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«En este extenso libro, Dawkins, el famoso biólogo evolutivo, nos ofrece
un elocuente tratado sobre la evolución que no soslaya ni los últimos
descubrimientos ni sus provocativas opiniones».
Scientific American
que leyó el borrador y tuvo la deferencia de aceptar esta dedicatoria que ahora,
por desgracia, ha de ser
IN MEMORIAM
RICHARD DAWKINS
La vanidad retrospectiva
Alguien ha definido la historia como un maldito hecho detrás de otro. Puede que
la frase nos advierta contra un par de tentaciones pero, tras tomar debida nota,
paso a ceder prudentemente a ambas. En primer lugar, el historiador está tentado
de registrar el pasado en busca de pautas recurrentes; o, por lo menos siguiendo
a Mark Twain, de buscarle rima a todo. Esta manía de las pautas indigna a
quienes insisten en que, como también sostenía Mark Twain, «la historia suele
ser algo fortuito sin pies ni cabeza», algo que no va a ninguna parte ni obedece a
regla alguna. La segunda tentación, relacionada con la primera, es la vanidad del
presente, la presunción de considerar que el objetivo del pasado era desembocar
en nuestros días, como si los personajes de la obra de teatro de la historia no
hubiesen tenido otro objetivo en la vida que prefigurar nuestro advenimiento.
Bajo denominaciones que no hace falta detallar, estos asuntos han jalonado
desde siempre la historia humana y se plantean con mayor fuerza aún, aunque
sin suscitar mayor consenso, en el marco temporal —más dilatado— de la
evolución. La historia de la evolución también se puede definir como «una
maldita especie detrás de otra», pero muchos biólogos coincidirán conmigo en
que se trata de una visión muy pobre: quien contemple la evolución en esos
términos se pierde todo lo importante. La evolución rima, las pautas se repiten, y
esto no ocurre por casualidad, sino por razones perfectamente comprensibles y
en su mayor parte darvinianas, pues la biología, al contrario que la historia o que
la física, cuenta ya con su gran teoría unificada, aceptada por todos los
profesionales informados, aunque en diferentes versiones e interpretaciones. A la
hora de escribir sobre la historia de la evolución no rehuyo la búsqueda de pautas
y principios, pero trato de hacerlo con prudencia.
¿Qué decir de la segunda tentación, la de la vanidad retrospectiva, la idea de
que la única función del pasado era producir nuestro presente? El difunto
Stephen Jay Gould señaló atinadamente que, en la mitología popular, la imagen
preponderante de la evolución —una caricatura de la realidad casi tan
omnipresente como la de las hordas de lemmings que se suicidan despeñándose
por los acantilados (otro mito igual de falso)— consiste en una fila de
desgarbados antepasados simiescos que se yerguen progresivamente tras los
pasos de la majestuosa silueta erecta y de andar solemne del Homo sapiens
sapiens: el hombre como la última palabra de la evolución (porque en este
contexto siempre es el hombre, nunca la mujer), como meta final de toda la
empresa evolutiva. El hombre como imán que atrae a la evolución desde el
pasado hacia su posición eminente.
Me gustaría mencionar brevemente la versión que los físicos dan de la
vanidad retrospectiva y que la hace resultar menos presuntuosa. Se trata de la
idea antrópica según la cual las mismísimas leyes de la física, o las constantes
fundamentales del universo, son un artificio cuidadosamente orquestado al
objeto de propiciar la aparición de la especie humana. Esta teoría antrópica no se
basa necesariamente en la vanidad ni tiene por qué significar que el universo se
creó ex profeso para que existiésemos; tan sólo significa que estamos aquí y que
no podríamos estar en un universo que no tuviese la capacidad de crearnos.
Como señalan los físicos, no es casualidad que veamos estrellas en el
firmamento por cuanto las estrellas son elemento imprescindible de todo
universo capaz de generarnos. Esto, repito, no significa que las estrellas existan
para producirnos a nosotros sino, simplemente, que sin ellas no habría átomos
más pesados que el litio en la tabla periódica, y una química con sólo tres
elementos sería demasiado pobre para sustentar la vida. La visión es un tipo de
actividad que sólo puede darse en un universo en el que lo visto sean las
estrellas.
Pero hace falta añadir algunas observaciones. Aun admitiendo el hecho
insignificante de que nuestra presencia comporte leyes y constantes físicas
capaces de producirnos, la existencia de tan poderosas reglas se antoja
sumamente improbable. Basándose en sus suposiciones, los físicos podrían
calcular que el número de todos los universos posibles es vastamente superior
que el de aquellos universos cuyas leyes y constantes permiten que la física se
convierta, gracias las estrellas, en química y, gracias a los planetas, en biología.
Para algunos, la alta improbabilidad del fenómeno sólo significa una cosa: que
las leyes y constantes tuvieron que concebirse con premeditación desde un
principio (aunque no me entra en la cabeza que eso pueda llamarse explicación,
toda vez que el problema se torna instantáneamente en uno aún mayor: el de
explicar la existencia de un premeditador igual de sutil e improbable).
Otros físicos no están tan convencidos, para empezar, de que las leyes y las
constantes puedan variar tanto. Cuando yo era pequeño no me resultaba tan
evidente que cinco por ocho tuviese que dar lo mismo que ocho por cinco.
Aceptaba el dato como uno de tantos que afirmaban los adultos. Sólo pasado un
tiempo logré entender, quizá imaginando rectángulos, por qué esas dos
multiplicaciones no pueden variar independientemente una de otra.
Comprendemos que la circunferencia y el diámetro del círculo no son
independientes, de lo contrario estaríamos tentados de postular un sinfín de
universos posibles, en cada uno de los cuales π tendría un valor distinto. Según
algunos científicos, como el premio Nobel de física Steven Weinberg, las
constantes fundamentales del universo, que en la actualidad consideramos
independientes unas de otras, en un futuro, cuando se consiga formular la gran
teoría unificada, podrían tener un menor grado de arbitrariedad de lo que
imaginábamos. Tal vez el universo sólo pueda ser de una forma, lo que socavaría
la aparente coincidencia antrópica.
Otros físicos, entre ellos sir Martin Rees, admiten que, efectivamente, hay
una coincidencia que explicar y la explican postulando la existencia de múltiples
universos paralelos que no se comunican entre sí y que obedecen cada uno a su
propio conjunto de leyes y constantes[1]. Lógicamente, nosotros, que
reflexionamos sobre estas cuestiones, hemos de encontrarnos en uno de esos
universos, por raros que sean, cuyas leyes y constantes sean capaces de
generarnos.
El físico teórico Lee Smolin añadió un ingenioso giro darviniano que reduce
la aparente improbabilidad estadística de nuestra existencia. Según su hipotesis,
los universos engendran «universos hijo» que varían en cuanto a sus leyes y
constantes. Estos universos hijo nacen en agujeros negros producidos por el
universo madre del que heredan sus leyes y constantes pero con alguna
posibilidad de pequeños cambios aleatorios o mutaciones. Los universos hijo
que disponen de lo necesario para reproducirse (por ejemplo, que duren lo
bastante como para producir agujeros negros) son, naturalmente, los que a su vez
transmiten sus leyes y constantes a sus hijos. Las estrellas son las precursoras de
los agujeros negros que, según el modelo de Smolin, coinciden con el
nacimiento de universos hijo. Así pues, en este darvinismo cósmico, los
universos que tengan lo necesario para generar estrellas se verían favorecidos.
Las propiedades que permiten tal desarrollo futuro son casualmente las mismas
que conducen a la producción de grandes átomos, entre ellos los átomos de
carbono, esenciales para la vida. No sólo vivimos en un universo capaz de
producir vida, sino que sucesivas generaciones de universos evolucionan
progresivamente hasta parecerse cada vez más al tipo de universo que, como
efecto secundario, es capaz de producir vida.
La lógica de la teoría de Smolin por fuerza ha de resultarle atractiva a un
darviniano, y, en realidad, a cualquiera que tenga imaginación, pero, en lo que
respecta la física, no estoy cualificado para juzgarla. No conozco ningún físico
que la considere completamente equivocada; como mucho la tildan de superflua.
Algunos, como ya hemos visto, sueñan con una teoría definitiva a cuya luz el
presunto ajuste perfecto del universo resultará infundado. Nada de lo que
conocemos invalida la teoría de Smolin, quien reclama se conceda a su creación
el mérito de que se pueda falsear (algo que los científicos consideran mucho más
importante de lo que les parece a los profanos). El libro de Smolin se titula The
Life of the Cosmos, y recomiendo su lectura.
Pero esto ha sido un paréntesis acerca de la idea que los físicos tienen de la
vanidad retrospectiva. La versión de los biólogos es más fácil de rebatir desde la
aparición de Darwin (aunque antes de él era más desagradable de abordar) y es
la que aquí nos concierne. La evolución biológica no privilegia a ningún linaje
ancestral ni tiene un fin preconcebido. La evolución ha alcanzado muchos
millones de objetivos provisionales (el número de especies que sobreviven en el
momento de la observación) y no existe ningún motivo aparte de la vanidad —
de la vanidad humana, puesto que somos nosotros quienes hablamos del tema—
para declarar a una especie más privilegiada o más evolucionada que otra.
Esto no significa, como habré de seguir sosteniendo, que en la historia de la
evolución «nada rime con nada». Estoy convencido de que hay pautas
recurrentes. Aunque hoy el argumento sea más controvertido de lo que ya fue,
también estoy convencido de que, en ciertos sentidos, la evolución puede
considerarse direccional, progresiva y hasta predecible. Pero progreso no
equivale ni por asomo a progreso hacia la humanidad, y debemos resignarnos a
vivir sin la fuerte y gratificante sensación de haber estado previstos desde el
comienzo. El historiador debe guardarse de hilvanar un relato que parezca,
siquiera en lo más mínimo, estar abocado a un clímax humano.
Tengo en mi poder un libro (que en general es bueno, así que me abstendré
de dar el título para no dejarlo en mal lugar) que puede servir de ejemplo de la
tendencia a ver al ser humano como culmen de la evolución. El autor compara al
Homo habilis (una especie humana, probablemente antepasada nuestra) con sus
predecesores australopitecinos[2] y sostiene que era «considerablemente más
evolucionado que los australopitecinos». ¿Más evolucionado? ¿Qué puede
significar semejante comentario sino que la evolución se mueve en una dirección
predeterminada? El texto no deja lugar a dudas sobre cuál es la supuesta
dirección. «Se aprecian los primeros indicios de un mentón». Eso de «primeros»
invita a pensar que va a haber segundos y terceros indicios dentro del proceso
evolutivo hacia el mentón humano «completo». «La dentadura empieza a
parecerse a la nuestra…», como si esa dentadura fuese como era, no por ser apta
para la dieta del Homo habilis, sino por estar destinada a convertirse en nuestra
dentadura. El pasaje concluye con una reveladora observación acerca de una
especie posterior, el Homo erectus:
Aunque los rostros siguen siendo diferentes de los nuestros, los tienen una expresión mucho más
humana. Son como esculturas a medio hacer, obras «incompletas».
se aventuraron a salir del agua a finales del periodo Devónico para aventurarse en tierra firme y
salvaron, por así decirlo, la distancia que separa una y otra clase de vertebrados para convertirse en los
primeros anfibios…
Fósiles
Reliquias renovadas
Los fósiles, al igual que los especímenes arqueológicos, son testimonios más o
menos directos del pasado. Ahora vamos a ocuparnos de la segunda categoría de
pruebas históricas: las reliquias renovadas, copiadas y vueltas a copiar a lo largo
de las generaciones. Para los historiadores de la actividad humana, este tipo de
testimonios consiste en relatos de testigos presenciales transmitidos por la
tradición oral o en forma de documentación escrita. No podemos preguntar a
ningún testigo vivo cómo era la vida en la Inglaterra del siglo XIV, pero tenemos
una idea de cómo era gracias a diversos documentos escritos, entre ellos la obra
de Chaucer. Esos textos contienen información que se ha copiado, impreso,
almacenado en bibliotecas, reimpreso y distribuido para que hoy podamos leerla.
Una vez que una historia se publica, o, en la actualidad, se almacena en un
ordenador, hay bastantes posibilidades de que sus copias se transmitan hasta el
lejano futuro.
Versión simplificada de la escala temporal publicada por la Comisión Internacional de Estratigrafía
(www.stratigraphy.org). La escala se divide en eones, eras, periodos y épocas. El tiempo se mide en
millones de años (mda) y los tonos de gris son proporcionales a la antigüedad. El Pleistoceno y Holoceno
suelen llamarse informalmente Cuaternario, aunque este término, al igual que Terciario, forma parte de un
sistema de datación ya obsoleto. El límite inferior de la escala no está definido formalmente, aunque por lo
general se supone que abarca hasta hace unos 4600 millones de años, época en la que se formaron la Tierra
y el resto del sistema solar.
Los documentos escritos son, de largo, más fiables que la tradición oral. En
teoría, los hijos de cada generación que, como la mayoría de los niños conocen
bien a su familia, deberían prestan atención a los minuciosos recuerdos de sus
padres y transmitírselos a la siguiente generación, y al cabo de cinco
generaciones debería haberse creado una sólida tradición oral. Recuerdo
nítidamente a mis cuatro abuelos, pero de mis ocho bisabuelos apenas me
quedan unas pocas anécdotas sueltas. Uno de mis bisabuelos, cada vez que se
ataba los cordones de los zapatos, cantaba una cancioncilla absurda (que yo
también me sé). Otro se pirraba por la nata, y cuando perdía al ajedrez tiraba el
tablero al suelo. Un tercero era médico rural. Eso es todo. ¿Cómo es posible que
ocho vidas se hayan reducido a tan poco? ¿Cómo es posible, cuando la cadena
de informadores que nos conecta con los testigos es tan corta y la conversación
humana tan profusa, que los miles de detalles personales que constituían la vida
de ocho individuos se hayan olvidado tan rápido?
Por desgracia, la tradición oral se extingue casi inmediatamente, a menos que
se consagre en composiciones poéticas como las que Homero decidió consignar
por escrito, y aun así dista mucho de ser exacta: al cabo de poquísimas
generaciones la historia se descompone en disparates y falsedades. Los hechos
históricos acerca de héroes verdaderos, villanos verdaderos, animales verdaderos
y volcanes verdaderos rápidamente degeneran (o se erigen, dependiendo del
gusto de cada uno) en mitos sobre semidioses, diablos, centauros y dragones
ignívomos.[2] Pero no viene a cuento abundar en las tradiciones orales y sus
imperfecciones, habida cuenta de que, sea como fuere, no tienen
correspondencia en la historia evolutiva.
La escritura supone un avance enorme. El papel, el papiro y hasta las
tablillas de piedra pueden deteriorarse o desintegrarse, pero los documentos
escritos pueden copiarse fielmente a lo largo de un número indefinido de
generaciones, aunque en la práctica la exactitud no sea absoluta. Será mejor que
explique qué sentido particular estoy atribuyendo a la palabra exactitud y, sobre
todo, a la palabra generación. Si alguien me escribe un mensaje y yo lo copio y
se lo paso a un tercero (la siguiente generación de copistas), no será una réplica
exacta, ya que mi escritura es diferente de la del lector. Pero si el autor del
mensaje escribe con cuidado, y si yo me esmero en encontrar dentro de nuestro
alfabeto común el signo correspondiente a cada uno de sus trazos, existen
muchas posibilidades de que consiga copiar el mensaje con total precisión. En
teoría, esta exactitud podría conservarse a lo largo de un número indefinido de
«generaciones» de escribas. Dado que existe un alfabeto discreto (en el sentido
de «discontinuo») aceptado tanto por el escritor como por el lector, la copia
permite que el mensaje sobreviva a la destrucción del original. Esta propiedad de
la escritura puede denominarse «autonormalización» y funciona porque las letras
de un alfabeto verdadero son discontinuas. Este hecho, que recuerda a la
diferencia entre código analógico y código digital, exige una explicación más
detenida.
En inglés existe un sonido consonántico a medio camino entre la c y la g (es
la c de la palabra francesa comme), pero a nadie se le ocurriría representarlo
dibujando un carácter que pareciese a medio camino entre la c y la g. Todos
aceptamos que en inglés todo carácter escrito ha de ser un miembro, y solamente
uno, del alfabeto de 26 letras. Sabemos que los franceses usan esas mismas 26
letras para representar sonidos que no son exactamente los mismos que los del
inglés y que pueden estar a medio camino entre algunos de los de éste. Cada
idioma, en realidad cada acento o dialecto local, usa el alfabeto de un modo
distinto para autonormalizarse a partir de sonidos diferentes.
La autonormalización combate la distorsión del tipo teléfono estropeado[3]
que sufren los mensajes a lo largo de las generaciones. Un dibujo, copiado y
vuelto a copiar por toda una sucesión de imitadores, no goza del mismo
mecanismo protector a menos que su estilo incorpore una serie de convenciones
prefijadas a guisa de autonormalización. A diferencia de un testimonio
representado por medios gráficos, el informe escrito de un testigo ocular tiene
bastantes probabilidades de que los libros de historia sigan reproduciéndolo
fielmente siglos después. Si hoy disponemos de una descripción probablemente
fiel de la destrucción de Pompeya en el año 79 d. C., es gracias a que un testigo,
Plinio el Joven, escribió lo que vio en dos epístolas dirigidas al historiador
Tácito, algunos de cuyos escritos, mediante sucesivas copias y, finalmente,
impresiones, han sobrevivido hasta nuestros días. Incluso en la época anterior a
Gutenberg, cuando la duplicación de los documentos era obra de amanuenses, la
escritura garantizaba una exactitud mucho mayor que la memoria y la tradición
oral.
El principio de que las copias sucesivas conservan una exactitud total es un
ideal puramente teórico; en la práctica, los escribas son falibles y suelen ceder a
la tentación de manipular el texto original para que diga cosas que, en su opinión
(sin lugar a dudas sincera), debería decir. El ejemplo más famoso, ampliamente
documentado por los teólogos alemanes del siglo XIX, es la adulteración de los
pasajes históricos del Nuevo Testamento para que validasen las profecías del
Viejo. Puede que los escribas que alteraban el texto no mintiesen a sabiendas. Al
igual que los autores del Evangelio, que también vivieron mucho después de la
muerte de Jesucristo, creían sinceramente que éste era el Mesías llamado a
cumplir las profecías del Viejo Testamento. Así pues, debía haber nacido en
Belén y ser descendiente de David. Si los documentos, inexplicablemente, no
afirmaban tal cosa, el deber de todo escriba escrupuloso era corregir la
deficiencia. Supongo que para un escriba lo bastante devoto semejante enmienda
no supondría mayor falsificación que para nosotros la corrección automática de
una falta de ortografía o un error gramatical.
Aparte de la manipulación efectiva, todo proceso de copia está sujeto a
errores simples como saltarse un renglón o una palabra de una lista. En cualquier
caso, la escritura no puede retrotraernos más allá de cuando se inventó, hace sólo
unos 5000 años. Los símbolos identificadores, las marcas para contar y los
dibujos son un poco anteriores, tal vez unas decenas de años, pero todos estos
periodos resultan insignificantes comparados con la escala temporal evolutiva.
Por suerte, volviendo al ámbito de la evolución, existe otro tipo de
información duplicada que ha sido objeto de un número casi inconcebible de
copias y que, con una pequeña licencia poética, podemos considerar el
equivalente de un documento escrito: un registro histórico que se renueva con
pasmosa exactitud desde hace centenares de millones de generaciones
precisamente porque, como nuestro sistema de escritura, posee un alfabeto
autonormalizante. Se trata del ADN, que está contenido en todos los seres vivos
y que se ha venido transmitiendo desde los antepasados más remotos con
prodigiosa fidelidad. En el ADN, los átomos individuales se hallan en continua
rotación, pero la información codificada en su disposición definitiva se copia
durante millones o incluso cientos de millones de años. Gracias a las técnicas de
la moderna biología molecular, podemos leer dicha información directamente, es
decir, descifrar las propias secuencias de letras del ADN; o, de manera un poco
más indirecta, podemos leer las secuencias de aminoácidos que componen las
moléculas de proteína a las que el ADN están traducido. O bien, de forma mucho
más indirecta, «oscuramente, como por medio de un espejo»[4], podemos
examinar los productos embriológicos del ADN, es decir, la forma, la química y
los órganos de los cuerpos. No hacen falta fósiles para sondar los abismos de la
historia. Dado que el ADN cambia muy lentamente a lo largo de las
generaciones, la historia puede leerse en la estructura de las plantas y animales
modernos por cuanto está inscrita en sus caracteres codificados.
Los mensajes genéticos se valen de un auténtico alfabeto. Al igual que los
sistemas de escritura latino, griego y cirílico, el alfabeto del ADN es un
repertorio rigurosamente limitado de símbolos que no tienen, de por sí, un
significado evidente. Se escogen símbolos arbitrarios y se combinan para
componer mensajes coherentes de complejidad y tamaño ilimitados. Mientras
que el alfabeto español tiene 28 letras, el inglés 26 y el griego 24, el alfabeto del
ADN apenas cuenta con cuatro. La mayor parte de ADN útil consiste en palabras
de tres letras extraídas de un diccionario de tan sólo 64 palabras, cada una de las
cuales recibe el nombre de codón. Algunos codones son sinónimos, lo que,
desde el punta de vista técnico, significa que el código genético es un código
degenerado[5].
El diccionario registra 64 palabras para 21 significados: los 20 aminoácidos
biológicos más un signo de puntuación universal. Las lenguas humanas son
numerosas y en constante evolución, y sus diccionarios contienen decenas de
miles de vocablos diferentes, mientras que el diccionario de 64 palabras del
ADN es universal e inmutable (salvo mínimas variaciones en unos pocos casos
excepcionales). Los 20 aminoácidos están dispuestos en secuencias de unos
cuantos centenares y cada secuencia constituye una molécula de proteína
específica. Mientras que las letras son sólo cuatro y los codones 64, en teoría no
existe un límite al número de proteínas que las diferentes secuencias de codones
pueden producir. La cifra es simplemente incalculable. Una frase de codones que
especifica la fabricación de una molécula de proteína concreta constituye una
unidad identificable que suele llamarse gen. Nada diferencia los genes de sus
vecinos (ya sean éstos otros genes o tramos redundantes), a no ser lo que se lee
en la propia secuencia. En este sentido recuerdan a telegramas que CARECEN DE
SIGNOS DE PUNTUACIÓN Y TE OBLIGAN A ESCRIBIRLOS COMO SI FUESEN PALABRAS
COMA SÓLO QUE HASTA LOS TELEGRAMAS TIENEN LA VENTAJA DE PODER INTERCALAR
ESPACIOS ENTRE LAS PALABRAS COMA MIENTRAS QUE EL ADN NO STOP
El ADN se diferencia del lenguaje escrito en que representa islas de sentido
en medio de un mar de disparates que nunca se transcriben. Durante la
transcripción de un código genético, los genes enteros se agrupan a partir de
exones dotados de significado que se encuentran separados por «intrones», a
saber, tramos de ADN carentes de sentido cuyos textos el aparato de lectura
simplemente se salta. Es más, en muchos casos ni siquiera se leen ciertos tramos
de ADN dotados de sentido: cabe suponer que se trata de antiguas copias de
genes que en su día eran útiles pero que hoy persisten en el genoma como los
primeros borradores de un capítulo en un disco duro abarrotado. De hecho, en
diversos pasajes del libro compararé al genoma con un viejo disco duro que está
pidiendo a gritos una limpieza general.
Repito que lo que se conserva no son las moléculas del ADN de animales
muertos hace mucho tiempo, sino la información presente en su ADN, que puede
conservarse eternamente, aunque sólo mediante frecuentes duplicados. El guión
de Parque Jurásico, si bien no es ninguna tontería, se da de bofetadas con la
realidad. Se puede aceptar que un insecto hematófago, después de quedar
embalsamado en ámbar, contenga durante un breve espacio de tiempo las
instrucciones necesarias para reconstruir un dinosaurio, pero, por desgracia, una
vez muerto, el ADN presente en su cuerpo y en la sangre que haya chupado no
se conserva intacto más que unos pocos años y, en el caso de ciertos tejidos
blandos, apenas unos pocos días. La fosilización tampoco preserva el ADN.
Ni siquiera la congelación conserva mucho tiempo el código genético.
Mientras redacto estas líneas, unos científicos están extrayendo un mamut
congelado del permafrost siberiano con la esperanza de obtener el suficiente
ADN como para dar vida a un nuevo mamut, clonado en el útero de una elefanta
moderna. Si bien el mamut apenas lleva muerto unos milenios, me temo que se
trata de una vana esperanza. Entre los cadáveres más antiguos de los que se ha
extraído ADN legible se encuentra un hombre de Neandertal de hace 30.000
años. Figúrense el escándalo que se armaría si alguien lograse clonarlo.
Lamentablemente, sólo pueden rescatarse fragmentos sueltos de su ADN. En el
caso de plantas congeladas en permafrost, el récord está en unos 400.000 años de
antigüedad.
La ventaja fundamental del ADN es que, mientras no se rompa la cadena de
vida reproductora, su información codificada se copia en una nueva molécula
antes de que se destruya la vieja. De esta forma, la información contenida en el
código genético sobrevive con mucho a sus moléculas. El ADN es renovable —
esto es, copiable— y, dado que la mayoría de las letras se copia en todas las
ocasiones de manera absolutamente perfecta, puede durar indefinidamente. Gran
parte de la información genética de nuestros antepasados se mantiene
completamente inalterada gracias a que, incluso en el caso de fragmentos que
datan de hace cientos de millones de años, sucesivas generaciones de organismos
vivos la han conservado.
Visto desde esa óptica, el registro genético constituye un regalo de valor
incalculable para el historiador. ¿Quién de aquéllos se habría atrevido a imaginar
un mundo en el que todos y cada uno de los miembros de todas y cada una de las
especies albergasen dentro de su cuerpo un texto extenso y detallado, un
documento escrito transmitido de siglo en siglo y de milenio en milenio? El
registro genético, además, presenta mínimas variaciones aleatorias, lo bastante
excepcionales como para no desbaratar el conjunto, pero lo bastante frecuentes
como para proporcionar sellos distintivos. La situación es aún mejor de lo que se
piensa, puesto que el texto no es arbitrario. En mi libro Destejiendo el arco iris
señalé, con argumentos darvinianos, que el ADN de los animales podía
considerarse un «libro genético de los muertos»: un documento descriptivo de
mundos pretéritos. De la evolución darviniana se sigue que todo lo concerniente
a un animal o planta, incluidos su constitución, su comportamiento heredado y la
estructura química de sus células, constituye un mensaje en código acerca de los
mundos en que sobrevivieron sus antepasados: los alimentos con que se
nutrieron, los depredadores que burlaron, los climas que soportaron, los
semejantes con los que se aparearon. Con el tiempo, el mensaje queda inscrito en
el ADN, que pasó por esa sucesión de tamices que es la selección natural.
Cuando aprendamos a interpretarlo correctamente, algún día el ADN de un
delfín podría confirmamos lo que ya nos han revelado los detalles más
significativos de su anatomía y fisiología, a saber, que sus antepasados vivieron
en tierra firme. Trescientos millones de años antes, los antepasados de todos los
vertebrados terrestres, entre ellos los antepasados terrestres de los delfines,
salieron del mar, donde habían vivido desde el origen de la vida. Sin lugar a
dudas, este hecho, que aún no hemos sabido leer correctamente, consta en
nuestro ADN. Todo lo perteneciente a un animal moderno, no sólo el código
genético (que lo es de manera particular) sino también los miembros, el corazón,
el cerebro y el ciclo reproductor, son en el fondo un archivo, una crónica de su
pasado, por más que dicha crónica sea un palimpsesto, sobrescrita repetidas
veces.
La crónica del ADN puede ser un regalo para el historiador, pero no es un
regalo de fácil lectura por cuanto exige una docta interpretación. Como
herramienta se torna más poderosa si se usa en combinación con nuestro tercer
método de reconstrucción histórica, la triangulación, que analizaremos en el
siguiente apartado con otro ejemplo extraído de la historia humana, en concreto
de la lingüística histórica.
Triangulación
Los lingüistas, entre otras cosas, se interesan por los orígenes históricos de las
lenguas. Cuando se dispone de documentos escritos la tarea es bastante sencilla.
El lingüista puede usar el segundo de nuestros dos métodos de reconstrucción y
estudiar reliquias renovadas, que en este caso serían palabras renovadas. Por
ejemplo, siguiendo la tradición literaria ininterrumpida de Shakespeare, Chaucer
y el poema Beowulf, se puede retroceder desde el inglés moderno hasta el
llamado «inglés medio» y de ahí al anglosajón. Pero, naturalmente, los orígenes
del habla son muy anteriores a la invención de la escritura y, de hecho, muchas
lenguas no poseen forma escrita. Para abordar la historia primitiva de las lenguas
muertas, los lingüistas recurren a un tipo de triangulación: comparan los idiomas
modernos y los agrupan jerárquicamente en familias y subfamilias. La románica,
la germánica, la eslava, la céltica y otras familias lingüísticas europeas confluyen
con algunas familias lingüísticas indias en la lengua indoeuropea. Los lingüistas
sostienen que el protoindoeuropeo fue una verdadera lengua, hablada por una
tribu concreta hace unos 6000 años, e incluso aspiran a reconstruirla con detalle,
extrapolando los rasgos comunes de sus descendientes. Otras familias
lingüísticas de otras partes del mundo, de rango equivalente a la indoeuropea, se
han identificado del mismo modo: por ejemplo, la altaica, la dravidiana y la
úralo-yucá-guira. Algunos lingüistas optimistas (y controvertidos) creen posible
remontarse todavía más y aglutinar todas esas grandes familias en una familia de
familias más vasta y general. Están convencidos, en suma, de que pueden
reconstruir elementos de una hipotética lengua primigenia a la que llaman
nostrático y que, según postulan, se habría hablado hace entre 12.000 y 15.000
años.
Muchos otros lingüistas, aunque conformes con la existencia del
protoindoeuropeo y de otras lenguas atávicas de rango equivalente, ponen en
duda que se pueda reconstruir una lengua tan antigua como el nostrático. Su
escepticismo profesional reafirma mi incredulidad de aficionado. Pero es
indudable que análogos métodos de triangulación, como las diversas técnicas
para comparar organismos modernos, sirven para la historia evolutiva y pueden
usarse para retroceder cientos de millones de años en el tiempo. Aunque no se
dispusiera de fósiles, una comparación refinada de los animales modernos nos
permitiría reconstruir de una forma bastante aproximada y verosímil a sus
antepasados. De la misma manera que los lingüistas se remontan en el pasado
hasta llegar al protoindoeuropeo a base de triangular entre los idiomas modernos
y las lenguas muertas ya reconstruidas, los biólogos podemos comparar tanto las
características externas como las internas, esto es, las secuencias proteínicas y
genéticas, de los organismos modernos. Teniendo en cuenta que las bibliotecas
de todo el mundo están recopilando largos y exactos listados del código genético
de cada vez más especies modernas, la fiabilidad de nuestras triangulaciones irá
en aumento, sobre todo porque los textos genéticos presentan una amplia gama
de coincidencias.
Permítanme explicar brevemente qué quiero decir con «gama de
coincidencias». Aun cuando procedan de «parientes» extremamente lejanos,
como por ejemplo los seres humanos y las bacterias, amplios segmentos de ADN
se parecen de un modo inequívoco. Y los parientes más cercanos, como los
humanos y los chimpancés, tienen mucho más ADN en común. Si se escogen
con tino las moléculas, se obtiene todo un espectro de proporciones cada vez
mayores de ADN compartido a lo largo del camino que separa una especie de
otra. Es posible seleccionar moléculas que, en conjunto, abarquen toda la gama
de comparaciones, desde parientes tan lejanos como los humanos y las bacterias
hasta primos tan cercanos como dos especies de rana. Las semejanzas entre
lenguas son más difíciles de apreciar, salvo en el caso de parejas de idiomas muy
semejantes, como el alemán y el neerlandés. La cadena deductiva que lleva a
algunos lingüistas optimistas a postular la existencia del nostrático es lo bastante
endeble como para que algunos de sus colegas pongan los eslabones en tela de
juicio. El equivalente genético de la triangulación que conduce al nostrático,
¿sería la triangulación entre, pongamos por caso, los humanos y las bacterias?
En realidad, los seres humanos y las bacterias poseen algunos genes que
prácticamente no han cambiado un ápice desde la época del antepasado común,
el equivalente del nostrático. El propio código genético es sustancialmente
idéntico en todas las especies, y también debe de haber sido idéntico en los
antepasados comunes. Podría decirse que el parecido que guardan el alemán y el
neerlandés es comparable con el de cualquier par de mamíferos. El ADN del ser
humano y el del chimpancé son tan similares que vienen a ser como un mismo
idioma hablado con dos acentos ligeramente distintos. Las semejanzas entre el
inglés y el japonés, o entre el español y el éuscara, son tan escasas que no es
posible establecer un paralelismo con ninguna pareja de organismos vivos, ni
siquiera con los seres humanos y las bacterias, ya que éstos tienen secuencias
genéticas tan similares que hay párrafos enteros que son idénticos palabra por
palabra.
He hablado de usar secuencias de ADN para triangular. En principio, se
podría usar la misma técnica para macrocaracterísticas morfológicas, pero
cuando falta la información molecular los antepasados lejanos son tan esquivos
como el nostrático. Con la morfología, como con el ADN, damos por sentado
que los rasgos comunes a muchos descendientes de un mismo antepasado
probablemente sean herencia de éste. Como todos los vertebrados tienen espina
dorsal, suponemos que la heredaron (o, mejor dicho, que heredaron los genes
necesarios para desarrollarla) de un antepasado remoto que, según indican los
fósiles, vivió hace más de 500 millones de años y también tenía una. Éste es el
tipo de triangulación morfológica que he utilizado para imaginar la estructura
corporal de los contepasados que conoceremos en este libro. Habría preferido
apoyarme más en la triangulación directamente basada en el ADN, pero nuestra
capacidad para predecir cómo cambia la morfología de un organismo a resultas
de una variación en un gen es inadecuada para esa tarea.
La triangulación es todavía más eficaz si incluimos muchas especies, pero
para eso hacen falta métodos de gran complejidad que exigen contar con un
árbol filogenético muy preciso. En «El Cuento del Gibón» explicaremos esos
métodos. La triangulación también se presta a una técnica para calcular la fecha
de cualquier rama evolutiva que se desee. Se trata del llamado «reloj molecular»
y consiste, en pocas palabras, en contar las discrepancias entre las secuencias
moleculares de diferentes especies vivas. Los parientes cercanos con
antepasados comunes recientes presentan menos discrepancias que los lejanos
toda vez que la edad del antepasado común es proporcional, o se espera que lo
sea, al número de discrepancias moleculares entre sus dos descendientes. A
continuación se calibra la escala temporal arbitraria del reloj molecular y se
traduce en años reales, usando fósiles de antigüedad conocida para unos cuantos
puntos de ramificación cruciales en los que haya fósiles disponibles. En la
práctica, la cosa no es tan simple como parece; las complejidades, dificultades y
controversias asociadas a este método serán el tema del «Epílogo al Cuento del
Gusano Aterciopelado».
En el prólogo general de los Cuentos de Canterbury, Chaucer presentaba,
uno por uno, a su elenco completo de peregrinos. Mis personajes son demasiado
numerosos para que pueda hacer lo propio. En cualquier caso, el relato en sí
consiste en presentar, en cada uno de los 40 puntos de encuentro, a todos los
protagonistas del viaje. Es necesario, sin embargo, hacer una introducción
preliminar, aunque de manera diferente a la de Chaucer. Su reparto era un
conjunto de individuos; el mío es un conjunto de grupos. Hace falta, en pocas
palabras, explicar el método con arreglo al cual agrupamos animales y plantas.
En el Encuentro 10 se nos unen cerca de 2000 especies de roedores, más 87
especies de conejos, liebres y pikas, todas ellas denominadas Glires. Las
especies se agrupan siguiendo un orden jerárquico y cada grupo recibe un
nombre particular (la familia de los roedores similares al ratón es la de los
Múridos; la de los roedores similares a la ardilla, la de los Esciúridos). Y cada
categoría de grupo también tiene un nombre. Los Múridos son una familia, y los
Esciúridos otra. El orden al que ambas pertenecen es el de los Roedores. Glires
es el superorden que une a los roedores con los conejos y sus semejantes. Estos
nombres de categorías conforman una jerarquía. Familia y orden se encuentran
más o menos en la mitad del escalafón, mientras que las especies están en la
parte baja. Desde ahí ascendemos a género, familia, orden, clase y filo,
valiéndonos de prefijos como sub y super para efectuar interpolaciones.
Como veremos en el transcurso de varios cuentos, las especies gozan de un
estatus particular. Cada una tiene un nombre científico exclusivo, que consiste en
el nombre de su género escrito con mayúscula seguido del nombre de la especie
propiamente dicha en minúscula, ambos en cursiva. El leopardo, el león y el
tigre son, respectivamente, Pantera pardus, Pantera leo y Pantera tigris,
miembros todos ellos del género Pantera y de la familia de los félidos, que a su
vez es miembro del orden de los carnívoros, de la clase de los mamíferos, del
subfilo de los vertebrados y del filo de los cordados. De momento no me
extenderé más sobre los principios de la taxonomía, pero, cuando sea necesario,
los mencionaré a lo largo del libro.
Comienza la peregrinación
La arqueología indica que hace unos 40.000 años empezó a ocurrirle algo muy
especial a nuestra especie. Desde el punto de vista anatómico, los antepasados
humanos que vivieron antes de esta fecha decisiva eran iguales a los que
vivieron después. Los homínidos anteriores a esa línea divisoria no diferían de
nosotros más de lo que se diferenciaban de sus contemporáneos de otros lugares
del mundo, ni siquiera más de lo que nosotros diferimos de los nuestros. Esto,
repito, desde el punto de vista anatómico. Desde el punto de vista cultural, la
diferencia es enorme. De acuerdo, entre las culturas de los diversos pueblos que
viven en el mundo actual también se dan diferencias enormes, y es probable que
a la sazón ocurriese otro tanto, pero no si nos remontamos mucho más de 40.000
años. En esa fecha crítica ocurrió algo que muchos arqueólogos consideran lo
bastante repentino como para merecer el nombre de acontecimiento. Me gusta la
expresión que ha acuñado Jared Diamond para definirlo: el gran salto adelante.
Antes del gran salto adelante, los artefactos fabricados por el hombre apenas
habían cambiado en un millón de años. Los que han llegado hasta nuestros días
son herramientas y armas de formas muy rudimentarias, hechas casi
exclusivamente de piedra. Seguro que la madera (o, en Asia, el bambú) era un
material mucho más utilizado, pero es difícil que resista a los estragos del
tiempo. Por lo que sabemos, no había pinturas, tallas, estatuillas, objetos
funerarios ni ornamentos. Después del gran salto, todas estas cosas surgen de
repente en el registro arqueológico, además de instrumentos musicales como
flautas de hueso, y no mucho tiempo después aparecen las espléndidas pinturas
rupestres de las cuevas de Lascaux, obra de cromañones. Un observador
imparcial, llegado de otro planeta, que adoptase una perspectiva más amplia
podría considerar nuestra cultura moderna, con sus ordenadores, sus aviones
supersónicos y sus viajes espaciales, un mero corolario del gran salto adelante.
En la larguísima escala geológica, todos nuestros logros modernos, desde la
Capilla Sixtina a la teoría especial de la relatividad, desde las Variaciones
Goldberg a la conjetura de Goldbach, parecerían prácticamente contemporáneos
de la Venus de Willendorf y de las pinturas de Lascaux: expresiones de la misma
revolución cultural, de la radiante eclosión que sucedió al prolongado
estancamiento del Paleolítico inferior. En realidad no estoy seguro de que la
visión uniformitaria[4] de nuestro observador extraterrestre resistiese un análisis
riguroso, pero podría defenderse al menos durante un breve periodo.
En el libro La mente en la caverna, David Lewis-Williams examina la
cuestión del arte rupestre del Paleolítico superior y de lo que puede aportarnos
para desentrañar el misterio del florecimiento de la conciencia en el Homo
sapiens.
Algunos paleontólogos están tan impresionadas por el gran salto adelante
que consideran hubo de coincidir con el origen del lenguaje. ¿Qué otra cosa, se
preguntan, podría explicar un cambio tan repentino? La hipótesis de que el
lenguaje hubiese surgido súbitamente no es ninguna tontería. Todo el mundo
coincide en que la escritura no tiene más de unos pocos miles de años de
antigüedad y todo el mundo está de acuerdo en que la anatomía cerebral no
cambió en correspondencia con una invención tan reciente. En teoría, el habla
podría ser un ejemplo más del mismo fenómeno, pero tengo la impresión,
avalada por lingüistas tan autorizados como Steven Pinker, de que el lenguaje es
más antiguo que el gran salto. Retomaremos el asunto cuando, al llegar a la cota
del millón de años, nuestra peregrinación alcance al Homo ergaster (erectus).
Si no con el lenguaje propiamente dicho, el gran salto adelante tal vez
coincidió con el repentino descubrimiento de, por así decirlo, un nuevo software:
quizás un nuevo truco gramático o como, por ejemplo, la oración condicional,
que de golpe habría permitido a nuestros antepasados imaginar razonamientos
del tipo «¿Qué pasaría si…?». O tal vez, antes del salto, el lenguaje primitivo
sólo se usase para hablar de cosas que estaban presentes en el marco físico de la
conversación y un genio anónimo se dio cuenta de que se podían utilizar ciertas
palabras para referirse a cosas que no se hallaban presentes. Es la diferencia
entre «ese pozo que ambos estamos viendo» y «supongamos que haya un pozo al
otro lado de la colina». O quizá fue el arte representativo, del que no hay rastro
en el registro arqueológico anterior al gran salto, lo que hizo de puente hacia el
lenguaje referencial. Tal vez nuestros antepasados, antes de aprender a hablar de
bisontes que no estaban a la vista, aprendieron a pintarlos.
Me encantaría entretenerme en la emocionante época del gran salto adelante,
pero tenemos por delante una larga peregrinación y conviene reemprender la
marcha. Nos estamos acercando al punto en que nos reunieremos con el
Contepasado 0, el más reciente antepasado de todos los seres humanos vivos.
Encuentro 0
El género humano
Cuando concluyó el Proyecto del Genoma Humano, una humanidad que bien
podía sentirse orgullosa festejó el acontecimiento. Como es natural, todos nos
preguntábamos de quién era ese genoma que se acababa de secuenciar. ¿Se había
elegido a un ilustre dignatario para tamaño honor, se había cogido a un fulano
cualquiera que pasaba por la calle, o se había sacado del laboratorio un anónimo
clon de células de tejido cultivado? La cuestión es importante por la sencilla
razón de que los humanos somos diferentes unos de otros. Yo tengo los ojos
castaños, mientras que el lector tal vez los tenga azules. Yo no consigo doblar la
lengua en forma de tubo, mientras que hay un 50 por ciento de posibilidades de
que el lector sí lo consiga. ¿Qué versión del gen responsable del doblado de
lengua figura en el genoma humano recién secuenciado? ¿Cuál es el color de
ojos canónico?
He planteado el asunto sólo para establecer un paralelismo. Este libro va en
busca de los remotos antepasados humanos, pero ¿de qué antepasados estamos
hablando? ¿De los del lector o de los míos? ¿De los de un pigmeo bambuti o de
los de un nativo de las Islas del Estrecho de Torres? Enseguida abordaré esta
cuestión, pero no quiero dejar en el aire la pregunta análoga sobre el Proyecto
del Genoma Humano: ¿de quién era el genoma escogido para el análisis? En el
caso del proyecto oficial, la respuesta es que, por lo que respecta al escaso
porcentaje de letras del ADN que varían, el genoma canónico es el voto
mayoritario de un grupo de doscientas personas escogidas de forma que
representasen una amplia diversidad racial. En el caso del proyecto rival,
dirigido por el doctor Craig Venter, el genoma analizado fue en su mayor parte…
el del doctor Craig Venter. El dato lo dio a conocer el propio doctor[1], para
ligera consternación del comité ético, que, aduciendo toda clase de motivos
loables y sensatos, había recomendado que los donantes fuesen anónimos y de
diversa extracción racial. Hay unas serie de proyectos dedicados al estudio de la
diversidad genética humana que, por increíble que parezca, son objeto de
reiterados ataques políticos, como si fuese incorrecto reconocer que los seres
humanos somos diferentes. Menos mal que lo somos, aunque tampoco tanto.
El género humano. Gráfico simplificado del árbol genealógico humano. No pretende ser una
representación exacta: el verdadero árbol sería de una frondosidad imposible de reflejar. Ascendiendo a lo
largo de la página se retrocede en el tiempo; la escala geológica (véase página 29) está indicada en la barra
de la derecha. Las líneas blancas representan entrecruzamientos, la mayoría de los cuales tiene lugar dentro
de los continentes, aunque también se observan esporádicas migraciones de un continente a otro. El
circulito con el «0» señala al Contepasado 0, el antepasado común más reciente de todos los seres humanos
vivos. Para comprobarlo basta seguir las rutas ascendentes que parten del Contepasado 0: se escoja la ruta
que se escoja, se desemboca en cualquiera de las extremidades superiores, que representan a los seres
humanos actuales.
Pero volvamos a nuestra peregrinación. ¿De quién son los antepasados que
nos encontraremos? Si retrocedemos lo bastante en el tiempo, veremos que toda
la humanidad tiene antepasados comunes. Todos los antepasados del lector, sea
quien sea, son míos, y todos los míos son suyos. Es una de esas verdades para las
que, bien mirado, no hacen falta pruebas: se demuestra mediante la pura razón,
valiéndonos del expediente matemático de la reductio ad absurdum.
Retrocedamos con nuestra máquina del tiempo a una época remotísima,
pongamos hace 100 millones de años, cuando nuestros antepasados parecían
musarañas o zarigüeyas. En algún lugar del mundo, en esa fecha tan distante, al
menos uno de mis antepasados personales tenía que estar vivo o, de lo contrario,
yo no estaría aquí. Pongamos a este pequeño mamífero el nombre de Henry (que
da la casualidad de que es uno de mis apellidos) y tratemos de demostrar que si
Henry es antepasado mío, también debe serlo del lector. Imaginemos, por un
momento, lo contrario: que yo desciendo de Henry y el lector no. Para que esto
fuese cierto, haría falta que todos los antepasados del lector y todos los míos
hubiesen marchado en paralelo sin tocarse jamás durante 100 millones de años
de evolución, hasta el presente; que hubiesen avanzado sin cruzarse en ningún
momento, pero alcanzando la misma meta evolutiva, una meta tan similar que
sus parientes y los míos siguen siendo capaces de reproducirse entre sí. La
reductio es, desde luego, absurda. Si Henry es antepasado mío, también tiene que
serlo del lector. Y si no lo es mío, tampoco puede serlo del lector.
Sin necesidad de especificar cuál ha de ser la antigüedad de un antepasado
«suficientemente lejano», acabamos de demostrar que un individuo
suficientemente lejano que tenga descendientes humanos habrá de ser por fuerza
antepasado de toda la raza humana. La ascendencia lejana de un grupo concreto
de descendientes como los seres humanos es uno de esos problemas del tipo
«todo o nada». Es más, es perfectamente posible que Henry sea mi antepasado (y
también, necesariamente, del lector, habida cuenta de que es lo bastante humano
como para estar leyendo este libro) y que, en cambio, su hermano Eric sea el
antepasado, pongamos, de todos los cerdos hormigueros actuales. No sólo es
posible, sino que es incuestionable que, en un momento dado de la historia,
existieron dos animales pertenecientes a la misma especie, de los cuales uno se
convirtió en el antepasado de todos los seres humanos y de ningún cerdo
hormiguero, y el otro en el antepasado de todos los cerdos hormigueros y de
ningún ser humano. Bien pudieron conocerse y tal vez incluso fueran hermanos.
Podemos tachar cerdo hormiguero y sustituirlo por cualquier otra especie
moderna: la afirmación seguirá siendo válida. Si se piensa detenidamente, se
verá que es una consecuencia lógica del parentesco que guardan todas las
especies. Téngase presente, al recapacitar sobre el tema, que el antepasado de
todos los cerdos hormigueros también será antepasado de muchas otras criaturas
además de cerdos hormigueros (en este caso, de todo un grupo llamado
Afrotheria con el que nos reuniremos en el Encuentro 13 y del que forman parte
elefantes, dugongos, damanes y tenrecs de Madagascar).
He construido mi razonamiento como una reductio ad absurdum que
presupone que Henry vivió en un pasado lo bastante remoto como para haber
generado o bien todos los seres humanos actuales o ninguno. ¿Cuánto tiempo es
bastante? Eso ya es más difícil de responder. Cien millones de años son más que
suficientes para asegurarnos la conclusión deseada. Si sólo nos remontamos cien
años, no habrá ningún individuo que pueda proclamarse antepasado directo de
toda la humanidad. Entre esos dos extremos tan evidentes de 100 millones de
años (posible) y 100 años (imposible) hay opciones intermedias, como 10.000,
100.000 o un millón de años, que no son tan palmarias. Cuando expliqué esta
reductio en El río del Edén, los cálculos exactos no estaban a mi alcance, pero,
afortunadamente, un estadístico de la universidad de Yale llamado Joseph T.
Chang se ha encargado de efectuarlos. Sus conclusiones, y las consecuencias que
de ellas se derivan, son el fundamento de «El Cuento del Tasmano», una historia
que viene particularmente al caso en este encuentro por cuanto el Contepasado 0
es el antepasado común más reciente de todos los seres humanos actuales. Para
averiguar la antigüedad del Contepasado 0 hacen falta versiones más complejas
de los cálculos de Chang.
El Encuentro 0 es aquél en que, dentro de nuestra peregrinación hacia el
pasado, nos reunimos por primera vez con un antepasado humano común. Sin
embargo, según nuestra reductio, hay en el pasado un punto más lejano en el que
todos los individuos que encontramos con nuestra máquina del tiempo son o bien
un antepasado común, o no son un antepasado en absoluto. Y aunque en ese hito
más distante no se singularice ningún antepasado concreto, merece la pena echar
un vistazo al escenario porque señala el punto a partir del cual podemos dejar de
preguntarnos si estamos viendo un antepasado mío o del lector: de ahí en
adelante todos marchamos hacia el pasado, hombro con hombro, en una misma
falange de peregrinos.
EL CUENTO DE EVA
Escrito en colaboración con Yan Wong
Parece ser que la mutante fue la mismísima reina Victoria. No fue su esposo
Alberto toda vez que su hijo, el príncipe Leopoldo, era hemofílico, y los hijos no
reciben el cromosoma X del padre. Ninguno de los parientes colaterales de
Victoria padecía de hemofilia. Ella fue el primer miembro de la realeza en portar
el gen de marras. El error de copiado debió ocurrir en un óvulo de su madre,
Victoria de Sajonia-Coburgo, o bien, cosa más probable por los motivos que mi
colega Steve Jones explica en su libro The Language of the Genes, «en los
augustos testículos de su padre, Eduardo, duque de Kent».
Aunque ni el padre ni la madre de Victoria eran portadores de la hemofilia ni
la padecían, uno de ellos tenía un gen (en rigor un alelo) que fue el padre
premutado del gen responsable de la hemofilia monárquica. Aunque no podamos
detectarla, sí podemos reflexionar sobre los orígenes del gen defectuoso de
Victoria antes de que mutase y se convirtiese en el gen de la hemofilia. A los
efectos de este análisis, de nada sirve saber, salvo por motivos diagnósticos, que
la copia del gen de Victoria era defectuosa mientras que las de sus antecesores
eran normales. Al elaborar el árbol genético, hacemos caso omiso de sus efectos
en la medida en que no lo tornen visible. Los orígenes del gen son anteriores a
Victoria, pero no es posible seguirle el rastro cuando aún no era un gen
hemofílico. La moraleja es que todo gen tiene un solo «padre», por más que, a
consecuencia de una mutación, no sea idéntico a éste. Análogamente, tiene un
solo «abuelo», un solo «bisabuelo», etcétera. Puede parecer una forma de pensar
un tanto extraña, pero hay que tener en cuenta que la nuestra es una
peregrinación en busca de antepasados. Con esta reflexión pretendo ilustrar
cómo sería dicha peregrinación desde el punto de vista de un gen en lugar de un
individuo.
En «El Cuento del Tasmano» nos hemos tropezado con las siglas ACMR
(antepasado común más reciente), una alternativa a contepasado. Prefiero
reservar «contepasado» para designar al antepasado común más reciente dentro
de una genealogía completa (tanto de personas como de cualquier otro
organismo). Para hablar de genes usaré ACMR. Dos o más alelos de individuos
diferentes (o incluso, como veremos, de un mismo individuo) comparten, desde
luego, un ACMR, a saber: el gen ancestral del que cada uno de ellos es una copia
(posiblemente mutada). El ACMR de los genes hemofílicos de los príncipes
Waldemar y Enrique de Prusia se encontraba en uno de los dos cromosomas X
de su madre, Irene von Hesse und bei Rhein. Cuando Irene no era más que un
feto, dos copias del gen de la hemofilia del que era portadora se desgajaron y
pasaron sucesivamente a dos de sus óvulos: los progenitores de sus
desafortunados hijos. Estos genes a su vez compartían un ACMR con el gen de
la hemofilia del zarevich Alexis de Rusia (1904-1918), es decir, un gen del que
era portadora la abuela materna de los tres príncipes, la princesa Alicia de Hesse.
Por último, el ACMR de los genes de la hemofilia de nuestros cuatro príncipes
es precisamente el que primero llamó nuestra atención: el gen mutante de la
propia reina Victoria.
Los genetistas emplean un término para referirse a esta especie de rastreo
regresivo de un gen: coalescencia. Si se mira hacia atrás, se dice que las
respectivas descendencias de dos genes coalescen en el punto en que un padre (y
de nuevo miramos hacia delante) transmite dos copias del gen en cuestión a dos
hijos sucesivos. El punto de coalescencia es el ACMR. Cualquier árbol genético
presenta muchos puntos de coalescencia. Los genes de la hemofilia de Waldemar
y de Enrique coalescen en el ACMR portado por su madre, Irene. Esta línea a su
vez coalesce con la que lleva al zarevich Alexis. Y como ya hemos visto, la gran
coalescencia de todos los genes de la hemofilia real tiene lugar en la reina
Victoria, cuyo genoma alberga el ACMR del gen de la hemofilia de toda la
dinastía.
En nuestro ejemplo, la coalescencia de los genes de la hemofilia de los
cuatro príncipes se produce precisamente en el individuo (Victoria) que también
resulta ser su antepasado común más reciente en el plano genealógico
(«personal»), o sea, su contepasado. Pero es pura coincidencia. Si eligiésemos
otro gen (el del color de ojos, por ejemplo), el camino que recorrería en el árbol
familiar sería muy diferente y la coalescencia de los genes tendría lugar en un
antepasado más lejano que Victoria. Si escogiésemos el gen de los ojos castaños
del príncipe Ruperto y el de los ojos azules del príncipe Enrique, el punto de
coalescencia sería como mínimo tan distante como la escisión del gen del color
de ojos en las dos formas, castaña y azul, un acontecimiento que se pierde en la
prehistoria. Todo fragmento de ADN posee una genealogía que se puede rastrear
mediante un procedimiento análogo al que emplea un genealogista para seguir la
pista de un apellido a través de los certificados de nacimiento, matrimonio y
defunción.
Se puede hacer lo mismo en el caso de dos genes idénticos pertenecientes a
una misma persona. El príncipe Carlos tiene los ojos azules y dado que el azul es
recesivo, eso significa que tiene dos alelos de ojos azules. Esos dos alelos
coalescen en algún momento del pasado, pero no podemos precisar cuándo ni
dónde. Podría ser hace siglos o hace milenios, pero en el caso especial del
príncipe Carlos, es posible que coalezcan en un individuo tan reciente como la
reina Victoria. De hecho, da la casualidad de que el príncipe Carlos desciende de
Victoria por partida doble, a saber: por parte del rey Eduardo VII y por parte
de la princesa Alicia de Hesse. Según esta hipótesis, un único gen de ojos azules
de Victoria se copió dos veces en dos ocasiones diferentes y esas dos copias del
mismo gen llegaron, respectivamente, a la reina actual (bisnieta de Eduardo VII)
y a su esposo, el príncipe Felipe (bisnieto de la princesa Alicia). Así pues, dos
copias de un mismo gen victoriano se habrían vuelto a encontrar, dentro de dos
cromosomas diferentes, en la figura del príncipe Carlos. En realidad, es algo que
casi seguro ha sucedido con algunos de sus genes, ya sean o no los de los ojos
azules. E independientemente de si esos dos genes de ojos azules coalescen en la
reina Victoria o en otro antepasado anterior, lo cierto es que en un punto
concreto del pasado por fuerza tuvo que haber un ACMR de ambos genes. Tanto
da que hablemos de dos genes en una sola persona (Carlos) o en dos personas
distintas (Ruperto y Enrique), la lógica será la misma. Dos alelos cualesquiera,
ya sea en dos personas distintas o en la misma, suscitan la siguiente pregunta:
¿en qué punto y en qué individuo del pasado coalescen? Por extensión, podemos
preguntar lo mismo de tres o cualquier otro número de genes de una población
situados en un mismo emplazamiento genético (locus).
Remontándonos mucho más en el tiempo, podemos formular la misma
pregunta a propósito de genes en loci diferentes, pues mediante un proceso
denominado duplicación pueden aparecer nuevos genes en loci diferentes.
Volveremos a encontrarnos con este fenómeno en «El Cuento del Mono
Aullador» y en «El Cuento de la Lamprea».
Los individuos estrechamente emparentados tienen en común un gran
número de árboles genéticos. La mayoría de nuestros árboles genéticos los
compartimos con nuestros parientes más cercanos. Pero algunos de estos árboles
emiten un voto minoritario que nos aproxima a parientes por lo demás más
lejanos. Bajo un cierto prisma, el parentesco estrecho entre personas es una
especie de votación entre los genes. Algunos de nuestros genes votan, pongamos
por caso, a la reina como pariente cercana; otros, en cambio, sostienen que
estamos más emparentados con individuos en apariencia mucho más lejanos
(incluso, como veremos, con otras especies). Cuando se le somete a
interrogatorio, cada segmento de ADN da una versión diferente de la historia,
porque cada uno ha seguido un camino diferente a lo largo de las generaciones.
La única forma de obtener un testimonio completo es interrogando a un gran
número de genes. Pero en principio debemos sospechar de los genes que se
encuentren cerca unos de otros en un mismo cromosoma. Para entender el
porqué, primero debemos conocer la recombinación, el fenómeno que se
produce cada vez que se forma un óvulo o un espermatozoide.
La recombinación consiste en un intercambio aleatorio de secuencias
homólogas de ADN entre cromosomas diferentes. En el ser humano se dan de
media sólo uno o dos intercambios por cromosoma (durante la formación de
espermatozoides, menos; durante la de óvulos, más: no se sabe por qué). Pero
con el tiempo, al cabo de muchas generaciones, se habrán intercambiado muchas
partes del cromosoma. Así pues, en términos generales, cuanto más cerca estén
dos fragmentos de ADN en un cromosoma, menos posibilidades hay de que sean
intercambiados y más de que se hereden juntos.
A la hora de recontar los votos de los genes, debemos pues tener presente
que cuanto más cerca estén dos genes en un cromosoma, más probabilidades
tienen de experimentar la misma historia. Esto hace que los genes más allegados
se voten mutuamente. El caso extremo es el de los tramos de ADN que
mantienen tal cohesión que viajan juntos a lo largo de la historia como una sola
unidad. Estos fragmentos que se transmiten en bloque a sucesivas generaciones
reciben el nombre de haplotipos, término al que volveremos más adelante. Entre
todas estas formaciones que integran el parlamento genético hay dos que
sobresalen por encima del resto, no porque su versión de la historia sea más
válida, sino por lo mucho que se las ha utilizado para zanjar disputas biológicas.
Las dos mantienen posturas sexistas, ya que que una nos ha llegado a través de
organismos exclusivamente femeninos, y la otra jamás ha salido de un
organismo masculino. Son las dos excepciones principales a la imparcialidad de
la herencia genética que he mencionado más arriba.
Como ocurre con el primer apellido, el cromosoma Y (su fragmento no
recombinado) se transmite únicamente por vía masculina. Junto con otros pocos
genes, el cromosoma Y contiene el material genético que activa el patrón de
desarrollo masculino, en lugar del femenino, del desarrollo embrionario. El
ADN mitocondrial, en cambio, se transmite exclusivamente por vía femenina
(aunque en este caso no es el responsable de que el embrión se desarrolle como
hembra: los machos también tienen mitocondrias, sólo que no las transmiten).
Como veremos en el Gran Encuentro Histórico, las mitocondrias son
corpúsculos diminutos presentes en el interior de las células, vestigios de
bacterias en su día libres que, hace probablemente unos 2000 millones de años,
se establecieron definitivamente en el interior de las células, donde han venido
reproduciéndose asexualmente, por simple escisión, desde entonces. Han
perdido muchas de sus cualidades bacterianas y la mayor parte de su ADN, pero
conservan lo suficiente como para ser de utilidad a los genetistas. Las
mitocondrias, de hecho, constituyen una línea independiente de reproducción
genética dentro de nuestros cuerpos, sin conexión con la principal línea nuclear
que solemos identificar con nuestros genes.
Debido a su tasa de mutación, los cromosomas Y son muy útiles a la hora de
estudiar poblaciones recientes. En el curso de un ingenioso estudio se recogieron
muestras de ADN de cromosomas Y a fin de comprobar de qué forma se
hallaban distribuidos por la Gran Bretaña actual. Los resultados demostraron que
los cromosomas Y anglosajones cruzaron la isla de este a oeste procedentes de
Europa hasta detenerse bruscamente en la frontera con Gales. No es difícil
imaginar las razones por las que este ADN portado exclusivamente por varones
no es representativo del resto del genoma. Por poner un ejemplo más obvio, los
barcos vikingos transportaban cargamentos de cromosomas Y (y de otros genes)
que se esparcieron por poblaciones muy diseminadas. Hoy en día la distribución
de genes de cromosomas Y de los vikingos demuestra que viajaron un poco más
que otros genes vikingos, los cuales, estadísticamente hablando, preferían la
huerta familiar a la mar funesta y gris.
RUDYARD KIPLING
Canción para arpa de las mujeres danesas
Fue como el reencuentro de una misma sangre… Éramos como de la familia… Se me saltaban las
lágrimas y el corazón me palpitaba con fuerza. Lo único que pensaba era: «He vuelto a mi patria».
Chorradas sentimentaloides: nadie debería haberla hecho creer algo así. Con lo
único que realmente se encontraron Beaula y Mark —y eso suponiendo que de
verdad se obtuviesen pruebas genéticas— fue con individuos que tenían las
mismas mitocondrias que ellos. En realidad, a Mark ya le habían informado de
que su cromosoma Y procedía de Europa (lo cual le disgustó muchísimo, aunque
luego, cuando se descubre que sus mitocondrias tienen unas respetables raíces
africanas, se queda mucho más tranquilo). Beaula, naturalmente, carece de
cromosoma Y, y nadie se molestó en analizar el de su padre, aunque habría sido
interesante puesto que la chica es bastante clara de piel. Es más, nadie explicó ni
a Beaula ni a Mark, ni tampoco a la audiencia del documental, que los genes
situados fuera de sus mitocondrias procedían, casi con toda seguridad, de una
enorme variedad de patrias muy distantes de las identificadas a los efectos del
documental. Si se hubiese seguido el rastro de sus otros genes, los protagonistas
podrían haber tenido reencuentros igual de emotivos en cientos de lugares
diferentes: toda África, Europa y, muy probablemente, Asia. Claro que no se
habría generado toda esa tensión dramática.
Como he señalado repetidas veces, referirse a un solo gen puede inducir a
error, pero el testimonio combinado de muchos genes nos brinda una potente
herramienta de análisis para indagar en la historia. Los árboles genéticos de una
población y los puntos de coalescencia que los definen reflejan los
acontecimientos del pasado. Gracias al reloj molecular, no sólo podemos
identificar estos puntos de coalescencia, sino también calcular su antigüedad. Y
ahí radica la clave, porque la pauta de ramificaciones a través del tiempo
encierra una historia. El apareamiento aleatorio, que es el supuesto que
adoptamos en «El Cuento del Tasmano», genera una pauta de coalescencia muy
diferente de las que resultan de diversos tipos de apareamiento no aleatorio, cada
uno de los cuales, a su vez, imprime un sello particular al árbol genético. Las
oscilaciones demográficas también dejan su huella característica. Así pues,
basándonos en las pautas actuales de distribución de genes, podemos deducir
tamaños de poblaciones en el pasado y fechar migraciones. Por ejemplo, cuando
una población es pequeña, las coalescencias serán más frecuentes. Una
población en expansión viene representada por árboles de ramas alargadas, y en
este caso los puntos de coalescencia se concentrarán cerca de la base del árbol,
es decir, la época en que la población aún era reducida. Con ayuda del reloj
molecular, puede aprovecharse este fenómeno para calcular cuándo se expandió
la población y cuándo se contrajo en cuellos de botella. (Aunque por desgracia,
al eliminar líneas genéticas, los cuellos de botella más acusados tienden a borrar
las huellas de lo que ocurrió antes de que se produjeran).
Los árboles genéticos coalescentes han ayudado a dirimir un largo debate
sobre el origen del hombre. Según la teoría de la salida de África, también
conocida como Eva negra, todos los seres humanos no africanos descienden de
un solo éxodo que se produjo hace unos 100.000 años. En el polo opuesto se
encuentran los defensores de la teoría del origen separado, también llamados
multirregionalistas, que creen que las razas que aún viven en, pongamos, Asia,
Australia y Europa se dividieron en épocas remotas y descienden por separado
de poblaciones regionales de Homo erectus, la especie precedente. Los nombres
de las dos teorías son engañosos. El de «salida de África» porque en general
todo el mundo coincide en que, si retrocedemos lo bastante en el tiempo, todos
nuestros antepasados son africanos. El nombre de «origen separado» tampoco es
idóneo porque, una vez más, si se retrocede lo bastante, la separación desaparece
de cualquier teoría. La manzana de la discordia es la fecha en que salimos de
África. Sería mejor referirse a las dos teorías como salida antigua de África
(SAA) y salida reciente de África (SRA), unos nombres que tienen la ventaja
añadida de que ponen de relieve la continuidad entre ambas.
Si todos los seres humanos actuales que no son africanos derivasen de una
única migración que salió de ese continente en fechas recientes, la distribución
génica actual debería mostrar un cuello de botella reciente y centrado en una
pequeña población de África. El foco que polarizase más puntos de coalescencia
indicaría la fecha del éxodo. En cambio, si descendiésemos por separado de
distintas poblaciones regionales de Homo erectus, en cada región deberían
apreciarse indicios de líneas genéticas separadas desde muy antiguo. En la época
en que según los partidarios de la teoría SRA tuvo lugar el éxodo, hubiéramos
visto, sin embargo, una escasez de puntos de coalescencia. ¿Qué teoría es la
correcta?
Por querer responder a esta pregunta con una sola respuesta hemos caído en
la misma trampa que el documental Motherland. Cada gen cuenta una historia
diferente. Es perfectamente posible que algunos de nuestros genes hayan salido
de África en épocas recientes y que otros, en cambio, nos los transmitiesen
poblaciones distintas de Homo erectus. O dicho de otro modo, podemos ser al
mismo tiempo descendientes de un éxodo africano reciente y de un Homo
erectus regional toda vez que, en cualquier momento del pasado, el número de
nuestros antepasados genealógicos es enorme. Unos podrían haber salido de
África hace poco y otros haber vivido durante miles de años en Java, por poner
un ejemplo. Y podríamos haber heredado genes africanos de unos y genes
javaneses de otros. Un solo fragmento de ADN, como el procedente de una
mitocondria o de un cromosoma Y, nos da la misma visión reducida del pasado
que nos daría una sola frase extraída de un libro de historia. Bueno, pues así y
todo, los partidarios de la teoría SRA suelen basarse casi siempre en la ubicación
de la Eva Mitocondrial. ¿Qué pasaría si interrogásemos a los demás miembros
del parlamento genético?
Eso fue precisamente lo que hizo el biólogo evolutivo Alan Templeton, autor
de la teoría conocida como Salida repetida de África. Templeton empleó una
teoría de la coalescencia similar a la que hemos visto en nuestro análisis de la
hemofilia, sólo que en lugar de aplicarla a un solo gen la aplicó a muchos genes
diferentes. Eso le permitió reconstruir la historia y la distribución geográfica de
esos genes por todo el mundo y en un marco temporal de cientos de miles de
años. En este momento me inclino por esta teoría porque me parece que
aprovecha toda la información disponible para generar el máximo de
conclusiones, y porque, en todas las fases del proceso, se cuidó de ver pruebas
donde no las había.
Lo que hizo fue repasar toda la literatura genética aplicando un criterio
riguroso para separar el grano de la paja: sólo le interesaban estudios de genética
humana a gran escala que empleasen muestras recogidas en diferentes partes del
mundo, incluidas Europa, Asia y África. Los genes examinados pertenecían a
haplotipos longevos. Como ya hemos visto, un haplotipo es un segmento de
genoma que, o bien es difícil que se fragmente por recombinación sexual (como
por ejemplo el ADN del cromosoma Y o el mitocondrial), o se puede reconocer
intacto durante un número de generaciones la bastante elevado como para cubrir
la escala temporal que interesa (como es el caso de ciertas partes más pequeñas
del genoma). En resumidas cuentas, un haplotipo es un tramo longevo y
reconocible de genoma; no es del todo equivocado considerarlo un «gen» de
gran tamaño.
Templeton se concentró en 13 haplotipos. Calculó el árbol genealógico de
cada uno y fechó los diversos puntos de coalescencia usando el reloj molecular
calibrado con fósiles. Basándose en esas fechas y en la distribución geográfica
de las muestras, fue capaz de hacer deducciones sobre la historia genética de
nuestra especie durante los dos últimos millones de años. El biólogo sintetizó sus
conclusiones en el práctico diagrama que reproducimos en la página siguiente.
Salida repetida de África. Resumen de Templeton de las principales migraciones humanas, basado en el
estudio de 13 haplotipos. Las líneas verticales representan descendencia genética; las verticales, flujo
génico. Las flechas muestran las principales migraciones humanas conocidas gracias a datos genéticos.
Adaptado de Templeton [284] (los números entre corchetes remiten a las fuentes enumeradas en la
bibliografía).
Un millón de años antes del Homo ergaster, es decir, hace dos millones de años,
ya no hay ninguna duda de cuál es el continente donde se hunden nuestras raíces
genéticas. Todo el mundo, incluidos los multirregionalistas, coinciden en que se
trata de África. Los fósiles más signficativos de esta época suelen clasificarse
como Homo habilis. Algunos paleontólogos distinguen un segundo tipo, muy
similar y contemporáneo de aquél, al que denominan Homo rudolfensis, otros lo
equiparan al Kenyapithecus, descrito por el equipo de Leakey en 2001, y otros se
abstienen por prudencia de dar a estos fósiles el nombre de especie y se limitan a
llamarlos Homo primitivo. Como de costumbre, no me pronunciaré en materia
de nombres. Lo que importa son las criaturas de carne y hueso propiamente
dichas, y me referiré a todas ellas con el término hábiles. Los fósiles de Hábil
son menos abundantes que los de Ergaster, lo cual es comprensible dado que son
más antiguos. El cráneo que mejor se conserva lleva el número de referencia
KNM-ER 1470 y se conoce comúnmente como el 14-70. Vivió hace unos 1,9
millones de años.
Los Hábiles eran tan diferentes de los Ergaster como éstos de nosotros y,
como cabía esperar, existieron especímenes intermedios que son difíciles de
clasificar. El cráneo del Hábil es menos robusto que el de Ergaster y tiene menos
pronunciado el arco supraciliar. En este sentido era más parecido a nosotros, lo
cual no debiera sorprender a nadie. La corpulencia y los arcos supraciliares
prominentes son peculiaridades que, como el vello, los homínidos adquieren y
pierden repetidamente a lo largo de las eras evolutivas.
Los Hábiles señalan el momento de nuestra historia en que el cerebro, la más
extraordinaria de las peculiaridades humanas, comienza a aumentar; o, dicho con
mayor precisión, comienza a superar el tamaño de los cerebros ya voluminosos
de los demás simios. De hecho, éste es el motivo por el que se incluye a los
Hábiles en el género Homo. Para muchos paleontólogos, el cerebro grande es el
sello distintivo de nuestro género. Los Hábiles, al poseer cerebros que superan la
barrera de los 750 c.c., han cruzado el Rubicón y se han hecho humanos.
Como el lector me escuchará repetir una y otra vez, no soy partidario de
rubicones, barreras ni brechas. En concreto, no existe razón alguna para pensar
que entre un Hábil primitivo y su predecesor hubiese una diferencia mayor que
la apreciable entre el Hábil y sus sucesores. Estamos tentados de ver dicha
diferencia porque el género del predecesor (Australopithecus) es diferente del
género del sucesor (Homo ergaster), que es simplemente otro Homo. Es verdad
que, si analizamos las especies actuales, parece lógico que los miembros de
géneros distintos sean menos afines que los miembros de especies diferentes
dentro del mismo género, pero esto no es extensible a los fósiles, siempre que
exista una descendencia histórica continua en el marco de la evolución. En el
límite entre una especie fósil cualquiera y su inmediata predecesora han de
existir algunos individuos de cuya adscripción sería ridículo discutir ya que la
reductio ad absurdum de semejante discusión sería que los padres de una especie
engendraron un hijo de otra. Más absurdo aún es insinuar que un bebé del género
Homo haya nacido de padres pertenecientes a un género completamente
diferente como es el Australopithecus. Nuestras convenciones taxonómicas no
están pensadas para explorar estas regiones evolutivas[6].
Podemos dejar de lado el tema de los nombres para debatir una cuestión más
constructiva como es la de por qué el cerebro comenzó de repente a aumentar de
tamaño. ¿Cómo podríamos medir el aumento del cerebro de los homínidos y
construir un gráfico que reflejase el tamaño de cerebro medio a lo largo de las
eras geológicas? La unidad de medida temporal es fácil de escoger: millones de
años. Calcular la progresión del cerebro ya es más complicado. Los cráneos
fósiles y los moldes endocraneales nos permiten medirlo en centímetros cúbicos,
que se convierten fácilmente a gramos, pero el tamaño absoluto del cerebro no es
necesariamente la medida que más nos interesa. Los elefantes tienen un cerebro
más grande que el nuestro y, sin embargo, no es sólo vanidad lo que nos hace
creernos más inteligentes que ellos. El cerebro de los Tyrannosaurus no era
mucho menor que el nuestro, pero tenemos a todos los dinosaurios por criaturas
torpes y de escasa inteligencia. Lo que nos hace más inteligentes que los
dinosaurios es que tenemos cerebros más grandes en relación a nuestro tamaño.
Ahora bien, ¿qué significa exactamente «en relación a nuestro tamaño»?
Existen métodos matemáticos para corregir el tamaño absoluto y expresar
cuán grande debería ser el cerebro de un animal teniendo en cuenta su estatura.
El tema se merece por sí solo un cuento y nos lo narrará el Homo habilis, el
hábil situado a caballo de esa ardua frontera que es el Rubicón del tamaño
cerebral.
Existen como mínimo tres buenas razones para emplear la escala logarítmica. En
primer lugar, permite incluir una musaraña enana, un caballo y una ballena azul
en el mismo gráfico sin necesidad de usar 100 metros de papel. En segundo
lugar, facilita la lectura de los factores multiplicadores, que a veces es lo que
hace falta hacer. No nos basta saber que tenemos un cerebro mayor de lo que
deberíamos teniendo en cuenta de nuestro tamaño; queremos saber que nuestro
cerebro es, pongamos, seis veces mayor de lo que debería. En un gráfico
logarítmico los factores multiplicativos se obtienen directamente: eso es
precisamente lo que significa logarítmico. La tercera razón por la que conviene
usar escalas logarítmicas es un poco más larga de explicar. Una forma de
expresarlo sería diciendo que en estas escalas los puntos de dispersión forman
líneas rectas en lugar de curvas, pero eso no es todo. Trataré de aclarar el
concepto en atención a quienes sean tan negados para las matemáticas como un
servidor.
Supongamos que cogemos un objeto como una esfera o un cubo, o
mismamente un cerebro, y que lo inflamos de manera homogénea para que,
conservando la misma forma, aumente diez veces de tamaño. En el caso de la
esfera esto significa un diámetro diez veces mayor; en el caso del cubo, o del
cerebro, significa diez veces más ancho (y más alto y más profundo). En todos
estos casos de aumento proporcionado del tamaño, ¿qué ocurre con el volumen?
La respuesta es que se hace no diez, sino ¡mil veces mayor! Podemos
demostrarlo imaginando una pila de terrones de azúcar. O aumentando
uniformemente cualquier forma que se nos ocurra. Si se multiplica la longitud
por cien, siempre que la forma no varíe, el volumen se multiplicará
automáticamente por mil. En el caso especial de una decuplicación de todas las
dimensiones de un objeto, es como añadir tres ceros. Dicho de un modo más
general, el volumen es proporcional al cubo de la longitud, y el logaritmo se
multiplica por tres.
Podemos efectuar el mismo tipo de cálculos con respecto a la superficie.
Ahora bien, la superficie aumenta en proporción al cuadrado de la longitud, no al
cubo. El volumen de un terrón de azúcar determina cuánto azúcar hay y cuánto
cuesta, pero la rapidez con que se diluye viene dada por su superficie (lo cual no
es un cálculo muy sencillo que digamos, puesto que, a medida que se disuelve el
terrón, la superficie restante se reduce más lentamente que el volumen de azúcar
restante). Cuando expandimos un objeto de manera uniforme a base de duplicar
su longitud (anchura, etc.), multiplicamos por dos su superficie: 2 × 2 = 4. Si
multiplicamos por diez la longitud, también se multiplica por diez la superficie:
10 × 10 = 100 (o sea, añadimos dos ceros al número). El logaritmo de la
superficie se dobla con respecto al de la longitud, mientras que el del volumen se
triplica. Un terrón de dos centímetros contendrá ocho veces más azúcar que uno
de un centímetro, pero se disolverá en el té tan sólo cuatro veces más rápido (por
lo menos al principio), porque lo que está en contacto con el té es la superficie
del terrón.
Ahora imaginemos que trazamos un diagrama de dispersión de terrones de
azúcar de una gran variedad de tamaños, con la masa del terrón (proporcional al
volumen) representada en el eje de abscisas y la tasa (inicial) de disolución en el
de ordenadas (dando por hecho que es proporcional a la superficie). En un
gráfico no logarítmico, los puntos seguirían una línea curva que sería bastante
difícil de interpretar y, por consiguiente, no serviría de mucho. En cambio, si
contraponemos el logaritmo de la masa al de la tasa de disolución inicial,
obtendremos mucho más información. Cada vez que la masa se triplica, la
superficie se duplica. En el gráfico logarítmico, los puntos no siguen una curva
sino una línea recta. Además, la pendiente de dicha recta tiene un significado
muy preciso. Se trata de una pendiente de dos tercios, es decir: a cada dos puntos
en el eje de la superficie corresponden tres en el eje del volumen. Cada vez que
el logaritmo de la superficie se duplica, el del volumen se triplica. La pendiente
de dos tercios no es la única significativa que se puede apreciar en un gráfico
logarítmico. Los gráficos de este tipo son informativos porque la pendiente de la
línea permite intuir lo que sucede con relación a magnitudes tales como
volúmenes y superficies. Y los volúmenes, superficies y sus complicadas
relaciones son aspectos fundamentales a la hora de entender los cuerpos de lo
seres vivos y sus partes.
No es que se me den muy bien las matemáticas (y diciendo esto me quedo
corto), pero hasta yo soy capaz de captar lo fascinante de los gráficos
logarítmicos. Y la fascinación aumenta si se repara en que el mismo principio
sirve para todas las formas, no sólo las regulares como los cubos y las esferas,
sino también las complicadas, como los cuerpos de los animales y sus órganos y
partes, como los riñones o el cerebro. El único requisito es que el tamaño varíe
de forma uniforme, sin que se modifique la forma. Esto nos da una especie de
medidad de referencia con la que cotejar las mediciones reales. Si una especie
animal es diez veces más larga que otra, su masa será mil veces mayor, pero sólo
si tienen la misma forma. En realidad, es muy probable que, en el paso de
especies pequeñas a especies grandes, la evolución haya impuesto una variación
sistemática de la forma, y ahora veremos por qué.
Los animales grandes deben tener una forma diferente a la de los pequeños,
aunque sólo sea por las reglas de la proporción superficie/volumen que
acabamos de ver. Si convirtiésemos una musaraña en elefante sólo a base de
inflarla, sin modificar la forma, no sobreviviría. Sería un millón de veces más
pesada y esto provocaría un sinfín de inconvenientes. Algunos de los problemas
que ha de afrontar un animal dependen del volumen (masa), otros dependen de la
superficie, y otros de una compleja función de esas dos magnitudes, cuando no
de otras consideraciones completamente diferentes. Al igual que la velocidad a
la que se diluye un terrón de azúcar, la velocidad a la que un animal pierde calor
o agua a través de la piel es proporcional a la superficie que mantiene expuesta
al mundo exterior. Sin embargo, el ritmo al que genera calor probablemente esté
más relacionado con el número de células de su cuerpo, que es una función del
volumen.
Una musaraña del tamaño de un elefante tendría patas largas y finas que se
romperían bajo el enorme peso y unos músculos demasiado estrechos y débiles
para cumplir adecuadamente su función. La fuerza de un músculo no es
proporcional a su volumen sino a la superficie de su sección transversal. Esto es
así porque el movimiento muscular es la suma del movimiento de millones de
fibras moleculares que se deslizan en paralelo. El número de fibras que puede
contener un músculo depende de la superficie de su sección transversal (el
cuadrado de la longitud). Pero la tarea que debe cumplir (sustentar a un elefante,
pongamos por caso) es proporcional a la masa del animal (el cubo de la
longitud). Por consiguiente, el elefante, para sostener su masa, necesita
proporcionalmente más fibras musculares que una musaraña. De ahí que la
superficie transversal y el volumen de sus músculos tengan que ser mayores de
lo que se obtendría mediante una simple ampliación de la escala. En el caso de
los huesos, por motivos diversos y específicos, se llega a una conclusión
parecida. He ahí la razón por la que los animales de gran tamaño como los
elefantes tienen patas macizas como troncos de árbol.
Supongamos que un animal del tamaño de un elefante sea 100 veces mayor
que un animal del tamaño de una musaraña. Dando por hecho tengan la misma
forma, el área de su epidermis será 10.000 veces superior al de la musaraña, y su
masa y volumen, un millón de veces. Si tiene células sensibles al tacto repartidas
de manera uniforme por la piel, el elefante necesitará 10.000 veces más células
que la musaraña, y puede que la región cerebral que se ocupa de ellas también
tenga un tamaño proporcionalmente superior. El número total de células en el
cuerpo del elefante será un millón de veces el de la musaraña, y será necesaria
una cantidad adecuada de vasos capilares. ¿Cuántos kilómetros de vasos
sanguíneos deberá tener el animal grande con respecto al pequeño? Se trata de
un cálculo complicado que vamos a dejar para otro cuento. De momento, basta
con que entendamos que a la hora de efectuarlo deberemos tener presente estas
reglas de volúmenes y superficies, y que el diagrama logarítmico es un buen
método para encontrar indicios de tipo intuitivo sobre este tipo de problemas. La
conclusión principal es que, cuando a lo largo de la evolución los animales
aumentan o disminuyen de tamaño, su forma varía en direcciones previsibles.
Hemos llegado hasta aquí al reflexionar sobre el tamaño del cerebro. La
cuestión es que no podemos comparar nuestros cerebros con los del Homo
habilis, del Australopithecus, o con los de alguna otra especie sin tener en cuenta
el tamaño del cuerpo. Hace falta un índice de tamaño cerebral que tome en
consideración el corporal. No podemos dividir el tamaño del cerebro entre el del
cuerpo, aunque siempre será mejor hacer eso que limitarse a comparar las
dimensiones cerebrales absolutas. Lo más apropiado es utilizar los gráficos
logarítmicos que acabamos de analizar, esto es, confrontar el logaritmo de la
masa cerebral y el logaritmo de la masa corporal de muchas especies de diversos
tamaños. Los puntos probablemente se agruparán a lo largo de una línea recta,
como de hecho ocurre en el gráfico anterior. Si la pendiente de la línea es 1/1
(tamaño del cerebro exactamente proporcional a tamaño del cuerpo), cada célula
cerebral será capaz de ocuparse de un número fijo de células corporales. Una
pendiente de 2/3 indicaría que el cerebro es como los huesos y los músculos, es
decir, que un determinado volumen corporal (o número de células corporales)
exige una determinada superficie cerebral. Cualquier otra pendiente requeriría
una interpretación distinta. Así pues, ¿cuál es, en concreto, la pendiente?
Pues no es ni 1/1 ni 2/3, sino un valor intermedio. Para ser exactos, es
prácticamente 3/4. ¿Y por qué 3/4? Ése es el tema del cuento que, como sin duda
habrá adivinado el lector, nos contará la coliflor (al fin y al cabo, un cerebro
parece una coliflor). Para no destripar el final de «El Cuento de la Coliflor», me
limitaré a señalar que la pendiente 3/4 no es exclusiva de los cerebros, sino que
surge continuamente en todo tipo de seres vivos, incluidas plantas como la
coliflor. Para entender el motivo deberemos, pues, esperar hasta el susodicho
cuento; hasta entonces, por lo que respecta al tamaño del cerebro, diré
simplemente que la pendiente de 3/4 es la prevista, en el sentido que hemos
empleado esta palabra al comienzo de este cuento.
Aunque los puntos se arraciman a lo largo de la recta de pendiente 3/4
prevista, no todos los puntos caen exactamente sobre ella. Una especie más
cerebral es aquélla cuyo punto se sitúa por encima de la línea; eso significa que
tiene un cerebro mayor de lo previsto teniendo en cuenta su tamaño corporal. En
cambio, una especie cuyo cerebro sea menor de lo previsto, aparecerá
representada debajo de la línea. La distancia desde el punto hasta la recta indica
cuán mayor o menor de lo previsto es el cerebro de la especie en cuestión. Un
punto situado justamente sobre la línea representa una especie cuyo cerebro tiene
exactamente el tamaño que cabía esperar dada su masa corporal.
Ahora bien, ¿qué cabía esperar? ¿con arreglo a qué? Pues con arreglo a la
proporción típica de las especies con cuyos datos se ha elaborado el gráfico. Así,
si el gráfico se elaboró a partir de una muestra representativa de vertebrados
terrestres que abarcase desde las salamanquesas a los elefantes, el hecho de que
todos los mamíferos caigan del lado superior de la línea (y todos los reptiles del
inferior) significa que aquéllos tienen un cerebro mayor de lo que se «preveía»
para un vertebrado típico. Si elaboramos otro gráfico a partir de una muestra
representativa de mamíferos, la línea resultante será paralela a la de los
vertebrados, es decir, presentará la misma pendiente de 3/4, pero en términos
absolutos será más alta. Un gráfico distinto construido para una muestra
representativa de primates (monos y simios) arrojará una recta más alta todavía,
pero ésta seguirá siendo paralela a las otras dos en virtud de su pendiente de 3/4.
Y la recta del gráfico relativo al Homo sapiens será más alta que todas ellas.
El cerebro humano es demasiado grande incluso en relación a los parámetros
de los primates, y el cerebro medio de los primates también lo es en relación a
los parámetros de los mamíferos. A su vez, el cerebro medio de los mamíferos es
demasiado grande para los parámetros de los vertebrados. Dicho de otro modo,
los puntos del gráfico de los vertebrados están más dispersos que los puntos del
gráfico de los mamíferos, que a su vez están más dispersos que los puntos de los
primates incluidos en éste. La nube de puntos de los desdentados (un orden de
mamíferos sudamericanos al que pertenecen el perezoso, el oso hormiguero y el
armadillo) se sitúa por debajo de la media de los mamíferos, de los cuales
constituye una parte.
HarryJerison, el padre de los estudios sobre el tamaño de los cerebros fósiles,
propuso el cociente de encefalización (CE) para medir en qué medida el cerebro
de una especie particular, perteneciente a una categoría más amplia como la de
los vertebrados o los mamíferos, difiere del tamaño que debería tener en función
de su tamaño corporal. Para medir el CE hace falta especificar cuál es esa
categoría más amplia que estamos usando de referencia para la comparación. El
cociente de encefalización de una especie viene expresado por la distancia que la
separa, por arriba o por abajo, de media de la categoría de referencia. Jerison
pensaba que la pendiente de la recta era de 2/3, pero los estudios actuales
coinciden en que es de 3/4, así que, como bien ha señalado Robert Martin, hay
que corregir los propios cálculos de CE de Jerison. Hechas las correcciones,
resulta que el cerebro humano moderno es unas seis veces mayor de lo que
debiera ser en un mamífero del tamaño del hombre (si en lugar de calcularse el
CE con relación al parámetro del conjunto de los mamíferos, se hiciera con
relación al de los vertebrados, sería más elevado; si se realizase el cálculo con
relación al del conjunto de los primates, sería más bajo).[8] El cerebro de un
chimpancé moderno es el doble de grande de lo normal para un mamífero típico,
y lo mismo ocurre con los cerebros de los australopitecinos. El Homo habilis y el
Homo erectus, las especies probablemente intermedias entre los
Australopithecus y nosotros, también son intermedias en cuanto al volumen
cerebral; ambas tienen más o menos un 4 de cociente encefálico, lo que significa
que sus cerebros eran unas cuatro veces mayores de lo normal para mamíferos
de su tamaño.
El siguiente gráfico muestra un cálculo aproximado del CE de varios
primates y monos antropoides fósiles, con relación a la época en que vivieron.
Cuidándonos muy mucho de tomarlo al pie de la letra, se puede interpretar como
índice aproximado de la disminución cerebral que se observa a medida que se
retrocede en el tiempo evolutivo. En lo alto del diagrama figura el Homo sapiens
con un CE de 6, lo que significa que nuestro cerebro pesa seis veces más de lo
que debería pesar en un mamífero típico de nuestro tamaño. En la parte inferior
aparecen los fósiles que podrían representar algo así como el Contepasado 5, el
antepasado que tenemos en común con los monos del Nuevo Mundo. Se calcula
que su CE era más o menos 1, lo que quiere decir que tenían un cerebro casi
exacto para un mamífero actual de su tamaño. En posiciones intermedias se
sitúan varias especies de Australopithecus y Homo que en la época en que
vivieron pudieron estar próximas a nuestro linaje ancestral. Una vez más, la línea
trazada es la recta que mejor encaja con todos los puntos del gráfico.
He advertido de que había que interpretar el gráfico con su grano de sal pero
ahora, más que un grano, recomiendo una cucharada entera. El CE se calcula a
partir de dos magnitudes, la masa cerebral y la masa corporal. En el caso de los
fósiles, ambas cantidades se calculan a partir de los fragmentos que han llegado
hasta nosotros y el margen de error es considerable, sobre todo a la hora de
evaluar la masa corporal. Según el punto que lo representa en el gráfico, el
Homo habilis es más cerebral que el Homo erectus, pero no creo que fuese así.
El volumen cerebral absoluto del Homo erectus es indiscutiblemente mayor. El
hecho de que Homo habilis tenga un CE más elevado se debe al valor mucho
más bajo atribuido a su masa corporal. Para tener una idea del margen de error,
piénsese en la enorme variedad de tamaños corporales del ser humano actual. El
CE está especialmente sujeto a errores a la hora de calcular la masa corporal,
que, no olvidemos, se eleva a una determinada potencia en la fórmula del CE. La
dispersión de los puntos a ambos lados de la línea refleja en buena medida la
irregularidad de la estimación de la masa corporal. En cambio, la tendencia a
largo plazo indicada por la recta probablemente sea real. Los métodos que hemos
explicado en este cuento, en particular los cálculos del CE en el último gráfico,
confirman la impresión subjetiva de que uno de los acontecimientos más
importantes de los últimos tres millones de años de nuestra evolución ha sido el
aumento de nuestro cerebro de primate, ya de por sí grande. La pregunta que
surge inevitablemente es por qué. ¿Qué presión selectiva en sentido darviniano
suscitó esa modificación durante los últimos tres millones de años?
