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Con

su incomparable ingenio, claridad e inteligencia, Richard Dawkins,


uno de los biólogos evolutivos más famosos del mundo, ha iniciado a un
sinfín de lectores en las maravillas de la ciencia mediante libros como El
gen egoísta. Ahora, en El cuento del antepasado, Dawkins nos brinda
una obra maestra: un emocionante viaje marcha atrás a través de la
evolución. El autor imagina que todas las especies de la tierra
emprenden un viaje simultáneo de regreso al pasado, algo así como un
peregrinaje a sus orígenes. A lo largo del viaje, el biólogo cuenta una
serie de historias entretenidas y perspicaces que ayudan a entender
temas como la diversificación de las especies, la selección sexual y la
extinción. El cuento del antepasado es una lección imprescindible sobre
la evolución y, al mismo tiempo, una lectura fascinante.

«En este extenso libro, Dawkins, el famoso biólogo evolutivo, nos ofrece
un elocuente tratado sobre la evolución que no soslaya ni los últimos
descubrimientos ni sus provocativas opiniones».
Scientific American

«Alegre y atrevido, El cuento del antepasado logrará con toda seguridad


embarcar al lector en la aventura —y controversia— de la ciencia».
Bryce Christensen

«Una de las mejores obras de Dawkins: un compendio enorme, casi


enciclopédico, rebosante de información e ideas».
Kirkus Reviews

«El más modesto y encantador de sus ocho libros».


Discover
Richard Dawkins

El cuento del antepasado


ePub r1.0
rafcastro 03.11.2017
Título original: The Ancestor’s Tale: A Pilgrimage to the Dawn of Life
Richard Dawkins, 2004
Traducción: Víctor V. Úbeda

Editor digital: rafcastro


ePub base r1.2
A John Maynard Smith
(1920-2004)

que leyó el borrador y tuvo la deferencia de aceptar esta dedicatoria que ahora,
por desgracia, ha de ser

IN MEMORIAM

«No te preocupes de las ponencias ni de los “talleres”; manda al diablo


las excursiones en autocar a los bellos parajes de los alrededores; déjate
de refinadas herramientas audiovisuales y de micrófonos inalámbricos; lo
único que de verdad importa en una conferencia es que John Maynard
Smith esté presente y que haya un bar espacioso donde poder conversar.
Si no le vienen bien las fechas que tenías previstas, cámbialas…
Maynard Smith cautivará y divertirá a los jóvenes investigadores,
escuchará lo que tengan que contarle, los estimulará, levantará el ánimo a
quienes anden de capa caída y los mandará de vuelta a sus laboratorios, o
al barro de sus respectivos campos de investigación, alegres, llenos de
energía y ansiosos por poner a prueba las nuevas ideas que tan
generosamente les habrá sugerido».

Las conferencias no son lo único que jamás volverá a ser lo mismo.


Agradecimientos

Quien me convenció de que escribiese este libro fue Anthony Cheetham,


fundador del grupo editorial Orion Books. El hecho de que Cheetham
abandonase la empresa sin verlo publicado pone de manifiesto el monumental
retraso con que lo he terminado. Michael Dover sobrellevó ese retraso con buen
humor y entereza, y, agudo e inteligente como es, captó perfectamente lo que me
proponía y me animó constantemente a conseguirlo. La mejor de sus muchas
decisiones acertadas fue contratar a Latha Menon como editora freelance. Como
ya hizo en El capellán del diablo, Latha me ha brindado un apoyo valiosísimo.
Su aguda comprensión tanto del conjunto como de los detalles, su saber
enciclopédico, su amor por la ciencia y su dedicación desinteresada a la
divulgación de la misma, nos han beneficiado a este libro y a mí mucho más de
lo que pueda expresar en estas líneas. Gracias a Eamon Dolan, de Houghton
Mifflin, enseguida se entabló el tipo de relación cordial entre autor y editor que
hace que la publicación deje de ser un negocio para convertirse en un placer.
Yan Wong, mi ayudante de investigación, ha participado activamente en
todas y cada una de las etapas de la planificación, investigación y redacción del
libro. Sus múltiples recursos y su minucioso conocimiento de la biología
moderna sólo se han visto igualados por su buena mano con los ordenadores. Si
bien en este terreno he asumido con gratitud el papel de aprendiz, puede decirse
que él fue aprendiz mío antes de que yo lo haya sido suyo, pues no en vano fui
su tutor en New College. Teniendo en cuenta que allí se doctoró bajo la
supervisión de Alan Grafen, que en su día también fue alumno mío, podría
calificar a Yan no sólo de «alumno hijo» sino de «alumno nieto». Aprendiz o
maestro, el caso es que la contribución de Yan ha sido de tal envergadura que, en
ciertos cuentos, he insistido en citarlo como coautor. Cuando se marchó a
recorrer la Patagonia en bicicleta, para la última fase del libro recurrí a Sam
Turvey, que me ayudó con sus extraordinarios conocimientos en materia de
zoología y del concienzudo esmero con que los aplica.
Las siguientes personas me han ofrecido gustosamente sus consejos y ayuda
de todo tipo: Michael Yudkin, Mark Griffith, Steve Simpson, Angela Douglas,
George McGavin, Jack Pettigrew, George Barlow, Colin Blakemore, Lidnell
Bromham, Mark Sutton, Bethia Thomas, Eliza Howlett, Tom Kemp, Malgosia
Nowak-Kemp, Richard Fortey, Derek Siveter, Alex Freeman, Nicky Warren, A.
V. Grimstone, Alan Cooper y, sobre todo, Christine DeBlase-Ballstadt.
Estoy profundamente agradecido a Mark Ridley y Peter Holland, lectores
contratados por la editorial, por darme exactamente los consejos que necesitaba.
En este caso, es más que necesario por mi parte asumir la responsabilidad
exclusiva por las posibles deficiencias de la obra.
Como siempre, agradezco de corazón a Charles Simony su creativa
generosidad. Y mi esposa, Lalla Ward, ha sido una vez más mi apoyo y mi
fuerza.

RICHARD DAWKINS
La vanidad retrospectiva

La historia no se repite, pero rima.


MARK TWAIN

La historia se repite; es uno de sus defectos.


CLARENCE DARROW

Alguien ha definido la historia como un maldito hecho detrás de otro. Puede que
la frase nos advierta contra un par de tentaciones pero, tras tomar debida nota,
paso a ceder prudentemente a ambas. En primer lugar, el historiador está tentado
de registrar el pasado en busca de pautas recurrentes; o, por lo menos siguiendo
a Mark Twain, de buscarle rima a todo. Esta manía de las pautas indigna a
quienes insisten en que, como también sostenía Mark Twain, «la historia suele
ser algo fortuito sin pies ni cabeza», algo que no va a ninguna parte ni obedece a
regla alguna. La segunda tentación, relacionada con la primera, es la vanidad del
presente, la presunción de considerar que el objetivo del pasado era desembocar
en nuestros días, como si los personajes de la obra de teatro de la historia no
hubiesen tenido otro objetivo en la vida que prefigurar nuestro advenimiento.
Bajo denominaciones que no hace falta detallar, estos asuntos han jalonado
desde siempre la historia humana y se plantean con mayor fuerza aún, aunque
sin suscitar mayor consenso, en el marco temporal —más dilatado— de la
evolución. La historia de la evolución también se puede definir como «una
maldita especie detrás de otra», pero muchos biólogos coincidirán conmigo en
que se trata de una visión muy pobre: quien contemple la evolución en esos
términos se pierde todo lo importante. La evolución rima, las pautas se repiten, y
esto no ocurre por casualidad, sino por razones perfectamente comprensibles y
en su mayor parte darvinianas, pues la biología, al contrario que la historia o que
la física, cuenta ya con su gran teoría unificada, aceptada por todos los
profesionales informados, aunque en diferentes versiones e interpretaciones. A la
hora de escribir sobre la historia de la evolución no rehuyo la búsqueda de pautas
y principios, pero trato de hacerlo con prudencia.
¿Qué decir de la segunda tentación, la de la vanidad retrospectiva, la idea de
que la única función del pasado era producir nuestro presente? El difunto
Stephen Jay Gould señaló atinadamente que, en la mitología popular, la imagen
preponderante de la evolución —una caricatura de la realidad casi tan
omnipresente como la de las hordas de lemmings que se suicidan despeñándose
por los acantilados (otro mito igual de falso)— consiste en una fila de
desgarbados antepasados simiescos que se yerguen progresivamente tras los
pasos de la majestuosa silueta erecta y de andar solemne del Homo sapiens
sapiens: el hombre como la última palabra de la evolución (porque en este
contexto siempre es el hombre, nunca la mujer), como meta final de toda la
empresa evolutiva. El hombre como imán que atrae a la evolución desde el
pasado hacia su posición eminente.
Me gustaría mencionar brevemente la versión que los físicos dan de la
vanidad retrospectiva y que la hace resultar menos presuntuosa. Se trata de la
idea antrópica según la cual las mismísimas leyes de la física, o las constantes
fundamentales del universo, son un artificio cuidadosamente orquestado al
objeto de propiciar la aparición de la especie humana. Esta teoría antrópica no se
basa necesariamente en la vanidad ni tiene por qué significar que el universo se
creó ex profeso para que existiésemos; tan sólo significa que estamos aquí y que
no podríamos estar en un universo que no tuviese la capacidad de crearnos.
Como señalan los físicos, no es casualidad que veamos estrellas en el
firmamento por cuanto las estrellas son elemento imprescindible de todo
universo capaz de generarnos. Esto, repito, no significa que las estrellas existan
para producirnos a nosotros sino, simplemente, que sin ellas no habría átomos
más pesados que el litio en la tabla periódica, y una química con sólo tres
elementos sería demasiado pobre para sustentar la vida. La visión es un tipo de
actividad que sólo puede darse en un universo en el que lo visto sean las
estrellas.
Pero hace falta añadir algunas observaciones. Aun admitiendo el hecho
insignificante de que nuestra presencia comporte leyes y constantes físicas
capaces de producirnos, la existencia de tan poderosas reglas se antoja
sumamente improbable. Basándose en sus suposiciones, los físicos podrían
calcular que el número de todos los universos posibles es vastamente superior
que el de aquellos universos cuyas leyes y constantes permiten que la física se
convierta, gracias las estrellas, en química y, gracias a los planetas, en biología.
Para algunos, la alta improbabilidad del fenómeno sólo significa una cosa: que
las leyes y constantes tuvieron que concebirse con premeditación desde un
principio (aunque no me entra en la cabeza que eso pueda llamarse explicación,
toda vez que el problema se torna instantáneamente en uno aún mayor: el de
explicar la existencia de un premeditador igual de sutil e improbable).
Otros físicos no están tan convencidos, para empezar, de que las leyes y las
constantes puedan variar tanto. Cuando yo era pequeño no me resultaba tan
evidente que cinco por ocho tuviese que dar lo mismo que ocho por cinco.
Aceptaba el dato como uno de tantos que afirmaban los adultos. Sólo pasado un
tiempo logré entender, quizá imaginando rectángulos, por qué esas dos
multiplicaciones no pueden variar independientemente una de otra.
Comprendemos que la circunferencia y el diámetro del círculo no son
independientes, de lo contrario estaríamos tentados de postular un sinfín de
universos posibles, en cada uno de los cuales π tendría un valor distinto. Según
algunos científicos, como el premio Nobel de física Steven Weinberg, las
constantes fundamentales del universo, que en la actualidad consideramos
independientes unas de otras, en un futuro, cuando se consiga formular la gran
teoría unificada, podrían tener un menor grado de arbitrariedad de lo que
imaginábamos. Tal vez el universo sólo pueda ser de una forma, lo que socavaría
la aparente coincidencia antrópica.
Otros físicos, entre ellos sir Martin Rees, admiten que, efectivamente, hay
una coincidencia que explicar y la explican postulando la existencia de múltiples
universos paralelos que no se comunican entre sí y que obedecen cada uno a su
propio conjunto de leyes y constantes[1]. Lógicamente, nosotros, que
reflexionamos sobre estas cuestiones, hemos de encontrarnos en uno de esos
universos, por raros que sean, cuyas leyes y constantes sean capaces de
generarnos.
El físico teórico Lee Smolin añadió un ingenioso giro darviniano que reduce
la aparente improbabilidad estadística de nuestra existencia. Según su hipotesis,
los universos engendran «universos hijo» que varían en cuanto a sus leyes y
constantes. Estos universos hijo nacen en agujeros negros producidos por el
universo madre del que heredan sus leyes y constantes pero con alguna
posibilidad de pequeños cambios aleatorios o mutaciones. Los universos hijo
que disponen de lo necesario para reproducirse (por ejemplo, que duren lo
bastante como para producir agujeros negros) son, naturalmente, los que a su vez
transmiten sus leyes y constantes a sus hijos. Las estrellas son las precursoras de
los agujeros negros que, según el modelo de Smolin, coinciden con el
nacimiento de universos hijo. Así pues, en este darvinismo cósmico, los
universos que tengan lo necesario para generar estrellas se verían favorecidos.
Las propiedades que permiten tal desarrollo futuro son casualmente las mismas
que conducen a la producción de grandes átomos, entre ellos los átomos de
carbono, esenciales para la vida. No sólo vivimos en un universo capaz de
producir vida, sino que sucesivas generaciones de universos evolucionan
progresivamente hasta parecerse cada vez más al tipo de universo que, como
efecto secundario, es capaz de producir vida.
La lógica de la teoría de Smolin por fuerza ha de resultarle atractiva a un
darviniano, y, en realidad, a cualquiera que tenga imaginación, pero, en lo que
respecta la física, no estoy cualificado para juzgarla. No conozco ningún físico
que la considere completamente equivocada; como mucho la tildan de superflua.
Algunos, como ya hemos visto, sueñan con una teoría definitiva a cuya luz el
presunto ajuste perfecto del universo resultará infundado. Nada de lo que
conocemos invalida la teoría de Smolin, quien reclama se conceda a su creación
el mérito de que se pueda falsear (algo que los científicos consideran mucho más
importante de lo que les parece a los profanos). El libro de Smolin se titula The
Life of the Cosmos, y recomiendo su lectura.
Pero esto ha sido un paréntesis acerca de la idea que los físicos tienen de la
vanidad retrospectiva. La versión de los biólogos es más fácil de rebatir desde la
aparición de Darwin (aunque antes de él era más desagradable de abordar) y es
la que aquí nos concierne. La evolución biológica no privilegia a ningún linaje
ancestral ni tiene un fin preconcebido. La evolución ha alcanzado muchos
millones de objetivos provisionales (el número de especies que sobreviven en el
momento de la observación) y no existe ningún motivo aparte de la vanidad —
de la vanidad humana, puesto que somos nosotros quienes hablamos del tema—
para declarar a una especie más privilegiada o más evolucionada que otra.
Esto no significa, como habré de seguir sosteniendo, que en la historia de la
evolución «nada rime con nada». Estoy convencido de que hay pautas
recurrentes. Aunque hoy el argumento sea más controvertido de lo que ya fue,
también estoy convencido de que, en ciertos sentidos, la evolución puede
considerarse direccional, progresiva y hasta predecible. Pero progreso no
equivale ni por asomo a progreso hacia la humanidad, y debemos resignarnos a
vivir sin la fuerte y gratificante sensación de haber estado previstos desde el
comienzo. El historiador debe guardarse de hilvanar un relato que parezca,
siquiera en lo más mínimo, estar abocado a un clímax humano.
Tengo en mi poder un libro (que en general es bueno, así que me abstendré
de dar el título para no dejarlo en mal lugar) que puede servir de ejemplo de la
tendencia a ver al ser humano como culmen de la evolución. El autor compara al
Homo habilis (una especie humana, probablemente antepasada nuestra) con sus
predecesores australopitecinos[2] y sostiene que era «considerablemente más
evolucionado que los australopitecinos». ¿Más evolucionado? ¿Qué puede
significar semejante comentario sino que la evolución se mueve en una dirección
predeterminada? El texto no deja lugar a dudas sobre cuál es la supuesta
dirección. «Se aprecian los primeros indicios de un mentón». Eso de «primeros»
invita a pensar que va a haber segundos y terceros indicios dentro del proceso
evolutivo hacia el mentón humano «completo». «La dentadura empieza a
parecerse a la nuestra…», como si esa dentadura fuese como era, no por ser apta
para la dieta del Homo habilis, sino por estar destinada a convertirse en nuestra
dentadura. El pasaje concluye con una reveladora observación acerca de una
especie posterior, el Homo erectus:

Aunque los rostros siguen siendo diferentes de los nuestros, los tienen una expresión mucho más
humana. Son como esculturas a medio hacer, obras «incompletas».

¿A medio hacer? ¿Incompletas? Únicamente si son contempladas con la


estupidez que da la experiencia. En descargo del libro, debo decir que si nos
encontrásemos de frente a un Homo erectus, podría parecernos una escultura
incompleta, pero sólo porque lo miraríamos desde nuestra perspectiva humana.
Un ser vivo siempre está luchando por sobrevivir en su propio entorno. Nunca
está incompleto; o, en otro sentido, siempre lo está. Así que, presumiblemente,
nosotros también.
La vanidad retrospectiva nos tienta en otras fases de nuestra historia. Desde
el punto de vista humano, el tránsito de nuestros remotos antepasados acuáticos
del agua a la tierra fue un momento trascendental, un rito de paso evolutivo. Lo
protagonizaron en el periodo Devónico unos peces de aleta lobulada un poco
parecidos a los actuales dipnoos. Miramos a los fósiles de esa época con el
comprensible anhelo de ver en ellos a nuestros antepasados y, seducidos por el
conocimiento de lo que vino después, tendemos a considerar a esos peces
devónicos criaturas «a mitad del camino» entre animales acuáticos y animales
terrestres; todo en ellas nos parece transitorio y abocado a la épica tarea de
invadir la tierra y dar comienzo a la siguiente gran etapa de la evolución. Sin
embargo, las cosas no eran exactamente así en esa época, no eran así. Los peces
devónicos sencillamente tenían que ganarse la vida. No tenían la misión de
evolucionar, ni andaban en busca de un futuro lejano. En otro libro, por lo demás
excelente, sobre la evolución de los vertebrados, se afirma que los peces

se aventuraron a salir del agua a finales del periodo Devónico para aventurarse en tierra firme y
salvaron, por así decirlo, la distancia que separa una y otra clase de vertebrados para convertirse en los
primeros anfibios…

Esa «distancia» sólo existe vista en retrospectiva. A la sazón no había distancia


alguna y las clases que hoy identificamos no estaban más separadas que dos
especies. Como veremos más adelante, la evolución no se dedica a «salvar
distancias».
Poner como objetivo final de nuestra narración histórica al Homo sapiens no
tiene más (ni menos) sentido que poner a cualquier otra especie moderna, ya sea
Octopus vulgaris, Panthera leo o Sequoia sempervirens. Un vencejo que tuviese
interés por la historia y que, comprensiblemente, considerase el vuelo la
principal habilidad del reino animal, juzgaría que el súmmum del progreso
evolutivo son esas espectaculares máquinas volantes dotadas de alas en forma de
flecha que son los vencejos mismos, capaces de permanecer en el aire un año
entero e incluso de copular en pleno vuelo. Por parafrasear una ocurrencia de
Steven Pinker, si los elefantes escribiesen libros de historia, quizá representarían
a los tapires, a las musarañas elefante, a los elefantes marinos y a los násicos
como tímidos pioneros que enfilaron la vía principal de la evolución, dieron
unos primeros pasos titubeantes pero, por el motivo que fuese, nunca llegaron
hasta el final: tan cerca y a la vez tan lejos. Los elefantes astrónomos tal vez se
preguntarían si, en otro mundo, existirían formas de vida extraterrestre que
hubiesen cruzado el Rubicón nasal y dado el salto definitivo hacia la proboscitud
total.
Nosotros no somos vencejos ni elefantes, sino seres humanos. Cuando
fantaseamos sobre épocas remotas, es natural que sintamos un afecto y una
curiosidad especial por cualquier especie, por lo demás corriente, que sea
antepasada nuestra (y nos resulta intrigante que siempre haya una de tales
especies). Cuesta trabajo resistirse a la tentación humana de considerar que dicha
especie se encuentra «en la vía principal» de la evolución y que las demás son
actores secundarios, figurantes, comparsas. Hay, sin embargo, una manera de
permitirse un antropocentrismo legítimo evitando caer en ese error y respetando
el decoro histórico: basta con escribir la historia marcha atrás, según el sistema
que he decidido seguir en este libro.
La cronología inversa en busca de antepasados puede apuntar con sensatez
hacia un único objetivo distante: el gran antepasado de todos los seres vivos. Sea
cual sea nuestro punto de partida —el elefante o el águila, el vencejo o la
salmonela, la velintonia o el hombre—, es imposible no converger en él. Tanto la
cronología regresiva como la cronología progresiva tienen sus ventajas, para los
distintos propósitos. Si se va hacia atrás, se empiece por donde se empiece, se
termina ensalzando la unidad de la vida. Si se va hacia delante, lo que se ensalza
es la diversidad. Esto es así tanto para las escalas temporales pequeñas como
para las grandes. La cronología progresiva de los mamíferos, dentro de su amplia
y sin embargo limitada escala temporal, presenta numerosas ramificaciones y
diversificaciones que revelan la riqueza de ese grupo de animales peludos de
sangre caliente. La cronología regresiva, que consiste en partir de cualquier
mamífero moderno y dirigirse hacia el pasado, siempre convergerá en el mismo
proto-mamífero: un misterioso insectívoro nocturno, contemporáneo de los
dinosaurios. Esto constituye una convergencia localizada. Otra convergencia aún
más localizada es la del antepasado más reciente de todos los roedores, que vivió
más o menos en la época en que se extinguieron los dinosaurios. Más localizada
todavía es la convergencia de todos los simios (incluidos los humanos) en un
antepasado común que vivió hace unos 18 millones de años. A mayor escala,
tenemos la convergencia que se da cuando retrocedemos en el tiempo a partir de
cualquier vertebrado, y mayor aún es la que se obtiene al remontarnos desde
cualquier animal hasta el antepasado de todos los animales. La mayor
convergencia de todas es la que nos retrotrae desde cualquier criatura moderna
—animal, planta, hongo o bacteria— hasta el progenitor universal de todos los
organismos vivos que, con toda probabilidad, tenía aspecto de bacteria.
He usado el término convergencia, pero sería mejor reservarlo para la
cronología progresiva, donde tiene un significado completamente diferente. De
manera que, en el presente contexto, lo sustituiré por confluencia o, por razones
que enseguida aclararé, por encuentro. Podría haber usado el término
coalescencia, sólo que, como veremos, los genéticos ya lo han adoptado en un
sentido más preciso, similar a mi empleo de confluencia, pero relativo a los
genes en vez de a las especies. En una cronología regresiva, los antepasados de
cualquier grupo de especies han de encontrarse finalmente en un momento
geológico concreto. Ese punto de encuentro es el último antepasado que todas
tienen en común, lo que he dado en llamar su contepasado[3]: el roedor,
mamífero o vertebrado, por así decirlo, focales. El contepasado más antiguo es el
gran progenitor de todos los seres vivos que han sobrevivido hasta hoy.
Podemos estar seguros de que hay un solo antepasado de todas las formas de
vida existentes en nuestro planeta. La prueba es que todos los organismos
estudiados comparten (la mayoría exactamente, el resto casi exactamente) el
mismo código genético; y el código genético es demasiado detallado, en
aspectos arbitrarios de su complejidad, como para haber sido inventado dos
veces. Aunque no se han examinado todas y cada una de las especies, sí se han
analizado bastantes como para deducir con seguridad que, por desgracia, no nos
espera ninguna sorpresa. Si de repente se descubriese una forma de vida lo
bastante extraña como para tener un código genético completamente diferente,
para un biólogo como yo sería el descubrimiento biológico más emocionante
posible, tanto si el organismo en cuestión procediese de este planeta como si no.
Sin embargo, tal y como están las cosas, parece que todas las formas de vida
conocidas provienen de un único antepasado que vivió hace más de 3000
millones de años. Si en el pasado hubo otros orígenes de la vida independientes
del que conocemos, no han dejado descendientes observables. Y si hoy surgiesen
nuevas formas de vida, se verían aniquiladas al instante, probablemente por
bacterias.
La gran confluencia de todos los organismos actuales no es lo mismo que el
origen de la vida propiamente dicha, habida cuenta de que todas las especies
modernas tienen en común un mismo contepasado que vivió después de la
aparición de la vida: cualquier otra hipótesis presupondría una coincidencia harto
improbable por cuanto sugeriría que la forma de vida inicial se ramificó
inmediatamente y que más de una de sus ramificaciones ha sobrevivido hasta
nuestros días. Según la ortodoxia biológica, los fósiles de bacterias más antiguos
datan de hace unos 3500 millones de años, luego el origen de la vida ha de ser,
como mínimo, anterior a esa fecha. Si damos crédito a una reciente refutación de
la antigüedad de estos fósiles[4], el origen de la vida podría ser un poco más
reciente. La gran confluencia, el último antepasado común de todas las criaturas
hoy vivas, podría ser anterior a los fósiles más antiguos (no dejó huellas fósiles)
o podría haber vivido mil millones de años después (todos los demás linajes
ancestrales se extinguieron, menos uno).
Dado que todas las cronologías regresivas, comiencen por dónde comiencen,
siempre culminan en la gran confluencia, podemos satisfacer legítimamente
nuestro interés humano y concentrarnos en la línea evolutiva de nuestros propios
antepasados. En lugar de tratar la evolución como si tuviese al ser humano como
objetivo final, lo que hacemos es escoger al moderno Homo sapiens como punto
de partida arbitrario, pero comprensiblemente preferido, de nuestro viaje hacia
atrás. De todas las posibles rutas hacia el pasado, elegimos ésa en particular
porque sentimos curiosidad por nuestros antepasados. Al mismo tiempo, aunque
no hace falta que los sigamos minuciosamente, no debemos olvidar que hay
otros historiadores, animales y plantas de otras especies, que, arrancando desde
sus respectivos puntos de partida independientes, se embarcan en un viaje
histórico análogo en busca de sus propios antepasados, incluidos aquéllos que
finalmente compartirán con nosotros. Es inevitable que, al volver sobre los pasos
de nuestros antepasados, nos encontremos con estos otros peregrinos y hagamos
causa común con ellos en un orden definido, el orden en el cual sus linajes
ancestrales se dan cita con los nuestros y el parentesco se hace cada vez más
inclusivo.
¿Peregrinaciones? ¿Hacer causa común con peregrinos? ¿Y por qué no? La
imagen describe bien nuestro viaje al pasado. Este libro adoptará la forma de una
épica peregrinación desde el presente al pasado. Todos los caminos llevan al
origen de la vida pero, dado que somos humanos, el camino que seguiremos será
el de nuestros propios ancestros. Será una peregrinación humana con el objeto de
descubrir antepasados humanos. A lo largo del camino nos encontraremos con
otros peregrinos que se nos unirán por riguroso orden, según vayamos
alcanzando los antepasados que tenemos en común con ellos.
Los primeros peregrinos a los que daremos la bienvenida, hace unos cinco
millones de años, en el corazón de esa África donde Stanley y Livinsgtone se
dieron su memorable apretón de manos, son los chimpancés, los cuales ya se
habrán reunido con los bonobos antes de que los recibamos. Y aquí nos
encontramos con una pequeña dificultad lingüística que más vale abordar de
entrada antes de que nos atormente durante el resto del periplo. He escrito en
cursiva la palabra antes porque puede prestarse a confusión. Me refiero a antes
en sentido regresivo, es decir, «antes, en el transcurso de la peregrinación al
pasado», lo que obviamente, en sentido cronológico, significa después, es decir,
exactamente lo contrario. Estoy seguro de que en este caso concreto nadie se
habría confundido, pero habrá otras ocasiones que podrían poner a prueba la
paciencia del lector. Mientras escribía este libro traté de acuñar una nueva
preposición a la medida de las peculiares necesidades de un historiador
regresivo, pero en vista de que la cosa no funcionaba decidí adoptar la
convención de poner la palabra antes en cursiva. Así que, cuando el lector se
encuentre con antes, recuerde que en realidad significa «después», y cuando
antes aparezca en redonda, significará «antes». Mutatis mutandis, lo mismo vale
para después y después.
Los siguientes peregrinos que se nos unirán al reemprender viaje son los
gorilas y después los orangutanes (en un pasado bastante más remoto y,
probablemente, ya fuera de África). A continuación daremos la bienvenida a los
gibones, a los monos del Viejo Mundo, a los del Nuevo, luego a varios otros
grupos de mamíferos… y así hasta que todos los peregrinos del mundo marchen
juntos hacia el pasado en pos del mismo objetivo: el origen de la vida misma. A
medida que retrocedamos en el tiempo, llegará un momento en que ya no tendrá
sentido dar el nombre del continente en el que tienen lugar los encuentros: el
mapa del mundo era a la sazón muy diferente debido al extraordinario fenómeno
de la tectónica de placas. Y cuando retrocedamos más aún, todos los encuentros
tendrán lugar en el mar.
Es bastante sorprendente que los peregrinos humanos sólo pasemos por 40
puntos de encuentro antes de llegar al origen de la vida. En cada uno de esos 40
puntos nos encontraremos con un solo antepasado común, el Contepasado, al
que asignaremos el mismo número que el Encuentro. Por ejemplo, el
Contepasado 2, con el que nos reunimos en el Encuentro 2, es el antepasado
común más reciente del gorila, por un lado, y de los {humanos + [chimpancés +
bonobos]} por otro. El Contepasado 3 es el antepasado común más reciente de
los orangutanes y los{[humanos + (chimpancés + bonobos)] + gorilas}. El
Contepasado 39 es el gran antepasado de todos los seres vivos. El Contepasado 0
es un caso especial: el antepasado más reciente de todos los seres humanos.
Seremos, pues, peregrinos, e iremos construyendo una hermandad cada vez
más nutrida con otros grupos de peregrinos que también habrán ido aumentando
por su cuenta mientras se dirigían a nuestro encuentro. Al término de cada
reunión, reemprenderemos juntos la marcha hacia nuestra meta común allá en el
Eón Arcaico, nuestro Canterbury. Hay, desde luego, otras alusiones literarias.
Estuve a punto de tomar a Bunyan como modelo y titular el libro El regreso del
peregrino, pero, en nuestras deliberaciones, mi ayudante de investigación Yan
Wong y yo siempre terminábamos refiriéndonos a los Cuentos de Canterbury, y
al final juzgué más natural mantener el modelo chauceriano para todo el libro.
A diferencia de la mayoría de los peregrinos de Chaucer, los míos no
emprenden la marcha todos juntos, aunque sí parten todos en el mismo
momento, el presente. Los demás peregrinos ponen rumbo a su remoto
Canterbury desde diferentes puntos de partida y se incorporan a nuestra
peregrinación humana en diversos puntos de encuentro situados a lo largo del
camino. En este sentido, son distintos de los que se reunieron en la taberna
Tabard de Londres. Se parecen más al siniestro clérigo y a su comprensiblemente
desleal criado, que se unen a los peregrinos chaucerianos en Boughton-under-
Blee, a cinco millas de Canterbury. Siguiendo la falsilla de Chaucer, mis
peregrinos, que son todas las especies de seres vivos, tendrán ocasión de contar
cuentos en el camino a su Canterbury, que es el origen de la vida. Esos cuentos
constituyen el meollo del libro.
Los muertos no hablan, así que criaturas extintas como los trilobites no
contarán sus historias, pero haré una excepción en dos casos. Animales como el
dodo, que sobrevivió hasta épocas recientes y del que aún disponemos ADN, se
considerarán miembros honorarios de la fauna moderna que inician su
peregrinación a la vez que nosotros y se nos unen en un punto de encuentro
concreto. Teniendo en cuenta que somos los responsables de su reciente
extinción, es lo menos que podemos hacer. Los otros peregrinos honorarios que
excepcionalmente, pese a estar muertos, tomarán la palabra, son hombres (o
mujeres). Dado que los peregrinos humanos vamos directamente en busca de
nuestros antepasados, los fósiles que posiblemente podrían considerarse nuestros
antepasados también formarán parte de nuestra peregrinación humana y, en
consecuencia, oiremos cuentos narrados por estos «peregrinos fantasma» como,
por ejemplo, el del Homo habilis.
He evitado la narración en primera persona de los animales y vegetales
protagonistas del viaje porque creo que habría resultado empalagoso. Salvo en
acotaciones esporádicas y en observaciones preliminares, los peregrinos de
Chaucer tampoco hablan en primera persona. Muchos de los cuentos de Chaucer
tienen prólogo y algunos hasta epílogo, todos ellos narrados por la misma voz
que Chaucer emplea en el resto del libro. De vez en cuando seguiré este ejemplo.
Como en Los cuentos de Canterbury, un epílogo podrá servir para enlazar un
cuento con el siguiente.
Antes de dar inicio a los cuentos, Chaucer inserta un largo Prólogo general
en el que describe de forma sumaria a los viajeros, mencionando sus profesiones
y, en algunos casos, sus nombres. Yo, en cambio, presentaré a los nuevos
peregrinos según se nos vayan uniendo. El jovial anfitrión de Chaucer se ofrece
a guiar a los peregrinos y los anima a contar historias para amenizar el viaje. En
mi calidad de anfitrión, dedicaré el prólogo general a hacer algunas
observaciones preliminares sobre los métodos de reconstrucción de la historia
evolutiva y los problemas que ésta plantea, cuestiones que se han de afrontar y
resolver tanto si escribimos nuestra historia hacia atrás como si lo hacemos hacia
delante.
Acto seguido emprenderemos nuestra historia regresiva propiamente dicha.
Aunque nos centraremos en nuestros propios antepasados y, por regla general,
sólo prestaremos atención a otras criaturas en el momento en que se unan a
nosotros, de vez en cuando levantaremos la vista de nuestro camino para no
olvidarnos de los otros peregrinos que también siguen sus propias trayectorias,
más o menos independientes, rumbo a nuestro destino definitivo. Los hitos
numerados que señalan los puntos de encuentro, amén de unos pocos indicadores
intermedios necesarios para apuntalar la cronología, constituirán el andamiaje de
nuestra andadura. Cada piedra miliar marcará un nuevo capítulo, donde nos
detendremos para hacer balance de la peregrinación, y tal vez escuchar algún
que otro cuento. En contadas ocasiones tendrá lugar un suceso importante en el
mundo que nos rodea y nuestros peregrinos se condecerán un instante de
reflexión. Pero en general mediremos nuestra peregrinación hacia los albores de
la vida mediante esos 40 jalones naturales y de los otros tantos encuentros que la
enriquecen.
Prólogo general

¿Cómo haremos para conocer el pasado y describirlo cronológicamente? ¿Qué


recursos nos ayudarán a explorar los antiguos teatros de la vida, a reconstruir las
escenas y los actores, a consignar las entradas y salidas de escena? La
historiografía humana suele usar tres métodos principales, cuyos equivalentes
buscaremos en la escala temporal, mucho más dilatada, de la evolución. El
primero es la arqueología, el estudio de los huesos, puntas de flecha, fragmentos
de vasijas, cúmulos de conchas, estatuillas y demás reliquias que representan
testimonios fehacientes del pasado. En la historia evolutiva, las reliquias más
obvias son los huesos, los dientes y los fósiles en que terminan convertidos. En
segundo lugar existen reliquias renovadas, esto es, testimonios que en sí no son
antiguos, pero son una copia o una representación del original antiguo. En la
historia humana podemos identificarlos con la tradición escrita u oral:
narraciones transmitidas, repetidas, reimpresas o duplicadas por cualquier otro
medio desde el pasado hasta el presente. En el ámbito de la evolución, la
principal reliquia renovada es el ADN, el equivalente de un registro escrito y
copiado repetidas veces. El tercer método es la triangulación, cuyo nombre
procede de un método de cálculo de distancias basado en la medición de
ángulos. Medimos la distancia entre nosotros y un punto y usamos esa distancia
como base de un triángulo cuyos lados forma la base de otros triángulos
adyacentes. Con el cálculo los ángulos de los triángulos, se obtienen las
posiciones de los otros puntos de la red. Algunos telémetros fotográficos se
basan en este principio, y los topógrafos siempre han recurrido a él. En cierto
modo, los evolucionistas «triangulan» un antepasado comparando dos (o más) de
sus descendientes vivos. Expondré a continuación los tres métodos por orden,
empezando por las pruebas concretas y, en particular, los fósiles.

Fósiles

Cuerpos y huesos a veces sobreviven y, escapando a la labor destructiva de


hienas, escarabajos necróforos y bacterias, llegan hasta nosotros. Oetzi, el
«hombre de hielo» del Tirol italiano, se conservó en un glaciar durante 5000
años. Ciertos insectos han permanecido embalsamados en ámbar (la resina
petrificada de ciertos árboles) durante 100 millones de años. Sin la ayuda del
hielo ni del ámbar, las partes duras del cuerpo como los dientes, los huesos y las
conchas y caparazones tienen más probabilidades de conservarse que las partes
blandas. Los dientes resisten más que todas las demás ya que, para cumplir su
función, tenían que ser más duros que cualquiera de los alimentos ingeridos por
su propietario. Los huesos y los caparazones también son duros por diversos
motivos y también pueden durar mucho. De vez en cuando, estas partes duras, y,
en circunstancias excepcionalmente afortunadas, también las blandas, se
petrifican y se convierten en fósiles que duran cientos de millones de años.
A pesar de la fascinación que despiertan los fósiles, sin ellos también
sabríamos muchísimas cosas de nuestro pasado evolutivo. Si todos los fósiles
desapareciesen como por arte de magia, el estudio comparado de los organismos
modernos, de la distribución de las similitudes entre las diversas especies —en
especial las de sus secuencias genéticas— y de la distribución de éstas entre
continentes e islas, seguiría demostrando, más allá de toda duda razonable, que
nuestra historia es evolutiva y que todos los seres vivos son parientes. Los fósiles
sólo son un extra: un extra muy de agradecer, por supuesto, pero no
imprescindible. Merece la pena tenerlo presente para cuando algún creacionista
insista (tan plomizamente como suelen hacerlo) en hablarnos de las lagunas del
registro fósil. Aunque no hubiese ningún fósil y todo el registro fuese una
enorme laguna, las pruebas a favor de la evolución seguirían siendo aplastantes.
Y viceversa: si dispusiéramos solamente de fósiles y de ninguna otra prueba, la
evolución también se vería confirmada de manera abrumadora e indiscutible. Sin
embargo, se da el caso de que contamos con ambos tipos de pruebas, tanto
fósiles como moleculares.
La palabra fósil se utiliza convencionalmente para designar cualquier reliquia
de más de 10.000 años de antigüedad: una convención que no resulta muy
práctica, en tanto que una cifra redonda como 10.000 no es significativa. Si
tuviésemos más o menos de diez dedos, las cifras que consideramos redondas
serían otras[1]. Cuando hablamos de un fósil, por lo general queremos decir que
el material original se ha visto sustituido, a menudo por infiltración, por un
mineral de composición química diferente que le ha insuflado nueva vida, o,
mejor dicho, nueva muerte. Una impresión en piedra de la forma originaria
puede conservarse muchísimo tiempo, tal vez mezclada con parte del material
original. Esto puede ocurrir de diversas maneras pero dejaré los detalles, cuyo
estudio se conoce como tafonomía, para «El Cuento del Ergaster».
Cuando se descubrieron y clasificaron los primeros fósiles, no se sabía de
cuándo databan y lo máximo que cabía esperar era ordenarlos por antigüedad. La
clasificación se basa en un supuesto conocido como ley de superposición. Por
motivos obvios, los estratos más recientes, salvo en circunstancias
excepcionales, se hallan encima de los más antiguos. Las excepciones, aunque a
veces causen un desconcierto pasajero, se suelen explicar fácilmente. Un
fragmento de roca antigua lleno de fósiles, tal vez empujada por un glaciar,
pudo, por ejemplo, caer sobre un estrato más reciente, o una serie de estratos
pudo darse la vuelta en bloque y su disposición vertical invertirse. Para resolver
estas anomalías basta comparar rocas equivalentes en otras partes del mundo.
Una vez hecha la comparación, el paleontólogo reconstruye la verdadera
secuencia del registro fósil gracias a un rompecabezas de secuencias imbricadas
procedentes de diversos lugares del mundo. En teoría el procedimiento parece
fácil, pero en la práctica se complica por el hecho (véase «El Cuento del Ave
Elefante») de que la configuración del mundo cambia con el paso de las eras.
¿Qué necesidad tenemos de este rompecabezas? ¿No podríamos limitarnos a
excavar tan hondo como quisiéramos y considerar que eso equivale a retroceder
en el tiempo a un ritmo constante? Pues no, porque si bien el tiempo discurre de
manera uniforme e ininterrumpida, eso no significa que haya un solo lugar en el
mundo donde una única secuencia de sedimentos se haya depositado de manera
uniforme e ininterrumpida desde el inicio de las eras geológicas hasta hoy. Aun
cuando se dan las condiciones propicias, los depósitos fósiles se forman a
trompicones.
Si se escoge al azar una localidad cualquiera en un momento cualquiera,
difícilmente se encontrará un fósil o una roca sedimentaria en proceso de
formación. Pero es muy probable que, en cualquier momento dado, haya fósiles
formándose en algún lugar del planeta. Recorriendo yacimientos del mundo en
los que puedan encontrarse diversos estratos cerca de la superficie, el
paleontólogo puede aspirar a recopilar un registro bastante continuo. Los
paleontólogos, por supuesto, no van de yacimiento en yacimiento, sino de museo
en museo, observando los especimenes guardados en cajones, o de biblioteca en
biblioteca, en las universidades, leyendo revistas donde se describen los fósiles y
se detalla minuciosamente su procedencia, y emplean toda esa información para
juntar las piezas del rompecabezas mundial.
La tarea se ve facilitada por el hecho de que determinados estratos, de
propiedades líticas características y reconocibles, y que siempre albergan el
mismo tipo de fósiles, aparecen con regularidad en diversas regiones. La roca
devoniana, así llamada porque en un primer momento se la describió como la
«vieja arenisca roja» del hermoso condado de Devon, aflora en varios otros
lugares de las Islas Británicas, así como en Alemania, Groenlandia, América del
Norte y otras partes del mundo. Dondequiera que se encuentre se la reconoce, en
parte por sus características externas, pero también por la evidencia interna, esto
es, por los fósiles que contiene. Puede parecer un argumento circular, pero en
realidad no lo es; es lo mismo que cuando un especialista, basándose en la
evidencia interna, determina que un manuscrito del Mar Muerto es un fragmento
del Primer Libro de Samuel. Las rocas devonianas se identifican con fiabilidad
gracias a la presencia de determinados fósiles.
Lo mismo ocurre con las rocas de otros periodos geológicos, incluso si
retrocedemos la época de los primeros fósiles petrificados. Desde el remoto
Cámbrico hasta el actual Holoceno, los periodos geológicos enumerados en la
tabla adjunta se delimitan en su mayor parte con arreglo a variaciones en el
registro fósil. En consecuencia, el final de un periodo y el comienzo del
siguiente suelen venir definidos por extinciones que interrumpen de manera
significativa la continuidad de los fósiles. Como señaló Stephen Jay Gould,
ningún paleontólogo tiene la menor dificultad en determinar si un pedazo de roca
es anterior o posterior a la gran extinción masiva de finales del Pérmico. Entre
los tipos animales prácticamente no se da solapamiento alguno. Es más: los
fósiles (sobre todo los microfósiles) son tan útiles a la hora de clasificar y datar
rocas que las industrias minera y petrolífera están entre sus principales usuarios.
Así pues, esta «datación relativa» ha sido posible desde hace mucho tiempo
gracias a la recomposición vertical del rompecabezas que forman las rocas. A los
periodos geológicos se les puso nombre con el fin de facilitar la datación relativa
cuando aún no era posible la datación absoluta, y éstos siguen siendo útiles. Sin
embargo, es más difícil efectuar la datación relativa con rocas que contienen
pocos fósiles, y esto incluye a todas las rocas anteriores al Cámbrico, es decir,
todas aquéllas que datan de las primeras ocho novenas partes de la historia de la
Tierra.
Para la datación absoluta ha habido que esperar a recientes descubrimientos
en el campo de la física, en concreto de la física radioactiva. Esto requiere una
explicación detallada que vamos a posponer hasta el Cuento de la Secuoya. Por
ahora, basta saber que disponemos de una gama de métodos fiables para
averiguar la edad absoluta de un fósil, o de las rocas que lo contienen o rodean.
Además, cada uno de esos métodos presenta una sensibilidad diferente dentro
del espectro temporal, desde centenares de años (los anillos de los árboles) hasta
millares (el carbono 14), millones, cientos de millones (el uranio-torio-plomo) y
miles de millones (el potasio-argón).

Reliquias renovadas

Los fósiles, al igual que los especímenes arqueológicos, son testimonios más o
menos directos del pasado. Ahora vamos a ocuparnos de la segunda categoría de
pruebas históricas: las reliquias renovadas, copiadas y vueltas a copiar a lo largo
de las generaciones. Para los historiadores de la actividad humana, este tipo de
testimonios consiste en relatos de testigos presenciales transmitidos por la
tradición oral o en forma de documentación escrita. No podemos preguntar a
ningún testigo vivo cómo era la vida en la Inglaterra del siglo XIV, pero tenemos
una idea de cómo era gracias a diversos documentos escritos, entre ellos la obra
de Chaucer. Esos textos contienen información que se ha copiado, impreso,
almacenado en bibliotecas, reimpreso y distribuido para que hoy podamos leerla.
Una vez que una historia se publica, o, en la actualidad, se almacena en un
ordenador, hay bastantes posibilidades de que sus copias se transmitan hasta el
lejano futuro.
Versión simplificada de la escala temporal publicada por la Comisión Internacional de Estratigrafía
(www.stratigraphy.org). La escala se divide en eones, eras, periodos y épocas. El tiempo se mide en
millones de años (mda) y los tonos de gris son proporcionales a la antigüedad. El Pleistoceno y Holoceno
suelen llamarse informalmente Cuaternario, aunque este término, al igual que Terciario, forma parte de un
sistema de datación ya obsoleto. El límite inferior de la escala no está definido formalmente, aunque por lo
general se supone que abarca hasta hace unos 4600 millones de años, época en la que se formaron la Tierra
y el resto del sistema solar.

Los documentos escritos son, de largo, más fiables que la tradición oral. En
teoría, los hijos de cada generación que, como la mayoría de los niños conocen
bien a su familia, deberían prestan atención a los minuciosos recuerdos de sus
padres y transmitírselos a la siguiente generación, y al cabo de cinco
generaciones debería haberse creado una sólida tradición oral. Recuerdo
nítidamente a mis cuatro abuelos, pero de mis ocho bisabuelos apenas me
quedan unas pocas anécdotas sueltas. Uno de mis bisabuelos, cada vez que se
ataba los cordones de los zapatos, cantaba una cancioncilla absurda (que yo
también me sé). Otro se pirraba por la nata, y cuando perdía al ajedrez tiraba el
tablero al suelo. Un tercero era médico rural. Eso es todo. ¿Cómo es posible que
ocho vidas se hayan reducido a tan poco? ¿Cómo es posible, cuando la cadena
de informadores que nos conecta con los testigos es tan corta y la conversación
humana tan profusa, que los miles de detalles personales que constituían la vida
de ocho individuos se hayan olvidado tan rápido?
Por desgracia, la tradición oral se extingue casi inmediatamente, a menos que
se consagre en composiciones poéticas como las que Homero decidió consignar
por escrito, y aun así dista mucho de ser exacta: al cabo de poquísimas
generaciones la historia se descompone en disparates y falsedades. Los hechos
históricos acerca de héroes verdaderos, villanos verdaderos, animales verdaderos
y volcanes verdaderos rápidamente degeneran (o se erigen, dependiendo del
gusto de cada uno) en mitos sobre semidioses, diablos, centauros y dragones
ignívomos.[2] Pero no viene a cuento abundar en las tradiciones orales y sus
imperfecciones, habida cuenta de que, sea como fuere, no tienen
correspondencia en la historia evolutiva.
La escritura supone un avance enorme. El papel, el papiro y hasta las
tablillas de piedra pueden deteriorarse o desintegrarse, pero los documentos
escritos pueden copiarse fielmente a lo largo de un número indefinido de
generaciones, aunque en la práctica la exactitud no sea absoluta. Será mejor que
explique qué sentido particular estoy atribuyendo a la palabra exactitud y, sobre
todo, a la palabra generación. Si alguien me escribe un mensaje y yo lo copio y
se lo paso a un tercero (la siguiente generación de copistas), no será una réplica
exacta, ya que mi escritura es diferente de la del lector. Pero si el autor del
mensaje escribe con cuidado, y si yo me esmero en encontrar dentro de nuestro
alfabeto común el signo correspondiente a cada uno de sus trazos, existen
muchas posibilidades de que consiga copiar el mensaje con total precisión. En
teoría, esta exactitud podría conservarse a lo largo de un número indefinido de
«generaciones» de escribas. Dado que existe un alfabeto discreto (en el sentido
de «discontinuo») aceptado tanto por el escritor como por el lector, la copia
permite que el mensaje sobreviva a la destrucción del original. Esta propiedad de
la escritura puede denominarse «autonormalización» y funciona porque las letras
de un alfabeto verdadero son discontinuas. Este hecho, que recuerda a la
diferencia entre código analógico y código digital, exige una explicación más
detenida.
En inglés existe un sonido consonántico a medio camino entre la c y la g (es
la c de la palabra francesa comme), pero a nadie se le ocurriría representarlo
dibujando un carácter que pareciese a medio camino entre la c y la g. Todos
aceptamos que en inglés todo carácter escrito ha de ser un miembro, y solamente
uno, del alfabeto de 26 letras. Sabemos que los franceses usan esas mismas 26
letras para representar sonidos que no son exactamente los mismos que los del
inglés y que pueden estar a medio camino entre algunos de los de éste. Cada
idioma, en realidad cada acento o dialecto local, usa el alfabeto de un modo
distinto para autonormalizarse a partir de sonidos diferentes.
La autonormalización combate la distorsión del tipo teléfono estropeado[3]
que sufren los mensajes a lo largo de las generaciones. Un dibujo, copiado y
vuelto a copiar por toda una sucesión de imitadores, no goza del mismo
mecanismo protector a menos que su estilo incorpore una serie de convenciones
prefijadas a guisa de autonormalización. A diferencia de un testimonio
representado por medios gráficos, el informe escrito de un testigo ocular tiene
bastantes probabilidades de que los libros de historia sigan reproduciéndolo
fielmente siglos después. Si hoy disponemos de una descripción probablemente
fiel de la destrucción de Pompeya en el año 79 d. C., es gracias a que un testigo,
Plinio el Joven, escribió lo que vio en dos epístolas dirigidas al historiador
Tácito, algunos de cuyos escritos, mediante sucesivas copias y, finalmente,
impresiones, han sobrevivido hasta nuestros días. Incluso en la época anterior a
Gutenberg, cuando la duplicación de los documentos era obra de amanuenses, la
escritura garantizaba una exactitud mucho mayor que la memoria y la tradición
oral.
El principio de que las copias sucesivas conservan una exactitud total es un
ideal puramente teórico; en la práctica, los escribas son falibles y suelen ceder a
la tentación de manipular el texto original para que diga cosas que, en su opinión
(sin lugar a dudas sincera), debería decir. El ejemplo más famoso, ampliamente
documentado por los teólogos alemanes del siglo XIX, es la adulteración de los
pasajes históricos del Nuevo Testamento para que validasen las profecías del
Viejo. Puede que los escribas que alteraban el texto no mintiesen a sabiendas. Al
igual que los autores del Evangelio, que también vivieron mucho después de la
muerte de Jesucristo, creían sinceramente que éste era el Mesías llamado a
cumplir las profecías del Viejo Testamento. Así pues, debía haber nacido en
Belén y ser descendiente de David. Si los documentos, inexplicablemente, no
afirmaban tal cosa, el deber de todo escriba escrupuloso era corregir la
deficiencia. Supongo que para un escriba lo bastante devoto semejante enmienda
no supondría mayor falsificación que para nosotros la corrección automática de
una falta de ortografía o un error gramatical.
Aparte de la manipulación efectiva, todo proceso de copia está sujeto a
errores simples como saltarse un renglón o una palabra de una lista. En cualquier
caso, la escritura no puede retrotraernos más allá de cuando se inventó, hace sólo
unos 5000 años. Los símbolos identificadores, las marcas para contar y los
dibujos son un poco anteriores, tal vez unas decenas de años, pero todos estos
periodos resultan insignificantes comparados con la escala temporal evolutiva.
Por suerte, volviendo al ámbito de la evolución, existe otro tipo de
información duplicada que ha sido objeto de un número casi inconcebible de
copias y que, con una pequeña licencia poética, podemos considerar el
equivalente de un documento escrito: un registro histórico que se renueva con
pasmosa exactitud desde hace centenares de millones de generaciones
precisamente porque, como nuestro sistema de escritura, posee un alfabeto
autonormalizante. Se trata del ADN, que está contenido en todos los seres vivos
y que se ha venido transmitiendo desde los antepasados más remotos con
prodigiosa fidelidad. En el ADN, los átomos individuales se hallan en continua
rotación, pero la información codificada en su disposición definitiva se copia
durante millones o incluso cientos de millones de años. Gracias a las técnicas de
la moderna biología molecular, podemos leer dicha información directamente, es
decir, descifrar las propias secuencias de letras del ADN; o, de manera un poco
más indirecta, podemos leer las secuencias de aminoácidos que componen las
moléculas de proteína a las que el ADN están traducido. O bien, de forma mucho
más indirecta, «oscuramente, como por medio de un espejo»[4], podemos
examinar los productos embriológicos del ADN, es decir, la forma, la química y
los órganos de los cuerpos. No hacen falta fósiles para sondar los abismos de la
historia. Dado que el ADN cambia muy lentamente a lo largo de las
generaciones, la historia puede leerse en la estructura de las plantas y animales
modernos por cuanto está inscrita en sus caracteres codificados.
Los mensajes genéticos se valen de un auténtico alfabeto. Al igual que los
sistemas de escritura latino, griego y cirílico, el alfabeto del ADN es un
repertorio rigurosamente limitado de símbolos que no tienen, de por sí, un
significado evidente. Se escogen símbolos arbitrarios y se combinan para
componer mensajes coherentes de complejidad y tamaño ilimitados. Mientras
que el alfabeto español tiene 28 letras, el inglés 26 y el griego 24, el alfabeto del
ADN apenas cuenta con cuatro. La mayor parte de ADN útil consiste en palabras
de tres letras extraídas de un diccionario de tan sólo 64 palabras, cada una de las
cuales recibe el nombre de codón. Algunos codones son sinónimos, lo que,
desde el punta de vista técnico, significa que el código genético es un código
degenerado[5].
El diccionario registra 64 palabras para 21 significados: los 20 aminoácidos
biológicos más un signo de puntuación universal. Las lenguas humanas son
numerosas y en constante evolución, y sus diccionarios contienen decenas de
miles de vocablos diferentes, mientras que el diccionario de 64 palabras del
ADN es universal e inmutable (salvo mínimas variaciones en unos pocos casos
excepcionales). Los 20 aminoácidos están dispuestos en secuencias de unos
cuantos centenares y cada secuencia constituye una molécula de proteína
específica. Mientras que las letras son sólo cuatro y los codones 64, en teoría no
existe un límite al número de proteínas que las diferentes secuencias de codones
pueden producir. La cifra es simplemente incalculable. Una frase de codones que
especifica la fabricación de una molécula de proteína concreta constituye una
unidad identificable que suele llamarse gen. Nada diferencia los genes de sus
vecinos (ya sean éstos otros genes o tramos redundantes), a no ser lo que se lee
en la propia secuencia. En este sentido recuerdan a telegramas que CARECEN DE
SIGNOS DE PUNTUACIÓN Y TE OBLIGAN A ESCRIBIRLOS COMO SI FUESEN PALABRAS
COMA SÓLO QUE HASTA LOS TELEGRAMAS TIENEN LA VENTAJA DE PODER INTERCALAR
ESPACIOS ENTRE LAS PALABRAS COMA MIENTRAS QUE EL ADN NO STOP
El ADN se diferencia del lenguaje escrito en que representa islas de sentido
en medio de un mar de disparates que nunca se transcriben. Durante la
transcripción de un código genético, los genes enteros se agrupan a partir de
exones dotados de significado que se encuentran separados por «intrones», a
saber, tramos de ADN carentes de sentido cuyos textos el aparato de lectura
simplemente se salta. Es más, en muchos casos ni siquiera se leen ciertos tramos
de ADN dotados de sentido: cabe suponer que se trata de antiguas copias de
genes que en su día eran útiles pero que hoy persisten en el genoma como los
primeros borradores de un capítulo en un disco duro abarrotado. De hecho, en
diversos pasajes del libro compararé al genoma con un viejo disco duro que está
pidiendo a gritos una limpieza general.
Repito que lo que se conserva no son las moléculas del ADN de animales
muertos hace mucho tiempo, sino la información presente en su ADN, que puede
conservarse eternamente, aunque sólo mediante frecuentes duplicados. El guión
de Parque Jurásico, si bien no es ninguna tontería, se da de bofetadas con la
realidad. Se puede aceptar que un insecto hematófago, después de quedar
embalsamado en ámbar, contenga durante un breve espacio de tiempo las
instrucciones necesarias para reconstruir un dinosaurio, pero, por desgracia, una
vez muerto, el ADN presente en su cuerpo y en la sangre que haya chupado no
se conserva intacto más que unos pocos años y, en el caso de ciertos tejidos
blandos, apenas unos pocos días. La fosilización tampoco preserva el ADN.
Ni siquiera la congelación conserva mucho tiempo el código genético.
Mientras redacto estas líneas, unos científicos están extrayendo un mamut
congelado del permafrost siberiano con la esperanza de obtener el suficiente
ADN como para dar vida a un nuevo mamut, clonado en el útero de una elefanta
moderna. Si bien el mamut apenas lleva muerto unos milenios, me temo que se
trata de una vana esperanza. Entre los cadáveres más antiguos de los que se ha
extraído ADN legible se encuentra un hombre de Neandertal de hace 30.000
años. Figúrense el escándalo que se armaría si alguien lograse clonarlo.
Lamentablemente, sólo pueden rescatarse fragmentos sueltos de su ADN. En el
caso de plantas congeladas en permafrost, el récord está en unos 400.000 años de
antigüedad.
La ventaja fundamental del ADN es que, mientras no se rompa la cadena de
vida reproductora, su información codificada se copia en una nueva molécula
antes de que se destruya la vieja. De esta forma, la información contenida en el
código genético sobrevive con mucho a sus moléculas. El ADN es renovable —
esto es, copiable— y, dado que la mayoría de las letras se copia en todas las
ocasiones de manera absolutamente perfecta, puede durar indefinidamente. Gran
parte de la información genética de nuestros antepasados se mantiene
completamente inalterada gracias a que, incluso en el caso de fragmentos que
datan de hace cientos de millones de años, sucesivas generaciones de organismos
vivos la han conservado.
Visto desde esa óptica, el registro genético constituye un regalo de valor
incalculable para el historiador. ¿Quién de aquéllos se habría atrevido a imaginar
un mundo en el que todos y cada uno de los miembros de todas y cada una de las
especies albergasen dentro de su cuerpo un texto extenso y detallado, un
documento escrito transmitido de siglo en siglo y de milenio en milenio? El
registro genético, además, presenta mínimas variaciones aleatorias, lo bastante
excepcionales como para no desbaratar el conjunto, pero lo bastante frecuentes
como para proporcionar sellos distintivos. La situación es aún mejor de lo que se
piensa, puesto que el texto no es arbitrario. En mi libro Destejiendo el arco iris
señalé, con argumentos darvinianos, que el ADN de los animales podía
considerarse un «libro genético de los muertos»: un documento descriptivo de
mundos pretéritos. De la evolución darviniana se sigue que todo lo concerniente
a un animal o planta, incluidos su constitución, su comportamiento heredado y la
estructura química de sus células, constituye un mensaje en código acerca de los
mundos en que sobrevivieron sus antepasados: los alimentos con que se
nutrieron, los depredadores que burlaron, los climas que soportaron, los
semejantes con los que se aparearon. Con el tiempo, el mensaje queda inscrito en
el ADN, que pasó por esa sucesión de tamices que es la selección natural.
Cuando aprendamos a interpretarlo correctamente, algún día el ADN de un
delfín podría confirmamos lo que ya nos han revelado los detalles más
significativos de su anatomía y fisiología, a saber, que sus antepasados vivieron
en tierra firme. Trescientos millones de años antes, los antepasados de todos los
vertebrados terrestres, entre ellos los antepasados terrestres de los delfines,
salieron del mar, donde habían vivido desde el origen de la vida. Sin lugar a
dudas, este hecho, que aún no hemos sabido leer correctamente, consta en
nuestro ADN. Todo lo perteneciente a un animal moderno, no sólo el código
genético (que lo es de manera particular) sino también los miembros, el corazón,
el cerebro y el ciclo reproductor, son en el fondo un archivo, una crónica de su
pasado, por más que dicha crónica sea un palimpsesto, sobrescrita repetidas
veces.
La crónica del ADN puede ser un regalo para el historiador, pero no es un
regalo de fácil lectura por cuanto exige una docta interpretación. Como
herramienta se torna más poderosa si se usa en combinación con nuestro tercer
método de reconstrucción histórica, la triangulación, que analizaremos en el
siguiente apartado con otro ejemplo extraído de la historia humana, en concreto
de la lingüística histórica.

Triangulación

Los lingüistas, entre otras cosas, se interesan por los orígenes históricos de las
lenguas. Cuando se dispone de documentos escritos la tarea es bastante sencilla.
El lingüista puede usar el segundo de nuestros dos métodos de reconstrucción y
estudiar reliquias renovadas, que en este caso serían palabras renovadas. Por
ejemplo, siguiendo la tradición literaria ininterrumpida de Shakespeare, Chaucer
y el poema Beowulf, se puede retroceder desde el inglés moderno hasta el
llamado «inglés medio» y de ahí al anglosajón. Pero, naturalmente, los orígenes
del habla son muy anteriores a la invención de la escritura y, de hecho, muchas
lenguas no poseen forma escrita. Para abordar la historia primitiva de las lenguas
muertas, los lingüistas recurren a un tipo de triangulación: comparan los idiomas
modernos y los agrupan jerárquicamente en familias y subfamilias. La románica,
la germánica, la eslava, la céltica y otras familias lingüísticas europeas confluyen
con algunas familias lingüísticas indias en la lengua indoeuropea. Los lingüistas
sostienen que el protoindoeuropeo fue una verdadera lengua, hablada por una
tribu concreta hace unos 6000 años, e incluso aspiran a reconstruirla con detalle,
extrapolando los rasgos comunes de sus descendientes. Otras familias
lingüísticas de otras partes del mundo, de rango equivalente a la indoeuropea, se
han identificado del mismo modo: por ejemplo, la altaica, la dravidiana y la
úralo-yucá-guira. Algunos lingüistas optimistas (y controvertidos) creen posible
remontarse todavía más y aglutinar todas esas grandes familias en una familia de
familias más vasta y general. Están convencidos, en suma, de que pueden
reconstruir elementos de una hipotética lengua primigenia a la que llaman
nostrático y que, según postulan, se habría hablado hace entre 12.000 y 15.000
años.
Muchos otros lingüistas, aunque conformes con la existencia del
protoindoeuropeo y de otras lenguas atávicas de rango equivalente, ponen en
duda que se pueda reconstruir una lengua tan antigua como el nostrático. Su
escepticismo profesional reafirma mi incredulidad de aficionado. Pero es
indudable que análogos métodos de triangulación, como las diversas técnicas
para comparar organismos modernos, sirven para la historia evolutiva y pueden
usarse para retroceder cientos de millones de años en el tiempo. Aunque no se
dispusiera de fósiles, una comparación refinada de los animales modernos nos
permitiría reconstruir de una forma bastante aproximada y verosímil a sus
antepasados. De la misma manera que los lingüistas se remontan en el pasado
hasta llegar al protoindoeuropeo a base de triangular entre los idiomas modernos
y las lenguas muertas ya reconstruidas, los biólogos podemos comparar tanto las
características externas como las internas, esto es, las secuencias proteínicas y
genéticas, de los organismos modernos. Teniendo en cuenta que las bibliotecas
de todo el mundo están recopilando largos y exactos listados del código genético
de cada vez más especies modernas, la fiabilidad de nuestras triangulaciones irá
en aumento, sobre todo porque los textos genéticos presentan una amplia gama
de coincidencias.
Permítanme explicar brevemente qué quiero decir con «gama de
coincidencias». Aun cuando procedan de «parientes» extremamente lejanos,
como por ejemplo los seres humanos y las bacterias, amplios segmentos de ADN
se parecen de un modo inequívoco. Y los parientes más cercanos, como los
humanos y los chimpancés, tienen mucho más ADN en común. Si se escogen
con tino las moléculas, se obtiene todo un espectro de proporciones cada vez
mayores de ADN compartido a lo largo del camino que separa una especie de
otra. Es posible seleccionar moléculas que, en conjunto, abarquen toda la gama
de comparaciones, desde parientes tan lejanos como los humanos y las bacterias
hasta primos tan cercanos como dos especies de rana. Las semejanzas entre
lenguas son más difíciles de apreciar, salvo en el caso de parejas de idiomas muy
semejantes, como el alemán y el neerlandés. La cadena deductiva que lleva a
algunos lingüistas optimistas a postular la existencia del nostrático es lo bastante
endeble como para que algunos de sus colegas pongan los eslabones en tela de
juicio. El equivalente genético de la triangulación que conduce al nostrático,
¿sería la triangulación entre, pongamos por caso, los humanos y las bacterias?
En realidad, los seres humanos y las bacterias poseen algunos genes que
prácticamente no han cambiado un ápice desde la época del antepasado común,
el equivalente del nostrático. El propio código genético es sustancialmente
idéntico en todas las especies, y también debe de haber sido idéntico en los
antepasados comunes. Podría decirse que el parecido que guardan el alemán y el
neerlandés es comparable con el de cualquier par de mamíferos. El ADN del ser
humano y el del chimpancé son tan similares que vienen a ser como un mismo
idioma hablado con dos acentos ligeramente distintos. Las semejanzas entre el
inglés y el japonés, o entre el español y el éuscara, son tan escasas que no es
posible establecer un paralelismo con ninguna pareja de organismos vivos, ni
siquiera con los seres humanos y las bacterias, ya que éstos tienen secuencias
genéticas tan similares que hay párrafos enteros que son idénticos palabra por
palabra.
He hablado de usar secuencias de ADN para triangular. En principio, se
podría usar la misma técnica para macrocaracterísticas morfológicas, pero
cuando falta la información molecular los antepasados lejanos son tan esquivos
como el nostrático. Con la morfología, como con el ADN, damos por sentado
que los rasgos comunes a muchos descendientes de un mismo antepasado
probablemente sean herencia de éste. Como todos los vertebrados tienen espina
dorsal, suponemos que la heredaron (o, mejor dicho, que heredaron los genes
necesarios para desarrollarla) de un antepasado remoto que, según indican los
fósiles, vivió hace más de 500 millones de años y también tenía una. Éste es el
tipo de triangulación morfológica que he utilizado para imaginar la estructura
corporal de los contepasados que conoceremos en este libro. Habría preferido
apoyarme más en la triangulación directamente basada en el ADN, pero nuestra
capacidad para predecir cómo cambia la morfología de un organismo a resultas
de una variación en un gen es inadecuada para esa tarea.
La triangulación es todavía más eficaz si incluimos muchas especies, pero
para eso hacen falta métodos de gran complejidad que exigen contar con un
árbol filogenético muy preciso. En «El Cuento del Gibón» explicaremos esos
métodos. La triangulación también se presta a una técnica para calcular la fecha
de cualquier rama evolutiva que se desee. Se trata del llamado «reloj molecular»
y consiste, en pocas palabras, en contar las discrepancias entre las secuencias
moleculares de diferentes especies vivas. Los parientes cercanos con
antepasados comunes recientes presentan menos discrepancias que los lejanos
toda vez que la edad del antepasado común es proporcional, o se espera que lo
sea, al número de discrepancias moleculares entre sus dos descendientes. A
continuación se calibra la escala temporal arbitraria del reloj molecular y se
traduce en años reales, usando fósiles de antigüedad conocida para unos cuantos
puntos de ramificación cruciales en los que haya fósiles disponibles. En la
práctica, la cosa no es tan simple como parece; las complejidades, dificultades y
controversias asociadas a este método serán el tema del «Epílogo al Cuento del
Gusano Aterciopelado».
En el prólogo general de los Cuentos de Canterbury, Chaucer presentaba,
uno por uno, a su elenco completo de peregrinos. Mis personajes son demasiado
numerosos para que pueda hacer lo propio. En cualquier caso, el relato en sí
consiste en presentar, en cada uno de los 40 puntos de encuentro, a todos los
protagonistas del viaje. Es necesario, sin embargo, hacer una introducción
preliminar, aunque de manera diferente a la de Chaucer. Su reparto era un
conjunto de individuos; el mío es un conjunto de grupos. Hace falta, en pocas
palabras, explicar el método con arreglo al cual agrupamos animales y plantas.
En el Encuentro 10 se nos unen cerca de 2000 especies de roedores, más 87
especies de conejos, liebres y pikas, todas ellas denominadas Glires. Las
especies se agrupan siguiendo un orden jerárquico y cada grupo recibe un
nombre particular (la familia de los roedores similares al ratón es la de los
Múridos; la de los roedores similares a la ardilla, la de los Esciúridos). Y cada
categoría de grupo también tiene un nombre. Los Múridos son una familia, y los
Esciúridos otra. El orden al que ambas pertenecen es el de los Roedores. Glires
es el superorden que une a los roedores con los conejos y sus semejantes. Estos
nombres de categorías conforman una jerarquía. Familia y orden se encuentran
más o menos en la mitad del escalafón, mientras que las especies están en la
parte baja. Desde ahí ascendemos a género, familia, orden, clase y filo,
valiéndonos de prefijos como sub y super para efectuar interpolaciones.
Como veremos en el transcurso de varios cuentos, las especies gozan de un
estatus particular. Cada una tiene un nombre científico exclusivo, que consiste en
el nombre de su género escrito con mayúscula seguido del nombre de la especie
propiamente dicha en minúscula, ambos en cursiva. El leopardo, el león y el
tigre son, respectivamente, Pantera pardus, Pantera leo y Pantera tigris,
miembros todos ellos del género Pantera y de la familia de los félidos, que a su
vez es miembro del orden de los carnívoros, de la clase de los mamíferos, del
subfilo de los vertebrados y del filo de los cordados. De momento no me
extenderé más sobre los principios de la taxonomía, pero, cuando sea necesario,
los mencionaré a lo largo del libro.
Comienza la peregrinación

Es hora de emprender nuestra peregrinación al pasado, una andadura que, en


cierto modo, es un viaje en una máquina del tiempo en busca de nuestros
antepasados, o mejor dicho, como explicaré en «El Cuento del Neandertal», en
busca de nuestros genes ancestrales. Durante las primeras decenas de milenios
de nuestra búsqueda, esos genes ancestrales residen en individuos iguales a
nosotros. Bueno, en realidad no es así, pues nadie es exactamente igual.
Permítanme reformular la frase: durante las primeras decenas de milenios, la
gente que nos encontraremos al apearnos de la máquina del tiempo no se
diferenciará de nosotros más de lo que los seres humanos actuales diferimos
unos de otros. No olvidemos que entre éstos hay alemanes y zulúes, chinos y
pigmeos, bereberes y melanesios. Nuestros antepasados genéticos de hace
50.000 años presentarían el mismo grado de variabilidad que vemos en el mundo
actual.
Si no indicios de evolución biológica, ¿qué cambios habremos de percibir,
entonces, al retroceder unas pocas decenas de milenios en el tiempo, en vez de
cientos de miles de milenios? En las primeras etapas de nuestro viaje al pasado,
un proceso similar al evolutivo, aunque muchísimo más rápido que la evolución
biológica, dominará el paisaje que se divise por la ventanilla. Unos lo llaman
evolución cultural, otros lo llaman evolución exosomática o tecnológica. Se pone
de manifiesto, por ejemplo, en la «evolución» del automóvil, de la corbata o del
idioma inglés. No debemos exagerar su parecido con la evolución biológica y, en
cualquier caso, tampoco vamos a detenernos mucho en él. Tenemos por delante
un trayecto de 4000 millones de años y enseguida habrá que pisar el acelerador
de la máquina del tiempo y meter una velocidad tan alta que apenas lograremos
echar un vistazo fugaz a los acontecimientos de la historia humana.
Pero antes, mientras vayamos en primera y viajemos dentro de la escala
temporal de la historia humana y no de la evolutiva, nos referiremos a dos
avances culturales fundamentales. «El Cuento del Agricultor» es la historia de la
revolución agrícola, que probablemente haya sido la innovación humana más
cargada de consecuencias para los demás organismos del planeta. «El Cuento del
Cromañón» trata del gran salto adelante, ese florecimiento de la mente humana
que, en cierto sentido, proporcionó un nuevo medio de expresión para el proceso
evolutivo propiamente dicho.

EL CUENTO DEL AGRICULTOR

La revolución agrícola comenzó hace unos 10.000 años, a finales de la última


edad de hielo, en Mesopotamia, la región situada entre los ríos Tigris y Eufrates
y que los historiadores denominan «creciente fértil». La civilización
mesopotámica fue la cuna de la civilización humana, y algunas de sus
insustituibles reliquias, expuestas en el museo de Bagdad, fueron destrozadas en
2003 bajo la indiferente mirada de los invasores estadounidenses, que prefirieron
proteger el Ministerio del Petróleo. La agricultura también surgió, puede que por
separado, en China y en las riberas del Nilo, y tuvo un desarrollo completamente
autónomo en el Nuevo Mundo. Otro caso interesante de surgimiento
independiente es el que tuvo como marco las montañas del interior de Nueva
Guinea, una región completamente aislada del resto del mundo. La revolución
agrícola señala el comienzo de la nueva edad de piedra, el Neolítico.
La transición de cazadores-recolectores nómadas a agricultores sedentarios
representa con toda probabilidad el nacimiento del concepto de casa. En otras
partes del mundo, los contemporáneos de esos primeros agricultores eran
cazadores-recolectores recalcitrantes que vagaban constantemente de un lugar a
otro. De hecho, el estilo de vida cazador-recolector (en el concepto de caza
también va incluida la pesca) no se ha extinguido, sino que pervive en varias
zonas aisladas del mundo: aún lo practican, entre otros, algunos aborígenes
australianos, los san y las tribus sudafricanas emparentadas con ellos (los mal
llamados bosquimanos), varias tribus de nativos americanos (denominadas
indias por culpa de un error de navegación) y los inuit del Ártico (que prefieren
que no se les llame esquimales). Lo normal es que los cazadores-recolectores no
cultiven plantas ni críen animales. En la práctica existen muchos estadios
intermedios entre cazadores-recolectores puros y agricultores o pastores puros,
pero hasta hace unos 10.000 años todas las poblaciones humanas eran cazadoras-
recolectoras. Es probable que dentro de poco ninguna lo sea. Las que no se
extingan, se civilizarán o corromperán, según el punto de vista de cada uno.
En su librito Neandertales, bandidos y granjeros: cómo surgió realmente la
agricultura, Colin Tudge coincide con Jared Diamond (autor de El tercer
chimpancé) en que el paso de la caza y recolección a la agricultura no supuso ni
mucho menos el avance que los humanos actuales, dada nuestra
autocomplacencia retrospectiva, podríamos imaginar. A juicio de ambos
historiadores, la revolución agrícola no aumentó la felicidad humana. La
agricultura garantizaba el sustento a poblaciones más numerosas que el estilo de
vida cazador-recolector que vino a sustituir, pero no mejoró necesariamente la
salud ni incrementó la felicidad. De hecho, una población más numerosa más
suele albergar enfermedades más graves por razones evolutivas de peso (un
parásito se preocupa menos de prolongar la vida de sus huéspedes si encuentra
fácilmente otras víctimas que infectar).
Con todo, la situación de los cazadores-recolectores tampoco debía de ser
jauja. De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda considerar que los
cazadores-recolectores y las sociedades agrícolas primitivas[1] estaban más «en
armonía» con la naturaleza que nosotros, pero esto probablemente sea un error.
Es muy posible que conociesen la naturaleza salvaje mejor que nosotros, por la
sencilla razón de que vivían y sobrevivían en ella, pero, al igual que nosotros, se
valían de ese conocimiento para explotar (y a menudo sobreexplotar) el medio
en la máxima medida que se lo permitían sus capacidades técnicas. Jared
Diamond hace hincapié en que la sobreexplotación de la tierra por parte de los
primeros agricultores conducía al colapso ecológico y a la desaparición de sus
sociedades. Lejos de vivir en armonía con la naturaleza, los cazadores-
recolectores preagrícolas probablemente fueron los responsables de muchas
extinciones de animales de gran tamaño registradas en todo el planeta. Con
demasiada frecuencia, la colonización de regiones remotas por parte de
cazadores-recolectores en vísperas de la revolución agrícola suele ir acompañada
en el registro arqueológico por la exterminación de muchas aves y mamíferos de
gran tamaño (presumiblemente apetitosos).
Se tiende a considerar el término urbano como el opuesto de agrícola, pero
desde la perspectiva a largo plazo adoptada en este libro, los habitantes de las
ciudades entran en la misma categoría que los agricultores y se contraponen a los
cazadores-recolectores. Casi todos los alimentos que se consumen en una ciudad
proceden de tierras propiedad de alguien que las cultiva o manda cultivar; en la
antigüedad llegaban de los campos que rodeaban la propia ciudad, en la
actualidad provienen de las regiones más dispares del mundo y son transportados
y vendidos por una cadena de intermediarios antes de ser consumidos. La
revolución agrícola no tardó en propiciar la especialización. Alfareros, tejedores
y herreros hacían su trabajo a cambio de los frutos de la tierra que otros
cultivaban. Antes de la agricultura, los alimentos no se cultivaban en tierras
propiedad de nadie sino que se capturaban o se recolectaban en tierras
comunales que eran propiedad de todos. El pastoreo, es decir, la labor de
apacentar animales en terrenos de propiedad común, tal vez representó un paso
intermedio.
Tanto si mejoró como si empeoró las cosas, el caso es que la revolución
agrícola no tuvo lugar de un día para otro. La agricultura no fue una idea genial
que se le ocurrió de repente a un iluminado, el equivalente neolítico de Turnip
Townsend[2]. En un primer momento, los cazadores, que seguían a los animales
salvajes en sus desplazamientos, tal vez vigilasen sus territorios de caza o los
mismos rebaños para protegerlos de cazadores rivales. A partir de ahí, lo lógico
era pasar a arrear y custodiar a los animales, después a alimentarlos y, por
último, a apriscarlos y darles cobijo. Creo que ninguno de estos cambios resultó
revolucionario en la época en que se produjo.
Mientras tanto, los propios animales iban evolucionando, iban volviéndose
más y más domésticos mediante procesos rudimentarios de selección artificial.
Las consecuencias darvinianas tuvieron que ser paulatinas. Nuestros
antepasados, sin ninguna intención premeditada de criar especímenes más
dóciles, cambiaron sin pretenderlo la presión selectiva que sufrían los animales.
En el acervo génico de los rebaños ya no primaban la velocidad ni ninguna otra
de las características que ayudan a sobrevivir en estado salvaje. Generaciones
sucesivas de animales domésticos fueron haciéndose más mansos, menos
capaces de valerse por sí mismos, más propensos a crecer gordos y saludables en
la molicie de la vida doméstica. Existen fascinantes paralelismos con la
domesticación que llevan a cabo hormigas y termitas de sus rebaños,
representados por los pulgones, y de sus plantaciones de hongos. Analizaremos
este fenómeno en el Encuentro 26, cuando se nos unan las hormigas y leamos
«El Cuento de la Hormiga Cortadora de Hojas».
A diferencia de los criadores y cultivadores modernos, nuestros antepasados
de la revolución agrícola no practicaban a sabiendas la selección artificial con el
fin de obtener características deseables. Dudo que supiesen que, para aumentar
la producción de leche, hay que aparear vacas que produzcan mucho con toros
nacidos de buenas productoras, y descartar los terneros de las que dan poca
leche. Un interesante trabajo realizado por investigadores rusos con zorros
plateados ilustra bien las consecuencias genéticas accidentales de la
domesticación.
D. K. Belyaev y sus colegas capturaron unos cuantos zorros plateados,
Vulpes vulpes, y emprendieron un plan de cría sistemático encaminado a la
obtención de ejemplares dóciles. El éxito fue espectacular. Al cabo de 20 años de
aparear los ejemplares más mansos de cada generación, Belyaev había
conseguido producir zorros que se comportaban como perros ovejeros, buscaban
en todo momento la compañía del hombre y meneaban la cola cuando alguien se
les acercaba. No tiene nada de extraño, aunque la rapidez del proceso puede
llamar la atención. Más inesperados fueron los efectos secundarios de la
selección encaminada a la domesticación. Los zorros domesticados
genéticamente tenían no sólo el comportamiento, sino también el aspecto de un
perro ovejero. El pelaje se les volvió blanco y negro, y la cara parcial o
completamente blanca, y, en lugar de las características orejas puntiagudas de los
zorros salvajes, desarrollaron unas «simpáticas» orejas gachas. Su equilibrio
hormonal reproductivo también se modificó y adoptaron el hábito de procrear
todo el año en lugar de durante una época de celo determinada. Asimismo, tal
vez a causa de la menor agresividad, presentaban niveles más elevados de
serotonina, una sustancia química que actúa como neurotransmisor. Sólo
hicieron falta 20 años para convertir zorros en «perros» mediante la selección
artificial[3].
He escrito perros en cursiva porque nuestros canes domésticos no
descienden del zorro, sino del lobo. Por cierto, hoy se sabe que la famosa
conjetura de Konrad Lorenz de que sólo algunas razas caninas (sus favoritas,
como los chow-chow) provienen del lobo y todas las demás del chacal, es
errónea. El etólogo respaldó la hipótesis con agudas observaciones sobre el
carácter y el comportamiento de los animales en cuestión, pero la taxonomía
molecular es más fuerte que la perspicacia humana y a nivel molecular se ha
demostrado de manera fehaciente que todas las razas caninas actuales
descienden del lobo gris, Canis lupus. Los segundos parientes más cercanos de
los perros (y de los lobos) son los coyotes y los chacales de las Simien (que
según parece deberían llamarse lobos de las Simien). Los chacales verdaderos
(en sus variantes dorado, rayado y de lomo negro) guardan un parentesco más
lejano con perros y lobos, aunque sigan incluyéndose en el género de los
Cánidos.
No cabe duda de que la evolución del perro a partir del lobo fue similar a la
que simuló Belyaev con los zorros, con la diferencia de que el investigador
buscaba deliberadamente crías cada vez más mansas. Nuestros antepasados
llevaron a cabo una operación análoga, sólo que de forma involuntaria, y es
probable que ocurriese varias veces de manera independiente en diversas partes
del mundo. Tal vez los lobos buscaban comida en torno a los asentamientos, los
hombres los juzgaron útiles basureros y puede que hasta guardianes, y, en
determinadas circunstancias, incluso los usaron como cálidos edredones para
resguardarse del frío de la noche. Puede que al lector le choque una relación tan
cordial entre lobo y hombre, pero téngase presente que la leyenda medieval que
hizo del lobo un símbolo mítico del terror capaz de surgir repentinamente del
bosque era fruto de la ignorancia. Nuestros antepasados que vivían en estado
salvaje en campo abierto, a buen seguro conocían mejor el carácter del lobo. De
hecho, es evidente que sí, toda vez que terminaron domesticando al lobo y
transformándolo en el fiel y leal perro.
Desde el punto de vista del lobo, los campamentos humanos eran una rica
fuente de alimento en forma de despojos, y los individuos con más
probabilidades de beneficiarse de esto eran aquéllos que, por sus niveles de
serotonina y otras características neuronales (tendencia a la docilidad), se
sintiesen más a gusto con el hombre. Diversos autores han especulado, de forma
bastante verosímil, que los niños posiblemente adoptaban lobeznos huérfanos
como mascotas. Algunos experimentos han demostrado que los perros
domésticos son más hábiles que los lobos a la hora de leer nuestras expresiones
faciales. Quizá sea una consecuencia involuntaria de nuestra coevolución
mutualista a lo largo de muchas generaciones. También nosotros leemos las
caras de los perros, cuyas expresiones se han ido haciendo más humanas que las
de los lobos, debido a nuestra selección involuntaria. Tal vez por eso la
expresión de los lobos nos resulta siniestra, mientras que la de los perros nos
parece tierna, avergonzada, sensible, etcétera.
El fenómeno de la domesticación recuerda vagamente el caso de unos
cangrejos japoneses que tienen en el dorso un dibujo parecido al rostro de un
guerrero samurai. La explicación darviniana de esta característica es que los
pescadores supersticiosos devolvían al mar todos aquellos especímenes cuyo
dibujo se pareciese ligeramente a un samurai, con el resultado de que, al cabo de
las generaciones, los genes que daban lugar a motivos similares a un rostro
humano tenían más probabilidades de sobrevivir en los cuerpos de sus cangrejos.
La frecuencia de tales genes aumentó de tal forma en el acervo de la especie que
hoy en día son la norma. Sea o no cierta esta historia de los cangrejos, el caso es
que algo parecido tuvo que ocurrir en la evolución de los animales
verdaderamente domesticados.
Volvamos al experimento de los zorros plateados, que demuestra la rapidez
con que puede darse la domesticación y la elevada probabilidad de que la
selección de los más mansos genere una serie de consecuencias imprevistas. Es
perfectamente probable que bóvidos, cerdos, caballos, ovejas, cabras, gallinas,
gansos, patos y camellos siguiesen una trayectoria igual de rápida y de rica en
efectos secundarios inesperados. Probablemente, también nosotros, a partir de la
revolución agrícola, evolucionamos por una senda paralela de domesticación,
mostrando a nuestra vez una creciente docilidad y nuevos rasgos derivados,
colateralmente, de la propia domesticación.
En algunos casos, la historia de la domesticación del hombre está claramente
escrita en nuestros genes. El ejemplo clásico, minuciosamente documentado por
William Durham en su libro Coevolution, es la tolerancia a la lactosa. En su
origen, la leche era un alimento exclusivamente infantil, no destinado a los
adultos ni bueno para su salud. Para digerir la lactosa, el azúcar de la leche, hace
falta una enzima concreta, la lactasa. (A propósito, merece la pena recordar una
convención terminológica: el nombre de las enzimas suele formarse añadiendo el
sufijo -asa a la raíz del nombre de la sustancia sobre la que actúa). En los
mamíferos jóvenes, una vez llegan a la edad normal del destete, el gen que
produce la lactasa se desactiva. Esto no significa, naturalmente, que el gen
desaparezca: los genes que solamente son necesarios en la infancia no se
eliminan del genoma, ni siquiera en las mariposas, que siguen cargando con un
elevado número de genes que sólo sirven para hacer orugas. Por influencia de
otros genes con función reguladora, la producción de lactasa se interrumpe en
los niños más o menos a la edad de cuatro años. La leche fresca sienta mal a los
adultos, provocando síntomas que van desde flatulencia y retortijones a vómitos
y diarrea.
¿A todos los adultos? No, desde luego que no: hay excepciones, entre ellas el
autor de estas líneas y, muy probablemente, el lector. Me refiero al conjunto de la
especie humana e, implícitamente, al Homo sapiens primitivo del que todos
descendemos. Es como si hubiese escrito «los lobos son unos carnívoros grandes
y feroces que cazan en manada y aúllan a la luna», sabiendo perfectamente que
los pequineses y los yorkshire contradicen tal aserto. La diferencia es que
tenemos una palabra, perro, para designar al lobo doméstico, pero no tenemos
ninguna para designar al ser humano doméstico. Los genes de los animales
domésticos han cambiado como consecuencia de generaciones y generaciones de
contacto con seres humanos, siguiendo el mismo tipo de trayectoria que los
genes de los zorros plateados del experimento. Los genes de algunos seres
humanos han cambiado como consecuencia del largo periodo transcurrido en
estrecho contacto con animales domésticos. La tolerancia a la lactosa se ha
desarrollado en una minoría de tribus, entre ellas los tutsis de Ruanda (y, en
menor medida, los humus, sus enemigos tradicionales), los pastores fulanis de
África occidental (aunque no la rama sedentaria de los fulanis, lo cual no deja de
ser interesante), los sindhis del norte de la India, los tuaregs de África occidental,
los bejas de África nororiental, y algunas tribus europeas de las que el autor de
este libro, y quizás el lector, descendemos. El detalle significativo es que todas
estas tribus tienen en común un pasado ganadero.
En el extremo opuesto del espectro se encuentran los pueblos que han
conservado la normal intolerancia del adulto humano a la lactosa, como los
chinos, japoneses, inuits, la mayoría de nativos americanos, javaneses, fijianos,
aborígenes australianos, iraníes, libaneses, turcos, tamiles, cingaleses, tunecinos
y muchas tribus africanas como los san, los tswanas, los zulúes, los xhosas y los
swazis de África meridional, los dinkas y los nuers de África septentrional y los
yorubas e igbos de África occidental. Por regla general, los pueblos que no
toleran la lactosa no tienen una historia de pastoreo a sus espaldas. Hay, sin
embargo, excepciones reveladoras. Los masais de África oriental se alimentan
casi exclusivamente de leche y sangre, así que lo lógico sería que hubiesen
desarrollado una notable tolerancia a la lactosa. Sin embargo no es así,
probablemente porque cuajan la leche antes de consumirla y, como ocurre con el
queso, las bacterias eliminan casi toda la lactosa. Una de las formas de librarse
de los efectos negativos es eliminar aquello que la produce, en este caso la
lactosa; la otra forma es modificando los propios genes, el método que adoptaron
las tribus ganaderas enumeradas en el párrafo anterior.
Ni que decir tiene que nadie se cambia los genes a propósito: sólo ahora está
comenzando la ciencia a idear técnicas para hacerlo. Como de costumbre, de
realizar la modificación se encargó, hace miles de años, la selección natural,
aunque exactamente no sé de qué modo logró producir la tolerancia a la lactosa
en los individuos adultos. Quizá los adultos recurrían a la leche en épocas de
hambruna y los individuos que mejor la toleraban tenían más probabilidades de
supervivencia, o quizá algunas culturas prolongaban el periodo de lactancia y la
selección natural de los niños capaces de sobrevivir en tales circunstancias se
transformó poco a poco en tolerancia a la lactosa en los adultos. Sean cuales
fuesen los pormenores, el cambio, aunque genético, tuvo un origen cultural. La
evolución de la domesticación y el incremento de la producción láctea de vacas,
ovejas y cabras marcharon paralelos al aumento de la tolerancia a la lactosa entre
las tribus que las criaban. Ambas tendencias eran realmente evolutivas en tanto
que representaban cambios en las frecuencias genéticas de determinadas
poblaciones, pero las dos vinieron dadas por cambios culturales, no genéticos.
¿No será la tolerancia a la lactosa tan sólo la punta del iceberg? ¿Están
nuestros genomas plagados de indicios de una domesticación que no sólo nos
influyó a nivel bioquímico sino también mental? Al igual que los zorros
domesticados de Belyaev y que los lobos domésticos que hoy denominamos
perros, ¿también nosotros nos hemos vuelto más mansos y simpáticos, y
mostramos los equivalentes humanos de las orejas gachas, las expresiones
tiernas y los meneos de cola? Dejo al lector que lo medite y paso a otro asunto.
Mientras la caza daba paso al pastoreo, la recolección se transformó en
cultivo de plantas. También en este caso el proceso debió de ser en su mayor
parte involuntario. Sin duda hubo momentos de descubrimiento creativo, por
ejemplo cuando los humanos advirtiesen que si colocaban semillas en el suelo,
nacían plantas iguales que aquéllas de las que proceden, o cuando alguien
reparase por primera vez en que era bueno regarlas, escardarlas y abonarlas. Más
difícil debió de ser caer en la cuenta de que convenía reservar las mejores
semillas para plantarlas en lugar de seguir el instinto y comerse las buenas para
plantar las malas (mi padre me contó que ésa era una de las ideas más difíciles
de inculcar a los campesinos del África central a quienes en la década de 1940,
recién salido de la universidad, impartió nociones de agricultura). Pero la
transición de recolector a cultivador, como ocurrió con la de cazador a pastor,
pasó desapercibida a los interesados.
Muchos de los principales cultivos alimenticios, como el trigo, la avena, la
cebada, el centeno y el maíz, son gramíneas que, debido a la selección humana,
primero involuntaria y después deliberada, se han visto sensiblemente
modificadas desde los inicios de la agricultura. Es posible que nosotros también
hayamos experimentado una modificación genética a lo largo de los últimos
milenios y que, así como hemos desarrollado la tolerancia a la leche, también
hayamos desarrollado tolerancia a los cereales. Cereales ricos en almidón, como
el trigo y la avena, no pudieron representar una parte sustancial de nuestra
alimentación antes de la revolución agrícola. A diferencia de las naranjas o las
fresas, las semillas de los cereales no desean ser comidas. El paso por el aparato
digestivo de un animal no forma parte de su estrategia de dispersión, como es el
caso, en cambio, de las semillas de ciruela o de tomate. En cuanto a nosotros, el
tubo digestivo humano no es capaz, por sus propios medios, de absorber muchos
nutrientes de las semillas de la familia de las gramíneas, caracterizadas por
exiguas reservas de almidón y cascabillos duros y desagradables. Algo ayudan la
molienda y la cocción, pero también cabe la posibilidad de que, mientras
desarrollábamos la tolerancia a la leche, hayamos adquirido una creciente
tolerancia fisiológica al trigo con respecto a nuestros antepasados salvajes. La
intolerancia al trigo es un problema para un número considerable de
desafortunados individuos que han descubierto, por dolorosa experiencia, que
más les vale abstenerse de consumirlo. Sería interesante comparar la incidencia
de la tolerancia al trigo entre cazadores-recolectores como los san con la de otras
poblaciones cuyos antepasados agricultores hubiesen comenzado pronto a
alimentarse de ese cereal. Desconozco si en el caso de la tolerancia al trigo ya se
ha llevado a cabo un amplio estudio comparativo como el que se hizo con la
tolerancia a la lactosa en diferentes tribus. También sería interesante un estudio
comparativo sistemático sobre la tolerancia al alcohol. Se sabe que ciertos alelos
hacen que nuestros hígados sean menos capaces de descomponer el alcohol de lo
que quizá desearíamos.
En cualquier caso, la coevolución entre los animales y las plantas de que se
alimentan no es ninguna novedad. Ciertos herbívoros llevan millones de años
ejerciendo una especie de benévola selección darviniana sobre las gramíneas,
encauzando su evolución hacia una cooperación mutualista, desde muchísimo
antes de que los humanos empezásemos a cultivar trigo, cebada, avena, centeno
y maíz. Las gramíneas se dan bien en presencia de los animales que pastan y es
probable que así haya sido durante la mayor parte de los 20 millones de años
transcurridos desde la primera aparición de su polen en el registro fósil.
Naturalmente, no es que las gramíneas, a título individual, se beneficien de que
se las coman, sino que resisten mejor que las plantas rivales el hecho de ser pasto
de los herbívoros. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, y las gramíneas, aun
cuando las estén paciendo, prosperan por cuanto los herbívoros también comen
otras plantas que competirían con ellas por tierra, agua y luz del sol. Con el paso
de millones y millones de años, se fueron haciendo más capaces que las otras de
prosperar en presencia de bóvidos, antílopes, caballos y otros herbívoros salvajes
(y, en última instancia, de las cortacéspedes). Los herbívoros, por su parte, se
equiparon para sacar el máximo partido de una dieta a base de hierba,
desarrollando, por ejemplo, una dentadura especializada y un complejo aparato
digestivo que incluía cavidades con cultivos de microorganismos en las que el
alimento fermenta.
No es esto lo que normalmente se entiende por domesticación, pero en la
práctica el proceso es muy parecido. Cuando nuestros antepasados, hace unos
10.000 años, domesticaron gramíneas silvestres del género Triticum
transformándolas en lo que hoy llamamos trigo, en cierto modo hicieron lo
mismo que muchas especies de herbívoros habían hecho durante 20 millones de
años con los antepasados del Triticum. Nuestros antepasados aceleraron el
proceso, sobre todo cuando posteriormente pasaron de la domesticación fortuita
e involuntaria a la cría selectiva intencionada y planificada (y, en fechas muy
recientes, a la hibridación científica y a la modificación genética).
Eso es cuanto quería decir sobre los orígenes de la agricultura. Ahora,
mientras nuestra máquina del tiempo deja atrás el letrero de los 10.000 años y
pone rumbo al Encuentro 0, vamos a detenernos brevemente a la altura de los
40.000 años. En esa época, la sociedad humana, compuesta exclusivamente por
cazadores-recolectores, pasó por una revolución mayor incluso que la agrícola:
el gran salto adelante cultural. La historia del gran salto adelante nos la va a
contar el hombre de Cromañón, que toma su nombre de la cueva de la Dordogne
donde se descubrieron los primeros fósiles de esta raza de Homo sapiens.
EL CUENTO DEL CROMAÑÓN

La arqueología indica que hace unos 40.000 años empezó a ocurrirle algo muy
especial a nuestra especie. Desde el punto de vista anatómico, los antepasados
humanos que vivieron antes de esta fecha decisiva eran iguales a los que
vivieron después. Los homínidos anteriores a esa línea divisoria no diferían de
nosotros más de lo que se diferenciaban de sus contemporáneos de otros lugares
del mundo, ni siquiera más de lo que nosotros diferimos de los nuestros. Esto,
repito, desde el punto de vista anatómico. Desde el punto de vista cultural, la
diferencia es enorme. De acuerdo, entre las culturas de los diversos pueblos que
viven en el mundo actual también se dan diferencias enormes, y es probable que
a la sazón ocurriese otro tanto, pero no si nos remontamos mucho más de 40.000
años. En esa fecha crítica ocurrió algo que muchos arqueólogos consideran lo
bastante repentino como para merecer el nombre de acontecimiento. Me gusta la
expresión que ha acuñado Jared Diamond para definirlo: el gran salto adelante.
Antes del gran salto adelante, los artefactos fabricados por el hombre apenas
habían cambiado en un millón de años. Los que han llegado hasta nuestros días
son herramientas y armas de formas muy rudimentarias, hechas casi
exclusivamente de piedra. Seguro que la madera (o, en Asia, el bambú) era un
material mucho más utilizado, pero es difícil que resista a los estragos del
tiempo. Por lo que sabemos, no había pinturas, tallas, estatuillas, objetos
funerarios ni ornamentos. Después del gran salto, todas estas cosas surgen de
repente en el registro arqueológico, además de instrumentos musicales como
flautas de hueso, y no mucho tiempo después aparecen las espléndidas pinturas
rupestres de las cuevas de Lascaux, obra de cromañones. Un observador
imparcial, llegado de otro planeta, que adoptase una perspectiva más amplia
podría considerar nuestra cultura moderna, con sus ordenadores, sus aviones
supersónicos y sus viajes espaciales, un mero corolario del gran salto adelante.
En la larguísima escala geológica, todos nuestros logros modernos, desde la
Capilla Sixtina a la teoría especial de la relatividad, desde las Variaciones
Goldberg a la conjetura de Goldbach, parecerían prácticamente contemporáneos
de la Venus de Willendorf y de las pinturas de Lascaux: expresiones de la misma
revolución cultural, de la radiante eclosión que sucedió al prolongado
estancamiento del Paleolítico inferior. En realidad no estoy seguro de que la
visión uniformitaria[4] de nuestro observador extraterrestre resistiese un análisis
riguroso, pero podría defenderse al menos durante un breve periodo.
En el libro La mente en la caverna, David Lewis-Williams examina la
cuestión del arte rupestre del Paleolítico superior y de lo que puede aportarnos
para desentrañar el misterio del florecimiento de la conciencia en el Homo
sapiens.
Algunos paleontólogos están tan impresionadas por el gran salto adelante
que consideran hubo de coincidir con el origen del lenguaje. ¿Qué otra cosa, se
preguntan, podría explicar un cambio tan repentino? La hipótesis de que el
lenguaje hubiese surgido súbitamente no es ninguna tontería. Todo el mundo
coincide en que la escritura no tiene más de unos pocos miles de años de
antigüedad y todo el mundo está de acuerdo en que la anatomía cerebral no
cambió en correspondencia con una invención tan reciente. En teoría, el habla
podría ser un ejemplo más del mismo fenómeno, pero tengo la impresión,
avalada por lingüistas tan autorizados como Steven Pinker, de que el lenguaje es
más antiguo que el gran salto. Retomaremos el asunto cuando, al llegar a la cota
del millón de años, nuestra peregrinación alcance al Homo ergaster (erectus).
Si no con el lenguaje propiamente dicho, el gran salto adelante tal vez
coincidió con el repentino descubrimiento de, por así decirlo, un nuevo software:
quizás un nuevo truco gramático o como, por ejemplo, la oración condicional,
que de golpe habría permitido a nuestros antepasados imaginar razonamientos
del tipo «¿Qué pasaría si…?». O tal vez, antes del salto, el lenguaje primitivo
sólo se usase para hablar de cosas que estaban presentes en el marco físico de la
conversación y un genio anónimo se dio cuenta de que se podían utilizar ciertas
palabras para referirse a cosas que no se hallaban presentes. Es la diferencia
entre «ese pozo que ambos estamos viendo» y «supongamos que haya un pozo al
otro lado de la colina». O quizá fue el arte representativo, del que no hay rastro
en el registro arqueológico anterior al gran salto, lo que hizo de puente hacia el
lenguaje referencial. Tal vez nuestros antepasados, antes de aprender a hablar de
bisontes que no estaban a la vista, aprendieron a pintarlos.
Me encantaría entretenerme en la emocionante época del gran salto adelante,
pero tenemos por delante una larga peregrinación y conviene reemprender la
marcha. Nos estamos acercando al punto en que nos reunieremos con el
Contepasado 0, el más reciente antepasado de todos los seres humanos vivos.
Encuentro 0
El género humano

Cuando concluyó el Proyecto del Genoma Humano, una humanidad que bien
podía sentirse orgullosa festejó el acontecimiento. Como es natural, todos nos
preguntábamos de quién era ese genoma que se acababa de secuenciar. ¿Se había
elegido a un ilustre dignatario para tamaño honor, se había cogido a un fulano
cualquiera que pasaba por la calle, o se había sacado del laboratorio un anónimo
clon de células de tejido cultivado? La cuestión es importante por la sencilla
razón de que los humanos somos diferentes unos de otros. Yo tengo los ojos
castaños, mientras que el lector tal vez los tenga azules. Yo no consigo doblar la
lengua en forma de tubo, mientras que hay un 50 por ciento de posibilidades de
que el lector sí lo consiga. ¿Qué versión del gen responsable del doblado de
lengua figura en el genoma humano recién secuenciado? ¿Cuál es el color de
ojos canónico?
He planteado el asunto sólo para establecer un paralelismo. Este libro va en
busca de los remotos antepasados humanos, pero ¿de qué antepasados estamos
hablando? ¿De los del lector o de los míos? ¿De los de un pigmeo bambuti o de
los de un nativo de las Islas del Estrecho de Torres? Enseguida abordaré esta
cuestión, pero no quiero dejar en el aire la pregunta análoga sobre el Proyecto
del Genoma Humano: ¿de quién era el genoma escogido para el análisis? En el
caso del proyecto oficial, la respuesta es que, por lo que respecta al escaso
porcentaje de letras del ADN que varían, el genoma canónico es el voto
mayoritario de un grupo de doscientas personas escogidas de forma que
representasen una amplia diversidad racial. En el caso del proyecto rival,
dirigido por el doctor Craig Venter, el genoma analizado fue en su mayor parte…
el del doctor Craig Venter. El dato lo dio a conocer el propio doctor[1], para
ligera consternación del comité ético, que, aduciendo toda clase de motivos
loables y sensatos, había recomendado que los donantes fuesen anónimos y de
diversa extracción racial. Hay unas serie de proyectos dedicados al estudio de la
diversidad genética humana que, por increíble que parezca, son objeto de
reiterados ataques políticos, como si fuese incorrecto reconocer que los seres
humanos somos diferentes. Menos mal que lo somos, aunque tampoco tanto.
El género humano. Gráfico simplificado del árbol genealógico humano. No pretende ser una
representación exacta: el verdadero árbol sería de una frondosidad imposible de reflejar. Ascendiendo a lo
largo de la página se retrocede en el tiempo; la escala geológica (véase página 29) está indicada en la barra
de la derecha. Las líneas blancas representan entrecruzamientos, la mayoría de los cuales tiene lugar dentro
de los continentes, aunque también se observan esporádicas migraciones de un continente a otro. El
circulito con el «0» señala al Contepasado 0, el antepasado común más reciente de todos los seres humanos
vivos. Para comprobarlo basta seguir las rutas ascendentes que parten del Contepasado 0: se escoja la ruta
que se escoja, se desemboca en cualquiera de las extremidades superiores, que representan a los seres
humanos actuales.

Pero volvamos a nuestra peregrinación. ¿De quién son los antepasados que
nos encontraremos? Si retrocedemos lo bastante en el tiempo, veremos que toda
la humanidad tiene antepasados comunes. Todos los antepasados del lector, sea
quien sea, son míos, y todos los míos son suyos. Es una de esas verdades para las
que, bien mirado, no hacen falta pruebas: se demuestra mediante la pura razón,
valiéndonos del expediente matemático de la reductio ad absurdum.
Retrocedamos con nuestra máquina del tiempo a una época remotísima,
pongamos hace 100 millones de años, cuando nuestros antepasados parecían
musarañas o zarigüeyas. En algún lugar del mundo, en esa fecha tan distante, al
menos uno de mis antepasados personales tenía que estar vivo o, de lo contrario,
yo no estaría aquí. Pongamos a este pequeño mamífero el nombre de Henry (que
da la casualidad de que es uno de mis apellidos) y tratemos de demostrar que si
Henry es antepasado mío, también debe serlo del lector. Imaginemos, por un
momento, lo contrario: que yo desciendo de Henry y el lector no. Para que esto
fuese cierto, haría falta que todos los antepasados del lector y todos los míos
hubiesen marchado en paralelo sin tocarse jamás durante 100 millones de años
de evolución, hasta el presente; que hubiesen avanzado sin cruzarse en ningún
momento, pero alcanzando la misma meta evolutiva, una meta tan similar que
sus parientes y los míos siguen siendo capaces de reproducirse entre sí. La
reductio es, desde luego, absurda. Si Henry es antepasado mío, también tiene que
serlo del lector. Y si no lo es mío, tampoco puede serlo del lector.
Sin necesidad de especificar cuál ha de ser la antigüedad de un antepasado
«suficientemente lejano», acabamos de demostrar que un individuo
suficientemente lejano que tenga descendientes humanos habrá de ser por fuerza
antepasado de toda la raza humana. La ascendencia lejana de un grupo concreto
de descendientes como los seres humanos es uno de esos problemas del tipo
«todo o nada». Es más, es perfectamente posible que Henry sea mi antepasado (y
también, necesariamente, del lector, habida cuenta de que es lo bastante humano
como para estar leyendo este libro) y que, en cambio, su hermano Eric sea el
antepasado, pongamos, de todos los cerdos hormigueros actuales. No sólo es
posible, sino que es incuestionable que, en un momento dado de la historia,
existieron dos animales pertenecientes a la misma especie, de los cuales uno se
convirtió en el antepasado de todos los seres humanos y de ningún cerdo
hormiguero, y el otro en el antepasado de todos los cerdos hormigueros y de
ningún ser humano. Bien pudieron conocerse y tal vez incluso fueran hermanos.
Podemos tachar cerdo hormiguero y sustituirlo por cualquier otra especie
moderna: la afirmación seguirá siendo válida. Si se piensa detenidamente, se
verá que es una consecuencia lógica del parentesco que guardan todas las
especies. Téngase presente, al recapacitar sobre el tema, que el antepasado de
todos los cerdos hormigueros también será antepasado de muchas otras criaturas
además de cerdos hormigueros (en este caso, de todo un grupo llamado
Afrotheria con el que nos reuniremos en el Encuentro 13 y del que forman parte
elefantes, dugongos, damanes y tenrecs de Madagascar).
He construido mi razonamiento como una reductio ad absurdum que
presupone que Henry vivió en un pasado lo bastante remoto como para haber
generado o bien todos los seres humanos actuales o ninguno. ¿Cuánto tiempo es
bastante? Eso ya es más difícil de responder. Cien millones de años son más que
suficientes para asegurarnos la conclusión deseada. Si sólo nos remontamos cien
años, no habrá ningún individuo que pueda proclamarse antepasado directo de
toda la humanidad. Entre esos dos extremos tan evidentes de 100 millones de
años (posible) y 100 años (imposible) hay opciones intermedias, como 10.000,
100.000 o un millón de años, que no son tan palmarias. Cuando expliqué esta
reductio en El río del Edén, los cálculos exactos no estaban a mi alcance, pero,
afortunadamente, un estadístico de la universidad de Yale llamado Joseph T.
Chang se ha encargado de efectuarlos. Sus conclusiones, y las consecuencias que
de ellas se derivan, son el fundamento de «El Cuento del Tasmano», una historia
que viene particularmente al caso en este encuentro por cuanto el Contepasado 0
es el antepasado común más reciente de todos los seres humanos actuales. Para
averiguar la antigüedad del Contepasado 0 hacen falta versiones más complejas
de los cálculos de Chang.
El Encuentro 0 es aquél en que, dentro de nuestra peregrinación hacia el
pasado, nos reunimos por primera vez con un antepasado humano común. Sin
embargo, según nuestra reductio, hay en el pasado un punto más lejano en el que
todos los individuos que encontramos con nuestra máquina del tiempo son o bien
un antepasado común, o no son un antepasado en absoluto. Y aunque en ese hito
más distante no se singularice ningún antepasado concreto, merece la pena echar
un vistazo al escenario porque señala el punto a partir del cual podemos dejar de
preguntarnos si estamos viendo un antepasado mío o del lector: de ahí en
adelante todos marchamos hacia el pasado, hombro con hombro, en una misma
falange de peregrinos.

EL CUENTO DEL TASMANO


Escrito en colaboración con Yan Wong

Buscar antepasados es un pasatiempo fascinante. Como en el caso de la historia


humana, existen dos métodos: podemos ir del presente al pasado, enumerando
nuestros dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, etcétera, o podemos
escoger un antepasado lejano y avanzar hacia el presente, registrando sus hijos,
nietos, bisnietos, etcétera, hasta llegar a nosotros mismos. Los genealogistas
aficionados usan los dos métodos, yendo y viniendo de una generación a otra
hasta completar el árbol genealógico en la medida en que lo permitan los libros
de familia y los registros parroquiales. Este cuento, como el libro en conjunto,
utiliza el primero de los dos métodos.
Si se escogen dos personas y se retrocede en el tiempo, tarde o temprano se
encuentra su antepasado común más reciente, o ACMR. El lector y yo, el
fontanero y la reina, cualquier conjunto de individuos ha de converger
forzosamente en un único contepasado (o pareja de ellos). Sin embargo, a menos
que se escojan parientes cercanos, para dar con el contepasado hace falta un
extenso árbol genealógico, en su mayor parte desconocido. Esto es aplicable, con
mayor motivo, para el contepasado de todos los seres humanos actuales, el
Contepasado 0, su antepasado común más reciente. Asignarle una fecha no es
una tarea al alcance de un genealogista profesional, sino digna de un
matemático.
El experto en matemática aplicada trata de entender el mundo real
construyendo una versión simplificada del mismo, lo que se llama un modelo,
que facilita el razonamiento sin perder toda la capacidad de dilucidar la realidad.
A veces un modelo nos proporciona una base de referencia, un punto de partida
desde el que empezar a explicar el mundo real.
A la hora de idear un modelo matemático para datar al antepasado común a
todos los seres humanos actuales, una buena suposición simplificadora, una
especie de mundo en miniatura, es una población fértil de tamaño fijo y
constante que viva en una isla sin inmigración ni emigración. Pongamos que se
trate de una población ideal de aborígenes tasmanos en la época feliz en que los
colonos del siglo XIX todavía no los habían exterminado como alimañas. El
último tasmano de pura raza, una mujer llamada Truganinni, murió en 1876,
poco después de su amigo «King Billy», cuyo escroto terminó convertido en
tabaquera (un precedente de las tulipas de las lámparas nazis). Los aborígenes
tasmanos se aislaron del mundo hace 13.000 años cuando, a causa del aumento
del nivel del mar, los puentes terrestres entre la isla y Australia quedaron
inundados, y los primeros extranjeros que vieron después de todo ese tiempo
fueron los mismos que, en el siglo XIX, los aplastaron y exterminaron. A los
efectos de nuestro modelo, vamos a considerar que Tasmania permaneció
completamente aislada del resto del mundo durante 13.000 años, hasta 1800. Y a
los mismos efectos, fijamos nuestro presente imaginario en ese 1800 d. C.
El siguiente paso es elaborar un modelo de apareamiento. En el mundo real
la gente se enamora o concerta matrimonios, pero aquí somos nosotros los que
imponemos las reglas y sustituimos despiadadamente los detalles humanos por
matemáticas manejables. Pueden concebirse varios modelos de apareamiento. En
el modelo de difusión aleatoria, hombres y mujeres se comportan como
partículas que desde el lugar de nacimiento se difunden hacia el exterior y que
tienen más probabilidades de aparearse con personas cercanas que con lejanas.
Más simple y menos realista todavía es el modelo de apareamiento aleatorio, en
el que se prescinde de la idea de distancia y se presupone que, única y
exclusivamente dentro de la isla, el apareamiento de cualquier macho con
cualquier hembra es igual de probable.
Naturalmente, ni uno ni otro modelo son remotamente verosímiles. La
difusión aleatoria presupone que los individuos echan a andar en cualquier
dirección desde su punto de partida, cuando lo cierto es que hay senderos o
caminos que los orientan en un sentido u otro: estrechos canales genéticos a
través de los bosques y praderas de la isla. El modelo de apareamiento aleatorio
es aún más improbable. Pero no importa, los modelos se construyen para ver lo
que sucede en condiciones hipotéticas y simplificadas. Los resultados pueden ser
sorprendentes; después tendremos que reflexionar si el mundo real es más o
menos sorprendente que nuestro modelo, y en qué sentido.
Fiel a una larga tradición de genetistas matemáticos, Joseph Chang ha optado
por el apareamiento aleatorio. Su modelo no tiene en cuenta el tamaño de la
población, pues da por hecho que se mantiene constante. Chang no se refiere a
Tasmania en particular, pero vamos a suponer, una vez más con un exceso
calculado de simplificación, que nuestra población-modelo se mantenga estable
en la cota de los 5000 habitantes, que es una de las cifras que se barajan para el
número de aborígenes tasmanos en 1800, antes de que comenzasen las masacres.
Insisto en que estas simplificaciones son esenciales para la elaboración de
modelos matemáticos: y lejos de ser los puntos flacos son para según qué cosas,
uno de los puntos fuertes del método. Chang, evidentemente, no cree que la
gente se aparee al azar, como tampoco Euclides creía que las líneas careciesen de
anchura. Adoptamos suposiciones abstractas para ver adónde nos llevan y luego
decidimos si las diferencias con el mundo real son importantes o no.
¿Cuántas generaciones hay que remontarse para estar bastante seguro de
encontrar un individuo que sea antepasado de todos los seres humanos actuales?
Según el modelo abstracto, la respuesta es el logaritmo (en base 2) del total de la
población. El logaritmo en base 2 de un número es la potencia a que hay que
elevar 2 para obtener ese determinado número. Para obtener 5000 hay que elevar
2 a 12,3, de modo que, en nuestro ejemplo de Tasmania, hace falta remontarse
12,3 generaciones para encontrar el contepasado. Calculando cuatro
generaciones por siglo, eso supone menos de cuatro siglos, y menos aún si los
individuos se reproducen antes de los 25 años.
Vamos a llamar Chang Uno a la fecha del antepasado común más reciente de
una población determinada. Si seguimos retrocediendo en el tiempo desde
Chang Uno, no tardaremos en llegar al punto Chang Dos, en el cual todo
individuo, o bien es un antepasado común, o no tiene ningún descendiente vivo.
Tan sólo durante el breve intervalo entre Chang Uno y Chang Dos existe una
categoría intermedia de individuos que tienen algunos descendientes vivos pero
no son antepasados comunes de todo el mundo. Una deducción sorprendente,
cuya lógica no voy a explicar en detalle, es que en Chang Dos un gran número
de individuos son antepasados universales: cerca del 80% de individuos de
cualquier generación son, en teoría, antepasados de todos los que vivan en un
futuro lejano.
Por lo que respecta a la cronología, las matemáticas dicen que Chang Dos es
1,77 veces más antiguo que Chang Uno. Si se multiplica 1,77 por 12,3 se
obtienen poco menos de 22 generaciones, es decir, entre cinco y seis siglos. Así
pues, mientras en Tasmania viajamos hacia el pasado con nuestra máquina del
tiempo, en Inglaterra, cerca de la época en que vivió Geoffrey Chaucer, entramos
en el territorio del todo o nada. Desde ese punto hasta la época en que Tasmania
estaba unida a Australia y no haya más porcentajes sobre los que especular, todo
individuo con el que se cruce nuestra máquina del tiempo tendrá por
descendientes a toda la población o no tendrá ninguno.
No sé al lector, pero a mí me sorprende que las fechas sean tan recientes. Es
más, aun presuponiendo una población mayor, las conclusiones no varían gran
cosa. Si se toma como modelo una población de 60 millones de habitantes, como
la de la Gran Bretaña actual, basta remontarse 23 generaciones para llegar al
Chang Uno y encontrarnos con nuestro antepasado común más reciente. Si el
modelo se aplicase a Gran Bretaña, el Chang Dos, el punto en el que todo
individuo sería o bien antepasado de todos los británicos actuales o de ninguno,
se encontraría a tan sólo 40 generaciones de distancia, es decir, hacia el año 1000
d. C. Si los supuestos del modelo fuesen verdaderos (y evidentemente no lo son),
el rey Alfredo el Grande sería el antepasado de todos los británicos actuales o de
ninguno.
Debo repetir las advertencias que hice al comienzo. Ya sea en Gran Bretaña,
en Tasmania o en cualquier otro lugar, existen diferencias de todo tipo entre
poblaciones modelo y poblaciones reales. A lo largo de la historia, la población
británica ha aumentado de forma vertiginosa hasta alcanzar su tamaño actual, lo
cual modifica por completo los cálculos. En las poblaciones reales, las personas
no se aparean al azar, sino que muestran preferencia por los miembros de su
propia tribu, grupo lingüístico o área geográfica, además, por supuesto, de las
preferencias personales. El caso de Gran Bretaña presenta la dificultad añadida
de que, aunque geográficamente sea una isla, su población dista mucho de estar
aislada. A lo largo de los siglos han llegado a sus costas diversas oleadas
migratorias procedentes de Europa, entre ellas las de los romanos, los sajones,
los daneses y los normandos.
Si Tasmania y Gran Bretaña son islas, el mundo es una isla mayor, ya que no
tiene ni inmigrantes ni emigrantes (salvo alguna que otra abducción alienígena a
bordo de platillos volantes). Pero está subdividido de manera irregular en
continentes e islas menores, y no sólo los mares y océanos, sino también las
cordilleras, los ríos y los desiertos obstaculizan en diversa medida el
desplazamiento humano. Una serie de complejas desviaciones con respecto al
modelo de apareamiento aleatorio vienen a desbaratar considerablemente
nuestros cálculos. En la actualidad el mundo tiene 6000 millones de habitantes,
¡pero sería absurdo calcular el logaritmo de 6.000.000.000, multiplicarlo por
1,77 y aceptar que la fecha resultante: 500 d. C., fuese la del Encuentro 0!. La
verdadera fecha es más antigua, aunque sólo sea porque hay bolsas de
humanidad que han permanecido aisladas mucho más tiempo que las cifras que
estamos manejando ahora. Si una isla ha estado separada del resto del mundo
durante 13.000 años, como es el caso de Tasmania, es imposible que el conjunto
de la raza humana tenga un antepasado universal de menos de 13.000 años de
antigüedad. Incluso el aislamiento parcial de algunas subpoblaciones trastoca la
teórica precisión de nuestros cálculos, y lo mismo ocurre con cualquier tipo de
apareamiento que no sea aleatorio.
La fecha en que la más separada de las poblaciones insulares del mundo
comenzó su aislamiento establece el límite inferior de la fecha del Encuentro 0.
Pero para dar credibilidad a este límite hace falta que el aislamiento sea total,
como se sigue de cuanto hemos dicho más arriba sobre el 80% de la población
en el punto Chang Dos. Un inmigrante que llegase a Tasmania, una vez estuviese
lo bastante integrado en la sociedad como para reproducirse normalmente,
tendría un 80% de posibilidades de terminar siendo antepasado común de todos
los tasmanos. Así pues, hasta el flujo migratorio más exiguo basta para injertar el
árbol genealógico de una población, por lo demás aislada, en el de la población
continental. Lo más probable es que la fecha del Encuentro 0 dependa de la
fecha en que la bolsa de seres humanos más retirada del conjunto se aisló
completamente de la población vecina, de la fecha en que esta población vecina
se aisló completamente de su población vecina, y así sucesivamente. Puede que
sea necesario averiguar las fechas de aislamiento de unas cuantas islas antes de
poder reunir todos los árboles genealógicos, pero a partir de ahí bastará
retroceder unos pocos siglos para tropezarse con el Contepasado 0. Esto quiere
decir que el Encuentro 0 habría tenido lugar hace unas cuantas decenas de
milenios o, como máximo, unos pocos cientos.
Por lo que respecta al lugar donde se produjo, la conclusión es casi igual de
sorprendente. El lector tal vez se incline por África, como yo mismo pensé en un
primer momento. Teniendo en cuenta que África alberga las diferencias
genéticas más profundas dentro del género humano, parece el lugar más lógico
donde buscar al antepasado común de todos los seres humanos vivos. Se ha
señalado, no sin razón, que si borrásemos del mapa el África subsahariana, se
perdería la mayor parte de la diversidad genética humana, mientras que si se
eliminase el resto del planeta, el panorama genético no cambiaría mucho. Sin
embargo, el Contepasado 0 pudo perfectamente haber vivido fuera de África. Es
el antepasado común más reciente en el que convergen la población
geográficamente más aislada del mundo, como Tasmania, y el resto de la
humanidad. Suponiendo que las poblaciones del resto del mundo, incluida
África, se cruzasen siquiera parcialmente durante el largo periodo en que
Tasmania permaneció totalmente aislada, la lógica de los cálculos de Chang
podría inducirnos a sospechar que el Contepasado 0 vivió fuera de África, cerca
del punto del que partieron los emigrantes cuyos hijos se convirtieron en
inmigrantes tasmanos. Sin embargo, las poblaciones africanas conservan la
mayor parte de la diversidad genética humana. Esta aparente paradoja quedará
resuelta en el próximo cuento, donde exploraremos árboles genealógicos de
genes, no de personas.
Nuestra sorprendente conclusión es que el Contepasado 0 probablemente
vivió hace tan sólo unas decenas de milenios, y, muy probablemente, ni siquiera
lo hiciera en África. Otras especies también pueden tener antepasados comunes
bastante recientes, pero éste no es el único aspecto de «El Cuento del Tasmano»
que nos obliga a replantearnos ciertas ideas biológicas. A los biólogos
darvinistas les resulta paradójico que ocho de cada diez individuos de una
población terminen siendo antepasados universales. Me explico: solemos pensar
que los organismos individuales están continuamente esforzándose por
maximizar una variable denominada aptitud. No hay un acuerdo pleno sobre el
significado exacto del término. Una acepción que goza de cierto consenso es
«número total de hijos», otra es «número total de nietos», pero no existe ningún
motivo plausible por el que detenerse en los nietos y muchos expertos prefieren
decir que, en la práctica, la aptitud es «el número total de descendientes que
viven en un futuro lejano». Sin embargo, se nos plantea un problema si, en esa
población ideal donde no existe selección natural, ocho de cada diez individuos
tienen la máxima aptitud posible, y ésta consiste en que: ¡esos ocho de cada diez
individuos van a ser progenitores de toda la población! El asunto es de
fundamental importancia para los darvinistas puesto que en general dan por
hecho que la aptitud es aquello que todos los animales luchan constantemente
por maximizar.
Vengo sosteniendo desde hace tiempo que la única razón por la que un
organismo se comporta de un modo casi intencional —como un organismo capaz
de maximizar algo— es que está compuesto de genes que han sobrevivido a lo
largo de generaciones. Resulta tentador personificar y atribuir intenciones;
convertir supervivencia de genes en el pasado en algo así como «intención de
reproducirse en el futuro» o «intención individual de tener muchos descendientes
en el futuro». Esta personificación también afecta a los genes: caemos en la
tentación de pensar que los genes obligan a los organismos individuales a actuar
de tal manera que aumente el número de copias futuras de esos mismos genes.
Los científicos que se expresan en estos términos, ya sea a nivel de
individuos o de genes, saben perfectamente que sólo se trata de una figura
retórica. Un gen es una simple molécula de ADN. Hace falta estar loco de
remate para creer que los genes egoístas tienen realmente la intención de
sobrevivir. Traduciendo el concepto a lenguaje respetable, el mundo se llena de
los genes que han sobrevivido en el pasado. Dado que el mundo posee cierta
estabilidad y no cambia caprichosamente, los genes que han sobrevivido en el
pasado tienden a ser los que mejor sobrevivirán en el futuro, es decir, los que
lograrán programar cuerpos capaces de sobrevivir y engendrar hijos, nietos,
bisnietos y descendientes lejanos. Hemos llegado así a nuestra definición de
aptitud basada en el individuo y proyectada hacia el futuro, pero reconozcamos
ahora que los individuos sólo son vehículos de supervivencia genética. Que los
individuos tengan nietos y descendientes lejanos no es más que un medio para
lograr un objetivo: la supervivencia de los genes. Y esto nos lleva de vuelta a la
paradoja de los ocho de cada diez individuos que tienen tal aptitud que son los
antepasados de toda la población.
Para resolverla, volvamos al fundamento teórico, es decir, a los genes, y
neutralicemos una paradoja fabricando otra, como si dos errores sumasen una
verdad. Pensemos en la siguiente afirmación: un organismo individual puede ser
antepasado universal de toda la población en un futuro lejano sin que uno solo de
sus genes haya llegado hasta ese futuro. ¿Cómo es posible?
Cada vez que un individuo tiene un hijo, le transmite exactamente la mitad
de sus genes. Cada vez que tiene un nieto, una cuarta parte de sus genes por
término medio va a parar a ese niño. A diferencia de la contribución que reciben
los descendientes de primera generación, que siempre es un porcentaje exacto,
en el caso de los nietos la cifra es estadística: puede ser más de una cuarta parte,
o puede ser menos. La mitad de nuestros genes procede de nuestro padre, la otra
mitad de nuestra madre. Cuando traemos un hijo al mundo le transmitimos la
mitad de nuestros genes; pero, ¿qué mitad le transmitimos? Por término medio,
procederán en igual medida de aquéllos que en su día recibimos del abuelo del
niño y de la abuela del niño. Pero también puede ocurrir que le transmitamos
todos los genes que recibimos de nuestra madre y ninguno de los que recibimos
de nuestro padre. En ese caso, nuestro padre no le habrá transmitido ningún gen
a su nieto. Se trata, desde luego, de una posibilidad sumamente improbable, pero
a medida que se avanza hacia los descendientes más lejanos, se hace cada vez
más posible que ciertos genes no se transmitan. Como promedio, podemos
contar con que una octava parte de nuestros genes irá a parar a cada uno de
nuestros bisnietos y una dieciseisava a cada tataranieto, aunque podrían ser más,
o menos. Al final, en los descendientes lejanos, la probabilidad de que nuestra
contribución génica sea literalmente nula se torna muy elevada.
En nuestra hipotética población tasmana, el Chang Dos tiene lugar hace 22
generaciones. Así pues, cuando decimos que ocho de cada diez miembros de la
población terminarán siendo antepasados de todos los individuos vivos, nos
estamos refiriendo a sus descendientes de vigésimo segunda generación. La
fracción de genoma de un antepasado que, por término medio, podemos
encontrar en un descendiente de vigesimo segunda generación es un cuarto de
micra, es decir, una cuatromillonésima parte. Teniendo en cuenta que el genoma
humano sólo tiene unas cuantas decenas de miles de genes, no parece un
porcentaje muy alto que digamos. En la práctica, naturalmente, no sería así, ya
que nuestra hipotética Tasmania sólo tiene 5000 habitantes y en ella cualquier
individuo puede descender de un antepasado concreto por múltiples vías. Pero
podría darse perfectamente el caso de que un antepasado universal terminase por
no transmitir ninguno de sus genes a la posteridad.
Quizá no soy imparcial, pero todo esto se me antoja un motivo más para
volver a considerar al gen la piedra angular de la selección natural; un motivo
más para pensar hacia atrás, en los genes que han sobrevivido hasta el presente,
y no hacia delante, en los individuos (o, bien mirado, en los genes) que tratan de
sobrevivir en el futuro. El pensamiento intencional hacia el futuro puede servir
si se emplea con cautela y no se malinterpreta, pero en realidad no es necesario.
Cuando uno se habitúa a usarlo, el lenguaje genético-retrospectivo es igual de
expresivo, más cercano a la verdad y menos equívoco.
En «El Cuento del Tasmano» hemos hablado de los antepasados
genealógicos, individuos históricos que son progenitores de los actuales en el
sentido que los genealogistas han dado tradicionalmente al término, esto es,
antepasados de carne y hueso. Pero lo que sirve para las personas también sirve
para los genes. Los genes también tienen padres, abuelos, nietos. También tienen
linajes, árboles genealógicos y ACMR, «antepasados comunes más recientes».
También tienen su propio Encuentro 0 y, en este caso, sí podemos afirmar con
toda certeza que, para la mayoría de genes, tuvo lugar en África. La finalidad de
«El Cuento de Eva» será explicar esta aparente contradicción.
Antes de entrar en materia, quiero aclarar un problema relacionado con el
significado de la palabra gen, que podría prestarse a confusión. Según quien
hable, gen puede significar muchas cosas, pero en este caso concreto, la
confusión que nos amenaza es la siguiente: algunos biólogos, sobre todo los
genetistas moleculares, designan con dicho término única y exclusivamente un
emplazamiento en un cromosoma (el denominado locus) y recurren al término
«alelo» para referirse a cada una de las dos versiones alternativas del gen que
pueden encontrarse en ese locus. Por poner un ejemplo muy simple, el gen que
determina el color de los ojos se presenta en diferentes versiones o alelos,
inclusive en un alelo azul y otro castaño. Otros biólogos, sobre todo los de mi
rama, a los que unas veces se llama sociobiólogos, otras ecólogos conductuales y
otras incluso etólogos, suelen usar la palabra gen para referirse al alelo y locus
para designar la posición que ocupa en el cromosoma cualquiera de los alelos
disponibles. La gente como yo suele decir: «Imaginemos un gen para ojos azules
y un gen rival para ojos castaños». No todos los genetistas moleculares aprueban
esta forma de expresarse, pero es una costumbre muy arraigada entre los
biólogos de mi especialización, que seguiré en determinadas ocasiones.

EL CUENTO DE EVA
Escrito en colaboración con Yan Wong

Hay una significativa diferencia entre árboles genealógicos de genes y árboles


genealógicos de personas. A diferencia de las personas, que tenemos dos padres,
los genes sólo tienen uno. Cada uno de nuestros genes procede o bien de nuestro
padre o de nuestra madre, de uno y solamente uno de nuestros cuatro abuelos, de
uno y solamente de nuestros ocho bisabuelos, y así sucesivamente. En la
genealogía humana convencional, sin embargo, todo individuo desciende por
igual de dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, etcétera. Esto significa que
una «genealogía de personas» está mucho más mezclada que una «genealogía de
genes». En cierto sentido, un gen recorre un único sendero dentro del laberinto
de caminos que se entrecruzan en el árbol genealógico de una familia. Los
apellidos se comportan como genes, no como personas. Escogen una ruta muy
precisa que atraviesa todo el árbol y pone de manifiesto la ascendencia
masculina. El ADN, salvo dos notables excepciones que abordaré más adelante,
no es tan sexista como los apellidos: los genes reparten su ascendencia entre
varones y hembras con la misma probabilidad.
Algunos de los linajes humanos mejor documentados son los de las familias
reales europeas. En el árbol genealógico de la casa de Sajonia-Coburgo
representado en la página siguiente figuran los príncipes Alexis, Waldemar,
Enrique y Ruperto. El árbol genético de uno de sus genes es fácil de rastrear
porque, para desgracia de los Sajonia-Coburgo y fortuna nuestra, el gen en
cuestión era defectuoso y provocó que los cuatro príncipes y muchos otros
miembros de su desventurada familia padeciesen hemofilia, una enfermedad de
la sangre que se reconoce fácilmente y que impide una coagulación correcta. La
hemofilia es hereditaria, pero se hereda de un modo peculiar ya que se porta en
el cromosoma X. Los hombres sólo tienen un cromosoma X, heredado de sus
madres; las mujeres tienen dos, uno que heredan del padre y otro de la madre.
Las mujeres sólo padecen la enfermedad si heredan la versión defectuosa del gen
tanto del padre como de la madre (dicho de otro modo, la hemofilia es recesiva).
Los hombres la padecen si su único e indefenso cromosoma X porta el gen
defectuoso. En consecuencia, hay poquísimas mujeres hemofílicas, pero muchas
son portadoras de la dolencia, es decir, albergan una copia del gen defectuoso y
tienen un 50% de probabilidades de transmitírselo a cada uno de sus hijos o
hijas. Por eso, las portadoras sanas que se quedan embarazadas siempre esperan
dar a luz una hija, aunque en este caso el riesgo de tener nietos hemofílicos
también será considerable. Si un varón hemofílico vive lo suficiente como para
procrear, no se lo transmitirá a un hijo (los varones nunca heredan el cromosoma
X del padre) pero forzosamente se lo transmitirá a una hija (las mujeres siempre
heredan el único cromosoma X del padre). Conociendo estas reglas y sabiendo
qué miembros varones de la casa real eran hemofílicos, podemos seguir el rastro
del gen defectuoso.
Líneas de sangre de la desafortunada Casa de Sajonia-Coburgo

Parece ser que la mutante fue la mismísima reina Victoria. No fue su esposo
Alberto toda vez que su hijo, el príncipe Leopoldo, era hemofílico, y los hijos no
reciben el cromosoma X del padre. Ninguno de los parientes colaterales de
Victoria padecía de hemofilia. Ella fue el primer miembro de la realeza en portar
el gen de marras. El error de copiado debió ocurrir en un óvulo de su madre,
Victoria de Sajonia-Coburgo, o bien, cosa más probable por los motivos que mi
colega Steve Jones explica en su libro The Language of the Genes, «en los
augustos testículos de su padre, Eduardo, duque de Kent».
Aunque ni el padre ni la madre de Victoria eran portadores de la hemofilia ni
la padecían, uno de ellos tenía un gen (en rigor un alelo) que fue el padre
premutado del gen responsable de la hemofilia monárquica. Aunque no podamos
detectarla, sí podemos reflexionar sobre los orígenes del gen defectuoso de
Victoria antes de que mutase y se convirtiese en el gen de la hemofilia. A los
efectos de este análisis, de nada sirve saber, salvo por motivos diagnósticos, que
la copia del gen de Victoria era defectuosa mientras que las de sus antecesores
eran normales. Al elaborar el árbol genético, hacemos caso omiso de sus efectos
en la medida en que no lo tornen visible. Los orígenes del gen son anteriores a
Victoria, pero no es posible seguirle el rastro cuando aún no era un gen
hemofílico. La moraleja es que todo gen tiene un solo «padre», por más que, a
consecuencia de una mutación, no sea idéntico a éste. Análogamente, tiene un
solo «abuelo», un solo «bisabuelo», etcétera. Puede parecer una forma de pensar
un tanto extraña, pero hay que tener en cuenta que la nuestra es una
peregrinación en busca de antepasados. Con esta reflexión pretendo ilustrar
cómo sería dicha peregrinación desde el punto de vista de un gen en lugar de un
individuo.
En «El Cuento del Tasmano» nos hemos tropezado con las siglas ACMR
(antepasado común más reciente), una alternativa a contepasado. Prefiero
reservar «contepasado» para designar al antepasado común más reciente dentro
de una genealogía completa (tanto de personas como de cualquier otro
organismo). Para hablar de genes usaré ACMR. Dos o más alelos de individuos
diferentes (o incluso, como veremos, de un mismo individuo) comparten, desde
luego, un ACMR, a saber: el gen ancestral del que cada uno de ellos es una copia
(posiblemente mutada). El ACMR de los genes hemofílicos de los príncipes
Waldemar y Enrique de Prusia se encontraba en uno de los dos cromosomas X
de su madre, Irene von Hesse und bei Rhein. Cuando Irene no era más que un
feto, dos copias del gen de la hemofilia del que era portadora se desgajaron y
pasaron sucesivamente a dos de sus óvulos: los progenitores de sus
desafortunados hijos. Estos genes a su vez compartían un ACMR con el gen de
la hemofilia del zarevich Alexis de Rusia (1904-1918), es decir, un gen del que
era portadora la abuela materna de los tres príncipes, la princesa Alicia de Hesse.
Por último, el ACMR de los genes de la hemofilia de nuestros cuatro príncipes
es precisamente el que primero llamó nuestra atención: el gen mutante de la
propia reina Victoria.
Los genetistas emplean un término para referirse a esta especie de rastreo
regresivo de un gen: coalescencia. Si se mira hacia atrás, se dice que las
respectivas descendencias de dos genes coalescen en el punto en que un padre (y
de nuevo miramos hacia delante) transmite dos copias del gen en cuestión a dos
hijos sucesivos. El punto de coalescencia es el ACMR. Cualquier árbol genético
presenta muchos puntos de coalescencia. Los genes de la hemofilia de Waldemar
y de Enrique coalescen en el ACMR portado por su madre, Irene. Esta línea a su
vez coalesce con la que lleva al zarevich Alexis. Y como ya hemos visto, la gran
coalescencia de todos los genes de la hemofilia real tiene lugar en la reina
Victoria, cuyo genoma alberga el ACMR del gen de la hemofilia de toda la
dinastía.
En nuestro ejemplo, la coalescencia de los genes de la hemofilia de los
cuatro príncipes se produce precisamente en el individuo (Victoria) que también
resulta ser su antepasado común más reciente en el plano genealógico
(«personal»), o sea, su contepasado. Pero es pura coincidencia. Si eligiésemos
otro gen (el del color de ojos, por ejemplo), el camino que recorrería en el árbol
familiar sería muy diferente y la coalescencia de los genes tendría lugar en un
antepasado más lejano que Victoria. Si escogiésemos el gen de los ojos castaños
del príncipe Ruperto y el de los ojos azules del príncipe Enrique, el punto de
coalescencia sería como mínimo tan distante como la escisión del gen del color
de ojos en las dos formas, castaña y azul, un acontecimiento que se pierde en la
prehistoria. Todo fragmento de ADN posee una genealogía que se puede rastrear
mediante un procedimiento análogo al que emplea un genealogista para seguir la
pista de un apellido a través de los certificados de nacimiento, matrimonio y
defunción.
Se puede hacer lo mismo en el caso de dos genes idénticos pertenecientes a
una misma persona. El príncipe Carlos tiene los ojos azules y dado que el azul es
recesivo, eso significa que tiene dos alelos de ojos azules. Esos dos alelos
coalescen en algún momento del pasado, pero no podemos precisar cuándo ni
dónde. Podría ser hace siglos o hace milenios, pero en el caso especial del
príncipe Carlos, es posible que coalezcan en un individuo tan reciente como la
reina Victoria. De hecho, da la casualidad de que el príncipe Carlos desciende de
Victoria por partida doble, a saber: por parte del rey Eduardo VII y por parte
de la princesa Alicia de Hesse. Según esta hipótesis, un único gen de ojos azules
de Victoria se copió dos veces en dos ocasiones diferentes y esas dos copias del
mismo gen llegaron, respectivamente, a la reina actual (bisnieta de Eduardo VII)
y a su esposo, el príncipe Felipe (bisnieto de la princesa Alicia). Así pues, dos
copias de un mismo gen victoriano se habrían vuelto a encontrar, dentro de dos
cromosomas diferentes, en la figura del príncipe Carlos. En realidad, es algo que
casi seguro ha sucedido con algunos de sus genes, ya sean o no los de los ojos
azules. E independientemente de si esos dos genes de ojos azules coalescen en la
reina Victoria o en otro antepasado anterior, lo cierto es que en un punto
concreto del pasado por fuerza tuvo que haber un ACMR de ambos genes. Tanto
da que hablemos de dos genes en una sola persona (Carlos) o en dos personas
distintas (Ruperto y Enrique), la lógica será la misma. Dos alelos cualesquiera,
ya sea en dos personas distintas o en la misma, suscitan la siguiente pregunta:
¿en qué punto y en qué individuo del pasado coalescen? Por extensión, podemos
preguntar lo mismo de tres o cualquier otro número de genes de una población
situados en un mismo emplazamiento genético (locus).
Remontándonos mucho más en el tiempo, podemos formular la misma
pregunta a propósito de genes en loci diferentes, pues mediante un proceso
denominado duplicación pueden aparecer nuevos genes en loci diferentes.
Volveremos a encontrarnos con este fenómeno en «El Cuento del Mono
Aullador» y en «El Cuento de la Lamprea».
Los individuos estrechamente emparentados tienen en común un gran
número de árboles genéticos. La mayoría de nuestros árboles genéticos los
compartimos con nuestros parientes más cercanos. Pero algunos de estos árboles
emiten un voto minoritario que nos aproxima a parientes por lo demás más
lejanos. Bajo un cierto prisma, el parentesco estrecho entre personas es una
especie de votación entre los genes. Algunos de nuestros genes votan, pongamos
por caso, a la reina como pariente cercana; otros, en cambio, sostienen que
estamos más emparentados con individuos en apariencia mucho más lejanos
(incluso, como veremos, con otras especies). Cuando se le somete a
interrogatorio, cada segmento de ADN da una versión diferente de la historia,
porque cada uno ha seguido un camino diferente a lo largo de las generaciones.
La única forma de obtener un testimonio completo es interrogando a un gran
número de genes. Pero en principio debemos sospechar de los genes que se
encuentren cerca unos de otros en un mismo cromosoma. Para entender el
porqué, primero debemos conocer la recombinación, el fenómeno que se
produce cada vez que se forma un óvulo o un espermatozoide.
La recombinación consiste en un intercambio aleatorio de secuencias
homólogas de ADN entre cromosomas diferentes. En el ser humano se dan de
media sólo uno o dos intercambios por cromosoma (durante la formación de
espermatozoides, menos; durante la de óvulos, más: no se sabe por qué). Pero
con el tiempo, al cabo de muchas generaciones, se habrán intercambiado muchas
partes del cromosoma. Así pues, en términos generales, cuanto más cerca estén
dos fragmentos de ADN en un cromosoma, menos posibilidades hay de que sean
intercambiados y más de que se hereden juntos.
A la hora de recontar los votos de los genes, debemos pues tener presente
que cuanto más cerca estén dos genes en un cromosoma, más probabilidades
tienen de experimentar la misma historia. Esto hace que los genes más allegados
se voten mutuamente. El caso extremo es el de los tramos de ADN que
mantienen tal cohesión que viajan juntos a lo largo de la historia como una sola
unidad. Estos fragmentos que se transmiten en bloque a sucesivas generaciones
reciben el nombre de haplotipos, término al que volveremos más adelante. Entre
todas estas formaciones que integran el parlamento genético hay dos que
sobresalen por encima del resto, no porque su versión de la historia sea más
válida, sino por lo mucho que se las ha utilizado para zanjar disputas biológicas.
Las dos mantienen posturas sexistas, ya que que una nos ha llegado a través de
organismos exclusivamente femeninos, y la otra jamás ha salido de un
organismo masculino. Son las dos excepciones principales a la imparcialidad de
la herencia genética que he mencionado más arriba.
Como ocurre con el primer apellido, el cromosoma Y (su fragmento no
recombinado) se transmite únicamente por vía masculina. Junto con otros pocos
genes, el cromosoma Y contiene el material genético que activa el patrón de
desarrollo masculino, en lugar del femenino, del desarrollo embrionario. El
ADN mitocondrial, en cambio, se transmite exclusivamente por vía femenina
(aunque en este caso no es el responsable de que el embrión se desarrolle como
hembra: los machos también tienen mitocondrias, sólo que no las transmiten).
Como veremos en el Gran Encuentro Histórico, las mitocondrias son
corpúsculos diminutos presentes en el interior de las células, vestigios de
bacterias en su día libres que, hace probablemente unos 2000 millones de años,
se establecieron definitivamente en el interior de las células, donde han venido
reproduciéndose asexualmente, por simple escisión, desde entonces. Han
perdido muchas de sus cualidades bacterianas y la mayor parte de su ADN, pero
conservan lo suficiente como para ser de utilidad a los genetistas. Las
mitocondrias, de hecho, constituyen una línea independiente de reproducción
genética dentro de nuestros cuerpos, sin conexión con la principal línea nuclear
que solemos identificar con nuestros genes.
Debido a su tasa de mutación, los cromosomas Y son muy útiles a la hora de
estudiar poblaciones recientes. En el curso de un ingenioso estudio se recogieron
muestras de ADN de cromosomas Y a fin de comprobar de qué forma se
hallaban distribuidos por la Gran Bretaña actual. Los resultados demostraron que
los cromosomas Y anglosajones cruzaron la isla de este a oeste procedentes de
Europa hasta detenerse bruscamente en la frontera con Gales. No es difícil
imaginar las razones por las que este ADN portado exclusivamente por varones
no es representativo del resto del genoma. Por poner un ejemplo más obvio, los
barcos vikingos transportaban cargamentos de cromosomas Y (y de otros genes)
que se esparcieron por poblaciones muy diseminadas. Hoy en día la distribución
de genes de cromosomas Y de los vikingos demuestra que viajaron un poco más
que otros genes vikingos, los cuales, estadísticamente hablando, preferían la
huerta familiar a la mar funesta y gris.

¿Qué mujer es ésa que abandonas


junto con el hogar y la hacienda
para hacerte a la mar funesta y gris?

RUDYARD KIPLING
Canción para arpa de las mujeres danesas

El ADN mitocondrial también es útil para la investigación, sobre todo de


modelos muy antiguos. Si comparásemos el ADN del lector con el mío,
podríamos determinar cuánto hace que compartieron una mitocondria ancestral.
Y como todos recibimos nuestras mitocondrias de nuestras madres, y, por
consiguiente, de nuestras abuelas, bisabuelas, tatarabuelas, etc. maternas, la
comparación de nuestras mitocondrias nos diría cuándo vivió nuestro antepasado
común más reciente por parte de madre. Se puede hacer lo mismo con los
cromosomas Y para averiguar cuándo vivió nuestro antepasado común más
reciente por parte de padre, pero, por razones técnicas, no es tan sencillo. Lo
bueno de los cromosomas Y y del ADN mitocondrial es que ninguno de los dos
está contaminado por la mezcla de sexos. Esto facilita la búsqueda de esos
antepasados concretos.
El ACMR mitocondrial de toda la humanidad, que señala el antepasado
común (no génico sino de carne y hueso) por la línea femenina, a veces recibe el
nombre de Eva Mitocondrial, la protagonista de este cuento. Naturalmente, el
equivalente en la línea masculina podría llamarse perfectamente Adán
Cromosoma Y. Todos los varones tenemos el cromosoma Y de Adán (se ruega a
los creacionistas no saquen esta frase de contexto). Si los apellidos siempre se
hubiesen heredado según las reglas de la mayoría de los países occidentales,
todos tendríamos también el apellido de Adán, en cuyo caso no tendría mucho
sentido usar el apellido.
Eva siempre tienta al error y más vale estar prevenido. Los errores son
bastante instructivos. En primer lugar, es importante entender que Adán y Eva
sólo son dos de los muchos ACMRs que podríamos alcanzar si recorriésemos
diferentes líneas geneaológicas. Son los antepasados comunes especiales que
alcanzamos si ascendemos por el árbol genealógico de madre en madre y de
padre en padre, respectivamente. Pero existen muchas, muchísimas otras
maneras de recorrer una genealogía: de madre en padre en padre en madre, de
madre en madre en padre en padre, etcétera. Cada uno de estos recorridos
posibles nos depararía un ACMR distinto.
En segundo lugar, Eva y Adán no fueron pareja. Sería una enorme
coincidencia que hubiesen llegado siquiera a conocerse; es perfectamente
posible que los separasen decenas de miles de años. Además, existen otros
motivos para creer que Eva vivió antes que Adán. Los varones tienen una
eficacia reproductora más variable que la de las hembras: mientras que algunas
hembras pueden tener cinco veces más hijos que otras, los varones de mayor
éxito reproductor pueden tener cientos de veces más hijos que los de menor
éxito. Un hombre con un gran harén lo tiene fácil para convertirse en antepasado
universal. Las mujeres, que tienen menos probabilidades de tener una familia
numerosa, requieren un número mayor de generaciones para llevar a cabo la
misma proeza. De hecho, según los cálculos de reloj molecular más fiables, Eva
vivió hace unos 140.000 años y Adán hace tan sólo 60.000.
En tercer lugar, Adán y Eva son títulos honoríficos de ACMR que mudan de
depositario, no los nombres de dos individuos concretos. Si mañana muriese el
último miembro de una tribu remota, en esta especie de carrera de relevos, el
testigo de Adán, o el de Eva, podría avanzar de golpe varios milenios. Lo mismo
cabe decir de todos los demás ACMR definidos por los diversos árboles
genéticos. Para entender por qué, supongamos que Eva tuvo dos hijas, una de las
cuales, andando el tiempo, dio origen a los aborígenes tasmanos y la otra, al
resto de la humanidad. Supongamos también, pues es perfectamente verosímil,
que el ACMR de la línea femenina que une al resto de la humanidad viviese
10.000 años después y que todos los otros linajes colaterales que descendían de
Eva se hubiesen extinguido a excepción de los tasmanos. Al morir Truganinni, la
última tasmana, el título de Eva habría avanzado instantáneamente 10.000 años.
En cuarto lugar, ni Adán ni Eva tenían nada que llamase particularmente la
atención en su época. A diferencia de sus legendarios tocayos, Eva Mitocondrial
y Adán Cromosoma Y no se encontraban precisamente solos. Los dos estaban
muy acompañados, y bien pudieron tener un gran número de partenaires
sexuales con los cuales engendrarían una descendencia que tal vez esté
representada incluso hoy. Lo único que los distingue del resto es que, con el
tiempo, ambos han terminado generando una enorme prole, Adán por la línea
paterna y Eva por la materna. Pero entre sus contemporáneos también pudo
haber otros individuos igual de prolíficos.
Mientras redactaba estas líneas, alguien me envió un vídeo de un documental
de la BBC titulado Motherland (Patria), «una obra impactante y conmovedora»,
según proclamaba la carátula, «realmente hermosa y memorable». Los
protagonistas son tres negros[2] cuyas familias habían emigrado a Gran Bretaña
desde Jamaica. En un intento de averiguar en qué parte de África habían hecho
esclavos a sus antepasados, los responsables del documental compararon el
ADN de los tres individuos con una base de datos mundial y, una vez
averiguada, orquestaron una serie de lacrimógenos «reencuentros» entre los
protagonistas y sus familias africanas. Los genetistas utilizaron ADN Y-
cromosómico y ADN mitocondrial ya que, por los motivos que hemos
explicado, son más fáciles de rastrear que los genes en general. Por desgracia,
sin embargo, los productores no explicaron a los tres protagonistas las
limitaciones inherentes a este método de búsqueda; en vez de eso, lo que
hicieron, sin duda por razones televisivas de peso, fue poco menos que engañar a
estas tres personas, y a sus «parientes» africanos, para que se emocionasen con
los «reencuentros» mucho más de lo que legítimamente les correspondía.
Me explico, cuando Mark, que posteriormente recibiría el nombre tribal de
Kaigama, visitó la tribu Kanuri de Níger, creía estar regresando a la tierra de los
suyos. Beaula, recibida como una hija pródiga por ocho mujeres bubis de una
isla guineana cuyas mitocondrias coincidían con la suya, se expresaba en estos
términos:

Fue como el reencuentro de una misma sangre… Éramos como de la familia… Se me saltaban las
lágrimas y el corazón me palpitaba con fuerza. Lo único que pensaba era: «He vuelto a mi patria».

Chorradas sentimentaloides: nadie debería haberla hecho creer algo así. Con lo
único que realmente se encontraron Beaula y Mark —y eso suponiendo que de
verdad se obtuviesen pruebas genéticas— fue con individuos que tenían las
mismas mitocondrias que ellos. En realidad, a Mark ya le habían informado de
que su cromosoma Y procedía de Europa (lo cual le disgustó muchísimo, aunque
luego, cuando se descubre que sus mitocondrias tienen unas respetables raíces
africanas, se queda mucho más tranquilo). Beaula, naturalmente, carece de
cromosoma Y, y nadie se molestó en analizar el de su padre, aunque habría sido
interesante puesto que la chica es bastante clara de piel. Es más, nadie explicó ni
a Beaula ni a Mark, ni tampoco a la audiencia del documental, que los genes
situados fuera de sus mitocondrias procedían, casi con toda seguridad, de una
enorme variedad de patrias muy distantes de las identificadas a los efectos del
documental. Si se hubiese seguido el rastro de sus otros genes, los protagonistas
podrían haber tenido reencuentros igual de emotivos en cientos de lugares
diferentes: toda África, Europa y, muy probablemente, Asia. Claro que no se
habría generado toda esa tensión dramática.
Como he señalado repetidas veces, referirse a un solo gen puede inducir a
error, pero el testimonio combinado de muchos genes nos brinda una potente
herramienta de análisis para indagar en la historia. Los árboles genéticos de una
población y los puntos de coalescencia que los definen reflejan los
acontecimientos del pasado. Gracias al reloj molecular, no sólo podemos
identificar estos puntos de coalescencia, sino también calcular su antigüedad. Y
ahí radica la clave, porque la pauta de ramificaciones a través del tiempo
encierra una historia. El apareamiento aleatorio, que es el supuesto que
adoptamos en «El Cuento del Tasmano», genera una pauta de coalescencia muy
diferente de las que resultan de diversos tipos de apareamiento no aleatorio, cada
uno de los cuales, a su vez, imprime un sello particular al árbol genético. Las
oscilaciones demográficas también dejan su huella característica. Así pues,
basándonos en las pautas actuales de distribución de genes, podemos deducir
tamaños de poblaciones en el pasado y fechar migraciones. Por ejemplo, cuando
una población es pequeña, las coalescencias serán más frecuentes. Una
población en expansión viene representada por árboles de ramas alargadas, y en
este caso los puntos de coalescencia se concentrarán cerca de la base del árbol,
es decir, la época en que la población aún era reducida. Con ayuda del reloj
molecular, puede aprovecharse este fenómeno para calcular cuándo se expandió
la población y cuándo se contrajo en cuellos de botella. (Aunque por desgracia,
al eliminar líneas genéticas, los cuellos de botella más acusados tienden a borrar
las huellas de lo que ocurrió antes de que se produjeran).
Los árboles genéticos coalescentes han ayudado a dirimir un largo debate
sobre el origen del hombre. Según la teoría de la salida de África, también
conocida como Eva negra, todos los seres humanos no africanos descienden de
un solo éxodo que se produjo hace unos 100.000 años. En el polo opuesto se
encuentran los defensores de la teoría del origen separado, también llamados
multirregionalistas, que creen que las razas que aún viven en, pongamos, Asia,
Australia y Europa se dividieron en épocas remotas y descienden por separado
de poblaciones regionales de Homo erectus, la especie precedente. Los nombres
de las dos teorías son engañosos. El de «salida de África» porque en general
todo el mundo coincide en que, si retrocedemos lo bastante en el tiempo, todos
nuestros antepasados son africanos. El nombre de «origen separado» tampoco es
idóneo porque, una vez más, si se retrocede lo bastante, la separación desaparece
de cualquier teoría. La manzana de la discordia es la fecha en que salimos de
África. Sería mejor referirse a las dos teorías como salida antigua de África
(SAA) y salida reciente de África (SRA), unos nombres que tienen la ventaja
añadida de que ponen de relieve la continuidad entre ambas.
Si todos los seres humanos actuales que no son africanos derivasen de una
única migración que salió de ese continente en fechas recientes, la distribución
génica actual debería mostrar un cuello de botella reciente y centrado en una
pequeña población de África. El foco que polarizase más puntos de coalescencia
indicaría la fecha del éxodo. En cambio, si descendiésemos por separado de
distintas poblaciones regionales de Homo erectus, en cada región deberían
apreciarse indicios de líneas genéticas separadas desde muy antiguo. En la época
en que según los partidarios de la teoría SRA tuvo lugar el éxodo, hubiéramos
visto, sin embargo, una escasez de puntos de coalescencia. ¿Qué teoría es la
correcta?
Por querer responder a esta pregunta con una sola respuesta hemos caído en
la misma trampa que el documental Motherland. Cada gen cuenta una historia
diferente. Es perfectamente posible que algunos de nuestros genes hayan salido
de África en épocas recientes y que otros, en cambio, nos los transmitiesen
poblaciones distintas de Homo erectus. O dicho de otro modo, podemos ser al
mismo tiempo descendientes de un éxodo africano reciente y de un Homo
erectus regional toda vez que, en cualquier momento del pasado, el número de
nuestros antepasados genealógicos es enorme. Unos podrían haber salido de
África hace poco y otros haber vivido durante miles de años en Java, por poner
un ejemplo. Y podríamos haber heredado genes africanos de unos y genes
javaneses de otros. Un solo fragmento de ADN, como el procedente de una
mitocondria o de un cromosoma Y, nos da la misma visión reducida del pasado
que nos daría una sola frase extraída de un libro de historia. Bueno, pues así y
todo, los partidarios de la teoría SRA suelen basarse casi siempre en la ubicación
de la Eva Mitocondrial. ¿Qué pasaría si interrogásemos a los demás miembros
del parlamento genético?
Eso fue precisamente lo que hizo el biólogo evolutivo Alan Templeton, autor
de la teoría conocida como Salida repetida de África. Templeton empleó una
teoría de la coalescencia similar a la que hemos visto en nuestro análisis de la
hemofilia, sólo que en lugar de aplicarla a un solo gen la aplicó a muchos genes
diferentes. Eso le permitió reconstruir la historia y la distribución geográfica de
esos genes por todo el mundo y en un marco temporal de cientos de miles de
años. En este momento me inclino por esta teoría porque me parece que
aprovecha toda la información disponible para generar el máximo de
conclusiones, y porque, en todas las fases del proceso, se cuidó de ver pruebas
donde no las había.
Lo que hizo fue repasar toda la literatura genética aplicando un criterio
riguroso para separar el grano de la paja: sólo le interesaban estudios de genética
humana a gran escala que empleasen muestras recogidas en diferentes partes del
mundo, incluidas Europa, Asia y África. Los genes examinados pertenecían a
haplotipos longevos. Como ya hemos visto, un haplotipo es un segmento de
genoma que, o bien es difícil que se fragmente por recombinación sexual (como
por ejemplo el ADN del cromosoma Y o el mitocondrial), o se puede reconocer
intacto durante un número de generaciones la bastante elevado como para cubrir
la escala temporal que interesa (como es el caso de ciertas partes más pequeñas
del genoma). En resumidas cuentas, un haplotipo es un tramo longevo y
reconocible de genoma; no es del todo equivocado considerarlo un «gen» de
gran tamaño.
Templeton se concentró en 13 haplotipos. Calculó el árbol genealógico de
cada uno y fechó los diversos puntos de coalescencia usando el reloj molecular
calibrado con fósiles. Basándose en esas fechas y en la distribución geográfica
de las muestras, fue capaz de hacer deducciones sobre la historia genética de
nuestra especie durante los dos últimos millones de años. El biólogo sintetizó sus
conclusiones en el práctico diagrama que reproducimos en la página siguiente.

Salida repetida de África. Resumen de Templeton de las principales migraciones humanas, basado en el
estudio de 13 haplotipos. Las líneas verticales representan descendencia genética; las verticales, flujo
génico. Las flechas muestran las principales migraciones humanas conocidas gracias a datos genéticos.
Adaptado de Templeton [284] (los números entre corchetes remiten a las fuentes enumeradas en la
bibliografía).

La conclusión principal es que no hubo dos, sino tres grandes migraciones


desde África. Además del éxodo SAA (Homo erectus) de hace unos 1,7 millones
de años (que todo el mundo acepta y del que existen pruebas en su mayor parte
de tipo fósil) y de la reciente migración que postula la teoría SRA, habría habido
un tercer gran éxodo de África a Asia hace entre 840.000 y 420.000 años. Esta
emigración intermedia, que podríamos llamar salida intermedia de África (SIA),
está avalada por señales existentes en tres de los 13 haplotipos. La emigración
SRA se ve corroborada por pruebas mitocondriales y del cromosoma Y. Otras
«señales» genéticas revelan una importante emigración de regreso a África desde
Asia hace unos 50.000 años. Poco después, el ADN mitocondrial y varios genes
menores ponen de relieve otras migraciones: de Europa meridional a Europa
septentrional, de Asia meridional a Asia septentrional, a través del Pacífico y a
Australia. Por último, según indican el ADN mitocondrial y las pruebas
arqueológicas, hace unos 14.000 años unas poblaciones humanas procedentes
del noreste de Asia colonizaron Norteamérica a través de lo que entonces era el
puente terrestre de Bering. Poco después tuvo lugar la colonización de
Sudamérica a través del istmo de Panamá. Por cierto, la teoría de que Cristóbal
Colón o Leif Ericsson descubrieron América es absolutamente racista. Pero igual
de odioso resulta, a mi modo de ver, el respeto de los relativistas por esas
historias orales de los indios norteamericanos que afirman, con crasa ignorancia,
que sus antepasados jamás vivieron fuera de América.
Entre las tres grandes migraciones africanas que sostiene Templeton, otras
señales genéticas revelan un ir y venir incesante de genes entre África, Europa
meridional y Asia meridional. De las pruebas aducidas por el biólogo se deduce
que las migraciones, tanto las de mayor como de menor calado, suelen dar pie a
cruzamientos con las poblaciones indígenas y no, como bien podría haber
ocurrido, a exterminaciones completas de uno u otro bando. Esto, sin lugar a
dudas, ha influido considerablemente en la evolución de la especie humana.
Este cuento, y el estudio de Templeton, tienen por objeto los seres humanos y
sus genes, pero, evidentemente, todas las especies tienen árboles genealógicos y
heredan material genético, y todas aquellas que presentan diferencias sexuales
tienen su Adán y su Eva. Los genes y los árboles genéticos son un rasgo
omnipresente de la vida en la tierra. Las técnicas que aplicamos a la historia
humana reciente también valen para los demás organismos. El ADN del
guepardo revela que hace unos 12.000 años la población de esta especie atravesó
por un cuello de botella, un dato importante para los conservacionistas. El ADN
del maíz lleva impresa la huella inconfundible de su domesticación a manos de
nativos mexicanos hace 9000 años. Las pautas de coalescencia de las cepas de
VIH pueden ayudar a los epidemiólogos y médicos a entender y controlar el
virus. Los genes y sus árboles genealógicos revelan la historia de la flora y fauna
europeas: las enormes migraciones provocadas por las glaciaciones, que
obligaron a las especies acostumbradas al clima templado a buscar refugio en el
sur de Europa y, cuando terminaron, dejaron aisladas a las especies árticas en
enclaves montañosos incomunicados. Estos y otros acontecimientos pueden
deducirse de la distribución del ADN alrededor del mundo, un manual histórico
de consulta que apenas estamos aprendiendo a leer.
Hemos visto que cada gen tiene una historia diferente que contar, y que
juntando las distintas versiones es posible reconstruir en parte la historia antigua
y moderna de la humanidad. ¿Cómo de antigua? Por increíble que parezca,
nuestros genes ACMR pueden remontarse incluso a épocas en que todavía no
éramos humanos, sobre todo cuando la selección natural propicia una gran
diversidad poblacional. La cosa funciona de la siguiente manera.
Supongamos que existen dos grupos sanguíneos llamados A y B que
proporcionan inmunidad contra diversas enfermedades. Cada grupo sanguíneo es
propenso a la enfermedad a la cual el otro es inmune. Las enfermedades se
expanden cuando el grupo al que pueden atacar es abundante, porque podrá
declararse una epidemia. Así, pongamos por caso, si en una población son
comunes las personas del grupo B, la enfermedad que los afecte asumirá las
proporciones de una epidemia. Los individuos del grupo B irán muriendo hasta
convertirse en minoritarios y los del grupo A se harán más numerosos; y
viceversa. Siempre que haya dos grupos, de los cuales el más raro se vea
favorecido por dicha característica, se darán las condiciones para que exista
polimorfismo, esto es, la conservación de la diversidad por mero amor a la
diversidad. El sistema de grupos sanguíneos A-B-0 es un famoso caso de
polimorfismo que probablemente se haya conservado por esa razón.
Algunos polimorfismos pueden ser muy estables: tan estables que superan el
cambio de una especie ancestral a su descendiente. Parece asombroso, pero el
polimorfismo humano de los tres grupos sanguíneos se halla presente en los
chimpancés. Podría ser que los humanos y los chimpancés hubiésemos
inventado el polimorfismo por separado y por la misma razón. Pero parece más
verosímil que ambas especies lo hayamos heredado de nuestro antepasado
común y lo hayamos mantenido por separado durante los seis millones de años
de evolución paralela, habida cuenta de que durante todo ese periodo las
enfermedades en cuestión han seguido campando a sus anchas. El fenómeno
recibe el nombre de polimorfismo interespecífico y también se da entre especies
vinculadas por un parentesco mucho más lejano que el que guardamos con los
chimpancés.
Una conclusión pasmosa es que, en el caso de determinados genes, el lector
está más emparentado con algunos chimpancés que con algunos humanos, y yo
soy pariente más cercano de algunos chimpancés que del lector (o de sus
chimpancés). Los humanos como especie, y también como individuos, somos
recipientes temporales que contienen una mezcla de genes de diversa
procedencia. Los individuos somos puntos de encuentro temporales en el
entramado de caminos que los genes siguen a lo largo de la historia. Es una
forma de expresar, con la terminología de los árboles genéticos, el mensaje
central de mi primer libro, El gen egoísta, en el que escribí: «Una vez cumplida
nuestra función, se nos elimina, mientras que los genes, en cambio, se encuadran
en el tiempo geológico: los genes son eternos». En el banquete con que se
cerraba una conferencia en Estados Unidos, recité el mismo mensaje en verso:

Un gen egoísta muy andarín dijo:


«Tantísimos cuerpos ya ví.
Se creen muy despiertos
pero yo soy eterno.
No son más que mis máquinas de sobrevivir».

Y para la inmediata respuesta del cuerpo al gen, parodié la mismísima Canción


para arpa de las mujeres danesas que he citado más arriba:

¿Qué cuerpo es ese que tomas primero,


Lo haces crecer y abandonas luego
para huir con el viejo relojero ciego?

