes. Cuando no coinciden en la misma zona, las espe-


cies pueden explotar una gama más amplia de recursos: semillas gran-
des y semillas pequeñas. Cuando coinciden, cada especie se ve obli-
gada, en virtud de la competición que libran con las demás, a hacerse
más diferente. La especie de pico grande puede desarrollar un pico
aún mayor; la de pico pequeño, uno aún menor. A propósito, no se
deje engañar el lector, tampoco en esta ocasión, por la metáfora de
verse obligado a evolucionar. Lo que realmente ocurre es que, dentro
de cada especie, aquellos individuos que por casualidad son más dife-
rentes de la especie rival tienen más éxito.
Este fenómeno por el cual dos especies son más diferentes cuan-
do se solapan que cuando no, se llama desplazamiento de carácter o cli-
no inverso. Es fácil extrapolar el caso de las especies biológicas a otro
ámbito en el que entidades del tipo que sea difieren más cuando se
encuentran que cuando están separadas. Estoy tentado de estable-
cer paralelismos con el ser humano, pero me voy a morder la len-
gua. Como se solía decir antiguamente, saque el lector sus propias
conclusiones.

EL CUENTO DEL AJOLOTE

Solemos ver a los animales jóvenes como una versión a pequeña esca-
la de los adultos que serán, pero esto dista mucho de ser una regla.
La mayoría de las especies gestiona sus ciclos vitales de forma muy
distinta. Las larvas son criaturas especializadas en un tipo de vida total-
mente diferente del de sus padres. Gran parte del plancton consiste
en larvas nadadoras cuya fase adulta (si es que sobreviven, lo cual es
poco probable estadísticamente) será muy diferente. En muchos insec-
tos la fase larvaria es la que lleva a cabo el grueso de la nutrición, de-
sarrollando un cuerpo que terminará transformándose en un adulto
cuyas únicas funciones serán la dispersión de los genes y la reproduc-
ción. En casos extremos como el de las efímeras, el adulto no se ali-
menta en absoluto y, dado que la naturaleza es siempre mezquina,
carece de intestino y de cualquier otro órgano digestivo.
Una oruga es una máquina de comer que, cuando ha alcanzado un
buen tamaño a base de ingerir productos vegetales, recicla su propio

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cuerpo metamorfoseándose en una mariposa adulta que vuela, liba


néctar como si fuese combustible para el vuelo y se reproduce. Las
abejas adultas también repostan néctar, el carburante de sus múscu-
los de vuelo, mientras recolectan polen (un tipo de alimento total-
mente distinto) para sus larvas vermiformes. Muchas larvas de insec-
to viven bajo el agua antes de transformarse en adultos que volarán y
esparcerán sus genes por otras charcas, estanques y similares. Una gran
diversidad de invertebrados marinos viven en el fondo del mar duran-
te la fase adulta, en ocasiones anclados permanentemente a un mis-
mo lugar, pero en estado larvario llevan una vida muy diferente y
diseminan sus genes nadando en el plancton. Es el caso de determi-
nados moluscos, equinodermos (erizos, estrellas de mar, cohombros
marinos, ofiuras), ascidias, gusanos de todo tipo, cangrejos, langos-
tas y percebes. Los parásitos, por lo general, pasan por una serie de
fases larvarias distintas, cada una con su propio estilo de vida y alimen-
tación. Todas esas fases también suelen ser parásitas, aunque de hués-
pedes muy diferentes. Algunos gusanos parásitos tienen hasta cinco
etapas larvarias completamente distintas, cada una de las cuales vive
de manera diferente a todas las demás.
Todo esto significa que un individuo debe portar en su interior la
totalidad de instrucciones genéticas para cada una de sus fases larva-
rias con sus diferentes estilos de vida. Los genes de una oruga saben
hacer una mariposa, pero los genes de una mariposa no saben hacer
una oruga. No cabe duda de que algunos de los genes que participan
en la elaboración de dos cuerpos tan radicalmente distintos son los
mismos, sólo que actúan de forma diferente. Otros permanecen inac-
tivos en la oruga y se activan en la mariposa. Y otros, en cambio, están
activos en la oruga y se desactivan en la mariposa. La enseñanza que
se extrae de todo esto es que no debemos sorprendernos de que ani-
males tan diferentes entre sí como las orugas y las mariposas evolu-
cionen directamente uno a partir del otro. Permítaseme explicar lo
que quiero decir.
Los cuentos de hadas abundan en transformaciones de ranas en
príncipes, o de calabazas en carrozas tiradas por corceles blancos
que, en realidad, son ratones metamorfoseados. Estas fantasías cho-
can frontalmente contra la realidad evolutiva. Son imposibles pero
no por razones biológicas, sino matemáticas. Su improbabilidad

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intrínseca puede compararse, pongamos por caso, con la de una


mano perfecta en el bridge, lo que significa que, a efectos prácticos,
podemos desecharlas. Para una oruga, sin embargo, convertirse en
mariposa no supone dificultad alguna: es algo que ocurre constan-
temente en función de reglas aquilatadas a lo largo de eras y eras
de selección natural. Y, si bien nadie ha visto nunca a una mariposa
transformarse en oruga, es una metamorfosis que no debería sor-
prendernos tanto como, pongamos, la de una rana en príncipe. Las
ranas no contienen genes para fabricar príncipes, sino para fabri-
car renacuajos.
John Gurdon, un antiguo colega mío en Oxford, lo demostró de
manera espectacular en 1962 al transformar una rana adulta (mejor
dicho, una célula de rana adulta) en un renacuajo (hay quien ha seña-
lado que este experimento, la primera clonación de un vertebrado de
la historia, merece el premio Nobel). Asimismo, las mariposas con-
tienen genes para convertirse en orugas. Ignoro qué obstáculos bio-
lógicos habría que superar para convencer a una mariposa de que se
tranformase en oruga. No cabe duda de que sería una tarea dificilísi-
ma, pero no tan absurda como la de transformar una rana en prínci-
pe. Si un biólogo afirmase haber inducido a una mariposa a transfor-
marse en oruga, yo estudiaría su informe con sumo interés, pero si
afirmase haber inducido a una calabaza a convertirse en carroza de
cristal o a una rana en príncipe, sabría que se trataba de un fraude
sin siquiera contrastar las pruebas aportadas. La diferencia entre ambos
casos es importante.
Los renacuajos son larvas de ranas o de salamandras. En virtud del
proceso llamado metamorfosis, los renacuajos, que son acuáticos, cam-
bian radicalmente y dan lugar a ranas o salamandras adultas, que son
terrestres. Puede que un renacuajo no sea tan diferente de una rana
como una oruga lo es de una mariposa, pero por poco. Un renacuajo
normal se gana la vida como un pececillo, propulsándose con la cola,
respirando bajo el agua mediante branquias y alimentándose de mate-
ria vegetal. La típica rana se gana la vida en la tierra, saltando en lugar
de nadando, respirando aire en lugar de agua y cazando animales vivos.
Con todo, a pesar de estas diferencias, no es difícil imaginarse a un ani-
mal ancestral adulto parecido a una rana que evolucionase hasta con-
vertirse en otro ancestro adulto parecido a un renacuajo, toda vez que

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toda rana contiene los genes necesarios para producir un renacuajo.


Una rana sabe genéticamente cómo ser un renacuajo, y un renacuajo
sabe cómo ser una rana. Lo mismo vale para las salamandras, que,
además, son más parecidas a sus larvas que las ranas a las suyas. Las sala-
mandras no pierden la cola al concluir la fase de renacuajo, aunque
el apéndice tiende a perder su forma de quilla vertical y a tornarse
más redondeado. Las larvas de salamandra suelen ser, como los adul-
tos, carnívoras. Y, al igual que éstos, tienen patas. La diferencia más
llamativa es que las larvas poseen unas branquias externas alargadas y
parecidas a plumas, aunque existen muchas otras diferencias menos
patentes. En realidad, transformar a una especie de salamandra en otra
especie cuya fase adulta fuese un renacuajo sería fácil: bastaría con que
los órganos reproductivos madurasen prematuramente y se suprimie-
se la metamorfosis. Pero si sólo se fosilizasen individuos en la fase
adulta, se antojaría una transformación evolutiva excepcional y aparen-
temente «improbable».
Y llegamos así al ajolote, el protagonista de este cuento. El ajolote
es una extraña criatura originaria de un lago de montaña mexicano
y, como cabía esperar de este cuento, no fácil definirla. ¿Es una sala-
mandra? En cierto sentido sí. Su nombre científico es Ambystoma mexi-
canum, y es un pariente cercano de la salamandra tigre, Ambystoma ti-
grinum, que habita en la misma zona y también, de forma más exten-
dida, en Norteamérica. La salamandra tigre es una salamandra nor-
mal y corriente con la cola cilíndrica y la piel seca, que vive en tierra
firme. El ajolote no se parece en nada a una salamandra adulta. Es
como una larva de salamandra. De hecho, es una larva de salaman-
dra salvo por un detalle: nunca llega a convertirse en una salaman-
dra propiamente dicha y nunca abandona el medio acuático, pero se
aparea y procrea aunque siga pareciendo una larva. Casi escribo que
se aparea y procrea aunque siga siendo una larva, pero eso sería con-
tradecir la propia definición de larva.
Definiciones al margen, la evolución del ajolote moderno parece
estar bastante clara. Uno de sus antepasados recientes era una simple
salamandra terrestre, probablemente muy parecida a la salamandra
tigre. Tenía una larva acuática, con branquias externas y una cola con
una pronunciada forma de quilla. Al término de la fase larvaria se trans-
formaría, según lo previsto, en salamandra terrestre. Pero entonces

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tuvo lugar una sorprendente alteración evolutiva. Algo cambió en el


calendario embriológico, probablemente por efecto de las hormonas,
y tanto los órganos sexuales como el comportamiento sexual comen-
zaron a madurar cada vez más prematuramente (aunque tampoco se
puede descartar que el cambio fuese súbito). Esta regresión evolutiva
continuó hasta que la madurez sexual empezó a sobrevenir en lo que,
por lo demás, era claramente la fase larvaria. Y la etapa adulta dejó de
ser la culminación del ciclo vital. Otra forma de verlo es interpretan-
do el cambio no como aceleración de la madurez sexual en relación
al resto del cuerpo (progénesis) sino como una ralentización de todo lo
demás en relación a la madurez sexual (neotenia).5
Independientemente de que fuese neotenia o progénesis, el resul-
tado evolutivo se denomina paidomorfosis. Es evidente que se trata
de un fenómeno plausible. La ralentización o aceleración de determi-
nados procesos de desarrollo en relación a otros es un fenómeno cons-
tante en la historia evolutiva. Bien mirado, esta heterocronía, que es como
se denomina el fenómeno, debe de explicar, si no todas, muchas de
las modificaciones evolutivas en materia de configuración anatómica.
Cuando el desarrollo reproductivo varía heterocrónicamente en rela-
ción al resto del desarrollo, surge una especie nueva que carece del vie-
jo estadio adulto. Según parece, es lo que pasó con el ajolote.
Pero el ajolote sólo es un caso extremo entre las salamandras. Hay
muchas especies que, al menos hasta cierto punto, también son pai-
domórficas. Y otras que hacen varias cosas interesantes desde el pun-
to de vista heterocrónico. Las diversas especies de salamandra popu-
larmente conocidas como tritones tienen un ciclo vital muy revelador.
Primero viven en el agua en forma de larvas branquíferas, después
salen del agua, pierden las branquias y la cola aplanada y viven dos o
tres años en tierra firme. Sin embargo, a diferencia de las demás sala-
mandras, los tritones no se reproducen en tierra, sino que regresan
al agua y recuperan algunas (aunque no todas) de las características
de la fase larvaria. Al contrario que los ajolotes, los tritones no tienen
branquias y la necesidad de subir a la superficie para respirar limita
considerablemente sus cortejos subacuáticos. Si no las branquias que

5. Stephen Jay Gould se ocupa oportunamente de esta terminología en su clási-


co Ontogeny and Phylogeny.

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tenían en estado larvario, lo que sí recuperan es la forma de quilla de


la cola y, por lo demás, parecen una larva. Pero, a diferencia de las
larvas, desarrollan los órganos reproductores, escenifican cortejos y se
aparean bajo el agua. En su etapa terrestre nunca se reproducen y,
en este sentido, sería mejor no denominarla «fase adulta».
El lector se preguntará por qué se molestan los tritones en trans-
formarse en una forma terrestre habida cuenta de que van a termi-
nar regresando al agua para reproducirse. ¿Por qué no hacen como
los ajolotes, que empiezan la vida en el agua y ahí se quedan? La res-
puesta es que tal vez les suponga una ventaja reproducirse en las lagu-
nas que se forman temporalmente en época de lluvias y que están
destinadas a secarse, y para llegar a ellas hace falta saber desplazarse
por tierra firme (imposible no recordar a Romer). Una vez en la lagu-
na, ¿cómo hace un tritón para reinventar su equipamiento acuático?
La heterocronía acude en su auxilio; pero no cualquier heterocro-
nía, sino aquélla que consista en dar marcha atrás después de que el
adulto terrestre haya cumplido su función de dispersar los genes en
una nueva laguna temporal.
Los tritones ponen de relieve la flexibilidad de la heterocronía.
Ilustran la observación que he hecho más arriba de que los genes de
una parte del ciclo vital saben hacer otras partes. Los genes de las
salamandras de tierra firme saben hacer una forma acuática porque
eso es lo que ellas mismas fueron en su día; y, como prueba de esa fle-
xibilidad, los tritones vuelven a hacerse acuáticos.
En cierto sentido, los ajolotes son más simples. Han eliminado de
su ciclo vital la fase terrestre, pero los genes capaces de producir una
salamandra terrestre siguen latentes en todo individuo. Y gracias a
los experimentos clásicos de Laufberger y Julian Huxley mencionados
en el «Epílogo al Cuento del Little Foot», se sabe desde hace tiempo
que esos genes pueden activarse en el laboratorio con una dosis apro-
piada de hormonas. Los ajolotes tratados con tiroxina pierden las bran-
quias y se convierten en salamandras terrestres, tal y como en su día
hicieran sus antepasados de forma natural. Quizá se podría lograr la
misma proeza mediante evolución natural, siempre que la selección
la favoreciese. Una forma sería elevando genéticamente la producción
natural de tiroxina (o la sensibilidad a la tiroxina ya existente). Puede
que los ajolotes, a lo largo de su historia, hayan experimentado evo-

429
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 430

el cuento del antepasado

luciones en el sentido de la paidomorfosis y de la paidomorfosis inver-


sa. Tal vez los animales en general estén moviéndose continua, aun-
que menos drásticamente que los ajolotes, a uno u otro lado de un
eje de paidomorfosis y paidomorfosis inversa.
Una vez familiarizado con la idea de la paidomorfosis, uno empie-
za a ver ejemplos por todas partes. ¿A qué recuerda un avestruz?
Durante la Segunda Guerra Mundial mi padre fue oficial del regimien-
to de fusileros africanos de Su Majestad. Como muchos africanos de
aquella época, Ali, su ayudante de campo, nunca había visto casi nin-
guno de los grandes animales salvajes por los que su continente natal
es famoso, y la primera vez que vio un avestruz corriendo por la saba-
na se puso a gritar asombrado: «¡Gallina grande, GALLINA GRANDE!».
Ali casi da en el clavo, porque lo realmente acertado habría sido gri-
tar: «¡Pollo grande!». Las alas de los avestruces son unos ridículos
muñoncillos, exactamente iguales que las alas de un pollo recién sali-
do del cascarón. Y en lugar de las robustas remeras de las aves vola-
doras, las plumas de los avestruces son una tosca versión del plumón
sedoso de un polluelo. La paidomorfosis nos ayuda a entender mejor
la evolución de aves no voladoras como el avestruz y el dodo.
Efectivamente, la economía de la selección natural favoreció plumas
sedosas y alas atrofiadas en un ave que no tenía necesidad de volar
(véase «El Cuento del Ave Elefante» y «El Cuento del Dodo»), pero
el camino evolutivo que la selección natural siguió para alcanzar su
ventajoso resultado fue el de la paidomorfosis. Un avestruz es un pollue-
lo que ha crecido más de la cuenta.
Los perros pequineses son cachorros que también han crecido
demasiado. Los pequineses adultos tienen la frente abombada, los
andares y hasta el encanto de un cachorro. Konrad Lorenz ha sugeri-
do con cierta maldad que los pequineses y otras razas de rostro ange-
lical como los spaniels despiertan los instintos maternales de las madres
frustradas. Puede que los criadores fueran conscientes de lo que tra-
taban de conseguir, pero lo que, desde luego, no sabían es que esta-
ban llevando a cabo una versión artificial de la paidomorfosis.
Walter Garstang, un conocido zoólogo inglés de hace un siglo,
fue el primero en recalcar la importancia de la paidomorfosis en la
evolución de las especies. La tesis de Garstang fue posteriormente reto-
mada por su yerno, Alister Hardy, que fue profesor mío en la univer-

430
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 431

anfibios

sidad. Sir Alister disfrutaba recitándonos los versos humorísticos que


Garstang empleaba para comunicar sus ideas. Por aquel entonces tení-
an su gracia, aunque no tanta como para justificar el profuso glosario
zoológico que su reproducción en estas páginas habría exigido.6 La
concepción garstanguiana de la paidomorfosis, sin embargo, sigue
siendo igual de interesante que entonces, aunque eso no significa nece-
sariamente que sea correcta.
Podemos ver la paidomorfosis como una especie de gambito evo-
lutivo, el gambito de Garstang. En teoría, podría anunciar una dirección
evolutiva completamente nueva que, según postulaban Garstang y
Hardy, permitiría salir de un callejón sin salida evolutivo de forma
espectacular y, en términos geológicos, repentina. Esto resulta parti-
cularmente prometedor cuando el ciclo vital presenta una fase larva-
ria bien definida, como la de los renacuajos. Una larva que ya esté
adaptada a un estilo de vida diferente del adulto está preparada para
desviar la evolución por un cauce completamente nuevo mediante un
truco tan simple como es el de acelerar la madurez sexual en rela-
ción a todo lo demás.
Entre los parientes de los vertebrados figuran las ascidias o tunica-
dos. Esto puede resultar sorprendente dado que las ascidias adultas
son criaturas sedentarias que se alimentan por filtración y viven ancla-
das a rocas o algas. ¿Cómo es posible que estas bolsas de agua estén
emparentadas con peces que nadan vigorosamente? Bien, puede que
las ascidias adultas parezcan una bolsa de agua caliente, pero las lar-
vas parecen renacuajos y, de hecho, hasta se las denomina larvas rena-
cuajo. Ya se imaginará el lector qué interpretación hacía Garstang del
fenómeno. Volveremos a ocuparnos de ello, poniendo, por desgracia,
la teoría garstanguiana en tela de juicio, cuando nos reunamos con
los tunicados en el Encuentro 24.
Sin dejar de imaginarse al pequinés adulto como un cachorro gran-
de, piense el lector por un momento en la cabeza de un simio joven.
¿A qué le recuerda? ¿No le parece que una cría de chimpancé u oran-
gután es más humanoide que un chimpancé u orangután adultos?

6. He incluido un fragmento de uno de esos poemas al comienzo de «El Cuento


del Pez Lanceta».

431
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 432

el cuento del antepasado

Un renacuajo demasiado crecido. Ajolote (Ambystoma mexicanum).

La hipótesis es controvertida, lo reconozco, pero algunos biólogos con-


sideran que el ser humano es una cría de simio, es decir, un simio
que nunca llegó a hacerse adulto: un ajolote simiesco. Ya hemos comen-
tado esta idea en el «Epílogo al Cuento de Little Foot», así que no
me entretendré de nuevo en ella.

432
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 18/5/10 10:45 Página 433

Encuentro 18
Peces pulmonados

En el Encuentro 18, que tiene lugar hace unos 417 millones de años
en los mares cálidos y poco profundos del límite devónico-silúrico, se
nos une un minúsculo grupo de peregrinos que viene recorriendo
un largo y solitario camino desde el presente. Se trata de los dipnoos
o peces pulmonados, y vienen a nuestro encuentro para echar un vis-
tazo al antepasado que tienen en común con el hombre, una expe-
riencia que seguramente les resulte menos extraña a ellos que a nos-
otros, pues tienen mucho en común con el Contepasado 18. Nuestro
tatarabuelo número 185 millones era un sarcopterigio, un pez de aleta
lobulada, y, desde luego, mucho más parecido a un dipnoo que a un
tetrápodo.
Hoy sólo quedan seis especies de peces pulmonados: Neoceratodus
forsteri, de Australia, Lepidosiren paradoxa, de Sudamérica, y cuatro espe-
cies de Protopterus, de África. El dipnoo australiano parece realmente
un sarcopterigio ancestral, con carnosas aletas lobuladas como las
del celacanto. Las especies africanas y la sudamericana, que están estre-
chamente emparentadas, tienen las aletas reducidas a una especie de
borlas alargadas y, por lo tanto, se parecen menos a los peces de ale-
ta lobulada de los que descienden. Todos los dipnoos respiran aire por
medio de pulmones. Los australianos tienen un solo pulmón, los otros
tienen dos. Las especies africanas y la sudamericana usan los pulmo-
nes para resistir la estación seca. Se entierran en el barro y permane-
cen aletargados, respirando aire a través de un pequeño agujero prac-
ticado en el barro. La especie australiana, en cambio, vive en lagunas

433
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 434

el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los peces pulmonados


Peces pulmonados (Dipnoos)

Ya incorporados

N
CZ
E

100
K
MZ
J

Incorporación de los peces


pulmonados. Se podría decir que
200 los seres humanos y demás
tetrápodos son peces de aletas
lobuladas cuyos brazos, alas o
T

piernas son aletas modificadas. Los


otros dos linajes actuales de peces
lobulados son los celacantos y los
peces pulmonados o dipnoos. Se
P

cree que la división de estos tres


linajes, ocurrida a finales del
300 Silúrico, tuvo lugar en un
brevísimo espacio de tiempo. Esto
hace difícil establecer el orden de
C

las ramificaciones, aun


recurriendo a datos genéticos. No
PZ

obstante, según los estudios


genéticos y de fósiles, las tres
especies de peces pulmonados son
los parientes actuales más cercanos
D

de los tetrápodos, tal y como se


40 0
muestra aquí.
417 18
S

Ilustración: Pez pulmonado


australiano (Neoceratodus forsteri).

434
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 435

peces pulmonados

permanentes aunque invadidas de algas y se sirve del pulmón para


complementar la labor de las branquias en aguas pobres en oxígeno.
Cuando se descubrieron en 1870, los dipnoos modernos que viví-
an en Queensland recibieron el nombre de Ceratodus, el mismo de
unos peces fósiles de más de 200 millones de años de antigüedad. Esto
da una idea de lo poco que han cambiado en todo ese tiempo. Pero
tampoco hay que exagerar. Un estudio ya clásico publicado en 1949
por el paleontólogo británico T. S. Westoll demostró que, aunque los
dipnoos llevan efectivamente unos 200 millones de años estancados,
antes de eso evolucionaron muchísimo más rápido. En el periodo
Carbonífero, que comenzó hace unos 350 millones de años, se de-
sarrollaron a toda velocidad, antes de frenarse casi por completo hace
unos 250 millones de años, a finales del Pérmico.
El Cuento del Dipnoo es un relato de fósiles vivientes.

EL CUENTO DEL DIPNOO


Escrito en colaboración con Yan Wong

Un fósil viviente es un animal que, pese a estar tan vivo como el lec-
tor o un servidor, se parece muchísimo a sus antepasados ancestrales.
En la línea ancestral que desemboca en un fósil viviente no se han pro-
ducido muchos cambios evolutivos. La casualidad ha querido que el
nombre de los tres fósiles vivientes más famosos, además del dipnoo,
comience por la letra ele: Limulus, Latimeria (el celacanto) y Lingula.
Limulus, el mal llamado cangrejo de las Molucas (que de cangrejo no tie-
ne nada; es una criatura única que a simple vista parece un trilobite
de gran tamaño), pertenece al mismo género que Limulus walchi,
una especie del Jurásico que vivió hace más de 200 millones de años.
Lingula pertenece al filo de los braquiópodos, a veces llamados con-
chas de lámpara. La única lámpara que recuerdan es, como mucho, la
de Aladino, con la mecha saliendo de una especie de pitorro de tete-
ra, pero guardan un parecido realmente espectacular con su propio
antepasado de hace 400 millones de años. Su inclusión en el mismo
género es motivo de discusión, pero lo cierto es que las formas fósiles
son extraordinariamente parecidas a sus representantes actuales.
Aunque la anatomía y, quizá, el modo de vida de estos fósiles vivien-

435
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 436

el cuento del antepasado

tes apenas haya cambiado, sus genomas no han dejado de evolucio-


nar. Los parientes de los dipnoos hemos cambiado una barbaridad
durante los cientos de millones de años transcurridos desde que nos
separamos de ellos. En cambio, los dipnoos no han cambiado las carac-
terísticas de su cuerpo durante todo ese tiempo, aunque nadie lo diría
al analizar su ADN.
Durante ese mismo periodo, los peces de aletas radiadas o actinop-
terigios (peces mucho más conocidos, como la trucha o la perca) han
producido una increíble variedad de formas. Lo mismo cabe decir
de los tetrápodos, esos peces de aletas lobuladas con pretensiones que
salieron del agua y se asentaron en tierra firme. Los cuerpos de los
peces de aletas lobuladas han evolucionado con extrema lentitud,
sin embargo, y he aquí el quid del relato, las moléculas de su ADN no
han mantenido ese ritmo tan lento. De haberlo hecho, las secuencias
de ADN de los dipnoos y las de los celacantos se parecerían mucho
más entre sí (y también, presumiblemente, las de sus ancestros) de lo
que se parecen a las nuestras y a las de los peces de aletas radiadas. Y
sin embargo no es así.
Gracias a los fósiles, sabemos las fechas aproximadas de las escisio-
nes ancestrales entre los peces pulmonados, los celacantos, los acti-
nopterigios y nosotros. La primera escisión tuvo lugar hace unos 440
millones de años entre los peces de aletas radiadas y todos los demás.
Los siguientes en separarse fueron los celacantos, hace unos 425 millo-
nes de años. Ya sólo quedaban los dipnoos y el resto. Unos cinco o diez
millones de años después se separaron los dipnoos, dejando que los
demás, hoy llamados tetrápodos, siguiésemos nuestro propio derrotero
evolutivo. Según los parámetros del tiempo evolutivo, las tres escisio-
nes fueron casi simultáneas, al menos en comparación con el enor-
me periodo de tiempo que las cuatro líneas ancestrales llevan evolu-
cionando desde entonces.
Mientras investigaban otro asunto, el español Rafael Zardoya y el
alemán Axel Meyer dibujaron el árbol evolutivo del ADN de varias
especies (véase ilustración). La longitud de las ramas pretende refle-
jar el volumen de cambio evolutivo en materia de ADN mitocondrial.
Si el ADN evolucionase a un ritmo constante independientemen-
te de la especie, lo lógico sería que todas las ramas terminasen aline-
adas en el margen derecho. Salta a la vista que no es así. Pero tampo-

436
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 437

peces pulmonados

92 ser humano

100 ballena azul

100 zarigüeya
ornitorrinco
96 avestruz
100
gallina
tortuga
92 81 97
escinco
caimán
88
88 cecilia
rana
pez pulmonado africano
celacanto

100 trucha arco iris


89 salmón
bacalao
98
100 carasio
100 carpa
rabosa

Árbol filogenético de varias especies confeccionado con el método de la


probabilidad máxima (véase el Cuento del Gibón). Adaptado de uno de los
diversos árboles reunidos por Zardoya y Meyer [324].

co los organismos que muestran el menor volumen de cambio evolu-


tivo tienen las ramas más cortas. El ADN parece haber evolucionado
al mismo ritmo en los peces pulmonados y celacantos que en los peces
actinopterigios. Los vertebrados que colonizaron la tierra experi-
mentaron un ritmo de evolución genética más rápido, pero ni siquie-
ra esto está claramente vinculado al cambio morfológico. El primer y
segundo puesto de esta carrera molecular lo ocupan el ornitorrinco
y el caimán, ninguno de los cuales ha evolucionado morfológicamen-
te tan rápido como, pongamos por caso, la ballena azul o (vanidad
obliga) nosotros.
El diagrama ilustra un hecho importante. El ritmo de evolución
genética no se mantiene constante, pero tampoco guarda una corre-
lación evidente con el cambio morfológico. El árbol de la ilustración
es apenas un ejemplo. Lindell Bromham y sus colegas de la Universidad
de Sussex han comparado árboles evolutivos basados en cambios mor-

437
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 438

el cuento del antepasado

fológicos con árboles equivalentes basados en cambios en el ADN. Y


la conclusión que han sacado confirma el mensaje de «El Cuento del
Dipnoo». La tasa absoluta de cambio genético es independiente de
la evolución morfológica.1 Esto no quiere decir que se mantenga cons-
tante: habría sido demasiado bonito para ser verdad. Ciertas líneas
ancestrales, como la de los roedores o la de los gusanos nematodos,
presentan una tasa absoluta de evolución molecular bastante elevada
en comparación con la de sus parientes cercanos. En otras, como la
de los cnidarios, la tasa es mucho más baja que la de líneas ancestra-
les relacionadas.
«El Cuento del Dipnoo» alimenta una esperanza que, tan sólo hace
unos años, ningún zoólogo habría osado albergar. Con la debida pre-
caución a la hora de seleccionar los genes y disponiendo de los méto-
dos adecuados para corregir las variaciones entre los ritmos de evolu-
ción de las diversas especies, deberíamos ser capaces de fechar, en
millones de años, el momento en que cualquier especie se separó de
cualquier otra. Esta esperanza se llama el reloj molecular y es la téc-
nica mediante la cual se ha datado la mayoría de los encuentros de
este libro. En el «Epílogo al Cuento del Gusano Aterciopelado» expli-
caremos el principio del reloj molecular y las controversias que sigue
suscitando.
Pero dirijámonos ahora al Encuentro 19 para reunirnos con el mis-
terioso celacanto.

1. Un estudio anterior había arrojado resultados distintos, pero Bromham y sus


colegas demostraron de forma convincente que los responsables del mismo no habí-
an tenido en cuenta que los datos debían ser independientes entre sí: el problema
del recuento múltiple de un mismo rasgo. (Véase «El Cuento de la Foca»).

438
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 439

Encuentro 19
Celacantos

El Contepasado 19, que tal vez sea nuestro tatarabuelo número 190
millones, vivió hace unos 425 millones de años, justo cuando las plan-
tas empezaban a colonizar la tierra y los arrecifes de coral se expandí-
an por el mar. En este encuentro nos reunimos con uno de los grupos
de peregrinos más exiguos e inconsistentes de la historia evolutiva. Sólo
se conoce un género de celacanto que viva en la actualidad, y su descu-
brimiento constituyó una tremenda sorpresa. Keith Thomson describe
con maestría el episodio en su libro Living Fossil: the Story of the Coelacanth.
Los celacantos eran una especie conocida gracias al registro fósil,
pero todo el mundo creía que se habían extinguido antes de los dino-
saurios. Entonces, en 1938, un pesquero sudafricano descubrió en sus
redes un ejemplar vivo. Afortunadamente, el capitán Harry Goosen,
patrón del Nerita, era amigo de Marjorie Courtenay-Latimer, la joven
y entusiasta conservadora del museo East London. Goosen tenía la cos-
tumbre de reservar a su amiga las capturas más interesantes y el 22
de diciembre de 1938 le telefoneó para avisarle de que tenía algo espe-
cial. La joven bajó al muelle y un viejo escocés que formaba parte de
la tripulación le mostró una variopinta colección de peces desechados
que, en principio, no parecían tener mucho interés. Ya estaba a pun-
to de marcharse cuando reparó en algo peculiar.

Vi una aleta azul y, al apartar los que la tapaban, apareció el pez más her-
moso que jamás había visto. Medía un metro y medio y era de color azul
claro con matices malva e irisaciones plateadas.

439
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 440

el cuento del antepasado

Millones de años

Incorporación de los celacantos


Celacantos (Celacantiformes)

Ya incorporados

N
CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
C
PZ

Incorporación de los celacantos.


Según una mayoría creciente de
taxónomos, el linaje de los
celacantos (del que se conocen dos
D

especies vivas) fue el que primero


400
divergió de los tres linajes restantes
de peces lobulados.
425 19
S

Ilustración: Celacanto (Latimeria


chalumnae).

440
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 441

celacantos

Marjorie Courtenay-Latimer hizo un bosquejo del pez y se lo remitió


al ictiólogo más importante de Sudáfrica, el doctor J. L. B. Smith,
que por poco no se desmaya. «Me quedé tan estupefacto como si hubie-
se visto un dinosaurio andando por la calle». Lamentablemente, por
motivos difíciles de comprender, Smith tardó más de la cuenta en ir
a echar un vistazo al ejemplar. Según escribe Keith Thomson, el ictió-
logo no se fió de su propio criterio hasta que no le llegó cierto manual
de referencia que había pedido al doctor Barnard, un colega de Ciudad
del Cabo. Entonces, vacilante, le reveló el secreto a Barnard, que de
inmediato se mostró escéptico. Parece ser que pasaron semanas antes
de que Smith se decidiera finalmente a ir al museo para ver el pez
con sus propios ojos. A todo esto, la pobre señorita Courtenay-Latimer
se las veía y se las deseaba para frenar la nauseabunda descomposición
del cuerpo. Como el pez era demasiado grande para meterlo en un
tarro, lo envolvió en trapos empapados en formol. El método se reve-
ló inadecuado para evitar la descomposición, y al final tuvo que hacer
que lo disecaran. Fue en ese estado como lo vio el remiso ictiólogo:

¡Como que me llamo Smith que era un celacanto! Aunque me había pre-
parado de antemano, la primera visión fue como un puñetazo en pleno
rostro: todo me daba vueltas y un hormigueo me recorrió el cuerpo. Me
quedé de una pieza... Me olvidé de todo y, casi con miedo, me acerqué a
tocarlo y acariciarlo, mientras mi mujer me observaba en silencio... Sólo
entonces recuperé el habla, no recuerdo las palabras textuales, pero lo
que vine a decirles fue que era verdad, que estaban en lo cierto, que se
trataba sin lugar a dudas de un celacanto. Ni siquiera yo podía seguir
dudándolo.

Smith le puso de nombre Latimeria en honor a Marjorie. Desde enton-


ces se han encontrado muchos más en las profundas aguas que rode-
an al archipiélago de las Comores, cerca de Madagascar, e incluso ha
aparecido una segunda especie en el otro extremo del océano Índi-
co, cerca de Sulawesi. El género ya se ha estudiado a fondo, aunque,
por desgracia, no sin las rencorosas acusaciones de fraude que, tal
vez inevitablemente, acompañan todo descubrimiento insólito y tras-
cendental.

441
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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 443

Encuentro 20
Actinopterigios

El Encuentro 20, en el que confluye una enorme cantidad de pere-


grinos, tiene lugar hace 440 millones de años, a comienzos del Silúrico,
cuando un casquete de hielo, vestigio del Ordovícico, aún cubría bue-
na parte del hemisferio austral. El Contepasado 20, que según mis cál-
culos hace el número 195 millones de nuestros tatarabuelos, es el ante-
pasado que nos vincula a los peces de aleta radiada o actinopterigios,
la mayoría de los cuales pertenece al grupo de los teleósteos, un gru-
po amplio y de gran éxito entre los vertebrados modernos ya que com-
prende unas 23.500 especies. Los teleósteos ocupan posiciones desta-
cadas en todos los niveles de las cadenas alimenticias tanto marinas
como de agua dulce. Han conseguido colonizar un amplísimo abani-
co de hábitats, desde fuentes termales hasta las gélidas aguas del Árti-
co y de los lagos de alta montaña. Prosperan en manantiales ácidos,
en marismas pestilentes y en lagos salados.
El término radiada hace referencia al hecho de que las aletas de
estos peces poseen un esqueleto similar a las varillas de un abanico.
Los actinopterigios carecen en la base de sus aletas del lóbulo carno-
so que da nombre a los sarcopterigios o peces de aletas lobuladas, gru-
po al que pertenecen el celacanto y el Contepasado 18. A diferencia
de nuestros brazos y piernas, que tienen relativamente pocos huesos
y se mueven gracias a músculos alojados en el interior de las propias
extremidades, las aletas de los actinopterigios están accionadas en su
mayor parte por músculos situados en las paredes corporales. En este
sentido somos más parecidos a los peces de aletas lobuladas (lo cual

443
Incorporación de los actinopterigios
N E K J T P C D S O
CZ MZ PZ
Ya incorporados

20
Esturiones y peces espátula (Acipenseriformes)
Bichires (Polipteriformes)
Página 444

Gaspares (Semionotiformes)
Amias (Amiiformes)
Arahuacas, peces cuchillo, etc. (Osteoglosomorfos)
Anguilas, tarpones, etc. (Elopomorfos)
12:31

Arenques, anchoas, etc. (Clupeomorfos)


Carpas, piscardos, pirañas, etc. (Ostariofisios)
26/5/08

Salmones, truchas, lucios, etc. (Protacantopterigios)


Peces luminiscentes y peces dragón (Estenopterigios)
el cuento del antepasado

Percas, platijas, caballitos de mar, etc. (Acantopterigios)


CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp

Bacalao, merluza, rape, etc. (Paracantopterigios)

Millones de años

444
100
0

40 0
200

300

440
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 445

actinopterigios

no es de extrañar puesto que somos peces de aletas lobuladas adap-


tados a la vida terrestre). Los peces de aletas lobuladas tienen múscu-
los en sus carnosas aletas, del mismo modo que nosotros tenemos
bíceps y tríceps en la parte superior de los brazos y cubitales (los mús-
culos de Popeye) en los antebrazos.
La mayoría de los actinopterigios son teleósteos, además de unas
cuantas especies sueltas, como los esturiones y el pez espátula que
conocimos en el cuento del ornitorrinco. Es de justicia que un grupo
que ha tenido un éxito tan apabullante aporte varios cuentos, de mane-
ra que me guardaré casi todo lo que pensaba decir de ellos para los
relatos. Los peregrinos teleósteos llegan en tropel: una multitud de
una variedad deslumbrante. La magnitud de esa variedad es el tema
de «El Cuento del Caballito de Mar Foliáceo».

EL CUENTO DEL CABALLITO DE MAR FOLIÁCEO

Cuando mi hija Juliet era pequeña, siempre pedía a los adultos que
le dibujasen un pez. Mientras yo por ejemplo estaba escribiendo un
libro, ella llegaba corriendo, me ponía un lápiz en la mano y gritaba:
«¡Dibújame un pez, papá, dibújame un pez!». El pez de dibujos ani-
mados que yo le dibujaba rápidamente para tener la fiesta en paz (y
el único que ella aceptaba) era siempre el mismo: el clásico pez de
toda la vida, tipo arenque o perca, visto de perfil y muy aerodinámi-
co, con una aleta triangular arriba, otra abajo, una cola triangular y,
como remate, un ojo enmarcado por la curva de las agallas. Creo recor-

Incorporación de los actinopterigios. Los actinopterigios o peces de aletas radiadas


son los parientes más cercanos de los peces lobulados y comprenden
aproximadamente el mismo número de especies conocidas: unas 25.000. Su
filogenia no está resuelta del todo, aunque es evidente que los esturiones y peces
espátula, los bichires, los gaspares y las amias se ramificaron enseguida. La filogenia
aquí representada es particularmente dudosa, razón por la cual no recoge algunos
de los grupos peor conocidos.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: platija (Pleuronectes plateas); Astronesthes niger;


lucio (Esox lucius); piraña roja (Serrasalmus nattereri); anchoa del Pacífico norte
(Engraulis mordaz); morena verde o morena maorí (Gymnothorax prasinus); gaspar
de Florida (Lepisosteus platyrrhincus); esturión siberiano (Acipenser baeri).

445
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 18/5/10 10:45 Página 446

el cuento del antepasado

No es un alga. Caballito de mar foliáceo


(phycodurus equus).

dar que no me molestaba en añadir las aletas pectorales ni pélvicas:


una negligencia por mi parte, puesto que todos los peces las tienen.
El pez típico tiene, en efecto, una forma muy común que se adapta a
toda la gama de tamaños, desde los minúsculos pececillos de agua dul-
ce hasta los enormes tarpones.
¿Qué habría dicho Juliet si yo hubiese tenido las suficientes dotes
artísticas para dibujarle un Phycodurus equus, el caballito de mar foliá-
ceo? «No, papi, un alga no. Un pez, dibújame un PEZ». La moraleja de
«El Cuento del Caballito de Mar Foliáceo» es que las formas animales
son tan maleables como la plastilina. Un pez puede cambiar a lo largo
del tiempo evolutivo y adquirir cualquier forma, por extraña que sea,
que su estilo de vida le exija. Los peces que se parecen al pez de toda
la vida de Juliet son así por la sencilla razón de que les conviene. Es
una forma muy útil para nadar en espacios abiertos. Ahora bien, cuan-
do la supervivencia consiste en quedarse inmóvil en lechos de algas
ondulantes, esa forma típica se ve retorcida y moldeada hasta transfor-
marse en fantásticas proyecciones ramificadas cuya semejanza con las
frondas de las algas marinas es tan grande que un botánico podría estar
tentado de considerarlas una misma especie (tal vez del género Fucus).
El pez navaja, Aeoliscus strigatus, que vive en los arrecifes del Pacífico
occidental, también se oculta bajo un disfraz demasiado ingenioso

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como para haber dejado satisfecha a Juliet. Su cuerpo, finísimo y


alargado, cuenta además con la prolongación añadida de un morro
largo y agudo, y, como queriendo realzar tan longilínea apariencia,
una línea negra lo recorre de punta a punta, atravesando el ojo por
la mitad y llegando hasta la cola, que parece cualquier cosa menos una
cola. El pez navaja se asemeja a una gamba alargada o a la hoja del
utensilio que le da nombre. Está cubierto de una coraza transparen-
te que al tacto, según mi colega George Barlow, que los ha estudiado
en la naturaleza, recuerda a la de las gambas. Lo más probable, sin
embargo, es que esta semejanza con las gambas no forme parte de su
camuflaje. Como tantos otros teleósteos, los peces navaja se desplazan
en grupos coordinados con perfecta sincronía militar, sólo que, a dife-
rencia de cualquier otro teleósteo, nadan con el cuerpo apuntando
hacia abajo. No me refiero a que se desplazan verticalmente: se des-
plazan horizontalmente, pero con el cuerpo en posición vertical. Cuando
nadan juntos de forma sincronizada parecen un macizo de hierbas,
o, algo aún más sorprendente, las largas púas de un erizo de mar gigan-
te, entre las cuales suelen refugiarse. Sea como fuere, la decisión de
nadar cabeza abajo es voluntaria, porque cuando algo los alarma son
perfectamente capaces de colocarse en posición horizontal y salir
huyendo a gran velocidad.
¿Qué habría dicho Juliet si le hubiese dibujado una anguila aga-
chadiza (varias especies de nemíctidos) o un pez pelícano (Eurypharynx
pelecanoides), dos especies abisales con nombre de ave? La anguila aga-
chadiza parece una caricatura: larga y fina hasta extremos ridículos y
con unas mandíbulas parecidas a las de un ave que se abren en curva
como la bocina de un megáfono. Estas mandíbulas divergentes se anto-
jan tan poco funcionales que no puedo evitar preguntarme cuántos
de estos peces se han visto realmente con vida. ¿No serán las mandí-
bulas de megáfono exclusivas de un espécimen apolillado en un museo
que se deformó con el paso del tiempo?
El pez pelícano parece salido de una pesadilla. Dotado de un par
de mandíbulas que parecen demasiado grandes en relación al cuer-
po, es capaz de engullir de un solo bocado presas mayores que él
(son varios los peces abisales que poseen tan extraordinaria aptitud).
Que un depredador cace presas mayores que él y luego se las coma
por partes no tiene nada de raro. Es lo que hacen los leones. O las

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arañas.1 Más difícil de imaginar es que uno pueda tragarse entera


una presa mayor que uno mismo. El pez pelícano, y otros peces abi-
sales, como su pariente cercano la anguila tragadora, o el engullidor
negro (Chiasmodon niger), con el que no guarda parentesco alguno y
ni siquiera es una anguila, consiguen tal proeza. El pez pelícano lo
hace gracias a unas mandíbulas desproporcionadamente grandes y a
un estómago fláccido capaz de dilatarse y que sólo sobresale cuando
está lleno, momento en el que parece un enorme tumor externo. Tras
un largo periodo de digestión, el estómago vuelve a contraerse. No
sé por qué esta prodigiosa capacidad de deglución es exclusiva de
serpientes2 y criaturas abisales. El pez pelícano y la anguila tragadora
atraen a sus presas con un señuelo luminoso que tienen en la punta
de la cola.
El diseño corporal de los teleósteos se ha revelado muy malea-
ble a lo largo del tiempo evolutivo, dejándose estirar o aplastar has-
ta adoptar cualquier forma, por alejada que estuviese de la forma
de pez clásica. El nombre latino del pez luna, Mola mola, significa
piedra de molino, y el motivo salta a la vista. Visto de perfil, parece
un disco enorme que llega a alcanzar unos increíbles cuatro metros
de diámetro y pesar hasta dos toneladas. Lo único que rompe la cir-
cularidad del perfil son dos gigantescas aletas, una dorsal y otra
ventral, cada una de las cuales puede medir hasta dos metros de
largo.
En «El Cuento del Hipopótamo», para explicar la espectacular dife-
rencia entre dicho mamífero y sus primas las ballenas hablamos de la
ventaja de que debieron de disfrutar los cetáceos en cuanto cortaron
todo vínculo con tierra firme y se libraron de la gravedad. No cabe
duda de que la gran variedad de formas que exhiben los peces teleós-
teos responde a un motivo parecido. Sin embargo, a la hora de explo-
tar el medio acuático, los teleósteos tienen otra ventaja sobre, por ejem-
plo, los tiburones, y es la forma tan especial que tienen de resolver el
problema de la flotación. Nos lo va a contar el lucio.

1. En realidad, las arañas, más que comerse a sus presas troceadas se las comen
licuadas. Les inyectan líquidos digestivos y después las sorben como por una pajita.
2. Las serpientes lo hacen desencajándose el cráneo. Para una serpiente, comer
debe de suponer un suplicio comparable al de dar a luz para una mujer.

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EL CUENTO DEL LUCIO

En la triste provincia del Ulster, donde «las montañas de Mourne


descienden majestosas hasta el mar», conozco un hermoso lago. Un
día había un grupo de niños bañándose desnudos cuando alguien gri-
tó que había visto un lucio enorme. Al instante, todos los niños (las
niñas no) salieron pitando hacia la orilla. El lucio, Eox lucius, es un
formidable depredador de peces más pequeños. Posee un elegante
camuflaje, no para burlar a sus enemigos sino para acechar más efi-
cazmente a sus presas. Es un depredador sigiloso, no muy rápido en
distancias largas, pero capaz de quedarse casi inmóvil y de avanzar
imperceptiblemente hasta acercarse lo suficiente para abalanzarse
sobre su presa. Durante esa aproximación furtiva, se propulsa con
movimientos imperceptibles de la aleta dorsal.
Toda esta técnica de caza depende de la habilidad para suspen-
derse en el agua a la altura deseada como un dirigible en el aire, sin
el menor esfuerzo, en perfecto equilibrio hidrostático. Toda la activi-
dad locomotriz se concentra en esa tarea clandestina de avanzar sigi-
losamente. Si los lucios necesitasen nadar para mantenerse a la altu-
ra deseada, como les pasa a muchos tiburones, su técnica de caza furtiva
no tendría éxito. El mantenimiento y ajuste del equilibrio hidrostáti-
co sin esfuerzo aparente es la operación que los peces teleósteos eje-
cutan con suprema habilidad, y bien podría ser la verdadera clave de
su éxito. ¿Cómo lo hacen? Mediante la vejiga natatoria: un pulmón
modificado relleno de gas que proporciona al animal un control diná-
mico y preciso de su flotabilidad. Salvo algunas especies bentónicas
que la han perdido, todos los peces teleósteos poseen vejiga natatoria,
no sólo el lucio ni sus presas.
Se suele explicar el funcionamiento de la vejiga natatoria compa-
rándolo con el de un buzo de Descartes, pero no me parece lo más
apropiado. Un buzo de Descartes es una campana de inmersión en minia-
tura con una burbuja de aire en su interior que se mantiene en equi-
librio hidrostático dentro de una botella de agua. Cuando se aumen-
ta la presión (por lo general apretando el corcho de la botella), la
burbuja se comprime y el buzo desplaza menos agua, con lo cual, según
el principio de Arquímedes, se hunde. Si, por el contrario, se saca un poco
el corcho de forma que la presión en el interior de la botella dismi-

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nuya, la burbuja de aire se expande, el buzo desplaza una mayor can-


tidad de agua y se acerca un poco más a la superficie. Dicho de otro
modo, presionando más o menos el corcho uno puede controlar con
precisión el nivel al que el buzo encuentra el equilibrio.
La clave del buzo de Descartes es que el número de moléculas de
aire de la burbuja permanece constante, mientras el volumen y la
presión cambian (en proporción inversa, según la ley de Boyle). Si los
peces actuasen como buzos de Descartes, usarían los músculos para
contraer, o bien relajar, la vejiga natatoria, cambiando la presión y el
volumen, pero manteniendo el mismo número de moléculas. En teo-
ría, el sistema podría funcionar, pero no es esto lo que sucede en la
práctica. En lugar de mantener fijo el número de moléculas y ajustar
la presión, los peces ajustan el número de moléculas. Para descender
hacia el fondo absorben en la sangre algunas moléculas de gas de la
vejiga natatoria, reduciendo así el volumen; para ascender, hacen lo
contrario: liberan moléculas de gas en la vejiga.
Algunos teleósteos también usan la vejiga natatoria para oír mejor.
Como el cuerpo de los peces está compuesto en su mayor parte de agua,
las ondas sonoras se propagan a través de su organismo prácticamen-
te igual que lo hacían antes de chocarse con él. Sin embargo, cuando
alcanzan la pared de la vejiga natatoria se encuentran súbitamente con
un medio distinto, el gas. En consecuencia, la vejiga actúa como una
especie de tímpano o cámara de resonancia. En algunas especies está
pegada al oído interno. En otras está conectada al oído interno median-
te una serie de huesecillos llamados osículos weberianos que, aun tratán-
dose de huesos completamente diferentes, cumplen una función pare-
cida a la de nuestros martillo, yunque y estribo.
Parece ser que la vejiga natatoria evolucionó a partir de un pulmón
primitivo; de hecho, algunos teleósteos actuales, como las amias, los
gaspares y los bichires, todavía la usan para respirar. Esto puede resul-
tarnos un tanto sorprendente ya que, como humanos, tendemos a con-
siderar el hecho de respirar aire uno de los importantes avances que
trajo consigo el paso del agua a la tierra. Lo normal sería pensar que
el pulmón es una vejiga modificada, pero parece ser que fue al con-
trario: el pulmón primitivo se bifurcó evolutivamente y siguió dos cami-
nos. Por un lado, conservó su vieja función respiratoria en tierra fir-
me, y así lo seguimos usando algunos; por otro, experimentó un inédito

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y fascinante desarrollo, modificándose para dar lugar a una verdade-


ra innovación, la vejiga natatoria.

EL CUENTO DEL SALTARÍN DEL FANGO

En una peregrinación evolutiva como la que nos ocupa parece oportu-


no que algunos de los cuentos, aun cuando vengan narrados por espe-
cies actuales, versen sobre reediciones recientes de antiguos acontecimien-
tos evolutivos. Dado que los peces teleósteos son tan variables y versátiles,
era de prever que algunos de ellos imitasen a los peces de aleta lobula-
da y también invadiesen la tierra firme. El saltarín del fango es uno de
esos peces que han salido del agua y viven para contarlo.
Varias especies de teleósteos viven en aguas cenagosas pobres en oxí-
geno. Como no logran extraer del agua la cantidad suficiente de tan
preciado gas, se ven obligados a recurrir al aire. Los típicos peces de
acuario originarios de los lagos del sudeste asiático, como el luchador
de Siam, Betta splendens, suben con frecuencia a la superficie para tomar
aire, pero siguen respirando por las branquias. Teniendo en cuenta que
las branquias están húmedas, podría decirse que lo que hacen con esa
bocanada de aire es oxigenar el agua de las branquias, como cuando
hacemos burbujas para oxigenar el agua de un acuario. Pero la cosa va
más allá, porque la cámara branquial está provista de una cavidad auxi-
liar llena de aire y con profusión de vasos sanguíneos. Esta cavidad no
es un auténtico pulmón. El verdadero equivalente del pulmón en los
peces teleósteos es la vejiga natatoria que, como acabamos de ver en «El
Cuento del Lucio», les permite controlar el empuje hidrostático.
Los peces que absorben oxígeno del aire a través de la cámara bran-
quial han redescubierto la respiración de aire por un camino com-
pletamente distinto. Los exponentes más avanzados de este tipo de
respiración tal vez sean las percas trepadoras del género Anabas. Estos
peces también viven en aguas pobres en oxígeno y acostumbran a salir
del agua y desplazarse por la tierra en busca de un nuevo hogar cuan-
do el anterior se ha secado. Pueden sobrevivir fuera del agua varios
días seguidos. De hecho, son un ejemplo vivo de lo que Romer aven-
turó en su teoría (hoy un tanto desacreditada) de cómo los peces colo-
nizaron la tierra.

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el cuento del antepasado

Otro grupo de teleósteos andantes son los saltarines del fango, como,
por ejemplo, Periophtalmus, el protagonista de este cuento. Algunos de
estos peces, de hecho, pasan más tiempo fuera del agua que dentro.
Se alimentan de insectos y arañas, presas que, por lo general, no se
encuentran en el mar. Es posible que nuestros antepasados del Devónico
cosechasen beneficios semejantes cuando salieron por primera vez
del agua, pues tanto las arañas como los insectos se les habían adelan-
tado y ya vivían en tierra firme. Periophtalmus colea y se arrastra por el
fango usando las aletas pectorales, cuyos músculos están tan desarrolla-
dos que son capaces de sostener todo el peso del pez. De hecho, parte
del cortejo de los saltarines del fango tiene lugar en tierra, y, en oca-
siones, los machos se dedican a hacer flexiones, como algunos lagartos,
para que las hembras les vean la barbilla y la garganta, ambas de color
dorado. Los huesos de las aletas también han evolucionado por conver-
gencia y se asemejan a los de tetrápodos como la salamandra.
Los saltarines del fango pueden dar saltos de más de medio metro
plegándose de lado y estirándose bruscamente (de ahí algunos de los
múltiples nombres con que se les conoce en diversos lugares: saltafan-
gos, pez rana, pez canguro, etc.). Otro apelativo frecuente, pez trepador, se
debe a su hábito de trepar a los mangles en busca de presas. Se agarran
a los troncos con las aletas pectorales, ayudándose de una especie de
ventosa que forman juntando las aletas pélvicas bajo el cuerpo.
Al igual que los ya mencionados peces lacustres, los saltarines
del fango respiran introduciendo aire en sus húmedas cámaras bran-
quiales. También absorben oxígeno a través de la piel, que han de
mantener siempre húmeda. Cuando corren peligro de deshidratar-
se se revuelcan en un charco. Sus ojos son especialmente vulnerables
a la sequedad, por eso de vez en cuando se los restriegan con una ale-
ta húmeda. Los tienen muy juntos, casi en lo alto de la cabeza y, como
las ranas y los cocodrilos, los usan de periscopio para escudriñar la
superficie sin sacar el cuerpo del agua. Cuando están en tierra, los
retraen periódicamente dentro de las cuencas para humedecerlos.
Antes de salir del agua para darse un paseo por la tierra, los saltari-
nes del fango se llenan de agua las cavidades branquiales.
El autor de un célebre libro sobre la conquista de la tierra recoge
el testimonio de un pintor del siglo XVIII que vivió en Indonesia y tuvo
un pez rana en su casa durante tres días:

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Me seguía a todas partes con gran familiaridad, como si fuese un perrillo.

El libro reproduce una caricatura de un pez rana con andares perru-


nos, pero el animal representado es a todas luces un pez abisal llama-
do pescador negro (Melanocetus johnsonii) que tiene en la cabeza una
antena rematada con un señuelo para atraer a los pececillos que le sir-
ven de alimento. Me temo que el dibujante fue víctima de un malen-
tendido, un ejemplo muy instructivo de lo que puede ocurrir cuando
se usan los nombres comunes de los animales en lugar de los cientí-
ficos, que, por muchos defectos que tengan, al menos son únicos y
exclusivos. Es verdad que algunas personas llaman «pez rana» al pes-
cador negro, pero es sumamente improbable que aquel pez que seguía
al pintor como un perrillo fuese un rape. En cambio, podría haber
sido perfectamente un saltarín del fango. No en vano viven en Indonesia
y uno de sus nombres coloquiales es pez rana. Además, al menos para
mí, los saltarines del fango se parecen a una rana muchísimo más
que el pescador negro, y encima saltan. Sospecho que esa mascota que
seguía al pintor a todas partes cual perrillo era uno de ellos.
Me agrada la idea que podamos ser los descendientes de una cria-
tura que, aunque en muchos otros apartados difiriese de los saltarines
del fango actuales, fuese tan intrépida y decidida como un perrillo: tal
vez lo más parecido a un perro que el Devónico podía ofrecer. Una
amiga de hace muchos años me explicó con las siguientes palabras por
qué le encantaban los perros: «porque son buenos chicos». Pienso que
el primer pez que se atrevió a salir del agua tuvo que ser el prototipo
de un buen chico, una criatura a la que sería un placer llamar antepa-
sado.

EL CUENTO DE LOS CÍCLIDOS

El lago Victoria es el tercer lago más grande del mundo, pero también
uno de los más jóvenes. Según pruebas geológicas, apenas tiene unos
100.000 años de antigüedad. Alberga una cantidad enorme de espe-
cies endémicas de cíclidos. El término endémicas significa que no se
encuentran en ningún otro lugar y que presumiblemente evolucio-
naron allí. Dependiendo de si el ictiólogo de turno es un generalista

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o un especifista, el número de especies de cíclidos en el lago Victoria


oscila entre 200 y 500; según un reciente cálculo fidedigno, son 450.
De estas especies endémicas, la gran mayoría pertenece a una sola
tribu, los haplocrominos. Parece ser que todas han evolucionado como
un solo bloque de especies durante los últimos 100.000 años.
Como vimos en «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha», la esci-
sión evolutiva de una especie en dos se llama especiación. Lo sorpren-
dente de la escasa antigüedad del lago Victoria es que implica una tasa
de especiación increíble. También hay pruebas de que el lago se secó
completamente hace unos 15.000 años; algunos expertos han llega-
do a deducir que las 450 especies endémicas tuvieron que evolucio-
nar a partir de una única especie fundadora en ese brevísimo espacio
de tiempo. Esto, como veremos más adelante, probablemente sea una
exageración, pero, en cualquier caso, basta efectuar un simple cálcu-
lo para apreciar objetivamente estos periodos tan cortos. ¿Qué tasa de
especiación haría falta para generar 450 especies en 100.000 años?
En teoría, la pauta de especiación más prolífica sería una sucesión de
duplicaciones. De acuerdo con ese modelo hipotético, una especie
ancestral da origen a dos especies, cada una de las cuales se escinde en
otras dos, cada una de las cuales se escinde en otras dos, y así sucesiva-
mente. Una especie que siguiese esta pauta de especiación tan produc-
tiva (exponencial, sería la palabra) podría generar fácilmente 450 espe-
cies en 100.000 años, con un intervalo bastante largo (10.000 años) entre
especiación y especiación en cualquiera de las líneas ancestrales. En
un peregrinaje hacia el pasado que arrancase de cualquier cíclido actual,
al cabo de 100.000 años sólo habría diez puntos de encuentro.
Naturalmente, en la vida real, es muy improbable que la especia-
ción siga este modelo ideal de duplicaciones sucesivas. El caso opues-
to sería una pauta en la que la especie fundadora generase una espe-
cie hija tras otra sin que ninguna de éstas diese lugar a su vez a especie
alguna. Según este modelo de especiación, el menos eficiente que cabe
concebir, para poder generar 450 especies en 100.000 años haría
falta un intervalo entre especiación y especiación de un par de siglos.
Parece breve, pero no absurdo. Lo más seguro es que la cifra real se
encuentre entre ambos casos extremos, es decir, que el intervalo
medio entre especiaciones sea, pongamos, de unos pocos milenios.
Visto así, la tasa de especiación no resulta tan espectacularmente ele-

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vada, sobre todo si se compara con las tasas evolutivas que vimos en
«El Cuento del Pinzón de las Galápagos». De cualquier forma, un rit-
mo tan rápido y prolífico de especiación sostenida representa una
verdadera hazaña según los parámetros evolutivos habituales, moti-
vo por el cual los cíclidos del lago Victoria son toda una leyenda entre
los biólogos.3
Los lagos Tanganyka y Malawi sólo son un poco más pequeños
que el Victoria, pero mientra éste es ancho y de aguas someras, aqué-
llos son típicos lagos del Valle del Rift: alargados, estrechos y muy
profundos. Su formación tampoco es tan reciente como la del Victoria.
El Lago Malawi, del que ya he dicho con nostalgia que fue el marco
de mis primeras vacaciones «en la playa», tiene entre uno y dos millo-
nes de años de antigüedad. El lago Tanganyika es el más viejo de los
tres: entre 12 y 14 millones. A pesar de estas diferencias, los tres tie-
nen en común el extraordinario rasgo que sirve de hilo conductor a
este cuento. Todos rebosan de cientos de especies endémicas de peces
cíclidos exclusivas de cada lago en particular. Las especies del lago
Victoria son completamente diferentes de las especies del Tanganyika
y las especies del Malawi son completamente diferentes de las de éstos
dos. Sin embargo, cada uno de esos tres conjuntos de centenares de
especies ha producido, por evolución convergente dentro de su pro-
pio lago, una gama de tipos sumamente similar. Es como si una sola
especie de haplocrominos (o muy pocas) hubiese entrado en cada uno
de los lagos cuando estaban recién formados, tal vez por un río. A par-
tir de tan modestos comienzos, una sucesión de subdivisiones evolu-
tivas dio lugar a cientos de especies de cíclidos que terminaron com-
poniendo prácticamente el mismo abanico de tipos en cada uno de
los tres grandes lagos. Esta rápida diversificación en muchos tipos dife-

3. El lago Victoria ha sido víctima de una catástrofe provocada por el hombre. En


1954, la administración colonial británica, con la esperanza de mejorar la pesca, intro-
dujo en el lago percas del Nilo (Lates niloticus). La decisión provocó el rechazo de los
biólogos, que predijeron que la especie foránea alteraría el ecosistema del lago, único
en el mundo. La predicción, por desgracia, se cumplió punto por punto. Los cíclidos
no estaban preparados para enfrentarse a un depredador tan grande como la perca
del Nilo: unas 50 especies han desaparecido para siempre y otras 130 corren serio peli-
gro de extinción. En apenas medio siglo, una medida fruto de la ignorancia, que se podía
haber evitado completamente, ha devastado la economía de las poblaciones ribere-
ñas, amén de aniquilar de forma irreversible un recurso científico de incalculable valor.

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rentes se llama radiación adaptativa. Los pinzones de Darwin son otro


ejemplo célebre de radiación adaptativa, pero el caso de los cíclidos
africanos es particularmente especial porque en su caso la radiación
adaptativa ha ocurrido por triplicado.
Buena parte de las variaciones dentro cada lago tiene que ver con
la dieta. Los tres lagos tienen criaturas que se alimentan de plancton,
peces que mordisquean las algas de las rocas, depredadores piscívo-
ros, carroñeros, ladrones de comida y comedores de huevos de otros
peces. Existen, incluso, especialistas en el hábito que da nombre a
los peces limpiadores, cuyos exponentes más conocidos son ciertos
peces de los arrecifes coralinos tropicales (véase «El Cuento del
Polipífero»). Los peces cíclidos se caracterizan por un complicado sis-
tema de dobles mandíbulas. Además de las mandíbulas exteriores nor-
males, cuentan con un segundo juego de mandíbulas faríngeas aloja-
das en el fondo de la garganta. Es probable que esta innovación haya
propiaciado la versatilidad alimenticia de los cíclidos y su capacidad
para diversificarse repetidamente en los grandes lagos africanos.
A pesar de ser más antiguos que el Victoria, los lagos Tanganyika y
Malawi no albergan un número mucho mayor de especies. Es como
si en cada lago, una vez alcanzado un número equilibrado de especies,
se activase un mecanismo que impidiese a las especies seguir multi-
plicándose con el paso del tiempo, e incluso redujese su número. El
lago Tanganyika, que es el más antiguo de los tres, es el que menos
especies tiene; el Malawi, el mediano en cuanto a antigüedad, el que
más. Es probable que los tres siguiesen la misma pauta de especia-
ción rápida que el Victoria, es decir, que partiendo de cifras muy modes-
tas, generasen varios centenares de especies endémicas nuevas en unos
pocos cientos miles de años.
En «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha» nos hemos referido
a la explicación más aceptada de cómo se produce la especiación: la
teoría del aislamiento geográfico. No es la única y, en ciertos casos, puede
que exista más de una explicación válida. En determinadas condicio-
nes puede darse la llamada especiación simpátrica, esto es, la separa-
ción de poblaciones en diferentes especies dentro de una misma área
geográfica, sobre todo entre los insectos, donde a veces es incluso lo
normal. Hay indicios de especiación simpátrica entre los cíclidos de
pequeños lagos africanos formados en cráteres. Pero el modelo del

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aislamiento geográfico sigue siendo el dominante y será la teoría de


referencia a lo largo de este cuento.
Según la teoría del aislamiento geográfico, la especiación comienza con
la escisión geográfica fortuita de una sola especie ancestral en pobla-
ciones separadas. Estas dos poblaciones, incapaces de seguir repro-
duciéndose entre sí, se distancian o se ven forzadas por la selección
natural a tomar rumbos evolutivos diferentes. Posteriormente, si tras
esta divergencia vuelven a encontrarse, no podrán, o no querrán,
cruzarse. Los miembros de una misma especie suelen reconocerse
unos a otros por algún rasgo particular y evitan cuidadosamente a las
especies similares que no lo poseen. La selección natural perjudica a
quienes se aparean con la especie equivocada, sobre todo cuando las
especies son lo bastante semejantes como para suponer una tentación,
y como para que las crías híbridas sobrevivan, consuman valiosos recur-
sos paternales y finalmente resulten ser estériles, como las mulas. Según
muchos zoólogos, la principal función del cortejo es evitar el mesti-
zaje. Puede que sea una exageración, pues son varias las presiones
selectivas que también inciden sobre el cortejo, pero sí es probable
que algunas escenificaciones, así como ciertos colores llamativos y otros
reclamos vistosos, sean mecanismos de aislamiento reproductivo adquiri-
dos por selección natural con el fin de disuadir el mestizaje.
Existe, a este respecto, un experimento particularmente elegante
realizado con peces cíclidos. Ole Seehausen, de la Universidad de Hull,
y su colega, Jacques van Alphen, de la Universidad de Leiden, esco-
gieron dos especies relacionadas de cíclidos del lago Victoria, Pundamilia
pundamilia y Pundamilia nyererei (así llamada en honor de uno de los
grandes líderes africanos de todos los tiempos, el tanzano Julius
Nyerere). Las dos especies son muy parecidas salvo en el color: el de
Pundamilia nyererei es rojizo, mientras que el de Pundamilia pundamilia
es azulado. En condiciones normales, las hembras prefieren aparear-
se con machos de su misma especie, pero Seehausen y Van Alphen
introdujeron en el curso del experimento una variación crucial.
Ofrecieron a las hembras las mismas opciones, sólo que bajo una luz
artificial monocromática que altera de manera notable la percepción
del color. Recuerdo perfectamente que cuando estudiaba en Salisbury,
una ciudad cuyas calles estaban alumbradas con farolas de sodio, nues-
tras capas y los autobuses, ambos de color rojo chillón, adquirían un

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el cuento del antepasado

tono parduzco. Lo mismo les pasó a los machos de Pundamilia en el


experimento de Seehausen y Van Alphen: tanto los que bajo la luz nor-
mal eran rojos como los que eran azules se volvieron parduzcos bajo
la luz monocromática. ¿El resultado? Las hembras no fueron capaces
de distinguirlos y se aparearon arbitrariamente. Los individuos resul-
tantes de estos cruces eran completamente fértiles, señal de que lo úni-
co que media entre estas especies y la hibridación es el criterio de las
hembras. En «El Cuento del Saltamontes» veremos un ejemplo pare-
cido. Si las dos especies fuesen un poco más diferentes, lo más proba-
ble es que sus crías fuesen estériles, como las mulas. A medida que avan-
za el proceso de divergencia, las poblaciones aisladas llegan a un punto
en que no podrían hibridarse ni aunque quisieran.
Sea cual sea el fundamento de la separación, lo que define a un par
de poblaciones como especies diferentes es la imposibilidad de cru-
zarse. A partir de ahí, ambas especies pueden evolucionar por sepa-
rado sin riesgo de contaminarse genéticamente, aun cuando ya no
exista la barrera geográfica original que impedía dicha contamina-
ción. Sin la intervención inicial de alguna barrera geográfica (o equi-
valente) las especies nunca podrían especializarse en dietas alimenti-
cias, hábitats o comportamientos particulares. Intervención no significa
necesariamente que sea la propia geografía la que produce el cam-
bio efectivo, como cuando un valle se inunda o un volcán entra en
erupción. Puede darse el mismo efecto con barreras geográficas pre-
existentes siempre que sean lo bastante grandes como para impedir
el flujo génico, pero no tan insalvables como para que las poblacio-
nes fundadoras no puedan superarlas. En «El Cuento del Dodo» hemos
visto como algunos individuos tienen la suerte de llegar a islas remo-
tas donde se reproducen totalmente aislados de la población matriz.
Islas como las Galápagos o Mauricio son escenarios clásicos de sepa-
ración geográfica, pero una isla no es siempre un trozo de tierra
rodeado de agua. Cuando hablamos de especiación, el término isla
significa cualquier área de reproducción aislada (desde el punto de
vista del animal). No en vano, el hermoso libro que Jonathan Kingdon
escribió sobre ecología africana se titula Isla África. Para un pez, un
lago es una isla. Ahora bien, ¿cómo es posible, entonces, que de un
solo antepasado hayan surgido cientos de nuevas especies de peces,
si todas viven en el mismo lago?

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actinopterigios

Una respuesta podría ser que, desde el punto de vista de los peces,
dentro de un gran lago hay muchas islas pequeñas. Los tres grandes
lagos africanos tienen arrecifes aislados. En este contexto arrecife no
significa, obviamente, arrecife coralino, sino, según el diccionario,
«bajío o cadena de rocas, guijarros o arena, situado casi a flor de agua».
Estos arrecifes lacustres están cubiertos de algas y muchos tipos de
cíclidos se alimentan de ellas. Para uno de estos cíclidos un arrecife
bien puede constituir una isla, separada del siguiente arrecife por aguas
profundas y a una distancia lo bastante grande como para suponer
una barrera al flujo génico. Aunque sean capaces de nadar de un arre-
cife a otro, no querrán hacerlo. Existen pruebas genéticas a este res-
pecto, obtenidas de un estudio llevado a cabo en el Lago Malawi con
una especie de cíclido llamada Labeotropheus fuelleborni. Diversos indi-
viduos que habitaban en extremos opuestos de un gran arrecife pre-
sentaban la misma distribución de genes, lo que indica un abundan-
te flujo génico a lo largo del arrecife. Sin embargo, cuando los
investigadores hicieron un muestreo de la misma especie en otros arre-
cifes separados por aguas profundas, se encontraron con diferencias
significativas en el color y en los genes. Bastaba una distancia de dos
kilómetros para provocar una separación genética apreciable y, cuan-
to mayor era la distancia, más se acentuaba la divergencia genética.
Otras pruebas proceden de un experimento natural en el lago Tanganyika.
A comienzos de la década de 1970 una fuerte tormenta formó un nue-
vo arrecife a 14 kilómetros del más cercano. Sobre el papel debería
haber sido un hábitat idóneo para cíclidos de arrecife, pero cuando
varios años después se examinó el lugar no había ni uno. Está claro
que, desde el punto de vista de los peces, efectivamente, en estos gran-
des lagos hay islas.
Para que la especiación se produzca tiene que haber poblaciones
lo bastante aisladas como para que el flujo génico entre ellas sea poco
frecuente, pero no tanto como para que no llegue ningún individuo
fundador. La fórmula de la especiación es «que fluyan los genes pero
no mucho». Así reza el epígrafe de una de las partes de The Cichlid
Fishes, el libro de George Barlow que ha sido mi principal fuente de
inspiración a la hora de redactar este cuento. Barlow comenta otro
estudio genético realizado en el Lago Malawi con cuatro especies de
cíclidos que habitan en otros tantos arrecifes separados más o menos

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el cuento del antepasado

por un par de kilómetros. Las cuatro especies, conocidas como mbu-


na en el dialecto local, se hallaban presentes en los cuatro arrecifes y
cada una presentaba diferencias genéticas dependiendo del arrecife
en que viviera. Un minucioso análisis de la distribución de los genes
demostró que existía un ligero flujo génico entre los arrecifes, sólo
que muy tenue, es decir, el marco perfecto para la especiación.
La especiación también podría haberse producido de otro modo,
especialmente plausible, además, en el caso del lago Victoria. La data-
ción por radiocarbono del cieno del fondo indica que el Victoria se
secó hace unos 15.000 años. En fechas no muy anteriores al descubri-
miento de la agricultura en Mesopotamia, un Homo sapiens podía cami-
nar en línea recta sin mojarse los pies desde Kisumu, en Kenia, hasta
Bukoba, en Tanzania, un viaje que hoy supone una travesía de 300 kiló-
metros a bordo del Victoria, un barco de modestas dimensiones popu-
larmente conocido como el Reina de África. Estamos hablando de una
desecación muy reciente, pero quién sabe cuántas veces no se habrá
secado y vuelto a llenar el Victoria en los cientos de miles de años
precedentes. En una escala temporal de milenios, el nivel del lago pue-
de subir y bajar como un yoyó.
Considérese este dato junto con la teoría de la especiación por aisla-
miento geográfico. Cuando el Victoria esporádicamente se seca, ¿qué es
lo que queda? Tal vez un desierto, si la desecación fuese total; pero si
es parcial, lo que quedará será unas cuantas lagunas y charcas des-
perdigadas en las zonas más profundas. Cualquier pez que quedase
atrapado en estas lagunas gozaría de una oportunidad inmejorable
para distanciarse evolutivamente de sus colegas presos en otras lagu-
nas y convertirse en una especie diferente. Posteriormente, cuando
volviese a llenarse la hoya y de nuevo se formase el gran lago, todas
las especies nuevas se juntarían y pasarían a engrosar la fauna victo-
riana. La próxima vez que bajase el yoyó, serían otras especies las que
se encontrasen separadas en cada una de las lagunas. Y de nuevo se
darían las condiciones idóneas para la especiación.
Los estudios realizados con ADN mitocondrial corroboran la hipó-
tesis de que el nivel del lago Tanganyika, el más antiguo, haya aumen-
tado y disminuido varias veces. Aunque se trata de un lago profundo
encajado en un valle y no de una hoya somera como el Victoria, hay
pruebas de que el nivel del Tanganyika solía ser mucho más bajo y que

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actinopterigios

a la sazón estaba fragmentado en tres lagos de tamaño medio. Las prue-


bas genéticas indican que los cíclidos se segregaron inicialmente en tres
grupos, uno por cada uno de esos tres lagos originarios, y que luego,
al formarse el gran lago actual, tuvo lugar la consabida especiación.
Eric Verheyen, Walter Salzburger, Jos Snoeks y Axel Meyer han
llevado a cabo un estudio genético sumamente exhaustivo de las mito-
condrias de los peces cíclidos haplocrominos, no sólo en el lago Victoria
sino también en los ríos vecinos y en lagos satélite como el Kivu, el
Edward, el George, el Albert y otros. Los resultados demuestran que
el Victoria y sus vecinos de menor tamaño comparten un contingen-
te monofilético de especies que empezaron a divergir hace unos 100.000
años. Los métodos empleados en esta compleja investigación fueron
los de parsimonia, probabilidad máxima y análisis bayesiano que ya expli-
camos en «El Cuento del Gibón». Verheyen y sus colegas analizaron
la distribución de 122 haplotipos sacados del ADN mitocondrial de
estos peces en todos los lagos y ríos vecinos. Como vimos en «El Cuento
de Eva», un haplotipo es un segmento de ADN lo bastante largo como
para que se pueda identificar en muchos individuos, que podrían per-
tenecer perfectamente a especies distintas. Para simplificar las cosas
voy a usar la palabra gen como sinónimo aproximado de haplotipo
(aunque los genetistas más rigurosos no lo aprobarían). En un primer
momento los investigadores no se preocuparon por la cuestión de las
especies: dando por hecho que los que nadaban por lagos y ríos eran
los genes, se dedicaron a anotar la frecuencia con que lo hacían.
El hermoso diagrama de la ilustración, síntesis de las conclusio-
nes obtenidas por Verheyen y su equipo, se presta fácilmente a malin-
terpretaciones. Se podría pensar que los circulitos representan espe-
cies arracimadas en torno a las especies progenitoras, como en un
árbol filogenético, o lagunas desperdigadas en torno a lagos mayo-
res, como en los mapas de la red de rutas y destinos de una compañía
aérea (¡y anfibia!). Ninguna de estas dos interpretaciones se acerca
mínimamente a lo que el diagrama representa. Los círculos no son
especies ni centros geográficos, sino haplotipos: genes, segmentos deter-
minados de ADN que un pez puede poseer o no.
Así pues, cada gen está representado por un círculo. El área de cada
círculo expresa el número total de individuos que, con independen-
cia de la especie, poseían el gen en cuestión en todos los lagos y ríos

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el cuento del antepasado

Lago Kyoga

«Lagos Uganda» Región del lago Victoria

Río Nilo Victoria Lago Kivu Lagos Kabale

Lago Albert Lagos Edward/George Lagos Bugesera

Red de haplotipos no dirigida.

examinados. Los círculos pequeños simbolizan genes que sólo se encon-


traron en un único individuo. Por ejemplo, el gen 25, a juzgar por el
área de su círculo (la mayor de todas), se encontró en 34 individuos.
El número de puntitos en las líneas que unen dos círculos represen-
ta el número mínimo de mutaciones necesarias para pasar de uno a
otro. Si el lector recuerda «El Cuento del Gibón», habrá advertido que
se trata de un ejemplo de análisis de parsimonia, aunque un poco más
sencillo que el análisis de genes lejanamente emparentados que se
efectúa con dicho método, porque aquí los estadios intermedios siguen
presentes. Los puntitos negros de las líneas representan genes inter-
medios que, en rigor, no se han encontrado en ningún pez, pero que
se cree han existido a lo largo de la evolución. Es un árbol no dirigi-
do que no se pronuncia acerca del rumbo evolutivo.
En el diagrama, la geografía sólo aparece representada en el som-
breado de los círculos, cada uno de los cuales es un gráfico de secto-
res que muestra el número de veces que el gen en cuestión se encon-
tró en cada lago o río examinado (véase la explicación de los diferentes
tonos en la esquina inferior derecha del diagrama). De todos los genes
representados, los números 12, 47, 7 y 56 sólo se encontraron en el lago
Kivu (son los círculos pintados de un gris medio). Los genes 77 y 92

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actinopterigios

sólo se encontraron en el lago Victoria (los grises oscuros). El gen 25,


el más abundante de todos, apareció sobre todo en el lago Kivu, pero
también, en número considerable, en los llamados lagos de Uganda
(un grupo de lagunas situadas muy cerca unas de otras, al oeste del lago
Victoria). El gráfico de sectores muestra que el gen 25 también se encon-
tró en el río Nilo Victoria, en el lago Victoria propiamente dicho y en
los lagos Edward/George (a efectos de recuento, estos dos pequeños
lagos vecinos se consideraron uno solo). Recordemos, una vez más, que
el diagrama no contiene la más mínima información acerca de espe-
cies. La porción gris oscuro del círculo del gen 25 indica que dos indi-
viduos hallados en el lago Victoria poseían dicho gen. No se nos da nin-
guna información sobre si esos dos individuos eran de la misma especie
o de la misma especie que los ejemplares del lago Kivu que tenían ese
mismo gen. La función del diagrama no es ésa; es un diagrama que
haría las delicias de cualquier entusiasta de la teoría del gen egoísta.
Los resultados fueron sumamente reveladores. El pequeño lago Kivu
se erige como el origen de todo el contingente de especies. Las seña-
les genéticas demuestran que el lago Victoria fue inseminado con haplo-
crominos procedentes del lago Kivi en dos ocasiones distintas. La gran
desecación de hace 15.000 años no acabó, ni mucho menos, con el con-
tingente de especies, sino que muy probablemente lo reforzó del modo
mencionado más arriba, esto es, convirtiendo la hoya del Victoria en
una Finlandia de lagunas. En cuanto al origen de poblaciones de cícli-
dos más antiguas en el propio lago Kivu (actualmente alberga 26 espe-
cies, incluidas 15 especies endémicas de haplocrominos), el oráculo
genético dice que llegaron procedentes de ríos tanzanos.
Todo este trabajo no ha hecho sino comenzar. En un primer momen-
to uno se asusta, pero luego se entusiasma imaginando lo que podrá
conseguirse cuando estos métodos se apliquen de manera rutinaria
no sólo a los peces cíclidos de los lagos africanos, sino a cualquier
animal, en cualquier «archipiélago» de hábitats.

EL CUENTO DEL PEZ CIEGO DE LAS CAVERNAS

Son varios los animales que se han establecido en cavernas oscuras


donde, evidentemente, las condiciones de vida son muy diferentes a

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el cuento del antepasado

las del exterior. En repetidas ocasiones, muchos grupos zoológicos


diferentes, como los platelmintos, los insectos, los cangrejos de río o
los peces, han terminado habitando en las cavernas y desarrollado evo-
lutivamente muchas de las mismas modificaciones por separado.
Algunas modificaciones pueden considerarse constructivas, como, por
ejemplo, la reproducción retardada, la puesta de menos huevos pero
más grandes y la mayor longevidad. Asimismo, quizá para compensar
la ceguera, los animales cavernícolas han mejorado los sentidos del
gusto y el olfato, desarrollado largas antenas y, en el caso de los peces,
reforzado el sistema de la línea lateral (un órgano sensible a la pre-
sión del agua que nos resulta muy ajeno pero que para los peces es
fundamental). Otros cambios se consideran regresivos. Los caverní-
colas tienden a perder los ojos y la pigmentación, volviéndose ciegos
y blanquecinos.
El tetra ciego mejicano, Astyanax mexicanus (también conocido
como A. fasciatus) es un caso particularmente asombroso, porque dife-
rentes poblaciones dentro de la especie han seguido por separado la
corriente de los arroyos que entraban en las cavernas y han adquiri-
do rápidamente una serie de cambios regresivos relacionados con la
vida troglodita, cambios que se pueden compararse directamente con
las características de sus parientes de la misma especie que siguen
viviendo en el exterior. Estos peces ciegos de las cavernas sólo se encuen-
tran en cuevas de México, en su mayor parte cuevas de piedra caliza
situadas en un solo valle. En su día, se pensaba que constituían espe-
cies diferentes (lo cual es comprensible), pero en la actualidad se
clasifican como razas de una misma especie, Astyanax mexicanus, un
pez habitual en aguas poco profundas entre México y Texas. Se han
encontrado ejemplares de la raza ciega en 29 cuevas diferentes y, de
nuevo, todo hace pensar que al menos algunas de estas poblaciones
cavernícolas desarrollaron cambios regresivos como la ceguera y la
coloración blanca por separado: muchos tetras de superficie se han
instalado en cuevas en repetidas ocasiones, y en todos los casos han per-
dido los ojos y el color de forma independiente.
Un detalle intrigante es que algunas poblaciones llevan más tiem-
po viviendo en cuevas que otras, lo cual sirve como gradiente indica-
dor de la medida en que se han visto empujadas hacia la vida troglo-
dita. El extremo del gradiente se encuentra en la cueva de Pachón,

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actinopterigios

que se cree alberga la población cavernícola más antigua. El extremo


opuesto, el más joven, está en la cueva de Micos, cuya población prác-
ticamente no ha cambiado con respecto a la tipología normal de la
especie, los individuos que viven en el exterior. Ninguna de estas pobla-
ciones puede llevar mucho tiempo en las cavernas, porque estamos
hablando de una especie sudamericana que no pudo haber llegado a
México antes de que se formase el istmo de Panamá durante el Gran
Intercambio Americano, hace tres millones de años. Calculo que las pobla-
ciones de tetras cavernícolas son mucho más jóvenes que eso.
Es fácil entender por qué quien siempre ha vivido en las tinieblas
nunca ha desarrollado ojos; lo que ya no es tan fácil de entender es
por qué el pez de las cavernas, cuyos antepasados más recientes con-
taban con ojos normales, se «tomó la molestia» de deshacerse de ellos.
Si existe alguna posibilidad, por remota que sea, de que un tetra se
vea arrastrado fuera de su cueva en pleno día, ¿no sería una ventaja
conservar los ojos por si acaso? No es así como procede la evolución,
pero podemos expresar el concepto con más claridad. Fabricar ojos
(o, para el caso, cualquier otro órgano) no sale gratis. El pez que des-
víe recursos a cualquier otra parte de su economía tendrá ventaja sobre
los peces rivales que no reduzcan el tamaño de sus ojos.4 Si las proba-
bilidades de que un animal cavernícola necesite los ojos no son lo
bastante elevadas como para que compense fabricarlos, los ojos de-
saparecerán. Cuando se trata de selección natural, hasta las ventajas
más mínimas son significativas. Otros biólogos no tienen en cuenta
los aspectos económicos; según ellos, basta postular una acumula-
ción de cambios fortuitos en el desarrollo de los ojos que no se ven
perjudicados por la selección natural porque son irrelevantes. Hay
muchas más maneras de ser invidente que vidente, de modo que los
cambios fortuitos, por razones puramente estadísticas, tienden hacia
la ceguera.
Y esto nos conduce al tema central de «El Cuento del Pez Ciego
de las Cavernas». El tema tiene que ver con la ley de Dollo, según la
cual, la evolución es irreversible. Al atrofiar los ojos que, con tanto

4. Los ojos pueden convertirse en un lujo aún más gravoso si se infectan o se irri-
tan, lo cual, probablemente, explique por qué los topos los han reducido al máximo.

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el cuento del antepasado

esfuerzo crecieron a lo largo del proceso evolutivo, el pez ciego de


las cavernas parece haber protagonizado una inversión evolutiva.
¿Supone eso una refutación de la ley de Dollo? En un sentido más gene-
ral, ¿acaso existe alguna razón teórica por la que la evolución haya de
ser irreversible? La respuesta a ambas preguntas es que no. Pero hace
falta entender correctamente la ley de Dollo, y ésa es la finalidad de este
cuento.
Salvo a muy corto plazo, la evolución no puede invertirse exacta-
mente, y hago énfasis en lo de «exactamente». Es sumamente impro-
bable que la evolución siga una senda concreta especificada de ante-
mano. Hay demasiadas sendas posibles. Una inversión exacta de la
evolución constituye, simplemente, un caso especial de una de esas
sendas concretas especificadas de antemano. Teniendo en cuenta el
número tan elevado de caminos que puede recorrer la evolución, las
probabilidades están en contra de cualquier camino específico y tam-
bién del camino inverso al recién recorrido. Pero no existe ninguna
ley que de por sí impida la inversión evolutiva.
Los delfines descienden de mamíferos terrestres que volvieron al
mar y, en muchos aspectos superficiales, parecen peces grandes que
nadan a gran velocidad. Pero no se trata de un caso de inversión evo-
lutiva. Los delfines se parecen a los peces en ciertos aspectos, pero la
mayoría de sus características internas son, sin lugar a dudas, típicas
de los mamíferos. Si de verás la evolución se hubiese invertido, los del-
fines serían peces y punto. ¿No será que algunos peces son en realidad
delfines y que la regresión a la condición de pez ha sido tan perfecta
y tan plena que no nos damos cuenta? ¿Se apuesta algo el lector?
Aquí es donde podemos confiar plenamente en la ley de Dollo, sobre
todo si nos fijamos en el cambio evolutivo a nivel molecular.
Ésa podría considerarse una interpretación termodinámica de la
ley de Dollo pues recuerda al segundo principio de la termodinámica,
según el cual, en todo sistema cerrado aumenta la entropía (o desor-
den o el desbarajuste). Es habitual establecer una analogía (o tal vez
sea algo más que una analogía) entre el segundo principio de la termodi-
námica y una biblioteca. Sin un bibliotecario que ponga los libros en
su sitio, las bibliotecas tienden a desordenarse y los libros a mezclar-
se: la gente los deja encima de las mesas o los pone en los estantes
equivocados. Con el paso del tiempo, la entropía de la biblioteca

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actinopterigios

aumenta inevitablemente. Por eso todas las bibliotecas necesitan de


un bibliotecario que se ocupe constantemente de mantener los libros
ordenados.
El gran malentendido del segundo principio de la termodinámica es
suponer que existe una tendencia irresistible hacia un estado concre-
to de desorden. No se trata de eso ni mucho menos. Se trata, simple-
mente, de que hay muchas más formas de estar desordenado que orde-
nado. Si unos usuarios descuidados revuelven los libros arbitrariamente,
la biblioteca se alejará automáticamente del estado (o de la reducida
minoría de estados) que cualquiera consideraría ordenado. No exis-
te una propensión hacia un estado de gran entropía. Lo único que
ocurre es que la biblioteca se aleja del estado inicial de orden perfec-
to en la dirección fortuita que sea y, con independencia del rumbo
que tome dentro del espacio de todas las bibliotecas posibles, la inmen-
sa mayoría de los posibles caminos supondrá un aumento del desor-
den. Análogamente, de todas las sendas evolutivas que puede seguir
una línea ancestral, que ascienden a un número enorme, sólo una
de ellas será una inversión exacta del camino por el cual ha llegado a
su condición actual. La ley de Dollo no es más profunda que la ley según
la cual, si se lanza una moneda al aire cincuenta veces, no se sacan cin-
cuenta caras ni cincuenta cruces, ni una alternancia exacta de caras y
cruces, ni ninguna otra secuencia especificada de antemano. El mis-
mo principio de la termodinámica también establece que cualquier sen-
da evolutiva concreta que discurra «hacia delante» (signifique esto lo
que signifique) no se recorrerá punto por punto dos veces.
En este sentido termodinámico, la ley de Dollo es verdadera pero
trivial. No se merece el rango de ley en absoluto, como tampoco se lo
merece la ley que niega la posibilidad de lanzar una moneda al aire
100 veces y sacar cien caras. Podemos imaginar una interpretación real
de la ley de Dollo que afirmase que la evolución no puede retornar a
nada que se parezca siquiera ligeramente a un estado ancestral, en el
mismo sentido en que un delfín se parece ligeramente a un pez. Sería,
desde luego, una interpretación notable e interesante pero no por ello
(que se lo pregunten a los delfines) menos falsa. No consigo imagi-
nar una sola razón teórica válida para considerarla verdadera.

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el cuento del antepasado

EL CUENTO DE LA PLATIJA

Un rasgo encantador de los Cuentos de Canterbury es el ingenuo perfec-


cionismo del Prólogo General, donde el autor nos presenta a todos
los viajeros. No bastaba con llevar a un médico entre los peregrinos;
tenía que ser el mejor galeno del orbe:

Nadie en el mundo comparársele podía


en materia de medicina y cirugía.

El «gentil e intachable caballero» tampoco tenía parangón en toda la


Cristiandad en cuanto a bravura, lealtad y templanza. Por lo que res-
pecta a su hijo, que le servía de escudero, se trataba de un «mozo apues-
to y lozano, de exquisito porte y enorme fortaleza» que, para colmo,
era «tan fresco como el mes de mayo». Hasta el alabardero era un
experto sin igual en el arte de la carpintería. El lector termina dando
por hecho que cualquier personaje del libro que practica un oficio
automáticamente aparece representado como el mejor profesional de
Inglaterra.
El perfeccionismo es un defecto típico de los evolucionistas. Estamos
tan acostumbrados a las maravillas de la adaptación darviniana que
estamos tentados de creer que no podría haber nada mejor. A decir
verdad, es una tentación en la que casi recomiendo caer. Se podría
sostener, aduciendo pruebas más que sólidas, que la evolución es efec-
tivamente perfecta, pero hay que sostenerlo con cautela y circuns-
pección.5 Aquí me limitaré a dar un solo ejemplo de limitación histó-
rica, el llamado efecto del reactor. Imagine el lector lo imperfecto que
sería un motor a reacción si, en lugar de diseñarse desde cero, en
una hoja en blanco, hubiese que construirlo modificando un motor
de hélice paso a paso, tuerca por tuerca y remache por remache.
La raya es un pez que bien podría haberse diseñado en un table-
ro de dibujo: es plano, descansa sobre el vientre y tiene un par de alas
anchas y simétricas a ambos lados. Los teleósteos tienen otra forma de
ser planos: nadan sobre un lado, unos sobre el izquierdo (como la pla-

5. He expuesto los riesgos del perfeccionismo en un capítulo de The Extended


Phenotype titulado «Constraints on Perfection».

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actinopterigios

tija) y otros sobre el derecho (como el rodaballo o el lenguado). Sea


cual sea el lado de apoyo, la forma del cráneo se ha deformado para
que el ojo del lado inferior se desplace al lado superior y sea capaz de
ver. A Picasso le habrían encantado, pero, desde el punto de vista del
diseño, su imperfección es de lo más reveladora. Es, justamente, el
tipo de imperfección que cabe esperar del producto de una evolución
gradual, no de un diseño preconcebido.

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Encuentro 21
Tiburones y semejantes

«Surgido de la inocencia asesina del mar...». El contexto del poema


de Yeats era otro completamente, pero ese verso siempre me trae a la
mente un tiburón: una criatura asesina, sí, pero inocente por cuanto
la suya no es una crueldad deliberada, sino un rasgo más de la que tal
vez sea la máquina de matar más efectiva del mundo. Conozco perso-
nas para las que el jaquetón o tiburón blanco es la peor de las pesadi-
llas Si el lector es una de esas personas, quizá no le agrade saber que
Carcharocles megalodon, el tiburón del Mioceno, era el triple de grande
que el jaquetón y tenía unas mandíbulas y unos colmillos proporcio-
nados a su tamaño.
Como tengo la misma edad que la bomba atómica, la pesadilla que
me persigue no es un tiburón sino con un enorme cazabombardero
negro y futurista, erizado de lanzamisiles de última generación, que
oscurece el cielo con su silueta y llena mi corazón de malos presagios.
A decir verdad, tiene casi exactamente la misma forma que una man-
ta raya. La mancha oscura y rugiente que, con sus dos torretas tan enig-
máticas como amenazadoras, sobrevuela las copas de los árboles de
mis sueños, viene a ser una especie de primo tecnológico de Manta
birostris. Siempre me ha costado aceptar el hecho de que esos mons-
truos de siete metros son unos seres inofensivos que se alimentan del
plancton que criban con sus agallas. Además, son bellísimos.
¿Qué decir, entonces, del pez sierra o del pez martillo? De vez en
cuando, los peces martillo atacan a personas, pero no es ésa la razón
por la que podrían infestar nuestras pesadillas; es por la estrafalaria

471
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el cuento del antepasado

Millones de años

0
Incorporación de los tiburones y semejantes
N
Jaquetones, peces martillo, tiburones nodriza, etc. (Galeos)

Otros tiburones, rayas, etc. (Escualos)

Quimeras (Holocéfalos)

Grupo principal

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T

Incorporación de los tiburones y


P

semejantes. Los peces cartilaginosos,


300 que se nos unen en el Encuentro 21,
incluyen a los tiburones y las rayas.
Los fósiles no dejan lugar a dudas en
C

cuanto a la temprana división de los


gnatóstomos en peces óseos y peces
cartilaginosos. Sólidas pruebas
PZ

recientes corroboran este esquema


D

de relaciones entre las cerca de 850


40 0
especies de peces cartilaginosos.
S

Ilustraciones, de izquierda a derecha:


tiburón gris (Carcharhinus
460 21 amblyrhynchos); manta o pez diablo
O

(Manta birostris); quimera elefante


(Callorhynchus milii).

472
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tiburones y semejantes

cabeza en forma de T y por ese par de ojos más separados que los de
un alienígena de ciencia ficción, como si este tiburón fuese el fruto
de la imaginación de un artista ebrio. ¿Y qué decir de Alopias, el zorro
marino? ¿No es otra obra de arte, otro candidato a ingresar en la fau-
na onírica? El lóbulo superior de la cola es casi tan largo como el res-
to del cuerpo. Los zorros marinos usan esas prodigiosas cuchillas,
primero, para acorralar a las presas, y después, para matarlas de un
tajo. En cierta ocasión, uno de estos tiburones, hostigado por unos
pescadores en un barco, decapitó a uno de ellos con un solo latigazo
de su espléndida cola.
Los tiburones, las rayas y otros peces cartilaginosos o condrictios se
nos unen en el Encuentro 21, hace 460 millones de años, en los mares
que bañan los gélidos yermos del Ordovícico medio. La diferencia más
llamativa entre los nuevos peregrinos y todos los demás es que los tibu-
rones no tienen huesos. Su esqueleto es de cartílago. Los seres huma-
nos también usamos el cartílago para determinadas funciones como,
por ejemplo, recubrir las articulaciones y en estado embrionario todo
nuestro esqueleto comienza siendo de cartílago flexible. Posterior-
mente, casi todo ese cartílago se osifica como consecuencia de la incor-
poración de cristales minerales, en su mayoría de fosfato cálcico. Salvo
los dientes, el esqueleto de los tiburones nunca experimenta esta trans-
formación; así y todo, es lo bastante rígido como para amputarnos una
pierna de un bocado.
Los tiburones carecen de la vejiga natatoria que contribuye al éxi-
to de los peces óseos, y muchos de ellos están obligados a nadar cons-
tantemente para mantenerse a la profundidad deseada. Controlan el
empuje hidrostático gracias a la retención de úrea en la sangre y a un
gran hígado rico en aceite. Dicho sea de paso, algunos peces óseos
usan aceite en lugar de gas en sus vejigas natatorias.
Si alguien fuese tan imprudente como para acariciar a un tibu-
rón, se encontraría con que toda la piel parece de lija (al menos si la
acariciase a contrapelo). El motivo es que está cubierta de dentículos
dérmicos, minúsculas escamas afiladas que parecen dientes. De hecho,
la temible dentadura de los tiburones es en sí misma una modifica-
ción evolutiva de los dentículos dérmicos.
Casi todos los tiburones y rayas viven en el mar, aunque unos pocos
géneros se aventuran por estuarios y ríos. En Fiji solían darse ataques

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de tiburones de agua dulce a seres humanos, pero eso era en la épo-


ca en que los nativos eran antropófagos. Tras comerse los cortes más
suculentos, tiraban los despojos al río y, según parece, el olor de las
sobras de los festines caníbales atraía a los tiburones. Cuando llega-
ron los europeos, pusieron fin al canibalismo, pero, al mismo tiem-
po, introdujeron enfermedades contra las que los fijianos no habían
desarrollado inmunidad. Como los cadáveres de las víctimas de las
nuevas dolencias también se arrojaban al río, los tiburones siguieron
sintiéndose atraídos por la carne humana. Hoy en día, nadie arroja
cadáveres al río y, consecuentemente, han disminuido los ataques de
tiburón. A diferencia de los peces óseos, ninguna especie de tiburón
ha mostrado inclinación por salir a tierra firme.
Los peces cartilaginosos se dividen en dos grupos principales: las
quimeras, unas criaturas de aspecto extraño que no son lo bastante
numerosas como para constituir una parte significativa de la fauna; y
los tiburones y las rayas. Las rayas son tiburones aplanados. Las miel-
gas son tiburones pequeños, aunque tampoco tanto: no existen tibu-
rones tamaño chanquete. Squaliolus laticaudus, el tiburón enano, mide
unos 20 centímetros. El diseño corporal de los tiburones parece pres-
tarse a grandes tamaños. El mayor de todos los escualos, el tiburón
ballena (Rhincodon typus), puede llegar a medir 12 metros de largo y
a pesar 12 toneladas, pero, al igual que el segundo más grande (el tibu-
rón peregrino, Cetorhinus maximus), es estrictamente planctívoro. En
cambio, Carcharocles megalodon, el monstruo del Mioceno al que ya
hemos tildado de bestia de pesadilla, no se alimentaba precisamente
de plancton: armado de dientes tan grandes como la cara de un hom-
bre adulto, era un depredador tan voraz como la mayoría de los tibu-
rones actuales, que llevan cientos de millones de años en lo más alto
de las cadenas alimenticias marinas sin haber cambiado apenas.
Si el papel de bombarderos de pesadilla corresponde a las manta-
rrayas, el de cazas de despegue vertical podrían interpretarlo las qui-
meras, también conocidas como tiburones fantasma. Estos extraños peces
de las profundidades conforman la clase de los holocéfalos, mientras
que todos los demás peces cartilaginosos, esto es, los tiburones y las
rayas, pertenecen a la de los elasmobranquios. A las quimeras se las
reconoce por los insólitos opérculos branquiales, que cubren por com-
pleto cada agalla por separado y cuentan con una sola apertura para

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todas ellas. A diferencia de los tiburones y las rayas, las quimeras no


tienen la piel cubierta de dentículos dérmicos, sino que están desnu-
das. Tal vez por eso parecen fantasmas. Su semejanza con un avión
de pesadilla se debe a que no tiene una cola prominente y nadan volan-
do con sus grandes aletas pectorales. En la actualidad existen unas 35
especies de quimeras.
A pesar del éxito innegable de los tiburones (cosechado, además,
durante un periodo larguísimo), los peces teleósteos suman 30 veces
más especies. Ha habido dos grandes radiaciones evolutivas de tibu-
rones. La primera prosperó en los mares del Paleozoico, sobre todo
durante el Carbonífero y llegó a su fin a comienzos de la era Mesozoica
(la época en que los dinosaurios dominaban la tierra). Tras un parén-
tesis de unos cien millones de años, los tiburones resurgieron en el
Cretácico y su hegemonía continúa hasta nuestros días.
Si se hiciese un test de asociación de palabras que incluyese el tér-
mino tiburón, es muy probable que muchas personas lo asociasen a la
palabra mandíbulas, no en vano el Contepasado 21, que tal vez sea nues-
tro tatarabuelo número 200 millones, es el gran antepasado de todos
los vertebrados dotados de verdaderas mandíbulas: los llamados gna-
tostomos. Gnathos significa «mandíbula inferior» en griego, y eso es pre-
cisamente lo que los tiburones y todos los demás peregrinos tenemos
en común. Uno de los mayores éxitos de la anatomía comparativa
clásica fue demostrar que las mandíbulas evolucionaron a partir de
elementos modificados del esqueleto branquial. Los próximos pere-
grinos que se incorporarán a nuestras filas en el Encuentro 22 son
los vertebrados sin mandíbulas, los agnatos, que tienen branquias pero
carecen de mandíbula inferior. En su día, eran numerosos, variados
y provistos de impresionantes corazas, pero, hoy en día, se reducen a
dos peces con forma de anguila: las lampreas y los mixinos.

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Encuentro 22
Lampreas y mixinos

El Encuentro 22, donde nos reunimos con las lampreas y los mixinos,
tiene lugar en los mares cálidos de principios del Cámbrico, es decir,
hace unos 530 millones de años, y calculo que el Contepasado 22
fue nuestro tatarabuelo número 240 millones. Las lampreas y los mixi-
nos son insignes representantes de la época en que surgieron los
vertebrados. Aunque lo más práctico es colocarlos juntos en virtud
de su carencia de mandíbulas y de aletas, he de reconocer que muchos
morfólogos consideran a las lampreas parientes más cercanos del
ser humano que de los mixinos. Según esta escuela de pensamiento,
deberíamos reunirnos con las lampreas en el Encuentro 22 y con los
mixinos en el 23. En cambio, los biólogos moleculares insisten en que
ambas especies se nos unen en el mismo punto de encuentro y ésta
es la opinión que adoptaremos provisionalmente en estas páginas.
Sea como fuere, debo aclarar que ni las lampreas ni los mixinos hacen
justicia al conjunto de los peces agnatos, la mayoría de los cuales están
extintos.
Las lampreas y los mixinos guardan un parecido superficial con las
anguilas y tienen el cuerpo blando; sin embargo, cuando los peces
agnatos dominaban los mares, en la era de los peces del Devónico,
muchos de ellos, denominados ostracodermos, tenían el cuerpo cubier-
to de una dura coraza ósea y algunos, a diferencia de las lampreas y
los mininos, tenían aletas pares. Esto desmiente la hipótesis de que los
huesos son un rasgo avanzado de los vertebrados, que habría sustitui-
do al cartílago. Los esturiones y algunos otros peces óseos poseen, al

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el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de las lampreas y los mixinos


N
Mixinos o peces moco (Mininos)

Lampreas (Cefalaspidomorfos)

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T

Incorporación de los peces agnatos.


P

Siguen siendo controvertidas las


300 relaciones evolutivas en la base de la
línea ancestral de los vertebrados,
C

sobre todo por lo que respecta a los


peces agnatos actuales: las 41 especies
de lamprea y las 43 de mixino. Según
los fósiles, los primeros en divergir de
D

los demás vertebrados fueron los


PZ

40 0
mixinos, de los que posteriormente
divergirían a su vez las lampreas. Los
S

datos moleculares, sin embargo,


indican que lampreas y mixinos
O

forman un mismo grupo, tal y como


aparecen representados aquí.
500
Ilustraciones, de izquierda a derecha:
E

22 mixino de Nueva Zelanda (Eptatretus


cirrhatus); lamprea marina (Petromyzon
NP

marinus).

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lampreas y mixinos

igual que los tiburones y a las lampreas, un esqueleto compuesto casi


exclusivamente de cartílago, pero descienden de antepasados mucho
más óseos, es más, de peces dotados de gruesas corazas, aunque no
hay que descartar que los tiburones y las lampreas también descien-
dan de esa clase de peces.
Corazas todavía más duras tenían los placodermos, un grupo com-
pletamente extinto de peces mandibulados con aletas, criaturas de
parentesco poco claro, que también vivieron en el Devónico, con-
temporáneos de algunos ostracodermos agnatos que probablemente
descendían de agnatos más antiguos. Algunos de los placodermos esta-
ban tan acorazados que hasta sus extremidades poseían un exoes-
queleto tubular y articulado, parecido a la pinza de un cangrejo. Si
alguien con imaginación se topase con uno de esos placodermos en
un lugar con poca luz, no sería de extrañar que lo tomase por un extra-
ño cangrejo o langosta. En mis años de joven universitario, igual que
otros sueñan con marcar un gol en la final del mundial, yo soñaba con
descubrir un placodermo vivo.
¿Por qué tanto los placodermos grnatostomos como los ostracoder-
mos agnatos desarrollaron semejantes corazas? ¿Qué había en esos
mares del Paleozoico que exigía una protección tan formidable? La
respuesta más lógica sería: depredadores igual de estupendos. Los can-
didatos más probables, aparte de otros placodermos, eran los eurip-
téridos, o escorpiones marinos, algunos de los cuales medían más de
dos metros de largo: los mayores artrópodos que jamás han existido.
Tanto si poseían aguijones venenosos como si no (las pruebas más
recientes indican que no), los euriptéridos tuvieron que ser depreda-
dores terroríficos, capaces de obligar a los peces devónicos, con o sin
mandíbulas, a desarrollar costosas corazas.
Las lampreas no poseen esas corazas y, para desgracia del rey Enrique
I, son fáciles de comer (los libros de texto ingleses nunca se olvidan
de recordarnos que el monarca murió de una indigestión de lampre-
as). La mayoría de las lampreas son parásitos de otros peces. En lugar
de mandíbulas tienen una ventosa redonda alrededor de la boca, un
tanto similar a las ventosas de los pulpos, sólo que provista de dimi-
nutos dientecillos dispuestos en anillos concéntricos. Las lampreas se
adhieren a otros peces por medio de esa ventosa, les roen la piel con
los dientecillos y les chupan la sangre como sanguijuelas, de ahí que

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el cuento del antepasado

causen graves perjuicios a la industria pesquera en diversas regiones,


por ejemplo, en los grandes lagos norteamericanos.
Nadie sabe cómo era el Contepasado 22, pero teniendo en cuen-
ta que probablemente vivió en el Cámbrico, mucho antes de la era
de los peces del Devónico y de los terribles escorpiones marinos, lo
más probable es que no tuviese coraza como los ostracodermos que
vivieron en la edad de oro de los agnatos. No obstante, parece ser
que los ostracodermos son parientes más cercanos de nosotros los gna-
tostomos que de las lampreas. Dicho de otro modo, antes de que nues-
tros peregrinos se unan a las lampreas en el Encuentro 22, los ostra-
codermos ya se han sumado a nuestra peregrinación. El contepasado
que compartimos con los ostracodermos, al que no hemos asignado
un número por cuanto están todos extintos, carecía casi con toda segu-
ridad de mandíbulas.
Los mixinos modernos se parecen a las lampreas en su aspecto
anguiliforme, en la ausencia de mandíbula inferior y de aletas pares,
en la hilera de opérculos branquiales a ambos lados del cuerpo y en
el notocordio que conservan hasta la fase adulta (en la mayoría de
los vertebrados, este cordón macizo que les recorre todo el dorso
sólo está presente en el embrión). Pero no son parásitos. Escarban con
la boca en los fondos marinos en busca de pequeños invertebrados o
hurgan los cadáveres de peces y ballenas, a menudo introduciéndose
en ellos para comerse las entrañas. Son sumamente viscosos –de ahí
que en español también se les conozca como peces moco– y, cuando se
infiltran en los cadáveres, aprovechan su asombrosa habilidad de anu-
darse como método de sujeción.
En su día, se pensaba que los vertebrados habían surgido mucho
después del Cámbrico; tal vez fuese consecuencia de nuestro presun-
tuoso deseo de organizar el reino animal en forma de escala hacia el
progreso. Nos parecía correcto y apropiado que existiese una era duran-
te la cual la vida animal se hubiese limitado exclusivamente a los inver-
tebrados, lo que habría sentado las bases para la ulterior aparición
de los poderosos vertebrados. A los zoólogos de mi generación nos
enseñaron que el primer vertebrado conocido era un pez agnato lla-
mado Jamoytius (derivación, un tanto libre, de J. A. Moy-Thomas)
que vivió a mediados del Siluriano, 100 millones de años después del
Cámbrico, periodo en que surgieron casi todos los filos invertebrados.