Gráfico del cociente de encefalización (CE) en relación al tiempo, para diversas especies fósiles. El
tiempo, medido en millones de años, está expresado en una escala logarítmica. Los resultados se han
corregido para una pendiente de 3/4 con respecto a la línea horizontal de referencia (véase el texto).
Era como buscar una aguja en un pajar porque la cueva es enorme, honda y oscura, con las paredes, el
suelo y el techo de brecha viva. Sin embargo, el 3 de julio de 1997, después de dos días buscándola
linterna en mano, la encontraron.
el coste energético relativo de la carrera sobre dos patas con respecto al de la carrera sobre cuatro no
debería considerarse uno de los motivos por los que el hombre desarrolló la locomoción bípeda.
Aunque el tono quizá sea exagerado, debería animarnos a buscar en otra parte
los posibles beneficios de nuestro insólito modo de andar. Es lícito pensar que,
sean cuales sean las ventajas no locomotrices que motivasen la evolución del
bipedalismo, lo más probable es que no tuvieran que competir con un alto coste
en términos de locomoción.
¿Cuál podría ser uno de esos beneficios no locomotores? Maxine Sheets-
Johnstone, de la Universidad de Oregón, ha propuesto la estimulante hipótesis de
la selección sexual, según la cual nuestros antepasados se habrían erguido sobre
las patas traseras para hacer ostentación del pene (aquéllos que lo tenían, claro
está). Las hembras, en opinión de Sheets-Johnstone, habrían hecho lo propio por
el motivo opuesto, esto es, esconder los genitales, que en los primates
cuadrúmanos quedan mucho más expuestos. La idea es atractiva pero no me
convence; la cito sólo como ilustración de lo que quiero decir con «ventajas no
locomotrices». Como ocurre con tantas otras hipótesis, nos deja con la duda de
por qué cabe aplicarla a nuestra estirpe y no a otros primates.
Otras teorías subrayan que la ventaja fundamental del bipedalismo fue que
nos dejó las manos libres. Quizá nos pusimos de pie no porque fuese un buen
método de desplazamiento, sino por lo que nos permitía hacer con las manos
(acarrear comida, por ejemplo). Muchos primates se alimentan de vegetales muy
abundantes en la naturaleza pero que no son muy nutritivos, de modo que han de
ingerirla continuamente mientras se desplazan, un poco como hacen las vacas.
Otros tipos de alimento, como la carne o los tubérculos que crecen bajo tierra,
son más difíciles de conseguir pero, una vez hallados, representan una posesión
valiosa, es decir, que conviene llevarse a casa una cantidad mayor de la que
pueda ingerirse de una sentada. Cuando un leopardo abate una presa, lo primero
que suele hacer es subirla a un árbol y colgarla de una rama, donde estará
relativamente a salvo de carroñeros y podrá recurrir a ella cada vez que tenga
hambre. El leopardo se vale de sus potentes mandíbulas para cargar con el
cadáver y las cuatro patas para trepar al árbol. La pregunta es si nuestros
antepasados, que tenían mandíbulas mucho más pequeñas y débiles que las de un
leopardo, le sacaron provecho a la maña de andar sobre dos patas porque les dejó
las manos libres para transportar comida (tal vez a un compañero, o a las crías, o
para intercambiar favores con otros semejantes, o para guardarla en la
«despensa» en previsión de futuras necesidades).
Dicho sea de paso, las dos últimas posibilidades quizá estén más
relacionadas entre sí de lo que parece. La idea (y atribuyo a Steven Pinker el
mérito de haberla expresado con tanta viveza) es que, antes de invertarse el
frigorífico, la mejor despensa de carne era la barriga de un compañero. ¿En qué
sentido? Pues en el de que, aunque una vez comida por el compañero, la carne
naturalmente ya no estaba disponible, el beneficiario de la generosidad del
donante mantendría en lo sucesivo una disposición benévola hacia éste y cuando
la suerte cambiase de signo y se volviesen las tornas, devolvería el favor.[10] Se
sabe que los chimpancés ofrecen carne a cambio de favores. En la historia
humana, esta especie de trueque encontró su símbolo en el dinero.
El antropólogo estadounidense Owen Lovejoy ha formulado una versión
peculiar de la teoría de llevar comida a casa. A su modo de ver, la lactancia de
las crías debía de estorbar a las hembras a la hora de buscar comida e impedir
que se alejasen mucho en pos de alimento. La consiguiente malnutrición y
escasa producción de leche retrasaban a su vez el destete. Las hembras lactantes
son estériles; cualquier macho que alimente a una hembra lactante acelera el
destete de la cría que esté amamantando en ese momento y la torna receptiva en
un periodo más breve. Cuando la hembra se vuelve receptiva, se muestra más
disponible al macho que, al procurarle alimento, le devolvió la fertilidad. Así, el
macho que lleve mucha comida a casa obtiene una ventaja reproductiva directa
sobre el macho rival que se come en el acto todo lo que encuentra. El beneficio
del bipedalismo habría sido dejar las manos libres para transportar alimentos.
Otros sostienen que la postura erecta evolucionó por las ventajas de la altura;
quizá nuestros antepasados se alzaron sobre dos patas para atisbar por encima de
la hierba alta, o para mantener la cabeza fuera del agua al vadear un río. Esta
última es la imaginativa teoría del mono acuático de Alister Hardy, hábilmente
defendida por Elaine Morgan. Según otra hipótesis, propugnada por John Reader
en su fascinante historia de África, la postura erguida minimiza la exposición al
sol, limitándola a la coronilla (que por eso está protegida con una mata de pelo);
un beneficio adicional sería que, al no estar encorvado cerca del suelo, el cuerpo
pierde calor más rápido.
Mi colega Jonathan Kingdon, destacado artista y zoólogo, ha dedicado
enteramente un libro, Lowly Origin, al tema de la evolución del bipedalismo
humano. Después de pasar revista a trece hipótesis más o menos distintas, entre
ellas las que acabo de mencionar, Kingdon avanza una sutil y polifacética teoría
de su cosecha. En lugar de buscar un beneficio inmediato al hecho de caminar
erguido, el zoólogo expone una serie de variaciones anatómicas cuantitativas que
surgieron por alguna otra causa, pero que posteriormente habrían facilitado la
adopción del bipedalismo (el nombre técnico de este fenómeno es
preadaptación). La preadaptación que postula es la que él mismo denomina
alimentación en cuclillas. Dado que los babuinos suelen comer de cuclillas en
campo abierto, Kingdon supone que algo parecido ocurrió con nuestros
antepasados simios en la selva, que levantaban piedras u hojarasca en busca de
insectos, gusanos, caracoles y demás criaturas comestibles. Para poder hacerlo
con eficacia tuvieron que deshacerse de algunas de sus adaptaciones a la vida
arborícola. Los pies, que hasta entonces parecían manos y les servían para
agarrarse de las ramas, tuvieron que hacerse más planos para conformar una
plataforma estable sobre la que acuclillarse. El lector ya habrá adivinado por
dónde van los tiros: esos pies más planos y menos parecidos a las manos que
permitían acuclillarse terminarían sirviendo como preadaptaciones para caminar
erguido. Como de costumbre, debemos tener presente que esta forma
aparentemente teleológica de hablar, como si nuestros antepasados hubiesen
perseguido un objetivo claro (eso de «tuvieron que deshacerse de sus
adaptaciones arborícolas», etcétera), no es más que una especie de taquigrafía
que puede traducirse fácilmente a términos darvinianos. Aquellos individuos
cuyos genes determinaron por casualidad que sus pies fuesen más apropiados
para comer en cuclillas, sobrevivieron y transmitieron dichos genes a su
descendencia por la sencilla razón de que comer en cuclillas era eficaz y
favorecía la supervivencia. Seguiré utilizando este lenguaje taquigráfico porque
se adapta a nuestra forma natural de pensar.
Con un poco de imaginación podríamos decir que, en cierto sentido, lo que
hace un simio braquiador es caminar al revés bajo las ramas (o, en el caso de un
atlético gibón, correr y saltar), usando los brazos como patas y el anillo
escapular como pelvis. Probablemente, nuestros antepasados pasaron por una
fase de braquiación como consecuencia de la cual la verdadera pelvis quedó
unida al tronco de un modo poco flexible mediante largos huesos que son una
parte esencial de un tronco rígido capaz de cimbrearse como una sola unidad.
Según Kingdom, buena parte de este acomodo tuvo que cambiar para que del
antiguo braquiador derivase un individuo capaz de comer en cucillas; buena
parte pero no todo. Los brazos siguieron siendo largos. De hecho, los típicos
brazos alargados de un braquiador serían una preadaptación claramente
ventajosa por cuanto aumentarían el alcance del simio en cuclillas y reducirían la
frecuencia con que tendría que cambiar de posición. Ahora bien, el tronco
macizo, inflexible y demasiado pesado en la parte superior, supondría una
desventaja a la hora de acuclillarse. La pelvis tendría que ser más flexible para
unirse de una forma menos rígida al tronco y los huesos deberían reducirse a
proporciones más humanas. Por anticipar la última parte del razonamiento
(después de todo, lo propio de la preadaptación es la anticipación), estas
proporciones dan como resultado una pelvis más adecuada para andar sobre dos
patas. La cintura se hizo más flexible y la columna más vertical para permitir al
animal buscar a su alrededor con los brazos mientras permanecía en cuclillas
sobre las plantas de los pies. Los hombros y la parte superior del cuerpo se
hicieron menos pesados. Dicho brevemente, estos sutiles cambios cuantitativos,
unidos a las variaciones en el equilibrio y en la compensación que trajeron
consigo, tuvieron como efecto fortuito el preparar el cuerpo para la locomoción
bípeda.
Kingdon no habla en ningún momento de anticipaciones con vistas al futuro.
Simplemente señala que un simio con antepasados braquiadores que hubiese
empezado a alimentarse en cuclillas en el suelo de la selva, habría poseído en un
momento dado un cuerpo relativamente adaptado a caminar sobre las patas
traseras y así habría empezado a desplazarse cuando, al buscar alimento, pasase
de una posición en cuclillas a otra. Sin darse cuenta, estos individuos, con el
paso de las generaciones, estaban preparando sus cuerpos para sentirse más
cómodos caminando sobre dos patas y más incómodos sobre cuatro. He usado la
palabra cómodo deliberadamente. No es una consideración banal. Como todos
los mamíferos, nosotros también somos capaces de andar a cuatro patas, pero
nos resulta incómodo: las proporciones alteradas de nuestro cuerpo dificultan la
operación. Según Kingdon, esas variaciones proporcionales que ahora hacen que
nos sintamos cómodos sobre dos piernas surgieron originariamente para
favorecer un pequeño cambio de hábitos alimenticios: comer en cuclillas.
Hay muchas más consideraciones en la compleja y refinada teoría de
Jonathan Kingdon, pero ahora, tras recomendar la lectura de Lowly Origin, debo
pasar a otro asunto. Mi propia teoría del bipedalismo, ligeramente excentrica, es
muy diferente de la suya, aunque no incompatible. En realidad, la mayoría de las
teorías del bipedalismo humano son compatibles y capaces de reforzarse unas a
otras en lugar de contradecirse. Como en el caso de la ampliación del cerebro
humano, mi propuesta es que el bipedalismo pudo evolucionar por medio de la
selección sexual, así que de nuevo pospondré el tema hasta el Cuento del Pavo
Real.
Sea cual sea la teoría que propugnemos, el caso es que el bipedalismo
humano resultó ser un acontecimiento importantísimo. Antiguamente se pensaba
que el primer suceso evolutivo crucial que nos separó de los demás simios fue el
aumento de las dimensiones del cerebro; así lo creyeron al menos los
antropólogos más respetados hasta la década de 1960. La postura erguida se
consideraba un fenómeno secundario, inducido por la necesidad de tener las
manos libres para desarrollar el tipo de actividades complejas que un cerebro
ampliado era capaz de controlar y explotar, pero los fósiles descubiertos
recientemente indican con toda claridad que la secuencia fue inversa. El
bipedalismo surgió primero. Lucy, que vivió mucho después del Encuentro 1, era
casi tan bípeda como nosotros o igual, y sin embargo tenía un cerebro del
tamaño del de un chimpancé. Se puede relacionar el aumento del volumen
cerebral con el hecho de que las manos quedasen libres, pero el orden de los
acontecimientos fue el contrario: lo que impulsó la ampliación del cerebro fue,
en todo caso, la libertad de las manos derivada del bipedalismo. Primero surgió
el hardware manual y después evolucionó el software cerebral para sacarle
mayor partido.
En la zona no hay restos volcánicos de los que obtener fechas radiométricas, por
lo que el equipo de Brunet tuvo que valerse de otros fósiles de la zona para datar
el hallazgo de manera indirecta. El método consiste en comparar esos fósiles con
fauna ya conocida de otras partes de África de la que sí se dispone de fechas
absolutas. La conclusión es que Toumai tiene una antigüedad de entre seis y siete
millones de años. Brunet y sus colegas afirman que es tan antiguo como Orrorin,
lo que, como era de esperar, ha provocado respuestas indignadas por parte de
Brigitte Senut y Martin Pickford. Senut, del museo de ciencias naturales de
París, ha dicho que Toumai es un gorila hembra, mientras que su colega Martin
Pickford afirma que tiene los típicos colmillos de una mona grande. Recordemos
que se trata de los dos antropólogos que (tal vez con razón) negaron la condición
humana del Ardipithecus, otro espécimen que también amenazaba la primacía de
su criatura, Orrorin. Otras autoridades se han mostrado más generosos con
Toumai, definiéndolo como «asombroso» e «increíble» y declarando que su
descubrimiento «tendrá el efecto de una pequeña bomba atómica».
Si sus descubridores están en lo cierto y tanto Orrorin como Toumai son
bípedos, las teorías hasta ahora aceptadas sobre el origen del hombre se verán en
apuros. Se tiende a creer, ingenuamente, que el cambio evolutivo se extiende de
manera uniforme para colmar el tiempo de que dispone. Según esta concepción,
si entre el Encuentro 1 y el Homo sapiens moderno han transcurrido seis
millones de años, el cambio debería de haberse distribuido proporcionalmente a
lo largo de todo ese periodo. Sin embargo, Orrorin y Toumai vivieron en una
época muy próxima a la fecha que, según las pruebas moleculares,
correspondería al Contepasado 1, es decir, la fecha en que el hombre se separó
del chimpancé. Según algunas dataciones, los dos fósiles son anteriores incluso
al Contepasado 1.
Suponiendo que las dataciones fósiles y las moleculares sean correctas, hay
cuatro maneras (además de alguna combinación de las mismas) de responder al
problema que plantean Orrorin y Toumai.
Las tres últimas hipótesis tienen puntos débiles, y muchos expertos ponen en
cuestión o bien de las fechas, o el supuesto bipedalismo, de Toumai y Orrorin.
Pero si dejamos momentáneamente a un lado esas dudas y analizamos las tres
hipótesis que dan por descontada la postura erecta, no existen razones teóricas de
peso para estar a favor ni en contra de ninguna en particular. En el Cuento del
Pinzón de las Galápagos y en el Cuento del Dipnoo aprenderemos que la
evolución puede ser muy rápida, pero también muy lenta, luego la segunda teoría
no es inverosímil. El Cuento del Topo Marsupial nos enseñará que la evolución
puede seguir el mismo camino, o caminos increíblemente paralelos, en más de
una ocasión, luego tampoco hay nada particularmente absurdo en la tercera
teoría. A primera vista, la cuarta parece la más sorprendente. Estamos tan
acostumbrados a la idea de que descendemos del mono que nos da la sensación
de que semejante hipótesis equivale a empezar la casa por el tejado, e incluso,
por si fuera poco, ofende la dignidad humana (algo que, según mi experiencia,
viene bien para reírse un poco). Además, existe una supuesta ley, la llamada ley
de Dollo, que afirma que la evolución nunca vuelve sobre sus pasos, y parece
que la cuarta hipótesis la vulnera.
«El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas», que trata de la ley de Dollo, nos
convencerá de que no es así. En principio, la cuarta hipótesis no tiene nada de
errónea. Los chimpancés podrían haber pasado perfectamente por una fase más
humanoide y bípeda antes de volver al cuadrupedalismo propio de los simios. Da
la casualidad de que esta misma idea la han rescatado John Gribbin y Jeremy
Cherfas en sus libros The Monkey Puzzle y The First Chimpanzee, donde llegan
a afirmar que los chimpancés descienden de australopitecinos gráciles (como
Lucy) y los gorilas, de australopitecos robustos (como Dear Boy). Los
argumentos con que defienden tan impactante e innovadora teoría están
expuestos de manera muy convincente y se basan en una interpretación de la
evolución humana aceptada desde hace tiempo (aunque no exenta de
controversia), a saber, que los humanos somos simios infantiles que hemos
adquirido la madurez sexual. O dicho de otro modo, que somos como
chimpancés que nunca han llegado a crecer.
En «El Cuento del Ajolote» explicaremos esa teoría, conocida como
neotenia. Por avanzar un resumen, el ajolote es una larva más grande de lo
normal, un renacuajo con órganos sexuales. En un experimento ya clásico
realizado en Alemania, las hormonas que Vilém Laufberger inyectó a un ajolote
lo convirtieron en una salamandra adulta de una especie que nadie había visto
jamás. Más conocido en el mundo anglosajón es el experimento de Julian
Huxley, que repitió el de Laufberger sin saber que ya se había llevado a cabo. En
la evolución del ajolote, el estadio adulto, el último tramo del ciclo vital, había
sido eliminado. Bajo la influencia de las hormonas inyectadas en el experimento,
el ajolote terminó de completar su desarrollo y se convirtió en una salamandra
adulta que presumiblemente nadie había visto hasta entonces. La última fase del
ciclo vital quedó, pues, reestablecida.
La lección no pasó desapercibida al hermano pequeño de Julian, el novelista
Aldous Huxley, cuya novela Viejo muere el cisne fue una de mis lecturas
favoritas durante la adolescencia. Trata de un hombre muy rico, Jo Stoyte, que
recuerda a William Randolph Hearst y colecciona obras de arte con la misma
indiferencia voraz que éste. Su estricta educación religiosa le ha inculcado tal
pánico a la muerte que contrata y financia a un cínico biólogo, el doctor
Sigismund Obispo, para que investigue la manera de prolongar la vida en
general y la suya en particular. También contrata a un erudito (muy) británico
llamado Jeremy Pordage para que le catalogue un lote de manuscritos
dieciochescos que acaba de adquirir. En un viejo diario escrito por el primer
conde de Gonister, Jeremy descubre algo sensacional y se lo comunica al doctor
Obispo. Resulta que el viejo conde había descubierto casi con toda seguridad el
secreto de la vida eterna (comer entrañas de pescado crudas) y no hay pruebas de
que llegase a morir jamás. Obispo se lleva a un nerviosísimo Stoyte a Inglaterra
para buscar los restos del conde… y se lo encuentran vivito y coleando con 200
años. El secreto está en que ha alcanzado pleno desarrollo, dejando de ser el
simio infantil que somos todos los hombres para convertirse en un simio
completamente adulto, un cuadrúpedo, peludo y repelente que orina en el suelo
mientras tararea una versión grotesca y distorsionada de lo que en su día fuera un
aria de Mozart. Riendo a más no poder, el diabólico doctor Obispo, que sin duda
estaba al tanto del trabajo de Julián Huxley, le dice a Stoyte que puede empezar
con las tripas de pescado a la mañana siguiente.
Gribbin y Cherfas sugieren, efectivamente, que los chimpancés y gorilas
modernos son como el conde de Gonister, esto es, seres humanos (o
australopitecinos, Orrorin o Sahelanthropus) que han adquirido plena madurez y
han vuelto a convertirse en simios cuadrúpedos, como sus (y nuestros)
antepasados más lejanos. Nunca he pensado que la teoría de Gribbin y Cherfas
fuese una tontería. Los recientes descubrimientos de homínidos tan antiguos
como Toumai y Orrorin, que vivieron cerca de la época en que nos estábamos
separando de los chimpancés, podrían perfectamente susurrarnos sotto voce.
«¡Ya os lo decíamos!».
Aun aceptando que Toumai y Orrorin fuesen bípedos, yo no escogería con
mucha confianza entre la segunda, tercera y cuarta hipótesis. Tampoco podemos
olvidarnos de la primera hipótesis (que caminaban a cuatro patas): para muchos
es la más verosímil y, de ser cierta, abacaría de golpe con el problema. Pero es
evidente que todas ellas formulan predicciones acerca del Contepasado 1, que es
nuestra próxima parada. Las tres primeras coinciden en presuponer que parecía
un chimpancé y andaba a cuatro patas, aunque de vez en cuando se alzase sobre
las traseras. La cuarta, en cambio, se lo imagina más humanoide. A la hora de
relatar el Encuentro 1, me he visto obligado a optar entre las cuatro hipótesis; un
tanto a mi pesar, me he sumado a la mayoría y he dado por hecho que el
Contepasado 1 se parecía al chimpancé. Vayamos a su encuentro.
Encuentro 1
Chimpancés
Con frecuencia se afirma que ningún animal usa herramientas, pero los chimpancés en estado salvaje se
valen de una piedra para cascar un fruto autóctono parecido a una nuez.
Una hembra se aferra con brazos y piernas a su compañera que, colocada a cuatro patas, la levanta del
suelo. Acto seguido las dos hembras restriegan sus excitados genitales, haciendo muecas y emitiendo
agudos chillidos que con toda probabilidad reflejan experiencias orgásmicas.
La imagen un poco hippie de los bonobos como criaturas que practican al amor
libre ha provocado que algunas almas caritativas se hagan pías ilusiones y se
formen un concepto falso que probablemente maduró en los años sesenta… o
igual es que pertenecen a la escuela filosófica del «bestiario medieval», según la
cual los animales sólo existen para enseñarnos moralejas. Esa concepción
ilusoria es la de que estamos más emparentados con los bonobos que con los
chimpancés comunes. La Margaret Mead que todos llevamos dentro siente más
afinidad por este modelo de conducta tierno y delicado que por el patriarcal y
asesino de los chimpancés comunes. Pero, por desgracia, nos guste o no, estamos
exactamente igual de emparentados con ambas especies toda vez que Pan
troglodytes y Pan paniscus tienen un antepasado común que vivió hace menos
tiempo que el antepasado que comparten con nosotros. Del mismo modo, las
pruebas moleculares indican que los chimpancés y los bonobos están más
emparentados con nosotros que con los gorilas; de esto se deduce que los
humanos estamos exactamente igual de emparentados con los gorilas que los
chimpancés lo están de los bonobos, y guardamos exactamente el mismo grado
de parentesco con los orangutanes que los gorilas, los bonobos y los chimpancés.
Lo que no se deduce es que seamos igual de parecidos a los chimpancés que
a los bonobos. Si los chimpancés han cambiado más que los bonobos desde la
época del Contepasado 1, podríamos parecernos más a los segundos que a los
primeros, o viceversa. Lo más probable es que tengamos, casi en la misma
medida, ciertas cosas en común con unos y otros. Los dos están igual de
emparentados con nosotros porque comparten con nosotros el mismo antepasado
común. Ésta es la moraleja de «El Cuento del Bonobo», una enseñanza simple y
muy general con la que volveremos a toparnos una y otra vez en diversas etapas
de nuestra peregrinación.
Encuentro 2
Gorilas
El reloj molecular nos dice que el Encuentro 2, donde los gorilas se unen a
nuestra peregrinación en el mismo escenario africano que el Encuentro 1, es tan
sólo un millón de años más antiguo que éste. Hace siete millones de años,
Norteamérica y Sudamérica no estaban unidas, los Andes no habían terminado
de elevarse y el Himalaya acababa de completar su formación. Los continentes,
no obstante, debían de ser prácticamente iguales que ahora y el clima africano,
aunque menos tropical y un poco más húmedo, sería similar al actual. Eso sí,
África estaba más arbolada que ahora: hasta el Sáhara era a la sazón una sabana
boscosa.
Por desgracia, ningún fósil nos permite salvar la distancia entre los
Contepasados 1 y 2, nada nos ayuda a decidir si el Contepasado 2, que tal vez
sea nuestro trescientosmilésimo tatarabuelo, era más parecido a un gorila, a un
chimpancé o incluso a un ser humano. Yo diría que a un chimpancé, pero sólo
porque el enorme gorila me resulta más extremo y menos parecido a los demás
simios. Ahora bien, tampoco hay que exagerar el carácter excepcional de los
gorilas. No son los simios más grandes que jamás hayan existido. El simio
asiático Gigantopithecus, una suerte de orangután gigante, le habría sacado más
de una cabeza al mayor de los gorilas. Vivía en China y se extinguió
recientemente, hará medio millón de años, cuando todavía vivían el Homo
erectus y el Homo sapiens arcaico. Se trata de una extinción tan reciente que
algunas personas de imaginación desatada han llegado a sugerir que quizás el
Yeti, el abominable hombre de las nieves del Himalaya… perdón, me estoy
yendo por las ramas. Es muy probable que el Giganthopitecus caminase como
un gorila, sobre los nudillos de las manos y las plantas de los pies, como también
hacen los chimpancés, pero no los orangutanes, dado su modo de vida
arborícola.
Incorporación de los gorilas. Árbol filogenético que
muestra como los gorilas se separaron de los demás simios
africanos hace unos siete millones de años, según estudios
genéticos. La rama derecha representa a los chimpancés y a
los humanos (el puntito gris, situado hace seis millones de
años, simboliza al Contepasado 1). La rama izquierda
representa el género Gorilla, compuesto, según se considera
actualmente, de dos especies.
Entra dentro de lo verosímil que el Contepasado 2 también caminase sobre los
nudillos pero que, al igual que los chimpancés, pasaba parte del tiempo en los
árboles, sobre todo de noche. Dado que la selección natural, bajo el sol de los
trópicos, propicia una pigmentación oscura como protección contra los rayos
ultravioleta, es probable que el color del Contepasado 2 fuese negro o marrón
oscuro. Todos los simios menos el hombre son peludos, luego sería muy raro que
no lo fuesen también los Contepasados 1 y 2. Teniendo en cuenta que los
chimpancés, los bonobos y los gorilas viven en el corazón de la selva, parece
lógico situar el Encuentro 2 en una selva de África, aunque no existen razones de
peso para decantarnos por alguna región en particular.
Los gorilas no son simplemente chimpancés gigantes sino que difieren en
otros aspectos que debemos tener presentes a la hora de recrear al Contepasado
2. Por ejemplo, son exclusivamente vegetarianos y los machos tienen harenes de
hembras. Los chimpancés son más promiscuos y las diferencias en sus hábitos
reproductivos tienen efectos interesantes en el tamaño de sus testículos, como
veremos en el Cuento de la Foca. Tengo la impresión de que, bajo un prisma
evolutivo, los hábitos reproductivos son lábiles, es decir, que cambian con
facilidad. No veo nada que permita aventurar cuál era la posición del
Contepasado 2 a este respecto. Es más, el hecho de que las diferentes culturas
humanas actuales muestren un amplio abanico de hábitos reproductivos, que van
desde la rigurosa monogamia hasta la poliginia más desenfrenada, me confirma
lo inconveniente de especular sobre esta cuestión y de hacer cualquier reflexión
sobre los hábitos reproductivos del Contepasado 2.
Los simios, y sobre todo los gorilas, han sido durante mucho tiempo
inspiradores y a la vez víctimas de mitos humanos. En «El Cuento del Gorila»
examinaremos cómo ha ido cambiando nuestra actitud hacia estos parientes tan
cercanos.
La aparición del darvinismo en el siglo XIX polarizó las actitudes hacia los
simios. Algunos opositores que podrían haber tolerado la idea de la evolución en
sí se negaron rotundamente, presa de un miedo cerval, a aceptar cualquier
parentesco con lo que a su juicio no eran sino bestias inferiores y repugnantes, y
trataron por todos los medios de exagerar lo que nos diferenciaba de ellas.
Donde más se acusó esta reacción fue en el caso de los gorilas. Los simios eran
«animales»; nosotros no. Para colmo, mientras que algunos animales como los
gatos o los ciervos podían considerarse hermosos a su manera, los gorilas y otros
simios, precisamente por su semejanza con el hombre, parecían caricaturas,
esperpentos, deformaciones grotescas.
Darwin nunca dejaba escapar la oportunidad de subrayar las semejanzas, a
veces en sucintas acotaciones al margen, como la encantadora observación que
introdujo en El origen del hombre según la cual los monos «fuman tabaco con
mucho gusto». T. H. Huxley, el formidable aliado de Darwin, mantuvo un
acalorado intercambio de palabras con sir Richard Owen, el anatomista más
destacado de la época, que sostenía (equivocadamente, tal y como demostró
Huxley) que el hipocampo menor era un rasgo exclusivo del cerebro humano.
Hoy en día los científicos no sólo piensan que nos parecemos a los simios, sino
que incluyen al ser humano en el grupo de los simios, concretamente al de los
africanos. En cambio, hacen hincapié en que los simios, incluido el hombre, son
distintos de los monos. Llamar mono a un chimpancé o a un gorila es un error.
No siempre fue así. En la antigüedad solía agruparse a los simios con los
monos y en las descripciones más antiguas se los confundía con los babuinos o
con las monas de Gibraltar (cuyo nombre en inglés, de hecho, sigue siendo
Barbary apes, o «simios de la Berbería»). Más sorprendente resulta el hecho de
que, mucho antes de que se empezara a pensar en términos evolutivos y se
aprendiera a distinguir a unos simios de otros o de los monos, se solía confundir
a los grandes simios con seres humanos. Por más que coincidamos con esta
noción anticipada de la teoría de la evolución, lo más probable, por desgracia, es
que se debiera al racismo. Los primeros exploradores blancos de África veían a
gorilas y chimpancés como parientes cercanos de los seres humanos de raza
negra, no de sí mismos. Curiosamente, tanto en el Sudeste asiático como en
África existen leyendas tradicionales en la que la evolución se representa al
contrario: los simios antropomorfos locales se consideran humanos caídos en
desgracia. Orangután significa «hombre de la selva» en malayo.
En palabras de T. H. Huxley, el Ourang Outan que el doctor holandés
Bontius retrató en 1658 no era sino «una mujer muy peluda y bastante hermosa,
con proporciones y pies completamente humanos». La criatura, efectivamente,
es muy peluda, salvo, curiosamente, en uno de los pocos lugares donde las
verdaderas mujeres tienen vello: el pubis, que llama la atención por lo lampiño.
Muy humanas resultan también las ilustraciones que en 1763, más de un siglo
después, hizo Hoppius, el discípulo de Linneo. Una de las criaturas
representadas tiene cola, pero por lo demás es totalmente humana: está erguida
sobre dos patas y lleva bastón. Plinio el Viejo afirma que «a las especies con cola
se las ha visto incluso jugando a las damas».
Cabría pensar que semejante mitología habría predispuesto a nuestra
civilización a aceptar la idea de la evolución y que hasta habría acelerado la
formulación de la teoría evolutiva, pero se ve que no fue así. El panorama
decimonónico revela una gran confusión entre simios, monos y humanos; por
eso cuesta tanto fechar el descubrimiento de cada especie de simio y determinar
cuál es la especie descubierta en cada ocasión. La excepción es el gorila, que de
todos los simios es el que la ciencia conoce desde hace menos tiempo.
En 1847 el doctor Thomas Savage, un misionero estadounidense, vio en la
casa de otro misionero situada junto al río Gabón «un cráneo que, según los
nativos, pertenecía a un animal parecido a un mono que destacaba por su
tamaño, ferocidad y costumbres». La injusta fama de animal feroz, que se
exageraría hasta el delirio en la historia de King Kong, se refleja claramente en
un artículo del Illustrated London News que salió publicado el mismo año que El
origen de las especies. El texto está repleto de tantas y tan descomunales
patrañas que supera incluso las fantásticas consejas de los viajeros de la época:
Tal vez nos hayamos precipitado al dar por descontado que nuestros vínculos
africanos vienen de muy largo. ¿Y si nuestro linaje ancestral hubiese salido de
África hace unos 20 millones de años, prosperado en Asia hasta hace unos 10 y
después regresado a África?
Según esta hipótesis, todos los simios actuales, incluidos los que terminaron
viviendo en África, descenderían de una línea ancestral que emigró de África a
Asia. Los gibones y los orangutanes serían descendientes de los emigrantes que
se quedaron en Asia, mientras otros descendientes posteriores habrían regresado
a África, donde los antiguos simios del Mioceno ya se habrían extinguido. Una
vez asentados en el antiguo hogar de sus ancestros, estos emigrantes dieron
origen a los gorilas, chimpancés, bonobos y seres humanos.
Los datos disponibles sobre la deriva de los continentes y la oscilación del
nivel del mar son compatibles con esa hipótesis. En la época en cuestión existían
puentes terrestres con Arabia. Las pruebas que refrendan la teoría son, en última
instancia, cuestión de parsimonia[1], es decir, en la necesidad de economizar
suposiciones. Una buena teoría es aquélla que, postulando poco, explica mucho.
(Como ya señalado varias veces en otros libros, de acuerdo con este criterio, la
teoría de la selección natural de Darwin tal vez sea la mejor teoría jamás ideada.)
En este caso concreto, se trata de minimizar nuestras suposiciones acerca de los
episodios migratorios. La teoría de que nuestros antepasados permanecieron en
todo momento en África (sin migraciones) parecía, sobre el papel, más
económica que la teoría de que nuestros antepasados se desplazaron de África a
Asia (primera migración) para después regresar a África (segunda migración).
Entrada y salida de África. Árbol filogenético de los simios africanos y asiáticos elaborado por de Stewart
y Disotell. Las zonas redondeadas representan fechas conocidas gracias a fósiles, mientras que las líneas
que las unen al árbol se han calculado con arreglo a un criterio de parsimonia. Las flechas simbolizan
episodios migratorios. Adaptación de Stewart y Disotell [273].
El Encuentro 4, donde nos reunimos con los gibones, tiene lugar hace unos 18
millones de años, probablemente en Asia, en el entorno más cálido y boscoso del
alto Mioceno. No hay acuerdo en cuanto al número de especies modernas de
gibón, pero parece que son doce, todas de las cuales viven en el sudeste asiático,
incluidas Indonesia y Borneo. Algunas autoridades en la materia los agrupan a
todos en el género Hylobates. En su época se dejaba fuera al siamang y se
hablaba de «gibones y siamangs», pero cuando se descubrió que los gibones se
dividen en cuatro grupos y no en dos, la distinción quedó obsoleta. Así pues, me
referiré a todos con el nombre de gibones.[1]
Los gibones son simios pequeños y tal vez los mejores acróbatas arborícolas
que jamás han existido. En el Mioceno había montones de simios pequeños. En
el ámbito evolutivo, aumentar o disminuir de tamaño es relativamente fácil. Del
mismo modo que el Giganthopitecus y el Gorilla aumentaron de tamaño por
separado, muchos simios, en esa edad dorada que para ellos fue el Mioceno, se
hicieron más pequeños. Los pliopitecidos, por ejemplo, eran unos simios
pequeños muy abundantes en Europa en el alto Mioceno y que probablemente
llevaban una vida parecida a la de los gibones, sin ser sus antepasados. Supongo,
por ejemplo, que también braquiaban.
Incorporación de los gibones. Las 12 especies de gibones se subdividen actualmente en cuatro grupos,
cuyo orden de ramificación, como se explica detalladamente en el Cuento del Gibón, es objeto de
controversia.
Ilustraciones, de izquierda a derecha: huloc (Bunopithecus hoolock); gibón malayo (Hylobates agilis);
siamang (Symphalangus syndactylus); gibón de mejillas doradas (Nomascus gabriellae).
En el Encuentro 4 nos reunimos por primera vez con más de dos especies ya
unidas. Un número más alto de especies puede plantear problemas a la hora de
establecer parentescos, cuestiones que se irán agravando conforme avancemos
en nuestro peregrinar. El tema de «El Cuento del Gibón» es cómo resolverlos.[4]
Existen, como hemos visto, 12 especies de gibones que se clasifican en
cuatro grupos principales: Bunopithecus (un grupo que consta de una sola
especie vulgarmente conocida como huloc), Hylobates (seis especies, de las
cuales la más conocida es el Hylobates lar, o gibón de manos blancas),
Symphalangus (el siamang) y Nomascus (cuatro especies de gibones crestados).
En este cuento se explica cómo construir una relación de parentesco evolutivo, o
filogenia, que vincule a los cuatro grupos.
Los árboles filogenéticos pueden ser dirigidos o no dirigidos. Cuando
construimos un árbol dirigido, sabemos dónde se encuentra el ancestro. La
mayoría de los diagramas filogenéticos que aparecen en este libro son de este
tipo. En los árboles no dirigidos, en cambio, no hay un sentido de orientación. Se
les suele llamar diagramas de estrella y no siguen una dirección temporal
determinada. No empiezan en un lado de la página para terminar en el lado
opuesto. En la ilustración podemos ver tres ejemplos, que muestran todas las
posibles maneras de relacionar cuatro entidades.
En cada una de las bifurcaciones del diagrama no es relevante cuál es la rama
izquierda y cuál la derecha. Y de momento (aunque la cosa cambiará más
adelante) la longitud de las ramas no nos proporciona ninguna información. Un
árbol en el que la longitud de las ramas no significa nada se denomina
cladograma (en este caso, se trataría de un cladograma no dirigido). La única
información que transmite un cladograma es el orden de ramificación: el resto es
adorno. Podemos intentar, por ejemplo, rotar cualquiera de las bifurcaciones
laterales en torno a la línea media horizontal: el patrón de relaciones
permanecerá idéntico.
Es fácil comprobar que los tres árboles no dirigidos que he dibujado son los
únicos diagramas dicotómicos posibles para relacionar cuatro grupos. En el caso
de cinco grupos, el número de diagramas posibles asciende a 15. Pero absténgase
el lector de intentar calcular el número de diagramas posibles para, pongamos,
20 grupos, pues llega a los cientos de millones de millones de millones.[5] Dado
que el número de diagramas aumenta exponencialmente con el número de
grupos que clasificar, hasta el ordenador más veloz puede tardar una eternidad.
En principio, sin embargo, nuestra tarea es sencilla: de entre todos los diagramas
posibles, hemos de escoger el que mejor explique las semejanzas y diferencias
entre nuestros grupos.
¿Qué significa «el que mejor explique»? Cuando analizamos un conjunto de
animales se nos hacen evidentes una infinidad de semejanzas y de diferencias,
pero son más difíciles de cuantificar de lo que parece. Con frecuencia un rasgo
es parte inextricable de otro: si los contamos por separado, en realidad es como
si contásemos lo mismo dos veces. Supongamos, como ejemplo extremo, que
haya cuatro especies de ciempiés: A, B, C y D. A y B se parecen en todo salvo
en que A tiene las patas rojas y B azules. C y D son iguales entre sí, y muy
diferentes de A y B, sólo que C tiene las patas rojas y D azules. Si contamos el
color de las patas como un único «rasgo», agruparemos correctamente a AB
aparte de CD. Pero si pecamos de ingenuos y contamos cada una de las 100
patas por separado, los rasgos que justificarían un agrupamiento alternativo, el
de AC frente a BD, se harían 100 veces más numerosos. Todo el mundo estaría
de acuerdo en que hemos contado el mismo rasgo 100 veces. En realidad, se
trata de un solo rasgo puesto que fue una sola decisión embriológica la que
determinó de una tacada el color de las 100 patas.
Lo mismo vale para la simetría izquierda-derecha: la embriología opera de
tal forma que, salvo raras excepciones, cada lado de un animal es un reflejo
exacto del otro. A la hora de construir un cladograma, ningún zoólogo contaría
dos veces un mismo rasgo reflejado. Lo que ocurre es que la dependencia no
siempre resulta tan evidente. Por ejemplo, una paloma necesita tener una quilla
profunda para sujetar los músculos del vuelo, mientras que un ave incapaz de
volar como el kiwi, no. ¿Contamos la quilla profunda y las alas como dos rasgos
separados que diferencian a las palomas de los kiwis? ¿O los contamos como
uno solo, aduciendo que la naturaleza de uno determina el otro, o al menos
reduce su margen de variación? En el caso de los ciempiés y la simetría, está
claro cuál es la respuesta correcta, pero en el de las quillas de las palomas, no lo
está tanto. Personas muy razonables podrían argüir en uno y otro sentido.
Esto por lo que se refiere a semejanzas y diferencias visibles. Pero los rasgos
visibles sólo evolucionan en tanto que manifestaciones de secuencias de ADN.
Hoy en día podemos comparar secuencias de ADN directamente. Como
beneficio añadido, los textos de ADN, al consistir en largas ristras, proporcionan
muchos más objetos que contar y comparar; lo más probable es que disyuntivas
como la del ala y la quilla desapareciesen en un mar de datos. Además, muchas
diferencias genéticas habrán pasado inadvertidas a la selección natural y
proporcionarán indicios filogenéticos más puros. Como ejemplo de un caso
extremo, algunos códigos de ADN son sinónimos: especifican exactamente el
mismo aminoácido. Una mutación que cambie una palabra de ADN por uno de
sus sinónimos será invisible a los ojos de la selección natural. A los de un
genetista, en cambio, es tan visible como cualquier otra. Lo mismo ocurre con
los pseudogenes (réplicas normalmente accidentales de genes auténticos) y con
muchas otras secuencias de ADN basura que figuran en el cromosoma pero
nunca se leen ni se usan. La inmunidad a la selección natural permite al ADN
mutar de un modo que deja huellas muy reveladoras para los taxónomos. Nada
de esto quita, naturalmente, para que algunas mutaciones tengan verdaderos e
importantes efectos. Aunque sólo sean puntas de iceberg, son las puntas que no
pasan desapercibidas a la selección natural y que explican todas las bellezas y
complejidades perceptibles y conocidas de la vida.
El ADN también dista mucho de ser inmune al problema del cómputo
múltiple, el equivalente molecular de las patas del ciempiés. A veces una misma
secuencia se repite muchas veces a lo largo del genoma. Más o menos la mitad
del ADN humano consiste en copias múltiples de secuencias sin sentido,
«elementos transponibles» que, como parásitos, se apropian de la maquinaria
replicadora del ADN para difundirse por el genoma. Uno solo de estos
elementos parásitos, llamado Alu, está repetido más de un millón de veces en la
mayoría de individuos, y volveremos a encontrárnoslo en «El Cuento del Mono
Aullador». Incluso en el ADN útil y con significado, hay unos cuantos casos en
que un mismo gen se repite docenas de veces de manera idéntica (o casi
idéntica). En la práctica, sin embargo, no suele darse el problema del cómputo
múltiple porque suele ser fácil identificar las secuencias duplicadas.
Otro motivo para ser prudentes es que en amplias zonas del ADN se aprecian
misteriosas similitudes entre criaturas que, en un sentido relativo, no guardan un
parentesco cercano. Nadie pone en duda que las aves están más emparentadas
con las tortugas, lagartos, serpientes y cocodrilos que con los mamíferos (véase
el Encuentro 16). Sin embargo, las secuencias genéticas de las aves y de los
mamíferos presentan más semejanzas de las que cabría esperar habida cuenta de
su lejano parentesco. Ambas clases tienen un exceso de pares G-C (guanina-
citosina) en el ADN no codificante. El par G-C es químicamente más fuerte que
el A-T (adenina-timina); quizá es que las especies de sangre caliente (aves y
mamíferos) necesitan un ADN más estable desde el punto de vista químico. Sea
cual sea la razón, no hay que dejar que esta primacía del par G-C nos convenza
de que todos los animales de sangre caliente están estrechamente relacionados.
El ADN se vislumbra como la tierra prometida de los taxónomos, pero debemos
ser conscientes de los peligros que nos acechan: hay muchas cosas del genoma
que todavía no entendemos.
Una vez formuladas las necesarias advertencias, la pregunta es cómo se
puede usar la información contenida en el ADN. Curiosamente, los filólogos, a
la hora de averiguar la genealogía de un texto, usan las mismas técnicas que los
biólogos evolutivos, y aunque parezca demasiado bonito para ser verdad, da la
casualidad de que uno de los mejores ejemplos de ese procedimiento es el
trabajo realizado por el Canterbury Tales Project. Los miembros de esta
asociación internacional de filólogos han recurrido a las herramientas de la
biología evolutiva para reconstruir la historia de 85 versiones manuscritas
diferentes de Los cuentos de Canterbury. Estos textos antiquísimos, copiados a
mano antes de la invención de la imprenta, constituyen la única esperanza de
reconstruir el original perdido de Chaucer. Como ocurre con el ADN, el texto de
Chaucer ha sobrevivido a numerosas copias, en el curso de las cuales se han
producido variaciones accidentales. Anotando meticulosamente las diferencias
acumuladas, los especialistas pueden reconstruir la historia de las copias, el árbol
evolutivo del texto (pues se trata verdaderamente de un proceso evolutivo por
cuanto consiste en la acumulación gradual de errores a lo largo de generaciones
sucesivas). Las técnicas y dificultades del análisis de la evolución del ADN y de
la del texto literario son tan similares que cualquiera de las dos puede usarse para
explicar la otra.
De manera que vamos a olvidarnos momentáneamente de los gibones para
ocuparnos de Chaucer y, en concreto, de cuatro de las 85 versiones manuscritas
de Los cuentos de Canterbury: las versiones Biblioteca británica, Christ Church,
Egerton y Hengwrt.[6] He aquí los dos primeros versos del Prólogo general:
BIBLIOTECA BRITÁNICA: Whan that Aprylle / wyth hys showres soote
The drowhte of Marche / hath pcede to the rote[7]
CHRIST CHURCH: Whan that Aurell wt his shoures soote
The drowte of Marche hath pced to the roote
EGERTON: Whan that Aprille with his showres soote
The drowte of marche hath pcede to the roote
HENGWERT: Whan that Aueryll wt his shoures soote
The droghte of March / hath pced to the roote
Lo primero que tenemos que hacer con el ADN o con los textos literarios es
localizar las semejanzas y las diferencias. Para eso hace falta «alinearlos», tarea
no siempre fácil por cuanto los textos pueden estar incompletos o revueltos y ser
de diferente extensión. Cuando la cosa se complica un ordenador puede ser de
gran ayuda, pero no hace falta un ordenador para alinear los dos primeros versos
del Prólogo general de Chaucer, cuyos catorce puntos de discordancia he
resaltado.
Hay dos lugares, el segundo y el quinto, que presentan tres variantes en lugar
de dos. Esto hace un total de dieciséis «diferencias». Una vez recabadas todas las
variantes, se trata de averiguar cuál es el árbol que mejor las explica. Hay
muchas formas de hacerlo y todas ellas pueden usarse tanto en el ámbito
biológico como en el filológico. La más sencilla es agrupar los textos en función
de su semejanza general, para lo cual se suele aplicar el método siguiente:
primero se identifican los dos más parecidos, después se tratan como un único
texto tipo y se coteja con los restantes en busca de la siguiente pareja más
similar. Se repiten esos pasos sucesivamente, formando grupos consecutivos y
anidados unos en otros, hasta construir un árbol de relaciones. Estos métodos
(uno de los más corrientes se denomina método del vecino más próximo) son
fáciles de aplicar, pero no permiten captar la lógica del proceso evolutivo: son
meros indicadores de semejanza. Por esta razón, la escuela cladista de
taxonomía, cuyos principios son profundamente evolutivos (aunque no todos sus
miembros sean conscientes de ello), prefiere otros métodos, de los cuales el
primero que se ideó fue el de la parsimonia.
Como hemos visto en «El Cuento del Orangután», la palabra parsimonia, en
este contexto, significa economía de explicaciones. En materia de evolución, ya
sea de animales o de manuscritos, la explicación más parsimoniosa es la que
postula una menor cantidad de variaciones evolutivas. Si dos textos tienen un
rasgo en común, la explicación parsimoniosa es que ambos lo han heredado
conjuntamente de un antepasado común, no que cada uno lo adquirió por
separado. Dista mucho de ser una regla invariable, pero al menos tiene más
probabilidades de ser cierta que la contraria. El método de la parsimonia, al
menos en principio, examina todos los árboles posibles y escoge el que minimiza
la cantidad de cambio.
Al escoger diagramas en función de su parsimonia, hay ciertos tipos de
diferencias que no nos sirven de ayuda. Las diferencias que son exclusivas de un
único manuscrito o de una sola especie animal no aportan información alguna.
El método del vecino más próximo las utiliza, pero el método de la parsimonia
no las tiene en cuenta en absoluto. La parsimonia se basa en los cambios que
aportan información, esto es, los que se dan en más de un manuscrito. El árbol
filogenético preferido es el que usa las líneas ancestrales comunes para explicar
el máximo número posible de diferencias informativas. En nuestros versos
chaucerianos hay cinco diferencias informativas que explicar.
Cuatro de ellas dividen los manuscritos en
Son las diferencias marcadas con la primera, tercera, séptima y octava líneas
verticales. La quinta diferencia, la barra oblicua, señalada con la duodécima
línea gris, establece una división diferente:
En este filograma, las ramas no son muy diferentes en cuanto a la longitud. Pero
imaginemos lo que ocurriría si dos de los manuscritos variasen mucho en
comparación con los otros. Las ramas que llevan a los dos primeros se alargarían
considerablemente y algunas de las variaciones ya no serían únicas: serían
idénticas a otras variaciones representadas en otras partes del árbol, pero sobre
todo (y aquí radica el quid de la cuestión) a las representadas en la otra rama
larga. El motivo es que las ramas largas, al fin y al cabo, concentran más
variaciones. Dado un número suficiente de cambios evolutivos, aquéllos que
enlacen de forma engañosa las dos ramas largas acabarán ahogando la señal
verdadera. Basándose en un simple recuento del número de variaciones, la
parsimonia agrupa de forma errónea los extremos de las ramas especialmente
largas. El método de la parsimonia provoca que las ramas largas se atraigan
engañosamente.
El problema de la atracción de ramas largas supone un grave problema para
los taxónomos. Aparece cuando las convergencias y reversiones se hacen
frecuentes y, por desgracia, no se puede esperar evitarlo examinando más texto.
Al revés, cuanto más texto se examine, más semejanzas erróneas se encontrarán
y con mayor convicción nos obcecaremos en la respuesta equivocada. De este
tipo de árboles se suele decir que se hallan en la zona Felsenstein (término que
ya de por sí suena peligroso), por el distinguido biólogo estadounidense Joe
Felsenstein. Por desgracia, la información genómica es particularmente
vulnerable a la atracción de ramas largas. El motivo principal es que el código
del ADN consta solamente de cuatro letras. Si la mayoría de las diferencias
consisten en mutaciones de una sola letra, hay muchas probabilidades de que se
produzcan mutaciones accidentales independientes a esa misma letra. Esto es
terreno abonado para la atracción de ramas largas. Está claro que en tales casos
hace falta un método distinto al de parsimonia y la alternativa es el análisis de
probabilidad, que cada vez se usa más en taxonomía biológica.
En el método del análisis de probabilidad el ordenador tiene que hacer más
cálculos todavía que en de la parsimonia porque también tiene en cuenta la
longitud de las ramas. Así pues, hay que lidiar con muchos más árboles ya que,
además de examinar todos los posibles patrones de ramificación, también hay
que analizar todas las longitudes de rama posibles: una labor ímproba. Esto
significa que los ordenadores actuales, a pesar de que toman ingeniosos atajos,
sólo pueden utilizar el método del análisis de probabilidad para un número
reducido de especies.
Probabilidad no es un término impreciso. Al contrario, tiene un significado
muy concreto. Dado un árbol filogenético de una determinada forma (que
incluya, no se olvide, la longitud de las ramas), tan sólo un número minúsculo de
todas las posibles trayectorias evolutivas que podrían dar lugar a un árbol de la
misma forma generaría exactamente los mismos textos que vemos ahora. La
probabilidad de un árbol dado es la posibilidad infinitesimal de que termine
produciendo los textos ya existentes y no cualquiera de los otros que podría
haber generado. Aunque el valor probabilístico de un árbol sea mínimo,
podemos compararlo con otro valor mínimo para emitir juicios.
«Nada he añadido ni restado» (Prefacio de Caxton). Árbol filogenético no dirigido de los 250 primeros
versos de 24 versiones manuscritas diferentes de Los cuentos de Canterbury. Representa un subconjunto de
los manuscritos estudiados por el Canterbury Tales Project, de quienes hemos tomado prestadas las
abreviaturas para designar los manuscritos. El árbol se ha construido mediante análisis de parsimonia y en
las ramas se indican los valores bootstrap. Las cuatro versiones identificadas con el nombre completo son
las que se analizan en este capítulo.
Dentro del análisis de probabilidad, hay diversos métodos para obtener el mejor
árbol. El más sencillo consiste en buscar el que tenga la probabilidad más alta: el
árbol más probable. Este método se denomina, con toda lógica, probabilidad
máxima. Sin embargo, el hecho de que un árbol sea el más probable no significa
que otros árboles posibles no sean casi igual de probables. Recientemente se ha
planteado que, en lugar de aceptar la existencia de un único árbol más probable
que todos los demás, convendría examinar todos los árboles posibles, pero dando
proporcionalmente más crédito a los más probables. Este enfoque, que supone
una alternativa a la probabilidad máxima, se conoce con el nombre de
filogenética bayesiana. Si muchos árboles probables coinciden en un punto de
ramificación concreto, se deduce que tiene muchas probabilidades de ser
correcto. Como ocurre con el método de la probabilidad máxima, no es posible,
naturalmente, examinar todos los árboles posibles, pero existen atajos
informáticos que funcionan bastante bien.
Nuestra confianza en el árbol que finalmente escojamos dependerá de lo
seguros que estemos de que sus diversas ramas son correctas, por eso se suelen
colocar indicadores junto a cada punto de ramificación. En el método bayesiano
las probabilidades se calculan automáticamente, pero en otros, como el de
parsimonia o el de probabilidad máxima, hacen falta otro tipo de indicadores.
Uno que se usa con mucha frecuencia es el denominado «método bootstrap»,
que consiste en hacer repetidos muestreos del conjunto de datos para ver cómo
eso afecta al árbol definitivo, o sea, para comprobar la resistencia del árbol al
error. Cuanto más alto sea el valor bootstrap, más fidedigno será el punto de
ramificación, pero hasta los expertos han de esforzarse para interpretar con
exactitud la información transmitida por un valor bootstrap. Otros métodos
parecidos son el jackknife y el índice de decaimiento; todos ellos calculan la
confianza que podemos otorgar a cada uno de los puntos de ramificación del
árbol.
Antes de dejar la literatura y regresar a la biología, he aquí un estema que
sintetiza las relaciones evolutivas entre las primeras 250 líneas de 24
manuscritos chaucerianos diferentes. Se trata de un filograma por cuanto no sólo
el patrón de ramificaciones encierra un significado, sino también la longitud de
las líneas. A simple vista se aprecia qué manuscritos son mínimas variantes de
otros, y cuáles son anomalías periféricas. Es, asimismo, un árbol no dirigido
pues no asume la responsabilidad de declarar cuál de los 24 manuscritos se
parece más al original.
Es hora de volver con los gibones. Muchos científicos han tratado durante
años de averiguar las relaciones de parentesco entre estos animales. Aplicando el
criterio de parsimonia, se han propuesto cuatro grupos. En la página siguiente
reproducimos un cladograma basado en las características físicas.
Como se puede apreciar, todas las especies Hylobates se han agrupado juntas
y las especies Nomascus también. Ambos grupos tienen valores bootstrap (los
números encima de las líneas) bastante altos, pero en muchos lugares el orden de
ramificación no está resuelto. Aunque parezca que Hylobates y Bunopithecus
forman un grupo, el valor bootstrap 63 no convence a los expertos
acostumbrados a interpretar estos jeroglíficos. Los rasgos morfológicos no
bastan para resolver el árbol.
Por este motivo, los alemanes Christian Roos y Thomas Geissmann recurrieron a
la genética molecular, en concreto a una sección del ADN mitocondrial llamada
región de control. Utilizando material genético de seis gibones, descifraron las
secuencias, las alinearon letra por letra y las sometieron a los métodos del vecino
más próximo, parsimonia y probabilidad máxima. El de la probabilidad máxima,
que es el que mejor lidia de los tres con el problema de la atracción de ramas
largas, arrojó los resultados más convincentes. En el siguiente cladograma se
muestra el veredicto final sobre el parentesco de los gibones, que, como se puede
apreciar, zanja la cuestión de las relaciones entre los cuatro grupos. Los valores
bootstrap me convencieron de que era el árbol que debía usar para la filogenia
con que se abre este capítulo.
Cladograma de los gibones, basado en el análisis del ADN mediante el método de máxima
probabilidad. Adaptado de Roos y Geissmann [246].
Ilustraciones, de izquierda a derecha: mandril (Mandrillus sphinx); mono de cola roja (Cercopithecus
ascanius); násico (Nasalis larvatus); colobo angoleño (Colobus angolensis).
Hoy los monos del Viejo Mundo son algo menos de 100 especies, algunas de las
cuales han emigrado de su continente natal para afincarse en Asia (véase «El
Cuento del Orangután»). Se dividen en dos grupos principales: por un lado están
los colobos de África, junto con los langures y los monos proboscidios de Asia;
por otro, los macacos, en su mayor parte asiáticos, más los babuinos, guenones,
etc., todos ellos africanos.
El último antepasado común de todos los monos del Viejo Mundo actuales
vivió unos 11 millones de años después que el Contepasado 5, es decir, hace
unos 14 millones de años. El género fósil más útil para iluminar este periodo es
Victoriapithecus, del que existen más de mil fragmentos, entre ellos un
espléndido cráneo procedente de la isla Maboko, en el lago Victoria. Todos los
monos del Viejo Mundo saludan unidos, hace unos 14 millones de años, a su
propio contepasado, que quizá fue el propio Victoriapithecus u otro por el estilo,
y acto seguido reemprenden la marcha hacia el pasado para reunirse con los
peregrinos simios en nuestro Encuentro 5, hace 25 millones de años.
¿Cómo era el Contepasado 5? Quizá se pareciese un poco al género fósil
Aegypthophitecus, que en realidad vivió unos siete millones de años antes.
Según nuestro habitual criterio empírico, lo más probable es que el Contepasado
5 tuviese las características que comparten sus descendientes los catarrinos, un
grupo que engloba a los simios y a los monos del Viejo Mundo. Por ejemplo,
probablemente tenía las fosas nasales estrechas y apuntando hacia abajo (de ahí
el nombre de catarrinos), a diferencia de los monos del Nuevo Mundo, los
platirrinos, que las tienen anchas y apuntando a los lados. Las hembras
probablemente menstruaban, como es frecuente entre los simios y los monos del
Viejo Mundo, pero no entre los del Nuevo. Y puede que tuviese un conducto
auditivo formado por el hueso timpánico, a diferencia de los monos del Nuevo
Mundo, cuyo oído carece de conducto óseo.
¿Tenía cola? Casi con toda seguridad, sí. Dado que la diferencia más
evidente entre los simios y los monos es la presencia o ausencia de cola, nos
vemos tentados a concluir ilógicamente que la línea divisoria de los 25 millones
de años corresponde al momento en que se perdió dicha extremidad. Lo más
probable es que el Contepasado 5, al igual que la práctica totalidad de los
mamíferos, tuviese cola, y que el Contepasado 4, como todos sus descendientes
los simios modernos, careciese de ella. Pero no sabemos en qué punto del
camino que va del Contepasado 5 al Contepasado 4 se perdió, ni existe ningún
motivo concreto para de repente empezar a usar la palabra simio para denotar la
pérdida de la cola. El género fósil africano Proconsul, por ejemplo, puede
denominarse simio en lugar de mono porque en la bifurcación que marca el
Encuentro 5 está del lado de los simios. Pero el hecho de que se halle en ese lado
de la bifurcación no nos dice si tenía cola o no. Da la casualidad de que las
pruebas en conjunto indican que, como reza el título de un reciente artículo
autorizado, «Proconsul no tenía cola», pero esto en modo alguno se desprende
del hecho de que, en la línea divisoria que marca el encuentro, esté situado del
lado de los simios.
¿Cómo deberíamos llamar, entonces, a las especies intermedias entre el
Contepasado 5 y el Proconsul antes de que perdiesen la cola? Un cladista
riguroso las llamaría simios porque se encuentran en la vertiente símica de la
bifurcación. Un taxónomo de otro talante diría que son monos porque tenían
cola. Repito lo que ya he dicho anteriormente: es una tontería perder el sueño
por un nombre.
Los monos del Viejo Mundo, los cercopitecos, son un verdadero clado, un
grupo que incluye a todos los descendientes de un solo antepasado común. Los
monos, en cambio, considerados en conjunto no lo son, puesto que incluyen a los
monos del Nuevo Mundo, los platirrinos. Los monos del Viejo Mundo son
parientes más cercanos de los simios, con los cuales integran el grupo de los
catarrinos, que de los monos del Nuevo Mundo. El conjunto de todos los simios
y monos constituye un clado natural, el de los Antropoides. El grupo monos es
artificial («parafilético» en jerga técnica) porque engloba a todos los platirrinos y
algunos de los catarrinos, pero deja fuera la sección simia de los catarrinos. Tal
vez sería mejor llamarlos monosimios con cola del Nuevo Mundo. Catarrino,
como ya he mencionado, significa «con la nariz hacia abajo»; en este sentido, los
humanos somos catarrinos de libro. El doctor Pangloss, personaje del Cándido
de Voltaire, decía que «la nariz tiene la forma perfecta para llevar anteojos, por
eso hemos terminado usándolos». Podría haber añadido que nuestras fosas
nasales de catarrinos están maravillosamente diseñadas para que no les entre la
lluvia. La palabra platirrino, por su parte, significa «de nariz ancha». No es la
única diferencia entre estos dos grandes grupos de primates, pero es la que les da
nombre. Pongámonos en marcha hacia el Encuentro 6 para conocer a los
platirrinos.
Encuentro 6
Monos del nuevo mundo
El Encuentro 6, donde nos reunimos con los «monos» platirrinos del Nuevo
Mundo y con el Contepasado 6, nuestro tresmillonésimo tatarabuelo y primer
antropoide, tiene lugar hace unos 40 millones de años. Era una época de
exuberantes selvas tropicales: por entonces, hasta la Antártida era, siquiera
parcialmente, verde. Aunque en la actualidad todos los monos platirrinos vivan
en Sudamérica o Centroamérica, el encuentro no tuvo por escenario ese
continente. Calculo que se produjo en algún lugar de África. Una pequeña
población pionera de primates africanos de nariz ancha que no han dejado
descendencia en su continente natal, consiguió de algún modo cruzar el océano y
llegar a Sudamérica. No sabemos cuándo sucedió, pero tuvo que ser hace más de
25 millones de años (que es la antigüedad de los primeros fósiles de mono
descubiertos en Sudamérica) y menos de 40 (que es la fecha del Encuentro 6).
África y Sudamérica estaban más próximas que ahora y además, como el nivel
del mar era bajo, es probable que emergiese una cadena de islas que facilitaban
la travesía desde África occidental. Los monos cruzaron el océano a bordo de
embarcaciones improvisadas, quizá fragmentos desprendidos de manglar que,
como si fuesen islas flotantes, les proporcionaban sustento durante un breve
espacio de tiempo. La dirección de las corrientes propiciaba estas travesías
involuntarias. Otro importante grupo de animales, los roedores histricognatos,
probablemente llegaron a Sudamérica más o menos por la misma época. De
nuevo, probablemente procedían de África (de hecho, se llaman así por el
puercoespín africano o Hystrix). Es probable que los monos atravesasen el
océano por la misma cadena de islas que los roedores y se valiesen de las
mismas corrientes favorables, aunque me imagino que no las mismas balsas.
Incorporación de los monos del Nuevo Mundo. La filogenia de las aproximadamente 100 especies de
monos del Nuevo Mundo es un tanto controvertida, pero aquí nos hemos decantado por la más aceptada.
Ahora bien, ¿descienden todos los primates del Nuevo Mundo de un solo
inmigrante o usaron[1] más de una vez el pasillo de islas? ¿Qué prueba podría
demostrar de manera fehaciente que hubo una doble inmigración? Por lo que
respecta a los roedores, en África sigue habiendo histricognatos, entre ellos
puercoespines, ratas topo desnudas (Heterocephalus glaber), ratas de las rocas
(Petromus typicus) y ratas de los cañaverales (dos especies del género
Thryonomys). Si algún roedor sudamericano resultase estar estrechamente
emparentado con algún roedor africano (pongamos el puercoespín), y otro
roedor sudamericano con algún otro africano (pongamos la rata topo desnuda),
tendríamos una prueba sustancial de que hubo más de una travesía de roedores a
Sudamérica. El hecho de que no sea así invita a pensar que los roedores sólo
emigraron una vez a Sudamérica, pero tampoco es una prueba definitiva. Los
primates sudamericanos también están más emparentados entre sí que con los
primates africanos; esto también es compatible con la hipótesis de un solo
episodio migratorio, pero tampoco constituye una prueba de peso.
Es un buen momento para repetir que la improbabilidad de una travesía
transatlántica a bordo de una balsa improvisada no es una razón de peso para
dudar de que ocurriese. La afirmación puede parecer sorprendente.
Normalmente, en la vida diaria, es lícito pensar que algo muy improbable no va
a ocurrir. Sin embargo, en el caso de una travesía intercontinental de monos,
roedores o cualquier otro animal hay que tener en cuenta dos factores: basta con
que ocurriese una sola vez y el margen de tiempo en el que pudo ocurrir supera
la imaginación humana. Las probabilidades de que un pedazo de manglar
flotante con una mona preñada a bordo arribe a una costa lejana en un año
cualquiera pueden ser de una entre diez mil; a escala humana, eso significa que
es poco menos que imposible, pero si se postula una decena de millones de años,
el suceso se torna poco menos que inevitable. Una vez se hubiese producido, lo
demás habría sido fácil. La afortunada mona habría parido una familia que con el
tiempo se convertiría en una dinastía que, a su vez, con el tiempo, se
diversificaría, dando lugar a todas las especies de monos del Nuevo Mundo.
Basta con que ocurriese una vez; a partir de ahí, lo que empezó siendo un
modesto acontecimiento tendría consecuencias colosales.
Sea como fuere, las travesías marítimas accidentales no son tan raras ni
mucho menos como cabría pensar. A menudo se encuentran animales pequeños
(y no tan pequeños) a bordo de desechos flotantes. La típica iguana verde suele
medir un metro de largo y puede llegar a los dos metros. La siguiente cita está
sacada de un artículo de Ellen J. Censky publicado en la revista Nature.
El 4 de octubre de 1995 al menos 15 ejemplares de iguana, Iguana iguana, aparecieron en las playas del
este de la isla caribeña de Anguilla. Hasta entonces esta especie no se daba en la isla. Llegaron a bordo
de una maraña de troncos y árboles arrancados de cuajo, algunos de los cuales medían más de diez
metros y tenían voluminosas raíces. Los pescadores del lugar afirman que la maraña era muy extensa y
que tardaron dos días en apilarla en la orilla. Declaran haber visto iguanas tanto en la playa como
encima de los troncos que flotaban en la bahía.
Con toda seguridad las iguanas vivían en otra isla, entre las ramas de árboles que
fueron arrancados de raíz y arrastrados al mar por el huracán Luis, que sacudió
el Caribe oriental el 4 y 5 de septiembre, o el Marilyn, que hizo lo propio dos
semanas después. Ninguno de los dos huracanes afectó a Anguilla.
Posteriormente Censky y sus colegas vieron o capturaron algunas iguanas en
Anguilla y en un islote situado a medio kilómetro de la costa. Tres años después,
en 1998, la población de iguanas seguía viva e incluía al menos una hembra
activa en sentido reproductor. Dicho sea de paso, las iguanas y demás lagartos de
la misma familia son particularmente diestros en colonizar islas en cualquier
parte del mundo. Hay iguanas hasta en Fiji y Tonga, que son mucho más remotas
que las Antillas.
Hay que reconocer que esta lógica del basta con que ocurriese una vez
resulta inquietante cuando se aplica a situaciones que nos tocan más de cerca.
Según el principio de la disuasión nuclear, único motivo remotamente
justificable para poseer armas nucleares, nadie se arriesgará a lanzar un primer
ataque por miedo a sufrir una tremenda represalia. Ahora bien, ¿qué
probabilidades hay de que se lance un misil por error? Un dictador que se vuelve
loco, un fallo informático, una escalada de amenazas que se va de las manos…
El actual presidente de la principal potencia nuclear del planeta (escribo estas
líneas en 2003), que en vez de «nuclear» dice «neuclear», no ha dado muchas
muestras de poseer una sabiduría o inteligencia mayores que su nivel cultural.
En cambio, sí ha dado muestras de su predilección por los ataques preventivos.
¿Qué probabilidades hay de que un error desencadene el Apocalipsis? ¿Una
entre cien, en un año cualquiera? Soy más pesimista. Ya estuvimos
espantosamente cerca en 1963, y eso que el presidente de entonces era
inteligente. Sea como fuere, ¿qué podría ocurrir en Cachemira? ¿O en Israel? ¿O
en Corea? Aun cuando las probabilidades por año sean tan bajas como una entre
cien, un siglo es muy poco tiempo, habida cuenta de la magnitud del desastre al
que nos referimos. Basta con que ocurra una vez.
Volvamos al tema de los monos del Nuevo Mundo, que es bastante más
alegre. Además de andar a cuatro patas por las ramas como muchos monos del
Viejo Mundo, algunos monos del Nuevo Mundo se cuelgan de los brazos como
los gibones e incluso braquian. La cola desempeña un papel importante en la
vida de estos monos; en el caso de los monos araña, los monos lanudos y los
monos aulladores, es prensil y hace las veces de un tercer brazo. Pueden colgarse
tranquilamente solo de la cola, o de cualquier combinación de brazos, patas y
cola. Cuando se ve en acción a un mono araña, casi parece que la cola tuviese
una mano en la punta.[2]
Entre los monos del Nuevo Mundo también hay algunos saltadores capaces
de espectaculares acrobacias y el único antropoide nocturno, los cara rayadas o
monos lechuza (Aotes trivirgatus) que al igual que los búhos y los felinos, posee
unos ojos de gran tamaño, mayores que los de cualquier otro mono o simio. Los
titíes enanos, del tamaño de un lirón, son los antropoides más pequeños. Algunos
monos aulladores, en cambio, son tan corpulentos como un gibón grande. Los
aulladores también se parecen a los gibones en la habilidad a la hora de braquiar
y en lo escandalosos que son, aunque hay una pequeña diferencia: mientras los
gibones suenan como las sirenas de la policía de Nueva York, una banda de
monos aulladores, con sus voces huecas y resonantes, parecen un escuadrón de
aviones fantasma sobrevolando las copas de los árboles. Los monos aulladores
tienen una historia muy particular que contarnos a los monos del Viejo Mundo
sobre cómo vemos los colores, pues resulta que han llegado por su cuenta a la
misma solución que nosotros.
Los genes nuevos que se incorporan al genoma no salen de la nada: son copias
de genes más antiguos. Posteriormente, con el correr del tiempo evolutivo, la
mutación, la selección y la deriva hacen que cada uno vaya por su lado. En
general no somos testigos de este proceso, pero al igual que los detectives que
llegan a la escena del crimen después de que se haya producido, podemos
reconstruir lo ocurrido analizando las pruebas que han quedado. Los genes
relacionados con la visión cromática representan un curioso ejemplo de ese
fenómeno. Por motivos que se harán evidentes más adelante, el mono aullador es
el narrador idóneo de este cuento.
Durante sus millones de años de formación, los mamíferos eran criaturas
nocturnas. El día era patrimonio de los dinosaurios, los cuales, a juzgar por sus
parientes actuales, debían de tener una visión cromática sensacional. Otro tanto
cabe presumir de los reptiles mamiferoides, los remotos antepasados de los
mamíferos que dominaban la vida diurna antes del ascenso de los dinosaurios.
Sin embargo, durante su largo exilio nocturno, los mamíferos necesitaban captar
todos los fotones disponibles, fuesen del color que fuesen. Por razones que
analizaremos en «El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas», no es de extrañar,
pues, que la capacidad de distinguir los colores degenerase. En la actualidad, la
mayoría de los mamíferos, incluso los que han vuelto a vivir a plena luz del día,
tienen una visión cromática bastante deficiente basada en un sistema de apenas
dos colores (dicromático), es decir, con sólo dos tipos de fotorreceptores
retinianos sensibles al color (los conos). Los simios catarrinos tenemos, al igual
que los monos del Viejo Mundo, tres tipos de conos: rojos, verdes y azules, es
decir, poseemos una visión tricromática, pero las pruebas indican que hemos
readquirido un tercer tipo de conos después de que nuestros antepasados
nocturnos lo hubiesen perdido. La mayoría de los demás vertebrados, como los
peces y los reptiles (pero no los mamíferos), tienen visión tricromática (tres tipos
de conos) o tetracromática (cuatro), y la de las aves y tortugas puede ser aún más
compleja. Enseguida nos ocuparemos del caso de los monos del Nuevo Mundo,
que es realmente especial, y del de los monos aulladores, que es más especial
todavía.
Curiosamente, hay pruebas de que los marsupiales australianos se
diferencian de la mayoría de los mamíferos en que poseen una buena visión
tricromática. Catherine Arrese y su equipo, quienes descubrieron que los
falangeros de la miel (Tarsipes rostratus) y en los ratones marsupiales (veintiuna
especies del género Sminthopsis) tenían una visión excelente (también se ha
observado en los ualabíes), sostienen que los marsupiales australianos (pero no
los americanos) han conservado de los antepasados reptiles un pigmento visual
que los demás mamíferos perdieron. Sin embargo, los mamíferos en general
tienen la peor visión cromática de todos los vertebrados. La notable excepción la
constituyen los primates, luego no es casualidad que sean el grupo de mamíferos
que más uso hace de colores vivos en las ceremonias de apareamiento.
A diferencia de los marsupiales australianos, que tal vez nunca la perdieron,
basta analizar a nuestros parientes dentro de la clase de los mamíferos para
darnos cuenta de que los primates no heredamos la visión tricromática de
nuestros antepasados reptiles sino que la redescubrimos. Y no una, sino dos
veces por separado: la primera, por parte de los monos del Viejo Mundo y los
simios; la segunda, por parte de los monos aulladores del Nuevo Mundo, aunque
no del resto de monos americanos. La visión cromática del mono aullador
recuerda a la de los simios, pero es lo bastante distinta como para revelar un
origen independiente.
¿Por qué una buena visión cromática es tan importante como para haber
motivado el desarrollo independiente de un tercer tipo de conos en los monos del
Viejo y Nuevo Mundo? Una de las explicaciones más aceptadas asocia el
fenómeno con la dieta a base de frutas. En una selva donde predomina el verde,
las frutas destacan por el color. Esto a su vez tampoco es un hecho fortuito: las
frutas habrían desarrollado tonalidades llamativas para atraer a animales
frugívoros como los monos, que desempeñan una función de vital importancia
como es la de esparcir y abonar las semillas. La visión tricromática también
ayuda a detectar hojas más jóvenes y suculentas (que suelen ser de color verde
claro, a veces incluso rojas) sobre un fondo verde oscuro (aunque esto desde
luego no supone un beneficio para las plantas).
El color nos encandila. Los adjetivos que designan los colores están entre los
primeros que aprenden los niños y los que con mayor entusiasmo aplican a
cualquier sustantivo que se tercie. Tendemos a olvidar que los tonos que
percibimos son meras etiquetas para indicar radiaciones electromagnéticas de
longitudes de onda ligeramente distintas. La luz roja tiene una longitud de onda
de unas 700 milmillónesimas de un metro y la luz violeta de unas 420, pero la
gama completa de radiación electromagnética visible comprendida entre esos
dos valores supone una franja ridículamente estrecha: una fracción minúscula del
espectro total, cuyas longitudes de onda van desde kilómetros (algunas ondas de
radio) hasta fracciones de nanómetro (rayos gamma).
En nuestro planeta todos los ojos están estructurados de forma que sean
capaces de explotar las longitudes de onda de radiación electromagnética
emitidas por nuestra estrella particular y que atraviesan la ventana de nuestra
atmósfera. Ahora bien, el ojo que emplea técnicas bioquímicas apropiadas para
esta gama un tanto restringida de longitudes de onda, se encuentra con que las
leyes de la física le imponen unos límites mucho más estrictos, confinando la
visión a una parte bien definida del espectro electromagnético. Ningún animal es
capaz de ver gran cosa en el espectro infrarrojo. Los que más se acercan son las
víboras de fosetas (Crotálidos), las cuales están dotadas de unos órganos
termorreceptores que, si bien no les permitan enfocar una imagen infrarroja
propiamente dicha, sí les permiten captar de qué dirección procede el calor que
desprenden sus víctimas. Tampoco hay ningún animal capaz de ver radiaciones
muy ultravioletas, aunque algunos, como por ejemplo las abejas, consiguen
verlas un poco mejor que nosotros. En cambio, lo que no pueden ver las abejas
es el rojo, que para ellas es infraamarillo. Para todos los animales, la luz es una
estrecha franja de longitudes de onda electromagnéticas delimitada en un
extremo por el ultravioleta y en el otro por el infrarrojo. Las abejas, los humanos
y las serpientes simplemente se diferencian en la gama de matices de «luz» que
son capaces de captar.
Más limitada todavía es la visión de cada una de las células fotosensibles
presentes en la retina. Algunos conos son ligeramente más sensibles al extremo
rojo del espectro, otros al azul. La comparación entre los conos es lo que hace
posible la visión en color, cuya calidad depende en buena medida del número de
clases de cono que se puedan comparar. Los animales dicromáticos sólo tienen
dos clases de conos, entremezclados unos con otros. Los tricromáticos tienen
tres, los tetracromáticos, cuatro. Cada cono tiene una curva de sensibilidad a la
longitud de onda, que alcanza su nivel más alto en algún punto del espectro y
luego decae gradualmente, aunque no de forma particularmente simétrica. Más
allá de los límites de su curva de sensibilidad, puede decirse que el cono es
ciego.
Supongamos que la sensibilidad de un cono alcanza su pico en la región
verde del espectro. ¿Significa eso que, cuando el fotorreceptor envía impulsos
nerviosos al cerebro, está mirando un objeto verde como un prado de hierba o
una mesa de billar? Rotundamente no. Tan sólo que necesitaría más luz roja
(pongamos) para alcanzar la misma frecuencia de emisión de impulsos que
consigue con una cantidad dada de luz verde. El fotorreceptor se comportaría
exactamente igual con una luz roja brillante o con una luz verde más oscura.[3]
El sistema nervioso sólo es capaz de percibir el color de un objeto comparando
las frecuencias de emisión simultáneas de (al menos) dos tipos diferentes de
cono. Cada uno sirve de «control» del otro. Es posible formarse una idea más
exacta del color de un objeto comparando las frecuencias de emisión de tres
tipos de cono, cada uno con su propia curva de sensibilidad.
Los televisores a color y los monitores de ordenador, al estar diseñados en
función de nuestra visión tricromática, también se basan en un sistema de tres
colores. En un monitor de ordenador normal, cada píxel consiste en tres puntitos
demasiado cercanos como para apreciarlos a simple vista. Cada uno luce siempre
con el mismo color; si uno amplia lo bastante la pantalla, siempre verá los
mismos tres colores, normalmente rojo, verde y azul, aunque también sirven
otras combinaciones. Los tonos de piel y los matices más sutiles de cualquier
tonalidad se recrean manipulando la intensidad con que brillan esos tres colores
primarios. Puede que a las tortugas, por ejemplo, que son tetracromáticas, les
decepcionasen las imágenes tan poco realistas (a su modo de ver) de nuestras
pantallas de cine y televisión.
Comparando las frecuencias de emisión de sólo tres clases de conos, nuestros
cerebros pueden percibir una gama de colores enorme. Pero como ya he dicho,
los mamíferos placentarios no son, en su mayoría, tricromáticos sino
dicromáticos, es decir, sólo tienen dos tipos de conos retinianos, uno con el pico
de máxima sensibilidad en el violeta (o en algunos casos en el ultravioleta) y el
otro con el pico en alguna región entre el verde y el rojo. En nosotros los
tricromáticos, los conos de longitud de onda corta tienen el pico entre el violeta
y el azul, y suelen denominarse conos azules. Los otros dos tipos son los conos
verdes y los conos rojos. Para confundir más las cosas, los conos rojos alcanzan
su cota máxima en una longitud de onda que en realidad es amarillenta; su curva
de sensibilidad, no obstante, se extiende hasta el extremo rojo del espectro, o
sea, que si bien tienen el pico en el amarillo, no por ello dejan de emitir
intensamente en respuesta a la luz roja. Esto significa que si a la frecuencia de
emisión de un cono rojo le restamos la de uno verde, obtendremos un valor
particularmente elevado cuando la luz que incida en la retina sea roja. A partir de
aquí me olvidaré de sensibilidades máximas (violetas, verdes y amarillos) y me
referiré a los tres tipos de cono como azules, verdes y rojos. Además de conos,
también existen los llamados bastones, células fotosensibles de forma diferente a
los conos que son especialmente útiles de noche y que no participan en la visión
cromática, así que no desempeñan ningún papel en esta historia.
Los aspectos químicos y genéticos de la visión en color se conocen bastante
bien. Los principales actores moleculares de la historia son las opsinas,
moléculas de proteína que sirven de pigmentos visuales en los conos (y en los
bastones). Cada molécula de opsina se adhiere a una molécula de retinal (una
sustancia química derivada de la vitamina A[4]) y la encapsula. La molécula de
retinal ha sido previamente enroscada para que quepa dentro de la opsina;
cuando un fotón de luz del color apropiado incide en ella, la molécula se
desenrosca. Ésa es la señal que requiere el cono para enviar al cerebro un
impulso nervioso que viene a decir: «Éste es mi tipo de luz». Entonces la
molécula de opsina se recarga con otra molécula de retinal enroscada procedente
del almacén de la célula.
Ahora bien, el factor fundamental es que no todas las moléculas de opsina
son iguales. Como todas las proteínas, las opsinas se fabrican con arreglo a las
instrucciones de los genes. Las diferencias en el ADN dan como resultado
opsinas sensibles a ondas lumínicas de longitud diferente: he aquí la base
genética de los sistemas de dos o tres colores de los que venimos hablando.
Obviamente, como todos los genes están presentes en todas las células, la
diferencia entre un cono rojo y uno azul no estriba en los genes que cada uno
posea, sino en los que cada uno activa. Y existe una especie de ley que establece
que un cono, cualquiera que sea, solamente activa un tipo de gen.
Los genes que fabrican nuestras opsinas verdes y rojas son muy parecidos y
se encuentran en el cromosoma X (el cromosoma sexual del que las hembras
tienen dos copias y los machos sólo una). El gen que produce las opsinas azules
es un poco diferente, y no se encuentra en un cromosoma sexual sino en uno de
los cromosomas normales llamados autosomas (en nuestro caso, el cromosoma
7). Nuestras células fotosensibles verdes y rojas son claramente resultado de una
reciente duplicación génica y, mucho antes, debieron de divergir del gen de la
opsina azul a consecuencia de otra duplicación. El que un individuo posea visión
dicromática o tricromática dependerá de cuántos genes de opsina distintos tenga
en el genoma. Si, por ejemplo, tiene opsinas sensibles al azul y al verde pero no
al rojo, será un dicromático.
Así funciona a grandes rasgos la visión en color. Ahora bien, antes de
centrarnos en el caso especial del mono aullador y de cómo se convirtió en
tricromático, hace falta entender el extraño sistema dicromático de los demás
monos del Nuevo Mundo (algunos lémures, dicho sea de paso, también son
dicromáticos, mientras que algunos monos del Nuevo Mundo, como los cara
rayadas, son monocromáticos). A los efectos de este análisis, excluiré
temporalmente de la expresión monos del Nuevo Mundo a los monos aulladores
y a otras especies fuera de lo común, sobre los que volveremos más adelante.
En primer lugar, dejemos a un lado al gen azul, que se encuentra
invariablemente en un autosoma presente en todos los individuos, ya sean
machos o hembras, y centremos la atención en los genes rojo y verde, que son
más complejos y se encuentran en el cromosoma X. Los cromosomas X sólo
tienen un locus capaz de albergar un alelo verde o rojo[5]. Las hembras, al tener
dos cromosomas X, cuentan con dos oportunidades de tener un gen rojo o verde,
mientras que los machos, en cambio, al poseer un solo cromosoma X, podrán
tener un gen rojo o uno verde, pero no los dos. Así pues, un macho de mono del
Nuevo Mundo ha de ser por fuerza dicromático; sólo tendrá dos tipos de conos:
azules y rojos o azules y verdes. Según nuestros parámetros, todos los machos
son daltónicos, pero lo son de dos maneras diferentes: algunos carecen de
opsinas verdes, otros carecen de opsinas rojas. Y tanto unos como otros poseen
azules.
Las hembras, en potencia, son más afortunadas. Al contar con dos
cromosomas X, con un poco de suerte una hembra podría tener un gen rojo en un
cromosoma y un gen verde en el otro (además, huelga decirlo, del azul). Una
hembra así sería tricromática[6]. En cambio, una hembra desafortunada podría
tener dos rojos, o dos verdes, lo que la convertiría en dicromática. Según
nuestros parámetros, esta hembra sería daltónica de dos formas distintas, como
los machos.
Una población de monos del Nuevo Mundo como los tamarinos o los monos
ardilla presenta, pues, una curiosa mezcla de posibilidades ópticas. Todos los
machos, y algunas hembras, son dicromáticos: daltónicos según nuestros
parámetros, pero de dos maneras diferentes. Algunas hembras, pero ningún
macho, son tricromáticas, es decir, poseen una verdadera visión en color
probablemente similar a la nuestra. Una serie de experimentos que obligaban a
unos tamarinos a buscar comida en cajas camufladas demostraron que los
individuos tricromáticos tenían más éxito que los dicromáticos. Tal vez las
manadas de monos del Nuevo Mundo dependen de sus afortunadas hembras
tricromáticas para localizar alimentos que la mayoría de ellos no conseguiría
detectar. Por otro lado, existe la posibilidad de que los dicromáticos, ya sea solos
o en colaboración con dicromáticos del otro tipo, disfruten de extrañas ventajas.
Como se sabe por ciertas anécdotas de la Segunda Guerra Mundial, los
comandantes de los bombarderos reclutaban ex profeso a daltónicos porque eran
capaces de avistar ciertos tipos de camuflaje mejor que sus compañeros
tricromáticos, por lo demás más afortunados. Los experimentos han demostrado
que, efectivamente, los humanos dicromáticos detectan ciertos tipos de
camuflaje que engañan a los tricromáticos. ¿Es posible que una manada de
monos compuesta de tricromáticos y de dicromáticos de los dos tipos consiga
encontrar una variedad de frutos mayor que una manada de tricromáticos puros?
Puede sonar rocambolesco, pero no es ninguna tontería.
Los genes de opsina verde y roja de los monos del Nuevo Mundo
constituyen un ejemplo de polimorfismo. El polimorfismo es la existencia
simultánea, en una misma población, de dos o más versiones diferentes de un
gen sin que ninguna sea lo bastante rara como para que se trate de una mutación
reciente. Según un principio firmemente establecido de la genética evolutiva, un
polimorfismo tan evidente como ése no surge sin que exista un motivo poderoso.
A no ser que medie algo muy especial, los monos con el gen rojo serán o bien
más aptos que los monos con el gen verde, o menos. No sabemos cuál de los dos
tendrá más ventajas, pero es sumamente improbable que ambos se encuentren en
exacta igualdad de condiciones; y los menos aptos deberían extinguirse.
Así pues, la existencia de un polimorfismo estable en una población es señal
de que ocurre algo muy especial. ¿Algo como qué? Para explicar los
polimorfismos en general se han propuesto dos hipótesis: la selección
dependiente de la frecuencia y la ventaja heterocigótica. En nuestro caso,
cualquiera de las dos podría valer. La selección dependiente de la frecuencia
tiene lugar cuando el tipo más raro está en ventaja simplemente por el hecho de
ser más raro. Así, cuando el tipo que considerábamos inferior comienza a
extinguirse, deja de ser inferior y se recupera. ¿Cómo es posible? Bien,
supongamos que los monos rojos son especialmente diestros a la hora de
encontrar frutas rojas y que los verdes lo sean a la hora de encontrar frutas
verdes. En una población donde predominen los monos rojos, la mayoría de las
frutas rojas se agotará enseguida, luego un mono verde solitario, gracias a su
capacidad de divisar frutas verdes, podría encontrarse en una situación ventajosa
(y viceversa). Aunque el ejemplo no resulte muy verosímil, sirve para ilustrar
qué clase de circunstancias especiales motiva que ambos fenotipos persistan en
una población sin que ninguno de los dos se extinga. No es difícil adivinar cierto
parecido entre esa circunstancia especial que favorece la conservación de un
polimorfismo y nuestra teoría de la tripulación del bombardero.
Por lo que respecta a la ventaja heterocigótica, el ejemplo clásico (por no
decir tópico) es el de la anemia falciforme o drepanocitosis. El gen responsable
de esta enfermedad humana es pernicioso en tanto que aquellos individuos que
lo poseen por duplicado (homocigóticos) tienen unos glóbulos rojos anormales
en forma de hoz y padecen una acusada anemia, pero es beneficioso en tanto que
los individuos que sólo tienen una copia (heterocigóticos) están protegidos
contra la malaria. En las zonas donde la malaria supone un problema, los
beneficios son mayores que los perjuicios y el gen drepanocítico tiende a
propagarse por la población a pesar de los efectos negativos que sufren los
individuos que tengan la desventura de ser homocigóticos[7]. El catedrático John
Mollon y su equipo de investigadores, principales responsables del
descubrimiento del sistema polimórfico de visión cromática en los monos del
Nuevo Mundo, sostienen que la ventaja heterocigótica de la que gozan las
hembras tricromáticas basta para propiciar la coexistencia de genes rojos y genes
verdes en una misma población. Pero el mono aullador lo hace mejor, como
veremos a continuación.
Los monos aulladores han aunado en un solo cromosoma las ventajas de las
dos facetas del polimorfismo, y lo han conseguido mediante una afortunada
translocación. La translocación es un tipo de mutación especial consistente en
que un trozo de cromosoma se adhiere por error a otro cromosoma, o cambia de
posición dentro del mismo cromosoma. Al parecer, eso fue lo que le sucedió a un
afortunado antepasado del mono aullador, que terminó con un gen rojo y otro
verde, situados uno al lado del otro, en un mismo cromosoma X. A punto estuvo
ese mono, evolutivamente hablando, de convertirse en un verdadero
tricromático, aunque fuese macho. El cromosoma X mutante se propagó por toda
la población hasta el punto de que hoy en día todos los monos aulladores lo
poseen.
No fue un truco evolutivo difícil toda vez que en la población de monos del
Nuevo Mundo ya se hallaban presentes los tres genes de opsina, aunque bien es
cierto que, a excepción de unas pocas hembras afortunadas, cada individuo solo
tenía dos de esos tres genes. Cuando los monos del Viejo Mundo y los simios
hicimos la misma operación de manera independiente, seguimos un
procedimiento distinto. Los dicromáticos de los que provenimos sólo eran
dicromáticos de una forma: no existía ningún polimorfismo desde el que
arrancar. Las pruebas indican que el desdoblamiento del gen de opsina en el
cromosoma X de nuestro antepasado fue una verdadera duplicación. El mutante
original se encontró con dos copias de un gen idéntico, pongamos dos verdes,
situadas una al lado de la otra en el cromosoma, luego no fue un tricromático
casi instantáneo como el ancestro mutante de los monos aulladores, sino un
dicromático, con un gen azul y dos verdes. Los monos del Viejo Mundo se
hicieron tricromáticos paulatinamente durante la subsiguiente evolución,
conforme la selección natural propició la divergencia de las sensibilidades
cromáticas de los dos genes de opsina del cromosoma X hacia el verde y el rojo
respectivamente.