Hemos calculado que el Encuentro 0 probablemente tuvo lugar hace decenas o,


como mucho, cientos de milenios. No hemos avanzado mucho en nuestra
peregrinación hacia el pasado. La próxima cita, nuestra reunión con los
peregrinos chimpancés en el Encuentro 1, está a millones de años de distancia y
la mayoría de los encuentros restantes, a cientos de millones. Si queremos
completar nuestra peregrinación, más vale que apretemos el paso y nos
sumerjamos en las profundidades del tiempo. Tendremos que acelerar y dejar
atrás las otras 30 glaciaciones ocurridas en los últimos tres millones de años, así
como acontecimientos tan drásticos como los que tuvieron lugar en el
Mediterráneo hace entre 4,5 y 6 millones de años, cuando se secó y volvió a
llenarse. Para hacer menos brusca esta aceleración inicial, me tomaré la libertad,
por lo demás insólita, de hacer un alto en algunos hitos intermedios y dejar que
los fósiles nos cuenten sus historias. Estos peregrinos fantasma en estado fósil
que nos iremos encontrando, y los cuentos que nos relaten, nos ayudarán a
responder las preguntas que nos hacemos sobre nuestros antepasados directos.
El homo sapiens arcaico

El primer hito en nuestro camino hacia el Encuentro 1 se halla en el corazón del


penúltimo periodo glacial, hace unos 160.000 años. He decidido hacer esta
escala para examinar unos fósiles procedentes de Herto, en la depresión etíope
de Afar[3]. Los hombres de Herto son interesantes porque, en palabras de sus
descubridores, Tim White y su equipo, pertenecen a «una población que desde el
punto de vista anatómico se encuentra muy cerca del hombre moderno pero
todavía no es moderna del todo». Según el ilustre paleoantropólogo Christopher
Stringer, «los fósiles de Herto son el testimonio más antiguo de lo que hoy se
tiene por Homo sapiens moderno», un récord que anteriormente poseían unos
fósiles de Oriente Próximo cuya antigüedad oscila en torno a los 100.000 años.
Dejando a un lado estas distinciones bizantinas entre moderno y casi moderno,
lo que está claro es que los humanos de Herto representan la cúspide entre el
hombre moderno y sus predecesores, llamados genéricamente «Homo sapiens
arcaicos». Algunos paleontólogos emplean este nombre hasta los 900.000 años
de antigüedad; a partir de ahí recurren al de una especie anterior, Homo erectus.
Como veremos, otros especialistas prefieren dar diversos nombres latinos a las
formas arcaicas intermedias entre esas dos especies. Vamos a eludir estas
disputas usando términos del lenguaje corriente, tal y como hace mi colega
Jonathan Kingdom, que simplemente habla de Modernos, Arcaicos, Erectos, y
otros que iremos mencionando sobre la marcha. No es posible trazar una nítida
línea divisoria entre los primeros Arcaicos y los Erectos de los cuales
evolucionaron, o entre los Arcaicos y los primeros Modernos que evolucionaron
a partir de aquéllos. A propósito, que nadie se confunda por el hecho de que los
Erectos fuesen aún más arcaicos (con a minúscula) que los Arcaicos (con a
mayúscula) ni por el hecho de que los tres fuesen… erectos con minúscula.
Los Arcaicos coexistieron con los Modernos hasta hace al menos 100.000
años (más aún si incluimos a los neandertales, de los que hablaremos enseguida).
Los fósiles de Arcaico se encuentran por todo el mundo y datan de diversas
épocas repartidas en un espacio temporal de algunos centenares de milenios;
entre los ejemplos más conocidos están el hombre de Heidelberg, descubierto en
Alemania, el hombre de Rhodesia, en Zambia (que en su día se llamó Rhodesia
del Norte), y el hombre de Dali, en China. Los Arcaicos tenían el cerebro un
poco más pequeño que el nuestro, de 1200 a 1300 centímetros cúbicos de media
frente a los 1400 del nuestro, pero la gama de tamaños era casi la misma. Eran
más robustos que nosotros, tenían el cráneo más grueso, el arco supraciliar más
pronunciado y el mentón más retraído. Se parecían más que nosotros a los
Erectos y no en vano, vistos en retrospectiva, se les considera una especie
intermedia. Algunos taxónomos los clasifican como una subespecie de Homo
sapiens denominada Homo sapiens heidelbergensis (nosotros seríamos Homo
sapiens sapiens); otros ni siquiera los reconocen como Homo sapiens y los
llaman Homo heidelbergensis, e incluso hay quien divide a los Arcaicos en más
de una especie, como por ejemplo Homo heidelbergensis, Homo rhodensiensis y
Homo antecessor. Bien mirado, lo preocupante sería que no hubiese
discrepancias en cuanto a las divisiones. Desde el punto de vista evolutivo, lo
lógico es que exista una gama continua de estadios intermedios.
El moderno Homo sapiens sapiens no es el único vástago de los Arcaicos.
Otra especie de humanos avanzados, los llamados neandertales, fueron
contemporáneos nuestros durante buena parte de nuestra prehistoria. En algunos
aspectos se parecían más que nosotros a los Arcaicos, y parece ser que surgieron
de una raíz Arcaica hace entre 100.000 y 200.000 años, en este caso no en África
sino en Europa y en Oriente Próximo. Los fósiles procedentes de estas regiones
indican una transición gradual de Arcaicos a neandertales y los primeros fósiles
inequívocos de neandertal encontrados datan de hace unos 130.000 años, justo
antes del comienzo de la última glaciación. La especie siguió viviendo en
Europa durante casi todo el periodo glacial y se extinguió hace unos 28.000
años. En otras palabras, durante toda su existencia los neandertales fueron
contemporáneos de Modernos que habían emigrado de África a Europa. Hay
quien cree que los responsables de su extinción fueron los Modernos, bien
porque directamente los mataron o porque compitieron con ellos y salieron
victoriosos.
Dado que la anatomía de los neandertales era bastante diferente de la nuestra,
algunos paleontólogos prefieren considerarlos una especie diferente y llamarlos
Homo neanderthalensis. Conservaban algunos rasgos de los Arcaicos, como el
arco supraciliar pronunciado, que los Modernos no tenían (razón por la que
algunos expertos los clasifican simplemente como otro tipo de Arcaicos). Entre
las adaptaciones a su gélido entorno cabe citar un cuerpo bajo y fornido,
extremidades cortas y narices enormes; seguramente se abrigaban con pieles de
animales. Tenían el cerebro tan grande como el nuestro o incluso mayor. Se ha
incidido mucho sobre ciertos indicios de que enterraban a sus muertos. No se
sabe si hablaban, tema éste que suscita opiniones encontradas. Ciertos hallazgos
arqueológicos dan a entender que neandertales y Modernos pudieron haber
intercambiado conocimientos de índole tecnológica, pero podría haber sido por
imitación, no mediante un lenguaje.
Las reglas de la peregrinación estipulan que sólo tienen derecho a contar un
cuento aquellos animales actuales que emprendan el camino desde el presente.
Vamos a hacer una excepción con el dodo y el ave elefante porque los dos
vivieron en épocas históricas recientes. Los fósiles de Homo erectus y Homo
habilis también tienen derecho en calidad de peregrinos fantasma, pues entra
dentro de lo posible que fuesen nuestros antepasados directos. ¿Esto también
faculta a los neandertales como narradores? ¿También descendemos de ellos?
Ése es precisamente el tema del cuento que quieren contarnos. «El Cuento del
Neandertal» viene a ser una petición de palabra.

EL CUENTO DEL NEANDERTAL


Escrito en colaboración con Yan Wong

¿Descendemos de los neandertales? Si así fuese, tendrían que haberse cruzado


con Homo sapiens sapiens. ¿Lo hicieron? Ambas especies coincidieron en
Europa durante un largo periodo y sin duda se produjeron contactos, pero ¿hubo
algo más que simples contactos? ¿Han heredado los europeos genes de los
neandertales? El tema es objeto de acalorados debates que recientemente se han
visto avivados por la extracción de ADN de unos huesos de neandertal.
Naturalmente, sólo se trata de de ADN mitocondrial heredado por vía materna,
pero basta para arriesgar una conclusión provisional. Las mitocondrias
neandertales son claramente distintas de las de todos los seres humanos
modernos, lo que indica que los neandertales no están más emparentados con los
europeos que con ningún otro pueblo moderno. Dicho de otro modo, el
antepasado común por línea femenina de los neandertales y de todos los
humanos vivió en fechas muy anteriores a la Eva Mitocondrial: hace medio
millón de años frente a los 140.000 de ésta. Dado que este testimonio genético
indica que los cruces fructíferos entre neandertales y Modernos fueron raros, se
suele afirmar que se extinguieron sin dejar descendientes.
Sin embargo, no debemos olvidar el argumento del 80% que tanto nos
sorprendió en «El Cuento del Tasmano». Todo inmigrante que hubiese logrado
introducirse en la población fértil de Tasmania habría tenido un 80% de
probabilidades de pasar a formar parte del conjunto de antepasados universales,
esto es, de los antepasados de todos los tasmanos que viviesen en un futuro
lejano. Del mismo modo, si un solo macho neandertal se hubiese introducido en
un círculo reproductor sapiens, eso le habría otorgado buenas posibilidades de
convertirse en antepasado común de todos los europeos actuales, y esto sería
cierto aun cuando los europeos no poseyeran un solo gen neandertal. Una
posibilidad asombrosa.
Así pues, aunque pocos de nuestros genes, por no decir ninguno, procedan de
los neandertales, es posible que algunas personas tengan muchos antepasados de
esta especie. Ésta es la distinción que analizamos en «El Cuento de Eva» entre
árboles genéticos y árboles genealógicos de personas. La evolución está
determinada por el flujo génico, y la moraleja del Cuento del Neandertal, si le
dejamos que nos lo cuente, es que no podemos, o al menos no deberíamos,
examinar la evolución en términos de linajes de individuos. Por supuesto que los
individuos son importantes en muchos otros planos y sentidos, pero cuando se
trata de linajes, lo que cuenta son los árboles genéticos. La expresión
«descendencia evolutiva» se refiere a antepasados-genes, no a antepasados-
persona.
Los cambios en el registro fósil también son reflejo de linajes genéticos, no
(o al menos no sólo por casualidad) de linajes genealógicos. Los fósiles señalan
que la anatomía de los Modernos se extendió por el resto del mundo a través de
las migraciones de tipo SRA. Sin embargo, de las investigaciones de Alan
Templeton (descritas en «El Cuento de Eva») se deduce que en parte también
descendemos de Arcaicos no africanos y puede que hasta de Homo erectus que
tampoco lo eran. La descripción es más simple y a la vez más convincente si, en
lugar de hablar de personas, pasamos a hablar de genes. Los genes que
determinan nuestra anatomía Moderna salieron de África a bordo de emigrantes
SRA que dejaron tras de sí un rastro de fósiles. Al mismo tiempo, las pruebas de
Templeton indican que otros genes que ahora poseemos circulaban por el mundo
siguiendo diversas rutas pero dejaron pocas huellas anatómicas de sus andanzas.
La mayoría de nuestros genes probablemente siguieron la ruta SRA mientras que
tan sólo unos pocos nos llegaron por otras vías. Creo que no hay una forma más
eficaz de expresar el concepto.
¿Han demostrado, pues, los neandertales que tenían derecho a contarnos su
historia? Puede que sí, aunque sólo desde el punto de vista genealógico, no
genético.
Ergaster

Adentrándonos más en el pasado en busca de ancestros, volvemos a aterrizar con


nuestra máquina del tiempo, esta vez hace un millón de años. Los únicos
antepasados probables de esta época pertenecen al tipo normalmente
denominado Homo erectus, aunque algunos paleontólogos se refieren a su
versión africana como Homo ergaster, ejemplo que seguiré en estas páginas. A la
hora de buscar un término en lenguaje informal, me he decidido por Ergaster en
lugar de Erectos, en parte porque creo que la mayoría de nuestros genes
proceden del tipo africano, y en parte porque, como ya he señalado, no eran más
erectos que sus predecesores (Homo habilis) ni que sus sucesores (nosotros). Sea
cual sea el nombre que le pongamos, el caso es que los Ergaster vivieron desde
hace aproximadamente 1,8 millones de años hasta hace unos 250.000. Existe un
amplio consenso a la hora de aceptarlos como predecesores inmediatos y
contemporáneos parciales de los Arcaicos, que a su vez fueron los predecesores
de nosotros, los Modernos.
Los Ergaster eran sensiblemente diferentes del moderno Homo sapiens y, a
diferencia de los sapiens Arcaicos, diferían de nosotros en aspectos sobre los que
no existe coincidencia alguna. Los fósiles hallados demuestran que vivieron en
el Medio y Extremo Oriente, incluida la isla de Java, y que provienen de una
antigua migración procedente de África. Puede que el lector los conozca por sus
antiguos nombres: hombre de Java y hombre de Pekín. En latín, antes de que se
les admitiese en el género Homo, tenían el nombre genérico de Pithecanthropus
y Sinanthropus. Eran bípedos como nosotros, pero tenían el mentón retraído y un
cerebro más pequeño (900 c.c. los especímenes más antiguos y 1100 c.c. los más
recientes) alojado en cráneos más achatados, menos abombados que los nuestros,
con la frente más inclinada hacia atrás. El prominente arco supraciliar formaba
una especie de cornisa horizontal encima de los ojos, que parecían hundidos en
mitad de una cara muy ancha.
Como el pelo no se fosiliza, no hay un lugar concreto en nuestra historia
donde podamos analizar el hecho evidente de que en un momento dado de
nuestra evolución perdimos casi todo el pelo del cuerpo salvo la frondosa
cabellera. Es muy probable que los Ergaster fuesen más peludos que nosotros,
pero no se puede descartar la posibilidad de que hace un millón de años ya
hubiesen perdido el pelo del cuerpo y fuesen tan lampiños como nosotros. Pero
es igualmente plausible que fuesen tan peludos como los chimpancés o
presentasen un grado intermedio de hirsutismo. Los seres humanos modernos, al
menos los machos, variamos mucho en cuanto a vellosidad, una característica
que aumenta o disminuye repetidas veces a lo largo de la evolución. El pelo
vestigial, con sus correspondientes estructuras celulares de apoyo, acecha hasta
en la piel más aparentemente lampiña, listo para evolucionar y convertirse en un
espeso pelaje (o replegarse de nuevo) en cuanto se lo ordene la selección natural.
No hay más que fijarse en los lanudos mamuts y rinocerontes que evolucionaron
rápidamente en respuesta a las últimas glaciaciones de Eurasia. Por extraño que
parezca, volveremos a ocuparnos de la pérdida evolutiva del pelo humano en «El
Cuento del Pavo Real».
Unos indicios un tanto tenues de hogueras usadas repetidamente indican que
al menos algunos grupos de Ergaster conocía el uso del fuego, lo que, visto a
posteriori, representa un hecho trascendental en la historia del ser humano. Las
pruebas no son todo lo concluyentes que sería de desear. Los tiznajos del hollín y
del carbón no se conservan durante periodos muy dilatados, pero el fuego deja
otras huellas más duraderas. Los investigadores actuales han llevado a cabo
experimentos sistemáticos encendiendo diversos tipos de fuegos y examinando
posteriormente los efectos causados. Sin que se sepa por qué, se ha descubierto
que las fogatas encendidas por la mano del hombre magnetizan el suelo de un
modo particular que las diferencia de los incendios de monte y de los tocones
incinerados. Estas señales demuestran que los Ergaster, tanto en África como en
Asia, ya se calentaban al amor de una hoguera hace casi un millón y medio de
años. Esto no significa necesariamente que supiesen encenderlas. Quizá
empezaron capturando y reavivando fuegos de origen natural, alimentándolos y
manteniéndolos con vida como quien cuida de un Tamagochi; quizá, antes de
comenzar a usarlo para asar alimentos, se sirviesen del fuego para ahuyentar
animales peligrosos, obtener luz y calor, así como para crear un foco de
socialización.
Los Ergaster fabricaban y utilizaban útiles de piedra, y es de suponer que
también de madera y hueso. No se sabe si hablaban y es difícil conseguir
pruebas a este respecto. Hay quien pensará que aquí «difícil» es un eufemismo,
pero es que en esta peregrinación nuestra hemos llegado a un punto en el que los
testimonios fósiles empiezan a revelarnos información. Del mismo modo que las
hogueras dejan huellas en el suelo, las exigencias del lenguaje hablado
comportan pequeñas modificaciones en el esqueleto: nada tan llamativo como
los huesos en forma de cajita que los monos aulladores de las selvas
sudamericanas tienen en la garganta y que les sirve para amplificar sus
estentóreas voces, pero sí signos reveladores como los que se puede esperar
encontrar en algunos fósiles. Por desgracia, los signos descubiertos no son lo
bastante significativos como para zanjar la cuestión, que sigue siendo
controvertida.
Según parece, hay dos partes del cerebro humano relacionadas con el habla:
el área de Broca y el área de Wernicke. ¿En qué momento de la historia humana
aumentaron de tamaño? El objeto más parecido a un cerebro fósil es el molde
endocraneal que describiré en «El Cuento del Ergaster». Por desgracia, las líneas
que dividen las diferentes regiones del cerebro no se fosilizan con demasiada
nitidez, pero algunos paleontólogos creen estar en condiciones de afirmar que las
zonas del cerebro relacionadas con el habla ya habían aumentado de tamaño
hace más de dos millones de años, un dato alentador para quienes desean creer
que los Ergaster poseían la facultad del habla.
Sin embargo, cuando pasamos a analizar el esqueleto, los datos ya no
resultan tan alentadores. El Homo ergaster más completo que se conoce es el
Niño de Turkana, que murió cerca del lago del mismo nombre, en Kenia, hace
más o menos un millón y medio de años. Las costillas y el reducido tamaño del
foramen intervertebral por el que pasan los nervios indican que el niño de
Turkana carecía del preciso control respiratorio que se suele vincular al habla.
Otros científicos, tras estudiar la base del cráneo, han concluido que ni siquiera
los neandertales, que vivieron hace apenas 60.000 años, eran capaces de hablar.
Lo demostraría el hecho de que la forma de su garganta no les permitía toda la
gama de vocales que nosotros empleamos. Sin embargo, tal y como ha señalado
el lingüista y psicólogo evolucionista Steven Pinker: «en lengueje que selemente
tengue en némere pequeñe de vequeles tembén pede ser expreseve». Si el hebreo
escrito se puede entender sin vocales, no veo por qué el neandertal hablado, o
incluso el ergaster, habrían de ser incomprensibles. El veterano antropólogo
sudafricano Philip Tobias sospecha que el lenguaje podría ser incluso anterior al
Homo ergaster, y quizá tenga razón. Como ya hemos visto, hay, en cambio, otros
paleotólogos que se van al extremo opuesto y fijan el origen del lenguaje en el
gran salto adelante, hace unas pocas decenas de milenios.
Podría tratarse de una de esas controversias que jamás se resuelven. En todas
las deliberaciones sobre el origen del lenguaje se empieza aludiendo a la
Sociedad Lingüística de París que, en 1886, prohibió debatir sobre este asunto
por considerarlo imposible de responder y, por tanto, fútil. Será difícil dar con
una respuesta, pero, a diferencia de lo que ocurre con determinadas cuestiones
filosóficas, el problema, al menos en principio, no carece de solución. Siempre
que lo que está en juego es el ingenio científico me declaro optimista. Del
mismo modo que hoy en día la deriva de los continentes es un hecho
incontestable avalado por múltiples y convincentes pruebas, y que los análisis de
ADN permiten determinar la procedencia de una mancha de sangre con una
precisión que los forenses de antaño ni soñaban, me atrevo a confiar en que un
día los científicos descubrirán un ingenioso método para determinar cuándo
empezaron a hablar nuestros antepasados.
Con todo, ni siquiera yo tengo la menor esperanza en que podamos llegar a
saber qué se decían aquéllos homínidos ni en qué idioma se lo decían.
¿Empezaron con simples palabras, sin nada de gramática, como el lenguaje de
los bebés, que al principio sólo balbucean sustantivos, o la gramática surgió
enseguida y de repente, posibilidad ésta ni absurda ni imposible? Puede que la
predisposición a la gramática ya existiese en el cerebro y se usase para otros
fines, como por ejemplo la elaboración de planes. Otra posibilidad es que la
gramática, al menos aplicada a la comunicación, fuese la creación inopinada de
un genio; lo dudo mucho, pero en este terreno no descarto de manera tajante
ninguna hipótesis.
La aparición de una prometedora evidencia genética ha supuesto un pequeño
paso hacia la datación del origen del lenguaje. Una familia concreta, que recibe
el nombre en código de KE, muestra una extraña carencia hereditaria. De unos
30 miembros repartidos en tres generaciones, la mitad son normales, pero los
otros 15 sufren una curiosa disfunción lingüística que merma tanto la capacidad
de hablar como la de comprender. El síndrome, llamado dispraxia verbal, se
manifiesta en un primer momento como incapacidad infantil de articular con
claridad las palabras. Algunos expertos creen que el problema se debe a una
ceguera gramatical que los incapacita para captar ciertos accidentes
gramaticales como el género, el tiempo y el número. Lo que es indudable es que
se trata de una anomalía es genética: las personas nacen con ella o sin ella, y está
relacionada con una mutación de un importante gen denominado FOXP2 que
quienes no sufrimos el trastorno poseemos en forma no mutada. Como ocurre
con la mayoría de nuestros genes, una versión de FOXP2 también está presente
en ratones y otras especies, y es probable que realice diversas funciones en el
cerebro y otros lugares[4]. El hecho de que exista una familia como la KE da a
entender que en los seres humanos el FOXP2 es importante para el desarrollo de
alguna región del cerebro implicada en el lenguaje.
Nos interesa, pues, comparar el gen FOXP2 humano con el de los animales
que carecen de lenguaje. En general los genes se comparan analizando o bien las
secuencias de ADN propiamente dichas o las secuencias de aminoácidos de las
proteínas que aquéllas codifican. Hay veces que se llega a resultados diferentes
dependiendo del método empleado en esas ocasiones. El gen FOXP2 codifica
una cadena proteica de 715 aminoácidos de longitud. La versión de los ratones y
la de los chimpancés se diferencian en un solo aminoácido. La versión humana
se diferencia de ambos en otros dos aminoácidos. ¿Advierte el lector lo que eso
puede significar? Aunque los humanos y los chimpancés tengamos en común la
mayor parte de nuestra historia evolutiva y de nuestro genoma, el FOXP2
humano es uno de los elementos en los que ha habido una evolución más rápida
en el breve espacio de tiempo transcurrido desde que el ser humano se separó de
sus parientes. Uno de los aspectos más importantes que nos distinguen de los
chimpancés es el lenguaje, del que ellos carecen. Si lo que pretendemos es
comprender cómo evolucionó esa facultad, lo que deberíamos buscar
precisamente es un gen que haya mutado en algún momento de nuestra línea
ancestral pero después de que nos separásemos de los chimpancés; y ése es
justamente el gen que aparece mutado en la desventurada familia KE (y también,
de forma diferente, en otro individuo que no guarda la menor relación con
aquélla pero que presenta la misma disfunción lingüística). Quizá lo que capacitó
a los seres humanos y no a los chimpancés para el desarrollo del lenguaje fue
una serie de mutaciones en el FOXP2. ¿También lo tenían mutado los Ergaster?
Sería maravilloso que pudiésemos usar esta hipótesis genética para
determinar la fecha del origen del lenguaje en nuestros antepasados. Si bien no
podemos establecer ese dato con certeza, sí podemos hacer algo bastante
sugerente empleando dicho método. El procedimiento más obvio sería triangular
marcha atrás partiendo de variantes observables entre los humanos actuales para
calcular así la antigüedad del FOXP2. Sin embargo, a excepción de casos tan
raros como el de los desafortunados miembros de la familia KE, en los
aminoácidos del FOXP2 no se registran variaciones, y sin un número suficiente
de variaciones no se puede llevar a cabo la triangulación. Por suerte, sin
embargo, hay otras partes del gen que nunca se traducen en proteínas y que, por
tanto, son libres de mutar sin que la selección natural se entere: son las letras
mudas de las partes del gen que nunca se transcriben, los llamados intrones (que
se contraponen a los exones, los cuales sí se expresan y no pasan desapercibidos
a la selección natural). Las letras mudas, a diferencia de las que se expresan,
varían bastante de un ser humano a otro, y también de un ser humano a un
chimpancé. Analizando las pautas de variación en las áreas mudas podemos
entender parte de la evolución del gen. Aunque las letras mudas no están
sometidas a la selección natural, pueden verse arrastradas por la selección de los
exones aledaños. Mejor todavía: el análisis matemático de las pautas de
variación de los intrones ofrece una buena indicación del momento en que
tuvieron lugar esas modificaciones impuestas por la selección natural. En el caso
del FOXP2, la respuesta la encontramos hace menos de 200.000 años. Uno de
los cambios de la versión humana del FOXP2 propiciados por la selección
natural parece coincidir más o menos con el paso del Homo sapiens arcaico al
Homo sapiens anatómicamente moderno. ¿Fue entonces cuando surgió el
lenguaje? En este tipo de cálculos el margen de error es amplio, pero en la
práctica este ingenioso testimonio genético representa un voto en contra de la
teoría de que el Homo ergaster hablaba. Y lo que a mi juicio es más importante:
este novedoso e inesperado método alimenta mis esperanzas de que la ciencia
pueda dejar un día con un palmo de narices a los pesimistas de la Sociedad
Lingüística de París.
En nuestra peregrinación, el Homo ergaster es el primero de los antepasados
fósiles que pertenece claramente a una especie diferente de la nuestra. Nos
disponemos a emprender una etapa del viaje en la que los fósiles constituirán las
pruebas más importantes, y aunque nunca lleguen a superar el valor de los
testimonios moleculares, seguirán teniendo gran relevancia hasta que lleguemos
a épocas lejanísimas en que los realmente relevantes comenzarán a ralear. Es un
buen momento para examinar los fósiles con más detalle y ver cómo se forman.
Que nos lo cuente el Ergaster.

EL CUENTO DEL ERGASTER

Richard Leakey describe emotivamente el momento en que su colega Kimoya


Kimeu descubrió, el 22 de agosto de 1984, al Niño de Turkana (Homo ergaster),
que con su millón y medio de años de antigüedad es el esqueleto casi completo
de homínido más antiguo que jamás se haya encontrado. Igualmente emotiva es
la descripción que hace Donald Johanson de Lucy, un australopitecino más
antiguo todavía y, como cabe imaginar, más incompleto. Y no menos
extraordinario es el relato del descubrimiento de Little Foot («piececillo»), un
fósil que todavía no se ha descrito con detalle (véase página 134). Sean cuales
fuesen las insólitas condiciones por las que Lucy, Little Foot y el Niño de
Turkana han sobrevivido hasta nuestros días, ¿no nos gustaría que, cuando nos
llegase la hora, se nos concediese una forma de inmortalidad parecida? ¿Qué
obstáculos hemos de salvar para materializar semejante ambición? ¿Cómo se
forma un fósil? De eso trata «El Cuento del Ergaster», pero antes de nada será
mejor hacer un breve inciso de carácter geológico.
Las rocas se componen de cristales demasiado pequeños para apreciarse a
simple vista. Un cristal es una única molécula gigante cuyos átomos están
dispuestos con regularidad formando una retícula en la que la distancia entre los
átomos se repite miles de millones de veces hasta llegar a la cara externa. Los
cristales se forman cuando los átomos pasan del estado líquido al sólido y se
acumulan de forma creciente en torno a un núcleo ya existente. Dicho líquido
suele ser agua. En otras ocasiones no se trata de un solvente sino del propio
mineral fundido. La forma del cristal y los ángulos en que se encuentran sus
facetas son una transposición directa, a gran escala, de la retícula atómica. A
veces la forma de la retícula se proyecta a gran tamaño de manera evidente,
como en el caso de los diamantes o amatistas cuyas facetas revelan, a simple
vista, la geometría tridimensional de la estructura atómica espontáneamente
formada. Lo normal, sin embargo, es que las unidades cristalinas que componen
las rocas sean demasiado pequeñas para apreciarlas a simple vista, lo cual es uno
de los motivos por los que la mayoría de las rocas no son transparentes. Entre los
cristales de roca más importantes y comunes se encuentran el cuarzo (dióxido de
silicio), los feldespatos (también compuestos en su mayor parte por dióxido de
silicio, pero con algunos de sus átomos de sílice sustituidos por átomos de
aluminio) y la calcita (carbonato de calcio). El granito es una mezcla muy
compacta de cuarzo, feldespato y mica, resultante de la cristalización de magma
fundido. La piedra caliza es casi toda calcita, la arenisca es casi toda cuarzo, y
ambas están compuestas de gránulos compactados procedentes de sedimentos de
arena o barro.
Las rocas ígneas se forman a partir de lava consolidada por enfriamiento
(lava que a su vez es roca fundida) y con frecuencia, como en el caso del granito,
son cristalinas. A veces parecen líquido solidificado, muy semejante al vidrio.
Con mucha suerte, la lava líquida puede quedar presa en un molde natural, como
un cráneo o una huella de dinosaurio, pero para quienes estudian la historia de la
vida, las rocas ígneas sirven, sobre todo, de herramienta de datación. De hecho,
como veremos en «El Cuento de la Secuoya», los mejores métodos de datación
sólo funcionan con rocas ígneas. Por lo general no se puede fechar con precisión
un fósil basándose únicamente en sus características, pero si en las proximidades
hay alguna roca ígnea, se puede asumir que sea contemporánea suya; o si el fósil
se encuentra en medio de dos muestras datables de roca ígnea, una encima y otra
debajo, se puede establecer su antigüedad comparando las de los dos bloques. En
esta datación de fósiles emparedados se corre el ligero riesgo de que el cadáver
haya sido arrastrado hasta un yacimiento de otra época por una crecida, o lo
llevasen allí las hienas o sus equivalentes entre los dinosaurios equivalentes. Si
hay suerte, se podrá apreciar si ocurrió algo parecido; de lo contrario, hará falta
cotejar el resultado de la datación con un patrón estadístico general para
confirmar la validez de la fecha.
Las rocas sedimentarias como la arenisca y la caliza están compuestas de
materiales duros como conchas o de fragmentos diminutos que el viento o el
agua arrancan de rocas más antiguas. Ese material se desplaza en suspensión en
forma de arena, limo o polvo, hasta depositarse en otra parte, donde, con el
tiempo, se asienta y compacta dando lugar a nuevos estratos de roca. La mayoría
de los fósiles se encuentra en lechos sedimentarios.
Lo propio de las rocas sedimentarias es que sus materiales se reciclen
continuamente. Sometidas a la lenta erosión del agua y el viento, las montañas
antiguas como las Highlands escocesas van cediendo materiales que
posteriormente se depositan en sedimentos y que podrían acumularse en
cualquier otra parte hasta formar montañas más jóvenes, como los Alpes, con lo
que el ciclo se reanuda. En un mundo donde este tipo de ciclos se suceden sin
tregua, bien haríamos en dominar la ansiedad con que exigimos un registro fósil
continuo que cubra todas las lagunas de la evolución. Si faltan fósiles no es sólo
cuestión de mala suerte, sino una consecuencia inherente al modo en que se
forman las rocas sedimentarias. Lo que de veras sería preocupante es que no
hubiese lagunas en el registro fósil. Las rocas más antiguas resultan destruidas,
junto con los fósiles que albergan, como consecuencia del mismo proceso que da
lugar a rocas nuevas.
Los organismos enterrados suelen fosilizarse cuando el agua cargada de
minerales penetra sus tejidos. En los organismos vivos, los huesos, por razones
económicas y estructurales, son porosos y esponjosos. Cuando el agua se filtra
por los intersticios de los huesos de un cadáver, los minerales se depositan
lentamente a lo largo de las eras. Digo «lentamente» casi por sistema, pero el
proceso no siempre es tan lento; piénsese en lo rápido que un tetera se cubre de
sarro. Una vez, en una playa australiana, me encontré un tapón de botella
engastado en una piedra. Con todo, el proceso suele ser lento. Sea cual sea la
velocidad, la piedra de un fósil adopta en última instancia la forma del hueso
original, y esa forma se nos revela millones de años después, aunque haya
desaparecido hasta el último átomo del hueso original (lo que no siempre
ocurre). El bosque petrificado del Desierto Pintado de Arizona está formado por
árboles cuyos tejidos fueron sustituidos lentamente por sílice y otros minerales
filtrados de las aguas subterráneas. Los árboles, muertos hace 200 millones de
años, son ya pura piedra, pero todavía hoy se pueden apreciar con nitidez, en esa
forma petricadada, muchos de sus detalles celulares microscópicos.
Ya he mencionado que a veces el organismo original, o parte del mismo,
forma un molde natural del que posteriormente puede extraerse o disolverse.
Recuerdo con placer los dos días tan felices que pasé en Tejas en 1987,
chapoteando en el río Paluxy para examinar las huellas de dinosaurio que se
conservan en su terso lecho calcáreo y en las que llegué a colocar mis propios
pies. Por aquel entonces se extendió la estrambótica leyenda local de que
algunas de las pisadas eran gigantescas huellas humanas contemporáneas de las
indiscutibles huellas de dinosaurio. El resultado fue que la vecina ciudad de Glen
Rose se convirtió en el centro de producción de una floreciente industria
artesanal dedicada a fabricar toscas réplicas en cemento de las huellas humanas
gigantescas, para vendérselas a crédulos creacionistas que saben perfectamente
que «En aquellos días había gigantes en la tierra» (Génesis 6:4) La verdadera
historia de las huellas, que se ha estudiado concienzudamente, es fascinante. Las
que son pisadas inequívocas de dinosaurio tienen tres dedos, mientras que las
que tienen una vaga forma humana carecen de dedos y fueron obra de
dinosaurios que, en lugar de correr sobre las puntas de los pies, caminaban sobre
los talones. Como el cieno tiende a desbordar los contornos de la pisada, los
dedos laterales de los dinosaurios habían quedado desfigurados.
Más conmovedor resulta el yacimiento de Laetoli, en Tanzania, donde se
encontraron, impresas unas junto a las otras, las huellas de tres homínidos
verdaderos, probablemente de la especie Australopithecus afarensis, que
caminaron juntos hace 3,6 millones de años sobre lo que a la sazón eran cenizas
volcánicas recientes. Uno no puede evitar preguntarse qué relación mantendrían
aquellos tres individuos, si irían de la mano o incluso si hablarían, o qué misión
compartían en aquel remoto día del Plioceno.
A veces, como he explicado al hablar de la lava, el molde puede llenarse de
un material diferente que posteriormente se endurece y da lugar a una
reproducción del animal u órgano original. Escribo estos renglones encima de
una mesa de jardín hecha con una losa cuadrada de más de dos metros de lado y
15 centímetros de grosor: una roca caliza sedimentaria de Purbeck que data del
Jurásico y puede que tenga unos 150 millones de años de antigüedad[5]. Además
de un montón de conchas fósiles, en la parte inferior de la mesa (al menos según
el distinguido y excéntrico escultor que me la consiguió) hay una huella de
dinosaurio; pero es una huella en relieve, es decir, que sobresale de la superficie.
La huella original (si de veras es auténtica, porque a mí me parece bastante
anodina) debió de servir como molde, en éste se depositó posteriormente el
sedimento, y por último desapareció la matriz. Mucho de lo que sabemos sobre
los cerebros ancestrales nos ha llegado en forma de reproducciones de ese tipo:
«vaciados» endocraneales que a menudo llevan impresa, hasta en los mínimos
detalles, la superficie del cerebro.
En ciertas ocasiones, aunque con menor frecuencia que huesos, conchas y
dientes, las partes blandas de los animales también se fosilizan. Los yacimientos
más famosos son el de Burgess Shale, en las Montañas Rocosas canadienses, y el
de Chengjian, en el sur de China, que es un poco más antiguo y al que
volveremos en «El Cuento del Gusano Aterciopelado». En ambos se han
encontrado fósiles de gusanos y otras criaturas sin huesos ni dientes (además de
los habituales organismos duros) que constituyen un maravilloso documento de
la vida en el periodo Cámbrico, hace más de mil millones de años. Somos
inmensamente afortunados de disponer de esos dos auténticos tesoros; en
realidad, como ya he señalado, tenemos mucha suerte de tener fósiles del tipo
que sea y en donde sea. Se calcula que del 90 por ciento de todas las especies
jamás llegaremos a tener noticia en forma fósil. Si ése es el porcentaje para las
especies, piénsese en los poquísimos individuos que pueden esperar alcanzar la
inmortalidad mediante la fosilización, ese capricho del que hablábamos al inicio
de este cuento. Según un cálculo realizado ex profeso, entre los vertebrados la
posibilidad sería de una entre un millón. Me parece una cifra demasiado elevada;
y creo que para los animales sin partes duras, el porcentaje debe ser mucho
menor.
Hábiles

Un millón de años antes del Homo ergaster, es decir, hace dos millones de años,
ya no hay ninguna duda de cuál es el continente donde se hunden nuestras raíces
genéticas. Todo el mundo, incluidos los multirregionalistas, coinciden en que se
trata de África. Los fósiles más signficativos de esta época suelen clasificarse
como Homo habilis. Algunos paleontólogos distinguen un segundo tipo, muy
similar y contemporáneo de aquél, al que denominan Homo rudolfensis, otros lo
equiparan al Kenyapithecus, descrito por el equipo de Leakey en 2001, y otros se
abstienen por prudencia de dar a estos fósiles el nombre de especie y se limitan a
llamarlos Homo primitivo. Como de costumbre, no me pronunciaré en materia
de nombres. Lo que importa son las criaturas de carne y hueso propiamente
dichas, y me referiré a todas ellas con el término hábiles. Los fósiles de Hábil
son menos abundantes que los de Ergaster, lo cual es comprensible dado que son
más antiguos. El cráneo que mejor se conserva lleva el número de referencia
KNM-ER 1470 y se conoce comúnmente como el 14-70. Vivió hace unos 1,9
millones de años.
Los Hábiles eran tan diferentes de los Ergaster como éstos de nosotros y,
como cabía esperar, existieron especímenes intermedios que son difíciles de
clasificar. El cráneo del Hábil es menos robusto que el de Ergaster y tiene menos
pronunciado el arco supraciliar. En este sentido era más parecido a nosotros, lo
cual no debiera sorprender a nadie. La corpulencia y los arcos supraciliares
prominentes son peculiaridades que, como el vello, los homínidos adquieren y
pierden repetidamente a lo largo de las eras evolutivas.
Los Hábiles señalan el momento de nuestra historia en que el cerebro, la más
extraordinaria de las peculiaridades humanas, comienza a aumentar; o, dicho con
mayor precisión, comienza a superar el tamaño de los cerebros ya voluminosos
de los demás simios. De hecho, éste es el motivo por el que se incluye a los
Hábiles en el género Homo. Para muchos paleontólogos, el cerebro grande es el
sello distintivo de nuestro género. Los Hábiles, al poseer cerebros que superan la
barrera de los 750 c.c., han cruzado el Rubicón y se han hecho humanos.
Como el lector me escuchará repetir una y otra vez, no soy partidario de
rubicones, barreras ni brechas. En concreto, no existe razón alguna para pensar
que entre un Hábil primitivo y su predecesor hubiese una diferencia mayor que
la apreciable entre el Hábil y sus sucesores. Estamos tentados de ver dicha
diferencia porque el género del predecesor (Australopithecus) es diferente del
género del sucesor (Homo ergaster), que es simplemente otro Homo. Es verdad
que, si analizamos las especies actuales, parece lógico que los miembros de
géneros distintos sean menos afines que los miembros de especies diferentes
dentro del mismo género, pero esto no es extensible a los fósiles, siempre que
exista una descendencia histórica continua en el marco de la evolución. En el
límite entre una especie fósil cualquiera y su inmediata predecesora han de
existir algunos individuos de cuya adscripción sería ridículo discutir ya que la
reductio ad absurdum de semejante discusión sería que los padres de una especie
engendraron un hijo de otra. Más absurdo aún es insinuar que un bebé del género
Homo haya nacido de padres pertenecientes a un género completamente
diferente como es el Australopithecus. Nuestras convenciones taxonómicas no
están pensadas para explorar estas regiones evolutivas[6].
Podemos dejar de lado el tema de los nombres para debatir una cuestión más
constructiva como es la de por qué el cerebro comenzó de repente a aumentar de
tamaño. ¿Cómo podríamos medir el aumento del cerebro de los homínidos y
construir un gráfico que reflejase el tamaño de cerebro medio a lo largo de las
eras geológicas? La unidad de medida temporal es fácil de escoger: millones de
años. Calcular la progresión del cerebro ya es más complicado. Los cráneos
fósiles y los moldes endocraneales nos permiten medirlo en centímetros cúbicos,
que se convierten fácilmente a gramos, pero el tamaño absoluto del cerebro no es
necesariamente la medida que más nos interesa. Los elefantes tienen un cerebro
más grande que el nuestro y, sin embargo, no es sólo vanidad lo que nos hace
creernos más inteligentes que ellos. El cerebro de los Tyrannosaurus no era
mucho menor que el nuestro, pero tenemos a todos los dinosaurios por criaturas
torpes y de escasa inteligencia. Lo que nos hace más inteligentes que los
dinosaurios es que tenemos cerebros más grandes en relación a nuestro tamaño.
Ahora bien, ¿qué significa exactamente «en relación a nuestro tamaño»?
Existen métodos matemáticos para corregir el tamaño absoluto y expresar
cuán grande debería ser el cerebro de un animal teniendo en cuenta su estatura.
El tema se merece por sí solo un cuento y nos lo narrará el Homo habilis, el
hábil situado a caballo de esa ardua frontera que es el Rubicón del tamaño
cerebral.

EL CUENTO DEL HÁBIL

Queremos saber si el cerebro de una criatura concreta, como por ejemplo el


Homo habilis, es mayor o menos de lo que debería en relación a su estatura.
Aceptamos (en mi caso un poco a regañadientes, pero lo dejaré estar) que los
animales grandes deben tener cerebros grandes y los pequeños, cerebros
pequeños. Aun tomando esto en consideración, seguimos sin saber por qué unas
especies son más sesudas que otras. ¿Cómo hacemos para tener en cuenta el
tamaño corporal? Nos hace falta una base razonable para calcular qué
dimensiones debe tener el cerebro de un animal con arreglo al tamaño de su
cuerpo y poder establecer así si el cerebro de un animal concreto es mayor o
menor de lo previsto.
En esta peregrinación hacia el pasado nos hemos topado con este problema
en relación al cerebro, pero podríamos plantearnos la misma cuestión respecto de
cualquier otra parte del cuerpo. Quizá algunos animales tengan corazones,
riñones o clavículas mayores (o menores) de lo que deberían teniendo en cuenta
su tamaño. Si así fuese, es probable que el modo de vida de dichos animales
exija mucho a su corazón (o a sus riñones o a sus clavículas). ¿Cómo podemos
saber cuál «debería» ser el tamaño de una parte cualquiera de un animal en
relación a sus dimensiones totales? Adviértase que debería ser no significa
«debe tener por razones funcionales», sino «cabe esperar que tenga,
considerando lo que tienen animales comparables». Como éste es «El Cuento del
Hábil» y el rasgo más sorprendente del Hábil es el cerebro, seguiremos usando el
cerebro como objeto de análisis, pero las enseñanzas que obtengamos serán de
índole más general.
Empezaremos trazando un diagrama de dispersión que contraponga la masa
cerebral y la masa corporal de un gran número de especies. Cada uno de los
símbolos del gráfico de la página siguiente (obra de mi colega y eminente
antropólogo Robert Martin) representa una especie de mamífero actual: en total
309, desde la más pequeña hasta la más grande. Por si el lector estuviese
interesado, el Homo sapiens es el punto que señala la flecha y el que está justo a
su lado es un delfín. La línea negra continua que atraviesa la nube de puntos es
la recta que, según los cálculos estadísticos, mejor encaja con todos los puntos.[7]
Una ligera complicación, que enseguida se entenderá, es que la cosa
funciona mejor si se hacen logarítmicas las escalas de ambos ejes, y así es, de
hecho, como se ha contruido este diagrama, donde el logaritmo de la masa
cerebral de un animal se contrapone al de su masa corporal. Logarítmico
significa que los segmentos equivalentes a lo largo del eje de abscisas (o del de
ordenadas) representan multiplicaciones por un número fijo determinado, como
por ejemplo diez, y no adiciones de un número, como en los gráficos normales.
La razón por la que diez es un número conveniente es que nos permite ver los
logaritmos como una serie de ceros. Esto significa que si hay que multiplicar la
masa de un ratón por un millón para obtener la de un elefante, habrá que añadir
seis ceros a la masa del ratón, es decir, que basta con añadir seis ceros al
logaritmo de uno para obtener el del otro. A medio camino entre esos dos
animales en la escala logarítmica (tres ceros) figura un animal que pesa mil
veces más que un ratón, o mil veces menos que un elefante: un ser humano,
quizá. Si usamos números redondos como mil o un millón es simplemente para
que la explicación resulte más sencilla. «Tres ceros y medio» significa una
posición intermedia entre mil y diez mil. Adviértase que intermedia supone algo
muy diferente cuando contamos ceros que cuando contamos gramos. Todo esto
se calcula automáticamente mirando los logaritmos de los números. Las escalas
logarítmicas exigen un planteamiento diferente del de las escalas aritméticas
simples y son útiles para otras finalidades.
Gráfico logarítmico de la relación entre masa cerebral y masa corporal de diversas especies de
mamíferos placentarios. Los triángulos negros representan primates. Adaptado del original de Martin
[185].

Existen como mínimo tres buenas razones para emplear la escala logarítmica. En
primer lugar, permite incluir una musaraña enana, un caballo y una ballena azul
en el mismo gráfico sin necesidad de usar 100 metros de papel. En segundo
lugar, facilita la lectura de los factores multiplicadores, que a veces es lo que
hace falta hacer. No nos basta saber que tenemos un cerebro mayor de lo que
deberíamos teniendo en cuenta de nuestro tamaño; queremos saber que nuestro
cerebro es, pongamos, seis veces mayor de lo que debería. En un gráfico
logarítmico los factores multiplicativos se obtienen directamente: eso es
precisamente lo que significa logarítmico. La tercera razón por la que conviene
usar escalas logarítmicas es un poco más larga de explicar. Una forma de
expresarlo sería diciendo que en estas escalas los puntos de dispersión forman
líneas rectas en lugar de curvas, pero eso no es todo. Trataré de aclarar el
concepto en atención a quienes sean tan negados para las matemáticas como un
servidor.
Supongamos que cogemos un objeto como una esfera o un cubo, o
mismamente un cerebro, y que lo inflamos de manera homogénea para que,
conservando la misma forma, aumente diez veces de tamaño. En el caso de la
esfera esto significa un diámetro diez veces mayor; en el caso del cubo, o del
cerebro, significa diez veces más ancho (y más alto y más profundo). En todos
estos casos de aumento proporcionado del tamaño, ¿qué ocurre con el volumen?
La respuesta es que se hace no diez, sino ¡mil veces mayor! Podemos
demostrarlo imaginando una pila de terrones de azúcar. O aumentando
uniformemente cualquier forma que se nos ocurra. Si se multiplica la longitud
por cien, siempre que la forma no varíe, el volumen se multiplicará
automáticamente por mil. En el caso especial de una decuplicación de todas las
dimensiones de un objeto, es como añadir tres ceros. Dicho de un modo más
general, el volumen es proporcional al cubo de la longitud, y el logaritmo se
multiplica por tres.
Podemos efectuar el mismo tipo de cálculos con respecto a la superficie.
Ahora bien, la superficie aumenta en proporción al cuadrado de la longitud, no al
cubo. El volumen de un terrón de azúcar determina cuánto azúcar hay y cuánto
cuesta, pero la rapidez con que se diluye viene dada por su superficie (lo cual no
es un cálculo muy sencillo que digamos, puesto que, a medida que se disuelve el
terrón, la superficie restante se reduce más lentamente que el volumen de azúcar
restante). Cuando expandimos un objeto de manera uniforme a base de duplicar
su longitud (anchura, etc.), multiplicamos por dos su superficie: 2 × 2 = 4. Si
multiplicamos por diez la longitud, también se multiplica por diez la superficie:
10 × 10 = 100 (o sea, añadimos dos ceros al número). El logaritmo de la
superficie se dobla con respecto al de la longitud, mientras que el del volumen se
triplica. Un terrón de dos centímetros contendrá ocho veces más azúcar que uno
de un centímetro, pero se disolverá en el té tan sólo cuatro veces más rápido (por
lo menos al principio), porque lo que está en contacto con el té es la superficie
del terrón.
Ahora imaginemos que trazamos un diagrama de dispersión de terrones de
azúcar de una gran variedad de tamaños, con la masa del terrón (proporcional al
volumen) representada en el eje de abscisas y la tasa (inicial) de disolución en el
de ordenadas (dando por hecho que es proporcional a la superficie). En un
gráfico no logarítmico, los puntos seguirían una línea curva que sería bastante
difícil de interpretar y, por consiguiente, no serviría de mucho. En cambio, si
contraponemos el logaritmo de la masa al de la tasa de disolución inicial,
obtendremos mucho más información. Cada vez que la masa se triplica, la
superficie se duplica. En el gráfico logarítmico, los puntos no siguen una curva
sino una línea recta. Además, la pendiente de dicha recta tiene un significado
muy preciso. Se trata de una pendiente de dos tercios, es decir: a cada dos puntos
en el eje de la superficie corresponden tres en el eje del volumen. Cada vez que
el logaritmo de la superficie se duplica, el del volumen se triplica. La pendiente
de dos tercios no es la única significativa que se puede apreciar en un gráfico
logarítmico. Los gráficos de este tipo son informativos porque la pendiente de la
línea permite intuir lo que sucede con relación a magnitudes tales como
volúmenes y superficies. Y los volúmenes, superficies y sus complicadas
relaciones son aspectos fundamentales a la hora de entender los cuerpos de lo
seres vivos y sus partes.
No es que se me den muy bien las matemáticas (y diciendo esto me quedo
corto), pero hasta yo soy capaz de captar lo fascinante de los gráficos
logarítmicos. Y la fascinación aumenta si se repara en que el mismo principio
sirve para todas las formas, no sólo las regulares como los cubos y las esferas,
sino también las complicadas, como los cuerpos de los animales y sus órganos y
partes, como los riñones o el cerebro. El único requisito es que el tamaño varíe
de forma uniforme, sin que se modifique la forma. Esto nos da una especie de
medidad de referencia con la que cotejar las mediciones reales. Si una especie
animal es diez veces más larga que otra, su masa será mil veces mayor, pero sólo
si tienen la misma forma. En realidad, es muy probable que, en el paso de
especies pequeñas a especies grandes, la evolución haya impuesto una variación
sistemática de la forma, y ahora veremos por qué.
Los animales grandes deben tener una forma diferente a la de los pequeños,
aunque sólo sea por las reglas de la proporción superficie/volumen que
acabamos de ver. Si convirtiésemos una musaraña en elefante sólo a base de
inflarla, sin modificar la forma, no sobreviviría. Sería un millón de veces más
pesada y esto provocaría un sinfín de inconvenientes. Algunos de los problemas
que ha de afrontar un animal dependen del volumen (masa), otros dependen de la
superficie, y otros de una compleja función de esas dos magnitudes, cuando no
de otras consideraciones completamente diferentes. Al igual que la velocidad a
la que se diluye un terrón de azúcar, la velocidad a la que un animal pierde calor
o agua a través de la piel es proporcional a la superficie que mantiene expuesta
al mundo exterior. Sin embargo, el ritmo al que genera calor probablemente esté
más relacionado con el número de células de su cuerpo, que es una función del
volumen.
Una musaraña del tamaño de un elefante tendría patas largas y finas que se
romperían bajo el enorme peso y unos músculos demasiado estrechos y débiles
para cumplir adecuadamente su función. La fuerza de un músculo no es
proporcional a su volumen sino a la superficie de su sección transversal. Esto es
así porque el movimiento muscular es la suma del movimiento de millones de
fibras moleculares que se deslizan en paralelo. El número de fibras que puede
contener un músculo depende de la superficie de su sección transversal (el
cuadrado de la longitud). Pero la tarea que debe cumplir (sustentar a un elefante,
pongamos por caso) es proporcional a la masa del animal (el cubo de la
longitud). Por consiguiente, el elefante, para sostener su masa, necesita
proporcionalmente más fibras musculares que una musaraña. De ahí que la
superficie transversal y el volumen de sus músculos tengan que ser mayores de
lo que se obtendría mediante una simple ampliación de la escala. En el caso de
los huesos, por motivos diversos y específicos, se llega a una conclusión
parecida. He ahí la razón por la que los animales de gran tamaño como los
elefantes tienen patas macizas como troncos de árbol.
Supongamos que un animal del tamaño de un elefante sea 100 veces mayor
que un animal del tamaño de una musaraña. Dando por hecho tengan la misma
forma, el área de su epidermis será 10.000 veces superior al de la musaraña, y su
masa y volumen, un millón de veces. Si tiene células sensibles al tacto repartidas
de manera uniforme por la piel, el elefante necesitará 10.000 veces más células
que la musaraña, y puede que la región cerebral que se ocupa de ellas también
tenga un tamaño proporcionalmente superior. El número total de células en el
cuerpo del elefante será un millón de veces el de la musaraña, y será necesaria
una cantidad adecuada de vasos capilares. ¿Cuántos kilómetros de vasos
sanguíneos deberá tener el animal grande con respecto al pequeño? Se trata de
un cálculo complicado que vamos a dejar para otro cuento. De momento, basta
con que entendamos que a la hora de efectuarlo deberemos tener presente estas
reglas de volúmenes y superficies, y que el diagrama logarítmico es un buen
método para encontrar indicios de tipo intuitivo sobre este tipo de problemas. La
conclusión principal es que, cuando a lo largo de la evolución los animales
aumentan o disminuyen de tamaño, su forma varía en direcciones previsibles.
Hemos llegado hasta aquí al reflexionar sobre el tamaño del cerebro. La
cuestión es que no podemos comparar nuestros cerebros con los del Homo
habilis, del Australopithecus, o con los de alguna otra especie sin tener en cuenta
el tamaño del cuerpo. Hace falta un índice de tamaño cerebral que tome en
consideración el corporal. No podemos dividir el tamaño del cerebro entre el del
cuerpo, aunque siempre será mejor hacer eso que limitarse a comparar las
dimensiones cerebrales absolutas. Lo más apropiado es utilizar los gráficos
logarítmicos que acabamos de analizar, esto es, confrontar el logaritmo de la
masa cerebral y el logaritmo de la masa corporal de muchas especies de diversos
tamaños. Los puntos probablemente se agruparán a lo largo de una línea recta,
como de hecho ocurre en el gráfico anterior. Si la pendiente de la línea es 1/1
(tamaño del cerebro exactamente proporcional a tamaño del cuerpo), cada célula
cerebral será capaz de ocuparse de un número fijo de células corporales. Una
pendiente de 2/3 indicaría que el cerebro es como los huesos y los músculos, es
decir, que un determinado volumen corporal (o número de células corporales)
exige una determinada superficie cerebral. Cualquier otra pendiente requeriría
una interpretación distinta. Así pues, ¿cuál es, en concreto, la pendiente?
Pues no es ni 1/1 ni 2/3, sino un valor intermedio. Para ser exactos, es
prácticamente 3/4. ¿Y por qué 3/4? Ése es el tema del cuento que, como sin duda
habrá adivinado el lector, nos contará la coliflor (al fin y al cabo, un cerebro
parece una coliflor). Para no destripar el final de «El Cuento de la Coliflor», me
limitaré a señalar que la pendiente 3/4 no es exclusiva de los cerebros, sino que
surge continuamente en todo tipo de seres vivos, incluidas plantas como la
coliflor. Para entender el motivo deberemos, pues, esperar hasta el susodicho
cuento; hasta entonces, por lo que respecta al tamaño del cerebro, diré
simplemente que la pendiente de 3/4 es la prevista, en el sentido que hemos
empleado esta palabra al comienzo de este cuento.
Aunque los puntos se arraciman a lo largo de la recta de pendiente 3/4
prevista, no todos los puntos caen exactamente sobre ella. Una especie más
cerebral es aquélla cuyo punto se sitúa por encima de la línea; eso significa que
tiene un cerebro mayor de lo previsto teniendo en cuenta su tamaño corporal. En
cambio, una especie cuyo cerebro sea menor de lo previsto, aparecerá
representada debajo de la línea. La distancia desde el punto hasta la recta indica
cuán mayor o menor de lo previsto es el cerebro de la especie en cuestión. Un
punto situado justamente sobre la línea representa una especie cuyo cerebro tiene
exactamente el tamaño que cabía esperar dada su masa corporal.
Ahora bien, ¿qué cabía esperar? ¿con arreglo a qué? Pues con arreglo a la
proporción típica de las especies con cuyos datos se ha elaborado el gráfico. Así,
si el gráfico se elaboró a partir de una muestra representativa de vertebrados
terrestres que abarcase desde las salamanquesas a los elefantes, el hecho de que
todos los mamíferos caigan del lado superior de la línea (y todos los reptiles del
inferior) significa que aquéllos tienen un cerebro mayor de lo que se «preveía»
para un vertebrado típico. Si elaboramos otro gráfico a partir de una muestra
representativa de mamíferos, la línea resultante será paralela a la de los
vertebrados, es decir, presentará la misma pendiente de 3/4, pero en términos
absolutos será más alta. Un gráfico distinto construido para una muestra
representativa de primates (monos y simios) arrojará una recta más alta todavía,
pero ésta seguirá siendo paralela a las otras dos en virtud de su pendiente de 3/4.
Y la recta del gráfico relativo al Homo sapiens será más alta que todas ellas.
El cerebro humano es demasiado grande incluso en relación a los parámetros
de los primates, y el cerebro medio de los primates también lo es en relación a
los parámetros de los mamíferos. A su vez, el cerebro medio de los mamíferos es
demasiado grande para los parámetros de los vertebrados. Dicho de otro modo,
los puntos del gráfico de los vertebrados están más dispersos que los puntos del
gráfico de los mamíferos, que a su vez están más dispersos que los puntos de los
primates incluidos en éste. La nube de puntos de los desdentados (un orden de
mamíferos sudamericanos al que pertenecen el perezoso, el oso hormiguero y el
armadillo) se sitúa por debajo de la media de los mamíferos, de los cuales
constituye una parte.
HarryJerison, el padre de los estudios sobre el tamaño de los cerebros fósiles,
propuso el cociente de encefalización (CE) para medir en qué medida el cerebro
de una especie particular, perteneciente a una categoría más amplia como la de
los vertebrados o los mamíferos, difiere del tamaño que debería tener en función
de su tamaño corporal. Para medir el CE hace falta especificar cuál es esa
categoría más amplia que estamos usando de referencia para la comparación. El
cociente de encefalización de una especie viene expresado por la distancia que la
separa, por arriba o por abajo, de media de la categoría de referencia. Jerison
pensaba que la pendiente de la recta era de 2/3, pero los estudios actuales
coinciden en que es de 3/4, así que, como bien ha señalado Robert Martin, hay
que corregir los propios cálculos de CE de Jerison. Hechas las correcciones,
resulta que el cerebro humano moderno es unas seis veces mayor de lo que
debiera ser en un mamífero del tamaño del hombre (si en lugar de calcularse el
CE con relación al parámetro del conjunto de los mamíferos, se hiciera con
relación al de los vertebrados, sería más elevado; si se realizase el cálculo con
relación al del conjunto de los primates, sería más bajo).[8] El cerebro de un
chimpancé moderno es el doble de grande de lo normal para un mamífero típico,
y lo mismo ocurre con los cerebros de los australopitecinos. El Homo habilis y el
Homo erectus, las especies probablemente intermedias entre los
Australopithecus y nosotros, también son intermedias en cuanto al volumen
cerebral; ambas tienen más o menos un 4 de cociente encefálico, lo que significa
que sus cerebros eran unas cuatro veces mayores de lo normal para mamíferos
de su tamaño.
El siguiente gráfico muestra un cálculo aproximado del CE de varios
primates y monos antropoides fósiles, con relación a la época en que vivieron.
Cuidándonos muy mucho de tomarlo al pie de la letra, se puede interpretar como
índice aproximado de la disminución cerebral que se observa a medida que se
retrocede en el tiempo evolutivo. En lo alto del diagrama figura el Homo sapiens
con un CE de 6, lo que significa que nuestro cerebro pesa seis veces más de lo
que debería pesar en un mamífero típico de nuestro tamaño. En la parte inferior
aparecen los fósiles que podrían representar algo así como el Contepasado 5, el
antepasado que tenemos en común con los monos del Nuevo Mundo. Se calcula
que su CE era más o menos 1, lo que quiere decir que tenían un cerebro casi
exacto para un mamífero actual de su tamaño. En posiciones intermedias se
sitúan varias especies de Australopithecus y Homo que en la época en que
vivieron pudieron estar próximas a nuestro linaje ancestral. Una vez más, la línea
trazada es la recta que mejor encaja con todos los puntos del gráfico.
He advertido de que había que interpretar el gráfico con su grano de sal pero
ahora, más que un grano, recomiendo una cucharada entera. El CE se calcula a
partir de dos magnitudes, la masa cerebral y la masa corporal. En el caso de los
fósiles, ambas cantidades se calculan a partir de los fragmentos que han llegado
hasta nosotros y el margen de error es considerable, sobre todo a la hora de
evaluar la masa corporal. Según el punto que lo representa en el gráfico, el
Homo habilis es más cerebral que el Homo erectus, pero no creo que fuese así.
El volumen cerebral absoluto del Homo erectus es indiscutiblemente mayor. El
hecho de que Homo habilis tenga un CE más elevado se debe al valor mucho
más bajo atribuido a su masa corporal. Para tener una idea del margen de error,
piénsese en la enorme variedad de tamaños corporales del ser humano actual. El
CE está especialmente sujeto a errores a la hora de calcular la masa corporal,
que, no olvidemos, se eleva a una determinada potencia en la fórmula del CE. La
dispersión de los puntos a ambos lados de la línea refleja en buena medida la
irregularidad de la estimación de la masa corporal. En cambio, la tendencia a
largo plazo indicada por la recta probablemente sea real. Los métodos que hemos
explicado en este cuento, en particular los cálculos del CE en el último gráfico,
confirman la impresión subjetiva de que uno de los acontecimientos más
importantes de los últimos tres millones de años de nuestra evolución ha sido el
aumento de nuestro cerebro de primate, ya de por sí grande. La pregunta que
surge inevitablemente es por qué. ¿Qué presión selectiva en sentido darviniano
suscitó esa modificación durante los últimos tres millones de años?

Gráfico del cociente de encefalización (CE) en relación al tiempo, para diversas especies fósiles. El
tiempo, medido en millones de años, está expresado en una escala logarítmica. Los resultados se han
corregido para una pendiente de 3/4 con respecto a la línea horizontal de referencia (véase el texto).

Debido a que el aumento tuvo lugar tras la adquisición de la postura erecta,


algunos científicos sugieren que el aumento vino inducido por el hecho de que
nuestras manos quedasen libres, pudiendo ejercitarse en tareas de precisión. En
general me parece una explicación verosímil, pero no más que muchas otras que
también se han propuesto. Lo que sucede es que el aumento del cerebro humano,
para lo que suelen ser las tendencias evolutivas, fue fulminante. Creo que una
evolución inflacionista exige una explicación inflacionista. En el capítulo «El
globo de la mente» de mi libro Destejiendo el arco iris, desarrollé este asunto
dentro de una teoría general que di en llamar «coevolución software-hardware».
La analogía informática se basa en que las innovaciones en materia de
programas y en cuestiones de equipo se estimulan mutuamente generando una
espiral explosiva. Las innovaciones en el terreno de la programación exigen un
desarrollo de los equipos, lo que a su vez provoca la escalada de los programas,
con el resultado de que la tendencia inflacionista se dispara. A mi modo de ver,
los equivalentes cerebrales de la innovación en materia de programas eran el
lenguaje, el rastreo de pistas, el lanzamiento de objetos y los memes. Una de las
teorías sobre el crecimiento del cerebro que no traté como se merecía en
Destejiendo el arco iris es la de la selección sexual; sólo por eso le dedicaré una
atención especial más adelante.
¿Es posible que el aumento del tamaño del cerebro humano, o, mejor dicho,
productos suyos tales como la pintura corporal, la poesía épica o las danzas
rituales, obedezcan al modelo evolutivo de la cola del pavo real y sean, por
tanto, una especie de cola de pavo real mental? Siempre tuve debilidad por esta
idea, pero nadie se decidía a desarrollarla como es debido hasta que Geoffrey
Miller, un joven psicólogo evolucionista estadounidense que trabaja en
Inglaterra, escribió The Mating Mind. Oiremos esta idea en «El Cuento del Pavo
Real», cuando, en el Encuentro 16, se sumen a nuestra peregrinación las aves.
Monos antropoides

Los libros divulgativos sobre fósiles humanos siempre se jactan de haber


descubierto el antepasado humano más antiguo. Menuda tontería. Preguntas
específicas como «¿cuál fue el primer antepasado humano que caminaba
normalmente en posición erecta?», «¿cuál fue el primer antepasado nuestro y no
de los chimpancés?», o «¿cuál fue el primer antepasado humano con un volumen
cerebral superior 600 c.c.?» tienen, al menos en principio, algún significado,
aunque en la práctica sean difíciles de contestar, y algunas incurran en el vicio de
crear falsos hiatos en un continuo sin fisuras. Pero eso de «¿cuál fue el primer
antepasado humano?» no significa absolutamente nada.
Más insidioso resulta el hecho de que la competición por encontrar
antepasados humanos lleve a algunos paleontólogos a pregonar a los cuatro
vientos, en cuanto parezca mínimamente posible, que sus hallazgos fósiles
pertenecen a la principal línea ancestral humana. Sin embargo, cuantos más
fósiles se descubren, más evidente se hace que, durante la mayor parte de la
historia de los homínidos, el continente africano albergó simultáneamente varias
especies. Esto significa por fuerza que muchos fósiles que hoy se consideran
nuestros antepasados resultarán ser tan sólo parientes cercanos.
Desde que apareciera por primera vez en África, el género Homo compartió
en varias épocas el continente con homínidos más robustos, puede que de
muchas especies distintas. Como de costumbre, las afinidades de estas especies
con el género Homo y su número exacto son objeto de acaloradas discusiones.
Entre los nombres asignados a algunas de ellas (las hemos visto representadas en
el segundo gráfico de «El Cuento del Hábil») figuran Australopithecus (o
Paranthropus) robustus, Australopithecus (o Paranthropus o Zinjanthropus)
boisei, y Australopithecus (o Paranthropus) aethiopicus. Por lo visto
evolucionaron a partir de simios más gráciles (entendiendo grácil como
antónimo de robusto). Los simios gráciles también se incluyen en el género
Australopithecus, y nosotros, casi con toda seguridad, también surgimos de
algunos autralopitecinos gráciles. De hecho, suele ser difícil distinguir a los
primeros Homo de los australopitecinos gráciles (de ahí mi diatriba contra las
convenciones taxonómicas que los encasillan en géneros separados).
Los antepasados inmediatos de los Homo serían un tipo cualquiera de
australopitecino grácil. Echemos un vistazo a los fósiles de estas gráciles
criaturas. Mrs. Ples es alguien por quien siento un cariño especial desde que el
Museo del Transvaal de Pletoria me regalase un bonito vaciado de su cráneo
cuando, con ocasión del quincuagésimo aniversario de su hallazgo en la cercana
localidad de Sterkfontein, di una conferencia en honor de Robert Broom, el
paleontólogo que la descubrió. Mrs. Ples vivió hace unos dos millones y medio
de años. El apodo le viene de Plesianthropus, el género al que se la adscribió
inicialmente, antes de que la definiesen como Australopithecus; el «Mrs.» se
debe a que en su momento se pensó (quizá erróneamente, según se sospecha
ahora) que se trataba de una hembra. Los fósiles de homínido suelen tener motes
por el estilo. No podía faltar Mr. Ples, un fósil de Sterkfontein descubierto más
recientemente, que pertenece a la misma especie que Mrs. Ples, Australopithecus
africarnus. Otros fósiles con motes son Dear Boy, («querido muchacho»), un
australopiteco robusto también conocido como Zinj porque en un primer
momento se le puso de nombre Zinjanthropus boisei, Little Foot (piececillo;
véase el próximo cuento), y la célebre Lucy, de la que nos ocuparemos a
continuación.
En el momento de encontrarnos con Lucy la aguja de nuestra máquina del
tiempo marca 3,2 millones de años. Se trata de otro australopitecino grácil cuya
especie, Australopithecus afarensis, es un serio aspirante al puesto de antepasado
humano: por eso se la menciona tan a menudo. Sus descubridores, Donald
Johansson y sus colegas, también encontraron, en la misma zona, fósiles de trece
individuos similares: la denominada «primera familia». Desde entonces, varias
otras «Lucys», de entre tres y cuatro millones de años de antigüedad, se han
descubierto en otras partes de África oriental. Las pisadas de 3,6 millones de
años de antigüedad que Mary Leakey descubrió en Laetoli (véase «El Cuento del
Ergaster») también se atribuyen a un Australopithecus afarensis. Sea cual sea el
nombre latino, lo que está claro es que, por aquel entonces, alguien caminaba
sobre dos piernas. Lucy no es muy diferente de Mrs. Ples, y hay quienes la
consideran una versión más primitiva de ésta. Sea como fuere, son más parecidas
la una a la otra que a cualquier australopitecino robusto. Las primeras Lucys de
África oriental tienen un cerebro algo más pequeño que las últimas Mrs. Ples de
África meridional, pero la diferencia es insignificante. Sus cerebros no diferían
más de lo que difieren entre sí ciertos cerebros humanos actuales.
Como cabía suponer, los afarensis más recientes, como Lucy, son
ligeramente diferentes de los afarensis de hace 3,9 millones de años. Las
diferencias se acumulan con el paso de las eras y, al apearnos de nuestra máquina
hace cuatro millones de años, nos encontramos con criaturas que podrían ser
antepasados de Lucy y de su estirpe, pero que son lo bastante distintas, es decir,
bastante parecidas a chimpancés, como para merecer un nombre de especie
diferente. Estos Australopithecus anamensis, descubiertos por Mauve Leakey y
su equipo, están representados por más de 80 fósiles procedentes de dos
yacimientos distintos en los alrededores del lago Turkana. No se ha encontrado
ningún cráneo intacto, pero sí un espléndido maxilar inferior que bien podría
pertenecer a un antepasado nuestro.
El descubrimiento más emocionante de este periodo, que justifica un
momentáneo alto en el camino, es, sin embargo, un fósil del que aún no se ha
publicado ninguna descripción exhaustiva. En un primer momento se pensó que
el esqueleto hallado en las cuevas sudafricanas de Sterkfontein, conocido por el
cariñoso apelativo de Little Foot, tuviese unos tres millones de años de
antigüedad, pero los últimos cálculos realizados le atribuyen más cuatro
millones. Su descubrimiento fue una labor detectivesca digna de Sherlock
Holmes. En 1978 se encontraron en Sterkfontein fragmentos del pie izquierdo de
Little Foot, pero se guardaron en una caja sin rótulo y no se volvió a saber de
ellos hasta que en 1994 el paleontólogo Ronald Clarke, que trabajaba a las
órdenes de Philip Tobias, se los encontró por casualidad en la caseta que usan los
trabajadores de las cuevas. Tres años después, esta vez en un trastero de la
universidad de Witwatersrand, Clarke volvió a toparse de manera fortuita con
otra caja de huesos de Sterkfontein cuya etiqueta ponía: «Cercopitécidos». Como
estaba interesado en ese tipo de monos, miró dentro y se llevó una gran alegría al
descubrir, entre todos los huesos de mono, el hueso de un pie de homínido.
Dentro de la caja había varios huesos de pies y patas que parecían corresponder a
los fragmentos que él mismo había encontrado anteriormente en la caseta de
Sterkfontein. Uno en concreto era una tibia izquierda partida por la mitad;
Clarke sacó un molde de escayola, se lo dio a dos asistentes africanos, Nkwane
Molefe y Stephen Motsumi, y les pidió que volviesen a Sterkfontein a buscar la
otra mitad.

Era como buscar una aguja en un pajar porque la cueva es enorme, honda y oscura, con las paredes, el
suelo y el techo de brecha viva. Sin embargo, el 3 de julio de 1997, después de dos días buscándola
linterna en mano, la encontraron.

La hazaña de Molefe y Motsumi resulta si cabe más asombrosa considerando


que el hueso que encajaba con el modelo de escayola estaba

en el extremo opuesto a donde habíamos excavado anteriormente. La media tibia encajaba a la


perfección, a pesar de que el hueso se había partido como consecuencia del explosivo que, más de 65
años antes, usaban los mineros que extraían piedra caliza. A la izquierda del extremo de la tibia derecha
que había quedado al descubierto se apreciaba la sección de la tibia izquierda tronchada, a la que podía
acoplarse perfectamente el extremo inferior de ésta, con los huesos del pie y todo. Más a la izquierda se
apreciaba el peroné izquierdo roto. A juzgar por las posiciones de los miembros inferiores y por la
correcta relación anatómica que guardaban, el esqueleto entero tenía que estar allí, tumbado boca abajo.

En realidad no estaba allí, pero tras considerar los derrumbamientos geológicos


de la zona, Clarke dedujo dónde debía estar y Motsumi, con su cincel, lo
encontró. Clarke y su equipo tuvieron mucha suerte, pero su caso constituye un
ejemplo perfecto de esa máxima que guía a los científicos desde la época de
Louis Pasteur: «La fortuna sonríe a la mente preparada».
Todavía no se ha extraído completamente, no se lo ha descrito en detalle ni
se le he asignado un nombre científico, pero los informes preliminares sobre
Little Foot dan a entender que se trata de un descubrimiento valiosísimo, casi tan
completo como Lucy y, encima, más antiguo. El pulgar del pie, aunque sea más
parecido al del ser humano que al del chimpancé, es más divergente que el
nuestro, lo cual podría significar que agarraba las ramas con los pies, algo que
nosotros no podemos hacer. Aunque casi con toda seguridad caminaba erguido,
quizá también trepaba a los árboles y caminaba de un modo distinto a nosotros.
Al igual que otros australopitecinos, puede que pasase tiempo en los árboles, tal
vez pernoctando en ellos, como los chimpancés modernos.
Después de esta pausa en el hito de los cuatro millones de años, echemos un
rápido vistazo al trayecto que tenemos por delante. Retrocediendo más en el
tiempo, hasta hace unos 4,4 millones de años, hay restos fragmentarios de una
criatura semejante al Australopithecus que posiblemente fuese bípeda. La
descubrieron Tim White y su equipo en Etiopía, bastante cerca de la última
morada de Lucy, y la denominaron Ardipithecus ramidus[9], aunque hay quienes
prefieren situarla en el género Australopithecus. Hasta ahora no se ha encontrado
ningún cráneo de Ardipithecus, pero la dentadura indica que se parecía más al
chimpancé que ningún humano posterior. El esmalte de los dientes era más
grueso que el de los chimpancés, pero no tanto como el nuestro. Los huesos
craneales sueltos que se han encontrado indican que el cráneo se apoyaba
directamente sobre la columna vertebral, como en el ser humano, y no delante
como en los chimpancés. Esto invita a pensar que Ardipithecus era bípedo, y los
huesos del pie que se han encontrado corroboran esta hipótesis.
El bipedalismo establece una separación tan tajante entre los humanos y los
demás mamíferos que pienso se merece un cuento aparte. ¿Y quién mejor que
Little Foot para contarlo?

EL CUENTO DE LITTLE FOOT

No sirve de mucho ponerse a elucubrar sobre las ventajas de la postura erguida.


Si fuesen indiscutibles, también serían bípedos los chimpancés, por no hablar de
otros mamíferos. No hay ningún motivo evidente para afirmar que con dos patas
se corre con mayor rapidez o agilidad que con cuatro, ni viceversa. Algunos
mamíferos cuadrúpedos pueden alcanzar velocidades asombrosas valiéndose de
la flexibilidad de su espina dorsal para conseguir, entre otras cosas, una zancada
más larga y efectiva. Los avestruces, sin embargo, son la prueba de que algunos
bípedos (como el hombre) no tienen nada que envidiar a los cuadrúpedos (como
el caballo). De hecho, un buen velocista humano, aunque bastante más lento que
un perro o un caballo (o, ya puestos, que un avestruz o un canguro), no es
terriblemente lento. En general, los monos y simios cuadrúpedos son corredores
mediocres, quizá porque su estructura corporal debe satisfacer las necesidades de
un trepador. Hasta los babuinos, que suelen buscar alimento en el suelo y se
desplazan con rápidez, se suben por las noches a los árboles para protegerse de
los depredadores (aunque son capaces de correr rápido cuando hace falta).
Así pues, cuando nos preguntamos por qué nuestros antepasados se irguieron
sobre las patas traseras e imaginamos la alternativa cuadrúpeda a la que
renunciaron, hay que descartar la hipótesis de que se hicieron bípedos para
competir con los guepardos o algo por el estilo. Cuando nuestros ancestros
adoptaron por primera vez la posición erecta no disfrutaron de ninguna ventaja
abrumadora en cuanto a eficacia o velocidad. Hemos de buscar en otro lugar la
presión selectiva que impulsó este revolucionario cambio de andares.
Al igual que otros cuadrúpedos, los chimpancés, con un entrenamiento
adecuado, aprenden a caminar sobre dos patas, y de hecho suelen recorrer
distancias cortas en posición erguida por voluntad propia. El cambio, pues, quizá
no les resultaría demasiado difícil si les ofreciese un provecho sustancioso. Los
orangutanes son mejores bípedos todavía. Incluso los gibones, que se desplazan
de rama en rama balanceándose con los brazos (un medio de locomoción
conocido como «braquiación»), corren por los calveros de la selva sobre las
patas traseras. Algunos monos se yerguen para otear el horizonte por encima de
la hierba alta o para vadear charcas y ríos. Si bien pasa casi todo el tiempo en los
árboles, donde realiza espectaculares acrobacias, el lémur conocido como sifaka
de Verreux, también se desplaza sobre dos patas por el terreno entre los árboles,
danzando con los brazos en alto y el garbo de una bailarina de ballet.
A veces los médicos nos hacen correr sobre una cinta rodante con una
máscara puesta para medirnos el consumo de oxígeno y otros índices
metabólicos en pleno esfuerzo físico. En 1973 los biólogos estadounidenses C.
R. Taylor y V. J. Rowntree hicieron correr sobre una cinta a unos chimpancés y
unos monos capuchinos adiestrados. Al hacerles correr primero a cuatro patas y
luego sobre dos (con un soporte donde agarrarse), pudieron comparar el
consumo de oxígeno y la eficacia de ambas posturas. Los investigadores
esperaban que la cuadrúpeda fuese más eficaz pues ambas especies corren
naturalmente a cuatro patas y su anatomía está preparada para eso. Quizá la
carrera en posición erguida se vio favorecida por el hecho de que tenían algo
donde sujetarse; sea como fuere, el resultado no fue el previsto. La carrera
cuadrúpeda y la bípeda no presentaban diferencias significativas en cuanto al
consumo de oxígeno. Taylor y Rowntree concluyeron que

el coste energético relativo de la carrera sobre dos patas con respecto al de la carrera sobre cuatro no
debería considerarse uno de los motivos por los que el hombre desarrolló la locomoción bípeda.

Aunque el tono quizá sea exagerado, debería animarnos a buscar en otra parte
los posibles beneficios de nuestro insólito modo de andar. Es lícito pensar que,
sean cuales sean las ventajas no locomotrices que motivasen la evolución del
bipedalismo, lo más probable es que no tuvieran que competir con un alto coste
en términos de locomoción.
¿Cuál podría ser uno de esos beneficios no locomotores? Maxine Sheets-
Johnstone, de la Universidad de Oregón, ha propuesto la estimulante hipótesis de
la selección sexual, según la cual nuestros antepasados se habrían erguido sobre
las patas traseras para hacer ostentación del pene (aquéllos que lo tenían, claro
está). Las hembras, en opinión de Sheets-Johnstone, habrían hecho lo propio por
el motivo opuesto, esto es, esconder los genitales, que en los primates
cuadrúmanos quedan mucho más expuestos. La idea es atractiva pero no me
convence; la cito sólo como ilustración de lo que quiero decir con «ventajas no
locomotrices». Como ocurre con tantas otras hipótesis, nos deja con la duda de
por qué cabe aplicarla a nuestra estirpe y no a otros primates.
Otras teorías subrayan que la ventaja fundamental del bipedalismo fue que
nos dejó las manos libres. Quizá nos pusimos de pie no porque fuese un buen
método de desplazamiento, sino por lo que nos permitía hacer con las manos
(acarrear comida, por ejemplo). Muchos primates se alimentan de vegetales muy
abundantes en la naturaleza pero que no son muy nutritivos, de modo que han de
ingerirla continuamente mientras se desplazan, un poco como hacen las vacas.
Otros tipos de alimento, como la carne o los tubérculos que crecen bajo tierra,
son más difíciles de conseguir pero, una vez hallados, representan una posesión
valiosa, es decir, que conviene llevarse a casa una cantidad mayor de la que
pueda ingerirse de una sentada. Cuando un leopardo abate una presa, lo primero
que suele hacer es subirla a un árbol y colgarla de una rama, donde estará
relativamente a salvo de carroñeros y podrá recurrir a ella cada vez que tenga
hambre. El leopardo se vale de sus potentes mandíbulas para cargar con el
cadáver y las cuatro patas para trepar al árbol. La pregunta es si nuestros
antepasados, que tenían mandíbulas mucho más pequeñas y débiles que las de un
leopardo, le sacaron provecho a la maña de andar sobre dos patas porque les dejó
las manos libres para transportar comida (tal vez a un compañero, o a las crías, o
para intercambiar favores con otros semejantes, o para guardarla en la
«despensa» en previsión de futuras necesidades).
Dicho sea de paso, las dos últimas posibilidades quizá estén más
relacionadas entre sí de lo que parece. La idea (y atribuyo a Steven Pinker el
mérito de haberla expresado con tanta viveza) es que, antes de invertarse el
frigorífico, la mejor despensa de carne era la barriga de un compañero. ¿En qué
sentido? Pues en el de que, aunque una vez comida por el compañero, la carne
naturalmente ya no estaba disponible, el beneficiario de la generosidad del
donante mantendría en lo sucesivo una disposición benévola hacia éste y cuando
la suerte cambiase de signo y se volviesen las tornas, devolvería el favor.[10] Se
sabe que los chimpancés ofrecen carne a cambio de favores. En la historia
humana, esta especie de trueque encontró su símbolo en el dinero.
El antropólogo estadounidense Owen Lovejoy ha formulado una versión
peculiar de la teoría de llevar comida a casa. A su modo de ver, la lactancia de
las crías debía de estorbar a las hembras a la hora de buscar comida e impedir
que se alejasen mucho en pos de alimento. La consiguiente malnutrición y
escasa producción de leche retrasaban a su vez el destete. Las hembras lactantes
son estériles; cualquier macho que alimente a una hembra lactante acelera el
destete de la cría que esté amamantando en ese momento y la torna receptiva en
un periodo más breve. Cuando la hembra se vuelve receptiva, se muestra más
disponible al macho que, al procurarle alimento, le devolvió la fertilidad. Así, el
macho que lleve mucha comida a casa obtiene una ventaja reproductiva directa
sobre el macho rival que se come en el acto todo lo que encuentra. El beneficio
del bipedalismo habría sido dejar las manos libres para transportar alimentos.
Otros sostienen que la postura erecta evolucionó por las ventajas de la altura;
quizá nuestros antepasados se alzaron sobre dos patas para atisbar por encima de
la hierba alta, o para mantener la cabeza fuera del agua al vadear un río. Esta
última es la imaginativa teoría del mono acuático de Alister Hardy, hábilmente
defendida por Elaine Morgan. Según otra hipótesis, propugnada por John Reader
en su fascinante historia de África, la postura erguida minimiza la exposición al
sol, limitándola a la coronilla (que por eso está protegida con una mata de pelo);
un beneficio adicional sería que, al no estar encorvado cerca del suelo, el cuerpo
pierde calor más rápido.
Mi colega Jonathan Kingdon, destacado artista y zoólogo, ha dedicado
enteramente un libro, Lowly Origin, al tema de la evolución del bipedalismo
humano. Después de pasar revista a trece hipótesis más o menos distintas, entre
ellas las que acabo de mencionar, Kingdon avanza una sutil y polifacética teoría
de su cosecha. En lugar de buscar un beneficio inmediato al hecho de caminar
erguido, el zoólogo expone una serie de variaciones anatómicas cuantitativas que
surgieron por alguna otra causa, pero que posteriormente habrían facilitado la
adopción del bipedalismo (el nombre técnico de este fenómeno es
preadaptación). La preadaptación que postula es la que él mismo denomina
alimentación en cuclillas. Dado que los babuinos suelen comer de cuclillas en
campo abierto, Kingdon supone que algo parecido ocurrió con nuestros
antepasados simios en la selva, que levantaban piedras u hojarasca en busca de
insectos, gusanos, caracoles y demás criaturas comestibles. Para poder hacerlo
con eficacia tuvieron que deshacerse de algunas de sus adaptaciones a la vida
arborícola. Los pies, que hasta entonces parecían manos y les servían para
agarrarse de las ramas, tuvieron que hacerse más planos para conformar una
plataforma estable sobre la que acuclillarse. El lector ya habrá adivinado por
dónde van los tiros: esos pies más planos y menos parecidos a las manos que
permitían acuclillarse terminarían sirviendo como preadaptaciones para caminar
erguido. Como de costumbre, debemos tener presente que esta forma
aparentemente teleológica de hablar, como si nuestros antepasados hubiesen
perseguido un objetivo claro (eso de «tuvieron que deshacerse de sus
adaptaciones arborícolas», etcétera), no es más que una especie de taquigrafía
que puede traducirse fácilmente a términos darvinianos. Aquellos individuos
cuyos genes determinaron por casualidad que sus pies fuesen más apropiados
para comer en cuclillas, sobrevivieron y transmitieron dichos genes a su
descendencia por la sencilla razón de que comer en cuclillas era eficaz y
favorecía la supervivencia. Seguiré utilizando este lenguaje taquigráfico porque
se adapta a nuestra forma natural de pensar.
Con un poco de imaginación podríamos decir que, en cierto sentido, lo que
hace un simio braquiador es caminar al revés bajo las ramas (o, en el caso de un
atlético gibón, correr y saltar), usando los brazos como patas y el anillo
escapular como pelvis. Probablemente, nuestros antepasados pasaron por una
fase de braquiación como consecuencia de la cual la verdadera pelvis quedó
unida al tronco de un modo poco flexible mediante largos huesos que son una
parte esencial de un tronco rígido capaz de cimbrearse como una sola unidad.
Según Kingdom, buena parte de este acomodo tuvo que cambiar para que del
antiguo braquiador derivase un individuo capaz de comer en cucillas; buena
parte pero no todo. Los brazos siguieron siendo largos. De hecho, los típicos
brazos alargados de un braquiador serían una preadaptación claramente
ventajosa por cuanto aumentarían el alcance del simio en cuclillas y reducirían la
frecuencia con que tendría que cambiar de posición. Ahora bien, el tronco
macizo, inflexible y demasiado pesado en la parte superior, supondría una
desventaja a la hora de acuclillarse. La pelvis tendría que ser más flexible para
unirse de una forma menos rígida al tronco y los huesos deberían reducirse a
proporciones más humanas. Por anticipar la última parte del razonamiento
(después de todo, lo propio de la preadaptación es la anticipación), estas
proporciones dan como resultado una pelvis más adecuada para andar sobre dos
patas. La cintura se hizo más flexible y la columna más vertical para permitir al
animal buscar a su alrededor con los brazos mientras permanecía en cuclillas
sobre las plantas de los pies. Los hombros y la parte superior del cuerpo se
hicieron menos pesados. Dicho brevemente, estos sutiles cambios cuantitativos,
unidos a las variaciones en el equilibrio y en la compensación que trajeron
consigo, tuvieron como efecto fortuito el preparar el cuerpo para la locomoción
bípeda.
Kingdon no habla en ningún momento de anticipaciones con vistas al futuro.
Simplemente señala que un simio con antepasados braquiadores que hubiese
empezado a alimentarse en cuclillas en el suelo de la selva, habría poseído en un
momento dado un cuerpo relativamente adaptado a caminar sobre las patas
traseras y así habría empezado a desplazarse cuando, al buscar alimento, pasase
de una posición en cuclillas a otra. Sin darse cuenta, estos individuos, con el
paso de las generaciones, estaban preparando sus cuerpos para sentirse más
cómodos caminando sobre dos patas y más incómodos sobre cuatro. He usado la
palabra cómodo deliberadamente. No es una consideración banal. Como todos
los mamíferos, nosotros también somos capaces de andar a cuatro patas, pero
nos resulta incómodo: las proporciones alteradas de nuestro cuerpo dificultan la
operación. Según Kingdon, esas variaciones proporcionales que ahora hacen que
nos sintamos cómodos sobre dos piernas surgieron originariamente para
favorecer un pequeño cambio de hábitos alimenticios: comer en cuclillas.
Hay muchas más consideraciones en la compleja y refinada teoría de
Jonathan Kingdon, pero ahora, tras recomendar la lectura de Lowly Origin, debo
pasar a otro asunto. Mi propia teoría del bipedalismo, ligeramente excentrica, es
muy diferente de la suya, aunque no incompatible. En realidad, la mayoría de las
teorías del bipedalismo humano son compatibles y capaces de reforzarse unas a
otras en lugar de contradecirse. Como en el caso de la ampliación del cerebro
humano, mi propuesta es que el bipedalismo pudo evolucionar por medio de la
selección sexual, así que de nuevo pospondré el tema hasta el Cuento del Pavo
Real.
Sea cual sea la teoría que propugnemos, el caso es que el bipedalismo
humano resultó ser un acontecimiento importantísimo. Antiguamente se pensaba
que el primer suceso evolutivo crucial que nos separó de los demás simios fue el
aumento de las dimensiones del cerebro; así lo creyeron al menos los
antropólogos más respetados hasta la década de 1960. La postura erguida se
consideraba un fenómeno secundario, inducido por la necesidad de tener las
manos libres para desarrollar el tipo de actividades complejas que un cerebro
ampliado era capaz de controlar y explotar, pero los fósiles descubiertos
recientemente indican con toda claridad que la secuencia fue inversa. El
bipedalismo surgió primero. Lucy, que vivió mucho después del Encuentro 1, era
casi tan bípeda como nosotros o igual, y sin embargo tenía un cerebro del
tamaño del de un chimpancé. Se puede relacionar el aumento del volumen
cerebral con el hecho de que las manos quedasen libres, pero el orden de los
acontecimientos fue el contrario: lo que impulsó la ampliación del cerebro fue,
en todo caso, la libertad de las manos derivada del bipedalismo. Primero surgió
el hardware manual y después evolucionó el software cerebral para sacarle
mayor partido.

EPÍLOGO A EL CUENTO DE LITTLE FOOT

Sea cual sea la causa de la evolución de la postura erecta, diversos fósiles


descubiertos recientemente muestran que en fechas cercanas al Encuentro 1,
cuando nos separamos de los chimpancés, ya había homínidos bípedos, lo cual
resulta desconcertante (porque parece un margen de tiempo muy limitado para la
evolución del bipedalismo). En el año 2000, un equipo francés dirigido por
Brigitte Senut y Martin Pickford anunció el hallazgo de un nuevo fósil en las
colinas Tugen, al este del lago Victoria, en Kenia. Apodado como el Hombre del
milenio, tenía una antigüedad de seis millones de años, y se le puso el nombre
científico de Orrorin tugenensis. Según sus descubridores, era bípedo. Es más,
Senut y Pickford afirman que la parte superior de su fémur, cerca de la
articulación de la cadera, es más humana que la de los Australopithecus. Este
indicio, complementado por fragmentos de huesos craneales, movieron a los dos
paleontropólogos franceses a pensar que los antepasados de los homínidos más
recientes son los orrorinos y no las Lucys. Es más, sugieren que el Ardipithecus
no es antepasado nuestro sino del chimpancé moderno. Está claro que hacen
falta más fósiles para zanjar estas discrepancias. Algunos científicos se muestran
escépticos con respecto a las afirmaciones de los franceses y otros dudan incluso
de que haya suficientes pruebas para determinar si Orrorin era bípedo o no. Aun
admitiendo que lo fuese, teniendo en cuenta que según los testimonios
moleculares el hombre se separó del chimpancé hace seis millones de años,
sorprende bastante la rapidez con que habría surgido el bipedalismo.
Si la posibilidad de un Orrorin bípedo resulta inquietante por hallarse tan
cerca del Encuentro 1, el cráneo que acaba de descubrir en Chad un equipo
francés dirigido por Michel Brunet contradice de un modo todavía más
alarmante la opinión establecida, en parte por su antigüedad, pero también
porque el yacimiento se encuentra muy al oeste del valle del Rift (como
veremos, muchos expertos pensaban que los primeros homínidos sólo habían
evolucionado al este del citado valle). Apodado Toumai (que significa
«esperanza de vida» en goran, la lengua local), oficialmente se llama
Sahelanthropus tchadensis, por el Sahel, la región del Sahara meridional donde
ha sido descubierto. Se trata de un cráneo de lo más intrigante, pues de frente
parece bastante humano (no tiene el rostro protuberante de un chimpancé ni de
un gorila), pero por detrás se asemeja al de los chimpancés, con los que coincide
en tamaño. Dado que el arco supraciliar es muy prominente, más aún que el de
los gorilas, se cree que Toumai era un macho. Los dientes son bastante parecidos
a los nuestros, sobre todo en el grosor del esmalte, que está a medio camino
entre el los chimpancés y el del ser humano. El foramen magno (el agujero por el
que pasa la médula espinal) está situado más arriba que en los chimpancés o los
gorilas, lo que a juicio de Brunet, aunque no de otros expertos, indica que
Toumai era bípedo. Lo ideal sería confirmarlo con huesos de la pelvis y de las
piernas, pero hasta ahora, por desgracia, sólo se ha encontrado el cráneo.
Esperanza de vida. Cráneo de Sahelanthropus tchadensis, o Toumai, descubierto en el Sahel chadiano por
Michel Brunet y su equipo en 2001.

En la zona no hay restos volcánicos de los que obtener fechas radiométricas, por
lo que el equipo de Brunet tuvo que valerse de otros fósiles de la zona para datar
el hallazgo de manera indirecta. El método consiste en comparar esos fósiles con
fauna ya conocida de otras partes de África de la que sí se dispone de fechas
absolutas. La conclusión es que Toumai tiene una antigüedad de entre seis y siete
millones de años. Brunet y sus colegas afirman que es tan antiguo como Orrorin,
lo que, como era de esperar, ha provocado respuestas indignadas por parte de
Brigitte Senut y Martin Pickford. Senut, del museo de ciencias naturales de
París, ha dicho que Toumai es un gorila hembra, mientras que su colega Martin
Pickford afirma que tiene los típicos colmillos de una mona grande. Recordemos
que se trata de los dos antropólogos que (tal vez con razón) negaron la condición
humana del Ardipithecus, otro espécimen que también amenazaba la primacía de
su criatura, Orrorin. Otras autoridades se han mostrado más generosos con
Toumai, definiéndolo como «asombroso» e «increíble» y declarando que su
descubrimiento «tendrá el efecto de una pequeña bomba atómica».
Si sus descubridores están en lo cierto y tanto Orrorin como Toumai son
bípedos, las teorías hasta ahora aceptadas sobre el origen del hombre se verán en
apuros. Se tiende a creer, ingenuamente, que el cambio evolutivo se extiende de
manera uniforme para colmar el tiempo de que dispone. Según esta concepción,
si entre el Encuentro 1 y el Homo sapiens moderno han transcurrido seis
millones de años, el cambio debería de haberse distribuido proporcionalmente a
lo largo de todo ese periodo. Sin embargo, Orrorin y Toumai vivieron en una
época muy próxima a la fecha que, según las pruebas moleculares,
correspondería al Contepasado 1, es decir, la fecha en que el hombre se separó
del chimpancé. Según algunas dataciones, los dos fósiles son anteriores incluso
al Contepasado 1.
Suponiendo que las dataciones fósiles y las moleculares sean correctas, hay
cuatro maneras (además de alguna combinación de las mismas) de responder al
problema que plantean Orrorin y Toumai.

1. Orrorin y/o Toumai eran cruadrúpedos. No es una inverosímil, pero las


otras tres hipótesis parten del supuesto teórico de que es errónea. Si
aceptamos esta opción, el problema simplemente desaparece.
2. Inmediatamente después del Contepasado 1, que era cuadrúpedo como el
chimpancé, tuvo lugar una explosión evolutiva rapidísima durante la cual
Toumai y Orrorin, más humanoides que aquél, desarrollaron su
bipedalismo con tanta celeridad que no es fácil distinguir entre las fechas
del Contepasado 1 y la suya.
3. Los rasgos humanoides, como el bipedalismo, han evolucionado no una
sino muchas veces. Orrorin y Toumai podrían ser ejemplos de esos casos
precedentes en que los simios africanos experimentaron con la postura
erecta y puede que también con otras características humanas. De acuerdo
con esta hipótesis, podrían incluso ser anteriores al Contepasado 1 sin dejar
por ello de ser bípedos, y nuestro propio linaje representaría una incursión
posterior en el bipedalismo.
4. Los chimpancés y los gorilas descienden de antepasados más similares al
hombre, puede que incluso bípedos, y se han vuelto cuadrúpedos en fechas
más recientes. Según esta hipótesis, Toumai, pongamos por caso, podría ser
perfectamente el Contepasado 1.

Las tres últimas hipótesis tienen puntos débiles, y muchos expertos ponen en
cuestión o bien de las fechas, o el supuesto bipedalismo, de Toumai y Orrorin.
Pero si dejamos momentáneamente a un lado esas dudas y analizamos las tres
hipótesis que dan por descontada la postura erecta, no existen razones teóricas de
peso para estar a favor ni en contra de ninguna en particular. En el Cuento del
Pinzón de las Galápagos y en el Cuento del Dipnoo aprenderemos que la
evolución puede ser muy rápida, pero también muy lenta, luego la segunda teoría
no es inverosímil. El Cuento del Topo Marsupial nos enseñará que la evolución
puede seguir el mismo camino, o caminos increíblemente paralelos, en más de
una ocasión, luego tampoco hay nada particularmente absurdo en la tercera
teoría. A primera vista, la cuarta parece la más sorprendente. Estamos tan
acostumbrados a la idea de que descendemos del mono que nos da la sensación
de que semejante hipótesis equivale a empezar la casa por el tejado, e incluso,
por si fuera poco, ofende la dignidad humana (algo que, según mi experiencia,
viene bien para reírse un poco). Además, existe una supuesta ley, la llamada ley
de Dollo, que afirma que la evolución nunca vuelve sobre sus pasos, y parece
que la cuarta hipótesis la vulnera.
«El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas», que trata de la ley de Dollo, nos
convencerá de que no es así. En principio, la cuarta hipótesis no tiene nada de
errónea. Los chimpancés podrían haber pasado perfectamente por una fase más
humanoide y bípeda antes de volver al cuadrupedalismo propio de los simios. Da
la casualidad de que esta misma idea la han rescatado John Gribbin y Jeremy
Cherfas en sus libros The Monkey Puzzle y The First Chimpanzee, donde llegan
a afirmar que los chimpancés descienden de australopitecinos gráciles (como
Lucy) y los gorilas, de australopitecos robustos (como Dear Boy). Los
argumentos con que defienden tan impactante e innovadora teoría están
expuestos de manera muy convincente y se basan en una interpretación de la
evolución humana aceptada desde hace tiempo (aunque no exenta de
controversia), a saber, que los humanos somos simios infantiles que hemos
adquirido la madurez sexual. O dicho de otro modo, que somos como
chimpancés que nunca han llegado a crecer.
En «El Cuento del Ajolote» explicaremos esa teoría, conocida como
neotenia. Por avanzar un resumen, el ajolote es una larva más grande de lo
normal, un renacuajo con órganos sexuales. En un experimento ya clásico
realizado en Alemania, las hormonas que Vilém Laufberger inyectó a un ajolote
lo convirtieron en una salamandra adulta de una especie que nadie había visto
jamás. Más conocido en el mundo anglosajón es el experimento de Julian
Huxley, que repitió el de Laufberger sin saber que ya se había llevado a cabo. En
la evolución del ajolote, el estadio adulto, el último tramo del ciclo vital, había
sido eliminado. Bajo la influencia de las hormonas inyectadas en el experimento,
el ajolote terminó de completar su desarrollo y se convirtió en una salamandra
adulta que presumiblemente nadie había visto hasta entonces. La última fase del
ciclo vital quedó, pues, reestablecida.
La lección no pasó desapercibida al hermano pequeño de Julian, el novelista
Aldous Huxley, cuya novela Viejo muere el cisne fue una de mis lecturas
favoritas durante la adolescencia. Trata de un hombre muy rico, Jo Stoyte, que
recuerda a William Randolph Hearst y colecciona obras de arte con la misma
indiferencia voraz que éste. Su estricta educación religiosa le ha inculcado tal
pánico a la muerte que contrata y financia a un cínico biólogo, el doctor
Sigismund Obispo, para que investigue la manera de prolongar la vida en
general y la suya en particular. También contrata a un erudito (muy) británico
llamado Jeremy Pordage para que le catalogue un lote de manuscritos
dieciochescos que acaba de adquirir. En un viejo diario escrito por el primer
conde de Gonister, Jeremy descubre algo sensacional y se lo comunica al doctor
Obispo. Resulta que el viejo conde había descubierto casi con toda seguridad el
secreto de la vida eterna (comer entrañas de pescado crudas) y no hay pruebas de
que llegase a morir jamás. Obispo se lleva a un nerviosísimo Stoyte a Inglaterra
para buscar los restos del conde… y se lo encuentran vivito y coleando con 200
años. El secreto está en que ha alcanzado pleno desarrollo, dejando de ser el
simio infantil que somos todos los hombres para convertirse en un simio
completamente adulto, un cuadrúpedo, peludo y repelente que orina en el suelo
mientras tararea una versión grotesca y distorsionada de lo que en su día fuera un
aria de Mozart. Riendo a más no poder, el diabólico doctor Obispo, que sin duda
estaba al tanto del trabajo de Julián Huxley, le dice a Stoyte que puede empezar
con las tripas de pescado a la mañana siguiente.
Gribbin y Cherfas sugieren, efectivamente, que los chimpancés y gorilas
modernos son como el conde de Gonister, esto es, seres humanos (o
australopitecinos, Orrorin o Sahelanthropus) que han adquirido plena madurez y
han vuelto a convertirse en simios cuadrúpedos, como sus (y nuestros)
antepasados más lejanos. Nunca he pensado que la teoría de Gribbin y Cherfas
fuese una tontería. Los recientes descubrimientos de homínidos tan antiguos
como Toumai y Orrorin, que vivieron cerca de la época en que nos estábamos
separando de los chimpancés, podrían perfectamente susurrarnos sotto voce.
«¡Ya os lo decíamos!».
Aun aceptando que Toumai y Orrorin fuesen bípedos, yo no escogería con
mucha confianza entre la segunda, tercera y cuarta hipótesis. Tampoco podemos
olvidarnos de la primera hipótesis (que caminaban a cuatro patas): para muchos
es la más verosímil y, de ser cierta, abacaría de golpe con el problema. Pero es
evidente que todas ellas formulan predicciones acerca del Contepasado 1, que es
nuestra próxima parada. Las tres primeras coinciden en presuponer que parecía
un chimpancé y andaba a cuatro patas, aunque de vez en cuando se alzase sobre
las traseras. La cuarta, en cambio, se lo imagina más humanoide. A la hora de
relatar el Encuentro 1, me he visto obligado a optar entre las cuatro hipótesis; un
tanto a mi pesar, me he sumado a la mayoría y he dado por hecho que el
Contepasado 1 se parecía al chimpancé. Vayamos a su encuentro.
Encuentro 1
Chimpancés

Hace entre 5 y 7 millones de años, en algún lugar de África, los peregrinos


humanos tenemos una cita de capital importancia: nuestro primer encuentro con
peregrinos de otra especie. De otras dos especies, para ser exactos, pues los
peregrinos chimpancés comunes y los peregrinos chimpancés pigmeos o
bonobos ya han unido fuerzas unos cuatro millones de años «antes» de
encontrarse con nosotros. El antepasado que tenemos en común con ellos, el
Contepasado 1, es nuestro doscientoscincuentamilésimo tatarabuelo, es decir,
que entre él y nosotros median 250.000 generaciones (la cifra, por supuesto, es
aproximada, como todas las que iré dando para el resto de contepasados).
Según nos aproximamos al Encuentro 1, los peregrinos chimpancés se están
aproximando al mismo punto desde otra dirección de la cual, por desgracia, no
sabemos nada. Aunque el continente africano nos ha proporcionado varios miles
de fósiles o de fragmentos de fósiles de homínidos, no se ha encontrado un solo
fósil que pertenezca con toda seguridad a la línea ancestral que del Contepasado
1 lleva a los chimpancés, quizá porque son animales silvícolas y la capa de
detritos foliáceos que cubre el suelo de las selvas no es propicia para los fósiles.
Sea cual sea el motivo, eso significa que los peregrinos chimpancés están
buscando a ciegas. Nunca se han encontrado los equivalentes chimpancés del
Niño de Turkana, 14-70, Mrs. Ples, Lucy, Little Foot, Dear Boy ni del resto de
nuestros fósiles.
No obstante, en nuestro relato fantástico, los peregrinos chimpancés se
reúnen con nosotros en algún calvero del Plioceno, y sus ojos de color castaño
oscuro, al igual que los nuestros (cuyo color ya es más imprevisible), se clavan
en el Contepasado 1: su antepasado, y también el nuestro. A la hora de imaginar
a este antepasado común, surge inevitablemente una pregunta: ¿Se parecía más a
los chimpancés o al hombre moderno? ¿Se parecía a los dos por igual o era
completamente diferente de ambos?
Incorporación de los chimpancés. Las líneas blancas
representan el árbol evolutivo (o filogenético) de los
chimpancés y los humanos, que se ramifica en el
Contepasado 1 (señalado con un circulito numerado). La
rama vertical de la derecha representa el grupo de peregrinos
en este preciso momento; en este caso sólo lo integran seres
humanos. La rama de la izquierda muestra como los
chimpancés divergieron hace unos dos millones de años y
dieron origen a dos especies.

Si analizasemos detalladamente cualquiera de las líneas,


veríamos que no son macizas sino que están formadas por
una red de líneas cruzadas, tal y como aparecen en el
diagrama del género humano del Encuentro 0. De aquí en
adelante seguiremos representándolas como líneas
compactas.
A pesar de las simpáticas conjeturas con que terminamos el capítulo anterior, y
que yo ni mucho menos descartaría, la respuesta más prudente es que el
Contepasado 1 se parecía más a un chimpancé, aunque sólo sea porque los
chimpancés son más parecidos a los demás simios que los humanos. Los
humanos somos la excepción entre los simios, tanto actuales como fósiles. Esto
equivale a decir que en la rama humana que desciende del antepasado común se
ha producido un mayor cambio evolutivo que en las ramas que dieron lugar al
chimpancé. No debemos dar por hecho, como hacen muchos profanos en la
materia, que nuestros antepasados eran chimpancés. De hecho, la propia
expresión «eslabón perdido» revela este malentendido. Todavía hay gente que
viene y te dice: «A ver, si venimos de los chimpancés, ¿cómo es que todavía
existen?».
Cuando nos reunimos con los peregrinos chimpancés y bonobos en el
Encuentro 1, lo más probable, por tanto, es que el antepasado común al que
saludamos en el calvero del Plioceno sea tan peludo como un chimpancé y tenga
un cerebro del tamaño del del chimpancé. A pesar de las hipótesis del capítulo
anterior, lo más probable que es que anduviese apoyando los nudillos en el suelo
como un chimpancé, y también sobre las patas traseras. Seguramente pasaba
mucho tiempo en los árboles, pero también en el suelo, quizá alimentándose en
cuclillas, como aventura Jonathan Kingdon. Todas las pruebas disponibles
indican que vivió única y exclusivamente en África. Es fácil que usara y
fabricara herramientas según las tradiciones locales, como los chimpancés
modernos. Seguramente fuese omnívoro; a veces cazaba, pero mostraba
preferencia por la fruta.
Aunque se han visto bonobos abatiendo duikers, la práctica de la caza se
observa con mayor frecuencia entre chimpancés comunes, que son capaces de
formar grupos bien coordinados para perseguir colobos. Pero la carne no es más
que un complemento de la fruta, que representa el alimento básico de ambas
especies. Jane Goodall, la bióloga que descubrió que los chimpancés cazaban y
guerreaban con otras especies, también fue la primera que informó sobre su
costumbre, hoy célebre, de pescar termitas con herramientas construidas por
ellos mismos. No hay constancia de que los bonobos hagan lo propio, pero tal
vez sea porque se los ha estudiado menos. Los bonobos en cautividad usan
herramientas sin ningún problema. Mientras los chimpancés de Jane Goodall,
que habitan al este del valle del Rift, cazan termitas, otros grupos situados al
oeste han desarrollado la práctica tradicional de cascar frutos secos con mazos y
yunques de piedra o de madera. La operación requiere cierta maña; hay que
golpear el fruto lo bastante fuerte como para romper la cáscara, pero no tanto
como para hacer papilla los gajos.
Por cierto, aunque suele aludirse a esta práctica como si se tratase de un
descubrimiento nuevo y emocionante, Darwin ya la mencionó en el tercer
capítulo de El origen del hombre (1871):

Con frecuencia se afirma que ningún animal usa herramientas, pero los chimpancés en estado salvaje se
valen de una piedra para cascar un fruto autóctono parecido a una nuez.

Las pruebas que aporta Darwin (el informe de un misionero en Liberia,


publicado en la edición de 1843 del Boston Journal of Natural History) son
breves y genéricas. El informe simplemente declara que «los Troglodytes niger,
u orangutanes negros africanos» son aficionados a una especie no identificada de
fruto seco que «cascan con piedras exactamente igual que hacemos los seres
humanos».
Lo verdaderamente interesante de la práctica de cascar frutos secos, pescar
termitas y demás hábitos chimpancés es que los grupos que residen en una zona
concreta tienen sus propias costumbres que se transmiten a nivel local. Se trata
de auténtica cultura. Las culturas locales incluyen los usos y actitudes sociales.
Por ejemplo, un grupo que habita en las montañas Mahale de Tanzania practica
una variante peculiar del acicalamiento social llamada apretón de manos. El
mismo gesto se ha observado en una población de la selva de Kibale, en Uganda,
pero nunca en la de Gombe Stream, que es la que Jane Goodall ha estudiado tan
a fondo. Curiosamente, el gesto también surgió espontáneamente y se extendió
entre un grupo de chimpancés en cautividad.
Si las dos especies de chimpancés modernos empleaban, como nosotros,
herramientas en estado salvaje, puede que también las usase el Contepasado 1.
Lo creo probable puesto que, si bien nunca se ha visto a los bonobos manejar
utensilios en la selva, en cautividad lo hacen con notable destreza. El hecho de
que los chimpancés comunes utilicen herramientas diferentes en zonas
diferentes, según las tradiciones locales, me hace pensar que la ausencia en una
zona concreta de una tradición de ese tipo no debería considerarse una prueba
negativa. Al fin y al cabo, nunca se ha visto cascar frutos secos a los chimpancés
que Jane Goodall estudió en Gombe Stream, pero cabe presumir que lo harían si
alguien los iniciase en la tradición de cascar nueces que observan sus congéneres
del África occidental. Me figuro que con los bonobos sucede lo mismo. Quizá no
se los haya estudiado lo suficiente en estado salvaje. En cualquier caso, me
parece que son indicios bastante convincentes de que el Contepasado 1 fabricaba
y utilizaba herramientas. Esta idea se ve corroborada por el hecho de que los
orangutanes salvajes también emplean utensilios y también tienen tradiciones
locales que difieren de un grupo a otro.[1]
Los representantes actuales de la línea ancestral de los chimpancés son dos
especies de simios de la selva, mientras que los humanos somos simios de las
sabanas, más parecidos a los babuinos, los cuales, sin embargo, no son simios
sino monos. Hoy en día los bonobos viven exclusivamente en las selvas al sur de
la gran curva del río Congo y al norte de uno de sus afluentes, el Kasai. Los
chimpancés comunes habitan en una franja más amplia situada al norte del
Congo y que se extiende desde la costa occidental del continente hasta el valle
del Rift.
Como veremos en el Cuento del Cíclido, según la actual ortodoxia
darviniana, para que una especie ancestral se escinda en dos especies filiales
primero ha de existir entre ellas una separación de tipo geográfico. Sin esta
barrera geográfica, las dos especies se mantienen unidas en virtud de la mezcla
sexual de los dos acervos génicos. Es muy posible que el gran río Congo
constituyese la barrera que obstaculizó el flujo génico y propició la divergencia
evolutiva de las dos especies de chimpancés hace unos dos o tres millones de
años. De manera análoga, hay quien sostiene que el valle del Rift, por entonces
en plena formación, pudo representar la barrera que frenó el flujo génico y
posibilitó, en un pasado aún más remoto, que nuestro linaje se separase del de
los chimpancés.
El autor y promotor de la teoría del valle del Rift fue el eminente
primatólogo holandés Adriaan Kortland, pero quien más la divulgó fue el
paleontólogo francés Yves Coppens, que le puso el nombre por el que hoy se la
conoce generalmente: East Side Story, oportuna paronimia con el célebre
musical. (Por cierto, no sé qué pensar sobre el hecho de que, en su nativa
Francia, se considere a Yves Coppens el descubridor, cuando no directamente el
padre, de Lucy; en el mundo anglosajón, este importante hallazgo se atribuye sin
discusión a Donald Johansson). La East Side Story se las ve y se las desea para
dar cuenta del Sahelanthropus (Toumai) descubierto en el Chad, a miles de
kilómetros al oeste del valle del Rift. Si bien es más joven que Toumai,
Australopithecus bahrelghazali, un australopitecino muy poco conocido que
también se ha descubierto en el Chad, viene a agravar el problema.
Todo lo que pueda decir sobre este asunto quedará desfasado en cuanto se
descubran nuevos fósiles, de manera que voy a cederle la palabra al bonobo para
que nos cuente su historia.

EL CUENTO DEL BONOBO

El bonobo, Pan paniscus, se parece mucho a un chimpancé común, Pan


troglodytes, y hasta 1929 se les consideraba una misma especie. A pesar de que
también se le llama chimpancé pigmeo, denominación que se debería dejar de
usar, el bonobo no es menor a simple vista que el chimpancé común. Sus
proporciones y costumbres sí son ligeramente distintas, y ésta es la razón de que
le adjudiquemos un cuento. El primatólogo Frans de Waal lo ha expresado a la
perfección: «Los chimpancés resuelven los conflictos sexuales mediante el
poder; los bonobos resuelven los conflictos de poder mediante el sexo». Los
bonobos usan el sexo como moneda de cambio en materia de interacción social,
un poco como nosotros usamos el dinero. Se valen de la copulación, o de los
gestos copulatorios, para apaciguar a la otra parte, imponer autoridad y afianzar
vínculos con otros miembros del grupo de cualquier edad o sexo, incluidas las
crías. La pedofilia no les supone ningún trauma; cualquier filia les parece bien.
Cuenta De Waal que los machos del grupo que él estudiaba tenían erecciones en
cuanto veían acercarse al guardián a la hora de la comida; a su juicio, podría
tratarse de los preparativos para las cópulas que median durante el reparto de la
comida. Las hembras de bonobo se emparejan para practicar el llamado
frotamiento GG (genital contra genital).

Una hembra se aferra con brazos y piernas a su compañera que, colocada a cuatro patas, la levanta del
suelo. Acto seguido las dos hembras restriegan sus excitados genitales, haciendo muecas y emitiendo
agudos chillidos que con toda probabilidad reflejan experiencias orgásmicas.

La imagen un poco hippie de los bonobos como criaturas que practican al amor
libre ha provocado que algunas almas caritativas se hagan pías ilusiones y se
formen un concepto falso que probablemente maduró en los años sesenta… o
igual es que pertenecen a la escuela filosófica del «bestiario medieval», según la
cual los animales sólo existen para enseñarnos moralejas. Esa concepción
ilusoria es la de que estamos más emparentados con los bonobos que con los
chimpancés comunes. La Margaret Mead que todos llevamos dentro siente más
afinidad por este modelo de conducta tierno y delicado que por el patriarcal y
asesino de los chimpancés comunes. Pero, por desgracia, nos guste o no, estamos
exactamente igual de emparentados con ambas especies toda vez que Pan
troglodytes y Pan paniscus tienen un antepasado común que vivió hace menos
tiempo que el antepasado que comparten con nosotros. Del mismo modo, las
pruebas moleculares indican que los chimpancés y los bonobos están más
emparentados con nosotros que con los gorilas; de esto se deduce que los
humanos estamos exactamente igual de emparentados con los gorilas que los
chimpancés lo están de los bonobos, y guardamos exactamente el mismo grado
de parentesco con los orangutanes que los gorilas, los bonobos y los chimpancés.
Lo que no se deduce es que seamos igual de parecidos a los chimpancés que
a los bonobos. Si los chimpancés han cambiado más que los bonobos desde la
época del Contepasado 1, podríamos parecernos más a los segundos que a los
primeros, o viceversa. Lo más probable es que tengamos, casi en la misma
medida, ciertas cosas en común con unos y otros. Los dos están igual de
emparentados con nosotros porque comparten con nosotros el mismo antepasado
común. Ésta es la moraleja de «El Cuento del Bonobo», una enseñanza simple y
muy general con la que volveremos a toparnos una y otra vez en diversas etapas
de nuestra peregrinación.
Encuentro 2
Gorilas

El reloj molecular nos dice que el Encuentro 2, donde los gorilas se unen a
nuestra peregrinación en el mismo escenario africano que el Encuentro 1, es tan
sólo un millón de años más antiguo que éste. Hace siete millones de años,
Norteamérica y Sudamérica no estaban unidas, los Andes no habían terminado
de elevarse y el Himalaya acababa de completar su formación. Los continentes,
no obstante, debían de ser prácticamente iguales que ahora y el clima africano,
aunque menos tropical y un poco más húmedo, sería similar al actual. Eso sí,
África estaba más arbolada que ahora: hasta el Sáhara era a la sazón una sabana
boscosa.
Por desgracia, ningún fósil nos permite salvar la distancia entre los
Contepasados 1 y 2, nada nos ayuda a decidir si el Contepasado 2, que tal vez
sea nuestro trescientosmilésimo tatarabuelo, era más parecido a un gorila, a un
chimpancé o incluso a un ser humano. Yo diría que a un chimpancé, pero sólo
porque el enorme gorila me resulta más extremo y menos parecido a los demás
simios. Ahora bien, tampoco hay que exagerar el carácter excepcional de los
gorilas. No son los simios más grandes que jamás hayan existido. El simio
asiático Gigantopithecus, una suerte de orangután gigante, le habría sacado más
de una cabeza al mayor de los gorilas. Vivía en China y se extinguió
recientemente, hará medio millón de años, cuando todavía vivían el Homo
erectus y el Homo sapiens arcaico. Se trata de una extinción tan reciente que
algunas personas de imaginación desatada han llegado a sugerir que quizás el
Yeti, el abominable hombre de las nieves del Himalaya… perdón, me estoy
yendo por las ramas. Es muy probable que el Giganthopitecus caminase como
un gorila, sobre los nudillos de las manos y las plantas de los pies, como también
hacen los chimpancés, pero no los orangutanes, dado su modo de vida
arborícola.
Incorporación de los gorilas. Árbol filogenético que
muestra como los gorilas se separaron de los demás simios
africanos hace unos siete millones de años, según estudios
genéticos. La rama derecha representa a los chimpancés y a
los humanos (el puntito gris, situado hace seis millones de
años, simboliza al Contepasado 1). La rama izquierda
representa el género Gorilla, compuesto, según se considera
actualmente, de dos especies.
Entra dentro de lo verosímil que el Contepasado 2 también caminase sobre los
nudillos pero que, al igual que los chimpancés, pasaba parte del tiempo en los
árboles, sobre todo de noche. Dado que la selección natural, bajo el sol de los
trópicos, propicia una pigmentación oscura como protección contra los rayos
ultravioleta, es probable que el color del Contepasado 2 fuese negro o marrón
oscuro. Todos los simios menos el hombre son peludos, luego sería muy raro que
no lo fuesen también los Contepasados 1 y 2. Teniendo en cuenta que los
chimpancés, los bonobos y los gorilas viven en el corazón de la selva, parece
lógico situar el Encuentro 2 en una selva de África, aunque no existen razones de
peso para decantarnos por alguna región en particular.
Los gorilas no son simplemente chimpancés gigantes sino que difieren en
otros aspectos que debemos tener presentes a la hora de recrear al Contepasado
2. Por ejemplo, son exclusivamente vegetarianos y los machos tienen harenes de
hembras. Los chimpancés son más promiscuos y las diferencias en sus hábitos
reproductivos tienen efectos interesantes en el tamaño de sus testículos, como
veremos en el Cuento de la Foca. Tengo la impresión de que, bajo un prisma
evolutivo, los hábitos reproductivos son lábiles, es decir, que cambian con
facilidad. No veo nada que permita aventurar cuál era la posición del
Contepasado 2 a este respecto. Es más, el hecho de que las diferentes culturas
humanas actuales muestren un amplio abanico de hábitos reproductivos, que van
desde la rigurosa monogamia hasta la poliginia más desenfrenada, me confirma
lo inconveniente de especular sobre esta cuestión y de hacer cualquier reflexión
sobre los hábitos reproductivos del Contepasado 2.
Los simios, y sobre todo los gorilas, han sido durante mucho tiempo
inspiradores y a la vez víctimas de mitos humanos. En «El Cuento del Gorila»
examinaremos cómo ha ido cambiando nuestra actitud hacia estos parientes tan
cercanos.

EL CUENTO DEL GORILA

La aparición del darvinismo en el siglo XIX polarizó las actitudes hacia los
simios. Algunos opositores que podrían haber tolerado la idea de la evolución en
sí se negaron rotundamente, presa de un miedo cerval, a aceptar cualquier
parentesco con lo que a su juicio no eran sino bestias inferiores y repugnantes, y
trataron por todos los medios de exagerar lo que nos diferenciaba de ellas.
Donde más se acusó esta reacción fue en el caso de los gorilas. Los simios eran
«animales»; nosotros no. Para colmo, mientras que algunos animales como los
gatos o los ciervos podían considerarse hermosos a su manera, los gorilas y otros
simios, precisamente por su semejanza con el hombre, parecían caricaturas,
esperpentos, deformaciones grotescas.
Darwin nunca dejaba escapar la oportunidad de subrayar las semejanzas, a
veces en sucintas acotaciones al margen, como la encantadora observación que
introdujo en El origen del hombre según la cual los monos «fuman tabaco con
mucho gusto». T. H. Huxley, el formidable aliado de Darwin, mantuvo un
acalorado intercambio de palabras con sir Richard Owen, el anatomista más
destacado de la época, que sostenía (equivocadamente, tal y como demostró
Huxley) que el hipocampo menor era un rasgo exclusivo del cerebro humano.
Hoy en día los científicos no sólo piensan que nos parecemos a los simios, sino
que incluyen al ser humano en el grupo de los simios, concretamente al de los
africanos. En cambio, hacen hincapié en que los simios, incluido el hombre, son
distintos de los monos. Llamar mono a un chimpancé o a un gorila es un error.
No siempre fue así. En la antigüedad solía agruparse a los simios con los
monos y en las descripciones más antiguas se los confundía con los babuinos o
con las monas de Gibraltar (cuyo nombre en inglés, de hecho, sigue siendo
Barbary apes, o «simios de la Berbería»). Más sorprendente resulta el hecho de
que, mucho antes de que se empezara a pensar en términos evolutivos y se
aprendiera a distinguir a unos simios de otros o de los monos, se solía confundir
a los grandes simios con seres humanos. Por más que coincidamos con esta
noción anticipada de la teoría de la evolución, lo más probable, por desgracia, es
que se debiera al racismo. Los primeros exploradores blancos de África veían a
gorilas y chimpancés como parientes cercanos de los seres humanos de raza
negra, no de sí mismos. Curiosamente, tanto en el Sudeste asiático como en
África existen leyendas tradicionales en la que la evolución se representa al
contrario: los simios antropomorfos locales se consideran humanos caídos en
desgracia. Orangután significa «hombre de la selva» en malayo.
En palabras de T. H. Huxley, el Ourang Outan que el doctor holandés
Bontius retrató en 1658 no era sino «una mujer muy peluda y bastante hermosa,
con proporciones y pies completamente humanos». La criatura, efectivamente,
es muy peluda, salvo, curiosamente, en uno de los pocos lugares donde las
verdaderas mujeres tienen vello: el pubis, que llama la atención por lo lampiño.
Muy humanas resultan también las ilustraciones que en 1763, más de un siglo
después, hizo Hoppius, el discípulo de Linneo. Una de las criaturas
representadas tiene cola, pero por lo demás es totalmente humana: está erguida
sobre dos patas y lleva bastón. Plinio el Viejo afirma que «a las especies con cola
se las ha visto incluso jugando a las damas».
Cabría pensar que semejante mitología habría predispuesto a nuestra
civilización a aceptar la idea de la evolución y que hasta habría acelerado la
formulación de la teoría evolutiva, pero se ve que no fue así. El panorama
decimonónico revela una gran confusión entre simios, monos y humanos; por
eso cuesta tanto fechar el descubrimiento de cada especie de simio y determinar
cuál es la especie descubierta en cada ocasión. La excepción es el gorila, que de
todos los simios es el que la ciencia conoce desde hace menos tiempo.
En 1847 el doctor Thomas Savage, un misionero estadounidense, vio en la
casa de otro misionero situada junto al río Gabón «un cráneo que, según los
nativos, pertenecía a un animal parecido a un mono que destacaba por su
tamaño, ferocidad y costumbres». La injusta fama de animal feroz, que se
exageraría hasta el delirio en la historia de King Kong, se refleja claramente en
un artículo del Illustrated London News que salió publicado el mismo año que El
origen de las especies. El texto está repleto de tantas y tan descomunales
patrañas que supera incluso las fantásticas consejas de los viajeros de la época:

… es prácticamente imposible examinarlo de cerca, sobre todo porque, en cuanto ve a un hombre, lo


ataca. El macho adulto, dotado de una fuerza prodigiosa y de gruesos y poderosos dientes, se esconde en
las ramas más gruesas de los árboles de la selva a la espera de que se acerque un hombre; en cuanto lo
ve pasar bajo el árbol, descuelga las terribles patas traseras y con pies provistos de enormes pulgares,
agarra a su presa por la garganta, la levanta en vilo y, por último, la deja caer asfixiada. La bestia obra
así por pura maldad, pues luego no se come la carne del hombre muerto, sino que obtiene un placer
diabólico del simple acto de matar.

En un primer momento Savage pensó que el cráneo en poder del misionero


pertenecía a una nueva especie de orangután. Después pensó que esta nueva
especie no era sino la de los Pongo, unos animales mencionados en crónicas más
antiguas de viajes por África. A la hora de ponerle un nombre oficial, Savage,
junto con su colega el catedrático de anatomía Wyman, desechó el término
Pongo y rescató el de Gorilla, nombre usado por un antiguo almirante cartaginés
para designar a una raza de salvajes peludos que afirmaba haber encontrado en
una isla frente a la costa occidental africana[1]. La palabra gorila ha sobrevivido
como nombre común del animal catalogado por Savage, mientras que Pongo es
el nombre científico del orangután asiático.
Ajuzgar por la zona en que lo encontró, la especie de Savage debía ser el
gorila occidental, Gorilla gorilla. Savage y Giman lo incluyeron en el mismo
género que el chimpancé y lo llamaron Troglodytes gorilla. Según las reglas de
la nomenclatura zoológica, tanto el chimpancé como el gorila tuvieron que
renunciar al nombre Troglodytes porque ya se le había adjudicado, nada más y
nada menos, al minúsculo chochín. El termino persistió como nombre específico
del chimpancé común, Pan troglodytes, mientras que gorilla, el nombre que
Savage había usado para la especie cuyo cráneo había visto en casa del
misionero, fue ascendido a nombre genérico. El «gorila de montaña» no fue
«descubierto» hasta la década de 1920, cuando el alemán Robert von Beringe
mató a uno de un tiro. En la actualidad, como veremos más adelante, se la
considera una subespecie del gorila oriental, y la especie oriental al completo se
denomina Gorilla beringei, en honor de quien mató al primer ejemplar conocido
(lo cual no deja de ser un tanto injusto).
Savage nunca creyó que sus gorilas fuesen los isleños referidos por el
navegante cartaginés. En cambio, los exploradores de los siglos XVII y XVIII
dieron por hecho que los chimpancés que a la sazón se estaban descubriendo en
África no eran ni más ni menos que los pigmeos, la raza legendaria de hombres
diminutos que primero mencionaron Homero y Herodoto. Tyson (1699) muestra
un dibujo de un pigmeo que, como señala Huxley, es a todas luces un chimpancé
joven, por más que también aparezca erguido sobre dos patas bastón en ristre.
Sobra decir que hoy en día hemos vuelto a usar la palabra pigmeo para designar
seres humanos de baja estatura.
Esto nos lleva de vuelta al tema del racismo, un fenómeno endémico en
nuestra cultura hasta hace relativamente poco. Los primeros exploradores solían
atribuir a los nativos de la selva una afinidad mayor con chimpancés, gorilas y
orangutanes que con ellos mismos. En el siglo XIX, después de Darwin, los
evolucionistas solían considerar que los africanos representaban un estadio
intermedio entre los simios y los europeos, dentro de la escala ascendente que
culminaba en la supremacía del hombre blanco. Esta concepción no es solamente
un error de hecho, sino que además viola un principio fundamental de la
evolución. Dos primos siempre tendrán exactamente el mismo grado de
parentesco con un grupo externo cualquiera, por la sencilla razón de que están
vinculados a él por medio de un antepasado común. Por los motivos aducidos en
«El Cuento del Bonobo», todos los humanos somos parientes exactamente igual
de cercanos de todos los gorilas. El racismo, el especismo y nuestro eterno
desconcierto cuando se trata de escoger lo que incluimos en nuestra esfera ética
y moral y lo que dejamos fuera, salen a relucir nítida y vergonzosamente en
cuanto repasamos la historia de nuestras actitudes hacia nuestros semejantes, y
hacia los simios, que también son nuestros semejantes.[2]
Encuentro 3
Orangutanes

Las pruebas moleculares sitúan el Encuentro 3, el punto en que los orangutanes


se incorporan a nuestra peregrinación, hace 14 millones de años, en pleno
Mioceno. Aunque el mundo empezaba a entrar en su actual fase fría, el clima era
más cálido y el nivel del mar más elevado que en el presente, lo cual, unido a
ligeras diferencias en la posición de los continentes, motivaba que el territorio
entre Asia y África, así como buena parte del sureste europeo, estuviesen
sumergidos en el mar de manera intermitente. Como veremos más adelante, este
fenómeno influye a la hora de calcular dónde vivió el Contepasado 3, que debió
de ser nuestro tatarabuelo número 650.000. ¿Vivió en África, como el 1 y el 2, o
bien en Asia? Teniendo en cuenta que se trata del antepasado que compartimos
con un simio asiático, debemos estar preparados para encontrárnoslo en
cualquiera de los dos continentes, y no faltan partidarios de ambas hipótesis. A
favor de Asia está la abundancia de fósiles adecuados de la época adecuada, la
segunda mitad del Mioceno. Por otro lado, África parece haber sido la cuna de
los simios, antes del comienzo del Mioceno. Este continente fue escenario de
una enorme explosión de simios en el inicio del Mioceno: proconsúlidos (varias
especies pertenecientes al antiguo género de simios Proconsul) y otros como
Afropithecus y Kenyapithecus. Nuestros parientes actuales más cercanos y todos
nuestros fósiles posteriores al Mioceno, son africanos.
Incorporación de los orangutanes. En general se acepta
que las dos especies de orangután asiático se separaron de
los demás simios antropomorfos hace unos 14 millones de
años. Como en todas las filogenias de este libro, la rama
derecha representa las especies que ya se han incorporado a
la peregrinación, y los puntitos, las posiciones de los
contepasados precedentes.
Sin embargo, la relación especial que nos une a chimpancés y orangutanes sólo
se conoce desde hace unas pocas décadas. Hasta entonces, la mayoría de
antropólogos pensaba que éramos el grupo hermano de todos los simios y, por
tanto, que estábamos igual de emparentados con los simios africanos que con los
asiáticos. Estaban convencidos de que Asia era la patria de nuestros ancestros
del Mioceno superior, y algunas autoridades en la materia llegaron incluso a
escoger a un antepasado fósil concreto, Ramapithecus. Hoy se considera que este
animal es el mismo al que anteriormente se había puesto el nombre de
Sivapithecus, que, en virtud de las leyes de la nomenclatura zoológica, tiene
prioridad sobre aquél. Es una pena no poder seguir usando el término
Ramapithecus, que se había popularizado. Sea o no Sivapithecus/Ramapithecus
antepasado del hombre, muchos expertos coinciden en que se halla próximo a la
línea evolutiva que dio lugar al orangután y hasta podría ser su antepasado
directo. Giganthopitecus era una especie de versión gigante, aunque no
arborícola sino terrestre, de Sivapithecus. Existen varios otros fósiles asiáticos
que datan del Mioceno. Ouranopithecus y Dryopithecus se disputan el título del
antepasado humano más verosímil de ese periodo; ojalá (dan ganas de decir)
estuviesen en el continente adecuado. Como veremos, ese «ojalá» podría
terminar tornándose realidad.
Si los simios del bajo Mioceno se hubiesen encontrado en África en lugar de
Asia, tendríamos una serie initerrumpida de fósiles verosímiles que vincularía a
los simios africanos modernos con el copioso contingente de proconsúlidos del
alto Mioceno africano. Cuando las pruebas moleculares demostraron más allá de
toda duda que estábamos emparentados con los chimpancés y gorilas africanos y
no con los orangutanes asiáticos, los paleontólogos, mal de su grado, le
volvieron la espalda a Asia. A pesar de la credibilidad de los simios asiáticos,
dieron por hecho que nuestro linaje ancestral tuvo que radicar en África durante
todo el Mioceno y llegaron a la conclusión de que, por alguna razón, nuestros
antepasados africanos no se fosilizaron después de la temprana floración de
simios proconsúlidos a comienzos del Mioceno.
Así quedó la cosa hasta 1998, cuando Caro-Beth Stewart y Todd R. Disotell
ofrecieron un ingenioso ejemplo de razonamiento creativo en un artículo titulado
«La evolución de los primates: dentro y fuera de África». Esta historia de idas y
venidas de África a Asia nos la va a contar el orangután. La moraleja del cuento
es que, después de todo, es probable que el Contepasado 3 de veras viviese en
Asia.
Pero de momento no importa dónde vivió. ¿Qué aspecto tenía? Es el
antepasado común de los orangutanes y de todos los simios africanos actuales,
luego podría parecerse a los primeros, a los segundos o a ambos. ¿Qué fósiles
podrían darnos alguna pista? Si se examina el árbol filogenético, se aprecia que
los fósiles conocidos como Lufengpithecus, Oreopithecus, Sivapithecus,
Dryopithecus y Ouranopithecus vivieron todos ellos en la época adecuada o
poco después. Según la reconstrucción más verosímil, el Contepasado 3 podría
ser una combinación de todos estos cinco géneros de fósiles asiáticos, pero sería
útil poderlo colocar en Asia. Escuchemos el Cuento del Orangután para ver qué
nos sugiere.

EL CUENTO DEL ORANGUTÁN

Tal vez nos hayamos precipitado al dar por descontado que nuestros vínculos
africanos vienen de muy largo. ¿Y si nuestro linaje ancestral hubiese salido de
África hace unos 20 millones de años, prosperado en Asia hasta hace unos 10 y
después regresado a África?
Según esta hipótesis, todos los simios actuales, incluidos los que terminaron
viviendo en África, descenderían de una línea ancestral que emigró de África a
Asia. Los gibones y los orangutanes serían descendientes de los emigrantes que
se quedaron en Asia, mientras otros descendientes posteriores habrían regresado
a África, donde los antiguos simios del Mioceno ya se habrían extinguido. Una
vez asentados en el antiguo hogar de sus ancestros, estos emigrantes dieron
origen a los gorilas, chimpancés, bonobos y seres humanos.
Los datos disponibles sobre la deriva de los continentes y la oscilación del
nivel del mar son compatibles con esa hipótesis. En la época en cuestión existían
puentes terrestres con Arabia. Las pruebas que refrendan la teoría son, en última
instancia, cuestión de parsimonia[1], es decir, en la necesidad de economizar
suposiciones. Una buena teoría es aquélla que, postulando poco, explica mucho.
(Como ya señalado varias veces en otros libros, de acuerdo con este criterio, la
teoría de la selección natural de Darwin tal vez sea la mejor teoría jamás ideada.)
En este caso concreto, se trata de minimizar nuestras suposiciones acerca de los
episodios migratorios. La teoría de que nuestros antepasados permanecieron en
todo momento en África (sin migraciones) parecía, sobre el papel, más
económica que la teoría de que nuestros antepasados se desplazaron de África a
Asia (primera migración) para después regresar a África (segunda migración).

Entrada y salida de África. Árbol filogenético de los simios africanos y asiáticos elaborado por de Stewart
y Disotell. Las zonas redondeadas representan fechas conocidas gracias a fósiles, mientras que las líneas
que las unen al árbol se han calculado con arreglo a un criterio de parsimonia. Las flechas simbolizan
episodios migratorios. Adaptación de Stewart y Disotell [273].

Pero este cálculo era demasiado restringido ya que se centraba en nuestra


línea ancestral sin tomar en consideración a todos los demás simios, en particular
a las numerosas especies fósiles. Stewart y Disotell hicieron un cómputo de los
episodios migratorios, pero teniendo también en cuenta los que harían falta para
explicar la distribución de todos los simios, incluidos los fósiles. Lo primero que
hay que hacer es colocar en el árbol filogenético a todas las especies de las
cuales se dispone de información suficiente. Lo siguiente es indicar si cada una
de esas especies vivió en África o en Asia. En el diagrama adjunto, que está
sacado del artículo de Stewart y Disotell, los fósiles asiáticos aparecen en negro
y los africanos en blanco. Los autores no incluyeron todos los fósiles conocidos,
pero sí todos aquéllos que podían localizarse con claridad en el árbol. Asimismo,
incorporaron a los monos del Viejo Mundo, que se escindieron de los simios
hace unos 25 millones de años (como veremos, la diferencia más evidente entre
monos y simios es que los primeros conservaron la cola). Las migraciones
vienen simbolizadas por flechas.
Teniendo en cuenta los fósiles, la teoría del salto a Asia y regreso a África es
más económica que la de la permanencia constante de nuestros antepasados en
África. Dejando a un lado los monos, que, según ambas hipótesis, fueron
responsables de dos episodios migratorios de África a Asia, basta postular dos
migraciones de simios, a saber:

1. Una población de simios emigró de África a Asia hace unos 20 millones de


años y dio origen a todos los simios asiáticos, entre ellos los gibones y
orangutanes actuales.
2. Una población de simios regresó de Asia a África y dio origen a los simios
africanos actuales, incluidos los seres humanos.

En cambio, la teoría de la permanencia constante de nuestros antepasados en


África requiere seis movimientos migratorios para explicar el flujo de África a
Asia de los antepasados de:

1. Gibones, hace unos 18 millones de años.


2. Oreopithecus, hace unos 16 millones de años.
3. Lufengpithecus, hace unos 15 millones de años.
4. Sivapithecus y orangutanes, hace unos 14 millones de años.
5. Dryopithecus, hace unos 13 millones.
6. Ouranopithecus, hace unos 12 millones de años.

Naturalmente, todos estos cómputos migratorios sólo serán válidos si Stewart y


Disotell han acertado con las comparaciones anatómicas en las que se basa su
árbol. Por ejemplo, según ellos, Ouranopithecus es, de todos los simios fósiles,
el más cercano a los simios africanos modernos (en el diagrama, es la última
rama en escindirse del árbol antes de los simios africanos). Los siguientes
parientes más cercanos, según sus cálculos anatómicos, son todos asiáticos
(Dyopithecus, Sivapithecus, etc.). Pero si se hubieran equivocado con la
evaluación anatómica y, por ejemplo, el fósil africano Kenyapithecus sea, en
realidad, el más cercano a los simios africanos modernos, habrá que repetir
desde el principio todo el recuento migratorio.
El árbol propiamente dicho está construido en función del criterio de
parsimonia. Pero es un tipo de parsimonia diferente. En lugar de minimizar el
número de episodios migratorios que nos hace falta postular, nos olvidamos de la
geografía y tratamos de minimizar el número de coincidencias anatómicas
(evolución convergente) que es preciso postular. Una vez construido el árbol sin
tener en cuenta la geografía, se superpone la información geográfica (el código
blanco y negro del diagrama) para contar los episodios migratorios. Y se
concluye que, con toda probabilidad, los simios africanos recientes, es decir, los
gorilas, chimpancés y humanos, proceden de Asia.
En relación con esto hay un dato interesante. Richard G. Klein, de la
universidad de Stanford, es el autor de un importante manual sobre la evolución
humana donde se describe minuciosamente cuanto se conoce sobre la anatomía
de los principales fósiles. En un momento dado, Klein compara al asiático
Ouranopithecus con el africano Kenyapithecus y se pregunta cuál de los dos se
parece más a nuestro cercano pariente (o antepasado) Australopithecus y
concluye que este último es más parecido a Ouranopithecus que a
Kenyapithecus. A continuación añade que, si el Ouranopithecus hubiese vivido
en África, habría sido incluso un antepasado humano verosímil. Sin embargo,
«teniendo en cuenta los factores geográfico-morfológicos», Kenyapithecus es un
candidato más probable. ¿Capta el lector la suposición implícita? Klein está
afirmando tácitamente que no es probable que los simios africanos descendiesen
de un antepasado asiático, aun cuando así lo indican las pruebas anatómicas.
Subconscientemente, está concediendo más valor a la parsimonia geográfica que
a la anatómica. De acuerdo con la parsimonia anatómica, el Ouranopithecus es
un pariente más cercano del hombre que el Kenyapithecus. Sin embargo, Klein,
aunque no lo formula de manera explícita, deja que la parsimonia geográfica se
imponga sobre la anatómica. Stewart y Disotell sostienen que, cuando se tiene en
cuenta la adscripción geográfica de todos los fósiles, la parsimonia anatómica y
la geográfica concuerdan. Así pues, la geografía confirma la primera estimación
anatómica de Klein, según la cual Ouranopithecus es más parecido al
Australopitecus que el Kenyapithecus.
Puede que la discusión aún no esté zanjada. Hay que hacer verdaderos
malabarismos para compatibilizar la parsimonia anatómica y la geográfica. El
artículo de Stewart y Disotell ha desencadenado un aluvión de cartas en las
publicaciones científicas, tanto a favor como en contra. En función de las
pruebas disponibles en este momento, creo que, en conjunto, deberíamos mostrar
preferencia por la teoría del salto a Asia y regreso a África. Dos episodios
migratorios es una opción más parsimoniosa que seis. Y es cierto que existen
semejanzas elocuentes entre los simios asiáticos del bajo Mioceno y algunos
simios africanos de nuestra línea ancestral como Australopithecus y los
chimpancés. Se trata simplemente de una preferencia «en conjunto», pero me
basta para situar el Encuentro 3 (y el 4) en Asia y no en África.
La moraleja de «El Cuento del Orangután» es doble. A la hora de escoger
entre teorías opuestas, un científico siempre tiene presente el principio de
parsimonia, pero no siempre está claro cómo aplicarlo. Disponer de un buen
árbol genealógico suele ser el primer requisito esencial de una reflexión solvente
sobre la evolución, pero elaborar un buen árbol supone ya de por sí un arduo
ejercicio. De los pormenores de esta labor van a hablarnos en melodioso coro los
gibones cuando se unan a nuestra peregrinación en el Encuentro 4.
Encuentro 4
Gibones

El Encuentro 4, donde nos reunimos con los gibones, tiene lugar hace unos 18
millones de años, probablemente en Asia, en el entorno más cálido y boscoso del
alto Mioceno. No hay acuerdo en cuanto al número de especies modernas de
gibón, pero parece que son doce, todas de las cuales viven en el sudeste asiático,
incluidas Indonesia y Borneo. Algunas autoridades en la materia los agrupan a
todos en el género Hylobates. En su época se dejaba fuera al siamang y se
hablaba de «gibones y siamangs», pero cuando se descubrió que los gibones se
dividen en cuatro grupos y no en dos, la distinción quedó obsoleta. Así pues, me
referiré a todos con el nombre de gibones.[1]
Los gibones son simios pequeños y tal vez los mejores acróbatas arborícolas
que jamás han existido. En el Mioceno había montones de simios pequeños. En
el ámbito evolutivo, aumentar o disminuir de tamaño es relativamente fácil. Del
mismo modo que el Giganthopitecus y el Gorilla aumentaron de tamaño por
separado, muchos simios, en esa edad dorada que para ellos fue el Mioceno, se
hicieron más pequeños. Los pliopitecidos, por ejemplo, eran unos simios
pequeños muy abundantes en Europa en el alto Mioceno y que probablemente
llevaban una vida parecida a la de los gibones, sin ser sus antepasados. Supongo,
por ejemplo, que también braquiaban.
Incorporación de los gibones. Las 12 especies de gibones se subdividen actualmente en cuatro grupos,
cuyo orden de ramificación, como se explica detalladamente en el Cuento del Gibón, es objeto de
controversia.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: huloc (Bunopithecus hoolock); gibón malayo (Hylobates agilis);
siamang (Symphalangus syndactylus); gibón de mejillas doradas (Nomascus gabriellae).

Brachia es «brazo» en latín y braquiar significa desplazarse por medio de los


brazos, no de las piernas, algo que a los gibones se les da de maravilla. Sus
grandes manos prensiles y sus potentes muñecas son como botas de siete leguas
invertidas que catapultan a los gibones de rama en rama y de árbol en árbol.
Gracias a sus largos brazos, que son una materialización perfecta del principio
físico del péndulo, son capaces de propulsarse en el vacío y salvar de un solo
salto distancias de hasta diez metros. La braquiación a alta velocidad me resulta
más emocionante si cabe que el vuelo, y me complace imaginarme a mis
antepasados disfrutando de una de las experiencias más intensas de la vida. Por
desgracia, la corriente de pensamiento actual pone en duda que nuestros
antepasados pasaran por una fase totalmente gibonesca, pero es lícito suponer
que el Contepasado 4, nuestro millonésimo tatarabuelo, fuese un pequeño simio
arborícola con ciertas aptitudes para la braquiación.
De todos los simios, los gibones son, después de los humanos, los que mejor
practican el difícil arte de andar erguidos. Sirviéndose de las manos únicamente
para guardar el equilibrio, se desplazaban sobre dos patas a lo largo de las ramas,
mientras que la braquiación la usan para desplazarse de una rama a otra. Si el
Contepasado 4 practicaba el mismo arte y se lo transmitió a los gibones que
descienden de él, ¿podría haber persistido algún vestigio de esta habilidad en el
cerebro de los descendientes humanos y haber resurgido ulteriormente en
África? No es más que una grata reflexión, si bien es cierto que, en general, lo
simios tienen tendencia a andar erguidos de vez en cuando. Podríamos también
especular si el Contepasado 4 poseía el mismo virtuosismo vocal que sus
descendientes gibones, y si esto no sería un presagio de la extraordinaria
versatilidad de la voz lingüística y musical de la voz humana. Por otro lado, sin
embargo, los gibones son devotos monógamos, a diferencia de los simios
antropomorfos más cercanos a nosotros y de la mayoría de culturas humanas, en
las cuales la costumbre, y, en varios casos, la religión, fomentan (o al menos
consienten) la poliginia. No sabemos si, en este apartado, el Contepasado 4 se
parecía a sus descendientes gibones o a sus descendientes simio de gran tamaño.
[2]
Vamos a tratar de reconstruir al Contepasado 4 partiendo del consabido
presupuesto de que debía de tener muchos de los rasgos comunes a todos sus
descendientes, es decir, todos los simios, incluidos nosotros. Es probable que
fuese más arborícola y más pequeño que el Contepasado 3. Si, como sospecho,
se balanceaba de las ramas con los brazos, no debía, sin embargo, ser un
braquiador tan hábil como los gibones modernos, ni sus brazos debían de ser tan
largos. Seguramente tenía la cara chata de los gibones. No tenía cola, o, mejor
dicho, tenía, como todos los simios, una pequeña cola interna formada por la
unión de las últimas vértebras: el llamado cóccix.
No sé por qué los simios perdimos la cola. Me sorprende que los biólogos
hablen tan poco del tema. Una excepción reciente es Jonathan Kingdon en el
libro Lowly Origin, pero ni siquiera él ofrece una explicación concluyente y
satisfactoria. Los zoólogos que se enfrentan a este tipo de enigmas suelen
recurrir a las comparaciones: buscan, de entre todos los mamíferos, aquéllos que
hayan perdido de forma independiente la cola (o la hayan reducido al mínimo) y
tratan de descifrar el fenómeno. Creo que ninguno ha abordado el problema de
manera sistemática, pero sería muy interesante. Además de en los simios, la cola
está ausente en topos, erizos, tenrecs sin cola (Tenrec ecaudatus), cobayas,
hámsters, osos, murciélagos, koalas, perezosos, agutíes y varias otras especies.
Tal vez lo más interesante para el caso que nos ocupa sea que existen monos
anuros, o con una cola tan corta que es como si no la tuviesen, como los gatos de
la Isla de Man. Los gatos de esta raza tienen un gen concreto que hace que sean
rabones. Cuando es homocigótico (es decir, cuando se halla presente por
duplicado) resulta letal, luego es poco probable que se difunda a lo largo de un
proceso evolutivo, pero se me ha ocurrido preguntarme si los primeros simios no
serían monos de la Isla de Man. Si hubiese sido así, la mutación probablemente
se produciría en un gen Hox (véase «El Cuento de la Mosca de la Fruta»). Suelo
estar en contra de la teoría evolutiva del monstruo prometedor[3], pero ¿podría
ser ésta la excepción? Sería interesante examinar el esqueleto de los mutantes sin
cola de especies de mamíferos que normalmente la tienen para ver si han
renunciado a ella de la misma manera que los simios.
La mona de Gibraltar (Macaca sylvanus) es un mono anuro al que en inglés,
tal vez por eso, se suele llamar erróneamente, como hemos visto, Barbary ape
(«simio de Berbería»). El macaco de las Célebes (Macaca nigra) es otro mono
sin cola. Jonathan Kingdon me ha contado que, por el aspecto y los andares,
parece un chimpancé en miniatura. En Madagascar existen algunos lémures sin
cola, como el indrí, y varias especies extintas como los lémures koala
(Megaladapis) y los lémures perezosos, algunos de los cuales alcanzaban el
tamaño de un gorila.
Si no intervienen otros factores, todo órgano que no se use tenderá a
atrofiarse, aunque sólo sea por motivos económicos. Entre los mamíferos, las
colas cumplen una enorme variedad de funciones. Las ovejas la usan como
reserva de grasa. Los castores la usan como remo. La cola del mono araña tiene
una almohadilla callosa prensil que le sirve de quinta extremidad en las copas de
los árboles de Sudamérica. La gigantesca cola del canguro es un resorte que le
ayuda a saltar. Los animales ungulados usan la cola como matamoscas. Los
lobos y muchos otros mamíferos la usan para hacer señales, aunque es probable
que se trate de un oportunismo secundario por parte de la selección natural.
Pero aquí debemos prestar atención sobre todo a los animales que viven en
los árboles. Las colas de las ardillas cogen aire, luego un salto es casi un vuelo.
Los animales arborícolas suelen tener colas largas que hacen las veces de
contrapeso o de timón para el salto. Los loris y los potos, con los que nos
reuniremos en el Encuentro 8, se desplazan lentamente a las presas, casi
reptando por las ramas, y tienen colas cortísimas. Sus parientes los gálagos, en
cambio, son briosos saltadores y poseen largas colas peludas. Los perezosos son
anuros, como los koalas, a los que cabría considerar sus equivalentes
australianos, y ambos, como los loris, se mueven lentamente por los árboles.
En Borneo y Sumatra el macaco cangrejero (Macaca fascicularis) vive en
los árboles, mientras que el macaco de cola de cerdo (Macaca nemestrina), con
el que está estrechamente emparentado, vive en el suelo y es rabón. Los monos
arborícolas suelen tener la cola larga y corren por las ramas a cuatro patas,
usando la cola para mantener el equilibrio. Saltan de rama en rama con el cuerpo
en posición horizontal y la cola estirada a modo de timón y contrapeso.
Entonces, ¿cómo es que los gibones, que llevan una vida arborícola tan activa
como la de cualquier mono, carecen de cola? Tal vez la respuesta estriba en su
peculiar manera de desplazarse. Como hemos visto, todos los simios son bípedos
de vez en cuando y los gibones, cuando no braquian, corren a lo largo de las
ramas sobre las patas traseras, usando sus largos brazos para mantener el
equilibrio. Es fácil entender el engorro que para un bípedo debe de representar la
cola. Mi colega Desmond Morris me ha contado que a veces los monos araña
andan sobre dos patas y que, en su caso, la larga cola les supone un serio estorbo.
Además, cuando un gibón se lanza hacia una rama alejada, lo hace partiendo de
una posición vertical, a diferencia de los monos saltadores, que adoptan una
posición horizontal. Lejos de ser un timón estabilizador que se prolonga hacia
atrás, una cola sería un verdadero lastre para un braquiador vertical como el
gibón o, presumiblemente, el Contepasado 4.
Es todo cuanto se me ocurre. Creo que los zoólogos deberían prestar más
atención al misterio de por qué perdimos la cola los simios. A posteriori, el
supuesto contrario suscita simpáticas conjeturas. ¿Cómo habríamos
compaginado la cola con nuestra costumbre de vestir ropa, sobre todo
pantalones? En semejante tesitura, la clásica pregunta de los sastres, «¿El señor
carga a la izquierda o a la derecha?», habría cobrado una relevancia
completamente distinta.

EL CUENTO DEL GIBÓN


Escrito en colaboración con Yan Wong

En el Encuentro 4 nos reunimos por primera vez con más de dos especies ya
unidas. Un número más alto de especies puede plantear problemas a la hora de
establecer parentescos, cuestiones que se irán agravando conforme avancemos
en nuestro peregrinar. El tema de «El Cuento del Gibón» es cómo resolverlos.[4]
Existen, como hemos visto, 12 especies de gibones que se clasifican en
cuatro grupos principales: Bunopithecus (un grupo que consta de una sola
especie vulgarmente conocida como huloc), Hylobates (seis especies, de las
cuales la más conocida es el Hylobates lar, o gibón de manos blancas),
Symphalangus (el siamang) y Nomascus (cuatro especies de gibones crestados).
En este cuento se explica cómo construir una relación de parentesco evolutivo, o
filogenia, que vincule a los cuatro grupos.
Los árboles filogenéticos pueden ser dirigidos o no dirigidos. Cuando
construimos un árbol dirigido, sabemos dónde se encuentra el ancestro. La
mayoría de los diagramas filogenéticos que aparecen en este libro son de este
tipo. En los árboles no dirigidos, en cambio, no hay un sentido de orientación. Se
les suele llamar diagramas de estrella y no siguen una dirección temporal
determinada. No empiezan en un lado de la página para terminar en el lado
opuesto. En la ilustración podemos ver tres ejemplos, que muestran todas las
posibles maneras de relacionar cuatro entidades.
En cada una de las bifurcaciones del diagrama no es relevante cuál es la rama
izquierda y cuál la derecha. Y de momento (aunque la cosa cambiará más
adelante) la longitud de las ramas no nos proporciona ninguna información. Un
árbol en el que la longitud de las ramas no significa nada se denomina
cladograma (en este caso, se trataría de un cladograma no dirigido). La única
información que transmite un cladograma es el orden de ramificación: el resto es
adorno. Podemos intentar, por ejemplo, rotar cualquiera de las bifurcaciones
laterales en torno a la línea media horizontal: el patrón de relaciones
permanecerá idéntico.

Estos tres cladogramas no dirigidos representan las posibles maneras de


vincular cuatro especies, siempre que nos ciñamos a conexiones por medio de
ramas que sólo se escinden en dos (dicotomías). Como en el caso de los árboles
dirigidos, es costumbre considerar irresueltas las ramificaciones en tres
(tricotomías) o más ramas (politomías): el equivalente de una admisión temporal
de ignorancia.
Todo cladograma no dirigido se convierte en dirigido en cuanto
especificamos el punto más antiguo (la raíz) del árbol. Los investigadores a
quienes hemos confiado la construcción del diagrama situado al comienzo de
este cuento han propuesto el cladograma dirigido de los gibones situado a la
izquierda. Otros, en cambio, han propuesto el de la derecha.
En el primero, los gibones crestados, Nomascus, son parientes lejanos de
todos los demás gibones. En el segundo, esta distinción recae sobre los hulocs
(Bunopithecus). A pesar de sus diferencias, los dos proceden del mismo árbol no
dirigido (el diagrama A). Los cladogramas sólo se diferencian en sus raíces: el
primero se construye colocando la raíz del árbol A en la rama que lleva al
Nomascus; el segundo, colocándola en la rama que lleva al Bunopithecus.
¿Cómo se dirige un diagrama de árbol? El método habitual es ampliarlo para
que incluya al menos un grupo externo (y de preferencia más de uno), esto es, un
miembro de un grupo que, según un consenso universal establecido de
antemano, sólo mantiene un parentesco lejano con todos los demás. Por ejemplo,
en el diagrama de los gibones, los orangutanes o los gorilas (o incluso los
elefantes o los canguros) podrían hacer las veces de grupos externos. Por más
dudas que tengamos en cuanto a las relaciones de parentesco entre los gibones,
sabemos que el antepasado que cualquier gibón tiene en común con un
antropomorfo, o con un elefante, es más antiguo que el que tiene en común con
cualquier otro gibón. Por eso no se corre el menor riesgo colocando la raíz de un
diagrama que incluya a los gibones y a los simios antropomorfos en algún punto
entre los dos grupos.

Es fácil comprobar que los tres árboles no dirigidos que he dibujado son los
únicos diagramas dicotómicos posibles para relacionar cuatro grupos. En el caso
de cinco grupos, el número de diagramas posibles asciende a 15. Pero absténgase
el lector de intentar calcular el número de diagramas posibles para, pongamos,
20 grupos, pues llega a los cientos de millones de millones de millones.[5] Dado
que el número de diagramas aumenta exponencialmente con el número de
grupos que clasificar, hasta el ordenador más veloz puede tardar una eternidad.
En principio, sin embargo, nuestra tarea es sencilla: de entre todos los diagramas
posibles, hemos de escoger el que mejor explique las semejanzas y diferencias
entre nuestros grupos.
¿Qué significa «el que mejor explique»? Cuando analizamos un conjunto de
animales se nos hacen evidentes una infinidad de semejanzas y de diferencias,
pero son más difíciles de cuantificar de lo que parece. Con frecuencia un rasgo
es parte inextricable de otro: si los contamos por separado, en realidad es como
si contásemos lo mismo dos veces. Supongamos, como ejemplo extremo, que
haya cuatro especies de ciempiés: A, B, C y D. A y B se parecen en todo salvo
en que A tiene las patas rojas y B azules. C y D son iguales entre sí, y muy
diferentes de A y B, sólo que C tiene las patas rojas y D azules. Si contamos el
color de las patas como un único «rasgo», agruparemos correctamente a AB
aparte de CD. Pero si pecamos de ingenuos y contamos cada una de las 100
patas por separado, los rasgos que justificarían un agrupamiento alternativo, el
de AC frente a BD, se harían 100 veces más numerosos. Todo el mundo estaría
de acuerdo en que hemos contado el mismo rasgo 100 veces. En realidad, se
trata de un solo rasgo puesto que fue una sola decisión embriológica la que
determinó de una tacada el color de las 100 patas.
Lo mismo vale para la simetría izquierda-derecha: la embriología opera de
tal forma que, salvo raras excepciones, cada lado de un animal es un reflejo
exacto del otro. A la hora de construir un cladograma, ningún zoólogo contaría
dos veces un mismo rasgo reflejado. Lo que ocurre es que la dependencia no
siempre resulta tan evidente. Por ejemplo, una paloma necesita tener una quilla
profunda para sujetar los músculos del vuelo, mientras que un ave incapaz de
volar como el kiwi, no. ¿Contamos la quilla profunda y las alas como dos rasgos
separados que diferencian a las palomas de los kiwis? ¿O los contamos como
uno solo, aduciendo que la naturaleza de uno determina el otro, o al menos
reduce su margen de variación? En el caso de los ciempiés y la simetría, está
claro cuál es la respuesta correcta, pero en el de las quillas de las palomas, no lo
está tanto. Personas muy razonables podrían argüir en uno y otro sentido.
Esto por lo que se refiere a semejanzas y diferencias visibles. Pero los rasgos
visibles sólo evolucionan en tanto que manifestaciones de secuencias de ADN.
Hoy en día podemos comparar secuencias de ADN directamente. Como
beneficio añadido, los textos de ADN, al consistir en largas ristras, proporcionan
muchos más objetos que contar y comparar; lo más probable es que disyuntivas
como la del ala y la quilla desapareciesen en un mar de datos. Además, muchas
diferencias genéticas habrán pasado inadvertidas a la selección natural y
proporcionarán indicios filogenéticos más puros. Como ejemplo de un caso
extremo, algunos códigos de ADN son sinónimos: especifican exactamente el
mismo aminoácido. Una mutación que cambie una palabra de ADN por uno de
sus sinónimos será invisible a los ojos de la selección natural. A los de un
genetista, en cambio, es tan visible como cualquier otra. Lo mismo ocurre con
los pseudogenes (réplicas normalmente accidentales de genes auténticos) y con
muchas otras secuencias de ADN basura que figuran en el cromosoma pero
nunca se leen ni se usan. La inmunidad a la selección natural permite al ADN
mutar de un modo que deja huellas muy reveladoras para los taxónomos. Nada
de esto quita, naturalmente, para que algunas mutaciones tengan verdaderos e
importantes efectos. Aunque sólo sean puntas de iceberg, son las puntas que no
pasan desapercibidas a la selección natural y que explican todas las bellezas y
complejidades perceptibles y conocidas de la vida.
El ADN también dista mucho de ser inmune al problema del cómputo
múltiple, el equivalente molecular de las patas del ciempiés. A veces una misma
secuencia se repite muchas veces a lo largo del genoma. Más o menos la mitad
del ADN humano consiste en copias múltiples de secuencias sin sentido,
«elementos transponibles» que, como parásitos, se apropian de la maquinaria
replicadora del ADN para difundirse por el genoma. Uno solo de estos
elementos parásitos, llamado Alu, está repetido más de un millón de veces en la
mayoría de individuos, y volveremos a encontrárnoslo en «El Cuento del Mono
Aullador». Incluso en el ADN útil y con significado, hay unos cuantos casos en
que un mismo gen se repite docenas de veces de manera idéntica (o casi
idéntica). En la práctica, sin embargo, no suele darse el problema del cómputo
múltiple porque suele ser fácil identificar las secuencias duplicadas.
Otro motivo para ser prudentes es que en amplias zonas del ADN se aprecian
misteriosas similitudes entre criaturas que, en un sentido relativo, no guardan un
parentesco cercano. Nadie pone en duda que las aves están más emparentadas
con las tortugas, lagartos, serpientes y cocodrilos que con los mamíferos (véase
el Encuentro 16). Sin embargo, las secuencias genéticas de las aves y de los
mamíferos presentan más semejanzas de las que cabría esperar habida cuenta de
su lejano parentesco. Ambas clases tienen un exceso de pares G-C (guanina-
citosina) en el ADN no codificante. El par G-C es químicamente más fuerte que
el A-T (adenina-timina); quizá es que las especies de sangre caliente (aves y
mamíferos) necesitan un ADN más estable desde el punto de vista químico. Sea
cual sea la razón, no hay que dejar que esta primacía del par G-C nos convenza
de que todos los animales de sangre caliente están estrechamente relacionados.
El ADN se vislumbra como la tierra prometida de los taxónomos, pero debemos
ser conscientes de los peligros que nos acechan: hay muchas cosas del genoma
que todavía no entendemos.
Una vez formuladas las necesarias advertencias, la pregunta es cómo se
puede usar la información contenida en el ADN. Curiosamente, los filólogos, a
la hora de averiguar la genealogía de un texto, usan las mismas técnicas que los
biólogos evolutivos, y aunque parezca demasiado bonito para ser verdad, da la
casualidad de que uno de los mejores ejemplos de ese procedimiento es el
trabajo realizado por el Canterbury Tales Project. Los miembros de esta
asociación internacional de filólogos han recurrido a las herramientas de la
biología evolutiva para reconstruir la historia de 85 versiones manuscritas
diferentes de Los cuentos de Canterbury. Estos textos antiquísimos, copiados a
mano antes de la invención de la imprenta, constituyen la única esperanza de
reconstruir el original perdido de Chaucer. Como ocurre con el ADN, el texto de
Chaucer ha sobrevivido a numerosas copias, en el curso de las cuales se han
producido variaciones accidentales. Anotando meticulosamente las diferencias
acumuladas, los especialistas pueden reconstruir la historia de las copias, el árbol
evolutivo del texto (pues se trata verdaderamente de un proceso evolutivo por
cuanto consiste en la acumulación gradual de errores a lo largo de generaciones
sucesivas). Las técnicas y dificultades del análisis de la evolución del ADN y de
la del texto literario son tan similares que cualquiera de las dos puede usarse para
explicar la otra.
De manera que vamos a olvidarnos momentáneamente de los gibones para
ocuparnos de Chaucer y, en concreto, de cuatro de las 85 versiones manuscritas
de Los cuentos de Canterbury: las versiones Biblioteca británica, Christ Church,
Egerton y Hengwrt.[6] He aquí los dos primeros versos del Prólogo general:
BIBLIOTECA BRITÁNICA: Whan that Aprylle / wyth hys showres soote
The drowhte of Marche / hath pcede to the rote[7]
CHRIST CHURCH: Whan that Aurell wt his shoures soote
The drowte of Marche hath pced to the roote
EGERTON: Whan that Aprille with his showres soote
The drowte of marche hath pcede to the roote
HENGWERT: Whan that Aueryll wt his shoures soote
The droghte of March / hath pced to the roote

Lo primero que tenemos que hacer con el ADN o con los textos literarios es
localizar las semejanzas y las diferencias. Para eso hace falta «alinearlos», tarea
no siempre fácil por cuanto los textos pueden estar incompletos o revueltos y ser
de diferente extensión. Cuando la cosa se complica un ordenador puede ser de
gran ayuda, pero no hace falta un ordenador para alinear los dos primeros versos
del Prólogo general de Chaucer, cuyos catorce puntos de discordancia he
resaltado.