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lampreas y mixinos

En el Cámbrico, obviamente, también tuvieron que vivir antepasados


de los vertebrados, pero se suponía que eran precursores invertebra-
dos de los vertebrados auténticos: los llamados protocordados. Al pikaia1
se le ha dado mucho bombo como el protocordado fósil más anti-
guo. Qué grata sorpresa nos llevamos algunos cuando en China empe-
zaron a aparecer auténticos fósiles vertebrados del Cámbrico, y del
Cámbrico inferior, además. Esto privó al pikaia de parte de su halo de
misterio: antes de él ya hubo vertebrados auténticos, en concreto peces
agnatos. Los vertebrados tienen su origen en las profundidades del
Cámbrico.
Dada su extraordinaria antigüedad, no es de extrañar que estos
fósiles, llamados Myllokunmingia y Haikouichthys (aunque podrían tra-
tarse de una misma especie) no se encuentren en perfecto estado
de conservación: es mucho lo que aún se ignora de estos peces pri-
migenios. Poseían casi todas las características que cabría esperar de
un pariente de las lampreas y de los mixinos, incluidas las agallas,
los segmentos musculares y el notocordio. Tal vez sea Myllokunmingia,
con el que volveremos a encontrarnos en «El Cuento del Gusano
Aterciopelado», el que más se aproxima a un modelo verosímil de
Contepasado 22.
El Encuentro 22 es un hito de capital importancia. De ahora en
adelante, por primera vez, todos los vertebrados marcharán juntos
en un solo grupo de peregrinos. Se trata de un gran acontecimiento
porque, tradicionalmente, los animales se han dividido en dos gru-
pos principales, los vertebrados y los invertebrados. A efectos prácti-
cos, la distinción siempre ha sido útil. Sin embargo, desde un punto
de vista estrictamente cladístico, esto es, basado en las relaciones filo-
genéticas, la distinción entre vertebrados e invertebrados resulta extra-
ña, casi tan forzada como la clasificación de la humanidad que los anti-
guos judíos hacían entre ellos mismos y los gentiles (literalmente, todos
los demás). Por muy importantes que nos creamos los vertebrados,
ni siquiera constituimos un filo entero. Somos un subfilo del filo de
los Cordados, un filo que debería considerarse al mismo nivel que,

1. Este fósil del Cámbrico, clasificado en un primer momento como gusano ané-
lido, fue identificado posteriormente como protocordado, en calidad de lo cual tuvo un
papel estelar en el libro La vida maravillosa, de S. J. Gould.

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el cuento del antepasado

pongamos por caso, el de los Moluscos (caracoles, lapas, calamares,


etc.) o el de los Equinodermos (estrellas de mar, erizos, etc.). El filo
de los Cordados incluye criaturas que parecen vertebrados pero care-
cen de espina dorsal como, por ejemplo, el anfioxo, con el que nos
reuniremos en el Encuentro 23.
Sin querer desmerecer el riguroso criterio cladístico, lo cierto es
que los vertebrados tienen algo especial. El catedrático Peter Holland
me ha señalado convincentemente que existe una enorme diferen-
cia en complejidad genética entre (todos) los vertebrados y (todos)
los invertebrados. «A nivel genético, tal vez haya sido el mayor cam-
bio registrado en toda nuestro pasado metazoario».2 Holland consi-
dera necesario recuperar la división tradicional entre vertebrados e
invertebrados, y lo entiendo.
Los cordados deben su nombre al ya mencionado notocordio, el
cordón de cartílago que recorre el lomo del animal en su fase embrio-
naria cuando no también en la adulta. Otra característica de los cor-
dados (incluidos los vertebrados) que en el caso del ser humano sólo
se manifiesta en el embrión, son las aperturas branquiales a ambos
lados del extremo anterior y una cola que se prolonga más allá del
ano. Todos los cordados tienen un notocordio dorsal (a lo largo de
la espalda), a diferencia de muchos invertebrados, que lo tienen ven-
tral (a lo largo del vientre).
Todos los embriones vertebrados tienen un notocordio que en los
adultos se sustituye, en mayor o menor medida, por una espina dor-
sal segmentada y articulada. En la mayoría de los vertebrados el noto-
cordio propiamente dicho persiste en la fase adulta sólo de forma frag-
mentaria, como por ejemplo los discos intervertebrales cuya tendencia
a desplazarse nos causa tanto dolor. El caso de las lampreas y los mixi-
nos es insólito entre los vertebrados por cuanto conservan el noto-
cordio más o menos intacto en la fase adulta. En este sentido, supon-
go que se trata vertebrados fronterizos, pero, en cualquier caso, todo
el mundo los considera vertebrados.

2. Metazoo significa animal pluricelular. Volveremos a encontrarnos con el térmi-


no en una etapa posterior de la peregrinación.

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lampreas y mixinos

EL CUENTO DE LA LAMPREA

La razón por la que corresponde a la lamprea contar este cuento se


revelará al final. Es una repetición de un tema que ya hemos aborda-
do con anterioridad: existe una visión de la ascendencia y del pedigrí
desde el punto de vista de los genes que es completamente indepen-
diente de la que tradicionalmente asociamos a los árboles genealógicos.
Todo el mundo sabe que la hemoglobina es una molécula de vital
importancia que transporta oxígeno a los tejidos y confiere a la san-
gre ese color tan llamativo. La hemoglobina de un humano adulto es,
en realidad, un compuesto de cuatro cadenas proteínicas entrelaza-
das que reciben el nombre de globinas. Las secuencias de ADN demues-
tran que las cuatro globinas son muy afines pero no idénticas. Dos de
ellas se llaman globinas alfa (sendas cadenas de 141 aminoácidos), y las
otras dos globinas beta, (sendas cadenas de 146 aminoácidos). Los genes
que codifican las globinas alfa están en nuestro cromosoma 11; los
de las beta, en el 16. En cada uno de estos cromosomas hay un grupo
de genes de globina dispuestos en hilera, con tramos intercalados de
ADN basura que nunca se transcriben. El grupo alfa, en el cromoso-
ma 11, contiene siete genes de globina. Cuatro de ellos son seudoge-
nes, versiones desactivadas de globina alfa que presentan errores en su
secuencia y que, por tanto, nunca se traducen en proteínas, y dos son
verdaderas globinas alfa, usadas en el organismo adulto. El séptimo
gen se llama zeta y sólo se usa en la fase embrionaria. El grupo beta,
en el cromosoma 16, tiene seis genes, algunos desactivados y uno
que sólo se usa en el embrión. La hemoglobina adulta, como ya hemos
visto, contiene dos cadenas alfa y dos beta enrolladas una en torno a
la otra para formar un paquete que funciona a las mil maravillas.
Al margen de toda esta complejidad, lo fascinante del asunto es
que un análisis cuidadoso letra por letra indica que los diferentes tipos
de genes de la globina son en realidad primos, es decir, miembros de
la misma familia. Pero estos primos lejanos todavía coexisten dentro
del lector y de mí; todavía coexisten en el interior de todas las células
de todos los jabalíes, los uómbats, los búhos y los lagartos.
En la escala de los organismos íntegros, ni que decir tiene que todos
los vertebrados también son primos unos de otros. El árbol de la evo-
lución de los vertebrados es el árbol filogenético que todos conoce-

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el cuento del antepasado

mos, aquél cuyos puntos de bifurcación representan episodios de espe-


ciación, esto es, la división de una especie en especies hijas. Vistos al
contrario, se trata de los puntos de encuentro que jalonan esta pere-
grinación. Pero hay otro árbol filogenético que ocupa el mismo mar-
co temporal y cuyas ramas no representan episodios de especiación
sino duplicaciones de genes dentro de los genomas. La pauta de rami-
ficación del árbol de la globina es muy diferente de la pauta de ramifi-
cación del árbol filogenético evolutivo, siempre que lo dibujemos de
la manera habitual y ortodoxa, con especies que se ramifican para for-
mar especies hijas. No existe un único árbol evolutivo en el que las
especies se dividen y dan origen a especies hijas: todos los genes tie-
nen su propio árbol, su propia crónica de escisiones, su propio catá-
logo de parientes cercanos y lejanos.
La docena aproximada de globinas diferentes que todos llevamos
dentro han llegado hasta nosotros después de recorrer todo el linaje
de nuestros antepasados vertebrados. Hace unos 500 millones de años,
en un pez agnato tal vez similar a la lamprea, un gen de globina ances-
tral se dividió accidentalmente y las dos copias resultantes permane-
cieron en partes diferentes del genoma del pez. En consecuencia,
todos sus descendientes también albergaron, en diversas partes del
genoma, dos copias de ese gen. Una copia terminaría dando origen
al grupo alfa, situado en lo que con el tiempo se convertiría en el
cromosoma 11 de nuestro genoma; la otra, al grupo beta, en nuestro
actual cromosoma 16. Es inútil tratar de adivinar qué cromosoma ocu-
paban en los antepasados intermedios. La ubicación de las secuencias
de ADN reconocibles, e incluso el número de cromosomas en que se
divide el genoma, cambia caprichosamente. De ahí que los sistemas
de numeración de cromosomas no se puedan aplicar a todos los gru-
pos animales.
Con el paso de las eras se produjeron más duplicaciones y también,
sin duda, algunas supresiones. Hace unos 400 millones de años, el gen
alfa ancestral volvió a duplicarse, pero esta vez las dos copias perma-
necieron cerca una de otra, formando parte de un grupo en un mis-
mo cromosoma. Una de ellas se convertiría en el gen zeta de nues-
tros embriones; la otra, en los genes de globina alfa de los seres
humanos adultos (posteriores escisiones dieron origen a los seudo-
genes no funcionales ya mencionados). En la rama beta de la familia,

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lampreas y mixinos

la historia fue parecida, sólo que las duplicaciones ocurrieron en otros


momentos del devenir geológico.
Pero he aquí un hecho fascinante. Dado que la división entre el
grupo alfa y el beta tuvo lugar hace 500 millones de años, el genoma
humano no puede ser, desde luego, el único que presente tal divi-
sión y que posea genes alfa y beta en diferentes lugares de su estruc-
tura. Si examinamos el genoma de cualquier otro mamífero, o de cual-
quier ave, reptil, anfibio o pez óseo, deberíamos apreciar la misma
división, habida cuenta de que el antepasado que tenemos en común
con todos esos animales vivió hace menos de 500 millones de años.
Siempre que se ha hecho la prueba, se ha confirmado esa hipótesis.
Nuestra mayor esperanza de encontrar un vertebrado que no tenga
en común con nosotros la antigua división alfa-beta se cifra en un
pez agnato como la lamprea o el mixino, puesto que de todos los ver-
tebrados vivos son nuestros parientes más lejanos y los únicos cuyo
antepasado en común con el resto de vertebrados es lo bastante anti-
guo como para haber vivido antes de la división alfa-beta. Efectivamente,
estos peces agnatos son los únicos vertebrados conocidos que care-
cen de la división alfa-beta. Dicho de otro modo, el Encuentro 22 es
tan antiguo que tuvo lugar antes de la escisión en globinas alfa y glo-
binas beta.
Algo parecido a «El Cuento de la Lamprea» podría contarse de
cada uno de nuestros genes, pues todos ellos, si retrocedemos lo bas-
tante en el tiempo, deben su origen a la escisión de un gen ancestral.
Y de todos ellos podría escribirse un libro como éste. Hemos decidi-
do arbitrariamente que la peregrinación que nos ocupa fuese huma-
na y hemos definido sus hitos como puntos de encuentro con otras
líneas ancestrales, lo que en el sentido inverso, o sea, hacia delante,
significa especiaciones en las que los antepasados humanos se sepa-
raron de los demás. En su momento, ya hice la observación de que
podríamos haber iniciado perfectamente nuestra andadura desde
un manatí o un mirlo modernos y haber hecho un recuento distinto
de contepasados hasta llegar a Canterbury. Pero ahora estoy plante-
ando algo más radical. Podríamos escribir una peregrinación hacia
el pasado a partir de cualquier gen.
Podríamos llevar a cabo la peregrinación de la hemoglobina alfa,
o del citocromo c, o de cualquier otro gen conocido. El Encuentro 1

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el cuento del antepasado

sería el hito en que el gen escogido se hubiese duplicado por última


vez para engendrar una copia de sí mismo en cualquier otro lugar
del genoma. El Encuentro 2 sería la duplicación previa, etcétera. Cada
uno de los encuentros tendría lugar en el interior de un animal o plan-
ta concretos, de la misma manera que en este «Cuento de la Lamprea»
hemos explicado que la división entre la hemoglobina alfa y la beta
se produjo casi con toda seguridad en el interior de un pez agnato
del Cámbrico.
El estudio de la evolución desde el punto de vista del gen no deja
de reclamar nuestra atención por todos los medios.

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Encuentro 23
Peces lanceta

He aquí un pequeño y atildado peregrino que llega totalmente solo


para unirse a nuestra peregrinación: el anfioxo o pez lanceta. Su nom-
bre en latín era Amphioxus pero las normas de la nomenclatura le impu-
sieron el de Branchiostoma. Para entonces, sin embargo, el nombre de
Amphioxus ya se había hecho tan conocido que perdura en nuestros
días. El anfioxo o pez lanceta no es un vertebrado, sino un protocor-
dado, pero está claramente relacionado con aquéllos y se le clasifica
en el mismo filo, el de los Cordados. Existen unos cuantos géneros
relacionados, pero son todos muy parecidos a Branchiostoma, por lo
que no haré distinciones entre ellos y me referiré a todos de manera
informal con el nombre de anfioxos.
Digo que el anfioxo es atildado por la elegancia con que exhibe los
rasgos que proclaman su condición de cordado. Parece un diagrama
de manual, sólo que vivo y coleando (bueno, más que coleando, en-
terrado en la arena). Ahí está el notocordio, que le recorre todo el
cuerpo de punta a punta, pero no hay rastro de una espina dorsal.
Encontramos también el cordón nervioso dorsal, aunque no un cere-
bro, salvo que contemos como tal el pequeño bulto en el extremo ante-
rior del cordón nervioso (donde también hay una mancha ocular),
ni una caja craneana ósea. Vemos las hendiduras branquiales a ambos
lados, que emplea para filtrar el alimento, y los bloques musculares
segmentados a lo largo del cuerpo, pero ni rastro de extremidades. Y,
por último, la cola, que se prolonga más alla del ano, a diferencia de
los gusanos, que tienen el ano en el extremo posterior del cuerpo. El

487
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 488

el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los peces lanceta


N
Peces lanceta (Cefalocordados)

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
C

Incorporación de los peces lanceta.


D
PZ

40 0 Los parientes más cercanos de los


vertebrados son las 25 especies
conocidas de unos animales parecidos
S

a los peces llamados lancetas. Sobre


esto no hay mayores discrepancias. A
O

partir de aquí, sin embargo, las fechas


500
de los encuentros suelen ser objeto de
discusión (véase el «Epílogo al Cuento
E

del Gusano Aterciopelado»).

23 Ilustración: especie Branchiostoma


NP

(anteriormente conocida como


Amphioxus).

488
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 489

peces lanceta

anfioxo también se diferencia de los gusanos en que, al igual que


muchos peces, no es cilíndrico, sino que tiene forma de hoja en posi-
ción vertical. Nada como un pez, contoneando el cuerpo de lado a
lado mediante los citados bloques musculares, que también son típi-
cos de los peces. Las hendiduras branquiales forman parte del apara-
to digestivo: su principal función no es respiratoria, ni mucho menos.
El agua entra por la boca y pasa por las agallas, que actúan como fil-
tros para cribar partículas alimenticias. Lo más probable es que el
Contepasado 23 también usase las hendiduras branquiales para ali-
mentarse, lo que significaría que la función respiratoria de las bran-
quias fue una idea posterior. En ese caso, la posterior evolución de la
mandíbula inferior gracias a la modificación de una parte del apara-
to branquial podría considerarse una curiosa vuelta a los orígenes.
Estamos llegando a un punto en el que la datación se vuelve tan
difícil y controvertida que me falta valor para afrontarla. Si me obliga-
sen a dar una fecha para el Encuentro 23, me arriesgaría a fijarlo hace
560 millones de años, la época de nuestro tatarabuelo número 270 millo-
nes. Pero perfectamente, podría estar equivocado, motivo por el cual a
partir de ahora me abstendré de describir cómo era el mundo en la épo-
ca del ancestro en cuestión. En cuanto al aspecto del Contepasado 23,
creo que nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero es probable que se
pareciese bastante a un pez lanceta. Esto equivaldría a decir que los
peces lanceta son primitivos, pero semejante afirmación exije inme-
diatamente un cuento con moraleja: «El Cuento del Pez Lanceta».

EL CUENTO DEL PEZ LANCETA

Si un solo toque más de luz


las gónadas de la lanceta inflara,
su pretendido abolengo
al instante se quedaría en nada.

WALTER GARSTANG (1868-1949)

Ya hemos conocido a Walter Gargstang, el ilustre zoólogo que tenía


la manía de expresar sus teorías en verso. Si he traído a colación ese

489
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 490

el cuento del antepasado

poema no es para exponer su idea, que, si bien era lo bastante inte-


resante como para constituir el tema de «El Cuento del Ajolote», no
tiene nada que ver con lo que pretendo contar ahora.1 Lo que me inte-
resa son los dos últimos versos, sobre todo la frase «su pretendido abo-
lengo». Branchiostomus, el anfioxo o pez lanceta, tiene tantos rasgos en
común con los verdaderos vertebrados que durante mucho tiempo
se le ha considerado pariente vivo de algún antepasado lejano de los
vertebrados, o incluso –y éste es el objeto de mis críticas– el mismísi-
mo antepasado.
Estoy siendo injusto con Gargstang, que sabía perfectamente que
el pez lanceta, en tanto que especie viva en la actualidad, no podía
ser literalmente ancestral. Así y todo, lo cierto es que esa forma de
hablar suele inducir a error. Cuando miran un animal moderno que
consideran primitivo, los estudiantes de zoología se engañan hasta el
punto de creer que están viendo un antepasado remoto. Este engaño
queda de manifiesto en expresiones como «animal inferior» o «en la
base del escalafón evolutivo», que no sólo son presuntuosas sino absur-
das desde el punto de vista evolutivo. A todos debería servirnos la adver-
tencia que Darwin se hizo a sí mismo: «No usar jamás las palabras “infe-
rior” ni “superior”».
Los peces lanceta son criaturas vivas, nuestros exactos contempo-
ráneos: animales modernos que han tenido exactamente el mismo
tiempo que nosotros para evolucionar. Otra frase reveladora es «una
ramificación lateral con respecto a la línea evolutiva principal». Todos
los animales modernos son ramificaciones laterales. Ninguna línea
evolutiva es más principal que otra, salvo que uno se deje llevar por la
vanidad retrospectiva.
Así pues, nunca deberíamos venerar a animales modernos tales
como los peces lancetas como si fuesen nuestros antepasados, ni tra-
tarlos con condescendencia considerándolos inferiores, ni con favori-
tismo calificándolos de superiores». Más sorprendente quizás resulte
el segundo concepto importante de «El Cuento de la Lanceta», a saber,
que ni siquiera los fósiles deberían tratarse como antepasados. En teo-

1. En el poema de Gargstang, lo de «sus gónadas» no se refiere a las del pez lan-


ceta sino a las del amocete, la larva de las lampreas.

490
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 491

peces lanceta

ría, podría darse el caso de que un determinado fósil fuese realmen-


te el antepasado directo de algún animal moderno, pero es estadísti-
camente improbable que lo sea, puesto que el árbol evolutivo no es
un abeto navideño ni un álamo de Lombardía, sino un tupido ma-
torral lleno de ramas. El fósil que estamos mirando probablemente
no sea nuestro antepasado, pero podría ayudarnos a entender las fases
intermedias por las que pasaron nuestros verdaderos antepasados, al
menos en lo relativo a determinadas partes del cuerpo, como el oído
o la pelvis. Un fósil, por tanto, viene a tener el mismo estatus que un
animal moderno: los dos pueden servirnos para arrojar luz sobre algu-
na etapa evolutiva ancestral. En condiciones normales, sin embargo,
no deberíamos considerar a ninguno de los dos nuestro antepasado.
En general, tanto a los fósiles como a las criaturas actuales lo mejor
es tratarlos como parientes, no como progenitores.
En este tema, los representantes de la escuela taxonómica cladís-
tica se muestran verdaderamente intransigentes y niegan el carácter
especial de los fósiles con el fervor de un puritano o de un inquisidor
español. Algunos se pasan de la raya: toman un aserto tan razonable
como el éste: «Es improbable que un fósil concreto sea el antepasado
directo de alguna especie actual» y lo interpretan así: «Nunca hubo
ningún antepasado». En este libro, naturalmente, no vamos a suscri-
bir una idea tan absurda. En cualquier momento dado a lo largo de
la historia ha tenido que existir al menos un antepasado del hombre
(contemporáneo de, o idéntico a, como mínimo, un antepasado de
los elefantes, un antepasado de los vencejos, un antepasado de los pul-
pos, etcétera), por más que ninguno de los fósiles hallados sea, casi
con toda certeza, uno de esos antepasados directos.
La conclusión es que los contepasados que nos hemos ido encon-
trando en nuestra peregrinación hacia el pasado no eran, en gene-
ral, fósiles concretos. Normalmente, lo máximo a que podemos aspi-
rar es a reunir una lista de los probables atributos del antepasado en
cuestión. No disponemos del fósil del antepasado que tenemos en
común con los chimpancés, y eso que vivió hace menos de diez millo-
nes de años, pero sí podemos conjeturar, con algún recelo, que se
trataba, por usar la famosa expresión de Darwin, de un cuadrúpedo
peludo, toda vez que el ser humano es el único simio que camina sobre
las extremidades posteriores y tiene la piel desnuda. Los fósiles pue-

491
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 492

el cuento del antepasado

den ayudarnos a especular y deducir, pero casi siempre de la misma


forma indirecta como nos ayudan a hacerlo los animales actuales.
La moraleja de «El Cuento del Pez Lanceta» es que resulta muchí-
simo más difícil encontrar a un antepasado que a un pariente. Si que-
remos saber cómo eran nuestros antepasados de hace 100 millones de
años, o de hace 500, no podemos esperar encontrar el estrato rocoso
correspondiente y extraer un fósil con un letrero que ponga «ante-
pasado», como si sacásemos un regalo sorpresa de una cesta de obje-
tos del Mesozoico o del Paleozoico. Lo máximo que podemos espe-
rar hallar es una serie de fósiles que, unos con respecto a una parte,
otros con respecto a otra, nos den una idea aproximada de cómo eran
los antepasados. Un fósil podrá revelarnos algo sobre la dentadura
de nuestros ancestros, y otro, unos cuantos millones de años más recien-
te, darnos una pista sobre los brazos. Es casi imposible que un fósil
concreto haya sido nuestro antepasado, pero, con suerte, algunas de
sus partes podrían parecerse a las partes correspondientes del antepa-
sado, del mismo modo que el omóplato de un leopardo actual es una
aproximación razonable al omóplato de un puma.

492
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 493

Encuentro 24
Tunicados

A primera vista, los tunicados no parecen candidatos probables para


una peregrinación antropocéntrica como la nuestra. Hasta el momen-
to, los peregrinos no han sido demasiado diferentes de los que ya
integraban la marcha. Ni siquiera el pez lanceta, que perfectamente
podría considerarse la versión rudimentaria de un pez (de acuerdo,
carece de algunas de las características importantes de los peces, pero
cualquiera puede visualizar el sendero evolutivo por el que una cria-
tura semejante podría convertirse en pez). Un tunicado, en cambio,
ya es otra cosa. No nada como un pez. Ni como ningún otro animal.
De hecho, no nada. No está nada claro por qué merece el ilustre
nombre de Cordado. El típico tunicado es una bolsa llena de agua sala-
da adherida a una piedra y dotada de un intestino y unos órganos repro-
ductores. En la parte superior de la bolsa hay dos sifones, uno para
absorber agua y otro para expulsarla. El agua entra continuamente por
un sifón y vuelve a salir por el otro, pasando por el camino a través de
la cesta faríngea, un filtro reticular que criba partículas de alimento.
Algunos tunicados se agrupan en colonias, pero todos los individuos
hacen básicamente lo mismo. Ningún tunicado recuerda por lo más
remoto a un pez ni a vertebrado alguno, ni siquiera al anfioxo.
Ningún tunicado adulto, mejor dicho. Porque lo cierto es que, por
mucho que difieran de los cordados en su fase adulta, las larvas de
los tunicados parecen renacuajos. O larvas de lamprea (los amocetes
del verso de Gargstang que hemos citado en el cuento anterior). Al
igual que muchas otras larvas de animales sésiles y bentónicos que se

493
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 494

el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los tunicados


N
Tunicados y ascidios (Urocordados)

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300

Incorporación de los tunicados. Los


C

animales provistos de un rígido


notocordio cartilaginoso se engloban en
el grupo de los Cordados (los seres
humanos conservamos vestigios de ese
D
PZ

40 0 cordón en los discos que tenemos


entre las vértebras). Es un hecho
S

aceptado desde hace tiempo que,


dentro de los Cordados, los tunicados
y sus semejantes (que suman unas
O

2.000 especies conocidas) son los que


500 guardan un parentesco más lejano con
todos los demás, algo que también se
E

ha visto corroborado por recientes


datos moleculares.
24
NP

Ilustración: ascidia azul (Rhopalaea


crassa).

494
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 495

tunicados

alimentan filtrando el agua, las larvas de los tunicados nadan entre


el plancton. Se impulsan moviendo una cola postanal de un lado a otro.
Tienen notocordio y cordón nervioso dorsal, y su aspecto es, como
mínimo, el de un cordado rudimentario. Cuando están listas para
metamorfosearse en adultos, se adhieren con la cabeza a una roca (o
a cualquiera que vaya a ser su asentamiento en la fase adulta), pierden
la cola, el notocordio y la mayor parte del sistema nervioso, y se tor-
nan sedentarias de por vida.
Las larvas de los tunicados reciben incluso el nombre de larvas
renacuajo. El mismo Darwin reparó en su importancia y les dedicó la
siguiente introducción (poco halagadora, la verdad) bajo el nom-
bre de ascidias:

Casi no parecen animales. Consisten en un simple saco duro y correoso


con dos pequeños orificios protuberantes. Pertenecen a los moluscoides
de Huxley, una subdivisión del gran reino de los Moluscos, aunque últi-
mamente algunos naturalistas los sitúan entre los gusanos. Las larvas se
parecen un poco a los renacuajos y son capaces de nadar a voluntad.

He de decir que ya no existe ni el grupo de los moluscoides ni el de


los gusanos, y que los tunicados ya no se consideran cercanos a los
moluscos ni a los gusanos. Darwin menciona lo contento que se puso
al descubrir una de esas larvas en las Malvinas, en 1833, y prosigue así:

El señor Kovalevsky ha señalado recientemente que las larvas de las asci-


dias están relacionadas con los vertebrados en cuanto a desarrollo, a la
posición relativa del sistema nervioso y al hecho de poseer una estructu-
ra muy parecida al chorda dorsalis de los animales vertebrados... Tendríamos,
pues, motivos justificados para creer que, en épocas remotísimas, debió
de existir un grupo de animales, semejante en muchos aspectos a las lar-
vas de las actuales ascidias, que se escindió en dos grandes ramas: la que
sufrió un retroceso y dio lugar a la clase de las Ascidias, y la que subió a
lo más alto del reino animal y dio origen a los Vertebrados.

Pero ahora nos encontramos con una división de opiniones entre


expertos. Existen dos teorías de lo que ocurrió: la que aventuró Darwin
y la que en «El Cuento del Ajolote» hemos atribuido a Walter Garstang.

495
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 496

el cuento del antepasado

Recordará el lector el mensaje de dicho cuento, la cuestión de la


neotenia: en ocasiones, los órganos sexuales se desarrollan en la fase
larvaria y el organismo madura sexualmente aunque en otros aspec-
tos continúe siendo inmaduro. Ya hemos aplicado las enseñanzas del
ajolote a los perros pequineses, a los avestruces e, incluso, a nosotros
mismos: según algunos científicos, los humanos seríamos simios neo-
ténicos que hemos acelerado nuestro desarrollo reproductivo y eli-
minado la fase adulta de nuestro ciclo vital.
Garstang aplicó esta misma teoría a los tunicados. A su modo de
ver, la fase adulta de nuestro remoto antepasado era una ascidia sésil
que desarrolló la larva renacuajo como adaptación para dispersarse,
del mismo modo que las semillas de diente de león cuentan con un
pequeño paracaídas para que la siguiente generación arraigue lejos
del emplazamiento de su progenitor. Según Garstang, los vertebrados
descendemos de larvas de tunicados que no llegaron a crecer; o dicho
de otro modo, de larvas cuyos órganos reproductores se desarrolla-
ron, pero que nunca llegaron a convertirse en tunicados adultos.
Si Aldous Huxley levantase la cabeza, podría escribir una novela en
la que la longevidad humana fuese tan grande que un super Matusalén
podría terminar sentando la cabeza y metamorfoseándose en una asci-
dia gigantesca, anclada de por vida al sofá delante de la televisión. La
trama cobraría mayor fuerza satírica gracias al mito popular de que las
larvas de ascidia, cuando abandonan la actividad pelágica para tornar-
se adultos sésiles, se comen su propio cerebro. Se ve que, en su día,
alguien debió de ofrecer una versión algo pintoresca del proceso, mucho
más prosaico, por el cual las larvas de tunicado, al igual que las orugas
dentro de la crisálida, descomponen sus tejidos y los reciclan para cons-
truir el cuerpo adulto. Esto incluye la desintegración del ganglio de la
cabeza, que era útil cuando la larva nadaba activamente entre el planc-
ton. Prosaico o no, lo cierto es que una metáfora tan prometedora como
ésa no podía pasar desapercibida: era inevitable que un meme tan fecun-
do se propagase. Más de una vez me he topado con la afirmación de
que las larvas de los tunicados, cuando les llega el momento de optar
por una vida sedentaria, «se comen su propio cerebro, como los pro-
fesores adjuntos cuando consiguen la plaza fija».
Dentro del subfilo de los tunicados existe un grupo de animales lla-
mados larváceos que, aunque desde el punto de vista reproductivo sean

496
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 497

tunicados

adultos, se asemejan a las larvas de que venimos hablando. Garstang,


viendo en ellos una reedición más reciente de su antiguo guión evo-
lutivo, les echó el guante: a su modo de ver, los larváceos descendían
de tunicados sésiles que vivían en el fondo del mar y tenían una fase
larvaria planctónica. Desarrollaron la capacidad reproductora en la
fase larvaria y eliminaron la fase adulta de su ciclo vital. Todo esto
podría haber sucedido en épocas bastante recientes, lo cual nos da
una fascinante idea de lo que tal vez les ocurrió a nuestros antepasa-
dos hace 500 millones de años.
La teoría de Garstang es, sin duda, atractiva y durante muchos años
gozó de un notable predicamento, sobre todo en Oxford, gracias a la
influencia de Alister Hardy, el persuasivo yerno de Garstang. En fechas
recientes, sin embargo, los análisis genéticos han inclinado la balan-
za del lado de la teoría original de Darwin. Si los larváceos consti-
tuyen una recreación reciente del antiguo escenario descrito por
Garstang, deberían estar más relacionados con algunos tunicados
modernos que con otros. Por desgracia, no es así. La ramificación más
antigua dentro de todo el filo es la que separó a los larváceos de todos
los demás. Esto no demuestra tajantemente que Garstang estuviese
equivocado pero, tal y como me ha señalado Peter Holland, el actual
titular de la cátedra de Alister Hardy, resta solidez a sus argumentos
(y de un modo que ni Garstang ni Hardy podrían haber previsto).
La fecha que he adoptado para la antigüedad del Contepasado 24
es hace 565 millones de años, lo cual lo convierte en nuestro tatara-
buelo número 257 millones, pero estas cifras son cada vez más apro-
ximativas. Puede que se pareciese a una larva de tunicado, pero, en
contra de lo que sostenía Garstang, lo más probable es que los tuni-
cados adultos evolucionasen después, tal y como sugirió Darwin. Éste
dio tácitamente por supuesto que el adulto de esa remota especie se
parecía a un renacuajo. Una rama de sus descendientes conservó el
aspecto de renacuajo y evolucionó hasta dar origen a los peces, mien-
tras que la otra rama obtuvo una plaza fija, se asentó en el fondo del
mar y se convirtió en un filtrador sésil, conservando su antigua forma
adulta únicamente en la fase larvaria.

497
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CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 499

Encuentro 25
Ambulacrarios

Nuestra partida de peregrinos es ya una horda bulliciosa compuesta


por todos los vertebrados más sus parientes, los cordados primitivos,
los anfioxos y los tunicados. Resulta un tanto sorprendente que los
siguientes peregrinos en incorporarse a nuestras filas, nuestros parien-
tes más cercanos entre los invertebrados, sean unas criaturas tan extra-
ñas (no tardaré en calificarlas de marcianas) como la estrella de mar,
el erizo de mar, la ofiura o el pepino de mar. Todos ellos, junto con
un grupo extinguido en su mayor parte, los llamados crinoideos o lirios
de mar, constituyen el filo de los Equinodermos, o animales «de piel
espinosa». Antes de agregársenos, los equinodermos se habían unido
a unos cuantos grupos de criaturas vermiformes a los que, a falta de
pruebas moleculares, se solía clasificar en otros lugares del reino ani-
mal. Los balanoglosos y semejantes (Enteropneustos y Pterobranquios)
se consideraban, como los tunicados, miembros del grupo de los
Protocordados. En la actualidad, los análisis moleculares los vinculan
a los equinodermos, de los cuales no están tan alejados, en un super-
filo llamado Ambulacrarios.
Entre los Ambulacrarios también se incluye ahora a un curioso gusa-
nito llamado Xenoturbella. Nadie sabía dónde colocar al pequeño
Xenoturbella, que no posee casi nada de lo debe tener cualquier gusa-
no que se precie, como un verdadero sistema digestivo y excretor.
Los zoólogos se dedicaron a mover a esta oscura criatura de filo en filo
hasta que, en 1997, cuando ya lo habían dado por imposible, alguien
anunció que, a pesar de las apariencias, se trataba de un molusco bival-

499
Incorporación de las estrellas de mar y semejantes
N E K J T P C D S O E
CZ MZ PZ NP
Ya incorporados

25
Xenoturbélidos
Página 500

Pterobranquios
Enteropneustos
Lirios de mar (Crinoideos)
12:31

Ofiuras (Ofiuroideos)
26/5/08

Estrella de mar (Asteroideos)


el cuento del antepasado

Erizos de mar y dólares de la arena (Equinoideos)


CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp

Pepinos marinos (Holotúridos)

Millones de años

500
100
0

40 0
200

500
300
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 501

ambulacrarios

vo pariente de los berberechos que había sufrido un proceso dege-


nerativo. La rotunda afirmación se basaba en pruebas moleculares.
El ADN de Xenoturbella se parece mucho al de un berberecho y, ade-
más, como para zanjar la cuestión de forma categórica, en varios espe-
cimenes del gusanito de marras se encontraron huevos de molusco.
Pero, ¡atención! Como si estuviésemos ante la clásica pesadilla del
moderno detective forense (la contaminación del ADN del presunto
asesino por el de la víctima), resulta que la razón por la que Xenoturbella
contiene ADN y huevos de moluscos es... que se alimenta de molus-
cos. Lo que queda de Xenoturbella auténtico cuando se extrae el ADN
de molusco revela una afinidad más sorprendente si cabe: Xenoturbella
es un miembro de los Ambulacrarios, posiblemente el último que se
les unió antes de que nos encontremos con ellos en el Encuentro 25.
Otras pruebas moleculares sitúan este encuentro a finales del
Precámbrico, tal vez hace unos 570 millones de años. Calculo que el
Contepasado 25 es nuestro tatarabuelo número 280 millones. No tene-
mos ni idea de cómo era, pero no cabe duda de que se parecía más a
un gusano que a una estrella de mar. Todo apunta a que los Equino-
dermos desarrollaron su simetría radial a partir de antepasados con
simetría bilateral: los llamados Bilaterios o Bilaterales.
Los Equinodermos constituyen un gran filo que engloba unas seis
mil especies modernas y un registro fósil muy respetable que se remon-
ta hasta el Cámbrico. Entre esos fósiles arcaicos figuran algunas cria-
turas con una asimetría de lo más extraña. De hecho, tal vez sea ése
el primer adjetivo que le viene a uno a la cabeza cuando contempla
un equinodermo: extraño. Un colega mío calificó en cierta ocasión a
los moluscos cefalópodos (pulpos, calamares y sepias) de marcianos.
No le faltaba razón, pero mi candidato para dicho calificativo sería la

Incorporación de las estrellas de mar y semejantes. Los Cordados pertenecemos a


una gran rama de animales conocidos como Deuteróstomos. Recientes estudios
moleculares dan a entender que las aproximadamente 8.100 especies de
Deuteróstomos forman un mismo grupo. Este nuevo grupo, al que se ha dado el
nombre de Ambulacrarios, parece bastante sólido, aunque hay dudas en cuanto a
la inclusión dentro de los Xenoturbélidos de un par de especies un tanto amorfas.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: pepino tropical o manzana de mar (Pseudo-


colochirus violaceus); erizo de mar (Echinus esculentus); estrella de mar común
(Asterias rubens); ofiura (especie Ophiothrix); Cenometra bella; enteropneusto.

501
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 502

el cuento del antepasado

estrella de mar. En este contexto, un marciano es aquella criatura cuya


extrañeza, al mostrarnos lo que no somos, nos ayuda a ver con más cla-
ridad lo que somos.
La mayoría de los animales terrestres poseen simetría bilateral:
tienen un extremo anterior y un extremo posterior, un lado izquier-
do y un lado derecho. La simetría de las estrellas de mar, en cambio,
es radial: tienen la boca justo en medio del lado inferior y el ano jus-
to en medio del superior. La mayoría de los Equinodermos son simi-
lares, aunque los erizos de mar y los dólares de la arena han redescu-
bierto hasta cierto punto la simetría bilateral para excavar en la arena
y presentan una parte delantera y otra trasera bien diferenciadas. En
el supuesto de que las marcianas estrellas de mar tengan lados, ten-
drán cinco (o, en algunos casos, un número mayor), no dos, como la
mayoría de los animales terrestres. Éstos, además, tienen sangre; las
estrellas de mar, en cambio, tienen agua de mar. Los animales terres-
tres se mueven, en su mayoría, gracias a la acción mecánica de los mús-
culos sobre los huesos o algún otro elemento esquelético. Las estre-
llas de mar se mueven mediante un sistema hidráulico único que
funciona a base de agua bombeada. Sus verdaderos órganos locomo-
tores son los cientos de minúsculos piececillos tubulares o pedicelos
dispuestos en hileras en el lado inferior a lo largo de los cinco radios.
Cada uno de los pedicelos se asemeja a un tentáculo delgado con
una pequeña ventosa redonda en la punta. Por separado son dema-
siado pequeños para poder mover al animal, pero todos juntos le
permiten un movimiento lento pero seguro. Cada pedicelo tiene en
su extremo una diminuta ampolla; cuando ésta se comprime, ejerce
una presión hidráulica que hace que el pedicelo se estire. El ciclo de
actividad de cada pedicelo se asemeja al de una minúscula pata: una
vez ejercida la fuerza de arrastre, libera la ventosa, se levanta y vuelve
a alargarse hacia delante para fijar la ventosa en un nuevo punto de
apoyo y dar otro paso.
Los erizos de mar se desplazan de la misma manera. Los pepinos
de mar, que tienen forma de salchichas verrugosas, también se despla-
zan así, aunque los que se entierran en la arena se mueven igual que
los gusanos, esto es, primero comprimen el cuerpo para que se pro-
longue hacia delante, y acto seguido tiran del extremo posterior. Las
ofiuras, que (normalmente) tienen cinco brazos esbeltos y ondulan-

502
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 503

ambulacrarios

tes que nacen de un disco central casi circular, se desplazan remando


con los brazos enteros, no arrastrándose mediante pedicelos. Las estre-
llas de mar también poseen músculos capaces de mover los brazos. Los
usan, por ejemplo, para atrapar presas y abrir las conchas de los meji-
llones.
El término delantero es arbitrario cuando se trata de estos marcianos,
y esto vale tanto para las estrellas de mar como para las ofiuras y la
mayoría de los erizos de mar. A diferencia de casi todas las formas de
vida terrestres, que poseen un extremo anterior representado por la
cabeza, las estrellas de mar pueden «encabezar la marcha» con cual-
quiera de sus cinco brazos. De algún modo, los centenares de pedice-
los se las arreglan para seguir al «brazo conductor», pero este papel
de liderazgo pasa de un brazo a otro. La coordinación se logra median-
te un sistema nervioso, pero se trata de un sistema nervioso diferen-
te de los otros que conocemos. La mayoría de los sistemas nerviosos
se basan en un largo cable troncal que va de delante a atrás, ya sea a
lo largo de la cara dorsal (como nuestra médula espinal) o de la ven-
tral, en cuyo caso suele ser doble, con una trama de conexiones entre
el lado derecho y el lado izquierdo (como en los gusanos y en todos
los artrópodos). En la típica criatura terrestre, el cable longitudinal
tiene ramificaciones neurales, a menudo dispuestas por parejas en seg-
mentos (los llamados metámeros) que se repiten en serie de delante a
atrás. Y por lo general posee ganglios, unos nódulos que cuando son
lo bastante grandes reciben un nombre más respetable: cerebro. El
sistema nervioso de las estrellas de mar es completamente diferente.
Como cabía esperar, está dispuesto en forma de radios. Consta de un
anillo completo, justo alrededor de la boca, del que salen cinco cables
(o tantos como brazos posea el animal), uno a lo largo de cada bra-
zo. Como es lógico, los pedicelos de cada brazo están controlados
por el cable que recorre el brazo.
Además de los pedicelos, algunas especies también poseen cente-
nares de los llamados pedicelarios dispuestos por la cara inferior de los
cinco brazos. Dotados de minúsculas pinzas, los pedicelarios sirven
para coger comida o como defensa contra pequeños parásitos.
Por muy marcianos que parezcan, lo cierto es que las estrellas de
mar y sus semejantes son parientes relativamente cercanos del hom-
bre. De todas las especies animales, sólo menos de un cuatro por

503
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el cuento del antepasado

ciento guarda con nosotros un parentesco más cercano que las estre-
llas de mar. La mayor parte del reino animal todavía no se ha incor-
porado a nuestra peregrinación y casi toda esa inmensa horda de pere-
grinos llegará de golpe en el Encuentro 26. Los protóstomos están a
punto de apabullar incluso a la multitud de peregrinos que ya está
en marcha.

504
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 505

Encuentro 26
Protóstomos

A estas alturas, sumidos como estamos en las profundidades del tiem-


po geológico y cada vez más privados del respaldo irrebatible de los
fósiles, nos vemos obligados a depender por completo de la técnica
que en el «Prólogo General» denominé telemetría molecular. La parte
buena es que esta técnica cada vez más refinada y ha venido a confir-
mar una convicción que los anatomistas o, mejor dicho, los embrió-
logos comparativos, tenían desde hace mucho tiempo: que la mayor
parte del reino animal se halla dividida en dos grandes subreinos, los
deuteróstomos y los protóstomos.
Y aquí es donde entra en escena la embriología. En el inicio de su
vida embrionaria, los animales, en general, experimentan un aconte-
cimiento decisivo llamado gastrulación. El ilustre embriólogo Lewis
Wolpert, voz discordante del mundo científico, dijo:

El momento más importante de nuestras vidas no es del nacimiento, ni


el del matrimonio ni el de la muerte, sino el de la gastrulación.

La gastrulación es algo que todos los animales hacen en las primeras


etapas de su vida. En general, antes de la gastrulación, el embrión de
un animal consiste en una bola de células hueca llamada blástula cuyas
paredes están formadas por una sola capa del grosor de una célula.
Durante la gastrulación, la bola se invagina para formar una cavidad
de dos capas de grosor. La apertura de la cavidad se cierra hasta for-
mar un pequeño orificio llamado blastoporo. Casi todos los embriones

505
Incorporación de los protóstomos
N E K J T P C D S O E
CZ MZ PZ NP
Ya incorporados

26
Gusanos sagitados (Quetognatos)
Tardígrados u osos de agua (Tardígrados)
Onicóforos o gusanos aterciopelados (Onicóforo)
Página 506

Insectos, ciempiés, arácnidos, crustáceos, etc. (Artrópodos)


Cefalorrincos
Gusanos redondos (Nematodos)
Gusanos filiformes (Nematomorfos)
Rotíferos (Gnatíferos)
12:31

Platelmintos (Gusanos planos)


Gastrotricos
26/5/08

Braquiópodos y forónidos (Braquiozoos)


Entoproctos
el cuento del antepasado

Briozoos o «animales musgo» (Briozoos)


CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp

Gusanos cintiformes (Nemertinos)


Moluscos
Gusanos segmentados (Anélidos)

Millones de años
Sipuncúlidos

506
0

100

40 0
200

500
300
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protóstomos

animales pasan por esta estapa, luego cabe presumir que es una carac-
terística antiquísima. Lo lógico sería suponer que una apertura tan
fundamental se convierta en uno de los dos orificios principales del
cuerpo, y con razón. Pero he aquí la gran división del reino animal,
entre los Deuteróstomos (todos los peregrinos anteriores al Encuentro
26, incluidos nosotros) y los Protóstomos (la ingente multitud que se
nos une en el Encuentro 26).
En la embriología de los Deuteróstomos, el destino del blastopo-
ro es convertirse en el ano (o, como mínimo, el ano se desarrolla cer-
ca del blastoporo). La boca aparece después, un orificio diferente en
el extremo opuesto del intestino. Los Protóstomos lo hacen de otra
forma: en unos, el blastoporo se convierte en la boca, y el ano apare-
ce después; en otros, el blastoporo es una hendidura que posterior-
mente se fusiona en el medio: uno de los extremos todavía abiertos
se convierte en la boca, y el otro en el ano. Protóstomo significa «la
boca en primer lugar». Deuteróstomo significa «la boca en segundo
lugar».
Esta clasificación embriológica tradicional del reino animal se ha
visto confirmada por los modernos análisis moleculares. Efectivamente,
hay dos grandes tipos de animales, los deuteróstomos (nuestro gru-
po) y los protóstomos (todos los demás). Ahora bien, los revisionistas
moleculares (en cuyo criterio me baso) han colocado en el subreino
de los Protóstomos algunos filos que solían incluirse en el de los
Deuteróstomos. Se trata de los tres filos conocidos como lofoforados

Incorporación de los protóstomos. En este Encuentro, las aproximadamente 60.000


especies conocidas de deuteróstomos se unen a más de un millón de especies
conocidas de protóstomos. La filogenia de los protóstomos aquí representada es
consecuencia de una de las reorganizaciones más radicales propiciadas
recientemente por la genética. Ahora todos los taxónomos dan por buena la
división entre los dos grandes grupos (protóstomos y deuteróstomos) pero el orden
de ramificación dentro de los mismos es sumamente dudoso. En particular, existe
bastante incertidumbre en cuanto al orden de las siete líneas ancestrales de la
izquierda (los Lofotrocozoos).

Ilustraciones, de izquierda a derecha: arenaria o gusano de cordel (especie


Arenicola); caracol (Helix aspersa); briozoo desconocido; grastrotrico (Chaetonotus
simrothi); planaria (Pseudocerus dimidiatus); rotífero bdeloideo (Philodina gregaria);
nematodo desconocido; hormiga cortadora de hojas (especie Atta); gusano
aterciopelado (Peripatopsis moseleyi); tardígrado desconocido.

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el cuento del antepasado

(los foronídeos, los braquiópodos y los briozoos), que ahora se agru-


pan junto con los moluscos y los anélidos en la división de los
Lofotrocozoos, dentro de los Protóstomos. Que no se le ocurra al lec-
tor memorizar el nombre de lofoforados; lo he mencionado simplemen-
te porque puede que a los zoólogos más veteranos les sorprenda no
encontrárselos entre los Deuteróstomos. Asimismo, existen algunos
animales que no son ni Protóstomos ni Deuteróstomos, pero ya nos
ocuparemos de ellos más adelante.
El Encuentro 26 es el mayor de todos; más que un encuentro, es
una gigantesca concentración de peregrinos. ¿Cuándo tiene lugar? Es
difícil calcular una fecha tan remota. Calculo que hace unos 590 millo-
nes de años, con un amplio margen de error tanto por arriba como
por abajo. Lo mismo vale para la afirmación de que el Contepasado
26 es nuestro trescientosmillonésimo tatarabuelo. Los Protóstomos
representan el grueso del contingente de peregrinos animales. Como
nuestra especie pertenece a la rama de los Deuteróstomos, les he
concedido una especial atención en este libro; a los Protóstomos, en
cambio, los presento a todos de golpe, incorporándose a la peregri-
nación todos juntos, en un mismo punto de encuentro. Los Protósto-
mos no son los únicos que lo verían a la inversa: cualquier observa-
dor imparcial también.
Los Protóstomos comprenden muchos más filos que los Deuterós-
tomos, entre ellos los mayores de todos. Engloban a los Moluscos,
que poseen el doble de especies que los Vertebrados, a los tres gran-
des filos de Gusanos (nematodos, platelmintos y anélidos) y, por enci-
ma de todos, a los Artrópodos: insectos, crustáceos, arañas, escorpio-
nes, ciempiés, milpiés y varios otros grupos menores. Por sí solos, los
insectos constituyen, como mínimo, tres cuartas partes de todas las
especies animales del planeta, y puede que más. Como dice Robert
May, el actual presidente de la Royal Society, en la práctica todas las
especies son insectos.
Antes de la llegada de la taxonomía molecular, los animales se agru-
paban y dividían en función de su anatomía y embriología. De todas
las categorías clasificatorias –especie, género, órden, clase, etc.–, el filo
gozaba de un estatus especial, casi místico. Los animales que perte-
necían al mismo filo estaban claramente relacionados entre sí. Los que
pertenecían a filos diferentes eran demasiado distintos como para

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protóstomos

poder tomarse en serio cualquier posible relación entre ellos. Los filos
estaban separados por un abismo prácticamente insalvable. Hoy en
día, la comparación molecular indica que los filos están mucho más
conectados de lo que se creía. En cierto modo, era algo obvio: nadie
pensaba que los filos animales hubiesen surgido del limbo primor-
dial por separado. Tenían que estar relacionados entre sí según el mis-
mo modelo jerárquico de los elementos que los constituyen. Lo úni-
co que ocurría es que esas conexiones se perdían en la noche de los
tiempos y eran difíciles de apreciar.
Había excepciones. Basándose en la embriología, los taxónomos
admitían el agrupamiento Protóstomos-Deuteróstomos por encima
del nivel del filo. Y dentro de los Protóstomos se aceptaba mayorita-
riamente que los Anélidos (las lombrices segmentadas, las sanguijue-
las y los poliquetos) estaban relacionados con los Artrópodos en tan-
to que ambos tenían un plan corporal segmentado. Como veremos
más adelante, esta conexión en particular parece ser errónea: hoy en
día los Anélidos se asocian con los moluscos. A decir verdad, siempre
resultó desconcertante que la larva de los anélidos marinos se pare-
ciese tanto a la de muchos moluscos; no en vano se las conoce por el
mismo nombre: larva trocófora. Si es correcto colocar a los anélidos
en la misma categoría que los moluscos, eso significa que lo que se
inventó dos veces fue la segmentación (por los anélidos y los artrópo-
dos), no la larva trocófora (por los anélidos y los moluscos). El paren-
tesco entre los anélidos y los moluscos, y su separación de los artró-
podos, es una de las mayores sorpresas que la genética molecular ha
deparado a los zoólogos que crecimos estudiando una taxonomía basa-
da en la morfología.
A partir de los análisis moleculares, los filos de los protóstomos se
agrupan en dos, o puede que tres, grupos principales que, supongo,
podríamos llamar superfilos. Algunos expertos se resisten a aceptar esta
clasificación, pero yo, sin dejar de reconocer que podría ser errónea,
voy a seguir utilizándola. Los dos primeros superfilos se llaman Ecdisozoos
y Lofotrocozoos. El tercer superfilo, que no goza de tanta aceptación
pero que prefiero considerar como tal en lugar de agruparlo con los
lofotrocozoos, como hacen algunos, es el de los Platizoos.
Los Ecdisozoos deben su nombre a su característico hábito de cre-
cer por muda: la llamada ecdisis (voz griega que más o menos signifi-

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el cuento del antepasado

ca «desvestirse»). De esto se deduce inmediatamente que los insec-


tos, los crustáceos, las arañas, los milpiés, los ciempiés, los trilobites y
otros artrópodos son Ecdisozoos, lo que quiere decir que la facción
ecdisozoaria de los Protóstomos es realmente enorme, superando de
largo las tres cuartas partes del reino animal.
Los artrópodos dominan tanto la tierra (principalmente los insec-
tos y las arañas) como el mar (los crustáceos y, en épocas pasadas, los
trilobites). A excepción de los euriptéridos, los escorpiones1 del
Paleozoico que, según conjeturamos, debían de aterrorizar a los peces
de aquel entonces, los artrópodos no han alcanzado un tamaño tan
grande como el de algunos vertebrados. Esto suele atribuirse a las limi-
taciones impuestas por el exoesqueleto acorazado y los rígidos tubos
articulados que les recubren el cuerpo y las extremidades, lo cual les
obliga a crecer por ecdisis, esto es, despojándose periódicamente de
la cutícula y desarrollando una nueva y mayor. Lo que no acabo de
tener claro es cómo se las arreglaban los euriptéridos para eludir esta
supuesta limitación al tamaño.
La clasificación de las diferentes clases de artrópodos sigue sien-
do motivo de discordia. Algunos zoólogos mantienen la antigua opi-
nión de que los insectos deben ir con los miriápodos (ciempiés, mil-
piés y similares), separados de los crustáceos, pero la mayoría agrupa
a los insectos con los crustáceos, dejando fuera a los miriápodos y a los
arácnidos. Unos y otros coinciden en que las arañas y los escorpio-
nes, además de los terroríficos euriptéridos, pertenecen al grupo de
los quelicerados. Limulus, el fósil viviente conocido con el desafortu-
nado nombre de cangrejo de las Molucas, también se incluye entre los
quelicerados, a pesar de su aparente semejanza con los extintos trilo-
bites, que constituyen por sí mismos un grupo aparte.

1. En el Paleozoico también había escorpiones gigantes terrestres de un metro


de largo, dato éste en el que no puedo pensar con impasible objetividad (uno de mis
primeros recuerdos infantiles, antes de desmayarme, es la imagen de un moderno
escorpión africano picándome). El mayor trilobite que se conoce, Isotelus rex, alcanza-
ba 72 centímetros de longitud. En el Carbonífero prosperaron libélulas con una enver-
gadura de hasta 70 centímetros. El mayor artrópodo de la actualidad, el cangrejo gigan-
te del Japón, Macrocheira kaempferi, tiene un cuerpo de 30 centímetros, y el espacio
que abarca con sus larguísimas extremidades rematadas en pinzas puede llegar hasta
los cuatro metros.

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protóstomos

Afines a los artrópodos dentro de los Ecdisozoos, y en ocasiones


conocidos como panartrópodos, hay dos pequeños contingentes de pere-
grinos, los onicóforos y los tardígrados. Ahora, los onicóforos o gusa-
nos aterciopelados, como Peripatus, se clasifican en el filo de los
Lobopodios, que, como veremos en «El Cuento del Gusano Aterciope-
lado», cuenta con un importante registro fósil. Peripatus se parece un
poco a una oruga con una cara muy simpática, aunque, en este senti-
do, los que se llevan la palma son los tardígrados: siempre que veo uno
me dan ganas de quedármelo como mascota. También conocidos como
osos de agua, los tardígrados tienen, efectivamente, el adorable aspec-
to de un osezno. De un osezno muy pequeño, eso sí, pues sin micros-
copio cuesta mucho verlos agitando sus ocho patitas regordetas con
una torpeza infantil encantadora.
El otro gran filo dentro del superfilo de los Ecdisozoos es el de los
gusanos nematodos, que también son numerosísimos, como señaló
de forma memorable hace mucho tiempo el zoólogo estadouniden-
se Ralph Buchsbaum:

Si desapareciese toda la materia del universo salvo los nematodos, nues-


tro mundo seguiría siendo vagamente reconocible... Encontraríamos las
montañas, colinas, valles, ríos, lagos y océanos representados por una capa
de nematodos... Los árboles seguirían en pie, formando fantasmales hile-
ras que representarían nuestras calles y autopistas. Sería posible localizar
las diversas plantas y animales, y, en muchos casos, si tuviésemos el sufi-
ciente conocimiento, hasta el nombre de las diferentes especies, exami-
nando los nematodos que las parasitaban.

La primera vez que leí el libro de Buchsbaum me entusiasmó esa


imagen, pero ahora he de confesar que, después de releerlo, tengo
mis dudas. Digamos, simplemente, que los gusanos nematodos son
sumamente numerosos y omnipresentes.
Otros filos de menor entidad dentro de los Ecdisozoos compren-
den diversos tipos de gusanos, como los priapúlidos o gusanos fáli-
cos. El nombre es bastante adecuado, aunque el campeón en este sen-
tido es la seta cuyo nombre latino es Phallus (de la que hablaremos
en el Encuentro 34). A primera vista, sorprende que en la actualidad
los priapúlidos se clasifiquen tan alejados de los anélidos.

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el cuento del antepasado

Los peregrinos lofotrocozoos pueden verse superados en núme-


ro por los ecdisozoos, pero hasta ellos son mucho más numerosos que
nosotros los deuteróstomos. Los dos grandes filos dentro de los lofo-
trocozoos son los moluscos y los anélidos. No cabe confundir a los
gusanos anélidos con los nematodos, ya que los primeros son segmen-
tados (al igual que los artrópodos, como acabamos de ver). Esto sig-
nifica que su cuerpo está constituido por una serie de segmentos
que se repiten a lo largo del cuerpo, como los vagones de un tren.
Muchas partes del cuerpo, como, por ejemplo, los ganglios nervio-
sos y los vasos sanguíneos que rodean el intestino, se repiten en cada
uno de los segmentos a lo largo de todo el cuerpo. Lo mismo ocurre
con los artrópodos; el caso más evidente es el de los milpiés y ciem-
piés, cuyos segmentos son todos prácticamente iguales. En las langos-
tas, o, más aún, en los cangrejos, muchos de los segmentos son dife-
rentes entre sí, pero así y todo salta a la vista que tienen el cuerpo
segmentado longitudinalmente. Seguro que sus antepasados tenían
segmentos más uniformes, como las cochinillas de humedad o los mil-
piés.2 En este sentido, los gusanos anélidos son como los milpiés o
las cochinillas, aunque son parientes más cercanos de los moluscos
no segmentados. Los anélidos más conocidos son las lombrices comu-
nes. En Australia tuve el privilegio de ver lombrices gigantes
(Megascolides australis), que, según se dice, pueden alcanzar los cua-
tro metros de longitud.
Dentro de los lofotrocozoos hay más filos vermiformes, como, por
ejemplo, los gusanos nemertinos, que no deben confundirse con los
nematodos. La semejanza del nombre es desafortunada y no ayuda
mucho que digamos, pero para mayor confusión existen otros dos filos
de gusanos llamados nematomorfos y nemertodermátidos. Nema, o
nematos, significa «hilo» en griego, mientras que Nemertes es el nombre
de una ninfa marina: una desafortunada coincidencia. En una excur-
sión a la costa de Escocia con nuestro profesor de biología, el entu-
siasta I. F. Thomas, encontramos un nemertino gigante, Lineus longis-
simus, una especie legendaria capaz de crecer hasta los 50 metros de

2. Existen unos milpiés maravillosos (la especie Glomeris marginata) que se pare-
cen a las cochinillas de humedad y se comportan exactamente igual. Son uno de mis
ejemplos favoritos de evolución convergente.

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protóstomos

longitud. Nuestro espécimen medía como mínimo diez metros, pero


no recuerdo la cifra exacta, y como, por desgracia, el señor Thomas
ha perdido la fotografía con que inmortalizó tan memorable hallaz-
go, éste quedará en la memoria como una versión nemertiana de las
típicas mentiras de los pescadores.
Hay varios otros filos más o menos vermiformes, pero el más gran-
de y más importante de todos los filos de los lofotrocozoos es el de
los moluscos: caracoles, ostras, amonites, pulpos y semejantes. Aunque
la mayoría de los peregrinos moluscos se arrastran a paso de caracol,
los calamares están entre los nadadores más rápidos del mar, gracias
a una especie de propulsión a chorro. Ellos, y sus primos los pulpos,
son capaces de llevar a cabo los cambios de coloración más especta-
culares del reino animal, con muchísima más pericia que el prover-
bial camaleón, y mucho más rápido. Los amonites eran unos parien-
tes de los calamares dotados de unas caracolas con forma de espiral
que les servían de órganos de flotación, como es el caso del moderno
Nautilus. En su día, los amonites infestaban los mares, pero termina-
ron extinguiéndose a la vez que los dinosaurios. Me figuro que tam-
bién cambiaban de color.
Otro gran grupo dentro de los moluscos es el que forman los bival-
vos: ostras, mejillones, almejas, vieiras, etc. Los bivalvos tienen un
solo músculo, pero sumamente fuerte, el aductor, cuya función es cerrar
las dos valvas que les dan nombre y mantener la concha cerrada como
defensa contra los depredadores. Cuídese mucho el lector de meter
el pie dentro de una almeja gigante (Tridacna), porque no lo sacaría
jamás. Entre los bivalvos figura la llamada broma o teredo, que usan las
valvas para perforar el casco de los barcos de madera y los pilones de
los muelles y embarcaderos. Es probable que el lector haya visto algu-
na vez la huella de sus andanzas: unos agujeros perfectamente circu-
lares. Las barrenas ovaladas, de la familia de los foládidos, hacen algo
parecido, sólo que en las rocas.
Superficialmente similares a los bivalvos son los braquiópodos, que
también forman parte del enorme contingente lofotrocozoico de los
peregrinos protóstomos, pero no son parientes cercanos de los bival-
vos. En «El Cuento del Pez Pulmonado» ya nos hemos encontrado con
uno de ellos, Lingula, uno de los famosos fósiles vivientes. En la actua-
lidad sólo quedan unas 350 especies de braquiópodos, pero en el

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el cuento del antepasado

Paleozoico competían de tú a tú con los bivalvos.3 El parecido entre


ambos es superficial: las dos valvas de los moluscos son laterales, izquier-
da y derecha, mientras que las de los braquiópodos son una superior
y otra inferior. El estatus de los peregrinos braquiópodos, así como el
de dos grupos afines de lofotrocozoos llamados forónidos y briozoos, sigue
siendo objeto de discusión. Como ya he mencionado anteriormente,
al colocarlos dentro de los Lofotrocozoos (a cuyo nombre, de hecho,
han contribuido) me estoy guiando por la escuela de pensamiento
dominante en la actualidad. Algunos zoólogos los dejan donde solí-
an estar, esto es, no entre los Protóstomos sino entre los Deuteróstomos,
pero me temo que la suya sea una batalla perdida.
Según algunos expertos, el tercer gran grupo del superfilo de los
Protóstomos, los Platizoos, debería unirse al de los Lofotrocozoos. Plati
significa «plano», y el nombre de Platizoos procede de uno de los filos
que lo componen, los Platelmintos o gusanos planos. Helminto signi-
fica «gusano intestinal», pero, si bien algunos platelmintos son pará-
sitos (las tenias y los trematodos), también hay un gran grupo de pla-
telmintos de vida libre: los turbelarios, que suelen ser bellísimos.
Recientemente, los taxónomos han sacado de los Protóstomos a algu-
nas de las especies que tradicionalmente se clasificaban dentro de los
platelmintos, como, por ejemplo, los acelos, de los que nos ocupare-
mos enseguida.
Otros filos se colocan provisionalmente dentro de los Platizoos,
pero por la sencilla razón de que no hay otro lugar más seguro don-
de ponerlos y, en general, ni siquiera son planos. Aunque pertenez-
can a la categoría de los filos menores, son fascinantes por derecho
propio y, en un manual de zoología invertebrada, cada uno de ellos
merecería un capítulo entero, pero, por desgracia, tenemos una pere-
grinación que completar y hemos de apretar el paso. De todos ellos
me limitaré a mencionar a los rotíferos, que tienen un cuento que con-
tarnos.
Los rotíferos son tan pequeños que en un primer momento se les
clasificaba junto a los llamados animálculos, protozoos unicelulares. Lo

3. Stephen Gould los comparó en un estupendo ensayo titulado «Barcos que pasan
en la noche».

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protóstomos

Ceci n’est pas une coquille. Braquiópodo fósil (Doleorthis) del Silúrido.

cierto, sin embargo, es que son pluricelulares y bastante complejos.


Un grupo de rotíferos, los bdeloideos, destaca por un hecho sorpren-
dente, y es que nadie ha visto jamás a un macho de la especie. De
esto trata su cuento, al que no tardaremos en llegar.
De manera que la inmensa riada de peregrinos Protóstomos, que
recibe afluentes de todo tipo y que sin duda constituye la corriente
dominante del reino animal, confluye en este punto de encuentro con
los Deuteróstomos, el contingente subalterno (comparativamente
hablando) cuyo progreso hemos seguido hasta ahora por la podero-
sa razón de que es el nuestro.
El gran antepasado de ambos, el Contepasado 26 desde el pun-
to de vista humano, es tremendamente difícil de reconstruir a una
distancia temporal tan enorme. Lo más probable es que fuese una
especie de gusano. Pero esto equivale simplemente a decir que era
una cosa alargada, de simetría bilateral, con un lado izquierdo y otro
derecho, un lado ventral y otro dorsal, y una cabeza y una cola. De
hecho, algunos científicos se refieren a todos los animales que des-
cienden del Contepasado 26 con el nombre de bilaterios, término
que yo también usaré. ¿Por qué es tan común la forma de gusano?
Los miembros más primitivos de los tres subgrupos de Protóstomos,
así como los Deuteróstomos más primitivos, tienen en común esa
estructura que en general podríamos denominar vermiforme. Así
que escuchemos un cuento que nos explique lo que supone ser un
gusano.

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el cuento del antepasado

Mi intención inicial era poner «El Cuento del Gusano» en los labios
grisáceos y fangosos de una arenaria o gusano de cordel4 pero, por
desgracia, las arenarias pasan la mayor parte del tiempo en una gale-
ría con forma de U, que, como enseguida veremos, es justamente lo
menos indicado para nuestro cuento. Lo que nos hace falta es el típi-
co gusano que se arrastre o nade con decisión hacia delante, un gusa-
no para el que los términos delante y detrás, izquierda y derecha, arriba y
abajo, tengan un sentido claro y evidente. Así que vamos a adjudicar
el papel de narrador a un pariente cercano de la arenaria: Nereis, la
miñoca de mar o gusana del fango. Un artículo publicado en 1884
en una revista de pescadores decía así: «El cebo que se utiliza es el
ciempiés acuático llamado gusana del fango». La gusana, naturalmen-
te, no es un ciempiés, sino un poliqueto que vive en el mar, por cuyo
fondo suele arrastrarse, aunque, llegado el caso, también es capaz de
nadar.

EL CUENTO DE LA GUSANA DEL FANGO

Todo animal que se mueva, esto es, que se traslade de A a B en lugar


de permanecer en un mismo lugar agitando los brazos o bombean-
do agua a través del cuerpo, necesitará con toda probabilidad una
extremidad anterior especializada. De alguna forma habrá que lla-
marla, así que llamémosla cabeza. La cabeza es la primera en recibir
las novedades. Parece lógico ingerir la comida por el extremo que pri-
mero se la encuentra y concentrar ahí los órganos sensoriales: tal vez
un par de ojos, algún tipo de antenas, órganos del gusto y el olfato.
Lo mejor es que la mayor concentración de tejido nervioso –el cere-
bro– esté cerca de los órganos sensoriales y cerca del extremo delan-
tero, donde se encuentra el aparato encargado de la ingestión de ali-
mentos. Así pues, podríamos definir la cabeza como el extremo

4. Una arenaria cantó con su boca grisácea y fangosa


que en algún lugar, al norte, al sur o al oeste,
moraba una raza amable, exultante y jovial...
W.B. YEATS
(1865-1939)

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protóstomos

principal, el que aloja la boca, los principales órganos sensoriales y


el cerebro (si lo hay). Otra buena idea es evacuar los excrementos por
algún lugar cercano al extremo posterior, lejos de la boca, para evi-
tar volver a ingerir lo que se acaba de expulsar. Dicho sea de paso, he
de recordar al lector que, por muy lógico que resulte todo esto cuan-
do hablamos de gusanos, en el caso de los animales de simetría radial,
como las estrellas de mar, es evidente que el argumento no sirve. No
tengo ni la menor idea de por qué las estrellas de mar y sus semejan-
tes se desentendieron de este modelo; por cosas así los califiqué de
marcianos.
Volvamos a nuestro gusano primigenio. Hemos hablado de su asi-
metría antero-posterior, pero ¿qué decir de la asimetría supero-infe-
rior? ¿Por qué tiene que existir un lado dorsal y un lado ventral? El
argumento es parecido al anterior, sólo que esta vez sirve tanto para
los gusanos como para las estrellas de mar. Dada la ley de la gravedad,
es inevitable que existan muchísimas diferencias entre arriba y abajo.
Abajo es donde está el fondo del mar, donde se produce la fricción;
arriba es de dónde procede la luz solar, la dirección de donde nos caen
las cosas encima. Es muy poco probable que los peligros nos amena-
cen por igual desde abajo que desde arriba; en cualquier caso, serán
peligros cualitativamente distintos. Así pues, nuestro gusano primiti-
vo ha de tener dos lados especializados, uno superior o dorsal y otro
inferior o ventral, y no simplemente desentenderse de cuál de los
dos lados mira al suelo y cuál al cielo.
Si juntamos la asimetría antero-posterior con la dorso-ventral, habre-
mos definido automáticamente un lado izquierdo y un lado derecho.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con los otros dos ejes, no
hay ninguna razón para distinguir entre el lado izquierdo y el dere-
cho: no hay motivos para que uno no sea reflejo idéntico del otro.
No amenazan más peligros por la izquierda que por la derecha, ni vice-
versa. Tampoco se encuentra más comida por la izquierda que por la
derecha, aunque tal vez sí se encuentra más por arriba que por aba-
jo, o al contrario. Cualquiera que sea la disposición idónea para el lado
izquierdo, no hay ninguna razón general para que la del lado derecho
sea diferente. Si los músculos o extremidades no se repitiesen exacta-
mente a ambos lados, el animal se movería en círculos en lugar de en
línea recta hacia algún objetivo.

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el cuento del antepasado

Quizá resulta significativo que la única excepción que se me ocu-


rre es ficticia. Según una leyenda escocesa (que probablemente se
inventó para divertir a los turistas, muchos de los cuales por lo vis-
to se la creen), el haggis es un animal salvaje que vive en las tierras
altas de Escocia. Tiene las patas de un lado mucho más cortas que
las del otro, como corresponde a su costumbre de correr en senti-
do único por las laderas de las empinadas colinas de aquella región.
El ejemplo real más hermoso que se me ocurre es del calamar joya,
un cefalópodo australiano que tiene el ojo izquierdo mucho más
grande que el derecho. Nada en un ángulo de 45°, con el ojo izquier-
do, grande y telescópico, apuntando hacia arriba en busca de comi-
da, y el derecho apuntando hacia abajo, atento a los posibles depre-
dadores. El chorlito piquituerto es un pájaro limícola de Nueva
Zelanda con el pico sensiblemente torcido hacia la derecha. Lo
utiliza para levantar guijarros en busca de pequeñas presas.
Igualmente asombrosa es la asimetría manual de los cangrejos vio-
linistas, que poseen una pinza enorme para luchar, o, mejor dicho,
para demostrar que son capaces de luchar. Pero el caso más sorpren-
dente de asimetría en el reino animal tal vez sea el que me contó
Sam Turvey. Los fósiles de trilobites suelen presentar marcas de mor-
discos, señal de que escaparon por los pelos del ataque de algún
depredador. Pues bien, lo fascinante es que cerca del 70% de esas
marcas son en el lado derecho, es decir, que o bien los trilobites ado-
lecían de asimetría a la hora de advertir a sus enemigos, como el
calamar joya, o que sus enemigos tenían una estrategia de ataque
asimétrica.
Pero todo esto son excepciones. Si las he mencionado es como
curiosidad y porque ofrecen un contraste significativo con el mundo
simétrico de nuestro gusano primitivo y sus descendientes. Nuestro
rastrero arquetipo tiene el lado izquierdo y el derecho exactamente
iguales. Los órganos tienden a surgir por parejas, y cuando se da algu-
na excepción, como en el caso del calamar joya, la advertimos y comen-
tamos al instante.
¿Y los ojos? ¿Tendrían ojos los primeros bilaterios? No basta con
decir que todos los descendientes actuales del Contepasado 26 tie-
nen ojos. No basta porque hay muchos tipos diferentes de ojos, tan-
tos que se calcula que el ojo ha evolucionado de forma independien-

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protóstomos

te más de 40 veces en diversos ámbitos del reino animal.5 ¿Cómo pode-


mos compatibilizar este dato con la afirmación de que el Contepasado
26 tenía ojos?
Para dar una pista, permítaseme aclarar que lo que ha evoluciona-
do 40 veces por separado no es la sensibilidad a la luz en sí, sino la ópti-
ca capaz de formar imágenes. El ojo tipo cámara fotográfica de los ver-
tebrados y el ojo compuesto de los crustáceos evolucionaron su óptica
(que se basa en principios radicalmente diferentes) cada uno por su
cuenta. Pero los dos descienden de un mismo órgano del antepasa-
do común (el Contepasado 26), que probablemente fuese una espe-
cie de ojo.
Las pruebas son de tipo genético, y muy convincentes. La mosca
del vinagre, Drosophila, tiene un gen llamado eyeless, «sin ojos». Los
genetistas tienen la perversa manía de poner a los genes el nombre
del efecto negativo de sus mutaciones. Por regla general, el gen eye-
less contradice dicho apelativo fabricando ojos. Cuando muta y no
tiene su efecto normal sobre el desarrollo, la mosca se queda sin ojos,
de ahí el nombre. Es una convención terminológica ridículamente
equívoca. Para evitar la confusión, en lugar de llamarlo eyeless, me refe-
riré a él con la abreviatura ey. Lo normal es que el gen ey haga ojos.
Lo sabemos porque cuando no funciona bien, las moscas nacen sin
ojos. Y aquí es donde la cosa se pone interesante. Resulta que los mamí-
feros tenemos un gen muy parecido llamado Pax6, aunque en los rato-
nes también se conoce como ojo pequeño, y en los humanos aniridia
(que significa «sin iris», de nuevo por el efecto negativo de su forma
mutante).
La secuencia de ADN del gen aniridia de los humanos es más pare-
cida al gen ey de la mosca del vinagre que a otros genes humanos.
Ambos deben de ser herencia del antepasado común, que, por supues-
to, fue el Contepasado 26. Voy a seguir llamándolo ey. El suizo Walter
Gehring y sus colegas llevaron a cabo un experimento absolutamen-
te fascinante. Introdujeron el equivalente del gen ey de los ratones
en embriones de moscas del vinagre, y los resultados fueron asom-

5. En el capítulo «Las cuarenta sendas hacia la iluminación» de mi libro Escalando


el monte improbable ya analicé detenidamente este tema, y volveré a hacerlo al final de
esta obra.

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el cuento del antepasado

brosos. Los genes insertados en la parte del embrión de Drosophila


encargada de hacer una pata provocaron que la mosca adulta desa-
rrollase un ojo ectópico en la pata. El ojo era de mosca, por cierto; un
ojo compuesto, no un ojo de ratón. Nada demuestra que la mosca
viese con él, pero tenía todas las propiedades inconfundibles de un
ojo compuesto. La instrucción transmitida por el gen ey parece ser:
«Haz que crezca un ojo aquí, igual a los que harías crecer normalmen-
te». El hecho de que el gen no sólo sea parecido en moscas y ratones,
sino que induzca la formación de ojos en ambas especies, es una prue-
ba irrebatible de que se hallaba presente en el Contepasado 26 e
indica que el Contepasado 26 era capaz de ver o, cuando menos, de
distinguir la luz de la oscuridad. Tal vez, cuando se investiguen más
genes, se podrá hacer extensivo este argumento a otras partes del cuer-
po. A decir verdad, en cierto modo, ya se ha hecho; nos ocuparemos
de ello en «El Cuento de la Mosca del Vinagre».
El cerebro, situado en el extremo delantero por las razones expues-
tas, tiene que mantener contactos neurales con el resto del cuerpo.
En un animal vermiforme, lo más sensato es que el contacto se esta-
blezca mediante un cordón principal, un tronco nervioso que recorra
el cuerpo de punta a punta y que probablemente tendrá periódicas
ramificaciones laterales para ejercer un control puntual en determi-
nadas zonas y captar información en las mismas. En un animal de sime-
tría bilateral como la gusana del fango o un pez, ese tronco nervioso
deberá pasar por encima o por debajo del tracto digestivo, y aquí
reside una de las principales diferencias entre nosotros los deuterós-
tomos y los protóstomos que se nos acaban de unir en masa. Los pri-
meros tienen la médula espinal situada a lo largo de la espalda; los
protóstomo típicos, como, por ejemplo, la gusana del fango o el ciem-
piés, tienen el cordón nervioso en el lado ventral del intestino.
Si el Contepasado 26 era una especie de gusano, podía tener una
estructura neural dorsal o ventral. No puedo llamarlas estructura deu-
terostómica y estructura protostómica respectivamente porque las dos cate-
gorías no coinciden del todo. Los enteropneustos (esos Deuteróstomos
bastante oscuros que llegaron acompañados de los Equinodermos en
el Encuentro 25) son un tanto enigmáticos, pero hay quien opina
que poseen un cordón nervioso ventral, como los Protóstomos, aun-
que por otros motivos se les clasifica como Deuteróstomos. En lugar

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protóstomos

de eso, permítaseme dividir el reino animal en dorsocordados y ven-


tricordados. Los dorsocordados son todos Deuteróstomos. Los ventricor-
dados son en su mayoría Protóstomos, además de algunos Deuterósto-
mos primitivos, como, quizás, los enteropneustos. Los Equinodermos,
con su sorprendente regresión a la simetría radial, no encajan en
esta clasificación ni por asomo. Es probable que los Deuteróstomos,
después del Contepasado 26, siguiesen siendo ventricordados duran-
te algún tiempo.
La diferencia entre los dorsocordados y los ventricordados atañe
a otras cuestiones además de la posición del cordón nervioso princi-
pal. Mientras que los dorsocordados tienen un corazón ventral, los
ventricordados lo tienen dorsal, como dorsal es también la arteria prin-
cipal por la que bombean la sangre. En 1820, éstos y otros detalles
llevaron al insigne zoólogo francés Geoffroy St. Hilaire a considerar
a los vertebrados como artrópodos o lombrices, invertidos. Después
de Darwin, una vez aceptada la idea de la evolución, algunos zoólo-
gos han avanzado la hipótesis de que el diseño corporal de los verte-
brados habría evolucionado a partir de un antepasado vermiforme
que se volvió literalmente del revés.
Ésa es la teoría que pretendo defender en estas páginas, con mesu-
ra y cierta cautela. La tesis alternativa, según la cual un antepasado ver-
miforme habría redispuesto gradualmente su anatomía interna mien-
tras permanecía boca arriba, me parece menos verosímil, pues habría
supuesto un trastorno orgánico mucho mayor. Estoy convencido de
que primero tuvo lugar un súbito cambio de comportamiento (súbi-
to según los parámetros evolutivos) y, a continuación y como conse-
cuencia, toda una serie de modificaciones evolutivas. Como tantas otras
veces, hay equivalentes modernos que nos brindan un gráfico ejem-
plo de la idea en cuestión. La artemia salina es uno de ellos, así que
oigamos lo que nos cuenta.

EL CUENTO DE LA ARTEMIA SALINA

Las artemias o gambas de las salinas son unos crustáceos que nadan de
espaldas y que, por tanto, tienen el cordón nervioso en el lado que
mira al cielo (el verdadero lado ventral). El pez gato invertido, Synodontis

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el cuento del antepasado

nigriventris, es un Deuteróstomo que hace lo propio sólo que al revés:


nada de espaldas y, en consecuencia, tiene el tronco nervioso en el
lado que mira al fondo del río (el verdadero lado dorsal). Las artemias
salinas no sé, pero los peces gato invertidos nadan boca abajo porque
buscan comida en la superficie o debajo de las hojas que flotan en el
agua. Puede que algunos individuos descubriesen que ésas eran unas
buenas fuentes de alimento y aprendiesen a darse la vuelta. Mi teo-
ría6 es que, con el paso de las generaciones, la selección natural favo-
reció a aquellos individuos que mejor hacían ese truco, sus genes se
adecuaron al aprendizaje, y ahora ya sólo nadan así.
La inversión de la artemia salina es una repetición reciente de algo
que, a mi modo de ver, ocurrió hace más de 500 millones de años.
Un animal antiquísimo y perdido en la noche de los tiempos, una espe-
cie de gusano con un cordón nervioso ventral y un corazón dorsal
como los de cualquier otro protóstomo, se dio la vuelta y se puso a
nadar, o a arrastrarse, boca arriba como las artemias. Si un zoólogo
hubiese estado presente a la sazón, habría preferido morirse antes que
tener que cambiar de nombre al cordón nervioso y llamarlo «dorsal»
sólo porque ahora estaba situado en el lado que miraba al cielo. Toda
su sapiencia zoológica le diría que, «evidentemente», seguía tratándo-
se de un cordón nervioso ventral que cuadraba con todos los demás
órganos y rasgos que cabe encontrar en la superficie ventral de un pro-
tóstomo. No menos evidente se le haría a este zoólogo del Precám-
brico que el corazón de nuestro gusano invertido era, en el sentido
más preciso del término, un corazón dorsal, por más que latiese en el
lado más próximo al fondo del mar.
Sin embargo, dado un espacio de tiempo lo bastante prolongado
(o sea, dados los suficientes millones de años nadando o arrastrándose
boca arriba), la selección natural reconfiguraría todos los órganos y
estructuras del cuerpo para adaptarlos a la posición invertida. Con el
tiempo, a diferencia de nuestra artemia salina actual, que se ha dado la

6. Basada en la idea conocida como el efecto Baldwin. A simple vista, puede sonar
a lamarckianismo, a herencia de características adquiridas, pero no es así. El aprendi-
zaje no se graba en los genes. Lo que la selección natural favorece es la propensión
genética a aprender ciertas cosas. Al cabo de generaciones y generaciones sometidas
a dicha selección, los descendientes evolucionados aprenden tan rápido que el com-
portamiento deviene instintivo.

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protóstomos

vuelta hace poco, las huellas de las homologías dorso-ventrales origina-


les terminarían borrándose por completo. Y las futuras generaciones de
paleozoólogos, cuando se encontrasen con los descendientes de ese
innovador pionero, después de que el hábito de la inversión llevase varias
decenas de millones de años arraigado, comenzarían a redefinir sus con-
ceptos de dorsal y ventral. Todo ello porque habrían sido muchos los
cambios anatómicos producidos a lo largo del tiempo evolutivo.
Otros animales que también nadan de espaldas son las nutrias mari-
nas (sobre todo cuando se entregan a su peculiar hábito de cascar con
piedras los caparazones de sus presas apoyándoselos en la barriga) y
los remeros. Los remeros, también conocidos como zapateros, son unos
insectos que habitan en los riachuelos y que apenas rozan la superfi-
cie del agua al desplazarse. Los girínidos, unos coleópteros, hacen otro
tanto, sólo que sin nadar al revés.
Imaginemos que los descendientes de nuestros actuales remeros
o artemias salinas, por un lado, y de nuestro actual pez gato inverti-
do, por otro, mantuviesen la costumbre de nadar boca arriba duran-
te los próximos 100 millones de años. Lo más probable es que cada
uno de los tres linajes diese origen a todo un nuevo subreino cuyo dise-
ño corporal habría sufrido tales modificaciones como consecuencia
de la inversión que los zoólogos que no conociesen la verdadera his-
toria de lo ocurrido dirían que los descendientes de las artemias tie-
nen un cordón nervioso dorsal y los del pez gato, un cordón nervio-
so ventral.
Como hemos visto en «El Cuento de la Gusana del Fango», el mun-
do presenta importantes diferencias prácticas entre arriba y abajo,
importancias que, selección natural mediante, empezarían a dejar su
respectiva impronta en el lado que mira al cielo y en el que mira al
suelo. Lo que en su día fue el lado ventral empezaría a parecerse
cada vez más al lado dorsal, y viceversa. Estoy convencido de que fue
exactamente esto lo que pasó en algun momento de la línea evoluti-
va que dio origen a los vertebrados, y de que por eso ahora tenemos
una espina dorsal y un corazón ventral. Hoy en día, la embriología
molecular ofrece algunas pruebas del funcionamiento de los genes
que definen el eje dorso-ventral (y que se parecen un poco a los genes
Hox que analizaremos en «El Cuento de la Mosca del Vinagre»),
pero los detalles del asunto sobrepasan el ámbito de este libro.

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el cuento del antepasado

Dale la vuelta al pez. Pez gato invertido (Synodontis nigriventris) en posición típica.

El pez gato invertido, por más que su inversión sea, sin lugar a dudas,
reciente, ya ha dado un significativo paso en esa dirección evolutiva.7
Su nombre en latín es Synodontis nigriventris. Nigriventris significa «de
vientre negro», dato éste que da pie a una interesante reflexión al final
de «El Cuento de la Artemia Salina». Una de las principales diferen-
cias entre arriba y abajo es la dirección predominante de la luz. Aunque
los rayos del sol no sean siempre verticales, suelen venir de arriba, no
de abajo. Si levantamos la mano, incluso en un día nublado, veremos
que tenemos el dorso más iluminado que la palma. Este hecho resul-
ta clave por cuanto nos permite, a nosotros y a muchos otros anima-
les, reconocer objetos sólidos y tridimensionales. Un objeto curvo de
color uniforme, como un gusano o un pez, parece más claro por arri-
ba y más oscuro por debajo. No me refiero a la sombra que proyecta
su cuerpo, sino a un efecto más sutil. Un degradado de tonos, desde
los superiores, más claros, hasta los inferiores, más oscuros, revela deli-
cadamente la curvatura del cuerpo.
La cosa también funciona a la inversa. La fotografía de los cráte-
res de la luna está colocada al revés. Si el ojo del lector (o, mejor dicho,
el cerebro) funciona igual que el mío, los cráteres le parecerán coli-
nas. Basta dar la vuelta al libro para que la luz parezca venir de otra
dirección y las colinas se conviertan en los cráteres que realmente son.

7. Como también lo ha hecho el molusco nudibranquio (babosa de mar) Glaucus


atlanticus. Esta hermosa criatura flota boca arriba, se alimenta de fragatas portuguesas
(Physalia physalis) y, al igual que los peces gato, presenta un contrasombreado inverso.

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protóstomos

Dale la vuelta al libro. Cráteres en el lado más alejado de la luna.

Uno de mis primeros experimentos en la universidad fue una demos-


tración de que los pollitos recién salidos del cascarón son víctimas de
la misma ilusión visual. Si se les pone delante una fotografía de gra-
nos simulados, muestran una clara preferencia por las que están ilu-
minadas desde arriba. Si se le da la vuelta a la foto, la rechazan. Al pare-
cer, esto demuestra que los pollitos saben que en el mundo que les
espera la luz normalmente procede de arriba. Ahora bien, ¿cómo es
posible que lo sepan, si acaban de salir del cascarón? ¿Lo han apren-
dido durante sus tres días de vida? Sería perfectamente factible, pero
hice un experimento para probarlo y descubrí que no. Crié unos polli-
tos y los introduje en una jaula especial donde la única luz que perci-
bían venía de abajo. La experiencia de picotear granos en ese mun-
do patas arriba les habría enseñado, como mucho, a preferir las
fotografías de granos sólidos colocadas al revés. Sin embargo, se com-
portaban exactamente igual que los pollitos criados en condiciones
normales, o sea, con la luz procedente de arriba. En virtud de una pro-
gramación genética, todos los pollitos prefieren picotear las fotogra-
fías de objetos sólidos iluminadas desde lo alto. La ilusión de solidez
(y, por ende, si no me equivoco, el conocimiento de la dirección predo-
minante de la luz en el mundo real) parece estar programada gené-
ticamente en los pollos. Es, como se suele decir, algo innato, no fru-
to del aprendizaje, como (me figuro) nos ocurre a nosotros.

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el cuento del antepasado

Aprendida o no, la ilusión de solidez basada en las sombras de la


superficie es poderosa y ha dado lugar a una sutil forma de mimetis-
mo llamada contrasombreado. Si nos fijamos en un pez normal y corrien-
te, fuera del agua y colocado encima de una piedra, veremos que tie-
ne el vientre de color mucho más claro que el dorso. Mientras que el
dorso puede ser marrón o gris oscuro, el vientre es gris claro o, en
algunos casos, incluso rayano en blanco. ¿Qué sentido tiene? No cabe
duda de que se trata de un tipo de camuflaje basado en contrarrestar
el degradado tonal que normalmente delata la presencia de objetos
curvos y sólidos como los peces. En un mundo ideal, un pez contra-
sombreado bajo una luz normal procedente de arriba parecería total-
mente plano. El lógico degradado tonal causado por la luz (tonos
claros arriba y oscuros debajo) se vería exactamente contrarrestado
por el degradado del pez (tonos claros debajo y oscuros arriba).
Los taxónomos suelen bautizar a las especies con el nombre de espe-
címenes muertos expuestos en museos.8 Tal vez eso explique el apela-
tivo de nigriventris, en lugar de invertus o como se diga «invertido» en
latín. Si examinamos un pez gato invertido fuera del agua, veremos que
esta contrasombreado a la inversa. El vientre, que apunta hacia el cie-
lo, es más oscuro que el lomo, que apunta al fondo del río. El contra-
sombreado inverso es una de esas maravillosas excepciones que confi-
man con elegancia la regla. El primer pez gato que empezó a nadar
de espaldas tuvo que llamar la atención de forma escandalosa. El color
de la piel debió de confabularse con los tonos de la luz cenital para dar-
le un aspecto tremendamente sólido. No es de extrañar, pues, que, con
el correr del tiempo evolutivo, el cambio de hábito natatorio propi-
ciase la inversión del habitual degradado cromático de la piel.
Los peces no son los únicos animales que se sirven del contrasom-
breado para camuflarse. Antes de salir de Holanda para afincarse en
Oxford, mi viejo maestro Niko Tinbergen tuvo un alumno llamado
Leen De Ruiter al que propuso llevar a cabo una investigación sobre
el contrasombreado en las orugas. Muchas especies de oruga despis-
tan a sus enemigos (los pájaros) con el mismo truco con que los peces

8. Aunque debo reconocer que el hábito del pez gato invertido se conoce desde
hace mucho tiempo: en murales y grabados del Antiguo Egipto ya aparece represen-
tado en su posición característica.

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protóstomos

burlan a los suyos: poseen un bello contrasombreado que, en condi-


ciones lumínicas normales, les hace parecer planas. De Ruiter cogió
las ramitas sobre las que estaban posadas las orugas y les dio la vuel-
ta. Inmediatamente se hicieron más llamativas porque de repente pare-
cían más sólidas. Y los pájaros las cazaban a mansalva.
Si de pronto llegase un De Ruiter y obligase a los peces gato a dar-
se la vuelta y a nadar como peces normales y corrientes, con el lado que
los zoólogos consideran dorsal hacia arriba, llamarían mucho más la
atención porque parecerían mucho más sólidos. El contrasombreado
inverso de un pez gato invertido es un ejemplo puntual de una altera-
ción derivada de un cambio de hábito. Imagínese el lector cuánto podría
llegar a cambiarles el cuerpo dentro de otros cien millones de años.
Las posiciones dorsal y ventral no tienen nada de sagrado. Pueden inver-
tirse y, de hecho, pienso que se invirtieron en los inicios de la línea
ancestral que vino a dar en los dorsocordos actuales. Apuesto a que el
Contepasado 26 tenía, como todos los Protóstomos, el cordón nervio-
so situado a lo largo del lado ventral. Somos gusanos modificados que
nadamos de espaldas, los descendientes de un equivalente ancestral de
la artemia salina que, por lo que fuera, decidió darse la vuelta.
En un sentido más general, la moraleja de «El Cuento de la Artemia
Salina» es la siguiente. A veces los grandes cambios evolutivos empie-
zan siendo cambios de conducta, tal vez incluso no genéticos sino
adquiridos por aprendizaje, que sólo después dan pie a la evolución
genética. Un cuento como éste se podría contar del primer antepasa-
do de las aves que echó a volar, del primer pez que salió del agua y
del primer antepasado de las ballenas que volvió al mar (como teori-
zaba el propio Darwin a propósito del oso que cazaba moscas). Un
cambio de conducta por parte de un individuo aventurero desenca-
dena un largo proceso evolutivo de puesta al día y depuración: he
ahí la enseñanza más importante del Cuento de la Artemia Salina.

EL CUENTO DE LA HORMIGA CORTADORA DE HOJAS

Al igual que hizo la humanidad en la época de la Revolución Agrícola,


las hormigas han inventado, de manera autónoma, la ciudad. Un
solo nido de hormigas Atta, las hormigas arrieras o cortadoras de hojas,

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el cuento del antepasado

Transportadas por obreras, forman un ancho y rumoroso río verde. Hormigas


cortadoras de hojas (de la especie Atta) vuelven al hormiguero cargadas de trozos
de hojas. Nótese la pequeña obrera encaramada a uno de ellos.

supera la población del gran Londres. Se trata de una complicada cáma-


ra subterránea, de hasta seis metros de profundidad y 20 de circunfe-
rencia, coronada en la superficie por una cúpula algo más pequeña.
Esta metrópolis de hormigas, dividida en cientos e incluso miles de
cámaras conectadas entre sí por un entramado de túneles, se susten-
ta, en última instancia, con las hojas que las obreras cortan en trozos
manejables y acarrean hasta el hormiguero formando anchos y rumo-
rosos ríos verdes. Las hojas, sin embargo, no son ingeridas directamen-
te por las propias hormigas (que sí chupan, sin embargo, parte de la
savia) ni por las larvas, sino que son pacientemente masticadas y con-
vertidas en una papilla que sirve de abono para los huertos de hon-
gos del hormiguero. Lo que las hormigas comen y, sobre todo, dan
de comer a las larvas, son las pequeñas protuberancias redondeadas
de los hongos, las llamadas gongylidia. Esta poda que llevan a cabo las
hormigas impide que los hongos completen su desarrollo y alcancen
la fase de producción de esporas (como las setas que conocemos), lo
que significa, no sólo que los micólogos carecen de indicios para iden-
tificar de qué especie se trata, sino que los propios hongos dependen
de las hormigas para propagarse. Por lo visto, han evolucionado de tal
modo que sólo se dan bien en el interior de los hormigueros, es decir,

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protóstomos

que estamos ante un verdadero ejemplo de aclimatación por parte de


una especie agrícola distinta de la especie humana. Cuando una joven
hormiga reina sale volando para fundar una nueva colonia, lleva con-
sigo un preciado cargamento: un cultivo de hongo con el que sem-
brar la primera cosecha del que vaya a ser su nuevo hormiguero. Esto
me recuerda una anécdota sobre el que tal vez sea el más importante
de todos los hongos. Cuando, en plena Segunda Guerra Mundial, Florey,
Chain y sus colegas de Oxford tuvieron a punto la penicilina, viendo
que (para variar) no lograban despertar el interés de las compañías far-
macéuticas, se fueron a Estados Unidos, donde (para variar) cosecha-
ron un gran éxito. Y, al igual que las hormigas reinas, llevaron consigo
un cultivo del valioso hongo. En una ocasión anterior, cuando la inva-
sión alemana parecía inminente, Florey y un colega más joven llama-
do Heatley decidieron que la mejor manera de conservar el cultivo en
secreto era infectándose deliberadamente la ropa con el hongo.
En última instancia, la energía necesaria para el funcionamiento
de la colonia de hongos y hormigas proviene del sol a través de las
hojas utilizadas para fabricar el abono. En los hormigueros más gran-
des, la superficie total de hojas acumuladas llega a medirse en hectá-
reas. Un hecho fascinante es que las termitas, el otro gran grupo de
insectos sociales fundadores de ciudades, también han descubierto
por separado la micocultura. En su caso el abono está hecho de made-
ra masticada. Como ocurre con las hormigas y sus hongos, la especie
de hongos de las termitas (Termitomyces) sólo se da en los termiteros y
parece haber sido domesticada. En los casos en que un Termitomyces
llega a dar frutos, éstos brotan por uno de los flancos del termitero y
por lo visto son deliciosos: en los mercados de Bangkok se venden
como un manjar. Una especie africana, Termytomices titanicus, figura en
el libro Guinness de los Récords como la seta más grande del mundo
gracias a un sombrerete que llega a medir un metro de diámetro.
Varios grupos de hormigas han desarrollado de forma indepen-
diente el hábito de criar pulgones como animales domésticos. A dife-
rencia de otros animales simbióticos que también viven dentro de los
hormigueros y no benefician a las hormigas, los pulgones pastan en
el exterior, succionando la savia de las plantas como hacen normal-
mente. Como ocurre con el ganado mamífero, los pulgones tienen
una capacidad de procesamiento muy elevada y apenas obtienen una

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el cuento del antepasado

pequeña cantidad de nutrientes de cada bocado. El excremento que


los pulgones vierten por el extremo posterior de su cuerpo, una solu-
ción azucarada llamada melaza, sólo es un poco menos nutritivo que
la savia vegetal de que se nutren. Toda la melaza que las hormigas no
se comen cae de los árboles infestados de pulgones y hay fundados
motivos para pensar que esto sea el famoso maná bíblico. No es de
extrañar que las hormigas, por la misma razón que los seguidores de
Moisés, la recojan del suelo. Algunas hormigas, sin embargo, van más
allá y ofrecen protección a los pulgones a cambio de dejarse ordeñar,
esto es, dejarse estimular el ano con las antenas para segregar melaza
y que las hormigas puedan comérsela directamente según la excretan.
Algunas especies de pulgones han evolucionado en respuesta a su
existencia doméstica. Han perdido parte de sus habituales reacciones
defensivas y, según una fascinante teoría, algunos han modificado el
ano para que se asemeje a la cara de una hormiga. Las hormigas tie-
nen la costumbre de pasarse líquido unas a otras con la boca; la idea
es que los pulgones que hayan modificado el ano para que parezca la
cara de una hormiga estarán facilitando el ordeño y granjeándose la
correspondiente protección contra enemigos y depredadores.
«El Cuento de la Hormiga Cortadora de Hojas» nos enseña que la
recompensa diferida constituye el fundamento de la agricultura. Los
cazadores-recolectores comen lo que cazan y lo que recolectan. Los agri-
cultores, en cambio, no se comen las semillas del maíz; las entierran
y esperan unos meses a que fructifiquen. No se comen el abono con
que fertilizan el suelo ni se beben el agua con que lo irrigan, y todo
ello, como decimos, a cambio de una gratificación diferida. A la hor-
miga cortadora de hojas se le ocurrió primero. Observemos su proce-
der y seamos sabios.9

EL CUENTO DEL SALTAMONTES

El cuento del saltamontes aborda el controvertido y delicado tema


de la raza.

9. El autor parafrasea Proverbios, 6:6: «Vé a la hormiga, oh perezoso; observa sus


caminos y sé sabio». [N. del t.]

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protóstomos

Dos especies de saltamontes, Chorthippus brunneus y Chorthippus bigut-


tulus, son tan parecidas que ni siquiera los entomólogos consiguen dis-
tinguirlas, pero en estado natural, aun cuando suelen encontrarse,
nunca se reproducen entre sí. Esto demuestra que son especies de ver-
dad. Los experimentos, sin embargo, han demostrado que basta con
hacer que una hembra oiga el reclamo nupcial de un macho de su
propia especie desde una jaula cercana para que se aparee tranquila-
mente con un macho de la especie equivocada, creyendo (dan ganas de
decirlo así) que se trata del cantor. Cuando esto ocurre, el resultado
son híbridos sanos y fértiles. En libertad normalmente no sucede, por-
que no es normal que una hembra se encuentre cerca de un macho
de su misma especie que emita un reclamo audible sin ser visto, justo
cuando la está cortejando un macho de la otra especie.
Los grillos también han sido objeto de experimentos parecidos,
sólo que usando como variable la temperatura. Cada especie de gri-
llo chirría en una frecuencia distinta, pero la frecuencia del chirrido
también depende de la temperatura. Si se tienen identificados unos
cuantos grillos, pueden usarse de termómetro con una precisión razo-
nable. Por suerte, lo único que depende de la temperatura no es el
chirrido del macho sino también la percepción del mismo por parte
de la hembra: ambos varían a la par, lo que normalmente evita el
mestizaje. Si a una hembra, en un experimento, le damos la opción
de escoger entre dos machos que chirrían cada uno en una frecuen-
cia, escogerá al que lo hace a su misma temperatura y tratará al otro
como si perteneciese a otra especie. Si calentamos a la hembra, opta-
rá por un chirrido más caliente, aunque eso la lleve a escoger al macho
de la especie equivocada. Lo normal es que esto tampoco se dé en la
naturaleza. Si una hembra oye a un macho es porque no anda muy
lejos, con lo cual estará más o menos a su misma temperatura.
El chirrido de los saltamontes también depende de la temperatu-
ra. Utilizando saltamontes del mismo género de los que hemos men-
cionado al inicio del cuento (Chorthippus, aunque de distinta espe-
cie), unos científicos alemanes llevaron a cabo una serie de experimentos
muy ingeniosos desde el punto de vista técnico. Lo que hicieron fue
acoplar a los insectos unos minúsculos termómetros y calentadores eléc-
tricos, tan diminutos que les permitían calentar la cabeza de un salta-
montes sin calentarle el tórax, o al contrario, calentarle sólo el tórax

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el cuento del antepasado

sin calentarle la cabeza. A continuación evaluaron la preferencia de las


hembras en cuanto a los chirridos que los machos producían estridu-
lando10 a diferentes temperaturas, y descubrieron que lo que determi-
na la preferencia de las hembras es la temperatura de la cabeza. Sin
embargo, lo que determina la frecuencia de estridulación es la tem-
peratura del abdomen. Por suerte, en la naturaleza, donde nadie se
dedica a hacer experimentos con calentadores eléctricos en miniatu-
ra, lo normal es que la cabeza y el tórax estén a la misma temperatura,
con lo cual el sistema funciona y no se producen hibridaciones.
Es muy habitual encontrar parejas de especies relacionadas que
nunca se cruzan en condiciones normales pero que pueden hacerlo
cuando el ser humano interviene. El caso de Chorthippus bruneus y
Chorthippus bigotulus es sólo un ejemplo. En «El Cuento del Cíclido»
hemos visto un caso similar: la luz monócroma impedía la distinción
entre dos especies de peces, una rojiza y otra azulada. Y también ocu-
rre en los zoológicos. Los biólogos suelen catalogar como especies dis-
tintas a los animales que se aparean en condiciones artificiales, pero
que se niegan a hacerlo en libertad, como ocurre con los saltamon-
tes. Pero a diferencia de, pongamos por caso, los tigres y los leones,
que también pueden cruzarse en cautividad y dan lugar a ligres y tigro-
nes (ambos estériles), dichos saltamontes son idénticos: aparentemen-
te, lo único que los diferencia son los chirridos. Eso, y sólo eso, es lo
que les impide reproducirse entre sí y, por tanto, lo que nos lleva a
considerarlos especies diferentes. Los seres humanos somos todo lo
contrario. Hace falta un esfuerzo sobrehumano de celo político para
pasar por alto las notorias diferencias entre nuestras razas o pobla-
ciones, pero los miembros de una raza nos reproducimos tranquila-

10. La estridulación es la manera que tienen los grillos y los saltamontes de produ-
cir sonido. Los saltamontes se frotan las patas contra las coberturas de las alas. Los
grillos se frotan las coberturas de las alas una contra otra. Los dos suenan parecido,
aunque el chirrido de los saltamontes es más zumbón y el de los grillos más musical.
De cierto grillo arborícola se ha llegado a decir que si se pudiese oír la luz de la luna,
sonaría así. Las cigarras son muy diferentes. Producen ruido desplazando hacia den-
tro y hacia fuera parte de la pared torácica, como cuando de niños hacíamos ranitas
apretando rápida y repetidamente con el pulgar una tapa de lata de conservas. El resul-
tado es un zumbido continuo y por lo general muy estridente que suele presentar
modulaciones de enorme complejidad, características de cada especie.

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protóstomos

mente con los de otra y todos nos definimos, sin lugar a dudas ni a
controversias, como miembros de la misma especie. «El Cuento del
Saltamontes» trata de las razas y las especies, de la dificultad de defi-
nir ambos conceptos, y de cómo atañe todo esto a las razas humanas.
El término raza no tiene un significado preciso. El de especie, como
ya hemos visto, es diferente. Existe un método plenamente aceptado
para determinar si dos animales pertenecen a la misma especie: ¿son
capaces de cruzarse? Ni que decir tiene que si los dos son del mismo
sexo, si son demasiado jóvenes o viejos, o si uno de los dos es estéril,
no podrán cruzarse. Pero eso son tiquismiquis fáciles de sortear. En
el caso de los fósiles, que evidentemente no pueden reproducirse entre
sí, también aplicamos el criterio del cruzamiento y nos planteamos la
siguiente pregunta: ¿consideramos probable que si estos dos anima-
les no fuesen fósiles sino seres vivos, fértiles y del sexo opuesto, serí-
an capaces de cruzarse?
El criterio del cruzamiento confiere a las especies un estatus úni-
co en el escalafón taxonómico. Por encima del rango de especie está
el de género, que no es más que un grupo de especies bastante pare-
cidas entre sí. No existe ningún criterio objetivo para determinar cuán
parecidas han de ser, y lo mismo cabe decir de todos los niveles supe-
riores: familia, orden, clase, filo y todos los rangos sub- y super- inter-
medios. Por debajo de la categoría de especie, los términos raza y subes-
pecie se usan más o menos indistintamente y tampoco existe un criterio
objetivo que nos permita determinar si dos personas deben conside-
rarse de la misma raza o no, ni cuántas razas hay. Además, por supues-
to, de una dificultad añadida que no se presenta por encima del ran-
go de especie y es la de que las razas se cruzan, con lo cual hay muchos
individuos de raza mestiza.
Es de suponer que las especies, dentro del proceso que las torna
lo bastante distintas como para ser incapaces de cruzarse, pasan por
una fase intermedia en la que constituyen razas diferentes. Cabría con-
siderar a las diversas razas como especies en ciernes, sólo que esto no
implica necesariamente que el proceso continúe hasta el final, esto es,
hasta la especiación.
El criterio de cruzamiento funciona bastante bien y en el caso de
los seres humanos y sus presuntas razas dicta un veredicto inapela-
ble: todas las razas humanas se cruzan entre sí. Todos los humanos

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somos miembros de la misma especie y ningún biólogo serio diría lo


contrario. Con todo, permítame el lector llamar su atención sobre
un dato interesante y puede que hasta un tanto inquietante. Si bien
los miembros de razas diferentes nos cruzamos alegremente unos con
otros, produciendo una gama continua de razas intermedias, nos mos-
tramos extrañamente reacios a abandonar la terminología racial que
constata las divisiones. ¿No sería lógico que, teniendo siempre a la
vista toda esa gama de razas intermedias, abandonásemos el afán de
clasificar a la gente en uno u otro extremo y reparásemos en lo absur-
do de semejante empresa, algo que se pone continuamente de mani-
fiesto miremos donde miremos? Por desgracia, lejos de abandonar-
lo, el afán perdura, lo cual no deja de ser significativo.
Algunos de los individuos que en Estados Unidos son unánime-
mente considerados negros puede que no tengan ni un 10% de ascen-
dencia africana, y a menudo su color de piel no desentona en absolu-
to del de muchas personas que todo el mundo considera blancas. De
los cuatro políticos estadounidenses que aparecen en la fotografía, dos
son calificados de negros en todos los periódicos y los otros dos, de
blancos. ¿Acaso un marciano que desconociese nuestras convencio-
nes pero fuese capaz de distinguir los tonos de piel no los dividiría
en tres y uno? Seguro que sí. En nuestra cultura, sin embargo, casi

¿Acaso un marciano no los dividiría entre tres y uno?

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protóstomos

todo el mundo ve inmediatamente a Colin Powell como negro, inclu-


so en esta fotografía concreta, donde aparece con la piel más clara
incluso que Bush o Rumsfeld.
Una fotografía como ésta, que muestra a Powell junto a unos hom-
bres blancos bien conocidos (tiene que estar cerca de ellos para que
las condiciones lumínicas sean las mismas para todos), se presta a un
ejercicio muy interesante. Si recortamos un pequeño rectángulo de
cada uno de los rostros, por ejemplo, de la frente, y los colocamos todos
juntos, veremos que hay poquísima diferencia entre el rectángulo de
Powell y el de los hombres blancos que aparecen a su lado. Podrá ser
más claro o más oscuro, según el caso. Pero si abrimos el foco y volve-
mos a contemplar la fotografía original, de inmediato Powell nos pare-
cerá negro. ¿En qué indicios basamos nuestra apreciación?
Para dejar claro el concepto, hagamos el mismo ejercicio de com-
parar pedazos de frente usando la foto en la que Powell aparece jun-
to a un negro verdadero como Daniel Arap Moi, el presidente de Kenia.
En este caso, la diferencia entre los dos trozos será espectacular. Sin
embargo, cuando abrimos el foco y volvemos a contemplar todo el ros-
tro, vemos un Powell negro. El artículo que acompañaba a la fotogra-
fía, publicado con motivo de la visita de Powell a Moi en mayo de 2001,
da a entender que en África rigen las mismas convenciones:

Siendo el primer secretario de estado afroamericano en la historia de


Estados Unidos, los africanos han recibido a Powell casi como un mesías.

Junto a un negro de verdad. Colin Powell con Daniel arap Moi.

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el cuento del antepasado

Y quizá porque es negro, sus severas críticas han tenido un amplio eco
entre...