Cuando se produce una translocación, el gen en cuestión no es lo único que
se desplaza. A veces, sus compañeros de viaje, los genes que eran vecinos suyos
en el cromosoma original y que se desplazan con él al nuevo cromosoma,
pueden revelarnos algo. Así ocurre en este caso. El gen Alu es bien conocido
como elemento transponible, esto es, un breve segmento de ADN que, como si
fuese un parásito, se multiplica por todo el genoma a base de trastocar la
maquinaria de replicación génica de la célula. ¿Fue Alu el causante del
desplazamiento de la opsina? Parece ser que sí. Basta echar un vistazo a los
detalles para encontrar, por así decirlo, la pistola humeante. En ambos extremos
de la región duplicada hay genes Alu. Es probable que la duplicación fuese un
derivado fortuito de una reproducción parasitaria. En un antiguo mono del
Eoceno, un parásito genómico cercano al gen de la opsina trató de reproducirse,
replicó por accidente un fragmento de ADN mucho mayor del previsto y nos
colocó en el camino de la visión tricromática. Por cierto, una advertencia contra
una tentación frecuente: el hecho de que un parásito, visto a posteriori, parezca
habernos hecho un favor, no significa que los genomas albergan parásitos con la
esperanza de obtener futuros favores. No es así como opera la selección natural.
Fuese o no Alu el responsable de la visión tricromática, el caso es que este
tipo de errores todavía se da de vez en cuando. Cuando dos cromosomas X se
alinean, antes del entrecruzamiento, puede ocurrir que lo hagan de forma
incorrecta. La similitud de los genes puede embrollar el proceso de alineado y
provocar que el gen rojo de un cromosoma se alinee con el verde en vez de con
el correspondiente gen rojo del otro cromosoma. En ese caso, el consiguiente
entrecruzamiento sería desigual: un cromosoma X podría terminar, pongamos
por caso, con un verde de más, y el otro sin ninguno. Aun en el caso de que no
tuviese lugar el entrecruzamiento, podría darse un proceso denominado
conversión génica en el cual una secuencia corta de nuestro cromosoma se
transforma en la secuencia correspondiente del otro. En los cromosomas
desalineados, una parte del gen rojo puede verse sustituida por la parte
equivalente del gen verde, o viceversa. Tanto el entrecruzamiento desigual como
la conversión génica desalineada pueden causar daltonismo.
El daltonismo afecta con mayor frecuencia a los hombres que a las mujeres
(no es que sea una afección muy grave, pero supone una molestia y seguramente
prive a quienes la padecen de experiencias estéticas que los demás disfrutamos)
debido a que si heredan un cromosoma X defectuoso, no tienen otro de reserva.
Nadie sabe si los daltónicos ven la sangre y la hierba como los demás vemos la
sangre, o como vemos la hierba, o si ven las dos cosas de forma completamente
diferente. De hecho, puede que varíe de una persona a otra. Lo único que
sabemos es que, a su «modo de ver», las cosas como la hierba son prácticamente
del mismo color que las cosas como la sangre. El daltonismo dicromático afecta
más o menos al dos por ciento de los varones. A propósito, no se confunda el
lector con otros daltónicos llamados tricromáticos anómalos que son más
numerosos (aproximadamente el ocho por ciento de los hombres). Estos
individuos son genéticamente tricromáticos, pero uno de sus tres tipos de opsina
no funciona[8].
El entrecruzamiento desigual no siempre empeora las cosas. Algunos
cromosomas X terminan teniendo más de dos genes de opsina. Estos genes de
más casi siempre son verdes, no rojos. El récord está en doce genes verdes de
más, dispuestos en tándem. Nada indica que los individuos con genes verdes de
más vean mejor. No obstante, el elevado índice de mutación que registra esta
parte del cromosoma X implica que no todos los genes verdes de una población
sean idénticos entre sí. En teoría, pues, es posible que una hembra, dotada de dos
cromosomas X, posea una visión no ya tricromática sino tetracromática (o
incluso pentacromática, si sus genes rojos también difieren). No me consta que
nadie haya llevado a cabo experimento alguno a este respecto.
Tal vez al lector se le haya pasado por la cabeza un pensamiento inquietante.
Vengo hablando como si la adquisición de una nueva opsina por mutación
mejorase automáticamente la visión en color, pero las diferencias de sensibilidad
cromática entre los conos no sirven absolutamente de nada a menos que el
cerebro sea capaz de saber qué tipo de cono es el que transmite la información.
Si este conocimiento se lograse mediante cableado genético, es decir, si una
neurona estuviese conectada a un cono rojo y otra neurona a un cono verde, el
sistema funcionaría, pero no estaría en condiciones de hacer frente a eventuales
mutaciones en la retina. Sería imposible. ¿Cómo podrían saber las neuronas que
de repente hay una nueva opsina, sensible a un color distinto, y que un
determinado grupo de conos, dentro de la enorme población de conos de la
retina, ha activado el gen que produce la nueva opsina?
Al parecer, la única respuesta plausible es que el cerebro aprende. Tal vez
compara las frecuencias de emisión que se registran en la población de conos
retinianos y advierte que un subgrupo de células fotosensibles emite con mayor
intensidad cuando el ojo mira tomates y fresas, otro subgrupo emite con mayor
intensidad cuando el ojo mira el cielo y otro cuando mira la hierba. Es una
hipótesis de andar por casa, pero me figuro que algo así es lo que permite al
sistema nervioso adaptarse rápidamente a una mutación genética en la retina. Mi
colega Colin Blakemore, a quien planteé el tema, considera que es uno de esos
problemas que surgen siempre que el sistema nervioso central se ve obligado a
ajustarse a un cambio en los nervios periféricos[9].
La enseñanza última que podemos extraer de «El Cuento del Mono
Aullador» es que la duplicación génica es sumamente importante. Los genes de
la opsina verde y de la opsina roja proceden a todas luces de un único gen
ancestral que se desdobló e implantó una de sus copias en un lugar diferente del
cromosoma X. En una época aún anterior, podemos afirmarlo con seguridad,
tuvo lugar una duplicación parecida que separó el gen autosómico azul[10] de lo
que a la postre sería el gen X-cromosómico rojo/verde. Es frecuente que genes
situados en cromosomas completamente distintos pertenezcan a la misma
«familia génica». Estas familias han surgido como resultado de antiguas
duplicaciones de ADN seguidas de divergencias de función. Varios estudios
indican que un gen humano normal tiene, por término medio, una probabilidad
media de duplicación de entre un 0,1 y un 1 por ciento por cada millón de años.
La duplicación de ADN puede darse gradual o súbitamente, como por ejemplo
cuando un parásito génico como el Alu se propaga con inédita virulencia por el
genoma, o cuando un genoma se duplica en bloque. (La duplicación íntegra del
genoma es un fenómeno común en las plantas; en el caso de nuestra ascendencia,
se cree que ha tenido lugar al menos dos veces, durante el surgimiento de los
vertebrados). Con independencia de cuándo o cómo se produzca, la duplicación
accidental de ADN es una de las fuentes principales de nuevos genes. A lo largo
del tiempo evolutivo, no cambian sólo los genes dentro del genoma, sino
también los genomas propiamente dichos.
Encuentro 7
Tarseros
Los peregrinos antropoides hemos llegado al Encuentro 7, que tiene lugar hace
58 millones de años en las densas y abigarradas selvas del Paleoceno. Allí
recibimos a un pequeño grupo de parientes, los tarseros. Nos hace falta un
nombre para el clado que une a antropoides y tarsos, y ése es haplorrinos. El
clado de los haplorrinos se compone del Contepasado 7, nuestro seismillonésimo
tatarabuelo, y todos sus descendientes: los tarseros, los monos y los simios.
Lo primero que llama la atención de un tarsero son los ojos; de hecho, es casi
lo único visible en todo el cráneo. «Un par de ojos con patas» sintetiza bastante
bien lo que es un tarsero. Cada uno de los ojos es tan grande como todo el
cerebro y las pupilas también se dilatan sobremanera. Visto de frente, da la
impresión de que lleva puestas unas gigantescas gafas de sol. Tan desmesurado
tamaño dificulta la rotación de los ojos en las cuencas, pero los tarseros, al igual
que ciertos búhos, son capaces de solventar el problema: gracias a un cuello
sumamente flexible, rotan casi 360 grados la cabeza entera. La razón por la que
tienen unos ojos tan enormes es la misma que en el caso de búhos y cara
rayadas: son noctivagos. Dependen de la luz de la luna, de las estrellas y del
crepúsculo, y necesitan capturar hasta el último fotón que les sea posible.
Incorporación de los tarseros. Según recientes estudios
morfológicos y moleculares, las cinco especies de tarseros
constituyen un grupo hermano de simios y monos, pero no
de los lémures, como se creía anteriormente.
Imágenes, de izquierda a derecha: lémur ratón pigmeo (Microcebus myoxinus); lémur juguetón de cola
roja (Lepilemur ruficaudatus); indrí (Indri indrí); lémur cariblanco (Eulemurfulvu albifrons); ayeaye
(Daubentonia madagascariensis); lorí grácil (Loris tardigradus).
El ayeaye es un lémur nocturno. Se trata de una criatura de aspecto muy extraño que se diría compuesta
de trozos sueltos de otros animales. Parece un poco un gato grande con orejas de murciélago, dientes de
castor, una cola semejante a una gran pluma de avestruz, un dedo corazón similar a una larga rama seca
y un par de ojos enormes que parecen mirar un mundo totalmente diferente que se extiende a nuestras
espaldas… Como casi todo lo que vive en Madagascar, el ayeaye no existe en ningún otro lugar del
planeta.
Qué maravilloso ejemplo de concisión y expresividad, y cuánto se echa de
menos al autor de esas líneas. El propósito de Adams y Carwardine en Mañana
no estarán era llamar la atención sobre las especies amenazadas. Las
aproximadamente 30 especies de lémures que aún viven son reliquias de una
fauna mucho más nutrida que sobrevivió hasta que, hace unos 2000 años, la isla
de Madagascar se vio invadida por seres humanos de hábitos destructivos.
Madagascar es un fragmento de Gondwana (véase página 385) que se separó
de la actual África hace unos 165 millones de años y después, hace unos 90
millones de años, de lo que a la postre sería India. El orden de los
acontecimientos puede resultar sorprendente, pero, como veremos, una vez que
India se hubo desprendido de Madagascar, se alejó con insólita rapidez para lo
que son los parámetros, más lentos que los loris, de la tectónica de placas.
1. En su versión más radical, el modelo del Big Bang postula que sólo una
especie de mamíferos, una especie de Noé del Paleoceno, sobrevivió a la
catástrofe del K/T. Inmediatamente después, los descendientes de este Noé
empezaron a proliferar y divergir. Según este modelo, la mayoría de los
puntos de encuentro se arraciman a este lado del límite K/T: dicho de otro
modo, la rápida ramificación de los descendientes de Noé habría tenido
lugar íntegramente después de la catástrofe.
2. El modelo de la explosión diferida reconoce que hubo una gran explosión
de diversidad entre los mamíferos después del K/T, pero niega que todos
ellos descendiesen de un único Noé. Es más, sostiene que la mayoría de los
puntos de encuentro entre los peregrinos mamíferos son anteriores al K/T.
Cuando los dinosaurios se esfumaron de repente, muchas líneas ancestrales
de pequeñas criaturas semejantes a musarañas sobrevivieron y ocuparon el
hueco que los gigantescos reptiles dejaron vacante: una musaraña
evolucionó hasta dar lugar a los carnívoros, otra a los primates, y así
sucesivamente. Aunque probablemente fuesen muy parecidas entre sí, todas
estas musarañas descendían de diferentes antepasados remotos con un
origen común en la era de los dinosaurios. Estos antepasados siguieron de
forma paralela sus respectivas trayectorias hacia el futuro, pasando por la
era de los dinosaurios hasta llegar al límite K/T. Entonces, una vez
desaparecidos los dinosaurios, experimentaron una explosión de diversidad
más o menos simultánea. Así pues, los contepasados de los mamíferos
modernos son muy anteriores al límite K/T, si bien sólo habrían empezado a
divergir en aspecto y modo de vida después de la extinción de los
dinosaurios.
3. Según el modelo no explosivo, el límite K/T no representa en absoluto
ninguna discontinuidad abrupta en la evolución de los mamíferos. Los
mamíferos simplemente se ramificaron una y otra vez, y este proceso
continuó de la misma manera tanto antes como después del límite K/T. Al
igual que en el modelo de la explosión diferida, los contepasados de los
mamíferos modernos son anteriores al límite K/T, sólo que, para cuando
desaparecieron los dinosaurios, ya habrían divergido considerablemente.
Las pruebas, sobre todo las moleculares pero también, y cada vez más, las de
tipo fósil, parecen avalar la hipótesis de la explosión diferida. La mayoría de las
principales ramificaciones del árbol de los mamíferos se remontan a un pasado
muy lejano, en plena era de los dinosaurios. Pero la mayoría de los mamíferos
que coexistieron con los dinosaurios eran bastante parecidos unos a otros, y
siguieron siéndolo hasta que la extinción de aquéllos les permitió explotar en la
era de los mamíferos. Algunos miembros de las principales líneas ancestrales no
han cambiado gran cosa desde esos tiempos remotos, de manera que siguen
pareciéndose aun cuando sus antepasados comunes sean antiquísimos. Las
musarañas eurasiáticas y los tenrecs, por ejemplo, son muy similares, y no
porque hayan convergido a partir de orígenes diferentes, sino porque no han
cambiado mucho desde la época primitiva. Se cree que su antepasado común, el
Contepasado 13, vivió hace 105 millones de años, casi tanto tiempo antes del
límite K/T como el transcurrido desde el K/T hasta hoy.
Encuentro 9
Caguanes y tupayas
El caguán podría contarnos una historia de planeos nocturnos por las selvas del
sudeste asiático, pero dado que lo que nos interesa es nuestra peregrinación hacia
el pasado, nos va a ofrecer un relato más ligado a la realidad, un cuento cuya
moraleja tiene algo de advertencia. En efecto, nos advierte de que la historia
aparentemente clara y metódica de los contepasados, los puntos de encuentro y
el orden en que los peregrinos se nos van sumando en realidad es objeto de
encendidos debates y sufre modificaciones cada vez que se lleva a cabo una
nueva investigación. El árbol filogenético del Encuentro 9 refleja una teoría de
reciente aceptación, que acepto provisionalmente, según la cual los peregrinos
que los primates nos encontramos en el Encuentro 9 son un grupo ya constituido,
fruto de la unión de caguanes y tupayas. Hace unos pocos años los caguanes no
habrían entrado en este esquema; la taxonomía ortodoxa habría dejado que las
tupayas se encontrasen a solas con los primates; los caguanes se nos habrían
adherido más adelante, ni siquiera a escasa distancia de este punto de encuentro.
Nada garantiza que nuestra opinión actual se mantenga mucho tiempo
invariable. Pueden aparecer nuevas pruebas que obliguen a rescatar la teoría
anterior o a formular una completamente distinta. Algunos investigadores creen
incluso que los caguanes se asemejan a los primates más que las tupayas. Si
están en lo cierto, el Encuentro 9 sería el punto donde los primates nos reunimos
con los caguanes. Entonces tendríamos que esperar a las tupayas en el Encuentro
10 y, de ahí en adelante, deberíamos aumentar en uno el número de
contepasados. Pero no es ése el prisma adoptado en estas páginas. La duda y la
incertidumbre no son, desde luego, satisfactorias como moralejas de un cuento,
pero conviene dejar claro este punto antes de que nuestra peregrinación se
interne mucho más en el pasado. Es una enseñanza que servirá para muchos
otros encuentros.
Podría haber recalcado mis dudas incluyendo escisiones de rama múltiple,
las llamadas politomías (véase «El Cuento del Gibón») en los árboles
filogenéticos de este libro. Es la solución que han adoptado algunos autores, en
particular Colin Tudge en La variedad de la vida, un magistral resumen
filogenético de toda la vida terrestre. Pero si se introducen politomías en algunas
ramas, se corre el riesgo de inspirar falsa confianza en las demás. La revolución
en la sistemática de los mamíferos que han supuesto los laurasiaterios y los
afroterios (encuentros del 11 al 13) tuvo lugar en 2000, después de publicado el
libro de Tudge, de manera que algunas áreas de su clasificación que él daba por
resueltas se han visto transformadas. Si Tudge publicase una nueva edición,
introduciría cambios radicales. Es más que probable que con este libro ocurra
otro tanto, y no sólo en lo tocante a caguanes y tupayas. La posición de los
tarseros (Encuentro 7) y el agrupamiento de lampreas y mixinos (Encuentro 22)
son poco fiables. Las afinidades de los afroterios (Encuentro 13) y de los
celacantos (Encuentro 19) siguen siendo algo inciertas. El orden de nuestras citas
con los cnidarios y los ctenóforos (Encuentros 28 y 29) podría ser el inverso.
Otros encuentros, como el de los orangutanes, son de una certeza casi
absoluta, y hay muchos más dentro de esta afortunada categoría. También hay
algunos casos dudosos. Así pues, en lugar de arriesgar una especie de juicio
subjetivo sobre qué grupos merecen árboles totalmente resueltos y cuáles no, he
tomado partido por soluciones más o menos dudosas en 2004, explicando las
dudas en el texto siempre que fuese posible (a excepción de un solo encuentro, el
37, cuyo orden es tan incierto que ni los expertos se atreven a aventurar una
conjetura). Me temo que, andando el tiempo y a la luz de las pruebas que vayan
surgiendo, algunos (espero que relativamente pocos) de mis encuentros y sus
correspondientes filogenias resultarán ser erróneos[1].
Como todo en materia de gustos o de opinión, los sistemas taxonómicos más
antiguos, no ligados a parámetros evolutivos, son discutibles. Un taxónomo
podría alegar que, para hacer más práctica la exposición de especímenes en los
museos, convendría agrupar a las tupayas con las musarañas y a los caguanes
con las ardillas voladoras. Para opiniones así no hay una respuesta cien por cien
correcta. La taxonomía filética que he adoptado en este libro es diferente: existe
un árbol genealógico de la vida que es el correcto[2], sólo que aún no sabemos
cuál es. Todavía queda margen para las opiniones humanas, pero únicamente
versan sobre cuál terminará siendo a la postre la verdad irrefutable. Si aún no
sabemos a ciencia cierta cuál es esa verdad es porque no hemos analizado un
número suficiente de detalles, sobre todo en el terreno molecular. En realidad la
verdad está ahí, esperando ser descubierta. No se puede decir lo mismo de los
juicios basados en el gusto o en las necesidades prácticas de un museo.
Encuentro 10
Roedores, conejos y semejantes
Ilustraciones, de izquierda a derecha: capibara (Hydrochaeris hydrochaeris); rata topo del Cabo
(Georychus capensis); puercoespín (Hystrix africaeustralis); ardilla común (Sciurus vulgaris); muscardino
o lirón enano (Muscardinus avellanarius); liebre saltadora (Pedetes capensis); castor europeo (Castor
fiber); topillo rojo (Clethrionomys glareolus); ratón del abedul (Sicista betulina); liebre ártica (Lepus
arcticus); pika (Ochotona princeps).
Los roedores, como su propio nombre indica, son máquinas de roer. Poseen
un par de incisivos muy prominentes que crecen continuamente para compensar
el enorme desgaste. Sus maseteros, los músculos masticadores, están muy
desarrollados. No poseen colmillos y el diastema, el amplio hueco entre los
incisivos y los molares, aumenta la eficacia de la actividad roedora. Son capaces
de roer casi cualquier cosa. Los castores talan árboles de gran tamaño royendo
los troncos. Las ratas topo viven exclusivamente bajo tierra y excavan túneles,
no con las patas delanteras como los topos, sino con los incisivos.[1] Las diversas
especies de roedores han conquistado los desiertos del planeta (gundis, jerbos),
las altas montañas (marmotas, chinchillas), los árboles del bosque (ardillas,
ardillas voladoras), los ríos (ratas de agua, castores, capibaras), el suelo de las
selvas tropicales (agutíes), las sabanas (maras, liebres saltadoras) y la tundra
ártica (lemmings).
La mayoría de los roedores es del tamaño de un ratón, pero los hay mayores,
desde las marmotas, castores, agutíes y maras, a las capibaras de los ríos
sudamericanos, tan grandes como ovejas. Estos últimos son piezas muy
codiciadas por su carne, no sólo por su gran tamaño, sino porque, por extraño
que parezca, la iglesia católica romana siempre las consideró probablemente
porque viven en el agua, pescado de vigilia, esto es, comida apta para los viernes
y la cuaresma. A pesar de su porte, los capibaras actuales no son nada
comparados con varios roedores gigantes de Sudamérica, extintos en épocas
recientes. El capibara gigante, Protohydrochoerus, era tan grande como un
burro. Telicomys era más grande todavía, como un pequeño rinoceronte, y, al
igual que el capibara gigante, también se extinguió en la época del Gran
Intercambio Americano, cuando la formación del istmo de Panamá puso fin a la
condición insular de Sudamérica. Estos dos grupos de roedores gigantes no
guardaban un parentesco particularmente cercano y al parecer desarrollaron su
gigantismo por separado.
Un mundo sin roedores sería un mundo muy diferente. Es más probable un
mundo dominado por roedores y sin seres humanos que un mundo sin los
primeros. Si una guerra nuclear destruyese a la humanidad y a la mayoría de los
seres vivos, las criaturas que más probabilidades tendrían de sobrevivir a corto
plazo y dar lugar a una descendencia evolutiva serían las ratas. Me imagino el
siguiente panorama postapocalíptico. Los humanos y todos los demás animales
de gran tamaño hemos desaparecido. Surgen los roedores como los mayores
carroñeros posthumanos. Invaden Nueva York, Londres y Tokio royéndolo todo,
devorando despensas saqueadas, supermercados desiertos y cadáveres humanos
y convirtiendo el alimento ingerido en nuevas generaciones de ratas y ratones
cuya población, en vertiginosa expansión, se ve obligada a abandonar las
ciudades y se extiende por el campo. Cuando todos los vestigios de la fastuosa
civilización humana se agotan, las poblaciones se reducen y los roedores se
devoran unos a otros y a las cucarachas, los otros carroñeros que también
participaban del festín. En un periodo de intensa competición, las generaciones
fugaces, con índices de mutación tal vez incrementados por la radioactividad,
propician una evolución rápida. Ahora que no existen ni barcos ni aviones, las
islas vuelven a ser islas, habitadas por poblaciones aisladas que sólo reciben
visitas muy esporádicas de náufragos fortuitos, es decir, unas condiciones
idóneas para la divergencia evolutiva. Al cabo de cinco millones de años, una
gama entera de nuevas especies sustituye a las que conocemos. Rebaños de
gigantescas ratas pacedoras sufren los ataques de ratas depredadoras de dientes
de sable[2]. Después de un periodo lo bastante largo, ¿surgiría una especie de
ratas inteligentes capaces de crear una cultura? ¿Terminarían los historiadores y
científicos roedores organizando meticulosas excavaciones arqueológicas a
través de los estratos de nuestras ciudades para reconstruir las peculiares y
temporalmente trágicas circunstancias que brindaron a la raza ratonil la
oportunidad de dominar el mundo?
De todos los miles de roedores, el ratón casero, Mus musculus, tiene una historia
especial que contarnos, ya que es el segundo mamífero más estudiado del mundo
después del ser humano. Mucho más que el proverbial conejillo de Indias, el
ratón es la típica piedra de toque de los laboratorios médicos, fisiológicos y
genéticos de todo el mundo. En concreto, es uno de los pocos mamíferos, aparte
del hombre, cuyo genoma se ha secuenciado íntegramente.
Hay dos cosas de estos genomas recientemente secuenciados que han
provocado una sorpresa injustificada. La primera es que los genomas de los
mamíferos son bastante pequeños: en torno a los 30 mil genes o incluso menos.
La segunda es que se parecen muchísimo unos a otros. La dignidad humana
parecía exigir que nuestro genoma fuese mucho mayor que el de un minúsculo
ratón. Y no sólo eso: ¿no debería tener muchísimo más que 30 mil genes?
La expectativa de un número adecuado de genes induce a muchas personas,
incluso dotadas de cultura científica, a deducir que el ambiente ha de ser mucho
más importante de lo que se creía, ya que esos pocos genes no serían suficientes
para codificar un cuerpo entero. El razonamiento es de una ingenuidad pasmosa.
¿En función de qué parámetro decidimos cuántos genes hacen falta para
codificar un cuerpo? El argumento se basa en una suposición subconsciente
equivocada: la idea de que el genoma es una especie de plano en el que cada gen
corresponde a un pequeño trocito de cuerpo. Como veremos en el cuento de la
mosca del vinagre, el genoma no es tanto un plano como una receta, un
programa informático o un manual de instrucciones para montar un organismo.
Si consideramos que el genoma es un plano, lo normal es esperar que un
animal tan grande y complicado como un ser humano tenga más genes que un
ratoncillo, que tiene menos células y un cerebro menos refinado. Pero, como ya
he dicho, no es así como funcionan los genes. Hasta la metáfora de la receta o
del libro de instrucciones puede inducir a error si no se entiende correctamente.
Mi colega Matt Ridley, en su libro Nature via Nurture, emplea una analogía
diferente que me parece muy clara. La mayor parte del genoma que
secuenciamos no es un manual de instrucciones ni un programa informático para
construir un ser humano o un ratón, aunque algunas partes sí lo son; si así fuese,
cabría esperar, efectivamente, que nuestro programa fuese mayor que el de un
ratón. Sin embargo, la mayor parte del genoma recuerda más bien al diccionario
de palabras disponibles para escribir el libro de instrucciones o, como enseguida
veremos, al conjunto de subrutinas a las que apela el programa maestro. Como
dice Ridley, la lista de palabras usadas en David Copperfield es casi la misma
que la de El guardián entre el centeno; ambas novelas utilizan el vocabulario de
un anglófono nativo medianamente instruido. Lo que las diferencia por completo
es el orden en que están dispuestas las palabras en una y otra.
A la hora de fabricar un hombre o un ratón, ambas embriologías echan mano
del mismo diccionario de genes, el vocabulario normal de las embriologías de
los mamíferos. La diferencia entre una persona y un ratón viene dada por el
orden diferente en que se disponen los genes extraídos de ese vocabulario común
a todos los mamíferos, por las diferentes partes del cuerpo en que los genes se
activan y por el momento en que se activan. Todo esto está controlado por genes
específicos cuya función es activar otros genes en complejas sucesiones
perfectamente sincronizadas. Pero estos genes controladores sólo constituyen
una minoría dentro del genoma.
Que nadie entienda como orden el orden en que los genes están dispuestos a
lo largo de los cromosomas. Salvo notables excepciones, como las que
analizaremos en «El Cuento de la Mosca del Vinagre», el orden de los genes a lo
largo de un cromosoma es tan arbitrario como el orden en que aparecen listadas
las palabras de un vocabulario, un orden que, si bien suele ser alfabético, a
veces, sobre todo en manuales de conversación para extranjeros, también puede
venir dictado por la práctica, como la lista de palabras útiles en el aeropuerto, en
la consulta de un médico, en una tienda, etcétera. El orden en que los genes están
almacenados en los cromosomas carece de importancia: lo que importa es que el
hecho de que la maquinaria celular encuentra el gen apropiado cuando lo
necesita, y lo encuentra empleando métodos que cada vez conocemos mejor. En
«El Cuento de la Mosca del Vinagre» analizaremos esos pocos casos, muy
interesantes, en los que el orden de disposición de los genes en el cromosoma es
«no arbitrario» de forma parecida al del manual de conversación en otro idioma.
Por ahora, bastará con dejar claro que lo que distingue a un ratón de un hombre
no son los genes propiamente dichos, ni el orden en que están almacenados en el
manual de conversación cromosómico, sino el orden en que son activados: el
equivalente de la elección por parte de Dickens y Salinger de las palabras del
idioma inglés y de su disposición en frases.
En cierto sentido, sin embargo, la analogía del diccionario es engañosa. Las
palabras son más cortas que los genes, razón por la cual algunos autores han
equiparado cada gen a una frase. Pero la analogía de las frases tampoco es
buena, aunque por otro motivo: los libros no se escriben permutando un
repertorio fijo de frases. La mayoría de las frases son únicas. Los genes, al igual
que las palabras pero a diferencia de las frases, se usan una y otra vez en
contextos diferentes. En el contexto genético, una analogía mejor que la de las
palabras o las frases es la de las subrutinas toolbox («caja de herramientas») de
un ordenador.
El ordenador que mejor conozco es el Macintosh. Ya llevo unos cuantos años
sin programar nada y sin duda estaré desfasado en cuanto a los detalles, pero no
importa: lo fundamental es el principio, que sigue siendo el mismo y vale para
todos los ordenadores. El Mac tiene un repertorio de rutinas toolbox
almacenadas en la memoria ROM o en archivos de sistema que siempre se
cargan al encender el ordenador. Hay miles de rutinas de este tipo, cada una de
las cuales realiza una operación concreta, una y otra vez, de maneras ligeramente
distintas, en programas diferentes. Por ejemplo, la rutina llamada «ocultar
cursor» hace que el puntero desaparezca de la pantalla hasta que se vuelva a
mover el ratón. El gen de «ocultar cursor» se activa, sin que el usuario lo vea,
cada vez que el usuario empieza a escribir y el puntero del ratón desaparece.
Detrás de las características comunes a todos los programas de Mac (y de sus
equivalentes en los ordenadores de entorno Windows que los han imitado), tales
como menús desplegables, barras de desplazamiento, ventanas minimizables que
se pueden arrastrar y muchas otras, hay una rutina toolbox concreta.
La razón por la cual todos los programas de Mac resultan tan semejantes
(una semejanza que se convirtió en un famoso objeto de litigio) es que todos
ellos, tanto si son de Apple como de Microsoft, llaman a las mismas rutinas. Si
un programador desea desplazar una zona entera de la pantalla en una
determinada dirección, por ejemplo con la función de arrastre del ratón, lo que
tiene que hacer para no perder el tiempo es llamar a la rutina ScrollRect. Si lo
que quiere es marcar un elemento de un menú desplegable, no hará falta que se
ponga a escribir un código a tal efecto: le bastará con llamar a la rutina
Checkltem y ésta se encargará de la tarea. Si se mira el texto de un programa de
Mac, independientemente de quien lo haya escrito, en qué lenguaje de
programación y con qué finalidad, se observará algo fundamental, a saber, que
consiste en llamadas a las consabidas rutinas toolbox internas. Todos los
programadores tienen a su disposición el mismo repertorio de rutinas. Cada
programa agrupa las llamadas a estas rutinas de una manera particular, formando
combinaciones y secuencias diferentes.
El genoma, alojado en el núcleo de toda célula, es el repertorio de rutinas de
ADN disponibles para desempeñar funciones bioquímicas habituales. El núcleo
de una célula es como la memoria ROM de un Mac. Diferentes tipos de células,
como las células hepáticas, las células óseas o las células musculares, disponen
de diferentes maneras las «llamadas» a dichas rutinas a la hora de desempeñar
funciones celulares concretas, como crecer, escindirse o segregar hormonas. Las
células óseas de los ratones son más parecidas a las células óseas humanas que a
las células hepáticas de los ratones: ejecutan tareas muy similares y necesitan
recurrir al mismo repertorio de rutinas. Por eso todos los genomas de mamífero
tienen más o menos el mismo tamaño: todos ellos emplean el mismo repertorio.
No obstante, las células óseas de los ratones actúan de manera diferente a las
células óseas de los humanos, lo que se refleja en las distintas maneras de llamar
al repertorio de rutinas del núcleo. El repertorio en sí no es idéntico en ratones y
hombres, aunque podría serlo perfectamente sin anular, en principio, las
diferencias fundamentales entre las dos especies. A la hora de fabricar ratones
que sean diferentes de los seres humanos, son mucho más importantes las
diferencias en las llamadas a las rutinas que las rutinas propiamente dichas.
El «fenotipo» es aquello que se ve influido por los genes. Esto significaría que
todo el cuerpo es fenotipo, pero la etimología de la palabra presenta abundantes
matices. Phaino en griego significa «mostrar», «sacar a la luz», «exhibir»,
«desvelar», «descubrir», «manifestar». El fenotipo es la manifestación externa y
visible del genotipo oculto. El Oxford English Dictionary lo define como «la
suma total de las características observables de un individuo, considerada como
el efecto de la interacción de su genotipo con su ambiente», aunque antes de esta
definición coloca otra más sutil: «Tipo de organismo distinguible de los demás
en virtud de características observables».
Para Darwin, la selección natural significaba la supervivencia y reproducción
de ciertos tipos de organismos a expensas de tipos rivales. Aquí tipos no
significa grupos ni razas ni especies. La tan malentendida frase «conservación de
las razas favorecidas», que figura en el subtítulo de El origen de las especies,
tampoco se refería a «raza» en el sentido que habitualmente le damos a la
palabra. Aunque en su época los genes todavía no se habían definido ni
comprendido adecuadamente, lo que Darwin pretendía decir con «razas
favorecidas» era lo que hoy llamaríamos poseedoras de genes favorecidos.
La selección impulsa la evolución sólo en la medida en que los tipos
alternativos deban sus diferencias a los genes: si éstas no se heredan, la
supervivencia diferencial no tendrá ningún efecto en las generaciones futuras.
Para un darviniano, los fenotipos son la manifestación a través de la cual los
genes son juzgados por la selección. Cuando afirmamos que un castor tiene la
cola plana para que le sirva de remo, lo que estamos diciendo es que los genes
cuya expresión fenotípica incluía el aplanamiento de la cola sobrevivieron
gracias a ese fenotipo. Los castores que tenían el fenotipo de la cola plana
sobrevivieron porque eran mejores nadadores; los genes responsables
sobrevivieron en el interior de esos individuos y fueron transmitidos a nuevas
generaciones de castores de cola plana.
A todo esto, los genes que se expresaron en forma de enormes incisivos
afilados capaces de roer madera también sobrevivieron. A nivel individual, los
castores son el resultado de permutaciones de genes en el acervo génico de la
especie. Los genes han sobrevivido a lo largo de generaciones y generaciones de
castores ancestrales porque han demostrado su capacidad de colaborar con otros
genes en el acervo génico para producir fenotipos que prosperan en el estilo de
vida propio de los castores.
Al mismo tiempo, en otros acervos génicos sobreviven otras cooperativas de
genes que dan lugar a organismos que sobreviven dedicándose a otros
menesteres vitales: la cooperativa del tigre, la del camello, la de la cucaracha, la
de la zanahoria. Mi primer libro, El gen egoísta, podría haberse titulado
perfectamente El gen cooperativo sin necesidad de cambiar una sola palabra. De
hecho, si lo hubiese titulado así, podría haberme ahorrado algunos
malentendidos (muchos de los críticos más acerbos de un libro se limitan a leer
el título). El egoísmo y la cooperación son las caras de la misma moneda
darviniana. Todo gen promueve su propia guerra egoísta mediante la
cooperación con otros genes en ese acervo génico recombinado sexualmente
(que constituye su ambiente particular) con el fin de construir cuerpos
compartidos.
Los genes de castor, sin embargo, dan lugar a fenotipos especiales muy
diferentes de los de tigres, camellos o zanahorias. Los castores tienen
«fenotipos-lago», producidos por fenotipos-dique. Un lago es un fenotipo
extendido, nombre con que se designa un tipo especial de fenotipo del que nos
ocuparemos en lo que queda de cuento, que viene a ser un breve resumen del
libro que publiqué con ese título.[3] Es un tema interesante no sólo por sí mismo,
sino porque ayuda a entender cómo se desarrollan los fenotipos convencionales.
Como veremos, resulta que, en lo sustancial, no hay gran diferencia entre el
fenotipo extendido, como un lago de castores, y el fenotipo convencional, como
una cola aplanada.
¿No es erróneo aplicar la misma palabra, fenotipo, a una cola hecha de carne,
hueso y sangre y a una masa de agua retenida en un valle por un dique? La
respuesta es que ambas son manifestaciones de genes de castor, ambas han
evolucionado para ser cada vez más eficaces en la conservación de dichos genes
y ambas están vinculadas a los genes que expresan mediante una cadena similar
de eslabones causales embriológicos. Permítaseme explicarlo.
No conocemos con detalle los procesos embriológicos por los que los genes
del castor determinan la cola del castor, pero sí sabemos qué clase de
operaciones tienen lugar. Los genes de todas y cada una de las células de un
castor se comportan como si «supiesen» en qué tipo se encuentran. Las células
cutáneas tienen los mismos genes que las células óseas, pero en ambos tejidos se
activan genes diferentes. Ya lo hemos visto en el Cuento del Ratón. Los genes,
en cada uno de los distintos tipos de células que forman la cola de un castor, se
comportan como si «supiesen» dónde están, y hacen que sus respectivas células
interactúen entre sí de tal forma que toda la cola adopte su característica forma
plana y sin pelo. Es muy difícil explicar cómo pueden «saber» los genes en qué
parte de la cola se encuentran, pero, en principio, sabemos cómo superarlas; y las
soluciones, al igual que las dificultades, serán en general del mismo tipo cuando
nos ocupemos del desarrollo de las zarpas de los tigres, las jorobas de los
camellos y las hojas de las zanahorias.
Las soluciones también son del mismo tipo en lo relativo al desarrollo de los
mecanismos neuronales y neuroquímicos que dirigen el comportamiento. La
conducta copulatoria de los castores es instintiva. A través de secreciones
hormonales en la sangre y de nervios que controlan músculos ligados a huesos
perfectamente articulados, el cerebro del castor macho orquesta toda una
sinfonía de movimientos. El resultado es una precisa coordinación con la
hembra, que a su vez también se mueve armoniosamente de acuerdo a su propia
sinfonía de movimientos, orquestados por su cerebro con el mismo cuidado y
meticulosidad a fin de facilitar la unión. Podemos estar seguros de que esta
exquisita música neuromuscular se ha ido afinando y perfeccionando a lo largo
de generaciones y generaciones de selección natural, esto es, a través de la
selección de genes. En los acervos génicos de los castores sobrevivieron aquellos
genes cuyos efectos fenotípicos en los cerebros, los nervios, los músculos, las
glándulas, los huesos y los órganos sensoriales de generaciones de castores
ancestrales mejoraron las posibilidades de que esos mismos genes fuesen
transmitidos hasta el presente.
Los genes del comportamiento sobreviven de la misma manera que los genes
de los huesos y de la piel. Quien diga que en realidad no existen genes del
comportamiento, solamente genes de los nervios y músculos que determinan el
comportamiento, sigue siendo un náufrago entre sueños paganos[4]. Por lo que
respecta a los efectos directos de los genes, las estructuras anatómicas no ocupan
una posición preponderante sobre las conductuales. Los genes sólo son real o
directamente responsables de las proteínas u otros efectos bioquímicos
inmediatos: todos los demás efectos, tanto en fenotipos anatómicos como en
fenotipos conductuales, son indirectos. Pero la distinción entre directo e
indirecto es banal. Lo que importa desde el punto de vista darviniano es que las
diferencias entre genes se traduzcan en diferencias entre fenotipos. La selección
natural sólo se preocupa de las diferencias, y los genetistas, de un modo
prácticamente idéntico, también.
Recordemos la más sutil de las dos definiciones de fenotipo recogidas en el
Oxford English Dictionary: «Un tipo de organismo distinguible de los demás en
virtud de características observables». La palabra clave es distinguible. Un gen
«de» ojos castaños no es un gen que codifique directamente la síntesis de un
pigmento marrón; o mejor dicho, podría serlo, pero la cuestión no es ésa. La
cuestión es que el hecho de poseer un gen «de» ojos castaños ocasiona una
diferencia en el color de ojos respecto a otra versión del mismo gen, lo que se
llama un alelo. Las cadenas causativas que culminan en la diferencia entre un
fenotipo y otro, por ejemplo entre unos ojos castaños y otros azules, suelen ser
largas y tortuosas. El gen fabrica una proteína que es diferente de la que fabrica
el gen alternativo. La proteína tiene un efecto enzimático en la química celular,
lo que a su vez tiene un efecto en X, que a su vez tiene un efecto en Y, que a su
vez tiene un efecto en Z, que a su vez tiene un efecto… en una larga cadena de
causas intermedias que finalmente tiene un efecto… en el fenotipo en cuestión.
El alelo da lugar a la diferencia cuando su fenotipo se compara con el fenotipo
correspondiente, al final de la correspondiente larga cadena de causas que
procede del alelo alternativo. Las diferencias genéticas producen diferencias
fenotípicas. Los cambios genéticos ocasionan cambios fenotípicos. En la
evolución darviniana los alelos se seleccionan en virtud de las diferencias de los
efectos que tienen sobre los fenotipos.
El principio fundamental es que esta comparación entre fenotipos puede
darse en cualquier punto de la cadena de causas. Todos los eslabones intermedios
de la cadena son fenotipos verdaderos y cualquiera de ellos puede constituir el
efecto fenotípico que propicia la selección de un gen: basta con que resulte
visible a la selección natural; lo mismo da que resulte visible al ojo humano o
no. En esta cadena no existe el eslabón definitivo: no hay un fenotipo final ni
supremo. Cualquier consecuencia de una variación en los alelos, en cualquier
parte del mundo, por muy indirecta y larga que sea la cadena de causación, es
blanco legítimo de la selección natural siempre que incida en la supervivencia
del alelo responsable en relación a los alelos rivales.
Fijémosnos ahora en la cadena de causación embriológica que lleva a la
construcción de diques por parte de los castores. La construcción de diques es un
complicado comportamiento estereotipado inserto en el cerebro como un afinado
mecanismo de relojería; o por usar un símil más apropiado a la era de la
electrónica, como un circuito integrado. He tenido la oportunidad de ver una
grabación muy interesante de unos castores en cautividad dentro de una jaula
vacía y desnuda, sin agua ni madera. Los castores representaban, en el vacío,
todos los movimientos estereotipados que normalmente ejecutan en su ambiente
natural, rico en madera y agua. Apilaban troncos virtuales para construir un
dique virtual y trataban de levantar un muro fantasma con ramas fantasma, todo
ello en el suelo duro, plano y seco de su prisión. Era imposible no sentir pena por
ellos: parecían desesperados por ejercitar su innato y frustrado instinto de
constructores de diques.
Los castores son los únicos animales que tienen este tipo de mecanismo
cerebral. Otras especies (incluidos los castores) tienen mecanismos para copular,
para rascarse y para pelear. Pero el mecanismo cerebral para construir diques
sólo lo poseen los castores y debió evolucionar lenta y gradualmente en castores
ancestrales. Evolucionó porque los lagos artificiales formados por los diques son
útiles. No está totalmente claro para qué sirven, pero tuvieron que ser útiles para
los antepasados que los construyeron, no para un castor cualquiera. La razón más
probable es que el lago representa para el castor un lugar a salvo de la mayoría
de predadores y un medio seguro para transportar comida. Sea cual sea la
ventaja, está claro que debe de ser considerable, de lo contrario los castores no
dedicarían tanto tiempo y esfuerzo a construir diques. Adviértase, una vez más,
que la selección natural es una teoría predictiva. Los darvinistas pueden predecir
con toda certeza que si los diques fuesen una absurda pérdida de tiempo, los
castores rivales que se abstuviesen de construirlos sobrevivirían mejor y
transmitirían a su descendencia la tendencia genética a no hacerlo. El hecho de
que los castores muestren tal afán por construir diques es una prueba rotunda de
que sus antepasados se beneficiaron de tal actividad.
Como cualquier adaptación provechosa, el mecanismo cerebral que impele a
los castores a construir diques tuvo que evolucionar mediante la selección
darviniana de los genes. Sin duda se produjeron variaciones genéticas en el
entramado neuronal relacionado con la construcción de diques. Las variantes
genéticas que diesen como fruto mejores diques tenían más probabilidades de
sobrevivir en los acervos génicos de los castores. Es la misma historia de todas
las adaptaciones darvinianas. Pero, ¿cuál es el fenotipo? ¿En qué eslabón de la
cadena de causas podemos decir que la diferencia genética ejerce su efecto? Lo
repetiré una vez más: en todos aquellos eslabones donde se aprecie una
diferencia. ¿En toda la red neuronal del cerebro? Casi con toda seguridad, sí. ¿En
la química celular que, durante el desarrollo embrionario, da lugar a esa red? Sin
duda. Pero también el comportamiento, esa sinfonía de contracciones musculares
que constituye la conducta, es un fenotipo perfectamente respetable. Las
diferencias en el comportamiento de los constructores de diques son, sin lugar a
dudas, manifestaciones de diferencias genéticas. Y del mismo modo, las
consecuencias de ese comportamiento pueden perfectamente considerarse
fenotipos de genes. ¿Qué consecuencias? Los diques, por supuesto. Y los lagos,
por cuanto son consecuencia de los diques. Las diferencias entre los lagos vienen
dadas por las diferencias entre los diques, igual que las diferencias entre los
diques obedecen a las diferencias entre los patrones de comportamiento, que a su
vez son consecuencia de las diferencias entre genes. Se podría decir que las
características de un dique o de un lago son verdaderos efectos fenotípicos de los
genes, aplicando exactamente la misma lógica que nos lleva a afirmar que las
características de una cola de castor son efectos fenotípicos de los genes.
Por lo general, los biólogos consideran que los efectos fenotípicos de un gen
no trascienden la piel del individuo que porta dicho gen. El Cuento del Castor ha
demostrado que no hay por qué ceñirse a esta visión restrictiva. El fenotipo de
un gen, en el verdadero sentido de la palabra, se extiende más allá de la piel del
individuo. Los nidos de los pájaros son fenotipos extendidos. Su forma, su
tamaño, sus complejas cámaras y conductos (en los casos en que se dan) son
adaptaciones darvinianas, y por tanto han tenido que evolucionar a través de la
supervivencia diferencial de genes alternativos. ¿Genes del comportamiento de
constructores de diques? Sí. ¿Genes del entramado neuronal que propicia la
construcción de nidos con la forma y el tamaño adecuados? Sí. ¿Genes de los
nidos con la forma y el tamaño adecuados? Por la misma razón, sí. Los nidos
están hechos de hierba, palitos o barro, no de células de ave, pero eso no tiene
nada que ver con la cuestión de si las diferencias entre los nidos son
manifestación de las diferencias entre los genes. Si lo son, los nidos constituyen
auténticos fenotipos de genes. Y seguro que lo son, pues ¿cómo si no podría
haberlos mejorado la selección natural?
Artefactos tales como nidos y diques (y lagos) son ejemplos de fenotipos
extendidos muy fáciles de entender. Pero hay otros cuya lógica es un poco más
difusa. Por ejemplo, los genes de los parásitos tienen una expresión fenotípica en
los cuerpos de sus huéspedes. Esto es cierto incluso cuando no viven dentro de
ellos, como es el caso de los cucos. Y muchos ejemplos de comunicación animal,
como el del canario macho que al cantarle a la hembra provoca que le crezcan
los ovarios, pueden reformularse en términos de fenotipo extendido. Pero esto
nos alejaría demasiado del castor, cuyo cuento está a punto de concluir con una
última observación: en condiciones favorables, el lago de un castor puede
alcanzar una extensión de varios kilómetros cuadrados, lo que tal vez lo
convierte en el fenotipo más grande de cualquier gen del mundo.
Encuentro 11
Laurasiaterios
Hace 85 millones de años, en ese invernadero que era el mundo del Cretácico
superior, nos encontramos con el Contepasado 11, del que nos separan 25
millones de generaciones. En este punto se nos une una partida de peregrinos
mucho más diferentes de nosotros que los roedores y conejos del Encuentro 10.
Los taxónomos más puntillosos reconocen su ascendencia común asignándoles
un solo nombre, Laurasiaterios, pero rara vez se usa, puesto que, en realidad, se
trata de un grupo heterogéneo. Los roedores, caracterizados todos ellos por
dientes prominentes, han proliferado y se han diversificado porque,
evidentemente, esa particularidad favorecía la supervivencia. Así pues, el
término «roedores» tiene un significado concreto y aúna criaturas que tienen
mucho en común. «Laurasiaterios», en cambio, es un concepto tan incómodo a
efectos fonéticos como prácticos pues engloba mamíferos muy dispares que sólo
tienen una cosa en común: todos se unieron entre sí antes de sumarse a nuestra
peregrinación. Originariamente, todos los peregrinos laurasiaterios proceden del
viejo continente septentrional de Laurasia.
Y menuda tropa variopinta conforman estos peregrinos laurasianos: unos
vuelan, otros nadan, muchos galopan… y la mitad de ellos mira nerviosamente
hacia atrás por miedo a que se los coma la otra mitad… En total pertenecen a
siete órdenes diferentes: Folidotos (pangolines), Carnívoros (perros, gatos,
hienas, osos, comadrejas, focas, etc.), Perisodáctilos (caballos, tapires,
rinocerontes), Cetartiodáctilos (antílopes, ciervos, vacas, camellos, cerdos,
hipopótamos y… el miembro sorpresa de este grupo lo daremos más adelante),
Micro y Megaquirópteros (murciélagos pequeños y grandes, respectivamente) e
Insectívoros (topos, erizos y musarañas, pero no las musarañas elefantes ni los
tenrecs: para reunirnos con estos tendremos que esperar al Encuentro 13).
Incorporación de los Laurasiaterios. A comienzos de la década de 2000, los estudios genéticos
revolucionaron la taxonomía de los mamíferos. Según el nuevo enfoque, los mamíferos placentarios se
dividen en cuatro grupos principales, uno de los cuales es nuestra actual partida de peregrinos (compuesta
en su mayor parte de roedores y primates). Varias pruebas indican que sus parientes más cercanos sean las
aproximadamente 2000 especies que integran el grupo de los laurasiaterios. Los taxónomos que han
propuesto la nueva clasificación conceden una certeza razonable a la filogenia aquí representada.
Ilustraciones, izquierda a derecha: Pangolín de Temminck (Manis temminckii); oso polar (Urdus
maritimus); tapir malayo (Tapirus indicus); hipopótamo (Hippopotamus amphibius); murciélago fantasma
australiano (Macroderma gigas); panique o zorro volador indio (Pteropus giganteus); erizo común
(Erinaceus europaeus).
Herne vio en Norteamérica un oso negro que nadaba durante horas con la boca bien abierta para atrapar
insectos acuáticos, casi como haría una ballena. Incluso en un caso tan extremo como éste, si el
suministro de insectos fuese constante y si en el mismo entorno no existiesen ya competidores mejor
adaptados, no veo difícil que una raza de osos, por medio de la selección natural, se tornase cada vez
más acuática en cuanto a su estructura y hábitos, con la boca cada vez más grande hasta dar lugar a una
criatura monstruosa como la ballena (El origen de las especies, 1859).
No hay nada nuevo bajo el sol. ¿Hay algo de lo que se pueda decir: «Mira, esto es nuevo»? Ya ha
sucedido en las edades que nos han precedido.
Eclesiastés 1: 9-10.
No hay nada nuevo bajo el sol. Detalle del árbol evolutivo de los mamíferos que Ernst Haeckel publicó en
1886 [119]. Nótese cómo Haeckel consideraba a los hipopótamos parientes cercanos de las ballenas.
EL CUENTO DE LA FOCA
Los Afroterios son los últimos mamíferos placentarios que se suman a nuestra
peregrinación. Como su nombre indica, son originarios de África y comprenden
a los elefantes, las musarañas elefante, los dugongos y manatíes (también
conocidos como vacas o elefantes marinos), los damanes, los cerdos
hormigueros u oricteropos, y probablemente los tenrecs de Madagascar y los
topos dorados del África austral. Los próximos peregrinos con quienes nos
reuniremos serán los marsupiales, unos parientes mucho más lejanos, así que los
Afroterios son (todos ellos por igual) nuestros parientes placentarios más
distantes. El Contepasado 13 vivió hace unos 105 millones de años y hace más o
menos el número 45 millones en la lista de nuestros tatarabuelos. Una vez más
hay que decir que se parecía al Contepasado 12 y al Contepasado 11, es decir,
que tenía bastante pinta de musaraña.
Nunca había visto una musaraña elefante hasta que volví a Malawi, el
hermoso país, a la sazón llamado Nyasaland, en el que transcurrió parte de mi
infancia. Mi esposa y yo pasamos unos días en el parque nacional de Mvuu, al
sur del gran lago del valle del Rift que da nombre al país y en cuyas arenosas
riberas pasé hace mucho tiempo mis primeras vacaciones de cubito y pala. En el
parque nacional nos beneficiamos del conocimiento enciclopédico en materia de
animales de nuestro guía africano, así como de su ojo de lince para divisarlos y
de las simpáticas expresiones con que dirigía nuestra atención hacia ellos. Las
musarañas elefante siempre le inspiraban el mismo chascarrillo, que parecía
mejorar con cada repetición: «Uno de los cinco pequeños»[1].
Incorporación de los afroterios. La nueva filogenia de los mamíferos placentarios establece que la
separación entre las aproximadamente 70 especies de afroterios y todos los demás placentarios es la primera
ramificación dentro del grupo. Pero el orden de los Encuentros 12 y 13 sigue sin estar resuelto. Dentro de
los Afroterios todavía se discute el orden de ramificación de elefantes, sirénidos y damanes, la posición de
los cerdos hormigueros, y la de los tenrecs y topos dorados.
Ilustraciones, de izquierda a derecha: Musaraña elefante del cabo (Elephantulus edwardii); topo dorado
de Grant (Eremitalpa granti); oricteropo o cerdo hormiguero (Orycteropus afer); manatí del Caribe
(Trichechus manatus); elefante africano (Loxodonta africana); damán del Cabo (Procavia capensis).
Las musarañas elefante, que deben su nombre a sus apéndices nasales, similares
a una trompa, son mayores que las musarañas europeas y también corren más
gracias a que tienen las piernas más largas, tanto que recuerdan a antílopes en
miniatura. La más pequeña de las 15 especies también salta. Las musarañas
elefante solían ser más numerosas y diversas, comprendían además tanto algunas
especies herbívoras como las insectívoras que han sobrevivido hasta nuestros
días. Las musarañas elefante tienen la prudente costumbre de dedicar tiempo y
atención a prepararse vías de escape por las que, llegado el caso, huir de sus
depredadores. Esto suena a capacidad previsora, y en cierto modo lo es. Pero no
debería interpretarse como intención deliberada (aunque, como siempre,
tampoco cabe descartarlo). A menudo los animales se comportan como si
supiesen lo que les conviene en el futuro, pero debemos cuidarnos de olvidar ese
«como si». La selección natural finge muy bien la intención deliberada.
A pesar de sus encantadoras trompitas, a nadie se le ocurrió jamás que estas
musarañas pudiesen estar emparentadas con los elefantes; siempre se dio por
sentado que simplemente eran la versión africana de las musarañas europeas. Sin
embargo, unos recientes estudios moleculares arrojan la pasmosa conclusión de
que las musarañas elefante son parientes más cercanos de los elefantes que de las
musarañas comunes, hasta el punto de que algunos prefieren llamarlas por su
nombre en bantú, sengi, para distanciarlas de las musarañas. Por cierto, casi con
total seguridad las «trompas» de las musarañas elefante están relacionadas con
ese parentesco que guardan con los elefantes. Y para terminar de saltar de los
cinco pequeños a los cinco grandes, pasamos a ocuparnos ahora de los
paquidermos propiamente dichos.
En la actualidad, solamente hay dos géneros de elefante, Elephas, el elefante
indio, y Loxodonta, el africano, pero en su día eran varios los tipos de elefante,
incluidos los mastodontes y los mamuts, que recorrían casi todos los continentes
del globo salvo Australia. A decir verdad, hay incluso indicios tentadores de que
también pudieron llegar al continente australiano, ya que se han encontrado
fragmentos de fósiles de elefante en esas latitudes, pero quizá se trate de restos
que llegaron flotando desde África. Los mastodontes y los mamuts vivieron en
América hasta hace unos 12.000 años, fecha en que fueron exterminados,
probablemente por el pueblo Clovis. Los mamuts desaparecieron de Siberia en
épocas tan recientes que de vez en cuando todavía se les encuentra congelados
bajo el permafrost y, según cantan los poetas, hay hasta quien los echa a la sopa:
EL MAMUT HELADO
HILLAIRE BELLOC
Como ocurre con todos los Afroterios, África es la cuna de los elefantes,
mastodontes y mamuts, la raíz de su evolución y el marco de casi toda su
diversificación. El continente africano también se ha convertido en hogar de
muchos otros mamíferos, como los antílopes y las cebras, y los carnívoros que se
alimentan de ellos, pero éstos son laurasiaterios, que llegaron a África después,
procedentes del gran continente septentrional de Laurasia. Los afroterios son los
veteranos de África.
El orden de los elefantes se llama proboscídeos por su larga proboscis o
trompa, que no es más que una nariz agrandada. La trompa se usa para muchos
fines, entre ellos beber, que bien pudo ser su función original. Y es que beber,
cuando se es un animal tan alto como un elefante o una jirafa, supone un
verdadero problema. Su alimento se encuentra fundamentalmente en los árboles
y tal vez sea éste uno de los motivos por los que son tan altos. Pero el agua tiene
su propio nivel, que tiende a ser bajo y poco accesible para según qué animales.
Una posibilidad es arrodillarse para beber. Es lo que hacen los camellos. Pero
volver a incorporarse cuesta trabajo, tanto más para un elefante o una jirafa.
Ambos animales solucionan el engorro sorbiendo el agua por medio de un largo
sifón. Las jirafas sacan la cabeza por el extremo del sifón, que en su caso es el
cuello; por eso la cabeza de las jirafas ha de ser bastante pequeña. Los elefantes,
en cambio, tienen la cabeza en la base de éste (y por eso puede ser más grande y
albergar un cerebro de mayor tamaño). El sifón de los elefantes es, naturalmente,
la trompa, que les viene de perillas para muchas otras aplicaciones. En otro de
mis libros ya cité un párrafo de Oria Douglas Hamilton a propósito de la trompa
de elefante. Esta autora, junto con su marido Iain, ha consagrado buena parte de
su vida al estudio y conservación de los elefantes en estado salvaje. El espantoso
espectáculo de una matanza selectiva de elefantes en Zimbaue le llevó a escribir
estas indignadas líneas:
Miré una de las trompas desechadas y me pregunté cuántos millones de años hicieron falta para crear
semejante milagro de la evolución. Equipada con cincuenta mil músculos y controlada por un cerebro
de pareja complejidad, la trompa del elefante es capaz de izar y arrastrar toneladas de peso, pero, al
mismo tiempo, puede llevar a cabo las operaciones más delicadas, como desgranar una pequeña vaina y
metérsela en la boca. Este órgano tan versátil se transforma en un auténtico sifón capaz de contener
cuatro litros de agua para beber o rociarse por el cuerpo y puede hacer las veces de dedo alargado,
corneta y megáfono. La trompa también cumple funciones sociales, tales como caricias, insinuaciones
sexuales, gestos tranquilizadores, saludos y abrazos entrelazados… Pero allí estaba, amputada, como
tantas otras trompas de elefante que he visto por toda África.
Hénos aquí, hace 140 millones de años, en los inicios del Cretácico, la época en
que el Contepasado 14, nuestro antepasado número 80 millones, vivió a la
sombra de los dinosaurios. Como veremos en «El Cuento del Ave Elefante»,
Sudamérica, la Antártida, Australia, África e India, que habían formado parte del
gran supercontinente austral de Gondwana, habían empezado a separarse (en la
página 387 hay un mapa que corresponde aproximadamente a este periodo) y los
consiguientes cambios climáticos habían sumido al mundo en un breve periodo
frío (breve en términos geológicos) durante el que la nieve y el hielo cubrían los
polos durante los meses de invierno. Apenas crecían unas pocas plantas
angiospermas en los bosques templados de coníferas y en las praderas de
helechos que cubrían las regiones septentrional y meridional del globo, y, por
consiguiente, existían muy pocos de los insectos polinizadores que conocemos
en la actualidad. Es en este mundo donde el enorme contingente de peregrinos
que constituyen los mamíferos placentarios (caballos y gatos, perezosos y
ballenas, murciélagos y armadillos, camellos y hienas, rinocerontes y dugongos,
ratones y hombres, representados todos ellos por un pequeño insectívoro) se
reúne con el otro gran grupo de mamíferos, los marsupiales.
Marsupium significa «bolsa» en latín. Es un término técnico que los
anatomistas usan para designar cualquier bolsa orgánica, como, por ejemplo, el
escroto humano; pero las bolsas más famosas del reino animal son aquéllas
donde los canguros y otros marsupiales transportan a sus crías. Los marsupiales
recién nacidos no son más que minúsculos embriones que a duras penas
sobreviven arrastrándose por el bosque de pelos de su madre hasta introducirse
en el marsupio, donde se aferran a una mama y se ponen a chupar.
Incorporación de los marsupiales. Se distinguen tres grandes líneas ancestrales de mamíferos en función
de sus métodos reproductivos, a saber: mamíferos ovíparos (monotremas), mamíferos marsupiales y
mamíferos placentarios (incluidos los humanos). Los estudios morfológicos y la mayoría de los genéticos
coinciden en agrupar juntos a los marsupiales y a los placentarios, lo que hace del Encuentro 14, el punto en
el que las aproximadamente 270 especies de marsupiales divergen de las cerca de 4500 especies de
mamíferos placentarios. En general, se acepta que los marsupiales se dividen en los siete órdenes aquí
representados, aunque las relaciones entre ellos no están claramente definidas; en particular, la posición del
colocolo o monito del monte sudamericano plantea notables problemas.
Ilustraciones, de izquierda a derecha: canguro rojo (Macropus rufus); Tasmanian devil (Sarcophilus
harrisii); topo marsupial (Notoryctes typhlops); bandicut orejudo (Macrotis lagotis); zarigüeya de Virginia
(Didelphis virginiana).
El Encuentro 15 tiene lugar hace unos 180 millones de años en el mundo, mitad
monzónico mitad árido, del Jurásico inferior. El continente austral de Gondwana
todavía estaba conectado con el gran continente boreal de Laurasia: la primera
vez, en nuestro viaje hacia el pasado, que nos encontramos todas las grandes
masas continentales unidas en un supercontinente llamado Pangea. La posterior
fragmentación de Pangea tendría consecuencias trascendentales para los
descendientes del Contepasado 15, que tal vez fue nuestro tatarabuelo número
120 millones. Este encuentro es bastante unilateral, puesto que los nuevos
peregrinos que se suman a todos los demás mamíferos representan únicamente
tres géneros: Ornithorhynchus anatinus, el ornitorrinco, que vive en Australia
oriental y Tasmania; Tachyglossus aculeatus, el equidna común, que vive en toda
Australia y Nueva Guinea, y Zaglossus, el zagloso, que sólo vive en las
montañas de Nueva Guinea[1]. El nombre colectivo de los tres géneros es
monotremas.
En varios cuentos de este libro he desarrollado la idea de que algunos
continentes-isla son la cuna de importantes grupos animales: África de los
afroterios, Laurasia de los laurasiaterios, Sudamérica de los desdentados,
Madagascar de los lémures y Australia de la mayoría de los marsupiales
modernos. Sin embargo, cada vez se juzga más probable que la separación de los
mamíferos sea muy anterior a la formación de esos continentes insulares. Según
una teoría autorizada, mucho antes de la extinción de los dinosaurios, los
mamíferos se dividieron en dos grupos principales: australosfénidos y
boreosfénidos. Insisto en que «australo» no significa australiano, sino
meridional, y «boreo» significa septentrional (de ahí el término «aurora boreal»).
Los australosfénidos eran los mamíferos primitivos que evolucionaron en el gran
continente austral de Gondwana, y los boreosfénidos, los que evolucionaron en
el continente septentrional de Laurasia, en una especie de encarnación previa,
muy anterior a la evolución de los laurasiaterios que hoy conocemos. Los
monotremas son los únicos representantes actuales de los australosfénidos.
Todos los demás mamíferos, los terios, incluidos los marsupiales que hoy
asociamos con Australia, descienden de los boreosfénidos. Los terios, que con el
tiempo asociaríamos con el hemisferio sur y con la fragmentación de Gondwana
(por ejemplo, los afroterios de África y los marsupiales de Sudamérica y
Australia) eran boreosfénidos que migraron al sur y se asentaron en Gondwana
mucho después de haber surgido en el norte.
Incorporación de los monotremas. Todos los
mamíferos actuales, menos de 5000 especies en total,
tienen pelo y amamantan a sus crías. Los que hemos
visto hasta ahora —placentarios y marsupiales— surgen
en el hemisferio boreal durante el periodo Jurásico. Las
cinco especies de monotremas son los únicos
supervivientes del variopinto linaje de mamíferos
australes que siguieron siendo ovíparos.
¿Eran así nuestros antepasados? Henkelotherium, un eupantoterio dibujado por Ele Groning. (La forma
de las hojas es la de los ginkgos actuales pero un ginkgo del Jurásico habría tenido hojas con las nervaduras
más finas).
¿Qué aspecto tenía el Contepasado 15? Naturalmente, no hay motivo para pensar
que se pareciese a un equidna ni a un ornitorrinco. Al fin y al cabo, era tan
antepasado nuestro como suyo, y desde entonces todos hemos dispuesto de
mucho tiempo para evolucionar. Los fósiles de esa fase concreta del Jurásico
pertenecen a varios tipos de animalillo con forma de musaraña o de roedor, como
Morganucodon, y el gran grupo de los multituberculados. La simpática
ilustración superior representa a un eupantoterio, otro de estos mamíferos
primitivos, subido a un ginkgo.
extraordinariamente grande. Esta circunstancia nos lleva a colegir que la sensibilidad de las diversas
partes del pico debe ser notable y que, por consiguiente, este órgano cumple la función de una mano y
es capaz de sutiles discernimientos táctiles.
Sir Everard desconocía la verdad del asunto, pero lo verdaderamente revelador
es la referencia a la mano. El ilustre neurólogo canadiense Wilder Penfield
publicó en su día un famoso mapa cerebral acompañado de un diagrama que
mostraba las proporciones que el cerebro humano asignaba a cada parte del
cuerpo. He aquí el mapa de la zona cortical encargada de controlar los músculos
de las diversas partes del cuerpo. Penfield dibujó un mapa parecido de las partes
del cerebro relacionadas con el sentido del tacto. Lo sorprendente de ambos
mapas es la enorme preeminencia de la mano. La cara también destaca lo suyo,
sobre todo las partes que controlan el movimiento de las mandíbulas al hablar y
masticar. Pero lo que realmente llama la atención del homúnculo de Penfield es
la mano.
¿Adónde llevan todas estas consideraciones? «El Cuento del Ornitorrinco» debe
mucho al eminente neurobiólogo australiano Jack Pettigrew y a sus colegas,
entre ellos Paul Manger. Entre las muchas y fascinantes tareas que han
acometido figura la elaboración de un ornitorrínculo, esto es, el equivalente
ornitorrínquico del homúnculo de Penfield. Lo primero que hay que decir es que
es mucho más preciso que éste, que estaba basado en muy pocos datos. El
ornitorrínculo es una obra rigurosa y esmerada a más no poder. En la parte
superior del cerebro pueden apreciarse tres pequeños mapas de ornitorrinco: son
representaciones separadas, en diferentes partes del cerebro, de información
sensorial procedente de la superficie del cuerpo. Lo importante para el animal es
que haya una representación espacial ordenada de la relación entre cada parte del
cuerpo y su correspondiente parte del cerebro.
Adviértase que las manos y los pies, pintados de negro en los tres mapas,
guardan más o menos proporción con lo que es el cuerpo en sí, a diferencia del
homúnculo de Penfield, que tiene unas manos inmensas. Lo que no está nada
proporcionado es el pico. Los mapas del pico son esas áreas enormes que se
extienden hacia abajo desde la silueta que representa al resto del cuerpo.
Mientras que en el cerebro humano predomina la mano, en el del ornitorrinco
predomina el pico. La conjetura de Sir Everard va tomando cuerpo. Sin embargo,
como ya veremos, en cierto sentido el pico es mejor todavía que una mano:
puede percibir cosas sin tocarlas, es capaz de sentir a distancia. ¿Cómo? Por
medio de la electricidad.
Cuando un animal como la gamba de agua dulce, que es una presa típica del
ornitorrinco, usa los músculos, inevitablemente se genera un débil campo
eléctrico. Un dispositivo lo bastante sensible podría detectarlo, sobre todo en el
agua. Un ordenador capaz de procesar los datos procedentes de una larga serie
de sensores podría calcular la fuente de los campos eléctricos. Los ornitorrincos,
naturalmente, no calculan como lo haría un matemático ni un ordenador, pero a
cierto nivel, en su cerebro, efectúan el equivalente de un cálculo y el resultado es
que capturan a sus presas.
Está claro que la espátula cumple una función importante en la vida de estos
peces; de hecho, ya se ha demostrado de manera fehaciente que realiza la misma
labor que el pico del ornitorrinco, es decir, detectar los campos eléctricos
generados por las potenciales presas. Como en el ornitorrinco, los sensores
eléctricos están alojados en poros dispuestos en líneas longitudinales. Los dos
sistemas, sin embargo, han evolucionado por separado. Los poros eléctricos de
los ornitorrincos son glándulas mucosas modificadas. Los del pez espátula son
tan similares a los que usan los tiburones para detectar estímulos eléctricos que
se les ha dado el mismo nombre: ampollas de Lorenzini. Sin embargo, mientras
que el ornitorrinco tiene los poros sensoriales dispuestos en una docena de
franjas estrechas a lo largo de todo el pico, el pez espátula los concentra en dos
anchas franjas, una a cada lado de la mediana de la espátula. Al igual que el
ornitorrinco, el pez espátula posee una cantidad enorme de poros sensoriales (a
decir verdad, incluso más que aquél). Tanto uno como otro son mucho más
sensibles a la electricidad que cualquiera de sus sensores por separado, así que,
por fuerza deben llevar a cabo una suma enormemente compleja de señales
procedentes de diversos sensores.
Hay pruebas de que el sentido eléctrico es más importante para los peces
espátula jóvenes que para los adultos. Se han encontrado adultos vivos y
aparentemente sanos que habían perdido la espátula, pero nunca se ha
encontrado un pez espátula joven capaz de sobrevivir sin ella en ningún
riachuelo. La razón podría ser que los peces espátula jóvenes, al igual que los
ornitorrincos adultos, seleccionan y capturan presas individuales. Los peces
espátula adultos, en cambio, se alimentan de un modo más parecido al de las
ballenas planctívoras: cribando el fango según avanzan y capturando presas en
masa. Esta dieta también les hace crecer lo suyo, no tanto como una ballena,
pero sí, en longitud y peso, como un hombre, es decir, un tamaño superior a la
mayoría de animales de agua dulce. Parece lógico que un adulto que se alimenta
cribando plancton tenga menos necesidad de un localizador de presas de gran
precisión que un joven que captura a sus presas de una en una abalanzándose
sobre ellas.
Así pues, los ornitorrincos y los peces espátula han descubierto por separado
el mismo e ingenioso truco. ¿Hay algún otro animal que también lo descubriese?
Mientras hacía el doctorado en China, mi ayudante Sam Turvey encontró un
trilobites rarísimo llamado Reedocalymene. Aunque pueda parecer el típico
trilobites de ciénaga normal y corriente (similar al bicho de Dudley, el ejemplar
de Calymene que figura en el escudo de armas de la ciudad de Dudley),
Reedocalymene posee un rasgo único y sorprendente: un enorme morro
aplanado, como el de un pez espátula, tan largo como el resto del cuerpo. Es
imposible que tuviese una finalidad aerodinámica, ya que este trilobites, al
contrario que muchos otros, era claramente incapaz de nadar por encima del
lecho marino. Tampoco es probable, por diversos motivos, que tuviese una
función defensiva. Al igual que el pico de un pez espátula, de un esturión o de un
ornitorrinco, el rostro de este trilobites está tachonado de lo que parecen ser
receptores sensoriales, probablemente empleados para detectar presas. Turvey no
tiene noticia de ningún artrópodo moderno dotado de sensibilidad eléctrica (un
dato en sí interesante, dada la versatilidad de los artrópodos), pero está
convencido de que Reedocalymene era otro pez espátula u ornitorrinco, y espera
empezar a trabajar enseguida en el asunto.
Otros peces, aunque carecen de la antena tipo Nimrod de los ornitorrincos y
los peces espátula, poseen un sentido eléctrico todavía más refinado. No
contentos con captar las señas eléctricas que sin darse cuenta emiten sus presas,
estos peces generan sus propios campos eléctricos. La «lectura» de las
distorsiones en estos campos les sirve para orientarse y detectar a las presas.
Además de varias rayas cartilaginosas, dos grupos de peces óseos, la familia de
los Gimnótidos de Sudamérica y de los Mormíridos de África, han desarrollado
de forma independiente el arte de la emisión de campos eléctricos.
¿Cómo generan estos peces su propia electricidad? Pues igual que la generan
involuntariamente las gambas, las larvas de insecto y otras presas del
ornitorrinco: con los músculos. Pero, mientras que las gambas producen un poco
de electricidad por la sencilla razón de que eso es lo que inevitablemente hace
todo músculo, los peces eléctricos usan sus bloques musculares como auténticas
baterías en serie. Un pez eléctrico de la familia de los Gimnótidos o de los
Mormíridos tiene una batería de bloques musculares dispuestos en series a lo
largo de la cola, cada uno de los cuales genera un bajo voltaje que al sumarse al
resto se convierte en un voltaje más alto. La anguila eléctrica es un caso
extremo. Este animal (que no es una anguila de verdad sino otro gimnótido
sudamericano de agua dulce) tiene una cola larguísima, capaz de alojar una
batería de células eléctricas mucho mayor que la de un pez de tamaño normal.
Lo que hace es paralizar a sus presas con descargas eléctricas que superan los
600 voltios y pueden ser mortales para el ser humano. Otros peces de agua dulce,
como Malapterus, un siluro eléctrico africano, y Torpedo, una raya eléctrica
marina, también generan bastantes voltios como para matar a sus presas, o al
menos dejarlas fuera de combate.
Estos peces de alto voltaje han llevado a un nivel casi increíble una
capacidad que en su origen venía a ser una especie de radar utilizado para
orientarse y detectar presas. Los peces eléctricos más débiles, como el Gymnotus
de Sudamérica y el Gimnarchus de África (que no guardan parentesco alguno),
poseen un órgano eléctrico como el de la susodicha «anguila» sólo que mucho
más corto (su batería consiste en un menor número de placas musculares
dispuestas en serie) y en general producen una tensión eléctrica inferior a un
voltio. Los peces eléctricos nadan con el cuerpo en línea recta (por sobradas
razones, como veremos más adelante) y la corriente eléctrica que despiden se
propaga en una serie de líneas curvas que habría hecho las delicias de Michael
Faraday. A ambos lados del cuerpo tienen poros que contienen sensores
eléctricos: auténticos voltímetros en miniatura. Los obstáculos o las presas
causan diversos tipos de perturbaciones en el campo eléctrico y los pequeños
voltímetros las detectan. Comparando los datos de todos los voltímetros y
cotejándolos con las fluctuaciones del campo propiamente dicho (que en algunas
especies es sinusoidal y en otras es pulsado) los peces calculan la posición de
obstáculos y presas. Y también emplean los órganos y sensores eléctricos para
comunicarse entre sí.
El parecido entre un pez eléctrico sudamericano como el Gymnotus y el
Gymnarchus, su homólogo africano, es realmente asombroso, pero existe una
diferencia muy significativa. Los dos poseen una sola aleta larga que les recorre
todo el cuerpo y los dos la usan para lo mismo. No pueden realizar el típico
movimiento serpenteante de los peces al nadar porque ello alteraría su sentido
eléctrico. Los dos están obligados a mantener el cuerpo rígido, de modo que se
propulsan por medio de la aleta longitudinal, que se mueve sinuosamente como
lo haría un pez normal. Esto significa que nadan despacio, pero les merece la
pena renunciar a un poco de velocidad a cambio de recibir una buena señal. Lo
curioso es que Gymnarchus tiene la aleta longitudinal en el lomo, mientras que
Gymnotus y otros peces eléctricos sudamericanos, incluidos la «anguila»
eléctrica, la tienen en el vientre. Para casos así se acuñó el dicho «la excepción
que confirma la regla».
Volviendo al protagonista del cuento, el desenlace inesperado es el
aguijonazo que nos propina el ornitorrinco macho con sus garras traseras. Los
verdaderos aguijones venenosos, con inyección hipodérmica, son un rasgo
propio de varios filos de invertebrados y, dentro de los vertebrados, de algunos
peces y reptiles, pero en absoluto de aves ni de mamíferos… a excepción del
ornitorrinco (a no ser que también se quiera contar como «picadura» la saliva
tóxica de los almiquíes [dos especies del género Solenodon] y de algunas
musarañas, que torna sus mordeduras ligeramente venenosas). Así pues, el
macho del ornitorrinco es un caso único entre los mamíferos y quizá también
entre los animales venenosos. El hecho de que el aguijón sólo lo posean los
machos indica, por sorprendente que parezca, que está dirigido no a los
depredadores (como en el caso de las abejas) ni a las presas (como en el de las
serpientes) sino a los rivales. No es una picadura letal, pero sí tremendamente
dolorosa, y no responde a la morfina. Parece como si actuase directamente sobre
los llamados nociceptores, o receptores del dolor. Si los científicos lograsen
entender la dinámica del fenómeno, tal vez obtendrían alguna pista sobre cómo
combatir el dolor provocado por el cáncer.
He empezado este cuento reprendiendo a los zoólogos que tildan al
ornitorrinco de primitivo, como si semejante epíteto fuese una explicación de su
fisiología. En el mejor de los casos sería una mera descripción. Primitivo
significa «parecido al antepasado», una definición que en muchos sentidos hace
justicia al ornitorrinco. El pico y el aguijón constituyen interesantes excepciones.
Pero mucho más interesante es la moraleja del cuento, a saber: que hasta el
animal más primitivo en todos los sentidos tiene sus buenas razones para serlo.
Esas características ancestrales cuadran con su modo de vida, luego no tiene por
qué cambiarlas. Como dice Arthur Cain, catedrático de la Universidad de
Liverpool, los animales son como son porque no les queda más remedio.
LO QUE EL TOPO ESTRELLADO LE DIJO AL ORNITORRINCO
Cada una de las narinas está rodeada por 11 tentáculos, que, a efectos prácticos,
vamos a numerar del 1 al 11. Como enseguida veremos, el tentáculo número 11,
situado junto al eje central, justo debajo de la narina, es especial. Aunque no se
usen para agarrar objetos, los tentáculos pueden moverse por separado o por
grupos. La superficie de cada tentáculo está cubierta de una serie de pequeñas
excrecencias redondas llamados órganos de Eimer, cada uno de los cuales es una
unidad sensible al tacto inervada por entre cuatro (en la mayoría de los demás
tentáculos) y siete fibras nerviosas (en el tentáculo 11).
Sus prioridades saltan a la vista. Mapa cerebral estilo topúnculo del topo estrellado. De Catania y Kaas
[41].
Aunque la nariz del topo estrellado actúa como una superficie sensible al tacto, existen semejanzas
anatómicas y conductuales entre el sistema sensorial del topo y el sistema visual de otros mamíferos.
Ahora que se nos han unido los monotremas, los peregrinos mamíferos
recorremos ininterrumpidamente 130 millones de años hacia el pasado, el trecho
más largo entre dos jalones de cuantos hemos recorrido hasta el momento, para
llegar al Encuentro 16 donde habremos de encontrarnos con una partida de
peregrinos aún mayor que la nuestra: la de los saurópsidos: las aves y los
reptiles. Esto significa, aproximadamente, todos los vertebrados que ponen
huevos en tierra firme cubiertos de un cascarón impermeable. Digo
«aproximadamente» porque los monotremas, que ya se han sumado a nuestras
filas, también ponen huevos de este tipo. Hasta las tortugas, que por lo demás,
son animales completamente marinos, desovan en la playa. Puede que los
plesiosaurios hiciesen lo propio. Los ictiosaurios, en cambio, eran nadadores tan
especializados que, al igual que los delfines que se asemejan tanto a ellos,
probablemente ni siquiera eran capaces de llegar a la orilla, de ahí que
descubriesen por su cuenta cómo parir a sus crías vivas (lo sabemos gracias a
hembras fosilizadas en pleno parto)[1].
He dicho que nuestros peregrinos han recorrido 130 millones de años sin
encontrar jalones, pero, naturalmente, la ausencia de jalones sólo tiene sentido
dentro de las convenciones adoptadas en este libro, donde únicamente
reconocemos como jalones los encuentros con peregrinos que aún viven. En
aquella época, nuestra línea ancestral se permitió fértiles ramificaciones
evolutivas, lo sabemos por el copioso registro fósil de «reptiles mamiferoides»,
pero ninguna de esas ramas cuenta como «encuentro» porque ninguna ha
sobrevivido. No tienen, por lo tanto, representantes modernos que puedan
emprender la peregrinación desde el presente. Cuando en el caso de los
homínidos nos encontramos con un problema similar, concedimos a algunos
fósiles la categoría honoraria de peregrinos fantasma. Habida cuenta de que
somos peregrinos en busca de nuestros antepasados, peregrinos que realmente
quieren saber cómo era nuestro cienmillonésimo tatarabuelo, no podemos
ignorar a los reptiles mamiferoides y saltar directamente al Contepasado 16.
Éste, como veremos, tenía aspecto de lagarto. El hiato desde el Contepasado 15,
que se parecía a una musaraña, y el Contepasado 16 es demasiado grande como
para no tender un puente que ayude a salvarlo. Examinaremos, pues, a los
reptiles mamiferoides en calidad de peregrinos fantasma, como si fuesen
peregrinos vivos incorporados a nuestra marcha, pero sin derecho a contar
ningún cuento. Antes de nada, sin embargo, conviene dar algunas informaciones
sobre este larguísimo intervalo.
Todo ese espacio de tiempo sin jalones indicadores de puntos de encuentro
abarca la mitad del periodo Jurásico, todo el Triásico, todo el Pérmico y los
últimos diez millones de años del Carbonífero. A medida que la partida de
peregrinos pasa del Jurásico al mundo mucho más tórrido y seco del Triásico
(uno de los periodos más calurosos de la historia del planeta, cuando todas las
masas continentales se hallaban unidas formando Pangea), se dejan atrás las
extinciones en masa de finales del Triásico, en las que desaparecieron tres
cuartas partes de todas las especies. Pero esto no es nada comparado con la
siguiente transición, que coincide con nuestro paso del Triásico al Pérmico. Por
increíble que parezca, en el límite permotriásico, nueve de cada diez especies,
entre ellas todos los trilobites y varios otros grupos importantes de animales,
perecieron sin dejar descendientes. En honor a la verdad, los trilobites ya
llevaban mucho tiempo de capa caída, pero fue la extinción en masa más
devastadora de todos los tiempos. En Australia se han encontrado pruebas de que
la extinción de finales del Pérmico, al igual que la del Cretácico, vino provocada
por el impacto de un meteorito gigantesco. Hasta los insectos sufrieron un severo
golpe, el único en toda su historia. En el mar, las numerosas especies que
habitaban en los fondos quedaron exterminadas casi por completo. En tierra
firme, el Noé de los reptiles mamiferoides fue Lystrosaurus, una criatura
rechoncha y rabicorta que, inmediatamente después de la catástrofe, se
multiplicó por todo el mundo y no tardó en ocupar los nichos ecológicos
vacantes.
Conviene, sin embargo, no dar automáticamente por hecho un exterminio
apocalíptico. La extinción es el destino inevitable de casi todas las especies.
Puede que se haya extinguido el 99% de todas las especies que han existido. No
obstante, la tasa de extinciones por cada millón de años no se mantiene constante
y rara vez supera el 75%, que es el umbral estipulado (arbitrariamente) para
catalogar como masiva una extinción. Las extinciones en masa son picos en la
curva de la tasa de extinción que se elevan por encima del porcentaje habitual.
El diagrama de la página siguiente muestra tasas de extinción por cada
millón de años.[2] Algo tuvo que ocurrir en la época señalada por cada uno de
esos picos; algo malo. Quizás, un único acontecimiento catastrófico, como la
colisión con una enorme roca sideral que acabó con los dinosaurios hace 65
millones de años durante la extinción cretácico-paleógena. En otros casos, entre
los cinco picos, la agonía fue larguísima. La Sexta Extinción, como la bautizaron
Richard Leakey y Roger Lewin, es la que actualmente perpetra Homo sapiens, u
Homo insipiens, como prefería llamarlo mi viejo profesor de alemán William
Cartwright.[3]
Antes de pasar a los reptiles mamiferoides, hemos de resolver una cuestión
terminológica un tanto tediosa. Palabras como reptil y mamífero pueden referirse
a «clados» o «grados», que no son términos excluyentes. Un clado es un
conjunto de animales constituido por un antepasado y todos sus descendientes.
Las aves son un verdadero clado.
Porcentajes de extinción de géneros marinos durante el Eón Fanerozoico. Adaptado de Sepkoski [260].
Los cinodontes eran uno de los varios grupos surgidos de un grupo anterior de
reptiles mamiferoides, los llamados terápsidos. Es probable que nuestro
antepasado número 160 millones fuese un terápsido del Pérmico, pero no es fácil
escoger un fósil concreto que lo represente. Los terápsidos dominaban los nichos
terrestres antes de que los dinosaurios llegasen en el Triásico, e incluso en este
periodo hicieron sudar tinta a los terribles lagartos. Algunos eran animales
enormes, herbívoros de tres metros de largo y carnívoros de gran tamaño,
probablemente feroces, que se alimentaban de los primeros. Lo más factible, sin
embargo, es que nuestro antepasado terápsido fuese una criatura más pequeña e
insignificante. Por regla general, parece ser que los animales grandes y
especializados, como los terroríficos gorgonópsidos, o los dicinodontes, unos
herbívoros de colmillos protuberantes (véase ilustración), no tienen mucho
futuro evolutivo a largo plazo sino que pertenecen al 99% de especies abocadas a
la extinción. Las especies Noé, ése uno por ciento del que descendemos todos los
animales posteriores (tanto si en nuestra propia época resultamos ser grandes y
espectaculares como si no), tienden a ser más pequeñas y más discretas.
Los terápsidos primitivos no se parecían tanto a los mamíferos como los
cinodontes, aunque sí más que sus antececesores, los pelicosaurios, que
constituyeron la primera oleada de reptiles mamiferoides. Antes de los
terápsidos, nuestro antepasado número 165 millones fue casi con total seguridad
un pelicosaurio, aunque, una vez más, sería insensato adjudicar tal honor a un
fósil en particular. Los pelicosaurios alcanzaron su apogeo en el Carbonífero, el
periodo en el que se formaron los grandes yacimientos de carbón. El
pelicosaurio más conocido es Dimetrodon, dotado de una enorme cresta dorsal
en forma de vela. No se sabe para qué le servía semejante apéndice. Quizá fuese
un panel solar que lo ayudaba a alcanzar la temperatura necesaria para usar los
músculos, y/o un radiador para refrigerarse a la sombra, cuando hiciese
demasiado calor. O tal vez fuese un reclamo sexual, un equivalente óseo de la
cola del pavo real. Durante el Pérmico se extinguieron todos los pelicosaurios
excepto los pelicosaurios Noé que engendraron la segunda oleada de reptiles
mamiferoides, los terápsidos. Éstos, a su vez, se pasaron la primera parte del
Triásico «reinventando muchos de los diseños corporales desaparecidos a finales
del Pérmico»[5].
Los pelicosaurios eran mucho menos parecidos a los mamíferos que los
terápsidos, quienes a su vez, como ya hemos dicho, lo eran menos que los
cinodontes. Por ejemplo, los pelicosaurios se tumbaban sobre la barriga como
los lagartos, con las piernas extendidas hacia los lados y probablemente se
contoneaban al andar. Los terápsidos, los cinodontes y, finalmente, los
mamíferos fueron levantando poco a poco la barriga del suelo: sus extremidades
se hicieron más verticales y sus andares, menos semejantes a los de un pez con
patas. Entre otras tendencias hacia el mamiferismo (cuyo carácter progresivo tal
vez no sea sino una ilusión retrospectiva motivada por nuestra condición de
mamíferos) cabe citar las siguientes: la mandíbula inferior se redujo a un solo
hueso, el dentario, y los demás pasaron a formar parte del oído (como ya hemos
explicado en el Encuentro 15), y en un momento dado, aunque los fósiles no
sean de gran ayuda a la hora de precisar exactamente cuándo, nuestros
antepasados desarrollaron el pelo, un termostato, la leche, el cuidado paternal
avanzado y una compleja dentadura especializada para diversas funciones.
Me he ocupado de la evolución de los reptiles mamiferoides (peregrinos
fantasma) dividiéndolos en tres radiaciones sucesivas: pelicosaurios, terápsidos y
cinodontes. La cuarta radiación es la de los mamíferos propiamente dichos, pero
su irrupción evolutiva en el consabido espectro de ecotipos se postergó 150
millones de años. Antes les tocó el turno a los dinosaurios, turno que duró el
doble que las tres oleadas de reptiles mamiferoides juntas.
En nuestra andadura hacia el pasado, el primero de nuestros tres grupos de
peregrinos fantasma nos ha llevado hasta uno de esos «pelicosaurios Noé» que
parecen lagartos. Se trata de nuestro tatarabuelo número 165 millones, que vivió
en el Triásico, hace unos 300 millones de años. Y es que casi hemos llegado al
Encuentro 16.
Encuentro 16
Saurópsidos
El Contepasado 16, nuestro tataradeudo número 170 millones, vivió hace unos
310 millones de años, en la segunda mitad del Carbonífero, una época de
inmensos tremedales tapizados de licopodios en los trópicos (origen de la
mayoría de yacimientos carboníferos) y un extenso casquete de hielo en el Polo
Sur. En este punto de encuentro se nos agrega una muchedumbre enorme: los
saurópsidos, que son, de largo, el contingente más nutrido que nos hemos
encontrado en lo que llevamos de peregrinación. Durante la mayor parte del
tiempo transcurrido desde el Contepasado 16, los saurópsidos, en forma de
dinosaurios, dominaron el planeta. Incluso ahora que los dinosaurios ya no
existen, sigue habiendo el triple de especies de saurópsidos que de mamíferos.
En el Encuentro 16, unos 4600 peregrinos mamíferos se encuentran con 9600
aves y 7700 representantes del resto de los reptiles: cocodrilos, serpientes,
lagartos, tuataras, tortugas, etc. Todos juntos integran el principal grupo de
peregrinos vertebrados terrestres. La única razón por la que digo que se nos
agregan en lugar de decir que nosotros nos agregamos a ellos es porque
arbitrariamente hemos decidido analizar el viaje desde el punto de vista humano.
Desde el punto de vista de los saurópsidos, los últimos peregrinos en
incorporarse antes de la cita con nosotros fueron las tortugas. El contingente
saurópsido, por tanto, consiste en las tortugas y el resto. Dicho resto es una
unión de dos grandes grupos: el de los reptiles similares a lagartos, que engloba
a las serpientes, camaleones, iguanas, varanos de Komodo y tuataras, y el de los
reptiles similares a dinosaurios, o arcosauros, que engloba a los pterodactilos,
cocodrilos y aves. Los grandes reptiles acuáticos, como los ictiosauros y
plesiosauros, no son dinosaurios y están más emparentados con los reptiles tipo
lagarto. Las aves son una rama de un orden particular de dinosaurios, los
saurisquios. Estos dinosaurios, como Tyrannosaurus y los gigantescos
saurópodos, están más relacionados con las aves que con el otro grupo principal
de dinosaurios, los mal llamados ornitisquios, entre los que se incluyen
Iguanodon, Triceratops y los hadrosauros de pico de pato. Ornitisquio significa
«pelvis aviforme», pero el parecido es superficial y se presta a confusión.
Incorporación de los reptiles (aves incluidas). Uno de los avances fundamentales en la evolución de los
vertebrados terrestres fue el amnios, una membrana impermeable que recubre el embrión pero le permite
respirar. De estos animales «amniotas», dos linajes divergieron en fechas tempranas y han sobrevivido hasta
nuestros días: los sinápsidos (representados por los mamíferos) y los saurópsidos (17.000 especies de
«reptiles» y aves), que son los que se nos unen en este punto. La filogenia que mostramos aquí está casi
resuelta.
Ilustraciones, de izquierda a derecha: pinzón de Darwin mediano (Geospizafortis); pavo real (Pavo
cristatus); pato mandarín (Aix galericulata); macuco grande (Tinamus solitarius); cocodrilo del Nilo
(Crocodylus niloticus); serpiente de jarretera (Thamnophis sirtalis parietalis); camaleón (Chamaeleo
chamaeleon); tuátara (Sphenodon punctatus); tortuga verde (Chelonia mydas).
En cierta ocasión, nada más iniciar una conferencia, un biólogo sentado entre el público me interrumpió
para preguntarme cuál era la diferencia registrada entre el pico de los pinzones que habían sobrevivido y
el de los que habían muerto.
«Una media de 0,5 milímetros», le respondí.
«¡No me lo creo!», exclamó. «No me creo que medio milímetro pueda tener tanta importancia».