Hay dos lugares, el segundo y el quinto, que presentan tres variantes en lugar
de dos. Esto hace un total de dieciséis «diferencias». Una vez recabadas todas las
variantes, se trata de averiguar cuál es el árbol que mejor las explica. Hay
muchas formas de hacerlo y todas ellas pueden usarse tanto en el ámbito
biológico como en el filológico. La más sencilla es agrupar los textos en función
de su semejanza general, para lo cual se suele aplicar el método siguiente:
primero se identifican los dos más parecidos, después se tratan como un único
texto tipo y se coteja con los restantes en busca de la siguiente pareja más
similar. Se repiten esos pasos sucesivamente, formando grupos consecutivos y
anidados unos en otros, hasta construir un árbol de relaciones. Estos métodos
(uno de los más corrientes se denomina método del vecino más próximo) son
fáciles de aplicar, pero no permiten captar la lógica del proceso evolutivo: son
meros indicadores de semejanza. Por esta razón, la escuela cladista de
taxonomía, cuyos principios son profundamente evolutivos (aunque no todos sus
miembros sean conscientes de ello), prefiere otros métodos, de los cuales el
primero que se ideó fue el de la parsimonia.
Como hemos visto en «El Cuento del Orangután», la palabra parsimonia, en
este contexto, significa economía de explicaciones. En materia de evolución, ya
sea de animales o de manuscritos, la explicación más parsimoniosa es la que
postula una menor cantidad de variaciones evolutivas. Si dos textos tienen un
rasgo en común, la explicación parsimoniosa es que ambos lo han heredado
conjuntamente de un antepasado común, no que cada uno lo adquirió por
separado. Dista mucho de ser una regla invariable, pero al menos tiene más
probabilidades de ser cierta que la contraria. El método de la parsimonia, al
menos en principio, examina todos los árboles posibles y escoge el que minimiza
la cantidad de cambio.
Al escoger diagramas en función de su parsimonia, hay ciertos tipos de
diferencias que no nos sirven de ayuda. Las diferencias que son exclusivas de un
único manuscrito o de una sola especie animal no aportan información alguna.
El método del vecino más próximo las utiliza, pero el método de la parsimonia
no las tiene en cuenta en absoluto. La parsimonia se basa en los cambios que
aportan información, esto es, los que se dan en más de un manuscrito. El árbol
filogenético preferido es el que usa las líneas ancestrales comunes para explicar
el máximo número posible de diferencias informativas. En nuestros versos
chaucerianos hay cinco diferencias informativas que explicar.
Cuatro de ellas dividen los manuscritos en

{Biblioteca Británica y Egerton} frente a {Christ Church y Hengwrt}.

Son las diferencias marcadas con la primera, tercera, séptima y octava líneas
verticales. La quinta diferencia, la barra oblicua, señalada con la duodécima
línea gris, establece una división diferente:

{Biblioteca Británica y Hengwrt} frente a {Christ Church y Egerton)

Estas clasificaciones entran en conflicto. No podemos construir ningún árbol en


el que cada cambio sólo se dé una vez. Lo máximo que podemos hacer es
construir el siguiente árbol (adviértase que se trata de un árbol no dirigido), que
minimiza el conflicto por cuanto sólo requiere que la barra oblicua aparezca o
desaparezca dos veces.

En este caso, la verdad sea dicha, nuestros cálculos no me convencen. En los


textos son frecuentes las convergencias y reversiones, sobre todo cuando no
afectan al significado del verso. Un amanuense medieval no debía de tener
mucho reparo en modificar la grafía de una palabra, y menos aún en insertar o
suprimir un signo de puntuación como es una barra oblicua. Las alteraciones
tales como la reordenación de palabras son mejores indicadores de parentesco.
Los equivalentes genéticos son las llamadas alteraciones genómicas raras:
fenómenos tales como grandes inserciones, supresiones o duplicaciones de
ADN. Podemos reconocerlas explícitamente asignando mayor o menor
importancia a los diferentes tipos de alteraciones. Las alteraciones que se sabe
que son corrientes o poco fiables se ponderan a la baja en el cómputo de los
cambios, mientras que las manifiestamente raras o que indican de manera fiable
un parentesco, se tienen en mayor consideración: se les otorga un mayor peso.
Esta mayor consideración que atribuimos a una variación determinada significa,
entre otras cosas, que lo último que nos interesa es contarla dos veces. El árbol
más parsimonioso, por tanto, será el que tenga un menor peso total.
El método de la parsimonia se usa mucho para construir árboles evolutivos,
pero si las convergencias o reversiones son frecuentes, como ocurre con muchas
secuencias de ADN y también con nuestros textos chaucerianos, la parsimonia
puede inducir a error. Es el famoso quebradero de cabeza de la «atracción de
ramas largas». Veamos en qué consiste.
Los cladogramas, tanto los dirigidos como los que no lo son, sólo expresan el
orden de ramificación. Los filogramas, o árboles filogenéticos (del griego
phylon: raza, tribu, clase) son parecidos pero también usan la longitud de las
ramas para transmitir información. En general, la longitud de las ramas
representa la distancia evolutiva: las ramas largas representan muchas
alteraciones; las cortas, pocas. El primer verso de Los cuentos de Canterbury da
pie al siguiente filograma:

En este filograma, las ramas no son muy diferentes en cuanto a la longitud. Pero
imaginemos lo que ocurriría si dos de los manuscritos variasen mucho en
comparación con los otros. Las ramas que llevan a los dos primeros se alargarían
considerablemente y algunas de las variaciones ya no serían únicas: serían
idénticas a otras variaciones representadas en otras partes del árbol, pero sobre
todo (y aquí radica el quid de la cuestión) a las representadas en la otra rama
larga. El motivo es que las ramas largas, al fin y al cabo, concentran más
variaciones. Dado un número suficiente de cambios evolutivos, aquéllos que
enlacen de forma engañosa las dos ramas largas acabarán ahogando la señal
verdadera. Basándose en un simple recuento del número de variaciones, la
parsimonia agrupa de forma errónea los extremos de las ramas especialmente
largas. El método de la parsimonia provoca que las ramas largas se atraigan
engañosamente.
El problema de la atracción de ramas largas supone un grave problema para
los taxónomos. Aparece cuando las convergencias y reversiones se hacen
frecuentes y, por desgracia, no se puede esperar evitarlo examinando más texto.
Al revés, cuanto más texto se examine, más semejanzas erróneas se encontrarán
y con mayor convicción nos obcecaremos en la respuesta equivocada. De este
tipo de árboles se suele decir que se hallan en la zona Felsenstein (término que
ya de por sí suena peligroso), por el distinguido biólogo estadounidense Joe
Felsenstein. Por desgracia, la información genómica es particularmente
vulnerable a la atracción de ramas largas. El motivo principal es que el código
del ADN consta solamente de cuatro letras. Si la mayoría de las diferencias
consisten en mutaciones de una sola letra, hay muchas probabilidades de que se
produzcan mutaciones accidentales independientes a esa misma letra. Esto es
terreno abonado para la atracción de ramas largas. Está claro que en tales casos
hace falta un método distinto al de parsimonia y la alternativa es el análisis de
probabilidad, que cada vez se usa más en taxonomía biológica.
En el método del análisis de probabilidad el ordenador tiene que hacer más
cálculos todavía que en de la parsimonia porque también tiene en cuenta la
longitud de las ramas. Así pues, hay que lidiar con muchos más árboles ya que,
además de examinar todos los posibles patrones de ramificación, también hay
que analizar todas las longitudes de rama posibles: una labor ímproba. Esto
significa que los ordenadores actuales, a pesar de que toman ingeniosos atajos,
sólo pueden utilizar el método del análisis de probabilidad para un número
reducido de especies.
Probabilidad no es un término impreciso. Al contrario, tiene un significado
muy concreto. Dado un árbol filogenético de una determinada forma (que
incluya, no se olvide, la longitud de las ramas), tan sólo un número minúsculo de
todas las posibles trayectorias evolutivas que podrían dar lugar a un árbol de la
misma forma generaría exactamente los mismos textos que vemos ahora. La
probabilidad de un árbol dado es la posibilidad infinitesimal de que termine
produciendo los textos ya existentes y no cualquiera de los otros que podría
haber generado. Aunque el valor probabilístico de un árbol sea mínimo,
podemos compararlo con otro valor mínimo para emitir juicios.

«Nada he añadido ni restado» (Prefacio de Caxton). Árbol filogenético no dirigido de los 250 primeros
versos de 24 versiones manuscritas diferentes de Los cuentos de Canterbury. Representa un subconjunto de
los manuscritos estudiados por el Canterbury Tales Project, de quienes hemos tomado prestadas las
abreviaturas para designar los manuscritos. El árbol se ha construido mediante análisis de parsimonia y en
las ramas se indican los valores bootstrap. Las cuatro versiones identificadas con el nombre completo son
las que se analizan en este capítulo.

Dentro del análisis de probabilidad, hay diversos métodos para obtener el mejor
árbol. El más sencillo consiste en buscar el que tenga la probabilidad más alta: el
árbol más probable. Este método se denomina, con toda lógica, probabilidad
máxima. Sin embargo, el hecho de que un árbol sea el más probable no significa
que otros árboles posibles no sean casi igual de probables. Recientemente se ha
planteado que, en lugar de aceptar la existencia de un único árbol más probable
que todos los demás, convendría examinar todos los árboles posibles, pero dando
proporcionalmente más crédito a los más probables. Este enfoque, que supone
una alternativa a la probabilidad máxima, se conoce con el nombre de
filogenética bayesiana. Si muchos árboles probables coinciden en un punto de
ramificación concreto, se deduce que tiene muchas probabilidades de ser
correcto. Como ocurre con el método de la probabilidad máxima, no es posible,
naturalmente, examinar todos los árboles posibles, pero existen atajos
informáticos que funcionan bastante bien.
Nuestra confianza en el árbol que finalmente escojamos dependerá de lo
seguros que estemos de que sus diversas ramas son correctas, por eso se suelen
colocar indicadores junto a cada punto de ramificación. En el método bayesiano
las probabilidades se calculan automáticamente, pero en otros, como el de
parsimonia o el de probabilidad máxima, hacen falta otro tipo de indicadores.
Uno que se usa con mucha frecuencia es el denominado «método bootstrap»,
que consiste en hacer repetidos muestreos del conjunto de datos para ver cómo
eso afecta al árbol definitivo, o sea, para comprobar la resistencia del árbol al
error. Cuanto más alto sea el valor bootstrap, más fidedigno será el punto de
ramificación, pero hasta los expertos han de esforzarse para interpretar con
exactitud la información transmitida por un valor bootstrap. Otros métodos
parecidos son el jackknife y el índice de decaimiento; todos ellos calculan la
confianza que podemos otorgar a cada uno de los puntos de ramificación del
árbol.
Antes de dejar la literatura y regresar a la biología, he aquí un estema que
sintetiza las relaciones evolutivas entre las primeras 250 líneas de 24
manuscritos chaucerianos diferentes. Se trata de un filograma por cuanto no sólo
el patrón de ramificaciones encierra un significado, sino también la longitud de
las líneas. A simple vista se aprecia qué manuscritos son mínimas variantes de
otros, y cuáles son anomalías periféricas. Es, asimismo, un árbol no dirigido
pues no asume la responsabilidad de declarar cuál de los 24 manuscritos se
parece más al original.
Es hora de volver con los gibones. Muchos científicos han tratado durante
años de averiguar las relaciones de parentesco entre estos animales. Aplicando el
criterio de parsimonia, se han propuesto cuatro grupos. En la página siguiente
reproducimos un cladograma basado en las características físicas.
Como se puede apreciar, todas las especies Hylobates se han agrupado juntas
y las especies Nomascus también. Ambos grupos tienen valores bootstrap (los
números encima de las líneas) bastante altos, pero en muchos lugares el orden de
ramificación no está resuelto. Aunque parezca que Hylobates y Bunopithecus
forman un grupo, el valor bootstrap 63 no convence a los expertos
acostumbrados a interpretar estos jeroglíficos. Los rasgos morfológicos no
bastan para resolver el árbol.

Cladograma dirigido de gibones según un criterio morfológico. Adaptado de Geissmann [100].

Por este motivo, los alemanes Christian Roos y Thomas Geissmann recurrieron a
la genética molecular, en concreto a una sección del ADN mitocondrial llamada
región de control. Utilizando material genético de seis gibones, descifraron las
secuencias, las alinearon letra por letra y las sometieron a los métodos del vecino
más próximo, parsimonia y probabilidad máxima. El de la probabilidad máxima,
que es el que mejor lidia de los tres con el problema de la atracción de ramas
largas, arrojó los resultados más convincentes. En el siguiente cladograma se
muestra el veredicto final sobre el parentesco de los gibones, que, como se puede
apreciar, zanja la cuestión de las relaciones entre los cuatro grupos. Los valores
bootstrap me convencieron de que era el árbol que debía usar para la filogenia
con que se abre este capítulo.
Cladograma de los gibones, basado en el análisis del ADN mediante el método de máxima
probabilidad. Adaptado de Roos y Geissmann [246].

Los gibones se especiaron (esto es, se ramificaron en especies separadas) hace


relativamente poco. Pero según se analizan especies cada vez más lejanas,
separadas por ramas cada vez más largas, incluso unas técnicas tan avanzadas
como la probabilidad máxima y el análisis bayesiano empiezan a fallarnos, pues
llega un momento en que la proporción de semejanzas fortuitas es tan alta que
resulta inaceptable. En ese caso se dice que las diferencias genéticas están
saturadas. No hay ninguna técnica milagrosa capaz de recobrar la señal de
ascendencia genealógica, porque el tiempo habrá hecho estragos en todos los
vestigios de parentesco y los habrá borrado a base de sobrescribir en ellos. El
problema se agudiza sobre todo en el caso de las diferencias del ADN neutro.
Una selección natural fuerte lleva a los genes por el buen camino. En casos
extremos, los genes que desempeñan funciones importantes permanecen
literalmente idénticos durante cientos de millones de años. En cambio, para un
pseudogen que nunca hace nada, semejante periodo de tiempo basta y sobra para
producir una saturación irremediable. En casos así se necesita otro tipo de datos;
la opción más prometedora es usar las raras alteraciones genómicas que he
mencionado más arriba: cambios que suponen una reorganización del ADN, no
simples variaciones de letras sueltas. Como son poco corrientes (de hecho,
suelen ser excepcionales), la semejanza fortuita ya no supone un problema tan
grave. Y una vez detectados, revelan sorprendentes parentescos, como veremos
cuando nuestra partida de peregrinos, cada vez más nutrida, reciba al
hipopótamo, que nos dejará boquiabiertos con su asombroso cuento.
Y ahora, una importante reflexión sobre los árboles evolutivos, inspirada en
las moralejas de «El Cuento de Eva» y de «El Cuento del Neandertal».
Podríamos llamarla Decadencia y caída del árbol de la especie de los gibones.[8]
Solemos dar por hecho que se puede dibujar un solo árbol evolutivo para un
conjunto de especies, pero en «El Cuento de Eva» aprendimos que partes
diferentes del ADN (y por consiguiente partes diferentes de un organismo)
pueden tener árboles diferentes. Esto plantea un problema inherente a la
mismísima idea del árbol de las especies. Las especies se componen de ADN
procedente de fuentes muy diversas. Como vimos en «El Cuento de Eva» y
repetimos en «El Cuento del Neandertal», cada gen, en realidad, cada letra del
ADN, sigue su propio camino a lo largo de la historia. Cada fragmento de ADN,
y cada uno de los aspectos de un organismo, pueden tener un árbol evolutivo
diferente.
Vemos ejemplos de esto a diario, pero la familiaridad nos impide captar el
mensaje. Un taxónomo marciano al que sólo le mostrasen los genitales de un
hombre, una mujer y un gibón macho, no dudaría en considerar que la relación
entre los dos machos es más estrecha que la que une a cualquiera de los dos con
la hembra. De hecho, el gen que determina el sexo masculino (llamado SRY) no
ha estado presente en un cuerpo de hembra desde mucho antes de que los
humanos divergiésemos de los gibones. Tradicionalmente, los morfólogos tratan
de evitar clasificaciones disparatadas en el terreno de los caracteres sexuales,
pero los mismos problemas se suscitan en otros planos. Lo hemos visto, por
ejemplo, en «El Cuento de Eva» con el tema de los grupos sanguíneos. Una
persona de grupo sanguíneo B está más emparentada con un chimpancé del
grupo B que con un humano del A. Y esto no sólo ocurre con los genes sexuales
o los grupos sanguíneos, sino, en determinadas circunstancias, con todos los
genes y características. La mayor parte de las características moleculares y
morfológicas demuestra que los chimpancés son nuestros parientes más
cercanos, pero una minoría considerable demuestra, en cambio, que nuestros
parientes más cercanos son los gorilas, o bien que los chimpancés están más
estrechamente emparentados con los gorilas y que ambos están igual de
emparentados con nosotros.
Esto no debería sorprendernos. Los genes se heredan por diferentes vías. La
población de la cual descienden las tres especies debía de ser heterogénea: sus
genes procedían de muchas líneas ancestrales diferentes. Es perfectamente
posible que, en los humanos y gorilas, un gen descienda de una misma línea,
mientras que en los chimpancés, en cambio, descienda de una línea con un
parentesco más lejano. Lo único que hace falta es que los linajes genéticos que
comenzaron a divergir en épocas remotas sigan divergiendo hasta la separación
entre chimpancés y humanos, de forma el hombre descienda de uno y los
chimpancés del otro.[9]
Debemos reconocer, por tanto, que un solo árbol no da cuenta de toda la
historia. Se pueden trazar árboles de especies, pero sólo son un resumen
simplificado de una multitud de árboles genéticos. Me imagino que un árbol de
especies se puede interpretar de dos maneras diferentes. La primera es la
interpretación genealógica convencional: una especie es el pariente más cercano
de otra si, entre todas las especies consideradas, comparte con ella el antepasado
geneaológico común más reciente. La segunda interpretación es, creo, la que se
empleará en el futuro: el árbol de especies es una representación de las
relaciones entre la mayoría democrática del genoma y simboliza el voto
mayoritario entre los árboles genéticos.
Mi perspectiva preferida es la democrática, la del voto genético. Así deberían
interpretarse todas las relaciones entre especies que figuran en este libro. Todos
los árboles filogenéticos que reproduzco, desde las relaciones entre los simios a
las relaciones entre animales, plantas, hongos y bacterias, deben contemplarse
bajo el prisma de esa democracia genética.
Encuentro 5
Monos del viejo mundo

Al aproximamos a este punto de encuentro, preparándonos para saludar al


Contepasado 5, nuestro tatarabuelo de hace un millón y medio de generaciones,
cruzamos una frontera de capital importancia (aunque un tanto arbitraria). Por
primera vez en nuestro viaje dejamos atrás un periodo geológico, el Neógeno,
para entrar en uno más antiguo, el Paleógeno. El próximo pasaje de este tipo
tendrá lugar cuando irrumpamos en el mundo cretácico de los dinosaurios. El
Encuentro 5 se produce hace unos 25 millones de años, en el Paleógeno, más
concretamente, en la época del Oligoceno, y es la última parada de nuestro viaje
en que encontramos un clima y una vegetación visiblemente parecidos a los de
hoy. Mucho más atrás en el tiempo ya no encontraremos ni rastro de las praderas
abiertas que caracterizan nuestro propio periodo, el Neógeno, ni de las manadas
itinerantes de herbívoros que acompañaron su difusión. Hace 25 millones de
años, África estaba completamente aislada del resto del mundo, separada de la
masa terrestre más cercana, la península Ibérica, por un mar tan ancho como el
que hoy la separa de Madagascar. Es precisamente en esa gigantesca isla que era
África donde nuestra peregrinación está a punto de ganar renovados bríos con la
llegada de unos vivaces y emprendedores reclutas: los monos del Viejo
Continente, los primeros peregrinos provistos de cola.
Incorporación de los monos del Viejo Mundo. Ésta es la filogenia comúnmente aceptada para las cerca de
100 especies de monos del Viejo Mundo. Los círculos que se aprecian en la punta de las ramas representan
la cantidad de especies conocidas dentro de cada grupo: ningún círculo significa de 1 a 9 especies; un
círculo pequeño, de 10 a 99; un círculo grande, de 100 a 999, etc. Cada uno de los cuatro grupos aquí
representados comprende entre 10 y 99 especies.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: mandril (Mandrillus sphinx); mono de cola roja (Cercopithecus
ascanius); násico (Nasalis larvatus); colobo angoleño (Colobus angolensis).

Hoy los monos del Viejo Mundo son algo menos de 100 especies, algunas de las
cuales han emigrado de su continente natal para afincarse en Asia (véase «El
Cuento del Orangután»). Se dividen en dos grupos principales: por un lado están
los colobos de África, junto con los langures y los monos proboscidios de Asia;
por otro, los macacos, en su mayor parte asiáticos, más los babuinos, guenones,
etc., todos ellos africanos.
El último antepasado común de todos los monos del Viejo Mundo actuales
vivió unos 11 millones de años después que el Contepasado 5, es decir, hace
unos 14 millones de años. El género fósil más útil para iluminar este periodo es
Victoriapithecus, del que existen más de mil fragmentos, entre ellos un
espléndido cráneo procedente de la isla Maboko, en el lago Victoria. Todos los
monos del Viejo Mundo saludan unidos, hace unos 14 millones de años, a su
propio contepasado, que quizá fue el propio Victoriapithecus u otro por el estilo,
y acto seguido reemprenden la marcha hacia el pasado para reunirse con los
peregrinos simios en nuestro Encuentro 5, hace 25 millones de años.
¿Cómo era el Contepasado 5? Quizá se pareciese un poco al género fósil
Aegypthophitecus, que en realidad vivió unos siete millones de años antes.
Según nuestro habitual criterio empírico, lo más probable es que el Contepasado
5 tuviese las características que comparten sus descendientes los catarrinos, un
grupo que engloba a los simios y a los monos del Viejo Mundo. Por ejemplo,
probablemente tenía las fosas nasales estrechas y apuntando hacia abajo (de ahí
el nombre de catarrinos), a diferencia de los monos del Nuevo Mundo, los
platirrinos, que las tienen anchas y apuntando a los lados. Las hembras
probablemente menstruaban, como es frecuente entre los simios y los monos del
Viejo Mundo, pero no entre los del Nuevo. Y puede que tuviese un conducto
auditivo formado por el hueso timpánico, a diferencia de los monos del Nuevo
Mundo, cuyo oído carece de conducto óseo.
¿Tenía cola? Casi con toda seguridad, sí. Dado que la diferencia más
evidente entre los simios y los monos es la presencia o ausencia de cola, nos
vemos tentados a concluir ilógicamente que la línea divisoria de los 25 millones
de años corresponde al momento en que se perdió dicha extremidad. Lo más
probable es que el Contepasado 5, al igual que la práctica totalidad de los
mamíferos, tuviese cola, y que el Contepasado 4, como todos sus descendientes
los simios modernos, careciese de ella. Pero no sabemos en qué punto del
camino que va del Contepasado 5 al Contepasado 4 se perdió, ni existe ningún
motivo concreto para de repente empezar a usar la palabra simio para denotar la
pérdida de la cola. El género fósil africano Proconsul, por ejemplo, puede
denominarse simio en lugar de mono porque en la bifurcación que marca el
Encuentro 5 está del lado de los simios. Pero el hecho de que se halle en ese lado
de la bifurcación no nos dice si tenía cola o no. Da la casualidad de que las
pruebas en conjunto indican que, como reza el título de un reciente artículo
autorizado, «Proconsul no tenía cola», pero esto en modo alguno se desprende
del hecho de que, en la línea divisoria que marca el encuentro, esté situado del
lado de los simios.
¿Cómo deberíamos llamar, entonces, a las especies intermedias entre el
Contepasado 5 y el Proconsul antes de que perdiesen la cola? Un cladista
riguroso las llamaría simios porque se encuentran en la vertiente símica de la
bifurcación. Un taxónomo de otro talante diría que son monos porque tenían
cola. Repito lo que ya he dicho anteriormente: es una tontería perder el sueño
por un nombre.
Los monos del Viejo Mundo, los cercopitecos, son un verdadero clado, un
grupo que incluye a todos los descendientes de un solo antepasado común. Los
monos, en cambio, considerados en conjunto no lo son, puesto que incluyen a los
monos del Nuevo Mundo, los platirrinos. Los monos del Viejo Mundo son
parientes más cercanos de los simios, con los cuales integran el grupo de los
catarrinos, que de los monos del Nuevo Mundo. El conjunto de todos los simios
y monos constituye un clado natural, el de los Antropoides. El grupo monos es
artificial («parafilético» en jerga técnica) porque engloba a todos los platirrinos y
algunos de los catarrinos, pero deja fuera la sección simia de los catarrinos. Tal
vez sería mejor llamarlos monosimios con cola del Nuevo Mundo. Catarrino,
como ya he mencionado, significa «con la nariz hacia abajo»; en este sentido, los
humanos somos catarrinos de libro. El doctor Pangloss, personaje del Cándido
de Voltaire, decía que «la nariz tiene la forma perfecta para llevar anteojos, por
eso hemos terminado usándolos». Podría haber añadido que nuestras fosas
nasales de catarrinos están maravillosamente diseñadas para que no les entre la
lluvia. La palabra platirrino, por su parte, significa «de nariz ancha». No es la
única diferencia entre estos dos grandes grupos de primates, pero es la que les da
nombre. Pongámonos en marcha hacia el Encuentro 6 para conocer a los
platirrinos.
Encuentro 6
Monos del nuevo mundo

El Encuentro 6, donde nos reunimos con los «monos» platirrinos del Nuevo
Mundo y con el Contepasado 6, nuestro tresmillonésimo tatarabuelo y primer
antropoide, tiene lugar hace unos 40 millones de años. Era una época de
exuberantes selvas tropicales: por entonces, hasta la Antártida era, siquiera
parcialmente, verde. Aunque en la actualidad todos los monos platirrinos vivan
en Sudamérica o Centroamérica, el encuentro no tuvo por escenario ese
continente. Calculo que se produjo en algún lugar de África. Una pequeña
población pionera de primates africanos de nariz ancha que no han dejado
descendencia en su continente natal, consiguió de algún modo cruzar el océano y
llegar a Sudamérica. No sabemos cuándo sucedió, pero tuvo que ser hace más de
25 millones de años (que es la antigüedad de los primeros fósiles de mono
descubiertos en Sudamérica) y menos de 40 (que es la fecha del Encuentro 6).
África y Sudamérica estaban más próximas que ahora y además, como el nivel
del mar era bajo, es probable que emergiese una cadena de islas que facilitaban
la travesía desde África occidental. Los monos cruzaron el océano a bordo de
embarcaciones improvisadas, quizá fragmentos desprendidos de manglar que,
como si fuesen islas flotantes, les proporcionaban sustento durante un breve
espacio de tiempo. La dirección de las corrientes propiciaba estas travesías
involuntarias. Otro importante grupo de animales, los roedores histricognatos,
probablemente llegaron a Sudamérica más o menos por la misma época. De
nuevo, probablemente procedían de África (de hecho, se llaman así por el
puercoespín africano o Hystrix). Es probable que los monos atravesasen el
océano por la misma cadena de islas que los roedores y se valiesen de las
mismas corrientes favorables, aunque me imagino que no las mismas balsas.
Incorporación de los monos del Nuevo Mundo. La filogenia de las aproximadamente 100 especies de
monos del Nuevo Mundo es un tanto controvertida, pero aquí nos hemos decantado por la más aceptada.

Ahora bien, ¿descienden todos los primates del Nuevo Mundo de un solo
inmigrante o usaron[1] más de una vez el pasillo de islas? ¿Qué prueba podría
demostrar de manera fehaciente que hubo una doble inmigración? Por lo que
respecta a los roedores, en África sigue habiendo histricognatos, entre ellos
puercoespines, ratas topo desnudas (Heterocephalus glaber), ratas de las rocas
(Petromus typicus) y ratas de los cañaverales (dos especies del género
Thryonomys). Si algún roedor sudamericano resultase estar estrechamente
emparentado con algún roedor africano (pongamos el puercoespín), y otro
roedor sudamericano con algún otro africano (pongamos la rata topo desnuda),
tendríamos una prueba sustancial de que hubo más de una travesía de roedores a
Sudamérica. El hecho de que no sea así invita a pensar que los roedores sólo
emigraron una vez a Sudamérica, pero tampoco es una prueba definitiva. Los
primates sudamericanos también están más emparentados entre sí que con los
primates africanos; esto también es compatible con la hipótesis de un solo
episodio migratorio, pero tampoco constituye una prueba de peso.
Es un buen momento para repetir que la improbabilidad de una travesía
transatlántica a bordo de una balsa improvisada no es una razón de peso para
dudar de que ocurriese. La afirmación puede parecer sorprendente.
Normalmente, en la vida diaria, es lícito pensar que algo muy improbable no va
a ocurrir. Sin embargo, en el caso de una travesía intercontinental de monos,
roedores o cualquier otro animal hay que tener en cuenta dos factores: basta con
que ocurriese una sola vez y el margen de tiempo en el que pudo ocurrir supera
la imaginación humana. Las probabilidades de que un pedazo de manglar
flotante con una mona preñada a bordo arribe a una costa lejana en un año
cualquiera pueden ser de una entre diez mil; a escala humana, eso significa que
es poco menos que imposible, pero si se postula una decena de millones de años,
el suceso se torna poco menos que inevitable. Una vez se hubiese producido, lo
demás habría sido fácil. La afortunada mona habría parido una familia que con el
tiempo se convertiría en una dinastía que, a su vez, con el tiempo, se
diversificaría, dando lugar a todas las especies de monos del Nuevo Mundo.
Basta con que ocurriese una vez; a partir de ahí, lo que empezó siendo un
modesto acontecimiento tendría consecuencias colosales.
Sea como fuere, las travesías marítimas accidentales no son tan raras ni
mucho menos como cabría pensar. A menudo se encuentran animales pequeños
(y no tan pequeños) a bordo de desechos flotantes. La típica iguana verde suele
medir un metro de largo y puede llegar a los dos metros. La siguiente cita está
sacada de un artículo de Ellen J. Censky publicado en la revista Nature.

El 4 de octubre de 1995 al menos 15 ejemplares de iguana, Iguana iguana, aparecieron en las playas del
este de la isla caribeña de Anguilla. Hasta entonces esta especie no se daba en la isla. Llegaron a bordo
de una maraña de troncos y árboles arrancados de cuajo, algunos de los cuales medían más de diez
metros y tenían voluminosas raíces. Los pescadores del lugar afirman que la maraña era muy extensa y
que tardaron dos días en apilarla en la orilla. Declaran haber visto iguanas tanto en la playa como
encima de los troncos que flotaban en la bahía.

Con toda seguridad las iguanas vivían en otra isla, entre las ramas de árboles que
fueron arrancados de raíz y arrastrados al mar por el huracán Luis, que sacudió
el Caribe oriental el 4 y 5 de septiembre, o el Marilyn, que hizo lo propio dos
semanas después. Ninguno de los dos huracanes afectó a Anguilla.
Posteriormente Censky y sus colegas vieron o capturaron algunas iguanas en
Anguilla y en un islote situado a medio kilómetro de la costa. Tres años después,
en 1998, la población de iguanas seguía viva e incluía al menos una hembra
activa en sentido reproductor. Dicho sea de paso, las iguanas y demás lagartos de
la misma familia son particularmente diestros en colonizar islas en cualquier
parte del mundo. Hay iguanas hasta en Fiji y Tonga, que son mucho más remotas
que las Antillas.
Hay que reconocer que esta lógica del basta con que ocurriese una vez
resulta inquietante cuando se aplica a situaciones que nos tocan más de cerca.
Según el principio de la disuasión nuclear, único motivo remotamente
justificable para poseer armas nucleares, nadie se arriesgará a lanzar un primer
ataque por miedo a sufrir una tremenda represalia. Ahora bien, ¿qué
probabilidades hay de que se lance un misil por error? Un dictador que se vuelve
loco, un fallo informático, una escalada de amenazas que se va de las manos…
El actual presidente de la principal potencia nuclear del planeta (escribo estas
líneas en 2003), que en vez de «nuclear» dice «neuclear», no ha dado muchas
muestras de poseer una sabiduría o inteligencia mayores que su nivel cultural.
En cambio, sí ha dado muestras de su predilección por los ataques preventivos.
¿Qué probabilidades hay de que un error desencadene el Apocalipsis? ¿Una
entre cien, en un año cualquiera? Soy más pesimista. Ya estuvimos
espantosamente cerca en 1963, y eso que el presidente de entonces era
inteligente. Sea como fuere, ¿qué podría ocurrir en Cachemira? ¿O en Israel? ¿O
en Corea? Aun cuando las probabilidades por año sean tan bajas como una entre
cien, un siglo es muy poco tiempo, habida cuenta de la magnitud del desastre al
que nos referimos. Basta con que ocurra una vez.
Volvamos al tema de los monos del Nuevo Mundo, que es bastante más
alegre. Además de andar a cuatro patas por las ramas como muchos monos del
Viejo Mundo, algunos monos del Nuevo Mundo se cuelgan de los brazos como
los gibones e incluso braquian. La cola desempeña un papel importante en la
vida de estos monos; en el caso de los monos araña, los monos lanudos y los
monos aulladores, es prensil y hace las veces de un tercer brazo. Pueden colgarse
tranquilamente solo de la cola, o de cualquier combinación de brazos, patas y
cola. Cuando se ve en acción a un mono araña, casi parece que la cola tuviese
una mano en la punta.[2]
Entre los monos del Nuevo Mundo también hay algunos saltadores capaces
de espectaculares acrobacias y el único antropoide nocturno, los cara rayadas o
monos lechuza (Aotes trivirgatus) que al igual que los búhos y los felinos, posee
unos ojos de gran tamaño, mayores que los de cualquier otro mono o simio. Los
titíes enanos, del tamaño de un lirón, son los antropoides más pequeños. Algunos
monos aulladores, en cambio, son tan corpulentos como un gibón grande. Los
aulladores también se parecen a los gibones en la habilidad a la hora de braquiar
y en lo escandalosos que son, aunque hay una pequeña diferencia: mientras los
gibones suenan como las sirenas de la policía de Nueva York, una banda de
monos aulladores, con sus voces huecas y resonantes, parecen un escuadrón de
aviones fantasma sobrevolando las copas de los árboles. Los monos aulladores
tienen una historia muy particular que contarnos a los monos del Viejo Mundo
sobre cómo vemos los colores, pues resulta que han llegado por su cuenta a la
misma solución que nosotros.

EL CUENTO DEL MONO AULLADOR


Escrito en colaboración con Yan Wong

Los genes nuevos que se incorporan al genoma no salen de la nada: son copias
de genes más antiguos. Posteriormente, con el correr del tiempo evolutivo, la
mutación, la selección y la deriva hacen que cada uno vaya por su lado. En
general no somos testigos de este proceso, pero al igual que los detectives que
llegan a la escena del crimen después de que se haya producido, podemos
reconstruir lo ocurrido analizando las pruebas que han quedado. Los genes
relacionados con la visión cromática representan un curioso ejemplo de ese
fenómeno. Por motivos que se harán evidentes más adelante, el mono aullador es
el narrador idóneo de este cuento.
Durante sus millones de años de formación, los mamíferos eran criaturas
nocturnas. El día era patrimonio de los dinosaurios, los cuales, a juzgar por sus
parientes actuales, debían de tener una visión cromática sensacional. Otro tanto
cabe presumir de los reptiles mamiferoides, los remotos antepasados de los
mamíferos que dominaban la vida diurna antes del ascenso de los dinosaurios.
Sin embargo, durante su largo exilio nocturno, los mamíferos necesitaban captar
todos los fotones disponibles, fuesen del color que fuesen. Por razones que
analizaremos en «El Cuento del Pez Ciego de las Cavernas», no es de extrañar,
pues, que la capacidad de distinguir los colores degenerase. En la actualidad, la
mayoría de los mamíferos, incluso los que han vuelto a vivir a plena luz del día,
tienen una visión cromática bastante deficiente basada en un sistema de apenas
dos colores (dicromático), es decir, con sólo dos tipos de fotorreceptores
retinianos sensibles al color (los conos). Los simios catarrinos tenemos, al igual
que los monos del Viejo Mundo, tres tipos de conos: rojos, verdes y azules, es
decir, poseemos una visión tricromática, pero las pruebas indican que hemos
readquirido un tercer tipo de conos después de que nuestros antepasados
nocturnos lo hubiesen perdido. La mayoría de los demás vertebrados, como los
peces y los reptiles (pero no los mamíferos), tienen visión tricromática (tres tipos
de conos) o tetracromática (cuatro), y la de las aves y tortugas puede ser aún más
compleja. Enseguida nos ocuparemos del caso de los monos del Nuevo Mundo,
que es realmente especial, y del de los monos aulladores, que es más especial
todavía.
Curiosamente, hay pruebas de que los marsupiales australianos se
diferencian de la mayoría de los mamíferos en que poseen una buena visión
tricromática. Catherine Arrese y su equipo, quienes descubrieron que los
falangeros de la miel (Tarsipes rostratus) y en los ratones marsupiales (veintiuna
especies del género Sminthopsis) tenían una visión excelente (también se ha
observado en los ualabíes), sostienen que los marsupiales australianos (pero no
los americanos) han conservado de los antepasados reptiles un pigmento visual
que los demás mamíferos perdieron. Sin embargo, los mamíferos en general
tienen la peor visión cromática de todos los vertebrados. La notable excepción la
constituyen los primates, luego no es casualidad que sean el grupo de mamíferos
que más uso hace de colores vivos en las ceremonias de apareamiento.
A diferencia de los marsupiales australianos, que tal vez nunca la perdieron,
basta analizar a nuestros parientes dentro de la clase de los mamíferos para
darnos cuenta de que los primates no heredamos la visión tricromática de
nuestros antepasados reptiles sino que la redescubrimos. Y no una, sino dos
veces por separado: la primera, por parte de los monos del Viejo Mundo y los
simios; la segunda, por parte de los monos aulladores del Nuevo Mundo, aunque
no del resto de monos americanos. La visión cromática del mono aullador
recuerda a la de los simios, pero es lo bastante distinta como para revelar un
origen independiente.
¿Por qué una buena visión cromática es tan importante como para haber
motivado el desarrollo independiente de un tercer tipo de conos en los monos del
Viejo y Nuevo Mundo? Una de las explicaciones más aceptadas asocia el
fenómeno con la dieta a base de frutas. En una selva donde predomina el verde,
las frutas destacan por el color. Esto a su vez tampoco es un hecho fortuito: las
frutas habrían desarrollado tonalidades llamativas para atraer a animales
frugívoros como los monos, que desempeñan una función de vital importancia
como es la de esparcir y abonar las semillas. La visión tricromática también
ayuda a detectar hojas más jóvenes y suculentas (que suelen ser de color verde
claro, a veces incluso rojas) sobre un fondo verde oscuro (aunque esto desde
luego no supone un beneficio para las plantas).
El color nos encandila. Los adjetivos que designan los colores están entre los
primeros que aprenden los niños y los que con mayor entusiasmo aplican a
cualquier sustantivo que se tercie. Tendemos a olvidar que los tonos que
percibimos son meras etiquetas para indicar radiaciones electromagnéticas de
longitudes de onda ligeramente distintas. La luz roja tiene una longitud de onda
de unas 700 milmillónesimas de un metro y la luz violeta de unas 420, pero la
gama completa de radiación electromagnética visible comprendida entre esos
dos valores supone una franja ridículamente estrecha: una fracción minúscula del
espectro total, cuyas longitudes de onda van desde kilómetros (algunas ondas de
radio) hasta fracciones de nanómetro (rayos gamma).
En nuestro planeta todos los ojos están estructurados de forma que sean
capaces de explotar las longitudes de onda de radiación electromagnética
emitidas por nuestra estrella particular y que atraviesan la ventana de nuestra
atmósfera. Ahora bien, el ojo que emplea técnicas bioquímicas apropiadas para
esta gama un tanto restringida de longitudes de onda, se encuentra con que las
leyes de la física le imponen unos límites mucho más estrictos, confinando la
visión a una parte bien definida del espectro electromagnético. Ningún animal es
capaz de ver gran cosa en el espectro infrarrojo. Los que más se acercan son las
víboras de fosetas (Crotálidos), las cuales están dotadas de unos órganos
termorreceptores que, si bien no les permitan enfocar una imagen infrarroja
propiamente dicha, sí les permiten captar de qué dirección procede el calor que
desprenden sus víctimas. Tampoco hay ningún animal capaz de ver radiaciones
muy ultravioletas, aunque algunos, como por ejemplo las abejas, consiguen
verlas un poco mejor que nosotros. En cambio, lo que no pueden ver las abejas
es el rojo, que para ellas es infraamarillo. Para todos los animales, la luz es una
estrecha franja de longitudes de onda electromagnéticas delimitada en un
extremo por el ultravioleta y en el otro por el infrarrojo. Las abejas, los humanos
y las serpientes simplemente se diferencian en la gama de matices de «luz» que
son capaces de captar.
Más limitada todavía es la visión de cada una de las células fotosensibles
presentes en la retina. Algunos conos son ligeramente más sensibles al extremo
rojo del espectro, otros al azul. La comparación entre los conos es lo que hace
posible la visión en color, cuya calidad depende en buena medida del número de
clases de cono que se puedan comparar. Los animales dicromáticos sólo tienen
dos clases de conos, entremezclados unos con otros. Los tricromáticos tienen
tres, los tetracromáticos, cuatro. Cada cono tiene una curva de sensibilidad a la
longitud de onda, que alcanza su nivel más alto en algún punto del espectro y
luego decae gradualmente, aunque no de forma particularmente simétrica. Más
allá de los límites de su curva de sensibilidad, puede decirse que el cono es
ciego.
Supongamos que la sensibilidad de un cono alcanza su pico en la región
verde del espectro. ¿Significa eso que, cuando el fotorreceptor envía impulsos
nerviosos al cerebro, está mirando un objeto verde como un prado de hierba o
una mesa de billar? Rotundamente no. Tan sólo que necesitaría más luz roja
(pongamos) para alcanzar la misma frecuencia de emisión de impulsos que
consigue con una cantidad dada de luz verde. El fotorreceptor se comportaría
exactamente igual con una luz roja brillante o con una luz verde más oscura.[3]
El sistema nervioso sólo es capaz de percibir el color de un objeto comparando
las frecuencias de emisión simultáneas de (al menos) dos tipos diferentes de
cono. Cada uno sirve de «control» del otro. Es posible formarse una idea más
exacta del color de un objeto comparando las frecuencias de emisión de tres
tipos de cono, cada uno con su propia curva de sensibilidad.
Los televisores a color y los monitores de ordenador, al estar diseñados en
función de nuestra visión tricromática, también se basan en un sistema de tres
colores. En un monitor de ordenador normal, cada píxel consiste en tres puntitos
demasiado cercanos como para apreciarlos a simple vista. Cada uno luce siempre
con el mismo color; si uno amplia lo bastante la pantalla, siempre verá los
mismos tres colores, normalmente rojo, verde y azul, aunque también sirven
otras combinaciones. Los tonos de piel y los matices más sutiles de cualquier
tonalidad se recrean manipulando la intensidad con que brillan esos tres colores
primarios. Puede que a las tortugas, por ejemplo, que son tetracromáticas, les
decepcionasen las imágenes tan poco realistas (a su modo de ver) de nuestras
pantallas de cine y televisión.
Comparando las frecuencias de emisión de sólo tres clases de conos, nuestros
cerebros pueden percibir una gama de colores enorme. Pero como ya he dicho,
los mamíferos placentarios no son, en su mayoría, tricromáticos sino
dicromáticos, es decir, sólo tienen dos tipos de conos retinianos, uno con el pico
de máxima sensibilidad en el violeta (o en algunos casos en el ultravioleta) y el
otro con el pico en alguna región entre el verde y el rojo. En nosotros los
tricromáticos, los conos de longitud de onda corta tienen el pico entre el violeta
y el azul, y suelen denominarse conos azules. Los otros dos tipos son los conos
verdes y los conos rojos. Para confundir más las cosas, los conos rojos alcanzan
su cota máxima en una longitud de onda que en realidad es amarillenta; su curva
de sensibilidad, no obstante, se extiende hasta el extremo rojo del espectro, o
sea, que si bien tienen el pico en el amarillo, no por ello dejan de emitir
intensamente en respuesta a la luz roja. Esto significa que si a la frecuencia de
emisión de un cono rojo le restamos la de uno verde, obtendremos un valor
particularmente elevado cuando la luz que incida en la retina sea roja. A partir de
aquí me olvidaré de sensibilidades máximas (violetas, verdes y amarillos) y me
referiré a los tres tipos de cono como azules, verdes y rojos. Además de conos,
también existen los llamados bastones, células fotosensibles de forma diferente a
los conos que son especialmente útiles de noche y que no participan en la visión
cromática, así que no desempeñan ningún papel en esta historia.
Los aspectos químicos y genéticos de la visión en color se conocen bastante
bien. Los principales actores moleculares de la historia son las opsinas,
moléculas de proteína que sirven de pigmentos visuales en los conos (y en los
bastones). Cada molécula de opsina se adhiere a una molécula de retinal (una
sustancia química derivada de la vitamina A[4]) y la encapsula. La molécula de
retinal ha sido previamente enroscada para que quepa dentro de la opsina;
cuando un fotón de luz del color apropiado incide en ella, la molécula se
desenrosca. Ésa es la señal que requiere el cono para enviar al cerebro un
impulso nervioso que viene a decir: «Éste es mi tipo de luz». Entonces la
molécula de opsina se recarga con otra molécula de retinal enroscada procedente
del almacén de la célula.
Ahora bien, el factor fundamental es que no todas las moléculas de opsina
son iguales. Como todas las proteínas, las opsinas se fabrican con arreglo a las
instrucciones de los genes. Las diferencias en el ADN dan como resultado
opsinas sensibles a ondas lumínicas de longitud diferente: he aquí la base
genética de los sistemas de dos o tres colores de los que venimos hablando.
Obviamente, como todos los genes están presentes en todas las células, la
diferencia entre un cono rojo y uno azul no estriba en los genes que cada uno
posea, sino en los que cada uno activa. Y existe una especie de ley que establece
que un cono, cualquiera que sea, solamente activa un tipo de gen.
Los genes que fabrican nuestras opsinas verdes y rojas son muy parecidos y
se encuentran en el cromosoma X (el cromosoma sexual del que las hembras
tienen dos copias y los machos sólo una). El gen que produce las opsinas azules
es un poco diferente, y no se encuentra en un cromosoma sexual sino en uno de
los cromosomas normales llamados autosomas (en nuestro caso, el cromosoma
7). Nuestras células fotosensibles verdes y rojas son claramente resultado de una
reciente duplicación génica y, mucho antes, debieron de divergir del gen de la
opsina azul a consecuencia de otra duplicación. El que un individuo posea visión
dicromática o tricromática dependerá de cuántos genes de opsina distintos tenga
en el genoma. Si, por ejemplo, tiene opsinas sensibles al azul y al verde pero no
al rojo, será un dicromático.
Así funciona a grandes rasgos la visión en color. Ahora bien, antes de
centrarnos en el caso especial del mono aullador y de cómo se convirtió en
tricromático, hace falta entender el extraño sistema dicromático de los demás
monos del Nuevo Mundo (algunos lémures, dicho sea de paso, también son
dicromáticos, mientras que algunos monos del Nuevo Mundo, como los cara
rayadas, son monocromáticos). A los efectos de este análisis, excluiré
temporalmente de la expresión monos del Nuevo Mundo a los monos aulladores
y a otras especies fuera de lo común, sobre los que volveremos más adelante.
En primer lugar, dejemos a un lado al gen azul, que se encuentra
invariablemente en un autosoma presente en todos los individuos, ya sean
machos o hembras, y centremos la atención en los genes rojo y verde, que son
más complejos y se encuentran en el cromosoma X. Los cromosomas X sólo
tienen un locus capaz de albergar un alelo verde o rojo[5]. Las hembras, al tener
dos cromosomas X, cuentan con dos oportunidades de tener un gen rojo o verde,
mientras que los machos, en cambio, al poseer un solo cromosoma X, podrán
tener un gen rojo o uno verde, pero no los dos. Así pues, un macho de mono del
Nuevo Mundo ha de ser por fuerza dicromático; sólo tendrá dos tipos de conos:
azules y rojos o azules y verdes. Según nuestros parámetros, todos los machos
son daltónicos, pero lo son de dos maneras diferentes: algunos carecen de
opsinas verdes, otros carecen de opsinas rojas. Y tanto unos como otros poseen
azules.
Las hembras, en potencia, son más afortunadas. Al contar con dos
cromosomas X, con un poco de suerte una hembra podría tener un gen rojo en un
cromosoma y un gen verde en el otro (además, huelga decirlo, del azul). Una
hembra así sería tricromática[6]. En cambio, una hembra desafortunada podría
tener dos rojos, o dos verdes, lo que la convertiría en dicromática. Según
nuestros parámetros, esta hembra sería daltónica de dos formas distintas, como
los machos.
Una población de monos del Nuevo Mundo como los tamarinos o los monos
ardilla presenta, pues, una curiosa mezcla de posibilidades ópticas. Todos los
machos, y algunas hembras, son dicromáticos: daltónicos según nuestros
parámetros, pero de dos maneras diferentes. Algunas hembras, pero ningún
macho, son tricromáticas, es decir, poseen una verdadera visión en color
probablemente similar a la nuestra. Una serie de experimentos que obligaban a
unos tamarinos a buscar comida en cajas camufladas demostraron que los
individuos tricromáticos tenían más éxito que los dicromáticos. Tal vez las
manadas de monos del Nuevo Mundo dependen de sus afortunadas hembras
tricromáticas para localizar alimentos que la mayoría de ellos no conseguiría
detectar. Por otro lado, existe la posibilidad de que los dicromáticos, ya sea solos
o en colaboración con dicromáticos del otro tipo, disfruten de extrañas ventajas.
Como se sabe por ciertas anécdotas de la Segunda Guerra Mundial, los
comandantes de los bombarderos reclutaban ex profeso a daltónicos porque eran
capaces de avistar ciertos tipos de camuflaje mejor que sus compañeros
tricromáticos, por lo demás más afortunados. Los experimentos han demostrado
que, efectivamente, los humanos dicromáticos detectan ciertos tipos de
camuflaje que engañan a los tricromáticos. ¿Es posible que una manada de
monos compuesta de tricromáticos y de dicromáticos de los dos tipos consiga
encontrar una variedad de frutos mayor que una manada de tricromáticos puros?
Puede sonar rocambolesco, pero no es ninguna tontería.
Los genes de opsina verde y roja de los monos del Nuevo Mundo
constituyen un ejemplo de polimorfismo. El polimorfismo es la existencia
simultánea, en una misma población, de dos o más versiones diferentes de un
gen sin que ninguna sea lo bastante rara como para que se trate de una mutación
reciente. Según un principio firmemente establecido de la genética evolutiva, un
polimorfismo tan evidente como ése no surge sin que exista un motivo poderoso.
A no ser que medie algo muy especial, los monos con el gen rojo serán o bien
más aptos que los monos con el gen verde, o menos. No sabemos cuál de los dos
tendrá más ventajas, pero es sumamente improbable que ambos se encuentren en
exacta igualdad de condiciones; y los menos aptos deberían extinguirse.
Así pues, la existencia de un polimorfismo estable en una población es señal
de que ocurre algo muy especial. ¿Algo como qué? Para explicar los
polimorfismos en general se han propuesto dos hipótesis: la selección
dependiente de la frecuencia y la ventaja heterocigótica. En nuestro caso,
cualquiera de las dos podría valer. La selección dependiente de la frecuencia
tiene lugar cuando el tipo más raro está en ventaja simplemente por el hecho de
ser más raro. Así, cuando el tipo que considerábamos inferior comienza a
extinguirse, deja de ser inferior y se recupera. ¿Cómo es posible? Bien,
supongamos que los monos rojos son especialmente diestros a la hora de
encontrar frutas rojas y que los verdes lo sean a la hora de encontrar frutas
verdes. En una población donde predominen los monos rojos, la mayoría de las
frutas rojas se agotará enseguida, luego un mono verde solitario, gracias a su
capacidad de divisar frutas verdes, podría encontrarse en una situación ventajosa
(y viceversa). Aunque el ejemplo no resulte muy verosímil, sirve para ilustrar
qué clase de circunstancias especiales motiva que ambos fenotipos persistan en
una población sin que ninguno de los dos se extinga. No es difícil adivinar cierto
parecido entre esa circunstancia especial que favorece la conservación de un
polimorfismo y nuestra teoría de la tripulación del bombardero.
Por lo que respecta a la ventaja heterocigótica, el ejemplo clásico (por no
decir tópico) es el de la anemia falciforme o drepanocitosis. El gen responsable
de esta enfermedad humana es pernicioso en tanto que aquellos individuos que
lo poseen por duplicado (homocigóticos) tienen unos glóbulos rojos anormales
en forma de hoz y padecen una acusada anemia, pero es beneficioso en tanto que
los individuos que sólo tienen una copia (heterocigóticos) están protegidos
contra la malaria. En las zonas donde la malaria supone un problema, los
beneficios son mayores que los perjuicios y el gen drepanocítico tiende a
propagarse por la población a pesar de los efectos negativos que sufren los
individuos que tengan la desventura de ser homocigóticos[7]. El catedrático John
Mollon y su equipo de investigadores, principales responsables del
descubrimiento del sistema polimórfico de visión cromática en los monos del
Nuevo Mundo, sostienen que la ventaja heterocigótica de la que gozan las
hembras tricromáticas basta para propiciar la coexistencia de genes rojos y genes
verdes en una misma población. Pero el mono aullador lo hace mejor, como
veremos a continuación.
Los monos aulladores han aunado en un solo cromosoma las ventajas de las
dos facetas del polimorfismo, y lo han conseguido mediante una afortunada
translocación. La translocación es un tipo de mutación especial consistente en
que un trozo de cromosoma se adhiere por error a otro cromosoma, o cambia de
posición dentro del mismo cromosoma. Al parecer, eso fue lo que le sucedió a un
afortunado antepasado del mono aullador, que terminó con un gen rojo y otro
verde, situados uno al lado del otro, en un mismo cromosoma X. A punto estuvo
ese mono, evolutivamente hablando, de convertirse en un verdadero
tricromático, aunque fuese macho. El cromosoma X mutante se propagó por toda
la población hasta el punto de que hoy en día todos los monos aulladores lo
poseen.
No fue un truco evolutivo difícil toda vez que en la población de monos del
Nuevo Mundo ya se hallaban presentes los tres genes de opsina, aunque bien es
cierto que, a excepción de unas pocas hembras afortunadas, cada individuo solo
tenía dos de esos tres genes. Cuando los monos del Viejo Mundo y los simios
hicimos la misma operación de manera independiente, seguimos un
procedimiento distinto. Los dicromáticos de los que provenimos sólo eran
dicromáticos de una forma: no existía ningún polimorfismo desde el que
arrancar. Las pruebas indican que el desdoblamiento del gen de opsina en el
cromosoma X de nuestro antepasado fue una verdadera duplicación. El mutante
original se encontró con dos copias de un gen idéntico, pongamos dos verdes,
situadas una al lado de la otra en el cromosoma, luego no fue un tricromático
casi instantáneo como el ancestro mutante de los monos aulladores, sino un
dicromático, con un gen azul y dos verdes. Los monos del Viejo Mundo se
hicieron tricromáticos paulatinamente durante la subsiguiente evolución,
conforme la selección natural propició la divergencia de las sensibilidades
cromáticas de los dos genes de opsina del cromosoma X hacia el verde y el rojo
respectivamente.
Cuando se produce una translocación, el gen en cuestión no es lo único que
se desplaza. A veces, sus compañeros de viaje, los genes que eran vecinos suyos
en el cromosoma original y que se desplazan con él al nuevo cromosoma,
pueden revelarnos algo. Así ocurre en este caso. El gen Alu es bien conocido
como elemento transponible, esto es, un breve segmento de ADN que, como si
fuese un parásito, se multiplica por todo el genoma a base de trastocar la
maquinaria de replicación génica de la célula. ¿Fue Alu el causante del
desplazamiento de la opsina? Parece ser que sí. Basta echar un vistazo a los
detalles para encontrar, por así decirlo, la pistola humeante. En ambos extremos
de la región duplicada hay genes Alu. Es probable que la duplicación fuese un
derivado fortuito de una reproducción parasitaria. En un antiguo mono del
Eoceno, un parásito genómico cercano al gen de la opsina trató de reproducirse,
replicó por accidente un fragmento de ADN mucho mayor del previsto y nos
colocó en el camino de la visión tricromática. Por cierto, una advertencia contra
una tentación frecuente: el hecho de que un parásito, visto a posteriori, parezca
habernos hecho un favor, no significa que los genomas albergan parásitos con la
esperanza de obtener futuros favores. No es así como opera la selección natural.
Fuese o no Alu el responsable de la visión tricromática, el caso es que este
tipo de errores todavía se da de vez en cuando. Cuando dos cromosomas X se
alinean, antes del entrecruzamiento, puede ocurrir que lo hagan de forma
incorrecta. La similitud de los genes puede embrollar el proceso de alineado y
provocar que el gen rojo de un cromosoma se alinee con el verde en vez de con
el correspondiente gen rojo del otro cromosoma. En ese caso, el consiguiente
entrecruzamiento sería desigual: un cromosoma X podría terminar, pongamos
por caso, con un verde de más, y el otro sin ninguno. Aun en el caso de que no
tuviese lugar el entrecruzamiento, podría darse un proceso denominado
conversión génica en el cual una secuencia corta de nuestro cromosoma se
transforma en la secuencia correspondiente del otro. En los cromosomas
desalineados, una parte del gen rojo puede verse sustituida por la parte
equivalente del gen verde, o viceversa. Tanto el entrecruzamiento desigual como
la conversión génica desalineada pueden causar daltonismo.
El daltonismo afecta con mayor frecuencia a los hombres que a las mujeres
(no es que sea una afección muy grave, pero supone una molestia y seguramente
prive a quienes la padecen de experiencias estéticas que los demás disfrutamos)
debido a que si heredan un cromosoma X defectuoso, no tienen otro de reserva.
Nadie sabe si los daltónicos ven la sangre y la hierba como los demás vemos la
sangre, o como vemos la hierba, o si ven las dos cosas de forma completamente
diferente. De hecho, puede que varíe de una persona a otra. Lo único que
sabemos es que, a su «modo de ver», las cosas como la hierba son prácticamente
del mismo color que las cosas como la sangre. El daltonismo dicromático afecta
más o menos al dos por ciento de los varones. A propósito, no se confunda el
lector con otros daltónicos llamados tricromáticos anómalos que son más
numerosos (aproximadamente el ocho por ciento de los hombres). Estos
individuos son genéticamente tricromáticos, pero uno de sus tres tipos de opsina
no funciona[8].
El entrecruzamiento desigual no siempre empeora las cosas. Algunos
cromosomas X terminan teniendo más de dos genes de opsina. Estos genes de
más casi siempre son verdes, no rojos. El récord está en doce genes verdes de
más, dispuestos en tándem. Nada indica que los individuos con genes verdes de
más vean mejor. No obstante, el elevado índice de mutación que registra esta
parte del cromosoma X implica que no todos los genes verdes de una población
sean idénticos entre sí. En teoría, pues, es posible que una hembra, dotada de dos
cromosomas X, posea una visión no ya tricromática sino tetracromática (o
incluso pentacromática, si sus genes rojos también difieren). No me consta que
nadie haya llevado a cabo experimento alguno a este respecto.
Tal vez al lector se le haya pasado por la cabeza un pensamiento inquietante.
Vengo hablando como si la adquisición de una nueva opsina por mutación
mejorase automáticamente la visión en color, pero las diferencias de sensibilidad
cromática entre los conos no sirven absolutamente de nada a menos que el
cerebro sea capaz de saber qué tipo de cono es el que transmite la información.
Si este conocimiento se lograse mediante cableado genético, es decir, si una
neurona estuviese conectada a un cono rojo y otra neurona a un cono verde, el
sistema funcionaría, pero no estaría en condiciones de hacer frente a eventuales
mutaciones en la retina. Sería imposible. ¿Cómo podrían saber las neuronas que
de repente hay una nueva opsina, sensible a un color distinto, y que un
determinado grupo de conos, dentro de la enorme población de conos de la
retina, ha activado el gen que produce la nueva opsina?
Al parecer, la única respuesta plausible es que el cerebro aprende. Tal vez
compara las frecuencias de emisión que se registran en la población de conos
retinianos y advierte que un subgrupo de células fotosensibles emite con mayor
intensidad cuando el ojo mira tomates y fresas, otro subgrupo emite con mayor
intensidad cuando el ojo mira el cielo y otro cuando mira la hierba. Es una
hipótesis de andar por casa, pero me figuro que algo así es lo que permite al
sistema nervioso adaptarse rápidamente a una mutación genética en la retina. Mi
colega Colin Blakemore, a quien planteé el tema, considera que es uno de esos
problemas que surgen siempre que el sistema nervioso central se ve obligado a
ajustarse a un cambio en los nervios periféricos[9].
La enseñanza última que podemos extraer de «El Cuento del Mono
Aullador» es que la duplicación génica es sumamente importante. Los genes de
la opsina verde y de la opsina roja proceden a todas luces de un único gen
ancestral que se desdobló e implantó una de sus copias en un lugar diferente del
cromosoma X. En una época aún anterior, podemos afirmarlo con seguridad,
tuvo lugar una duplicación parecida que separó el gen autosómico azul[10] de lo
que a la postre sería el gen X-cromosómico rojo/verde. Es frecuente que genes
situados en cromosomas completamente distintos pertenezcan a la misma
«familia génica». Estas familias han surgido como resultado de antiguas
duplicaciones de ADN seguidas de divergencias de función. Varios estudios
indican que un gen humano normal tiene, por término medio, una probabilidad
media de duplicación de entre un 0,1 y un 1 por ciento por cada millón de años.
La duplicación de ADN puede darse gradual o súbitamente, como por ejemplo
cuando un parásito génico como el Alu se propaga con inédita virulencia por el
genoma, o cuando un genoma se duplica en bloque. (La duplicación íntegra del
genoma es un fenómeno común en las plantas; en el caso de nuestra ascendencia,
se cree que ha tenido lugar al menos dos veces, durante el surgimiento de los
vertebrados). Con independencia de cuándo o cómo se produzca, la duplicación
accidental de ADN es una de las fuentes principales de nuevos genes. A lo largo
del tiempo evolutivo, no cambian sólo los genes dentro del genoma, sino
también los genomas propiamente dichos.
Encuentro 7
Tarseros

Los peregrinos antropoides hemos llegado al Encuentro 7, que tiene lugar hace
58 millones de años en las densas y abigarradas selvas del Paleoceno. Allí
recibimos a un pequeño grupo de parientes, los tarseros. Nos hace falta un
nombre para el clado que une a antropoides y tarsos, y ése es haplorrinos. El
clado de los haplorrinos se compone del Contepasado 7, nuestro seismillonésimo
tatarabuelo, y todos sus descendientes: los tarseros, los monos y los simios.
Lo primero que llama la atención de un tarsero son los ojos; de hecho, es casi
lo único visible en todo el cráneo. «Un par de ojos con patas» sintetiza bastante
bien lo que es un tarsero. Cada uno de los ojos es tan grande como todo el
cerebro y las pupilas también se dilatan sobremanera. Visto de frente, da la
impresión de que lleva puestas unas gigantescas gafas de sol. Tan desmesurado
tamaño dificulta la rotación de los ojos en las cuencas, pero los tarseros, al igual
que ciertos búhos, son capaces de solventar el problema: gracias a un cuello
sumamente flexible, rotan casi 360 grados la cabeza entera. La razón por la que
tienen unos ojos tan enormes es la misma que en el caso de búhos y cara
rayadas: son noctivagos. Dependen de la luz de la luna, de las estrellas y del
crepúsculo, y necesitan capturar hasta el último fotón que les sea posible.
Incorporación de los tarseros. Según recientes estudios
morfológicos y moleculares, las cinco especies de tarseros
constituyen un grupo hermano de simios y monos, pero no
de los lémures, como se creía anteriormente.

Ilustración: Tarsero filipino (Tarsius syrichta).


Otros mamíferos nocturnos poseen un tapetum lucidum, esto es, una película
reflectante detrás de la retina que frena a los fotones para que los pigmentos
retinianos tengan una segunda oportunidad de interceptarlos. Este tapetum es lo
que hace que resulte tan fácil localizar a los felinos y a otros animales por la
noche[1]. Si alumbramos con una linterna a nuestro alrededor, llamaremos la
atención de cualquier animal que haya en los alrededores, que por pura
curiosidad mirará directamente al haz de luz, con el resultado de que éste se
reflejará en su tapetum. Si los haces de luz eléctrica hubiesen sido un rasgo
característico del entorno en el que evolucionó la vida, tal vez los animales no
habrían desarrollado un dispositivo que los delata tan descaradamente.
Lo sorprendente es que los tarseros no poseen tapetum
lucidum. Una de las explicaciones que se barajan es que sus
antepasados, junto con otros primates, pasaron por una fase
diurna y perdieron el tapetum. Esta hipótesis viene avalada
por el hecho de que los tarseros tienen el mismo y extraño
sistema de visión cromática que la mayoría de los monos del
Nuevo Mundo. Varios grupos de mamíferos que eran
nocturnos en la época de los dinosaurios se hicieron diurnos
cuando éstos se extinguieron y la vida a plena luz del día se
volvió menos peligrosa. La hipótesis es que posteriormente
los tarseros retomaron sus hábitos nocturnos, pero, por la razón que
fuese, no enfilaron el camino evolutivo que habría debido conducirlos a
la readquisición del tapetum. Así pues, tuvieron que alcanzar el mismo
objetivo (capturar el máximo de fotones posible) desarrollando unos
ojos enormes.[2]
Los otros descendientes del Contepasado 7, los monos y los simios,
también carecen de tapetum, lo cual no tiene nada de extraño teniendo
en cuenta que son todos diurnos a excepción de los cara rayadas de
Sudamérica. Y éstos, al igual que los tarseros, han compensado esa
carencia desarrollando unos ojos de gran tamaño (aunque no tan grandes en
proporción a la cabeza como los de los tarseros). Es casi seguro que el
Contepasado 7 tampoco tenía tapetum lucidum y era diurno. ¿Qué más podemos
decir de él?
Al margen de que fuese diurno, puede que se pareciese bastante a un tarsero.
Lo digo porque hay unos cuantos fósiles verosímiles llamados omómidos que
datan de la época apropiada. Puede que el Contepasado 7 fuese similar a un
omómido, que a su vez se asemejaba bastante a un tarsero. No tenía los ojos tan
grandes como éste, pero sí lo bastante como para suponer que era nocturno. Tal
vez el Contepasado 7 era una versión diurna y arborícola de un omómido. De los
dos linajes que de él descienden, uno prefirió la luz del sol y dio origen a los
monos y simios antropoides, mientras que el otro regresó a las tinieblas y se
transformó en el tarsero.
Aparte de los ojos, ¿qué más se puede decir de los tarseros? Por ejemplo, que
son excelentes saltadores, gracias a unas patas muy largas, como las ranas y los
saltamontes. Son capaces de saltar más de tres metros en horizontal y uno y
medio en vertical. Esto les ha valido el sobrenombre de «ranas peludas». Quizá
no sea casualidad que también recuerden a las ranas en un detalle anatómico:
tienen los dos huesos inferiores de las patas, la tibia y el peroné, unidos en un
único y resistente hueso, la tibiofíbula. Todos los antropoides tienen uñas en
lugar de garras, y lo mismo les ocurre a los tarseros, con la curiosa excepción del
segundo y tercer dedo del pie, provistos de garras espulgadoras.
No podemos afirmar con certeza dónde tiene lugar el Encuentro 7. Lo que sí
podemos señalar es que Norteamérica abunda en fósiles de omómido del periodo
adecuado y que a la sazón se encontraba firmemente unida a Eurasia por medio
de la actual Groenlandia. Quizá el Contepasado 7 fue un norteamericano.
Encuentro 8
Lémures, gálagos y semejantes

Después de que los pequeños y saltarines tarseros se hayan incorporado a nuestra


peregrinación, nos dirigimos al Encuentro 8 para reunimos con los demás
primates tradicionalmente conocidos como prosimios: lémures, potos, gálagos y
loris. Nos hace falta un nombre para los prosimios que no son tarseros y ése es
«estrepsirrinos», que significa «nariz dividida». Es un término un tanto
equívoco, puesto que lo único que significa es que la nariz tiene la misma forma
que la de un perro. El resto de primates, incluidos nosotros, somos haplorrinos
(que significa «nariz simple»: cada una de nuestras fosas nasales es un simple
agujero).
En el Encuentro 8, pues, los peregrinos haplorrinos saludamos a nuestros
parientes estrepsirrinos, la mayoría de los cuales son lémures. Son varias las
fechas que se sugieren para este encuentro. Lo he fijado hace 63 millones de
años, una fecha sobre la que existe un amplio consenso, justo antes de nuestra
entrada en el periodo Cretácico. Algunos investigadores, en cambio, lo sitúan en
una época aún más remota, durante el mismo Cretácico. Hace 63 millones de
años, la vegetación y el clima de la Tierra ya se habían recuperado de las
espectaculares alteraciones que decretaron el fin del Cretácico y la extinción de
los dinosaurios (véase «La Gran Catástrofe del Cretácico»). El mundo era, en su
mayor parte, húmedo y boscoso; al menos en los continentes septentrionales se
daba una variedad relativamente exigua de coníferas de hoja caduca y unas
pocas especies de plantas florales.
Incorporación de lémures y semejantes. Los primates actuales se dividen en dos grupos: los lémures y
semejantes, y todos los demás. La fecha de está divergencia es objeto de debate: algunos expertos la sitúan
hasta 20 millones de años antes que otros; de estar en lo cierto, la edad de los Contepasados 9, 10 y 11
aumentaría notablemente. Las cinco familias de lémures de Madagascar (unas 30 especies) y la familia de
los loris (18 especies) se conocen con el nombre de «estrepsirrinos». En la filogenia de los estrepsirrinos, el
orden de ramificación de los lémures sigue siendo controvertido.

Imágenes, de izquierda a derecha: lémur ratón pigmeo (Microcebus myoxinus); lémur juguetón de cola
roja (Lepilemur ruficaudatus); indrí (Indri indrí); lémur cariblanco (Eulemurfulvu albifrons); ayeaye
(Daubentonia madagascariensis); lorí grácil (Loris tardigradus).

Tal vez nos encontremos al Contepasado 8 en una rama de árbol, en plena


búsqueda de frutas o insectos. El antepasado común más reciente de todos los
primates actuales es aproximadamente nuestro sietemillonésimo tatarabuelo.
Entre los fósiles que podrían servirnos de ayuda a la hora de reconstruirlo figura
un gran grupo conocido como los plesiadapiformes. Los plesiadapiformes
vivieron en la época justa y poseen muchas de las características que cabría
esperar del gran antepasado de todos los primates; muchas, pero no todas, de ahí
que se discuta su candidatura.
La mayoría de los estrepsirrinos actuales son lémures, un género exclusivo
de Madagascar del que nos ocuparemos en el próximo cuento. Los demás se
dividen en dos grupos principales: los gálagos, que son saltadores, y los potos y
loris, que son trepadores. Cuando tenía tres años y vivía con mi familia en
Nyasalandia (actual Malawi), teníamos de mascota un gálago al que pusimos de
nombre Percy. Debía de ser una cría huérfana y nos lo trajo un lugareño, era tan
diminuto que podía posarse en el borde de un vaso de whisky, en cuyo interior
metía la mano para beber con ostensible fruición. Dormía de día, agarrado a una
viga del cuarto de baño. Cuando amanecía (al final de la tarde), si mis padres no
lograban cogerlo a tiempo (lo que ocurría a menudo, porque era sumamente ágil
y daba unos saltos formidables), salía disparado hacia mi alcoba, se encaramaba
en lo alto de mi mosquitera y me orinaba encima. Cuando saltaba, por ejemplo
en dirección a una persona, no ponía en práctica la costumbre típica de los
gálagos de primero orinarse en las manos. Según la teoría de que la ablución con
orina sirve para marcar el territorio, es lógico que no lo hiciese dado que no era
un adulto. Según la teoría alternativa de que la orina mejora el agarre, la omisión
de Percy ya no está tan clara.
Nunca sabré a cuál de las 17 especies de gálago pertenecía nuestra mascota,
pero lo más seguro es que se tratase de un saltador, no de un trepador como los
potos de África y los loris de Asia, que se mueven mucho más despacio. En
concreto, el lorí lento del Extremo Oriente es un cazador sigiloso que avanza
lentamente por las ramas hasta tener la presa a su alcance, momento en el que se
abalanza de golpe sobre ella.
Los gálagos y los potos nos recuerdan que la selva tropical es un mundo
tridimensional como el mar. Visto desde arriba, del dosel de la selva se mueve
como agitado por olas. Al zambullirnos en el mundo inferior, de un verde más
oscuro, atravesamos, como en el mar, distintas capas. Al igual que los peces, los
animales de la selva se mueven con la misma facilidad en sentido vertical que en
sentido horizontal pero en la práctica, como también les sucede a los peces, cada
especie se especializa en ganarse la vida a un nivel determinado. De noche, en
las selvas del África occidental, las copas de los árboles son el territorio de los
gálagos pigmeos (insectívoros) y de los potos (frugívoros). Bajo este nivel
superior, las ramas de los árboles están muy distanciadas: es el dominio de los
gálagos de uñas de aguja (Euoticus elegantulus), gracias a las cuales son capaces
de aferrarse a las ramas tras salvar de un salto las distancias que las separan. Más
abajo todavía, el poto dorado (Arctocebus aureus) y su pariente cercano el
anguantibo de Calabar (Arctocebus calaberensis) cazan orugas. Al amanecer, los
gálagos y los potos nocturnos ceden el paso a los monos diurnos, que se reparten
la selva en estratos similares. El mismo tipo de estratificación se observa en las
selvas sudamericanas, donde pueden encontrarse hasta siete especies diferentes
de zarigüeyas, cada una en su propio nivel.
Los lémures son descendientes de los antiguos primates que quedaron
aislados en Madagascar mientras los monos evolucionaban en África.
Madagascar es una isla lo bastante grande como para servir de laboratorio de
experimentos evolutivos naturales. Su historia la va a contar uno de esos
lémures, que desde luego no es el más típico: el ayeaye Daubentonia. No
recuerdo gran cosa de la disertación sobre lémures que Harold Pusey, erudito y
veterano conferenciante, pronunció ante los zoólogos oxonienses de mi
generación, pero sí recuerdo la machacona coletilla con que remataba casi todas
las frases sobre los lémures: «Excepto Daubentonia». «¡EXCEPTO Daubentonia!».
A pesar de las apariencias, Daubentonia, el ayeaye, es un lémur más que
respetable. Los lémures son los habitantes más famosos de Madagascar y el
Cuento del Ayeaye versa sobre esta gran isla, un escaparate modélico de
experimentos naturales biogeográficos. Así pues, no se trata tan sólo de un
cuento de lémures, sino del conjunto de la fauna y flora malgaches, que son
realmente peculiares.

EL CUENTO DEL AYEAYE

Un político británico dijo una vez de un adversario (a la postre convertido en


líder de su propio partido) que tenía «cierto aire de criatura nocturna». El ayeaye
transmite una impresión parecida y, de hecho, desarrolla toda su actividad
exclusivamente de noche, lo que lo convierte en el primate nocturno de mayor
tamaño. Tiene unos ojos increíblemente separados en una cara de fantasmal
palidez. Los dedos son larguísimos, como los de las brujas que dibujaba Arthur
Rackham. Parecen absurdos, pero es evidente que sólo desde nuestro humano
punto de vista, ya que si son así de largos, por algo será: los ayeayes con los
dedos cortos se verían castigados por la selección natural, aun cuando ignoremos
el porqué. Ahora que la ciencia ya no tiene que convencer a nadie de que la
selección natural es verdadera y la teoría se halla plenamente consolidada, nos
podemos permitir hacer este tipo de afirmaciones genéricas.
Uno de los dedos del ayeaye, el «corazón», es único. Tremendamente largo y
fino incluso según los parámetros del ayeaye, cumple la función específica de
agujerear troncos podridos y extraer larvas. Los ayeayes detectan a sus presas
tamborileando el tronco con ese dedo para ver si oyen el cambio de tono que
delata la presencia de un insecto en su interior[1]. No acaban ahí las aplicaciones
del dedo corazón de estos primates. En la universidad de Duke, que sin duda
posee la mayor colección de lémures fuera de Madagascar, he visto a un ayeaye
introducirse ese mismo dedo, con gran delicadeza y precisión, por una de las
fosas nasales, ignoro en pos de qué. El difunto Douglas Adams incluyó un
maravilloso capítulo sobre el ayeaye en Mañana no estarán, el libro que escribió
sobre sus viajes con el zoólogo Mark Carwardine.

El ayeaye es un lémur nocturno. Se trata de una criatura de aspecto muy extraño que se diría compuesta
de trozos sueltos de otros animales. Parece un poco un gato grande con orejas de murciélago, dientes de
castor, una cola semejante a una gran pluma de avestruz, un dedo corazón similar a una larga rama seca
y un par de ojos enormes que parecen mirar un mundo totalmente diferente que se extiende a nuestras
espaldas… Como casi todo lo que vive en Madagascar, el ayeaye no existe en ningún otro lugar del
planeta.
Qué maravilloso ejemplo de concisión y expresividad, y cuánto se echa de
menos al autor de esas líneas. El propósito de Adams y Carwardine en Mañana
no estarán era llamar la atención sobre las especies amenazadas. Las
aproximadamente 30 especies de lémures que aún viven son reliquias de una
fauna mucho más nutrida que sobrevivió hasta que, hace unos 2000 años, la isla
de Madagascar se vio invadida por seres humanos de hábitos destructivos.
Madagascar es un fragmento de Gondwana (véase página 385) que se separó
de la actual África hace unos 165 millones de años y después, hace unos 90
millones de años, de lo que a la postre sería India. El orden de los
acontecimientos puede resultar sorprendente, pero, como veremos, una vez que
India se hubo desprendido de Madagascar, se alejó con insólita rapidez para lo
que son los parámetros, más lentos que los loris, de la tectónica de placas.

¿Se sentiría como en su casa un marciano en Madagascar? Avenida de baobabs en Morondava,


Madagascar. Esta especie, Adansonia grandidieri, es una de las seis que sólo se encuentra en Madagascar.

Dejando a un lado a los murciélagos (que presumiblemente llegaron


volando) y a las especies introducidas por el hombre, los habitantes terrestres de
Madagascar descienden o bien de la antigua fauna y flora de Gondwana, o de
inusitados inmigrantes llegados de allende los mares merced a una improbable
fortuna. La isla es un jardín botánico-parque zoológico natural que alberga en
torno al cinco por ciento de todas las especies de plantas y animales del mundo,
más de un 80% de las cuales no se encuentran en ningún otro lugar. Con todo,
pese a tan increíble abundancia de especies, lo que también resulta
extraordinario de Madagascar es cuántos de los grupos principales están ausentes
por completo. A diferencia de África o Asia, Madagascar no posee antílopes
nativos, ni caballos ni cebras, ni jirafas, ni elefantes, ni conejos, ni musarañas
elefantes, ni cánidos ni félidos, es decir, ni una sola de las especies africanas que
cabía esperar (aunque el registro fósil parece indicar que varias especies de
hipopótamo sobrevivieron hasta épocas recientes). Hay potamoqueros o jabalíes
de río (Potamochoerus porcus) que parecen haber llegado hace bastante poco, tal
vez introducidos por el hombre. (Volveremos a ocuparnos del ayeaye y de los
demás lémures al final del cuento).
Madagascar tiene tres miembros de la familia de las mangostas que están
claramente relacionados entre sí y que en buena lógica deben de haberse
diversificado a partir de una sola especie progenitora procedente de África. El
más famoso de los tres es la fosa, una especie de mangosta gigante del tamaño
de un sabueso pero con una cola muy larga. Sus parientes, algo más pequeños,
son la civeta hormiguera y la civeta de Madagascar, cuyo nombre científico, para
mayor confusión, es Fossa fossa. El nombre latino de la fosa es bastante
diferente[2].
Hay un grupo de roedores típicamente malgaches, nueve géneros en total,
unidos en una subfamilia, Nesomyinae. Entre ellos destacan una especie de rata
gigante, uno que trepa a los árboles, una rata de las marismas de cola
almohadillada y una especie de rata canguro. Se discute desde hace mucho si
estos roedores típicamente malgaches derivan de un solo episodio migratorio o
de varios. Si hubo una única especie progenitora, eso significaría que sus
descendientes, desde la llegada a Madagascar, evolucionaron para llenar todos
esos nichos ecológicos propios de roedores: una historia muy malgache.
Recientes pruebas moleculares demuestran que un par de especies del continente
africano están más estrechamente relacionadas con algunos roedores de
Madagascar de lo que algunos roedores de Madagascar lo están entre sí. Esto
podría ser indicio de múltiples inmigraciones procedentes de África. Sin
embargo, cuando las pruebas se examinan con mayor rigor surge una hipótesis
más sorprendente. Parece ser que todos los roedores malgaches descienden de un
único pionero llegado no de África sino de la India. De ser fundada esta
hipótesis, las afinidades con el susodicho par de roedores africanos indicarían
una ulterior travesía desde Madagascar a África. Los antepasados de esas
especies africanas llegaron de Asia vía Madagascar. Es como si el Océano Índico
propiciase las travesías a bordo de balsas improvisadas con rumbo oeste.
Además, no hemos de olvidar que, en el momento de la inmigración, la India
habría estado más cerca de Madagascar que en la actualidad.
De las ocho especies de baobab seis son exclusivas de Madagascar y las 130
especies de palmera de la isla eclipsan el número de las que se encuentran en
toda África. Algunos expertos piensan que los camaleones son de origen
malgache; de hecho, dos terceras partes del total de especies de camaleón del
mundo son autóctonas de Madagascar. Existe una familia de animales parecidos
a las musarañas que también es exclusivamente malgache: los tenrecs. En su día
se los clasificaba dentro del orden de los insectívoros, pero actualmente forman
parte de los afroterios, con quienes nos reuniremos en el Encuentro 13. Lo más
probable es que desciendan de dos poblaciones progenitoras diferentes que
llegaron de África antes que ningún otro mamífero; hoy se hallan diversificados
en 27 especies, algunas de las cuales parecen erizos y otras musarañas, incluida
una que vive mayormente debajo del agua, como la musaraña acuática. Las
semejanzas son convergentes, esto es, fruto de la evolución independiente, al
más puro estilo malgache. Debido al aislamiento geográfico, en Madagascar
nunca hubo erizos verdaderos ni musarañas acuáticas verdaderas, de manera que
los tenrecs, que tuvieron la inmensa suerte de hallarse en el lugar adecuado en el
momento adecuado, evolucionaron hasta convertirse en los equivalentes locales
de los erizos y las musarañas acuáticas.
Tampoco hay monos ni simios de ningún tipo, lo cual allanó el camino para
la aparición de los lémures. Hace poco menos de 63 millones de años, la fortuna
quiso que una población fundadora de primates estrepsirrinos primitivos llegase
accidentalmente a Madagascar. Para variar, no tenemos ni idea de cómo ocurrió.
Dado que la escisión evolutiva (Encuentro 8, hace 63 millones de años) tuvo
lugar después que Madagascar se separase de África (hace 165 millones de años)
y de India (hace 88), no podemos afirmar que los antepasados de los lémures
fuesen criaturas que ya habitaban previamente en Gondwana. En varios pasajes
de este libro he usado el término travesía en balsa improvisada como una
especie de abreviatura de «viaje de chiripa a bordo de algún medio de flotación
desconocido, sumamente improbable desde un punto de vista estadístico, que
sólo tuvo que ocurrir una vez y que nos consta ocurrió al menos una vez porque
podemos apreciar sus consecuencias». Debería añadir que lo de «sumamente
improbable desde un punto de vista estadístico» es una mera formalidad. Como
vimos en el Encuentro 6, la evidencia demuestra que este tipo de travesías en
sentido general son más frecuentes de lo que cabría pensar. El ejemplo clásico es
la rápida recolonización de los restos de Krakatoa después de que una
catastrófica erupción volcánica la destruyese de un día para otro. E. O. Wilson lo
cuenta de maravilla en La diversidad de la vida.
En Madagascar, la travesía a bordo de balsas improvisadas tuvo
espectaculares y encantadoras consecuencias, como lémures de todos los
tamaños, desde el lémur ratón pigmeo (Mycrocebus myoxinus), menor que un
hámster, hasta el recientemente extinguido Archaeoindris, que parecía un oso y
pesaba más que un gorila; lémures más conocidos, como el de cola anillada, con
ese largo apéndice listado que le da nombre, que parece una oruga peluda y
ondulante cuando corre en manada por el suelo; el indrí, o el danzarín sifaka que,
después del hombre, tal vez sea el primate más hábil a la hora de andar sobre dos
patas.
Por último, naturalmente, también está el ayeaye, el narrador de este cuento.
El mundo será un lugar más triste cuando el ayeaye, como me temo acabará
ocurriendo, se extinga. Un mundo sin Madagascar no sería solamente más triste,
sino también más pobre. Si eliminásemos Madagascar, sólo habríamos destruido
una milésima parte del total de las tierras emergidas del planeta, pero más del
cuatro por ciento de todas sus especies animales y vegetales.
Para un biólogo, Madagascar es la tierra prometida. En nuestra
peregrinación, es la primera de cinco grandes islas, en algunos casos
grandísimas, cuyo aislamiento, en momentos cruciales de la historia de la Tierra,
determinó de un modo radical la diversidad de los mamíferos. Y no sólo de los
mamíferos, pues algo parecido ocurre también con los insectos, las aves, las
plantas y los peces. Según se nos vayan uniendo peregrinos más remotos, nos
encontraremos con otras islas que desempeñarán el mismo papel, y que no
necesariamente tendrán que ser de tierra firme. «El Cuento de los Cíclidos» nos
convencerá de que cada uno de los grandes lagos africanos es en cierto sentido
un Madagascar líquido, y que los cíclidos son sus lémures.
Estas islas o continentes insulares que han conformado la evolución de los
mamíferos son, en el orden en que las visitaremos, Madagascar, Laurasia (el
gran continente septentrional que en su día estaba aislado de su homólogo
meridional Gondwana), Sudamérica, África y Australia. La propia Gondwana
podría añadirse a la lista, puesto que, como veremos en el Encuentro 15, también
generó su propia fauna exclusiva antes de fragmentarse y dar lugar a todos los
continentes del hemisferio austral. «El Cuento del Ayeaye» nos ha mostrado la
singular riqueza faunística y botánica de Madagascar. Laurasia es el hogar
ancestral, y banco de pruebas darviniano, del enorme contingente de peregrinos
que recibiremos en el Encuentro 11, los laurasiaterios. En el Encuentro 12 se nos
unirá una extraña partida de peregrinos, los xenartros o desdentados, que
hicieron su aprendizaje evolutivo en el a la sazón continente insular de
Sudamérica y que nos contarán la historia de las demás especies animales que lo
compartieron con ellos. En el Encuentro 13 nos encontraremos con los
afroterios, otro grupo enormemente variado de mamíferos cuya diversidad se
puso a punto en el continente insular de África. Después, en el Encuentro 14, le
llegará el turno a Australia y los marsupiales. Madagascar es el microcosmos
que marca la pauta: es lo bastante grande como para seguirla y lo bastante
pequeño como para ilustrarla con ejemplar claridad.
La gran catástrofe del cretácico

El Encuentro 8, donde nuestros peregrinos se reúnen con los lémures hace 63


millones de años, fue nuestro último encuentro «antes» de cruzar, en nuestro
viaje hacia el pasado, la barrera de los 65 millones de años, el llamado límite
K/T, que separa la era de los mamíferos de la mucho más prolongada era de los
dinosaurios que la precede.[1] El límite K/T marca un hito decisivo para la suerte
de los mamíferos. Hasta ahora y durante más de 100 años habían sido unos
insectívoros pequeños y nocturnos parecidos musarañas, cuya exuberancia
evolutiva se había visto coartada por la hegemonía de los reptiles. De repente
desaparecieron las restricciones y, en un brevísimo espacio de tiempo geológico,
los descendientes de esas musarañas se expandieron hasta llenar los espacios
ecológicos que habían dejado vacantes los dinosaurios.
¿Cuáles fueron las causas de la catástrofe? Es un tema controvertido. Por
aquel entonces había una intensa actividad volcánica en India, a resultas de la
cual más de un millón de kilómetros cuadrados quedaron cubiertos de lava (las
llamadas trampas del Decán), lo que sin duda tuvo un efecto determinante sobre
el clima. Gracias a otro tipo de pruebas, sin embargo, se está imponiendo la tesis
de que el golpe definitivo fue más repentino y mucho más drástico. Parece ser
que un proyectil espacial (un meteorito o un cometa de gran tamaño) impactó
contra la Tierra. Así como los clásicos detectives reconstruyen los hechos
analizando las huellas y la ceniza, los geólogos también han estudiado su
particular ceniza, que en este caso concreto es una capa de iridio difundida por
todo el mundo en el lugar previsto de los estratos geológicos. El iridio escasea en
la corteza terrestre pero es común en los meteoritos. El impacto del que estamos
hablando habría pulverizado el bólido y esparcido sus restos, en forma de polvo,
por toda la atmósfera, desde la cual, a la postre, habrían caído sobre toda la
superficie terrestre. La huella delatora es el Chicxulub, un gigantesco cráter de
160 kilómetros de ancho y 50 de profundidad situado en la punta de la península
mexicana del Yucatán.
El espacio está plagado de objetos en movimiento que viajan en sentido
aleatorio y a una gran variedad de velocidades relativas. Dado que esos objetos
tienen muchas más probabilidades de viajar a alta que a baja velocidad con
respecto a nosotros, la mayoría de los que terminan impactando contra nuestro
planeta lo hacen a una velocidad muy elevada. Por suerte, casi todos son
pequeños y se queman al entrar en nuestra atmósfera dando lugar a las estrellas
fugaces. Unos pocos son lo bastante grandes como para conservar algo de masa
sólida hasta llegar a la superficie terrestre. Y, una vez cada pocas decenas de
millones de años, un cuerpo muy grande colisiona de forma catastrófica con
nuestro planeta. Debido a su alta velocidad en relación a la de la Tierra, estos
enormes objetos liberan, en el momento del impacto, una inmensa cantidad de
energía. Una herida por arma de fuego está caliente debido a la velocidad de la
bala; cuando un meteorito o cometa colisionan, lo más probable es vayan aún
más rápido que la bala que sale de un rifle de alta velocidad, con la
particularidad de que, mientras que la bala pesa apenas unos gramos, la masa del
proyectil celeste que puso fin al Cretácico y aniquiló a los dinosaurios sólo se
podría medir en gigatones. El ruido del impacto, un estruendo que debió de dar
la vuelta al planeta a mil kilómetros por hora, debió de dejar sordas a todas las
criaturas que no hubiesen muerto achicharradas tras la explosión, asfixiadas por
el golpe de viento, ahogadas en el tsunami de 150 metros que surcó como una
exhalación los mares literalmente hirvientes, o pulverizadas por un terremoto mil
veces más violento que el más virulento de los terremotos provocados por la
falla de San Andrés. Y ésas sólo fueron las consecuencias inmediatas; después
llegaron los efectos colaterales: los incendios que devoraron todos los bosques y
selvas del planeta, y el humo, el polvo y la ceniza que velaron el sol durante un
invierno nuclear de dos años de duración que acabó con la casi todas las plantas
y cortó de cuajo las cadenas alimenticias del mundo.
No es de extrañar, pues, que se extinguiesen todos los dinosaurios (con la
notable excepción de las aves). Y no sólo los dinosaurios, sino también cerca de
la mitad de todas las demás especies, en particular las marinas.[2] Lo increíble es
que tamaños cataclismos no acabasen con todos los seres vivos del planeta.
Dicho sea de paso, la catástrofe que terminó con el Cretácico y los dinosaurios
no ha sido la mayor de la historia; ese honor corresponde a la extinción en masa
que señala el final del Pérmico, hace unos 250 millones de años, en la que
desaparecieron cerca del 95 por ciento de todas las especies. Según indican
pruebas recientes, la causa de esa madre de todas las extinciones pudo ser un
cometa o meteorito de mayor tamaño incluso que los del Cretácico. Es
desagradable saber que en cualquier momento podría producirse una catástrofe
parecida. Bien es verdad que, a diferencia de los dinosaurios del Cretácico o de
los pelicosaurios (reptiles mamiferoides) del Pérmico, a los que el impacto pilló
desprevenidos, a nosotros los astrónomos nos avisarían con varios años, o como
mínimo meses, de adelanto, pero tampoco serviría de mucho consuelo ya que,
con la tecnología actual, no podríamos hacer nada por evitarlo.
Afortunadamente, las probabilidades de que algo así ocurra en el transcurso de la
vida de una persona cualquiera son, según los parámetros de las compañías de
seguros, insignificantes. Sin embargo, las probabilidades de que ocurra en el
transcurso de la vida de algunos individuos desafortunados, son elevadísimas, lo
que pasa es que las aseguradoras no contemplan eventualidades tan hipotéticas.
Además, los desafortunados individuos en cuestión posiblemente no sean
humanos, pues lo más probable, según los cálculos estadísticos, es que para
entonces ya nos hayamos extinguido.
Se podría argumentar que la humanidad debería ponerse ya mismo a
investigar en medidas defensivas contra ese tipo de catástrofes con el fin de
lograr los suficientes adelantos tecnológicos como para que, en el caso de un
peligro real, hubiese tiempo de poner dichas medidas en práctica. La tecnología
actual sólo serviría para minimizar las consecuencias del impacto almacenando
en búnkeres subterráneos una reserva adecuada de semillas, animales domésticos
y máquinas (entre ellas ordenadores y bases de datos repletas de bagaje cultural),
junto con los seres humanos a los que se concediera el privilegio de salvarse (y
cuya elección supondría naturalmente un grave problema político). Una solución
mejor sería desarrollar una tecnología, que de momento sólo existe en nuestra
imaginación, capaz de evitar la catástrofe desviando o destruyendo al intruso
celeste. Los políticos que, con tal de agenciarse el apoyo de los votantes o del
poder económico, se inventan amenazas externas de potencias extranjeras tal vez
se den cuenta un día de que un meteorito en vías de impactar contra la Tierra
responde a sus innobles propósitos igual o mejor que un Imperio del Mal, un Eje
del Mal o ese concepto aun más abstracto y nebuloso del Terror, con la ventaja
añadida de que fomentaría la cooperación internacional en lugar de los
antagonismos. La tecnología en sí es similar a la de los viajes espaciales y la de
los sistemas más avanzados de guerra de las galaxias. Si la humanidad se diese
cuenta de que tiene un enemigo común, obtendría un beneficio incalculable, ya
que se uniría para hacer frente al peligro en lugar de, como hace actualmente,
enfrentarse.
Dado que existimos, es evidente que nuestros antepasados sobrevivieron a la
extinción del Pérmico y después a la del Cretácico. Ambas catástrofes, así como
las demás que también han ocurrido, tuvieron que ser terribles para ellos.
Sobrevivieron por los pelos y, aunque es probable que el impacto los dejase
sordos y ciegos, fueron al menos capaces de reproducirse, de lo contrario no
estaríamos aquí. Quizá les pillase hibernando y no se despertasen hasta pasado el
invierno nuclear que, según se cree, sucede a ese tipo de catástrofes. Después,
con el correr del tiempo evolutivo, cosecharon los beneficios. En el caso de los
supervivientes cretácicos, ya no había dinosaurios que los devorasen ni que
compitiesen con ellos. Puede que esto también representase un inconveniente
para aquellos de nuestros antepasados que se alimentaban de dinosaurios, pero
teniendo en cuenta que muy pocos mamíferos eran lo bastante grandes como
para tener como presas a los dinosaurios y pocos dinosaurios lo bastante
pequeños como para dejarse comer, el inconveniente no debió de ser tan
decisivo. No cabe duda de que los mamíferos tuvieron un éxito enorme tras el
K/T, pero la forma de ese éxito y su relación con los puntos de encuentro de
nuestra peregrinación es discutible. Se han propuesto tres modelos y ha llegado
el momento de examinarlos. Los tres tienen sus semejanzas y sus puntos en
común, pero en aras de la simplicidad los presentaré en su forma más extrema.
Por una cuestión de claridad, he cambiado sus nombres habituales por los de
modelo del Big Bang, modelo de la explosión diferida y modelo no explosivo.
Existen paralelismos con la controversia sobre la llamada explosión del
Cámbrico, de la que trataremos en «El Cuento del Gusano Aterciopelado».

1. En su versión más radical, el modelo del Big Bang postula que sólo una
especie de mamíferos, una especie de Noé del Paleoceno, sobrevivió a la
catástrofe del K/T. Inmediatamente después, los descendientes de este Noé
empezaron a proliferar y divergir. Según este modelo, la mayoría de los
puntos de encuentro se arraciman a este lado del límite K/T: dicho de otro
modo, la rápida ramificación de los descendientes de Noé habría tenido
lugar íntegramente después de la catástrofe.
2. El modelo de la explosión diferida reconoce que hubo una gran explosión
de diversidad entre los mamíferos después del K/T, pero niega que todos
ellos descendiesen de un único Noé. Es más, sostiene que la mayoría de los
puntos de encuentro entre los peregrinos mamíferos son anteriores al K/T.
Cuando los dinosaurios se esfumaron de repente, muchas líneas ancestrales
de pequeñas criaturas semejantes a musarañas sobrevivieron y ocuparon el
hueco que los gigantescos reptiles dejaron vacante: una musaraña
evolucionó hasta dar lugar a los carnívoros, otra a los primates, y así
sucesivamente. Aunque probablemente fuesen muy parecidas entre sí, todas
estas musarañas descendían de diferentes antepasados remotos con un
origen común en la era de los dinosaurios. Estos antepasados siguieron de
forma paralela sus respectivas trayectorias hacia el futuro, pasando por la
era de los dinosaurios hasta llegar al límite K/T. Entonces, una vez
desaparecidos los dinosaurios, experimentaron una explosión de diversidad
más o menos simultánea. Así pues, los contepasados de los mamíferos
modernos son muy anteriores al límite K/T, si bien sólo habrían empezado a
divergir en aspecto y modo de vida después de la extinción de los
dinosaurios.
3. Según el modelo no explosivo, el límite K/T no representa en absoluto
ninguna discontinuidad abrupta en la evolución de los mamíferos. Los
mamíferos simplemente se ramificaron una y otra vez, y este proceso
continuó de la misma manera tanto antes como después del límite K/T. Al
igual que en el modelo de la explosión diferida, los contepasados de los
mamíferos modernos son anteriores al límite K/T, sólo que, para cuando
desaparecieron los dinosaurios, ya habrían divergido considerablemente.

Las pruebas, sobre todo las moleculares pero también, y cada vez más, las de
tipo fósil, parecen avalar la hipótesis de la explosión diferida. La mayoría de las
principales ramificaciones del árbol de los mamíferos se remontan a un pasado
muy lejano, en plena era de los dinosaurios. Pero la mayoría de los mamíferos
que coexistieron con los dinosaurios eran bastante parecidos unos a otros, y
siguieron siéndolo hasta que la extinción de aquéllos les permitió explotar en la
era de los mamíferos. Algunos miembros de las principales líneas ancestrales no
han cambiado gran cosa desde esos tiempos remotos, de manera que siguen
pareciéndose aun cuando sus antepasados comunes sean antiquísimos. Las
musarañas eurasiáticas y los tenrecs, por ejemplo, son muy similares, y no
porque hayan convergido a partir de orígenes diferentes, sino porque no han
cambiado mucho desde la época primitiva. Se cree que su antepasado común, el
Contepasado 13, vivió hace 105 millones de años, casi tanto tiempo antes del
límite K/T como el transcurrido desde el K/T hasta hoy.
Encuentro 9
Caguanes y tupayas

El Encuentro 9 tiene lugar hace 70 millones de años, en la época en que aún


vivían los dinosaurios y antes de la explosión de los mamíferos. Ya empezaban a
verse las primeras flores. Anteriormente las plantas con flores, aunque
diversificadas, vivían en entornos convulsos que sufrían la acción de los
gigantescos dinosaurios o la devastación de los incendios, pero después
comenzaron a evolucionar paulatinamente hasta incluir una amplia gama de
arbustos y de árboles selváticos. El Contepasado 9, que sería aproximadamente
nuestro diezmillonésimo tatarabuelo, es el antepasado que tenemos en común
con un par de grupos de mamíferos semejantes a ardillas. Mejor dicho, uno de
ellos es semejante a las ardillas comunes y el otro más bien a las ardillas
voladoras. Se trata de las 18 especies de musarañas arborícolas o tupayas y de
las dos especies de caguanes o colugos, procedentes del sudeste asiático.
Las tupayas son todas muy parecidas entre sí y se encuadran en la familia de
los tupaidos. La mayoría viven en los árboles, como las ardillas, y algunas
especies se parecen tanto a éstas que hasta tienen colas largas y esponjosas. El
parecido, sin embargo, es superficial. Las ardillas son roedores, mientras que las
tupayas no. ¿Qué son, entonces? Justamente de eso trata el Cuento del Caguán.
¿Son musarañas, tal y como parece indicar su nombre inglés, tree shrews
(«musarañas arborícolas»), primates, tal y como consideran desde hace mucho
tiempo algunos expertos, o algo totalmente distinto? La solución más práctica ha
sido asignarles un orden mamífero de ubicación incierta: el de los Escandentios
(del latín scandere, trepar). Pero cuando se trata de buscar contepasados no se
puede soslayar el problema tan fácilmente. El Cuento del Caguán explica (¿o
justifica?) la solución adoptada en estas páginas, a saber, juntar a los caguanes y
a las tupayas antes de que se unan a nuestra peregrinación.
Incorporación de los caguanes y tupayas. Ésta es una de
las filogenias más dudosas de todo el libro (véase «El
Cuento del Caguán»). La que mostramos aquí, que reúne
las 16 especies de tupaya y las dos de caguanes en un
grupo hermano de los primates, es la que propugnan
algunos taxónomos moleculares. La fecha de este
encuentro y la del siguiente no son cien por cien seguras.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: galeopiteco o


caguán malayo (Cynocephalus variegatus); tupaya norteña
(Tupaia belangeri).
A los caguanes también se les llamaba lémures voladores, aunque ni son lémures
ni vuelan. Estudios recientes indican que están más emparentados con los
lémures de lo que habrían imaginado incluso quienes, erróneamente, los
llamaban así. Por otro lado, si bien no poseen la facultad del vuelo atónomo
como los murciélagos o los pájaros, son consumados planeadores. Las dos
especies, Cynocephalus volans, el caguán filipino, y Cynocephalus variegatus, el
caguán malayo, tienen todo un orden para ellos solos, el de los Dermópteros,
palabra que significa «alas de piel». Al igual que las ardillas voladoras de
América y Eurasia, las ardillas voladoras de cola escamosa de África (éstas ya
más alejadas en el parentesco) y los marsupiales planeadores de Australia y
Nueva Guinea, los caguanes poseen un gran alerón de piel, el llamado patagio,
que funciona un poco como un paracaídas controlado. A diferencia del patagio
de otros planeadores, el de los caguanes abarca tanto las extremidades como la
cola y se extiende hasta la punta de los dedos de las manos y las patas.
Asimismo, con sus 70 centímetros de envergadura, el caguán es el más grande de
todos los animales planeadores. Puede planear más de 70 metros a través de la
selva nocturna, de árbol a árbol, sin apenas perder altura.
El hecho de que el patagio le llegue hasta la punta de la cola y hasta la punta
de los dedos de pies y manos, indica que el caguán está más comprometido con
el planeo que todos los demás mamíferos planeadores. De hecho, en el suelo es
bastante torpe. Sin embargo, lo compensa con creces en el aire, donde su enorme
«paracaídas» le permite sobrevolar amplios trechos de selva a gran velocidad.
Esto exige una buena visión estereoscópica para fijar con precisión el rumbo
hacia un árbol en plena noche, evitar colisiones fatales y aterrizar en el lugar
adecuado. No en vano el caguán posee grandes ojos estereoscópicos, excelentes
para la visión nocturna.
Los caguanes y las tupayas tienen, cada uno a su manera, sistemas
reproductores bastante insólitos. Los caguanes se parecen a los marsupiales en
que sus crías nacen en una fase prematura del desarrollo embrionario. Como
carecen de marsupio, la madre recurre al patagio, que, en la parte de la cola, se
dobla hacia delante para formar una bolsa improvisada donde meter a la cría
(que suele ser una sola). A menudo la madre se cuelga cabeza debajo de una
rama como hacen los perezosos, con que el patagio se convierte en una especie
de hamaca para el recién nacido.
La perspectiva de ser una cría de caguán que se asoma por el borde de una
hamaca calentita y aterciopelada suena bastante apetecible. Las crías de tupaya,
en cambio, son las que menos cuidados maternales reciben de todas las crías de
mamífero. En muchas especies la madre tupaya tiene dos madrigueras, una para
ella y otra para depositar a las crías. A éstas sólo las visita para amamantarlas,
operación a la que, además, dedica el menor tiempo posible, de cinco a diez
minutos y sólo una vez cada 48 horas. Al no tener una madre que las caliente
como tendría cualquier cría mamífera, las pequeñas tupayas se ven obligadas a
aprovechar el alimento como fuente de calor, por eso la leche de las tupayas es
excepcionalmente rica en grasas.
Las afinidades que las tupayas y los caguanes tienen tanto entre sí como con
el resto de mamíferos son objeto de discusión y controversia. El propio caguán
va a enseñarnos algo sobre ese tema.

EL CUENTO DEL CAGUÁN

El caguán podría contarnos una historia de planeos nocturnos por las selvas del
sudeste asiático, pero dado que lo que nos interesa es nuestra peregrinación hacia
el pasado, nos va a ofrecer un relato más ligado a la realidad, un cuento cuya
moraleja tiene algo de advertencia. En efecto, nos advierte de que la historia
aparentemente clara y metódica de los contepasados, los puntos de encuentro y
el orden en que los peregrinos se nos van sumando en realidad es objeto de
encendidos debates y sufre modificaciones cada vez que se lleva a cabo una
nueva investigación. El árbol filogenético del Encuentro 9 refleja una teoría de
reciente aceptación, que acepto provisionalmente, según la cual los peregrinos
que los primates nos encontramos en el Encuentro 9 son un grupo ya constituido,
fruto de la unión de caguanes y tupayas. Hace unos pocos años los caguanes no
habrían entrado en este esquema; la taxonomía ortodoxa habría dejado que las
tupayas se encontrasen a solas con los primates; los caguanes se nos habrían
adherido más adelante, ni siquiera a escasa distancia de este punto de encuentro.
Nada garantiza que nuestra opinión actual se mantenga mucho tiempo
invariable. Pueden aparecer nuevas pruebas que obliguen a rescatar la teoría
anterior o a formular una completamente distinta. Algunos investigadores creen
incluso que los caguanes se asemejan a los primates más que las tupayas. Si
están en lo cierto, el Encuentro 9 sería el punto donde los primates nos reunimos
con los caguanes. Entonces tendríamos que esperar a las tupayas en el Encuentro
10 y, de ahí en adelante, deberíamos aumentar en uno el número de
contepasados. Pero no es ése el prisma adoptado en estas páginas. La duda y la
incertidumbre no son, desde luego, satisfactorias como moralejas de un cuento,
pero conviene dejar claro este punto antes de que nuestra peregrinación se
interne mucho más en el pasado. Es una enseñanza que servirá para muchos
otros encuentros.
Podría haber recalcado mis dudas incluyendo escisiones de rama múltiple,
las llamadas politomías (véase «El Cuento del Gibón») en los árboles
filogenéticos de este libro. Es la solución que han adoptado algunos autores, en
particular Colin Tudge en La variedad de la vida, un magistral resumen
filogenético de toda la vida terrestre. Pero si se introducen politomías en algunas
ramas, se corre el riesgo de inspirar falsa confianza en las demás. La revolución
en la sistemática de los mamíferos que han supuesto los laurasiaterios y los
afroterios (encuentros del 11 al 13) tuvo lugar en 2000, después de publicado el
libro de Tudge, de manera que algunas áreas de su clasificación que él daba por
resueltas se han visto transformadas. Si Tudge publicase una nueva edición,
introduciría cambios radicales. Es más que probable que con este libro ocurra
otro tanto, y no sólo en lo tocante a caguanes y tupayas. La posición de los
tarseros (Encuentro 7) y el agrupamiento de lampreas y mixinos (Encuentro 22)
son poco fiables. Las afinidades de los afroterios (Encuentro 13) y de los
celacantos (Encuentro 19) siguen siendo algo inciertas. El orden de nuestras citas
con los cnidarios y los ctenóforos (Encuentros 28 y 29) podría ser el inverso.
Otros encuentros, como el de los orangutanes, son de una certeza casi
absoluta, y hay muchos más dentro de esta afortunada categoría. También hay
algunos casos dudosos. Así pues, en lugar de arriesgar una especie de juicio
subjetivo sobre qué grupos merecen árboles totalmente resueltos y cuáles no, he
tomado partido por soluciones más o menos dudosas en 2004, explicando las
dudas en el texto siempre que fuese posible (a excepción de un solo encuentro, el
37, cuyo orden es tan incierto que ni los expertos se atreven a aventurar una
conjetura). Me temo que, andando el tiempo y a la luz de las pruebas que vayan
surgiendo, algunos (espero que relativamente pocos) de mis encuentros y sus
correspondientes filogenias resultarán ser erróneos[1].
Como todo en materia de gustos o de opinión, los sistemas taxonómicos más
antiguos, no ligados a parámetros evolutivos, son discutibles. Un taxónomo
podría alegar que, para hacer más práctica la exposición de especímenes en los
museos, convendría agrupar a las tupayas con las musarañas y a los caguanes
con las ardillas voladoras. Para opiniones así no hay una respuesta cien por cien
correcta. La taxonomía filética que he adoptado en este libro es diferente: existe
un árbol genealógico de la vida que es el correcto[2], sólo que aún no sabemos
cuál es. Todavía queda margen para las opiniones humanas, pero únicamente
versan sobre cuál terminará siendo a la postre la verdad irrefutable. Si aún no
sabemos a ciencia cierta cuál es esa verdad es porque no hemos analizado un
número suficiente de detalles, sobre todo en el terreno molecular. En realidad la
verdad está ahí, esperando ser descubierta. No se puede decir lo mismo de los
juicios basados en el gusto o en las necesidades prácticas de un museo.
Encuentro 10
Roedores, conejos y semejantes

El Encuentro 10 tiene lugar hace 75 millones de años. Es aquí donde nuestra


partida de peregrinos se ve, más que engrosada, invadida por una horda de
roedores bulliciosos que, agitando los bigotes, corretean aquí y allá royéndolo
todo. En este punto nos encontramos también con los conejos y otros animales
muy similares como las liebres, las liebres americanas y, ya más alejadas, las
pikas. En su día se clasificaba a los conejos como roedores, porque también
tienen unos incisivos frontales muy prominentes (en este terreno, de hecho,
superan a los roedores, pues cuentan con un par de dientes más). Después se los
colocó en un orden diferente, el de los Lagomorfos, contrapuesto al de los
Roedores. Los taxónomos actuales, sin embargo, agrupan ambos órdenes en una
cohorte llamada Glires. En nuestro viaje al pasado, los peregrinos lagomorfos y
los peregrinos roedores se unieron antes de sumarse a nuestra peregrinación. El
Contepasado 10 es aproximadamente nuestro quincemillonésimo tatarabuelo, el
antepasado más reciente que tenemos en común con un ratón, aunque el ratón
está vinculado a él a través de un número mucho más elevado de tatarabuelos,
por la sencilla razón de que las generaciones ratoniles son más cortas que las
nuestras.
Los roedores representan uno de los mayores éxitos del reino de los
mamíferos. Más del 40% de todas las especies de mamíferos son roedores y
parece ser que en el mundo, a nivel individual, los roedores son más numerosos
que todos los demás mamíferos juntos. Las ratas y los ratones, beneficiarios
ocultos de nuestra Revolución Agrícola, han viajado con nosotros a través de los
mares hasta el último confín del planeta, con efectos devastadores para nuestros
graneros y nuestra salud. Las ratas y su cargamento de pulgas provocaron la
Gran Plaga (siempre se ha considerado, aunque ahora haya quien lo discute, que
la Peste Negra también fue una epidemia bubónica), han propagado el tifus y se
les imputan más muertes humanas en el segundo milenio que a todas las guerras
y revoluciones juntas. Ni siquiera los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, cuando
caigan derrotados, se librarán de que las ratas devoren sus restos, ratas que,
como los lemmings, pulularán sobre las ruinas de la civilización. Dicho sea de
paso, los lemmings también son roedores, ratones campestres del norte que, por
razones no del todo claras, se multiplican en los llamados años del lemming
hasta constituir verdaderas plagas y después protagonizan frenéticas migraciones
en masa que, al contrario de lo que se afirma equivocadamente, no responden a
un deliberado espíritu suicida.
Incorporación de roedores, conejos y lagomorfos. Los expertos coinciden en que las aproximadamente
70 especies de lagomorfos y las 2000 de roedores (dos tercios de las cuales pertenecen a la familia de los
Múridos) conforman un mismo grupo. Recientes estudios genéticos determinan que este grupo es hermano
de los primates, caguanes y tupayas. Algunas partes del orden de ramificación de los roedores no están
resueltas del todo, pero la mayoría de los datos de tipo molecular sustentan una filogenia similar a ésta.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: capibara (Hydrochaeris hydrochaeris); rata topo del Cabo
(Georychus capensis); puercoespín (Hystrix africaeustralis); ardilla común (Sciurus vulgaris); muscardino
o lirón enano (Muscardinus avellanarius); liebre saltadora (Pedetes capensis); castor europeo (Castor
fiber); topillo rojo (Clethrionomys glareolus); ratón del abedul (Sicista betulina); liebre ártica (Lepus
arcticus); pika (Ochotona princeps).

Los roedores, como su propio nombre indica, son máquinas de roer. Poseen
un par de incisivos muy prominentes que crecen continuamente para compensar
el enorme desgaste. Sus maseteros, los músculos masticadores, están muy
desarrollados. No poseen colmillos y el diastema, el amplio hueco entre los
incisivos y los molares, aumenta la eficacia de la actividad roedora. Son capaces
de roer casi cualquier cosa. Los castores talan árboles de gran tamaño royendo
los troncos. Las ratas topo viven exclusivamente bajo tierra y excavan túneles,
no con las patas delanteras como los topos, sino con los incisivos.[1] Las diversas
especies de roedores han conquistado los desiertos del planeta (gundis, jerbos),
las altas montañas (marmotas, chinchillas), los árboles del bosque (ardillas,
ardillas voladoras), los ríos (ratas de agua, castores, capibaras), el suelo de las
selvas tropicales (agutíes), las sabanas (maras, liebres saltadoras) y la tundra
ártica (lemmings).
La mayoría de los roedores es del tamaño de un ratón, pero los hay mayores,
desde las marmotas, castores, agutíes y maras, a las capibaras de los ríos
sudamericanos, tan grandes como ovejas. Estos últimos son piezas muy
codiciadas por su carne, no sólo por su gran tamaño, sino porque, por extraño
que parezca, la iglesia católica romana siempre las consideró probablemente
porque viven en el agua, pescado de vigilia, esto es, comida apta para los viernes
y la cuaresma. A pesar de su porte, los capibaras actuales no son nada
comparados con varios roedores gigantes de Sudamérica, extintos en épocas
recientes. El capibara gigante, Protohydrochoerus, era tan grande como un
burro. Telicomys era más grande todavía, como un pequeño rinoceronte, y, al
igual que el capibara gigante, también se extinguió en la época del Gran
Intercambio Americano, cuando la formación del istmo de Panamá puso fin a la
condición insular de Sudamérica. Estos dos grupos de roedores gigantes no
guardaban un parentesco particularmente cercano y al parecer desarrollaron su
gigantismo por separado.
Un mundo sin roedores sería un mundo muy diferente. Es más probable un
mundo dominado por roedores y sin seres humanos que un mundo sin los
primeros. Si una guerra nuclear destruyese a la humanidad y a la mayoría de los
seres vivos, las criaturas que más probabilidades tendrían de sobrevivir a corto
plazo y dar lugar a una descendencia evolutiva serían las ratas. Me imagino el
siguiente panorama postapocalíptico. Los humanos y todos los demás animales
de gran tamaño hemos desaparecido. Surgen los roedores como los mayores
carroñeros posthumanos. Invaden Nueva York, Londres y Tokio royéndolo todo,
devorando despensas saqueadas, supermercados desiertos y cadáveres humanos
y convirtiendo el alimento ingerido en nuevas generaciones de ratas y ratones
cuya población, en vertiginosa expansión, se ve obligada a abandonar las
ciudades y se extiende por el campo. Cuando todos los vestigios de la fastuosa
civilización humana se agotan, las poblaciones se reducen y los roedores se
devoran unos a otros y a las cucarachas, los otros carroñeros que también
participaban del festín. En un periodo de intensa competición, las generaciones
fugaces, con índices de mutación tal vez incrementados por la radioactividad,
propician una evolución rápida. Ahora que no existen ni barcos ni aviones, las
islas vuelven a ser islas, habitadas por poblaciones aisladas que sólo reciben
visitas muy esporádicas de náufragos fortuitos, es decir, unas condiciones
idóneas para la divergencia evolutiva. Al cabo de cinco millones de años, una
gama entera de nuevas especies sustituye a las que conocemos. Rebaños de
gigantescas ratas pacedoras sufren los ataques de ratas depredadoras de dientes
de sable[2]. Después de un periodo lo bastante largo, ¿surgiría una especie de
ratas inteligentes capaces de crear una cultura? ¿Terminarían los historiadores y
científicos roedores organizando meticulosas excavaciones arqueológicas a
través de los estratos de nuestras ciudades para reconstruir las peculiares y
temporalmente trágicas circunstancias que brindaron a la raza ratonil la
oportunidad de dominar el mundo?

EL CUENTO DEL RATÓN

De todos los miles de roedores, el ratón casero, Mus musculus, tiene una historia
especial que contarnos, ya que es el segundo mamífero más estudiado del mundo
después del ser humano. Mucho más que el proverbial conejillo de Indias, el
ratón es la típica piedra de toque de los laboratorios médicos, fisiológicos y
genéticos de todo el mundo. En concreto, es uno de los pocos mamíferos, aparte
del hombre, cuyo genoma se ha secuenciado íntegramente.
Hay dos cosas de estos genomas recientemente secuenciados que han
provocado una sorpresa injustificada. La primera es que los genomas de los
mamíferos son bastante pequeños: en torno a los 30 mil genes o incluso menos.
La segunda es que se parecen muchísimo unos a otros. La dignidad humana
parecía exigir que nuestro genoma fuese mucho mayor que el de un minúsculo
ratón. Y no sólo eso: ¿no debería tener muchísimo más que 30 mil genes?
La expectativa de un número adecuado de genes induce a muchas personas,
incluso dotadas de cultura científica, a deducir que el ambiente ha de ser mucho
más importante de lo que se creía, ya que esos pocos genes no serían suficientes
para codificar un cuerpo entero. El razonamiento es de una ingenuidad pasmosa.
¿En función de qué parámetro decidimos cuántos genes hacen falta para
codificar un cuerpo? El argumento se basa en una suposición subconsciente
equivocada: la idea de que el genoma es una especie de plano en el que cada gen
corresponde a un pequeño trocito de cuerpo. Como veremos en el cuento de la
mosca del vinagre, el genoma no es tanto un plano como una receta, un
programa informático o un manual de instrucciones para montar un organismo.
Si consideramos que el genoma es un plano, lo normal es esperar que un
animal tan grande y complicado como un ser humano tenga más genes que un
ratoncillo, que tiene menos células y un cerebro menos refinado. Pero, como ya
he dicho, no es así como funcionan los genes. Hasta la metáfora de la receta o
del libro de instrucciones puede inducir a error si no se entiende correctamente.
Mi colega Matt Ridley, en su libro Nature via Nurture, emplea una analogía
diferente que me parece muy clara. La mayor parte del genoma que
secuenciamos no es un manual de instrucciones ni un programa informático para
construir un ser humano o un ratón, aunque algunas partes sí lo son; si así fuese,
cabría esperar, efectivamente, que nuestro programa fuese mayor que el de un
ratón. Sin embargo, la mayor parte del genoma recuerda más bien al diccionario
de palabras disponibles para escribir el libro de instrucciones o, como enseguida
veremos, al conjunto de subrutinas a las que apela el programa maestro. Como
dice Ridley, la lista de palabras usadas en David Copperfield es casi la misma
que la de El guardián entre el centeno; ambas novelas utilizan el vocabulario de
un anglófono nativo medianamente instruido. Lo que las diferencia por completo
es el orden en que están dispuestas las palabras en una y otra.
A la hora de fabricar un hombre o un ratón, ambas embriologías echan mano
del mismo diccionario de genes, el vocabulario normal de las embriologías de
los mamíferos. La diferencia entre una persona y un ratón viene dada por el
orden diferente en que se disponen los genes extraídos de ese vocabulario común
a todos los mamíferos, por las diferentes partes del cuerpo en que los genes se
activan y por el momento en que se activan. Todo esto está controlado por genes
específicos cuya función es activar otros genes en complejas sucesiones
perfectamente sincronizadas. Pero estos genes controladores sólo constituyen
una minoría dentro del genoma.
Que nadie entienda como orden el orden en que los genes están dispuestos a
lo largo de los cromosomas. Salvo notables excepciones, como las que
analizaremos en «El Cuento de la Mosca del Vinagre», el orden de los genes a lo
largo de un cromosoma es tan arbitrario como el orden en que aparecen listadas
las palabras de un vocabulario, un orden que, si bien suele ser alfabético, a
veces, sobre todo en manuales de conversación para extranjeros, también puede
venir dictado por la práctica, como la lista de palabras útiles en el aeropuerto, en
la consulta de un médico, en una tienda, etcétera. El orden en que los genes están
almacenados en los cromosomas carece de importancia: lo que importa es que el
hecho de que la maquinaria celular encuentra el gen apropiado cuando lo
necesita, y lo encuentra empleando métodos que cada vez conocemos mejor. En
«El Cuento de la Mosca del Vinagre» analizaremos esos pocos casos, muy
interesantes, en los que el orden de disposición de los genes en el cromosoma es
«no arbitrario» de forma parecida al del manual de conversación en otro idioma.
Por ahora, bastará con dejar claro que lo que distingue a un ratón de un hombre
no son los genes propiamente dichos, ni el orden en que están almacenados en el
manual de conversación cromosómico, sino el orden en que son activados: el
equivalente de la elección por parte de Dickens y Salinger de las palabras del
idioma inglés y de su disposición en frases.
En cierto sentido, sin embargo, la analogía del diccionario es engañosa. Las
palabras son más cortas que los genes, razón por la cual algunos autores han
equiparado cada gen a una frase. Pero la analogía de las frases tampoco es
buena, aunque por otro motivo: los libros no se escriben permutando un
repertorio fijo de frases. La mayoría de las frases son únicas. Los genes, al igual
que las palabras pero a diferencia de las frases, se usan una y otra vez en
contextos diferentes. En el contexto genético, una analogía mejor que la de las
palabras o las frases es la de las subrutinas toolbox («caja de herramientas») de
un ordenador.
El ordenador que mejor conozco es el Macintosh. Ya llevo unos cuantos años
sin programar nada y sin duda estaré desfasado en cuanto a los detalles, pero no
importa: lo fundamental es el principio, que sigue siendo el mismo y vale para
todos los ordenadores. El Mac tiene un repertorio de rutinas toolbox
almacenadas en la memoria ROM o en archivos de sistema que siempre se
cargan al encender el ordenador. Hay miles de rutinas de este tipo, cada una de
las cuales realiza una operación concreta, una y otra vez, de maneras ligeramente
distintas, en programas diferentes. Por ejemplo, la rutina llamada «ocultar
cursor» hace que el puntero desaparezca de la pantalla hasta que se vuelva a
mover el ratón. El gen de «ocultar cursor» se activa, sin que el usuario lo vea,
cada vez que el usuario empieza a escribir y el puntero del ratón desaparece.
Detrás de las características comunes a todos los programas de Mac (y de sus
equivalentes en los ordenadores de entorno Windows que los han imitado), tales
como menús desplegables, barras de desplazamiento, ventanas minimizables que
se pueden arrastrar y muchas otras, hay una rutina toolbox concreta.
La razón por la cual todos los programas de Mac resultan tan semejantes
(una semejanza que se convirtió en un famoso objeto de litigio) es que todos
ellos, tanto si son de Apple como de Microsoft, llaman a las mismas rutinas. Si
un programador desea desplazar una zona entera de la pantalla en una
determinada dirección, por ejemplo con la función de arrastre del ratón, lo que
tiene que hacer para no perder el tiempo es llamar a la rutina ScrollRect. Si lo
que quiere es marcar un elemento de un menú desplegable, no hará falta que se
ponga a escribir un código a tal efecto: le bastará con llamar a la rutina
Checkltem y ésta se encargará de la tarea. Si se mira el texto de un programa de
Mac, independientemente de quien lo haya escrito, en qué lenguaje de
programación y con qué finalidad, se observará algo fundamental, a saber, que
consiste en llamadas a las consabidas rutinas toolbox internas. Todos los
programadores tienen a su disposición el mismo repertorio de rutinas. Cada
programa agrupa las llamadas a estas rutinas de una manera particular, formando
combinaciones y secuencias diferentes.
El genoma, alojado en el núcleo de toda célula, es el repertorio de rutinas de
ADN disponibles para desempeñar funciones bioquímicas habituales. El núcleo
de una célula es como la memoria ROM de un Mac. Diferentes tipos de células,
como las células hepáticas, las células óseas o las células musculares, disponen
de diferentes maneras las «llamadas» a dichas rutinas a la hora de desempeñar
funciones celulares concretas, como crecer, escindirse o segregar hormonas. Las
células óseas de los ratones son más parecidas a las células óseas humanas que a
las células hepáticas de los ratones: ejecutan tareas muy similares y necesitan
recurrir al mismo repertorio de rutinas. Por eso todos los genomas de mamífero
tienen más o menos el mismo tamaño: todos ellos emplean el mismo repertorio.
No obstante, las células óseas de los ratones actúan de manera diferente a las
células óseas de los humanos, lo que se refleja en las distintas maneras de llamar
al repertorio de rutinas del núcleo. El repertorio en sí no es idéntico en ratones y
hombres, aunque podría serlo perfectamente sin anular, en principio, las
diferencias fundamentales entre las dos especies. A la hora de fabricar ratones
que sean diferentes de los seres humanos, son mucho más importantes las
diferencias en las llamadas a las rutinas que las rutinas propiamente dichas.

EL CUENTO DEL CASTOR

El «fenotipo» es aquello que se ve influido por los genes. Esto significaría que
todo el cuerpo es fenotipo, pero la etimología de la palabra presenta abundantes
matices. Phaino en griego significa «mostrar», «sacar a la luz», «exhibir»,
«desvelar», «descubrir», «manifestar». El fenotipo es la manifestación externa y
visible del genotipo oculto. El Oxford English Dictionary lo define como «la
suma total de las características observables de un individuo, considerada como
el efecto de la interacción de su genotipo con su ambiente», aunque antes de esta
definición coloca otra más sutil: «Tipo de organismo distinguible de los demás
en virtud de características observables».
Para Darwin, la selección natural significaba la supervivencia y reproducción
de ciertos tipos de organismos a expensas de tipos rivales. Aquí tipos no
significa grupos ni razas ni especies. La tan malentendida frase «conservación de
las razas favorecidas», que figura en el subtítulo de El origen de las especies,
tampoco se refería a «raza» en el sentido que habitualmente le damos a la
palabra. Aunque en su época los genes todavía no se habían definido ni
comprendido adecuadamente, lo que Darwin pretendía decir con «razas
favorecidas» era lo que hoy llamaríamos poseedoras de genes favorecidos.
La selección impulsa la evolución sólo en la medida en que los tipos
alternativos deban sus diferencias a los genes: si éstas no se heredan, la
supervivencia diferencial no tendrá ningún efecto en las generaciones futuras.
Para un darviniano, los fenotipos son la manifestación a través de la cual los
genes son juzgados por la selección. Cuando afirmamos que un castor tiene la
cola plana para que le sirva de remo, lo que estamos diciendo es que los genes
cuya expresión fenotípica incluía el aplanamiento de la cola sobrevivieron
gracias a ese fenotipo. Los castores que tenían el fenotipo de la cola plana
sobrevivieron porque eran mejores nadadores; los genes responsables
sobrevivieron en el interior de esos individuos y fueron transmitidos a nuevas
generaciones de castores de cola plana.
A todo esto, los genes que se expresaron en forma de enormes incisivos
afilados capaces de roer madera también sobrevivieron. A nivel individual, los
castores son el resultado de permutaciones de genes en el acervo génico de la
especie. Los genes han sobrevivido a lo largo de generaciones y generaciones de
castores ancestrales porque han demostrado su capacidad de colaborar con otros
genes en el acervo génico para producir fenotipos que prosperan en el estilo de
vida propio de los castores.
Al mismo tiempo, en otros acervos génicos sobreviven otras cooperativas de
genes que dan lugar a organismos que sobreviven dedicándose a otros
menesteres vitales: la cooperativa del tigre, la del camello, la de la cucaracha, la
de la zanahoria. Mi primer libro, El gen egoísta, podría haberse titulado
perfectamente El gen cooperativo sin necesidad de cambiar una sola palabra. De
hecho, si lo hubiese titulado así, podría haberme ahorrado algunos
malentendidos (muchos de los críticos más acerbos de un libro se limitan a leer
el título). El egoísmo y la cooperación son las caras de la misma moneda
darviniana. Todo gen promueve su propia guerra egoísta mediante la
cooperación con otros genes en ese acervo génico recombinado sexualmente
(que constituye su ambiente particular) con el fin de construir cuerpos
compartidos.
Los genes de castor, sin embargo, dan lugar a fenotipos especiales muy
diferentes de los de tigres, camellos o zanahorias. Los castores tienen
«fenotipos-lago», producidos por fenotipos-dique. Un lago es un fenotipo
extendido, nombre con que se designa un tipo especial de fenotipo del que nos
ocuparemos en lo que queda de cuento, que viene a ser un breve resumen del
libro que publiqué con ese título.[3] Es un tema interesante no sólo por sí mismo,
sino porque ayuda a entender cómo se desarrollan los fenotipos convencionales.
Como veremos, resulta que, en lo sustancial, no hay gran diferencia entre el
fenotipo extendido, como un lago de castores, y el fenotipo convencional, como
una cola aplanada.
¿No es erróneo aplicar la misma palabra, fenotipo, a una cola hecha de carne,
hueso y sangre y a una masa de agua retenida en un valle por un dique? La
respuesta es que ambas son manifestaciones de genes de castor, ambas han
evolucionado para ser cada vez más eficaces en la conservación de dichos genes
y ambas están vinculadas a los genes que expresan mediante una cadena similar
de eslabones causales embriológicos. Permítaseme explicarlo.
No conocemos con detalle los procesos embriológicos por los que los genes
del castor determinan la cola del castor, pero sí sabemos qué clase de
operaciones tienen lugar. Los genes de todas y cada una de las células de un
castor se comportan como si «supiesen» en qué tipo se encuentran. Las células
cutáneas tienen los mismos genes que las células óseas, pero en ambos tejidos se
activan genes diferentes. Ya lo hemos visto en el Cuento del Ratón. Los genes,
en cada uno de los distintos tipos de células que forman la cola de un castor, se
comportan como si «supiesen» dónde están, y hacen que sus respectivas células
interactúen entre sí de tal forma que toda la cola adopte su característica forma
plana y sin pelo. Es muy difícil explicar cómo pueden «saber» los genes en qué
parte de la cola se encuentran, pero, en principio, sabemos cómo superarlas; y las
soluciones, al igual que las dificultades, serán en general del mismo tipo cuando
nos ocupemos del desarrollo de las zarpas de los tigres, las jorobas de los
camellos y las hojas de las zanahorias.
Las soluciones también son del mismo tipo en lo relativo al desarrollo de los
mecanismos neuronales y neuroquímicos que dirigen el comportamiento. La
conducta copulatoria de los castores es instintiva. A través de secreciones
hormonales en la sangre y de nervios que controlan músculos ligados a huesos
perfectamente articulados, el cerebro del castor macho orquesta toda una
sinfonía de movimientos. El resultado es una precisa coordinación con la
hembra, que a su vez también se mueve armoniosamente de acuerdo a su propia
sinfonía de movimientos, orquestados por su cerebro con el mismo cuidado y
meticulosidad a fin de facilitar la unión. Podemos estar seguros de que esta
exquisita música neuromuscular se ha ido afinando y perfeccionando a lo largo
de generaciones y generaciones de selección natural, esto es, a través de la
selección de genes. En los acervos génicos de los castores sobrevivieron aquellos
genes cuyos efectos fenotípicos en los cerebros, los nervios, los músculos, las
glándulas, los huesos y los órganos sensoriales de generaciones de castores
ancestrales mejoraron las posibilidades de que esos mismos genes fuesen
transmitidos hasta el presente.
Los genes del comportamiento sobreviven de la misma manera que los genes
de los huesos y de la piel. Quien diga que en realidad no existen genes del
comportamiento, solamente genes de los nervios y músculos que determinan el
comportamiento, sigue siendo un náufrago entre sueños paganos[4]. Por lo que
respecta a los efectos directos de los genes, las estructuras anatómicas no ocupan
una posición preponderante sobre las conductuales. Los genes sólo son real o
directamente responsables de las proteínas u otros efectos bioquímicos
inmediatos: todos los demás efectos, tanto en fenotipos anatómicos como en
fenotipos conductuales, son indirectos. Pero la distinción entre directo e
indirecto es banal. Lo que importa desde el punto de vista darviniano es que las
diferencias entre genes se traduzcan en diferencias entre fenotipos. La selección
natural sólo se preocupa de las diferencias, y los genetistas, de un modo
prácticamente idéntico, también.
Recordemos la más sutil de las dos definiciones de fenotipo recogidas en el
Oxford English Dictionary: «Un tipo de organismo distinguible de los demás en
virtud de características observables». La palabra clave es distinguible. Un gen
«de» ojos castaños no es un gen que codifique directamente la síntesis de un
pigmento marrón; o mejor dicho, podría serlo, pero la cuestión no es ésa. La
cuestión es que el hecho de poseer un gen «de» ojos castaños ocasiona una
diferencia en el color de ojos respecto a otra versión del mismo gen, lo que se
llama un alelo. Las cadenas causativas que culminan en la diferencia entre un
fenotipo y otro, por ejemplo entre unos ojos castaños y otros azules, suelen ser
largas y tortuosas. El gen fabrica una proteína que es diferente de la que fabrica
el gen alternativo. La proteína tiene un efecto enzimático en la química celular,
lo que a su vez tiene un efecto en X, que a su vez tiene un efecto en Y, que a su
vez tiene un efecto en Z, que a su vez tiene un efecto… en una larga cadena de
causas intermedias que finalmente tiene un efecto… en el fenotipo en cuestión.
El alelo da lugar a la diferencia cuando su fenotipo se compara con el fenotipo
correspondiente, al final de la correspondiente larga cadena de causas que
procede del alelo alternativo. Las diferencias genéticas producen diferencias
fenotípicas. Los cambios genéticos ocasionan cambios fenotípicos. En la
evolución darviniana los alelos se seleccionan en virtud de las diferencias de los
efectos que tienen sobre los fenotipos.
El principio fundamental es que esta comparación entre fenotipos puede
darse en cualquier punto de la cadena de causas. Todos los eslabones intermedios
de la cadena son fenotipos verdaderos y cualquiera de ellos puede constituir el
efecto fenotípico que propicia la selección de un gen: basta con que resulte
visible a la selección natural; lo mismo da que resulte visible al ojo humano o
no. En esta cadena no existe el eslabón definitivo: no hay un fenotipo final ni
supremo. Cualquier consecuencia de una variación en los alelos, en cualquier
parte del mundo, por muy indirecta y larga que sea la cadena de causación, es
blanco legítimo de la selección natural siempre que incida en la supervivencia
del alelo responsable en relación a los alelos rivales.
Fijémosnos ahora en la cadena de causación embriológica que lleva a la
construcción de diques por parte de los castores. La construcción de diques es un
complicado comportamiento estereotipado inserto en el cerebro como un afinado
mecanismo de relojería; o por usar un símil más apropiado a la era de la
electrónica, como un circuito integrado. He tenido la oportunidad de ver una
grabación muy interesante de unos castores en cautividad dentro de una jaula
vacía y desnuda, sin agua ni madera. Los castores representaban, en el vacío,
todos los movimientos estereotipados que normalmente ejecutan en su ambiente
natural, rico en madera y agua. Apilaban troncos virtuales para construir un
dique virtual y trataban de levantar un muro fantasma con ramas fantasma, todo
ello en el suelo duro, plano y seco de su prisión. Era imposible no sentir pena por
ellos: parecían desesperados por ejercitar su innato y frustrado instinto de
constructores de diques.
Los castores son los únicos animales que tienen este tipo de mecanismo
cerebral. Otras especies (incluidos los castores) tienen mecanismos para copular,
para rascarse y para pelear. Pero el mecanismo cerebral para construir diques
sólo lo poseen los castores y debió evolucionar lenta y gradualmente en castores
ancestrales. Evolucionó porque los lagos artificiales formados por los diques son
útiles. No está totalmente claro para qué sirven, pero tuvieron que ser útiles para
los antepasados que los construyeron, no para un castor cualquiera. La razón más
probable es que el lago representa para el castor un lugar a salvo de la mayoría
de predadores y un medio seguro para transportar comida. Sea cual sea la
ventaja, está claro que debe de ser considerable, de lo contrario los castores no
dedicarían tanto tiempo y esfuerzo a construir diques. Adviértase, una vez más,
que la selección natural es una teoría predictiva. Los darvinistas pueden predecir
con toda certeza que si los diques fuesen una absurda pérdida de tiempo, los
castores rivales que se abstuviesen de construirlos sobrevivirían mejor y
transmitirían a su descendencia la tendencia genética a no hacerlo. El hecho de
que los castores muestren tal afán por construir diques es una prueba rotunda de
que sus antepasados se beneficiaron de tal actividad.
Como cualquier adaptación provechosa, el mecanismo cerebral que impele a
los castores a construir diques tuvo que evolucionar mediante la selección
darviniana de los genes. Sin duda se produjeron variaciones genéticas en el
entramado neuronal relacionado con la construcción de diques. Las variantes
genéticas que diesen como fruto mejores diques tenían más probabilidades de
sobrevivir en los acervos génicos de los castores. Es la misma historia de todas
las adaptaciones darvinianas. Pero, ¿cuál es el fenotipo? ¿En qué eslabón de la
cadena de causas podemos decir que la diferencia genética ejerce su efecto? Lo
repetiré una vez más: en todos aquellos eslabones donde se aprecie una
diferencia. ¿En toda la red neuronal del cerebro? Casi con toda seguridad, sí. ¿En
la química celular que, durante el desarrollo embrionario, da lugar a esa red? Sin
duda. Pero también el comportamiento, esa sinfonía de contracciones musculares
que constituye la conducta, es un fenotipo perfectamente respetable. Las
diferencias en el comportamiento de los constructores de diques son, sin lugar a
dudas, manifestaciones de diferencias genéticas. Y del mismo modo, las
consecuencias de ese comportamiento pueden perfectamente considerarse
fenotipos de genes. ¿Qué consecuencias? Los diques, por supuesto. Y los lagos,
por cuanto son consecuencia de los diques. Las diferencias entre los lagos vienen
dadas por las diferencias entre los diques, igual que las diferencias entre los
diques obedecen a las diferencias entre los patrones de comportamiento, que a su
vez son consecuencia de las diferencias entre genes. Se podría decir que las
características de un dique o de un lago son verdaderos efectos fenotípicos de los
genes, aplicando exactamente la misma lógica que nos lleva a afirmar que las
características de una cola de castor son efectos fenotípicos de los genes.
Por lo general, los biólogos consideran que los efectos fenotípicos de un gen
no trascienden la piel del individuo que porta dicho gen. El Cuento del Castor ha
demostrado que no hay por qué ceñirse a esta visión restrictiva. El fenotipo de
un gen, en el verdadero sentido de la palabra, se extiende más allá de la piel del
individuo. Los nidos de los pájaros son fenotipos extendidos. Su forma, su
tamaño, sus complejas cámaras y conductos (en los casos en que se dan) son
adaptaciones darvinianas, y por tanto han tenido que evolucionar a través de la
supervivencia diferencial de genes alternativos. ¿Genes del comportamiento de
constructores de diques? Sí. ¿Genes del entramado neuronal que propicia la
construcción de nidos con la forma y el tamaño adecuados? Sí. ¿Genes de los
nidos con la forma y el tamaño adecuados? Por la misma razón, sí. Los nidos
están hechos de hierba, palitos o barro, no de células de ave, pero eso no tiene
nada que ver con la cuestión de si las diferencias entre los nidos son
manifestación de las diferencias entre los genes. Si lo son, los nidos constituyen
auténticos fenotipos de genes. Y seguro que lo son, pues ¿cómo si no podría
haberlos mejorado la selección natural?
Artefactos tales como nidos y diques (y lagos) son ejemplos de fenotipos
extendidos muy fáciles de entender. Pero hay otros cuya lógica es un poco más
difusa. Por ejemplo, los genes de los parásitos tienen una expresión fenotípica en
los cuerpos de sus huéspedes. Esto es cierto incluso cuando no viven dentro de
ellos, como es el caso de los cucos. Y muchos ejemplos de comunicación animal,
como el del canario macho que al cantarle a la hembra provoca que le crezcan
los ovarios, pueden reformularse en términos de fenotipo extendido. Pero esto
nos alejaría demasiado del castor, cuyo cuento está a punto de concluir con una
última observación: en condiciones favorables, el lago de un castor puede
alcanzar una extensión de varios kilómetros cuadrados, lo que tal vez lo
convierte en el fenotipo más grande de cualquier gen del mundo.
Encuentro 11
Laurasiaterios

Hace 85 millones de años, en ese invernadero que era el mundo del Cretácico
superior, nos encontramos con el Contepasado 11, del que nos separan 25
millones de generaciones. En este punto se nos une una partida de peregrinos
mucho más diferentes de nosotros que los roedores y conejos del Encuentro 10.
Los taxónomos más puntillosos reconocen su ascendencia común asignándoles
un solo nombre, Laurasiaterios, pero rara vez se usa, puesto que, en realidad, se
trata de un grupo heterogéneo. Los roedores, caracterizados todos ellos por
dientes prominentes, han proliferado y se han diversificado porque,
evidentemente, esa particularidad favorecía la supervivencia. Así pues, el
término «roedores» tiene un significado concreto y aúna criaturas que tienen
mucho en común. «Laurasiaterios», en cambio, es un concepto tan incómodo a
efectos fonéticos como prácticos pues engloba mamíferos muy dispares que sólo
tienen una cosa en común: todos se unieron entre sí antes de sumarse a nuestra
peregrinación. Originariamente, todos los peregrinos laurasiaterios proceden del
viejo continente septentrional de Laurasia.
Y menuda tropa variopinta conforman estos peregrinos laurasianos: unos
vuelan, otros nadan, muchos galopan… y la mitad de ellos mira nerviosamente
hacia atrás por miedo a que se los coma la otra mitad… En total pertenecen a
siete órdenes diferentes: Folidotos (pangolines), Carnívoros (perros, gatos,
hienas, osos, comadrejas, focas, etc.), Perisodáctilos (caballos, tapires,
rinocerontes), Cetartiodáctilos (antílopes, ciervos, vacas, camellos, cerdos,
hipopótamos y… el miembro sorpresa de este grupo lo daremos más adelante),
Micro y Megaquirópteros (murciélagos pequeños y grandes, respectivamente) e
Insectívoros (topos, erizos y musarañas, pero no las musarañas elefantes ni los
tenrecs: para reunirnos con estos tendremos que esperar al Encuentro 13).
Incorporación de los Laurasiaterios. A comienzos de la década de 2000, los estudios genéticos
revolucionaron la taxonomía de los mamíferos. Según el nuevo enfoque, los mamíferos placentarios se
dividen en cuatro grupos principales, uno de los cuales es nuestra actual partida de peregrinos (compuesta
en su mayor parte de roedores y primates). Varias pruebas indican que sus parientes más cercanos sean las
aproximadamente 2000 especies que integran el grupo de los laurasiaterios. Los taxónomos que han
propuesto la nueva clasificación conceden una certeza razonable a la filogenia aquí representada.

Ilustraciones, izquierda a derecha: Pangolín de Temminck (Manis temminckii); oso polar (Urdus
maritimus); tapir malayo (Tapirus indicus); hipopótamo (Hippopotamus amphibius); murciélago fantasma
australiano (Macroderma gigas); panique o zorro volador indio (Pteropus giganteus); erizo común
(Erinaceus europaeus).

El nombre Carnívoros resulta irritante porque, a fin de cuentas, simplemente


significa «comedor de carne» y, en el reino animal, el hábito de comer carne se
ha inventado centenares de veces por separado. No todos los carnívoros son
miembros del orden Carnívoros (las arañas también son carnívoras, como
carnívoro era el ungulado Andrewsarchus, el mayor carnívoro desde la extinción
de los dinosaurios) y no todos los miembros del orden Carnívoros comen carne
(pensemos en el apacible oso panda, que apenas come otra cosa que bambú).
Dentro de los mamíferos, el orden de los Carnívoros es un clado rigurosamente
monofilético, esto es, un grupo cuyos miembros descienden todos ellos de un
mismo antepasado al que también se habría clasificado dentro de ese grupo. Los
félidos (como leones, guepardos y dientes de sable), los cánidos (como lobos,
chacales y licaones), los mustélidos, los vivérridos, los úrsidos (incluidos los
pandas), las hienas, los glotones, las focas, los leones marinos y las morsas son
todos ellos miembros del orden laurasiaterio de los Carnívoros y descienden de
un contepasado al que también se habría incluido en dicho orden.
Los carnívoros rivalizan con sus presas en velocidad, luego no es de extrañar
que la necesidad de ser rápidos haya impulsado a unos y otros en direcciones
evolutivas parecidas. Para correr hacen falta patas largas y los grandes
herbívoros y carnívoros laurasiaterios, cada uno a su manera, han alargado sus
extremidades recurriendo a huesos que en nosotros pasan desapercibidos, ocultos
como están en el interior de las manos (los metacarpos) y de los pies
(metatarsos). El llamado hueso caña de los caballos es el tercer metacarpo (o
metatarso) agrandado y soldado a dos huesecillos minúsculos llamados
sesamoideos proximales que son vestigio del segundo y cuarto metacarpos
(metatarsos). En el caso de los antílopes y otros ungulados de dedos pares, el
hueso caña es una fusión del tercer y cuarto metacarpos (metatarsos). Los
carnívoros también han prolongado sus metacarpos y metatarsos, pero estos
cinco huesos han permanecido separados en lugar de soldarse o desaparecer,
como ha ocurrido en el caso de los caballos, bóvidos y demás ungulados.
Ungus significa uña en latín; los ungulados son animales que caminan sobre
las uñas (en su caso pezuñas). Pero esta forma de caminar se ha inventado varias
veces, de manera que el término «ungulado», desde el punto de vista
taxonómico, es más descriptivo que preciso. Los caballos, los rinocerontes y los
tapires son ungulados de dedos impares. Los caballos caminan sobre un solo
dedo, el tercero, el correspondiente al dedo corazón de la mano humana; los
rinocerontes y los tapires caminan sobre los tres del medio, como también hacían
los caballos primitivos y algunos caballos actuales que presentan mutaciones
atávicas. Los ungulados de dedos pares o pezuña hendida caminan sobre dos
dedos, el tercero y el cuarto. Las semejanzas convergentes entre la familia de los
bóvidos, ungulados de dos dedos, y la de los équidos, de un dedo solo, son
modestas en comparación con las semejanzas convergentes que ambas familias
guardan, por separado, con ciertos herbívoros sudamericanos ya extintos. El
denominado grupo de los litopternos descubrió, con anterioridad y de manera
independiente, el hábito equino de caminar apoyándose únicamente en el tercer
dedo; los huesos de sus patas eran casi idénticos a los de los caballos. Otros
herbívoros sudamericanos del grupo de los llamados notoungulados
descubrieron, también por su cuenta, el hábito, propio de bóvidos y antílopes, de
caminar sobre los dedos tercero y cuarto. Estas semejanzas tan pasmosas
engañaron de hecho a un veterano zoólogo argentino del siglo XIX, que
dictaminó que Sudamérica era el semillero evolutivo de muchos de los grandes
grupos de mamíferos. En concreto, estaba convencido de que los litopternos eran
los antepasados primitivos del caballo (tal vez imbuido de cierto de orgullo
patriótico ante la posibilidad de que su país hubiese sido la cuna de tan noble
animal).
Entre los peregrinos laurasiaterios que se nos unen en este punto también
figuran, además de los grandes ungulados y carnívoros, otros animales de poca
talla. Los murciélagos son extraordinarios por muchos motivos. Para empezar,
son los únicos mamíferos actuales capaces de competir con las aves en el vuelo,
y ejecutan impresionantes acrobacias aéreas. Por otro lado, con sus casi mil
especies, son mucho más numerosos que todos los demás órdenes de mamíferos
salvo los roedores. Por último, han perfeccionado la tecnología del sonar (el
equivalente sónico del radar) con un grado de eficacia muy superior al
alcanzados por cualquier otro grupo de animales, incluidos los diseñadores
humanos de submarinos[1].
El otro gran grupo de laurasiaterios de poco tamaño son los llamados
insectívoros, un orden que engloba musarañas, topos, erizos y otras pequeñas
criaturas de hocico puntiagudo que se alimentan de insectos y pequeños
invertebrados terrestres como gusanos, babosas y ciempiés. Al igual que con los
Carnívoros, uso la inicial en mayúscula, Insectívoros, para indicar el grupo
taxonómico, y la minúscula para indicar de un modo genérico cualquier animal
que coma insectos. Así, un pangolín es un insectívoro pero no pertenece al orden
de los Insectívoros. El topo, en cambio, forma parte de los Insectívoros y
efectivamente come insectos. Como ya he señalado, es una lástima que los
taxónomos antiguos empleasen términos como Carnívoros e Insectívoros, ya que
los animales incluidos en dichas categorías apenas guardan una laxa relación con
el régimen alimenticio que ambos términos sugieren.
Emparentados con carnívoros como perros, gatos y osos están las focas, los
leones marinos y las morsas. Enseguida oiremos el cuento de la foca, que trata
de sistemas de apareamiento. Las focas también me parecen interesantes por otro
motivo: cuando se trasladaron al medio acuático, se modificaron la mitad que los
dugongos y las ballenas. Esto me trae a la memoria otro gran grupo de
laurasiaterios del que todavía no nos hemos ocupado. Pasemos a «El Cuento del
Hipopótamo», que sorprenderá al lector.

EL CUENTO DEL HIPOPÓTAMO

De niño, cuando estudiaba griego en el colegio, aprendí que hippos significaba


«caballo» y potamos, «río». Los hipopótamos eran, pues, caballos de río.
Después, cuando dejé el griego por la zoología, no me sorprendí demasiado al
enterarme de que los hipopótamos no eran parientes cercanos de los caballos,
sino que estaban clasificados claramente junto a los cerdos, en medio de los
ungulados de dedos pares o artiodáctilos. Pero ahora me he enterado de algo tan
increíble que todavía me resisto a creerlo, aunque todo indica que me lo voy a
tener que creer: los parientes actuales más cercanos de los hipopótamos son las
ballenas. ¡El grupo de los ungulados de dedos pares incluye a las ballenas!
Huelga decir que las ballenas no tienen pezuñas ni dedos, ya sean pares o
impares, así que más vale, para evitar confusiones, emplear el término científico
de artiodáctilos (que en griego, sin embargo, significa «de dedos pares», luego
tampoco es que hayamos ganado mucho con el cambio). Por completar el
cuadro, debo añadir que el nombre equivalente del orden que incluye a los
équidos es perisodáctilos (en griego, «de dedos impares»). Las ballenas, según
indican numerosas pruebas moleculares, son artiodáctilos, pero como
anteriormente se las encuadraba en el orden de los Cetáceos y como, además, el
término artiodáctilos tiene mucho arraigo, se ha decidido acuñar una nueva voz
compuesta: cetartiodáctilos.
Las ballenas son una de las grandes maravillas de la naturaleza; algunas de
ellas son los organismos más grandes que jamás se han movido sobre nuestro
planeta. Nadan ondulando la espina dorsal de arriba abajo, un movimiento
derivado del galope de los mamíferos, y no de lado a lado como hacen los peces
al nadar o los lagartos al correr. (O, por lo visto, un ictiosaurio nadador que en
muchos aspectos se parecía a un delfín, salvo en que tenía la cola vertical,
mientras que el delfín la tiene horizontal para poder «galopar» por el mar). Las
extremidades delanteras de las ballenas les sirven de timones y estabilizadores.
Carecen por completo de miembros traseros visibles, aunque algunas conservan
pequeños huesos vestigiales de la pelvis y de las patas bien escondidos dentro
del cuerpo.
No es tan difícil de creer que las ballenas guarden un parentesco más
estrecho con los ungulados artiodáctilos que con cualquier otro mamífero. Puede
parecer extraño que un remoto antepasado se desviase a la izquierda y se hiciese
a la mar para dar origen a las ballenas, mientras otro se desviaba a la derecha y
originase a los ungulados artiodáctilos, pero tampoco es para llevarse las manos
a la cabeza. Lo que sí resulta asombroso es que, según las pruebas moleculares,
las ballenas pertenecen al orden de los Artiodáctilos. Los hipopótamos están más
emparentados con las ballenas que con cualquier otro animal, incluidos otros
ungulados de dedos pares como los cerdos.[2] En su viaje al pasado, los
peregrinos hipopótamos y los peregrinos ballenas se unen entre sí antes de
juntarse a los rumiantes y, después, a los demás artiodáctilos, como los cerdos.
Las ballenas son el miembro sorpresa al que he aludido al presentar a los
cetartiodáctilos. La hipótesis basada en el sorprendente resultado de esas pruebas
se conoce como hipótesis Whippo, de whale y hippo «ballena» e «hipopótamo».
Todo esto presupone que aceptamos el testimonio de las moléculas[3]. ¿Y qué
dicen los fósiles? Para mi gran sorpresa, la nueva teoría encaja de maravilla. La
mayoría de los grandes órdenes mamíferos (aunque no sus subdivisiones) se
remontan a la era de los dinosaurios, como ya hemos visto en relación con la
Gran Catástrofe del Cretácico. Tanto el Encuentro 10 (con los roedores y los
conejos) como el Encuentro 11 (al que acabamos de llegar) tuvieron lugar
durante el periodo Cretácico, en pleno apogeo de los dinosaurios. Pero por aquel
entonces, tanto si sus respectivos descendientes estaban llamados a convertirse
en ratones o en hipopótamos, los mamíferos eran criaturas pequeñas como
musarañas. La verdadera explosión de diversidad mamífera comenzó
súbitamente después de que los dinosaurios se extinguiesen, hace 65,5 millones
de años: sólo entonces tuvieron los mamíferos ocasión de medrar en los nichos
que quedaron vacantes. Pudieron alcanzar un tamaño corporal considerable
únicamente tras la desaparición de los dinosaurios. El proceso de evolución
divergente fue rápido y menos de cinco millones de años después de la
liberación ya recorría la tierra una gama enorme de mamíferos de todas las
formas y tamaños. Entre cinco y diez millones de años más tarde, a caballo entre
el Paleoceno y el Eoceno, abundan los fósiles de ungulados artiodáctilos.
Otros cinco millones de años después, entre comienzos y mediados del
Eoceno, encontramos el grupo de los llamados arqueocetos. El nombre significa
«antiguos cetáceos» y casi todos los expertos coinciden en que entre estos
animales ha de encontrarse el antepasado de las ballenas actuales. Uno de los
más antiguos, el pakistaní Pakicetus, parece ser que pasó parte de su existencia
en tierra firme. Entre los más recientes figura el infelizmente bautizado
Basilosaurus (infeliz no por lo de Basil sino porque saurus significa lagarto:
cuando se descubrió, se dio por hecho que se trataba de un reptil marino y,
aunque hoy sepamos que se trató de un error, las rígidas reglas de la
nomenclatura obligan a respetar la prioridad.[4]). Basilosaurus tenía un cuerpo
larguísimo y, de no ser porque llevaba mucho tiempo extinto, habría sido un
candidato idóneo para la legendaria serpiente marina gigante. Más o menos por
la época en que las ballenas estaban representadas por criaturas como
Basilosaurus, los antepasados del hipopótamo bien pudieron ser miembros del
grupo de los llamados antracoterios, algunas de cuyas reconstrucciones los
presentan bastante parecidos a los hipopótamos modernos.
Volviendo a las ballenas, ¿qué se sabe de los antecedentes de los
arqueocetos, antes de que volviesen a invadir las aguas? Si el testimonio de las
moléculas es correcto y los parientes más cercanos de las ballenas son los
hipopótamos, estaríamos tentados de buscar a sus progenitores entre fósiles de
hábitos herbívoros. Sin embargo, ninguna ballena ni ningún delfín modernos son
herbívoros. A propósito, los dugongos y manatíes, que no guardan la menor
relación con ballenas ni hipopótamos, son la prueba de que un mamífero
exclusivamente marino puede seguir sin ningún problema una dieta
exclusivamente herbívora. Los balénidos, en cambio, se alimentan o bien de
crustáceos planctónicos (las ballenas misticetas, o de barbas), de peces y
calamares (los delfines y la mayoría de las ballenas odontocetas o dentadas) o de
presas de gran tamaño tales como focas (las orcas). Esto ha hecho que
buscásemos a los antepasados de las ballenas entre los mamíferos carnívoros
terrestres, empezando por el propio Darwin, cuyas especulaciones al respecto, no
sé por qué, son en ocasiones objeto de burla:

Herne vio en Norteamérica un oso negro que nadaba durante horas con la boca bien abierta para atrapar
insectos acuáticos, casi como haría una ballena. Incluso en un caso tan extremo como éste, si el
suministro de insectos fuese constante y si en el mismo entorno no existiesen ya competidores mejor
adaptados, no veo difícil que una raza de osos, por medio de la selección natural, se tornase cada vez
más acuática en cuanto a su estructura y hábitos, con la boca cada vez más grande hasta dar lugar a una
criatura monstruosa como la ballena (El origen de las especies, 1859).

Como acotación al margen, esta hipótesis de Darwin ilustra un importante


concepto general acerca de la evolución. El oso que vio Hearne era sin duda un
individuo emprendedor que se alimentaba de un modo insólito dentro de su
especie. Creo que muchas de las grandes innovaciones evolutivas deben de
empezar así, con la idea genial de un individuo que descubre una técnica o un
recurso provechoso y aprende a perfeccionarlo. Si después otros imitan el hábito,
entre ellos tal vez los propios hijos del pionero, se habrá puesto en marcha una
nueva presión selectiva: la selección natural premiará la predisposición genética
a aprender el nuevo truco y las consecuencias serán significativas. Tal vez fue
más o menos así como surgieron hábitos alimenticios instintivos tales como el
del pájaro carpintero que picotea el tronco o los de los zorzales y las nutrias
marinas que rompen conchas y caparazones de moluscos.[5]
Los investigadores que buscaban entre los fósiles disponibles un antecedente
verosímil de los arqueocetos han mostrado predilección por los mesoníquidos,
un gran grupo de mamíferos terrestres que prosperaron en el Paleoceno, justo
después de la extinción de los dinosaurios. Los mesoníquidos eran mayormente
carnívoros, u omnívoros, como el oso de Darwin, y parecían dignos antepasados
de las ballenas antes de que surgiese la hipótesis del hipopótamo. Otro dato
estupendo acerca de los mesoníquidos es que tenían pezuñas. Eran carnívoros
con pezuñas: parecidos a los lobos sólo que con pezuñas.[6] ¿Pudieron ser ellos
los antepasados tanto de los artiodáctilos como de las ballenas?
Desgraciadamente, la hipótesis no encaja con la teoría del hipopótamo. Si bien
los mesoníquidos parecen ser parientes de los modernos artiodáctilos (por varios
motivos además del dato de las pezuñas), no están más emparentados con los
hipopótamos que con los demás animales de pezuña hendida. Y con esto
volvemos una vez más al «bombazo» que revelan las pruebas moleculares: las
ballenas no son simplemente parientes de todos los artiodáctilos, sino miembros
de pleno derecho de dicho grupo, y están más cerca de los hipopótamos de lo
que éstos lo están de vacas y cerdos.
Juntando todas estas piezas podemos esbozar la siguiente cronología. Según
las pruebas moleculares, los camellos (y las llamas) se separaron del resto de los
artiodáctilos hace 65 millones de años, más o menos la época en que
desaparecieron los últimos dinosaurios. Esto no significa, dicho sea de paso, que
el antepasado común se pareciese a un camello ni mucho menos: por aquel
entonces todos los mamíferos eran como musarañas. Con todo, hace 65 millones
de años, las musarañas que a la postre darían origen a los camellos se
escindieron de las musarañas que terminarían dando origen a todos los demás
artiodáctilos. La escisión entre los cerdos y el resto (rumiantes en su mayoría)
tuvo lugar hace 60 millones de años. La de rumiantes e hipopótamos, hace 55.
No mucho después, digamos hace unos 54 millones de años, la línea ancestral de
los balénidos se escindió de la de los hipopótamos, lo que deja margen para que
una ballena primitiva como el semiacúatico Pakicetus hubiese evolucionado
hace 50 millones de años. Las ballenas odontocetas y las misticetas se separaron
mucho después, hace unos 34 millones de años, la época de que datan los
primeros fósiles de odontocetas.
Quizás he exagerado al insinuar que un zoólogo tradicional como yo debería
quedarse de una pieza al enterarse de la conexión entre hipopótamos y ballenas,
pero permítaseme explicar por qué me quedé tan atónito cuando, hace unos
pocos años, leí que había sido descubierta. No se trataba simplemente de que
contradijese lo que yo había aprendido en mis años de estudiante: eso no me
habría preocupado lo más mínimo; es más, me habría resultado de lo más
emocionante. Lo que me inquietó y, la verdad, me sigue inquietando es que
parecía socavar cualquier generalización que uno quisiese hacer sobre las
clasificaciones animales. La vida de un taxónomo molecular es demasiado corta
como para poder llevar a cabo comparaciones directas de todas y cada una de las
especies con todas y cada una de las especies. En lugar de eso, lo que se suele
hacer es coger, pongamos, dos o tres especies de ballena y presuponer que son
representativas del grupo entero de las ballenas. Esto equivale a dar por hecho
que las ballenas son un clado y comparten un antepasado común que no
comparten los demás animales con quienes se las está comparando. Dicho de
otro modo, supone dar por hecho que no importa qué ballena se escoja en
representación de todo el conjunto. Análogamente, al no haber tiempo suficiente
para analizar todas y cada una de las especies de, digamos, roedores, o de
artiodáctilos, se extrae sangre[7] de una rata, o de una vaca. No importa qué
artiodáctilo comparemos con el «representante» de las ballenas porque, como
siempre, estamos dando por hecho que los artiodáctilos constituyen un clado
auténtico, luego tanto da que escojamos una vaca, un cerdo, un camello o un
hipopótamo.
Pero ahora vienen y nos dicen que sí que importa. Resulta que la sangre de
camello y la sangre de hipopótamo arrojarán resultados diferentes cuando se las
compare con la sangre de ballena porque los hipopótamos son parientes más
cercanos de las ballenas que de los camellos. Ya se imaginará el lector adónde
nos lleva esto. Si no podemos fiarnos de que los artiodáctilos conformen un
clado auténtico del que quepa considerar representante a cualquiera de sus
miembros, ¿cómo vamos a estar seguros de que cualquier otro grupo sea un
clado en toda regla? Es más, ¿podremos siquiera dar por sentado que los
hipopótamos lo son, de modo que, a la hora de compararlos con las ballenas, dé
lo mismo escoger un hipopótamo pigmeo que uno común? ¿Y si las ballenas
están más emparentadas con los hipopótamos pigmeos que con los comunes? A
decir verdad, esta hipótesis podemos descartarla por cuanto los fósiles indican
que los dos géneros de hipopótamo se escindieron en fechas tan recientes como
la de nuestra separación de los chimpancés, lo cual dejaría muy poco margen
temporal para la evolución de todas las especies de ballenas y delfines.
Más peliagudo resulta dilucidar si todas las ballenas constituyen un clado
auténtico. Aparentemente, las ballenas odontocetas y las ballenas misticetas
podrían representar dos retornos distintos desde el medio terrestre al marino y, de
hecho, es una posibilidad que se propugna con frecuencia. Los taxónomos
moleculares que demostraron la conexión con el hipopótamo fueron lo bastante
prudentes como para extraer ADN tanto de una ballena odontoceta como de una
misticeta y se encontraron con que los dos cetáceos están mucho más
emparentados entre sí que con el hipopótamo. Pero de nuevo se nos plantea el
mismo interrogante: ¿cómo podemos saber si «las ballenas odontocetas» y «las
ballenas misticetas» son verdaderos clados? Quizá estén emparentadas con el
hipopótamo todas las ballenas misticetas menos el rorcual aliblanco (dos
especies del género Balaenoptera), que lo esté con un hámster. Bueno, no creo;
de hecho estoy convencido de que las misticetas forman un clado coherente y
que, como tal, comparten un antepasado común que no comparte ningún otro
animal. Con todo y con eso, el lector habrá advertido cómo el descubrimiento de
la conexión hipo-ballena merma la confianza.
Para recuperarla bastaría con descubrir un buen motivo para considerar que
las ballenas son especiales a este respecto. Por ejemplo, podría resultar que las
ballenas son artiodáctilos con pretensiones que, evolutivamente hablando,
despegaron de buenas a primeras y dejaron atrás a los demás miembros del
grupo. En cambio, sus parientes más cercanos, los hipopótamos, no habrían
progresado gran cosa, permaneciendo relativamente estáticos, como artiodáctilos
normales y corrientes. Algo ocurrió en la historia de las ballenas que las hizo
evolucionar mucho más deprisa que el resto de los artiodáctilos, al punto de que
hasta que no aparecieron los taxónomos moleculares fue imposible detectar su
origen artiodáctilo. ¿Cuál podría ser ese rasgo especial de las ballenas?
Planteado el problema en estos términos, la solución salta a la vista.
Abandonar la tierra firme para convertirse en animales totalmente acuáticos fue
un poco como salir al espacio exterior. En el espacio nos volvemos ingrávidos
(no porque estemos muy lejos del campo de gravedad terrestre, como mucha
gente piensa, sino porque estamos en caída libre, como un paracaidista antes de
tirar de la cuerda). Las ballenas flotan. A diferencia de las focas o las tortugas,
que siguen volviendo a tierra para procrear, las ballenas nunca dejan de flotar. En
ningún momento tienen que vérselas con la gravedad. Un hipopótamo pasa
mucho tiempo en el agua, pero no deja de necesitar unas patas robustas como
troncos de árbol y fuertes músculos para desenvolverse en tierra firme. Una
ballena no necesita patas para nada en absoluto, y de hecho no las tiene. Podría
decirse que una ballena es aquello en lo que se convertiría un hipopótamo si
pudiese escapar de la tiranía de la gravedad. Ni que decir tiene que vivir
exclusivamente en el mar ofrece muchas otras ventajas, luego no es tan
sorprendente que la evolución de las ballenas fuese así de rápida y que los
hipopótamos se quedasen encallados en tierra, varados en medio de los
artiodáctilos. Todo esto indica que, unos párrafos más arriba, quizá he pecado de
alarmista.
Prácticamente lo mismo ocurrió en la otra dirección 300 millones de años
antes, cuando nuestros antepasados peces salieron del agua para afincarse en
tierra firme. Si las ballenas son hipopótamos con pretensiones, nosotros somos
peces pulmonados con pretensiones. El hecho de que ballenas ápodas surgieran
del meollo de los artiodáctilos y los dejasen a todos «detrás» no debería resultar
más chocante que el surgimiento de animales terrestres cuadrúpedos en un
particular grupo de peces, que también se quedaron «atrás». Al menos así es
como trato de explicarme racionalmente la conexión hipo-ballena y de recobrar
la compostura zoológica.