¿Por qué la gente se traga sin el menor reparo la evidente contradic-


ción (y hay muchos ejemplos parecidos) entre el aserto «es negro» y
la fotografía que lo acompaña? ¿Qué pasa aquí? Pues varias cosas. La
primera es que mostramos un curioso afán por clasificar racialmente
a los demás, incluso cuando se trata de individuos cuyos padres son
de distinta raza (lo cual torna absurda la clasificación), y cuando (como
aquí) carece de la menor importancia.
La segunda es que tendemos a no calificar a nadie de mestizo. En
lugar de eso, nos decantamos por una u otra raza. Algunos estadou-
nidenses son de origen cien por cien africano y otros, cien por cien
europeo (dejando a un lado el hecho de que, en el fondo, todos somos
de origen africano). Quizá para determinados fines sea más práctico
llamarlos negros y blancos respectivamente; no estoy formulando nin-
guna objeción de principio a tales designaciones. Pero mucha gente,
probablemente más de la que nos imaginamos, tiene antepasados tan-
to negros como blancos. Puestos a usar una terminología cromática,
muchos de nosotros nos encontramos en algún lugar intermedio del
espectro. La sociedad, sin embargo, insiste en encasillarnos en un
extremo u otro. Es un ejemplo de la tiranía de la mente discontinua, que,
recordemos, fue el tema de «El Cuento de la Salamandra». A los ciu-
dadanos estadounidenses se les pide constantemente que rellenen for-
mularios en los que han de marcar una de las siguientes cinco casi-
llas: caucásico (que no sé lo que significará; natural del Cáucaso, desde
luego, no), afroamericano, hispano (que no sé lo que significará; espa-
ñol, desde luego, no), nativo americano u otro. No hay casillas que pon-
gan «mitad y mitad». Pero la mera idea de marcar una casilla con
una cruz es, por principio, incompatible con la verdad, esto es, que
muchas personas, si no todas, son una compleja mezcla de esas cinco
categorías y de otras. Por eso lo que suelo hacer es negarme indigna-
do a marcar ninguna de las casillas, o bien añado una más en la que
pongo «ser humano». Sobre todo cuando el formulario emplea el moji-
gato eufemismo de «etnia».
En tercer lugar, en el caso concreto de los afroamericanos, nuestro
uso del lenguaje presenta un equivalente cultural de la dominancia

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genética. Cuando Mendel cruzó guisantes rugosos con lisos, todos


los guisantes de la primera generación salieron lisos. Liso era dominan-
te y rugoso, recesivo. La primera generación tenía un alelo de la lisura
y uno de la rugosidad, pero los guisantes en sí eran idénticos a los
guisantes que no tenían genes de la rugosidad. Cuando un inglés se
casa con una africana, el color y la mayoría de los rasgos de los hijos
que engendren serán intermedios. Es un caso distinto, pues, al de los
guisantes. Pero todos sabemos que la sociedad indefectiblemente lla-
mará negros a esos niños. La negrura no es un verdadero dominante
genético como la lisura de los guisantes. Pero la percepción social de
los negros sí que actúa como un dominante. Un dominante meméti-
co o cultural. El perspicaz antropólogo Lionel Tiger lo atribuye a
una metáfora de la contaminación, una concepción racista que existiría
dentro de la cultura blanca. Y también existe, qué duda cabe, un deseo
vehemente y comprensible por parte de muchos descendientes de
esclavos de identificarse con sus raíces africanas. En «El Cuento de
Eva» ya analizamos este particular, a propósito del documental televi-
sivo en el que unos emigrantes jamaicanos se reunían emotivamente
con sus supuestos parientes en África occidental.
En cuarto lugar, existe un gran consenso entre todos los observa-
dores en cuanto a las categorías raciales que empleamos. Un indivi-
duo como Colin Powell, mulato y de rasgos intermedios, no es califi-
cado de negro por unos observadores y de blanco por otros. Puede
que una pequeña minoría lo califique de mulato, pero todos los demás
sin excepción dirán que es negro, y lo mismo vale para cualquier per-
sona que exhiba la más mínima huella de ascendencia africana, por
mucho que su porcentaje de antepasados europeos sea abrumador.
Nadie califica a Powell de blanco, a menos que lo que se pretenda sea
poner de relieve el estridente contraste entre esa definición y la opi-
nión pública.
Existe una técnica muy útil denominada correlación entre observado-
res que se suele usar en el ámbito científico para determinar si real-
mente existe una base fidedigna sobre la que fundar un juicio, aun
cuando nadie sea capaz de definirla. La lógica, en el caso que nos ocu-
pa, es la siguiente: quizá no sepamos cómo hace la gente para decidir
si alguien es negro o blanco (espero haber demostrado que no es por-
que sea blanco ni negro), pero algún criterio fiable debe de haber

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el cuento del antepasado

puesto que dos jueces cualesquiera escogidos al azar llegarían a la mis-


ma conclusión.
El hecho de que la correlación entre observadores se mantenga
elevada, incluso en un amplísimo espectro interracial, es un testimo-
nio impresionante de algo profundamente arraigado en la psicolo-
gía humana. Si se manifiesta en culturas diferentes, sería un caso
análogo al hallazgo de la percepción cromática por parte de los antro-
pólogos. Los físicos nos han enseñado que el arcoiris, esa gama de
colores que va del rojo al violeta pasando por el naranja, el amarillo,
el verde y el azul, es una simple secuencia continua de longitudes de
onda. Los motivos por los que seleccionamos determinadas longitu-
des de onda dentro del espectro físico y les asignamos un nombre con-
creto no son físicos, sino biológicos y/o psicológicos. Hay un nom-
bre para el azul y otro para el verde, pero para el azul-verde no. La
interesante conclusión de los experimentos de los antropólogos (y
no de algunas teorías antropológicas muy influyentes, dicho sea de
paso) es que varias culturas coinciden sustancialmente a la hora de
categorizar los colores. En el ámbito de las apreciaciones raciales, pare-
cer ser que se da el mismo tipo de concordancia, tal vez, incluso, más
sólida y evidente que en el caso del arcoiris.
Como ya he dicho, los zoólogos catalogan de especie a todo grupo
cuyos miembros se reproduzcan entre sí en estado natural. Si sólo se
reproducen en los zoológicos, o si requieren inseminación artificial o
si hay que engañar a las hembras con machos cantores enjaulados (como
en el experimento de los saltamontes), por muy fértil que resulte ser
la prole fruto de estos apareamientos, las dos especies se considerarán
distintas. Se podrá discutir si ésta la única definición sensata de espe-
cie, pero, sea como fuere, es la que usa la mayoría de los biólogos.
Ahora bien, si quisiéramos aplicar dicha definición a los seres huma-
nos, nos encontraríamos con una dificultad muy peculiar: ¿cómo dis-
tinguimos las condiciones de reproducción naturales de las artificia-
les? No es una pregunta fácil de responder. En la actualidad, todos
los seres humanos pertenecemos a la misma especie y, de hecho, nos
reproducimos tranquilamente unos con otros. Pero el criterio, recor-
demos, es si deciden cruzarse en condiciones naturales. ¿Cuáles son
las condiciones naturales para los humanos? ¿Acaso siguen existien-
do? Si en épocas ancestrales, tal y como a veces ocurre hoy día, dos

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tribus vecinas practicaban religiones diferentes, hablaban idiomas dife-


rentes, tenían costumbres alimenticias y tradiciones culturales dife-
rentes, y estaban continuamente en guerra la una con la otra; si a los
miembros de ambas tribus se les inculcaba la convicción de que los
de la otra tribu eran bestias infrahumanas (como ocurre incluso en la
actualidad); si sus religiones les enseñaban que el sexo con miem-
bros de la otra tribu era tabú o impuro, es perfectamente posible que
nunca se reprodujesen entre sí. Sin embargo, desde el punto de vista
anatómico y genético eran completamente idénticas. Y bastaría un
cambio de costumbres religiosas o de otro tipo para romper las barre-
ras al cruzamiento. ¿Cómo se podría, pues, aplicar el criterio de cru-
zamiento a los seres humanos? Si Chorthippus brunneus y Chorthippus
biguttulus se consideran especies distintas de saltamontes porque pre-
fieren no cruzarse aunque físicamente puedan hacerlo, ¿no habría sido
posible en su día separar a los humanos de la misma forma, al menos
en épocas pretéritas de exclusión tribal? No olvidemos que Chorthippus
brunneus y Chortippus biguttulus son idénticos en todo salvo en el chi-
rrido y que, cuando se les engaña para que se apareen (algo fácil de
conseguir), los híbridos resultantes son completamente fértiles.
Con independencia de lo que pensemos los meros observadores
de apariencias superficiales, para un genetista la especie humana actual
es particularmente uniforme. Si consideramos toda la variación gené-
tica de la población humana y medimos la fracción asociada a las
divisiones regionales que denominamos razas, el resultado es un por-
centaje muy pequeño del total: entre un 6 y un 15% dependiendo
del tipo de medición empleado; mucho menor, en cualquier caso, que
en muchas otras especies en las que se reconoce la existencia de razas.
La conclusión de los genetistas, por lo tanto, es que la raza no es un
aspecto muy importante de las personas. Hay otras formas de expre-
sar este concepto. Si con excepción de una sola raza todos los seres
humanos se extinguiesen, la mayor parte de la variación genética de
la especie humana quedaría a salvo. La idea no es fácil de captar a bote
pronto y puede que a mucha gente le sorprenda. Si los calificativos
raciales tuviesen tanto fundamento como pensaba, por ejemplo, casi
toda la sociedad victoriana, sería necesario conservar una amplia mues-
tra de todas las razas para conservar la mayor parte de la variación
genética de la especie humana; sin embargo, no es así.

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Quienes sin duda se habrían sorprendido habrían sido los biólo-


gos victorianos, habida cuenta de que, salvo raras excepciones, con-
templaban la humanidad bajo un prisma racista. Este punto de vista
persistió hasta bien entrado el siglo XX. Lo único insólito de Hitler
fue que se hizo con el poder necesario para convertir unas ideas racis-
tas en un programa de gobierno; muchas otras personas, no sólo en
Alemania, pensaban igual, sólo que no tenían poder. Ya he citado en
alguna ocasión cómo imaginaba H. G. Wells que debería ser su Nueva
República (Anticipaciones, 1902) y vuelvo a hacerlo ahora porque viene
bien recordar las cosas tan horripilantes que, hace tan sólo un siglo y
sin apenas llamar la atención, podía decir un destacado intelectual
británico a la sazón considerado un progresista de izquierdas.

¿Y cómo tratará la Nueva República a las razas inferiores? ¿Cómo lidiará


con el negro... con el amarillo.... con el judío... con todas esas hordas
negras, morenas, aceitunadas, amarillas, que no tienen cabida en las
nuevas exigencias de eficacia? Bien, un mundo es un mundo, no una
casa de beneficencia, luego entiendo que tendrán que desaparecer... Y el
sistema ético de los hombres de esta Nueva República, el sistema ético que
dominará el estado mundial, se estructurará de manera que favorezca la
procreación de todo cuanto la humanidad tiene de bueno, eficiente y
bello: cuerpos hermosos y fuertes, mentes despejadas y poderosas... Y el
método que hasta ahora ha seguido la naturaleza para forjar el mundo,
el método en virtud del cual se impedía que los débiles engendrasen más
debilidad... es la muerte... Los habitantes de la Nueva República... se guia-
rán por unos ideales que harán oportuno el homicidio.

El cambio experimentado por nuestras actitudes en estos cien años


debería, supongo, servirnos de consuelo. Quizá parte del mérito de
este cambio corresponda –en sentido negativo– a Hitler, puesto que
nadie quiere que lo pillen diciendo lo mismo que él. Pero me pre-
gunto lo siguiente: ¿cuáles de nuestras proclamas actuales citarán horro-
rizados nuestros descendientes del siglo XXII? ¿Tal vez algo relacio-
nado con nuestra forma de tratar a otras especies?
Pero esto ha sido un paréntesis. Estábamos diciendo que, pese a las
apariencias superficiales, la especie humana presenta una uniformi-
dad genética muy elevada. Si extraemos muestras de sangre y compa-

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ramos las moléculas de proteína o directamente, si secuenciamos los


genes, veremos que hay menos diferencias entre dos seres humanos
cualesquiera oriundos de cualquier parte del mundo que entre dos
chimpancés africanos. Una posible explicación de esta uniformidad
es que nuestros antepasados, pero no los de los chimpancés, pasaron
por un cuello de botella genético hace no mucho tiempo. La especie
humana quedó reducida a un número exiguo y estuvo a punto de
extinguirse, pero logró recuperarse y salir adelante. Hay indicios de
un drástico descenso de la población, hace unos 70.000 años, que
habría sido consecuencia de seis años de invierno volcánico seguido por
una glaciación de un milenio, y que habría reducido la población mun-
dial a unos 15.000 individuos. Como los hijos de Noé en el mito bíbli-
co, todos los humanos descendemos de esa pequeña población, y
por eso somos tan uniformes genéticamente. Unas pruebas simila-
res, sólo que de una uniformidad genética todavía mayor, indican que
los guepardos pasaron por un cuello de botella aún más estrecho en
una época más reciente, hacia el final de la última glaciación.
Puede que a algunas personas no les convenza el testimonio de la
genética bioquímica porque no cuadra con su experiencia cotidiana.
Al contrario que los guepardos, nuestro aspecto no es uniforme.11 A
simple vista, las diferencias entre un noruego, un japonés y un zulú son
realmente espectaculares. Aun con la mejor voluntad del mundo, cues-
ta trabajo dar crédito a lo que, de hecho, es la pura verdad, a saber, que,
en realidad, esas tres personas son más similares entre sí que tres chim-
pancés, por más que éstos nos resulten mucho más parecidos.
Ni que decir tiene que, socialmente, se trata de un tema delicado,
aunque recientemente, en un encuentro al que asistimos unos vein-
te científicos, fui testigo de cómo un investigador médico del África
occidental se lo tomaba a guasa. Al inicio de la conferencia, el presi-
dente nos pidió a todos los ponentes reunidos alrededor de la mesa
que nos presentásemos. El africano, que era el único negro y que
además, a diferencia de muchos afroamericanos, era muy negro, ter-
minó su presentación, bromeó: «Me recordarán fácilmente. Soy el úni-

11. El de los leopardos, a decir verdad, tampoco. Pero las panteras negras, que en
el pasado se pensaba constituían una especie distinta, se diferencian de los leopardos
en un solo locus genético.

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el cuento del antepasado

co que lleva corbata roja». Con ello se burló de una forma simpática
de los esfuerzos sobrehumanos que hace la gente para fingir que no
percibe las diferencias raciales. Creo recordar que los Monty Python
tenían un sketch parecido. No obstante, no podemos descartar la evi-
dencia genética que indica que, en contra de lo que parece, somos
una especie excepcionalmente uniforme. ¿Cuál es la solución de este
conflicto entre la apariencia y la realidad de los datos científicos?
Es absolutamente cierto que, si se calcula la variación total de la
especie humana y se divide entre un componente interracial y un com-
ponente intrarracial, el primero resulta ser una fracción muy peque-
ña del total. Casi toda la variación entre los seres humanos puede hallar-
se tanto dentro de las razas como fuera de ellas; lo que diferencia a
unas razas de otras es tan sólo una mínima porción de variación adi-
cional. Todo eso es correcto. Lo que ya no es correcto es inferir que
el concepto de raza carece de sentido. Esta idea la acaba de expresar
claramente el ilustre genetista de Cambridge, A. W. F. Edwards, en un
artículo titulado «Diversidad genética humana: la falacia de Lewontin».
R. C. Lewontin es otro genetista de Cambridge (Massachusetts) no
menos ilustre, famoso por la firmeza de sus convicciones políticas y
la manía de sacarlas a relucir en cualquier discusión científica a la míni-
ma oportunidad. Su concepción de la raza se ha convertido en un dog-
ma poco menos que universal en los círculos científicos. En un céle-
bre artículo de 1972 escribió:

Es evidente que si comparamos nuestra percepción de las diferencias


relativamente grandes entre las razas y subgrupos humanos con la varia-
ción existente dentro de esos mismos grupos, dicha percepción resulta
ser fruto de un prejuicio, como también es evidente que, si nos basa-
mos en diferencias genéticas escogidas al azar, las razas y poblaciones
humanas son extraordinariamente similares, pues la mayor parte de toda
la variación humana, corresponde, de largo, a las diferencias entre
individuos.

Ésta es, punto por punto, la idea que he dado por buena más arriba
y es lógico que así sea teniendo en cuenta que la mayor parte de mi
exposición está basada en Lewontin. Pero veamos cómo prosigue el
genetista:

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protóstomos

La clasificación racial del ser humano no tiene ningún valor social y des-
truye efectivamente las relaciones sociales y humanas. Teniendo en cuen-
ta, además, que carece de toda relevancia tanto en sentido genético como
taxonómico, no hay justificación posible para seguir empleándola.

Todos estamos más que de acuerdo en que la clasificación racial del


ser humano no tiene ningún valor social y que destruye efectivamen-
te las relaciones sociales y humanas. Es uno de los motivos por los
que me niego a marcar casillas en los formularios y me opongo a la
discriminación positiva en la selección de candidatos a un puesto de
trabajo. Pero eso no significa que la raza carezca «de toda relevancia
tanto en sentido genético como taxonómico». Edwards, en cambio,
razona su postura de la siguiente manera: por muy pequeña que sea
la fracción racial del total de la variación, si esas características racia-
les están estrechamente correlacionadas con otras, serán, por defini-
ción, informativas y, en consecuencia, relevantes desde el punto de vis-
ta taxonómico.
El término informativo tiene un significado muy preciso. Un enun-
ciado informativo es aquél que nos da a conocer algo que hasta enton-
ces ignorábamos. El contenido informativo de un enunciado se cal-
cula como reducción de la incertidumbre previa. A su vez, la reducción
de la incertidumbre previa se calcula como cambio de probabilidades.
Esto permite que el contenido informativo de un mensaje sea mate-
máticamente preciso, aunque ahora no vamos a entrar en detalles.12
Si nos dicen que Evelyn es un varón, al instante sabremos un montón
de cosas sobre él. Nuestra incertidumbre previa sobre la forma de los
genitales de Evelyn se ve reducida (aunque no disipada por comple-
to). Ahora nos constan datos que antes desconocíamos acerca de sus
cromosomas, sus hormonas y otros aspectos de su bioquímica, y tam-
bién se ha producido una considerable reducción de nuestra incerti-
dumbre previa en cuanto al tono de voz de Evelyn, la distribución de
su vello facial, de su grasa corporal y de su musculatura. En cambio,

12. Da la casualidad de que el propio Lewontin fue uno de los primeros biólogos
que hicieron uso de la teoría de la información, y, de hecho, la empleó en ese artículo
sobre la raza, aunque con otra finalidad: la utilizó como herramienta estadística para
calcular la diversidad.

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el cuento del antepasado

en contra de los viejos prejuicios victorianos, nuestra incertidumbre


previa acerca de la inteligencia de Evelyn o su capacidad de apren-
der, no se ha visto alterada por la información sobre su sexo. La incer-
tidumbre sobre su capacidad de levantar peso o de sobresalir en la
mayoría de deportes se ha reducido cuantitativamente, pero solo un
tanto. Muchas mujeres son capaces de derrotar a muchos hombres en
cualquier modalidad deportiva, aunque lo normal es que los mejores
hombres venzan a las mejores mujeres. Nuestra confianza a la hora de
apostar, pongamos por caso, por la velocidad en carrera de Evelyn o
la potencia de su saque en el juego del tenis, ha aumentado ligeramen-
te al enterarse de su sexo, pero tampoco es del todo plena.
Pasemos al tema de la raza. Si nos dicen que Suzy es china, ¿en
qué medida se reducirá nuestra su incertidumbre previa? Ahora esta-
remos bastante seguros de que tiene el pelo negro y liso (o lo tenía
originalmente), ojos con epicanto, y dos o tres cosas más. Si nos dicen
que Colin es negro, no nos están comunicando, como ya hemos visto, que
sea negro. No obstante, está claro que el enunciado tampoco deja de
ser informativo. La elevada correlación entre observadores indica que
existe una constelación de características que la mayoría de la gente
reconocería, de modo que la afirmación «Colin es negro» realmente
reduce la incertidumbre previa sobre su persona. Hasta cierto punto,
también funciona al contrario. Si nos dicen que Carl es campeón olím-
pico de los cien metros lisos, la incertidumbre previa con respecto a
su raza se verá reducida. Es más, podemos estar casi seguros de que
es negro.13
Hemos iniciado estas disquisiciones preguntándonos si el concep-
to de raza era, o había sido alguna vez, un método informativo de
clasificar a la gente. ¿Cómo podríamos aplicar el criterio de correla-
ción entre observadores para evaluar esta cuestión? Bien, supongamos
que escogemos al azar a veinte nativos de cada uno de los siguientes
países, Japón, Uganda, Islandia, Sri Lanka, Nueva Guinea Papúa y
Egipto, y les sacamos a todos una fotografía de rostro entero. Si a
cada una de esas 120 personas le diésemos una copia de las 120 foto-

13. Hace pocos años sir Roger Bannister se metió en un buen lío por decir algo
parecido. Los motivos se me escapan, salvo que se trate de la susceptibilidad exacer-
bada de la gente cuando se toca el tema de la raza.

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protóstomos

grafías y le pidiésemos que las clasificasen en seis categorías diferen-


tes, calculo que todos conseguirían un 100% de aciertos. Es más, si
les dijésemos el nombre de los seis países en cuestión, los 120 indivi-
duos, a poco que tuviesen un nivel cultural razonable, asignarían correc-
tamente las 120 fotografías al país correspondiente. No he hecho el
experimento, pero estoy convencido de que el lector coincidirá con-
migo sobre cuál sería el resultado. Podrá parecer poco científico por
mi parte que no me haya molestado en llevarlo a cabo, pero lo que tra-
to de expresar es precisamente eso: que estoy convencido de que el
lector, como ser humano que es, coincidiría conmigo sin necesidad
de ponerlo en práctica.
Si se fuese a hacer el experimento, no creo que Lewontin espera-
se un resultado diferente del que he predicho. Sin embargo, para ser
coherente con esa afirmación suya de que la clasificación racial care-
ce de toda relevancia tanto taxonómica como genética, debería emi-
tir una predicción opuesta a la mía. Si no tiene ninguna relevancia ni
taxonómica ni genética, la única explicación de que se registre una
correlación tan elevada entre observadores sería la existencia, a nivel
mundial, de un prejuicio cultural parecido, pero me parece que
Lewontin tampoco estaría por la labor de predecir algo semejante. En
resumidas cuentas, opino que Edwards tiene razón y que Lewontin, y
no es la primera vez, está equivocado. Lewontin, faltaría más, hizo bien
los cálculos porque es un brillante genético matemático: el porcenta-
je de la variación total de la especie humana que corresponde a la divi-
sión racial es, efectivamente, bajo. Pero como la variación interracial,
por más que constituya un porcentaje bajo de la variación total, es corre-
lacionada, es informativa en aspectos que se podrían demostrar fácil-
mente midiendo la concordancia entre las apreciaciones de los obser-
vadores.
Llegados a este punto, debo reiterar que me opongo rotunda-
mente a que me pidan que rellene formularios donde haya que mar-
car una casilla detallando mi raza o etnia y suscribo enérgicamente la
afirmación de Lewontin de que la clasificación racial puede destruir
las relaciones sociales y humanas, sobre todo cuando se emplea para
tratar a unas personas de un modo y a otras de otro, ya sea mediante
discriminación negativa o positiva. Asignar una etiqueta racial a una
persona es informativo en el sentido de que nos revela varias cosas

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el cuento del antepasado

acerca de la misma. Puede reducir nuestra incertidumbre acerca del


color de su pelo, el color de su piel, la lisura de su cabello, la forma
de sus ojos, la forma de su nariz y su estatura. Sin embargo, no hay
motivos para creer que nos revela algo sobre su idoneidad para un
puesto de trabajo determinado. Además, en el caso improbable de que
redujese la incertidumbre estadística sobre su probable idoneidad para
un puesto de trabajo concreto, seguiría siendo una perversidad usar
etiquetas raciales para discriminar a un candidato. Hay que elegir en
función de la aptitud y, si después de hacerlo, terminamos con un equi-
po de velocistas formado íntegramente por atletas negros, que así sea.
Pero no habremos incurrido en ninguna discriminación racial para
llegar a esa conclusión.
Un famoso director, cuando sometía a los potenciales miembros
de su orquesta a una audición, siempre les hacía tocar detrás de una
cortina. Les prohibía abrir la boca y hasta tenían que descalzarse
para que el ruido de los tacones no revelase su sexo. Aun en el supues-
to de que estadísticamente las mujeres, pongamos por caso, tocasen
el arpa mejor que los hombres, eso no significaría que, a la hora de
escoger un arpista, hubiese que discriminar a los candidatos masculi-
nos. Considero que discriminar a un individuo simplemente en virtud
del grupo al que pertenece es una perversión. Hoy en día, casi todo
el mundo está de acuerdo en que el régimen sudafricano del apartheid
era algo perverso. En mi opinión, la discriminación positiva a favor de
los estudiantes minoritarios en las universidades estadounidenses pue-
de, en buena ley, condenarse por los mismos motivos que el apar-
theid. Ambos tratan a las personas como representantes de grupos y no
como individuos por derecho propio. La discriminación positiva sue-
le justificarse aduciendo que se trata de reparar una injusticia de siglos.
Ahora bien, ¿cómo va a ser justo desquitarse hoy con un individuo de
los agravios cometidos hace un montón de tiempo por miembros de
un grupo al que da la casualidad que pertenece?
No deja de ser interesante que este tipo de confusión entre el singu-
lar y el plural se ponga de manifiesto en una forma de hablar que es un
síntoma muy revelador del fanatismo: «el judío», en lugar de «los judíos».

El sudanés es un guerrero excelente, pero no sabe ni dónde tiene la


cabeza. En cambio, el pastún...

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protóstomos

Las personas son individuos y como tales son diferentes, mucho más
diferentes de otros miembros de su propio grupo de lo que los gru-
pos lo son entre sí. En este tema no cabe duda de que Lewontin tie-
ne toda la razón.
El acuerdo entre observadores indica que la clasificación racial algo
tiene de informativa, pero ¿de qué nos informa? Pues de nada más que
las características a que se refieren los observadores cuando concuer-
dan, detalles como la forma de los ojos o el tipo de cabello: nada
más, salvo que se nos den más motivos para creerlo. Por alguna razón,
parece ser que son los rasgos superficiales, externos y triviales los que
se correlacionan con la raza; sobre todo los rasgos faciales. Pero, ¿por
qué son tan distintas las razas humanas tan sólo en esas característi-
cas aparentemente llamativas? ¿O es que, como observadores, estamos
predispuestos a reparar en ellas? ¿Por qué otras especies parecen
uniformes comparadas con la nuestra y los humanos, en cambio, exhi-
bimos diferencias que, si nos las encontrásemos en cualquier otro lugar
del reino animal, nos harían sospechar que estamos ante especies
distintas?
La explicación más aceptable políticamente es que los miembros
de cualquier especie tienen una agudizada sensibilidad a las diferen-
cias entre sus congéneres. Según esta tesis, se trata simplemente de
que los humanos advertimos las diferencias entre nosotros con más
facilidad que las que se dan entre los miembros de otras especies.
Los chimpancés, que nos resultan casi idénticos, son tan diferentes
para los propios chimpancés como para nosotros un kikuyo y un holan-
dés. Con la esperanza de confirmar esta hipótesis a nivel intrarracial,
el eminente psicólogo estadounidense H. L. Teuber, experto en los
mecanismos cerebrales del reconocimiento facial, le pidió a un estu-
diante universitario chino que estudiase la cuestión de por qué los
occidentales piensan que los chinos son más parecidos entre sí que los
occidentales. Al cabo de tres años de intensa labor investigadora, el
universitario dio a conocer su conclusión: «¡Es que los chinos son real-
mente más parecidos que los occidentales!». Teniendo en cuenta
que Teuber me contó esta historia con muchos guiños y mucho enar-
camiento de cejas, lo que en su caso es señal de que se avecina un chis-
te, no sé si será verdad o no, pero no tengo inconveniente en creér-
mela y desde luego no me parece que nadie deba molestarse.

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el cuento del antepasado

Nuestra (relativamente) reciente salida de África y consiguiente


diáspora nos ha llevado a una variedad extraordinariamente amplia
de hábitats, climas y modos de vida. Es probable que las diferentes con-
diciones ambientales hayan ejercido fuertes presiones selectivas, sobre
todo en las partes externamente visibles, como la piel, que son las
más castigadas por el sol y el frío. No se me ocurre ninguna otra espe-
cie que prospere igual de bien desde los trópicos hasta el Ártico, des-
de las costas hasta las cumbres de los Andes, desde los desiertos más
áridos hasta las junglas más húmedas, y en todas las regiones inter-
medias. Unas condiciones tan diferentes han de ejercer diferentes pre-
siones selectivas, y sería muy extraño que las poblaciones autóctonas
no divergiesen en consecuencia. Los cazadores de las intrincadas sel-
vas de África, Sudamérica y el Sudeste asiático han reducido todos
ellos, de forma independiente, su tamaño, porque la altura supone
una desventaja en entornos de vegetación densa. Los habitantes de
latitudes elevadas, que necesitan el máximo de sol posible para fabri-
car vitamina D, tienden a tener la piel más clara que los que se enfren-
tan al problema opuesto de protegerse de los rayos cancerígenos del
sol tropical. Es muy probable que esa selección geográfica afectase
en especial a rasgos externos tales como el color de piel, dejando intac-
ta y uniforme la mayor parte del genoma.
En teoría, ésa podría ser la explicación cabal de nuestras diferen-
cias superficiales y visibles, que esconden una profunda similitud. Pero
me resulta insuficiente. Creo que no vendría mal añadirle, como míni-
mo, una hipótesis complementaria que voy a proponer de forma pro-
visional. La hipótesis nace de nuestra discusión previa sobre las barre-
ras culturales a la reproducción. Si contamos la totalidad de los genes,
o si tomamos una muestra totalmente aleatoria de los mismos, es ver-
dad que somos una especie muy uniforme; pero tal vez existan moti-
vos especiales para que en esos mismos genes que nos hacen advertir
las diferencias y distinguir a nuestros congéneres con facilidad, se regis-
tre un volumen desproporcionado de variación. Esto incluiría a los
genes responsables de «etiquetas» externas y visibles, como el color de
piel. Y una vez más, según mi hipótesis, esta agudizada capacidad de
diferenciación habría evolucionado por selección sexual, expresamen-
te en nuestra especie por lo condicionados que estamos por nuestra
cultura. Debido a la enorme influencia de la tradición cultural a la

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protóstomos

hora de escoger con quién nos apareamos y a que nuestras culturas y,


a veces, nuestras religiones, sobre todo en lo tocante a la elección de
la pareja sexual, fomentan el rechazo a los forasteros, esas diferencias
superficiales que ayudaron a nuestros antepasados a preferir a sus con-
géneres antes que a los forasteros se habrían visto reforzadas de una
manera totalmente desproporcionada respecto de las verdaderas dife-
rencias genéticas existentes entre los humanos. Un pensador de la cate-
goría de Jared Diamond sustenta una idea parecida en su libro El ter-
cer chimpancé. Y el propio Darwin, aunque de forma más general, apelaba
a la selección sexual para explicar las diferencias raciales.
Quiero proponer dos versiones de esta teoría: una fuerte y una
débil. La verdad podría consistir en cualquier combinación de ambas.
Según la teoría fuerte, el color de la piel y otras marcas genéticas lla-
mativas evolucionaron como herramienta de discriminación a la hora
de escoger pareja sexual. Según la teoría débil, que podemos consi-
derar antesala de la fuerte, las diferencias culturales tales como el
lenguaje y la religión desempeñan en las etapas iniciales de la espe-
ciación el mismo papel que la separación geográfica. Una vez que las
diferencias culturales propiciaron esa separación inicial, con el con-
siguiente efecto de que ya no habría flujo génico que mantuviese
unidos a los grupos, éstos comenzaron a evolucionar por separado
y a distanciarse genéticamente, como si estuviesen separados en sen-
tido geográfico.
En «El Cuento del Cíclido» vimos cómo una población ancestral
podía escindirse en dos poblaciones genéticamente distintas simple-
mente a raíz de una separación accidental que suele presuponerse
geográfica. Una barrera física como, por ejemplo, una cordillera mon-
tañosa, reduce el flujo de genes entre las poblaciones de dos valles y
los respectivos acervos génicos se distancian. Lo normal es que la sepa-
ración se vea estimulada por presiones selectivas diferentes; uno de
los valles, por ejemplo, puede ser más húmedo que su vecino trans-
montano. Pero la separación inicial accidental, que hasta ahora he
supuesto geográfica, es imprescindible.
Con esto no estoy insinuando que dicha separación geográfica
sea deliberada. No es eso ni mucho menos lo que significa imprescin-
dible. Significa, simplemente, que si no se diese por casualidad una
separación geográfica (o equivalente) inicial, los diversos compo-

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el cuento del antepasado

nentes de la población seguirían vinculados genéticamente como resul-


tado de la interacción sexual. Sin una barrera inicial no puede haber
especiación. Una vez que las dos supuestas especies, que en un primer
momento son razas, comienzan a distanciarse en sentido genético,
pueden llegar a distanciarse más todavía, aun cuando la barrera geo-
gráfica desaparezca con el tiempo.
Es aquí donde surge la controversia. Hay quien piensa que la sepa-
ración inicial ha de ser geográfica; otros, en especial los entomólogos,
hacen hincapié en la denominada especiación simpátrica. Muchos insec-
tos herbívoros sólo se alimentan de una especie de planta, y se apare-
an y desovan en su planta predilecta. Posteriormente las larvas reci-
ben la impronta de la planta que comen desde que nacen, de manera
que, cuando lleguen a adultas, escogerán plantas de la misma espe-
cie para desovar.14 Así pues, si una hembra adulta se equivoca y des-
ova en una especie distinta, las hijas recibirán la impronta de la plan-
ta equivocada y, cuando les toque desovar a ellas, escogerán una planta
de esa misma especie. Sus hijas recibirán la impronta equivocada y
cuando sean adultas frecuentarán plantas de esa especie, se aparea-
rán con machos que frecuenten esas mismas plantas y terminarán des-
ovando en ellas.
En el caso de estos insectos, podemos apreciar cómo el flujo géni-
co con el tipo progenitor puede cortarse abruptamente en el plazo
de una sola generación. Teóricamente, podría surgir una nueva espe-
cie sin necesidad de aislamiento geográfico. O, dicho de otro modo,
para estos insectos la diferencia entre dos especies de plantas equiva-
le a una cordillera o un río para otros animales. Hay quien sostiene
que la especiación simpátrica es más frecuente entre insectos que la
especiación geográfica, en cuyo caso, como la mayoría de las espe-

14. La impronta, cuyo descubrimiento suele atribuirse a Konrad Lorenz, es el proce-


so por el cual ciertos animales jóvenes, como por ejemplo los patitos, sacan una especie
de fotografía mental de un objeto que ven durante una fase temprana de su existencia y
se dedican a seguirlo mientras son jóvenes. Lo normal es que el objeto sea uno de los
progenitores, pero también podrían ser las botas de Konrad Lorenz. En una fase más
tardía, la fotografía mental influye en la elección de pareja sexual; ésta suele ser un miem-
bro de la propia especie, pero, dependiendo de la impronta, los animales en cuestión
también podrían tratar de aparearse con las botas de Lorenz. La historia de los patitos
no es tan simple, pero espero que la analogía con los insectos haya quedado clara.

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protóstomos

cies son insectos, podría resultar incluso que la mayoría de especiacio-


nes fuesen simpátricas. Sea como fuere, lo que quiero decir es que la
cultura humana propicia una situación especial en la que el flujo géni-
co también puede verse bloqueado, configurando un marco análogo
al de los insectos que acabó de esbozar.
En el caso de los insectos, la preferencia por una planta concreta
se transmite de padres a hijos por una doble vía: las larvas reciben la
impronta de dicha planta y los adultos se aparean y desovan en ella.
En efecto, las líneas ancestrales establecen tradiciones que se propagan
longitudinalmente de generación en generación. Las tradiciones huma-
nas son similares, aunque más elaboradas. Como ejemplos cabe citar
el lenguaje, la religión, las costumbres y las convenciones sociales. Los
niños suelen adoptar el idioma y la religión de sus padres, aunque,
como en el caso de los insectos y las plantas, se producen los suficien-
tes errores como para que la vida resulte interesante. Del mismo modo
que los insectos se aparean en las inmediaciones de sus plantas favo-
ritas, la gente tiende a emparejarse con quienes hablan su misma
lengua y rezan a los mismos dioses. En consecuencia, los diversos
idiomas y religiones pueden desempeñar el mismo papel que las plan-
tas o las cadenas montañosas en la especiación geográfica tradicio-
nal. Los idiomas, religiones y costumbres sociales diferentes pueden
poner barreras al flujo génico. A partir de ahí, según la variante débil
de nuestra teoría, las diferencias genéticas aleatorias simplemente se
acumularían a ambos lados de una barrera lingüística o religiosa, igual
que lo harían a ambos lados de una cordillera. Posteriormente, según
la versión fuerte de la teoría, las diferencias genéticas así fraguadas se
irían consolidando a medida que los individuos usasen las diferen-
cias de aspecto más ostensibles como marcadores de discriminación
a la hora de escoger pareja, reforzando con ello las barreras cultura-
les que propiciaron la separación original.15
No estoy insinuando, ni mucho menos, que haya más de una espe-
cie de seres humanos. Todo lo contrario. Lo que quiero decir es que

15. Un problema potencial que habría que resolver si se pretende continuar pos-
tulando esta idea es que, según la teoría de la genética matemática, tanto en el caso
de la separación geográfica como, implícitamente, en el de la cultural, la separación
ha de ser poco menos que absoluta para que la diferenciación genética se mantenga.

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el cuento del antepasado

la cultura humana, que nos aleja del apareamiento aleatorio para


encauzarnos en direcciones determinadas por la lengua, la religión y
otras herramientas culturales de selección, ha tenido, en el pasado,
efectos muy extraños sobre nuestra genética. Es verdad que si toma-
mos en cuenta la totalidad de nuestros genes somos una especie muy
uniforme, pero algunos de nuestros rasgos superficiales exhiben una
variedad pasmosa, rasgos que son triviales pero notorios, o sea, carne
de discriminación. Una discriminación que se practica no sólo a la
hora de elegir pareja sexual, sino a la hora de elegir enemigos y vícti-
mas de prejuicios xenófobos o religiosos.

EL CUENTO DE LA MOSCA DEL VINAGRE

El 1894 el genetista William Bateson, pionero en la materia, publicó


un libro titulado Materiales para el estudio de la variación, con especial aten-
ción a la discontinuidad en el origen de las especies. Lo que hizo Bateson
fue recopilar una lista fascinante, casi macabra, de anormalidades gené-
ticas y reflexionar sobre cómo podrían servir para arrojar luz sobre la
evolución. Hay caballos de pezuña hendida, antílopes con un solo
cuerno, personas con tres manos y un escarabajo con cinco patas en
un lado. En el libro, Bateson acuñó el término homeosis para designar
una extraordinaria modalidad de variación genética. Homoio en grie-
go significa «mismo», así que una mutación homeótica (que es como hoy
la llamaríamos, aunque en la época de Bateson aún no se había acu-
ñado el término mutación) es aquélla que provoca que una parte del
cuerpo aparezca en otro lugar.
Entre los ejemplos recabados por Bateson figuraba una avispa por-
tasierra que tenía una pata donde debería tener una antena. Ante una
anormalidad de ese calibre lo lógico es sospechar, como Bateson, que
podría ofrecernos indicios importantes sobre el desarrollo de los ani-
males en circunstancias normales y, efectivamente, así es; precisamen-
te ése es el tema del presente cuento. Posteriormente, se descubrió
que esa misma homeosis, una pata en lugar de una antena, también
afectaba a las moscas del vinagre o Drosophila, y se le dio el nombre de
antennapedia. Drosophila («amante del rocío») es desde hace mucho tiem-
po el animal favorito de los genetistas. No se deberían confundir nun-

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protóstomos

ca embriología y genética, pero, en los últimos tiempos, las moscas del


vinagre vienen desempeñando un papel estelar tanto en la embriología
como en la genética, y en este cuento vamos a hablar de la primera.
El desarrollo embriónico está controlado por los genes, pero este
control, en teoría, puede darse de dos formas muy diferentes. Las
hemos presentado en «El Cuento del Ratón»: el plano y la receta. Un
albañil construye una casa colocando ladrillos en los lugares especifi-
cados en un plano, mientras que un cocinero hace una tarta, no colo-
cando migas y pasas de corinto en lugares específicos, sino añadien-
do ingredientes por procedimientos específicos, como tamizar, remover,
batir y calentar.16 Los autores de los libros de texto de biología se equi-
vocan cuando describen el ADN como un plano. Los embriones no
siguen, ni muchísimo menos, las indicaciones de un plano. El ADN
no es una descripción, en ningún lenguaje, de cómo debería ser final-
mente el cuerpo. Tal vez en otro planeta los seres vivos se desarrollen
por embriología planificada, pero me cuesta creer que pueda funcio-
nar: tendría que tratarse de un tipo de vida muy diferente. En nues-
tro planeta, los embriones siguen recetas. O, por recurrir a otra ana-
logía que tampoco tiene nada que ver con los planos y que en cierto
modo es más apropiada que la de la receta, los embriones se constru-
yen a sí mismos siguiendo una secuencia de instrucciones para la rea-
lización de una figura de origami.
La analogía del origami cuadra mejor con las fases iniciales de la
embriología que con las tardías. La estructura fundamental del cuer-
po se empieza a construir mediante una serie de pliegues y evagina-
ciones de capas de células. Una vez sentadas las líneas maestras del
plan corporal, las siguientes fases del desarrollo consisten principal-
mente en crecer, como si el embrión se inflase, por todas sus partes,
como un globo. Se trata, sin embargo, de un globo muy especial,
porque las diferentes partes del cuerpo se inflan a un ritmo diferen-
te, y todos esos ritmos están sometidos a un riguroso control: se trata
del importante fenómeno conocido como alometría. «El Cuento de la
Mosca del Vinagre» versa principalmente sobre la fase inicial, origá-
mica, del desarrollo, no sobre la posterior, la inflacionaria.

16. Casualmente, el primero que formuló esta analogía fue sir Patrick Bateson,
pariente de sir William.

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el cuento del antepasado

Las células no se colocan como ladrillos con arreglo a ningún pla-


no, sino que es su comportamiento lo que determina el desarrollo
embrionario. Las células atraen o repelen a otras células. Cambian
de forma de diversas maneras. Segregan sustancias químicas que pue-
den difundirse e influir a otras células incluso a cierta distancia. A veces
mueren selectivamente, modelando formas por sustracción, como un
escultor. Al igual que las termitas que cooperan para construir un
termitero, las células saben lo que han de hacer gracias a la referencia
de sus vecinas, con las que están en contacto, y en respuesta a sustan-
cias químicas de diversas concentraciones. Todas las células de un
embrión contienen los mismos genes, luego no pueden ser los genes
los que distinguen el comportamiento de las diferentes células. Lo que
distingue a una célula de las demás es el tipo de genes activados en
su interior, algo que a su vez se refleja en los productos génicos (pro-
teínas) que contiene.
En los estadios iniciales del embrión, toda célula tiene que saber
dónde está situada con respecto a dos ejes principales: delantero-tra-
sero (eje antero-posterior) y superior-inferior (eje dorso-ventral). ¿Qué
significa saber? En principio significa que el comportamiento de una
célula está determinado por su posición a lo largo del gradiente quí-
mico de cada uno de esos dos ejes. Esos gradientes comienzan nece-
sariamente en el propio huevo y están, por consiguiente, bajo el con-
trol de los genes de la madre, no de los genes nucleares del huevo. Por
ejemplo, en el genotipo materno de Drosophila hay un gen denomi-
nado bicoide que se expresa en las células nodriza que fabrican los hue-
vos. La proteína fabricada por el gen bicoide es enviada al interior
del huevo, en uno de cuyos extremos queda depositada para, desde
allí, extenderse hacia el otro extremo. El gradiente de concentración
resultante (y otros como él) define el eje antero-posterior. Mecanismos
similares en ángulo recto definen el eje dorso-ventral.
Estas concentraciones que definen los ejes persisten en la sustan-
cia de las células producidas como consecuencia de las subsiguientes
divisiones del huevo. Las primeras divisiones se producen sin que se
añada ningún material nuevo, pero no son completas: se forman
multitud de núcleos, pero sin separarse completamente por particio-
nes celulares. Esta célula multinucleada se llama sincitio. Posteriormente,
tienen lugar las particiones y el embrión se convierte en célula propia-

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protóstomos

mente dicha. Durante todo este proceso, como ya digo, persisten los
gradientes químicos originales. El resultado es que los diferentes núcle-
os celulares del embrión estarán bañados en diferentes concentra-
ciones de sustancias químicas clave, correspondientes a los gradientes
bidimensionales originales, y esto hará que en cada célula se active
un gen diferente (estamos hablando, por supuesto, de los genes del
embrión, no de los de la madre). Así es cómo empieza la diferencia-
ción de las células. En estadios más avanzados del desarrollo, las pro-
yecciones de este principio aumentan la diferenciación. Los gradien-
tes originales creados por los genes de la madre dan paso a otros
gradientes más complejos creados por los genes del propio embrión.
Posteriores bifurcaciones en los linajes de las células embrionarias
generan más diferenciaciones.
En los artrópodos el cuerpo experimenta una división a gran esca-
la, pero no en células sino en segmentos. Los segmentos están dispues-
tos en línea, desde la cabeza hasta el extremo del abdomen. La cabe-
za de los insectos consta de seis segmentos; las antenas están en el
segundo segmento, y las mandíbulas y otras partes de la boca, en los
siguientes. En los adultos, los seis segmentos están comprimidos en
un espacio reducido, por lo que el alineamiento antero-posterior no
se aprecia con tanta claridad como en los embriones. Los tres segmen-
tos torácicos (T1, T2 y T3) presentan un alineamiento evidente, con
un par de patas cada uno. El T2 y el T3 suelen portar alas, aunque en
Drosophila y otras moscas sólo tiene alas el T2.17 En el T3 el segundo
par de «alas» se ha transformado en los llamados halterios, unos peque-
ños órganos vibrátiles con forma de alfileres que funcionan como girós-
copos en miniatura para estabilizar el vuelo de la mosca. Algunos insec-
tos fósiles primitivos tenían tres pares de alas, un par en cada uno de
los tres segmentos torácicos. Detrás de los segmentos torácicos hay
unos cuantos segmentos abdominales (algunos insectos tienen 11,
Drosophila tiene 8, dependiendo de cómo se consideren los genitales,
situados en el extremo trasero). Las células saben (en el sentido ya

17. Otros insectos, como las cucarachas y los escarabajos, vuelan únicamente con
alas T3, habiendo transformado las alas T3 en unas láminas duras y rígidas de protec-
ción llamadas élitros. Como hemos visto, los saltamontes y los grillos han modificado
posteriormente los élitros, convirtiéndolos en órganos estridulantes.

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el cuento del antepasado

explicado) en qué segmento se encuentran y actúan en consecuencia.


Y lo saben gracias a la mediación de unos genes de control especiales
llamados genes Hox, que se activan en el interior de la célula. «El Cuento
de la Mosca del Vinagre» trata en su mayor parte de estos genes.
Todo sería muy sencillo y estaría muy claro si ahora pudiese decir-
le al lector que hay un gen Hox para cada segmento y que en todas
las células de un segmento cualquiera sólo se activa ese gen Hox corres-
pondiente. Estaría más claro todavía si los genes Hox estuviesen dis-
puestos a lo largo de un cromosoma en el mismo orden que los seg-
mentos en los que influyen. Bien, la cosa no está tan clara, pero casi.
Los genes Hox están dispuestos, efectivamente, en el orden correcto
a lo largo de un cromosoma, lo cual es estupendo (y gratuito, tenien-
do en cuenta lo que sabemos de cómo funcionan los genes). Pero no
hay bastantes genes Hox para todos los segmentos: sólo existen ocho.
Y hay otra complicación más peliaguda que hemos de sortear. Los seg-
mentos del adulto no corresponden exactamente con los llamados
parasegmentos de la larva. No me pregunte el lector por qué (quizá el
Diseñador se tomó ese día libre), pero cada uno de los segmentos
del insecto adulto consiste en la mitad posterior de un parasegmen-
to de larva más la mitad delantera del siguiente. A partir de ahora y
salvo que especifique lo contrario, cuando use la palabra segmento me
estaré refiriendo a un parasegmento larvario. En cuanto a la cues-
tión de cómo logran ocho genes Hox en línea controlar 17 segmen-
tos en línea, la respuesta es, de nuevo, el truco del gradiente quími-
co. Cada uno de los genes Hox se expresa fundamentalmente en un
segmento determinado, pero también se expresa en otros posterio-
res a éste, aunque en concentración decreciente a medida que se avan-
za hacia atrás. Una célula sabe en qué segmento se encuentra com-
parando el caudal de las sustancias químicas producidas por los genes
Hox situados más adelante. El mecanismo, en realidad, es un poco
más complicado, pero no hace falta que entremos en tantos detalles.
Los ocho genes Hox se hallan dispuestos en dos agrupamientos de
genes situados a lo largo del mismo cromosoma aunque físicamente
separados: los llamados «complejo Antennapedia» y «complejo Bithorax».
Estas denominaciones son desafortunadas por partida doble. En pri-
mer lugar, un grupo de genes toma el nombre de uno de sus miem-
bros, que no es más importante que los demás. Y, peor aún, los genes

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protóstomos

propiamente dichos suelen llevar por nombre, no su función normal,


sino el efecto negativo que provocan sus mutaciones. Sería mejor lla-
marlos complejo Hox delantero y complejo Hox trasero, o algo por el estilo,
pero nos toca apañarnos con las denominaciones al uso.
El complejo Bithorax consiste en los tres últimos genes Hox, que,
por motivos históricos que no voy a entrar a analizar, se llaman Ultra-
bithorax, Abdominal-A y Abdominal-B. Estos genes afectan al extremo pos-
terior del animal de la siguiente manera. Ultrabithorax se expresa des-
de el segmento 8 hasta el mismo extremo posterior; Abdominal-A se
expresa desde el segmento 10 hasta el final, y Abdominal-B, desde el
13 hasta el final. Los productos de estos genes presentan un gradien-
te de concentración que decrece a medida que nos desplazamos hacia
el extremo posterior del animal. Así pues, comparando las concen-
traciones de los productos de estos tres genes Hox, las células situa-
das en la parte posterior de una larva pueden saber en qué segmen-
to se hallan y actuar en consecuencia. Algo parecido ocurre en el
extremo delantero, sólo que ahí los que están a cargo son los cinco
genes del complejo Antennapedia.
Un gen Hox, por tanto, es un gen cuya misión es saber en qué lugar
del cuerpo se encuentra e informar de ello a otros genes situados en
la misma célula. Con esto ya estamos preparados para entender las muta-
ciones homeóticas. Cuando un gen Hox no funciona bien, las células
del segmento correspondiente reciben una información errónea sobre
su emplazamiento y fabrican el segmento en el que creen estar. Por eso,
por ejemplo, nos encontramos con que, en el segmento donde debe-
ría haber una antena, crece una pata. Es perfectamente lógico, por-
que las células de cualquier segmento son capaces de fabricar un com-
ponente anatómico de cualquier otro segmento. ¿Por qué no habrían
de ser capaces? Todas las células de todos los segmentos contienen las
instrucciones para la elaboración de cualquier otro segmento. Son los
genes Hox los que, en circunstancias normales, dan las instrucciones
correctas para fabricar la anatomía apropiada en cada segmento. Como
bien sospechaba William Bateson, las anormalidades homeóticas arro-
jan luz sobre el funcionamiento normal del sistema.
Recordemos que las moscas sólo tienen un par de alas, algo insó-
lito entre los insectos, más un par de halterios o balancines giroscópi-
cos. La mutación homeótica Ultrabithorax hace creer a las células del

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el cuento del antepasado

Las células «creer» estan en un segmento pero


están en otro. Mutante homeótico de la mosca
del vinagre.

tercer segmento torácico que se hallan en el segundo. Éstas, en con-


secuencia, en lugar de un par de halterios, fabrican conjuntamente
un par de alas de más (véase fotografía adjunta). Hay una versión
mutante del escarabajo rojo de la harina (Trilobium) en la que todos
y cada uno de los 15 segmentos desarrollan antenas, es de suponer
que porque las células creen hallarse en el segmento 2.
Esto nos lleva a la parte más maravillosa de este cuento. Después
de que se descubriesen en las moscas del vinagre, los genes Hox empe-
zaron a aparecer por todas partes, no sólo en otros insectos como los
escarabajos sino en casi todos los animales que se examinaban, inclui-
dos nosotros. Y resulta que, en muchos casos (casi es demasiado boni-
to para ser verdad), desempeñan la misma labor, incluida la de infor-
mar a las células del segmento en que se encuentran, además de
presentar la misma disposición a lo largo del cromosoma. Pasemos aho-
ra a los mamíferos, cuyo caso se conoce a fondo gracias a los estudios
con ratones de laboratorio, auténticos Drosophila de la clase mamífera.
Los mamíferos, al igual que los insectos, tenemos un diseño corpo-
ral segmentado o, al menos, un plan modular repetido que influye
en la espina dorsal y en las estructuras asociadas. Cada una de las vér-
tebras correspondería a un segmento, aunque los huesos no son lo
único que se repite periódicamente según avanzamos desde el cuello
hasta la cola. Los vasos sanguíneos, los nervios, los bloques muscula-
res, los discos cartilaginosos y las costillas, allí donde estén presentes,

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protóstomos

siguen esa estructura modular repetitiva. Como ocurre con Drosophila,


los módulos, aunque todos obedecen un mismo plan general, se dife-
rencian en ciertos detalles. Si los segmentos de los insectos se dividen
en cabeza, tórax y abdomen, las vértebras se agrupan en cervicales (cue-
llo), torácicas (parte superior de la espalda, junto con las costillas),
lumbares (parte inferior de la espalda, sin las costillas) y caudales
(cola). Como en Drosophila, las células, ya sean óseas, musculares,
cartilaginosas o de cualquier otro tipo, necesitan saber en qué segmen-
to se encuentran y, como en Drosophila, lo saben gracias a los genes
Hox, los cuales corresponden de manera reconocible a genes Hox
concretos de Drosophila si bien, como era de esperar dada la enormi-
dad de tiempo transcurrida desde el Contepasado 26, distan mucho
de ser idénticos. Como en Drosophila, los genes Hox están dispuestos
en orden a lo largo del cromosoma. La modularidad de los vertebra-
dos es muy diferente de la de los insectos y no hay motivos para pen-
sar que su antepasado común, en el Encuentro 26, fuese un animal
segmentado. No obstante, la evidencia de los genes Hox indica, como
mínimo, una profunda semejanza entre el plan corporal de los insec-
tos y el plan corporal de los vertebrados, similitud que también pre-
sentaba el Contepasado 26 y que, de hecho, se observa en otras estruc-
turas corporales, inclusive aquéllas que no están segmentadas.
En el caso de los ratones, no existe una sola serie de genes Hox en
un cromosoma, sino cuatro: la serie a en el cromosoma 6, la b en el
cromosoma 11, la c en el cromosoma 15 y la d en el cromosoma 2.
Las semejanzas entre las series demuestran que han surgido durante
el proceso evolutivo por duplicación: la a4 hace juego con la b4, con
la c4 y con la d4. También ha habido algunas supresiones, pues en cada
una de las cuatro series faltan los mismos puestos: la a7 y la b7 hacen
juego, pero ni la serie c ni la d tienen un representante en la posición
7. Cuando dos, tres o cuatro versiones de un gen Hox actúan sobre un
mismo segmento, sus efectos se combinan. Asimismo, como ocurre en
Drosophila, todos los genes Hox ejercen su efecto con más fuerza en
el primer segmento (el más adelantado) de su área de influencia,
creando un gradiente de expresión que afecta de forma decreciente
a los segmentos posteriores.
Y falta lo mejor. Salvo excepciones insignificantes, cada uno de los
ocho genes Hox de Drosophila se parece más a su homólogo en la

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el cuento del antepasado

serie del ratón que a los otros siete genes de su misma serie. Y están
colocados en el mismo orden a lo largo de sus respectivos cromoso-
mas. Cada uno de los ocho genes de Drosophila tiene, como mínimo,
un representante en la serie de 13 genes del ratón. Esta precisa coin-
cidencia entre los genes de Drosophila y los del ratón sólo puede indi-
car herencia compartida: la herencia del Contepasado 26, el gran pro-
genitor de todos los Protóstomos y todos los Deuteróstomos. Esto
significa que la inmensa mayoría de animales descendemos de un ante-
pasado que tenía genes Hox dispuestos en el mismo orden lineal que
las actuales Drosophila y los vertebrados modernos. El dato es increí-
ble: el Contepasado 26 no sólo tenía genes Hox sino que los tenía colo-
cados en el mismo orden que nosotros.
Como ya he dicho, eso no significa que el Contepasado 26 tuviese
el cuerpo dividido en segmentos discretos. Es más, probablemente no
lo tenía, pero seguro que presentaba un gradiente longitudinal des-
de la cabeza hasta la cola transmitido por la serie homóloga de genes
Hox dispuestos correctamente a lo largo de un cromosoma. Habida
cuenta de que los contepasados están muertos y, por tanto, lejos del
alcance de los biólogos moleculares, la búsqueda de genes Hox en
sus descendientes actuales se convierte en una cuestión de sumo inte-
rés. El Contepasado 26 es el antepasado que tenemos en común con
los peces lanceta. Dado que Drosophila, que es un pariente más leja-
no, tiene la misma serie anteroposterior que los mamíferos, sería
muy preocupante que no la tuviesen los peces lanceta. Mi colega Peter
Holland y su equipo de investigación han estudiado el tema y los resul-
tados son muy satisfactorios. El diseño corporal modular de los peces
lanceta está efectivamente regulado por genes Hox (14 en total) y estos
están correctamente alineados a lo largo del cromosoma. A diferen-
cia de los ratones, pero al igual que las moscas del vinagre, sólo tie-
nen una serie, no cuatro paralelas. Parece ser que todo el conjunto
se ha duplicado cuatro veces a lo largo de la línea evolutiva que va
del Contepasado 26 a los mamíferos actuales, seguido de pérdidas
esporádicas de algunos genes concretos.
¿Qué ocurre con otros animales, escogidos estratégicamente en
función de lo que puedan revelarnos sobre otros contepasados en par-
ticular? Menos en los ctenóforos y las esponjas (véanse los Encuentros
29 y 31, respectivamente), se han encontrado genes Hox en todos los

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protóstomos

animales examinados, entre ellos erizos de mar, cangrejos de las


Molucas, gambas, moluscos, gusanos anélidos, enteropneustos, tuni-
cados, gusanos nematodos y platelmintos. Era de esperar, teniendo en
cuenta que todos esos animales descienden del Contepasado 26 y
que probablemente éste, al igual que sus descendientes el ratón y la
mosca del vinagre, poseía genes Hox.
Los cnidarios como, por ejemplo, Hydra (que no se nos unirán has-
ta el Encuentro 28) tienen simetría radial y carecen tanto de eje ante-
roposterior como de eje dorsoventral. Lo que tienen es un eje oral-
aboral (o sea, desde la boca hasta lo opuesto a la boca). No está claro
qué es lo que correspondería a su eje longitudinal, si es que tienen
algo que corresponda, luego la pregunta sería: ¿qué función cabe espe-
rar de sus genes? Deberían servir para definir el eje oral-aboral, pero
por ahora no está claro que sea así. En cualquier caso, la mayoría de
los cnidarios sólo tiene 2 genes Hox, contra los 8 de Drosophila y los
14 de los peces lanceta. Me agrada que uno de esos dos genes se parez-
ca al complejo anterior de Drosophila y el otro al posterior. Es de supo-
ner que el Contepasado 28, el que tenemos en común con los cnida-
rios, tuviese los mismos genes. Posteriormente uno de los dos se duplicó
varias veces en el curso de la evolución y dio lugar al complejo
Antennapedia, mientras que el otro se duplicó dentro de la misma línea
ancestral y dio lugar al complejo Bithorax. Exactamente así es como
aumentan los genes en el genoma (véase «El Cuento de la Lamprea»),
pero harán falta más investigaciones para averiguar qué función des-
empeñan esos dos genes, si es que desempeñan alguna, en la planifi-
cación del cuerpo de los cnidarios.
Los Equinodermos, al igual que los Cnidarios, poseen simetría
radial, pero la adquirieron en una segunda fase de su evolución. El
Contepasado 25, el que tienen en común con nosotros los vertebra-
dos, tenía simetría bilateral, como los gusanos. Los equinodermos
cuentan con un número variable de genes Hox (10 en el caso de los
erizos de mar). ¿Qué función desempeñan estos genes? ¿Hay vestigios
latentes del ancestral eje anteroposterior en el cuerpo de una estre-
lla de mar? ¿O es que los genes Hox ejercen su influencia consecuti-
vamente a lo largo de los cinco brazos de la estrella? Esta última posi-
bilidad parece la más razonable. Sabemos que los genes Hox se
expresan en los brazos y en las patas de los mamíferos. No estoy dicien-

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do que los trece grupos de genes Hox se expresen en orden del 1 al


13, desde los hombros a los dedos de los pies. La cosa es más compli-
cada, porque las extremidades de los vertebrados no están compues-
tas de módulos que se sucedan unos a otros a lo largo del miembro.
En lugar de eso, primero hay un hueso (el húmero en el brazo, el
fémur en la pata), luego dos huesos (el radio y el cúbito en el brazo,
la tibia y el peroné en la pata), y por último un montón de hueseci-
llos que culminan en los dedos de manos y pies. Esta disposición en
abanico, heredada de las aletas ostensiblemente flabeladas de nues-
tros antepasados peces, no se presta al sencillo acomodo lineal de los
Hox. Con todo, los genes Hox participan en el desarrollo de los miem-
bros de los vertebrados.
No sería de extrañar, por analogía, que los genes Hox también se
expresasen en los brazos de las estrellas de mar o de las ofiuras (inclu-
so los erizos de mar pueden considerarse estrellas de mar que han enros-
cado los brazos hasta formar un arco con cinco puntas que se encuen-
tran en el extremo y están soldadas por los lados). Además, los brazos
de las estrellas de mar, a diferencia de los nuestros y de nuestras patas,
presentan una estructura modular y seriada. Los piececillos tubulares
o pedicelos, con sus correspondientes mecanismos hidráulicos, son uni-
dades que se repiten en dos hileras paralelas dispuestas a lo largo de
cada brazo, o sea, el marco idóneo para la expresión de genes Hox. Los
brazos de las ofiuras hasta parecen gusanos y actúan como tales.
Según decía T. H. Huxley, «la gran tragedia de la ciencia es el ase-
sinato de una bella hipótesis a manos de un horrible dato». Puede
que los datos reales sobre los genes Hox de los Equinodermos no sean
horribles, pero tampoco cuadran con el bonito modelo que acabo de
esbozar. En realidad, sucede otra cosa, algo que, a su manera, tam-
bién resulta bello y sorprendente. Las larvas de los equinodermos son
unas criaturas diminutas de simetría bilateral que nadan entre el planc-
ton. El equinodermo adulto, bentónico y de simetría radial, no se des-
arrolla por metamorfosis de la larva, sino que comienza siendo un
minúsculo adulto en miniatura dentro del cuerpo de aquélla y va cre-
ciendo hasta que al final se deshace de los últimos restos de la larva.
Los genes Hox se expresan en el orden lineal correcto, pero no a lo
largo de cada brazo; en lugar de eso, el orden de expresión sigue una
ruta más o menos circular alrededor del adulto en miniatura. Si visua-

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protóstomos

lizamos el eje Hox como un gusano, no hay cinco gusanos, uno para cada
brazo, sino uno solo, enroscado dentro de la larva. El extremo anterior
del gusano produce el brazo número 1; el extremo posterior produce
el brazo número 5. Lo lógico, por tanto, sería que las mutaciones home-
óticas de las estrellas de mar generasen muchos brazos, y efectivamen-
te, se conocen estrellas de mar mutantes con seis brazos, como el pro-
pio Bateson consignó en su libro. También hay ciertas especies que
tienen un número mucho mayor de brazos y que probablemente han
evolucionado a partir de antepasados mutantes homeóticos.
No se han encontrado genes Hox en las plantas ni en los hongos,
ni tampoco en los organismos unicelulares que solíamos llamar proto-
zoos. Pero ahora nos topamos con una complicación terminológica
que hemos de resolver antes de seguir adelante. Aunque el término
Hox es una contracción de homeobox, los genes Hox no son lo mismo
que los genes homeobox, son un subconjunto. Las plantas y los hon-
gos tienen genes homeobox pero carecen de genes Hox. Para adqui-
rir la forma correcta deben de tener sistemas de genes controladores
y gradientes químicos. Los llamados «genes MADS box» determinan
la embriología de las flores y pueden producir mutaciones homeóti-
cas del mismo modo que los genes Hox en los animales.
Homeo viene del término homeosis, acuñado por Bateson, y box, se
refiere a la «caja» de 180 letras que todos los genes denominados home-
obox tienen en algún punto de su extensión. El término homeobox pro-
piamente dicho designa la secuencia diagnóstica de 180 letras, y un
gen homeobox es un gen que contiene la secuencia homeobox en algún
punto de su extensión. El nombre Hox no se aplica a todos los genes
homeobox, sino únicamente a los grupos de genes dispuestos en línea
que determinan la posición de las partes del animal a lo largo de su
cuerpo y que han resultado ser homólogos en casi todos los animales.
La familia Hox de los genes homeobox fue la primera que se descu-
brió, pero hoy se conocen muchas otras. Por ejemplo, existe una fami-
lia llamada ParaHox que se identificó por primera vez en los anfioxos,
pero que también está presente en todos los animales a excepción
(por ahora) de los ctenóforos y las esponjas. Los genes ParaHox pare-
cen ser parientes de los Hox, en el sentido de que guardan correspon-
dencia con éstos y están colocados en el mismo orden. No cabe duda
de que surgieron por duplicación del mismo conjunto ancestral de genes

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el cuento del antepasado

que los genes Hox. Hay otros genes homeobox que no están tan empa-
rentados con los Hox y ParaHox, pero también forman sus propias fami-
lias. La familia Pax se halla presente en todos los animales. Un miem-
bro particularmente notable es Pax6, que corresponde al gen conocido
como ey en Drosophila. Ya he mencionado que Pax6 es el responsable
de ordenar a las células que fabriquen ojos. El mismo gen fabrica los
ojos de animales tan dispares como las moscas del vinagre y los rato-
nes, a pesar de que se trata de ojos radicalmente diferentes. Como ocu-
rre con los genes Hox, el gen Pax6 no les dice a las células cómo fabri-
car un ojo. Tan sólo les indica el lugar donde han de hacerlo.
Un ejemplo bastante similar es el de una pequeña familia de genes
llamados tinman. De nuevo, estos genes también están presentes tan-
to en Drosophila como en los ratones. En Drosophila, son responsables
de ordenar a las células que hagan un corazón y normalmente se expre-
san en el lugar apropiado. Como el lector habrá adivinado, los genes
tinman también son los encargados de ordenar a las células de los rato-
nes que fabriquen un corazón de ratón en el sitio apropiado.
Los genes homeobox, en conjunto, engloban un número muy eleva-
do de genes que, al igual que los propios animales, se dividen en
familias y subfamilias. Es un caso análogo al de la hemoglobina. Como
hemos visto en «El Cuento de la Lamprea», la globina alfa humana
está más emparentada con la globina alfa de, pongamos, un lagarto,
que con la globina beta humana (que a su vez está más emparentada
con la globina beta de los lagartos). Del mismo modo, los tinman huma-
nos guardan una relación más estrecha con los tinman de las moscas
del vinagre que con el Pax6 humano. Es posible construir un frondo-
so árbol filogenético de los genes homeobox paralelo al árbol filogené-
tico de los animales que los contienen. Los dos son verdaderos árbo-
les genealógicos, compuestos de ramificaciones ocurridas en momentos
concretos de la historia geológica. En el caso del árbol de los anima-
les, las ramificaciones son las especiaciones. En el caso del árbol de los
genes homeobox (o de los genes de las globinas), las escisiones son dupli-
caciones de los genes dentro de los genomas.
El árbol de los genes homeobox se divide en dos grandes clases, la
clase AntP y la clase PRD. No voy a explicar lo que significan dichas abre-
viaturas porque son a cada cual más confusa. La clase PRD engloba a los
genes Pax y a varias subclases más. La clase AntP comprende a los Hox

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protóstomos

y ParaHox, y varias otras subclases. Además de estas dos grandes clases


de genes homeobox animales, hay varios genes homeobox, de parentesco
más lejano y denominados (de manera equívoca) divergentes, que no
se encuentran en los animales sino en las plantas, hongos y protozoos.
Sólo los animales tienen genes Hox auténticos, y los genes Hox
siempre se emplean para lo mismo: para especificar posiciones con-
cretas en el cuerpo, tanto si éste se encuentra dividido en segmentos
discretos como si no. De momento, no se han descubierto genes Hox
ni en las esponjas ni en los ctenóforos, pero eso no quiere decir que
no vayan a descubrirse. No sería de extrañar que todos los animales
los tuviesen. Semejante hallazgo animaría a mis colegas de Jonathan
Snack, Peter Holland y Christopher Gram propusieron una nueva defi-
nición del mismísimo concepto de animal. Hasta entonces, los ani-
males se definían por oposición a las plantas, en un sentido negativo
y bastante insatisfactorio. Snack, Holland y Gram, los tres por aquel
entonces en Oxford, sugirieron un criterio positivo y específico que
tiene la virtud de unir a todos los animales y excluir a todos los que
no lo son, como las plantas y los protozoos. La historia de los genes
Hox demuestra que los animales no son un fárrago de filos dispares
e inconexos, cada uno de los cuales con su particular plan corporal
adquirido y conservado en completo aislamiento. Si nos olvidamos
de la morfología y nos fijamos exclusivamente en los genes, resulta
que todos los animales no son sino variaciones menores sobre un tema
muy concreto. Da gusto ser zoólogo en estos tiempos.

EL CUENTO DEL ROTÍFERO

Se dice que el brillante físico teórico Richard Feynman dijo en una


ocasión: «Si crees que entiendes la teoría cuántica, es que no la entien-
des». Estoy tentado de formular el equivalente evolucionista: «Si cre-
es que entiendes el sexo, es que no lo entiendes». John Maynard Smith,
W. D. Hamilton y George C. Williams, los tres darvinistas modernos
que, a mi modo de ver, más cosas pueden enseñarnos, dedicaron una
parte sustancial de sus dilatadas carreras a la ardua tarea de analizar
la cuestión del sexo. Williams inició su libró Sex and Evolution, publi-
cado en 1975, desafiándose a sí mismo: «Este libro está escrito desde

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el cuento del antepasado

la convicción de que la preponderancia de la reproducción sexual


en animales y plantas superiores no se compadece con la moderna teo-
ría de la evolución [...] Se avecina una crisis en la biología evolutiva
[...]». Maynard Smith y Hamilton sostuvieron cosas por el estilo. Estos
tres héroes del darvinismo, junto con otros de la siguiente generación,
lucharon incansablemente para resolver esta crisis. No voy a hacer aquí
la crónica de sus esfuerzos, ni, desde luego, estoy en condiciones de
ofrecer la solución al problema. En lugar de eso, lo que voy a hacer
en este cuento es exponer una consecuencia de la reproducción sexual
que no se ha estudiado como es debido pero que atañe a nuestra
idea de la evolución.
Los bdeloideos son una nutrida clase del filo de los rotíferos (véa-
se página 515). La existencia de los rotíferos bdeloideos constituye un
escándalo evolutivo. (La ocurrencia no es de mi cosecha: tiene el esti-
lo inconfundible de John Maynard Smith.) Muchos rotíferos se repro-
ducen sin recurrir al sexo. En este sentido, se parecen a los pulgones,
insectos palo, varios escarabajos y unos pocos lagartos, y no son espe-
cialmente escandalosos. Lo que sacaba de quicio a Maynard Smith es
que toda la clase de los bdeloideos al completo se reproduzca exclusi-
vamente de forma asexual: todos y cada uno de ellos. Esto demuestra,
evidentemente, que descienden de un antepasado común que debió
de vivir hace lo bastante como para haber dado lugar a 18 géneros y
360 especies. Unos restos que se han encontrado encapsulados en ámbar
indican que esta matriarca que no quería cuentas con los machos vivió,
como mínimo, hace 40 millones de años, y muy probablemente más.
El grupo de los bdeloideos, muy próspero e increíblemente numero-
so, constituye una fracción dominante de las faunas dulceacuícolas de
todo el mundo. Jamás se ha encontrado un solo macho.18

18. Para ser escrupulosamente exactos, en 300 años de investigación científica tan
sólo ha habido noticia de un rotífero bdeloideo macho, el descubierto por el zoólo-
go danés C. Wesenberg-Lund (1866-1955). «Con gran inquietud, me atrevo a anun-
ciar que en un par de ocasiones, entre los millares de filodínidos (Rotifer vulgaris), he
visto una pequeña criatura que sin lugar a dudas era un macho... pero en ninguna de
las dos ocasiones conseguí aislarlo. Se mueve entre las hembras con enorme rapidez»
(no me extraña). Antes incluso de las fehacientes pruebas de Mark Welch y Meselson
(véase página 570), la observación jamás confirmada de Wesenberg-Lund no se con-
sideraba prueba suficiente de la existencia de bdeloideos machos.

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protóstomos

¿Qué tiene eso de escandaloso? Bien, supongamos que tenemos


delante un árbol filogenético de todo el reino animal. Las puntas de
las ramitas, que salpican toda la superficie del árbol, representan espe-
cies. Las ramas más grandes representan clases o filos. Hay millones
de especies, lo que significa que el árbol evolutivo es mucho más intrin-
cado que cualquier otro árbol que hayamos podido ver, por frondo-
so que fuera. Apenas hay unas pocas decenas de filos, y las clases no
son mucho más numerosas. Una de las ramas de este árbol es el filo
de los rotíferos, que se divide en cuatro subramas, una de las cuales
es la clase de los bdeloideos. Esta clase, a su vez, se subdivide una y otra
vez hasta dar lugar a 360 ramitas, cada una de las cuales representa
una especie. Lo mismo ocurre en todos los demás filos, que también
se subdividen en clases, etcétera. Las ramitas exteriores del árbol sim-
bolizan el presente, aquéllas un poco más internas el pasado recien-
te y así sucesivamente hasta llegar al tronco del árbol, que represen-
ta una época remota, pongamos por caso, mil millones de años.
Una vez entendido esto, pasamos a colorear las puntas de deter-
minadas ramas de nuestro grisáceo árbol invernal para definir carac-
terísticas concretas. Podemos pintar de rojo todas las ramas que repre-
sentan animales voladores (me refiero a vuelo propulsado por el
movimiento de las alas, no a un planeo pasivo, que es mucho más
común). Si damos un paso atrás y volvemos a contemplar todo el árbol,
veremos que hay grandes zonas de color rojo separadas por zonas
grises aún más grandes que representan los principales grupos de ani-
males que no vuelan. La mayoría de las ramas de los insectos, las de
las aves y las de los murciélagos son rojas y están cerca de otras ramas
rojas. Ninguna de las demás ramas es roja. Salvo escasas excepciones,
como las pulgas y los avestruces, hay tres clases compuestas exclusiva-
mente de animales voladores. El árbol presenta grandes manchas rojas
sobre un uniforme fondo gris.
¿Qué significa eso en términos evolutivos? Las tres manchas rojas
tuvieron que empezar a formarse hace mucho tiempo cuando tres ani-
males ancestrales descubrieron la técnica del vuelo: un insecto primo-
genio, un ave primigenia y un murciélago primigenio. Es evidente que
el vuelo, una vez descubierto, resultó ser una buena idea, como demues-
tra el hecho de que se haya difundido por todas las ramas subsiguien-
tes a medida que las tres especies primigenias daban lugar a tres gran-

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des grupos de especies derivadas, casi todas de las cuales conserva-


ban la capacidad voladora de sus antepasados: la clase de los insec-
tos, la clase de las aves y el órden de los quirópteros.
Ahora vamos a hacer lo mismo pero no con el vuelo sino con la
reproducción asexual, sin machos. (Nunca sin hembras, por cierto.
A diferencia de los óvulos, los espermatozoides son demasiado peque-
ños para valerse por sí solos. Entre los animales, reproducción asexual
significa prescindir de los machos.) Se trata de pintar de azul las ramas
de todas las especies que se reproducen asexualmente. Percibimos una
configuración completamente diferente. Así como el vuelo se mani-
festaba en grandes franjas rojas, la reproducción asexual se refleja en
minúsculas motas azules desperdigadas. Una especie de escarabajo
asexuado se manifiesta como una ramita azul totalmente rodeada de
gris. Un grupo de tres especies del mismo género pueden ser azules,
pero los géneros vecinos son grises. ¿Qué significa esto? Pues que la
reproducción asexual surge de vez en cuando, pero se extingue rápi-
damente, antes de que tenga tiempo de convertirse en una rama grue-
sa con muchas ramitas azules. Al contrario que el vuelo, el hábito de
reproducirse asexualmente no persiste lo suficiente como para dar
lugar a toda una familia, órden o clase de criaturas asexuadas.
Con una escandalosa excepción. A diferencia de los demás punti-
tos azules, los rotíferos bdeloideos constituyen una notable mancha
ininterrumpida de color azul. Al parecer, lo que esto significa en tér-
minos evolutivos es que un bdeloideo ancestral descubrió la reproduc-
ción asexual, exactamente igual que el escarabajo del párrafo ante-
rior. La diferencia es que los escarabajos y demás centenares de especies
asexuadas desperdigadas por el árbol se extinguieron mucho antes de
que pudieran evolucionar y dar origen a un grupo más amplio como,
por ejemplo, una familia o un órden, no digamos ya una clase. Los
bdeloideos, en cambio, perseveraron en la asexualidad y prospera-
ron evolutivamente, dando lugar a una clase íntegramente asexuada
que, en la actualidad, comprende 360 especies. Para los rotíferos
bdeloideos, al contrario que para cualquier otro animal, la reproduc-
ción asexual es como el vuelo: una innovación provechosa. En otras
partes del árbol, en cambio, supone un pasaporte a la extinción.
La afirmación de que existen 360 especies de bdeloideos plantea
un problema. La definición biológica dice que especie es «un grupo de

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individuos que se reproducen entre sí y no con otros». Los bdeloide-


os, al ser asexuados, no se reproducen con nadie: cada uno de ellos es
una hembra aislada y cada uno de sus descendientes sigue su propio
camino aislado genéticamente de todos los demás individuos. Así pues,
cuando decimos que hay 360 especies, lo único que pretendemos decir
es que existen 360 tipos que, a nuestros ojos humanos, parecen lo bas-
tante diferentes como para suponer que, si se reprodujesen sexualmen-
te, evitarían cruzarse con los miembros de las demás especies.
No todo el mundo está de acuerdo en que los rotíferos bdeloide-
os sean realmente asexuados. Desde el punto de vista de la lógica, entre
la frase «nunca se han visto machos» y la conclusión de que no hay
ninguno media un abismo. Como cuenta Olivia Judson en su encan-
tadora y sofisticada comedia zoológica Consultorio sexual para todas las
especies, los naturalistas ya han caído en esa trampa con anterioridad.
Por lo visto, es frecuente que las especies tengan machos escondidos.
Los machos de ciertas especies de rape son unas criaturas diminutas
que pasan la mayor parte del tiempo pegados a las hembras cual pará-
sitos. Si fuesen más pequeños, tal vez ni habríamos reparado en ellos,
como casi ocurrió en el caso de ciertas cochinillas cuyos machos, en
palabras de mi colega Lawrence Hurst, son «unas cositas minúsculas
que se pegan a las “patas” de las hembras». Hurst me citó textual-
mente un agudo comentario de su mentor, Bill Hamilton:

¿Cuántas veces vemos a seres humanos realizando el acto sexual? Si fue-


ses un marciano y mirases alrededor, juzgarías que la especie humana es
asexuada.

Así pues, sería de agradecer que alguien aportase más pruebas positi-
vas de que los rotíferos bdeloideos son realmente asexuados desde
hace mucho tiempo. Los genetistas son cada vez más ingeniosos en
el arte de leer las pautas de distribución génica en los animales moder-
nos y sacar conclusiones acerca de su historia evolutiva. En «El Cuento
de Eva» presentamos el método ideado por Alan Templeton para
reconstruir las primeras migraciones humanas a base de captar seña-
les en los genes de personas vivas. No es una lógica deductiva. No dedu-
cimos de los genes modernos que la historia evolutiva haya seguido
un determinado rumbo. Lo que decimos es que, si el devenir históri-

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el cuento del antepasado

co ha sido éste o aquél, cabe esperar que la pauta de distribución géni-


ca actual sea de tal o cual forma. Eso es lo que hizo Templeton con
las migraciones humanas, y algo similar han hecho David Mark Welch
y Matthew Meselson con los rotíferos bdeloideos. Mark Welch y
Meselson se han valido de señales genéticas para sacar conclusiones
no sobre la migración, sino sobre la reproducción sexual. La lógica
que aplican tampoco es de tipo deductivo. Simplemente, razonan que
si los bdeloideos hubiesen sido completamente asexuados durante
muchos millones de años siendo, los genes de sus descendientes actua-
les deberían presentar una determinada pauta.
¿Qué pauta? El razonamiento de Mark Welch y Meselson es de lo más
ingenioso. Lo primero que hay que tener en cuenta es que los rotíferos
bdeloideos, aún siendo asexuados, son diploides, es decir, que al igual
que todos los animales que se reproducen sexualmente, poseen dos
copias de cada cromosoma. La diferencia es que mientras que todos
los demás animales nos reproducimos mediante óvulos o espermato-
zoides que sólo contienen una copia de cada cromosoma, los bdeloide-
os producen óvulos que contienen las dos copias de cada cromosoma.
Así pues, una célula ovular de bdeloideo es igual que cualquiera de sus
otras células, y una hija es una gemela de la madre, idéntica en todo, a
excepción de alguna que otra mutación. Son estas mutaciones ocasio-
nales las que, a lo largo de millones de años, han ido generando de for-
ma paulatina, y casi con toda seguridad por selección natural, linajes
divergentes que han desembocado en las 360 especies de hoy.
Una hembra ancestral, a la que llamaré ginarca, mutó de tal suer-
te que pudo prescindir de los machos y sustituir la meiosis por la mito-
sis como método para producir óvulos.19 A partir de ahí, en toda la
población de hembras clónicas se hizo irrelevante el hecho de que
en su origen los cromosomas fuesen pareados. En lugar de cinco pare-
jas de cromosomas (o el número que fuese, que en el ser humano es
23), ahora había diez cromosomas distintos, cada uno de los cuales
sólo seguía vinculado a su antigua pareja por medio de una especie

19. Meiosis es el tipo especial de división celular en que el número de cromosomas


se reduce a la mitad para producir células sexuales. Mitosis es la modalidad normal de
división celular en que el número de cromosomas contenidos en una célula se dupli-
ca para producir células corporales.

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protóstomos

de recuerdo cada vez más difuminado. Las parejas de cromosomas


solían reunirse e intercambiar genes cada vez que un rotífero produ-
cía óvulos o espermatozoides. Pero durante los millones de años que
transcurrieron desde que la ginarca expulsó a los machos y fundó la
ginodinastía bdeoleidea, todos los cromosomas se han ido distan-
ciando genéticamente de sus homólogos a medida que sus genes muta-
ban por separado. Y esto ha ocurrido pese que seguían teniendo célu-
las en común y compartiendo los mismos organismos. En cambio, en
los viejos tiempos en que aún había machos y sexo, las cosas no fun-
cionaban así. En cada generación, cada cromosoma se emparejaba
con su homólogo e intercambiaba genes con él antes de producir óvu-
los o espermatozoides. Esto mantenía vinculadas a las parejas de cro-
mosomas en una especie de unión intermitente que impedía a los
homólogos que las integraban diferir en el contenido genético.
Tanto el lector como yo tenemos 23 pares de cromosomas. Tenemos
dos cromosomas 1, dos cromosomas 5, dos cromosomas 17, etcétera.
A excepción de los cromosomas sexuales X e Y, no hay diferencias
sustanciales entre los miembros de una pareja. Teniendo en cuenta
que intercambian genes cada generación, los dos cromosomas 17
son simplemente cromosomas 17 y no tiene sentido llamarlos, por
ejemplo, cromosoma 17 derecho y cromosoma 17 izquierdo. Pero en el
momento en el que la ginarca rotífero congeló su genoma, todo eso
cambió. Su cromosoma 5 izquierdo y su cromosoma 5 derecho se trans-
mitieron intactos a todas las hijas y los dos no volvieron a emparejarse
más durante cuarenta millones de años. Las centésimas tataranietas
de la ginarca todavía tenían un cromosoma 5 izquierdo y un cromo-
soma 5 derecho. Aunque para entonces ya habrían acumulado sin
duda algunas mutaciones, todos los cromosomas izquierdos habrían
podido identificarse por sus recíprocas semejanzas, heredadas del cro-
mosoma 5 izquierdo de la ginarca.
Actualmente existen 360 especies de bdeloideos, descendientes
todas ellas de la ginarca y separadas de ésta por el mismo periodo de
tiempo. Todos los individuos de todas las especies conservan una copia
izquierda y una copia derecha de cada cromosoma, heredadas con
muchas mutaciones a lo largo de la línea ancestral, pero sin ninguna
transferencia génica entre la derecha y la izquierda. Las parejas dere-
cha e izquierda dentro de cada individuo diferirán mucho más de lo

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que habrían diferido si se hubiese producido cualquier actividad sexual


en cualquier punto del tiempo transcurrido desde la época de la ginar-
ca. Puede incluso que dentro de poco ya no sea posible percibir que
originalmente constituían una pareja.
Pero ahora vamos a suponer que comparásemos dos especies moder-
nas de rotíferos bdeloideos: Philosina roseola y Macrotrachela quadricor-
nifera. Las dos pertenecen al mismo subgrupo de bdeloideos, los filo-
dínidos y, sin duda, poseen un antepasado común que vivió en épocas
mucho más recientes que la ginarca. Habida cuenta de la agamia, los
cromosomas izquierdo y derecho de cada individuo han dispuesto del
mismo tiempo para divergir: el tiempo transcurrido desde que la ginar-
ca inauguró la reproducción asexual. El cromosoma izquierdo de cual-
quier individuo será muy diferente del derecho. Sin embargo, si com-
paramos, por ejemplo, el cromosoma 5 izquierdo de Philosina roseola
con el cromosoma 5 de Macrotrachela quadricornifera, descubriremos
bastantes similitudes, toda vez que no han dispuesto de mucho tiem-
po para experimentar mutaciones independientes. Y la comparación
entre los cromosomas derechos de ambas tampoco arrojaría muchas
diferencias. Estamos, por tanto, en condiciones de formular una nota-
ble predicción: la comparación entre los cromosomas que en su día
formaban pareja en el interior de un individuo arrojará diferencias
mayores que la comparación entre los cromosomas derechos o izquier-
dos de especies distintas. Cuanto más tiempo haya pasado desde la épo-
ca de la ginarca, mayores serán las diferencias. Si la reproducción
fuese sexual, la predicción sería justamente la contraria, fundamen-
talmente porque no existe de hecho una identidad derecha o izquierda
entre especies, y sí una abundante transferencia génica entre parejas
de cromosomas dentro de una misma especie.
Mark Welch y Meselson emplearon estas predicciones de signo opues-
to para verificar la hipótesis de que los bdeloideos llevan muchísimo
tiempo siendo ágamos y cosechando un éxito increíble. Los científicos
analizarom los bdeloides actuales para ver si era cierto que los cromo-
somas pareados (los cromosomas que en su día formaron pareja) dife-
rían mucho más de lo que deberían hacerlo, gen por gen, si la recombi-
nación sexual los hubiese mantenido juntos. Como grupo de control
para la comparación recurrieron a bdeloideos no rotíferos que se repro-
ducen sexualmente. Y la respuesta fue afirmativa. Los cromosomas de

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los bdeloideos difieren de sus homólogos mucho más de lo que deberí-


an, y en un grado que invita a pensar que renunciaron al sexo no ya hace
cuarenta millones de años, que es la antigüedad del bdeloideo más anti-
guo que se ha encontrado encapsulado en ámbar, sino hace ochenta
millones de años. Mark Welch y Meselson se esforzaron por encontrar-
les otras explicaciones a sus resultados, pero son todas demasiado rebus-
cadas; a mi modo de ver no se equivocan al concluir que los rotíferos
bdeloideos han sido animales asexuados de manera continuada, uná-
nime y muy provechosa desde hace muchísimo tiempo. Efectivamente,
no hay duda de que constituyen un escándalo evolutivo, toda vez que
durante, quizás, 80 millones de años han prosperado haciendo algo que
ningún otro grupo de animales ha logrado hacer, a no ser durante perio-
dos brevísimos de tiempo que se saldaron con la extinción.
¿Por qué es lícito predecir que la reproducción sexual conduce a
la extinción? La pregunta es comprometedora, ya que equivale a pre-
guntar por qué funciona tan bien el sexo, un interrogante que cien-
tíficos más capaces que yo han tratado en vano de responder en nume-
rosos libros. Me limitaré a señalar que los rotíferos bdeloideos son una
paradoja dentro de otra paradoja. En cierto sentido, son como aquel
soldado que desfilaba con su pelotón y cuya madre exclamó: «Ahí va
mi hijo, el único que lleva el paso». Maynard Smith los tildó de escán-
dalo evolutivo, pero también fue él quien subrayó que, aparentemen-
te, el verdadero escándalo evolutivo era el sexo en sí. En efecto, según
una lectura ingenua de la teoría darviniana, la selección natural debe-
ría castigar el sexo, y la reproducción asexual debería superar a la
sexual. En este sentido, los bdeloideos, lejos de ser un escándalo,
serían el único soldado que llevaría bien el paso.
Permítaseme explicarlo. El problema viene dado por aquello que
Maynard Smith denominó «el doble coste del sexo». El darvinismo,
en su versión moderna, prevé que los individuos tratarán de transmi-
tir a su descendencia el mayor número de genes posibles. Entonces,
¿no resulta un poco estúpido que, con cada óvulo o espermatozoide
que producimos, nos deshagamos de la mitad de nuestros genes para
mezclar la otra mitad con los de otro individuo? ¿No sería doblemen-
te eficaz el comportamiento de una hembra mutante que, al igual que
los rotíferos bdeloides, transmitiese a su prole no el cincuenta por
ciento, sino el cien por cien de sus genes?

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el cuento del antepasado

Según Maynard Smith, ese argumento se viene abajo si el macho


trabaja duro y aporta los bienes económicos que permiten a la pare-
ja criar el doble de hijos que un solo individuo asexuado.En ese caso,
el doble coste del sexo se ve amortizado por un número doble de hijos.
En una especie como el pingüino emperador, en la que el padre y la
madre contribuyen casi por igual al nacimiento del polluelo y a los
diversos aspectos de la cría, el doble coste del sexo queda anulado, o
por lo menos, reducido considerablemente. En aquellas especies en
las que las aportaciones económicas y de compromiso individual son
desiguales, es casi siempre el padre el que se escaquea para dedicar
todas sus energías a pelearse con los otros machos. Esto hace que
aumente el coste del sexo, hasta ese nivel doble con que hemos inicia-
do el razonamiento. Por eso es mejor usar la otra definición que pro-
puso el propio Maynard Smith: «el doble costo de los machos». A la
luz de este argumento (una luz que sobre todo encendió Maynard
Smith), es evidente que no son los rotíferos bdeloideos los que cons-
tituyen un escándalo evolutivo sino todo lo demás, y, más concreta-
mente, el sexo masculino. Sólo que el sexo masculino existe y, de hecho,
está presente en casi todo el reino animal. ¿Cómo se explican estas
contradicciones? Como escribió Maynard Smith, «da la sensación de
que se nos escapa algún detalle primordial del asunto».
El tema del coste doble es el punto de partida de innumerables
reflexiones de Maynard Smith, Williams, Hamilton y muchos biólogos
más jóvenes. La existencia generalizada de machos que como padres
dejan bastante que desear ha de significar, por fuerza, que la recom-
binación sexual produce sustanciales beneficios darvinianos. No es
difícil imaginar cuáles podrían ser en términos cualitativos, y muchas
son las hipótesis que se barajan en este sentido, unas obvias, otras
más peculiares. El problema es concebir un beneficio lo bastante gran-
de como para contrarrestar la enorme carga del doble coste.
Para exponer como es debido las diversas teorías haría falta un libro
entero, y, de hecho, son varios los que se ya han publicado sobre el
tema, entre ellos las obras fundamentales de Williams y Maynard Smith
que he mencionado más arriba, y The Masterpiece of Nature, un análisis
soberbio y de bella factura, escrito por Graham Bell. El veredicto
definitivo, sin embargo, no se ha dictado todavía. Un buen libro para
profanos es The Red Queen, de Matt Ridley. Si bien Ridley muestra

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protóstomos

preferencia por la teoría de W. D. Hamilton, según la cual el sexo cum-


pliría la función de librar una continua carrera de armamentos con-
tra los parásitos, no por ello deja de exponer el problema general y las
demás hipótesis que se han propuesto. Por lo que a mí respecta, des-
pués de recomendar encarecidamente la lectura del libro de Ridley y
de las otras obras citadas, paso a ocuparme del propósito fundamen-
tal de «El Cuento del Rotífero», que es el de llamar la atención sobre
una consecuencia infravalorada, en el terreno evolutivo, de la inven-
ción del sexo. El sexo dio origen al acervo génico, dotó de significa-
do a las especies y modificó todo el fenómeno de la evolución.
Piénsese en cómo debe de ser la evolución desde el punto de vis-
ta de un rotífero bdeloideo. Piénsese en lo diferente que debió de
ser la historia de esas 360 especies respecto del modelo normal de evo-
lución. En general decimos que el sexo propicia la diversidad y, en
cierto sentido, es cierto; ésta es la base de casi todas las teorías según
las cuales los beneficios del sexo superan las desventajas del coste
doble. Sin embargo, paradójicamente, el sexo también produce el
efecto contrario: lo normal es que suponga una especie de barrera a
la divergencia evolutiva. Sin ir más lejos, un caso especial de este
efecto de barrera constituyó la base de la investigación de Mark Welch
y Meselson. En una población de ratones, por ejemplo, cualquier ten-
dencia a emprender una nueva y audaz dirección evolutiva se ve fre-
nada por el efecto inhibitorio de la recombinación sexual. Los genes
del osado individuo que pretendiese seguir una nueva dirección se
ven arrastrados por la masa inercial del resto del acervo génico. Por
eso el aislamiento geográfico es tan importante para la especiación.
Sólo una cordillera o un mar difícil de cruzar permiten que un nue-
vo linaje evolucione a su manera sin que se vea arrastrado de vuelta
a la norma inercial.
Pensemos en lo diferente que debe de ser la evolución para los rotí-
feros bdeloideos. No es que no se vean atrapados en la normalidad del
avervo génico, es que ni siquiera tienen un acervo génico. El propio
concepto de acervo génico carece de significado si no existe el sexo.20

20. A veces, la gente confunde acervo génico con genoma. El genoma es el con-
junto de genes dentro de un individuo. El acervo génico es el conjunto de todos los genes
de una población que se reproduce sexualmente.

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el cuento del antepasado

La expresión «pool génico», como también se denomina al acervo géni-


co, es una metáfora acertada por cuanto los genes de una población
sexuada están continuamente mezclándose y difundiéndose, como en
el líquido de un pool, de un charco. Si se añade la dimensión tempo-
ral, el charco se convierte en un río que discurre a lo largo del tiem-
po geológico (una imagen que desarrollé en mi libro El río del Edén).
Es el efecto vinculante del sexo lo que proporciona al río sus orillas,
que, encauzando las especies en una dirección evolutiva determina-
da, impiden que se desborde. Sin el sexo, no habría un cauce defini-
do sino una difusión amorfa hacia el exterior: más que un río sería
como un olor que se difunde desde un punto de origen en todas las
direcciones.
Es probable que entre los bdeloideos también haya selección natu-
ral, pero debe de ser muy distinta de la que opera en el resto del rei-
no animal. Allí donde existe recombinación sexual de genes, la enti-
dad resultante de la acción de la selección natural es el acervo génico.
Los genes buenos tienden estadísticamente a ayudar a sobrevivir al
cuerpo en que se encuentran; los genes malos lo hacen morir. En los
animales que se reproducen sexualmente, la muerte y la reproducción
del individuo constituyen el acontecimiento selectivo inmediato, pero
la consecuencia a largo plazo es una modificación del perfil estadísti-
co de los genes del acervo génico. Así pues, como ya he dicho, el
acervo génico es el centro de atención del escultor darviniano.
Asimismo, los genes se ven favorecidos por su capacidad de coo-
perar con otros genes en la fabricación de cuerpos. Por eso los cuer-
pos son unas máquinas de supervivencia tan armoniosas. Es correcto
pensar que, en un régimen sexuado, la eficacia de los genes se pone
continuamente a prueba en diverentes contextos genéticos. En cada
generación, cada uno de los genes se ve incluido en un nuevo equi-
po de compañeros, esto es, los otros genes con los que, en un momen-
to determinado, comparte un cuerpo. Los genes que son buenos com-
pañeros, que encajan bien en el grupo y que cooperan con los demás,
tienden a integrar equipos ganadores, es decir, organismos indivi-
duales que tienen éxito y que transmiten dichos genes a la prole. Los
genes que no son buenos cooperantes tienden a integrar equipos
que se revelan perdedores, esto es, cuerpos que mueren antes de repro-
ducirse.

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protóstomos

El conjunto de genes con los que un gen ha de cooperar en pri-


mera instancia es el de aquéllos con los que comparte un cuerpo
concreto. Pero a largo plazo, el conjunto de genes con los que habrá
de cooperar es el compuesto por todos los genes del acervo génico,
pues son éstos los que se encuentra repetidamente, al pasar de un cuer-
po a otro, generación tras generación. Por eso digo que el acervo géni-
co de una especie es la obra que esculpen los cinceles de la selección
natural. En sentido proximal, la selección natural es la supervivencia y
reproducción diferencial de individuos completos, los individuos
que el acervo génico produce como ejemplos de lo que es capaz de
hacer. Una vez más, esto no vale para los bdeloideos rotíferos; en su
caso, la selección natural no esculpe el acervo génico, por la sencilla
razón de que no hay ningún acervo génico que esculpir. Un rotífero
bdeloideo tan sólo posee un gen grande y único.
Lo que acabo de subrayar es una consecuencia del sexo, no una
teoría de las ventajas ni de los orígenes del sexo. Pero si tuviese que
aventurar una teoría sobre las ventajas del sexo, si tuviese que definir
seriamente ese «detalle primordial que se nos escapa», empezaría por
aquí. Y escucharía una y otra vez «El Cuento del Rotífero». Quizá estos
minúsculos y oscuros habitantes de charcas y musgos húmedos posean
la clave de la gran paradoja de la evolución. ¿Qué tiene de malo la repro-
ducción asexual, si los rotíferos bdeloideos la practican desde hace tan-
tísimo tiempo? Y si les ha ido tan bien, ¿por qué no la practicamos todos
los demás y nos ahorramos el cuantioso coste doble del sexo?

EL CUENTO DEL PERCEBE

Cuando estaba en el colegio, a veces tenía que disculparme ante el


director del internado por llegar tarde a cenar. Le decía: «Lo siento,
señor, tenía ensayo con la orquesta», o cualquier otra disculpa que
viniera al caso. En aquellas ocasiones en que no había ninguna excu-
sa válida y teníamos algo que esconder, murmurábamos: «Perdón
por llegar tarde, señor: los percebes». El director asentía amable-
mente, pero no sé si alguna vez llegaría a preguntarse qué misteriosa
actividad extraescolar era aquélla. Quizá nos inspirásemos en Darwin,
que durante años y años se dedicó a los percebes con tal determina-

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el cuento del antepasado

ción que sus hijos, un día que fueron a visitar unos amigos y les ense-
ñaron la casa, preguntaron con ingenuo asombro: «Pero ¿dónde hace
vuestro padre los percebes?». No sé si por aquel entonces ya conocí-
amos esta anécdota darviniana; es más probable que inventásemos la
excusa de los percebes porque sonaba demasiado inverosímil como
para despertar las sospechas de que se tratase de un farol. Los perce-
bes no son lo que parecen. Lo mismo cabe decir de otros animales, y
ése es precisamente el tema central de «El Cuento del Percebe».21
En contra de lo que parece, los percebes son crustáceos. Los abun-
dantes bálanos, que cubren las rocas como lapas en miniatura, impi-
diendo que nos resbalemos si vamos calzados e hiriéndonos los pies si
vamos descalzos, son completamente diferentes por dentro de las lapas.
Dentro de la concha son como gambas deformes tumbadas de espal-
das con las patas al aire. Los pies están provistos de cestillos o peines fila-
mentosos con los que el balano filtra el agua en busca de partículas ali-
menticias. Los percebes canadienses (Pollicipes polymerus) hacen lo
mismo, pero en vez de refugiarse bajo una concha cónica como los
balanos, se posan en el extremo de un pedúnculo coriáceo. Deben su
nombre inglés, goose barnacles, «percebes ganso», al enésimo error en
cuanto a la verdadera naturaleza de los percebes. Los cirros, esos apén-
dices filamentosos semejantes a plumas con los que filtran el agua,
hacen que parezcan un pollito dentro del cascarón. En la época en
que la gente creía en la generación espontánea, surgió la creencia popu-
lar de que esta clase de percebes, una vez adultos, se convertían en gan-
sos, más concretamente en Branta leucopsis, la barnacla cariblanca.
Los más engañosos de todos, los que tal vez sean, de todos los ani-
males, los menos parecidos a lo que los zoólogos saben de ellos, son
los percebes parásitos como Sacculina. Sacculina no es ni remotamen-

21. El insigne científico J. B. S. Haldane escribió un cuento del percebe completa-


mente diferente del mío, una parábola en la que unos percebes contemplaban filosó-
ficamente el mundo que les rodeaba. La realidad, concluían, era todo lo que lograban
alcanzar con sus brazos filtradores. Eran vagamente conscientes de ciertas «visiones»,
pero dudaban de que fuesen reales toda vez que los percebes situados en otras partes
de la roca discrepaban en cuanto a la distancia y forma de las mismas. Esta brillante
alegoría de los límites del pensamiento humano y del desarrollo de la superstición
religiosa es obra de Haldane, no mía, por lo cual me limito a recomendar su lectura y
paso a otra cosa. Se encuentra en el ensayo que da título a Possible Worlds (1927).

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protóstomos

¿Un espécimen estrambótico? ¿Un nuevo plan corporal? Hembra de Thaumatoxena


andreinii.

te lo que parece. De no ser por su larva, los zoólogos jamás habrían


sabido que se trata de un percebe. El adulto es un saco blando que se
adhiere a la cara ventral de un cangrejo y le introduce largas raíces
ramificadas similares a las de las plantas para absorber nutrientes de
sus tejidos. El parásito no sólo no se parece a un percebe, es que no
se parece en nada a un crustáceo. Ha perdido todo vestigio del capa-
razón y de la segmentación corporal propia de casi todos los demás
artrópodos. Podría perfectamente ser una planta u hongo parásitos.
Sin embargo, en términos de parentesco evolutivo, es un crustáceo, y
no un simple crustáceo sino, más concretamente, un percebe. Los per-
cebes no son, desde luego, lo que parecen.
Lo que resulta fascinante es que el desarrollo embriológico del
cuerpo de Sacculina, que de crustáceo no tiene absolutamente nada,
está empezando a descifrarse en términos similares a los de los genes
Hox (véase «El Cuento de la Mosca del Vinagre»). El gen abdominal-
A, que normalmente controla el desarrollo del típico abdomen de
crustáceo, no se expresa en Sacculina. Por lo visto, para transformar
un animal que nada y patalea en un hongo amorfo, basta con supri-
mir los genes Hox.
Dicho sea de paso, las raíces ramificadas de este parásito no inva-
den los tejidos del cangrejo de forma indiscriminada. Primero se diri-
gen a los órganos reproductores, con la consiguiente castración del can-
grejo. ¿Se trata, simplemente, de un efecto colateral fortuito? Lo más
probable es que no. La castración no se limita a esterilizar al huésped.
Como ocurre con los bueyes gordos, el cangrejo castrado, en lugar de

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¿Cómo debería ser una mosca? Megaselia scalaris (Loew). Dibujo de Arthur Smith.

convertirse en una máquina reproductora enérgica y fibrosa, concentra


todos sus esfuerzos en engordar, o sea: más comida para el parásito.22
Voy a introducir la última parte de este cuento con una pequeña
fábula ambientada en el futuro. Quinientos millones de años des-
pués de que la vida de los vertebrados y los artrópodos quedase com-
pletamente destruida por el espantoso impacto de un cometa, la vida
inteligente ha terminado evolucionando de nuevo en los remotos des-
cendientes de los pulpos. Unos paleontólogos pulpos descubren un
rico yacimiento fósil que data del siglo XXI d.C. Si bien no les brinda
un panorama completo de la vida en aquella época, el generoso yaci-
miento deja asombrados a los paleontólogos con su variedad y diver-
sidad. Analizando escrupulosamente los fósiles con óctuple ecuanimi-
dad y aguda captación de los detalles, uno de los expertos octópodos
llega a aventurar la hipótesis de que la vida, en la remota era anterior
a la catástrofe, se entregaba con desenfreno a la experimentación más
insólita y producía nuevos planes corporales extraños y maravillosos.
La conclusión se antoja lógica si pensamos en los animales actuales e
imaginamos que sólo se fosiliza una pequeña muestra de los mismos.
Piénsese en la hercúlea tarea que le espera a un paleontólogo del futu-
ro y en las dificultades que habrá de superar a la hora de deducir afi-
nidades a partir de restos fósiles esporádicos e incompletos.

22. En el capítulo sobre parásitos de The Extended Phenotype dediqué un amplio espa-
cio a los animales que manipulan sutilmente la fisiología interna de sus huéspedes.

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protóstomos

Por poner un ejemplo, ¿cómo diantres definiríamos al animal de


la ilustración? ¿Como una «maravillosa rareza» digna de que se cree
un nuevo filo en su honor? ¿Cómo un nuevo plan corporal hasta aho-
ra desconocido para los zoólogos?
Pues no. Regresando desde nuestra fantasía futurista al presente,
la maravillosa rareza, es, en realidad, una mosca, Thaumatoxena andrei-
nii. No sólo eso: es una mosca que pertenece a la respetabilísima
familia de los fóridos. La siguiente ilustración representa a un miem-
bro más común de los fóridos, Megaselia scalaris.
Lo que le pasó a Thaumatoxena, la «maravillosa rareza», es que esta-
bleció su residencia en un termitero. Las exigencias de la vida en ese
mundo claustral eran tan diferentes que, en un periodo de tiempo
probablemente breve, Thaumatoxena perdió toda semejanza con una
mosca. Al extremo anterior en forma de bumerán, que es cuanto res-
ta de la cabeza, le sigue el tórax; en el espacio entre éste y la zona pelu-
da del dorso pueden apreciarse los vestigios de las alas.
La moraleja es la misma del percebe. Pero la parábola de la pale-
ontólogo del futuro cautivado por la retórica de las maravillosas rare-
zas que pueblan alegremente el morfoespacio no la he incluido por
puro placer narrativo sino para allanar el terreno al siguiente cuen-
to, que trata de la explosión del Cámbrico.

EL CUENTO DEL GUSANO ATERCIOPELADO

Si para los zoólogos modernos hay algo vagamente equiparable a


un mito de los orígenes, ese algo es la explosión del Cámbrico. El
Cámbrico es el primer periodo del Eón Fanerozoico, los últimos 545
millones de años, en el que de repente aparecen en el registro fósi-
les de animales y vegetales tal y como los conocemos. Antes del
Cámbrico, los fósiles se presentaban en forma de restos minúsculos
o envueltos en un enigmático misterio. Del Cámbrico en adelante ha
habido una clamorosa explosión de vida pluricelular que, de mane-
ra más o menos plausible, vaticinaba la nuestra. Fue precisamente
la naturaleza repentina de la aparición de organismos pluricelula-
res fosilizados, que señala el comienzo de periodo, lo que inspiró la
metáfora de la explosión.

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Los creacionistas adoran la explosión Cámbrica porque, privados


como están del tipo de imaginación que no les interesa, la conciben
como una especie de orfanato paleontológico habitado por filos caren-
tes de progenitores: animales sin antecedentes, materializados súbi-
tamente de la nada, con calcetines agujereados y todo.23 En el otro
extremo, los zoólogos con acusadas inclinaciones románticas adoran
la explosión Cámbrica por su aura de paraíso arcádico, de edad zoo-
lógica de la inocencia en la que la vida bailaba a un ritmo evolutivo
frenético y radicalmente distinto: una bancanal edénica de gozosa
improvisación, antes de que todo cayese en el rígido utilitarismo que
ha predominado desde entonces. En mi libro Destejiendo el arco iris
cité el siguiente comentario de un ilustre biólogo que, a estas alturas,
tal vez se haya desdicho:

Poco después de la invención de las formas de vida pluricelulares, se pro-


dujo una enorme explosión de novedades evolutivas. Casi da la sensa-
ción de que la vida pluricelular exploraba alegremente todas las posibles
ramificaciones en una danza salvaje de tentativas desenfrenadas.

Si hay un animal capaz de soportar más que cualquier otro esta exal-
tada definición del Cámbrico, es Hallucigenia. ¿Soportar he dicho? Salvo
que se sufra una alucinación, cuesta creer que una criatura tan impro-
bable fuese capaz siquiera de soportar su propio peso. Y con razón.
Parece ser que, en un primer momento, Hallucigenia (un nombre sabia-
mente escogido por Simon Conway Morris) se reconstruyó al revés: por
eso se sostiene sobre esos zanquitos improbables. Según la interpreta-
ción más reciente, que ha dado la vuelta a la originaria, los tentáculos
del dorso, dispuestos en una sola hilera, eran patas. Una única hilera
de patas: ¿acaso el animal se desplazaba guardando el equilibrio como
un funambulista? No. Una serie de fósiles descubiertos en China invi-
tan a pensar que debía de existir una segunda hilera y, a juzgar por la
reconstrucción moderna, da la impresión de que Hallucigenia sería per-
fectamente capaz de desenvolverse en el mundo actual. Hoy en día ya
no se tiene a Hallucigenia por una maravillosa rareza de afinidades incier-

23. La frase es de Bertrand Russell, por supuesto.

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Hallucigenia. Reconstrucción actual.

tas que se pierden en la noche de los tiempos, sino que, con muchos
otros fósiles cámbricos, se coloca provisionalmente en el filo de los lobó-
podos, que cuenta con representantes actuales como Peripatus y los
demás onicóforos o gusanos aterciopelados con los que nos hemos reuni-
do en el «Encuentro 26».
En la época en que se creía que los anélidos eran parientes cerca-
nos de los artrópodos, los onicóforos solían definirse como el «esta-
dio intermedio» que «salvaba la distancia» entre aquéllos, aunque,
teniendo en cuenta como funciona realmente la evolución, ese con-
cepto no es muy útil. Ahora los anélidos se sitúan dentro de los lofo-
trocozoos, mientras que los onicóforos son considerados, junto con
los artrópodos, ecdisozoos. Dadas sus antiquísimas afinidades, Peripatus
es, de todos los peregrinos modernos, el más capacitado para contar
la historia de la explosión Cámbrica.
Los onicóforos modernos se hallan ampliamente difundidos
por los trópicos y sobre todo en el hemisferio austral. Todos viven en
tierra firme, entre la hojarasca y los terrenos húmedos, donde se ali-
mentan de caracoles, gusanos, insectos y otras pequeñas presas. En el
Cámbrico, Hallucigenia y los remotos antepasados de Peripatus y
Peripatopsis vivían, naturalmente, como todos los demás animales,
en el mar.
Todavía se discute si Hallucigenia está o no emparentado con los
onicóforos modernos; no olvidemos que hace falta echarle mucha ima-
ginación para reconstruir en un papel, tal vez incluso con llamativos
colores, un fósil que en la roca no es sino un borrón aplastado. Hay
quien ha aventurado incluso la hipótesis de que Hallucigenia no sea
un animal entero, sino parte de una criatura desconocida. No sería
la primera vez que se comete un error semejante. Algunas de las pri-

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meras reconstrucciones de escenas cámbricas representaban a una


criatura marina similar a una medusa, que parecía inspirada en una
rodaja de piña en almíbar y que después resultó ser parte integrante
de las mandíbulas del misterioso depredador Anomalocaris. Otros
fósiles del Cámbrico, como Aysheaia, parecen versiones marinas de
Peripatus, lo cual nos reafirma en el convencimiento de que Peripatus,
tenía todo el derecho de relatar esta historia del Cámbrico.
En cualquier era geológica, casi todos los fósiles son los restos de
partes duras de los animales: los huesos en los vertebrados, los capa-
razones en los artrópodos y las conchas en los moluscos o braquiópo-
dos. Pero en tres yacimientos fósiles del Cámbrico, situados uno en
Cánada, otro en Groenlandia y otro en China, las insólitas condicio-
nes atmosféricas permitieron que también se conservasen las partes
blandas: una suerte casi milagrosa... para nosotros. Los tres yacimien-
tos son Burguess Shale, en la Columbia Británica, Sirius Passet, en el
norte de Groenlandia, y Chengjiang, en el sur de China.24 El yacimien-
to de Burguess Shale se descubrió en 1909 y saltó a la fama 80 años
después gracias a la descripción que hizo Stephen Jay Gould en su
libro La vida maravillosa. Sirius Passet fue descubierto en 1984, pero
hasta ahora no se ha estudiado tanto como los otros dos. Ese mismo
año, Hou Xian-guang descubrió los fósiles de Chengjiang. El doctor
Hou es uno de los autores de una monografía maravillosamente ilus-
trada, The Cambrian Fossils of Chengjiang, China, publicada en 2004 (para
mi suerte, poco antes de dar a imprenta este libro).
Los fósiles de Chengjiang datan de hace 525 millones de años.
Son más o menos contemporáneos de los de Sirius Passet, y unos 10
o 15 millones de años más antiguos que los de Burguess Shale, pero
toda la fauna de estos extraordinarios yacimientos es similar. Muchos
son lobópodos y muchos parecen versiones marinas de Peripatus. Hay
algas, esponjas, varios tipos de gusanos, braquiópodos casi iguales a
los modernos y animales enigmáticos de ascendencia incierta. Son
innumerables los artrópodos, entre ellos crustáceos, trilóbites y muchos
otros que recuerdan vagamente a crustáceos o trilobites pero que
quizá perteneciesen a sus propios grupos. El gran Alocaris, un pre-

24. En un cuarto yacimiento, Obsten («piedra maloliente»), en Suecia, las partes


blandas se conservan de manera diferente.