«Bueno, los datos están ahí», le dije. «Primero mírelos y luego pregunte lo que quiera».
Y no preguntó nada.
Peter Grant calculó que, en el islote de Dafne Mayor, sólo harían falta 23 sequías
como la de 1977 para que Geospiza fortis se convirtiese en Geospiza
magnirostris. Por supuesto, la nueva criatura no sería literalmente G.
magnirostris, pero es una forma muy gráfica de visualizar el origen de las
especies y lo rápido que puede producirse. Poco podía imaginar Darwin, cuando
los descubrió y bautizó de modo inapropiado, que sus pinzones terminarían
siendo unos aliados tan poderosos.[4]
Aunque lo más probable es que es este ripio en concreto se escogiese por su rima
facilona, no cabe duda de que las formas de andar tienen algo de contagioso y se
imitan porque despiertan admiración. En el internado donde yo estudiaba, el de
Oundle, en el centro de Inglaterra, existía un ritual que consistía en que los
alumnos más veteranos entraban desfilando en la capilla cuando los demás ya
habíamos tomado nuestros asientos. Los andares de aquellos chicos, que se
imitaban unos a otros, eran en parte erguidos y en parte oscilantes (una muestra
de dominación, como sé perfectamente ahora que soy etólogo y colega de
Desmond Morris), y tan característicos y peculiares que mi padre, que los
presenciaba una vez cada trimestre con ocasión del día de los padres, les puso un
nombre: el bamboleo de Oundle. El escritor Tom Wolfe, perspicaz observador de
todo lo social, ha bautizado el garbo indolente de los jóvenes estadounidenses,
muy en boga en ciertas capas de la sociedad, como el paso del macarra. En la
época en que redacto estas líneas, el abyecto servilismo del primer ministro
británico hacia el presidente de los Estados Unidos le ha valido el título de
caniche de Bush. Varios analistas políticos se han fijado en que, sobre todo
cuando está al lado del texano, Blair imita su típica postura de vaquero
fanfarrón, con los brazos ligeramente arqueados a ambos lados del cuerpo como
si estuviese listo para desenfundar las pistolas.
Volviendo a nuestra hipotética secuencia de acontecimientos entre los
ancestros humanos, las hembras de la zona donde surgió la moda bípeda
preferían emparejarse con machos que la hubiesen adoptado. Y los escogían por
el mismo motivo por el que los individuos se sentían atraídos por la moda:
porque despertaba la admiración del grupo. El siguiente paso del razonamiento
es crucial. Los machos que más maña se diesen para la nueva forma de andar
más probabilidades tendrían de atraer hembras y tener hijos. Pero esto sólo sería
relevante en sentido evolutivo si las diferencias en cuanto a habilidad para
ejecutar el nuevo «paso» tuviesen un componente genético, lo cual es
perfectamente posible. Recuérdese que estamos hablando de una variación de la
cantidad de tiempo invertido en desarrollar una actividad existente. Es muy raro
que el cambio cuantitativo de una variable existente no tenga un componente
genético.
El siguiente paso del argumento se atiene a la teoría de la selección sexual.
Las hembras cuyo gusto se ajuste al de la mayoría tenderán a tener hijos que
hereden, del macho escogido por sus madres, la habilidad para caminar a la
moda bípeda. Y también tendrán hijas que hereden el gusto sexual de sus
madres. Esta doble selección —de machos que posean una determinada cualidad
y de hembras que admiren dicha cualidad— es, según la teoría de Fisher, el
ingrediente esencial de la selección fulminante y descontrolada. El aspecto clave
es que el rumbo exacto de esta evolución descontrolada es arbitrario e
imprevisible. Podría haber sido el opuesto; es más, en otra población puede que
lo fuese. Una desviación evolutiva en una dirección arbitraria e imprevisible es
justo lo que necesitamos para explicar por qué un grupo de simios (que se
convertirían en nuestros antepasados) evolucionó de buenas a primeras rumbo al
bipedalismo mientras que otro grupo (los antepasados de los chimpancés) no
hizo lo propio. Una ventaja añadida de esta teoría es que este acelerón evolutivo
habría sido rapidísimo: justo lo que necesitamos para explicar la de otro modo
inexplicable cercanía en el tiempo del Contepasado 1 y los supuestamente
bípedos Toumai y Orrorin.
Centrémonos ahora en el otro gran avance de la evolución humana, el
aumento del cerebro. En «El Cuento del Hábil» analizamos diversas teorías y
también pospuse la cuestión de la selección sexual hasta este cuento. En el libro
The Mating Mind, Geoffrey Miller sostiene que un porcentaje altísimo de los
genes humanos, hasta el 50%, se expresa en el cerebro. Una vez más, para que se
entienda bien la historia, conviene contarla desde un único punto de vista (el de
las hembras que escogen a los machos), aunque podría darse en el otro sentido, o
en ambos sentidos al mismo tiempo. Una hembra que quiera leer de manera
profunda y exhaustiva los genes de un macho hará bien en concentrarse en su
cerebro. Como no puede analizar directamente el cerebro, tendrá que fijarse en
cómo funciona. Y, según la teoría de que los machos facilitan esa observación
haciendo propaganda de sus cualidades, los aspirantes no pecarán de modestos,
sino que exhibirán toda su capacidad mental. Bailarán, cantarán, dirán
zalamerías, contarán chistes, compondrán música o poemas, la tocarán o los
recitarán, pintarán las paredes de las cavernas o los techos de la capilla Sixtina.
De acuerdo, ya lo sé, puede que Miguel Ángel no tuviese interés en impresionar
a las hembras, pero es perfectamente posible que su cerebro estuviese diseñado
por selección natural para impresionar a las hembras, del mismo modo que su
pene (independientemente de sus preferencias personales) estaba diseñado para
fecundarlas. Según esta tesis, el cerebro humano es una cola de pavo real mental
y se expandió como consecuencia del mismo tipo de selección sexual que
impulsó el aumento de la cola del pavo real. El propio Miller es partidario de la
versión fisheriana de la selección sexual, no de la wallaceana, pero las
consecuencias, en lo fundamental, son las mismas. El cerebro aumenta, y lo hace
de manera fulminante.
La psicóloga Susan Blackmore, en su atrevido libro La máquina de los
memes, formula una teoría más radical de la selección sexual en relación a la
mente humana. Blackmore se sirve de los llamados memes, unidades de herencia
cultural. Los memes no son genes, y no tienen nada que ver con el ADN más allá
de la analogía formal: mientras que los genes se transmiten por óvulos
fecundados (o virus), los memes se transmiten por imitación. Si yo le enseño al
lector a hacer un barquito de papel, un meme se transmite de mi cerebro al suyo.
A continución, el lector puede enseñar la misma técnica a otras dos personas,
cada una de las cuales se la enseña a otras dos y así sucesivamente. El meme
estaría propagándose exponencialmente, como un virus. Suponiendo que
hayamos impartido adecuadamente nuestras enseñanzas, las sucesivas
generaciones del meme no serán diferentes a simple vista de las primeras. Todas
producirán el mismo fenotipo[7] papirofléxico. Algunos barquitos estarán mejor
hechos que otros, porque algunas personas, pongamos por caso, son más
meticulosas que otras. Pero la calidad no sufrirá un deterioro gradual y
progresivo con el paso de las «generaciones». El meme se transmite entero e
intacto, como un gen, aun cuando varíen los detalles de su expresión fenotípica.
Este ejemplo particular de meme es una buena analogía para un gen, sobre todo
para el de un virus. Una forma peculiar de hablar o una técnica de carpintería
serían candidatos más dudosos, por cuanto las sucesivas generaciones de un
linaje de imitaciones probablemente (es una mera conjetura) se harían cada vez
más diferentes de la generación original.
Blackmore, al igual que el filósofo Daniel Dennett, considera que los memes
desempeñaron un papel decisivo en el proceso que nos hizo humanos. En
palabras de Dennett:
El refugio al que ha de llegar todo meme para garantizar su supervivencia es la mente humana, sólo que
la mente humana es, en sí misma, un artefacto que se crea cuando los memes reestructuran un cerebro
humano para hacer de él un hábitat más conforme a sus necesidades. Las vías de entrada y salida se
modifican para adaptarse a las condiciones imperantes, y se ven reforzadas mediante diversos
dispositivos artificiales que mejoran la fidelidad y minuciosidad de la replicación: una mente de lengua
materna china difiere radicalmente de una mente de lengua materna francesa y una mente alfabetizada
difiere de una mente analfabeta.[8]
Los animales terrestres, por razones obvias, lo tienen muy difícil para llegar a
islas tan remotas como las Galápagos o Mauricio. Si como resultado de un
insólito accidente, la tantas veces invocada travesía involuntaria a bordo de una
balsa de mangle, consiguen llegar a una isla como Mauricio, lo más probable es
que se encuentren con una vida regalada. La razón es precisamente lo difícil que
es llegar a la isla, donde la competición y la depredación no serán tan feroces
como en el continente. Como ya hemos visto, probablemente fue así como
llegaron a Sudamérica los monos y los roedores.
Cuando digo que colonizar una isla es difícil debo apresurarme a evitar el
malentendido habitual. Un individuo que se esté ahogando puede tratar
desesperadamente de llegar a la costa, pero ninguna especie trata jamás de
colonizar una isla. Una especie no es una entidad que trate de hacer nada. Puede
darse el caso, por puro azar, de que los miembros de una especie se encuentren
en condiciones de colonizar una isla hasta entonces no habitada por sus
congéneres. Es de esperar que los individuos en cuestión le saquen partido a ese
vacío y, con el tiempo, habrá quien diga, a toro pasado, que la especie ha
colonizado la isla. También puede que los descendientes de la especie cambien
evolutivamente su forma de vida para acomodarse a las nuevas condiciones
imperantes en la isla.
Ésa es la esencia del Cuento del Dodo. Los animales terrestres lo tienen
difícil para llegar a una isla, pero mucho más fácil si tienen alas. Como los
ancestros de los pinzones de Darwin… o los del dodo, quienesquiera que fuesen.
Los animales voladores se encuentran en una situación especial: no necesitan la
consabida balsa de mangle. Sus propias alas los transportan a una isla remota,
puede que también por accidente debido a una tempestad. Una vez allí descubren
que ya no tienen más necesidad de alas, sobre todo porque en las islas no suele
haber depredadores. Por eso, los animales isleños, como señaló Darwin, suelen
ser tremendamente dóciles. Y, por eso, son bocado fácil para los marineros. El
ejemplo más famoso es el del dodo, Raphus cucullatus, al que Linneo, el padre
de la taxonomía, bautizó con el cruel nombre de Didus ineptus.
La propia palabra dodo viene de una voz portuguesa que significa
«estúpido», pero es injusto llamar estúpido al dodo. Cuando en 1507 los
portugueses llegaron a Mauricio, los abundantes dodos eran completamente
dóciles y se acercaban a los recién llegados con una actitud poco menos que
confiada. ¿Por qué no habrían de ser confiados si durante miles de años sus
ancestros no se habían encontrado con un solo depredador? Lástima de
confianza. Los desdichados dodos fueron muertos a garrotazos por los marineros
portugueses y, después, por los holandeses, y eso que su carne, por lo visto, tenía
un sabor desagradable. Presumiblemente los masacraban por deporte. La
extinción tardó menos de dos siglos en consumarse. Como tantas veces, se debió
a una combinación de causas más o menos directas. Los humanos introdujeron
perros, cerdos, ratas y refugiados religiosos. Los tres primeros se comían los
huevos de los dodos y los últimos plantaron caña de azúcar, destruyendo los
hábitats naturales de las aves.
La idea de la conservación de las especies es muy moderna. Dudo de que en
el siglo XVII a nadie le entrase en la cabeza el concepto de extinción y sus
consecuencias. Casi me falta valor para contar la historia del dodo de Oxford, el
último ejemplar que se disecó en Inglaterra. Su dueño y taxidermista, John
Tradescant, se vio inducido a legar su enorme colección de curiosidades y
tesoros al tristemente célebre (a decir de algunos) Elias Ahmole, razón por la
cual el Museo Ashmoleano de Oxford no se llama Museo Tradescantiano, que es
como (según algunos) debería llamarse. Posteriormente los conservadores del
museo (aunque hay quien dice que la imputación es falsa) decidieron quemar,
como si fuera basura, todo el dodo de Tradescant excepto el pico y una pata.
Actualmente dichos restos descansan en mi lugar de trabajo, el Museo de
Ciencias Naturales de la Universidad de Oxford, donde, como bien saben todos
los lectores de Alicia en el país de las maravillas, inspiraron a Lewis Carroll. Y
también a Hilaire Belloc:
Parece ser que el dodo blanco, Raphus solitarius, corrió idéntica suerte en la
vecina isla de Reunión.[9] Y Rodríguez, la tercera isla del archipiélago de las
Mascareñas, albergaba y perdió de la misma manera a un pariente algo más
lejano, el solitario de Rodríguez, Pezophaps solitaria.
Los antepasados de los dodos tenían alas. Eran palomas que llegaron a las
Mascareñas por sus propios medios, si acaso ayudadas por un viento favorable
más fuerte de lo normal. Una vez allí, como ya no tenían necesidad de volar
porque no había nada de lo que huir, perdieron las alas. Al igual que las
Galápagos y las Hawai, estas islas son volcánicas y de formación reciente:
ninguna tiene más de siete millones de años. Las pruebas moleculares indican
que el dodo y el solitario probablemente llegaron a las Mascareñas desde el este,
no desde África y Madagascar como cabría suponer. Puede que el solitario
completase la mayor parte de su divergencia evolutiva antes de llegar finalmente
a Rodríguez, aunque conservando la suficiente capacidad de vuelo como para
arribar desde Mauricio.
¿Por qué tomarse la molestia de perder las alas? Con todo lo que tardaron en
evolucionar, ¿por qué no conservarlas por si un día vuelven a resultar útiles? Por
desgracia (para el dodo), no es así como procede la evolución. Ésta no obra
conscientemente ni, desde luego, con previsión. Si lo hiciese, los dodos habrían
conservado las alas y los vandálicos marineros portugueses y holandeses no se
habrían encontrado con una presa tan fácil.
La funesta suerte del dodo conmovió al difunto Douglas Adams. En uno de
los episodios de Doctor Who, la serie televisiva para la que escribió algunos
guiones en la década de 1970, la habitación que el anciano profesor Chronotis
ocupa en Cambridge se transformaba en una máquina del tiempo, aunque el
profesor sólo la usaba para entregarse a su vicio secreto: visitar obsesiva y
repetidamente Mauricio en el siglo XVII para llorar la desaparición del dodo. El
capítulo nunca llegó a emitirse por culpa de una huelga de los trabajadores de la
BBC, pero Douglas Adams reciclaría el tema del duelo por el dodo en su novela
Dirk Gently: agencia de investigaciones holísticas. Seré un sentimental, pero, en
este punto, quiero hacer una pausa en señal de respeto y homenaje a Douglas, a
Chronotis y al animal cuya pérdida lloraba el profesor.
Ni la evolución ni el motor que la impulsa, la selección natural, obran con
previsión. Dentro de cada especie, los individuos mejor dotados para sobrevivir
y reproducirse aportan a la siguiente generación más genes de los que les
correspondería por promedio. La consecuencia, por ciega que sea, es lo más
parecido a la previsión que se puede encontrar en la naturaleza. Las alas podrían
ser útiles dentro de un millón de años, cuando lleguen unos marineros garrota en
ristre, pero en el inmediato aquí y ahora no contribuyen a que un ave tenga más
crías y transmita más genes a la siguiente generación. Al contrario: las alas y,
sobre todo, los enormes músculos pectorales necesarios para moverlas, son un
lujo muy costoso. Si se atrofian, los recursos ahorrados pueden invertirse en algo
de mayor utilidad inmediata, como, por ejemplo, poner más huevos, que son
útiles para sobrevivir y reproducen los mismísimos genes que programaron la
reducción de las alas.
Ésas son las cosas que continuamente hace la selección natural: atrofiar un
poquito aquí, agrandar un poquito allá, poner esto, quitar lo otro, siempre
retocando y, en suma, optimizando la capacidad reproductora inmediata. La
supervivencia de las futuras generaciones no es un factor que el cálculo tenga en
cuenta, por la sencilla razón de que el proceso, en rigor, no tiene nada de cálculo.
Todo sucede automáticamente conforme unos genes sobreviven en el acervo
génico y otros no.
El triste final del dodo de Oxford (el dodo de Alicia, el dodo de Belloc) ha
tenido un epílogo más alegre que, en cierto modo, lo mitiga. Un grupo de
científicos de Oxford del laboratorio de mi colega Alan Cooper solicitó y obtuvo
permiso para extraer una pequeña muestra del interior de uno de los huesos del
pie del ejemplar del museo. También consiguieron un fémur de solitario hallado
en una cueva de la Isla Rodríguez. Los dos huesos les proporcionaron suficiente
ADN mitocondrial como para establecer una serie de detalladas comparaciones
letra por letra entre las secuencias genéticas de ambas aves y de un amplio
espectro de aves actuales. Los resultados han confirmado que, tal y como se
sospechaba desde hacía tiempo, los dodos eran palomas modificadas. Tampoco
es una sorpresa que, dentro de la familia de las palomas, el pariente más cercano
del dodo sea el solitario, y viceversa. Lo que resulta ya más inesperado es que
estos dos gigantes incapaces de volar tengan su nido filogenético en pleno
corazón del árbol de las palomas. Dicho de otro modo: los dodos están más
emparentados con algunas palomas voladoras de lo que éstas lo están con otras
palomas voladoras, a pesar de que, a simple vista, lo lógico sería esperar que
todas las palomas guardasen un parentesco más cercano entre sí y que los dodos
figurasen en una rama más alejada. Entre las palomas, el pariente más cercano
de los dodos es la paloma de Nicobar, Caloenus nicobarica, un bello pájaro del
sureste asiático. A su vez, los parientes más cercanos del grupo que forman la
paloma de Nicobar y los dodos son la paloma coroniblanca, un espléndido pájaro
de Nueva Guinea, y Didunculus, una rara paloma de pico dentado de Samoa que
se parece un poco a un dodo y cuyo nombre, de hecho, significa «pequeño
dodo».[10]
Los científicos de Oxford comentan que el estilo de vida nómada de la
paloma de Nicobar es perfecto para colonizar islas remotas, de ahí que se hayan
encontrado fósiles de pájaros de este tipo en archipiélagos del Pacífico situados
tan al este como el de las Pitcairn. Estas palomas coronadas Victoria y palomas
de pico dentado, señalan los científicos, son aves de gran tamaño que viven a ras
de suelo y rara vez vuelan. Parece como si las especies que integran este
subgrupo de palomas tuviesen la costumbre de colonizar islas para,
posteriormente, perder la capacidad de volar y hacerse más grandes y más
parecidas a los dodos. El dodo propiamente dicho y el solitario serían los casos
extremos de esta tendencia.
Historias como la del dodo se han repetido en diversas islas de todo el
mundo. Muchas familias de aves, en la mayoría de las cuales predominan las
especies voladoras, han desarrollado en las islas variantes incapaces de volar. En
Mauricio, sin ir más lejos, existía un rascón de gran tamaño incapaz de volar,
Aphanapteryx bonasia, que también está extinto, y al que en alguna ocasión se
ha confundido con el dodo. Isla Rodriguez albergaba a una especie relacionada,
Aphanapteryx leguati. Parece ser que los rascones se prestan a la mencionada
tendencia de migrar de isla en isla y terminar perdiendo la facultad del vuelo.
Además de las especies del océano Índico, también hay un rascón no volador en
el archipiélago de Tristán de Cunha, en el Atlántico Sur; y la mayoría de las islas
del Pacífico tienen (o han tenido) sus propias especies de rascón no volador.
Antes de que el hombre arruinase la avifauna hawaiana, había más de doce
especies de rascón en el archipiélago. De las sesenta y tantas especies de rascón
que viven actualmente en el mundo, más de una cuarta parte son incapaces de
volar, y todos los rascones no voladores viven en islas (si contamos islas de gran
tamaño como Nueva Guinea y Zelanda). A raíz del contacto humano, puede que
en las islas tropicales del Pacífico se hayan extinguido la friolera de 200
especies.
También en Mauricio, y asimismo ya extinto, había un loro de gran tamaño:
Lophopsittacus mauritianus. Este loro crestado, que volaba bastante mal,
posiblemente ocupase un nicho similar al del loro kakapo, que todavía sobrevive
(de milagro) en Nueva Zelanda.[11] Las dos islas que forman Nueva Zelanda son,
o eran, el hogar de un gran número de aves no voladoras pertenecientes a
muchas familias. Una de las más llamativas era la conocida como aptornis, un
ave robusta y voluminosa, pariente lejano de grullas y rascones. Tanto en la isla
norte de Nueva Zelanda como en la sur existían diversas especies de aptornis,
pero lo que no había en ninguna de las dos era mamífero alguno, a excepción
(por el motivo evidente que subyace a «El Cuento del Dodo») de murciélagos,
luego cabe suponer que los aptornis se ganaban la vida de un modo semejante al
de los mamíferos, llenando ese nido vacante.
En todos estos casos, la historia evolutiva es casi con toda certeza una
versión de «El Cuento del Dodo». Aves voladoras ancestrales llegan por sus
propios medios a una isla remota donde la ausencia de mamíferos abre las
puertas a una vida a ras de suelo. Las alas dejan de tener la utilidad que tenían en
el hábitat anterior, las aves renuncian al vuelo; y tanto las alas como los gravosos
músculos pectorales degeneran. Hay una notable excepción, uno de los grupos
más antiguos y más conocidos de aves no voladoras: las rátidas, el órden de los
Avestruces. La historia evolutiva de las rátidas es muy diferente a la del resto de
aves no voladoras y merece un tratamiento exclusivo en «El Cuento del Ave
Elefante».
De pequeño, la imagen de los cuentos de Las mil y una noches que más
estimulaba mi imaginación era la del encuentro entre Simbad el marino y el roc.
En un primer momento, Simbad pensaba que la monstruosa ave era una nube
que oscurecía el sol:
Había oído decir a viajeros y peregrinos que en cierta isla moraba un pájaro enorme llamado roc que
daba de comer elefantes a sus polluelos.
La leyenda del roc reaparece en varios cuentos de Las mil y una noches (dos
protagonizados por Simbad y dos por Abderramán). Marco Polo menciona que
vive en Madagascar, y se decía que los embajadores del rey de esa isla habían
regalado una pluma de roc al gran jan de Catai. Michael Drayton (1563-1631) se
refirió al gigantesco roc para contrastarlo con el proverbialmente diminuto
chochín:
¿Cuál es el origen de la leyenda del roc? Y si era pura fantasía, ¿por qué esa
conexión recurrente con Madagascar?
Ciertos fósiles hallados en Madagascar muestran que allí vivió un ave
gigantesca, el ave elefante o Aepyornis maximus, tal vez hasta el siglo XVII,[12]
aunque lo más probable es que fuese hasta el 1000 d. C. El ave elefante
finalmente se extinguió, quizá porque los humanos robaban sus huevos, que
llegaban a medir un metro de circunferencia[13] y habrían proporcionado tanto
alimento como 200 huevos de gallina. Medía tres metros de alto y pesaba casi
media tonelada (como cinco avestruces juntos). A diferencia del legendario roc
(que usaba sus 16 metros de envergadura para transportar a Simbad y algún que
otro elefante), no volaba y tenía unas alas (relativamente) pequeñas, como las del
avestruz. No obstante, a pesar de ser parientes, sería un error considerarlo un
avestruz gigantesco: Aepyornis era un ave más robusta y corpulenta, una especie
de tanque con plumas con una cabeza y un cuello de gran tamaño, a diferencia
de los del avestruz, que recuerdan a un esbelto periscopio. Teniendo en cuenta
como nacen y se hinchan las leyendas, es lícito pensar que el ave elefante fuese
el origen del mito del roc.
Ni un moa, ni un moa
En la vieja Ao-tea-roa.[15]
No se encuentra ninguno,
Se los comieron uno por uno.
Sin tregua los cazaron
y ni las plumas quedaron.
Las aves elefante y los moas (pero no los carnívoros fororracoides ni varios otros
gigantes no voladores también extintos) eran rátidas, una vieja familia de aves
que, en la actualidad, integran los ñandúes de Sudamérica, los emúes de
Australia, los casuarios de Nueva Guinea y Australia, los kiwis de Nueva
Zelanda, y los avestruces, hoy en día exclusivos de África y Arabia, pero
anteriormente comunes en Asia e incluso Europa.
Me deleito con el espectáculo de la selección natural y habría estado
encantado de informar al lector de que las rátidas desarrollaron por separado su
incapacidad de volar en diversas partes del mundo, en conformidad con el
mensaje de «El Cuento del Dodo». En otras palabras, me habría gustado que las
rátidas hubiesen sido un agrupamiento artificial y que su apariencia superficial
se debiese a presiones semejantes en diversos lugares. Por desgracia, no es el
caso. La verdadera historia de las rátidas, cuyo relato he adjudicado al ave
elefante, es muy distinta. Y debo admitir que, en cierto modo, termina por
resultar aún más fascinante. «El Cuento del Ave Elefante», junto con su epílogo,
es el cuento de Gondwana y de la deriva continental o, como se la llama ahora,
de la tectónica de placas.
Las rátidas son, sin lugar a dudas, un grupo natural. Los avestruces, los
emúes, los casuarios, los ñandúes, los kiwis, los moas y las aves elefante están
más relacionados entre sí que con cualquier otra ave.
Y su antepasado común tampoco volaba. Es probable que perdiese las alas,
por las mismas razones que el dodo: salió volando de Gondwana y llegó a una
isla lejana. Pero eso fue antes de que las rátidas se dividiesen y diesen lugar a las
diversas formas cuyos descendientes vemos hoy en los diferentes continentes e
islas australes. Es más, la escisión de las rátidas respecto de las demás aves es
antiquísima, y constituyen un grupo verdaderamente ancestral en el sentido que
paso a explicar. Las aves actuales se dividen en dos grupos: por un lado están las
rátidas y los macucos o tinamúes (un grupo de aves sudamericanas que sí
vuelan) y, por otro, el conjunto de todas las demás aves. Por lo tanto, toda ave
pertenece o bien al grupo de rátidas y macucos, o al de todas las demás, y la
división entre estas dos categorías es la más antigua que existe entre las aves
actuales. Digo actuales porque hay varios grupos de aves extintas (tanto
voladoras como no voladoras) que no están emparentados con ningún ave
moderna.
Las rátidas constituyen, pues, un grupo natural, con un antepasado común
que tampoco tenía alas. Esto no significa que no hubiese un antepasado más
antiguo de todas las rátidas que volase. Sin duda lo hubo pues, ¿cómo si no iban
a tener (la mayoría de ellas) alas vestigiales? Existen incluso pruebas fósiles al
respecto, concretamente Lithornis, un pariente volador de las rátidas, que vivió
en Norteamérica durante el Paleoceno y Eoceno. Pero el antepasado común más
reciente de todas las rátidas actuales ya había reducido sus alas a unos muñones
vestigiales mucho antes de que sus descendientes se ramificasen dando lugar a
los diversos grupos de rátidas que hoy conocemos. Esto nos priva del consabido
cuento de los antepasados que vuelan allende mares hasta una tierra lejana y
pierden las alas cada uno por su cuenta. Las rátidas llegaron a sus diferentes
hogares actuales sin disfrutar de las ventajas de las alas ni del vuelo. ¿Cómo lo
lograron?
Andando. Completaron todo el trayecto andando.[16] ¿Cómo es posible? Ése
es el meollo de «El Cuento del Ave Elefante». No había mares, no había nada
que cruzar. Los continentes separados de la actualidad estaban a la sazón todos
unidos y las grandes aves no voladoras no tuvieron que mojarse las patas.
Cuando era pequeño y vivíamos en África, mi padre siempre nos contaba a
mi hermana pequeña y a mí un cuento antes de dormir. Guarecidos bajo la
mosquitera y maravillados con su luminoso reloj de pulsera, escuchábamos la
historia de un broncosauro que vivía «muy, muuuuuy lejos», en un lugar
llamado Gonguanalandia. No volví a acordarme hasta mucho tiempo después,
cuando supe de la existencia de un gran continente austral llamado
Gondwanaland.
Hace 150 millones de años, Gondwanaland o, mejor dicho, Gondwana,
comprendía todo lo que hoy conocemos como Sudamérica, África, Arabia, la
Antártida, Australasia, Madagascar y la India. África rozaba la Antártida con su
punta meridional y se inclinaba hacia la derecha. En consecuencia, entre la costa
oriental de África y la costa septentrional de la Antártida quedaba un hueco
triangular, aunque el hueco en realidad no era tal, porque lo llenaba India. En esa
época India estaba separada del resto de Asia (Laurasia) por un océano, el mar
de Tetis, cuyo centro más o menos corresponde en la actualidad al Océano
Índico y cuyo extremo más occidental dio lugar al actual Mediterráneo.
Madagascar estaba encajado entre India y África, unido a ambas por los dos
lados. Australia, Nueva Guinea y la naciente
Nueva Zelanda también estaban unidas a la Antártida, al este de la India
(véase el mapa de la página siguiente).
Pero Gondwana estaba a punto de fragmentarse. Intuirá el lector adónde nos
lleva el cuento. Cuando las rátidas surgieron en Gondwana, podían llegar
caminando a cualquiera de las regiones donde más tarde vivirían. Se han
encontrado fósiles de rátidas hasta en la Antártida que, por aquel entonces, según
indican los fósiles vegetales, estaba cubierta de bosque templado subtropical.
Las rátidas ancestrales deambulaban a su antojo a lo largo y ancho del continente
de Gondwana sin sospechar que su tierra natal estaba llamada a desintegrarse en
pedazos separados por miles de kilómetros de océano. Cuando así ocurrió, las
rátidas también se hicieron a la mar: una travesía con todas las de la ley. En este
caso, sin embargo, la embarcación no fue el socorrido fragmento de manglar,
sino el mismísimo suelo que pisaban. Y, a bordo de sus respectivas masas
terrestres, que no dejaban de separarse, dispusieron de muchísimo tiempo para
evolucionar cada una por su cuenta y desarrollar sus características
correspondientes.
La desintegración se produjo de manera bastante súbita y explosiva según los
parámetros del tiempo geológico. Hace unos 150 millones de años, India (y
Madagascar, que seguía unido a ésta) empezó a desgajarse de África. Mientras se
ensanchaba el hueco entre ambas, hace unos 140 millones de años, el océano
empezó a abrirse paso entre el otro lado de India y la Antártida, y entre ésta y
Australia. Un poco después, Sudamérica comenzó a alejarse de las costas
occidentales de África, y hace 120 millones de años ya las separaba un canal
larguísimo, estrecho y sinuoso. El último lugar por el que se podía cruzar de una
a otra era el angosto pasillo de tierra que seguía uniendo África occidental con lo
que hoy es Brasil. Para entonces se había abierto un canal igualmente largo y
estrecho entre la Antártida y la nueva costa meridional de Australia. Hace unos
80 millones de años, Madagascar se desgajó de India y se quedó más o menos en
la posición que ocupa actualmente, mientras India emprendía una migración
espectacularmente rápida hacia el norte para terminar incrustándose en la costa
meridional de Asia y dar origen a la cordillera del Himalaya. A todo esto,
durante ese mismo periodo, los demás fragmentos de Gondwana habían seguido
separándose, cada uno cargado con su propio contingente de rátidas: ñandúes
ancestrales en el nuevo continente de Sudamérica, aves elefante ancestrales en
India/Madagascar, emúes ancestrales en Australia, avestruces ancestrales en…
Bueno, de esto hablaremos más adelante.
La tierra en el Jurásico superior, hace unos 150 millones de años [257]. El supercontinente de Pangea se
había visto dividido en Laurasia (al norte) y Gondwana (al sur), y el océano Atlántico empezaba a formarse.
El propio Gondwana estaba a punto de fragmentarse. El clima era muy benigno.
Los fósiles vegetales indican que la Antártida del Cretácico era una región
subtropical, cubierta de vegetación exuberante y propicia para la vida animal.[17]
La ausencia de fósiles en la zona no debe interpretarse como ausencia de
animales: una vegetación tan rica por fuerza tuvo que sustentar una fauna
abundante. Como ya he mencionado, entre los pocos fósiles animales que se han
encontrado figuran rátidas de gran tamaño, algunas tan grandes como moas, y
parece probable que estas aves abundasen en la Antártida del Cretácico. No es
que la región fuese necesariamente la Gran Estación Central de Villa Rátida,
pero sí constituía un puente terrestre apacible y acogedor por el que estas aves
podían cruzar de un lado a otro del mundo, desde África y Sudamérica a
Australia y Nueva Zelanda, y también a India/Madagascar.
Desde el punto de vista de un errabundo antepasado de rátida, lo importante
no es en qué punto se separó de Gondwana la mayor parte del continente que
habitaba, sino hasta cuándo pudo haber cruzado a pie de una masa a otra. Por
ejemplo, hace 100 millones de años, África ya estaba bastante separada de la
Antártida por el sur y de India/Madagascar por el este. En este contexto, África
ya era una isla. También estaba claramente separada de Sudamérica, a lo largo de
casi toda su costa occidental. Sin embargo, aún persistía el citado puente
terrestre entre el borde meridional de esa protuberancia que es África occidental
y una parte del actual Brasil. Éste fue el último momento en que los antepasados
del ñandú estuvieron en contacto con el resto de lo que en su día había sido
Gondwana. Disponemos de otras fechas relativas a los últimos contactos entre
los diversos elementos de esta diáspora continental.
¿Hay alguna coincidencia entre las fechas en que los diversos continentes e
islas se separaron geográficamente y las fechas en que, según indica la genética
molecular, las correspondientes líneas ancestrales de las rátidas se separaron
evolutivamente? O, si eso es mucho pedir, ¿son al menos compatibles? Pues sí,
lo son. Y además (salvo el kiwi y, en un sentido muy interesante que abordaré
enseguida, el avestruz) son incompatibles con la hipótesis contraria de que las
rátidas se distribuyeron por sus actuales masas continentales después de que
éstas se separasen unas de otras.
Alan Cooper y sus colegas de Oxford, a quienes hemos conocido en «El
Cuento del Dodo», han comparado la genética molecular de todas las rátidas.
Cuando se trata de especies actuales, la labor es sencilla. Basta con ir al
zoológico y extraer una muestra de sangre de un avestruz, de un ñandú, etcétera.
Es más, muchas de las secuencias genéticas ya han salido publicadas en los
medios especializados. El equipo de Cooper, sin embargo, fue más allá y
secuenció el ADN mitocondrial de dos géneros de moa y de un ave elefante a
partir, únicamente, de viejos huesos que tomaron prestados del museo. Lo más
sorprendente es que lograron recomponer todo el genoma mitocondrial de ambos
géneros de moa, que llevaban muertos como mínimo 700 años. El material del
ave elefante estaba peor conservado, pero así y todo se las arreglaron para
secuenciar parte del ADN. Los investigadores estaban, pues, en condiciones de
comparar las ancestrales secuencias genéticas unas con otras y con las de las
rátidas actuales. La técnica del reloj molecular les permitió fechar
aproximadamente las divergencias evolutivas entre las rátidas.
Sería bonito poder decir que las separaciones moleculares entre las rátidas
coinciden exactamente con las separaciones geográficas entre sus tierras natales.
Por desgracia, las fechas no son lo bastante precisas como establecer con
garantías esa coincidencia. Recordemos, no obstante, que llegar a un lugar
pasando de una isla a otra siguió siendo una posibilidad tras el
desmembramiento de Gondawana, incluso para los animales incapaces de volar,
luego el momento exacto en que las diversas partes de Gondwana soltaron
amarras tampoco es demasiado significativo. Al fin y al cabo, las aves no
voladoras no son más incapaces de volar que mamíferos como los monos y los
roedores, que cruzaron de África a Sudamérica, ni que las iguanas que llegaron a
Anguila arrastradas por el huracán. Para complicar aún más las cosas, la mayoría
de las masas continentales se separaron de Gondwana de manera casi simultánea
(lo que geológicamente hablando quiere decir «unos pocos millones de años
más, unos pocos millones de años menos»). Las secuencias moleculares, sin
embargo, nos permiten afirmar con seguridad que las escisiones ancestrales entre
las rátidas son muy antiguas: lo bastante como para cuadrar perfectamente con la
teoría de que, cuando Gondwana se desintegró, sus antepasados ya se hallaban
en sus respectivos hogares australes.
Lo más probable es que ocurriese lo siguiente. Pensemos en la Antártida
como la unidad de la que se desgajaron los demás continentes. Lógicamente,
éstos también se separaron unos de otros, pero siempre es bueno contar con un
punto de referencia y la posición central de la Antártida viene muy bien en este
sentido por cuanto ayuda a visualizarlo. Es más, como ya hemos visto, durante el
periodo del que nos estamos ocupando en este cuento, es decir, el Cretácico, que
se inició hace 140 millones de años y concluyó hace 60, la Antártida no era ni
mucho menos el desierto helado que es hoy. ¿Acaso porque se encontraba en una
latitud más benigna? No, puesto que apenas estaba un poco más al norte que en
la actualidad. Era una región templada porque, debido al perfil de las costas, las
corrientes cálidas de los trópicos llegaban a las latitudes australes más remotas,
un fenómeno análogo, aunque más espectacular, al de la moderna corriente del
Golfo, que, entre otras cosas, propicia que crezcan palmeras en el oeste de
Escocia. Una de las consecuencias de la fragmentación de Gondwana fue que la
corriente cálida dejó de dirigirse al sur. La Antártida pasó a padecer el clima
glacial propio de la latitud en que se encuentra y desde entonces ha sido el lugar
gélido que hoy conocemos.
Así pues, en la Antártida había gran cantidad de rátidas y, además, en el
momento oportuno. El resto de la historia es muy simple. Sudamérica ya
albergaba un nutrido contingente de antepasados de los ñandúes. Nueva Zelanda
se separó de la Antártida hace unos 70 millones de años, llevándose a bordo un
cargamento de moas. Los datos moleculares indican que unos diez millones de
años antes los moas ya habían divergido de las demás rátidas. Australia perdió el
contacto con la Antártida hace unos 56 millones de años. Esto cuadra con la
citada evidencia molecular de que los moas se escindieron de las demás rátidas
antes (hace 82 millones de años) que las rátidas australianas, el emú y el
casuario, que divergieron unos de otros hace unos 30 millones de años. Los
kiwis son, probablemente, la única excepción que confirma la regla de que todas
las rátidas llegaron andando a sus destinos. No son parientes cercanos de los
moas, sino que están más emparentados con las rátidas australianas y,
presumiblemente, llegaron de Australia a Nueva Zelanda saltando de isla en isla
y pasando por Nueva Caledonia. Por lo que respecta al ave elefante, se quedó en
Madagascar después de que esta isla se desprendiese de India hace unos 75
millones de años, y allí permaneció hasta la llegada del ser humano.
Y aquí nos encontramos con el avestruz, del que prometí que volvería a
ocuparme. Hace unos 90 millones de años dejó de ser posible cruzar por tierra
desde África a cualquier otro lugar de la antigua Gondwana. Ése fue, pues, el
último momento en el que un ave africana como el avestruz pudo haber
divergido del resto de las rátidas. Sin embargo, los datos moleculares indican que
el linaje del avestruz divergió después, hace unos 75 millones de años. ¿Cómo es
posible?
El razonamiento es un poco complicado, así que permítaseme exponer de
nuevo el problema. Las pruebas geográficas indican que hace unos 90 millones
de años África ya estaba separada del resto de la antigua Gondwana, pero las
pruebas moleculares indican que el avestruz se escindió de las demás rátidas
hace unos 75 millones de años. ¿Dónde estuvieron los antepasados de los
avestruces durante ese intervalo de 15 millones de años? Por los motivos que
acabamos de citar, cabe suponer que no estuvieron en África. Podrían haber
estado en cualquier lugar del resto de Gondwana, habida cuenta de que todos los
demás elementos del antiguo continente (Sudamérica, Australia, Nueva Zelanda
e India/Madagascar) seguían conectados entre sí, aunque sólo fuese a través de
la Antártida y de los puentes continentales aún existentes.
Entonces, ¿cómo es que los avestruces modernos terminaron en África? Alan
Cooper ha ideado una ingeniosa teoría. India/Madagascar siguió conectada a la
Antártida por medio del gran puente continental (hoy sumergido) de la meseta de
Kerguelen hasta hace 75 millones de años, cuando la actual Sri Lanka se
desprendió. Hasta entonces, los antepasados del avestruz y del ave elefante
seguían estando en contacto con la Antártida y, por consiguiente, con el resto de
Gondwana (a excepción de África, que se había separado previamente). Cooper
sostiene que, en el momento de producirse esta separación, los antepasados del
avestruz y del ave elefante se hallaban en India/Madagascar. Según esta
hipótesis, el último momento en que las líneas ancestrales del avestruz y del ave
elefante pudieron haberse escindido de las demás rátidas fue hace 75 millones de
años, lo que encaja perfectamente con los datos moleculares. Cinco millones de
años después, India se desprendió de Madagascar, llevándose a los futuros
avestruces y dejando a las futuras aves elefante.
Hasta aquí todo en orden. Pero seguimos sin resolver el enigma que dio pie a
esta parte del cuento. Si los antepasados del avestruz estaban instalados en India,
que a la sazón era una isla, ¿cómo es que terminaron en África? Llegamos así a
la última parte de la teoría de Cooper. Como recordará el lector, India, tras
separarse de Madagascar, se alejó con rumbo norte a toda velocidad hasta llegar
a su posición actual en el continente asiático. Cooper sostiene que India llevaba
consigo a los antepasados de los avestruces y que éstos se aprovecharon de la
colisión para introducirse en Asia. Una vez allí, el linaje del avestruz se abrió en
abanico hacia el norte. Todavía hay avestruces en Arabia, y hay fósiles de
avestruz en Asia, incluida India, y hasta en Europa. Por aquel entonces, como
ahora, África estaba unida a Asia por Arabia, y por esta ruta llegaron finalmente
los avestruces a su hogar actual, hace unos 20 millones de años. Según Cooper,
los avestruces ancestrales no fueron ni mucho menos los únicos animales que
cogieron el barco indio con destino a Asia. En su opinión, el cargamento de
animales procedentes de Gondwana que viajó a bordo de India desempeñó un
papel fundamental en la recolonización de Asia tras la catástrofe que puso fin a
los dinosaurios.
La leyenda del roc, el fabuloso pájaro gigantesco capaz de levantar elefantes,
es una de esas maravillas que nos cautivan de niños. Pero, ¿acaso la historia real
de los continentes que se desplazan miles y miles de kilómetros no es aún más
maravillosa y más digna de cautivar la imaginación adulta? Estudiémosla
detenidamente en el epílogo de este cuento.
Bandas magnéticas en las dos vertientes de una dorsal oceánica. Las franjas oscuras representan
polaridad normal; las blancas, polaridad inversa. Los geólogos las agrupan en intervalos magnéticos
dominados por polaridades de uno u otro signo. Quienes primero identificaron la simetría de las franjas
como prueba de la expansión del fondo marino fueron Fred Vine y Drummond Matthews en un artículo
publicado en Nature en 1963 y que hoy se considera un clásico [296]. La corteza y la rígida capa superior
del manto, que juntas constituyen lo que se conoce como litosfera, se fracturan a causa de las corrientes de
convección presentes en el magma de la astenosfera, la capa semirrígida del manto situada bajo la litosfera.
La configuración característica de las franjas nos permite determinar la edad de las rocas del fondo oceánico
hasta hace unos 150 millones de años. El fondo oceánico anterior a esa fecha ha sido destruido por la
subducción.
también reparó en que las ranas que se introducen artificialmente en islas lejanas
medran y proliferan. El naturalista suponía que la dureza del cascarón de los
huevos de lagarto los protegía del agua salada, mientras que los de rana se echan
a perder al menor contacto con dicho medio. Eso sí, hay ranas en todos los
continentes (salvo en la Antártida) y lo más probable es que lleven ahí desde
antes de la fragmentación de Gondwana. Son un grupo de mucho éxito.
Las ranas me recuerdan en cierto sentido a las aves. Las dos tienen un diseño
corporal que es una modificación un tanto sigular del diseño ancestral. Esto en sí
tampoco es nada del otro mundo, pero las aves y las ranas han hecho de dicha
modificación estructural la base de toda una gama de variaciones. Aunque no
hay tantas especies de ranas como de aves, sus más de 4000 especies, repartidas
a lo largo y ancho de todo el mundo, constituyen una cifra impresionante. Así
como el diseño corporal de un ave está claramente orientado al vuelo incluso en
aquellas especies que no vuelan (como el avestruz), el diseño corporal de una
rana adulta está orientado al salto. Algunas especies dan saltos enormes: la bien
llamada rana cohete australiana (Litoria nasuta) recorre de un solo salto hasta 50
veces la longitud de su cuerpo. La rana más grande del mundo, la rana goliat
(Conraua goliath) de África occidental, que es del tamaño de un perrito, salta,
por lo visto, tres metros. No todas las ranas saltan, pero todas descienden de
antepasados saltarines. Para las hipótesis más conservadoras, son saltadores
obsoletos, del mismo modo que los avestruces son voladores obsoletos. Algunas
especies arborícolas, como la rana voladora asiática, Rhacophorus
nigropalmatus, prolongan el salto estirando sus largos dedos para usar las
membranas interdigitales de paracaídas. Sus planeos, de hecho, se parecen un
poco a los de las ardillas voladoras.
Las salamandras y los tritones, cuando están en el agua, nadan como peces.
Incluso cuando están en tierra, como tienen unas patas demasiado pequeñas y
débiles para caminar o correr en el sentido habitual del término, se desplazan
mediante un sinuoso movimiento natatorio parecido al de los peces, usando las
patas solo para ayudarse. La mayoría de las salamandras actuales son bastante
pequeñas. Las más grandes llegan a medir un metro y medio, un tamaño
respetable, aunque mucho menor que el de los anfibios gigantes que dominaban
la tierra antes del auge de los reptiles.
Ahora bien, ¿cómo era el Contepasado 17, el antepasado que tenemos en
común con anfibios y reptiles? Está claro que se parecía más a un anfibio que a
un amniota y más a una salamandra que a una rana, aunque puede que no se
pareciese mucho a ninguna de las dos. Los mejores fósiles proceden de
Groenlandia, que durante el Devónico se encontraba en el ecuador. Entre estos
ejemplares, que posiblemente pertenecen a especies de transición y han sido
objeto de concienzudos estudios,[2] figuran Acanthostega que, al parecer, era
exclusivamente acuático (lo que demuestra que las patas evolucionaron
inicialmente para favorecer el movimiento en el agua, no en la tierra) e
Ichtyostega.
Puede que el Contepasado 17 se pareciese a Ichtyostega o a Acanthostega,
aunque los dos eran mayores de lo que normalmente se espera de un antepasado
tan remoto. No es la única sorpresa que les aguarda a los zoólogos
condicionados por su familiaridad con los animales modernos. Tendemos a
pensar que los tetrápodos siempre han de tener cinco dedos en cada mano y
cinco dedos en cada pie: el miembro pentadáctilo es uno de los tótems
zoológicos por excelencia. Sin embargo, pruebas recientes demuestran que
Ichtyostega tenía siete dedos en los pies, Acanthostega ocho, y Tulerpeton, un
tercer género de tetrápodo del Devónico, seis. El número de dedos puede parecer
irrelevante, es decir, neutro desde el punto de vista funcional, pero dudo de que
sea así. Mi teoría es que en esa época lejana, las diversas especies realmente
obtenían un mayor beneficio de un número concreto de dedos que de otro; un
número determinado de dedos les permitía nadar o caminar mejor.
Posteriormente, en los tetrápodos se consolidó la estructura de cinco dedos, tal
vez porque algún proceso embriológico interno terminó dependiendo de esa
cifra. En estado adulto, el número de dedos suele ser menor que el de los
embriones (en casos extremos como el del caballo llega a reducirse a uno solo, el
dedo medio).
Los anfibios surgieron del grupo de peces conocido como peces de aleta
lobulada. Los únicos representantes actuales son los dipnoos o peces
pulmonados y los celacantos,[3] con quienes nos encontraremos en los
Encuentros 18 y 19, respectivamente. En el Devónico, en cambio, los peces de
aleta lobulada ocupaban una posición mucho más destacada tanto en la fauna
marina como en la de agua dulce. Los tetrápodos probablemente evolucionaron a
partir de un grupo extinto de lobulados, los llamados osteolepiformes. Entre los
osteleopiformes figuraban Eusthenopteron y Panderichthys, que datan de finales
del Devónico, la época en que empezaron a salir a tierra firme los primeros
tetrápodos.
¿Por qué ciertos peces desarrollaron innovaciones que les permitieron el
tránsito del agua a la tierra, cosas como por ejemplo pulmones o aletas que
servían para caminar en lugar (o además) de para nadar? ¡No fue porque
pretendiesen dar comienzo a la siguiente gran etapa de la evolución! Durante
años, la respuesta casi automática fue la que el ilustre paleontólogo
estadounidense Alfred Sherwood Romer derivó de las ideas del geólogo Joseph
Barrell. Según Romer, lo que esos peces estaban tratando de hacer era justo lo
contrario: regresar al agua. En épocas de sequía, es muy normal que los peces se
queden atrapados en charcas que se secan. Los individuos capaces de andar y
respirar fuera del agua poseen la enorme ventaja de poder escapar de una charca
condenada a la desaparición y partir en busca de una más profunda.
Esta admirable teoría ha caído en desuso por diversas razones, a mi modo de
ver no todas igual de convincentes. Por desgracia, Romer suscribió la creencia
imperante en su época de que el Devónico fue un periodo de sequías, una tesis
que en fechas más recientes se ha puesto en tela de juicio. Sin embargo, no me
parece que la teoría de Romer exija un Devónico seco. Incluso en periodos no
particularmente áridos, siempre habrá lagunas lo bastante someras como para
poner en peligro la vida de según qué especies de peces. Si en situaciones de
extrema sequía las lagunas de un metro de profundidad habrían corrido el riesgo
de secarse, en situaciones de sequía moderada las de 30 centímetros también lo
correrían. Para la hipótesis de Romer, basta con que haya algunas lagunas que se
sequen y, en consecuencia, algunos peces que podrían salvar la vida emigrando.
Aun cuando a finales del Devónico el mundo estuviese completamente
inundado, podría decirse que eso sencillamente aumentaría el número de lagunas
susceptibles de secarse, lo que a su vez aumentaría las oportunidades de salvar la
vida de los peces capaces de andar… y de validar las tesis de Romer. Mi
obligación, no obstante, es hacer constar que la teoría está pasada de moda. Otro
argumento en su contra es que los peces actuales que se aventuran fuera del agua
lo hacen en zonas húmedas (o sea, cuando las condiciones del terreno son
«buenas» para los animales acuáticos, no malas como en la hipótesis de Romer).
Bien es verdad que existen muchos otros motivos para justificar la salida a
tierra de los peces, tanto temporal como permanentemente. Los ríos y lagunas
pueden volverse inhabitables por varias razones, no sólo porque se sequen.
Pueden verse invadidos de algas, en cuyo caso, un pez capaz de desplazarse por
tierra en busca de aguas más profundas podría salir beneficiado. Si, como se ha
señalado en contra de Romer, en el Devónico imperaba la humedad y no la
sequía, las ciénagas habrían ofrecido enormes oportunidades de provecho para
los peces capaces de caminar, arrastrarse o saltar entre la vegetación lacustre en
busca de aguas más profundas o incluso de comida. Incluso en hipótesis como
ésta persiste la idea esencial de Romer de que nuestros antepasados salieron del
agua, no para colonizar la tierra, sino para regresar a aquélla.
En la actualidad, el grupo de peces de aleta lobulada del que procedemos los
tetrápodos se reduce a cuatro géneros, pero en su día dominaban los mares casi
como los peces teleósteos de hoy. Con éstos no nos reuniremos hasta el
Encuentro 20, pero nos vendrá bien incorporarlos a nuestro análisis por cuanto
algunos de ellos respiran aire de vez en cuando y unos pocos hasta salen del
agua y andan por la tierra. Más adelante nos ocuparemos de uno de ellos, el
saltarín del fango, cuyo cuento refiere un caso más reciente de colonización de la
tierra firme.
EL CUENTO DE LA SALAMANDRA
En el lado este, los anfibios se van haciendo cada vez más manchados hasta
llegar al caso extremo de klauberi, en el vértice sur. En el oeste, se van
pareciendo cada vez más a la monocroma eschscholtzii que conocimos en la
zona de superposición de Camp Wolahi.
Por eso es difícil considerar abiertamente a Ensatina eschscholtzii y a
Ensatina klauberii dos especies distintas. Constituyen una «especie circular». Se
pueden reconocer como especies diferentes si limitamos el muestreo al sur del
valle, pero si nos movemos hacia el norte, poco a poco se convierten la una en la
otra. Por lo general, los zoólogos siguen el ejemplo de Stebbins y las colocan a
todas dentro de la misma especie, Ensatina eschscholtzii, sólo que les asignan
toda una serie de nombres de subespecie. Partiendo del extremo sur con
Ensatina eschscholtzii eschscholtzii, la variante de color marrón liso, subimos
por el flanco oeste del valle y nos encontramos con Ensatina eschscholtzii
xanthoptica y Ensatina eschscholtzii oregonensis, que, como su nombre indica,
también habita más al norte, en los estados de Oregón y Washington. En el
extremo norte del valle reside Ensatina eschscholtzii picta, la variante
semimanchada que ya hemos mencionado. Al bajar por el lado este nos
encontramos primero con Ensatina eschscholtzii platenses, cuyas manchas son
un poco más visibles que las de picta, y después con Ensatina eschscholtzii
croceater, para llegar finalmente a Ensatina eschscholtzii klauberi (que no es
otra que la especie manchada que veníamos llamando Ensatina klauberi a secas
cuando la considerábamos una especie distinta).
Stebbins cree que los antepasados de Ensatina llegaron al extremo norte del
Central Valley y evolucionaron gradualmente por ambos lados del valle,
divergiendo a medida que bajaban hacia el sur. Otra posibilidad es que
empezasen en el sur, por la Ensatina eschscholtzii eschscholtzii, pongamos por
caso, evolucionasen subiendo por el lado oeste del valle, siguiesen la curva del
norte y bajasen por el otro lado hasta terminar como Ensatina eschscholtzii
klauberi en el otro extremo del óvalo. Sea cual fuera el proceso evolutivo, lo que
hoy sucede es que existe hibridación a lo largo de todo el óvalo salvo en el punto
donde se cierra, en el extremo sur de California.
Para complicar más las cosas, el Central Valley no representa una barrera
totalmente infranqueable para el flujo génico. Se ve que algunas salamandras
han debido de cruzarla ya que, por ejemplo, en el lado este del valle se han
encontrado poblaciones de xanthoptica, una de las subespecies occidentales, que
hibridan con platensis, la subespecie oriental. Otra complicación es que cerca del
extremo sur del óvalo hay una pequeña fractura donde no parece haber ni una
sola salamandra. Puede que las hubiese pero se han extinguido. O quizá sigan
allí pero nadie las ha visto (me cuentan que en esta zona las montañas son
escarpadas y difíciles de explorar). Con todo, a pesar de las complicaciones, el
patrón génico predominante en este género es de flujo circular continuo, como
también sucede en un caso mucho más conocido, el de las gaviotas argénteas y
las gaviotas sombrías del círculo polar ártico.
En Gran Bretaña, la gaviota argéntea y la gaviota sombría son dos especies
claramente distintas. Cualquiera puede diferenciarlas, sobre todo por el color de
las alas. Las gaviotas argénteas tienen el dorso de las alas de color plateado; las
sombrías, de color gris oscuro, casi negro. Y no sólo eso, sino que las propias
aves también son capaces de distinguirse, puesto que nunca se hibridan, por más
que suelan encontrarse y a veces hasta procreen unas al lado de otras en colonias
mixtas. Los zoólogos, pues, consideran que hay motivos sobrados para darles
nombres diferentes: Larus argentatus y Larus fuscus.
Pero ahora viene el dato interesante que relaciona este caso con el de las
salamandras. Si seguimos a la población de gaviotas argénteas hacia el oeste,
primero hasta Norteamérica, luego a través de Siberia y completamos la vuelta al
mundo volviendo a Europa, advertiremos un hecho muy curioso. A medida que
rodeamos el polo, las «gaviotas argénteas» van haciéndose cada vez menos
parecidas a gaviotas argénteas y más parecidas a gaviotas sombrías, hasta que al
final resulta que lo que en Europa Occidental llamamos gaviotas sombrías es, en
realidad, el otro extremo de un continuo circular que se inició con gaviotas
argénteas. En cada tramo del círculo las gaviotas son lo bastante parecidas a sus
vecinas inmediatas como para cruzarse con ellas; al menos hasta que los
extremos del círculo se tocan y la serpiente se muerde la cola. En Europa, la
gaviota argéntea y la gaviota sombría nunca se cruzan, a pesar de estar
vinculadas por una serie continua de congéneres que se reproducen
eslabonadamente alrededor del mundo.
Las especies circulares como las salamandras y las gaviotas simplemente nos
muestran en un marco espacial un fenómeno que debe de estar ocurriendo
constantemente en el marco temporal. Supongamos que los humanos y los
chimpancés somos una especie circular. Podría haber ocurrido perfectamente:
imaginemos un círculo que rodease el Valle del Rift, con dos especies
completamente diferentes coexistiendo en el extremo sur y una cadena
ininterrumpida de hibridación por todo el resto del perímetro. De haber sido asi,
¿cómo habría influido en nuestra actitud hacia las otras especies y hacia las
discontinuidades aparentes en general?
Muchos de nuestros principios éticos y legales descansan en la separación
entre Homo sapiens y todas las demás especies. Muchas de las personas que
consideran el aborto un pecado, incluida esa minoría que llega al extremo de
asesinar a los médicos e incendiar las clínicas donde se practican abortos, comen
carne de manera irreflexiva, y no se preocupan de que haya chimpancés
encarcelados en los zoológicos ni de que se los sacrifique en los laboratorios.
¿Tampoco se preocuparían si pudiésemos demostrar que existe una secuencia
continua de criaturas intermedias entre nosotros y los chimpancés, formando una
cadena ininterrumpida de entrecruzamientos como las salamandras de
California? Seguro que sí. Pues bien, el hecho de que todos esos eslabones
intermedios se hayan extinguido es pura casualidad. Y gracias a esa pura
casualidad nos resulta tan fácil engañarnos e imaginar que existe un abismo
enorme entre nuestras dos especies o, en general, entre otras dos especies
cualesquiera.
Ya he referido en otra ocasión la anécdota de aquel abogado que, al término
de una de mis conferencias, me abordó más que perplejo y, haciendo uso de toda
su perspicacia jurídica, me planteó el siguiente e interesante razonamiento. Si la
especie A evoluciona hasta convertirse en la especie B, arguyó con impecable
lógica, por fuerza tuvo que haber un momento en el que una cría perteneciese a
la especie B pero sus padres siguiesen perteneciendo a la especie A. Los
miembros de especies distintas no pueden, por definición, reproducirse entre sí.
Pero es imposible que una cría sea tan diferente de sus padres como para no ser
capaz de cruzarse con un miembro de la especie de éstos. ¿No invalida esto,
concluyó moviendo simbólicamente el índice a la manera de los abogados, por
lo menos de los abogados de las películas, la idea misma de evolución?
Aquello equivalía a decir que cuando uno calienta un cazo de agua, no hay
un momento concreto en el que el agua deje de estar fría y pase a estar caliente,
luego es imposible hacerse una taza de té. Como siempre trato de encauzar las
preguntas en un sentido constructivo, le conté al abogado el caso de las gaviotas
argénteas y creo que le interesó. Se había empeñado en colocar a los individuos
rígidamente dentro de una especie u otra. No había tenido en cuenta la
posibilidad de que un individuo pueda estar a mitad de camino entre dos
especies, o a una décima parte del camino que va de la especie A a la B. Ésta es
precisamente la misma cortapisa intelectual que paraliza los interminables
debates sobre cuál es el momento exacto en que un embrión se convierte en ser
humano (e, implícitamente, el momento en que un aborto debería considerarse
asesinato). De nada sirve explicarle a esta gente que, dependiendo del rasgo
humano que más nos interese, un feto puede ser «humano a medias» o «humano
en una centésima parte». Para una mente cualitativa y absolutista, humano es
como diamante. No existen casas a medias. Las mentes absolutistas pueden ser
un peligro. Son una fuente de verdadero sufrimiento, de sufrimiento humano. Es
lo que yo he definido como la tiranía de la mente discontinua y lo que me lleva
a exponer la moraleja de «El Cuento de la Salamandra».
Los nombres y las categorías discontinuas son necesarios para determinados
fines y los abogados, sin ir más lejos, los necesitan como el comer. Los niños no
pueden conducir; los adultos sí. La ley tiene que fijar un límite, por ejemplo, los
dieciocho años. Las compañías de seguros, hecho revelador donde los haya,
tienen una opinión muy distinta de cuál debería ser la edad límite.
Algunas discontinuidades, se mire por donde se mire, son reales. El lector es
una persona y yo soy otra, y nuestros nombres son etiquetas discontinuas que
señalan correctamente nuestra condición de individuos diferentes. El monóxido
de carbono es distinto del dióxido de carbono y los dos gases no se solapan: la
molécula del primero se compone de un carbono y un oxígeno; la del segundo,
de un carbono y dos oxígenos. No hay una molécula intermedia con un átomo de
carbono y un átomo y medio de oxígeno. Un gas es letal, el otro es necesario
para que las plantas elaboren las sustancias orgánicas de las que todos
dependemos. El oro y la plata son realmente distintos. Los cristales de diamante
son realmente distintos de los de grafito: los dos están hechos de carbono, pero
los átomos de carbono están dispuestos de forma muy distinta en cada uno de
ellos. No hay modalidades intermedias.
Las discontinuidades, en cambio, no suelen estar tan claras. El periódico que
leo habitualmente publicó el siguiente comentario con motivo de una reciente
epidemia de gripe. ¿O no era una epidemia? Ése era precisamente el tema del
artículo.
Según una portavoz del Ministerio de Salud, las estadísticas oficiales indican que 144 de cada 100.000
personas están enfermas de gripe. Dado que el baremo habitual para las epidemias es de 400 infectados
por cada 100.000 habitantes, el Gobierno no la ha definido oficialmente como epidemia. Sin embargo,
la portavoz añadió: «El profesor Donaldson insiste en que se trata de una epidemia. Está convencido de
que la incidencia es muy superior a 144 por cada 100.000. El caso se presta a confusión y todo depende
de la definición que se escoja. El profesor Donaldson ha analizado los datos y ha declarado que estamos
ante una grave epidemia».
Solemos ver a los animales jóvenes como una versión a pequeña escala de los
adultos que serán, pero esto dista mucho de ser una regla. La mayoría de las
especies gestiona sus ciclos vitales de forma muy distinta. Las larvas son
criaturas especializadas en un tipo de vida totalmente diferente del de sus padres.
Gran parte del plancton consiste en larvas nadadoras cuya fase adulta (si es que
sobreviven, lo cual es poco probable estadísticamente) será muy diferente. En
muchos insectos la fase larvaria es la que lleva a cabo el grueso de la nutrición,
desarrollando un cuerpo que terminará transformándose en un adulto cuyas
únicas funciones serán la dispersión de los genes y la reproducción. En casos
extremos como el de las efímeras, el adulto no se alimenta en absoluto y, dado
que la naturaleza es siempre mezquina, carece de intestino y de cualquier otro
órgano digestivo.
Una oruga es una máquina de comer que, cuando ha alcanzado un buen
tamaño a base de ingerir productos vegetales, recicla su propio cuerpo
metamorfoseándose en una mariposa adulta que vuela, liba néctar como si fuese
combustible para el vuelo y se reproduce. Las abejas adultas también repostan
néctar, el carburante de sus músculos de vuelo, mientras recolectan polen (un
tipo de alimento totalmente distinto) para sus larvas vermiformes. Muchas larvas
de insecto viven bajo el agua antes de transformarse en adultos que volarán y
esparcerán sus genes por otras charcas, estanques y similares. Una gran
diversidad de invertebrados marinos viven en el fondo del mar durante la fase
adulta, en ocasiones anclados permanentemente a un mismo lugar, pero en
estado larvario llevan una vida muy diferente y diseminan sus genes nadando en
el plancton. Es el caso de determinados moluscos, equinodermos (erizos,
estrellas de mar, cohombros marinos, ofiuras), ascidias, gusanos de todo tipo,
cangrejos, langostas y percebes. Los parásitos, por lo general, pasan por una
serie de fases larvarias distintas, cada una con su propio estilo de vida y
alimentación. Todas esas fases también suelen ser parásitas, aunque de
huéspedes muy diferentes. Algunos gusanos parásitos tienen hasta cinco etapas
larvarias completamente distintas, cada una de las cuales vive de manera
diferente a todas las demás.
Todo esto significa que un individuo debe portar en su interior la totalidad de
instrucciones genéticas para cada una de sus fases larvarias con sus diferentes
estilos de vida. Los genes de una oruga saben hacer una mariposa, pero los genes
de una mariposa no saben hacer una oruga. No cabe duda de que algunos de los
genes que participan en la elaboración de dos cuerpos tan radicalmente distintos
son los mismos, sólo que actúan de forma diferente. Otros permanecen inactivos
en la oruga y se activan en la mariposa. Y otros, en cambio, están activos en la
oruga y se desactivan en la mariposa. La enseñanza que se extrae de todo esto es
que no debemos sorprendernos de que animales tan diferentes entre sí como las
orugas y las mariposas evolucionen directamente uno a partir del otro.
Permítaseme explicar lo que quiero decir.
Los cuentos de hadas abundan en transformaciones de ranas en príncipes, o
de calabazas en carrozas tiradas por corceles blancos que, en realidad, son
ratones metamorfoseados. Estas fantasías chocan frontalmente contra la realidad
evolutiva. Son imposibles pero no por razones biológicas, sino matemáticas. Su
improbabilidad intrínseca puede compararse, pongamos por caso, con la de una
mano perfecta en el bridge, lo que significa que, a efectos prácticos, podemos
desecharlas. Para una oruga, sin embargo, convertirse en mariposa no supone
dificultad alguna: es algo que ocurre constantemente en función de reglas
aquilatadas a lo largo de eras y eras de selección natural. Y, si bien nadie ha visto
nunca a una mariposa transformarse en oruga, es una metamorfosis que no
debería sorprendernos tanto como, pongamos, la de una rana en príncipe. Las
ranas no contienen genes para fabricar príncipes, sino para fabricar renacuajos.
John Gurdon, un antiguo colega mío en Oxford, lo demostró de manera
espectacular en 1962 al transformar una rana adulta (mejor dicho, una célula de
rana adulta) en un renacuajo (hay quien ha señalado que este experimento, la
primera clonación de un vertebrado de la historia, merece el premio Nobel).
Asimismo, las mariposas contienen genes para convertirse en orugas. Ignoro qué
obstáculos biológicos habría que superar para convencer a una mariposa de que
se tranformase en oruga. No cabe duda de que sería una tarea dificilísima, pero
no tan absurda como la de transformar una rana en príncipe. Si un biólogo
afirmase haber inducido a una mariposa a transformarse en oruga, yo estudiaría
su informe con sumo interés, pero si afirmase haber inducido a una calabaza a
convertirse en carroza de cristal o a una rana en príncipe, sabría que se trataba de
un fraude sin siquiera contrastar las pruebas aportadas. La diferencia entre
ambos casos es importante.
Los renacuajos son larvas de ranas o de salamandras. En virtud del proceso
llamado metamorfosis, los renacuajos, que son acuáticos, cambian radicalmente
y dan lugar a ranas o salamandras adultas, que son terrestres. Puede que un
renacuajo no sea tan diferente de una rana como una oruga lo es de una
mariposa, pero por poco. Un renacuajo normal se gana la vida como un
pececillo, propulsándose con la cola, respirando bajo el agua mediante branquias
y alimentándose de materia vegetal. La típica rana se gana la vida en la tierra,
saltando en lugar de nadando, respirando aire en lugar de agua y cazando
animales vivos. Con todo, a pesar de estas diferencias, no es difícil imaginarse a
un animal ancestral adulto parecido a una rana que evolucionase hasta
convertirse en otro ancestro adulto parecido a un renacuajo, toda vez que toda
rana contiene los genes necesarios para producir un renacuajo. Una rana sabe
genéticamente cómo ser un renacuajo, y un renacuajo sabe cómo ser una rana.
Lo mismo vale para las salamandras, que, además, son más parecidas a sus
larvas que las ranas a las suyas. Las salamandras no pierden la cola al concluir la
fase de renacuajo, aunque el apéndice tiende a perder su forma de quilla vertical
y a tornarse más redondeado. Las larvas de salamandra suelen ser, como los
adultos, carnívoras. Y, al igual que éstos, tienen patas. La diferencia más
llamativa es que las larvas poseen unas branquias externas alargadas y parecidas
a plumas, aunque existen muchas otras diferencias menos patentes. En realidad,
transformar a una especie de salamandra en otra especie cuya fase adulta fuese
un renacuajo sería fácil: bastaría con que los órganos reproductivos madurasen
prematuramente y se suprimiese la metamorfosis. Pero si sólo se fosilizasen
individuos en la fase adulta, se antojaría una transformación evolutiva
excepcional y aparentemente «improbable».
Y llegamos así al ajolote, el protagonista de este cuento. El ajolote es una
extraña criatura originaria de un lago de montaña mexicano y, como cabía
esperar de este cuento, no fácil definirla. ¿Es una salamandra? En cierto sentido
sí. Su nombre científico es Ambystoma mexicanum, y es un pariente cercano de
la salamandra tigre, Ambystoma tigrinum, que habita en la misma zona y
también, de forma más extendida, en Norteamérica. La salamandra tigre es una
salamandra normal y corriente con la cola cilíndrica y la piel seca, que vive en
tierra firme. El ajolote no se parece en nada a una salamandra adulta. Es como
una larva de salamandra. De hecho, es una larva de salamandra salvo por un
detalle: nunca llega a convertirse en una salamandra propiamente dicha y nunca
abandona el medio acuático, pero se aparea y procrea aunque siga pareciendo
una larva. Casi escribo que se aparea y procrea aunque siga siendo una larva,
pero eso sería contradecir la propia definición de larva.
Definiciones al margen, la evolución del ajolote moderno parece estar
bastante clara. Uno de sus antepasados recientes era una simple salamandra
terrestre, probablemente muy parecida a la salamandra tigre. Tenía una larva
acuática, con branquias externas y una cola con una pronunciada forma de quilla.
Al término de la fase larvaria se transformaría, según lo previsto, en salamandra
terrestre. Pero entonces tuvo lugar una sorprendente alteración evolutiva. Algo
cambió en el calendario embriológico, probablemente por efecto de las
hormonas, y tanto los órganos sexuales como el comportamiento sexual
comenzaron a madurar cada vez más prematuramente (aunque tampoco se puede
descartar que el cambio fuese súbito). Esta regresión evolutiva continuó hasta
que la madurez sexual empezó a sobrevenir en lo que, por lo demás, era
claramente la fase larvaria. Y la etapa adulta dejó de ser la culminación del ciclo
vital. Otra forma de verlo es interpretando el cambio no como aceleración de la
madurez sexual en relación al resto del cuerpo (progénesis) sino como una
ralentización de todo lo demás en relación a la madurez sexual (neotenia).[5]
Independientemente de que fuese neotenia o progénesis, el resultado
evolutivo se denomina paidomorfosis. Es evidente que se trata de un fenómeno
plausible. La ralentización o aceleración de determinados procesos de desarrollo
en relación a otros es un fenómeno constante en la historia evolutiva. Bien
mirado, esta heterocronía, que es como se denomina el fenómeno, debe de
explicar, si no todas, muchas de las modificaciones evolutivas en materia de
configuración anatómica. Cuando el desarrollo reproductivo varía
heterocrónicamente en relación al resto del desarrollo, surge una especie nueva
que carece del viejo estadio adulto. Según parece, es lo que pasó con el ajolote.
Pero el ajolote sólo es un caso extremo entre las salamandras. Hay muchas
especies que, al menos hasta cierto punto, también son paidomórficas. Y otras
que hacen varias cosas interesantes desde el punto de vista heterocrónico. Las
diversas especies de salamandra popularmente conocidas como tritones tienen
un ciclo vital muy revelador. Primero viven en el agua en forma de larvas
branquíferas, después salen del agua, pierden las branquias y la cola aplanada y
viven dos o tres años en tierra firme. Sin embargo, a diferencia de las demás
salamandras, los tritones no se reproducen en tierra, sino que regresan al agua y
recuperan algunas (aunque no todas) de las características de la fase larvaria. Al
contrario que los ajolotes, los tritones no tienen branquias y la necesidad de subir
a la superficie para respirar limita considerablemente sus cortejos subacuáticos.
Si no las branquias que tenían en estado larvario, lo que sí recuperan es la forma
de quilla de la cola y, por lo demás, parecen una larva. Pero, a diferencia de las
larvas, desarrollan los órganos reproductores, escenifican cortejos y se aparean
bajo el agua. En su etapa terrestre nunca se reproducen y, en este sentido, sería
mejor no denominarla «fase adulta».
El lector se preguntará por qué se molestan los tritones en transformarse en
una forma terrestre habida cuenta de que van a terminar regresando al agua para
reproducirse. ¿Por qué no hacen como los ajolotes, que empiezan la vida en el
agua y ahí se quedan? La respuesta es que tal vez les suponga una ventaja
reproducirse en las lagunas que se forman temporalmente en época de lluvias y
que están destinadas a secarse, y para llegar a ellas hace falta saber desplazarse
por tierra firme (imposible no recordar a Romer). Una vez en la laguna, ¿cómo
hace un tritón para reinventar su equipamiento acuático? La heterocronía acude
en su auxilio; pero no cualquier heterocronía, sino aquélla que consista en dar
marcha atrás después de que el adulto terrestre haya cumplido su función de
dispersar los genes en una nueva laguna temporal.
Los tritones ponen de relieve la flexibilidad de la heterocronía. Ilustran la
observación que he hecho más arriba de que los genes de una parte del ciclo vital
saben hacer otras partes. Los genes de las salamandras de tierra firme saben
hacer una forma acuática porque eso es lo que ellas mismas fueron en su día; y,
como prueba de esa flexibilidad, los tritones vuelven a hacerse acuáticos.
En cierto sentido, los ajolotes son más simples. Han eliminado de su ciclo
vital la fase terrestre, pero los genes capaces de producir una salamandra
terrestre siguen latentes en todo individuo. Y gracias a los experimentos clásicos
de Laufberger y Julian Huxley mencionados en el «Epílogo al Cuento del Little
Foot», se sabe desde hace tiempo que esos genes pueden activarse en el
laboratorio con una dosis apropiada de hormonas. Los ajolotes tratados con
tiroxina pierden las branquias y se convierten en salamandras terrestres, tal y
como en su día hicieran sus antepasados de forma natural. Quizá se podría lograr
la misma proeza mediante evolución natural, siempre que la selección la
favoreciese. Una forma sería elevando genéticamente la producción natural de
tiroxina (o la sensibilidad a la tiroxina ya existente). Puede que los ajolotes, a lo
largo de su historia, hayan experimentado evoluciones en el sentido de la
paidomorfosis y de la paidomorfosis inversa. Tal vez los animales en general
estén moviéndose continua, aunque menos drásticamente que los ajolotes, a uno
u otro lado de un eje de paidomorfosis y paidomorfosis inversa.
Una vez familiarizado con la idea de la paidomorfosis, uno empieza a ver
ejemplos por todas partes. ¿A qué recuerda un avestruz? Durante la Segunda
Guerra Mundial mi padre fue oficial del regimiento de fusileros africanos de Su
Majestad. Como muchos africanos de aquella época, Ali, su ayudante de campo,
nunca había visto casi ninguno de los grandes animales salvajes por los que su
continente natal es famoso, y la primera vez que vio un avestruz corriendo por la
sabana se puso a gritar asombrado: «¡Gallina grande, GALLINA GRANDE!». Ali casi
da en el clavo, porque lo realmente acertado habría sido gritar: «¡Pollo grande!».
Las alas de los avestruces son unos ridículos muñoncillos, exactamente iguales
que las alas de un pollo recién salido del cascarón. Y en lugar de las robustas
remeras de las aves voladoras, las plumas de los avestruces son una tosca versión
del plumón sedoso de un polluelo. La paidomorfosis nos ayuda a entender mejor
la evolución de aves no voladoras como el avestruz y el dodo. Efectivamente, la
economía de la selección natural favoreció plumas sedosas y alas atrofiadas en
un ave que no tenía necesidad de volar (véase «El Cuento del Ave Elefante» y
«El Cuento del Dodo»), pero el camino evolutivo que la selección natural siguió
para alcanzar su ventajoso resultado fue el de la paidomorfosis. Un avestruz es
un polluelo que ha crecido más de la cuenta.
Los perros pequineses son cachorros que también han crecido demasiado.
Los pequineses adultos tienen la frente abombada, los andares y hasta el encanto
de un cachorro. Konrad Lorenz ha sugerido con cierta maldad que los
pequineses y otras razas de rostro angelical como los spaniels despiertan los
instintos maternales de las madres frustradas. Puede que los criadores fueran
conscientes de lo que trataban de conseguir, pero lo que, desde luego, no sabían
es que estaban llevando a cabo una versión artificial de la paidomorfosis.
Walter Garstang, un conocido zoólogo inglés de hace un siglo, fue el primero
en recalcar la importancia de la paidomorfosis en la evolución de las especies.
La tesis de Garstang fue posteriormente retomada por su yerno, Alister Hardy,
que fue profesor mío en la universidad. Sir Alister disfrutaba recitándonos los
versos humorísticos que Garstang empleaba para comunicar sus ideas. Por aquel
entonces tenían su gracia, aunque no tanta como para justificar el profuso
glosario zoológico que su reproducción en estas páginas habría exigido.[6] La
concepción garstanguiana de la paidomorfosis, sin embargo, sigue siendo igual
de interesante que entonces, aunque eso no significa necesariamente que sea
correcta.
Podemos ver la paidomorfosis como una especie de gambito evolutivo, el
gambito de Garstang. En teoría, podría anunciar una dirección evolutiva
completamente nueva que, según postulaban Garstang y Hardy, permitiría salir
de un callejón sin salida evolutivo de forma espectacular y, en términos
geológicos, repentina. Esto resulta particularmente prometedor cuando el ciclo
vital presenta una fase larvaria bien definida, como la de los renacuajos. Una
larva que ya esté adaptada a un estilo de vida diferente del adulto está preparada
para desviar la evolución por un cauce completamente nuevo mediante un truco
tan simple como es el de acelerar la madurez sexual en relación a todo lo demás.
Entre los parientes de los vertebrados figuran las ascidias o tunicados. Esto
puede resultar sorprendente dado que las ascidias adultas son criaturas
sedentarias que se alimentan por filtración y viven ancladas a rocas o algas.
¿Cómo es posible que estas bolsas de agua estén emparentadas con peces que
nadan vigorosamente? Bien, puede que las ascidias adultas parezcan una bolsa
de agua caliente, pero las larvas parecen renacuajos y, de hecho, hasta se las
denomina larvas renacuajo. Ya se imaginará el lector qué interpretación hacía
Garstang del fenómeno. Volveremos a ocuparnos de ello, poniendo, por
desgracia, la teoría garstanguiana en tela de juicio, cuando nos reunamos con los
tunicados en el Encuentro 24.
Sin dejar de imaginarse al pequinés adulto como un cachorro grande, piense
el lector por un momento en la cabeza de un simio joven. ¿A qué le recuerda?
¿No le parece que una cría de chimpancé u orangután es más humanoide que un
chimpancé u orangután adultos?
Un renacuajo demasiado crecido. Ajolote (Ambystoma mexicanum).
En el Encuentro 18, que tiene lugar hace unos 417 millones de años en los mares
cálidos y poco profundos del límite devónico-silúrico, se nos une un minúsculo
grupo de peregrinos que viene recorriendo un largo y solitario camino desde el
presente. Se trata de los dipnoos o peces pulmonados, y vienen a nuestro
encuentro para echar un vistazo al antepasado que tienen en común con el
hombre, una experiencia que seguramente les resulte menos extraña a ellos que a
nosotros, pues tienen mucho en común con el Contepasado 18. Nuestro
tatarabuelo número 185 millones era un sarcopterigio, un pez de aleta lobulada,
y, desde luego, mucho más parecido a un dipnoo que a un tetrápodo.
Hoy sólo quedan seis especies de peces pulmonados: Neoceratodus forsteri,
de Australia, Lepidosiren paradoxa, de Sudamérica, y cuatro especies de
Protopterus, de África. El dipnoo australiano parece realmente un sarcopterigio
ancestral, con carnosas aletas lobuladas como las del celacanto. Las especies
africanas y la sudamericana, que están estrechamente emparentadas, tienen las
aletas reducidas a una especie de borlas alargadas y, por lo tanto, se parecen
menos a los peces de aleta lobulada de los que descienden. Todos los dipnoos
respiran aire por medio de pulmones. Los australianos tienen un solo pulmón, los
otros tienen dos. Las especies africanas y la sudamericana usan los pulmones
para resistir la estación seca. Se entierran en el barro y permanecen aletargados,
respirando aire a través de un pequeño agujero practicado en el barro. La especie
australiana, en cambio, vive en lagunas permanentes aunque invadidas de algas y
se sirve del pulmón para complementar la labor de las branquias en aguas pobres
en oxígeno.
Incorporación de los peces pulmonados. Se podría decir
que los seres humanos y demás tetrápodos son peces de
aletas lobuladas cuyos brazos, alas o piernas son aletas
modificadas. Los otros dos linajes actuales de peces
lobulados son los celacantos y los peces pulmonados o
dipnoos. Se cree que la división de estos tres linajes,
ocurrida a finales del Silúrico, tuvo lugar en un brevísimo
espacio de tiempo. Esto hace difícil establecer el orden de
las ramificaciones, aun recurriendo a datos genéticos. No
obstante, según los estudios genéticos y de fósiles, las tres
especies de peces pulmonados son los parientes actuales
más cercanos de los tetrápodos, tal y como se muestra
aquí.
Un fósil viviente es un animal que, pese a estar tan vivo como el lector o un
servidor, se parece muchísimo a sus antepasados ancestrales. En la línea
ancestral que desemboca en un fósil viviente no se han producido muchos
cambios evolutivos. La casualidad ha querido que el nombre de los tres fósiles
vivientes más famosos, además del dipnoo, comience por la letra ele: Limulus,
Latimeria (el celacanto) y Lingula. Limulus, el mal llamado cangrejo de las
Molucas (que de cangrejo no tiene nada; es una criatura única que a simple vista
parece un trilobite de gran tamaño), pertenece al mismo género que Limulus
walchi, una especie del Jurásico que vivió hace más de 200 millones de años.
Lingula pertenece al filo de los braquiópodos, a veces llamados conchas de
lámpara. La única lámpara que recuerdan es, como mucho, la de Aladino, con la
mecha saliendo de una especie de pitorro de tetera, pero guardan un parecido
realmente espectacular con su propio antepasado de hace 400 millones de años.
Su inclusión en el mismo género es motivo de discusión, pero lo cierto es que las
formas fósiles son extraordinariamente parecidas a sus representantes actuales.
Aunque la anatomía y, quizá, el modo de vida de estos fósiles vivientes apenas
haya cambiado, sus genomas no han dejado de evolucionar. Los parientes de los
dipnoos hemos cambiado una barbaridad durante los cientos de millones de años
transcurridos desde que nos separamos de ellos. En cambio, los dipnoos no han
cambiado las características de su cuerpo durante todo ese tiempo, aunque nadie
lo diría al analizar su ADN.
Durante ese mismo periodo, los peces de aletas radiadas o actinopterigios
(peces mucho más conocidos, como la trucha o la perca) han producido una
increíble variedad de formas. Lo mismo cabe decir de los tetrápodos, esos peces
de aletas lobuladas con pretensiones que salieron del agua y se asentaron en
tierra firme. Los cuerpos de los peces de aletas lobuladas han evolucionado con
extrema lentitud, sin embargo, y he aquí el quid del relato, las moléculas de su
ADN no han mantenido ese ritmo tan lento. De haberlo hecho, las secuencias de
ADN de los dipnoos y las de los celacantos se parecerían mucho más entre sí (y
también, presumiblemente, las de sus ancestros) de lo que se parecen a las
nuestras y a las de los peces de aletas radiadas. Y sin embargo no es así.
Gracias a los fósiles, sabemos las fechas aproximadas de las escisiones
ancestrales entre los peces pulmonados, los celacantos, los actinopterigios y
nosotros. La primera escisión tuvo lugar hace unos 440 millones de años entre
los peces de aletas radiadas y todos los demás. Los siguientes en separarse
fueron los celacantos, hace unos 425 millones de años. Ya sólo quedaban los
dipnoos y el resto. Unos cinco o diez millones de años después se separaron los
dipnoos, dejando que los demás, hoy llamados tetrápodos, siguiésemos nuestro
propio derrotero evolutivo. Según los parámetros del tiempo evolutivo, las tres
escisiones fueron casi simultáneas, al menos en comparación con el enorme
periodo de tiempo que las cuatro líneas ancestrales llevan evolucionando desde
entonces.
Mientras investigaban otro asunto, el español Rafael Zardoya y el alemán
Axel Meyer dibujaron el árbol evolutivo del ADN de varias especies (véase
ilustración). La longitud de las ramas pretende reflejar el volumen de cambio
evolutivo en materia de ADN mitocondrial.
Árbol filogenético de varias especies confeccionado con el método de la probabilidad máxima (véase el
Cuento del Gibón). Adaptado de uno de los diversos árboles reunidos por Zardoya y Meyer [324].
El Contepasado 19, que tal vez sea nuestro tatarabuelo número 190 millones,
vivió hace unos 425 millones de años, justo cuando las plantas empezaban a
colonizar la tierra y los arrecifes de coral se expandían por el mar. En este
encuentro nos reunimos con uno de los grupos de peregrinos más exiguos e
inconsistentes de la historia evolutiva. Sólo se conoce un género de celacanto
que viva en la actualidad, y su descubrimiento constituyó una tremenda sorpresa.
Keith Thomson describe con maestría el episodio en su libro Living Fossil: the
Story of the Coelacanth.
Los celacantos eran una especie conocida gracias al registro fósil, pero todo
el mundo creía que se habían extinguido antes de los dinosaurios. Entonces, en
1938, un pesquero sudafricano descubrió en sus redes un ejemplar vivo.
Afortunadamente, el capitán Harry Goosen, patrón del Nerita, era amigo de
Marjorie Courtenay-Latimer, la joven y entusiasta conservadora del museo East
London. Goosen tenía la costumbre de reservar a su amiga las capturas más
interesantes y el 22 de diciembre de 1938 le telefoneó para avisarle de que tenía
algo especial. La joven bajó al muelle y un viejo escocés que formaba parte de la
tripulación le mostró una variopinta colección de peces desechados que, en
principio, no parecían tener mucho interés. Ya estaba a punto de marcharse
cuando reparó en algo peculiar.
Vi una aleta azul y, al apartar los que la tapaban, apareció el pez más hermoso que jamás había visto.
Medía un metro y medio y era de color azul claro con matices malva e irisaciones plateadas.
Incorporación de los celacantos. Según una mayoría
creciente de taxónomos, el linaje de los celacantos (del
que se conocen dos especies vivas) fue el que primero
divergió de los tres linajes restantes de peces lobulados.
¡Como que me llamo Smith que era un celacanto! Aunque me había preparado de antemano, la primera
visión fue como un puñetazo en pleno rostro: todo me daba vueltas y un hormigueo me recorrió el
cuerpo. Me quedé de una pieza… Me olvidé de todo y, casi con miedo, me acerqué a tocarlo y
acariciarlo, mientras mi mujer me observaba en silencio… Sólo entonces recuperé el habla, no recuerdo
las palabras textuales, pero lo que vine a decirles fue que era verdad, que estaban en lo cierto, que se
trataba sin lugar a dudas de un celacanto. Ni siquiera yo podía seguir dudándolo.
Ilustraciones, de izquierda a derecha: platija (Pleuronectes plateas); Astronesthes niger; lucio (Esox
lucius); piraña roja (Serrasalmus nattereri); anchoa del Pacífico norte (Engraulis mordaz); morena verde o
morena maorí (Gymnothorax prasinus); gaspar de Florida (Lepisosteus platyrrhincus); esturión siberiano
(Acipenser baeri).
Cuando mi hija Juliet era pequeña, siempre pedía a los adultos que le
dibujasen un pez. Mientras yo por ejemplo estaba escribiendo un libro, ella
llegaba corriendo, me ponía un lápiz en la mano y gritaba: «¡Dibújame un pez,
papá, dibújame un pez!». El pez de dibujos animados que yo le dibujaba
rápidamente para tener la fiesta en paz (y el único que ella aceptaba) era siempre
el mismo: el clásico pez de toda la vida, tipo arenque o perca, visto de perfil y
muy aerodinámico, con una aleta triangular arriba, otra abajo, una cola triangular
y, como remate, un ojo enmarcado por la curva de las agallas. Creo recordar que
no me molestaba en añadir las aletas pectorales ni pélvicas: una negligencia por
mi parte, puesto que todos los peces las tienen. El pez típico tiene, en efecto, una
forma muy común que se adapta a toda la gama de tamaños, desde los
minúsculos pececillos de agua dulce hasta los enormes tarpones.
No es un alga. Caballito de mar foliáceo (phycodurus
equus).
¿Qué habría dicho Juliet si yo hubiese tenido las suficientes dotes artísticas para
dibujarle un Phycodurus equus, el caballito de mar foliáceo? «No, papi, un alga
no. Un pez, dibújame un pez». La moraleja de «El Cuento del Caballito de Mar
Foliáceo» es que las formas animales son tan maleables como la plastilina. Un
pez puede cambiar a lo largo del tiempo evolutivo y adquirir cualquier forma,
por extraña que sea, que su estilo de vida le exija. Los peces que se parecen al
pez de toda la vida de Juliet son así por la sencilla razón de que les conviene. Es
una forma muy útil para nadar en espacios abiertos. Ahora bien, cuando la
supervivencia consiste en quedarse inmóvil en lechos de algas ondulantes, esa
forma típica se ve retorcida y moldeada hasta transformarse en fantásticas
proyecciones ramificadas cuya semejanza con las frondas de las algas marinas es
tan grande que un botánico podría estar tentado de considerarlas una misma
especie (tal vez del género Fucus).
El pez navaja, Aeoliscus strigatus, que vive en los arrecifes del Pacífico
occidental, también se oculta bajo un disfraz demasiado ingenioso como para
haber dejado satisfecha a Juliet. Su cuerpo, finísimo y alargado, cuenta además
con la prolongación añadida de un morro largo y agudo, y, como queriendo
realzar tan longilínea apariencia, una línea negra lo recorre de punta a punta,
atravesando el ojo por la mitad y llegando hasta la cola, que parece cualquier
cosa menos una cola. El pez navaja se asemeja a una gamba alargada o a la hoja
del utensilio que le da nombre. Está cubierto de una coraza transparente que al
tacto, según mi colega George Barlow, que los ha estudiado en la naturaleza,
recuerda a la de las gambas. Lo más probable, sin embargo, es que esta
semejanza con las gambas no forme parte de su camuflaje. Como tantos otros
teleósteos, los peces navaja se desplazan en grupos coordinados con perfecta
sincronía militar, sólo que, a diferencia de cualquier otro teleósteo, nadan con el
cuerpo apuntando hacia abajo. No me refiero a que se desplazan verticalmente:
se desplazan horizontalmente, pero con el cuerpo en posición vertical. Cuando
nadan juntos de forma sincronizada parecen un macizo de hierbas, o, algo aún
más sorprendente, las largas púas de un erizo de mar gigante, entre las cuales
suelen refugiarse. Sea como fuere, la decisión de nadar cabeza abajo es
voluntaria, porque cuando algo los alarma son perfectamente capaces de
colocarse en posición horizontal y salir huyendo a gran velocidad.
¿Qué habría dicho Juliet si le hubiese dibujado una anguila agachadiza
(varias especies de nemíctidos) o un pez pelícano (Eurypharynx pelecanoides),
dos especies abisales con nombre de ave? La anguila agachadiza parece una
caricatura: larga y fina hasta extremos ridículos y con unas mandíbulas parecidas
a las de un ave que se abren en curva como la bocina de un megáfono. Estas
mandíbulas divergentes se antojan tan poco funcionales que no puedo evitar
preguntarme cuántos de estos peces se han visto realmente con vida. ¿No serán
las mandíbulas de megáfono exclusivas de un espécimen apolillado en un museo
que se deformó con el paso del tiempo?