EPÍLOGO A EL CUENTO DEL HIPOPÓTAMO

Al diablo con la compostura zoológica: cuando me disponía a dar a imprenta


este libro, el siguiente detalle me llamó la atención. En 1886 el gran zoólogo
alemán Ernst Haeckel dibujó un árbol evolutivo de los mamíferos (véase
ilustración). El árbol completo ya lo había visto varias veces, reproducido en
manuales de historia de la zoología, pero hasta entonces nunca había reparado en
la posición de las ballenas y los hipopótamos. Las ballenas figuran como
«cetáceos», igual que hoy, y Haeckel, en un alarde de clarividencia, las colocó
cerca de los artiodáctilos. Pero lo realmente pasmoso es dónde situó a los
hipopótamos. Los designó con el nombre poco halagador de «Obesa» y no los
clasificó dentro de los artiodáctilos, sino en un minúsculo vástago de la rama que
conduce a Cetacea.[8] En pocas palabras, Haeckel asignó a los hipopótamos un
grupo hermano de las ballenas: a su modo de ver, los hipopótamos tenían un
parentesco más estrecho con las ballenas que con los cerdos, y estas tres especies
estaban más relacionadas entre sí que con las vacas.

No hay nada nuevo bajo el sol. ¿Hay algo de lo que se pueda decir: «Mira, esto es nuevo»? Ya ha
sucedido en las edades que nos han precedido.
Eclesiastés 1: 9-10.

No hay nada nuevo bajo el sol. Detalle del árbol evolutivo de los mamíferos que Ernst Haeckel publicó en
1886 [119]. Nótese cómo Haeckel consideraba a los hipopótamos parientes cercanos de las ballenas.

EL CUENTO DE LA FOCA

La mayoría de las poblaciones de animales en estado salvaje tienen


aproximadamente el mismo número de machos que de hembras. Como supo ver
con perspicacia el gran estadístico y genetista evolutivo R. A. Fisher, existe una
buena razón darviniana para tal paridad. Imaginemos una población en la que la
proporción entre machos y hembras sea desigual. Los individuos del sexo menos
numeroso gozarán por término medio de una ventaja reproductiva sobre los
individuos del sexo preponderante. Esto no es porque estén más solicitados y
tengan más fácil encontrar con quien aparearse (aunque éste podría ser un
motivo añadido). La razón de Fisher es más profunda y presenta un sutil sesgo
económico. Supongamos que en la población haya el doble de machos que de
hembras. En este caso, dado que toda cría tiene exactamente un padre y una
madre, la hembra media, si no intervienen otros factores, deberá tener el doble
de hijos que el macho medio. Y ocurrirá viceversa si se invierte la proporción de
sexos dentro de la población. Es simplemente cuestión de repartir la prole
disponible entre los progenitores disponibles. Así, cualquier tendencia general de
los padres a preferir a los hijos que a las hijas o a las hijas que a los hijos se verá
inmediatamente contrarrestada por la selección natural en pro de la tendencia
opuesta. La única proporción de sexos evolutivamente estable es la de 50/50.
Pero no todo es tan sencillo. Fisher detectó un sutil matiz económico en toda
esta lógica. ¿Qué pasa si criar un hijo cuesta el doble que criar una hija,
probablemente porque los machos son el doble de grandes? En ese caso el
razonamiento cambia. El dilema que se le plantea al progenitor ya no sería «¿qué
es mejor, un hijo o una hija?» sino «¿debería tener un hijo o (por el mismo
precio) dos hijas?». En este caso, la proporción equilibrada de sexos en la
población sería de dos hembras por cada macho. Los progenitores que prefieran
tener machos porque son más escasos, verán esa ventaja menoscabada por el
coste adicional de criar machos. Fisher descubrió que la verdadera proporción de
sexos que la selección natural determina no es la proporción entre el número de
machos y el número de hembras, sino entre el coste de criar machos y el de criar
hembras. ¿Y qué significa «coste»? ¿Comida? ¿Tiempo? ¿Riesgo? Sí, en la
práctica todas estas cuestiones son importantes y, para Fisher, los agentes que
corrían con el coste económico siempre eran los progenitores. Los economistas,
sin embargo, emplean la expresión más genérica de «coste de oportunidad». El
verdadero coste que para un padre representa criar un hijo se mide en
oportunidades perdidas de hacer otros hijos. Fisher a este tipo de coste de
oportunidad denominó gasto parental. Bajo el término de inversión parental,
Robert L. Trivers, un brillante intelectual discípulo de Fisher, utilizó la misma
idea en sus análisis de la selección natural. Trivers también fue el primero que
entendió con claridad el fascinante fenómeno del conflicto entre padres y crías,
formulando una teoría a la que el no menos brillante David Haig ha dado un
desarrollo sorprendente.
Como siempre, y aun a riesgo de aburrir a aquellos de mis lectores que no
padezcan la desventaja de poseer un mínimo de formación filosófica, debo hacer
hincapié una vez más en que este lenguaje intencional que vengo utilizando no
hay que tomarlo al pie de la letra. Me explico: los padres no se sientan a discutir
si prefieren tener un hijo o una hija. La selección natural favorece, o
desfavorece, tendencias genéticas a invertir recursos alimenticios o de cualquier
otro tipo en el gasto parental (equitativo o desigual) para hijos e hijas dentro de
una población fértil. En la práctica esto se suele traducir en un número
equivalente de machos y hembras en la población.
Pero, ¿qué ocurre cuando una minoría de machos mantiene a la mayoría de
hembras en harenes? ¿Supone esto una contradicción de las predicciones de
Fisher? ¿O cuando los machos se exhiben delante de las hembras en los
llamados leks, o escenarios de cortejo, para que éstas puedan pasarles revista y
escoger a sus preferidos? Dado que la mayoría de las hembras muestra
predilección por el mismo macho, el resultado es el mismo que en el caso de los
harenes: poliginia, esto es, el acceso desproporcionado a una mayoría de
hembras por parte de una minoría privilegiada de machos. Esa minoría de
machos termina engendrando a la mayoría de individuos de la siguiente
generación y los machos restantes se quedan solteros. ¿Contradice la poliginia
las expectativas de Fisher? Pues por extraño que parezca, no. Fisher sigue
prediciendo una inversión equivalente en hijos e hijas, y lleva razón. Puede que
los machos tengan menos probabilidades de reproducirse, pero cuando se
reproducen, se reproducen a espuertas. Es poco probable que las hembras no
tengan ningún hijo, pero también es poco probable que tengan muchos. Incluso
en condiciones de poliginia extrema la situación se nivela y se cumple el
principio de Fisher.
Algunos de los casos más extremos de poliginia se dan entre las focas. Las
focas se arrastran hasta las playas para procrear, con frecuencia formando
enormes colonias donde se entregan a una intensa y agresiva actividad sexual.
En un famoso estudio sobre elefantes marinos, el zoólogo californiano Burney
LeBouef observó que un cuatro por ciento de los machos protagonizaba el 88
por ciento de las cópulas. No es de extrañar que los demás machos estén
descontentos, ni que las peleas de los elefantes marinos estén entre las más
violentas del reino animal.
Los elefantes marinos deben su nombre a la trompa (que es corta comparada
con la de los elefantes comunes y sólo cumple una función social), pero también
habrían podido merecérselo por el tamaño. Los elefantes marinos australes
llegan a pesar 3,7 toneladas, más que algunas elefantas (de tierra). Sin embargo,
los únicos que alcanzan ese peso son los machos, y éste es uno de los puntos
fundamentales de este cuento. Las hembras de elefante marino pesan menos de
la cuarta parte que los machos y, con bastante frecuencia, tanto ellas como las
crías mueren aplastadas bajo el peso de aquéllos durante los feroces combates
mencionados.[9]
¿Por qué el tamaño de los machos es tan superior al de las hembras? Porque
un tamaño respetable les permite hacerse con un haren. Casi todas las crías, sean
del sexo que sean, nacen de un padre descomunal que se ha hecho con un haren,
no de un macho de proporciones más modestas que no ha logrado formarlo. Y
casi todas las crías, sean del sexo que sean, nacen de un madre relativamente
pequeña cuyo tamaño está adaptado al parto y cría de la prole, no a la obtención
de victorias sobre los rivales.
La optimización de las características masculinas y femeninas viene dada por
la selección de los genes. Hay quien se sorprende al enterarse de que los genes
relevantes se hallan presentes en ambos sexos. La selección natural ha
favorecido los llamados genes limitados por el sexo, un tipo de genes que está
presente en ambos sexos pero sólo se activa en uno de ellos. Por ejemplo, los
genes que transmiten la siguiente instrucción a la cría de foca: «Si eres un
macho, hazte muy grande y pelea» se ven tan favorecidos como los que ordenan:
«Si eres una hembra, hazte pequeña y no pelees». Los dos tipos de genes se
transmiten a hijos e hijas, pero cada uno de ellos se expresa en un sexo y no en el
contrario.
Si nos fijamos en el conjunto de los mamíferos, apreciamos un fenómeno
generalizado. El dimorfismo sexual, esto es, la diferencia considerable entre
machos y hembras, tiende a ser más marcado en especies donde se da la
poliginia, sobre todo en aquéllas donde los machos forman harenes. Como
hemos visto, hay buenas razones teóricas para ese fenómeno, y también hemos
visto que las focas y los leones marinos llevan esa tendencia al extremo.
Relación entre dimorfismo sexual y tamaño del harén. Cada punto representa una especie de foca o de
león marino. Adaptación del original de Alexander et al. [5].

El gráfico de la ilustración superior está sacado de un estudio realizado por el


ilustre zoólogo Richard D. Alexander, de la Universidad de Michigan, y sus
colegas. Cada punto representa una determinada especie de foca o de león
marino, y se puede apreciar la estrecha relación que existe entre dimorfismo
sexual y tamaño del harén. En los casos extremos, por ejemplo el de los elefantes
marinos australes y los osos marinos del norte, representados por los dos puntos
en la parte superior del gráfico, los machos pueden llegar a pesar seis veces más
que las hembras y ni que decir tiene que, en estas especies, los machos
triunfadores, que son una exigua minoría, poseen harenes gigantescos. No se
pueden extraer conclusiones generales de casos tan extremos, pero un análisis
estadístico de los datos disponibles sobre focas y leones marinos confirma que la
tendencia observada es real (las probabilidades de que sea un efecto casual son
menos de una entre 5000). También hay pruebas de una tendencia análoga, si
bien no tan contundentes, en los ungulados y en los monos y simios.
Por repetir una vez más el fundamento evolutivo de este fenómeno, los
machos tienen mucho que ganar, y también mucho que perder, peleando con
otros machos. La mayoría de los individuos, sea del sexo que sea, descienden de
un largo linaje de machos que lograron hacerse con harenes y de un largo linaje
de hembras que formaban parte de los mismos. En consecuencia, la mayoría de
individuos, ya sean machos o hembras, bien estén destinados a la victoria o
condenados a la derrota, heredan un equipo genético que ayuda a los organismos
masculinos a adquirir harenes y a los femeninos a incorporarse a ellos. El
tamaño está muy cotizado y los machos triunfadores pueden ser realmente
enormes. Las hembras, en cambio, tienen poco que ganar peleando con otras
hembras, así que se limitan a alcanzar el tamaño necesario para sobrevivir y ser
buenas madres. Los individuos de ambos sexos heredan genes que inducen a las
hembras a evitar las peleas y a concentrarse en criar. Los individuos de ambos
sexos heredan genes que hacen que los machos luchen contra otros machos, aun
a expensas de consumir tiempo que podrían dedicar a ayudar en la tarea de criar
a los hijos. Si los machos pudiesen zanjar sus disputas lanzando una moneda al
aire, es posible que con el correr del tiempo evolutivo irían menguando hasta
reducirse al tamaño de las hembras o menos y, obteniendo un gran ahorro
económico en todos los órdenes, podrían dedicar el tiempo a cuidar de las crías.
Su desaforada masa corporal, cuya adquisición y manutención, en los casos más
extremos, exige cantidades ingentes de alimento, es el precio que pagan para ser
competitivos frente a otros machos.
Evidentemente, no todas las especies son como las focas. Muchas son
monógamas y apenas presentan diferencias entre ambos sexos. Las especies en
las que los sexos tienen el mismo tamaño tienden, salvo algunas excepciones
como los caballos, a no formar harenes. Las especies cuyos machos son
notablemente mayores que las hembras tienden a formarlos, o a practicar alguna
que otra forma de poliginia. La mayoría de especies son poligínicas o
monógamas, dependiendo de sus diferentes circunstancias económicas. La
poliandria (hembras que se aparean con más de un macho) es poco común. Entre
nuestros parientes más cercanos, los gorilas practican un sistema de
reproducción poligínico basado en los harenes y los gibones son fieles
monógamos. Esto podríamos haberlo deducido del dimorfismo de los primeros y
del isomorfismo de los segundos. Un gorila macho pesa el doble que una hembra
de gorila normal, mientras que los gibones machos son del mismo tamaño que
las hembras. Los chimpancés son más promiscuos y de un modo más
indiscriminado.
¿Tiene algo que enseñarnos «El Cuento de la Foca» sobre cómo era nuestro
sistema de reproducción en estado natural, antes de que la civilización y la
costumbre borrasen todo rastro? Nuestro dimorfismo sexual es moderado pero
innegable. Muchas mujeres son más altas que muchos hombres, pero los
hombres más altos son más altos que las mujeres más altas. Muchas mujeres
corren más, levantan más peso, lanzan jabalinas a más distancia o juegan mejor
al tenis que muchos hombres, pero, a diferencia de lo que ocurre con los caballos
de carreras, el dimorfismo sexual del ser humano impide en casi todos los
deportes la competición mixta a alto nivel. En la mayoría de los deportes físicos,
cualquiera de los cien mejores hombres del mundo ganaría a cualquiera de las
cien mejores mujeres.
Con todo, en comparación con las focas y muchos otros animales, apenas
somos ligeramente dimorfos. Lo somos menos que los gorilas, pero más que los
gibones. Quizá nuestro leve dimorfismo signifique que nuestros antepasados de
sexo femenino a veces practicaban la monogamia y otras veces formaban parte
de pequeños harenes. Las sociedades modernas varían tanto que se pueden
encontrar ejemplos para corroborar casi cualquier idea preconcebida. El Atlas
etnográfico de G. P. Murdock, publicado en 1967, es una soberbia recopilación
que recoge las características particulares de 849 sociedades humanas de todo el
mundo. Basándonos en esos datos, podríamos contar las sociedades poligámicas
y las monogámicas aunque, en este tipo de recuentos, casi nunca está claro
dónde trazar la línea divisoria límite o qué se puede considerar como
independiente y qué no, lo cual dificulta la labor estadística. Murdock, no
obstante, lo hizo lo mejor que pudo. De las 849 especies que recoge su atlas, 137
(el 16% más o menos) son monogámicas, cuatro (menos del 1%) son
poliándricas y 708, un enorme 83%, son poligínicas (es decir, que los hombres
pueden tener más de una mujer). Las 708 sociedades poligínicas se dividen más
o menos por igual entre aquéllas donde la poligamia está permitida por las leyes
sociales pero rara vez se practica, y aquéllas donde es la norma. Para ser
despiadadamente precisos, la norma significa pertenencia a un harén si se es
hembra y aspiración a poseerlo si se es macho. Por regla general, dado un mismo
número de mujeres y hombres, la mayoría de éstos sale perdiendo. Algunos
emperadores chinos y sultanes otomanos batieron con sus serrallos los récords
más extraordinarios establecidos por los elefantes marinos y focas. Sin embargo,
nuestro dimorfismo sexual es moderado en comparación con el de las focas y
probablemente, a pesar de las controversias en materia de pruebas, también lo
sea en comparación con el de los australopitecinos. ¿Quiere esto decir que los
jefes australopitecinos tenían harenes mayores incluso que los de los
emperadores chinos?
No; tampoco se trata aplicar la teoría de manera simplista. La correlación
entre dimorfismo sexual y tamaño del harén es únicamente aproximada, y el
tamaño corporal tan sólo es uno de los indicadores de fuerza competitiva. En el
caso de los elefantes marinos el tamaño es importante porque los machos
consiguen sus harenes peleando cuerpo a cuerpo con sus rivales, mordiéndolos o
dominándolos con el mero peso de toda su mole. En el caso de los homínidos es
probable que el tamaño tenga cierta relevancia. Pero varios tipos de poder
diferencial pueden sustituir al tamaño físico y permitir a algunos machos
controlar un número desproporcionado de hembras. En muchas sociedades esta
función la cumple la experiencia política. Ser amigo del jefe o, mejor aún, ser el
jefe, otorga poderes a un individuo, facultándolo para intimidar a sus rivales de
la misma manera que un macho de foca grande intimida a uno más chico.
También pueden darse enormes desigualdades en materia económica. En ese
caso no hace falta pelear por las hembras: se compran. O se paga a soldados para
que peleen por ellas en nombre de uno. El sultán o el emperador pueden ser unos
alfeñiques y, sin embargo, tener un harén más nutrido que el de cualquier macho
de foca. Lo que quiero decir es que, aunque los australopitecinos presentasen un
dimorfismo sexual mucho más acusado que el nuestro, tal vez nosotros, al
evolucionar a partir de ellos, no necesariamente nos hayamos alejado de la
poliginia, sino que hayamos adoptado armas diferentes en la competición entre
machos, pasando de la pura superioridad física y la fuerza bruta al poder
económico y la intimidación política. Aunque, naturalmente, también es posible
que hayamos evolucionado hacia una mayor igualdad sexual.
Para aquéllos a quienes nos disgusta la desigualdad sexual, es un consuelo
pensar que la poliginia cultural, a diferencia de la impuesta por la fuerza bruta,
podría ser bastante fácil de erradicar. A primera vista es lo que parece haber
ocurrido en esas sociedades que, como las cristianas (con la excepción de los
mormones), se volvieron oficialmente monógamas. Digo «parece» y
«oficialmente» porque hay ciertos indicios de que las sociedades de apariencia
monógama no son lo que parecen. Laura Betzig es una historiadora de cuño
darvinista que ha sacado a la luz inquietantes pruebas de que sociedades
abiertamente monógamas como las de la antigua Roma o la Europa medieval en
el fondo eran poligínicas. Un aristócrata acaudalado o un noble terrateniente
podían tener una esposa legal, pero también un harén defacto compuesto por
esclavas o criadas, y mujeres e hijas de sus arrendatarios. Betzig aporta pruebas
de que otro tanto ocurría con los clérigos, incluso con los que en teoría eran
célibes.
A juicio de algunos científicos, estos hechos históricos y antropológicos,
unidos a nuestro moderado dimorfismo sexual, indican que nuestra evolución se
desarrolló bajo un régimen reproductivo poligínico. Pero el dimorfismo sexual
no es la única pista que puede darnos la biología. Otro interesante indicio del
pasado es el tamaño de los testículos.
Nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los bonobos, poseen
enormes testículos. No son animales poligínicos como los gorilas, ni
monógamos como los gibones. Lo normal es que las hembras en celo de los
chimpancés copulen con más de un macho. Este modelo de apareamiento
promiscuo no constituye poliandria, la vinculación estable de una hembra con
más de un macho, ni tampoco pronostica una pauta simple de dimorfismo
sexual, pero al biólogo británico Roger Short le ha inspirado una explicación
para los testículos grandes: los genes de los chimpancés se han transmitido de
generación en generación por medio de espermatozoides que tuvieron que
competir dentro de una misma hembra con espermatozoides rivales procedentes
de varios machos. En semejante tesitura, el número de espermatozoides reviste
su importancia y un gran número de espermatozoides exige testículos de gran
tamaño. Los gorilas macho, por otra parte, tienen testículos pequeños pero
hombros fornidos y enormes cajas torácicas que resuenan cuando se las golpean
con los puños.
Relación entre tamaño de los testículos y masa corporal. Cada punto representa una especie de primate.
Adaptación del original de Harvey y Pagel [132].

Los genes de gorila compiten mediante peleas entre machos y amenazantes


golpes en el pecho para hacerse con las hembras, lo que evita de antemano la
consiguiente competición entre espermatozoides dentro de las propias hembras.
Los chimpancés, por el contrario, compiten dentro de las vaginas por medio de
representantes seminales. Por eso los gorilas presentan un marcado dimorfismo
sexual y unos testículos pequeños, y los chimpancés lo contrario: testículos
grandes y escaso dimorfismo.
Mi colega Paul Harvey, junto Roger Short y otros colaboradores, puso a
prueba esta idea comparando datos de monos y simios. Escogió veinte géneros
de primates y les pesó los testículos; bueno, en realidad lo que hizo fue meterse
en la biblioteca y recopilar información sobre volumen testicular. Como es
natural, los animales grandes tienden a tener testículos mayores que los animales
pequeños, luego Harvey y su equipo tuvieron que tener presente ese dato a la
hora de efectuar los cálculos. El método que emplearon es el que hemos
explicado en «El Cuento del Hábil» a propósito de los estudios sobre volumen
cerebral. Representaron cada mono o simio con un punto en una gráfica que
contrapone masa testicular y masa corporal y, por las mismas razones analizadas
en «El Cuento del Hábil», calcularon el logaritmo de ambas variables. Los
puntos se agruparon a ambos lados de una línea recta que iba desde los titíes,
situados en la base, hasta los gorilas, en el extremo superior. Como en el caso del
cerebro, la pregunta más interesante era qué especies tenían testículos demasiado
grandes para su tamaño, y viceversa. De todos los puntos desperdigados en torno
a la recta, ¿cuáles caían por encima y cuáles por debajo?
Los resultados son de lo más sugerente. Los puntos negros representan
animales en cuya sociedad las hembras, como en el caso de los chimpancés,
también se aparean con más de un macho y, en consecuencia, existe competencia
entre los espermatozoides. El punto negro más alto es precisamente el
chimpancé. Los puntos blancos representan animales cuyo sistema de
reproducción no implica competencia entre los espermatozoides, bien porque
tienen harenes como los gorilas (el punto blanco situado más a la derecha) o
porque son monógamos recalcitrantes como los gibones.
La separación entre puntos blancos y puntos negros es satisfactoria[10]. Se
diría, pues, que la hipótesis de la competición entre espermatozoides queda
refrendada. Ahora, obviamente, lo que queremos saber es qué posición
ocupamos nosotros en el gráfico. ¿Cómo son de grandes nuestros testículos?
Nuestra posición (señalada con una cruz) es cercana a la del orangután: más
cerca de los puntos blancos que de los negros. No somos como los chimpancés,
y es probable que a lo largo de nuestra evolución no haya habido mucha
competición entre espermatozoides, pero este gráfico no dice nada de si el
sistema de reproducción de nuestro pasado evolutivo fue como el de los gorilas
(harenes) o como el de los gibones (monogamia rigurosa). Esto nos lleva de
vuelta a los testimonios del dimorfismo sexual y de la antropología, y tanto uno
como otro indican una leve poliginia, esto es, una pequeña tendencia hacia la
formación y posesión de harenes.
Si realmente existen pruebas de que nuestros antepasados recientes fueron
ligeramente poligínicos, huelga decir que esto no debería usarse para justificar
ninguna postura moral ni política, ni en un sentido ni en otro. El dicho «no cabe
extraer un imperativo de un hecho objetivo» se ha repetido tantas veces que
corre peligro de resultar tedioso, pero no por ello es menos cierto. Pasemos
rápidamente a nuestro próximo punto de encuentro.
Encuentro 12
Desdentados

En el Encuentro 12, que tiene lugar hace 95 millones de años, en la época de


nuestro tatarabuelo número 35 millones, nos encontramos con los desdentados
de Sudamérica, región que acababa de desprenderse de África y constituía una
gigantesca isla, el marco ideal para la evolución de una fauna única. El grupo de
los desdentados, también llamados xenartros, reúne a unos mamíferos bastante
peculiares: los armadillos, los perezosos, los osos hormigueros y sus parientes ya
extintos. El término xenartros significa «articulaciones extrañas» y hace
referencia a la forma tan peculiar en que tienen unidas las vértebras: los
desdentados poseen, entre las vértebras lumbares, articulaciones adicionales que
les refuerzan la espina dorsal, una valiosa ventaja para la actividad excavadora
que muchos de ellos desarrollan. Entre los mirmicófagos o «comedores de
hormigas», solamente los sudamericanos son xenartros. Otros mamíferos
también se alimentan de hormigas, como los pangolines o los oricteropos (cerdos
hormigueros). Dicho sea de paso, todos los mirmicófagos perfectamente podrían
llamarse termicófagos, pues también les gustan mucho las termitas.
Los desdentados tienen algo que contarnos acerca de Sudamérica. En el
siguiente relato, cuya narración corre a cuenta del armadillo, nos ocuparemos de
todos los miembros de este variopinto grupo de animales.
Incorporación de los desdentados. De los cuatro grupos
principales de mamíferos placentarios que identifican los
taxónomos moleculares, los dos que primero se
ramificaron fueron los afroterios (véase Encuentro 13) y
los desdentados sudamericanos (unas 30 especies de
perezosos, mirmicófagos y armadillos). Sin descartar la
posibilidad de que posteriores datos vengan a invertir el
orden de los Encuentros 12 y 13, la que aquí se muestra es
la filogenia más aceptada en la actualidad.

Ilustración: gualacate o armadillo de seis bandas


(Euphractus sexcinctus).
Zoológicamente hablando, Sudamérica es una especie de Madagascar
gigantesco. Al igual que Madagascar, se desprendió de África, sólo que por el
oeste en lugar de por el este, y más o menos en la misma época, o un poco
después. Al igual que Madagascar, estuvo aislada del resto del mundo durante la
mayor parte del periodo en que evolucionaron los mamíferos. Esta larga
reclusión, que terminó hace tan sólo tres millones de años, hizo de Sudamérica
un gigantesco experimento natural que culminó en una fauna mamífera única y
fascinante. Al igual que la australiana pero a diferencia de la malgache, la fauna
sudamericana abundaba en marsupiales que, además, ocuparon la mayoría de los
nichos carnívoros. A diferencia de Australia, Sudamérica también albergaba un
gran número de mamíferos placentarios (esto es, no marsupiales), incluidos
armadillos y otros desdentados, así como varios «ungulados» autóctonos, hoy
extintos, que evolucionaron de manera totalmente independiente de los
ungulados artiodáctilos y perisodáctilos del resto del mundo.
Ya hemos visto que los monos y roedores penetraron en Sudamérica gracias,
probablemente, a travesías marítimas fortuitas que tuvieron lugar mucho después
de que el continente se desprendiese de África. Al llegar se encontraron con un
continente densamente poblado por mamíferos que no se daban en ninguna otra
parte del mundo. Estos «veteranos», expresión que tomo prestada del libro
Splendid Isolation, del insigne zoólogo estadounidense G. C. Simpson,
pertenecían a tres grupos principales. Los desdentados eran uno, después estaban
ciertos marsupiales, de los que nos ocuparemos más adelante, y, por último, los
que llamaremos genéricamente ungulados. Como hemos visto en el Encuentro
11, el término ungulados no es muy preciso desde un punto de vista taxonómico.
Estos veteranos sudamericanos tenían los mismos hábitos herbívoros que los
caballos, los rinocerontes y los camellos, pero evolucionaron de forma
independiente.
A diferencia de Madagascar y de Australia, el aislamiento de Sudamérica
concluyó de manera natural, antes de que los periplos humanos pusiesen fin a
todo aislamiento zoológico. El surgimiento del istmo de Panamá, hace apenas
tres millones de años, propició el llamado Gran Intercambio Americano: las
faunas de las dos Américas, hasta entonces separadas, se encontraron con la
posibilidad de desplazarse libremente por el estrecho pasillo habilitado por el
istmo y de pasar de un continente a otro. Aunque esto las enriqueció, lo cierto es
que también se produjeron extinciones en ambos frentes, tal vez debido, en
parte, a la competición.
Como consecuencia del Gran Intercambio Americano, en la Sudamérica
actual hay tapires (ungulados de dedos impares) y pecaríes (ungulados de dedos
pares), animales que llegaron procedentes de Norteamérica, aunque allí ya no
queden tapires y el número de pecaríes se haya reducido enormemente. Debido
al Gran Intercambio Americano, en la Sudamérica actual hay jaguares. Hasta
entonces no había ningún felino, ni siquiera un solo miembro del orden de los
Carnívoros. En lugar de eso había marsupiales carnívoros, algunos de los cuales
se asemejaban a los terroríficos dientes de sable (éstos sí, felinos auténticos) que
a la sazón vivían en Norteamérica. A raíz del Gran Intercambio empezó a haber
armadillos en Norteamérica, incluidos los gliptodontes, unos armadillos gigantes
con una especie de cómica boina en la cabeza y la cola en forma de tremenda
cachiporra con pinchos, que tal vez blandían para defenderse de los dientes de
sable, tanto marsupiales como placentarios. Por desgracia, los gliptodontes se
extinguieron en épocas muy recientes y lo mismo pasó con los perezosos
terrestres gigantes, los desmañados primos terrestres de los pequeños perezosos
actuales. Los perezosos terrestres gigantes suelen representarse erguidos sobre
las patas traseras para comer directamente de las ramas, aunque puede que
también derribasen los árboles, como hacen los elefantes. De hecho, los más
grandes, podían compararse con los elefantes: medían seis metros de largo y
pesaban entre tres y cuatro toneladas. Hubo perezosos terrestres (aunque no los
mayores de todos) que tras penetrar en Norteamérica llegaron incluso hasta
Alaska.
En la dirección opuesta llegaron camélidos como las llamas, las alpacas, los
guanacos y las vicuñas, que hoy son exclusivos de Sudamérica, pero que
originalmente evolucionaron en Norteamérica. Desde allí, en fechas bastante
recientes y quizá a través de Alaska, cruzaron al viejo continente y se
extendieron por Asia, Arabia y África, donde dieron lugar a los camellos de las
estepas mogolas y a los dromedarios de los desiertos tórridos. La familia de los
équidos también completó la mayor parte de su evolución en Norteamérica, pero
después se extinguieron en este continente, lo que torna más conmovedora la
atónita reacción de los indígenas americanos a los caballos que los tristemente
célebres conquistadores españoles reintrodujeron desde Eurasia.
Parece ser que los osos hormigueros no llegaron hasta Norteamérica, pero en
Sudamérica sobreviven tres géneros de estos mamíferos tan curiosos. Además de
carecer por completo de dientes, el cráneo, sobre todo en el caso de
Myrmecophaga (el oso hormiguero gigante), es poco más que un tubo largo y
curvado, una especie de pajita para sorber a las hormigas y a las termitas, y
extraerlas de sus nidos mediante una lengua alargada y pegajosa. Y permítaseme
añadir algo verdaderamente increíble. La mayoría de los mamíferos, incluido el
ser humano, segregan ácido clorhídrico en el estómago para favorecer la
digestión, pero los osos hormigueros sudamericanos, no: en lugar de eso,
aprovechan el ácido fórmico de las hormigas que comen. Un ejemplo típico del
oportunismo de la selección natural.
De los demás veteranos de Sudamérica, los únicos marsupiales que
sobreviven son las zarigüeyas (que ahora también abundan en Norteamérica), las
musarañas marsupiales, también llamadas comadrejitas trompudas (exclusivas
de los Andes) y el monito del monte o colocolo, un pequeño animal parecido a
un ratón (y que, por increíble que parezca, llegó a Sudamérica procedente de
Australia). Los analizaremos más a fondo en el Encuentro 14.
Los viejos ungulados de Sudamérica están todos extintos, y es una verdadera
lástima porque eran unas criaturas asombrosas. El término de «veteranos» que
acuñó Simpson tan sólo significa que los antepasados de estas especies llevan
muchísimo tiempo en Sudamérica, probablemente desde que este continente se
separó de África. A raíz de ahí evolucionaron y se diversificaron durante el
mismo periodo en el que evolucionaban y se diversificaban en el Viejo Mundo
los mamíferos que nos resultan más familiares. Muchos de ellos florecieron
hasta la época del Gran Intercambio Americano y, en algunos casos, incluso
después. Los litopternos no tardaron en dividirse en criaturas semejantes al
caballo y criaturas semejantes al camello que, a juzgar por la posición de los
huesos nasales, probablemente contaban con una trompa como la del elefante.
Los piroterios, otro grupo, también tenían trompa y puede que fuesen similares a
los elefantes en otros aspectos. Lo que está claro es que eran enormes. Ciertos
mamíferos sudamericanos evolucionaron hasta convertirse en animales de gran
tamaño parecidos a rinocerontes, algunos de cuyos huesos fósiles fueron
descubiertos por primera vez por Darwin. Dentro de los notoungulados había
toxodontes, enormes criaturas semejantes a los rinocerontes, pero también otras
especies de menor talla que recuerdan a conejos y roedores.
«El Cuento del Armadillo» es la historia de Sudamérica en la era de los
mamíferos: la historia de una balsa gigantesca que, como Madagascar, Australia
e India, quedó flotando a la deriva tras la ruptura de Gondwana. De Madagascar
ya nos hemos ocupado en «El Cuento del Ayeaye». Australia será el tema de «El
Cuento del Topo Marsupial». India habría sido el cuarto de estos experimentos
zoológicos de balsas a la deriva, sólo que se desplazó hacia el norte tan rápido
que llegó a Asia relativamente pronto y su fauna se incorporó a la asiática
durante la segunda mitad de la era de los mamíferos. África también era una isla
gigantesca durante la eclosión de los mamíferos, aunque no tan aislada como
Sudamérica, ni durante tanto tiempo. Sí lo bastante, sin embargo, como para que
un grupo de mamíferos grande y diverso siguiese su propio camino evolutivo por
separado, guardando un parentesco más estrecho entre sí que con los demás
mamíferos del planeta, aunque a simple vista nadie podría sospecharlo. Se trata
de los Afroterios, a quienes nos disponemos a recibir en el Encuentro 13.
Encuentro 13
Afroterios

Los Afroterios son los últimos mamíferos placentarios que se suman a nuestra
peregrinación. Como su nombre indica, son originarios de África y comprenden
a los elefantes, las musarañas elefante, los dugongos y manatíes (también
conocidos como vacas o elefantes marinos), los damanes, los cerdos
hormigueros u oricteropos, y probablemente los tenrecs de Madagascar y los
topos dorados del África austral. Los próximos peregrinos con quienes nos
reuniremos serán los marsupiales, unos parientes mucho más lejanos, así que los
Afroterios son (todos ellos por igual) nuestros parientes placentarios más
distantes. El Contepasado 13 vivió hace unos 105 millones de años y hace más o
menos el número 45 millones en la lista de nuestros tatarabuelos. Una vez más
hay que decir que se parecía al Contepasado 12 y al Contepasado 11, es decir,
que tenía bastante pinta de musaraña.
Nunca había visto una musaraña elefante hasta que volví a Malawi, el
hermoso país, a la sazón llamado Nyasaland, en el que transcurrió parte de mi
infancia. Mi esposa y yo pasamos unos días en el parque nacional de Mvuu, al
sur del gran lago del valle del Rift que da nombre al país y en cuyas arenosas
riberas pasé hace mucho tiempo mis primeras vacaciones de cubito y pala. En el
parque nacional nos beneficiamos del conocimiento enciclopédico en materia de
animales de nuestro guía africano, así como de su ojo de lince para divisarlos y
de las simpáticas expresiones con que dirigía nuestra atención hacia ellos. Las
musarañas elefante siempre le inspiraban el mismo chascarrillo, que parecía
mejorar con cada repetición: «Uno de los cinco pequeños»[1].
Incorporación de los afroterios. La nueva filogenia de los mamíferos placentarios establece que la
separación entre las aproximadamente 70 especies de afroterios y todos los demás placentarios es la primera
ramificación dentro del grupo. Pero el orden de los Encuentros 12 y 13 sigue sin estar resuelto. Dentro de
los Afroterios todavía se discute el orden de ramificación de elefantes, sirénidos y damanes, la posición de
los cerdos hormigueros, y la de los tenrecs y topos dorados.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Musaraña elefante del cabo (Elephantulus edwardii); topo dorado
de Grant (Eremitalpa granti); oricteropo o cerdo hormiguero (Orycteropus afer); manatí del Caribe
(Trichechus manatus); elefante africano (Loxodonta africana); damán del Cabo (Procavia capensis).

Las musarañas elefante, que deben su nombre a sus apéndices nasales, similares
a una trompa, son mayores que las musarañas europeas y también corren más
gracias a que tienen las piernas más largas, tanto que recuerdan a antílopes en
miniatura. La más pequeña de las 15 especies también salta. Las musarañas
elefante solían ser más numerosas y diversas, comprendían además tanto algunas
especies herbívoras como las insectívoras que han sobrevivido hasta nuestros
días. Las musarañas elefante tienen la prudente costumbre de dedicar tiempo y
atención a prepararse vías de escape por las que, llegado el caso, huir de sus
depredadores. Esto suena a capacidad previsora, y en cierto modo lo es. Pero no
debería interpretarse como intención deliberada (aunque, como siempre,
tampoco cabe descartarlo). A menudo los animales se comportan como si
supiesen lo que les conviene en el futuro, pero debemos cuidarnos de olvidar ese
«como si». La selección natural finge muy bien la intención deliberada.
A pesar de sus encantadoras trompitas, a nadie se le ocurrió jamás que estas
musarañas pudiesen estar emparentadas con los elefantes; siempre se dio por
sentado que simplemente eran la versión africana de las musarañas europeas. Sin
embargo, unos recientes estudios moleculares arrojan la pasmosa conclusión de
que las musarañas elefante son parientes más cercanos de los elefantes que de las
musarañas comunes, hasta el punto de que algunos prefieren llamarlas por su
nombre en bantú, sengi, para distanciarlas de las musarañas. Por cierto, casi con
total seguridad las «trompas» de las musarañas elefante están relacionadas con
ese parentesco que guardan con los elefantes. Y para terminar de saltar de los
cinco pequeños a los cinco grandes, pasamos a ocuparnos ahora de los
paquidermos propiamente dichos.
En la actualidad, solamente hay dos géneros de elefante, Elephas, el elefante
indio, y Loxodonta, el africano, pero en su día eran varios los tipos de elefante,
incluidos los mastodontes y los mamuts, que recorrían casi todos los continentes
del globo salvo Australia. A decir verdad, hay incluso indicios tentadores de que
también pudieron llegar al continente australiano, ya que se han encontrado
fragmentos de fósiles de elefante en esas latitudes, pero quizá se trate de restos
que llegaron flotando desde África. Los mastodontes y los mamuts vivieron en
América hasta hace unos 12.000 años, fecha en que fueron exterminados,
probablemente por el pueblo Clovis. Los mamuts desaparecieron de Siberia en
épocas tan recientes que de vez en cuando todavía se les encuentra congelados
bajo el permafrost y, según cantan los poetas, hay hasta quien los echa a la sopa:

EL MAMUT HELADO

Este bicho tan raro aún se puede hallar


bastante al norte de Siberia oriental.
Bien saben los rústicos lugareños
que sus huesos dan un caldo suculento,
aunque la cocción presenta un problemilla
(de lo más serio, perdonen que les diga):
si antes de cocerlo se pincha el pellejo,
quedará desgraciado el guiso entero,
de ahí que, dado el porte del animal,
nadie haya catado jamás el manjar.

HILLAIRE BELLOC

Como ocurre con todos los Afroterios, África es la cuna de los elefantes,
mastodontes y mamuts, la raíz de su evolución y el marco de casi toda su
diversificación. El continente africano también se ha convertido en hogar de
muchos otros mamíferos, como los antílopes y las cebras, y los carnívoros que se
alimentan de ellos, pero éstos son laurasiaterios, que llegaron a África después,
procedentes del gran continente septentrional de Laurasia. Los afroterios son los
veteranos de África.
El orden de los elefantes se llama proboscídeos por su larga proboscis o
trompa, que no es más que una nariz agrandada. La trompa se usa para muchos
fines, entre ellos beber, que bien pudo ser su función original. Y es que beber,
cuando se es un animal tan alto como un elefante o una jirafa, supone un
verdadero problema. Su alimento se encuentra fundamentalmente en los árboles
y tal vez sea éste uno de los motivos por los que son tan altos. Pero el agua tiene
su propio nivel, que tiende a ser bajo y poco accesible para según qué animales.
Una posibilidad es arrodillarse para beber. Es lo que hacen los camellos. Pero
volver a incorporarse cuesta trabajo, tanto más para un elefante o una jirafa.
Ambos animales solucionan el engorro sorbiendo el agua por medio de un largo
sifón. Las jirafas sacan la cabeza por el extremo del sifón, que en su caso es el
cuello; por eso la cabeza de las jirafas ha de ser bastante pequeña. Los elefantes,
en cambio, tienen la cabeza en la base de éste (y por eso puede ser más grande y
albergar un cerebro de mayor tamaño). El sifón de los elefantes es, naturalmente,
la trompa, que les viene de perillas para muchas otras aplicaciones. En otro de
mis libros ya cité un párrafo de Oria Douglas Hamilton a propósito de la trompa
de elefante. Esta autora, junto con su marido Iain, ha consagrado buena parte de
su vida al estudio y conservación de los elefantes en estado salvaje. El espantoso
espectáculo de una matanza selectiva de elefantes en Zimbaue le llevó a escribir
estas indignadas líneas:

Miré una de las trompas desechadas y me pregunté cuántos millones de años hicieron falta para crear
semejante milagro de la evolución. Equipada con cincuenta mil músculos y controlada por un cerebro
de pareja complejidad, la trompa del elefante es capaz de izar y arrastrar toneladas de peso, pero, al
mismo tiempo, puede llevar a cabo las operaciones más delicadas, como desgranar una pequeña vaina y
metérsela en la boca. Este órgano tan versátil se transforma en un auténtico sifón capaz de contener
cuatro litros de agua para beber o rociarse por el cuerpo y puede hacer las veces de dedo alargado,
corneta y megáfono. La trompa también cumple funciones sociales, tales como caricias, insinuaciones
sexuales, gestos tranquilizadores, saludos y abrazos entrelazados… Pero allí estaba, amputada, como
tantas otras trompas de elefante que he visto por toda África.

Los proboscídeos también se permiten colmillos, que en realidad son incisivos


sumamente hipertrofiados. Los modernos elefantes sólo poseen colmillos en la
mandíbula superior, pero algunos proboscídeos extintos los tenían también en la
inferior, y otros, sólo en ésta. Deinotherium tenía unos grandes colmillos
curvados hacia abajo en la mandíbula inferior y ninguno en la superior.
Amebelodeon, un miembro norteamericano del gran grupo de proboscídeos
primitivos llamados gonfoterios, tenía colmillos iguales que los de los elefantes
en la mandíbula superior, mientras que en la inferior tenía colmillos planos como
palas que quizá usaba para excavar tubérculos. Esta conjetura, dicho sea de paso,
no está reñida con la que explica la evolución de la trompa como sifón para
evitar tener que arrodillarse para beber. La mandíbula inferior de Amebelodeon,
con sus dos palas planas en los extremos, era tan larga que un gonfoterio podría
haberla usado perfectamente para cavar en el suelo sin necesidad de agacharse.
En Los niños del agua, Charles Kingsley escribió que el elefante «es primo
hermano del pequeño conejo (coney) peludo de las Sagradas Escrituras…».
Según el diccionario inglés, el significado principal de coney es conejo. La
palabra aparece cuatro veces en la Biblia, dos de ellas para explicar por qué el
conejo no es kosher. «El conejo, porque rumia pero no tiene la pezuña partida,
será para vosotros inmundo». (Levítico 11:5, y un pasaje muy parecido en
Deuteronomio 14:7). Pero Kingsley no pudo haberse referido al conejo
propiamente dicho, puesto que acto seguido afirma que el elefante es el décimo
tercer o décimo cuarto primo del conejo (rabbit). Las otras dos referencias
bíblicas aluden a un animal que vive en las rocas: Salmos 104 («Los montes
altos son para las cabras monteses; las peñas, para las madrigueras de los
conejos») y Proverbios 30:26 («Los conejos, pueblo no poderoso, pero tienen su
casa en la roca»). En estos dos casos se acepta, por lo general, que coney
significa «damán», luego Kingsley, ese admirable clérigo darvinista, tenía razón.
O, al menos, la tenía hasta que los pesados de los taxónomos modernos
metieron baza. Los manuales siempre han afirmado que los parientes más
cercanos de los elefantes dentro del reino animal son los damanes, lo que
concuerda con la afirmación de Kingsley. Sin embargo, análisis recientes
demuestran que también hay que incluir a los dugongos y a los manatíes, que
hasta serían parientes más cercanos de los elefantes, junto con los damanes
dentro de un grupo hermano. Los dugongos y los manatíes son mamíferos
exclusivamente acuáticos que jamás pisan tierra firme ni siquiera para procrear,
y parece ser que estábamos tan equivocados con ellos como con los hipopótamos
y las ballenas. Los mamíferos exclusivamente acuáticos no sufren las
restricciones de la gravedad terrestre y pueden evolucionar con rapidez en su
propia y singular dirección; los damanes y los elefantes, al quedarse en tierra
firme, se han mantenido más parecidos unos a otros, como les pasó a los
hipopótamos y cerdos. Visto a posteriori, la nariz ligeramente parecida a una
trompa y esos ojillos en mitad de la cara arrugada de los dugongos y los
manatíes pueden parecer elefantinos, pero lo más probable es que sea pura
coincidencia.
Los dugongos y los manatíes pertenecen al orden de los Sirénidos. El
nombre procede de su supuesta semejanza con las míticas sirenas, aunque, la
verdad sea dicha, no es un parecido muy convincente. Puede que alguien viese
similitudes entre su estilo natatorio, lento y desidioso, y el de las sirenas, además
de que amamantan a sus crías con un par de pechos situados bajo las aletas, pero
me temo que los primeros marinos que repararon en la semejanza debían de
llevar mucho tiempo en alta mar. Los sirénidos son, junto con las ballenas, los
únicos mamíferos que jamás pisan tierra firme. Una especie, el manatí del
Amazonas, vive en agua dulce; las otras dos especies también habitan en el mar.
Los dugongos son estrictamente marinos, y las cuatro especies están amenazadas
de extinción. La historia de la quinta especie, la enorme vaca marina de Steller,
que vivía en el estrecho de Bering y pesaba más de cinco toneladas, es realmente
trágica: en 1768, apenas 27 años después de haber sido descubierta por la
malhadada tripulación del capitán Vitus Bering, se extinguió como resultado de
la caza masiva de la que fue objeto, lo que demuestra lo vulnerables que son los
sirénidos.
Como en las ballenas y los delfines, las extremidades anteriores de los
sirénidos se han convertido en aletas y las posteriores ni siquiera existen.
También se les llama vacas marinas, pero ni están relacionados con las vacas ni
son rumiantes. Su dieta vegetariana requiere un intestino largísimo y un balance
energético bajo. Las veloces piruetas acuáticas del carnívoro delfín ofrecen un
contraste espectacular con la deriva perezosa del vegetariano dugongo: es como
comparar un misil con un dirigible.
También hay afroterios pequeños. Los topos dorados y los tenrecs parecen
estar relacionados entre sí, y la mayoría de los taxónomos modernos los
encuadran entre los afroterios. Los topos dorados viven en el África austral,
donde desarrollan la misma actividad que los topos eurasiáticos y lo hacen de
maravilla, nadando por la arena como si fuese agua. Los tenrecs viven
fundamentalmente en Madagascar. En África occidental hay unas musarañas
nutria semiacuáticas que en realidad son tenrecs. Como vimos en «El Cuento del
Ayeaye», hay tenrecs malgaches que parecen musarañas y otros que parecen
erizos, además de una especie acuática que probablemente regresó al agua por
separado, con independencia de las especies africanas.
Encuentro 14
Marsupiales

Hénos aquí, hace 140 millones de años, en los inicios del Cretácico, la época en
que el Contepasado 14, nuestro antepasado número 80 millones, vivió a la
sombra de los dinosaurios. Como veremos en «El Cuento del Ave Elefante»,
Sudamérica, la Antártida, Australia, África e India, que habían formado parte del
gran supercontinente austral de Gondwana, habían empezado a separarse (en la
página 387 hay un mapa que corresponde aproximadamente a este periodo) y los
consiguientes cambios climáticos habían sumido al mundo en un breve periodo
frío (breve en términos geológicos) durante el que la nieve y el hielo cubrían los
polos durante los meses de invierno. Apenas crecían unas pocas plantas
angiospermas en los bosques templados de coníferas y en las praderas de
helechos que cubrían las regiones septentrional y meridional del globo, y, por
consiguiente, existían muy pocos de los insectos polinizadores que conocemos
en la actualidad. Es en este mundo donde el enorme contingente de peregrinos
que constituyen los mamíferos placentarios (caballos y gatos, perezosos y
ballenas, murciélagos y armadillos, camellos y hienas, rinocerontes y dugongos,
ratones y hombres, representados todos ellos por un pequeño insectívoro) se
reúne con el otro gran grupo de mamíferos, los marsupiales.
Marsupium significa «bolsa» en latín. Es un término técnico que los
anatomistas usan para designar cualquier bolsa orgánica, como, por ejemplo, el
escroto humano; pero las bolsas más famosas del reino animal son aquéllas
donde los canguros y otros marsupiales transportan a sus crías. Los marsupiales
recién nacidos no son más que minúsculos embriones que a duras penas
sobreviven arrastrándose por el bosque de pelos de su madre hasta introducirse
en el marsupio, donde se aferran a una mama y se ponen a chupar.
Incorporación de los marsupiales. Se distinguen tres grandes líneas ancestrales de mamíferos en función
de sus métodos reproductivos, a saber: mamíferos ovíparos (monotremas), mamíferos marsupiales y
mamíferos placentarios (incluidos los humanos). Los estudios morfológicos y la mayoría de los genéticos
coinciden en agrupar juntos a los marsupiales y a los placentarios, lo que hace del Encuentro 14, el punto en
el que las aproximadamente 270 especies de marsupiales divergen de las cerca de 4500 especies de
mamíferos placentarios. En general, se acepta que los marsupiales se dividen en los siete órdenes aquí
representados, aunque las relaciones entre ellos no están claramente definidas; en particular, la posición del
colocolo o monito del monte sudamericano plantea notables problemas.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: canguro rojo (Macropus rufus); Tasmanian devil (Sarcophilus
harrisii); topo marsupial (Notoryctes typhlops); bandicut orejudo (Macrotis lagotis); zarigüeya de Virginia
(Didelphis virginiana).

El otro gran grupo de mamíferos es el de los placentarios, así llamados porque


nutren a sus embriones mediante varios tipos de placenta, un órgano de gran
tamaño a través del cual miles de vasos capilares fetales entran en contacto con
miles de vasos capilares maternos. Este excelente sistema de intercambio (que
sirve tanto para nutrir el feto como para eliminar los productos de desecho)
permite que el feto pueda nacer en un estadio muy avanzado de su desarrollo. De
ese modo, puede gozar de la protección del cuerpo materno hasta que, por
ejemplo en el caso de los herbívoros ungulados, es capaz de seguir por su propio
pie el ritmo de la manada e incluso huir de los depredadores. Los marsupiales
hacen lo mismo de forma diferente. El marsupio es como un útero externo y la
enorme mama a la que la cría se queda adherida como si fuese un apéndice
semipermanente equivale en cierto modo a un cordón umbilical. Posteriormente,
la cría de canguro se despega del pezón y, al igual que un bebé placentario, pasa
a mamar sólo de vez en cuando. Finalmente, sale del marsupio como si naciese
por segunda vez y se limita a usarlo, cada vez con menor frecuencia, como
refugio temporal. El marsupio de los canguros se abre por delante, mientras que
muchos otros se abren por detrás.
Los marsupiales, como hemos visto, son uno de los dos grandes grupos en
que se dividen los mamíferos modernos. Normalmente los asociamos con
Australia, en la que, desde un punto de vista faunístico, hay sobrados motivos
para incluir a la isla de Nueva Guinea. Es una lástima que no exista una palabra
de uso generalizado para designar conjuntamente a estas dos masas terrestres. Ni
«Meganesia» ni «Sahul» son lo bastante eficaces o significativas. Australasia no
sirve porque incluye a Nueva Zelanda, que zoológicamente tiene poco en común
con Australia y Nueva Guinea. A los efectos de este libro, he acuñado el término
«Australinea».[1] Un animal australineano puede provenir de Australia, Tasmania
o Nueva Guinea, pero no de Nueva Zelanda. Desde el punto de vista zoológico,
aunque no humano, Nueva Guinea es como una sucursal tropical de Australia, y
los mamíferos de ambas regiones son en su mayoría marsupiales. Como vimos
en «El Cuento del Armadillo», los marsupiales tienen a sus espaldas una larga
historia de asociación con Sudamérica, continente en el que aún están
representadas por algunas docenas de especies de zarigüeyas.
Aunque casi todos los marsupiales americanos actuales son zarigüeyas, no
siempre fue así. A juzgar por los fósiles, la mayor diversidad de marsupiales se
dio en Sudamérica. En Norteamérica se han encontrado fósiles de marsupial
anteriores, pero el más antiguo de todos procede de China. En Laurasia se
extinguieron pero sobrevivieron en dos de los principales fragmentos de
Gondwana: Sudamérica y Australinea. Y en ésta última se da actualmente la
mayor diversidad marsupial. Según sostienen casi todos los expertos, los
marsupiales llegaron a Australinea desde Sudamérica a través de la Antártida.
Los fósiles marsupiales descubiertos en la Antártida no son en sí antepasados
verosímiles de las especies australineanas, pero tal vez sea porque en la
Antártica, en general, se han descubierto poquísimos fósiles.
Durante buena parte de su historia desde que se separó de Gondwana,
Australinea no albergó ningún mamífero placentario. No es improbable que
todos los marsupiales australianos procedan de un único animal fundador, tipo
zarigüeya, que llegara desde Sudamérica vía la Antártida. No sabemos
exactamente cuándo llegó, pero no pudo haber sido mucho después de hace 55
millones de años, que es más o menos la época en que Australia (más
concretamente Tasmania) se alejó lo bastante de la Antártida como para resultar
inaccesible a los mamíferos que se desplazaban de isla en isla. Pero pudo haber
sido mucho antes, dependiendo de lo inhóspita que fuese la Antártida para los
mamíferos. Las zarigüeyas americanas u opossums no están más emparentadas
con los animales que los australianos llaman possums (falangeros) que con
cualquier otro marsupial australiano. Otros marsupiales americanos, en su
mayoría fósiles, son parientes más lejanos. Casi todas las ramas principales del
árbol filogenético de los marsupiales tienen un origen americano y emigraron a
Australia, no al revés. Pero la rama australineana de la familia se diversificó
extraordinariamente cuando la región se quedó aislada. Este aislamiento
concluyó hace unos 15 millones de años, cuando Australinea (en concreto,
Nueva Guinea) se acercó a Asia lo bastante como para permitir la llegada de
murciélagos y de roedores (que presumiblemente llegaron desplazándose de isla
en isla). Después, en fechas mucho más recientes, llegaron los dingos (cabe
suponer que a bordo de canoas de comerciantes) y, por último, una gran cantidad
de otros animales, como conejos, dromedarios y caballos, introducidos por
inmigrantes europeos. La importación más grotesca de todas fue la de los zorros,
que se introdujeron con el exclusivo fin de poder cazarlos (para que luego digan
que esta modalidad cinegética sirve como control de plagas).
Junto con los monotremas, que se nos unirán en el próximo encuentro, los
marsupiales australianos, en pleno proceso evolutivo, se vieron arrastrados al
aislamiento en el Pacífico Sur a bordo de la balsa gigantesca en que se convirtió
Australia. Allí, durante los siguientes 40 millones de años, los marsupiales (y los
monotremas) dispusieron de todo el territorio para su exclusivo uso y disfrute. Si
al comienzo hubo otros mamíferos[2], se extinguieron enseguida. El hueco que
los dinosaurios dejaron vacante estaba esperando ser llenado, tanto en Australia
como en el resto del mundo. Desde nuestro punto de vista, lo fascinante de
Australia es que pasase tanto tiempo aislada y tuviese una población fundadora
tan reducida de mamíferos marsupiales, puede incluso que compuesta por una
sola especie.
¿Y los resultados? Pues deslumbrantes. De las aproximadamente 270
especies de marsupiales que hoy viven en el mundo, tres cuartas partes son
australineanas (las demás son todas americanas, principalmente zarigüeyas, más
alguna que otra especie como el enigmático Dromiciops, el monito del monte o
colocolo). Esas 200 especies australineanas (especie arriba, especie abajo, según
seamos generalistas o especifistas[3]) se han ramificado para llenar toda la gama
de nichos que anteriormente ocupaban los dinosaurios y que otros mamíferos
ocupan en el resto del mundo. «El Cuento del Topo Marsupial» repasa
sistemáticamente algunos de estos nichos.

EL CUENTO DEL TOPO MARSUPIAL

Es perfectamente posible ganarse la vida bajo tierra, como bien sabemos en


Eurasia y Norteamérica gracias a los topos (de la familia de los Tálpidos). Los
topos son excavadores profesionales: tienen patas que parecen palas y ojos
prácticamente ciegos, ya que, aunque no lo fuesen, de nada les servirían bajo
tierra. En África, el nicho ecológico de los topos lo ocupan los llamados topos
dorados (de la familia de los Crisoclóridos), unos animales de aspecto muy
similar al de los topos euroasiáticos y a los que durante años se ha venido
encuadrando en el mismo orden: el de los Insectívoros. En Australia, como era
de prever, el nicho lo ocupa un marsupial, Notoryctes, el topo marsupial[4].
Los topos marsupiales se parecen a los topos verdaderos (tálpidos) y a los
dorados, se alimentan de gusanos y larvas de insectos como los topos verdaderos
y los dorados, y excavan como los topos verdaderos y, sobre todo, como los
dorados. Los topos verdaderos, cuando excavan en busca de alimento, dejan tras
de sí un túnel vacío. Los topos dorados, al menos los que viven en el desierto,
bucean por la arena, que se va hundiendo a sus espaldas, y lo mismo hacen los
topos marsupiales. La evolución ha transformado en palas los cinco dedos de las
manos de los tálpidos. Los topos marsupiales y los dorados usan dos garras (o en
el caso de algunos topos dorados, tres). Los tálpidos y los marsupiales tienen la
cola corta; los dorados, completamente invisible. Las tres especies son ciegas y
no tienen orejas visibles. Los topos marsupiales tienen una bolsa (eso es
precisamente lo que significa ser marsupial) en cuyo interior alojan a las crías,
que nacen prematuramente (en comparación con los mamíferos placentarios).
Las semejanzas de estos tres topos son convergentes, esto es, fruto de una
evolución por separado, desde puntos de partida diferentes, a partir de
antepasados que no eran excavadores. Y se trata de una convergencia triple.
Aunque los topos dorados y los euroasiáticos están más relacionados entre sí que
con los topos marsupiales, su antepasado común a buen seguro no era un
excavador especializado. Si los tres se parecen, es porque los tres excavan. A
propósito, estamos tan acostumbrados a la idea de que los mamíferos ocuparon
el hueco de los dinosaurios que sorprende que aún no se haya encontrado ningún
«dinosaurio-topo». Se han descrito fósiles de madrigueras y de órganos
adaptados a la excavación en los «reptiles mamiferoides» que precedieron a los
dinosaurios, pero no se ha hallado ningún testimonio convincente en los
dinosaurios propiamente dichos.
Australinea es el hogar no sólo de los topos marsupiales, sino de un
espectacular elenco de marsupiales, cada uno de los cuales desempeña más o
menos el mismo papel que un mamífero placentario en otro continente. Hay
ratones marsupiales (aunque sería mejor llamarlos musarañas marsupiales, pues
se alimentan de insectos), gatos marsupiales, perros marsupiales, ardillas
voladoras marsupiales, y toda una galería de homólogos de los animales
conocidos en el resto del mundo. En algunos casos la semejanza resulta
increíble. Las ardillas voladoras de los bosques americanos, como Glaucomys
volans, tienen el mismo aspecto y comportamiento que ciertos habitantes de los
bosques de eucaliptos australianos como el petauro del azúcar (Petaurus
breviceps) o el petauro de la caoba (Petaurus gracilis). A éstos también se los
conoce como falangeros voladores, aunque en puridad no sean miembros de la
familia de los Falangéridos (cuscuses y falangeros auténticos). Las ardillas
voladoras americanas son ardillas verdaderas, parientes de nuestras ardillas
comunes. En África, cosa interesante, el oficio de ardilla voladora lo ejercen las
llamadas ardillas de cola escamosa o anomaluros, que, si bien son roedores, no
son verdaderas ardillas. Los marsupiales australianos también han producido tres
linajes de planeadores que desarrollaron el vuelo planeado de manera
independiente. Volviendo a los planeadores placentarios, en el Encuentro 9 ya
nos reunimos con los misteriosos caguanes o lémures voladores, que se
diferencian de las ardillas voladoras y de los planeadores marsupiales en que su
membrana de planeo, el llamado patagio, también abarca la cola además de las
cuatro extremidades.
Thylacinus, el lobo de Tasmania, es uno de los ejemplos más famosos de
evolución convergente. A veces se le llama tigre de Tasmania debido a su lomo
rayado, pero es un nombre poco feliz, porque eran mucho más parecidos a un
lobo o a un perro. En su día se extendían por toda Australia y Nueva Guinea, y
en Tasmania sobrevivieron hasta nuestros días. Hasta 1909 se pagaba una
recompensa por su captura; en 1930 se cazó el último espécimen en estado
salvaje y en 1936 murió en el zoológico de Hobart (Tasmania) el último ejemplar
en cautividad. Casi todos los museos cuentan con un tilacino disecado. Se
distinguen bien de un perro normal gracias a las rayas del lomo, pero identificar
el esqueleto ya es otro cantar. En el examen final de zoología, en Oxford, los
estudiantes de mi generación teníamos que identificar 100 ejemplares de
animales. Enseguida se difundió el rumor de que, si alguna vez nos daban un
cráneo de perro, lo mejor era definirlo como tilacino, pues algo tan obvio como
un cráneo de perro por fuerza tenía que ser una trampa. Hasta que un año los
examinadores, dicho sea en su honor, se marcaron un farol y pusieron un
verdadero cráneo de perro. Por si el lector estuviese interesado, la manera más
fácil de diferenciarlos es comprobando si tienen dos llamativas cavidades en el
paladar, un rasgo característico de los marsupiales. Los dingos, naturalmente, no
son marsupiales, sino auténticos cánidos, probablemente introducidos por los
aborígenes. Puede incluso que una de las causas de la extinción de los tilacinos
en Australia fuese la competencia que les supuso la llegada de los dingos. Éstos
nunca llegaron a Tasmania; quizá por eso los tilacinos sobrevivieron en esta isla
hasta que los colonos europeos provocaron su extinción. Sin embargo, el registro
fósil demuestra que en Australia hubo otras especies de tilacino que se
extinguieron demasiado rápido como para que se pueda culpar de ello a los seres
humanos o a los dingos.
El experimento natural de los mamíferos alternativos de Australinea suele
demostrarse con una serie de ilustraciones, cada una de las cuales empareja a un
marsupial australineano con su homólogo placentario. Pero no todos los
homólogos se parecen. Por ejemplo, no hay ningún equivalente placentario del
falangero de la miel. Más fácil resulta entender que no haya un equivalente
marsupial de las ballenas: al margen de la dificultad que supondría manejar un
marsupio bajo el agua, las ballenas marsupiales nunca habrían experimentado el
aislamiento que propició la evolución independiente de los marsupiales
australianos. Un razonamiento análogo explicaría por qué no hay murciélagos
marsupiales. Y, aunque podríamos definir a los canguros como el equivalente
australineano de los antílopes, lo cierto es que no se parecen en nada, por cuanto
su estructura corporal se basa casi por entero en sus insólitos andares saltarines,
a su vez basados en las patas posteriores y en esa enorme cola que les sirve de
contrapeso. Bien es verdad que las 68 especies de canguros y ualabíes coinciden
con las 72 de antílopes y gacelas en régimen alimenticio y forma de vida, pero la
correspondencia no es perfecta. Algunos canguros comen insectos cuando se les
presenta la ocasión, y los fósiles nos informan de un enorme canguro carnívoro
que debía de ser terrorífico.
Fuera de Australia hay mamíferos placentarios que saltan como los canguros,
pero la mayoría son pequeños roedores, como las ratas canguro. La liebre
saltadora africana también es un roedor, no una liebre auténtica, y es el único
mamífero placentario que ciertamente podría llegar a confundirse con un
canguro (o mejor dicho, con un pequeño ualabí). De hecho, mi colega Stephen
Cobb cuenta que, cuando daba clases en la universidad de Nairobi, le hacía
mucha gracia la vehemencia con que sus alumnos le llevaban la contraria cada
vez que les decía que los canguros sólo vivían en Australia y Nueva Guinea.
Las enseñanzas del Cuento del Topo Marsupial a propósito de la importancia
de la convergencia en evolución (de la verdadera convergencia hacia delante, no
de la coalescencia hacia atrás que constituye la metáfora central de este libro)
volverán a merecer nuestra atención en el último capítulo, titulado «El Retorno
del Anfitrión».
Encuentro 15
Monotremas

El Encuentro 15 tiene lugar hace unos 180 millones de años en el mundo, mitad
monzónico mitad árido, del Jurásico inferior. El continente austral de Gondwana
todavía estaba conectado con el gran continente boreal de Laurasia: la primera
vez, en nuestro viaje hacia el pasado, que nos encontramos todas las grandes
masas continentales unidas en un supercontinente llamado Pangea. La posterior
fragmentación de Pangea tendría consecuencias trascendentales para los
descendientes del Contepasado 15, que tal vez fue nuestro tatarabuelo número
120 millones. Este encuentro es bastante unilateral, puesto que los nuevos
peregrinos que se suman a todos los demás mamíferos representan únicamente
tres géneros: Ornithorhynchus anatinus, el ornitorrinco, que vive en Australia
oriental y Tasmania; Tachyglossus aculeatus, el equidna común, que vive en toda
Australia y Nueva Guinea, y Zaglossus, el zagloso, que sólo vive en las
montañas de Nueva Guinea[1]. El nombre colectivo de los tres géneros es
monotremas.
En varios cuentos de este libro he desarrollado la idea de que algunos
continentes-isla son la cuna de importantes grupos animales: África de los
afroterios, Laurasia de los laurasiaterios, Sudamérica de los desdentados,
Madagascar de los lémures y Australia de la mayoría de los marsupiales
modernos. Sin embargo, cada vez se juzga más probable que la separación de los
mamíferos sea muy anterior a la formación de esos continentes insulares. Según
una teoría autorizada, mucho antes de la extinción de los dinosaurios, los
mamíferos se dividieron en dos grupos principales: australosfénidos y
boreosfénidos. Insisto en que «australo» no significa australiano, sino
meridional, y «boreo» significa septentrional (de ahí el término «aurora boreal»).
Los australosfénidos eran los mamíferos primitivos que evolucionaron en el gran
continente austral de Gondwana, y los boreosfénidos, los que evolucionaron en
el continente septentrional de Laurasia, en una especie de encarnación previa,
muy anterior a la evolución de los laurasiaterios que hoy conocemos. Los
monotremas son los únicos representantes actuales de los australosfénidos.
Todos los demás mamíferos, los terios, incluidos los marsupiales que hoy
asociamos con Australia, descienden de los boreosfénidos. Los terios, que con el
tiempo asociaríamos con el hemisferio sur y con la fragmentación de Gondwana
(por ejemplo, los afroterios de África y los marsupiales de Sudamérica y
Australia) eran boreosfénidos que migraron al sur y se asentaron en Gondwana
mucho después de haber surgido en el norte.
Incorporación de los monotremas. Todos los
mamíferos actuales, menos de 5000 especies en total,
tienen pelo y amamantan a sus crías. Los que hemos
visto hasta ahora —placentarios y marsupiales— surgen
en el hemisferio boreal durante el periodo Jurásico. Las
cinco especies de monotremas son los únicos
supervivientes del variopinto linaje de mamíferos
australes que siguieron siendo ovíparos.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: ornitorrinco


(Ornithcrrhynchus anatinus); equidna común
(Tachyglcssus aculeatus).
Centrémonos ahora en los monotremas propiamente dichos. Los equidnas viven
en tierra firme y se alimentan de hormigas y termitas. El ornitorrinco vive la
mayor parte del tiempo en el agua, y se alimenta de pequeños invertebrados que
encuentra en el fango. Tiene un «pico» que, verdaderamente, parece de pato,
mientras que el de los equidnas tiene una forma más tubular. A propósito, los
estudios moleculares indican que el contepasado de equidnas y ornitorrincos
vivió hace menos tiempo que Obdurodon, un ornitorrinco fósil con el mismo
aspecto y los mismos hábitos que el ornitorrinco actual, pero con un pico
provisto de dientes. Esto significa que los equidnas son ornitorrincos
modificados que en los últimos 20 millones de años salieron del agua, perdieron
las membranas interdigitales, estrecharon el pico de pato hasta convertirlo en el
tubo sonda de los mirmicófagos y desarrollaron púas protectoras.
Los monotremas deben su nombre al rasgo que tienen en común con aves y
reptiles. Monotrema en griego significa «un solo agujero». Como ocurre con
reptiles y aves, el ano, el tracto urinario y el tracto reproductor desembocan en
una sola apertura común: la cloaca. Aún más reptiliano es el hecho de que lo que
sale de la cloaca no sean crías, sino huevos. Y no me refiero a huevos
microscópicos como los de todos los demás mamíferos, sino a huevos de dos
centímetros con una cáscara dura y áspera de color blanco que contiene el
suficiente nutrimento para alimentar a la cría hasta que ésta se encuentra en
condiciones de salir del cascarón, operación que también realiza al estilo de
reptiles o aves, esto es, sirviéndose de una protuberancia en el extremo del pico.
Los monotremas presentan otros rasgos típicamente reptilianos, como el
hueso interclavicular cerca del hombro, propio de los reptiles, pero no de los
mamíferos terios. Por otra parte, el esqueleto de los monotremas presenta unas
cuantas características habituales entre los mamíferos. La mandíbula inferior
consiste en un único hueso, el dentario. Las mandíbulas inferiores de los reptiles
tienen tres huesos más, alrededor de la articulación con el cráneo. En el curso de
la evolución de los mamíferos, estos tres huesecillos se desplazaron hacia el oído
medio: son los llamados martillo, yunque y estribo, cuya función es transmitir
los sonidos desde el tímpano hasta el oído interno mediante un ingenioso
mecanismo que los físicos denominan adaptación de impedancias. En este
sentido, los monotremas son mamíferos de pura cepa. Sin embargo, el oído
interno en sí, es más reptiliano o aviario, puesto que la cóclea, esto es, el canal
del oído interno que capta los distintos tonos sonoros, es casi recto, mientras que
en todos los demás mamíferos tiene forma de espiral, de ahí que también se le
conozca como caracol.
Los monotremas vuelven a coincidir con los mamíferos en que segregan
leche para amamantar a las crías, y la leche es, por antonomasia, el sello
distintivo de los mamíferos. No obstante, vuelven a introducir una nota
discordante, ya que las hembras carecen de pezones: la leche sale de unos poros
distribuidos por una amplia zona de la epidermis ventral, de donde la cría,
agarrada a los pelos de la madre, la succiona. Es probable que nuestros
antepasados hiciesen lo mismo. Las extremidades de los monotremas están un
poco más separadas que las de los mamíferos normales, rasgo que se refleja en el
extraño contoneo de los equidnas, que, sin llegar a ser exactamente reptiliano,
tampoco es del todo mamífero. Esa peculiar forma de desplazarse refuerza aún
más la impresión de que los monotremas son una especie de eslabón intermedio
entre los reptiles y los mamíferos.

¿Eran así nuestros antepasados? Henkelotherium, un eupantoterio dibujado por Ele Groning. (La forma
de las hojas es la de los ginkgos actuales pero un ginkgo del Jurásico habría tenido hojas con las nervaduras
más finas).

¿Qué aspecto tenía el Contepasado 15? Naturalmente, no hay motivo para pensar
que se pareciese a un equidna ni a un ornitorrinco. Al fin y al cabo, era tan
antepasado nuestro como suyo, y desde entonces todos hemos dispuesto de
mucho tiempo para evolucionar. Los fósiles de esa fase concreta del Jurásico
pertenecen a varios tipos de animalillo con forma de musaraña o de roedor, como
Morganucodon, y el gran grupo de los multituberculados. La simpática
ilustración superior representa a un eupantoterio, otro de estos mamíferos
primitivos, subido a un ginkgo.

EL CUENTO DEL ORNITORRINCO

Uno de los primeros nombres latinos del ornitorrinco fue Ornithorhynchus


paradoxus. Cuando se descubrió, parecía tan extraño que en el museo que
recibió uno de los primeros especimenes se pensaron que se trataba de una
broma: un pastiche de trozos de mamífero y trozos de ave. Otros se preguntaron
si Dios estaba de mal humor cuando creó al ornitorrinco: quizá se encontró unos
cuantos restos tirados por el suelo del taller y decidió unirlos en lugar de tirarlos
a la basura. Más insidiosos (porque no lo dicen en broma) son los zoólogos que
desprecian a los monotremas tachándolos de primitivos, como si ser primitivo
fuese una verdadera forma de vida. La finalidad de «El Cuento del Ornitorrinco»
es precisamente poner en tela de juicio esta concepción.
Desde el Contepasado 15 los ornitorrincos han dispuesto exactamente del
mismo tiempo para evolucionar que los demás mamíferos. No existe ningún
motivo para que uno de los dos grupos tenga que ser más primitivo que el otro
(recordemos que primitivo significa, en rigor, «parecido al antepasado»). En
algunos aspectos, los monotremas podrían ser más primitivos que nosotros; por
ejemplo, en el hecho de ser ovíparos, pero el primitivismo de ciertos aspectos no
implica el primitivismo del conjunto. No existe ninguna esencia de antigüedad
que corra por las venas e impregne los huesos. Un hueso primitivo es aquél que
no ha cambiado desde hace mucho tiempo. No hay ninguna regla que dicte que
los huesos adyacentes también tengan que ser primitivos (al menos hasta que se
demuestre lo contrario). Nada ilustra mejor esta idea que el pico del propio
ornitorrinco, un órgano que ha evolucionado sobremanera, por más que otras
partes del animal no lo hayan hecho.
El pico del ornitorrinco resulta cómico; primero, porque, al ser tan grande, su
parecido con el de un pato se torna aún más absurdo, y segundo, porque los
picos de pato ya son de por sí irrisorios, quizá por culpa del pato Donald. Pero es
injusto reírse de un aparato tan increíble. Si queremos seguir viéndolo como un
injerto extraño, olvidémonos de los patos y establezcamos una comparación más
atinada con el enorme morro que llevan acoplados los Nimrod, unos aviones de
patrulla antisubmarinos. El equivalente estadounidense es el AWACS[2], más
conocido pero menos apropiado como término de la comparación, toda vez que
el «injerto» del AWACS es en la parte superior del fuselaje y no en la punta
como si fuese un pico.
El quid de la cuestión es que, a diferencia del pico de los patos, el del
ornitorrinco no es simplemente un par de mandíbulas para chapotear y comer.
Bueno, eso también, aunque no es córneo como el de los patos, sino gomoso. Lo
verdaderamente interesante es que el pico del ornitorrinco es un dispositivo de
reconocimiento AWACS. Los ornitorrincos cazan crustáceos, larvas de insectos
y otras pequeñas criaturas que viven en el fondo cenagoso de los arroyos. En ese
entorno los ojos no sirven de mucha ayuda; de hecho, los ornitorrincos los llevan
cerrados mientras cazan. Y no sólo eso, sino que también cierran las fosas
nasales y los oídos. Ni ven, ni oyen, ni huelen a las presas… pero se dan mucha
maña para encontrarlas: en un solo día capturan el equivalente a la mitad de su
propio peso.
Si el lector fuese un detective escéptico y tuviese que investigar a alguien
que afirma poseer un sexto sentido, ¿qué haría? Le vendaría los ojos, le taparía
los oídos y la nariz, y lo sometería a alguna prueba de percepción sensorial. Los
ornitorrincos se toman la molestia de realizar el experimento por el lector.
Desactivan tres sentidos que para nosotros son importantes (y puede que para
ellos, en tierra, también) y concentran toda la atención en algún otro sentido. La
pista nos la da un último rasgo de su conducta cazadora: cuando nadan, mueven
el pico de un lado a otro. El pico parece una antena de radar barriendo el terreno.
Una de las primeras descripciones del ornitorrinco, el artículo que Sir
Everard Home escribió en 1802 para Philosophical Transactions of the Royal
Society, resultó ser clarividente. Sir Everard reparó en que la rama del nervio
trigémino que inerva la cara es

extraordinariamente grande. Esta circunstancia nos lleva a colegir que la sensibilidad de las diversas
partes del pico debe ser notable y que, por consiguiente, este órgano cumple la función de una mano y
es capaz de sutiles discernimientos táctiles.
Sir Everard desconocía la verdad del asunto, pero lo verdaderamente revelador
es la referencia a la mano. El ilustre neurólogo canadiense Wilder Penfield
publicó en su día un famoso mapa cerebral acompañado de un diagrama que
mostraba las proporciones que el cerebro humano asignaba a cada parte del
cuerpo. He aquí el mapa de la zona cortical encargada de controlar los músculos
de las diversas partes del cuerpo. Penfield dibujó un mapa parecido de las partes
del cerebro relacionadas con el sentido del tacto. Lo sorprendente de ambos
mapas es la enorme preeminencia de la mano. La cara también destaca lo suyo,
sobre todo las partes que controlan el movimiento de las mandíbulas al hablar y
masticar. Pero lo que realmente llama la atención del homúnculo de Penfield es
la mano.

Mapa cerebral de Penfield. Adaptado del original de Penfield y Rasmussen [222].

¿Adónde llevan todas estas consideraciones? «El Cuento del Ornitorrinco» debe
mucho al eminente neurobiólogo australiano Jack Pettigrew y a sus colegas,
entre ellos Paul Manger. Entre las muchas y fascinantes tareas que han
acometido figura la elaboración de un ornitorrínculo, esto es, el equivalente
ornitorrínquico del homúnculo de Penfield. Lo primero que hay que decir es que
es mucho más preciso que éste, que estaba basado en muy pocos datos. El
ornitorrínculo es una obra rigurosa y esmerada a más no poder. En la parte
superior del cerebro pueden apreciarse tres pequeños mapas de ornitorrinco: son
representaciones separadas, en diferentes partes del cerebro, de información
sensorial procedente de la superficie del cuerpo. Lo importante para el animal es
que haya una representación espacial ordenada de la relación entre cada parte del
cuerpo y su correspondiente parte del cerebro.

El cerebro del ornitorrinco es «picocéntrico». «Ornitorrínculo», de Pettigrew et al.

Adviértase que las manos y los pies, pintados de negro en los tres mapas,
guardan más o menos proporción con lo que es el cuerpo en sí, a diferencia del
homúnculo de Penfield, que tiene unas manos inmensas. Lo que no está nada
proporcionado es el pico. Los mapas del pico son esas áreas enormes que se
extienden hacia abajo desde la silueta que representa al resto del cuerpo.
Mientras que en el cerebro humano predomina la mano, en el del ornitorrinco
predomina el pico. La conjetura de Sir Everard va tomando cuerpo. Sin embargo,
como ya veremos, en cierto sentido el pico es mejor todavía que una mano:
puede percibir cosas sin tocarlas, es capaz de sentir a distancia. ¿Cómo? Por
medio de la electricidad.
Cuando un animal como la gamba de agua dulce, que es una presa típica del
ornitorrinco, usa los músculos, inevitablemente se genera un débil campo
eléctrico. Un dispositivo lo bastante sensible podría detectarlo, sobre todo en el
agua. Un ordenador capaz de procesar los datos procedentes de una larga serie
de sensores podría calcular la fuente de los campos eléctricos. Los ornitorrincos,
naturalmente, no calculan como lo haría un matemático ni un ordenador, pero a
cierto nivel, en su cerebro, efectúan el equivalente de un cálculo y el resultado es
que capturan a sus presas.

Cosquilleo a distancia. El mundo eléctrico-sensorial del ornitorrinco. De Manger y Pettigrew [181].

Los ornitorrincos tienen unos 40.000 sensores eléctricos distribuidos en franjas


longitudinales por ambas caras del pico. Como muestra el ornitorrínculo, una
gran proporción del cerebro está consagrada a procesar los datos registrados por
estos 40.000 sensores. Pero la cosa se complica. Además de los 40.000 sensores
eléctricos, hay unos 60.000 sensores mecánicos llamados empujadores
diseminados por toda la superficie del pico. Pettigrew y sus colaboradores han
encontrado células nerviosas en el cerebro que reciben señales procedentes de
dichos sensores mecánicos. También han encontrado otras células cerebrales que
responden tanto a los sensores eléctricos como a los mecánicos (hasta ahora no
han encontrado ningunas que sólo respondan a los sensores eléctricos). Ambos
tipos de célula ocupan su posición correcta en el mapa espacial del pico y su
disposición en capas recuerda al cerebro visual humano, donde dicha
configuración permite la visión binocular. De la misma manera que las capas de
nuestro cerebro combinan la información registrada por ambos ojos para
construir una imagen estereoscópica, el ornitorrinco, según el equipo de
Pettigrew, quizá combine la información procedente de los sensores mecánicos y
eléctricos de un modo parecido e igual de eficaz. ¿Cómo lo hace?
Los neurobiólogos proponen la analogía del trueno y el rayo. El relámpago y
el estruendo del trueno tienen lugar simultáneamente. El relámpago lo vemos al
instante, pero el trueno tarda más en llegarnos puesto que viaja a la velocidad del
sonido, relativamente lenta (y, además, la detonación, dicho sea de paso, se
convierte en un fragor sordo a causa de los ecos). Si cronometramos el intervalo
entre el relámpago y el estruendo, podemos calcular a qué distancia está la
tormenta. Tal vez las descargas eléctricas derivadas de los músculos de las presas
vengan a ser, desde el punto de vista del ornitorrinco, el relámpago, y las ondas
que los movimientos de la presa causan en el agua, el trueno. ¿Es capaz el
cerebro del ornitorrinco de medir el intervalo entre ambos y de calcular a qué
distancia se encuentra la presa? Eso parece.
En cuanto la dirección de la presa, se determina comparando las señales de
diversos receptores situados por todo el mapa, presumiblemente con ayuda de
los movimientos laterales de barrido del pico, del mismo modo que los radares
construidos por el hombre utilizan la rotación de la antena. Con semejante
batería de sensores enviando información a toda una matriz de células
cerebrales, es muy probable que el ornitorrinco forme una detallada imagen
tridimensional de cualquier perturbación eléctrica que se produzca en las
inmediaciones.
Pettigrew y sus colegas han confeccionado el siguiente mapa topográfico de
líneas de igual sensibilidad eléctrica en torno al pico del ornitorrinco. Para
visualizar un ornitorrinco, olvidémonos del pato y pensemos en el avión Nimrod
o en el AWACS; en una mano enorme que «palpa» a distancia; en truenos y
relámpagos a través de las aguas cenagosas de Australia.
El ornitorrinco no es el único animal que emplea este tipo de sentido
eléctrico. Varios peces, entre ellos el pez espátula (Polyodon spathula), también
lo utilizan. Aunque estrictamente hablando sean peces óseos, los peces espátula
han desarrollado en una segunda fase, al igual que sus parientes los esturiones,
un esqueleto cartilaginoso como el de los tiburones. A diferencia de éstos, sin
embargo, son peces de agua dulce y con frecuencia viven en ríos turbios, donde
los ojos no les sirven de mucho. La «espátula» que les da nombre tiene
prácticamente la misma forma que el pico del ornitorrinco, aunque no se trata de
una mandíbula, sino de una extensión del cráneo. Es larguísima, de hecho suele
alcanzar un tercio de la longitud total del cuerpo. Personalmente, los peces
espátula me recuerdan a un avión Nimrod todavía más que el ornitorrinco.
¿El mismo truco ingenioso? El pez espátula
(Polyodon spathula).

Está claro que la espátula cumple una función importante en la vida de estos
peces; de hecho, ya se ha demostrado de manera fehaciente que realiza la misma
labor que el pico del ornitorrinco, es decir, detectar los campos eléctricos
generados por las potenciales presas. Como en el ornitorrinco, los sensores
eléctricos están alojados en poros dispuestos en líneas longitudinales. Los dos
sistemas, sin embargo, han evolucionado por separado. Los poros eléctricos de
los ornitorrincos son glándulas mucosas modificadas. Los del pez espátula son
tan similares a los que usan los tiburones para detectar estímulos eléctricos que
se les ha dado el mismo nombre: ampollas de Lorenzini. Sin embargo, mientras
que el ornitorrinco tiene los poros sensoriales dispuestos en una docena de
franjas estrechas a lo largo de todo el pico, el pez espátula los concentra en dos
anchas franjas, una a cada lado de la mediana de la espátula. Al igual que el
ornitorrinco, el pez espátula posee una cantidad enorme de poros sensoriales (a
decir verdad, incluso más que aquél). Tanto uno como otro son mucho más
sensibles a la electricidad que cualquiera de sus sensores por separado, así que,
por fuerza deben llevar a cabo una suma enormemente compleja de señales
procedentes de diversos sensores.
Hay pruebas de que el sentido eléctrico es más importante para los peces
espátula jóvenes que para los adultos. Se han encontrado adultos vivos y
aparentemente sanos que habían perdido la espátula, pero nunca se ha
encontrado un pez espátula joven capaz de sobrevivir sin ella en ningún
riachuelo. La razón podría ser que los peces espátula jóvenes, al igual que los
ornitorrincos adultos, seleccionan y capturan presas individuales. Los peces
espátula adultos, en cambio, se alimentan de un modo más parecido al de las
ballenas planctívoras: cribando el fango según avanzan y capturando presas en
masa. Esta dieta también les hace crecer lo suyo, no tanto como una ballena,
pero sí, en longitud y peso, como un hombre, es decir, un tamaño superior a la
mayoría de animales de agua dulce. Parece lógico que un adulto que se alimenta
cribando plancton tenga menos necesidad de un localizador de presas de gran
precisión que un joven que captura a sus presas de una en una abalanzándose
sobre ellas.
Así pues, los ornitorrincos y los peces espátula han descubierto por separado
el mismo e ingenioso truco. ¿Hay algún otro animal que también lo descubriese?
Mientras hacía el doctorado en China, mi ayudante Sam Turvey encontró un
trilobites rarísimo llamado Reedocalymene. Aunque pueda parecer el típico
trilobites de ciénaga normal y corriente (similar al bicho de Dudley, el ejemplar
de Calymene que figura en el escudo de armas de la ciudad de Dudley),
Reedocalymene posee un rasgo único y sorprendente: un enorme morro
aplanado, como el de un pez espátula, tan largo como el resto del cuerpo. Es
imposible que tuviese una finalidad aerodinámica, ya que este trilobites, al
contrario que muchos otros, era claramente incapaz de nadar por encima del
lecho marino. Tampoco es probable, por diversos motivos, que tuviese una
función defensiva. Al igual que el pico de un pez espátula, de un esturión o de un
ornitorrinco, el rostro de este trilobites está tachonado de lo que parecen ser
receptores sensoriales, probablemente empleados para detectar presas. Turvey no
tiene noticia de ningún artrópodo moderno dotado de sensibilidad eléctrica (un
dato en sí interesante, dada la versatilidad de los artrópodos), pero está
convencido de que Reedocalymene era otro pez espátula u ornitorrinco, y espera
empezar a trabajar enseguida en el asunto.
Otros peces, aunque carecen de la antena tipo Nimrod de los ornitorrincos y
los peces espátula, poseen un sentido eléctrico todavía más refinado. No
contentos con captar las señas eléctricas que sin darse cuenta emiten sus presas,
estos peces generan sus propios campos eléctricos. La «lectura» de las
distorsiones en estos campos les sirve para orientarse y detectar a las presas.
Además de varias rayas cartilaginosas, dos grupos de peces óseos, la familia de
los Gimnótidos de Sudamérica y de los Mormíridos de África, han desarrollado
de forma independiente el arte de la emisión de campos eléctricos.
¿Cómo generan estos peces su propia electricidad? Pues igual que la generan
involuntariamente las gambas, las larvas de insecto y otras presas del
ornitorrinco: con los músculos. Pero, mientras que las gambas producen un poco
de electricidad por la sencilla razón de que eso es lo que inevitablemente hace
todo músculo, los peces eléctricos usan sus bloques musculares como auténticas
baterías en serie. Un pez eléctrico de la familia de los Gimnótidos o de los
Mormíridos tiene una batería de bloques musculares dispuestos en series a lo
largo de la cola, cada uno de los cuales genera un bajo voltaje que al sumarse al
resto se convierte en un voltaje más alto. La anguila eléctrica es un caso
extremo. Este animal (que no es una anguila de verdad sino otro gimnótido
sudamericano de agua dulce) tiene una cola larguísima, capaz de alojar una
batería de células eléctricas mucho mayor que la de un pez de tamaño normal.
Lo que hace es paralizar a sus presas con descargas eléctricas que superan los
600 voltios y pueden ser mortales para el ser humano. Otros peces de agua dulce,
como Malapterus, un siluro eléctrico africano, y Torpedo, una raya eléctrica
marina, también generan bastantes voltios como para matar a sus presas, o al
menos dejarlas fuera de combate.
Estos peces de alto voltaje han llevado a un nivel casi increíble una
capacidad que en su origen venía a ser una especie de radar utilizado para
orientarse y detectar presas. Los peces eléctricos más débiles, como el Gymnotus
de Sudamérica y el Gimnarchus de África (que no guardan parentesco alguno),
poseen un órgano eléctrico como el de la susodicha «anguila» sólo que mucho
más corto (su batería consiste en un menor número de placas musculares
dispuestas en serie) y en general producen una tensión eléctrica inferior a un
voltio. Los peces eléctricos nadan con el cuerpo en línea recta (por sobradas
razones, como veremos más adelante) y la corriente eléctrica que despiden se
propaga en una serie de líneas curvas que habría hecho las delicias de Michael
Faraday. A ambos lados del cuerpo tienen poros que contienen sensores
eléctricos: auténticos voltímetros en miniatura. Los obstáculos o las presas
causan diversos tipos de perturbaciones en el campo eléctrico y los pequeños
voltímetros las detectan. Comparando los datos de todos los voltímetros y
cotejándolos con las fluctuaciones del campo propiamente dicho (que en algunas
especies es sinusoidal y en otras es pulsado) los peces calculan la posición de
obstáculos y presas. Y también emplean los órganos y sensores eléctricos para
comunicarse entre sí.
El parecido entre un pez eléctrico sudamericano como el Gymnotus y el
Gymnarchus, su homólogo africano, es realmente asombroso, pero existe una
diferencia muy significativa. Los dos poseen una sola aleta larga que les recorre
todo el cuerpo y los dos la usan para lo mismo. No pueden realizar el típico
movimiento serpenteante de los peces al nadar porque ello alteraría su sentido
eléctrico. Los dos están obligados a mantener el cuerpo rígido, de modo que se
propulsan por medio de la aleta longitudinal, que se mueve sinuosamente como
lo haría un pez normal. Esto significa que nadan despacio, pero les merece la
pena renunciar a un poco de velocidad a cambio de recibir una buena señal. Lo
curioso es que Gymnarchus tiene la aleta longitudinal en el lomo, mientras que
Gymnotus y otros peces eléctricos sudamericanos, incluidos la «anguila»
eléctrica, la tienen en el vientre. Para casos así se acuñó el dicho «la excepción
que confirma la regla».
Volviendo al protagonista del cuento, el desenlace inesperado es el
aguijonazo que nos propina el ornitorrinco macho con sus garras traseras. Los
verdaderos aguijones venenosos, con inyección hipodérmica, son un rasgo
propio de varios filos de invertebrados y, dentro de los vertebrados, de algunos
peces y reptiles, pero en absoluto de aves ni de mamíferos… a excepción del
ornitorrinco (a no ser que también se quiera contar como «picadura» la saliva
tóxica de los almiquíes [dos especies del género Solenodon] y de algunas
musarañas, que torna sus mordeduras ligeramente venenosas). Así pues, el
macho del ornitorrinco es un caso único entre los mamíferos y quizá también
entre los animales venenosos. El hecho de que el aguijón sólo lo posean los
machos indica, por sorprendente que parezca, que está dirigido no a los
depredadores (como en el caso de las abejas) ni a las presas (como en el de las
serpientes) sino a los rivales. No es una picadura letal, pero sí tremendamente
dolorosa, y no responde a la morfina. Parece como si actuase directamente sobre
los llamados nociceptores, o receptores del dolor. Si los científicos lograsen
entender la dinámica del fenómeno, tal vez obtendrían alguna pista sobre cómo
combatir el dolor provocado por el cáncer.
He empezado este cuento reprendiendo a los zoólogos que tildan al
ornitorrinco de primitivo, como si semejante epíteto fuese una explicación de su
fisiología. En el mejor de los casos sería una mera descripción. Primitivo
significa «parecido al antepasado», una definición que en muchos sentidos hace
justicia al ornitorrinco. El pico y el aguijón constituyen interesantes excepciones.
Pero mucho más interesante es la moraleja del cuento, a saber: que hasta el
animal más primitivo en todos los sentidos tiene sus buenas razones para serlo.
Esas características ancestrales cuadran con su modo de vida, luego no tiene por
qué cambiarlas. Como dice Arthur Cain, catedrático de la Universidad de
Liverpool, los animales son como son porque no les queda más remedio.
LO QUE EL TOPO ESTRELLADO LE DIJO AL ORNITORRINCO

El topo estrellado, que junto con los demás laurasiaterios se incorporó a la


peregrinación en el Encuentro 11, ha estado escuchando con suma atención «El
Cuento del Ornitorrinco», y a juzgar por cómo le brillaban los ojillos vestigiales
y como batía las palmas presa de la emoción, se sentía cada vez más
identificado. «¡Sí!», chillaba, en un tono tan agudo que los peregrinos más
grandes no lo oían. «A mí me pasa lo mismo… O casi».
No, no me sale. Quería seguir el ejemplo de Chaucer y dedicar al menos un
apartado a lo que uno de los peregrinos le dice al otro, pero me limitaré al
epígrafe y al primer párrafo, y contaré el cuento con mis propias palabras, tal y
como he venido haciendo hasta ahora. Puede que Bruce Fogle u Olivia Judson
(autores, respectivamente, de Las 101 preguntas que su perro le haría si pudiera
hablar y Consultorio sexual para todas las especies) se llevasen el gato al agua,
pero yo no.
El topo estrellado, Condylura cristata, es un tálpido norteamericano que,
además de excavar túneles y de alimentarse de lombrices como otros topos, es
un buen nadador, capaz de capturar presas bajo el agua y de excavar profundos
túneles a la orilla de los ríos. Asimismo, se encuentra más cómodo en la
superficie que otros topos y muestra predilección por lugares húmedos y
encharcados. Al igual que sus parientes, posee grandes patas en forma de pala.
Lo que lo hace diferente es el asombroso apéndice nasal a que debe su
nombre. Alrededor de las dos narinas, que sobresalen hacia delante, el topo
estrellado tiene un extraordinario anillo de tentáculos carnosos parecido a una
pequeña anémona marina de 22 brazos. Estos tentáculos no sirven para coger
objetos. Ni para oler mejor, que es la siguiente hipótesis que se nos podría
ocurrir. Tampoco son, a pesar del inicio de este apartado, un radar eléctrico como
el pico del ornitorrinco. La verdadera naturaleza de esta nariz tan singular la han
descifrado con maestría Kenneth Catania yJon Kaas de la Universidad de
Vanderbilt (Tennessee). Se trata de un órgano sensible al tacto, como una mano
humana hipersensible, sólo que sin función prensil. A cambio, esta mano tiene
una extrema sensibilidad que trasciende los límites normales del sentido del
tacto para extenderse más allá de lo imaginable. La piel de la nariz del topo
estrellado es más sensible que la de cualquier otra área cutánea de cualquier
mamífero, incluida la mano humana.
Una sensibilidad táctil inimaginable. Primer plano de un topo estrellado (Condylura cristata).

Cada una de las narinas está rodeada por 11 tentáculos, que, a efectos prácticos,
vamos a numerar del 1 al 11. Como enseguida veremos, el tentáculo número 11,
situado junto al eje central, justo debajo de la narina, es especial. Aunque no se
usen para agarrar objetos, los tentáculos pueden moverse por separado o por
grupos. La superficie de cada tentáculo está cubierta de una serie de pequeñas
excrecencias redondas llamados órganos de Eimer, cada uno de los cuales es una
unidad sensible al tacto inervada por entre cuatro (en la mayoría de los demás
tentáculos) y siete fibras nerviosas (en el tentáculo 11).
Sus prioridades saltan a la vista. Mapa cerebral estilo topúnculo del topo estrellado. De Catania y Kaas
[41].

La densidad de los órganos de Eimer es la misma en todos los tentáculos. El


tentáculo 11, al ser más pequeño, tiene menos órganos, pero más fibras nerviosas
inervando cada uno de ellos. Catania y Kaas fueron capaces de cartografiar la
representación cerebral de los tentáculos. En el cortex cerebral descubrieron
(como mínimo) dos mapas de la nariz estrellada independientes uno del otro. En
cada una de estas dos áreas cerebrales, las partes del cerebro correspondientes a
cada tentáculo están dispuestas en orden. Y, de nuevo, el tentáculo 11 resulta
especial: es más sensible que los demás. Cuando un tentáculo cualquiera detecta
por primera vez un objeto, el topo mueve la estrella para que el tentáculo 11
pueda examinarlo cuidadosamente. Sólo entonces toma la decisión de comérselo
o no. Catania y Kaas llaman al tentáculo 11 la fóvea[3] de la estrella. En términos
más generales, afirman:

Aunque la nariz del topo estrellado actúa como una superficie sensible al tacto, existen semejanzas
anatómicas y conductuales entre el sistema sensorial del topo y el sistema visual de otros mamíferos.

Si la estrella no es un sensor eléctrico, ¿de dónde nace la afinidad con el


ornitorrinco con que inicié este apartado? Catania y Kaas han construido un
modelo esquemático de la cantidad relativa de tejido cortical consagrada a las
diferentes partes de la superficie corporal. Podemos denominarlo «topúnculo»,
por analogía con el homúnculo de Penfield y el ornitorrínculo de Pettigrew.
¡Sólo mírenlo![4]
Salta a la vista cuáles son las prioridades del topo estrellado. No cuesta
mucho sensibilizarse con su mundo. Y sensibilizarse es la palabra apropiada,
pues este animal vive en un mundo táctil, dominado por los tentáculos de la
nariz, y otorga un interés secundario a sus grandes manos como palas y sus
bigotes.
¿Qué se sentirá siendo un topo estrellado? Estoy tentado de proponer la
versión «topo estrellado» de una idea que ya planteé en su día a propósito de los
murciélagos. Estos animales viven en un mundo sonoro, pero lo que hacen con
las orejas es prácticamente lo mismo que un pájaro insectívoro como la
golondrina hace con los ojos. En ambos casos, el cerebro debe construir un
modelo mental de un mundo en tres dimensiones por el que circular a gran
velocidad, plagado de obstáculos que evitar y de pequeños objetivos móviles que
atrapar. Este modelo tiene que ser el mismo, tanto si se construye y actualiza con
ayuda de rayos de luz, como si construye y actualiza mediante ecos sonoros. Mi
hipótesis era que los murciélagos probablemente «ven» el mundo (por medio de
los ecos) de manera casi idéntica a como lo ven las golondrinas o los seres
humanos, por medio de la luz.
Es más, llegué a especular que los murciélagos oían en color. Los tonos que
percibimos no guardan ninguna relación necesaria con las ondas de luz concretas
que representan. La sensación que yo denomino «rojo» (y que nadie sabe si es el
mismo rojo que el del lector) es una etiqueta asignada arbitrariamente a las
radiaciones luminosas de gran longitud de onda. Podría haberse usado
perfectamente para las de menor longitud de onda (azul), y viceversa: la
sensación que yo llamo azul haberse usado para grandes longitudes de onda.
Estas sensaciones cromáticas se hallan disponibles en el cerebro para aplicarlas,
en el mundo exterior, como resulte más conveniente. En los cerebros de los
murciélagos sería un desperdicio asociar esas cualidades sensoriales subjetivas
(los llamados qualia) a la luz. Es más probable que se usen para designar
determinadas cualidades ecoicas, tal vez texturas de superficies de ciertos
obstáculos o presas.
En esta ocasión mi hipótesis es que el topo estrellado «ve» con la nariz. Y
que emplea esos mismos qualia que llamamos «colores» como etiquetas para
catalogar sensaciones táctiles. De un modo análogo, imagino que el ornitorrinco
«ve» con el pico, y emplea los qualia que llamamos colores como etiquetas
mentales para catalogar sensaciones eléctricas. ¿Podría ser éste el motivo por el
que los ornitorrincos cierran los ojos durante sus batidas de caza eléctricas?
¿Será porque en su cerebro los ojos y el pico compiten por las mismas etiquetas
mentales y el uso simultáneo de ambos órganos sensoriales provocaría
confusión?
Reptiles mamiferoides

Ahora que se nos han unido los monotremas, los peregrinos mamíferos
recorremos ininterrumpidamente 130 millones de años hacia el pasado, el trecho
más largo entre dos jalones de cuantos hemos recorrido hasta el momento, para
llegar al Encuentro 16 donde habremos de encontrarnos con una partida de
peregrinos aún mayor que la nuestra: la de los saurópsidos: las aves y los
reptiles. Esto significa, aproximadamente, todos los vertebrados que ponen
huevos en tierra firme cubiertos de un cascarón impermeable. Digo
«aproximadamente» porque los monotremas, que ya se han sumado a nuestras
filas, también ponen huevos de este tipo. Hasta las tortugas, que por lo demás,
son animales completamente marinos, desovan en la playa. Puede que los
plesiosaurios hiciesen lo propio. Los ictiosaurios, en cambio, eran nadadores tan
especializados que, al igual que los delfines que se asemejan tanto a ellos,
probablemente ni siquiera eran capaces de llegar a la orilla, de ahí que
descubriesen por su cuenta cómo parir a sus crías vivas (lo sabemos gracias a
hembras fosilizadas en pleno parto)[1].
He dicho que nuestros peregrinos han recorrido 130 millones de años sin
encontrar jalones, pero, naturalmente, la ausencia de jalones sólo tiene sentido
dentro de las convenciones adoptadas en este libro, donde únicamente
reconocemos como jalones los encuentros con peregrinos que aún viven. En
aquella época, nuestra línea ancestral se permitió fértiles ramificaciones
evolutivas, lo sabemos por el copioso registro fósil de «reptiles mamiferoides»,
pero ninguna de esas ramas cuenta como «encuentro» porque ninguna ha
sobrevivido. No tienen, por lo tanto, representantes modernos que puedan
emprender la peregrinación desde el presente. Cuando en el caso de los
homínidos nos encontramos con un problema similar, concedimos a algunos
fósiles la categoría honoraria de peregrinos fantasma. Habida cuenta de que
somos peregrinos en busca de nuestros antepasados, peregrinos que realmente
quieren saber cómo era nuestro cienmillonésimo tatarabuelo, no podemos
ignorar a los reptiles mamiferoides y saltar directamente al Contepasado 16.
Éste, como veremos, tenía aspecto de lagarto. El hiato desde el Contepasado 15,
que se parecía a una musaraña, y el Contepasado 16 es demasiado grande como
para no tender un puente que ayude a salvarlo. Examinaremos, pues, a los
reptiles mamiferoides en calidad de peregrinos fantasma, como si fuesen
peregrinos vivos incorporados a nuestra marcha, pero sin derecho a contar
ningún cuento. Antes de nada, sin embargo, conviene dar algunas informaciones
sobre este larguísimo intervalo.
Todo ese espacio de tiempo sin jalones indicadores de puntos de encuentro
abarca la mitad del periodo Jurásico, todo el Triásico, todo el Pérmico y los
últimos diez millones de años del Carbonífero. A medida que la partida de
peregrinos pasa del Jurásico al mundo mucho más tórrido y seco del Triásico
(uno de los periodos más calurosos de la historia del planeta, cuando todas las
masas continentales se hallaban unidas formando Pangea), se dejan atrás las
extinciones en masa de finales del Triásico, en las que desaparecieron tres
cuartas partes de todas las especies. Pero esto no es nada comparado con la
siguiente transición, que coincide con nuestro paso del Triásico al Pérmico. Por
increíble que parezca, en el límite permotriásico, nueve de cada diez especies,
entre ellas todos los trilobites y varios otros grupos importantes de animales,
perecieron sin dejar descendientes. En honor a la verdad, los trilobites ya
llevaban mucho tiempo de capa caída, pero fue la extinción en masa más
devastadora de todos los tiempos. En Australia se han encontrado pruebas de que
la extinción de finales del Pérmico, al igual que la del Cretácico, vino provocada
por el impacto de un meteorito gigantesco. Hasta los insectos sufrieron un severo
golpe, el único en toda su historia. En el mar, las numerosas especies que
habitaban en los fondos quedaron exterminadas casi por completo. En tierra
firme, el Noé de los reptiles mamiferoides fue Lystrosaurus, una criatura
rechoncha y rabicorta que, inmediatamente después de la catástrofe, se
multiplicó por todo el mundo y no tardó en ocupar los nichos ecológicos
vacantes.
Conviene, sin embargo, no dar automáticamente por hecho un exterminio
apocalíptico. La extinción es el destino inevitable de casi todas las especies.
Puede que se haya extinguido el 99% de todas las especies que han existido. No
obstante, la tasa de extinciones por cada millón de años no se mantiene constante
y rara vez supera el 75%, que es el umbral estipulado (arbitrariamente) para
catalogar como masiva una extinción. Las extinciones en masa son picos en la
curva de la tasa de extinción que se elevan por encima del porcentaje habitual.
El diagrama de la página siguiente muestra tasas de extinción por cada
millón de años.[2] Algo tuvo que ocurrir en la época señalada por cada uno de
esos picos; algo malo. Quizás, un único acontecimiento catastrófico, como la
colisión con una enorme roca sideral que acabó con los dinosaurios hace 65
millones de años durante la extinción cretácico-paleógena. En otros casos, entre
los cinco picos, la agonía fue larguísima. La Sexta Extinción, como la bautizaron
Richard Leakey y Roger Lewin, es la que actualmente perpetra Homo sapiens, u
Homo insipiens, como prefería llamarlo mi viejo profesor de alemán William
Cartwright.[3]
Antes de pasar a los reptiles mamiferoides, hemos de resolver una cuestión
terminológica un tanto tediosa. Palabras como reptil y mamífero pueden referirse
a «clados» o «grados», que no son términos excluyentes. Un clado es un
conjunto de animales constituido por un antepasado y todos sus descendientes.
Las aves son un verdadero clado.
Porcentajes de extinción de géneros marinos durante el Eón Fanerozoico. Adaptado de Sepkoski [260].

Los reptiles, en el sentido tradicional de la palabra, no lo son, porque no


incluyen a las aves. Por eso los biólogos califican al grupo de los reptiles de
«parafilético». Algunos reptiles (por ejemplo, los cocodrilos) son parientes más
cercanos de algunos no-reptiles (las aves) que de otros reptiles (las tortugas). En
la medida en que todos tienen algo en común, los reptiles son miembros de un
grado, no de un clado. Un grado es un conjunto de animales que han alcanzado
un estadio similar dentro de una tendencia evolutiva cuya progresión resulta
evidente.
Existe, sin embargo, otro nombre informal para este grado, muy usado por
los zoólogos estadounidenses: herp. La herpetología es el estudio de los reptiles
(excepto las aves) y los anfibios. Herp es un tipo de palabra muy peculiar: la
abreviatura de una palabra que no existe en forma no abreviada. Un herp es,
sencillamente, la clase de animal que estudia un herpetólogo, lo cual es una
forma bastante pobre de definir a un animal. La única definición que se le acerca
es la de la Biblia: «animales que se arrastran sobre la tierra».
Otro nombre que en realidad designa un grado es «peces». El término
«peces» engloba a los tiburones, a varios grupos de fósiles ya extintos, a los
teleósteos (peces óseos, como la trucha o el lucio) y a los celacantos. Pero las
truchas son parientes más cercanos del hombre que de los tiburones (y los
celacantos más todavía que las truchas), así que «peces» no es un clado, porque
excluye a los seres humanos (y a todos los mamíferos, aves, reptiles y anfibios).
Es el nombre de un grado que engloba animales que tienen pinta de pez. Resulta
imposible precisar la terminología de los grados. Los ictiosaurios y los delfines
tienen pinta de peces, pero no son miembros del grado de los peces porque
revirtieron a la piscidad después de pasar por antepasados que no eran peces.
El término grado les será útil a quienes crean firmemente que la evolución
avanza de forma paulatina en una dirección concreta, en líneas paralelas desde
un punto de partida común. Por ejemplo, si creemos que hay montones de líneas
ancestrales relacionadas entre sí que han evolucionado en paralelo, aunque por
separado, desde la condición de anfibios a la de reptiles y de ahí a la de
mamíferos, podríamos hablar, efectivamente, de un tránsito por el grado de reptil
de camino al grado de mamífero. Es posible que se diese una marcha en paralelo
de este tipo. Es lo que me enseñaron de joven, concretamente mi dilecto profesor
de paleontología vertebrada, el señor Harold Pusey. La hipótesis me es muy
grata, pero no se puede dar por descontada, ni hay por qué respetar
escrupulosamente su terminología.
Si saltamos al otro extremo y adoptamos la rigurosa terminología cladística,
sólo podremos salvar la palabra reptil si consideramos que incluye a las aves. Es
la opción que han elegido los hermanos Maddison, fundadores del solvente
proyecto divulgativo Tree of Life.[4] Hay mucho que decir a favor de su postura,
así como de su decisión de sustituir «reptiles mamiferoides» por «mamiferos
reptiloides». Pero la acepción tradicional de la palabra reptil está tan arraigada,
que temo cambiarla y confundir a más de uno. Además, hay ocasiones en que el
exceso de purismo cladístico produce resultados ridículos. He aquí una reductio
ad absurdum. El Contepasado 16 hubo de tener un descendiente inmediato del
lado de los mamíferos y otro descendiente inmediato del lado de los
lagartos/cocodrilos/dinosaurios/aves, esto es, de los «saurópsidos». Ambos
tuvieron que ser exactamente idénticos. De hecho, tuvo que haber un momento
en el que podían hibridarse. Bueno, pues así y todo un cladista estricto insistiría
en llamar mamífero a uno y saurópsido al otro. En la práctica, afortunadamente,
no suelen darse semejantes reducciones, pero viene bien tener presentes estos
casos hipotéticos para cuando los puristas del cladismo nos vengan con ínfulas.
Estamos tan acostumbrados a la idea de que los mamíferos fueron los
sucesores de los dinosaurios que quizá nos sorprenda enterarnos de que los
reptiles mamiferoides ya prosperaban antes de la aparición de los dinosaurios.
Ocupaban los mismos nichos ecológicos que después ocuparían los dinosaurios
y que, más tarde aún, ocuparían los propios mamíferos. En realidad los ocuparon
no sólo una vez sino muchas, después de cada extinción a gran escala. A falta de
jalones proporcionados por los encuentros con peregrinos vivos, voy a
identificar tres «jalones fantasma» para acortar la distancia entre el Contepasado
15 (que parece una musaraña y nos emparenta con los monotremas) y el
Contepasado 16 (que parece un lagarto y nos emparenta con las aves y los
dinosaurios).
Tal vez, nuestro tatarabuelo número 150 millones se diese un aire a
Thrinaxodon, una criatura que vivió en el Triásico medio, y cuyos fósiles se han
encontrado en África y en la Antártida, a la sazón unidas dentro de Gondwana.
Sería mucho esperar que fuese el mismísimo Thrinaxodon o cualquier otro fósil
concreto que hayamos encontrado. Tenemos que considerarlo (no sólo a él, a
cualquier fósil) pariente de nuestro antepasado, no nuestro antepasado
propiamente dicho. Thrinaxodon pertenecía a un grupo de reptiles mamiferoides
llamados cinodontes. Los cinodontes eran tan parecidos a los mamíferos que dan
ganas de llamarlos mamíferos a secas. Pero, ¿qué más da cómo los llamemos? El
caso es que son un eslabón intermedio casi perfecto. Si damos por descontado
que la evolución ha tenido lugar, sería absurdo que no hubiese eslabones
intermedios como los cinodontes.
Antes de los dinosaurios. Relaciones filogenéticas entre los reptiles mamiferoides. Adaptado del original
de Tom Kemp [151].

Los cinodontes eran uno de los varios grupos surgidos de un grupo anterior de
reptiles mamiferoides, los llamados terápsidos. Es probable que nuestro
antepasado número 160 millones fuese un terápsido del Pérmico, pero no es fácil
escoger un fósil concreto que lo represente. Los terápsidos dominaban los nichos
terrestres antes de que los dinosaurios llegasen en el Triásico, e incluso en este
periodo hicieron sudar tinta a los terribles lagartos. Algunos eran animales
enormes, herbívoros de tres metros de largo y carnívoros de gran tamaño,
probablemente feroces, que se alimentaban de los primeros. Lo más factible, sin
embargo, es que nuestro antepasado terápsido fuese una criatura más pequeña e
insignificante. Por regla general, parece ser que los animales grandes y
especializados, como los terroríficos gorgonópsidos, o los dicinodontes, unos
herbívoros de colmillos protuberantes (véase ilustración), no tienen mucho
futuro evolutivo a largo plazo sino que pertenecen al 99% de especies abocadas a
la extinción. Las especies Noé, ése uno por ciento del que descendemos todos los
animales posteriores (tanto si en nuestra propia época resultamos ser grandes y
espectaculares como si no), tienden a ser más pequeñas y más discretas.
Los terápsidos primitivos no se parecían tanto a los mamíferos como los
cinodontes, aunque sí más que sus antececesores, los pelicosaurios, que
constituyeron la primera oleada de reptiles mamiferoides. Antes de los
terápsidos, nuestro antepasado número 165 millones fue casi con total seguridad
un pelicosaurio, aunque, una vez más, sería insensato adjudicar tal honor a un
fósil en particular. Los pelicosaurios alcanzaron su apogeo en el Carbonífero, el
periodo en el que se formaron los grandes yacimientos de carbón. El
pelicosaurio más conocido es Dimetrodon, dotado de una enorme cresta dorsal
en forma de vela. No se sabe para qué le servía semejante apéndice. Quizá fuese
un panel solar que lo ayudaba a alcanzar la temperatura necesaria para usar los
músculos, y/o un radiador para refrigerarse a la sombra, cuando hiciese
demasiado calor. O tal vez fuese un reclamo sexual, un equivalente óseo de la
cola del pavo real. Durante el Pérmico se extinguieron todos los pelicosaurios
excepto los pelicosaurios Noé que engendraron la segunda oleada de reptiles
mamiferoides, los terápsidos. Éstos, a su vez, se pasaron la primera parte del
Triásico «reinventando muchos de los diseños corporales desaparecidos a finales
del Pérmico»[5].
Los pelicosaurios eran mucho menos parecidos a los mamíferos que los
terápsidos, quienes a su vez, como ya hemos dicho, lo eran menos que los
cinodontes. Por ejemplo, los pelicosaurios se tumbaban sobre la barriga como
los lagartos, con las piernas extendidas hacia los lados y probablemente se
contoneaban al andar. Los terápsidos, los cinodontes y, finalmente, los
mamíferos fueron levantando poco a poco la barriga del suelo: sus extremidades
se hicieron más verticales y sus andares, menos semejantes a los de un pez con
patas. Entre otras tendencias hacia el mamiferismo (cuyo carácter progresivo tal
vez no sea sino una ilusión retrospectiva motivada por nuestra condición de
mamíferos) cabe citar las siguientes: la mandíbula inferior se redujo a un solo
hueso, el dentario, y los demás pasaron a formar parte del oído (como ya hemos
explicado en el Encuentro 15), y en un momento dado, aunque los fósiles no
sean de gran ayuda a la hora de precisar exactamente cuándo, nuestros
antepasados desarrollaron el pelo, un termostato, la leche, el cuidado paternal
avanzado y una compleja dentadura especializada para diversas funciones.
Me he ocupado de la evolución de los reptiles mamiferoides (peregrinos
fantasma) dividiéndolos en tres radiaciones sucesivas: pelicosaurios, terápsidos y
cinodontes. La cuarta radiación es la de los mamíferos propiamente dichos, pero
su irrupción evolutiva en el consabido espectro de ecotipos se postergó 150
millones de años. Antes les tocó el turno a los dinosaurios, turno que duró el
doble que las tres oleadas de reptiles mamiferoides juntas.
En nuestra andadura hacia el pasado, el primero de nuestros tres grupos de
peregrinos fantasma nos ha llevado hasta uno de esos «pelicosaurios Noé» que
parecen lagartos. Se trata de nuestro tatarabuelo número 165 millones, que vivió
en el Triásico, hace unos 300 millones de años. Y es que casi hemos llegado al
Encuentro 16.
Encuentro 16
Saurópsidos

El Contepasado 16, nuestro tataradeudo número 170 millones, vivió hace unos
310 millones de años, en la segunda mitad del Carbonífero, una época de
inmensos tremedales tapizados de licopodios en los trópicos (origen de la
mayoría de yacimientos carboníferos) y un extenso casquete de hielo en el Polo
Sur. En este punto de encuentro se nos agrega una muchedumbre enorme: los
saurópsidos, que son, de largo, el contingente más nutrido que nos hemos
encontrado en lo que llevamos de peregrinación. Durante la mayor parte del
tiempo transcurrido desde el Contepasado 16, los saurópsidos, en forma de
dinosaurios, dominaron el planeta. Incluso ahora que los dinosaurios ya no
existen, sigue habiendo el triple de especies de saurópsidos que de mamíferos.
En el Encuentro 16, unos 4600 peregrinos mamíferos se encuentran con 9600
aves y 7700 representantes del resto de los reptiles: cocodrilos, serpientes,
lagartos, tuataras, tortugas, etc. Todos juntos integran el principal grupo de
peregrinos vertebrados terrestres. La única razón por la que digo que se nos
agregan en lugar de decir que nosotros nos agregamos a ellos es porque
arbitrariamente hemos decidido analizar el viaje desde el punto de vista humano.
Desde el punto de vista de los saurópsidos, los últimos peregrinos en
incorporarse antes de la cita con nosotros fueron las tortugas. El contingente
saurópsido, por tanto, consiste en las tortugas y el resto. Dicho resto es una
unión de dos grandes grupos: el de los reptiles similares a lagartos, que engloba
a las serpientes, camaleones, iguanas, varanos de Komodo y tuataras, y el de los
reptiles similares a dinosaurios, o arcosauros, que engloba a los pterodactilos,
cocodrilos y aves. Los grandes reptiles acuáticos, como los ictiosauros y
plesiosauros, no son dinosaurios y están más emparentados con los reptiles tipo
lagarto. Las aves son una rama de un orden particular de dinosaurios, los
saurisquios. Estos dinosaurios, como Tyrannosaurus y los gigantescos
saurópodos, están más relacionados con las aves que con el otro grupo principal
de dinosaurios, los mal llamados ornitisquios, entre los que se incluyen
Iguanodon, Triceratops y los hadrosauros de pico de pato. Ornitisquio significa
«pelvis aviforme», pero el parecido es superficial y se presta a confusión.
Incorporación de los reptiles (aves incluidas). Uno de los avances fundamentales en la evolución de los
vertebrados terrestres fue el amnios, una membrana impermeable que recubre el embrión pero le permite
respirar. De estos animales «amniotas», dos linajes divergieron en fechas tempranas y han sobrevivido hasta
nuestros días: los sinápsidos (representados por los mamíferos) y los saurópsidos (17.000 especies de
«reptiles» y aves), que son los que se nos unen en este punto. La filogenia que mostramos aquí está casi
resuelta.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: pinzón de Darwin mediano (Geospizafortis); pavo real (Pavo
cristatus); pato mandarín (Aix galericulata); macuco grande (Tinamus solitarius); cocodrilo del Nilo
(Crocodylus niloticus); serpiente de jarretera (Thamnophis sirtalis parietalis); camaleón (Chamaeleo
chamaeleon); tuátara (Sphenodon punctatus); tortuga verde (Chelonia mydas).

La relación entre las aves y los saurisquios se ha visto corroborada recientemente


por el espectacular hallazgo en China de dinosaurios con plumas. Los
tiranosaurios son parientes más cercanos de las aves incluso que de otros
saurisquios, como los grandes saurópodos vegetarianos Diplodocus y
Braquiosaurio.
Los peregrinos saurópsidos, pues, comprenden las tortugas, los lagartos, las
serpientes, los cocodrilos y las aves, junto con la enorme concurrencia de
peregrinos fantasma, tales como los pterosauros en el aire, los plesiosauros y
mosasauros en el agua y, sobre todo, los dinosaurios en la tierra. Dado que este
libro se centra en los peregrinos que parten desde el presente, no parece
apropiado explayarse sobre los dinosaurios, que durante tanto tiempo dominaron
el planeta y seguirían dominándolo de no ser por el meteorito cruel o mejor
dicho, indiferente, que los dejó fuera de combate. Ahora resulta doblemente
cruel tratarlos con tanta indiferencia.[1] En cierta forma, siguen vivos —una
forma tan hermosa y singular como la de las aves— y les rendiremos homenaje
escuchando cuatro cuentos de aves. Pero primero, in memoriam, la
archiconocida Oda a un dinosaurio de Shelley:

Conocí a un viajero en un antiguo país


que me dijo: «Álzanse en el desierto,
sin tronco, dos grandes piernas de piedra.
Cerca de ellas, en la arena medio sepulto,
yace un rostro demolido cuya fría mueca
de desdén y potestad demuestra
que bien leyó su escultor las pasiones
que en la materia inerte perviven impresas,
la mano y el corazón de quien les dio burlesca forma…
Y reza el pedestal estas palabras:
“Mi nombre es Ozimandias, rey de reyes:
¡contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!”.
Nada más perdura. En torno a la decadencia,
de esta inmensa ruina, infinita y desnuda,
se extiende remota la solitaria arena».

PRÓLOGO A EL CUENTO DEL PINZÓN DE LAS GALÁPAGOS


La mente humana recula ante el abismo de las eras, y la enormidad del tiempo
geológico supera en tal medida la imaginación de poetas y arqueólogos que
puede resultar aterradora. Ahora bien, el tiempo geológico es grande no sólo
respecto de las escalas que nos resultan más familiares, como las de la vida o la
historia humanas. También lo es respecto de la propia escala de la evolución.
Esto tal vez sorprenda a quienes, ya desde los tiempos de Darwin, objetan que la
selección natural no ha dispuesto del tiempo suficiente para llevar a cabo los
cambios previstos por la teoría. Hoy sabemos que el problema, en todo caso, es
el contrario: ¡ha dispuesto de demasiado tiempo! Si medimos las tasas evolutivas
durante un periodo de tiempo corto y las extrapolamos, pongamos por caso, a un
millón de años, el volumen potencial de cambio evolutivo resulta ser
tremendamente mayor que el volumen real. Es como si durante casi todo ese
periodo la evolución hubiese estado haciendo tiempo; o si no esperando, sí
dando rodeos por aquí y por allá, con el resultado de que esas fluctuaciones y
divagaciones ahogaban, a corto plazo, cualquier tendencia que hubiese podido
cristalizar a la larga.
Diversos tipos de testimonios y cálculos teóricos apuntan hacia esa
conclusión. La selección darviniana, cuando la imponemos artificialmente con la
máxima severidad posible, impulsa el cambio evolutivo a un ritmo mucho más
rápido del que jamás se ha observado en la naturaleza. Podemos apreciarlo
gracias a que nuestros antepasados, con independencia de si eran plenamente
conscientes o no de lo que hacían, se dedicaron durante siglos a la cría selectiva
de plantas y animales domésticos (véase «El Cuento del Agricultor»). Todos
estos cambios evolutivos tan espectaculares se han conseguido en menos de unos
pocos siglos, o, como mucho, milenios, es decir, mucho más rápido que el más
rápido de los cambios evolutivos apreciable en el registro fósil. No es de
extrañar que Darwin, en sus libros, concediese tanta importancia a la
domesticación.
Lo mismo podemos hacer bajo condiciones experimentales controladas. La
prueba más directa de cualquier hipótesis acerca de la naturaleza es un
experimento en el que recreemos deliberada y artificialmente el elemento natural
decisivo para la hipótesis. Si la hipótesis afirma, por ejemplo, que las plantas
crecen mejor en suelos ricos en nitratos, no hace falta ponerse a analizar suelos
para ver si contienen nitratos, sino añadir experimentalmente nitratos a unos
suelos y no a otros. Lo mismo vale para la selección darviniana. En este caso, la
hipótesis es que la supervivencia no aleatoria a lo largo de las generaciones da
lugar a un cambio sistemático de la morfología media. La prueba experimental
consiste en recrear esa supervivencia no aleatoria para tratar de encauzar la
evolución en una dirección determinada. Es lo que se llama selección artificial.
En los experimentos más elegantes, se seleccionan simultáneamente dos líneas
que, partiendo del mismo punto, siguen direcciones opuestas: una línea,
pongamos por caso, para producir animales grandes, y la otra, animales
pequeños. Lógicamente, si queremos obtener resultados aceptables antes de
morirnos de viejos, hemos de escoger una especie con un ciclo vital más rápido
que el nuestro.
Las generaciones de Drosophila, o moscas del vinagre, y de ratones duran
horas y meses, no décadas, como las de los humanos. En un experimento se
escogieron unas moscas Drosophila y se dividieron en dos «linajes». En un
linaje se trató de desarrollar, a lo largo de varias generaciones, una tendencia
positiva de atracción por la luz. El otro linaje se seleccionó sistemáticamente,
durante el mismo número de generaciones, en el sentido opuesto, es decir, para
generar una aversión a la luz. Al cabo tan sólo de 20 generaciones se había
logrado un espectacular cambio evolutivo en ambos sentidos. ¿Seguiría
aumentando indefinidamente la divergencia a ese mismo ritmo? La respuesta es
que no, siquiera porque el margen de variación genética terminaría agotándose y
habría que esperar a nuevas mutaciones. Pero antes de que eso suceda puede
conseguirse un volumen de cambio considerable.
Las generaciones del maíz son más longevas que las de Drosophila. Así y
todo, en 1896 el Laboratorio de Agricultura de Illinois empezó a seleccionar
artificialmente las semillas de esta gramínea en función de su contenido de
aceite. Se seleccionó una «cepa superior» de alto contenido de aceite, y una
«cepa inferior» de bajo contenido. Afortunadamente, el experimento se ha
continuado durante mucho más tiempo que el que dura la carrera investigadora
del científico medio y gracias a eso se ha podido observar, al cabo de unas 90
generaciones, un aumento más o menos lineal del contenido de aceite de la cepa
superior. La cepa inferior ha visto disminuir su contenido de aceite con menor
rapidez, pero probablemente sea porque está tocando fondo: es imposible tener
menos aceite que cero.
De este experimento, como del de las moscas Drosophila y muchos otros del
mismo tipo, se deduce que la selección puede inducir cambios evolutivos a un
ritmo rapidísimo. Si traducimos a tiempo real 90 generaciones de maíz, 20
generaciones de Drosophila o incluso 20 generaciones de elefantes, el resultado
a escala geológica sigue siendo insignificante. Un periodo de un millón de años,
que es un espacio demasiado corto como para resultar apreciable en la mayor
parte del registro fósil, es 20.000 veces el tiempo necesario para triplicar el
contenido de aceite de los granos de maíz. Naturalmente, esto no significa que
un millón de años de selección pudiesen multiplicar el contenido de aceite por
60.000; aparte de que se agotaría el margen de variación genética, la cantidad de
aceite que puede almacenar un grano de maíz tiene un límite. Con todo, estos
experimentos sirven para advertirnos del peligro que entraña fijarse en supuestas
tendencias que abarcan millones de años en el registro fósil e interpretarlas
ingenuamente como respuestas a presiones selectivas prolongadas y constantes.
Las presiones de la selección darviniana están ahí, no cabe duda, y como
veremos a lo largo de este libro, son importantísimas, pero no se mantienen
constantes ni uniformes durante periodos de tiempo como los que cabe dilucidar
gracias a los fósiles, sobre todo en los tramos más antiguos del registro. La
moraleja de los experimentos del maíz y las moscas del vinagre es que la
selección darviniana podría fluctuar sin rumbo fijo de acá para allá, adelante y
atrás, diez mil y una veces, todo ello en el espacio de tiempo más breve que
pueda llegar a medirse analizando rocas. Y apuesto a que eso es lo que sucede.
Con todo, en escalas de tiempo más largas se observan, efectivamente,
tendencias importantes que también hemos de tomar en consideración. Por
repetir una analogía que ya he usado en otras ocasiones, imaginemos un corcho
que flota a la derivajunto a la costa atlántica de Norteamérica. La corriente del
Golfo impone a la posición media del corcho una desviación general hacia el
este, que con el tiempo terminará arribando a alguna costa europea. Sin embargo,
si registramos la dirección de su movimiento durante un minuto cualquiera,
zarandeado por las olas y sacudido por los remolinos, nos dará la impresión de
que se mueve con la misma frecuencia hacia el oeste que hacia el este. Y no
notaremos ninguna tendencia a desplazarse en dirección este, a menos que
registremos su posición durante periodos mucho más largos. Pero la tendencia es
real, está ahí, y también merece una explicación.
Las olas y remolinos de la evolución natural son, por lo general, demasiado
lentos para que podamos percibirlos en nuestras efímeras existencias o al menos,
en el reducido marco temporal de la típica beca de investigación. Pero hay unas
cuantas excepciones dignas de nota. La escuela de E. B. Ford, el excéntrico y
maniático catedrático de quien los zoólogos oxonienses de mi generación
aprendimos genética, se dedicó durante décadas a estudiar qué hacían, año tras
año, determinados genes en poblaciones de mariposas, polillas y caracoles en
libertad. En algunos casos, los resultados de esta investigación tienen una
sencilla explicación darviniana. En otros, el fragor de las olas hace inaudible la
señal de cualesquiera corrientes del Golfo que hubiesen podido apreciarse, y los
resultados son enigmáticos. Lo que quiero decir con todo esto es que enigmas así
son inevitables para cualquier darviniano (hasta para aquéllos con una carrera
investigadora tan larga como la de Ford). Una de las principales enseñanzas que
el propio Ford extrajo de toda una vida de trabajo fue que las presiones
selectivas que, efectivamente, se observan en la naturaleza, aun cuando no
siempre se ejerzan en la misma dirección, son de tal magnitud que superan los
sueños del más optimista de los fundadores del neodarvinismo. Lo cual nos lleva
de vuelta a nuestro interrogante inicial: ¿por qué no va más deprisa la evolución?
EL CUENTO DEL PINZÓN DE LAS GALÁPAGOS
El archipiélago de las Galápagos es de formación volcánica y no tiene más
de cinco millones de años de antigüedad. Durante tan breve existencia ha
asistido al desarrollo de una diversidad biológica espectacular, de la que el
ejemplo más célebre son las 14 especies de pinzones que, según consideran
muchos (tal vez erróneamente), fueron la principal fuente de inspiración de
Darwin.[2] Los pinzones de las Galápagos son uno de los animales en estado
salvaje más estudiados del mundo. Durante toda su vida profesional, Peter y
Rosemary Grant se han dedicado a seguir, año tras año, los avatares de estas
pequeñas aves isleñas. Y en los años transcurridos entre Charles Darwin y Peter
Grant (que, entre otras cosas, luce una un simpática barba darviniana), el ilustre
(aunque afeitado) ornitólogo David Lack también les hizo una visita de lo más
perspicaz y productiva.[3]
Los Grant, sus colegas y sus alumnos llevan más de 25 años viajando
anualmente a las Galápagos para capturar pinzones, marcarlos uno por uno,
medirles el pico y las alas y, en los últimos tiempos, extraerles muestras de
sangre para analizar el ADN y establecer paternidades y otras relaciones. Puede
que ninguna otra población en estado salvaje haya sido nunca objeto de un
estudio tan exhaustivo, tanto a nivel individual como genético. Los Grant están
absolutamente al tanto de todo lo que les ocurre a las poblaciones de pinzones,
auténticos corchos flotantes en el mar de la evolución que también se ven
arrastrados de acá para allá por presiones selectivas que cambian de un año para
otro.
En 1977 hubo una grave sequía y las reservas alimenticias cayeron en
picado. En el islote de Dafne Mayor, el número total de pinzones de todas las
especies bajó de 1300 en enero a menos de 300 en diciembre. La población de la
especie dominante, Geospiza fortis, el pinzón de Darwin mediano, cayó de 1200
individuos a 180. El pinzón del cactus, Geospiza scandens, pasó de 280 a 110.
Las cifras registradas en otras especies confirmaron que 1977 fue el annus
horribilis de los pinzones. Pero el equipo de los Grant no se limitó a hacer un
recuento de los individuos vivos y muertos de cada especie. Como buenos
darvinistas, se fijaron en las cifras de mortalidad selectiva dentro de cada
especie. ¿Acaso los individuos con ciertas características tenían más
probabilidades que otros de sobrevivir a la catástrofe? ¿Supuso la sequía una
selección que alteró la composición relativa de las poblaciones?
La respuesta es que sí. Dentro de la población de Geospiza fortis, los
supervivientes eran, por término medio, más de un cinco por ciento más grandes
que los que sucumbían. Y la longitud media de los picos después de la sequía era
de 10,77 milímetros, cuando antes era de 10,68. Asimismo, la profundidad
media de los picos pasó de 9,42 a 9,96 milímetros. Pueden parecer diferencias
insignificantes, pero para una ciencia como la estadística, fundamentalmente
escéptica, resultaban demasiado sistemáticas como para ser fruto de la
casualidad. Ahora bien, ¿por qué un año de sequía habría de propiciar tales
cambios? El equipo de Grant ya tenía pruebas de que los pájaros de mayor
tamaño con picos más grandes son más competentes que los de tamaño medio a
la hora de vérselas con semillas grandes, duras y espinosas como las de la planta
Tribulus, prácticamente la única especie vegetal que resistió a la sequía. Los
miembros de una especie diferente, el pinzón de Darwin grande (Geospiza
magnirostris), manipulan las semillas de Tribulus como ningún otro pájaro, pero
en la supervivencia de los más aptos lo que cuenta es la supervivencia relativa de
los individuos dentro de una especie, no la supervivencia de una especie en
relación a otra. Y, dentro de la población de pinzones de Darwin medianos
(Geospiza fortis), los ejemplares de mayor tamaño con los picos más grandes
sobrevivían mejor. El Geospiza fortis medio se volvió un poquito más parecido a
un Geospiza magrúrostris. El equipo de Grant fue testigo de un pequeño
episodio de selección natural en acción durante un solo año.
Cuando terminó la sequía, asistieron a otro episodio que empujó a las
poblaciones de pinzones en la misma dirección evolutiva, aunque por un motivo
diferente. Como ocurre en muchas especies de aves, los machos de Geospiza
fortis son mayores que las hembras y tienen el pico más grande, luego es de
suponer que estuviesen más capacitados para sobrevivir a la sequía. Antes de la
sequía había unos 600 machos y unas 600 hembras. De los 180 individuos que
sobrevivieron, 150 eran machos. Las lluvias, cuando por fin volvieron en enero
de 1978, generaron unas condiciones idóneas para la reproducción, pero ahora
había cinco machos por cada hembra. Como era de prever, la escasez de hembras
desencadenó una feroz competitividad entre los machos, y los que ganaron estas
contiendas sexuales, los nuevos vencedores dentro del ramillete de machos
supervivientes, ya de por sí mayores de lo normal, solían ser, de nuevo, los de
mayor tamaño y picos más grandes. Una vez más, la selección natural provocaba
que las poblaciones desarrollasen un mayor tamaño corporal y un pico más
grande, aunque en esta ocasión por un motivo distinto. En cuanto a las razones
por las cuales las hembras los prefieren grandes, el «Cuento de la Foca» ya nos
ha enseñado a considerar significativo el hecho de que los machos de Geospiza
—el sexo más competitivo— sean más grandes, ya de por sí, que las hembras.
Si el tamaño grande constituye tanta ventaja, ¿por qué los pinzones no eran
mayores de antemano? Pues porque en los años normales, cuando no hay sequía,
la selección natural favorece a los individuos más pequeños y con picos
menores. Los Grant, de hecho, lo atestiguaron en los años posteriores a 1982-83,
cuando, como consecuencia de El Niño, se produjo una inundación que alteró el
equilibrio de las semillas. Las semillas de plantas como Tribulus, grandes y
duras, se hicieron escasas en comparación con las de plantas como Cacabus, más
pequeñas y blandas. En esta ocasión, quienes se encontraron en su salsa fueron
los pinzones más menudos con picos más pequeños. No es que los individuos
grandes no pudiesen comer semillas pequeñas y blandas sino que, al tener un
cuerpo más grande, necesitaban consumir una cantidad mayor para sustentarse.
En consecuencia, los pájaros más pequeños poseían una ligera ventaja; dentro de
la población de pinzones de Darwin medianos, se habían vuelto las tornas. La
tendencia evolutiva de los años de sequía se invirtió.
La diferencia entre el pico de los pájaros que sobrevivieron a la sequía y el
pico de los que murieron parece infinitesimal. Jonathan Weiner cita a este
respecto una reveladora anécdota relatada por el propio Peter Grant:

En cierta ocasión, nada más iniciar una conferencia, un biólogo sentado entre el público me interrumpió
para preguntarme cuál era la diferencia registrada entre el pico de los pinzones que habían sobrevivido y
el de los que habían muerto.
«Una media de 0,5 milímetros», le respondí.
«¡No me lo creo!», exclamó. «No me creo que medio milímetro pueda tener tanta importancia».
«Bueno, los datos están ahí», le dije. «Primero mírelos y luego pregunte lo que quiera».
Y no preguntó nada.

Peter Grant calculó que, en el islote de Dafne Mayor, sólo harían falta 23 sequías
como la de 1977 para que Geospiza fortis se convirtiese en Geospiza
magnirostris. Por supuesto, la nueva criatura no sería literalmente G.
magnirostris, pero es una forma muy gráfica de visualizar el origen de las
especies y lo rápido que puede producirse. Poco podía imaginar Darwin, cuando
los descubrió y bautizó de modo inapropiado, que sus pinzones terminarían
siendo unos aliados tan poderosos.[4]

EL CUENTO DEL PAVO REAL

La cola del pavo real no es su verdadera «cola» en sentido morfológico (la


verdadera cola de un ave es el obispillo, o minúscula rabadilla), sino un
«abanico» formado por las largas plumas traseras. «El Cuento del Pavo Real»
constituye una narración ejemplar dentro de este libro, por cuanto su
protagonista, al más puro estilo chauceriano, imparte una enseñanza o moraleja
que ayuda a los demás peregrinos a entenderse mejor a sí mismos. Más
concretamente, cuando analicé dos de las transiciones fundamentales de la
evolución humana, dije que estaba deseando que el pavo real se incorporase a
nuestra peregrinación y nos ilustrase con su cuento. El tema, huelga decirlo, es la
selección natural. Las dos transiciones mencionadas fueron el cambio de la
locomoción cuadrúpeda por la bípeda y el consiguiente aumento de nuestro
cerebro. Podemos añadir una tercera, quizá menos importante, pero que
constituye un rasgo humano muy característico: la pérdida del pelo corporal.
¿Por qué nos convertimos en el mono desnudo?
A finales del Mioceno, en África, había muchas especies de simio. ¿Por qué
de repente una de ellas empezó a evolucionar rápidamente
en una dirección muy diferente del resto de sus congéneres (en realidad, del
resto de los mamíferos)? ¿Qué fue lo que indujo a esta especie concreta a enfilar
una nueva y peculiar dirección evolutiva que la llevó a hacerse bípeda, después
inteligente y, finalmente, lampiña?
Cuando la evolución toma de manera brusca y aparentemente arbitraria un
rumbo extraño, el motivo, a mi modo de ver, es siempre el mismo: selección
sexual. Es en este punto donde hemos de empezar a prestar oídos al pavo real.
¿Por qué el pavo real tiene una cola que deja pequeño al resto del cuerpo, y
cuyas plumas brillan y reverberan a la luz del sol con espléndidos motivos en
púrpura y verde? Porque generaciones y generaciones de pavas reales han
escogido a pavos que ostentaban los equivalentes ancestrales de tan extravagante
reclamo publicitario. ¿Por qué el macho del ave del paraíso alambrada tiene los
ojos de color rojo y un collar negro con ribetes de verde tornasolado, mientras
que el ave del paraíso de Wilson llama la atención por su dorso escarlata, cuello
amarillo y cabeza azul? No es porque haya nada en sus respectivos hábitats o
regímenes alimenticios que los predisponga a sus respectivas configuraciones
cromáticas. Ni mucho menos: esas diferencias, y las que tan ostensiblemente
distinguen a todas las demás especies de aves del paraíso, son arbitrarias,
caprichosas, irrelevantes para cualquiera… menos para las hembras de la especie
en cuestión. La selección sexual propicia cosas así. Desencadena procesos
evolutivos extravagantes y caprichosos que se disparan en direcciones
aparentemente arbitrarias y que, autoalimentándose, terminan produciendo las
fantasías evolutivas más descabelladas.
Por otro lado, la selección sexual también tiende a magnificar las diferencias
entre los sexos, es decir, el dimorfismo sexual (véase «El Cuento de la Foca»).
Cualquier teoría que atribuya a la selección sexual el desarrollo del cerebro
humano, el bipedalismo o la pérdida del pelo tendrá que superar un serio
obstáculo: nada demuestra que un sexo tenga más cerebro que el otro, ni que sea
más bípedo que el otro. Sin embargo, sí es cierto que un sexo es más lampiño
que el otro, y de eso se valió Darwin cuando atribuyó a la selección sexual la
causa de la pérdida del vello corporal en los humanos. El naturalista supuso que
eran los machos ancestrales los que escogían a las hembras y no al contrario,
como suele ser el caso en el reino animal, y que preferían hembras sin pelo.
Cuando un sexo evoluciona más que el otro en una determinada dirección (en
este caso, las hembras hacia la pérdida del vello), éste se ve «arrastrado por el
rebufo» del primero. Es la explicación que, más o menos, podemos dar al trillado
enigma de los pezones masculinos. Tampoco es inverosímil en el caso de la
desnudez parcial del hombre, que se habría visto arrastrada por el rebufo de la
desnudez total de la mujer. La teoría del «arrastre» funciona algo peor en el caso
del bipedalismo y del aumento del cerebro. Uno se queda helado (aterrado
incluso) al imaginarse a un miembro bípedo de un sexo paseando con un
miembro cuadrúpedo del otro. No obstante, la hipótesis tiene cosas que aportar.
Hay circunstancias en las que la selección sexual puede propiciar el
monomorfismo. Tengo la sospecha, compartida por Geoffrey Miller en The
Mating Mind, de que la elección sexual de los humanos, a diferencia de la de los
pavos reales, es ambivalente. Es más, puede que nuestro criterio de selección
varíe dependiendo de si lo que buscamos es una pareja formal o un ligue de una
noche.
De momento, volvamos al mundo de los pavos reales, que es más sencillo:
las hembras eligen y los machos se pavonean y aspiran a ser los elegidos. Según
una interpretación del fenómeno, la elección de pareja (que, en este caso, corre a
cargo de las hembras) es arbitraria y caprichosa comparada, por ejemplo, con la
de la comida o el hábitat. Pero entonces surge inevitablemente la pregunta de por
qué ese capricho. Según la influyente teoría de la selección sexual formulada por
el insigne genetista y estadístico R. A. Fisher, existe un motivo de lo más
poderoso. Ya he hablado largo y tendido sobre la teoría en otro libro (El relojero
ciego, capítulo 8) y no voy a repetirme aquí. La idea clave es que la apariencia
de los machos y el gusto de las hembras evolucionan al unísono en una especie
de reacción en cadena explosiva. Las innovaciones en el gusto mayoritario de las
hembras de una especie y los correspondientes cambios en la apariencia
masculina se potencian mutuamente dentro de un proceso galopante que los
vincula de forma indisoluble, y los arrastra cada vez más lejos en una misma
dirección. Esta dirección no responde a ningún motivo imperioso: se trata
simplemente del rumbo fortuito que tomó la tendencia evolutiva. Las
antepasadas de las pavas reales empezaron a mostrar preferencia por un abanico
mayor, y eso bastó para encender el mecanismo explosivo de la selección sexual.
La cosa cobró ímpetu, y poquísimo tiempo después (poquísimo según los
parámetros evolutivos) ya estaban los pavos desarrollando abanicos más grandes
y relucientes, y las hembras exigiendo cada vez más.
Las aves del paraíso, muchas otras aves, los peces, las ranas, los escarabajos
y los lagartos, tomaron direcciones evolutivas que los llevaron a desarrollar
rápidamente colores brillantes o formas estrafalarias, pero siempre diferentes
unos de otros. Lo importante a efectos de este análisis es que la selección sexual,
según una sólida teoría matemática, es capaz de impulsar la evolución en
direcciones arbitrarias y de provocar excesos sin ningún sentido utilitarista. En
los capítulos sobre la evolución humana ya manejé la hipótesis de que el
repentino aumento del cerebro se debiese a este tipo de fenómeno. Otro tanto
habría ocurrido con la súbita pérdida de vello corporal o la súbita transición
hacia el bipedalismo.
Casi todo El origen del hombre está dedicado a selección sexual. Tras un
exhaustivo repaso a esta forma de selección en los animales no humanos,
Darwin avanza la hipótesis de que tal vez sea la fuerza dominante en la reciente
evolución de nuestra especie. Al abordar el tema de la desnudez humana,
comienza desechando (con un exceso de palabrería que incomoda a sus
seguidores modernos) la posibilidad de que perdiésemos el vello por razones
utilitarias. Su fe en la selección sexual se ve reforzada por la observación de que
en todas las razas, por velludas o lampiñas que sean, las mujeres tienden a tener
menos pelo que los hombres. Darwin estaba convencido de que los hombres
ancestrales no encontraban atractivas a las mujeres velludas y de que
generaciones y generaciones de hombres habían escogido como pareja a las
mujeres más desnudas[5]. La desnudez del hombre se vió arrastrada por la
desnudez de las mujeres, pero nunca llegó a alcanzarla, razón por la cual los
hombres siguen siendo más velludos que las mujeres.
Para Darwin, las preferencias que impulsaron la selección sexual se
aceptaban sin más. Los hombres prefieren a las mujeres de piel tersa, y punto.
Alfred Russell Wallace, que descubrió la selección natural en la misma época
que Darwin, detestaba la arbitrariedad de la selección sexual darviniana. A su
modo de ver, las hembras elegían a los machos no por capricho, sino por mérito.
Sostenía que las plumas brillantes de los pavos reales y de las aves del paraíso
eran síntomas de buena salud. Según Darwin, las pavas eligen a los pavos
sencillamente porque los ven bonitos. Los cálculos que Fisher realizaría décadas
después dotaron a la teoría de Darwin de una base matemática más sólida. Para
los wallaceanos,[6] las pavas eligen a los pavos no porque los vean bonitos sino
porque sus brillantes plumas son indicio de un estado físico saludable.
Según la teoría de Wallace, aunque expresado en lenguaje post-wallaceano,
lo que en realidad hace la hembra es juzgar la calidad de los genes del macho en
función de su manifestación externa. Y la sorprendente conclusión de un
razonamiento neowallaceano de notable complejidad es que los machos se
esfuerzan por facilitar a las hembras la tarea de juzgar su calidad, aun cuando
ésta sea mala. Esta teoría o, mejor dicho, serie de teorías que debemos a A.
Sabih, W. D. Hamilton y A. Grafen, aunque interesante, nos desviaría demasiado
de nuestro camino. En las notas a la segunda edición de El gen egoísta traté de
explicarla lo mejor que pude.
Esto nos lleva a la primera de las tres preguntas sobre la evolución humana.
¿Por qué perdimos el pelo? Mark Pagel y Walter Bodmer han avanzado la
intrigante hipótesis de que la pérdida del vello evolucionase para reducir la
presencia de ectoparásitos como el piojo y, por atenernos al tema de este cuento,
como propaganda sexualmente seleccionada para anunciar la ausencia de
parásitos. Pagel y Bodmer siguen el ejemplo de Darwin y apelan a la selección
sexual, pero según la versión neowallaceana de W. D. Hamilton.
Darwin no trató de explicar la preferencia de las hembras, se conformó con
postularla como explicación de la apariencia de los machos. Los wallaceanos
buscan soluciones evolutivas para las preferencias propiamente dichas. Según la
explicación favorita de Hamilton, todo consiste en hacer publicidad de la buena
salud. Cuando los individuos eligen a sus parejas, lo que buscan en ellas es
salud, carencia de parásitos o señales que indiquen la capacidad de evitarlos o
combatirlos. Y los individuos que aspiran a ser elegidos hacen publicidad de su
salud, facilitando a los electores el análisis de su condición física, tanto si es
buena como si es mala. Las calvas en la piel de los pavos comunes y de los
monos son pantallas bien visibles que reflejan la salud de quienes las ostentan.
De hecho, puede verse hasta el color de la sangre a través de la piel.
Los humanos no sólo tenemos desnuda la piel de las nalgas como los monos,
sino la de todo el cuerpo, excepto en lo alto de la cabeza, en las axilas y en la
región pubiana. Los clásicos ectoparásitos del cuerpo humano suelen limitarse a
estas tres zonas. Las ladillas, Phthirus pubis, se encuentran principalmente en la
región pubiana, aunque también pueden darse en las axilas, la barba e incluso las
cejas. Los piojos de la cabeza, Pediculus humanus capitis, sólo infestan el
cabello. El piojo del cuerpo, Pediculus humanus humanus, es una subespecie
perteneciente a la misma especie que el piojo de la cabeza que, curiosamente,
sólo evolucionó a partir de ésta cuando empezamos a usar ropas. Algunos
investigadores alemanes han comparado el ADN de ambos tipos de piojo para
ver cuándo divergían, con el fin de poder fechar la invención del vestido, y han
calculado que tuvo lugar hace entre 110.000 y 30.000 años, probablemente hace
72.000.
Como los piojos necesitan pelo, la primera hipótesis de Pagel y Bodmer es
que la ventaja de perderlo estribaba en que así reducíamos el hábitat disponible
para estos parásitos. Esto suscita dos preguntas. Si perder el pelo es una idea tan
buena, ¿por qué lo conservan otros mamíferos que también padecen
ectoparásitos? Aquéllos que, como los elefantes y rinocerontes, podían
permitirse perderlo porque son lo bastante grandes como para mantenerse
calientes sin necesidad de pelaje, lo han perdido. Pagel y Bodmer sugieren que
lo que nos permitió prescindir del pelo fue la invención del fuego y del vestido.
Lo cual nos lleva inmediatamente a la segunda pregunta: ¿por qué hemos
conservado el pelo de la cabeza, de las axilas y de la región pubiana? Por fuerza
tuvo que existir alguna ventaja sustancial. Lo más probable es que el cabello nos
sirviese de protección contra las insolaciones, que son muy peligrosas en África,
el continente donde evolucionamos. En cuanto al pelo de axilas y pubis,
probablemente ayude a diseminar las poderosas feromonas (señales olfativas
transmitidas por el aire) que nuestros antepasados sin duda utilizaban en su vida
sexual y que nosotros seguimos utilizando mucho más de lo que pensamos.
Así pues, la parte más sencilla de la teoría de Pagel-Bomer es que
ectoparásitos como los piojos son peligrosos (son portadores de tifus y otras
enfermedades graves) y que prefieren el pelo a la piel desnuda. Deshacerse del
pelo es una buena manera de ponerles las cosas difíciles a estos parásitos
molestos y nocivos. Asimismo, sin pelo es mucho más fácil descubrir
ectoparásitos como las garrapatas y deshacerse de ellos. Los primates dedican
una considerable cantidad de tiempo a desparasitarse, tanto a sí mismos como a
sus congéneres. La práctica, de hecho, se ha convertido en una importante
actividad social y en un vector de vinculación afectiva.
Creo, sin embargo, que el aspecto más interesante de la teoría de Pagel y
Bodmer, aunque apenas merezca un breve análisis en su artículo, es el que
aplican al tema de la selección sexual, motivo por el cual lo saco a relucir aquí,
en «El Cuento del Pavo Real». La desnudez no sólo supone un contratiempo
para piojos y garrapatas, sino una ventaja para aquellos individuos que, a la hora
de elegir pareja sexual, tratan de descubrir si los aspirantes tienen piojos o
garrapatas. La teoría de Hamilton-Zahavi-Grafen predice que la selección sexual
mejorará cualquier recurso que ayude a los electores a descubrir si los candidatos
tienen parásitos. La desnudez capilar es un ejemplo estupendo. Al terminar el
artículo de Pagel y Bodmer me vinieron a la mente las famosas palabras de T. H.
Huxley: «qué supina necedad no haberlo advertido antes».
Pero la desnudez es un asunto menor. Centrémonos ahora, tal y como he
prometido más arriba, en el bipedalismo y el cerebro. ¿Puede el pavo real
ayudarnos a entender esos dos magnos acontecimientos de la evolución humana,
el inicio de la locomoción sobre las extremidades posteriores y el aumento de
nuestro cerebro? El bipedalismo surgió primero, y por eso lo analizaremos
primero. En «El Cuento de Little Foot» mencioné varias teorías sobre el origen
de la locomoción bípeda, entre ellas la de la alimentación en cuclillas, formulada
por Jonathan Kingdon, que me parece muy convincente. Recordará el lector que,
mientras la explicaba, dije que expondría mi hipótesis personal en «El Cuento
del Pavo Real».
La selección sexual, y su capacidad de impulsar la evolución en direcciones
arbitrarias sin sentido utilitario, es el primer ingrediente de mi teoría de la
evolución del bipedalismo. El segundo es la tendencia a imitar. En español existe
la expresión «como un mono de repetición» y en inglés hay un verbo, to ape,
que significa «imitar como un mono», aunque no sé si son usos muy cercanos a
la realidad. Entre todos los simios, los grandes imitadores somos los humanos,
pero los chimpancés también imitan, y no hay razón para descartar que los
australopitecinos hiciesen lo propio. El tercer ingrediente es la costumbre
generalizada entre los simios de erguirse temporalmente sobre las patas traseras
como por ejemplo, durante las demostraciones de agresividad o de interés
sexual. Los gorilas se ponen de pie para golpearse el pecho con los puños. Los
chimpancés también se golpean el pecho y llevan a cabo una sorprendente
demostración llamada la danza de la lluvia que consiste en dar saltos sobre las
patas traseras. Un chimpancé en cautividad llamado Oliver suele caminar por
gusto sobre dos patas; he visto un documental en el que aparece andando en
posición erecta, y lo que más me sorprendió fue lo erguido de su postura: no es
un bamboleo desgarbado, es casi un paso militar. La forma de caminar de Oliver
es tan diferente de la de sus semejantes que el pobre ha sido objeto de las
especulaciones más estrambóticas. Hasta que los análisis de ADN no
demostraron que era un chimpancé, Pan troglodytes, hubo gente que pensaba
que podría tratarse de un híbrido de hombre y chimpancé, de bonobo y
chimpancé o, incluso, un australopitecino relicto. Lo malo es que la biografía de
Oliver presenta muchas lagunas: nadie sabe si lo enseñaron a andar en un circo o
atracción de feria, o si se trata de una rareza innata. Podría ser incluso un
mutante genético. A excepción de Oliver, los orangutanes son ligeramente más
hábiles que los chimpancés a la hora de caminar sobre las patas traseras, y los
gibones en estado salvaje atraviesan los claros de la selva corriendo de pie, con
un estilo parecido al que exhiben cuando, en lugar de braquiar, corren por las
ramas de los árboles.
Juntando estos tres ingredientes, mi hipótesis del origen del bipedalismo
humano es la siguiente. Al igual que los demás simios, nuestros antepasados,
cuando no estaban subidos a los árboles, andaban a cuatro patas, pero de vez en
cuando, exactamente igual que hacen los simios modernos, se alzaban sobre las
patas traseras para ejecutar algo parecido a una danza de la lluvia, arrancar frutos
de las ramas más bajas, pasar de una posición en cuclillas a otra, vadear ríos,
exhibir el pene o por una combinación de todos estos motivos. Entonces, y ésta
es la idea crucial de mi cosecha, ocurrió algo insólito en la especie de simios de
la cual descendemos: surgió la moda de andar sobre dos patas, y lo hizo tan
súbita y caprichosamente como surgen todas las modas. Fue un recurso
puramente efectista. Se podría ver una analogía en la leyenda (probablemente
falsa) de que el ceceo del español surgió porque se puso de moda imitar el
defecto de dicción de un cortesano muy admirado o, según otra versión, de un
rey de la casa de los Austrias o de una infanta.
Será más fácil si cuento la historia con un sesgo sexual, con las hembras
escogiendo a los machos, pero recuerde el lector que podría haber sido al
contrario. Tal y como yo lo veo, un simio admirado o dominante, un Oliver del
Plioceno, se tornó sexualmente atractivo y adquirió categoría social gracias a su
insólita habilidad para mantener la postura bípeda, tal vez al ejecutar un
equivalente ancestral de la danza de la lluvia. Otros empezaron a imitar esta
práctica tan efectista hasta que se puso de moda, se convirtió en el último grito,
en lo más in dentro una zona concreta, del mismo modo que los grupos de
chimpancés de una misma área comparten costumbres tales como cascar frutos
secos o cazar termitas con palitos, que también se propagaron por imitación. En
mis años mozos había una canción popular más idiota de lo normal cuyo
estribillo decía:

¡Todos hablan sin parar


de una forma nueva de andar!

Aunque lo más probable es que es este ripio en concreto se escogiese por su rima
facilona, no cabe duda de que las formas de andar tienen algo de contagioso y se
imitan porque despiertan admiración. En el internado donde yo estudiaba, el de
Oundle, en el centro de Inglaterra, existía un ritual que consistía en que los
alumnos más veteranos entraban desfilando en la capilla cuando los demás ya
habíamos tomado nuestros asientos. Los andares de aquellos chicos, que se
imitaban unos a otros, eran en parte erguidos y en parte oscilantes (una muestra
de dominación, como sé perfectamente ahora que soy etólogo y colega de
Desmond Morris), y tan característicos y peculiares que mi padre, que los
presenciaba una vez cada trimestre con ocasión del día de los padres, les puso un
nombre: el bamboleo de Oundle. El escritor Tom Wolfe, perspicaz observador de
todo lo social, ha bautizado el garbo indolente de los jóvenes estadounidenses,
muy en boga en ciertas capas de la sociedad, como el paso del macarra. En la
época en que redacto estas líneas, el abyecto servilismo del primer ministro
británico hacia el presidente de los Estados Unidos le ha valido el título de
caniche de Bush. Varios analistas políticos se han fijado en que, sobre todo
cuando está al lado del texano, Blair imita su típica postura de vaquero
fanfarrón, con los brazos ligeramente arqueados a ambos lados del cuerpo como
si estuviese listo para desenfundar las pistolas.
Volviendo a nuestra hipotética secuencia de acontecimientos entre los
ancestros humanos, las hembras de la zona donde surgió la moda bípeda
preferían emparejarse con machos que la hubiesen adoptado. Y los escogían por
el mismo motivo por el que los individuos se sentían atraídos por la moda:
porque despertaba la admiración del grupo. El siguiente paso del razonamiento
es crucial. Los machos que más maña se diesen para la nueva forma de andar
más probabilidades tendrían de atraer hembras y tener hijos. Pero esto sólo sería
relevante en sentido evolutivo si las diferencias en cuanto a habilidad para
ejecutar el nuevo «paso» tuviesen un componente genético, lo cual es
perfectamente posible. Recuérdese que estamos hablando de una variación de la
cantidad de tiempo invertido en desarrollar una actividad existente. Es muy raro
que el cambio cuantitativo de una variable existente no tenga un componente
genético.
El siguiente paso del argumento se atiene a la teoría de la selección sexual.
Las hembras cuyo gusto se ajuste al de la mayoría tenderán a tener hijos que
hereden, del macho escogido por sus madres, la habilidad para caminar a la
moda bípeda. Y también tendrán hijas que hereden el gusto sexual de sus
madres. Esta doble selección —de machos que posean una determinada cualidad
y de hembras que admiren dicha cualidad— es, según la teoría de Fisher, el
ingrediente esencial de la selección fulminante y descontrolada. El aspecto clave
es que el rumbo exacto de esta evolución descontrolada es arbitrario e
imprevisible. Podría haber sido el opuesto; es más, en otra población puede que
lo fuese. Una desviación evolutiva en una dirección arbitraria e imprevisible es
justo lo que necesitamos para explicar por qué un grupo de simios (que se
convertirían en nuestros antepasados) evolucionó de buenas a primeras rumbo al
bipedalismo mientras que otro grupo (los antepasados de los chimpancés) no
hizo lo propio. Una ventaja añadida de esta teoría es que este acelerón evolutivo
habría sido rapidísimo: justo lo que necesitamos para explicar la de otro modo
inexplicable cercanía en el tiempo del Contepasado 1 y los supuestamente
bípedos Toumai y Orrorin.
Centrémonos ahora en el otro gran avance de la evolución humana, el
aumento del cerebro. En «El Cuento del Hábil» analizamos diversas teorías y
también pospuse la cuestión de la selección sexual hasta este cuento. En el libro
The Mating Mind, Geoffrey Miller sostiene que un porcentaje altísimo de los
genes humanos, hasta el 50%, se expresa en el cerebro. Una vez más, para que se
entienda bien la historia, conviene contarla desde un único punto de vista (el de
las hembras que escogen a los machos), aunque podría darse en el otro sentido, o
en ambos sentidos al mismo tiempo. Una hembra que quiera leer de manera
profunda y exhaustiva los genes de un macho hará bien en concentrarse en su
cerebro. Como no puede analizar directamente el cerebro, tendrá que fijarse en
cómo funciona. Y, según la teoría de que los machos facilitan esa observación
haciendo propaganda de sus cualidades, los aspirantes no pecarán de modestos,
sino que exhibirán toda su capacidad mental. Bailarán, cantarán, dirán
zalamerías, contarán chistes, compondrán música o poemas, la tocarán o los
recitarán, pintarán las paredes de las cavernas o los techos de la capilla Sixtina.
De acuerdo, ya lo sé, puede que Miguel Ángel no tuviese interés en impresionar
a las hembras, pero es perfectamente posible que su cerebro estuviese diseñado
por selección natural para impresionar a las hembras, del mismo modo que su
pene (independientemente de sus preferencias personales) estaba diseñado para
fecundarlas. Según esta tesis, el cerebro humano es una cola de pavo real mental
y se expandió como consecuencia del mismo tipo de selección sexual que
impulsó el aumento de la cola del pavo real. El propio Miller es partidario de la
versión fisheriana de la selección sexual, no de la wallaceana, pero las
consecuencias, en lo fundamental, son las mismas. El cerebro aumenta, y lo hace
de manera fulminante.
La psicóloga Susan Blackmore, en su atrevido libro La máquina de los
memes, formula una teoría más radical de la selección sexual en relación a la
mente humana. Blackmore se sirve de los llamados memes, unidades de herencia
cultural. Los memes no son genes, y no tienen nada que ver con el ADN más allá
de la analogía formal: mientras que los genes se transmiten por óvulos
fecundados (o virus), los memes se transmiten por imitación. Si yo le enseño al
lector a hacer un barquito de papel, un meme se transmite de mi cerebro al suyo.
A continución, el lector puede enseñar la misma técnica a otras dos personas,
cada una de las cuales se la enseña a otras dos y así sucesivamente. El meme
estaría propagándose exponencialmente, como un virus. Suponiendo que
hayamos impartido adecuadamente nuestras enseñanzas, las sucesivas
generaciones del meme no serán diferentes a simple vista de las primeras. Todas
producirán el mismo fenotipo[7] papirofléxico. Algunos barquitos estarán mejor
hechos que otros, porque algunas personas, pongamos por caso, son más
meticulosas que otras. Pero la calidad no sufrirá un deterioro gradual y
progresivo con el paso de las «generaciones». El meme se transmite entero e
intacto, como un gen, aun cuando varíen los detalles de su expresión fenotípica.
Este ejemplo particular de meme es una buena analogía para un gen, sobre todo
para el de un virus. Una forma peculiar de hablar o una técnica de carpintería
serían candidatos más dudosos, por cuanto las sucesivas generaciones de un
linaje de imitaciones probablemente (es una mera conjetura) se harían cada vez
más diferentes de la generación original.
Blackmore, al igual que el filósofo Daniel Dennett, considera que los memes
desempeñaron un papel decisivo en el proceso que nos hizo humanos. En
palabras de Dennett:

El refugio al que ha de llegar todo meme para garantizar su supervivencia es la mente humana, sólo que
la mente humana es, en sí misma, un artefacto que se crea cuando los memes reestructuran un cerebro
humano para hacer de él un hábitat más conforme a sus necesidades. Las vías de entrada y salida se
modifican para adaptarse a las condiciones imperantes, y se ven reforzadas mediante diversos
dispositivos artificiales que mejoran la fidelidad y minuciosidad de la replicación: una mente de lengua
materna china difiere radicalmente de una mente de lengua materna francesa y una mente alfabetizada
difiere de una mente analfabeta.[8]

Según Dennett, la principal diferencia entre los cerebros anatómicamente


modernos anteriores al Gran Salto Adelante y los posteriores es que los segundos
están abarrotados de memes. Blackmore va más allá: recurre a los memes para
explicar la expansión evolutiva del cerebro humano. El aumento de tamaño no
puede, desde luego, deberse únicamente a los genes, pues estamos hablando de
un cambio anatómico de gran magnitud. Los memes pueden manifestarse en el
fenotipo del pene circuncidado (que a veces se transmite, de manera casi
genética, de padres a hijos) y hasta en el fenotipo de la forma del cuerpo
(piénsese en la moda, transmitida de generación en generación, del físico muy
delgado o del estiramiento del cuello mediante anillos). Pero una duplicación del
tamaño del cerebro ya es otro cantar: tiene que haberse producido como
resultado de cambios en el acervo génico. Según Blackmore, ¿qué papel
desempeñan, pues, los memes en la expansión evolutiva del cerebro humano? Y
aquí es donde interviene, una vez más, la selección sexual.
La gente es más propensa a copiar los memes de modelos admirados. Es un
hecho bien sabido por los publicistas, que pagan a estrellas de cine, futbolistas y
supermodelos para que recomienden productos aunque no estén cualificados
para juzgarlos. Los individuos atractivos, admirados, talentosos o célebres por la
razón que sea, son poderosos donantes de memes. Esas mismas personas suelen
ser sexualmente atractivas y, por tanto, al menos en el tipo de sociedad polígama
en la que con toda probabilidad vivían nuestros antepasados, son poderosos
donantes de genes. En cada generación, los mismos individuos atractivos aportan
a la generación siguiente más genes y memes de los que les correspondería por
promedio. Ahora bien, Blackmore presupone que, en parte, lo que torna
atractivas a las personas son sus mentes productoras de memes: mentes
creativas, artísticas, locuaces, elocuentes. Y los genes ayudan a fabricar cerebros
capaces de generar memes atractivos. Así pues, la selección cuasidarviniana de
memes en el acervo mémetico y la selección genuinamente darviniana de genes
en el acervo génico van de la mano. Es otro ingrediente más para una evolución
desenfrenada.
¿Cuál es exactamente, según esta teoría, el papel que desempeñaron los
memes en el aumento evolutivo del cerebro humano? En mi opinión, la forma
más útil de enfocar la cuestión es la siguiente. Existen variaciones genéticas
entre los cerebros que pasarían desapercibidas si los memes no las pusiesen de
manifiesto. Por ejemplo, hay sobradas pruebas de que las diferencias en cuanto
al talento musical de los individuos tienen un componente genético. Es muy
probable que el talento musical de los miembros de la familia Bach se debiese en
buena medida a sus genes. En un mundo lleno de memes musicales, las
diferencias genéticas en habilidad musical salen a relucir y se hallan
potencialmente disponibles para la selección sexual. Antes de que los memes
musicales entrasen en el cerebro humano, también habrían existido diferencias
genéticas en materia de habilidad musical, pero no se habrían manifestado o, al
menos, no se habrían manifestado de la misma forma, y no habrían estado
disponibles para la selección sexual ni natural. La selección memética no puede
cambiar por sí sola el tamaño del cerebro, pero puede sacar a la luz variaciones
genéticas que de otro modo habrían permanecido ocultas. Podría considerarse
una versión del efecto Baldwin que hemos comentado en «El Cuento del
Hipopótamo».
En este cuento nos hemos servido de la hermosa teoría de la selección sexual
de Darwin para tratar una serie de cuestiones sobre la evolución humana. ¿Por
qué perdimos el pelo? ¿Por qué andamos sobre dos piernas? ¿Por qué tenemos
un cerebro grande? No pretendo aventurar que la selección sexual sea la
respuesta universal a todas las grandes preguntas sobre la evolución humana. En
el caso concreto del bipedalismo, la teoría de la alimentación en cuclillas de
Jonathan Kingdon se me antoja, como mínimo, igual de convincente. Pero
celebro que se haya puesto de moda revisar detenidamente la teoría de la
selección sexual, después de tantos años como llevaba relegada al olvido desde
que Darwin la planteara por primera vez. Entre otras cosas, brinda una respuesta
inmediata a una pregunta a menudo implícita en los interrogantes fundamentales:
si la locomoción bípeda (o la expansión del cerebro o la desnudez) fue una
innovación tan provechosa para nosotros, ¿cómo es que no la adoptaron otros
simios? Pues porque la selección sexual predice súbitas explosiones evolutivas
en direcciones arbitrarias. En cambio, la ausencia de dimorfismo sexual en el
bipedalismo y en la expansión cerebral nos obliga a ampliar el análisis. De
momento, dejémoslo aquí. Hace falta pensarlo más detenidamente.