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Los famosos cinco ojos. Opabinia regalis, hallada en Burges Shale, Canadá. Dibujo
de Marianne Collins.

sunto depredador que en ocasiones superaba el metro de longitud, se


encuentra junto con sus semejantes tanto en Burguess Shale como
en Chengjiang. Nadie sabe muy bien lo que es (tal vez un pariente leja-
no de los artrópodos), pero debía de ser un espectáculo. No todas las
«rarezas maravillosas» de Burguess Shale se han encontrado también
en Chengjiang; Opabinia, por ejemplo, con sus famosos cinco ojos, sólo
se halla presente en el primero.
Entre la fauna groenlandesa de Sirius Passet figura un hermoso ani-
mal llamado Halkieria. Se considera un molusco primigenio, pero
Simon Conway Morris, que ha descrito muchas de las singulares cria-
turas del Cámbrico, cree que tiene afinidades con el filo de los molus-
cos, el de los braquiópodos y el de los anélidos. Esto me alegra por-
que contribuye a echar por tierra la reverencia cuasi mística con que
los zoólogos contemplan los grandes filos. Si nos tomamos en serio la
evolución, no cabe duda de que, según retrocedamos en el tiempo y
nos avecinemos a los puntos de encuentro de los filos, éstos irán sien-
do cada vez más parecidos y guardarán un parentesco más cercano.
Tanto si Halkieria reúne las condiciones para el cargo como si no, sería
preocupante que no hubiese un animal primigenio que uniese a los
anélidos, los braquiópodos y los moluscos. Obsérvense las conchas
situadas a ambos extremos de la ilustración.
Como hemos visto en el Encuentro 22, en el yacimiento de
Chengjiang hay fósiles que parecen vertebrados auténticos y que son
anteriores a Pikaia, la criatura parecida a un anfioxo descubierta en
Burguess Shale, y a otros cordados del Cámbrico. La zoología clásica
enseñaba que ningún vertebrado había aparecido en fechas tan tem-

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Se acabó la veneración mística por los grandes filos. Halkiera evangelista, de Sirius
Passet, Groenlandia. Data del Cámbrico inferior. Dibujo de Simon Conway Norris.

pranas, sin embargo, Myllokunmingia, del que en Chengjiang se han


encontrado más de 500 ejemplares, recuerda mucho a un pez agna-
do, esto es, a un animal del que siempre se pensó que no había apa-
recido hasta cincuenta millones de años después, en pleno Ordovícico.
En un primer momento se describieron dos nuevos géneros,
Myllokunmingia, que se definió como bastante parecido a la lamprea,
y Haikouichtys (que, por desgracia, no debe su nombre a los haikus,
los breves poemas japoneses), considerado semejante a los mixinos.
En la actualidad algunos taxónomos revisionistas agrupan los dos en
una misma especie, Myllokunmingia fengjiaoa. La polémica actualiza-
ción del estatus de Haikouichthys refleja lo difícil que resulta discernir
la verdadera naturaleza de los fósiles muy antiguos. Compárese en la
página siguiente la fotografía de un ejemplar de Myllokunmingia con
el dibujo, hecho con cámara lúcida, que hemos colocado debajo.
Profeso una enorme admiración por la paciencia necesaria para recons-
truir animales como éstos.
Adelantar la aparición de los vertebrados hasta mediados del
Cámbrico no hace sino corroborar la hipótesis de la explosión súbita
sobre la que se fundamenta el mito. Parece, efectivamente, que los
fósiles de la mayor parte de los grandes filos animales de la actuali-

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protóstomos

5 mm aleta dorsal

notocordio
miotomo

boca
cavitad bolsa
intestino aleta pericárdica branquial
l l
Se suponía que los vertebrados no eran tan antiguos. Fósil de Myllokunmingia
fengjiaoa, de Chengjiang. De D-G Shu et al. [264]

dad aparecen por primera vez en un reducido lapso temporal del


Cámbrico. Esto no significa que antes del Cámbrico no hubiese repre-
sentantes de esos filos, sino que no se fosilizaron. ¿Cómo podemos
interpretar este fenómeno? Vamos a exponer las tres hipótesis prin-
cipales, que son similares a las tres hipótesis formuladas para expli-
car la explosión de los mamíferos tras la extinción de los dinosau-
rios, para, posteriormente, alcanzar un compromiso entre las tres.

1. NO HUBO TAL EXPLOSIÓN. Según esta teoría, no hubo una explosión


de evolución propiamente dicha, sino sólo de fosilización. Los filos
datan en realidad de mucho antes del Cámbrico, con antepasados
distribuidos a lo largo de cientos de millones de años en el
Precámbrico. Sostienen esta hipótesis algunos biólogos molecula-
res que han utilizado la técnica del reloj molecular para datar
contepasados clave. Por ejemplo, en un famoso artículo de 1996,
G. A. Wray, J. S. Levinton y L. H. Shapiro calcularon que el conte-
pasado que vinculaba a Vertebrados y Equinodermos vivió hace mil
millones de años y el contepasado que vinculaba a vertebrados y
moluscos doscientos millones de años antes, es decir, más del doble
de la antigüedad de la llamada explosión del Cámbrico. En general,

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los cálculos hechos con el reloj molecular sitúan estas ramificacio-


nes remotas en el Precámbrico, mucho antes de lo que le gustaría
a la mayor parte de los paleontólogos. Según esta hipótesis, los fósi-
les, por motivos desconocidos, no se formaban fácilmente antes del
Cámbrico. Puede que no hubiese partes duras, como conchas, capa-
razones y huesos, fácilmente fosilizables. Al fin y al cabo, Burguess
Shale y Chengjiang son de lo más insólito entre todos los yacimien-
tos geológicos por cuanto albergan fósiles de partes blandas. Quizá
los animales del Precámbrico, por más que existiesen desde hacía
mucho tiempo en una amplia gama de planes corporales comple-
jos, eran demasiado pequeños para fosilizarse. Como abono a este
argumento existen algunos pequeños filos animales que no han
dejado fósiles después del Cámbrico, al punto de que hoy pare-
cen huérfanos vivos. ¿Por qué esperar, entonces, que aparezcan fósi-
les antes del Cámbrico? Sea como fuere, algunos de los fósiles
precámbricos descubiertos, como la fauna de Ediacaran (véase pági-
na 594) y algunos fósiles de huellas y madrigueras, revelan la pre-
sencia de metazoos precámbricos verdaderos.

2. EXPLOSIÓN DE MECHA LENTA. Los contepasados que vinculan los diver-


sos filos vivieron efectivamente en épocas relativamente cercanas
unos de otros, pero siempre esparcidos en un periodo de varias
decenas de millones de años antes de la explosión de fósiles que
hoy apreciamos. Vista desde el presente, la fauna de Chengjiang,
que data de hace 525 millones de años, se parece bastante a un
potencial contepasado de, pongamos, hace unos 590 millones, pero
entre una y otro median 65 millones de años, el mismo periodo
de tiempo que nos separa de la extinción de los dinosaurios: el
periodo durante el que los mamíferos modernos se han irradiado
una y otra vez hasta producir la gama increíblemente diversa que
vemos hoy. Incluso diez millones de años son mucho tiempo, habi-
da cuenta de la frenética explosión evolutiva que analizamos en «El
Cuento de los Cíclidos» y en «El Cuento del Pinzón de las
Galápagos». A toro pasado, es muy fácil convencerse de que dos
fósiles muy antiguos, claramente pertenecientes a distintos filos
modernos, eran tan diferentes como los representantes actuales de
dichos filos. No hay ninguna razón válida para pensar que un taxó-

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protóstomos

nomo del Cámbrico que tuviese la suerte de no verse condiciona-


do por 500 millones de años de prejuicios retrospectivos, habría
colocado los dos fósiles en filos distintos. Quizá los habría coloca-
do en órdenes distintos, por más que sus descendientes, algo que
el taxónomo no podía haber previsto, terminasen divergiendo has-
ta el punto de hacer necesaria su clasificación en filos separados.

3. EXPLOSIÓN SÚBITA. Esta tercera corriente es, a mi modo de ver, una


chaladura o, dicho en términos un poco más diplomáticos, una
idea tan poco realista que, de puro disparatada, raya en lo irres-
ponsable. Pero debo dedicarle un poco de atención porque, siguien-
do la retórica de esos zoólogos que he definido como «de inclina-
ciones románticas», se ha hecho inexplicablemente popular.
Según esta tercera hipótesis, los nuevos filos aparecieron de la
noche a la mañana, en un único salto macromutacional. Voy a citar
algunos pasajes de científicos por lo demás respetables que ya tra-
je a colación en Destejiendo el arcoiris.

Fue como si, al terminar el Cámbrico, aquella facilidad para dar saltos evo-
lutivos, la facilidad que trajo consigo las fundamentales innovaciones
funcionales que representaron la base para el surgimiento de nuevos filos,
se hubiese agotado. Fue como si el muelle de la evolución hubiese perdi-
do parte de su potencia... Así pues, mientras que en los organismos del
Cámbrico la evolución podía dar saltos de mayor alcance, como los que
dieron origen a nuevos filos, posteriormente estaría más limitada y daría
saltos más modestos, sin rebasar el nivel representado por las clases.

O este otro, del mismo científico ilustre que he mencionado al comien-


zo de «El Cuento del Gusano Aterciopelado»:

Al comienzo del proceso de ramificación, encontramos una gran varie-


dad de saltos de largo alcance que difieren notablemente tanto del pun-
to de partida como entre sí. Estas especies presentan suficientes diferen-
cias morfológicas como para considerarlas fundadoras de filos distintos.
Estas fundadoras también se ramifican, pero lo hacen por medio de varian-
tes que constituyen saltos de un alcance algo más reducido, dando lugar
a ramas de especies hijas diferentes, las fundadoras de las clases. Según

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avanza el proceso, las variantes más adaptadas van ocupando áreas cada
vez más próximas, surgiendo así, de manera sucesiva, las especies funda-
doras de órdenes, familias y géneros.

Estas afirmaciones tan absurdas me llevaron a replicar que es como si


un jardinero, al contemplar su viejo roble, dijese intrigado lo siguiente:

Qué raro que en todos estos años no haya aparecido ninguna rama grue-
sa nueva. Hoy en día, parece que todo el crecimiento está limitado a las
ramitas.

He aquí otra afirmación censurable, sólo que esta vez daré el nom-
bre del autor porque es posterior a Destejiendo el arco iris y, por tanto,
no la incluí en dicho libro. En In the Blink of an Eye, Andrew Parker se
dedica casi exclusivamente a propugnar una interesante y original teo-
ría de su cosecha, según la cual la explosión Cámbrica habría venido
provocada por el repentino descubrimiento de los ojos por parte de
los animales. Pero antes de exponer esta tesis, Parker se deja traicio-
nar por la versión disparatada e irresponsable del mito de la explosión
Cámbrica. Para empezar ofrece la versión más explosiva del mito que
yo jamás haya leído:

Hace 544 millones de años había tres filos animales con su correspondien-
te variedad de formas externas, mientras que hace 538 millones de años
había 38, el mismo número de hoy en día.

A continuación aclara que no se refiere a una evolución gradual rapi-


dísima, comprimida en un periodo de seis millones de años, es decir,
una versión extrema (y difícilmente aceptable), de la hipótesis núme-
ro 2; ni tampoco afirma, como diría yo, que poco antes de que dos
(futuros) filos comenzasen a divergir, no habrían sido muy diferen-
tes sino que habrían ido completando sucesivas etapas, pasando de
dos especies a dos géneros, etcétera, hasta llegar a ser tan distintos que
quepa clasificarlos en filos separados. No, Parker tiene toda la pinta
de considerar que sus 38 filos de hace 538 millones de años eran filos
en toda regla que surgieron de un día para otro en un abrir y cerrar
de ojos macromutacional:

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protóstomos

En la Tierra han evolucionado 38 filos. Así que solamente han tenido lugar
38 acontecimientos genéticos capitales, que se han traducido en 38 orga-
nizaciones internas diferentes.

Los acontecimientos genéticos capitales no son imposibles. Los genes


de control de las diversas familias Hox que hemos conocido en «El
Cuento de la Mosca del Vinagre» son sin duda capaces de experi-
mentar drásticas mutaciones. Pero hay acontecimientos capitales y
acontecimientos capitales. Una mosca del vinagre con dos patas en
lugar de antenas es un acontecimiento capital, pero no está ni mucho
menos claro que pueda sobrevivir. Hay una poderosa razón general
para esto y voy a explicarla en pocas palabras.
Un animal mutante tiene ciertas probabilidades de estar mejor
como consecuencia de la mutación. Mejor significa «mejor compara-
do con el tipo parental previo a la mutación». El progenitor debía de
ser bastante capaz de sobrevivir y reproducirse, de lo contrario no
habría sido padre. Es fácil de entender que cuanto más pequeña sea
la mutación, más probabilidades tendrá de representar una mejora.
«Es fácil de entender» era una de las expresiones favoritas del gran
estadístico y biólogo R. A. Fisher, y no pocas veces la usaba cuando
para el común de los mortales el asunto en cuestión era cualquier cosa
menos fácil de entender. Creo, sin embargo, que el razonamiento de
Fisher es de veras fácil de seguir en el caso concreto de una mutación
relativa a una simple característica métrica, algo como, por ejemplo,
la longitud de un muslo, que varía en una sola dimensión: tantos
milímetros más o menos.
Imaginemos una serie de mutaciones de magnitud creciente. En
un extremo, la mutación de magnitud cero es, por definición, tan bue-
na como el gen parental, que, como hemos visto, tuvo que ser lo bas-
tante bueno como para sobrevivir a la infancia y reproducirse. Ahora
imaginemos una mutación fortuita de pequeña magnitud: la pierna,
pongamos por caso, aumenta o disminuye un milímetro. Suponiendo
que el gen parental no sea perfecto, una mutación que suponga una
diferencia infinitesimal con respecto a la versión parental tendrá un
50% de probabilidades de ser mejor y un 50% de probabilidades de
ser peor: será mejor si representa un paso en la dirección correcta con
respecto a la condición parental, y será peor si representa un paso en

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la dirección contraria. Pero una mutación muy grande será, con toda
probabilidad, peor que la versión parental, aun cuando represente un
paso en la dirección correcta, por la sencilla razón de que es excesi-
va. Por poner un ejemplo extremo, imaginemos un hombre, por lo
demás normal, con unos muslos de dos metros de largo.
El razonamiento de Fisher era más general. Cuando hablamos de
saltos macromutacionales en el territorio de un nuevo filo, ya no esta-
mos hablando de simples características métricas como la longitud
de una pierna, por lo se hace necesario recurrir a otro tipo de razo-
namiento. Como ya he explicado anteriormente, la idea esencial es
que hay muchas más formas de estar muerto que de estar vivo.
Imaginemos un paisaje matemático integrado por todos los animales
posibles. Debo denominarlo matemático porque es un paisaje en cen-
tenares de dimensiones que comprende una gama casi infinita de
monstruosidades concebibles, además del número (relativamente)
pequeño de animales que realmente han existido. Lo que Parker lla-
ma un acontecimiento genético capital equivaldría a una macromutación
que tendría enormes consecuencias no sólo en una dimensión, como
en el caso del muslo más largo o más corto, sino en cientos de dimen-
siones simultáneamente. Ésa es la escala del cambio del que estamos
hablando al imaginarnos, como hace Parker, un tránsito brusco e inme-
diato de un filo a otro.
En el paisaje multidimensional de todos los animales posibles, las
criaturas vivas son islas de vida viable separadas de otras islas por inmen-
sos océanos de deformidad grotesca. Partiendo de una isla cualquie-
ra, se puede evolucionar paso a paso, alargando un centímetro de pier-
na por aquí, limando la punta de un cuerno por allá, oscureciendo
una pluma por acullá. La evolución es una trayectoria en el espacio
multidimensional en la cual cada etapa debe representar un cuerpo
capaz de sobrevivir y reproducirse igual de bien que el tipo parental
de la etapa previa. En un periodo de tiempo suficiente, una trayecto-
ria lo bastante larga abarca desde un punto de partida viable a un
destino viable tan remota que cabe clasificarla como un filo distinto,
por ejemplo los moluscos. Una trayectoria diferente que parta del mis-
mo punto puede conducir paso a paso, a través de estadios interme-
dios siempre viables, a otro destino viable que se puede clasificar como
otro filo, por ejemplo los anélidos. Algo así debió de ocurrir en cada

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protóstomos

una de las bifurcaciones que, partiendo de los contepasados respecti-


vos, condujeron a cada pareja de filos animales.
El punto al que quiero llegar es el siguiente: una mutación fortuita
lo bastante «capital» como para dar origen de un plumazo a un nuevo
filo sería tan grande, en cientos de dimensiones simultáneas, que le haría
falta una suerte inconcebible para aterrizar en otra isla de vida viable.
Es casi inevitable que una macromutación de esa envergadura aterrice
en medio del océano de la inviabilidad: lo más probable es que ni siquie-
ra se pudiese reconocer como animal al mutante en cuestión.
Los creacionistas afirman estúpidamente que la selección natural
darviniana es como un huracán que, soplando en un depósito de
chatarra, tuviese la suerte de ensamblar un Boeing 747. Huelga decir
que están equivocados, ya que ni por asomo alcanzan a captar la natu-
raleza gradual y acumulativa de la selección natural. Sin embargo, la
metáfora del depósito de chatarra se ajusta estupendamente a la hipo-
tética invención de un nuevo filo de un día para otro. Que pueda
darse un tránsito evolutivo tan grande como para pasar de repente
de la lombriz al caracol es tan probable como que un huracán cons-
truya un Boeing soplando chatarra.
Así pues, podemos rechazar con toda confianza la tercera hipóte-
sis, la disparatada. Nos quedan las otras dos, o un compromiso entre
ambas, y llegado a este punto me declaro agnóstico y necesitado de más
datos. Como veremos en el epílogo de este cuento, cada vez son más los
científicos que coinciden en que los primeros cálculos realizados con
la técnica del reloj molecular exageraban al adelantar cientos de millo-
nes de años los principales puntos de ramificación, haciendo que data-
sen del Precámbrico. Por otro lado, el mero hecho de que no haya
fósiles de la mayor parte de los filos animales antes del Cámbrico no
debe incitarnos a creer que esos filos tuvieron que evolucionar con
suma rapidez. El razonamiento del huracán en el depósito de chata-
rra nos enseña que todos los fósiles del Cámbrico a la fuerza debie-
ron tener antecedentes en continua evolución. Esos antecedentes
sin duda existieron, pero no se han descubierto. Fuesen cuales fue-
sen los motivos, fuese cual fuese la escala temporal, el caso es que no
se fosilizaron; pero existieron. A simple vista, resulta más difícil creer
que toda una gama de animales permanezca invisible durante 100
millones de años que durante apenas 10 millones de años; por eso hay

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quien se decanta por la teoría de la explosión súbita del Cámbrico.


Por otro lado, cuanto más corta sea la mecha temporal de la explo-
sión, más trabajo cuesta creer que toda la diversificación tuviese lugar
en tan breve espacio de tiempo. De manera que este razonamiento
es de doble filo y no permite escoger con garantías ninguna de las
dos hipótesis restantes.
El archivo fósil no está completamente desprovisto de vida meta-
zoica anterior a Chengjiang y Sirius Passet. Unos 20 millones de años
antes, casi en el límite exacto entre el Cámbrico y Precámbrico, empie-
za a aparecer una variedad de fósiles microscópicos que parecen con-
chitas diminutas y a los que, en conjunto, se conoce con el nombre
de fauna tommotiense o pequeña fauna con concha. La mayoría de los pale-
ontólogos se llevó una sorpresa cuando se descubrió que algunas de
estas conchitas eran, en realidad, placas de lobópodos, los parientes
de los onicóforos. Esto significa que las divergencias entre diferentes
grupos de protóstomos tuvieron que darse en el Precámbrico, antes
de la explosión visible.
Hay otros indicios de diversidad animal más antigua. 20 millones
de años antes de comenzar el Cámbrico, en el periodo Ediacarano del
Precámbrico superior, prosperó en todo el mundo un misterioso gru-
po de animales llamado fauna ediacarana, por las colinas Ediacara de
Australia meridional, el lugar donde fueron encontrados por prime-
ra vez. Cuesta trabajo averiguar qué eran realmente, pero no cabe duda
de que se trata de los primeros animales grandes que se fosilizaron.
Algunos puede que sean esponjas, otros parecen medusas, y otros
recuerdan a las anémonas marinas o a las plumas de mar (parientes
de las anémonas que parecen péñolas). Algunos se asemejan un poco
a gusanos o babosas, y podrían ser perfectamente bilaterios; otros
son un misterio puro y duro. ¿Qué decir de Dickinsonia, la criatura de
la fotografía? ¿Es un coral, un gusano, un hongo, o algo completamen-
te diferente de las criaturas que viven en la actualidad? Existe incluso
un fósil australiano parecido a un renacuajo del que todavía no exis-
te descripción formal pero se sospecha que se trata de un cordado
(recordemos que el de los Cordados es el filo al que pertenecen los
vertebrados). Si esto se confirma sería muy emocionante, pero, de
momento, hay que esperar. A pesar de tan sugerentes indicios, los zoó-
logos coinciden en que la fauna ediacarana, por intrigante que sea,

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protóstomos

¿Qué se supone que es esto? Dickinsonia


costata, parte de la fauna ediacarana.

no sirve de mucha ayuda a la hora de averiguar los orígenes de los ani-


males modernos.
Existen también icnofósiles (fósiles de huellas o túneles) de anima-
les precámbricos. Estas huellas demuestran que en un pasado remo-
to existieron criaturas lo bastante grandes como para producirlas, aun-
que, por desgracia, no nos revelan gran cosa en cuanto a la apariencia
de tales criaturas. En Doushanto, China, se han encontrado fósiles aún
más antiguos, en su mayoría microscópicos, que parecen ser embrio-
nes, aunque no está claro en qué tipo de animal podrían haberse
convertido. Más antiguos todavía son unas pequeñas impresiones en
forma de disco que se han encontrado en el noroeste de Canadá, y
que datan de hace entre 600 y 610 millones de años, pero estos ani-
males son, si cabe, más enigmáticos que la fauna de Ediacara
Este libro se basa en una serie de 39 puntos de encuentro y me pare-
cía apropiado tratar de calcular la fecha de cada uno. La mayor par-
te se puede fechar con ciertas garantías empleando una combina-
ción de fósiles susceptibles de datarse y relojes moleculares calibrados
en función de dichos fósiles. Naturalmente, cuando llegamos a los
puntos de encuentro más antiguos los fósiles nos dejan plantados. Esto
significa que los métodos moleculares ya no pueden calibrarse de
manera fiable, con lo cual entramos en una selva de datos inciertos.
Por no dejar cabos sueltos me he obligado a fechar del modo que
fuese los contepasados de esta selva incierta, que van desde el núme-
ro 23 hasta el 39. Las pruebas más recientes parecen corroborar, siquie-
ra ligeramente, la hipótesis de la explosión de media mecha. Este dato con-
trasta con mi inicial propensión a descartar que hubiese habido

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explosión alguna. Cuando se encuentren, como espero, más prue-


bas, no me sorprenderé lo más mínimo si, en nuestra búsqueda de
los contepasados de los grandes filos animales modernos, nos vemos
de nuevo empujados en la dirección opuesta, hacia las profundida-
des del Precámbrico. O también podríamos vernos nuevamente ante
la perspectiva de una explosión casi súbita a consecuencia de la cual
los contepasados de la mayoría de los filos animales estuviesen com-
primidos, a comienzos del Cámbrico, en un periodo de 20 o incluso
10 millones de años. En este caso, estoy convencido de que, aunque
situemos correctamente dos animales del Cámbrico en filos distintos
en función de su semejanza con animales modernos, en el Cámbrico
habrían sido mucho más parecidos de lo que los son sus modernos
descendientes. Los hipotéticos zoólogos del Cámbricos no los habrí-
an colocado en filos distintos sino simplemente, pongamos por caso,
en subclases distintas.
No me extrañaría ver confirmada cualquiera de las dos primeras
hipótesis. No me atrevo a pronunciarme, pero si un día se encuentra
alguna prueba a favor de la tercera hipótesis, me como el sombrero.
Hay sobrados motivos para pensar que en el Cámbrico la evolución
era sustancialmente el mismo tipo de proceso que en la actualidad.
Toda esa palabrería histérica sobre el resorte de la evolución y cómo
se habría quedado sin energía después del Cámbrico; toda esa canti-
nela eufórica sobre danzas salvajes de creatividad desenfrenada, con
nuevos filos que habrían aparecido de un día para otro en un amane-
cer dichoso de irresponsabilidad zoológica... En fin, sobre esto sí que
me atrevo a pronunciarme: es un puro disparate.
Que conste que no tengo nada en contra de la prosa poética ins-
pirada en el Cámbrico, pero, por favor, que sea como la de Richard
Fortey en su hermoso libro La vida: una biografía no autorizada:

Me imagino de pie en una costa del Cámbrico al atardecer, como cuan-


do estuve en la costa de Spitsbergen y reflexioné por primera vez sobre
la historia de la vida. El mar que me lamería los pies sería muy parecido,
y me proporcionaría las mismas sensaciones. Justo donde se encuentran
tierra y agua hay una alfombra de estromatolitos redondeados y ligera-
mente viscosos, supervivientes de los vastos bosques del Precámbrico. El
viento silba sobre las llanuras rojizas que se extienden a mi espalda, don-

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de no hay rastro de vida, y noto como la arena barrida por el viento me


aguijonea las piernas. Pero a mis pies, en la arena fangosa, distingo mol-
des de gusanos, pequeños surcos ensortijados que me resultan familia-
res. Veo el rastro de las huellas ondulantes que dejaron los correteos de
animales parecidos a crustáceos... Salvo el silbido de la brisa y el fragor
de las olas que van y vienen, reina un absoluto silencio y no hay una sola
criatura que lance su grito al viento...

EPÍLOGO A EL CUENTO DEL GUSANO ATERCIOPELADO


Escrito en colaboración con Yan Wong

Durante buena parte de este libro he venido soltando fechas tranqui-


lamente e incluso he osado hablar de «nuestro tatarabuelo número
seis millones» o «nuestro tatarabuelo número 240 millones». Las fechas
se basaban en su mayor parte en fósiles que, como veremos en «El Cuento
de la Secuoya», pueden datarse con una precisión acorde con la vas-
tedad de la escala temporal. Los fósiles, sin embargo, no son de gran
ayuda a la hora de buscar los antepasados de animales desprovistos
de partes duras, como los platelmintos. En el registro fósil de los últi-
mos 70 millones de años faltaban los celacantos, por eso el descubri-
miento de un celacanto vivo en 1938 suscitó tanto estupor y entusias-
mo. Pero el registro fósil no deja de ser, ni siquiera en el mejor de los
casos, un testimonio voluble; y ahora que en nuestro peregrinar hemos
llegado al Cámbrico, estamos, por desgracia, a punto de agotarlo.
Independientemente de cómo interpretemos la explosión, todo el mun-
do coincide en que, por motivos poco claros, casi ningún predecesor
de la fauna del Cámbrico logró fosilizarse. Cuando nos ponemos a bus-
car contepasados que daten de épocas anteriores al Cámbrico, ya no
encontramos en las rocas nada que nos sirva de ayuda. Por suerte, los
fósiles no son nuestro único recurso. En «El Cuento del Ave Elefante»,
en «El Cuento del Dipnoo» y en otras partes, hemos recurrido a la
ingeniosa técnica del reloj molecular. Ha llegado el momento de expli-
carla detalladamente.
¿No sería maravilloso que las variaciones evolutivas mensurables o
computables ocurriesen a un ritmo fijo? En ese caso la evolución podría
servir de reloj de sí misma. Y no hay riesgo de incurrir en razona-

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mientos viciados, porque lo que haríamos sería calibrar el reloj evo-


lutivo con arreglo a partes de la evolución bien documentadas en el
registro fósil para después extrapolar los datos y aplicarlos a las par-
tes mal documentadas. Pero ¿cómo se mide el ritmo evolutivo? Y, aun
suponiendo que pudiésemos medirlo, ¿por qué un aspecto cualquie-
ra del cambio evolutivo habría de seguir un ritmo fijo como si fuese
un reloj?
Es absurdo suponer que la longitud de una pierna, el volumen de
un cerebro o el número de bigotes de un animal evolucionan a un
ritmo fijo. Se trata de rasgos fundamentales para la supervivencia y
el ritmo al que evolucionan será, sin duda, inconstante. Como los relo-
jes, están condenados por los principios mismos de su propia evolu-
ción a no funcionar regularmente. Sea como fuere, cuesta trabajo ima-
ginar un criterio común de medida del ritmo de la evolución visible.
¿Cómo se mide la evolución de la longitud de una pierna, en milíme-
tros por cada millón de años, como variación porcentual por cada
millón de años, o cómo? J. B. S. Haldane propuso una unidad de tasa
evolutiva, el darwin, que se basa en una variación proporcional por
generación. Cada vez que se ha aplicado a fósiles reales, nadie se ha
extrañado de que los resultados oscilasen entre milidarwins, kilodar-
wins y megadarwins.
El cambio molecular es un reloj bastante más prometedor, en pri-
mer lugar, porque está claro qué es lo que se ha de medir. Dado que
el ADN consiste en información textual escrita en un alfabeto de cua-
tro letras, hay una forma completamente natural de medir su tasa de
evolución. Basta contar las diferencias entre las letras, o, si se prefie-
re, analizar los productos proteínicos del código genético y contar
las sustituciones de aminoácidos.25 Hay motivos para esperar que la
mayor parte del cambio evolutivo a nivel molecular no esté goberna-
da por la selección natural sino que sea neutra. Neutro no significa
«inútil» ni «carente de función»: significa, simplemente, que versio-
nes diferentes del mismo gen son igual de buenas, por lo que el paso
de una a otra pasa desapercibido para la selección natural. Esto es una
ventaja para el reloj.

25. Cuando Emile Zuckerkandl y el gran Linus Pauling propusieron por prime-
ra vez el reloj molecular, ése era el único método disponible.

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protóstomos

Aunque, de manera bastante absurda, tengo fama de ultradarvi-


nista (una calumnia a la que opondría con mayor vigor si no me sona-
se como un cumplido más que como un insulto), no creo que la mayor
parte del cambio evolutivo a nivel molecular se vea propiciado por
la selección natural. Antes al contrario, siempre me ha sido grata la
llamada teoría neutral de la evolución asociada al gran genetista japo-
nés Motoo Kimura, o la versión denominada casi neutral de su cola-
boradora, Tomoko Ohta. El mundo real, naturalmente, no se inte-
resa lo más mínimo por los gustos ni deseos humanos, pero me
encantaría que estas teorías se viesen confirmadas, porque nos ofre-
cen una crónica evolutiva distinta, independiente y desvinculada de
las características visibles de las criaturas que nos rodean, y alimen-
tan la esperanza de que algún tipo de reloj molecular pueda funcio-
nar de verdad.
Para evitar malentendidos, debo añadir que la teoría neutral no
menosprecia, ni mucho menos, la importancia de la selección en la
naturaleza. En lo tocante a los cambios visibles que afectan a la super-
vivencia y a la reproducción, la selección natural es omnipotente. Es
el único modo que tenemos de explicar la belleza funcional y la com-
plejidad aparentemente diseñada de los seres vivos. Pero si existen
cambios que no producen efectos visibles y que, pasando inadvertidos
al radar de la selección natural, se acumulan impunemente en el acer-
vo génico, serán ellos los que nos proporcionen lo necesario para poner
a punto un reloj evolutivo.
Darwin, para variar, estaba muy por delante de sus contemporáne-
os en lo que respecta a los cambios neutros. En la primea edición de
El origen de las especies, casi al principio del capítulo cuarto, escribió:

He dado en llamar selección natural a la conservación de las variaciones


favorables y el rechazo de las variaciones perniciosas. Las variaciones que
no sean ni útiles ni dañinas no se verán afectadas por la selección natural
y permanecerán en un estado fluctuante, tal y como observamos en las lla-
madas especies polimorfas.

En la sexta y última edición, la segunda frase presentaba un añadido


que la hacía sonar todavía más moderna:

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el cuento del antepasado

...tal y como observamos en ciertas especies polimorfas o, en última ins-


tancia, se fijarían...

«Se fijarían» es un término genético que, sin duda, no tendría para


Darwin el significado que tiene hoy, pero me brinda una estupenda
introducción para el siguiente argumento. Una nueva mutación, cuya
frecuencia en la población empieza siendo, por definición, práctica-
mente cero, se fija cuando alcanza al cien por cien de la población.
El ritmo evolutivo que pretendemos medir, a efectos de un reloj mole-
cular, es el ritmo al que una sucesión de mutaciones del mismo locus
génico se fija en la población. Y la fijación, obviamente, se produce si
la selección natural favorece la nueva mutación con respecto al alelo
previo no mutado y la induce a fijarse, esto es, a erigirse en la norma,
en «el rival a batir». Pero una nueva mutación también podrá fijarse
aunque sea igual de buena que su predecesora, es decir, cuando exis-
ta una verdadera neutralidad. En este caso, la selección no pinta nada:
la mutación se produce por pura casualidad. Se puede simular el
proceso tirando una moneda al aire y calculando el ritmo al que se
producen las mutaciones. Una vez que una mutación neutral alcanza
el cien por cien y se fija, se convertirá en la norma del locus en cues-
tión, hasta que otra mutación tenga la suerte de fijarse.
Si existe un fuerte componente de neutralidad, tenemos en poten-
cia un maravilloso reloj. Kimura no estaba particularmente interesa-
do en la idea del reloj molecular, pero estaba convencido (ahora pare-
ce que con razón) de que la mayoría de las mutaciones genéticas son
neutras, «ni útiles ni dañinas». Y, mediante una serie de ecuaciones
extraordinariamente simples y elegantes que no voy a detallar aquí,
calculó que, si de verdad son neutras, el ritmo al que los genes neu-
tros deberían «fijarse en última instancia» es exactamente igual al rit-
mo al que se generan las variaciones: la tasa de mutación.
Salta a la vista lo útil que es esto para quien quiera fechar los pun-
tos de ramificación («puntos de encuentro») con la técnica del reloj
molecular. Siempre que la tasa de mutación en un locus génico neutro
se mantenga constante a lo largo del tiempo, el ritmo de fijación tam-
bién será constante. Probemos ahora a comparar el mismo gen en dos
animales diferentes, por un ejemplo un pangolín y una estrella de mar,
cuyo antepasado común más reciente fue el Contepasado 25. Para ello

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protóstomos

hemos de contar en cuántas letras se diferencia el gen de la estrella


de mar del gen del pangolín. Damos por hecho que la mitad de las
diferencias se haya acumulada en la línea que va del contepasado a la
estrella de mar, y la otra mitad en la línea desde el primero al pango-
lín, y obtenemos el número de tictacs que ha dado el reloj desde el
Contepasado 25.
Sólo que la cosa no es tan simple como parece y hay unas cuantas
complicaciones bastante interesantes. Para empezar, si escucháse-
mos el tictac del reloj molecular, notaríamos que no es regular como
el de un péndulo o un reloj de cuerda, sino más parecido al de un con-
tador Geiger situado cerca de una fuente de radioactividad. Com-
pletamente irregular. Cada tic representa la fijación de una nueva
mutación. Según la teoría neutral, el intervalo entre dos tics sucesi-
vos puede ser, dependiendo del azar, tanto largo como breve: la deri-
va genética. En un contador de Geiger, no se puede prever en qué
momento sonará el siguiente tic, pero, detalle importantísimo, el inter-
valo medio en un gran número de tics, es totalmente predecible. La
esperanza es que el reloj molecular sea predecible de la misma mane-
ra que el contador de Geiger, y en general lo es.
En segundo lugar, el ritmo del tictac varía de gen a gen dentro de
un mismo genoma. Este fenómeno se percibió ya desde el comienzo,
cuando los genetisstas sólo podían analizar los productos proteínicos
del ADN y no el ADN propiamente dicho. El citocromo c evoluciona
a su propio ritmo, que es más rápido que el de los histones, pero más
lento que el de las globinas, que a su vez son más lentas que los fibri-
nopéptidos. De la misma manera, si se expone un contador de Geiger
a una fuente como un pedazo de granito, que es mucho menos radioac-
tiva que un pedazo de radio, no se podrá prever el momento exacto
en que sonará el siguiente tic, pero la tasa media del tictac cambia de
manera predecible y drástica cuando se pasa del granito al radio. Los
histones son como el granito: su tictac es muy lento; los fibrinopépti-
dos son como el radio: zumban como una abeja enloquecida. Otras
proteínas, como el citocromo c (o, mejor dicho, los genes que la pro-
ducen) presentan un ritmo intermedio entre histones y fibrinopépti-
dos. Hay todo un espectro de relojes génicos, cada uno con su propia
velocidad, cada uno útil para una finalidad de datación diferente y
para el control entrecruzado de unos relojes con otros.

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el cuento del antepasado

¿Por qué genes diferentes tienen diferente velocidades? ¿Qué es lo


que distingue a los genes tipo granito de los genes tipo radio? Recordemos
que neutro no significa inútil, sino igual de bueno que el gen anterior.
Tanto los genes granito comos los genes radio son útiles. Se trata sim-
plemente de que los genes radio pueden cambiar en muchos puntos
de su extensión y seguir siendo útiles. Un gen opera de tal forma que
algunas de sus porciones pueden cambiar tranquilamente sin afectar
a su funcionamiento. Otras porciones del mismo gen, en cambio,
son muy sensibles a las mutaciones y si experimentan una, compro-
meten totalmente el funcionamiento del gen. Tal vez todos los genes
tengan una porción del tipo granito que no debe cambiar mucho si se
quiere que el gen siga funcionando, y una porción tipo radio que pue-
de comportarse a su antojo siempre que no afecte a la primera. Tal vez
el gen del citocromo c posea partes de granito y partes de radio; los
genes de fibrinopéptido tengan una proporción más elevada de par-
tes de radio, y los genes de los histones, una proporción más elevada
de partes de granito. Esta explicación de las diferencias en cuanto al
ritmo del tictac entre los genes esconde algunos problemas o, por lo
menos, complicaciones, pero lo que nos interesa es que los ritmos
del tictac varían considerablemente de un gen a otro, mientras que
el ritmo de cualquier gen en concreto se mantiene bastante constan-
te incluso en especies muy distantes.
Bastante constante pero no constante del todo, lo cual da pie al
siguiente problema, que es serio. Los ritmos del tictac no se limitan a
ser diferentes e imprecisos. Para cualquier gen dado, son sistemática-
mente mayores en unos animales que en otros, y esto introduce un
verdadero sesgo. Las bacterias tienen un sistema de reparación del
ADN mucho menos eficaz que nuestra sofisticada correcion de prue-
bas genética, de modo que sus genes mutan a un ritmo más alto y sus
relojes hacen tictac a mayor velocidad. Los roedores también tienen
enzimas reparadoras bastante chapuceras, lo que tal vez explique por-
que la evolución molecular es más rápida en estos animales que en los
demás mamíferos. Los grandes cambios evolutivos, como el tránsito
a la sangre caliente, pueden alterar la tasa de mutación, lo que pone
en peligro la validez de nuestros cálculos aproximados de las fechas
de ramificación hechos con la técnica del reloj molecular. En la actua-
lidad, se están desarrollando complejos métodos que tienen en cuen-

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protóstomos

ta tasas de mutación diferentes en diversos linajes ancestrales, pero


todavía están en mantillas.
Un detalle más inquietante todavía es que el periodo de la repro-
ducción es el que mayores oportunidades presenta para la mutación.
Así, en las especies con un ciclo vital breve, como las moscas del vina-
gre, la tasa de mutación por millón de años es más elevada que en
especies como el elefante, donde los intervalos entre una genera-
ción y otra son largos. Esto hace pensar que el reloj molecular tal vez
mida generaciones y no tiempo real. Sin embargo, cuando los bió-
logos moleculares analizaron la tasa de cambio en secuencias, usan-
do linajes que contaban con una buena documentación fósil apta
para calibrar el reloj, no fue eso con lo que se encontraron. Se encon-
traron con un reloj molecular que calculaba el tiempo en años, no
en generaciones. Era un resultado muy interesante, pero ¿cómo se
explica?
Una hipótesis es que, si bien el recambio generacional en los ele-
fantes es lento comparado con las moscas del vinagre, durante todos
los años que transcurren entre un acontecimiento reproductivo y el
siguiente los genes de los elefantes están igual de expuestos que las
moscas al bombardeo de rayos cósmicos y demás eventos causantes de
mutaciones. De acuerdo, los genes de Drosophila se transmiten a una
nueva mosca cada quince días, pero ¿qué más les da eso a los rayos cós-
micos? Los genes que pasan diez años dentro de un elefante se ven
golpeados por el mismo número de rayos cósmicos que los genes que,
en ese mismo periodo de tiempo, pasan por una sucesión de 250
moscas de la fruta. Puede que esta hipótesis tenga su parte de ver-
dad, pero no me parece que baste para aclarar el panorama. Es abso-
lutamente cierto que casi todas las mutaciones ocurren cuando está
por surgir una nueva generación, luego hace falta algo más para des-
pejar la incógnita de por qué el reloj molecular consigue medir el tiem-
po en años y no en generaciones.
Tomoko Ohta, la mencionada colega de Kimura, hizo una brillan-
te aportación al esclarecimiento del problema: la teoría casi neutral.
Como ya he dicho, Kimura, con su teoría neutral, calculó que la
tasa de fijación de los genes neutros era igual a la tasa de mutación.
Esta conclusión, de una simpleza notable, dependía de una elegan-
te «anulación» algebraica y la cantidad que se cancela es el tamaño

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el cuento del antepasado

de la población. El tamaño de la población es una de las variables


de la ecuación, pero termina figurando encima y debajo de la línea,
así que, muy oportunamente, desaparece en una nube de humo mate-
mático, y la tasa de fijación resulta ser igual a la de mutación. Pero
esto sólo ocurre si los genes en cuestión son completamente neutros.
Tomoko Ohta repitió los cálculos algebraicos de Kimura sólo que
con mutaciones casi neutras en lugar de completamente neutras.
El detalle se reveló crucial. El tamaño de la población ya no se anu-
laba.
El motivo es que, como bien saben desde hace mucho los genetis-
tas matemáticos, en una población grande los genes ligeramente noci-
vos tienden a ser eliminados por la selección natural antes de que pue-
dan fijarse, mientras que en una población pequeña es más fácil que
se fijen antes de que la selección natural repare en ellos. Por poner
un ejemplo extremo, imaginemos que una población haya quedado
casi completamente destruida por una catástrofe y que sólo sobrevi-
van cinco o seis individuos. No sería de extrañar que, por pura casua-
lidad, los seis tuviesen ese gen levemente nocivo. Tendríamos, por tan-
to, una fijación: el cien por cien de la población. Este es un ejemplo
extremo, pero las matemáticas demuestran que a nivel general se regis-
tra el mismo efecto. Las poblaciones pequeñas favorecen la tenden-
cia a la fijación de genes que resultarían eliminadas en una pobla-
ción grande.
Así pues, tal y como señaló Ohta, el tamaño de la población ya no
se anula en la ecuación, sino que, antes al contrario, permanece en
el lugar perfecto para dar un empujoncito a la teoría del reloj molecular.
Volvamos de nuevo a los elefantes y a las moscas del vinagre. Los ani-
males grandes con ciclos vitales prolongados, como los elefantes, sue-
len tener poblaciones pequeñas. Los animales pequeños con ciclos
vitales breves, como las moscas del vinagre, suelen formar grandes
poblaciones. No se trata de un efecto poco claro, sino de lo más rigu-
roso, que obedece a motivos no difíciles de imaginar. De modo que
las moscas de la fruta, a pesar de tener un ciclo vital breve que tende-
ría a acelerar el reloj molecular, también tienen una gran población,
que lo ralentiza. Los elefantes tienen un reloj lento por lo que res-
pecta a las mutaciones, pero sus pequeñas poblaciones aceleran el reloj
en el terreno de las fijaciones.

604
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protóstomos

La profesora Ohta ha demostrado que las mutaciones neutras, como


en el ADN basura y en las sustituciones sinónimas26, miden las genera-
ciones y no el tiempo real: las criaturas con ciclos vitales breves mues-
tran, en el tiempo real, una evolución genética acelerada. Y a la inver-
sa: las mutaciones que realmente cambian algo y que, por consiguiente,
entran en conflicto con la selección natural, miden el tiempo real y
no las generaciones.
Sea cual sea el motivo teórico, en la práctica el reloj molecular ha
demostrado ser un instrumento eficaz, con ciertas excepciones cono-
cidas que, por lo general, se tienen en cuenta (escogiendo cuidado-
samente los genes del reloj y evitando especies, como los roedores,
que presentan tasas de mutación altísimas). Para utilizarlo, debemos
dibujar el árbol evolutivo que relaciona la serie de especies que nos
interesan y calcular el volumen de cambio evolutivo en cada linaje. No
es tan simple como contar las diferencias entre los genes de dos espe-
cies modernas y dividirlas por dos. Hace falta utilizar las refinadas téc-
nicas de probabilidad máxima y de análisis bayesiano que analizamos en
«El Cuento del Gibón». Calibrando el reloj con algunos datos fósiles,
se podrá formular una hipótesis válida sobre las fechas de los puntos
de encuentro del árbol.
Usado de esta forma tan prudente, el reloj molecular ha arrojado
resultados asombrosos. La fecha del antepasado común de humanos
y chimpancés, obtenida con esta técnica es de seis millones de años,
con una posible desviación de un millón de años arriba o abajo. Cuando
el dato se anunció por primera vez, provocó casi indignación entre los
paleontólogos, que habían situado la escisión entre ambas especies
hace 20 millones de años. Hoy en día, casi todo el mundo acepta la
fecha más reciente proporcionada por la técnica molecular. Tal vez
el mayor éxito del reloj molecular haya sido la datación de la radia-
ción de los mamíferos placentarios, descrita en «La Gran Catástrofe
del Cretácico». Después de excluir a los roedores por sus anómalas
tasas de mutación, nos encontramos con que, según el reloj molecu-
lar, el contepasado de todos los mamíferos se remonta al Cretácico.

26. Siendo el ADN un código degenerado, cualquier aminoácido puede venir espe-
cificado por más de una mutación sinónima. Un cambio mutacional que produzca un
sinónimo exacto no supone ninguna diferencia respecto al resultado final.

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el cuento del antepasado

Por ejemplo, un análisis del ADN de los modernos mamíferos pla-


centarios realizado con el reloj molecular sitúa al contepasado hace
más de 100 millones de años, en plena hegemonía de los dinosau-
rios. Cuando estas fechas se anunciaron por primera vez, contradecí-
an las pruebas fósiles, que indicaban una explosión de mamíferos muy
posterior, mientras que los fósiles de mamíferos anteriores a esa épo-
ca eran muy escasos. Pero las fechas del reloj molecular se han visto
corroboradas recientemente por el descubrimiento de unos fósiles de
mamífero de hace 125 millones de años, y cada vez son más los cien-
tíficos que aceptan la fecha del Cretácico. Hay muchas historias pare-
cidas que han permitido fijar las fechas de los puntos de encuentro
que jalonan nuestra peregrinación.
Mucho cuidado, sin embargo, con cantar victoria antes de tiem-
po. Escuchemos las sirenas de alarma.
En última instancia, los relojes moleculares son eficaces si están
calibrados con fósiles. La datación radiométrica de los fósiles se acep-
ta con el respeto que la biología profesa, y con razón, a la física (véa-
se «el Cuento de la Secuoya»). Un fósil colocado estratégicamente que
establezca con garantías el límite inferior de la datación de un impor-
tante punto de ramificación se puede usar para calibrar muchos relo-
jes moleculares siuados alrededor de los genomas de una gama de ani-
males situados en torno a los filos. Pero cuando llegamos a territorio
precámbrico, donde las reservas de fósiles se agotan, se hace necesa-
rio confiar en fósiles relativamente jóvenes para calibrar los relojes
de tatara-tatara-tatarabuelos que después se utilizan para calcular fechas
mucho más remotas. Y esto trae problemas.
Para el «Encuentro 16», el punto de intersección entre los mamí-
feros y los saurópsidos (aves, cocodrilos, serpientes, etc.), los fósiles
indican 310 millones de años. Esta fecha constituye la principal refe-
rencia para el calibrado de muchas dataciones moleculares de pun-
tos de ramificación bastante más antiguos. Ahora bien, todo cálculo
de una fecha conlleva cierto margen de error y, en sus artículos, los
científicos normalmente tratan de acordarse de incluir barras de error
en cada una de sus estimaciones. Una fecha puede tener, pongamos,
un margen de error de 10 millones de años arriba o abajo. Todo mar-
cha bien cuando las fechas que intentamos averiguar con el reloj mole-
cular son más o menos del mismo orden de magnitud los fechas de

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protóstomos

los fósiles que usamos para calibrarlo, pero cuando hay una gran dis-
paridad entre órdenes de magnitud, el porcentaje de error aumenta
de forma alarmante. La consecuencia de un amplio porcentaje de
error es que, si se manipula un pequeño detalle o se modifica míni-
mamente una pequeña variable introducida en el cálculo, los efectos
sobre el resultado final pueden ser enormes: ya no serían 10 millo-
nes de años arriba o abajo, sino, pongamos por caso, 500 mil millo-
nes arriba o abajo. Las barras de error anchas significan que la fecha
calculada no es lo bastante sólida como para soportar errores de me-
dición.
En «El Cuento del Gusano Aterciopelado» hemos visto varios cál-
culos moleculares que situaban importantes puntos de ramificación
en pleno Precámbrico: por ejemplo, la separación de vertebrados y
moluscos, hace 1.200 millones de años. Estudios más recientes, para
los que se han utilizado refinadas técnicas que tenían en cuenta posi-
bles variaciones en las tasas de mutación, han rebajado esa estimación
a fechas mucho más recientes, hace unos 600 millones de años. La
diferencia es abismal, y el hecho de que esté dentro de las barras de
error del cálculo anterior tampoco sirve de mucho consuelo.
Aunque, en general, soy un firme partidario de la idea del reloj
molecular, considero necesario tratar con suma prudencia las fechas
aproximadas que esta técnica nos ofrece de los puntos de ramificación
muy antiguos. Extrapolar los datos relativos a un fósil que data de hace
310 millones de años para aplicarlos a un punto de encuentro el doble
de antiguo entraña muchos riesgos. Es posible, por ejemplo, que la
tasa de evolución molecular de los vertebrados (que entra en el cál-
culo de calibración) no valga para el resto de seres vivos. Se cree que
los Vertebrados han duplicado todo su genoma en dos ocasiones. La
repentina creación de innumerables genes duplicados podría influir
en la presión selectiva que se ejerce sobre las mutaciones casi neu-
tras. Algunos científicos (entre los cuales, como ya he explicado, no
me cuento) están convencidos de que el Cámbrico consituyó una revo-
lución de todo el proceso evolutivo. Si tuviesen razón, sería necesa-
rio recalibrar el reloj molecular de arriba abajo antes de dejarlo suel-
to en el Precámbrico.
En general, a medida que retrocedemos en el tiempo y las reser-
vas de fósiles se agotan, entramos en un territorio en el que práctica-

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el cuento del antepasado

mente todo se fía a las conjeturas. No obstante, tengo confianza en los


estudios futuros. Los increíbles fósiles de Chengjiang y demás forma-
ciones análogas podrían ampliar notablemente la gama de puntos
de calibrado, llevándola a regiones del reino animal que hoy nos están
vedadas.
Entretanto, sin dejar de reconocer que vagamos en una antigua sel-
va de conjeturas, Yan Wong y yo hemos adoptado una tosca estrategia
para calcular las fechas de la peregrinación de aquí en adelante: hemos
dado provisionalmente por buena la fecha de 1.100 millones de años
para el Encuentro 34, la confluencia de los animales y los hongos. Es
una fecha comúnmente aceptada en la literatura científica, y es com-
patible con la planta fósil más antigua, un alga roja de 1.200 millones
de años de antigüedad. A continuación, hemos espaciado los conte-
pasados del 27 al 34 según las estimaciones del reloj molecular. Pero
como nos hayamos equivocado estrepitosamente con la datación del
Encuentro 34, las fechas que iré dando de aquí en adelante resulta-
rán «sobreestimadas» por muchas decenas de millones o, incluso, cen-
tenas de millones de años. Ruego se tenga presente ahora que entra-
mos en esa selva de dataciones imposibles. Tengo tan poca confianza
en las fechas de esta zona del pasado que a partir de aquí me absten-
dré de incluir el cálculo, ya de por sí bastante arriesgado, del núme-
ro de tatarabuelos, cifra que está próxima a rozar los miles de millo-
nes. El orden de los sucesivos encuentros es más seguro, aunque hasta
eso podría estar equivocado.

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Encuentro 27
Platelmintos acelomorfos

Al hablar de los Protóstomos, descendientes del Contepasado 26, he


afirmado tajantemente que los platelmintos pertenecían a ese gru-
po. Ahora, sin embargo, se nos plantea un pequeño pero interesante
problema. Pruebas recientes hacen pensar seriamente que los platel-
mintos son una invención. No digo que no existan, evidentemente,
sino que constituyen un conjunto heterogéneo de gusanos que no
deberían clasificarse bajo un mismo nombre. La mayoría son Protós-
tomos verdaderos y como tales ya los hemos encontrado en el Encuen-
tro 26, pero algunos son bastante distintos y sólo se nos unen aquí,
en el Encuentro 27, que, según nuestros cálculos, tiene lugar hace 630
millones de años, aunque en estas remotas regiones del tiempo geo-
lógico las fechas se van haciendo cada vez más inciertas.
Seiscientos treinta millones de años es una antigüedad muy supe-
rior a 590 millones de años, la fecha que hemos adoptado para el
Encuentro 26. Quizá este intervalo tan grande se explique con el pla-
neta bola de nieve, el periodo de glaciación que, según una teoría muy
imaginativa, precedió al Cámbrico. En pocas palabras, por motivos des-
conocidos pero, al parecer, relacionados con la teoría del caos, una teo-
ría de moda y muy probablemente sobrevalorada, la Tierra entera estu-
vo cubierta de hielo desde hace 620 millones de años hasta hace 590
millones de años, un periodo de tiempo prácticamente idéntico al
que separa el Encuentro 27 del Encuentro 26. En esa época hubo, efec-
tivamente, una enorme glaciación, pero si sepultó el planeta entero o
no es una cuestión controvertida en la que no voy a entrar.

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el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los platelmintos acelomorfos


N
Platelmintos acelos (Acelos)

Nemertodermátidos

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T

Incorporación de los platelmintos


acelomorfos. La inmensa mayoría de
P

animales dotados de simetría bilateral


300
son Protóstomos o Deuteróstomos. Sin
embargo, recientes estudios
C

moleculares han determinado que dos


grupos de platelmintos no son ni
Protóstomos ni Deuteróstomos, sino
D
PZ

40 0 líneas filéticas que se ramificaron con


anterioridad. Se trata de la clase de los
Acelomados (unas 320 especies
S

descritas) y los Nemertodermátidos


(diez especies descritas), agrupadas
O

bajo el nombre común de platelmintos


500 acelomorfos. Es muy probable que los
E

taxónomos acepten enseguida esta


clasificación. Todos los datos actuales
invitan a pensar que los acelos y los
nemertodermátidos, tal y como se
muestra aquí, son grupos hermanos.
NP

27 Ilustración: platelmintos acelomorfos


desconocidos sobre un coral burbuja
(Plerogyra sinuosa).

610
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platelmintos acelomorfos

¿Qué tienen en común todos los platelmintos, a parte de la forma


plana que les da nombre? Pues la ausencia de ano y de celoma. El celo-
ma de un animal típico, como el lector, quien esto escribe o una lom-
briz, es la cavidad corporal. No me refiero a las tripas: aunque sean
una cavidad, las tripas forman parte topológicamente del mundo exte-
rior, porque el cuerpo es una rosquilla topológica cuyo agujero está
constituido por la boca, el ano y las tripas, que conectan aquélla con
éste, mientras que el celoma es la cavidad interna donde se encuen-
tran los intestinos, los pulmones, el corazón, etc. Los platelmintos no
tienen celoma: en vez de en una cavidad corporal, las vísceras y demás
órganos internos se alojan en un tejido sólido llamado parénquima.
Puede parecer una distinción irrelevante, pero el celoma está defini-
do embriológicamente, y se halla profundamente arraigado en el
inconsciente colectivo de los zoólogos.
Si no tienen ano, ¿cómo hacen los platelmintos para expulsar los
excrementos? A falta de otra cosa, por la boca. A veces el tubo diges-
tivo es un simple saco o, en los platelmintos más grandes, un compli-
cado sistema de ramificaciones y callejones sin salida parecidos a los
tubos bronquiales de nuestros pulmones. Nuestros pulmones, en teo-
ría, también podrían haber tenido un ano, esto es, un orificio distin-
to para liberar el anhídrido carbónico. Los peces hacen algo por el
estilo, puesto que en su caso el flujo respiratorio de agua entra por
un agujero, la boca, y sale por otros, las branquias. Nuestros pulmo-
nes, en cambio, poseen una única vía de comunicación con el exte-
rior, y así es el aparato digestivo de los platelmintos. Los platelmintos
no tienen pulmones ni branquias y respiran a través de la piel. También
están desprovistos de aparato circulatorio, de manera que su intesti-
no ramificado probablemente sirva para transportar el nutrimento a
todas las partes del cuerpo. En algunos turbelarios, sobre todo en aqué-
llos dotados de un intestino ramificado muy complejo, el ano (o muchos
anos) se ha reinventado después de una larga ausencia.
Como los platelmintos carecen de celoma y casi ninguno tiene ano,
siempre se les ha considerado primitivos, los más primitivos de todos los
bilaterios. Siempre se dio por hecho que el antepasado de todos los Deu-
teróstomos y Protóstomos tuvo que ser una criatura parecida a un pla-
telminto, pero, como he explicado al principio de este capítulo, recien-
tes pruebas moleculares inducen a pensar que existen dos tipos de

611
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el cuento del antepasado

platelmintos no emparentados entre sí y que sólo uno de ellos es real-


mente primitivo. El tipo realmente primitivo es el de los Acelos y los
Nemertodermátidos. Los primeros deben su nombre a la ausencia de
celoma, un rasgo que, tanto en ellos como en los segundos, pero no en
los platelmintos propiamente dichos, es primitiva. Se cree que el gru-
po principal de platelmintos auténticos, los trematodos, las tenias y los
turbelarios, perdieron el ano y el celoma en segundo lugar. Primero
pasaron por una fase en la que eran más parecidos a los Lofotrocozoos
normales, para posteriormente volver a ser como sus antepasados pri-
mitivos, sin ano y sin celoma. Se incorporaron a nuestra peregrina-
ción, junto con todos los demás Protóstomos, en el «Encuentro 26». No
voy a analizar a fondo las pruebas, pero daré por buena la conclusión
de que los Acelos y los Nemertodermátidos son diferentes y se nos unen
como si de un pequeño riachuelo se tratase aquí, en el «Encuentro 27».
En este punto debería describir estos pequeños gusanos que se
incorporan a nuestro viaje, pero, por más que deteste tener que reco-
nocerlo, no hay mucho que describir, al menos si se comparan con
todas las maravillas que hemos visto hasta ahora. Los acelomorfos viven
en el mar, y no sólo carecen de celoma, sino de un intestino propia-
mente dicho, algo que sólo es viable en el caso de animales minúscu-
los, y ellos lo son.
Algunos completan su dieta mostrándose hospitalarios con ciertas
plantas y beneficiándose así, de forma indirecta, de su fotosíntesis.
Los miembros del género Waminoa viven simbióticamente con dinofla-
gelados (algas unicelulares) y se sustentan gracias a su fotosíntesis. Otro
acelomado, Convoluta, mantiene una relación parecida con un alga ver-
de unicelular, Tetraselmis convolutae. Las algas simbióticas probablemen-
te permiten a estos pequeños gusanos ser menos pequeños. Los gusa-
nos les hacen la vida más fácil a las algas y, por consiguiente, a sí mismos,
concentrándose en la superficie para darles el máximo de luz posible.
El profesor Peter Holland me ha escrito que Convoluta roscoffensis

...son unas criaturas increíbles de ver en su hábitat natural. Parecen limo


verde cuando aparecen en ciertas playas de Bretaña, pero ese limo, en rea-
lidad, está compuesto de miles de acelos y de sus algas endosimbióticas.
Y cuando uno trata de pisar el limo, éste se esconde (desapareciendo bajo
la arena). ¡Qué extraño espectáculo!

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platelmintos acelomorfos

Los acelomados siguen entre nosotros y por tanto deben considerar-


se animales modernos, pero su forma y simpleza dan a entender que
no han cambiado gran cosa desde la época del Contepasado 27. Es
probable que los acelos modernos se parezcan bastante al antepasa-
do de todos los animales provistos de simetría bilateral.
Nuestro grupo de peregrinos ya engloba todos los filos recono-
cidos como bilaterios, o lo que es lo mismo, el grueso del reino ani-
mal. Como hemos visto, el nombre hace referencia a su simetría bila-
teral, de modo que no incluye a los dos principales filos dotados de
simetría radial, reunidos bajo el nombre de Radiados, que están a
punto de incorporarse a la peregrinación: los Cnidarios (anémo-
nas marinas, corales, medusas, etc.) y los Ctenóforos. Por desgra-
cia, esta terminología tan simple tiene sus desventajas: las estrellas
de mar y sus semejantes, que según los zoólogos descienden de los
bilaterios, también presentan simetría radial, al menos de adultos.
Se cree que la simetría radial de los Equinodermos es secundaria y
que la adoptaron cuando se convirtieron en animales bentónicos.
Tienen larvas dotadas de simetría bilateral y no están estrechamen-
te emparentados con los animales de verdadera simetría radial como
las medusas. A decir verdad, no todos los cnidarios (las anémonas
marinas y semejantes) poseen (total) simetría radial, y algunos zoó-
logos creen que también tuvieron antepasados cuya simetría era bila-
teral.
En general, el nombre de «bilaterios» no es el más acertado para
designar a los descendientes del Contepasado 27 y distinguirlos de
los peregrinos que aún no se nos han unido. Otro posible criterio es
la triploblastia (tres capas de células) en contraposición a la diploblas-
tia (dos capas). En un estadio crucial de su desarrollo embriológico,
los cnidarios y los ctenóforos fabrican su cuerpo a partir de dos capas
principales de células (ectoderma y endoderma), mientras que los bila-
terios se lo fabrican a partir de tres (añadiendo mesoderma en medio
de las otras dos). Pero esta teoría también es objeto de controversia.
Según algunos zoólogos, los radiados también tienen células mesoder-
mas. Lo mejor será que no nos preocupemos de si bilaterios y radiados
son términos apropiados, ni de si deberían sustituirse por diploblásti-
cos y triploblásticos, y nos concentremos en la identidad de los próximos
peregrinos.

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el cuento del antepasado

Pero hasta éste es un argumento controvertido. Nadie discute que


los cnidarios son un grupo unitario de peregrinos que se han junta-
do entre sí antes de juntarse con nadie más; ni nadie discute que lo
mismo ocurre con los ctenóforos. La pregunta es: ¿en qué orden se
unen entre sí y se unen a nosotros? Se han postulado las tres hipóte-
sis posibles desde un punto de vista lógico. Para colmo, existe un filo
minúsculo, los Placozoos, que comprende un solo género, Trichoplax,
y nadie sabe muy bien dónde colocar a Trichoplax. Voy a seguir la teo-
ría según la cual los cnidarios se nos unen los primeros, en el Encuentro
28, después los Ctenóforos, en el Encuentro 29, y, en tercer lugar,
Trichoplax, en el Encuentro 30. Todas estas dudas quedarán definiti-
vamente resueltas cuando tengamos a nuestra disposición más datos
moleculares. Los datos no tardarán en llegar, aunque me temo que no
lo bastante rápido como para incluirlos en este libro. Téngase pre-
sente, pues, que, en un futuro, podría resultar que los Encuentros
28, 29 y 30 estuviesen en el orden equivocado.

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Encuentro 28
Cnidarios

Nuestra partida de peregrinos gusanos y sus descendientes ya son legión


y ahora, todos juntos, pasamos al Encuentro 28 donde se nos unen
los cnidarios, que comprenden criaturas tan diferentes de los gusanos
como la hidra de agua dulce y las conocidas anémonas, corales y medu-
sas. A diferencia de los bilaterios, los cnidarios presentan simetría radial
en torno a una boca central. No tienen una cabeza propiamente dicha,
ni parte anterior ni superior, ni lado derecho ni izquierdo, solamen-
te un arriba y un abajo.
¿Cuál es la fecha del encuentro? Quién sabe. Para determinar las
posiciones relativas de los encuentros en los diagramas que los acom-
pañan, hace falta establecer una fecha, pero aquí, en las profundida-
des del pasado, la incertidumbre es tal que poco más se puede hacer
que aventurar intervalos de 50 o incluso 100 millones de años. Una
cifra más pequeña daría una falsa impresión de precisión. Algunos
paleontólogos discrepan incluso en cientos de millones de años.
Como los cnidarios están entre nuestros parientes animales más
lejanos (a algunos en su día hasta se les confundía con plantas), a
menudo se les considera muy primitivos. Naturalmente, esto no se sos-
tiene –han dispuesto del mismo tiempo que nosotros para evolucio-
nar desde el Contepasado 28–, pero no se puede negar que carecen
de muchos de los rasgos que consideramos avanzados en los anima-
les. No cuentan con órganos sensoriales para percibir a distancia, el
sistema nervioso es una red difusa no urbanizada en forma de cerebro,
ganglios, ni cordones nerviosos, y el aparato digestivo consiste en

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el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los cnidarios


N
Anémonas, mayoría de los corales (Antozoos)

Medusas, cubomedusas, hidrozoos (Medusozoos)

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T

Incorporación de los cnidarios. El


P

orden de ramificación de cnidarios


300 (medusas, corales, anémonas y
semejantes) y ctenóforos no está claro.
C

La mayoría de los expertos clasifican a


uno o a otro (o a veces a los dos)
como los parientes más cercanos de los
D
PZ

40 0 animales dotados de simetría bilateral.


Ciertos datos de tipo molecular
S

indican que dicha categoría podría


corresponder a los cnidarios. Por
O

desgracia, tampoco hay acuerdo en


500 cuanto a la forma y ramificación de los
E

subgrupos dentro de las


aproximadamente 9.000 especies de
cnidarios, aunque la mayoría de
zoólogos acepta la división
fundamental entre líneas filéticas que
presentan una fase evolucionada de
medusa dentro del ciclo vital y las que
NP

no lo poseen (véase el texto).

28 Ilustraciones, de izquierda a derecha:


Urticina lofotensis; leptomedusa (especie
Aequoerea).

616
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 617

cnidarios

una única cavidad, por lo general simple, con un solo orificio, la boca,
que también hace las veces de ano.
Eso sí, no hay muchos animales que puedan jactarse de haber alte-
rado el mapa del mundo. Los cnidarios fabrican islas: islas en las que
se puede vivir y que son lo bastante grandes como para requerir, y
albergar, un aeropuerto. La Gran Barrera de Coral tiene más de 2.000
kilómetros de longitud. Como veremos en «El Cuento del Polipífero»,
fue el propio Charles Darwin quien averiguó cómo se forman los arre-
cifes coralinos. Los cnidarios comprenden también algunos de los ani-
males venenosos más peligrosos del mundo,
cuyo ejemplo más extremo es la medusa cono-
cida como avispa de mar (Chironex fleckeri), que
obliga a los bañistas australianos a usar
monos de nylon. El arma que usan los cni-
darios es extraordinaria, además de por
su potencia, por varios otros motivos. A
diferencia de los colmillos de una ser-
piente o del aguijón de un escorpión o
de un avispón, el de las medusas emer-
ge como un arpón en miniatura del inte-
rior de una célula. O, mejor dicho, del inte-
rior de millares de células llamadas
cnidoblastos (o, a veces, nematocistos, aunque
los nematocistos, en puridad, sólo son una
variedad de cnidoblastos), cada una de ellas pro-
vista de su arpón. Knide en griego significa Tal vez el aparato más
«ortiga»; de ahí les viene el nombre de los complejo que se pueda
hallar dentro de una célula.
cnidarios. No todos son tan peligrosos como Sección transversal de un
la avispa de mar, y muchos ni siquiera pose- arpón cnidario.
en células urticantes. Cuando se tocan los ten-
táculos de una anémona marina, la sensación pegajosa que se nota
en los dedos viene provocada por cientos de arpones diminutos, cada
uno de ellos situado en la punta del minúsculo filamento que lo man-
tiene unido a la anémona.
El arpón de los cnidarios tal vez sea el aparato intracelular más com-
plejo de todo el reino animal o vegetal. En estado de reposo, mientras
espera a ser lanzado, es un filamento enroscado dentro de la célula a

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el cuento del antepasado

causa de la presión (osmótica, por si el lector está interesado en cono-


cer los detalles). El gatillo es un pequeño apéndice, un pelito llamado
cnidocilio que asoma fuera de la célula. Cuando se aprieta el gatillo, la
célula se abre de golpe y la presión proyecta violentamente al exterior
todo el mecanismo que aguardaba enroscado, lanzándolo contra la víc-
tima e inyectándole el veneno. Una vez «disparado» de esta manera,
el cnidoblasto queda inutilizado y no puede recargarse para usarse de
nuevo. Pero, tal y como ocurre con la mayoría de las células, conti-
nuamente se están produciendo nuevos cnidoblastos.
Todos los cnidarios tienen cnidoblastos y son los únicos, en todo
el reino animal, que los poseen. Es otra de sus extraordinarias carac-
terísticas: son uno de los poquísimos grupos animales que presentan
un rasgo diagnóstico completamente exento de ambigüedad. Si se ve
un animal desprovisto de cnidoblastos, no es un cnidario. Si se ve un
animal provisto de cnidoblastos, es un cnidario. A decir verdad, exis-
te una excepción, un caso ejemplar de excepción que confirma la
regla. Las babosas marinas del gupo de moluscos llamados nudibran-
quios (que se incorporaron a la peregrinación junto con casi todos
los demás en el Encuentro 26) suelen tener en el dorso unos tentá-
culos de pintorescos colores que mantienen alejados a los potencia-
les depredadores, los cuales hacen bien en no acercarse. En algunas
especies, estos tentáculos contienen cnidoblastos idénticos a los de los
cnidarios. Ahora bien, ¿no se suponía que era un rasgo exclusivo de
los cnidarios? ¿A qué se debe esta anomalía? Como digo, se trata de
la excepción que confirma la regla. Las babosas comen medusas, de
las cuales reciben los cnidoblastos, que se depositan intactos y com-
pletamente operativos en los tentáculos del animal. El armamento con-
fiscado a las medusas sigue estando en condiciones de disparar en
defensa de las babosas marinas: de ahí los llamativos colores que aler-
tan a los depredadores.
Los cnidarios tienen dos planes corporales alternativos: el pólipo
y la medusa. Una anémona marina o una hidra son pólipos típicos:
sedentarios, con la boca orientada hacia la superficie y el extremo
opuesto fijado al fondo, como una planta. Se alimentan agitando los
tentáculos, arponeando pequeñas presas y llevándose a la boca el ten-
táculo junto con la presa. Las medusas, por su parte, nadan en mar
abierto gracias a las contracciones musculares de la campana, en el

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cnidarios

centro de cuya parte inferior se encuentra la boca. Se puede, por


tanto, considerar la medusa como un pólipo que se ha desprendido
del fondo marino y se ha dado la vuelta para nadar o bien, se puede
tomar el pólipo como una medusa que se ha posado en el fondo sobre
el dorso con los tentáculos hacia arriba. Muchas especies de cnida-
rios tienen formas tanto polipoides como medusoides y, al igual que
la oruga y la mariposa, las alternan dentro de un mismo ciclo vital.
Los pólipos se reproducen por gemación, como las plantas. La cría
del pólipo crece adosado a una hidra de agua dulce hasta que, final-
mente, se desprende de ella, convertido ya en un individuo indepen-
diente, un clon del progenitor. Muchos parientes marinos de la hidra
hacen lo mismo, sólo que el clon no se desprende ni adquiere una
existencia independiente, sino que permanece adherido y se con-
vierte en una rama, como si fuese una planta. Estos hidrozoos coloniales
se ramifican y ramifican, luego no es de extrañar que en su día se les
considerase plantas. A veces, sobre la misma forma arborescente cre-
cen varios tipos de pólipo, especializados en funciones diferentes, como
alimentación, defensa o reproducción. Se podría considerar que for-
man una colonia, pero, en cierto sentido, son parte del mismo orga-
nismo, toda vez que el árbol es un clon: todos los pólipos tienen los
mismos genes. El alimento capturado por un pólipo pueden comer-
lo los demás ya que las cavidades gástricas están comunicadas. El
tronco y las ramas del árbol son conductos huecos que podríamos con-
siderar un estómago compartido o un aparato circulatorio que des-
empeña una función análoga a la de los vasos sanguíneos en el cuer-
po humano. Algunos pólipos generan por gemación medusas diminutas
que se alejan para reproducirse sexualmente y difundir los genes del
árbol progenitor en lugares lejanos.
Un grupo de cnidarios llamados sifonóforos han llevado al extremo
la formación de colonias. Podemos considerarlos pólipos arbóreos
que, en lugar de fijarse a una roca o a un alga, se fijan a una medusa
o a un grupo de medusas nadadoras (que, por supuesto, son miem-
bros del clon) o a un flotador. La fragata portuguesa o Physalia consis-
te en un gran flotador lleno de gas, una vela vertical colocada encima
y una compleja colonia de pólipos y tentáculos que cuelgan de ella por
debajo. No nada, se desplaza impulsada por el viento. El velero o Velella,
una criatura más pequeña, es una balsa plana y ovalada con una vela

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en posición diagonal. También se sirve del viento para moverse y no


es casualidad que, en inglés, se llame Jack-sails-by-the-wind o by-the-wind-
sailor, «marino que viaja según sople el viento». A menudo, se encuen-
tran las pequeñas «balsas» con sus «velas» secas sobre la playa, donde
pierden el color azul y parecen trozos de plástico blanquecino. Velella
se asemeja a la fragata portuguesa en que también se mueve según sople
el viento. Ni Velella ni su pariente cercano Porpita son, sin embargo,
colonias de sifonóforos sino pólipos individuales, sumamente modi-
ficados que, en lugar de estar adheridos a una roca, cuelgan de un
flotador.
Al igual que hacen los peces óseos con la vejiga natatoria, muchos
sifonóforos controlan su profundidad en el agua insuflando o liberan-
do gas de la vesícula. Algunos presentan una combinación de flota-
dores y medusas nadadoras y todos tienen pólipos y tentáculos colgan-
do por debajo. E. O. Wilson, padre de la sociobiología, considera
que los sifonóforos son uno de las cuatro cumbres de la evolución
social (los otros serían los insectos sociales, los mamíferos sociales y
nosotros). Es otra de las características extraordinarias de los cnida-
rios. Sin embargo, como los miembros de una colonia son clones gené-
ticamente idénticos entre sí, no está claro si les debe llamar colonias o
individuos.
Los hidrozoos ven a las medusas como un medio para hacer que
de vez en cuando sus genes pasen de un hábitat estable a otro. En cier-
to sentido, la medusa es una criatura que se ha tomado en serio la
forma medusoide tornándola tan estable como su propio hábitat.
Los corales, en cambio, llevan la vida sedentaria al extremo, toda vez
que construyen una casa dura y sólida, destinada a permanecer miles
de años en el mismo lugar. Vamos a contar primero el cuento de la
medusa y después el del coral.

EL CUENTO DE LA MEDUSA

Las medusas siguen las corrientes oceánicas como Jack-sails-by-the-wind,


el marinero que navega según el viento. No persiguen a sus presas
como las barracudas o los calamares, sino que usan sus largos tentá-
culos urticantes para atrapar a las criaturas planctónicas que tienen

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la mala suerte de cruzarse en su camino. Nadar sí que nadan, gracias


al lánguido latido cardíaco de la campana, pero no siguen ningún rum-
bo concreto, por lo menos no en el sentido que solemos atribuir a la
expresión. Nuestra concepción espacial, sin embargo, está condicio-
nada por la bidimensionalidad: caminamos sobre la tierra firme, e
incluso cuando entramos en la tercera dimensión, sólo lo hacemos
para ir más rápido en las otras dos. Pero, en el mar, la tercera dimen-
sión es la más importante: es aquélla en la que los desplazamientos tie-
nen mayores consecuencias. Además del marcado gradiente de la pre-
sión, que aumenta con la profundidad, está el gradiente de la luz,
que se ve complicado por el gradiente del equilibrio cromático. Pero
la luz, en cualquier caso, también desaparece cuando el día deja paso
a la noche. Como veremos, la profundidad preferida por los organis-
mos planctónicos varía sensiblemente a lo largo del ciclo de 24 horas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los operadores de sónar que
buscaban submarinos se quedaban estupefactos cuando se encontra-
ban con un falso fondo marino que subía a la superficie todas las tar-
des y volvía a bajar a la mañana siguiente. El falso fondo resultó ser
una masa de plancton: de noche, millones de minúsculos crustáceos
y otras criaturas subían a alimentarse cerca de la superficie, y por la
mañana, descendían de nuevo. ¿Por qué se comportan así? La hipó-
tesis más probable es que, siendo vulnerables a depredadores que
dependen de la vista para cazar, como peces y calamares, los organis-
mos planctónicos, durante el día, buscan la seguridad de las oscuras
profundidades. De acuerdo, pero ¿por qué suben a la superficie por
la noche, emprendiendo un largo viaje que les hace consumir un mon-
tón de energía? Un biólogo experto en plancton ha calculado que,
en términos humanos, dicho viaje equivale a recorrer a pie 40 kiló-
mentros arriba y otros 40 abajo sólo para desayunar.
La razón por la que el plancton sube a la superficie es que el ali-
mento, en última instancia, procede del sol a través de las plantas.
Las capas superficiales del mar constituyen interrumpidas praderas
verdes en las cuales las algas unicelulares microscópicas desempeñan
el papel de la hierba mecida por el viento. Es sobretodo en la super-
ficie donde se encuentra alimento y es allí donde deben estar los que
pastan, los que se alimentan de los que pastan y los que se alimentan
de los que se alimentan de los que pastan. Pero si moverse por la super-

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ficie solamente es seguro de noche, debido a los depredadores que


cazan con la vista, de día conviene que los que pastan y sus pequeños
depredadores emigren a las profundidades. Y, según parece, eso es
precisamente lo que hacen. La pradera en sí no emigra. Si tuviese que
hacerlo, debería proceder en sentido contrario a la marea animal habi-
da cuenta de que su única razón de ser es capturar la luz del sol en la
superficie durante el día y evitar que se la coman.
Sea cual sea el motivo de la migración diaria, casi todos los orga-
nismos planctónicos desciende a las profundidades durante el día y
vuelve a subir por la noche. Las medusas, o, al menos, muchas de ellas,
siguen a las manadas, igual que los leones y hienas siguen a los ñúes
en las llanuras del Mara y del Serengeti. Aunque, a diferencia de leo-
nes y hienas, las medusas no buscan presas individuales, sólo con arras-
trar los tentáculos a ciegas ya se benefician de seguir a las manadas, y
éste es uno de los motivos por los que nadan. Algunas especies incre-
mentan el ritmo de captura zigzagueando alrededor, no, como he
dicho, para dar caza a una presa en particular, sino para aumentar el
área que barren con sus tentáculos provistos de arpones letales. Otras
especies se limitan a desplazarse arriba y abajo.
En el Lago de las Medusas de Mercherchar, una de las islas Palau
(una colonia estadounidense del Pacífico occidental), se ha observa-
do una migración en masa diferente. El lago, que se comunica bajo
tierra con el mar y, por tanto, es salado, debe su nombre a la enorme
población de medusas que alberga. Las hay de varios tipos pero la espe-
cie dominante es Mastigias: hay cerca de 20 millones de ejemplares
en un lago de dos kilómetros y medio de largo por uno y medio de
ancho. Las medusas pasan la noche cerca del extremo occidental del
lago. Cuando el sol sale por el este, se ponen todas a nadar en esa direc-
ción, esto es, hacia el extremo oriental del lago. Antes de llegar a la
orilla se detienen por una razón tan curiosa como simple: los árboles
que flanquean la orilla proyectan una densa sombra, bloqueando la
luz del sol hasta tal punto que el piloto automático heliotrópico de las medu-
sas las encamina hacia el oeste, donde a esas alturas hay más luz. Sin
embargo, no bien salen de la zona en sombra, vuelven a dirigirse hacia
el este.
Por culpa de este conflicto interno se quedan atrapadas en torno
a la línea de sombra, con el resultado (no me atrevo a pensar que sea

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otra cosa que pura coincidencia) de que se mantienen a una distan-


cia de seguridad de las anémonas marinas, peligrosos depredadores
que se agolpan en las orillas. Por la tarde, las medusas siguen el sol
hacia el extremo occidental del lago, donde la armada entera se ve
de nuevo atrapada junto a la línea de sombra de los árboles. Al caer
la noche, comienzan a nadar arriba y abajo, siempre en el lado de
poniente, hasta que al amanecer la luz del sol activa sus pilotos auto-
máticos induciéndolos a poner rumbo hacia el este. No sé qué ganan
con esta doble migración diaria. La explicación oficial no me satisfa-
ce lo bastante como para que la repita aquí. De momento, la morale-
ja del cuento es, simplemente, que en el mundo de los seres vivos hay
muchos fenómenos que todavía no entendemos, lo cual de por sí resul-
ta emocionante.

EL CUENTO DEL POLIPÍFERO

Todas las criaturas en vías de evolución revelan cambios en el mun-


do: cambios climáticos, cambios de temperatura y precipitaciones
atmosféricas y cambios en otras líneas evolutivas, como ocurre con la
interacción depredador-presa. Algunas criaturas en vías de evolución
modifican con su sola presencia el mundo en el que viven y al que han
de adaptarse. El oxígeno que respiramos no existía antes de que las
plantas lo introdujesen. En un primer momento representó un vene-
no y casi todos los linajes animales primero se vieron obligados a adap-
tarse a una alteración tan radical de la atmósfera y, después, se hicie-
ron dependientes. En una escala temporal más reducida, los árboles
de un bosque maduro habitan un mundo que ellos mismos han cre-
ado a lo largo de siglos, el tiempo necesario para transformar la are-
na desnuda en un bosque clímax. Éste, naturalmente, también cons-
tituye un ambiente rico y complejo al que se han adaptado multitud
de otras especies animales y vegetales.
Dado que el término coral designa tanto el organismo como el duro
material que produce, en este cuento me he dado el capricho de adop-
tar la vieja palabra polipífero, empleada por Darwin. Los corales, o
polipíferos, transforman el ambiente en el que viven en un espacio
de cientos de miles de años acumulando los esqueletos calcáreos de

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sus propias generaciones pasadas hasta construir enormes montañas


submarinas, auténticas murallas que resisten las acometidas de las olas.
Antes de morir, los corales se combinan con otros corales, innumera-
bles cantidades de ellos, determinando así las características del mun-
do en que vivirán no sólo los futuros corales, sino las futuras genera-
ciones de una inmensa e intrincada comunidad animal y vegetal. El
concepto de comunidad es el principal mensaje de esta historia.
En la foto de la página siguiente puede verse la isla de Heron, la
única isla de la Gran Barrera de Coral que conozco (he estado dos
veces). Las casas situadas en el extremo de la isla dan una idea de la
escala. La enorme área de color azul claro que rodea la isla propia-
mente dicha es el arrecife, del que la isla tan sólo constituye la punta,
cubierta de una arena hecha de coral triturado (y filtrado en su mayor
parte por el intestino de los peces) en la que crece una vegetación de
variedad limitada que da sustento a una fauna igualmente limitada
de animales terrestres. Para haber sido creados íntegramente por seres
vivos, los arrecifes coralinos son considerablemente grandes y las per-
foraciones muestran que algunas tienen varios hectómetros de pro-
fundidad. La isla de Heron es sólo una de las más de mil islas y casi
tres mil arrecifes de la Gran Barrera de Coral que circunda como un
arco de dos mil kilómetros de longitud las costas nororientales de
Australia. Se suele decir, no sé con cuánta exactitud, que la Gran Barrera
es la única señal de vida en nuestro planeta que puede verse desde el
espacio. También se dice que alberga el 30% de las criaturas marinas
del mundo, aunque no sé muy bien lo que significa eso. ¿Cuáles son
las criaturas incluidas en el cómputo? Da igual, el caso es que la Gran
Barrera de Coral es una obra extraordinaria enteramente construida
por esos animalitos parecidos a anémonas marinas llamados corales o
polipíferos. Los corales vivos sólo ocupan los estratos superficiales de
un arrecife. Debajo de ellos, a una profundidad de hasta cientos de
metros según los atolones, se encuentran los esqueletos de sus prede-
cesores, tan compactos que se han convertido en formaciones cal-
cáreas.
En la actualidad, los únicos que construyen arrecifes son los cora-
les, pero en otras eras geológicas no tenían ese monopolio. Según las
épocas, los arrecifes han sido obra de algas, esponjas, moluscos y ané-
lidos. El éxito de los organismos coralinos tal vez obedezca a su aso-

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cnidarios

No hay muchos animales que puedan jactarse de haber modificado el mapa del
mundo. Isla de Heron, en la Gran Barrera de Coral australiana.

ciación con algas microscópicas que viven dentro de sus células y les
benefician notablemente por cuanto llevan a cabo la fotosíntesis en
los bajíos iluminados por el sol. Estas algas, llamadas zooxantelas, pose-
en diversos pigmentos colorados para captar la luz, lo que explica
por qué las barreras coralinas son tan luminosas fotogénicas. No es
de extrañar que en su día los corales se considerasen plantas. De hecho,
obtienen buena parte de su alimento de la misma manera que las plan-
tas y, al igual que éstas, compiten por la luz: es más que lógico, pues,
que adopten la misma forma. Además, su lucha por hacer sombra y
que no se la hagan les lleva a adoptar en cierto modo la apariencia
del dosel de un bosque. Y, como en todo bosque, el arrecife coralino
alberga una gran comunidad de otras criaturas.
Los arrecifes coralinos aumentan en gran medida el ecoespacio de
una región. Como señala mi colega Richard Southwood en su libro
The Story of Life:

Allí donde normalmente habría una superficie rocosa o arenosa con una
columna de agua encima, el arrecife proporciona una compleja estruc-
tura tridimensional con gran cantidad de superficie adicional, múltiples
grietas y pequeñas cuevas.

Los bosques hacen lo mismo, incrementan la superficie efectiva dis-


ponible para la colonización y la actividad biológica. Un ecoespacio

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aumentado es justo lo que cabe esperar encontrarse en las comuni-


dades ecológicas complejas. Los arrecifes coralinos dan cabida a una
inmensa variedad de animales de todo tipo que anidan en todos los
rincones y cavidades del prodigioso ecoespacio disponible.
Algo parecido ocurre en los órganos de un cuerpo. El cerebro huma-
no aumenta su propia superficie y, con ello, su capacidad funcional,
mediante intrincados pliegues. Quizá no sea casualidad que el coral
cerebriforme se le parezca tanto.
Fue el mismísimo Darwin el primero en averiguar de qué estaban
hechos los arrecifes coralinos. Su primer libro científico (después de
Viaje de un naturalista alrededor del mundo, la crónica de su viaje de explo-
ración a bordo del Beagle) fue La estructura y distribución de los arrecifes
de coral, que escribió con apenas 33 años. Voy a exponer la cuestión
que planteó Darwin tal y como la abordaríamos hoy, aunque él no tuvo
acceso a la mayor parte de las informaciones cruciales para el plante-
amiento y solución del problema. Hay que reconocer que Darwin,
en su hipótesis sobre los arrecifes coralinos, hizo gala de una lucidez
tan extraordinaria como la que demostraría al formular sus dos teo-
rías más célebres, la de la selección natural y la de la selección sexual.
Los corales sólo pueden vivir en aguas poco profundas. Dependen
de las algas que residen en el interior de sus células y las algas, como
es natural, necesitan luz. Las aguas poco profundas también son las
predilectas de los organismos planctónicos con los que los corales
complementan su dieta. Los corales habitan en zonas litorales y, de
hecho, adosados a las costas tropicales pueden verse someros arreci-
fes marginales. Pero lo sorprendente de los corales es que también
habitan en medio de aguas muy profundas. Las islas coralinas oceá-
nicas son cumbres de altísimas montañas submarinas formadas por
generaciones y generaciones de corales muertos. Los arrecifes cora-
linos representan una categoría intermedia: siguen la línea de la cos-
ta, pero se encuentran más alejados de ésta que los arrecifes margi-
nales, y están separados de la orilla por aguas más profundas. Ni siquiera
en las remotas islas coralinas de alta mar, que están completamente
aisladas, dejan los corales de vivir en aguas someras, cerca de la luz
donde tanto ellos como sus algas prosperan. Pero las aguas sólo son
someras gracias a las generaciones de corales precedentes sobre las
que se asientan.

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cnidarios

Darwin, insisto, no disponía de toda la información necesaria para


formarse una idea cabal del alcance del problema. Sólo después de
haber perforado los corales y descubierto estratos compactos a gran
profundidad sabemos que los atolones coralinos son las cimas de impo-
nentes montañas submarinas hechas de coral antiguo. En la época
de Darwin todo el mundo pensaba que los atolones eran incrustacio-
nes superficiales de coral encima de volcanes sumergidos que se halla-
ban casi a flor de agua. Así pues, nadie consideraba que hubiese que
resolver problema alguno. Los corales solo crecían en aguas poco pro-
fundas y los volcanes les brindaban la plataforma necesaria para encon-
trarlas. Darwin, sin embargo, no comulgaba con esta versión, aun cuan-
do no tuviese cómo saber que el coral muerto llegaba a profundidades
tan grandes.
Su segundo alarde de clarividencia fue la teoría propiamente dicha,
cuando avanzó la hipótesis de que el fondo marino descendía de for-
ma continua en las cercanías del atolón (y, en cambio, se elevaba en
otros lugares, como sabía por propia experiencia tras haber encontra-
do fósiles marinos en los Andes). Ni que decir tiene que esto fue mucho
antes de la teoría de la tectónica de placas. Darwin se inspiró en su men-
tor, el geólogo Charles Lyell, que estaba convencido de que partes de
la corteza terrestre se elevaban y se hundían unas respecto de otras.
Darwin sugirió la posibilidad de que el fondo marino, al hundirse,
arrastrase consigo la montaña de coral. Los corales crecían sobre la
montaña submarina en vías de derrumbamiento y seguían el ritmo del
hundimiento creciendo de tal forma que la cumbre de la montaña
siempre estuviese cerca de la superficie marina, en la zona de luz y
prosperidad. La montaña estaba formada por un estrato tras otro de
corales muertos que en su momento habían prosperado al sol. Los
más antiguos, situados en la base de la montaña, submarina, proba-
blemente fuesen, en un primer momento, un arrecife marginal de
algún trozo de tierra olvidado o de un volcán inactivo desde hacía
mucho tiempo. Cuando el agua comenzó a invadir paulatinamente
la tierra, los corales se convirtieron en un arrecife que cada vez se
alejaba más de la costa. Al proseguir el hundimiento, la tierra origi-
naria desapareció por completo y, durante todo el periodo en que
aquél continuó, el arrecife de coral se convirtió en la base de una
prolongada extensión de la montaña submarina. Las remotas islas cora-

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linas nacieron en la cima de volcanes cuya base también se hundió len-


tamente de la misma manera. En lo esencial, la teoría de Darwin sigue
siendo válida, con el añadido de la tectónica de placas para explicar el
hundimiento.
El arrecife de coral es un ejemplo clásico de comunidad clímax y
éste será el clímax de «El Cuento del Polipífero». Una comunidad con-
siste en un conjunto de especies que han evolucionado para prospe-
rar unas en presencia de otras. Una selva tropical es una comunidad;
y también lo es una ciénaga, y un arrecife de coral. A veces, allí don-
de el clima lo propicia, el mismo tipo de comunidad surge paralela-
mente en diferentes partes del mundo. Las comunidades mediterráneas
han surgido, no sólo en las orillas del Mediterráneo propiamente dicho,
sino también en las costas de California, Chile, suroeste de Australia
y la región sudafricana del Cabo. Las especies vegetales concretas
que se dan en estas cinco regiones son diferentes, pero las comuni-
dades vegetales que integran son típicamente mediterráneas, igual que
Tokio y Los Ángeles son típicas «expansiones urbanas descontrola-
das». Y la vegetación mediterránea va acompañada de una fauna igual-
mente típica.
Pues con las comunidades de los arrecifes tropicales ocurre lo mis-
mo. Varían en los detalles, pero ya se trate del Pacífico Sur, del océa-
no Índico, del Mar Rojo o del Caribe, la sustancia es la misma. También
hay arrecifes coralinos en las zonas templadas. Son un tanto diferen-
tes, pero tienen en común con los primeros un fenómeno muy parti-
cular: los peces limpiadores, una maravilla que ilustra la sutil intimidad
que puede llegar a crearse en una comunidad ecológica clímax.
Algunas especies de pececillos y algunas gambas ejercen un próspe-
ro oficio: recogen el nutrimento –mucosidad o parásitos– de la super-
ficie externa de peces más grandes y, a veces, se introducen incluso en
sus bocas, extrayendo restos de comida de los dientes y saliendo por las
branquias. Esto demuestra que existe un nivel increíble de confianza1,
pero aquí lo que me interesa es centrar la atención en los peces lim-
piadores como ejemplo del papel que se puede desempeñar en una
comunidad. En general, los individuos de esta especie tienen lo que

1. Desde el punto de vista evolutivo, la cuestión de la confianza plantea problemas


interesantes, pero ya he abordado el tema en El gen egoísta y debo evitar repetirme.

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cnidarios

se ha dado en llamar un taller de lavado al que acuden los peces gran-


des para que les atiendan. La ventaja para ambas partes tal vez sea un
ahorro de tiempo: el limpiador no tiene que andar buscando al clien-
te ni el cliente tiene que andar buscando al limpiador. Un taller de lava-
do localizado en un lugar fijo también permite encuentros repetidos
entre limpiadores y clientes, con el consiguiente establecimiento de
la tan necesaria confianza. Estos talleres de lavado se han comparado a
las barberías. Se ha llegado a sostener que si desapareciesen todos los
limpiadores de un arrecife, la salud general de los peces de la barrera
coralina caería en picado, aunque las pruebas de esta afirmación se han
puesto en cuestión posteriormente.
Los limpiadores han evolucionado de forma independiente en las
diversas regiones del mundo y han surgido a partir de grupos dife-
rentes de peces. En los arrecifes del Caribe, el oficio es ejercido prin-
cipalmente por miembros de la familia de los gobios, que por lo gene-
ral forman pequeños grupos de limpiadores. En el Pacífico, en cambio,
el limpiador más conocido es un lábrido (esp. Labroides). Labridus dimi-
diatus regenta la barbería de día, mientras Labridus bicolor, según me
ha informado George Barlow, un viejo colega de cuando estuve en
Berkeley, se ocupa del gremio nocturno de los peces que de día se refu-
gian en cuevas. Esta división de trabajo entre especies es típica de las
comunidades ecológicas maduras. El libro del profesor Barlow, The
Cichlid Fishes, da ejemplos de especies de los grandes lagos africanos
que han dado pasos convergentes hacia la práctica de la limpieza.
En los arrecifes tropicales, los niveles casi increíbles de coopera-
ción alcanzados por los peces limpiadores y sus clientes muestran de
qué modo las comunidades ecológicas simulan en ocasiones la com-
pleja armonía de un solo organismo. El parecido, en efecto, es atrac-
tivo. Demasiado atractivo. Los herbívoros dependen de las plantas; los
carnívoros dependen de los herbívoros; sin depredadores, el tamaño
de la población se dispararía vertiginosamente con resultados desas-
trosos para todos; sin carroñeros, como los escarabajos necróforos y
las bacterias, el mundo rebosaría de cadáveres y el estiércol nunca se
reciclaría en las plantas. Sin determinadas especies clave, cuya identi-
dad a veces resulta sorprendente, la comunidad al completo se ven-
dría abajo. La idea de ver a cada especie como un órgano del supe-
rorganismo que es la comunidad, es tentadora.

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el cuento del antepasado

Decir que las selvas y bosques son los «pulmones» del planeta no
tiene nada de malo y hasta puede que sea bueno si anima a la gente
a conservarlos. Pero, a veces, la retórica de la armonía holística dege-
nera en un misticismo tan disparatado como el del príncipe Carlos.
En realidad, la idea de un místico equilibrio natural suele cautivar a los
mismos idiotas que van a los curanderos a que les armonicen los cam-
pos de energía. Pero existen profundas diferencias entre el modo en
que los órganos de un cuerpo y las especies de una comunidad inter-
actúan en sus respectivos ámbitos para generar la apariencia de un
conjunto armonioso.
El paralelismo debe tratarse con suma cautela, pero eso no quiere
decir que sea completamente infundado. Existe una ecología en el
interior de cada organismo individual, una comunidad de genes en
el acervo génico de una especie. Las fuerzas que mantienen el equili-
brio entre las partes de un organismo no son totalmente diferentes de
las que generan la ilusión de armonía entre las especies de una barre-
ra coralina. Existe equilibrio en una selva tropical y estructura en
una comunidad de arrecife: un elegante acuerdo entre partes que
recuerda a la coadaptación que se da en el interior de un cuerpo ani-
mal. Pero ese equilibrio total no se ve favorecido como unidad por la
selección darviniana en ninguno de los dos casos. En ambos, el equi-
librio es el resultado de la selección a un nivel inferior. La selección
no favorece un conjunto armonioso; en todo caso, las partes armonio-
sas prosperan en presencia unas de otras hasta que surge la ilusión
de un conjunto armonioso.
Los carnívoros prosperan en presencia de los herbívoros y los her-
bívoros prosperan en presencia de las plantas. Pero ¿también ocurre
lo contrario? ¿Las plantas también prosperan en presencia de los
herbívoros? ¿Y los herbívoros en presencia de los carnívoros? ¿Acaso
los animales y las plantas necesitan enemigos que se los coman para
prosperar? No, no en un sentido tan directo como el que se despren-
de del discurso de algunos medioambientalistas militantes. Normal-
mente, ninguna criatura se beneficia de que se la coman. Sin embar-
go, las hierbas que soportan mejor que otras que se las destine a pasto
prosperan efectivamente en presencia de animales que pacen, en fun-
ción del principio del «enemigo de mi enemigo es mi amigo». Lo
mismo se podría decir, en el fondo, de las víctimas de los parásitos...

630
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 18/5/10 10:45 Página 631

cnidarios

y de los depredadores, aunque en este caso la historia ya es más com-


plicada. Sigue siendo engañoso afirmar que una comunidad necesita
de sus parásitos y depredadores como un oso necesita de su hígado y
de sus dientes. Sin embargo, el principio del «enemigo de mi enemi-
go» conduce a un resultado bastante parecido. Es correcto considerar
una comunidad de especies como, por ejemplo, un arrecife de coral,
como una entidad equilibrada que se ve potencialmente amenazada
por la eliminación de sus partes.
Esta idea de una comunidad compuesta de unidades de nivel infe-
rior que florecen en presencia unas de otras domina la vida. El prin-
cipio se cumple incluso dentro de las células. La mayor parte de las
células animales alberga comunidades de bacterias tan exhaustivamen-
te integradas en el funcionamiento cotidiano de la célula que sus orí-
genes bacterianos sólo se han descubierto en fechas recientes. Las
mitocondrias, que en su día eran bacterias en estado libre, son tan
esenciales para el funcionamiento de nuestras células como nuestras
células lo son para el suyo. Sus genes han prosperado en presencia
de los nuestros, como los nuestros han prosperado en presencia de
los suyos. Las células vegetales no son capaces, por sí solas, de reali-
zar la fotosíntesis. Es magia alquímica la llevan a cabo operarios hués-
pedes que en su origen eran bacterias y ahora son cloroplastos recon-
vertidos. Los fitófagos, como los rumiantes o las termitas, no son capaces
de digerir la celulosa, pero sí de encontrar y masticar plantas (véase
«El Cuento de Mixotricha»). El hueco en el mercado que ofrecen sus
entrañas llenas de vegetales lo ocupan microorganismos simbióticos
que poseen la pericia bioquímica necesaria para digerir con eficacia
la materia vegetal. Las criaturas con capacidades complementarias
prosperan en presencia unas de otras.
A esta idea ya sabida quiero añadir que el mismo proceso tiene
lugar al nivel de los genes de los genes específicos de cualquier espe-
cie. Todo el genoma de un oso polar o de un pingüino, de un caimán
o de un guanaco, es una comunidad ecológica de genes que prospe-
ran unos en presencia de otros. El escenario inmediato de dicha pros-
peridad es el interior de las células de un individuo, pero el escenario
a largo plazo es el acervo génico de la especie. Cuando la reproduc-
ción es sexual, el acervo génico es el hábitat de todos los genes que se
copian y combinan generación tras generación.

631
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 632
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 18/5/10 10:45 Página 633

Encuentro 29
Ctenóforos

Los ctenóforos, que se nos unen en el Encuentro 29, están entre los
más hermosos peregrinos de nuestro viaje al pasado. Antiguamente,
a causa de un parecido superficial, se los clasificaba erróneamente
como medusas. Se los colocaba en el mismo filo, el de los llamados
celenterados, porque la cavidad corporal de ambos coincide con el
aparato digestivo. Además, se caracterizan por tener una red nervio-
sa simple, como los cnidarios, y construyen su cuerpo a partir de dos
únicas capas de tejido (aunque esto es objeto de discusión). El análi-
sis de los datos actuales, sin embargo, induce a pensar que los cnida-
rios son parientes más cercanos nuestros que de los ctenóforos, lo cual
es otra forma de decir que los cnidarios se unen a la peregrinación
antes que los ctenóforos. Pero no estoy tan seguro de ello como para
aventurar la fecha del acontecimiento.
Ctenóforo en griego significa «portador de peine». Los peines son
hileras prominentes de células ciliadas que al agitarse propulsan hacia
delante a estas delicadas criaturas, desempeñando así la misma fun-
ción de las contracciones musculares en las aparentemente similares
medusas. No es un sistema muy rápido de propulsión, pero es bas-
tante eficaz, si no para perseguir presas, sí para aumentar indirecta-
mente el ritmo de captura, como en el caso de las medusas. A causa
de su fragilidad gelatinosa y de su parecido con las medusas, los cte-
nóforos son conocidos en inglés como comb jellies, literalmente «gela-
tinas peine». Sólo hay un centenar de especies, pero el número total
de individuos no es pequeño. Se mire por donde se mire, estas cria-

633
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 634

el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los ctenóforos


N
Ctenóforos

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
D C
PZ

40 0
S
O

500
E

Incorporación de los ctenóforos. En


ocasiones, los animales con simetría
bilateral, así como los cnidarios y los
ctenóforos, son denominados
eumetazoos. De acuerdo con los
resultados de algunos estudios
moleculares, hemos representado a las
NP

80 especies conocidas de ctenóforos


como los parientes más lejanos del
resto de animales, aunque no es una
29 posición definitiva.

Ilustración: especie Beroe.

634
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 635

ctenóforos

Demasiado bueno para una diosa. La gaja de Venus (Cestum veneris).

turas, cuyos peines emiten una fantasmal iridiscencia mientras ejecu-


tan ondulantes movimientos sincronizados, embellecen los océanos
de todo el mundo.
Los ctenóforos son depredadores, pero, al igual que las medusas,
esperan que las presas se topen con sus tentáculos. Éstos, aunque se
parecen a los de las medusas, no están provistos de cnidoblastos, sino
de células adhesivas que en lugar de lanzar afilados arpones veneno-
sos despiden una especie de pegamento. Tal vez podríamos conside-
rar a los ctenóforos una forma alternativa de ser medusas. Algunos,
sin embargo, distan mucho de ser campaniformes. El bellísimo Cestum
veneris es uno de los pocos animales cuyo nombre común y científico
significan exactamente lo mismo, cinturón de Venus. Es una desig-
nación de lo más apropiada, dado que el cuerpo es un largo lazo
reluciente de etérea belleza, realmente digno de una diosa. Obsérvese
que, si bien el cinturón de Venus es estrecho y alargado como un gusa-
no, no tiene cabeza ni cola sino que tiene un eje de simetría en el
medio, donde se encuentra la boca, lo que sería la hebilla del cintu-
rón. Presenta, pues, un tipo de simetría radial (o, más exactamente,
birradial).

635
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 636
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 637

Encuentro 30
Placozoos

He aquí un enigmático animalillo, Trichoplax adhaerens, la única espe-


cie conocida de todo el filo de los Placozoos (lo que, por supuesto,
no significa que no haya más). En 1896 se identificó y describió otro
placozoo en el golfo de Nápoles, Treptoplax reptans. Sin embargo, no
se le ha vuelto a encontrar, y la mayor parte de los expertos cree que
en realidad se trataba de Trichoplax. Muy pronto, gracias a las prue-
bas moleculares, podrían descubrirse más especies.
Trichoplax vive en el mar, tiene una forma bastante indefinible y,
se lo mire desde el ángulo que se lo mire, no parece muy simétrico:
es un poco como una ameba, sólo que compuesto de muchas células
en vez de una sola. Se parece a un platelminto en miniatura, pero no
tiene un extremo anterior ni un extremo posterior, ni un lado izquier-
do ni un lado derecho. Es una cosa diminuta de forma irregular, de
unos tres milímetros de diámetro. Se mueve por la superficie del mar
en una pequeña alfombra invertida de cilios locomotores. Se alimen-
ta de organismos unicelulares, en su mayoría algas todavía más peque-
ñas que él, que digiere con la superficie interior sin introducírselas en
el organismo.
Su anatomía no presenta muchos puntos en común con los demás
animales. Al igual que los cnidarios y los ctenóforos, tiene dos capas
celulares principales, en medio de las cuales hay algunas células con-
tráctiles que funcionan de manera parecida a los músculos. El ani-
mal contrae estas células para cambiar de forma. En rigor, las dos capas
celulares no deberían llamarse dorsal y ventral. A veces, la superior reci-

637
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 638

el cuento del antepasado

Millones de años

0
Incorporación de los placozoos
N
Ya incorporados
Trichoplax (Placozoos)

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
D C
PZ

40 0
S
O

500
E

Incorporación de los placozoos. Como


en el caso de los Encuentros 28 y 29, el
orden de los Encuentros 30 y 31 dista
mucho de estar resuelto. El Encuentro
30 podría ser o bien con los placozoos
(representados por una sola especie,
Trichoplax) o con las esponjas. En el
momento de escribir esto, el orden
NP

aquí representado es arbitrario. No


sería de extrañar si en el futuro los
Encuentros 30 y 31 tuviesen que
30 intercambiar sus posiciones.

Ilustración: Trichoplax adhaerens.

638
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 639

placozoos

be el nombre de protectora y la inferior de digestiva. Algunos expertos


afirman que la segunda se invagina para formar una cavidad tempo-
ral a efectos digestivos, pero no es un fenómeno que todos hayan obser-
vado y quizás no sea cierto.
Como han explicado T. Syed y B.Schierwater en un reciente artí-
culo, la historia de Trichoplax en la literatura especializada es bastante
controvertida. La primera vez que se describió, en 1883, fue tildado
de muy primitivo; hoy, tras varias vicisitudes, ha recuperado tan hono-
rable estatus. Por desgracia, este placozoo guarda una semejanza super-
ficial con la llamada plánula, la larva de algunos cnidarios. En 1907,
Thilo Krumbach, un zoólogo alemán, creyó ver a Trichoplax donde antes
había visto a las plánulas y lo consideró una plánula modificada. No
habría tenido mayor importancia de no haber sido por la muerte, en
1922, de W. Kükenthal, editor de la autoritaria obra en varios volúme-
nes Handbuch der Zoologie. Por desgracia para Trichoplax, el editor que
sucedió a Kükenthal no fue otro que Thilo Krumbach, de modo que
en la obra de Kükenthal y Krumbach Trichoplax fue clasificado dentro
de los cnidarios y así apareció también en la versión francesa, Traité de
Zoologie, editada por P. P. Grassé (un biólogo que, dicho sea de paso,
siguió oponiéndose al darvinismo mucho después de que se hubiese
demostrado su validez científica). La clasificación del Handbuch tam-
bién fue adoptada por Libbie Henrietta Hyman, autora del destacado
Invertebrates, una obra estadounidense en varios volúmenes.
Con todos estos tomos sobre sus espaldas, ¿qué posibilidades tenía
el pobre y minúsculo Trichoplax, sobre todo teniendo en cuenta que
nadie había vuelto a estudiarlo durante más de medio siglo?
Languideció como una presunta larva de cnidario hasta que la revo-
lución molecular permitió averiguar su verdadero parentesco. Sea lo
que sea, lo que está claro es que no es un cnidario. Datos prelimina-
res resultantes del estudio del ADNr (véase «El Cuento del Taq»)
invitan a pensar que Trichoplax está más alejado del resto del reino ani-
mal que cualquier otro grupo con excepción de las esponjas; y puede
que hasta las esponjas estén más emparentadas con nosotros que él.
De todos los animales pluricelulares, es el que tiene el genoma más
pequeño y la organización corporal más simple. Sólo posee cuatro
tipos de células, en contraposición a las más de 200 nuestras. Y pare-
ce ser que sólo tiene un gen Hox.

639
CUENTO ANTEPASADO 295-640.qxp 26/5/08 12:31 Página 640

el cuento del antepasado

Las pruebas genéticas moleculares indican de momento que este


pequeño peregrino solitario se nos une en el Encuentro 30, hace tal
vez 700 millones de años, antes que las esponjas. Pero es una fecha
completamente incierta. No se puede descartar que haya que inver-
tir el orden de los Encuentros 30 y 31 (esponjas), en cuyo caso, de
todos los animales verdaderos, Trichoplax sería nuestro pariente más
lejano. Es comprensible, pues, que sean varios los científicos que cla-
man por la inclusión de Trichoplax en el selecto elenco de los organis-
mos cuyo genoma se ha secuenciado íntegramente. Creo que no tar-
dará en hacerse y que entonces sabremos qué es realmente esta extraña
criaturilla.