El pez pelícano parece salido de una pesadilla. Dotado de un par de
mandíbulas que parecen demasiado grandes en relación al cuerpo, es capaz de
engullir de un solo bocado presas mayores que él (son varios los peces abisales
que poseen tan extraordinaria aptitud). Que un depredador cace presas mayores
que él y luego se las coma por partes no tiene nada de raro. Es lo que hacen los
leones. O las arañas.[1] Más difícil de imaginar es que uno pueda tragarse entera
una presa mayor que uno mismo. El pez pelícano, y otros peces abisales, como
su pariente cercano la anguila tragadora, o el engullidor negro (Chiasmodon
niger), con el que no guarda parentesco alguno y ni siquiera es una anguila,
consiguen tal proeza. El pez pelícano lo hace gracias a unas mandíbulas
desproporcionadamente grandes y a un estómago fláccido capaz de dilatarse y
que sólo sobresale cuando está lleno, momento en el que parece un enorme
tumor externo. Tras un largo periodo de digestión, el estómago vuelve a
contraerse. No sé por qué esta prodigiosa capacidad de deglución es exclusiva de
serpientes[2] y criaturas abisales. El pez pelícano y la anguila tragadora atraen a
sus presas con un señuelo luminoso que tienen en la punta de la cola.
El diseño corporal de los teleósteos se ha revelado muy maleable a lo largo
del tiempo evolutivo, dejándose estirar o aplastar hasta adoptar cualquier forma,
por alejada que estuviese de la forma de pez clásica. El nombre latino del pez
luna, Mola mola, significa piedra de molino, y el motivo salta a la vista. Visto de
perfil, parece un disco enorme que llega a alcanzar unos increíbles cuatro metros
de diámetro y pesar hasta dos toneladas. Lo único que rompe la circularidad del
perfil son dos gigantescas aletas, una dorsal y otra ventral, cada una de las cuales
puede medir hasta dos metros de largo.
En «El Cuento del Hipopótamo», para explicar la espectacular diferencia
entre dicho mamífero y sus primas las ballenas hablamos de la ventaja de que
debieron de disfrutar los cetáceos en cuanto cortaron todo vínculo con tierra
firme y se libraron de la gravedad. No cabe duda de que la gran variedad de
formas que exhiben los peces teleósteos responde a un motivo parecido. Sin
embargo, a la hora de explotar el medio acuático, los teleósteos tienen otra
ventaja sobre, por ejemplo, los tiburones, y es la forma tan especial que tienen de
resolver el problema de la flotación. Nos lo va a contar el lucio.
En una peregrinación evolutiva como la que nos ocupa parece oportuno que
algunos de los cuentos, aun cuando vengan narrados por especies actuales,
versen sobre reediciones recientes de antiguos acontecimientos evolutivos. Dado
que los peces teleósteos son tan variables y versátiles, era de prever que algunos
de ellos imitasen a los peces de aleta lobulada y también invadiesen la tierra
firme. El saltarín del fango es uno de esos peces que han salido del agua y viven
para contarlo.
Varias especies de teleósteos viven en aguas cenagosas pobres en oxígeno.
Como no logran extraer del agua la cantidad suficiente de tan preciado gas, se
ven obligados a recurrir al aire. Los típicos peces de acuario originarios de los
lagos del sudeste asiático, como el luchador de Siam, Betta splendens, suben con
frecuencia a la superficie para tomar aire, pero siguen respirando por las
branquias. Teniendo en cuenta que las branquias están húmedas, podría decirse
que lo que hacen con esa bocanada de aire es oxigenar el agua de las branquias,
como cuando hacemos burbujas para oxigenar el agua de un acuario. Pero la
cosa va más allá, porque la cámara branquial está provista de una cavidad
auxiliar llena de aire y con profusión de vasos sanguíneos. Esta cavidad no es un
auténtico pulmón. El verdadero equivalente del pulmón en los peces teleósteos
es la vejiga natatoria que, como acabamos de ver en «El Cuento del Lucio», les
permite controlar el empuje hidrostático.
Los peces que absorben oxígeno del aire a través de la cámara branquial han
redescubierto la respiración de aire por un camino completamente distinto. Los
exponentes más avanzados de este tipo de respiración tal vez sean las percas
trepadoras del género Anabas. Estos peces también viven en aguas pobres en
oxígeno y acostumbran a salir del agua y desplazarse por la tierra en busca de un
nuevo hogar cuando el anterior se ha secado. Pueden sobrevivir fuera del agua
varios días seguidos. De hecho, son un ejemplo vivo de lo que Romer aventuró
en su teoría (hoy un tanto desacreditada) de cómo los peces colonizaron la tierra.
Otro grupo de teleósteos andantes son los saltarines del fango, como, por
ejemplo, Periophtalmus, el protagonista de este cuento. Algunos de estos peces,
de hecho, pasan más tiempo fuera del agua que dentro. Se alimentan de insectos
y arañas, presas que, por lo general, no se encuentran en el mar. Es posible que
nuestros antepasados del Devónico cosechasen beneficios semejantes cuando
salieron por primera vez del agua, pues tanto las arañas como los insectos se les
habían adelantado y ya vivían en tierra firme. Periophtalmus colea y se arrastra
por el fango usando las aletas pectorales, cuyos músculos están tan desarrollados
que son capaces de sostener todo el peso del pez. De hecho, parte del cortejo de
los saltarines del fango tiene lugar en tierra, y, en ocasiones, los machos se
dedican a hacer flexiones, como algunos lagartos, para que las hembras les vean
la barbilla y la garganta, ambas de color dorado. Los huesos de las aletas
también han evolucionado por convergencia y se asemejan a los de tetrápodos
como la salamandra.
Los saltarines del fango pueden dar saltos de más de medio metro
plegándose de lado y estirándose bruscamente (de ahí algunos de los múltiples
nombres con que se les conoce en diversos lugares: saltafangos, pez rana, pez
canguro, etc.). Otro apelativo frecuente, pez trepador, se debe a su hábito de
trepar a los mangles en busca de presas. Se agarran a los troncos con las aletas
pectorales, ayudándose de una especie de ventosa que forman juntando las aletas
pélvicas bajo el cuerpo.
Al igual que los ya mencionados peces lacustres, los saltarines del fango
respiran introduciendo aire en sus húmedas cámaras branquiales. También
absorben oxígeno a través de la piel, que han de mantener siempre húmeda.
Cuando corren peligro de deshidratarse se revuelcan en un charco. Sus ojos son
especialmente vulnerables a la sequedad, por eso de vez en cuando se los
restriegan con una aleta húmeda. Los tienen muyjuntos, casi en lo alto de la
cabeza y, como las ranas y los cocodrilos, los usan de periscopio para escudriñar
la superficie sin sacar el cuerpo del agua. Cuando están en tierra, los retraen
periódicamente dentro de las cuencas para humedecerlos. Antes de salir del agua
para darse un paseo por la tierra, los saltarines del fango se llenan de agua las
cavidades branquiales.
El autor de un célebre libro sobre la conquista de la tierra recoge el
testimonio de un pintor del siglo XVIII que vivió en Indonesia y tuvo un pez rana
en su casa durante tres días:
El libro reproduce una caricatura de un pez rana con andares perrunos, pero el
animal representado es a todas luces un pez abisal llamado pescador negro
(Melanocetus johnsonii) que tiene en la cabeza una antena rematada con un
señuelo para atraer a los pececillos que le sirven de alimento. Me temo que el
dibujante fue víctima de un malentendido, un ejemplo muy instructivo de lo que
puede ocurrir cuando se usan los nombres comunes de los animales en lugar de
los científicos, que, por muchos defectos que tengan, al menos son únicos y
exclusivos. Es verdad que algunas personas llaman «pez rana» al pescador
negro, pero es sumamente improbable que aquel pez que seguía al pintor como
un perrillo fuese un rape. En cambio, podría haber sido perfectamente un saltarín
del fango. No en vano viven en Indonesia y uno de sus nombres coloquiales es
pez rana. Además, al menos para mí, los saltarines del fango se parecen a una
rana muchísimo más que el pescador negro, y encima saltan. Sospecho que esa
mascota que seguía al pintor a todas partes cual perrillo era uno de ellos.
Me agrada la idea que podamos ser los descendientes de una criatura que,
aunque en muchos otros apartados difiriese de los saltarines del fango actuales,
fuese tan intrépida y decidida como un perrillo: tal vez lo más parecido a un
perro que el Devónico podía ofrecer. Una amiga de hace muchos años me
explicó con las siguientes palabras por qué le encantaban los perros: «porque son
buenos chicos». Pienso que el primer pez que se atrevió a salir del agua tuvo que
ser el prototipo de un buen chico, una criatura a la que sería un placer llamar
antepasado.
El lago Victoria es el tercer lago más grande del mundo, pero también uno de los
más jóvenes. Según pruebas geológicas, apenas tiene unos 100.000 años de
antigüedad. Alberga una cantidad enorme de especies endémicas de cíclidos. El
término endémicas significa que no se encuentran en ningún otro lugar y que
presumiblemente evolucionaron allí. Dependiendo de si el ictiólogo de turno es
un generalista o un especifista, el número de especies de cíclidos en el lago
Victoria oscila entre 200 y 500; según un reciente cálculo fidedigno, son 450. De
estas especies endémicas, la gran mayoría pertenece a una sola tribu, los
haplocrominos. Parece ser que todas han evolucionado como un solo bloque de
especies durante los últimos 100.000 años.
Como vimos en «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha», la escisión
evolutiva de una especie en dos se llama especiación. Lo sorprendente de la
escasa antigüedad del lago Victoria es que implica una tasa de especiación
increíble. También hay pruebas de que el lago se secó completamente hace unos
15.000 años; algunos expertos han llegado a deducir que las 450 especies
endémicas tuvieron que evolucionar a partir de una única especie fundadora en
ese brevísimo espacio de tiempo. Esto, como veremos más adelante,
probablemente sea una exageración, pero, en cualquier caso, basta efectuar un
simple cálculo para apreciar objetivamente estos periodos tan cortos. ¿Qué tasa
de especiación haría falta para generar 450 especies en 100.000 años? En teoría,
la pauta de especiación más prolífica sería una sucesión de duplicaciones. De
acuerdo con ese modelo hipotético, una especie ancestral da origen a dos
especies, cada una de las cuales se escinde en otras dos, cada una de las cuales se
escinde en otras dos, y así sucesivamente. Una especie que siguiese esta pauta de
especiación tan productiva (exponencial, sería la palabra) podría generar
fácilmente 450 especies en 100.000 años, con un intervalo bastante largo (10.000
años) entre especiación y especiación en cualquiera de las líneas ancestrales. En
un peregrinaje hacia el pasado que arrancase de cualquier cíclido actual, al cabo
de 100.000 años sólo habría diez puntos de encuentro.
Naturalmente, en la vida real, es muy improbable que la especiación siga este
modelo ideal de duplicaciones sucesivas. El caso opuesto sería una pauta en la
que la especie fundadora generase una especie hija tras otra sin que ninguna de
éstas diese lugar a su vez a especie alguna. Según este modelo de especiación, el
menos eficiente que cabe concebir, para poder generar 450 especies en 100.000
años haría falta un intervalo entre especiación y especiación de un par de siglos.
Parece breve, pero no absurdo. Lo más seguro es que la cifra real se encuentre
entre ambos casos extremos, es decir, que el intervalo medio entre especiaciones
sea, pongamos, de unos pocos milenios. Visto así, la tasa de especiación no
resulta tan espectacularmente elevada, sobre todo si se compara con las tasas
evolutivas que vimos en «El Cuento del Pinzón de las Galápagos». De cualquier
forma, un ritmo tan rápido y prolífico de especiación sostenida representa una
verdadera hazaña según los parámetros evolutivos habituales, motivo por el cual
los cíclidos del lago Victoria son toda una leyenda entre los biólogos.[3]
Los lagos Tanganyka y Malawi sólo son un poco más pequeños que el
Victoria, pero mientra éste es ancho y de aguas someras, aquéllos son típicos
lagos del Valle del Rift: alargados, estrechos y muy profundos. Su formación
tampoco es tan reciente como la del Victoria. El Lago Malawi, del que ya he
dicho con nostalgia que fue el marco de mis primeras vacaciones «en la playa»,
tiene entre uno y dos millones de años de antigüedad. El lago Tanganyika es el
más viejo de los tres: entre 12 y 14 millones. A pesar de estas diferencias, los
tres tienen en común el extraordinario rasgo que sirve de hilo conductor a este
cuento. Todos rebosan de cientos de especies endémicas de peces cíclidos
exclusivas de cada lago en particular. Las especies del lago Victoria son
completamente diferentes de las especies del Tanganyika y las especies del
Malawi son completamente diferentes de las de éstos dos. Sin embargo, cada
uno de esos tres conjuntos de centenares de especies ha producido, por evolución
convergente dentro de su propio lago, una gama de tipos sumamente similar. Es
como si una sola especie de haplocrominos (o muy pocas) hubiese entrado en
cada uno de los lagos cuando estaban recién formados, tal vez por un río. A
partir de tan modestos comienzos, una sucesión de subdivisiones evolutivas dio
lugar a cientos de especies de cíclidos que terminaron componiendo
prácticamente el mismo abanico de tipos en cada uno de los tres grandes lagos.
Esta rápida diversificación en muchos tipos diferentes se llama radiación
adaptativa. Los pinzones de Darwin son otro ejemplo célebre de radiación
adaptativa, pero el caso de los cíclidos africanos es particularmente especial
porque en su caso la radiación adaptativa ha ocurrido por triplicado.
Buena parte de las variaciones dentro cada lago tiene que ver con la dieta.
Los tres lagos tienen criaturas que se alimentan de plancton, peces que
mordisquean las algas de las rocas, depredadores piscívoros, carroñeros,
ladrones de comida y comedores de huevos de otros peces. Existen, incluso,
especialistas en el hábito que da nombre a los peces limpiadores, cuyos
exponentes más conocidos son ciertos peces de los arrecifes coralinos tropicales
(véase «El Cuento del Polipífero»). Los peces cíclidos se caracterizan por un
complicado sistema de dobles mandíbulas. Además de las mandíbulas exteriores
normales, cuentan con un segundo juego de mandíbulas faríngeas alojadas en el
fondo de la garganta. Es probable que esta innovación haya propiaciado la
versatilidad alimenticia de los cíclidos y su capacidad para diversificarse
repetidamente en los grandes lagos africanos.
A pesar de ser más antiguos que el Victoria, los lagos Tanganyika y Malawi
no albergan un número mucho mayor de especies. Es como si en cada lago, una
vez alcanzado un número equilibrado de especies, se activase un mecanismo que
impidiese a las especies seguir multiplicándose con el paso del tiempo, e incluso
redujese su número. El lago Tanganyika, que es el más antiguo de los tres, es el
que menos especies tiene; el Malawi, el mediano en cuanto a antigüedad, el que
más. Es probable que los tres siguiesen la misma pauta de especiación rápida que
el Victoria, es decir, que partiendo de cifras muy modestas, generasen varios
centenares de especies endémicas nuevas en unos pocos cientos miles de años.
En «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha» nos hemos referido a la
explicación más aceptada de cómo se produce la especiación: la teoría del
aislamiento geográfico. No es la única y, en ciertos casos, puede que exista más
de una explicación válida. En determinadas condiciones puede darse la llamada
especiación simpátrica, esto es, la separación de poblaciones en diferentes
especies dentro de una misma área geográfica, sobre todo entre los insectos,
donde a veces es incluso lo normal. Hay indicios de especiación simpátrica entre
los cíclidos de pequeños lagos africanos formados en cráteres. Pero el modelo
del aislamiento geográfico sigue siendo el dominante y será la teoría de
referencia a lo largo de este cuento.
Según la teoría del aislamiento geográfico, la especiación comienza con la
escisión geográfica fortuita de una sola especie ancestral en poblaciones
separadas. Estas dos poblaciones, incapaces de seguir reproduciéndose entre sí,
se distancian o se ven forzadas por la selección natural a tomar rumbos
evolutivos diferentes. Posteriormente, si tras esta divergencia vuelven a
encontrarse, no podrán, o no querrán, cruzarse. Los miembros de una misma
especie suelen reconocerse unos a otros por algún rasgo particular y evitan
cuidadosamente a las especies similares que no lo poseen. La selección natural
perjudica a quienes se aparean con la especie equivocada, sobre todo cuando las
especies son lo bastante semejantes como para suponer una tentación, y como
para que las crías híbridas sobrevivan, consuman valiosos recursos paternales y
finalmente resulten ser estériles, como las mulas. Según muchos zoólogos, la
principal función del cortejo es evitar el mestizaje. Puede que sea una
exageración, pues son varias las presiones selectivas que también inciden sobre
el cortejo, pero sí es probable que algunas escenificaciones, así como ciertos
colores llamativos y otros reclamos vistosos, sean mecanismos de aislamiento
reproductivo adquiridos por selección natural con el fin de disuadir el mestizaje.
Existe, a este respecto, un experimento particularmente elegante realizado
con peces cíclidos. Ole Seehausen, de la Universidad de Hull, y su colega,
Jacques van Alphen, de la Universidad de Leiden, escogieron dos especies
relacionadas de cíclidos del lago Victoria, Pundamilia pundamilia y Pundamilia
nyererei (así llamada en honor de uno de los grandes líderes africanos de todos
los tiempos, el tanzano Julius Nyerere). Las dos especies son muy parecidas
salvo en el color: el de Pundamilia nyererei es rojizo, mientras que el de
Pundamilia pundamilia es azulado. En condiciones normales, las hembras
prefieren aparearse con machos de su misma especie, pero Seehausen y Van
Alphen introdujeron en el curso del experimento una variación crucial.
Ofrecieron a las hembras las mismas opciones, sólo que bajo una luz artificial
monocromática que altera de manera notable la percepción del color. Recuerdo
perfectamente que cuando estudiaba en Salisbury, una ciudad cuyas calles
estaban alumbradas con farolas de sodio, nuestras capas y los autobuses, ambos
de color rojo chillón, adquirían un tono parduzco. Lo mismo les pasó a los
machos de Pundamilia en el experimento de Seehausen y Van Alphen: tanto los
que bajo la luz normal eran rojos como los que eran azules se volvieron
parduzcos bajo la luz monocromática. ¿El resultado? Las hembras no fueron
capaces de distinguirlos y se aparearon arbitrariamente. Los individuos
resultantes de estos cruces eran completamente fértiles, señal de que lo único
que media entre estas especies y la hibridación es el criterio de las hembras. En
«El Cuento del Saltamontes» veremos un ejemplo parecido. Si las dos especies
fuesen un poco más diferentes, lo más probable es que sus crías fuesen estériles,
como las mulas. A medida que avanza el proceso de divergencia, las poblaciones
aisladas llegan a un punto en que no podrían hibridarse ni aunque quisieran.
Sea cual sea el fundamento de la separación, lo que define a un par de
poblaciones como especies diferentes es la imposibilidad de cruzarse. A partir de
ahí, ambas especies pueden evolucionar por separado sin riesgo de contaminarse
genéticamente, aun cuando ya no exista la barrera geográfica original que
impedía dicha contaminación. Sin la intervención inicial de alguna barrera
geográfica (o equivalente) las especies nunca podrían especializarse en dietas
alimenticias, hábitats o comportamientos particulares. Intervención no significa
necesariamente que sea la propia geografía la que produce el cambio efectivo,
como cuando un valle se inunda o un volcán entra en erupción. Puede darse el
mismo efecto con barreras geográficas preexistentes siempre que sean lo
bastante grandes como para impedir el flujo génico, pero no tan insalvables
como para que las poblaciones fundadoras no puedan superarlas. En «El Cuento
del Dodo» hemos visto como algunos individuos tienen la suerte de llegar a islas
remotas donde se reproducen totalmente aislados de la población matriz.
Islas como las Galápagos o Mauricio son escenarios clásicos de separación
geográfica, pero una isla no es siempre un trozo de tierra rodeado de agua.
Cuando hablamos de especiación, el término isla significa cualquier área de
reproducción aislada (desde el punto de vista del animal). No en vano, el
hermoso libro que Jonathan Kingdon escribió sobre ecología africana se titula
Isla África. Para un pez, un lago es una isla. Ahora bien, ¿cómo es posible,
entonces, que de un solo antepasado hayan surgido cientos de nuevas especies de
peces, si todas viven en el mismo lago?
Una respuesta podría ser que, desde el punto de vista de los peces, dentro de
un gran lago hay muchas islas pequeñas. Los tres grandes lagos africanos tienen
arrecifes aislados. En este contexto arrecife no significa, obviamente, arrecife
coralino, sino, según el diccionario, «bajío o cadena de rocas, guijarros o arena,
situado casi a flor de agua». Estos arrecifes lacustres están cubiertos de algas y
muchos tipos de cíclidos se alimentan de ellas. Para uno de estos cíclidos un
arrecife bien puede constituir una isla, separada del siguiente arrecife por aguas
profundas y a una distancia lo bastante grande como para suponer una barrera al
flujo génico. Aunque sean capaces de nadar de un arrecife a otro, no querrán
hacerlo. Existen pruebas genéticas a este respecto, obtenidas de un estudio
llevado a cabo en el Lago Malawi con una especie de cíclido llamada
Labeotropheus fuelleborni. Diversos individuos que habitaban en extremos
opuestos de un gran arrecife presentaban la misma distribución de genes, lo que
indica un abundante flujo génico a lo largo del arrecife. Sin embargo, cuando los
investigadores hicieron un muestreo de la misma especie en otros arrecifes
separados por aguas profundas, se encontraron con diferencias significativas en
el color y en los genes. Bastaba una distancia de dos kilómetros para provocar
una separación genética apreciable y, cuanto mayor era la distancia, más se
acentuaba la divergencia genética. Otras pruebas proceden de un experimento
natural en el lago Tanganyika. A comienzos de la década de 1970 una fuerte
tormenta formó un nuevo arrecife a 14 kilómetros del más cercano. Sobre el
papel debería haber sido un hábitat idóneo para cíclidos de arrecife, pero cuando
varios años después se examinó el lugar no había ni uno. Está claro que, desde el
punto de vista de los peces, efectivamente, en estos grandes lagos hay islas.
Para que la especiación se produzca tiene que haber poblaciones lo bastante
aisladas como para que el flujo génico entre ellas sea poco frecuente, pero no
tanto como para que no llegue ningún individuo fundador. La fórmula de la
especiación es «que fluyan los genes pero no mucho». Así reza el epígrafe de
una de las partes de The Cichlid Fishes, el libro de George Barlow que ha sido
mi principal fuente de inspiración a la hora de redactar este cuento. Barlow
comenta otro estudio genético realizado en el Lago Malawi con cuatro especies
de cíclidos que habitan en otros tantos arrecifes separados más o menos por un
par de kilómetros. Las cuatro especies, conocidas como mbuna en el dialecto
local, se hallaban presentes en los cuatro arrecifes y cada una presentaba
diferencias genéticas dependiendo del arrecife en que viviera. Un minucioso
análisis de la distribución de los genes demostró que existía un ligero flujo
génico entre los arrecifes, sólo que muy tenue, es decir, el marco perfecto para la
especiación.
La especiación también podría haberse producido de otro modo,
especialmente plausible, además, en el caso del lago Victoria. La datación por
radiocarbono del cieno del fondo indica que el Victoria se secó hace unos 15.000
años. En fechas no muy anteriores al descubrimiento de la agricultura en
Mesopotamia, un Homo sapiens podía caminar en línea recta sin mojarse los
pies desde Kisumu, en Kenia, hasta Bukoba, en Tanzania, un viaje que hoy
supone una travesía de 300 kilómetros a bordo del Victoria, un barco de
modestas dimensiones popularmente conocido como el Reina de África. Estamos
hablando de una desecación muy reciente, pero quién sabe cuántas veces no se
habrá secado y vuelto a llenar el Victoria en los cientos de miles de años
precedentes. En una escala temporal de milenios, el nivel del lago puede subir y
bajar como un yoyó.
Considérese este dato junto con la teoría de la especiación por aislamiento
geográfico. Cuando el Victoria esporádicamente se seca, ¿qué es lo que queda?
Tal vez un desierto, si la desecación fuese total; pero si es parcial, lo que quedará
será unas cuantas lagunas y charcas desperdigadas en las zonas más profundas.
Cualquier pez que quedase atrapado en estas lagunas gozaría de una oportunidad
inmejorable para distanciarse evolutivamente de sus colegas presos en otras
lagunas y convertirse en una especie diferente. Posteriormente, cuando volviese
a llenarse la hoya y de nuevo se formase el gran lago, todas las especies nuevas
se juntarían y pasarían a engrosar la fauna victoriana. La próxima vez que bajase
el yoyó, serían otras especies las que se encontrasen separadas en cada una de las
lagunas. Y de nuevo se darían las condiciones idóneas para la especiación.
Los estudios realizados con ADN mitocondrial corroboran la hipótesis de
que el nivel del lago Tanganyika, el más antiguo, haya aumentado y disminuido
varias veces. Aunque se trata de un lago profundo encajado en un valle y no de
una hoya somera como el Victoria, hay pruebas de que el nivel del Tanganyika
solía ser mucho más bajo y que a la sazón estaba fragmentado en tres lagos de
tamaño medio. Las pruebas genéticas indican que los cíclidos se segregaron
inicialmente en tres grupos, uno por cada uno de esos tres lagos originarios, y
que luego, al formarse el gran lago actual, tuvo lugar la consabida especiación.
Eric Verheyen, Walter Salzburger, Jos Snoeks y Axel Meyer han llevado a
cabo un estudio genético sumamente exhaustivo de las mitocondrias de los peces
cíclidos haplocrominos, no sólo en el lago Victoria sino también en los ríos
vecinos y en lagos satélite como el Kivu, el Edward, el George, el Albert y otros.
Los resultados demuestran que el Victoria y sus vecinos de menor tamaño
comparten un contingente monofilético de especies que empezaron a divergir
hace unos 100.000 años. Los métodos empleados en esta compleja investigación
fueron los de parsimonia, probabilidad máxima y análisis bayesiano que ya
explicamos en «El Cuento del Gibón». Verheyen y sus colegas analizaron la
distribución de 122 haplotipos sacados del ADN mitocondrial de estos peces en
todos los lagos y ríos vecinos. Como vimos en «El Cuento de Eva», un haplotipo
es un segmento de ADN lo bastante largo como para que se pueda identificar en
muchos individuos, que podrían pertenecer perfectamente a especies distintas.
Para simplificar las cosas voy a usar la palabra gen como sinónimo aproximado
de haplotipo (aunque los genetistas más rigurosos no lo aprobarían). En un
primer momento los investigadores no se preocuparon por la cuestión de las
especies: dando por hecho que los que nadaban por lagos y ríos eran los genes,
se dedicaron a anotar la frecuencia con que lo hacían.
El hermoso diagrama de la ilustración, síntesis de las conclusiones obtenidas
por Verheyen y su equipo, se presta fácilmente a malinterpretaciones. Se podría
pensar que los circulitos representan especies arracimadas en torno a las especies
progenitoras, como en un árbol filogenético, o lagunas desperdigadas en torno a
lagos mayores, como en los mapas de la red de rutas y destinos de una compañía
aérea (¡y anfibia!). Ninguna de estas dos interpretaciones se acerca mínimamente
a lo que el diagrama representa. Los círculos no son especies ni centros
geográficos, sino haplotipos: genes, segmentos determinados de ADN que un
pez puede poseer o no.
Así pues, cada gen está representado por un círculo. El área de cada círculo
expresa el número total de individuos que, con independencia de la especie,
poseían el gen en cuestión en todos los lagos y ríos examinados. Los círculos
pequeños simbolizan genes que sólo se encontraron en un único individuo. Por
ejemplo, el gen 25, a juzgar por el área de su círculo (la mayor de todas), se
encontró en 34 individuos. El número de puntitos en las líneas que unen dos
círculos representa el número mínimo de mutaciones necesarias para pasar de
uno a otro. Si el lector recuerda «El Cuento del Gibón», habrá advertido que se
trata de un ejemplo de análisis de parsimonia, aunque un poco más sencillo que
el análisis de genes lejanamente emparentados que se efectúa con dicho método,
porque aquí los estadios intermedios siguen presentes. Los puntitos negros de las
líneas representan genes intermedios que, en rigor, no se han encontrado en
ningún pez, pero que se cree han existido a lo largo de la evolución. Es un árbol
no dirigido que no se pronuncia acerca del rumbo evolutivo.
En el diagrama, la geografía sólo aparece representada en el sombreado de
los círculos, cada uno de los cuales es un gráfico de sectores que muestra el
número de veces que el gen en cuestión se encontró en cada lago o río
examinado (véase la explicación de los diferentes tonos en la esquina inferior
derecha del diagrama). De todos los genes representados, los números 12, 47, 7
y 56 sólo se encontraron en el lago Kivu (son los círculos pintados de un gris
medio). Los genes 77 y 92 sólo se encontraron en el lago Victoria (los grises
oscuros). El gen 25, el más abundante de todos, apareció sobre todo en el lago
Kivu, pero también, en número considerable, en los llamados lagos de Uganda
(un grupo de lagunas situadas muy cerca unas de otras, al oeste del lago
Victoria). El gráfico de sectores muestra que el gen 25 también se encontró en el
río Nilo Victoria, en el lago Victoria propiamente dicho y en los lagos
Edward/George (a efectos de recuento, estos dos pequeños lagos vecinos se
consideraron uno solo). Recordemos, una vez más, que el diagrama no contiene
la más mínima información acerca de especies. La porción gris oscuro del
círculo del gen 25 indica que dos individuos hallados en el lago Victoria poseían
dicho gen. No se nos da ninguna información sobre si esos dos individuos eran
de la misma especie o de la misma especie que los ejemplares del lago Kivu que
tenían ese mismo gen. La función del diagrama no es ésa; es un diagrama que
haría las delicias de cualquier entusiasta de la teoría del gen egoísta.
Los resultados fueron sumamente reveladores. El pequeño lago Kivu se erige
como el origen de todo el contingente de especies. Las señales genéticas
demuestran que el lago Victoria fue inseminado con haplocrominos procedentes
del lago Kivi en dos ocasiones distintas. La gran desecación de hace 15.000 años
no acabó, ni mucho menos, con el contingente de especies, sino que muy
probablemente lo reforzó del modo mencionado más arriba, esto es, convirtiendo
la hoya del Victoria en una Finlandia de lagunas. En cuanto al origen de
poblaciones de cíclidos más antiguas en el propio lago Kivu (actualmente
alberga 26 especies, incluidas 15 especies endémicas de haplocrominos), el
oráculo genético dice que llegaron procedentes de ríos tanzanos.
Todo este trabajo no ha hecho sino comenzar. En un primer momento uno se
asusta, pero luego se entusiasma imaginando lo que podrá conseguirse cuando
estos métodos se apliquen de manera rutinaria no sólo a los peces cíclidos de los
lagos africanos, sino a cualquier animal, en cualquier «archipiélago» de hábitats.
Son varios los animales que se han establecido en cavernas oscuras donde,
evidentemente, las condiciones de vida son muy diferentes a las del exterior. En
repetidas ocasiones, muchos grupos zoológicos diferentes, como los
platelmintos, los insectos, los cangrejos de río o los peces, han terminado
habitando en las cavernas y desarrollado evolutivamente muchas de las mismas
modificaciones por separado. Algunas modificaciones pueden considerarse
constructivas, como, por ejemplo, la reproducción retardada, la puesta de menos
huevos pero más grandes y la mayor longevidad. Asimismo, quizá para
compensar la ceguera, los animales cavernícolas han mejorado los sentidos del
gusto y el olfato, desarrollado largas antenas y, en el caso de los peces, reforzado
el sistema de la línea lateral (un órgano sensible a la presión del agua que nos
resulta muy ajeno pero que para los peces es fundamental). Otros cambios se
consideran regresivos. Los cavernícolas tienden a perder los ojos y la
pigmentación, volviéndose ciegos y blanquecinos.
El tetra ciego mejicano, Astyanax mexicanus (también conocido como A.
fasciatus) es un caso particularmente asombroso, porque diferentes poblaciones
dentro de la especie han seguido por separado la corriente de los arroyos que
entraban en las cavernas y han adquirido rápidamente una serie de cambios
regresivos relacionados con la vida troglodita, cambios que se pueden
compararse directamente con las características de sus parientes de la misma
especie que siguen viviendo en el exterior. Estos peces ciegos de las cavernas
sólo se encuentran en cuevas de México, en su mayor parte cuevas de piedra
caliza situadas en un solo valle. En su día, se pensaba que constituían especies
diferentes (lo cual es comprensible), pero en la actualidad se clasifican como
razas de una misma especie, Astyanax mexicanus, un pez habitual en aguas poco
profundas entre México y Texas. Se han encontrado ejemplares de la raza ciega
en 29 cuevas diferentes y, de nuevo, todo hace pensar que al menos algunas de
estas poblaciones cavernícolas desarrollaron cambios regresivos como la ceguera
y la coloración blanca por separado: muchos tetras de superficie se han instalado
en cuevas en repetidas ocasiones, y en todos los casos han perdido los ojos y el
color de forma independiente.
Un detalle intrigante es que algunas poblaciones llevan más tiempo viviendo
en cuevas que otras, lo cual sirve como gradiente indicador de la medida en que
se han visto empujadas hacia la vida troglodita. El extremo del gradiente se
encuentra en la cueva de Pachón, que se cree alberga la población cavernícola
más antigua. El extremo opuesto, el más joven, está en la cueva de Micos, cuya
población prácticamente no ha cambiado con respecto a la tipología normal de la
especie, los individuos que viven en el exterior. Ninguna de estas poblaciones
puede llevar mucho tiempo en las cavernas, porque estamos hablando de una
especie sudamericana que no pudo haber llegado a México antes de que se
formase el istmo de Panamá durante el Gran Intercambio Americano, hace tres
millones de años. Calculo que las poblaciones de tetras cavernícolas son mucho
más jóvenes que eso.
Es fácil entender por qué quien siempre ha vivido en las tinieblas nunca ha
desarrollado ojos; lo que ya no es tan fácil de entender es por qué el pez de las
cavernas, cuyos antepasados más recientes contaban con ojos normales, se
«tomó la molestia» de deshacerse de ellos. Si existe alguna posibilidad, por
remota que sea, de que un tetra se vea arrastrado fuera de su cueva en pleno día,
¿no sería una ventaja conservar los ojos por si acaso? No es así como procede la
evolución, pero podemos expresar el concepto con más claridad. Fabricar ojos
(o, para el caso, cualquier otro órgano) no sale gratis. El pez que desvíe recursos
a cualquier otra parte de su economía tendrá ventaja sobre los peces rivales que
no reduzcan el tamaño de sus ojos.[4] Si las probabilidades de que un animal
cavernícola necesite los ojos no son lo bastante elevadas como para que
compense fabricarlos, los ojos desaparecerán. Cuando se trata de selección
natural, hasta las ventajas más mínimas son significativas. Otros biólogos no
tienen en cuenta los aspectos económicos; según ellos, basta postular una
acumulación de cambios fortuitos en el desarrollo de los ojos que no se ven
perjudicados por la selección natural porque son irrelevantes. Hay muchas más
maneras de ser invidente que vidente, de modo que los cambios fortuitos, por
razones puramente estadísticas, tienden hacia la ceguera.
Y esto nos conduce al tema central de «El Cuento del Pez Ciego de las
Cavernas». El tema tiene que ver con la ley de Dollo, según la cual, la evolución
es irreversible. Al atrofiar los ojos que, con tanto esfuerzo crecieron a lo largo
del proceso evolutivo, el pez ciego de las cavernas parece haber protagonizado
una inversión evolutiva. ¿Supone eso una refutación de la ley de Dollo? En un
sentido más general, ¿acaso existe alguna razón teórica por la que la evolución
haya de ser irreversible? La respuesta a ambas preguntas es que no. Pero hace
falta entender correctamente la ley de Dollo, y ésa es la finalidad de este cuento.
Salvo a muy corto plazo, la evolución no puede invertirse exactamente, y
hago énfasis en lo de «exactamente». Es sumamente improbable que la
evolución siga una senda concreta especificada de antemano. Hay demasiadas
sendas posibles. Una inversión exacta de la evolución constituye, simplemente,
un caso especial de una de esas sendas concretas especificadas de antemano.
Teniendo en cuenta el número tan elevado de caminos que puede recorrer la
evolución, las probabilidades están en contra de cualquier camino específico y
también del camino inverso al recién recorrido. Pero no existe ninguna ley que
de por sí impida la inversión evolutiva.
Los delfines descienden de mamíferos terrestres que volvieron al mar y, en
muchos aspectos superficiales, parecen peces grandes que nadan a gran
velocidad. Pero no se trata de un caso de inversión evolutiva. Los delfines se
parecen a los peces en ciertos aspectos, pero la mayoría de sus características
internas son, sin lugar a dudas, típicas de los mamíferos. Si de verás la evolución
se hubiese invertido, los delfines serían peces y punto. ¿No será que algunos
peces son en realidad delfines y que la regresión a la condición de pez ha sido
tan perfecta y tan plena que no nos damos cuenta? ¿Se apuesta algo el lector?
Aquí es donde podemos confiar plenamente en la ley de Dollo, sobre todo si nos
fijamos en el cambio evolutivo a nivel molecular.
Ésa podría considerarse una interpretación termodinámica de la ley de Dollo
pues recuerda al segundo principio de la termodinámica, según el cual, en todo
sistema cerrado aumenta la entropía (o desorden o el desbarajuste). Es habitual
establecer una analogía (o tal vez sea algo más que una analogía) entre el
segundo principio de la termodinámica y una biblioteca. Sin un bibliotecario que
ponga los libros en su sitio, las bibliotecas tienden a desordenarse y los libros a
mezclarse: la gente los deja encima de las mesas o los pone en los estantes
equivocados. Con el paso del tiempo, la entropía de la biblioteca aumenta
inevitablemente. Por eso todas las bibliotecas necesitan de un bibliotecario que
se ocupe constantemente de mantener los libros ordenados.
El gran malentendido del segundo principio de la termodinámica es suponer
que existe una tendencia irresistible hacia un estado concreto de desorden. No se
trata de eso ni mucho menos. Se trata, simplemente, de que hay muchas más
formas de estar desordenado que ordenado. Si unos usuarios descuidados
revuelven los libros arbitrariamente, la biblioteca se alejará automáticamente del
estado (o de la reducida minoría de estados) que cualquiera consideraría
ordenado. No existe una propensión hacia un estado de gran entropía. Lo único
que ocurre es que la biblioteca se aleja del estado inicial de orden perfecto en la
dirección fortuita que sea y, con independencia del rumbo que tome dentro del
espacio de todas las bibliotecas posibles, la inmensa mayoría de los posibles
caminos supondrá un aumento del desorden. Análogamente, de todas las sendas
evolutivas que puede seguir una línea ancestral, que ascienden a un número
enorme, sólo una de ellas será una inversión exacta del camino por el cual ha
llegado a su condición actual. La ley de Dollo no es más profunda que la ley
según la cual, si se lanza una moneda al aire cincuenta veces, no se sacan
cincuenta caras ni cincuenta cruces, ni una alternancia exacta de caras y cruces,
ni ninguna otra secuencia especificada de antemano. El mismo principio de la
termodinámica también establece que cualquier senda evolutiva concreta que
discurra «hacia delante» (signifique esto lo que signifique) no se recorrerá punto
por punto dos veces.
En este sentido termodinámico, la ley de Dollo es verdadera pero trivial. No
se merece el rango de ley en absoluto, como tampoco se lo merece la ley que
niega la posibilidad de lanzar una moneda al aire 100 veces y sacar cien caras.
Podemos imaginar una interpretación real de la ley de Dollo que afirmase que la
evolución no puede retornar a nada que se parezca siquiera ligeramente a un
estado ancestral, en el mismo sentido en que un delfín se parece ligeramente a un
pez. Sería, desde luego, una interpretación notable e interesante pero no por ello
(que se lo pregunten a los delfines) menos falsa. No consigo imaginar una sola
razón teórica válida para considerarla verdadera.
EL CUENTO DE LA PLATIJA
«Surgido de la inocencia asesina del mar…». El contexto del poema de Yeats era
otro completamente, pero ese verso siempre me trae a la mente un tiburón: una
criatura asesina, sí, pero inocente por cuanto la suya no es una crueldad
deliberada, sino un rasgo más de la que tal vez sea la máquina de matar más
efectiva del mundo. Conozco personas para las que el jaquetón o tiburón blanco
es la peor de las pesadillas Si el lector es una de esas personas, quizá no le
agrade saber que Carcharocles megalodon, el tiburón del Mioceno, era el triple
de grande que el jaquetón y tenía unas mandíbulas y unos colmillos
proporcionados a su tamaño.
Como tengo la misma edad que la bomba atómica, la pesadilla que me
persigue no es un tiburón sino con un enorme cazabombardero negro y futurista,
erizado de lanzamisiles de última generación, que oscurece el cielo con su
silueta y llena mi corazón de malos presagios. A decir verdad, tiene casi
exactamente la misma forma que una manta raya. La mancha oscura y rugiente
que, con sus dos torretas tan enigmáticas como amenazadoras, sobrevuela las
copas de los árboles de mis sueños, viene a ser una especie de primo tecnológico
de Manta birostris. Siempre me ha costado aceptar el hecho de que esos
monstruos de siete metros son unos seres inofensivos que se alimentan del
plancton que criban con sus agallas. Además, son bellísimos.
Incorporación de los tiburones y semejantes. Los peces
cartilaginosos, que se nos unen en el Encuentro 21, incluyen
a los tiburones y las rayas. Los fósiles no dejan lugar a
dudas en cuanto a la temprana división de los gnatóstomos
en peces óseos y peces cartilaginosos. Sólidas pruebas
recientes corroboran este esquema de relaciones entre las
cerca de 850 especies de peces cartilaginosos.
El Encuentro 22, donde nos reunimos con las lampreas y los mixinos, tiene lugar
en los mares cálidos de principios del Cámbrico, es decir, hace unos 530
millones de años, y calculo que el Contepasado 22 fue nuestro tatarabuelo
número 240 millones. Las lampreas y los mixinos son insignes representantes de
la época en que surgieron los vertebrados. Aunque lo más práctico es colocarlos
juntos en virtud de su carencia de mandíbulas y de aletas, he de reconocer que
muchos morfólogos consideran a las lampreas parientes más cercanos del ser
humano que de los mixinos. Según esta escuela de pensamiento, deberíamos
reunirnos con las lampreas en el Encuentro 22 y con los mixinos en el 23. En
cambio, los biólogos moleculares insisten en que ambas especies se nos unen en
el mismo punto de encuentro y ésta es la opinión que adoptaremos
provisionalmente en estas páginas. Sea como fuere, debo aclarar que ni las
lampreas ni los mixinos hacen justicia al conjunto de los peces agnatos, la
mayoría de los cuales están extintos.
Las lampreas y los mixinos guardan un parecido superficial con las anguilas
y tienen el cuerpo blando; sin embargo, cuando los peces agnatos dominaban los
mares, en la era de los peces del Devónico, muchos de ellos, denominados
ostracodermos, tenían el cuerpo cubierto de una dura coraza ósea y algunos, a
diferencia de las lampreas y los mininos, tenían aletas pares. Esto desmiente la
hipótesis de que los huesos son un rasgo avanzado de los vertebrados, que habría
sustituido al cartílago. Los esturiones y algunos otros peces óseos poseen, al
igual que los tiburones y a las lampreas, un esqueleto compuesto casi
exclusivamente de cartílago, pero descienden de antepasados mucho más óseos,
es más, de peces dotados de gruesas corazas, aunque no hay que descartar que
los tiburones y las lampreas también desciendan de esa clase de peces.
Incorporación de los peces agnatos. Siguen siendo
controvertidas las relaciones evolutivas en la base de la línea
ancestral de los vertebrados, sobre todo por lo que respecta a
los peces agnatos actuales: las 41 especies de lamprea y las 43
de mixino. Según los fósiles, los primeros en divergir de los
demás vertebrados fueron los mixinos, de los que
posteriormente divergirían a su vez las lampreas. Los datos
moleculares, sin embargo, indican que lampreas y mixinos
forman un mismo grupo, tal y como aparecen representados
aquí.
EL CUENTO DE LA LAMPREA
He aquí un pequeño y atildado peregrino que llega totalmente solo para unirse a
nuestra peregrinación: el anfioxo o pez lanceta. Su nombre en latín era
Amphioxus pero las normas de la nomenclatura le impusieron el de
Branchiostoma. Para entonces, sin embargo, el nombre de Amphioxus ya se
había hecho tan conocido que perdura en nuestros días. El anfioxo o pez lanceta
no es un vertebrado, sino un protocordado, pero está claramente relacionado con
aquéllos y se le clasifica en el mismo filo, el de los Cordados. Existen unos
cuantos géneros relacionados, pero son todos muy parecidos a Branchiostoma,
por lo que no haré distinciones entre ellos y me referiré a todos de manera
informal con el nombre de anfioxos.
Incorporación de los peces lanceta. Los parientes más
cercanos de los vertebrados son las 25 especies conocidas de
unos animales parecidos a los peces llamados lancetas. Sobre
esto no hay mayores discrepancias. A partir de aquí, sin
embargo, las fechas de los encuentros suelen ser objeto de
discusión (véase el «Epílogo al Cuento del Gusano
Aterciopelado»).
Casi no parecen animales. Consisten en un simple saco duro y correoso con dos pequeños orificios
protuberantes. Pertenecen a los moluscoides de Huxley, una subdivisión del gran reino de los Moluscos,
aunque últimamente algunos naturalistas los sitúan entre los gusanos. Las larvas se parecen un poco a
los renacuajos y son capaces de nadar a voluntad.
El señor Kovalevsky ha señalado recientemente que las larvas de las ascidias están relacionadas con los
vertebrados en cuanto a desarrollo, a la posición relativa del sistema nervioso y al hecho de poseer una
estructura muy parecida al chorda dorsalis de los animales vertebrados… Tendríamos, pues, motivos
justificados para creer que, en épocas remotísimas, debió de existir un grupo de animales, semejante en
muchos aspectos a las larvas de las actuales ascidias, que se escindió en dos grandes ramas: la que sufrió
un retroceso y dio lugar a la clase de las Ascidias, y la que subió a lo más alto del reino animal y dio
origen a los Vertebrados.
Pero ahora nos encontramos con una división de opiniones entre expertos.
Existen dos teorías de lo que ocurrió: la que aventuró Darwin y la que en «El
Cuento del Ajolote» hemos atribuido a Walter Garstang. Recordará el lector el
mensaje de dicho cuento, la cuestión de la neotenia: en ocasiones, los órganos
sexuales se desarrollan en la fase larvaria y el organismo madura sexualmente
aunque en otros aspectos continúe siendo inmaduro. Ya hemos aplicado las
enseñanzas del ajolote a los perros pequineses, a los avestruces e, incluso, a
nosotros mismos: según algunos científicos, los humanos seríamos simios
neoténicos que hemos acelerado nuestro desarrollo reproductivo y eliminado la
fase adulta de nuestro ciclo vital.
Garstang aplicó esta misma teoría a los tunicados. A su modo de ver, la fase
adulta de nuestro remoto antepasado era una ascidia sésil que desarrolló la larva
renacuajo como adaptación para dispersarse, del mismo modo que las semillas
de diente de león cuentan con un pequeño paracaídas para que la siguiente
generación arraigue lejos del emplazamiento de su progenitor. Según Garstang,
los vertebrados descendemos de larvas de tunicados que no llegaron a crecer; o
dicho de otro modo, de larvas cuyos órganos reproductores se desarrollaron, pero
que nunca llegaron a convertirse en tunicados adultos.
Si Aldous Huxley levantase la cabeza, podría escribir una novela en la que la
longevidad humana fuese tan grande que un super Matusalén podría terminar
sentando la cabeza y metamorfoseándose en una ascidia gigantesca, anclada de
por vida al sofá delante de la televisión. La trama cobraría mayor fuerza satírica
gracias al mito popular de que las larvas de ascidia, cuando abandonan la
actividad pelágica para tornarse adultos sésiles, se comen su propio cerebro. Se
ve que, en su día, alguien debió de ofrecer una versión algo pintoresca del
proceso, mucho más prosaico, por el cual las larvas de tunicado, al igual que las
orugas dentro de la crisálida, descomponen sus tejidos y los reciclan para
construir el cuerpo adulto. Esto incluye la desintegración del ganglio de la
cabeza, que era útil cuando la larva nadaba activamente entre el plancton.
Prosaico o no, lo cierto es que una metáfora tan prometedora como ésa no podía
pasar desapercibida: era inevitable que un meme tan fecundo se propagase. Más
de una vez me he topado con la afirmación de que las larvas de los tunicados,
cuando les llega el momento de optar por una vida sedentaria, «se comen su
propio cerebro, como los profesores adjuntos cuando consiguen la plaza fija».
Dentro del subfilo de los tunicados existe un grupo de animales llamados
larváceos que, aunque desde el punto de vista reproductivo sean adultos, se
asemejan a las larvas de que venimos hablando. Garstang, viendo en ellos una
reedición más reciente de su antiguo guión evolutivo, les echó el guante: a su
modo de ver, los larváceos descendían de tunicados sésiles que vivían en el
fondo del mar y tenían una fase larvaria planctónica. Desarrollaron la capacidad
reproductora en la fase larvaria y eliminaron la fase adulta de su ciclo vital. Todo
esto podría haber sucedido en épocas bastante recientes, lo cual nos da una
fascinante idea de lo que tal vez les ocurrió a nuestros antepasados hace 500
millones de años.
La teoría de Garstang es, sin duda, atractiva y durante muchos años gozó de
un notable predicamento, sobre todo en Oxford, gracias a la influencia de Alister
Hardy, el persuasivo yerno de Garstang. En fechas recientes, sin embargo, los
análisis genéticos han inclinado la balanza del lado de la teoría original de
Darwin. Si los larváceos constituyen una recreación reciente del antiguo
escenario descrito por Garstang, deberían estar más relacionados con algunos
tunicados modernos que con otros. Por desgracia, no es así. La ramificación más
antigua dentro de todo el filo es la que separó a los larváceos de todos los demás.
Esto no demuestra tajantemente que Garstang estuviese equivocado pero, tal y
como me ha señalado Peter Holland, el actual titular de la cátedra de Alister
Hardy, resta solidez a sus argumentos (y de un modo que ni Garstang ni Hardy
podrían haber previsto).
La fecha que he adoptado para la antigüedad del Contepasado 24 es hace 565
millones de años, lo cual lo convierte en nuestro tatarabuelo número 257
millones, pero estas cifras son cada vez más aproximativas. Puede que se
pareciese a una larva de tunicado, pero, en contra de lo que sostenía Garstang, lo
más probable es que los tunicados adultos evolucionasen después, tal y como
sugirió Darwin. Éste dio tácitamente por supuesto que el adulto de esa remota
especie se parecía a un renacuajo. Una rama de sus descendientes conservó el
aspecto de renacuajo y evolucionó hasta dar origen a los peces, mientras que la
otra rama obtuvo una plaza fija, se asentó en el fondo del mar y se convirtió en
un filtrador sésil, conservando su antigua forma adulta únicamente en la fase
larvaria.
Encuentro 25
Ambulacrarios
Nuestra partida de peregrinos es ya una horda bulliciosa compuesta por todos los
vertebrados más sus parientes, los cordados primitivos, los anfioxos y los
tunicados. Resulta un tanto sorprendente que los siguientes peregrinos en
incorporarse a nuestras filas, nuestros parientes más cercanos entre los
invertebrados, sean unas criaturas tan extrañas (no tardaré en calificarlas de
marcianas) como la estrella de mar, el erizo de mar, la ofiura o el pepino de mar.
Todos ellos, junto con un grupo extinguido en su mayor parte, los llamados
crinoideos o lirios de mar, constituyen el filo de los Equinodermos, o animales
«de piel espinosa». Antes de agregársenos, los equinodermos se habían unido a
unos cuantos grupos de criaturas vermiformes a los que, a falta de pruebas
moleculares, se solía clasificar en otros lugares del reino animal. Los
balanoglosos y semejantes (Enteropneustos y Pterobranquios) se consideraban,
como los tunicados, miembros del grupo de los Protocordados. En la actualidad,
los análisis moleculares los vinculan a los equinodermos, de los cuales no están
tan alejados, en un superfilo llamado Ambulacrarios.
Incorporación de las estrellas de mar y semejantes. Los Cordados pertenecemos a una gran rama de
animales conocidos como Deuteróstomos. Recientes estudios moleculares dan a entender que las
aproximadamente 8100 especies de Deuteróstomos forman un mismo grupo. Este nuevo grupo, al que se ha
dado el nombre de Ambulacrarios, parece bastante sólido, aunque hay dudas en cuanto a la inclusión dentro
de los Xenoturbélidos de un par de especies un tanto amorfas.
La gastrulación es algo que todos los animales hacen en las primeras etapas de
su vida. En general, antes de la gastrulación, el embrión de un animal consiste en
una bola de células hueca llamada blástula cuyas paredes están formadas por una
sola capa del grosor de una célula. Durante la gastrulación, la bola se invagina
para formar una cavidad de dos capas de grosor. La apertura de la cavidad se
cierra hasta formar un pequeño orificio llamado blastoporo. Casi todos los
embriones animales pasan por esta etapa, luego cabe presumir que es una
característica antiquísima. Lo lógico sería suponer que una apertura tan
fundamental se convierta en uno de los dos orificios principales del cuerpo, y
con razón. Pero he aquí la gran división del reino animal, entre los
Deuteróstomos (todos los peregrinos anteriores al Encuentro 26, incluidos
nosotros) y los Protóstomos (la ingente multitud que se nos une en el Encuentro
26).
Incorporación de los protóstomos. En este Encuentro, las aproximadamente 60.000 especies conocidas de
deuteróstomos se unen a más de un millón de especies conocidas de protóstomos. La filogenia de los
protóstomos aquí representada es consecuencia de una de las reorganizaciones más radicales propiciadas
recientemente por la genética. Ahora todos los taxónomos dan por buena la división entre los dos grandes
grupos (protóstomos y deuteróstomos) pero el orden de ramificación dentro de los mismos es sumamente
dudoso. En particular, existe bastante incertidumbre en cuanto al orden de las siete líneas ancestrales de la
izquierda (los Lofotrocozoos).
Ilustraciones, de izquierda a derecha: arenaria o gusano de cordel (especie Arenicola); caracol (Helix
aspersa); briozoo desconocido; grastrotrico (Chaetonotus simrothi); planaria (Pseudocerus dimidiatus);
rotífero bdeloideo (Philodina gregaria); nematodo desconocido; hormiga cortadora de hojas (especie Atta);
gusano aterciopelado (Peripatopsis moseleyi); tardígrado desconocido.
Si desapareciese toda la materia del universo salvo los nematodos, nuestro mundo seguiría siendo
vagamente reconocible… Encontraríamos las montañas, colinas, valles, ríos, lagos y océanos
representados por una capa de nematodos… Los árboles seguirían en pie, formando fantasmales hileras
que representarían nuestras calles y autopistas. Sería posible localizar las diversas plantas y animales, y,
en muchos casos, si tuviésemos el suficiente conocimiento, hasta el nombre de las diferentes especies,
examinando los nematodos que las parasitaban.
La primera vez que leí el libro de Buchsbaum me entusiasmó esa imagen, pero
ahora he de confesar que, después de releerlo, tengo mis dudas. Digamos,
simplemente, que los gusanos nematodos son sumamente numerosos y
omnipresentes.
Otros filos de menor entidad dentro de los Ecdisozoos comprenden diversos
tipos de gusanos, como los priapúlidos o gusanos fálicos. El nombre es bastante
adecuado, aunque el campeón en este sentido es la seta cuyo nombre latino es
Phallus (de la que hablaremos en el Encuentro 34). A primera vista, sorprende
que en la actualidad los priapúlidos se clasifiquen tan alejados de los anélidos.
Los peregrinos lofotrocozoos pueden verse superados en número por los
ecdisozoos, pero hasta ellos son mucho más numerosos que nosotros los
deuteróstomos. Los dos grandes filos dentro de los lofotrocozoos son los
moluscos y los anélidos. No cabe confundir a los gusanos anélidos con los
nematodos, ya que los primeros son segmentados (al igual que los artrópodos,
como acabamos de ver). Esto significa que su cuerpo está constituido por una
serie de segmentos que se repiten a lo largo del cuerpo, como los vagones de un
tren. Muchas partes del cuerpo, como, por ejemplo, los ganglios nerviosos y los
vasos sanguíneos que rodean el intestino, se repiten en cada uno de los
segmentos a lo largo de todo el cuerpo. Lo mismo ocurre con los artrópodos; el
caso más evidente es el de los milpiés y ciempiés, cuyos segmentos son todos
prácticamente iguales. En las langostas, o, más aún, en los cangrejos, muchos de
los segmentos son diferentes entre sí, pero así y todo salta a la vista que tienen el
cuerpo segmentado longitudinalmente. Seguro que sus antepasados tenían
segmentos más uniformes, como las cochinillas de humedad o los milpiés.[2] En
este sentido, los gusanos anélidos son como los milpiés o las cochinillas, aunque
son parientes más cercanos de los moluscos no segmentados. Los anélidos más
conocidos son las lombrices comunes. En Australia tuve el privilegio de ver
lombrices gigantes (Megascolides australis), que, según se dice, pueden alcanzar
los cuatro metros de longitud.
Dentro de los lofotrocozoos hay más filos vermiformes, como, por ejemplo,
los gusanos nemertinos, que no deben confundirse con los nematodos. La
semejanza del nombre es desafortunada y no ayuda mucho que digamos, pero
para mayor confusión existen otros dos filos de gusanos llamados nematomorfos
y nemertodermátidos. Nema, o nematos, significa «hilo» en griego, mientras que
Nemertes es el nombre de una ninfa marina: una desafortunada coincidencia. En
una excursión a la costa de Escocia con nuestro profesor de biología, el
entusiasta I. F. Thomas, encontramos un nemertino gigante, Lineus longissimus,
una especie legendaria capaz de crecer hasta los 50 metros de longitud. Nuestro
espécimen medía como mínimo diez metros, pero no recuerdo la cifra exacta, y
como, por desgracia, el señor Thomas ha perdido la fotografía con que
inmortalizó tan memorable hallazgo, éste quedará en la memoria como una
versión nemertiana de las típicas mentiras de los pescadores.
Hay varios otros filos más o menos vermiformes, pero el más grande y más
importante de todos los filos de los lofotrocozoos es el de los moluscos:
caracoles, ostras, amonites, pulpos y semejantes. Aunque la mayoría de los
peregrinos moluscos se arrastran a paso de caracol, los calamares están entre los
nadadores más rápidos del mar, gracias a una especie de propulsión a chorro.
Ellos, y sus primos los pulpos, son capaces de llevar a cabo los cambios de
coloración más espectaculares del reino animal, con muchísima más pericia que
el proverbial camaleón, y mucho más rápido. Los amonites eran unos parientes
de los calamares dotados de unas caracolas con forma de espiral que les servían
de órganos de flotación, como es el caso del moderno Nautilus. En su día, los
amonites infestaban los mares, pero terminaron extinguiéndose a la vez que los
dinosaurios. Me figuro que también cambiaban de color.
Otro gran grupo dentro de los moluscos es el que forman los bivalvos: ostras,
mejillones, almejas, vieiras, etc. Los bivalvos tienen un solo músculo, pero
sumamente fuerte, el aductor, cuya función es cerrar las dos valvas que les dan
nombre y mantener la concha cerrada como defensa contra los depredadores.
Cuídese mucho el lector de meter el pie dentro de una almeja gigante (Tridacna),
porque no lo sacaría jamás. Entre los bivalvos figura la llamada broma o teredo,
que usan las valvas para perforar el casco de los barcos de madera y los pilones
de los muelles y embarcaderos. Es probable que el lector haya visto alguna vez
la huella de sus andanzas: unos agujeros perfectamente circulares. Las barrenas
ovaladas, de la familia de los foládidos, hacen algo parecido, sólo que en las
rocas.
Superficialmente similares a los bivalvos son los braquiópodos, que también
forman parte del enorme contingente lofotrocozoico de los peregrinos
protóstomos, pero no son parientes cercanos de los bivalvos. En «El Cuento del
Pez Pulmonado» ya nos hemos encontrado con uno de ellos, Lingula, uno de los
famosos fósiles vivientes. En la actualidad sólo quedan unas 350 especies de
braquiópodos, pero en el Paleozoico competían de tú a tú con los bivalvos.[3] El
parecido entre ambos es superficial: las dos valvas de los moluscos son laterales,
izquierda y derecha, mientras que las de los braquiópodos son una superior y
otra inferior. El estatus de los peregrinos braquiópodos, así como el de dos
grupos afines de lofotrocozoos llamados forónidos y briozoos, sigue siendo
objeto de discusión. Como ya he mencionado anteriormente, al colocarlos dentro
de los Lofotrocozoos (a cuyo nombre, de hecho, han contribuido) me estoy
guiando por la escuela de pensamiento dominante en la actualidad. Algunos
zoólogos los dejan donde solían estar, esto es, no entre los Protóstomos sino
entre los Deuteróstomos, pero me temo que la suya sea una batalla perdida.
Según algunos expertos, el tercer gran grupo del superfilo de los
Protóstomos, los Platizoos, debería unirse al de los Lofotrocozoos. Plati
significa «plano», y el nombre de Platizoos procede de uno de los filos que lo
componen, los Platelmintos o gusanos planos. Helminto significa «gusano
intestinal», pero, si bien algunos platelmintos son parásitos (las tenias y los
trematodos), también hay un gran grupo de platelmintos de vida libre: los
turbelarios, que suelen ser bellísimos. Recientemente, los taxónomos han sacado
de los Protóstomos a algunas de las especies que tradicionalmente se
clasificaban dentro de los platelmintos, como, por ejemplo, los acelos, de los que
nos ocuparemos enseguida.
Otros filos se colocan provisionalmente dentro de los Platizoos, pero por la
sencilla razón de que no hay otro lugar más seguro donde ponerlos y, en general,
ni siquiera son planos. Aunque pertenezcan a la categoría de los filos menores,
son fascinantes por derecho propio y, en un manual de zoología invertebrada,
cada uno de ellos merecería un capítulo entero, pero, por desgracia, tenemos una
peregrinación que completar y hemos de apretar el paso. De todos ellos me
limitaré a mencionar a los rotíferos, que tienen un cuento que contarnos.
Los rotíferos son tan pequeños que en un primer momento se les
clasificabajunto a los llamados animálculos, protozoos unicelulares. Lo cierto,
sin embargo, es que son pluricelulares y bastante complejos. Un grupo de
rotíferos, los bdeloideos, destaca por un hecho sorprendente, y es que nadie ha
visto jamás a un macho de la especie. De esto trata su cuento, al que no
tardaremos en llegar.
Ceci n’est pas une coquille. Braquiópodo fósil (Doleorthis) del Silúrido.
Las artemias o gambas de las salinas son unos crustáceos que nadan de espaldas
y que, por tanto, tienen el cordón nervioso en el lado que mira al cielo (el
verdadero lado ventral). El pez gato invertido, Synodontis nigriventris, es un
Deuteróstomo que hace lo propio sólo que al revés: nada de espaldas y, en
consecuencia, tiene el tronco nervioso en el lado que mira al fondo del río (el
verdadero lado dorsal). Las artemias salinas no sé, pero los peces gato invertidos
nadan boca abajo porque buscan comida en la superficie o debajo de las hojas
que flotan en el agua. Puede que algunos individuos descubriesen que ésas eran
unas buenas fuentes de alimento y aprendiesen a darse la vuelta. Mi teoría[6] es
que, con el paso de las generaciones, la selección natural favoreció a aquellos
individuos que mejor hacían ese truco, sus genes se adecuaron al aprendizaje, y
ahora ya sólo nadan así.
La inversión de la artemia salina es una repetición reciente de algo que, a mi
modo de ver, ocurrió hace más de 500 millones de años. Un animal antiquísimo
y perdido en la noche de los tiempos, una especie de gusano con un cordón
nervioso ventral y un corazón dorsal como los de cualquier otro protóstomo, se
dio la vuelta y se puso a nadar, o a arrastrarse, boca arriba como las artemias. Si
un zoólogo hubiese estado presente a la sazón, habría preferido morirse antes
que tener que cambiar de nombre al cordón nervioso y llamarlo «dorsal» sólo
porque ahora estaba situado en el lado que miraba al cielo. Toda su sapiencia
zoológica le diría que, «evidentemente», seguía tratándose de un cordón
nervioso ventral que cuadraba con todos los demás órganos y rasgos que cabe
encontrar en la superficie ventral de un protóstomo. No menos evidente se le
haría a este zoólogo del Precámbrico que el corazón de nuestro gusano invertido
era, en el sentido más preciso del término, un corazón dorsal, por más que latiese
en el lado más próximo al fondo del mar.
Sin embargo, dado un espacio de tiempo lo bastante prolongado (o sea,
dados los suficientes millones de años nadando o arrastrándose boca arriba), la
selección natural reconfiguraría todos los órganos y estructuras del cuerpo para
adaptarlos a la posición invertida. Con el tiempo, a diferencia de nuestra artemia
salina actual, que se ha dado la vuelta hace poco, las huellas de las homologías
dorso-ventrales originales terminarían borrándose por completo. Y las futuras
generaciones de paleozoólogos, cuando se encontrasen con los descendientes de
ese innovador pionero, después de que el hábito de la inversión llevase varias
decenas de millones de años arraigado, comenzarían a redefinir sus conceptos de
dorsal y ventral. Todo ello porque habrían sido muchos los cambios anatómicos
producidos a lo largo del tiempo evolutivo.
Otros animales que también nadan de espaldas son las nutrias marinas (sobre
todo cuando se entregan a su peculiar hábito de cascar con piedras los
caparazones de sus presas apoyándoselos en la barriga) y los remeros. Los
remeros, también conocidos como zapateros, son unos insectos que habitan en
los riachuelos y que apenas rozan la superficie del agua al desplazarse. Los
girínidos, unos coleópteros, hacen otro tanto, sólo que sin nadar al revés.
Imaginemos que los descendientes de nuestros actuales remeros o artemias
salinas, por un lado, y de nuestro actual pez gato invertido, por otro,
mantuviesen la costumbre de nadar boca arriba durante los próximos 100
millones de años. Lo más probable es que cada uno de los tres linajes diese
origen a todo un nuevo subreino cuyo diseño corporal habría sufrido tales
modificaciones como consecuencia de la inversión que los zoólogos que no
conociesen la verdadera historia de lo ocurrido dirían que los descendientes de
las artemias tienen un cordón nervioso dorsal y los del pez gato, un cordón
nervioso ventral.
Como hemos visto en «El Cuento de la Gusana del Fango», el mundo
presenta importantes diferencias prácticas entre arriba y abajo, importancias que,
selección natural mediante, empezarían a dejar su respectiva impronta en el lado
que mira al cielo y en el que mira al suelo. Lo que en su día fue el lado ventral
empezaría a parecerse cada vez más al lado dorsal, y viceversa. Estoy
convencido de que fue exactamente esto lo que pasó en algun momento de la
línea evolutiva que dio origen a los vertebrados, y de que por eso ahora tenemos
una espina dorsal y un corazón ventral. Hoy en día, la embriología molecular
ofrece algunas pruebas del funcionamiento de los genes que definen el eje dorso-
ventral (y que se parecen un poco a los genes Hox que analizaremos en «El
Cuento de la Mosca del Vinagre»), pero los detalles del asunto sobrepasan el
ámbito de este libro.
Dale la vuelta al pez. Pez gato invertido (Synodontis nigriventris) en posición típica.
El pez gato invertido, por más que su inversión sea, sin lugar a dudas, reciente,
ya ha dado un significativo paso en esa dirección evolutiva.[7] Su nombre en
latín es Synodontis nigriventris. Nigriventris significa «de vientre negro», dato
éste que da pie a una interesante reflexión al final de «El Cuento de la Artemia
Salina». Una de las principales diferencias entre arriba y abajo es la dirección
predominante de la luz. Aunque los rayos del sol no sean siempre verticales,
suelen venir de arriba, no de abajo. Si levantamos la mano, incluso en un día
nublado, veremos que tenemos el dorso más iluminado que la palma. Este hecho
resulta clave por cuanto nos permite, a nosotros y a muchos otros animales,
reconocer objetos sólidos y tridimensionales. Un objeto curvo de color uniforme,
como un gusano o un pez, parece más claro por arriba y más oscuro por debajo.
No me refiero a la sombra que proyecta su cuerpo, sino a un efecto más sutil. Un
degradado de tonos, desde los superiores, más claros, hasta los inferiores, más
oscuros, revela delicadamente la curvatura del cuerpo.
La cosa también funciona a la inversa. La fotografía de los cráteres de la luna
está colocada al revés. Si el ojo del lector (o, mejor dicho, el cerebro) funciona
igual que el mío, los cráteres le parecerán colinas. Basta dar la vuelta al libro
para que la luz parezca venir de otra dirección y las colinas se conviertan en los
cráteres que realmente son.
Dale la vuelta al libro. Cráteres en el lado más alejado de la luna.
Una fotografía como ésta, que muestra a Powell junto a unos hombres blancos
bien conocidos (tiene que estar cerca de ellos para que las condiciones lumínicas
sean las mismas para todos), se presta a un ejercicio muy interesante. Si
recortamos un pequeño rectángulo de cada uno de los rostros, por ejemplo, de la
frente, y los colocamos todos juntos, veremos que hay poquísima diferencia
entre el rectángulo de Powell y el de los hombres blancos que aparecen a su
lado. Podrá ser más claro o más oscuro, según el caso. Pero si abrimos el foco y
volvemos a contemplar la fotografía original, de inmediato Powell nos parecerá
negro. ¿En qué indicios basamos nuestra apreciación?
Para dejar claro el concepto, hagamos el mismo ejercicio de comparar
pedazos de frente usando la foto en la que Powell aparece junto a un negro
verdadero como Daniel Arap Moi, el presidente de Kenia. En este caso, la
diferencia entre los dos trozos será espectacular. Sin embargo, cuando abrimos el
foco y volvemos a contemplar todo el rostro, vemos un Powell negro. El artículo
que acompañaba a la fotografía, publicado con motivo de la visita de Powell a
Moi en mayo de 2001, da a entender que en África rigen las mismas
convenciones:
Siendo el primer secretario de estado afroamericano en la historia de Estados Unidos, los africanos han
recibido a Powell casi como un mesías.
Junto a un negro de verdad. Colin Powell con Daniel arap Moi.
Y quizá porque es negro, sus severas críticas han tenido un amplio eco entre…
¿Por qué la gente se traga sin el menor reparo la evidente contradicción (y hay
muchos ejemplos parecidos) entre el aserto «es negro» y la fotografía que lo
acompaña? ¿Qué pasa aquí? Pues varias cosas. La primera es que mostramos un
curioso afán por clasificar racialmente a los demás, incluso cuando se trata de
individuos cuyos padres son de distinta raza (lo cual torna absurda la
clasificación), y cuando (como aquí) carece de la menor importancia.
La segunda es que tendemos a no calificar a nadie de mestizo. En lugar de
eso, nos decantamos por una u otra raza. Algunos estadounidenses son de origen
cien por cien africano y otros, cien por cien europeo (dejando a un lado el hecho
de que, en el fondo, todos somos de origen africano). Quizá para determinados
fines sea más práctico llamarlos negros y blancos respectivamente; no estoy
formulando ninguna objeción de principio a tales designaciones. Pero mucha
gente, probablemente más de la que nos imaginamos, tiene antepasados tanto
negros como blancos. Puestos a usar una terminología cromática, muchos de
nosotros nos encontramos en algún lugar intermedio del espectro. La sociedad,
sin embargo, insiste en encasillarnos en un extremo u otro. Es un ejemplo de la
tiranía de la mente discontinua, que, recordemos, fue el tema de «El Cuento de
la Salamandra». A los ciudadanos estadounidenses se les pide constantemente
que rellenen formularios en los que han de marcar una de las siguientes cinco
casillas: caucásico (que no sé lo que significará; natural del Cáucaso, desde
luego, no), afroamericano, hispano (que no sé lo que significará; español, desde
luego, no), nativo americano u otro. No hay casillas que pongan «mitad y
mitad». Pero la mera idea de marcar una casilla con una cruz es, por principio,
incompatible con la verdad, esto es, que muchas personas, si no todas, son una
compleja mezcla de esas cinco categorías y de otras. Por eso lo que suelo hacer
es negarme indignado a marcar ninguna de las casillas, o bien añado una más en
la que pongo «ser humano». Sobre todo cuando el formulario emplea el mojigato
eufemismo de «etnia».
En tercer lugar, en el caso concreto de los afroamericanos, nuestro uso del
lenguaje presenta un equivalente cultural de la dominancia genética. Cuando
Mendel cruzó guisantes rugosos con lisos, todos los guisantes de la primera
generación salieron lisos. Liso era dominante y rugoso, recesivo. La primera
generación tenía un alelo de la lisura y uno de la rugosidad, pero los guisantes en
sí eran idénticos a los guisantes que no tenían genes de la rugosidad. Cuando un
inglés se casa con una africana, el color y la mayoría de los rasgos de los hijos
que engendren serán intermedios. Es un caso distinto, pues, al de los guisantes.
Pero todos sabemos que la sociedad indefectiblemente llamará negros a esos
niños. La negrura no es un verdadero dominante genético como la lisura de los
guisantes. Pero la percepción social de los negros sí que actúa como un
dominante. Un dominante memético o cultural. El perspicaz antropólogo Lionel
Tiger lo atribuye a una metáfora de la contaminación, una concepción racista
que existiría dentro de la cultura blanca. Y también existe, qué duda cabe, un
deseo vehemente y comprensible por parte de muchos descendientes de esclavos
de identificarse con sus raíces africanas. En «El Cuento de Eva» ya analizamos
este particular, a propósito del documental televisivo en el que unos emigrantes
jamaicanos se reunían emotivamente con sus supuestos parientes en África
occidental.
En cuarto lugar, existe un gran consenso entre todos los observadores en
cuanto a las categorías raciales que empleamos. Un individuo como Colin
Powell, mulato y de rasgos intermedios, no es calificado de negro por unos
observadores y de blanco por otros. Puede que una pequeña minoría lo califique
de mulato, pero todos los demás sin excepción dirán que es negro, y lo mismo
vale para cualquier persona que exhiba la más mínima huella de ascendencia
africana, por mucho que su porcentaje de antepasados europeos sea abrumador.
Nadie califica a Powell de blanco, a menos que lo que se pretenda sea poner de
relieve el estridente contraste entre esa definición y la opinión pública.
Existe una técnica muy útil denominada correlación entre observadores que
se suele usar en el ámbito científico para determinar si realmente existe una base
fidedigna sobre la que fundar un juicio, aun cuando nadie sea capaz de definirla.
La lógica, en el caso que nos ocupa, es la siguiente: quizá no sepamos cómo
hace la gente para decidir si alguien es negro o blanco (espero haber demostrado
que no es porque sea blanco ni negro), pero algún criterio fiable debe de haber
puesto que dos jueces cualesquiera escogidos al azar llegarían a la misma
conclusión.
El hecho de que la correlación entre observadores se mantenga elevada,
incluso en un amplísimo espectro interracial, es un testimonio impresionante de
algo profundamente arraigado en la psicología humana. Si se manifiesta en
culturas diferentes, sería un caso análogo al hallazgo de la percepción cromática
por parte de los antropólogos. Los físicos nos han enseñado que el arcoiris, esa
gama de colores que va del rojo al violeta pasando por el naranja, el amarillo, el
verde y el azul, es una simple secuencia continua de longitudes de onda. Los
motivos por los que seleccionamos determinadas longitudes de onda dentro del
espectro físico y les asignamos un nombre concreto no son físicos, sino
biológicos y/o psicológicos. Hay un nombre para el azul y otro para el verde,
pero para el azul-verde no. La interesante conclusión de los experimentos de los
antropólogos (y no de algunas teorías antropológicas muy influyentes, dicho sea
de paso) es que varias culturas coinciden sustancialmente a la hora de
categorizar los colores. En el ámbito de las apreciaciones raciales, parecer ser
que se da el mismo tipo de concordancia, tal vez, incluso, más sólida y evidente
que en el caso del arcoiris.
Como ya he dicho, los zoólogos catalogan de especie a todo grupo cuyos
miembros se reproduzcan entre sí en estado natural. Si sólo se reproducen en los
zoológicos, o si requieren inseminación artificial o si hay que engañar a las
hembras con machos cantores enjaulados (como en el experimento de los
saltamontes), por muy fértil que resulte ser la prole fruto de estos apareamientos,
las dos especies se considerarán distintas. Se podrá discutir si ésta la única
definición sensata de especie, pero, sea como fuere, es la que usa la mayoría de
los biólogos.
Ahora bien, si quisiéramos aplicar dicha definición a los seres humanos, nos
encontraríamos con una dificultad muy peculiar: ¿cómo distinguimos las
condiciones de reproducción naturales de las artificiales? No es una pregunta
fácil de responder. En la actualidad, todos los seres humanos pertenecemos a la
misma especie y, de hecho, nos reproducimos tranquilamente unos con otros.
Pero el criterio, recordemos, es si deciden cruzarse en condiciones naturales.
¿Cuáles son las condiciones naturales para los humanos? ¿Acaso siguen
existiendo? Si en épocas ancestrales, tal y como a veces ocurre hoy día, dos
tribus vecinas practicaban religiones diferentes, hablaban idiomas diferentes,
tenían costumbres alimenticias y tradiciones culturales diferentes, y estaban
continuamente en guerra la una con la otra; si a los miembros de ambas tribus se
les inculcaba la convicción de que los de la otra tribu eran bestias infrahumanas
(como ocurre incluso en la actualidad); si sus religiones les enseñaban que el
sexo con miembros de la otra tribu era tabú o impuro, es perfectamente posible
que nunca se reprodujesen entre sí. Sin embargo, desde el punto de vista
anatómico y genético eran completamente idénticas. Y bastaría un cambio de
costumbres religiosas o de otro tipo para romper las barreras al cruzamiento.
¿Cómo se podría, pues, aplicar el criterio de cruzamiento a los seres humanos?
Si Chorthippus brunneus y Chorthippus biguttulus se consideran especies
distintas de saltamontes porque prefieren no cruzarse aunque físicamente puedan
hacerlo, ¿no habría sido posible en su día separar a los humanos de la misma
forma, al menos en épocas pretéritas de exclusión tribal? No olvidemos que
Chorthippus brunneus y Chortippus biguttulus son idénticos en todo salvo en el
chirrido y que, cuando se les engaña para que se apareen (algo fácil de
conseguir), los híbridos resultantes son completamente fértiles.
Con independencia de lo que pensemos los meros observadores de
apariencias superficiales, para un genetista la especie humana actual es
particularmente uniforme. Si consideramos toda la variación genética de la
población humana y medimos la fracción asociada a las divisiones regionales
que denominamos razas, el resultado es un porcentaje muy pequeño del total:
entre un 6 y un 15% dependiendo del tipo de medición empleado; mucho menor,
en cualquier caso, que en muchas otras especies en las que se reconoce la
existencia de razas. La conclusión de los genetistas, por lo tanto, es que la raza
no es un aspecto muy importante de las personas. Hay otras formas de expresar
este concepto. Si con excepción de una sola raza todos los seres humanos se
extinguiesen, la mayor parte de la variación genética de la especie humana
quedaría a salvo. La idea no es fácil de captar a bote pronto y puede que a mucha
gente le sorprenda. Si los calificativos raciales tuviesen tanto fundamento como
pensaba, por ejemplo, casi toda la sociedad victoriana, sería necesario conservar
una amplia muestra de todas las razas para conservar la mayor parte de la
variación genética de la especie humana; sin embargo, no es así.
Quienes sin duda se habrían sorprendido habrían sido los biólogos
Victorianos, habida cuenta de que, salvo raras excepciones, contemplaban la
humanidad bajo un prisma racista. Este punto de vista persistió hasta bien
entrado el siglo XX. Lo único insólito de Hitler fue que se hizo con el poder
necesario para convertir unas ideas racistas en un programa de gobierno; muchas
otras personas, no sólo en Alemania, pensaban igual, sólo que no tenían poder.
Ya he citado en alguna ocasión cómo imaginaba H. G. Wells que debería ser su
Nueva República (Anticipaciones, 1902) y vuelvo a hacerlo ahora porque viene
bien recordar las cosas tan horripilantes que, hace tan sólo un siglo y sin apenas
llamar la atención, podía decir un destacado intelectual británico a la sazón
considerado un progresista de izquierdas.
¿Y cómo tratará la Nueva República a las razas inferiores? ¿Cómo lidiará con el negro… con el
amarillo… con el judío… con todas esas hordas negras, morenas, aceitunadas, amarillas, que no tienen
cabida en las nuevas exigencias de eficacia? Bien, un mundo es un mundo, no una casa de beneficencia,
luego entiendo que tendrán que desaparecer… Y el sistema ético de los hombres de esta Nueva
República, el sistema ético que dominará el estado mundial, se estructurará de manera que favorezca la
procreación de todo cuanto la humanidad tiene de bueno, eficiente y bello: cuerpos hermosos y fuertes,
mentes despejadas y poderosas… Y el método que hasta ahora ha seguido la naturaleza para forjar el
mundo, el método en virtud del cual se impedía que los débiles engendrasen más debilidad… es la
muerte… Los habitantes de la Nueva República… se guiarán por unos ideales que harán oportuno el
homicidio.
Es evidente que si comparamos nuestra percepción de las diferencias relativamente grandes entre las
razas y subgrupos humanos con la variación existente dentro de esos mismos grupos, dicha percepción
resulta ser fruto de un prejuicio, como también es evidente que, si nos basamos en diferencias genéticas
escogidas al azar, las razas y poblaciones humanas son extraordinariamente similares, pues la mayor
parte de toda la variación humana, corresponde, de largo, a las diferencias entre individuos.
Ésta es, punto por punto, la idea que he dado por buena más arriba y es lógico
que así sea teniendo en cuenta que la mayor parte de mi exposición está basada
en Lewontin. Pero veamos cómo prosigue el genetista:
La clasificación racial del ser humano no tiene ningún valor social y destruye efectivamente las
relaciones sociales y humanas. Teniendo en cuenta, además, que carece de toda relevancia tanto en
sentido genético como taxonómico, no hay justificación posible para seguir empleándola.
Todos estamos más que de acuerdo en que la clasificación racial del ser humano
no tiene ningún valor social y que destruye efectivamente las relaciones sociales
y humanas. Es uno de los motivos por los que me niego a marcar casillas en los
formularios y me opongo a la discriminación positiva en la selección de
candidatos a un puesto de trabajo. Pero eso no significa que la raza carezca «de
toda relevancia tanto en sentido genético como taxonómico». Edwards, en
cambio, razona su postura de la siguiente manera: por muy pequeña que sea la
fracción racial del total de la variación, si esas características raciales están
estrechamente correlacionadas con otras, serán, por definición, informativas y,
en consecuencia, relevantes desde el punto de vista taxonómico.
El término informativo tiene un significado muy preciso. Un enunciado
informativo es aquél que nos da a conocer algo que hasta entonces ignorábamos.
El contenido informativo de un enunciado se calcula como reducción de la
incertidumbre previa. A su vez, la reducción de la incertidumbre previa se
calcula como cambio de probabilidades. Esto permite que el contenido
informativo de un mensaje sea matemáticamente preciso, aunque ahora no
vamos a entrar en detalles.[12] Si nos dicen que Evelyn es un varón, al instante
sabremos un montón de cosas sobre él. Nuestra incertidumbre previa sobre la
forma de los genitales de Evelyn se ve reducida (aunque no disipada por
completo). Ahora nos constan datos que antes desconocíamos acerca de sus
cromosomas, sus hormonas y otros aspectos de su bioquímica, y también se ha
producido una considerable reducción de nuestra incertidumbre previa en cuanto
al tono de voz de Evelyn, la distribución de su vello facial, de su grasa corporal y
de su musculatura. En cambio, en contra de los viejos prejuicios Victorianos,
nuestra incertidumbre previa acerca de la inteligencia de Evelyn o su capacidad
de aprender, no se ha visto alterada por la información sobre su sexo. La
incertidumbre sobre su capacidad de levantar peso o de sobresalir en la mayoría
de deportes se ha reducido cuantitativamente, pero sólo un tanto. Muchas
mujeres son capaces de derrotar a muchos hombres en cualquier modalidad
deportiva, aunque lo normal es que los mejores hombres venzan a las mejores
mujeres. Nuestra confianza a la hora de apostar, pongamos por caso, por la
velocidad en carrera de Evelyn o la potencia de su saque en el juego del tenis, ha
aumentado ligeramente al enterarse de su sexo, pero tampoco es del todo plena.
Pasemos al tema de la raza. Si nos dicen que Suzy es china, ¿en qué medida
se reducirá nuestra su incertidumbre previa? Ahora estaremos bastante seguros
de que tiene el pelo negro y liso (o lo tenía originalmente), ojos con epicanto, y
dos o tres cosas más. Si nos dicen que Colin es negro, no nos están
comunicando, como ya hemos visto, que sea negro. No obstante, está claro que
el enunciado tampoco deja de ser informativo. La elevada correlación entre
observadores indica que existe una constelación de características que la mayoría
de la gente reconocería, de modo que la afirmación «Colin es negro» realmente
reduce la incertidumbre previa sobre su persona. Hasta cierto punto, también
funciona al contrario. Si nos dicen que Carl es campeón olímpico de los cien
metros lisos, la incertidumbre previa con respecto a su raza se verá reducida. Es
más, podemos estar casi seguros de que es negro.[13]
Hemos iniciado estas disquisiciones preguntándonos si el concepto de raza
era, o había sido alguna vez, un método informativo de clasificar a la gente.
¿Cómo podríamos aplicar el criterio de correlación entre observadores para
evaluar esta cuestión? Bien, supongamos que escogemos al azar a veinte nativos
de cada uno de los siguientes países, Japón, Uganda, Islandia, Sri Lanka, Nueva
Guinea Papúa y Egipto, y les sacamos a todos una fotografía de rostro entero. Si
a cada una de esas 120 personas le diésemos una copia de las 120 fotografías y le
pidiésemos que las clasificasen en seis categorías diferentes, calculo que todos
conseguirían un 100% de aciertos. Es más, si les dijésemos el nombre de los seis
países en cuestión, los 120 individuos, a poco que tuviesen un nivel cultural
razonable, asignarían correctamente las 120 fotografías al país correspondiente.
No he hecho el experimento, pero estoy convencido de que el lector coincidirá
conmigo sobre cuál sería el resultado. Podrá parecer poco científico por mi parte
que no me haya molestado en llevarlo a cabo, pero lo que trato de expresar es
precisamente eso: que estoy convencido de que el lector, como ser humano que
es, coincidiría conmigo sin necesidad de ponerlo en práctica.
Si se fuese a hacer el experimento, no creo que Lewontin esperase un
resultado diferente del que he predicho. Sin embargo, para ser coherente con esa
afirmación suya de que la clasificación racial carece de toda relevancia tanto
taxonómica como genética, debería emitir una predicción opuesta a la mía. Si no
tiene ninguna relevancia ni taxonómica ni genética, la única explicación de que
se registre una correlación tan elevada entre observadores sería la existencia, a
nivel mundial, de un prejuicio cultural parecido, pero me parece que Lewontin
tampoco estaría por la labor de predecir algo semejante. En resumidas cuentas,
opino que Edwards tiene razón y que Lewontin, y no es la primera vez, está
equivocado. Lewontin, faltaría más, hizo bien los cálculos porque es un brillante
genético matemático: el porcentaje de la variación total de la especie humana
que corresponde a la división racial es, efectivamente, bajo. Pero como la
variación interracial, por más que constituya un porcentaje bajo de la variación
total, es correlacionada, es informativa en aspectos que se podrían demostrar
fácilmente midiendo la concordancia entre las apreciaciones de los observadores.
Llegados a este punto, debo reiterar que me opongo rotundamente a que me
pidan que rellene formularios donde haya que marcar una casilla detallando mi
raza o etnia y suscribo enérgicamente la afirmación de Lewontin de que la
clasificación racial puede destruir las relaciones sociales y humanas, sobre todo
cuando se emplea para tratar a unas personas de un modo y a otras de otro, ya
sea mediante discriminación negativa o positiva. Asignar una etiqueta racial a
una persona es informativo en el sentido de que nos revela varias cosas acerca de
la misma. Puede reducir nuestra incertidumbre acerca del color de su pelo, el
color de su piel, la lisura de su cabello, la forma de sus ojos, la forma de su nariz
y su estatura. Sin embargo, no hay motivos para creer que nos revela algo sobre
su idoneidad para un puesto de trabajo determinado. Además, en el caso
improbable de que redujese la incertidumbre estadística sobre su probable
idoneidad para un puesto de trabajo concreto, seguiría siendo una perversidad
usar etiquetas raciales para discriminar a un candidato. Hay que elegir en
función de la aptitud y, si después de hacerlo, terminamos con un equipo de
velocistas formado íntegramente por atletas negros, que así sea. Pero no
habremos incurrido en ninguna discriminación racial para llegar a esa
conclusión.
Un famoso director, cuando sometía a los potenciales miembros de su
orquesta a una audición, siempre les hacía tocar detrás de una cortina. Les
prohibía abrir la boca y hasta tenían que descalzarse para que el ruido de los
tacones no revelase su sexo. Aun en el supuesto de que estadísticamente las
mujeres, pongamos por caso, tocasen el arpa mejor que los hombres, eso no
significaría que, a la hora de escoger un arpista, hubiese que discriminar a los
candidatos masculinos. Considero que discriminar a un individuo simplemente
en virtud del grupo al que pertenece es una perversión. Hoy en día, casi todo el
mundo está de acuerdo en que el régimen sudafricano del apartheid era algo
perverso. En mi opinión, la discriminación positiva a favor de los estudiantes
minoritarios en las universidades estadounidenses puede, en buena ley,
condenarse por los mismos motivos que el apartheid. Ambos tratan a las
personas como representantes de grupos y no como individuos por derecho
propio. La discriminación positiva suele justificarse aduciendo que se trata de
reparar una injusticia de siglos. Ahora bien, ¿cómo va a ser justo desquitarse hoy
con un individuo de los agravios cometidos hace un montón de tiempo por
miembros de un grupo al que da la casualidad que pertenece?
No deja de ser interesante que este tipo de confusión entre el singular y el
plural se ponga de manifiesto en una forma de hablar que es un síntoma muy
revelador del fanatismo: «el judío», en lugar de «los judíos».
El sudanés es un guerrero excelente, pero no sabe ni dónde tiene la cabeza. En cambio, el pastún…
Las personas son individuos y como tales son diferentes, mucho más diferentes
de otros miembros de su propio grupo de lo que los grupos lo son entre sí. En
este tema no cabe duda de que Lewontin tiene toda la razón.
El acuerdo entre observadores indica que la clasificación racial algo tiene de
informativa, pero ¿de qué nos informa? Pues de nada más que las características
a que se refieren los observadores cuando concuerdan, detalles como la forma de
los ojos o el tipo de cabello: nada más, salvo que se nos den más motivos para
creerlo. Por alguna razón, parece ser que son los rasgos superficiales, externos y
triviales los que se correlacionan con la raza; sobre todo los rasgos faciales.
Pero, ¿por qué son tan distintas las razas humanas tan sólo en esas características
aparentemente llamativas? ¿O es que, como observadores, estamos predispuestos
a reparar en ellas? ¿Por qué otras especies parecen uniformes comparadas con la
nuestra y los humanos, en cambio, exhibimos diferencias que, si nos las
encontrásemos en cualquier otro lugar del reino animal, nos harían sospechar
que estamos ante especies distintas?