EL CUENTO DEL DODO

Los animales terrestres, por razones obvias, lo tienen muy difícil para llegar a
islas tan remotas como las Galápagos o Mauricio. Si como resultado de un
insólito accidente, la tantas veces invocada travesía involuntaria a bordo de una
balsa de mangle, consiguen llegar a una isla como Mauricio, lo más probable es
que se encuentren con una vida regalada. La razón es precisamente lo difícil que
es llegar a la isla, donde la competición y la depredación no serán tan feroces
como en el continente. Como ya hemos visto, probablemente fue así como
llegaron a Sudamérica los monos y los roedores.
Cuando digo que colonizar una isla es difícil debo apresurarme a evitar el
malentendido habitual. Un individuo que se esté ahogando puede tratar
desesperadamente de llegar a la costa, pero ninguna especie trata jamás de
colonizar una isla. Una especie no es una entidad que trate de hacer nada. Puede
darse el caso, por puro azar, de que los miembros de una especie se encuentren
en condiciones de colonizar una isla hasta entonces no habitada por sus
congéneres. Es de esperar que los individuos en cuestión le saquen partido a ese
vacío y, con el tiempo, habrá quien diga, a toro pasado, que la especie ha
colonizado la isla. También puede que los descendientes de la especie cambien
evolutivamente su forma de vida para acomodarse a las nuevas condiciones
imperantes en la isla.
Ésa es la esencia del Cuento del Dodo. Los animales terrestres lo tienen
difícil para llegar a una isla, pero mucho más fácil si tienen alas. Como los
ancestros de los pinzones de Darwin… o los del dodo, quienesquiera que fuesen.
Los animales voladores se encuentran en una situación especial: no necesitan la
consabida balsa de mangle. Sus propias alas los transportan a una isla remota,
puede que también por accidente debido a una tempestad. Una vez allí descubren
que ya no tienen más necesidad de alas, sobre todo porque en las islas no suele
haber depredadores. Por eso, los animales isleños, como señaló Darwin, suelen
ser tremendamente dóciles. Y, por eso, son bocado fácil para los marineros. El
ejemplo más famoso es el del dodo, Raphus cucullatus, al que Linneo, el padre
de la taxonomía, bautizó con el cruel nombre de Didus ineptus.
La propia palabra dodo viene de una voz portuguesa que significa
«estúpido», pero es injusto llamar estúpido al dodo. Cuando en 1507 los
portugueses llegaron a Mauricio, los abundantes dodos eran completamente
dóciles y se acercaban a los recién llegados con una actitud poco menos que
confiada. ¿Por qué no habrían de ser confiados si durante miles de años sus
ancestros no se habían encontrado con un solo depredador? Lástima de
confianza. Los desdichados dodos fueron muertos a garrotazos por los marineros
portugueses y, después, por los holandeses, y eso que su carne, por lo visto, tenía
un sabor desagradable. Presumiblemente los masacraban por deporte. La
extinción tardó menos de dos siglos en consumarse. Como tantas veces, se debió
a una combinación de causas más o menos directas. Los humanos introdujeron
perros, cerdos, ratas y refugiados religiosos. Los tres primeros se comían los
huevos de los dodos y los últimos plantaron caña de azúcar, destruyendo los
hábitats naturales de las aves.
La idea de la conservación de las especies es muy moderna. Dudo de que en
el siglo XVII a nadie le entrase en la cabeza el concepto de extinción y sus
consecuencias. Casi me falta valor para contar la historia del dodo de Oxford, el
último ejemplar que se disecó en Inglaterra. Su dueño y taxidermista, John
Tradescant, se vio inducido a legar su enorme colección de curiosidades y
tesoros al tristemente célebre (a decir de algunos) Elias Ahmole, razón por la
cual el Museo Ashmoleano de Oxford no se llama Museo Tradescantiano, que es
como (según algunos) debería llamarse. Posteriormente los conservadores del
museo (aunque hay quien dice que la imputación es falsa) decidieron quemar,
como si fuera basura, todo el dodo de Tradescant excepto el pico y una pata.
Actualmente dichos restos descansan en mi lugar de trabajo, el Museo de
Ciencias Naturales de la Universidad de Oxford, donde, como bien saben todos
los lectores de Alicia en el país de las maravillas, inspiraron a Lewis Carroll. Y
también a Hilaire Belloc:

El pobre dodo solía pasear


Acariciado por la brisa y el sol.
El sol aún caldea su tierra natal
¡pero del dodo ni rastro quedó!

Su voz, un puro graznido,


enmudeció para los restos,
pero puedes ver los huesos y el pico
expuestos en el museo.

Parece ser que el dodo blanco, Raphus solitarius, corrió idéntica suerte en la
vecina isla de Reunión.[9] Y Rodríguez, la tercera isla del archipiélago de las
Mascareñas, albergaba y perdió de la misma manera a un pariente algo más
lejano, el solitario de Rodríguez, Pezophaps solitaria.
Los antepasados de los dodos tenían alas. Eran palomas que llegaron a las
Mascareñas por sus propios medios, si acaso ayudadas por un viento favorable
más fuerte de lo normal. Una vez allí, como ya no tenían necesidad de volar
porque no había nada de lo que huir, perdieron las alas. Al igual que las
Galápagos y las Hawai, estas islas son volcánicas y de formación reciente:
ninguna tiene más de siete millones de años. Las pruebas moleculares indican
que el dodo y el solitario probablemente llegaron a las Mascareñas desde el este,
no desde África y Madagascar como cabría suponer. Puede que el solitario
completase la mayor parte de su divergencia evolutiva antes de llegar finalmente
a Rodríguez, aunque conservando la suficiente capacidad de vuelo como para
arribar desde Mauricio.
¿Por qué tomarse la molestia de perder las alas? Con todo lo que tardaron en
evolucionar, ¿por qué no conservarlas por si un día vuelven a resultar útiles? Por
desgracia (para el dodo), no es así como procede la evolución. Ésta no obra
conscientemente ni, desde luego, con previsión. Si lo hiciese, los dodos habrían
conservado las alas y los vandálicos marineros portugueses y holandeses no se
habrían encontrado con una presa tan fácil.
La funesta suerte del dodo conmovió al difunto Douglas Adams. En uno de
los episodios de Doctor Who, la serie televisiva para la que escribió algunos
guiones en la década de 1970, la habitación que el anciano profesor Chronotis
ocupa en Cambridge se transformaba en una máquina del tiempo, aunque el
profesor sólo la usaba para entregarse a su vicio secreto: visitar obsesiva y
repetidamente Mauricio en el siglo XVII para llorar la desaparición del dodo. El
capítulo nunca llegó a emitirse por culpa de una huelga de los trabajadores de la
BBC, pero Douglas Adams reciclaría el tema del duelo por el dodo en su novela
Dirk Gently: agencia de investigaciones holísticas. Seré un sentimental, pero, en
este punto, quiero hacer una pausa en señal de respeto y homenaje a Douglas, a
Chronotis y al animal cuya pérdida lloraba el profesor.
Ni la evolución ni el motor que la impulsa, la selección natural, obran con
previsión. Dentro de cada especie, los individuos mejor dotados para sobrevivir
y reproducirse aportan a la siguiente generación más genes de los que les
correspondería por promedio. La consecuencia, por ciega que sea, es lo más
parecido a la previsión que se puede encontrar en la naturaleza. Las alas podrían
ser útiles dentro de un millón de años, cuando lleguen unos marineros garrota en
ristre, pero en el inmediato aquí y ahora no contribuyen a que un ave tenga más
crías y transmita más genes a la siguiente generación. Al contrario: las alas y,
sobre todo, los enormes músculos pectorales necesarios para moverlas, son un
lujo muy costoso. Si se atrofian, los recursos ahorrados pueden invertirse en algo
de mayor utilidad inmediata, como, por ejemplo, poner más huevos, que son
útiles para sobrevivir y reproducen los mismísimos genes que programaron la
reducción de las alas.
Ésas son las cosas que continuamente hace la selección natural: atrofiar un
poquito aquí, agrandar un poquito allá, poner esto, quitar lo otro, siempre
retocando y, en suma, optimizando la capacidad reproductora inmediata. La
supervivencia de las futuras generaciones no es un factor que el cálculo tenga en
cuenta, por la sencilla razón de que el proceso, en rigor, no tiene nada de cálculo.
Todo sucede automáticamente conforme unos genes sobreviven en el acervo
génico y otros no.
El triste final del dodo de Oxford (el dodo de Alicia, el dodo de Belloc) ha
tenido un epílogo más alegre que, en cierto modo, lo mitiga. Un grupo de
científicos de Oxford del laboratorio de mi colega Alan Cooper solicitó y obtuvo
permiso para extraer una pequeña muestra del interior de uno de los huesos del
pie del ejemplar del museo. También consiguieron un fémur de solitario hallado
en una cueva de la Isla Rodríguez. Los dos huesos les proporcionaron suficiente
ADN mitocondrial como para establecer una serie de detalladas comparaciones
letra por letra entre las secuencias genéticas de ambas aves y de un amplio
espectro de aves actuales. Los resultados han confirmado que, tal y como se
sospechaba desde hacía tiempo, los dodos eran palomas modificadas. Tampoco
es una sorpresa que, dentro de la familia de las palomas, el pariente más cercano
del dodo sea el solitario, y viceversa. Lo que resulta ya más inesperado es que
estos dos gigantes incapaces de volar tengan su nido filogenético en pleno
corazón del árbol de las palomas. Dicho de otro modo: los dodos están más
emparentados con algunas palomas voladoras de lo que éstas lo están con otras
palomas voladoras, a pesar de que, a simple vista, lo lógico sería esperar que
todas las palomas guardasen un parentesco más cercano entre sí y que los dodos
figurasen en una rama más alejada. Entre las palomas, el pariente más cercano
de los dodos es la paloma de Nicobar, Caloenus nicobarica, un bello pájaro del
sureste asiático. A su vez, los parientes más cercanos del grupo que forman la
paloma de Nicobar y los dodos son la paloma coroniblanca, un espléndido pájaro
de Nueva Guinea, y Didunculus, una rara paloma de pico dentado de Samoa que
se parece un poco a un dodo y cuyo nombre, de hecho, significa «pequeño
dodo».[10]
Los científicos de Oxford comentan que el estilo de vida nómada de la
paloma de Nicobar es perfecto para colonizar islas remotas, de ahí que se hayan
encontrado fósiles de pájaros de este tipo en archipiélagos del Pacífico situados
tan al este como el de las Pitcairn. Estas palomas coronadas Victoria y palomas
de pico dentado, señalan los científicos, son aves de gran tamaño que viven a ras
de suelo y rara vez vuelan. Parece como si las especies que integran este
subgrupo de palomas tuviesen la costumbre de colonizar islas para,
posteriormente, perder la capacidad de volar y hacerse más grandes y más
parecidas a los dodos. El dodo propiamente dicho y el solitario serían los casos
extremos de esta tendencia.
Historias como la del dodo se han repetido en diversas islas de todo el
mundo. Muchas familias de aves, en la mayoría de las cuales predominan las
especies voladoras, han desarrollado en las islas variantes incapaces de volar. En
Mauricio, sin ir más lejos, existía un rascón de gran tamaño incapaz de volar,
Aphanapteryx bonasia, que también está extinto, y al que en alguna ocasión se
ha confundido con el dodo. Isla Rodriguez albergaba a una especie relacionada,
Aphanapteryx leguati. Parece ser que los rascones se prestan a la mencionada
tendencia de migrar de isla en isla y terminar perdiendo la facultad del vuelo.
Además de las especies del océano Índico, también hay un rascón no volador en
el archipiélago de Tristán de Cunha, en el Atlántico Sur; y la mayoría de las islas
del Pacífico tienen (o han tenido) sus propias especies de rascón no volador.
Antes de que el hombre arruinase la avifauna hawaiana, había más de doce
especies de rascón en el archipiélago. De las sesenta y tantas especies de rascón
que viven actualmente en el mundo, más de una cuarta parte son incapaces de
volar, y todos los rascones no voladores viven en islas (si contamos islas de gran
tamaño como Nueva Guinea y Zelanda). A raíz del contacto humano, puede que
en las islas tropicales del Pacífico se hayan extinguido la friolera de 200
especies.
También en Mauricio, y asimismo ya extinto, había un loro de gran tamaño:
Lophopsittacus mauritianus. Este loro crestado, que volaba bastante mal,
posiblemente ocupase un nicho similar al del loro kakapo, que todavía sobrevive
(de milagro) en Nueva Zelanda.[11] Las dos islas que forman Nueva Zelanda son,
o eran, el hogar de un gran número de aves no voladoras pertenecientes a
muchas familias. Una de las más llamativas era la conocida como aptornis, un
ave robusta y voluminosa, pariente lejano de grullas y rascones. Tanto en la isla
norte de Nueva Zelanda como en la sur existían diversas especies de aptornis,
pero lo que no había en ninguna de las dos era mamífero alguno, a excepción
(por el motivo evidente que subyace a «El Cuento del Dodo») de murciélagos,
luego cabe suponer que los aptornis se ganaban la vida de un modo semejante al
de los mamíferos, llenando ese nido vacante.
En todos estos casos, la historia evolutiva es casi con toda certeza una
versión de «El Cuento del Dodo». Aves voladoras ancestrales llegan por sus
propios medios a una isla remota donde la ausencia de mamíferos abre las
puertas a una vida a ras de suelo. Las alas dejan de tener la utilidad que tenían en
el hábitat anterior, las aves renuncian al vuelo; y tanto las alas como los gravosos
músculos pectorales degeneran. Hay una notable excepción, uno de los grupos
más antiguos y más conocidos de aves no voladoras: las rátidas, el órden de los
Avestruces. La historia evolutiva de las rátidas es muy diferente a la del resto de
aves no voladoras y merece un tratamiento exclusivo en «El Cuento del Ave
Elefante».

EL CUENTO DEL AVE ELEFANTE

De pequeño, la imagen de los cuentos de Las mil y una noches que más
estimulaba mi imaginación era la del encuentro entre Simbad el marino y el roc.
En un primer momento, Simbad pensaba que la monstruosa ave era una nube
que oscurecía el sol:

Había oído decir a viajeros y peregrinos que en cierta isla moraba un pájaro enorme llamado roc que
daba de comer elefantes a sus polluelos.

La leyenda del roc reaparece en varios cuentos de Las mil y una noches (dos
protagonizados por Simbad y dos por Abderramán). Marco Polo menciona que
vive en Madagascar, y se decía que los embajadores del rey de esa isla habían
regalado una pluma de roc al gran jan de Catai. Michael Drayton (1563-1631) se
refirió al gigantesco roc para contrastarlo con el proverbialmente diminuto
chochín:

Todos los plumados que el hombre ha conocido,


Desde el enorme roc hasta el chochín chiquito…

¿Cuál es el origen de la leyenda del roc? Y si era pura fantasía, ¿por qué esa
conexión recurrente con Madagascar?
Ciertos fósiles hallados en Madagascar muestran que allí vivió un ave
gigantesca, el ave elefante o Aepyornis maximus, tal vez hasta el siglo XVII,[12]
aunque lo más probable es que fuese hasta el 1000 d. C. El ave elefante
finalmente se extinguió, quizá porque los humanos robaban sus huevos, que
llegaban a medir un metro de circunferencia[13] y habrían proporcionado tanto
alimento como 200 huevos de gallina. Medía tres metros de alto y pesaba casi
media tonelada (como cinco avestruces juntos). A diferencia del legendario roc
(que usaba sus 16 metros de envergadura para transportar a Simbad y algún que
otro elefante), no volaba y tenía unas alas (relativamente) pequeñas, como las del
avestruz. No obstante, a pesar de ser parientes, sería un error considerarlo un
avestruz gigantesco: Aepyornis era un ave más robusta y corpulenta, una especie
de tanque con plumas con una cabeza y un cuello de gran tamaño, a diferencia
de los del avestruz, que recuerdan a un esbelto periscopio. Teniendo en cuenta
como nacen y se hinchan las leyendas, es lícito pensar que el ave elefante fuese
el origen del mito del roc.

Se los comieron uno por uno. Sir Richard Owen con el


esqueleto de Dintornis, el moa gigante. Owen, a quien
debemos el término dinosaurio, fue el primero en describir a
los moas.

Al contrario que el paquidermófago roc y que varios grupos anteriores de aves


gigantes carnívoras, como la familia de los Fororracoides del Nuevo Mundo,
Aepyornis era con toda probabilidad vegetariano. Los fororracoides alcanzaban
la misma estatura que Aepyornis y tenían un aterrador pico ganchudo capaz de
engullir entero a un abogado de tamaño medio, lo que que tal vez justifica su
apodo de «tiranosauros con plumas». A primera vista, estas grullas monstruosas
podrían parecer aspirantes más aptos que Aepyornis para interpretar el papel de
roc, pero se extinguieron hace demasiado tiempo como para haber inspirado la
leyenda. Además, Simbad (o sus equivalentes árabes en la vida real) nunca visitó
América.
El ave elefante de Madagascar es el ave más pesada que jamás haya existido,
pero no la más alta. Algunas especies de moa podían alcanzar una altura de 3,5
metros, pero sólo si estiraban el cuello, como en la reconstrucción de Richard
Owen (véase la fotografía). En la vida diaria, parece ser que llevaban la cabeza
gacha, apenas un poco más alta que el lomo. Pero el moa tampoco pudo haber
dado origen a la leyenda del roc, pues Nueva Zelanda también estaba muy fuera
del alcance de Simbad. En Nueva Zelanda existieron unas diez especies de moa,
unos del tamaño de un pavo, otros tan grandes como dos avestruces.[14] Los
moas representan un caso extremo entre las aves no voladoras, en el sentido de
que presentan ni rastro de alas, ni siquiera vestigios de huesos alares.
Proliferaban tanto en la isla norte como en la isla sur de Nueva Zelanda hasta
que, en el año 1250 d. C., llegaron los maoríes. Eran una presa fácil por la
misma razón que el dodo. Si exceptuamos al águila de Haast, una especie ya
extinta que es el mayor águila que jamás ha existido, los moas llevaban millones
de años sin ver un solo depredador. Los maoríes los masacraron, comiéndose las
partes más selectas, desechando el resto y demostrando, no por primera vez,
cuán ilusorio es el mito del buen salvaje que vive en respetuosa armonía con la
naturaleza. Cuando llegaron los europeos, apenas unos pocos siglos después de
los maoríes, ya no quedaba un solo moa. Aún en nuestros días persisten leyendas
y cuentos chinos sobre avistamientos, pero toda esperanza es infundada. Como
dice una lastimera canción popular de Nueva Zelanda:

Ni un moa, ni un moa
En la vieja Ao-tea-roa.[15]
No se encuentra ninguno,
Se los comieron uno por uno.
Sin tregua los cazaron
y ni las plumas quedaron.

Las aves elefante y los moas (pero no los carnívoros fororracoides ni varios otros
gigantes no voladores también extintos) eran rátidas, una vieja familia de aves
que, en la actualidad, integran los ñandúes de Sudamérica, los emúes de
Australia, los casuarios de Nueva Guinea y Australia, los kiwis de Nueva
Zelanda, y los avestruces, hoy en día exclusivos de África y Arabia, pero
anteriormente comunes en Asia e incluso Europa.
Me deleito con el espectáculo de la selección natural y habría estado
encantado de informar al lector de que las rátidas desarrollaron por separado su
incapacidad de volar en diversas partes del mundo, en conformidad con el
mensaje de «El Cuento del Dodo». En otras palabras, me habría gustado que las
rátidas hubiesen sido un agrupamiento artificial y que su apariencia superficial
se debiese a presiones semejantes en diversos lugares. Por desgracia, no es el
caso. La verdadera historia de las rátidas, cuyo relato he adjudicado al ave
elefante, es muy distinta. Y debo admitir que, en cierto modo, termina por
resultar aún más fascinante. «El Cuento del Ave Elefante», junto con su epílogo,
es el cuento de Gondwana y de la deriva continental o, como se la llama ahora,
de la tectónica de placas.
Las rátidas son, sin lugar a dudas, un grupo natural. Los avestruces, los
emúes, los casuarios, los ñandúes, los kiwis, los moas y las aves elefante están
más relacionados entre sí que con cualquier otra ave.
Y su antepasado común tampoco volaba. Es probable que perdiese las alas,
por las mismas razones que el dodo: salió volando de Gondwana y llegó a una
isla lejana. Pero eso fue antes de que las rátidas se dividiesen y diesen lugar a las
diversas formas cuyos descendientes vemos hoy en los diferentes continentes e
islas australes. Es más, la escisión de las rátidas respecto de las demás aves es
antiquísima, y constituyen un grupo verdaderamente ancestral en el sentido que
paso a explicar. Las aves actuales se dividen en dos grupos: por un lado están las
rátidas y los macucos o tinamúes (un grupo de aves sudamericanas que sí
vuelan) y, por otro, el conjunto de todas las demás aves. Por lo tanto, toda ave
pertenece o bien al grupo de rátidas y macucos, o al de todas las demás, y la
división entre estas dos categorías es la más antigua que existe entre las aves
actuales. Digo actuales porque hay varios grupos de aves extintas (tanto
voladoras como no voladoras) que no están emparentados con ningún ave
moderna.
Las rátidas constituyen, pues, un grupo natural, con un antepasado común
que tampoco tenía alas. Esto no significa que no hubiese un antepasado más
antiguo de todas las rátidas que volase. Sin duda lo hubo pues, ¿cómo si no iban
a tener (la mayoría de ellas) alas vestigiales? Existen incluso pruebas fósiles al
respecto, concretamente Lithornis, un pariente volador de las rátidas, que vivió
en Norteamérica durante el Paleoceno y Eoceno. Pero el antepasado común más
reciente de todas las rátidas actuales ya había reducido sus alas a unos muñones
vestigiales mucho antes de que sus descendientes se ramificasen dando lugar a
los diversos grupos de rátidas que hoy conocemos. Esto nos priva del consabido
cuento de los antepasados que vuelan allende mares hasta una tierra lejana y
pierden las alas cada uno por su cuenta. Las rátidas llegaron a sus diferentes
hogares actuales sin disfrutar de las ventajas de las alas ni del vuelo. ¿Cómo lo
lograron?
Andando. Completaron todo el trayecto andando.[16] ¿Cómo es posible? Ése
es el meollo de «El Cuento del Ave Elefante». No había mares, no había nada
que cruzar. Los continentes separados de la actualidad estaban a la sazón todos
unidos y las grandes aves no voladoras no tuvieron que mojarse las patas.
Cuando era pequeño y vivíamos en África, mi padre siempre nos contaba a
mi hermana pequeña y a mí un cuento antes de dormir. Guarecidos bajo la
mosquitera y maravillados con su luminoso reloj de pulsera, escuchábamos la
historia de un broncosauro que vivía «muy, muuuuuy lejos», en un lugar
llamado Gonguanalandia. No volví a acordarme hasta mucho tiempo después,
cuando supe de la existencia de un gran continente austral llamado
Gondwanaland.
Hace 150 millones de años, Gondwanaland o, mejor dicho, Gondwana,
comprendía todo lo que hoy conocemos como Sudamérica, África, Arabia, la
Antártida, Australasia, Madagascar y la India. África rozaba la Antártida con su
punta meridional y se inclinaba hacia la derecha. En consecuencia, entre la costa
oriental de África y la costa septentrional de la Antártida quedaba un hueco
triangular, aunque el hueco en realidad no era tal, porque lo llenaba India. En esa
época India estaba separada del resto de Asia (Laurasia) por un océano, el mar
de Tetis, cuyo centro más o menos corresponde en la actualidad al Océano
Índico y cuyo extremo más occidental dio lugar al actual Mediterráneo.
Madagascar estaba encajado entre India y África, unido a ambas por los dos
lados. Australia, Nueva Guinea y la naciente
Nueva Zelanda también estaban unidas a la Antártida, al este de la India
(véase el mapa de la página siguiente).
Pero Gondwana estaba a punto de fragmentarse. Intuirá el lector adónde nos
lleva el cuento. Cuando las rátidas surgieron en Gondwana, podían llegar
caminando a cualquiera de las regiones donde más tarde vivirían. Se han
encontrado fósiles de rátidas hasta en la Antártida que, por aquel entonces, según
indican los fósiles vegetales, estaba cubierta de bosque templado subtropical.
Las rátidas ancestrales deambulaban a su antojo a lo largo y ancho del continente
de Gondwana sin sospechar que su tierra natal estaba llamada a desintegrarse en
pedazos separados por miles de kilómetros de océano. Cuando así ocurrió, las
rátidas también se hicieron a la mar: una travesía con todas las de la ley. En este
caso, sin embargo, la embarcación no fue el socorrido fragmento de manglar,
sino el mismísimo suelo que pisaban. Y, a bordo de sus respectivas masas
terrestres, que no dejaban de separarse, dispusieron de muchísimo tiempo para
evolucionar cada una por su cuenta y desarrollar sus características
correspondientes.
La desintegración se produjo de manera bastante súbita y explosiva según los
parámetros del tiempo geológico. Hace unos 150 millones de años, India (y
Madagascar, que seguía unido a ésta) empezó a desgajarse de África. Mientras se
ensanchaba el hueco entre ambas, hace unos 140 millones de años, el océano
empezó a abrirse paso entre el otro lado de India y la Antártida, y entre ésta y
Australia. Un poco después, Sudamérica comenzó a alejarse de las costas
occidentales de África, y hace 120 millones de años ya las separaba un canal
larguísimo, estrecho y sinuoso. El último lugar por el que se podía cruzar de una
a otra era el angosto pasillo de tierra que seguía uniendo África occidental con lo
que hoy es Brasil. Para entonces se había abierto un canal igualmente largo y
estrecho entre la Antártida y la nueva costa meridional de Australia. Hace unos
80 millones de años, Madagascar se desgajó de India y se quedó más o menos en
la posición que ocupa actualmente, mientras India emprendía una migración
espectacularmente rápida hacia el norte para terminar incrustándose en la costa
meridional de Asia y dar origen a la cordillera del Himalaya. A todo esto,
durante ese mismo periodo, los demás fragmentos de Gondwana habían seguido
separándose, cada uno cargado con su propio contingente de rátidas: ñandúes
ancestrales en el nuevo continente de Sudamérica, aves elefante ancestrales en
India/Madagascar, emúes ancestrales en Australia, avestruces ancestrales en…
Bueno, de esto hablaremos más adelante.
La tierra en el Jurásico superior, hace unos 150 millones de años [257]. El supercontinente de Pangea se
había visto dividido en Laurasia (al norte) y Gondwana (al sur), y el océano Atlántico empezaba a formarse.
El propio Gondwana estaba a punto de fragmentarse. El clima era muy benigno.

Los fósiles vegetales indican que la Antártida del Cretácico era una región
subtropical, cubierta de vegetación exuberante y propicia para la vida animal.[17]
La ausencia de fósiles en la zona no debe interpretarse como ausencia de
animales: una vegetación tan rica por fuerza tuvo que sustentar una fauna
abundante. Como ya he mencionado, entre los pocos fósiles animales que se han
encontrado figuran rátidas de gran tamaño, algunas tan grandes como moas, y
parece probable que estas aves abundasen en la Antártida del Cretácico. No es
que la región fuese necesariamente la Gran Estación Central de Villa Rátida,
pero sí constituía un puente terrestre apacible y acogedor por el que estas aves
podían cruzar de un lado a otro del mundo, desde África y Sudamérica a
Australia y Nueva Zelanda, y también a India/Madagascar.
Desde el punto de vista de un errabundo antepasado de rátida, lo importante
no es en qué punto se separó de Gondwana la mayor parte del continente que
habitaba, sino hasta cuándo pudo haber cruzado a pie de una masa a otra. Por
ejemplo, hace 100 millones de años, África ya estaba bastante separada de la
Antártida por el sur y de India/Madagascar por el este. En este contexto, África
ya era una isla. También estaba claramente separada de Sudamérica, a lo largo de
casi toda su costa occidental. Sin embargo, aún persistía el citado puente
terrestre entre el borde meridional de esa protuberancia que es África occidental
y una parte del actual Brasil. Éste fue el último momento en que los antepasados
del ñandú estuvieron en contacto con el resto de lo que en su día había sido
Gondwana. Disponemos de otras fechas relativas a los últimos contactos entre
los diversos elementos de esta diáspora continental.
¿Hay alguna coincidencia entre las fechas en que los diversos continentes e
islas se separaron geográficamente y las fechas en que, según indica la genética
molecular, las correspondientes líneas ancestrales de las rátidas se separaron
evolutivamente? O, si eso es mucho pedir, ¿son al menos compatibles? Pues sí,
lo son. Y además (salvo el kiwi y, en un sentido muy interesante que abordaré
enseguida, el avestruz) son incompatibles con la hipótesis contraria de que las
rátidas se distribuyeron por sus actuales masas continentales después de que
éstas se separasen unas de otras.
Alan Cooper y sus colegas de Oxford, a quienes hemos conocido en «El
Cuento del Dodo», han comparado la genética molecular de todas las rátidas.
Cuando se trata de especies actuales, la labor es sencilla. Basta con ir al
zoológico y extraer una muestra de sangre de un avestruz, de un ñandú, etcétera.
Es más, muchas de las secuencias genéticas ya han salido publicadas en los
medios especializados. El equipo de Cooper, sin embargo, fue más allá y
secuenció el ADN mitocondrial de dos géneros de moa y de un ave elefante a
partir, únicamente, de viejos huesos que tomaron prestados del museo. Lo más
sorprendente es que lograron recomponer todo el genoma mitocondrial de ambos
géneros de moa, que llevaban muertos como mínimo 700 años. El material del
ave elefante estaba peor conservado, pero así y todo se las arreglaron para
secuenciar parte del ADN. Los investigadores estaban, pues, en condiciones de
comparar las ancestrales secuencias genéticas unas con otras y con las de las
rátidas actuales. La técnica del reloj molecular les permitió fechar
aproximadamente las divergencias evolutivas entre las rátidas.
Sería bonito poder decir que las separaciones moleculares entre las rátidas
coinciden exactamente con las separaciones geográficas entre sus tierras natales.
Por desgracia, las fechas no son lo bastante precisas como establecer con
garantías esa coincidencia. Recordemos, no obstante, que llegar a un lugar
pasando de una isla a otra siguió siendo una posibilidad tras el
desmembramiento de Gondawana, incluso para los animales incapaces de volar,
luego el momento exacto en que las diversas partes de Gondwana soltaron
amarras tampoco es demasiado significativo. Al fin y al cabo, las aves no
voladoras no son más incapaces de volar que mamíferos como los monos y los
roedores, que cruzaron de África a Sudamérica, ni que las iguanas que llegaron a
Anguila arrastradas por el huracán. Para complicar aún más las cosas, la mayoría
de las masas continentales se separaron de Gondwana de manera casi simultánea
(lo que geológicamente hablando quiere decir «unos pocos millones de años
más, unos pocos millones de años menos»). Las secuencias moleculares, sin
embargo, nos permiten afirmar con seguridad que las escisiones ancestrales entre
las rátidas son muy antiguas: lo bastante como para cuadrar perfectamente con la
teoría de que, cuando Gondwana se desintegró, sus antepasados ya se hallaban
en sus respectivos hogares australes.
Lo más probable es que ocurriese lo siguiente. Pensemos en la Antártida
como la unidad de la que se desgajaron los demás continentes. Lógicamente,
éstos también se separaron unos de otros, pero siempre es bueno contar con un
punto de referencia y la posición central de la Antártida viene muy bien en este
sentido por cuanto ayuda a visualizarlo. Es más, como ya hemos visto, durante el
periodo del que nos estamos ocupando en este cuento, es decir, el Cretácico, que
se inició hace 140 millones de años y concluyó hace 60, la Antártida no era ni
mucho menos el desierto helado que es hoy. ¿Acaso porque se encontraba en una
latitud más benigna? No, puesto que apenas estaba un poco más al norte que en
la actualidad. Era una región templada porque, debido al perfil de las costas, las
corrientes cálidas de los trópicos llegaban a las latitudes australes más remotas,
un fenómeno análogo, aunque más espectacular, al de la moderna corriente del
Golfo, que, entre otras cosas, propicia que crezcan palmeras en el oeste de
Escocia. Una de las consecuencias de la fragmentación de Gondwana fue que la
corriente cálida dejó de dirigirse al sur. La Antártida pasó a padecer el clima
glacial propio de la latitud en que se encuentra y desde entonces ha sido el lugar
gélido que hoy conocemos.
Así pues, en la Antártida había gran cantidad de rátidas y, además, en el
momento oportuno. El resto de la historia es muy simple. Sudamérica ya
albergaba un nutrido contingente de antepasados de los ñandúes. Nueva Zelanda
se separó de la Antártida hace unos 70 millones de años, llevándose a bordo un
cargamento de moas. Los datos moleculares indican que unos diez millones de
años antes los moas ya habían divergido de las demás rátidas. Australia perdió el
contacto con la Antártida hace unos 56 millones de años. Esto cuadra con la
citada evidencia molecular de que los moas se escindieron de las demás rátidas
antes (hace 82 millones de años) que las rátidas australianas, el emú y el
casuario, que divergieron unos de otros hace unos 30 millones de años. Los
kiwis son, probablemente, la única excepción que confirma la regla de que todas
las rátidas llegaron andando a sus destinos. No son parientes cercanos de los
moas, sino que están más emparentados con las rátidas australianas y,
presumiblemente, llegaron de Australia a Nueva Zelanda saltando de isla en isla
y pasando por Nueva Caledonia. Por lo que respecta al ave elefante, se quedó en
Madagascar después de que esta isla se desprendiese de India hace unos 75
millones de años, y allí permaneció hasta la llegada del ser humano.
Y aquí nos encontramos con el avestruz, del que prometí que volvería a
ocuparme. Hace unos 90 millones de años dejó de ser posible cruzar por tierra
desde África a cualquier otro lugar de la antigua Gondwana. Ése fue, pues, el
último momento en el que un ave africana como el avestruz pudo haber
divergido del resto de las rátidas. Sin embargo, los datos moleculares indican que
el linaje del avestruz divergió después, hace unos 75 millones de años. ¿Cómo es
posible?
El razonamiento es un poco complicado, así que permítaseme exponer de
nuevo el problema. Las pruebas geográficas indican que hace unos 90 millones
de años África ya estaba separada del resto de la antigua Gondwana, pero las
pruebas moleculares indican que el avestruz se escindió de las demás rátidas
hace unos 75 millones de años. ¿Dónde estuvieron los antepasados de los
avestruces durante ese intervalo de 15 millones de años? Por los motivos que
acabamos de citar, cabe suponer que no estuvieron en África. Podrían haber
estado en cualquier lugar del resto de Gondwana, habida cuenta de que todos los
demás elementos del antiguo continente (Sudamérica, Australia, Nueva Zelanda
e India/Madagascar) seguían conectados entre sí, aunque sólo fuese a través de
la Antártida y de los puentes continentales aún existentes.
Entonces, ¿cómo es que los avestruces modernos terminaron en África? Alan
Cooper ha ideado una ingeniosa teoría. India/Madagascar siguió conectada a la
Antártida por medio del gran puente continental (hoy sumergido) de la meseta de
Kerguelen hasta hace 75 millones de años, cuando la actual Sri Lanka se
desprendió. Hasta entonces, los antepasados del avestruz y del ave elefante
seguían estando en contacto con la Antártida y, por consiguiente, con el resto de
Gondwana (a excepción de África, que se había separado previamente). Cooper
sostiene que, en el momento de producirse esta separación, los antepasados del
avestruz y del ave elefante se hallaban en India/Madagascar. Según esta
hipótesis, el último momento en que las líneas ancestrales del avestruz y del ave
elefante pudieron haberse escindido de las demás rátidas fue hace 75 millones de
años, lo que encaja perfectamente con los datos moleculares. Cinco millones de
años después, India se desprendió de Madagascar, llevándose a los futuros
avestruces y dejando a las futuras aves elefante.
Hasta aquí todo en orden. Pero seguimos sin resolver el enigma que dio pie a
esta parte del cuento. Si los antepasados del avestruz estaban instalados en India,
que a la sazón era una isla, ¿cómo es que terminaron en África? Llegamos así a
la última parte de la teoría de Cooper. Como recordará el lector, India, tras
separarse de Madagascar, se alejó con rumbo norte a toda velocidad hasta llegar
a su posición actual en el continente asiático. Cooper sostiene que India llevaba
consigo a los antepasados de los avestruces y que éstos se aprovecharon de la
colisión para introducirse en Asia. Una vez allí, el linaje del avestruz se abrió en
abanico hacia el norte. Todavía hay avestruces en Arabia, y hay fósiles de
avestruz en Asia, incluida India, y hasta en Europa. Por aquel entonces, como
ahora, África estaba unida a Asia por Arabia, y por esta ruta llegaron finalmente
los avestruces a su hogar actual, hace unos 20 millones de años. Según Cooper,
los avestruces ancestrales no fueron ni mucho menos los únicos animales que
cogieron el barco indio con destino a Asia. En su opinión, el cargamento de
animales procedentes de Gondwana que viajó a bordo de India desempeñó un
papel fundamental en la recolonización de Asia tras la catástrofe que puso fin a
los dinosaurios.
La leyenda del roc, el fabuloso pájaro gigantesco capaz de levantar elefantes,
es una de esas maravillas que nos cautivan de niños. Pero, ¿acaso la historia real
de los continentes que se desplazan miles y miles de kilómetros no es aún más
maravillosa y más digna de cautivar la imaginación adulta? Estudiémosla
detenidamente en el epílogo de este cuento.

EPÍLOGO A EL CUENTO DEL AVE ELEFANTE

La teoría de la tectónica de placas, como se la conoce en la actualidad, es uno de


los éxitos de la ciencia moderna. Cuando mi padre estaba en Oxford, en la
década de 1930, lo que entonces se conocía como la teoría de la deriva
continental era objeto de burlas generalizadas (aunque no unánimes). Se la
asociaba con el meteorólogo Alfred Wegener (1880-1930), pero otros antes que
él ya habían avanzado ideas parecidas. Varias personas se habían fijado en lo
bien que encajaban la costa oriental de Sudamérica y la costa occidental de
África, aunque, por lo general, se consideraba una mera coincidencia. Había
coincidencias más asombrosas en cuanto a la distribución de plantas y animales
que sólo cabía explicar postulando la presencia de puentes terrestres entre los
continentes, pero la mayoría de los científicos prefería creer que el mapa se
habría alterado por las fluctuaciones del nivel del mar, no porque los continentes
se hubiesen desplazado al este o al oeste. De hecho, el nombre de Gondwana se
acuñó originalmente para designar un continente formado por África y
Sudamérica en sus respectivas ubicaciones actuales, sólo que con el Atlántico
Sur vacío. La idea de Wegener de que eran los continentes los que se habían
movido fue mucho más revolucionaria… y controvertida.
El caso no estaba zanjado ni siquiera en la década de 1960, cuando entré en
la universidad. Charles Elton, el veterano ecólogo de Oxford, nos dio una
conferencia sobre el tema, y al final de la misma sometió el asunto a votación
(de lo cual me lamento, porque la democracia no es la mejor manera de
establecer una verdad). Si mal no recuerdo, la cosa estaba bastante igualada: la
mitad de la clase a favor y la otra mitad en contra. Todo cambió al poco de
licenciarme. Resulta que Wegener se había acercado mucho más a la verdad que
la mayoría de los contemporáneos que lo ridiculizaban. Su principal error fue
pensar que las masas continentales flotaban en el manto semilíquido y lo
surcaban como balsas en una ciénaga. Según la moderna teoría de la tectónica de
placas, toda la superficie de la Tierra (tanto los fondos marinos como los
continentes visibles) es un conjunto de placas. Los continentes son las partes
más gruesas y menos densas de las placas, que sobresalen por arriba (penetrando
en la atmósfera con las montañas) y por abajo (penetrando en el manto). La
mitad de las veces los límites entre las placas están bajo el mar. Pero, para
entender cabalmente la teoría, lo mejor es olvidarse del mar y hacer como si no
existiese. Ya lo retomaremos más tarde, para que inunde las tierras bajas.
Las placas no surcan el mar, ni de agua ni de roca fundida. Toda la superficie
de la Tierra está acorazada, cubierta de placas que se deslizan por encima de la
superficie y, a veces, debajo de otras placas en un proceso conocido como
subducción. Cuando una placa se mueve, no deja tras de sí un espacio vacío
como creía Wegener: ese espacio vacío se ve continuamente relleno por nuevo
material que surge de las capas profundas del manto terrestre y que pasa a
formar parte de la composición de la placa, en un proceso denominado
expansión del fondo marino. En cierto sentido, el término placa no es muy feliz,
por que da una imagen demasiado rígida. Una metáfora más atinada sería la de
una cinta transportadora o la persiana de un buró. Para describirlo voy a usar el
ejemplo más claro y comprensible: el de la Dorsal Mesoatlántica.
La Dorsal Mesoatlántica es un cañón submarino de 16.000 kilómetros de
largo que describe una S enorme entre el Atlántico Norte y el Atlántico Sur. La
dorsal propiamente dicha es una zona de erupciones volcánicas. De las
profundidades del manto brota roca fundida que desciende por ambos lados de la
dorsal, como las persianas corredizas de los burós. La persiana que baja hacia el
este empuja a África y la aleja del centro del Atlántico; la que baja hacia el oeste
empuja a Sudamérica en la dirección opuesta. Éste es el motivo por el cual los
dos continentes se separan a una velocidad de un centímetro al año, la misma
velocidad, como alguien ha apuntado ingeniosamente, a la que crecen las uñas,
aunque las velocidades de desplazamiento varían bastante de una placa a otra. Se
trata de la misma fuerza que separó los continentes cuando Gondwana se
desintegró. Existen zonas de actividad volcánica parecida en el fondo del océano
Pacífico, en el del océano Índico y en varios otros lugares (aunque a veces, en
lugar de dorsales, se llaman elevaciones). Estas dorsales oceánicas en expansión
son el motor del movimiento tectónico.
El término empujar, sin embargo, es muy engañoso, pues da a entender que
la elevación del fondo marino empuja a las placas por detrás. ¿Cómo va a
moverse un objeto tan inmenso como una placa continental sólo porque lo
empujen por detrás? Sería imposible. En lugar de eso, lo que sucede es que la
corteza y la capa superior del manto se mueven como consecuencia de las
corrientes que circulan en la roca fundida subyacente. Una placa no se ve
empujada por detrás, sino arrastrada por la corriente que circula en el fluido en el
que flota, corriente que ejerce su fuerza sobre toda la zona inferior de la placa.
Las pruebas a favor de la tectónica de placas son tan elegantes como
contundentes y la teoría ya no ofrece lugar a dudas. Si se calcula la antigüedad
de las rocas situadas a ambos lados de una dorsal como la Mesoatlántica, se
aprecia algo verdaderamente extraordinario. Las rocas que están más cerca de la
dorsal son las más jóvenes. Cuanto más se aleja uno, en perpendicular a la
dorsal, más antiguas son las rocas. El resultado es que se si se trazan líneas
isócronas (líneas que unan puntos de la misma antigüedad), se observará que
corren paralelas a la propia dorsal, serpenteando junto a ésta a lo largo de todo el
Atlántico Norte y después del Atlático Sur. Así ocurre en ambas vertientes de la
dorsal. Las isócronas de un lado son el reflejo casi exacto de las del lado
contrario.
Supongamos que debemos cruzar el fondo del Atlántico en un tractor
submarino con rumbo este a lo largo del paralelo 10, desde el puerto brasileño de
Maceio hasta el cabo de Barra do Cuanza, en Angola, casi rozando, a mitad de
camino, la isla Ascensión. Sobre la marcha, vamos haciendo un muestreo de las
rocas que pisamos con la oruga del tractor (los neumáticos no resistirían la
presión). Por razones derivadas de la teoría de la expansión del fondo marino,
sólo nos interesa el basalto ígneo (lava solidificada) que pueda haber en la base
de las rocas sedimentarias que hayan quedado depositadas encima. Según la
teoría, son ésas rocas ígneas las que constituyen la persiana corrediza o cinta
transportadora sobre la que Sudamérica se mueve hacia el oeste y África hacia el
este. Perforaremos los sedimentos, que, en algunos lugares, al llevar millones de
años depositándose, serán bastante espesos, y tomaremos muestras de las rocas
volcánicas que hallemos debajo.
Durante los primeros 50 kilómetros de nuestro viaje hacia el este seguimos
en la plataforma continental que, los efectos de nuestra exploración, no cuenta ni
mucho menos como fondo marino. Todavía no hemos salido del continente
sudamericano, simplemente tenemos un poco de agua somera por encima de
nuestras cabezas, aunque ya hemos dicho que para mejor explicar la tectónica de
placas haremos como si el agua no existiese. De repente, bajamos con rapidez al
verdadero fondo marino, tomamos la primera muestra y analizamos
radiométricamente la antigüedad del basalto que encontramos bajo los
sedimentos. En este punto concreto, la orilla occidental del Atlántico, la roca
resulta ser del Cretácico inferior, esto es, de hace unos 140 millones de años.
Proseguimos la marcha hacia el este, recogiendo más muestras de roca volcánica
a intervalos regulares, y nos encontramos con un dato sorprendente: van siendo
cada vez más jóvenes. A 500 kilómetros de nuestro punto de partida ya nos
hallamos en pleno Cretácico superior, lo que implica una antigüedad de menos
de 100 millones de años. Unos 230 kilómetros más adelante, aunque no se
distinga límite alguno, ya que simplemente estamos analizando rocas volcánicas,
cruzamos la frontera de los 65 millones de antigüedad, el instante geológico en
que el Cretácico dio paso al Paleógeno y los dinosaurios desaparecieron de la faz
de la Tierra. La secuencia de antigüedad decreciente continúa. Conforme
avanzamos hacia el este, las rocas volcanicas del fondo marino van siendo cada
vez más recientes. A 1600 kilómetros de nuestro punto de partida nos
encontramos en el Plioceno, analizando rocas contemporáneas de los lanudos
mamuts en Europa y de la pequeña Lucy en África.

Bandas magnéticas en las dos vertientes de una dorsal oceánica. Las franjas oscuras representan
polaridad normal; las blancas, polaridad inversa. Los geólogos las agrupan en intervalos magnéticos
dominados por polaridades de uno u otro signo. Quienes primero identificaron la simetría de las franjas
como prueba de la expansión del fondo marino fueron Fred Vine y Drummond Matthews en un artículo
publicado en Nature en 1963 y que hoy se considera un clásico [296]. La corteza y la rígida capa superior
del manto, que juntas constituyen lo que se conoce como litosfera, se fracturan a causa de las corrientes de
convección presentes en el magma de la astenosfera, la capa semirrígida del manto situada bajo la litosfera.
La configuración característica de las franjas nos permite determinar la edad de las rocas del fondo oceánico
hasta hace unos 150 millones de años. El fondo oceánico anterior a esa fecha ha sido destruido por la
subducción.

Al llegar a la dorsal Mesoatlántica, situada a unos 1620 kilómetros de


Sudamérica y a una distancia un poco mayor (en esta latitud) de África,
reparámos en que las rocas son tan jóvenes que datan de nuestra propia época:
acaban de salir escupidas de las profundidades del fondo marino. Es más, con un
poco de suerte, quizá lleguemos a presenciar una erupción en esta zona concreta
por la que estamos atravesando la dorsal. Bueno, la verdad es que haría falta
mucho más que un poco de suerte porque, a pesar de la metáfora de la cinta
transportadora, el movimiento no es realmente continuo. ¿Cómo podría serlo, si
hemos dicho que la velocidad media de la cinta es de un centímetro al año?
Cuando hay una erupción, las rocas se desplazan más de un centímetro. En
consecuencia, en un lugar cualquiera de la dorsal se registra menos de una
erupción al año.
Una vez cruzada la dorsal Mesoatlántica reemprendemos nuestro viaje hacia
el este, en dirección a África, sin dejar de tomar muestras de roca volcánica de
debajo de los sedimentos. Y lo que ahora advertimos es que la antigüedad de las
muestras es una imagen especular de la que obtuvimos en la primera mitad del
viaje. Las rocas van haciéndose paulatinamente más antiguas a medida que nos
alejamos de la dorsal, tendencia que se mantiene hasta llegar a África y a la
orilla oriental del Atlántico. La última muestra que tomamos, al borde mismo de
la plataforma continental africana, pertenece a rocas del Cretácico inferior,
exactamente igual que las que analizamos en la parte occidental, muy cerca de
Sudamérica. En realidad, la secuencia entera se repite calcada a ambos lados de
la dorsal Mesoatlántica, y el reflejo es aún más preciso de lo que cabría esperar
de la datación radiométrica.
Lo que viene a continuación es algo extraordinariamente elegante. En «El
Cuento de la Secuoya» nos ocuparemos de una ingeniosa técnica de datación
llamada dendrocronología. Los anillos de los árboles se forman porque los
árboles tienen una estación de crecimiento anual: como no todos los años son
igual de favorables, se va desarrollando una pauta característica de anillos
gruesos y estrechos. Estas huellas digitales que se presentan de vez en cuando
constituyen un auténtico regalo de la naturaleza para la ciencia, que ésta siempre
deberá aceptar y aprovechar al máximo. Es una verdadera suerte que algo
parecido a los anillos de los árboles, aunque en una escala de tiempo ya más
dilatada, quede impreso en la lava volcánica cuando ésta se enfría y se solidifica.
La cosa funciona así. Mientras la lava todavía está líquida, sus moléculas actúan
como minúsculas agujas de compás y se alinean con el polo magnético de la
Tierra. Cuando la lava se solidifica y se convierte en roca, las moléculas se
petrifican en la misma posición en la que estaban. Así pues, la roca ígnea actúa
como un imán de escasa potencia cuya polaridad es un registro petrificado del
campo magnético de la Tierra en el momento en que se produjo la solidificación.
Esta polaridad, que es fácil de medir, nos indica dónde estaba el Polo Norte
magnético cuando se solidificó la lava.
El verdadero golpe de suerte es el siguiente: la polaridad del campo
magnético de la Tierra se invierte a intervalos irregulares, pero bastante
frecuentes en términos geológicos, en una escala temporal de décadas, siglos o
milenios. Saltan a la vista las extraordinarias implicaciones de este hecho. Si se
mide la polaridad de las dos cintas transportadoras conforme se deslizan hacia el
este y el oeste desde la dorsal Mesoatlántica, se observará una serie de franjas
que son el reflejo de las alteraciones del campo magnético terrestre, petrificadas
en el momento en que la lava se hizo roca. La pauta de las franjas del lado oeste
será un calco de la pauta de las del lado este toda vez que ambos grupos de rocas
compartían el mismo campo magnético cuando salieron arrojadas de la dorsal en
estado líquido. Es posible emparejar exactamente cada franja de un lado con su
correspondiente del otro, y también pueden fecharse (naturalmente, la fecha de
ambas será la misma, puesto que salieron juntas de la dorsal). En todos los
fondos océanicos encontraremos la misma pauta de franjas a ambos lados de las
zonas de expansión, aunque las distancias entre las franjas variarán habida
cuenta de que no todas las cintas transportadoras se mueven a la misma
velocidad. No se puede pedir una prueba más contundente.
El método, no obstante, presenta sus complicaciones. La pauta de franjas
paralelas no discurre por el fondo del mar de forma uniforme e ininterrumpida,
sino que se ve sometida a numerosas fracturas o fallas. He escogido el paralelo
10 al sur del ecuador porque a esa altura no hay ninguna línea de falla que venga
a complicar el panorama. En otra latitud, nuestra secuencia gradual de
antigüedad creciente o decreciente se habría visto interrumpida de tanto en tanto
cada vez que atravesásemos una falla. Pero, en general, el mapa geológico de
todo el lecho Atlántico ofrece una imagen de líneas isócronas completamente
nítida.
La idea de la expansión del fondo marino, derivada de la teoría de tectónica
de placas, se sustenta, pues, sobre pruebas totalmente sólidas y las fechas
asignadas a los diversos acontecimientos tectónicos, como por ejemplo la
separación de los continentes, son, en términos geológicos, precisas. La
revolución de la tectónica de placas ha sido una de las más rápidas, y a la vez
más decisivas, de toda la historia de la ciencia.
Encuentro 17
Anfibios

Hace 340 millones de años, a comienzos del periodo Carbonífero, apenas 30


millones después de la gran cita del Encuentro 16, los amniotas (término que
engloba a mamíferos, reptiles y aves) nos encontramos con nuestros primos los
anfibios en el Encuentro 17. Pangea no se había juntado aún y las masas
terrestres del norte y del sur rodeaban un océano anterior al Mar de Tetis. En el
Polo Sur empezaba a formarse un casquete de hielo, había bosques tropicales de
licopodios a ambos lados del ecuador y el clima probablemente era como el de
hoy, aunque la flora y la fauna eran, desde luego, muy diferentes.
El Contepasado 17, nuestro tatarabuelo número 175 millones, es el
antepasado común de todos los tetrápodos actuales. Tetrápodo significa
«provisto de cuatro patas». Quienes no andamos a cuatro patas somos tetrápodos
no practicantes, en nuestro caso desde hace poco, en el de las aves desde hace
mucho más; pero todos nos llamamos tetrápodos. Más concretamente, el
Contepasado 17 es el gran antepasado del inmenso contingente de vertebrados
terrestres. A pesar de haber censurado en páginas anteriores la vanidad
retrospectiva, lo cierto es que la salida de los peces a la tierra supuso una
transición fundamental en nuestra historia evolutiva.
Tres grandes partidas de peregrinos anfibios modernos han hecho causa
común mucho antes de encontrarse con nosotros los amniotas. Se trata de las
ranas (y sapos: la distinción no es útil en sentido zoológico), las salamandras (y
tritones, que son las salamandras que regresan al agua para procrear) y las
cecilias (criaturas ápodas, que nadan o cavan túneles y parecen lombrices o
serpientes). Las ranas adultas no tienen cola, pero los renacuajos sí, gracias a lo
cual nadan vigorosamente. Las salamandras poseen una larga cola tanto en
estado adulto como en estado larvario y sus medidas corporales son las que más
se parecen, a juzgar por los fósiles, a las de los anfibios ancestrales. Las cecilias
no sólo no tienen extremidades sino que ni siquiera conservan el menor rastro
interno de los cinturones pélvico y escapular que sostenían los miembros de sus
antepasados. Alcanzan su enorme longitud a base de multiplicar las vértebras del
tronco (hasta 250, frente a las 12 de las ranas) y las costillas, que les brindan
eficaz soporte y protección. Curiosamente, su cola es cortísima o directamente
inexistente: si las cecilias tuviesen patas, las traseras estarían justo en el extremo
posterior del cuerpo, donde de hecho las tenían algunos anfibios extintos.
Incorporación de los anfibios. Aunque reñidos con varios
estudios fósiles, los estudios genéticos han establecido que
las aproximadamente 5000 especies de anfibios conocidas
integran un solo grupo, hermano de los amniotas. Nos
hemos atenido a la taxonomía molecular, aunque existen
discrepancias en cuanto al orden de ramificación entre los
tres grupos de anfibios.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Salamandra de


Monterrey (Ensatina eschscholtzii); rana flecha azul
(Dendrobates azureus); cecilia (especie Ichthyopis).
Aunque de adultos vivan en tierra, la mayoría de anfibios se reproducen en el
agua, a diferencia de los amniotas, que (salvo en casos de evolución secundaria,
como las ballenas, dugongos e ictiosauros) lo hacen en tierra. La forma de
reproducción de los amniotas es, o bien vivípara, dando a luz crías vivas, u
ovípara, poniendo huevos relativamente grandes, de cáscara dura e impermeable.
En ambos casos el embrión flota en su propio estanque privado. Los embriones
de los anfibios flotan en un estanque real, o algo equivalente. Puede que los
peregrinos anfibios que se nos unen en el Encuentro 17 pasen parte del tiempo
en tierra firme, pero rara vez se alejan del agua y, al menos en alguna fase de su
ciclo vital, suelen regresar a ella. Aquéllos que se reproducen en tierra hacen un
esfuerzo considerable para recrear condiciones acuáticas.
Los árboles representan refugios relativamente seguros, y las ranas han
descubierto diversas formas de reproducirse en ellos sin perder el vínculo vital
con el agua. Algunas especies aprovechan los charquitos de agua de lluvia que se
forman en las rosetas de las bromeliáceas. Los machos de Chiromantis
xerampelina, una rana arborícola africana, cooperan para batir con las patas
traseras un líquido que segregan las hembras y transformarlo en una densa
espuma blanca. Cuando el exterior de la espuma se endurece, se forma una
cáscara protectora cuyo interior húmedo sirve de nido para los huevos de todo el
grupo. Los renacuajos se desarrollan en el interior de ese nido de espuma
húmeda, situado en lo alto de un árbol. Al llegar la siguiente estación lluviosa,
ya listos para eclosionar, se retuercen hasta salir del nido y se arrojan a los
charcos que se han formado al pie del árbol, donde se convierten en ranas. Hay
más especies que usan esta técnica del nido de espuma, aunque sin cooperar en
su fabricación: cada macho bate por separado el líquido segregado por una sola
hembra.
Algunas ranas han llevado a cabo interesantes transiciones hacia la
reproducción vivípara. La hembra de la rana marsupial sudamericana (varias
especies del género Gastrotheca) se transfiere los óvulos fertilizados a la
espalda, donde quedan protegidos por un marsupio en cuyo interior los
renacuajos se desarrollan y colean visiblemente bajo la piel de la madre hasta
que eclosionan. Son varias las especies que se reproducen de forma parecida y lo
más probable es que todas evolucionasen por separado.
Otra especie de rana sudamericana, llamada Rhinoderma darwinii en honor
de su ilustre descubridor, practica una modalidad de viviparismo de lo más
insólita. Parece como si el macho se comiese los huevos que él mismo ha
fertilizado, sólo que éstos no llegan al intestino: como tantos otros machos de
rana, el Rhinoderma darwinii posee un espacioso saco gutural que usa de cámara
de resonancia para amplificar la voz y es en esta cámara húmeda donde los
huevos quedan alojados y donde madurarán hasta que el macho finalmente
vomite las crías, unas ranitas plenamente desarrolladas que se habrán visto
privadas de la libertad de nadar cual renacuajos.
La diferencia esencial entre los anfibios y los amniotas es que las pieles y los
cascarones de los huevos de los amniotas son impermeables. Por regla general,
la piel de los anfibios permite que el agua se evapore a través de ella al mismo
ritmo que se evaporaría un charco de agua que ocupase la misma área. Así pues,
el agua que hay bajo la piel se evapora como si ésta no existiera. Es un caso muy
diferente al de reptiles, aves y mamíferos, una de las principales funciones de
cuya piel es servir de barrera al agua. Entre los propios anfibios hay
excepciones; el ejemplo más llamativo es el de las diversas especies de ranas
australianas del desierto. Estas ranas sacan partido del hecho de que hasta en los
desiertos puede haber épocas de lluvia, aunque sean breves y muy espaciadas.
En estos periodos tan raros y esporádicos de precipitaciones abundantes, cada
rana se construye una especie de capullo lleno de agua donde permanece
enterrada en un estado de letargo que puede durar dos o, según algunos
testimonios, incluso siete años. Algunas especies resisten temperaturas bien por
debajo de cero grados fabricando glicerina y usándola de anticongelante.
No existe ningún anfibio de agua salada, luego no es de extrañar que, a
diferencia de los lagartos, casi nunca se encuentren ejemplares en islas remotas.
[1] Darwin reparó en el fenómeno y lo comentó en más de un libro, como

también reparó en que las ranas que se introducen artificialmente en islas lejanas
medran y proliferan. El naturalista suponía que la dureza del cascarón de los
huevos de lagarto los protegía del agua salada, mientras que los de rana se echan
a perder al menor contacto con dicho medio. Eso sí, hay ranas en todos los
continentes (salvo en la Antártida) y lo más probable es que lleven ahí desde
antes de la fragmentación de Gondwana. Son un grupo de mucho éxito.
Las ranas me recuerdan en cierto sentido a las aves. Las dos tienen un diseño
corporal que es una modificación un tanto sigular del diseño ancestral. Esto en sí
tampoco es nada del otro mundo, pero las aves y las ranas han hecho de dicha
modificación estructural la base de toda una gama de variaciones. Aunque no
hay tantas especies de ranas como de aves, sus más de 4000 especies, repartidas
a lo largo y ancho de todo el mundo, constituyen una cifra impresionante. Así
como el diseño corporal de un ave está claramente orientado al vuelo incluso en
aquellas especies que no vuelan (como el avestruz), el diseño corporal de una
rana adulta está orientado al salto. Algunas especies dan saltos enormes: la bien
llamada rana cohete australiana (Litoria nasuta) recorre de un solo salto hasta 50
veces la longitud de su cuerpo. La rana más grande del mundo, la rana goliat
(Conraua goliath) de África occidental, que es del tamaño de un perrito, salta,
por lo visto, tres metros. No todas las ranas saltan, pero todas descienden de
antepasados saltarines. Para las hipótesis más conservadoras, son saltadores
obsoletos, del mismo modo que los avestruces son voladores obsoletos. Algunas
especies arborícolas, como la rana voladora asiática, Rhacophorus
nigropalmatus, prolongan el salto estirando sus largos dedos para usar las
membranas interdigitales de paracaídas. Sus planeos, de hecho, se parecen un
poco a los de las ardillas voladoras.
Las salamandras y los tritones, cuando están en el agua, nadan como peces.
Incluso cuando están en tierra, como tienen unas patas demasiado pequeñas y
débiles para caminar o correr en el sentido habitual del término, se desplazan
mediante un sinuoso movimiento natatorio parecido al de los peces, usando las
patas solo para ayudarse. La mayoría de las salamandras actuales son bastante
pequeñas. Las más grandes llegan a medir un metro y medio, un tamaño
respetable, aunque mucho menor que el de los anfibios gigantes que dominaban
la tierra antes del auge de los reptiles.
Ahora bien, ¿cómo era el Contepasado 17, el antepasado que tenemos en
común con anfibios y reptiles? Está claro que se parecía más a un anfibio que a
un amniota y más a una salamandra que a una rana, aunque puede que no se
pareciese mucho a ninguna de las dos. Los mejores fósiles proceden de
Groenlandia, que durante el Devónico se encontraba en el ecuador. Entre estos
ejemplares, que posiblemente pertenecen a especies de transición y han sido
objeto de concienzudos estudios,[2] figuran Acanthostega que, al parecer, era
exclusivamente acuático (lo que demuestra que las patas evolucionaron
inicialmente para favorecer el movimiento en el agua, no en la tierra) e
Ichtyostega.
Puede que el Contepasado 17 se pareciese a Ichtyostega o a Acanthostega,
aunque los dos eran mayores de lo que normalmente se espera de un antepasado
tan remoto. No es la única sorpresa que les aguarda a los zoólogos
condicionados por su familiaridad con los animales modernos. Tendemos a
pensar que los tetrápodos siempre han de tener cinco dedos en cada mano y
cinco dedos en cada pie: el miembro pentadáctilo es uno de los tótems
zoológicos por excelencia. Sin embargo, pruebas recientes demuestran que
Ichtyostega tenía siete dedos en los pies, Acanthostega ocho, y Tulerpeton, un
tercer género de tetrápodo del Devónico, seis. El número de dedos puede parecer
irrelevante, es decir, neutro desde el punto de vista funcional, pero dudo de que
sea así. Mi teoría es que en esa época lejana, las diversas especies realmente
obtenían un mayor beneficio de un número concreto de dedos que de otro; un
número determinado de dedos les permitía nadar o caminar mejor.
Posteriormente, en los tetrápodos se consolidó la estructura de cinco dedos, tal
vez porque algún proceso embriológico interno terminó dependiendo de esa
cifra. En estado adulto, el número de dedos suele ser menor que el de los
embriones (en casos extremos como el del caballo llega a reducirse a uno solo, el
dedo medio).
Los anfibios surgieron del grupo de peces conocido como peces de aleta
lobulada. Los únicos representantes actuales son los dipnoos o peces
pulmonados y los celacantos,[3] con quienes nos encontraremos en los
Encuentros 18 y 19, respectivamente. En el Devónico, en cambio, los peces de
aleta lobulada ocupaban una posición mucho más destacada tanto en la fauna
marina como en la de agua dulce. Los tetrápodos probablemente evolucionaron a
partir de un grupo extinto de lobulados, los llamados osteolepiformes. Entre los
osteleopiformes figuraban Eusthenopteron y Panderichthys, que datan de finales
del Devónico, la época en que empezaron a salir a tierra firme los primeros
tetrápodos.
¿Por qué ciertos peces desarrollaron innovaciones que les permitieron el
tránsito del agua a la tierra, cosas como por ejemplo pulmones o aletas que
servían para caminar en lugar (o además) de para nadar? ¡No fue porque
pretendiesen dar comienzo a la siguiente gran etapa de la evolución! Durante
años, la respuesta casi automática fue la que el ilustre paleontólogo
estadounidense Alfred Sherwood Romer derivó de las ideas del geólogo Joseph
Barrell. Según Romer, lo que esos peces estaban tratando de hacer era justo lo
contrario: regresar al agua. En épocas de sequía, es muy normal que los peces se
queden atrapados en charcas que se secan. Los individuos capaces de andar y
respirar fuera del agua poseen la enorme ventaja de poder escapar de una charca
condenada a la desaparición y partir en busca de una más profunda.
Esta admirable teoría ha caído en desuso por diversas razones, a mi modo de
ver no todas igual de convincentes. Por desgracia, Romer suscribió la creencia
imperante en su época de que el Devónico fue un periodo de sequías, una tesis
que en fechas más recientes se ha puesto en tela de juicio. Sin embargo, no me
parece que la teoría de Romer exija un Devónico seco. Incluso en periodos no
particularmente áridos, siempre habrá lagunas lo bastante someras como para
poner en peligro la vida de según qué especies de peces. Si en situaciones de
extrema sequía las lagunas de un metro de profundidad habrían corrido el riesgo
de secarse, en situaciones de sequía moderada las de 30 centímetros también lo
correrían. Para la hipótesis de Romer, basta con que haya algunas lagunas que se
sequen y, en consecuencia, algunos peces que podrían salvar la vida emigrando.
Aun cuando a finales del Devónico el mundo estuviese completamente
inundado, podría decirse que eso sencillamente aumentaría el número de lagunas
susceptibles de secarse, lo que a su vez aumentaría las oportunidades de salvar la
vida de los peces capaces de andar… y de validar las tesis de Romer. Mi
obligación, no obstante, es hacer constar que la teoría está pasada de moda. Otro
argumento en su contra es que los peces actuales que se aventuran fuera del agua
lo hacen en zonas húmedas (o sea, cuando las condiciones del terreno son
«buenas» para los animales acuáticos, no malas como en la hipótesis de Romer).
Bien es verdad que existen muchos otros motivos para justificar la salida a
tierra de los peces, tanto temporal como permanentemente. Los ríos y lagunas
pueden volverse inhabitables por varias razones, no sólo porque se sequen.
Pueden verse invadidos de algas, en cuyo caso, un pez capaz de desplazarse por
tierra en busca de aguas más profundas podría salir beneficiado. Si, como se ha
señalado en contra de Romer, en el Devónico imperaba la humedad y no la
sequía, las ciénagas habrían ofrecido enormes oportunidades de provecho para
los peces capaces de caminar, arrastrarse o saltar entre la vegetación lacustre en
busca de aguas más profundas o incluso de comida. Incluso en hipótesis como
ésta persiste la idea esencial de Romer de que nuestros antepasados salieron del
agua, no para colonizar la tierra, sino para regresar a aquélla.
En la actualidad, el grupo de peces de aleta lobulada del que procedemos los
tetrápodos se reduce a cuatro géneros, pero en su día dominaban los mares casi
como los peces teleósteos de hoy. Con éstos no nos reuniremos hasta el
Encuentro 20, pero nos vendrá bien incorporarlos a nuestro análisis por cuanto
algunos de ellos respiran aire de vez en cuando y unos pocos hasta salen del
agua y andan por la tierra. Más adelante nos ocuparemos de uno de ellos, el
saltarín del fango, cuyo cuento refiere un caso más reciente de colonización de la
tierra firme.

EL CUENTO DE LA SALAMANDRA

Los nombres son un incordio en la historia de la evolución. No es ningún secreto


que la paleontología es una disciplina controvertida en la que existen incluso
algunas enemistades personales. Y si se indaga en el motivo de discusión entre
dos paleontólogos, la mitad de las veces resulta ser un nombre. ¿Este fósil es de
Homo erectus o de Homo sapiens arcaico? ¿Este otro es de Homo habilis
primitivo o de Australopithecus tardío? Los especialistas se toman estas
cuestiones muy en serio, pero suelen ser discusiones bizantinas. De hecho,
parecen cuestiones teológicas, lo que da una idea de por qué suscitan
discrepancias tan enconadas. La obsesión por los nombres discretos es un
ejemplo de lo que yo llamo la tiranía de la mente discontinua. «El Cuento de la
Salamandra» pretende derrocar esta tiranía.
El Central Valley recorre longitudinalmente buena parte de California,
limitado al oeste por la cordillera costera y al este por Sierra Nevada. Estas dos
largas cadenas montañosas se unen en los extremos norte y sur del valle, que, en
consecuencia, está rodeado de terreno elevado. En todo este terreno elevado vive
un género de salamandras llamadas Ensatina. En cambio, el Central Valley
propiamente dicho, que tiene unos 60 kilómetros de ancho, no es un hábitat
propicio para estos anfibios y no los alberga. Moviéndose alrededor de todo el
valle sin atravesarlo, las salamandras forman un óvalo de población más o
menos continua. En la práctica, tanto las patas como la vida de una salamandra
son demasiado cortas como para que pueda alejarse mucho de su lugar natal,
pero los genes, que perviven durante mucho más tiempo, se comportan de otra
manera. Una salamandra puede cruzarse con una vecina cuyos padres a su vez se
cruzaron con salamandras residentes en un tramo más distante del óvalo,
etcétera, de modo que, en potencia, existe un flujo génico alrededor de todo el
óvalo. En potencia, digo. En la práctica, lo que realmente ocurre lo han
averiguado con suma elegancia dos de mis viejos colegas de la Universidad de
California en Berkeley, Robert Stebbins, que inició el proyecto de investigación,
y David Wake, que lo continuó.
En un área de estudio llamada Camp Wolahi, en las montañas al sur del valle,
hay dos especies de Ensatina claramente diferenciadas que no se reproducen
entre sí. Una tiene unas llamativas manchas amarillas y negras. La otra es toda
de color marrón claro, sin manchas. Camp Wolahi se encuentra en una zona en la
que ambas especies se superponen, pero un muestreo más amplio indica que la
especie manchada es típica del lado este del valle, que, en esa zona de
California, se conoce como Valle de San Joaquín. La especie de color marrón
claro, por el contrario, es típica del lado oeste.
El que dos especies no se reproduzcan entre sí es el criterio que se emplea
para determinar si merecen nombres científicos diferentes. En consecuencia,
debería ser sencillo usar el nombre Ensatina eschscholtzii para designar a la
especie monocroma del oeste, y Ensatina klauberi para la especie manchada del
este. Sencillo, salvo por una circunstancia extraordinaria, que es el meollo de
este cuento.
Si uno se dirige a las montañas que bordean el extremo norte del Central
Valley, que en esta zona se llama Valle de Sacramento, únicamente encontrará
una especie de Ensatina cuya apariencia está a mitad de camino entre la especie
manchada y la lisa: es casi toda marrón con unas manchas poco definidas. No se
trata de un híbrido de las otras dos, nada de eso. Para averiguar qué es lo que
ocurre realmente, vamos a hacer dos expediciones al sur, una por cada lado del
Central Valley, llevando a cabo sendos muestreos de las poblaciones de
salamandra.
Un ataque contra la tiranía de la mente discontinua. Poblaciones de Ensatina en torno a Central Valley,
California. Las partes punteadas indican zonas de transición. Mapa adaptado del de Stebbins (2003).

En el lado este, los anfibios se van haciendo cada vez más manchados hasta
llegar al caso extremo de klauberi, en el vértice sur. En el oeste, se van
pareciendo cada vez más a la monocroma eschscholtzii que conocimos en la
zona de superposición de Camp Wolahi.
Por eso es difícil considerar abiertamente a Ensatina eschscholtzii y a
Ensatina klauberii dos especies distintas. Constituyen una «especie circular». Se
pueden reconocer como especies diferentes si limitamos el muestreo al sur del
valle, pero si nos movemos hacia el norte, poco a poco se convierten la una en la
otra. Por lo general, los zoólogos siguen el ejemplo de Stebbins y las colocan a
todas dentro de la misma especie, Ensatina eschscholtzii, sólo que les asignan
toda una serie de nombres de subespecie. Partiendo del extremo sur con
Ensatina eschscholtzii eschscholtzii, la variante de color marrón liso, subimos
por el flanco oeste del valle y nos encontramos con Ensatina eschscholtzii
xanthoptica y Ensatina eschscholtzii oregonensis, que, como su nombre indica,
también habita más al norte, en los estados de Oregón y Washington. En el
extremo norte del valle reside Ensatina eschscholtzii picta, la variante
semimanchada que ya hemos mencionado. Al bajar por el lado este nos
encontramos primero con Ensatina eschscholtzii platenses, cuyas manchas son
un poco más visibles que las de picta, y después con Ensatina eschscholtzii
croceater, para llegar finalmente a Ensatina eschscholtzii klauberi (que no es
otra que la especie manchada que veníamos llamando Ensatina klauberi a secas
cuando la considerábamos una especie distinta).
Stebbins cree que los antepasados de Ensatina llegaron al extremo norte del
Central Valley y evolucionaron gradualmente por ambos lados del valle,
divergiendo a medida que bajaban hacia el sur. Otra posibilidad es que
empezasen en el sur, por la Ensatina eschscholtzii eschscholtzii, pongamos por
caso, evolucionasen subiendo por el lado oeste del valle, siguiesen la curva del
norte y bajasen por el otro lado hasta terminar como Ensatina eschscholtzii
klauberi en el otro extremo del óvalo. Sea cual fuera el proceso evolutivo, lo que
hoy sucede es que existe hibridación a lo largo de todo el óvalo salvo en el punto
donde se cierra, en el extremo sur de California.
Para complicar más las cosas, el Central Valley no representa una barrera
totalmente infranqueable para el flujo génico. Se ve que algunas salamandras
han debido de cruzarla ya que, por ejemplo, en el lado este del valle se han
encontrado poblaciones de xanthoptica, una de las subespecies occidentales, que
hibridan con platensis, la subespecie oriental. Otra complicación es que cerca del
extremo sur del óvalo hay una pequeña fractura donde no parece haber ni una
sola salamandra. Puede que las hubiese pero se han extinguido. O quizá sigan
allí pero nadie las ha visto (me cuentan que en esta zona las montañas son
escarpadas y difíciles de explorar). Con todo, a pesar de las complicaciones, el
patrón génico predominante en este género es de flujo circular continuo, como
también sucede en un caso mucho más conocido, el de las gaviotas argénteas y
las gaviotas sombrías del círculo polar ártico.
En Gran Bretaña, la gaviota argéntea y la gaviota sombría son dos especies
claramente distintas. Cualquiera puede diferenciarlas, sobre todo por el color de
las alas. Las gaviotas argénteas tienen el dorso de las alas de color plateado; las
sombrías, de color gris oscuro, casi negro. Y no sólo eso, sino que las propias
aves también son capaces de distinguirse, puesto que nunca se hibridan, por más
que suelan encontrarse y a veces hasta procreen unas al lado de otras en colonias
mixtas. Los zoólogos, pues, consideran que hay motivos sobrados para darles
nombres diferentes: Larus argentatus y Larus fuscus.
Pero ahora viene el dato interesante que relaciona este caso con el de las
salamandras. Si seguimos a la población de gaviotas argénteas hacia el oeste,
primero hasta Norteamérica, luego a través de Siberia y completamos la vuelta al
mundo volviendo a Europa, advertiremos un hecho muy curioso. A medida que
rodeamos el polo, las «gaviotas argénteas» van haciéndose cada vez menos
parecidas a gaviotas argénteas y más parecidas a gaviotas sombrías, hasta que al
final resulta que lo que en Europa Occidental llamamos gaviotas sombrías es, en
realidad, el otro extremo de un continuo circular que se inició con gaviotas
argénteas. En cada tramo del círculo las gaviotas son lo bastante parecidas a sus
vecinas inmediatas como para cruzarse con ellas; al menos hasta que los
extremos del círculo se tocan y la serpiente se muerde la cola. En Europa, la
gaviota argéntea y la gaviota sombría nunca se cruzan, a pesar de estar
vinculadas por una serie continua de congéneres que se reproducen
eslabonadamente alrededor del mundo.
Las especies circulares como las salamandras y las gaviotas simplemente nos
muestran en un marco espacial un fenómeno que debe de estar ocurriendo
constantemente en el marco temporal. Supongamos que los humanos y los
chimpancés somos una especie circular. Podría haber ocurrido perfectamente:
imaginemos un círculo que rodease el Valle del Rift, con dos especies
completamente diferentes coexistiendo en el extremo sur y una cadena
ininterrumpida de hibridación por todo el resto del perímetro. De haber sido asi,
¿cómo habría influido en nuestra actitud hacia las otras especies y hacia las
discontinuidades aparentes en general?
Muchos de nuestros principios éticos y legales descansan en la separación
entre Homo sapiens y todas las demás especies. Muchas de las personas que
consideran el aborto un pecado, incluida esa minoría que llega al extremo de
asesinar a los médicos e incendiar las clínicas donde se practican abortos, comen
carne de manera irreflexiva, y no se preocupan de que haya chimpancés
encarcelados en los zoológicos ni de que se los sacrifique en los laboratorios.
¿Tampoco se preocuparían si pudiésemos demostrar que existe una secuencia
continua de criaturas intermedias entre nosotros y los chimpancés, formando una
cadena ininterrumpida de entrecruzamientos como las salamandras de
California? Seguro que sí. Pues bien, el hecho de que todos esos eslabones
intermedios se hayan extinguido es pura casualidad. Y gracias a esa pura
casualidad nos resulta tan fácil engañarnos e imaginar que existe un abismo
enorme entre nuestras dos especies o, en general, entre otras dos especies
cualesquiera.
Ya he referido en otra ocasión la anécdota de aquel abogado que, al término
de una de mis conferencias, me abordó más que perplejo y, haciendo uso de toda
su perspicacia jurídica, me planteó el siguiente e interesante razonamiento. Si la
especie A evoluciona hasta convertirse en la especie B, arguyó con impecable
lógica, por fuerza tuvo que haber un momento en el que una cría perteneciese a
la especie B pero sus padres siguiesen perteneciendo a la especie A. Los
miembros de especies distintas no pueden, por definición, reproducirse entre sí.
Pero es imposible que una cría sea tan diferente de sus padres como para no ser
capaz de cruzarse con un miembro de la especie de éstos. ¿No invalida esto,
concluyó moviendo simbólicamente el índice a la manera de los abogados, por
lo menos de los abogados de las películas, la idea misma de evolución?
Aquello equivalía a decir que cuando uno calienta un cazo de agua, no hay
un momento concreto en el que el agua deje de estar fría y pase a estar caliente,
luego es imposible hacerse una taza de té. Como siempre trato de encauzar las
preguntas en un sentido constructivo, le conté al abogado el caso de las gaviotas
argénteas y creo que le interesó. Se había empeñado en colocar a los individuos
rígidamente dentro de una especie u otra. No había tenido en cuenta la
posibilidad de que un individuo pueda estar a mitad de camino entre dos
especies, o a una décima parte del camino que va de la especie A a la B. Ésta es
precisamente la misma cortapisa intelectual que paraliza los interminables
debates sobre cuál es el momento exacto en que un embrión se convierte en ser
humano (e, implícitamente, el momento en que un aborto debería considerarse
asesinato). De nada sirve explicarle a esta gente que, dependiendo del rasgo
humano que más nos interese, un feto puede ser «humano a medias» o «humano
en una centésima parte». Para una mente cualitativa y absolutista, humano es
como diamante. No existen casas a medias. Las mentes absolutistas pueden ser
un peligro. Son una fuente de verdadero sufrimiento, de sufrimiento humano. Es
lo que yo he definido como la tiranía de la mente discontinua y lo que me lleva
a exponer la moraleja de «El Cuento de la Salamandra».
Los nombres y las categorías discontinuas son necesarios para determinados
fines y los abogados, sin ir más lejos, los necesitan como el comer. Los niños no
pueden conducir; los adultos sí. La ley tiene que fijar un límite, por ejemplo, los
dieciocho años. Las compañías de seguros, hecho revelador donde los haya,
tienen una opinión muy distinta de cuál debería ser la edad límite.
Algunas discontinuidades, se mire por donde se mire, son reales. El lector es
una persona y yo soy otra, y nuestros nombres son etiquetas discontinuas que
señalan correctamente nuestra condición de individuos diferentes. El monóxido
de carbono es distinto del dióxido de carbono y los dos gases no se solapan: la
molécula del primero se compone de un carbono y un oxígeno; la del segundo,
de un carbono y dos oxígenos. No hay una molécula intermedia con un átomo de
carbono y un átomo y medio de oxígeno. Un gas es letal, el otro es necesario
para que las plantas elaboren las sustancias orgánicas de las que todos
dependemos. El oro y la plata son realmente distintos. Los cristales de diamante
son realmente distintos de los de grafito: los dos están hechos de carbono, pero
los átomos de carbono están dispuestos de forma muy distinta en cada uno de
ellos. No hay modalidades intermedias.
Las discontinuidades, en cambio, no suelen estar tan claras. El periódico que
leo habitualmente publicó el siguiente comentario con motivo de una reciente
epidemia de gripe. ¿O no era una epidemia? Ése era precisamente el tema del
artículo.

Según una portavoz del Ministerio de Salud, las estadísticas oficiales indican que 144 de cada 100.000
personas están enfermas de gripe. Dado que el baremo habitual para las epidemias es de 400 infectados
por cada 100.000 habitantes, el Gobierno no la ha definido oficialmente como epidemia. Sin embargo,
la portavoz añadió: «El profesor Donaldson insiste en que se trata de una epidemia. Está convencido de
que la incidencia es muy superior a 144 por cada 100.000. El caso se presta a confusión y todo depende
de la definición que se escoja. El profesor Donaldson ha analizado los datos y ha declarado que estamos
ante una grave epidemia».

Sabemos que una cantidad determinada de personas está enferma de gripe.


¿Acaso esto, por sí solo, no nos dice ya lo que queremos saber? Para la portavoz,
sin embargo, la pregunta esencial era si esa cifra de infectados consituía una
epidemia. ¿Había cruzado la proporción de afectados el rubicón de los 400 por
100.000? He aquí la gran decisión que debía tomar el señor Donaldson, mientras
analizaba detenidamente los datos. Más le valdría haber dedicado todo ese
tiempo a buscar una solución contra la enfermedad, tanto si constituía una
epidemia desde el punto de vista oficial como si no.
En el caso de las epidemias resulta que por una vez existe un rubicón natural,
esto es, una cifra crítica de infecciones por encima de la cual el virus, o la
bacteria, despega súbitamente y se propaga a una velocidad tremendamente
superior. Por eso los responsables del Ministerio de Salud tratan por todos los
medios de vacunar contra, pongamos por caso, la tos ferina a un número de
personas superior al porcentaje de la población que constituye el umbral
epidémico. El motivo no es simplemente proteger a los individuos vacunados,
sino también privar a los agentes patógenos de la oportunidad de alcanzar su
propia masa crítica y despegar. En el caso de nuestra epidemia de gripe, lo que
debería preocupar a la portavoz del Ministerio es si el virus ha cruzado ya el
rubicón que le permite despegar súbitamente y propagarse a toda velocidad entre
la población. Esto debería determinarse por otros medios, no invocando cifras
mágicas como el «400 por 100.000». El interés por las cifras mágicas es un
rasgo característico de la mente discontinua o cualitativa. Lo curioso es que, en
este caso, la mente discontinua pasa por alto una discontinuidad auténtica: el
punto de despegue de una epidemia. Normalmente no hay ninguna
discontinuidad auténtica que pasar por alto.
Actualmente, muchos países occidentales están padeciendo lo que se dice
constituye una epidemia de obesidad. Aunque veo pruebas del fenómeno a mi
alrededor, no me convence la manera de cuantificarlo. Se define a un porcentaje
de la población como «clínicamente obeso»: una vez más, la mente discontinua
insiste en trazar una línea divisoria para separar a la gente poniendo a los obesos
a un lado y a los no obesos al otro. Pero, en la vida real, las cosas no funcionan
así. La obesidad está repartida de manera continua. Es posible medir el nivel de
obesidad de cada individuo y elaborar estadísticas grupales a partir de esos
valores. Los recuentos del número de personas que se hallan por encima de un
umbral de obesidad fijado arbitrariamente no esclarecen gran cosa, aunque sólo
sea porque inmediatamente suscitan la exigencia de que se especifique dicho
umbral e incluso se redefina.
La mente discontinua también subyace bajo todas esas cifras oficiales que
detallan la cantidad de personas que viven por debajo del umbral de pobreza. Se
puede expresar de manera significativa el nivel de pobreza de una familia
diciendo cuáles son sus ingresos, preferiblemente en términos de poder
adquisitivo. O se puede decir «fulano es más pobre que las ratas» o «mengano es
un Onassis» y todo el mundo lo entiende. En cambio, esos recuentos
engañosamente precisos del porcentaje de gente que vive por encima o por
debajo de un umbral de pobreza arbitrariamente definido son perniciosos, porque
la precisión supuestamente implícita en el porcentaje no se compadece con la
artificiosidad del umbral. Los umbrales son imposiciones de la mente
discontinua. Todavía más delicada en sentido político es la etiqueta negro, en
contraposición a blanco, al menos en el contexto de la sociedad moderna (sobre
todo de la estadounidense). Pero éste es el tema central de «El Cuento del
Saltamontes», así que, de momento, no abundaré en él salvo para decir que, a mi
juicio, la raza es otro de esos casos en los que no necesitamos categorías
discontinuas y donde deberíamos prescindir de ellas a menos que se demuestre la
absoluta necesidad de usarlas.
Otro ejemplo. En Gran Bretaña los
títulos concedidos por las universidades se
clasifican en tres clases: primera, segunda
y tercera. En otros países las universidades
hacen algo equivalente aunque con otras
denominaciones, como A, B, C, etcétera.
Pues bien, lo que quiero decir es que
los estudiantes no se dividen tan
sencillamente en buenos, malos y
regulares. No existen grados distintos y
discretos de aptitud ni de diligencia. Los
examinadores hacen un esfuerzo notable
por evaluar a los alumnos según una escala
numérica continua, otorgando
calificaciones o puntuaciones asociadas a
otras calificaciones, o calculadas de forma
matemáticamente continua. La calificación
establecida con arreglo a una de esas
escalas numéricas continuas transmite mucha más información que la
clasificación en una de las tres categorías. Y, sin embargo, lo único que se hace
público son las categorías discontinuas.
En una muestra muy amplia de alumnos, la distribución de la aptitud y la
habilidad se traduciría normalmente en una curva de Gauss, lo que significa que
habría muy pocos alumnos excelentes, muy pocos alumnos pésimos y muchos
alumnos entre esos dos extremos. En la práctica puede que no fuese una curva
simétrica como la de la ilustración, pero no cabe duda de que sería continua y
homogénea, y cuantos más alumnos se añadiesen, más homogénea se iría
haciendo.
Según parece, algunos examinadores (sobre todo, y espero que se me
perdone lo que voy a decir, en asignaturas no científicas) creen realmente en la
existencia de una entidad discreta llamada mente de primera clase, o mente alfa,
que es una cosa que se tiene o no se tiene. La función del examinador es separar
a los primeros de los segundos, y a los segundos de los terceros, como quien
separa ovejas y cabras. Ciertos cerebros tienen dificultad en entender que en la
vida real existe una secuencia ininterrumpida que va desde la oveja más pura
hasta la cabra más pura pasando por numerosos estadios intermedios.
Si, contra todo pronóstico, resultase que cuantos más alumnos se añaden a la
muestra, más se aproxima la distribución de las calificaciones académicas a una
formación discontinua de tres picos, sería un hecho realmente asombroso. Y en
ese caso sí estaría justificada la concesión de títulos de primera, segunda y
tercera clase.
Pero no existe la menor prueba de semejante fenómeno y sería una sorpresa
mayúscula teniendo en cuenta todo lo que sabemos sobre la variación humana.
Tal y como están las cosas, la situación es de lo más injusta: hay una diferencia
mucho mayor entre los mejores y los peores de una misma clase que entre los
peores de una clase y los mejores de la siguiente. Sería más justo publicar las
calificaciones propiamente dichas, o una clasificación basada en las mismas.
Pero la mente discontinua o cualitativa insiste en embutir a las personas en una u
otra categoría discreta.
Volviendo al tema de la evolución, ¿qué pasa con las ovejas y cabras del
ejemplo anterior? ¿Existen marcadas discontinuidades entre las especies o, por el
contrario, se solapan unas con otras como el rendimiento académico de un
alumno de primera clase con el de un alumno de segunda? Si nos fijamos
únicamente en los animales actuales, la respuesta, por norma, es que sí: existen
marcadas discontinuidades. Casos como el de las gaviotas árticas y las
salamandras de California son excepcionales, pero muy reveladores por cuanto
traducen en el plano espacial la continuidad que normalmente solo se observa en
el plano temporal. Los humanos y los chimpancés estamos efectivamente unidos
por una cadena ininterrumpida de eslabones intermedios y un antepasado común,
pero todos los eslabones intermedios están extintos: lo que queda es una
distribución discontinua. Lo mismo vale para los humanos y los monos y para
los humanos y los canguros, sólo que en estos casos los eslabones intermedios
vivieron hace más tiempo. Como las especies intermedias casi siempre están
extintas, podemos permitirnos dar por sentado que entre dos especies
cualesquiera hay una marcada discontinuidad. Pero lo que nos interesa en este
libro es la historia evolutiva, tanto la de los muertos como la de los vivos.
Cuando el contexto es el de todos los animales que han existido, no sólo los que
existen en la actualidad, la evolución nos dice que hay líneas de continuidad
gradual que vinculan literalmente a todas y cada una de las especies. Cuando el
contexto es el histórico, hasta especies modernas aparentemente discontinuas
como las ovejas y los perros se hallan unidas, por medio de su antepasado
común, dentro de una secuencia continua, homogénea e ininterrumpida.
Para Ernst Mayr, el ilustre decano del evolucionismo del siglo XX, la culpa de
que el ser humano tardase tanto en captar el hecho evolutivo era
fundamentalmente de esa ilusión de discontinuidad o, por emplear su nombre
filosófico, del esencialismo. Platón, cuya doctrina puede considerarse la fuente
de inspiración del esencialismo, sostenía que los objetos reales son versiones
imperfectas del arquetipo ideal de su especie. En algún lugar del espacio ideal
flota un conejo esencial y perfecto que guarda la misma relación con un conejo
real que el círculo perfecto de un matemático con un círculo trazado en el polvo.
Aún hoy, mucha gente está firmemente convencida de que las ovejas son ovejas
y las cabras, cabras, y que ninguna especie puede dar origen a otra porque para
eso haría falta modificar su propia esencia.
Pero las esencias no existen.
No hay un solo evolucionista que piense que las especies modernas se
transforman en otras especies modernas. Los perros no se convierten en gatos, ni
viceversa, sino que perros y gatos han evolucionado a partir de un antepasado
común. Si todas las especies intermedias siguiesen vivas, cualquier intento por
separar perros y gatos estaría condenado al fracaso, como ocurre con las
salamandras y las gaviotas. Lejos de tratarse de una cuestión de esencias ideales,
la separación de perros y gatos sólo es posible gracias a la afortunada casualidad
(afortunada desde el punto de vista de los esencialistas) de que todas las especies
intermedias están muertas. Puede que a Platón le hubiese resultado paradójico el
hecho de que, en realidad, lo que permite separar una especie cualquiera de otra
es una imperfección, a saber: la eventual fatalidad que supone la muerte. Esto
también es válido, naturalmente, para la separación entre los seres humanos y
nuestros parientes más cercanos e incluso los más distantes. En un mundo en el
que la información fuese completa y perfecta sería imposible habérselas con los
fósiles o asignar nombres discretos a los animales. En lugar de nombres
discretos habría que usar escalas basadas en unidades de medida, del mismo
modo que es mejor sustituir los términos caliente, templado y frío por escalas
graduales como la de Celsius o Fahrenheit.
Dado que la evolución ya es un hecho unánimemente aceptado por las
personas sensatas, se podría pensar que las intuiciones esencialistas en materia
de biología se han superado definitivamente, pero por desgracia no es así. El
esencialismo se resiste a morir. En la práctica no suele suponer un problema.
Todo el mundo está de acuerdo en que Homo sapiens es una especie diferente (y
la mayoría diría que también un género diferente) de Pan troglodytes, el
chimpancé. Pero todo el mundo también está de acuerdo en que si nos
remontamos hasta el antepasado común de hombres y chimpancés y luego
acompañamos, hacia el futuro, la evolución de los chimpancés, todos los
estadios intermedios formarán un continuo gradual dentro del cual cada
generación habría podido procrear con su padre o con su hijo del sexo opuesto.
Según el criterio del entrecruzamiento, todo individuo es miembro de la
misma especie que sus padres. Esta observación tan obvia no tiene nada de
sorprendente; de hecho, parece una perogrullada hasta que uno cae en la cuenta
de que entraña una paradoja intolerable para las mentes esencialistas. A lo largo
de la historia evolutiva, la mayoría de nuestros antepasados han pertenecido a
especies diferentes de la nuestra, se aplique el criterio que se aplique, y, desde
luego, no habríamos podido cruzarnos con ellos. En el Devónico, nuestros
antepasados directos eran peces. Es evidente que no habríamos podido
cruzarnos, pero estamos vinculados a ellos por una cadena ininterrumpida de
generaciones ancestrales, cada una de las cuales habría podido cruzarse con su
inmediata antecesora y con su inmediata predecesora.
A la luz de estas consideraciones, todos esos debates tan acalorados sobre la
denominación de un determinado fósil de homínido resultan de lo más
insustanciales. Homo ergaster está ampliamente reconocido como la especie que
dio origen a Homo sapiens, así que daré por buena esta convención a los efectos
del siguiente razonamiento. La afirmación de que Homo ergaster es una especie
distinta de Homo sapiens podría, en principio, tener un significado preciso,
aunque en la práctica sea imposible de comprobar. Significa que, si pudiésemos
viajar al pasado con nuestra máquina del tiempo y encontrarnos con nuestros
antepasados Homo ergaster, no podríamos cruzarnos con ellos.[4] Supongamos,
sin embargo, que en lugar de remontarnos directamente a la época de Homo
ergaster, o de cualquier otra especie extinta de nuestro linaje ancestral,
detuviésemos nuestra máquina del tiempo cada mil años y recogiésemos a un
nuevo pasajero joven y fértil. Supongamos que transportásemos a este pasajero
(o pasajera: vamos a alternar machos y hembras) hasta la siguiente parada, mil
años más adelante y lo soltásemos (o la soltásemos) allí. Siempre que nuestro
pasajero lograse adaptarse a las costumbres sociales y lingüísticas del lugar (una
tarea nada fácil), no habría ninguna barrera biológica que le impidiese cruzarse
con un miembro del sexo opuesto de un milenio antes. Acto seguido
recogeríamos a otro pasajero, esta vez hembra, y retrocederíamos otros mil años.
Y también sería biológicamente capaz de ser fecundada por un macho de una
época mil años anterior a la suya. La cadena continuaría hasta la época en que
nuestros antepasados nadaban en el mar. Podría remontarse sin interrupción
hasta los peces y seguiría cumpliéndose el axioma de que todo pasajero
transportado a una época mil años anterior a la suya sería capaz de cruzarse con
sus antecesores. Sin embargo, llegaría un momento, tal vez después de
retroceder un millón de años, aunque pudieran ser menos, o más, en que los
humanos modernos no podríamos cruzarnos con nuestros antepasados de
entonces, aun cuando el último de nuestros pasajeros parciales sí pudiese. En ese
punto podríamos decir que nos habíamos remontado hasta otra especie.
La barrera no aparecería de repente. No es posible que en una generación un
individuo sea Homo sapiens pero sus padres sean Homo ergaster. Considérese,
si se quiere, una paradoja, pero no hay ningún motivo para pensar que ha habido
un solo individuo que perteneciese a una especie distinta de la de sus padres, por
más que la cadena de padres e hijos se extienda desde los humanos hasta los
peces y más allá. En realidad, no tiene nada de paradójico, salvo que uno sea un
esencialista recalcitrante. Es tan paradójico como afirmar que no hay ningún
momento en el que un niño deje de ser bajo y pase a ser alto. O una tetera deje
de estar fría y pase a estar caliente. Las mentalidades jurídicas pueden considerar
necesario imponer una barrera entre la adolescencia y la mayoría de edad: la
duodécima campanada en la medianoche del decimoctavo cumpleaños (o del que
sea). Pero todo el mundo entiende que se trata de una ficción (necesaria para
determinados fines). Que pena que no todo el mundo entienda que el mismo
discurso vale, pongamos por caso, para el momento en que el embrión se hace
humano.
A los creacionistas les encantan las lagunas del registro fósil. Lo que no
saben es que los biólogos también tenemos buenos motivos para adorarlas. Sin
las lagunas del registro fósil todo el sistema que usamos para dar nombre a las
especies se vendría abajo. No podríamos poner nombre a los fósiles, tendríamos
que asignarles un número o una posición en un gráfico. O, en lugar de discutir
acaloradamente si un fósil es realmente un Homo ergaster primitivo o un Homo
habilis tardío, podríamos llamarlo habigaster. En el fondo no estaría mal. No
obstante, quizá porque nuestros cerebros evolucionaron en un mundo donde la
mayoría de las cosas pueden clasificarse en categorías discretas y, en particular,
donde casi todas las especies de transición entre las especies actuales están
extintas, solemos sentirnos más cómodos designando con nombres distintos las
cosas de las que hablamos. Yo no soy una excepción, ni el lector tampoco, así
que no pienso devanarme los sesos para evitar referirme con nombres
discontinuos a las especies que aparezcan en estas páginas. Pero en este cuento
he tratado de explicar que se trata de una imposición humana, no de algo
intrínseco al mundo natural. Sigamos usando los nombres como si de verdad
reflejasen una realidad discontinua, pero, en nuestro fuero interno, hagamos todo
lo posible por recordar que, al menos en el ámbito evolutivo, no son más que una
ficción práctica, una concesión a nuestras limitaciones.

EL CUENTO DE LA RANA DE BOCA ESTRECHA

El género Microhyla (que en ocasiones se confunde con Gastrophryne) consiste


en unas pequeñas ranas llamadas ranas de boca estrecha. Hay varias especies,
entre ellas dos en Norteamérica: la rana de boca estrecha del este, Microhyla
carolinensis, y la rana de boca estrecha de las Grandes Llanuras, Microhyla
olivacea. Las dos guardan un parentesco tan estrecho que en ocasiones se
reproducen entre sí. La zona de distribución de la primera abarca toda la costa
este de Estados Unidos desde las Carolinas hasta Florida, y por el oeste hasta la
mitad de Texas y Oklahoma. La rana de las Grandes Llanuras se extiende desde
Baja California hasta Texas y el oeste de Oklahoma, y por el norte, hasta el norte
de Misuri: su zona de distribución es, por tanto, una imagen especular de la de su
pariente del este; de hecho, podría denominársela rana de boca estrecha del
oeste. Lo importante es que se encuentran en el centro: hay una zona de
superposición que recorre la mitad oriental de Texas y penetra en Oklahoma.
Como ya he dicho, en esta zona común se encuentran de vez en cuando híbridos,
pero, en general, las ranas son capaces de distinguirse igual de bien que los
herpetólogos y por eso las consideramos especies distintas.
Como ocurre con cualquier otro par de especies, tuvo que haber una época en
que fuesen una sola. Algo provocó que se separasen: por usar el término técnico,
hubo una especiación de la especie originaria. Lo mismo ocurre en todos los
puntos de ramificación de la historia evolutiva. Toda especiación comienza con
algún tipo de separación entre dos poblaciones de la misma especie. No siempre
se trata de una separación geográfica; como veremos en «El Cuento del
Cíclido», una separación inicial de cualquier tipo permite que las distribuciones
estadísticas de los genes de dos poblaciones se desvinculen. Esto suele traducirse
en una divergencia evolutiva con respecto a algún rasgo visible: la forma, el
color, o el comportamiento. En el caso de estas dos poblaciones de ranas
norteamericanas, la especie occidental se adaptó a un clima más seco que la
oriental, pero la diferencia más notoria reside en sus reclamos de apareamiento.
Ambas especies emiten un zumbido estridente, pero los zumbidos de la especie
occidental duran aproximadamente el doble (dos segundos) que los de la
oriental, y el tono predominante es perceptiblemente más agudo: 4000 ciclos por
segundo frente a los 3000 de la oriental. Dicho de otro modo, el tono
predominante de la rana del oeste corresponde al do de pecho, esto es, a la nota
más aguda de un piano, mientras que el de la rana del este es el fa sostenido de la
misma octava. No se trata, sin embargo, de sonidos musicales. Los dos reclamos
contienen una mezcla de frecuencias que van de muy por debajo a muy por
encima del tono predominante. Ambos son zumbidos, pero el de la rana oriental
es más grave. El reclamo de la occidental, además de ser más largo, comienza
con un pitido bien diferenciado que se hace más agudo antes de que se imponga
el zumbido; la rana oriental, en cambio, arranca directamente con el zumbido.
¿Por qué dar tantos detalles sobre los reclamos de estas ranas? Porque lo que
acabo de describir sólo es válido en esa zona de intersección donde las
diferencias entre ambas especies se aprecian con mayor claridad, y de esto trata
precisamente «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha». W. F. Blair ha grabado
los reclamos de una amplia muestra de ranas en varias localidades de Estados
Unidos y los resultados son fascinantes. En las zonas donde las dos especies no
se encuentran jamás (Florida para la rana oriental y Arizona para la occidental),
el tono predominante de los cantos es mucho más similar: en torno a 3500 ciclos
por segundo en ambas especies, la nota más aguda de un piano. En las zonas
próximas al área de intersección, las diferencias entre las dos especies son
mayores, pero no tan marcadas como en la zona propiamente dicha.
La conclusión es intrigante. Algo provoca que los reclamos de las dos
especies sean más diferentes en la zona donde se solapan. La interpretación de
Blair, que no todo el mundo acepta, es que los híbridos se encuentran en
desventaja. Cualquier factor que ayude a los potenciales reproductores a
distinguir una especie de otra y a evitar la especie equivocada se verá favorecido
por la selección natural. Las pequeñas diferencias que pueda haber entre ambas
especies se acentúan en la zona donde cualquier disparidad cuenta. El gran
genetista evolutivo Theodosius Dobzhansky se refería a este fenómeno con el
nombre de refuerzo del aislamiento reproductivo. No todo el mundo acepta la
teoría del refuerzo de Dobzhansky, pero «El Cuento de la Rana de Boca
Estrecha» parece corroborarla.
Las especies estrechamente emparentadas tienen otro buen motivo para
divergir cuando se solapan en una misma zona: suelen competir por recursos
parecidos. En «El Cuento del Pinzón de las Galápagos» hemos visto cómo las
diversas especies de pinzones se han repartido las semillas disponibles. Las
especies con el pico más grande cogen semillas más grandes. Cuando no
coinciden en la misma zona, las especies pueden explotar una gama más amplia
de recursos: semillas grandes y semillas pequeñas. Cuando coinciden, cada
especie se ve obligada, en virtud de la competición que libran con las demás, a
hacerse más diferente. La especie de pico grande puede desarrollar un pico aún
mayor; la de pico pequeño, uno aún menor. A propósito, no se deje engañar el
lector, tampoco en esta ocasión, por la metáfora de verse obligado a evolucionar.
Lo que realmente ocurre es que, dentro de cada especie, aquellos individuos que
por casualidad son más diferentes de la especie rival tienen más éxito.
Este fenómeno por el cual dos especies son más diferentes cuando se solapan
que cuando no, se llama desplazamiento de carácter o clino inverso. Es fácil
extrapolar el caso de las especies biológicas a otro ámbito en el que entidades del
tipo que sea difieren más cuando se encuentran que cuando están separadas.
Estoy tentado de establecer paralelismos con el ser humano, pero me voy a
morder la lengua. Como se solía decir antiguamente, saque el lector sus propias
conclusiones.

EL CUENTO DEL AJOLOTE

Solemos ver a los animales jóvenes como una versión a pequeña escala de los
adultos que serán, pero esto dista mucho de ser una regla. La mayoría de las
especies gestiona sus ciclos vitales de forma muy distinta. Las larvas son
criaturas especializadas en un tipo de vida totalmente diferente del de sus padres.
Gran parte del plancton consiste en larvas nadadoras cuya fase adulta (si es que
sobreviven, lo cual es poco probable estadísticamente) será muy diferente. En
muchos insectos la fase larvaria es la que lleva a cabo el grueso de la nutrición,
desarrollando un cuerpo que terminará transformándose en un adulto cuyas
únicas funciones serán la dispersión de los genes y la reproducción. En casos
extremos como el de las efímeras, el adulto no se alimenta en absoluto y, dado
que la naturaleza es siempre mezquina, carece de intestino y de cualquier otro
órgano digestivo.
Una oruga es una máquina de comer que, cuando ha alcanzado un buen
tamaño a base de ingerir productos vegetales, recicla su propio cuerpo
metamorfoseándose en una mariposa adulta que vuela, liba néctar como si fuese
combustible para el vuelo y se reproduce. Las abejas adultas también repostan
néctar, el carburante de sus músculos de vuelo, mientras recolectan polen (un
tipo de alimento totalmente distinto) para sus larvas vermiformes. Muchas larvas
de insecto viven bajo el agua antes de transformarse en adultos que volarán y
esparcerán sus genes por otras charcas, estanques y similares. Una gran
diversidad de invertebrados marinos viven en el fondo del mar durante la fase
adulta, en ocasiones anclados permanentemente a un mismo lugar, pero en
estado larvario llevan una vida muy diferente y diseminan sus genes nadando en
el plancton. Es el caso de determinados moluscos, equinodermos (erizos,
estrellas de mar, cohombros marinos, ofiuras), ascidias, gusanos de todo tipo,
cangrejos, langostas y percebes. Los parásitos, por lo general, pasan por una
serie de fases larvarias distintas, cada una con su propio estilo de vida y
alimentación. Todas esas fases también suelen ser parásitas, aunque de
huéspedes muy diferentes. Algunos gusanos parásitos tienen hasta cinco etapas
larvarias completamente distintas, cada una de las cuales vive de manera
diferente a todas las demás.
Todo esto significa que un individuo debe portar en su interior la totalidad de
instrucciones genéticas para cada una de sus fases larvarias con sus diferentes
estilos de vida. Los genes de una oruga saben hacer una mariposa, pero los genes
de una mariposa no saben hacer una oruga. No cabe duda de que algunos de los
genes que participan en la elaboración de dos cuerpos tan radicalmente distintos
son los mismos, sólo que actúan de forma diferente. Otros permanecen inactivos
en la oruga y se activan en la mariposa. Y otros, en cambio, están activos en la
oruga y se desactivan en la mariposa. La enseñanza que se extrae de todo esto es
que no debemos sorprendernos de que animales tan diferentes entre sí como las
orugas y las mariposas evolucionen directamente uno a partir del otro.
Permítaseme explicar lo que quiero decir.
Los cuentos de hadas abundan en transformaciones de ranas en príncipes, o
de calabazas en carrozas tiradas por corceles blancos que, en realidad, son
ratones metamorfoseados. Estas fantasías chocan frontalmente contra la realidad
evolutiva. Son imposibles pero no por razones biológicas, sino matemáticas. Su
improbabilidad intrínseca puede compararse, pongamos por caso, con la de una
mano perfecta en el bridge, lo que significa que, a efectos prácticos, podemos
desecharlas. Para una oruga, sin embargo, convertirse en mariposa no supone
dificultad alguna: es algo que ocurre constantemente en función de reglas
aquilatadas a lo largo de eras y eras de selección natural. Y, si bien nadie ha visto
nunca a una mariposa transformarse en oruga, es una metamorfosis que no
debería sorprendernos tanto como, pongamos, la de una rana en príncipe. Las
ranas no contienen genes para fabricar príncipes, sino para fabricar renacuajos.
John Gurdon, un antiguo colega mío en Oxford, lo demostró de manera
espectacular en 1962 al transformar una rana adulta (mejor dicho, una célula de
rana adulta) en un renacuajo (hay quien ha señalado que este experimento, la
primera clonación de un vertebrado de la historia, merece el premio Nobel).
Asimismo, las mariposas contienen genes para convertirse en orugas. Ignoro qué
obstáculos biológicos habría que superar para convencer a una mariposa de que
se tranformase en oruga. No cabe duda de que sería una tarea dificilísima, pero
no tan absurda como la de transformar una rana en príncipe. Si un biólogo
afirmase haber inducido a una mariposa a transformarse en oruga, yo estudiaría
su informe con sumo interés, pero si afirmase haber inducido a una calabaza a
convertirse en carroza de cristal o a una rana en príncipe, sabría que se trataba de
un fraude sin siquiera contrastar las pruebas aportadas. La diferencia entre
ambos casos es importante.
Los renacuajos son larvas de ranas o de salamandras. En virtud del proceso
llamado metamorfosis, los renacuajos, que son acuáticos, cambian radicalmente
y dan lugar a ranas o salamandras adultas, que son terrestres. Puede que un
renacuajo no sea tan diferente de una rana como una oruga lo es de una
mariposa, pero por poco. Un renacuajo normal se gana la vida como un
pececillo, propulsándose con la cola, respirando bajo el agua mediante branquias
y alimentándose de materia vegetal. La típica rana se gana la vida en la tierra,
saltando en lugar de nadando, respirando aire en lugar de agua y cazando
animales vivos. Con todo, a pesar de estas diferencias, no es difícil imaginarse a
un animal ancestral adulto parecido a una rana que evolucionase hasta
convertirse en otro ancestro adulto parecido a un renacuajo, toda vez que toda
rana contiene los genes necesarios para producir un renacuajo. Una rana sabe
genéticamente cómo ser un renacuajo, y un renacuajo sabe cómo ser una rana.
Lo mismo vale para las salamandras, que, además, son más parecidas a sus
larvas que las ranas a las suyas. Las salamandras no pierden la cola al concluir la
fase de renacuajo, aunque el apéndice tiende a perder su forma de quilla vertical
y a tornarse más redondeado. Las larvas de salamandra suelen ser, como los
adultos, carnívoras. Y, al igual que éstos, tienen patas. La diferencia más
llamativa es que las larvas poseen unas branquias externas alargadas y parecidas
a plumas, aunque existen muchas otras diferencias menos patentes. En realidad,
transformar a una especie de salamandra en otra especie cuya fase adulta fuese
un renacuajo sería fácil: bastaría con que los órganos reproductivos madurasen
prematuramente y se suprimiese la metamorfosis. Pero si sólo se fosilizasen
individuos en la fase adulta, se antojaría una transformación evolutiva
excepcional y aparentemente «improbable».
Y llegamos así al ajolote, el protagonista de este cuento. El ajolote es una
extraña criatura originaria de un lago de montaña mexicano y, como cabía
esperar de este cuento, no fácil definirla. ¿Es una salamandra? En cierto sentido
sí. Su nombre científico es Ambystoma mexicanum, y es un pariente cercano de
la salamandra tigre, Ambystoma tigrinum, que habita en la misma zona y
también, de forma más extendida, en Norteamérica. La salamandra tigre es una
salamandra normal y corriente con la cola cilíndrica y la piel seca, que vive en
tierra firme. El ajolote no se parece en nada a una salamandra adulta. Es como
una larva de salamandra. De hecho, es una larva de salamandra salvo por un
detalle: nunca llega a convertirse en una salamandra propiamente dicha y nunca
abandona el medio acuático, pero se aparea y procrea aunque siga pareciendo
una larva. Casi escribo que se aparea y procrea aunque siga siendo una larva,
pero eso sería contradecir la propia definición de larva.
Definiciones al margen, la evolución del ajolote moderno parece estar
bastante clara. Uno de sus antepasados recientes era una simple salamandra
terrestre, probablemente muy parecida a la salamandra tigre. Tenía una larva
acuática, con branquias externas y una cola con una pronunciada forma de quilla.
Al término de la fase larvaria se transformaría, según lo previsto, en salamandra
terrestre. Pero entonces tuvo lugar una sorprendente alteración evolutiva. Algo
cambió en el calendario embriológico, probablemente por efecto de las
hormonas, y tanto los órganos sexuales como el comportamiento sexual
comenzaron a madurar cada vez más prematuramente (aunque tampoco se puede
descartar que el cambio fuese súbito). Esta regresión evolutiva continuó hasta
que la madurez sexual empezó a sobrevenir en lo que, por lo demás, era
claramente la fase larvaria. Y la etapa adulta dejó de ser la culminación del ciclo
vital. Otra forma de verlo es interpretando el cambio no como aceleración de la
madurez sexual en relación al resto del cuerpo (progénesis) sino como una
ralentización de todo lo demás en relación a la madurez sexual (neotenia).[5]
Independientemente de que fuese neotenia o progénesis, el resultado
evolutivo se denomina paidomorfosis. Es evidente que se trata de un fenómeno
plausible. La ralentización o aceleración de determinados procesos de desarrollo
en relación a otros es un fenómeno constante en la historia evolutiva. Bien
mirado, esta heterocronía, que es como se denomina el fenómeno, debe de
explicar, si no todas, muchas de las modificaciones evolutivas en materia de
configuración anatómica. Cuando el desarrollo reproductivo varía
heterocrónicamente en relación al resto del desarrollo, surge una especie nueva
que carece del viejo estadio adulto. Según parece, es lo que pasó con el ajolote.
Pero el ajolote sólo es un caso extremo entre las salamandras. Hay muchas
especies que, al menos hasta cierto punto, también son paidomórficas. Y otras
que hacen varias cosas interesantes desde el punto de vista heterocrónico. Las
diversas especies de salamandra popularmente conocidas como tritones tienen
un ciclo vital muy revelador. Primero viven en el agua en forma de larvas
branquíferas, después salen del agua, pierden las branquias y la cola aplanada y
viven dos o tres años en tierra firme. Sin embargo, a diferencia de las demás
salamandras, los tritones no se reproducen en tierra, sino que regresan al agua y
recuperan algunas (aunque no todas) de las características de la fase larvaria. Al
contrario que los ajolotes, los tritones no tienen branquias y la necesidad de subir
a la superficie para respirar limita considerablemente sus cortejos subacuáticos.
Si no las branquias que tenían en estado larvario, lo que sí recuperan es la forma
de quilla de la cola y, por lo demás, parecen una larva. Pero, a diferencia de las
larvas, desarrollan los órganos reproductores, escenifican cortejos y se aparean
bajo el agua. En su etapa terrestre nunca se reproducen y, en este sentido, sería
mejor no denominarla «fase adulta».
El lector se preguntará por qué se molestan los tritones en transformarse en
una forma terrestre habida cuenta de que van a terminar regresando al agua para
reproducirse. ¿Por qué no hacen como los ajolotes, que empiezan la vida en el
agua y ahí se quedan? La respuesta es que tal vez les suponga una ventaja
reproducirse en las lagunas que se forman temporalmente en época de lluvias y
que están destinadas a secarse, y para llegar a ellas hace falta saber desplazarse
por tierra firme (imposible no recordar a Romer). Una vez en la laguna, ¿cómo
hace un tritón para reinventar su equipamiento acuático? La heterocronía acude
en su auxilio; pero no cualquier heterocronía, sino aquélla que consista en dar
marcha atrás después de que el adulto terrestre haya cumplido su función de
dispersar los genes en una nueva laguna temporal.
Los tritones ponen de relieve la flexibilidad de la heterocronía. Ilustran la
observación que he hecho más arriba de que los genes de una parte del ciclo vital
saben hacer otras partes. Los genes de las salamandras de tierra firme saben
hacer una forma acuática porque eso es lo que ellas mismas fueron en su día; y,
como prueba de esa flexibilidad, los tritones vuelven a hacerse acuáticos.
En cierto sentido, los ajolotes son más simples. Han eliminado de su ciclo
vital la fase terrestre, pero los genes capaces de producir una salamandra
terrestre siguen latentes en todo individuo. Y gracias a los experimentos clásicos
de Laufberger y Julian Huxley mencionados en el «Epílogo al Cuento del Little
Foot», se sabe desde hace tiempo que esos genes pueden activarse en el
laboratorio con una dosis apropiada de hormonas. Los ajolotes tratados con
tiroxina pierden las branquias y se convierten en salamandras terrestres, tal y
como en su día hicieran sus antepasados de forma natural. Quizá se podría lograr
la misma proeza mediante evolución natural, siempre que la selección la
favoreciese. Una forma sería elevando genéticamente la producción natural de
tiroxina (o la sensibilidad a la tiroxina ya existente). Puede que los ajolotes, a lo
largo de su historia, hayan experimentado evoluciones en el sentido de la
paidomorfosis y de la paidomorfosis inversa. Tal vez los animales en general
estén moviéndose continua, aunque menos drásticamente que los ajolotes, a uno
u otro lado de un eje de paidomorfosis y paidomorfosis inversa.
Una vez familiarizado con la idea de la paidomorfosis, uno empieza a ver
ejemplos por todas partes. ¿A qué recuerda un avestruz? Durante la Segunda
Guerra Mundial mi padre fue oficial del regimiento de fusileros africanos de Su
Majestad. Como muchos africanos de aquella época, Ali, su ayudante de campo,
nunca había visto casi ninguno de los grandes animales salvajes por los que su
continente natal es famoso, y la primera vez que vio un avestruz corriendo por la
sabana se puso a gritar asombrado: «¡Gallina grande, GALLINA GRANDE!». Ali casi
da en el clavo, porque lo realmente acertado habría sido gritar: «¡Pollo grande!».
Las alas de los avestruces son unos ridículos muñoncillos, exactamente iguales
que las alas de un pollo recién salido del cascarón. Y en lugar de las robustas
remeras de las aves voladoras, las plumas de los avestruces son una tosca versión
del plumón sedoso de un polluelo. La paidomorfosis nos ayuda a entender mejor
la evolución de aves no voladoras como el avestruz y el dodo. Efectivamente, la
economía de la selección natural favoreció plumas sedosas y alas atrofiadas en
un ave que no tenía necesidad de volar (véase «El Cuento del Ave Elefante» y
«El Cuento del Dodo»), pero el camino evolutivo que la selección natural siguió
para alcanzar su ventajoso resultado fue el de la paidomorfosis. Un avestruz es
un polluelo que ha crecido más de la cuenta.
Los perros pequineses son cachorros que también han crecido demasiado.
Los pequineses adultos tienen la frente abombada, los andares y hasta el encanto
de un cachorro. Konrad Lorenz ha sugerido con cierta maldad que los
pequineses y otras razas de rostro angelical como los spaniels despiertan los
instintos maternales de las madres frustradas. Puede que los criadores fueran
conscientes de lo que trataban de conseguir, pero lo que, desde luego, no sabían
es que estaban llevando a cabo una versión artificial de la paidomorfosis.
Walter Garstang, un conocido zoólogo inglés de hace un siglo, fue el primero
en recalcar la importancia de la paidomorfosis en la evolución de las especies.
La tesis de Garstang fue posteriormente retomada por su yerno, Alister Hardy,
que fue profesor mío en la universidad. Sir Alister disfrutaba recitándonos los
versos humorísticos que Garstang empleaba para comunicar sus ideas. Por aquel
entonces tenían su gracia, aunque no tanta como para justificar el profuso
glosario zoológico que su reproducción en estas páginas habría exigido.[6] La
concepción garstanguiana de la paidomorfosis, sin embargo, sigue siendo igual
de interesante que entonces, aunque eso no significa necesariamente que sea
correcta.
Podemos ver la paidomorfosis como una especie de gambito evolutivo, el
gambito de Garstang. En teoría, podría anunciar una dirección evolutiva
completamente nueva que, según postulaban Garstang y Hardy, permitiría salir
de un callejón sin salida evolutivo de forma espectacular y, en términos
geológicos, repentina. Esto resulta particularmente prometedor cuando el ciclo
vital presenta una fase larvaria bien definida, como la de los renacuajos. Una
larva que ya esté adaptada a un estilo de vida diferente del adulto está preparada
para desviar la evolución por un cauce completamente nuevo mediante un truco
tan simple como es el de acelerar la madurez sexual en relación a todo lo demás.
Entre los parientes de los vertebrados figuran las ascidias o tunicados. Esto
puede resultar sorprendente dado que las ascidias adultas son criaturas
sedentarias que se alimentan por filtración y viven ancladas a rocas o algas.
¿Cómo es posible que estas bolsas de agua estén emparentadas con peces que
nadan vigorosamente? Bien, puede que las ascidias adultas parezcan una bolsa
de agua caliente, pero las larvas parecen renacuajos y, de hecho, hasta se las
denomina larvas renacuajo. Ya se imaginará el lector qué interpretación hacía
Garstang del fenómeno. Volveremos a ocuparnos de ello, poniendo, por
desgracia, la teoría garstanguiana en tela de juicio, cuando nos reunamos con los
tunicados en el Encuentro 24.
Sin dejar de imaginarse al pequinés adulto como un cachorro grande, piense
el lector por un momento en la cabeza de un simio joven. ¿A qué le recuerda?
¿No le parece que una cría de chimpancé u orangután es más humanoide que un
chimpancé u orangután adultos?
Un renacuajo demasiado crecido. Ajolote (Ambystoma mexicanum).

La hipótesis es controvertida, lo reconozco, pero algunos biólogos consideran


que el ser humano es una cría de simio, es decir, un simio que nunca llegó a
hacerse adulto: un ajolote simiesco. Ya hemos comentado esta idea en el
«Epílogo al Cuento de Little Foot», así que no me entretendré de nuevo en ella.
Encuentro 18
Peces pulmonados

En el Encuentro 18, que tiene lugar hace unos 417 millones de años en los mares
cálidos y poco profundos del límite devónico-silúrico, se nos une un minúsculo
grupo de peregrinos que viene recorriendo un largo y solitario camino desde el
presente. Se trata de los dipnoos o peces pulmonados, y vienen a nuestro
encuentro para echar un vistazo al antepasado que tienen en común con el
hombre, una experiencia que seguramente les resulte menos extraña a ellos que a
nosotros, pues tienen mucho en común con el Contepasado 18. Nuestro
tatarabuelo número 185 millones era un sarcopterigio, un pez de aleta lobulada,
y, desde luego, mucho más parecido a un dipnoo que a un tetrápodo.
Hoy sólo quedan seis especies de peces pulmonados: Neoceratodus forsteri,
de Australia, Lepidosiren paradoxa, de Sudamérica, y cuatro especies de
Protopterus, de África. El dipnoo australiano parece realmente un sarcopterigio
ancestral, con carnosas aletas lobuladas como las del celacanto. Las especies
africanas y la sudamericana, que están estrechamente emparentadas, tienen las
aletas reducidas a una especie de borlas alargadas y, por lo tanto, se parecen
menos a los peces de aleta lobulada de los que descienden. Todos los dipnoos
respiran aire por medio de pulmones. Los australianos tienen un solo pulmón, los
otros tienen dos. Las especies africanas y la sudamericana usan los pulmones
para resistir la estación seca. Se entierran en el barro y permanecen aletargados,
respirando aire a través de un pequeño agujero practicado en el barro. La especie
australiana, en cambio, vive en lagunas permanentes aunque invadidas de algas y
se sirve del pulmón para complementar la labor de las branquias en aguas pobres
en oxígeno.
Incorporación de los peces pulmonados. Se podría decir
que los seres humanos y demás tetrápodos son peces de
aletas lobuladas cuyos brazos, alas o piernas son aletas
modificadas. Los otros dos linajes actuales de peces
lobulados son los celacantos y los peces pulmonados o
dipnoos. Se cree que la división de estos tres linajes,
ocurrida a finales del Silúrico, tuvo lugar en un brevísimo
espacio de tiempo. Esto hace difícil establecer el orden de
las ramificaciones, aun recurriendo a datos genéticos. No
obstante, según los estudios genéticos y de fósiles, las tres
especies de peces pulmonados son los parientes actuales
más cercanos de los tetrápodos, tal y como se muestra
aquí.

Ilustración: Pez pulmonado australiano (Neoceratodus


forsteri).
Cuando se descubrieron en 1870, los dipnoos modernos que vivían en
Queensland recibieron el nombre de Ceratodus, el mismo de unos peces fósiles
de más de 200 millones de años de antigüedad. Esto da una idea de lo poco que
han cambiado en todo ese tiempo. Pero tampoco hay que exagerar. Un estudio ya
clásico publicado en 1949 por el paleontólogo británico T. S. Westoll demostró
que, aunque los dipnoos llevan efectivamente unos 200 millones de años
estancados, antes de eso evolucionaron muchísimo más rápido. En el periodo
Carbonífero, que comenzó hace unos 350 millones de años, se desarrollaron a
toda velocidad, antes de frenarse casi por completo hace unos 250 millones de
años, a finales del Pérmico.
El Cuento del Dipnoo es un relato de fósiles vivientes.

EL CUENTO DEL DIPNOO


Escrito en colaboración con Yan Wong

Un fósil viviente es un animal que, pese a estar tan vivo como el lector o un
servidor, se parece muchísimo a sus antepasados ancestrales. En la línea
ancestral que desemboca en un fósil viviente no se han producido muchos
cambios evolutivos. La casualidad ha querido que el nombre de los tres fósiles
vivientes más famosos, además del dipnoo, comience por la letra ele: Limulus,
Latimeria (el celacanto) y Lingula. Limulus, el mal llamado cangrejo de las
Molucas (que de cangrejo no tiene nada; es una criatura única que a simple vista
parece un trilobite de gran tamaño), pertenece al mismo género que Limulus
walchi, una especie del Jurásico que vivió hace más de 200 millones de años.
Lingula pertenece al filo de los braquiópodos, a veces llamados conchas de
lámpara. La única lámpara que recuerdan es, como mucho, la de Aladino, con la
mecha saliendo de una especie de pitorro de tetera, pero guardan un parecido
realmente espectacular con su propio antepasado de hace 400 millones de años.
Su inclusión en el mismo género es motivo de discusión, pero lo cierto es que las
formas fósiles son extraordinariamente parecidas a sus representantes actuales.
Aunque la anatomía y, quizá, el modo de vida de estos fósiles vivientes apenas
haya cambiado, sus genomas no han dejado de evolucionar. Los parientes de los
dipnoos hemos cambiado una barbaridad durante los cientos de millones de años
transcurridos desde que nos separamos de ellos. En cambio, los dipnoos no han
cambiado las características de su cuerpo durante todo ese tiempo, aunque nadie
lo diría al analizar su ADN.
Durante ese mismo periodo, los peces de aletas radiadas o actinopterigios
(peces mucho más conocidos, como la trucha o la perca) han producido una
increíble variedad de formas. Lo mismo cabe decir de los tetrápodos, esos peces
de aletas lobuladas con pretensiones que salieron del agua y se asentaron en
tierra firme. Los cuerpos de los peces de aletas lobuladas han evolucionado con
extrema lentitud, sin embargo, y he aquí el quid del relato, las moléculas de su
ADN no han mantenido ese ritmo tan lento. De haberlo hecho, las secuencias de
ADN de los dipnoos y las de los celacantos se parecerían mucho más entre sí (y
también, presumiblemente, las de sus ancestros) de lo que se parecen a las
nuestras y a las de los peces de aletas radiadas. Y sin embargo no es así.
Gracias a los fósiles, sabemos las fechas aproximadas de las escisiones
ancestrales entre los peces pulmonados, los celacantos, los actinopterigios y
nosotros. La primera escisión tuvo lugar hace unos 440 millones de años entre
los peces de aletas radiadas y todos los demás. Los siguientes en separarse
fueron los celacantos, hace unos 425 millones de años. Ya sólo quedaban los
dipnoos y el resto. Unos cinco o diez millones de años después se separaron los
dipnoos, dejando que los demás, hoy llamados tetrápodos, siguiésemos nuestro
propio derrotero evolutivo. Según los parámetros del tiempo evolutivo, las tres
escisiones fueron casi simultáneas, al menos en comparación con el enorme
periodo de tiempo que las cuatro líneas ancestrales llevan evolucionando desde
entonces.
Mientras investigaban otro asunto, el español Rafael Zardoya y el alemán
Axel Meyer dibujaron el árbol evolutivo del ADN de varias especies (véase
ilustración). La longitud de las ramas pretende reflejar el volumen de cambio
evolutivo en materia de ADN mitocondrial.
Árbol filogenético de varias especies confeccionado con el método de la probabilidad máxima (véase el
Cuento del Gibón). Adaptado de uno de los diversos árboles reunidos por Zardoya y Meyer [324].

Si el ADN evolucionase a un ritmo constante independientemente de la especie,


lo lógico sería que todas las ramas terminasen alineadas en el margen derecho.
Salta a la vista que no es así. Pero tampoco los organismos que muestran el
menor volumen de cambio evolutivo tienen las ramas más cortas. El ADN
parece haber evolucionado al mismo ritmo en los peces pulmonados y celacantos
que en los peces actinopterigios. Los vertebrados que colonizaron la tierra
experimentaron un ritmo de evolución genética más rápido, pero ni siquiera esto
está claramente vinculado al cambio morfológico. El primer y segundo puesto de
esta carrera molecular lo ocupan el ornitorrinco y el caimán, ninguno de los
cuales ha evolucionado morfológicamente tan rápido como, pongamos por caso,
la ballena azul o (vanidad obliga) nosotros.
El diagrama ilustra un hecho importante. El ritmo de evolución genética no
se mantiene constante, pero tampoco guarda una correlación evidente con el
cambio morfológico. El árbol de la ilustración es apenas un ejemplo. Lindell
Bromham y sus colegas de la Universidad de Sussex han comparado árboles
evolutivos basados en cambios morfológicos con árboles equivalentes basados
en cambios en el ADN. Y la conclusión que han sacado confirma el mensaje de
«El Cuento del Dipnoo». La tasa absoluta de cambio genético es independiente
de la evolución morfológica.[1] Esto no quiere decir que se mantenga constante:
habría sido demasiado bonito para ser verdad. Ciertas líneas ancestrales, como la
de los roedores o la de los gusanos nematodos, presentan una tasa absoluta de
evolución molecular bastante elevada en comparación con la de sus parientes
cercanos. En otras, como la de los cnidarios, la tasa es mucho más baja que la de
líneas ancestrales relacionadas.
«El Cuento del Dipnoo» alimenta una esperanza que, tan sólo hace unos
años, ningún zoólogo habría osado albergar. Con la debida precaución a la hora
de seleccionar los genes y disponiendo de los métodos adecuados para corregir
las variaciones entre los ritmos de evolución de las diversas especies,
deberíamos ser capaces de fechar, en millones de años, el momento en que
cualquier especie se separó de cualquier otra. Esta esperanza se llama el reloj
molecular y es la técnica mediante la cual se ha datado la mayoría de los
encuentros de este libro. En el «Epílogo al Cuento del Gusano Aterciopelado»
explicaremos el principio del reloj molecular y las controversias que sigue
suscitando.
Pero dirijámonos ahora al Encuentro 19 para reunirnos con el misterioso
celacanto.
Encuentro 19
Celacantos

El Contepasado 19, que tal vez sea nuestro tatarabuelo número 190 millones,
vivió hace unos 425 millones de años, justo cuando las plantas empezaban a
colonizar la tierra y los arrecifes de coral se expandían por el mar. En este
encuentro nos reunimos con uno de los grupos de peregrinos más exiguos e
inconsistentes de la historia evolutiva. Sólo se conoce un género de celacanto
que viva en la actualidad, y su descubrimiento constituyó una tremenda sorpresa.
Keith Thomson describe con maestría el episodio en su libro Living Fossil: the
Story of the Coelacanth.
Los celacantos eran una especie conocida gracias al registro fósil, pero todo
el mundo creía que se habían extinguido antes de los dinosaurios. Entonces, en
1938, un pesquero sudafricano descubrió en sus redes un ejemplar vivo.
Afortunadamente, el capitán Harry Goosen, patrón del Nerita, era amigo de
Marjorie Courtenay-Latimer, la joven y entusiasta conservadora del museo East
London. Goosen tenía la costumbre de reservar a su amiga las capturas más
interesantes y el 22 de diciembre de 1938 le telefoneó para avisarle de que tenía
algo especial. La joven bajó al muelle y un viejo escocés que formaba parte de la
tripulación le mostró una variopinta colección de peces desechados que, en
principio, no parecían tener mucho interés. Ya estaba a punto de marcharse
cuando reparó en algo peculiar.

Vi una aleta azul y, al apartar los que la tapaban, apareció el pez más hermoso que jamás había visto.
Medía un metro y medio y era de color azul claro con matices malva e irisaciones plateadas.
Incorporación de los celacantos. Según una mayoría
creciente de taxónomos, el linaje de los celacantos (del
que se conocen dos especies vivas) fue el que primero
divergió de los tres linajes restantes de peces lobulados.

Ilustración: Celacanto (Latimeria chalumnae).


Marjorie Courtenay-Latimer hizo un bosquejo del pez y se lo remitió al ictiólogo
más importante de Sudáfrica, el doctor J. L. B. Smith, que por poco no se
desmaya. «Me quedé tan estupefacto como si hubiese visto un dinosaurio
andando por la calle». Lamentablemente, por motivos difíciles de comprender,
Smith tardó más de la cuenta en ir a echar un vistazo al ejemplar. Según escribe
Keith Thomson, el ictiólogo no se fió de su propio criterio hasta que no le llegó
cierto manual de referencia que había pedido al doctor Barnard, un colega de
Ciudad del Cabo. Entonces, vacilante, le reveló el secreto a Barnard, que de
inmediato se mostró escéptico. Parece ser que pasaron semanas antes de que
Smith se decidiera finalmente a ir al museo para ver el pez con sus propios ojos.
A todo esto, la pobre señorita Courtenay-Latimer se las veía y se las deseaba
para frenar la nauseabunda descomposición del cuerpo. Como el pez era
demasiado grande para meterlo en un tarro, lo envolvió en trapos empapados en
formol. El método se reveló inadecuado para evitar la descomposición, y al final
tuvo que hacer que lo disecaran. Fue en ese estado como lo vio el remiso
ictiólogo:

¡Como que me llamo Smith que era un celacanto! Aunque me había preparado de antemano, la primera
visión fue como un puñetazo en pleno rostro: todo me daba vueltas y un hormigueo me recorrió el
cuerpo. Me quedé de una pieza… Me olvidé de todo y, casi con miedo, me acerqué a tocarlo y
acariciarlo, mientras mi mujer me observaba en silencio… Sólo entonces recuperé el habla, no recuerdo
las palabras textuales, pero lo que vine a decirles fue que era verdad, que estaban en lo cierto, que se
trataba sin lugar a dudas de un celacanto. Ni siquiera yo podía seguir dudándolo.

Smith le puso de nombre Latimeria en honor a Marjorie. Desde entonces se han


encontrado muchos más en las profundas aguas que rodean al archipiélago de las
Comores, cerca de Madagascar, e incluso ha aparecido una segunda especie en el
otro extremo del océano Índico, cerca de Sulawesi. El género ya se ha estudiado
a fondo, aunque, por desgracia, no sin las rencorosas acusaciones de fraude que,
tal vez inevitablemente, acompañan todo descubrimiento insólito y
trascendental.
Encuentro 20
Actinopterigios

El Encuentro 20, en el que confluye una enorme cantidad de peregrinos, tiene


lugar hace 440 millones de años, a comienzos del Silúrico, cuando un casquete
de hielo, vestigio del Ordovícico, aún cubría buena parte del hemisferio austral.
El Contepasado 20, que según mis cálculos hace el número 195 millones de
nuestros tatarabuelos, es el antepasado que nos vincula a los peces de aleta
radiada o actinopterigios, la mayoría de los cuales pertenece al grupo de los
teleósteos, un grupo amplio y de gran éxito entre los vertebrados modernos ya
que comprende unas 23.500 especies. Los teleósteos ocupan posiciones
destacadas en todos los niveles de las cadenas alimenticias tanto marinas como
de agua dulce. Han conseguido colonizar un amplísimo abanico de hábitats,
desde fuentes termales hasta las gélidas aguas del Ártico y de los lagos de alta
montaña. Prosperan en manantiales ácidos, en marismas pestilentes y en lagos
salados.
El término radiada hace referencia al hecho de que las aletas de estos peces
poseen un esqueleto similar a las varillas de un abanico. Los actinopterigios
carecen en la base de sus aletas del lóbulo carnoso que da nombre a los
sarcopterigios o peces de aletas lobuladas, grupo al que pertenecen el celacanto y
el Contepasado 18. A diferencia de nuestros brazos y piernas, que tienen
relativamente pocos huesos y se mueven gracias a músculos alojados en el
interior de las propias extremidades, las aletas de los actinopterigios están
accionadas en su mayor parte por músculos situados en las paredes corporales.
En este sentido somos más parecidos a los peces de aletas lobuladas (lo cual no
es de extrañar puesto que somos peces de aletas lobuladas adaptados a la vida
terrestre). Los peces de aletas lobuladas tienen músculos en sus carnosas aletas,
del mismo modo que nosotros tenemos bíceps y tríceps en la parte superior de
los brazos y cubitales (los músculos de Popeye) en los antebrazos.
Incorporación de los actinopterigios. Los actinopterigios o peces de aletas radiadas son los parientes más
cercanos de los peces lobulados y comprenden aproximadamente el mismo número de especies conocidas:
unas 25.000. Su filogenia no está resuelta del todo, aunque es evidente que los esturiones y peces espátula,
los bichires, los gaspares y las amias se ramificaron enseguida. La filogenia aquí representada es
particularmente dudosa, razón por la cual no recoge algunos de los grupos peor conocidos.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: platija (Pleuronectes plateas); Astronesthes niger; lucio (Esox
lucius); piraña roja (Serrasalmus nattereri); anchoa del Pacífico norte (Engraulis mordaz); morena verde o
morena maorí (Gymnothorax prasinus); gaspar de Florida (Lepisosteus platyrrhincus); esturión siberiano
(Acipenser baeri).

La mayoría de los actinopterigios son teleósteos, además de unas cuantas


especies sueltas, como los esturiones y el pez espátula que conocimos en el
cuento del ornitorrinco. Es de justicia que un grupo que ha tenido un éxito tan
apabullante aporte varios cuentos, de manera que me guardaré casi todo lo que
pensaba decir de ellos para los relatos. Los peregrinos teleósteos llegan en
tropel: una multitud de una variedad deslumbrante. La magnitud de esa variedad
es el tema de «El Cuento del Caballito de Mar Foliáceo».

EL CUENTO DEL CABALLITO DE MAR FOLIÁCEO

Cuando mi hija Juliet era pequeña, siempre pedía a los adultos que le
dibujasen un pez. Mientras yo por ejemplo estaba escribiendo un libro, ella
llegaba corriendo, me ponía un lápiz en la mano y gritaba: «¡Dibújame un pez,
papá, dibújame un pez!». El pez de dibujos animados que yo le dibujaba
rápidamente para tener la fiesta en paz (y el único que ella aceptaba) era siempre
el mismo: el clásico pez de toda la vida, tipo arenque o perca, visto de perfil y
muy aerodinámico, con una aleta triangular arriba, otra abajo, una cola triangular
y, como remate, un ojo enmarcado por la curva de las agallas. Creo recordar que
no me molestaba en añadir las aletas pectorales ni pélvicas: una negligencia por
mi parte, puesto que todos los peces las tienen. El pez típico tiene, en efecto, una
forma muy común que se adapta a toda la gama de tamaños, desde los
minúsculos pececillos de agua dulce hasta los enormes tarpones.
No es un alga. Caballito de mar foliáceo (phycodurus
equus).

¿Qué habría dicho Juliet si yo hubiese tenido las suficientes dotes artísticas para
dibujarle un Phycodurus equus, el caballito de mar foliáceo? «No, papi, un alga
no. Un pez, dibújame un pez». La moraleja de «El Cuento del Caballito de Mar
Foliáceo» es que las formas animales son tan maleables como la plastilina. Un
pez puede cambiar a lo largo del tiempo evolutivo y adquirir cualquier forma,
por extraña que sea, que su estilo de vida le exija. Los peces que se parecen al
pez de toda la vida de Juliet son así por la sencilla razón de que les conviene. Es
una forma muy útil para nadar en espacios abiertos. Ahora bien, cuando la
supervivencia consiste en quedarse inmóvil en lechos de algas ondulantes, esa
forma típica se ve retorcida y moldeada hasta transformarse en fantásticas
proyecciones ramificadas cuya semejanza con las frondas de las algas marinas es
tan grande que un botánico podría estar tentado de considerarlas una misma
especie (tal vez del género Fucus).
El pez navaja, Aeoliscus strigatus, que vive en los arrecifes del Pacífico
occidental, también se oculta bajo un disfraz demasiado ingenioso como para
haber dejado satisfecha a Juliet. Su cuerpo, finísimo y alargado, cuenta además
con la prolongación añadida de un morro largo y agudo, y, como queriendo
realzar tan longilínea apariencia, una línea negra lo recorre de punta a punta,
atravesando el ojo por la mitad y llegando hasta la cola, que parece cualquier
cosa menos una cola. El pez navaja se asemeja a una gamba alargada o a la hoja
del utensilio que le da nombre. Está cubierto de una coraza transparente que al
tacto, según mi colega George Barlow, que los ha estudiado en la naturaleza,
recuerda a la de las gambas. Lo más probable, sin embargo, es que esta
semejanza con las gambas no forme parte de su camuflaje. Como tantos otros
teleósteos, los peces navaja se desplazan en grupos coordinados con perfecta
sincronía militar, sólo que, a diferencia de cualquier otro teleósteo, nadan con el
cuerpo apuntando hacia abajo. No me refiero a que se desplazan verticalmente:
se desplazan horizontalmente, pero con el cuerpo en posición vertical. Cuando
nadan juntos de forma sincronizada parecen un macizo de hierbas, o, algo aún
más sorprendente, las largas púas de un erizo de mar gigante, entre las cuales
suelen refugiarse. Sea como fuere, la decisión de nadar cabeza abajo es
voluntaria, porque cuando algo los alarma son perfectamente capaces de
colocarse en posición horizontal y salir huyendo a gran velocidad.
¿Qué habría dicho Juliet si le hubiese dibujado una anguila agachadiza
(varias especies de nemíctidos) o un pez pelícano (Eurypharynx pelecanoides),
dos especies abisales con nombre de ave? La anguila agachadiza parece una
caricatura: larga y fina hasta extremos ridículos y con unas mandíbulas parecidas
a las de un ave que se abren en curva como la bocina de un megáfono. Estas
mandíbulas divergentes se antojan tan poco funcionales que no puedo evitar
preguntarme cuántos de estos peces se han visto realmente con vida. ¿No serán
las mandíbulas de megáfono exclusivas de un espécimen apolillado en un museo
que se deformó con el paso del tiempo?
El pez pelícano parece salido de una pesadilla. Dotado de un par de
mandíbulas que parecen demasiado grandes en relación al cuerpo, es capaz de
engullir de un solo bocado presas mayores que él (son varios los peces abisales
que poseen tan extraordinaria aptitud). Que un depredador cace presas mayores
que él y luego se las coma por partes no tiene nada de raro. Es lo que hacen los
leones. O las arañas.[1] Más difícil de imaginar es que uno pueda tragarse entera
una presa mayor que uno mismo. El pez pelícano, y otros peces abisales, como
su pariente cercano la anguila tragadora, o el engullidor negro (Chiasmodon
niger), con el que no guarda parentesco alguno y ni siquiera es una anguila,
consiguen tal proeza. El pez pelícano lo hace gracias a unas mandíbulas
desproporcionadamente grandes y a un estómago fláccido capaz de dilatarse y
que sólo sobresale cuando está lleno, momento en el que parece un enorme
tumor externo. Tras un largo periodo de digestión, el estómago vuelve a
contraerse. No sé por qué esta prodigiosa capacidad de deglución es exclusiva de
serpientes[2] y criaturas abisales. El pez pelícano y la anguila tragadora atraen a
sus presas con un señuelo luminoso que tienen en la punta de la cola.
El diseño corporal de los teleósteos se ha revelado muy maleable a lo largo
del tiempo evolutivo, dejándose estirar o aplastar hasta adoptar cualquier forma,
por alejada que estuviese de la forma de pez clásica. El nombre latino del pez
luna, Mola mola, significa piedra de molino, y el motivo salta a la vista. Visto de
perfil, parece un disco enorme que llega a alcanzar unos increíbles cuatro metros
de diámetro y pesar hasta dos toneladas. Lo único que rompe la circularidad del
perfil son dos gigantescas aletas, una dorsal y otra ventral, cada una de las cuales
puede medir hasta dos metros de largo.
En «El Cuento del Hipopótamo», para explicar la espectacular diferencia
entre dicho mamífero y sus primas las ballenas hablamos de la ventaja de que
debieron de disfrutar los cetáceos en cuanto cortaron todo vínculo con tierra
firme y se libraron de la gravedad. No cabe duda de que la gran variedad de
formas que exhiben los peces teleósteos responde a un motivo parecido. Sin
embargo, a la hora de explotar el medio acuático, los teleósteos tienen otra
ventaja sobre, por ejemplo, los tiburones, y es la forma tan especial que tienen de
resolver el problema de la flotación. Nos lo va a contar el lucio.

EL CUENTO DEL LUCIO

En la triste provincia del Ulster, donde «las montañas de Mourne descienden


majestosas hasta el mar», conozco un hermoso lago. Un día había un grupo de
niños bañándose desnudos cuando alguien gritó que había visto un lucio enorme.
Al instante, todos los niños (las niñas no) salieron pitando hacia la orilla. El
lucio, Eox lucius, es un formidable depredador de peces más pequeños. Posee un
elegante camuflaje, no para burlar a sus enemigos sino para acechar más
eficazmente a sus presas. Es un depredador sigiloso, no muy rápido en distancias
largas, pero capaz de quedarse casi inmóvil y de avanzar imperceptiblemente
hasta acercarse lo suficiente para abalanzarse sobre su presa. Durante esa
aproximación furtiva, se propulsa con movimientos imperceptibles de la aleta
dorsal.
Toda esta técnica de caza depende de la habilidad para suspenderse en el
agua a la altura deseada como un dirigible en el aire, sin el menor esfuerzo, en
perfecto equilibrio hidrostático. Toda la actividad locomotriz se concentra en esa
tarea clandestina de avanzar sigilosamente. Si los lucios necesitasen nadar para
mantenerse a la altura deseada, como les pasa a muchos tiburones, su técnica de
caza furtiva no tendría éxito. El mantenimiento y ajuste del equilibrio
hidrostático sin esfuerzo aparente es la operación que los peces teleósteos
ejecutan con suprema habilidad, y bien podría ser la verdadera clave de su éxito.
¿Cómo lo hacen? Mediante la vejiga natatoria: un pulmón modificado relleno de
gas que proporciona al animal un control dinámico y preciso de su flotabilidad.
Salvo algunas especies bentónicas que la han perdido, todos los peces teleósteos
poseen vejiga natatoria, no sólo el lucio ni sus presas.
Se suele explicar el funcionamiento de la vejiga natatoria comparándolo con
el de un buzo de Descartes, pero no me parece lo más apropiado. Un buzo de
Descartes es una campana de inmersión en miniatura con una burbuja de aire en
su interior que se mantiene en equilibrio hidrostático dentro de una botella de
agua. Cuando se aumenta la presión (por lo general apretando el corcho de la
botella), la burbuja se comprime y el buzo desplaza menos agua, con lo cual,
según el principio de Arquímedes, se hunde. Si, por el contrario, se saca un poco
el corcho de forma que la presión en el interior de la botella disminuya, la
burbuja de aire se expande, el buzo desplaza una mayor cantidad de agua y se
acerca un poco más a la superficie. Dicho de otro modo, presionando más o
menos el corcho uno puede controlar con precisión el nivel al que el buzo
encuentra el equilibrio.
La clave del buzo de Descartes es que el número de moléculas de aire de la
burbuja permanece constante, mientras el volumen y la presión cambian (en
proporción inversa, según la ley de Boyle). Si los peces actuasen como buzos de
Descartes, usarían los músculos para contraer, o bien relajar, la vejiga natatoria,
cambiando la presión y el volumen, pero manteniendo el mismo número de
moléculas. En teoría, el sistema podría funcionar, pero no es esto lo que sucede
en la práctica. En lugar de mantener fijo el número de moléculas y ajustar la
presión, los peces ajustan el número de moléculas. Para descender hacia el fondo
absorben en la sangre algunas moléculas de gas de la vejiga natatoria,
reduciendo así el volumen; para ascender, hacen lo contrario: liberan moléculas
de gas en la vejiga.
Algunos teleósteos también usan la vejiga natatoria para oír mejor. Como el
cuerpo de los peces está compuesto en su mayor parte de agua, las ondas sonoras
se propagan a través de su organismo prácticamente igual que lo hacían antes de
chocarse con él. Sin embargo, cuando alcanzan la pared de la vejiga natatoria se
encuentran súbitamente con un medio distinto, el gas. En consecuencia, la vejiga
actúa como una especie de tímpano o cámara de resonancia. En algunas especies
está pegada al oído interno. En otras está conectada al oído interno mediante una
serie de huesecillos llamados osículos weberianos que, aun tratándose de huesos
completamente diferentes, cumplen una función parecida a la de nuestros
martillo, yunque y estribo.
Parece ser que la vejiga natatoria evolucionó a partir de un pulmón primitivo;
de hecho, algunos teleósteos actuales, como las amias, los gaspares y los
bichires, todavía la usan para respirar. Esto puede resultarnos un tanto
sorprendente ya que, como humanos, tendemos a considerar el hecho de respirar
aire uno de los importantes avances que trajo consigo el paso del agua a la tierra.
Lo normal sería pensar que el pulmón es una vejiga modificada, pero parece ser
que fue al contrario: el pulmón primitivo se bifurcó evolutivamente y siguió dos
caminos. Por un lado, conservó su vieja función respiratoria en tierra firme, y así
lo seguimos usando algunos; por otro, experimentó un inédito y fascinante
desarrollo, modificándose para dar lugar a una verdadera innovación, la vejiga
natatoria.

EL CUENTO DEL SALTARÍN DEL FANGO

En una peregrinación evolutiva como la que nos ocupa parece oportuno que
algunos de los cuentos, aun cuando vengan narrados por especies actuales,
versen sobre reediciones recientes de antiguos acontecimientos evolutivos. Dado
que los peces teleósteos son tan variables y versátiles, era de prever que algunos
de ellos imitasen a los peces de aleta lobulada y también invadiesen la tierra
firme. El saltarín del fango es uno de esos peces que han salido del agua y viven
para contarlo.
Varias especies de teleósteos viven en aguas cenagosas pobres en oxígeno.
Como no logran extraer del agua la cantidad suficiente de tan preciado gas, se
ven obligados a recurrir al aire. Los típicos peces de acuario originarios de los
lagos del sudeste asiático, como el luchador de Siam, Betta splendens, suben con
frecuencia a la superficie para tomar aire, pero siguen respirando por las
branquias. Teniendo en cuenta que las branquias están húmedas, podría decirse
que lo que hacen con esa bocanada de aire es oxigenar el agua de las branquias,
como cuando hacemos burbujas para oxigenar el agua de un acuario. Pero la
cosa va más allá, porque la cámara branquial está provista de una cavidad
auxiliar llena de aire y con profusión de vasos sanguíneos. Esta cavidad no es un
auténtico pulmón. El verdadero equivalente del pulmón en los peces teleósteos
es la vejiga natatoria que, como acabamos de ver en «El Cuento del Lucio», les
permite controlar el empuje hidrostático.
Los peces que absorben oxígeno del aire a través de la cámara branquial han
redescubierto la respiración de aire por un camino completamente distinto. Los
exponentes más avanzados de este tipo de respiración tal vez sean las percas
trepadoras del género Anabas. Estos peces también viven en aguas pobres en
oxígeno y acostumbran a salir del agua y desplazarse por la tierra en busca de un
nuevo hogar cuando el anterior se ha secado. Pueden sobrevivir fuera del agua
varios días seguidos. De hecho, son un ejemplo vivo de lo que Romer aventuró
en su teoría (hoy un tanto desacreditada) de cómo los peces colonizaron la tierra.
Otro grupo de teleósteos andantes son los saltarines del fango, como, por
ejemplo, Periophtalmus, el protagonista de este cuento. Algunos de estos peces,
de hecho, pasan más tiempo fuera del agua que dentro. Se alimentan de insectos
y arañas, presas que, por lo general, no se encuentran en el mar. Es posible que
nuestros antepasados del Devónico cosechasen beneficios semejantes cuando
salieron por primera vez del agua, pues tanto las arañas como los insectos se les
habían adelantado y ya vivían en tierra firme. Periophtalmus colea y se arrastra
por el fango usando las aletas pectorales, cuyos músculos están tan desarrollados
que son capaces de sostener todo el peso del pez. De hecho, parte del cortejo de
los saltarines del fango tiene lugar en tierra, y, en ocasiones, los machos se
dedican a hacer flexiones, como algunos lagartos, para que las hembras les vean
la barbilla y la garganta, ambas de color dorado. Los huesos de las aletas
también han evolucionado por convergencia y se asemejan a los de tetrápodos
como la salamandra.
Los saltarines del fango pueden dar saltos de más de medio metro
plegándose de lado y estirándose bruscamente (de ahí algunos de los múltiples
nombres con que se les conoce en diversos lugares: saltafangos, pez rana, pez
canguro, etc.). Otro apelativo frecuente, pez trepador, se debe a su hábito de
trepar a los mangles en busca de presas. Se agarran a los troncos con las aletas
pectorales, ayudándose de una especie de ventosa que forman juntando las aletas
pélvicas bajo el cuerpo.
Al igual que los ya mencionados peces lacustres, los saltarines del fango
respiran introduciendo aire en sus húmedas cámaras branquiales. También
absorben oxígeno a través de la piel, que han de mantener siempre húmeda.
Cuando corren peligro de deshidratarse se revuelcan en un charco. Sus ojos son
especialmente vulnerables a la sequedad, por eso de vez en cuando se los
restriegan con una aleta húmeda. Los tienen muyjuntos, casi en lo alto de la
cabeza y, como las ranas y los cocodrilos, los usan de periscopio para escudriñar
la superficie sin sacar el cuerpo del agua. Cuando están en tierra, los retraen
periódicamente dentro de las cuencas para humedecerlos. Antes de salir del agua
para darse un paseo por la tierra, los saltarines del fango se llenan de agua las
cavidades branquiales.
El autor de un célebre libro sobre la conquista de la tierra recoge el
testimonio de un pintor del siglo XVIII que vivió en Indonesia y tuvo un pez rana
en su casa durante tres días:

Me seguía a todas partes con gran familiaridad, como si fuese un perrillo.

El libro reproduce una caricatura de un pez rana con andares perrunos, pero el
animal representado es a todas luces un pez abisal llamado pescador negro
(Melanocetus johnsonii) que tiene en la cabeza una antena rematada con un
señuelo para atraer a los pececillos que le sirven de alimento. Me temo que el
dibujante fue víctima de un malentendido, un ejemplo muy instructivo de lo que
puede ocurrir cuando se usan los nombres comunes de los animales en lugar de
los científicos, que, por muchos defectos que tengan, al menos son únicos y
exclusivos. Es verdad que algunas personas llaman «pez rana» al pescador
negro, pero es sumamente improbable que aquel pez que seguía al pintor como
un perrillo fuese un rape. En cambio, podría haber sido perfectamente un saltarín
del fango. No en vano viven en Indonesia y uno de sus nombres coloquiales es
pez rana. Además, al menos para mí, los saltarines del fango se parecen a una
rana muchísimo más que el pescador negro, y encima saltan. Sospecho que esa
mascota que seguía al pintor a todas partes cual perrillo era uno de ellos.
Me agrada la idea que podamos ser los descendientes de una criatura que,
aunque en muchos otros apartados difiriese de los saltarines del fango actuales,
fuese tan intrépida y decidida como un perrillo: tal vez lo más parecido a un
perro que el Devónico podía ofrecer. Una amiga de hace muchos años me
explicó con las siguientes palabras por qué le encantaban los perros: «porque son
buenos chicos». Pienso que el primer pez que se atrevió a salir del agua tuvo que
ser el prototipo de un buen chico, una criatura a la que sería un placer llamar
antepasado.