640
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 641

Encuentro 31
Esponjas

Las esponjas son los últimos peregrinos metazoos, esto es, los últi-
mos realmente pluricelulares. No siempre han tenido el honor de per-
tenecer a esta categoría, pues antiguamente se les definía como
Parazoos, una especie de ciudadanos de segunda clase del reino ani-
mal. Hoy en día rige la misma distinción clasista al colocar a las espon-
jas detrás de los Metazoos pero acuñando el término Eumetazoos para
todos los demás excepto las esponjas. (Algunos autores también exclu-
yen a Trichoplax, la pequeña criatura que hemos conocido en el
«Encuentro 30»).
Hay gente que se sorprende al enterarse de que las esponjas son
animales, no plantas. Al igual que éstas, no se mueven o, mejor dicho,
no mueven todo el cuerpo. Ni las plantas ni las esponjas tienen mús-
culos. Existe movimiento a nivel celular, pero también en las plantas.
Las esponjas viven haciendo pasar por su cuerpo un flujo incesante de
agua del que filtran partículas alimenticias. Por eso están llenas de agu-
jeros y por eso son tan útiles para retener agua cuando las usamos en
el baño.
Las esponjas de baño, sin embargo, no ayudan a hacerse una idea
muy precisa de la forma típica de las esponjas, que es la de un cánta-
ro vacío con una boca muy ancha y muchos agujeritos a los lados.
Como puede apreciarse fácilmente poniendo un poco de tinte en el
agua cerca del cuerpo de una esponja viva, el agua es absorbida a
través de esos agujeros y vertida en la gran cavidad interna, de la
cual vuelve a salir a través de la apertura principal. El agua es impul-

641
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 642

el cuento del antepasado

Millones de años

0
Incorporación de las esponjas
N
Esponjas (Poríferos)

Ya incorporadas

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
Incorporación de las esponjas. Desde la
C

época de Linneo, los animales


(metazoos) se han clasificado como uno
de los reinos biológicos. Las
D
PZ

40 0 aproximadamente 10.000 especies de


esponjas conocidas suelen considerarse
S

una rama que divergió en épocas muy


O

tempranas, una tesis que se ha visto


500 confirmada por datos moleculares
E

(aunque puede que Trichoplax


divergiese incluso antes). Una minoría
de taxónomos moleculares está
convencida de que existen dos linajes
de esponjas, uno más estrechamente
emparentado con el resto de los
metazoos que el otro. Si se hallan en lo
cierto, los primeros metazoos habrían
NP

sido semejantes a las esponjas y se les


clasificaría como tales, pero se trata de
una interpretación bastante
controvertida.
31
Ilustración: esponja de tubo amarillo
(Aplysina fistularis).

642
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 643

esponjas

sada por unas células especiales llamadas coanocitos que revisten las
cámaras y canales de las paredes de la esponja. Cada coanocito está
provisto de un flagelo móvil (parecido a un cilio sólo que más gran-
de) rodeando en su base por un collar. Más adelante nos ocuparemos
de los coanocitos, pues tienen su importancia dentro de nuestra his-
toria evolutiva.
Las esponjas carecen de sistema nervioso y tienen una estructura
interna relativamente simple. Aunque poseen varios tipos de células,
éstas no están organizadas, como las nuestras, en tejidos y órganos sino
que son totipotentes, es decir, que pueden convertirse en cualquiera
de las células específicas del organismo. Las nuestras no son así. Una
célula hepática no puede dar origen a una célula renal o a una célu-
la nerviosa. Las células de la esponja, en cambio, son tan flexibles
que cualquiera puede, por sí sola, generar una esponja completa (y,
como veremos en el cuento que lleva su nombre, eso no es todo).
No es de extrañar, por tanto, que las esponjas no distingan entre
línea germinal y soma. En los eumetazoos, las células de la línea germi-
nal son aquellas que dan origen a las células reproductivas e cuyos
genes son, por consiguiente, inmortales. La línea germinal consiste
en una pequeña mínoría de células que residen en los ovarios y testí-
culos y cuya única función es la reproductiva. El soma es todo lo que
no es línea germinal, o sea, aquellas células que no están destinadas
a transmitir sus genes a las siguientes generaciones. En eumetazoos
como los mamíferos, un subconjunto de células se separan en una fase
temprana del desarrollo embrionario y se les asigna la función de línea
germinal. Las células somáticas, en cambio, puede dividirse unas cuan-
tas veces para fabricar el hígado o los riñones, los huesos o los mús-
culos, pero después dejan de dividirse.
Las células cancerosas representan la siniestra excepción. Por algún
motivo no consiguen dejar de dividirse, aunque, como señalan Ran-
dolph Nesse y George C. Williams, autores de The Science of Darwinian
Medicine, no deberíamos sorprendernos. En todo caso, lo sorprenden-
te es que el cáncer no sea más habitual. Al fin y al cabo, todas las célu-
las del cuerpo descienden de una línea ininterrumpida de miles de
millones de generaciones de células germinales que no han parado
de dividirse. En toda la historia de los antepasados de la célula, jamás
ha sucedido que de repente se le pidiese a una célula que se hiciese

643
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 644

el cuento del antepasado

somática como la célula hepática y aprendiese el arte de no dividirse.


Que quede claro: los cuerpos que alojaban a los antepasados de las
células tenían, naturalmente, hígados, pero, por definición, las célu-
las de la línea germinal no descienden de células hepáticas.
Todas las células de las esponjas son células de línea germinal y, por
tanto, potencialmente inmortales. Las esponjas, como he dicho, tie-
nen varios tipos de células, pero, a lo largo de su desarrollo, estos tipos
se utilizan de forma diferente a como se utilizan en la mayoría de los
organismos pluricelulares. En los embriones de los eumetazoos se for-
man capas celulares que se repliegan e invaginan en complejas papi-
roflexias para fabricar el cuerpo. Las esponjas no tienen este tipo de
desarrollo embrionario sino que se autoensamblan. Las células toti-
potentes muestran afinidad por otras células con las que se juntan,
como si fuesen protozoos autónomos con tendencias sociales. No obs-
tante, los zoólogos modernos incluyen a las esponjas entre los meta-
zoos, y yo voy a seguir esta orientación. De todos los organismos plu-
ricelulares, las esponjas son probablemente el grupo más primitivo y,
más que ningún otro animal moderno, nos dan una idea de cómo
debieron de ser los primeros metazoos.
Como ocurre con otros animales, cada especie de esponja tiene
su propia forma y color característicos. El cántaro sólo es una de las
muchas apariencias que pueden presentar. Existen otras variantes sobre
ese mismo diseño, como estructuras hechas de vasos comunicantes.
Las esponjas en general se endurecen mediante fibras de colágeno
(esto es lo que hace esponjosas a las esponjas de baño) y espículas
minerales: cristales de silicio o carbonatode calcio cuya forma casi siem-
pre permite identificar la especie. A veces, el esqueleto que forman las
espículas es bello e intrincado, como el de la regadera de Filipinas
(Euplectella).
Según el árbol filogenético, la fecha del Encuentro 31 es hace 800
millones de años, pero una vez más he de repetir que estas antiquísi-
mas fechas distan mucho de ser seguras. La evolución de las esponjas
pluricelulares a partir de protozoos unicelulares es uno de los hitos de
la evolución (el origen de los metazoos), así que vamos a analizarlo en
los dos cuentos siguientes.

644
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 645

esponjas

EL CUENTO DE LA ESPONJA

El número de 1907 del Journal of Experimental Zoology incluye un artí-


culo sobre esponjas de H. V. Wilson, de la universidad de Carolina
del Norte. La de Wilson era una investigación clásica y el artículo que
la ilustraba está escrito en el estilo claro y divulgativo de la edad de oro
de los artículos científicos, una época en que el lector podía imaginar-
se a una persona de carne y hueso llevando a cabo experimentos autén-
ticos en un laboratorio de verdad.
Wilson separó las células de una esponja viva
pasándolas por un fino tamiz, un trozo de esta-
meña. Después transfirió las células separa-
das a un pequeño plato con agua de mar don-
de formaron una nube roja compuesta en
su mayor parte de células sueltas. La nube
se depositó en el fondo, y entonces Wilson
observó las células con el microscopio.
Éstas se comportaban como amebas indi-
viduales, arrastrándose por el fondo del
plato. Cuando las células ameboides se
encontraban con otras de su mismo tipo,
se juntaban y formaban agregados de
células cada vez más nutridos. En últi-
ma instancia, como demostraron Wilson
y otros científicos en una serie de ar-
tículos, los agregados crecían hasta con-
vertirse en nuevas esponjas. Wilson tam-
bién probó a hacer papilla esponjas Células sociales. Porción de la
pared de una esponja donde se
de dos especies distintas y mezclar los aprecian los coanocitos, con sus
sedimentos. Como cada especie era collares y flagelos característicos.
de un color diferente, pudo ver fácil-
mente lo que sucedía. Las células escogieron agregarse a células de
su propia especie y no a las de la otra. Curiosamente, Wilson lo defi-
nió como un fallo ya que –por razones que no se me alcanzan y que
tal vez reflejen los prejuicios teóricos de un zoólogo de hace casi un
siglo, diferentes de los actuales– esperaba que se formase una espon-
ja compuesta de dos especies distintas.

645
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 646

el cuento del antepasado

El comportamiento social de las células de esponja, puesto de mani-


fiesto en experimentos similares, tal vez arroje luz sobre el desarrollo
embrionario normal de las esponjas individuales. ¿Nos da también
alguna pista sobre la evolución de los primeros animales pluricelula-
res (metazoos) a partir de antepasados unicelulares (protozoos)? El
cuerpo metazoico suele definirse como una colonia de células. De
acuerdo con el espíritu del presente libro, donde los cuentos recrean
acontecimientos evolutivos, ¿es posible que la esponja, narradora de
esta historia, tenga algo que decirnos sobre el remoto pasado evolu-
tivo? ¿Acaso las células que se sedimentan y se agregan en el fondo del
plato de Wilson nos revelan que las primeras esponjas se originaron
como colonias de protozoos?
No cabe duda de que el fenómeno no fue igual en los detalles, pero
hay indicios elocuentes. Las células más características de las espon-
jas son los coanocitos, que sirven para generar corrientes de agua. El
dibujo muestra un trozo de la pared de una esponja, con la cara inte-
rior de la pared a la derecha. Los coanocitos son las células que tapi-
zan la cavidad. Coano viene del griego y significa «embudo» y, en efec-
to, pueden verse los pequeños embudos o collares, compuestos de
multitud de pelillos llamados microvellosidades. Cada coanocito está pro-
visto de un flagelo móvil que introduce agua en la esponja, mientras
el collar retiene las partículas alimenticias de la corriente. Conviene
observar bien el coanocito, porque en el próximo encuentro vamos a
vérnoslas con algo bastante parecido. A la luz de estas nociones, el
siguiente cuento completará nuestra reflexión sobre el origen de los
organismos pluricelulares.

646
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 647

Encuentro 32
Coanoflagelados

Los coanoflagelados son los primeros protozoos que se incorporan a


nuestra peregrinación y lo hacen en el Encuentro 32, que, con mucha
prudencia, basándonos en datos moleculares extrapolados a una dis-
tancia temporal demasiado grande, podemos fechar hace 900 millo-
nes de años. Obsérvese la ilustración. ¿No le recuerdan algo al lector
esas pequeñas células flageladas? Efectivamente, se parecen mucho a
los coanocitos que tapizan las paredes internas de las esponjas. Hace
mucho tiempo que se cree que los coanoflagelados son un vestigio
de un antepasado esponja o
que sean los descendientes
evolutivos de esponjas dege-
neradas, compuestas de una
sola célula o poco más. Las
pruebas genéticas invitan a
decantarse por la primera
posibilidad y, por eso, los
considero peregrinos dife-
rentes que se nos unen en
este punto.
Existen cerca de 140 es-
pecies de coanoflagelados.
Unos nadan libremente y se
mueven agitando el flagelo;
otros están anclados me- ¿Es así como eran? Colonia de coanoflagelados.

647
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 648

el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los coanoflagelados


N
Coanoflagelados

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
D C
PZ

40 0
S
O

500
E

Incorporación de los coanoflagelados.


NP

Las cerca de 120 especies conocidas


de coanoflagelados se consideran en
general parientes cercanos de los
animales, tesis que corroboran tanto
los datos moleculares como los
32 morfológicos.

Ilustración: Codosiga gracilis

648
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 649

coanoflagelados

diante un pedúnculo, y, en ocasiones, viven juntos en colonias, como


en la ilustración. Usan el flagelo para encauzar agua hacia el embu-
do, donde capturan y engullen partículas tales como bacterias, que les
sirven de alimento. En este sentido, son diferentes de los coanocitos
de las bacterias. En las esponjas, los flagelos no se usan para introdu-
cir alimento en el embudo del coanocito sino para, en colaboración
con otros coanocitos, provocar una corriente de agua que penetre por
los porocitos de las paredes externas y hacerla salir por la apertura
principal. Desde el punto de vista anatómico, sin embargo, los coa-
noflagelados, formen o no parte de una colonia, son demasiado pare-
cidos a los coanocitos de las esponjas como para no despertar sospe-
chas. Sobre este hecho y sobre sus consecuencias vamos a detenernos
en «El Cuento del Coanoflagelado», que retoma el argumento que
iniciamos en «El Cuento de la Esponja»: el origen de las esponjas
pluricelulares.

EL CUENTO DEL COANOFLAGELADO

Hace mucho que los zoólogos disfrutan especulando sobre cómo


evolucionó la pluricelularidad a partir de antepasados protozoos. Ernst
Haeckel, el gran zoólogo alemán del siglo XIX, fue de los primeros en
proponer una teoría del origen de los metazoos y una versión de la
misma todavía goza de gran predicamento: la que afirma que los pri-
meros metazoos habrían sido una colonia de protozoos flagelados.
A Haeckel ya lo mencionamos en «El Cuento del Hipopótamo»,
cuando dijimos que había vaticinado la relación entre hipopótamos
y ballenas. Era un ardiente darvinista y llegó a peregrinar hasta la
casa de Darwin (algo que irritó al insigne científico). También era
un brillante pintor, un ateo convencido (se refería sarcásticamente a
Dios como «el invertebrado gaseoso») y un fervoroso partidario de la
teoría, hoy ya obsoleta, de la recapitulación, según la cual «la ontogéne-
sis sintetiza la filogénesis» o «el embrión en vías de desarrollo trepa a
su propio árbol filogenético».
El atractivo de la idea de la recapitulación es evidente: la ontogé-
nesis de cualquier animal en vías de desarrollo sería una repetición
del recorrido filogenético de la especie (adulta) a que pertenece. Todos

649
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el cuento del antepasado

comenzamos siendo una sola célula, que representa a un protozoo.


La siguiente etapa del desarrollo es una bola hueca de células, la
blástula. Haeckel sugirió que la blástula representaba un estadio ances-
tral que denominó blastea. Acto seguido, en el desarrollo embriona-
rio, la blástula se invagina como una pelota cuando se la aprieta hacia
dentro, y forma una concavidad revestida de una capa doble de célu-
las, la gástrula. Haeckel imaginó un antepasado en el estado de gás-
trula y lo llamó gastrea. Al igual que la gastrea de Haeckel, un cnida-
rio como la hidra o la anémona marina tiene dos capas de células.
Según la teoría de la recapitulación del naturalista alemán, los cnidarios
dejan de trepar por su árbol filogenético cuando llegan a la fase de la
gástrula, mientras que nosotros seguimos subiendo. Los siguientes
estadios de nuestro desarrollo embrionario recuerdan a un pez con
branquias y cola. Posteriormente perdemos la cola. Y así sucesiva-
mente. Todo embrión se detiene y deja de trepar por su árbol filoge-
nético cuando llega al estadio evolutivo apropiado.
Por más que resulte atractiva, la teoría de la recapitulación se ha
pasado de moda o, mejor dicho, se considera que puede ser cierta
pero sólo en parte. La cuestión fue analizada exhaustivamente por
Stephen J. Gould en su libro Ontogeny and Phylogeny. Ahora debemos
pasar a otro asunto, pero es importante que entendamos lo que Haeckel
se proponía. Desde el punto de vista del origen de los metazoos, el
estadio interesante de la teoría de Haeckel es la blastea, la bola hueca
de células que, a su modo de ver, constituía el estadio ancestral que
en el desarrollo embrionario actual encarnaría la blástula. ¿Qué cria-
tura moderna parece una blástula? ¿Dónde podemos encontrar una
criatura adulta que sea una bola hueca de células?
Si hacemos salvedad de que son verdes y llevan a cabo la fotosín-
tesis, las algas coloniales llamadas volvocales resultan hasta demasiado
parecidas a las blástulas para ser verdaderas. El miembro que da nom-
bre al grupo, Volvox, es también el más grande y Haeckel no habría
podido desear un modelo más asombroso de blástula. Es una esfera
perfecta, hueca como la blástula, y con una sola capa de células cada
una de las cuales parece un flagelo unicelular (que da la casualidad
de que es verde).
La teoría de Haeckel no fue la única. A mediados del siglo XX, un
zoólogo húngaro llamado Jovan Hadzi aventuró la hipótesis de que

650
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coanoflagelados

el primer metazoo no hubiese sido redondo, sino alargado como un


platelminto. Su modelo moderno de metazoo ancestral era un gusa-
no acelomorfo como los que nos hemos encontrado en el «Encuentro
27». Hadzi lo hacía derivar de un protozoo ciliado (que conocere-
mos en el «Encuentro 37») dotado de muchos núcleos (que algunos
de ellos poseen aún hoy). Como algunos platelmintos modernos, se
arrastraba por el fondo con los cilios. Cuando entre los núcleos apa-
recieron paredes celulares, un protozoo alargado con una sola célu-
la pero con muchos núcleos (un sincitio) se transformó en un gusano
rastrero dotado de muchas células, cada una con su propio núcleo:
el primer metazoo. Según Hadzi, los metazoos redondos como los cni-
darios y los ctenóforos perdieron en una segunda etapa la forma alar-
gada de los gusanos y adquirieron la simetría radial, mientras que la
mayor parte del reino animal siguió evolucionando a partir de la for-
ma del gusano bilateral hasta dar origen a las estructuras que hoy vemos
a nuestro alrededor.
Hadzi, por tanto, colocaría los encuentros en un orden muy dife-
rente del nuestro. Los encuentros con los cnidarios y los ctenóforos
vendrían antes que el encuentro con los platelmintos acelomorfos. Por
desgracia, las modernas pruebas moleculares desmienten el orden
de Hadzi. Hoy en día, la mayoría de zoólogos propugna una versión
de la teoría de los flagelados coloniales de Haeckel y no la de los ciliados
sincitiales. Pero ahora la atención se ha alejado de las volvocales, por
muy elegantes que sean, para centrarse en los protagonistas de este
cuento, los coanoflagelados.
Existe un tipo de coanoflagelados coloniales tan parecidos a las
esponjas que reciben el nombre de Proterospongia. Los coanoflagela-
dos individuales (¿o deberíamos atrevernos a llamarlos coanocitos?)
están encajados en una matriz de gelatina. La colonia no es una bola,
hecho éste que habría disgustado a Haeckel, aunque apreciaba de
veras la belleza de los coanoflagelados, como demuestran los esplén-
didos dibujos que les dedicó. Proterospongia es una colonia de células
casi indistinguibles de las que predominan en el interior de una espon-
ja. Opino que los coanoflagelados son los candidatos más aptos para
una reedición reciente del origen de las esponjas y, en definitiva, de
todo el grupo de los metazoos.
En su día se habría agrupado a los coanoflagelados junto con todos

651
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el cuento del antepasado

los demás organismos que todavía no se han unido a nuestra peregri-


nación, los protozoos. Protozoos no es el nombre de un filo. Hay muchas
maneras diferentes de ser un organismo unicelular (o, como algunos
prefieren decir, acelular, o sea, con un cuerpo no dividido en células
constituyentes). Varios miembros de los que antiguamente se conocí-
an como protozoos van a ir incorporándose al viaje poco a poco,
separados del gran contingente de criaturas pluricelulares como los
hongos y las plantas. Seguiré empleando el término protozoo para desig-
nar de manera informal a los eucariotas unicelulares.

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Encuentro 33
DRIPs

Existe un pequeño grupo de parásitos unicelulares, los Mesomicetozo-


eos o Ictiospóreos, que son, en su mayor parte, parásitos de peces y
otros animales de agua dulce. El nombre mesomicetozoeo indica cierta
asociación con hongos y animales, y, en efecto, su encuentro con nos-
otros es el último antes de que todos nos juntemos con los hongos.
Esto se sabe gracias a una serie de estudios de genética molecular
que han permitido unificar los parásitos unicelulares, que hasta enton-
ces se tenían por bastante heterogéneos, tanto entre ellos como con
los hongos y los animales.1
Tanto mesomicetozoeos como ictiospóreos son términos bastante difí-
ciles de recordar y no hay acuerdo sobre cuál de los dos es preferible.
Quizá sea por eso por lo que se ha ido imponiendo la costumbre de
designarlos con el acrónimo DRIP, formado por las iniciales de los úni-
co cuatro géneros que conocía quien descubrió el grupo. Los géne-
ros representados por la D, la I y la P son, respectivamente, Dermo-
cystidium, Ichtyophonus y Psorospermium. La R es un pequeño camelo por
que no es un nombre latino. Aludía al Agente Rosetta, un parásito comer-
cialmente importante del salmón que ahora se conoce con el nom-

1. Resulta confuso (por no decir algo peor) que el nombre Mesomicetozoos, distin-
to de Mesomicetozoeos (¿avierte el lector la diferencia?) se haya usado para un grupo más
comprehensivo. Parece hecho aposta para confundir, como los nombres Hominoidea,
Hominidae, Homininae, Hominini que vienen usándose para designar a nuestros ante-
pasados y que yo he preferido boicotear en bloque.

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el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de los DRIPs


N
DRIPs (Mesomicetozoeos)

Ya incorporados

CZ
E

100
K
MZ
J

200
T
P

300
D C
PZ

40 0
S
O

500
E

Incorporación de los DRIPs. Los


organismos unicelulares más
estrechamente emparentados con los
animales son los coanoflagelados y los
DRIPs. En este momento no está claro
si estos dos grupos son los parientes
más cercanos uno de otro (con lo cual
NP

los Encuentros 32 y 33 confluirían en


uno solo) o si las aproximadamente
30 especies de DRIPs conocidas son
las que guardan un parentesco más
lejano con todos los demás. El estudio
molecular más exhaustivo de los
realizados hasta la fecha refrenda la
segunda alternativa, que es la que
33 hemos adoptado aquí.
MP

Ilustración: Ichthyophonus hoferi.

654
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 655

drips

bre científico de Sphaerothecum destruens. El acrónimo, pues, debería


en rigor haberse corregido y rebautizarse DIPs, pero el término DRIP
ya ha cuajado, con la ese del plural: DRIPs. Y, recientemente, por una
especie de providencia de la nomenclatura, se ha descubierto que tam-
bién es un DRIP otro organismo cuyo nombre empieza por erre:
Rhinosporidium seeberi, un parásito de la nariz humana. Así que pode-
mos decir que las cinco letras del nombre DRIPs forman parte por
derecho propio del acrónimo y pasar olímpicamente de la molesta
cuestión de si se trata de un nombre singular o plural.
Desde hace tiempo se sabía que Rhinosporidium seeberi, descubier-
to por primera vez en 1890, era el causante de la rinosporidiosis,
una desagradable enfermedad de la nariz humana o, mejor dicho, de
la nariz de los mamíferos, pero no se tenía idea de su parentesco.
Según las épocas, se le ha considerado un protozoo o un hongo, pero
ahora los estudios moleculares demuestran que es el quinto DRIP.
Afortunadamente, para quienes no soportan los juegos de palabras,
Rhinosporidium seeberi no provoca que la nariz gotee.2 Al contrario, la
tapona con excrecencias tipo pólipos. La rinosporidiosis es funda-
mentalmente una enfermedad tropical y los médicos sospechan des-
de hace mucho tiempo que se contrae bañándose en ríos o lagos.
Dado que todos los otros DRIPs son parásitos de peces, cangrejos de
río o anfibios, parece probable que los principales huéspedes de
Rhinosporidium seeberi también sean animales de agua dulce. El des-
cubrimiento de que es un DRIP podría ayudar a los médicos en más
sentidos. Por ejemplo, los intentos de curar la dolencia con fungici-
das han fracasado y ahora sabemos por qué: Rhinosporidium no es un
hongo.
Dermocystidium se manifiesta en forma de quistes en la piel o en las
branquias de carpas, salmónidos, anguilas, ranas y tritones. Ichthyophonus
causa infecciones sistémicas en más de 80 especies de peces. Psorosper-
mium, que, por cierto, fue descubierto por nuestro viejo amigo Ernst
Haeckel, infecta a los cangrejos de río y, al reducir sus poblaciones
también causa perjuicios económicos. Y, como ya hemos visto, Sphaero-
tecum infecta a los salmones.

2. En inglés «gotear» se dice drip. [N. del t.]

655
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el cuento del antepasado

Los DRIPs se considerarían insignificantes de no ser porque, des-


de el punto de vista evolutivo, tienen un estatus aristocrático: al fin y
al cabo, su punto de ramificación, es el más lejano del reino animal y
su encuentro con nosotros, el más antiguo. No sabemos qué aspecto
tenía el Contepasado 33: sólo sabemos que, a nuestros fatigados ojos
pluricelulares, todos los organismos unicelulares resultan muy pare-
cidos. No era un parásito como los DRIPs; desde luego, no de peces,
anfibios, crustáceos ni seres humanos, que todavía estaban muy lejos
de aparecer.
El adjetivo que siempre se les aplica a los DRIPs es enigmático, y
¿quién soy yo para romper con la tradición? Si un DRIP me contase
su enigmática historia, creo que, llegados a encuentros tan distantes
en el tiempo, se hace casi arbitrario señalar cuales de nuestros parien-
tes unicelulares han sobrevivido hasta nuestros días. También es bas-
tante arbitraria la decisión de analizar ciertos organismos unicelula-
res en lugar de otros a nivel molecular. Los científicos han examinado
los DRIPs porque algunos de ellos son parásitos de peces que provo-
can considerables perjuicios económicos y otros, como acabamos de
descubrir, nos taponan la nariz. Puede que haya organismos unicelu-
lares igual de importantes en el árbol filogenético de la vida, pero
nadie se ha molestado en analizarlos porque, pongamos por caso, para-
sitan a los varanos de Komodo en vez de a los salmones y a los seres
humanos.
A los hongos, en cambio, sería imposible pasarlos por alto. Estamos
a punto de encontrarnos con ellos.

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Encuentro 34
Hongos

En el Encuentro 34 los animales damos la bienvenida a los hongos, el


segundo de los tres grandes reinos pluricelulares (el tercero lo cons-
tituyen las plantas). A primera vista, puede sorprender que los hon-
gos, que son tan parecidos a las plantas, estén más emparentados con
los animales que con los vegetales, pero el análisis molecular compa-
rativo no deja lugar a dudas. Además, puede que no haya tanto de lo
que sorprenderse. Las plantas, al fin y al cabo, importan energía solar.
Los animales y los hongos, cada uno a su manera, son parásitos del
mundo vegetal.
Los hongos son un grupo de peregrinos muy grande e importan-
te, con unas 69.000 especies descritas sobre un total de aproximada-
mente millón y medio. Las setas dan una impresión equivocada: esas
llamativas estructuras similares a plantas sólo son las puntas (produc-
toras de esporas) del iceberg. La mayor parte del organismo propia-
mente dicho se encuentra bajo tierra y consiste en una red difusa de
filamentos llamados hifas. El conjunto de hifas pertenecientes a un
solo individuo se denomina micelio. La longitud total del micelio de
un solo hongo alcanza en ocasiones varios kilómetros y puede abar-
car una amplia área de terreno.
Una seta es como una flor que crece sobre un árbol, sólo que el
árbol, en lugar de ser una estructura alta y vertical, está extendido como
una red en las capas superficiales del subsuelo como las cuerdas de
una gigantesca raqueta de tenis. Prueba de ello son los llamados corros
de hadas, formaciones de setas de diversos tipos que crecen en círcu-

657
Incorporación de los hongos
N E K J T P C D S O E
CZ MZ PZ NP MP
Ya incorporados

34
Microsporidios
Página 658

Quítridos (Quitridiomicotes)
Moho del pan, mohos de alfiler, etc. (Zigomicotes 1, incluidos Mucorales)
12:32

Otros hongos de gametos móviles (Zigomicotes 2, incluido Mortierella)


26/5/08

Micorrizas arbusculares (Glomeromicotes)


el cuento del antepasado

Hongos basidio, incluida la mayoría de las setas, royas, levaduras (Basidiomicotes)


CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp

Millones de años
Colmenillas, trufas y otros hongos de asca (Ascomicotes)

658
100

500
0

300

40 0
200
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 659

hongos

lo. El perímetro del círculo representa la expansión de un micelio,


que se extiende hacia fuera a partir del centro (tal vez, en origen,
una sola espora). El «bastidor de la raqueta», es decir, el contorno
del círculo donde el micelio se nutre y se expande, es la zona donde
los productos de la digestión son más abundantes. Éstos son una fuen-
te de nutrición para la hierba, que, en consecuencia, crece con mayor
exuberancia en torno al corro de hadas. Asimismo, los cuerpos fruc-
tíferos (las setas y las docenas de especies emparentadas), cuando los
hay, también tienden a crecer en el corro.
Algunas hifas están divididas en células por medio de paredes trans-
versales; otras, en cambio, están salpicadas de núcleos que contienen
ADN y que forman un sincitio, esto es, un tejido con diversos núcleos
no divididos en células (ya hemos hablado de los sincitios al comen-
tar el desarrollo inicial de Drosophila y la teoría de Hadzi sobre el ori-
gen de los metazoos). No todos los hongos tienen un micelio fila-
mentoso. Algunos, como la levadura, han revertido a células únicas
que se dividen y crecen en una masa difusa. Lo que hacen las hifas (o
las células de la levadura) es digerir todo aquello en lo que anidan:
hojas secas y demás materia putrescente (en el caso de los hongos
del suelo), leche cuajada (los hongos que se usan para fabricar que-
so), uvas (las levaduras que se usan para hacer vino), o los pies de los
viticultores (en el caso de que sufran de pie de atleta).
La clave de una buena digestión es la exposición a la comida de
una amplia área de superficie absorbente. Nosotros lo hacemos mas-
ticando bien los trozos de comida y haciéndolos pasar por un largo

Página opuesta: Incorporación de los hongos. La taxonomía molecular revela que


los hongos están más cerca de los animales que de las plantas. Los dos grupos más
grandes, los ascomicotes (cerca de 40.000 especies descritas) y los basidiomicotes
(cerca de 22.000) se suelen considerar parientes cercanos, y, según estudios
recientes, las 160 micorrizas arbusculares constituyen su grupo hermano. El
agrupamiento y y el orden de ramificación de las otras 3.000 especies de hongos no
están del todo claros, en particular el número de ramas separadas que antes se
agrupaban bajo el nombre de zigomicotes, y la posición de los microsporidios.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: colmenilla (Morchella esculenta); falo


hediondo (Phallus impudicus); micorriza arbuscular (especie Glomus); jacinto
silvestre (Hyacinthoides nonscripta); moho de alfiler (especie Mucor); especie
Rhizoclostamium; Enterocytozoon bieneusi.

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el cuento del antepasado

intestino enroscado cuya área, ya de por sí grande, tiene las paredes


revestidas con un bosque de pequeñas protuberancias, las llamadas
vellosidades intestinales. Cada una de estas protuberancias tiene a su
vez el borde cubierto de microvellosidades, de manera que el área total
de absorción del intestino humano adulto es de millones de centí-
metros cuadrados. Un hongo como Phallus, de nombre muy apropia-
do, o Agaricus campestres, el champiñón silvestre, abarcan con el mice-
lio una superficie parecida, segregando enzimas digestivas y digiriendo
el terreno en el que se encuentran. Los hongos no andan por ahí devo-
rando comida para después digerirla dentro del organismo, como
hacen las ratas o las palomas, sino que extienden los intestinos, en for-
ma de micelios filamentosos, directamente a través de la comida y la
digieren en el acto. De vez en cuando, las hifas forman una sólida
estructura de aspecto reconocible: una seta (o un champiñón, o un
yesquero). Esta estructura produce esporas que son transportadas por
el viento a gran distancia y difunden los genes de los que nacerá un
nuevo micelio y, a la postre, nuevas setas.
Como cabría esperar de la llegada de un nuevo grupo de 100.000
peregrinos, los hongos ya se han reunido en nutridos subcontingen-
tes antes de encontrarse con nosotros en el Encuentro 34. Todos los
subgrupos principales tienen nombres terminados en «micetes» o
«micotes», del griego myke, hongo. Ya nos hemos encontrado con el
sufijo «micetes» en el nombre Mesomicetozoeos, los DRIPs que repre-
sentan, en cierto modo, un estadio intermedio entre los animales y los
hongos. Dentro de los «mico-peregrinos», los subcontingentes más
numerosos e importantes son los ascomicetes y los basidiomicetes.
Los ascomicetes comprenden algunos hongos célebres y útiles para
el hombre, como Penicillium, el moho cuyas propiedades bactericidas
Alexander Fleming descubrió por casualidad en 1928 sin prestarles
mayor atención hasta que, en 1940, Florey, Chain y sus colegas las redes-
cubrieron para producir el primer antibiótico. Por cierto, es una ver-
dadera lástima que se haya impuesto el término antibiótico. Estos agen-
tes atacan a las bacterias, no a los virus, y sólo con que se les hubiese
llamado antibactéricos en vez de antibióticos, tal vez hoy los pacientes
dejarían de pedir a los médicos que se los recetasen para las infeccio-
nes virales (con resultados nulos y, a veces, contraproducentes). Otro
ascomicete ganador del premio Nobel es Neurospora crassa, el moho

660
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 661

hongos

con el que Beadle y Tatum formularon la hipótesis «un gen, una enzi-
ma». Luego están las levaduras útiles para el hombre que nos permi-
ten hacer pan, vino y cerveza, y las levaduras nocivas como Candida,
responsable de dolencias tan molestas como la vaginitis. Las colme-
nillas comestibles y las apreciadísimas trufas son ascomicetes.
Tradicionalmente, las trufas se buscan con la ayuda de cerdas que se
ven fuertemente atraídas por el olor similar al del alfa-androstenol,
una feromónosa sexual que segregan los cerdos machos. No está cla-
ro por qué las trufas despiden este olor tan arriesgado para su inte-
gridad, pero tal vez explique la fascinación gastronómica que nos
despiertan.
La mayoría de las setas venenosas o alucinógenas son basidiomicetes:
champiñones, rebozuelos, boletos, shiitakes, matacandiles, Amanita
phalloides, falos hediondos, yesqueros y pedos de lobo. Algunos de sus
cuerpos fructíferos alcanzan un tamaño impresionante. Los basidiomi-
cetes también provocan importantes perjuicios económicos, en tanto
que agentes de enfermedades vegetales como la roya y el tizón. Algunos
basidiomicetes y ascomicetes, así como todos los miembros del grupo
especializado de los glomeromicetes, establecen con las plantas una
estrecha colaboración en la que las raíces vegetales se mezclan con
micorrizas: una historia extraordinaria que explicaré sucintamente.
Como hemos visto, las vellosidades de nuestros intestinos y los
filamentos del micelio de un hongo son muy finos con el fin de aumen-
tar la superficie destinada a la digestión y absorción de alimento. Del
mismo modo, las plantas poseen numerosas proyecciones tubulares
denominadas pelos radicales que incrementan la superficie de absor-
ción del agua y las sustancias nutritivas presentes en el suelo. Por incre-
íble que parezca, muchos de los que parecen pelos radicales no for-
man parte de la planta, sino que son hongos simbióticos cuyos micelios,
las micorrizas, además de parecerse a los pelos radicales auténticos,
funcionan como éstos. Un atento análisis revela que el principio de
las micorrizas se ha aplicado independientemente, de diversas mane-
ras a lo largo de la evolución. Buena parte de la vida vegetal de nues-
tro planeta depende por completo de las micorrizas.
En un ejemplo todavía más impresionante de simbiosis, algunos
basidiomicetes y algunos ascomicetes, también evolucionados de mane-
ra independiente, se asocian con algas o cianobacterias para produ-

661
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 662

el cuento del antepasado

cir líquenes, extraordinarias confederaciones que obtienen resulta-


dos muy superiores a los que obtendría cada una de las partes por su
cuenta, y que generan formas corporales muy diferentes de las de éstas.
A veces los líquenes se confunden con plantas, lo cual tampoco es
tan descabellado, habida cuenta de que, como veremos en el Gran
Encuentro Histórico, las plantas, en su origen, también se asociaban
con microorganismos fotosintéticos para procurarse el sustento. En
términos generales, se puede decir que los líquenes son plantas en ges-
tación, forjadas a partir de dos organismos. Casi se podría decir que
el hongo cultiva los organismos fotosintéticos capturados, una metá-
fora válida tanto en los casos en que la asociación es fundamentalmen-
te cooperativa como en aquéllos en que el hongo es más explotador.
La teoría de la evolución predice que en los líquenes en los cuales la
reproducción del hongo y la del organismo fotosintético van de la
mano se establece una relación de cooperación, mientras que en aqué-
llos en los que el hongo se limita a capturar a los organismos fotosin-
téticos disponibles la relación será de mayor explotación. Y así pare-
ce ser, en efecto.
Lo que me fascina de los líquenes, por encima de todo, es que sus
fenotipos (véase «El Cuento del Castor») no se parecen en nada ni a
los hongos ni a las algas. Constituyen un caso muy peculiar de fenoti-
po extendido, fruto de la colaboración de dos conjuntos de productos
génicos. Según mi concepción de la vida, que ya he expuesto en otros
libros, dicha colaboración no es diferente, en principio, de la exis-
tente entre los propios genes de un organismo. Todos somos colo-
nias simbióticas de genes; genes que cooperan para tejer fenotipos
alrededor sí mismos.

662
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 663

Encuentro 35
Amebozoos

En el Encuentro 35 se nos une una pequeña criatura que en su día tuvo


el honor de ser, tanto en la imaginación popular como en la científi-
ca, la más primiva de todas, poco más que un puro protoplasma: Amoeba
proteus. Según esta concepción, el Encuentro 35 sería el último de nues-
tra larga peregrinación. Lo cierto, en cambio, es que aún nos queda
un trecho que recorrer y, comparada con las bacterias, Amoeba tiene
una estructura bastante compleja y avanzada. Y también muy grande,
incluso apreciable a simple vista. La ameba gigante Pelomyxa palustris
puede llegar a medir medio centímetro de diámetro.
Como es bien sabido, las amebas no tienen forma fija, de ahí, por
ejemplo, el nombre de Amoeba proteus, tocaya del dios griego que
cambiaba continuamente de forma. Se mueven ondeando su inte-
rior semilíquido como un solo grumo más o menos consistente, o bien
desplegando los seudópodos. A veces andan sobre estas patas desple-
gadas temporalmente. Engullen las presas sacando los seudópodos,
envolviéndolas con ellos y encerrándolas en una burbuja de agua, la
llamada vacuola. Para un organismo, ser fagocitado por una ameba
debe de ser un trance de pesadilla si no fuese porque es demasiado
pequeño como para tener pesadillas. La vacuola puede considerarse
un pedazo del mundo exterior, forrado por una parte de la pared
exterior de la ameba. Una vez dentro de la vacuola, el alimento pasa a
ser digerido.
Algunas amebas viven dentro de las vísceras animales. Entamoeba coli,
por ejemplo, se encuentra con muchísima frecuencia en el colon huma-

663
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el cuento del antepasado

Millones de años

0 Incorporación de las amebas


N
CZ
Amebas y la mayoría de los mohos mucilaginosos (Amebozoos)

Ya incorporados

100
K
MZ
J

200
T
P

300
D S C
PZ

40 0
O

500
E
NP

Incorporación de las amebas. El


término ameba es más una descripción
que una clasificación estricta, pues
muchos eucariotas que no están
emparentados entre sí tiene forma
ameboide. Los Amebozoos engloban a
las amebas clásicas, como la Amoeba
proetus aquí representada, así como a la
MP

mayoría de los mohos mucilaginosos:


35 en total, unas 5.000 especies conocidas.

Ilustración: Amoeba proteus.

664
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 665

amebozoos

no (no confundir con la bacteria Escherichia coli, mucho más pequeña,


de la cual tal vez se alimenta). No es nociva, al contrario de su prima
Entamoeba histolytica, que destruye las células de las paredes del colon
y provoca la disentería amoébica, la famosa venganza de Moctezuma.
Tres grupos bastante diferentes de amebozoos reciben el nombre
de mohos mucilaginosos porque han desarrollado de manera indepen-
diente costumbres similares (también se llama así al grupo de los
Acrásidos, que no guarda relación con aquéllos y que se nos unirá en
el «Encuentro 37»). Dentro de los amebozoos, los más conocidos son
los mohos mucilaginosos celulares o dictiostélidos. A ellos ha dedica-
do toda su vida profesional el eminente biólogo estadounidense J. T.
Bonner y buena parte de lo que sigue está sacado de sus memorias
científicas, Life Cycles.
Los mohos mucilaginosos celulares son amebas sociales. Puede afir-
marse que anulan por completo la distinción entre un grupo social
de individuos y un solo individuo pluricelular. Durante una parte de
su ciclo vital, las amebas se arrastran por el suelo alimentándose de
bacterias y dividiéndose en dos, que es lo que hacen las amebas para
reproducirse; después vuelven a alimentarse de bacterias y de nuevo
se dividen en dos. En un momento dado, de manera bastante brus-
ca, las amebas pasan a la modalidad social, convergiendo en centros
de aglomeración que irradian sustancias químicas atrayentes. Cuantas
más amebas afluyen al centro de atracción, más atractivo se torna éste,
toda vez que libera más reclamos químicos. El fenómeno se parece un
poco al de la formación de los planetas a partir de detritos cósmicos.
Cuantos más detritos se acumulan en un determinado centro de atrac-
ción, más atracción gravitacional genera; así, pasado un cierto tiem-
po, sólo quedan algunos centros de atracción, los cuales se convier-
ten en planetas. En última instancia, las amebas de cada centro de
atracción unen los cuerpos para formar una única masa pluricelular
que se alarga y da lugar a una babosa pluricelular. Esta masa, de un
milímetro de longitud, se mueve incluso como una babosa: tiene un
extremo delantero y uno trasero bien definidos y es capaz de avanzar
en una dirección coherente, por ejemplo hacia la luz. Las amebas han
renunciado a su individualidad para forjar un organismo entero.
Después de arrastrarse aquí y allá durante un rato, la babosa ini-
cia la fase definitiva de su ciclo vital: la erección de un cuerpo fructífero

665
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 18/5/10 10:58 Página 666

el cuento del antepasado

similar a una seta. Primero se yergue sobre la cabeza (el extremo delan-
tero, definido por la dirección de sus desplazamientos) y ésta se con-
vierte en el tallo de una seta en miniatura. El núcleo interno de éste
deviene un tubo hueco hecho de las carcasas de celulosa hinchada
pertenecientes a células muertas. A continuación, las células situadas
alrededor del tubo se vierten en este último «como una fuente que
fluyese al contrario», por usar el símil de Bonner. El resultado es que
la punta del tallo se eleva en el aire y cada una de las amebas situadas
en lo en origen era el extremo posterior se convierte en una espora
encerrada en una espesa envoltura protectora. Entonces se esparcen
como las esporas de una seta: cada una de ellas surge de la envoltura
en forma de ameba libre devoradora de bacterias, y el ciclo vital comien-
za de nuevo.
Bonner ofrece un revelador catálogo de estos microbios sociales:
baterias pluricelulares, ciliados pluricelulares, flagelos pluricelulares
y amebas pluricelulares, entre ellas sus queridos mohos mucilagino-
sos. Estos microbios podrían tal vez representar instructivas recreacio-
nes (o prefiguraciones) de nuestra pluricelularidad metazoica, pero
me da la impresión de que son completamente diferentes y, por eso,
todavía más fascinantes.

666
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 667

Encuentro 36
Plantas

En el Encuentro 36 nos encontramos con los verdaderos señores de


la vida: los vegetales. La vida podría proseguir perfectamente sin los
animales y sin los hongos, pero si suprimiésemos las plantas, cesaría
al instante. Las plantas son la base indispensable, el verdadero funda-
mento, de casi todas las cadenas alimentarias. Son las criaturas más
notorias del planeta, los primeros seres vivos en los que un marciano
que llegase a nuestro planeta repararía. Los organismos más grandes
que jamás han vivido en la Tierra son, de largo, vegetales, y un impre-
sionante porcentaje de la biomasa global está encerrada en plantas.
Y no por casualidad. El porcentaje es tan alto porque casi1 toda la
biomasa procede, en última instancia, del sol a través de la fotosínte-
sis, la mayor parte de la cual tiene lugar en las plantas verdes, y las ope-
raciones en cada eslabón de la cadena alimentaria apenas tiene una
eficiencia del diez por ciento. La superficie de la tierra es verde debi-
do a las plantas, y la del mar también lo sería si su alfombra flotante
de organismos fotosintetizadores estuviese compuesta de vegetales
macroscópicos en lugar de microorganismos demasiado pequeños
para reflejar cantidades relevantes de luz verde. Es como si las plan-
tas pretendiesen pintar de verde hasta el último centímetro cuadra-
do del suelo sin dejarse nada. Y eso, en efecto, es lo que hacen, por
un motivo muy lógico.

1. El porqué de este «casi» quedará claro cuando lleguemos a Canterbury.

667
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 668

el cuento del antepasado

Millones de años

0
Incorporación de las plantas
N E
CZ
Algas rojas (Rodófitas)

Plantas verdes (Viridiplantas)

Glaucofitos

Ya incorporados

100
K
MZ
J

200
T
P

300
C
PZ
D S O

40 0

500
E

Incorporación de las plantas. Las


plantas engloban unas 13 especies de
glaucofitos (algas unicelulares con
cloroplastos, de morfología muy
similar a las cianobacterias), unas
5.000 especies de algas rojas y unas
NP

30.000 de plantas verdes. Las plantas


verdes comprenden muchas algas
verdes unicelulares y coloniales, tales
como Volvox, además de especies más
conocidas como musgos, helechos,
coníferas, plantas angiospermas y
similares. El orden de ramificación
entre estos tres grupos está bastante
resuelto, pero la posición de las
plantas en la filogenia eucariótica es
controvertida (véase el Encuentro 37).
MP

Ilustraciones, de izquierda a
derecha: rodimenia palmeada o
36 dulse (Rhodymenia palmata); volvox
(Volvox aurelia); secuoya gigante
(Sequoiadendron giganteum).

668
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 669

plantas

Un número finito de fotones procedentes del sol alcanza la super-


ficie de nuestro planeta, y cada uno de ellos es sumamente valioso. El
número total de fotones solares que un planeta puede capturar vie-
ne limitado por la superficie de éste, con la complicación añadida de
que en cualquier momento dado, sólo una cara del mismo está orien-
tada hacia su estrella. Desde el punto de vista de las plantas, cada
centímetro de la superficie terrestre que no sea verde significa desper-
diciar una oportunidad de capturar fotones. Las hojas son paneles
solares lo más planas posibles para maximizar la cantidad de fotones
capturados por coste unitario. Conviene que las hojas se encuentren
en una posición tal que no se vean ensombrecidas por otras hojas,
sobre todo si éstas son de otra planta: he aquí el motivo de que los
árboles de bosques y selvas sean tan altos. Los árboles altos no están
en su lugar fuera de los bosques, y su presencia probablemente se deba
a la mano del hombre. Es un verdadero desperdicio hacerse alto cuan-
do se es el único árbol de los alrededores; más valdría expandirse hori-
zontalmente como la hierba, pues de este modo se capturan más
fotones por coste unitario invertido en el crecimiento. En cuanto a las
selvas, no es casualidad que sean tan oscuras. Cada fotón que logra lle-
gar al suelo representa un fallo por parte de las hojas que, en lo alto,
no han conseguido atraparlo.
Salvo raras excepciones, como las dioneas atrapamoscas, las plan-
tas no se mueven. Salvo raras excepciones, como las esponjas, los ani-
males se mueven. ¿Por qué esta diferencia? Porque las plantas se ali-
mentan de fotones mientras que los animales (en última instancia)
se alimentan de plantas. Hace falta decir «en última instancia» por-
que, evidentemente, las plantas en ocasiones se comen de manera indi-
recta, a través de animales que comen otros animales. Ahora bien, ¿por
qué un organismo que se nutre de fotones sale ganando si se queda
quieto con las raíces hundidas en la tierra? ¿Y por qué alimentarse de
plantas, y no ser planta, hace aconsejable moverse? Supongo que, en
vista de que las plantas se quedan paradas, los animales han de mover-
se para comérselas. Pero ¿por qué las plantas no se mueven? Tal vez
porque necesitan tener raíces para absorber los nutrientes del suelo.
Tal vez porque existe una distancia insalvable entre la forma idónea
que debe adoptar un organismo obligado a moverse (sólida y compac-
ta) y la que debe adoptar un organismo obligado a exponerse a la

669
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 670

el cuento del antepasado

mayor cantidad posible de fotones (superficie muy grande, por con-


siguiente difusa e incómoda de manejar). No lo sé. Sea cual sea el moti-
vo, de los tres grandes grupos de vida macroscópica que han evolu-
cionado en nuestro planeta, dos, los hongos y las plantas, son en su
mayor parte inmóviles como estatuas, mientras el tercero, los anima-
les, corretea por todas partes realizando casi toda la actividad. Las plan-
tas se sirven incluso de los animales para algunos servicios, y las flo-
res, con sus llamativos colores, formas y aromas, son el instrumento
de dicha manipulación.2
Los peregrinos que recibimos en este punto de encuentro no son
todos verdes. Se dividen en tres grupos principales3: las algas rojas de
un lado y las plantas verdes (entre las que figuran las algas verdes)
del otro. Las algas rojas abundan en las orillas del mar, mientras las
algas verdes también son frecuentes en agua dulce. Las algas marinas
más conocidas, sin embargo, son las pardas, que son parientes más
lejanos y no se nos unirán hasta el «Encuentro 37». De los vegetales
que se incorporan a la peregrinación en este punto, las más familia-
res e impresionantes son las plantas terrestres, que conquistaron tie-
rra firme antes que los animales. Las razones son bastante obvias: sin
plantas que comer, ¿qué ventaja obtendría un animal de vivir en la
tierra en vez de en el agua? Puede que las plantas no se trasladasen
directamente del mar a la tierra, sino que, al igual que los animales,
pasasen primero por el agua dulce.
Como siempre que recibimos un gran ejército de peregrinos, nos
los encontramos divididos en complejos subgrupos que ya se han
unido entre sí antes de engrosar nuestras filas. En el caso de las plan-
tas verdes, recomiendo encarecidamente un excelente programa infor-
mático llamado Deep Green que, en el momento de escribir esto, se halla
disponible en Internet. Cuando se ejecuta, lo que se ve es un árbol
filogenético dirigido. Algunas ramas tienen en el extremo el nombre
de una planta o grupo de plantas; otras no tienen nombre y parecen

2. Habría dedicado un cuento a este asunto si no lo hubiese hecho ya en dos


capítulos de Escalando el monte improbable: «Granos de polén y balas mágicas» y «Un
jardín cercado».
3. Aparte de las 13 especies bastante insignificantes de glaucofitos unicelulares
que, según parece, constituyen el grupo externo más cercano.

670
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 671

plantas

Angiospermas

Helechos
Plantas con
semillas

Licopodios

Plantas vasculares

Musgo

Plantas terrestres
Antocerotas

Hepáticas Carales

Si Darwin y Hooker hubiesen tenido un ordenador. El árbol de las plantas verdes


sacado del programa Deep Green, http://ucjeps.berkeley.edu/map2.html es válido tanto
para Macintosh como para PC (activando Java Script en el navegador). La raíz del
árbol está en la base del diagrama.

salirse de la página. Lo bueno del programa es que se puede arras-


trar el árbol con el ratón para ver, del modo más divertido y natural,
otra parte del árbol. Al arrastrarlo, van apareciendo ramitas ante los
ojos y, cuando se le hace girar, surge toda una nueva serie de nom-
bres además de más ramitas nuevas y sin nombre. Se puede explorar
el árbol a capricho: parece extenderse hasta el infinito, reflejo de la
enorme diversidad de las plantas verdes que han evolucionado en nues-
tro planeta. Mientras se sube de rama en rama, trepando casi como
un mono darviniano en un árbol evolutivo de ensueño, conviene no
olvidar que cada ramificación representa un encuentro verdadero, en
el mismo sentido que en este libro atribuimos al término. Sería estu-
pendo contar con un árbol similar para todos los animales.
Concluí uno de los cuentos anteriores diciendo: «Da gusto ser zoó-
logo en estos tiempos». Habría podido decir, igualmente: «Da gusto
ser botánico». Sería magnífico enseñarle Deep Green a Joseph Hooker...
en compañía de su amigo íntimo Charles Darwin. Sólo de pensarlo
casi se me saltan las lágrimas.

671
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el cuento del antepasado

EL CUENTO DE LA COLIFLOR
Escrito en colaboración con Yan Wong

Los cuentos de este libro pretenden ser algo más que la crónica de
las pequeñas vicisitudes de sus narradores. Como en la obra de Chaucer,
aspiran a ser una reflexión sobre la vida en general: en el caso de los
Cuentos de Canterbury, de la vida humana; en el nuestro, de la vida bio-
lógica. ¿Qué tiene que decir la coliflor al gigantesco contingente de
peregrinos reunidos tras el Encuentro 36, en el que las plantas se
juntan con los animales? Pues un principio importante que vale para
todas las plantas y todos los animales, y que podría considerarse una
continuación de «El Cuento del Hábil».
«El Cuento del Hábil» trataba del tamaño del cerebro y ponía gran
énfasis en los diagramas logarítmicos de dispersión empleados para
comparar las diversas especies. Como recordará el lector, los anima-
les más grandes resultaban tener en proporción un cerebro inferior
al de los animales pequeños. Más concretamente, la pendiente del dia-
grama que comparaba el logaritmo de la masa cerebral con el de la
masa corporal era casi exactamente de 3/4. Se recordará que esta pro-
porción caía entre dos pendientes comprensibles de forma intuitiva:
1
/1 (masa cerebral exactamente proporcional a masa corporal) y 2/3
(área cerebral proporcional a la masa corporal). La pendiente del dia-
grama logarítmico masa cerebral/masa corporal no era ligeramente
superior a 2/3 e inferior a 1/1, sino exactamente de 3/4. La precisión del
dato exige una teoría igual de precisa. ¿Hay algún motivo lógico que
explique la pendiente de 3/4? No es fácil dar una respuesta.
Para complicar aún más el problema, o tal vez para darnos una pis-
ta, resulta que los biólogos percibieron hace mucho tiempo que en
muchas otras cosas además del tamaño cerebral se observa esta mis-
ma proporción exacta de 3/4. En concreto, en el empleo de energía
por parte de varios organismos, es decir, en la llamada tasa metabóli-
ca, y en este caso, la proporción se elevó a la categoría de ley natu-
ral, la ley de Kleiber, aunque no se encontraba ninguna justificación
lógica para el fenómeno. En el diagrama logarítmico adjunto se con-
traponen la masa metabólica y la masa corporal (véase «El Cuento
del Hábil» para la explicación de por qué se emplean gráficos loga-
rítmicos).

672
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 673

plantas

103
Tasa metabólica (Kcal/n; escala logarítmica)

homeo-
termos
(organismos de
100 sangre caliente)

10–3

poiquilotermos
–6
(organismos de sangre fría)
10

organismos unicelulares
10–9

10–12

10–12 10–9 10–6 10–3 100 103 106 109


Masa

La ley es válida para veinte órdenes de magnitud. Diagrama de la Ley de Kleiber,


adaptado de West, Brown y Enquist [304].

Lo que de verdad resulta asombroso de la ley de Kleiber es que se


cumple tanto en organismos microscópicos (como las bacterias) como
en animales gigantescos como las ballenas. Eso son unos 20 órdenes
de magnitud. Hace falta multiplicar por diez veinte veces, o añadir
veinte ceros, para pasar de la bacteria más pequeña al mamífero más
grande, y la ley de Kleiber sigue siendo válida a lo largo de todo el
espectro. También rige en el caso de las plantas y los organismos uni-
celulares. El diagrama muestra que la mayor aptitud se obtiene con
tres rectas paralelas: la primera para los microorganismos, la segun-
da para los animales grandes de sangre fría (grande en este contexto,
significa cualquier cosa que pese más de una millonésima de gramo)
y la tercera para criaturas grandes de sangre caliente (aves y mamífe-
ros). Las tres rectas presentan la misma pendiente (3/4) pero están a
diferentes alturas: como cabría esperar, a igualdad de tamaño, las cria-
turas de sangre caliente tienen una tasa metabólica más elevada que
las de sangre fría.
Durante años nadie logró dar con una explicación convincente
de la ley de Kleiber, hasta que el físico Geoffrey West y los biólogos
James Brown y Brian Enquist dieron a conocer los resultados de su bri-

673
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 18/5/10 10:58 Página 674

el cuento del antepasado

llante colaboración. Su explicación


de la exacta proporción de 3/4 es un
alarde de magia matemática difícil
de traducir en palabras, pero tan
ingenioso e importante que mere-
ce la pena intentarlo.
La teoría de West, Enquist y
Brown, que en adelante llamaré
Los tejidos tienen un problema de WEB, parte del hecho de que los
abastecimiento. La compleja red de tejidos de los organismos de gran
abastecimiento de la coliflor.
tamaño presentan un problema de
suministro. El aparato circulatorio
de los animales y el sistema vascular de las plantas sirven precisamen-
te para el transporte de sustancias desde y hasta los tejidos. Los orga-
nismos pequeños no tienen este problema en la misma medida. Un
organismo microscópico tiene una superficie tan grande en compa-
ración con el volumen que obtiene todo el oxígeno que necesita a
través de las paredes del cuerpo. Aunque sea pluricelular, ninguna
de sus células estará muy lejos de las paredes externas del cuerpo. En
cambio, un organismo grande tiene un problema de transporte por-
que muchas de sus células, la mayoría, se encuentran lejos de las fuen-
tes del suministro que precisan. En consecuencia, tienen que trans-
portar el nutrimento de un sitio a otro. Los insectos canalizan aire
hacia sus tejidos mediante una estructura tubular llamada tráquea.
Nosotros también tenemos tubos profusamente ramificados para trans-
portar aire, pero única y exclusivamente en unos órganos especiales,
los pulmones, que se valen de un sistema de circulación sanguínea
igual de ramificado para llevar oxígeno al resto del cuerpo. Los peces
hacen algo parecido con las branquias, unos órganos respiratorios
encargados de aumentar la interrelación entre agua y sangre. La pla-
centa desempeña una función análoga entre la sangre materna y la
del feto. Los árboles se sirven de sus intrincadas ramas para proveer
a las hojas del agua absorbida del suelo y canalizar los azúcares de las
hojas hasta el tronco.
La coliflor de la ilustración, comprada en la tienda de la esquina y
cortada por la mitad, muestra cómo es un sistema típico de transpor-
te de las sustancias esenciales para la vida. Salta a la vista el esfuerzo

674
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 18/5/10 10:58 Página 675

plantas

que hace la coliflor para garantizar una red de abastecimiento que lle-
gue a todas las inflorescencias que cubren la superficie.4
Se podría pensar, pues, que la red de abastecimiento –conductos
para el transporte de aire, sistemas de circulación de sangre o de
soluciones sacarinas, etc.– compensa con creces un aumento de las
dimensiones corporales. Si así fuese, una célula normal de una coli-
flor de tamaño medio estaría tan bien abastecida como una célula nor-
mal de secuoya gigante y la tasa metabólica de las dos células sería idén-
tica. Teniendo en cuenta que el número de células de un organismo
es proporcional a la masa del mismo, el diagrama de dispersión tasa
metabólica total/masa corporal proyectaría una recta con una pen-
diente de 1, cuando sabemos que, en realidad, la pendiente es de 3/4.
Comparados con los organismos grandes, los organismos pequeños
presentan una tasa metabólica más elevada de la que «deberían» tener
habida cuenta de su masa. Esto significa que la tasa metabólica de una
célula de coliflor es mayor que la de una célula equivalente de secuo-
ya, y la tasa metabólica de un topo, mayor que la de una ballena.
A primera vista parece extraño. Una célula es una célula, y lo nor-
mal sería que hubiese una tasa metabólica ideal, la misma para una
coliflor y para una secuoya, para un ratón y para una ballena. Quizás
la haya. Pero la dificultad de transportar agua, sangre, aire o cualquier
otra sustancia necesaria parece poner un límite a la consecución de
ese ideal, y por fuerza se ha de llegar a un compromiso. La teoría WEB
explica con precisos detalles cuantitativos en qué consiste ese compro-
miso y por qué termina produciendo una pendiente de 3/4.
La teoría consiste en dos puntos clave. El primero es que la estruc-
tura arborescente de conductos que transportan las sustancias nece-
sarias a un volumen dado de células también ocupa de suyo cierto volu-
men, compitiendo por espacio con las células que abastece. En los
extremos de la red de abastecimiento los conductos ya ocupan por
derecho propio un espacio considerable. Si se duplica el número de
células que hay que aprovisionar, el volumen de la red aumenta más
del doble, porque hacen falta más conductos para conectar la red al

4. Inflorescencias que en este caso han sido modificadas de forma grotesca por la
selección artificial resultante de la domesticación, pero el principio sigue siendo válido.

675
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 676

el cuento del antepasado

sistema principal, conductos que a su vez ocupan espacio. Si lo que


se pretende es duplicar el número de células aprovisionadas limitán-
dose a duplicar el espacio ocupado por los conductos, hará falta una
red con un entramado menos denso. El segundo punto clave es que,
ya se trate de un ratón o de una ballena, el sistema de transporte más
eficaz, el que menos energía consume para llevar las sustancias de un
lugar a otro, es el que ocupa un porcentaje fijo del volumen del orga-
nismo. Es lo que dicen las matemáticas, y es, asimismo, un hecho obser-
vable empíricamente.5 Por ejemplo, los mamíferos, ya sean ratones,
seres humanos o ballenas, tienen un volumen de sangre (es decir, el
tamaño del sistema de transporte) que ocupa entre el seis y el siete
por ciento del organismo.
Teniendo presentes estos dos puntos, si se quisiera duplicar el volu-
men de células abastecidas pero conservando el sistema de transpor-
te más eficaz, haría falta recurrir a una red de abastecimiento menos
densa; y una red menos densa significa que se distribuyen menos sus-
tancias por cada célula, o sea, que la tasa metabólica desciende. Pero
¿cuánto disminuye?
Los autores de la teoría WEB calcularon la respuesta a esa pregun-
ta. Resulta que para el diagrama logarítmico de tasa metabólica/
tamaño corporal, las matemáticas predicen, ¡oh, maravilla de las mara-
villas!, una recta con una pendiente de exactamente 3/4. Estudios más
recientes han refinado la teoría inicial, pero los aspectos esenciales
siguen siendo los mismos. La ley de Kleiber, tanto en plantas como en
animales, como incluso al nivel del transporte en el interior de una
célula, ha encontrado por fin explicación gracias a la física y a la geo-
metría de las redes de abastecimiento.

EL CUENTO DE LA SECUOYA

La gente suele discutir cuál es el lugar que todo el mundo debería


conocer antes de morir. En mi opinión es Muir Woods, unos pocos

5. El porcentaje real puede diferir un poco dependiendo, por ejemplo, de si son


animales de sangre fría o de sangre caliente.

676
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 18/5/10 10:58 Página 677

plantas

kilómetros al norte del Golden Gate. O, si se deja para demasiado tar-


de y no se llega a tiempo, no se me ocurre mejor lugar para ser ente-
rrado (aunque dudo de que esté permitido usarlo como cementerio,
lo cual me parece justo). Es una catedral de verdes, marrones y silen-
cio, cuya nave central está formada por los árboles más altos del mun-
do, Sequoia sempervirens, las secuoyas del Pacífico, cuya corteza acolcha-
da amortigua los ecos que resonarían en una catedral construida por
el hombre. La especie relacionada, Sequoiadendron giganteum, que
crece tierra adentro, en las estribaciones de Sierra Nevada, es general-
mente un poco más baja pero más maciza. El ser vivo más grande del
mundo, el árbol del general Sherman, es un gigante de más de 30
metros de perímetro, 80 metros de altura y un peso aproximado de
1.260 toneladas. No sé sabe bien qué edad tiene pero sí que la espe-
cie llega a vivir más de 3.000 años. Si se talase, se podría calcular con
total exactitud cuántos años tiene: una ardua tarea, pues sólo la cor-
teza ya tiene un metro de anchura. Esperemos que no se haga nunca,
aunque según la tristemente célebre frase de Ronald Reagan, pronun-
ciada cuando era gobernador de California, «si has visto una, las has
visto todas».
¿Cómo se hace para conocer con absoluta precisión la edad de un
árbol de gran tamaño, aunque sea tan viejo como la secuoya del gene-
ral Sherman? Contando los anillos del tocón. Una forma más refina-
da de contar los anillos ha dado origen a la elegante técnica de la
Dendrología, con la cual los arqueólogos que trabajan con una esca-
la temporal de siglos pueden calcular con exactitud cualquier arte-
facto de madera.
Corresponde al narrador de este cuento explicarnos cómo, a lo lar-
go de toda nuestra peregrinación, hemos sido capaces de fechar espe-
cimenes históricos sobre una escala temporal absoluta. Los anillos de
los árboles son muy precisos, pero sólo con respecto a las épocas his-
tóricas más recientes. Los fósiles se datan mediante otros métodos,
sobre todo el de desintegración radioactiva, del que hablaremos, jun-
to con otras técnicas, en el transcurso del cuento.
Los anillos anuales de los árboles se forman por la sencilla razón
de que el árbol crece más en unas estaciones que en otras. Pero, del
mismo modo, los árboles, tanto en verano como en invierno, crecen
más en un año bueno que en un año malo. Los años buenos son muy

677
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 678

el cuento del antepasado

frecuentes, y los malos también, así que un solo anillo no sirve para
identificar un año concreto. Ahora bien, una secuencia de años pre-
senta una pauta característica de anillos anchos y estrechos, que eti-
queta a esta secuencia en diferentes árboles de una misma zona. Los
dendrocronólogos recopilan catálogos de estas pautas identificables.
Así, un pedazo de madera, quizá procedente de un barco vikingo sepul-
tado en el barro, puede datarse comparando su pauta de anillos con
el archivo de pautas previamente recabadas.
El mismo principio se usa en los diccionarios de melodías.
Supongamos que tenemos una canción en la cabeza pero no recor-
damos el título. ¿Cómo haríamos para buscarlo? Se emplean varios
métodos, el más sencillo de los cuales es el código Parsons. Se transfor-
ma la melodía en una serie de notas cada una más alta (A) o más baja
(B) que la anterior (la primera nota no se incluye porque, obviamen-
te, no puede ser más alta o más baja que su precedente, pues no lo
tiene). He aquí, por ejemplo, la secuencia de notas de una célebre
canción, Londonderry Air, o «Aria del condado de Derry», que introdu-
je en la casilla de búsqueda de la página web Melodyhound:

AAABAABBBBBAAAAABBBAB

El buscador logró dar con la canción (aunque la llama Danny Boy,


que es el nombre con el que se la conoce en Estados Unidos a raíz de
ciertas modificaciones en la letra de la misma). A primera vista, pue-
de sorprender que sea posible indentificar una melodía mediante una
secuencia tan breve de símbolos que únicamente indican la direc-
ción del movimiento, no la distancia, y que no revelan nada de la dura-
ción de las notas. Por el mismo motivo, una serie consecutiva y bas-
tante corta de anillos de árbol basta para identificar una secuencia
determinada de crecimiento anual.
En un árbol recién talado, el anillo externo indica el presente. El
pasado se calcula con toda exactitud contando hacia dentro. De este
modo, se pueden datar en términos absolutos las firmas dendrocro-
nológicas de árboles recientes cuya fecha de tala consta en el regis-
tro. Examinando las superposiciones (series de anillos cercanos al
núcleo de un árbol joven que coinciden con la serie de anillos exter-
nos de un árbol más viejo) se puede datar en términos absolutos los

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anillos del árbol más viejo. Encadenando las superposiciones de árbo-


les cada vez más antiguos, sería posible, en teoría, asignar fechas abso-
lutas árboles antiquísimos, incluso, por ejemplo, los del Bosque
Petrificado de Arizona, sólo con que hubiese una serie continua de
estadios intermedios petrificados. Sólo con que hubiese... Con esta
técnica de datación cruzada se pueden recopilar y consultar bibliote-
cas de huellas digitales para identificar trozos de madera más antiguos
que el árbol más viejo que jamás hayamos visto vivo. Dicho sea de paso,
las variaciones del espesor de los anillos de los árboles se usan no
sólo para datar la madera sino para reconstruir, año por año, el clima
y las pautas ecológicas de épocas muy anteriores a los primeros regis-
tros meteorológicos.
La Dendrocronología se limita a ámbitos temporales relativamen-
te recientes de la arqueología. Pero el crecimiento de los árboles no
es el único proceso que se acelera o se ralentiza dentro de un ciclo
anual, o de otro ciclo regular o incluso irregular. En teoría, se pue-
den llevar a cabo dataciones con cualquier proceso de este tipo y el
auxilio del mismo truco ingenioso de enlazar pautas superpuestas.
Algunas de estas técnicas funcionan en periodos más largos que el de
la propia dendrocronología. Los sedimentos se depositan en el fon-
do marino a ritmo inconstante y en franjas que se pueden considerar
equivalentes a los anillos de los árboles. Es posible contar estas fran-
jas y reconocer las correspondientes firmas en las muestras extraídas
por las sondas cilíndricas de profundidad.
Otro ejemplo que ya expusimos en el «Epílogo del Cuento del
Ave Elefante» es la datación paleomagnética. Como vimos en aquellas
páginas, el campo magnético de la Tierra se invierte de vez en cuan-
do. Lo que era el norte magnético se convierte de repente en el sur
magnético; al cabo de unos miles de años, la polaridad se invierte de
nuevo. Esto ha sucedido 282 veces en los últimos diez millones de años.
Aunque haya dicho que se invierte «de repente», en realidad el pro-
ceso sólo es rápido en relación a los parámetros geológicos. Por más
divertida que pueda resultar la idea de que la inversión de los polos,
obligaría a invertir su rumbo a todos los barcos y aviones, no es así
como funciona la cosa. En rigor la inversión tarda unos cuantos miles
de años y es mucho más complicada de lo que el término da a enten-
der. Sea como fuere, el polo norte magnético rara vez coincide exac-

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tamente con el verdadero polo norte geográfico (en torno al cual gira
la Tierra). En el curso de los años se desplaza de un lugar a otro de la
región polar. Actualmente se encuentra próximo a la isla de Bathurst,
en el norte de Canadá, a unos 1.600 kilómetros del polo norte real.
Durante la inversión tiene lugar un interregno de confusión magné-
tica caracterizado por considerables y complejas variaciones de la inten-
sidad y dirección del campo magnetico y por la aparición temporal de
más de un norte y de un sur magnéticos. Finalmente, pasada la con-
fusión, vuelve la estabilidad y puede resultar que lo que era el polo
norte magnético se encuentre cerca del polo sur geográfico, y vicever-
sa. Durante un millón de años habrá estabilidad y desplazamientos
normales, hasta la siguiente inversión.
En términos geológicos, mil años son como una tarde. El tiempo
empleado en la inversión es insignificante comparado con el tiempo
pasado en las inmediaciones del polo norte o polo sur verdaderos.
Como hemos visto previamente, la naturaleza conserva un registro
automático de tales acontecimientos. En la roca volcánica fundida cier-
tos minerales se comportan como pequeñas agujas de brújula. Cuando
la roca fundida se solidifica, las «agujas» minerales se convierten en
un registro congelado del campo magnético terrestre en el momento
de la solidificación (mediante un proceso bastante diferente, el pale-
omagnetismo también se aprecia en la roca sedimentaria). Después
de una inversión magnética, las diminutas agujas de las rocas apun-
tan en la dirección opuesta a aquella en la que apuntaban antes de la
inversión. Es un fenómeno parecido al de los anillos de los árboles,
sólo que las franjas no están separadas por un año sino por un millón
de años o más. Asimismo, la pauta de las franjas se coteja con otras
pautas y se enlazan las sucesivas inversiones magnéticas hasta confor-
mar una cronología continua. No se pueden calcular las fechas abso-
lutas contando las franjas porque, a diferencia de los anillos de los
árboles, las franjas representan duraciones desiguales. Pero pueden
observarse las mismas pautas de franjas caraterísticas en lugares dife-
rentes, lo que significa que, si para alguno de dichos lugares se dispo-
ne de algún otro método de datación absoluta (véanse las páginas
siguientes), podrán usarse las pautas de las franjas magnéticas, como
el código Parsons de la melodía, para reconocer la misma zona tem-
poral en otros lugares. Como ocurre con los anillos de los árboles y

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otros métodos de datación, el cuadro completo se elabora a partir de


fragmentos recogidos en lugares diferentes.
Los anillos de los árboles sirven para fechar con precisión restos
recientes. Para épocas más antiguas se emplea, con una precisión inevi-
tablemente menor, la física de la desintegración radioactiva. Para expli-
carla, comenzaremos haciendo un inciso.
Toda la materia se compone de átomos. Hay más de 100 tipos de
átomos correspondientes a otros tantos elementos, tales como el hie-
rro, el oxígeno, el calcio, el cloro, el carbono, el sodio y el hidróge-
no. La materia en general no está compuesta de elementos puros, sino
de compuestos, es decir, de dos o más átomos de varios elementos enla-
zados, como el carbonato cálcico, el cloruro sódico, el monóxido de
carbono. El enlace de los átomos en los compuestos viene dado por
los electrones, partículas infinitesimales que orbitan (una metáfora
útil para comprender su comportamiento, que en realidad mucho más
extraño) en torno al núcleo central de cada átomo. El núcleo es enor-
me comparado con un electrón, pero minúsculo comparado con la
órbita de éste. Nuestra mano, compuesta en su mayor parte de espa-
cio vacío, encuentra una fuerte resistencia cuando golpea un trozo
de hierro (que a su vez también está compuesto de espacio vacío) por-
que las fuerzas asociadas con los átomos en los dos sólidos interactú-
an de tal forma que impiden que unos pasen a través de los otros.
Dicho de otro modo, el hierro y la piedra nos parecen sólidos por-
que nuestro cerebro nos hace el valioso servicio de construirnos una
ilusión de solidez.
Se sabe desde hace mucho que es posible dividir un compuesto
en sus partes constituyentes y recombinarlas para producir el mismo
compuesto o uno diferente, con emisión y consumo de energía. De
estas interacciones constantes entre átomos se ocupa la química. Sin
embargo, hasta el siglo XX, el átomo propiamente dicho se conside-
raba inviolable, la partícula más pequeña de cualquier elemento.Un
átomo de oro era una motita diminuta de oro, cualitativamente dis-
tinto de un átomo de cobre, una motita diminuta de cobre. La con-
cepción moderna es más elegante. Los átomos de oro, de cobre, de
hidrógeno, etc. no son más que diferentes disposiciones de las mismas
partículas fundamentales, igual que los genes de caballo, de lechuga,
de ser humano y de bacteria no tienen un sabor característico a caba-

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llo, lechuga, ser humano o bacteria, sino que simplemente son dife-
rentes combinaciones de las cuatro letras del ADN. De la misma mane-
ra que, como se sabe desde hace tiempo, los compuestos químicos
están constituidos por dos o más elementos de un repertorio finito
de un centenar de átomos, dispuestos de una manera determinada,
así también se sabe que todo núcleo atómico se compone de dos par-
tículas fundamentales, los protones y los neutrones, dispuestas de una
manera determinada. Un núcleo de oro no está «hecho de oro»; al
igual que todos los demás núcleos, está hecho de protones y neutro-
nes. Un núcleo de hierro difiere de un núcleo de oro no porque esté
compuesto de una sustancia cualitativamente diferente llamada hierro,
sino porque contiene 26 protones (y 30 neutrones), en lugar de los
79 protones (y 118 neutrones) del oro. A nivel del átomo individual,
no existe una sustancia que tenga la propiedad del oro y del hierro:
sólo existen diversas combinaciones de protones, neutrones y elec-
trones. Y los físicos nos enseñan que los mismos protones y neutro-
nes están compuestos de otras partículas aún más fundamentales, como
los quarks; pero no vamos a profundizar tanto.
Los protones y los neutrones son casi del mismo tamaño y mucho
más grandes que los electrones. A diferencia del neutrón, que es eléc-
tricamente neutro, el protón tiene una pequeña carga eléctrica (defi-
nida de manera arbitraria como positiva) que compensa exactamen-
te la carga negativa del electrón que orbita en torno al núcleo. El protón
se transforma en neutrón si absorbe un electrón, cuya carga negativa
neutraliza la carga positiva del protón. Y viceversa: si el neutrón expul-
sa una carga negativa, o sea, un electrón, se transforma en protón. Son
ejemplos de reacciones nucleares, en contraposición a las reacciones
químicas. En las reacciones químicas el núcleo permanece intacto; las
reacciones nucleares, en cambio, lo modifican. En las reacciones nucle-
ares se producen intercambios de energía mucho mayores que en las
químicas, por eso, a igualdad de tonelaje, las bombas nucleares son
mucho más devastadoras que las bombas convencionales (fabricadas
con explosivos químicos). Los alquimistas fracasaron en su empeño
por transmutar un elemento metálico en otro simplemente porque
trataban de hacerlo por medios químicos en lugar de nucleares.
Todo elemento posee un número característico de protones en su
núcleo atómico, y el mismo número de electrones orbitando alrede-

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dor del núcleo: uno el hidrógeno, dos el helio, seis el carbono, 11 el


sodio, 26 el hierro, 82 el plomo, 92 el uranio. Es este número, el lla-
mado número atómico, el que (actuando por mediación de los elec-
trones) determina en gran medida el comportamiento químico de un
elemento. Los neutrones tienen un escaso efecto en las propiedades
químicas de un elemento, pero influyen en su masa y en sus reaccio-
nes nucleares.
En general, el núcleo tiene el mismo número de neutrones que
de protones, o poco más. A diferencia del número total de protones,
que es fijo para todo elemento dado, el número de neutrones varía.
El carbono normal tiene seis protones y seis neutrones, lo que da un
número de masa 12 (la masa de los electrones es insignificante y los
neutrones pesan aproximadamente lo mismo que los protones), por
lo que recibe el nombre de carbono 12. El carbono 13 tiene un neu-
trón de más y el carbono 14 dos neutrones de más, pero uno y otro
tienen, como el carbono 12, seis protones. Estas versiones diferentes
de un mismo elemento se llaman isótopos. La razón de que los tres
tengan el mismo nombre, carbono, es que tienen el mismo número
atómico y, en consecuencia, las mismas propiedades químicas. Si las
reacciones nucleares se hubiesen descubierto antes que las reacciones
químicas, puede que los isótopos hubiesen recibido nombres diferen-
tes. En algunos casos los isótopos son lo bastante diferentes como para
merecer nombres distintos. El hidrógeno normal no tiene neutro-
nes. El hidrógeno 2 (un protón y un neutrón) se llama deuterio; el hidró-
geno 3 (un protón y dos neutrones) se llama tritio. Desde el punto de
vista químico, todos se comportan como el hidrógeno. Por ejemplo,
el deuterio se combina con el oxígeno para producir una forma de
agua llamada agua pesada, famosa por su empleo en la fabricación
de bombas de hidrógeno.
Los isótopos, pues, sólo se diferencian en el número de neutrones.
Algunos isótopos de un elemento tienen un núcleo inestable, es decir,
un núcleo que en un momento imprevisible, aunque con probabili-
dad previsible, puede transformarse en un núcleo diferente. Otros isó-
topos son estables: su probabilidad de cambiar es igual a cero. Otra
palabra que significa lo mismo que inestable es radioactivo. El plomo tie-
ne cuatro isótopos estables y 25 isótopos inestables conocidos. Todos
los isótopos del uranio, un metal muy pesado, son inestables, o sea

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radioactivos. La radioactividad es la clave de la datación en términos


absolutos de las rocas y sus fósiles: de ahí la necesidad de este largo
paréntesis para explicarla.
¿Qué ocurre realmente cuando un elemento inestable, o sea,
radioactivo, se transforma en otro elemento? Hay varias formas en
las que esto puede suceder, pero las dos más conocidas son la desinte-
gración alfa y la desintegración beta. En la desintegración alfa el núcleo
padre pierde una partícula alfa, que es una partícula compuesta de dos
protones y dos neutrones adheridos. En consecuencia, el número de
masa disminuye en cuatro unidades, mientras que el número atómi-
co se reduce sólo en dos unidades (correspondientes a los dos protons
perdidos). Por tanto, desde el punto de vista químico, el elemento se
transforma en cualquier elemento que tenga dos protones menos. El
uranio 238 (con 92 protones y 146 neutrones) se transforma en torio
234 (con 90 protones y 144 neutrones).
La desintegración beta es diferente. Un neutrón del núcleo padre se
transforma en un protón y lo hace emitiendo una partícula beta, que
es una simple carga negativa, es decir, un electrón. El número de masa
del núcleo sigue siendo el mismo porque el número total de proto-
nes más neutrones permanece invariable, y los electrones son dema-
siado pequeños para ser relevantes, pero el número atómico aumen-
ta en uno, porque hay un protón de más. El sodio 24 se transforma,
por desintegración beta, en magnesio 24: el número de masa sigue
siendo el mismo, pero el número atómico ha aumentado, pasando
de 11, exclusivo del sodio, a 12, exclusivo del magnesio.
Un tercer tipo de transformación es la «sustitución neutrón-pro-
tón». Un neutrón suelto impacta contra un núcleo y expulsa un pro-
tón del núcleo, pasando a ocupar su lugar. En este caso, como en el
de la desintegración beta, el número de masa no varía, pero el núme-
ro atómico disminuye en uno a causa de la pérdida de un protón.
Recordemos que el número atómico no es más que el número de pro-
tones presentes en el núcleo. Una cuarta transformación de un ele-
mento en otro, que tiene el mismo efecto sobre el número atómico
que sobre el número de masa, es la «captura de electrones», una
especie de inversión de la desintegración beta. Mientras que en la des-
integración beta un neutrón se convierte en un protón y expulsa un
electrón, la captura de electrones transforma un protón en un neu-

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trón neutralizando su carga. En consecuencia, el número atómico se


reduce en uno mientras que el número de masa permanece invaria-
ble. El potasio 40 (número atómico 19) se desintegra y se transforma
en argón 40 (número atómico 18). Y existen varias otras formas de
transformarse radioactivamente un núcleo en otro núcleo.
Uno de los principios cardinales de la mecánica cuántica es que es
imposible prever exactamente cuándo se desintegrará un núcleo con-
creto de un elemento inestable. Pero se puede calcular la probabilidad
estadística de que se desintegre. Esta probabilidad mensurable resulta
ser característica única y exclusiva de un isótopo dado. La medida que
se suele usar normalmente es el periodo de semidesintegración. Para
calcular el periodo de semidesintegración de un isótopo radioactivo se
toma una cierta cantidad de isótopo y se calcula cuánto tarda la mitad
de esa masa en desintegrarse y dar lugar a cualquier otra cosa. El perio-
do de semidesintegración del estroncio 90 es de 28 años. Si se tienen
100 gramos de estroncio 90, al cabo de 28 años se tendrán 50 gramos:
el resto se habrá transformado en itrio 90 (que su vez se transforma en
zirconio 90). ¿Significa esto que al cabo de otros 28 años no quedará
nada de estroncio? Rotundamente no: quedarán 25 gramos. Pasados
otros 28 años la cantidad de estroncio de nuevo se habrá reducido a la
mitad, quedando en doce gramos y medio. En teoría, jamás se reduce
a cero, sino que tan sólo se aproxima a cero mediante una sucesión de
divisiones por la mitad. Por eso estamos obligados a hablar de la semivi-
da en lugar de la vida de un isótopo radioactivo.
La semivida del carbono 15 es 2,4 segundos, al cabo de los cuales
queda la mitad de la muestra original; al cabo de otros 2,4 segundos
sólo queda un cuarto de la muestra original; al cabo de otros 2,4 segun-
dos, un octavo, y así sucesivamente. La semivida del uranio 238 es de
casi 4.500 millones de años, aproximadamente la edad del sistema
solar. Así pues, de todo el uranio 238 que existía sobre la Tierra cuan-
do ésta se formó, hoy queda aproximadamente la mitad. El hecho de
que la semivida de diversos elementos abarque un espectro temporal
tan amplio, desde fracciones de segundo a miles de millones de años,
es una característica maravillosa y sumamente útil de la radioactividad.
Estamos llegando al meollo de toda esta digresión. El hecho de que
cada isótopo radioactivo tenga su particular periodo de semidesinte-
gración permite datar las rocas. Las volcánicas suelen contener isóto-

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el cuento del antepasado

pos radioactivos, como el potasio 40, que al desintegrarse se transfor-


ma en argón 40, con un periodo de semidesintegración de 1.300 millo-
nes de años: he aquí, en potencia, un reloj preciso. Pero de nada sir-
ve medir la cantidad de potasio 40 de una roca, porque no se sabe
cuánto había inicialmente. Hace falta medir la proporción entre el
potasio 40 y el argón 40. Por suerte, cuando el potasio 40 de un cris-
tal de roca se desintegra, el argo 40 (un gas) queda atrapado en el cris-
tal. Si hay cantidades iguales de potasio 40 y de argón 40 en la sustan-
cia del cristal, se entiende que se ha desintegrado la mitad del potasio
40 original, luego habrán transcurrido mil trescientos millones de años
desde que se formara el cristal. Si hay el doble de argón 40 que de
potasio 40, habrán transcurrido 2.600 millones de años desde que se
formara el cristal. Si hay el doble de potasio 40 que de argón 40, el
cristal tendrá solamente 650 millones de antigüedad.
El momento de cristalización, que en el caso de las rocas volcáni-
cas es el momento en que la lava fundida se solidificó, es el momen-
to en que el reloj se puso a cero. A partir de ahí, el isótopo padre se
desintegra constantemente, y el isótopo hijo se queda atrapado en el
cristal. Lo único que hay que hacer es determinar la proporción entre
ambas cantidades y mirar cuál es el periodo de semidesintegración del
isótopo padre en un libro de física para calcular la edad del cristal.
Dado que, como ya dije anteriormente, los fósiles suelen encontrarse
en rocas sedimentarias mientras que los cristales datables se hallan por
lo general en rocas volcánicas, los fósiles se datan de manera indirec-
ta analizando las rocas volcánicas que rodean sus estratos.
Una complicación habitual es que el primer producto de la desin-
tegración suele ser a su vez otro isótopo inestable. El argón 40, el pri-
mer producto de la desintegración del potasio, es estable. Pero el
uranio 238, cuando se desintegra, pasa por una cadena de nada más
y nada menos que 14 estadios intermedios inestables, entre ellos nue-
ve desintegraciones alfa y siete desintegraciones beta, antes de trans-
formarse finalmente en plomo 206, un isótopo estable. La semivida
más larga de la cadena, cuatro mil millones de años, pertenece al pri-
mer eslabón, el que va del uranio 238 al torio 234; un eslabón inter-
medio, el que va del bismuto 214 al talio 210, presenta un periodo de
semidesintegración de apenas 20 minutos, que no es ni siquiera el más
rápido (esto es, el más probable). Dado que los siguientes periodos de

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semidesintegración son insignificantes respecto del primero, para cal-


cular la edad de una roca concreta se compara la proporción obser-
vada entre el uranio 238 y el finalmente estable plomo 206 con el perio-
do de semidesintegración de 4.500 millones de años.
El método uranio-plomo y el potasio-argón, con sus semividas medi-
das en miles de millones de años, se usan para datar fósiles muy anti-
guos, pero son demasiado toscos para datar rocas más jóvenes, para
las cuales hacen falta isótopos con semividas más breves. Por suerte,
hay disponible una serie de relojes con una amplia gama de semividas
isotópicas, entre las cuales se escoge la que ofrezca la mejor resolu-
ción para las rocas con las que se esté trabajando. Y lo que es mejor,
pueden compararse diversos relojes como método de control cruzado.
El reloj radioactivo más rápido de los usados habitualmente es el
carbono 14, lo que nos lleva de vuelta a la secuoya con la que comen-
zamos este cuento, ya que la madera es uno de los principales mate-
riales para cuya datación los arqueólogos emplean el citado isótopo.
El carbono 14 se desintegra en nitrógeno 14 con un periodo de semi-
desintegración de 5.730 millones de años. El reloj del carbono 14 es
peculiar por cuanto se usa para datar los propios tejidos muertos en
lugar de las rocas volcánicas que los contienen. Dado que la datación
con carbono 14 es tan importante para la historia relativamente recien-
te, una historia mucho más reciente que la mayoría de los fósiles y que
abarca el periodo de tiempo del que generalmente se ocupa la arqueo-
logía, conviene que le dispensemos un tratamiento especial.
La mayor parte del carbono del planeta está compuesta por el isó-
topo estable carbono 12. Apenas una millonésima parte de la millo-
nésima parte del carbono global está compuesta por carbono 14.
Con una semivida de unos pocos miles de años, hace mucho tiempo
que todo el carbono 14 de la Tierra se habría desintegrado en nitró-
geno 14 si no se renovase. Por suerte, algunos átomos de nitrógeno
14, el gas que más abunda en la atmósfera, se transforman continua-
mente en carbono 14 merced al bombardeo de rayos cósmicos. El rit-
mo de creación del carbono 14 se mantiene aproximadamente cons-
tante. La mayor parte del carbono de la atmósfera, ya sea carbono 14
o el más común carbono 12, se combina con oxígeno para formar
anhídrido carbónico. Las plantas absorben este gas, cuyos átomos de
carbono sirven para fabricar los tejidos vegetales, sin hacer distincio-

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el cuento del antepasado

nes entre carbono 12 y carbono 14 (lo único que les interesa es la


química, no las propiedades nucleares de los átomos). Las dos varian-
tes de anhídrido carbónico son absorbidas en cantidad proporcional
a su disponibilidad. Las plantas son alimento de los animales, que a
su vez son alimento de otros animales, de modo que el carbono 14,
durante un espacio de tiempo breve comparado con su semivida, se
difunde por la cadena alimentaria en una proporción conocida en
relación al carbono 12. Los dos isótopos coexisten en todos los teji-
dos vivos aproximadamente en la misma proporción que guardan en
la atmósfera: un millonésimo de millonésimo. Es verdad que de vez
en cuando se desintegran en átomos de nitrógeno 14, pero esta tasa
constante de desintegración se ve compensada por el intercambio con-
tinuo, a través de los eslabones de la cadena alimentaria, con el anhí-
drido carbónico que no cesa de renovarse en la atmósfera.
Todo esto cambia en el momento de la muerte. Un depredador
muerto es arrancado de la cadena alimentaria. Una planta muerta deja
de absorber nuevas reservas de anhídrido carbónico de la atmósfera.
Un herbívoro muerto no come más vegetales frescos. El carbono 14
presente en un animal o en una planta muerta sigue desintegrándo-
se en nitrógeno 14, pero no se repone con nuevas reservas proceden-
tes de la atmósfera, de manera que en los tejidos muertos la propor-
ción entre el carbono 14 y el carbono 12 empieza a descender, con
un periodo de semidesintegración de 5.730 años. En resumidas cuen-
tas, podremos averiguar cuando murió una planta o un animal midien-
do la proporción entre el carbono 14 y el carbono 12. Fue así como
se demostró que la Sábana Santa de Turín no pudo haber perteneci-
do a Jesucristo puesto que data de la Edad Media. La datación con car-
bono 14 es un magnífico instrumento para fechar reliquias relativa-
mente recientes, pero no sirve para las épocas más antiguas toda vez
que casi todo el carbono 14 se ha desintegrado en carbono 12 y los
residuos son demasiado exiguos para permitir una medición precisa.
Existen otros métodos de datación absoluta y constantemente se
inventan otros nuevos. Lo bueno de contar con tantos instrumentos
es que se cubre un amplísimo espectro de escalas temporales y tam-
bién que se pueden usar para efectuar controles cruzados. Es suma-
mente difícil refutar fechas corroboradas según diversos métodos de
investigación.

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Encuentro 37
Inciertos

Es el microbio un ser tan diminuto


que nadie alcanza a verlo en absoluto,
mas mucho optimista espera de propio
Llegar a verlo con el microscopio.
Verle la lengua, toda articulada,
tras cien hileras de dientes guardada,
las siete colas con siete coletas
llenas de pintas rosas y violetas,
cada una de ellas tan sobresaliente
con sus cuarenta franjas relucientes.
Ni de eso ni de sus verdes ojazos
nadie vio jamás ni un solo pedazo,
mas los científicos, reyes del saber,
juran y perjuran que así ha de ser...
¡Oh, que nadie nunca a dudar se atreva
de cosas de las que no existe prueba!

HILAIRE BELLOC (1870-1953)


More Beasts for Worse Children (1897)

Hillaire Belloc era un ingenioso poeta, pero se pasaba de receloso.


Convendría no compartir el prejuicio anticientífico que subyace en
el poema del encabezamiento. Hay muchas cosas en el terreno cien-

689
Incorporación del resto de eucariotas
N E K J T P C D S O E
CZ MZ PZ NP MP

37
Ya incorporados
Página 690

Algas marrones, diatomeas, ciliados, Plasmodium, etc. (Cromoalveolados)


Radiolarios, foraminíferos, etc. (Rizarios)
12:32

Euglena, tripanosomas, etc. (Discicristados)


26/5/08

el cuento del antepasado

Giadia y otros excavados


CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp

Millones de años

690
500
0

100

200

300

40 0
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inciertos

tífico de las que no estamos seguros, pero la ciencia posee una venta-
ja con respecto a otras visiones del mundo, y es que es consciente de
sus propias dudas y con frecuencia puede calcular su entidad para tra-
tar animosamente de disiparlas.
En el Encuentro 37 entramos en el mundo de los microbios y tam-
bién en el reino de lo incierto: no tanto en lo tocante a los propios
microbios, como al orden en el que deberíamos recibirlos. En un
primer momento pensé en arriesgar una hipótesis y atenerme a ella,
pero esto habría sido cometer una injusticia con los demás encuen-
tros, de los cuales estamos más seguros. Si la publicación de este libro
se postergase un año o dos, habría buenas posibilidades de encon-
trar una solución, pero por ahora vamos a considerar los versos de
Belloc como una advertencia a los científicos. Sabemos con quién
nos vamos a reunir en los próximos encuentros, pero no sabemos en
qué orden nos reuniremos con ellos, ni cuántos puntos de encuen-
tro distintos representan.
Esta incertidumbre afecta a todos los eucariotas que aún deben incor-
porarse a la peregrinación. Este término esencial, eucariota, lo expli-
caremos en el Gran Encuentro Histórico; por ahora, bastará saber que
uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la vida
ha sido la formación de la célula eucariota. Las células eucariotas son
células grandes y complejas, dotadas de mitocondrias y núcleos ence-
rrados en membranas, de las cuales se componen todos los animales,
plantas y, de hecho, todos los peregrinos que se nos han unido hasta
ahora; en otras palabras, todos los seres vivos menos las bacterias ver-
daderas y las Arqueas, antiguamente llamadas arqueobacterias. A estos
procariotas (las bacterias verdaderas y las Arqueas) los recibiremos en
los dos últimos encuentros, cuyo orden nos ofrece menos dudas.
Asignaré arbitrariamente a estos dos encuentros los números 38 y 39,

Incorporación del resto de eucariotas. La filogenésis en los niveles más altos de las
restantes 50.000 especies conocidas de eucariotas todavía no está resuelta (véase
texto). Las líneas difuminadas indican el alto grado de incertidumbre actual. La
rama de los Cromoalveolados suele subdividirse en Cromistas (Heterocontes) y
Alveolados.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Giardia lamblia; Euglena acus; foraminíferas


(especie Globigerina); laminaria (Ecklonia radiata).

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el cuento del antepasado

lo que significa que el resto de eucariotas se nos unirán todos juntos


en el Encuentro 37, tal y como postula una de las teorías actuales sobre
el tema. Pero téngase presente que nos movemos en un terreno muy
incierto: el encuentro final con las bacterias verdaderas podría ser cual-
quier número entre 39 y 42.
El problema, en parte, se debe a la dirección. Ya analizamos el tema
de los árboles dirigidos y no dirigidos en «El Cuento del Gibón». Un
diagrama como el de la ilustración es compatible con muchos árbo-
les evolutivos distintos, es decir, con muchas formas distintas de orga-
nizar los encuentros.
Antes de introducir el argumento principal, le pediría al lector que
se fijase, con la debida humildad, en la breve línea denominada ani-
males. Si no consigue encontrarla, busque, abajo a la izquierda, la rama
de los Opistocontes, donde podrá ver que figuramos como grupo her-
mano de los coanoflagelados. A esa pequeña línea pertenecemos el
lector, yo, y todo el contingente de peregrinos que se nos unió hasta
el Encuentro 31 (inclusive).
Sin lugar a dudas, son muchos los puntos en los que podríamos
colocar la raíz del árbol. El hecho de que las dos hipótesis que gozan
de mayor predicamento (representadas por las flechas punteadas) se
encuentren en extremos tan alejados me desanimó. Pero eso no es lo
peor. La posición de la raíz no es más que el primero de nuestros
problemas. El segundo problema es que cinco de las líneas convergen
en un punto central. Esto no significa que esos cinco grupos surgie-
sen de un único antepasado en el mismo momento y sean todos parien-
tes cercanos unos de otros. Lo único que aporta es otra incertidum-
bre más. No sabemos cuáles de los cinco son parientes más cercanos,
de manera que, para no arriesganos a cometer un error y que un
futuro Belloc nos ponga, con razón, en evidencia, los dibujamos a
todos como si irradiasen de un único punto. El punto en el que las
cinco líneas se encuentran debería resolverse finalmente en una serie
de líneas de bifurcación, cada una de las cuales sería, en potencia,
un lugar donde colocar la raíz.
Ahora ya estará claro porque me he abstenido de especificar los deta-
lles relativos a los próximos encuentros. De hecho, si se observa el dia-
grama, se verá que incluso he sido un poco arriesgado al afirmar que
el «Encuentro 36» era el punto en el que se nos unían las plantas. La

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inciertos

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ho é lid p e s eb sidos
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s
stoco ¿RAÍZ?
os

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excavad
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Nótese, con la debida humildad, cuál es nuestra posición. Filograma no dirigido o


diagrama de estrella de todos los seres vivos basado en la interpretación más
aceptada de los estudios moleculares y de otra índole disponibles actualmente.
Adaptado del de Baldauf [13].

línea de las plantas es una de las cinco que surgen del centro de la
estrella. Dado que las decisiones siguen siendo tan arbitrarias, decidí
tratar a las plantas como si tuviesen un encuentro separado con no-
sotros, pero sólo porque representan un grupo de organismos tan gran-
de e importante que merecían ser tratadas como un grupo separado
de peregrinos. Y lo que hice fue trazar una línea desde el centro del
diagrama. Podríamos tomar decisiones igual de arbitrarias para resol-
ver la tricotomía restante, pero a tanto ya no me atrevo. Lo voy a dejar
todo enterrado en la incertidumbre del Encuentro 37, la cita a ciegas.
En lugar de decir en qué orden se unen a nosotros, me limitaré a
enumerar los grupos restantes de eucariotas y ofrecer una breve des-
cripción. Los Rizarios comprenden varios grupos de eucariotas unice-
lulares, algunos verdes y fotosintéticos, otros no. Entre ellos figuran
los foraminíferos y los radiolarios, todos ellos muy hermosos y esplén-
didamente retratados por Ernst Haeckel, el ilustre zoólogo alemán
que no para de asomarse a las páginas de este libro. Los alveolados

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el cuento del antepasado

comprenden otras bellísimas criaturas, como los ciliados y los dino-


flagelados. Un ejemplo de ciliado, o, al menos eso parece, es Mixotricha
paradoxa, cuyo cuento vamos a oír en seguida. El «eso parece» y el para-
doxa constituyen la sustancia del cuento, que no voy a destripar aquí.
Los heterocontes son otro grupo mixto que comprende otras bellas
criaturas unicelulares como las diatomeas, de las que Haeckel también
hizo algunos dibujos admirables. Este grupo, sin embargo, también ha
descubierto de forma independiente la pluricelularidad, tal y como
demuestran las algas pardas. Las algas pardas son las más grandes de
todas las algas marinas, con ejemplares que llegan a alcanzar cientos de
metros de longitud. Comprenden las algas del género Fucus, cuyas diver-
sas especies se separan en estratos sobre la playa, pues cada una está adap-
tada a una zona concreta del ciclo de la marea. Fucus tal vez sea el géne-
ro en el que está inspirado el caballito de mar folíaceo (véase su cuento).
Los discicristados comprenden flagelados fotosintéticos como
Euglena viridis, flagelados parasíticos, como Trypanosoma, que provo-
ca encefalitis letárgica, y los acrásidos, mohos mucilaginosos que no
guardan un parentesco cercano con los dictiostélidos que hemos cono-
cido en el «Encuentro 35». Como suele ocurrir en esta larga peregri-
nación, nos maravillamos de cómo la vida reinventa formas corpora-
les semejantes para estilos de vida semejantes. Los mohos mucilaginosos
aparecen en dos o hasta tres grupos distintos de peregrinos, y lo pro-
pio ocurre con los flagelados y las amebas. Probablemente debamos
considerar la ameba un estilo de vida como el árbol. Los árboles, esto
es, plantas muy grandes con tallo duro y leñoso, existen en diversas
familias vegetales. Se diría que con las amebas y los flagelados ocurre
lo mismo. El caso de la pluricelularidad no deja lugar a dudas: se ha
manifestado en animales, hongos, plantas, algas pardas y varios otros
seres vivos, como los hongos mucilaginosos.
El último gran grupo de nuestro diagrama de estrella imposible de
resolver es el de los llamados excavados, organismos unicelulares que,
en su día, se habrían llamado flagelados, y a los que se habría agrupa-
do con Trypanosoma, el parásito causante de la encefalitis letárgica, pero
que hoy integran una categoría distinta. Comprenden el desagrada-
ble parásito Giardia, el molesto parásito vaginal Trichomonas, y diversas
criaturas unicelulares de fascinante complejidad que sólo se encuen-
tran en el intestino de las termitas. Y esto da pie al siguiente relato.

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inciertos

EL CUENTO DE MIXOTRICHA

Mixotricha paradoxa significa «insólita combinación de pelos» y en un


instante entenderemos el porqué de semejante nombre. Se trata de
un microorganismo que vive en el intestino de una termita australia-
na, la termita de Darwin, Mastotermes darwinensis. Un detalle simpáti-
co, aunque tal vez no para los habitantes humanos del lugar, es que
uno de los principales lugares donde la especie abunda es la ciudad
de Darwin, en el norte de Australia.
Las termitas están a caballo de los trópicos como el Coloso de Rodas
estaba a caballo del puerto homónimo. En las sabanas y en las selvas
tropicales, alcanzan densidades de 10.000 individuos por metro cua-
drado y se calcula que consumen un tercio de la producción total de
madera, hojas y hierbas muertas. Su biomasa por área unitaria es el
doble que la de las manadas migratorias de ñúes del Serengeti y del
Masai Mara, pero se extiende por todos los trópicos.
La explicación del éxito alarmante de las termitas es doble. En pri-
mer lugar, se alimentan de madera, esto es de celulosa, lignina y otros
materiales que los intestinos animales normalmente no pueden dige-
rir (volveré a esto más adelante). En segundo lugar, son insectos socia-
les y obtienen grandes ventajas de la división del trabajo entre espe-
cialistas. Un termitero parece un organismo grande y voraz por muchos
motivos: posee su propia anatomía, su propia fisiología y sus propios
órganos hechos de barro, entre ellos un ingenioso sistema de ventila-
ción y refrigeración. Permanece fijo en un mismo lugar, pero tiene una
miríada de bocas y de patas, las cuales tienen a su disposición un área
de aprovisionamiento del tamaño de un campo de fútbol.
Las legendarias proezas cooperativas de las termitas sólo son posi-
bles, en un mundo darviniano, porque la mayor parte de los indivi-
duos es estéril, pero, estrechamente emparentada con una minoría
fertilísima. Las obreras estériles actúan como madres con sus herma-
nas pequeñas, dejando a la reina libre para que pueda convertirse en
una fábrica (especializada y sumamente eficaz) de huevos. Los genes
del comportamiento obrero se transmiten a las generaciones siguien-
tes a través de las pocas hermanas y hermanos de las obreras destina-
dos a reproducirse (ayudados por la mayoría destinada ser estéril).
El sistema únicamente funciona gracias a que no son los genes los que

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el cuento del antepasado

deciden si una termita joven será una obrera o una reproductora. Todas
las termitas jóvenes tienen una papeleta genética con la que partici-
pan en el sorteo ambiental que decide si serán obreras o reproducto-
ras. Si existiesen genes de la esterilidad incondicionada, naturalmen-
te no podrían transmitirse. En cambio, lo que existen son genes que
se activan de manera condicionada. Cuando tales genes se encuen-
tran en el interior de reinas o reyes, se transmiten porque sus copias
idénticas inducen a los obreros a trabajar por la causa colectiva y olvi-
darse de la reproducción.
A menudo, se establecen analogías entre las colonias de insectos y
el cuerpo humano, y en el fondo son bastante acertadas. La mayor par-
te de nuestras células reprimen su individualidad para ayudar a repro-
ducirse a la minoría capaz de hacerlo, esto es, a las células de la línea
germinal, cuyos genes están destinados a viajar, a través de los óvulos y
de los espermatozoides, hacia el futuro lejano. Pero el parentesco gené-
tico no es el único motivo por el que la individualidad se reprime y
encauza hacia una división infructosa del trabajo. Cualquier asisten-
cia mutua en la que una de las partes corrige una deficiencia de la otra
se ve favorecida por la selección natural en ambas. Para mostrar un
ejemplo extremo, vamos a introducirnos en el intestino de una ter-
mita, ese quimiostato hirviente y, supongo, fétido, que es el mundo de
Mixotricha.
Las termitas, como hemos visto, tienen una ventaja con respecto a
las abejas, las avispas y las hormigas: una capacidad digestiva prodigio-
sa. Prácticamente no hay nada que no puedan comer, desde casas has-
ta bolas de billar pasando por incunables de incalculable valor. La made-
ra, en potencia, es una rica fuente de alimento, pero es inaccesible a
casi todos los animales porque la celulosa y la lignina son imposibles
de digerir. Las termitas y ciertas cucarachas representan una notable
excepción. De hecho, las termitas están emparentadas con los escara-
bajos, y Mastotermes darwinensis, como otras termitas consideradas infe-
riores, es una especie de fósil viviente. Se la puede considerar a medio
camino entre los escarabajos y las termitas más avanzadas.
Para digerir celulosa hace falta unas enzimas llamadas celulasas.
Los animales, en general, no las producen, pero algunos microorga-
nismos sí. Como explicaremos en «El Cuento del Taq», desde el pun-
to de visto bioquímico las bacterias y las Arqueas son más versátiles que

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 697

inciertos

todos los demás reinos biológicos juntos. Los animales y las plantas
sólo disponen de una pequeña porción del arsenal de trucos bioquí-
micos del que disponen las bacterias. Para digerir la celulosa, todos
los mamíferos herbívoros dependen de los microbios presentes en sus
intestinos. A lo largo del tiempo evolutivo han creado una sociedad
con aquéllos: utilizan sus productos de desecho, como el ácido acéti-
co, mientras los microbios, por su parte, encuentran un refugio segu-
ro en sus intestinos, donde hallan abundantes materias primas para
su propia actividad bioquímica, preelaboradas y servidas en peque-
ños fragmentos manejables. Todos los mamíferos herbívoros tienen
bacterias en el intestino, donde llega la comida después de haber
sido atacada por sus jugos gástricos. Los perezosos, los canguros, los
colobos y, sobre todo, los rumiantes han desarrollado de manera inde-
pendiente el truco de albergar bacterias también en la parte supe-
rior del intestino, donde tiene lugar la predigestión.
A diferencia de los mamíferos, las termitas son capaces de produ-
cir sus propias celulasas, al menos en el caso de las termitas conside-
radas avanzadas, pero hasta un tercio del peso neto de las más primi-
tivas (las más parecidas a cucarachas), como Mastotermes darwinensis,
consiste en una rica fauna de microbios intestinales: protozoos euca-
riotas y bacterias. Las termitas encuentran la madera y la mastican has-
ta reducirla a pedacitos manejables. Los microbios viven de esos peda-
citos y los digieren gracias a enzimas que no figuran en el arsenal de
las termitas. Como ocurre con los bovinos, las termitas viven de los
productos de desecho de los microbios. En cierto sentido, podría decir-
se que Mastotermes darwinensis y las demás termitas primitivas cultivan
microorganismos en el intestino.1 Y esto nos lleva, finalmente, a
Mixotricha, el protagonista de este cuento.

1. Dos son los principales procesos mediante los cuales se extrae energía del
combustible alimenticio: el anaeróbico (sin oxígeno) y el aeróbico (con oxígeno). Los
dos son procesos químicos en los cuales el combustible, más que quemarse, se ve indu-
cido a liberar energía de forma eficaz para el usuario. La secuencia anaeróbica más
común genera como producto principal el piruvato, punto de partida de la cadena
aeróbica más común. Las termitas se esfuerzan por privar al intestino de oxígeno libre,
obligando así a sus microbios a usar solamente el proceso anaeróbico, esto es, a usar
el combustible de la celulosa para producir el piruvato que permite a las termitas
liberar energía aeróbica.