La explicación más aceptable políticamente es que los miembros de
cualquier especie tienen una agudizada sensibilidad a las diferencias entre sus
congéneres. Según esta tesis, se trata simplemente de que los humanos
advertimos las diferencias entre nosotros con más facilidad que las que se dan
entre los miembros de otras especies. Los chimpancés, que nos resultan casi
idénticos, son tan diferentes para los propios chimpancés como para nosotros un
kikuyo y un holandés. Con la esperanza de confirmar esta hipótesis a nivel
intrarracial, el eminente psicólogo estadounidense H. L. Teuber, experto en los
mecanismos cerebrales del reconocimiento facial, le pidió a un estudiante
universitario chino que estudiase la cuestión de por qué los occidentales piensan
que los chinos son más parecidos entre sí que los occidentales. Al cabo de tres
años de intensa labor investigadora, el universitario dio a conocer su conclusión:
«¡Es que los chinos son realmente más parecidos que los occidentales!».
Teniendo en cuenta que Teuber me contó esta historia con muchos guiños y
mucho enarcamiento de cejas, lo que en su caso es señal de que se avecina un
chiste, no sé si será verdad o no, pero no tengo inconveniente en creérmela y
desde luego no me parece que nadie deba molestarse.
Nuestra (relativamente) reciente salida de África y consiguiente diáspora nos
ha llevado a una variedad extraordinariamente amplia de hábitats, climas y
modos de vida. Es probable que las diferentes condiciones ambientales hayan
ejercido fuertes presiones selectivas, sobre todo en las partes externamente
visibles, como la piel, que son las más castigadas por el sol y el frío. No se me
ocurre ninguna otra especie que prospere igual de bien desde los trópicos hasta
el Ártico, desde las costas hasta las cumbres de los Andes, desde los desiertos
más áridos hasta las junglas más húmedas, y en todas las regiones intermedias.
Unas condiciones tan diferentes han de ejercer diferentes presiones selectivas, y
sería muy extraño que las poblaciones autóctonas no divergiesen en
consecuencia. Los cazadores de las intrincadas selvas de África, Sudamérica y el
Sudeste asiático han reducido todos ellos, de forma independiente, su tamaño,
porque la altura supone una desventaja en entornos de vegetación densa. Los
habitantes de latitudes elevadas, que necesitan el máximo de sol posible para
fabricar vitamina D, tienden a tener la piel más clara que los que se enfrentan al
problema opuesto de protegerse de los rayos cancerígenos del sol tropical. Es
muy probable que esa selección geográfica afectase en especial a rasgos externos
tales como el color de piel, dejando intacta y uniforme la mayor parte del
genoma.
En teoría, ésa podría ser la explicación cabal de nuestras diferencias
superficiales y visibles, que esconden una profunda similitud. Pero me resulta
insuficiente. Creo que no vendría mal añadirle, como mínimo, una hipótesis
complementaria que voy a proponer de forma provisional. La hipótesis nace de
nuestra discusión previa sobre las barreras culturales a la reproducción. Si
contamos la totalidad de los genes, o si tomamos una muestra totalmente
aleatoria de los mismos, es verdad que somos una especie muy uniforme; pero
tal vez existan motivos especiales para que en esos mismos genes que nos hacen
advertir las diferencias y distinguir a nuestros congéneres con facilidad, se
registre un volumen desproporcionado de variación. Esto incluiría a los genes
responsables de «etiquetas» externas y visibles, como el color de piel. Y una vez
más, según mi hipótesis, esta agudizada capacidad de diferenciación habría
evolucionado por selección sexual, expresamente en nuestra especie por lo
condicionados que estamos por nuestra cultura. Debido a la enorme influencia de
la tradición cultural a la hora de escoger con quién nos apareamos y a que
nuestras culturas y, a veces, nuestras religiones, sobre todo en lo tocante a la
elección de la pareja sexual, fomentan el rechazo a los forasteros, esas
diferencias superficiales que ayudaron a nuestros antepasados a preferir a sus
congéneres antes que a los forasteros se habrían visto reforzadas de una manera
totalmente desproporcionada respecto de las verdaderas diferencias genéticas
existentes entre los humanos. Un pensador de la categoría de Jared Diamond
sustenta una idea parecida en su libro El tercer chimpancé. Y el propio Darwin,
aunque de forma más general, apelaba a la selección sexual para explicar las
diferencias raciales.
Quiero proponer dos versiones de esta teoría: una fuerte y una débil. La
verdad podría consistir en cualquier combinación de ambas. Según la teoría
fuerte, el color de la piel y otras marcas genéticas llamativas evolucionaron
como herramienta de discriminación a la hora de escoger pareja sexual. Según la
teoría débil, que podemos considerar antesala de la fuerte, las diferencias
culturales tales como el lenguaje y la religión desempeñan en las etapas iniciales
de la especiación el mismo papel que la separación geográfica. Una vez que las
diferencias culturales propiciaron esa separación inicial, con el consiguiente
efecto de que ya no habría flujo génico que mantuviese unidos a los grupos,
éstos comenzaron a evolucionar por separado y a distanciarse genéticamente,
como si estuviesen separados en sentido geográfico.
En «El Cuento del Cíclido» vimos cómo una población ancestral podía
escindirse en dos poblaciones genéticamente distintas simplemente a raíz de una
separación accidental que suele presuponerse geográfica. Una barrera física
como, por ejemplo, una cordillera montañosa, reduce el flujo de genes entre las
poblaciones de dos valles y los respectivos acervos génicos se distancian. Lo
normal es que la separación se vea estimulada por presiones selectivas
diferentes; uno de los valles, por ejemplo, puede ser más húmedo que su vecino
transmontano. Pero la separación inicial accidental, que hasta ahora he supuesto
geográfica, es imprescindible.
Con esto no estoy insinuando que dicha separación geográfica sea
deliberada. No es eso ni mucho menos lo que significa imprescindible. Significa,
simplemente, que si no se diese por casualidad una separación geográfica (o
equivalente) inicial, los diversos componentes de la población seguirían
vinculados genéticamente como resultado de la interacción sexual. Sin una
barrera inicial no puede haber especiación. Una vez que las dos supuestas
especies, que en un primer momento son razas, comienzan a distanciarse en
sentido genético, pueden llegar a distanciarse más todavía, aun cuando la barrera
geográfica desaparezca con el tiempo.
Es aquí donde surge la controversia. Hay quien piensa que la separación
inicial ha de ser geográfica; otros, en especial los entomólogos, hacen hincapié
en la denominada especiación simpátrica. Muchos insectos herbívoros sólo se
alimentan de una especie de planta, y se aparean y desovan en su planta
predilecta. Posteriormente las larvas reciben la impronta de la planta que comen
desde que nacen, de manera que, cuando lleguen a adultas, escogerán plantas de
la misma especie para desovar.[14] Así pues, si una hembra adulta se equivoca y
desova en una especie distinta, las hijas recibirán la impronta de la planta
equivocada y, cuando les toque desovar a ellas, escogerán una planta de esa
misma especie. Sus hijas recibirán la impronta equivocada y cuando sean adultas
frecuentarán plantas de esa especie, se aparearán con machos que frecuenten
esas mismas plantas y terminarán desovando en ellas.
En el caso de estos insectos, podemos apreciar cómo el flujo génico con el
tipo progenitor puede cortarse abruptamente en el plazo de una sola generación.
Teóricamente, podría surgir una nueva especie sin necesidad de aislamiento
geográfico. O, dicho de otro modo, para estos insectos la diferencia entre dos
especies de plantas equivale a una cordillera o un río para otros animales. Hay
quien sostiene que la especiación simpátrica es más frecuente entre insectos que
la especiación geográfica, en cuyo caso, como la mayoría de las especies son
insectos, podría resultar incluso que la mayoría de especiaciones fuesen
simpátricas. Sea como fuere, lo que quiero decir es que la cultura humana
propicia una situación especial en la que el flujo génico también puede verse
bloqueado, configurando un marco análogo al de los insectos que acabó de
esbozar.
En el caso de los insectos, la preferencia por una planta concreta se transmite
de padres a hijos por una doble vía: las larvas reciben la impronta de dicha
planta y los adultos se aparean y desovan en ella. En efecto, las líneas ancestrales
establecen tradiciones que se propagan longitudinalmente de generación en
generación. Las tradiciones humanas son similares, aunque más elaboradas.
Como ejemplos cabe citar el lenguaje, la religión, las costumbres y las
convenciones sociales. Los niños suelen adoptar el idioma y la religión de sus
padres, aunque, como en el caso de los insectos y las plantas, se producen los
suficientes errores como para que la vida resulte interesante. Del mismo modo
que los insectos se aparean en las inmediaciones de sus plantas favoritas, la
gente tiende a emparejarse con quienes hablan su misma lengua y rezan a los
mismos dioses. En consecuencia, los diversos idiomas y religiones pueden
desempeñar el mismo papel que las plantas o las cadenas montañosas en la
especiación geográfica tradicional. Los idiomas, religiones y costumbres sociales
diferentes pueden poner barreras al flujo génico. A partir de ahí, según la
variante débil de nuestra teoría, las diferencias genéticas aleatorias simplemente
se acumularían a ambos lados de una barrera lingüística o religiosa, igual que lo
harían a ambos lados de una cordillera. Posteriormente, según la versión fuerte
de la teoría, las diferencias genéticas así fraguadas se irían consolidando a
medida que los individuos usasen las diferencias de aspecto más ostensibles
como marcadores de discriminación a la hora de escoger pareja, reforzando con
ello las barreras culturales que propiciaron la separación original.[15]
No estoy insinuando, ni mucho menos, que haya más de una especie de seres
humanos. Todo lo contrario. Lo que quiero decir es que la cultura humana, que
nos aleja del apareamiento aleatorio para encauzamos en direcciones
determinadas por la lengua, la religión y otras herramientas culturales de
selección, ha tenido, en el pasado, efectos muy extraños sobre nuestra genética.
Es verdad que si tomamos en cuenta la totalidad de nuestros genes somos una
especie muy uniforme, pero algunos de nuestros rasgos superficiales exhiben
una variedad pasmosa, rasgos que son triviales pero notorios, o sea, carne de
discriminación. Una discriminación que se practica no sólo a la hora de elegir
pareja sexual, sino a la hora de elegir enemigos y víctimas de prejuicios
xenófobos o religiosos.
Esto nos lleva a la parte más maravillosa de este cuento. Después de que se
descubriesen en las moscas del vinagre, los genes Hox empezaron a aparecer por
todas partes, no sólo en otros insectos como los escarabajos sino en casi todos
los animales que se examinaban, incluidos nosotros. Y resulta que, en muchos
casos (casi es demasiado bonito para ser verdad), desempeñan la misma labor,
incluida la de informar a las células del segmento en que se encuentran, además
de presentar la misma disposición a lo largo del cromosoma. Pasemos ahora a
los mamíferos, cuyo caso se conoce a fondo gracias a los estudios con ratones de
laboratorio, auténticos Drosophila de la clase mamífera.
Los mamíferos, al igual que los insectos, tenemos un diseño corporal
segmentado o, al menos, un plan modular repetido que influye en la espina
dorsal y en las estructuras asociadas. Cada una de las vértebras correspondería a
un segmento, aunque los huesos no son lo único que se repite periódicamente
según avanzamos desde el cuello hasta la cola. Los vasos sanguíneos, los
nervios, los bloques musculares, los discos cartilaginosos y las costillas, allí
donde estén presentes, siguen esa estructura modular repetitiva. Como ocurre
con Drosophila, los módulos, aunque todos obedecen un mismo plan general, se
diferencian en ciertos detalles. Si los segmentos de los insectos se dividen en
cabeza, tórax y abdomen, las vértebras se agrupan en cervicales (cuello),
torácicas (parte superior de la espalda, junto con las costillas), lumbares (parte
inferior de la espalda, sin las costillas) y caudales (cola). Como en Drosophila,
las células, ya sean óseas, musculares, cartilaginosas o de cualquier otro tipo,
necesitan saber en qué segmento se encuentran y, como en Drosophila, lo saben
gracias a los genes Hox, los cuales corresponden de manera reconocible a genes
Hox concretos de Drosophila si bien, como era de esperar dada la enormidad de
tiempo transcurrida desde el Contepasado 26, distan mucho de ser idénticos.
Como en Drosophila, los genes Hox están dispuestos en orden a lo largo del
cromosoma. La modularidad de los vertebrados es muy diferente de la de los
insectos y no hay motivos para pensar que su antepasado común, en el Encuentro
26, fuese un animal segmentado. No obstante, la evidencia de los genes Hox
indica, como mínimo, una profunda semejanza entre el plan corporal de los
insectos y el plan corporal de los vertebrados, similitud que también presentaba
el Contepasado 26 y que, de hecho, se observa en otras estructuras corporales,
inclusive aquéllas que no están segmentadas.
En el caso de los ratones, no existe una sola serie de genes Hox en un
cromosoma, sino cuatro: la serie a en el cromosoma 6, la b en el cromosoma 11,
la c en el cromosoma 15 y la d en el cromosoma 2. Las semejanzas entre las
series demuestran que han surgido durante el proceso evolutivo por duplicación:
la a4 hace juego con la b4, con la c4 y con la d4. También ha habido algunas
supresiones, pues en cada una de las cuatro series faltan los mismos puestos: la
a7 y la b7 hacen juego, pero ni la serie c ni la d tienen un representante en la
posición 7. Cuando dos, tres o cuatro versiones de un gen Hox actúan sobre un
mismo segmento, sus efectos se combinan. Asimismo, como ocurre en
Drosophila, todos los genes Hox ejercen su efecto con más fuerza en el primer
segmento (el más adelantado) de su área de influencia, creando un gradiente de
expresión que afecta de forma decreciente a los segmentos posteriores.
Y falta lo mejor. Salvo excepciones insignificantes, cada uno de los ocho
genes Hox de Drosophila se parece más a su homólogo en la serie del ratón que
a los otros siete genes de su misma serie. Y están colocados en el mismo orden a
lo largo de sus respectivos cromosomas. Cada uno de los ocho genes de
Drosophila tiene, como mínimo, un representante en la serie de 13 genes del
ratón. Esta precisa coincidencia entre los genes de Drosophila y los del ratón
sólo puede indicar herencia compartida: la herencia del Contepasado 26, el gran
progenitor de todos los Protóstomos y todos los Deuteróstomos. Esto significa
que la inmensa mayoría de animales descendemos de un antepasado que tenía
genes Hox dispuestos en el mismo orden lineal que las actuales Drosophila y los
vertebrados modernos. El dato es increíble: el Contepasado 26 no sólo tenía
genes Hox sino que los tenía colocados en el mismo orden que nosotros.
Como ya he dicho, eso no significa que el Contepasado 26 tuviese el cuerpo
dividido en segmentos discretos. Es más, probablemente no lo tenía, pero seguro
que presentaba un gradiente longitudinal desde la cabeza hasta la cola
transmitido por la serie homóloga de genes Hox dispuestos correctamente a lo
largo de un cromosoma. Habida cuenta de que los contepasados están muertos y,
por tanto, lejos del alcance de los biólogos moleculares, la búsqueda de genes
Hox en sus descendientes actuales se convierte en una cuestión de sumo interés.
El Contepasado 26 es el antepasado que tenemos en común con los peces
lanceta. Dado que Drosophila, que es un pariente más lejano, tiene la misma
serie anteroposterior que los mamíferos, sería muy preocupante que no la
tuviesen los peces lanceta. Mi colega Peter Holland y su equipo de investigación
han estudiado el tema y los resultados son muy satisfactorios. El diseño corporal
modular de los peces lanceta está efectivamente regulado por genes Hox (14 en
total) y estos están correctamente alineados a lo largo del cromosoma. A
diferencia de los ratones, pero al igual que las moscas del vinagre, sólo tienen
una serie, no cuatro paralelas. Parece ser que todo el conjunto se ha duplicado
cuatro veces a lo largo de la línea evolutiva que va del Contepasado 26 a los
mamíferos actuales, seguido de pérdidas esporádicas de algunos genes
concretos.
¿Qué ocurre con otros animales, escogidos estratégicamente en función de lo
que puedan revelarnos sobre otros contepasados en particular? Menos en los
ctenóforos y las esponjas (véanse los Encuentros 29 y 31, respectivamente), se
han encontrado genes Hox en todos los animales examinados, entre ellos erizos
de mar, cangrejos de las Molucas, gambas, moluscos, gusanos anélidos,
enteropneustos, tunicados, gusanos nematodos y platelmintos. Era de esperar,
teniendo en cuenta que todos esos animales descienden del Contepasado 26 y
que probablemente éste, al igual que sus descendientes el ratón y la mosca del
vinagre, poseía genes Hox.
Los cnidarios como, por ejemplo, Hydra (que no se nos unirán hasta el
Encuentro 28) tienen simetría radial y carecen tanto de eje anteroposterior como
de eje dorsoventral. Lo que tienen es un eje oral-aboral (o sea, desde la boca
hasta lo opuesto a la boca). No está claro qué es lo que correspondería a su eje
longitudinal, si es que tienen algo que corresponda, luego la pregunta sería: ¿qué
función cabe esperar de sus genes? Deberían servir para definir el eje oral-
aboral, pero por ahora no está claro que sea así. En cualquier caso, la mayoría de
los cnidarios sólo tiene 2 genes Hox, contra los 8 de Drosophila y los 14 de los
peces lanceta. Me agrada que uno de esos dos genes se parezca al complejo
anterior de Drosophila y el otro al posterior. Es de suponer que el Contepasado
28, el que tenemos en común con los cnidarios, tuviese los mismos genes.
Posteriormente uno de los dos se duplicó varias veces en el curso de la evolución
y dio lugar al complejo Antennapedia, mientras que el otro se duplicó dentro de
la misma línea ancestral y dio lugar al complejo Bithorax. Exactamente así es
como aumentan los genes en el genoma (véase «El Cuento de la Lamprea»),
pero harán falta más investigaciones para averiguar qué función desempeñan
esos dos genes, si es que desempeñan alguna, en la planificación del cuerpo de
los cnidarios.
Los Equinodermos, al igual que los Cnidarios, poseen simetría radial, pero la
adquirieron en una segunda fase de su evolución. El Contepasado 25, el que
tienen en común con nosotros los vertebrados, tenía simetría bilateral, como los
gusanos. Los equinodermos cuentan con un número variable de genes Hox (10
en el caso de los erizos de mar). ¿Qué función desempeñan estos genes? ¿Hay
vestigios latentes del ancestral eje anteroposterior en el cuerpo de una estrella de
mar? ¿O es que los genes Hox ejercen su influencia consecutivamente a lo largo
de los cinco brazos de la estrella? Esta última posibilidad parece la más
razonable. Sabemos que los genes Hox se expresan en los brazos y en las patas
de los mamíferos. No estoy diciendo que los trece grupos de genes Hox se
expresen en orden del 1 al 13, desde los hombros a los dedos de los pies. La cosa
es más complicada, porque las extremidades de los vertebrados no están
compuestas de módulos que se sucedan unos a otros a lo largo del miembro. En
lugar de eso, primero hay un hueso (el húmero en el brazo, el fémur en la pata),
luego dos huesos (el radio y el cúbito en el brazo, la tibia y el peroné en la pata),
y por último un montón de huesecillos que culminan en los dedos de manos y
pies. Esta disposición en abanico, heredada de las aletas ostensiblemente
flabeladas de nuestros antepasados peces, no se presta al sencillo acomodo lineal
de los Hox. Con todo, los genes Hox participan en el desarrollo de los miembros
de los vertebrados.
No sería de extrañar, por analogía, que los genes Hox también se expresasen
en los brazos de las estrellas de mar o de las ofiuras (incluso los erizos de mar
pueden considerarse estrellas de mar que han enroscado los brazos hasta formar
un arco con cinco puntas que se encuentran en el extremo y están soldadas por
los lados). Además, los brazos de las estrellas de mar, a diferencia de los
nuestros y de nuestras patas, presentan una estructura modular y seriada. Los
piececillos tubulares o pedicelos, con sus correspondientes mecanismos
hidráulicos, son unidades que se repiten en dos hileras paralelas dispuestas a lo
largo de cada brazo, o sea, el marco idóneo para la expresión de genes Hox. Los
brazos de las ofiuras hasta parecen gusanos y actúan como tales.
Según decía T. H. Huxley, «la gran tragedia de la ciencia es el asesinato de
una bella hipótesis a manos de un horrible dato». Puede que los datos reales
sobre los genes Hox de los Equinodermos no sean horribles, pero tampoco
cuadran con el bonito modelo que acabo de esbozar. En realidad, sucede otra
cosa, algo que, a su manera, también resulta bello y sorprendente. Las larvas de
los equinodermos son unas criaturas diminutas de simetría bilateral que nadan
entre el plancton. El equinodermo adulto, bentónico y de simetría radial, no se
desarrolla por metamorfosis de la larva, sino que comienza siendo un minúsculo
adulto en miniatura dentro del cuerpo de aquélla y va creciendo hasta que al final
se deshace de los últimos restos de la larva. Los genes Hox se expresan en el
orden lineal correcto, pero no a lo largo de cada brazo; en lugar de eso, el orden
de expresión sigue una ruta más o menos circular alrededor del adulto en
miniatura. Si visualizamos el eje Hox como un gusano, no hay cinco gusanos,
uno para cada brazo, sino uno solo, enroscado dentro de la larva. El extremo
anterior del gusano produce el brazo número 1; el extremo posterior produce el
brazo número 5. Lo lógico, por tanto, sería que las mutaciones homeóticas de las
estrellas de mar generasen muchos brazos, y efectivamente, se conocen estrellas
de mar mutantes con seis brazos, como el propio Bateson consignó en su libro.
También hay ciertas especies que tienen un número mucho mayor de brazos y
que probablemente han evolucionado a partir de antepasados mutantes
homeóticos.
No se han encontrado genes Hox en las plantas ni en los hongos, ni tampoco
en los organismos unicelulares que solíamos llamar protozoos. Pero ahora nos
topamos con una complicación terminológica que hemos de resolver antes de
seguir adelante. Aunque el término Hox es una contracción de homeobox, los
genes Hox no son lo mismo que los genes homeobox, son un subconjunto. Las
plantas y los hongos tienen genes homeobox pero carecen de genes Hox. Para
adquirir la forma correcta deben de tener sistemas de genes controladores y
gradientes químicos. Los llamados «genes MADS box» determinan la
embriología de las flores y pueden producir mutaciones homeóticas del mismo
modo que los genes Hox en los animales.
Homeo viene del término homeosis, acuñado por Bateson, y box, se refiere a
la «caja» de 180 letras que todos los genes denominados homeobox tienen en
algún punto de su extensión. El término homeobox propiamente dicho designa la
secuencia diagnóstica de 180 letras, y un gen homeobox es un gen que contiene
la secuencia homeobox en algún punto de su extensión. El nombre Hox no se
aplica a todos los genes homeobox, sino únicamente a los grupos de genes
dispuestos en línea que determinan la posición de las partes del animal a lo largo
de su cuerpo y que han resultado ser homólogos en casi todos los animales.
La familia Hox de los genes homeobox fue la primera que se descubrió, pero
hoy se conocen muchas otras. Por ejemplo, existe una familia llamada ParaHox
que se identificó por primera vez en los anfioxos, pero que también está presente
en todos los animales a excepción (por ahora) de los ctenóforos y las esponjas.
Los genes ParaHox parecen ser parientes de los Hox, en el sentido de que
guardan correspondencia con éstos y están colocados en el mismo orden. No
cabe duda de que surgieron por duplicación del mismo conjunto ancestral de
genes que los genes Hox. Hay otros genes homeobox que no están tan
emparentados con los Hox y ParaHox, pero también forman sus propias
familias. La familia Pax se halla presente en todos los animales. Un miembro
particularmente notable es Pax6, que corresponde al gen conocido como ey en
Drosophila. Ya he mencionado que Pax6 es el responsable de ordenar a las
células que fabriquen ojos. El mismo gen fabrica los ojos de animales tan
dispares como las moscas del vinagre y los ratones, a pesar de que se trata de
ojos radicalmente diferentes. Como ocurre con los genes Hox, el gen Pax6 no les
dice a las células cómo fabricar un ojo. Tan sólo les indica el lugar donde han de
hacerlo.
Un ejemplo bastante similar es el de una pequeña familia de genes llamados
tinman. De nuevo, estos genes también están presentes tanto en Drosophila
como en los ratones. En Drosophila, son responsables de ordenar a las células
que hagan un corazón y normalmente se expresan en el lugar apropiado. Como
el lector habrá adivinado, los genes tinman también son los encargados de
ordenar a las células de los ratones que fabriquen un corazón de ratón en el sitio
apropiado.
Los genes homeobox, en conjunto, engloban un número muy elevado de
genes que, al igual que los propios animales, se dividen en familias y
subfamilias. Es un caso análogo al de la hemoglobina. Como hemos visto en «El
Cuento de la Lamprea», la globina alfa humana está más emparentada con la
globina alfa de, pongamos, un lagarto, que con la globina beta humana (que a su
vez está más emparentada con la globina beta de los lagartos). Del mismo modo,
los tinman humanos guardan una relación más estrecha con los tinman de las
moscas del vinagre que con el Pax6 humano. Es posible construir un frondoso
árbol filogenético de los genes homeobox paralelo al árbol filogenético de los
animales que los contienen. Los dos son verdaderos árboles genealógicos,
compuestos de ramificaciones ocurridas en momentos concretos de la historia
geológica. En el caso del árbol de los animales, las ramificaciones son las
especiaciones. En el caso del árbol de los genes homeobox (o de los genes de las
globinas), las escisiones son duplicaciones de los genes dentro de los genomas.
El árbol de los genes homeobox se divide en dos grandes clases, la clase
AntP y la clase PRD. No voy a explicar lo que significan dichas abreviaturas
porque son a cada cual más confusa. La clase PRD engloba a los genes Pax y a
varias subclases más. La clase AntP comprende a los Hox y ParaHox, y varias
otras subclases. Además de estas dos grandes clases de genes homeobox
animales, hay varios genes homeobox, de parentesco más lejano y denominados
(de manera equívoca) divergentes, que no se encuentran en los animales sino en
las plantas, hongos y protozoos.
Sólo los animales tienen genes Hox auténticos, y los genes Hox siempre se
emplean para lo mismo: para especificar posiciones concretas en el cuerpo, tanto
si éste se encuentra dividido en segmentos discretos como si no. De momento,
no se han descubierto genes Hox ni en las esponjas ni en los ctenóforos, pero eso
no quiere decir que no vayan a descubrirse. No sería de extrañar que todos los
animales los tuviesen. Semejante hallazgo animaría a mis colegas de Jonathan
Snack, Peter Holland y Christopher Gram propusieron una nueva definición del
mismísimo concepto de animal. Hasta entonces, los animales se definían por
oposición a las plantas, en un sentido negativo y bastante insatisfactorio. Snack,
Holland y Gram, los tres por aquel entonces en Oxford, sugirieron un criterio
positivo y específico que tiene la virtud de unir a todos los animales y excluir a
todos los que no lo son, como las plantas y los protozoos. La historia de los
genes Hox demuestra que los animales no son un fárrago de filos dispares e
inconexos, cada uno de los cuales con su particular plan corporal adquirido y
conservado en completo aislamiento. Si nos olvidamos de la morfología y nos
fijamos exclusivamente en los genes, resulta que todos los animales no son sino
variaciones menores sobre un tema muy concreto. Da gusto ser zoólogo en estos
tiempos.
EL CUENTO DEL ROTÍFERO
Se dice que el brillante físico teórico Richard Feynman dijo en una ocasión: «Si
crees que entiendes la teoría cuántica, es que no la entiendes». Estoy tentado de
formular el equivalente evolucionista: «Si crees que entiendes el sexo, es que no
lo entiendes». John Maynard Smith, W. D. Hamilton y George C. Williams, los
tres darvinistas modernos que, a mi modo de ver, más cosas pueden enseñarnos,
dedicaron una parte sustancial de sus dilatadas carreras a la ardua tarea de
analizar la cuestión del sexo. Williams inició su libro Sex and Evolution,
publicado en 1975, desafiándose a sí mismo: «Este libro está escrito desde la
convicción de que la preponderancia de la reproducción sexual en animales y
plantas superiores no se compadece con la moderna teoría de la evolución […]
Se avecina una crisis en la biología evolutiva […]». Maynard Smith y Hamilton
sostuvieron cosas por el estilo. Estos tres héroes del darvinismo, junto con otros
de la siguiente generación, lucharon incansablemente para resolver esta crisis.
No voy a hacer aquí la crónica de sus esfuerzos, ni, desde luego, estoy en
condiciones de ofrecer la solución al problema. En lugar de eso, lo que voy a
hacer en este cuento es exponer una consecuencia de la reproducción sexual que
no se ha estudiado como es debido pero que atañe a nuestra idea de la evolución.
Los bdeloideos son una nutrida clase del filo de los rotíferos (véase página
515). La existencia de los rotíferos bdeloideos constituye un escándalo
evolutivo. (La ocurrencia no es de mi cosecha: tiene el estilo inconfundible de
John Maynard Smith). Muchos rotíferos se reproducen sin recurrir al sexo. En
este sentido, se parecen a los pulgones, insectos palo, varios escarabajos y unos
pocos lagartos, y no son especialmente escandalosos. Lo que sacaba de quicio a
Maynard Smith es que toda la clase de los bdeloideos al completo se reproduzca
exclusivamente de forma asexual: todos y cada uno de ellos. Esto demuestra,
evidentemente, que descienden de un antepasado común que debió de vivir hace
lo bastante como para haber dado lugar a 18 géneros y 360 especies. Unos restos
que se han encontrado encapsulados en ámbar indican que esta matriarca que no
quería cuentas con los machos vivió, como mínimo, hace 40 millones de años, y
muy probablemente más. El grupo de los bdeloideos, muy próspero e
increíblemente numeroso, constituye una fracción dominante de las faunas
dulceacuícolas de todo el mundo. Jamás se ha encontrado un solo macho.[18]
¿Qué tiene eso de escandaloso? Bien, supongamos que tenemos delante un
árbol filogenético de todo el reino animal. Las puntas de las ramitas, que
salpican toda la superficie del árbol, representan especies. Las ramas más
grandes representan clases o filos. Hay millones de especies, lo que significa que
el árbol evolutivo es mucho más intrincado que cualquier otro árbol que
hayamos podido ver, por frondoso que fuera. Apenas hay unas pocas decenas de
filos, y las clases no son mucho más numerosas. Una de las ramas de este árbol
es el filo de los rotíferos, que se divide en cuatro subramas, una de las cuales es
la clase de los bdeloideos. Esta clase, a su vez, se subdivide una y otra vez hasta
dar lugar a 360 ramitas, cada una de las cuales representa una especie. Lo mismo
ocurre en todos los demás filos, que también se subdividen en clases, etcétera.
Las ramitas exteriores del árbol simbolizan el presente, aquéllas un poco más
internas el pasado reciente y así sucesivamente hasta llegar al tronco del árbol,
que representa una época remota, pongamos por caso, mil millones de años.
Una vez entendido esto, pasamos a colorear las puntas de determinadas
ramas de nuestro grisáceo árbol invernal para definir características concretas.
Podemos pintar de rojo todas las ramas que representan animales voladores (me
refiero a vuelo propulsado por el movimiento de las alas, no a un planeo pasivo,
que es mucho más común). Si damos un paso atrás y volvemos a contemplar
todo el árbol, veremos que hay grandes zonas de color rojo separadas por zonas
grises aún más grandes que representan los principales grupos de animales que
no vuelan. La mayoría de las ramas de los insectos, las de las aves y las de los
murciélagos son rojas y están cerca de otras ramas rojas. Ninguna de las demás
ramas es roja. Salvo escasas excepciones, como las pulgas y los avestruces, hay
tres clases compuestas exclusivamente de animales voladores. El árbol presenta
grandes manchas rojas sobre un uniforme fondo gris.
¿Qué significa eso en términos evolutivos? Las tres manchas rojas tuvieron
que empezar a formarse hace mucho tiempo cuando tres animales ancestrales
descubrieron la técnica del vuelo: un insecto primigenio, un ave primigenia y un
murciélago primigenio. Es evidente que el vuelo, una vez descubierto, resultó ser
una buena idea, como demuestra el hecho de que se haya difundido por todas las
ramas subsiguientes a medida que las tres especies primigenias daban lugar a
tres grandes grupos de especies derivadas, casi todas de las cuales conservaban
la capacidad voladora de sus antepasados: la clase de los insectos, la clase de las
aves y el orden de los quirópteros.
Ahora vamos a hacer lo mismo pero no con el vuelo sino con la reproducción
asexual, sin machos. (Nunca sin hembras, por cierto. A diferencia de los óvulos,
los espermatozoides son demasiado pequeños para valerse por sí solos. Entre los
animales, reproducción asexual significa prescindir de los machos). Se trata de
pintar de azul las ramas de todas las especies que se reproducen asexualmente.
Percibimos una configuración completamente diferente. Así como el vuelo se
manifestaba en grandes franjas rojas, la reproducción asexual se refleja en
minúsculas motas azules desperdigadas. Una especie de escarabajo asexuado se
manifiesta como una ramita azul totalmente rodeada de gris. Un grupo de tres
especies del mismo género pueden ser azules, pero los géneros vecinos son
grises. ¿Qué significa esto? Pues que la reproducción asexual surge de vez en
cuando, pero se extingue rápidamente, antes de que tenga tiempo de convertirse
en una rama gruesa con muchas ramitas azules. Al contrario que el vuelo, el
hábito de reproducirse asexualmente no persiste lo suficiente como para dar
lugar a toda una familia, orden o clase de criaturas asexuadas.
Con una escandalosa excepción. A diferencia de los demás puntitos azules,
los rotíferos bdeloideos constituyen una notable mancha ininterrumpida de color
azul. Al parecer, lo que esto significa en términos evolutivos es que un bdeloideo
ancestral descubrió la reproducción asexual, exactamente igual que el escarabajo
del párrafo anterior. La diferencia es que los escarabajos y demás centenares de
especies asexuadas desperdigadas por el árbol se extinguieron mucho antes de
que pudieran evolucionar y dar origen a un grupo más amplio como, por
ejemplo, una familia o un orden, no digamos ya una clase. Los bdeloideos, en
cambio, perseveraron en la asexualidad y prosperaron evolutivamente, dando
lugar a una clase íntegramente asexuada que, en la actualidad, comprende 360
especies. Para los rotíferos bdeloideos, al contrario que para cualquier otro
animal, la reproducción asexual es como el vuelo: una innovación provechosa.
En otras partes del árbol, en cambio, supone un pasaporte a la extinción.
La afirmación de que existen 360 especies de bdeloideos plantea un
problema. La definición biológica dice que especie es «un grupo de individuos
que se reproducen entre sí y no con otros». Los bdeloideos, al ser asexuados, no
se reproducen con nadie: cada uno de ellos es una hembra aislada y cada uno de
sus descendientes sigue su propio camino aislado genéticamente de todos los
demás individuos. Así pues, cuando decimos que hay 360 especies, lo único que
pretendemos decir es que existen 360 tipos que, a nuestros ojos humanos,
parecen lo bastante diferentes como para suponer que, si se reprodujesen
sexualmente, evitarían cruzarse con los miembros de las demás especies.
No todo el mundo está de acuerdo en que los rotíferos bdeloideos sean
realmente asexuados. Desde el punto de vista de la lógica, entre la frase «nunca
se han visto machos» y la conclusión de que no hay ninguno media un abismo.
Como cuenta Olivia Judson en su encantadora y sofisticada comedia zoológica
Consultorio sexual para todas las especies, los naturalistas ya han caído en esa
trampa con anterioridad. Por lo visto, es frecuente que las especies tengan
machos escondidos. Los machos de ciertas especies de rape son unas criaturas
diminutas que pasan la mayor parte del tiempo pegados a las hembras cual
parásitos. Si fuesen más pequeños, tal vez ni habríamos reparado en ellos, como
casi ocurrió en el caso de ciertas cochinillas cuyos machos, en palabras de mi
colega Lawrence Hurst, son «unas cositas minúsculas que se pegan a las “patas”
de las hembras». Hurst me citó textualmente un agudo comentario de su mentor,
Bill Hamilton:
¿Cuántas veces vemos a seres humanos realizando el acto sexual? Si fueses un marciano y mirases
alrededor, juzgarías que la especie humana es asexuada.
Así pues, sería de agradecer que alguien aportase más pruebas positivas de que
los rotíferos bdeloideos son realmente asexuados desde hace mucho tiempo. Los
genetistas son cada vez más ingeniosos en el arte de leer las pautas de
distribución génica en los animales modernos y sacar conclusiones acerca de su
historia evolutiva. En «El Cuento de Eva» presentamos el método ideado por
Alan Templeton para reconstruir las primeras migraciones humanas a base de
captar señales en los genes de personas vivas. No es una lógica deductiva. No
deducimos de los genes modernos que la historia evolutiva haya seguido un
determinado rumbo. Lo que decimos es que, si el devenir histórico ha sido éste o
aquél, cabe esperar que la pauta de distribución génica actual sea de tal o cual
forma. Eso es lo que hizo Templeton con las migraciones humanas, y algo
similar han hecho David Mark Welch y Matthew Meselson con los rotíferos
bdeloideos. Mark Welch y Meselson se han valido de señales genéticas para
sacar conclusiones no sobre la migración, sino sobre la reproducción sexual. La
lógica que aplican tampoco es de tipo deductivo. Simplemente, razonan que si
los bdeloideos hubiesen sido completamente asexuados durante muchos millones
de años siendo, los genes de sus descendientes actuales deberían presentar una
determinada pauta.
¿Qué pauta? El razonamiento de Mark Welch y Meselson es de lo más
ingenioso. Lo primero que hay que tener en cuenta es que los rotíferos
bdeloideos, aún siendo asexuados, son diploides, es decir, que al igual que todos
los animales que se reproducen sexualmente, poseen dos copias de cada
cromosoma. La diferencia es que mientras que todos los demás animales nos
reproducimos mediante óvulos o espermatozoides que sólo contienen una copia
de cada cromosoma, los bdeloideos producen óvulos que contienen las dos
copias de cada cromosoma. Así pues, una célula ovular de bdeloideo es igual
que cualquiera de sus otras células, y una hija es una gemela de la madre,
idéntica en todo, a excepción de alguna que otra mutación. Son estas mutaciones
ocasionales las que, a lo largo de millones de años, han ido generando de forma
paulatina, y casi con toda seguridad por selección natural, linajes divergentes que
han desembocado en las 360 especies de hoy.
Una hembra ancestral, a la que llamaré ginarca, mutó de tal suerte que pudo
prescindir de los machos y sustituir la meiosis por la mitosis como método para
producir óvulos.[19] A partir de ahí, en toda la población de hembras clónicas se
hizo irrelevante el hecho de que en su origen los cromosomas fuesen pareados.
En lugar de cinco parejas de cromosomas (o el número que fuese, que en el ser
humano es 23), ahora había diez cromosomas distintos, cada uno de los cuales
sólo seguía vinculado a su antigua pareja por medio de una especie de recuerdo
cada vez más difuminado. Las parejas de cromosomas solían reunirse e
intercambiar genes cada vez que un rotífero producía óvulos o espermatozoides.
Pero durante los millones de años que transcurrieron desde que la ginarca
expulsó a los machos y fundó la ginodinastía bdeoleidea, todos los cromosomas
se han ido distanciando genéticamente de sus homólogos a medida que sus genes
mutaban por separado. Y esto ha ocurrido pese que seguían teniendo células en
común y compartiendo los mismos organismos. En cambio, en los viejos
tiempos en que aún había machos y sexo, las cosas no funcionaban así. En cada
generación, cada cromosoma se emparejaba con su homólogo e intercambiaba
genes con él antes de producir óvulos o espermatozoides. Esto mantenía
vinculadas a las parejas de cromosomas en una especie de unión intermitente que
impedía a los homólogos que las integraban diferir en el contenido genético.
Tanto el lector como yo tenemos 23 pares de cromosomas. Tenemos dos
cromosomas 1, dos cromosomas 5, dos cromosomas 17, etcétera. A excepción de
los cromosomas sexuales X e Y, no hay diferencias sustanciales entre los
miembros de una pareja. Teniendo en cuenta que intercambian genes cada
generación, los dos cromosomas 17 son simplemente cromosomas 17 y no tiene
sentido llamarlos, por ejemplo, cromosoma 17 derecho y cromosoma 17
izquierdo. Pero en el momento en el que la ginarca rotífero congeló su genoma,
todo eso cambió. Su cromosoma 5 izquierdo y su cromosoma 5 derecho se
transmitieron intactos a todas las hijas y los dos no volvieron a emparejarse más
durante cuarenta millones de años. Las centésimas tataranietas de la ginarca
todavía tenían un cromosoma 5 izquierdo y un cromosoma 5 derecho. Aunque
para entonces ya habrían acumulado sin duda algunas mutaciones, todos los
cromosomas izquierdos habrían podido identificarse por sus recíprocas
semejanzas, heredadas del cromosoma 5 izquierdo de la ginarca.
Actualmente existen 360 especies de bdeloideos, descendientes todas ellas de
la ginarca y separadas de ésta por el mismo periodo de tiempo. Todos los
individuos de todas las especies conservan una copia izquierda y una copia
derecha de cada cromosoma, heredadas con muchas mutaciones a lo largo de la
línea ancestral, pero sin ninguna transferencia génica entre la derecha y la
izquierda. Las parejas derecha e izquierda dentro de cada individuo diferirán
mucho más de lo que habrían diferido si se hubiese producido cualquier
actividad sexual en cualquier punto del tiempo transcurrido desde la época de la
ginarca. Puede incluso que dentro de poco ya no sea posible percibir que
originalmente constituían una pareja.
Pero ahora vamos a suponer que comparásemos dos especies modernas de
rotíferos bdeloideos: Philosina roseola y Macrotrachela quadricornifera. Las
dos pertenecen al mismo subgrupo de bdeloideos, los filodínidos y, sin duda,
poseen un antepasado común que vivió en épocas mucho más recientes que la
ginarca. Habida cuenta de la agamia, los cromosomas izquierdo y derecho de
cada individuo han dispuesto del mismo tiempo para divergir: el tiempo
transcurrido desde que la ginarca inauguró la reproducción asexual. El
cromosoma izquierdo de cualquier individuo será muy diferente del derecho. Sin
embargo, si comparamos, por ejemplo, el cromosoma 5 izquierdo de Philosina
roseola con el cromosoma 5 de Macrotrachela quadricornifera, descubriremos
bastantes similitudes, toda vez que no han dispuesto de mucho tiempo para
experimentar mutaciones independientes. Y la comparación entre los
cromosomas derechos de ambas tampoco arrojaría muchas diferencias. Estamos,
por tanto, en condiciones de formular una notable predicción: la comparación
entre los cromosomas que en su día formaban pareja en el interior de un
individuo arrojará diferencias mayores que la comparación entre los
cromosomas derechos o izquierdos de especies distintas. Cuanto más tiempo
haya pasado desde la época de la ginarca, mayores serán las diferencias. Si la
reproducción fuese sexual, la predicción sería justamente la contraria,
fundamentalmente porque no existe de hecho una identidad derecha o izquierda
entre especies, y sí una abundante transferencia génica entre parejas de
cromosomas dentro de una misma especie.
Mark Welch y Meselson emplearon estas predicciones de signo opuesto para
verificar la hipótesis de que los bdeloideos llevan muchísimo tiempo siendo
ágamos y cosechando un éxito increíble. Los científicos analizaron los bdeloides
actuales para ver si era cierto que los cromosomas pareados (los cromosomas
que en su día formaron pareja) diferían mucho más de lo que deberían hacerlo,
gen por gen, si la recombinación sexual los hubiese mantenido juntos. Como
grupo de control para la comparación recurrieron a bdeloideos no rotíferos que
se reproducen sexualmente. Y la respuesta fue afirmativa. Los cromosomas de
los bdeloideos difieren de sus homólogos mucho más de lo que deberían, y en
un grado que invita a pensar que renunciaron al sexo no ya hace cuarenta
millones de años, que es la antigüedad del bdeloideo más antiguo que se ha
encontrado encapsulado en ámbar, sino hace ochenta millones de años. Mark
Welch y Meselson se esforzaron por encontrarles otras explicaciones a sus
resultados, pero son todas demasiado rebuscadas; a mi modo de ver no se
equivocan al concluir que los rotíferos bdeloideos han sido animales asexuados
de manera continuada, unánime y muy provechosa desde hace muchísimo
tiempo. Efectivamente, no hay duda de que constituyen un escándalo evolutivo,
toda vez que durante, quizás, 80 millones de años han prosperado haciendo algo
que ningún otro grupo de animales ha logrado hacer, a no ser durante periodos
brevísimos de tiempo que se saldaron con la extinción.
¿Por qué es lícito predecir que la reproducción sexual conduce a la
extinción? La pregunta es comprometedora, ya que equivale a preguntar por qué
funciona tan bien el sexo, un interrogante que científicos más capaces que yo
han tratado en vano de responder en numerosos libros. Me limitaré a señalar que
los rotíferos bdeloideos son una paradoja dentro de otra paradoja. En cierto
sentido, son como aquel soldado que desfilaba con su pelotón y cuya madre
exclamó: «Ahí va mi hijo, el único que lleva el paso». Maynard Smith los tildó
de escándalo evolutivo, pero también fue él quien subrayó que, aparentemente,
el verdadero escándalo evolutivo era el sexo en sí. En efecto, según una lectura
ingenua de la teoría darviniana, la selección natural debería castigar el sexo, y la
reproducción asexual debería superar a la sexual. En este sentido, los bdeloideos,
lejos de ser un escándalo, serían el único soldado que llevaría bien el paso.
Permítaseme explicarlo. El problema viene dado por aquello que Maynard
Smith denominó «el doble coste del sexo». El darvinismo, en su versión
moderna, prevé que los individuos tratarán de transmitir a su descendencia el
mayor número de genes posibles. Entonces, ¿no resulta un poco estúpido que,
con cada óvulo o espermatozoide que producimos, nos deshagamos de la mitad
de nuestros genes para mezclar la otra mitad con los de otro individuo? ¿No sería
doblemente eficaz el comportamiento de una hembra mutante que, al igual que
los rotíferos bdeloides, transmitiese a su prole no el cincuenta por ciento, sino el
cien por cien de sus genes?
Según Maynard Smith, ese argumento se viene abajo si el macho trabaja
duro y aporta los bienes económicos que permiten a la pareja criar el doble de
hijos que un solo individuo asexuado. En ese caso, el doble coste del sexo se ve
amortizado por un número doble de hijos. En una especie como el pingüino
emperador, en la que el padre y la madre contribuyen casi por igual al
nacimiento del polluelo y a los diversos aspectos de la cría, el doble coste del
sexo queda anulado, o por lo menos, reducido considerablemente. En aquellas
especies en las que las aportaciones económicas y de compromiso individual son
desiguales, es casi siempre el padre el que se escaquea para dedicar todas sus
energías a pelearse con los otros machos. Esto hace que aumente el coste del
sexo, hasta ese nivel doble con que hemos iniciado el razonamiento. Por eso es
mejor usar la otra definición que propuso el propio Maynard Smith: «el doble
costo de los machos». A la luz de este argumento (una luz que sobre todo
encendió Maynard Smith), es evidente que no son los rotíferos bdeloideos los
que constituyen un escándalo evolutivo sino todo lo demás, y, más
concretamente, el sexo masculino. Sólo que el sexo masculino existe y, de
hecho, está presente en casi todo el reino animal. ¿Cómo se explican estas
contradicciones? Como escribió Maynard Smith, «da la sensación de que se nos
escapa algún detalle primordial del asunto».
El tema del coste doble es el punto de partida de innumerables reflexiones de
Maynard Smith, Williams, Hamilton y muchos biólogos más jóvenes. La
existencia generalizada de machos que como padres dejan bastante que desear ha
de significar, por fuerza, que la recombinación sexual produce sustanciales
beneficios darvinianos. No es difícil imaginar cuáles podrían ser en términos
cualitativos, y muchas son las hipótesis que se barajan en este sentido, unas
obvias, otras más peculiares. El problema es concebir un beneficio lo bastante
grande como para contrarrestar la enorme carga del doble coste.
Para exponer como es debido las diversas teorías haría falta un libro entero,
y, de hecho, son varios los que se ya han publicado sobre el tema, entre ellos las
obras fundamentales de Williams y Maynard Smith que he mencionado más
arriba, y The Masterpiece of Nature, un análisis soberbio y de bella factura,
escrito por Graham Bell. El veredicto definitivo, sin embargo, no se ha dictado
todavía. Un buen libro para profanos es The Red Queen, de Matt Ridley. Si bien
Ridley muestra preferencia por la teoría de W. D. Hamilton, según la cual el sexo
cumpliría la función de librar una continua carrera de armamentos contra los
parásitos, no por ello deja de exponer el problema general y las demás hipótesis
que se han propuesto. Por lo que a mí respecta, después de recomendar
encarecidamente la lectura del libro de Ridley y de las otras obras citadas, paso a
ocuparme del propósito fundamental de «El Cuento del Rotífero», que es el de
llamar la atención sobre una consecuencia infravalorada, en el terreno evolutivo,
de la invención del sexo. El sexo dio origen al acervo génico, dotó de significado
a las especies y modificó todo el fenómeno de la evolución.
Piénsese en cómo debe de ser la evolución desde el punto de vista de un
rotífero bdeloideo. Piénsese en lo diferente que debió de ser la historia de esas
360 especies respecto del modelo normal de evolución. En general decimos que
el sexo propicia la diversidad y, en cierto sentido, es cierto; ésta es la base de
casi todas las teorías según las cuales los beneficios del sexo superan las
desventajas del coste doble. Sin embargo, paradójicamente, el sexo también
produce el efecto contrario: lo normal es que suponga una especie de barrera a la
divergencia evolutiva. Sin ir más lejos, un caso especial de este efecto de barrera
constituyó la base de la investigación de Mark Welch y Meselson. En una
población de ratones, por ejemplo, cualquier tendencia a emprender una nueva y
audaz dirección evolutiva se ve frenada por el efecto inhibitorio de la
recombinación sexual. Los genes del osado individuo que pretendiese seguir una
nueva dirección se ven arrastrados por la masa inercial del resto del acervo
génico. Por eso el aislamiento geográfico es tan importante para la especiación.
Sólo una cordillera o un mar difícil de cruzar permiten que un nuevo linaje
evolucione a su manera sin que se vea arrastrado de vuelta a la norma inercial.
Pensemos en lo diferente que debe de ser la evolución para los rotíferos
bdeloideos. No es que no se vean atrapados en la normalidad del avervo génico,
es que ni siquiera tienen un acervo génico. El propio concepto de acervo génico
carece de significado si no existe el sexo.[20]
La expresión «pool génico», como también se denomina al acervo génico, es
una metáfora acertada por cuanto los genes de una población sexuada están
continuamente mezclándose y difundiéndose, como en el líquido de un pool, de
un charco. Si se añade la dimensión temporal, el charco se convierte en un río
que discurre a lo largo del tiempo geológico (una imagen que desarrollé en mi
libro El río del Edén). Es el efecto vinculante del sexo lo que proporciona al río
sus orillas, que, encauzando las especies en una dirección evolutiva determinada,
impiden que se desborde. Sin el sexo, no habría un cauce definido sino una
difusión amorfa hacia el exterior: más que un río sería como un olor que se
difunde desde un punto de origen en todas las direcciones.
Es probable que entre los bdeloideos también haya selección natural, pero
debe de ser muy distinta de la que opera en el resto del reino animal. Allí donde
existe recombinación sexual de genes, la entidad resultante de la acción de la
selección natural es el acervo génico. Los genes buenos tienden estadísticamente
a ayudar a sobrevivir al cuerpo en que se encuentran; los genes malos lo hacen
morir. En los animales que se reproducen sexualmente, la muerte y la
reproducción del individuo constituyen el acontecimiento selectivo inmediato,
pero la consecuencia a largo plazo es una modificación del perfil estadístico de
los genes del acervo génico. Así pues, como ya he dicho, el acervo génico es el
centro de atención del escultor darviniano.
Asimismo, los genes se ven favorecidos por su capacidad de cooperar con
otros genes en la fabricación de cuerpos. Por eso los cuerpos son unas máquinas
de supervivencia tan armoniosas. Es correcto pensar que, en un régimen
sexuado, la eficacia de los genes se pone continuamente a prueba en diferentes
contextos genéticos. En cada generación, cada uno de los genes se ve incluido en
un nuevo equipo de compañeros, esto es, los otros genes con los que, en un
momento determinado, comparte un cuerpo. Los genes que son buenos
compañeros, que encajan bien en el grupo y que cooperan con los demás,
tienden a integrar equipos ganadores, es decir, organismos individuales que
tienen éxito y que transmiten dichos genes a la prole. Los genes que no son
buenos cooperantes tienden a integrar equipos que se revelan perdedores, esto
es, cuerpos que mueren antes de reproducirse.
El conjunto de genes con los que un gen ha de cooperar en primera instancia
es el de aquéllos con los que comparte un cuerpo concreto. Pero a largo plazo, el
conjunto de genes con los que habrá de cooperar es el compuesto por todos los
genes del acervo génico, pues son éstos los que se encuentra repetidamente, al
pasar de un cuerpo a otro, generación tras generación. Por eso digo que el acervo
génico de una especie es la obra que esculpen los cinceles de la selección
natural. En sentido proximal, la selección natural es la supervivencia y
reproducción diferencial de individuos completos, los individuos que el acervo
génico produce como ejemplos de lo que es capaz de hacer. Una vez más, esto
no vale para los bdeloideos rotíferos; en su caso, la selección natural no esculpe
el acervo génico, por la sencilla razón de que no hay ningún acervo génico que
esculpir. Un rotífero bdeloideo tan sólo posee un gen grande y único.
Lo que acabo de subrayar es una consecuencia del sexo, no una teoría de las
ventajas ni de los orígenes del sexo. Pero si tuviese que aventurar una teoría
sobre las ventajas del sexo, si tuviese que definir seriamente ese «detalle
primordial que se nos escapa», empezaría por aquí. Y escucharía una y otra vez
«El Cuento del Rotífero». Quizá estos minúsculos y oscuros habitantes de
charcas y musgos húmedos posean la clave de la gran paradoja de la evolución.
¿Qué tiene de malo la reproducción asexual, si los rotíferos bdeloideos la
practican desde hace tantísimo tiempo? Y si les ha ido tan bien, ¿por qué no la
practicamos todos los demás y nos ahorramos el cuantioso coste doble del sexo?
Cuando estaba en el colegio, a veces tenía que disculparme ante el director del
internado por llegar tarde a cenar. Le decía: «Lo siento, señor, tenía ensayo con
la orquesta», o cualquier otra disculpa que viniera al caso. En aquellas ocasiones
en que no había ninguna excusa válida y teníamos algo que esconder,
murmurábamos: «Perdón por llegar tarde, señor: los percebes». El director
asentía amablemente, pero no sé si alguna vez llegaría a preguntarse qué
misteriosa actividad extraescolar era aquélla. Quizá nos inspirásemos en Darwin,
que durante años y años se dedicó a los percebes con tal determinación que sus
hijos, un día que fueron a visitar unos amigos y les enseñaron la casa,
preguntaron con ingenuo asombro: «Pero ¿dónde hace vuestro padre los
percebes?». No sé si por aquel entonces ya conocíamos esta anécdota darviniana;
es más probable que inventásemos la excusa de los percebes porque sonaba
demasiado inverosímil como para despertar las sospechas de que se tratase de un
farol. Los percebes no son lo que parecen. Lo mismo cabe decir de otros
animales, y ése es precisamente el tema central de «El Cuento del Percebe».[21]
En contra de lo que parece, los percebes son crustáceos. Los abundantes
bálanos, que cubren las rocas como lapas en miniatura, impidiendo que nos
resbalemos si vamos calzados e hiriéndonos los pies si vamos descalzos, son
completamente diferentes por dentro de las lapas. Dentro de la concha son como
gambas deformes tumbadas de espaldas con las patas al aire. Los pies están
provistos de cestillos o peines filamentosos con los que el balano filtra el agua en
busca de partículas alimenticias. Los percebes canadienses (Pollicipes
polymerus) hacen lo mismo, pero en vez de refugiarse bajo una concha cónica
como los balanos, se posan en el extremo de un pedúnculo coriáceo. Deben su
nombre inglés, goose barnacles, «percebes ganso», al enésimo error en cuanto a
la verdadera naturaleza de los percebes. Los cirros, esos apéndices filamentosos
semejantes a plumas con los que filtran el agua, hacen que parezcan un pollito
dentro del cascarón. En la época en que la gente creía en la generación
espontánea, surgió la creencia popular de que esta clase de percebes, una vez
adultos, se convertían en gansos, más concretamente en Branta leucopsis, la
barnacla cariblanca.
¿Un espécimen estrambótico? ¿Un nuevo plan corporal? Hembra de Thaumatoxena andreinii.
Los más engañosos de todos, los que tal vez sean, de todos los animales, los
menos parecidos a lo que los zoólogos saben de ellos, son los percebes parásitos
como Sacculina. Sacculina no es ni remotamente lo que parece. De no ser por su
larva, los zoólogos jamás habrían sabido que se trata de un percebe. El adulto es
un saco blando que se adhiere a la cara ventral de un cangrejo y le introduce
largas raíces ramificadas similares a las de las plantas para absorber nutrientes de
sus tejidos. El parásito no sólo no se parece a un percebe, es que no se parece en
nada a un crustáceo. Ha perdido todo vestigio del caparazón y de la
segmentación corporal propia de casi todos los demás artrópodos. Podría
perfectamente ser una planta u hongo parásitos. Sin embargo, en términos de
parentesco evolutivo, es un crustáceo, y no un simple crustáceo sino, más
concretamente, un percebe. Los percebes no son, desde luego, lo que parecen.
Lo que resulta fascinante es que el desarrollo embriológico del cuerpo de
Sacculina, que de crustáceo no tiene absolutamente nada, está empezando a
descifrarse en términos similares a los de los genes Hox (véase «El Cuento de la
Mosca del Vinagre»). El gen abdominal-A, que normalmente controla el
desarrollo del típico abdomen de crustáceo, no se expresa en Sacculina. Por lo
visto, para transformar un animal que nada y patalea en un hongo amorfo, basta
con suprimir los genes Hox.
Dicho sea de paso, las raíces ramificadas de este parásito no invaden los
tejidos del cangrejo de forma indiscriminada. Primero se dirigen a los órganos
reproductores, con la consiguiente castración del cangrejo. ¿Se trata,
simplemente, de un efecto colateral fortuito? Lo más probable es que no. La
castración no se limita a esterilizar al huésped. Como ocurre con los bueyes
gordos, el cangrejo castrado, en lugar de convertirse en una máquina
reproductora enérgica y fibrosa, concentra todos sus esfuerzos en engordar, o
sea: más comida para el parásito.[22]
¿Cómo debería ser una mosca? Megaselia scalaris (Loew). Dibujo de Arthur Smith.
Voy a introducir la última parte de este cuento con una pequeña fábula
ambientada en el futuro. Quinientos millones de años después de que la vida de
los vertebrados y los artrópodos quedase completamente destruida por el
espantoso impacto de un cometa, la vida inteligente ha terminado evolucionando
de nuevo en los remotos descendientes de los pulpos. Unos paleontólogos pulpos
descubren un rico yacimiento fósil que data del siglo XXI d. C. Si bien no les
brinda un panorama completo de la vida en aquella época, el generoso
yacimiento deja asombrados a los paleontólogos con su variedad y diversidad.
Analizando escrupulosamente los fósiles con óctuple ecuanimidad y aguda
captación de los detalles, uno de los expertos octópodos llega a aventurar la
hipótesis de que la vida, en la remota era anterior a la catástrofe, se entregaba
con desenfreno a la experimentación más insólita y producía nuevos planes
corporales extraños y maravillosos. La conclusión se antoja lógica si pensamos
en los animales actuales e imaginamos que sólo se fosiliza una pequeña muestra
de los mismos. Piénsese en la hercúlea tarea que le espera a un paleontólogo del
futuro y en las dificultades que habrá de superar a la hora de deducir afinidades a
partir de restos fósiles esporádicos e incompletos.
Por poner un ejemplo, ¿cómo diantres definiríamos al animal de la
ilustración? ¿Como una «maravillosa rareza» digna de que se cree un nuevo filo
en su honor? ¿Cómo un nuevo plan corporal hasta ahora desconocido para los
zoólogos?
Pues no. Regresando desde nuestra fantasía futurista al presente, la
maravillosa rareza, es, en realidad, una mosca, Thaumatoxena andreinii. No sólo
eso: es una mosca que pertenece a la respetabilísima familia de los fóridos. La
siguiente ilustración representa a un miembro más común de los fóridos,
Megaselia scalaris.
Lo que le pasó a Thaumatoxena, la «maravillosa rareza», es que estableció su
residencia en un termitero. Las exigencias de la vida en ese mundo claustral eran
tan diferentes que, en un periodo de tiempo probablemente breve, Thaumatoxena
perdió toda semejanza con una mosca. Al extremo anterior en forma de
bumerán, que es cuanto resta de la cabeza, le sigue el tórax; en el espacio entre
éste y la zona peluda del dorso pueden apreciarse los vestigios de las alas.
La moraleja es la misma del percebe. Pero la parábola de la paleontólogo del
futuro cautivado por la retórica de las maravillosas rarezas que pueblan
alegremente el morfoespacio no la he incluido por puro placer narrativo sino
para allanar el terreno al siguiente cuento, que trata de la explosión del
Cámbrico.
Si para los zoólogos modernos hay algo vagamente equiparable a un mito de los
orígenes, ese algo es la explosión del Cámbrico. El Cámbrico es el primer
periodo del Eón Fanerozoico, los últimos 545 millones de años, en el que de
repente aparecen en el registro fósiles de animales y vegetales tal y como los
conocemos. Antes del Cámbrico, los fósiles se presentaban en forma de restos
minúsculos o envueltos en un enigmático misterio. Del Cámbrico en adelante ha
habido una clamorosa explosión de vida pluricelular que, de manera más o
menos plausible, vaticinaba la nuestra. Fue precisamente la naturaleza repentina
de la aparición de organismos pluricelulares fosilizados, que señala el comienzo
de periodo, lo que inspiró la metáfora de la explosión.
Los creacionistas adoran la explosión Cámbrica porque, privados como están
del tipo de imaginación que no les interesa, la conciben como una especie de
orfanato paleontológico habitado por filos carentes de progenitores: animales sin
antecedentes, materializados súbitamente de la nada, con calcetines agujereados
y todo.[23] En el otro extremo, los zoólogos con acusadas inclinaciones
románticas adoran la explosión Cámbrica por su aura de paraíso arcádico, de
edad zoológica de la inocencia en la que la vida bailaba a un ritmo evolutivo
frenético y radicalmente distinto: una bancanal edénica de gozosa improvisación,
antes de que todo cayese en el rígido utilitarismo que ha predominado desde
entonces. En mi libro Destejiendo el arco iris cité el siguiente comentario de un
ilustre biólogo que, a estas alturas, tal vez se haya desdicho:
Poco después de la invención de las formas de vida pluricelulares, se produjo una enorme explosión de
novedades evolutivas. Casi da la sensación de que la vida pluricelular exploraba alegremente todas las
posibles ramificaciones en una danza salvaje de tentativas desenfrenadas.
Si hay un animal capaz de soportar más que cualquier otro esta exaltada
definición del Cámbrico, es Hallucigenia. ¿Soportar he dicho? Salvo que se
sufra una alucinación, cuesta creer que una criatura tan improbable fuese capaz
siquiera de soportar su propio peso. Y con razón. Parece ser que, en un primer
momento, Hallucigenia (un nombre sabiamente escogido por Simon Conway
Morris) se reconstruyó al revés: por eso se sostiene sobre esos zanquitos
improbables. Según la interpretación más reciente, que ha dado la vuelta a la
originaria, los tentáculos del dorso, dispuestos en una sola hilera, eran patas. Una
única hilera de patas: ¿acaso el animal se desplazaba guardando el equilibrio
como un funambulista? No. Una serie de fósiles descubiertos en China invitan a
pensar que debía de existir una segunda hilera y, a juzgar por la reconstrucción
moderna, da la impresión de que Hallucigenia sería perfectamente capaz de
desenvolverse en el mundo actual. Hoy en día ya no se tiene a Hallucigenia por
una maravillosa rareza de afinidades inciertas que se pierden en la noche de los
tiempos, sino que, con muchos otros fósiles cámbricos, se coloca
provisionalmente en el filo de los lobópodos, que cuenta con representantes
actuales como Peripatus y los demás onicóforos o gusanos aterciopelados con
los que nos hemos reunido en el «Encuentro 26».
Hallucigenia. Reconstrucción actual.
En la época en que se creía que los anélidos eran parientes cercanos de los
artrópodos, los onicóforos solían definirse como el «estadio intermedio» que
«salvaba la distancia» entre aquéllos, aunque, teniendo en cuenta como funciona
realmente la evolución, ese concepto no es muy útil. Ahora los anélidos se sitúan
dentro de los lofotrocozoos, mientras que los onicóforos son considerados, junto
con los artrópodos, ecdisozoos. Dadas sus antiquísimas afinidades, Peripatus es,
de todos los peregrinos modernos, el más capacitado para contar la historia de la
explosión Cámbrica.
Los onicóforos modernos se hallan ampliamente difundidos por los trópicos
y sobre todo en el hemisferio austral. Todos viven en tierra firme, entre la
hojarasca y los terrenos húmedos, donde se alimentan de caracoles, gusanos,
insectos y otras pequeñas presas. En el Cámbrico, Hallucigenia y los remotos
antepasados de Peripatus y Peripatopsis vivían, naturalmente, como todos los
demás animales, en el mar.
Todavía se discute si Hallucigenia está o no emparentado con los onicóforos
modernos; no olvidemos que hace falta echarle mucha imaginación para
reconstruir en un papel, tal vez incluso con llamativos colores, un fósil que en la
roca no es sino un borrón aplastado. Hay quien ha aventurado incluso la
hipótesis de que Hallucigenia no sea un animal entero, sino parte de una criatura
desconocida. No sería la primera vez que se comete un error semejante. Algunas
de las primeras reconstrucciones de escenas cámbricas representaban a una
criatura marina similar a una medusa, que parecía inspirada en una rodaja de
piña en almíbar y que después resultó ser parte integrante de las mandíbulas del
misterioso depredador Anomalocaris. Otros fósiles del Cámbrico, como
Aysheaia, parecen versiones marinas de Peripatus, lo cual nos reafirma en el
convencimiento de que Peripatus, tenía todo el derecho de relatar esta historia
del Cámbrico.
En cualquier era geológica, casi todos los fósiles son los restos de partes
duras de los animales: los huesos en los vertebrados, los caparazones en los
artrópodos y las conchas en los moluscos o braquiópodos. Pero en tres
yacimientos fósiles del Cámbrico, situados uno en Cánada, otro en Groenlandia
y otro en China, las insólitas condiciones atmosféricas permitieron que también
se conservasen las partes blandas: una suerte casi milagrosa… para nosotros. Los
tres yacimientos son Burguess Shale, en la Columbia Británica, Sirius Passet, en
el norte de Groenlandia, y Chengjiang, en el sur de China.[24] El yacimiento de
Burguess Shale se descubrió en 1909 y saltó a la fama 80 años después gracias a
la descripción que hizo Stephen Jay Gould en su libro La vida maravillosa.
Sirius Passet fue descubierto en 1984, pero hasta ahora no se ha estudiado tanto
como los otros dos. Ese mismo año, Hou Xian-guang descubrió los fósiles de
Chengjiang. El doctor Hou es uno de los autores de una monografía
maravillosamente ilustrada, The Cambian Fossils of Chengjiang, China,
publicada en 2004 (para mi suerte, poco antes de dar a imprenta este libro).
Los fósiles de Chengjiang datan de hace 525 millones de años. Son más o
menos contemporáneos de los de Sirius Passet, y unos 10 o 15 millones de años
más antiguos que los de Burguess Shale, pero toda la fauna de estos
extraordinarios yacimientos es similar. Muchos son lobópodos y muchos parecen
versiones marinas de Peripatus. Hay algas, esponjas, varios tipos de gusanos,
braquiópodos casi iguales a los modernos y animales enigmáticos de
ascendencia incierta. Son innumerables los artrópodos, entre ellos crustáceos,
trilóbites y muchos otros que recuerdan vagamente a crustáceos o trilobites pero
que quizá perteneciesen a sus propios grupos. El gran Alocaris, un presunto
depredador que en ocasiones superaba el metro de longitud, se encuentra junto
con sus semejantes tanto en Burguess Shale como en Chengjiang. Nadie sabe
muy bien lo que es (tal vez un pariente lejano de los artrópodos), pero debía de
ser un espectáculo. No todas las «rarezas maravillosas» de Burguess Shale se
han encontrado también en Chengjiang; Opabinia, por ejemplo, con sus famosos
cinco ojos, sólo se halla presente en el primero.
Los famosos cinco ojos. Opabinia regalis, hallada en Burges Shale, Canadá. Dibujo de Marianne Collins.
Se suponía que los vertebrados no eran tan antiguos. Fósil de Myllokunmingia fengjiaoa, de Chengjiang.
De D-G Shu et al. [264]
Fue como si, al terminar el Cámbrico, aquella facilidad para dar saltos evolutivos, la facilidad que trajo
consigo las fundamentales innovaciones funcionales que representaron la base para el surgimiento de
nuevos filos, se hubiese agotado. Fue como si el muelle de la evolución hubiese perdido parte de su
potencia… Así pues, mientras que en los organismos del Cámbrico la evolución podía dar saltos de
mayor alcance, como los que dieron origen a nuevos filos, posteriormente estaría más limitada y daría
saltos más modestos, sin rebasar el nivel representado por las clases.
Al comienzo del proceso de ramificación, encontramos una gran variedad de saltos de largo alcance que
difieren notablemente tanto del punto de partida como entre sí. Estas especies presentan suficientes
diferencias morfológicas como para considerarlas fundadoras de filos distintos. Estas fundadoras
también se ramifican, pero lo hacen por medio de variantes que constituyen saltos de un alcance algo
más reducido, dando lugar a ramas de especies hijas diferentes, las fundadoras de las clases. Según
avanza el proceso, las variantes más adaptadas van ocupando áreas cada vez más próximas, surgiendo
así, de manera sucesiva, las especies fundadoras de órdenes, familias y géneros.
Estas afirmaciones tan absurdas me llevaron a replicar que es como si un
jardinero, al contemplar su viejo roble, dijese intrigado lo siguiente:
Qué raro que en todos estos años no haya aparecido ninguna rama gruesa nueva. Hoy en día, parece que
todo el crecimiento está limitado a las ramitas.
He aquí otra afirmación censurable, sólo que esta vez daré el nombre del autor
porque es posterior a Destejiendo el arco iris y, por tanto, no la incluí en dicho
libro. En In the Blink of an Eye, Andrew Parker se dedica casi exclusivamente a
propugnar una interesante y original teoría de su cosecha, según la cual la
explosión Cámbrica habría venido provocada por el repentino descubrimiento de
los ojos por parte de los animales. Pero antes de exponer esta tesis, Parker se
deja traicionar por la versión disparatada e irresponsable del mito de la
explosión Cámbrica. Para empezar ofrece la versión más explosiva del mito que
yo jamás haya leído:
Hace 544 millones de años había tres filos animales con su correspondiente variedad de formas
externas, mientras que hace 538 millones de años había 38, el mismo número de hoy en día.
En la Tierra han evolucionado 38 filos. Así que solamente han tenido lugar 38 acontecimientos
genéticos capitales, que se han traducido en 38 organizaciones internas diferentes.
Me imagino de pie en una costa del Cámbrico al atardecer, como cuando estuve en la costa de
Spitsbergen y reflexioné por primera vez sobre la historia de la vida. El mar que me lamería los pies
sería muy parecido, y me proporcionaría las mismas sensaciones. Justo donde se encuentran tierra y
agua hay una alfombra de estromatolitos redondeados y ligeramente viscosos, supervivientes de los
vastos bosques del Precámbrico. El viento silba sobre las llanuras rojizas que se extienden a mi espalda,
donde no hay rastro de vida, y noto como la arena barrida por el viento me aguijonea las piernas. Pero a
mis pies, en la arena fangosa, distingo moldes de gusanos, pequeños surcos ensortijados que me resultan
familiares. Veo el rastro de las huellas ondulantes que dejaron los correteos de animales parecidos a
crustáceos… Salvo el silbido de la brisa y el fragor de las olas que van y vienen, reina un absoluto
silencio y no hay una sola criatura que lance su grito al viento…
He dado en llamar selección natural a la conservación de las variaciones favorables y el rechazo de las
variaciones perniciosas. Las variaciones que no sean ni útiles ni dañinas no se verán afectadas por la
selección natural y permanecerán en un estado fluctuante, tal y como observamos en las llamadas
especies polimorfas.
… son unas criaturas increíbles de ver en su hábitat natural. Parecen limo verde cuando aparecen en
ciertas playas de Bretaña, pero ese limo, en realidad, está compuesto de miles de acelos y de sus algas
endosimbióticas. Y cuando uno trata de pisar el limo, éste se esconde (desapareciendo bajo la arena).
¡Qué extraño espectáculo!
Los acelomados siguen entre nosotros y por tanto deben considerarse animales
modernos, pero su forma y simpleza dan a entender que no han cambiado gran
cosa desde la época del Contepasado 27. Es probable que los acelos modernos se
parezcan bastante al antepasado de todos los animales provistos de simetría
bilateral.
Nuestro grupo de peregrinos ya engloba todos los filos reconocidos como
bilaterios, o lo que es lo mismo, el grueso del reino animal. Como hemos visto,
el nombre hace referencia a su simetría bilateral, de modo que no incluye a los
dos principales filos dotados de simetría radial, reunidos bajo el nombre de
Radiados, que están a punto de incorporarse a la peregrinación: los Cnidarios
(anémonas marinas, corales, medusas, etc.) y los Ctenóforos. Por desgracia, esta
terminología tan simple tiene sus desventajas: las estrellas de mar y sus
semejantes, que según los zoólogos descienden de los bilaterios, también
presentan simetría radial, al menos de adultos. Se cree que la simetría radial de
los Equinodermos es secundaria y que la adoptaron cuando se convirtieron en
animales bentónicos. Tienen larvas dotadas de simetría bilateral y no están
estrechamente emparentados con los animales de verdadera simetría radial como
las medusas. A decir verdad, no todos los cnidarios (las anémonas marinas y
semejantes) poseen (total) simetría radial, y algunos zoólogos creen que también
tuvieron antepasados cuya simetría era bilateral.
En general, el nombre de «bilaterios» no es el más acertado para designar a
los descendientes del Contepasado 27 y distinguirlos de los peregrinos que aún
no se nos han unido. Otro posible criterio es la triploblastia (tres capas de
células) en contraposición a la diploblastia (dos capas). En un estadio crucial de
su desarrollo embriológico, los cnidarios y los ctenóforos fabrican su cuerpo a
partir de dos capas principales de células (ectoderma y endoderma), mientras
que los bilaterios se lo fabrican a partir de tres (añadiendo mesoderma en medio
de las otras dos). Pero esta teoría también es objeto de controversia. Según
algunos zoólogos, los radiados también tienen células mesodermas. Lo mejor
será que no nos preocupemos de si bilaterios y radiados son términos
apropiados, ni de si deberían sustituirse por diploblásticos y triploblásticos, y
nos concentremos en la identidad de los próximos peregrinos.
Pero hasta éste es un argumento controvertido. Nadie discute que los
cnidarios son un grupo unitario de peregrinos que se han juntado entre sí antes
de juntarse con nadie más; ni nadie discute que lo mismo ocurre con los
ctenóforos. La pregunta es: ¿en qué orden se unen entre sí y se unen a nosotros?
Se han postulado las tres hipótesis posibles desde un punto de vista lógico. Para
colmo, existe un filo minúsculo, los Placozoos, que comprende un solo género,
Trichoplax, y nadie sabe muy bien dónde colocar a Trichoplax. Voy a seguir la
teoría según la cual los cnidarios se nos unen los primeros, en el Encuentro 28,
después los Ctenóforos, en el Encuentro 29, y, en tercer lugar, Trichoplax, en el
Encuentro 30. Todas estas dudas quedarán definitivamente resueltas cuando
tengamos a nuestra disposición más datos moleculares. Los datos no tardarán en
llegar, aunque me temo que no lo bastante rápido como para incluirlos en este
libro. Téngase presente, pues, que, en un futuro, podría resultar que los
Encuentros 28, 29 y 30 estuviesen en el orden equivocado.
Encuentro 28
Cnidarios
EL CUENTO DE LA MEDUSA
No hay muchos animales que puedan jactarse de haber modificado el mapa del mundo. Isla de Heron,
en la Gran Barrera de Coral australiana.
En la actualidad, los únicos que construyen arrecifes son los corales, pero en
otras eras geológicas no tenían ese monopolio. Según las épocas, los arrecifes
han sido obra de algas, esponjas, moluscos y anélidos. El éxito de los
organismos coralinos tal vez obedezca a su asociación con algas microscópicas
que viven dentro de sus células y les benefician notablemente por cuanto llevan
a cabo la fotosíntesis en los bajíos iluminados por el sol. Estas algas, llamadas
zooxantelas, poseen diversos pigmentos colorados para captar la luz, lo que
explica por qué las barreras coralinas son tan luminosas fotogénicas. No es de
extrañar que en su día los corales se considerasen plantas. De hecho, obtienen
buena parte de su alimento de la misma manera que las plantas y, al igual que
éstas, compiten por la luz: es más que lógico, pues, que adopten la misma forma.
Además, su lucha por hacer sombra y que no se la hagan les lleva a adoptar en
cierto modo la apariencia del dosel de un bosque. Y, como en todo bosque, el
arrecife coralino alberga una gran comunidad de otras criaturas.
Los arrecifes coralinos aumentan en gran medida el ecoespacio de una
región. Como señala mi colega Richard Southwood en su libro The Story of Life.
Allí donde normalmente habría una superficie rocosa o arenosa con una columna de agua encima, el
arrecife proporciona una compleja estructura tridimensional con gran cantidad de superficie adicional,
múltiples grietas y pequeñas cuevas.
Los ctenóforos, que se nos unen en el Encuentro 29, están entre los más
hermosos peregrinos de nuestro viaje al pasado. Antiguamente, a causa de un
parecido superficial, se los clasificaba erróneamente como medusas. Se los
colocaba en el mismo filo, el de los llamados celenterados, porque la cavidad
corporal de ambos coincide con el aparato digestivo. Además, se caracterizan
por tener una red nerviosa simple, como los cnidarios, y construyen su cuerpo a
partir de dos únicas capas de tejido (aunque esto es objeto de discusión). El
análisis de los datos actuales, sin embargo, induce a pensar que los cnidarios son
parientes más cercanos nuestros que de los ctenóforos, lo cual es otra forma de
decir que los cnidarios se unen a la peregrinación antes que los ctenóforos. Pero
no estoy tan seguro de ello como para aventurar la fecha del acontecimiento.
Ctenóforo en griego significa «portador de peine». Los peines son hileras
prominentes de células ciliadas que al agitarse propulsan hacia delante a estas
delicadas criaturas, desempeñando así la misma función de las contracciones
musculares en las aparentemente similares medusas. No es un sistema muy
rápido de propulsión, pero es bastante eficaz, si no para perseguir presas, sí para
aumentar indirectamente el ritmo de captura, como en el caso de las medusas. A
causa de su fragilidad gelatinosa y de su parecido con las medusas, los
ctenóforos son conocidos en inglés como comb jellies, literalmente «gelatinas
peine». Sólo hay un centenar de especies, pero el número total de individuos no
es pequeño. Se mire por donde se mire, estas criaturas, cuyos peines emiten una
fantasmal iridiscencia mientras ejecutan ondulantes movimientos sincronizados,
embellecen los océanos de todo el mundo.
Incorporación de los ctenóforos. En ocasiones, los animales
con simetría bilateral, así como los cnidarios y los ctenóforos,
son denominados eumetazoos. De acuerdo con los resultados
de algunos estudios moleculares, hemos representado a las 80
especies conocidas de ctenóforos como los parientes más
lejanos del resto de animales, aunque no es una posición
definitiva.
Los ctenóforos son depredadores, pero, al igual que las medusas, esperan que las
presas se topen con sus tentáculos. Éstos, aunque se parecen a los de las
medusas, no están provistos de cnidoblastos, sino de células adhesivas que en
lugar de lanzar afilados arpones venenosos despiden una especie de pegamento.
Tal vez podríamos considerar a los ctenóforos una forma alternativa de ser
medusas. Algunos, sin embargo, distan mucho de ser campaniformes. El
bellísimo Cestum veneris es uno de los pocos animales cuyo nombre común y
científico significan exactamente lo mismo, cinturón de Venus. Es una
designación de lo más apropiada, dado que el cuerpo es un largo lazo reluciente
de etérea belleza, realmente digno de una diosa. Obsérvese que, si bien el
cinturón de Venus es estrecho y alargado como un gusano, no tiene cabeza ni
cola sino que tiene un eje de simetría en el medio, donde se encuentra la boca, lo
que sería la hebilla del cinturón. Presenta, pues, un tipo de simetría radial (o,
más exactamente, birradial).
Encuentro 30
Placozoos
Las esponjas son los últimos peregrinos metazoos, esto es, los últimos realmente
pluricelulares. No siempre han tenido el honor de pertenecer a esta categoría,
pues antiguamente se les definía como Parazoos, una especie de ciudadanos de
segunda clase del reino animal. Hoy en día rige la misma distinción clasista al
colocar a las esponjas detrás de los Metazoos pero acuñando el término
Eumetazoos para todos los demás excepto las esponjas. (Algunos autores
también excluyen a Trichoplax, la pequeña criatura que hemos conocido en el
«Encuentro 30»).
Hay gente que se sorprende al enterarse de que las esponjas son animales, no
plantas. Al igual que éstas, no se mueven o, mejor dicho, no mueven todo el
cuerpo. Ni las plantas ni las esponjas tienen músculos. Existe movimiento a nivel
celular, pero también en las plantas. Las esponjas viven haciendo pasar por su
cuerpo un flujo incesante de agua del que filtran partículas alimenticias. Por eso
están llenas de agujeros y por eso son tan útiles para retener agua cuando las
usamos en el baño.
Las esponjas de baño, sin embargo, no ayudan a hacerse una idea muy
precisa de la forma típica de las esponjas, que es la de un cántaro vacío con una
boca muy ancha y muchos agujeritos a los lados. Como puede apreciarse
fácilmente poniendo un poco de tinte en el agua cerca del cuerpo de una esponja
viva, el agua es absorbida a través de esos agujeros y vertida en la gran cavidad
interna, de la cual vuelve a salir a través de la apertura principal. El agua es
impulsada por unas células especiales llamadas coanocitos que revisten las
cámaras y canales de las paredes de la esponja. Cada coanocito está provisto de
un flagelo móvil (parecido a un cilio sólo que más grande) rodeando en su base
por un collar. Más adelante nos ocuparemos de los coanocitos, pues tienen su
importancia dentro de nuestra historia evolutiva.
Incorporación de las esponjas. Desde la época de Linneo, los
animales (metazoos) se han clasificado como uno de los reinos
biológicos. Las aproximadamente 10.000 especies de esponjas
conocidas suelen considerarse una rama que divergió en
épocas muy tempranas, una tesis que se ha visto confirmada
por datos moleculares (aunque puede que Trichoplax
divergiese incluso antes). Una minoría de taxónomos
moleculares está convencida de que existen dos linajes de
esponjas, uno más estrechamente emparentado con el resto de
los metazoos que el otro. Si se hallan en lo cierto, los primeros
metazoos habrían sido semejantes a las esponjas y se les
clasificaría como tales, pero se trata de una interpretación
bastante controvertida.
EL CUENTO DE LA ESPONJA
Hace mucho que los zoólogos disfrutan especulando sobre cómo evolucionó la
pluricelularidad a partir de antepasados protozoos. Ernst Haeckel, el gran
zoólogo alemán del siglo XIX, fue de los primeros en proponer una teoría del
origen de los metazoos y una versión de la misma todavía goza de gran
predicamento: la que afirma que los primeros metazoos habrían sido una colonia
de protozoos flagelados.
A Haeckel ya lo mencionamos en «El Cuento del Hipopótamo», cuando
dijimos que había vaticinado la relación entre hipopótamos y ballenas. Era un
ardiente darvinista y llegó a peregrinar hasta la casa de Darwin (algo que irritó al
insigne científico). También era un brillante pintor, un ateo convencido (se
refería sarcásticamente a Dios como «el invertebrado gaseoso») y un fervoroso
partidario de la teoría, hoy ya obsoleta, de la recapitulación, según la cual «la
ontogénesis sintetiza la filogénesis» o «el embrión en vías de desarrollo trepa a
su propio árbol filogenético».
El atractivo de la idea de la recapitulación es evidente: la ontogénesis de
cualquier animal en vías de desarrollo sería una repetición del recorrido
filogenético de la especie (adulta) a que pertenece. Todos comenzamos siendo
una sola célula, que representa a un protozoo. La siguiente etapa del desarrollo
es una bola hueca de células, la blástula. Haeckel sugirió que la blástula
representaba un estadio ancestral que denominó blastea. Acto seguido, en el
desarrollo embrionario, la blástula se invagina como una pelota cuando se la
aprieta hacia dentro, y forma una concavidad revestida de una capa doble de
células, la gástrula. Haeckel imaginó un antepasado en el estado de gástrula y lo
llamó gastrea. Al igual que la gastrea de Haeckel, un cnidario como la hidra o la
anémona marina tiene dos capas de células. Según la teoría de la recapitulación
del naturalista alemán, los cnidarios dejan de trepar por su árbol filogenético
cuando llegan a la fase de la gástrula, mientras que nosotros seguimos subiendo.
Los siguientes estadios de nuestro desarrollo embrionario recuerdan a un pez con
branquias y cola. Posteriormente perdemos la cola. Y así sucesivamente. Todo
embrión se detiene y deja de trepar por su árbol filogenético cuando llega al
estadio evolutivo apropiado.
Por más que resulte atractiva, la teoría de la recapitulación se ha pasado de
moda o, mejor dicho, se considera que puede ser cierta pero sólo en parte. La
cuestión fue analizada exhaustivamente por Stephen J. Gould en su libro
Ontogeny and Phylogeny. Ahora debemos pasar a otro asunto, pero es
importante que entendamos lo que Haeckel se proponía. Desde el punto de vista
del origen de los metazoos, el estadio interesante de la teoría de Haeckel es la
blastea, la bola hueca de células que, a su modo de ver, constituía el estadio
ancestral que en el desarrollo embrionario actual encarnaría la blástula. ¿Qué
criatura moderna parece una blástula? ¿Dónde podemos encontrar una criatura
adulta que sea una bola hueca de células?
Si hacemos salvedad de que son verdes y llevan a cabo la fotosíntesis, las
algas coloniales llamadas volvocales resultan hasta demasiado parecidas a las
blástulas para ser verdaderas. El miembro que da nombre al grupo, Volvox, es
también el más grande y Haeckel no habría podido desear un modelo más
asombroso de blástula. Es una esfera perfecta, hueca como la blástula, y con una
sola capa de células cada una de las cuales parece un flagelo unicelular (que da
la casualidad de que es verde).
La teoría de Haeckel no fue la única. A mediados del siglo XX, un zoólogo
húngaro llamado Jovan Hadzi aventuró la hipótesis de que el primer metazoo no
hubiese sido redondo, sino alargado como un platelminto. Su modelo moderno
de metazoo ancestral era un gusano acelomorfo como los que nos hemos
encontrado en el «Encuentro 27». Hadzi lo hacía derivar de un protozoo ciliado
(que conoceremos en el «Encuentro 37») dotado de muchos núcleos (que
algunos de ellos poseen aún hoy). Como algunos platelmintos modernos, se
arrastraba por el fondo con los cilios. Cuando entre los núcleos aparecieron
paredes celulares, un protozoo alargado con una sola célula pero con muchos
núcleos (un sincitio) se transformó en un gusano rastrero dotado de muchas
células, cada una con su propio núcleo: el primer metazoo. Según Hadzi, los
metazoos redondos como los cnidarios y los ctenóforos perdieron en una
segunda etapa la forma alargada de los gusanos y adquirieron la simetría radial,
mientras que la mayor parte del reino animal siguió evolucionando a partir de la
forma del gusano bilateral hasta dar origen a las estructuras que hoy vemos a
nuestro alrededor.
Hadzi, por tanto, colocaría los encuentros en un orden muy diferente del
nuestro. Los encuentros con los cnidarios y los ctenóforos vendrían antes que el
encuentro con los platelmintos acelomorfos. Por desgracia, las modernas pruebas
moleculares desmienten el orden de Hadzi. Hoy en día, la mayoría de zoólogos
propugna una versión de la teoría de los flagelados coloniales de Haeckel y no
la de los ciliados sincitiales. Pero ahora la atención se ha alejado de las
volvocales, por muy elegantes que sean, para centrarse en los protagonistas de
este cuento, los coanoflagelados.
Existe un tipo de coanoflagelados coloniales tan parecidos a las esponjas que
reciben el nombre de Proterospongia. Los coanoflagelados individuales (¿o
deberíamos atrevernos a llamarlos coanocitos?) están encajados en una matriz de
gelatina. La colonia no es una bola, hecho éste que habría disgustado a Haeckel,
aunque apreciaba de veras la belleza de los coanoflagelados, como demuestran
los espléndidos dibujos que les dedicó. Proterospongia es una colonia de células
casi indistinguibles de las que predominan en el interior de una esponja. Opino
que los coanoflagelados son los candidatos más aptos para una reedición reciente
del origen de las esponjas y, en definitiva, de todo el grupo de los metazoos.
En su día se habría agrupado a los coanoflagelados junto con todos los
demás organismos que todavía no se han unido a nuestra peregrinación, los
protozoos. Protozoos no es el nombre de un filo. Hay muchas maneras diferentes
de ser un organismo unicelular (o, como algunos prefieren decir, acelular, o sea,
con un cuerpo no dividido en células constituyentes). Varios miembros de los
que antiguamente se conocían como protozoos van a ir incorporándose al viaje
poco a poco, separados del gran contingente de criaturas pluricelulares como los
hongos y las plantas. Seguiré empleando el término protozoo para designar de
manera informal a los eucariotas unicelulares.
Encuentro 33
DRIPs
Una seta es como una flor que crece sobre un árbol, sólo que el árbol, en lugar
de ser una estructura alta y vertical, está extendido como una red en las capas
superficiales del subsuelo como las cuerdas de una gigantesca raqueta de tenis.
Prueba de ello son los llamados corros de hadas, formaciones de setas de
diversos tipos que crecen en círculo. El perímetro del círculo representa la
expansión de un micelio, que se extiende hacia fuera a partir del centro (tal vez,
en origen, una sola espora). El «bastidor de la raqueta», es decir, el contorno del
círculo donde el micelio se nutre y se expande, es la zona donde los productos de
la digestión son más abundantes. Éstos son una fuente de nutrición para la
hierba, que, en consecuencia, crece con mayor exuberancia en torno al corro de
hadas. Asimismo, los cuerpos fructíferos (las setas y las docenas de especies
emparentadas), cuando los hay, también tienden a crecer en el corro.
Algunas hifas están divididas en células por medio de paredes transversales;
otras, en cambio, están salpicadas de núcleos que contienen ADN y que forman
un sincitio, esto es, un tejido con diversos núcleos no divididos en células (ya
hemos hablado de los sincitios al comentar el desarrollo inicial de Drosophila y
la teoría de Hadzi sobre el origen de los metazoos). No todos los hongos tienen
un micelio filamentoso. Algunos, como la levadura, han revertido a células
únicas que se dividen y crecen en una masa difusa. Lo que hacen las hifas (o las
células de la levadura) es digerir todo aquello en lo que anidan: hojas secas y
demás materia putrescente (en el caso de los hongos del suelo), leche cuajada
(los hongos que se usan para fabricar queso), uvas (las levaduras que se usan
para hacer vino), o los pies de los viticultores (en el caso de que sufran de pie de
atleta).
La clave de una buena digestión es la exposición a la comida de una amplia
área de superficie absorbente. Nosotros lo hacemos masticando bien los trozos
de comida y haciéndolos pasar por un largo intestino enroscado cuya área, ya de
por sí grande, tiene las paredes revestidas con un bosque de pequeñas
protuberancias, las llamadas vellosidades intestinales. Cada una de estas
protuberancias tiene a su vez el borde cubierto de microvellosidades, de manera
que el área total de absorción del intestino humano adulto es de millones de
centímetros cuadrados. Un hongo como Phallus, de nombre muy apropiado, o
Agaricus campestres, el champiñón silvestre, abarcan con el micelio una
superficie parecida, segregando enzimas digestivas y digiriendo el terreno en el
que se encuentran. Los hongos no andan por ahí devorando comida para después
digerirla dentro del organismo, como hacen las ratas o las palomas, sino que
extienden los intestinos, en forma de micelios filamentosos, directamente a
través de la comida y la digieren en el acto. De vez en cuando, las hifas forman
una sólida estructura de aspecto reconocible: una seta (o un champiñón, o un
yesquero). Esta estructura produce esporas que son transportadas por el viento a
gran distancia y difunden los genes de los que nacerá un nuevo micelio y, a la
postre, nuevas setas.