EL CUENTO DE LOS CÍCLIDOS

El lago Victoria es el tercer lago más grande del mundo, pero también uno de los
más jóvenes. Según pruebas geológicas, apenas tiene unos 100.000 años de
antigüedad. Alberga una cantidad enorme de especies endémicas de cíclidos. El
término endémicas significa que no se encuentran en ningún otro lugar y que
presumiblemente evolucionaron allí. Dependiendo de si el ictiólogo de turno es
un generalista o un especifista, el número de especies de cíclidos en el lago
Victoria oscila entre 200 y 500; según un reciente cálculo fidedigno, son 450. De
estas especies endémicas, la gran mayoría pertenece a una sola tribu, los
haplocrominos. Parece ser que todas han evolucionado como un solo bloque de
especies durante los últimos 100.000 años.
Como vimos en «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha», la escisión
evolutiva de una especie en dos se llama especiación. Lo sorprendente de la
escasa antigüedad del lago Victoria es que implica una tasa de especiación
increíble. También hay pruebas de que el lago se secó completamente hace unos
15.000 años; algunos expertos han llegado a deducir que las 450 especies
endémicas tuvieron que evolucionar a partir de una única especie fundadora en
ese brevísimo espacio de tiempo. Esto, como veremos más adelante,
probablemente sea una exageración, pero, en cualquier caso, basta efectuar un
simple cálculo para apreciar objetivamente estos periodos tan cortos. ¿Qué tasa
de especiación haría falta para generar 450 especies en 100.000 años? En teoría,
la pauta de especiación más prolífica sería una sucesión de duplicaciones. De
acuerdo con ese modelo hipotético, una especie ancestral da origen a dos
especies, cada una de las cuales se escinde en otras dos, cada una de las cuales se
escinde en otras dos, y así sucesivamente. Una especie que siguiese esta pauta de
especiación tan productiva (exponencial, sería la palabra) podría generar
fácilmente 450 especies en 100.000 años, con un intervalo bastante largo (10.000
años) entre especiación y especiación en cualquiera de las líneas ancestrales. En
un peregrinaje hacia el pasado que arrancase de cualquier cíclido actual, al cabo
de 100.000 años sólo habría diez puntos de encuentro.
Naturalmente, en la vida real, es muy improbable que la especiación siga este
modelo ideal de duplicaciones sucesivas. El caso opuesto sería una pauta en la
que la especie fundadora generase una especie hija tras otra sin que ninguna de
éstas diese lugar a su vez a especie alguna. Según este modelo de especiación, el
menos eficiente que cabe concebir, para poder generar 450 especies en 100.000
años haría falta un intervalo entre especiación y especiación de un par de siglos.
Parece breve, pero no absurdo. Lo más seguro es que la cifra real se encuentre
entre ambos casos extremos, es decir, que el intervalo medio entre especiaciones
sea, pongamos, de unos pocos milenios. Visto así, la tasa de especiación no
resulta tan espectacularmente elevada, sobre todo si se compara con las tasas
evolutivas que vimos en «El Cuento del Pinzón de las Galápagos». De cualquier
forma, un ritmo tan rápido y prolífico de especiación sostenida representa una
verdadera hazaña según los parámetros evolutivos habituales, motivo por el cual
los cíclidos del lago Victoria son toda una leyenda entre los biólogos.[3]
Los lagos Tanganyka y Malawi sólo son un poco más pequeños que el
Victoria, pero mientra éste es ancho y de aguas someras, aquéllos son típicos
lagos del Valle del Rift: alargados, estrechos y muy profundos. Su formación
tampoco es tan reciente como la del Victoria. El Lago Malawi, del que ya he
dicho con nostalgia que fue el marco de mis primeras vacaciones «en la playa»,
tiene entre uno y dos millones de años de antigüedad. El lago Tanganyika es el
más viejo de los tres: entre 12 y 14 millones. A pesar de estas diferencias, los
tres tienen en común el extraordinario rasgo que sirve de hilo conductor a este
cuento. Todos rebosan de cientos de especies endémicas de peces cíclidos
exclusivas de cada lago en particular. Las especies del lago Victoria son
completamente diferentes de las especies del Tanganyika y las especies del
Malawi son completamente diferentes de las de éstos dos. Sin embargo, cada
uno de esos tres conjuntos de centenares de especies ha producido, por evolución
convergente dentro de su propio lago, una gama de tipos sumamente similar. Es
como si una sola especie de haplocrominos (o muy pocas) hubiese entrado en
cada uno de los lagos cuando estaban recién formados, tal vez por un río. A
partir de tan modestos comienzos, una sucesión de subdivisiones evolutivas dio
lugar a cientos de especies de cíclidos que terminaron componiendo
prácticamente el mismo abanico de tipos en cada uno de los tres grandes lagos.
Esta rápida diversificación en muchos tipos diferentes se llama radiación
adaptativa. Los pinzones de Darwin son otro ejemplo célebre de radiación
adaptativa, pero el caso de los cíclidos africanos es particularmente especial
porque en su caso la radiación adaptativa ha ocurrido por triplicado.
Buena parte de las variaciones dentro cada lago tiene que ver con la dieta.
Los tres lagos tienen criaturas que se alimentan de plancton, peces que
mordisquean las algas de las rocas, depredadores piscívoros, carroñeros,
ladrones de comida y comedores de huevos de otros peces. Existen, incluso,
especialistas en el hábito que da nombre a los peces limpiadores, cuyos
exponentes más conocidos son ciertos peces de los arrecifes coralinos tropicales
(véase «El Cuento del Polipífero»). Los peces cíclidos se caracterizan por un
complicado sistema de dobles mandíbulas. Además de las mandíbulas exteriores
normales, cuentan con un segundo juego de mandíbulas faríngeas alojadas en el
fondo de la garganta. Es probable que esta innovación haya propiaciado la
versatilidad alimenticia de los cíclidos y su capacidad para diversificarse
repetidamente en los grandes lagos africanos.
A pesar de ser más antiguos que el Victoria, los lagos Tanganyika y Malawi
no albergan un número mucho mayor de especies. Es como si en cada lago, una
vez alcanzado un número equilibrado de especies, se activase un mecanismo que
impidiese a las especies seguir multiplicándose con el paso del tiempo, e incluso
redujese su número. El lago Tanganyika, que es el más antiguo de los tres, es el
que menos especies tiene; el Malawi, el mediano en cuanto a antigüedad, el que
más. Es probable que los tres siguiesen la misma pauta de especiación rápida que
el Victoria, es decir, que partiendo de cifras muy modestas, generasen varios
centenares de especies endémicas nuevas en unos pocos cientos miles de años.
En «El Cuento de la Rana de Boca Estrecha» nos hemos referido a la
explicación más aceptada de cómo se produce la especiación: la teoría del
aislamiento geográfico. No es la única y, en ciertos casos, puede que exista más
de una explicación válida. En determinadas condiciones puede darse la llamada
especiación simpátrica, esto es, la separación de poblaciones en diferentes
especies dentro de una misma área geográfica, sobre todo entre los insectos,
donde a veces es incluso lo normal. Hay indicios de especiación simpátrica entre
los cíclidos de pequeños lagos africanos formados en cráteres. Pero el modelo
del aislamiento geográfico sigue siendo el dominante y será la teoría de
referencia a lo largo de este cuento.
Según la teoría del aislamiento geográfico, la especiación comienza con la
escisión geográfica fortuita de una sola especie ancestral en poblaciones
separadas. Estas dos poblaciones, incapaces de seguir reproduciéndose entre sí,
se distancian o se ven forzadas por la selección natural a tomar rumbos
evolutivos diferentes. Posteriormente, si tras esta divergencia vuelven a
encontrarse, no podrán, o no querrán, cruzarse. Los miembros de una misma
especie suelen reconocerse unos a otros por algún rasgo particular y evitan
cuidadosamente a las especies similares que no lo poseen. La selección natural
perjudica a quienes se aparean con la especie equivocada, sobre todo cuando las
especies son lo bastante semejantes como para suponer una tentación, y como
para que las crías híbridas sobrevivan, consuman valiosos recursos paternales y
finalmente resulten ser estériles, como las mulas. Según muchos zoólogos, la
principal función del cortejo es evitar el mestizaje. Puede que sea una
exageración, pues son varias las presiones selectivas que también inciden sobre
el cortejo, pero sí es probable que algunas escenificaciones, así como ciertos
colores llamativos y otros reclamos vistosos, sean mecanismos de aislamiento
reproductivo adquiridos por selección natural con el fin de disuadir el mestizaje.
Existe, a este respecto, un experimento particularmente elegante realizado
con peces cíclidos. Ole Seehausen, de la Universidad de Hull, y su colega,
Jacques van Alphen, de la Universidad de Leiden, escogieron dos especies
relacionadas de cíclidos del lago Victoria, Pundamilia pundamilia y Pundamilia
nyererei (así llamada en honor de uno de los grandes líderes africanos de todos
los tiempos, el tanzano Julius Nyerere). Las dos especies son muy parecidas
salvo en el color: el de Pundamilia nyererei es rojizo, mientras que el de
Pundamilia pundamilia es azulado. En condiciones normales, las hembras
prefieren aparearse con machos de su misma especie, pero Seehausen y Van
Alphen introdujeron en el curso del experimento una variación crucial.
Ofrecieron a las hembras las mismas opciones, sólo que bajo una luz artificial
monocromática que altera de manera notable la percepción del color. Recuerdo
perfectamente que cuando estudiaba en Salisbury, una ciudad cuyas calles
estaban alumbradas con farolas de sodio, nuestras capas y los autobuses, ambos
de color rojo chillón, adquirían un tono parduzco. Lo mismo les pasó a los
machos de Pundamilia en el experimento de Seehausen y Van Alphen: tanto los
que bajo la luz normal eran rojos como los que eran azules se volvieron
parduzcos bajo la luz monocromática. ¿El resultado? Las hembras no fueron
capaces de distinguirlos y se aparearon arbitrariamente. Los individuos
resultantes de estos cruces eran completamente fértiles, señal de que lo único
que media entre estas especies y la hibridación es el criterio de las hembras. En
«El Cuento del Saltamontes» veremos un ejemplo parecido. Si las dos especies
fuesen un poco más diferentes, lo más probable es que sus crías fuesen estériles,
como las mulas. A medida que avanza el proceso de divergencia, las poblaciones
aisladas llegan a un punto en que no podrían hibridarse ni aunque quisieran.
Sea cual sea el fundamento de la separación, lo que define a un par de
poblaciones como especies diferentes es la imposibilidad de cruzarse. A partir de
ahí, ambas especies pueden evolucionar por separado sin riesgo de contaminarse
genéticamente, aun cuando ya no exista la barrera geográfica original que
impedía dicha contaminación. Sin la intervención inicial de alguna barrera
geográfica (o equivalente) las especies nunca podrían especializarse en dietas
alimenticias, hábitats o comportamientos particulares. Intervención no significa
necesariamente que sea la propia geografía la que produce el cambio efectivo,
como cuando un valle se inunda o un volcán entra en erupción. Puede darse el
mismo efecto con barreras geográficas preexistentes siempre que sean lo
bastante grandes como para impedir el flujo génico, pero no tan insalvables
como para que las poblaciones fundadoras no puedan superarlas. En «El Cuento
del Dodo» hemos visto como algunos individuos tienen la suerte de llegar a islas
remotas donde se reproducen totalmente aislados de la población matriz.
Islas como las Galápagos o Mauricio son escenarios clásicos de separación
geográfica, pero una isla no es siempre un trozo de tierra rodeado de agua.
Cuando hablamos de especiación, el término isla significa cualquier área de
reproducción aislada (desde el punto de vista del animal). No en vano, el
hermoso libro que Jonathan Kingdon escribió sobre ecología africana se titula
Isla África. Para un pez, un lago es una isla. Ahora bien, ¿cómo es posible,
entonces, que de un solo antepasado hayan surgido cientos de nuevas especies de
peces, si todas viven en el mismo lago?
Una respuesta podría ser que, desde el punto de vista de los peces, dentro de
un gran lago hay muchas islas pequeñas. Los tres grandes lagos africanos tienen
arrecifes aislados. En este contexto arrecife no significa, obviamente, arrecife
coralino, sino, según el diccionario, «bajío o cadena de rocas, guijarros o arena,
situado casi a flor de agua». Estos arrecifes lacustres están cubiertos de algas y
muchos tipos de cíclidos se alimentan de ellas. Para uno de estos cíclidos un
arrecife bien puede constituir una isla, separada del siguiente arrecife por aguas
profundas y a una distancia lo bastante grande como para suponer una barrera al
flujo génico. Aunque sean capaces de nadar de un arrecife a otro, no querrán
hacerlo. Existen pruebas genéticas a este respecto, obtenidas de un estudio
llevado a cabo en el Lago Malawi con una especie de cíclido llamada
Labeotropheus fuelleborni. Diversos individuos que habitaban en extremos
opuestos de un gran arrecife presentaban la misma distribución de genes, lo que
indica un abundante flujo génico a lo largo del arrecife. Sin embargo, cuando los
investigadores hicieron un muestreo de la misma especie en otros arrecifes
separados por aguas profundas, se encontraron con diferencias significativas en
el color y en los genes. Bastaba una distancia de dos kilómetros para provocar
una separación genética apreciable y, cuanto mayor era la distancia, más se
acentuaba la divergencia genética. Otras pruebas proceden de un experimento
natural en el lago Tanganyika. A comienzos de la década de 1970 una fuerte
tormenta formó un nuevo arrecife a 14 kilómetros del más cercano. Sobre el
papel debería haber sido un hábitat idóneo para cíclidos de arrecife, pero cuando
varios años después se examinó el lugar no había ni uno. Está claro que, desde el
punto de vista de los peces, efectivamente, en estos grandes lagos hay islas.
Para que la especiación se produzca tiene que haber poblaciones lo bastante
aisladas como para que el flujo génico entre ellas sea poco frecuente, pero no
tanto como para que no llegue ningún individuo fundador. La fórmula de la
especiación es «que fluyan los genes pero no mucho». Así reza el epígrafe de
una de las partes de The Cichlid Fishes, el libro de George Barlow que ha sido
mi principal fuente de inspiración a la hora de redactar este cuento. Barlow
comenta otro estudio genético realizado en el Lago Malawi con cuatro especies
de cíclidos que habitan en otros tantos arrecifes separados más o menos por un
par de kilómetros. Las cuatro especies, conocidas como mbuna en el dialecto
local, se hallaban presentes en los cuatro arrecifes y cada una presentaba
diferencias genéticas dependiendo del arrecife en que viviera. Un minucioso
análisis de la distribución de los genes demostró que existía un ligero flujo
génico entre los arrecifes, sólo que muy tenue, es decir, el marco perfecto para la
especiación.
La especiación también podría haberse producido de otro modo,
especialmente plausible, además, en el caso del lago Victoria. La datación por
radiocarbono del cieno del fondo indica que el Victoria se secó hace unos 15.000
años. En fechas no muy anteriores al descubrimiento de la agricultura en
Mesopotamia, un Homo sapiens podía caminar en línea recta sin mojarse los
pies desde Kisumu, en Kenia, hasta Bukoba, en Tanzania, un viaje que hoy
supone una travesía de 300 kilómetros a bordo del Victoria, un barco de
modestas dimensiones popularmente conocido como el Reina de África. Estamos
hablando de una desecación muy reciente, pero quién sabe cuántas veces no se
habrá secado y vuelto a llenar el Victoria en los cientos de miles de años
precedentes. En una escala temporal de milenios, el nivel del lago puede subir y
bajar como un yoyó.
Considérese este dato junto con la teoría de la especiación por aislamiento
geográfico. Cuando el Victoria esporádicamente se seca, ¿qué es lo que queda?
Tal vez un desierto, si la desecación fuese total; pero si es parcial, lo que quedará
será unas cuantas lagunas y charcas desperdigadas en las zonas más profundas.
Cualquier pez que quedase atrapado en estas lagunas gozaría de una oportunidad
inmejorable para distanciarse evolutivamente de sus colegas presos en otras
lagunas y convertirse en una especie diferente. Posteriormente, cuando volviese
a llenarse la hoya y de nuevo se formase el gran lago, todas las especies nuevas
se juntarían y pasarían a engrosar la fauna victoriana. La próxima vez que bajase
el yoyó, serían otras especies las que se encontrasen separadas en cada una de las
lagunas. Y de nuevo se darían las condiciones idóneas para la especiación.
Los estudios realizados con ADN mitocondrial corroboran la hipótesis de
que el nivel del lago Tanganyika, el más antiguo, haya aumentado y disminuido
varias veces. Aunque se trata de un lago profundo encajado en un valle y no de
una hoya somera como el Victoria, hay pruebas de que el nivel del Tanganyika
solía ser mucho más bajo y que a la sazón estaba fragmentado en tres lagos de
tamaño medio. Las pruebas genéticas indican que los cíclidos se segregaron
inicialmente en tres grupos, uno por cada uno de esos tres lagos originarios, y
que luego, al formarse el gran lago actual, tuvo lugar la consabida especiación.
Eric Verheyen, Walter Salzburger, Jos Snoeks y Axel Meyer han llevado a
cabo un estudio genético sumamente exhaustivo de las mitocondrias de los peces
cíclidos haplocrominos, no sólo en el lago Victoria sino también en los ríos
vecinos y en lagos satélite como el Kivu, el Edward, el George, el Albert y otros.
Los resultados demuestran que el Victoria y sus vecinos de menor tamaño
comparten un contingente monofilético de especies que empezaron a divergir
hace unos 100.000 años. Los métodos empleados en esta compleja investigación
fueron los de parsimonia, probabilidad máxima y análisis bayesiano que ya
explicamos en «El Cuento del Gibón». Verheyen y sus colegas analizaron la
distribución de 122 haplotipos sacados del ADN mitocondrial de estos peces en
todos los lagos y ríos vecinos. Como vimos en «El Cuento de Eva», un haplotipo
es un segmento de ADN lo bastante largo como para que se pueda identificar en
muchos individuos, que podrían pertenecer perfectamente a especies distintas.
Para simplificar las cosas voy a usar la palabra gen como sinónimo aproximado
de haplotipo (aunque los genetistas más rigurosos no lo aprobarían). En un
primer momento los investigadores no se preocuparon por la cuestión de las
especies: dando por hecho que los que nadaban por lagos y ríos eran los genes,
se dedicaron a anotar la frecuencia con que lo hacían.
El hermoso diagrama de la ilustración, síntesis de las conclusiones obtenidas
por Verheyen y su equipo, se presta fácilmente a malinterpretaciones. Se podría
pensar que los circulitos representan especies arracimadas en torno a las especies
progenitoras, como en un árbol filogenético, o lagunas desperdigadas en torno a
lagos mayores, como en los mapas de la red de rutas y destinos de una compañía
aérea (¡y anfibia!). Ninguna de estas dos interpretaciones se acerca mínimamente
a lo que el diagrama representa. Los círculos no son especies ni centros
geográficos, sino haplotipos: genes, segmentos determinados de ADN que un
pez puede poseer o no.

Red de haplotipos no dirigida.

Así pues, cada gen está representado por un círculo. El área de cada círculo
expresa el número total de individuos que, con independencia de la especie,
poseían el gen en cuestión en todos los lagos y ríos examinados. Los círculos
pequeños simbolizan genes que sólo se encontraron en un único individuo. Por
ejemplo, el gen 25, a juzgar por el área de su círculo (la mayor de todas), se
encontró en 34 individuos. El número de puntitos en las líneas que unen dos
círculos representa el número mínimo de mutaciones necesarias para pasar de
uno a otro. Si el lector recuerda «El Cuento del Gibón», habrá advertido que se
trata de un ejemplo de análisis de parsimonia, aunque un poco más sencillo que
el análisis de genes lejanamente emparentados que se efectúa con dicho método,
porque aquí los estadios intermedios siguen presentes. Los puntitos negros de las
líneas representan genes intermedios que, en rigor, no se han encontrado en
ningún pez, pero que se cree han existido a lo largo de la evolución. Es un árbol
no dirigido que no se pronuncia acerca del rumbo evolutivo.
En el diagrama, la geografía sólo aparece representada en el sombreado de
los círculos, cada uno de los cuales es un gráfico de sectores que muestra el
número de veces que el gen en cuestión se encontró en cada lago o río
examinado (véase la explicación de los diferentes tonos en la esquina inferior
derecha del diagrama). De todos los genes representados, los números 12, 47, 7
y 56 sólo se encontraron en el lago Kivu (son los círculos pintados de un gris
medio). Los genes 77 y 92 sólo se encontraron en el lago Victoria (los grises
oscuros). El gen 25, el más abundante de todos, apareció sobre todo en el lago
Kivu, pero también, en número considerable, en los llamados lagos de Uganda
(un grupo de lagunas situadas muy cerca unas de otras, al oeste del lago
Victoria). El gráfico de sectores muestra que el gen 25 también se encontró en el
río Nilo Victoria, en el lago Victoria propiamente dicho y en los lagos
Edward/George (a efectos de recuento, estos dos pequeños lagos vecinos se
consideraron uno solo). Recordemos, una vez más, que el diagrama no contiene
la más mínima información acerca de especies. La porción gris oscuro del
círculo del gen 25 indica que dos individuos hallados en el lago Victoria poseían
dicho gen. No se nos da ninguna información sobre si esos dos individuos eran
de la misma especie o de la misma especie que los ejemplares del lago Kivu que
tenían ese mismo gen. La función del diagrama no es ésa; es un diagrama que
haría las delicias de cualquier entusiasta de la teoría del gen egoísta.
Los resultados fueron sumamente reveladores. El pequeño lago Kivu se erige
como el origen de todo el contingente de especies. Las señales genéticas
demuestran que el lago Victoria fue inseminado con haplocrominos procedentes
del lago Kivi en dos ocasiones distintas. La gran desecación de hace 15.000 años
no acabó, ni mucho menos, con el contingente de especies, sino que muy
probablemente lo reforzó del modo mencionado más arriba, esto es, convirtiendo
la hoya del Victoria en una Finlandia de lagunas. En cuanto al origen de
poblaciones de cíclidos más antiguas en el propio lago Kivu (actualmente
alberga 26 especies, incluidas 15 especies endémicas de haplocrominos), el
oráculo genético dice que llegaron procedentes de ríos tanzanos.
Todo este trabajo no ha hecho sino comenzar. En un primer momento uno se
asusta, pero luego se entusiasma imaginando lo que podrá conseguirse cuando
estos métodos se apliquen de manera rutinaria no sólo a los peces cíclidos de los
lagos africanos, sino a cualquier animal, en cualquier «archipiélago» de hábitats.

EL CUENTO DEL PEZ CIEGO DE LAS CAVERNAS

Son varios los animales que se han establecido en cavernas oscuras donde,
evidentemente, las condiciones de vida son muy diferentes a las del exterior. En
repetidas ocasiones, muchos grupos zoológicos diferentes, como los
platelmintos, los insectos, los cangrejos de río o los peces, han terminado
habitando en las cavernas y desarrollado evolutivamente muchas de las mismas
modificaciones por separado. Algunas modificaciones pueden considerarse
constructivas, como, por ejemplo, la reproducción retardada, la puesta de menos
huevos pero más grandes y la mayor longevidad. Asimismo, quizá para
compensar la ceguera, los animales cavernícolas han mejorado los sentidos del
gusto y el olfato, desarrollado largas antenas y, en el caso de los peces, reforzado
el sistema de la línea lateral (un órgano sensible a la presión del agua que nos
resulta muy ajeno pero que para los peces es fundamental). Otros cambios se
consideran regresivos. Los cavernícolas tienden a perder los ojos y la
pigmentación, volviéndose ciegos y blanquecinos.
El tetra ciego mejicano, Astyanax mexicanus (también conocido como A.
fasciatus) es un caso particularmente asombroso, porque diferentes poblaciones
dentro de la especie han seguido por separado la corriente de los arroyos que
entraban en las cavernas y han adquirido rápidamente una serie de cambios
regresivos relacionados con la vida troglodita, cambios que se pueden
compararse directamente con las características de sus parientes de la misma
especie que siguen viviendo en el exterior. Estos peces ciegos de las cavernas
sólo se encuentran en cuevas de México, en su mayor parte cuevas de piedra
caliza situadas en un solo valle. En su día, se pensaba que constituían especies
diferentes (lo cual es comprensible), pero en la actualidad se clasifican como
razas de una misma especie, Astyanax mexicanus, un pez habitual en aguas poco
profundas entre México y Texas. Se han encontrado ejemplares de la raza ciega
en 29 cuevas diferentes y, de nuevo, todo hace pensar que al menos algunas de
estas poblaciones cavernícolas desarrollaron cambios regresivos como la ceguera
y la coloración blanca por separado: muchos tetras de superficie se han instalado
en cuevas en repetidas ocasiones, y en todos los casos han perdido los ojos y el
color de forma independiente.
Un detalle intrigante es que algunas poblaciones llevan más tiempo viviendo
en cuevas que otras, lo cual sirve como gradiente indicador de la medida en que
se han visto empujadas hacia la vida troglodita. El extremo del gradiente se
encuentra en la cueva de Pachón, que se cree alberga la población cavernícola
más antigua. El extremo opuesto, el más joven, está en la cueva de Micos, cuya
población prácticamente no ha cambiado con respecto a la tipología normal de la
especie, los individuos que viven en el exterior. Ninguna de estas poblaciones
puede llevar mucho tiempo en las cavernas, porque estamos hablando de una
especie sudamericana que no pudo haber llegado a México antes de que se
formase el istmo de Panamá durante el Gran Intercambio Americano, hace tres
millones de años. Calculo que las poblaciones de tetras cavernícolas son mucho
más jóvenes que eso.
Es fácil entender por qué quien siempre ha vivido en las tinieblas nunca ha
desarrollado ojos; lo que ya no es tan fácil de entender es por qué el pez de las
cavernas, cuyos antepasados más recientes contaban con ojos normales, se
«tomó la molestia» de deshacerse de ellos. Si existe alguna posibilidad, por
remota que sea, de que un tetra se vea arrastrado fuera de su cueva en pleno día,
¿no sería una ventaja conservar los ojos por si acaso? No es así como procede la
evolución, pero podemos expresar el concepto con más claridad. Fabricar ojos
(o, para el caso, cualquier otro órgano) no sale gratis. El pez que desvíe recursos
a cualquier otra parte de su economía tendrá ventaja sobre los peces rivales que
no reduzcan el tamaño de sus ojos.[4] Si las probabilidades de que un animal
cavernícola necesite los ojos no son lo bastante elevadas como para que
compense fabricarlos, los ojos desaparecerán. Cuando se trata de selección
natural, hasta las ventajas más mínimas son significativas. Otros biólogos no
tienen en cuenta los aspectos económicos; según ellos, basta postular una
acumulación de cambios fortuitos en el desarrollo de los ojos que no se ven
perjudicados por la selección natural porque son irrelevantes. Hay muchas más
maneras de ser invidente que vidente, de modo que los cambios fortuitos, por
razones puramente estadísticas, tienden hacia la ceguera.
Y esto nos conduce al tema central de «El Cuento del Pez Ciego de las
Cavernas». El tema tiene que ver con la ley de Dollo, según la cual, la evolución
es irreversible. Al atrofiar los ojos que, con tanto esfuerzo crecieron a lo largo
del proceso evolutivo, el pez ciego de las cavernas parece haber protagonizado
una inversión evolutiva. ¿Supone eso una refutación de la ley de Dollo? En un
sentido más general, ¿acaso existe alguna razón teórica por la que la evolución
haya de ser irreversible? La respuesta a ambas preguntas es que no. Pero hace
falta entender correctamente la ley de Dollo, y ésa es la finalidad de este cuento.
Salvo a muy corto plazo, la evolución no puede invertirse exactamente, y
hago énfasis en lo de «exactamente». Es sumamente improbable que la
evolución siga una senda concreta especificada de antemano. Hay demasiadas
sendas posibles. Una inversión exacta de la evolución constituye, simplemente,
un caso especial de una de esas sendas concretas especificadas de antemano.
Teniendo en cuenta el número tan elevado de caminos que puede recorrer la
evolución, las probabilidades están en contra de cualquier camino específico y
también del camino inverso al recién recorrido. Pero no existe ninguna ley que
de por sí impida la inversión evolutiva.
Los delfines descienden de mamíferos terrestres que volvieron al mar y, en
muchos aspectos superficiales, parecen peces grandes que nadan a gran
velocidad. Pero no se trata de un caso de inversión evolutiva. Los delfines se
parecen a los peces en ciertos aspectos, pero la mayoría de sus características
internas son, sin lugar a dudas, típicas de los mamíferos. Si de verás la evolución
se hubiese invertido, los delfines serían peces y punto. ¿No será que algunos
peces son en realidad delfines y que la regresión a la condición de pez ha sido
tan perfecta y tan plena que no nos damos cuenta? ¿Se apuesta algo el lector?
Aquí es donde podemos confiar plenamente en la ley de Dollo, sobre todo si nos
fijamos en el cambio evolutivo a nivel molecular.
Ésa podría considerarse una interpretación termodinámica de la ley de Dollo
pues recuerda al segundo principio de la termodinámica, según el cual, en todo
sistema cerrado aumenta la entropía (o desorden o el desbarajuste). Es habitual
establecer una analogía (o tal vez sea algo más que una analogía) entre el
segundo principio de la termodinámica y una biblioteca. Sin un bibliotecario que
ponga los libros en su sitio, las bibliotecas tienden a desordenarse y los libros a
mezclarse: la gente los deja encima de las mesas o los pone en los estantes
equivocados. Con el paso del tiempo, la entropía de la biblioteca aumenta
inevitablemente. Por eso todas las bibliotecas necesitan de un bibliotecario que
se ocupe constantemente de mantener los libros ordenados.
El gran malentendido del segundo principio de la termodinámica es suponer
que existe una tendencia irresistible hacia un estado concreto de desorden. No se
trata de eso ni mucho menos. Se trata, simplemente, de que hay muchas más
formas de estar desordenado que ordenado. Si unos usuarios descuidados
revuelven los libros arbitrariamente, la biblioteca se alejará automáticamente del
estado (o de la reducida minoría de estados) que cualquiera consideraría
ordenado. No existe una propensión hacia un estado de gran entropía. Lo único
que ocurre es que la biblioteca se aleja del estado inicial de orden perfecto en la
dirección fortuita que sea y, con independencia del rumbo que tome dentro del
espacio de todas las bibliotecas posibles, la inmensa mayoría de los posibles
caminos supondrá un aumento del desorden. Análogamente, de todas las sendas
evolutivas que puede seguir una línea ancestral, que ascienden a un número
enorme, sólo una de ellas será una inversión exacta del camino por el cual ha
llegado a su condición actual. La ley de Dollo no es más profunda que la ley
según la cual, si se lanza una moneda al aire cincuenta veces, no se sacan
cincuenta caras ni cincuenta cruces, ni una alternancia exacta de caras y cruces,
ni ninguna otra secuencia especificada de antemano. El mismo principio de la
termodinámica también establece que cualquier senda evolutiva concreta que
discurra «hacia delante» (signifique esto lo que signifique) no se recorrerá punto
por punto dos veces.
En este sentido termodinámico, la ley de Dollo es verdadera pero trivial. No
se merece el rango de ley en absoluto, como tampoco se lo merece la ley que
niega la posibilidad de lanzar una moneda al aire 100 veces y sacar cien caras.
Podemos imaginar una interpretación real de la ley de Dollo que afirmase que la
evolución no puede retornar a nada que se parezca siquiera ligeramente a un
estado ancestral, en el mismo sentido en que un delfín se parece ligeramente a un
pez. Sería, desde luego, una interpretación notable e interesante pero no por ello
(que se lo pregunten a los delfines) menos falsa. No consigo imaginar una sola
razón teórica válida para considerarla verdadera.
EL CUENTO DE LA PLATIJA

Un rasgo encantador de los Cuentos de Canterbury es el ingenuo perfeccionismo


del Prólogo General, donde el autor nos presenta a todos los viajeros. No bastaba
con llevar a un médico entre los peregrinos; tenía que ser el mejor galeno del
orbe:

Nadie en el mundo comparársele podía


en materia de medicina y cirugía.

El «gentil e intachable caballero» tampoco tenía parangón en toda la Cristiandad


en cuanto a bravura, lealtad y templanza. Por lo que respecta a su hijo, que le
servía de escudero, se trataba de un «mozo apuesto y lozano, de exquisito porte y
enorme fortaleza» que, para colmo, era «tan fresco como el mes de mayo».
Hasta el alabardero era un experto sin igual en el arte de la carpintería. El lector
termina dando por hecho que cualquier personaje del libro que practica un oficio
automáticamente aparece representado como el mejor profesional de Inglaterra.
El perfeccionismo es un defecto típico de los evolucionistas. Estamos tan
acostumbrados a las maravillas de la adaptación darviniana que estamos tentados
de creer que no podría haber nada mejor. A decir verdad, es una tentación en la
que casi recomiendo caer. Se podría sostener, aduciendo pruebas más que
sólidas, que la evolución es efectivamente perfecta, pero hay que sostenerlo con
cautela y circunspección.[5] Aquí me limitaré a dar un solo ejemplo de limitación
histórica, el llamado efecto del reactor. Imagine el lector lo imperfecto que sería
un motor a reacción si, en lugar de diseñarse desde cero, en una hoja en blanco,
hubiese que construirlo modificando un motor de hélice paso a paso, tuerca por
tuerca y remache por remache.
La raya es un pez que bien podría haberse diseñado en un tablero de dibujo:
es plano, descansa sobre el vientre y tiene un par de alas anchas y simétricas a
ambos lados. Los teleósteos tienen otra forma de ser planos: nadan sobre un
lado, unos sobre el izquierdo (como la platija) y otros sobre el derecho (como el
rodaballo o el lenguado). Sea cual sea el lado de apoyo, la forma del cráneo se ha
deformado para que el ojo del lado inferior se desplace al lado superior y sea
capaz de ver. A Picasso le habrían encantado, pero, desde el punto de vista del
diseño, su imperfección es de lo más reveladora. Es, justamente, el tipo de
imperfección que cabe esperar del producto de una evolución gradual, no de un
diseño preconcebido.
Encuentro 21
Tiburones y semejantes

«Surgido de la inocencia asesina del mar…». El contexto del poema de Yeats era
otro completamente, pero ese verso siempre me trae a la mente un tiburón: una
criatura asesina, sí, pero inocente por cuanto la suya no es una crueldad
deliberada, sino un rasgo más de la que tal vez sea la máquina de matar más
efectiva del mundo. Conozco personas para las que el jaquetón o tiburón blanco
es la peor de las pesadillas Si el lector es una de esas personas, quizá no le
agrade saber que Carcharocles megalodon, el tiburón del Mioceno, era el triple
de grande que el jaquetón y tenía unas mandíbulas y unos colmillos
proporcionados a su tamaño.
Como tengo la misma edad que la bomba atómica, la pesadilla que me
persigue no es un tiburón sino con un enorme cazabombardero negro y futurista,
erizado de lanzamisiles de última generación, que oscurece el cielo con su
silueta y llena mi corazón de malos presagios. A decir verdad, tiene casi
exactamente la misma forma que una manta raya. La mancha oscura y rugiente
que, con sus dos torretas tan enigmáticas como amenazadoras, sobrevuela las
copas de los árboles de mis sueños, viene a ser una especie de primo tecnológico
de Manta birostris. Siempre me ha costado aceptar el hecho de que esos
monstruos de siete metros son unos seres inofensivos que se alimentan del
plancton que criban con sus agallas. Además, son bellísimos.
Incorporación de los tiburones y semejantes. Los peces
cartilaginosos, que se nos unen en el Encuentro 21, incluyen
a los tiburones y las rayas. Los fósiles no dejan lugar a
dudas en cuanto a la temprana división de los gnatóstomos
en peces óseos y peces cartilaginosos. Sólidas pruebas
recientes corroboran este esquema de relaciones entre las
cerca de 850 especies de peces cartilaginosos.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: tiburón gris


(Carcharhinus amblyrhynchos); manta o pez diablo (Manta
birostris); quimera elefante (Callorhynchus milii).
¿Qué decir, entonces, del pez sierra o del pez martillo? De vez en cuando, los
peces martillo atacan a personas, pero no es ésa la razón por la que podrían
infestar nuestras pesadillas; es por la estrafalaria cabeza en forma de T y por ese
par de ojos más separados que los de un alienígena de ciencia ficción, como si
este tiburón fuese el fruto de la imaginación de un artista ebrio. ¿Y qué decir de
Alopias, el zorro marino? ¿No es otra obra de arte, otro candidato a ingresar en
la fauna onírica? El lóbulo superior de la cola es casi tan largo como el resto del
cuerpo. Los zorros marinos usan esas prodigiosas cuchillas, primero, para
acorralar a las presas, y después, para matarlas de un tajo. En cierta ocasión, uno
de estos tiburones, hostigado por unos pescadores en un barco, decapitó a uno de
ellos con un solo latigazo de su espléndida cola.
Los tiburones, las rayas y otros peces cartilaginosos o condrictios se nos
unen en el Encuentro 21, hace 460 millones de años, en los mares que bañan los
gélidos yermos del Ordovícico medio. La diferencia más llamativa entre los
nuevos peregrinos y todos los demás es que los tiburones no tienen huesos. Su
esqueleto es de cartílago. Los seres humanos también usamos el cartílago para
determinadas funciones como, por ejemplo, recubrir las articulaciones y en
estado embrionario todo nuestro esqueleto comienza siendo de cartílago flexible.
Posteriormente, casi todo ese cartílago se osifica como consecuencia de la
incorporación de cristales minerales, en su mayoría de fosfato cálcico. Salvo los
dientes, el esqueleto de los tiburones nunca experimenta esta transformación; así
y todo, es lo bastante rígido como para amputarnos una pierna de un bocado.
Los tiburones carecen de la vejiga natatoria que contribuye al éxito de los
peces óseos, y muchos de ellos están obligados a nadar constantemente para
mantenerse a la profundidad deseada. Controlan el empuje hidrostático gracias a
la retención de úrea en la sangre y a un gran hígado rico en aceite. Dicho sea de
paso, algunos peces óseos usan aceite en lugar de gas en sus vejigas natatorias.
Si alguien fuese tan imprudente como para acariciar a un tiburón, se
encontraría con que toda la piel parece de lija (al menos si la acariciase a
contrapelo). El motivo es que está cubierta de dentículos dérmicos, minúsculas
escamas afiladas que parecen dientes. De hecho, la temible dentadura de los
tiburones es en sí misma una modificación evolutiva de los dentículos dérmicos.
Casi todos los tiburones y rayas viven en el mar, aunque unos pocos géneros
se aventuran por estuarios y ríos. En Fiji solían darse ataques de tiburones de
agua dulce a seres humanos, pero eso era en la época en que los nativos eran
antropófagos. Tras comerse los cortes más suculentos, tiraban los despojos al río
y, según parece, el olor de las sobras de los festines caníbales atraía a los
tiburones. Cuando llegaron los europeos, pusieron fin al canibalismo, pero, al
mismo tiempo, introdujeron enfermedades contra las que los fijianos no habían
desarrollado inmunidad. Como los cadáveres de las víctimas de las nuevas
dolencias también se arrojaban al río, los tiburones siguieron sintiéndose atraídos
por la carne humana. Hoy en día, nadie arroja cadáveres al río y,
consecuentemente, han disminuido los ataques de tiburón. A diferencia de los
peces óseos, ninguna especie de tiburón ha mostrado inclinación por salir a tierra
firme.
Los peces cartilaginosos se dividen en dos grupos principales: las quimeras,
unas criaturas de aspecto extraño que no son lo bastante numerosas como para
constituir una parte significativa de la fauna; y los tiburones y las rayas. Las
rayas son tiburones aplanados. Las mielgas son tiburones pequeños, aunque
tampoco tanto: no existen tiburones tamaño chanquete. Squaliolus laticaudus, el
tiburón enano, mide unos 20 centímetros. El diseño corporal de los tiburones
parece prestarse a grandes tamaños. El mayor de todos los escualos, el tiburón
ballena (Rhincodon typus), puede llegar a medir 12 metros de largo y a pesar 12
toneladas, pero, al igual que el segundo más grande (el tiburón peregrino,
Cetorhinus maximus), es estrictamente planctívoro. En cambio, Carcharocles
megalodon, el monstruo del Mioceno al que ya hemos tildado de bestia de
pesadilla, no se alimentaba precisamente de plancton: armado de dientes tan
grandes como la cara de un hombre adulto, era un depredador tan voraz como la
mayoría de los tiburones actuales, que llevan cientos de millones de años en lo
más alto de las cadenas alimenticias marinas sin haber cambiado apenas.
Si el papel de bombarderos de pesadilla corresponde a las mantarrayas, el de
cazas de despegue vertical podrían interpretarlo las quimeras, también conocidas
como tiburones fantasma. Estos extraños peces de las profundidades conforman
la clase de los holocéfalos, mientras que todos los demás peces cartilaginosos,
esto es, los tiburones y las rayas, pertenecen a la de los elasmobranquios. A las
quimeras se las reconoce por los insólitos opérculos branquiales, que cubren por
completo cada agalla por separado y cuentan con una sola apertura para todas
ellas. A diferencia de los tiburones y las rayas, las quimeras no tienen la piel
cubierta de dentículos dérmicos, sino que están desnudas. Tal vez por eso
parecen fantasmas. Su semejanza con un avión de pesadilla se debe a que no
tiene una cola prominente y nadan volando con sus grandes aletas pectorales. En
la actualidad existen unas 35 especies de quimeras.
A pesar del éxito innegable de los tiburones (cosechado, además, durante un
periodo larguísimo), los peces teleósteos suman 30 veces más especies. Ha
habido dos grandes radiaciones evolutivas de tiburones. La primera prosperó en
los mares del Paleozoico, sobre todo durante el Carbonífero y llegó a su fin a
comienzos de la era Mesozoica (la época en que los dinosaurios dominaban la
tierra). Tras un paréntesis de unos cien millones de años, los tiburones
resurgieron en el Cretácico y su hegemonía continúa hasta nuestros días.
Si se hiciese un test de asociación de palabras que incluyese el término
tiburón, es muy probable que muchas personas lo asociasen a la palabra
mandíbulas, no en vano el Contepasado 21, que tal vez sea nuestro tatarabuelo
número 200 millones, es el gran antepasado de todos los vertebrados dotados de
verdaderas mandíbulas: los llamados gnatostomos. Gnathos significa
«mandíbula inferior» en griego, y eso es precisamente lo que los tiburones y
todos los demás peregrinos tenemos en común. Uno de los mayores éxitos de la
anatomía comparativa clásica fue demostrar que las mandíbulas evolucionaron a
partir de elementos modificados del esqueleto branquial. Los próximos
peregrinos que se incorporarán a nuestras filas en el Encuentro 22 son los
vertebrados sin mandíbulas, los agnatos, que tienen branquias pero carecen de
mandíbula inferior. En su día, eran numerosos, variados y provistos de
impresionantes corazas, pero, hoy en día, se reducen a dos peces con forma de
anguila: las lampreas y los mixinos.
Encuentro 22
Lampreas y mixinos

El Encuentro 22, donde nos reunimos con las lampreas y los mixinos, tiene lugar
en los mares cálidos de principios del Cámbrico, es decir, hace unos 530
millones de años, y calculo que el Contepasado 22 fue nuestro tatarabuelo
número 240 millones. Las lampreas y los mixinos son insignes representantes de
la época en que surgieron los vertebrados. Aunque lo más práctico es colocarlos
juntos en virtud de su carencia de mandíbulas y de aletas, he de reconocer que
muchos morfólogos consideran a las lampreas parientes más cercanos del ser
humano que de los mixinos. Según esta escuela de pensamiento, deberíamos
reunirnos con las lampreas en el Encuentro 22 y con los mixinos en el 23. En
cambio, los biólogos moleculares insisten en que ambas especies se nos unen en
el mismo punto de encuentro y ésta es la opinión que adoptaremos
provisionalmente en estas páginas. Sea como fuere, debo aclarar que ni las
lampreas ni los mixinos hacen justicia al conjunto de los peces agnatos, la
mayoría de los cuales están extintos.
Las lampreas y los mixinos guardan un parecido superficial con las anguilas
y tienen el cuerpo blando; sin embargo, cuando los peces agnatos dominaban los
mares, en la era de los peces del Devónico, muchos de ellos, denominados
ostracodermos, tenían el cuerpo cubierto de una dura coraza ósea y algunos, a
diferencia de las lampreas y los mininos, tenían aletas pares. Esto desmiente la
hipótesis de que los huesos son un rasgo avanzado de los vertebrados, que habría
sustituido al cartílago. Los esturiones y algunos otros peces óseos poseen, al
igual que los tiburones y a las lampreas, un esqueleto compuesto casi
exclusivamente de cartílago, pero descienden de antepasados mucho más óseos,
es más, de peces dotados de gruesas corazas, aunque no hay que descartar que
los tiburones y las lampreas también desciendan de esa clase de peces.
Incorporación de los peces agnatos. Siguen siendo
controvertidas las relaciones evolutivas en la base de la línea
ancestral de los vertebrados, sobre todo por lo que respecta a
los peces agnatos actuales: las 41 especies de lamprea y las 43
de mixino. Según los fósiles, los primeros en divergir de los
demás vertebrados fueron los mixinos, de los que
posteriormente divergirían a su vez las lampreas. Los datos
moleculares, sin embargo, indican que lampreas y mixinos
forman un mismo grupo, tal y como aparecen representados
aquí.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: mixino de Nueva


Zelanda (Eptatretus cirrhatus); lamprea marina (Petromyzon
marinus).
Corazas todavía más duras tenían los placodermos, un grupo completamente
extinto de peces mandibulados con aletas, criaturas de parentesco poco claro,
que también vivieron en el Devónico, contemporáneos de algunos ostracodermos
agnatos que probablemente descendían de agnatos más antiguos. Algunos de los
placodermos estaban tan acorazados que hasta sus extremidades poseían un
exoesqueleto tubular y articulado, parecido a la pinza de un cangrejo. Si alguien
con imaginación se topase con uno de esos placodermos en un lugar con poca
luz, no sería de extrañar que lo tomase por un extraño cangrejo o langosta. En
mis años de joven universitario, igual que otros sueñan con marcar un gol en la
final del mundial, yo soñaba con descubrir un placodermo vivo.
¿Por qué tanto los placodermos grnatostomos como los ostracodermos
agnatos desarrollaron semejantes corazas? ¿Qué había en esos mares del
Paleozoico que exigía una protección tan formidable? La respuesta más lógica
sería: depredadores igual de estupendos. Los candidatos más probables, aparte
de otros placodermos, eran los euriptéridos, o escorpiones marinos, algunos de
los cuales medían más de dos metros de largo: los mayores artrópodos que jamás
han existido. Tanto si poseían aguijones venenosos como si no (las pruebas más
recientes indican que no), los euriptéridos tuvieron que ser depredadores
terroríficos, capaces de obligar a los peces devónicos, con o sin mandíbulas, a
desarrollar costosas corazas.
Las lampreas no poseen esas corazas y, para desgracia del rey Enrique I, son
fáciles de comer (los libros de texto ingleses nunca se olvidan de recordarnos
que el monarca murió de una indigestión de lampreas). La mayoría de las
lampreas son parásitos de otros peces. En lugar de mandíbulas tienen una
ventosa redonda alrededor de la boca, un tanto similar a las ventosas de los
pulpos, sólo que provista de diminutos dientecillos dispuestos en anillos
concéntricos. Las lampreas se adhieren a otros peces por medio de esa ventosa,
les roen la piel con los dientecillos y les chupan la sangre como sanguijuelas, de
ahí que causen graves perjuicios a la industria pesquera en diversas regiones, por
ejemplo, en los grandes lagos norteamericanos.
Nadie sabe cómo era el Contepasado 22, pero teniendo en cuenta que
probablemente vivió en el Cámbrico, mucho antes de la era de los peces del
Devónico y de los terribles escorpiones marinos, lo más probable es que no
tuviese coraza como los ostracodermos que vivieron en la edad de oro de los
agnatos. No obstante, parece ser que los ostracodermos son parientes más
cercanos de nosotros los gnatostomos que de las lampreas. Dicho de otro modo,
antes de que nuestros peregrinos se unan a las lampreas en el Encuentro 22, los
ostracodermos ya se han sumado a nuestra peregrinación. El contepasado que
compartimos con los ostracodermos, al que no hemos asignado un número por
cuanto están todos extintos, carecía casi con toda seguridad de mandíbulas.
Los mixinos modernos se parecen a las lampreas en su aspecto anguiliforme,
en la ausencia de mandíbula inferior y de aletas pares, en la hilera de opérculos
branquiales a ambos lados del cuerpo y en el notocordio que conservan hasta la
fase adulta (en la mayoría de los vertebrados, este cordón macizo que les recorre
todo el dorso sólo está presente en el embrión). Pero no son parásitos. Escarban
con la boca en los fondos marinos en busca de pequeños invertebrados o hurgan
los cadáveres de peces y ballenas, a menudo introduciéndose en ellos para
comerse las entrañas. Son sumamente viscosos —de ahí que en español también
se les conozca como peces moco— y, cuando se infiltran en los cadáveres,
aprovechan su asombrosa habilidad de anudarse como método de sujeción.
En su día, se pensaba que los vertebrados habían surgido mucho después del
Cámbrico; tal vez fuese consecuencia de nuestro presuntuoso deseo de organizar
el reino animal en forma de escala hacia el progreso. Nos parecía correcto y
apropiado que existiese una era durante la cual la vida animal se hubiese
limitado exclusivamente a los invertebrados, lo que habría sentado las bases para
la ulterior aparición de los poderosos vertebrados. A los zoólogos de mi
generación nos enseñaron que el primer vertebrado conocido era un pez agnato
llamado Jamoytius (derivación, un tanto libre, de J. A. Moy-Thomas) que vivió a
mediados del Siluriano, 100 millones de años después del Cámbrico, periodo en
que surgieron casi todos los filos invertebrados.
En el Cámbrico, obviamente, también tuvieron que vivir antepasados de los
vertebrados, pero se suponía que eran precursores invertebrados de los
vertebrados auténticos: los llamados protocordados. Al pikaia[1] se le ha dado
mucho bombo como el protocordado fósil más antiguo. Qué grata sorpresa nos
llevamos algunos cuando en China empezaron a aparecer auténticos fósiles
vertebrados del Cámbrico, y del Cámbrico inferior, además. Esto privó al pikaia
de parte de su halo de misterio: antes de él ya hubo vertebrados auténticos, en
concreto peces agnatos. Los vertebrados tienen su origen en las profundidades
del Cámbrico.
Dada su extraordinaria antigüedad, no es de extrañar que estos fósiles,
llamados Myllokunmingia y Haikouichthys (aunque podrían tratarse de una
misma especie) no se encuentren en perfecto estado de conservación: es mucho
lo que aún se ignora de estos peces primigenios. Poseían casi todas las
características que cabría esperar de un pariente de las lampreas y de los
mixinos, incluidas las agallas, los segmentos musculares y el notocordio. Tal vez
sea Myllokunmingia, con el que volveremos a encontrarnos en «El Cuento del
Gusano Aterciopelado», el que más se aproxima a un modelo verosímil de
Contepasado 22.
El Encuentro 22 es un hito de capital importancia. De ahora en adelante, por
primera vez, todos los vertebrados marcharán juntos en un solo grupo de
peregrinos. Se trata de un gran acontecimiento porque, tradicionalmente, los
animales se han dividido en dos grupos principales, los vertebrados y los
invertebrados. A efectos prácticos, la distinción siempre ha sido útil. Sin
embargo, desde un punto de vista estrictamente cladístico, esto es, basado en las
relaciones filogenéticas, la distinción entre vertebrados e invertebrados resulta
extraña, casi tan forzada como la clasificación de la humanidad que los antiguos
judíos hacían entre ellos mismos y los gentiles (literalmente, todos los demás).
Por muy importantes que nos creamos los vertebrados, ni siquiera constituimos
un filo entero. Somos un subfilo del filo de los Cordados, un filo que debería
considerarse al mismo nivel que, pongamos por caso, el de los Moluscos
(caracoles, lapas, calamares, etc.) o el de los Equinodermos (estrellas de mar,
erizos, etc.). El filo de los Cordados incluye criaturas que parecen vertebrados
pero carecen de espina dorsal como, por ejemplo, el anfioxo, con el que nos
reuniremos en el Encuentro 23.
Sin querer desmerecer el riguroso criterio cladístico, lo cierto es que los
vertebrados tienen algo especial. El catedrático Peter Holland me ha señalado
convincentemente que existe una enorme diferencia en complejidad genética
entre (todos) los vertebrados y (todos) los invertebrados. «A nivel genético, tal
vez haya sido el mayor cambio registrado en toda nuestro pasado metazoario».[2]
Holland considera necesario recuperar la división tradicional entre vertebrados e
invertebrados, y lo entiendo.
Los cordados deben su nombre al ya mencionado notocordio, el cordón de
cartílago que recorre el lomo del animal en su fase embrionaria cuando no
también en la adulta. Otra característica de los cordados (incluidos los
vertebrados) que en el caso del ser humano sólo se manifiesta en el embrión, son
las aperturas branquiales a ambos lados del extremo anterior y una cola que se
prolonga más allá del ano. Todos los cordados tienen un notocordio dorsal (a lo
largo de la espalda), a diferencia de muchos invertebrados, que lo tienen ventral
(a lo largo del vientre).
Todos los embriones vertebrados tienen un notocordio que en los adultos se
sustituye, en mayor o menor medida, por una espina dorsal segmentada y
articulada. En la mayoría de los vertebrados el notocordio propiamente dicho
persiste en la fase adulta sólo de forma fragmentaria, como por ejemplo los
discos intervertebrales cuya tendencia a desplazarse nos causa tanto dolor. El
caso de las lampreas y los mixinos es insólito entre los vertebrados por cuanto
conservan el notocordio más o menos intacto en la fase adulta. En este sentido,
supongo que se trata vertebrados fronterizos, pero, en cualquier caso, todo el
mundo los considera vertebrados.

EL CUENTO DE LA LAMPREA

La razón por la que corresponde a la lamprea contar este cuento se revelará al


final. Es una repetición de un tema que ya hemos abordado con anterioridad:
existe una visión de la ascendencia y del pedigrí desde el punto de vista de los
genes que es completamente independiente de la que tradicionalmente
asociamos a los árboles genealógicos.
Todo el mundo sabe que la hemoglobina es una molécula de vital
importancia que transporta oxígeno a los tejidos y confiere a la sangre ese color
tan llamativo. La hemoglobina de un humano adulto es, en realidad, un
compuesto de cuatro cadenas proteínicas entrelazadas que reciben el nombre de
globinas. Las secuencias de ADN demuestran que las cuatro globinas son muy
afines pero no idénticas. Dos de ellas se llaman globinas alfa (sendas cadenas de
141 aminoácidos), y las otras dos globinas beta, (sendas cadenas de 146
aminoácidos). Los genes que codifican las globinas alfa están en nuestro
cromosoma 11; los de las beta, en el 16. En cada uno de estos cromosomas hay
un grupo de genes de globina dispuestos en hilera, con tramos intercalados de
ADN basura que nunca se transcriben. El grupo alfa, en el cromosoma 11,
contiene siete genes de globina. Cuatro de ellos son seudogenes, versiones
desactivadas de globina alfa que presentan errores en su secuencia y que, por
tanto, nunca se traducen en proteínas, y dos son verdaderas globinas alfa, usadas
en el organismo adulto. El séptimo gen se llama zeta y sólo se usa en la fase
embrionaria. El grupo beta, en el cromosoma 16, tiene seis genes, algunos
desactivados y uno que sólo se usa en el embrión. La hemoglobina adulta, como
ya hemos visto, contiene dos cadenas alfa y dos beta enrolladas una en torno a la
otra para formar un paquete que funciona a las mil maravillas.
Al margen de toda esta complejidad, lo fascinante del asunto es que un
análisis cuidadoso letra por letra indica que los diferentes tipos de genes de la
globina son en realidad primos, es decir, miembros de la misma familia. Pero
estos primos lejanos todavía coexisten dentro del lector y de mí; todavía
coexisten en el interior de todas las células de todos los jabalíes, los uómbats, los
búhos y los lagartos.
En la escala de los organismos íntegros, ni que decir tiene que todos los
vertebrados también son primos unos de otros. El árbol de la evolución de los
vertebrados es el árbol filogenético que todos conocemos, aquél cuyos puntos de
bifurcación representan episodios de especiación, esto es, la división de una
especie en especies hijas. Vistos al contrario, se trata de los puntos de encuentro
que jalonan esta peregrinación. Pero hay otro árbol filogenético que ocupa el
mismo marco temporal y cuyas ramas no representan episodios de especiación
sino duplicaciones de genes dentro de los genomas. La pauta de ramificación del
árbol de la globina es muy diferente de la pauta de ramificación del árbol
filogenético evolutivo, siempre que lo dibujemos de la manera habitual y
ortodoxa, con especies que se ramifican para formar especies hijas. No existe un
único árbol evolutivo en el que las especies se dividen y dan origen a especies
hijas: todos los genes tienen su propio árbol, su propia crónica de escisiones, su
propio catálogo de parientes cercanos y lejanos.
La docena aproximada de globinas diferentes que todos llevamos dentro han
llegado hasta nosotros después de recorrer todo el linaje de nuestros antepasados
vertebrados. Hace unos 500 millones de años, en un pez agnato tal vez similar a
la lamprea, un gen de globina ancestral se dividió accidentalmente y las dos
copias resultantes permanecieron en partes diferentes del genoma del pez. En
consecuencia, todos sus descendientes también albergaron, en diversas partes del
genoma, dos copias de ese gen. Una copia terminaría dando origen al grupo alfa,
situado en lo que con el tiempo se convertiría en el cromosoma 11 de nuestro
genoma; la otra, al grupo beta, en nuestro actual cromosoma 16. Es inútil tratar
de adivinar qué cromosoma ocupaban en los antepasados intermedios. La
ubicación de las secuencias de ADN reconocibles, e incluso el número de
cromosomas en que se divide el genoma, cambia caprichosamente. De ahí que
los sistemas de numeración de cromosomas no se puedan aplicar a todos los
grupos animales.
Con el paso de las eras se produjeron más duplicaciones y también, sin duda,
algunas supresiones. Hace unos 400 millones de años, el gen alfa ancestral
volvió a duplicarse, pero esta vez las dos copias permanecieron cerca una de
otra, formando parte de un grupo en un mismo cromosoma. Una de ellas se
convertiría en el gen zeta de nuestros embriones; la otra, en los genes de globina
alfa de los seres humanos adultos (posteriores escisiones dieron origen a los
seudogenes no funcionales ya mencionados). En la rama beta de la familia, la
historia fue parecida, sólo que las duplicaciones ocurrieron en otros momentos
del devenir geológico.
Pero he aquí un hecho fascinante. Dado que la división entre el grupo alfa y
el beta tuvo lugar hace 500 millones de años, el genoma humano no puede ser,
desde luego, el único que presente tal división y que posea genes alfa y beta en
diferentes lugares de su estructura. Si examinamos el genoma de cualquier otro
mamífero, o de cualquier ave, reptil, anfibio o pez óseo, deberíamos apreciar la
misma división, habida cuenta de que el antepasado que tenemos en común con
todos esos animales vivió hace menos de 500 millones de años. Siempre que se
ha hecho la prueba, se ha confirmado esa hipótesis. Nuestra mayor esperanza de
encontrar un vertebrado que no tenga en común con nosotros la antigua división
alfa-beta se cifra en un pez agnato como la lamprea o el mixino, puesto que de
todos los vertebrados vivos son nuestros parientes más lejanos y los únicos cuyo
antepasado en común con el resto de vertebrados es lo bastante antiguo como
para haber vivido antes de la división alfa-beta. Efectivamente, estos peces
agnatos son los únicos vertebrados conocidos que carecen de la división alfa-
beta. Dicho de otro modo, el Encuentro 22 es tan antiguo que tuvo lugar antes de
la escisión en globinas alfa y globinas beta.
Algo parecido a «El Cuento de la Lamprea» podría contarse de cada uno de
nuestros genes, pues todos ellos, si retrocedemos lo bastante en el tiempo, deben
su origen a la escisión de un gen ancestral.
Y de todos ellos podría escribirse un libro como éste. Hemos decidido
arbitrariamente que la peregrinación que nos ocupa fuese humana y hemos
definido sus hitos como puntos de encuentro con otras líneas ancestrales, lo que
en el sentido inverso, o sea, hacia delante, significa especiaciones en las que los
antepasados humanos se separaron de los demás. En su momento, ya hice la
observación de que podríamos haber iniciado perfectamente nuestra andadura
desde un manatí o un mirlo modernos y haber hecho un recuento distinto de
contepasados hasta llegar a Canterbury. Pero ahora estoy planteando algo más
radical. Podríamos escribir una peregrinación hacia el pasado a partir de
cualquier gen.
Podríamos llevar a cabo la peregrinación de la hemoglobina alfa, o del
citocromo c, o de cualquier otro gen conocido. El Encuentro 1 sería el hito en
que el gen escogido se hubiese duplicado por última vez para engendrar una
copia de sí mismo en cualquier otro lugar del genoma. El Encuentro 2 sería la
duplicación previa, etcétera. Cada uno de los encuentros tendría lugar en el
interior de un animal o planta concretos, de la misma manera que en este
«Cuento de la Lamprea» hemos explicado que la división entre la hemoglobina
alfa y la beta se produjo casi con toda seguridad en el interior de un pez agnato
del Cámbrico.
El estudio de la evolución desde el punto de vista del gen no deja de
reclamar nuestra atención por todos los medios.
Encuentro 23
Peces lanceta

He aquí un pequeño y atildado peregrino que llega totalmente solo para unirse a
nuestra peregrinación: el anfioxo o pez lanceta. Su nombre en latín era
Amphioxus pero las normas de la nomenclatura le impusieron el de
Branchiostoma. Para entonces, sin embargo, el nombre de Amphioxus ya se
había hecho tan conocido que perdura en nuestros días. El anfioxo o pez lanceta
no es un vertebrado, sino un protocordado, pero está claramente relacionado con
aquéllos y se le clasifica en el mismo filo, el de los Cordados. Existen unos
cuantos géneros relacionados, pero son todos muy parecidos a Branchiostoma,
por lo que no haré distinciones entre ellos y me referiré a todos de manera
informal con el nombre de anfioxos.
Incorporación de los peces lanceta. Los parientes más
cercanos de los vertebrados son las 25 especies conocidas de
unos animales parecidos a los peces llamados lancetas. Sobre
esto no hay mayores discrepancias. A partir de aquí, sin
embargo, las fechas de los encuentros suelen ser objeto de
discusión (véase el «Epílogo al Cuento del Gusano
Aterciopelado»).

Ilustración: especie Branchiostoma (anteriormente conocida


como Amphioxus).
Digo que el anfioxo es atildado por la elegancia con que exhibe los rasgos que
proclaman su condición de cordado. Parece un diagrama de manual, sólo que
vivo y coleando (bueno, más que coleando, enterrado en la arena). Ahí está el
notocordio, que le recorre todo el cuerpo de punta a punta, pero no hay rastro de
una espina dorsal. Encontramos también el cordón nervioso dorsal, aunque no un
cerebro, salvo que contemos como tal el pequeño bulto en el extremo anterior
del cordón nervioso (donde también hay una mancha ocular), ni una caja
craneana ósea. Vemos las hendiduras branquiales a ambos lados, que emplea
para filtrar el alimento, y los bloques musculares segmentados a lo largo del
cuerpo, pero ni rastro de extremidades. Y, por último, la cola, que se prolonga
más alla del ano, a diferencia de los gusanos, que tienen el ano en el extremo
posterior del cuerpo. El anfioxo también se diferencia de los gusanos en que, al
igual que muchos peces, no es cilíndrico, sino que tiene forma de hoja en
posición vertical. Nada como un pez, contoneando el cuerpo de lado a lado
mediante los citados bloques musculares, que también son típicos de los peces.
Las hendiduras branquiales forman parte del aparato digestivo: su principal
función no es respiratoria, ni mucho menos. El agua entra por la boca y pasa por
las agallas, que actúan como filtros para cribar partículas alimenticias. Lo más
probable es que el Contepasado 23 también usase las hendiduras branquiales
para alimentarse, lo que significaría que la función respiratoria de las branquias
fue una idea posterior. En ese caso, la posterior evolución de la mandíbula
inferior gracias a la modificación de una parte del aparato branquial podría
considerarse una curiosa vuelta a los orígenes.
Estamos llegando a un punto en el que la datación se vuelve tan difícil y
controvertida que me falta valor para afrontarla. Si me obligasen a dar una fecha
para el Encuentro 23, me arriesgaría a fijarlo hace 560 millones de años, la época
de nuestro tatarabuelo número 270 millones. Pero perfectamente, podría estar
equivocado, motivo por el cual a partir de ahora me abstendré de describir cómo
era el mundo en la época del ancestro en cuestión. En cuanto al aspecto del
Contepasado 23, creo que nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero es probable
que se pareciese bastante a un pez lanceta. Esto equivaldría a decir que los peces
lanceta son primitivos, pero semejante afirmación exije inmediatamente un
cuento con moraleja: «El Cuento del Pez Lanceta».
EL CUENTO DEL PEZ LANCETA

Si un solo toque más de luz


las gónadas de la lanceta inflara,
su pretendido abolengo
al instante se quedaría en nada.

WALTER GARSTANG (1868-1949)

Ya hemos conocido a Walter Gargstang, el ilustre zoólogo que tenía la manía de


expresar sus teorías en verso. Si he traído a colación ese poema no es para
exponer su idea, que, si bien era lo bastante interesante como para constituir el
tema de «El Cuento del Ajolote», no tiene nada que ver con lo que pretendo
contar ahora.[1] Lo que me interesa son los dos últimos versos, sobre todo la
frase «su pretendido abolengo». Branchiostomus, el anfioxo o pez lanceta, tiene
tantos rasgos en común con los verdaderos vertebrados que durante mucho
tiempo se le ha considerado pariente vivo de algún antepasado lejano de los
vertebrados, o incluso —y éste es el objeto de mis críticas— el mismísimo
antepasado.
Estoy siendo injusto con Gargstang, que sabía perfectamente que el pez
lanceta, en tanto que especie viva en la actualidad, no podía ser literalmente
ancestral. Así y todo, lo cierto es que esa forma de hablar suele inducir a error.
Cuando miran un animal moderno que consideran primitivo, los estudiantes de
zoología se engañan hasta el punto de creer que están viendo un antepasado
remoto. Este engaño queda de manifiesto en expresiones como «animal inferior»
o «en la base del escalafón evolutivo», que no sólo son presuntuosas sino
absurdas desde el punto de vista evolutivo. A todos debería servirnos la
advertencia que Darwin se hizo a sí mismo: «No usar jamás las palabras
“inferior” ni “superior”».
Los peces lanceta son criaturas vivas, nuestros exactos contemporáneos:
animales modernos que han tenido exactamente el mismo tiempo que nosotros
para evolucionar. Otra frase reveladora es «una ramificación lateral con respecto
a la línea evolutiva principal». Todos los animales modernos son ramificaciones
laterales. Ninguna línea evolutiva es más principal que otra, salvo que uno se
deje llevar por la vanidad retrospectiva.
Así pues, nunca deberíamos venerar a animales modernos tales como los
peces lancetas como si fuesen nuestros antepasados, ni tratarlos con
condescendencia considerándolos inferiores, ni con favoritismo calificándolos de
superiores». Más sorprendente quizás resulte el segundo concepto importante de
«El Cuento de la Lanceta», a saber, que ni siquiera los fósiles deberían tratarse
como antepasados. En teoría, podría darse el caso de que un determinado fósil
fuese realmente el antepasado directo de algún animal moderno, pero es
estadísticamente improbable que lo sea, puesto que el árbol evolutivo no es un
abeto navideño ni un álamo de Lombardía, sino un tupido matorral lleno de
ramas. El fósil que estamos mirando probablemente no sea nuestro antepasado,
pero podría ayudarnos a entender las fases intermedias por las que pasaron
nuestros verdaderos antepasados, al menos en lo relativo a determinadas partes
del cuerpo, como el oído o la pelvis. Un fósil, por tanto, viene a tener el mismo
estatus que un animal moderno: los dos pueden servirnos para arrojar luz sobre
alguna etapa evolutiva ancestral. En condiciones normales, sin embargo, no
deberíamos considerar a ninguno de los dos nuestro antepasado. En general,
tanto a los fósiles como a las criaturas actuales lo mejor es tratarlos como
parientes, no como progenitores.
En este tema, los representantes de la escuela taxonómica cladística se
muestran verdaderamente intransigentes y niegan el carácter especial de los
fósiles con el fervor de un puritano o de un inquisidor español. Algunos se pasan
de la raya: toman un aserto tan razonable como el éste: «Es improbable que un
fósil concreto sea el antepasado directo de alguna especie actual» y lo interpretan
así: «Nunca hubo ningún antepasado». En este libro, naturalmente, no vamos a
suscribir una idea tan absurda. En cualquier momento dado a lo largo de la
historia ha tenido que existir al menos un antepasado del hombre
(contemporáneo de, o idéntico a, como mínimo, un antepasado de los elefantes,
un antepasado de los vencejos, un antepasado de los pulpos, etcétera), por más
que ninguno de los fósiles hallados sea, casi con toda certeza, uno de esos
antepasados directos.
La conclusión es que los contepasados que nos hemos ido encontrando en
nuestra peregrinación hacia el pasado no eran, en general, fósiles concretos.
Normalmente, lo máximo a que podemos aspirar es a reunir una lista de los
probables atributos del antepasado en cuestión. No disponemos del fósil del
antepasado que tenemos en común con los chimpancés, y eso que vivió hace
menos de diez millones de años, pero sí podemos conjeturar, con algún recelo,
que se trataba, por usar la famosa expresión de Darwin, de un cuadrúpedo
peludo, toda vez que el ser humano es el único simio que camina sobre las
extremidades posteriores y tiene la piel desnuda. Los fósiles pueden ayudarnos a
especular y deducir, pero casi siempre de la misma forma indirecta como nos
ayudan a hacerlo los animales actuales.
La moraleja de «El Cuento del Pez Lanceta» es que resulta muchísimo más
difícil encontrar a un antepasado que a un pariente. Si queremos saber cómo eran
nuestros antepasados de hace 100 millones de años, o de hace 500, no podemos
esperar encontrar el estrato rocoso correspondiente y extraer un fósil con un
letrero que ponga «antepasado», como si sacásemos un regalo sorpresa de una
cesta de objetos del Mesozoico o del Paleozoico. Lo máximo que podemos
esperar hallar es una serie de fósiles que, unos con respecto a una parte, otros
con respecto a otra, nos den una idea aproximada de cómo eran los antepasados.
Un fósil podrá revelarnos algo sobre la dentadura de nuestros ancestros, y otro,
unos cuantos millones de años más reciente, darnos una pista sobre los brazos.
Es casi imposible que un fósil concreto haya sido nuestro antepasado, pero, con
suerte, algunas de sus partes podrían parecerse a las partes correspondientes del
antepasado, del mismo modo que el omóplato de un leopardo actual es una
aproximación razonable al omóplato de un puma.
Encuentro 24
Tunicados

A primera vista, los tunicados no parecen candidatos probables para una


peregrinación antropocéntrica como la nuestra. Hasta el momento, los peregrinos
no han sido demasiado diferentes de los que ya integraban la marcha. Ni siquiera
el pez lanceta, que perfectamente podría considerarse la versión rudimentaria de
un pez (de acuerdo, carece de algunas de las características importantes de los
peces, pero cualquiera puede visualizar el sendero evolutivo por el que una
criatura semejante podría convertirse en pez). Un tunicado, en cambio, ya es otra
cosa. No nada como un pez. Ni como ningún otro animal. De hecho, no nada. No
está nada claro por qué merece el ilustre nombre de Cordado. El típico tunicado
es una bolsa llena de agua salada adherida a una piedra y dotada de un intestino
y unos órganos reproductores. En la parte superior de la bolsa hay dos sifones,
uno para absorber agua y otro para expulsarla. El agua entra continuamente por
un sifón y vuelve a salir por el otro, pasando por el camino a través de la cesta
faríngea, un filtro reticular que criba partículas de alimento. Algunos tunicados
se agrupan en colonias, pero todos los individuos hacen básicamente lo mismo.
Ningún tunicado recuerda por lo más remoto a un pez ni a vertebrado alguno, ni
siquiera al anfioxo.
Incorporación de los tunicados. Los animales provistos de
un rígido notocordio cartilaginoso se engloban en el grupo de
los Cordados (los seres humanos conservamos vestigios de
ese cordón en los discos que tenemos entre las vértebras). Es
un hecho aceptado desde hace tiempo que, dentro de los
Cordados, los tunicados y sus semejantes (que suman unas
2000 especies conocidas) son los que guardan un parentesco
más lejano con todos los demás, algo que también se ha visto
corroborado por recientes datos moleculares.

Ilustración: ascidia azul (Rhopalaea crassa).


Ningún tunicado adulto, mejor dicho. Porque lo cierto es que, por mucho que
difieran de los cordados en su fase adulta, las larvas de los tunicados parecen
renacuajos. O larvas de lamprea (los amocetes del verso de Gargstang que hemos
citado en el cuento anterior). Al igual que muchas otras larvas de animales
sésiles y bentónicos que se alimentan filtrando el agua, las larvas de los
tunicados nadan entre el plancton. Se impulsan moviendo una cola postanal de
un lado a otro. Tienen notocordio y cordón nervioso dorsal, y su aspecto es,
como mínimo, el de un cordado rudimentario. Cuando están listas para
metamorfosearse en adultos, se adhieren con la cabeza a una roca (o a cualquiera
que vaya a ser su asentamiento en la fase adulta), pierden la cola, el notocordio y
la mayor parte del sistema nervioso, y se tornan sedentarias de por vida.
Las larvas de los tunicados reciben incluso el nombre de larvas renacuajo. El
mismo Darwin reparó en su importancia y les dedicó la siguiente introducción
(poco halagadora, la verdad) bajo el nombre de ascidias:

Casi no parecen animales. Consisten en un simple saco duro y correoso con dos pequeños orificios
protuberantes. Pertenecen a los moluscoides de Huxley, una subdivisión del gran reino de los Moluscos,
aunque últimamente algunos naturalistas los sitúan entre los gusanos. Las larvas se parecen un poco a
los renacuajos y son capaces de nadar a voluntad.

He de decir que ya no existe ni el grupo de los moluscoides ni el de los gusanos,


y que los tunicados ya no se consideran cercanos a los moluscos ni a los
gusanos. Darwin menciona lo contento que se puso al descubrir una de esas
larvas en las Malvinas, en 1833, y prosigue así:

El señor Kovalevsky ha señalado recientemente que las larvas de las ascidias están relacionadas con los
vertebrados en cuanto a desarrollo, a la posición relativa del sistema nervioso y al hecho de poseer una
estructura muy parecida al chorda dorsalis de los animales vertebrados… Tendríamos, pues, motivos
justificados para creer que, en épocas remotísimas, debió de existir un grupo de animales, semejante en
muchos aspectos a las larvas de las actuales ascidias, que se escindió en dos grandes ramas: la que sufrió
un retroceso y dio lugar a la clase de las Ascidias, y la que subió a lo más alto del reino animal y dio
origen a los Vertebrados.

Pero ahora nos encontramos con una división de opiniones entre expertos.
Existen dos teorías de lo que ocurrió: la que aventuró Darwin y la que en «El
Cuento del Ajolote» hemos atribuido a Walter Garstang. Recordará el lector el
mensaje de dicho cuento, la cuestión de la neotenia: en ocasiones, los órganos
sexuales se desarrollan en la fase larvaria y el organismo madura sexualmente
aunque en otros aspectos continúe siendo inmaduro. Ya hemos aplicado las
enseñanzas del ajolote a los perros pequineses, a los avestruces e, incluso, a
nosotros mismos: según algunos científicos, los humanos seríamos simios
neoténicos que hemos acelerado nuestro desarrollo reproductivo y eliminado la
fase adulta de nuestro ciclo vital.
Garstang aplicó esta misma teoría a los tunicados. A su modo de ver, la fase
adulta de nuestro remoto antepasado era una ascidia sésil que desarrolló la larva
renacuajo como adaptación para dispersarse, del mismo modo que las semillas
de diente de león cuentan con un pequeño paracaídas para que la siguiente
generación arraigue lejos del emplazamiento de su progenitor. Según Garstang,
los vertebrados descendemos de larvas de tunicados que no llegaron a crecer; o
dicho de otro modo, de larvas cuyos órganos reproductores se desarrollaron, pero
que nunca llegaron a convertirse en tunicados adultos.
Si Aldous Huxley levantase la cabeza, podría escribir una novela en la que la
longevidad humana fuese tan grande que un super Matusalén podría terminar
sentando la cabeza y metamorfoseándose en una ascidia gigantesca, anclada de
por vida al sofá delante de la televisión. La trama cobraría mayor fuerza satírica
gracias al mito popular de que las larvas de ascidia, cuando abandonan la
actividad pelágica para tornarse adultos sésiles, se comen su propio cerebro. Se
ve que, en su día, alguien debió de ofrecer una versión algo pintoresca del
proceso, mucho más prosaico, por el cual las larvas de tunicado, al igual que las
orugas dentro de la crisálida, descomponen sus tejidos y los reciclan para
construir el cuerpo adulto. Esto incluye la desintegración del ganglio de la
cabeza, que era útil cuando la larva nadaba activamente entre el plancton.
Prosaico o no, lo cierto es que una metáfora tan prometedora como ésa no podía
pasar desapercibida: era inevitable que un meme tan fecundo se propagase. Más
de una vez me he topado con la afirmación de que las larvas de los tunicados,
cuando les llega el momento de optar por una vida sedentaria, «se comen su
propio cerebro, como los profesores adjuntos cuando consiguen la plaza fija».
Dentro del subfilo de los tunicados existe un grupo de animales llamados
larváceos que, aunque desde el punto de vista reproductivo sean adultos, se
asemejan a las larvas de que venimos hablando. Garstang, viendo en ellos una
reedición más reciente de su antiguo guión evolutivo, les echó el guante: a su
modo de ver, los larváceos descendían de tunicados sésiles que vivían en el
fondo del mar y tenían una fase larvaria planctónica. Desarrollaron la capacidad
reproductora en la fase larvaria y eliminaron la fase adulta de su ciclo vital. Todo
esto podría haber sucedido en épocas bastante recientes, lo cual nos da una
fascinante idea de lo que tal vez les ocurrió a nuestros antepasados hace 500
millones de años.
La teoría de Garstang es, sin duda, atractiva y durante muchos años gozó de
un notable predicamento, sobre todo en Oxford, gracias a la influencia de Alister
Hardy, el persuasivo yerno de Garstang. En fechas recientes, sin embargo, los
análisis genéticos han inclinado la balanza del lado de la teoría original de
Darwin. Si los larváceos constituyen una recreación reciente del antiguo
escenario descrito por Garstang, deberían estar más relacionados con algunos
tunicados modernos que con otros. Por desgracia, no es así. La ramificación más
antigua dentro de todo el filo es la que separó a los larváceos de todos los demás.
Esto no demuestra tajantemente que Garstang estuviese equivocado pero, tal y
como me ha señalado Peter Holland, el actual titular de la cátedra de Alister
Hardy, resta solidez a sus argumentos (y de un modo que ni Garstang ni Hardy
podrían haber previsto).
La fecha que he adoptado para la antigüedad del Contepasado 24 es hace 565
millones de años, lo cual lo convierte en nuestro tatarabuelo número 257
millones, pero estas cifras son cada vez más aproximativas. Puede que se
pareciese a una larva de tunicado, pero, en contra de lo que sostenía Garstang, lo
más probable es que los tunicados adultos evolucionasen después, tal y como
sugirió Darwin. Éste dio tácitamente por supuesto que el adulto de esa remota
especie se parecía a un renacuajo. Una rama de sus descendientes conservó el
aspecto de renacuajo y evolucionó hasta dar origen a los peces, mientras que la
otra rama obtuvo una plaza fija, se asentó en el fondo del mar y se convirtió en
un filtrador sésil, conservando su antigua forma adulta únicamente en la fase
larvaria.
Encuentro 25
Ambulacrarios

Nuestra partida de peregrinos es ya una horda bulliciosa compuesta por todos los
vertebrados más sus parientes, los cordados primitivos, los anfioxos y los
tunicados. Resulta un tanto sorprendente que los siguientes peregrinos en
incorporarse a nuestras filas, nuestros parientes más cercanos entre los
invertebrados, sean unas criaturas tan extrañas (no tardaré en calificarlas de
marcianas) como la estrella de mar, el erizo de mar, la ofiura o el pepino de mar.
Todos ellos, junto con un grupo extinguido en su mayor parte, los llamados
crinoideos o lirios de mar, constituyen el filo de los Equinodermos, o animales
«de piel espinosa». Antes de agregársenos, los equinodermos se habían unido a
unos cuantos grupos de criaturas vermiformes a los que, a falta de pruebas
moleculares, se solía clasificar en otros lugares del reino animal. Los
balanoglosos y semejantes (Enteropneustos y Pterobranquios) se consideraban,
como los tunicados, miembros del grupo de los Protocordados. En la actualidad,
los análisis moleculares los vinculan a los equinodermos, de los cuales no están
tan alejados, en un superfilo llamado Ambulacrarios.
Incorporación de las estrellas de mar y semejantes. Los Cordados pertenecemos a una gran rama de
animales conocidos como Deuteróstomos. Recientes estudios moleculares dan a entender que las
aproximadamente 8100 especies de Deuteróstomos forman un mismo grupo. Este nuevo grupo, al que se ha
dado el nombre de Ambulacrarios, parece bastante sólido, aunque hay dudas en cuanto a la inclusión dentro
de los Xenoturbélidos de un par de especies un tanto amorfas.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: pepino tropical o manzana de mar (Pseudocolochirus violaceus);


erizo de mar (Echinus esculentus); estrella de mar común (Asterias rubens); ofiura (especie Ophiothrix);
Cenometra bella; enteropneusto.

Entre los Ambulacrarios también se incluye ahora a un curioso gusanito llamado


Xenoturbella. Nadie sabía dónde colocar al pequeño Xenoturbella, que no posee
casi nada de lo debe tener cualquier gusano que se precie, como un verdadero
sistema digestivo y excretor. Los zoólogos se dedicaron a mover a esta oscura
criatura de filo en filo hasta que, en 1997, cuando ya lo habían dado por
imposible, alguien anunció que, a pesar de las apariencias, se trataba de un
molusco bivalvo pariente de los berberechos que había sufrido un proceso
degenerativo. La rotunda afirmación se basaba en pruebas moleculares. El ADN
de Xenoturbella se parece mucho al de un berberecho y además, como para
zanjar la cuestión de forma categórica, en varios especímenes del gusanito de
marras se encontraron huevos de molusco. Pero, ¡atención! Como si
estuviésemos ante la clásica pesadilla del moderno detective forense (la
contaminación del ADN del presunto asesino por el de la víctima), resulta que la
razón por la que Xenoturbella contiene ADN y huevos de moluscos es… que se
alimenta de moluscos. Lo que queda de Xenoturbella auténtico cuando se extrae
el ADN de molusco revela una afinidad más sorprendente si cabe: Xenoturbella
es un miembro de los Ambulacrarios, posiblemente el último que se les unió
antes de que nos encontremos con ellos en el Encuentro 25. Otras pruebas
moleculares sitúan este encuentro a finales del Precámbrico, tal vez hace unos
570 millones de años. Calculo que el Contepasado 25 es nuestro tatarabuelo
número 280 millones. No tenemos ni idea de cómo era, pero no cabe duda de
que se parecía más a un gusano que a una estrella de mar. Todo apunta a que los
Equinodermos desarrollaron su simetría radial a partir de antepasados con
simetría bilateral: los llamados Bilaterios o Bilaterales.
Los Equinodermos constituyen un gran filo que engloba unas seis mil
especies modernas y un registro fósil muy respetable que se remonta hasta el
Cámbrico. Entre esos fósiles arcaicos figuran algunas criaturas con una asimetría
de lo más extraña. De hecho, tal vez sea ése el primer adjetivo que le viene a uno
a la cabeza cuando contempla un equinodermo: extraño. Un colega mío calificó
en cierta ocasión a los moluscos cefalópodos (pulpos, calamares y sepias) de
marcianos. No le faltaba razón, pero mi candidato para dicho calificativo sería la
estrella de mar. En este contexto, un marciano es aquella criatura cuya extrañeza,
al mostrarnos lo que no somos, nos ayuda a ver con más claridad lo que somos.
La mayoría de los animales terrestres poseen simetría bilateral: tienen un
extremo anterior y un extremo posterior, un lado izquierdo y un lado derecho. La
simetría de las estrellas de mar, en cambio, es radial: tienen la boca justo en
medio del lado inferior y el ano justo en medio del superior. La mayoría de los
Equinodermos son similares, aunque los erizos de mar y los dólares de la arena
han redescubierto hasta cierto punto la simetría bilateral para excavar en la arena
y presentan una parte delantera y otra trasera bien diferenciadas. En el supuesto
de que las marcianas estrellas de mar tengan lados, tendrán cinco (o, en algunos
casos, un número mayor), no dos, como la mayoría de los animales terrestres.
Éstos, además, tienen sangre; las estrellas de mar, en cambio, tienen agua de mar.
Los animales terrestres se mueven, en su mayoría, gracias a la acción mecánica
de los músculos sobre los huesos o algún otro elemento esquelético. Las estrellas
de mar se mueven mediante un sistema hidráulico único que funciona a base de
agua bombeada. Sus verdaderos órganos locomotores son los cientos de
minúsculos piececillos tubulares o pedicelos dispuestos en hileras en el lado
inferior a lo largo de los cinco radios. Cada uno de los pedicelos se asemeja a un
tentáculo delgado con una pequeña ventosa redonda en la punta. Por separado
son demasiado pequeños para poder mover al animal, pero todos juntos le
permiten un movimiento lento pero seguro. Cada pedicelo tiene en su extremo
una diminuta ampolla; cuando ésta se comprime, ejerce una presión hidráulica
que hace que el pedicelo se estire. El ciclo de actividad de cada pedicelo se
asemeja al de una minúscula pata: una vez ejercida la fuerza de arrastre, libera la
ventosa, se levanta y vuelve a alargarse hacia delante para fijar la ventosa en un
nuevo punto de apoyo y dar otro paso.
Los erizos de mar se desplazan de la misma manera. Los pepinos de mar, que
tienen forma de salchichas verrugosas, también se desplazan así, aunque los que
se entierran en la arena se mueven igual que los gusanos, esto es, primero
comprimen el cuerpo para que se prolongue hacia delante, y acto seguido tiran
del extremo posterior. Las ofiuras, que (normalmente) tienen cinco brazos
esbeltos y ondulantes que nacen de un disco central casi circular, se desplazan
remando con los brazos enteros, no arrastrándose mediante pedicelos. Las
estrellas de mar también poseen músculos capaces de mover los brazos. Los
usan, por ejemplo, para atrapar presas y abrir las conchas de los mejillones.
El término delantero es arbitrario cuando se trata de estos marcianos, y esto
vale tanto para las estrellas de mar como para las ofiuras y la mayoría de los
erizos de mar. A diferencia de casi todas las formas de vida terrestres, que
poseen un extremo anterior representado por la cabeza, las estrellas de mar
pueden «encabezar la marcha» con cualquiera de sus cinco brazos. De algún
modo, los centenares de pedicelos se las arreglan para seguir al «brazo
conductor», pero este papel de liderazgo pasa de un brazo a otro. La
coordinación se logra mediante un sistema nervioso, pero se trata de un sistema
nervioso diferente de los otros que conocemos. La mayoría de los sistemas
nerviosos se basan en un largo cable troncal que va de delante a atrás, ya sea a lo
largo de la cara dorsal (como nuestra médula espinal) o de la ventral, en cuyo
caso suele ser doble, con una trama de conexiones entre el lado derecho y el lado
izquierdo (como en los gusanos y en todos los artrópodos). En la típica criatura
terrestre, el cable longitudinal tiene ramificaciones neurales, a menudo
dispuestas por parejas en segmentos (los llamados metámeros) que se repiten en
serie de delante a atrás. Y por lo general posee ganglios, unos nódulos que
cuando son lo bastante grandes reciben un nombre más respetable: cerebro. El
sistema nervioso de las estrellas de mar es completamente diferente. Como cabía
esperar, está dispuesto en forma de radios. Consta de un anillo completo, justo
alrededor de la boca, del que salen cinco cables (o tantos como brazos posea el
animal), uno a lo largo de cada brazo. Como es lógico, los pedicelos de cada
brazo están controlados por el cable que recorre el brazo.
Además de los pedicelos, algunas especies también poseen centenares de los
llamados pedicelarios dispuestos por la cara inferior de los cinco brazos.
Dotados de minúsculas pinzas, los pedicelarios sirven para coger comida o como
defensa contra pequeños parásitos.
Por muy marcianos que parezcan, lo cierto es que las estrellas de mar y sus
semejantes son parientes relativamente cercanos del hombre. De todas las
especies animales, sólo menos de un cuatro por ciento guarda con nosotros un
parentesco más cercano que las estrellas de mar. La mayor parte del reino animal
todavía no se ha incorporado a nuestra peregrinación y casi toda esa inmensa
horda de peregrinos llegará de golpe en el Encuentro 26. Los protóstomos están
a punto de apabullar incluso a la multitud de peregrinos que ya está en marcha.
Encuentro 26
Protóstomos

A estas alturas, sumidos como estamos en las profundidades del tiempo


geológico y cada vez más privados del respaldo irrebatible de los fósiles, nos
vemos obligados a depender por completo de la técnica que en el «Prólogo
General» denominé telemetría molecular. La parte buena es que esta técnica
cada vez más refinada y ha venido a confirmar una convicción que los
anatomistas o, mejor dicho, los embriólogos comparativos, tenían desde hace
mucho tiempo: que la mayor parte del reino animal se halla dividida en dos
grandes subreinos, los deuteróstomos y los protóstomos.
Y aquí es donde entra en escena la embriología. En el inicio de su vida
embrionaria, los animales, en general, experimentan un acontecimiento decisivo
llamado gastrulación. El ilustre embriólogo Lewis Wolpert, voz discordante del
mundo científico, dijo:

El momento más importante de nuestras vidas no es del nacimiento, ni el del matrimonio ni el de la


muerte, sino el de la gastrulación.

La gastrulación es algo que todos los animales hacen en las primeras etapas de
su vida. En general, antes de la gastrulación, el embrión de un animal consiste en
una bola de células hueca llamada blástula cuyas paredes están formadas por una
sola capa del grosor de una célula. Durante la gastrulación, la bola se invagina
para formar una cavidad de dos capas de grosor. La apertura de la cavidad se
cierra hasta formar un pequeño orificio llamado blastoporo. Casi todos los
embriones animales pasan por esta etapa, luego cabe presumir que es una
característica antiquísima. Lo lógico sería suponer que una apertura tan
fundamental se convierta en uno de los dos orificios principales del cuerpo, y
con razón. Pero he aquí la gran división del reino animal, entre los
Deuteróstomos (todos los peregrinos anteriores al Encuentro 26, incluidos
nosotros) y los Protóstomos (la ingente multitud que se nos une en el Encuentro
26).
Incorporación de los protóstomos. En este Encuentro, las aproximadamente 60.000 especies conocidas de
deuteróstomos se unen a más de un millón de especies conocidas de protóstomos. La filogenia de los
protóstomos aquí representada es consecuencia de una de las reorganizaciones más radicales propiciadas
recientemente por la genética. Ahora todos los taxónomos dan por buena la división entre los dos grandes
grupos (protóstomos y deuteróstomos) pero el orden de ramificación dentro de los mismos es sumamente
dudoso. En particular, existe bastante incertidumbre en cuanto al orden de las siete líneas ancestrales de la
izquierda (los Lofotrocozoos).

Ilustraciones, de izquierda a derecha: arenaria o gusano de cordel (especie Arenicola); caracol (Helix
aspersa); briozoo desconocido; grastrotrico (Chaetonotus simrothi); planaria (Pseudocerus dimidiatus);
rotífero bdeloideo (Philodina gregaria); nematodo desconocido; hormiga cortadora de hojas (especie Atta);
gusano aterciopelado (Peripatopsis moseleyi); tardígrado desconocido.

En la embriología de los Deuteróstomos, el destino del blastoporo es convertirse


en el ano (o, como mínimo, el ano se desarrolla cerca del blastoporo). La boca
aparece después, un orificio diferente en el extremo opuesto del intestino. Los
Protóstomos lo hacen de otra forma: en unos, el blastoporo se convierte en la
boca, y el ano aparece después; en otros, el blastoporo es una hendidura que
posteriormente se fusiona en el medio: uno de los extremos todavía abiertos se
convierte en la boca, y el otro en el ano. Protóstomo significa «la boca en primer
lugar». Deuteróstomo significa «la boca en segundo lugar».
Esta clasificación embriológica tradicional del reino animal se ha visto
confirmada por los modernos análisis moleculares. Efectivamente, hay dos
grandes tipos de animales, los deuteróstomos (nuestro grupo) y los protóstomos
(todos los demás). Ahora bien, los revisionistas moleculares (en cuyo criterio me
baso) han colocado en el subreino de los Protóstomos algunos filos que solían
incluirse en el de los Deuteróstomos. Se trata de los tres filos conocidos como
lofoforados (los foronídeos, los braquiópodos y los briozoos), que ahora se
agrupan junto con los moluscos y los anélidos en la división de los
Lofotrocozoos, dentro de los Protóstomos. Que no se le ocurra al lector
memorizar el nombre de lofoforados; lo he mencionado simplemente porque
puede que a los zoólogos más veteranos les sorprenda no encontrárselos entre los
Deuteróstomos. Asimismo, existen algunos animales que no son ni Protóstomos
ni Deuteróstomos, pero ya nos ocuparemos de ellos más adelante.
El Encuentro 26 es el mayor de todos; más que un encuentro, es una
gigantesca concentración de peregrinos. ¿Cuándo tiene lugar? Es difícil calcular
una fecha tan remota. Calculo que hace unos 590 millones de años, con un
amplio margen de error tanto por arriba como por abajo. Lo mismo vale para la
afirmación de que el Contepasado 26 es nuestro trescientosmillonésimo
tatarabuelo. Los Protóstomos representan el grueso del contingente de peregrinos
animales. Como nuestra especie pertenece a la rama de los Deuteróstomos, les
he concedido una especial atención en este libro; a los Protóstomos, en cambio,
los presento a todos de golpe, incorporándose a la peregrinación todos juntos, en
un mismo punto de encuentro. Los Protóstomos no son los únicos que lo verían a
la inversa: cualquier observador imparcial también.
Los Protóstomos comprenden muchos más filos que los Deuteróstomos,
entre ellos los mayores de todos. Engloban a los Moluscos, que poseen el doble
de especies que los Vertebrados, a los tres grandes filos de Gusanos (nematodos,
platelmintos y anélidos) y, por encima de todos, a los Artrópodos: insectos,
crustáceos, arañas, escorpiones, ciempiés, milpiés y varios otros grupos menores.
Por sí solos, los insectos constituyen, como mínimo, tres cuartas partes de todas
las especies animales del planeta, y puede que más. Como dice Robert May, el
actual presidente de la Royal Society, en la práctica todas las especies son
insectos.
Antes de la llegada de la taxonomía molecular, los animales se agrupaban y
dividían en función de su anatomía y embriología. De todas las categorías
clasificatorias —especie, género, órden, clase, etc.—, el filo gozaba de un
estatus especial, casi místico. Los animales que pertenecían al mismo filo
estaban claramente relacionados entre sí. Los que pertenecían a filos diferentes
eran demasiado distintos como para poder tomarse en serio cualquier posible
relación entre ellos. Los filos estaban separados por un abismo prácticamente
insalvable. Hoy en día, la comparación molecular indica que los filos están
mucho más conectados de lo que se creía. En cierto modo, era algo obvio: nadie
pensaba que los filos animales hubiesen surgido del limbo primordial por
separado. Tenían que estar relacionados entre sí según el mismo modelo
jerárquico de los elementos que los constituyen. Lo único que ocurría es que esas
conexiones se perdían en la noche de los tiempos y eran difíciles de apreciar.
Había excepciones. Basándose en la embriología, los taxónomos admitían el
agrupamiento Protóstomos-Deuteróstomos por encima del nivel del filo. Y
dentro de los Protóstomos se aceptaba mayoritariamente que los Anélidos (las
lombrices segmentadas, las sanguijuelas y los poliquetos) estaban relacionados
con los Artrópodos en tanto que ambos tenían un plan corporal segmentado.
Como veremos más adelante, esta conexión en particular parece ser errónea: hoy
en día los Anélidos se asocian con los moluscos. A decir verdad, siempre resultó
desconcertante que la larva de los anélidos marinos se pareciese tanto a la de
muchos moluscos; no en vano se las conoce por el mismo nombre: larva
trocófora. Si es correcto colocar a los anélidos en la misma categoría que los
moluscos, eso significa que lo que se inventó dos veces fue la segmentación (por
los anélidos y los artrópodos), no la larva trocófora (por los anélidos y los
moluscos). El parentesco entre los anélidos y los moluscos, y su separación de
los artrópodos, es una de las mayores sorpresas que la genética molecular ha
deparado a los zoólogos que crecimos estudiando una taxonomía basada en la
morfología.
A partir de los análisis moleculares, los filos de los protóstomos se agrupan
en dos, o puede que tres, grupos principales que, supongo, podríamos llamar
superfilos. Algunos expertos se resisten a aceptar esta clasificación, pero yo, sin
dejar de reconocer que podría ser errónea, voy a seguir utilizándola. Los dos
primeros superfilos se llaman Ecdisozoos y Lofotrocozoos. El tercer superfilo,
que no goza de tanta aceptación pero que prefiero considerar como tal en lugar
de agruparlo con los lofotrocozoos, como hacen algunos, es el de los Platizoos.
Los Ecdisozoos deben su nombre a su característico hábito de crecer por
muda: la llamada ecdisis (voz griega que más o menos significa «desvestirse»).
De esto se deduce inmediatamente que los insectos, los crustáceos, las arañas,
los milpiés, los ciempiés, los trilobites y otros artrópodos son Ecdisozoos, lo que
quiere decir que la facción ecdisozoaria de los Protóstomos es realmente enorme,
superando de largo las tres cuartas partes del reino animal.
Los artrópodos dominan tanto la tierra (principalmente los insectos y las
arañas) como el mar (los crustáceos y, en épocas pasadas, los trilobites). A
excepción de los euriptéridos, los escorpiones[1] del Paleozoico que, según
conjeturamos, debían de aterrorizar a los peces de aquel entonces, los artrópodos
no han alcanzado un tamaño tan grande como el de algunos vertebrados. Esto
suele atribuirse a las limitaciones impuestas por el exoesqueleto acorazado y los
rígidos tubos articulados que les recubren el cuerpo y las extremidades, lo cual
les obliga a crecer por ecdisis, esto es, despojándose periódicamente de la
cutícula y desarrollando una nueva y mayor. Lo que no acabo de tener claro es
cómo se las arreglaban los euriptéridos para eludir esta supuesta limitación al
tamaño.
La clasificación de las diferentes clases de artrópodos sigue siendo motivo de
discordia. Algunos zoólogos mantienen la antigua opinión de que los insectos
deben ir con los miriápodos (ciempiés, milpiés y similares), separados de los
crustáceos, pero la mayoría agrupa a los insectos con los crustáceos, dejando
fuera a los miriápodos y a los arácnidos. Unos y otros coinciden en que las
arañas y los escorpiones, además de los terroríficos euriptéridos, pertenecen al
grupo de los quelicerados. Limulus, el fósil viviente conocido con el
desafortunado nombre de cangrejo de las Molucas, también se incluye entre los
quelicerados, a pesar de su aparente semejanza con los extintos trilobites, que
constituyen por sí mismos un grupo aparte.
Afines a los artrópodos dentro de los Ecdisozoos, y en ocasiones conocidos
como panartrópodos, hay dos pequeños contingentes de peregrinos, los
onicóforos y los tardígrados. Ahora, los onicóforos o gusanos aterciopelados,
como Peripatus, se clasifican en el filo de los Lobopodios, que, como veremos
en «El Cuento del Gusano Aterciopelado», cuenta con un importante registro
fósil. Peripatus se parece un poco a una oruga con una cara muy simpática,
aunque, en este sentido, los que se llevan la palma son los tardígrados: siempre
que veo uno me dan ganas de quedármelo como mascota. También conocidos
como osos de agua, los tardígrados tienen, efectivamente, el adorable aspecto de
un osezno. De un osezno muy pequeño, eso sí, pues sin microscopio cuesta
mucho verlos agitando sus ocho patitas regordetas con una torpeza infantil
encantadora.
El otro gran filo dentro del superfilo de los Ecdisozoos es el de los gusanos
nematodos, que también son numerosísimos, como señaló de forma memorable
hace mucho tiempo el zoólogo estadounidense Ralph Buchsbaum:

Si desapareciese toda la materia del universo salvo los nematodos, nuestro mundo seguiría siendo
vagamente reconocible… Encontraríamos las montañas, colinas, valles, ríos, lagos y océanos
representados por una capa de nematodos… Los árboles seguirían en pie, formando fantasmales hileras
que representarían nuestras calles y autopistas. Sería posible localizar las diversas plantas y animales, y,
en muchos casos, si tuviésemos el suficiente conocimiento, hasta el nombre de las diferentes especies,
examinando los nematodos que las parasitaban.

La primera vez que leí el libro de Buchsbaum me entusiasmó esa imagen, pero
ahora he de confesar que, después de releerlo, tengo mis dudas. Digamos,
simplemente, que los gusanos nematodos son sumamente numerosos y
omnipresentes.
Otros filos de menor entidad dentro de los Ecdisozoos comprenden diversos
tipos de gusanos, como los priapúlidos o gusanos fálicos. El nombre es bastante
adecuado, aunque el campeón en este sentido es la seta cuyo nombre latino es
Phallus (de la que hablaremos en el Encuentro 34). A primera vista, sorprende
que en la actualidad los priapúlidos se clasifiquen tan alejados de los anélidos.
Los peregrinos lofotrocozoos pueden verse superados en número por los
ecdisozoos, pero hasta ellos son mucho más numerosos que nosotros los
deuteróstomos. Los dos grandes filos dentro de los lofotrocozoos son los
moluscos y los anélidos. No cabe confundir a los gusanos anélidos con los
nematodos, ya que los primeros son segmentados (al igual que los artrópodos,
como acabamos de ver). Esto significa que su cuerpo está constituido por una
serie de segmentos que se repiten a lo largo del cuerpo, como los vagones de un
tren. Muchas partes del cuerpo, como, por ejemplo, los ganglios nerviosos y los
vasos sanguíneos que rodean el intestino, se repiten en cada uno de los
segmentos a lo largo de todo el cuerpo. Lo mismo ocurre con los artrópodos; el
caso más evidente es el de los milpiés y ciempiés, cuyos segmentos son todos
prácticamente iguales. En las langostas, o, más aún, en los cangrejos, muchos de
los segmentos son diferentes entre sí, pero así y todo salta a la vista que tienen el
cuerpo segmentado longitudinalmente. Seguro que sus antepasados tenían
segmentos más uniformes, como las cochinillas de humedad o los milpiés.[2] En
este sentido, los gusanos anélidos son como los milpiés o las cochinillas, aunque
son parientes más cercanos de los moluscos no segmentados. Los anélidos más
conocidos son las lombrices comunes. En Australia tuve el privilegio de ver
lombrices gigantes (Megascolides australis), que, según se dice, pueden alcanzar
los cuatro metros de longitud.
Dentro de los lofotrocozoos hay más filos vermiformes, como, por ejemplo,
los gusanos nemertinos, que no deben confundirse con los nematodos. La
semejanza del nombre es desafortunada y no ayuda mucho que digamos, pero
para mayor confusión existen otros dos filos de gusanos llamados nematomorfos
y nemertodermátidos. Nema, o nematos, significa «hilo» en griego, mientras que
Nemertes es el nombre de una ninfa marina: una desafortunada coincidencia. En
una excursión a la costa de Escocia con nuestro profesor de biología, el
entusiasta I. F. Thomas, encontramos un nemertino gigante, Lineus longissimus,
una especie legendaria capaz de crecer hasta los 50 metros de longitud. Nuestro
espécimen medía como mínimo diez metros, pero no recuerdo la cifra exacta, y
como, por desgracia, el señor Thomas ha perdido la fotografía con que
inmortalizó tan memorable hallazgo, éste quedará en la memoria como una
versión nemertiana de las típicas mentiras de los pescadores.
Hay varios otros filos más o menos vermiformes, pero el más grande y más
importante de todos los filos de los lofotrocozoos es el de los moluscos:
caracoles, ostras, amonites, pulpos y semejantes. Aunque la mayoría de los
peregrinos moluscos se arrastran a paso de caracol, los calamares están entre los
nadadores más rápidos del mar, gracias a una especie de propulsión a chorro.
Ellos, y sus primos los pulpos, son capaces de llevar a cabo los cambios de
coloración más espectaculares del reino animal, con muchísima más pericia que
el proverbial camaleón, y mucho más rápido. Los amonites eran unos parientes
de los calamares dotados de unas caracolas con forma de espiral que les servían
de órganos de flotación, como es el caso del moderno Nautilus. En su día, los
amonites infestaban los mares, pero terminaron extinguiéndose a la vez que los
dinosaurios. Me figuro que también cambiaban de color.
Otro gran grupo dentro de los moluscos es el que forman los bivalvos: ostras,
mejillones, almejas, vieiras, etc. Los bivalvos tienen un solo músculo, pero
sumamente fuerte, el aductor, cuya función es cerrar las dos valvas que les dan
nombre y mantener la concha cerrada como defensa contra los depredadores.
Cuídese mucho el lector de meter el pie dentro de una almeja gigante (Tridacna),
porque no lo sacaría jamás. Entre los bivalvos figura la llamada broma o teredo,
que usan las valvas para perforar el casco de los barcos de madera y los pilones
de los muelles y embarcaderos. Es probable que el lector haya visto alguna vez
la huella de sus andanzas: unos agujeros perfectamente circulares. Las barrenas
ovaladas, de la familia de los foládidos, hacen algo parecido, sólo que en las
rocas.
Superficialmente similares a los bivalvos son los braquiópodos, que también
forman parte del enorme contingente lofotrocozoico de los peregrinos
protóstomos, pero no son parientes cercanos de los bivalvos. En «El Cuento del
Pez Pulmonado» ya nos hemos encontrado con uno de ellos, Lingula, uno de los
famosos fósiles vivientes. En la actualidad sólo quedan unas 350 especies de
braquiópodos, pero en el Paleozoico competían de tú a tú con los bivalvos.[3] El
parecido entre ambos es superficial: las dos valvas de los moluscos son laterales,
izquierda y derecha, mientras que las de los braquiópodos son una superior y
otra inferior. El estatus de los peregrinos braquiópodos, así como el de dos
grupos afines de lofotrocozoos llamados forónidos y briozoos, sigue siendo
objeto de discusión. Como ya he mencionado anteriormente, al colocarlos dentro
de los Lofotrocozoos (a cuyo nombre, de hecho, han contribuido) me estoy
guiando por la escuela de pensamiento dominante en la actualidad. Algunos
zoólogos los dejan donde solían estar, esto es, no entre los Protóstomos sino
entre los Deuteróstomos, pero me temo que la suya sea una batalla perdida.
Según algunos expertos, el tercer gran grupo del superfilo de los
Protóstomos, los Platizoos, debería unirse al de los Lofotrocozoos. Plati
significa «plano», y el nombre de Platizoos procede de uno de los filos que lo
componen, los Platelmintos o gusanos planos. Helminto significa «gusano
intestinal», pero, si bien algunos platelmintos son parásitos (las tenias y los
trematodos), también hay un gran grupo de platelmintos de vida libre: los
turbelarios, que suelen ser bellísimos. Recientemente, los taxónomos han sacado
de los Protóstomos a algunas de las especies que tradicionalmente se
clasificaban dentro de los platelmintos, como, por ejemplo, los acelos, de los que
nos ocuparemos enseguida.
Otros filos se colocan provisionalmente dentro de los Platizoos, pero por la
sencilla razón de que no hay otro lugar más seguro donde ponerlos y, en general,
ni siquiera son planos. Aunque pertenezcan a la categoría de los filos menores,
son fascinantes por derecho propio y, en un manual de zoología invertebrada,
cada uno de ellos merecería un capítulo entero, pero, por desgracia, tenemos una
peregrinación que completar y hemos de apretar el paso. De todos ellos me
limitaré a mencionar a los rotíferos, que tienen un cuento que contarnos.
Los rotíferos son tan pequeños que en un primer momento se les
clasificabajunto a los llamados animálculos, protozoos unicelulares. Lo cierto,
sin embargo, es que son pluricelulares y bastante complejos. Un grupo de
rotíferos, los bdeloideos, destaca por un hecho sorprendente, y es que nadie ha
visto jamás a un macho de la especie. De esto trata su cuento, al que no
tardaremos en llegar.
Ceci n’est pas une coquille. Braquiópodo fósil (Doleorthis) del Silúrido.

De manera que la inmensa riada de peregrinos Protóstomos, que recibe afluentes


de todo tipo y que sin duda constituye la corriente dominante del reino animal,
confluye en este punto de encuentro con los Deuteróstomos, el contingente
subalterno (comparativamente hablando) cuyo progreso hemos seguido hasta
ahora por la poderosa razón de que es el nuestro.
El gran antepasado de ambos, el Contepasado 26 desde el punto de vista
humano, es tremendamente difícil de reconstruir a una distancia temporal tan
enorme. Lo más probable es que fuese una especie de gusano. Pero esto equivale
simplemente a decir que era una cosa alargada, de simetría bilateral, con un lado
izquierdo y otro derecho, un lado ventral y otro dorsal, y una cabeza y una cola.
De hecho, algunos científicos se refieren a todos los animales que descienden del
Contepasado 26 con el nombre de bilaterios, término que yo también usaré. ¿Por
qué es tan común la forma de gusano? Los miembros más primitivos de los tres
subgrupos de Protóstomos, así como los Deuteróstomos más primitivos, tienen
en común esa estructura que en general podríamos denominar vermiforme. Así
que escuchemos un cuento que nos explique lo que supone ser un gusano.
Mi intención inicial era poner «El Cuento del Gusano» en los labios
grisáceos y fangosos de una arenaria o gusano de cordel[4] pero, por desgracia,
las arenarias pasan la mayor parte del tiempo en una galería con forma de U,
que, como enseguida veremos, es justamente lo menos indicado para nuestro
cuento. Lo que nos hace falta es el típico gusano que se arrastre o nade con
decisión hacia delante, un gusano para el que los términos delante y detrás,
izquierda y derecha, arriba y abajo, tengan un sentido claro y evidente. Así que
vamos a adjudicar el papel de narrador a un pariente cercano de la arenaria:
Nereis, la miñoca de mar o gusana del fango. Un artículo publicado en 1884 en
una revista de pescadores decía así: «El cebo que se utiliza es el ciempiés
acuático llamado gusana del fango». La gusana, naturalmente, no es un
ciempiés, sino un poliqueto que vive en el mar, por cuyo fondo suele arrastrarse,
aunque, llegado el caso, también es capaz de nadar.

EL CUENTO DE LA GUSANA DEL FANGO

Todo animal que se mueva, esto es, que se traslade de A a B en lugar de


permanecer en un mismo lugar agitando los brazos o bombeando agua a través
del cuerpo, necesitará con toda probabilidad una extremidad anterior
especializada. De alguna forma habrá que llamarla, así que llamémosla cabeza.
La cabeza es la primera en recibir las novedades. Parece lógico ingerir la comida
por el extremo que primero se la encuentra y concentrar ahí los órganos
sensoriales: tal vez un par de ojos, algún tipo de antenas, órganos del gusto y el
olfato. Lo mejor es que la mayor concentración de tejido nervioso —el cerebro
— esté cerca de los órganos sensoriales y cerca del extremo delantero, donde se
encuentra el aparato encargado de la ingestión de alimentos. Así pues, podríamos
definir la cabeza como el extremo principal, el que aloja la boca, los principales
órganos sensoriales y el cerebro (si lo hay). Otra buena idea es evacuar los
excrementos por algún lugar cercano al extremo posterior, lejos de la boca, para
evitar volver a ingerir lo que se acaba de expulsar. Dicho sea de paso, he de
recordar al lector que, por muy lógico que resulte todo esto cuando hablamos de
gusanos, en el caso de los animales de simetría radial, como las estrellas de mar,
es evidente que el argumento no sirve. No tengo ni la menor idea de por qué las
estrellas de mar y sus semejantes se desentendieron de este modelo; por cosas así
los califiqué de marcianos.
Volvamos a nuestro gusano primigenio. Hemos hablado de su asimetría
antero-posterior, pero ¿qué decir de la asimetría supero-inferior? ¿Por qué tiene
que existir un lado dorsal y un lado ventral? El argumento es parecido al
anterior, sólo que esta vez sirve tanto para los gusanos como para las estrellas de
mar. Dada la ley de la gravedad, es inevitable que existan muchísimas
diferencias entre arriba y abajo. Abajo es donde está el fondo del mar, donde se
produce la fricción; arriba es de dónde procede la luz solar, la dirección de donde
nos caen las cosas encima. Es muy poco probable que los peligros nos amenacen
por igual desde abajo que desde arriba; en cualquier caso, serán peligros
cualitativamente distintos. Así pues, nuestro gusano primitivo ha de tener dos
lados especializados, uno superior o dorsal y otro inferior o ventral, y no
simplemente desentenderse de cuál de los dos lados mira al suelo y cuál al cielo.
Si juntamos la asimetría antero-posterior con la dorso-ventral, habremos
definido automáticamente un lado izquierdo y un lado derecho. Sin embargo, a
diferencia de lo que ocurre con los otros dos ejes, no hay ninguna razón para
distinguir entre el lado izquierdo y el derecho: no hay motivos para que uno no
sea reflejo idéntico del otro. No amenazan más peligros por la izquierda que por
la derecha, ni viceversa. Tampoco se encuentra más comida por la izquierda que
por la derecha, aunque tal vez sí se encuentra más por arriba que por abajo, o al
contrario. Cualquiera que sea la disposición idónea para el lado izquierdo, no
hay ninguna razón general para que la del lado derecho sea diferente. Si los
músculos o extremidades no se repitiesen exactamente a ambos lados, el animal
se movería en círculos en lugar de en línea recta hacia algún objetivo.
Quizá resulta significativo que la única excepción que se me ocurre es
ficticia. Según una leyenda escocesa (que probablemente se inventó para divertir
a los turistas, muchos de los cuales por lo visto se la creen), el haggis es un
animal salvaje que vive en las tierras altas de Escocia. Tiene las patas de un lado
mucho más cortas que las del otro, como corresponde a su costumbre de correr
en sentido único por las laderas de las empinadas colinas de aquella región. El
ejemplo real más hermoso que se me ocurre es del calamar joya, un cefalópodo
australiano que tiene el ojo izquierdo mucho más grande que el derecho. Nada en
un ángulo de 45º, con el ojo izquierdo, grande y telescópico, apuntando hacia
arriba en busca de comida, y el derecho apuntando hacia abajo, atento a los
posibles depredadores. El chorlito piquituerto es un pájaro limícola de Nueva
Zelanda con el pico sensiblemente torcido hacia la derecha. Lo utiliza para
levantar guijarros en busca de pequeñas presas. Igualmente asombrosa es la
asimetría manual de los cangrejos violinistas, que poseen una pinza enorme para
luchar, o, mejor dicho, para demostrar que son capaces de luchar. Pero el caso
más sorprendente de asimetría en el reino animal tal vez sea el que me contó
Sam Turvey. Los fósiles de trilobites suelen presentar marcas de mordiscos,
señal de que escaparon por los pelos del ataque de algún depredador. Pues bien,
lo fascinante es que cerca del 70% de esas marcas son en el lado derecho, es
decir, que o bien los trilobites adolecían de asimetría a la hora de advertir a sus
enemigos, como el calamar joya, o que sus enemigos tenían una estrategia de
ataque asimétrica.
Pero todo esto son excepciones. Si las he mencionado es como curiosidad y
porque ofrecen un contraste significativo con el mundo simétrico de nuestro
gusano primitivo y sus descendientes. Nuestro rastrero arquetipo tiene el lado
izquierdo y el derecho exactamente iguales. Los órganos tienden a surgir por
parejas, y cuando se da alguna excepción, como en el caso del calamar joya, la
advertimos y comentamos al instante.
¿Y los ojos? ¿Tendrían ojos los primeros bilaterios? No basta con decir que
todos los descendientes actuales del Contepasado 26 tienen ojos. No basta
porque hay muchos tipos diferentes de ojos, tantos que se calcula que el ojo ha
evolucionado de forma independiente más de 40 veces en diversos ámbitos del
reino animal.[5] ¿Cómo podemos compatibilizar este dato con la afirmación de
que el Contepasado 26 tenía ojos?
Para dar una pista, permítaseme aclarar que lo que ha evolucionado 40 veces
por separado no es la sensibilidad a la luz en sí, sino la óptica capaz de formar
imágenes. El ojo tipo cámara fotográfica de los vertebrados y el ojo compuesto
de los crustáceos evolucionaron su óptica (que se basa en principios
radicalmente diferentes) cada uno por su cuenta. Pero los dos descienden de un
mismo órgano del antepasado común (el Contepasado 26), que probablemente
fuese una especie de ojo.
Las pruebas son de tipo genético, y muy convincentes. La mosca del vinagre,
Drosophila, tiene un gen llamado eyeless, «sin ojos». Los genetistas tienen la
perversa manía de poner a los genes el nombre del efecto negativo de sus
mutaciones. Por regla general, el gen eyeless contradice dicho apelativo
fabricando ojos. Cuando muta y no tiene su efecto normal sobre el desarrollo, la
mosca se queda sin ojos, de ahí el nombre. Es una convención terminológica
ridiculamente equívoca. Para evitar la confusión, en lugar de llamarlo eyeless,
me referiré a él con la abreviatura ey. Lo normal es que el gen ey haga ojos. Lo
sabemos porque cuando no funciona bien, las moscas nacen sin ojos. Y aquí es
donde la cosa se pone interesante. Resulta que los mamíferos tenemos un gen
muy parecido llamado Pax6, aunque en los ratones también se conoce como ojo
pequeño, y en los humanos aniridia (que significa «sin iris», de nuevo por el
efecto negativo de su forma mutante).
La secuencia de ADN del gen aniridia de los humanos es más parecida al
gen ey de la mosca del vinagre que a otros genes humanos. Ambos deben de ser
herencia del antepasado común, que, por supuesto, fue el Contepasado 26. Voy a
seguir llamándolo ey. El suizo Walter Gehring y sus colegas llevaron a cabo un
experimento absolutamente fascinante. Introdujeron el equivalente del gen ey de
los ratones en embriones de moscas del vinagre, y los resultados fueron
asombrosos. Los genes insertados en la parte del embrión de Drosophila
encargada de hacer una pata provocaron que la mosca adulta desarrollase un ojo
ectópico en la pata. El ojo era de mosca, por cierto; un ojo compuesto, no un ojo
de ratón. Nada demuestra que la mosca viese con él, pero tenía todas las
propiedades inconfundibles de un ojo compuesto. La instrucción transmitida por
el gen ey parece ser: «Haz que crezca un ojo aquí, igual a los que harías crecer
normalmente». El hecho de que el gen no sólo sea parecido en moscas y ratones,
sino que induzca la formación de ojos en ambas especies, es una prueba
irrebatible de que se hallaba presente en el Contepasado 26 e indica que el
Contepasado 26 era capaz de ver o, cuando menos, de distinguir la luz de la
oscuridad. Tal vez, cuando se investiguen más genes, se podrá hacer extensivo
este argumento a otras partes del cuerpo. A decir verdad, en cierto modo, ya se
ha hecho; nos ocuparemos de ello en «El Cuento de la Mosca del Vinagre».
El cerebro, situado en el extremo delantero por las razones expuestas, tiene
que mantener contactos neurales con el resto del cuerpo. En un animal
vermiforme, lo más sensato es que el contacto se establezca mediante un cordón
principal, un tronco nervioso que recorra el cuerpo de punta a punta y que
probablemente tendrá periódicas ramificaciones laterales para ejercer un control
puntual en determinadas zonas y captar información en las mismas. En un
animal de simetría bilateral como la gusana del fango o un pez, ese tronco
nervioso deberá pasar por encima o por debajo del tracto digestivo, y aquí reside
una de las principales diferencias entre nosotros los deuteróstomos y los
protóstomos que se nos acaban de unir en masa. Los primeros tienen la médula
espinal situada a lo largo de la espalda; los protóstomo típicos, como, por
ejemplo, la gusana del fango o el ciempiés, tienen el cordón nervioso en el lado
ventral del intestino.
Si el Contepasado 26 era una especie de gusano, podía tener una estructura
neural dorsal o ventral. No puedo llamarlas estructura deuterostómica y
estructura protostómica respectivamente porque las dos categorías no coinciden
del todo. Los enteropneustos (esos Deuteróstomos bastante oscuros que llegaron
acompañados de los Equinodermos en el Encuentro 25) son un tanto
enigmáticos, pero hay quien opina que poseen un cordón nervioso ventral, como
los Protóstomos, aunque por otros motivos se les clasifica como Deuteróstomos.
En lugar de eso, permítaseme dividir el reino animal en dorsocordados y
ventricordados. Los dorsocordados son todos Deuteróstomos. Los
ventricordados son en su mayoría Protóstomos, además de algunos
Deuteróstomos primitivos, como, quizás, los enteropneustos. Los Equinodermos,
con su sorprendente regresión a la simetría radial, no encajan en esta
clasificación ni por asomo. Es probable que los Deuteróstomos, después del
Contepasado 26, siguiesen siendo ventricordados durante algún tiempo.
La diferencia entre los dorsocordados y los ventricordados atañe a otras
cuestiones además de la posición del cordón nervioso principal. Mientras que los
dorsocordados tienen un corazón ventral, los ventricordados lo tienen dorsal,
como dorsal es también la arteria principal por la que bombean la sangre. En
1820, éstos y otros detalles llevaron al insigne zoólogo francés Geoffroy St.
Hilaire a considerar a los vertebrados como artrópodos o lombrices, invertidos.
Después de Darwin, una vez aceptada la idea de la evolución, algunos zoólogos
han avanzado la hipótesis de que el diseño corporal de los vertebrados habría
evolucionado a partir de un antepasado vermiforme que se volvió literalmente
del revés.
Ésa es la teoría que pretendo defender en estas páginas, con mesura y cierta
cautela. La tesis alternativa, según la cual un antepasado vermiforme habría
redispuesto gradualmente su anatomía interna mientras permanecía boca arriba,
me parece menos verosímil, pues habría supuesto un trastorno orgánico mucho
mayor. Estoy convencido de que primero tuvo lugar un súbito cambio de
comportamiento (súbito según los parámetros evolutivos) y, a continuación y
como consecuencia, toda una serie de modificaciones evolutivas. Como tantas
otras veces, hay equivalentes modernos que nos brindan un gráfico ejemplo de la
idea en cuestión. La artemia salina es uno de ellos, así que oigamos lo que nos
cuenta.

EL CUENTO DE LA ARTEMIA SALINA

Las artemias o gambas de las salinas son unos crustáceos que nadan de espaldas
y que, por tanto, tienen el cordón nervioso en el lado que mira al cielo (el
verdadero lado ventral). El pez gato invertido, Synodontis nigriventris, es un
Deuteróstomo que hace lo propio sólo que al revés: nada de espaldas y, en
consecuencia, tiene el tronco nervioso en el lado que mira al fondo del río (el
verdadero lado dorsal). Las artemias salinas no sé, pero los peces gato invertidos
nadan boca abajo porque buscan comida en la superficie o debajo de las hojas
que flotan en el agua. Puede que algunos individuos descubriesen que ésas eran
unas buenas fuentes de alimento y aprendiesen a darse la vuelta. Mi teoría[6] es
que, con el paso de las generaciones, la selección natural favoreció a aquellos
individuos que mejor hacían ese truco, sus genes se adecuaron al aprendizaje, y
ahora ya sólo nadan así.
La inversión de la artemia salina es una repetición reciente de algo que, a mi
modo de ver, ocurrió hace más de 500 millones de años. Un animal antiquísimo
y perdido en la noche de los tiempos, una especie de gusano con un cordón
nervioso ventral y un corazón dorsal como los de cualquier otro protóstomo, se
dio la vuelta y se puso a nadar, o a arrastrarse, boca arriba como las artemias. Si
un zoólogo hubiese estado presente a la sazón, habría preferido morirse antes
que tener que cambiar de nombre al cordón nervioso y llamarlo «dorsal» sólo
porque ahora estaba situado en el lado que miraba al cielo. Toda su sapiencia
zoológica le diría que, «evidentemente», seguía tratándose de un cordón
nervioso ventral que cuadraba con todos los demás órganos y rasgos que cabe
encontrar en la superficie ventral de un protóstomo. No menos evidente se le
haría a este zoólogo del Precámbrico que el corazón de nuestro gusano invertido
era, en el sentido más preciso del término, un corazón dorsal, por más que latiese
en el lado más próximo al fondo del mar.
Sin embargo, dado un espacio de tiempo lo bastante prolongado (o sea,
dados los suficientes millones de años nadando o arrastrándose boca arriba), la
selección natural reconfiguraría todos los órganos y estructuras del cuerpo para
adaptarlos a la posición invertida. Con el tiempo, a diferencia de nuestra artemia
salina actual, que se ha dado la vuelta hace poco, las huellas de las homologías
dorso-ventrales originales terminarían borrándose por completo. Y las futuras
generaciones de paleozoólogos, cuando se encontrasen con los descendientes de
ese innovador pionero, después de que el hábito de la inversión llevase varias
decenas de millones de años arraigado, comenzarían a redefinir sus conceptos de
dorsal y ventral. Todo ello porque habrían sido muchos los cambios anatómicos
producidos a lo largo del tiempo evolutivo.
Otros animales que también nadan de espaldas son las nutrias marinas (sobre
todo cuando se entregan a su peculiar hábito de cascar con piedras los
caparazones de sus presas apoyándoselos en la barriga) y los remeros. Los
remeros, también conocidos como zapateros, son unos insectos que habitan en
los riachuelos y que apenas rozan la superficie del agua al desplazarse. Los
girínidos, unos coleópteros, hacen otro tanto, sólo que sin nadar al revés.
Imaginemos que los descendientes de nuestros actuales remeros o artemias
salinas, por un lado, y de nuestro actual pez gato invertido, por otro,
mantuviesen la costumbre de nadar boca arriba durante los próximos 100
millones de años. Lo más probable es que cada uno de los tres linajes diese
origen a todo un nuevo subreino cuyo diseño corporal habría sufrido tales
modificaciones como consecuencia de la inversión que los zoólogos que no
conociesen la verdadera historia de lo ocurrido dirían que los descendientes de
las artemias tienen un cordón nervioso dorsal y los del pez gato, un cordón
nervioso ventral.
Como hemos visto en «El Cuento de la Gusana del Fango», el mundo
presenta importantes diferencias prácticas entre arriba y abajo, importancias que,
selección natural mediante, empezarían a dejar su respectiva impronta en el lado
que mira al cielo y en el que mira al suelo. Lo que en su día fue el lado ventral
empezaría a parecerse cada vez más al lado dorsal, y viceversa. Estoy
convencido de que fue exactamente esto lo que pasó en algun momento de la
línea evolutiva que dio origen a los vertebrados, y de que por eso ahora tenemos
una espina dorsal y un corazón ventral. Hoy en día, la embriología molecular
ofrece algunas pruebas del funcionamiento de los genes que definen el eje dorso-
ventral (y que se parecen un poco a los genes Hox que analizaremos en «El
Cuento de la Mosca del Vinagre»), pero los detalles del asunto sobrepasan el
ámbito de este libro.
Dale la vuelta al pez. Pez gato invertido (Synodontis nigriventris) en posición típica.

El pez gato invertido, por más que su inversión sea, sin lugar a dudas, reciente,
ya ha dado un significativo paso en esa dirección evolutiva.[7] Su nombre en
latín es Synodontis nigriventris. Nigriventris significa «de vientre negro», dato
éste que da pie a una interesante reflexión al final de «El Cuento de la Artemia
Salina». Una de las principales diferencias entre arriba y abajo es la dirección
predominante de la luz. Aunque los rayos del sol no sean siempre verticales,
suelen venir de arriba, no de abajo. Si levantamos la mano, incluso en un día
nublado, veremos que tenemos el dorso más iluminado que la palma. Este hecho
resulta clave por cuanto nos permite, a nosotros y a muchos otros animales,
reconocer objetos sólidos y tridimensionales. Un objeto curvo de color uniforme,
como un gusano o un pez, parece más claro por arriba y más oscuro por debajo.
No me refiero a la sombra que proyecta su cuerpo, sino a un efecto más sutil. Un
degradado de tonos, desde los superiores, más claros, hasta los inferiores, más
oscuros, revela delicadamente la curvatura del cuerpo.
La cosa también funciona a la inversa. La fotografía de los cráteres de la luna
está colocada al revés. Si el ojo del lector (o, mejor dicho, el cerebro) funciona
igual que el mío, los cráteres le parecerán colinas. Basta dar la vuelta al libro
para que la luz parezca venir de otra dirección y las colinas se conviertan en los
cráteres que realmente son.
Dale la vuelta al libro. Cráteres en el lado más alejado de la luna.

Uno de mis primeros experimentos en la universidad fue una demostración de


que los pollitos recién salidos del cascarón son víctimas de la misma ilusión
visual. Si se les pone delante una fotografía de granos simulados, muestran una
clara preferencia por las que están iluminadas desde arriba. Si se le da la vuelta a
la foto, la rechazan. Al parecer, esto demuestra que los pollitos saben que en el
mundo que les espera la luz normalmente procede de arriba. Ahora bien, ¿cómo
es posible que lo sepan, si acaban de salir del cascarón? ¿Lo han aprendido
durante sus tres días de vida? Sería perfectamente factible, pero hice un
experimento para probarlo y descubrí que no. Crié unos pollitos y los introduje
en una jaula especial donde la única luz que percibían venía de abajo. La
experiencia de picotear granos en ese mundo patas arriba les habría enseñado,
como mucho, a preferir las fotografías de granos sólidos colocadas al revés. Sin
embargo, se comportaban exactamente igual que los pollitos criados en
condiciones normales, o sea, con la luz procedente de arriba. En virtud de una
programación genética, todos los pollitos prefieren picotear las fotografías de
objetos sólidos iluminadas desde lo alto. La ilusión de solidez (y, por ende, si no
me equivoco, el conocimiento de la dirección predominante de la luz en el
mundo real) parece estar programada genéticamente en los pollos. Es, como se
suele decir, algo innato, no fruto del aprendizaje, como (me figuro) nos ocurre a
nosotros.
Aprendida o no, la ilusión de solidez basada en las sombras de la superficie
es poderosa y ha dado lugar a una sutil forma de mimetismo llamada
contrasombreado. Si nos fijamos en un pez normal y corriente, fuera del agua y
colocado encima de una piedra, veremos que tiene el vientre de color mucho más
claro que el dorso. Mientras que el dorso puede ser marrón o gris oscuro, el
vientre es gris claro o, en algunos casos, incluso rayano en blanco. ¿Qué sentido
tiene? No cabe duda de que se trata de un tipo de camuflaje basado en
contrarrestar el degradado tonal que normalmente delata la presencia de objetos
curvos y sólidos como los peces. En un mundo ideal, un pez contrasombreado
bajo una luz normal procedente de arriba parecería totalmente plano. El lógico
degradado tonal causado por la luz (tonos claros arriba y oscuros debajo) se
vería exactamente contrarrestado por el degradado del pez (tonos claros debajo y
oscuros arriba).
Los taxónomos suelen bautizar a las especies con el nombre de especímenes
muertos expuestos en museos.[8] Tal vez eso explique el apelativo de
nigriventris, en lugar de invertus o como se diga «invertido» en latín. Si
examinamos un pez gato invertido fuera del agua, veremos que esta
contrasombreado a la inversa. El vientre, que apunta hacia el cielo, es más
oscuro que el lomo, que apunta al fondo del río. El contrasombreado inverso es
una de esas maravillosas excepciones que confirman con elegancia la regla. El
primer pez gato que empezó a nadar de espaldas tuvo que llamar la atención de
forma escandalosa. El color de la piel debió de confabularse con los tonos de la
luz cenital para darle un aspecto tremendamente sólido. No es de extrañar, pues,
que, con el correr del tiempo evolutivo, el cambio de hábito natatorio propiciase
la inversión del habitual degradado cromático de la piel.
Los peces no son los únicos animales que se sirven del contrasombreado para
camuflarse. Antes de salir de Holanda para afincarse en Oxford, mi viejo
maestro Niko Tinbergen tuvo un alumno llamado Leen De Ruiter al que propuso
llevar a cabo una investigación sobre el contrasombreado en las orugas. Muchas
especies de oruga despistan a sus enemigos (los pájaros) con el mismo truco con
que los peces burlan a los suyos: poseen un bello contrasombreado que, en
condiciones lumínicas normales, les hace parecer planas. De Ruiter cogió las
ramitas sobre las que estaban posadas las orugas y les dio la vuelta.
Inmediatamente se hicieron más llamativas porque de repente parecían más
sólidas. Y los pájaros las cazaban a mansalva.
Si de pronto llegase un De Ruiter y obligase a los peces gato a darse la vuelta
y a nadar como peces normales y corrientes, con el lado que los zoólogos
consideran dorsal hacia arriba, llamarían mucho más la atención porque
parecerían mucho más sólidos. El contrasombreado inverso de un pez gato
invertido es un ejemplo puntual de una alteración derivada de un cambio de
hábito. Imagínese el lector cuánto podría llegar a cambiarles el cuerpo dentro de
otros cien millones de años. Las posiciones dorsal y ventral no tienen nada de
sagrado. Pueden invertirse y, de hecho, pienso que se invirtieron en los inicios de
la línea ancestral que vino a dar en los dorsocordos actuales. Apuesto a que el
Contepasado 26 tenía, como todos los Protóstomos, el cordón nervioso situado a
lo largo del lado ventral. Somos gusanos modificados que nadamos de espaldas,
los descendientes de un equivalente ancestral de la artemia salina que, por lo que
fuera, decidió darse la vuelta.
En un sentido más general, la moraleja de «El Cuento de la Artemia Salina»
es la siguiente. A veces los grandes cambios evolutivos empiezan siendo
cambios de conducta, tal vez incluso no genéticos sino adquiridos por
aprendizaje, que sólo después dan pie a la evolución genética. Un cuento como
éste se podría contar del primer antepasado de las aves que echó a volar, del
primer pez que salió del agua y del primer antepasado de las ballenas que volvió
al mar (como teorizaba el propio Darwin a propósito del oso que cazaba
moscas). Un cambio de conducta por parte de un individuo aventurero
desencadena un largo proceso evolutivo de puesta al día y depuración: he ahí la
enseñanza más importante del Cuento de la Artemia Salina.

EL CUENTO DE LA HORMIGA CORTADORA DE HOJAS

Al igual que hizo la humanidad en la época de la Revolución Agrícola, las


hormigas han inventado, de manera autónoma, la ciudad. Un solo nido de
hormigas Atta, las hormigas arrieras o cortadoras de hojas, supera la población
del gran Londres.
Transportadas por obreras, forman un ancho y rumoroso río verde. Hormigas cortadoras de hojas (de
la especie Atta) vuelven al hormiguero cargadas de trozos de hojas. Nótese la pequeña obrera encaramada a
uno de ellos.

Se trata de una complicada cámara subterránea, de hasta seis metros de


profundidad y 20 de circunferencia, coronada en la superficie por una cúpula
algo más pequeña. Esta metrópolis de hormigas, dividida en cientos e incluso
miles de cámaras conectadas entre sí por un entramado de túneles, se sustenta,
en última instancia, con las hojas que las obreras cortan en trozos manejables y
acarrean hasta el hormiguero formando anchos y rumorosos ríos verdes. Las
hojas, sin embargo, no son ingeridas directamente por las propias hormigas (que
sí chupan, sin embargo, parte de la savia) ni por las larvas, sino que son
pacientemente masticadas y convertidas en una papilla que sirve de abono para
los huertos de hongos del hormiguero. Lo que las hormigas comen y, sobre todo,
dan de comer a las larvas, son las pequeñas protuberancias redondeadas de los
hongos, las llamadas gongylidia. Esta poda que llevan a cabo las hormigas
impide que los hongos completen su desarrollo y alcancen la fase de producción
de esporas (como las setas que conocemos), lo que significa, no sólo que los
micólogos carecen de indicios para identificar de qué especie se trata, sino que
los propios hongos dependen de las hormigas para propagarse. Por lo visto, han
evolucionado de tal modo que sólo se dan bien en el interior de los hormigueros,
es decir, que estamos ante un verdadero ejemplo de aclimatación por parte de
una especie agrícola distinta de la especie humana. Cuando una joven hormiga
reina sale volando para fundar una nueva colonia, lleva consigo un preciado
cargamento: un cultivo de hongo con el que sembrar la primera cosecha del que
vaya a ser su nuevo hormiguero. Esto me recuerda una anécdota sobre el que tal
vez sea el más importante de todos los hongos. Cuando, en plena Segunda
Guerra Mundial, Florey, Chain y sus colegas de Oxford tuvieron a punto la
penicilina, viendo que (para variar) no lograban despertar el interés de las
compañías farmacéuticas, se fueron a Estados Unidos, donde (para variar)
cosecharon un gran éxito. Y, al igual que las hormigas reinas, llevaron consigo
un cultivo del valioso hongo. En una ocasión anterior, cuando la invasión
alemana parecía inminente, Florey y un colega más joven llamado Heatley
decidieron que la mejor manera de conservar el cultivo en secreto era
infectándose deliberadamente la ropa con el hongo.
En última instancia, la energía necesaria para el funcionamiento de la colonia
de hongos y hormigas proviene del sol a través de las hojas utilizadas para
fabricar el abono. En los hormigueros más grandes, la superficie total de hojas
acumuladas llega a medirse en hectáreas. Un hecho fascinante es que las
termitas, el otro gran grupo de insectos sociales fundadores de ciudades, también
han descubierto por separado la micocultura. En su caso el abono está hecho de
madera masticada. Como ocurre con las hormigas y sus hongos, la especie de
hongos de las termitas (Termitomyces) sólo se da en los termiteros y parece
haber sido domesticada. En los casos en que un Termitomyces llega a dar frutos,
éstos brotan por uno de los flancos del termitero y por lo visto son deliciosos: en
los mercados de Bangkok se venden como un manjar. Una especie africana,
Termytomices titanicus, figura en el libro Guinness de los Récords como la seta
más grande del mundo gracias a un sombrerete que llega a medir un metro de
diámetro.
Varios grupos de hormigas han desarrollado de forma independiente el hábito
de criar pulgones como animales domésticos. A diferencia de otros animales
simbióticos que también viven dentro de los hormigueros y no benefician a las
hormigas, los pulgones pastan en el exterior, succionando la savia de las plantas
como hacen normalmente. Como ocurre con el ganado mamífero, los pulgones
tienen una capacidad de procesamiento muy elevada y apenas obtienen una
pequeña cantidad de nutrientes de cada bocado. El excremento que los pulgones
vierten por el extremo posterior de su cuerpo, una solución azucarada llamada
melaza, sólo es un poco menos nutritivo que la savia vegetal de que se nutren.
Toda la melaza que las hormigas no se comen cae de los árboles infestados de
pulgones y hay fundados motivos para pensar que esto sea el famoso maná
bíblico. No es de extrañar que las hormigas, por la misma razón que los
seguidores de Moisés, la recojan del suelo. Algunas hormigas, sin embargo, van
más allá y ofrecen protección a los pulgones a cambio de dejarse ordeñar, esto
es, dejarse estimular el ano con las antenas para segregar melaza y que las
hormigas puedan comérsela directamente según la excretan.
Algunas especies de pulgones han evolucionado en respuesta a su existencia
doméstica. Han perdido parte de sus habituales reacciones defensivas y, según
una fascinante teoría, algunos han modificado el ano para que se asemeje a la
cara de una hormiga. Las hormigas tienen la costumbre de pasarse líquido unas a
otras con la boca; la idea es que los pulgones que hayan modificado el ano para
que parezca la cara de una hormiga estarán facilitando el ordeño y granjeándose
la correspondiente protección contra enemigos y depredadores.
«El Cuento de la Hormiga Cortadora de Hojas» nos enseña que la
recompensa diferida constituye el fundamento de la agricultura. Los cazadores-
recolectores comen lo que cazan y lo que recolectan. Los agricultores, en
cambio, no se comen las semillas del maíz; las entierran y esperan unos meses a
que fructifiquen. No se comen el abono con que fertilizan el suelo ni se beben el
agua con que lo irrigan, y todo ello, como decimos, a cambio de una
gratificación diferida. A la hormiga cortadora de hojas se le ocurrió primero.
Observemos su proceder y seamos sabios.[9]

EL CUENTO DEL SALTAMONTES

El cuento del saltamontes aborda el controvertido y delicado tema de la raza.


Dos especies de saltamontes, Chorthippus brunneus y Chorthippus
biguttulus, son tan parecidas que ni siquiera los entomólogos consiguen
distinguirlas, pero en estado natural, aun cuando suelen encontrarse, nunca se
reproducen entre sí. Esto demuestra que son especies de verdad. Los
experimentos, sin embargo, han demostrado que basta con hacer que una hembra
oiga el reclamo nupcial de un macho de su propia especie desde una jaula
cercana para que se aparee tranquilamente con un macho de la especie
equivocada, creyendo (dan ganas de decirlo así) que se trata del cantor. Cuando
esto ocurre, el resultado son híbridos sanos y fértiles. En libertad normalmente
no sucede, porque no es normal que una hembra se encuentre cerca de un macho
de su misma especie que emita un reclamo audible sin ser visto, justo cuando la
está cortejando un macho de la otra especie.
Los grillos también han sido objeto de experimentos parecidos, sólo que
usando como variable la temperatura. Cada especie de grillo chirría en una
frecuencia distinta, pero la frecuencia del chirrido también depende de la
temperatura. Si se tienen identificados unos cuantos grillos, pueden usarse de
termómetro con una precisión razonable. Por suerte, lo único que depende de la
temperatura no es el chirrido del macho sino también la percepción del mismo
por parte de la hembra: ambos varían a la par, lo que normalmente evita el
mestizaje. Si a una hembra, en un experimento, le damos la opción de escoger
entre dos machos que chirrían cada uno en una frecuencia, escogerá al que lo
hace a su misma temperatura y tratará al otro como si perteneciese a otra especie.
Si calentamos a la hembra, optará por un chirrido más caliente, aunque eso la
lleve a escoger al macho de la especie equivocada. Lo normal es que esto
tampoco se dé en la naturaleza. Si una hembra oye a un macho es porque no
anda muy lejos, con lo cual estará más o menos a su misma temperatura.
El chirrido de los saltamontes también depende de la temperatura. Utilizando
saltamontes del mismo género de los que hemos mencionado al inicio del cuento
(Chorthippus, aunque de distinta especie), unos científicos alemanes llevaron a
cabo una serie de experimentos muy ingeniosos desde el punto de vista técnico.
Lo que hicieron fue acoplar a los insectos unos minúsculos termómetros y
calentadores eléctricos, tan diminutos que les permitían calentar la cabeza de un
saltamontes sin calentarle el tórax, o al contrario, calentarle sólo el tórax sin
calentarle la cabeza. A continuación evaluaron la preferencia de las hembras en
cuanto a los chirridos que los machos producían estridulando[10] a diferentes
temperaturas, y descubrieron que lo que determina la preferencia de las hembras
es la temperatura de la cabeza. Sin embargo, lo que determina la frecuencia de
estridulación es la temperatura del abdomen. Por suerte, en la naturaleza, donde
nadie se dedica a hacer experimentos con calentadores eléctricos en miniatura, lo
normal es que la cabeza y el tórax estén a la misma temperatura, con lo cual el
sistema funciona y no se producen hibridaciones.
Es muy habitual encontrar parejas de especies relacionadas que nunca se
cruzan en condiciones normales pero que pueden hacerlo cuando el ser humano
interviene. El caso de Chorthippus bruneus y Chorthippus bigotulus es sólo un
ejemplo. En «El Cuento del Cíclido» hemos visto un caso similar: la luz
monócroma impedía la distinción entre dos especies de peces, una rojiza y otra
azulada. Y también ocurre en los zoológicos. Los biólogos suelen catalogar
como especies distintas a los animales que se aparean en condiciones artificiales,
pero que se niegan a hacerlo en libertad, como ocurre con los saltamontes. Pero a
diferencia de, pongamos por caso, los tigres y los leones, que también pueden
cruzarse en cautividad y dan lugar a ligres y tigrones (ambos estériles), dichos
saltamontes son idénticos: aparentemente, lo único que los diferencia son los
chirridos. Eso, y sólo eso, es lo que les impide reproducirse entre sí y, por tanto,
lo que nos lleva a considerarlos especies diferentes. Los seres humanos somos
todo lo contrario. Hace falta un esfuerzo sobrehumano de celo político para
pasar por alto las notorias diferencias entre nuestras razas o poblaciones, pero los
miembros de una raza nos reproducimos tranquilamente con los de otra y todos
nos definimos, sin lugar a dudas ni a controversias, como miembros de la misma
especie. «El Cuento del Saltamontes» trata de las razas y las especies, de la
dificultad de definir ambos conceptos, y de cómo atañe todo esto a las razas
humanas.
El término raza no tiene un significado preciso. El de especie, como ya
hemos visto, es diferente. Existe un método plenamente aceptado para
determinar si dos animales pertenecen a la misma especie: ¿son capaces de
cruzarse? Ni que decir tiene que si los dos son del mismo sexo, si son demasiado
jóvenes o viejos, o si uno de los dos es estéril, no podrán cruzarse. Pero eso son
tiquismiquis fáciles de sortear. En el caso de los fósiles, que evidentemente no
pueden reproducirse entre sí, también aplicamos el criterio del cruzamiento y nos
planteamos la siguiente pregunta: ¿consideramos probable que si estos dos
animales no fuesen fósiles sino seres vivos, fértiles y del sexo opuesto, serían
capaces de cruzarse?
El criterio del cruzamiento confiere a las especies un estatus único en el
escalafón taxonómico. Por encima del rango de especie está el de género, que no
es más que un grupo de especies bastante parecidas entre sí. No existe ningún
criterio objetivo para determinar cuán parecidas han de ser, y lo mismo cabe
decir de todos los niveles superiores: familia, orden, clase, filo y todos los rangos
sub- y super- intermedios. Por debajo de la categoría de especie, los términos
raza y subespecie se usan más o menos indistintamente y tampoco existe un
criterio objetivo que nos permita determinar si dos personas deben considerarse
de la misma raza o no, ni cuántas razas hay. Además, por supuesto, de una
dificultad añadida que no se presenta por encima del rango de especie y es la de
que las razas se cruzan, con lo cual hay muchos individuos de raza mestiza.
Es de suponer que las especies, dentro del proceso que las torna lo bastante
distintas como para ser incapaces de cruzarse, pasan por una fase intermedia en
la que constituyen razas diferentes. Cabría considerar a las diversas razas como
especies en ciernes, sólo que esto no implica necesariamente que el proceso
continúe hasta el final, esto es, hasta la especiación.
El criterio de cruzamiento funciona bastante bien y en el caso de los seres
humanos y sus presuntas razas dicta un veredicto inapelable: todas las razas
humanas se cruzan entre sí. Todos los humanos somos miembros de la misma
especie y ningún biólogo serio diría lo contrario. Con todo, permítame el lector
llamar su atención sobre un dato interesante y puede que hasta un tanto
inquietante. Si bien los miembros de razas diferentes nos cruzamos alegremente
unos con otros, produciendo una gama continua de razas intermedias, nos
mostramos extrañamente reacios a abandonar la terminología racial que constata
las divisiones. ¿No sería lógico que, teniendo siempre a la vista toda esa gama de
razas intermedias, abandonásemos el afán de clasificar a la gente en uno u otro
extremo y reparásemos en lo absurdo de semejante empresa, algo que se pone
continuamente de manifiesto miremos donde miremos? Por desgracia, lejos de
abandonarlo, el afán perdura, lo cual no deja de ser significativo.
Algunos de los individuos que en Estados Unidos son unánimemente
considerados negros puede que no tengan ni un 10% de ascendencia africana, y a
menudo su color de piel no desentona en absoluto del de muchas personas que
todo el mundo considera blancas. De los cuatro políticos estadounidenses que
aparecen en la fotografía, dos son calificados de negros en todos los periódicos y
los otros dos, de blancos. ¿Acaso un marciano que desconociese nuestras
convenciones pero fuese capaz de distinguir los tonos de piel no los dividiría en
tres y uno? Seguro que sí. En nuestra cultura, sin embargo, casi todo el mundo
ve inmediatamente a Colin Powell como negro, incluso en esta fotografía
concreta, donde aparece con la piel más clara incluso que Bush o Rumsfeld.
¿Acaso un marciano no los dividiría entre tres y uno?

Una fotografía como ésta, que muestra a Powell junto a unos hombres blancos
bien conocidos (tiene que estar cerca de ellos para que las condiciones lumínicas
sean las mismas para todos), se presta a un ejercicio muy interesante. Si
recortamos un pequeño rectángulo de cada uno de los rostros, por ejemplo, de la
frente, y los colocamos todos juntos, veremos que hay poquísima diferencia
entre el rectángulo de Powell y el de los hombres blancos que aparecen a su
lado. Podrá ser más claro o más oscuro, según el caso. Pero si abrimos el foco y
volvemos a contemplar la fotografía original, de inmediato Powell nos parecerá
negro. ¿En qué indicios basamos nuestra apreciación?
Para dejar claro el concepto, hagamos el mismo ejercicio de comparar
pedazos de frente usando la foto en la que Powell aparece junto a un negro
verdadero como Daniel Arap Moi, el presidente de Kenia. En este caso, la
diferencia entre los dos trozos será espectacular. Sin embargo, cuando abrimos el
foco y volvemos a contemplar todo el rostro, vemos un Powell negro. El artículo
que acompañaba a la fotografía, publicado con motivo de la visita de Powell a
Moi en mayo de 2001, da a entender que en África rigen las mismas
convenciones:

Siendo el primer secretario de estado afroamericano en la historia de Estados Unidos, los africanos han
recibido a Powell casi como un mesías.
Junto a un negro de verdad. Colin Powell con Daniel arap Moi.

Y quizá porque es negro, sus severas críticas han tenido un amplio eco entre…

¿Por qué la gente se traga sin el menor reparo la evidente contradicción (y hay
muchos ejemplos parecidos) entre el aserto «es negro» y la fotografía que lo
acompaña? ¿Qué pasa aquí? Pues varias cosas. La primera es que mostramos un
curioso afán por clasificar racialmente a los demás, incluso cuando se trata de
individuos cuyos padres son de distinta raza (lo cual torna absurda la
clasificación), y cuando (como aquí) carece de la menor importancia.
La segunda es que tendemos a no calificar a nadie de mestizo. En lugar de
eso, nos decantamos por una u otra raza. Algunos estadounidenses son de origen
cien por cien africano y otros, cien por cien europeo (dejando a un lado el hecho
de que, en el fondo, todos somos de origen africano). Quizá para determinados
fines sea más práctico llamarlos negros y blancos respectivamente; no estoy
formulando ninguna objeción de principio a tales designaciones. Pero mucha
gente, probablemente más de la que nos imaginamos, tiene antepasados tanto
negros como blancos. Puestos a usar una terminología cromática, muchos de
nosotros nos encontramos en algún lugar intermedio del espectro. La sociedad,
sin embargo, insiste en encasillarnos en un extremo u otro. Es un ejemplo de la
tiranía de la mente discontinua, que, recordemos, fue el tema de «El Cuento de
la Salamandra». A los ciudadanos estadounidenses se les pide constantemente
que rellenen formularios en los que han de marcar una de las siguientes cinco
casillas: caucásico (que no sé lo que significará; natural del Cáucaso, desde
luego, no), afroamericano, hispano (que no sé lo que significará; español, desde
luego, no), nativo americano u otro. No hay casillas que pongan «mitad y
mitad». Pero la mera idea de marcar una casilla con una cruz es, por principio,
incompatible con la verdad, esto es, que muchas personas, si no todas, son una
compleja mezcla de esas cinco categorías y de otras. Por eso lo que suelo hacer
es negarme indignado a marcar ninguna de las casillas, o bien añado una más en
la que pongo «ser humano». Sobre todo cuando el formulario emplea el mojigato
eufemismo de «etnia».
En tercer lugar, en el caso concreto de los afroamericanos, nuestro uso del
lenguaje presenta un equivalente cultural de la dominancia genética. Cuando
Mendel cruzó guisantes rugosos con lisos, todos los guisantes de la primera
generación salieron lisos. Liso era dominante y rugoso, recesivo. La primera
generación tenía un alelo de la lisura y uno de la rugosidad, pero los guisantes en
sí eran idénticos a los guisantes que no tenían genes de la rugosidad. Cuando un
inglés se casa con una africana, el color y la mayoría de los rasgos de los hijos
que engendren serán intermedios. Es un caso distinto, pues, al de los guisantes.
Pero todos sabemos que la sociedad indefectiblemente llamará negros a esos
niños. La negrura no es un verdadero dominante genético como la lisura de los
guisantes. Pero la percepción social de los negros sí que actúa como un
dominante. Un dominante memético o cultural. El perspicaz antropólogo Lionel
Tiger lo atribuye a una metáfora de la contaminación, una concepción racista
que existiría dentro de la cultura blanca. Y también existe, qué duda cabe, un
deseo vehemente y comprensible por parte de muchos descendientes de esclavos
de identificarse con sus raíces africanas. En «El Cuento de Eva» ya analizamos
este particular, a propósito del documental televisivo en el que unos emigrantes
jamaicanos se reunían emotivamente con sus supuestos parientes en África
occidental.
En cuarto lugar, existe un gran consenso entre todos los observadores en
cuanto a las categorías raciales que empleamos. Un individuo como Colin
Powell, mulato y de rasgos intermedios, no es calificado de negro por unos
observadores y de blanco por otros. Puede que una pequeña minoría lo califique
de mulato, pero todos los demás sin excepción dirán que es negro, y lo mismo
vale para cualquier persona que exhiba la más mínima huella de ascendencia
africana, por mucho que su porcentaje de antepasados europeos sea abrumador.
Nadie califica a Powell de blanco, a menos que lo que se pretenda sea poner de
relieve el estridente contraste entre esa definición y la opinión pública.
Existe una técnica muy útil denominada correlación entre observadores que
se suele usar en el ámbito científico para determinar si realmente existe una base
fidedigna sobre la que fundar un juicio, aun cuando nadie sea capaz de definirla.
La lógica, en el caso que nos ocupa, es la siguiente: quizá no sepamos cómo
hace la gente para decidir si alguien es negro o blanco (espero haber demostrado
que no es porque sea blanco ni negro), pero algún criterio fiable debe de haber
puesto que dos jueces cualesquiera escogidos al azar llegarían a la misma
conclusión.
El hecho de que la correlación entre observadores se mantenga elevada,
incluso en un amplísimo espectro interracial, es un testimonio impresionante de
algo profundamente arraigado en la psicología humana. Si se manifiesta en
culturas diferentes, sería un caso análogo al hallazgo de la percepción cromática
por parte de los antropólogos. Los físicos nos han enseñado que el arcoiris, esa
gama de colores que va del rojo al violeta pasando por el naranja, el amarillo, el
verde y el azul, es una simple secuencia continua de longitudes de onda. Los
motivos por los que seleccionamos determinadas longitudes de onda dentro del
espectro físico y les asignamos un nombre concreto no son físicos, sino
biológicos y/o psicológicos. Hay un nombre para el azul y otro para el verde,
pero para el azul-verde no. La interesante conclusión de los experimentos de los
antropólogos (y no de algunas teorías antropológicas muy influyentes, dicho sea
de paso) es que varias culturas coinciden sustancialmente a la hora de
categorizar los colores. En el ámbito de las apreciaciones raciales, parecer ser
que se da el mismo tipo de concordancia, tal vez, incluso, más sólida y evidente
que en el caso del arcoiris.
Como ya he dicho, los zoólogos catalogan de especie a todo grupo cuyos
miembros se reproduzcan entre sí en estado natural. Si sólo se reproducen en los
zoológicos, o si requieren inseminación artificial o si hay que engañar a las
hembras con machos cantores enjaulados (como en el experimento de los
saltamontes), por muy fértil que resulte ser la prole fruto de estos apareamientos,
las dos especies se considerarán distintas. Se podrá discutir si ésta la única
definición sensata de especie, pero, sea como fuere, es la que usa la mayoría de
los biólogos.
Ahora bien, si quisiéramos aplicar dicha definición a los seres humanos, nos
encontraríamos con una dificultad muy peculiar: ¿cómo distinguimos las
condiciones de reproducción naturales de las artificiales? No es una pregunta
fácil de responder. En la actualidad, todos los seres humanos pertenecemos a la
misma especie y, de hecho, nos reproducimos tranquilamente unos con otros.
Pero el criterio, recordemos, es si deciden cruzarse en condiciones naturales.
¿Cuáles son las condiciones naturales para los humanos? ¿Acaso siguen
existiendo? Si en épocas ancestrales, tal y como a veces ocurre hoy día, dos
tribus vecinas practicaban religiones diferentes, hablaban idiomas diferentes,
tenían costumbres alimenticias y tradiciones culturales diferentes, y estaban
continuamente en guerra la una con la otra; si a los miembros de ambas tribus se
les inculcaba la convicción de que los de la otra tribu eran bestias infrahumanas
(como ocurre incluso en la actualidad); si sus religiones les enseñaban que el
sexo con miembros de la otra tribu era tabú o impuro, es perfectamente posible
que nunca se reprodujesen entre sí. Sin embargo, desde el punto de vista
anatómico y genético eran completamente idénticas. Y bastaría un cambio de
costumbres religiosas o de otro tipo para romper las barreras al cruzamiento.
¿Cómo se podría, pues, aplicar el criterio de cruzamiento a los seres humanos?
Si Chorthippus brunneus y Chorthippus biguttulus se consideran especies
distintas de saltamontes porque prefieren no cruzarse aunque físicamente puedan
hacerlo, ¿no habría sido posible en su día separar a los humanos de la misma
forma, al menos en épocas pretéritas de exclusión tribal? No olvidemos que
Chorthippus brunneus y Chortippus biguttulus son idénticos en todo salvo en el
chirrido y que, cuando se les engaña para que se apareen (algo fácil de
conseguir), los híbridos resultantes son completamente fértiles.
Con independencia de lo que pensemos los meros observadores de
apariencias superficiales, para un genetista la especie humana actual es
particularmente uniforme. Si consideramos toda la variación genética de la
población humana y medimos la fracción asociada a las divisiones regionales
que denominamos razas, el resultado es un porcentaje muy pequeño del total:
entre un 6 y un 15% dependiendo del tipo de medición empleado; mucho menor,
en cualquier caso, que en muchas otras especies en las que se reconoce la
existencia de razas. La conclusión de los genetistas, por lo tanto, es que la raza
no es un aspecto muy importante de las personas. Hay otras formas de expresar
este concepto. Si con excepción de una sola raza todos los seres humanos se
extinguiesen, la mayor parte de la variación genética de la especie humana
quedaría a salvo. La idea no es fácil de captar a bote pronto y puede que a mucha
gente le sorprenda. Si los calificativos raciales tuviesen tanto fundamento como
pensaba, por ejemplo, casi toda la sociedad victoriana, sería necesario conservar
una amplia muestra de todas las razas para conservar la mayor parte de la
variación genética de la especie humana; sin embargo, no es así.
Quienes sin duda se habrían sorprendido habrían sido los biólogos
Victorianos, habida cuenta de que, salvo raras excepciones, contemplaban la
humanidad bajo un prisma racista. Este punto de vista persistió hasta bien
entrado el siglo XX. Lo único insólito de Hitler fue que se hizo con el poder
necesario para convertir unas ideas racistas en un programa de gobierno; muchas
otras personas, no sólo en Alemania, pensaban igual, sólo que no tenían poder.
Ya he citado en alguna ocasión cómo imaginaba H. G. Wells que debería ser su
Nueva República (Anticipaciones, 1902) y vuelvo a hacerlo ahora porque viene
bien recordar las cosas tan horripilantes que, hace tan sólo un siglo y sin apenas
llamar la atención, podía decir un destacado intelectual británico a la sazón
considerado un progresista de izquierdas.

¿Y cómo tratará la Nueva República a las razas inferiores? ¿Cómo lidiará con el negro… con el
amarillo… con el judío… con todas esas hordas negras, morenas, aceitunadas, amarillas, que no tienen
cabida en las nuevas exigencias de eficacia? Bien, un mundo es un mundo, no una casa de beneficencia,
luego entiendo que tendrán que desaparecer… Y el sistema ético de los hombres de esta Nueva
República, el sistema ético que dominará el estado mundial, se estructurará de manera que favorezca la
procreación de todo cuanto la humanidad tiene de bueno, eficiente y bello: cuerpos hermosos y fuertes,
mentes despejadas y poderosas… Y el método que hasta ahora ha seguido la naturaleza para forjar el
mundo, el método en virtud del cual se impedía que los débiles engendrasen más debilidad… es la
muerte… Los habitantes de la Nueva República… se guiarán por unos ideales que harán oportuno el
homicidio.

El cambio experimentado por nuestras actitudes en estos cien años debería,


supongo, servirnos de consuelo. Quizá parte del mérito de este cambio
corresponda —en sentido negativo— a Hitler, puesto que nadie quiere que lo
pillen diciendo lo mismo que él. Pero me pregunto lo siguiente: ¿cuáles de
nuestras proclamas actuales citarán horrorizados nuestros descendientes del siglo
XXII? ¿Tal vez algo relacionado con nuestra forma de tratar a otras especies?
Pero esto ha sido un paréntesis. Estábamos diciendo que, pese a las
apariencias superficiales, la especie humana presenta una uniformidad genética
muy elevada. Si extraemos muestras de sangre y comparamos las moléculas de
proteína o directamente, si secuenciamos los genes, veremos que hay menos
diferencias entre dos seres humanos cualesquiera oriundos de cualquier parte del
mundo que entre dos chimpancés africanos. Una posible explicación de esta
uniformidad es que nuestros antepasados, pero no los de los chimpancés,
pasaron por un cuello de botella genético hace no mucho tiempo. La especie
humana quedó reducida a un número exiguo y estuvo a punto de extinguirse,
pero logró recuperarse y salir adelante. Hay indicios de un drástico descenso de
la población, hace unos 70.000 años, que habría sido consecuencia de seis años
de invierno volcánico seguido por una glaciación de un milenio, y que habría
reducido la población mundial a unos 15.000 individuos. Como los hijos de Noé
en el mito bíblico, todos los humanos descendemos de esa pequeña población, y
por eso somos tan uniformes genéticamente. Unas pruebas similares, sólo que de
una uniformidad genética todavía mayor, indican que los guepardos pasaron por
un cuello de botella aún más estrecho en una época más reciente, hacia el final
de la última glaciación.
Puede que a algunas personas no les convenza el testimonio de la genética
bioquímica porque no cuadra con su experiencia cotidiana. Al contrario que los
guepardos, nuestro aspecto no es uniforme.[11] A simple vista, las diferencias
entre un noruego, un japonés y un zulú son realmente espectaculares. Aun con la
mejor voluntad del mundo, cuesta trabajo dar crédito a lo que, de hecho, es la
pura verdad, a saber, que, en realidad, esas tres personas son más similares entre
sí que tres chimpancés, por más que éstos nos resulten mucho más parecidos.
Ni que decir tiene que, socialmente, se trata de un tema delicado, aunque
recientemente, en un encuentro al que asistimos unos veinte científicos, fui
testigo de cómo un investigador médico del África occidental se lo tomaba a
guasa. Al inicio de la conferencia, el presidente nos pidió a todos los ponentes
reunidos alrededor de la mesa que nos presentásemos. El africano, que era el
único negro y que además, a diferencia de muchos afroamericanos, era muy
negro, terminó su presentación, bromeó: «Me recordarán fácilmente. Soy el
único que lleva corbata roja». Con ello se burló de una forma simpática de los
esfuerzos sobrehumanos que hace la gente para fingir que no percibe las
diferencias raciales. Creo recordar que los Monty Python tenían un sketch
parecido. No obstante, no podemos descartar la evidencia genética que indica
que, en contra de lo que parece, somos una especie excepcionalmente uniforme.
¿Cuál es la solución de este conflicto entre la apariencia y la realidad de los
datos científicos?
Es absolutamente cierto que, si se calcula la variación total de la especie
humana y se divide entre un componente interracial y un componente
intrarracial, el primero resulta ser una fracción muy pequeña del total. Casi toda
la variación entre los seres humanos puede hallarse tanto dentro de las razas
como fuera de ellas; lo que diferencia a unas razas de otras es tan sólo una
mínima porción de variación adicional. Todo eso es correcto. Lo que ya no es
correcto es inferir que el concepto de raza carece de sentido. Esta idea la acaba
de expresar claramente el ilustre genetista de Cambridge, A. W. F. Edwards, en
un artículo titulado «Diversidad genética humana: la falacia de Lewontin». R. C.
Lewontin es otro genetista de Cambridge (Massachusetts) no menos ilustre,
famoso por la firmeza de sus convicciones políticas y la manía de sacarlas a
relucir en cualquier discusión científica a la mínima oportunidad. Su concepción
de la raza se ha convertido en un dogma poco menos que universal en los
círculos científicos. En un célebre artículo de 1972 escribió:

Es evidente que si comparamos nuestra percepción de las diferencias relativamente grandes entre las
razas y subgrupos humanos con la variación existente dentro de esos mismos grupos, dicha percepción
resulta ser fruto de un prejuicio, como también es evidente que, si nos basamos en diferencias genéticas
escogidas al azar, las razas y poblaciones humanas son extraordinariamente similares, pues la mayor
parte de toda la variación humana, corresponde, de largo, a las diferencias entre individuos.

Ésta es, punto por punto, la idea que he dado por buena más arriba y es lógico
que así sea teniendo en cuenta que la mayor parte de mi exposición está basada
en Lewontin. Pero veamos cómo prosigue el genetista:

La clasificación racial del ser humano no tiene ningún valor social y destruye efectivamente las
relaciones sociales y humanas. Teniendo en cuenta, además, que carece de toda relevancia tanto en
sentido genético como taxonómico, no hay justificación posible para seguir empleándola.

Todos estamos más que de acuerdo en que la clasificación racial del ser humano
no tiene ningún valor social y que destruye efectivamente las relaciones sociales
y humanas. Es uno de los motivos por los que me niego a marcar casillas en los
formularios y me opongo a la discriminación positiva en la selección de
candidatos a un puesto de trabajo. Pero eso no significa que la raza carezca «de
toda relevancia tanto en sentido genético como taxonómico». Edwards, en
cambio, razona su postura de la siguiente manera: por muy pequeña que sea la
fracción racial del total de la variación, si esas características raciales están
estrechamente correlacionadas con otras, serán, por definición, informativas y,
en consecuencia, relevantes desde el punto de vista taxonómico.
El término informativo tiene un significado muy preciso. Un enunciado
informativo es aquél que nos da a conocer algo que hasta entonces ignorábamos.
El contenido informativo de un enunciado se calcula como reducción de la
incertidumbre previa. A su vez, la reducción de la incertidumbre previa se
calcula como cambio de probabilidades. Esto permite que el contenido
informativo de un mensaje sea matemáticamente preciso, aunque ahora no
vamos a entrar en detalles.[12] Si nos dicen que Evelyn es un varón, al instante
sabremos un montón de cosas sobre él. Nuestra incertidumbre previa sobre la
forma de los genitales de Evelyn se ve reducida (aunque no disipada por
completo). Ahora nos constan datos que antes desconocíamos acerca de sus
cromosomas, sus hormonas y otros aspectos de su bioquímica, y también se ha
producido una considerable reducción de nuestra incertidumbre previa en cuanto
al tono de voz de Evelyn, la distribución de su vello facial, de su grasa corporal y
de su musculatura. En cambio, en contra de los viejos prejuicios Victorianos,
nuestra incertidumbre previa acerca de la inteligencia de Evelyn o su capacidad
de aprender, no se ha visto alterada por la información sobre su sexo. La
incertidumbre sobre su capacidad de levantar peso o de sobresalir en la mayoría
de deportes se ha reducido cuantitativamente, pero sólo un tanto. Muchas
mujeres son capaces de derrotar a muchos hombres en cualquier modalidad
deportiva, aunque lo normal es que los mejores hombres venzan a las mejores
mujeres. Nuestra confianza a la hora de apostar, pongamos por caso, por la
velocidad en carrera de Evelyn o la potencia de su saque en el juego del tenis, ha
aumentado ligeramente al enterarse de su sexo, pero tampoco es del todo plena.
Pasemos al tema de la raza. Si nos dicen que Suzy es china, ¿en qué medida
se reducirá nuestra su incertidumbre previa? Ahora estaremos bastante seguros
de que tiene el pelo negro y liso (o lo tenía originalmente), ojos con epicanto, y
dos o tres cosas más. Si nos dicen que Colin es negro, no nos están
comunicando, como ya hemos visto, que sea negro. No obstante, está claro que
el enunciado tampoco deja de ser informativo. La elevada correlación entre
observadores indica que existe una constelación de características que la mayoría
de la gente reconocería, de modo que la afirmación «Colin es negro» realmente
reduce la incertidumbre previa sobre su persona. Hasta cierto punto, también
funciona al contrario. Si nos dicen que Carl es campeón olímpico de los cien
metros lisos, la incertidumbre previa con respecto a su raza se verá reducida. Es
más, podemos estar casi seguros de que es negro.[13]
Hemos iniciado estas disquisiciones preguntándonos si el concepto de raza
era, o había sido alguna vez, un método informativo de clasificar a la gente.
¿Cómo podríamos aplicar el criterio de correlación entre observadores para
evaluar esta cuestión? Bien, supongamos que escogemos al azar a veinte nativos
de cada uno de los siguientes países, Japón, Uganda, Islandia, Sri Lanka, Nueva
Guinea Papúa y Egipto, y les sacamos a todos una fotografía de rostro entero. Si
a cada una de esas 120 personas le diésemos una copia de las 120 fotografías y le
pidiésemos que las clasificasen en seis categorías diferentes, calculo que todos
conseguirían un 100% de aciertos. Es más, si les dijésemos el nombre de los seis
países en cuestión, los 120 individuos, a poco que tuviesen un nivel cultural
razonable, asignarían correctamente las 120 fotografías al país correspondiente.
No he hecho el experimento, pero estoy convencido de que el lector coincidirá
conmigo sobre cuál sería el resultado. Podrá parecer poco científico por mi parte
que no me haya molestado en llevarlo a cabo, pero lo que trato de expresar es
precisamente eso: que estoy convencido de que el lector, como ser humano que
es, coincidiría conmigo sin necesidad de ponerlo en práctica.
Si se fuese a hacer el experimento, no creo que Lewontin esperase un
resultado diferente del que he predicho. Sin embargo, para ser coherente con esa
afirmación suya de que la clasificación racial carece de toda relevancia tanto
taxonómica como genética, debería emitir una predicción opuesta a la mía. Si no
tiene ninguna relevancia ni taxonómica ni genética, la única explicación de que
se registre una correlación tan elevada entre observadores sería la existencia, a
nivel mundial, de un prejuicio cultural parecido, pero me parece que Lewontin
tampoco estaría por la labor de predecir algo semejante. En resumidas cuentas,
opino que Edwards tiene razón y que Lewontin, y no es la primera vez, está
equivocado. Lewontin, faltaría más, hizo bien los cálculos porque es un brillante
genético matemático: el porcentaje de la variación total de la especie humana
que corresponde a la división racial es, efectivamente, bajo. Pero como la
variación interracial, por más que constituya un porcentaje bajo de la variación
total, es correlacionada, es informativa en aspectos que se podrían demostrar
fácilmente midiendo la concordancia entre las apreciaciones de los observadores.
Llegados a este punto, debo reiterar que me opongo rotundamente a que me
pidan que rellene formularios donde haya que marcar una casilla detallando mi
raza o etnia y suscribo enérgicamente la afirmación de Lewontin de que la
clasificación racial puede destruir las relaciones sociales y humanas, sobre todo
cuando se emplea para tratar a unas personas de un modo y a otras de otro, ya
sea mediante discriminación negativa o positiva. Asignar una etiqueta racial a
una persona es informativo en el sentido de que nos revela varias cosas acerca de
la misma. Puede reducir nuestra incertidumbre acerca del color de su pelo, el
color de su piel, la lisura de su cabello, la forma de sus ojos, la forma de su nariz
y su estatura. Sin embargo, no hay motivos para creer que nos revela algo sobre
su idoneidad para un puesto de trabajo determinado. Además, en el caso
improbable de que redujese la incertidumbre estadística sobre su probable
idoneidad para un puesto de trabajo concreto, seguiría siendo una perversidad
usar etiquetas raciales para discriminar a un candidato. Hay que elegir en
función de la aptitud y, si después de hacerlo, terminamos con un equipo de
velocistas formado íntegramente por atletas negros, que así sea. Pero no
habremos incurrido en ninguna discriminación racial para llegar a esa
conclusión.
Un famoso director, cuando sometía a los potenciales miembros de su
orquesta a una audición, siempre les hacía tocar detrás de una cortina. Les
prohibía abrir la boca y hasta tenían que descalzarse para que el ruido de los
tacones no revelase su sexo. Aun en el supuesto de que estadísticamente las
mujeres, pongamos por caso, tocasen el arpa mejor que los hombres, eso no
significaría que, a la hora de escoger un arpista, hubiese que discriminar a los
candidatos masculinos. Considero que discriminar a un individuo simplemente
en virtud del grupo al que pertenece es una perversión. Hoy en día, casi todo el
mundo está de acuerdo en que el régimen sudafricano del apartheid era algo
perverso. En mi opinión, la discriminación positiva a favor de los estudiantes
minoritarios en las universidades estadounidenses puede, en buena ley,
condenarse por los mismos motivos que el apartheid. Ambos tratan a las
personas como representantes de grupos y no como individuos por derecho
propio. La discriminación positiva suele justificarse aduciendo que se trata de
reparar una injusticia de siglos. Ahora bien, ¿cómo va a ser justo desquitarse hoy
con un individuo de los agravios cometidos hace un montón de tiempo por
miembros de un grupo al que da la casualidad que pertenece?
No deja de ser interesante que este tipo de confusión entre el singular y el
plural se ponga de manifiesto en una forma de hablar que es un síntoma muy
revelador del fanatismo: «el judío», en lugar de «los judíos».