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el cuento del antepasado

Mixotricha paradoxa no es una bacteria. Como muchos microbios


del intestino de las termitas, es un gran protozoo, de medio milíme-
tro de longitud o más y, como veremos, lo bastante grande para con-
tener cientos de miles de bacterias. Vive exclusivamente en el intes-
tino de Mastotermes darwinensis, donde forma parte de una comunidad
heterogénea de microbios que prosperan gracias a pedacitos de celu-
losa triturados por las mandíbulas de las termitas. Los microorganis-
mos pululan en el intestino de una termita como las propias termi-
tas pululan en el termitero, éste bulle de termitas y los termiteros
pululan en la sabana. Si el termitero es una ciudad de termitas, el
intestino de cada termita es una ciudad de microorganismos; esta-
mos, pues, ante una comunidad de dos niveles. Pero he aquí que lle-
gamos al meollo del cuento: existe un tercer nivel, y los detalles del
mismo son absolutamente extraordinarios. El propio Mixotricha es
una ciudad. Lo sabemos gracias a la obra de L. R. Cleveland y A.V.
Grimstone, los primeros en descubrirlo, pero fue la bióloga esta-
dounidense Lynn Margulis quien llamó la atención sobre la impor-
tancia evolutiva de Mixotricha.
Cuando a comienzo de la década de 1930 J. L. Sutherland exami-
nó por primera vez a Mixotricha, vio dos tipos de «pelos» ondulando
en su superficie. Ésta estaba casi toda cubierta de millares de pelitos
diminutos que se movían adelante y atrás. Sutherland vio también,
en el extremo anterior del microorganismo, unas estructuras muy
largas y finas, parecidas a látigos. Las dos le resultaron familiares, tan-
to los pequeños cilios como los alargados flagelos. Los cilios son una
presencia habitual en las células animales, por ejemplo en nuestros
conductos nasales, y recubren la superficie de esos protozoos llama-
dos, no por nada, ciliados. Otro grupo de protozoos, los flagelados,
poseen, en cambio, los flagelos, unos apéndices mucho más largos seme-
jantes a látigos. Los cilios y los flagelos tienen una ultraestructura idén-
tica. Son como cables rellenos de hilos internos que tienen exactamen-
te la misma estructura: dos hebras centrales rodeadas de nueve pares
de hebras dispuestas en círculo.
Los cilios, por tanto, pueden considerarse flagelos más pequeños
y numerosos. Lynn Margulis llega al extremo de renunciar a esos dos
nombres y asignar a ambos el término undulipodio, reservando flage-
los para los múltiples apéndices distintos de las bacterias. Según la taxo-

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inciertos

nomía de la época de Sutherland, sin embargo, los protozoos debían


tener cilios o flagelos, pero no ambos.
Éste es el contexto en el que Sutherland decidió bautizar al micro-
organismo con el nombre de Mixotricha paradoxa, «insólita combina-
ción de pelos». A la bióloga le parecía que Mixotricha tenía tanto cilios
como flagelos y que, por tanto, violaba el protocolo protozoico.
Presentaba cuatro grandes flagelos en el extremo anterior, tres orien-
tados hacia delante y uno hacia atrás, igual que un grupo de flagela-
dos ya conocidos, los Parabasalios. Pero también tenía un denso reves-
timiento de cilios ondulantes. O al menos eso parecía.
Posteriormente se ha descubierto que los cilios de Mixotricha son
más inusitados aún de lo que Sutherland imaginaba y, al contrario de
lo que ella temía, no violan el protocolo protozoito. Es una pena que
la bióloga no haya podido ver un Mixotricha vivo, en vez de sobre el
cristal de un microscopio. Mixotricha nada demasiado rápido como
para hacerlo con los undulipodios. Según Cleveland y Grimstone, los
flagelados normalmente «nadan a diversas velocidades, girándose a
un lado y otro, cambiando de dirección y a veces deteniéndose», y lo
mismo vale para los ciliados. Mixotricha, en cambio, nada con fluidez
y por lo general en línea recta, y no se detiene más que cuando se lo
impide un obstáculo físico. Cleveland y Grimstone concluyeron que
el movimiento fluido y constante es consecuencia de la batida ondu-
lante de los «cilios»; pero gracias al microscopio electrónico pudieron
demostrar algo mucho más interesante, a saber, que los «cilios» no son
ni mucho menos cilios sino bacterias. Cada uno de los cientos de miles
de pelillos diminutos es una espiroqueta, una bacteria cuyo cuerpo es
todo él una larga hebra ondulante. Algunas enfermedades graves,
como la sífilis, son causadas por espiroquetas. Lo normal es que naden
libremente, pero las espiroquetas de Mixotricha están adheridas a las
paredes de su cuerpo, exactamente igual que si fuesen cilios.
Ahora bien, no se mueven como cilios, sino como espiroquetas.
Los cilios ejecutan fuertes movimientos propulsores, como golpes de
remo, y después se pliegan para ofrecer menos resitencia al agua. Las
espiroquetas se mueven de manera totalmente diferente y muy carac-
terística, la misma que los pelos de Mixotricha. Lo sorprendente es que
estos pelos están perfectamente coordinados: el movimiento ondula-
torio se inicia en la extremidad anterior del cuerpo y procede hasta

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el cuento del antepasado

la posterior. Según los cálculos de Cleveland y Grimstone, la longitud


de onda (la distancia entre los picos de la onda) es de una centésima
de milímetro. Esto mueve a pensar que de algún modo las espiroque-
tas están en contacto unas con otras. Quizá lo estén en sentido literal:
respondiendo al movimieno de las vecinas de forma directa, con un
retraso que determina la longitud de onda. Que yo sepa, se descono-
ce por qué las ondas van de delante a atrás.
Lo que sí se sabe es que las espiroquetas no están apiñadas sin ton
ni son sobre la superficie de Mixotricha: al contrario, en toda la super-
ficie del protozoo hay un complejo aparato que sostiene a las espiro-
quetas y, lo que es más, las orienta hacia el extremo posterior con el
fin de que su movimiento propulse a Mixotricha hacia delante. Si estas
espiroquetas son parásitos, cuesta trabajo pensar en un ejemplo más
llamativo de huésped cordial con sus propios parásitos. Cada espiro-
queta cuenta, de hecho, con su pequeño soporte, llamado corchete
por Cleveland y Grimstone. Cada corchete está diseñado exclusiva-
mente para alojar una sola espiroqueta, o, en ocasiones, más de una.
Ningún cilio podría pedir más. En estos casos se hace muy difícil tra-
zar una línea divisoria entre el cuerpo propio y el extraño, y esto, por
anticipar la conclusión, es uno de los principales mensajes de «El
Cuento de Mixotricha».
No paran ahí las semejanzas con los cilios. Si se mira con un micros-
copio potente la estructura de protozoos ciliados como Paramecium,
se descubre que cada cilio tiene en la raíz lo que se llama un corpúscu-
lo basal. Pues bien, lo asombroso es que, aunque no sean en absoluto
cilios, los cilios de Mixotricha poseen corpúsculos basales. Cada corche-
te de espiroqueta tiene en su raíz un corpúsculo basal con la forma
de una píldora. Sólo que... Bien, después de haber explicado la for-
ma tan peculiar que tiene Mixotricha de hacer las cosas, el lector habrá
adivinado que esos corpúsculos basales en realidad son bacterias. Un tipo
completamente diferentes de bacterias: no espiroquetas, sino óvalos
con forma de píldoras.
En amplias áreas de las paredes del cuerpo se da una correspon-
dencia de uno a uno entre corchete, espiroqueta y bacteria basal. Cada
corchete sostiene una espiroqueta y tiene en su base una bactería
con forma de píldora. Visto lo visto, no es de extrañar que Sutherland
creyese ver cilios. Como es natural, dondequiera que hubiese cilios

700
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 701

inciertos

br
b

Disposición de las bacterias con forma de píldora (o), los corchetes (c) y las
espiroquetas (e) en la superficie de Mixotricha. De Cleveland y Grimstone [49].

esperaba ver corpúsculos basales, y cuando miró a Mixotricha allí esta-


ban. Poco podía imaginar que tantos los cilios como los corpúsculos basa-
les eran bacterias viajando de auto-stop. En cuanto a los cuartos flage-
los, los únicos undulipodios que posee Mixotricha, no se usan para la
propulsión sino para hacer de timones de una embarcación propul-
sada por miles de espiroquetas galeotes. Aunque me habría encanta-
do ser quien la acuñase, esa frase tan sugerente no es mía, sino de S.
L. Tamm. Después del trabajo de Cleveland y Grimstone sobre
Mixotricha, fue Tamm quien descubrió que otros protozoos del intes-
tino de las termitas practicaban el mismo truco, sólo que sus galeo-
tes, en lugar de espiroquetas, eran bacterias comunes provistas de
flagelos.
¿Qué función cumplen las otras bacterias de Mixotricha, ésas con
forma de píldora que parecen corpúsculos basales? ¿Contribuyen a
la economía de su huésped? ¿Sacan alguna ventaja de esa relación?
Probablemente sí, pero todavía no se ha demostrado de manera feha-
ciente. Quizá producen la celulasa que sirve para digerir la celulosa.
Porque, naturalmente, Mixotricha se alimenta de la madera que llega
al intestino de las termitas después de que éstas la trituren con sus
potentes mandíbulas. Nos encontramos, pues, ante una triple depen-
dencia, que trae a la mente aquellos versos de Jonathan Swift:

Igual que la pulga, según dice la ciencia,


tiene pulguitas que la violentan
y éstas de pulgas menores son presa

701
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 702

el cuento del antepasado

en una eterna sucesión sin tregua,


también el poeta, en su propio ambiente,
sufre el picotazo de quien lo sucede.

Dicho sea de paso, la métrica de Swift en estos versos es tan torpe que
no es de extrañar que Augustus De Morgan lo sucediese para darle un
picotazo y brindarnos la versión más conocida del mismo poema:

A las pulgas grandes las pican pulguitas


y a éstas, pulgas aún más pequeñitas.
Las grandes, a su vez, las tienen mayores,
a las que pican más grandes picadores...

Y con esto llegamos finalmente a la parte más singular de «El Cuento


de Mixotricha», el clímax al que se encaminaba la historia. Toda esta
disertación sobre bioquímica vicaria, es decir, el hecho de que criatu-
ras más grandes tomen prestados los talentos bioquímicos de seres más
pequeños que viven en su interior, es un deja vú evolutivo. El mensa-
je de Mixotricha al resto de los peregrinos es: «Todo esto ya ha sucedi-
do anteriormente». Hemos llegado al Gran Encuentro Histórico.

702
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 703

El gran encuentro histórico

En este libro, la palabra encuentro tiene un significado especial, de-


terminado por la metáfora central del peregrinaje hacia el pasado;
pero hay un acontecimiento cataclísmico, tal vez el acontecimien-
to más importante de la historia de la vida, que supuso un auténti-
co encuentro histórico y que se produjo en la dirección verdadera
que sigue la historia, o sea, hacia delante. Me refiero al origen de
la célula eucariota (nucleada), la diminuta y sofisticadísima máqui-
na que representa el microfundamento de la vida compleja y a lar-
ga escala del planeta. Para distinguirlo de todos los otros encuen-
tros metafóricos que simbolizan zambullidas en el pasado, he
decidido llamarlo «Gran Encuentro Histórico». En este caso el adje-
tivo histórico tiene un doble significado: quiere decir «de fundamen-
tal importancia» y también «cronológicamente hacia delante», no
hacia atrás.
He definido el Gran Encuentro Histórico como un único aconte-
cimiento porque única es también su trascendente consecuencia: la
evolución de la célula eucariota, con su núcleo que contiene los cro-
mosomas, su compleja ultraestructura de membranas y sus micros-
cópicos orgánulos autoreproductores: las mitocondrias y (en las plan-
tas) los cloroplastos. Pero, en realidad, los acontecimientos fueron
dos o tres, tal vez separados por un largo intervalo de tiempo. En cada
uno de estos encuentros históricos se produjo una fusión con célu-
las bacterianas para formar una célula más grande. «El Cuento de
Mixotricha», que viene a ser una reedición moderna del fenómeno,

703
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 704

el cuento del antepasado

nos ha preparado para entender la clase de acontecimiento que tuvo


lugar.
Hace unos 2.000 millones de años, un antiquísimo organismo uni-
celular, una especie de protoprotozoo, estableció una extraña relación
con una bacteria, una relación semejante a la de Mixotricha con sus
bacterias. Como en el caso de Mixotricha, lo mismo ocurrió más de una
vez con diversas bacterias, y puede que entre uno y otro acontecimien-
to mediasen cientos de millones de años. Todas nuestras células son
como ejemplares individuales de Mixotricha, llenos de bacterias tan
modificadas por generaciones y generaciones de cooperación con la
célula huésped que sus orígenes bacterianos casi no se aprecian más.
Y más todavía que en el caso de Mixotricha, las bacterias se han inte-
grado hasta tal punto en la vida de la célula eucariota que detectar su
presencia fue un enorme triunfo científico. A propósito de la convi-
vencia cooperativa que elementos en su día independientes mantie-
nen dentro de la célula, me agrada que sir David Smith, uno de los
mayores expertos en simbiosis, la haya comparado con la sonrisa del
gato de Cheshire:

En el hábitat celular, un organismo invasor pierde poco a poco las pie-


zas, fundiéndose lentamente con el trasfondo general, de forma que su
existencia previa sólo se revela por algún vestigio. A uno le viene a la
mente el pasaje de Alicia en el País de las Maravillas en que la protagonis-
ta se encuentra con el gato de Cheshire. Mientras Alicia lo miraba, «se des-
vaneció muy lentamente, empezando por la punta de la cola para termi-
nar por la sonrisa, que permaneció visible cierto tiempo después de que
el resto del cuerpo hubiese desaparecido». En una célula hay muchos obje-
tos parecidos a la sonrisa del gato de Cheshire. Para quienes tratan de
remontarse a sus orígenes, la sonrisa supone un desafío y un enigma.

¿Cuáles son los trucos bioquímicos que estas bacterias, en su día libres,
introdujeron en nuestras vidas, trucos que aún hoy perduran y sin los
cuales la vida cesaría al instante? Los dos más importantes son la foto-
síntesis, que emplea energía solar para sintetizar compuestos orgáni-
cos y, como efecto colateral, oxigena el aire, y el metabolismo oxidativo,
que utiliza oxígeno (procedente de las plantas) para quemar lenta-
mente los compuestos orgánicos y reutilizar la energía originalmen-

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 705

el gran encuentro histórico

te procedente del sol.1 Estas técnicas químicas las desarrollaron diver-


sas bacterias antes del Gran Encuentro Histórico y, en cierto sentido,
éstos conservan la exclusiva del producto. Lo único que ha cambiado
es que ahora practican sus artes bioquímicas en esas fábricas especia-
lizadas que son las células eucariotas.
Las bacterias fotosintéticas solían llamarse algas verdeazuladas, un
nombre pésimo dado que ni son algas ni son, en su mayoría, verdea-
zuladas. En general, son verdes y es mejor llamarlas bacterias verdes, aun-
que algunas sean rojizas, amarillentas, pardas, negruzcas o, a veces,
efectivamente, verdeazuladas. El adjetivo verde también se usa a veces
como sinónimo de fotosintético, así que, en este sentido, bacterias ver-
des también es una buena denominación. El nombre científico es cia-
nobacterias. Son bacterias verdaderas, no Arqueas, y parece ser que cons-
tituyen un buen grupo monofilético, es decir, que todas ellas (y nadie
más) descienden de un solo antepasado clasificable como cianobac-
teria.
El color verde de algas, coles, pinos y hierbas se debe a que todos
tienen, en el interior de sus células, unos corpúsculos verdes llamados
cloroplastos, remotos descendientes de bacterias verdes originalmente
libres. Conservan su propio ADN y todavía se reproducen por división
asexual, alcanzando una población considerable dentro de cada célu-
la huésped. Cada cloroplasto es, en esencia, miembro de una pobla-
ción de cianobacterias que se reproduce, y el mundo en que vive y se
reproduce es el interior de la célula vegetal. De vez en cuando, cuan-
do la célula vegetal se divide en dos células hijas, ese mundo sufre
una pequeña conmoción: más o menos la mitad de los cloroplastos
se encuentra en una de las células hijas y la otra mitad en la otra.
Enseguida, sin embargo, reanudan su existencia normal, que consis-
te en reproducirse para poblar de cloroplastos el nuevo mundo. Los
cloroplastos usan constantemente su pigmento verde para capturar
fotones procedentes del sol y para canalizar provechosamente la ener-
gía solar con el fin de que sintetice compuestos orgánicos a partir del
anhídrido carbónico y del agua proporcionados por la planta hués-
ped. Una parte del oxígeno, producto de desecho, es utilizada por la

1. Las baterias (incluidos las Arqueas) tienen también el monopolio (si exceptua-
mos a los rayos y a los químicos industriales humanos) de la fijación del nitrógeno.

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el cuento del antepasado

planta y otra parte expulsado a la atmósfera a través de aberturas en


la epidermis de las hojas llamadas estomas. Los compuestos orgánicos
sintetizados por los cloroplastos son finalmente puestos a disposición
de la célula vegetal huésped.
Un detalle interesante que recuerda a «El Cuento de Mixotricha»
es que algunos cloroplastos muestran señales de haber entrado en las
células vegetales de forma indirecta, a remolque de otras células euca-
riotas que probablemente habrían sido llamadas algas. La prueba ven-
dría dada por el hecho de que algunos cloroplastos tienen una mem-
brana doble; puede que la interna sea la pared de la bacteria original,
mientras que la externa sería la pared del alga. Como en el caso de
Mixotricha, en muchas algas verdes unicelulares incorporadas a los
tejidos de hongos y animales, por ejemplo las algas que habitan en los
corales, se aprecian recientes reediciones de esos acontecimientos.
Todo el oxígeno libre de la atmósfera procede de cianobacterias,
tanto libres como en forma de cloroplastos. Como he explicado ante-
riormente, cuando apareció por primera vez en la atmósfera el oxí-
geno era un veneno y, de hecho, hay quien sostiene, pintorescamen-
te, que todavía lo es; por eso los médicos nos recomiendan comer
antioxidantes. En el curso de la evolución, fue un gran hallazgo quí-
mico descubrir la forma de usar oxígeno para extraer energía (en su
origen solar) de los compuestos orgánicos. Este descubrimiento, que
puede considerarse una especie de fotosíntesis al revés, fue mérito
exclusivo de bacterias, aunque de otro tipo. Como en el caso de la foto-
síntesis, estas bacterias amantes del oxígeno (hoy conocidas como mito-
condrias) siguen ejerciendo el monopolio de esta técnica, sólo que,
también como en el caso de la fotosíntesis, se alojan en el interior de
células eucariotas como la nuestra. A través de la magia bioquímica de
las mitocondrias nos hemos hecho tan dependientes del oxígeno
que la idea de que éste sea un veneno sólo se puede expresar con la
boca pequeña, como una paradoja. El anhídrido carbónico, el vene-
no mortal que sale por los tubos de escape de los coches, nos mata
compitiendo con el oxígeno por obtener los favores de las moléculas
de hemoglobina que transportan el oxígeno mismo. Privar a alguien
de oxígeno es una forma rápida de matarlo. Sin embargo, si no fue-
se por las mitocondrias, nuestras células no sabrían qué hacer con este
gas; sólo éstas y sus primas bacterianas saben utilizarlo.

706
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el gran encuentro histórico

Al igual que ocurre con los cloroplastos, la comparación molecu-


lar nos revela de qué grupo de bacterias proceden las mitocondrias.
Derivan del llamado subgrupo de proteobacterias alfa y están, por tanto,
relacionadas con las especies de Ricketssia que causan el tifus y otras
graves enfermedades. Las mitocondrias han perdido gran parte de
su genoma original y están plenamente adaptadas a la vida en el inte-
rior de las células eucariotas, pero, al igual que los cloroplastos, siguen
reproduciéndose autónomamente por división, dando origen a pobla-
ciones dentro de cada célula eucariota. Si bien han perdido la mayo-
ría de sus genes, no los han perdido todos, lo cual, como hemos podi-
do constatar a lo largo de estas páginas, es una suerte para los genetistas
moleculares.
Lynn Margulis, la bióloga que primero formuló la hipótesis, hoy
casi universalmente aceptada, de que las mitocondrias y los cloro-
plastos eran baterías simbióticas, ha tratado de hacer otro tanto con
los cilios. Basándose en posibles reediciones de pasados acontecimien-
tos como los descritos en «El Cuento de Mixotricha», Margulis ha supues-
to que los cilios fuesen espiroquetas. Por desgracia, a pesar de lo her-
moso y persuasivo del paralelismo con Mixotricha, casi todos los
científicos que juzgaron convincentes las pruebas aportadas por la bió-
loga en el caso de las mitocondrias y los cloroplastos, han considera-
do poco convincentes las aducidas en pro del origen bacteriano de los
cilios (undulipodios).
Debido a que el Gran Encuentro Histórico es un verdadero encuen-
tro en la dirección histórica que discurre hacia delante, nuestra pere-
grinación, a partir de aquí, estará rigurosamente dividida. En teoría,
deberíamos seguir las distintas peregrinaciones regresivas de los diver-
sos miembros del grupo eucariota hasta que se reuniesen en el remo-
to pasado, pero creo que eso sería complicar inútilmente el viaje. Tanto
los cloroplastos como las mitocondrias tienen afinidades con las eubac-
terias, no con el otro grupo procariótico de las Arqueas, pero nues-
tros genes nucleares están ligeramente más emparentados con las
Arqueas y es con éstas con quienes vamos a reunirnos en el próximo
encuentro de nuestro viaje marcha atrás.

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Encuentro 38
Arqueas

Después de las dudas acerca de lo que sucede en el «Encuentro 37» y


del número de encuentros que se ocultan bajo la hoja de parra de un
epígrafe, es un alivio volver a un punto de encuentro en torno al cual
ya existe un consenso casi unánime. Todos los peregrinos eucariotas,
o al menos sus genes nucleares, reciben ahora la incorporación de
las arqueas, antiguamente llamadas arqueobacterias. Quien quiera,
que decida si esto tiene lugar en los Encuentros 38, 39, 40 o 41 (o,
mejor dicho, que lo decida la investigación de los próximos dos años);
lo importante es que todo el mundo está de acuerdo en que los pro-
cariotas, o, como algunos siguen llamándolos, las bacterias, son de dos
tipos muy diferentes: eubacterias y arqueas. La idea dominante es que
las arqueas están más estrechamente emparentadas con nosotros que
con las eubacterias, razón por la cual he situado los dos encuentros en
este orden; pero no debemos olvidar que, a causa de las extrañas cir-
cunstancias expuestas en el Gran Encuentro Histórico, algunos frag-
mentos de nuestras células son más afines a las eubacterias, a pesar
de que nuestros núcleos son más afines a las arqueas.
Tom Cavalier-Smith, un colega mío de Oxford cuya concepción de
la evolución inicial de la vida refleja su enorme conocimiento de la
diversidad microbiana, ha acuñado el término neomuros para englobar
a las arqueas y los eucariotas, dejando fuera a las eubacterias. Asimismo,
emplea el término bacterias para aludir a las eubacterias y a las arqueas,
pero no a los eucariotas. Para él, por tanto, bacteria designa un grado,
mientras que neomuro designa un clado. El clado al que pertenecen las

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el cuento del antepasado

Millones de años
0
Incorporación de las Arqueas
NE
CZ
Crenarqueotas

Euriarqueotas

Coriarqueotas

Ya incorporados

100
K
MZ
J T P

200

300
C
PZ
D S O E

40 0

500

Incorporación de las Arqueas. La


mayoría de expertos considera que
las Arqueas son el grupo hermano de
los eucariotas basándose en datos del
NP

ADN nuclear y en ciertos detalles de


bioquímica y morfología celular. Sin
embargo, si se usase ADN
mitocondrial, los parientes más
cercanos serían las proteobacterias
alfa porque eso es lo que fueron
inicialmente las propias mitocondrias
(véase el Gran Encuentro Histórico).
Las Arqueas se suelen dividir en dos
MP

grupos: crenarqueotas y
euriarqueotas. Las secuencias de
ADN extraídas de fuentes termales
sugieren la existencia de otra rama
que habría divergido antes, las
coriarqueotas, aunque hasta ahora
no se ha visto ninguna. No hay datos
relativos al número de especies: en el
ámbito de los organismos asexuales
no está claro cuál es el significado de
PP

especies.

38 Ilustraciones, de izquierda a derecha:


Desulfurococcus mobilis;
Methanococcoides burtonii.

710
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 711

arqueas

eubacterias es simplemente la vida, ya que incluye tanto a las arqueas


como a los eucariotas.
Cavalier-Smith considera que los Neomuros aparecieron hace sola-
mente 850 millones de años, una fecha más reciente de la que me
habría atrevido a aventurar. Está convencido de que las Arqueas de-
sarrollaron sus peculiares características bioquímicas en el ámbito de
las bacterias como adaptación a la termofilia. Termofilia en griego sig-
nifica «amor por el calor», un amor que, en la práctica, consiste en vivir
en fuentes termales. Mi colega considera que, posteriormente, las bac-
terias termófilas se dividieron en dos grupos: unas se hicieron hiperter-
mófilas (amantes de fuentes termales de temperatura muy elevada) y
dieron origen a las modernas arqueas; otras abandonaron las fuentes
termales y, en un entorno menos caliente, se convirtieron en eucario-
tas absorbiendo otras procariotas y usándolas de la manera expuesta
en «El Cuento de Mixotricha». Si Cavalier-Smith estuviese en lo cierto,
sabríamos en qué marco ambiental tiene lugar el Encuentro 38: una
fuente termal caliente o quizás una chimenea submarina. Claro que,
naturalmente, también podría estar equivocado, y lo cierto es que su
hipótesis no cuenta con un respaldo unánime.
Fue el gran microbiólogo estadounidense Carl Woese, de la uni-
versidad de Illinois, quien descubrió y definió las Arqueas (a la sazón
denominadas Arquebacterias) a finales de la década de 1970. En un
primer momento la nítida separación respecto de otras bacterias fue
muy discutida porque contradecía las teorías precedentes, pero aho-
ra la aceptan casi todos los científicos y Woese ha conquistado mere-
cidamente diversos honores y galardones, como el prestigioso premio
Crafoord y la medalla Leeuwenhoek.
Las Arqueas engloban especies que prosperan en diversas condi-
ciones extremas, como temperaturas altísimas o aguas muy ácidas, muy
alcalinas o muy saladas. Como grupo, «fuerzan los límites» de lo que
la vida puede tolerar. No se sabe si el Contepasado 38 fue uno de
estos «extremistas», pero es una posibilidad fascinante.

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 713

Encuentro 39
Eubacterias

Cuando iniciamos la peregrinación, la máquina del tiempo arrancó


en primera y pensábamos en decenas de miles de años. Después fui-
mos metiendo otras marchas, estimulando la imaginación para con-
cebir primero millones y luego centenares de millones de años mien-
tras acelerábamos hasta el Cámbrico recogiendo peregrinos por el
camino. Pero el Cámbrico es sumamente reciente. Durante la mayor
parte de su carrera en el planeta, la vida ha sido solamente procario-
ta. Los animales somos un producto reciente. Para recorrer el tramo
final que nos conducirá a Canterbury, la máquina del tiempo tendrá
que andar en hyperdrive para evitar que el libro caiga en un tedio inso-
portable. Con una prisa que podrá parecer casi indecente, nuestros
peregrinos, que ahora engloban a los eucariotas y a las arqueas, corren
hacia el pasado en dirección al Encuentro 39 con las eubacterias, el
último según mi hipótesis. Sin embargo, puede que haya más de uno
y que estemos más emparentados con unas bacterias que con otras.
Es debido a esta incertidumbre por lo que el árbol filogenético de la
página siguiente carece de raíz.
Las bacterias, como ya hemos visto y como confirmará «El Cuento
del Taq», son unos químicos muy versátiles. Que yo sepa, también
son las únicas criaturas no humanas que han inventado ese ícono
de la civilización humana que es la rueda. Nos lo va a contar
Rhizobium.

713
714
B
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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp

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el cuento del antepasado

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26/5/08

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Página 714

del azufre,

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(Esfingobacterias)

Incorporación de las eubacterias


CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 18/5/10 10:58 Página 715

eubacterias

EL CUENTO DE RHIZOBIUM

La rueda es un invento típicamente humano. Si desmontamos cual-


quier máquina mínimamente complejo, nos encontraremos ruedas.
Hélices de barco y de avión, taladros giratorios, tornos, ruedas de
alfarero: nuestra técnica se basa en la rueda y sin ella se pararía en
seco. La rueda se inventó probablemente en Mesopotamia en el cuar-
to milenio a.C. Sabemos que el concepto de rueda no era obvio,
sino que tenía que ser inventado expresamente porque las civiliza-
ciones del Nuevo Mundo todavía no la conocían en la época de la
conquista española. La presunta excepción (los juguetes precolom-
binos que, según algunos testimonios, tenían ruedas) es demasiado
extraña como para no despertar sospechas. ¿No será uno de esos
mitos que se propagan sólo porque resultan sorprendentes, como
el tópico de que los esquimales tienen 50 palabras para designar
la nieve?
Los zoólogos ya están acostumbrados a encontrarse las buenas
ideas de los seres humanos anticipadas por el reino animal. Este libro
rebosa de ejemplos de este fenómeno: sonares (murciélagos), electro-
localizadores (ornitorrincos), diques (castores), reflectores parabóli-
cos (lapas), sensores de infrarrojos para captar el calor (algunas ser-
pientes), jeringas hipodérmicas (avispas, serpientes y escorpiones),
arpones (cnidarios) y propulsión a chorro (calamares). ¿Por qué no
la rueda?

Incorporación de las eubacterias. Árbol no dirigido (véase «El Cuento del Gibón»)
con dos posibles posiciones de la verdadera raíz señalizadas por las cruces. La
punta de cada rama representa la época actual. Tradicionalmente se ha
considerado a las eubacterias el grupo hermano del resto de seres vivos, lo que
equivaldría a situar la raíz en el punto A. Sin embargo, a falta de grupos externos,
no hay pruebas fehacientes que corroboren esta tesis. Otra posibilidad es que la
raíz se halle dentro de las eubacterias (por ejemplo en la cruz B), en cuyo caso
habría que añadir más puntos de encuentro. Los taxonomistas mantienen serias
discrepancias en cuanto a las relaciones filogenéticos dentro de las eubacterias. En
general se aceptan los grupos representados en este árbol, pero no las relaciones
entre los mismos. Es el caso, particularmente, de las cianobacterias.

Ilustraciones, desde arriba en el sentido de las agujas del reloj: Escherichia coli 0111;
especie Chlamydia; Leptospira interrogans; cloroplasto de una planta desconocida;
Thermus aquaticus; Staphylococcus aureus.

715
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 716

el cuento del antepasado

Es posible que la rueda nos impresione sólo porque contrasta con


nuestras anodinas piernas. Antes de la invención de motores alimen-
tados por combustibles (energía solar fosilizada), los animales nos
superaban fácilmente en carrera. No es de extrañar que Ricardo III
ofreciese su reino por un medio de transporte de cuatro patas que lo
sacase del aprieto en que se hallaba. Quizá la mayoría de los anima-
les no se beneficiaría de las ruedas porque ya corren bastante rápido
con sus propias patas. Al fin y al cabo, hasta hace muy poco tiempo,
todos nuestros vehículos de ruedas eran arrastrados por la potencia
de las patas. Inventamos la rueda no para movernos más rápido que
un caballo, sino para que el caballo nos transportase a su velocidad,
o a una velocidad un poco inferior; desde el punto de vista de un caba-
llo, una rueda es algo que te hace ir más despacio.
Hay otro factor que nos puede hacer sobrevalorar la rueda. Para
alcanzar la máxima eficacia posible, la rueda depende de una inven-
ción anterior: la carretera (u otra superficie lisa y dura). Un motor
potente permite que un coche corra más que un caballo, un perro o
un guepardo en una carretera plana y resistente, pero si la carrera se
disputase en un terreno accidentado o en un sembrado, o en un terre-
no lleno de setos y zanjas, sería una derrota aplastante: el caballo humi-
llaría al automóvil.
Entonces quizás haya que replantear la pregunta. ¿Cómo es que los
animales no han inventado la carretera? Las dificultades técnicas no
parecen excesivas: una carretera es un juego de niños comparada
con los diques del castor o las churriguerescas estructuras que cons-
truye el pájaro pergolero para cortejar a las hembras. Existen hasta
unas avispas cavadoras que apisonan el terreno con útiles de piedra.
Es de suponer que animales de mayor tamaño también podrían usar
técnicas análogas para allanar una carretera.
Pero entonces surge un problema inesperado. Por más que sea téc-
nicamente posible construir una carretera, ponerse a ello supone una
actividad peligrosamente altruista. Si yo, como individuo, construyo
una buena carretera que vaya de A a B, el lector podría beneficiarse
de ella tanto como yo. ¿Y por qué habría de importarme? Pues porque
el darvinismo es un juego egoísta. Construir una carretera de la que
cualquier otro podría sacar partido sería una actividad penalizada por
la selección natural. Un adversario mío se beneficiaría de mi carrete-

716
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 717

eubacterias

ra tanto como yo y, además, sin coste alguno. Los gorrones que usa-
sen mi carretera sin molestarse en construirse la suya tendrían tiem-
po de dedicar todas sus energías a la labor de reproducirse más que
yo, mientras yo me empeñaba en mi actividad constructora. A menos
que se tomasen medidas especiales, florecerían tendencias genéticas
hacia un uso holgazán y egoísta que se ejercitaría a expensas de los
industriosos constructores de carreteras. El resultado es que no se cons-
truyen carreteras. Nosotros, gracias a nuestra capacidad previsora, nos
damos cuenta de que todos saldrán perdiendo; pero la selección natu-
ral, al contrario que los seres humanos, que estamos dotados de un
gran cerebro de evolución reciente, no es capaz de prever nada.
¿Qué tiene de especial el ser humano, que ha logrado superar los
instintos antisociales y construir carreteras de las que todos se benefi-
cian? Pues muchas cosas. Ninguna otra especie ha desarrollado nada
que se parezca ni remotamente a un estado del bienestar, una orga-
nización que cuida de los ancianos, de los enfermos y de los huérfa-
nos, y pone en funcionamiento instituciones benéficas. A simple vis-
ta, son creaciones que parecen desafiar al darvinismo, pero no es
éste el momento ni el lugar para abordar esta cuestión. Tenemos un
gobierno, una policía, unos impuestos, unas obras públicas a las que
todos, nos guste o no, contribuimos. Aquél que escribió «Muy Sr. Mío,
es usted muy amable, pero preferiría no tomar parte en su sistema de
recaudación del impuesto sobre la renta» seguro que recibió una res-
puesta oficial del Ministerio de Hacienda. Por desgracia, ninguna otra
especie ha inventado los impuestos, pero muchas han inventado la
valla (virtual). Un individuo puede asegurarse el uso exclusivo de un
recurso defendiéndolo activamente de sus adversarios.
Muchas especies animales son territoriales: no sólo las aves y los
mamíferos, sin también los peces y los insectos. Defienden un área
para impedir el acceso de adversarios de la misma especie, a menudo
con el fin de asegurarse un pasto privado, o un escenario de corte-
jo privado, o una zona privada de nidificación. Un animal que con-
trolase un vasto territorio se beneficiaría de la construcción de una
red de buenas carreteras aplanadas de las que se viesen excluidos sus
adversarios. No es algo imposible, pero estas carreteras animales se-
rían demasiado locales para viajes largos a gran velocidad. Con inde-
pendencia de su calidad, estarían limitadas a la pequeña área que un

717
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 718

el cuento del antepasado

individuo puede defender de las incursiones de sus rivales genéticos.


No es un punto de partida muy favorable que digamos al desarrollo
de la rueda.
Pero finalmente hemos llegado al protagonista de este cuento. Mi
premisa inicial presenta una significativa excepción. Algunas criatu-
ras microscópicas han inventado la rueda en el sentido más amplio
de la palabra. Puede incluso que la rueda sea el primer sistema loco-
motor jamás inventado, habida cuenta de que durante la mayor par-
te de sus primeros 2.000 millones de años, la vida consistió única-
mente en bacterias. Muchas bacterias, de las que Rhizobium es un ejem-
plar típico, se mueven gracias a hélices filiformes, cada una de las
cuales es accionada por un árbol de transmisión de rotación continua.
En su día se pensaba que estos flagelos se agitaban como colas y que la
aparente rotación en espiral se debía a la onda del movimiento ser-
penteante que los atravesaba. La verdad es mucho más sorprenden-
te. El flagelo bacteriano1 esta adherido a un árbol que rota libre e inde-
finidamente en una cavidad que atraviesa la pared celular. Es un
verdadero eje, un cubo que gira propulsado por un minúsculo motor
molecular que funciona según los mismos principios biofísicos de un
músculo. Pero el músculo es un motor de pistones que, después de
contraerse, tiene que estirarse de nuevo para prepararse para la siguien-
te contracción, mientras que el motor bacteriano sigue moviéndose
en la misma dirección: es una turbina molecular.
El hecho de que sólo unas criaturas microscópicas hayan de-
sarrollado la rueda invita a especular sobre el motivo más probable
de que criaturas de mayor tamaño no hayan hecho lo propio. El moti-
vo es bastante prosaico y práctico, pero no por ello menos impor-
tante. Una criatura grande necesitaría ruedas grandes que, al contra-
rio de las fabricadas por el hombre, no podrían estar hechas de
materiales inertes y después incorporadas, sino que tendrían que cre-
cer in situ. Para que un órgano grande crezca in situ hace falta san-
gre o algo equivalente, y puede que también algo equivalente a los

1. Como hemos visto, el flagelo bacteriano es una estructura completamente dife-


rente del flagelo eucariota (o protozoito), el undulipodio que hemos descrito en «El
Cuento de Mixotricha». A diferencia de los eucariotas, que tienen 9 + 2 microtúbulos,
el flagelo bacteriano es un tubo hueco compuesto de la proteína flagelina.

718
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 719

eubacterias

Un eje alineado y un cubo de rotación libre impulsados por un minúsculo motor


molecular.

nervios. El problema de dotar a un órgano rotatorio de una red de


vasos sanguíneos (por no hablar de la red nerviosa) que no se enma-
rañen es demasiado evidente como para que me entretenga a expli-
carlo. Tal vez haya una solución, pero no me extraña que no se haya
encontrado.
Los ingenieros humanos quizá sugerirían una serie de conductos
concéntricos para transportar sangre a través del eje hasta el centro
de la rueda, pero para llegar a una estuctura semejante, ¿qué esta-
dios evolutivos intermedios habrían sido necesarios? Las mejoras evo-
lutivas son como la ascensión a una montaña. No se puede pasar de
un solo sato desde el pie hasta la cima. Un cambio brusco y repenti-
no es posible para los ingenieros, pero en la naturaleza la cima de la
montaña evolutiva sólo puede alcanzarse subiendo gradualmente des-
de el punto de partida. Puede que la rueda represente uno de esos
casos en los que la solución técnica se divisa claramente pero no se
logra traducirla en realidad evolutiva porque se encuentra al otro lado
de un profundo valle: inalcanzable para los animales de grandes dimen-
siones pero al alcance de las bacterias gracias a su tamaño infinite-
simal.
El escritor de literatura juvenil Philip Pullman, en su épica trilo-
gía La materia oscura, resuelve el problema de los animales de gran
tamaño con un ingenioso alarde de imaginación creativa, completa-
mente inesperado pero biológicamente correcto. Pullman inventa un
benévolo animal con trompa, la mulefa, que ha evolucionado como

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el cuento del antepasado

simbionte de un árbol gigantesco que da vainas duras y circulares, pare-


cidas a ruedas. La mulefa tiene pies dotados de una espuela dura y
pulida que, encajándose en un orificio en el centro de la vaina, lo hace
funcionar como una rueda. Los árboles sacan partido de la simbiosis
porque cuando con el tiempo, como inevitablemente ocurre, una rue-
da se desgasta y es desechada, la mulefa dispersa las semillas que se
hallan dentro de la vaina. Los árboles han evolucionado para poder
devolver el favor, ya que producen vainas perfectamente circulares,
provistas de un orificio en el centro para el eje de la mulefa, en el
que además segregan un aceite lubricante de alta graduación. Las cua-
tro patas de la mulefa están dispuestas formando un diamante: las
dos situadas en sentido longitudinal a lo largo de la línea media del
cuerpo se insertan en las ruedas, mientras las otras dos, colocadas
una a cada lado a la altura de la mitad del cuerpo, no tienen ruedas
y se usan para empujar al animal como si fuese uno de aquellos velo-
cípedos primitivos sin cadena ni pedales. Pullman señala hábilmente
que el sistema entero sólo es posible gracias a una característica geo-
lógica del mundo en que viven tales criaturas: en la sabana hay largas
formaciones basálticas que sirven como carreteras naturales.
A falta de la ingeniosa simbiosis ideada por Pullman, podemos acep-
tar provisionalmente que la rueda es uno de esos inventos que, por
muy buenos que sean de por sí, no pueden desarrollarse en los ani-
males de gran tamaño, ya sea porque presuponen la existencia de una
carretera, o porque la red de vasos sanguíneos se enmarañaría irre-
mediablemente, o porque los estadios intermedios respecto a la solu-
ción final no servirían para nada. Las bacterias desarrollaron la rue-
da porque el mundo de los seres microscópicos es muy diferente y
presenta problemas técnicos muy diferentes.
Recientemente, esos creacionistas que se hacen llamar «teóricos
del diseño inteligente» han elevado el motor flagelar bacteriano a ico-
no de una supuesta imposibilidad evolutiva. Como es innegable que
el motor existe, ellos llegan a una conclusión diferente de la mía: mien-
tras yo propongo que la rueda no ha evolucionado en los animales
grandes por los problemas expuestos más arriba, los creacionistas
ven en la rueda flagelar bacteriana un ejemplo de algo que, existien-
do a pesar de que es imposible que exista: ¡debe de haberse creado
por medios sobrenaturales!

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eubacterias

Se trata del viejo razonamieto del diseño, también llamado razonamien-


to del relojero de Paley o razonamiento de la complejidad irreductible. Yo, con
menos condescendencia, lo llamo razonamiento de la incredulidad per-
sonal porque siempre adopta la siguiente forma: «Personalmente no
consigo imaginar una secuencia natural de hechos que haya llevado
a la aparición de X, luego X tiene que haber surgido por medios sobre-
naturales». Los científicos han respondido una y otra vez que ese
mismo razonamiento describe, más que la naturaleza, la falta de ima-
ginación de quien lo formula. El razonamiento de la incredulidad perso-
nal nos induciría a apelar a lo sobrenatural cada vez que viésemos a
un buen mago realizar un número cuyo truco no fuesemos capaces
de adivinar.
Es perfectamente legítimo proponer el razonamiento de la com-
plejidad irreductible para explicar por qué no existe algo que no
existe, como acabo de hacer yo con la cuestión de por qué no hay
mamíferos con ruedas. Es algo muy diferente de rehuir la responsa-
bilidad, propia de un científico, de explicar algo que sí existe, como
las bacterias con ruedas. No obstante, en honor a la verdad, se pue-
den imaginar situaciones en las que fuese válido emplear alguna ver-
sión del razonamiento del diseño o del de la complejidad irreducti-
ble. Unos futuros visitantes alienígenas que llevasen a cabo excavaciones
arqueológicas en nuestro planeta seguramente darían con la forma
de distinguir máquinas diseñadas, como un avión o un micrófono,
de máquinas evolucionadas, como las alas y orejas de los murciéla-
gos. Es interesante reflexionar sobre cómo podrían llevar a cabo esa
distinción. Puede que, en determinados casos, tuviesen problemas
ante la caótica superposición de evolución natural y diseño humano.
Si examinasen no sólo vestigios arqueológicos sino también ejempla-
res vivos, ¿qué pensarían de los delicados e hipersensibles galgos y
caballos de carreras, de bulldogs que jadean al respirar y sólo pue-
den nacer por cesárea, de pequineses de ojos legañosos que parecen
sustitutos de bebés, de esas ubres con patas que son las vacas frisonas,
de jamones ambulantes como los cerdos Landrace, de jerseys de lana
vivientes como las ovejas merinas? Las máquinas moleculares (la nano-
tecnología), construida en beneficio del hombre a la misma escala que
el motor flagelar bacteriano, podrían resultarles a los científicos alie-
nígenas aún más difíciles de descifrar.

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el cuento del antepasado

En el libro Life Itself, Francis Crick elucubró, medio en serio medio


en broma, que las bacterias tal vez no se hubiesen originado en la
Tierra, sino que hubiesen llegado del espacio. Según su hipótesis, unas
criaturas alienígenas deseosas de propagar su forma de vida, pero no
de afrontar el problema técnicamente más difícil de transportarse a
sí mismos, habrían colocado las bacterias en la ojiva de un cohete para
enviarlas a la Tierra confiando en que, una vez se produjese la infec-
ción bacteriana, la evolución natural se encargaría de completar el tra-
bajo. Crick y su colega Leslie Orgel, que también participó en la for-
mulación de esta hipótesis, dieron por supuesto que las bacterias
habrían evolucionado por procesos naturales en su planeta natal, pero,
en vista de que no le hacían ascos a la ciencia ficción, podrían perfec-
tamente haber añadido al cóctel unas gotitas de nanotecnología, como
una rueda dentada molecular o el motor flagelar observable en
Rhizobium y en muchas otras bacterias.
El propio Crick –difícil saber si con pena o con alivio– no ha encon-
trado muchas pruebas que digamos para respaldar su teoría de la
«panespermia dirigida». Pero los vastos territorios que se extienden
entre la ciencia y la ciencia ficción son un útil cuadrilátero mental en
el que uno puede enfrentarse a cuestiones verdaderamente importan-
tes. Una vez aceptado el hecho de que la ilusión de diseño provoca-
da por la selección natural darviniana es extraordinariamente fuerte,
¿cómo se distinguen, en la práctica, los productos de la selección natu-
ral de los artefactos diseñados deliberadamente? Jacques Monod, otro
ilustre biólogo molecular, se planteó una pregunta parecida al inicio
de El azar y la necesidad. ¿Existen ejemplos realmente convincentes de
complejidad en la naturaleza, por ejemplo organizaciones complejas
hechas de muchas partes, en las que la pérdida de cualquiera de esas
partes resultase fatal para el conjunto? Si existiesen, ¿sería lícito pen-
sar en un verdadero diseño fruto de una inteligencia superior, como,
pongamos por caso, una civilización de otro planeta, más antigua y
más evolucionada?
Podría darse el caso de que finalmente se descubriesen ejemplos
de semejante complejidad, pero, ay, el motor flagelar bacteriano no
es uno de ellos. Como muchas otras supuestas complejidades irredu-
cibles, como el ojo y otros órganos, el flagelo bacteriano resulta ser
absolutamente reducible. Kenneth Miller, de la Universidad de Brown,

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afronta esta cuestión con un riguroso análisis expositivo. Según demues-


tra, no es cierto que, tal y como afirman algunos, las partes compo-
nentes del motor flagelar no cumplan ninguna otra función. Un ejem-
plo cualquiera: muchas bacterias parásitas poseen un mecanismo
llamado SSTT (sistema de secreción de tipo III) mediante el cual inyec-
tan sustancias químicas en células huéspedes. El SSTT emplea un sub-
conjunto de las mismas proteínas utilizadas en el motor flagelar. En
este caso no se usan para proporcionar movimiento rotatorio a un
cubo circular, sino para practicar un agujero circular en las paredes
celulares del huésped. Así lo resume Miller:

En pocas palabras, el SSTT lleva a cabo su ingrata labor utilizando algu-


nas proteínas de la base del flagelo. Desde el punto de vista evolutivo,
esta relación no tiene nada de sorprendente. Efectivamente, es natural
que el oportunismo de los procesos evolutivos combine y acople prote-
ínas para dar lugar a funciones nuevas y originales. En cambio, según
la doctrina de la complejidad irreductible, esto no sería posible. Si el fla-
gelo de veras fuese irreductiblemente complejo, eliminar una sola par-
te, no digamos ya cinco o diez, inutilizaría lo restante «por definición».
El SSTT, en cambio, funciona perfectamente aunque falten casi todas
las partes del flagelo. El SSTT podrá ser dañino para los seres huma-
nos, pero para las bacterias que lo poseen es un valiosísimo mecanismo
bioquímico.
El hecho de que esté presente en una amplia variedad de bacterias
demuestra que una pequeña porción del «irreductiblemente complejo»
flagelo puede desempeñar una función biológica importante. Teniendo
en cuenta que dicha función se ve claramente favorecida por la selec-
ción natural, afirmar que el flagelo tenga que estar completamente ensam-
blado antes de que sus componentes puedan ser útiles es, sin lugar a dudas,
incorrecto. Por lo tanto, el argumento de que el flagelo es fruto de un dise-
ño inteligente no es válido.

A Miller la teoría del diseño inteligente le resulta tanto más indignante


por cuanto –curioso detalle– es un hombre de profundas conviccio-
nes religiosas, de las cuales habla más extensamente en Finding Darwin’s
God. El Dios de Miller (si no el de Darwin) es el Dios que se revela en
las leyes fundamentales de la naturaleza y que, tal vez incluso, se iden-

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tifica con éstas. Cuando los creacionistas se empeñan en demostrar


la existencia de Dios a través de la vía negativa del razonamiento de la
incredulidad personal lo que están haciendo, como Miller señala, es pre-
suponer que Dios viola caprichosamente sus propias leyes. Y eso, para
aquéllos que como Miller profesan una meditada fe religiosa, es un
degradante y vulgar sacrilegio.
Yo, que no soy creyente, suscribo y apoyo el argumento de Miller
con un paralelismo de mi cosecha. Si no sacrílego, el argumento
basado en la teoría del diseño inteligente denota pereza mental. Lo he
ridiculizado mediante una conversación imaginaria entre sir Andrew
Huxley y sir Alan Hodgkin, en su día presidentes de la Royal Society
y ganadores de un Nobel conjunto por haber descrito la biofísica mole-
cular de los impulsos nerviosos.

–Le digo, Huxley, que es un problema dificilísimo. No entiendo cómo fun-


ciona el impulso nervioso, ¿y usted?
–Yo tampoco, Hodgkin, y estas ecuaciones diferenciales son práctica-
mente imposibles de resolver. ¿Por qué no desistimos y decimos que el
impulso nervioso se propaga por energía nerviosa?
–Me parece una idea excelente, Huxley. Vamos a escribir corriendo
una carta al Nature, bastará con un renglón. Después nos ocuparemos de
algo más fácil.

Julian, el hermano mayor de Andrew Huxley, ironizó de un modo pare-


cido cuando, hace mucho tiempo, señaló que la teoría de que los fenó-
menos se explicaban con el vitalismo, a la sazón encarnado por el
élan vital de Henri Bergson, equivalía a afirmar que lo que propulsa
la locomotora de un tren es un élan locomotif.2 En cambio, no conside-
ro fruto de la pereza mental, ni Miller considera sacrílega, la idea de
la panespermia dirigida. Crick hablaba de un diseño sobrehumano,
no sobrenatural: una diferencia muy importante. Según la visión del
mundo de Crick, los diseñadores sobrehumanos de las bacterias o

2. Resulta deprimente que, entre los cien premios Nobel de Literatura, el que más
se acerque la ciencia sea Henri Bergson. El único que podría rivalizar con él en men-
talidad científica es Bertrand Russell, que, sin embargo, obtuvo el Nobel por sus escri-
tos de inspiración humanitaria.

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del medio de propagarlas por la Tierra habrían evolucionado origi-


nalmente en su planeta por un equivalente local de la selección dar-
viniana. El detalle crucial es que Crick siempre ha buscado un recur-
so teórico como el que Daniel Dennet denomina grúa: nunca ha
recurrido a un «gancho colgado del cielo».
Se puede responder al razonamiento de la complejidad irreducti-
ble sobre todo demostrando que las presuntas entidades irreduc-
tiblemente complejas, como el motor flagelar, la secuencia del meca-
nismo de coagulación de la sangre, el ciclo de Krebs, etc. son en
realidad reductibles. La incredulidad personal se revela, pues, erró-
nea. Además, no se puede olvidar que, en los casos en que no todavía
no se ha logrado imaginar una posible vía evolutiva gradual para la
complejidad, el afán de presuponer que ésta sea, por tanto, sobrena-
tural denota una mentalidad sacrílega o perezosa, según el gusto de
cada uno.
Pero hace falta mencionar otra objeción, la del «arco y el anda-
mio», formulada por Graham Cairns-Smith. El contexto era diferen-
te, pero su razonamiento vale para el discurso que venimos haciendo
aquí. Un arco es irreductible en el sentido de que, si se retira una par-
te, se derrumba; sin embargo, se puede construir gradualmente por
medio de andamios. La posterior retirada del andamio, que dejará
de ser visible para quien contemple el resultado final, no nos autori-
za a atribuir, con ánimo mistificador y oscurantista, poderes sobrena-
turales a los albañiles.
El motor flagelar es común entre las bacterias. He escogido a
Rhizobium porque además nos ofrece un segundo ejemplo de versati-
lidad bacteriana. En la mayor parte de las rotaciones de cultivos efi-
caces, los agricultores siembran leguminosas por un motivo indiscu-
tible: las leguminosas utilizan el nitrógeno natural de la naturaleza (es
de largo el gas más abundante en la atmósfera) en lugar de absorber
compuestos nitrogenados del suelo. Pero no son ellas las que fijan el
nitrógeno atmosférico y lo transforman en compuestos utilizables: son
las bacterias simbiontes, en concreto Rhizobium, alojadas en nódulos
radicales que las plantas, con una solicitud al parecer totalmente invo-
luntaria, les proporcionan ex profeso.
Eso de contratar ingeniosos mecanismos químicos a bacterias quí-
micamente mucho más versátiles es un modelo muy extendido en el

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reino animal y vegetal. Y es, también, el principal mensaje de «El Cuento


del Taq».

EL CUENTO DEL TAQ


(Escrito en colaboración con Yan Wong)

Ahora que hemos llegado al encuentro más alejado en el tiempo y


recogido a lo largo de nuestra peregrinación todas las formas de vida
que conocemos, estamos en condiciones de analizar su diversidad.
Al nivel más profundo, la biodiversidad es química. Los diferentes
«segmentos de mercado» que explotan nuestros compañeros de via-
je representan una amplia gama de aptitudes en el arte de la quími-
ca. Y, como acabamos de ver, son las bacterias, incluidas las Arqueas,
las que despliegan un espectro más amplio de habilidades químicas.
Como grupo, las bacterias son los mayores químicos del planeta.
Incluso nuestras células deben buena parte de sus actividades quími-
cas a la labor de «operarios» bacterianos huéspedes, actividades que
sólo constituyen una pequeña parte de lo que las bacterias son capa-
ces de hacer. Desde el punto de vista químico, somos más parecidos
a algunas bacterias de lo que otras bacterias lo son entre sí. Desde
ese mismo punto de vista, se si eliminase de la faz de la Tierra toda la
vida excepto las bacterias, la mayor parte de la gama biológica perma-
necería intacta.
La bacteria que he escogido para narrar esta historia es Thermus
aquaticus, a la que los biólogos moleculares llaman afectuosamente
Taq. Las bacterias nos parecen extrañas por múltiples razones. Como
se deduce del nombre, Thermus aquaticus gusta del agua caliente; mejor
dicho, del agua muy caliente. Como hemos visto en el Encuentro 38,
muchas Arqueas son termófilas e hipertermófilas, pero no son las úni-
cas que prefieren esa forma de vida. Ni termófilas ni hipertermófilas
son categorías taxonómicas, sino algo más parecido a gremios o pro-
fesiones, como el estudiante, el molinero y el médico de Chaucer.
Viven en lugares en los que ningún otro ser podría vivir: las fuentes
de agua hirviente de Rotorua y Yellowstone o las chimeneas submari-
nas de las dorsales oceánicas. Thermus es una eubacteria hipertermó-
fila. Sobrevive sin problemas en aguas cercanas al punto de ebullición,

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eubacterias

aunque prefiere una temperatura en torno a los 70°. No ostenta, sin


embargo, el récord mundial de termofilia, pues hay Arqueas abisales
que prosperan a 115°, una temperatura superior a la del punto de ebu-
llición normal del agua.3
Thermus es famoso entre los biólogos moleculares porque es la fuen-
te de la enzima de duplicación del ADN llamada Taq polimerasa.
Naturalmente, todos los organismos tienen enzimas de duplicación
del ADN, pero Thermus ha tenido que desarrollar una que resistiese
temperaturas cercanas al punto de ebullición. Esta característica es
útil para los biólogos moleculares porque la forma más fácil de pre-
parar el ADN para la duplicación es hervirlo, dividiéndolo en las dos
hebras que lo componen. Si se hierve y enfría repetidamente una solu-
ción que contenga tanto ADN como Taq polimerasa, se duplican, o
amplifican, hasta las cantidades más infinitesimales del ADN origi-
nal. Este método se denomina reacción en cadena de la polimerasa, o RCP,
y es sumamente ingenioso.
Gracias a la reputación que se ha labrado como mago del labora-
torio bioquímico, Thermus está más que autorizado para narrarnos este
cuento. Pero hay un segundo factor que lo coloca en una posición
inmejorable para ilustrar el peculiar, y para nosotros instructivo, pun-
to de vista de las bacterias, y es que pertenece al restringido grupo de
las hadobacterias. En su esquema taxonómico, mencionado en el
Encuentro 39, Tom Cavalier-Smith sostiene que las hadobacterias, jun-
to con sus primas las bacterias verdes no sulfúreas, fueron el primer
grupo bacteriano en ramificarse. Si esto fuese cierto, dicho grupo sería
el pariente más lejano de todas las demás formas de vida.
Según está hipótesis, Thermus y sus parientes estarían aislados. Todas
las demás bacterias tendrían un antepasado común entre sí y con el
resto de los seres vivos, pero Thermus no. Si la hipótesis se confirma-
se, las consecuencias serían que, así como cualquier bacteria vería al
resto de seres vivos agrupado en una única rama cadete, dentro de
las bacterias, Thermus vería al resto de bacterias agrupado en una úni-
ca rama de la familia bacteriana. Esto, unido a su afición a las aguas

3. Puede resultar extraño que haya agua tan por encima del punto normal de ebu-
llición, pero no hay que olvidar que el agua hierve a temperaturas más altas cuando
la presión es más elevada.

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el cuento del antepasado

hirvientes, es el motivo por el que le he adjudicado el papel de narrar


la historia de la diversidad de la vida. Pero mientras que las pruebas
del estatus especial de Thermus no son definitivas, no cabe duda de que
la inmensa mayoría de la biodiversidad a nivel químico es microbia-
na y que una sustancial mayoría de ésta es bacteriana. La historia de
la diversidad de la vida, en la medida en se trata de una diversidad
mayormente química, merece ser narrada por una bacteria, y esa
bacteria puede ser perfectamente Taq.
Tradicionalmente, lo cual es comprensible, el cuento de la biodi-
versidad se narraba desde la óptica de los animales de gran tamaño,
en especial del ser humano. La vida se dividía en reino animal y rei-
no vegetal, y la diferencia parecía muy clara. Los hongos se clasifica-
ban como vegetales porque los más conocidos estan enraizados en el
suelo y no se alejan cuando uno se acerca a examinarlos. Antes del
siglo XIX ni siquiera se sabía que existiesen las bacterías y cuando se
las vio por primera vez a través de potentes microscópicos los biólo-
gos no sabían en qué categoría situarlas. Unos las consideraron plan-
tas en miniatura; otros, animales microscópicos; otros, incluso, juzga-
ron que aquellas que capturaban luz (las cianobacterias) eran plantas
y todas las demás, animales. Lo mismo sucedió con los «protistas»,
eucariotas unicelulares mucho más grandes que las bacterias: los ver-
des recibieron el nombre de Protofitos y los demás de Protozoos. Un
ejemplo conocido de protozoo es Amoeba, al que en su día se conside-
raba muy cercano del gran progenitor de todas las formas de vida:
un error garrafal toda vez que, a los «ojos» de una bacteria, Amoeba
apenas se distingue de Homo sapiens.
Todo eso sucedía en la época en que los organismos vivos se clasi-
ficaban con arreglo a su anatomía visible; las bacterias, en consecuen-
cia, resultaban mucho menos diversas que los animales y las plantas
y, comprensiblemente, se las tenía por animales o plantas primitivas.
Todo cambio cuando se empezó a clasificar a los seres vivos en fun-
ción de informaciones mucho más ricas proporcionadas por sus molé-
culas y a analizar la gama de «oficios» químicos ejercidos por los micro-
bios. Veamos a continuación como está el panorama actualmente.
Si los animales y las plantas se consideran dos reinos distintos, según
ese mismo criterio existen docenas de «reinos» microbianos que, en
virtud de su singularidad, tienen derecho a reclamar el mismo esta-

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eubacterias

Entamoeba
Eucariontes
Flagelados
Hongos mucilaginosos
Plantas
Animales
Ciliados
Tricomónadas
Hongos Diplomónadas
Microsporidios

Arquea
Metanosarcinales

Halobacteriales
Eubacterias
Arqueaglobales
Planctomicetales
Aquificales Metanococales
Termoproteales
Termotogales Sulfolobales

Desulfurococales
Proteobacterias
Cianobacterias Verdes del no azufre
Gram positivas de alto contenido G+C Gram positivas de bajo contenido G+C

Las principales divisiones de la vida. Árbol de la vida basado en recientes estudios


moleculares que muestra la división en tres dominios fundamentales. Adaptado del
de Grimaldo y Philippe [113].

tus que animales y plantas. El diagrama muestra la punta del ice-


berg. No sólo he omitido algunas ramas de las categorías filogenéti-
cas superiores, sino que sólo he incluido los microbios que viven en
lugares accesibles y pueden cultivarse en el laboratorio. De hecho,
buscando aquí y allá nuevas ubicaciones del ADN sin molestarse en
averiguar de qué organismos proceden, se pueden encontrar reinos
microbianos enteros completamente inéditos. El incombustible Craig
Venter y su equipo afirman haber descubierto al menos 1.800 nuevas
especies microbianas gracias a una secuenciación de tipo shotgun del
ADN que flota en el mar de los Sargazos. Animales, plantas y hongos
sólo son tres pequeñas ramas del árbol de la vida. Lo que distingue a
estos tres reinos que nos son tan familiares de todos los demás es el
tamaño de los organismos que los integran, compuestos todos ellos

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el cuento del antepasado

por muchas células. Los otros reinos están casi exclusivamente for-
mados por microbios. ¿Por qué, entonces, no los reagrupamos en un
único reino microbiano, al mismo nivel que los tres grandes reinos
pluricelulares? Uno de los motivos, muy razonable además, es que a
nivel bioquímico muchos reinos microbianos difieren entre sí y con
respecto a los tres reinos pluricelulares tanto como éstos difieren unos
de otros.
No tiene sentido entrar en disquisiciones bizantinas sobre si real-
mente son 20, 25 o 100 los reinos que presentan tal diversidad. Lo que
está claro viendo el diagrama es que todos estos reinos están compren-
didos en tres superreinos principales o dominios, por usar la termino-
logía de Carl Woese, que es quien ideó la nueva clasificación. Los tres
dominios son los eucariotas –las criaturas en cuya compañía hemos
recorrido la mayor parte del viaje–, las Arqueas –los microbios con que
nos hemos reunido en el Encuentro 38 y que el viejo sistema de cla-
sificación habría incluido en el tercer dominio– y las eubacterias,
que son precisamente ese tercer dominio y consisten en las bacterias
verdaderas. Son los miembros de este tercer dominio los que se nos
han unido en la etapa definitiva de nuestra peregrinación. Es un honor
compartir el último capítulo del libro con los propagadores de ADN
más omnipresentes y eficaces que jamás hayan existido.
Es evidente que el diagrama de estrella no se basa en característi-
cas morfológicas que podamos ver o tocar. Si se quieren comparar
organismos, deben escogerse características que todos ellos compar-
tan aproximadamente. No se pueden comparar patas si la mayoría
de especies no poseen patas. Patas, cabezas, hojas, clavículas, raíces,
corazones, mitocondrias: cada uno de estos elementos está limitado
a un subconjunto de seres. El ADN, en cambio, es universal y existe
un puñado de genes particulares que todas las criaturas vivas com-
parten, con tan sólo diferencias mínimas y cuantificables. Éstas son las
características que debemos usar para una comparación a gran esca-
la. Tal vez el mejor ejemplo lo representan los códigos que sirven
para la fabricación de ribosomas.
Los ribosomas son mecanismos celulares que leen las informaciones
contenidas en el ARN (que a su vez son transcritas a partir de genes
del ADN) y fabrican proteínas. Son vitales para todas las células y están
universalmente presentes. Compuestos en gran parte de ácido ribo-

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eubacterias

nucleico (ARN), reciben el nombre de ARN ribosómico (ARNr) y son


completamente diferentes de las cintas de información ribonucleica
que ellos mismos leen y traducen en proteínas. El ARNr viene codifi-
cado por genes del ADN. La secuencia de ARNr se puede leer direc-
tamente o en los genes del ADN que la codifican: el llamado ADN ribo-
sómico (o ADNr). Tanto en un caso como en otro, lo llamaré ADNr.
El ADNr es muy útil para comparar directamente una criatura
con otra, porque todos lo poseen, pero no se utiliza no sólo por su
omnipresencia. Un hecho igual de importante es que presenta la
cantidad justa de variación genética: es lo bastante similar en las diver-
sas especies vivas como para permitir comparaciones, pero no tan simi-
lar como para impedir la cuantificación de las diferencias. Recurriendo
al método de «El Cuento del Gibón», podemos usar el ADNr para dibu-
jar todo el árbol de la vida y determinar las enormes distancias evolu-
tivas entre los principales dominios y dentro de los mismos. Hace fal-
ta tener presente que el ADNr es muy vulnerable a la atracción de
ramas largas y otros escollos similares, pero, con la ayuda de otros genes
y usando alteraciones inusuales del genoma (inserciones y supresio-
nes de grandes tramos de ADN) se puede construir un árbol provi-
sional, y eso es lo que tenemos en la página precedente. Bien es ver-
dad que algunas ramas de este árbol provisional son inciertas, sobre
todo dentro de las eubacterias, y esto podría reflejar su tendencia a
intercambiarse ADN, un problema que no hemos advertido en nin-
gún eucariote; sin embargo, los investigadores han identificado un
grupo fundamental de genes bacterianos que casi nunca se inter-
cambian, de modo que quizá un día se llegue a un acuerdo general
sobre un orden indiscutible de ramificaciones del árbol de la vida.
No veo la hora de que llegue ese día.
La distancia taxonómica, que se mide comparando los genomas,
es uno de los métodos para analizar la diversidad. Otro consiste en
mirar la variedad de modos de vida, la gama de oficios que nuestros
peregrinos ejercen. A primera vista puede parecer que diferentes bac-
terias son más parecidas, bajo este prisma, que un búfalo y un león, o
que un topo y un koala. Para animales de gran tamaño como nosotros,
vivir excavando túneles bajo tierra en busca de gusanos es muy dife-
rente de vivir masticando hojas en lo alto de un eucalipto. Sin embar-
go, desde el punto de vista de nuestro narrador bacteriano, topos, koa-

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el cuento del antepasado

las, leones y búfalos hacen todos lo mismo: obtener energía de la des-


composición de moléculas complejas que han sido fabricadas gracias
a la energía solar captada por las plantas. Los koalas y los búfalos se
alimentan directamente de plantas, mientras que los leones y los topos
obtienen la energía de manera indirecta, alimentándose de otros
animales que (en última instancia) comen plantas.
La fuente primaria de energía externa es el sol. A través de bacte-
rias verdes simbiontes contenidas en las células vegetales, el sol es el
único productor de energía para toda la vida que podemos apreciar
a simple vista. Esta energía es capturada por paneles solares verdes
(las hojas) y empleada para llevar a cabo la síntesis de compuestos
orgánicos como los azúcares y el almidón de las plantas. Mediante una
serie de reacciones químicas, el resto de la vida recibe la energía so-
lar que en un primer momento captaron las plantas. La energía flu-
ye por toda la economía biológica, del sol a las plantas, de las plantas
a los herbívoros, de los herbívoros a los carnívoros, de los carnívo-
ros a los saprófagos. Cada uno de esos pasos, de una criatura a otra
pero también dentro de las propias criaturas, conlleva un gasto a nivel
de economía energética. Inevitablemente, parte de la energía se disi-
pa en forma de calor y jamás se recupera. Sin la inmensa afluencia
de energía solar, la vida, solían decir en su día los manuales, se deten-
dría en seco.
Esto, en gran medida, sigue siendo cierto, pero dichos manuales
no tenían en cuenta a las bacterias ni a las Arqueas. Si uno es un quí-
mico lo bastante ingenioso, podrá concebir para este planeta mode-
los alternativos de flujos energéticos que no derivan del sol. Y cuan-
do se habla de trucos químicos útiles, lo más probable es que una
bacteria ya se nos haya adelantado, puede que antes incluso de que
se descubriese el truco de la fotosíntesis, hace más de 3.000 millones
de años. Siempre ha de existir, por fuerza, una fuente de energía, pero
eso no quiere decir que tenga que ser el sol. Muchas sustancias encie-
rran energía química, una energía que puede liberarse por medio de
las reacciones químicas adecuadas. Desde el punto de vista económi-
co, a los seres vivos les sale rentable extraer de las profundidades de
la tierra hidrógeno, ácido sulfhídrico y algunos compuestos de hierro.
Cuando lleguemos a Canterbury nos ocuparemos de la vida en las
entrañas de la tierra.

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eubacterias

Aunque, en general, nuestros cuentos no sean narraciones en pri-


mera persona, en este caso voy a hacer una excepción y dar la pala-
bra a Thermus aquaticus:

Si probaséis a mirar la vida desde nuestro punto de vista, vosotros, euca-


riotas, dejaríais inmediatamente de daros tantos aires. Vosotros, simios
bípedos, tupayas rabonas, sarcopterigios desecados, gusanos vertebra-
dos, esponjas con exceso de genes Hox; vosotros, eucariotas recién llega-
dos, congregaciones apenas reconocibles de una parroquia monótona y
exigua, sóis poco más que una extravagante espuma sobre la superficie de
la vida bacteriana. Al fin y al cabo, las mismísimas células de que estáis
compuestos son colonias de bacterias que repiten los mismos viejos tru-
cos que nosotras descubrimos hace mil millones de años. Estábamos aquí
antes de que llegáseis y aquí seguiremos cuando os hayais ido.

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el cuento del antepasado

Canterbury

Como corresponde al destino final de una peregrinación de cuatro mil


millones de años, nuestro particular Canterbury está cubierto por una
pátina de misterio. Se trata de la peculiaridad conocida como el ori-
gen de la vida, aunque mejor sería llamarla el origen de la herencia
biológica. La misma definición de la vida no está clara, lo cual pare-
ce contrario al sentido común. En el capítulo 37 del Libro de Ezequiel,
el profeta, llamado a descender al valle de los huesos, identifica vida
con aliento. No me resisto a transcribir el pasaje («cada hueso con su
hueso», qué prodigio de concisión):

Profeticé, pues, como se me ordenó; y mientras yo profetizaba, hubo un


ruido. Y he aquí un temblor, y los huesos se juntaron, cada hueso con su
hueso. Miré, y he aquí que subían sobre ellos tendones y carne, y la piel
se extendió encima de ellos. Pero no había aliento en ellos. Entonces me
dijo:
Profetiza al espíritu. Profetiza, oh hijo de hombre, y di al espíritu que
así ha dicho el Señor Jahvé: «Oh, espíritu, ven desde los cuatro vientos y
sopla sobre estos muertos, para que vivan.»

Y eso hizo el espíritu, faltaría más. Un ejército enorme recobró el alien-


to y se puso en pie. Para Ezequiel, lo que define la diferencia entre
estar vivo y estar muerto es el aliento. El propio Darwin insinuó lo pro-
pio en uno de sus pasajes más elocuentes, las últimas palabras de El
origen de las especies (las cursivas son mías):

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canterbury

Es así como de la guerra natural, del hambre y de la muerte resulta el obje-


to más elevado que concebirse pueda, a saber, la creación de los anima-
les superiores. Hay algo grandioso en esta idea de que la vida, con sus múl-
tiples facultades, fue alentada originalmente por el Creador en unas pocas
formas o incluso en una sola, y que, mientras este planeta ha seguido giran-
do conforme a la inmutable ley de la gravedad, se han desarrollado y se
están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, innúmeras for-
mas bellísimas y portentosas.

Darwin invirtió atinadamente el orden de los acontecimientos narra-


dos por Ezequiel. Lo primero fue el aliento vital, que creó las condi-
ciones adecuadas para la posterior evolución de huesos, tendones, car-
ne y piel. A propósito, las palabras «por el Creador» no figuran en la
primera edición de El origen de las especies, sino que se añadieron en la
segunda, probablemente como concesión a las camarillas religiosas.
Darwin se arrepentiría de ello más adelante, como manifestó en una
carta a su amigo Hooker:

Llevo mucho tiempo arrepentido de haberme sometido a la opinión públi-


ca y usado el término creación, propio del Pentateuco, cuando lo que en
verdad quise decir fue que la vida apareció en virtud de algún proceso abso-
lutamente desconocido. En el momento actual es un puro despropósito
pensar en el origen de la vida es; tanto daría ponerse a pensar en el ori-
gen de la materia.

Es probable que Darwin considerase (a mi modo de ver, con toda la


razón) que el origen de la vida era un problema relativamente fácil (y
subrayo lo de relativamente) comparado con el que él había resuelto, a
saber: cómo la vida, una vez iniciada, pudo alcanzar una diversidad y com-
plejidad tan sorprendentes, una ilusión de diseño eficaz tan poderosa.
No obstante, Darwin aventuraría posteriormente (en otra carta a Hooker)
una conjetura sobre ese «proceso absolutamente desconocido» que dio
comienzo a todo. Se vio llevado a reflexionar sobre ello cuando se pre-
guntó por qué no veíamos originarse la vida una y otra vez.

A menudo se oye decir que en la actualidad se dan todas las condiciones


para la génesis de un organismo vivo y que tal vez se hayan dado desde

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el cuento del antepasado

siempre. Pero si (¡y cuán grande es este si!) aceptamos que en algún peque-
ño estanque tibio en el que hubiera toda clase de sales amónicas y fosfó-
ricas, luz, calor, electricida, etc. podría formarse químicamente un com-
puesto proteínico preparado para sufrir transformaciones aún más
complejas, en la actualidad dicha materia sería absorbida al instante, lo
cual no habría ocurrido antes de que existiesen seres vivos.

Por aquel entonces la doctrina de la generación espontánea sólo se


había visto rebatida por los experimentos de Pasteur. Desde hacía
mucho tiempo se creía que la carne podrida creaba de la nada gusa-
nos, que los percebes canadienses generaban espontáneamente pollue-
los de barnacla, e incluso que la ropa sucia mezclada con trigo engen-
draba ratones. Contra toda lógica, la teoría de la generación espontánea
contaba con el respaldo de la Iglesia (por fidelidad a Aristóteles, como
en tantas otras cuestiones). Digo «contra toda lógica» porque, al menos
vista a posteriori, la generación espontánea atentaba contra la doctri-
na de la creación divina tanto como la mismísima teoría de la evolu-
ción. La idea de que las moscas o los ratones puedan surgir por gene-
ración espontánea supone un tremendo menosprecio de un logro tan
formidable como sería el de la creación de moscas o ratones y repre-
senta un verdadero un insulto al Creador. Pero quien posee una men-
talidad acientífica no alcanza a captar cuán complejo e intrínsecamen-
te improbable es un ratón o una mosca. Darwin fue el primero en
apreciar cabalmente este error.
Aún en 1872, Darwin, en una carta a Wallace, el codescubridor
de la selección natural, seguía juzgando necesario manifestar sus dudas
acerca de que «los rotíferos y los tardígrados» se generasen «espontá-
neamente», tal y como se insinuaba en un libro, The Beginnings of
Life, que por lo demás admiraba. Su escepticismo, como de costum-
bre, iba bien encaminado. Los rotíferos y los tardígrados son formas
complejas maravillosamente adaptadas a sus respectivos modos de vida.
Que hubiesen podido surgir por generación espontánea implicaría
que se tornaron adaptados y complejos «por una afortunada casuali-
dad, algo que me resisto a creer». A Darwin, las casualidades afortu-
nadas de esta magnitud le resultaban intolerables, como también debe-
rían haberle resultado intolerables a la Iglesia, aunque por motivos
diferentes. El fundamento de la teoría darviniana era, y sigue siendo,

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que la complejidad adaptativa se conforma de manera lenta y gradual,


paso a paso, no de un único golpe que solamente quepa explicar recu-
rriendo a una intervención del ciego azar. La teoría de Darwin, al repar-
tir la intervención del azar entre los pequeños pasos necesarios para
generar las variaciones que dan pie a la selección, proporciona la úni-
ca escapatoria realista a la explicación de que la vida es pura chiripa.
Si los rotíferos pudiesen originarse sin más ni más, no habría hecho
falta que Darwin dedicase toda una vida a este asunto.
Con todo, la selección natural tuvo que empezar de alguna mane-
ra. En este sentido, y sólo en éste, debió de darse algún tipo de gene-
ración espontánea, siquiera una sola vez. Lo bueno de la contribución
de Darwin es que esa única generación espontánea que nos vemos
obligados a postular no tuvo que sintetizar nada tan complicado como
un gusano ni un ratón, sino tan sólo producir... Bien, nos vamos acer-
cando al quid de la cuestión. Si no fue el aliento, ¿cuál fue el ingre-
diente esencial que puso en marcha la selección natural, la cual, tras
auténticas epopeyas de evolución acumulada, terminó dando lugar a
los gusanos, los ratones y los hombres?
Los detalles permanecen enterrados, tal vez sin posibilidad de recu-
peración, en nuestro antiguo Canterbury, pero podemos poner un nom-
bre minimalista a ese ingrediente esencial que al menos exprese qué
tipo de cosa debió ser, y ese nombre es herencia. No deberíamos buscar
el origen de la vida, que es algo vago e indefinido, sino el origen de la
herencia, de la verdadera herencia, que tiene un significado muy pre-
ciso. Anteriormente he recurrido al fuego para explicarlo.
El fuego compite con el aliento como símbolo visual de la vida.
Cuando morimos, el fuego de la vida se apaga. Es muy probable que
cuando nuestros antepasados lograron dominar por primera vez el
fuego, lo considerasen un ser vivo, incluso un dios. Mientras observa-
ban fijamente las llamas o las brasas, sobre todo de noche, cuando la
hoguera los calentaba y protegía, ¿se sentirían en íntima comunión
con un espíritu resplandeciente y danzarín? El fuego se mantiene vivo
mientras se le dé pábulo. Respira aire, así que se le puede asfixiar
cortándole el suministro de oxígeno o ahogar echándole agua. Los
incendios naturales devoran los bosques y ponen a los animales en
fuga con la misma rapidez despiadada que una manada de lobos per-
siguiendo una presa. Como hicieron con los lobos, nuestros antepa-

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el cuento del antepasado

sados podían capturar un cachorro de fuego, domarlo, alimentarlo


con regularidad y limpiar las cenizas, que venían a ser sus excremen-
tos. Antes de que se descubriera el arte de encender el fuego, seguro
que la sociedad humana valoraba mucho el arte menor de conservar
un fuego capturado. Puede que hasta se transportasen, dentro de vasi-
jas, algunas crías vivas del fuego comunal para ofrecérselas, a cambio
de algo, a cualquier grupo vecino que hubiese sufrido la desgracia de
ver cómo se le apagaba el suyo.
Algunos hombres repararían en que los incendios naturales engen-
draban fuegos menores al escupir chispas y rescoldos candentes que
aterrizaban a cierta distancia y germinaban en la hierba seca. ¿Llegarían
a teorizar los filósofos Ergaster que el fuego no puede generarse espon-
táneamente, sino que siempre habrá de nacer de un fuego progeni-
tor, ya sea de un incendio natural en el llano o de la lumbre del hogar?
¿Pusieron fin, pues, los primeros palitos de encender fuego a toda una
visión del mundo?
Puede incluso que nuestros antepasados imaginasen una población
de incendios procreadores, o una estirpe de fuegos domésticos descen-
dientes de un flamígero antepasado que compraron a un clan remoto
y después canjearon a otros. Pero aun así no habría habido herencia
en sentido estricto. ¿Por qué no? ¿Cómo se puede tener reproducción
y estirpe, y no tener herencia? Esto es precisamente lo que va a ense-
ñarnos el fuego.
La verdadera herencia significaría la transmisión no sólo del fue-
go en sí sino de las variaciones entre fuegos distintos. Unos fuegos son
más amarillos, otros son más rojos. Unos rugen, otros chisporrotean,
otros silban, crepitan o humean. Unos tienen matices azulados; otros,
verdosos. Si nuestros antepasados hubiesen prestado atención a sus
lobos domesticados, apreciarían la diferencia entre los linajes caninos
y los linajes ígneos. En el caso de los perros, de tal palo tal astilla: al
menos una parte de lo que distingue a un perro de otro le viene de
familia. Otra parte, por supuesto, le viene por otras vías: la alimenta-
ción, las enfermedades y el azar. En el caso de los fuegos, todas las varia-
ciones se deben al entorno, ninguna proviene de la chispa origina-
ria. Las variaciones se deben a la calidad y humedad de la leña, a la
dirección y fuerza del viento, al tiro de la chimenea, al tipo de suelo,
a los restos de cobre y potasio que puedan dar un toque verde-azula-

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canterbury

do y violeta al amarillo de la llama de sodio. Al contrario de lo que


sucede con los perros, ninguna de las características de un fuego adul-
to procede de la chispa que dio vida a las llamas. Los fuegos azules
no engendran fuegos azules. Los fuegos crepitantes no han hereda-
do su crepitar del fuego paterno del que saltó la chispa inicial. Los fue-
gos se reproducen sin herencia.
El origen de la vida fue el origen de la herencia real; se podría
decir incluso que del primer gen. Que conste que cuando digo «pri-
mer gen» no me refiero a la primera molécula de ADN. Nadie sabe
si el primer gen estaba hecho de ADN; yo apostaría a que no. Cuando
digo primer gen quiero decir primer replicador, es decir, una enti-
dad, por ejemplo una molécula, que crea líneas ancestrales de copias
de sí misma. Teniendo en cuenta que en el proceso de copiado siem-
pre se producirán errores, la población irá adquiriendo variedad.
La clave de la herencia verdadera es que todo replicador se parece
más a aquél del que es copia que a cualquier miembro aleatorio de
la población. El origen del primer replicador no fue un acontecimien-
to probable, pero bastó con que ocurriese una sola vez. A partir de
ahí, sus consecuencias se autoalimentaron automáticamente y ter-
minaron dando lugar, por medio de la evolución darviniana, a todos
los seres vivos.
Un segmento de ADN o, en determinadas condiciones, su molécu-
la pariente, el ARN, es un replicador verdadero. Como también lo son
un virus informático o una carta en cadena. Todos estos replicadores
requieren un complicado aparato de asistencia. El ADN requiere
una célula equipada con abundante maquinaria bioquímica preexis-
tente, perfectamente adaptada a la lectura y copiado de códigos gené-
ticos. El virus informático requiere un ordenador que esté conectado
de alguna manera a otros ordenadores, todos ellos diseñados por inge-
nieros humanos para obedecer instrucciones codificadas. La carta
en cadena requiere un nutrido contingente de idiotas dotados de un
cerebro lo bastante evolucionado como para, al menos, saber leer.
Lo que hace único al primer replicador que encendió la chispa de la
vida es que no tenía a su disposición ningún aparato evolucionado,
ni diseñado ni instruido. El primer replicador tuvo que operar de novo,
ab initio, sin ningún precedente y sin más ayuda que la de las leyes nor-
males y corrientes de la química.

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el cuento del antepasado

Una poderosa fuente de ayuda a las reacciones químicas son los


catalizadores; en el origen de la replicación a buen seguro participó
algún tipo de catalizador. Se trata de agentes que aceleran la reac-
ción química sin consumirse en ella. Toda la bioquímica consiste en
reacciones catalizadas y los catalizadores suelen ser grandes molécu-
las de proteína llamadas enzimas. La típica enzima ofrece las cavida-
des de su estructura tridimensional como receptáculos donde conte-
ner los ingredientes de una reacción química. Los alínea, establece
una relación química temporal con cada uno de ellos y los emparen-
ta con una precisión que muy difícilmente podrían alcanzar sin su
ayuda.
Por definición, una reacción química no consume los catalizado-
res que la propician, pero a veces los produce. Una reacción autoca-
talítica es aquélla que fabrica su propio catalizador. Como podrá ima-
ginar el lector, una reacción de este tipo se resiste a comenzar, pero,
una vez iniciada, despega por sí sola y enseguida se dispara; al igual
que un incendio, por cierto, pues no en vano el fuego posee algunas
de las propiedades de las reacciones autocatalíticas. El fuego no es
un catalizador en sentido estricto, pero se genera a sí mismo. Desde
el punto de vista químico, es un proceso de oxidación que despren-
de calor y requiere una temperatura elevada para rebasar un umbral
e inflamarse. Una vez encendido, continúa y se propaga como una
reacción en cadena toda vez que genera el calor necesario para rege-
nerarse. Otro famoso ejemplo de reacción en cadena es la explosión
atómica, que no es una reacción química sino nuclear. La herencia
fue el afortunado inicio de un proceso autocatalítico o cuando menos
autorregenerativo. Enseguida tomó vuelo y se propagó como un incen-
dio que terminaría dando origen a la selección natural y a todo lo
que vino después.
Nosotros también oxidamos combustible carbónico para generar
calor, pero no nos incendiamos por la sencilla razón de que llevamos
a cabo nuestra oxidación de manera controlada, paso a paso, encau-
zando lentamente la energía por conductos útiles en lugar de dilapi-
darla sin ton ni son en forma de calor. Esta química controlada, el
llamado metabolismo, es una propiedad de la vida tan universal como
la herencia. Toda teoría sobre el origen de la vida ha de tener en cuen-
ta tanto la herencia como el metabolismo, pero algunos autores han

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equivocado el orden de prioridades y se han dedicado a buscar una


teoría del origen espontáneo del metabolismo, confiando en que, al
igual que otros mecanismos útiles, la herencia vendría a renglón segui-
do. Sin embargo, como veremos, esta última no se puede considerar
un mecanismo útil. La herencia tiene que surgir en primer lugar por-
que, antes de ella, el concepto de utilidad carece de significado. Sin
herencia, y, por consiguiente, sin selección natural, no habría nada
para lo que ser útil. La noción misma de utilidad no puede existir en
tanto no lo haga la selección natural de información hereditaria.
Las teorías clásicas sobre el origen de la vida que aún merecen
respeto en nuestros días son la del ruso A. I. Oparin y la del inglés
J.B.S. Haldane, formuladas en la década de 1920 sin que sus autores
tuviesen noticia uno del otro. Ambos científicos concedían mayor
importancia al metabolismo que a la herencia. Y los dos repararon
en un detalle importante: la atmósfera terrestre previa a la aparición
de la vida tuvo que ser reductora para que ésta surgiese. Este término
técnico (no muy útil que digamos) designa una atmósfera sin oxíge-
no libre. En presencia de oxígeno libre, los compuestos orgánicos
(compuestos de carbono) son vulnerables a la combustión o cuando
menos a la oxidación y transformación en dióxido de carbono. A los
humanos, que moriríamos en cuestión de minutos si nos faltase el oxí-
geno, nos resulta extraño, pero la vida no podría originarse en nin-
gún planeta cuya atmósfera contuviese oxígeno libre. Como ya he
explicado, el oxígeno habría sido un veneno mortal para nuestros
remotos antepasados. Todo lo que sabemos de otros planetas confir-
ma casi plenamente que la atmósfera original de la Tierra era reduc-
tora. El oxígeno libre vino después. Se trataba de un residuo conta-
minante de las bacterias verdes que al principio flotaba libre y más
tarde se incorporó a las células vegetales. En un momento dado nues-
tros antepasados adquirieron evolutivamente la capacidad de lidiar
con el oxígeno y posteriormente se hicieron dependientes del mismo.
Por cierto, decir sin más que el oxígeno es un producto de las plan-
tas y las algas es simplicar demasiado. Es cierto que las plantas despren-
den oxígeno, pero cuando una planta muere, su descomposición, una
suma de reacciones químicas equivalente a quemar todos sus ingre-
dientes carbónicos, consume una cantidad de oxígeno idéntica a todo
el oxígeno liberado por esa misma planta durante toda su existencia.

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el cuento del antepasado

En consecuencia, no habría ninguna ganacia neta en oxígeno atmos-


férico si no fuese porque no todas las plantas muertas se descompo-
nen. Algunas se convierten en carbón (o equivalentes) y se retiran
así de la circulación. Si los humanos quemásemos todos los combus-
tibles fósiles del mundo, buena parte del oxígeno presente en la atmós-
fera sería sustituido por dióxido de carbono, con lo que restablecería
el estado de cosas inicial. No es probable que ocurra a corto plazo,
pero tampoco deberíamos olvidar que si disponemos de oxígeno para
respirar es simplemente porque casi todo el carbono del planeta se
encuentra retenido bajo tierra. Lo estamos quemando por nuestra
cuenta y riesgo.
Los átomos de oxígeno siempre estuvieron presentes en esa atmós-
fera primigenia, pero no libres en forma de gas, sino enlazados en com-
puestos tales como el dioxido de carbono y el agua. En la actualidad,
el carbono se encuentra atrapado en organismos vivos y, en mucha
mayor medida, en rocas calizas, cretas y carbón, todos ellos minerales
surgidos de la descomposición de organismos muertos. En la época
de nuestro Canterbury, esos mismos átomos de carbono habrían esta-
do sobre todo presentes en la atmósfera en forma de gases compues-
tos, como por ejemplo dióxido de carbono y metano. En una atmós-
fera reductora, el nitrógeno, que hoy es el principal gas atmosférico,
se habría combinado con el hidrógeno para producir amoníaco.
Oparin y Haldane se dieron cuenta de que una atmósfera reduc-
tora habría sido propicia para la síntesis espontánea de compuestos
orgánicos simples. Cito a continuación las propias palabras de Haldane,
incluida la famosa frase final:

Cuando la luz ultravioleta incide sobre una combinación de agua, anhí-


drido carbónico y amoníaco, se genera una enorme variedad de substan-
cias orgánicas, incluidos azúcares y, según parece, algunos de los com-
ponentes de las proteínas. Este hecho lo han demostrado Baly y sus
colaboradores en su laboratorio de Liverpool. En el mundo actual, estas
substancias, si se dejan libres, se descomponen, es decir, son destruidas
por microorganismos.1 Sin embargo, antes del origen de la vida, debieron

1. Esto mismo es lo que señaló Darwin en su carta del «pequeño estanque tem-
plado».

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de acumularse hasta que los océanos primitivos adquirieron la consisten-


cia de una sopa caliente muy diluida.

Esto está escrito en 1929, más de 20 años antes del tantas veces citado
experimento de Miller y Urey que, a juzgar por la descripción de
Haldane, debió de ser una especie de repetición del de E. C. C. Baly.
A éste, sin embargo, no le interesaba el origen de la vida sino la foto-
síntesis y su gran logro fue sintetizar azúcares a base de irradiar con
rayos ultravioleta una solución de dióxido de carbono en agua, en pre-
sencia de un catalizador como el hierro o el níquel. Fue Haldane, y
no Baly, quien, con la brillantez que lo caracterizaba,2 imaginó algo
tan extraordinario como el experimento de Miller y Urey, y lo quiso
ver prefigurado en la obra de Baly.
Lo que Miller hizo (bajo la dirección de Urey) fue colocar dos matra-
ces uno encima del otro y conectarlos con dos tubos. El matraz infe-
rior, lleno de agua caliente, representaba el océano primigenio; el
superior, lleno de metano, amoníaco, vapor de agua e hidrógeno,
recreaba la atmósfera primordial. El vapor producido por el océano
caldeado del matraz inferior subía por uno de los tubos hasta la atmós-
fera del superior; a través del otro tubo, la atmósfera se unía al océa-
no tras pasar por una cámara de relámpagos, donde se la sometía a
descargas eléctricas, y otra de refrigeración, donde el vapor se con-
densaba y producía lluvia que reabastecía el océano.
Tan sólo una semana después de iniciado este simulacro, el océa-
no se había puesto de color amarillo pardo. Miller analizó el conteni-
do. Como habría predicho Haldane, se había convertido en una sopa
de compuestos orgánicos, entre ellos no menos de siete aminoáci-
dos, los componentes esenciales de las proteínas. De esos siete, tres
(la glicina, el ácido aspártico y la alanina) formaban parte de los 20
aminoácidos presentes en los seres vivos. Posteriores experimentos
similares al de Miller, pero con monóxido o dióxido de carbono en
lugar de metano, han arrojado resultados parecidos. Podemos sacar
la contundente conclusión de que, cuando en el laboratorio se simu-
lan diferentes versiones de esa Tierra primitiva que conjeturaron

2. Sir Peter Medawar, que tampoco era manco, dijo que Haldane era el hombre
más inteligente que había conocido en su vida.

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el cuento del antepasado

Oparin y Haldane, surgen de manera espontánea pequeñas molécu-


las de gran importancia biológica, tales como aminoácidos, azúcares
y (hecho significativo donde los haya) los componentes básicos del
ADN y el ARN.
Antes de Oparin y Haldane, todo aquel que reflexionaba sobre el
origen de la vida daba por hecho que los primeros organismos habí-
an sido plantas de algún tipo, quizás bacterias verdes. La gente esta-
ba acostumbrada a la idea de que la vida depende de la fotosíntesis,
el proceso por el cual las plantas, por efecto de la luz solar, fabrican
compuestos orgánicos liberando oxígeno. Oparin y Haldane, con su
teoría de la atmósfera reductora, interpretaron que las plantas aparecie-
ron más tarde. La vida primigenia surgió en un mar de compuestos
orgánicos preexistentes. Había sopa que comer sin necesidad de foto-
sintetizar nada... por lo menos hasta que se acabase la sopa.
Para Oparin, el paso esencial era el origen de la primera célula.
Bien es verdad que las células, al igual que los organismos, presentan
la importante propiedad de que nunca se originan espontáneamen-
te sino que surgen a partir de otras células. Es comprensible, pues, que
a la sazón el origen de la vida se considerase sinónimo del origen de
la primera célula (metabolizador) y no, como hago yo, del origen del
primer gen (replicador). Entre los teóricos contemporáneos que sos-
tienen la misma idea destaca el ilustre físico Freeman Dyson, que
está al corriente de las tesis de Oparin y las defiende. La mayoría de
los teóricos recientes, incluidos Leslie Orgel en California, Manfred
Eigen y sus colegas en Alemania y Graham Cairns-Smith en Escocia (si
bien éste hace la guerra por su cuenta, aunque ni mucho menos se le
debe excluir de la lista), dan prioridad, tanto en términos de crono-
logía como de importancia, a la autorreplicación, y a mi modo de ver
están en lo cierto.
¿Cómo sería la herencia sin una célula? ¿No estamos ante un pro-
blema como el de la gallina y el huevo? Si interpretamos que la heren-
cia exige ADN, desde luego que sí, ya que el ADN no se puede repli-
car sin la colaboración de un nutrido elenco de moléculas, entre
ellas proteínas que sólo se pueden fabricar mediante información codi-
ficada genéticamente. Pero el hecho de que el ADN sea la única molé-
cula autorreplicante que conocemos no significa que sea la única con-
cebible ni la única que jamás haya existido en la naturaleza. Graham

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canterbury

Cairns-Smith ha avanzado la convincente hipótesis de que los repli-


cadores originales eran cristales minerales inorgánicos de los que el
ADN sería un usurpador posterior que se agenció el papel de prota-
gonista cuando la vida hubo evolucionado hasta un punto en que seme-
jante golpe de estado genético3 se tornó posible. No voy a exponer
aquí sus argumentos, en parte porque ya lo hice lo mejor que pude
en El relojero ciego, pero también por un motivo más importante: no
he leído una explicación más clara de por qué lo primordial es la repli-
cación y por qué el ADN hubo de tener por fuerza algún precursor
del que no sabemos nada, más allá de que presentaba la propiedad
de transmitir caracteres hereditarios. Es una pena que tanta gente aso-
cie automáticamente esta parte irrefutable de su argumentación a
esa otra hipótesis, más controvertida y discutible, que adjudica el papel
precursor a los cristales minerales.
No tengo nada en contra de la teoría de los cristales minerales, de lo
contrario no la habría expuesto en uno de mis libros, pero lo que de
verdad quiero poner de relieve es la primacía de la replicación y la ele-
vada probabilidad de que el ADN usurpase posteriormente la posición
de algún precursor. Para aclarar la cuestión, analizaré otra hipótesis
específica sobre cuál pudo haber sido ese precursor. Con independen-
cia de sus verdaderos méritos como replicador original, el ARN es sin
lugar a dudas mejor candidato que el ADN, y varios teóricos lo han
postulado como precursor de éste en el llamado mundo ARN. Para
poder presentar la teoría del mundo ARN como es debido, voy a tener
que hacer un inciso y hablar de las enzimas. Si el replicador es el estre-
lla del espectáculo de la vida, la enzima es, más que un actor secun-
dario, el coprotagonista.
La vida depende totalmente del virtuosismo de las enzimas para
catalizar reacciones bioquímicas de un modo muy enrevesado. Cuando
estudié las enzimas por primera vez en el colegio, la idea tradicional
(y, a mi modo de ver, equivocada) de que la ciencia había que ense-
ñarla mediante ejemplos de andar por casa se traducía en un escupi-
tajo dentro un vaso de agua para demostrar la capacidad que tiene la
amilasa, la enzima salivar, de digerir el almidón y formar azúcar. Esta

3. El golpe de estado genético y los orígenes minerales de la vida es precisamente el títu-


lo del libro donde Cairns-Smith expone esta tesis. [N. del t.]

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experiencia nos dejó con la impresión de que una enzima es poco


menos que un ácido corrosivo. Los detergentes biodegradables en pol-
vo, que se sirven de enzimas para eliminar la suciedad de la ropa,
causan la misma impresión. Pero en este caso se trata de enzimas des-
tructivas cuya función es descomponer las moléculas grandes en sus
ingredientes. Las enzimas constructivas, en cambio, se ocupan de
sintetizar moléculas grandes a partir de componentes pequeños y,
como explicaré a continuación, lo logran actuando como celestinas robo-
tizadas.
El interior de toda célula contiene una solución de miles de molé-
culas, átomos e iones de muchos tipos diferentes. En principio, todos
ellos podrían combinarse entre sí formando un número casi infinito
de combinaciones, pero en general no lo hacen, de manera que el
inmenso potencial de actividad química latente en una célula no lle-
ga, en su mayor parte, a materializarse. Téngase en cuenta mientras
consideramos lo siguiente. En los estantes de un laboratorio químico
hay centenares de frascos, todos ellos bien tapados para que sus con-
tenidos no se mezclen a menos que así lo desee un químico, en cuyo
caso agregará la muestra contenida en uno de los frascos a la mues-
tra contenida en otro. Se podría decir que los estantes de un labora-
torio también contienen un inmenso potencial de actividad química
que espera materializarse y que, en su mayor parte, tampoco llega a
hacerlo.
Imaginemos, sin embargo, que cogemos todos los frascos de los
estantes y los vaciamos en un mismo tanque lleno de agua. Parece un
acto de vandalismo científico, pero una célula viva viene a ser prácti-
camente lo mismo que ese tanque, si bien es cierto que con un mon-
tón de membranas que complican la cosa. Los cientos de ingredien-
tes de los miles de reacciones químicas potenciales no se guardan en
frascos separados hasta que llegue el momento en que se les haga reac-
cionar. En lugar de eso se hallan todos mezclados en un mismo espa-
cio compartido, constantemente. Pero aún así permanecen a la espe-
ra, inactivos en gran medida, hasta que se les pida que reaccionen,
como si estuviesen separados en frascos virtuales. Obviamente, no hay
tales frascos virtuales, pero sí que hay enzimas que ofician de celesti-
nas robotizadas o, podríamos incluso decir, ayudantes de laboratorio
robotizados. Las enzimas son capaces de discriminar de un modo muy

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similar a como lo hace un sintonizador cuando pone en contacto un


receptor de radio concreto con un transmisor concreto, ignorando
los cientos de señales que bombardean simultáneamente su antena
con un maremágnum de frecuencias.
Supongamos una importante reacción química en la que el ingre-
diente A se combina con el ingrediente B para dar lugar al producto
Z. En un laboratorio esto se consigue cogiendo de un estante el fras-
co con la etiqueta A y de otro estante el frasco con la etiqueta B, mez-
clando sus contenidos en un matraz limpio y llevando a cabo las ope-
raciones que sean necesarias, como calentar o agitar. Logramos la
reacción específica deseada con sólo dos frascos. En el interior de la
célula hay montones de moléculas A y montones de moléculas B en
medio de una enorme variedad de moléculas que flotan en el agua,
donde puede que se encuentren pero rara vez se combinan. En cual-
quier caso, no tienen más probabilidades de encontrarse que otros
miles de combinaciones diferentes. Ahora introducimos una enzima
llamada abzasa, que está específicamente configurada para catalizar la
reacción A + B = Z. En la célula hay millones de moléculas de abzasa,
cada una de las cuales actúa como un ayudante de laboratorio robo-
tizado. Cada ayudante de laboratorio coge una molécula A, no de un
estante sino del agua en que flota libremente. Luego coge una molé-
cula B que también fluctúa a la deriva. Sostiene firmemente la molé-
cula A para orientarla en una dirección concreta y hace lo propio
con la B para adosarla a la A justo en la posición y orientación ade-
cuadas para que produzcan una Z. La enzima también puede hacer
más cosas: es el equivalente del típico ayudante de laboratorio que
empuña un agitador o enciende un mechero Bunsen. Puede formar
una alianza química temporal con A o B, intercambiando átomos o
iones que con el tiempo le serán retribuidos, de manera que la enzi-
ma termina igual que empezó, lo que la califica de catalizador. El resul-
tado de todo ello es la creación de una nueva molécula Z que tendrá
la forma del agarre de la molécula enzimática. A continuación el ayu-
dante de laboratorio suelta la nueva molécula en el agua y espera a
que le llegue otra molécula A para cogerla y reanudar el ciclo.
Si no existiesen estos ayudantes de laboratorio que son las enzimas,
de vez en cuando una molécula A a la deriva se toparía con una B y,
siempre que mediasen las condiciones adecuadas, se unirían. Pero este

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suceso fortuito sería poco común, no más probable que los encuen-
tros esporádicos que A o B podrían tener con muchísimos otros socios
potenciales. Una molécula A podría toparse con una C y producir Y,
o una B podría toparse con una D y formar X. Continuamente se pro-
ducen pequeñas cantidades de X e Y a resultas de encuentros fortui-
tos, pero la presencia de ese ayudante de laboratorio que es la enzima
abzasa lo cambia todo. Gracias a la abzasa se producen cantidades indus-
triales (a escala celular) de moléculas Z: una enzima típica multiplica
la tasa espontánea de reacción por un factor de entre un millón y un
billón. Si se introdujese una enzima diferente, la aciasa, la molécula
A se combinaría, en lugar de con B, con C, para producir, siempre a
velocidad de cinta transportadora, un copioso suministro de Y. Seguimos
hablando de las mismas moléculas A, que no están encerradas dentro
de un frasco sino que fluctúan libremente, listas para combinarse con
B o con C, dependiendo de qué enzima esté presente.
Así pues, las tasas de producción de Z e Y dependerán, entre otros
factores, de cuántas moléculas de cada uno de los dos ayudantes riva-
les, abzasa y aciasa, se hallen presentes en la célula. Y esto a su vez
dependerá de cuál de los dos genes del núcleo celular se encuentre
activado. El proceso, en realidad, es un poco más complicado: aunque
haya una molécula de abzasa, puede darse el caso de que no esté acti-
vada. Una de las causas puede ser que otra molécula se haya instala-
do en la cavidad activa de la enzima. Es como si el ayudante de labo-
ratorio estuviese temporalmente esposado. A propósito, lo de las esposas
me recuerda que debo hacer la consabida advertencia al lector: como
siempre que se usa una metáfora, existe el peligro de que la expresión
«ayudante de laboratorio» pueda inducir a error. Una molécula enzi-
mática no posee en rigor un par de manos con las que agarrar ingre-
dientes tales como A y no digamos ya tolerar unas «esposas»; en lugar
de eso, cuenta con zonas especiales en su superficie con las que A tie-
ne, digamos, cierta afinidad, bien porque encaja perfectamente en
una cavidad de determinada forma o por alguna propiedad química
más abstrusa. Y esta afinidad puede verse temporalmente anulada como
cuando se apaga un interruptor.
La mayoría de las enzimas son máquinas especializadas que sólo
fabrican un producto: un azúcar, por ejemplo, o una grasa; o una puri-
na, una piramidina (componentes esenciales del ADN y el ARN) o

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un aminoácido (veinte de ellos son ingredientes básicos de las prote-


ínas naturales). Pero algunas enzimas son más parecidas a esas máqui-
nas programables que leen una cinta de papel perforado para inter-
pretar lo que han de hacer. Entre ellas destaca el ribosoma, que ya
hemos analizado someramente en «El Cuento del Taq», una herra-
mienta grande y complicada compuesta de proteína y ARN, el ácido
ribonucleico que sintetiza precisamente las proteínas. Los aminoáci-
dos, los componentes básicos de las proteínas, ya han sido fabricados
por enzimas consagradas exclusivamente a dicha tarea y andan flotan-
do por el interior de la célula, a disposición del ribosoma. La cinta
de papel perforado es el ARN, concretamente el llamado ARN mensa-
jero» (ARNm). Esta cinta mensajera, cuyo mensaje ha copiado ella mis-
ma del ADN del genoma, se introduce en el ribosoma y, conforme va
pasando por la cabeza lectora, va ensamblando los aminoácidos apro-
piados en una cadena de proteínas según el orden especificado por
el código genético transcrito en la cinta.
Sabemos cómo funciona esa especificación y se trata de algo ver-
daderamente maravilloso. Existe un conjunto de pequeños ARN de
transferencia (ARNt), cada uno de los cuales está formado por 70 com-
ponentes llamados nucleótidos. Cada ARNt selecciona y uno, y solamen-
te uno, de los veinte tipos de aminoácidos naturales y se une a él. En
el otro extremo de la molécula de ARNt hay un anticodón, esto es,
una tripleta de nucleótidos, que es exactamente complementaria de
la breve secuencia de ARNm (codón) que especifica ese aminoácido
concreto de acuerdo con el código genético. A medida que la cinta de
ARNm se desplaza por la cabeza lectora del ribosoma, cada codón
del ARNm se une a un ARNt que posea el anticodón adecuado. Esto
hace que el aminoácido que cuelga de la otra punta del ARNt se ali-
nee y se coloque en la posición correcta para poder adherirse al extre-
mo de la proteína que está sintetizándose. Una vez adherido, el ARNt
se despega en busca de una nueva molécula de aminoácido del tipo
apropiado, mientras la cinta de ARNm avanza una muesca. El proce-
so se repite y poco a poco se va formando la cadena proteica. Lo incre-
íble es que una sola cinta de ARNm puede lidiar con varios riboso-
mas al mismo tiempo. Cada uno de ellos desplaza su cabeza lectora a
lo largo de un tramo diferente de la cinta y fabrica así su propia copia
de la cadena proteica.

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el cuento del antepasado

Una vez que la nueva cadena proteica está completa y el ARNm


ha pasado íntegramente por la cabeza lectora del ribosoma, la prote-
ína se desprende y se enrosca generando una complicada estructura
cuya forma está determinada, en virtud de las leyes químicas, por la
secuencia de aminoácidos que la integran. Esta secuencia viene dada
por el orden de los símbolos que componen el código transcrito a lo
largo del ARNm. Y este orden, a su vez, lo determina la secuencia de
símbolos complementaria inscrita en el ADN, que constituye la prin-
cipal base de datos de la célula.
La secuencia codificada de ADN controla, por tanto, lo que suce-
de en la célula. Concretamente, especifica la secuencia de aminoáci-
dos de cada proteína, esta secuencia determina la forma tridimensio-
nal de la proteína y esto a su vez confiere a la proteína sus particulares
propiedades enzimáticas. Es importante reseñar que el control puede
ser indirecto en el sentido de que, como vimos en «El Cuento del Ratón»,
son los genes los que determinan si otros genes se activan o no, y cuán-
do. La mayoría de los genes de una célula cualquiera no están activa-
dos. Por eso, de todas las reacciones que sobre el papel podrían darse
en el «tanque lleno de ingredientes mezclados», realmente sólo una o
dos tienen lugar en cualquier momento dado: aquéllas cuyos «ayu-
dantes de laboratorio» específicos se encuentran activos en la célula.
Tras este paréntesis sobre las enzimas, vamos a dejar de lado la catá-
lisis normal para pasar al caso especial de la autocatálisis, alguna de
cuyas versiones probablemente desempeñó un papel clave en el ori-
gen de la vida. Retomemos el ejemplo hipotético de las moléculas A
y B que se combinaban para producir Z bajo la influencia de la enzi-
ma abzasa. ¿Y si Z fuese su propia abzasa? Me explico: ¿qué ocurre si
la molécula Z tiene la forma y las propiedades químicas adecuadas
para coger una A y una B, unirlas en la posición correcta y combinar-
las para hacer una nueva Z, idéntica a sí misma? En nuestro ejemplo
anterior podíamos decir que la cantidad de abzasa en la solución influi-
ría en la cantidad de Z producida, pero ahora, si Z es exactamente la
misma molécula que la abzasa, sólo necesitamos una molécula de Z
para provocar una reacción en cadena. La primera Z coge moléculas
A y B y las combina para fabricar más moléculas Z; después éstas Z
cogen más moléculas A y B para hacer aún más Z, y así sucesivamen-
te. Es lo que se llama autocatálisis. Bajo las condiciones adecuadas, la

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Libre de enrollarse. Imagen realizada


por ordenador de transferencia,
enrollándose sobre sí mismo para
gamar una diminuta doble hélice.

población de moléculas Z aumentará exponencial... y explosivamen-


te. A la hora de buscar posibles protagonistas del origen de la vida,
fenómenos como éste se antojan prometedores.
No es más que una hipótesis, pero Julius Rebek y su equipo, del
Scripps Institute de California, la hicieron realidad. Estos investigado-
res examinaron algunos ejemplos fascinantes de autocatálisis con
sustancias químicas reales. En uno de ellos, Z era éster triácido de ami-
noadenosina (ETAA), A era aminoadenosina y B era éster pentafluo-
rofenil, y la reacción no tenía lugar en agua sino en cloroformo. Huelga
decir que no hace falta memorizar ninguno de estos pormenores
químicos, ni, por supuesto, esos nombres kilométricos: lo que impor-
ta es que el producto de esa reacción química es su propio catalizador.
La primera molécula de ETAA se resiste a formarse pero, una vez for-
mada, inmediatamente se pone en marcha una reacción en cadena:
cada vez más moléculas de ETAA se sintetizan a sí mismas ejerciendo
de sus propios catalizadores. Por si fuera poco, esta brillante serie de
experimentos pasó a demostrar la verdadera herencia en el sentido
que venimos definiendo en estas páginas. Rebek y su equipo encon-
traron un sistema en el que existía más de una variante de la sustan-
cia autocatalizada: cada variante catalizaba la síntesis de sí misma, usan-
do su variante preferida de uno de los ingredientes. Esto planteaba
la posibilidad de una verdadera competencia dentro de una población

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de entidades que presentan herencia verdadera, así como una for-


ma, no por rudimentaria menos instructiva, de selección darviniana.
La química de Rebek es sumamente artificial, pero su trabajo ilus-
tra maravillosamente el principio de autocatálisis, según el cual el pro-
ducto de una reacción química sirve como catalizador de la misma.
Lo que necesitamos para el origen de la vida es algo como la autoca-
tálisis. ¿Pudo el ARN, o algo parecido al ARN, bajo las condiciones pri-
migenias de la Tierra, haber autocatalizado su propia síntesis al esti-
lo del experimento de Rebek, y haberlo hecho en agua en lugar de
cloroformo?
Tal y como explicó el alemán Manfred Eigen, ganador del premio
Nobel de Química, el problema es tremendo. Eigen señaló que todo
proceso de autorreplicación es susceptible de degradarse por errores
de copiado (mutaciones). Imaginemos una población de entidades
replicadoras en la que cada operación de copiado presenta una ele-
vada probabilidad de error. Para que un mensaje codificado pueda
resistir los estragos de la mutación, al menos un miembro de la pobla-
ción en cada generación deberá ser idéntico a su progenitor. Por ejem-
plo, si en una cadena de ARN hay diez unidades (letras), el porcenta-
je medio de error por letra tendrá que ser menor de uno entre diez:
sólo así se podrá confiar en que al menos algunos miembros de la nue-
va generación salgan con las diez letras del código correctas. En cam-
bio, si el porcentaje de error es más alto, por muy fuerte que sea la
presión selectiva la mutación, por sí sola, provocará una degradación
inevitable con el paso de las generaciones. Es lo que se conoce como
catástrofe de error. Las catástrofes de error en genomas avanzados cons-
tituyen el tema principal de Mendel’s Demon4, el provocador libro de

4. El excelente libro de Ridley ha sufrido, como es habitual, un cambio de nom-


bre al cruzar el Atlántico. Quien quiera encontrarlo en Estados Unidos deberá buscar-
lo bajo el título The Cooperative Gene. ¿Por qué hacen estas cosas los editores? Que cons-
te que no tengo nada contra el nuevo título. Los genes, efectivamente, cooperan
(véase mi libro El gen egoísta). Mendel’s Demon («El demonio de Mendel») también es
un buen título, aunque teniendo en cuenta el mensaje del libro, tal vez hubiese sido
mejor titularlo Deshielo genético. Matt Ridley (que no guarda parentesco alguno con Mark,
a menos que lo determine un análisis cromosómico) me ha contado que aunque en
Estados Unidos la edición en cartoné de su libro Nature via Nurture conserva el título
original, la edición rústica se va a titular –agárrense– The Agile Gen («El gen ágil»).