Como cabría esperar de la llegada de un nuevo grupo de 100.000 peregrinos,
los hongos ya se han reunido en nutridos subcontingentes antes de encontrarse
con nosotros en el Encuentro 34. Todos los subgrupos principales tienen
nombres terminados en «micetes» o «micotes», del griego myke, hongo. Ya nos
hemos encontrado con el sufijo «micetes» en el nombre Mesomicetozoeos, los
DRIPs que representan, en cierto modo, un estadio intermedio entre los animales
y los hongos. Dentro de los «mico-peregrinos», los subcontingentes más
numerosos e importantes son los ascomicetes y los basidiomicetes.
Los ascomicetes comprenden algunos hongos célebres y útiles para el
hombre, como Penicillium, el moho cuyas propiedades bactericidas Alexander
Fleming descubrió por casualidad en 1928 sin prestarles mayor atención hasta
que, en 1940, Florey, Chain y sus colegas las redescubrieron para producir el
primer antibiótico. Por cierto, es una verdadera lástima que se haya impuesto el
término antibiótico. Estos agentes atacan a las bacterias, no a los virus, y sólo
con que se les hubiese llamado antibactéricos en vez de antibióticos, tal vez hoy
los pacientes dejarían de pedir a los médicos que se los recetasen para las
infecciones virales (con resultados nulos y, a veces, contraproducentes). Otro
ascomicete ganador del premio Nobel es Neurospora crassa, el moho con el que
Beadle y Tatum formularon la hipótesis «un gen, una enzima». Luego están las
levaduras útiles para el hombre que nos permiten hacer pan, vino y cerveza, y las
levaduras nocivas como Candida, responsable de dolencias tan molestas como la
vaginitis. Las colmenillas comestibles y las apreciadísimas trufas son
ascomicetes. Tradicionalmente, las trufas se buscan con la ayuda de cerdas que
se ven fuertemente atraídas por el olor similar al del alfa-androstenol, una
feromónosa sexual que segregan los cerdos machos. No está claro por qué las
trufas despiden este olor tan arriesgado para su integridad, pero tal vez explique
la fascinación gastronómica que nos despiertan.
La mayoría de las setas venenosas o alucinógenas son basidiomicetes,
champiñones, rebozuelos, boletos, shiitakes, matacandiles, Amanita phalloides,
falos hediondos, yesqueros y pedos de lobo. Algunos de sus cuerpos fructíferos
alcanzan un tamaño impresionante. Los basidiomicetes también provocan
importantes perjuicios económicos, en tanto que agentes de enfermedades
vegetales como la roya y el tizón. Algunos basidiomicetes y ascomicetes, así
como todos los miembros del grupo especializado de los glomeromicetes,
establecen con las plantas una estrecha colaboración en la que las raíces
vegetales se mezclan con micorrizas: una historia extraordinaria que explicaré
sucintamente.
Como hemos visto, las vellosidades de nuestros intestinos y los filamentos
del micelio de un hongo son muy finos con el fin de aumentar la superficie
destinada a la digestión y absorción de alimento. Del mismo modo, las plantas
poseen numerosas proyecciones tubulares denominadas pelos radicales que
incrementan la superficie de absorción del agua y las sustancias nutritivas
presentes en el suelo. Por increíble que parezca, muchos de los que parecen
pelos radicales no forman parte de la planta, sino que son hongos simbióticos
cuyos micelios, las micorrizas, además de parecerse a los pelos radicales
auténticos, funcionan como éstos. Un atento análisis revela que el principio de
las micorrizas se ha aplicado independientemente, de diversas maneras a lo largo
de la evolución. Buena parte de la vida vegetal de nuestro planeta depende por
completo de las micorrizas.
En un ejemplo todavía más impresionante de simbiosis, algunos
basidiomicetes y algunos ascomicetes, también evolucionados de manera
independiente, se asocian con algas o cianobacterias para producir liqúenes,
extraordinarias confederaciones que obtienen resultados muy superiores a los
que obtendría cada una de las partes por su cuenta, y que generan formas
corporales muy diferentes de las de éstas. A veces los líquenes se confunden con
plantas, lo cual tampoco es tan descabellado, habida cuenta de que, como
veremos en el Gran Encuentro Histórico, las plantas, en su origen, también se
asociaban con microorganismos fotosintéticos para procurarse el sustento. En
términos generales, se puede decir que los líquenes son plantas en gestación,
forjadas a partir de dos organismos. Casi se podría decir que el hongo cultiva los
organismos fotosintéticos capturados, una metáfora válida tanto en los casos en
que la asociación es fundamentalmente cooperativa como en aquéllos en que el
hongo es más explotador. La teoría de la evolución predice que en los líquenes
en los cuales la reproducción del hongo y la del organismo fotosintético van de
la mano se establece una relación de cooperación, mientras que en aquéllos en
los que el hongo se limita a capturar a los organismos fotosintéticos disponibles
la relación será de mayor explotación. Y así parece ser, en efecto.
Lo que me fascina de los líquenes, por encima de todo, es que sus fenotipos
(véase «El Cuento del Castor») no se parecen en nada ni a los hongos ni a las
algas. Constituyen un caso muy peculiar de fenotipo extendido, fruto de la
colaboración de dos conjuntos de productos génicos. Según mi concepción de la
vida, que ya he expuesto en otros libros, dicha colaboración no es diferente, en
principio, de la existente entre los propios genes de un organismo. Todos somos
colonias simbióticas de genes; genes que cooperan para tejer fenotipos alrededor
sí mismos.
Encuentro 35
Amebozoos
En el Encuentro 35 se nos une una pequeña criatura que en su día tuvo el honor
de ser, tanto en la imaginación popular como en la científica, la más primiva de
todas, poco más que un puro protoplasma: Amoeba proteus. Según esta
concepción, el Encuentro 35 sería el último de nuestra larga peregrinación. Lo
cierto, en cambio, es que aún nos queda un trecho que recorrer y, comparada con
las bacterias, Amoeba tiene una estructura bastante compleja y avanzada. Y
también muy grande, incluso apreciable a simple vista. La ameba gigante
Pelomyxa palustris puede llegar a medir medio centímetro de diámetro.
Como es bien sabido, las amebas no tienen forma fija, de ahí, por ejemplo, el
nombre de Amoeba proteus, tocaya del dios griego que cambiaba continuamente
de forma. Se mueven ondeando su interior semilíquido como un solo grumo más
o menos consistente, o bien desplegando los seudópodos. A veces andan sobre
estas patas desplegadas temporalmente. Engullen las presas sacando los
seudópodos, envolviéndolas con ellos y encerrándolas en una burbuja de agua, la
llamada vacuola. Para un organismo, ser fagocitado por una ameba debe de ser
un trance de pesadilla si no fuese porque es demasiado pequeño como para tener
pesadillas. La vacuola puede considerarse un pedazo del mundo exterior, forrado
por una parte de la pared exterior de la ameba. Una vez dentro de la vacuola, el
alimento pasa a ser digerido.
Incorporación de las amebas. El término ameba es más una
descripción que una clasificación estricta, pues muchos
eucariotas que no están emparentados entre sí tiene forma
ameboide. Los Amebozoos engloban a las amebas clásicas,
como la Amoeba proetus aquí representada, así como a la
mayoría de los mohos mucilaginosos: en total, unas 5000
especies conocidas.
Concluí uno de los cuentos anteriores diciendo: «Da gusto ser zoólogo en estos
tiempos». Habría podido decir, igualmente: «Da gusto ser botánico». Sería
magnífico enseñarle Deep Green a Joseph Hooker… en compañía de su amigo
íntimo Charles Darwin. Sólo de pensarlo casi se me saltan las lágrimas.
EL CUENTO DE LA COLIFLOR
Escrito en colaboración con Yan Wong
Los cuentos de este libro pretenden ser algo más que la crónica de las pequeñas
vicisitudes de sus narradores. Como en la obra de Chaucer, aspiran a ser una
reflexión sobre la vida en general: en el caso de los Cuentos de Canterbury, de la
vida humana; en el nuestro, de la vida biológica. ¿Qué tiene que decir la coliflor
al gigantesco contingente de peregrinos reunidos tras el Encuentro 36, en el que
las plantas se juntan con los animales? Pues un principio importante que vale
para todas las plantas y todos los animales, y que podría considerarse una
continuación de «El Cuento del Hábil».
«El Cuento del Hábil» trataba del tamaño del cerebro y ponía gran énfasis en
los diagramas logarítmicos de dispersión empleados para comparar las diversas
especies. Como recordará el lector, los animales más grandes resultaban tener en
proporción un cerebro inferior al de los animales pequeños. Más concretamente,
la pendiente del diagrama que comparaba el logaritmo de la masa cerebral con el
de la masa corporal era casi exactamente de 3/4. Se recordará que esta proporción
caía entre dos pendientes comprensibles de forma intuitiva: 1/1 (masa cerebral
exactamente proporcional a masa corporal) y 2/3 (área cerebral proporcional a la
masa corporal). La pendiente del diagrama logarítmico masa cerebral/masa
corporal no era ligeramente superior a 2/3 e inferior a 1/1, sino exactamente de
3/ . La precisión del dato exige una teoría igual de precisa. ¿Hay algún motivo
4
lógico que explique la pendiente de 3/4? No es fácil dar una respuesta.
Para complicar aún más el problema, o tal vez para darnos una pista, resulta
que los biólogos percibieron hace mucho tiempo que en muchas otras cosas
además del tamaño cerebral se observa esta misma proporción exacta de 3/4. En
concreto, en el empleo de energía por parte de varios organismos, es decir, en la
llamada tasa metabólica, y en este caso, la proporción se elevó a la categoría de
ley natural, la ley de Kleiber, aunque no se encontraba ninguna justificación
lógica para el fenómeno. En el diagrama logarítmico adjunto se contraponen la
masa metabólica y la masa corporal (véase «El Cuento del Hábil» para la
explicación de por qué se emplean gráficos logarítmicos).
La ley es válida para veinte órdenes de magnitud. Diagrama de la Ley de
Kleiber, adaptado de West, Brown y Enquist [304].
Lo que de verdad resulta asombroso de la ley de Kleiber es que se cumple tanto
en organismos microscópicos (como las bacterias) como en animales gigantescos
como las ballenas. Eso son unos 20 órdenes de magnitud. Hace falta multiplicar
por diez veinte veces, o añadir veinte ceros, para pasar de la bacteria más
pequeña al mamífero más grande, y la ley de Kleiber sigue siendo válida a lo
largo de todo el espectro. También rige en el caso de las plantas y los organismos
unicelulares. El diagrama muestra que la mayor aptitud se obtiene con tres rectas
paralelas: la primera para los microorganismos, la segunda para los animales
grandes de sangre fría (grande en este contexto, significa cualquier cosa que
pese más de una millonésima de gramo) y la tercera para criaturas grandes de
sangre caliente (aves y mamíferos). Las tres rectas presentan la misma pendiente
(3/4) pero están a diferentes alturas: como cabría esperar, a igualdad de tamaño,
las criaturas de sangre caliente tienen una tasa metabólica más elevada que las de
sangre fría.
Durante años nadie logró dar con una explicación convincente de la ley de
Kleiber, hasta que el físico Geoffrey West y los biólogos James Brown y Brian
Enquist dieron a conocer los resultados de su brillante colaboración. Su
explicación de la exacta proporción de 3/4 es un alarde de magia matemática
difícil de traducir en palabras, pero tan ingenioso e importante que merece la
pena intentarlo.
La teoría de West, Enquist y Brown,
que en adelante llamaré WEB, parte del
hecho de que los tejidos de los organismos
de gran tamaño presentan un problema de
suministro. El aparato circulatorio de los
animales y el sistema vascular de las
plantas sirven precisamente para el
transporte de sustancias desde y hasta los
tejidos. Los organismos pequeños no tienen
Los tejidos tienen un problema de este problema en la misma medida. Un
abastecimiento. La compleja red de
abastecimiento de la coliflor.
organismo microscópico tiene una
superficie tan grande en comparación con
el volumen que obtiene todo el oxígeno que necesita a través de las paredes del
cuerpo. Aunque sea pluricelular, ninguna de sus células estará muy lejos de las
paredes externas del cuerpo. En cambio, un organismo grande tiene un problema
de transporte porque muchas de sus células, la mayoría, se encuentran lejos de
las fuentes del suministro que precisan. En consecuencia, tienen que transportar
el nutrimento de un sitio a otro. Los insectos canalizan aire hacia sus tejidos
mediante una estructura tubular llamada tráquea. Nosotros también tenemos
tubos profusamente ramificados para transportar aire, pero única y
exclusivamente en unos órganos especiales, los pulmones, que se valen de un
sistema de circulación sanguínea igual de ramificado para llevar oxígeno al resto
del cuerpo. Los peces hacen algo parecido con las branquias, unos órganos
respiratorios encargados de aumentar la interrelación entre agua y sangre. La
placenta desempeña una función análoga entre la sangre materna y la del feto.
Los árboles se sirven de sus intrincadas ramas para proveer a las hojas del agua
absorbida del suelo y canalizar los azúcares de las hojas hasta el tronco.
La coliflor de la ilustración, comprada en la tienda de la esquina y cortada
por la mitad, muestra cómo es un sistema típico de transporte de las sustancias
esenciales para la vida. Salta a la vista el esfuerzo que hace la coliflor para
garantizar una red de abastecimiento que llegue a todas las inflorescencias que
cubren la superficie.[4]
Se podría pensar, pues, que la red de abastecimiento —conductos para el
transporte de aire, sistemas de circulación de sangre o de soluciones sacarinas,
etc.— compensa con creces un aumento de las dimensiones corporales. Si así
fuese, una célula normal de una coliflor de tamaño medio estaría tan bien
abastecida como una célula normal de secuoya gigante y la tasa metabólica de
las dos células sería idéntica. Teniendo en cuenta que el número de células de un
organismo es proporcional a la masa del mismo, el diagrama de dispersión tasa
metabólica total/masa corporal proyectaría una recta con una pendiente de 1,
cuando sabemos que, en realidad, la pendiente es de 3/4. Comparados con los
organismos grandes, los organismos pequeños presentan una tasa metabólica
más elevada de la que «deberían» tener habida cuenta de su masa. Esto significa
que la tasa metabólica de una célula de coliflor es mayor que la de una célula
equivalente de secuoya, y la tasa metabólica de un topo, mayor que la de una
ballena.
A primera vista parece extraño. Una célula es una célula, y lo normal sería
que hubiese una tasa metabólica ideal, la misma para una coliflor y para una
secuoya, para un ratón y para una ballena. Quizás la haya. Pero la dificultad de
transportar agua, sangre, aire o cualquier otra sustancia necesaria parece poner
un límite a la consecución de ese ideal, y por fuerza se ha de llegar a un
compromiso. La teoría WEB explica con precisos detalles cuantitativos en qué
consiste ese compromiso y por qué termina produciendo una pendiente de 3/4.
La teoría consiste en dos puntos clave. El primero es que la estructura
arborescente de conductos que transportan las sustancias necesarias a un
volumen dado de células también ocupa de suyo cierto volumen, compitiendo
por espacio con las células que abastece. En los extremos de la red de
abastecimiento los conductos ya ocupan por derecho propio un espacio
considerable. Si se duplica el número de células que hay que aprovisionar, el
volumen de la red aumenta más del doble, porque hacen falta más conductos
para conectar la red al sistema principal, conductos que a su vez ocupan espacio.
Si lo que se pretende es duplicar el número de células aprovisionadas
limitándose a duplicar el espacio ocupado por los conductos, hará falta una red
con un entramado menos denso. El segundo punto clave es que, ya se trate de un
ratón o de una ballena, el sistema de transporte más eficaz, el que menos energía
consume para llevar las sustancias de un lugar a otro, es el que ocupa un
porcentaje fijo del volumen del organismo. Es lo que dicen las matemáticas, y
es, asimismo, un hecho observable empíricamente.[5] Por ejemplo, los
mamíferos, ya sean ratones, seres humanos o ballenas, tienen un volumen de
sangre (es decir, el tamaño del sistema de transporte) que ocupa entre el seis y el
siete por ciento del organismo.
Teniendo presentes estos dos puntos, si se quisiera duplicar el volumen de
células abastecidas pero conservando el sistema de transporte más eficaz, haría
falta recurrir a una red de abastecimiento menos densa; y una red menos densa
significa que se distribuyen menos sustancias por cada célula, o sea, que la tasa
metabólica desciende. Pero ¿cuánto disminuye?
Los autores de la teoría WEB calcularon la respuesta a esa pregunta. Resulta
que para el diagrama logarítmico de tasa metabólica/tamaño corporal, las
matemáticas predicen, ¡oh, maravilla de las maravillas!, una recta con una
pendiente de exactamente 3/4. Estudios más recientes han refinado la teoría
inicial, pero los aspectos esenciales siguen siendo los mismos. La ley de Kleiber,
tanto en plantas como en animales, como incluso al nivel del transporte en el
interior de una célula, ha encontrado por fin explicación gracias a la física y a la
geometría de las redes de abastecimiento.
EL CUENTO DE LA SECUOYA
La gente suele discutir cuál es el lugar que todo el mundo debería conocer antes
de morir. En mi opinión es Muir Woods, unos pocos kilómetros al norte del
Golden Gate. O, si se deja para demasiado tarde y no se llega a tiempo, no se me
ocurre mejor lugar para ser enterrado (aunque dudo de que esté permitido usarlo
como cementerio, lo cual me parece justo). Es una catedral de verdes, marrones
y silencio, cuya nave central está formada por los árboles más altos del mundo,
Sequoia sempervirens, las secuoyas del Pacífico, cuya corteza acolchada
amortigua los ecos que resonarían en una catedral construida por el hombre. La
especie relacionada, Sequoiadendron giganteum, que crece tierra adentro, en las
estribaciones de Sierra Nevada, es generalmente un poco más baja pero más
maciza. El ser vivo más grande del mundo, el árbol del general Sherman, es un
gigante de más de 30 metros de perímetro, 80 metros de altura y un peso
aproximado de 1260 toneladas. No sé sabe bien qué edad tiene pero sí que la
especie llega a vivir más de 3000 años. Si se talase, se podría calcular con total
exactitud cuántos años tiene: una ardua tarea, pues sólo la corteza ya tiene un
metro de anchura. Esperemos que no se haga nunca, aunque según la tristemente
célebre frase de Ronald Reagan, pronunciada cuando era gobernador de
California, «si has visto una, las has visto todas».
¿Cómo se hace para conocer con absoluta precisión la edad de un árbol de
gran tamaño, aunque sea tan viejo como la secuoya del general Sherman?
Contando los anillos del tocón. Una forma más refinada de contar los anillos ha
dado origen a la elegante técnica de la Dendrología, con la cual los arqueólogos
que trabajan con una escala temporal de siglos pueden calcular con exactitud
cualquier artefacto de madera.
Corresponde al narrador de este cuento explicarnos cómo, a lo largo de toda
nuestra peregrinación, hemos sido capaces de fechar especímenes históricos
sobre una escala temporal absoluta. Los anillos de los árboles son muy precisos,
pero sólo con respecto a las épocas históricas más recientes. Los fósiles se datan
mediante otros métodos, sobre todo el de desintegración radioactiva, del que
hablaremos, junto con otras técnicas, en el transcurso del cuento.
Los anillos anuales de los árboles se forman por la sencilla razón de que el
árbol crece más en unas estaciones que en otras. Pero, del mismo modo, los
árboles, tanto en verano como en invierno, crecen más en un año bueno que en
un año malo. Los años buenos son muy frecuentes, y los malos también, así que
un solo anillo no sirve para identificar un año concreto. Ahora bien, una
secuencia de años presenta una pauta característica de anillos anchos y estrechos,
que etiqueta a esta secuencia en diferentes árboles de una misma zona. Los
dendrocronólogos recopilan catálogos de estas pautas identificables. Así, un
pedazo de madera, quizá procedente de un barco vikingo sepultado en el barro,
puede datarse comparando su pauta de anillos con el archivo de pautas
previamente recabadas.
El mismo principio se usa en los diccionarios de melodías. Supongamos que
tenemos una canción en la cabeza pero no recordamos el título. ¿Cómo haríamos
para buscarlo? Se emplean varios métodos, el más sencillo de los cuales es el
código Parsons. Se transforma la melodía en una serie de notas cada una más
alta (A) o más baja (B) que la anterior (la primera nota no se incluye porque,
obviamente, no puede ser más alta o más baja que su precedente, pues no lo
tiene). He aquí, por ejemplo, la secuencia de notas de una célebre canción,
Londonderry Air, o «Aria del condado de Derry», que introduje en la casilla de
búsqueda de la página web Melodyhound:
AAABAABBBBBAAAAABBBAB
El buscador logró dar con la canción (aunque la llama Danny Boy, que es el
nombre con el que se la conoce en Estados Unidos a raíz de ciertas
modificaciones en la letra de la misma). A primera vista, puede sorprender que
sea posible identificar una melodía mediante una secuencia tan breve de
símbolos que únicamente indican la dirección del movimiento, no la distancia, y
que no revelan nada de la duración de las notas. Por el mismo motivo, una serie
consecutiva y bastante corta de anillos de árbol basta para identificar una
secuencia determinada de crecimiento anual.
En un árbol recién talado, el anillo externo indica el presente. El pasado se
calcula con toda exactitud contando hacia dentro. De este modo, se pueden datar
en términos absolutos las firmas dendrocronológicas de árboles recientes cuya
fecha de tala consta en el registro. Examinando las superposiciones (series de
anillos cercanos al núcleo de un árbol joven que coinciden con la serie de anillos
externos de un árbol más viejo) se puede datar en términos absolutos los anillos
del árbol más viejo. Encadenando las superposiciones de árboles cada vez más
antiguos, sería posible, en teoría, asignar fechas absolutas árboles antiquísimos,
incluso, por ejemplo, los del Bosque Petrificado de Arizona, sólo con que
hubiese una serie continua de estadios intermedios petrificados. Sólo con que
hubiese… Con esta técnica de datación cruzada se pueden recopilar y consultar
bibliotecas de huellas digitales para identificar trozos de madera más antiguos
que el árbol más viejo que jamás hayamos visto vivo. Dicho sea de paso, las
variaciones del espesor de los anillos de los árboles se usan no sólo para datar la
madera sino para reconstruir, año por año, el clima y las pautas ecológicas de
épocas muy anteriores a los primeros registros meteorológicos.
La Dendrocronología se limita a ámbitos temporales relativamente recientes
de la arqueología. Pero el crecimiento de los árboles no es el único proceso que
se acelera o se ralentiza dentro de un ciclo anual, o de otro ciclo regular o
incluso irregular. En teoría, se pueden llevar a cabo dataciones con cualquier
proceso de este tipo y el auxilio del mismo truco ingenioso de enlazar pautas
superpuestas. Algunas de estas técnicas funcionan en periodos más largos que el
de la propia dendrocronología. Los sedimentos se depositan en el fondo marino a
ritmo inconstante y en franjas que se pueden considerar equivalentes a los anillos
de los árboles. Es posible contar estas franjas y reconocer las correspondientes
firmas en las muestras extraídas por las sondas cilíndricas de profundidad.
Otro ejemplo que ya expusimos en el «Epílogo del Cuento del Ave Elefante»
es la datación paleomagnética. Como vimos en aquellas páginas, el campo
magnético de la Tierra se invierte de vez en cuando. Lo que era el norte
magnético se convierte de repente en el sur magnético; al cabo de unos miles de
años, la polaridad se invierte de nuevo. Esto ha sucedido 282 veces en los
últimos diez millones de años. Aunque haya dicho que se invierte «de repente»,
en realidad el proceso sólo es rápido en relación a los parámetros geológicos. Por
más divertida que pueda resultar la idea de que la inversión de los polos,
obligaría a invertir su rumbo a todos los barcos y aviones, no es así como
funciona la cosa. En rigor la inversión tarda unos cuantos miles de años y es
mucho más complicada de lo que el término da a entender. Sea como fuere, el
polo norte magnético rara vez coincide exactamente con el verdadero polo norte
geográfico (en torno al cual gira la Tierra). En el curso de los años se desplaza de
un lugar a otro de la región polar. Actualmente se encuentra próximo a la isla de
Bathurst, en el norte de Canadá, a unos 1600 kilómetros del polo norte real.
Durante la inversión tiene lugar un interregno de confusión magnética
caracterizado por considerables y complejas variaciones de la intensidad y
dirección del campo magnético y por la aparición temporal de más de un norte y
de un sur magnéticos. Finalmente, pasada la confusión, vuelve la estabilidad y
puede resultar que lo que era el polo norte magnético se encuentre cerca del polo
sur geográfico, y viceversa. Durante un millón de años habrá estabilidad y
desplazamientos normales, hasta la siguiente inversión.
En términos geológicos, mil años son como una tarde. El tiempo empleado
en la inversión es insignificante comparado con el tiempo pasado en las
inmediaciones del polo norte o polo sur verdaderos. Como hemos visto
previamente, la naturaleza conserva un registro automático de tales
acontecimientos. En la roca volcánica fundida ciertos minerales se comportan
como pequeñas agujas de brújula. Cuando la roca fundida se solidifica, las
«agujas» minerales se convierten en un registro congelado del campo magnético
terrestre en el momento de la solidificación (mediante un proceso bastante
diferente, el paleomagnetismo también se aprecia en la roca sedimentaria).
Después de una inversión magnética, las diminutas agujas de las rocas apuntan
en la dirección opuesta a aquélla en la que apuntaban antes de la inversión. Es un
fenómeno parecido al de los anillos de los árboles, sólo que las franjas no están
separadas por un año sino por un millón de años o más. Asimismo, la pauta de
las franjas se coteja con otras pautas y se enlazan las sucesivas inversiones
magnéticas hasta conformar una cronología continua. No se pueden calcular las
fechas absolutas contando las franjas porque, a diferencia de los anillos de los
árboles, las franjas representan duraciones desiguales. Pero pueden observarse
las mismas pautas de franjas características en lugares diferentes, lo que significa
que, si para alguno de dichos lugares se dispone de algún otro método de
datación absoluta (véanse las páginas siguientes), podrán usarse las pautas de las
franjas magnéticas, como el código Parsons de la melodía, para reconocer la
misma zona temporal en otros lugares. Como ocurre con los anillos de los
árboles y otros métodos de datación, el cuadro completo se elabora a partir de
fragmentos recogidos en lugares diferentes.
Los anillos de los árboles sirven para fechar con precisión restos recientes.
Para épocas más antiguas se emplea, con una precisión inevitablemente menor,
la física de la desintegración radioactiva. Para explicarla, comenzaremos
haciendo un inciso.
Toda la materia se compone de átomos. Hay más de 100 tipos de átomos
correspondientes a otros tantos elementos, tales como el hierro, el oxígeno, el
calcio, el cloro, el carbono, el sodio y el hidrógeno. La materia en general no
está compuesta de elementos puros, sino de compuestos, es decir, de dos o más
átomos de varios elementos enlazados, como el carbonato cálcico, el cloruro
sódico, el monóxido de carbono. El enlace de los átomos en los compuestos
viene dado por los electrones, partículas infinitesimales que orbitan (una
metáfora útil para comprender su comportamiento, que en realidad mucho más
extraño) en torno al núcleo central de cada átomo. El núcleo es enorme
comparado con un electrón, pero minúsculo comparado con la órbita de éste.
Nuestra mano, compuesta en su mayor parte de espacio vacío, encuentra una
fuerte resistencia cuando golpea un trozo de hierro (que a su vez también está
compuesto de espacio vacío) porque las fuerzas asociadas con los átomos en los
dos sólidos interactúan de tal forma que impiden que unos pasen a través de los
otros. Dicho de otro modo, el hierro y la piedra nos parecen sólidos porque
nuestro cerebro nos hace el valioso servicio de construirnos una ilusión de
solidez.
Se sabe desde hace mucho que es posible dividir un compuesto en sus partes
constituyentes y recombinarlas para producir el mismo compuesto o uno
diferente, con emisión y consumo de energía. De estas interacciones constantes
entre átomos se ocupa la química. Sin embargo, hasta el siglo XX, el átomo
propiamente dicho se consideraba inviolable, la partícula más pequeña de
cualquier elemento. Un átomo de oro era una motita diminuta de oro,
cualitativamente distinto de un átomo de cobre, una motita diminuta de cobre. La
concepción moderna es más elegante. Los átomos de oro, de cobre, de
hidrógeno, etc. no son más que diferentes disposiciones de las mismas partículas
fundamentales, igual que los genes de caballo, de lechuga, de ser humano y de
bacteria no tienen un sabor característico a caballo, lechuga, ser humano o
bacteria, sino que simplemente son diferentes combinaciones de las cuatro letras
del ADN. De la misma manera que, como se sabe desde hace tiempo, los
compuestos químicos están constituidos por dos o más elementos de un
repertorio finito de un centenar de átomos, dispuestos de una manera
determinada, así también se sabe que todo núcleo atómico se compone de dos
partículas fundamentales, los protones y los neutrones, dispuestas de una manera
determinada. Un núcleo de oro no está «hecho de oro»; al igual que todos los
demás núcleos, está hecho de protones y neutrones. Un núcleo de hierro difiere
de un núcleo de oro no porque esté compuesto de una sustancia cualitativamente
diferente llamada hierro, sino porque contiene 26 protones (y 30 neutrones), en
lugar de los 79 protones (y 118 neutrones) del oro. A nivel del átomo individual,
no existe una sustancia que tenga la propiedad del oro y del hierro: sólo existen
diversas combinaciones de protones, neutrones y electrones. Y los físicos nos
enseñan que los mismos protones y neutrones están compuestos de otras
partículas aún más fundamentales, como los quarks; pero no vamos a
profundizar tanto.
Los protones y los neutrones son casi del mismo tamaño y mucho más
grandes que los electrones. A diferencia del neutrón, que es eléctricamente
neutro, el protón tiene una pequeña carga eléctrica (definida de manera arbitraria
como positiva) que compensa exactamente la carga negativa del electrón que
orbita en torno al núcleo. El protón se transforma en neutrón si absorbe un
electrón, cuya carga negativa neutraliza la carga positiva del protón. Y viceversa:
si el neutrón expulsa una carga negativa, o sea, un electrón, se transforma en
protón. Son ejemplos de reacciones nucleares, en contraposición a las reacciones
químicas. En las reacciones químicas el núcleo permanece intacto; las reacciones
nucleares, en cambio, lo modifican. En las reacciones nucleares se producen
intercambios de energía mucho mayores que en las químicas, por eso, a igualdad
de tonelaje, las bombas nucleares son mucho más devastadoras que las bombas
convencionales (fabricadas con explosivos químicos). Los alquimistas
fracasaron en su empeño por transmutar un elemento metálico en otro
simplemente porque trataban de hacerlo por medios químicos en lugar de
nucleares.
Todo elemento posee un número característico de protones en su núcleo
atómico, y el mismo número de electrones orbitando alrededor del núcleo: uno el
hidrógeno, dos el helio, seis el carbono, 11 el sodio, 26 el hierro, 82 el plomo, 92
el uranio. Es este número, el llamado número atómico, el que (actuando por
mediación de los electrones) determina en gran medida el comportamiento
químico de un elemento. Los neutrones tienen un escaso efecto en las
propiedades químicas de un elemento, pero influyen en su masa y en sus
reacciones nucleares.
En general, el núcleo tiene el mismo número de neutrones que de protones, o
poco más. A diferencia del número total de protones, que es fijo para todo
elemento dado, el número de neutrones varía. El carbono normal tiene seis
protones y seis neutrones, lo que da un número de masa 12 (la masa de los
electrones es insignificante y los neutrones pesan aproximadamente lo mismo
que los protones), por lo que recibe el nombre de carbono 12. El carbono 13
tiene un neutrón de más y el carbono 14 dos neutrones de más, pero uno y otro
tienen, como el carbono 12, seis protones. Estas versiones diferentes de un
mismo elemento se llaman isótopos. La razón de que los tres tengan el mismo
nombre, carbono, es que tienen el mismo número atómico y, en consecuencia,
las mismas propiedades químicas. Si las reacciones nucleares se hubiesen
descubierto antes que las reacciones químicas, puede que los isótopos hubiesen
recibido nombres diferentes. En algunos casos los isótopos son lo bastante
diferentes como para merecer nombres distintos. El hidrógeno normal no tiene
neutrones. El hidrógeno 2 (un protón y un neutrón) se llama deuterio; el
hidrógeno 3 (un protón y dos neutrones) se llama tritio. Desde el punto de vista
químico, todos se comportan como el hidrógeno. Por ejemplo, el deuterio se
combina con el oxígeno para producir una forma de agua llamada agua pesada,
famosa por su empleo en la fabricación de bombas de hidrógeno.
Los isótopos, pues, sólo se diferencian en el número de neutrones. Algunos
isótopos de un elemento tienen un núcleo inestable, es decir, un núcleo que en un
momento imprevisible, aunque con probabilidad previsible, puede transformarse
en un núcleo diferente. Otros isótopos son estables: su probabilidad de cambiar
es igual a cero. Otra palabra que significa lo mismo que inestable es radioactivo.
El plomo tiene cuatro isótopos estables y 25 isótopos inestables conocidos.
Todos los isótopos del uranio, un metal muy pesado, son inestables, o sea
radioactivos. La radioactividad es la clave de la datación en términos absolutos
de las rocas y sus fósiles: de ahí la necesidad de este largo paréntesis para
explicarla.
¿Qué ocurre realmente cuando un elemento inestable, o sea, radioactivo, se
transforma en otro elemento? Hay varias formas en las que esto puede suceder,
pero las dos más conocidas son la desintegración alfa y la desintegración beta.
En la desintegración alfa el núcleo padre pierde una partícula alfa, que es una
partícula compuesta de dos protones y dos neutrones adheridos. En
consecuencia, el número de masa disminuye en cuatro unidades, mientras que el
número atómico se reduce sólo en dos unidades (correspondientes a los dos
protones perdidos). Por tanto, desde el punto de vista químico, el elemento se
transforma en cualquier elemento que tenga dos protones menos. El uranio 238
(con 92 protones y 146 neutrones) se transforma en torio 234 (con 90 protones y
144 neutrones).
La desintegración beta es diferente. Un neutrón del núcleo padre se
transforma en un protón y lo hace emitiendo una partícula beta, que es una
simple carga negativa, es decir, un electrón. El número de masa del núcleo sigue
siendo el mismo porque el número total de protones más neutrones permanece
invariable, y los electrones son demasiado pequeños para ser relevantes, pero el
número atómico aumenta en uno, porque hay un protón de más. El sodio 24 se
transforma, por desintegración beta, en magnesio 24: el número de masa sigue
siendo el mismo, pero el número atómico ha aumentado, pasando de 11,
exclusivo del sodio, a 12, exclusivo del magnesio.
Un tercer tipo de transformación es la «sustitución neutrón-protón». Un
neutrón suelto impacta contra un núcleo y expulsa un protón del núcleo, pasando
a ocupar su lugar. En este caso, como en el de la desintegración beta, el número
de masa no varía, pero el número atómico disminuye en uno a causa de la
pérdida de un protón. Recordemos que el número atómico no es más que el
número de protones presentes en el núcleo. Una cuarta transformación de un
elemento en otro, que tiene el mismo efecto sobre el número atómico que sobre
el número de masa, es la «captura de electrones», una especie de inversión de la
desintegración beta. Mientras que en la desintegración beta un neutrón se
convierte en un protón y expulsa un electrón, la captura de electrones transforma
un protón en un neutrón neutralizando su carga. En consecuencia, el número
atómico se reduce en uno mientras que el número de masa permanece invariable.
El potasio 40 (número atómico 19) se desintegra y se transforma en argón 40
(número atómico 18). Y existen varias otras formas de transformarse
radioactivamente un núcleo en otro núcleo.
Uno de los principios cardinales de la mecánica cuántica es que es imposible
prever exactamente cuándo se desintegrará un núcleo concreto de un elemento
inestable. Pero se puede calcular la probabilidad estadística de que se desintegre.
Esta probabilidad mensurable resulta ser característica única y exclusiva de un
isótopo dado. La medida que se suele usar normalmente es el periodo de
semidesintegración. Para calcular el periodo de semidesintegración de un isótopo
radioactivo se toma una cierta cantidad de isótopo y se calcula cuánto tarda la
mitad de esa masa en desintegrarse y dar lugar a cualquier otra cosa. El periodo
de semidesintegración del estroncio 90 es de 28 años. Si se tienen 100 gramos de
estroncio 90, al cabo de 28 años se tendrán 50 gramos: el resto se habrá
transformado en itrio 90 (que su vez se transforma en zirconio 90). ¿Significa
esto que al cabo de otros 28 años no quedará nada de estroncio? Rotundamente
no: quedarán 25 gramos. Pasados otros 28 años la cantidad de estroncio de
nuevo se habrá reducido a la mitad, quedando en doce gramos y medio. En
teoría, jamás se reduce a cero, sino que tan sólo se aproxima a cero mediante una
sucesión de divisiones por la mitad. Por eso estamos obligados a hablar de la
semivida en lugar de la vida de un isótopo radioactivo.
La semivida del carbono 15 es 2,4 segundos, al cabo de los cuales queda la
mitad de la muestra original; al cabo de otros 2,4 segundos sólo queda un cuarto
de la muestra original; al cabo de otros 2,4 segundos, un octavo, y así
sucesivamente. La semivida del uranio 238 es de casi 4500 millones de años,
aproximadamente la edad del sistema solar. Así pues, de todo el uranio 238 que
existía sobre la Tierra cuando ésta se formó, hoy queda aproximadamente la
mitad. El hecho de que la semivida de diversos elementos abarque un espectro
temporal tan amplio, desde fracciones de segundo a miles de millones de años,
es una característica maravillosa y sumamente útil de la radioactividad.
Estamos llegando al meollo de toda esta digresión. El hecho de que cada
isótopo radioactivo tenga su particular periodo de semidesintegración permite
datar las rocas. Las volcánicas suelen contener isótopos radioactivos, como el
potasio 40, que al desintegrarse se transforma en argón 40, con un periodo de
semidesintegración de 1300 millones de años: he aquí, en potencia, un reloj
preciso. Pero de nada sirve medir la cantidad de potasio 40 de una roca, porque
no se sabe cuánto había inicialmente. Hace falta medir la proporción entre el
potasio 40 y el argón 40. Por suerte, cuando el potasio 40 de un cristal de roca se
desintegra, el argón 40 (un gas) queda atrapado en el cristal. Si hay cantidades
iguales de potasio 40 y de argón 40 en la sustancia del cristal, se entiende que se
ha desintegrado la mitad del potasio 40 original, luego habrán transcurrido mil
trescientos millones de años desde que se formara el cristal. Si hay el doble de
argón 40 que de potasio 40, habrán transcurrido 2600 millones de años desde
que se formara el cristal. Si hay el doble de potasio 40 que de argón 40, el cristal
tendrá solamente 650 millones de antigüedad.
El momento de cristalización, que en el caso de las rocas volcánicas es el
momento en que la lava fundida se solidificó, es el momento en que el reloj se
puso a cero. A partir de ahí, el isótopo padre se desintegra constantemente, y el
isótopo hijo se queda atrapado en el cristal. Lo único que hay que hacer es
determinar la proporción entre ambas cantidades y mirar cuál es el periodo de
semidesintegración del isótopo padre en un libro de física para calcular la edad
del cristal. Dado que, como ya dije anteriormente, los fósiles suelen encontrarse
en rocas sedimentarias mientras que los cristales datables se hallan por lo general
en rocas volcánicas, los fósiles se datan de manera indirecta analizando las rocas
volcánicas que rodean sus estratos.
Una complicación habitual es que el primer producto de la desintegración
suele ser a su vez otro isótopo inestable. El argón 40, el primer producto de la
desintegración del potasio, es estable. Pero el uranio 238, cuando se desintegra,
pasa por una cadena de nada más y nada menos que 14 estadios intermedios
inestables, entre ellos nueve desintegraciones alfa y siete desintegraciones beta,
antes de transformarse finalmente en plomo 206, un isótopo estable. La semivida
más larga de la cadena, cuatro mil millones de años, pertenece al primer eslabón,
el que va del uranio 238 al torio 234; un eslabón intermedio, el que va del
bismuto 214 al talio 210, presenta un periodo de semidesintegración de apenas
20 minutos, que no es ni siquiera el más rápido (esto es, el más probable). Dado
que los siguientes periodos de semidesintegración son insignificantes respecto
del primero, para calcular la edad de una roca concreta se compara la proporción
observada entre el uranio 238 y el finalmente estable plomo 206 con el periodo
de semidesintegración de 4500 millones de años.
El método uranio-plomo y el potasio-argón, con sus semividas medidas en
miles de millones de años, se usan para datar fósiles muy antiguos, pero son
demasiado toscos para datar rocas más jóvenes, para las cuales hacen falta
isótopos con semividas más breves. Por suerte, hay disponible una serie de
relojes con una amplia gama de semividas isotópicas, entre las cuales se escoge
la que ofrezca la mejor resolución para las rocas con las que se esté trabajando.
Y lo que es mejor, pueden compararse diversos relojes como método de control
cruzado.
El reloj radioactivo más rápido de los usados habitualmente es el carbono 14,
lo que nos lleva de vuelta a la secuoya con la que comenzamos este cuento, ya
que la madera es uno de los principales materiales para cuya datación los
arqueólogos emplean el citado isótopo. El carbono 14 se desintegra en nitrógeno
14 con un periodo de semidesintegración de 5730 millones de años. El reloj del
carbono 14 es peculiar por cuanto se usa para datar los propios tejidos muertos
en lugar de las rocas volcánicas que los contienen. Dado que la datación con
carbono 14 es tan importante para la historia relativamente reciente, una historia
mucho más reciente que la mayoría de los fósiles y que abarca el periodo de
tiempo del que generalmente se ocupa la arqueología, conviene que le
dispensemos un tratamiento especial.
La mayor parte del carbono del planeta está compuesta por el isótopo estable
carbono 12. Apenas una millonésima parte de la millonésima parte del carbono
global está compuesta por carbono 14. Con una semivida de unos pocos miles de
años, hace mucho tiempo que todo el carbono 14 de la Tierra se habría
desintegrado en nitrógeno 14 si no se renovase. Por suerte, algunos átomos de
nitrógeno 14, el gas que más abunda en la atmósfera, se transforman
continuamente en carbono 14 merced al bombardeo de rayos cósmicos. El ritmo
de creación del carbono 14 se mantiene aproximadamente constante. La mayor
parte del carbono de la atmósfera, ya sea carbono 14 o el más común carbono
12, se combina con oxígeno para formar anhídrido carbónico. Las plantas
absorben este gas, cuyos átomos de carbono sirven para fabricar los tejidos
vegetales, sin hacer distinciones entre carbono 12 y carbono 14 (lo único que les
interesa es la química, no las propiedades nucleares de los átomos). Las dos
variantes de anhídrido carbónico son absorbidas en cantidad proporcional a su
disponibilidad. Las plantas son alimento de los animales, que a su vez son
alimento de otros animales, de modo que el carbono 14, durante un espacio de
tiempo breve comparado con su semivida, se difunde por la cadena alimentaria
en una proporción conocida en relación al carbono 12. Los dos isótopos
coexisten en todos los tejidos vivos aproximadamente en la misma proporción
que guardan en la atmósfera: un millonésimo de millonésimo. Es verdad que de
vez en cuando se desintegran en átomos de nitrógeno 14, pero esta tasa constante
de desintegración se ve compensada por el intercambio continuo, a través de los
eslabones de la cadena alimentaria, con el anhídrido carbónico que no cesa de
renovarse en la atmósfera.
Todo esto cambia en el momento de la muerte. Un depredador muerto es
arrancado de la cadena alimentaria. Una planta muerta deja de absorber nuevas
reservas de anhídrido carbónico de la atmósfera. Un herbívoro muerto no come
más vegetales frescos. El carbono 14 presente en un animal o en una planta
muerta sigue desintegrándose en nitrógeno 14, pero no se repone con nuevas
reservas procedentes de la atmósfera, de manera que en los tejidos muertos la
proporción entre el carbono 14 y el carbono 12 empieza a descender, con un
periodo de semidesintegración de 5730 años. En resumidas cuentas, podremos
averiguar cuando murió una planta o un animal midiendo la proporción entre el
carbono 14 y el carbono 12. Fue así como se demostró que la Sábana Santa de
Turín no pudo haber pertenecido a Jesucristo puesto que data de la Edad Media.
La datación con carbono 14 es un magnífico instrumento para fechar reliquias
relativamente recientes, pero no sirve para las épocas más antiguas toda vez que
casi todo el carbono 14 se ha desintegrado en carbono 12 y los residuos son
demasiado exiguos para permitir una medición precisa.
Existen otros métodos de datación absoluta y constantemente se inventan
otros nuevos. Lo bueno de contar con tantos instrumentos es que se cubre un
amplísimo espectro de escalas temporales y también que se pueden usar para
efectuar controles cruzados. Es sumamente difícil refutar fechas corroboradas
según diversos métodos de investigación.
Encuentro 37
Inciertos
EL CUENTO DE MIXOTRICHA
Disposición de las bacterias con forma de píldora (o), los corchetes (c) y las espiroquetas (e) en la
superficie de Mixotricha. De Cleveland y Grimstone [49].
Dicho sea de paso, la métrica de Swift en estos versos es tan torpe que no es de
extrañar que Augustus De Morgan lo sucediese para darle un picotazo y
brindarnos la versión más conocida del mismo poema:
En el hábitat celular, un organismo invasor pierde poco a poco las piezas, fundiéndose lentamente con el
trasfondo general, de forma que su existencia previa sólo se revela por algún vestigio. A uno le viene a
la mente el pasaje de Alicia en el País de las Maravillas en que la protagonista se encuentra con el gato
de Cheshire. Mientras Alicia lo miraba, «se desvaneció muy lentamente, empezando por la punta de la
cola para terminar por la sonrisa, que permaneció visible cierto tiempo después de que el resto del
cuerpo hubiese desaparecido». En una célula hay muchos objetos parecidos a la sonrisa del gato de
Cheshire. Para quienes tratan de remontarse a sus orígenes, la sonrisa supone un desafío y un enigma.
¿Cuáles son los trucos bioquímicos que estas bacterias, en su día libres,
introdujeron en nuestras vidas, trucos que aún hoy perduran y sin los cuales la
vida cesaría al instante? Los dos más importantes son la fotosíntesis, que emplea
energía solar para sintetizar compuestos orgánicos y, como efecto colateral,
oxigena el aire, y el metabolismo oxidativo, que utiliza oxígeno (procedente de
las plantas) para quemar lentamente los compuestos orgánicos y reutilizar la
energía originalmente procedente del sol.[1] Estas técnicas químicas las
desarrollaron diversas bacterias antes del Gran Encuentro Histórico y, en cierto
sentido, éstos conservan la exclusiva del producto. Lo único que ha cambiado es
que ahora practican sus artes bioquímicas en esas fábricas especializadas que son
las células eucariotas.
Las bacterias fotosintéticas solían llamarse algas verdeazuladas, un nombre
pésimo dado que ni son algas ni son, en su mayoría, verdeazuladas. En general,
son verdes y es mejor llamarlas bacterias verdes, aunque algunas sean rojizas,
amarillentas, pardas, negruzcas o, a veces, efectivamente, verdeazuladas. El
adjetivo verde también se usa a veces como sinónimo de fotosintético, así que,
en este sentido, bacterias verdes también es una buena denominación. El nombre
científico es cianobacterias. Son bacterias verdaderas, no Arqueas, y parece ser
que constituyen un buen grupo monofilético, es decir, que todas ellas (y nadie
más) descienden de un solo antepasado clasificable como cianobacteria.
El color verde de algas, coles, pinos y hierbas se debe a que todos tienen, en
el interior de sus células, unos corpúsculos verdes llamados cloroplastos,
remotos descendientes de bacterias verdes originalmente libres. Conservan su
propio ADN y todavía se reproducen por división asexual, alcanzando una
población considerable dentro de cada célula huésped. Cada cloroplasto es, en
esencia, miembro de una población de cianobacterias que se reproduce, y el
mundo en que vive y se reproduce es el interior de la célula vegetal. De vez en
cuando, cuando la célula vegetal se divide en dos células hijas, ese mundo sufre
una pequeña conmoción: más o menos la mitad de los cloroplastos se encuentra
en una de las células hijas y la otra mitad en la otra. Enseguida, sin embargo,
reanudan su existencia normal, que consiste en reproducirse para poblar de
cloroplastos el nuevo mundo. Los cloroplastos usan constantemente su pigmento
verde para capturar fotones procedentes del sol y para canalizar
provechosamente la energía solar con el fin de que sintetice compuestos
orgánicos a partir del anhídrido carbónico y del agua proporcionados por la
planta huésped. Una parte del oxígeno, producto de desecho, es utilizada por la
planta y otra parte expulsado a la atmósfera a través de aberturas en la epidermis
de las hojas llamadas estomas. Los compuestos orgánicos sintetizados por los
cloroplastos son finalmente puestos a disposición de la célula vegetal huésped.
Un detalle interesante que recuerda a «El Cuento de Mixotricha» es que
algunos cloroplastos muestran señales de haber entrado en las células vegetales
de forma indirecta, a remolque de otras células eucariotas que probablemente
habrían sido llamadas algas. La prueba vendría dada por el hecho de que algunos
cloroplastos tienen una membrana doble; puede que la interna sea la pared de la
bacteria original, mientras que la externa sería la pared del alga. Como en el caso
de Mixotricha, en muchas algas verdes unicelulares incorporadas a los tejidos de
hongos y animales, por ejemplo las algas que habitan en los corales, se aprecian
recientes reediciones de esos acontecimientos.
Todo el oxígeno libre de la atmósfera procede de cianobacterias, tanto libres
como en forma de cloroplastos. Como he explicado anteriormente, cuando
apareció por primera vez en la atmósfera el oxígeno era un veneno y, de hecho,
hay quien sostiene, pintorescamente, que todavía lo es; por eso los médicos nos
recomiendan comer antioxidantes. En el curso de la evolución, fue un gran
hallazgo químico descubrir la forma de usar oxígeno para extraer energía (en su
origen solar) de los compuestos orgánicos. Este descubrimiento, que puede
considerarse una especie de fotosíntesis al revés, fue mérito exclusivo de
bacterias, aunque de otro tipo. Como en el caso de la fotosíntesis, estas bacterias
amantes del oxígeno (hoy conocidas como mitocondrias) siguen ejerciendo el
monopolio de esta técnica, sólo que, también como en el caso de la fotosíntesis,
se alojan en el interior de células eucariotas como la nuestra. A través de la
magia bioquímica de las mitocondrias nos hemos hecho tan dependientes del
oxígeno que la idea de que éste sea un veneno sólo se puede expresar con la boca
pequeña, como una paradoja. El anhídrido carbónico, el veneno mortal que sale
por los tubos de escape de los coches, nos mata compitiendo con el oxígeno por
obtener los favores de las moléculas de hemoglobina que transportan el oxígeno
mismo. Privar a alguien de oxígeno es una forma rápida de matarlo. Sin
embargo, si no fuese por las mitocondrias, nuestras células no sabrían qué hacer
con este gas; sólo éstas y sus primas bacterianas saben utilizarlo.
Al igual que ocurre con los cloroplastos, la comparación molecular nos
revela de qué grupo de bacterias proceden las mitocondrias. Derivan del llamado
subgrupo de proteobacterias alfa y están, por tanto, relacionadas con las
especies de Ricketssia que causan el tifus y otras graves enfermedades. Las
mitocondrias han perdido gran parte de su genoma original y están plenamente
adaptadas a la vida en el interior de las células eucariotas, pero, al igual que los
cloroplastos, siguen reproduciéndose autónomamente por división, dando origen
a poblaciones dentro de cada célula eucariota. Si bien han perdido la mayoría de
sus genes, no los han perdido todos, lo cual, como hemos podido constatar a lo
largo de estas páginas, es una suerte para los genetistas moleculares.
Lynn Margulis, la bióloga que primero formuló la hipótesis, hoy casi
universalmente aceptada, de que las mitocondrias y los cloroplastos eran
bacterias simbióticas, ha tratado de hacer otro tanto con los cilios. Basándose en
posibles reediciones de pasados acontecimientos como los descritos en «El
Cuento de Mixotricha», Margulis ha supuesto que los cilios fuesen espiroquetas.
Por desgracia, a pesar de lo hermoso y persuasivo del paralelismo con
Mixotricha, casi todos los científicos que juzgaron convincentes las pruebas
aportadas por la bióloga en el caso de las mitocondrias y los cloroplastos, han
considerado poco convincentes las aducidas en pro del origen bacteriano de los
cilios (undulipodios).
Debido a que el Gran Encuentro Histórico es un verdadero encuentro en la
dirección histórica que discurre hacia delante, nuestra peregrinación, a partir de
aquí, estará rigurosamente dividida. En teoría, deberíamos seguir las distintas
peregrinaciones regresivas de los diversos miembros del grupo eucariota hasta
que se reuniesen en el remoto pasado, pero creo que eso sería complicar
inútilmente el viaje. Tanto los cloroplastos como las mitocondrias tienen
afinidades con las eubacterias, no con el otro grupo procariótico de las Arqueas,
pero nuestros genes nucleares están ligeramente más emparentados con las
Arqueas y es con éstas con quienes vamos a reunirnos en el próximo encuentro
de nuestro viaje marcha atrás.
Encuentro 38
Arqueas
Ilustraciones, desde arriba en el sentido de las agujas del reloj: Escherichia coli 0111; especie
Chlamydia; Leptospira interrogans; cloroplasto de una planta desconocida; Thermus aquaticus;
Staphylococcus aureus.
EL CUENTO DE RHIZOBIUM
En pocas palabras, el SSTT lleva a cabo su ingrata labor utilizando algunas proteínas de la base del
flagelo. Desde el punto de vista evolutivo, esta relación no tiene nada de sorprendente. Efectivamente,
es natural que el oportunismo de los procesos evolutivos combine y acople proteínas para dar lugar a
funciones nuevas y originales. En cambio, según la doctrina de la complejidad irreductible, esto no sería
posible. Si el flagelo de veras fuese irreductiblemente complejo, eliminar una sola parte, no digamos ya
cinco o diez, inutilizaría lo restante «por definición». El SSTT, en cambio, funciona perfectamente
aunque falten casi todas las partes del flagelo. El SSTT podrá ser dañino para los seres humanos, pero
para las bacterias que lo poseen es un valiosísimo mecanismo bioquímico.
El hecho de que esté presente en una amplia variedad de bacterias demuestra que una pequeña
porción del «irreductiblemente complejo» flagelo puede desempeñar una función biológica importante.
Teniendo en cuenta que dicha función se ve claramente favorecida por la selección natural, afirmar que
el flagelo tenga que estar completamente ensamblado antes de que sus componentes puedan ser útiles
es, sin lugar a dudas, incorrecto. Por lo tanto, el argumento de que el flagelo es fruto de un diseño
inteligente no es válido.
A Miller la teoría del diseño inteligente le resulta tanto más indignante por
cuanto —curioso detalle— es un hombre de profundas convicciones religiosas,
de las cuales habla más extensamente en Finding Darwin’s God. El Dios de
Miller (si no el de Darwin) es el Dios que se revela en las leyes fundamentales
de la naturaleza y que, tal vez incluso, se identifica con éstas. Cuando los
creacionistas se empeñan en demostrar la existencia de Dios a través de la vía
negativa del razonamiento de la incredulidad personal lo que están haciendo,
como Miller señala, es presuponer que Dios viola caprichosamente sus propias
leyes. Y eso, para aquéllos que como Miller profesan una meditada fe religiosa,
es un degradante y vulgar sacrilegio.
Yo, que no soy creyente, suscribo y apoyo el argumento de Miller con un
paralelismo de mi cosecha. Si no sacrílego, el argumento basado en la teoría del
diseño inteligente denota pereza mental. Lo he ridiculizado mediante una
conversación imaginaria entre sir Andrew Huxley y sir Alan Hodgkin, en su día
presidentes de la Royal Society y ganadores de un Nobel conjunto por haber
descrito la biofísica molecular de los impulsos nerviosos.
—Le digo, Huxley, que es un problema dificilísimo. No entiendo cómo funciona el impulso nervioso, ¿y
usted?
—Yo tampoco, Hodgkin, y estas ecuaciones diferenciales son prácticamente imposibles de resolver.
¿Por qué no desistimos y decimos que el impulso nervioso se propaga por energía nerviosa?
—Me parece una idea excelente, Huxley. Vamos a escribir corriendo una carta al Nature, bastará con
un renglón. Después nos ocuparemos de algo más fácil.
Las principales divisiones de la vida. Árbol de la vida basado en recientes estudios moleculares que
muestra la división en tres dominios fundamentales. Adaptado del de Grimaldo y Philippe [113].
Si los animales y las plantas se consideran dos reinos distintos, según ese mismo
criterio existen docenas de «reinos» microbianos que, en virtud de su
singularidad, tienen derecho a reclamar el mismo estatus que animales y plantas.
El diagrama muestra la punta del iceberg. No sólo he omitido algunas ramas de
las categorías filogenéticas superiores, sino que sólo he incluido los microbios
que viven en lugares accesibles y pueden cultivarse en el laboratorio. De hecho,
buscando aquí y allá nuevas ubicaciones del ADN sin molestarse en averiguar de
qué organismos proceden, se pueden encontrar reinos microbianos enteros
completamente inéditos. El incombustible Craig Venter y su equipo afirman
haber descubierto al menos 1800 nuevas especies microbianas gracias a una
secuenciación de tipo shotgun del ADN que flota en el mar de los Sargazos.
Animales, plantas y hongos sólo son tres pequeñas ramas del árbol de la vida. Lo
que distingue a estos tres reinos que nos son tan familiares de todos los demás es
el tamaño de los organismos que los integran, compuestos todos ellos por
muchas células. Los otros reinos están casi exclusivamente formados por
microbios. ¿Por qué, entonces, no los reagrupamos en un único reino
microbiano, al mismo nivel que los tres grandes reinos pluricelulares? Uno de
los motivos, muy razonable además, es que a nivel bioquímico muchos reinos
microbianos difieren entre sí y con respecto a los tres reinos pluricelulares tanto
como éstos difieren unos de otros.
No tiene sentido entrar en disquisiciones bizantinas sobre si realmente son
20, 25 o 100 los reinos que presentan tal diversidad. Lo que está claro viendo el
diagrama es que todos estos reinos están comprendidos en tres superreinos
principales o dominios, por usar la terminología de Carl Woese, que es quien
ideó la nueva clasificación. Los tres dominios son los eucariotas —las criaturas
en cuya compañía hemos recorrido la mayor parte del viaje—, las Arqueas —los
microbios con que nos hemos reunido en el Encuentro 38 y que el viejo sistema
de clasificación habría incluido en el tercer dominio— y las eubacterias, que son
precisamente ese tercer dominio y consisten en las bacterias verdaderas. Son los
miembros de este tercer dominio los que se nos han unido en la etapa definitiva
de nuestra peregrinación. Es un honor compartir el último capítulo del libro con
los propagadores de ADN más omnipresentes y eficaces que jamás hayan
existido.
Es evidente que el diagrama de estrella no se basa en características
morfológicas que podamos ver o tocar. Si se quieren comparar organismos,
deben escogerse características que todos ellos compartan aproximadamente. No
se pueden comparar patas si la mayoría de especies no poseen patas. Patas,
cabezas, hojas, clavículas, raíces, corazones, mitocondrias: cada uno de estos
elementos está limitado a un subconjunto de seres. El ADN, en cambio, es
universal y existe un puñado de genes particulares que todas las criaturas vivas
comparten, con tan sólo diferencias mínimas y cuantificables. Éstas son las
características que debemos usar para una comparación a gran escala. Tal vez el
mejor ejemplo lo representan los códigos que sirven para la fabricación de
ribosomas.
Los ribosomas son mecanismos celulares que leen las informaciones
contenidas en el ARN (que a su vez son transcritas a partir de genes del ADN) y
fabrican proteínas. Son vitales para todas las células y están universalmente
presentes. Compuestos en gran parte de ácido ribonucleico (ARN), reciben el
nombre de ARN ribosómico (ARNr) y son completamente diferentes de las
cintas de información ribonucleica que ellos mismos leen y traducen en
proteínas. El ARNr viene codificado por genes del ADN. La secuencia de ARNr
se puede leer directamente o en los genes del ADN que la codifican: el llamado
ADN ribosómico (o ADNr). Tanto en un caso como en otro, lo llamaré ADNr.
El ADNr es muy útil para comparar directamente una criatura con otra,
porque todos lo poseen, pero no se utiliza no sólo por su omnipresencia. Un
hecho igual de importante es que presenta la cantidad justa de variación
genética: es lo bastante similar en las diversas especies vivas como para permitir
comparaciones, pero no tan similar como para impedir la cuantificación de las
diferencias. Recurriendo al método de «El Cuento del Gibón», podemos usar el
ADNr para dibujar todo el árbol de la vida y determinar las enormes distancias
evolutivas entre los principales dominios y dentro de los mismos. Hace falta
tener presente que el ADNr es muy vulnerable a la atracción de ramas largas y
otros escollos similares, pero, con la ayuda de otros genes y usando alteraciones
inusuales del genoma (inserciones y supresiones de grandes tramos de ADN) se
puede construir un árbol provisional, y eso es lo que tenemos en la página
precedente. Bien es verdad que algunas ramas de este árbol provisional son
inciertas, sobre todo dentro de las eubacterias, y esto podría reflejar su tendencia
a intercambiarse ADN, un problema que no hemos advertido en ningún
eucariote; sin embargo, los investigadores han identificado un grupo
fundamental de genes bacterianos que casi nunca se intercambian, de modo que
quizá un día se llegue a un acuerdo general sobre un orden indiscutible de
ramificaciones del árbol de la vida. No veo la hora de que llegue ese día.
La distancia taxonómica, que se mide comparando los genomas, es uno de
los métodos para analizar la diversidad. Otro consiste en mirar la variedad de
modos de vida, la gama de oficios que nuestros peregrinos ejercen. A primera
vista puede parecer que diferentes bacterias son más parecidas, bajo este prisma,
que un búfalo y un león, o que un topo y un koala. Para animales de gran tamaño
como nosotros, vivir excavando túneles bajo tierra en busca de gusanos es muy
diferente de vivir masticando hojas en lo alto de un eucalipto. Sin embargo,
desde el punto de vista de nuestro narrador bacteriano, topos, koalas, leones y
búfalos hacen todos lo mismo: obtener energía de la descomposición de
moléculas complejas que han sido fabricadas gracias a la energía solar captada
por las plantas. Los koalas y los búfalos se alimentan directamente de plantas,
mientras que los leones y los topos obtienen la energía de manera indirecta,
alimentándose de otros animales que (en última instancia) comen plantas.
La fuente primaria de energía externa es el sol. A través de bacterias verdes
simbiontes contenidas en las células vegetales, el sol es el único productor de
energía para toda la vida que podemos apreciar a simple vista. Esta energía es
capturada por paneles solares verdes (las hojas) y empleada para llevar a cabo la
síntesis de compuestos orgánicos como los azúcares y el almidón de las plantas.
Mediante una serie de reacciones químicas, el resto de la vida recibe la energía
solar que en un primer momento captaron las plantas. La energía fluye por toda
la economía biológica, del sol a las plantas, de las plantas a los herbívoros, de los
herbívoros a los carnívoros, de los carnívoros a los saprófagos. Cada uno de esos
pasos, de una criatura a otra pero también dentro de las propias criaturas,
conlleva un gasto a nivel de economía energética. Inevitablemente, parte de la
energía se disipa en forma de calor y jamás se recupera. Sin la inmensa afluencia
de energía solar, la vida, solían decir en su día los manuales, se detendría en
seco.
Esto, en gran medida, sigue siendo cierto, pero dichos manuales no tenían en
cuenta a las bacterias ni a las Arqueas. Si uno es un químico lo bastante
ingenioso, podrá concebir para este planeta modelos alternativos de flujos
energéticos que no derivan del sol. Y cuando se habla de trucos químicos útiles,
lo más probable es que una bacteria ya se nos haya adelantado, puede que antes
incluso de que se descubriese el truco de la fotosíntesis, hace más de 3000
millones de años. Siempre ha de existir, por fuerza, una fuente de energía, pero
eso no quiere decir que tenga que ser el sol. Muchas sustancias encierran energía
química, una energía que puede liberarse por medio de las reacciones químicas
adecuadas. Desde el punto de vista económico, a los seres vivos les sale rentable
extraer de las profundidades de la tierra hidrógeno, ácido sulfhídrico y algunos
compuestos de hierro. Cuando lleguemos a Canterbury nos ocuparemos de la
vida en las entrañas de la tierra.
Aunque, en general, nuestros cuentos no sean narraciones en primera
persona, en este caso voy a hacer una excepción y dar la palabra a Thermus
aquaticus:
Si probaséis a mirar la vida desde nuestro punto de vista, vosotros, eucariotas, dejaríais inmediatamente
de daros tantos aires. Vosotros, simios bípedos, tupayas rabonas, sarcopterigios desecados, gusanos
vertebrados, esponjas con exceso de genes Hox; vosotros, eucariotas recién llegados, congregaciones
apenas reconocibles de una parroquia monótona y exigua, sóis poco más que una extravagante espuma
sobre la superficie de la vida bacteriana. Al fin y al cabo, las mismísimas células de que estáis
compuestos son colonias de bacterias que repiten los mismos viejos trucos que nosotras descubrimos
hace mil millones de años. Estábamos aquí antes de que llegáseis y aquí seguiremos cuando os hayais
ido.
Canterbury
Profeticé, pues, como se me ordenó; y mientras yo profetizaba, hubo un ruido. Y he aquí un temblor, y
los huesos se juntaron, cada hueso con su hueso. Miré, y he aquí que subían sobre ellos tendones y
carne, y la piel se extendió encima de ellos. Pero no había aliento en ellos. Entonces me dijo:
Profetiza al espíritu. Profetiza, oh hijo de hombre, y di al espíritu que así ha dicho el Señor Jahvé:
«Oh, espíritu, ven desde los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vivan».
Es así como de la guerra natural, del hambre y de la muerte resulta el objeto más elevado que concebirse
pueda, a saber, la creación de los animales superiores. Hay algo grandioso en esta idea de que la vida,
con sus múltiples facultades, fue alentada originalmente por el Creador en unas pocas formas o incluso
en una sola, y que, mientras este planeta ha seguido girando conforme a la inmutable ley de la gravedad,
se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, innúmeras formas
bellísimas y portentosas.
Llevo mucho tiempo arrepentido de haberme sometido a la opinión pública y usado el término creación,
propio del Pentateuco, cuando lo que en verdad quise decir fue que la vida apareció en virtud de algún
proceso absolutamente desconocido. En el momento actual es un puro despropósito pensar en el origen
de la vida es; tanto daría ponerse a pensar en el origen de la materia.
Es probable que Darwin considerase (a mi modo de ver, con toda la razón) que el
origen de la vida era un problema relativamente fácil (y subrayo lo de
relativamente) comparado con el que él había resuelto, a saber: cómo la vida,
una vez iniciada, pudo alcanzar una diversidad y complejidad tan sorprendentes,
una ilusión de diseño eficaz tan poderosa. No obstante, Darwin aventuraría
posteriormente (en otra carta a Hooker) una conjetura sobre ese «proceso
absolutamente desconocido» que dio comienzo a todo. Se vio llevado a
reflexionar sobre ello cuando se preguntó por qué no veíamos originarse la vida
una y otra vez.
A menudo se oye decir que en la actualidad se dan todas las condiciones para la génesis de un
organismo vivo y que tal vez se hayan dado desde siempre. Pero si (¡y cuán grande es éste si!)
aceptamos que en algún pequeño estanque tibio en el que hubiera toda clase de sales amónicas y
fosfóricas, luz, calor, electricida, etc. podría formarse químicamente un compuesto proteínico preparado
para sufrir transformaciones aún más complejas, en la actualidad dicha materia sería absorbida al
instante, lo cual no habría ocurrido antes de que existiesen seres vivos.
Cuando la luz ultravioleta incide sobre una combinación de agua, anhídrido carbónico y amoníaco, se
genera una enorme variedad de substancias orgánicas, incluidos azúcares y, según parece, algunos de los
componentes de las proteínas. Este hecho lo han demostrado Baly y sus colaboradores en su laboratorio
de Liverpool. En el mundo actual, estas substancias, si se dejan libres, se descomponen, es decir, son
destruidas por microorganismos.[1] Sin embargo, antes del origen de la vida, debieron de acumularse
hasta que los océanos primitivos adquirieron la consistencia de una sopa caliente muy diluida.
Esto está escrito en 1929, más de 20 años antes del tantas veces citado
experimento de Miller y Urey que, a juzgar por la descripción de Haldane, debió
de ser una especie de repetición del de E. C. C. Baly. A éste, sin embargo, no le
interesaba el origen de la vida sino la fotosíntesis y su gran logro fue sintetizar
azúcares a base de irradiar con rayos ultravioleta una solución de dióxido de
carbono en agua, en presencia de un catalizador como el hierro o el níquel. Fue
Haldane, y no Baly, quien, con la brillantez que lo caracterizaba,[2] imaginó algo
tan extraordinario como el experimento de Miller y Urey, y lo quiso ver
prefigurado en la obra de Baly.
Lo que Miller hizo (bajo la dirección de Urey) fue colocar dos matraces uno
encima del otro y conectarlos con dos tubos. El matraz inferior, lleno de agua
caliente, representaba el océano primigenio; el superior, lleno de metano,
amoníaco, vapor de agua e hidrógeno, recreaba la atmósfera primordial. El vapor
producido por el océano caldeado del matraz inferior subía por uno de los tubos
hasta la atmósfera del superior; a través del otro tubo, la atmósfera se unía al
océano tras pasar por una cámara de relámpagos, donde se la sometía a
descargas eléctricas, y otra de refrigeración, donde el vapor se condensaba y
producía lluvia que reabastecía el océano.
Tan sólo una semana después de iniciado este simulacro, el océano se había
puesto de color amarillo pardo. Miller analizó el contenido. Como habría
predicho Haldane, se había convertido en una sopa de compuestos orgánicos,
entre ellos no menos de siete aminoácidos, los componentes esenciales de las
proteínas. De esos siete, tres (la glicina, el ácido aspártico y la alanina) formaban
parte de los 20 aminoácidos presentes en los seres vivos. Posteriores
experimentos similares al de Miller, pero con monóxido o dióxido de carbono en
lugar de metano, han arrojado resultados parecidos. Podemos sacar la
contundente conclusión de que, cuando en el laboratorio se simulan diferentes
versiones de esa Tierra primitiva que conjeturaron Oparin y Haldane, surgen de
manera espontánea pequeñas moléculas de gran importancia biológica, tales
como aminoácidos, azúcares y (hecho significativo donde los haya) los
componentes básicos del ADN y el ARN.
Antes de Oparin y Haldane, todo aquel que reflexionaba sobre el origen de la
vida daba por hecho que los primeros organismos habían sido plantas de algún
tipo, quizás bacterias verdes. La gente estaba acostumbrada a la idea de que la
vida depende de la fotosíntesis, el proceso por el cual las plantas, por efecto de la
luz solar, fabrican compuestos orgánicos liberando oxígeno. Oparin y Haldane,
con su teoría de la atmósfera reductora, interpretaron que las plantas
aparecieron más tarde. La vida primigenia surgió en un mar de compuestos
orgánicos preexistentes. Había sopa que comer sin necesidad de foto-sintetizar
nada… por lo menos hasta que se acabase la sopa.
Para Oparin, el paso esencial era el origen de la primera célula. Bien es
verdad que las células, al igual que los organismos, presentan la importante
propiedad de que nunca se originan espontáneamente sino que surgen a partir de
otras células. Es comprensible, pues, que a la sazón el origen de la vida se
considerase sinónimo del origen de la primera célula (metabolizador) y no, como
hago yo, del origen del primer gen (replicador). Entre los teóricos
contemporáneos que sostienen la misma idea destaca el ilustre físico Freeman
Dyson, que está al corriente de las tesis de Oparin y las defiende. La mayoría de
los teóricos recientes, incluidos Leslie Orgel en California, Manfred Eigen y sus
colegas en Alemania y Graham Cairns-Smith en Escocia (si bien éste hace la
guerra por su cuenta, aunque ni mucho menos se le debe excluir de la lista), dan
prioridad, tanto en términos de cronología como de importancia, a la
autorreplicación, y a mi modo de ver están en lo cierto.
¿Cómo sería la herencia sin una célula? ¿No estamos ante un problema como
el de la gallina y el huevo? Si interpretamos que la herencia exige ADN, desde
luego que sí, ya que el ADN no se puede replicar sin la colaboración de un
nutrido elenco de moléculas, entre ellas proteínas que sólo se pueden fabricar
mediante información codificada genéticamente. Pero el hecho de que el ADN
sea la única molécula autorreplicante que conocemos no significa que sea la
única concebible ni la única que jamás haya existido en la naturaleza. Graham
Cairns-Smith ha avanzado la convincente hipótesis de que los replicadores
originales eran cristales minerales inorgánicos de los que el ADN sería un
usurpador posterior que se agenció el papel de protagonista cuando la vida hubo
evolucionado hasta un punto en que semejante golpe de estado genético[3] se
tornó posible. No voy a exponer aquí sus argumentos, en parte porque ya lo hice
lo mejor que pude en El relojero ciego, pero también por un motivo más
importante: no he leído una explicación más clara de por qué lo primordial es la
replicación y por qué el ADN hubo de tener por fuerza algún precursor del que
no sabemos nada, más allá de que presentaba la propiedad de transmitir
caracteres hereditarios. Es una pena que tanta gente asocie automáticamente esta
parte irrefutable de su argumentación a esa otra hipótesis, más controvertida y
discutible, que adjudica el papel precursor a los cristales minerales.
No tengo nada en contra de la teoría de los cristales minerales, de lo
contrario no la habría expuesto en uno de mis libros, pero lo que de verdad
quiero poner de relieve es la primacía de la replicación y la elevada probabilidad
de que el ADN usurpase posteriormente la posición de algún precursor. Para
aclarar la cuestión, analizaré otra hipótesis específica sobre cuál pudo haber sido
ese precursor. Con independencia de sus verdaderos méritos como replicador
original, el ARN es sin lugar a dudas mejor candidato que el ADN, y varios
teóricos lo han postulado como precursor de éste en el llamado mundo ARN.
Para poder presentar la teoría del mundo ARN como es debido, voy a tener que
hacer un inciso y hablar de las enzimas. Si el replicador es el estrella del
espectáculo de la vida, la enzima es, más que un actor secundario, el
coprotagonista.
La vida depende totalmente del virtuosismo de las enzimas para catalizar
reacciones bioquímicas de un modo muy enrevesado. Cuando estudié las
enzimas por primera vez en el colegio, la idea tradicional (y, a mi modo de ver,
equivocada) de que la ciencia había que enseñarla mediante ejemplos de andar
por casa se traducía en un escupitajo dentro un vaso de agua para demostrar la
capacidad que tiene la amilasa, la enzima salivar, de digerir el almidón y formar
azúcar. Esta experiencia nos dejó con la impresión de que una enzima es poco
menos que un ácido corrosivo. Los detergentes biodegradables en polvo, que se
sirven de enzimas para eliminar la suciedad de la ropa, causan la misma
impresión. Pero en este caso se trata de enzimas destructivas cuya función es
descomponer las moléculas grandes en sus ingredientes. Las enzimas
constructivas, en cambio, se ocupan de sintetizar moléculas grandes a partir de
componentes pequeños y, como explicaré a continuación, lo logran actuando
como celestinas robotizadas.
El interior de toda célula contiene una solución de miles de moléculas,
átomos e iones de muchos tipos diferentes. En principio, todos ellos podrían
combinarse entre sí formando un número casi infinito de combinaciones, pero en
general no lo hacen, de manera que el inmenso potencial de actividad química
latente en una célula no llega, en su mayor parte, a materializarse. Téngase en
cuenta mientras consideramos lo siguiente. En los estantes de un laboratorio
químico hay centenares de frascos, todos ellos bien tapados para que sus
contenidos no se mezclen a menos que así lo desee un químico, en cuyo caso
agregará la muestra contenida en uno de los frascos a la muestra contenida en
otro. Se podría decir que los estantes de un laboratorio también contienen un
inmenso potencial de actividad química que espera materializarse y que, en su
mayor parte, tampoco llega a hacerlo.
Imaginemos, sin embargo, que cogemos todos los frascos de los estantes y
los vaciamos en un mismo tanque lleno de agua. Parece un acto de vandalismo
científico, pero una célula viva viene a ser prácticamente lo mismo que ese
tanque, si bien es cierto que con un montón de membranas que complican la
cosa. Los cientos de ingredientes de los miles de reacciones químicas potenciales
no se guardan en frascos separados hasta que llegue el momento en que se les
haga reaccionar. En lugar de eso se hallan todos mezclados en un mismo espacio
compartido, constantemente. Pero aún así permanecen a la espera, inactivos en
gran medida, hasta que se les pida que reaccionen, como si estuviesen separados
en frascos virtuales. Obviamente, no hay tales frascos virtuales, pero sí que hay
enzimas que ofician de celestinas robotizadas o, podríamos incluso decir,
ayudantes de laboratorio robotizados. Las enzimas son capaces de discriminar de
un modo muy similar a como lo hace un sintonizador cuando pone en contacto
un receptor de radio concreto con un transmisor concreto, ignorando los cientos
de señales que bombardean simultáneamente su antena con un maremágnum de
frecuencias.
Supongamos una importante reacción química en la que el ingrediente A se
combina con el ingrediente B para dar lugar al producto Z. En un laboratorio
esto se consigue cogiendo de un estante el frasco con la etiqueta A y de otro
estante el frasco con la etiqueta B, mezclando sus contenidos en un matraz
limpio y llevando a cabo las operaciones que sean necesarias, como calentar o
agitar. Logramos la reacción específica deseada con sólo dos frascos. En el
interior de la célula hay montones de moléculas A y montones de moléculas B en
medio de una enorme variedad de moléculas que flotan en el agua, donde puede
que se encuentren pero rara vez se combinan. En cualquier caso, no tienen más
probabilidades de encontrarse que otros miles de combinaciones diferentes.
Ahora introducimos una enzima llamada abzasa, que está específicamente
configurada para catalizar la reacción A + B = Z. En la célula hay millones de
moléculas de abzasa, cada una de las cuales actúa como un ayudante de
laboratorio robotizado. Cada ayudante de laboratorio coge una molécula A, no
de un estante sino del agua en que flota libremente. Luego coge una molécula B
que también fluctúa a la deriva. Sostiene firmemente la molécula A para
orientarla en una dirección concreta y hace lo propio con la B para adosarla a la
A justo en la posición y orientación adecuadas para que produzcan una Z. La
enzima también puede hacer más cosas: es el equivalente del típico ayudante de
laboratorio que empuña un agitador o enciende un mechero Bunsen. Puede
formar una alianza química temporal con A o B, intercambiando átomos o iones
que con el tiempo le serán retribuidos, de manera que la enzima termina igual
que empezó, lo que la califica de catalizador. El resultado de todo ello es la
creación de una nueva molécula Z que tendrá la forma del agarre de la molécula
enzimática. A continuación el ayudante de laboratorio suelta la nueva molécula
en el agua y espera a que le llegue otra molécula A para cogerla y reanudar el
ciclo.
Si no existiesen estos ayudantes de laboratorio que son las enzimas, de vez
en cuando una molécula A a la deriva se toparía con una B y, siempre que
mediasen las condiciones adecuadas, se unirían. Pero este suceso fortuito sería
poco común, no más probable que los encuentros esporádicos que A o B podrían
tener con muchísimos otros socios potenciales. Una molécula A podría toparse
con una C y producir Y, o una B podría toparse con una D y formar X.
Continuamente se producen pequeñas cantidades de X e Y a resultas de
encuentros fortuitos, pero la presencia de ese ayudante de laboratorio que es la
enzima abzasa lo cambia todo. Gracias a la abzasa se producen cantidades
industriales (a escala celular) de moléculas Z: una enzima típica multiplica la
tasa espontánea de reacción por un factor de entre un millón y un billón. Si se
introdujese una enzima diferente, la aciasa, la molécula A se combinaría, en
lugar de con B, con C, para producir, siempre a velocidad de cinta
transportadora, un copioso suministro de Y. Seguimos hablando de las mismas
moléculas A, que no están encerradas dentro de un frasco sino que fluctúan
libremente, listas para combinarse con B o con C, dependiendo de qué enzima
esté presente.
Así pues, las tasas de producción de Z e Y dependerán, entre otros factores,
de cuántas moléculas de cada uno de los dos ayudantes rivales, abzasa y aciasa,
se hallen presentes en la célula. Y esto a su vez dependerá de cuál de los dos
genes del núcleo celular se encuentre activado. El proceso, en realidad, es un
poco más complicado: aunque haya una molécula de abzasa, puede darse el caso
de que no esté activada. Una de las causas puede ser que otra molécula se haya
instalado en la cavidad activa de la enzima. Es como si el ayudante de
laboratorio estuviese temporalmente esposado. A propósito, lo de las esposas me
recuerda que debo hacer la consabida advertencia al lector: como siempre que se
usa una metáfora, existe el peligro de que la expresión «ayudante de laboratorio»
pueda inducir a error. Una molécula enzimática no posee en rigor un par de
manos con las que agarrar ingredientes tales como A y no digamos ya tolerar
unas «esposas»; en lugar de eso, cuenta con zonas especiales en su superficie
con las que A tiene, digamos, cierta afinidad, bien porque encaja perfectamente
en una cavidad de determinada forma o por alguna propiedad química más
abstrusa. Y esta afinidad puede verse temporalmente anulada como cuando se
apaga un interruptor.
La mayoría de las enzimas son máquinas especializadas que sólo fabrican un
producto: un azúcar, por ejemplo, o una grasa; o una purina, una piramidina
(componentes esenciales del ADN y el ARN) o un aminoácido (veinte de ellos
son ingredientes básicos de las proteínas naturales). Pero algunas enzimas son
más parecidas a esas máquinas programables que leen una cinta de papel
perforado para interpretar lo que han de hacer. Entre ellas destaca el ribosoma,
que ya hemos analizado someramente en «El Cuento del Taq», una herramienta
grande y complicada compuesta de proteína y ARN, el ácido ribonucleico que
sintetiza precisamente las proteínas. Los aminoácidos, los componentes básicos
de las proteínas, ya han sido fabricados por enzimas consagradas exclusivamente
a dicha tarea y andan flotando por el interior de la célula, a disposición del
ribosoma. La cinta de papel perforado es el ARN, concretamente el llamado
ARN mensajero» (ARNm). Esta cinta mensajera, cuyo mensaje ha copiado ella
misma del ADN del genoma, se introduce en el ribosoma y, conforme va
pasando por la cabeza lectora, va ensamblando los aminoácidos apropiados en
una cadena de proteínas según el orden especificado por el código genético
transcrito en la cinta.
Sabemos cómo funciona esa especificación y se trata de algo verdaderamente
maravilloso. Existe un conjunto de pequeños ARN de transferencia (ARNt),
cada uno de los cuales está formado por 70 componentes llamados nucteótidos.
Cada ARNt selecciona y uno, y solamente uno, de los veinte tipos de
aminoácidos naturales y se une a él. En el otro extremo de la molécula de ARNt
hay un anticodón, esto es, una tripleta de nucleótidos, que es exactamente
complementaria de la breve secuencia de ARNm (codón) que especifica ese
aminoácido concreto de acuerdo con el código genético. A medida que la cinta
de ARNm se desplaza por la cabeza lectora del ribosoma, cada codón del ARNm
se une a un ARNt que posea el anticodón adecuado. Esto hace que el aminoácido
que cuelga de la otra punta del ARNt se alinee y se coloque en la posición
correcta para poder adherirse al extremo de la proteína que está sintetizándose.
Una vez adherido, el ARNt se despega en busca de una nueva molécula de
aminoácido del tipo apropiado, mientras la cinta de ARNm avanza una muesca.
El proceso se repite y poco a poco se va formando la cadena proteica. Lo
increíble es que una sola cinta de ARNm puede lidiar con varios riboso-mas al
mismo tiempo. Cada uno de ellos desplaza su cabeza lectora a lo largo de un
tramo diferente de la cinta y fabrica así su propia copia de la cadena proteica.
Una vez que la nueva cadena proteica está completa y el ARNm ha pasado
íntegramente por la cabeza lectora del ribosoma, la proteína se desprende y se
enrosca generando una complicada estructura cuya forma está determinada, en
virtud de las leyes químicas, por la secuencia de aminoácidos que la integran.
Esta secuencia viene dada por el orden de los símbolos que componen el código
transcrito a lo largo del ARNm. Y este orden, a su vez, lo determina la secuencia
de símbolos complementaria inscrita en el ADN, que constituye la principal base
de datos de la célula.
La secuencia codificada de ADN controla, por tanto, lo que sucede en la
célula. Concretamente, especifica la secuencia de aminoácidos de cada proteína,
esta secuencia determina la forma tridimensional de la proteína y esto a su vez
confiere a la proteína sus particulares propiedades enzimáticas. Es importante
reseñar que el control puede ser indirecto en el sentido de que, como vimos en
«El Cuento del Ratón», son los genes los que determinan si otros genes se
activan o no, y cuándo. La mayoría de los genes de una célula cualquiera no
están activados. Por eso, de todas las reacciones que sobre el papel podrían darse
en el «tanque lleno de ingredientes mezclados», realmente solo una o dos tienen
lugar en cualquier momento dado: aquéllas cuyos «ayudantes de laboratorio»
específicos se encuentran activos en la célula.
Tras este paréntesis sobre las enzimas, vamos a dejar de lado la catálisis
normal para pasar al caso especial de la autocatálisis, alguna de cuyas versiones
probablemente desempeñó un papel clave en el origen de la vida. Retomemos el
ejemplo hipotético de las moléculas A y B que se combinaban para producir Z
bajo la influencia de la enzima abzasa. ¿Y si Z fuese su propia abzasa? Me
explico: ¿qué ocurre si la molécula Z tiene la forma y las propiedades químicas
adecuadas para coger una A y una B, unirlas en la posición correcta y
combinarlas para hacer una nueva Z, idéntica a sí misma? En nuestro ejemplo
anterior podíamos decir que la cantidad de abzasa en la solución influiría en la
cantidad de Z producida, pero ahora, si Z es exactamente la misma molécula que
la abzasa, sólo necesitamos una molécula de Z para provocar una reacción en
cadena. La primera Z coge moléculas A y B y las combina para fabricar más
moléculas Z; después éstas Z cogen más moléculas A y B para hacer aún más Z,
y así sucesivamente. Es lo que se llama autocatálisis. Bajo las condiciones
adecuadas, la población de moléculas Z aumentará exponencial… y
explosivamente. A la hora de buscar posibles protagonistas del origen de la vida,
fenómenos como éste se antojan prometedores.
No es más que una hipótesis, pero Julius Rebek y su equipo, del Scripps Institute
de California, la hicieron realidad. Estos investigadores examinaron algunos
ejemplos fascinantes de autocatálisis con sustancias químicas reales. En uno de
ellos, Z era éster triácido de aminoadenosina (ETAA), A era aminoadenosina y B
era éster pentafluorofenil, y la reacción no tenía lugar en agua sino en
cloroformo. Huelga decir que no hace falta memorizar ninguno de estos
pormenores químicos, ni, por supuesto, esos nombres kilométricos: lo que
importa es que el producto de esa reacción química es su propio catalizador. La
primera molécula de ETAA se resiste a formarse pero, una vez formada,
inmediatamente se pone en marcha una reacción en cadena: cada vez más
moléculas de ETAA se sintetizan a sí mismas ejerciendo de sus propios
catalizadores. Por si fuera poco, esta brillante serie de experimentos pasó a
demostrar la verdadera herencia en el sentido que venimos definiendo en estas
páginas. Rebek y su equipo encontraron un sistema en el que existía más de una
variante de la sustancia autocatalizada: cada variante catalizaba la síntesis de sí
misma, usando su variante preferida de uno de los ingredientes. Esto planteaba la
posibilidad de una verdadera competencia dentro de una población de entidades
que presentan herencia verdadera, así como una forma, no por rudimentaria
menos instructiva, de selección darviniana.
La química de Rebek es sumamente artificial, pero su trabajo ilustra
maravillosamente el principio de autocatálisis, según el cual el producto de una
reacción química sirve como catalizador de la misma. Lo que necesitamos para
el origen de la vida es algo como la autocatálisis. ¿Pudo el ARN, o algo parecido
al ARN, bajo las condiciones primigenias de la Tierra, haber autocatalizado su
propia síntesis al estilo del experimento de Rebek, y haberlo hecho en agua en
lugar de cloroformo?
Tal y como explicó el alemán Manfred Eigen, ganador del premio Nobel de
Química, el problema es tremendo. Eigen señaló que todo proceso de
autorreplicación es susceptible de degradarse por errores de copiado
(mutaciones). Imaginemos una población de entidades replicadoras en la que
cada operación de copiado presenta una elevada probabilidad de error. Para que
un mensaje codificado pueda resistir los estragos de la mutación, al menos un
miembro de la población en cada generación deberá ser idéntico a su progenitor.
Por ejemplo, si en una cadena de ARN hay diez unidades (letras), el porcentaje
medio de error por letra tendrá que ser menor de uno entre diez: sólo así se podrá
confiar en que al menos algunos miembros de la nueva generación salgan con las
diez letras del código correctas. En cambio, si el porcentaje de error es más alto,
por muy fuerte que sea la presión selectiva la mutación, por sí sola, provocará
una degradación inevitable con el paso de las generaciones. Es lo que se conoce
como catástrofe de error. Las catástrofes de error en genomas avanzados
constituyen el tema principal de Mendel’s Demon[4], el provocador libro de Mark
Ridley, aunque lo que aquí nos ocupa es la catástrofe de error que amenazó el
mismísimo origen de la vida.
Una cadena corta de ARN, e incluso de ADN, puede replicarse
espontáneamente sin la mediación de una enzima, pero el porcentaje de error por
letra es mucho más elevado que cuando está presente una enzima. Esto significa
que, mucho antes de que se haya podido construir un segmento de gen lo
bastante largo como para fabricar la proteína que daría lugar a una enzima
apropiada, el gen en ciernes habría quedado destruido por la mutación. Es el
callejón sin salida del origen de la vida en nuestro planeta. Un gen lo bastante
grande como para codificar una enzima sería demasiado grande para replicarse
con exactitud sin la ayuda precisamente del mismo tipo de enzima que trata de
codificar. Resultado: el sistema no consigue arrancar.
La solución a este callejón sin salida advertido por Eigen es la teoría del
hiperciclo, que se basa en el viejo principio de «divide y vencerás». La
información codificada se subdivide en unidades lo bastante pequeñas como para
mantenerse por debajo del umbral de la catástrofe de error. Cada una de estas
subunidades es un minireplicador por derecho propio, lo bastante pequeño como
para que en cada generación sobreviva por lo menos una copia. Todas las
subunidades cooperan en alguna función importante lo bastante grande como
para sufrir una catástrofe de error en el caso de que la catalizase un agente
químico único en lugar de una subunidad.
Tal y como he descrito la teoría, existe el peligro de que todo el sistema sea
inestable debido a que algunas subunidades se repliquen más rápido que otras.
He aquí que llegamos a la parte más ingeniosa de la teoría. Cada subunidad
prospera en presencia de las demás. Dicho de un modo más específico, la
producción de una viene catalizada por la presencia de otra, de tal manera que
forman un ciclo de dependencia o hiperciclo. El hiperciclo impide
automáticamente que ningún elemento acelere y se destaque de los demás:
ninguno podrá hacerlo por la sencilla razón de que depende del elemento que lo
precede en el hiperciclo.
John Maynard Smith señaló la similitud entre un hiperciclo y un ecosistema.