El sudanés es un guerrero excelente, pero no sabe ni dónde tiene la cabeza. En cambio, el pastún…

Las personas son individuos y como tales son diferentes, mucho más diferentes
de otros miembros de su propio grupo de lo que los grupos lo son entre sí. En
este tema no cabe duda de que Lewontin tiene toda la razón.
El acuerdo entre observadores indica que la clasificación racial algo tiene de
informativa, pero ¿de qué nos informa? Pues de nada más que las características
a que se refieren los observadores cuando concuerdan, detalles como la forma de
los ojos o el tipo de cabello: nada más, salvo que se nos den más motivos para
creerlo. Por alguna razón, parece ser que son los rasgos superficiales, externos y
triviales los que se correlacionan con la raza; sobre todo los rasgos faciales.
Pero, ¿por qué son tan distintas las razas humanas tan sólo en esas características
aparentemente llamativas? ¿O es que, como observadores, estamos predispuestos
a reparar en ellas? ¿Por qué otras especies parecen uniformes comparadas con la
nuestra y los humanos, en cambio, exhibimos diferencias que, si nos las
encontrásemos en cualquier otro lugar del reino animal, nos harían sospechar
que estamos ante especies distintas?
La explicación más aceptable políticamente es que los miembros de
cualquier especie tienen una agudizada sensibilidad a las diferencias entre sus
congéneres. Según esta tesis, se trata simplemente de que los humanos
advertimos las diferencias entre nosotros con más facilidad que las que se dan
entre los miembros de otras especies. Los chimpancés, que nos resultan casi
idénticos, son tan diferentes para los propios chimpancés como para nosotros un
kikuyo y un holandés. Con la esperanza de confirmar esta hipótesis a nivel
intrarracial, el eminente psicólogo estadounidense H. L. Teuber, experto en los
mecanismos cerebrales del reconocimiento facial, le pidió a un estudiante
universitario chino que estudiase la cuestión de por qué los occidentales piensan
que los chinos son más parecidos entre sí que los occidentales. Al cabo de tres
años de intensa labor investigadora, el universitario dio a conocer su conclusión:
«¡Es que los chinos son realmente más parecidos que los occidentales!».
Teniendo en cuenta que Teuber me contó esta historia con muchos guiños y
mucho enarcamiento de cejas, lo que en su caso es señal de que se avecina un
chiste, no sé si será verdad o no, pero no tengo inconveniente en creérmela y
desde luego no me parece que nadie deba molestarse.
Nuestra (relativamente) reciente salida de África y consiguiente diáspora nos
ha llevado a una variedad extraordinariamente amplia de hábitats, climas y
modos de vida. Es probable que las diferentes condiciones ambientales hayan
ejercido fuertes presiones selectivas, sobre todo en las partes externamente
visibles, como la piel, que son las más castigadas por el sol y el frío. No se me
ocurre ninguna otra especie que prospere igual de bien desde los trópicos hasta
el Ártico, desde las costas hasta las cumbres de los Andes, desde los desiertos
más áridos hasta las junglas más húmedas, y en todas las regiones intermedias.
Unas condiciones tan diferentes han de ejercer diferentes presiones selectivas, y
sería muy extraño que las poblaciones autóctonas no divergiesen en
consecuencia. Los cazadores de las intrincadas selvas de África, Sudamérica y el
Sudeste asiático han reducido todos ellos, de forma independiente, su tamaño,
porque la altura supone una desventaja en entornos de vegetación densa. Los
habitantes de latitudes elevadas, que necesitan el máximo de sol posible para
fabricar vitamina D, tienden a tener la piel más clara que los que se enfrentan al
problema opuesto de protegerse de los rayos cancerígenos del sol tropical. Es
muy probable que esa selección geográfica afectase en especial a rasgos externos
tales como el color de piel, dejando intacta y uniforme la mayor parte del
genoma.
En teoría, ésa podría ser la explicación cabal de nuestras diferencias
superficiales y visibles, que esconden una profunda similitud. Pero me resulta
insuficiente. Creo que no vendría mal añadirle, como mínimo, una hipótesis
complementaria que voy a proponer de forma provisional. La hipótesis nace de
nuestra discusión previa sobre las barreras culturales a la reproducción. Si
contamos la totalidad de los genes, o si tomamos una muestra totalmente
aleatoria de los mismos, es verdad que somos una especie muy uniforme; pero
tal vez existan motivos especiales para que en esos mismos genes que nos hacen
advertir las diferencias y distinguir a nuestros congéneres con facilidad, se
registre un volumen desproporcionado de variación. Esto incluiría a los genes
responsables de «etiquetas» externas y visibles, como el color de piel. Y una vez
más, según mi hipótesis, esta agudizada capacidad de diferenciación habría
evolucionado por selección sexual, expresamente en nuestra especie por lo
condicionados que estamos por nuestra cultura. Debido a la enorme influencia de
la tradición cultural a la hora de escoger con quién nos apareamos y a que
nuestras culturas y, a veces, nuestras religiones, sobre todo en lo tocante a la
elección de la pareja sexual, fomentan el rechazo a los forasteros, esas
diferencias superficiales que ayudaron a nuestros antepasados a preferir a sus
congéneres antes que a los forasteros se habrían visto reforzadas de una manera
totalmente desproporcionada respecto de las verdaderas diferencias genéticas
existentes entre los humanos. Un pensador de la categoría de Jared Diamond
sustenta una idea parecida en su libro El tercer chimpancé. Y el propio Darwin,
aunque de forma más general, apelaba a la selección sexual para explicar las
diferencias raciales.
Quiero proponer dos versiones de esta teoría: una fuerte y una débil. La
verdad podría consistir en cualquier combinación de ambas. Según la teoría
fuerte, el color de la piel y otras marcas genéticas llamativas evolucionaron
como herramienta de discriminación a la hora de escoger pareja sexual. Según la
teoría débil, que podemos considerar antesala de la fuerte, las diferencias
culturales tales como el lenguaje y la religión desempeñan en las etapas iniciales
de la especiación el mismo papel que la separación geográfica. Una vez que las
diferencias culturales propiciaron esa separación inicial, con el consiguiente
efecto de que ya no habría flujo génico que mantuviese unidos a los grupos,
éstos comenzaron a evolucionar por separado y a distanciarse genéticamente,
como si estuviesen separados en sentido geográfico.
En «El Cuento del Cíclido» vimos cómo una población ancestral podía
escindirse en dos poblaciones genéticamente distintas simplemente a raíz de una
separación accidental que suele presuponerse geográfica. Una barrera física
como, por ejemplo, una cordillera montañosa, reduce el flujo de genes entre las
poblaciones de dos valles y los respectivos acervos génicos se distancian. Lo
normal es que la separación se vea estimulada por presiones selectivas
diferentes; uno de los valles, por ejemplo, puede ser más húmedo que su vecino
transmontano. Pero la separación inicial accidental, que hasta ahora he supuesto
geográfica, es imprescindible.
Con esto no estoy insinuando que dicha separación geográfica sea
deliberada. No es eso ni mucho menos lo que significa imprescindible. Significa,
simplemente, que si no se diese por casualidad una separación geográfica (o
equivalente) inicial, los diversos componentes de la población seguirían
vinculados genéticamente como resultado de la interacción sexual. Sin una
barrera inicial no puede haber especiación. Una vez que las dos supuestas
especies, que en un primer momento son razas, comienzan a distanciarse en
sentido genético, pueden llegar a distanciarse más todavía, aun cuando la barrera
geográfica desaparezca con el tiempo.
Es aquí donde surge la controversia. Hay quien piensa que la separación
inicial ha de ser geográfica; otros, en especial los entomólogos, hacen hincapié
en la denominada especiación simpátrica. Muchos insectos herbívoros sólo se
alimentan de una especie de planta, y se aparean y desovan en su planta
predilecta. Posteriormente las larvas reciben la impronta de la planta que comen
desde que nacen, de manera que, cuando lleguen a adultas, escogerán plantas de
la misma especie para desovar.[14] Así pues, si una hembra adulta se equivoca y
desova en una especie distinta, las hijas recibirán la impronta de la planta
equivocada y, cuando les toque desovar a ellas, escogerán una planta de esa
misma especie. Sus hijas recibirán la impronta equivocada y cuando sean adultas
frecuentarán plantas de esa especie, se aparearán con machos que frecuenten
esas mismas plantas y terminarán desovando en ellas.
En el caso de estos insectos, podemos apreciar cómo el flujo génico con el
tipo progenitor puede cortarse abruptamente en el plazo de una sola generación.
Teóricamente, podría surgir una nueva especie sin necesidad de aislamiento
geográfico. O, dicho de otro modo, para estos insectos la diferencia entre dos
especies de plantas equivale a una cordillera o un río para otros animales. Hay
quien sostiene que la especiación simpátrica es más frecuente entre insectos que
la especiación geográfica, en cuyo caso, como la mayoría de las especies son
insectos, podría resultar incluso que la mayoría de especiaciones fuesen
simpátricas. Sea como fuere, lo que quiero decir es que la cultura humana
propicia una situación especial en la que el flujo génico también puede verse
bloqueado, configurando un marco análogo al de los insectos que acabó de
esbozar.
En el caso de los insectos, la preferencia por una planta concreta se transmite
de padres a hijos por una doble vía: las larvas reciben la impronta de dicha
planta y los adultos se aparean y desovan en ella. En efecto, las líneas ancestrales
establecen tradiciones que se propagan longitudinalmente de generación en
generación. Las tradiciones humanas son similares, aunque más elaboradas.
Como ejemplos cabe citar el lenguaje, la religión, las costumbres y las
convenciones sociales. Los niños suelen adoptar el idioma y la religión de sus
padres, aunque, como en el caso de los insectos y las plantas, se producen los
suficientes errores como para que la vida resulte interesante. Del mismo modo
que los insectos se aparean en las inmediaciones de sus plantas favoritas, la
gente tiende a emparejarse con quienes hablan su misma lengua y rezan a los
mismos dioses. En consecuencia, los diversos idiomas y religiones pueden
desempeñar el mismo papel que las plantas o las cadenas montañosas en la
especiación geográfica tradicional. Los idiomas, religiones y costumbres sociales
diferentes pueden poner barreras al flujo génico. A partir de ahí, según la
variante débil de nuestra teoría, las diferencias genéticas aleatorias simplemente
se acumularían a ambos lados de una barrera lingüística o religiosa, igual que lo
harían a ambos lados de una cordillera. Posteriormente, según la versión fuerte
de la teoría, las diferencias genéticas así fraguadas se irían consolidando a
medida que los individuos usasen las diferencias de aspecto más ostensibles
como marcadores de discriminación a la hora de escoger pareja, reforzando con
ello las barreras culturales que propiciaron la separación original.[15]
No estoy insinuando, ni mucho menos, que haya más de una especie de seres
humanos. Todo lo contrario. Lo que quiero decir es que la cultura humana, que
nos aleja del apareamiento aleatorio para encauzamos en direcciones
determinadas por la lengua, la religión y otras herramientas culturales de
selección, ha tenido, en el pasado, efectos muy extraños sobre nuestra genética.
Es verdad que si tomamos en cuenta la totalidad de nuestros genes somos una
especie muy uniforme, pero algunos de nuestros rasgos superficiales exhiben
una variedad pasmosa, rasgos que son triviales pero notorios, o sea, carne de
discriminación. Una discriminación que se practica no sólo a la hora de elegir
pareja sexual, sino a la hora de elegir enemigos y víctimas de prejuicios
xenófobos o religiosos.

EL CUENTO DE LA MOSCA DEL VINAGRE

El 1894 el genetista William Bateson, pionero en la materia, publicó un libro


titulado Materiales para el estudio de la variación, con especial atención a la
discontinuidad en el origen de las especies. Lo que hizo Bateson fue recopilar
una lista fascinante, casi macabra, de anormalidades genéticas y reflexionar
sobre cómo podrían servir para arrojar luz sobre la evolución. Hay caballos de
pezuña hendida, antílopes con un solo cuerno, personas con tres manos y un
escarabajo con cinco patas en un lado. En el libro, Bateson acuñó el término
homeosis para designar una extraordinaria modalidad de variación genética.
Homoio en griego significa «mismo», así que una mutación homeótica (que es
como hoy la llamaríamos, aunque en la época de Bateson aún no se había
acuñado el término mutación) es aquélla que provoca que una parte del cuerpo
aparezca en otro lugar.
Entre los ejemplos recabados por Bateson figuraba una avispa portasierra
que tenía una pata donde debería tener una antena. Ante una anormalidad de ese
calibre lo lógico es sospechar, como Bateson, que podría ofrecernos indicios
importantes sobre el desarrollo de los animales en circunstancias normales y,
efectivamente, así es; precisamente ése es el tema del presente cuento.
Posteriormente, se descubrió que esa misma homeosis, una pata en lugar de una
antena, también afectaba a las moscas del vinagre o Drosophila, y se le dio el
nombre de antennapedia. Drosophila («amante del rocío») es desde hace mucho
tiempo el animal favorito de los genetistas. No se deberían confundir nunca
embriología y genética, pero, en los últimos tiempos, las moscas del vinagre
vienen desempeñando un papel estelar tanto en la embriología como en la
genética, y en este cuento vamos a hablar de la primera.
El desarrollo embriónico está controlado por los genes, pero este control, en
teoría, puede darse de dos formas muy diferentes. Las hemos presentado en «El
Cuento del Ratón»: el plano y la receta. Un albañil construye una casa colocando
ladrillos en los lugares especificados en un plano, mientras que un cocinero hace
una tarta, no colocando migas y pasas de corinto en lugares específicos, sino
añadiendo ingredientes por procedimientos específicos, como tamizar, remover,
batir y calentar.[16] Los autores de los libros de texto de biología se equivocan
cuando describen el ADN como un plano. Los embriones no siguen, ni
muchísimo menos, las indicaciones de un plano. El ADN no es una descripción,
en ningún lenguaje, de cómo debería ser finalmente el cuerpo. Tal vez en otro
planeta los seres vivos se desarrollen por embriología planificada, pero me
cuesta creer que pueda funcionar: tendría que tratarse de un tipo de vida muy
diferente. En nuestro planeta, los embriones siguen recetas. O, por recurrir a otra
analogía que tampoco tiene nada que ver con los planos y que en cierto modo es
más apropiada que la de la receta, los embriones se construyen a sí mismos
siguiendo una secuencia de instrucciones para la realización de una figura de
origami.
La analogía del origami cuadra mejor con las fases iniciales de la
embriología que con las tardías. La estructura fundamental del cuerpo se
empieza a construir mediante una serie de pliegues y evaginaciones de capas de
células. Una vez sentadas las líneas maestras del plan corporal, las siguientes
fases del desarrollo consisten principalmente en crecer, como si el embrión se
inflase, por todas sus partes, como un globo. Se trata, sin embargo, de un globo
muy especial, porque las diferentes partes del cuerpo se inflan a un ritmo
diferente, y todos esos ritmos están sometidos a un riguroso control: se trata del
importante fenómeno conocido como alometría. «El Cuento de la Mosca del
Vinagre» versa principalmente sobre la fase inicial, origámica, del desarrollo, no
sobre la posterior, la inflacionaria.
Las células no se colocan como ladrillos con arreglo a ningún plano, sino que
es su comportamiento lo que determina el desarrollo embrionario. Las células
atraen o repelen a otras células. Cambian de forma de diversas maneras.
Segregan sustancias químicas que pueden difundirse e influir a otras células
incluso a cierta distancia. A veces mueren selectivamente, modelando formas por
sustracción, como un escultor. Al igual que las termitas que cooperan para
construir un termitero, las células saben lo que han de hacer gracias a la
referencia de sus vecinas, con las que están en contacto, y en respuesta a
sustancias químicas de diversas concentraciones. Todas las células de un
embrión contienen los mismos genes, luego no pueden ser los genes los que
distinguen el comportamiento de las diferentes células. Lo que distingue a una
célula de las demás es el tipo de genes activados en su interior, algo que a su vez
se refleja en los productos génicos (proteínas) que contiene.
En los estadios iniciales del embrión, toda célula tiene que saber dónde está
situada con respecto a dos ejes principales: delantero-trasero (eje antero-
posterior) y superior-inferior (eje dorso-ventral). ¿Qué significa saber? En
principio significa que el comportamiento de una célula está determinado por su
posición a lo largo del gradiente químico de cada uno de esos dos ejes. Esos
gradientes comienzan necesariamente en el propio huevo y están, por
consiguiente, bajo el control de los genes de la madre, no de los genes nucleares
del huevo. Por ejemplo, en el genotipo materno de Drosophila hay un gen
denominado bicoide que se expresa en las células nodriza que fabrican los
huevos. La proteína fabricada por el gen bicoide es enviada al interior del huevo,
en uno de cuyos extremos queda depositada para, desde allí, extenderse hacia el
otro extremo. El gradiente de concentración resultante (y otros como él) define
el eje antero-posterior. Mecanismos similares en ángulo recto definen el eje
dorso-ventral.
Estas concentraciones que definen los ejes persisten en la sustancia de las
células producidas como consecuencia de las subsiguientes divisiones del huevo.
Las primeras divisiones se producen sin que se añada ningún material nuevo,
pero no son completas: se forman multitud de núcleos, pero sin separarse
completamente por particiones celulares. Esta célula multinucleada se llama
sincitio. Posteriormente, tienen lugar las particiones y el embrión se convierte en
célula propiamente dicha. Durante todo este proceso, como ya digo, persisten los
gradientes químicos originales. El resultado es que los diferentes núcleos
celulares del embrión estarán bañados en diferentes concentraciones de
sustancias químicas clave, correspondientes a los gradientes bidimensionales
originales, y esto hará que en cada célula se active un gen diferente (estamos
hablando, por supuesto, de los genes del embrión, no de los de la madre). Así es
cómo empieza la diferenciación de las células. En estadios más avanzados del
desarrollo, las proyecciones de este principio aumentan la diferenciación. Los
gradientes originales creados por los genes de la madre dan paso a otros
gradientes más complejos creados por los genes del propio embrión. Posteriores
bifurcaciones en los linajes de las células embrionarias generan más
diferenciaciones.
En los artrópodos el cuerpo experimenta una división a gran escala, pero no
en células sino en segmentos. Los segmentos están dispuestos en línea, desde la
cabeza hasta el extremo del abdomen. La cabeza de los insectos consta de seis
segmentos; las antenas están en el segundo segmento, y las mandíbulas y otras
partes de la boca, en los siguientes. En los adultos, los seis segmentos están
comprimidos en un espacio reducido, por lo que el alineamiento antero-posterior
no se aprecia con tanta claridad como en los embriones. Los tres segmentos
torácicos (T1, T2 y T3) presentan un alineamiento evidente, con un par de patas
cada uno. El T2 y el T3 suelen portar alas, aunque en Drosophila y otras moscas
sólo tiene alas el T2.[17] En el T3 el segundo par de «alas» se ha transformado en
los llamados halterios, unos pequeños órganos vibrátiles con forma de alfileres
que funcionan como giróscopos en miniatura para estabilizar el vuelo de la
mosca. Algunos insectos fósiles primitivos tenían tres pares de alas, un par en
cada uno de los tres segmentos torácicos. Detrás de los segmentos torácicos hay
unos cuantos segmentos abdominales (algunos insectos tienen 11, Drosophila
tiene 8, dependiendo de cómo se consideren los genitales, situados en el extremo
trasero). Las células saben (en el sentido ya explicado) en qué segmento se
encuentran y actúan en consecuencia. Y lo saben gracias a la mediación de unos
genes de control especiales llamados genes Hox, que se activan en el interior de
la célula. «El Cuento de la Mosca del Vinagre» trata en su mayor parte de estos
genes.
Todo sería muy sencillo y estaría muy claro si ahora pudiese decirle al lector
que hay un gen Hox para cada segmento y que en todas las células de un
segmento cualquiera sólo se activa ese gen Hox correspondiente. Estaría más
claro todavía si los genes Hox estuviesen dispuestos a lo largo de un cromosoma
en el mismo orden que los segmentos en los que influyen. Bien, la cosa no está
tan clara, pero casi. Los genes Hox están dispuestos, efectivamente, en el orden
correcto a lo largo de un cromosoma, lo cual es estupendo (y gratuito, teniendo
en cuenta lo que sabemos de cómo funcionan los genes). Pero no hay bastantes
genes Hox para todos los segmentos: sólo existen ocho. Y hay otra complicación
más peliaguda que hemos de sortear. Los segmentos del adulto no corresponden
exactamente con los llamados parasegmentos de la larva. No me pregunte el
lector por qué (quizá el Diseñador se tomó ese día libre), pero cada uno de los
segmentos del insecto adulto consiste en la mitad posterior de un parasegmento
de larva más la mitad delantera del siguiente. A partir de ahora y salvo que
especifique lo contrario, cuando use la palabra segmento me estaré refiriendo a
un parasegmento larvario. En cuanto a la cuestión de cómo logran ocho genes
Hox en línea controlar 17 segmentos en línea, la respuesta es, de nuevo, el truco
del gradiente químico. Cada uno de los genes Hox se expresa fundamentalmente
en un segmento determinado, pero también se expresa en otros posteriores a éste,
aunque en concentración decreciente a medida que se avanza hacia atrás. Una
célula sabe en qué segmento se encuentra comparando el caudal de las sustancias
químicas producidas por los genes Hox situados más adelante. El mecanismo, en
realidad, es un poco más complicado, pero no hace falta que entremos en tantos
detalles.
Los ocho genes Hox se hallan dispuestos en dos agrupamientos de genes
situados a lo largo del mismo cromosoma aunque físicamente separados: los
llamados «complejo Antennapedia» y «complejo Bithorax». Estas
denominaciones son desafortunadas por partida doble. En primer lugar, un grupo
de genes toma el nombre de uno de sus miembros, que no es más importante que
los demás. Y, peor aún, los genes propiamente dichos suelen llevar por nombre,
no su función normal, sino el efecto negativo que provocan sus mutaciones.
Sería mejor llamarlos complejo Hox delantero y complejo Hox trasero, o algo
por el estilo, pero nos toca apañarnos con las denominaciones al uso.
El complejo Bithorax consiste en los tres últimos genes Hox, que, por
motivos históricos que no voy a entrar a analizar, se llaman Ultrabithorax,
Abdominal-A y Abdominal-B. Estos genes afectan al extremo posterior del
animal de la siguiente manera. Ultrabithorax se expresa desde el segmento 8
hasta el mismo extremo posterior; Abdominal-A se expresa desde el segmento 10
hasta el final, y Abdominal-B, desde el 13 hasta el final. Los productos de estos
genes presentan un gradiente de concentración que decrece a medida que nos
desplazamos hacia el extremo posterior del animal. Así pues, comparando las
concentraciones de los productos de estos tres genes Hox, las células situadas en
la parte posterior de una larva pueden saber en qué segmento se hallan y actuar
en consecuencia. Algo parecido ocurre en el extremo delantero, sólo que ahí los
que están a cargo son los cinco genes del complejo Antennapedia.
Un gen Hox, por tanto, es un gen cuya misión es saber en qué lugar del
cuerpo se encuentra e informar de ello a otros genes situados en la misma célula.
Con esto ya estamos preparados para entender las mutaciones homeóticas.
Cuando un gen Hox no funciona bien, las células del segmento correspondiente
reciben una información errónea sobre su emplazamiento y fabrican el segmento
en el que creen estar. Por eso, por ejemplo, nos encontramos con que, en el
segmento donde debería haber una antena, crece una pata. Es perfectamente
lógico, porque las células de cualquier segmento son capaces de fabricar un
componente anatómico de cualquier otro segmento. ¿Por qué no habrían de ser
capaces? Todas las células de todos los segmentos contienen las instrucciones
para la elaboración de cualquier otro segmento. Son los genes Hox los que, en
circunstancias normales, dan las instrucciones correctas para fabricar la
anatomía apropiada en cada segmento. Como bien sospechaba William Bateson,
las anormalidades homeóticas arrojan luz sobre el funcionamiento normal del
sistema.
Recordemos que las moscas sólo tienen un par de alas, algo insólito entre los
insectos, más un par de halterios o balancines giroscópicos. La mutación
homeótica Ultrabithorax hace creer a las células del tercer segmento torácico
que se hallan en el segundo. Éstas, en consecuencia, en lugar de un par de
halterios, fabrican conjuntamente un par de alas de más (véase fotografía
adjunta). Hay una versión mutante del escarabajo rojo de la harina (Trilobium)
en la que todos y cada uno de los 15 segmentos desarrollan antenas, es de
suponer que porque las células creen hallarse en el segmento 2.
Las células «creen» estar en un segmento pero están en otro.
Mutante homeótico de la mosca del vinagre.

Esto nos lleva a la parte más maravillosa de este cuento. Después de que se
descubriesen en las moscas del vinagre, los genes Hox empezaron a aparecer por
todas partes, no sólo en otros insectos como los escarabajos sino en casi todos
los animales que se examinaban, incluidos nosotros. Y resulta que, en muchos
casos (casi es demasiado bonito para ser verdad), desempeñan la misma labor,
incluida la de informar a las células del segmento en que se encuentran, además
de presentar la misma disposición a lo largo del cromosoma. Pasemos ahora a
los mamíferos, cuyo caso se conoce a fondo gracias a los estudios con ratones de
laboratorio, auténticos Drosophila de la clase mamífera.
Los mamíferos, al igual que los insectos, tenemos un diseño corporal
segmentado o, al menos, un plan modular repetido que influye en la espina
dorsal y en las estructuras asociadas. Cada una de las vértebras correspondería a
un segmento, aunque los huesos no son lo único que se repite periódicamente
según avanzamos desde el cuello hasta la cola. Los vasos sanguíneos, los
nervios, los bloques musculares, los discos cartilaginosos y las costillas, allí
donde estén presentes, siguen esa estructura modular repetitiva. Como ocurre
con Drosophila, los módulos, aunque todos obedecen un mismo plan general, se
diferencian en ciertos detalles. Si los segmentos de los insectos se dividen en
cabeza, tórax y abdomen, las vértebras se agrupan en cervicales (cuello),
torácicas (parte superior de la espalda, junto con las costillas), lumbares (parte
inferior de la espalda, sin las costillas) y caudales (cola). Como en Drosophila,
las células, ya sean óseas, musculares, cartilaginosas o de cualquier otro tipo,
necesitan saber en qué segmento se encuentran y, como en Drosophila, lo saben
gracias a los genes Hox, los cuales corresponden de manera reconocible a genes
Hox concretos de Drosophila si bien, como era de esperar dada la enormidad de
tiempo transcurrida desde el Contepasado 26, distan mucho de ser idénticos.
Como en Drosophila, los genes Hox están dispuestos en orden a lo largo del
cromosoma. La modularidad de los vertebrados es muy diferente de la de los
insectos y no hay motivos para pensar que su antepasado común, en el Encuentro
26, fuese un animal segmentado. No obstante, la evidencia de los genes Hox
indica, como mínimo, una profunda semejanza entre el plan corporal de los
insectos y el plan corporal de los vertebrados, similitud que también presentaba
el Contepasado 26 y que, de hecho, se observa en otras estructuras corporales,
inclusive aquéllas que no están segmentadas.
En el caso de los ratones, no existe una sola serie de genes Hox en un
cromosoma, sino cuatro: la serie a en el cromosoma 6, la b en el cromosoma 11,
la c en el cromosoma 15 y la d en el cromosoma 2. Las semejanzas entre las
series demuestran que han surgido durante el proceso evolutivo por duplicación:
la a4 hace juego con la b4, con la c4 y con la d4. También ha habido algunas
supresiones, pues en cada una de las cuatro series faltan los mismos puestos: la
a7 y la b7 hacen juego, pero ni la serie c ni la d tienen un representante en la
posición 7. Cuando dos, tres o cuatro versiones de un gen Hox actúan sobre un
mismo segmento, sus efectos se combinan. Asimismo, como ocurre en
Drosophila, todos los genes Hox ejercen su efecto con más fuerza en el primer
segmento (el más adelantado) de su área de influencia, creando un gradiente de
expresión que afecta de forma decreciente a los segmentos posteriores.
Y falta lo mejor. Salvo excepciones insignificantes, cada uno de los ocho
genes Hox de Drosophila se parece más a su homólogo en la serie del ratón que
a los otros siete genes de su misma serie. Y están colocados en el mismo orden a
lo largo de sus respectivos cromosomas. Cada uno de los ocho genes de
Drosophila tiene, como mínimo, un representante en la serie de 13 genes del
ratón. Esta precisa coincidencia entre los genes de Drosophila y los del ratón
sólo puede indicar herencia compartida: la herencia del Contepasado 26, el gran
progenitor de todos los Protóstomos y todos los Deuteróstomos. Esto significa
que la inmensa mayoría de animales descendemos de un antepasado que tenía
genes Hox dispuestos en el mismo orden lineal que las actuales Drosophila y los
vertebrados modernos. El dato es increíble: el Contepasado 26 no sólo tenía
genes Hox sino que los tenía colocados en el mismo orden que nosotros.
Como ya he dicho, eso no significa que el Contepasado 26 tuviese el cuerpo
dividido en segmentos discretos. Es más, probablemente no lo tenía, pero seguro
que presentaba un gradiente longitudinal desde la cabeza hasta la cola
transmitido por la serie homóloga de genes Hox dispuestos correctamente a lo
largo de un cromosoma. Habida cuenta de que los contepasados están muertos y,
por tanto, lejos del alcance de los biólogos moleculares, la búsqueda de genes
Hox en sus descendientes actuales se convierte en una cuestión de sumo interés.
El Contepasado 26 es el antepasado que tenemos en común con los peces
lanceta. Dado que Drosophila, que es un pariente más lejano, tiene la misma
serie anteroposterior que los mamíferos, sería muy preocupante que no la
tuviesen los peces lanceta. Mi colega Peter Holland y su equipo de investigación
han estudiado el tema y los resultados son muy satisfactorios. El diseño corporal
modular de los peces lanceta está efectivamente regulado por genes Hox (14 en
total) y estos están correctamente alineados a lo largo del cromosoma. A
diferencia de los ratones, pero al igual que las moscas del vinagre, sólo tienen
una serie, no cuatro paralelas. Parece ser que todo el conjunto se ha duplicado
cuatro veces a lo largo de la línea evolutiva que va del Contepasado 26 a los
mamíferos actuales, seguido de pérdidas esporádicas de algunos genes
concretos.
¿Qué ocurre con otros animales, escogidos estratégicamente en función de lo
que puedan revelarnos sobre otros contepasados en particular? Menos en los
ctenóforos y las esponjas (véanse los Encuentros 29 y 31, respectivamente), se
han encontrado genes Hox en todos los animales examinados, entre ellos erizos
de mar, cangrejos de las Molucas, gambas, moluscos, gusanos anélidos,
enteropneustos, tunicados, gusanos nematodos y platelmintos. Era de esperar,
teniendo en cuenta que todos esos animales descienden del Contepasado 26 y
que probablemente éste, al igual que sus descendientes el ratón y la mosca del
vinagre, poseía genes Hox.
Los cnidarios como, por ejemplo, Hydra (que no se nos unirán hasta el
Encuentro 28) tienen simetría radial y carecen tanto de eje anteroposterior como
de eje dorsoventral. Lo que tienen es un eje oral-aboral (o sea, desde la boca
hasta lo opuesto a la boca). No está claro qué es lo que correspondería a su eje
longitudinal, si es que tienen algo que corresponda, luego la pregunta sería: ¿qué
función cabe esperar de sus genes? Deberían servir para definir el eje oral-
aboral, pero por ahora no está claro que sea así. En cualquier caso, la mayoría de
los cnidarios sólo tiene 2 genes Hox, contra los 8 de Drosophila y los 14 de los
peces lanceta. Me agrada que uno de esos dos genes se parezca al complejo
anterior de Drosophila y el otro al posterior. Es de suponer que el Contepasado
28, el que tenemos en común con los cnidarios, tuviese los mismos genes.
Posteriormente uno de los dos se duplicó varias veces en el curso de la evolución
y dio lugar al complejo Antennapedia, mientras que el otro se duplicó dentro de
la misma línea ancestral y dio lugar al complejo Bithorax. Exactamente así es
como aumentan los genes en el genoma (véase «El Cuento de la Lamprea»),
pero harán falta más investigaciones para averiguar qué función desempeñan
esos dos genes, si es que desempeñan alguna, en la planificación del cuerpo de
los cnidarios.
Los Equinodermos, al igual que los Cnidarios, poseen simetría radial, pero la
adquirieron en una segunda fase de su evolución. El Contepasado 25, el que
tienen en común con nosotros los vertebrados, tenía simetría bilateral, como los
gusanos. Los equinodermos cuentan con un número variable de genes Hox (10
en el caso de los erizos de mar). ¿Qué función desempeñan estos genes? ¿Hay
vestigios latentes del ancestral eje anteroposterior en el cuerpo de una estrella de
mar? ¿O es que los genes Hox ejercen su influencia consecutivamente a lo largo
de los cinco brazos de la estrella? Esta última posibilidad parece la más
razonable. Sabemos que los genes Hox se expresan en los brazos y en las patas
de los mamíferos. No estoy diciendo que los trece grupos de genes Hox se
expresen en orden del 1 al 13, desde los hombros a los dedos de los pies. La cosa
es más complicada, porque las extremidades de los vertebrados no están
compuestas de módulos que se sucedan unos a otros a lo largo del miembro. En
lugar de eso, primero hay un hueso (el húmero en el brazo, el fémur en la pata),
luego dos huesos (el radio y el cúbito en el brazo, la tibia y el peroné en la pata),
y por último un montón de huesecillos que culminan en los dedos de manos y
pies. Esta disposición en abanico, heredada de las aletas ostensiblemente
flabeladas de nuestros antepasados peces, no se presta al sencillo acomodo lineal
de los Hox. Con todo, los genes Hox participan en el desarrollo de los miembros
de los vertebrados.
No sería de extrañar, por analogía, que los genes Hox también se expresasen
en los brazos de las estrellas de mar o de las ofiuras (incluso los erizos de mar
pueden considerarse estrellas de mar que han enroscado los brazos hasta formar
un arco con cinco puntas que se encuentran en el extremo y están soldadas por
los lados). Además, los brazos de las estrellas de mar, a diferencia de los
nuestros y de nuestras patas, presentan una estructura modular y seriada. Los
piececillos tubulares o pedicelos, con sus correspondientes mecanismos
hidráulicos, son unidades que se repiten en dos hileras paralelas dispuestas a lo
largo de cada brazo, o sea, el marco idóneo para la expresión de genes Hox. Los
brazos de las ofiuras hasta parecen gusanos y actúan como tales.
Según decía T. H. Huxley, «la gran tragedia de la ciencia es el asesinato de
una bella hipótesis a manos de un horrible dato». Puede que los datos reales
sobre los genes Hox de los Equinodermos no sean horribles, pero tampoco
cuadran con el bonito modelo que acabo de esbozar. En realidad, sucede otra
cosa, algo que, a su manera, también resulta bello y sorprendente. Las larvas de
los equinodermos son unas criaturas diminutas de simetría bilateral que nadan
entre el plancton. El equinodermo adulto, bentónico y de simetría radial, no se
desarrolla por metamorfosis de la larva, sino que comienza siendo un minúsculo
adulto en miniatura dentro del cuerpo de aquélla y va creciendo hasta que al final
se deshace de los últimos restos de la larva. Los genes Hox se expresan en el
orden lineal correcto, pero no a lo largo de cada brazo; en lugar de eso, el orden
de expresión sigue una ruta más o menos circular alrededor del adulto en
miniatura. Si visualizamos el eje Hox como un gusano, no hay cinco gusanos,
uno para cada brazo, sino uno solo, enroscado dentro de la larva. El extremo
anterior del gusano produce el brazo número 1; el extremo posterior produce el
brazo número 5. Lo lógico, por tanto, sería que las mutaciones homeóticas de las
estrellas de mar generasen muchos brazos, y efectivamente, se conocen estrellas
de mar mutantes con seis brazos, como el propio Bateson consignó en su libro.
También hay ciertas especies que tienen un número mucho mayor de brazos y
que probablemente han evolucionado a partir de antepasados mutantes
homeóticos.
No se han encontrado genes Hox en las plantas ni en los hongos, ni tampoco
en los organismos unicelulares que solíamos llamar protozoos. Pero ahora nos
topamos con una complicación terminológica que hemos de resolver antes de
seguir adelante. Aunque el término Hox es una contracción de homeobox, los
genes Hox no son lo mismo que los genes homeobox, son un subconjunto. Las
plantas y los hongos tienen genes homeobox pero carecen de genes Hox. Para
adquirir la forma correcta deben de tener sistemas de genes controladores y
gradientes químicos. Los llamados «genes MADS box» determinan la
embriología de las flores y pueden producir mutaciones homeóticas del mismo
modo que los genes Hox en los animales.
Homeo viene del término homeosis, acuñado por Bateson, y box, se refiere a
la «caja» de 180 letras que todos los genes denominados homeobox tienen en
algún punto de su extensión. El término homeobox propiamente dicho designa la
secuencia diagnóstica de 180 letras, y un gen homeobox es un gen que contiene
la secuencia homeobox en algún punto de su extensión. El nombre Hox no se
aplica a todos los genes homeobox, sino únicamente a los grupos de genes
dispuestos en línea que determinan la posición de las partes del animal a lo largo
de su cuerpo y que han resultado ser homólogos en casi todos los animales.
La familia Hox de los genes homeobox fue la primera que se descubrió, pero
hoy se conocen muchas otras. Por ejemplo, existe una familia llamada ParaHox
que se identificó por primera vez en los anfioxos, pero que también está presente
en todos los animales a excepción (por ahora) de los ctenóforos y las esponjas.
Los genes ParaHox parecen ser parientes de los Hox, en el sentido de que
guardan correspondencia con éstos y están colocados en el mismo orden. No
cabe duda de que surgieron por duplicación del mismo conjunto ancestral de
genes que los genes Hox. Hay otros genes homeobox que no están tan
emparentados con los Hox y ParaHox, pero también forman sus propias
familias. La familia Pax se halla presente en todos los animales. Un miembro
particularmente notable es Pax6, que corresponde al gen conocido como ey en
Drosophila. Ya he mencionado que Pax6 es el responsable de ordenar a las
células que fabriquen ojos. El mismo gen fabrica los ojos de animales tan
dispares como las moscas del vinagre y los ratones, a pesar de que se trata de
ojos radicalmente diferentes. Como ocurre con los genes Hox, el gen Pax6 no les
dice a las células cómo fabricar un ojo. Tan sólo les indica el lugar donde han de
hacerlo.
Un ejemplo bastante similar es el de una pequeña familia de genes llamados
tinman. De nuevo, estos genes también están presentes tanto en Drosophila
como en los ratones. En Drosophila, son responsables de ordenar a las células
que hagan un corazón y normalmente se expresan en el lugar apropiado. Como
el lector habrá adivinado, los genes tinman también son los encargados de
ordenar a las células de los ratones que fabriquen un corazón de ratón en el sitio
apropiado.
Los genes homeobox, en conjunto, engloban un número muy elevado de
genes que, al igual que los propios animales, se dividen en familias y
subfamilias. Es un caso análogo al de la hemoglobina. Como hemos visto en «El
Cuento de la Lamprea», la globina alfa humana está más emparentada con la
globina alfa de, pongamos, un lagarto, que con la globina beta humana (que a su
vez está más emparentada con la globina beta de los lagartos). Del mismo modo,
los tinman humanos guardan una relación más estrecha con los tinman de las
moscas del vinagre que con el Pax6 humano. Es posible construir un frondoso
árbol filogenético de los genes homeobox paralelo al árbol filogenético de los
animales que los contienen. Los dos son verdaderos árboles genealógicos,
compuestos de ramificaciones ocurridas en momentos concretos de la historia
geológica. En el caso del árbol de los animales, las ramificaciones son las
especiaciones. En el caso del árbol de los genes homeobox (o de los genes de las
globinas), las escisiones son duplicaciones de los genes dentro de los genomas.
El árbol de los genes homeobox se divide en dos grandes clases, la clase
AntP y la clase PRD. No voy a explicar lo que significan dichas abreviaturas
porque son a cada cual más confusa. La clase PRD engloba a los genes Pax y a
varias subclases más. La clase AntP comprende a los Hox y ParaHox, y varias
otras subclases. Además de estas dos grandes clases de genes homeobox
animales, hay varios genes homeobox, de parentesco más lejano y denominados
(de manera equívoca) divergentes, que no se encuentran en los animales sino en
las plantas, hongos y protozoos.
Sólo los animales tienen genes Hox auténticos, y los genes Hox siempre se
emplean para lo mismo: para especificar posiciones concretas en el cuerpo, tanto
si éste se encuentra dividido en segmentos discretos como si no. De momento,
no se han descubierto genes Hox ni en las esponjas ni en los ctenóforos, pero eso
no quiere decir que no vayan a descubrirse. No sería de extrañar que todos los
animales los tuviesen. Semejante hallazgo animaría a mis colegas de Jonathan
Snack, Peter Holland y Christopher Gram propusieron una nueva definición del
mismísimo concepto de animal. Hasta entonces, los animales se definían por
oposición a las plantas, en un sentido negativo y bastante insatisfactorio. Snack,
Holland y Gram, los tres por aquel entonces en Oxford, sugirieron un criterio
positivo y específico que tiene la virtud de unir a todos los animales y excluir a
todos los que no lo son, como las plantas y los protozoos. La historia de los
genes Hox demuestra que los animales no son un fárrago de filos dispares e
inconexos, cada uno de los cuales con su particular plan corporal adquirido y
conservado en completo aislamiento. Si nos olvidamos de la morfología y nos
fijamos exclusivamente en los genes, resulta que todos los animales no son sino
variaciones menores sobre un tema muy concreto. Da gusto ser zoólogo en estos
tiempos.
EL CUENTO DEL ROTÍFERO

Se dice que el brillante físico teórico Richard Feynman dijo en una ocasión: «Si
crees que entiendes la teoría cuántica, es que no la entiendes». Estoy tentado de
formular el equivalente evolucionista: «Si crees que entiendes el sexo, es que no
lo entiendes». John Maynard Smith, W. D. Hamilton y George C. Williams, los
tres darvinistas modernos que, a mi modo de ver, más cosas pueden enseñarnos,
dedicaron una parte sustancial de sus dilatadas carreras a la ardua tarea de
analizar la cuestión del sexo. Williams inició su libro Sex and Evolution,
publicado en 1975, desafiándose a sí mismo: «Este libro está escrito desde la
convicción de que la preponderancia de la reproducción sexual en animales y
plantas superiores no se compadece con la moderna teoría de la evolución […]
Se avecina una crisis en la biología evolutiva […]». Maynard Smith y Hamilton
sostuvieron cosas por el estilo. Estos tres héroes del darvinismo, junto con otros
de la siguiente generación, lucharon incansablemente para resolver esta crisis.
No voy a hacer aquí la crónica de sus esfuerzos, ni, desde luego, estoy en
condiciones de ofrecer la solución al problema. En lugar de eso, lo que voy a
hacer en este cuento es exponer una consecuencia de la reproducción sexual que
no se ha estudiado como es debido pero que atañe a nuestra idea de la evolución.
Los bdeloideos son una nutrida clase del filo de los rotíferos (véase página
515). La existencia de los rotíferos bdeloideos constituye un escándalo
evolutivo. (La ocurrencia no es de mi cosecha: tiene el estilo inconfundible de
John Maynard Smith). Muchos rotíferos se reproducen sin recurrir al sexo. En
este sentido, se parecen a los pulgones, insectos palo, varios escarabajos y unos
pocos lagartos, y no son especialmente escandalosos. Lo que sacaba de quicio a
Maynard Smith es que toda la clase de los bdeloideos al completo se reproduzca
exclusivamente de forma asexual: todos y cada uno de ellos. Esto demuestra,
evidentemente, que descienden de un antepasado común que debió de vivir hace
lo bastante como para haber dado lugar a 18 géneros y 360 especies. Unos restos
que se han encontrado encapsulados en ámbar indican que esta matriarca que no
quería cuentas con los machos vivió, como mínimo, hace 40 millones de años, y
muy probablemente más. El grupo de los bdeloideos, muy próspero e
increíblemente numeroso, constituye una fracción dominante de las faunas
dulceacuícolas de todo el mundo. Jamás se ha encontrado un solo macho.[18]
¿Qué tiene eso de escandaloso? Bien, supongamos que tenemos delante un
árbol filogenético de todo el reino animal. Las puntas de las ramitas, que
salpican toda la superficie del árbol, representan especies. Las ramas más
grandes representan clases o filos. Hay millones de especies, lo que significa que
el árbol evolutivo es mucho más intrincado que cualquier otro árbol que
hayamos podido ver, por frondoso que fuera. Apenas hay unas pocas decenas de
filos, y las clases no son mucho más numerosas. Una de las ramas de este árbol
es el filo de los rotíferos, que se divide en cuatro subramas, una de las cuales es
la clase de los bdeloideos. Esta clase, a su vez, se subdivide una y otra vez hasta
dar lugar a 360 ramitas, cada una de las cuales representa una especie. Lo mismo
ocurre en todos los demás filos, que también se subdividen en clases, etcétera.
Las ramitas exteriores del árbol simbolizan el presente, aquéllas un poco más
internas el pasado reciente y así sucesivamente hasta llegar al tronco del árbol,
que representa una época remota, pongamos por caso, mil millones de años.
Una vez entendido esto, pasamos a colorear las puntas de determinadas
ramas de nuestro grisáceo árbol invernal para definir características concretas.
Podemos pintar de rojo todas las ramas que representan animales voladores (me
refiero a vuelo propulsado por el movimiento de las alas, no a un planeo pasivo,
que es mucho más común). Si damos un paso atrás y volvemos a contemplar
todo el árbol, veremos que hay grandes zonas de color rojo separadas por zonas
grises aún más grandes que representan los principales grupos de animales que
no vuelan. La mayoría de las ramas de los insectos, las de las aves y las de los
murciélagos son rojas y están cerca de otras ramas rojas. Ninguna de las demás
ramas es roja. Salvo escasas excepciones, como las pulgas y los avestruces, hay
tres clases compuestas exclusivamente de animales voladores. El árbol presenta
grandes manchas rojas sobre un uniforme fondo gris.
¿Qué significa eso en términos evolutivos? Las tres manchas rojas tuvieron
que empezar a formarse hace mucho tiempo cuando tres animales ancestrales
descubrieron la técnica del vuelo: un insecto primigenio, un ave primigenia y un
murciélago primigenio. Es evidente que el vuelo, una vez descubierto, resultó ser
una buena idea, como demuestra el hecho de que se haya difundido por todas las
ramas subsiguientes a medida que las tres especies primigenias daban lugar a
tres grandes grupos de especies derivadas, casi todas de las cuales conservaban
la capacidad voladora de sus antepasados: la clase de los insectos, la clase de las
aves y el orden de los quirópteros.
Ahora vamos a hacer lo mismo pero no con el vuelo sino con la reproducción
asexual, sin machos. (Nunca sin hembras, por cierto. A diferencia de los óvulos,
los espermatozoides son demasiado pequeños para valerse por sí solos. Entre los
animales, reproducción asexual significa prescindir de los machos). Se trata de
pintar de azul las ramas de todas las especies que se reproducen asexualmente.
Percibimos una configuración completamente diferente. Así como el vuelo se
manifestaba en grandes franjas rojas, la reproducción asexual se refleja en
minúsculas motas azules desperdigadas. Una especie de escarabajo asexuado se
manifiesta como una ramita azul totalmente rodeada de gris. Un grupo de tres
especies del mismo género pueden ser azules, pero los géneros vecinos son
grises. ¿Qué significa esto? Pues que la reproducción asexual surge de vez en
cuando, pero se extingue rápidamente, antes de que tenga tiempo de convertirse
en una rama gruesa con muchas ramitas azules. Al contrario que el vuelo, el
hábito de reproducirse asexualmente no persiste lo suficiente como para dar
lugar a toda una familia, orden o clase de criaturas asexuadas.
Con una escandalosa excepción. A diferencia de los demás puntitos azules,
los rotíferos bdeloideos constituyen una notable mancha ininterrumpida de color
azul. Al parecer, lo que esto significa en términos evolutivos es que un bdeloideo
ancestral descubrió la reproducción asexual, exactamente igual que el escarabajo
del párrafo anterior. La diferencia es que los escarabajos y demás centenares de
especies asexuadas desperdigadas por el árbol se extinguieron mucho antes de
que pudieran evolucionar y dar origen a un grupo más amplio como, por
ejemplo, una familia o un orden, no digamos ya una clase. Los bdeloideos, en
cambio, perseveraron en la asexualidad y prosperaron evolutivamente, dando
lugar a una clase íntegramente asexuada que, en la actualidad, comprende 360
especies. Para los rotíferos bdeloideos, al contrario que para cualquier otro
animal, la reproducción asexual es como el vuelo: una innovación provechosa.
En otras partes del árbol, en cambio, supone un pasaporte a la extinción.
La afirmación de que existen 360 especies de bdeloideos plantea un
problema. La definición biológica dice que especie es «un grupo de individuos
que se reproducen entre sí y no con otros». Los bdeloideos, al ser asexuados, no
se reproducen con nadie: cada uno de ellos es una hembra aislada y cada uno de
sus descendientes sigue su propio camino aislado genéticamente de todos los
demás individuos. Así pues, cuando decimos que hay 360 especies, lo único que
pretendemos decir es que existen 360 tipos que, a nuestros ojos humanos,
parecen lo bastante diferentes como para suponer que, si se reprodujesen
sexualmente, evitarían cruzarse con los miembros de las demás especies.
No todo el mundo está de acuerdo en que los rotíferos bdeloideos sean
realmente asexuados. Desde el punto de vista de la lógica, entre la frase «nunca
se han visto machos» y la conclusión de que no hay ninguno media un abismo.
Como cuenta Olivia Judson en su encantadora y sofisticada comedia zoológica
Consultorio sexual para todas las especies, los naturalistas ya han caído en esa
trampa con anterioridad. Por lo visto, es frecuente que las especies tengan
machos escondidos. Los machos de ciertas especies de rape son unas criaturas
diminutas que pasan la mayor parte del tiempo pegados a las hembras cual
parásitos. Si fuesen más pequeños, tal vez ni habríamos reparado en ellos, como
casi ocurrió en el caso de ciertas cochinillas cuyos machos, en palabras de mi
colega Lawrence Hurst, son «unas cositas minúsculas que se pegan a las “patas”
de las hembras». Hurst me citó textualmente un agudo comentario de su mentor,
Bill Hamilton:

¿Cuántas veces vemos a seres humanos realizando el acto sexual? Si fueses un marciano y mirases
alrededor, juzgarías que la especie humana es asexuada.

Así pues, sería de agradecer que alguien aportase más pruebas positivas de que
los rotíferos bdeloideos son realmente asexuados desde hace mucho tiempo. Los
genetistas son cada vez más ingeniosos en el arte de leer las pautas de
distribución génica en los animales modernos y sacar conclusiones acerca de su
historia evolutiva. En «El Cuento de Eva» presentamos el método ideado por
Alan Templeton para reconstruir las primeras migraciones humanas a base de
captar señales en los genes de personas vivas. No es una lógica deductiva. No
deducimos de los genes modernos que la historia evolutiva haya seguido un
determinado rumbo. Lo que decimos es que, si el devenir histórico ha sido éste o
aquél, cabe esperar que la pauta de distribución génica actual sea de tal o cual
forma. Eso es lo que hizo Templeton con las migraciones humanas, y algo
similar han hecho David Mark Welch y Matthew Meselson con los rotíferos
bdeloideos. Mark Welch y Meselson se han valido de señales genéticas para
sacar conclusiones no sobre la migración, sino sobre la reproducción sexual. La
lógica que aplican tampoco es de tipo deductivo. Simplemente, razonan que si
los bdeloideos hubiesen sido completamente asexuados durante muchos millones
de años siendo, los genes de sus descendientes actuales deberían presentar una
determinada pauta.
¿Qué pauta? El razonamiento de Mark Welch y Meselson es de lo más
ingenioso. Lo primero que hay que tener en cuenta es que los rotíferos
bdeloideos, aún siendo asexuados, son diploides, es decir, que al igual que todos
los animales que se reproducen sexualmente, poseen dos copias de cada
cromosoma. La diferencia es que mientras que todos los demás animales nos
reproducimos mediante óvulos o espermatozoides que sólo contienen una copia
de cada cromosoma, los bdeloideos producen óvulos que contienen las dos
copias de cada cromosoma. Así pues, una célula ovular de bdeloideo es igual
que cualquiera de sus otras células, y una hija es una gemela de la madre,
idéntica en todo, a excepción de alguna que otra mutación. Son estas mutaciones
ocasionales las que, a lo largo de millones de años, han ido generando de forma
paulatina, y casi con toda seguridad por selección natural, linajes divergentes que
han desembocado en las 360 especies de hoy.
Una hembra ancestral, a la que llamaré ginarca, mutó de tal suerte que pudo
prescindir de los machos y sustituir la meiosis por la mitosis como método para
producir óvulos.[19] A partir de ahí, en toda la población de hembras clónicas se
hizo irrelevante el hecho de que en su origen los cromosomas fuesen pareados.
En lugar de cinco parejas de cromosomas (o el número que fuese, que en el ser
humano es 23), ahora había diez cromosomas distintos, cada uno de los cuales
sólo seguía vinculado a su antigua pareja por medio de una especie de recuerdo
cada vez más difuminado. Las parejas de cromosomas solían reunirse e
intercambiar genes cada vez que un rotífero producía óvulos o espermatozoides.
Pero durante los millones de años que transcurrieron desde que la ginarca
expulsó a los machos y fundó la ginodinastía bdeoleidea, todos los cromosomas
se han ido distanciando genéticamente de sus homólogos a medida que sus genes
mutaban por separado. Y esto ha ocurrido pese que seguían teniendo células en
común y compartiendo los mismos organismos. En cambio, en los viejos
tiempos en que aún había machos y sexo, las cosas no funcionaban así. En cada
generación, cada cromosoma se emparejaba con su homólogo e intercambiaba
genes con él antes de producir óvulos o espermatozoides. Esto mantenía
vinculadas a las parejas de cromosomas en una especie de unión intermitente que
impedía a los homólogos que las integraban diferir en el contenido genético.
Tanto el lector como yo tenemos 23 pares de cromosomas. Tenemos dos
cromosomas 1, dos cromosomas 5, dos cromosomas 17, etcétera. A excepción de
los cromosomas sexuales X e Y, no hay diferencias sustanciales entre los
miembros de una pareja. Teniendo en cuenta que intercambian genes cada
generación, los dos cromosomas 17 son simplemente cromosomas 17 y no tiene
sentido llamarlos, por ejemplo, cromosoma 17 derecho y cromosoma 17
izquierdo. Pero en el momento en el que la ginarca rotífero congeló su genoma,
todo eso cambió. Su cromosoma 5 izquierdo y su cromosoma 5 derecho se
transmitieron intactos a todas las hijas y los dos no volvieron a emparejarse más
durante cuarenta millones de años. Las centésimas tataranietas de la ginarca
todavía tenían un cromosoma 5 izquierdo y un cromosoma 5 derecho. Aunque
para entonces ya habrían acumulado sin duda algunas mutaciones, todos los
cromosomas izquierdos habrían podido identificarse por sus recíprocas
semejanzas, heredadas del cromosoma 5 izquierdo de la ginarca.
Actualmente existen 360 especies de bdeloideos, descendientes todas ellas de
la ginarca y separadas de ésta por el mismo periodo de tiempo. Todos los
individuos de todas las especies conservan una copia izquierda y una copia
derecha de cada cromosoma, heredadas con muchas mutaciones a lo largo de la
línea ancestral, pero sin ninguna transferencia génica entre la derecha y la
izquierda. Las parejas derecha e izquierda dentro de cada individuo diferirán
mucho más de lo que habrían diferido si se hubiese producido cualquier
actividad sexual en cualquier punto del tiempo transcurrido desde la época de la
ginarca. Puede incluso que dentro de poco ya no sea posible percibir que
originalmente constituían una pareja.
Pero ahora vamos a suponer que comparásemos dos especies modernas de
rotíferos bdeloideos: Philosina roseola y Macrotrachela quadricornifera. Las
dos pertenecen al mismo subgrupo de bdeloideos, los filodínidos y, sin duda,
poseen un antepasado común que vivió en épocas mucho más recientes que la
ginarca. Habida cuenta de la agamia, los cromosomas izquierdo y derecho de
cada individuo han dispuesto del mismo tiempo para divergir: el tiempo
transcurrido desde que la ginarca inauguró la reproducción asexual. El
cromosoma izquierdo de cualquier individuo será muy diferente del derecho. Sin
embargo, si comparamos, por ejemplo, el cromosoma 5 izquierdo de Philosina
roseola con el cromosoma 5 de Macrotrachela quadricornifera, descubriremos
bastantes similitudes, toda vez que no han dispuesto de mucho tiempo para
experimentar mutaciones independientes. Y la comparación entre los
cromosomas derechos de ambas tampoco arrojaría muchas diferencias. Estamos,
por tanto, en condiciones de formular una notable predicción: la comparación
entre los cromosomas que en su día formaban pareja en el interior de un
individuo arrojará diferencias mayores que la comparación entre los
cromosomas derechos o izquierdos de especies distintas. Cuanto más tiempo
haya pasado desde la época de la ginarca, mayores serán las diferencias. Si la
reproducción fuese sexual, la predicción sería justamente la contraria,
fundamentalmente porque no existe de hecho una identidad derecha o izquierda
entre especies, y sí una abundante transferencia génica entre parejas de
cromosomas dentro de una misma especie.
Mark Welch y Meselson emplearon estas predicciones de signo opuesto para
verificar la hipótesis de que los bdeloideos llevan muchísimo tiempo siendo
ágamos y cosechando un éxito increíble. Los científicos analizaron los bdeloides
actuales para ver si era cierto que los cromosomas pareados (los cromosomas
que en su día formaron pareja) diferían mucho más de lo que deberían hacerlo,
gen por gen, si la recombinación sexual los hubiese mantenido juntos. Como
grupo de control para la comparación recurrieron a bdeloideos no rotíferos que
se reproducen sexualmente. Y la respuesta fue afirmativa. Los cromosomas de
los bdeloideos difieren de sus homólogos mucho más de lo que deberían, y en
un grado que invita a pensar que renunciaron al sexo no ya hace cuarenta
millones de años, que es la antigüedad del bdeloideo más antiguo que se ha
encontrado encapsulado en ámbar, sino hace ochenta millones de años. Mark
Welch y Meselson se esforzaron por encontrarles otras explicaciones a sus
resultados, pero son todas demasiado rebuscadas; a mi modo de ver no se
equivocan al concluir que los rotíferos bdeloideos han sido animales asexuados
de manera continuada, unánime y muy provechosa desde hace muchísimo
tiempo. Efectivamente, no hay duda de que constituyen un escándalo evolutivo,
toda vez que durante, quizás, 80 millones de años han prosperado haciendo algo
que ningún otro grupo de animales ha logrado hacer, a no ser durante periodos
brevísimos de tiempo que se saldaron con la extinción.
¿Por qué es lícito predecir que la reproducción sexual conduce a la
extinción? La pregunta es comprometedora, ya que equivale a preguntar por qué
funciona tan bien el sexo, un interrogante que científicos más capaces que yo
han tratado en vano de responder en numerosos libros. Me limitaré a señalar que
los rotíferos bdeloideos son una paradoja dentro de otra paradoja. En cierto
sentido, son como aquel soldado que desfilaba con su pelotón y cuya madre
exclamó: «Ahí va mi hijo, el único que lleva el paso». Maynard Smith los tildó
de escándalo evolutivo, pero también fue él quien subrayó que, aparentemente,
el verdadero escándalo evolutivo era el sexo en sí. En efecto, según una lectura
ingenua de la teoría darviniana, la selección natural debería castigar el sexo, y la
reproducción asexual debería superar a la sexual. En este sentido, los bdeloideos,
lejos de ser un escándalo, serían el único soldado que llevaría bien el paso.
Permítaseme explicarlo. El problema viene dado por aquello que Maynard
Smith denominó «el doble coste del sexo». El darvinismo, en su versión
moderna, prevé que los individuos tratarán de transmitir a su descendencia el
mayor número de genes posibles. Entonces, ¿no resulta un poco estúpido que,
con cada óvulo o espermatozoide que producimos, nos deshagamos de la mitad
de nuestros genes para mezclar la otra mitad con los de otro individuo? ¿No sería
doblemente eficaz el comportamiento de una hembra mutante que, al igual que
los rotíferos bdeloides, transmitiese a su prole no el cincuenta por ciento, sino el
cien por cien de sus genes?
Según Maynard Smith, ese argumento se viene abajo si el macho trabaja
duro y aporta los bienes económicos que permiten a la pareja criar el doble de
hijos que un solo individuo asexuado. En ese caso, el doble coste del sexo se ve
amortizado por un número doble de hijos. En una especie como el pingüino
emperador, en la que el padre y la madre contribuyen casi por igual al
nacimiento del polluelo y a los diversos aspectos de la cría, el doble coste del
sexo queda anulado, o por lo menos, reducido considerablemente. En aquellas
especies en las que las aportaciones económicas y de compromiso individual son
desiguales, es casi siempre el padre el que se escaquea para dedicar todas sus
energías a pelearse con los otros machos. Esto hace que aumente el coste del
sexo, hasta ese nivel doble con que hemos iniciado el razonamiento. Por eso es
mejor usar la otra definición que propuso el propio Maynard Smith: «el doble
costo de los machos». A la luz de este argumento (una luz que sobre todo
encendió Maynard Smith), es evidente que no son los rotíferos bdeloideos los
que constituyen un escándalo evolutivo sino todo lo demás, y, más
concretamente, el sexo masculino. Sólo que el sexo masculino existe y, de
hecho, está presente en casi todo el reino animal. ¿Cómo se explican estas
contradicciones? Como escribió Maynard Smith, «da la sensación de que se nos
escapa algún detalle primordial del asunto».
El tema del coste doble es el punto de partida de innumerables reflexiones de
Maynard Smith, Williams, Hamilton y muchos biólogos más jóvenes. La
existencia generalizada de machos que como padres dejan bastante que desear ha
de significar, por fuerza, que la recombinación sexual produce sustanciales
beneficios darvinianos. No es difícil imaginar cuáles podrían ser en términos
cualitativos, y muchas son las hipótesis que se barajan en este sentido, unas
obvias, otras más peculiares. El problema es concebir un beneficio lo bastante
grande como para contrarrestar la enorme carga del doble coste.
Para exponer como es debido las diversas teorías haría falta un libro entero,
y, de hecho, son varios los que se ya han publicado sobre el tema, entre ellos las
obras fundamentales de Williams y Maynard Smith que he mencionado más
arriba, y The Masterpiece of Nature, un análisis soberbio y de bella factura,
escrito por Graham Bell. El veredicto definitivo, sin embargo, no se ha dictado
todavía. Un buen libro para profanos es The Red Queen, de Matt Ridley. Si bien
Ridley muestra preferencia por la teoría de W. D. Hamilton, según la cual el sexo
cumpliría la función de librar una continua carrera de armamentos contra los
parásitos, no por ello deja de exponer el problema general y las demás hipótesis
que se han propuesto. Por lo que a mí respecta, después de recomendar
encarecidamente la lectura del libro de Ridley y de las otras obras citadas, paso a
ocuparme del propósito fundamental de «El Cuento del Rotífero», que es el de
llamar la atención sobre una consecuencia infravalorada, en el terreno evolutivo,
de la invención del sexo. El sexo dio origen al acervo génico, dotó de significado
a las especies y modificó todo el fenómeno de la evolución.
Piénsese en cómo debe de ser la evolución desde el punto de vista de un
rotífero bdeloideo. Piénsese en lo diferente que debió de ser la historia de esas
360 especies respecto del modelo normal de evolución. En general decimos que
el sexo propicia la diversidad y, en cierto sentido, es cierto; ésta es la base de
casi todas las teorías según las cuales los beneficios del sexo superan las
desventajas del coste doble. Sin embargo, paradójicamente, el sexo también
produce el efecto contrario: lo normal es que suponga una especie de barrera a la
divergencia evolutiva. Sin ir más lejos, un caso especial de este efecto de barrera
constituyó la base de la investigación de Mark Welch y Meselson. En una
población de ratones, por ejemplo, cualquier tendencia a emprender una nueva y
audaz dirección evolutiva se ve frenada por el efecto inhibitorio de la
recombinación sexual. Los genes del osado individuo que pretendiese seguir una
nueva dirección se ven arrastrados por la masa inercial del resto del acervo
génico. Por eso el aislamiento geográfico es tan importante para la especiación.
Sólo una cordillera o un mar difícil de cruzar permiten que un nuevo linaje
evolucione a su manera sin que se vea arrastrado de vuelta a la norma inercial.
Pensemos en lo diferente que debe de ser la evolución para los rotíferos
bdeloideos. No es que no se vean atrapados en la normalidad del avervo génico,
es que ni siquiera tienen un acervo génico. El propio concepto de acervo génico
carece de significado si no existe el sexo.[20]
La expresión «pool génico», como también se denomina al acervo génico, es
una metáfora acertada por cuanto los genes de una población sexuada están
continuamente mezclándose y difundiéndose, como en el líquido de un pool, de
un charco. Si se añade la dimensión temporal, el charco se convierte en un río
que discurre a lo largo del tiempo geológico (una imagen que desarrollé en mi
libro El río del Edén). Es el efecto vinculante del sexo lo que proporciona al río
sus orillas, que, encauzando las especies en una dirección evolutiva determinada,
impiden que se desborde. Sin el sexo, no habría un cauce definido sino una
difusión amorfa hacia el exterior: más que un río sería como un olor que se
difunde desde un punto de origen en todas las direcciones.
Es probable que entre los bdeloideos también haya selección natural, pero
debe de ser muy distinta de la que opera en el resto del reino animal. Allí donde
existe recombinación sexual de genes, la entidad resultante de la acción de la
selección natural es el acervo génico. Los genes buenos tienden estadísticamente
a ayudar a sobrevivir al cuerpo en que se encuentran; los genes malos lo hacen
morir. En los animales que se reproducen sexualmente, la muerte y la
reproducción del individuo constituyen el acontecimiento selectivo inmediato,
pero la consecuencia a largo plazo es una modificación del perfil estadístico de
los genes del acervo génico. Así pues, como ya he dicho, el acervo génico es el
centro de atención del escultor darviniano.
Asimismo, los genes se ven favorecidos por su capacidad de cooperar con
otros genes en la fabricación de cuerpos. Por eso los cuerpos son unas máquinas
de supervivencia tan armoniosas. Es correcto pensar que, en un régimen
sexuado, la eficacia de los genes se pone continuamente a prueba en diferentes
contextos genéticos. En cada generación, cada uno de los genes se ve incluido en
un nuevo equipo de compañeros, esto es, los otros genes con los que, en un
momento determinado, comparte un cuerpo. Los genes que son buenos
compañeros, que encajan bien en el grupo y que cooperan con los demás,
tienden a integrar equipos ganadores, es decir, organismos individuales que
tienen éxito y que transmiten dichos genes a la prole. Los genes que no son
buenos cooperantes tienden a integrar equipos que se revelan perdedores, esto
es, cuerpos que mueren antes de reproducirse.
El conjunto de genes con los que un gen ha de cooperar en primera instancia
es el de aquéllos con los que comparte un cuerpo concreto. Pero a largo plazo, el
conjunto de genes con los que habrá de cooperar es el compuesto por todos los
genes del acervo génico, pues son éstos los que se encuentra repetidamente, al
pasar de un cuerpo a otro, generación tras generación. Por eso digo que el acervo
génico de una especie es la obra que esculpen los cinceles de la selección
natural. En sentido proximal, la selección natural es la supervivencia y
reproducción diferencial de individuos completos, los individuos que el acervo
génico produce como ejemplos de lo que es capaz de hacer. Una vez más, esto
no vale para los bdeloideos rotíferos; en su caso, la selección natural no esculpe
el acervo génico, por la sencilla razón de que no hay ningún acervo génico que
esculpir. Un rotífero bdeloideo tan sólo posee un gen grande y único.
Lo que acabo de subrayar es una consecuencia del sexo, no una teoría de las
ventajas ni de los orígenes del sexo. Pero si tuviese que aventurar una teoría
sobre las ventajas del sexo, si tuviese que definir seriamente ese «detalle
primordial que se nos escapa», empezaría por aquí. Y escucharía una y otra vez
«El Cuento del Rotífero». Quizá estos minúsculos y oscuros habitantes de
charcas y musgos húmedos posean la clave de la gran paradoja de la evolución.
¿Qué tiene de malo la reproducción asexual, si los rotíferos bdeloideos la
practican desde hace tantísimo tiempo? Y si les ha ido tan bien, ¿por qué no la
practicamos todos los demás y nos ahorramos el cuantioso coste doble del sexo?

EL CUENTO DEL PERCEBE

Cuando estaba en el colegio, a veces tenía que disculparme ante el director del
internado por llegar tarde a cenar. Le decía: «Lo siento, señor, tenía ensayo con
la orquesta», o cualquier otra disculpa que viniera al caso. En aquellas ocasiones
en que no había ninguna excusa válida y teníamos algo que esconder,
murmurábamos: «Perdón por llegar tarde, señor: los percebes». El director
asentía amablemente, pero no sé si alguna vez llegaría a preguntarse qué
misteriosa actividad extraescolar era aquélla. Quizá nos inspirásemos en Darwin,
que durante años y años se dedicó a los percebes con tal determinación que sus
hijos, un día que fueron a visitar unos amigos y les enseñaron la casa,
preguntaron con ingenuo asombro: «Pero ¿dónde hace vuestro padre los
percebes?». No sé si por aquel entonces ya conocíamos esta anécdota darviniana;
es más probable que inventásemos la excusa de los percebes porque sonaba
demasiado inverosímil como para despertar las sospechas de que se tratase de un
farol. Los percebes no son lo que parecen. Lo mismo cabe decir de otros
animales, y ése es precisamente el tema central de «El Cuento del Percebe».[21]
En contra de lo que parece, los percebes son crustáceos. Los abundantes
bálanos, que cubren las rocas como lapas en miniatura, impidiendo que nos
resbalemos si vamos calzados e hiriéndonos los pies si vamos descalzos, son
completamente diferentes por dentro de las lapas. Dentro de la concha son como
gambas deformes tumbadas de espaldas con las patas al aire. Los pies están
provistos de cestillos o peines filamentosos con los que el balano filtra el agua en
busca de partículas alimenticias. Los percebes canadienses (Pollicipes
polymerus) hacen lo mismo, pero en vez de refugiarse bajo una concha cónica
como los balanos, se posan en el extremo de un pedúnculo coriáceo. Deben su
nombre inglés, goose barnacles, «percebes ganso», al enésimo error en cuanto a
la verdadera naturaleza de los percebes. Los cirros, esos apéndices filamentosos
semejantes a plumas con los que filtran el agua, hacen que parezcan un pollito
dentro del cascarón. En la época en que la gente creía en la generación
espontánea, surgió la creencia popular de que esta clase de percebes, una vez
adultos, se convertían en gansos, más concretamente en Branta leucopsis, la
barnacla cariblanca.

¿Un espécimen estrambótico? ¿Un nuevo plan corporal? Hembra de Thaumatoxena andreinii.
Los más engañosos de todos, los que tal vez sean, de todos los animales, los
menos parecidos a lo que los zoólogos saben de ellos, son los percebes parásitos
como Sacculina. Sacculina no es ni remotamente lo que parece. De no ser por su
larva, los zoólogos jamás habrían sabido que se trata de un percebe. El adulto es
un saco blando que se adhiere a la cara ventral de un cangrejo y le introduce
largas raíces ramificadas similares a las de las plantas para absorber nutrientes de
sus tejidos. El parásito no sólo no se parece a un percebe, es que no se parece en
nada a un crustáceo. Ha perdido todo vestigio del caparazón y de la
segmentación corporal propia de casi todos los demás artrópodos. Podría
perfectamente ser una planta u hongo parásitos. Sin embargo, en términos de
parentesco evolutivo, es un crustáceo, y no un simple crustáceo sino, más
concretamente, un percebe. Los percebes no son, desde luego, lo que parecen.
Lo que resulta fascinante es que el desarrollo embriológico del cuerpo de
Sacculina, que de crustáceo no tiene absolutamente nada, está empezando a
descifrarse en términos similares a los de los genes Hox (véase «El Cuento de la
Mosca del Vinagre»). El gen abdominal-A, que normalmente controla el
desarrollo del típico abdomen de crustáceo, no se expresa en Sacculina. Por lo
visto, para transformar un animal que nada y patalea en un hongo amorfo, basta
con suprimir los genes Hox.
Dicho sea de paso, las raíces ramificadas de este parásito no invaden los
tejidos del cangrejo de forma indiscriminada. Primero se dirigen a los órganos
reproductores, con la consiguiente castración del cangrejo. ¿Se trata,
simplemente, de un efecto colateral fortuito? Lo más probable es que no. La
castración no se limita a esterilizar al huésped. Como ocurre con los bueyes
gordos, el cangrejo castrado, en lugar de convertirse en una máquina
reproductora enérgica y fibrosa, concentra todos sus esfuerzos en engordar, o
sea: más comida para el parásito.[22]
¿Cómo debería ser una mosca? Megaselia scalaris (Loew). Dibujo de Arthur Smith.

Voy a introducir la última parte de este cuento con una pequeña fábula
ambientada en el futuro. Quinientos millones de años después de que la vida de
los vertebrados y los artrópodos quedase completamente destruida por el
espantoso impacto de un cometa, la vida inteligente ha terminado evolucionando
de nuevo en los remotos descendientes de los pulpos. Unos paleontólogos pulpos
descubren un rico yacimiento fósil que data del siglo XXI d. C. Si bien no les
brinda un panorama completo de la vida en aquella época, el generoso
yacimiento deja asombrados a los paleontólogos con su variedad y diversidad.
Analizando escrupulosamente los fósiles con óctuple ecuanimidad y aguda
captación de los detalles, uno de los expertos octópodos llega a aventurar la
hipótesis de que la vida, en la remota era anterior a la catástrofe, se entregaba
con desenfreno a la experimentación más insólita y producía nuevos planes
corporales extraños y maravillosos. La conclusión se antoja lógica si pensamos
en los animales actuales e imaginamos que sólo se fosiliza una pequeña muestra
de los mismos. Piénsese en la hercúlea tarea que le espera a un paleontólogo del
futuro y en las dificultades que habrá de superar a la hora de deducir afinidades a
partir de restos fósiles esporádicos e incompletos.
Por poner un ejemplo, ¿cómo diantres definiríamos al animal de la
ilustración? ¿Como una «maravillosa rareza» digna de que se cree un nuevo filo
en su honor? ¿Cómo un nuevo plan corporal hasta ahora desconocido para los
zoólogos?
Pues no. Regresando desde nuestra fantasía futurista al presente, la
maravillosa rareza, es, en realidad, una mosca, Thaumatoxena andreinii. No sólo
eso: es una mosca que pertenece a la respetabilísima familia de los fóridos. La
siguiente ilustración representa a un miembro más común de los fóridos,
Megaselia scalaris.
Lo que le pasó a Thaumatoxena, la «maravillosa rareza», es que estableció su
residencia en un termitero. Las exigencias de la vida en ese mundo claustral eran
tan diferentes que, en un periodo de tiempo probablemente breve, Thaumatoxena
perdió toda semejanza con una mosca. Al extremo anterior en forma de
bumerán, que es cuanto resta de la cabeza, le sigue el tórax; en el espacio entre
éste y la zona peluda del dorso pueden apreciarse los vestigios de las alas.
La moraleja es la misma del percebe. Pero la parábola de la paleontólogo del
futuro cautivado por la retórica de las maravillosas rarezas que pueblan
alegremente el morfoespacio no la he incluido por puro placer narrativo sino
para allanar el terreno al siguiente cuento, que trata de la explosión del
Cámbrico.

EL CUENTO DEL GUSANO ATERCIOPELADO

Si para los zoólogos modernos hay algo vagamente equiparable a un mito de los
orígenes, ese algo es la explosión del Cámbrico. El Cámbrico es el primer
periodo del Eón Fanerozoico, los últimos 545 millones de años, en el que de
repente aparecen en el registro fósiles de animales y vegetales tal y como los
conocemos. Antes del Cámbrico, los fósiles se presentaban en forma de restos
minúsculos o envueltos en un enigmático misterio. Del Cámbrico en adelante ha
habido una clamorosa explosión de vida pluricelular que, de manera más o
menos plausible, vaticinaba la nuestra. Fue precisamente la naturaleza repentina
de la aparición de organismos pluricelulares fosilizados, que señala el comienzo
de periodo, lo que inspiró la metáfora de la explosión.
Los creacionistas adoran la explosión Cámbrica porque, privados como están
del tipo de imaginación que no les interesa, la conciben como una especie de
orfanato paleontológico habitado por filos carentes de progenitores: animales sin
antecedentes, materializados súbitamente de la nada, con calcetines agujereados
y todo.[23] En el otro extremo, los zoólogos con acusadas inclinaciones
románticas adoran la explosión Cámbrica por su aura de paraíso arcádico, de
edad zoológica de la inocencia en la que la vida bailaba a un ritmo evolutivo
frenético y radicalmente distinto: una bancanal edénica de gozosa improvisación,
antes de que todo cayese en el rígido utilitarismo que ha predominado desde
entonces. En mi libro Destejiendo el arco iris cité el siguiente comentario de un
ilustre biólogo que, a estas alturas, tal vez se haya desdicho:

Poco después de la invención de las formas de vida pluricelulares, se produjo una enorme explosión de
novedades evolutivas. Casi da la sensación de que la vida pluricelular exploraba alegremente todas las
posibles ramificaciones en una danza salvaje de tentativas desenfrenadas.

Si hay un animal capaz de soportar más que cualquier otro esta exaltada
definición del Cámbrico, es Hallucigenia. ¿Soportar he dicho? Salvo que se
sufra una alucinación, cuesta creer que una criatura tan improbable fuese capaz
siquiera de soportar su propio peso. Y con razón. Parece ser que, en un primer
momento, Hallucigenia (un nombre sabiamente escogido por Simon Conway
Morris) se reconstruyó al revés: por eso se sostiene sobre esos zanquitos
improbables. Según la interpretación más reciente, que ha dado la vuelta a la
originaria, los tentáculos del dorso, dispuestos en una sola hilera, eran patas. Una
única hilera de patas: ¿acaso el animal se desplazaba guardando el equilibrio
como un funambulista? No. Una serie de fósiles descubiertos en China invitan a
pensar que debía de existir una segunda hilera y, a juzgar por la reconstrucción
moderna, da la impresión de que Hallucigenia sería perfectamente capaz de
desenvolverse en el mundo actual. Hoy en día ya no se tiene a Hallucigenia por
una maravillosa rareza de afinidades inciertas que se pierden en la noche de los
tiempos, sino que, con muchos otros fósiles cámbricos, se coloca
provisionalmente en el filo de los lobópodos, que cuenta con representantes
actuales como Peripatus y los demás onicóforos o gusanos aterciopelados con
los que nos hemos reunido en el «Encuentro 26».
Hallucigenia. Reconstrucción actual.

En la época en que se creía que los anélidos eran parientes cercanos de los
artrópodos, los onicóforos solían definirse como el «estadio intermedio» que
«salvaba la distancia» entre aquéllos, aunque, teniendo en cuenta como funciona
realmente la evolución, ese concepto no es muy útil. Ahora los anélidos se sitúan
dentro de los lofotrocozoos, mientras que los onicóforos son considerados, junto
con los artrópodos, ecdisozoos. Dadas sus antiquísimas afinidades, Peripatus es,
de todos los peregrinos modernos, el más capacitado para contar la historia de la
explosión Cámbrica.
Los onicóforos modernos se hallan ampliamente difundidos por los trópicos
y sobre todo en el hemisferio austral. Todos viven en tierra firme, entre la
hojarasca y los terrenos húmedos, donde se alimentan de caracoles, gusanos,
insectos y otras pequeñas presas. En el Cámbrico, Hallucigenia y los remotos
antepasados de Peripatus y Peripatopsis vivían, naturalmente, como todos los
demás animales, en el mar.
Todavía se discute si Hallucigenia está o no emparentado con los onicóforos
modernos; no olvidemos que hace falta echarle mucha imaginación para
reconstruir en un papel, tal vez incluso con llamativos colores, un fósil que en la
roca no es sino un borrón aplastado. Hay quien ha aventurado incluso la
hipótesis de que Hallucigenia no sea un animal entero, sino parte de una criatura
desconocida. No sería la primera vez que se comete un error semejante. Algunas
de las primeras reconstrucciones de escenas cámbricas representaban a una
criatura marina similar a una medusa, que parecía inspirada en una rodaja de
piña en almíbar y que después resultó ser parte integrante de las mandíbulas del
misterioso depredador Anomalocaris. Otros fósiles del Cámbrico, como
Aysheaia, parecen versiones marinas de Peripatus, lo cual nos reafirma en el
convencimiento de que Peripatus, tenía todo el derecho de relatar esta historia
del Cámbrico.
En cualquier era geológica, casi todos los fósiles son los restos de partes
duras de los animales: los huesos en los vertebrados, los caparazones en los
artrópodos y las conchas en los moluscos o braquiópodos. Pero en tres
yacimientos fósiles del Cámbrico, situados uno en Cánada, otro en Groenlandia
y otro en China, las insólitas condiciones atmosféricas permitieron que también
se conservasen las partes blandas: una suerte casi milagrosa… para nosotros. Los
tres yacimientos son Burguess Shale, en la Columbia Británica, Sirius Passet, en
el norte de Groenlandia, y Chengjiang, en el sur de China.[24] El yacimiento de
Burguess Shale se descubrió en 1909 y saltó a la fama 80 años después gracias a
la descripción que hizo Stephen Jay Gould en su libro La vida maravillosa.
Sirius Passet fue descubierto en 1984, pero hasta ahora no se ha estudiado tanto
como los otros dos. Ese mismo año, Hou Xian-guang descubrió los fósiles de
Chengjiang. El doctor Hou es uno de los autores de una monografía
maravillosamente ilustrada, The Cambian Fossils of Chengjiang, China,
publicada en 2004 (para mi suerte, poco antes de dar a imprenta este libro).
Los fósiles de Chengjiang datan de hace 525 millones de años. Son más o
menos contemporáneos de los de Sirius Passet, y unos 10 o 15 millones de años
más antiguos que los de Burguess Shale, pero toda la fauna de estos
extraordinarios yacimientos es similar. Muchos son lobópodos y muchos parecen
versiones marinas de Peripatus. Hay algas, esponjas, varios tipos de gusanos,
braquiópodos casi iguales a los modernos y animales enigmáticos de
ascendencia incierta. Son innumerables los artrópodos, entre ellos crustáceos,
trilóbites y muchos otros que recuerdan vagamente a crustáceos o trilobites pero
que quizá perteneciesen a sus propios grupos. El gran Alocaris, un presunto
depredador que en ocasiones superaba el metro de longitud, se encuentra junto
con sus semejantes tanto en Burguess Shale como en Chengjiang. Nadie sabe
muy bien lo que es (tal vez un pariente lejano de los artrópodos), pero debía de
ser un espectáculo. No todas las «rarezas maravillosas» de Burguess Shale se
han encontrado también en Chengjiang; Opabinia, por ejemplo, con sus famosos
cinco ojos, sólo se halla presente en el primero.
Los famosos cinco ojos. Opabinia regalis, hallada en Burges Shale, Canadá. Dibujo de Marianne Collins.

Entre la fauna groenlandesa de Sirius Passet figura un hermoso animal llamado


Halkieria. Se considera un molusco primigenio, pero Simon Conway Morris,
que ha descrito muchas de las singulares criaturas del Cámbrico, cree que tiene
afinidades con el filo de los moluscos, el de los braquiópodos y el de los
anélidos. Esto me alegra porque contribuye a echar por tierra la reverencia cuasi
mística con que los zoólogos contemplan los grandes filos. Si nos tomamos en
serio la evolución, no cabe duda de que, según retrocedamos en el tiempo y nos
avecinemos a los puntos de encuentro de los filos, éstos irán siendo cada vez
más parecidos y guardarán un parentesco más cercano. Tanto si Halkieria reúne
las condiciones para el cargo como si no, sería preocupante que no hubiese un
animal primigenio que uniese a los anélidos, los braquiópodos y los moluscos.
Obsérvense las conchas situadas a ambos extremos de la ilustración.
Se acabó la veneración mística por los grandes filos. Halkiera evangelista, de Sirius Passet, Groenlandia.
Data del Cámbrico inferior. Dibujo de Simon Conway Norris.

Como hemos visto en el Encuentro 22, en el yacimiento de Chengjiang hay


fósiles que parecen vertebrados auténticos y que son anteriores a Pikaia, la
criatura parecida a un anfioxo descubierta en Burguess Shale, y a otros cordados
del Cámbrico. La zoología clásica enseñaba que ningún vertebrado había
aparecido en fechas tan tempranas, sin embargo, Myllokunmingia, del que en
Chengjiang se han encontrado más de 500 ejemplares, recuerda mucho a un pez
agnado, esto es, a un animal del que siempre se pensó que no había aparecido
hasta cincuenta millones de años después, en pleno Ordovícico. En un primer
momento se describieron dos nuevos géneros, Myllokunmingia, que se definió
como bastante parecido a la lamprea, y Haikouichtys (que, por desgracia, no
debe su nombre a los haikus, los breves poemas japoneses), considerado
semejante a los mixinos. En la actualidad algunos taxónomos revisionistas
agrupan los dos en una misma especie, Myllokunmingia fengjiaoa. La polémica
actualización del estatus de Haikouichthys refleja lo difícil que resulta discernir
la verdadera naturaleza de los fósiles muy antiguos. Compárese en la página
siguiente la fotografía de un ejemplar de Myllokunmingia con el dibujo, hecho
con cámara lúcida, que hemos colocado debajo. Profeso una enorme admiración
por la paciencia necesaria para reconstruir animales como éstos.

Se suponía que los vertebrados no eran tan antiguos. Fósil de Myllokunmingia fengjiaoa, de Chengjiang.
De D-G Shu et al. [264]

Adelantar la aparición de los vertebrados hasta mediados del Cámbrico no hace


sino corroborar la hipótesis de la explosión súbita sobre la que se fundamenta el
mito. Parece, efectivamente, que los fósiles de la mayor parte de los grandes
filos animales de la actualidad aparecen por primera vez en un reducido lapso
temporal del Cámbrico. Esto no significa que antes del Cámbrico no hubiese
representantes de esos filos, sino que no se fosilizaron. ¿Cómo podemos
interpretar este fenómeno? Vamos a exponer las tres hipótesis principales, que
son similares a las tres hipótesis formuladas para explicar la explosión de los
mamíferos tras la extinción de los dinosaurios, para, posteriormente, alcanzar un
compromiso entre las tres.

1. NO HUBO TAL EXPLOSIÓN. Según esta teoría, no hubo una explosión de


evolución propiamente dicha, sino sólo de fosilización. Los filos datan en
realidad de mucho antes del Cámbrico, con antepasados distribuidos a lo
largo de cientos de millones de años en el precámbrico. Sostienen esta
hipótesis algunos biólogos moleculares que han utilizado la técnica del reloj
molecular para datar contepasados clave. Por ejemplo, en un famoso
artículo de 1996, G. A. Wray, J. S. Levinton y L. H. Shapiro calcularon que
el contepasado que vinculaba a Vertebrados y Equinodermos vivió hace mil
millones de años y el contepasado que vinculaba a vertebrados y moluscos
doscientos millones de años antes, es decir, más del doble de la antigüedad
de la llamada explosión del Cámbrico. En general, los cálculos hechos con
el reloj molecular sitúan estas ramificaciones remotas en el Precámbrico,
mucho antes de lo que le gustaría a la mayor parte de los paleontólogos.
Según esta hipótesis, los fósiles, por motivos desconocidos, no se formaban
fácilmente antes del Cámbrico. Puede que no hubiese partes duras, como
conchas, caparazones y huesos, fácilmente fosilizables. Al fin y al cabo,
Burguess Shale y Chengjiang son de lo más insólito entre todos los
yacimientos geológicos por cuanto albergan fósiles de partes blandas. Quizá
los animales del Precámbrico, por más que existiesen desde hacía mucho
tiempo en una amplia gama de planes corporales complejos, eran
demasiado pequeños para fosilizarse. Como abono a este argumento existen
algunos pequeños filos animales que no han dejado fósiles después del
Cámbrico, al punto de que hoy parecen huérfanos vivos. ¿Por qué esperar,
entonces, que aparezcan fósiles antes del Cámbrico? Sea como fuere,
algunos de los fósiles precámbricos descubiertos, como la fauna de
Ediacaran (véase página 594) y algunos fósiles de huellas y madrigueras,
revelan la presencia de metazoos precámbricos verdaderos.
2. EXPLOSIÓN DE MECHA LENTA. Los contepasados que vinculan los diversos
filos vivieron efectivamente en épocas relativamente cercanas unos de
otros, pero siempre esparcidos en un periodo de varias decenas de millones
de años antes de la explosión de fósiles que hoy apreciamos. Vista desde el
presente, la fauna de Chengjiang, que data de hace 525 millones de años, se
parece bastante a un potencial contepasado de, pongamos, hace unos 590
millones, pero entre una y otro median 65 millones de años, el mismo
periodo de tiempo que nos separa de la extinción de los dinosaurios: el
periodo durante el que los mamíferos modernos se han irradiado una y otra
vez hasta producir la gama increíblemente diversa que vemos hoy. Incluso
diez millones de años son mucho tiempo, habida cuenta de la frenética
explosión evolutiva que analizamos en «El Cuento de los Cíclidos» y en
«El Cuento del Pinzón de las Galápagos». A toro pasado, es muy fácil
convencerse de que dos fósiles muy antiguos, claramente pertenecientes a
distintos filos modernos, eran tan diferentes como los representantes
actuales de dichos filos. No hay ninguna razón válida para pensar que un
taxónomo del Cámbrico que tuviese la suerte de no verse condicionado por
500 millones de años de prejuicios retrospectivos, habría colocado los dos
fósiles en filos distintos. Quizá los habría colocado en órdenes distintos, por
más que sus descendientes, algo que el taxónomo no podía haber previsto,
terminasen divergiendo hasta el punto de hacer necesaria su clasificación en
filos separados.
3. EXPLOSIÓN SÚBITA. Esta tercera corriente es, a mi modo de ver, una
chaladura o, dicho en términos un poco más diplomáticos, una idea tan
poco realista que, de puro disparatada, raya en lo irresponsable. Pero debo
dedicarle un poco de atención porque, siguiendo la retórica de esos
zoólogos que he definido como «de inclinaciones románticas», se ha hecho
inexplicablemente popular.
Según esta tercera hipótesis, los nuevos filos aparecieron de la noche a
la mañana, en un único salto macromutacional. Voy a citar algunos pasajes
de científicos por lo demás respetables que ya traje a colación en
Destejiendo el arcoiris.

Fue como si, al terminar el Cámbrico, aquella facilidad para dar saltos evolutivos, la facilidad que trajo
consigo las fundamentales innovaciones funcionales que representaron la base para el surgimiento de
nuevos filos, se hubiese agotado. Fue como si el muelle de la evolución hubiese perdido parte de su
potencia… Así pues, mientras que en los organismos del Cámbrico la evolución podía dar saltos de
mayor alcance, como los que dieron origen a nuevos filos, posteriormente estaría más limitada y daría
saltos más modestos, sin rebasar el nivel representado por las clases.

O este otro, del mismo científico ilustre que he mencionado al comienzo de


«El Cuento del Gusano Aterciopelado»:

Al comienzo del proceso de ramificación, encontramos una gran variedad de saltos de largo alcance que
difieren notablemente tanto del punto de partida como entre sí. Estas especies presentan suficientes
diferencias morfológicas como para considerarlas fundadoras de filos distintos. Estas fundadoras
también se ramifican, pero lo hacen por medio de variantes que constituyen saltos de un alcance algo
más reducido, dando lugar a ramas de especies hijas diferentes, las fundadoras de las clases. Según
avanza el proceso, las variantes más adaptadas van ocupando áreas cada vez más próximas, surgiendo
así, de manera sucesiva, las especies fundadoras de órdenes, familias y géneros.
Estas afirmaciones tan absurdas me llevaron a replicar que es como si un
jardinero, al contemplar su viejo roble, dijese intrigado lo siguiente:

Qué raro que en todos estos años no haya aparecido ninguna rama gruesa nueva. Hoy en día, parece que
todo el crecimiento está limitado a las ramitas.

He aquí otra afirmación censurable, sólo que esta vez daré el nombre del autor
porque es posterior a Destejiendo el arco iris y, por tanto, no la incluí en dicho
libro. En In the Blink of an Eye, Andrew Parker se dedica casi exclusivamente a
propugnar una interesante y original teoría de su cosecha, según la cual la
explosión Cámbrica habría venido provocada por el repentino descubrimiento de
los ojos por parte de los animales. Pero antes de exponer esta tesis, Parker se
deja traicionar por la versión disparatada e irresponsable del mito de la
explosión Cámbrica. Para empezar ofrece la versión más explosiva del mito que
yo jamás haya leído:

Hace 544 millones de años había tres filos animales con su correspondiente variedad de formas
externas, mientras que hace 538 millones de años había 38, el mismo número de hoy en día.

A continuación aclara que no se refiere a una evolución gradual rapidísima,


comprimida en un periodo de seis millones de años, es decir, una versión
extrema (y difícilmente aceptable), de la hipótesis número 2; ni tampoco afirma,
como diría yo, que poco antes de que dos (futuros) filos comenzasen a divergir,
no habrían sido muy diferentes sino que habrían ido completando sucesivas
etapas, pasando de dos especies a dos géneros, etcétera, hasta llegar a ser tan
distintos que quepa clasificarlos en filos separados. No, Parker tiene toda la pinta
de considerar que sus 38 filos de hace 538 millones de años eran filos en toda
regla que surgieron de un día para otro en un abrir y cerrar de ojos
macromutacional:

En la Tierra han evolucionado 38 filos. Así que solamente han tenido lugar 38 acontecimientos
genéticos capitales, que se han traducido en 38 organizaciones internas diferentes.

Los acontecimientos genéticos capitales no son imposibles. Los genes de control


de las diversas familias Hox que hemos conocido en «El Cuento de la Mosca del
Vinagre» son sin duda capaces de experimentar drásticas mutaciones. Pero hay
acontecimientos capitales y acontecimientos capitales. Una mosca del vinagre
con dos patas en lugar de antenas es un acontecimiento capital, pero no está ni
mucho menos claro que pueda sobrevivir. Hay una poderosa razón general para
esto y voy a explicarla en pocas palabras.
Un animal mutante tiene ciertas probabilidades de estar mejor como
consecuencia de la mutación. Mejor significa «mejor comparado con el tipo
parental previo a la mutación». El progenitor debía de ser bastante capaz de
sobrevivir y reproducirse, de lo contrario no habría sido padre. Es fácil de
entender que cuanto más pequeña sea la mutación, más probabilidades tendrá de
representar una mejora. «Es fácil de entender» era una de las expresiones
favoritas del gran estadístico y biólogo R. A. Fisher, y no pocas veces la usaba
cuando para el común de los mortales el asunto en cuestión era cualquier cosa
menos fácil de entender. Creo, sin embargo, que el razonamiento de Fisher es de
veras fácil de seguir en el caso concreto de una mutación relativa a una simple
característica métrica, algo como, por ejemplo, la longitud de un muslo, que
varía en una sola dimensión: tantos milímetros más o menos.
Imaginemos una serie de mutaciones de magnitud creciente. En un extremo,
la mutación de magnitud cero es, por definición, tan buena como el gen parental,
que, como hemos visto, tuvo que ser lo bastante bueno como para sobrevivir a la
infancia y reproducirse. Ahora imaginemos una mutación fortuita de pequeña
magnitud: la pierna, pongamos por caso, aumenta o disminuye un milímetro.
Suponiendo que el gen parental no sea perfecto, una mutación que suponga una
diferencia infinitesimal con respecto a la versión parental tendrá un 50% de
probabilidades de ser mejor y un 50% de probabilidades de ser peor: será mejor
si representa un paso en la dirección correcta con respecto a la condición
parental, y será peor si representa un paso en la dirección contraria. Pero una
mutación muy grande será, con toda probabilidad, peor que la versión parental,
aun cuando represente un paso en la dirección correcta, por la sencilla razón de
que es excesiva. Por poner un ejemplo extremo, imaginemos un hombre, por lo
demás normal, con unos muslos de dos metros de largo.
El razonamiento de Fisher era más general. Cuando hablamos de saltos
macromutacionales en el territorio de un nuevo filo, ya no estamos hablando de
simples características métricas como la longitud de una pierna, por lo se hace
necesario recurrir a otro tipo de razonamiento. Como ya he explicado
anteriormente, la idea esencial es que hay muchas más formas de estar muerto
que de estar vivo. Imaginemos un paisaje matemático integrado por todos los
animales posibles. Debo denominarlo matemático porque es un paisaje en
centenares de dimensiones que comprende una gama casi infinita de
monstruosidades concebibles, además del número (relativamente) pequeño de
animales que realmente han existido. Lo que Parker llama un acontecimiento
genético capital equivaldría a una macromutación que tendría enormes
consecuencias no sólo en una dimensión, como en el caso del muslo más largo o
más corto, sino en cientos de dimensiones simultáneamente. Ésa es la escala del
cambio del que estamos hablando al imaginarnos, como hace Parker, un tránsito
brusco e inmediato de un filo a otro.
En el paisaje multidimensional de todos los animales posibles, las criaturas
vivas son islas de vida viable separadas de otras islas por inmensos océanos de
deformidad grotesca. Partiendo de una isla cualquiera, se puede evolucionar paso
a paso, alargando un centímetro de pierna por aquí, limando la punta de un
cuerno por allá, oscureciendo una pluma por acullá. La evolución es una
trayectoria en el espacio multidimensional en la cual cada etapa debe representar
un cuerpo capaz de sobrevivir y reproducirse igual de bien que el tipo parental
de la etapa previa. En un periodo de tiempo suficiente, una trayectoria lo
bastante larga abarca desde un punto de partida viable a un destino viable tan
remota que cabe clasificarla como un filo distinto, por ejemplo los moluscos.
Una trayectoria diferente que parta del mismo punto puede conducir paso a paso,
a través de estadios intermedios siempre viables, a otro destino viable que se
puede clasificar como otro filo, por ejemplo los anélidos. Algo así debió de
ocurrir en cada una de las bifurcaciones que, partiendo de los contepasados
respectivos, condujeron a cada pareja de filos animales.
El punto al que quiero llegar es el siguiente: una mutación fortuita lo
bastante «capital» como para dar origen de un plumazo a un nuevo filo sería tan
grande, en cientos de dimensiones simultáneas, que le haría falta una suerte
inconcebible para aterrizar en otra isla de vida viable. Es casi inevitable que una
macromutación de esa envergadura aterrice en medio del océano de la
inviabilidad: lo más probable es que ni siquiera se pudiese reconocer como
animal al mutante en cuestión.
Los creacionistas afirman estúpidamente que la selección natural darviniana
es como un huracán que, soplando en un depósito de chatarra, tuviese la suerte
de ensamblar un Boeing 747. Huelga decir que están equivocados, ya que ni por
asomo alcanzan a captar la naturaleza gradual y acumulativa de la selección
natural. Sin embargo, la metáfora del depósito de chatarra se ajusta
estupendamente a la hipotética invención de un nuevo filo de un día para otro.
Que pueda darse un tránsito evolutivo tan grande como para pasar de repente de
la lombriz al caracol es tan probable como que un huracán construya un Boeing
soplando chatarra.
Así pues, podemos rechazar con toda confianza la tercera hipótesis, la
disparatada. Nos quedan las otras dos, o un compromiso entre ambas, y llegado a
este punto me declaro agnóstico y necesitado de más datos. Como veremos en el
epílogo de este cuento, cada vez son más los científicos que coinciden en que los
primeros cálculos realizados con la técnica del reloj molecular exageraban al
adelantar cientos de millones de años los principales puntos de ramificación,
haciendo que datasen del Precámbrico. Por otro lado, el mero hecho de que no
haya fósiles de la mayor parte de los filos animales antes del Cámbrico no debe
incitarnos a creer que esos filos tuvieron que evolucionar con suma rapidez. El
razonamiento del huracán en el depósito de chatarra nos enseña que todos los
fósiles del Cámbrico a la fuerza debieron tener antecedentes en continua
evolución. Esos antecedentes sin duda existieron, pero no se han descubierto.
Fuesen cuales fuesen los motivos, fuese cual fuese la escala temporal, el caso es
que no se fosilizaron; pero existieron. A simple vista, resulta más difícil creer
que toda una gama de animales permanezca invisible durante 100 millones de
años que durante apenas 10 millones de años; por eso hay quien se decanta por
la teoría de la explosión súbita del Cámbrico. Por otro lado, cuanto más corta sea
la mecha temporal de la explosión, más trabajo cuesta creer que toda la
diversificación tuviese lugar en tan breve espacio de tiempo. De manera que este
razonamiento es de doble filo y no permite escoger con garantías ninguna de las
dos hipótesis restantes.
El archivo fósil no está completamente desprovisto de vida metazoica
anterior a Chengjiang y Sirius Passet. Unos 20 millones de años antes, casi en el
límite exacto entre el Cámbrico y Precámbrico, empieza a aparecer una variedad
de fósiles microscópicos que parecen conchitas diminutas y a los que, en
conjunto, se conoce con el nombre de fauna tommotiense o pequeña fauna con
concha. La mayoría de los paleontólogos se llevó una sorpresa cuando se
descubrió que algunas de estas conchitas eran, en realidad, placas de lobópodos,
los parientes de los onicóforos. Esto significa que las divergencias entre
diferentes grupos de protóstomos tuvieron que darse en el Precámbrico, antes de
la explosión visible.
Hay otros indicios de diversidad animal más antigua. 20 millones de años
antes de comenzar el Cámbrico, en el periodo Ediacarano del Precámbrico
superior, prosperó en todo el mundo un misterioso grupo de animales llamado
fauna ediacarana, por las colinas Ediacara de Australia meridional, el lugar
donde fueron encontrados por primera vez. Cuesta trabajo averiguar qué eran
realmente, pero no cabe duda de que se trata de los primeros animales grandes
que se fosilizaron. Algunos puede que sean esponjas, otros parecen medusas, y
otros recuerdan a las anémonas marinas o a las plumas de mar (parientes de las
anémonas que parecen péñolas). Algunos se asemejan un poco a gusanos o
babosas, y podrían ser perfectamente bilaterios; otros son un misterio puro y
duro. ¿Qué decir de Dickinsonia, la criatura de la fotografía? ¿Es un coral, un
gusano, un hongo, o algo completamente diferente de las criaturas que viven en
la actualidad? Existe incluso un fósil australiano parecido a un renacuajo del que
todavía no existe descripción formal pero se sospecha que se trata de un cordado
(recordemos que el de los Cordados es el filo al que pertenecen los vertebrados).
Si esto se confirma sería muy emocionante, pero, de momento, hay que esperar.
A pesar de tan sugerentes indicios, los zoólogos coinciden en que la fauna
ediacarana, por intrigante que sea, no sirve de mucha ayuda a la hora de
averiguar los orígenes de los animales modernos.

¿Qué se supone que es esto? Dickinsonia costata, parte de


la fauna ediacarana.

Existen también icnofósiles (fósiles de huellas o túneles) de animales


precámbricos. Estas huellas demuestran que en un pasado remoto existieron
criaturas lo bastante grandes como para producirlas, aunque, por desgracia, no
nos revelan gran cosa en cuanto a la apariencia de tales criaturas. En Doushanto,
China, se han encontrado fósiles aún más antiguos, en su mayoría
microscópicos, que parecen ser embriones, aunque no está claro en qué tipo de
animal podrían haberse convertido. Más antiguos todavía son unas pequeñas
impresiones en forma de disco que se han encontrado en el noroeste de Canadá,
y que datan de hace entre 600 y 610 millones de años, pero estos animales son, si
cabe, más enigmáticos que la fauna de Ediacara
Este libro se basa en una serie de 39 puntos de encuentro y me parecía
apropiado tratar de calcular la fecha de cada uno. La mayor parte se puede fechar
con ciertas garantías empleando una combinación de fósiles susceptibles de
datarse y relojes moleculares calibrados en función de dichos fósiles.
Naturalmente, cuando llegamos a los puntos de encuentro más antiguos los
fósiles nos dejan plantados. Esto significa que los métodos moleculares ya no
pueden calibrarse de manera fiable, con lo cual entramos en una selva de datos
inciertos. Por no dejar cabos sueltos me he obligado a fechar del modo que fuese
los contepasados de esta selva incierta, que van desde el número 23 hasta el 39.
Las pruebas más recientes parecen corroborar, siquiera ligeramente, la hipótesis
de la explosión de media mecha. Este dato contrasta con mi inicial propensión a
descartar que hubiese habido explosión alguna. Cuando se encuentren, como
espero, más pruebas, no me sorprenderé lo más mínimo si, en nuestra búsqueda
de los contepasados de los grandes filos animales modernos, nos vemos de
nuevo empujados en la dirección opuesta, hacia las profundidades del
Precámbrico. O también podríamos vernos nuevamente ante la perspectiva de
una explosión casi súbita a consecuencia de la cual los contepasados de la
mayoría de los filos animales estuviesen comprimidos, a comienzos del
Cámbrico, en un periodo de 20 o incluso 10 millones de años. En este caso,
estoy convencido de que, aunque situemos correctamente dos animales del
Cámbrico en filos distintos en función de su semejanza con animales modernos,
en el Cámbrico habrían sido mucho más parecidos de lo que los son sus
modernos descendientes. Los hipotéticos zoólogos del Cámbricos no los habrían
colocado en filos distintos sino simplemente, pongamos por caso, en subclases
distintas.
No me extrañaría ver confirmada cualquiera de las dos primeras hipótesis.
No me atrevo a pronunciarme, pero si un día se encuentra alguna prueba a favor
de la tercera hipótesis, me como el sombrero. Hay sobrados motivos para pensar
que en el Cámbrico la evolución era sustancialmente el mismo tipo de proceso
que en la actualidad. Toda esa palabrería histérica sobre el resorte de la
evolución y cómo se habría quedado sin energía después del Cámbrico; toda esa
cantinela eufórica sobre danzas salvajes de creatividad desenfrenada, con nuevos
filos que habrían aparecido de un día para otro en un amanecer dichoso de
irresponsabilidad zoológica… En fin, sobre esto sí que me atrevo a
pronunciarme: es un puro disparate.
Que conste que no tengo nada en contra de la prosa poética inspirada en el
Cámbrico, pero, por favor, que sea como la de Richard Fortey en su hermoso
libro La vida: una biografía no autorizada:

Me imagino de pie en una costa del Cámbrico al atardecer, como cuando estuve en la costa de
Spitsbergen y reflexioné por primera vez sobre la historia de la vida. El mar que me lamería los pies
sería muy parecido, y me proporcionaría las mismas sensaciones. Justo donde se encuentran tierra y
agua hay una alfombra de estromatolitos redondeados y ligeramente viscosos, supervivientes de los
vastos bosques del Precámbrico. El viento silba sobre las llanuras rojizas que se extienden a mi espalda,
donde no hay rastro de vida, y noto como la arena barrida por el viento me aguijonea las piernas. Pero a
mis pies, en la arena fangosa, distingo moldes de gusanos, pequeños surcos ensortijados que me resultan
familiares. Veo el rastro de las huellas ondulantes que dejaron los correteos de animales parecidos a
crustáceos… Salvo el silbido de la brisa y el fragor de las olas que van y vienen, reina un absoluto
silencio y no hay una sola criatura que lance su grito al viento…

EPÍLOGO A EL CUENTO DEL GUSANO ATERCIOPELADO


Escrito en colaboración con Yan Wong

Durante buena parte de este libro he venido soltando fechas tranquilamente e


incluso he osado hablar de «nuestro tatarabuelo número seis millones» o
«nuestro tatarabuelo número 240 millones». Las fechas se basaban en su mayor
parte en fósiles que, como veremos en «El Cuento de la Secuoya», pueden
datarse con una precisión acorde con la vastedad de la escala temporal. Los
fósiles, sin embargo, no son de gran ayuda a la hora de buscar los antepasados de
animales desprovistos de partes duras, como los platelmintos. En el registro fósil
de los últimos 70 millones de años faltaban los celacantos, por eso el
descubrimiento de un celacanto vivo en 1938 suscitó tanto estupor y entusiasmo.
Pero el registro fósil no deja de ser, ni siquiera en el mejor de los casos, un
testimonio voluble; y ahora que en nuestro peregrinar hemos llegado al
Cámbrico, estamos, por desgracia, a punto de agotarlo. Independientemente de
cómo interpretemos la explosión, todo el mundo coincide en que, por motivos
poco claros, casi ningún predecesor de la fauna del Cámbrico logró fosilizarse.
Cuando nos ponemos a buscar contepasados que daten de épocas anteriores al
Cámbrico, ya no encontramos en las rocas nada que nos sirva de ayuda. Por
suerte, los fósiles no son nuestro único recurso. En «El Cuento del Ave
Elefante», en «El Cuento del Dipnoo» y en otras partes, hemos recurrido a la
ingeniosa técnica del reloj molecular. Ha llegado el momento de explicarla
detalladamente.
¿No sería maravilloso que las variaciones evolutivas mensurables o
computables ocurriesen a un ritmo fijo? En ese caso la evolución podría servir
de reloj de sí misma. Y no hay riesgo de incurrir en razonamientos viciados,
porque lo que haríamos sería calibrar el reloj evolutivo con arreglo a partes de la
evolución bien documentadas en el registro fósil para después extrapolar los
datos y aplicarlos a las partes mal documentadas. Pero ¿cómo se mide el ritmo
evolutivo? Y, aun suponiendo que pudiésemos medirlo, ¿por qué un aspecto
cualquiera del cambio evolutivo habría de seguir un ritmo fijo como si fuese un
reloj?
Es absurdo suponer que la longitud de una pierna, el volumen de un cerebro
o el número de bigotes de un animal evolucionan a un ritmo fijo. Se trata de
rasgos fundamentales para la supervivencia y el ritmo al que evolucionan será,
sin duda, inconstante. Como los relojes, están condenados por los principios
mismos de su propia evolución a no funcionar regularmente. Sea como fuere,
cuesta trabajo imaginar un criterio común de medida del ritmo de la evolución
visible. ¿Cómo se mide la evolución de la longitud de una pierna, en milímetros
por cada millón de años, como variación porcentual por cada millón de años, o
cómo? J. B. S. Haldane propuso una unidad de tasa evolutiva, el darwin, que se
basa en una variación proporcional por generación. Cada vez que se ha aplicado
a fósiles reales, nadie se ha extrañado de que los resultados oscilasen entre
milidarwins, kilodarwins y megadarwins.
El cambio molecular es un reloj bastante más prometedor, en primer lugar,
porque está claro qué es lo que se ha de medir. Dado que el ADN consiste en
información textual escrita en un alfabeto de cuatro letras, hay una forma
completamente natural de medir su tasa de evolución. Basta contar las
diferencias entre las letras, o, si se prefiere, analizar los productos proteínicos del
código genético y contar las sustituciones de aminoácidos.[25] Hay motivos para
esperar que la mayor parte del cambio evolutivo a nivel molecular no esté
gobernada por la selección natural sino que sea neutra. Neutro no significa
«inútil» ni «carente de función»: significa, simplemente, que versiones
diferentes del mismo gen son igual de buenas, por lo que el paso de una a otra
pasa desapercibido para la selección natural. Esto es una ventaja para el reloj.
Aunque, de manera bastante absurda, tengo fama de ultradarvinista (una
calumnia a la que opondría con mayor vigor si no me sonase como un cumplido
más que como un insulto), no creo que la mayor parte del cambio evolutivo a
nivel molecular se vea propiciado por la selección natural. Antes al contrario,
siempre me ha sido grata la llamada teoría neutral de la evolución asociada al
gran genetista japonés Motoo Kimura, o la versión denominada casi neutral de
su colaboradora, Tomoko Ohta. El mundo real, naturalmente, no se interesa lo
más mínimo por los gustos ni deseos humanos, pero me encantaría que estas
teorías se viesen confirmadas, porque nos ofrecen una crónica evolutiva distinta,
independiente y desvinculada de las características visibles de las criaturas que
nos rodean, y alimentan la esperanza de que algún tipo de reloj molecular pueda
funcionar de verdad.
Para evitar malentendidos, debo añadir que la teoría neutral no menosprecia,
ni mucho menos, la importancia de la selección en la naturaleza. En lo tocante a
los cambios visibles que afectan a la supervivencia y a la reproducción, la
selección natural es omnipotente. Es el único modo que tenemos de explicar la
belleza funcional y la complejidad aparentemente diseñada de los seres vivos.
Pero si existen cambios que no producen efectos visibles y que, pasando
inadvertidos al radar de la selección natural, se acumulan impunemente en el
acervo génico, serán ellos los que nos proporcionen lo necesario para poner a
punto un reloj evolutivo.
Darwin, para variar, estaba muy por delante de sus contemporáneos en lo que
respecta a los cambios neutros. En la primea edición de El origen de las
especies, casi al principio del capítulo cuarto, escribió:

He dado en llamar selección natural a la conservación de las variaciones favorables y el rechazo de las
variaciones perniciosas. Las variaciones que no sean ni útiles ni dañinas no se verán afectadas por la
selección natural y permanecerán en un estado fluctuante, tal y como observamos en las llamadas
especies polimorfas.

En la sexta y última edición, la segunda frase presentaba un añadido que la hacía


sonar todavía más moderna:
… tal y como observamos en ciertas especies polimorfas o, en última
instancia, se fijarían…
«Se fijarían» es un término genético que, sin duda, no tendría para Darwin el
significado que tiene hoy, pero me brinda una estupenda introducción para el
siguiente argumento. Una nueva mutación, cuya frecuencia en la población
empieza siendo, por definición, prácticamente cero, se fija cuando alcanza al
cien por cien de la población. El ritmo evolutivo que pretendemos medir, a
efectos de un reloj molecular, es el ritmo al que una sucesión de mutaciones del
mismo locus génico se fija en la población. Y la fijación, obviamente, se produce
si la selección natural favorece la nueva mutación con respecto al alelo previo no
mutado y la induce a fijarse, esto es, a erigirse en la norma, en «el rival a batir».
Pero una nueva mutación también podrá fijarse aunque sea igual de buena que su
predecesora, es decir, cuando exista una verdadera neutralidad. En este caso, la
selección no pinta nada: la mutación se produce por pura casualidad. Se puede
simular el proceso tirando una moneda al aire y calculando el ritmo al que se
producen las mutaciones. Una vez que una mutación neutral alcanza el cien por
cien y se fija, se convertirá en la norma del locus en cuestión, hasta que otra
mutación tenga la suerte de fijarse.
Si existe un fuerte componente de neutralidad, tenemos en potencia un
maravilloso reloj. Kimura no estaba particularmente interesado en la idea del
reloj molecular, pero estaba convencido (ahora parece que con razón) de que la
mayoría de las mutaciones genéticas son neutras, «ni útiles ni dañinas». Y,
mediante una serie de ecuaciones extraordinariamente simples y elegantes que
no voy a detallar aquí, calculó que, si de verdad son neutras, el ritmo al que los
genes neutros deberían «fijarse en última instancia» es exactamente igual al
ritmo al que se generan las variaciones: la tasa de mutación.
Salta a la vista lo útil que es esto para quien quiera fechar los puntos de
ramificación («puntos de encuentro») con la técnica del reloj molecular. Siempre
que la tasa de mutación en un locus génico neutro se mantenga constante a lo
largo del tiempo, el ritmo de fijación también será constante. Probemos ahora a
comparar el mismo gen en dos animales diferentes, por un ejemplo un pangolín
y una estrella de mar, cuyo antepasado común más reciente fue el Contepasado
25. Para ello hemos de contar en cuántas letras se diferencia el gen de la estrella
de mar del gen del pangolín. Damos por hecho que la mitad de las diferencias se
haya acumulada en la línea que va del contepasado a la estrella de mar, y la otra
mitad en la línea desde el primero al pangolín, y obtenemos el número de tictacs
que ha dado el reloj desde el Contepasado 25.
Sólo que la cosa no es tan simple como parece y hay unas cuantas
complicaciones bastante interesantes. Para empezar, si escuchásemos el tictac
del reloj molecular, notaríamos que no es regular como el de un péndulo o un
reloj de cuerda, sino más parecido al de un contador Geiger situado cerca de una
fuente de radioactividad. Completamente irregular. Cada tic representa la
fijación de una nueva mutación. Según la teoría neutral, el intervalo entre dos
tics sucesivos puede ser, dependiendo del azar, tanto largo como breve: la deriva
genética. En un contador de Geiger, no se puede prever en qué momento sonará
el siguiente tic, pero, detalle importantísimo, el intervalo medio en un gran
número de tics, es totalmente predecible. La esperanza es que el reloj molecular
sea predecible de la misma manera que el contador de Geiger, y en general lo es.
En segundo lugar, el ritmo del tictac varía de gen a gen dentro de un mismo
genoma. Este fenómeno se percibió ya desde el comienzo, cuando los genetistas
sólo podían analizar los productos proteínicos del ADN y no el ADN
propiamente dicho. El citocromo c evoluciona a su propio ritmo, que es más
rápido que el de los histones, pero más lento que el de las globinas, que a su vez
son más lentas que los fibrinopéptidos. De la misma manera, si se expone un
contador de Geiger a una fuente como un pedazo de granito, que es mucho
menos radioactiva que un pedazo de radio, no se podrá prever el momento
exacto en que sonará el siguiente tic, pero la tasa media del tictac cambia de
manera predecible y drástica cuando se pasa del granito al radio. Los histones
son como el granito: su tictac es muy lento; los fibrinopéptidos son como el
radio: zumban como una abeja enloquecida. Otras proteínas, como el
citocromo c (o, mejor dicho, los genes que la producen) presentan un ritmo
intermedio entre histones y fibrinopéptidos. Hay todo un espectro de relojes
génicos, cada uno con su propia velocidad, cada uno útil para una finalidad de
datación diferente y para el control entrecruzado de unos relojes con otros.
¿Por qué genes diferentes tienen diferente velocidades? ¿Qué es lo que
distingue a los genes tipo granito de los genes tipo radio? Recordemos que
neutro no significa inútil, sino igual de bueno que el gen anterior. Tanto los
genes granito como los genes radio son útiles. Se trata simplemente de que los
genes radio pueden cambiar en muchos puntos de su extensión y seguir siendo
útiles. Un gen opera de tal forma que algunas de sus porciones pueden cambiar
tranquilamente sin afectar a su funcionamiento. Otras porciones del mismo gen,
en cambio, son muy sensibles a las mutaciones y si experimentan una,
comprometen totalmente el funcionamiento del gen. Tal vez todos los genes
tengan una porción del tipo granito que no debe cambiar mucho si se quiere que
el gen siga funcionando, y una porción tipo radio que puede comportarse a su
antojo siempre que no afecte a la primera. Tal vez el gen del citocromo c posea
partes de granito y partes de radio; los genes de fibrinopéptido tengan una
proporción más elevada de partes de radio, y los genes de los histones, una
proporción más elevada de partes de granito. Esta explicación de las diferencias
en cuanto al ritmo del tictac entre los genes esconde algunos problemas o, por lo
menos, complicaciones, pero lo que nos interesa es que los ritmos del tictac
varían considerablemente de un gen a otro, mientras que el ritmo de cualquier
gen en concreto se mantiene bastante constante incluso en especies muy
distantes.
Bastante constante pero no constante del todo, lo cual da pie al siguiente
problema, que es serio. Los ritmos del tictac no se limitan a ser diferentes e
imprecisos. Para cualquier gen dado, son sistemáticamente mayores en unos
animales que en otros, y esto introduce un verdadero sesgo. Las bacterias tienen
un sistema de reparación del ADN mucho menos eficaz que nuestra sofisticada
correcion de pruebas genética, de modo que sus genes mutan a un ritmo más alto
y sus relojes hacen tictac a mayor velocidad. Los roedores también tienen
enzimas reparadoras bastante chapuceras, lo que tal vez explique porque la
evolución molecular es más rápida en estos animales que en los demás
mamíferos. Los grandes cambios evolutivos, como el tránsito a la sangre
caliente, pueden alterar la tasa de mutación, lo que pone en peligro la validez de
nuestros cálculos aproximados de las fechas de ramificación hechos con la
técnica del reloj molecular. En la actualidad, se están desarrollando complejos
métodos que tienen en cuenta tasas de mutación diferentes en diversos linajes
ancestrales, pero todavía están en mantillas.
Un detalle más inquietante todavía es que el periodo de la reproducción es el
que mayores oportunidades presenta para la mutación. Así, en las especies con
un ciclo vital breve, como las moscas del vinagre, la tasa de mutación por millón
de años es más elevada que en especies como el elefante, donde los intervalos
entre una generación y otra son largos. Esto hace pensar que el reloj molecular
tal vez mida generaciones y no tiempo real. Sin embargo, cuando los biólogos
moleculares analizaron la tasa de cambio en secuencias, usando linajes que
contaban con una buena documentación fósil apta para calibrar el reloj, no fue
eso con lo que se encontraron. Se encontraron con un reloj molecular que
calculaba el tiempo en años, no en generaciones. Era un resultado muy
interesante, pero ¿cómo se explica?
Una hipótesis es que, si bien el recambio generacional en los elefantes es
lento comparado con las moscas del vinagre, durante todos los años que
transcurren entre un acontecimiento reproductivo y el siguiente los genes de los
elefantes están igual de expuestos que las moscas al bombardeo de rayos
cósmicos y demás eventos causantes de mutaciones. De acuerdo, los genes de
Drosophila se transmiten a una nueva mosca cada quince días, pero ¿qué más les
da eso a los rayos cósmicos? Los genes que pasan diez años dentro de un
elefante se ven golpeados por el mismo número de rayos cósmicos que los genes
que, en ese mismo periodo de tiempo, pasan por una sucesión de 250 moscas de
la fruta. Puede que esta hipótesis tenga su parte de verdad, pero no me parece
que baste para aclarar el panorama. Es absolutamente cierto que casi todas las
mutaciones ocurren cuando está por surgir una nueva generación, luego hace
falta algo más para despejar la incógnita de por qué el reloj molecular consigue
medir el tiempo en años y no en generaciones.
Tomoko Ohta, la mencionada colega de Kimura, hizo una brillante
aportación al esclarecimiento del problema: la teoría casi neutral. Como ya he
dicho, Kimura, con su teoría neutral, calculó que la tasa de fijación de los genes
neutros era igual a la tasa de mutación. Esta conclusión, de una simpleza notable,
dependía de una elegante «anulación» algebraica y la cantidad que se cancela es
el tamaño de la población. El tamaño de la población es una de las variables de
la ecuación, pero termina figurando encima y debajo de la línea, así que, muy
oportunamente, desaparece en una nube de humo matemático, y la tasa de
fijación resulta ser igual a la de mutación. Pero esto sólo ocurre si los genes en
cuestión son completamente neutros. Tomoko Ohta repitió los cálculos
algebraicos de Kimura sólo que con mutaciones casi neutras en lugar de
completamente neutras. El detalle se reveló crucial. El tamaño de la población ya
no se anulaba.
El motivo es que, como bien saben desde hace mucho los genetistas
matemáticos, en una población grande los genes ligeramente nocivos tienden a
ser eliminados por la selección natural antes de que puedan fijarse, mientras que
en una población pequeña es más fácil que se fijen antes de que la selección
natural repare en ellos. Por poner un ejemplo extremo, imaginemos que una
población haya quedado casi completamente destruida por una catástrofe y que
sólo sobrevivan cinco o seis individuos. No sería de extrañar que, por pura
casualidad, los seis tuviesen ese gen levemente nocivo. Tendríamos, por tanto,
una fijación: el cien por cien de la población. Éste es un ejemplo extremo, pero
las matemáticas demuestran que a nivel general se registra el mismo efecto. Las
poblaciones pequeñas favorecen la tendencia a la fijación de genes que
resultarían eliminadas en una población grande.
Así pues, tal y como señaló Ohta, el tamaño de la población ya no se anula
en la ecuación, sino que, antes al contrario, permanece en el lugar perfecto para
dar un empujoncito a la teoría del reloj molecular. Volvamos de nuevo a los
elefantes y a las moscas del vinagre. Los animales grandes con ciclos vitales
prolongados, como los elefantes, suelen tener poblaciones pequeñas. Los
animales pequeños con ciclos vitales breves, como las moscas del vinagre,
suelen formar grandes poblaciones. No se trata de un efecto poco claro, sino de
lo más riguroso, que obedece a motivos no difíciles de imaginar. De modo que
las moscas de la fruta, a pesar de tener un ciclo vital breve que tendería a
acelerar el reloj molecular, también tienen una gran población, que lo ralentiza.
Los elefantes tienen un reloj lento por lo que respecta a las mutaciones, pero sus
pequeñas poblaciones aceleran el reloj en el terreno de las fijaciones.
La profesora Ohta ha demostrado que las mutaciones neutras, como en el
ADN basura y en las sustituciones sinónimas[26], miden las generaciones y no el
tiempo real: las criaturas con ciclos vitales breves muestran, en el tiempo real,
una evolución genética acelerada. Y a la inversa: las mutaciones que realmente
cambian algo y que, por consiguiente, entran en conflicto con la selección
natural, miden el tiempo real y no las generaciones.
Sea cual sea el motivo teórico, en la práctica el reloj molecular ha
demostrado ser un instrumento eficaz, con ciertas excepciones conocidas que,
por lo general, se tienen en cuenta (escogiendo cuidadosamente los genes del
reloj y evitando especies, como los roedores, que presentan tasas de mutación
altísimas). Para utilizarlo, debemos dibujar el árbol evolutivo que relaciona la
serie de especies que nos interesan y calcular el volumen de cambio evolutivo en
cada linaje. No es tan simple como contar las diferencias entre los genes de dos
especies modernas y dividirlas por dos. Hace falta utilizar las refinadas técnicas
de probabilidad máxima y de análisis bayesiano que analizamos en «El Cuento
del Gibón». Calibrando el reloj con algunos datos fósiles, se podrá formular una
hipótesis válida sobre las fechas de los puntos de encuentro del árbol.
Usado de esta forma tan prudente, el reloj molecular ha arrojado resultados
asombrosos. La fecha del antepasado común de humanos y chimpancés,
obtenida con esta técnica es de seis millones de años, con una posible desviación
de un millón de años arriba o abajo. Cuando el dato se anunció por primera vez,
provocó casi indignación entre los paleontólogos, que habían situado la escisión
entre ambas especies hace 20 millones de años. Hoy en día, casi todo el mundo
acepta la fecha más reciente proporcionada por la técnica molecular. Tal vez el
mayor éxito del reloj molecular haya sido la datación de la radiación de los
mamíferos placentarios, descrita en «La Gran Catástrofe del Cretácico».
Después de excluir a los roedores por sus anómalas tasas de mutación, nos
encontramos con que, según el reloj molecular, el contepasado de todos los
mamíferos se remonta al Cretácico.
Por ejemplo, un análisis del ADN de los modernos mamíferos placentarios
realizado con el reloj molecular sitúa al contepasado hace más de 100 millones
de años, en plena hegemonía de los dinosaurios. Cuando estas fechas se
anunciaron por primera vez, contradecían las pruebas fósiles, que indicaban una
explosión de mamíferos muy posterior, mientras que los fósiles de mamíferos
anteriores a esa época eran muy escasos. Pero las fechas del reloj molecular se
han visto corroboradas recientemente por el descubrimiento de unos fósiles de
mamífero de hace 125 millones de años, y cada vez son más los científicos que
aceptan la fecha del Cretácico. Hay muchas historias parecidas que han
permitido fijar las fechas de los puntos de encuentro que jalonan nuestra
peregrinación.
Mucho cuidado, sin embargo, con cantar victoria antes de tiempo.
Escuchemos las sirenas de alarma.
En última instancia, los relojes moleculares son eficaces si están calibrados
con fósiles. La datación radiométrica de los fósiles se acepta con el respeto que
la biología profesa, y con razón, a la física (véase «el Cuento de la Secuoya»).
Un fósil colocado estratégicamente que establezca con garantías el límite inferior
de la datación de un importante punto de ramificación se puede usar para
calibrar muchos relojes moleculares situados alrededor de los genomas de una
gama de animales situados en torno a los filos. Pero cuando llegamos a territorio
precámbrico, donde las reservas de fósiles se agotan, se hace necesario confiar
en fósiles relativamente jóvenes para calibrar los relojes de tatara-tatara-
tatarabuelos que después se utilizan para calcular fechas mucho más remotas. Y
esto trae problemas.
Para el «Encuentro 16», el punto de intersección entre los mamíferos y los
saurópsidos (aves, cocodrilos, serpientes, etc.), los fósiles indican 310 millones
de años. Esta fecha constituye la principal referencia para el calibrado de muchas
dataciones moleculares de puntos de ramificación bastante más antiguos. Ahora
bien, todo cálculo de una fecha conlleva cierto margen de error y, en sus
artículos, los científicos normalmente tratan de acordarse de incluir barras de
error en cada una de sus estimaciones. Una fecha puede tener, pongamos, un
margen de error de 10 millones de años arriba o abajo. Todo marcha bien cuando
las fechas que intentamos averiguar con el reloj molecular son más o menos del
mismo orden de magnitud los fechas de los fósiles que usamos para calibrarlo,
pero cuando hay una gran disparidad entre órdenes de magnitud, el porcentaje de
error aumenta de forma alarmante. La consecuencia de un amplio porcentaje de
error es que, si se manipula un pequeño detalle o se modifica mínimamente una
pequeña variable introducida en el cálculo, los efectos sobre el resultado final
pueden ser enormes: ya no serían 10 millones de años arriba o abajo, sino,
pongamos por caso, 500 mil millones arriba o abajo. Las barras de error anchas
significan que la fecha calculada no es lo bastante sólida como para soportar
errores de medición.
En «El Cuento del Gusano Aterciopelado» hemos visto varios cálculos
moleculares que situaban importantes puntos de ramificación en pleno
Precámbrico: por ejemplo, la separación de vertebrados y moluscos, hace 1200
millones de años. Estudios más recientes, para los que se han utilizado refinadas
técnicas que tenían en cuenta posibles variaciones en las tasas de mutación, han
rebajado esa estimación a fechas mucho más recientes, hace unos 600 millones
de años. La diferencia es abismal, y el hecho de que esté dentro de las barras de
error del cálculo anterior tampoco sirve de mucho consuelo.
Aunque, en general, soy un firme partidario de la idea del reloj molecular,
considero necesario tratar con suma prudencia las fechas aproximadas que esta
técnica nos ofrece de los puntos de ramificación muy antiguos. Extrapolar los
datos relativos a un fósil que data de hace 310 millones de años para aplicarlos a
un punto de encuentro el doble de antiguo entraña muchos riesgos. Es posible,
por ejemplo, que la tasa de evolución molecular de los vertebrados (que entra en
el cálculo de calibración) no valga para el resto de seres vivos. Se cree que los
Vertebrados han duplicado todo su genoma en dos ocasiones. La repentina
creación de innumerables genes duplicados podría influir en la presión selectiva
que se ejerce sobre las mutaciones casi neutras. Algunos científicos (entre los
cuales, como ya he explicado, no me cuento) están convencidos de que el
Cámbrico constituyó una revolución de todo el proceso evolutivo. Si tuviesen
razón, sería necesario recalibrar el reloj molecular de arriba abajo antes de
dejarlo suelto en el Precámbrico.
En general, a medida que retrocedemos en el tiempo y las reservas de fósiles
se agotan, entramos en un territorio en el que prácticamente todo se fía a las
conjeturas. No obstante, tengo confianza en los estudios futuros. Los increíbles
fósiles de Chengjiang y demás formaciones análogas podrían ampliar
notablemente la gama de puntos de calibrado, llevándola a regiones del reino
animal que hoy nos están vedadas.
Entretanto, sin dejar de reconocer que vagamos en una antigua selva de
conjeturas, Yan Wong y yo hemos adoptado una tosca estrategia para calcular las
fechas de la peregrinación de aquí en adelante: hemos dado provisionalmente
por buena la fecha de 1100 millones de años para el Encuentro 34, la confluencia
de los animales y los hongos. Es una fecha comúnmente aceptada en la literatura
científica, y es compatible con la planta fósil más antigua, un alga roja de 1200
millones de años de antigüedad. A continuación, hemos espaciado los
contepasados del 27 al 34 según las estimaciones del reloj molecular. Pero como
nos hayamos equivocado estrepitosamente con la datación del Encuentro 34, las
fechas que iré dando de aquí en adelante resultarán «sobreestimadas» por
muchas decenas de millones o, incluso, centenas de millones de años. Ruego se
tenga presente ahora que entramos en esa selva de dataciones imposibles. Tengo
tan poca confianza en las fechas de esta zona del pasado que a partir de aquí me
abstendré de incluir el cálculo, ya de por sí bastante arriesgado, del número de
tatarabuelos, cifra que está próxima a rozar los miles de millones. El orden de los
sucesivos encuentros es más seguro, aunque hasta eso podría estar equivocado.
Encuentro 27
Platelmintos acelomorfos

Al hablar de los Protóstomos, descendientes del Contepasado 26, he afirmado


tajantemente que los platelmintos pertenecían a ese grupo. Ahora, sin embargo,
se nos plantea un pequeño pero interesante problema. Pruebas recientes hacen
pensar seriamente que los platelmintos son una invención. No digo que no
existan, evidentemente, sino que constituyen un conjunto heterogéneo de
gusanos que no deberían clasificarse bajo un mismo nombre. La mayoría son
Protóstomos verdaderos y como tales ya los hemos encontrado en el Encuentro
26, pero algunos son bastante distintos y sólo se nos unen aquí, en el Encuentro
27, que, según nuestros cálculos, tiene lugar hace 630 millones de años, aunque
en estas remotas regiones del tiempo geológico las fechas se van haciendo cada
vez más inciertas.
Seiscientos treinta millones de años es una antigüedad muy superior a 590
millones de años, la fecha que hemos adoptado para el Encuentro 26. Quizá este
intervalo tan grande se explique con el planeta bola de nieve, el periodo de
glaciación que, según una teoría muy imaginativa, precedió al Cámbrico. En
pocas palabras, por motivos desconocidos pero, al parecer, relacionados con la
teoría del caos, una teoría de moda y muy probablemente sobrevalorada, la
Tierra entera estuvo cubierta de hielo desde hace 620 millones de años hasta
hace 590 millones de años, un periodo de tiempo prácticamente idéntico al que
separa el Encuentro 27 del Encuentro 26. En esa época hubo, efectivamente, una
enorme glaciación, pero si sepultó el planeta entero o no es una cuestión
controvertida en la que no voy a entrar.
Incorporación de los platelmintos acelomorfos. La inmensa
mayoría de animales dotados de simetría bilateral son
Protóstomos o Deuteróstomos. Sin embargo, recientes
estudios moleculares han determinado que dos grupos de
platelmintos no son ni Protóstomos ni Deuteróstomos, sino
líneas filéticas que se ramificaron con anterioridad. Se trata de
la clase de los Acelomados (unas 320 especies descritas) y los
Nemertodermátidos (diez especies descritas), agrupadas bajo
el nombre común de platelmintos acelomorfos. Es muy
probable que los taxónomos acepten enseguida esta
clasificación. Todos los datos actuales invitan a pensar que los
acelos y los nemertodermátidos, tal y como se muestra aquí,
son grupos hermanos.

Ilustración: platelmintos acelomorfos desconocidos sobre un


coral burbuja (Plerogyra sinuosa).
¿Qué tienen en común todos los platelmintos, a parte de la forma plana que les
da nombre? Pues la ausencia de ano y de celoma. El celoma de un animal típico,
como el lector, quien esto escribe o una lombriz, es la cavidad corporal. No me
refiero a las tripas: aunque sean una cavidad, las tripas forman parte
topológicamente del mundo exterior, porque el cuerpo es una rosquilla
topológica cuyo agujero está constituido por la boca, el ano y las tripas, que
conectan aquélla con éste, mientras que el celoma es la cavidad interna donde se
encuentran los intestinos, los pulmones, el corazón, etc. Los platelmintos no
tienen celoma: en vez de en una cavidad corporal, las vísceras y demás órganos
internos se alojan en un tejido sólido llamado parénquima. Puede parecer una
distinción irrelevante, pero el celoma está definido embriológicamente, y se halla
profundamente arraigado en el inconsciente colectivo de los zoólogos.
Si no tienen ano, ¿cómo hacen los platelmintos para expulsar los
excrementos? A falta de otra cosa, por la boca. A veces el tubo digestivo es un
simple saco o, en los platelmintos más grandes, un complicado sistema de
ramificaciones y callejones sin salida parecidos a los tubos bronquiales de
nuestros pulmones. Nuestros pulmones, en teoría, también podrían haber tenido
un ano, esto es, un orificio distinto para liberar el anhídrido carbónico. Los peces
hacen algo por el estilo, puesto que en su caso el flujo respiratorio de agua entra
por un agujero, la boca, y sale por otros, las branquias. Nuestros pulmones, en
cambio, poseen una única vía de comunicación con el exterior, y así es el aparato
digestivo de los platelmintos. Los platelmintos no tienen pulmones ni branquias
y respiran a través de la piel. También están desprovistos de aparato circulatorio,
de manera que su intestino ramificado probablemente sirva para transportar el
nutrimento a todas las partes del cuerpo. En algunos turbelarios, sobre todo en
aquéllos dotados de un intestino ramificado muy complejo, el ano (o muchos
anos) se ha reinventado después de una larga ausencia.
Como los platelmintos carecen de celoma y casi ninguno tiene ano, siempre
se les ha considerado primitivos, los más primitivos de todos los bilaterios.
Siempre se dio por hecho que el antepasado de todos los Deuteróstomos y
Protóstomos tuvo que ser una criatura parecida a un platelminto, pero, como he
explicado al principio de este capítulo, recientes pruebas moleculares inducen a
pensar que existen dos tipos de platelmintos no emparentados entre sí y que sólo
uno de ellos es realmente primitivo. El tipo realmente primitivo es el de los
Acelos y los Nemertodermátidos. Los primeros deben su nombre a la ausencia
de celoma, un rasgo que, tanto en ellos como en los segundos, pero no en los
platelmintos propiamente dichos, es primitiva. Se cree que el grupo principal de
platelmintos auténticos, los trematodos, las tenias y los turbelarios, perdieron el
ano y el celoma en segundo lugar. Primero pasaron por una fase en la que eran
más parecidos a los Lofotrocozoos normales, para posteriormente volver a ser
como sus antepasados primitivos, sin ano y sin celoma. Se incorporaron a
nuestra peregrinación, junto con todos los demás Protóstomos, en el «Encuentro
26». No voy a analizar a fondo las pruebas, pero daré por buena la conclusión de
que los Acelos y los Nemertodermátidos son diferentes y se nos unen como si de
un pequeño riachuelo se tratase aquí, en el «Encuentro 27».
En este punto debería describir estos pequeños gusanos que se incorporan a
nuestro viaje, pero, por más que deteste tener que reconocerlo, no hay mucho
que describir, al menos si se comparan con todas las maravillas que hemos visto
hasta ahora. Los acelomorfos viven en el mar, y no sólo carecen de celoma, sino
de un intestino propiamente dicho, algo que sólo es viable en el caso de animales
minúsculos, y ellos lo son.
Algunos completan su dieta mostrándose hospitalarios con ciertas plantas y
beneficiándose así, de forma indirecta, de su fotosíntesis. Los miembros del
género Waminoa viven simbióticamente con dinoflagelados (algas unicelulares)
y se sustentan gracias a su fotosíntesis. Otro acelomado, Convoluta, mantiene
una relación parecida con un alga verde unicelular, Tetraselmis convolutae. Las
algas simbióticas probablemente permiten a estos pequeños gusanos ser menos
pequeños. Los gusanos les hacen la vida más fácil a las algas y, por consiguiente,
a sí mismos, concentrándose en la superficie para darles el máximo de luz
posible. El profesor Peter Holland me ha escrito que Convoluta roscoffensis

… son unas criaturas increíbles de ver en su hábitat natural. Parecen limo verde cuando aparecen en
ciertas playas de Bretaña, pero ese limo, en realidad, está compuesto de miles de acelos y de sus algas
endosimbióticas. Y cuando uno trata de pisar el limo, éste se esconde (desapareciendo bajo la arena).
¡Qué extraño espectáculo!

Los acelomados siguen entre nosotros y por tanto deben considerarse animales
modernos, pero su forma y simpleza dan a entender que no han cambiado gran
cosa desde la época del Contepasado 27. Es probable que los acelos modernos se
parezcan bastante al antepasado de todos los animales provistos de simetría
bilateral.
Nuestro grupo de peregrinos ya engloba todos los filos reconocidos como
bilaterios, o lo que es lo mismo, el grueso del reino animal. Como hemos visto,
el nombre hace referencia a su simetría bilateral, de modo que no incluye a los
dos principales filos dotados de simetría radial, reunidos bajo el nombre de
Radiados, que están a punto de incorporarse a la peregrinación: los Cnidarios
(anémonas marinas, corales, medusas, etc.) y los Ctenóforos. Por desgracia, esta
terminología tan simple tiene sus desventajas: las estrellas de mar y sus
semejantes, que según los zoólogos descienden de los bilaterios, también
presentan simetría radial, al menos de adultos. Se cree que la simetría radial de
los Equinodermos es secundaria y que la adoptaron cuando se convirtieron en
animales bentónicos. Tienen larvas dotadas de simetría bilateral y no están
estrechamente emparentados con los animales de verdadera simetría radial como
las medusas. A decir verdad, no todos los cnidarios (las anémonas marinas y
semejantes) poseen (total) simetría radial, y algunos zoólogos creen que también
tuvieron antepasados cuya simetría era bilateral.
En general, el nombre de «bilaterios» no es el más acertado para designar a
los descendientes del Contepasado 27 y distinguirlos de los peregrinos que aún
no se nos han unido. Otro posible criterio es la triploblastia (tres capas de
células) en contraposición a la diploblastia (dos capas). En un estadio crucial de
su desarrollo embriológico, los cnidarios y los ctenóforos fabrican su cuerpo a
partir de dos capas principales de células (ectoderma y endoderma), mientras
que los bilaterios se lo fabrican a partir de tres (añadiendo mesoderma en medio
de las otras dos). Pero esta teoría también es objeto de controversia. Según
algunos zoólogos, los radiados también tienen células mesodermas. Lo mejor
será que no nos preocupemos de si bilaterios y radiados son términos
apropiados, ni de si deberían sustituirse por diploblásticos y triploblásticos, y
nos concentremos en la identidad de los próximos peregrinos.
Pero hasta éste es un argumento controvertido. Nadie discute que los
cnidarios son un grupo unitario de peregrinos que se han juntado entre sí antes
de juntarse con nadie más; ni nadie discute que lo mismo ocurre con los
ctenóforos. La pregunta es: ¿en qué orden se unen entre sí y se unen a nosotros?
Se han postulado las tres hipótesis posibles desde un punto de vista lógico. Para
colmo, existe un filo minúsculo, los Placozoos, que comprende un solo género,
Trichoplax, y nadie sabe muy bien dónde colocar a Trichoplax. Voy a seguir la
teoría según la cual los cnidarios se nos unen los primeros, en el Encuentro 28,
después los Ctenóforos, en el Encuentro 29, y, en tercer lugar, Trichoplax, en el
Encuentro 30. Todas estas dudas quedarán definitivamente resueltas cuando
tengamos a nuestra disposición más datos moleculares. Los datos no tardarán en
llegar, aunque me temo que no lo bastante rápido como para incluirlos en este
libro. Téngase presente, pues, que, en un futuro, podría resultar que los
Encuentros 28, 29 y 30 estuviesen en el orden equivocado.
Encuentro 28
Cnidarios

Nuestra partida de peregrinos gusanos y sus descendientes ya son legión y ahora,


todos juntos, pasamos al Encuentro 28 donde se nos unen los cnidarios, que
comprenden criaturas tan diferentes de los gusanos como la hidra de agua dulce
y las conocidas anémonas, corales y medusas. A diferencia de los bilaterios, los
cnidarios presentan simetría radial en torno a una boca central. No tienen una
cabeza propiamente dicha, ni parte anterior ni superior, ni lado derecho ni
izquierdo, solamente un arriba y un abajo.
¿Cuál es la fecha del encuentro? Quién sabe. Para determinar las posiciones
relativas de los encuentros en los diagramas que los acompañan, hace falta
establecer una fecha, pero aquí, en las profundidades del pasado, la
incertidumbre es tal que poco más se puede hacer que aventurar intervalos de 50
o incluso 100 millones de años. Una cifra más pequeña daría una falsa impresión
de precisión. Algunos paleontólogos discrepan incluso en cientos de millones de
años.
Incorporación de los cnidarios. El orden de ramificación de
cnidarios (medusas, corales, anémonas y semejantes) y
ctenóforos no está claro. La mayoría de los expertos clasifican
a uno o a otro (o a veces a los dos) como los parientes más
cercanos de los animales dotados de simetría bilateral. Ciertos
datos de tipo molecular indican que dicha categoría podría
corresponder a los cnidarios. Por desgracia, tampoco hay
acuerdo en cuanto a la forma y ramificación de los subgrupos
dentro de las aproximadamente 9000 especies de cnidarios,
aunque la mayoría de zoólogos acepta la división fundamental
entre líneas filéticas que presentan una fase evolucionada de
medusa dentro del ciclo vital y las que no lo poseen (véase el
texto).

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Urticina lofotensis;


leptomedusa (especie Aequoerea).
Como los cnidarios están entre nuestros parientes animales más lejanos (a
algunos en su día hasta se les confundía con plantas), a menudo se les considera
muy primitivos. Naturalmente, esto no se sostiene —han dispuesto del mismo
tiempo que nosotros para evolucionar desde el Contepasado 28—, pero no se
puede negar que carecen de muchos de los rasgos que consideramos avanzados
en los animales. No cuentan con órganos sensoriales para percibir a distancia, el
sistema nervioso es una red difusa no urbanizada en forma de cerebro, ganglios,
ni cordones nerviosos, y el aparato digestivo consiste en una única cavidad, por
lo general simple, con un solo orificio, la boca, que también hace las veces de
ano.
Eso sí, no hay muchos animales que puedan jactarse de haber alterado el
mapa del mundo. Los cnidarios fabrican islas: islas en las que se puede vivir y
que son lo bastante grandes como para requerir, y albergar, un aeropuerto. La
Gran Barrera de Coral tiene más de 2000 kilómetros de longitud. Como veremos
en «El Cuento del Polipífero», fue el propio Charles Darwin quien averiguó
cómo se forman los arrecifes coralinos. Los cnidarios comprenden también
algunos de los animales venenosos más peligrosos del mundo, cuyo ejemplo más
extremo es la medusa conocida como avispa de mar (Chironex fleckeri), que
obliga a los bañistas australianos a usar monos de nylon. El arma que usan los
cnidarios es extraordinaria, además de por su potencia, por varios otros motivos.
A diferencia de los colmillos de una serpiente o del aguijón de un escorpión o de
un avispón, el de las medusas emerge como un arpón en miniatura del interior de
una célula. O, mejor dicho, del interior de millares de células llamadas
cnidoblastos (o, a veces, nematocistos, aunque los nematocistos, en puridad, sólo
son una variedad de cnidoblastos), cada una de ellas provista de su arpón. Knide
en griego significa «ortiga»; de ahí les viene el nombre de los cnidarios. No
todos son tan peligrosos como la avispa de mar, y muchos ni siquiera poseen
células urticantes. Cuando se tocan los tentáculos de una anémona marina, la
sensación pegajosa que se nota en los dedos viene provocada por cientos de
arpones diminutos, cada uno de ellos situado en la punta del minúsculo
filamento que lo mantiene unido a la anémona.
El arpón de los cnidarios tal vez sea el aparato intracelular más complejo de todo
el reino animal o vegetal. En estado de reposo, mientras espera a ser lanzado, es
un filamento enroscado dentro de la célula a causa de la presión (osmótica, por si
el lector está interesado en conocer los detalles). El gatillo es un pequeño
apéndice, un pelito llamado cnidocilio que
asoma fuera de la célula. Cuando se aprieta
el gatillo, la célula se abre de golpe y la
presión proyecta violentamente al exterior
todo el mecanismo que aguardaba
enroscado, lanzándolo contra la víctima e
inyectándole el veneno. Una vez
«disparado» de esta manera, el cnidoblasto
queda inutilizado y no puede recargarse
para usarse de nuevo. Pero, tal y como
ocurre con la mayoría de las células,
continuamente se están produciendo
nuevos cnidoblastos.
Todos los cnidarios tienen cnidoblastos
y son los únicos, en todo el reino animal,
que los poseen. Es otra de sus
extraordinarias características: son uno de
los poquísimos grupos animales que
presentan un rasgo diagnóstico
completamente exento de ambigüedad. Si Tal vez el aparato más complejo que se
pueda hallar dentro de una célula.
se ve un animal desprovisto de Sección transversal de un arpón cnidario.
cnidoblastos, no es un cnidario. Si se ve un
animal provisto de cnidoblastos, es un cnidario. A decir verdad, existe una
excepción, un caso ejemplar de excepción que confirma la regla. Las babosas
marinas del gupo de moluscos llamados nudibranquios (que se incorporaron a la
peregrinación junto con casi todos los demás en el Encuentro 26) suelen tener en
el dorso unos tentáculos de pintorescos colores que mantienen alejados a los
potenciales depredadores, los cuales hacen bien en no acercarse. En algunas
especies, estos tentáculos contienen cnidoblastos idénticos a los de los cnidarios.
Ahora bien, ¿no se suponía que era un rasgo exclusivo de los cnidarios? ¿A qué
se debe ésta anomalía? Como digo, se trata de la excepción que confirma la
regla. Las babosas comen medusas, de las cuales reciben los cnidoblastos, que se
depositan intactos y completamente operativos en los tentáculos del animal. El
armamento confiscado a las medusas sigue estando en condiciones de disparar
en defensa de las babosas marinas: de ahí los llamativos colores que alertan a los
depredadores.
Los cnidarios tienen dos planes corporales alternativos: el pólipo y la
medusa. Una anémona marina o una hidra son pólipos típicos: sedentarios, con
la boca orientada hacia la superficie y el extremo opuesto fijado al fondo, como
una planta. Se alimentan agitando los tentáculos, arponeando pequeñas presas y
llevándose a la boca el tentáculo junto con la presa. Las medusas, por su parte,
nadan en mar abierto gracias a las contracciones musculares de la campana, en el
centro de cuya parte inferior se encuentra la boca. Se puede, por tanto,
considerar la medusa como un pólipo que se ha desprendido del fondo marino y
se ha dado la vuelta para nadar o bien, se puede tomar el pólipo como una
medusa que se ha posado en el fondo sobre el dorso con los tentáculos hacia
arriba. Muchas especies de cnidarios tienen formas tanto polipoides como
medusoides y, al igual que la oruga y la mariposa, las alternan dentro de un
mismo ciclo vital.
Los pólipos se reproducen por gemación, como las plantas. La cría del pólipo
crece adosado a una hidra de agua dulce hasta que, finalmente, se desprende de
ella, convertido ya en un individuo independiente, un clon del progenitor.
Muchos parientes marinos de la hidra hacen lo mismo, sólo que el clon no se
desprende ni adquiere una existencia independiente, sino que permanece
adherido y se convierte en una rama, como si fuese una planta. Estos hidrozoos
coloniales se ramifican y ramifican, luego no es de extrañar que en su día se les
considerase plantas. A veces, sobre la misma forma arborescente crecen varios
tipos de pólipo, especializados en funciones diferentes, como alimentación,
defensa o reproducción. Se podría considerar que forman una colonia, pero, en
cierto sentido, son parte del mismo organismo, toda vez que el árbol es un clon:
todos los pólipos tienen los mismos genes. El alimento capturado por un pólipo
pueden comerlo los demás ya que las cavidades gástricas están comunicadas. El
tronco y las ramas del árbol son conductos huecos que podríamos considerar un
estómago compartido o un aparato circulatorio que desempeña una función
análoga a la de los vasos sanguíneos en el cuerpo humano. Algunos pólipos
generan por gemación medusas diminutas que se alejan para reproducirse
sexualmente y difundir los genes del árbol progenitor en lugares lejanos.
Un grupo de cnidarios llamados sifonóforos han llevado al extremo la
formación de colonias. Podemos considerarlos pólipos arbóreos que, en lugar de
fijarse a una roca o a un alga, se fijan a una medusa o a un grupo de medusas
nadadoras (que, por supuesto, son miembros del clon) o a un flotador. La fragata
portuguesa o Physalia consiste en un gran flotador lleno de gas, una vela vertical
colocada encima y una compleja colonia de pólipos y tentáculos que cuelgan de
ella por debajo. No nada, se desplaza impulsada por el viento. El velero o
Velella, una criatura más pequeña, es una balsa plana y ovalada con una vela en
posición diagonal. También se sirve del viento para moverse y no es casualidad
que, en inglés, se llame Jack-sails-by-the-wind o by-the-wind-sailor, «marino
que viaja según sople el viento». A menudo, se encuentran las pequeñas «balsas»
con sus «velas» secas sobre la playa, donde pierden el color azul y parecen
trozos de plástico blanquecino. Velella se asemeja a la fragata portuguesa en que
también se mueve según sople el viento. Ni Velella ni su pariente cercano
Porpita son, sin embargo, colonias de sifonóforos sino pólipos individuales,
sumamente modificados que, en lugar de estar adheridos a una roca, cuelgan de
un flotador.
Al igual que hacen los peces óseos con la vejiga natatoria, muchos
sifonóforos controlan su profundidad en el agua insuflando o liberando gas de la
vesícula. Algunos presentan una combinación de flotadores y medusas
nadadoras y todos tienen pólipos y tentáculos colgando por debajo. E. O. Wilson,
padre de la sociobiología, considera que los sifonóforos son uno de las cuatro
cumbres de la evolución social (los otros serían los insectos sociales, los
mamíferos sociales y nosotros). Es otra de las características extraordinarias de
los cnidarios. Sin embargo, como los miembros de una colonia son clones
genéticamente idénticos entre sí, no está claro si les debe llamar colonias o
individuos.
Los hidrozoos ven a las medusas como un medio para hacer que de vez en
cuando sus genes pasen de un hábitat estable a otro. En cierto sentido, la medusa
es una criatura que se ha tomado en serio la forma medusoide tornándola tan
estable como su propio hábitat. Los corales, en cambio, llevan la vida sedentaria
al extremo, toda vez que construyen una casa dura y sólida, destinada a
permanecer miles de años en el mismo lugar. Vamos a contar primero el cuento
de la medusa y después el del coral.

EL CUENTO DE LA MEDUSA

Las medusas siguen las corrientes oceánicas como Jack-sails-by-the-wind, el


marinero que navega según el viento. No persiguen a sus presas como las
barracudas o los calamares, sino que usan sus largos tentáculos urticantes para
atrapar a las criaturas planctónicas que tienen la mala suerte de cruzarse en su
camino. Nadar sí que nadan, gracias al lánguido latido cardíaco de la campana,
pero no siguen ningún rumbo concreto, por lo menos no en el sentido que
solemos atribuir a la expresión. Nuestra concepción espacial, sin embargo, está
condicionada por la bidimensionalidad: caminamos sobre la tierra firme, e
incluso cuando entramos en la tercera dimensión, sólo lo hacemos para ir más
rápido en las otras dos. Pero, en el mar, la tercera dimensión es la más
importante: es aquélla en la que los desplazamientos tienen mayores
consecuencias. Además del marcado gradiente de la presión, que aumenta con la
profundidad, está el gradiente de la luz, que se ve complicado por el gradiente
del equilibrio cromático. Pero la luz, en cualquier caso, también desaparece
cuando el día deja paso a la noche. Como veremos, la profundidad preferida por
los organismos planctónicos varía sensiblemente a lo largo del ciclo de 24 horas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los operadores de sonar que buscaban
submarinos se quedaban estupefactos cuando se encontraban con un falso fondo
marino que subía a la superficie todas las tardes y volvía a bajar a la mañana
siguiente. El falso fondo resultó ser una masa de plancton: de noche, millones de
minúsculos crustáceos y otras criaturas subían a alimentarse cerca de la
superficie, y por la mañana, descendían de nuevo. ¿Por qué se comportan así? La
hipótesis más probable es que, siendo vulnerables a depredadores que dependen
de la vista para cazar, como peces y calamares, los organismos planctónicos,
durante el día, buscan la seguridad de las oscuras profundidades. De acuerdo,
pero ¿por qué suben a la superficie por la noche, emprendiendo un largo viaje
que les hace consumir un montón de energía? Un biólogo experto en plancton ha
calculado que, en términos humanos, dicho viaje equivale a recorrer a pie 40
kilómetros arriba y otros 40 abajo sólo para desayunar.
La razón por la que el plancton sube a la superficie es que el alimento, en
última instancia, procede del sol a través de las plantas. Las capas superficiales
del mar constituyen interrumpidas praderas verdes en las cuales las algas
unicelulares microscópicas desempeñan el papel de la hierba mecida por el
viento. Es sobretodo en la superficie donde se encuentra alimento y es allí donde
deben estar los que pastan, los que se alimentan de los que pastan y los que se
alimentan de los que se alimentan de los que pastan. Pero si moverse por la
superficie solamente es seguro de noche, debido a los depredadores que cazan
con la vista, de día conviene que los que pastan y sus pequeños depredadores
emigren a las profundidades. Y, según parece, eso es precisamente lo que hacen.
La pradera en sí no emigra. Si tuviese que hacerlo, debería proceder en sentido
contrario a la marea animal habida cuenta de que su única razón de ser es
capturar la luz del sol en la superficie durante el día y evitar que se la coman.
Sea cual sea el motivo de la migración diaria, casi todos los organismos
planctónicos desciende a las profundidades durante el día y vuelve a subir por la
noche. Las medusas, o, al menos, muchas de ellas, siguen a las manadas, igual
que los leones y hienas siguen a los ñúes en las llanuras del Mara y del
Serengeti. Aunque, a diferencia de leones y hienas, las medusas no buscan
presas individuales, sólo con arrastrar los tentáculos a ciegas ya se benefician de
seguir a las manadas, y éste es uno de los motivos por los que nadan. Algunas
especies incrementan el ritmo de captura zigzagueando alrededor, no, como he
dicho, para dar caza a una presa en particular, sino para aumentar el área que
barren con sus tentáculos provistos de arpones letales. Otras especies se limitan a
desplazarse arriba y abajo.
En el Lago de las Medusas de Mercherchar, una de las islas Palau (una
colonia estadounidense del Pacífico occidental), se ha observado una migración
en masa diferente. El lago, que se comunica bajo tierra con el mar y, por tanto, es
salado, debe su nombre a la enorme población de medusas que alberga. Las hay
de varios tipos pero la especie dominante es Mastigias: hay cerca de 20 millones
de ejemplares en un lago de dos kilómetros y medio de largo por uno y medio de
ancho. Las medusas pasan la noche cerca del extremo occidental del lago.
Cuando el sol sale por el este, se ponen todas a nadar en esa dirección, esto es,
hacia el extremo oriental del lago. Antes de llegar a la orilla se detienen por una
razón tan curiosa como simple: los árboles que flanquean la orilla proyectan una
densa sombra, bloqueando la luz del sol hasta tal punto que el piloto automático
heliotrópico de las medusas las encamina hacia el oeste, donde a esas alturas hay
más luz. Sin embargo, no bien salen de la zona en sombra, vuelven a dirigirse
hacia el este.
Por culpa de este conflicto interno se quedan atrapadas en torno a la línea de
sombra, con el resultado (no me atrevo a pensar que sea otra cosa que pura
coincidencia) de que se mantienen a una distancia de seguridad de las anémonas
marinas, peligrosos depredadores que se agolpan en las orillas. Por la tarde, las
medusas siguen el sol hacia el extremo occidental del lago, donde la armada
entera se ve de nuevo atrapada junto a la línea de sombra de los árboles. Al caer
la noche, comienzan a nadar arriba y abajo, siempre en el lado de poniente, hasta
que al amanecer la luz del sol activa sus pilotos automáticos induciéndolos a
poner rumbo hacia el este. No sé qué ganan con esta doble migración diaria. La
explicación oficial no me satisface lo bastante como para que la repita aquí. De
momento, la moraleja del cuento es, simplemente, que en el mundo de los seres
vivos hay muchos fenómenos que todavía no entendemos, lo cual de por sí
resulta emocionante.

EL CUENTO DEL POLIPÍFERO

Todas las criaturas en vías de evolución revelan cambios en el mundo: cambios


climáticos, cambios de temperatura y precipitaciones atmosféricas y cambios en
otras líneas evolutivas, como ocurre con la interacción depredador-presa.
Algunas criaturas en vías de evolución modifican con su sola presencia el mundo
en el que viven y al que han de adaptarse. El oxígeno que respiramos no existía
antes de que las plantas lo introdujesen. En un primer momento representó un
veneno y casi todos los linajes animales primero se vieron obligados a adaptarse
a una alteración tan radical de la atmósfera y, después, se hicieron dependientes.
En una escala temporal más reducida, los árboles de un bosque maduro habitan
un mundo que ellos mismos han creado a lo largo de siglos, el tiempo necesario
para transformar la arena desnuda en un bosque clímax. Éste, naturalmente,
también constituye un ambiente rico y complejo al que se han adaptado multitud
de otras especies animales y vegetales.
Dado que el término coral designa tanto el organismo como el duro material
que produce, en este cuento me he dado el capricho de adoptar la vieja palabra
polipífero, empleada por Darwin. Los corales, o polipíferos, transforman el
ambiente en el que viven en un espacio de cientos de miles de años acumulando
los esqueletos calcáreos de sus propias generaciones pasadas hasta construir
enormes montañas submarinas, auténticas murallas que resisten las acometidas
de las olas. Antes de morir, los corales se combinan con otros corales,
innumerables cantidades de ellos, determinando así las características del mundo
en que vivirán no sólo los futuros corales, sino las futuras generaciones de una
inmensa e intrincada comunidad animal y vegetal. El concepto de comunidad es
el principal mensaje de esta historia.
En la foto de la página siguiente puede verse la isla de Heron, la única isla de
la Gran Barrera de Coral que conozco (he estado dos veces). Las casas situadas
en el extremo de la isla dan una idea de la escala. La enorme área de color azul
claro que rodea la isla propiamente dicha es el arrecife, del que la isla tan sólo
constituye la punta, cubierta de una arena hecha de coral triturado (y filtrado en
su mayor parte por el intestino de los peces) en la que crece una vegetación de
variedad limitada que da sustento a una fauna igualmente limitada de animales
terrestres. Para haber sido creados íntegramente por seres vivos, los arrecifes
coralinos son considerablemente grandes y las perforaciones muestran que
algunas tienen varios hectómetros de profundidad. La isla de Heron es sólo una
de las más de mil islas y casi tres mil arrecifes de la Gran Barrera de Coral que
circunda como un arco de dos mil kilómetros de longitud las costas nororientales
de Australia. Se suele decir, no sé con cuánta exactitud, que la Gran Barrera es la
única señal de vida en nuestro planeta que puede verse desde el espacio.
También se dice que alberga el 30% de las criaturas marinas del mundo, aunque
no sé muy bien lo que significa eso. ¿Cuáles son las criaturas incluidas en el
cómputo? Da igual, el caso es que la Gran Barrera de Coral es una obra
extraordinaria enteramente construida por esos animalitos parecidos a anémonas
marinas llamados corales o polipíferos. Los corales vivos solo ocupan los
estratos superficiales de un arrecife. Debajo de ellos, a una profundidad de hasta
cientos de metros según los atolones, se encuentran los esqueletos de sus
predecesores, tan compactos que se han convertido en formaciones calcáreas.

No hay muchos animales que puedan jactarse de haber modificado el mapa del mundo. Isla de Heron,
en la Gran Barrera de Coral australiana.

En la actualidad, los únicos que construyen arrecifes son los corales, pero en
otras eras geológicas no tenían ese monopolio. Según las épocas, los arrecifes
han sido obra de algas, esponjas, moluscos y anélidos. El éxito de los
organismos coralinos tal vez obedezca a su asociación con algas microscópicas
que viven dentro de sus células y les benefician notablemente por cuanto llevan
a cabo la fotosíntesis en los bajíos iluminados por el sol. Estas algas, llamadas
zooxantelas, poseen diversos pigmentos colorados para captar la luz, lo que
explica por qué las barreras coralinas son tan luminosas fotogénicas. No es de
extrañar que en su día los corales se considerasen plantas. De hecho, obtienen
buena parte de su alimento de la misma manera que las plantas y, al igual que
éstas, compiten por la luz: es más que lógico, pues, que adopten la misma forma.
Además, su lucha por hacer sombra y que no se la hagan les lleva a adoptar en
cierto modo la apariencia del dosel de un bosque. Y, como en todo bosque, el
arrecife coralino alberga una gran comunidad de otras criaturas.
Los arrecifes coralinos aumentan en gran medida el ecoespacio de una
región. Como señala mi colega Richard Southwood en su libro The Story of Life.

Allí donde normalmente habría una superficie rocosa o arenosa con una columna de agua encima, el
arrecife proporciona una compleja estructura tridimensional con gran cantidad de superficie adicional,
múltiples grietas y pequeñas cuevas.