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Mark Ridley, aunque lo que aquí nos ocupa es la catástrofe de error


que amenazó el mismísimo origen de la vida.
Una cadena corta de ARN, e incluso de ADN, puede replicarse
espontáneamente sin la mediación de una enzima, pero el porcenta-
je de error por letra es mucho más elevado que cuando está presente
una enzima. Esto significa que, mucho antes de que se haya podido
construir un segmento de gen lo bastante largo como para fabricar la
proteína que daría lugar a una enzima apropiada, el gen en ciernes
habría quedado destruido por la mutación. Es el callejón sin salida del
origen de la vida en nuestro planeta. Un gen lo bastante grande como
para codificar una enzima sería demasiado grande para replicarse con
exactitud sin la ayuda precisamente del mismo tipo de enzima que tra-
ta de codificar. Resultado: el sistema no consigue arrancar.
La solución a este callejón sin salida advertido por Eigen es la teo-
ría del hiperciclo, que se basa en el viejo principio de «divide y vence-
rás». La información codificada se subdivide en unidades lo bastante
pequeñas como para mantenerse por debajo del umbral de la catás-
trofe de error. Cada una de estas subunidades es un minireplicador
por derecho propio, lo bastante pequeño como para que en cada gene-
ración sobreviva por lo menos una copia. Todas las subunidades coo-
peran en alguna función importante lo bastante grande como para
sufrir una catástrofe de error en el caso de que la catalizase un agen-
te químico único en lugar de una subunidad.
Tal y como he descrito la teoría, existe el peligro de que todo el
sistema sea inestable debido a que algunas subunidades se repliquen
más rápido que otras. He aquí que llegamos a la parte más ingeniosa
de la teoría. Cada subunidad prospera en presencia de las demás. Dicho
de un modo más específico, la producción de una viene catalizada por
la presencia de otra, de tal manera que forman un ciclo de depen-
dencia o hiperciclo. El hiperciclo impide automáticamente que nin-
gún elemento acelere y se destaque de los demás: ninguno podrá hacer-
lo por la sencilla razón de que depende del elemento que lo precede
en el hiperciclo.
John Maynard Smith señaló la similitud entre un hiperciclo y un
ecosistema. Los peces dependen de la población de pulgas de agua
que les sirven de alimento. A su vez, la población de peces afecta a la
de aves piscívoras. Las aves producen guano, que contribuye al creci-

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el cuento del antepasado

miento de las algas de que se alimentan las pulgas de agua. Todo el


ciclo de dependencia es un hiperciclo. Según Eigen y su colega Peter
Schuster, la solución al callejón sin salida que bloquea el origen de la
vida podría estar en algún hiperciclo molecular.
Voy a dejar aquí la teoría del hiperciclo para retomar la idea, ple-
namente compatible con aquélla, de que el ARN, en esos primeros
momentos en que la vida apenas estaba comenzando y las proteínas
aún no existían, pudo haber sido su propio catalizador. Se trata de la
teoría del «mundo ARN». Para ver hasta qué punto es verosímil, hace fal-
ta examinar por qué las proteínas sirven como enzimas pero no como
replicadores, por qué el ADN sirve como replicador pero no como enzi-
ma y, por último, por qué el ARN podría servir para ambos cometi-
dos y solventar así el callejón sin salida.
Lo realmente importante en materia de actividad enzimática es, en
gran parte, la forma tridimensional. Las proteínas son eficaces como
enzimas porque, como consecuencia automática de la secuencia uni-
dimensional de sus aminoácidos, pueden adoptar casi cualquier for-
ma imaginable en tres dimensiones. Son las afinidades químicas entre
los aminoácidos que componen la cadena lo que determina la forma
del nudo que hace la proteína al enrollarse a sí misma. Así pues, la
estructura tridimensional de una molécula de proteína está especifi-
cada por la secuencia unidimensional de aminoácidos, que a su vez
está especificada por la secuencia unidimensional de letras del códi-
go (las bases nitrogenadas) dentro de un gen. En teoría (en la prác-
tica ya es otra cuestión, y tremendamente difícil, por cierto), se podría
escribir una secuencia de aminoácidos que adoptase espontáneamen-
te cualquier forma de nuestro agrado: no sólo aquéllas que sirven de
enzimas, sino cualquier forma arbitraria que decidiésemos especifi-
car.5 Es precisamente esta versatilidad lo que faculta a las proteínas
para hacer de enzimas. Hay una proteína capaz de seleccionar una
cualquiera de las innúmeras reacciones químicas potenciales que pue-
den darse en el revoltijo de ingredientes de la célula.

5. De hecho, hay montones de secuencias de aminoácido diferentes que produ-


cirían la misma forma, lo cual es una de las razones para dudar de esos cálculos inge-
nuos que pretenden demostrar la improbabilidad astronómica de una cadena proteica
concreta mediante la fórmula 20n, donde n es la longitud de la propia cadena.

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canterbury

Así pues, las proteínas son unas enzimas magníficas, capaces de


enrollarse en cualquier forma que se desee. Pero como replicadores
son un desastre. Al contrario que el ADN y el ARN, cuyos componen-
tes siguen reglas de emparejamiento específicas (las reglas de empa-
rejamiento de las bases nitrogenadas, descubiertas por dos brillantes
científicos, los por entonces jóvenes Watson y Crick), los aminoáci-
dos no siguen regla alguna. El ADN, en cambio, es un replicador exce-
lente pero un pésimo candidato para el papel de enzima. Esto se debe
a que, a diferencia de las proteínas, capaces, como hemos visto, de
adoptar una variedad casi infinita de formas tridimensionales, el ADN
sólo tiene una configuración: la famosa doble hélice. La doble hélice
es idónea para la replicación por cuanto los dos lados de la escalera de
caracol se separan con facilidad uno del otro, quedando ambos expues-
tos como plantillas para que se les puedan adherir nuevas bases de
acuerdo con las reglas de emparejamiento de Watson-Crick. Pero no
sirve para mucho más.
El ARN posee algunas de las virtudes del ADN como replicador y
algunas de las virtudes de las proteínas como versátiles productoras
de enzimas. Las cuatro letras del ARN son lo bastante parecidas a las
cuatro letras del ADN como para que cualquiera de los dos series
pueda servir de plantilla para la otra. Ahora bien, el ARN no forma una
doble hélice larga con tanta facilidad, lo que significa que como repli-
cador es algo menos competente que el ADN. Esto se debe en parte a
que el sistema de doble hélice se presta a la corrección de pruebas. Cuando
la doble hélice de ADN se escinde y cada hélice individual sirve inme-
diatamente de plantilla a su complementaria, los errores se pueden
detectar y corregir al instante: ambas cadenas permanecen adosadas a
su progenitor y la comparación entre ellas permite identificar inmedia-
tamente los errores. La corrección de pruebas basada en este princi-
pio reduce la tasa de mutación a una entre mil millones, lo que hace
posible la existencia de genomas tan grandes como el nuestro. El ARN,
al carecer de esta capacidad correctora, presenta un índice de muta-
ción mil veces más elevado que el ADN. Esto significa que solamente
pueden usar el ARN como replicador principal los organismos más sim-
ples dotados de genomas pequeños, como, por ejemplo, ciertos virus.
Pero carecer de una estructura en forma de doble hélice también
tiene sus ventajas. Como la cadena de ARN no pasa todo el tiempo

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el cuento del antepasado

emparejada con su cadena complementaria sino que se separa de ésta


en cuanto termina de formarse, es libre de enrollarse como una pro-
teína. Y así como la proteína se enrolla en virtud de las afinidades
químicas entre aminoácidos situados en lugares diferentes de la mis-
ma cadena, el ARN lo hace usando las reglas de emparejamiento de
bases de Watson-Crick, esto es, las mismas reglas que se usan para hacer
copias de ARN. Dicho de otro modo, al no tener una cadena comple-
mentaria con la que asociarse en doble hélice como el ADN, el ARN
es dueño de emparejarse con trozos sueltos de sí mismo. Busca tramos
cortos de sí mismo con los que se puede emparejar, ya sea formando
una doble hélice en miniatura o en cualquier otra disposición. Según
las reglas de emparejamiento, esos tramos han de estar orientados
en dirección contraria. Por eso las cadenas de ARN tienden a formar
series de curvas muy cerradas.
El repertorio de formas tridimensionales que es capaz de adoptar
una molécula de ARN quizá no sea tan amplio como el repertorio de
las macromoléculas de proteína, pero si lo bastante como para pen-
sar que el ARN podría ofrecer un versátil arsenal de enzimas. De hecho,
se han descubierto muchas enzimas de ARN, llamadas ribozimas. La
conclusión es que el ARN posee algunas de las virtudes replicadoras
del ADN y algunas de las virtudes enzimáticas de las proteínas. Antes
de la aparición del ADN, el replicador por excelencia, y de las prote-
ínas, los catalizadores por excelencia, tal vez hubo un mundo en el
que el ARN era lo único capaz de hacer las veces de ambos especia-
listas. Tal vez en el mundo primordial se declaró espontáneamente
un incendio ribonucleico que empezó a fabricar proteínas, que a su
vez contribuyeron a sintetizar primero ARN y, más adelante, tam-
bién ADN, que terminó imponiéndose como replicador dominante.
Esto es lo que propone la teoría del mundo ARN, que se ha visto indi-
rectamente respaldada por una estupenda serie de experimentos
iniciados por Sol Spiegelman, de la Universidad de Columbia, y repe-
tidos en diversas versiones por otros investigadores a lo largo de estos
años. En sus experimentos, Spiegelman usó una enzima proteica, lo
que a juicio de algunos quizá sea hacer trampas, pero los resultados
fueron tan espectaculares y esclarecieron aspectos tan importantes de
la teoría, que no cabe sino concluir que, en cualquier caso, merecie-
ron la pena.

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Antes que nada, el contexto. Existe un virus llamado Qβ. Se trata


de un virus ARN, lo que significa que sus genes, en lugar de estar hechos
de ADN, estan compuestos íntegramente de ARN. Este virus se sirve
de una enzima llamada Qβ replicasa para copiar su propio ARN. En
estado salvaje, Qβ es un bacteriófago (o fago, para abreviar), esto es,
un parásito de bacterias, en concreto de la bacteria intestinal Escherichia
coli. La célula bacteriana cree que el ARN de Qβ es parte de su propio
ARN mensajero y sus ribosomas lo procesan exactamente igual que si
lo fuese, pero las proteínas que fabrica son buenas para el virus y no
para la bacteria que lo hospeda. Estas proteínas son de cuatro tipos:
una proteína de cobertura para proteger el virus, una proteína adhe-
siva para pegarse a la célula bacteriana, el llamado factor de replica-
ción, del que me ocuparé en un instante, y una proteína-bomba que,
cuando el virus termina de replicarse, sirve para destruir la célula
bacteriana y liberar así decenas de miles de virus, cada uno de los
cuales viajará dentro de su pequeña cobertura proteica hasta toparse
con otra célula bacteriana y reiniciar el ciclo. He dicho que volvería
a ocuparme del factor de replicación. Tal vez el lector piense que se
trata de la replicasa del Qβ, pero en realidad es más pequeño y más
simple. Lo único que hace el pequeño gen viral es fabricar una pro-
teína que se encarga de soldar otras tres proteínas que la bacteria
produce para sus propios fines (que no tienen nada que ver con lo que
estamos hablando). Cuando éstas han quedado soldadas por acción de
la pequeña proteína del virus, el compuesto así formado recibe el nom-
bre de replicasa Qβ.
Spiegelman fue capaz de aislar dos componentes de este sistema,
la Qβ replicasa y el ARN del Qβ. Los colocó en agua junto con algu-
nas materias primas micromoleculares (los componentes básicos del
ARN) y se puso a observar lo que ocurría. El ARN capturó pequeñas
moléculas y fabricó copias de sí mismo según las reglas de empareja-
miento de Watson-Crick, proeza ésta que llevó a cabo sin ninguna bac-
teria huésped y sin la proteína de cobertura ni ninguna otra parte
del virus. Esto ya de por sí suponía un resultado estupendo. Nótese
que la síntesis proteica, que forma parte de la actividad habitual del
ARN en estado natural, se ha excluido por completo del proceso. Tene-
mos un sistema de replicación de ARN reducido al mínimo que fabri-
ca copias de sí mismo son molestarse en producir proteínas.

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el cuento del antepasado

Entonces Spiegelman hizo algo extraordinario. En este «mundo-


probeta» completamente artificial puso en marcha una forma de evo-
lución en la que las células no desempeñaban papel alguno. Para visua-
lizar el montaje, imagínese el lector una larga hilera de tubos de ensayo
cada uno de los cuales contenía replicasa Qβ y materias primas pero
nada de ARN. Spiegelman introdujo en el primer tubo una pequeña
cantidad de ARN de Qβ que, como era de esperar, fabricó un mon-
tón de réplicas de sí mismo. A continuación extrajo una pequeña mues-
tra del líquido y echó una gota en el segundo tubo. Entonces esta semi-
lla de ARN comenzó a replicarse en el segundo tubo; al cabo de un
rato, Spiegelman extrajo otra gota de éste y la sembró en el tercero. Y
así sucesivamente. Es como cuando una chispa de una hoguera encien-
de un nuevo fuego en la hierba virgen, y este nuevo fuego a su vez
enciende un tercero y así sucesivamente, dentro de una cadena de
inseminaciones. Pero el resultado fue muy otro. Mientras que los
fuegos no heredan ninguna de las cualidades de la chispa generatriz,
las moléculas de ARN de Spiegelman sí. Y la consecuencia fue... evo-
lución por selección natural en su forma más básica y elemental.
A medida que se sucedían las generaciones, Spiegelman fue analizan-
do el ARN de los tubos para supervisar sus propiedades, incluida su
capacidad de infectar bacterias. Y descubrió algo fascinante. El ARN
evolutivo se fue haciendo cada vez más pequeño y, al mismo tiempo,
tal y como pudo comprobar poniéndolo en contacto con bacterias,
menos infeccioso. Al cabo de 74 generaciones la molécula de ARN
tipo se había reducido a una pequeña fracción del tamaño de su «ante-
pasado en estado salvaje». El ARN salvaje era un collar de unas 3.600
cuentas de largo. Tras 74 generaciones6 de selección natural, el habi-
tante medio de un tubo de ensayo había visto reducida su longitud a
tan sólo 550: insuficiente para infectar bacterias pero excelente para
infectar tubos de ensayo. Estaba claro lo que había ocurrido. A lo lar-
go del proceso se habían producido mutaciones espontáneas en el
ARN y los mutantes que sobrevivían estaban capacitados para hacer-
lo en el mundo del tubo de ensayo, no en el mundo natural de las bac-

6. Estamos hablando, naturalmente, de generaciones de tubos de ensayos; el núme-


ro de generaciones de ARN sería más elevado por cuanto las moléculas de ARN se
replican muchas veces en una misma generación de tubos de ensayo.

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terias que están a la espera de que las parasiten. La principal diferen-


cia probablemente estribaba en que el ARN de los tubos de ensayo
podía prescindir de toda la codificación encaminada a producir las
cuatro proteínas necesarias para fabricar la cobertura, la bomba y los
demás requisitos que permitían al virus salvaje sobrevivir como bacte-
riófago activo, mientras que en el mundo idílico de los tubos de ensa-
yo, llenos de replicasa Qβ y materias primas, lo que quedaba era el
mínimo necesario para poder replicarse.
A este superviviente nato reducido a lo imprescindible, cuyo tama-
ño es diez veces menor que el de su antepasado salvaje, se le conoce
como el «monstruo de Spiegelman». Al ser más pequeña, esta varian-
te depurada se reproduce más rápido que sus competidoras y, en
consecuencia, la selección natural hace que su representación en la
población aumente poco a poco (y población, dicho sea de paso, es el
término correcto, por más que estemos hablando de moléculas que
flotan libremente, no de virus ni de organismos de ningún tipo).
Por increíble que parezca, cuando se repite el experimento, una y
otra vez surge practicamente el mismo monstruo de Spiegelman.
Además, Spiegelman y Leslie Orgel, uno de los más importantes estu-
diosos del origen de la vida, llevaron a cabo otros experimentos en los
que añadieron a la solución una sustancia desagrable como, por ejem-
plo, bromuro de etidio. Bajo estas condiciones, evoluciona un mons-
truo distinto, resistente a la sustancia en cuestión. Cada obstáculo quí-
mico propicia la evolución de un monstruo especializado diferente.
Los experimentos de Spiegelman empleaban como punto de par-
tida ARN Qβ natural «de tipo salvaje». M. Sumper y R. Luce, que tra-
bajaban en el laboratorio de Manfred Eigen, obtuvieron un resulta-
do realmente sensacional. Bajo determinadas condiciones, un tubo
de ensayo que no contenga absolutamente nada de ARN, tan sólo las
materias primas para fabricarlo más la enzima Qβ replicasa, puede
generar espontáneamente ARN autorreplicador que evolucionará has-
ta hacerse semejante al monstruo de Spiegelman. Para que luego,
dicho sea de paso, vengan los creacionistas con la sospecha de que es
demasiado improbable que hayan evolucionado las macromoléculas
(más que «con la sospecha» quizá habría que decir «con la esperan-
za»). Es tal el poder de la selección natural acumulativa (y tan lejos
está la selección natural de ser un proceso basado en el puro azar) que

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bastan unos pocos días para que el monstruo de Spiegelman se cons-


truya a sí mismo desde cero.
Estos experimentos todavía no constituyen una prueba directa de
la hipótesis del mundo ARN como explicación del origen de la vida.
En concreto, la «trampa» de la replicasa Qβ sigue estando presente a
lo largo de todo el proceso. La hipótesis del mundo ARN se basa en
la capacidad catalítica del propio ARN. Si, como es bien sabido, éste
es capaz de catalizar otras reacciones, ¿no podría hacer lo mismo con
su propia síntesis? El experimento de Sumper y Luce prescindía del
ARN pero empleaba la replicasa Qβ. Lo que hace falta es otro expe-
rimento que también prescinda de la replicasa Qβ. Las investigacio-
nes continúan y presagio resultados emocionantes. Pero ahora quie-
ro ocuparme de una nueva hipótesis que se ha puesto de moda en
los últimos tiempos y que es totalmente compatible con la del mun-
do ARN y con muchas otras de las teorías vigentes sobre el origen de
la vida. La novedad en este caso radica en el escenario en el que habrí-
an tenido lugar por primera vez los acontecimientos cruciales: no en
un «pequeño estanque tibio» sino en una «profunda roca incandes-
cente». Según esta interesante teoría, nuestros peregrinos, para poder
completar el viaje y encontrar su Canterbury, van a tener que excavar
bien hondo y descender hasta la roca primordial. El principal impul-
sor de esta tesis es Thomas Gold, otro inconformista que también «hace
la guerra por su cuenta» y que, si bien comenzó como astrónomo, es
lo bastante versátil como para hacerse acreedor al título de «científi-
co generalista», distinción poco común en la actualidad, y lo bastan-
te eminente como para ser miembro electo tanto de la Royal Society
de Londres como de la National Academy of Sciences de Estados Unidos.
Gold piensa que es un error considerar que el sol es el primer motor
de la vida. A su modo de ver, nos hemos dejado engañar, una vez más,
por lo que nos resulta familiar y hemos asignado, tanto al ser huma-
no como a nuestro tipo de vida, una importancia injustificada en el
orden del universo. En su día los libros de texto afirmaban que toda
la vida dependía, en última instancia, de la luz solar, pero en 1977 se
descubrió algo asombroso: las chimeneas volcánicas de los profun-
dos fondos oceánicos sustentan una extraña comunidad de criaturas
que no precisan de la luz del sol para vivir. El calor de la lava incan-
descente hace que la temperatura del agua se eleve a más de 100°C,

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temperatura que, dada la enorme presión que se registra a semejan-


tes profundidades, todavía dista bastante del punto de ebullición. El
agua circundante es muy fría y el gradiente térmico fomenta diversos
tipos de metabolismos bacterianos. Estas bacterias termófilas, entre
las que figuran bacterias sulfurosas que aprovechan el sulfuro de hidró-
geno que mana de las chimeneas volcánicas, constituyen la base de
elaboradas cadenas alimenticias cuyos eslabones superiores incluyen
gusanos tubícolas de color rojo sangre y hasta tres metros de largo,
lapas, mejillones, estrellas de mar, percebes, cangrejos blancos, lan-
gostinos, peces y algunos anélidos capaces de vivir a 80°C. Hay bacte-
rias, como hemos visto, que pueden sobrellevar tranquilamente esas
temperaturas hadeanas, pero no se conoce ningún otro animal capaz
de hacer lo propio, de ahí que estos poliquetos reciban el apodo de
«gusanos Pompeya». Algunas de las bacterias sulfurosas se alojan en
animales como, por ejemplo, mejillones, o los gusanos tubícolas gigan-
tes, que llevan a cabo operaciones bioquímicas especiales en las que
usan la hemoglobina (de ahí su color rojo sangre) para alimentar
con sulfuro a sus propias bacterias. Estas colonias de vida, que se basan
en la extracción bacteriana de energía procedente de las chimeneas
volcánicas, asombran a propios y extraños, primero por el mero hecho
de su existencia y luego por su abundante exuberancia, que supone
un contraste sorprendente con las condiciones poco menos que des-
érticas del fondo marino circundante.
Ni siquiera después de un descubrimiento tan sensacional ha deja-
do la mayoría de los biólogos de seguir creyendo que el centro de la
vida es el sol. Casi todos damos por hecho que las criaturas de las comu-
nidades hidrotermales de los abismos oceánicos, por más que puedan
resultar fascinantes, constituyen una anomalía insólita y no represen-
tativa. Gold no está de acuerdo. Él cree que esos abismos ardientes y
oscuros que soportan una presión altísima son precisamente el lugar
donde no debería faltar la vida y donde surgió por primera vez. No
necesariamente en el mar, sino tal vez en las rocas, bajo tierra, a gran
profundidad. Nosotros, los que vivimos en la superficie, expuestos a
la luz y al aire fresco, seríamos las aberraciones, las anomalías. Gold
señala que los hopanoides, unas moléculas orgánicas que se forman en
las paredes celulares de las bacterias, están presentes en todas las rocas,
y cita un cálculo fidedigno según el cual habría entre diez y cien billo-

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el cuento del antepasado

nes de toneladas de hopanoides en las rocas del mundo. Estas cifras


superan con creces el billón de toneladas de carbono orgánico pre-
sente en la superficie.
Las rocas, observa Gold, están plagadas de grietas y fisuras, que, por
muy pequeñas que sean a simple vista, suponen más de mil trillones
de centímetros cúbicos de espacio húmedo y caliente apto para la vida
a escala bacteriana. La energía térmica y las sustancias químicas pre-
sentes en las propias rocas serían suficientes para sustentar enormes
cantidades de bacterias. Gold señala que muchas bacterias prospe-
ran a temperaturas de hasta 110°C y que esto les permitiría vivir a una
profundidad de entre cinco y diez kilómetros, distancia ésta que reco-
rrerían en menos de mil años. Se trata de un cálculo imposible de veri-
ficar, pero Gold cree que el total de la biomasa de las bacterias que
habitan en rocas profundas e incandescentes podría superar la bio-
masa de toda la vida de superficie basada en el sol que conocemos.
Volviendo al tema del origen de la vida, Gold y otros han señalado
que la termofilia, el amor a las temperaturas elevadas, no es una pecu-
liaridad insólita entre las bacterias y las Arqueas, sino todo lo contra-
rio: es algo tan común y tan ampliamente distribuido por los árboles
filogenéticos bacterianos que bien podría haber sido el estado primi-
tivo desde el que evolucionaron las formas de vida fría que conoce-
mos. Por lo que respecta tanto a la química como a la temperatura, las
condiciones en la superficie de la Tierra primigenia (lo que algunos
científicos llaman la Era Hadeana) eran más similares a las de las rocas
profundas e incandescentes de Gold que a las de la superficie terres-
tre actual. De hecho, podría decirse que, cuando excavamos en el sue-
lo rocoso, lo que estamos haciendo es excavar hacia el pasado y redes-
cubrir las condiciones imperantes en el incandescente Canterbury
de la vida.
Uno de los recientes paladines de esta hipótesis es el físico anglo-
australiano Paul Davies, cuyo libro The fifth miracle es un compendio
de las pruebas descubiertas desde que Gold publicara su artículo en
1992. En varias muestras de roca perforada se han descubierto bacte-
rias hipertermófilas vivas que se reproducen entre escrupulosas pre-
cauciones adoptadas para impedir cualquier contaminación proce-
dente de la superficie. Algunas de estas bacterias se han cultivado
con éxito en el interior... ¡de una olla a presión modificada! Davies,

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al igual que Gold, cree que la vida pudo haberse originado en las
profundidades subterráneas y que las bacterias que todavía habitan
ahí abajo podrían ser reliquias relativamente inalteradas con respec-
to a nuestros antepasados más remotos. En el caso concreto de nues-
tra peregrinación, esta idea es particularmente estimulante, por cuan-
to nos da esperanzas de encontrarnos algo parecido a las bacterias
primordiales en lugar de las bacterias más conocidas, modificadas para
vivir en las modernas condiciones de luz, frío y oxígeno. En la actua-
lidad, tras haber sido objeto de escarnio en un primer momento, la
hipótesis de que la vida surgió en las rocas profundas e incandescen-
tes se está convertiendo poco menos que en el último grito. Habrá que
esperar a más investigaciones para ver si es correcta o no, pero con-
fieso que estoy deseando que lo sea.
Hay muchas otras teorías en las que no me he detenido. Tal vez
un día alcancemos un consenso definitivo sobre el origen de la vida.
De ser así, dudo de que se base en pruebas directas, pues mucho me
temo que ya estén todas destruidas. En lugar de eso, el consenso se
alcanzará porque alguien formulará una teoría tan elegante que, como
dijo en otro contexto el gran físico estadounidense John Archibald
Wheeler:

...captaremos la clave del asunto y nos parecerá tan simple, tan bella y
tan convincente que nos diremos unos a otros: «¡Pues claro!, ¿cómo iba
ser si no? ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos durante tanto tiempo?».

Tendrá que ser así como descubramos la solución al enigma del ori-
gen de la vida o, de lo contrario, me temo que jamás llegaremos a co-
nocerla.

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el cuento del antepasado

El retorno del anfitrión

El afable anfitrión, tras guiar a Chaucer y a los demás peregrinos des-


de Londres hasta Canterbury y haberles animado a contar sus histo-
rias, se dio media vuelta y los condujo de regreso a Londres. Yo tam-
bién volveré ahora al presente, pero tendré que hacerlo por mi cuenta,
porque presumir que la evolución pueda seguir dos veces el mismo
camino hacia delante sería negar la mismísima razón de ser de nues-
tro viaje al pasado. La evolución nunca estuvo dirigida hacia ninguna
meta en particular. Nuestra peregrinación regresiva ha visto, en cada
encuentro, engrosar sus filas con la llegada de nuevos grupos cada
vez más inclusivos: los simios, los primates, los mamíferos, los verte-
brados, los deuteróstomos, los animales y así sucesivamente hasta lle-
gar al progenitor de todas las formas vivas. Si ahora nos diésemos media
vuelta y nos encaminásemos hacia el futuro, no podríamos volver sobre
nuestros pasos, pues eso implicaría que la evolución, repitiéndose des-
de el comienzo, seguiría exactamente el mismo recorrido y que lo que
en el camino de ida vimos como fusiones se convertirían en divisio-
nes. El río de la vida se ramificaría en todos los lugares justos. Se redes-
cubriría la fotosíntesis y el metabolismo basado en el oxígeno, la célu-
la eucariota se reconstruiría a sí misma y las células se agruparían en
nuevos cuerpos metazoicos. Habría una nueva división entre plantas,
por un lado, y animales, por otro; una nueva división entre Protóstomos
y Deuteróstomos; se redescubriría la espina dorsal, así como los ojos,
los oídos, las extremidades, los sistemas nerviosos... En última instan-
cia surgiría un bípedo de cerebro hipertrofiado y manos hábiles diri-

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el retorno del anfitrión

gidas por unos ojos que miran al frente, proceso que culminaría en
el proverbial equipo de críquet capaz de ganar a los australianos.
Mi rechazo a la evolución dirigida hacia una meta determinada fue
lo que me decidió a contar la historia marcha atrás. Con todo, al comien-
zo de este libro confesé cierta simpatía por una rima que me llevaría
a flirtear cautelosamente con pautas recurrentes, con la búsqueda de
un orden y una tendencia progresiva en la evolución. Así pues, aun-
que mi retorno como anfitrión no consistirá en volver exactamente
sobre mis pasos, me preguntaré en voz alta si tal vez no sería apropia-
do desandar un poco el camino.

La evolución repetida

El biólogo teórico estadounidense Stuart Kaufmann planteó atinada-


mente la cuestión en un artículo de 1985:

Una forma de recalcar nuestra ignorancia actual es preguntándonos lo


siguiente: si la evolución se repitiese desde el Precámbrico, cuando ya se
habían formado las células eucariotas, ¿cómo serían los organismos al cabo
de mil o dos mil millones de años? Y si este experimento se repitiese en
miles de ocasiones, ¿cuáles de las propiedades de los organismos surgirí-
an una y otra vez, cuáles serían raras, cuáles serían fáciles de producir para
la evolución y cuáles serían difíciles? Nuestra forma de reflexionar sobre
la evolución adolece de un defecto fundamental: no nos ha llevado a for-
mularnos esas preguntas, aun cuando las respuestas nos ayudarían a enten-
der las características previsibles de los organismos.

Lo que más me gusta de este párrafo es la condición estadística que


impone. Kauffman no concibe apenas un experimento mental, sino
una muestra estadística de experimentos en busca de las leyes gene-
rales de la vida, no de manifestaciones puntuales de formas de vida
concretas. La pregunta de Kauffman es similar al clásico interrogan-
te que se plantea la ciencia ficción cuando se pregunta cómo sería la
vida en otros planetas, sólo que en otros planetas las condiciones,
tanto iniciales como preponderantes, serían distintas. En un planeta
de gran tamaño la gravedad impondría todo un nuevo repertorio de

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el cuento del antepasado

presiones selectivas. Los animales del tamaño de las arañas no podrí-


an tener patas tan delgadas y quebradizas (porque se partirían bajo
el peso), sino que tendrían que sostenerse sobre robustas columnas
verticales similares a esos troncos de carne que son las patas de los
elefantes. Y viceversa: en un planeta pequeño, animales tan grandes
como elefantes, pero ligeros y vaporosos, podrían corretear y brincar
por la superficie como arañas saltarinas. Estas previsiones en materia
de estructura corporal serían las mismas para toda la gama de mun-
dos posibles con presión gravitatoria elevada y de mundos posibles con
presión gravitatoria baja.
Para un planeta, la gravedad es una condición dada sobre la cual
la vida no ejerce la menor influencia. También lo es la distancia que
lo separa de su sol, la velocidad de rotación que determina la dura-
ción de sus días y la inclinación de su eje, que, en un planeta como el
nuestro, de órbita prácticamente circular, es el principal factor deter-
minante de las estaciones. En un planeta como Plutón, cuya órbita dis-
ta mucho de ser circular, la distancia a la estrella central variaría drás-
ticamente e influiría mucho más sobre las estaciones. La presencia,
distancia, masa y órbita de uno o varios satélites ejercen, a través del
fenómeno de las mareas, una influencia sutil pero intensa sobre los
seres vivos. Todos estos factores son datos conocidos sobre los que la
vida no tiene la menor incidencia y que, por consiguiente, han de
tratarse como constantes en las sucesivas repeticiones del experimen-
to mental de Kauffman.
Los científicos de generaciones anteriores también habrían trata-
do el clima y la composición química de la atmósfera como datos cono-
cidos. Ahora se sabe que la atmósfera, en especial su alto contenido
en oxígeno y su bajo contenido en carbono, está condicionada por la
vida. Nuestro experimento teórico deberá, por tanto, tener en cuen-
ta la posibilidad de que en sucesivas reediciones de la evolución, la atmós-
fera pueda variar bajo la influencia de los seres vivos que vayan sur-
giendo. La vida puede influir en el clima e incluso en fenómenos
climáticos importantes, como las glaciaciones y las sequías. Mi difun-
to colega W.D. Hamilton, que dio en el clavo demasiadas veces como
para que nos tomemos a broma sus teorías, sugirió la posibilidad de
que las mismísimas nubes y la lluvia fuesen adaptaciones fabricadas
por microorganismos para su propia dispersión.

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el retorno del anfitrión

Por lo que sabemos, los procesos internos de la Tierra no se ven


afectados por el bullicio de la vida en la superficie, pero las reedi-
ciones ideales de la evolución deberían tener en cuenta las posibles
diferencias en los eventos tectónicos y, por tanto, el historial de la
posición de los continentes. Nos podríamos preguntar, por ejemplo,
si en las repeticiones del experimento de Kauffman deberíamos
presuponer que los terremotos, las erupciones volcánicas y los bom-
bardeos de meteoritos son los mismos o no. Tal vez lo más pruden-
te sería contemplar los fenómenos tectónicos y las colisiones sidera-
les como variables importantes de las que se podría calcular la media
estadística si la muestra de reediciones de la evolución fuese lo bas-
tante amplia.
¿Cómo podemos responder a la pregunta de Kauffman acerca del
aspecto que tendría la vida si volviésemos a poner la cinta un número
de veces estadísticamente significativo? Lo cierto es que existe todo
un repertorio de preguntas semejantes, cada una más difícil que la
anterior. Kauffman decidió «poner el reloj a cero» en el momento
en que la célula eucariota se formó a partir de sus componentes bac-
terianos, pero también podríamos imaginar que reiniciamos el proce-
so dos o tres eones antes, en el mismísimo instante del origen de la
vida propiamente dicha; o también, yéndonos al otro extremo, pode-
mos reiniciar el reloj mucho más tarde, por ejemplo, en la época del
Contepasado 1, cuando nos separamos de los chimpancés, y pregun-
tarnos si, en un número estadísticamente significativo de repeticiones
del experimento, los homínidos habrían desarrollado el bipedalismo,
el aumento cerebral, el lenguaje, la civilización y el béisbol. Entre
medias, está la pregunta de Kauffman sobre el origen de los mamífe-
ros, el origen de los vertebrados, y muchas más.
Por puro afán dialéctico, también podríamos preguntarnos si la
historia de la vida, tal y como la conocemos, nos brinda algo pareci-
do a un experimento kauffmaniano natural que nos pudiera servir
de orientación. La respuesta es que sí. A lo largo de la peregrinación
nos hemos topado con múltiples experimentos naturales. Gracias al
afortunado accidente de un aislamiento geográfico prolongado,
Australia, Nueva Zelanda, Madagascar, Sudamérica, e incluso África,
nos proporcionan reediciones aproximadas de episodios fundamen-
tales de la evolución.

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el cuento del antepasado

Estas masas continentales permanecieron aisladas unas de otras, y


del resto del mundo, durante buena parte del periodo posterior a la
desaparición de los dinosaurios, cuando el grupo de los mamíferos
desplegó casi toda su creatividad evolutiva. El aislamiento no fue total,
pero bastó para propiciar el surgimiento de los lémures en Madagascar
y la antigua y variopinta radiación de afroterios en África. En el caso
de Sudamérica hemos distinguido tres fundaciones de mamíferos sepa-
radas, con largos periodos de aislamiento entre ellas. La región que
he dado en llamar Australinea ofrece las condiciones ideales esta cla-
se de experimento natural toda vez que su aislamiento fue casi abso-
luto durante buena parte del periodo en cuestión y comenzó con
una pequeña introducción, posiblemente única, de marsupiales. Nueva
Zelanda constituye un caso único entre estos importantes experi-
mentos naturales porque durante este mismo periodo se encontró sin
mamíferos.
Lo que más me impresiona al repasar todos estos ejemplos es lo
similar que resulta la evolución cuando se le concede la posibilidad
de repetirse. Ya hemos visto cuán parecido es Thylacinus a un perro,
Notoryctes a un topo, Petaurus a las ardillas voladoras, Thylacosmilus a los
dientes de sable (y a varios «falsos dientes de sable» entre los carnívo-
ros placentarios). Las diferencias también son ilustrativas. Los cangu-
ros son sustitutos saltarines de los antílopes. El salto de un bípedo,
cuando es el producto final y perfeccionado de una línea de progre-
sión evolutiva, puede ser tan rápido como el galope de un cuadrúpe-
do. Pero las dos formas de desplazarse son radicalmente distintas y
han impuesto cambios sustanciales en las respectivas anatomías. Es
probable que, en la época ancestral en que los dos métodos de loco-
moción se bifurcaron, cualquiera de las dos líneas ancestrales experi-
mentales podría haber enfilado la senda del salto con dos patas y cual-
quiera haber perfeccionado el galope cuadrúpedo. Dio la casualidad
(en un primer momento puede que absoluta) de que los canguros
tomaron el primero de esos dos caminos y los antílopes el segundo, y
ahora, pasado el tiempo, nos maravillamos de las divergencias entre
los productos finales.
Los mamíferos protagonizaron sus dispares radiaciones evolutivas
aproximadamente al mismo tiempo unos que otros, en diferentes
masas continentales. El vacío dejado por los dinosaurios les dio la liber-

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el retorno del anfitrión

tad de prosperar. Los dinosaurios en su época habían desarrollado


similares radiaciones evolutivas, aunque con notables omisiones: por
ejemplo, no consigo que nadie me responda a la pregunta de por
qué no hay ningún topo dinosaurio. Y antes de los dinosaurios ya se
dieron muchos otros paralelismos, sobre todo entre los reptiles mami-
feroides, que también culminaron en espectros tipológicos similares.
Al final de mis conferencias siempre trato de responder las pregun-
tas de los asistentes. La más frecuente, con mucho, es: «¿cuál podría
ser el próximo estadio evolutivo de los seres humanos?». Mis interlo-
cutores, y es algo que me conmueve, siempre dan por hecho que se
trata de una pregunta novedosa y original, pero a mí se me cae el alma
a los pies, pues es una pregunta que cualquier evolucionista pruden-
te eludiría. Es imposible predecir con detalle la futura evolución de
ninguna especie; lo más que cabe señalar es que, desde el punto de
vista estadístico, la mayoría de las especies se ha extinguido. Ahora
bien, aunque no podamos pronosticar el futuro de ninguna especie
de aquí a, pongamos, 20 millones de años, lo que sí podemos es pre-
decir la gama de tipos ecológicos que existirán. Habrá herbívoros y
carnívoros, pacedores y ramoneadores, piscívoros e insectívoros. Estos
pronósticos basados en la dieta alimenticia dan por hecho que den-
tro de 20 millones de años todavía existirán los alimentos correspon-
dientes a esas definiciones. Los ramoneadores presuponen la exis-
tencia continuada de árboles. Los insectívoros presuponen insectos,
o, al menos, pequeños invertebrados de patas largas (los llamados
dudús, por emplear ese término técnico tan útil procedente de Áfri-
ca). Dentro de cada categoría, herbívoros, carnívoros y demás, habrá
toda una gama de tamaños. Existirán corredores, voladores, nadado-
res, trepadores y excavadores. Las especies no serán exactamente las
mismas que vemos hoy, ni las especies paralelas que evolucionaron
en Australia o en Sudamérica, ni sus equivalentes entre los dinosau-
rios ni entre los reptiles mamiferoides, pero habrá una gama análoga
de tipos que se buscarán la vida de manera parecida.
Si durante los próximos 20 millones de años se produce una gran
catástrofe y una extinción en masa comparable a la desaparición de
los dinosaurios, la nueva gama de ecotipos surgirá de nuevos puntos
de partida ancestrales y, a pesar de mis elucubraciones sobre roedo-
res en el Encuentro 10, será bastante difícil adivinar cuáles de los ani-

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el cuento del antepasado

Cambios espantosos. Del hombre sólo quedan restos fósiles y los ictiosaurios han
reaparecido sobre la Tierra. Una conferencia: «Como pueden apreciar», prosiguió el
profesor Ictiosaurio, «este cráneo pertenecía a algún animal inferior: los dientes son
insignificantes; la potencia de las mandíbulas, ridícula, y, en general, parece increíble que
semejante criatura pudiese procurarse alimento».
Esta viñeta, obra de Henry de la Beche, parodiaba una hipótesis formulada por
Charles Lyell según la cual los cambios periódicos del clima terrestre y, en
consecuencia, de la fauna podrían provocar que en el futuro los iguanodontes
volviesen a vagar por los bosques y los ictiosaurios reapareciesen en los mares.

males actuales podrían representar esos puntos de partida. La carica-


tura victoriana de esta página muestra al profesor Ictiosaurio disertan-
do sobre un cráneo humano procedente de algún pasado remoto. Si
en la época de los dinosaurios el profesor Ictiosaurio se hubiese plan-
teado su catastrófico final, le habría sido muy difícil pronosticar que
su lugar lo terminarían ocupando los descendientes de los mamífe-
ros, que a la sazón apenas eran unos pequeños insectívoros nocturnos
e insignificantes.
Bien es verdad que estamos hablando de una evolución bastante
reciente, no de la prolongada repetición imaginada por Kauffman.
Así y todo, estas reediciones recientes sin duda pueden transmitirnos
enseñanzas acerca de la inherente reproducibilidad de la evolución.
Si las fases iniciales de la evolución siguieron pautas similares a las fases

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el retorno del anfitrión

OJOS COMPUESTOS OJOS TIPO CÁMARA


Ojos corneales de los vertebrados terrestres

Superposición
neural Aposición
Ojos Arañas Ojos de Cresta del tapete
los peces
superpuestos

Cangrego de
Ojos con cristalinos
las Molucas
de los cefalópodos
Intermedios Ojos con
Ojos de espejos
masa vítrea
Restos-copépodos
Ojos protocompuestos
Nautilo

Cámaras ocultas Fositas de pigmento


reflectante
Ojos con copa pigmentaria

Fotorrecepción simple

Las cuarentas sendas hacia la iluminación. Paisaje de la evolución del ojo, obra de
Michael Land.

posteriores, tales enseñanzas bien podrían constituir principios gene-


rales. Pienso que los principios que hemos aprendido de la evolu-
ción más reciente, esto es, la que arranca de la extinción de los dino-
saurios, probablemente sean válidos por lo menos hasta el Cámbrico,
e incluso hasta el mismísimo origen de la célula eucariota. Tengo la
impresión de que el paralelismo entre las radiaciones de los mamífe-
ros en Australia, Madagascar, Sudamérica, África y Asia podría repre-
sentar una especie de modelo para responder a la pregunta de
Kauffman en lo tocante a puntos de partida mucho más antiguos,
como, por ejemplo, el que él mismo escogió, el origen de la célula
eucariota. Antes de este hito, en cambio, la confianza se desvanece.
Mi colega Mark Ridley, en su libro Mendel’s Demon, sospecha que el ori-
gen de la complejidad eucariota fue un acontecimiento tremenda-
mente improbable, tal vez incluso más que el origen de la vida pro-
piamente dicha. Influido por Ridley, apuesto a que la mayoría de los
experimentos mentales que recreen la evolución desde el origen de
la vida no llegarán hasta la eucariocracia.
Para estudiar el fenómeno de la convergencia no es necesario basar-
nos en la separación geográfica como en el experimento natural aus-
traliano. Podemos suponer que la evolución se repita no desde el
mismo punto de partida en diferentes áreas geográficas, sino desde

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el cuento del antepasado

puntos diferentes de una misma área: una convergencia entre ani-


males tan poco relacionados entre sí que lo que nos indican no tiene
nada que ver con la separación geográfica. Se calcula que, en el rei-
no animal, «el ojo» ha evolucionado de forma independiente entre
40 y 60 veces. Este dato me inspiró el capítulo «Las cuarenta sendas
hacia la iluminación», incluido en el libro Escalando el monte improba-
ble, así que no voy a repetirme salvo para señalar que Michael Land,
catedrático de la universidad de Sussex y máximo experto en zoolo-
gía comparativa de los ojos, identifica nueve principios diferentes de
mecánica óptica, cada uno de los cuales ha evolucionado más de una
vez. El propio Land tuvo la amabilidad de diseñar, para su reproduc-
ción en el citado libro, el paisaje de la ilustración superior, donde cada
cumbre representa una evolución independiente de los ojos.
La vida, al menos tal y como la conocemos en este planeta, parece
tener un deseo casi indecente por desarrollar ojos. Podemos prede-
cir con toda confianza que una muestra estadística de repeticiones del
experimento de Kauffman culminaría en la formación de unos ojos.
Y no sólo de un tipo, sino toda una gama de ellos: ojos compuestos
como los de un insecto, un langostino o un trilobite, y ojos tipo cáma-
ra fotográfica como los nuestros o los de los calamares, con visión
cromática y mecanismos para graduar con precisión el enfoque y la
apertura. Muy probablemente, también ojos parabólicos reflectores
como los de las lapas y ojos tipo cámara oscura como los de los nauti-
los, esos moluscos modernos parecidos a amonites y dotados de con-
chas en espiral que hemos encontrado en el Encuentro 26. Si hay
vida en otros planetas del universo, lo más seguro es que también haya
ojos y se basen en la misma gama de principios ópticos que conoce-
mos en éste. Sólo hay un número limitado de maneras de hacer un
ojo y bien pudiera ser que la vida tal y como la conocemos ya las haya
descubierto todas.
Podemos hacer el mismo tipo de recuento con otras adaptacio-
nes. La ecolocación (el truco de emitir pulsaciones sonoras para orien-
tarse en función del cronometraje preciso de los ecos) ha evolucio-
nado como mínimo cuatro veces: en los murciélagos, en las ballenas
dentadas, en los guácharos (Steatornis caripensis) y en las salanganas
(Collocalia linchi). No son tantas veces como los ojos pero sí las sufi-
cientes como para no considerar demasiado improbable que, en las

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el retorno del anfitrión

Ojos ansiosos por evolucionar. Algunos ejemplos de ojos. Desde la esquina


superior izquierda, en sentido de las agujas del reloj: Nautilus pompilius (ojo del
tipo cámara oscura); trilóbite fósil (Phacops, ojo compuesto hecho de lentes de
calcita, algunos de los cuales pueden apreciarse en la parte superior del ojo);
mosca negra ojején del búgalo (Simulium damnosum, ojo compuesto); pez loro verde
(Sparisoma viride, ojo de pez); búho de Virginia (Bubo virginianus, ojo con córnea).

condiciones adecuadas, vuelva a surgir. Muy posiblemente, las reedi-


ciones de la evolución redescubrirían los mismos principios específi-
cos, los mismos trucos para resolver las dificultades. De nuevo me
abstendré de repetir una explicación incluida en uno de mis libros
anteriores1 y simplemente resumiré los resultados que cabría espe-

1. El relojero ciego.

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el cuento del antepasado

rar de las repeticiones de la evolución. La ecolocación basada en chi-


llidos muy agudos (que presentan mayor resolución que los graves)
debería evolucionar repetidas veces. Es probable que algunas especies
puedan modular la frecuencia de los chillidos, subiendo o bajando
el tono durante la emisión de los mismos (la precisión aumenta por-
que la diferencia tonal permite distinguir entre el comienzo del eco
y el final). El dispositivo computacional empleado para analizar los
ecos podría perfectamente efectuar cálculos (inconscientes) basados
en variaciones de tipo Doppler en la frecuencia de los ecos, porque
es indudable que el efecto Doppler se produce en cualquier punto del
universo donde exista el sonido y los murciélagos lo utilizan a la per-
fección.
¿Cómo sabemos que cosas como el ojo o la ecolocación han evo-
lucionado de forma independiente? Mirando el árbol filogenético.
Los parientes de los guácharos y de las salanganas no practican la
ecolocación. Ambas aves se han hecho cavernícolas por separado.
Sabemos que desarrollaron dicha tecnología por sí mismas e indepen-
dientemente de murciélagos y ballenas porque en las ramas circun-
dantes del árbol filogenético no hay ni una sola especie que la posea.
Puede que grupos distintos de murciélagos también hayan desarro-
llado la ecolocación por separado más de una vez. No sabemos cuán-
tas otras veces ha evolucionado esta técnica. Algunas musarañas y focas
la practican de forma rudimentaria (y algunos humanos ciegos la
han aprendido). ¿También la poseían los pterodactilos? Teniendo en
cuenta que saber volar de noche es bastante ventajoso y que, a la sazón,
no existían los murciélagos, no es inverosímil. Lo mismo vale para
los ictiosaurios. Eran muy parecidos a los delfines y presumiblemen-
te se ganaban la vida de forma similar. Teniendo en cuenta que los del-
fines hacen un uso continuado de la ecolocación, es lícito preguntar-
se si los ictiosaurios también la practicaban antes de la aparición de
los delfines. No existen pruebas directas al respecto y debemos evitar
las ideas preconcebidas. Un dato en contra de la hipótesis: los ictio-
saurios tenían unos ojos extraordinariamente grandes (uno de sus ras-
gos más llamativos) luego quizá dependían de la visión, no de la eco-
locación. Los delfines, en cambio, tienen ojos relativamente pequeños
y uno de sus rasgos más llamativos, el bulto redondeado llamado melón
que tienen encima del pico, hace las veces de lente acústica, concen-

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el retorno del anfitrión

trando el sonido en un haz estrecho que sale proyectado hacia delan-


te del animal como si fuese un reflector.
Como cualquiera de mis colegas, puedo rebuscar en la base de
datos zoológica que tengo en la cabeza y dar una respuesta aproxi-
mada a preguntas como «¿Cuántas veces ha evolucionado el rasgo X
por separado?». Sería un buen proyecto de investigación llevar a cabo
ese recuento de manera más sistemática. Cabe suponer que algunos
X, como los ojos, tendrían como respuesta «muchas veces», otros,
como la ecolocación, «varias veces» y otros, «sólo una vez» o incluso
«nunca», aunque debo decir que cuesta muchísimo encontrar ejem-
plos de estas respuestas. Las diferencias podrían resultar interesan-
tes. Me figuro que descubriríamos que la vida está ansiosa por aden-
trarse por ciertos senderos evolutivos potenciales, mientras que por
otros se muestra más renuente a internarse. En Escalando el monte impro-
bable formulé la analogía de un enorme museo que contuviese todas
las formas de vida, tanto reales como concebibles, con pasillos que
se abrían en muchas dimensiones y representaban el cambio evolu-
tivo, tanto real como concebible. Algunos de estos pasillos estaban
totalmente abiertos y casi ejercían una atracción magnética; otros, en
cambio, estaban bloqueados por barreras difíciles o incluso imposi-
bles de superar. La evolución recorre a toda velocidad los pasillos fáci-
les, una y otra vez, y sólo muy de vez en cuando, de manera insospe-
chada, salta una de las barreras. Retomaré la idea de deseo y renuencia
a evolucionar cuando analicemos la «evolución de la capacidad evo-
lutiva».
Repasemos ahora rápidamente otros casos en los que valdría la pena
llevar a cabo un recuento sistemático de las veces en que ha evolucio-
nado el órgano, propiedad o técnica X. La picadura venenosa (inyec-
ción hipodérmica de veneno mediante un tubo puntiagudo) ha evo-
lucionado al menos diez veces de manera independiente: en las medusas
y sus parientes, en las arañas, en los escorpiones, en los ciempiés, en
los insectos,2 en los moluscos (familia de los Cónidos), en las serpien-
tes, en el grupo de los tiburones (las rayas), en los peces óseos (el pez
piedra), en los mamíferos (el ornitorrinco macho) y en las plantas (la

2. En las abejas, avispas y hormigas, el aguijón es un conducto de desove modifi-


cado, de ahí que sólo piquen las hembras.

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el cuento del antepasado

ortiga). En una reedición del proceso evolutivo es casi seguro que vol-
vería a surgir el veneno, incluida la inyección hipodérmica.
La emisión de sonido con fines sociales ha evolucionado de mane-
ra independiente en aves, mamíferos, grillos y saltamontes, cigarras,
peces y ranas. La electrolocalización, esto es, el uso de campos eléc-
tricos débiles como sistema de orientación, ha evolucionado varias
veces, tal y como vimos en «El Cuento del Ornitorrinco». Lo mismo
cabe decir del uso (probablemente derivado del anterior) de corrien-
tes eléctricas como mecanismos de ataque y defensa. Dado que des-
de el punto de vista físico la electricidad es igual en todos los mun-
dos, podemos apostar con confianza por la evolución recurrente de
criaturas que exploten la electricidad tanto para orientarse como para
atacar.
El vuelo verdadero, no el planeo pasivo, parece haber evoluciona-
do cuatro veces: en los insectos, en los pterosaurios, en los murciéla-
gos y en las aves. El planeo en sus diferentes modalidades ha evolu-
cionado de manera independiente muchas veces, tal vez cientos, y bien
podría ser el precursor evolutivo del vuelo verdadero. Entre los ejem-
plos figuran lagartos, ranas, serpientes, peces voladores, calamares,
caguanes, marsupiales y roedores (dos veces). Apostaría una gran suma
de dinero a que en las repeticiones de Kauffman surgirían planeado-
res, y una suma razonable a que también aparecerían voladores.
La propulsión a chorro podría haber evolucionado dos veces. Los
moluscos cefalópodos la utilizan, y, en el caso de los calamares, a gran
velocidad. El segundo ejemplo que se me ocurre es el de otro molus-
co cuya propulsión, sin embargo, no es rápida. Las vieiras viven fun-
damentalmente en el fondo del mar, pero de vez en cuando se des-
plazan abriendo y cerrando acompasadamente las dos valvas, como si
fuesen unas castañuelas. Lo lógico sería pensar (al menos yo lo pien-
so) que semejante acción las propulsaría hacia atrás, en dirección
opuesta al castañeteo, pero lo cierto es que se mueven hacia delante,
como si se abriesen camino en el agua a mordiscos. ¿Cómo es posible?
La respuesta es que el movimiento de abrir y cerrar las valvas sirve para
bombear agua a través de un par de orificios situados detrás de la char-
nela. Estos dos chorros propulsan al animal hacia delante. El efecto
contradice hasta tal punto nuestra previsión intuitiva que resulta casi
cómico.

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el retorno del anfitrión

¿Y los órganos que sólo han evolucionado una vez, o no han llega-
do a evolucionar? Como hemos visto en el cuento del Rhizobium, la
rueda, dotada de un cojinete verdadero de rotación libre, sólo ha
surgido una vez, entre las bacterias, antes de que la inventase el hom-
bre. También el lenguaje ha surgido únicamente entre nosotros, lo
que supone una frecuencia cuarenta veces menor que la de los ojos.
Es sorprendente lo mucho que cuesta encontrar «buenas ideas» que
sólo hayan evolucionado una vez.
Le planteé el desafío a un colega de Oxford, el entomólogo y natu-
ralista George McGavin, y me proporcionó una lista estupenda; así y
todo, comparada con la lista de las cosas que han evolucionado muchas
veces, resulta breve. Según el doctor McGavin, los escarabajos bombar-
deros son los únicos que mezclan sustancias químicas para producir
explosiones. Los ingredientes se fabrican y conservan en glándulas sepa-
radas (obviamente); cuando el escarabajo percibe una amenaza, vierte
los ingredientes en una cámara situada cerca del ano, donde explotan
y provocan la expulsión de un líquido tóxico (cáustico e hirviente) a tra-
vés de una pequeña cánula orientada hacia el enemigo. Este proceso
hace las delicias de los creacionistas, pues están convencidos de que es
manifiestamente imposible que se haya desarrollado de manera gradual
ya que las fases intermedias también serian explosivas. En las conferen-
cias navideñas para niños que di en la Royal Institution y que la BBC
retransmitió en 1991, disfruté de lo lindo demostrando la falacia de
sesmejante argumento. Tras invitar a los asistentes más nerviosos a aban-
donar el auditorio, me puse un casco de la Segunda Guerra Mundial y
mezclé hidroquinona y agua oxigenada, los dos ingredientes explosivos
del escarabajo bombardero. No pasó nada; ni siquiera se calentó. La
explosión requiere un catalizador. Así pues, aumenté poco a poco la
concentración de catalizador, que a su vez fue incrementando de for-
ma constante la temperatura de la reacción hasta llegar a un clímax satis-
factorio. En la naturaleza, el catalizador lo proporciona el escarabajo,
que no debió de tener mayor dificultad en ir aumentando la dosis, de
forma paulatina y segura, a lo largo del tiempo evolutivo.
El siguiente en la lista de McGavin es el pez arquero, que pertene-
ce a la familia de los Toxótidos y debe de ser el único animal capaz
de lanzar un proyectil para abatir presas a distancia. El pez arquero
sube hasta la superficie y escupe un chorro de agua a un insecto que

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el cuento del antepasado

esté posado en algún lugar; cuando el insecto cae al agua, se lo come.


El otro candidato para el puesto de depredador artillero podría ser la
hormiga león. Estos insectos en realidad son larvas del orden de los
Neurópteros y, al igual que tantas otras larvas, no se parecen en nada
a sus adultos. Con unas enormes mandíbulas que las harían las prota-
gonistas perfectas de una película de terror, acechan enterradas en
la arena, en la base de una trampa cónica que ellas mismas excavan.
El proceso de excavación consiste en arrojar la arena vigorosamente
desde el centro hacia fuera, lo que provoca minúsculos aludes en las
paredes del foso. El resto corre a cargo de las leyes de la física, que
modelan cuidadosamente el cono. Las presas, que por lo general son
hormigas, caen en la trampa y se resbalan por las empinadas pen-
dientes del cono en dirección a las mandíbulas de la hormiga león. La
posible semejanza con el pez arquero es que las presas no sólo caen
pasivamente en la trampa sino que a veces se precipitan al foso por el
impacto de las partículas de arena. Éstas, sin embargo, no van dirigi-
das con tanta precisión como las buchadas del pez arquero, que debe
su devastadora puntería a una visión de enfoque binocular.
Las arañas escupidoras, de la familia de las Escitódidas, actúan de
un modo ligeramente distinto. Privada de la rapidez de una araña lobo
o de la tela de una araña común, la araña escupidora lanza desde
cierta distancia un engrudo venenoso que inmoviliza a su presa, des-
pués se llega hasta ella y las mata de un mordisco. Es una técnica
diferente de la que usa el pez arquero para abatir a sus víctimas. Varios
animales, por ejemplo, las cobras escupidoras de veneno, escupen para
defenderse, no para cazar presas. El caso de la araña de las boleado-
ras, Mastophora, también es diferente y probablemente único. Podría
decirse que arroja un proyectil a sus presas (unas polillas que se ven
atraídas por un señuelo falso: el olor sexual de la polilla hembra, sin-
tetizado por la araña), pero dicho proyectil es una pelotilla pegajosa
de seda unida a un hilo de seda que la araña lanza por el aire como
el lazo de un vaquero (o como las boleadoras que le dan nombre) y
del que luego tira para arrastrar la presa hasta su posición. Podría decir-
se que los camaleones también arrojan un proyectil contra sus pre-
sas: la punta gruesa y pesada de la lengua, el resto de la cual (mucho
más fino) vendría a ser un poco como la cuerda con que se recupera
un arpón después de lanzado. Técnicamente, la punta de la lengua

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el retorno del anfitrión

del camaleón es un proyectil balístico, en el sentido de que, a dife-


rencia de la nuestra, se puede lanzar libremente. Los camaleones,
sin embargo, no son únicos en cuanto a esta peculiaridad. Algunas
salamandras también lanzan balísticamente la punta de la lengua con-
tra las presas, y su proyectil (a diferencia del de los camaleones) con-
tiene parte del esqueleto. La punta sale disparada como una pepita
de melón cuando la apretamos entre los dedos.
El siguiente candidato de McGavin para el puesto de singularida-
des evolutivas es una obra de arte: la araña acuática, Argyroneta aquati-
ca. Esta araña vive y caza exclusivamente bajo el agua pero, al igual
que los delfines, dugongos, tortugas, caracoles de agua dulce y demás
animales que han retornado al medio acuático, necesita respirar aire.
La diferencia con todos esos otros exiliados es que Argyroneta se cons-
truye su propia campana de inmersión. La teje con seda (que es la pana-
cea universal para cualquier problema arácnido) y la amarra a una plan-
ta subacuática. Sube a la superficie a coger aire y lo transporta, al igual
que varios insectos acuáticos, bajo el vello del dorso. Pero, a diferen-
cia de dichos insectos, que llevan el aire consigo donde quiera que vayan
como si fuese la bombona de oxígeno de un hombre rana, Argyroneta
lo transporta hasta su campana de inmersión para reponer las exis-
tencias. La campana es también la atalaya desde donde otea a sus pre-
sas y el lugar donde, una vez capturadas, las almacena y se las come.
Pero la más sensacional de las singularidades recopiladas por
McGavin es la larva de un tábano africano del género Tabanus. Como
era de esperar tratándose de África, las charcas donde las larvas viven
y se alimentan siempre acaban por secarse. Es entonces cuando las lar-
vas se entierran en el fango y se convierten en crisálida. La mosca adul-
ta emerge del fango seco y sale volando en busca de sangre. En últi-
ma instancia, completará el ciclo desovando en otra charca cuando
vuelvan las lluvias. El problema es que la larva enterrada corre un
riesgo previsible: cuando el barro se seca, se va agrietando y existe el
peligro de que una grieta destroce su refugio. En teoría, la larva podría
salvarse si lograra dar con algún modo de desviar las grietas que se le
aproximan. Pues bien: lo logra, y de una forma maravillosa y proba-
blemente única. Antes de enterrarse en la cámara de metamorfosis,
la larva penetra en el barro cavando una galería en forma de espiral
para después volver a la superficie cavando una espiral inversa. Por

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el cuento del antepasado

último, se introduce en el barro justo en medio de las dos espirales y


ahí permanece refugiada durante la estación seca hasta que vuelvan
las lluvias. ¿Capta el lector la lógica del procedimiento? La larva está
encerrada en un cilindro de barro cuyo límite circular ella misma ha
debilitado de antemano mediante la excavación preliminar en espi-
ral. Esto significa que cuando una grieta se acerque resquebrajando
el barro seco, si alcanza el borde del cilindro, en lugar de atravesarlo
justo por la mitad, lo circunvalará por fuera del perímetro, y la larva
no sufrirá daño alguno. Es un recurso similar al de las perforaciones
que rodean los sellos de correos e impiden que los rasguemos por la
mitad. El doctor McGavin está convencido de que este ardid tan inge-
nioso es exclusivo de este género de tábano.3
¿Pero existe alguna buena idea que nunca haya surgido por selec-
ción natural? Que yo sepa, ningún animal ha desarrollado jamás un
órgano capaz de transmitir ni recibir ondas de radio a larga distan-
cia. El uso del fuego es otro ejemplo. La experiencia humana nos
demuestra lo valioso que es. Hay ciertas plantas cuyas semillas preci-
san fuego para germinar, pero no me parece que sea un uso análogo
al que, por ejemplo, las anguilas eléctricas hacen de la electricidad.
El uso del metal como refuerzo óseo es otro ejemplo de una buena
idea que nunca ha surgido salvo en artefactos humanos. Me imagino
que debe de ser difícil de materializar sin la ayuda del fuego.
El estudio paralelo de las técnicas que evolucionan a menudo y
las que rara vez lo hacen, unido a las comparaciones geográficas que
hemos analizado previamente, podría permitirnos predecir cómo sería
la vida en otros planetas y también vaticinar el resultado más proba-
ble de los experimentos mentales sobre reediciones de la evolución
como el propuesto por Kauffman. Podemos dar por hecho que sur-
girían ojos, oídos, alas y órganos eléctricos, pero tal vez no explosio-
nes como las del escarabajo bombardero ni proyectiles líquidos como
los del pez arquero.
Los biólogos que siguen la estela del difunto Stephen Jay Gould
consideran que toda la evolución, incluida la postcámbrica, es tremen-
damente contingente: un hecho fortuito con escasas probabilidades

3. Quien primero describió esta práctica fue W.A. Lambourn [165].

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el retorno del anfitrión

de repetirse en una reedición kauffmaniana. Bajo el nombre de «rebo-


binando la cinta de la evolución», Gould desarrolló por su cuenta el
experimento mental de Kauffman. El sentir mayoritario es que las pro-
babilidades de que en una reedición del proceso evolutivo surgiese
algo remotamente parecido a los seres humanos son ínfimas, y Gould
lo expresó de manera convincente en su libro La vida maravillosa.
Fue esa visión ortodoxa la que me indujo a suscribir, con gran abne-
gación por mi parte, la cautelosa norma del primer capítulo de este
libro; la que me indujo, de hecho, a emprender mi peregrinación hacia
el pasado y que ahora me induce a abandonar a mis compañeros de
viaje en Canterbury y a regresar solo. Y, sin embargo... llevo tiempo
preguntándome si la ortodoxia de la contingencia no habrá llegado
demasiado lejos con sus intimidaciones. En la reseña que escribí del
libro Full House, de S. J. Gould, (recogida en mi libro El capellán del dia-
blo) defendí la antipática idea del progreso evolutivo: no del progre-
so hacia la humanidad (¡Darwin no lo quiera!), sino del progreso en
direcciones lo bastante predecibles como para justificar el uso del
término. Como sostendré enseguida, la acumulación de adaptaciones
complejas como los ojos es un indicio rotundo de cierta forma de pro-
greso, sobre todo cuando se asocia mentalmente a algunos de los mara-
villosos productos de la evolución convergente.
La evolución convergente también ha inspirado a Simon Conway
Morris, un geólogo de Cambridge cuyo provocador libro Life’s Solution:
Inevitable Humans in a Lonely Universe plantea exactamente el argumen-
to contrario a la contingencia de Gould. Según las tesis de Conway Morris,
el subtítulo de su libro, «El hombre como fruto inevitable de un uni-
verso solitario», no dista mucho de la verdad literal. El geólogo está
convencido de que una reedición de la evolución daría como resulta-
do otro ser humano, o de algo muy parecido, y para defender una idea
tan impopular hilvana un valeroso y casi provocador alegato. Los dos
testigos que cita una y otra vez a declarar son la convergencia y la
limitación.
Con la convergencia ya nos hemos topado repetidas veces a lo lar-
go de este libro, inclusive en este capítulo. Los problemas similares
dan lugar a soluciones similares, no sólo dos o tres veces, sino, en
muchos casos, docenas de veces. Yo pensaba que mi entusiasmo por
la evolución convergente era bastante exagerado, pero he encontra-

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el cuento del antepasado

do la horma de mi zapato en Conway Morris, que presenta un apabu-


llante surtido de ejemplos, muchos de los cuales me eran desconoci-
dos; pero así como yo suelo explicar la convergencia apelando a pre-
siones selectivas similares, Conway Morris añade el testimonio de su
segundo testigo, la limitación. Los ingredientes de la vida y los proce-
sos de desarrollo embrionario sólo permiten una gama limitada de
soluciones a un problema concreto. Dado un determinado punto de
partida evolutivo, existe un número limitado de posibles vías de sali-
da. En consecuencia, si dos reediciones de un experimento de
Kauffman se topan con presiones selectivas similares, las limitaciones
en materia de desarrollo fomentarán la tendencia a llegar a la misma
solución.
Es evidente que un abogado experto podría servirse de estos dos
testigos para defender la audaz tesis de que una repetición del proce-
so evolutivo desembocaría, más que probablemente, en un bípedo
dotado de un gran cerebro, manos hábiles, ojos tipo cámara fotográ-
fica orientados hacia delante y otros rasgos humanos. Por desgracia,
sólo ha sucedido una vez en este planeta, aunque me imagino que
siempre tiene que haber una primera vez.
Asimismo, me confieso impresionado por el argumento paralelo
que Conway Morris desarrolla para sostener que la evolución de los
insectos también es previsible. Entre los rasgos definitorios de los insec-
tos figuran los siguientes: un exoesqueleto articulado, ojos compues-
tos, un modo de andar característico según el cual, de las seis patas, tres
están siempre en el suelo formando un triángulo (dos patas a un lado,
una al otro) y unos tubos respiratorios o tráqueas que sirven para con-
ducir oxígeno hasta el interior del animal a través de los espiráculos,
unos orificios especiales situados en los costados del cuerpo. Para com-
pletar la lista de peculiaridades evolutivas, añadiré la evolución repe-
tida (¡once veces por separado!) de complejas colonias eusociales, como
las colmenas. ¿Son todo rarezas? ¿Carambolas únicas e irrepetibles en
la gran lotería de la vida? Al contrario: son todo convergencias.
Conway Morris repasa su lista y demuestra que todos y cada uno
de esos elementos han evolucionado más de una vez en diferentes par-
tes del reino animal; en muchos casos, varias veces, e incluso varias
veces por separado dentro de los propios insectos. Si a la naturaleza
le resulta tan fácil desarrollar por separado los componentes caracte-

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el retorno del anfitrión

rísticos de los insectos, no es tan inverosímil que el conjunto entero


pudiera surgir una segunda vez. Estoy tentado de suscribir la idea de
Conway Morris de que deberíamos dejar de pensar que la conver-
gencia es una rareza pintoresca que haya que admirar allí donde se
manifieste. Tal vez debiéramos verla como la norma y sorprendernos
de las excepciones a la misma. Por ejemplo, el lenguaje sintáctico pare-
ce ser un fenómeno exclusivo de una sola especie, la nuestra. ¿Acaso
es un rasgo (y más adelante retomaré este tema) del que podría care-
cer un bípedo inteligente fruto de un segundo devenir evolutivo?
En el primer capítulo de este libro, «La vanidad retrospectiva»,
escuché las advertencias sobre lo peligroso que es buscar pautas, para-
lelismos y sentidos en la evolución, pero también dije que flirtearía
cautelosamente con ellos. Este último capítulo nos ha brindado la
oportunidad de recorrer todo el curso de la evolución hacia delante
para ver qué pautas logramos apreciar. La idea de que toda la evolu-
ción iba dirigida a la producción de Homo sapiens debe, sin duda, refu-
tarse, y nada de lo que hemos visto en nuestro viaje regresivo invita a
reconsiderarla. El propio Conway Morris se limita a afirmar que algo
aproximadamente parecido al ser humano es uno de los diversos resul-
tados (otro, por ejemplo, serían los insectos) que en buena lógica se
darían repetidamente si la evolución se reiniciase una y otra vez.

Progreso exento de valores y progreso cargado de valores

¿Qué más pautas o consonancias distinguimos al repasar nuestro lar-


go peregrinaje? ¿Es progresiva la evolución? Existe al menos una defi-
nición razonable de progreso en virtud de la cual estaría dispuesto a
responder que sí. Pero para eso hace falta preparar el terreno. En
primer lugar, cabe definir el progreso, en un sentido débil y minimalis-
ta, sin ningún juicio de valor, como la previsible continuación en el
futuro de tendencias del pasado. El crecimiento de un niño es progre-
sivo en el sentido de que las tendencias que observemos a lo largo de
un año en materia de altura, peso, etc. continuarán en el año siguien-
te. En esta definición de progreso no median juicios de valor. El cre-
cimiento de un cáncer es progresivo exactamente en el mismo senti-
do (débil) de la palabra. Y la reducción de un cáncer por efecto de la

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el cuento del antepasado

terapia, también. Entonces, ¿qué no sería progresivo en el sentido débil


del término? Pues las fluctuaciones aleatorias y sin rumbo: un tumor
que crece un poco, se reduce otro tanto, crece mucho, vuelve a redu-
cirse un poco, crece un poco más, se reduce mucho, etcétera. Una ten-
dencia progresiva es aquélla en la que no hay retrocesos; o si los hay,
se ven superados y minimizados por el movimiento en la dirección
dominante. En el caso de una secuencia de fósiles ordenados por
fechas, el progreso, en esta acepción axiológicamente neutra, tan sólo
significaría que cualquier tendencia anatómica que apreciásemos al
avanzar desde los fósiles más antiguos a los intermedios continuaría
desde éstos a los más recientes.
Ahora hace falta aclarar la distinción entre progreso exento de valo-
res y progreso cargado de valores. En el sentido débil que acabamos
de definir, el progreso, en lo tocante a los valores, es neutro. Sin embar-
go, para la mayoría de la gente posee una carga axiológica. El médi-
co, al informar que el tumor se reduce por efecto de la quimioterapia,
anuncia con satisfacción: «Estamos progresando». Los médicos, en
general, cuando ven la radiografía de un tumor galopante con nume-
rosas derivaciones, no anuncian que el tumor está progresando, aun-
que, en rigor, podrían hacerlo. Sería una afirmación cargada de valo-
res, pero de valores negativos. La palabra progreso, en contextos políticos
o sociales, suele aplicarse a tendencias que siguen una dirección que
el hablante considera deseable. Cuando repasamos la historia de la
humanidad, consideramos progresistas tendencias como la abolición
de la esclavitud, la ampliación del sufragio, la reducción de las discri-
minaciones por sexo o raza, la mejora de la higiene pública, la reduc-
ción de la contaminación atmosférica y la mejora de la educación. Una
persona de cierta ideología política podría juzgar que algunas de esas
tendencias encarnan valores negativos y añorar la época en que las
mujeres no tenían derecho al voto ni podían entrar en los salones de
su club privado, pero, así y todo, esas tendencias son progresistas no
sólo en el sentido débil, minimalista y axiológicamente neutro que
hemos definido inicialmente: son progresistas según un sistema de
valores concreto, por más que el lector o yo podamos no compartirlo.
Parece increíble que, en el momento en que escribo estas líneas,
sólo hayan pasado cien años desde que los hermanos Wright consi-
guieron llevar a cabo el primer vuelo a motor a bordo de una máqui-

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el retorno del anfitrión

na más pesada que el aire. La historia de la aviación desde 1903 ha


experimentado un progreso inequívoco y sorprendentemente rápido.
Apenas cuarenta y dos años después, en 1945, Hans Guido Muttke, un
aviador de la Luftwaffe, rompía la barrera del sonido a bordo de un
Messerschmitt.4 Tan sólo veinticuatro años más tarde el hombre ponía
el pie en la Luna. El hecho de que ya no se viaje a la Luna y se acabe
de suspender el único servicio de pasajeros supersónico tan sólo repre-
senta una inversión momentánea, dictada por la economía, dentro de
una tendencia general incuestionablemente progresiva. Los aviones
son cada vez más rápidos, al tiempo que mejoran en muchos otros
aspectos. Buena parte de este progreso no concuerda con los valores
de todos (por ejemplo, de quienes tengan la mala suerte de vivir cer-
ca de un aeropuerto). Y buena parte del progreso aeronáutico respon-
de a necesidades militares. Pero nadie puede negar que existe un con-
junto de valores expresable de manera racional que algunas personas
cuerdas podrían suscribir, según el cual hasta los cazas, los bombar-
deros y los misiles teledirigidos han mejorado progresivamente duran-
te los cien años transcurridos desde el primer vuelo de los Wright. Lo
mismo cabría decir de todos los demás medios de transporte y, en
realidad, de otras creaciones tecnológicas, entre ellas, por encima de
todo, los ordenadores.
Insisto en que cuando afirmo que este tipo de progreso está «car-
gado de valores» no me refiero a que esos valores sean necesariamen-
te de signo positivo, ni para el lector ni para mí. Como acabo de seña-
lar, buena parte del progreso tecnológico del que estamos hablando
responde, y contribuye, a fines militares. Se podría afirmar, no sin
razón, que el mundo era mejor antes de todos esos inventos. En este
sentido, la palabra progreso connota valores negativos. Sin embargo,
sigue estando cargada de valores en un sentido importante que tras-
ciende mi primera definición minimalista y axiológicamente neutra
según la cual el progreso no es más que una tendencia que nace en
el pasado y prosigue en el futuro. El desarrollo armamentístico, des-

4. Hay quien discute la primacía de Muttke. Merezca o no tal distinción, lo que sí


es seguro es que el primer piloto que superó la barrera del sonido no fue Chuck Yeager
en 1947, tal y como enseñan en los patrióticos colegios de Estados Unidos. George
Welch, un civil de ese mismo país, ya lo había logrado dos semanas antes.

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de las piedras y lanzas hasta los arcos, trabucos, mosquetes, rifles, ame-
tralladoras, obuses, bombas atómicas y bombas de hidrógeno de cada
vez más megatones, es sinónimo de progreso según el sistema de valo-
res de alguien, por mucho que ni el lector ni yo lo compartamos, pues
de lo contrario nadie se habría molestado en investigar y desarrollar
las técnicas necesarias para la producción de todo ese armamento.
La evolución representa progreso no sólo en el sentido débil y exen-
to de valores de la palabra. Hay episodios de progreso con una fuer-
te carga axiológica, al menos según algunos sistemas de valores total-
mente coherentes. Ahora que estamos hablando de armas, es un buen
momento para señalar que los ejemplos más conocidos son los de las
carreras armamentistas entre los depredadores y sus presas.
Según el Oxford English Dictionary, la expresión «carrera armamen-
tista» aparece por primera vez en las actas Hansard de la Cámara de
los Comunes de 1936:

Esta Cámara no puede estar de acuerdo con una política que pretende
fundamentar la seguridad nacional únicamente en el rearme militar y que
intensifica esa desastrosa carrera armamentista entre las naciones que con-
duce inevitablemente a la guerra.

En 1937, el Daily Express publicó un artículo titulado «Preocupación


ante la carrera armamentista», en el que se afirmaba: «Todos están
preocupados por la carrera de armamentos». El tema no tardó en infil-
trarse en los textos de biología evolutiva. En su obra clásica Adaptive Co-
loration in Animals, publicada en 1940, en plena Segunda Guerra
Mundial, Hugo Cott escribió:

Antes de declarar que el camuflaje de un saltamontes o de una mariposa


es innecesariamente prolijo, hace falta comprobar cuáles son las capaci-
dades de percepción y discriminación de sus enemigos naturales. No hacer-
lo equivaldría a afirmar que la coraza de un buque de guerra es demasia-
do pesada o el alcance de sus cañones demasiado grande5 sin indagar

5. Tom Lehrer, que probablemente haya sido el compositor de canciones humo-


rísticas más brillante de todos los tiempos, anotó la siguiente instrucción en el enca-
bezamiento de una de sus partituras de piano: «Un poco demasiado rápido».

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en la naturaleza y eficacia del arsenal enemigo. Lo cierto es que en las


batallas primigenias que se libran en la selva, al igual que en la más refi-
nada que se libra en el mudo civilizado, asistimos al desarrollo de una gran
carrera armamentista evolutiva cuyos resultados, en el plano defensivo,
se manifiestan en recursos tales como velocidad, actitud vigilante, cora-
zas, espinas, técnicas de excavación, hábitos nocturnos, secreciones vene-
nosas, sabor nauseabundo, y coloraciones procrípticas, aposemáticas y
miméticas; y en el plano ofensivo, en contraatributos como velocidad, sor-
presa, acecho, atracción, agudeza visual, garras, dientes, aguijones, colmi-
llos venenosos y coloración anticríptica y atrayente. Del mismo modo
que el aumento de la velocidad por parte del perseguido se ha desarro-
llado en relación al aumento de la velocidad por parte del perseguidor,
o la coraza defensiva en relación al armamento agresivo, la perfección del
mimetismo ha evolucionado en respuesta a la mejora de las facultades per-
ceptivas.

Mi colega de Oxford John Krebs y yo abordamos el tema de la carre-


ra de armamentos evolutiva en un artículo que presentamos ante la
Royal Society en 1979. En él señalábamos que las mejoras que se obser-
van en las carreras armamentistas entre animales son mejoras del equi-
po de supervivencia, no mejoras generales de la supervivencia en sí,
y ello por una razón de lo más interesante. En una carrera de arma-
mentos entre atacantes y defensores, puede haber lances en los que
uno u otro bando cobre ventaja provisionalmente, pero, en general,
las mejoras de un lado anulan las mejoras del otro. Las carreras arma-
mentistas tienen incluso algo de paradójico: son económicamente cos-
tosas para ambos bandos, sin embargo, no rinden beneficios netos a
ninguno de los dos, toda vez que las potenciales ganancias de uno se
ven neutralizadas por las del otro. Desde el punto de vista económi-
co, más les valdría a ambos contendientes alcanzar un acuerdo y poner
fin a la carrera de armamentos. Es un caso extremo hasta el ridículo,
pero a las especies que hacen de presa les saldría más rentable sacri-
ficar una parte de sus efectivos a cambio de que el resto pudiera pas-
tar con tranquilidad y sin correr peligro. Ni los depredadores ni las
presas tendrían que desviar valiosos recursos a los músculos para correr
más rápido, a los sistemas sensoriales para detectar a los enemigos, ni
a la actitud vigilante y a las prolongadas batidas de caza que tanto tiem-

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po consumen y tan estresantes resultan para ambas partes. Las dos sal-
drían beneficiadas de un acuerdo sindical como ése.
Por desgracia, la teoría darviniana no conoce ningún medio de rea-
lizar esa clase de acuerdos. Cada una de las dos partes destina recursos
al desarrollo de características que le permitan superar al rival, y los
miembros de uno y otro bando se ven obligados a asumir costosos com-
promisos con sus propias economías corporales. Si no hubiese depre-
dadores, los conejos podrían dedicar todos sus recursos económicos y
todo su valioso tiempo a alimentarse y producir más conejos. En cam-
bio, dedican gran parte del tiempo a la vigilancia contra posibles depre-
dadores y emplean considerables recursos económicos para desarrollar
el equipo necesario para la huida. Esto, a su vez, obliga a los depreda-
dores a transferir sus inversiones económicas desde la actividad funda-
mental, que es reproducirse, a la mejora del armamento para cazar pre-
sas. Las carreras armamentistas, tanto en el terreno de la evolución
animal como en el de la tecnología humana, se ponen de manifiesto no
en la mejora del rendimiento sino en la creciente transferencia de recur-
sos económicos que, en lugar de invertirse en los aspectos alternativos
de la existencia, pasan a financiar la propia carrera de armamentos.
Krebs y yo identificamos una serie de asimetrías que podrían pro-
vocar que un bando dedicase más recursos económicos a la carrera
armamentista que el otro. Uno de estos desequilibrios lo bautizamos
como «principio de la vida o la cena». El nombre está inspirado en esa
fábula de Esopo en la que el conejo corre más que el zorro porque el
conejo corre para salvar la vida mientras que el zorro sólo corre para
asegurarse la cena. Existe una asimetría en cuanto al costo del fraca-
so. En la carrera armamentista entre los cucos y sus anfitriones, todo
cuco tiene a sus espaldas una línea ininterrumpida de antepasados
que nunca jamás fracasaron a la hora de engañar a sus padres adop-
tivos. En cambio, un individuo de la especie anfitriona tiene a sus espal-
das muchos antepasados que nunca se toparon con un cuco y muchos
otros que se toparon con uno y resultaron engañados por él. Muchos
genes responsables de la incapacidad de detectar y matar cucos se han
transmitido con éxito de generación en generación en la especie anfi-
triona, mientras que los genes que provocan que los cucos fracasen a
la hora de engañar a sus anfitriones han tenido una trayectoria gene-
racional mucho más azarosa. Esta asimetría en materia de riesgo fomen-

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ta otra: la de los recursos destinados a la carrera de armamentos y no


a otros aspectos de la economía biológica. Por expresar de otro modo
esta cuestión tan importante, el coste del fracaso es más elevado para
los cucos que para sus anfitriones. Esto provoca asimetrías en cuanto
a la forma como ambas partes equilibran sus exigencias en materia
de tiempo y de otros recursos económicos.
Las carreras de armamentos son profunda e indiscutiblemente pro-
gresivas, a diferencia, por ejemplo, de la adaptación evolutiva al clima.
Para un individuo de cualquier generación, los depredadores y los pará-
sitos suponen una dificultad prácticamente análoga al clima adverso.
Sin embargo, con el paso del tiempo evolutivo, existe una diferencia
crucial. A diferencia del tiempo atmosférico, que fluctúa sin ton ni
son, los depredadores y los parásitos (y las presas y los organismos hués-
pedes) evolucionan sistemáticamente en una dirección concreta y se
vuelven sistemáticamente peores para sus adversarios. Las tendencias
de las carreras armamentistas observadas en el pasado pueden extrapo-
larse al futuro (cosa que no se puede hacer con las mediciones de las
glaciaciones y las sequías) y, además, están cargadas de valores en el mis-
mo sentido que lo están las mejoras tecnológicas en el terreno de la
aeronáutica o del armamento. La visión de los depredadores se hace
más aguda (aunque no necesariamente más eficaz) porque las presas
se vuelven más difíciles de ver. La velocidad aumenta progresivamente
en ambos bandos, aunque, una vez más, las ventajas obtenidas por
uno se ven en su mayor parte neutralizadas por las mejoras paralelas
del otro. Los dientes de sable se vuelven más largos y afilados a medi-
da que las pieles se tornan más duras. Las toxinas se hacen más tóxicas
a medida que mejoran los trucos bioquímicos que las neutralizan.
Con el paso del tiempo evolutivo, la carrera armamentista progre-
sa. Todas las características biológicas que un ingeniero humano admi-
raría por su complejidad y elegancia se vuelven más complejas y más
elegantes y cada vez dan más la impresión de obedecer a un diseño
preconcebido.6 En Escalando el monte improbable establecí una distin-
ción entre objetos diseñados y objetos diseñoides. Alardes de ingenie-

6. Dijo Hume: «Estas diversas máquinas, e incluso sus partes más diminutas, se
ajustan entre sí con una precisión que provoca la admiración de quienquiera que las
haya contemplado».

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ría diseñoide tan espectaculares como el ojo de un águila, el oído de


un murciélago o el sistema óseo y muscular de un guepardo o de una
gacela son la culminación de carreras de armamentos evolutivas entre
presas y depredadores. Las carreras armamentistas que libran los pará-
sitos con sus huéspedes cristalizan en proezas diseñoides co-adaptati-
vas aún más complejas y elegantes.
Permítaseme exponer una idea importante. La evolución de cual-
quier órgano diseñoide complejo en una carrera de armamentos tie-
ne que haberse producido como resultado de un gran número de
pasos de evolución progresiva. De una evolución así puede decirse que
es progresiva según nuestra definición por cuanto cada cambio sigue
la misma dirección que los cambios precedentes. ¿Cómo sabemos que
hay muchos pasos y no solamente uno o dos? Por una cuestión de pro-
babilidad elemental. Los componentes de una máquina compleja,
como el oído de un murciélago, podrían reordenarse al azar de un
millón de maneras diferentes antes de obtener otra disposición que
funcionase igual de bien que la original. Es un hecho estadísticamen-
te improbable, y no sólo en el sentido inane de que, considerada a pos-
teriori, toda disposición concreta se antoja tan improbable como cual-
quier otra. Hay poquísimas permutaciones de átomos que constituyan
instrumentos auditivos de precisión. Un oído de murciélago es algo
único. Funciona. No cabe achacar algo tan improbable desde el pun-
to de vista estadístico a un solo golpe de suerte. Por fuerza ha de ser
el resultado de una especie de proceso generador de improbabili-
dad, el fruto paulatino de lo que el filósofo Daniel Denett llama una
grúa en contraposición a un «gancho colgado del cielo». Las únicas
grúas que la ciencia conoce (y apuesto a que son las únicas que jamás
han existido o existirán en el universo) son el diseño y la selección.
El diseño explica la eficiente complejidad de los micrófonos y selec-
ción natural del oído de los murciélagos. En última instancia, la selec-
ción también explica los micrófonos y todos los objetos diseñados, ya
que los propios diseñadores de los micrófonos son, a su vez, ingenie-
ros que han evolucionado como resultado de la selección natural. En
cambio, el diseño en el fondo no explica nada puesto que hay una
regresión inevitable al problema del origen del diseñador.
Tanto el diseño como la selección natural son procesos de mejora
progresiva, gradual, paulatina. Al menos la selección natural no podría

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el retorno del anfitrión

ser otra cosa. En el caso del diseño, tal vez no sea una cuestión de prin-
cipio, pero lo cierto es que es un hecho probado. Los hermanos Wright
no tuvieron un rapto de inspiración y construyeron de buenas a pri-
meras un Concorde ni un bombardero Stealth. Lo que construyeron fue
un cascajo chirriante y destartalado que casi no despegaba del suelo
y que, tras dar unos cuantos bandazos, se estrelló en un sembrado.
Desde Kitty Hawk7 hasta Cabo Cañaveral, cada etapa del proceso se
basó en las anteriores. Las mejoras son graduales, paso a paso, en la
misma dirección, ajustándose a nuestra definición de progreso.
Podríamos imaginar, con cierta dificultad, un genio victoriano que,
con su bella y barbuda cabeza digna de Zeus, diseñase de cabo a rabo
un misil sidewinder. La idea va en contra del sentido común y de la
historia, pero no atenta contra las leyes de la probabilidad; no se pue-
de decir lo mismo de la evolución instantánea de un moderno mur-
ciélago volador dotado de ecolocalización.
Podemos descartar la posibilidad de que un solo salto macromuta-
cional lleve de musaraña terrestre ancestral a murciélago volador dota-
do de ecolocalizadores con la misma seguridad con que rechazamos
que un prestidigitador adivine el orden exacto de un mazo de naipes
barajados gracias un golpe de suerte. En ninguno de los dos casos es del
todo imposible la fortuna, pero ningún científico que se precie la usa-
ría como explicación de dichos fenómenos. El prestidigitador adivina
el órden de las cartas mediante un truco (todos hemos visto trucos igual
de desconcertantes para un profano). La naturaleza, a diferencia del
prestidigitador, no tiene ninguna intención de engañarnos, pero así y
todo podemos descartar la suerte; no en vano, la genialidad de Darwin
fue descubrir cuál era el juego de manos que practicaba la naturaleza.
El murciélago es el resultado de una lentísima serie de pequeñas mejo-
ras, cada una de las cuales amplia lo acumulado previamente y prolon-
ga la tendencia evolutiva en la misma dirección. En eso consiste, por
definición, el progreso. El mismo argumento es válido para todos los
objetos biológicos complejos que producen la ilusión de diseño y que
son, por tanto, estadísticamente improbables en una dirección concre-
ta. Todos ellos tienen que haber evolucionado de forma progresiva.

7. Localidad de Carolina del Norte (EEUU) donde los hermanos Wright cons-
truyeron sus primeros planeadores. [N. del t.]

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el cuento del antepasado

El anfitrión, que en su camino de regreso no esconde su interés


por las cuestiones fundamentales de la evolución, añade el progreso
a la lista. Sin embargo, el progreso así entendido no es una tenden-
cia que se prolongue uniforme e inexorablemente desde el inicio de
la evolución hasta el presente; más bien, por rescatar la cita inicial de
Mark Twain a propósito de la historia, se trata de algo que rima. En
el transcurso de una carrera armamentista observamos un episodio de
progreso, pero esa carrera concreta tiene un final: quizá uno de los
dos bandos provoca la extinción del otro, o bien los dos se extinguen
a consecuencia de una catástrofe como la que acabó con los dinosau-
rios. Entonces todo el proceso comienza de nuevo, no desde cero, sino
desde una fase anterior y reconocible de la carrera armamentista. El
progreso evolutivo no es una sola ascensión hacia la cumbre, sino
una trayectoria «en rima» que recuerda a los dientes de una sierra.
Uno de los dientes se remonta a finales del Cretácico, cuando el últi-
mo dinosaurio dio paso abruptamente al flamante y espectacular ascen-
so evolutivo de los mamíferos, pero durante el largo reinado de los
dinosaurios hubo muchos dientes de sierra más pequeños. Y los mamí-
feros, desde el primer momento de su ascensión, también disputa-
ron carreras armamentistas más pequeñas seguidas de extinciones que
a su vez se vieron sucedidas por nuevas carreras. Las nuevas carreras
armamentistas riman con las precedentes, conformando rachas perió-
dicas de evolución progresiva muy escalonada.

Evolucionabilidad

Eso por lo que respecta a las carreras armamentistas como motores


del progreso. ¿Qué más mensajes del pasado nos trae el anfitrión en
su camino de regreso al presente? Bien, debo hacer referencia a la
supuesta distinción entre macroevolución y microevolución. Digo
«supuesta» porque, a mi modo de ver, la macroevolución (evolución
en una escala de millones de años) es simplemente lo que se obtiene
cuando la microevolución (evolución en la escala de la vida de un indi-
viduo) se prolonga durante millones de años. La opinión contraria
es que la macroevolución es algo cualitativamente distinto de la micro-
evolución. Ninguna de las dos posturas es una tontería, ni tampoco

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el retorno del anfitrión

son necesariamente contradictorias. Como suele ocurrir, depende del


sentido con que se expresen.
Una vez más podemos usar el ejemplo del crecimiento de un niño.
Imaginemos una discusión sobre una supuesta diferencia entre macro-
crecimiento y microcrecimiento. Para estudiar el macrocrecimiento, pesa-
mos al niño cada pocos meses y el día de su cumpleaños lo coloca-
mos contra el dintel de una puerta para registrar su altura con una
raya a lápiz. Si queremos proceder de un modo más científico, pode-
mos medir varias partes del cuerpo, como, por ejemplo, el diámetro
de la cabeza, la anchura de los hombros, la longitud de los principa-
les huesos de las extremidades, y contraponer los valores en una grá-
fica, quizá tranduciéndolos a logaritmos por los motivos aducidos en
«El Cuento del Hábil». También apreciaríamos indicios de desarro-
llo tan significativos como la primera aparición del vello púbico, o
del pecho y la menstruación en las chicas, y del vello facial en los chi-
cos. Estos son los cambios que constituyen macrocrecimiento, medi-
dos en una escala de meses o años. Nuestros instrumentos de medición
no son lo bastante sensibles como para registrar las variaciones cor-
porales del microcrecimiento, que se producen cada hora o cada día
y que, acumulados a lo largo de meses, constituyen el macrocrecimien-
to. O bien, por extraño que parezca, son demasiado sensibles. En
teoría, una balanza sumamente precisa podría revelar el crecimiento
del niño de una hora para otra, pero una señal tan delicada se perde-
ría entre los bruscos incrementos de peso con cada ingesta de ali-
mentos y las bruscas disminuciones con cada evacuación. Los actos
de microcrecimiento propiamente dicho, consistentes todos ellos en
divisiones celulares, no tienen la más mínima repercusión inmediata
en el peso y su influencia en las dimensiones corporales brutas es inde-
tectable.
Entonces, el macrocrecimiento ¿es la suma de multitud de peque-
ños episodios de microcrecimiento? Efectivamente. Pero también es
cierto que las distintas escalas temporales imponen métodos de estu-
dio y hábitos de pensamiento completamente diferentes. Los micros-
copios que se usan para observar las células no son apropiados para
estudiar el desarrollo del niño a nivel corporal. Y las balanzas y cintas
métricas no sirven para estudiar la multiplicación celular. En la prác-
tica, las dos escalas temporales exigen métodos de estudio y hábitos

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el cuento del antepasado

de pensamiento radicalmente distintos. Lo mismo puede decirse de


la macroevolución y la microevolución. Si los términos se usan para
expresar las diferencias en cuanto a la mejor manera de estudiarlas,
no tengo nada en contra de establecer una distinción práctica entre
una y otra. En cambio, sí tengo mucho en contra de quienes otorgan
a esta distinción tan mundana una trascendencia casi (o más que casi)
mística. Los hay que piensan que la teoría darviniana de la evolución
por selección natural explica la microevolución pero es incapaz de
explicar la macroevolución, lo cual hace necesario añadir un ingre-
diente extra; en los casos más extremos, un ingrediente extra de natu-
raleza divina.
Por desgracia, este anhelo de intervenciones celestiales ha recibi-
do la ayuda y el consuelo de verdaderos científicos cuyas intenciones
en este sentido están libres de toda sospecha. Ya he analizado la teoría
del equilibro puntuado demasiadas veces y con demasiada meticulosidad
como para volver a hacerlo en estas páginas,8 así que me limitaré a
añadir que sus defensores, en general, llegan a proponer un despare-
jamiento fundamental de microevolución y macroevolución. Es algo
completamente injustificado. No hace falta agregar ningún ingredien-
te adicional a nivel micro para explicar el nivel macro. Antes al con-
trario, a nivel macro surge un nivel extra de explicación como conse-
cuencia de acontecimientos a nivel micro, extrapolados a espacios
temporales inimaginables.
La distinción práctica entre micro y macroevolución es semejante
a las que nos encontramos en muchos otros contextos. Los cambios
en el mapa del mundo a lo largo del tiempo geológico se deben a los
efectos, acumulados durante miles de milenios, de acontecimientos
tectónicos que tienen lugar en una escala de minutos, días y años.
Sin embargo, al igual que en el caso del crecimiento de un niño, los
métodos de estudio correspondientes a cada una de las dos escalas
apenas si tienen puntos en común. El lenguaje de las fluctuaciones
voltaicas no sirve para analizar el funcionamiento de un programa
informático como el Microsoft Excel. Nadie con dos dedos de frente

8. Opino que se trata de una interesante cuestión empírica que probablemente


tenga respuestas diferentes en cada caso concreto y que no merece ser tenida como
principio fundamental.

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el retorno del anfitrión

puede negar que los programas informáticos, por complicados que


sean, funcionan a base de pautas espacio-temporales de variación entre
dos voltajes, pero nadie con dos dedos de frente se preocupa de eso
cuando diseña, depura o utiliza un programa informático.
No veo motivos para poner en duda de que la macroevolución con-
sista en montones de pedacitos de microevolución unidos uno tras
otro a lo largo del tiempo geológico y detectados mediante fósiles en
lugar de por muestreo genético. No obstante, podría haber, y creo que
los hay, acontecimientos capitales en la historia evolutiva que modifi-
can la propia naturaleza de la evolución. En cierto sentido, la evolu-
ción también evoluciona. Hasta ahora, en este capítulo, el término
progreso ha venido significando que organismos individuales, con el
correr del tiempo evolutivo, se tornan más competentes para la labor
propia de todo individuo, que es sobrevivir y reproducirse. Pero tam-
bién podemos contemplar la posibilidad de que se den cambios en el
propio fenómeno de la evolución. ¿Podría la evolución propiamente
dicha tornarse más competente para alguna labor (la que le corres-
ponda) con el paso del tiempo? ¿Constituyen los últimos estadios de
la evolución una mejora con respecto a los primeros? ¿Evolucionan
los seres vivos para mejorar no sólo su capacidad de sobrevivir y repro-
ducirse, sino también la capacidad evolutiva de su linaje? ¿Existe una
evolución de la evolucionabilidad?
Esa frase, «evolución de la evolucionabilidad», la acuñé yo mismo
en un artículo publicado en las Actas de la conferencia inaugural sobre
vida artificial de 1987. La ciencia de la vida artificial era una discipli-
na recién nacida de la fusión de otras ciencias, particularmente bio-
logía, física e informática, y su fundador era el visionario físico Chris-
topher Langton, que fue quien editó las Actas. Desde la aparición de
mi artículo, aunque probablemente no como consecuencia del mis-
mo, la evolución de la evolucionabilidad se ha convertido en un tema
muy discutido entre los estudiantes de biología y los de vida artifi-
cial. Mucho antes de que yo usase la expresión, otros ya habían pro-
puesto la idea. En 1973, por ejemplo, el ictiólogo estadounidense
Karen F. Liem empleó la frase «adaptación prospectiva» para referir-
se al revolucionario aparato maxilar de los peces cíclidos, que les
permitió, como hemos explicado en su cuento, desarrollar de forma
tan súbita y fulminante cientos de especies en todos los grandes lagos

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el cuento del antepasado

africanos. He de decir que la teoría de Liem va más allá de la idea de


preadaptación. Una preadaptación es algo que surge originariamen-
te para cumplir una función y termina siendo asimilado por otra. La
adaptación prospectiva de Liem y mi evolución de la evolucionabili-
dad llevan implícita la idea, no sólo de asimilación a una función nue-
va, sino de desencadenamiento de un nuevo estallido de evolución
divergente. En resumidas cuentas, me estoy refiriendo a una tenden-
cia permanente e incluso progresiva hacia una mayor habilidad a la
hora de evolucionar.
En 1987 la idea de la evolución de la evolucionabilidad resultaba
un tanto herética, sobre todo en boca de un supuesto ultradarvinista
como yo. Me vi en la extraña situación de sostener una hipótesis y, al
mismo tiempo, disculparme por ella ante personas incapaces de enten-
der por qué había de disculparme. En la actualidad es un tema amplia-
mente debatido, y algunos lo han llevado más lejos de lo que jamás
hube previsto, por ejemplo, los biólogos celulares Marc Kischner y
John Gerhart, y la entomóloga evolutiva Mary Jane West-Eberhard en
su magistral libro Developmental Plasticity and Evolution.
¿Qué es lo que hace que un organismo sea bueno evolucionando,
además de sobreviviendo y reproduciéndose? Pongamos, antes de
nada, un ejemplo. A lo largo del libro hemos visto que los archipiéla-
gos son talleres de especiación. Si las islas están lo bastante cerca como
para permitir migración esporádicas, pero lo bastante lejos como para
dar tiempo a que se den divergencias evolutivas entre las una migra-
ción y otra, ya tenemos los ingredientes necesarios para la especiación,
que es el primer paso hacia la radiación evolutiva. Pero ¿cuán cerca
es «bastante cerca» y cuán lejos es «bastante lejos»? Depende de la
capacidad locomotriz de los animales. Para una cochinilla o bicho
bola, una separación de unos pocos metros equivale a una separa-
ción de muchos kilómetros para un pájaro o un murciélago. Entre
las islas del archipiélago de las Galápagos media la distancia adecua-
da para propiciar la evolución divergente de pequeñas aves como los
pinzones de Darwin, aunque no necesariamente para propiciar la evo-
lución divergente en un sentido general. Para esto habría que medir
la separación entre las islas, no en unidades absolutas, sino en unida-
des de viabilidad locomotriz calibrada en función de la especie ani-
mal de que se trate, un poco como en el caso de aquel barquero irlan-

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el retorno del anfitrión

dés al que mis padres preguntaron la distancia a la isla de Great Blasket


y respondió: «Unas tres millas si hace bueno».
Eso quiere decir que un pinzón de las Galápagos cuya autonomía
de vuelo hubiese disminuido o aumentado a consecuencia de la evo-
lución podría con ello ver disminuida su evolucionabilidad. Una auto-
nomía limitada reduce las probabilidades de iniciar una nueva raza
de descendientes en otra isla; visto así, es fácil de entender. El aumen-
to de la autonomía tiene un efecto menos evidente en la misma direc-
ción: los descendientes se establecen en nuevas islas con tanta frecuen-
cia que no tienen tiempo de evolucionar por separado antes de que
lleguen los nuevos inmigrantes. Poniéndonos en el caso extremo, aque-
llas aves cuya autonomía de vuelo fuese lo bastante grande como
para que la distancia entre las islas les sea indiferente, dejarían de con-
siderarlas separadas. Desde el punto de vista del flujo génico, todo el
archipiélago constituye un continente. Y, de nuevo, se ve frenada la
especiación. La evolucionabilidad elevada, si decidimos medir la evo-
lucionabilidad como índice de especiación, es una consecuencia invo-
luntaria de una autonomía locomotriz intermedia, teniendo en cuen-
ta que lo que se considere intermedia (esto es, ni demasiado grande
ni demasiado pequeña) dependerá de la distancia entre las islas en
cuestión. Huelga decir que en este tipo de razonamientos la palabra
isla no tiene por qué significar exclusivamente tierra rodeada de agua.
Como hemos visto en «El Cuento de los Cíclidos», los lagos son islas
para los animales acuáticos y los arrecifes pueden ser islas dentro de
lagos. Las cumbres montañosas son islas para aquellos animales terres-
tres que no toleran bien las bajas altitudes. Un árbol puede ser una
isla para un animal de autonomía reducida. Para el virus del sida, cada
hombre o cada mujer son una isla.
Si el aumento o la disminución de la autonomía se traduce en
un aumento de la evolucionabilidad, ¿tendríamos que calificarlos de
mejora evolutiva? Al ultradarvininista que, según algunos, llevo den-
tro se le eriza el pelo y le empieza a parpadear el detector de herejí-
as. La frase tiene un desagradable regusto a previsión evolutiva. Las
aves desarrollan un aumento o disminución de su autonomía a cau-
sa de la selección natural. Las futuras repercusiones sobre la evolu-
ción son una consecuencia irrelevante. No obstante, a toro pasado,
podríamos descubrir que las especies que ocupan el planeta tien-

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el cuento del antepasado

den a ser descendientes de especies atávicas con dotes para la evolu-


ción. Podría decirse, por tanto, que hay una especie de selección
entre linajes a alto nivel que favorece la evolucionabilidad: un ejem-
plo de lo que el insigne evolucionista estadounidense George C. Wi-
lliams llamó selección de clados. La selección darviniana tradicio-
nal lleva a los organismos individuales a convertirse en refinadas
máquinas de supervivencia. ¿Podría ser que la propia vida, como con-
secuencia de la selección de clados, se haya ido convirtiendo paula-
tinamente en un conjunto de refinadas máquinas de evolución? De
ser así, cabría esperar que en hipotéticas reediciones kauffmania-
nas de la evolución se redescubrirían las mismas mejoras en materia
de evolucionabilidad.
La primera vez que escribí sobre la evolución de la evolucionabili-
dad especulé sobre la existencia de acontecimientos evolutivos deci-
sivos tras los cuales la evolucionabilidad mejoraba. El ejemplo más pro-
metedor que se me ocurrió fue el de la segmentación. Como recordará
el lector, la segmentación es la división del cuerpo en módulos seme-
jantes a los vagones de un tren en cuyo interior las partes y sistemas
del organismo se repiten en serie. En su forma completa, la segmen-
tación ha surgido de forma independiente en los artrópodos, los ver-
tebrados y los anélidos (aunque la universalidad de los genes Hox
apunta hacia algún tipo de organización serial en los extremos ante-
rior y posterior que habría preludiado la segmentación). Su origen
es uno de esos acontecimientos evolutivos que no pueden haber sido
graduales. Mientras que el típico pez óseo tiene unas 50 vértebras, las
anguilas tienen nada menos que 200. Las cecilias (unos anfibios ver-
miformes) oscilan entre 95 y 285 vértebras. Las serpientes presentan
enormes diferencias en cuanto al número de vértebras: el récord, que
yo sepa, lo tiene una serpiente extinta con 565.
Cada una de las vértebras de una serpiente representa un segmen-
to con su propio par de costillas, sus bloques musculares y sus nervios
que salen de la espina dorsal. Como es imposible tener fracciones de
segmentos, la evolución de cantidades variables de segmentos ha debi-
do de propiciar numerosos casos en los que una serpiente mutante
se diferenciase de sus progenitores en un número entero de segmen-
tos (como mínimo en uno, posiblemente en más, de una sola vez).
Asimismo, cuando surgió la segmentación, tuvo que darse una transi-

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ción mutacional directa desde unos padres no segmentados a una cría


con (al menos) dos segmentos. Cuesta creer que semejante engen-
dro pudiese sobrevivir, no digamos ya encontrar con quien aparear-
se, pero está claro que eso fue lo que ocurrió habida cuenta de que
estamos rodeados de animales segmentados. Es más que probable que
la mutación tuviese que ver con genes Hox, como los de «El Cuento
de la Mosca del Vinagre». En mi artículo de 1987 sobre la evolucio-
nabilidad supuse que

... el éxito o el fracaso individual del primer animal segmentado durante


su propia vida carece relativamente de importancia. No cabe duda de que
muchos otros nuevos mutantes habrán tenido más éxito a nivel individual.
Lo que importa de ese primer animal segmentado es que las líneas ances-
trales que descendieron de él fueron unos ases de la evolución. Se irradia-
ron, se especiaron y dieron origen a nuevos filos. Independientemente de
si la segmentación fue o no una adaptación beneficiosa para la existen-
cia particular del primer animal segmentado, lo cierto es que representó
un cambio embriológico preñado de posibilidades evolutivas.

La facilidad con que segmentos enteros pueden agregarse o sustraer-


se del cuerpo es un factor que contribuye a una mayor evoluciona-
bilidad. Lo mismo ocurre con la diferenciación entre segmentos.
En animales como los milpiés y las lombrices, casi todos los segmen-
tos son idénticos entre sí, pero existe una tendencia recurrente, sobre
todo entre los artrópodos y los vertebrados, en virtud de la cual deter-
minados segmentos se especializan en cometidos concretos y, por tan-
to, se vuelven diferentes de otros segmentos (basta comparar una lan-
gosta con un ciempiés). Un linaje que consiga desarrollar un plan
corporal segmentado será inmediatamente capaz de generar toda
una gama de nuevos animales sólo con alterar módulos a lo largo del
cuerpo.
La segmentación es un ejemplo de modularidad, y la modularidad,
en general, es un ingrediente básico del pensamiento de los teóricos
más recientes de la evolución de la evolucionabilidad. De las muchas
acepciones de la palabra módulo recogidas en el Oxford English Dictionary,
ésta es la pertinente:

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el cuento del antepasado

Elemento de una serie de componentes o unidades de producción que


están tipificados para facilitar el ensamblaje o la sustitución y que suelen
prefabricarse como estructuras autónomas.