Los peces dependen de la población de pulgas de agua que les sirven de
alimento. A su vez, la población de peces afecta a la de aves piscívoras. Las aves
producen guano, que contribuye al crecimiento de las algas de que se alimentan
las pulgas de agua. Todo el ciclo de dependencia es un hiperciclo. Según Eigen y
su colega Peter Schuster, la solución al callejón sin salida que bloquea el origen
de la vida podría estar en algún hiperciclo molecular.
Voy a dejar aquí la teoría del hiperciclo para retomar la idea, plenamente
compatible con aquélla, de que el ARN, en esos primeros momentos en que la
vida apenas estaba comenzando y las proteínas aún no existían, pudo haber sido
su propio catalizador. Se trata de la teoría del «mundo ARN». Para ver hasta qué
punto es verosímil, hace falta examinar por qué las proteínas sirven como
enzimas pero no como replicadores, por qué el ADN sirve como replicador pero
no como enzima y, por último, por qué el ARN podría servir para ambos
cometidos y solventar así el callejón sin salida.
Lo realmente importante en materia de actividad enzimática es, en gran
parte, la forma tridimensional. Las proteínas son eficaces como enzimas porque,
como consecuencia automática de la secuencia unidimensional de sus
aminoácidos, pueden adoptar casi cualquier forma imaginable en tres
dimensiones. Son las afinidades químicas entre los aminoácidos que componen
la cadena lo que determina la forma del nudo que hace la proteína al enrollarse a
sí misma. Así pues, la estructura tridimensional de una molécula de proteína está
especificada por la secuencia unidimensional de aminoácidos, que a su vez está
especificada por la secuencia unidimensional de letras del código (las bases
nitrogenadas) dentro de un gen. En teoría (en la práctica ya es otra cuestión, y
tremendamente difícil, por cierto), se podría escribir una secuencia de
aminoácidos que adoptase espontáneamente cualquier forma de nuestro agrado:
no sólo aquéllas que sirven de enzimas, sino cualquier forma arbitraria que
decidiésemos especificar.[5] Es precisamente esta versatilidad lo que faculta a las
proteínas para hacer de enzimas. Hay una proteína capaz de seleccionar una
cualquiera de las innúmeras reacciones químicas potenciales que pueden darse
en el revoltijo de ingredientes de la célula.
Así pues, las proteínas son unas enzimas magníficas, capaces de enrollarse
en cualquier forma que se desee. Pero como replicadores son un desastre. Al
contrario que el ADN y el ARN, cuyos componentes siguen reglas de
emparejamiento específicas (las reglas de emparejamiento de las bases
nitrogenadas, descubiertas por dos brillantes científicos, los por entonces jóvenes
Watson y Crick), los aminoácidos no siguen regla alguna. El ADN, en cambio,
es un replicador excelente pero un pésimo candidato para el papel de enzima.
Esto se debe a que, a diferencia de las proteínas, capaces, como hemos visto, de
adoptar una variedad casi infinita de formas tridimensionales, el ADN sólo tiene
una configuración: la famosa doble hélice. La doble hélice es idónea para la
replicación por cuanto los dos lados de la escalera de caracol se separan con
facilidad uno del otro, quedando ambos expuestos como plantillas para que se
les puedan adherir nuevas bases de acuerdo con las reglas de emparejamiento de
Watson-Crick. Pero no sirve para mucho más.
El ARN posee algunas de las virtudes del ADN como replicador y algunas
de las virtudes de las proteínas como versátiles productoras de enzimas. Las
cuatro letras del ARN son lo bastante parecidas a las cuatro letras del ADN
como para que cualquiera de los dos series pueda servir de plantilla para la otra.
Ahora bien, el ARN no forma una doble hélice larga con tanta facilidad, lo que
significa que como replicador es algo menos competente que el ADN. Esto se
debe en parte a que el sistema de doble hélice se presta a la corrección de
pruebas. Cuando la doble hélice de ADN se escinde y cada hélice individual
sirve inmediatamente de plantilla a su complementaria, los errores se pueden
detectar y corregir al instante: ambas cadenas permanecen adosadas a su
progenitor y la comparación entre ellas permite identificar inmediatamente los
errores. La corrección de pruebas basada en este principio reduce la tasa de
mutación a una entre mil millones, lo que hace posible la existencia de genomas
tan grandes como el nuestro. El ARN, al carecer de esta capacidad correctora,
presenta un índice de mutación mil veces más elevado que el ADN. Esto
significa que solamente pueden usar el ARN como replicador principal los
organismos más simples dotados de genomas pequeños, como, por ejemplo,
ciertos virus.
Pero carecer de una estructura en forma de doble hélice también tiene sus
ventajas. Como la cadena de ARN no pasa todo el tiempo emparejada con su
cadena complementaria sino que se separa de ésta en cuanto termina de
formarse, es libre de enrollarse como una proteína. Y así como la proteína se
enrolla en virtud de las afinidades químicas entre aminoácidos situados en
lugares diferentes de la misma cadena, el ARN lo hace usando las reglas de
emparejamiento de bases de Watson-Crick, esto es, las mismas reglas que se
usan para hacer copias de ARN. Dicho de otro modo, al no tener una cadena
complementaria con la que asociarse en doble hélice como el ADN, el ARN es
dueño de emparejarse con trozos sueltos de sí mismo. Busca tramos cortos de sí
mismo con los que se puede emparejar, ya sea formando una doble hélice en
miniatura o en cualquier otra disposición. Según las reglas de emparejamiento,
esos tramos han de estar orientados en dirección contraria. Por eso las cadenas
de ARN tienden a formar series de curvas muy cerradas.
El repertorio de formas tridimensionales que es capaz de adoptar una
molécula de ARN quizá no sea tan amplio como el repertorio de las
macromoléculas de proteína, pero si lo bastante como para pensar que el ARN
podría ofrecer un versátil arsenal de enzimas. De hecho, se han descubierto
muchas enzimas de ARN, llamadas ribozimas. La conclusión es que el ARN
posee algunas de las virtudes replicadoras del ADN y algunas de las virtudes
enzimáticas de las proteínas. Antes de la aparición del ADN, el replicador por
excelencia, y de las proteínas, los catalizadores por excelencia, tal vez hubo un
mundo en el que el ARN era lo único capaz de hacer las veces de ambos
especialistas. Tal vez en el mundo primordial se declaró espontáneamente un
incendio ribonucleico que empezó a fabricar proteínas, que a su vez
contribuyeron a sintetizar primero ARN y, más adelante, también ADN, que
terminó imponiéndose como replicador dominante. Esto es lo que propone la
teoría del mundo ARN, que se ha visto indirectamente respaldada por una
estupenda serie de experimentos iniciados por Sol Spiegelman, de la
Universidad de Columbia, y repetidos en diversas versiones por otros
investigadores a lo largo de estos años. En sus experimentos, Spiegelman usó
una enzima proteica, lo que a juicio de algunos quizá sea hacer trampas, pero los
resultados fueron tan espectaculares y esclarecieron aspectos tan importantes de
la teoría, que no cabe sino concluir que, en cualquier caso, merecieron la pena.
Antes que nada, el contexto. Existe un virus llamado Qβ. Se trata de un virus
ARN, lo que significa que sus genes, en lugar de estar hechos de ADN, estan
compuestos íntegramente de ARN. Este virus se sirve de una enzima llamada Qβ
replicasa para copiar su propio ARN. En estado salvaje, Qβ es un bacteriófago (o
fago, para abreviar), esto es, un parásito de bacterias, en concreto de la bacteria
intestinal Escherichia coli. La célula bacteriana cree que el ARN de Qβ es parte
de su propio ARN mensajero y sus ribosomas lo procesan exactamente igual que
si lo fuese, pero las proteínas que fabrica son buenas para el virus y no para la
bacteria que lo hospeda. Estas proteínas son de cuatro tipos: una proteína de
cobertura para proteger el virus, una proteína adhesiva para pegarse a la célula
bacteriana, el llamado factor de replicación, del que me ocuparé en un instante, y
una proteína-bomba que, cuando el virus termina de replicarse, sirve para
destruir la célula bacteriana y liberar así decenas de miles de virus, cada uno de
los cuales viajará dentro de su pequeña cobertura proteica hasta toparse con otra
célula bacteriana y reiniciar el ciclo. He dicho que volvería a ocuparme del
factor de replicación. Tal vez el lector piense que se trata de la replicasa del Qβ,
pero en realidad es más pequeño y más simple. Lo único que hace el pequeño
gen viral es fabricar una proteína que se encarga de soldar otras tres proteínas
que la bacteria produce para sus propios fines (que no tienen nada que ver con lo
que estamos hablando). Cuando éstas han quedado soldadas por acción de la
pequeña proteína del virus, el compuesto así formado recibe el nombre de
replicasa Qβ.
Spiegelman fue capaz de aislar dos componentes de este sistema, la Qβ
replicasa y el ARN del Qβ. Los colocó en agua junto con algunas materias
primas micromoleculares (los componentes básicos del ARN) y se puso a
observar lo que ocurría. El ARN capturó pequeñas moléculas y fabricó copias de
sí mismo según las reglas de emparejamiento de Watson-Crick, proeza ésta que
llevó a cabo sin ninguna bacteria huésped y sin la proteína de cobertura ni
ninguna otra parte del virus. Esto ya de por sí suponía un resultado estupendo.
Nótese que la síntesis proteica, que forma parte de la actividad habitual del ARN
en estado natural, se ha excluido por completo del proceso. Tenemos un sistema
de replicación de ARN reducido al mínimo que fabrica copias de sí mismo son
molestarse en producir proteínas.
Entonces Spiegelman hizo algo extraordinario. En este «mundo-probeta»
completamente artificial puso en marcha una forma de evolución en la que las
células no desempeñaban papel alguno. Para visualizar el montaje, imagínese el
lector una larga hilera de tubos de ensayo cada uno de los cuales contenía
replicasa Qβ y materias primas pero nada de ARN. Spiegelman introdujo en el
primer tubo una pequeña cantidad de ARN de Qβ que, como era de esperar,
fabricó un montón de réplicas de sí mismo. A continuación extrajo una pequeña
muestra del líquido y echó una gota en el segundo tubo. Entonces esta semilla de
ARN comenzó a replicarse en el segundo tubo; al cabo de un rato, Spiegelman
extrajo otra gota de éste y la sembró en el tercero. Y así sucesivamente. Es como
cuando una chispa de una hoguera enciende un nuevo fuego en la hierba virgen,
y este nuevo fuego a su vez enciende un tercero y así sucesivamente, dentro de
una cadena de inseminaciones. Pero el resultado fue muy otro. Mientras que los
fuegos no heredan ninguna de las cualidades de la chispa generatriz, las
moléculas de ARN de Spiegelman sí. Y la consecuencia fue… evolución por
selección natural en su forma más básica y elemental.
A medida que se sucedían las generaciones, Spiegelman fue analizando el
ARN de los tubos para supervisar sus propiedades, incluida su capacidad de
infectar bacterias. Y descubrió algo fascinante. El ARN evolutivo se fue
haciendo cada vez más pequeño y, al mismo tiempo, tal y como pudo comprobar
poniéndolo en contacto con bacterias, menos infeccioso. Al cabo de 74
generaciones la molécula de ARN tipo se había reducido a una pequeña fracción
del tamaño de su «antepasado en estado salvaje». El ARN salvaje era un collar
de unas 3600 cuentas de largo. Tras 74 generaciones[6] de selección natural, el
habitante medio de un tubo de ensayo había visto reducida su longitud a tan sólo
550: insuficiente para infectar bacterias pero excelente para infectar tubos de
ensayo. Estaba claro lo que había ocurrido. A lo largo del proceso se habían
producido mutaciones espontáneas en el ARN y los mutantes que sobrevivían
estaban capacitados para hacerlo en el mundo del tubo de ensayo, no en el
mundo natural de las bacterias que están a la espera de que las parasiten. La
principal diferencia probablemente estribaba en que el ARN de los tubos de
ensayo podía prescindir de toda la codificación encaminada a producir las cuatro
proteínas necesarias para fabricar la cobertura, la bomba y los demás requisitos
que permitían al virus salvaje sobrevivir como bacteriófago activo, mientras que
en el mundo idílico de los tubos de ensayo, llenos de replicasa Qβ y materias
primas, lo que quedaba era el mínimo necesario para poder replicarse.
A este superviviente nato reducido a lo imprescindible, cuyo tamaño es diez
veces menor que el de su antepasado salvaje, se le conoce como el «monstruo de
Spiegelman». Al ser más pequeña, esta variante depurada se reproduce más
rápido que sus competidoras y, en consecuencia, la selección natural hace que su
representación en la población aumente poco a poco (y población, dicho sea de
paso, es el término correcto, por más que estemos hablando de moléculas que
flotan libremente, no de virus ni de organismos de ningún tipo).
Por increíble que parezca, cuando se repite el experimento, una y otra vez
surge practicamente el mismo monstruo de Spiegelman. Además, Spiegelman y
Leslie Orgel, uno de los más importantes estudiosos del origen de la vida,
llevaron a cabo otros experimentos en los que añadieron a la solución una
sustancia desagrable como, por ejemplo, bromuro de etidio. Bajo estas
condiciones, evoluciona un monstruo distinto, resistente a la sustancia en
cuestión. Cada obstáculo químico propicia la evolución de un monstruo
especializado diferente.
Los experimentos de Spiegelman empleaban como punto de partida ARN Qβ
natural «de tipo salvaje». M. Sumper y R. Luce, que trabajaban en el laboratorio
de Manfred Eigen, obtuvieron un resultado realmente sensacional. Bajo
determinadas condiciones, un tubo de ensayo que no contenga absolutamente
nada de ARN, tan sólo las materias primas para fabricarlo más la enzima Qβ
replicasa, puede generar espontáneamente ARN autorreplicador que
evolucionará hasta hacerse semejante al monstruo de Spiegelman. Para que
luego, dicho sea de paso, vengan los creacionistas con la sospecha de que es
demasiado improbable que hayan evolucionado las macromoléculas (más que
«con la sospecha» quizá habría que decir «con la esperanza»). Es tal el poder de
la selección natural acumulativa (y tan lejos está la selección natural de ser un
proceso basado en el puro azar) que bastan unos pocos días para que el monstruo
de Spiegelman se construya a sí mismo desde cero.
Estos experimentos todavía no constituyen una prueba directa de la hipótesis
del mundo ARN como explicación del origen de la vida. En concreto, la
«trampa» de la replicasa Qβ sigue estando presente a lo largo de todo el proceso.
La hipótesis del mundo ARN se basa en la capacidad catalítica del propio ARN.
Si, como es bien sabido, éste es capaz de catalizar otras reacciones, ¿no podría
hacer lo mismo con su propia síntesis? El experimento de Sumper y Luce
prescindía del ARN pero empleaba la replicasa Qβ. Lo que hace falta es otro
experimento que también prescinda de la replicasa Qβ. Las investigaciones
continúan y presagio resultados emocionantes. Pero ahora quiero ocuparme de
una nueva hipótesis que se ha puesto de moda en los últimos tiempos y que es
totalmente compatible con la del mundo ARN y con muchas otras de las teorías
vigentes sobre el origen de la vida. La novedad en este caso radica en el
escenario en el que habrían tenido lugar por primera vez los acontecimientos
cruciales: no en un «pequeño estanque tibio» sino en una «profunda roca
incandescente». Según esta interesante teoría, nuestros peregrinos, para poder
completar el viaje y encontrar su Canterbury, van a tener que excavar bien hondo
y descender hasta la roca primordial. El principal impulsor de esta tesis es
Thomas Gold, otro inconformista que también «hace la guerra por su cuenta» y
que, si bien comenzó como astrónomo, es lo bastante versátil como para hacerse
acreedor al título de «científico generalista», distinción poco común en la
actualidad, y lo bastante eminente como para ser miembro electo tanto de la
Royal Society de Londres como de la National Academy of Sciences de Estados
Unidos.
Gold piensa que es un error considerar que el sol es el primer motor de la
vida. A su modo de ver, nos hemos dejado engañar, una vez más, por lo que nos
resulta familiar y hemos asignado, tanto al ser humano como a nuestro tipo de
vida, una importancia injustificada en el orden del universo. En su día los libros
de texto afirmaban que toda la vida dependía, en última instancia, de la luz solar,
pero en 1977 se descubrió algo asombroso: las chimeneas volcánicas de los
profundos fondos oceánicos sustentan una extraña comunidad de criaturas que
no precisan de la luz del sol para vivir. El calor de la lava incandescente hace
que la temperatura del agua se eleve a más de 100 °C, temperatura que, dada la
enorme presión que se registra a semejantes profundidades, todavía dista
bastante del punto de ebullición. El agua circundante es muy fría y el gradiente
térmico fomenta diversos tipos de metabolismos bacterianos. Estas bacterias
termófilas, entre las que figuran bacterias sulfurosas que aprovechan el sulfuro
de hidrógeno que mana de las chimeneas volcánicas, constituyen la base de
elaboradas cadenas alimenticias cuyos eslabones superiores incluyen gusanos
tubícolas de color rojo sangre y hasta tres metros de largo, lapas, mejillones,
estrellas de mar, percebes, cangrejos blancos, langostinos, peces y algunos
anélidos capaces de vivir a 80 °C. Hay bacterias, como hemos visto, que pueden
sobrellevar tranquilamente esas temperaturas hadeanas, pero no se conoce
ningún otro animal capaz de hacer lo propio, de ahí que estos poliquetos reciban
el apodo de «gusanos Pompeya». Algunas de las bacterias sulfurosas se alojan
en animales como, por ejemplo, mejillones, o los gusanos tubícolas gigantes, que
llevan a cabo operaciones bioquímicas especiales en las que usan la
hemoglobina (de ahí su color rojo sangre) para alimentar con sulfuro a sus
propias bacterias. Estas colonias de vida, que se basan en la extracción
bacteriana de energía procedente de las chimeneas volcánicas, asombran a
propios y extraños, primero por el mero hecho de su existencia y luego por su
abundante exuberancia, que supone un contraste sorprendente con las
condiciones poco menos que desérticas del fondo marino circundante.
Ni siquiera después de un descubrimiento tan sensacional ha dejado la
mayoría de los biólogos de seguir creyendo que el centro de la vida es el sol.
Casi todos damos por hecho que las criaturas de las comunidades hidrotermales
de los abismos oceánicos, por más que puedan resultar fascinantes, constituyen
una anomalía insólita y no representativa. Gold no está de acuerdo. Él cree que
esos abismos ardientes y oscuros que soportan una presión altísima son
precisamente el lugar donde no debería faltar la vida y donde surgió por primera
vez. No necesariamente en el mar, sino tal vez en las rocas, bajo tierra, a gran
profundidad. Nosotros, los que vivimos en la superficie, expuestos a la luz y al
aire fresco, seríamos las aberraciones, las anomalías. Gold señala que los
hopanoides, unas moléculas orgánicas que se forman en las paredes celulares de
las bacterias, están presentes en todas las rocas, y cita un cálculo fidedigno según
el cual habría entre diez y cien billones de toneladas de hopanoides en las rocas
del mundo. Estas cifras superan con creces el billón de toneladas de carbono
orgánico presente en la superficie.
Las rocas, observa Gold, están plagadas de grietas y fisuras, que, por muy
pequeñas que sean a simple vista, suponen más de mil trillones de centímetros
cúbicos de espacio húmedo y caliente apto para la vida a escala bacteriana. La
energía térmica y las sustancias químicas presentes en las propias rocas serían
suficientes para sustentar enormes cantidades de bacterias. Gold señala que
muchas bacterias prosperan a temperaturas de hasta 110 °C y que esto les
permitiría vivir a una profundidad de entre cinco y diez kilómetros, distancia
ésta que recorrerían en menos de mil años. Se trata de un cálculo imposible de
verificar, pero Gold cree que el total de la biomasa de las bacterias que habitan
en rocas profundas e incandescentes podría superar la biomasa de toda la vida de
superficie basada en el sol que conocemos.
Volviendo al tema del origen de la vida, Gold y otros han señalado que la
termofilia, el amor a las temperaturas elevadas, no es una peculiaridad insólita
entre las bacterias y las Arqueas, sino todo lo contrario: es algo tan común y tan
ampliamente distribuido por los árboles filogenéticos bacterianos que bien
podría haber sido el estado primitivo desde el que evolucionaron las formas de
vida fría que conocemos. Por lo que respecta tanto a la química como a la
temperatura, las condiciones en la superficie de la Tierra primigenia (lo que
algunos científicos llaman la Era Hadeana) eran más similares a las de las rocas
profundas e incandescentes de Gold que a las de la superficie terrestre actual. De
hecho, podría decirse que, cuando excavamos en el suelo rocoso, lo que estamos
haciendo es excavar hacia el pasado y redescubrir las condiciones imperantes en
el incandescente Canterbury de la vida.
Uno de los recientes paladines de esta hipótesis es el físico angloaustraliano
Paul Davies, cuyo libro The fifth miracle es un compendio de las pruebas
descubiertas desde que Gold publicara su artículo en 1992. En varias muestras
de roca perforada se han descubierto bacterias hipertermófilas vivas que se
reproducen entre escrupulosas precauciones adoptadas para impedir cualquier
contaminación procedente de la superficie. Algunas de estas bacterias se han
cultivado con éxito en el interior… ¡de una olla a presión modificada! Davies, al
igual que Gold, cree que la vida pudo haberse originado en las profundidades
subterráneas y que las bacterias que todavía habitan ahí abajo podrían ser
reliquias relativamente inalteradas con respecto a nuestros antepasados más
remotos. En el caso concreto de nuestra peregrinación, esta idea es
particularmente estimulante, por cuanto nos da esperanzas de encontrarnos algo
parecido a las bacterias primordiales en lugar de las bacterias más conocidas,
modificadas para vivir en las modernas condiciones de luz, frío y oxígeno. En la
actualidad, tras haber sido objeto de escarnio en un primer momento, la hipótesis
de que la vida surgió en las rocas profundas e incandescentes se está
convertiendo poco menos que en el último grito. Habrá que esperar a más
investigaciones para ver si es correcta o no, pero confieso que estoy deseando
que lo sea.
Hay muchas otras teorías en las que no me he detenido. Tal vez un día
alcancemos un consenso definitivo sobre el origen de la vida. De ser así, dudo de
que se base en pruebas directas, pues mucho me temo que ya estén todas
destruidas. En lugar de eso, el consenso se alcanzará porque alguien formulará
una teoría tan elegante que, como dijo en otro contexto el gran físico
estadounidense John Archibald Wheeler:
… captaremos la clave del asunto y nos parecerá tan simple, tan bella y tan convincente que nos
diremos unos a otros: «¡Pues claro!, ¿cómo iba ser si no? ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos durante
tanto tiempo?».
Tendrá que ser así como descubramos la solución al enigma del origen de la vida
o, de lo contrario, me temo que jamás llegaremos a conocerla.
El retorno del anfitrión
El afable anfitrión, tras guiar a Chaucer y a los demás peregrinos desde Londres
hasta Canterbury y haberles animado a contar sus historias, se dio media vuelta y
los condujo de regreso a Londres. Yo también volveré ahora al presente, pero
tendré que hacerlo por mi cuenta, porque presumir que la evolución pueda seguir
dos veces el mismo camino hacia delante sería negar la mismísima razón de ser
de nuestro viaje al pasado. La evolución nunca estuvo dirigida hacia ninguna
meta en particular. Nuestra peregrinación regresiva ha visto, en cada encuentro,
engrosar sus filas con la llegada de nuevos grupos cada vez más inclusivos: los
simios, los primates, los mamíferos, los vertebrados, los deuteróstomos, los
animales y así sucesivamente hasta llegar al progenitor de todas las formas
vivas. Si ahora nos diésemos media vuelta y nos encaminásemos hacia el futuro,
no podríamos volver sobre nuestros pasos, pues eso implicaría que la evolución,
repitiéndose desde el comienzo, seguiría exactamente el mismo recorrido y que
lo que en el camino de ida vimos como fusiones se convertirían en divisiones. El
río de la vida se ramificaría en todos los lugares justos. Se redescubriría la
fotosíntesis y el metabolismo basado en el oxígeno, la célula eucariota se
reconstruiría a sí misma y las células se agruparían en nuevos cuerpos
metazoicos. Habría una nueva división entre plantas, por un lado, y animales,
por otro; una nueva división entre Protóstomos y Deuteróstomos; se
redescubriría la espina dorsal, así como los ojos, los oídos, las extremidades, los
sistemas nerviosos… En última instancia surgiría un bípedo de cerebro
hipertrofiado y manos hábiles dirigidas por unos ojos que miran al frente,
proceso que culminaría en el proverbial equipo de criquet capaz de ganar a los
australianos.
Mi rechazo a la evolución dirigida hacia una meta determinada fue lo que me
decidió a contar la historia marcha atrás. Con todo, al comienzo de este libro
confesé cierta simpatía por una rima que me llevaría a flirtear cautelosamente
con pautas recurrentes, con la búsqueda de un orden y una tendencia progresiva
en la evolución. Así pues, aunque mi retorno como anfitrión no consistirá en
volver exactamente sobre mis pasos, me preguntaré en voz alta si tal vez no sería
apropiado desandar un poco el camino.
La evolución repetida
Cambios espantosos. Del hombre sólo quedan restos fósiles y los ictiosaurios han reaparecido sobre la
Tierra. Una conferencia: «Como pueden apreciar», prosiguió el profesor Ictiosaurio, «este cráneo
pertenecía a algún animal inferior: los dientes son insignificantes; la potencia de las mandíbulas, ridicula,
y, en general, parece increíble que semejante criatura pudiese procurarse alimento».
Esta viñeta, obra de Henry de la Beche, parodiaba una hipótesis formulada por Charles Lyell según la cual
los cambios periódicos del clima terrestre y, en consecuencia, de la fauna podrían provocar que en el futuro
los iguanodontes volviesen a vagar por los bosques y los ictiosaurios reapareciesen en los mares.
Si durante los próximos 20 millones de años se produce una gran catástrofe y
una extinción en masa comparable a la desaparición de los dinosaurios, la nueva
gama de ecotipos surgirá de nuevos puntos de partida ancestrales y, a pesar de
mis elucubraciones sobre roedores en el Encuentro 10, será bastante difícil
adivinar cuáles de los animales actuales podrían representar esos puntos de
partida. La caricatura victoriana de esta página muestra al profesor Ictiosaurio
disertando sobre un cráneo humano procedente de algún pasado remoto. Si en la
época de los dinosaurios el profesor Ictiosaurio se hubiese planteado su
catastrófico final, le habría sido muy difícil pronosticar que su lugar lo
terminarían ocupando los descendientes de los mamíferos, que a la sazón apenas
eran unos pequeños insectívoros nocturnos e insignificantes.
Las cuarentas sendas hacia la iluminación. Paisaje de la evolución del ojo, obra de Michael Land.
Ojos ansiosos por evolucionar. Algunos ejemplos de ojos. Desde la esquina superior izquierda, en sentido
de las agujas del reloj: Nautilus pompilius (ojo del tipo cámara oscura); trilobite fósil (Phacops, ojo
compuesto hecho de lentes de calcita, algunos de los cuales pueden apreciarse en la parte superior del ojo);
mosca negra o jején del búgalo (Simulium damnosum, ojo compuesto); pez loro verde (Sparisoma viride,
ojo de pez); búho de Virginia (Bubo virginianus, ojo con córnea).
Podemos hacer el mismo tipo de recuento con otras adaptaciones. La
ecolocación (el truco de emitir pulsaciones sonoras para orientarse en función
del cronometraje preciso de los ecos) ha evolucionado como mínimo cuatro
veces: en los murciélagos, en las ballenas dentadas, en los guácharos (Steatornis
caripensis) y en las salanganas (Collocalia linchi). No son tantas veces como los
ojos pero sí las suficientes como para no considerar demasiado improbable que,
en las condiciones adecuadas, vuelva a surgir. Muy posiblemente, las reediciones
de la evolución redescubrirían los mismos principios específicos, los mismos
trucos para resolver las dificultades. De nuevo me abstendré de repetir una
explicación incluida en uno de mis libros anteriores[1] y simplemente resumiré
los resultados que cabría esperar de las repeticiones de la evolución. La
ecolocación basada en chillidos muy agudos (que presentan mayor resolución
que los graves) debería evolucionar repetidas veces. Es probable que algunas
especies puedan modular la frecuencia de los chillidos, subiendo o bajando el
tono durante la emisión de los mismos (la precisión aumenta porque la diferencia
tonal permite distinguir entre el comienzo del eco y el final). El dispositivo
computacional empleado para analizar los ecos podría perfectamente efectuar
cálculos (inconscientes) basados en variaciones de tipo Doppler en la frecuencia
de los ecos, porque es indudable que el efecto Doppler se produce en cualquier
punto del universo donde exista el sonido y los murciélagos lo utilizan a la
perfección.
¿Cómo sabemos que cosas como el ojo o la ecolocación han evolucionado de
forma independiente? Mirando el árbol filogenético. Los parientes de los
guácharos y de las salanganas no practican la ecolocación. Ambas aves se han
hecho cavernícolas por separado. Sabemos que desarrollaron dicha tecnología
por sí mismas e independientemente de murciélagos y ballenas porque en las
ramas circundantes del árbol filogenético no hay ni una sola especie que la
posea. Puede que grupos distintos de murciélagos también hayan desarrollado la
ecolocación por separado más de una vez. No sabemos cuántas otras veces ha
evolucionado esta técnica. Algunas musarañas y focas la practican de forma
rudimentaria (y algunos humanos ciegos la han aprendido). ¿También la poseían
los pterodactilos? Teniendo en cuenta que saber volar de noche es bastante
ventajoso y que, a la sazón, no existían los murciélagos, no es inverosímil. Lo
mismo vale para los ictiosaurios. Eran muy parecidos a los delfines y
presumiblemente se ganaban la vida de forma similar. Teniendo en cuenta que
los delfines hacen un uso continuado de la ecolocación, es lícito preguntarse si
los ictiosaurios también la practicaban antes de la aparición de los delfines. No
existen pruebas directas al respecto y debemos evitar las ideas preconcebidas.
Un dato en contra de la hipótesis: los ictiosaurios tenían unos ojos
extraordinariamente grandes (uno de sus rasgos más llamativos) luego quizá
dependían de la visión, no de la ecolocación. Los delfines, en cambio, tienen
ojos relativamente pequeños y uno de sus rasgos más llamativos, el bulto
redondeado llamado melón que tienen encima del pico, hace las veces de lente
acústica, concentrando el sonido en un haz estrecho que sale proyectado hacia
delante del animal como si fuese un reflector.
Como cualquiera de mis colegas, puedo rebuscar en la base de datos
zoológica que tengo en la cabeza y dar una respuesta aproximada a preguntas
como «¿Cuántas veces ha evolucionado el rasgo X por separado?». Sería un
buen proyecto de investigación llevar a cabo ese recuento de manera más
sistemática. Cabe suponer que algunos X, como los ojos, tendrían como
respuesta «muchas veces», otros, como la ecolocación, «varias veces» y otros,
«sólo una vez» o incluso «nunca», aunque debo decir que cuesta muchísimo
encontrar ejemplos de estas respuestas. Las diferencias podrían resultar
interesantes. Me figuro que descubriríamos que la vida está ansiosa por
adentrarse por ciertos senderos evolutivos potenciales, mientras que por otros se
muestra más renuente a internarse. En Escalando el monte improbable formulé
la analogía de un enorme museo que contuviese todas las formas de vida, tanto
reales como concebibles, con pasillos que se abrían en muchas dimensiones y
representaban el cambio evolutivo, tanto real como concebible. Algunos de estos
pasillos estaban totalmente abiertos y casi ejercían una atracción magnética;
otros, en cambio, estaban bloqueados por barreras difíciles o incluso imposibles
de superar. La evolución recorre a toda velocidad los pasillos fáciles, una y otra
vez, y sólo muy de vez en cuando, de manera insospechada, salta una de las
barreras. Retomaré la idea de deseo y renuencia a evolucionar cuando
analicemos la «evolución de la capacidad evolutiva».
Repasemos ahora rápidamente otros casos en los que valdría la pena llevar a
cabo un recuento sistemático de las veces en que ha evolucionado el órgano,
propiedad o técnica X. La picadura venenosa (inyección hipodérmica de veneno
mediante un tubo puntiagudo) ha evolucionado al menos diez veces de manera
independiente: en las medusas y sus parientes, en las arañas, en los escorpiones,
en los ciempiés, en los insectos,[2] en los moluscos (familia de los Cónidos), en
las serpientes, en el grupo de los tiburones (las rayas), en los peces óseos (el pez
piedra), en los mamíferos (el ornitorrinco macho) y en las plantas (la ortiga). En
una reedición del proceso evolutivo es casi seguro que volvería a surgir el
veneno, incluida la inyección hipodérmica.
La emisión de sonido con fines sociales ha evolucionado de manera
independiente en aves, mamíferos, grillos y saltamontes, cigarras, peces y ranas.
La electrolocalización, esto es, el uso de campos eléctricos débiles como sistema
de orientación, ha evolucionado varias veces, tal y como vimos en «El Cuento
del Ornitorrinco». Lo mismo cabe decir del uso (probablemente derivado del
anterior) de corrientes eléctricas como mecanismos de ataque y defensa. Dado
que desde el punto de vista físico la electricidad es igual en todos los mundos,
podemos apostar con confianza por la evolución recurrente de criaturas que
exploten la electricidad tanto para orientarse como para atacar.
El vuelo verdadero, no el planeo pasivo, parece haber evolucionado cuatro
veces: en los insectos, en los pterosaurios, en los murciélagos y en las aves. El
planeo en sus diferentes modalidades ha evolucionado de manera independiente
muchas veces, tal vez cientos, y bien podría ser el precursor evolutivo del vuelo
verdadero. Entre los ejemplos figuran lagartos, ranas, serpientes, peces
voladores, calamares, caguanes, marsupiales y roedores (dos veces). Apostaría
una gran suma de dinero a que en las repeticiones de Kauffman surgirían
planeadores, y una suma razonable a que también aparecerían voladores.
La propulsión a chorro podría haber evolucionado dos veces. Los moluscos
cefalópodos la utilizan, y, en el caso de los calamares, a gran velocidad. El
segundo ejemplo que se me ocurre es el de otro molusco cuya propulsión, sin
embargo, no es rápida. Las vieiras viven fundamentalmente en el fondo del mar,
pero de vez en cuando se desplazan abriendo y cerrando acompasadamente las
dos valvas, como si fuesen unas castañuelas. Lo lógico sería pensar (al menos yo
lo pienso) que semejante acción las propulsaría hacia atrás, en dirección opuesta
al castañeteo, pero lo cierto es que se mueven hacia delante, como si se abriesen
camino en el agua a mordiscos. ¿Cómo es posible? La respuesta es que el
movimiento de abrir y cerrar las valvas sirve para bombear agua a través de un
par de orificios situados detrás de la charnela. Estos dos chorros propulsan al
animal hacia delante. El efecto contradice hasta tal punto nuestra previsión
intuitiva que resulta casi cómico.
¿Y los órganos que sólo han evolucionado una vez, o no han llegado a
evolucionar? Como hemos visto en el cuento del Rhizobium, la rueda, dotada de
un cojinete verdadero de rotación libre, sólo ha surgido una vez, entre las
bacterias, antes de que la inventase el hombre. También el lenguaje ha surgido
únicamente entre nosotros, lo que supone una frecuencia cuarenta veces menor
que la de los ojos. Es sorprendente lo mucho que cuesta encontrar «buenas
ideas» que sólo hayan evolucionado una vez.
Le planteé el desafío a un colega de Oxford, el entomólogo y naturalista
George McGavin, y me proporcionó una lista estupenda; así y todo, comparada
con la lista de las cosas que han evolucionado muchas veces, resulta breve.
Según el doctor McGavin, los escarabajos bombarderos son los únicos que
mezclan sustancias químicas para producir explosiones. Los ingredientes se
fabrican y conservan en glándulas separadas (obviamente); cuando el escarabajo
percibe una amenaza, vierte los ingredientes en una cámara situada cerca del
ano, donde explotan y provocan la expulsión de un líquido tóxico (cáustico e
hirviente) a través de una pequeña cánula orientada hacia el enemigo. Este
proceso hace las delicias de los creacionistas, pues están convencidos de que es
manifiestamente imposible que se haya desarrollado de manera gradual ya que
las fases intermedias también serian explosivas. En las conferencias navideñas
para niños que di en la Royal Institution y que la BBC retransmitió en 1991,
disfruté de lo lindo demostrando la falacia de sesmejante argumento. Tras invitar
a los asistentes más nerviosos a abandonar el auditorio, me puse un casco de la
Segunda Guerra Mundial y mezclé hidroquinona y agua oxigenada, los dos
ingredientes explosivos del escarabajo bombardero. No pasó nada; ni siquiera se
calentó. La explosión requiere un catalizador. Así pues, aumenté poco a poco la
concentración de catalizador, que a su vez fue incrementando de forma constante
la temperatura de la reacción hasta llegar a un clímax satisfactorio. En la
naturaleza, el catalizador lo proporciona el escarabajo, que no debió de tener
mayor dificultad en ir aumentando la dosis, de forma paulatina y segura, a lo
largo del tiempo evolutivo.
El siguiente en la lista de McGavin es el pez arquero, que pertenece a la
familia de los Toxótidos y debe de ser el único animal capaz de lanzar un
proyectil para abatir presas a distancia. El pez arquero sube hasta la superficie y
escupe un chorro de agua a un insecto que esté posado en algún lugar; cuando el
insecto cae al agua, se lo come. El otro candidato para el puesto de depredador
artillero podría ser la hormiga león. Estos insectos en realidad son larvas del
orden de los Neurópteros y, al igual que tantas otras larvas, no se parecen en
nada a sus adultos. Con unas enormes mandíbulas que las harían las
protagonistas perfectas de una película de terror, acechan enterradas en la arena,
en la base de una trampa cónica que ellas mismas excavan. El proceso de
excavación consiste en arrojar la arena vigorosamente desde el centro hacia
fuera, lo que provoca minúsculos aludes en las paredes del foso. El resto corre a
cargo de las leyes de la física, que modelan cuidadosamente el cono. Las presas,
que por lo general son hormigas, caen en la trampa y se resbalan por las
empinadas pendientes del cono en dirección a las mandíbulas de la hormiga
león. La posible semejanza con el pez arquero es que las presas no sólo caen
pasivamente en la trampa sino que a veces se precipitan al foso por el impacto de
las partículas de arena. Éstas, sin embargo, no van dirigidas con tanta precisión
como las buchadas del pez arquero, que debe su devastadora puntería a una
visión de enfoque binocular.
Las arañas escupidoras, de la familia de las Escitódidas, actúan de un modo
ligeramente distinto. Privada de la rapidez de una araña lobo o de la tela de una
araña común, la araña escupidora lanza desde cierta distancia un engrudo
venenoso que inmoviliza a su presa, después se llega hasta ella y las mata de un
mordisco. Es una técnica diferente de la que usa el pez arquero para abatir a sus
víctimas. Varios animales, por ejemplo, las cobras escupidoras de veneno,
escupen para defenderse, no para cazar presas. El caso de la araña de las
boleadoras, Mastophora, también es diferente y probablemente único. Podría
decirse que arroja un proyectil a sus presas (unas polillas que se ven atraídas por
un señuelo falso: el olor sexual de la polilla hembra, sintetizado por la araña),
pero dicho proyectil es una pelotilla pegajosa de seda unida a un hilo de seda que
la araña lanza por el aire como el lazo de un vaquero (o como las boleadoras que
le dan nombre) y del que luego tira para arrastrar la presa hasta su posición.
Podría decirse que los camaleones también arrojan un proyectil contra sus
presas: la punta gruesa y pesada de la lengua, el resto de la cual (mucho más
fino) vendría a ser un poco como la cuerda con que se recupera un arpón después
de lanzado. Técnicamente, la punta de la lengua del camaleón es un proyectil
balístico, en el sentido de que, a diferencia de la nuestra, se puede lanzar
libremente. Los camaleones, sin embargo, no son únicos en cuanto a esta
peculiaridad. Algunas salamandras también lanzan balísticamente la punta de la
lengua contra las presas, y su proyectil (a diferencia del de los camaleones)
contiene parte del esqueleto. La punta sale disparada como una pepita de melón
cuando la apretamos entre los dedos.
El siguiente candidato de McGavin para el puesto de singularidades
evolutivas es una obra de arte: la araña acuática, Argyroneta aquatica. Esta
araña vive y caza exclusivamente bajo el agua pero, al igual que los delfines,
dugongos, tortugas, caracoles de agua dulce y demás animales que han retornado
al medio acuático, necesita respirar aire. La diferencia con todos esos otros
exiliados es que Argyroneta se construye su propia campana de inmersión. La
teje con seda (que es la panacea universal para cualquier problema arácnido) y la
amarra a una planta subacuática. Sube a la superficie a coger aire y lo transporta,
al igual que varios insectos acuáticos, bajo el vello del dorso. Pero, a diferencia
de dichos insectos, que llevan el aire consigo donde quiera que vayan como si
fuese la bombona de oxígeno de un hombre rana, Argyroneta lo transporta hasta
su campana de inmersión para reponer las existencias. La campana es también la
atalaya desde donde otea a sus presas y el lugar donde, una vez capturadas, las
almacena y se las come.
Pero la más sensacional de las singularidades recopiladas por McGavin es la
larva de un tábano africano del género Tabanus. Como era de esperar tratándose
de África, las charcas donde las larvas viven y se alimentan siempre acaban por
secarse. Es entonces cuando las larvas se entierran en el fango y se convierten en
crisálida. La mosca adulta emerge del fango seco y sale volando en busca de
sangre. En última instancia, completará el ciclo desovando en otra charca cuando
vuelvan las lluvias. El problema es que la larva enterrada corre un riesgo
previsible: cuando el barro se seca, se va agrietando y existe el peligro de que
una grieta destroce su refugio. En teoría, la larva podría salvarse si lograra dar
con algún modo de desviar las grietas que se le aproximan. Pues bien: lo logra, y
de una forma maravillosa y probablemente única. Antes de enterrarse en la
cámara de metamorfosis, la larva penetra en el barro cavando una galería en
forma de espiral para después volver a la superficie cavando una espiral inversa.
Por último, se introduce en el barro justo en medio de las dos espirales y ahí
permanece refugiada durante la estación seca hasta que vuelvan las lluvias.
¿Capta el lector la lógica del procedimiento? La larva está encerrada en un
cilindro de barro cuyo límite circular ella misma ha debilitado de antemano
mediante la excavación preliminar en espiral. Esto significa que cuando una
grieta se acerque resquebrajando el barro seco, si alcanza el borde del cilindro,
en lugar de atravesarlo justo por la mitad, lo circunvalará por fuera del
perímetro, y la larva no sufrirá daño alguno. Es un recurso similar al de las
perforaciones que rodean los sellos de correos e impiden que los rasguemos por
la mitad. El doctor McGavin está convencido de que este ardid tan ingenioso es
exclusivo de este género de tábano.[3]
¿Pero existe alguna buena idea que nunca haya surgido por selección
natural? Que yo sepa, ningún animal ha desarrollado jamás un órgano capaz de
transmitir ni recibir ondas de radio a larga distancia. El uso del fuego es otro
ejemplo. La experiencia humana nos demuestra lo valioso que es. Hay ciertas
plantas cuyas semillas precisan fuego para germinar, pero no me parece que sea
un uso análogo al que, por ejemplo, las anguilas eléctricas hacen de la
electricidad. El uso del metal como refuerzo óseo es otro ejemplo de una buena
idea que nunca ha surgido salvo en artefactos humanos. Me imagino que debe de
ser difícil de materializar sin la ayuda del fuego.
El estudio paralelo de las técnicas que evolucionan a menudo y las que rara
vez lo hacen, unido a las comparaciones geográficas que hemos analizado
previamente, podría permitirnos predecir cómo sería la vida en otros planetas y
también vaticinar el resultado más probable de los experimentos mentales sobre
reediciones de la evolución como el propuesto por Kauffman. Podemos dar por
hecho que surgirían ojos, oídos, alas y órganos eléctricos, pero tal vez no
explosiones como las del escarabajo bombardero ni proyectiles líquidos como
los del pez arquero.
Los biólogos que siguen la estela del difunto Stephen Jay Gould consideran
que toda la evolución, incluida la postcámbrica, es tremendamente contingente:
un hecho fortuito con escasas probabilidades de repetirse en una reedición
kauffmaniana. Bajo el nombre de «rebobinando la cinta de la evolución», Gould
desarrolló por su cuenta el experimento mental de Kauffman. El sentir
mayoritario es que las probabilidades de que en una reedición del proceso
evolutivo surgiese algo remotamente parecido a los seres humanos son ínfimas,
y Gould lo expresó de manera convincente en su libro La vida maravillosa. Fue
esa visión ortodoxa la que me indujo a suscribir, con gran abnegación por mi
parte, la cautelosa norma del primer capítulo de este libro; la que me indujo, de
hecho, a emprender mi peregrinación hacia el pasado y que ahora me induce a
abandonar a mis compañeros de viaje en Canterbury y a regresar solo. Y, sin
embargo… llevo tiempo preguntándome si la ortodoxia de la contingencia no
habrá llegado demasiado lejos con sus intimidaciones. En la reseña que escribí
del libro Full House, de S. J. Gould, (recogida en mi libro El capellán del
diablo) defendí la antipática idea del progreso evolutivo: no del progreso hacia la
humanidad (¡Darwin no lo quiera!), sino del progreso en direcciones lo bastante
predecibles como para justificar el uso del término. Como sostendré enseguida,
la acumulación de adaptaciones complejas como los ojos es un indicio rotundo
de cierta forma de progreso, sobre todo cuando se asocia mentalmente a algunos
de los maravillosos productos de la evolución convergente.
La evolución convergente también ha inspirado a Simon Conway Morris, un
geólogo de Cambridge cuyo provocador libro Life’s Solution: Inevitable Humans
in a Lonely Universe plantea exactamente el argumento contrario a la
contingencia de Gould. Según las tesis de Conway Morris, el subtítulo de su
libro, «El hombre como fruto inevitable de un universo solitario», no dista
mucho de la verdad literal. El geólogo está convencido de que una reedición de
la evolución daría como resultado otro ser humano, o de algo muy parecido, y
para defender una idea tan impopular hilvana un valeroso y casi provocador
alegato. Los dos testigos que cita una y otra vez a declarar son la convergencia y
la limitación.
Con la convergencia ya nos hemos topado repetidas veces a lo largo de este
libro, inclusive en este capítulo. Los problemas similares dan lugar a soluciones
similares, no sólo dos o tres veces, sino, en muchos casos, docenas de veces. Yo
pensaba que mi entusiasmo por la evolución convergente era bastante exagerado,
pero he encontrado la horma de mi zapato en Conway Morris, que presenta un
apabullante surtido de ejemplos, muchos de los cuales me eran desconocidos;
pero así como yo suelo explicar la convergencia apelando a presiones selectivas
similares, Conway Morris añade el testimonio de su segundo testigo, la
limitación. Los ingredientes de la vida y los procesos de desarrollo embrionario
sólo permiten una gama limitada de soluciones a un problema concreto. Dado un
determinado punto de partida evolutivo, existe un número limitado de posibles
vías de salida. En consecuencia, si dos reediciones de un experimento de
Kauffman se topan con presiones selectivas similares, las limitaciones en materia
de desarrollo fomentarán la tendencia a llegar a la misma solución.
Es evidente que un abogado experto podría servirse de estos dos testigos para
defender la audaz tesis de que una repetición del proceso evolutivo
desembocaría, más que probablemente, en un bípedo dotado de un gran cerebro,
manos hábiles, ojos tipo cámara fotográfica orientados hacia delante y otros
rasgos humanos. Por desgracia, sólo ha sucedido una vez en este planeta, aunque
me imagino que siempre tiene que haber una primera vez.
Asimismo, me confieso impresionado por el argumento paralelo que Conway
Morris desarrolla para sostener que la evolución de los insectos también es
previsible. Entre los rasgos definitorios de los insectos figuran los siguientes: un
exoesqueleto articulado, ojos compuestos, un modo de andar característico según
el cual, de las seis patas, tres están siempre en el suelo formando un triángulo
(dos patas a un lado, una al otro) y unos tubos respiratorios o tráqueas que sirven
para conducir oxígeno hasta el interior del animal a través de los espiráculos,
unos orificios especiales situados en los costados del cuerpo. Para completar la
lista de peculiaridades evolutivas, añadiré la evolución repetida (¡once veces por
separado!) de complejas colonias eusociales, como las colmenas. ¿Son todo
rarezas? ¿Carambolas únicas e irrepetibles en la gran lotería de la vida? Al
contrario: son todo convergencias.
Conway Morris repasa su lista y demuestra que todos y cada uno de esos
elementos han evolucionado más de una vez en diferentes partes del reino
animal; en muchos casos, varias veces, e incluso varias veces por separado
dentro de los propios insectos. Si a la naturaleza le resulta tan fácil desarrollar
por separado los componentes característicos de los insectos, no es tan
inverosímil que el conjunto entero pudiera surgir una segunda vez. Estoy tentado
de suscribir la idea de Conway Morris de que deberíamos dejar de pensar que la
convergencia es una rareza pintoresca que haya que admirar allí donde se
manifieste. Tal vez debiéramos verla como la norma y sorprendernos de las
excepciones a la misma. Por ejemplo, el lenguaje sintáctico parece ser un
fenómeno exclusivo de una sola especie, la nuestra. ¿Acaso es un rasgo (y más
adelante retomaré este tema) del que podría carecer un bípedo inteligente fruto
de un segundo devenir evolutivo?
En el primer capítulo de este libro, «La vanidad retrospectiva», escuché las
advertencias sobre lo peligroso que es buscar pautas, paralelismos y sentidos en
la evolución, pero también dije que flirtearía cautelosamente con ellos. Este
último capítulo nos ha brindado la oportunidad de recorrer todo el curso de la
evolución hacia delante para ver qué pautas logramos apreciar. La idea de que
toda la evolución iba dirigida a la producción de Homo sapiens debe, sin duda,
refutarse, y nada de lo que hemos visto en nuestro viaje regresivo invita a
reconsiderarla. El propio Conway Morris se limita a afirmar que algo
aproximadamente parecido al ser humano es uno de los diversos resultados
(otro, por ejemplo, serían los insectos) que en buena lógica se darían
repetidamente si la evolución se reiniciase una y otra vez.
Progreso exento de valores y progreso cargado de valores
Esta Cámara no puede estar de acuerdo con una política que pretende fundamentar la seguridad nacional
únicamente en el rearme militar y que intensifica esa desastrosa carrera armamentista entre las naciones
que conduce inevitablemente a la guerra.
Evolucionabilidad
Eso por lo que respecta a las carreras armamentistas como motores del progreso.
¿Qué más mensajes del pasado nos trae el anfitrión en su camino de regreso al
presente? Bien, debo hacer referencia a la supuesta distinción entre
macroevolución y microevolución. Digo «supuesta» porque, a mi modo de ver,
la macroevolución (evolución en una escala de millones de años) es simplemente
lo que se obtiene cuando la microevolución (evolución en la escala de la vida de
un individuo) se prolonga durante millones de años. La opinión contraria es que
la macroevolución es algo cualitativamente distinto de la micro-evolución.
Ninguna de las dos posturas es una tontería, ni tampoco son necesariamente
contradictorias. Como suele ocurrir, depende del sentido con que se expresen.
Una vez más podemos usar el ejemplo del crecimiento de un niño.
Imaginemos una discusión sobre una supuesta diferencia entre macrocrecimiento
y microcrecimiento. Para estudiar el macrocrecimiento, pesamos al niño cada
pocos meses y el día de su cumpleaños lo colocamos contra el dintel de una
puerta para registrar su altura con una raya a lápiz. Si queremos proceder de un
modo más científico, podemos medir varias partes del cuerpo, como, por
ejemplo, el diámetro de la cabeza, la anchura de los hombros, la longitud de los
principales huesos de las extremidades, y contraponer los valores en una gráfica,
quizá tranduciéndolos a logaritmos por los motivos aducidos en «El Cuento del
Hábil». También apreciaríamos indicios de desarrollo tan significativos como la
primera aparición del vello púbico, o del pecho y la menstruación en las chicas,
y del vello facial en los chicos. Éstos son los cambios que constituyen
macrocrecimiento, medidos en una escala de meses o años. Nuestros
instrumentos de medición no son lo bastante sensibles como para registrar las
variaciones corporales del microcrecimiento, que se producen cada hora o cada
día y que, acumulados a lo largo de meses, constituyen el macrocrecimiento. O
bien, por extraño que parezca, son demasiado sensibles. En teoría, una balanza
sumamente precisa podría revelar el crecimiento del niño de una hora para otra,
pero una señal tan delicada se perdería entre los bruscos incrementos de peso
con cada ingesta de alimentos y las bruscas disminuciones con cada evacuación.
Los actos de microcrecimiento propiamente dicho, consistentes todos ellos en
divisiones celulares, no tienen la más mínima repercusión inmediata en el peso y
su influencia en las dimensiones corporales brutas es indetectable.
Entonces, el macrocrecimiento ¿es la suma de multitud de pequeños
episodios de microcrecimiento? Efectivamente. Pero también es cierto que las
distintas escalas temporales imponen métodos de estudio y hábitos de
pensamiento completamente diferentes. Los microscopios que se usan para
observar las células no son apropiados para estudiar el desarrollo del niño a nivel
corporal. Y las balanzas y cintas métricas no sirven para estudiar la
multiplicación celular. En la práctica, las dos escalas temporales exigen métodos
de estudio y hábitos de pensamiento radicalmente distintos. Lo mismo puede
decirse de la macroevolución y la microevolución. Si los términos se usan para
expresar las diferencias en cuanto a la mejor manera de estudiarlas, no tengo
nada en contra de establecer una distinción práctica entre una y otra. En cambio,
sí tengo mucho en contra de quienes otorgan a esta distinción tan mundana una
trascendencia casi (o más que casi) mística. Los hay que piensan que la teoría
darviniana de la evolución por selección natural explica la microevolución pero
es incapaz de explicar la macroevolución, lo cual hace necesario añadir un
ingrediente extra; en los casos más extremos, un ingrediente extra de naturaleza
divina.
Por desgracia, este anhelo de intervenciones celestiales ha recibido la ayuda
y el consuelo de verdaderos científicos cuyas intenciones en este sentido están
libres de toda sospecha. Ya he analizado la teoría del equilibro puntuado
demasiadas veces y con demasiada meticulosidad como para volver a hacerlo en
estas páginas,[8] así que me limitaré a añadir que sus defensores, en general,
llegan a proponer un desparejamiento fundamental de microevolución y
macroevolución. Es algo completamente injustificado. No hace falta agregar
ningún ingrediente adicional a nivel micro para explicar el nivel macro. Antes al
contrario, a nivel macro surge un nivel extra de explicación como consecuencia
de acontecimientos a nivel micro, extrapolados a espacios temporales
inimaginables.
La distinción práctica entre micro y macroevolución es semejante a las que
nos encontramos en muchos otros contextos. Los cambios en el mapa del mundo
a lo largo del tiempo geológico se deben a los efectos, acumulados durante miles
de milenios, de acontecimientos tectónicos que tienen lugar en una escala de
minutos, días y años. Sin embargo, al igual que en el caso del crecimiento de un
niño, los métodos de estudio correspondientes a cada una de las dos escalas
apenas si tienen puntos en común. El lenguaje de las fluctuaciones voltaicas no
sirve para analizar el funcionamiento de un programa informático como el
Microsoft Excel. Nadie con dos dedos de frente puede negar que los programas
informáticos, por complicados que sean, funcionan a base de pautas espacio-
temporales de variación entre dos voltajes, pero nadie con dos dedos de frente se
preocupa de eso cuando diseña, depura o utiliza un programa informático.
No veo motivos para poner en duda de que la macroevolución consista en
montones de pedacitos de microevolución unidos uno tras otro a lo largo del
tiempo geológico y detectados mediante fósiles en lugar de por muestreo
genético. No obstante, podría haber, y creo que los hay, acontecimientos
capitales en la historia evolutiva que modifican la propia naturaleza de la
evolución. En cierto sentido, la evolución también evoluciona. Hasta ahora, en
este capítulo, el término progreso ha venido significando que organismos
individuales, con el correr del tiempo evolutivo, se tornan más competentes para
la labor propia de todo individuo, que es sobrevivir y reproducirse. Pero también
podemos contemplar la posibilidad de que se den cambios en el propio
fenómeno de la evolución. ¿Podría la evolución propiamente dicha tornarse más
competente para alguna labor (la que le corresponda) con el paso del tiempo?
¿Constituyen los últimos estadios de la evolución una mejora con respecto a los
primeros? ¿Evolucionan los seres vivos para mejorar no sólo su capacidad de
sobrevivir y reproducirse, sino también la capacidad evolutiva de su linaje?
¿Existe una evolución de la evolucionabilidad?
Esa frase, «evolución de la evolucionabilidad», la acuñé yo mismo en un
artículo publicado en las Actas de la conferencia inaugural sobre vida artificial
de 1987. La ciencia de la vida artificial era una disciplina recién nacida de la
fusión de otras ciencias, particularmente biología, física e informática, y su
fundador era el visionario físico Christopher Langton, que fue quien editó las
Actas. Desde la aparición de mi artículo, aunque probablemente no como
consecuencia del mismo, la evolución de la evolucionabilidad se ha convertido
en un tema muy discutido entre los estudiantes de biología y los de vida
artificial. Mucho antes de que yo usase la expresión, otros ya habían propuesto la
idea. En 1973, por ejemplo, el ictiólogo estadounidense Karen F. Liem empleó la
frase «adaptación prospectiva» para referirse al revolucionario aparato maxilar
de los peces cíclidos, que les permitió, como hemos explicado en su cuento,
desarrollar de forma tan súbita y fulminante cientos de especies en todos los
grandes lagos africanos. He de decir que la teoría de Liem va más allá de la idea
de preadaptación. Una preadaptación es algo que surge originariamente para
cumplir una función y termina siendo asimilado por otra. La adaptación
prospectiva de Liem y mi evolución de la evolucionabilidad llevan implícita la
idea, no sólo de asimilación a una función nueva, sino de desencadenamiento de
un nuevo estallido de evolución divergente. En resumidas cuentas, me estoy
refiriendo a una tendencia permanente e incluso progresiva hacia una mayor
habilidad a la hora de evolucionar.
En 1987 la idea de la evolución de la evolucionabilidad resultaba un tanto
herética, sobre todo en boca de un supuesto ultradarvinista como yo. Me vi en la
extraña situación de sostener una hipótesis y, al mismo tiempo, disculparme por
ella ante personas incapaces de entender por qué había de disculparme. En la
actualidad es un tema ampliamente debatido, y algunos lo han llevado más lejos
de lo que jamás hube previsto, por ejemplo, los biólogos celulares Marc
Kischner y John Gerhart, y la entomóloga evolutiva Mary Jane West-Eberhard
en su magistral libro Developmental Plasticity and Evolution.
¿Qué es lo que hace que un organismo sea bueno evolucionando, además de
sobreviviendo y reproduciéndose? Pongamos, antes de nada, un ejemplo. A lo
largo del libro hemos visto que los archipiélagos son talleres de especiación. Si
las islas están lo bastante cerca como para permitir migración esporádicas, pero
lo bastante lejos como para dar tiempo a que se den divergencias evolutivas entre
las una migración y otra, ya tenemos los ingredientes necesarios para la
especiación, que es el primer paso hacia la radiación evolutiva. Pero ¿cuán cerca
es «bastante cerca» y cuán lejos es «bastante lejos»? Depende de la capacidad
locomotriz de los animales. Para una cochinilla o bicho bola, una separación de
unos pocos metros equivale a una separación de muchos kilómetros para un
pájaro o un murciélago. Entre las islas del archipiélago de las Galápagos media
la distancia adecuada para propiciar la evolución divergente de pequeñas aves
como los pinzones de Darwin, aunque no necesariamente para propiciar la
evolución divergente en un sentido general. Para esto habría que medir la
separación entre las islas, no en unidades absolutas, sino en unidades de
viabilidad locomotriz calibrada en función de la especie animal de que se trate,
un poco como en el caso de aquel barquero irlandés al que mis padres
preguntaron la distancia a la isla de Great Blasket y respondió: «Unas tres millas
si hace bueno».
Eso quiere decir que un pinzón de las Galápagos cuya autonomía de vuelo
hubiese disminuido o aumentado a consecuencia de la evolución podría con ello
ver disminuida su evolucionabilidad. Una autonomía limitada reduce las
probabilidades de iniciar una nueva raza de descendientes en otra isla; visto así,
es fácil de entender. El aumento de la autonomía tiene un efecto menos evidente
en la misma dirección: los descendientes se establecen en nuevas islas con tanta
frecuencia que no tienen tiempo de evolucionar por separado antes de que
lleguen los nuevos inmigrantes. Poniéndonos en el caso extremo, aquellas aves
cuya autonomía de vuelo fuese lo bastante grande como para que la distancia
entre las islas les sea indiferente, dejarían de considerarlas separadas. Desde el
punto de vista del flujo génico, todo el archipiélago constituye un continente. Y,
de nuevo, se ve frenada la especiación. La evolucionabilidad elevada, si
decidimos medir la evolucionabilidad como índice de especiación, es una
consecuencia involuntaria de una autonomía locomotriz intermedia, teniendo en
cuenta que lo que se considere intermedia (esto es, ni demasiado grande ni
demasiado pequeña) dependerá de la distancia entre las islas en cuestión. Huelga
decir que en este tipo de razonamientos la palabra isla no tiene por qué significar
exclusivamente tierra rodeada de agua. Como hemos visto en «El Cuento de los
Cíclidos», los lagos son islas para los animales acuáticos y los arrecifes pueden
ser islas dentro de lagos. Las cumbres montañosas son islas para aquellos
animales terrestres que no toleran bien las bajas altitudes. Un árbol puede ser una
isla para un animal de autonomía reducida. Para el virus del sida, cada hombre o
cada mujer son una isla.
Si el aumento o la disminución de la autonomía se traduce en un aumento de
la evolucionabilidad, ¿tendríamos que calificarlos de mejora evolutiva? Al
ultradarvininista que, según algunos, llevo dentro se le eriza el pelo y le empieza
a parpadear el detector de herejías. La frase tiene un desagradable regusto a
previsión evolutiva. Las aves desarrollan un aumento o disminución de su
autonomía a causa de la selección natural. Las futuras repercusiones sobre la
evolución son una consecuencia irrelevante. No obstante, a toro pasado,
podríamos descubrir que las especies que ocupan el planeta tienden a ser
descendientes de especies atávicas con dotes para la evolución. Podría decirse,
por tanto, que hay una especie de selección entre linajes a alto nivel que favorece
la evolucionabilidad: un ejemplo de lo que el insigne evolucionista
estadounidense George C. Williams llamó selección de clados. La selección
darviniana tradicional lleva a los organismos individuales a convertirse en
refinadas máquinas de supervivencia. ¿Podría ser que la propia vida, como
consecuencia de la selección de clados, se haya ido convirtiendo paulatinamente
en un conjunto de refinadas máquinas de evolución? De ser así, cabría esperar
que en hipotéticas reediciones kauffmanianas de la evolución se redescubrirían
las mismas mejoras en materia de evolucionabilidad.
La primera vez que escribí sobre la evolución de la evolucionabilidad
especulé sobre la existencia de acontecimientos evolutivos decisivos tras los
cuales la evolucionabilidad mejoraba. El ejemplo más prometedor que se me
ocurrió fue el de la segmentación. Como recordará el lector, la segmentación es
la división del cuerpo en módulos semejantes a los vagones de un tren en cuyo
interior las partes y sistemas del organismo se repiten en serie. En su forma
completa, la segmentación ha surgido de forma independiente en los artrópodos,
los vertebrados y los anélidos (aunque la universalidad de los genes Hox apunta
hacia algún tipo de organización serial en los extremos anterior y posterior que
habría preludiado la segmentación). Su origen es uno de esos acontecimientos
evolutivos que no pueden haber sido graduales. Mientras que el típico pez óseo
tiene unas 50 vértebras, las anguilas tienen nada menos que 200. Las cecilias
(unos anfibios vermiformes) oscilan entre 95 y 285 vértebras. Las serpientes
presentan enormes diferencias en cuanto al número de vértebras: el récord, que
yo sepa, lo tiene una serpiente extinta con 565.
Cada una de las vértebras de una serpiente representa un segmento con su
propio par de costillas, sus bloques musculares y sus nervios que salen de la
espina dorsal. Como es imposible tener fracciones de segmentos, la evolución de
cantidades variables de segmentos ha debido de propiciar numerosos casos en
los que una serpiente mutante se diferenciase de sus progenitores en un número
entero de segmentos (como mínimo en uno, posiblemente en más, de una sola
vez). Asimismo, cuando surgió la segmentación, tuvo que darse una transición
mutacional directa desde unos padres no segmentados a una cría con (al menos)
dos segmentos. Cuesta creer que semejante engendro pudiese sobrevivir, no
digamos ya encontrar con quien aparearse, pero está claro que eso fue lo que
ocurrió habida cuenta de que estamos rodeados de animales segmentados. Es
más que probable que la mutación tuviese que ver con genes Hox, como los de
«El Cuento de la Mosca del Vinagre». En mi artículo de 1987 sobre la
evolucionabilidad supuse que
… el éxito o el fracaso individual del primer animal segmentado durante su propia vida carece
relativamente de importancia. No cabe duda de que muchos otros nuevos mutantes habrán tenido más
éxito a nivel individual. Lo que importa de ese primer animal segmentado es que las líneas ancestrales
que descendieron de él fueron unos ases de la evolución. Se irradiaron, se especiaron y dieron origen a
nuevos filos. Independientemente de si la segmentación fue o no una adaptación beneficiosa para la
existencia particular del primer animal segmentado, lo cierto es que representó un cambio embriológico
preñado de posibilidades evolutivas.
La facilidad con que segmentos enteros pueden agregarse o sustraerse del cuerpo
es un factor que contribuye a una mayor evolucionabilidad. Lo mismo ocurre
con la diferenciación entre segmentos. En animales como los milpiés y las
lombrices, casi todos los segmentos son idénticos entre sí, pero existe una
tendencia recurrente, sobre todo entre los artrópodos y los vertebrados, en virtud
de la cual determinados segmentos se especializan en cometidos concretos y, por
tanto, se vuelven diferentes de otros segmentos (basta comparar una langosta con
un ciempiés). Un linaje que consiga desarrollar un plan corporal segmentado
será inmediatamente capaz de generar toda una gama de nuevos animales sólo
con alterar módulos a lo largo del cuerpo.
La segmentación es un ejemplo de modularidad, y la modularidad, en
general, es un ingrediente básico del pensamiento de los teóricos más recientes
de la evolución de la evolucionabilidad. De las muchas acepciones de la palabra
módulo recogidas en el Oxford English Dictionary, ésta es la pertinente:
Elemento de una serie de componentes o unidades de producción que están tipificados para facilitar el
ensamblaje o la sustitución y que suelen prefabricarse como estructuras autónomas.
Diamond, Jared, Guns, Germs and Steel: A Short History of Everybody for the
Last 13.000 Years, Chatto & Windus, Londres. [Trad. esp.: Armas, gérmenes y
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Lecturas avanzadas
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Inc., Sunderland, Massachussets, 2002. [Trad. esp.: Invertebrados, McGraw-
Hill/Interamericana de España, 2005.]
Diagramas filogénicos
ENCUENTRO 14. Encuentro corroborado por datos tanto antiguos como recientes
[208]. La divergencia placentarios-marsupiales hace 140 millones de años
concuerda con fósiles y fechas moleculares tardías [7, 144]. Los estudios
moleculares demuestran que los Didélfidos y, después, los Paucituberculados,
son grupos hermanos de otros marsupiales [212, 272], lo cual concuerda con el
análisis morfológico [251]. Otras ramas están corroboradas en diversa medida
por los datos moleculares [212, 272]: la posición del colocolo es particularmente
dudosa; aquí aparece hermanado a los Diprotodontes [251]. Las fechas de
divergencia se basan en datos del reloj molecular, pero también vienen impuestas
por la biogeografía gondwaniana [212].
ENCUENTRO 17. Aunque algunos paleontólogos [40] los cuestionan, los datos
moleculares y morfológicos corroboran de manera contundente la monofilia de
los Lisanfibios y apuntan al orden de ramificación aquí representado [325]. La
fecha de la divergencia basal procede de pruebas paleontológicas [4] y las otras,
de árboles de ADN mitocondrial elaborados mediante el método de probabilidad
máxima [325].
ENCUENTRO 21. Filogenia basada en datos morfológicos [75, 63] [263]. Fechas de
las divergencias basadas en datos de fósiles [209, 252].
ENCUENTRO 22. El grupo de los agnatos está basado en datos genéticos [97, 279]
que contradicen la mayoría de las filogenias basadas en fósiles (aunque estos
grupos especializados muestran caracteres que han desaparecido en una segunda
fase evolutiva, lo que dificulta el uso de datos morfológicos). La fecha del
encuentro está severamente limitada por pruebas fósiles [264]. La fecha de la
divergencia de lampreas y mixinos se ha inferido de los diagramas moleculares
más probables [279].
ENCUENTRO 23. Los datos del reloj molecular [315] sitúan la escisión del pez
lanceta cerca de las divergencias basales de los Deuteróstomos, esto es, hace 570
millones de años, según la datación de la teoría de la explosión cámbrica de
mecha lenta (véase «El Cuento del Gusano Aterciopelado»).
ENCUENTRO 24. La fecha del encuentro viene impuesta por los puntos de
ramificación circundantes. Puede que sea más próxima a los ambulacrarios que a
los peces lanceta [315].
ENCUENTRO 26. La fecha del encuentro (hace unos 590 millones de años) se
deduce de cálculos de reloj molecular recientes [8, 10] y concuerda de sobra con
datos fósiles [291]. La filogenia de los protóstomos se ha revisado recientemente
[3]: aquí hemos seguido un solo esquema general [103] basado en la genética y
la morfología. Tres ramas compuestas de varios filos agrupados: Cefalorrincos
[103], Gnatíferos [162] (que incluye a los Acantocéfalos y a los Mizostómidos)
y Braquiozoos (Forónidos y Braquiópodos). La filogenia de los Ecdisozoos es
relativamente robusta [103]: las principales dudas son el agrupamiento de
onicóforos con artrópodos, y la inclusión basal de los Quetognatos, que se basa
en datos morfológicos y genéticos [224]. Muchas de las fechas de los
Ecdisozoos están constreñidas por fósiles onicóforos pequeños con concha
(véase «El Cuento del Gusano Aterciopelado»). El orden de ramificación de los
Lofotrocozoos es mucho más dudoso: el grupo Anélidos/Moluscos/Sipuncúlidos
es robusto [224]; los nemertinos son probablemente el grupo hermano [290]; la
ramificación de los demás es incierta.
ENCUENTRO 27. Filogenia basada en datos moleculares [247, 283]. Éstos suelen
corroborar, aunque débilmente, la hipótesis de que los Acelos son parafiléticos,
mientras que los datos morfológicos demuestran convincentemente la monofilia
de los acelomorfos; en consecuencia, la fecha de divergencia es arbitraria. La del
encuentro se basa en cálculos de distancia genética [247, 283], suponiendo que
la escisión Protóstomos/Deuteróstomos date de hace 590 millones de años y la
de bilaterios/cnidarios, de hace 700.
ENCUENTRO 34. Suele discutirse [91, 244] la fecha del encuentro (hace 1100
millones), que tal vez no sea particularmente robusta. Los estudios moleculares
revisados sitúan ahora a los Microsporidios dentro de los Hongos [149],
posiblemente en la base [13]. Los estudios morfológicos y genéticos sitúan a los
Ascomicotes y Basidiomicotes como filos cercanos, y los análisis de ADN
ribosómico identifican a los Glomeromicotes como filo hermano de ambos
[256], con dos (como mostramos aquí) o más ramas parafiléticas de zigomicetes.
Las fechas de divergencia, obtenidas por reloj molecular [133], se han reajustado
para que cuadren con la del encuentro.
Los números entre corchetes se usan como referencia en notas, pies de foto e
índice analítico.
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Londres, 1991. [Trad. esp.: Mañana no estarán: en busca de las más variopintas
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Regard to Discontinuity in the Origin of Species, Macmillan and Co., Londres,
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[325] Zardoya, R. y Meyer, A., «On the origin of and phylogenetic relationships
among living amphibians», Proceedings of the National Academy of Sciences of
the USA, 98 (325), 7380-7383.
[326] Zhu, M. y Yu, X., «A primitive fish close to the common ancestor of
tetrapods and lungfish», Nature, 418 (2002), 767-770.
idea cuántica de los mundos múltiples propugnada por Hugh Everett y defendida
con brillantez por David Deutsch en su libro La estructura de la realidad. El
parecido entre ambas es superficial e irrelevante. Las dos hipótesis, que podrían
ser ambas verdaderas, o no serlo ninguna, o ser verdadera una y falsa la otra, se
propusieron como respuesta a dos problemas completamente diferentes. Según la
de Everett, los diferentes universos tienen las mismas constantes fundamentales,
mientras que la que aquí nos ocupa sostiene que los diferentes universos tienen
diferentes constantes fundamentales. <<
[2] Las leyes de la nomenclatura zoológica siguen un estricto orden de
precedencia y me temo que no hay ninguna posibilidad de cambiar el término
Australopithecus por algo que resulte menos equívoco a la mayoría de personas
privadas de una formación clásica. No tiene nada que ver con Australia y, de
hecho, nunca se ha encontrado un solo miembro del género fuera de África.
Australo significa simplemente «meridional». Australia es el gran continente
meridional, la aurora austral es el equivalente sureño de la aurora boreal (boreal
significa «septentrional») y el primer Australopithecus, el niño de Taung, se
encontró en Sudáfrica. <<
[3] Agradezco a Nicky Warren la sugerencia del término. <<
[4] Las citadísimas pruebas con que J. W. Schopf sustentó la hipótesis de la
octal (o hexadecimal), la lógica binaria sería más fácil de entender y puede que
se hubiesen inventado mucho antes los ordenadores. <<
[2] En su libro Man on Earth, John Reader señala que los incas, que no tenían un
Alguien le susurra al oído una historia al primero sin que los demás la oigan, éste
a su vez se la susurra al segundo, y así hasta llegar al último niño, cuya versión
de la historia, revelada en voz alta, resulta ser una divertida y embrollada
distorsión del mensaje original. <<
[4] La cita es del Nuevo Testamento: «Porque ahora vemos oscuramente, como
por medio de un espejo, mas entonces, cara a cara; ahora conozco en parte, pero
entonces conoceré así como también soy conocido» (1 Corintios 13:12). [N. del
t.] <<
[5] A veces se usa el término redundante en lugar de degenerado pero es un error,
enterarse de que el perro elegido era Shadow, el caniche del doctor Venter. <<
[2] Para entender por qué pongo la palabra en cursiva, véase «El Cuento del
Saltamontes». <<
[3] El mismo Afar que dio nombre a un fósil mucho más antiguo:
Australopithecus afarensis, también conocido como Lucy. <<
[4] Muchos genes tienen más de un efecto, fenómeno conocido como
pleiotropismo. <<
[5] Una vez un periodista me entrevistó durante más de una hora delante de este
de Homo fue establecido por sir Arthur Keith. Como cuenta Richard Leakey en
su libro La formación de la humanidad, cuando Louis Leakey describió el
primer Homo habilis, el cráneo de su especimen tenía una capacidad de 650 c.c.,
de manera que desplazó el Rubicón para acogerlo entre los humanos.
Especímenes posteriores de Homo habilis han venido a darle la razón por cuanto
presentan una capacidad craneal cercana a los 800 c.c. Todo esto me afianza en
mi postura antirubiconiana. <<
[7] Es la línea que minimiza la suma de los cuadrados de las distancias desde los
por primera vez por Robert Trivers y desarrollada posteriormente por Robert
Axelrod y otros. El intercambio de favores en el que se posterga la devolución
del primero, funciona muy bien. He explicado el principio en El gen egoísta,
sobre todo en la segunda edición del libro. <<
Notas al Encuentro 1
[1] En cualquier caso, el uso de herramientas está extendido entre los mamíferos
y las aves, como bien ha demostrado la propia Jane Goodall (entre otros). <<
Notas al Encuentro 2
[1] En realidad, lo que hizo Hanón, que es como se llamaba el almirante
cartaginés, fue una transcripción sui generis del término kikongo ngò dìida, que
significa «animal poderoso que se golpea con violencia». [N. del t.] <<
[2] El Proyecto Gran Simio, ideado por el ilustre filósofo moral Peter Singer, va
que otras partes del libro. El lector puede escoger entre devanarse los sesos
durante las próximas diez páginas, o saltar directamente a la p. 199 y volver a
este cuento cuando desee ejercitar las neuronas. Dicho sea de paso, muchas
veces me he preguntado cómo se devana uno los sesos. Ojalá lo supiera. <<
[5] El número exacto es (3 × 2 − 5) × (4 × 2 − 5) × (5 × 2 − 5) × … (n × 2 − 5),
autor de la monumental Decadencia y caída del Imperio Romano. [N. del t.] <<
[9] Cuanto más tiempo transcurra entre las separaciones de especies (o menor sea
habrá sido una elección de lo más desafortunada. Como veremos en «El Cuento
del Dodo», los animales no se proponen colonizar nuevos territorios. Pero
cuando lo hacen (por casualidad), las consecuencias en el plano evolutivo
pueden ser trascendentales. <<
[2] La cola prensil se observa en muchos otros grupos de especies sudamericanas,
que pueden darse en este locus, pero ya tenemos bastantes complicaciones como
para añadir más. A los efectos de este relato, los alelos serán estrictamente rojos
o verdes. <<
[6] Para las hembras es fácil activar en cada cono únicamente el gen de la opsina
roja o el de la opsina verde, pero no los dos a la vez. De hecho, resulta que
cuentan con un mecanismo que desactiva todo un cromosoma X en cualquier
célula. Una mitad aleatoria de las células desactiva uno de los dos cromosomas
X y la otra mitad desactiva el otro. Esto tiene su importancia habida cuenta de
que todos los genes presentes en el cromosoma X se activan al activarse uno solo
de ellos (un fenómeno necesario por cuanto los machos sólo poseen un
cromosoma X). <<
[7] Esto, por desgracia, afecta a muchos afroamericanos que, aunque ya no
habitan en zonas palúdicas, heredan los genes de antepasados que sí vivían en
tales lugares. Otro ejemplo es la fibrosis cística, una grave enfermedad cuyo gen,
en la variante heterocigótica, parece brindar protección contra el cólera. <<
[8] En su libro Mendel’s Demon, Mark Ridley señala que esa cifra del ocho por
ciento (o más) vale para europeos y otros pueblos con un buen historial de
asistencia médica a sus espaldas. Los cazadores-recolectores y otras sociedades
tradicionales más expuestas a la selección natural muestran un porcentaje menor.
Ridlye sostiene que la relajación de la selección natural ha permitido el aumento
del daltonismo. En La isla de los ciegos al color, Oliver Sacks aborda el tema
del daltonismo con la originalidad que lo caracteriza. <<
[9] Me imagino que un aprendizaje parecido deben de llevar a cabo las aves y
tapetum, no les habrían hecho falta unos ojos tan enormes. Los ojos más grandes
de todo el reino animal son los del calamar gigante, que miden unos 30 cms. de
diámetro. También tienen que apañarse con poquísima luz, no porque sean
nocturnos sino porque en las profundidades marinas donde habitan apenas llega
luz alguna. <<
Notas al Encuentro 8
[1] Este mismo hábito, con el mismo dedo alargado (sólo que en este caso no se
como prueba de que «los evolucionistas no están de acuerdo en nada» para dar a
entender con ello que toda la teoría de la evolución se puede tirar a la basura. <<
[2] Con un mínimo matiz: en realidad dicho árbol será el consenso mayoritario
entre los árboles genéticos, tal y como se explica en los últimos párrafos de «El
Cuento del Gibón». <<
Notas al Encuentro 10
[1] Salvo una de sus 15 especies, se abren camino bajo tierra a base de roer. Las
más trogloditas, las ratas topo desnudas, forman equipos de trabajo para
construir madrigueras en masa; cada miembro de la fila pasa al obrero
inmediatamente posterior la tierra que va royendo la primera obrera de la fila.
Utilizo el término obrera deliberadamente, pues otra extraordinaria peculiaridad
de las ratas topo desnudas es que, de todas las especies de mamíferos, son las
más semejantes a los insectos sociales. De hecho, hasta se parecen un poco a
termitas gigantescas; son feísimas para nuestro gusto, pero como son ciegas no
creo que les importe. <<
[2] Dougal Dixon previó este escenario hace bastante tiempo y lo describió con
teniendo en cuenta que habría sido prácticamente igual que un capítulo de uno
de mis libros, me he abstenido de hacerlo. Por motivos parecidos, he optado por
no incluir el Cuento de la Araña, el Cuento de la Higuera, y media docena más.
[N. del t.: El autor se ocupó exhaustivamente de los muerciélagos, las arañas y
las higueras en el capítulo segundo de El relojero ciego y el segundo y el décimo
de Escalando el monte improbable, respectivamente.] <<
[2] A propósito, cuando clasificábamos a los hipopótamos más cerca de los
cerdos que de los artiodáctilos también cometíamos un error. Las pruebas
moleculares indican que el grupo hermano del clado hipopótamo-ballena es el de
los rumiantes: vacas, ovejas y antílopes. Los cerdos quedan al margen. <<
[3] Las pruebas moleculares de tan revolucionaria hipótesis son las mismas que
ya expuse en «El Cuento del Gibón», y que definí como «alteraciones genómicas
raras» (AGR). En lugares concretos del genoma es fácil reconocer elementos
genéticos transponibles que, presumiblemente, son legado del antepasado «hipo-
ballena». Si bien se trata de un testimonio bastante contundente, la prudencia
aconseja echar un vistazo también a los fósiles. <<
[4] El célebre anatomista victoriano Richard Owen trató de cambiarle el nombre
ADN, ya que sus glóbulos rojos, hecho insólito entre los vertebrados, carecen de
núcleo. <<
[8] Haeckel, sin embargo, no acertó en todo: juntó a los sirénidos (dugongos y
especie. Hay las mismas probabilidades de que la cría aplastada sea hija del
propio macho que la aplasta que de cualquier macho rival, luego no existe
selección darviniana contra el aplastamiento. <<
[10] En este tipo de gráficos es importante incluir únicamente datos que sean
que en la jerga cinegética se aludía a las cinco piezas más preciadas que podía
deparar un safari: león, leopardo, búfalo, rinoceronte y elefante. La frase ha
pasado a usarse como reclamo publicitario en los parques nacionales africanos.
[N. del t.] <<
Notas al Encuentro 14
[1] La fauna australineana se extiende un poco más allá de Nueva Guinea en
alerta aéreo»), un sistema de vigilancia electrónica por radar que llevan instalado
ciertos aviones. (N. del t.) <<
[3] La fóvea es la pequeña porción de la retina humana donde se concentran los
conos, por lo que constituye el punto de máxima agudeza visual y máxima visión
cromática. Gracias a la fóvea leemos, reconocemos las caras de la gente y
hacemos todo aquello que exige un alto grado de discernimiento visual. <<
[4] Adviértase que hay partes del «topúnculo» que no se ven, ocultas como están
a especies. Las cifras absolutas para las especies son más altas porque cada
género contiene numerosas especies, luego es más difícil que se extinga un
género que una especie. <<
[3]
El señor Cartwright, un extraordinario hombre de espesas cejas y hablar
pausado que llamaba al pan, pan y al vino, vino, descubrió la militancia
medioambientalista mucho antes de que se pusiera de moda y, en sus clases, nos
hablaba largo y tendido de ecología, en detrimento de nuestro alemán pero en
beneficio de nuestra formación cívica. <<
[4] Este excelente recurso está continuamente actualizado en la página de Internet
los Grant sirvió de inspiración a otro libro excelente: The Beak of the Finch, de
Jonathan Weiner. La monografía que el propio Peter Grant publicó en 1986, el
clásico Ecology and Evolution of Darwin’s Finches, volvió a editarse en 1999.
<<
[4] El archipiélago volcánico de las Hawai es todavía más remoto que el de las
Peacock. <<
[7] Como hemos visto en «El Cuento del Castor», el término fenotipo significa,
por norma, la apariencia externa por la cual se manifiesta un gen, por ejemplo, el
color de los ojos. Naturalmente, en este contexto lo estoy usando en un sentido
análogo: el fenotipo visible de un meme por lo demás alojado en el cerebro, en
contraposición al fenotipo de un gen alojado en un cromosoma. La analogía
también es válida para la autonormalización que mencioné en el epígrafe
«Reliquias renovadas» del Prólogo General. Véase también mi prólogo al libro
de Blackmore. <<
[8] Dennett hace un uso constructivo de la teoría de los memes en varias de sus
obras, entre ellas La conciencia explicada (de donde está sacada la cita) y La
peligrosa idea de Darwin. <<
[9] Sin embargo, mi ayudante, Sam Turvey, cuya sapiencia es asombrosa, me ha
informado de que el dodo blanco, casi con toda seguridad, nunca existió: «Los
dodos blancos figuran en unas cuantas pinturas del siglo XVII, y algunos viajeros
de la época refieren la existencia de unas grandes aves blancas en Reunión, pero
son testimonios imprecisos y muy confusos, y en la isla no se ha encontrado
ningún resto óseo. Aunque la especie haya recibido un nombre científico
(Raphus solitarius) y el excéntrico naturalista japonés Masauji Hachisuka
propugnase la existencia en Reunión de dos especies de dodo (que bautizó con
los nombres de Victoriornis imperialis y Ornithaptera solitaria), lo más probable
es que los primeros testimonios se refiriesen a un ibis extinto (Threskiornis
solitarius), similar al ibis sagrado actual y del que sí existe material óseo, o bien
a especímenes jóvenes del dodo de Mauricio. Otra posibilidad es que fuesen una
licencia artística». <<
[10] Recientemente, se ha encontrado en Fiji el cuerpo fosilizado de una paloma
meridionales pasarían buena parte del año en penumbra. Esto, en buena lógica,
tuvo que originar todo tipo de adaptaciones conductuales que carecen de
equivalentes modernos, toda vez que, en la actualidad, las latitudes extremas son
gélidas. <<
Notas al Encuentro 17
[1] Me cuenta Sam Turvey que las dos especies de rana con la distribución
lobulada. Algunos autores excluyen a los pulmonados y dicen que los únicos
peces de aleta lobulada existentes en la actualidad son los celacantos.
Personalmente, me guió por la terminología que el catedrático Robert Carroll
emplea en su libro Vertebrate Paleontology and Evolution e incluyo a los
pulmonados entre los peces de aleta lobulada. <<
[4] No digo que esto sea un hecho. Ignoro si lo es o no, aunque me imagino que
licuadas. Les inyectan líquidos digestivos y después las sorben como por una
pajita. <<
[2] Las serpientes lo hacen desencajándose el cráneo. Para una serpiente, comer
debe de suponer un suplicio comparable al de dar a luz para una mujer. <<
[3] El lago Victoria ha sido víctima de una catástrofe provocada por el hombre.
irritan, lo cual, probablemente, explique por qué los topos los han reducido al
máximo <<
[5] He expuesto los riesgos del perfeccionismo en un capítulo de The Extended
largo, dato éste en el que no puedo pensar con impasible objetividad (uno de mis
primeros recuerdos infantiles, antes de desmayarme, es la imagen de un moderno
escorpión africano picándome). El mayor trilobite que se conoce, Isotelus rex,
alcanzaba 72 centímetros de longitud. En el Carbonífero prosperaron libélulas
con una envergadura de hasta 70 centímetros. El mayor artrópodo de la
actualidad, el cangrejo gigante del Japón, Macrocheira kaempferi, tiene un
cuerpo de 30 centímetros, y el espacio que abarca con sus larguísimas
extremidades rematadas en pinzas puede llegar hasta los cuatro metros. <<
[2] Existen unos milpiés maravillosos (la especie Glomeris marginata) que se
producir sonido. Los saltamontes se frotan las patas contra las coberturas de las
alas. Los grillos se frotan las coberturas de las alas una contra otra. Los dos
suenan parecido, aunque el chirrido de los saltamontes es más zumbón y el de
los grillos más musical. De cierto grillo arborícola se ha llegado a decir que si se
pudiese oír la luz de la luna, sonaría así. Las cigarras son muy diferentes.
Producen ruido desplazando hacia dentro y hacia fuera parte de la pared torácica,
como cuando de niños hacíamos ranitas apretando rápida y repetidamente con el
pulgar una tapa de lata de conservas. El resultado es un zumbido continuo y por
lo general muy estridente que suele presentar modulaciones de enorme
complejidad, características de cada especie. <<
[11] El de los leopardos, a decir verdad, tampoco. Pero las panteras negras, que en
proceso por el cual ciertos animales jóvenes, como por ejemplo los patitos, sacan
una especie de fotografía mental de un objeto que ven durante una fase temprana
de su existencia y se dedican a seguirlo mientras son jóvenes. Lo normal es que
el objeto sea uno de los progenitores, pero también podrían ser las botas de
Konrad Lorenz. En una fase más tardía, la fotografía mental influye en la
elección de pareja sexual; ésta suele ser un miembro de la propia especie, pero,
dependiendo de la impronta, los animales en cuestión también podrían tratar de
aparearse con las botas de Lorenz. La historia de los patitos no es tan simple,
pero espero que la analogía con los insectos haya quedado clara. <<
[15]
Un problema potencial que habría que resolver si se pretende continuar
postulando esta idea es que, según la teoría de la genética matemática, tanto en el
caso de la separación geográfica como, implícitamente, en el de la cultural, la
separación ha de ser poco menos que absoluta para que la diferenciación
genética se mantenga. <<
[16] Casualmente, el primero que formuló esta analogía fue sir Patrick Bateson,
con alas T3, habiendo transformado las alas T3 en unas láminas duras y rígidas
de protección llamadas élitros. Como hemos visto, los saltamontes y los grillos
han modificado posteriormente los élitros, convirtiéndolos en órganos
estridulantes. <<
[18] Para ser escrupulosamente exactos, en 300 años de investigación científica
más se acerque la ciencia sea Henri Bergson. El único que podría rivalizar con él
en mentalidad científica es Bertrand Russell, que, sin embargo, obtuvo el Nobel
por sus escritos de inspiración humanitaria. <<
[3] Puede resultar extraño que haya agua tan por encima del punto normal de
ebullición, pero no hay que olvidar que el agua hierve a temperaturas más altas
cuando la presión es más elevada. <<
Notas a Canterbury
[1] Esto mismo es lo que señaló Darwin en su carta del «pequeño estanque
templado». <<
[2] Sir Peter Medawar, que tampoco era manco, dijo que Haldane era el hombre
número de generaciones de ARN sería más elevado por cuanto las moléculas de
ARN se replican muchas veces en una misma generación de tubos de ensayo. <<
Notas a El retorno del anfitrión
[1] El relojero ciego. <<
[2]
En las abejas, avispas y hormigas, el aguijón es un conducto de desove
modificado, de ahí que sólo piquen las hembras. <<
[3] Quien primero describió esta práctica fue W.A. Lambourn [165]. <<
[4] Hay quien discute la primacía de Muttke. Merezca o no tal distinción, lo que
sí es seguro es que el primer piloto que superó la barrera del sonido no fue
Chuck Yeager en 1947, tal y como enseñan en los patrióticos colegios de Estados
Unidos. George Welch, un civil de ese mismo país, ya lo había logrado dos
semanas antes. <<
[5] Tom Lehrer, que probablemente haya sido el compositor de canciones
humorísticas más brillante de todos los tiempos, anotó la siguiente instrucción en
el encabezamiento de una de sus partituras de piano: «Un poco demasiado
rápido». <<
[6] Dijo Hume: «Estas diversas máquinas, e incluso sus partes más diminutas, se
ajustan entre sí con una precisión que provoca la admiración de quienquiera que
las haya contemplado». <<
[7]
Localidad de Carolina del Norte (EEUU) donde los hermanos Wright
construyeron sus primeros planeadores. [N. del t.] <<
[8] Opino que se trata de una interesante cuestión empírica que probablemente
tenga respuestas diferentes en cada caso concreto y que no merece ser tenida
como principio fundamental. <<
[9] Ésta es la razón por la cual las técnicas de manipulación transgénica de la