Modular es el adjetivo que califica un agregado de módulos y modula-


ridad el nombre abstracto correspondiente, que define la propiedad
de ser modular. Otros ejemplos de construcción modular son las plan-
tas (las hojas y las flores son módulos). Pero los mejores ejemplos de
modularidad tal vez se encuentran a nivel celular y bioquímico. Las
propias células son módulos por antonomasia, como también lo son,
dentro de las células, las moléculas de proteína y, por supuesto, el ADN.
Así pues, la invención de la pluricelularidad es otro acontecimien-
to decisivo que casi con toda certeza mejoró la evolucionabilidad. Se
adelantó cientos de millones de años a la segmentación, que en sí mis-
ma viene a ser una especie de recreación de aquélla, otro salto en el
ámbito de la modularidad. ¿Qué más acontecimientos decisivos ha habi-
do? El dedicatario de este libro, John Maynard Smith, colaboró con su
colega Eörs Szathmáry en el libro The Majors Transitions in Evolution.
La mayoría de esas «transiciones fundamentales de la evolución» halla-
rían cabida en mi lista de «acontecimientos decisivos», esto es, de mejo-
ras fundamentales de la evolucionabilidad. Entre ellas figuran, natural-
mente, el origen de las moléculas replicadoras, pues sin ellas no podría
haber evolución alguna. Si el ADN, tal y como sugieren Cairns-Smith y
otros, usurpó el papel de replicador a un predecesor menos competen-
te y lo hizo salvando etapas intermedias, cada una de esas etapas cons-
tituiría un salto adelante en materia de evolucionabilidad.
Si aceptamos la teoría del mundo ARN, también se habría producido
una transición crucial o hecho decisivo cuando un mundo en el que
el ARN sirviese tanto de replicador como de enzima diese paso a una
separación entre el ADN, en el papel de replicador, y las proteínas,
en el papel de enzima. Luego tuvo lugar la agrupación de entidades
replicadoras (genes) en el interior de células dotadas de paredes que,
al impedir que los productos génicos se escapasen, posibilitaron la cola-
boración química con los productos de otros genes. Otra transición
de capital importancia que muy probablemente también supuso un
hito para la evolucionabilidad fue el nacimiento de la célula eucario-
ta a partir de la fusión de varias células procariotas. También lo fue el

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el retorno del anfitrión

origen de la reproducción sexual, que coincidió con el origen de las


especies propiamente dichas, con su acervo génico y todo lo que eso
significó para la futura evolución. Maynard Smith y Szathmáry com-
pletan su lista con el origen de la pluricelularidad, el origen de colo-
nias como los hormigueros y termiteros y el origen de las sociedades
humanas dotadas de lenguaje. Existe una similitud entre varias de esas
transiciones fundamentales y es que suelen consistir en la reunión de
elementos hasta entonces independientes en un agregado más amplio
a un nivel superior, con la consiguiente pérdida de independencia a
nivel inferior.
A esa lista ya he añadido la segmentación, pero también incuiría
lo que denomino «cuello de botella». Explicarlo en detalle supondría,
una vez más, repetir lo expuesto en libros anteriores (sobre todo en
el último capítulo de The Extended Phenotype). El término alude a una
fase del ciclo vital de los organismos pluricelulares: significa que el
ciclo vital regresa regularmente a una sola célula, de la cual vuelve a
nacer un cuerpo pluricelular. La alternativa a un ciclo vital sometido
al cuello de botella podría ser una hipotética planta acuática que cre-
ciese desordenadamente y se reprodujese desprendiéndose de tro-
zos pluricelulares de sí misma que se alejarían arrastrados por la corrien-
te, crecerían y a su vez se desprenderían de más trocitos. El cuello de
botella tiene tres importantes consecuencias, y las tres son posibles
candidatas a la lista de mejoras en evolucionabilidad.
En primer lugar, las innovaciones evolutivas pueden reinventarse
«de abajo arriba», en lugar de surgir como remodelación de estruc-
turas existentes (el equivalente a reconvertir espadas en cuchillas de
arado). Hay más probabilidades de que una mejora, pongamos por
caso, del corazón suponga realmente una mejora si una serie de cam-
bios genéticos logra alterar todo el proceso de desarrollo a partir de
una única célula. Imaginemos la otra posibilidad: coger el corazón ya
existente y modificarlo mediante variaciones en el crecimiento de los
tejidos dentro de su palpitante estructura. Esta reforma «por partes»
afectaría al funcionamiento del corazón y pondría en peligro la pre-
tendida mejora.
En segundo lugar, el cuello de botella, al forzar el regreso sistemá-
tico a un mismo punto de partida dentro de un ciclo vital recurrente,
proporciona un calendario con el que poder regular los acontecimien-

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el cuento del antepasado

tos embriológicos. Los genes pueden activarse o desactivarse en momen-


tos clave del ciclo de crecimiento. Nuestra hipotética planta que cre-
ce descontroladamente y desprende pedazos de sí misma carece
de un programa reconocible con el que regular dichas activaciones y
desactivaciones.
En tercer lugar, sin el cuello de botella, las diversas mutaciones se
acumularían en diferentes partes de la descontrolada planta. El incen-
tivo que hace que las células cooperen se reduciría. De hecho, las
subpoblaciones de células estarían tentadas de comportarse como cán-
ceres con el fin de aumentar sus probabilidades de contribuir genes
a los pedazos desprendidos de la planta. En cambio, con el cuello de
botella, como cada generación se inicia a partir de una sola célula, el
organismo entero tiene bastantes probabilidades de quedar consti-
tuido por una población genéticamente uniforme de células coope-
rantes, descendientes todas ellas de esa célula única. Si no mediase
el cuello de botella, entre las células del cuerpo podría darse, desde el
punto de vista genético, un «conflicto de lealtades».
Hay otro importante hito evolutivo relacionado con el cuello de
botella que bien podría haber contribuido a la evolucionabilidad y que
tal vez resurgiría en las reediciones kauffmanianas. Se trata de la sepa-
ración entre las líneas germinal y somática, captada con claridad por
la primera vez por el gran biólogo alemán August Weissmann. Como
hemos visto en el Encuentro 31, lo que ocurre en el interior del embrión
es que una parte de las células se reserva para la reproducción (célu-
las germinales) mientras que el resto se destina a la construcción del
cuerpo (células somáticas). Los genes de las primeras son potencial-
mente inmortales: lo más probable es que su descendencia directa se
prolongue durante millones de años. Los genes somáticos están des-
tinados a experimentar un número finito, aunque no siempre previ-
sible, de divisiones celulares al objeto de fabricar los tejidos corpora-
les, tras lo cual la línea llega a su fin y el organismo muere. Las plantas
suelen quebrantar esa separación; el caso más evidente es cuando prac-
tican la reproducción vegetativa. Esto podría constituir una impor-
tante diferencia entre la forma de evolucionar de las plantas y la de
los animales. Antes de inventarse la separación entre germen y soma,
todas las células vivas eran antepasados potenciales de una línea inde-
finida de descendientes, como lo son todavía las células de esponja.

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el retorno del anfitrión

La invención del sexo es un acontecimiento decisivo que, aun-


que, a primera vista, pueda confundirse tanto con el cuello de bote-
lla como con la separación germen-soma, desde la óptica de la lógica
es diferente de ambos. En su forma más general, el sexo es una mez-
cla parcial de genomas. Estamos familiarizados con una versión con-
creta y sumamente reglamentada del sexo según la cual todo indivi-
duo obtiene de cada uno de sus padres el 50% de su genoma. Estamos
acostumbrados a la idea de que hay dos tipos de progenitor, macho y
hembra, pero eso no quiere decir que sean elemento indispensable
de la reproducción sexual. La isogamia es un sistema en el que dos
individuos no diferenciados como macho y hembra combinan la mitad
de sus genes para producir un nuevo individuo. Es más apropiado con-
siderar la división macho-hembra como otro acontecimiento decisi-
vo, posterior al origen del sexo propiamente dicho. Este tipo de sexo
va acompañado en cada generación por una «división reductora» en
virtud de la cual cada individuo dona el 50% de su genoma a cada uno
de sus hijos. Sin esa división reductora, los genomas duplicarían su
tamaño a cada generación.
Las bacterias practican una caprichosa forma de donación sexual
que a veces se denomina sexo pero que, en realidad, es algo muy dife-
rente, más parecido a la función de «cortar y pegar», o de «copiar y
pegar», de los programas informáticos. Fragmentos del genoma de una
bacteria se copian, o se cortan, y se pegan en otra que no necesaria-
mente ha de pertenecer a la misma especie (aunque cuando se trata de
bacterias el concepto de especie es un tanto dudoso). Como los genes
son subrutinas de software que realizan operaciones celulares, un gen
pegado puede ponerse a trabajar de inmediato en su nuevo entorno,
ejecutando la misma tarea que ejecutaba anteriormente.9

9. Ésta es la razón por la cual las técnicas de manipulación transgénica de la agri-


cultura moderna funcionan, como, por ejemplo, la legendaria implantación de los
genes anticongelantes de los peces árticos en los tomates. Y funcionan por el mismo
motivo por el que una subrutina informática, copiada de un programa a otro, produ-
ce un resultado idéntico. El caso de los cultivos modificados genéticamente no es tan
sencillo, pero el ejemplo sirve para disipar el miedo a que la transferencia de genes
de peces a tomates sea antinatural, como si con ello también se transmitiese cierto sabor
a pescado. Una subrutina es una subrutina, y el lenguaje de programación del ADN
es idéntico en los peces y en los tomates.

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 804

el cuento del antepasado

¿Qué gana con eso la bacteria donadora? Puede que la pregunta


esté mal formulada. La pregunta correcta sería qué gana con eso el
gen donado. Y la respuesta es que los genes que consiguen ser dona-
dos y que después logran que la bacteria receptora sobreviva y los trans-
mita, ven aumentar el número de sus copias en el mundo. No está
claro si nuestro reglamentado sexo eucariótico evolucionó a partir
de ese sexo tipo «cortar y pegar» o si fue un acontecimiento decisivo
completamente nuevo. Uno y otro debieron de tener un impacto enor-
me en la evolución subsiguiente y son posibles candidatos a la lista
de factores de la evolución de la evolucionabilidad. Como vimos en
«El Cuento del Rotífero», el sexo reglamentado tiene enormes con-
secuencias para la futura evolución por cuanto posibilita la mismísi-
ma existencia de las especies y de sus flujos génicos.
A través de los millones, probablemente miles de millones, de ante-
pasados individuales cuyas vidas hemos rozado a lo largo de nuestra
peregrinación, hay un héroe concreto que ha venido desempeñando
un papel secundario pero tan recurrente como un leitmotiv wagne-
riano: el ADN. En «El Cuento de Eva» demostramos que los genes,
no menos que los individuos, también tienen antepasados. En «El
Cuento del Neandertal» aplicamos dicha enseñanza a la cuestión de
si tan denostada especie se extinguió sin dejar algún legado que amor-
tiguase el varapalo. En «El Cuento del Gibón» expusimos con entu-
siasmo el tema del voto mayoritario entre aquellos genes que luchan
por imponer sus opiniones particulares sobre la historia ancestral.
En «El Cuento de la Lamprea» identificamos la analogía entre dupli-
cación genética y especiación, cada una a su nivel: una analogía tan
cercana que es posible construir árboles genealógicos de los genes que
guarden un estrecho paralelismo (aunque no coincidan) con los árbo-
les filogenéticos convencionales. Aun siendo distinto, el tema domi-
nante en el campo de la taxonomía recuerda al del gen egoísta, el leit-
motiv de las interpretaciones de la selección natural.

La despedida del anfitrión

Cuando en mi calidad de anfitrión me paro a pensar en todo este pere-


grinaje en el que tan agradecido estoy de haber participado, mi pri-

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el retorno del anfitrión

mera y abrumadora reacción es de asombro: no sólo ante el especta-


cular derroche de detalles que hemos presenciado, sino también ante
la mera existencia de semejantes detalles, ya sea en éste o en cualquier
otro planeta. El universo podría haber continuado perfectamente
sin vida ni mayores complicaciones: solamente física y química, ape-
nas el polvo disperso por la explosión cósmica que dio origen al espa-
cio y al tiempo. El hecho de que no haya sido así, el hecho de que la
vida surgiese prácticamente de la nada, unos diez mil millones de años
después de que el universo surgiese literalmente de la nada, es tan
asombroso que sería absurdo ponerse a buscar palabras que le hicie-
sen justicia. Y eso no es todo. La evolución no sólo tuvo lugar, sino que
terminó dando origen a seres capaces de comprender el proceso evo-
lutivo, e incluso de comprender el proceso mediante el cual lo com-
prenden.
Esta peregrinación ha sido un viaje no sólo en sentido literal, sino
en el sentido contracultural que conocí de joven, en la California de
los años sesenta. En comparación, el alucinógeno más potente que a
la sazón se vendiese en las calles del barrio hippie de San Francisco resul-
taría insulso. Si lo que uno busca son prodigios, el mundo real está
lleno de ellos. Sin necesidad de alejarnos de las páginas de este libro,
pensemos en el cinturón de Venus, en las medusas migratorias y en sus
arpones en miniatura, en el radar del ornitorrinco y de los peces eléc-
tricos, en las larvas de tábano que parecen prever las grietas del barro,
en las secuoyas, en el pavo real, en las estrellas de mar con su potente
sistema hidráulica, en los cíclidos del lago Victoria que han evolucio-
nado ¿cuántos órdenes de magnitud más rápido que Lingula, Limulus
o Latimeria? No es el orgullo que siento por este libro, sino la devo-
ción que siento por la vida la que me lleva a decirle al lector que, si
desea una justificación para ésta, abra el libro por una página cualquie-
ra. Y reflexione sobre el hecho de que, aunque esté escrito desde un
punto de vista humano, se podría haber escrito otro volumen parale-
lo desde el punto de vista de cualquiera de los diez millones de pere-
grinos. La vida en este planeta no sólo es asombrosa y más que satis-
factoria para cualquier observador que no tenga los sentidos embotados
por la familiaridad, sino que el mero hecho de que hayamos desarro-
llado la capacidad de entender nuestra propia génesis evolutiva es si
cabe mayor motivo de asombro y satisfacción.

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 806

el cuento del antepasado

La palabra peregrinación implica piedad y reverencia. No he tenido


ocasión en estas páginas de mencionar la irritación que me provoca
la piedad tradicional ni el desprecio que siento por la reverencia cuan-
do tiene por objeto algo sobrenatural, pero son sentimientos que no
escondo. No es que quiera poner límites o cortapisas al ejercicio de
la reverencia, ni que pretenda minimizarla ni rebajarla cuando es
sincera y nos lleva a alabar las excelencias de un universo que hemos
sabido entender. Si dijese que «todo lo contrario», me quedaría cor-
to, pues lo que precisamente critico de las creencias sobrenaturales
es que fracasen de manera tan estrepitosa a la hora de hacer justicia
a la sublime grandeza del mundo real. Me opongo a ellas porque repre-
sentan una limitación de la realidad, un empobrecimiento de todo
cuanto la naturaleza nos ofrece.
Creo que muchas de las personas que se consideran religiosas esta-
rían de acuerdo conmigo. En atención a ellas, citaré textualmente
un comentario que oí por casualidad en una conferencia científica y
que se ha convertido en una de mis observaciones favoritas. Un ancia-
no y distinguido biólogo llevaba un buen rato discutiendo con un cole-
ga. Cuando por fin concluyó la disputa, le guiñó un ojo y le dijo: «Mira,
en realidad queremos decir lo mismo, lo único que pasa es que tú lo
dices mal».
Me siento como si de veras volviese de una peregrinación.

806
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:32 Página 807

Lecturas recomendadas

Los números entre corchetes remiten a las obras numeradas en la


bibliografía

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Diamond, Jared, Guns, Germs and Steel: A Short History of Everybody for
the Last 13.000 Years, Chatto & Windus, Londres. [Trad. esp.: Armas,
germens y acero: breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años,
Debate, Barcelona, 1998.]

Fortey, Richard, Life: Un Unathourised Biography, HarperCollins, Londres,


1997. [Trad. esp.: La vida: una biografía no autorizada, Taurus, Madrid,
1999.]

Fortey, Richard, The Earth: An Intimate History: Unearthing Our Family


Tree, HarperCollins, Londres, 2004.

Leakey, R., The Origin of Humankind: Unearthing Our Family Tree, Science
Master series, Basic Books, Nueva York, 1994. [Trad. esp.: El origen de
la humanidad, Debate, Barcelona, 2000.]

Maynard Smith, John y Szathmáry, Eörs, The Origins of Life: From the
Birth of Life to the Origin of Language, Oxford University Press, Oxford,
1999. [Trad. esp.: Ocho hitos de la evolución: del origen de la vida a la apa-
rición del lenguaje, Tusquets, Barcelona, 2001.]

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el cuento del antepasado

Quammen, David, The song of the Dodo: Island Biogeography in an Age of


Extinctions, Hutchinson, Oxford, 1996.

Ridley, Mark, Mendel’s Demon: Gene Justice and the Complexities of Life,
Mendelson & Nicolson, Londres, 1999.

Southwood, Richard, The Story of Life, Oxford University Press, Oxford,


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[Trad. esp.: La variedad de la vida: exploración y celebración de todas las
criaturas que han vivido en la tierra, Crítica, Barcelona, 2001.]

Weiner, J., The Beak of the Finch, Jonathan Cape, Londres, 1994. [Trad.
esp.: El pico del pinzón: una historia de la evolución en nuestros días, Círculo
de Lectores, Barcelona, 2002.]

Wilson, E.O., The Diversity of Life, Harvard University Press, Cambridge,


Massachussets, 1992. [Trad. esp.: La diversidad de la vida, Crítica,
Barcelona, 1994.]

Lecturas avanzadas

Brusca, Richard C. y Brusca, Gary J., Invertebrates, 2.a ed., Sinauer


Associates Inc., Sunderland, Massachussets, 2002. [Trad. esp.:
Invertebrados, McGraw-Hill/Interamericana de España, 2005.]

Carroll, Robert L., Vertebrate Paleontology and Evolution, W.H. Freeman,


Nueva York, 1988.

Macdonald, David, The New Encyclopedia of Mammals, Oxford University


Press, Oxford, 2001. [Trad. esp.: La gran enciclopedia de los mamíferos,
Libsa, Madrid, 2005.]

Ridley, Mark, Evolution, 3.a ed., Blackwell, Oxford, 2004.

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Notas a las filogenias


Yan Wong

Los números entre corchetes remiten a las obras enumeradas en la


bibliografía.

Diagramas filogénicos

Las siguientes notas explican sintéticamente el fundamento científi-


co de las filogenias representadas en este libro, sobre todo de las que
han sido objeto de recientes revisiones taxonómicas de importancia
o que se discuten en la actualidad. Un buen análisis filogenético,
relativamente reciente, es el que ofrece Colin Tudge en La variedad
de la vida [289].

ENCUENTRO 0. No se incluye América porque las pruebas indican que


los humanos llegaron allí en épocas recientes, procedentes de Asia.
En buena lógica, el Contepasado 0 ha de ser como mínimo tan recien-
te como cualquier ACMR génico (tal como el «Adán del cromoso-
ma-Y»), e incluso un nivel bajo de reproducción dentro del grupo
basta para dar como resultado un ACMR muy reciente de todos los
seres humanos [45], de ahí que hayamos postulado una fecha tan
cercana.

ENCUENTROS 1 y 2. Filogenia (que, como en el resto de árboles, con-


siste en el voto mayoritario entre los genes; véase «El Cuento del Gibón»)

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el cuento del antepasado

avalada por la morfología [102] y las moléculas [20]. Las fechas de


divergencia se basan en el reloj molecular [105, 230].

ENCUENTRO 3. Filogenia y fechas de divergencia basadas en datos mor-


fológicos, fósiles y moleculares [102, 105, 273].

ENCUENTRO 4. La filogenia de los gibones no está clara: el árbol se


basa en datos del ADN mitocondrial [246, fig. 2c], complementados
con datos de reloj molecular para el contepasado y para los nodos
Symphalangus/Hylobates [105].

ENCUENTRO 5. Filogenia convencional. Fechas de divergencia obteni-


das de datos moleculares y fósiles [105].

ENCUENTRO 6. Filogenia y fechas sacadas directamente o deducidas


de [105]. La posición de la subfamilia Aotinae no es muy robusta y
podría variar en el futuro.

ENCUENTRO 7. La ubicación y datación [105] de la familia de los tarse-


ros concuerda con los datos moleculares [254] y morfológicos.

ENCUENTRO 8. Dentro de los estrepsirrinos, no hay acuerdo sobre las


relaciones entre los lémures, aunque a menudo se considera basal al
ayeaye. El orden y las fechas de las otras cuatro familias están basados
en información molecular [322] y se han calibrado para situar la diver-
gencia basal de los primates hace 63 millones de años [105, 207]. Sin
embargo, otros cálculos fijan esta divergencia hace 80 millones de años
[281], lo que retrasaría los Encuentros 9, 10 y 11 hasta 15 millones
de años más.

ENCUENTRO 9. La ubicación de los caguanes y las tupayas es sumamen-


te controvertida (véase «El Cuento del Caguán»); la incluida aquí se
basa en datos moleculares recientes [207]. Fecha de la divergencia
basal limitada a 63-75 millones de años a causa de los puntos de rami-
ficación circundantes.

ENCUENTRO 10. La posición de los Glires se basa en pruebas molecu-


lares sólidas [207]. La fecha del encuentro viene forzada por la data-
ción de reloj molecular del Encuentro 11 [207, 137], pero podría fijar-
se hasta hace 10 millones de años o antes [271]. Sobre la posición de
los lagomorfos no hay discusión [137, 207]. La filogenia de los roe-

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notas a las filogenias

dores es materia de debate. Por lo general se acepta la clasificación


de roedores histricognatos (Histricidos, Fiomorfos, Caviomorfos), aun-
que en los estudios moleculares también pueden encontrarse cuatro
grupos [por ejemplo, 137, 202]: Múridos + Dipódidos, Aplodóntidos
+ Esciúridos + Glíridos, Ctenodactílidos + histricognatos, Heterómidos
+ Geómidos. El orden de ramificación y las fechas aproximadas pro-
ceden de ADN ribosómico y ADN mitocondrial [202], pero el orden
no es indiscutible [véase, por ejemplo, 137].

ENCUENTROS 11 y 12. Filogenia y datación basadas en estudios mole-


culares revolucionarios de fecha reciente [207, 271].

ENCUENTRO 13. Filogenia y datación basadas en datos moleculares [207,


271]. La morfología [177] y algunas pruebas moleculares [205] coin-
ciden en la separación elefantes/sirenios/damanes. Hay dudas, sin
embargo, en cuanto a la ubicación del cerdo hormiguero [205, 271],
y los datos morfológicos pueden estar reñidos con la posición de los
Afrosorícidos [177].

ENCUENTRO 14. Encuentro corroborado por datos tanto antiguos como


recientes [208]. La divergencia placentarios-marsupiales hace 140
millones de años concuerda con fósiles y fechas moleculares tardías
[7, 144]. Los estudios moleculares demuestran que los Didélfidos y,
después, los Paucituberculados, son grupos hermanos de otros mar-
supiales [212, 272], lo cual concuerda con el análisis morfológico
[251]. Otras ramas están corroboradas en diversa medida por los datos
moleculares [212, 272]: la posición del colocolo es particularmente
dudosa; aquí aparece hermanado a los Diprotodontes [251]. Las fechas
de divergencia se basan en datos del reloj molecular, pero también vie-
nen impuestas por la biogeografía gondwaniana [212].

ENCUENTRO 15. Fechas y filogenia basadas en datos moleculares, mor-


fológicos y fósiles recientes [208].

ENCUENTRO 16. Los cálculos aproximados de la fecha del Encuentro


16 lo sitúan por término medio hace 310 millones de años [112]; otras
fechas tempranas de ramificación están basadas en fósiles [40]. Las
ramificaciones dentro de las serpientes y los lagartos son las ya clási-
cas. El orden de ramificación de las aves se basa en estudios genéti-

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el cuento del antepasado

cos [293] y las fechas en hibridización del ADN [265]: muchos grupos
se han agrupado bajo el término Neoaves debido a las relaciones in-
ciertas.

ENCUENTRO 17. Aunque algunos paleontólogos [40] los cuestionan, los


datos moleculares y morfológicos corroboran de manera contunden-
te la monofilia de los Lisanfibios y apuntan al orden de ramificación
aquí representado [325]. La fecha de la divergencia basal procede
de pruebas paleontológicas [4] y las otras, de árboles de ADN mito-
condrial elaborados mediante el método de probabilidad máxima
[325].

ENCUENTROS 18 y 19. Filogenia y fechas deducidas de estudios mole-


culares [294] y morfológicos/paleontológicos [326].

ENCUENTRO 20. En general se acepta la fecha del encuentro [209]. La


filogenia de los Actinopterigios cambia constantemente [141, 199],
aunque la clasificación tradicional [209] que hemos adoptado aquí
cuenta con amplio apoyo. Las fechas de las divergencias se basan en
datos de fósiles [40, 209]. Dado que la filogenia no es robusta, se han
omitido algunos grupos.

ENCUENTRO 21. Filogenia basada en datos morfológicos [75, 63] [263].


Fechas de las divergencias basadas en datos de fósiles [209, 252].

ENCUENTRO 22. El grupo de los agnatos está basado en datos genéti-


cos [97, 279] que contradicen la mayoría de las filogenias basadas en
fósiles (aunque estos grupos especializados muestran caracteres que
han desaparecido en una segunda fase evolutiva, lo que dificulta el
uso de datos morfológicos). La fecha del encuentro está severamen-
te limitada por pruebas fósiles [264]. La fecha de la divergencia de
lampreas y mixinos se ha inferido de los diagramas moleculares más
probables [279].

ENCUENTRO 23. Los datos del reloj molecular [315] sitúan la escisión
del pez lanceta cerca de las divergencias basales de los Deuteróstomos,
esto es, hace 570 millones de años, según la datación de la teoría de
la explosión cámbrica de mecha lenta (véase «El Cuento del Gusano
Aterciopelado»).

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notas a las filogenias

ENCUENTRO 24. La fecha del encuentro viene impuesta por los puntos
de ramificación circundantes. Puede que sea más próxima a los ambu-
lacrarios que a los peces lanceta [315].

ENCUENTRO 25. La clasificación y las divergencias basales de los ambu-


lacrarios se han inferido de datos genéticos recientes [32,, 97, 315],
suponiendo una explosión cámbrica de tipo mecha lenta. También se
basa en estudios genéticos la ubicación de los Xenoturbélidos en las
categorías más altas, aunque la ubicación exacta no es robusta. La filo-
genia y datación de los equinodermos se basan en datos genéticos,
morfológicos y fósiles [176, 297].

ENCUENTRO 26. La fecha del encuentro (hace unos 590 millones de


años) se deduce de cálculos de reloj molecular recientes [8, 10] y con-
cuerda de sobra con datos fósiles [291]. La filogenia de los protósto-
mos se ha revisado recientemente [3]: aquí hemos seguido un solo
esquema general [103] basado en la genética y la morfología. Tres
ramas compuestas de varios filos agrupados: Cefalorrincos [103],
Gnatíferos [162] (que incluye a los Acantocéfalos y a los Mizostómidos)
y Braquiozoos (Forónidos y Braquiópodos). La filogenia de los Ecdi-
sozoos es relativamente robusta [103]: las principales dudas son el
agrupamiento de onicóforos con artrópodos, y la inclusión basal de
los Quetognatos, que se basa en datos morfológicos y genéticos [224].
Muchas de las fechas de los Ecdisozoos están constreñidas por fósiles
onicóforos pequeños con concha (véase «El Cuento del Gusano
Aterciopelado»). El orden de ramificación de los Lofotrocozoos es
mucho más dudoso: el grupo Anélidos/Moluscos/Sipuncúlidos es
robusto [224]; los nemertinos son probablemente el grupo hermano
[290]; la ramificación de los demás es incierta.

ENCUENTRO 27. Filogenia basada en datos moleculares [247, 283]. Estos


suelen corroborar, aunque débilmente, la hipótesis de que los Acelos
son parafiléticos, mientras que los datos morfológicos demuestran con-
vincentemente la monofilia de los acelomorfos; en consecuencia, la
fecha de divergencia es arbitraria. La del encuentro se basa en cálcu-
los de distancia genética [247, 283], suponiendo que la escisión
Protóstomos/Deuteróstomos date de hace 590 millones de años y la
de bilaterios/cnidarios, de hace 700.

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el cuento del antepasado

ENCUENTRO 28 y 29. El orden de las ramificaciones de cnidarios y cte-


nóforos sigue siendo dudoso [35]; ciertos datos moleculares susten-
tan débilmente el que se ha usado aquí. La filogenia de los cnidarios
ya es la convencional; las fechas, obtenidas de estudios genéticos [50],
se han calibrado de acuerdo con la escala temporal empleada.

ENCUENTRO 30. La ubicación de Trichoplax no es segura [35], pero posi-


blemente esté cerca de la base de los Metazoos [comentario personal
de Peter Holland].

ENCUENTRO 31. Por lo general las esponjas se consideran metazoos basa-


les, aunque de vez en cuando los datos moleculares dan a entender
que podrían ser parafiléticas [191]. La fecha del encuentro, hace
800 millones de años, está basada en el reloj molecular [211] y reca-
librada en función de la divergencia protóstomos/deuteróstomos de
hace 590 millones de años; esto se contradice con la ausencia de espí-
culas de esponja fosilizadas antes del final del Precámbrico, aunque
las espículas podrían ser un carácter derivado.

ENCUENTRO 32 y 33. Las fechas de los encuentros se han calculado apro-


ximadamente a partir de diagramas moleculares [166, 191], dando
por supuesto que la del Encuentro 31 es 800 millones de años y la del
34, 1100. La posición de los Ictiospóreos [231] se basa en secuencias
de ADN mitocondrial [166] y no de ADN ribosómico [191].

ENCUENTRO 34. Suele discutirse [91, 244] la fecha del encuentro (hace
1100 millones), que tal vez no sea particularmente robusta. Los estu-
dios moleculares revisados sitúan ahora a los Microsporidios dentro
de los Hongos [149], posiblemente en la base [13]. Los estudios mor-
fológicos y genéticos sitúan a los Ascomicotes y Basidiomicotes como
filos cercanos, y los análisis de ADN ribosómico identifican a los
Glomeromicotes como filo hermano de ambos [256], con dos (como
mostramos aquí) o más ramas parafiléticas de zigomicetes. Las fechas
de divergencia, obtenidas por reloj molecular [133], se han reajusta-
do para que cuadren con la del encuentro.

ENCUENTRO 35. La clasificación de la mayoría de amebas y mohos muci-


laginosos como grupo hermano de metazoos + hongos cuenta con
un sustancial apoyo molecular [13, 43], aunque una disposición poco

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notas a las filogenias

convencional de la raíz del árbol de los eucariotas podría provocar


que los Encuentros 34, 35, 36 y 37 se juntasen de golpe en uno solo
[43]. La fecha de divergencia se ha situado arbitrariamente en el medio
de los dos nodos.

ENCUENTRO 36. En la actualidad se considera que el agrupamiento de


plantas, animales y hongos con base en datos de RNA ribosómico es
erróneo [13, 113]. Como se explica en el texto del Encuentro 37, la
posición de las plantas en la filogenia de los eucariotas es incierta y la
solución que hemos adoptado aquí es un tanto arbitraria. Fecha del
encuentro limitada por fósiles de 1.200 millones de años de antigüe-
dad [38, pero véase asimismo 42]; la fecha de 1.300 millones de años
es ampliamente compatible con el reloj molecular [por ejemplo, 91].
Dentro de las plantas, la filogenia y las fechas relativas se han deduci-
do de datos moleculares [203], aunque hay quien discute la inclu-
sión de las algas rojas [214].

ENCUENTRO 37. El orden de ramificación y las fechas de divergencia de


los principales grupos de eucariotas no están claros [13] (de ahí la
politomía representada). Debido al fenómeno de atracción de ramas
largas, los estudios con RNA ribosómico consideran erróneamente gru-
pos distintos como líneas filéticas ramificadas en fechas tempranas;
los árboles rectificados sólo son capaces de situar las ramas eucarióti-
cas lejos de las Arqueas [113], lo que implica una divergencia muy pos-
terior al Encuentro 38.

ENCUENTRO 38. Fecha del encuentro incierta; el reloj molecular indi-


ca aproximadamente hace 2.000 millones de años [por ejemplo, 91,
pero véase 42]. Fechas de divergencia y filogenia (convencional) basa-
das en estudios con ARN ribosómico [por ejemplo, 16].

ENCUENTRO 39. Árbol intrínsecamente difícil de dirigir por cuanto no


existe grupo externo y las variaciones de la tasa de mutación a lo lar-
go de las distintas líneas filéticas oscurecen el centro del árbol. Suele
colocarse la raíz entre las Arqueas y las Eubacterias (cruz A), pero
hay otras posibilidades [42] (cruz B) [113], de ahí que hayamos opta-
do por representarlo como no dirigido. Dado que los cambios que se
introduzcan a la hora de dirigir el árbol afectarán a la longitud total
de las ramas, éstas no pueden representar realmente el tiempo y son,

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el cuento del antepasado

por tanto, bastante arbitrarias. La filogenia eubacteriana se basa en


características bioquímicas sólidas (por ejemplo, glicoproteínas de las
paredes celulares) y en fenómenos génicos inusuales (por ejemplo,
de inserción/deleción) [42, 117]; los árboles de ARN ribosómico pue-
den presentar problemas de atracción de rama larga, pero indican que
las divergencias dentro de las bacterias son profundas [113]. El inter-
cambio de ADN bacteriano plantea problemas a la hora de construir
un solo árbol, a menos que exista un núcleo de genes que no se inter-
cambian [64].

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 844

el cuento del antepasado

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and proteins, Academic Press, Nueva York.

844
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 845

Procedencia de las ilustraciones

Página

40 Reproducido con autorización de la Comisión Internacional


de Estratigrafía.

70 Dibujo de una multitud, reproducido con autorización del


catedrático Robert Winston.

84 Árbol genealógico de la Reina Victoria, por Yan Wong.

96 Un nuevo modelo de evolución humana, de A.R. Templeton


[284], fig. 1. Reproducido con autorización de Nature
Publishing Group.

122 Diagrama de dispersión de peso cerebral en relación a peso corpo-


ral, de R.D. Martin el al. [185], fig. 1. Reproducido con auto-
rización de Nature Publishing Group.

130 Índice de CE (cociente de encefalización), por Yan Wong.

145 Cráneo de Toumai, © M.P.F.T. (Misión paleoantropológica


Franco-Tchadensis).

171 Una hipótesis sintética de la evolución de los primates catarrinos.


Reproducido de C.B. Stewart y T.R. Disotell [273], fig. 2. ©
1998, con autorización de Elsevier.

182, 183 Árboles no dirigidos, por Yan Wong; Cladogramas dirigidos, por
Yan Wong.

845
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 846

el cuento del antepasado

187, 189 Árboles de Chaucer, por Yan Wong, basados en datos de [46].
190, 192

194 Cladograma dirigido de los gibones, de T. Geissman [100], fig.


1.6. Reproducido con autorización de Wiley-Liss, Inc., una
filial de John Wiley & Sons, Inc.

195 Árbol no dirigido de máxima probabilidad. Reproducido de C.


Roos & T. Geissman [246], fig. 2c. © 2001, con autoriza-
ción de Elsevier.

227 Esqueleto de tarsero, por Stephen D. Nash, de John G. Fleagle,


Primate Adaptation and Evolution, 2.a ed., Academia Press, San
Diego, 1999, fig. 4.25.

235 Baobabs, © Thomas Pakenham.

283 Árbol, de E. Haeckel [119].


287 Gráfico basado en datos de R.D. Alexander et al. [5].

292 Masa testicular en relación a masa corporal, de P.H. Harvey &


M.D. Pagel [132], fig. 1.3.

323 Henkelotherium, por Elke Gröning, de B. Krebs, “Das Skelt


von Henkelotherium guimorotae, gen. et. sp. nov
(Eupantotheria, Mammalia) aus dem Oberen Jura von
Portugal”, Berliner Geowiss (1991), Abh., A 133: 1-110.

326 Mapa cerebral de Penfield, de [222].

327 Homúnculo sensorial, © Museo de Ciencias Naturales, Londres;


Platypunculus, de J.D.Pettigrew, P.R. Manger & S.L.B. Fine
[225], fig. 7a.

328 Líneas de sensibilidad ISO del ornitorrinco, de P.R. Manger y J.D.


Pettigrew [181], fig. 13e.

330 Pez espátula, © Norbert Wu/Minden Pictures.

335 Topo estrellado, Rod Planck/Science Photo Library

846
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 847

procedencia de las ilustraciones

336 Topúnculo, de K.C. Catania y J.H. Kaas [41]. Reproducido


con autorización de Wiley-Liss, Inc., una filial de John Wiley
& Sons, Inc.

342 Diagrama de tasas de extinción, de J.J. Sepkoski, [260].

345 Diagrama de reptiles mamiferoides, de T. Kemp [151].

382 Richard Owen, Zoólogo británico, con una moa gigante, George
Bernard/Science Photo Library.

387 Mapa paleográfico, por Christopher R. Scotese, © 2003 PALE-


OMAP Project (www.scotese.com)

396 Diagrama de la expansión del fondo marino, por Ken Wilson.

409 Fotografías de Ensatina © Chuck Brown; MAPA, de Robert


C. Stebbins, Reptiles and Amphibians, 3.a ed., por Robert C.
Stebbins. Reproducido con autorización de Houghton
Mifflin Company. Reservados todos los derechos.

416 Diagrama de curva de campana y diagrama de distribución, por


Richard Dawkins.

432 Ajolote mexicano, © Stephen Dalton/NHPA.

437 Posición filogénica de los ápodos, de R. Zardoya y A. Meyer [324],


fig. 4c.

446 Caballito de mar foliáceo, Paul Zahl/Science Photo Library

462 Red no dirigida del haplotipo de los haplocrominos, de Verheyen


et al. Reproducido con autorización de [295], fig. 3c. © 2003
AAAS.

515 Braquiópodo, © Museo de Ciencias Naturales, Londres.

524, 525 Pez gato invertido, © Slip Nicklin/Minden Pictures; Vista de


cráteres lunares desde el Apolo 11, NASA/DvR/Science Photo
Library

528 Hormigas arrieras, © Michael & Patricia Fogden/Minden


Pictures

847
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el cuento del antepasado

534 Fotografía de Condoleezza Rice, Colin Poweel, Presidente Busch y


Donald Rumsfeld, Associated Press.

535 Fotografía de Colin Poweel y el Presidente Daniel Arap Moi,


Associated Press.

558 Drosophila Melanogaster, de P.A. Lawrence, The Making of


a Fly, Blackwell Science (1992), ilustración 5.1.

579, 580 Thaumatoxena Andreinii Silvestri, de R.H.L. Disney and


D.H. Kistner, “Revision of the termitophilus Tahumatoxeni-
nae (Diptera: Phoridae)”, Journal of Natural History (1992)
26: 953-991; Megaselia Escalaris (Loew), por Arthur Smith,
© Museo de Ciencias Naturales, Londres.

583 Reconstrucción de Hallucigenia, con autorización de Dr. Derek


J. Siveter, Museo de Ciencias Naturales de la Universidad de
Oxford. De [136].

585 Opabinia, por Marianne Collins, de [108]. Con autorización


de Random House Group Ltd.

586, 587 Halkieria, reproducido con autorización de Simon Conway


Morris, Universidad de Cambridge. De S. Conway Morris y
J.S. Peel, «Articulated Halkieriids from the Lower Cambrian
of North Greenland and Their Role in Early Protostome
Evolution», Phil. Trans. Roy. Soc., Londres (1995), B 347: 305-
358, figs. 49a, b, c; Especimen de Myllokunmingia y Diagrama,
de D-G Shu et al. [264], figs. 2a y 3. Reproducidos con auto-
rización de Nature Publishing Group.

595 Dickinsonia Costata, reservados todos los derechos por J.G.


Gehling, South Australian Museum.

617 Arpón Cnidario, cortesía de BIODIDAC (biodidac.bio.uot-


tawa, ca).

625 Vista aérea de la Isla de Heron (Isla de Coral), reserva marina de


la Gran Barrera de Coral, Queensland, Australia, © Gerry
Ellis/Minden Pictures.

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 849

procedencia de las ilustraciones

635 Cinturón de Venus, un tipo de medusa peine, Sinclair


Stammers/Science Photo Library.

645 Diagrama de una porción de la pared de una esponja, de R.C.


Brusca y G.J. Brusca, Invertebrates, 2.a ed., Sinauer Associates,
Inc. (2003). Copiado del original por Tim Brown.

647 Coanoflagelados unidos por tallo, de J.N. Farmer, The Protozoa,


C.V. Mosby Co., St Louis (1980). Universidad de
Birmingham.

671 Diagrama del programa Deep Green, reproducido con auto-


rización de Brent Mishler, Departamento de Biología
Integradora, Universidad de California, Berkeley.

673 Gráfico de dispersión de la Ley de Kleber, de West, Brown y Enquist


[304], fig. 2. Del diagrama que figura en Hemmingsen,
«Energy meta as related to body size», Rep. Steno. Mem. Hosp.,
Copenhaguen: 1-110 (1960). Copiado del original de Tim
Brown.

674 Sección de una coliflor, por Yan Wong.

693 Filogenia aceptada de los eucariotas, © S.L. Baldauf. Actualizado


del original que figura en [13], fig.1.

701 Diagrama de Mixotricha, de L.R. Cleveland y A.V. Grimstone


[49].

719 Motor de flagelos bacterianos, de D. Voet y J.G. Voet, Biochemistry,


John Wiley y Sons, Inc. (1994), p. 1259. Copiado del origi-
nal po Tim Brown.

729 Visión actual del árbol de la vida, modificado de S. Grimaldo


y H. Philippe [113], fig. 5. © 2002, con autorización de
Elsevier.

751 Molécula de ARN de transferencia, imagen creada por ordenador,


Alfred Pasieka/Science Photo Library.

770 Cambios horribles, © Departamento de Geología, Museo


Nacional de Gales.

849
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el cuento del antepasado

771 Paisaje del ojo, dibujado por L. Ward a partir del original de
M.F. Land, de R. Dawkins [71].

773 En el sentido de las agujas del reloj: fotografía lateral de


Nautilus Pompilius mostrando un ojo tipo «Cámara Oscura»,
© Museo de Ciencias Natural, Londres; Micrografía de un
ojo de Trilobite fósil, VVG/Science Photo Library; Imagen micros-
cópica del ojo compuesto de una mosca negra, © Museo de Ciencias
Naturales, Londres; Ojo de pez Loro Verde, © B. Jones y M.
Shimlock/NHPA; Ojo de Búho de Virginia, Simon
Fraser/Science Photo Library.

850
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 851

Índice analítico

Abdominal-A, 557, 579 - corrección de pruebas y


Abdominal-B, 557 reparación, 602, 755
abeja, 213, 333, 425, 601, 696 - mitocondrial, 88-97, 104, 194,
Acanthostega, 404-405 378, 388, 436, 460-461, 710
Acelomorfos, 609-612, 651, 813 - ritmo de cambio, 436-439, 600-
acelos, platelmintos, 514, 610-613, 608 ; v. también reloj
813 molecular
- v. también acelomorfos Aegypthopithecus, 171
actinopterigios, v. peces, de aleta Aepyornis, v. ave elefante
radiada África, 61-62, 78-82, 92-97, 103-108,
Adams, Douglas, 234, 377, 380 118, 132-134, 140, 145, 151-
Adán del cromosoma Y, 90-91 155, 159, 161-169, 170-174,
adaptación, 103, 141, 267-268, 387, 199-207, 232-236, 239, 295,
468, 496, 711, 766, 772, 781, 297-319, 344, 360, 365, 384-
789, 799 397, 403, 458, 535-548, 767-
ADN 771
- alfabeto, 44-45, 598 Afropithecus, 167, 171
- antiguo, conservación del, afroterios, 237-251, 296, 300-308,
35 319-321, 768
- «basura», 185, 483, 605 agrícola, revolución, 54-57, 60, 63,
- código degenerado del, 605 253
- como documento histórico agutí (Dasyprocta), 178, 254-256
(«libro genético de los ajolote, v. salamandra
muertos»), 47 alelo, 63, 82-87, 216, 265-266, 537,
- como replicador, 745, 754-756 600
- comparación con la evolución Alexander, Richard D., 287
de los textos literarios, 187 Alexis, zarevich de Rusia 83-86

851
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el cuento del antepasado

algas, 584, 621, 624-626, 661, 704- - pez pelícano (Eurypharynx


706 pelecanoides), 447-448
- pardas Fucus, 693-694 - tragadora (Saccopharynx
- rojas (Rodofitas), 668, 670 ampullaceus), 448
- verdes, 668, 670, 706; Tetraselmis anguila eléctrica (Electrophorus
convolutae 612; Volvox 650, electricus), 331
668 anillos de los árboles, v.
- zooxantelas 625 dendrocronología
algas verde-azuladas, v. animales,
cianobacterias - comunicación en los, 268
almeja, -gigante (Tridacna), 513 - domésticos, v. domesticación
alometría, 553 - eusociales, 782
alpaca, 298 - extintos recientemente; v. ave
altaica, familia lingüística, 49 elefante; dodo; moa; perezoso,
altruismo, 140 terrestre gigante; tilacino
Alu, 185, 220, 223 - nocturnos, 211, 225, 227, 232,
alveolado, 691, 693 241, 250, 770, 787
ámbar, conservación en, 36, 46, Aniridia, v. Pax
566, 573 ano, 321, 482, 487, 502, 507, 530,
ambulacrarios, 499, 501 611-612, 617, 777
ameba, 637, 663-666, 693, 694, Anomalocaris, 584
645 Antártida, 205, 309, 312-313, 344,
amebozoos, 663-665, 693 385-391, 403
amias (amiiformes), 444, 445, 450 Antennapedia, complejo, 556-557,
aminoácido, 45-46, 110-111, 185 561 v. también genes, Hox
amniotas, 351, 399-402 Antennapedia, v. también mutación,
amonites, 513, 772 homeótica
ampollas de Lorenzini, 330 antepasado común más reciente,
anemia falciforme, 218 73, 82-91, 98
anémona marina, 334, 617-618, - del cromosoma Y, 90
650 - genético, 85, 91, 98
anfibios - genealógico (contepasado), 82,
- impermeabilidad de su piel, 85
402 - mitocondrial, v. Eva
- reproducción, 401-402 anticodón, 749
anfioxo, 482, 487, 489, 490, 493, antílope, 64, 235, 269, 272, 303,
499, 563 v. pez, lanceta 305, 317, 768
anguila (anguiliformes) antracoterios, 276
- agachadiza (Nemíctidos), 447 apareamiento, modelos de, 74-77,
anguila (sacofaringiformes) 93, 274, 291, 422, 538, 552

852
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 853

índice analítico

- v. también cortejo sexual - ribosómico (ARNr), 731


- v. también especiación; - virus, 739, 755, 757, 759
hibridación; sonidos arqueas, 691, 696, 705, 709-713,
aptornis, 380 726-727, 730, 732
araña, 448, 508, 510, 766, 75 arrecife de coral, 627-628, 631
- acuática (Argyroneta aquatica), - v. también Gran Barrera de
779 Coral
- de las boleadoras (Mastophora), Arrese, Catherine, 211
778 artemia salina, 521, 522-527
- escupidora (Escitódida), 778 artiodáctilos, 274-282, 297
árbol - v. también ungulado, de dedos
- dirigido, 181 pares (cetartiodáctilos)
- evolutivo, 152, 186, 196, 282, Artrópodos, 331, 479, 503-512, 521,
436, 484, 491, 567, 605, 671; v. 555, 579-585, 798-799
también cladograma ascidia, -v. tunicados
- filogenético, 51, 160, 170-171, Ashmole, Elias, 375
188, 191-192, 313, 437, 461, atolón, 624, 627
483-484, 564, 567, 644-656, «atracción de ramas largas», 190-
670, 713, 774; v. también 194, 731
diagrama de estrella Australia, 74, 93, 238, 309-318, 319-
- genético, 83-93 321, 383, 385-391, 433, 624,
- no dirigido, v. diagrama de 767, 769
estrella «Australinea», 312-317, 768
Arcaico, Eón, 32, 40 australopitecinos (Australopithecus),
arcosauro, 351 25, 129, 133-136, 147, 149,
- v. también ave; cocodrilo; 290, 367
pterodáctilo, - A. aethiopicus, 133
ardilla (Esciúridos), 52, 254 - A. afarensis, 116, 133-134
- de cola escamosa - A. anamensis, 134
(Anomalúridos), 254 - A. bahrelghazali, 156
- voladora (Glaucomys volans), 316 - A. boisei, 133
Ardipithecus, 136, 144-145 - A. robustus, 133
armadillo (Dasipódidos), 128, 295- australosfénidos, 321
298, 300, 3009, 312 autorreplicación, 744, 752
ARN - v. también reacción
- como replicador precursor del autocatalítica
ADN («mundo ARN»), 739, autosoma, 215-216
744-745, 752-756, 759, 800 ave del paraíso, 361
- de transferencia (ARNt), 749 ave elefante (Aepyornis), 103, 309,
- mensajero (ARNm), 749-750 380, 381, 382, 384, 385 388,

853
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 854

el cuento del antepasado

389, 390, 391, 392, 430, 597, Belloc, Hilaire, 304, 376, 378, 689-
679 692
aves, Belyaev, D. K., 57-58, 62
- componen un clado auténtico, Bering, Vitus, 307
341 Beringe, Robert von, 164
- no voladoras, 380-389, 430 Betzig, Laura, 291
- relación con los dinosaurios, bichir (polipteriformes), 444-445,
349-352 450
- visión cromática en las, 211 bicoide, 554
avestruz, 137, 234, 381, 388, 390- Big Bang, modelo del (radiación
391 de los mamíferos posterior al
ayeaye (Daubentonia K/T), 245
madagascarensis), 233-239 bilaterios, 501, 515, 518, 594, 611,
Aysheaia, 584 613, 615
biomasa, 667, 695, 762
babuino (Papio), 137, 141, 155, bipedalismo, 136-147, 361-367, 370-
162, 199-201 374, 767
bacterias, v. Arqueas; eubacterias bivalvos, 513-514
bacteriófago, 757, 759 Blackmore, Susan, 371-373
balanoglosos (Enteropneustos), Blair, W. F., 423
499 Blakemore, Collin, 222
ballena, 270-282, 307, 309, 317, «blastea» (Haeckel), 650
330, 401, 448, 527, 649, 673, blastoporo, 505, 507
772 blástula, 505, 650
-azul (Balaenoptera musculus), boca, 479-480, 502, 507, 516, 561,
122, 437 611, 615, 617, 635
Baly, E. C. C., 742-743 Bodmer, Walter, 364-366
baobab (Adansonia), 236 bólido, v. meteorito, impacto de
Barlow, George, 18, 447, 459, 629 Bonner, J. T., 665-666
barnacla cariblanca (Branta bonobo (Pan paniscus), 31-32, 151-
leucopsis), 578, 736 158, 161, 170, 291, 367
Barnard, K. H., 441 Bontius, Jacob, 163
Barrell, Joseph, 406 Boreosfénidos, 321
barrenas ovaladas (Foládidos), 513 Bosque Petrificado, 115, 679
basalto, 395 bosque, 243, 596, 623, 625, 630,
Basilosaurus, 276 669, 737
bastones, 215 Branchiostoma, v. pez lanceta, 487-
Bateson, William, 552-553, 557, 563 488
Beadle, George W., 661 branquias, 426-429, 435, 451, 475,
Bell, Graham, 574 489, 611, 628, 650, 655, 674

854
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índice analítico

braquiación, 137, 141, 177 Capellán del diablo, A., 17, 781
braquiópodo (concha de lámpara), capibara, 254-256
435, 506-515, 584-585 caracoles y babosas, 273, 356, 482,
briozoo, 506-508, 514 513, 583, 594, 618, 665, 779
Bromham, Lindell, 18, 437 - nudibranquio (babosa de mar),
Brown, James, 673-674 618; Glaucus atlanticus
Brunet, Michael, 144-145 carbón, 107, 346, 742
Buchsbaum, Ralph, 511 Carbonífero, periodo, 40, 340 346,
Bunopithecus, v. gibón 349, 399, 435, 475
Bunyan, John, 32 carbono, datación mediante, 39, v.
Burgess Shale, 116 datación, radiométrica,
buzo de Descartes, 449-450 Carlos, Príncipe, ojos azules de, 84-
87, 630
caballito de mar foliáceo Carnívoros, 52, 269-273, 305
(Phycodurus equus), 445-446, Carroll, Lewis, 376
694 carroñero, 139, 257, 456, 629
caballo, 269-273, 288, 299, 309, cartílago, 473, 477, 479, 482
313, 405, 716 Cartwright, William, 341
cadena alimentaria, 667, 688 castor, 179, 234, 254-256, 262-268,
caguán (Dermópteros), 247-252, 715-716
255, 316, 776 casuario, 383-384, 390
caimán, 350, 437, 631 catalizador, 740-777
Cain, Arthur, 333 - v. también enzima
Cairns-Smith, Graham, 725, 744- Catania, Kenneth, 334-336
745, 800 catarrinos, 171, 201-203, 211
calamar, 513 catástrofe de error, v. mutación
- joya (Histiotuethis miranda), 518 Cavalier-Smith, Tom, 709, 711, 727
camaleón, 236, 349, 513, 778 cavidad corporal, 611, 633 v. celoma
Cámbrico, periodo, 39-40, 117, 477- cazador-recolector, 54-56, 63-64, 530
609, 713, 771 cebra, 235, 305
camello, 60, 262-64, 270, 278, 280, cecilia, 399-401, 437, 798
297-299, 305, 309 celacanto (Latimeria), 251, 343,
Candida, v. hongos, 405, 433-438, 439-441, 597
cangrejo de río, 464, 665 Celenterados, 633
cangrejo, 425, 512, 561, 579 celoma, 611-613
- blanco, 761 célula, 641
- «samurai», 59 - como comunidad de bacterias,
- violinista (Uca), 518 631
canguro, 179, 309-311, 317, 417, - eucariótica, origen de la, 701-
697, 768 707, 800

855
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 856

el cuento del antepasado

- línea germinal y somática, 641 137-140, 140, 143-147, 149,


- primera, 739-744 151-157, 159-165, 167, 171,
- v. también eucariota 173-174, 196-197, 280, 289,
celulosa, 631, 666, 695-701 291-293, 367-370, 411-412, 417,
Censky, Ellen J., 208 419, 431, 491, 541, 547, 549,
Ceratodus, 433-435 605, 767, 826
Cercopitécidos, v. mono, Viejo CI (cociente de inteligencia), 128
Mundo cianobacterias, 661, 668, 705, 706,
cerdo, 269, 270, 274-282, 295, 301- 714, 715, 728, 729
307, 375, 661, 721 cíclidos, 238, 453-, 63, 588, 795,
cerdo hormiguero, 72, 303 797, 805
cerebro, 107, 108, 115, 162, 213, - mandíbula faríngea, 465
222, 264-266, 325-328, 335, - origen de la especies endémicas
337, 487, 496, 503, 516, 520, del lago Victoria, 453-463
598, 615, 626 ciempiés (Quilópodos) 184, 185,
- de los castores, construcción de 273, 506, 508, 510, 512, 516,
diques inscrita en el, 266 520, 775, 799
- tamaño, 102-107 v. también cigarra, 532, 776
homínido ciliados, 651, 662, 690, 693, 694,
- y elaboración de un modelo 698-700, 729
mental del mundo, 335-338 cilios, 637, 651, 698-701, 707
- v. también homúnculo; meme; cinodonte, 344-347
ornitorrinco «ornitorrínculo»; cinturón de Venus (Cestum veneris),
topo, «topúnculo» 635, 805
cetáceos, 274-282, 448 civeta
- v. también ballena; delfín, - hormiguera (Eupleres goudotii),
cetartiodáctilos, 269, 270, 274, 275 236
chacal, 58, 271 - de Madagascar (Fossa fossa), 236
Chain, Ernst, 529, 660 Clark, Jennifer, 404
Chang Dos, 76, 78, 81 cladística, 343, 491
Chang Uno, 76 clado, definición de, 202
Chang, Joseph T., 73, 75, 78 cladograma, 182, 184, 190, 193,
Chaucer, Geoffrey, 33-52, 76, 186- 194, 195
187, 334, 672, 726, 764 Clarke, Ronald, 134, 135, 823, 837
Chengjiang, 584-588, 594, 608 Cleveland, L. R., 698, 609-701, 823
Cherfas, Jeremy, 147, 149 clima, 48, 98, 159, 167, 199, 229,
Chicxulub, cráter de, 242 242, 309, 390, 399, 422, 548,
chimpancé pigmeo, v. bonobo 623, 628, 679, 766, 770, 789
chimpancé, 31, 32, 50, 55, 98, 99, clino inverso, 424
107, 110-111, 128, 132, 134, clino, v. especiación

856
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índice analítico

cloaca, 321 - de pólipos, 619, 620


clon, 69, 619, 620 - v. también comunidad
cloroplasto, 631, 668, 703, 705, 706, colonización, 56, 407
714, 715 - de Asia, 392
Clovis, pueblo, 304 - de islas remotas, 374-380
cnidarios, 251, 438, 561, 614, 615- - de Krakatoa, 237
632, 633-639, 650, 651, 715, - de la tierra firme por parte de
813, 814 las plantas, 625
cnidoblastos, 617, 618, 635 - de Norteamérica, 97
coadaptación, 630 - de Sudamérica, 97
coalescente, 93 color, cambio del, 513-514
coanocito, 643-651 colores primarios, 214
coanoflagelados, 647-652, 654, 692 Colón, Cristobal, 97
- Proterospongia, 651 comadreja, 269, 270
cóccix, 178 combustibles fósiles 742
cochinilla de humedad complejidad, 29, 45, 51, 185, 305,
(Oniscídeos), 512 364, 482, 483, 532, 599, 694,
cociente de encefalización, 128, 130 722, 725, 735, 737, 771, 781,
cocodrilo, 185, 342, 344, 349-351, 789, 790
452, 606 - complejidad irreductible, 721,
código genético, 29, 45-50, 598, 749 722, 723, 725
codón, 45, 46, 749 complejo Bithorax, 556, 557, 561
coevolución, v. evolución - v. también genes, Hox,
cohombro marino (Holotúridos), comportamiento, cambios de, v.
500 evolución; efecto Baldwin
cola, comunicación animal, 268
- del pavo real, 346, 360 comunidad, 624-631, 698, 760, 761
- pérdida de la, 178 condilartros, 313
- postanal en los cordados, 482, conejo, 52, 235, 253-268, 269, 275,
487, 495 300, 306, 313, 418, 788
- prensil, 205 conejos y liebres (Lepóridos), 254
- usos de la, 179-180 confianza, 149, 193, 251, 281, 375,
colágeno, 644 544, 593, 608, 628, 629, 771,
coliflor, 172, 672-688 772, 776
colonias, 285, 411, 493, 619-620, conos, v. visión, cromática,
646, 648-650, 662, 696, 733, constantes fundamentales, 22, 23
761, 782, 801 contepasado, definición de, 85
- de algas, 650 - v. también antepasado común
- de coanoflagelados, 647-649 más reciente
- de hormigas, 529 contrasombreado 526, 527

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 858

el cuento del antepasado

contrasombreado inverso, 524, 526, cromosoma, 82, 87-88, 185, 215,


527 219-223, 371, 483-484, 543,
Conway Morris, Simon, 582, 585, 556-560, 570-572, 703
781 - cromosoma X, 83-85, 96, 215-
Cooper, Alan, 18, 378, 388, 391 217, 219-223, 571
Coppens, Yves, 156, 824 - cromosoma Y, 88-92, 94-96, 571,
coral cerebriforme, 626 709
coral, 439, 456, 594, 610, 613, 615- Cronin, Helena, 364, 824
632, 706 crustáceos, 277, 325, 505-608 506,
coraza, 447, 475-480, 510, 786, 787 508, 510, 519, 521, 578, 584,
Cordados, 52, 481, 482, 487, 493, 597, 621, 656
494, 501, 585, 594 cruzamiento, 97, 533, 539
cordón nervioso, 487, 495, 520, - v. también especiación
521-523, 527 ctenóforo, 251, 560, 563, 565, 613,
corrientes oceánicas, 620 614, 616, 633-635, 637, 651, 814
- corriente del Golfo, 355, 390 cuántica, teoría, 565
cortejo sexual, 429, 452, 457, 717 cucaracha, 257, 262, 555, 696-697
Cott, Hugh, 786, 824 cuco, 268, 788-789
Courtenay-Latimer, Marjorie, 439, «cuello de botella»
441 - de la población, 94, 97, 501
creacionistas, 90, 115, 252, 421, - del ciclo de vida, 801-803
593, 724, 771 Cuentos de Canterbury, Los, 32-33, 51,
- y el motor flagelar bacteriano, 186-193, 468, 672, 823
720-726 Corpúsculo basal, 700-701
- y la evolución de las cultivos modificados
macromoléculas, 759 genéticamente, 803
- y la explosión del Cámbrico, cultura
582-583 - en los chimpancés, 154
- y las lagunas del registro fósil, - evolución de la, v. Gran Salto
421 Adelante; meme
Cretácico, periodo, 40, 199, 229, - y separación de las poblaciones
241-245, 269, 275-276, 309, humanas, 549-552
340-341, 387, 389, 395, 397,
475, 605-606, 792 Dafne Mayor, v. Galápagos, Islas
Crick, Francis, 722, 725, 755, 757, daltonismo, 221
824 damán (Hiracoideos) 72, 301-307
crinoideo (lirio de mar), 499-500 Darrow, Clarence, 21
cristal, 113, 413, 426, 473, 644, 686, Darwin, Charles, 25, 154, 162, 165,
699, 745 171, 262, 277-278, 300, 312,
Crockford, Susan, 58, 824 351-353, 356-361, 363-364, 373-

858
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 859

índice analítico

375, 403, 456, 490-491, 495, deuteróstomo, 501, 505, 507-509,


497, 521, 527, 549, 577, 599- 512, 514-515, 520-522, 560,
600, 617, 623, 626-629, 649, 610-611, 764, 813-814
671, 695, 723, 734-737, 742, Deutsch, David, 23, 826
781, 791, 796, 824 Devónico, periodo, 26-27, 40, 342,
Darwinismo 404-406, 419, 433, 452-453,
- cooperación como la otra cara 477, 475, 480
del, 356-357 Diamond, Jared, 55, 56, 65, 549,
- «cósmico» (Smolin), 24 807, 826
- egoísmo del, 716 diatomea, 690, 693, 694
- y sexo, 573-574 Dickinsonia, 594-595
datación dicotomía, 182
- radiométrica, 397, 606 dientes de sable, 257, 271, 298, 768,
- relativa, v. paleomagnetismo 789
Davies, Paul, 762, 824 digestión, 299, 448, 479, 659, 661,
Dawkins, Juliet, 445 697
De Morgan, Augustus, 702, 825 - v. también intestino
De Ruiter, Leen, 526-527 Dimetrodon, 346
De Waal, Frans, 156-157, 825 dimorfismo sexual, 286-293, 361, 374
Decán, trampas del, 241 dingo, 313, 316-317
delfín, 48, 121, 277, 280, 307-308, dinoflagelado, v. algas
339, 343, 466-467, 774, 779 dinosaurios, 28, 114-116, 120, 199,
dendrocronología, 397, 677, 679 210, 227, 229, 247, 271, 275-
Dene, Henry, 187 278, 309, 314315, 321, 341,
Dennet, Daniel, 371-372, 725, 825 344-347, 349, 392, 395, 439,
dentículos dérmicos, 473, 475 475, 513, 587-588, 606, 768-
deriva continental, 384, 392 771, 792
- v. también tectónica de placas - extinción de los, 241-246
deriva genética, 197, 601 - ornitisquio, 351
dermópteros, v. caguán - relación con las aves, 351
desarrollo, 24, 54, 88, 110-111, 131, - saurisquio, 351
148, 212, 249, 264, 267, 284, Dios, 323, 551, 635, 649, 663, 723-
311, 356, 361, 428, 451, 465, 724, 737
495-496, 519, 528, 552-555, Diplodocus, 351
562, 578, 579, 613, 643-644, diploides, 570
646, 649-650, 659, 718, 782, dipnoo, 26, 147, 405, 433-436, 438
785, 787-788, 793, 801 Discicristados, 690-694
desplazamiento de carácter, 424 discriminación racial y sexual, 543-
Destejiendo el arcoiris, 47, 131, 264, 546, 549, 551-552, 784
582, 590, 825 Diseño Inteligente, v. creacionista

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el cuento del antepasado

Disotell, Todd R., 169-174 ecolocación, 772, 774-775


dispersión, episodios de, v. ecosistema, 753
colonización - v. también comunidad
dispraxia verbal, 110 Edentados, 296
diversidad de la vida, 237, 728 ediacarana, fauna, 594-595
diversidad racial, 69 Ediacarano, periodo, 594
Dobzhansky, Theodosius, 423 Edwards, A. W. F., 542-545
dodo (Raphus cucullatus), 33, 103, efecto Baldwin, 373
374-380, 383-384, 430 Eigen, Manfred, 744, 752-754, 759
dodo blanco (Raphus solitarius), Eimer, órganos de, 335
376 electrolocalización, 776
Dollo, ley de, 147, 465-467 elefante (Proboscídeos), 302, 305-
domesticación, 306
- de animales, 57 - africano (Loxodonta), 303-304
- de hongos por parte de las - indio (Elephas), 304
termitas, 529 - usos de la trompa, 305-305
- de hongos y pulgones por parte - v. también mamút; mastodonte;
de las hormigas, 529-530 proboscídeo,
- de maíz, 97 elefante marino (Mirounga), 286
- de perros, 57-62 Elton, Charles, 393
- de seres humanos, 58 embriología, 184, 259, 505-509,
- de plantas, 57, 64-65 523, 553, 563
- de trigo, 64-65 - v. también desarrollo
- de zorros plateados, 57-62 emú, 383-384, 387, 390
dominio, 232, 729-731 encuentro, definición de, 28
Dorsal Mesoatlántica, 393, 396 energía, fuente de, 242, 259, 681-
dorso-ventral, eje, 517, 523, 554 683, 706, 732, 761
Douglas-Hamilton, Oria, 305 engullidor negro (Chiasmodon
dravidiana, familia lingüística, 49 niger), 448
Drayton, Michael, 381 Enquist, Brian, 673-674
DRIPs (Mesomicetozoeos), 653- Ensatina, v. salamandra,
656, 660 especiación (especie circular)
Drosophila, v. mosca del vinagre, enteropneusto, v. balanogloso
dugongo (Dugon dugon), 72, 274, entrecruzamiento, v.
277, 301, 307, 309-401, 779 recombinación sexual
Durham, William, 60 entropía, 466-467
Dyson, Freeman, 744 enzima
- celulasa, 696-697, 701
Ecdisozoos, 509-512, 583 - lactasa, 60
ecoespacio, 625-626 - Q‚ replicasa, 757-760

860
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 861

índice analítico

- Taq polimerasa, 726-728 - circular, 411


- v. también catalizador - monofilético, 461
Eoceno, 220, 276, 385 especismo, 165
Equidna (Tachyglossus y Zaglossus), espiroqueta, 699-701, 707, 714
319-323 esponja, 560-565, 584, 594, 624,
equinodermos, 425, 482, 499-502, 638-647, 649, 651, 669, 733
520-521, 561-562, 587, 613 esqueleto, 108, 112, 135, 179, 316,
Ergaster (Homo ergaster / H. erectus), 322, 329, 382, 443, 473, 475,
66, 106-117, 118-119, 419-421, 479, 510, 623, 624, 644, 779
738 estrella de mar (Asteroidea), 482,
Ericsson, Leif, 97 499-504, 517, 561-563, 600-601,
erizo, 178, 237, 270-273, 308, 425, 613, 669, 761, 766, 805
482, 499-503 estrepsirrino, 229-231, 237, 810
erizo de mar, 447, 561-562 estridulación, 532
Escalando el monte improbable, 772, - v. también sonido, producción
775, 789 de
escarabajo, 36, 363, 552, 566, 568, esturión (Acipenséridos), 329, 331,
629, 696 444, 445, 477
- bombardero (Brachinus), 777, eubacterias (bacterias verdaderas),
780 707, 709-733
- rojo de la harina (Trilobium), - como simbiontes de animales y
558 plantas, 725, 732
- girínidos, 523 - y creación de la célula
Escherichia coli, 665, 714-715, 757 eucariótica, 668, 815
escinco (Escíncidos), 350, 437 - y grupo de genes no
escorpión marino, v. euriptérido intercambiados, 88
escorpión, 479-480, 508, 510, 617, - y motor flagelar bacteriano,
715, 775 720-722
esencialismo, 418-419 - v. también mitocondrias;
«eslabón perdido», 153 cloroplastos
especiación, 422, 454-461, 484, 485, eucariota, 652, 664, 690-697, 703-
533, 549, 564, 575, 796, 797 707, 704-711, 713, 728, 730,
- simpátrica, 456, 550-551 733, 764, 765, 767, 771, 800
- tasa de especiación, 454; v. Euglena, 690, 691, 694
también evolución eumetazoos, 634, 641, 643, 644
- y especie circular, 411 euriptérido (escorpión marino),
especie 479, 510
- amenazadas, 234, 307, 631 v. Eusthenopteron, 405
ayeaye; dugongo; indri Eva mitocondrial, 82, 90-95, 104-
- árbol de las, 196 107, 196, 461, 537, 569

861
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 862

el cuento del antepasado

Everett, Hugh, 23 - «volante», «falangeros


evolución voladores», v. petauro
- coevolución, 59, 63, 131 Fanerozoico, Eón, 40, 342, 581
- convergente, 173, 316, 455, 781 Felsenstein, Joe, 191
- cultural, ; v. Gran Salto Felsenstein, zona, 191
Adelante; meme fenotipo extendido, El, 253, 268, 662
- de la evolucionabilidad, 792, fenotipo, 218, 261-267, 371, 662
795-804 feromonas, 366
- divergente, ; v. radiación; Feynman, Richard, 565
especiación filograma, v. árbol, filogenético
- macroevolución y Fisher, R. A., 283-285, 362, 364,
microevolución, 792, 794-795 369, 591, 592
- morfológica, 51, 196, 437, 589 flagelo, 643-650, 666, 698-701, 722-
- «oportunismo» de la, 179, 299, 724
723 - bacteriano, 718
- progreso en la, 25, 27, 480, 515, Fleming, Alexander, 660
781-786, 791-795, 804 Florey, Howard, 529, 660
- social, 620 Fogle, Bruce, 334
- tasa de, 598, 607; v. también foraminíferos, 334, 343, 690, 693
reloj molecular fóridos, 581
exoesqueleto, 479, 510, 782; v. forónido, 506, 514, 813
también esqueleto Fororracoides, 382, 383
exones, 46, 111, 112 Fortey, Richard, 18, 596
explosión cámbrica, 582, 583, 590, Fosa (Cryptoprocta ferox), 235, 596
812, 813, 853, 863 Fósiles
«explosión diferida», modelo de la - definición de, 36
(radiación de mamíferos - formación de (tafonomía), 37
posterior al K/T), 245, 246 - y «lagunas» en el registro, 114
extinción, - parientes, no antepasados
- en masa, 243, 340, 769 (probablemente), 490
- «sexta extinción» 341 - vivientes, 435
- tasa de, 341 fotosíntesis, 612, 625, 631, 750, 667,
Eyeless, 519 704, 706, 732, 743, 744, 764
Ezequiel, 734, 735 fóvea, 336
FOXP2, 112
falangero, 211, 310, 313 fragata portuguesa, v. Physalia
- de la miel (Tarsipes rostratus), fuego, 107, 108, 242, 365, 737, 738,
317 739, 758, 780
- listado (Dactylopsila trivirgata), - como símbolo de la vida, 737-
233 740

862
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 863

índice analítico

- uso del, 107, 365, 780 - y la contribución génica de los


antepasados, 81
gálago, 180, 229-239 genoma, 46, 60, 62, 69, 71, 81, 86,
Galápagos, Islas, 147, 227, 352, 356, 89, 95, 111, 185-186, 197, 210,
357, 360, 374, 377, 423, 455, 216, 220, 223, 258-259, 261,
458, 588, 796, 797 275, 388, 436, 484-486, 548,
gamba, 327, 331, 447, 521, 561, 561, 564, 571, 575, 601, 606-
571, 628 607, 639, 640, 707, 731, 749,
ganglios, 503, 512, 615 752, 755, 803
Garstang, Walter, 430, 431, 489, - como comunidad ecológica de
495-497 genes, 628, 631
gaspar (Semionotiformes), 444-450 - humano, 69, 81, 485
gastrea, (Haeckel), 650 genotipo, 261, 262, 554
gastrulación, 505 Geospiza, v. pinzón de las Galápagos
gato, 162, 178, 234, 269, 273, 309, Gerhart, John, 796
315, 334, 418, 521-527 Giardia lamblia, 691, 694
gaviota, argéntea (Larus argentatus), gibón, 31, 51, 137, 141, 170-174,
v. especiación, especie circular 175-197, 209-210, 275, 288-289,
- de las Galápagos (Creagrus 291, 293, 367, 437
furcatus) 277 - crestado (Nomascus), 176-177,
- sombría (Larus fuscus), v. 181-183, 193-195
especiación, especie circular - huloc (Bunopitecus), 176-177,
Gehring, Walter, 519 181-182
Geissmann, Thomas, 194, 195 - Hylobates, 175-177, 181-183, 193-
gen egoísta, El, 99, 262, 364, 463, 195, 810
628, 752, 804 - siamang (Symphalangus), 171,
generación espontánea, 578, 736 175-177, 181
genes Gigantopithecus, 159
-
comunidad de, 630 gimnótido (Gymnotus), 331-332
- duplicación de, 87, 189, 216, ginkgo, 323
220, 223, 372, 454, 484-486, glaciación, 97, 100, 103, 107, 541,
559, 563-564, 727, 804 609, 766, 789
- frecuencias, 62 glaucofito, 668, 670
- limitados por el sexo, 286 gliptodonte, 298
- parentesco, 69, 197, 804 Glires, 52, 253
- pautas de distribución, 569 globinas, genes que codifican las
- sinónimo de alelo, 82 cadenas de, 483-485, 564, 601
- y acervo génico, 57, 262-263, gnatóstomo, 472, 475, 480
372-373, 378, 575-577, 599, - v. también mandíbula
630-631, 801 gobio, 629

863
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 864

el cuento del antepasado

Gold, Thomas, 761-763 poliquetos, 509, 761


Gondwana, 234, 237-238, 300, 309, tubícolas gigantes (Rifita
312, 319, 321, 344, 384-392, pachyptila), 761
294, 403 - aterciopelado, v. onicóforo,
gonfoterio, 306 v. también - fálicos (Priapúlidos), 511
proboscídeo - forma de los, v. bilaterios;
Goodall, Jane, 153-155 simetría, bilateral
gorila, 31-32, 144-149, 157, 159-165, - nematodos, 438, 506, 508, 511-
169, 170, 173, 179, 183, 196- 512, 561
197, 238, 288-293, 367 - nemertinos, 506, 512
- occidental (Gorilla gorilla), 164 - platelmintos, 464, 506, 508,
- oriental, incluido el de 514, 561, 597, 609-614, 651 v.
montaña (Gorilla beringei), 164 también acelomorfos
Gould, Stephen J., 22, 39, 584, 650, - trematodos, 514, 612
780, 781 Gymnarchus, 332-333
Grafen, A., 18, 34, 366
Graham, Christopher, 574, 725, 744 Hábiles (Homo habilis), 118-131
gramíneas, 63, 64 hadobacterias, 727
Gran Barrera de Coral, 617, 624-625 hadrosaurio, v. dinosaurio,
Gran Intercambio Americano, 256, Hadzi, Jovan, 650-651, 659
298, 299, 465 Haeckel, Ernst, 276, 282-283, 649-
Gran Salto Adelante, 54, 65, 67, 109 651, 655, 693-694
Gribbin, John, 147, 149 Haggis, 518
grillo, 531, 776 Haig, David, 284
Grimstone, A. V., 18, 699, 700, 701 Haikouichthys, 481, 586
guácharo (Steatornis caripensis), 772, Haldane, J. B. S., 578, 598, 741-744
774 Halkieria, 585
guanaco (Lama guanicoe), 298, 631 Hallam, A., 346
guenón, (Cercopitecinos), 171, 200, Hallucigenia, 582-583
201 halterios, 555-558
guepardo, 97, 137, 271, 541, 716, Hamilton, W. D., 305, 364-366, 565-
790 566, 569, 574-575, 766
Gurdon, John, 426 haplocrominos, 454-455, 461, 463
gusano haplorrinos, 225, 229
- anélidos haplotipo, 88, 95-96, 461-462
arenaria (Arenicola), 507, 516 Hardy, Alister, 140, 278, 430-431, 497
gusana del fango (Nereis), 516- Harvey, Paul, 292-293
521 Hawai, 360, 377, 379
lombriz gigante (Megascolides Hearst, William Randolph, 148
australis), 512 hemofilia, 83-86, 95

864
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 865

índice analítico

hemoglobina, 96, 483-486, 564, hongos, 57, 197, 608, 657-662, 667,
706, 761 670, 693-694, 706, 728-729
herencia, 51, 88, 371, 519, 522, - ascomicetes, Candida,
560, 734, 737-744, 751-752 Neurospora crassa, Penicillium,
Herodoto, 165 660-661
Herto, 101 - basidiomicetes, Agaricus
heterocigótica, ventaja, campestris, 660-661
v. polimorfismo hongos de las termitas
heteroconte, 691-694 (Termitomyces), Phallus
heterocronía, 428-429 impudicus,
hibridización, 812 - cultivo de, 528
hidrozoo, 616, 619-620 - genes homeobox en los, 563-655
hiena, 36, 114, 269271, 309, 622 - glomeromicetes (hongos
hiperciclo, 753-754 micorrizos arbusculares), 661
hipopótamo, 195, 235, 269-271, - levaduras, 658-661
274-283, 307, 649 - simbiosis con
histricognatos, 205, 207 algas/cianobacterias
Hodgkin, Alan, 724 (líquenes), 661, 668, 705-706,
Holland, Peter, 18, 482, 497, 560, 714-715, 728-729
565, 612 - simbiosis con plantas
Holocéfalos, v. quimera (micorrizas), 658-661
homeobox, genes 563-565 Hooker, Joseph, 671, 735
homínido, 65, 112, 116, 118, 132- hopanoides, 761-762
135, 143-149, 151, 290, 340, Hoppius, 163
419, 767 hormiga cortadora de hojas 507,
- lenguaje, 109 527-530
- tamaño del cerebro, 120 hormiga león (Myrmeleontidae)
- v. también Australopithecines; 778
Ergaster; Hábiles; Homo; hormona,
Neandertales - tiroxina, 429
Homo Hou Xian-Guang, 584
- erectus (ergaster), v. Ergaster Hox, genes 179, 523, 556-565, 579,
- habilis, v. Hábiles 591, 639, 733, 798-799
- heidelbergensis, v. Neandertal huloc, v. gibón,
- rudolfensis, 118 humanos
- sapiens, v. humanos - ascendencia común, 27-33, 50,
Homo sapiens arcaico, 9, 101-105, 65, 70-78, 93-94, 98-99, 157,
106, 112, 159, 407 163, 165, 170, 172, 196-197
homúnculo (Pennfield), 326-327, - diversidad de los, 53, 69, 71, ; v.
337 también raza

865
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 866

el cuento del antepasado

- domesticación de los, 61-64 jackknife (método de elaboración


- pérdida del pelo en los, 107, de árboles filogenéticos), 193
361 Jamoytius, 480
Hume, David, 789 Java, hombre de, v. Ergaster,
Hurst, Lawrence, 569 Jerison, Henry, 128
Huxley, Aldous, 148 jirafa, 305
Huxley, Andrew, 724 Johanson, Donald, 112
Huxley, Julian, 148-149, 429 Jones, Steve, 84
Huxley, T. H., 162-163, 366, 562 Judson, Olivia, 334, 569
Hydra, 561 Jurásico, periodo, 40, 46, 116, 319,
Hylobates, v. gibón, 320, 323, 340, 387, 435
Hyman, Libbie Henrietta, 639
Kaas, Jon, 334-336
ictiosaurio, 274, 770 kakapo, v. loro
Ictiospóreos (Mesomicetozoeos), Kauffman, Stuart, 765-767, 770-772,
v. DRIPs 776, 780-782, 831
iguana, 208 KE, familia, 110-111, 660
- verde (Iguana iguana), Kemp, Tom, 18, 345
Iguanodon, imitación, 208 Kenyapithecus, 118, 167, 173, 174
- v. también meme Kerguelen, meseta de, 391
India, 61, 234, 236, 241, 300, 309, Kimeu, Kimoya, 112
385-392 Kimura, Motoo, 599-604
indri, 179, 231, 238 Kingdon, Jonathan, 140-143, 153,
Insectívoros, 232, 237, 241, 270, 178-179, 366, 373, 458
273, 314, 769, 770 Kingsley, Charles, 306-307
insectos, 36, 141, 238, 256, 273, kinkajú, 209
277, 309, 315, 317, 325, 340, Kivu, lago, 461-463
360, 424, 452, 456, 464, 506- kiwi, 184, 385, 388
510, 523-531, 550-559, 566-568, Kleiber, ley de, 672-673
583, 620, 674, 695-696, 717, Klein, Richard G., 173-174
769, 775-779, 782-783 KNM-ER 1470, 118
intestino, 308, 402, 424, 493, 507, koala, 179, 731
512, 520,611-612, 624, 660-661, Krakatoa, 237
694-698, 701 Krebs, John, 725, 787-788
- v. también digestión Krumbach, Thilo, 639
intrones, 46, 111-112 K/T, límite, 241, 245-246
invertebrado, 649 - v. también extinción en masa
isócronas, líneas, 394, 398 Kükenthal, W., 639
isogamia, v. reproducción
isótopo, 685-687 Lack, David, 357

866
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 867

índice analítico

Laetoli, huellas de, 116 - orígenes del, 66, 109-111


«lago de las Medusas», 622 - y dispraxia verbal, 110
Lagomorfos, 253, 255 león marino (Otáridos), 287
Lambourn, W. A., 780 león, 52, 303, 496, 731, 778
lamprea (Cefalaspidomorfos), 87, leopardo, 52, 139, 303, 492
483-486, 493, 561, 564, 586 levadura, 659
Land, Michael, 771-772 - v. también hongos
langosta, 479, 799 Levinton, J. S., 587
langostino, 772 Lewin, Roger, 341
Langton, Christopher, 795 Lewis-Williams, David, 66
larva Lewontin, R. C., 542-547
- plánula, 639 licopodios, 349, 399, 671
- trocófora, 509 liebre saltadora (Pedetes capensis),
Larváceos, 496-497 254-255, 317
Laufberger, Vilém, 148, 429 Liem, Karel F., 795-796
Laurasia, 238, 269, 305, 312, 319, lignina, 695-696
321, 385, 387 Limulus («cangrejo de las
laurasiaterios, 11, 238, 251, 269- Molucas»), 435, 510, 771, 805
275, 277, 283, 285, 287, 289, Lingula, 435, 513, 805
291, 293, 305, 319, 321, 334 Linneo, Carl von, 163, 375, 642
Leakey, Louis, 119 lirio de mar, v. crinoideo
Leakey, Mary, 134 Lithornis, 385
Leakey, Meave, 134 litopternos, 272-273, 299
Leakey, Richard, 112, 119, 341 Little Foot, 112, 133-137, 143, 151,
Lehrer, Tom, 786 366, 429, 432
lemming, 255 llama, 156, 384, 678, 739
«lémur volante», v. caguán lobo (Canis lupus, C. rufus), 58-61,
lémures, 179, 229-239, 316, 319, 768 316, 661, 778
- de cola anillada (Lemur catta), 238 locus (génico), 82, 87, 96, 216, 541,
- «koala» (Megaladapis), 179, 731 600
- perezoso (Paleopropitécidos), lofoforados, 507-508
128, 530 Lofotrocozoos, 507-514, 583, 612
- ratón pigmeo (Microcebus Lorenz, Konrad, 58, 430, 550
myoxinus), 231, 238 loris (Lóridos), 180, 229-234
- v. también ayeaye; indri; sifaka loro, 380, 773
de Verreux - kakapo (Strigops habroptilus),
lenguaje, 42, 46, 66-67, 80-81, 101- 380
112, 131, 141, 261, 285, 364, - Lophopsittacus mauritianus, 380
536, 549-553, 767, 777, 783, Lovejoy, Owen, 140
794, 801, 803, 807, 838 Luce, R., 214, 356, 759, 760

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el cuento del antepasado

luchador de Siam (Betta splendens), marsupiales, 249, 297-299, 301, 309-


451 318, 319-321, 768, 776
lucio (Esox lucius), 445, 449 - marsupio, 250, 311, 317, 402
Lucy (Australopithecus afarensis), - visión cromática en los, 211
101, 112, 133-136, 143, 147, marteja o mico de noche
151, 156, 395 (Aotinos), 206
Lufengpithecus, 170-172 Martin, Robert, 121, 128
Lyell, Charles, 627, 770 Mauricio, 374-380, 458
May, Robert, 508
macaco, 179, 180 Maynard Smith, John, 7, 565-566,
- cangrejero (M. fascicularis), 573-574, 753, 800-801
180 Mayr, Ernst, 418
- de las Célebes (M. nigra), 179 McGavin, George, 18, 777, 779-780
- mona de Gibraltar (M. Mead, Margaret, 157
sylvanus), 171, 179 Medawar, Peter, 743
Madagascar, 72, 179, 199, 228, 231- Mediterráneo, desecación del, 100
238, 297, 300-301, 308, 319, medusa, 584, 616-620
377, 381-391, 441, 767-771 - Mastigias, 622
Maddison, David R. y Wayne P., 343 - picadura de la meiosis, 775
MADS box, genes, 563 - v. también recombinación sexual
Malawi, lago, 231, 301, 455-456, 459 melaza, 530
mamíferos meme, 371, 496
- antiguos, 323, 605 Mendel, Gregor, 537, 752
- características de los, 346 menstruación, 793
- era de los, 241, 300 Meselson, Matthew, 566, 570-575
- radiación de los (posterior al Mesomicetozoeos, v. DRIPs
K/T), 241-243, 605 Mesomicetozoos, 653
mamut, 47, 304 Mesozoica, era, 475
maná, 139, 154, 325, 369, 530, 761 metabólica, tasa, 672-676
manatí (Trichechus), 303, 307, 485 metabolismo, 704, 740-741, 764
mandíbulas, 139, 322, 324, 326, metazoos, 588, 641-651, 659
447-448, 456, 471, 475-480, meteorito, impacto de, 242-244,
555, 584, 698, 701, 770, 778 340, 351
- v. también peces, agnatos Meyer, Axel, 436-437, 461
Manger, Paul, 326, 328 micelio, v. hongo
mangosta (Herpéstidos), 235 micorrizas, 658-661
mara (Dolichotis), 622, 695 - v. también hongo
Margulis, Lynn, 698, 707 microorganismo, 695, 698-699
mariposa, 425-426, 619, 786 - v. también eubacterias; arqueas;
Mark Welch, David, 566, 570-575 protozoos

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 869

índice analítico

mielero, 360 - aullador (Alouatta), 87, 185,


migración 210, 212, 216, 219, 223
- de medusas, 622-623 - colobo (Colobinos), 201
- de simios entre África y Asia, - del Nuevo Mundo (Platirrinos),
94-96, 106, 171 219, 227
- de plancton, 621 - del Viejo Mundo
- «salida de África», 93 (Cercopitécidos), 210-212
Miller, Geoffrey, 131, 362, 370 - sin cola, 179
Miller, Kenneth, 372, 723-724 Monod, Jacques, 722
milpiés (Diplópodos), 508, 510, monofilético, grupo, 271, 461, 705
512, 799 - v. también clado, definición de
mimetismo, 526, 787 monogamia, 161, 289, 293
Mioceno, 40, 167, 169, 170, 174- Morgan, Elaine, 140
175, 314, 360, 471, 474 Morgan, Lloyd, 278
miriápodos, 510 Morganucodon, 323
- v. también ciempiés; milpiés Mormíridos, 331
mirmicófagos, 295-296, 321 Morris, Desmond, 180, 363, 369
- oso hormiguero gigante mosca del vinagre (Drosophila
(Myrmecophaga), 299 melanogaster), 258-259, 519-523,
- oso hormiguero de collar 552-558, 561, 579, 591, 799
(Tamandua tetradactyla), 209 Motsumi, Stephen, 135
mitocondria, 94 «multirregionalistas», 93, 118
- v. también ADN, mitocondrial multituberculados, 323
mitosis, 570 murciélago (Quirópteros), 234,
mixino, 478, 485 271, 273, 360, 567, 790-791
Mixotricha paradoxa, 694, 695-702, - ecolocalización del, 270, 791
703, 707, 711 Murdock, G. P., 289
moa (Dinornis), 382,-383, 388-389 Múridos, 52, 254, 255
modularidad, 559, 799, 800 musaraña
Moi, Daniel Arap, 535 - elefante (Macroscélidos), 302
Moisés, 530 - marsupial (Paucituberculados),
Molefe, Nkwane, 135 310
Mollon, John, 219 mutación
Molucas, cangrejo de las, v. Limulus - de una sola letra, 191
molusco, 499, 501, 524, 585 - de universos «hijo», 24
mona de Gibraltar, v. macaco - homeótica, 552, 557
monito del monte (Dromiciops), - macromutaciones, 179
299, 311, 314 - neutral, 600
mono - tasa de, 89, 600-603, 755, ; v.
- araña (Ateles), 179 también reloj molecular

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el cuento del antepasado

- y degradaciones («catástrofe de ojos, 516, 518-520, 564


error»), 752-753 -evolución independiente de los,
- y pérdida de la cola, 202 520, 771-772
- y translocación 219-220 - pérdida de la función de los, en
Myllokunmingia, 481, 586-587 los cavernícolas, 463-467
- variedad de los, 772
nasico (Nasalis larvatus), 201 - v. también visión cromática
Nautilus, 513, 771, 773 Oligoceno, 40, 199
Neandertal, 47, 53, 103, 104-105, omómido, 228
109, 196, 804 onicóforo (gusano aterciopelado),
Necrolestes, 314 506
nematocisto, v. cnidoblasto - Peripatopsis moseleyi, 507, 583
nemertodermátidos, 512, 610, 612 - Peripatus, 511, 583-584
Neolítico, 54, 56 Opabinia, 585-586
Neogeno, periodo, 40, 199 Oparin, A. I., 741-744
Neomuros, 709, 711 opsinas, 215-216
neotenia, 148, 428, 496 orangután (Pongo), 159-164, 168-
Nesse, Randolph, 643 170, 174, 188, 199, 293, 431
Niño de Taung, 25 Ordovícico, periodo, 40, 443, 473,
Niño de Turkana, 108-113, 151 586
«no explosivo», modelo 245-246 Oreopithecus, 170, 172
Nomascus, v. gibón Orgel, Leslie, 722, 744, 759
nostrático, 49-51 origen de las especies, El, 166, 262,
notocordio, 480-487, 494-495, 587 277, 360, 552, 599, 734-735,
nudibranquio, v. caracoles y 801
babosas origen del hombre, El, 93, 146, 154,
Nueva Guinea, 54, 233, 249, 312- 162, 363
319, 379-385, 544 «origen separado», teoría del,
Nueva Zelanda, 312, 380, 383, 386, v.«multirregionalistas»
388, 390-391, 478, 518, 767-768 ornitisquio, v. dinosaurio
ornitorrinco (Ornithorrhynchus
Obdurodon, 321 anatinus), 319-323, 323-338,
Oetzi, 36 437, 715, 775, 805
ofiura, 499, 501 - «ornitorrínculo» 326, 327, 337
Ohta, Tomoko, 599, 603-605 Orrorin tugenensis, 144-147, 149
oído y audición oruga, 238, 360, 395, 424-426, 511,
- en los monotremas, 322 526, 619
- martillo, yunque y estribo, 322, osículos weberianos, 450
450 oso hormiguero, 128, 209, 299
- y vejiga natatoria, 450 oso, 238, 271, 277-278, 527, 631

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 871

índice analítico

osteolepiformes, 405 parénquima, 611


Ouranopithecus, 169-174 Parker, Andrew, 590-592
oveja, 416 parlamento genético, 88, 95
Owen, Richard, 162, 276, 382 Pasteur, Louis, 136, 736
oxígeno, 138, 413, 435, 451-452, patagio, 249-250, 316
483, 623, 674, 681, 683, 687, Pauling, Linus, 598
697, 704-706, 737, 741-744, pavo real, 107, 131, 143, 346, 351,
763-766, 779, 782 360-374, 805
Pax (incluido Pax6), 564
Pagel, Mark, 292, 364-366 peces,
paidomorfosis, 428, 430-431 - agnatos, 475-485 v. también
Pakicetus, 276, 279 lamprea; mixino
Paleoceno, 40, 225, 245, 276, 278, - cartilaginosos (condrictios),
385 472-474, 558 v. también
Paleógeno, periodo, 199, 241, 395 tiburón; raya
Paleolítico, v. Gran Salto Adelante - de aleta lobulada, 26, 405, 407,
paleomagnetismo, 680 433, 451
Paleozoico, 475, 479, 492, 510, 514 - de aleta radiada, 436, 437, 443-
palmera, 236 445, 812
paloma, 184, 379 - eléctricos, 331-333
- de Nicobar (Caloenus - era de los, 477-480
nicobarica), 378-379 - óseos (osteictios), 329, 331, 343,
- de pico dentado (Didunculus 472-474, 477, 479, 620, 775
strigirostris), 379 - planos, 468
Pan paniscus, v. bonobo - pulmonados, 282, 405, 433-437
Pan troglodytes, v. chimpancé - teleósteos 343, 407, 443, 445,
Panamá, istmo de, 97, 256, 297, 447-452, 468, 475
465 pedicelarios, 503
Panderichthys, 405 Pekín, hombre de, v. Ergaster
panespermia dirigida, 722, 724 pelicosauro, 346
Pangea, 319-340, 387, 399 Penfield, mapa cerebral de325-327,
pangolín (Folidotos), 271, 273, 337, 837, 848
600-601 Penicillium, v. hongos
Parabasalios, 699 perca, 436, 444-445, 451
parafilético, grupo, 202, 342 - del Nilo (Lates niloticus), 455
ParaHox, genes, 563-565 - trepadora (Anabas testudineus),
Paranthropus, 133 451
parásito, 55, 220, 223, 579-580, 653, percebe, 13, 425, 577-579, 581
655-656, 694, 757 - ganso (Pollicipes polymerus), 578
parazoos, 641 - Sacculina, 578-579

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 872

el cuento del antepasado

perezoso, 128, 178, 179, 180, 250, Phallus, v. hongos,


295, 296, 298, 309, 530, 697 Physalia, 524, 619, 864
- arborícolas (Bradipódidos, Pickford, Martin, 144, 145
Megaloníquidos), 141, 175, piedra caliza, 113, 135, 464
180, 209, 247, 404 piel, color de la, 526, 549
- gigante (Megatherium), 169 pigmeos, 53, 151, 165, 232, 280
Periophtalmus, v. saltarín del fango pika (Ocotónidos)52, 253, 254,
perisodáctilos, 269, 270, 274, 297 255, 481, 585
Pérmico, periodo, 39, 40, 243, 244, Pikaia, 481, 585
340, 342, 344, 346, 435 pingüino emperador (Aptenodytes
perro, 58-61, 71, 137, 229, 316, 334, forsteri), 574
453, 716, 738, 768 Pinker, Steven, 27, 66, 109, 139,
- pequinés, 431 838
- v. también domesticación pinzón de las Galápagos, 11, 147,
petauro, 863 352, 356, 423, 455, 588, 797
- de la caoba (P. gracilis), 316 piojos, 365, 365, 366
- del azúcar (P. breviceps), 316 piroterio, 300
- v. también falangero listado Pithecanthropus, v. Ergaster,
Pettigrew, Jack, 18, 326-329, 337, placentarios, mamíferos, 122, 214,
834, 837, 848 271, 296, 297, 298, 301, 303,
pez 309, 311, 315, 316, 317, 320,
- arquero (Toxótidos), 777-780 605, 606, 768
- ciego de las cavernas (A. - placenta, 311, 674
mexicanus), 12, 147, 211, 463- - visión cromática en los, 211-212
469 placodermo, 479
- espátula (Polyodon spathula), placozoos, 13, 614, 637, 638, 639
329-331, 444-445 plancton, 227, 330, 424, 425, 456,
- gato invertido (Synodontis 471, 474, 495-497, 562, 620-626
nigriventris), 521-527 «planeta bola de nieve», 609
- lanceta (Branchiostoma), 487- plantas
489, 489-492, 493, 560, 561 - con flores (angiospermas), 309,
- limpiador, 629 427, 668, 671
- luna (Mola mola), 225, 448, 524- - genes homeobox en las, 563, 565
525, 532, 785 - modo de vida, 161
- navaja (A. strigatus), 446-447 - y bacterias convertidas en
- rana, v. saltarín del fango cloroplastos, 631, 668, 703-707,
pezones, existencia de los, en el 714
macho, 322, 362 - v. también algas (verdes, rojas);
pezuñas, animales con, v. glaucofito
ungulado; notoungulado platelmintos v. gusano

872
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 873

índice analítico

platelmintos; acelomorfos, 13, 609- polipífero, 13, 456, 617-628


613, 651, 813 - v. también coral
platija, 12, 444, 445, 468, 469 pólipo, 618-620
platirrinos, v. monos, del Nuevo poliqueto, v. gusano
Mundo politomía, 182, 251
platizoos, 509, 514 Polo, Marco, 381
pleiotropismo, 110 Porpita, 620
plesiadapiformes, 231 poto (Perodicticus), 180, 229-232
Plesianthropus, 133 preadaptación, 141, 142, 796
plesiosauro, 351 Precámbrico, 40, 501, 522, 587-588,
Plinio el Joven, 43 593-596, 606-607, 765
Plinio el Viejo, 163 «principio de la vida o la cena», 788
Plioceno, 40, 116, 151, 153, 368, probabilidad, análisis de
395 - filogenética bayesiana, 192
pliopitécido (Pliopithecus), - probabilidad máxima, método
pluma de mar (Penatuláceos), de la, 192-194, 437, 461, 605
pluricelularidad, 649, 666, 694, proboscídeos, 302, 305, 306
800, 801 - v. también elefante; mamut;
población, 55, 74 mastodonte, 304
- fundadora, 237, 314 procariota, 691, 709, 711, 713, 800
- mutaciones, 75, 197, 604, 629 Proconsul, 130, 167, 169, 171, 202
- separación de, 456-459; progénesis, 428
v. también especiación; propulsión, 513, 633, 701, 715, 776
hibridación, prosimio, 130, 229
- variaciones en la humana, 539 ; proteína, 45-46, 110, 554, 601, 723,
v. también raza 730-744, 749-759, 800
- y proporción entre machos y Proterozoico, Eón, 40
hembras, 283 «protista», 728
- v. también «cuello de botella» protocordado, 481, 487, 499
poliandria, 288, 291 protoindoeuropeo, 49
poliginia, 161, 178, 285, 286, 288, protóstomo, 504-529, 560, 594, 609-
29, 291, 293 611, 764
polilla, 356, 447, 778 protozoos, 514, 563, 565, 644-646,
polimorfismo, 98, 99, 217 647, 649, 652, 697-70
- selección por frecuencia, 59 Proyecto del Genoma Humano, 69
- como ventaja heterocigótica, Proyecto Gran Simio, 165
218-219 pterobranquio, 499, 500
- interespecífico, 99 pterodáctilo, 351, 774
- y genes de las opsinas 215-216 pterosauro, 351
- y grupos sanguíneos, 98, 196 puente continental, 391

873
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 874

el cuento del antepasado

pulgones, 57, 529, 530, 566 519-520, 558-564, 575, 671,


Pullman, Philip, 719, 720 675-676, 736-737
pulpo, 479, 491, 501, 513, 580 raya, 331, 468, 472-475, 491, 775
Pusey, Harold, 234, 232 - eléctrica (Torpedo), 332
- mantarraya (M. birostris), 471
qualia, 337, 338 raza, 93, 262, 415, 530-550
quelicerados, 510 reacción autocatalítica, 740
quimera (Holocéfalos), 472-475 Reader, John, 42, 140
Reagan, Ronald, 677
radiación adaptativa, 456 Rebek, Julius, 751, 752
radiados, 613 recapitulación, 649, 650
- v. también ctenóforo; cnidario recesivo, 86, 537
radiolario, 690, 693 recombinación sexual, 95, 572, 574,
Ramapithecus, v. Sivapithecus 575, 576
ranas y sapos (Anuros), 228, 399- Rees, Martin, 23
404, 421-427, 655 regadera de Filipinas (Euplectella),
- Chiromantis xerampelina, 401 644
- cohete australiana (Litoria reloj molecular, 51, 91, 93, 95, 159,
nasuta), 403 389, 438, 587-608, 810-815
- de boca estrecha, 421-423 Relojero ciego, El, 99, 273, 362, 745,
- goliat (Conraua goliat), 403 773
- Rhinoderma darwinii, 402 renacuajo, 148, 403, 426-427, 431-
- marsupial sudamericana 432, 495-497, 594
(Gastrotheca), 402 replicador, 185, 739, 744, 745, 752-
- peluda, 228 756, 759, 800, 853, 855
- voladora asiática (Rhacophorus reproducción,
nigropalmatus), 404 - asexual, 568, 572-573, 577
rascón no volador (Aphanapteryx), - isogamia, 803
379 - sexual, 566, 570, 573, 801
rata, 207, 236, 253-257 - vegetativa, 802
- canguro, 236, 317 reptiles, 127, 210, 211, 222, 241,
- topo (Batiérgidos), 255 243, 245, 315, 321-322, 333,
- topo desnuda (Heterocephalus 339-351, 399, 402, 404, 769
glaber), 207 - mamiferoides, gorgonópsido,
Rátidas (Estrutioniformes), 350, Lystrosaurus, 210, 243, 315,
380-391 339-347, 769
ratón marsupial (Sminthopsis), 221, - visión cromática en los, 210
315 respiración 451
ratón, 52, 110, 121, 211, 230, 238, Rhizobium, 14, 713, 715, 718, 722,
253-263, 309, 315, 354, 425, 725, 777

874
CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 875

índice analítico

ribosoma, 730, 749, 750, 757 «salida de África», teoría de la, 93-
ribozima, 756 94, 171, 548
Ricketssia, 707 salmón, 437, 653, 655
Ridley, Mark, 18, 221, 258, 293, saltamontes, 13, 91, 228, 360, 415,
753, 771 458, 530-533, 538, 539, 555,
Ridley, Matt, 574-575, 752 776
Rift, valle del, 144, 154, 155, 156, - europeo (Chorthippus brunneus,
301, 411, 455 C. biguttulus) 531-532, 539
río del Edén, El, 72, 576 saltarín del fango (Periophtalmus),
rizarios, 690, 693 12, 407, 451, 453
roca, 37-39, 113-114, 116, 306, 341, Salzburger, Walter, 461
393-398, 495, 578, 583, 619- sangre, 28, 46, 61, 83, 84, 92, 109,
620, 680, 686-687, 760, 762 186, 221, 263-264, 279-280,
- ígnea (volcánica), 114, 397 ; v. 357, 365, 388, 450, 473, 479,
también basalto 483, 502, 521, 540, 602, 673-
- sedimentaria, 38, 116, 680 676, 718-719, 725, 761, 779
rodofitas, v. algas, rojas - grupos sanguíneos, 98, 196
roedores, 253-279, 297, 300, 313, sapo, v. ranas y sapos
316, 317, 374, 389, 438, 602, sarcopterigios, 443
605, 769, 776 saurisquio, v. dinosaurios
Romer, Alfred Sherwood405, 406, saurópsido, 344, 349
407, 429, 451 Savage, Thomas, 163, 164, 165
Roos, Christian, 194, 165 Schierwater, B., 639, 842
rotífero, 507, 565-577, 804 Schluter, Dolph, 840
- bdeloideo, 507, 566-577 Schopf, J. W., 30, 840
Rowntree, V. J., 138 Schuster, Peter, 754
rumiantes, 275, 279, 308, 631, secuoya, 14, 39, 114, 397, 597, 606,
697 668, 675-677, 687, 805
Russell, Bertrand, 363, 582, 724 Seehausen, Ole, 457, 458
segmentación, 509, 579, 798-801
Sacks, Oliver, 221 Segunda Guerra Mundial, 217, 430,
Sahelanthropus tchadensis, v. Toumai 529, 621, 777, 786
salamandra (Urodelos), 400 selección
- ajolote (Ambystoma mexicanum), - artificial, 57, 353, 675
148, 424-432, 495-496 - dependiente de la frecuencia, v.
- Ensatina, 400, 407-410; v. polimorfismo
también especie, circular - natural, 48, 62, 79, 81, 98, 107,
- tigre (Ambystoma tigrinum), 427 111-112, 161, 171, 179, 185,
- tritón, 399, 404, 428-429, 655 195, 197, 220, 221, 233, 262-
salangana (C. linchi), 772, 774 268, 277, 284-286, 299, 303,

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CUENTO ANTEPASADO 641-FIN.qxp 26/5/08 12:33 Página 876

el cuento del antepasado

312, 352, 358-360, 370, 377- Sinanthropus, v. Ergaster


378, 384, 423, 426, 430, 457- sincitio, 554, 651, 659
465, 522-523, 570-577, 593, Singer, Peter, 165
598-600, 604-605, 626, 696, sirénidos, 282, 302, 303, 307
716-717, 722-723, 736-737, 740- - v. también dugongo; manatí
741, 758-759, 780, 790, 794, vaca marina de Steller
797, 804 sistema nervioso, 213, 222, 495,
- sexual, 131, 138, 143, 361-364, 503, 615, 643
366-367, 369-374, 548-549, 626 - v. también cordón nervioso
sengi, v. musaraña, elefante Sivapithecus, 169-173
Senut, Brigitte, 144, 145 Slack, Jonathan, 841
serotonina, 58, 59 Smolin, Lee, 24
serpiente, 351, 401, 411, 448, 606, Snoeks, Joe, 461
617, 715, 775, 776, 798, 811 sociobiología, 620
setas, 528, 657-661 solitario de Rodríguez (P. solitaria),
- v. también hongos 376
seudogenes, 185, 483, 484 sónar, 273, 599, 621
Shapiro, L. H., 587 sonidos, y reclamos de
Sheets-Johnstone, Maxine, 138 apareamiento, 43, 322, 423
Short, Roger, 291, 292 Southwood, Richard, 625, 808
siamang, v. gibón Spalding, Douglas, 278
sifaka de Verreux (Propithecus Spiegelman, Sol, 756, 760
verreaxi), 138 - monstruo de, 759-760
sifonóforo, 619, 620 SRY, 196, 197
- v. también Physalia St Hilaire, Geoffroy, 521
Silúrico, periodo, 40, 433, 434, 443 Stebbins, Robert, 408, 409, 410
siluro eléctrico (Malapterus) 332 Stewart, Caro-Beth, 169, 171-174
simbiosis, 661, 704, 720 Stringer, Christopher, 101
simetría, Sudamérica, 97, 159, 179, 205-209,
- bilateral, 501-502, 515, 520, 561- 227, 238, 256, 272, 295-300,
562, 610, 613, 616, 634; v. 309, 312-313, 319-321, 331-332,
también bilaterios 374, 383-397, 433, 548,
- radial, 501, 517, 521, 561, 562, 767-771
613, 615, 635, 651; v. también Sumper, M., 759, 760
radiados superposición, ley de, 37, 409, 422,
simios, 678, 679, 721
- africanos, 146, 160, 169-174 Sutherland, J. L., 698, 699, 700
- asiáticos, 169-174 Swift, Jonathan, 701, 702
Simonyi, Charles, 18 Syed, T., 639
Simpson, G. C., 18, 297, 299 Szathmáry, Eörs, 800

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índice analítico

tábano, 779, 780 tetrápodo, 339, 404, 405, 407, 433,


Tácito, 43 434, 436, 452
tacto, sentido del, 447, 482, 520, Teuber, H. L., 547
554, 571, 618, 682, 700, 747 Thermus aquaticus, 715, 726, 733
tafonomía, v. fósil Thomson, Keith, 439, 441, 843
tamarino (Saguinus), 206, 217 Thrinaxodon, 344
Tamm, S. L., 701 tiburón, 475, 479, 775
Tanganyika, lago, 455-460 - ballena (Rhincodon typus), 474
tapetum lucidum, 225, 227, 228 - del Mioceno (Carcharocles
Taq, v. Thermus aquaticu megalodon), 471, 474
tardígrado, 506, 507, 511, 736 - enano (S. laticaudus), 474
tarsero (Tarsius), 225-228, 251 Tiger, Lionel, 537
Tasmania, 77, 78, 81, 104, 310-317 tigre, 52, 262-264, 316, 427, 532
- tigre de, v. tilacino tilacino, 316, 317, 854
Tatum, E. L., 661 tinamú, 350, 351, 384
taxonomía, 52, 58, 188, 191, 251, Tinbergen, Niko, 526
252, 271, 375, 400, 508, 509, Tinman, 564
659, 804 tití enano (Callithrix pygmaea), 206,
- molecular, 58, 400, 508, 659 210, 292, 879
Taylor, C. R., 138 Tobias, Phillip, 109, 135
tectónica de placas, 32, 234, 384, topo,
392-395, 398, 627, 628 - de nariz estrellada (Condylura
teleósteo, 343, 407, 443, 445, 447, cristata), 334, 335
448-452, 468, 475 - dorado (Crisoclóridos), 303,
Telicomys, 256 314
Templeton, Alan, 95-97, 105, 569 - euroasiático (Tálpidos), 314-315
tenrec, 72, 236, 246, 271, 301-303 - marsupial (Notoryctes), 147, 300,
- sin cola (Tenrec ecaudatus), 178 310-311, 314-318
terápsido, 344-347 - «topúnculo» 336-337
teredo, 513 tortuga, 185, 211, 214, 281, 339,
termitas (Isópteros) 342, 349-351, 437, 779
- cooperación en las, 554 Toumai (Sahelanthropus tchadensis),
- de Darwin (Mastotermes 144-147, 149, 156, 370
darwiniensis), 695-698 toxodonte, 300, 880
- microorganismos en el interior Tradescant, John, 375, 376
de las, 697-698 transcripción, 46, 164
- y cultivo de hongos, 528 Tree of Life, proyecto, 343
testículos, tamaño de los, 84, 161, triangulación (de ADN o
291-293, 643, 861 morfología), 35, 48-51, 111
Tetis, mar de, 385, 399 Triásico, periodo, 40, 340-347

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el cuento del antepasado

Triceratops, 351 - v. también notoungulado,


Trichoplax, 614, 637-642, 814 uralo-yucaguira, familia, 49
tricotomía, 182, 693 Urey, H. C., 743
trigo (Triticum), 63-64, 736
- intolerancia al, 63 vaca marina de Stebbins, 307
trilobites, 33, 331, 340, 510, 584 vaca marina, v. manatí, 307
- asimetría de marcas de vacuola, 663
mordiscos en los, 518 Van Alphen, Jacques, 457, 458
- más grande que se conoce variación genética, 354, 355, 539,
(Isotelus rex), 510 552, 731
triok (Dactylopsila), 233 - v. también mutación
tripanosoma, 690, 693 «vecino más próximo», método del,
triploblastia, 613 188, 191
Triticum, 64 vejiga natatoria, 449-451, 473, 620
tritón, v. salamandra, 399, 404, 428, Velella, 619, 620
429, 655 Venter, Craig, 71, 729
Trivers, Robert L., 140, 284 Venus de Willendorf, 66
tuatara (Sphenodon), 349-351 Verheyen, Erik, 461
Tudge, Colin, 55, 251, 809 vertebrados
Tulerpeton, 405 - globinas en los, 483-485
tupaya, v. musaraña, 10, 247-252, - notocordio en los embriones de
255, 733, 810 los, 482-483
Turkana, lago, 108, 109, 112, 113, - plan corporal modular en los,
134, 151 559-562
Turnip Townsend, 56 - primeros, 480-485
Turvey, Sam, 18, 331, 376, 403, 518 - transición a tierra firme, 27, 48
Twain, Mark, 21, 792 vestido, invención del, 365
Tyrannosaurus, 120, 351 víbora de fosetas (Crotálidos), 212
Tyson, Edward, 165 Victoria, lago, 144, 201, 453-463,
805
ualabí, 211, 317 Victoria, reina, 84, 86-87
Ultrabithorax, 557 Victoriapithecus, 201
«undulipodio», 698, 718 vicuña (Vicugna vicugna), 298
ungulado, 179, 271-276, 287, 297- vida, origen de la, 29-32, 734-744,
300, 311 750-754, 759-763, 767, 771
- de dedos impares vieira (Pectínidos), 513, 776
(Perisodáctilos), 269-270, 274 «vieja arenisca roja», 38
- de dedos pares Viejo Testamento, 44
(Cetartiodáctilos), 269-270, VIH, 97
274-275 virus, 371, 414, 739, 757, 759

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índice analítico

visión, West-Eberhard, Mary Jane, 796


- cromática, 210-212, 215, 219, Westoll, T. S., 435
227, 772 Wheeler, John Archibald, 763
- dicromática, 216 Whippo, hipótesis, 275
- en infrarrojos, 715 White, Tim, 101, 136
- en ultravioleta, 213-214 Williams, George C., 565, 574, 643,
- tricromática, 211-212, 214, 220 798
vitamina Wilson, E. O., 237, 361, 620
- A, 215 Wilson, H. V., 645-646
- D, 548 Woese, Carl, 711, 730
viviparismo, 402 Wolfe, Tom, 369
volcánica, actividad, 241, 394 Wolpert, Lewis, 505
vuelo, 567-568, 776, 784, 797 Wong, Yan, 17, 32, 608
- v. también aves, no voladoras, Wray, G. A., 587
Wright, hermanos, 784-785, 791
Wake, David, 408 Wyman, Jeffries, 164
Wallace, Alfred Russel, 363-364, 736
Ward, Lalla, 18 Xenoturbella, 499, 501
Warren, Nicky, 18
Watson, James, 755-757 Zahavi, A., 366
Wegener, Alfred, 392-393 Zardoya, Rafael, 436
Weinberg, Steven, 23 zarigüeya (Didélfidos), 71, 232,
Weiner, Jonathan, 359 299, 310-314
Wells, H. G., 540 Zinjanthropus, 133
West, Geoffrey, 673-674 zorro plateado (Vulpes vulpes), 57

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