Los bosques hacen lo mismo, incrementan la superficie efectiva disponible para


la colonización y la actividad biológica. Un ecoespacio aumentado es justo lo
que cabe esperar encontrarse en las comunidades ecológicas complejas. Los
arrecifes coralinos dan cabida a una inmensa variedad de animales de todo tipo
que anidan en todos los rincones y cavidades del prodigioso ecoespacio
disponible.
Algo parecido ocurre en los órganos de un cuerpo. El cerebro humano
aumenta su propia superficie y, con ello, su capacidad funcional, mediante
intrincados pliegues. Quizá no sea casualidad que el coral cerebriforme se le
parezca tanto.
Fue el mismísimo Darwin el primero en averiguar de qué estaban hechos los
arrecifes coralinos. Su primer libro científico (después de Viaje de un naturalista
alrededor del mundo, la crónica de su viaje de exploración a bordo del Beagle)
fue La estructura y distribución de los arrecifes de coral, que escribió con
apenas 33 años. Voy a exponer la cuestión que planteó Darwin tal y como la
abordaríamos hoy, aunque él no tuvo acceso a la mayor parte de las
informaciones cruciales para el planteamiento y solución del problema. Hay que
reconocer que Darwin, en su hipótesis sobre los arrecifes coralinos, hizo gala de
una lucidez tan extraordinaria como la que demostraría al formular sus dos
teorías más célebres, la de la selección natural y la de la selección sexual.
Los corales sólo pueden vivir en aguas poco profundas. Dependen de las
algas que residen en el interior de sus células y las algas, como es natural,
necesitan luz. Las aguas poco profundas también son las predilectas de los
organismos planctónicos con los que los corales complementan su dieta. Los
corales habitan en zonas litorales y, de hecho, adosados a las costas tropicales
pueden verse someros arrecifes marginales. Pero lo sorprendente de los corales
es que también habitan en medio de aguas muy profundas. Las islas coralinas
oceánicas son cumbres de altísimas montañas submarinas formadas por
generaciones y generaciones de corales muertos. Los arrecifes coralinos
representan una categoría intermedia: siguen la línea de la costa, pero se
encuentran más alejados de ésta que los arrecifes marginales, y están separados
de la orilla por aguas más profundas. Ni siquiera en las remotas islas coralinas de
alta mar, que están completamente aisladas, dejan los corales de vivir en aguas
someras, cerca de la luz donde tanto ellos como sus algas prosperan. Pero las
aguas sólo son someras gracias a las generaciones de corales precedentes sobre
las que se asientan.
Darwin, insisto, no disponía de toda la información necesaria para formarse
una idea cabal del alcance del problema. Sólo después de haber perforado los
corales y descubierto estratos compactos a gran profundidad sabemos que los
atolones coralinos son las cimas de imponentes montañas submarinas hechas de
coral antiguo. En la época de Darwin todo el mundo pensaba que los atolones
eran incrustaciones superficiales de coral encima de volcanes sumergidos que se
hallaban casi a flor de agua. Así pues, nadie consideraba que hubiese que
resolver problema alguno. Los corales sólo crecían en aguas poco profundas y
los volcanes les brindaban la plataforma necesaria para encontrarlas. Darwin, sin
embargo, no comulgaba con esta versión, aun cuando no tuviese cómo saber que
el coral muerto llegaba a profundidades tan grandes.
Su segundo alarde de clarividencia fue la teoría propiamente dicha, cuando
avanzó la hipótesis de que el fondo marino descendía de forma continua en las
cercanías del atolón (y, en cambio, se elevaba en otros lugares, como sabía por
propia experiencia tras haber encontrado fósiles marinos en los Andes). Ni que
decir tiene que esto fue mucho antes de la teoría de la tectónica de placas.
Darwin se inspiró en su mentor, el geólogo Charles Lyell, que estaba convencido
de que partes de la corteza terrestre se elevaban y se hundían unas respecto de
otras. Darwin sugirió la posibilidad de que el fondo marino, al hundirse,
arrastrase consigo la montaña de coral. Los corales crecían sobre la montaña
submarina en vías de derrumbamiento y seguían el ritmo del hundimiento
creciendo de tal forma que la cumbre de la montaña siempre estuviese cerca de
la superficie marina, en la zona de luz y prosperidad. La montaña estaba formada
por un estrato tras otro de corales muertos que en su momento habían prosperado
al sol. Los más antiguos, situados en la base de la montaña, submarina,
probablemente fuesen, en un primer momento, un arrecife marginal de algún
trozo de tierra olvidado o de un volcán inactivo desde hacía mucho tiempo.
Cuando el agua comenzó a invadir paulatinamente la tierra, los corales se
convirtieron en un arrecife que cada vez se alejaba más de la costa. Al proseguir
el hundimiento, la tierra originaria desapareció por completo y, durante todo el
periodo en que aquél continuó, el arrecife de coral se convirtió en la base de una
prolongada extensión de la montaña submarina. Las remotas islas coralinas
nacieron en la cima de volcanes cuya base también se hundió lentamente de la
misma manera. En lo esencial, la teoría de Darwin sigue siendo válida, con el
añadido de la tectónica de placas para explicar el hundimiento.
El arrecife de coral es un ejemplo clásico de comunidad clímax y éste será el
clímax de «El Cuento del Polipífero». Una comunidad consiste en un conjunto
de especies que han evolucionado para prosperar unas en presencia de otras. Una
selva tropical es una comunidad; y también lo es una ciénaga, y un arrecife de
coral. A veces, allí donde el clima lo propicia, el mismo tipo de comunidad surge
paralelamente en diferentes partes del mundo. Las comunidades mediterráneas
han surgido, no sólo en las orillas del Mediterráneo propiamente dicho, sino
también en las costas de California, Chile, suroeste de Australia y la región
sudafricana del Cabo. Las especies vegetales concretas que se dan en estas cinco
regiones son diferentes, pero las comunidades vegetales que integran son
típicamente mediterráneas, igual que Tokio y Los Ángeles son típicas
«expansiones urbanas descontroladas». Y la vegetación mediterránea va
acompañada de una fauna igualmente típica.
Pues con las comunidades de los arrecifes tropicales ocurre lo mismo. Varían
en los detalles, pero ya se trate del Pacífico Sur, del océano Índico, del Mar Rojo
o del Caribe, la sustancia es la misma. También hay arrecifes coralinos en las
zonas templadas. Son un tanto diferentes, pero tienen en común con los primeros
un fenómeno muy particular: los peces limpiadores, una maravilla que ilustra la
sutil intimidad que puede llegar a crearse en una comunidad ecológica clímax.
Algunas especies de pececillos y algunas gambas ejercen un próspero oficio:
recogen el nutrimento —mucosidad o parásitos— de la superficie externa de
peces más grandes y, a veces, se introducen incluso en sus bocas, extrayendo
restos de comida de los dientes y saliendo por las branquias. Esto demuestra que
existe un nivel increíble de confianza[1], pero aquí lo que me interesa es centrar
la atención en los peces limpiadores como ejemplo del papel que se puede
desempeñar en una comunidad. En general, los individuos de esta especie tienen
lo que se ha dado en llamar un taller de lavado al que acuden los peces grandes
para que les atiendan. La ventaja para ambas partes tal vez sea un ahorro de
tiempo: el limpiador no tiene que andar buscando al cliente ni el cliente tiene que
andar buscando al limpiador. Un taller de lavado localizado en un lugar fijo
también permite encuentros repetidos entre limpiadores y clientes, con el
consiguiente establecimiento de la tan necesaria confianza. Estos talleres de
lavado se han comparado a las barberías. Se ha llegado a sostener que si
desapareciesen todos los limpiadores de un arrecife, la salud general de los peces
de la barrera coralina caería en picado, aunque las pruebas de esta afirmación se
han puesto en cuestión posteriormente.
Los limpiadores han evolucionado de forma independiente en las diversas
regiones del mundo y han surgido a partir de grupos diferentes de peces. En los
arrecifes del Caribe, el oficio es ejercido principalmente por miembros de la
familia de los gobios, que por lo general forman pequeños grupos de
limpiadores. En el Pacífico, en cambio, el limpiador más conocido es un lábrido
(esp. Labroides). Labridus dimidiatus regenta la barbería de día, mientras
Labridus bicolor, según me ha informado George Barlow, un viejo colega de
cuando estuve en Berkeley, se ocupa del gremio nocturno de los peces que de día
se refugian en cuevas. Esta división de trabajo entre especies es típica de las
comunidades ecológicas maduras. El libro del profesor Barlow, The Cichlid
Fishes, da ejemplos de especies de los grandes lagos africanos que han dado
pasos convergentes hacia la práctica de la limpieza.
En los arrecifes tropicales, los niveles casi increíbles de cooperación
alcanzados por los peces limpiadores y sus clientes muestran de qué modo las
comunidades ecológicas simulan en ocasiones la compleja armonía de un solo
organismo. El parecido, en efecto, es atractivo. Demasiado atractivo. Los
herbívoros dependen de las plantas; los carnívoros dependen de los herbívoros;
sin depredadores, el tamaño de la población se dispararía vertiginosamente con
resultados desastrosos para todos; sin carroñeros, como los escarabajos
necróforos y las bacterias, el mundo rebosaría de cadáveres y el estiércol nunca
se reciclaría en las plantas. Sin determinadas especies clave, cuya identidad a
veces resulta sorprendente, la comunidad al completo se vendría abajo. La idea
de ver a cada especie como un órgano del superorganismo que es la comunidad,
es tentadora.
Decir que las selvas y bosques son los «pulmones» del planeta no tiene nada
de malo y hasta puede que sea bueno si anima a la gente a conservarlos. Pero, a
veces, la retórica de la armonía holística degenera en un misticismo tan
disparatado como el del príncipe Carlos. En realidad, la idea de un místico
equilibrio natural suele cautivar a los mismos idiotas que van a los curanderos a
que les armonicen los campos de energía. Pero existen profundas diferencias
entre el modo en que los órganos de un cuerpo y las especies de una comunidad
interactúan en sus respectivos ámbitos para generar la apariencia de un conjunto
armonioso.
El paralelismo debe tratarse con suma cautela, pero eso no quiere decir que
sea completamente infundado. Existe una ecología en el interior de cada
organismo individual, una comunidad de genes en el acervo génico de una
especie. Las fuerzas que mantienen el equilibrio entre las partes de un organismo
no son totalmente diferentes de las que generan la ilusión de armonía entre las
especies de una barrera coralina. Existe equilibrio en una selva tropical y
estructura en una comunidad de arrecife: un elegante acuerdo entre partes que
recuerda a la coadaptación que se da en el interior de un cuerpo animal. Pero ese
equilibrio total no se ve favorecido como unidad por la selección darviniana en
ninguno de los dos casos. En ambos, el equilibrio es el resultado de la selección
a un nivel inferior. La selección no favorece un conjunto armonioso; en todo
caso, las partes armoniosas prosperan en presencia unas de otras hasta que surge
la ilusión de un conjunto armonioso.
Los carnívoros prosperan en presencia de los herbívoros y los herbívoros
prosperan en presencia de las plantas. Pero ¿también ocurre lo contrario? ¿Las
plantas también prosperan en presencia de los herbívoros? ¿Y los herbívoros en
presencia de los carnívoros? ¿Acaso los animales y las plantas necesitan
enemigos que se los coman para prosperar? No, no en un sentido tan directo
como el que se desprende del discurso de algunos medioambientalistas
militantes. Normalmente, ninguna criatura se beneficia de que se la coman. Sin
embargo, las hierbas que soportan mejor que otras que se las destine a pasto
prosperan efectivamente en presencia de animales que pacen, en función del
principio del «enemigo de mi enemigo es mi amigo». Lo mismo se podría decir,
en el fondo, de las víctimas de los parásitos… y de los depredadores, aunque en
este caso la historia ya es más complicada. Sigue siendo engañoso afirmar que
una comunidad necesita de sus parásitos y depredadores como un oso necesita de
su hígado y de sus dientes. Sin embargo, el principio del «enemigo de mi
enemigo» conduce a un resultado bastante parecido. Es correcto considerar una
comunidad de especies como, por ejemplo, un arrecife de coral, como una
entidad equilibrada que se ve potencialmente amenazada por la eliminación de
sus partes.
Esta idea de una comunidad compuesta de unidades de nivel inferior que
florecen en presencia unas de otras domina la vida. El principio se cumple
incluso dentro de las células. La mayor parte de las células animales alberga
comunidades de bacterias tan exhaustivamente integradas en el funcionamiento
cotidiano de la célula que sus orígenes bacterianos sólo se han descubierto en
fechas recientes. Las mitocondrias, que en su día eran bacterias en estado libre,
son tan esenciales para el funcionamiento de nuestras células como nuestras
células lo son para el suyo. Sus genes han prosperado en presencia de los
nuestros, como los nuestros han prosperado en presencia de los suyos. Las
células vegetales no son capaces, por sí solas, de realizar la fotosíntesis. Es
magia alquímica la llevan a cabo operarios huéspedes que en su origen eran
bacterias y ahora son cloroplastos reconvertidos. Los fitófagos, como los
rumiantes o las termitas, no son capaces de digerir la celulosa, pero sí de
encontrar y masticar plantas (véase «El Cuento de Mixotricha»). El hueco en el
mercado que ofrecen sus entrañas llenas de vegetales lo ocupan
microorganismos simbióticos que poseen la pericia bioquímica necesaria para
digerir con eficacia la materia vegetal. Las criaturas con capacidades
complementarias prosperan en presencia unas de otras.
A esta idea ya sabida quiero añadir que el mismo proceso tiene lugar al nivel
de los genes de los genes específicos de cualquier especie. Todo el genoma de un
oso polar o de un pingüino, de un caimán o de un guanaco, es una comunidad
ecológica de genes que prosperan unos en presencia de otros. El escenario
inmediato de dicha prosperidad es el interior de las células de un individuo, pero
el escenario a largo plazo es el acervo génico de la especie. Cuando la
reproducción es sexual, el acervo génico es el hábitat de todos los genes que se
copian y combinan generación tras generación.
Encuentro 29
Ctenóforos

Los ctenóforos, que se nos unen en el Encuentro 29, están entre los más
hermosos peregrinos de nuestro viaje al pasado. Antiguamente, a causa de un
parecido superficial, se los clasificaba erróneamente como medusas. Se los
colocaba en el mismo filo, el de los llamados celenterados, porque la cavidad
corporal de ambos coincide con el aparato digestivo. Además, se caracterizan
por tener una red nerviosa simple, como los cnidarios, y construyen su cuerpo a
partir de dos únicas capas de tejido (aunque esto es objeto de discusión). El
análisis de los datos actuales, sin embargo, induce a pensar que los cnidarios son
parientes más cercanos nuestros que de los ctenóforos, lo cual es otra forma de
decir que los cnidarios se unen a la peregrinación antes que los ctenóforos. Pero
no estoy tan seguro de ello como para aventurar la fecha del acontecimiento.
Ctenóforo en griego significa «portador de peine». Los peines son hileras
prominentes de células ciliadas que al agitarse propulsan hacia delante a estas
delicadas criaturas, desempeñando así la misma función de las contracciones
musculares en las aparentemente similares medusas. No es un sistema muy
rápido de propulsión, pero es bastante eficaz, si no para perseguir presas, sí para
aumentar indirectamente el ritmo de captura, como en el caso de las medusas. A
causa de su fragilidad gelatinosa y de su parecido con las medusas, los
ctenóforos son conocidos en inglés como comb jellies, literalmente «gelatinas
peine». Sólo hay un centenar de especies, pero el número total de individuos no
es pequeño. Se mire por donde se mire, estas criaturas, cuyos peines emiten una
fantasmal iridiscencia mientras ejecutan ondulantes movimientos sincronizados,
embellecen los océanos de todo el mundo.
Incorporación de los ctenóforos. En ocasiones, los animales
con simetría bilateral, así como los cnidarios y los ctenóforos,
son denominados eumetazoos. De acuerdo con los resultados
de algunos estudios moleculares, hemos representado a las 80
especies conocidas de ctenóforos como los parientes más
lejanos del resto de animales, aunque no es una posición
definitiva.

Ilustración: especie Beroe.


Demasiado bueno para una diosa. La gaja de Venus (Cestum veneris).

Los ctenóforos son depredadores, pero, al igual que las medusas, esperan que las
presas se topen con sus tentáculos. Éstos, aunque se parecen a los de las
medusas, no están provistos de cnidoblastos, sino de células adhesivas que en
lugar de lanzar afilados arpones venenosos despiden una especie de pegamento.
Tal vez podríamos considerar a los ctenóforos una forma alternativa de ser
medusas. Algunos, sin embargo, distan mucho de ser campaniformes. El
bellísimo Cestum veneris es uno de los pocos animales cuyo nombre común y
científico significan exactamente lo mismo, cinturón de Venus. Es una
designación de lo más apropiada, dado que el cuerpo es un largo lazo reluciente
de etérea belleza, realmente digno de una diosa. Obsérvese que, si bien el
cinturón de Venus es estrecho y alargado como un gusano, no tiene cabeza ni
cola sino que tiene un eje de simetría en el medio, donde se encuentra la boca, lo
que sería la hebilla del cinturón. Presenta, pues, un tipo de simetría radial (o,
más exactamente, birradial).
Encuentro 30
Placozoos

He aquí un enigmático animalillo, Trichoplax adhaerens, la única especie


conocida de todo el filo de los Placozoos (lo que, por supuesto, no significa que
no haya más). En 1896 se identificó y describió otro placozoo en el golfo de
Nápoles, Treptoplax reptans. Sin embargo, no se le ha vuelto a encontrar, y la
mayor parte de los expertos cree que en realidad se trataba de Trichoplax. Muy
pronto, gracias a las pruebas moleculares, podrían descubrirse más especies.
Trichoplax vive en el mar, tiene una forma bastante indefinible y, se lo mire
desde el ángulo que se lo mire, no parece muy simétrico: es un poco como una
ameba, sólo que compuesto de muchas células en vez de una sola. Se parece a un
platelminto en miniatura, pero no tiene un extremo anterior ni un extremo
posterior, ni un lado izquierdo ni un lado derecho. Es una cosa diminuta de
forma irregular, de unos tres milímetros de diámetro. Se mueve por la superficie
del mar en una pequeña alfombra invertida de cilios locomotores. Se alimenta de
organismos unicelulares, en su mayoría algas todavía más pequeñas que él, que
digiere con la superficie interior sin introducírselas en el organismo.
Su anatomía no presenta muchos puntos en común con los demás animales.
Al igual que los cnidarios y los ctenóforos, tiene dos capas celulares principales,
en medio de las cuales hay algunas células contráctiles que funcionan de manera
parecida a los músculos. El animal contrae estas células para cambiar de forma.
En rigor, las dos capas celulares no deberían llamarse dorsal y ventral. A veces,
la superior recibe el nombre de protectora y la inferior de digestiva. Algunos
expertos afirman que la segunda se invagina para formar una cavidad temporal a
efectos digestivos, pero no es un fenómeno que todos hayan observado y quizás
no sea cierto.
Incorporación de los placozoos. Como en el caso de los
Encuentros 28 y 29, el orden de los Encuentros 30 y 31 dista
mucho de estar resuelto. El Encuentro 30 podría ser o bien con
los placozoos (representados por una sola especie, Trichoplax)
o con las esponjas. En el momento de escribir esto, el orden
aquí representado es arbitrario. No sería de extrañar si en el
futuro los Encuentros 30 y 31 tuviesen que intercambiar sus
posiciones.

Ilustración: Trichoplax adhaerens.


Como han explicado T. Syed y B. Schierwater en un reciente artículo, la historia
de Trichoplax en la literatura especializada es bastante controvertida. La primera
vez que se describió, en 1883, fue tildado de muy primitivo; hoy, tras varias
vicisitudes, ha recuperado tan honorable estatus. Por desgracia, este placozoo
guarda una semejanza superficial con la llamada plánula, la larva de algunos
cnidarios. En 1907, Thilo Krumbach, un zoólogo alemán, creyó ver a Trichoplax
donde antes había visto a las plánulas y lo consideró una plánula modificada. No
habría tenido mayor importancia de no haber sido por la muerte, en 1922, de W.
Kükenthal, editor de la autoritaria obra en varios volúmenes Handbuch der
Zoologie. Por desgracia para Trichoplax, el editor que sucedió a Kükenthal no
fue otro que Thilo Krumbach, de modo que en la obra de Kükenthal y Krumbach
Trichoplax fue clasificado dentro de los cnidarios y así apareció también en la
versión francesa, Traité de Zoologie, editada por P. P. Grassé (un biólogo que,
dicho sea de paso, siguió oponiéndose al darvinismo mucho después de que se
hubiese demostrado su validez científica). La clasificación del Handbuch
también fue adoptada por Libbie Henrietta Hyman, autora del destacado
Invertebrates, una obra estadounidense en varios volúmenes.
Con todos estos tomos sobre sus espaldas, ¿qué posibilidades tenía el pobre y
minúsculo Trichoplax, sobre todo teniendo en cuenta que nadie había vuelto a
estudiarlo durante más de medio siglo? Languideció como una presunta larva de
cnidario hasta que la revolución molecular permitió averiguar su verdadero
parentesco. Sea lo que sea, lo que está claro es que no es un cnidario. Datos
preliminares resultantes del estudio del ADNr (véase «El Cuento del Taq»)
invitan a pensar que Trichoplax está más alejado del resto del reino animal que
cualquier otro grupo con excepción de las esponjas; y puede que hasta las
esponjas estén más emparentadas con nosotros que él. De todos los animales
pluricelulares, es el que tiene el genoma más pequeño y la organización corporal
más simple. Sólo posee cuatro tipos de células, en contraposición a las más de
200 nuestras. Y parece ser que sólo tiene un gen Hox.
Las pruebas genéticas moleculares indican de momento que este pequeño
peregrino solitario se nos une en el Encuentro 30, hace tal vez 700 millones de
años, antes que las esponjas. Pero es una fecha completamente incierta. No se
puede descartar que haya que invertir el orden de los Encuentros 30 y 31
(esponjas), en cuyo caso, de todos los animales verdaderos, Trichoplax sería
nuestro pariente más lejano. Es comprensible, pues, que sean varios los
científicos que claman por la inclusión de Trichoplax en el selecto elenco de los
organismos cuyo genoma se ha secuenciado íntegramente. Creo que no tardará
en hacerse y que entonces sabremos qué es realmente esta extraña criaturilla.
Encuentro 31
Esponjas

Las esponjas son los últimos peregrinos metazoos, esto es, los últimos realmente
pluricelulares. No siempre han tenido el honor de pertenecer a esta categoría,
pues antiguamente se les definía como Parazoos, una especie de ciudadanos de
segunda clase del reino animal. Hoy en día rige la misma distinción clasista al
colocar a las esponjas detrás de los Metazoos pero acuñando el término
Eumetazoos para todos los demás excepto las esponjas. (Algunos autores
también excluyen a Trichoplax, la pequeña criatura que hemos conocido en el
«Encuentro 30»).
Hay gente que se sorprende al enterarse de que las esponjas son animales, no
plantas. Al igual que éstas, no se mueven o, mejor dicho, no mueven todo el
cuerpo. Ni las plantas ni las esponjas tienen músculos. Existe movimiento a nivel
celular, pero también en las plantas. Las esponjas viven haciendo pasar por su
cuerpo un flujo incesante de agua del que filtran partículas alimenticias. Por eso
están llenas de agujeros y por eso son tan útiles para retener agua cuando las
usamos en el baño.
Las esponjas de baño, sin embargo, no ayudan a hacerse una idea muy
precisa de la forma típica de las esponjas, que es la de un cántaro vacío con una
boca muy ancha y muchos agujeritos a los lados. Como puede apreciarse
fácilmente poniendo un poco de tinte en el agua cerca del cuerpo de una esponja
viva, el agua es absorbida a través de esos agujeros y vertida en la gran cavidad
interna, de la cual vuelve a salir a través de la apertura principal. El agua es
impulsada por unas células especiales llamadas coanocitos que revisten las
cámaras y canales de las paredes de la esponja. Cada coanocito está provisto de
un flagelo móvil (parecido a un cilio sólo que más grande) rodeando en su base
por un collar. Más adelante nos ocuparemos de los coanocitos, pues tienen su
importancia dentro de nuestra historia evolutiva.
Incorporación de las esponjas. Desde la época de Linneo, los
animales (metazoos) se han clasificado como uno de los reinos
biológicos. Las aproximadamente 10.000 especies de esponjas
conocidas suelen considerarse una rama que divergió en
épocas muy tempranas, una tesis que se ha visto confirmada
por datos moleculares (aunque puede que Trichoplax
divergiese incluso antes). Una minoría de taxónomos
moleculares está convencida de que existen dos linajes de
esponjas, uno más estrechamente emparentado con el resto de
los metazoos que el otro. Si se hallan en lo cierto, los primeros
metazoos habrían sido semejantes a las esponjas y se les
clasificaría como tales, pero se trata de una interpretación
bastante controvertida.

Ilustración: esponja de tubo amarillo (Aplysina fistularis).


Las esponjas carecen de sistema nervioso y tienen una estructura interna
relativamente simple. Aunque poseen varios tipos de células, éstas no están
organizadas, como las nuestras, en tejidos y órganos sino que son totipotentes, es
decir, que pueden convertirse en cualquiera de las células específicas del
organismo. Las nuestras no son así. Una célula hepática no puede dar origen a
una célula renal o a una célula nerviosa. Las células de la esponja, en cambio,
son tan flexibles que cualquiera puede, por sí sola, generar una esponja completa
(y, como veremos en el cuento que lleva su nombre, eso no es todo).
No es de extrañar, por tanto, que las esponjas no distingan entre línea
germinal y soma. En los eumetazoos, las células de la línea germinal son
aquellas que dan origen a las células reproductivas y cuyos genes son, por
consiguiente, inmortales. La línea germinal consiste en una pequeña mínoría de
células que residen en los ovarios y testículos y cuya única función es la
reproductiva. El soma es todo lo que no es línea germinal, o sea, aquellas células
que no están destinadas a transmitir sus genes a las siguientes generaciones. En
eumetazoos como los mamíferos, un subconjunto de células se separan en una
fase temprana del desarrollo embrionario y se les asigna la función de línea
germinal. Las células somáticas, en cambio, puede dividirse unas cuantas veces
para fabricar el hígado o los riñones, los huesos o los músculos, pero después
dejan de dividirse.
Las células cancerosas representan la siniestra excepción. Por algún motivo
no consiguen dejar de dividirse, aunque, como señalan Randolph Nesse y
George C. Williams, autores de The Science of Darwinian Medicine, no
deberíamos sorprendernos. En todo caso, lo sorprendente es que el cáncer no sea
más habitual. Al fin y al cabo, todas las células del cuerpo descienden de una
línea ininterrumpida de miles de millones de generaciones de células germinales
que no han parado de dividirse. En toda la historia de los antepasados de la
célula, jamás ha sucedido que de repente se le pidiese a una célula que se hiciese
somática como la célula hepática y aprendiese el arte de no dividirse. Que quede
claro: los cuerpos que alojaban a los antepasados de las células tenían,
naturalmente, hígados, pero, por definición, las células de la línea germinal no
descienden de células hepáticas.
Todas las células de las esponjas son células de línea germinal y, por tanto,
potencialmente inmortales. Las esponjas, como he dicho, tienen varios tipos de
células, pero, a lo largo de su desarrollo, estos tipos se utilizan de forma
diferente a como se utilizan en la mayoría de los organismos pluricelulares. En
los embriones de los eumetazoos se forman capas celulares que se repliegan e
invaginan en complejas papiroflexias para fabricar el cuerpo. Las esponjas no
tienen este tipo de desarrollo embrionario sino que se autoensamblan. Las
células totipotentes muestran afinidad por otras células con las que se juntan,
como si fuesen protozoos autónomos con tendencias sociales. No obstante, los
zoólogos modernos incluyen a las esponjas entre los metazoos, y yo voy a seguir
esta orientación. De todos los organismos pluricelulares, las esponjas son
probablemente el grupo más primitivo y, más que ningún otro animal moderno,
nos dan una idea de cómo debieron de ser los primeros metazoos.
Como ocurre con otros animales, cada especie de esponja tiene su propia
forma y color característicos. El cántaro sólo es una de las muchas apariencias
que pueden presentar. Existen otras variantes sobre ese mismo diseño, como
estructuras hechas de vasos comunicantes. Las esponjas en general se endurecen
mediante fibras de colágeno (esto es lo que hace esponjosas a las esponjas de
baño) y espículas minerales: cristales de silicio o carbonato de calcio cuya forma
casi siempre permite identificar la especie. A veces, el esqueleto que forman las
espículas es bello e intrincado, como el de la regadera de Filipinas (Euplectella).
Según el árbol filogenético, la fecha del Encuentro 31 es hace 800 millones
de años, pero una vez más he de repetir que estas antiquísimas fechas distan
mucho de ser seguras. La evolución de las esponjas pluricelulares a partir de
protozoos unicelulares es uno de los hitos de la evolución (el origen de los
metazoos), así que vamos a analizarlo en los dos cuentos siguientes.

EL CUENTO DE LA ESPONJA

El número de 1907 del Journal of Experimental Zoology incluye un artículo


sobre esponjas de H. V. Wilson, de la universidad de Carolina del Norte. La de
Wilson era una investigación clásica y el artículo que la ilustraba está escrito en
el estilo claro y divulgativo de la edad de oro de los artículos científicos, una
época en que el lector podía imaginarse a una persona de carne y hueso llevando
a cabo experimentos auténticos en un laboratorio de verdad.
Wilson separó las células de una esponja viva pasándolas por un fino tamiz,
un trozo de estameña. Después transfirió las células separadas a un pequeño
plato con agua de mar donde formaron una
nube roja compuesta en su mayor parte de
células sueltas. La nube se depositó en el
fondo, y entonces Wilson observó las
células con el microscopio. Éstas se
comportaban como amebas individuales,
arrastrándose por el fondo del plato.
Cuando las células ameboides se
encontraban con otras de su mismo tipo, se
juntaban y formaban agregados de células
cada vez más nutridos. En última instancia,
como demostraron Wilson y otros
científicos en una serie de artículos, los
agregados crecían hasta convertirse en
nuevas esponjas. Wilson también probó a
hacer papilla esponjas de dos especies
distintas y mezclar los sedimentos. Como
cada especie era de un color diferente,
pudo ver fácilmente lo que sucedía. Las
células escogieron agregarse a células de su
propia especie y no a las de la otra. Células sociales. Porción de la pared de
Curiosamente, Wilson lo definió como un una esponja donde se aprecian los
fallo ya que —por razones que no se me coanocitos, con sus collares y flagelos
característicos.
alcanzan y que tal vez reflejen los
prejuicios teóricos de un zoólogo de hace casi un siglo, diferentes de los actuales
— esperaba que se formase una esponja compuesta de dos especies distintas.
El comportamiento social de las células de esponja, puesto de manifiesto en
experimentos similares, tal vez arroje luz sobre el desarrollo embrionario normal
de las esponjas individuales. ¿Nos da también alguna pista sobre la evolución de
los primeros animales pluricelulares (metazoos) a partir de antepasados
unicelulares (protozoos)? El cuerpo metazoico suele definirse como una colonia
de células. De acuerdo con el espíritu del presente libro, donde los cuentos
recrean acontecimientos evolutivos, ¿es posible que la esponja, narradora de esta
historia, tenga algo que decirnos sobre el remoto pasado evolutivo? ¿Acaso las
células que se sedimentan y se agregan en el fondo del plato de Wilson nos
revelan que las primeras esponjas se originaron como colonias de protozoos?
No cabe duda de que el fenómeno no fue igual en los detalles, pero hay
indicios elocuentes. Las células más características de las esponjas son los
coanocitos, que sirven para generar corrientes de agua. El dibujo muestra un
trozo de la pared de una esponja, con la cara interior de la pared a la derecha.
Los coanocitos son las células que tapizan la cavidad. Coano viene del griego y
significa «embudo» y, en efecto, pueden verse los pequeños embudos o collares,
compuestos de multitud de pelillos llamados microvellosidades. Cada coanocito
está provisto de un flagelo móvil que introduce agua en la esponja, mientras el
collar retiene las partículas alimenticias de la corriente. Conviene observar bien
el coanocito, porque en el próximo encuentro vamos a vérnoslas con algo
bastante parecido. A la luz de estas nociones, el siguiente cuento completará
nuestra reflexión sobre el origen de los organismos pluricelulares.
Encuentro 32
Coanoflagelados

Los coanoflagelados son los primeros protozoos que se incorporan a nuestra


peregrinación y lo hacen en el Encuentro 32, que, con mucha prudencia,
basándonos en datos moleculares extrapolados a una distancia temporal
demasiado grande, podemos fechar hace 900 millones de años.
Obsérvese la ilustración. ¿No le
recuerdan algo al lector esas pequeñas
células flageladas? Efectivamente, se
parecen mucho a los coanocitos que
tapizan las paredes internas de las esponjas.
Hace mucho tiempo que se cree que los
coanoflagelados son un vestigio de un
antepasado esponja o que sean los
descendientes evolutivos de esponjas
degeneradas, compuestas de una sola célula
o poco más. Las pruebas genéticas invitan
a decantarse por la primera posibilidad y,
por eso, los considero peregrinos diferentes
¿Es así como eran? Colonia de
que se nos unen en este punto. coanoflagelados.
Incorporación de los coanoflagelados. Las cerca de 120
especies conocidas de coanoflagelados se consideran en
general parientes cercanos de los animales, tesis que
corroboran tanto los datos moleculares como los
morfológicos.

Ilustración: Codosiga gracilis


Existen cerca de 140 especies de coanoflagelados. Unos nadan libremente y se
mueven agitando el flagelo; otros están anclados mediante un pedúnculo, y, en
ocasiones, viven juntos en colonias, como en la ilustración. Usan el flagelo para
encauzar agua hacia el embudo, donde capturan y engullen partículas tales como
bacterias, que les sirven de alimento. En este sentido, son diferentes de los
coanocitos de las bacterias. En las esponjas, los flagelos no se usan para
introducir alimento en el embudo del coanocito sino para, en colaboración con
otros coanocitos, provocar una corriente de agua que penetre por los porocitos de
las paredes externas y hacerla salir por la apertura principal. Desde el punto de
vista anatómico, sin embargo, los coanoflagelados, formen o no parte de una
colonia, son demasiado parecidos a los coanocitos de las esponjas como para no
despertar sospechas. Sobre este hecho y sobre sus consecuencias vamos a
detenernos en «El Cuento del Coanoflagelado», que retoma el argumento que
iniciamos en «El Cuento de la Esponja»: el origen de las esponjas pluricelulares.

EL CUENTO DEL COANOFLAGELADO

Hace mucho que los zoólogos disfrutan especulando sobre cómo evolucionó la
pluricelularidad a partir de antepasados protozoos. Ernst Haeckel, el gran
zoólogo alemán del siglo XIX, fue de los primeros en proponer una teoría del
origen de los metazoos y una versión de la misma todavía goza de gran
predicamento: la que afirma que los primeros metazoos habrían sido una colonia
de protozoos flagelados.
A Haeckel ya lo mencionamos en «El Cuento del Hipopótamo», cuando
dijimos que había vaticinado la relación entre hipopótamos y ballenas. Era un
ardiente darvinista y llegó a peregrinar hasta la casa de Darwin (algo que irritó al
insigne científico). También era un brillante pintor, un ateo convencido (se
refería sarcásticamente a Dios como «el invertebrado gaseoso») y un fervoroso
partidario de la teoría, hoy ya obsoleta, de la recapitulación, según la cual «la
ontogénesis sintetiza la filogénesis» o «el embrión en vías de desarrollo trepa a
su propio árbol filogenético».
El atractivo de la idea de la recapitulación es evidente: la ontogénesis de
cualquier animal en vías de desarrollo sería una repetición del recorrido
filogenético de la especie (adulta) a que pertenece. Todos comenzamos siendo
una sola célula, que representa a un protozoo. La siguiente etapa del desarrollo
es una bola hueca de células, la blástula. Haeckel sugirió que la blástula
representaba un estadio ancestral que denominó blastea. Acto seguido, en el
desarrollo embrionario, la blástula se invagina como una pelota cuando se la
aprieta hacia dentro, y forma una concavidad revestida de una capa doble de
células, la gástrula. Haeckel imaginó un antepasado en el estado de gástrula y lo
llamó gastrea. Al igual que la gastrea de Haeckel, un cnidario como la hidra o la
anémona marina tiene dos capas de células. Según la teoría de la recapitulación
del naturalista alemán, los cnidarios dejan de trepar por su árbol filogenético
cuando llegan a la fase de la gástrula, mientras que nosotros seguimos subiendo.
Los siguientes estadios de nuestro desarrollo embrionario recuerdan a un pez con
branquias y cola. Posteriormente perdemos la cola. Y así sucesivamente. Todo
embrión se detiene y deja de trepar por su árbol filogenético cuando llega al
estadio evolutivo apropiado.
Por más que resulte atractiva, la teoría de la recapitulación se ha pasado de
moda o, mejor dicho, se considera que puede ser cierta pero sólo en parte. La
cuestión fue analizada exhaustivamente por Stephen J. Gould en su libro
Ontogeny and Phylogeny. Ahora debemos pasar a otro asunto, pero es
importante que entendamos lo que Haeckel se proponía. Desde el punto de vista
del origen de los metazoos, el estadio interesante de la teoría de Haeckel es la
blastea, la bola hueca de células que, a su modo de ver, constituía el estadio
ancestral que en el desarrollo embrionario actual encarnaría la blástula. ¿Qué
criatura moderna parece una blástula? ¿Dónde podemos encontrar una criatura
adulta que sea una bola hueca de células?
Si hacemos salvedad de que son verdes y llevan a cabo la fotosíntesis, las
algas coloniales llamadas volvocales resultan hasta demasiado parecidas a las
blástulas para ser verdaderas. El miembro que da nombre al grupo, Volvox, es
también el más grande y Haeckel no habría podido desear un modelo más
asombroso de blástula. Es una esfera perfecta, hueca como la blástula, y con una
sola capa de células cada una de las cuales parece un flagelo unicelular (que da
la casualidad de que es verde).
La teoría de Haeckel no fue la única. A mediados del siglo XX, un zoólogo
húngaro llamado Jovan Hadzi aventuró la hipótesis de que el primer metazoo no
hubiese sido redondo, sino alargado como un platelminto. Su modelo moderno
de metazoo ancestral era un gusano acelomorfo como los que nos hemos
encontrado en el «Encuentro 27». Hadzi lo hacía derivar de un protozoo ciliado
(que conoceremos en el «Encuentro 37») dotado de muchos núcleos (que
algunos de ellos poseen aún hoy). Como algunos platelmintos modernos, se
arrastraba por el fondo con los cilios. Cuando entre los núcleos aparecieron
paredes celulares, un protozoo alargado con una sola célula pero con muchos
núcleos (un sincitio) se transformó en un gusano rastrero dotado de muchas
células, cada una con su propio núcleo: el primer metazoo. Según Hadzi, los
metazoos redondos como los cnidarios y los ctenóforos perdieron en una
segunda etapa la forma alargada de los gusanos y adquirieron la simetría radial,
mientras que la mayor parte del reino animal siguió evolucionando a partir de la
forma del gusano bilateral hasta dar origen a las estructuras que hoy vemos a
nuestro alrededor.
Hadzi, por tanto, colocaría los encuentros en un orden muy diferente del
nuestro. Los encuentros con los cnidarios y los ctenóforos vendrían antes que el
encuentro con los platelmintos acelomorfos. Por desgracia, las modernas pruebas
moleculares desmienten el orden de Hadzi. Hoy en día, la mayoría de zoólogos
propugna una versión de la teoría de los flagelados coloniales de Haeckel y no
la de los ciliados sincitiales. Pero ahora la atención se ha alejado de las
volvocales, por muy elegantes que sean, para centrarse en los protagonistas de
este cuento, los coanoflagelados.
Existe un tipo de coanoflagelados coloniales tan parecidos a las esponjas que
reciben el nombre de Proterospongia. Los coanoflagelados individuales (¿o
deberíamos atrevernos a llamarlos coanocitos?) están encajados en una matriz de
gelatina. La colonia no es una bola, hecho éste que habría disgustado a Haeckel,
aunque apreciaba de veras la belleza de los coanoflagelados, como demuestran
los espléndidos dibujos que les dedicó. Proterospongia es una colonia de células
casi indistinguibles de las que predominan en el interior de una esponja. Opino
que los coanoflagelados son los candidatos más aptos para una reedición reciente
del origen de las esponjas y, en definitiva, de todo el grupo de los metazoos.
En su día se habría agrupado a los coanoflagelados junto con todos los
demás organismos que todavía no se han unido a nuestra peregrinación, los
protozoos. Protozoos no es el nombre de un filo. Hay muchas maneras diferentes
de ser un organismo unicelular (o, como algunos prefieren decir, acelular, o sea,
con un cuerpo no dividido en células constituyentes). Varios miembros de los
que antiguamente se conocían como protozoos van a ir incorporándose al viaje
poco a poco, separados del gran contingente de criaturas pluricelulares como los
hongos y las plantas. Seguiré empleando el término protozoo para designar de
manera informal a los eucariotas unicelulares.
Encuentro 33
DRIPs

Existe un pequeño grupo de parásitos unicelulares, los Mesomicetozoeos o


Ictiospóreos, que son, en su mayor parte, parásitos de peces y otros animales de
agua dulce. El nombre mesomicetozoeo indica cierta asociación con hongos y
animales, y, en efecto, su encuentro con nosotros es el último antes de que todos
nos juntemos con los hongos. Esto se sabe gracias a una serie de estudios de
genética molecular que han permitido unificar los parásitos unicelulares, que
hasta entonces se tenían por bastante heterogéneos, tanto entre ellos como con
los hongos y los animales.[1]
Tanto mesomicetozoeos como ictiospóreos son términos bastante difíciles de
recordar y no hay acuerdo sobre cuál de los dos es preferible. Quizá sea por eso
por lo que se ha ido imponiendo la costumbre de designarlos con el acrónimo
DRIP, formado por las iniciales de los único cuatro géneros que conocía quien
descubrió el grupo. Los géneros representados por la D, la I y la P son,
respectivamente, Dermocystidium, Ichtyophonus y Psorospermium. La R es un
pequeño camelo por que no es un nombre latino. Aludía al Agente Rosetta, un
parásito comercialmente importante del salmón que ahora se conoce con el
nombre científico de Sphaerothecum destruens. El acrónimo, pues, debería en
rigor haberse corregido y rebautizarse DIPs, pero el término DRIP ya ha cuajado,
con la ese del plural: DRIPs. Y, recientemente, por una especie de providencia de
la nomenclatura, se ha descubierto que también es un DRIP otro organismo cuyo
nombre empieza por erre: Rhinosporidium seeberi, un parásito de la nariz
humana. Así que podemos decir que las cinco letras del nombre DRIPs forman
parte por derecho propio del acrónimo y pasar olímpicamente de la molesta
cuestión de si se trata de un nombre singular o plural.
Incorporación de los DRIPs. Los organismos unicelulares
más estrechamente emparentados con los animales son los
coanoflagelados y los DRIPs. En este momento no está claro
si estos dos grupos son los parientes más cercanos uno de otro
(con lo cual los Encuentros 32 y 33 confluirían en uno solo) o
si las aproximadamente 30 especies de DRIPs conocidas son
las que guardan un parentesco más lejano con todos los
demás. El estudio molecular más exhaustivo de los realizados
hasta la fecha refrenda la segunda alternativa, que es la que
hemos adoptado aquí.

Ilustración: Ichthyophonus hoferi.


Desde hace tiempo se sabía que Rhinosporidium seeberi, descubierto por
primera vez en 1890, era el causante de la rinosporidiosis, una desagradable
enfermedad de la nariz humana o, mejor dicho, de la nariz de los mamíferos,
pero no se tenía idea de su parentesco. Según las épocas, se le ha considerado un
protozoo o un hongo, pero ahora los estudios moleculares demuestran que es el
quinto DRIP. Afortunadamente, para quienes no soportan los juegos de palabras,
Rhinosporidium seeberi no provoca que la nariz gotee.[2] Al contrario, la tapona
con excrecencias tipo pólipos. La rinosporidiosis es fundamentalmente una
enfermedad tropical y los médicos sospechan desde hace mucho tiempo que se
contrae bañándose en ríos o lagos. Dado que todos los otros DRIPs son parásitos
de peces, cangrejos de río o anfibios, parece probable que los principales
huéspedes de Rhinosporidium seeberi también sean animales de agua dulce. El
descubrimiento de que es un DRIP podría ayudar a los médicos en más sentidos.
Por ejemplo, los intentos de curar la dolencia con fungicidas han fracasado y
ahora sabemos por qué: Rhinosporidium no es un hongo.
Dermocystidium se manifiesta en forma de quistes en la piel o en las
branquias de carpas, salmónidos, anguilas, ranas y tritones. Ichthyophonus causa
infecciones sistémicas en más de 80 especies de peces. Psorospermium, que, por
cierto, fue descubierto por nuestro viejo amigo Ernst Haeckel, infecta a los
cangrejos de río y, al reducir sus poblaciones también causa perjuicios
económicos. Y, como ya hemos visto, Sphaerotecum infecta a los salmones.
Los DRIPs se considerarían insignificantes de no ser porque, desde el punto
de vista evolutivo, tienen un estatus aristocrático: al fin y al cabo, su punto de
ramificación, es el más lejano del reino animal y su encuentro con nosotros, el
más antiguo. No sabemos qué aspecto tenía el Contepasado 33: sólo sabemos
que, a nuestros fatigados ojos pluricelulares, todos los organismos unicelulares
resultan muy parecidos. No era un parásito como los DRIPs; desde luego, no de
peces, anfibios, crustáceos ni seres humanos, que todavía estaban muy lejos de
aparecer.
El adjetivo que siempre se les aplica a los DRIPs es enigmático, y ¿quién soy
yo para romper con la tradición? Si un DRIP me contase su enigmática historia,
creo que, llegados a encuentros tan distantes en el tiempo, se hace casi arbitrario
señalar cuales de nuestros parientes unicelulares han sobrevivido hasta nuestros
días. También es bastante arbitraria la decisión de analizar ciertos organismos
unicelulares en lugar de otros a nivel molecular. Los científicos han examinado
los DRIPs porque algunos de ellos son parásitos de peces que provocan
considerables perjuicios económicos y otros, como acabamos de descubrir, nos
taponan la nariz. Puede que haya organismos unicelulares igual de importantes
en el árbol filogenético de la vida, pero nadie se ha molestado en analizarlos
porque, pongamos por caso, parasitan a los varanos de Komodo en vez de a los
salmones y a los seres humanos.
A los hongos, en cambio, sería imposible pasarlos por alto. Estamos a punto
de encontrarnos con ellos.
Encuentro 34
Hongos

En el Encuentro 34 los animales damos la bienvenida a los hongos, el segundo


de los tres grandes reinos pluricelulares (el tercero lo constituyen las plantas). A
primera vista, puede sorprender que los hongos, que son tan parecidos a las
plantas, estén más emparentados con los animales que con los vegetales, pero el
análisis molecular comparativo no deja lugar a dudas. Además, puede que no
haya tanto de lo que sorprenderse. Las plantas, al fin y al cabo, importan energía
solar. Los animales y los hongos, cada uno a su manera, son parásitos del mundo
vegetal.
Los hongos son un grupo de peregrinos muy grande e importante, con unas
69.000 especies descritas sobre un total de aproximadamente millón y medio.
Las setas dan una impresión equivocada: esas llamativas estructuras similares a
plantas sólo son las puntas (productoras de esporas) del iceberg. La mayor parte
del organismo propiamente dicho se encuentra bajo tierra y consiste en una red
difusa de filamentos llamados hifas. El conjunto de hifas pertenecientes a un
solo individuo se denomina micelio. La longitud total del micelio de un solo
hongo alcanza en ocasiones varios kilómetros y puede abarcar una amplia área
de terreno.
Incorporación de los hongos. La taxonomía molecular revela que los hongos están más cerca de los
animales que de las plantas. Los dos grupos más grandes, los ascomicotes (cerca de 40.000 especies
descritas) y los basidiomicotes (cerca de 22.000) se suelen considerar parientes cercanos, y, según estudios
recientes, las 160 micorrizas arbusculares constituyen su grupo hermano. El agrupamiento y y el orden de
ramificación de las otras 3000 especies de hongos no están del todo claros, en particular el número de ramas
separadas que antes se agrupaban bajo el nombre de zigomicotes, y la posición de los microsporidios.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: colmenilla (Morchella esculenta); falo hediondo (Phallus


impudicus); micorriza arbuscular (especie Glomus); jacinto silvestre (Hyacinthoides nonscripta); moho de
alfiler (especie Mucor); especie Rhizoclostamium; Enterocytozoon bieneusi.

Una seta es como una flor que crece sobre un árbol, sólo que el árbol, en lugar
de ser una estructura alta y vertical, está extendido como una red en las capas
superficiales del subsuelo como las cuerdas de una gigantesca raqueta de tenis.
Prueba de ello son los llamados corros de hadas, formaciones de setas de
diversos tipos que crecen en círculo. El perímetro del círculo representa la
expansión de un micelio, que se extiende hacia fuera a partir del centro (tal vez,
en origen, una sola espora). El «bastidor de la raqueta», es decir, el contorno del
círculo donde el micelio se nutre y se expande, es la zona donde los productos de
la digestión son más abundantes. Éstos son una fuente de nutrición para la
hierba, que, en consecuencia, crece con mayor exuberancia en torno al corro de
hadas. Asimismo, los cuerpos fructíferos (las setas y las docenas de especies
emparentadas), cuando los hay, también tienden a crecer en el corro.
Algunas hifas están divididas en células por medio de paredes transversales;
otras, en cambio, están salpicadas de núcleos que contienen ADN y que forman
un sincitio, esto es, un tejido con diversos núcleos no divididos en células (ya
hemos hablado de los sincitios al comentar el desarrollo inicial de Drosophila y
la teoría de Hadzi sobre el origen de los metazoos). No todos los hongos tienen
un micelio filamentoso. Algunos, como la levadura, han revertido a células
únicas que se dividen y crecen en una masa difusa. Lo que hacen las hifas (o las
células de la levadura) es digerir todo aquello en lo que anidan: hojas secas y
demás materia putrescente (en el caso de los hongos del suelo), leche cuajada
(los hongos que se usan para fabricar queso), uvas (las levaduras que se usan
para hacer vino), o los pies de los viticultores (en el caso de que sufran de pie de
atleta).
La clave de una buena digestión es la exposición a la comida de una amplia
área de superficie absorbente. Nosotros lo hacemos masticando bien los trozos
de comida y haciéndolos pasar por un largo intestino enroscado cuya área, ya de
por sí grande, tiene las paredes revestidas con un bosque de pequeñas
protuberancias, las llamadas vellosidades intestinales. Cada una de estas
protuberancias tiene a su vez el borde cubierto de microvellosidades, de manera
que el área total de absorción del intestino humano adulto es de millones de
centímetros cuadrados. Un hongo como Phallus, de nombre muy apropiado, o
Agaricus campestres, el champiñón silvestre, abarcan con el micelio una
superficie parecida, segregando enzimas digestivas y digiriendo el terreno en el
que se encuentran. Los hongos no andan por ahí devorando comida para después
digerirla dentro del organismo, como hacen las ratas o las palomas, sino que
extienden los intestinos, en forma de micelios filamentosos, directamente a
través de la comida y la digieren en el acto. De vez en cuando, las hifas forman
una sólida estructura de aspecto reconocible: una seta (o un champiñón, o un
yesquero). Esta estructura produce esporas que son transportadas por el viento a
gran distancia y difunden los genes de los que nacerá un nuevo micelio y, a la
postre, nuevas setas.
Como cabría esperar de la llegada de un nuevo grupo de 100.000 peregrinos,
los hongos ya se han reunido en nutridos subcontingentes antes de encontrarse
con nosotros en el Encuentro 34. Todos los subgrupos principales tienen
nombres terminados en «micetes» o «micotes», del griego myke, hongo. Ya nos
hemos encontrado con el sufijo «micetes» en el nombre Mesomicetozoeos, los
DRIPs que representan, en cierto modo, un estadio intermedio entre los animales
y los hongos. Dentro de los «mico-peregrinos», los subcontingentes más
numerosos e importantes son los ascomicetes y los basidiomicetes.
Los ascomicetes comprenden algunos hongos célebres y útiles para el
hombre, como Penicillium, el moho cuyas propiedades bactericidas Alexander
Fleming descubrió por casualidad en 1928 sin prestarles mayor atención hasta
que, en 1940, Florey, Chain y sus colegas las redescubrieron para producir el
primer antibiótico. Por cierto, es una verdadera lástima que se haya impuesto el
término antibiótico. Estos agentes atacan a las bacterias, no a los virus, y sólo
con que se les hubiese llamado antibactéricos en vez de antibióticos, tal vez hoy
los pacientes dejarían de pedir a los médicos que se los recetasen para las
infecciones virales (con resultados nulos y, a veces, contraproducentes). Otro
ascomicete ganador del premio Nobel es Neurospora crassa, el moho con el que
Beadle y Tatum formularon la hipótesis «un gen, una enzima». Luego están las
levaduras útiles para el hombre que nos permiten hacer pan, vino y cerveza, y las
levaduras nocivas como Candida, responsable de dolencias tan molestas como la
vaginitis. Las colmenillas comestibles y las apreciadísimas trufas son
ascomicetes. Tradicionalmente, las trufas se buscan con la ayuda de cerdas que
se ven fuertemente atraídas por el olor similar al del alfa-androstenol, una
feromónosa sexual que segregan los cerdos machos. No está claro por qué las
trufas despiden este olor tan arriesgado para su integridad, pero tal vez explique
la fascinación gastronómica que nos despiertan.
La mayoría de las setas venenosas o alucinógenas son basidiomicetes,
champiñones, rebozuelos, boletos, shiitakes, matacandiles, Amanita phalloides,
falos hediondos, yesqueros y pedos de lobo. Algunos de sus cuerpos fructíferos
alcanzan un tamaño impresionante. Los basidiomicetes también provocan
importantes perjuicios económicos, en tanto que agentes de enfermedades
vegetales como la roya y el tizón. Algunos basidiomicetes y ascomicetes, así
como todos los miembros del grupo especializado de los glomeromicetes,
establecen con las plantas una estrecha colaboración en la que las raíces
vegetales se mezclan con micorrizas: una historia extraordinaria que explicaré
sucintamente.
Como hemos visto, las vellosidades de nuestros intestinos y los filamentos
del micelio de un hongo son muy finos con el fin de aumentar la superficie
destinada a la digestión y absorción de alimento. Del mismo modo, las plantas
poseen numerosas proyecciones tubulares denominadas pelos radicales que
incrementan la superficie de absorción del agua y las sustancias nutritivas
presentes en el suelo. Por increíble que parezca, muchos de los que parecen
pelos radicales no forman parte de la planta, sino que son hongos simbióticos
cuyos micelios, las micorrizas, además de parecerse a los pelos radicales
auténticos, funcionan como éstos. Un atento análisis revela que el principio de
las micorrizas se ha aplicado independientemente, de diversas maneras a lo largo
de la evolución. Buena parte de la vida vegetal de nuestro planeta depende por
completo de las micorrizas.
En un ejemplo todavía más impresionante de simbiosis, algunos
basidiomicetes y algunos ascomicetes, también evolucionados de manera
independiente, se asocian con algas o cianobacterias para producir liqúenes,
extraordinarias confederaciones que obtienen resultados muy superiores a los
que obtendría cada una de las partes por su cuenta, y que generan formas
corporales muy diferentes de las de éstas. A veces los líquenes se confunden con
plantas, lo cual tampoco es tan descabellado, habida cuenta de que, como
veremos en el Gran Encuentro Histórico, las plantas, en su origen, también se
asociaban con microorganismos fotosintéticos para procurarse el sustento. En
términos generales, se puede decir que los líquenes son plantas en gestación,
forjadas a partir de dos organismos. Casi se podría decir que el hongo cultiva los
organismos fotosintéticos capturados, una metáfora válida tanto en los casos en
que la asociación es fundamentalmente cooperativa como en aquéllos en que el
hongo es más explotador. La teoría de la evolución predice que en los líquenes
en los cuales la reproducción del hongo y la del organismo fotosintético van de
la mano se establece una relación de cooperación, mientras que en aquéllos en
los que el hongo se limita a capturar a los organismos fotosintéticos disponibles
la relación será de mayor explotación. Y así parece ser, en efecto.
Lo que me fascina de los líquenes, por encima de todo, es que sus fenotipos
(véase «El Cuento del Castor») no se parecen en nada ni a los hongos ni a las
algas. Constituyen un caso muy peculiar de fenotipo extendido, fruto de la
colaboración de dos conjuntos de productos génicos. Según mi concepción de la
vida, que ya he expuesto en otros libros, dicha colaboración no es diferente, en
principio, de la existente entre los propios genes de un organismo. Todos somos
colonias simbióticas de genes; genes que cooperan para tejer fenotipos alrededor
sí mismos.
Encuentro 35
Amebozoos

En el Encuentro 35 se nos une una pequeña criatura que en su día tuvo el honor
de ser, tanto en la imaginación popular como en la científica, la más primiva de
todas, poco más que un puro protoplasma: Amoeba proteus. Según esta
concepción, el Encuentro 35 sería el último de nuestra larga peregrinación. Lo
cierto, en cambio, es que aún nos queda un trecho que recorrer y, comparada con
las bacterias, Amoeba tiene una estructura bastante compleja y avanzada. Y
también muy grande, incluso apreciable a simple vista. La ameba gigante
Pelomyxa palustris puede llegar a medir medio centímetro de diámetro.
Como es bien sabido, las amebas no tienen forma fija, de ahí, por ejemplo, el
nombre de Amoeba proteus, tocaya del dios griego que cambiaba continuamente
de forma. Se mueven ondeando su interior semilíquido como un solo grumo más
o menos consistente, o bien desplegando los seudópodos. A veces andan sobre
estas patas desplegadas temporalmente. Engullen las presas sacando los
seudópodos, envolviéndolas con ellos y encerrándolas en una burbuja de agua, la
llamada vacuola. Para un organismo, ser fagocitado por una ameba debe de ser
un trance de pesadilla si no fuese porque es demasiado pequeño como para tener
pesadillas. La vacuola puede considerarse un pedazo del mundo exterior, forrado
por una parte de la pared exterior de la ameba. Una vez dentro de la vacuola, el
alimento pasa a ser digerido.
Incorporación de las amebas. El término ameba es más una
descripción que una clasificación estricta, pues muchos
eucariotas que no están emparentados entre sí tiene forma
ameboide. Los Amebozoos engloban a las amebas clásicas,
como la Amoeba proetus aquí representada, así como a la
mayoría de los mohos mucilaginosos: en total, unas 5000
especies conocidas.

Ilustración: Amoeba proteus.


Algunas amebas viven dentro de las vísceras animales. Entamoeba coli, por
ejemplo, se encuentra con muchísima frecuencia en el colon humano (no
confundir con la bacteria Escherichia coli, mucho más pequeña, de la cual tal
vez se alimenta). No es nociva, al contrario de su prima Entamoeba histolytica,
que destruye las células de las paredes del colon y provoca la disentería
amoébica, la famosa venganza de Moctezuma.
Tres grupos bastante diferentes de amebozoos reciben el nombre de mohos
mucilaginosos porque han desarrollado de manera independiente costumbres
similares (también se llama así al grupo de los Acrásidos, que no guarda relación
con aquéllos y que se nos unirá en el «Encuentro 37»). Dentro de los amebozoos,
los más conocidos son los mohos mucilaginosos celulares o dictiostélidos. A
ellos ha dedicado toda su vida profesional el eminente biólogo estadounidense
J. T. Bonner y buena parte de lo que sigue está sacado de sus memorias
científicas, Life Cycles.
Los mohos mucilaginosos celulares son amebas sociales. Puede afirmarse
que anulan por completo la distinción entre un grupo social de individuos y un
solo individuo pluricelular. Durante una parte de su ciclo vital, las amebas se
arrastran por el suelo alimentándose de bacterias y dividiéndose en dos, que es lo
que hacen las amebas para reproducirse; después vuelven a alimentarse de
bacterias y de nuevo se dividen en dos. En un momento dado, de manera
bastante brusca, las amebas pasan a la modalidad social, convergiendo en centros
de aglomeración que irradian sustancias químicas atrayentes. Cuantas más
amebas afluyen al centro de atracción, más atractivo se torna éste, toda vez que
libera más reclamos químicos. El fenómeno se parece un poco al de la formación
de los planetas a partir de detritos cósmicos. Cuantos más detritos se acumulan
en un determinado centro de atracción, más atracción gravitacional genera; así,
pasado un cierto tiempo, sólo quedan algunos centros de atracción, los cuales se
convierten en planetas. En última instancia, las amebas de cada centro de
atracción unen los cuerpos para formar una única masa pluricelular que se alarga
y da lugar a una babosa pluricelular. Esta masa, de un milímetro de longitud, se
mueve incluso como una babosa: tiene un extremo delantero y uno trasero bien
definidos y es capaz de avanzar en una dirección coherente, por ejemplo hacia la
luz. Las amebas han renunciado a su individualidad para forjar un organismo
entero.
Después de arrastrarse aquí y allá durante un rato, la babosa inicia la fase
definitiva de su ciclo vital: la erección de un cuerpo fructífero similar a una seta.
Primero se yergue sobre la cabeza (el extremo delantero, definido por la
dirección de sus desplazamientos) y ésta se convierte en el tallo de una seta en
miniatura. El núcleo interno de éste deviene un tubo hueco hecho de las carcasas
de celulosa hinchada pertenecientes a células muertas. A continuación, las
células situadas alrededor del tubo se vierten en este último «como una fuente
que fluyese al contrario», por usar el símil de Bonner. El resultado es que la
punta del tallo se eleva en el aire y cada una de las amebas situadas en lo en
origen era el extremo posterior se convierte en una espora encerrada en una
espesa envoltura protectora. Entonces se esparcen como las esporas de una seta:
cada una de ellas surge de la envoltura en forma de ameba libre devoradora de
bacterias, y el ciclo vital comienza de nuevo.
Bonner ofrece un revelador catálogo de estos microbios sociales: baterias
pluricelulares, ciliados pluricelulares, flagelos pluricelulares y amebas
pluricelulares, entre ellas sus queridos mohos mucilaginosos. Estos microbios
podrían tal vez representar instructivas recreaciones (o prefiguraciones) de
nuestra pluricelularidad metazoica, pero me da la impresión de que son
completamente diferentes y, por eso, todavía más fascinantes.
Encuentro 36
Plantas

En el Encuentro 36 nos encontramos con los verdaderos señores de la vida: los


vegetales. La vida podría proseguir perfectamente sin los animales y sin los
hongos, pero si suprimiésemos las plantas, cesaría al instante. Las plantas son la
base indispensable, el verdadero fundamento, de casi todas las cadenas
alimentarias. Son las criaturas más notorias del planeta, los primeros seres vivos
en los que un marciano que llegase a nuestro planeta repararía. Los organismos
más grandes que jamás han vivido en la Tierra son, de largo, vegetales, y un
impresionante porcentaje de la biomasa global está encerrada en plantas. Y no
por casualidad. El porcentaje es tan alto porque casi[1] toda la biomasa procede,
en última instancia, del sol a través de la fotosíntesis, la mayor parte de la cual
tiene lugar en las plantas verdes, y las operaciones en cada eslabón de la cadena
alimentaria apenas tiene una eficiencia del diez por ciento. La superficie de la
tierra es verde debido a las plantas, y la del mar también lo sería si su alfombra
flotante de organismos fotosintetizadores estuviese compuesta de vegetales
macroscópicos en lugar de microorganismos demasiado pequeños para reflejar
cantidades relevantes de luz verde. Es como si las plantas pretendiesen pintar de
verde hasta el último centímetro cuadrado del suelo sin dejarse nada. Y eso, en
efecto, es lo que hacen, por un motivo muy lógico.
Incorporación de las plantas. Las plantas engloban unas
13 especies de glaucofitos (algas unicelulares con
cloroplastos, de morfología muy similar a las
cianobacterias), unas 5000 especies de algas rojas y unas
30.000 de plantas verdes. Las plantas verdes comprenden
muchas algas verdes unicelulares y coloniales, tales como
Volvox, además de especies más conocidas como musgos,
helechos, coníferas, plantas angiospermas y similares. El
orden de ramificación entre estos tres grupos está bastante
resuelto, pero la posición de las plantas en la filogenia
eucariótica es controvertida (véase el Encuentro 37).

Ilustraciones, de izquierda a derecha: rodimenia


palmeada o dulse (Rhodymenia palmata); volvox (Volvox
aurelia); secuoya gigante (Sequoiadendron giganteum).
Un número finito de fotones procedentes del sol alcanza la superficie de nuestro
planeta, y cada uno de ellos es sumamente valioso. El número total de fotones
solares que un planeta puede capturar viene limitado por la superficie de éste,
con la complicación añadida de que en cualquier momento dado, sólo una cara
del mismo está orientada hacia su estrella. Desde el punto de vista de las plantas,
cada centímetro de la superficie terrestre que no sea verde significa desperdiciar
una oportunidad de capturar fotones. Las hojas son paneles solares lo más planas
posibles para maximizar la cantidad de fotones capturados por coste unitario.
Conviene que las hojas se encuentren en una posición tal que no se vean
ensombrecidas por otras hojas, sobre todo si éstas son de otra planta: he aquí el
motivo de que los árboles de bosques y selvas sean tan altos. Los árboles altos
no están en su lugar fuera de los bosques, y su presencia probablemente se deba
a la mano del hombre. Es un verdadero desperdicio hacerse alto cuando se es el
único árbol de los alrededores; más valdría expandirse horizontalmente como la
hierba, pues de este modo se capturan más fotones por coste unitario invertido en
el crecimiento. En cuanto a las selvas, no es casualidad que sean tan oscuras.
Cada fotón que logra llegar al suelo representa un fallo por parte de las hojas
que, en lo alto, no han conseguido atraparlo.
Salvo raras excepciones, como las dioneas atrapamoscas, las plantas no se
mueven. Salvo raras excepciones, como las esponjas, los animales se mueven.
¿Por qué esta diferencia? Porque las plantas se alimentan de fotones mientras
que los animales (en última instancia) se alimentan de plantas. Hace falta decir
«en última instancia» porque, evidentemente, las plantas en ocasiones se comen
de manera indirecta, a través de animales que comen otros animales. Ahora bien,
¿por qué un organismo que se nutre de fotones sale ganando si se queda quieto
con las raíces hundidas en la tierra? ¿Y por qué alimentarse de plantas, y no ser
planta, hace aconsejable moverse? Supongo que, en vista de que las plantas se
quedan paradas, los animales han de moverse para comérselas. Pero ¿por qué las
plantas no se mueven? Tal vez porque necesitan tener raíces para absorber los
nutrientes del suelo. Tal vez porque existe una distancia insalvable entre la forma
idónea que debe adoptar un organismo obligado a moverse (sólida y compacta) y
la que debe adoptar un organismo obligado a exponerse a la mayor cantidad
posible de fotones (superficie muy grande, por consiguiente difusa e incómoda
de manejar). No lo sé. Sea cual sea el motivo, de los tres grandes grupos de vida
macroscópica que han evolucionado en nuestro planeta, dos, los hongos y las
plantas, son en su mayor parte inmóviles como estatuas, mientras el tercero, los
animales, corretea por todas partes realizando casi toda la actividad. Las plantas
se sirven incluso de los animales para algunos servicios, y las flores, con sus
llamativos colores, formas y aromas, son el instrumento de dicha manipulación.
[2]
Los peregrinos que recibimos en este punto de encuentro no son todos
verdes. Se dividen en tres grupos principales[3]: las algas rojas de un lado y las
plantas verdes (entre las que figuran las algas verdes) del otro. Las algas rojas
abundan en las orillas del mar, mientras las algas verdes también son frecuentes
en agua dulce. Las algas marinas más conocidas, sin embargo, son las pardas,
que son parientes más lejanos y no se nos unirán hasta el «Encuentro 37». De los
vegetales que se incorporan a la peregrinación en este punto, las más familiares e
impresionantes son las plantas terrestres, que conquistaron tierra firme antes que
los animales. Las razones son bastante obvias: sin plantas que comer, ¿qué
ventaja obtendría un animal de vivir en la tierra en vez de en el agua? Puede que
las plantas no se trasladasen directamente del mar a la tierra, sino que, al igual
que los animales, pasasen primero por el agua dulce.
Como siempre que recibimos un gran ejército de peregrinos, nos los
encontramos divididos en complejos subgrupos que ya se han unido entre sí
antes de engrosar nuestras filas. En el caso de las plantas verdes, recomiendo
encarecidamente un excelente programa informático llamado Deep Green que,
en el momento de escribir esto, se halla disponible en Internet. Cuando se
ejecuta, lo que se ve es un árbol filogenético dirigido. Algunas ramas tienen en el
extremo el nombre de una planta o grupo de plantas; otras no tienen nombre y
parecen salirse de la página. Lo bueno del programa es que se puede arrastrar el
árbol con el ratón para ver, del modo más divertido y natural, otra parte del
árbol. Al arrastrarlo, van apareciendo ramitas ante los ojos y, cuando se le hace
girar, surge toda una nueva serie de nombres además de más ramitas nuevas y
sin nombre. Se puede explorar el árbol a capricho: parece extenderse hasta el
infinito, reflejo de la enorme diversidad de las plantas verdes que han
evolucionado en nuestro planeta. Mientras se sube de rama en rama, trepando
casi como un mono darviniano en un árbol evolutivo de ensueño, conviene no
olvidar que cada ramificación representa un encuentro verdadero, en el mismo
sentido que en este libro atribuimos al término. Sería estupendo contar con un
árbol similar para todos los animales.
Si Darwin y Hooker hubiesen tenido un ordenador. El árbol de las plantas verdes sacado del programa
Deep Green,http://ucjeps.berkeley.edu/map2.html es válido tanto para Macintosh como para PC (activando
Java Script en el navegador). La raíz del árbol está en la base del diagrama.

Concluí uno de los cuentos anteriores diciendo: «Da gusto ser zoólogo en estos
tiempos». Habría podido decir, igualmente: «Da gusto ser botánico». Sería
magnífico enseñarle Deep Green a Joseph Hooker… en compañía de su amigo
íntimo Charles Darwin. Sólo de pensarlo casi se me saltan las lágrimas.

EL CUENTO DE LA COLIFLOR
Escrito en colaboración con Yan Wong

Los cuentos de este libro pretenden ser algo más que la crónica de las pequeñas
vicisitudes de sus narradores. Como en la obra de Chaucer, aspiran a ser una
reflexión sobre la vida en general: en el caso de los Cuentos de Canterbury, de la
vida humana; en el nuestro, de la vida biológica. ¿Qué tiene que decir la coliflor
al gigantesco contingente de peregrinos reunidos tras el Encuentro 36, en el que
las plantas se juntan con los animales? Pues un principio importante que vale
para todas las plantas y todos los animales, y que podría considerarse una
continuación de «El Cuento del Hábil».
«El Cuento del Hábil» trataba del tamaño del cerebro y ponía gran énfasis en
los diagramas logarítmicos de dispersión empleados para comparar las diversas
especies. Como recordará el lector, los animales más grandes resultaban tener en
proporción un cerebro inferior al de los animales pequeños. Más concretamente,
la pendiente del diagrama que comparaba el logaritmo de la masa cerebral con el
de la masa corporal era casi exactamente de 3/4. Se recordará que esta proporción
caía entre dos pendientes comprensibles de forma intuitiva: 1/1 (masa cerebral
exactamente proporcional a masa corporal) y 2/3 (área cerebral proporcional a la
masa corporal). La pendiente del diagrama logarítmico masa cerebral/masa
corporal no era ligeramente superior a 2/3 e inferior a 1/1, sino exactamente de
3/ . La precisión del dato exige una teoría igual de precisa. ¿Hay algún motivo
4
lógico que explique la pendiente de 3/4? No es fácil dar una respuesta.
Para complicar aún más el problema, o tal vez para darnos una pista, resulta
que los biólogos percibieron hace mucho tiempo que en muchas otras cosas
además del tamaño cerebral se observa esta misma proporción exacta de 3/4. En
concreto, en el empleo de energía por parte de varios organismos, es decir, en la
llamada tasa metabólica, y en este caso, la proporción se elevó a la categoría de
ley natural, la ley de Kleiber, aunque no se encontraba ninguna justificación
lógica para el fenómeno. En el diagrama logarítmico adjunto se contraponen la
masa metabólica y la masa corporal (véase «El Cuento del Hábil» para la
explicación de por qué se emplean gráficos logarítmicos).
La ley es válida para veinte órdenes de magnitud. Diagrama de la Ley de
Kleiber, adaptado de West, Brown y Enquist [304].
Lo que de verdad resulta asombroso de la ley de Kleiber es que se cumple tanto
en organismos microscópicos (como las bacterias) como en animales gigantescos
como las ballenas. Eso son unos 20 órdenes de magnitud. Hace falta multiplicar
por diez veinte veces, o añadir veinte ceros, para pasar de la bacteria más
pequeña al mamífero más grande, y la ley de Kleiber sigue siendo válida a lo
largo de todo el espectro. También rige en el caso de las plantas y los organismos
unicelulares. El diagrama muestra que la mayor aptitud se obtiene con tres rectas
paralelas: la primera para los microorganismos, la segunda para los animales
grandes de sangre fría (grande en este contexto, significa cualquier cosa que
pese más de una millonésima de gramo) y la tercera para criaturas grandes de
sangre caliente (aves y mamíferos). Las tres rectas presentan la misma pendiente
(3/4) pero están a diferentes alturas: como cabría esperar, a igualdad de tamaño,
las criaturas de sangre caliente tienen una tasa metabólica más elevada que las de
sangre fría.
Durante años nadie logró dar con una explicación convincente de la ley de
Kleiber, hasta que el físico Geoffrey West y los biólogos James Brown y Brian
Enquist dieron a conocer los resultados de su brillante colaboración. Su
explicación de la exacta proporción de 3/4 es un alarde de magia matemática
difícil de traducir en palabras, pero tan ingenioso e importante que merece la
pena intentarlo.
La teoría de West, Enquist y Brown,
que en adelante llamaré WEB, parte del
hecho de que los tejidos de los organismos
de gran tamaño presentan un problema de
suministro. El aparato circulatorio de los
animales y el sistema vascular de las
plantas sirven precisamente para el
transporte de sustancias desde y hasta los
tejidos. Los organismos pequeños no tienen
Los tejidos tienen un problema de este problema en la misma medida. Un
abastecimiento. La compleja red de
abastecimiento de la coliflor.
organismo microscópico tiene una
superficie tan grande en comparación con
el volumen que obtiene todo el oxígeno que necesita a través de las paredes del
cuerpo. Aunque sea pluricelular, ninguna de sus células estará muy lejos de las
paredes externas del cuerpo. En cambio, un organismo grande tiene un problema
de transporte porque muchas de sus células, la mayoría, se encuentran lejos de
las fuentes del suministro que precisan. En consecuencia, tienen que transportar
el nutrimento de un sitio a otro. Los insectos canalizan aire hacia sus tejidos
mediante una estructura tubular llamada tráquea. Nosotros también tenemos
tubos profusamente ramificados para transportar aire, pero única y
exclusivamente en unos órganos especiales, los pulmones, que se valen de un
sistema de circulación sanguínea igual de ramificado para llevar oxígeno al resto
del cuerpo. Los peces hacen algo parecido con las branquias, unos órganos
respiratorios encargados de aumentar la interrelación entre agua y sangre. La
placenta desempeña una función análoga entre la sangre materna y la del feto.
Los árboles se sirven de sus intrincadas ramas para proveer a las hojas del agua
absorbida del suelo y canalizar los azúcares de las hojas hasta el tronco.
La coliflor de la ilustración, comprada en la tienda de la esquina y cortada
por la mitad, muestra cómo es un sistema típico de transporte de las sustancias
esenciales para la vida. Salta a la vista el esfuerzo que hace la coliflor para
garantizar una red de abastecimiento que llegue a todas las inflorescencias que
cubren la superficie.[4]
Se podría pensar, pues, que la red de abastecimiento —conductos para el
transporte de aire, sistemas de circulación de sangre o de soluciones sacarinas,
etc.— compensa con creces un aumento de las dimensiones corporales. Si así
fuese, una célula normal de una coliflor de tamaño medio estaría tan bien
abastecida como una célula normal de secuoya gigante y la tasa metabólica de
las dos células sería idéntica. Teniendo en cuenta que el número de células de un
organismo es proporcional a la masa del mismo, el diagrama de dispersión tasa
metabólica total/masa corporal proyectaría una recta con una pendiente de 1,
cuando sabemos que, en realidad, la pendiente es de 3/4. Comparados con los
organismos grandes, los organismos pequeños presentan una tasa metabólica
más elevada de la que «deberían» tener habida cuenta de su masa. Esto significa
que la tasa metabólica de una célula de coliflor es mayor que la de una célula
equivalente de secuoya, y la tasa metabólica de un topo, mayor que la de una
ballena.
A primera vista parece extraño. Una célula es una célula, y lo normal sería
que hubiese una tasa metabólica ideal, la misma para una coliflor y para una
secuoya, para un ratón y para una ballena. Quizás la haya. Pero la dificultad de
transportar agua, sangre, aire o cualquier otra sustancia necesaria parece poner
un límite a la consecución de ese ideal, y por fuerza se ha de llegar a un
compromiso. La teoría WEB explica con precisos detalles cuantitativos en qué
consiste ese compromiso y por qué termina produciendo una pendiente de 3/4.
La teoría consiste en dos puntos clave. El primero es que la estructura
arborescente de conductos que transportan las sustancias necesarias a un
volumen dado de células también ocupa de suyo cierto volumen, compitiendo
por espacio con las células que abastece. En los extremos de la red de
abastecimiento los conductos ya ocupan por derecho propio un espacio
considerable. Si se duplica el número de células que hay que aprovisionar, el
volumen de la red aumenta más del doble, porque hacen falta más conductos
para conectar la red al sistema principal, conductos que a su vez ocupan espacio.
Si lo que se pretende es duplicar el número de células aprovisionadas
limitándose a duplicar el espacio ocupado por los conductos, hará falta una red
con un entramado menos denso. El segundo punto clave es que, ya se trate de un
ratón o de una ballena, el sistema de transporte más eficaz, el que menos energía
consume para llevar las sustancias de un lugar a otro, es el que ocupa un
porcentaje fijo del volumen del organismo. Es lo que dicen las matemáticas, y
es, asimismo, un hecho observable empíricamente.[5] Por ejemplo, los
mamíferos, ya sean ratones, seres humanos o ballenas, tienen un volumen de
sangre (es decir, el tamaño del sistema de transporte) que ocupa entre el seis y el
siete por ciento del organismo.
Teniendo presentes estos dos puntos, si se quisiera duplicar el volumen de
células abastecidas pero conservando el sistema de transporte más eficaz, haría
falta recurrir a una red de abastecimiento menos densa; y una red menos densa
significa que se distribuyen menos sustancias por cada célula, o sea, que la tasa
metabólica desciende. Pero ¿cuánto disminuye?
Los autores de la teoría WEB calcularon la respuesta a esa pregunta. Resulta
que para el diagrama logarítmico de tasa metabólica/tamaño corporal, las
matemáticas predicen, ¡oh, maravilla de las maravillas!, una recta con una
pendiente de exactamente 3/4. Estudios más recientes han refinado la teoría
inicial, pero los aspectos esenciales siguen siendo los mismos. La ley de Kleiber,
tanto en plantas como en animales, como incluso al nivel del transporte en el
interior de una célula, ha encontrado por fin explicación gracias a la física y a la
geometría de las redes de abastecimiento.

EL CUENTO DE LA SECUOYA

La gente suele discutir cuál es el lugar que todo el mundo debería conocer antes
de morir. En mi opinión es Muir Woods, unos pocos kilómetros al norte del
Golden Gate. O, si se deja para demasiado tarde y no se llega a tiempo, no se me
ocurre mejor lugar para ser enterrado (aunque dudo de que esté permitido usarlo
como cementerio, lo cual me parece justo). Es una catedral de verdes, marrones
y silencio, cuya nave central está formada por los árboles más altos del mundo,
Sequoia sempervirens, las secuoyas del Pacífico, cuya corteza acolchada
amortigua los ecos que resonarían en una catedral construida por el hombre. La
especie relacionada, Sequoiadendron giganteum, que crece tierra adentro, en las
estribaciones de Sierra Nevada, es generalmente un poco más baja pero más
maciza. El ser vivo más grande del mundo, el árbol del general Sherman, es un
gigante de más de 30 metros de perímetro, 80 metros de altura y un peso
aproximado de 1260 toneladas. No sé sabe bien qué edad tiene pero sí que la
especie llega a vivir más de 3000 años. Si se talase, se podría calcular con total
exactitud cuántos años tiene: una ardua tarea, pues sólo la corteza ya tiene un
metro de anchura. Esperemos que no se haga nunca, aunque según la tristemente
célebre frase de Ronald Reagan, pronunciada cuando era gobernador de
California, «si has visto una, las has visto todas».
¿Cómo se hace para conocer con absoluta precisión la edad de un árbol de
gran tamaño, aunque sea tan viejo como la secuoya del general Sherman?
Contando los anillos del tocón. Una forma más refinada de contar los anillos ha
dado origen a la elegante técnica de la Dendrología, con la cual los arqueólogos
que trabajan con una escala temporal de siglos pueden calcular con exactitud
cualquier artefacto de madera.
Corresponde al narrador de este cuento explicarnos cómo, a lo largo de toda
nuestra peregrinación, hemos sido capaces de fechar especímenes históricos
sobre una escala temporal absoluta. Los anillos de los árboles son muy precisos,
pero sólo con respecto a las épocas históricas más recientes. Los fósiles se datan
mediante otros métodos, sobre todo el de desintegración radioactiva, del que
hablaremos, junto con otras técnicas, en el transcurso del cuento.
Los anillos anuales de los árboles se forman por la sencilla razón de que el
árbol crece más en unas estaciones que en otras. Pero, del mismo modo, los
árboles, tanto en verano como en invierno, crecen más en un año bueno que en
un año malo. Los años buenos son muy frecuentes, y los malos también, así que
un solo anillo no sirve para identificar un año concreto. Ahora bien, una
secuencia de años presenta una pauta característica de anillos anchos y estrechos,
que etiqueta a esta secuencia en diferentes árboles de una misma zona. Los
dendrocronólogos recopilan catálogos de estas pautas identificables. Así, un
pedazo de madera, quizá procedente de un barco vikingo sepultado en el barro,
puede datarse comparando su pauta de anillos con el archivo de pautas
previamente recabadas.
El mismo principio se usa en los diccionarios de melodías. Supongamos que
tenemos una canción en la cabeza pero no recordamos el título. ¿Cómo haríamos
para buscarlo? Se emplean varios métodos, el más sencillo de los cuales es el
código Parsons. Se transforma la melodía en una serie de notas cada una más
alta (A) o más baja (B) que la anterior (la primera nota no se incluye porque,
obviamente, no puede ser más alta o más baja que su precedente, pues no lo
tiene). He aquí, por ejemplo, la secuencia de notas de una célebre canción,
Londonderry Air, o «Aria del condado de Derry», que introduje en la casilla de
búsqueda de la página web Melodyhound:
AAABAABBBBBAAAAABBBAB

El buscador logró dar con la canción (aunque la llama Danny Boy, que es el
nombre con el que se la conoce en Estados Unidos a raíz de ciertas
modificaciones en la letra de la misma). A primera vista, puede sorprender que
sea posible identificar una melodía mediante una secuencia tan breve de
símbolos que únicamente indican la dirección del movimiento, no la distancia, y
que no revelan nada de la duración de las notas. Por el mismo motivo, una serie
consecutiva y bastante corta de anillos de árbol basta para identificar una
secuencia determinada de crecimiento anual.
En un árbol recién talado, el anillo externo indica el presente. El pasado se
calcula con toda exactitud contando hacia dentro. De este modo, se pueden datar
en términos absolutos las firmas dendrocronológicas de árboles recientes cuya
fecha de tala consta en el registro. Examinando las superposiciones (series de
anillos cercanos al núcleo de un árbol joven que coinciden con la serie de anillos
externos de un árbol más viejo) se puede datar en términos absolutos los anillos
del árbol más viejo. Encadenando las superposiciones de árboles cada vez más
antiguos, sería posible, en teoría, asignar fechas absolutas árboles antiquísimos,
incluso, por ejemplo, los del Bosque Petrificado de Arizona, sólo con que
hubiese una serie continua de estadios intermedios petrificados. Sólo con que
hubiese… Con esta técnica de datación cruzada se pueden recopilar y consultar
bibliotecas de huellas digitales para identificar trozos de madera más antiguos
que el árbol más viejo que jamás hayamos visto vivo. Dicho sea de paso, las
variaciones del espesor de los anillos de los árboles se usan no sólo para datar la
madera sino para reconstruir, año por año, el clima y las pautas ecológicas de
épocas muy anteriores a los primeros registros meteorológicos.
La Dendrocronología se limita a ámbitos temporales relativamente recientes
de la arqueología. Pero el crecimiento de los árboles no es el único proceso que
se acelera o se ralentiza dentro de un ciclo anual, o de otro ciclo regular o
incluso irregular. En teoría, se pueden llevar a cabo dataciones con cualquier
proceso de este tipo y el auxilio del mismo truco ingenioso de enlazar pautas
superpuestas. Algunas de estas técnicas funcionan en periodos más largos que el
de la propia dendrocronología. Los sedimentos se depositan en el fondo marino a
ritmo inconstante y en franjas que se pueden considerar equivalentes a los anillos
de los árboles. Es posible contar estas franjas y reconocer las correspondientes
firmas en las muestras extraídas por las sondas cilíndricas de profundidad.
Otro ejemplo que ya expusimos en el «Epílogo del Cuento del Ave Elefante»
es la datación paleomagnética. Como vimos en aquellas páginas, el campo
magnético de la Tierra se invierte de vez en cuando. Lo que era el norte
magnético se convierte de repente en el sur magnético; al cabo de unos miles de
años, la polaridad se invierte de nuevo. Esto ha sucedido 282 veces en los
últimos diez millones de años. Aunque haya dicho que se invierte «de repente»,
en realidad el proceso sólo es rápido en relación a los parámetros geológicos. Por
más divertida que pueda resultar la idea de que la inversión de los polos,
obligaría a invertir su rumbo a todos los barcos y aviones, no es así como
funciona la cosa. En rigor la inversión tarda unos cuantos miles de años y es
mucho más complicada de lo que el término da a entender. Sea como fuere, el
polo norte magnético rara vez coincide exactamente con el verdadero polo norte
geográfico (en torno al cual gira la Tierra). En el curso de los años se desplaza de
un lugar a otro de la región polar. Actualmente se encuentra próximo a la isla de
Bathurst, en el norte de Canadá, a unos 1600 kilómetros del polo norte real.
Durante la inversión tiene lugar un interregno de confusión magnética
caracterizado por considerables y complejas variaciones de la intensidad y
dirección del campo magnético y por la aparición temporal de más de un norte y
de un sur magnéticos. Finalmente, pasada la confusión, vuelve la estabilidad y
puede resultar que lo que era el polo norte magnético se encuentre cerca del polo
sur geográfico, y viceversa. Durante un millón de años habrá estabilidad y
desplazamientos normales, hasta la siguiente inversión.
En términos geológicos, mil años son como una tarde. El tiempo empleado
en la inversión es insignificante comparado con el tiempo pasado en las
inmediaciones del polo norte o polo sur verdaderos. Como hemos visto
previamente, la naturaleza conserva un registro automático de tales
acontecimientos. En la roca volcánica fundida ciertos minerales se comportan
como pequeñas agujas de brújula. Cuando la roca fundida se solidifica, las
«agujas» minerales se convierten en un registro congelado del campo magnético
terrestre en el momento de la solidificación (mediante un proceso bastante
diferente, el paleomagnetismo también se aprecia en la roca sedimentaria).
Después de una inversión magnética, las diminutas agujas de las rocas apuntan
en la dirección opuesta a aquélla en la que apuntaban antes de la inversión. Es un
fenómeno parecido al de los anillos de los árboles, sólo que las franjas no están
separadas por un año sino por un millón de años o más. Asimismo, la pauta de
las franjas se coteja con otras pautas y se enlazan las sucesivas inversiones
magnéticas hasta conformar una cronología continua. No se pueden calcular las
fechas absolutas contando las franjas porque, a diferencia de los anillos de los
árboles, las franjas representan duraciones desiguales. Pero pueden observarse
las mismas pautas de franjas características en lugares diferentes, lo que significa
que, si para alguno de dichos lugares se dispone de algún otro método de
datación absoluta (véanse las páginas siguientes), podrán usarse las pautas de las
franjas magnéticas, como el código Parsons de la melodía, para reconocer la
misma zona temporal en otros lugares. Como ocurre con los anillos de los
árboles y otros métodos de datación, el cuadro completo se elabora a partir de
fragmentos recogidos en lugares diferentes.
Los anillos de los árboles sirven para fechar con precisión restos recientes.
Para épocas más antiguas se emplea, con una precisión inevitablemente menor,
la física de la desintegración radioactiva. Para explicarla, comenzaremos
haciendo un inciso.
Toda la materia se compone de átomos. Hay más de 100 tipos de átomos
correspondientes a otros tantos elementos, tales como el hierro, el oxígeno, el
calcio, el cloro, el carbono, el sodio y el hidrógeno. La materia en general no
está compuesta de elementos puros, sino de compuestos, es decir, de dos o más
átomos de varios elementos enlazados, como el carbonato cálcico, el cloruro
sódico, el monóxido de carbono. El enlace de los átomos en los compuestos
viene dado por los electrones, partículas infinitesimales que orbitan (una
metáfora útil para comprender su comportamiento, que en realidad mucho más
extraño) en torno al núcleo central de cada átomo. El núcleo es enorme
comparado con un electrón, pero minúsculo comparado con la órbita de éste.
Nuestra mano, compuesta en su mayor parte de espacio vacío, encuentra una
fuerte resistencia cuando golpea un trozo de hierro (que a su vez también está
compuesto de espacio vacío) porque las fuerzas asociadas con los átomos en los
dos sólidos interactúan de tal forma que impiden que unos pasen a través de los
otros. Dicho de otro modo, el hierro y la piedra nos parecen sólidos porque
nuestro cerebro nos hace el valioso servicio de construirnos una ilusión de
solidez.
Se sabe desde hace mucho que es posible dividir un compuesto en sus partes
constituyentes y recombinarlas para producir el mismo compuesto o uno
diferente, con emisión y consumo de energía. De estas interacciones constantes
entre átomos se ocupa la química. Sin embargo, hasta el siglo XX, el átomo
propiamente dicho se consideraba inviolable, la partícula más pequeña de
cualquier elemento. Un átomo de oro era una motita diminuta de oro,
cualitativamente distinto de un átomo de cobre, una motita diminuta de cobre. La
concepción moderna es más elegante. Los átomos de oro, de cobre, de
hidrógeno, etc. no son más que diferentes disposiciones de las mismas partículas
fundamentales, igual que los genes de caballo, de lechuga, de ser humano y de
bacteria no tienen un sabor característico a caballo, lechuga, ser humano o
bacteria, sino que simplemente son diferentes combinaciones de las cuatro letras
del ADN. De la misma manera que, como se sabe desde hace tiempo, los
compuestos químicos están constituidos por dos o más elementos de un
repertorio finito de un centenar de átomos, dispuestos de una manera
determinada, así también se sabe que todo núcleo atómico se compone de dos
partículas fundamentales, los protones y los neutrones, dispuestas de una manera
determinada. Un núcleo de oro no está «hecho de oro»; al igual que todos los
demás núcleos, está hecho de protones y neutrones. Un núcleo de hierro difiere
de un núcleo de oro no porque esté compuesto de una sustancia cualitativamente
diferente llamada hierro, sino porque contiene 26 protones (y 30 neutrones), en
lugar de los 79 protones (y 118 neutrones) del oro. A nivel del átomo individual,
no existe una sustancia que tenga la propiedad del oro y del hierro: sólo existen
diversas combinaciones de protones, neutrones y electrones. Y los físicos nos
enseñan que los mismos protones y neutrones están compuestos de otras
partículas aún más fundamentales, como los quarks; pero no vamos a
profundizar tanto.
Los protones y los neutrones son casi del mismo tamaño y mucho más
grandes que los electrones. A diferencia del neutrón, que es eléctricamente
neutro, el protón tiene una pequeña carga eléctrica (definida de manera arbitraria
como positiva) que compensa exactamente la carga negativa del electrón que
orbita en torno al núcleo. El protón se transforma en neutrón si absorbe un
electrón, cuya carga negativa neutraliza la carga positiva del protón. Y viceversa:
si el neutrón expulsa una carga negativa, o sea, un electrón, se transforma en
protón. Son ejemplos de reacciones nucleares, en contraposición a las reacciones
químicas. En las reacciones químicas el núcleo permanece intacto; las reacciones
nucleares, en cambio, lo modifican. En las reacciones nucleares se producen
intercambios de energía mucho mayores que en las químicas, por eso, a igualdad
de tonelaje, las bombas nucleares son mucho más devastadoras que las bombas
convencionales (fabricadas con explosivos químicos). Los alquimistas
fracasaron en su empeño por transmutar un elemento metálico en otro
simplemente porque trataban de hacerlo por medios químicos en lugar de
nucleares.
Todo elemento posee un número característico de protones en su núcleo
atómico, y el mismo número de electrones orbitando alrededor del núcleo: uno el
hidrógeno, dos el helio, seis el carbono, 11 el sodio, 26 el hierro, 82 el plomo, 92
el uranio. Es este número, el llamado número atómico, el que (actuando por
mediación de los electrones) determina en gran medida el comportamiento
químico de un elemento. Los neutrones tienen un escaso efecto en las
propiedades químicas de un elemento, pero influyen en su masa y en sus
reacciones nucleares.
En general, el núcleo tiene el mismo número de neutrones que de protones, o
poco más. A diferencia del número total de protones, que es fijo para todo
elemento dado, el número de neutrones varía. El carbono normal tiene seis
protones y seis neutrones, lo que da un número de masa 12 (la masa de los
electrones es insignificante y los neutrones pesan aproximadamente lo mismo
que los protones), por lo que recibe el nombre de carbono 12. El carbono 13
tiene un neutrón de más y el carbono 14 dos neutrones de más, pero uno y otro
tienen, como el carbono 12, seis protones. Estas versiones diferentes de un
mismo elemento se llaman isótopos. La razón de que los tres tengan el mismo
nombre, carbono, es que tienen el mismo número atómico y, en consecuencia,
las mismas propiedades químicas. Si las reacciones nucleares se hubiesen
descubierto antes que las reacciones químicas, puede que los isótopos hubiesen
recibido nombres diferentes. En algunos casos los isótopos son lo bastante
diferentes como para merecer nombres distintos. El hidrógeno normal no tiene
neutrones. El hidrógeno 2 (un protón y un neutrón) se llama deuterio; el
hidrógeno 3 (un protón y dos neutrones) se llama tritio. Desde el punto de vista
químico, todos se comportan como el hidrógeno. Por ejemplo, el deuterio se
combina con el oxígeno para producir una forma de agua llamada agua pesada,
famosa por su empleo en la fabricación de bombas de hidrógeno.
Los isótopos, pues, sólo se diferencian en el número de neutrones. Algunos
isótopos de un elemento tienen un núcleo inestable, es decir, un núcleo que en un
momento imprevisible, aunque con probabilidad previsible, puede transformarse
en un núcleo diferente. Otros isótopos son estables: su probabilidad de cambiar
es igual a cero. Otra palabra que significa lo mismo que inestable es radioactivo.
El plomo tiene cuatro isótopos estables y 25 isótopos inestables conocidos.
Todos los isótopos del uranio, un metal muy pesado, son inestables, o sea
radioactivos. La radioactividad es la clave de la datación en términos absolutos
de las rocas y sus fósiles: de ahí la necesidad de este largo paréntesis para
explicarla.
¿Qué ocurre realmente cuando un elemento inestable, o sea, radioactivo, se
transforma en otro elemento? Hay varias formas en las que esto puede suceder,
pero las dos más conocidas son la desintegración alfa y la desintegración beta.
En la desintegración alfa el núcleo padre pierde una partícula alfa, que es una
partícula compuesta de dos protones y dos neutrones adheridos. En
consecuencia, el número de masa disminuye en cuatro unidades, mientras que el
número atómico se reduce sólo en dos unidades (correspondientes a los dos
protones perdidos). Por tanto, desde el punto de vista químico, el elemento se
transforma en cualquier elemento que tenga dos protones menos. El uranio 238
(con 92 protones y 146 neutrones) se transforma en torio 234 (con 90 protones y
144 neutrones).
La desintegración beta es diferente. Un neutrón del núcleo padre se
transforma en un protón y lo hace emitiendo una partícula beta, que es una
simple carga negativa, es decir, un electrón. El número de masa del núcleo sigue
siendo el mismo porque el número total de protones más neutrones permanece
invariable, y los electrones son demasiado pequeños para ser relevantes, pero el
número atómico aumenta en uno, porque hay un protón de más. El sodio 24 se
transforma, por desintegración beta, en magnesio 24: el número de masa sigue
siendo el mismo, pero el número atómico ha aumentado, pasando de 11,
exclusivo del sodio, a 12, exclusivo del magnesio.
Un tercer tipo de transformación es la «sustitución neutrón-protón». Un
neutrón suelto impacta contra un núcleo y expulsa un protón del núcleo, pasando
a ocupar su lugar. En este caso, como en el de la desintegración beta, el número
de masa no varía, pero el número atómico disminuye en uno a causa de la
pérdida de un protón. Recordemos que el número atómico no es más que el
número de protones presentes en el núcleo. Una cuarta transformación de un
elemento en otro, que tiene el mismo efecto sobre el número atómico que sobre
el número de masa, es la «captura de electrones», una especie de inversión de la
desintegración beta. Mientras que en la desintegración beta un neutrón se
convierte en un protón y expulsa un electrón, la captura de electrones transforma
un protón en un neutrón neutralizando su carga. En consecuencia, el número
atómico se reduce en uno mientras que el número de masa permanece invariable.
El potasio 40 (número atómico 19) se desintegra y se transforma en argón 40
(número atómico 18). Y existen varias otras formas de transformarse
radioactivamente un núcleo en otro núcleo.
Uno de los principios cardinales de la mecánica cuántica es que es imposible
prever exactamente cuándo se desintegrará un núcleo concreto de un elemento
inestable. Pero se puede calcular la probabilidad estadística de que se desintegre.
Esta probabilidad mensurable resulta ser característica única y exclusiva de un
isótopo dado. La medida que se suele usar normalmente es el periodo de
semidesintegración. Para calcular el periodo de semidesintegración de un isótopo
radioactivo se toma una cierta cantidad de isótopo y se calcula cuánto tarda la
mitad de esa masa en desintegrarse y dar lugar a cualquier otra cosa. El periodo
de semidesintegración del estroncio 90 es de 28 años. Si se tienen 100 gramos de
estroncio 90, al cabo de 28 años se tendrán 50 gramos: el resto se habrá
transformado en itrio 90 (que su vez se transforma en zirconio 90). ¿Significa
esto que al cabo de otros 28 años no quedará nada de estroncio? Rotundamente
no: quedarán 25 gramos. Pasados otros 28 años la cantidad de estroncio de
nuevo se habrá reducido a la mitad, quedando en doce gramos y medio. En
teoría, jamás se reduce a cero, sino que tan sólo se aproxima a cero mediante una
sucesión de divisiones por la mitad. Por eso estamos obligados a hablar de la
semivida en lugar de la vida de un isótopo radioactivo.
La semivida del carbono 15 es 2,4 segundos, al cabo de los cuales queda la
mitad de la muestra original; al cabo de otros 2,4 segundos sólo queda un cuarto
de la muestra original; al cabo de otros 2,4 segundos, un octavo, y así
sucesivamente. La semivida del uranio 238 es de casi 4500 millones de años,
aproximadamente la edad del sistema solar. Así pues, de todo el uranio 238 que
existía sobre la Tierra cuando ésta se formó, hoy queda aproximadamente la
mitad. El hecho de que la semivida de diversos elementos abarque un espectro
temporal tan amplio, desde fracciones de segundo a miles de millones de años,
es una característica maravillosa y sumamente útil de la radioactividad.
Estamos llegando al meollo de toda esta digresión. El hecho de que cada
isótopo radioactivo tenga su particular periodo de semidesintegración permite
datar las rocas. Las volcánicas suelen contener isótopos radioactivos, como el
potasio 40, que al desintegrarse se transforma en argón 40, con un periodo de
semidesintegración de 1300 millones de años: he aquí, en potencia, un reloj
preciso. Pero de nada sirve medir la cantidad de potasio 40 de una roca, porque
no se sabe cuánto había inicialmente. Hace falta medir la proporción entre el
potasio 40 y el argón 40. Por suerte, cuando el potasio 40 de un cristal de roca se
desintegra, el argón 40 (un gas) queda atrapado en el cristal. Si hay cantidades
iguales de potasio 40 y de argón 40 en la sustancia del cristal, se entiende que se
ha desintegrado la mitad del potasio 40 original, luego habrán transcurrido mil
trescientos millones de años desde que se formara el cristal. Si hay el doble de
argón 40 que de potasio 40, habrán transcurrido 2600 millones de años desde
que se formara el cristal. Si hay el doble de potasio 40 que de argón 40, el cristal
tendrá solamente 650 millones de antigüedad.
El momento de cristalización, que en el caso de las rocas volcánicas es el
momento en que la lava fundida se solidificó, es el momento en que el reloj se
puso a cero. A partir de ahí, el isótopo padre se desintegra constantemente, y el
isótopo hijo se queda atrapado en el cristal. Lo único que hay que hacer es
determinar la proporción entre ambas cantidades y mirar cuál es el periodo de
semidesintegración del isótopo padre en un libro de física para calcular la edad
del cristal. Dado que, como ya dije anteriormente, los fósiles suelen encontrarse
en rocas sedimentarias mientras que los cristales datables se hallan por lo general
en rocas volcánicas, los fósiles se datan de manera indirecta analizando las rocas
volcánicas que rodean sus estratos.
Una complicación habitual es que el primer producto de la desintegración
suele ser a su vez otro isótopo inestable. El argón 40, el primer producto de la
desintegración del potasio, es estable. Pero el uranio 238, cuando se desintegra,
pasa por una cadena de nada más y nada menos que 14 estadios intermedios
inestables, entre ellos nueve desintegraciones alfa y siete desintegraciones beta,
antes de transformarse finalmente en plomo 206, un isótopo estable. La semivida
más larga de la cadena, cuatro mil millones de años, pertenece al primer eslabón,
el que va del uranio 238 al torio 234; un eslabón intermedio, el que va del
bismuto 214 al talio 210, presenta un periodo de semidesintegración de apenas
20 minutos, que no es ni siquiera el más rápido (esto es, el más probable). Dado
que los siguientes periodos de semidesintegración son insignificantes respecto
del primero, para calcular la edad de una roca concreta se compara la proporción
observada entre el uranio 238 y el finalmente estable plomo 206 con el periodo
de semidesintegración de 4500 millones de años.
El método uranio-plomo y el potasio-argón, con sus semividas medidas en
miles de millones de años, se usan para datar fósiles muy antiguos, pero son
demasiado toscos para datar rocas más jóvenes, para las cuales hacen falta
isótopos con semividas más breves. Por suerte, hay disponible una serie de
relojes con una amplia gama de semividas isotópicas, entre las cuales se escoge
la que ofrezca la mejor resolución para las rocas con las que se esté trabajando.
Y lo que es mejor, pueden compararse diversos relojes como método de control
cruzado.
El reloj radioactivo más rápido de los usados habitualmente es el carbono 14,
lo que nos lleva de vuelta a la secuoya con la que comenzamos este cuento, ya
que la madera es uno de los principales materiales para cuya datación los
arqueólogos emplean el citado isótopo. El carbono 14 se desintegra en nitrógeno
14 con un periodo de semidesintegración de 5730 millones de años. El reloj del
carbono 14 es peculiar por cuanto se usa para datar los propios tejidos muertos
en lugar de las rocas volcánicas que los contienen. Dado que la datación con
carbono 14 es tan importante para la historia relativamente reciente, una historia
mucho más reciente que la mayoría de los fósiles y que abarca el periodo de
tiempo del que generalmente se ocupa la arqueología, conviene que le
dispensemos un tratamiento especial.
La mayor parte del carbono del planeta está compuesta por el isótopo estable
carbono 12. Apenas una millonésima parte de la millonésima parte del carbono
global está compuesta por carbono 14. Con una semivida de unos pocos miles de
años, hace mucho tiempo que todo el carbono 14 de la Tierra se habría
desintegrado en nitrógeno 14 si no se renovase. Por suerte, algunos átomos de
nitrógeno 14, el gas que más abunda en la atmósfera, se transforman
continuamente en carbono 14 merced al bombardeo de rayos cósmicos. El ritmo
de creación del carbono 14 se mantiene aproximadamente constante. La mayor
parte del carbono de la atmósfera, ya sea carbono 14 o el más común carbono
12, se combina con oxígeno para formar anhídrido carbónico. Las plantas
absorben este gas, cuyos átomos de carbono sirven para fabricar los tejidos
vegetales, sin hacer distinciones entre carbono 12 y carbono 14 (lo único que les
interesa es la química, no las propiedades nucleares de los átomos). Las dos
variantes de anhídrido carbónico son absorbidas en cantidad proporcional a su
disponibilidad. Las plantas son alimento de los animales, que a su vez son
alimento de otros animales, de modo que el carbono 14, durante un espacio de
tiempo breve comparado con su semivida, se difunde por la cadena alimentaria
en una proporción conocida en relación al carbono 12. Los dos isótopos
coexisten en todos los tejidos vivos aproximadamente en la misma proporción
que guardan en la atmósfera: un millonésimo de millonésimo. Es verdad que de
vez en cuando se desintegran en átomos de nitrógeno 14, pero esta tasa constante
de desintegración se ve compensada por el intercambio continuo, a través de los
eslabones de la cadena alimentaria, con el anhídrido carbónico que no cesa de
renovarse en la atmósfera.
Todo esto cambia en el momento de la muerte. Un depredador muerto es
arrancado de la cadena alimentaria. Una planta muerta deja de absorber nuevas
reservas de anhídrido carbónico de la atmósfera. Un herbívoro muerto no come
más vegetales frescos. El carbono 14 presente en un animal o en una planta
muerta sigue desintegrándose en nitrógeno 14, pero no se repone con nuevas
reservas procedentes de la atmósfera, de manera que en los tejidos muertos la
proporción entre el carbono 14 y el carbono 12 empieza a descender, con un
periodo de semidesintegración de 5730 años. En resumidas cuentas, podremos
averiguar cuando murió una planta o un animal midiendo la proporción entre el
carbono 14 y el carbono 12. Fue así como se demostró que la Sábana Santa de
Turín no pudo haber pertenecido a Jesucristo puesto que data de la Edad Media.
La datación con carbono 14 es un magnífico instrumento para fechar reliquias
relativamente recientes, pero no sirve para las épocas más antiguas toda vez que
casi todo el carbono 14 se ha desintegrado en carbono 12 y los residuos son
demasiado exiguos para permitir una medición precisa.
Existen otros métodos de datación absoluta y constantemente se inventan
otros nuevos. Lo bueno de contar con tantos instrumentos es que se cubre un
amplísimo espectro de escalas temporales y también que se pueden usar para
efectuar controles cruzados. Es sumamente difícil refutar fechas corroboradas
según diversos métodos de investigación.
Encuentro 37
Inciertos

Es el microbio un ser tan diminuto


que nadie alcanza a verlo en absoluto,
mas mucho optimista espera de propio
Llegar a verlo con el microscopio.
Verle la lengua, toda articulada,
tras cien hileras de dientes guardada,
las siete colas con siete coletas
llenas de pintas rosas y violetas,
cada una de ellas tan sobresaliente
con sus cuarenta franjas relucientes.
Ni de eso ni de sus verdes ojazos
nadie vio jamás ni un solo pedazo,
mas los científicos, reyes del saber,
juran y perjuran que así ha de ser…
¡Oh, que nadie nunca a dudar se atreva
de cosas de las que no existe prueba!

HILAIRE BELLOC (1870-1953)


More Beasts for Worse Children (1897)

Hillaire Belloc era un ingenioso poeta, pero se pasaba de receloso. Convendría


no compartir el prejuicio anticientífico que subyace en el poema del
encabezamiento. Hay muchas cosas en el terreno científico de las que no
estamos seguros, pero la ciencia posee una ventaja con respecto a otras visiones
del mundo, y es que es consciente de sus propias dudas y con frecuencia puede
calcular su entidad para tratar animosamente de disiparlas.
Incorporación del resto de eucariotas. La filogenésis en los niveles más altos de las restantes 50.000
especies conocidas de eucariotas todavía no está resuelta (véase texto). Las líneas difuminadas indican el
alto grado de incertidumbre actual. La rama de los Cromoalveolados suele subdividirse en Cromistas
(Heterocontes) y Alveolados.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Giardia lamblia; Euglena acus; foraminíferas (especie


Globigerina); laminaria (Ecklonia radiata).

En el Encuentro 37 entramos en el mundo de los microbios y también en el reino


de lo incierto: no tanto en lo tocante a los propios microbios, como al orden en el
que deberíamos recibirlos. En un primer momento pensé en arriesgar una
hipótesis y atenerme a ella, pero esto habría sido cometer una injusticia con los
demás encuentros, de los cuales estamos más seguros. Si la publicación de este
libro se postergase un año o dos, habría buenas posibilidades de encontrar una
solución, pero por ahora vamos a considerar los versos de Belloc como una
advertencia a los científicos. Sabemos con quién nos vamos a reunir en los
próximos encuentros, pero no sabemos en qué orden nos reuniremos con ellos, ni
cuántos puntos de encuentro distintos representan.
Esta incertidumbre afecta a todos los eucariotas que aún deben incorporarse
a la peregrinación. Este término esencial, eucariota, lo explicaremos en el Gran
Encuentro Histórico; por ahora, bastará saber que uno de los acontecimientos
más importantes de la historia de la vida ha sido la formación de la célula
eucariota. Las células eucariotas son células grandes y complejas, dotadas de
mitocondrias y núcleos encerrados en membranas, de las cuales se componen
todos los animales, plantas y, de hecho, todos los peregrinos que se nos han
unido hasta ahora; en otras palabras, todos los seres vivos menos las bacterias
verdaderas y las Arqueas, antiguamente llamadas arqueobacterias. A estos
procariotas (las bacterias verdaderas y las Arqueas) los recibiremos en los dos
últimos encuentros, cuyo orden nos ofrece menos dudas. Asignaré
arbitrariamente a estos dos encuentros los números 38 y 39, lo que significa que
el resto de eucariotas se nos unirán todos juntos en el Encuentro 37, tal y como
postula una de las teorías actuales sobre el tema. Pero téngase presente que nos
movemos en un terreno muy incierto: el encuentro final con las bacterias
verdaderas podría ser cualquier número entre 39 y 42.
El problema, en parte, se debe a la dirección. Ya analizamos el tema de los
árboles dirigidos y no dirigidos en «El Cuento del Gibón». Un diagrama como el
de la ilustración es compatible con muchos árboles evolutivos distintos, es decir,
con muchas formas distintas de organizar los encuentros.
Antes de introducir el argumento principal, le pediría al lector que se fijase,
con la debida humildad, en la breve línea denominada animales. Si no consigue
encontrarla, busque, abajo a la izquierda, la rama de los Opistocontes, donde
podrá ver que figuramos como grupo hermano de los coanoflagelados. A esa
pequeña línea pertenecemos el lector, yo, y todo el contingente de peregrinos que
se nos unió hasta el Encuentro 31 (inclusive).
Sin lugar a dudas, son muchos los puntos en los que podríamos colocar la
raíz del árbol. El hecho de que las dos hipótesis que gozan de mayor
predicamento (representadas por las flechas punteadas) se encuentren en
extremos tan alejados me desanimó. Pero eso no es lo peor. La posición de la
raíz no es más que el primero de nuestros problemas. El segundo problema es
que cinco de las líneas convergen en un punto central. Esto no significa que esos
cinco grupos surgiesen de un único antepasado en el mismo momento y sean
todos parientes cercanos unos de otros. Lo único que aporta es otra
incertidumbre más. No sabemos cuáles de los cinco son parientes más cercanos,
de manera que, para no arriesganos a cometer un error y que un futuro Belloc
nos ponga, con razón, en evidencia, los dibujamos a todos como si irradiasen de
un único punto. El punto en el que las cinco líneas se encuentran debería
resolverse finalmente en una serie de líneas de bifurcación, cada una de las
cuales sería, en potencia, un lugar donde colocar la raíz.
Nótese, con la debida humildad, cuál es nuestra posición. Filograma no dirigido o diagrama de estrella
de todos los seres vivos basado en la interpretación más aceptada de los estudios moleculares y de otra
índole disponibles actualmente. Adaptado del de Baldauf [13].

Ahora ya estará claro porque me he abstenido de especificar los detalles relativos


a los próximos encuentros. De hecho, si se observa el diagrama, se verá que
incluso he sido un poco arriesgado al afirmar que el «Encuentro 36» era el punto
en el que se nos unían las plantas. La línea de las plantas es una de las cinco que
surgen del centro de la estrella. Dado que las decisiones siguen siendo tan
arbitrarias, decidí tratar a las plantas como si tuviesen un encuentro separado con
nosotros, pero sólo porque representan un grupo de organismos tan grande e
importante que merecían ser tratadas como un grupo separado de peregrinos. Y
lo que hice fue trazar una línea desde el centro del diagrama. Podríamos tomar
decisiones igual de arbitrarias para resolver la tricotomía restante, pero a tanto ya
no me atrevo. Lo voy a dejar todo enterrado en la incertidumbre del Encuentro
37, la cita a ciegas.
En lugar de decir en qué orden se unen a nosotros, me limitaré a enumerar
los grupos restantes de eucariotas y ofrecer una breve descripción. Los Rizarios
comprenden varios grupos de eucariotas unicelulares, algunos verdes y
fotosintéticos, otros no. Entre ellos figuran los foraminíferos y los radiolarios,
todos ellos muy hermosos y espléndidamente retratados por Ernst Haeckel, el
ilustre zoólogo alemán que no para de asomarse a las páginas de este libro. Los
alveolados comprenden otras bellísimas criaturas, como los ciliados y los
dinoflagelados. Un ejemplo de ciliado, o, al menos eso parece, es Mixotricha
paradoxa, cuyo cuento vamos a oír en seguida. El «eso parece» y el paradoxa
constituyen la sustancia del cuento, que no voy a destripar aquí.
Los heterocontes son otro grupo mixto que comprende otras bellas criaturas
unicelulares como las diatomeas, de las que Haeckel también hizo algunos
dibujos admirables. Este grupo, sin embargo, también ha descubierto de forma
independiente la pluricelularidad, tal y como demuestran las algas pardas. Las
algas pardas son las más grandes de todas las algas marinas, con ejemplares que
llegan a alcanzar cientos de metros de longitud. Comprenden las algas del
género Fucus, cuyas diversas especies se separan en estratos sobre la playa, pues
cada una está adaptada a una zona concreta del ciclo de la marea. Fucus tal vez
sea el género en el que está inspirado el caballito de mar folíaceo (véase su
cuento).
Los discicristados comprenden flagelados fotosintéticos como Euglena
viridis, flagelados parasíticos, como Trypanosoma, que provoca encefalitis
letárgica, y los acrásidos, mohos mucilaginosos que no guardan un parentesco
cercano con los dictiostélidos que hemos conocido en el «Encuentro 35». Como
suele ocurrir en esta larga peregrinación, nos maravillamos de cómo la vida
reinventa formas corporales semejantes para estilos de vida semejantes. Los
mohos mucilaginosos aparecen en dos o hasta tres grupos distintos de
peregrinos, y lo propio ocurre con los flagelados y las amebas. Probablemente
debamos considerar la ameba un estilo de vida como el árbol. Los árboles, esto
es, plantas muy grandes con tallo duro y leñoso, existen en diversas familias
vegetales. Se diría que con las amebas y los flagelados ocurre lo mismo. El caso
de la pluricelularidad no deja lugar a dudas: se ha manifestado en animales,
hongos, plantas, algas pardas y varios otros seres vivos, como los hongos
mucilaginosos.
El último gran grupo de nuestro diagrama de estrella imposible de resolver es
el de los llamados excavados, organismos unicelulares que, en su día, se habrían
llamado flagelados, y a los que se habría agrupado con Trypanosoma, el parásito
causante de la encefalitis letárgica, pero que hoy integran una categoría distinta.
Comprenden el desagradable parásito Giardia, el molesto parásito vaginal
Trichomonas, y diversas criaturas unicelulares de fascinante complejidad que
sólo se encuentran en el intestino de las termitas. Y esto da pie al siguiente
relato.

EL CUENTO DE MIXOTRICHA

Mixotricha paradoxa significa «insólita combinación de pelos» y en un instante


entenderemos el porqué de semejante nombre. Se trata de un microorganismo
que vive en el intestino de una termita australiana, la termita de Darwin,
Mastotermes darwinensis. Un detalle simpático, aunque tal vez no para los
habitantes humanos del lugar, es que uno de los principales lugares donde la
especie abunda es la ciudad de Darwin, en el norte de Australia.
Las termitas están a caballo de los trópicos como el Coloso de Rodas estaba
a caballo del puerto homónimo. En las sabanas y en las selvas tropicales,
alcanzan densidades de 10.000 individuos por metro cuadrado y se calcula que
consumen un tercio de la producción total de madera, hojas y hierbas muertas.
Su biomasa por área unitaria es el doble que la de las manadas migratorias de
ñúes del Serengeti y del Masai Mara, pero se extiende por todos los trópicos.
La explicación del éxito alarmante de las termitas es doble. En primer lugar,
se alimentan de madera, esto es de celulosa, lignina y otros materiales que los
intestinos animales normalmente no pueden digerir (volveré a esto más
adelante). En segundo lugar, son insectos sociales y obtienen grandes ventajas de
la división del trabajo entre especialistas. Un termitero parece un organismo
grande y voraz por muchos motivos: posee su propia anatomía, su propia
fisiología y sus propios órganos hechos de barro, entre ellos un ingenioso
sistema de ventilación y refrigeración. Permanece fijo en un mismo lugar, pero
tiene una miríada de bocas y de patas, las cuales tienen a su disposición un área
de aprovisionamiento del tamaño de un campo de fútbol.
Las legendarias proezas cooperativas de las termitas sólo son posibles, en un
mundo darviniano, porque la mayor parte de los individuos es estéril, pero,
estrechamente emparentada con una minoría fertilísima. Las obreras estériles
actúan como madres con sus hermanas pequeñas, dejando a la reina libre para
que pueda convertirse en una fábrica (especializada y sumamente eficaz) de
huevos. Los genes del comportamiento obrero se transmiten a las generaciones
siguientes a través de las pocas hermanas y hermanos de las obreras destinados a
reproducirse (ayudados por la mayoría destinada ser estéril). El sistema
únicamente funciona gracias a que no son los genes los que deciden si una
termitajoven será una obrera o una reproductora. Todas las termitas jóvenes
tienen una papeleta genética con la que participan en el sorteo ambiental que
decide si serán obreras o reproductoras. Si existiesen genes de la esterilidad
incondicionada, naturalmente no podrían transmitirse. En cambio, lo que existen
son genes que se activan de manera condicionada. Cuando tales genes se
encuentran en el interior de reinas o reyes, se transmiten porque sus copias
idénticas inducen a los obreros a trabajar por la causa colectiva y olvidarse de la
reproducción.
A menudo, se establecen analogías entre las colonias de insectos y el cuerpo
humano, y en el fondo son bastante acertadas. La mayor parte de nuestras células
reprimen su individualidad para ayudar a reproducirse a la minoría capaz de
hacerlo, esto es, a las células de la línea germinal, cuyos genes están destinados
a viajar, a través de los óvulos y de los espermatozoides, hacia el futuro lejano.
Pero el parentesco genético no es el único motivo por el que la individualidad se
reprime y encauza hacia una división infructosa del trabajo. Cualquier asistencia
mutua en la que una de las partes corrige una deficiencia de la otra se ve
favorecida por la selección natural en ambas. Para mostrar un ejemplo extremo,
vamos a introducirnos en el intestino de una termita, ese quimiostato hirviente y,
supongo, fétido, que es el mundo de Mixotricha.
Las termitas, como hemos visto, tienen una ventaja con respecto a las abejas,
las avispas y las hormigas: una capacidad digestiva prodigiosa. Prácticamente no
hay nada que no puedan comer, desde casas hasta bolas de billar pasando por
incunables de incalculable valor. La madera, en potencia, es una rica fuente de
alimento, pero es inaccesible a casi todos los animales porque la celulosa y la
lignina son imposibles de digerir. Las termitas y ciertas cucarachas representan
una notable excepción. De hecho, las termitas están emparentadas con los
escarabajos, y Mastotermes darwinensis, como otras termitas consideradas
inferiores, es una especie de fósil viviente. Se la puede considerar a medio
camino entre los escarabajos y las termitas más avanzadas.
Para digerir celulosa hace falta unas enzimas llamadas celulasas. Los
animales, en general, no las producen, pero algunos microorganismos sí. Como
explicaremos en «El Cuento del Taq», desde el punto de visto bioquímico las
bacterias y las Arqueas son más versátiles que todos los demás reinos biológicos
juntos. Los animales y las plantas sólo disponen de una pequeña porción del
arsenal de trucos bioquímicos del que disponen las bacterias. Para digerir la
celulosa, todos los mamíferos herbívoros dependen de los microbios presentes
en sus intestinos. A lo largo del tiempo evolutivo han creado una sociedad con
aquéllos: utilizan sus productos de desecho, como el ácido acético, mientras los
microbios, por su parte, encuentran un refugio seguro en sus intestinos, donde
hallan abundantes materias primas para su propia actividad bioquímica,
preelaboradas y servidas en pequeños fragmentos manejables. Todos los
mamíferos herbívoros tienen bacterias en el intestino, donde llega la comida
después de haber sido atacada por sus jugos gástricos. Los perezosos, los
canguros, los colobos y, sobre todo, los rumiantes han desarrollado de manera
independiente el truco de albergar bacterias también en la parte superior del
intestino, donde tiene lugar la predigestión.
A diferencia de los mamíferos, las termitas son capaces de producir sus
propias celulasas, al menos en el caso de las termitas consideradas avanzadas,
pero hasta un tercio del peso neto de las más primitivas (las más parecidas a
cucarachas), como Mastotermes darwinensis, consiste en una rica fauna de
microbios intestinales: protozoos eucariotas y bacterias. Las termitas encuentran
la madera y la mastican hasta reducirla a pedacitos manejables. Los microbios
viven de esos pedacitos y los digieren gracias a enzimas que no figuran en el
arsenal de las termitas. Como ocurre con los bovinos, las termitas viven de los
productos de desecho de los microbios. En cierto sentido, podría decirse que
Mastotermes darwinensis y las demás termitas primitivas cultivan
microorganismos en el intestino.[1] Y esto nos lleva, finalmente, a Mixotricha, el
protagonista de este cuento.
Mixotricha paradoxa no es una bacteria. Como muchos microbios del
intestino de las termitas, es un gran protozoo, de medio milímetro de longitud o
más y, como veremos, lo bastante grande para contener cientos de miles de
bacterias. Vive exclusivamente en el intestino de Mastotermes darwinensis,
donde forma parte de una comunidad heterogénea de microbios que prosperan
gracias a pedacitos de celulosa triturados por las mandíbulas de las termitas. Los
microorganismos pululan en el intestino de una termita como las propias termitas
pululan en el termitero, éste bulle de termitas y los termiteros pululan en la
sabana. Si el termitero es una ciudad de termitas, el intestino de cada termita es
una ciudad de microorganismos; estamos, pues, ante una comunidad de dos
niveles. Pero he aquí que llegamos al meollo del cuento: existe un tercer nivel, y
los detalles del mismo son absolutamente extraordinarios. El propio Mixotricha
es una ciudad. Lo sabemos gracias a la obra de L. R. Cleveland y A. V.
Grimstone, los primeros en descubrirlo, pero fue la bióloga estadounidense Lynn
Margulis quien llamó la atención sobre la importancia evolutiva de Mixotricha.
Cuando a comienzo de la década de 1930 J. L. Sutherland examinó por
primera vez a Mixotricha, vio dos tipos de «pelos» ondulando en su superficie.
Ésta estaba casi toda cubierta de millares de pelitos diminutos que se movían
adelante y atrás. Sutherland vio también, en el extremo anterior del
microorganismo, unas estructuras muy largas y finas, parecidas a látigos. Las dos
le resultaron familiares, tanto los pequeños cilios como los alargados flagelos.
Los cilios son una presencia habitual en las células animales, por ejemplo en
nuestros conductos nasales, y recubren la superficie de esos protozoos llamados,
no por nada, ciliados. Otro grupo de protozoos, los flagelados, poseen, en
cambio, los flagelos, unos apéndices mucho más largos semejantes a látigos. Los
cilios y los flagelos tienen una ultraestructura idéntica. Son como cables rellenos
de hilos internos que tienen exactamente la misma estructura: dos hebras
centrales rodeadas de nueve pares de hebras dispuestas en círculo.
Los cilios, por tanto, pueden considerarse flagelos más pequeños y
numerosos. Lynn Margulis llega al extremo de renunciar a esos dos nombres y
asignar a ambos el término undulipodio, reservando flagelos para los múltiples
apéndices distintos de las bacterias. Según la taxonomía de la época de
Sutherland, sin embargo, los protozoos debían tener cilios o flagelos, pero no
ambos.
Éste es el contexto en el que Sutherland decidió bautizar al microorganismo
con el nombre de Mixotricha paradoxa, «insólita combinación de pelos». A la
bióloga le parecía que Mixotricha tenía tanto cilios como flagelos y que, por
tanto, violaba el protocolo protozoico. Presentaba cuatro grandes flagelos en el
extremo anterior, tres orientados hacia delante y uno hacia atrás, igual que un
grupo de flagelados ya conocidos, los Parabasalios. Pero también tenía un denso
revestimiento de cilios ondulantes. O al menos eso parecía.
Posteriormente se ha descubierto que los cilios de Mixotricha son más
inusitados aún de lo que Sutherland imaginaba y, al contrario de lo que ella
temía, no violan el protocolo protozoito. Es una pena que la bióloga no haya
podido ver un Mixotricha vivo, en vez de sobre el cristal de un microscopio.
Mixotricha nada demasiado rápido como para hacerlo con los undulipodios.
Según Cleveland y Grimstone, los flagelados normalmente «nadan a diversas
velocidades, girándose a un lado y otro, cambiando de dirección y a veces
deteniéndose», y lo mismo vale para los ciliados. Mixotricha, en cambio, nada
con fluidez y por lo general en línea recta, y no se detiene más que cuando se lo
impide un obstáculo físico. Cleveland y Grimstone concluyeron que el
movimiento fluido y constante es consecuencia de la batida ondulante de los
«cilios»; pero gracias al microscopio electrónico pudieron demostrar algo mucho
más interesante, a saber, que los «cilios» no son ni mucho menos cilios sino
bacterias. Cada uno de los cientos de miles de pelillos diminutos es una
espiroqueta, una bacteria cuyo cuerpo es todo él una larga hebra ondulante.
Algunas enfermedades graves, como la sífilis, son causadas por espiroquetas. Lo
normal es que naden libremente, pero las espiroquetas de Mixotricha están
adheridas a las paredes de su cuerpo, exactamente igual que si fuesen cilios.
Ahora bien, no se mueven como cilios, sino como espiroquetas. Los cilios
ejecutan fuertes movimientos propulsores, como golpes de remo, y después se
pliegan para ofrecer menos resitencia al agua. Las espiroquetas se mueven de
manera totalmente diferente y muy característica, la misma que los pelos de
Mixotricha. Lo sorprendente es que estos pelos están perfectamente coordinados:
el movimiento ondulatorio se inicia en la extremidad anterior del cuerpo y
procede hasta la posterior. Según los cálculos de Cleveland y Grimstone, la
longitud de onda (la distancia entre los picos de la onda) es de una centésima de
milímetro. Esto mueve a pensar que de algún modo las espiroquetas están en
contacto unas con otras. Quizá lo estén en sentido literal: respondiendo al
movimiento de las vecinas de forma directa, con un retraso que determina la
longitud de onda. Que yo sepa, se desconoce por qué las ondas van de delante a
atrás.
Lo que sí se sabe es que las espiroquetas no están apiñadas sin ton ni son
sobre la superficie de Mixotricha: al contrario, en toda la superficie del protozoo
hay un complejo aparato que sostiene a las espiroquetas y, lo que es más, las
orienta hacia el extremo posterior con el fin de que su movimiento propulse a
Mixotricha hacia delante. Si estas espiroquetas son parásitos, cuesta trabajo
pensar en un ejemplo más llamativo de huésped cordial con sus propios
parásitos. Cada espiroqueta cuenta, de hecho, con su pequeño soporte, llamado
corchete por Cleveland y Grimstone. Cada corchete está diseñado
exclusivamente para alojar una sola espiroqueta, o, en ocasiones, más de una.
Ningún cilio podría pedir más. En estos casos se hace muy difícil trazar una
línea divisoria entre el cuerpo propio y el extraño, y esto, por anticipar la
conclusión, es uno de los principales mensajes de «El Cuento de Mixotricha».
No paran ahí las semejanzas con los cilios. Si se mira con un microscopio
potente la estructura de protozoos ciliados como Paramecium, se descubre que
cada cilio tiene en la raíz lo que se llama un corpúsculo basal. Pues bien, lo
asombroso es que, aunque no sean en absoluto cilios, los cilios de Mixotricha
poseen corpúsculos basales. Cada corchete de espiroqueta tiene en su raíz un
corpúsculo basal con la forma de una píldora. Sólo que… Bien, después de haber
explicado la forma tan peculiar que tiene Mixotricha de hacer las cosas, el lector
habrá adivinado que esos corpúsculos basales en realidad son bacterias. Un tipo
completamente diferentes de bacterias: no espiroquetas, sino óvalos con forma
de píldoras.

Disposición de las bacterias con forma de píldora (o), los corchetes (c) y las espiroquetas (e) en la
superficie de Mixotricha. De Cleveland y Grimstone [49].

En amplias áreas de las paredes del cuerpo se da una correspondencia de uno a


uno entre corchete, espiroqueta y bacteria basal. Cada corchete sostiene una
espiroqueta y tiene en su base una bactería con forma de píldora. Visto lo visto,
no es de extrañar que Sutherland creyese ver cilios. Como es natural,
dondequiera que hubiese cilios esperaba ver corpúsculos basales, y cuando miró
a Mixotricha allí estaban. Poco podía imaginar que tantos los cilios como los
corpúsculos basales eran bacterias viajando de auto-stop. En cuanto a los cuartos
flagelos, los únicos undulipodios que posee Mixotricha, no se usan para la
propulsión sino para hacer de timones de una embarcación propulsada por miles
de espiroquetas galeotes. Aunque me habría encantado ser quien la acuñase, esa
frase tan sugerente no es mía, sino de S. L. Tamm. Después del trabajo de
Cleveland y Grimstone sobre Mixotricha, fue Tamm quien descubrió que otros
protozoos del intestino de las termitas practicaban el mismo truco, sólo que sus
galeotes, en lugar de espiroquetas, eran bacterias comunes provistas de flagelos.
¿Qué función cumplen las otras bacterias de Mixotricha, ésas con forma de
píldora que parecen corpúsculos basales? ¿Contribuyen a la economía de su
huésped? ¿Sacan alguna ventaja de esa relación? Probablemente sí, pero todavía
no se ha demostrado de manera fehaciente. Quizá producen la celulasa que sirve
para digerir la celulosa. Porque, naturalmente, Mixotricha se alimenta de la
madera que llega al intestino de las termitas después de que éstas la trituren con
sus potentes mandíbulas. Nos encontramos, pues, ante una triple dependencia,
que trae a la mente aquellos versos de Jonathan Swift:

Igual que la pulga, según dice la ciencia,


tiene pulguitas que la violentan
y éstas de pulgas menores son presa
en una eterna sucesión sin tregua,
también el poeta, en su propio ambiente,
sufre el picotazo de quien lo sucede.

Dicho sea de paso, la métrica de Swift en estos versos es tan torpe que no es de
extrañar que Augustus De Morgan lo sucediese para darle un picotazo y
brindarnos la versión más conocida del mismo poema:

A las pulgas grandes las pican pulguitas


y a éstas, pulgas aún más pequeñitas.
Las grandes, a su vez, las tienen mayores,
a las que pican más grandes picadores…

Y con esto llegamos finalmente a la parte más singular de «El Cuento de


Mixotricha», el clímax al que se encaminaba la historia. Toda esta disertación
sobre bioquímica vicaria, es decir, el hecho de que criaturas más grandes tomen
prestados los talentos bioquímicos de seres más pequeños que viven en su
interior, es un deja vú evolutivo. El mensaje de Mixotricha al resto de los
peregrinos es: «Todo esto ya ha sucedido anteriormente». Hemos llegado al Gran
Encuentro Histórico.
El gran encuentro histórico

En este libro, la palabra encuentro tiene un significado especial, determinado por


la metáfora central del peregrinaje hacia el pasado; pero hay un acontecimiento
cataclísmico, tal vez el acontecimiento más importante de la historia de la vida,
que supuso un auténtico encuentro histórico y que se produjo en la dirección
verdadera que sigue la historia, o sea, hacia delante. Me refiero al origen de la
célula eucariota (nucleada), la diminuta y sofisticadísima máquina que
representa el microfundamento de la vida compleja y a larga escala del planeta.
Para distinguirlo de todos los otros encuentros metafóricos que simbolizan
zambullidas en el pasado, he decidido llamarlo «Gran Encuentro Histórico». En
este caso el adjetivo histórico tiene un doble significado: quiere decir «de
fundamental importancia» y también «cronológicamente hacia delante», no
hacia atrás.
He definido el Gran Encuentro Histórico como un único acontecimiento
porque única es también su trascendente consecuencia: la evolución de la célula
eucariota, con su núcleo que contiene los cromosomas, su compleja
ultraestructura de membranas y sus microscópicos orgánulos autoreproductores:
las mitocondrias y (en las plantas) los cloroplastos. Pero, en realidad, los
acontecimientos fueron dos o tres, tal vez separados por un largo intervalo de
tiempo. En cada uno de estos encuentros históricos se produjo una fusión con
células bacterianas para formar una célula más grande. «El Cuento de
Mixotricha», que viene a ser una reedición moderna del fenómeno, nos ha
preparado para entender la clase de acontecimiento que tuvo lugar.
Hace unos 2000 millones de años, un antiquísimo organismo unicelular, una
especie de protoprotozoo, estableció una extraña relación con una bacteria, una
relación semejante a la de Mixotricha con sus bacterias. Como en el caso de
Mixotricha, lo mismo ocurrió más de una vez con diversas bacterias, y puede
que entre uno y otro acontecimiento mediasen cientos de millones de años.
Todas nuestras células son como ejemplares individuales de Mixotricha, llenos
de bacterias tan modificadas por generaciones y generaciones de cooperación
con la célula huésped que sus orígenes bacterianos casi no se aprecian más. Y
más todavía que en el caso de Mixotricha, las bacterias se han integrado hasta tal
punto en la vida de la célula eucariota que detectar su presencia fue un enorme
triunfo científico. A propósito de la convivencia cooperativa que elementos en su
día independientes mantienen dentro de la célula, me agrada que sir David
Smith, uno de los mayores expertos en simbiosis, la haya comparado con la
sonrisa del gato de Cheshire:

En el hábitat celular, un organismo invasor pierde poco a poco las piezas, fundiéndose lentamente con el
trasfondo general, de forma que su existencia previa sólo se revela por algún vestigio. A uno le viene a
la mente el pasaje de Alicia en el País de las Maravillas en que la protagonista se encuentra con el gato
de Cheshire. Mientras Alicia lo miraba, «se desvaneció muy lentamente, empezando por la punta de la
cola para terminar por la sonrisa, que permaneció visible cierto tiempo después de que el resto del
cuerpo hubiese desaparecido». En una célula hay muchos objetos parecidos a la sonrisa del gato de
Cheshire. Para quienes tratan de remontarse a sus orígenes, la sonrisa supone un desafío y un enigma.

¿Cuáles son los trucos bioquímicos que estas bacterias, en su día libres,
introdujeron en nuestras vidas, trucos que aún hoy perduran y sin los cuales la
vida cesaría al instante? Los dos más importantes son la fotosíntesis, que emplea
energía solar para sintetizar compuestos orgánicos y, como efecto colateral,
oxigena el aire, y el metabolismo oxidativo, que utiliza oxígeno (procedente de
las plantas) para quemar lentamente los compuestos orgánicos y reutilizar la
energía originalmente procedente del sol.[1] Estas técnicas químicas las
desarrollaron diversas bacterias antes del Gran Encuentro Histórico y, en cierto
sentido, éstos conservan la exclusiva del producto. Lo único que ha cambiado es
que ahora practican sus artes bioquímicas en esas fábricas especializadas que son
las células eucariotas.
Las bacterias fotosintéticas solían llamarse algas verdeazuladas, un nombre
pésimo dado que ni son algas ni son, en su mayoría, verdeazuladas. En general,
son verdes y es mejor llamarlas bacterias verdes, aunque algunas sean rojizas,
amarillentas, pardas, negruzcas o, a veces, efectivamente, verdeazuladas. El
adjetivo verde también se usa a veces como sinónimo de fotosintético, así que,
en este sentido, bacterias verdes también es una buena denominación. El nombre
científico es cianobacterias. Son bacterias verdaderas, no Arqueas, y parece ser
que constituyen un buen grupo monofilético, es decir, que todas ellas (y nadie
más) descienden de un solo antepasado clasificable como cianobacteria.
El color verde de algas, coles, pinos y hierbas se debe a que todos tienen, en
el interior de sus células, unos corpúsculos verdes llamados cloroplastos,
remotos descendientes de bacterias verdes originalmente libres. Conservan su
propio ADN y todavía se reproducen por división asexual, alcanzando una
población considerable dentro de cada célula huésped. Cada cloroplasto es, en
esencia, miembro de una población de cianobacterias que se reproduce, y el
mundo en que vive y se reproduce es el interior de la célula vegetal. De vez en
cuando, cuando la célula vegetal se divide en dos células hijas, ese mundo sufre
una pequeña conmoción: más o menos la mitad de los cloroplastos se encuentra
en una de las células hijas y la otra mitad en la otra. Enseguida, sin embargo,
reanudan su existencia normal, que consiste en reproducirse para poblar de
cloroplastos el nuevo mundo. Los cloroplastos usan constantemente su pigmento
verde para capturar fotones procedentes del sol y para canalizar
provechosamente la energía solar con el fin de que sintetice compuestos
orgánicos a partir del anhídrido carbónico y del agua proporcionados por la
planta huésped. Una parte del oxígeno, producto de desecho, es utilizada por la
planta y otra parte expulsado a la atmósfera a través de aberturas en la epidermis
de las hojas llamadas estomas. Los compuestos orgánicos sintetizados por los
cloroplastos son finalmente puestos a disposición de la célula vegetal huésped.
Un detalle interesante que recuerda a «El Cuento de Mixotricha» es que
algunos cloroplastos muestran señales de haber entrado en las células vegetales
de forma indirecta, a remolque de otras células eucariotas que probablemente
habrían sido llamadas algas. La prueba vendría dada por el hecho de que algunos
cloroplastos tienen una membrana doble; puede que la interna sea la pared de la
bacteria original, mientras que la externa sería la pared del alga. Como en el caso
de Mixotricha, en muchas algas verdes unicelulares incorporadas a los tejidos de
hongos y animales, por ejemplo las algas que habitan en los corales, se aprecian
recientes reediciones de esos acontecimientos.
Todo el oxígeno libre de la atmósfera procede de cianobacterias, tanto libres
como en forma de cloroplastos. Como he explicado anteriormente, cuando
apareció por primera vez en la atmósfera el oxígeno era un veneno y, de hecho,
hay quien sostiene, pintorescamente, que todavía lo es; por eso los médicos nos
recomiendan comer antioxidantes. En el curso de la evolución, fue un gran
hallazgo químico descubrir la forma de usar oxígeno para extraer energía (en su
origen solar) de los compuestos orgánicos. Este descubrimiento, que puede
considerarse una especie de fotosíntesis al revés, fue mérito exclusivo de
bacterias, aunque de otro tipo. Como en el caso de la fotosíntesis, estas bacterias
amantes del oxígeno (hoy conocidas como mitocondrias) siguen ejerciendo el
monopolio de esta técnica, sólo que, también como en el caso de la fotosíntesis,
se alojan en el interior de células eucariotas como la nuestra. A través de la
magia bioquímica de las mitocondrias nos hemos hecho tan dependientes del
oxígeno que la idea de que éste sea un veneno sólo se puede expresar con la boca
pequeña, como una paradoja. El anhídrido carbónico, el veneno mortal que sale
por los tubos de escape de los coches, nos mata compitiendo con el oxígeno por
obtener los favores de las moléculas de hemoglobina que transportan el oxígeno
mismo. Privar a alguien de oxígeno es una forma rápida de matarlo. Sin
embargo, si no fuese por las mitocondrias, nuestras células no sabrían qué hacer
con este gas; sólo éstas y sus primas bacterianas saben utilizarlo.
Al igual que ocurre con los cloroplastos, la comparación molecular nos
revela de qué grupo de bacterias proceden las mitocondrias. Derivan del llamado
subgrupo de proteobacterias alfa y están, por tanto, relacionadas con las
especies de Ricketssia que causan el tifus y otras graves enfermedades. Las
mitocondrias han perdido gran parte de su genoma original y están plenamente
adaptadas a la vida en el interior de las células eucariotas, pero, al igual que los
cloroplastos, siguen reproduciéndose autónomamente por división, dando origen
a poblaciones dentro de cada célula eucariota. Si bien han perdido la mayoría de
sus genes, no los han perdido todos, lo cual, como hemos podido constatar a lo
largo de estas páginas, es una suerte para los genetistas moleculares.
Lynn Margulis, la bióloga que primero formuló la hipótesis, hoy casi
universalmente aceptada, de que las mitocondrias y los cloroplastos eran
bacterias simbióticas, ha tratado de hacer otro tanto con los cilios. Basándose en
posibles reediciones de pasados acontecimientos como los descritos en «El
Cuento de Mixotricha», Margulis ha supuesto que los cilios fuesen espiroquetas.
Por desgracia, a pesar de lo hermoso y persuasivo del paralelismo con
Mixotricha, casi todos los científicos que juzgaron convincentes las pruebas
aportadas por la bióloga en el caso de las mitocondrias y los cloroplastos, han
considerado poco convincentes las aducidas en pro del origen bacteriano de los
cilios (undulipodios).
Debido a que el Gran Encuentro Histórico es un verdadero encuentro en la
dirección histórica que discurre hacia delante, nuestra peregrinación, a partir de
aquí, estará rigurosamente dividida. En teoría, deberíamos seguir las distintas
peregrinaciones regresivas de los diversos miembros del grupo eucariota hasta
que se reuniesen en el remoto pasado, pero creo que eso sería complicar
inútilmente el viaje. Tanto los cloroplastos como las mitocondrias tienen
afinidades con las eubacterias, no con el otro grupo procariótico de las Arqueas,
pero nuestros genes nucleares están ligeramente más emparentados con las
Arqueas y es con éstas con quienes vamos a reunirnos en el próximo encuentro
de nuestro viaje marcha atrás.
Encuentro 38
Arqueas

Después de las dudas acerca de lo que sucede en el «Encuentro 37» y del


número de encuentros que se ocultan bajo la hoja de parra de un epígrafe, es un
alivio volver a un punto de encuentro en torno al cual ya existe un consenso casi
unánime. Todos los peregrinos eucariotas, o al menos sus genes nucleares,
reciben ahora la incorporación de las arqueas, antiguamente llamadas
arqueobacterias. Quien quiera, que decida si esto tiene lugar en los Encuentros
38, 39, 40 o 41 (o, mejor dicho, que lo decida la investigación de los próximos
dos años); lo importante es que todo el mundo está de acuerdo en que los
procariotas, o, como algunos siguen llamándolos, las bacterias, son de dos tipos
muy diferentes: eubacterias y arqueas. La idea dominante es que las arqueas
están más estrechamente emparentadas con nosotros que con las eubacterias,
razón por la cual he situado los dos encuentros en este orden; pero no debemos
olvidar que, a causa de las extrañas circunstancias expuestas en el Gran
Encuentro Histórico, algunos fragmentos de nuestras células son más afines a las
eubacterias, a pesar de que nuestros núcleos son más afines a las arqueas.
Tom Cavalier-Smith, un colega mío de Oxford cuya concepción de la
evolución inicial de la vida refleja su enorme conocimiento de la diversidad
microbiana, ha acuñado el término neomuros para englobar a las arqueas y los
eucariotas, dejando fuera a las eubacterias. Asimismo, emplea el término
bacterias para aludir a las eubacterias y a las arqueas, pero no a los eucariotas.
Para él, por tanto, bacteria designa un grado, mientras que neomuro designa un
clado. El clado al que pertenecen las eubacterias es simplemente la vida, ya que
incluye tanto a las arqueas como a los eucariotas.
Incorporación de las Arqueas. La mayoría de expertos
considera que las Arqueas son el grupo hermano de los
eucariotas basándose en datos del ADN nuclear y en ciertos
detalles de bioquímica y morfología celular. Sin embargo, si
se usase ADN mitocondrial, los parientes más cercanos
serían las proteobacterias alfa porque eso es lo que fueron
inicialmente las propias mitocondrias (véase el Gran
Encuentro Histórico). Las Arqueas se suelen dividir en dos
grupos: crenarqueotas y euriarqueotas. Las secuencias de
ADN extraídas de fuentes termales sugieren la existencia de
otra rama que habría divergido antes, las coriarqueotas,
aunque hasta ahora no se ha visto ninguna. No hay datos
relativos al número de especies: en el ámbito de los
organismos asexuales no está claro cuál es el significado de
especies.

Ilustraciones, de izquierda a derecha: Desulfurococcus


mobilis; Methanococcoides burtonii.
Cavalier-Smith considera que los Neomuros aparecieron hace solamente 850
millones de años, una fecha más reciente de la que me habría atrevido a
aventurar. Está convencido de que las Arqueas desarrollaron sus peculiares
características bioquímicas en el ámbito de las bacterias como adaptación a la
termofilia. Termofilia en griego significa «amor por el calor», un amor que, en la
práctica, consiste en vivir en fuentes termales. Mi colega considera que,
posteriormente, las bacterias termófilas se dividieron en dos grupos: unas se
hicieron hipertermófilas (amantes de fuentes termales de temperatura muy
elevada) y dieron origen a las modernas arqueas; otras abandonaron las fuentes
termales y, en un entorno menos caliente, se convirtieron en eucariotas
absorbiendo otras procariotas y usándolas de la manera expuesta en «El Cuento
de Mixotricha». Si Cavalier-Smith estuviese en lo cierto, sabríamos en qué
marco ambiental tiene lugar el Encuentro 38: una fuente termal caliente o quizás
una chimenea submarina. Claro que, naturalmente, también podría estar
equivocado, y lo cierto es que su hipótesis no cuenta con un respaldo unánime.
Fue el gran microbiólogo estadounidense Carl Woese, de la universidad de
Illinois, quien descubrió y definió las Arqueas (a la sazón denominadas
Arquebacterias) a finales de la década de 1970. En un primer momento la nítida
separación respecto de otras bacterias fue muy discutida porque contradecía las
teorías precedentes, pero ahora la aceptan casi todos los científicos y Woese ha
conquistado merecidamente diversos honores y galardones, como el prestigioso
premio Crafoord y la medalla Leeuwenhoek.
Las Arqueas engloban especies que prosperan en diversas condiciones
extremas, como temperaturas altísimas o aguas muy ácidas, muy alcalinas o muy
saladas. Como grupo, «fuerzan los límites» de lo que la vida puede tolerar. No se
sabe si el Contepasado 38 fue uno de estos «extremistas», pero es una
posibilidad fascinante.
Encuentro 39
Eubacterias

Cuando iniciamos la peregrinación, la máquina del tiempo arrancó en primera y


pensábamos en decenas de miles de años. Después fuimos metiendo otras
marchas, estimulando la imaginación para concebir primero millones y luego
centenares de millones de años mientras acelerábamos hasta el Cámbrico
recogiendo peregrinos por el camino. Pero el Cámbrico es sumamente reciente.
Durante la mayor parte de su carrera en el planeta, la vida ha sido solamente
procariota. Los animales somos un producto reciente. Para recorrer el tramo final
que nos conducirá a Canterbury, la máquina del tiempo tendrá que andar en
hyperdrive para evitar que el libro caiga en un tedio insoportable. Con una prisa
que podrá parecer casi indecente, nuestros peregrinos, que ahora engloban a los
eucariotas y a las arqueas, corren hacia el pasado en dirección al Encuentro 39
con las eubacterias, el último según mi hipótesis. Sin embargo, puede que haya
más de uno y que estemos más emparentados con unas bacterias que con otras.
Es debido a esta incertidumbre por lo que el árbol filogenético de la página
siguiente carece de raíz.
Las bacterias, como ya hemos visto y como confirmará «El Cuento del Taq»,
son unos químicos muy versátiles. Que yo sepa, también son las únicas criaturas
no humanas que han inventado ese ícono de la civilización humana que es la
rueda. Nos lo va a contar Rhizobium.
Incorporación de las eubacterias. Árbol no dirigido (véase «El Cuento del Gibón») con dos posibles
posiciones de la verdadera raíz señalizadas por las cruces. La punta de cada rama representa la época actual.
Tradicionalmente se ha considerado a las eubacterias el grupo hermano del resto de seres vivos, lo que
equivaldría a situar la raíz en el punto A. Sin embargo, a falta de grupos externos, no hay pruebas
fehacientes que corroboren esta tesis. Otra posibilidad es que la raíz se halle dentro de las eubacterias (por
ejemplo en la cruz B), en cuyo caso habría que añadir más puntos de encuentro. Los taxonomistas
mantienen serias discrepancias en cuanto a las relaciones filogenéticos dentro de las eubacterias. En general
se aceptan los grupos representados en este árbol, pero no las relaciones entre los mismos. Es el caso,
particularmente, de las cianobacterias.

Ilustraciones, desde arriba en el sentido de las agujas del reloj: Escherichia coli 0111; especie
Chlamydia; Leptospira interrogans; cloroplasto de una planta desconocida; Thermus aquaticus;
Staphylococcus aureus.

EL CUENTO DE RHIZOBIUM

La rueda es un invento típicamente humano. Si desmontamos cualquier máquina


mínimamente complejo, nos encontraremos ruedas. Hélices de barco y de avión,
taladros giratorios, tornos, ruedas de alfarero: nuestra técnica se basa en la rueda
y sin ella se pararía en seco. La rueda se inventó probablemente en Mesopotamia
en el cuarto milenio a. C. Sabemos que el concepto de rueda no era obvio, sino
que tenía que ser inventado expresamente porque las civilizaciones del Nuevo
Mundo todavía no la conocían en la época de la conquista española. La presunta
excepción (los juguetes precolombinos que, según algunos testimonios, tenían
ruedas) es demasiado extraña como para no despertar sospechas. ¿No será uno
de esos mitos que se propagan sólo porque resultan sorprendentes, como el
tópico de que los esquimales tienen 50 palabras para designar la nieve?
Los zoólogos ya están acostumbrados a encontrarse las buenas ideas de los
seres humanos anticipadas por el reino animal. Este libro rebosa de ejemplos de
este fenómeno: sonares (murciélagos), electrolocalizadores (ornitorrincos),
diques (castores), reflectores parabólicos (lapas), sensores de infrarrojos para
captar el calor (algunas serpientes), jeringas hipodérmicas (avispas, serpientes y
escorpiones), arpones (cnidarios) y propulsión a chorro (calamares). ¿Por qué no
la rueda?
Es posible que la rueda nos impresione sólo porque contrasta con nuestras
anodinas piernas. Antes de la invención de motores alimentados por
combustibles (energía solar fosilizada), los animales nos superaban fácilmente
en carrera. No es de extrañar que Ricardo III ofreciese su reino por un medio de
transporte de cuatro patas que lo sacase del aprieto en que se hallaba. Quizá la
mayoría de los animales no se beneficiaría de las ruedas porque ya corren
bastante rápido con sus propias patas. Al fin y al cabo, hasta hace muy poco
tiempo, todos nuestros vehículos de ruedas eran arrastrados por la potencia de
las patas. Inventamos la rueda no para movernos más rápido que un caballo, sino
para que el caballo nos transportase a su velocidad, o a una velocidad un poco
inferior; desde el punto de vista de un caballo, una rueda es algo que te hace ir
más despacio.
Hay otro factor que nos puede hacer sobrevalorar la rueda. Para alcanzar la
máxima eficacia posible, la rueda depende de una invención anterior: la carretera
(u otra superficie lisa y dura). Un motor potente permite que un coche corra más
que un caballo, un perro o un guepardo en una carretera plana y resistente, pero
si la carrera se disputase en un terreno accidentado o en un sembrado, o en un
terreno lleno de setos y zanjas, sería una derrota aplastante: el caballo humillaría
al automóvil.
Entonces quizás haya que replantear la pregunta. ¿Cómo es que los animales
no han inventado la carretera? Las dificultades técnicas no parecen excesivas:
una carretera es un juego de niños comparada con los diques del castor o las
churriguerescas estructuras que construye el pájaro pergolero para cortejar a las
hembras. Existen hasta unas avispas cavadoras que apisonan el terreno con útiles
de piedra. Es de suponer que animales de mayor tamaño también podrían usar
técnicas análogas para allanar una carretera.
Pero entonces surge un problema inesperado. Por más que sea técnicamente
posible construir una carretera, ponerse a ello supone una actividad
peligrosamente altruista. Si yo, como individuo, construyo una buena carretera
que vaya de A a B, el lector podría beneficiarse de ella tanto como yo. ¿Y por
qué habría de importarme? Pues porque el darvinismo es un juego egoísta.
Construir una carretera de la que cualquier otro podría sacar partido sería una
actividad penalizada por la selección natural. Un adversario mío se beneficiaría
de mi carretera tanto como yo y, además, sin coste alguno. Los gorrones que
usasen mi carretera sin molestarse en construirse la suya tendrían tiempo de
dedicar todas sus energías a la labor de reproducirse más que yo, mientras yo me
empeñaba en mi actividad constructora. A menos que se tomasen medidas
especiales, florecerían tendencias genéticas hacia un uso holgazán y egoísta que
se ejercitaría a expensas de los industriosos constructores de carreteras. El
resultado es que no se construyen carreteras. Nosotros, gracias a nuestra
capacidad previsora, nos damos cuenta de que todos saldrán perdiendo; pero la
selección natural, al contrario que los seres humanos, que estamos dotados de un
gran cerebro de evolución reciente, no es capaz de prever nada.
¿Qué tiene de especial el ser humano, que ha logrado superar los instintos
antisociales y construir carreteras de las que todos se benefician? Pues muchas
cosas. Ninguna otra especie ha desarrollado nada que se parezca ni remotamente
a un estado del bienestar, una organización que cuida de los ancianos, de los
enfermos y de los huérfanos, y pone en funcionamiento instituciones benéficas.
A simple vista, son creaciones que parecen desafiar al darvinismo, pero no es
éste el momento ni el lugar para abordar esta cuestión. Tenemos un gobierno,
una policía, unos impuestos, unas obras públicas a las que todos, nos guste o no,
contribuimos. Aquél que escribió «Muy Sr. Mío, es usted muy amable, pero
preferiría no tomar parte en su sistema de recaudación del impuesto sobre la
renta» seguro que recibió una respuesta oficial del Ministerio de Hacienda. Por
desgracia, ninguna otra especie ha inventado los impuestos, pero muchas han
inventado la valla (virtual). Un individuo puede asegurarse el uso exclusivo de
un recurso defendiéndolo activamente de sus adversarios.
Muchas especies animales son territoriales: no sólo las aves y los mamíferos,
sin también los peces y los insectos. Defienden un área para impedir el acceso de
adversarios de la misma especie, a menudo con el fin de asegurarse un pasto
privado, o un escenario de cortejo privado, o una zona privada de nidificación.
Un animal que controlase un vasto territorio se beneficiaría de la construcción de
una red de buenas carreteras aplanadas de las que se viesen excluidos sus
adversarios. No es algo imposible, pero estas carreteras animales serían
demasiado locales para viajes largos a gran velocidad. Con independencia de su
calidad, estarían limitadas a la pequeña área que un individuo puede defender de
las incursiones de sus rivales genéticos. No es un punto de partida muy favorable
que digamos al desarrollo de la rueda.
Pero finalmente hemos llegado al protagonista de este cuento. Mi premisa
inicial presenta una significativa excepción. Algunas criaturas microscópicas han
inventado la rueda en el sentido más amplio de la palabra. Puede incluso que la
rueda sea el primer sistema locomotor jamás inventado, habida cuenta de que
durante la mayor parte de sus primeros 2000 millones de años, la vida consistió
únicamente en bacterias. Muchas bacterias, de las que Rhizobium es un ejemplar
típico, se mueven gracias a hélices filiformes, cada una de las cuales es
accionada por un árbol de transmisión de rotación continua. En su día se pensaba
que estos flagelos se agitaban como colas y que la aparente rotación en espiral se
debía a la onda del movimiento serpenteante que los atravesaba. La verdad es
mucho más sorprendente. El flagelo bacteriano[1] esta adherido a un árbol que
rota libre e indefinidamente en una cavidad que atraviesa la pared celular. Es un
verdadero eje, un cubo que gira propulsado por un minúsculo motor molecular
que funciona según los mismos principios biofísicos de un músculo. Pero el
músculo es un motor de pistones que, después de contraerse, tiene que estirarse
de nuevo para prepararse para la siguiente contracción, mientras que el motor
bacteriano sigue moviéndose en la misma dirección: es una turbina molecular.
El hecho de que sólo unas criaturas microscópicas hayan desarrollado la
rueda invita a especular sobre el motivo más probable de que criaturas de mayor
tamaño no hayan hecho lo propio. El motivo es bastante prosaico y práctico,
pero no por ello menos importante. Una criatura grande necesitaría ruedas
grandes que, al contrario de las fabricadas por el hombre, no podrían estar
hechas de materiales inertes y después incorporadas, sino que tendrían que
crecer in situ. Para que un órgano grande crezca in situ hace falta sangre o algo
equivalente, y puede que también algo equivalente a los nervios. El problema de
dotar a un órgano rotatorio de una red de vasos sanguíneos (por no hablar de la
red nerviosa) que no se enmarañen es demasiado evidente como para que me
entretenga a explicarlo. Tal vez haya una solución, pero no me extraña que no se
haya encontrado.
Un eje alineado y un cubo de rotación libre impulsados por un minúsculo motor molecular.

Los ingenieros humanos quizá sugerirían una serie de conductos concéntricos


para transportar sangre a través del eje hasta el centro de la rueda, pero para
llegar a una estuctura semejante, ¿qué estadios evolutivos intermedios habrían
sido necesarios? Las mejoras evolutivas son como la ascensión a una montaña.
No se puede pasar de un solo sato desde el pie hasta la cima. Un cambio brusco
y repentino es posible para los ingenieros, pero en la naturaleza la cima de la
montaña evolutiva sólo puede alcanzarse subiendo gradualmente desde el punto
de partida. Puede que la rueda represente uno de esos casos en los que la
solución técnica se divisa claramente pero no se logra traducirla en realidad
evolutiva porque se encuentra al otro lado de un profundo valle: inalcanzable
para los animales de grandes dimensiones pero al alcance de las bacterias gracias
a su tamaño infinitesimal.
El escritor de literatura juvenil Philip Pullman, en su épica trilogía La
materia oscura, resuelve el problema de los animales de gran tamaño con un
ingenioso alarde de imaginación creativa, completamente inesperado pero
biológicamente correcto. Pullman inventa un benévolo animal con trompa, la
mulefa, que ha evolucionado como simbionte de un árbol gigantesco que da
vainas duras y circulares, parecidas a ruedas. La mulefa tiene pies dotados de
una espuela dura y pulida que, encajándose en un orificio en el centro de la
vaina, lo hace funcionar como una rueda. Los árboles sacan partido de la
simbiosis porque cuando con el tiempo, como inevitablemente ocurre, una rueda
se desgasta y es desechada, la mulefa dispersa las semillas que se hallan dentro
de la vaina. Los árboles han evolucionado para poder devolver el favor, ya que
producen vainas perfectamente circulares, provistas de un orificio en el centro
para el eje de la mulefa, en el que además segregan un aceite lubricante de alta
graduación. Las cuatro patas de la mulefa están dispuestas formando un
diamante: las dos situadas en sentido longitudinal a lo largo de la línea media del
cuerpo se insertan en las ruedas, mientras las otras dos, colocadas una a cada
lado a la altura de la mitad del cuerpo, no tienen ruedas y se usan para empujar al
animal como si fuese uno de aquellos velocípedos primitivos sin cadena ni
pedales. Pullman señala hábilmente que el sistema entero sólo es posible gracias
a una característica geológica del mundo en que viven tales criaturas: en la
sabana hay largas formaciones basálticas que sirven como carreteras naturales.
A falta de la ingeniosa simbiosis ideada por Pullman, podemos aceptar
provisionalmente que la rueda es uno de esos inventos que, por muy buenos que
sean de por sí, no pueden desarrollarse en los animales de gran tamaño, ya sea
porque presuponen la existencia de una carretera, o porque la red de vasos
sanguíneos se enmarañaría irremediablemente, o porque los estadios intermedios
respecto a la solución final no servirían para nada. Las bacterias desarrollaron la
rueda porque el mundo de los seres microscópicos es muy diferente y presenta
problemas técnicos muy diferentes.
Recientemente, esos creacionistas que se hacen llamar «teóricos del diseño
inteligente» han elevado el motor flagelar bacteriano a icono de una supuesta
imposibilidad evolutiva. Como es innegable que el motor existe, ellos llegan a
una conclusión diferente de la mía: mientras yo propongo que la rueda no ha
evolucionado en los animales grandes por los problemas expuestos más arriba,
los creacionistas ven en la rueda flagelar bacteriana un ejemplo de algo que,
existiendo a pesar de que es imposible que exista: ¡debe de haberse creado por
medios sobrenaturales!
Se trata del viejo razonamiento del diseño, también llamado razonamiento
del relojero de Paley o razonamiento de la complejidad irreductible. Yo, con
menos condescendencia, lo llamo razonamiento de la incredulidad personal
porque siempre adopta la siguiente forma: «Personalmente no consigo imaginar
una secuencia natural de hechos que haya llevado a la aparición de X, luego X
tiene que haber surgido por medios sobrenaturales». Los científicos han
respondido una y otra vez que ese mismo razonamiento describe, más que la
naturaleza, la falta de imaginación de quien lo formula. El razonamiento de la
incredulidad personal nos induciría a apelar a lo sobrenatural cada vez que
viésemos a un buen mago realizar un número cuyo truco no fuésemos capaces de
adivinar.
Es perfectamente legítimo proponer el razonamiento de la complejidad
irreductible para explicar por qué no existe algo que no existe, como acabo de
hacer yo con la cuestión de por qué no hay mamíferos con ruedas. Es algo muy
diferente de rehuir la responsabilidad, propia de un científico, de explicar algo
que sí existe, como las bacterias con ruedas. No obstante, en honor a la verdad,
se pueden imaginar situaciones en las que fuese válido emplear alguna versión
del razonamiento del diseño o del de la complejidad irreductible. Unos futuros
visitantes alienígenas que llevasen a cabo excavaciones arqueológicas en nuestro
planeta seguramente darían con la forma de distinguir máquinas diseñadas, como
un avión o un micrófono, de máquinas evolucionadas, como las alas y orejas de
los murciélagos. Es interesante reflexionar sobre cómo podrían llevar a cabo esa
distinción. Puede que, en determinados casos, tuviesen problemas ante la caótica
superposición de evolución natural y diseño humano. Si examinasen no sólo
vestigios arqueológicos sino también ejemplares vivos, ¿qué pensarían de los
delicados e hipersensibles galgos y caballos de carreras, de bulldogs que jadean
al respirar y sólo pueden nacer por cesárea, de pequineses de ojos legañosos que
parecen sustitutos de bebés, de esas ubres con patas que son las vacas frisonas,
de jamones ambulantes como los cerdos Landrace, de jerseys de lana vivientes
como las ovejas merinas? Las máquinas moleculares (la nanotecnología),
construida en beneficio del hombre a la misma escala que el motor flagelar
bacteriano, podrían resultarles a los científicos alienígenas aún más difíciles de
descifrar.
En el libro Life Itself, Francis Crick elucubró, medio en serio medio en
broma, que las bacterias tal vez no se hubiesen originado en la Tierra, sino que
hubiesen llegado del espacio. Según su hipótesis, unas criaturas alienígenas
deseosas de propagar su forma de vida, pero no de afrontar el problema
técnicamente más difícil de transportarse a sí mismos, habrían colocado las
bacterias en la ojiva de un cohete para enviarlas a la Tierra confiando en que, una
vez se produjese la infección bacteriana, la evolución natural se encargaría de
completar el trabajo. Crick y su colega Leslie Orgel, que también participó en la
formulación de esta hipótesis, dieron por supuesto que las bacterias habrían
evolucionado por procesos naturales en su planeta natal, pero, en vista de que no
le hacían ascos a la ciencia ficción, podrían perfectamente haber añadido al
cóctel unas gotitas de nanotecnología, como una rueda dentada molecular o el
motor flagelar observable en Rhizobium y en muchas otras bacterias.
El propio Crick —difícil saber si con pena o con alivio— no ha encontrado
muchas pruebas que digamos para respaldar su teoría de la «panespermia
dirigida». Pero los vastos territorios que se extienden entre la ciencia y la ciencia
ficción son un útil cuadrilátero mental en el que uno puede enfrentarse a
cuestiones verdaderamente importantes. Una vez aceptado el hecho de que la
ilusión de diseño provocada por la selección natural darviniana es
extraordinariamente fuerte, ¿cómo se distinguen, en la práctica, los productos de
la selección natural de los artefactos diseñados deliberadamente? Jacques
Monod, otro ilustre biólogo molecular, se planteó una pregunta parecida al inicio
de El azar y la necesidad. ¿Existen ejemplos realmente convincentes de
complejidad en la naturaleza, por ejemplo organizaciones complejas hechas de
muchas partes, en las que la pérdida de cualquiera de esas partes resultase fatal
para el conjunto? Si existiesen, ¿sería lícito pensar en un verdadero diseño fruto
de una inteligencia superior, como, pongamos por caso, una civilización de otro
planeta, más antigua y más evolucionada?
Podría darse el caso de que finalmente se descubriesen ejemplos de
semejante complejidad, pero, ay, el motor flagelar bacteriano no es uno de ellos.
Como muchas otras supuestas complejidades irreducibles, como el ojo y otros
órganos, el flagelo bacteriano resulta ser absolutamente reducible. Kenneth
Miller, de la Universidad de Brown, afronta esta cuestión con un riguroso
análisis expositivo. Según demuestra, no es cierto que, tal y como afirman
algunos, las partes componentes del motor flagelar no cumplan ninguna otra
función. Un ejemplo cualquiera: muchas bacterias parásitas poseen un
mecanismo llamado SSTT (sistema de secreción de tipo III) mediante el cual
inyectan sustancias químicas en células huéspedes. El SSTT emplea un
subconjunto de las mismas proteínas utilizadas en el motor flagelar. En este caso
no se usan para proporcionar movimiento rotatorio a un cubo circular, sino para
practicar un agujero circular en las paredes celulares del huésped. Así lo resume
Miller:

En pocas palabras, el SSTT lleva a cabo su ingrata labor utilizando algunas proteínas de la base del
flagelo. Desde el punto de vista evolutivo, esta relación no tiene nada de sorprendente. Efectivamente,
es natural que el oportunismo de los procesos evolutivos combine y acople proteínas para dar lugar a
funciones nuevas y originales. En cambio, según la doctrina de la complejidad irreductible, esto no sería
posible. Si el flagelo de veras fuese irreductiblemente complejo, eliminar una sola parte, no digamos ya
cinco o diez, inutilizaría lo restante «por definición». El SSTT, en cambio, funciona perfectamente
aunque falten casi todas las partes del flagelo. El SSTT podrá ser dañino para los seres humanos, pero
para las bacterias que lo poseen es un valiosísimo mecanismo bioquímico.
El hecho de que esté presente en una amplia variedad de bacterias demuestra que una pequeña
porción del «irreductiblemente complejo» flagelo puede desempeñar una función biológica importante.
Teniendo en cuenta que dicha función se ve claramente favorecida por la selección natural, afirmar que
el flagelo tenga que estar completamente ensamblado antes de que sus componentes puedan ser útiles
es, sin lugar a dudas, incorrecto. Por lo tanto, el argumento de que el flagelo es fruto de un diseño
inteligente no es válido.

A Miller la teoría del diseño inteligente le resulta tanto más indignante por
cuanto —curioso detalle— es un hombre de profundas convicciones religiosas,
de las cuales habla más extensamente en Finding Darwin’s God. El Dios de
Miller (si no el de Darwin) es el Dios que se revela en las leyes fundamentales
de la naturaleza y que, tal vez incluso, se identifica con éstas. Cuando los
creacionistas se empeñan en demostrar la existencia de Dios a través de la vía
negativa del razonamiento de la incredulidad personal lo que están haciendo,
como Miller señala, es presuponer que Dios viola caprichosamente sus propias
leyes. Y eso, para aquéllos que como Miller profesan una meditada fe religiosa,
es un degradante y vulgar sacrilegio.
Yo, que no soy creyente, suscribo y apoyo el argumento de Miller con un
paralelismo de mi cosecha. Si no sacrílego, el argumento basado en la teoría del
diseño inteligente denota pereza mental. Lo he ridiculizado mediante una
conversación imaginaria entre sir Andrew Huxley y sir Alan Hodgkin, en su día
presidentes de la Royal Society y ganadores de un Nobel conjunto por haber
descrito la biofísica molecular de los impulsos nerviosos.

—Le digo, Huxley, que es un problema dificilísimo. No entiendo cómo funciona el impulso nervioso, ¿y
usted?
—Yo tampoco, Hodgkin, y estas ecuaciones diferenciales son prácticamente imposibles de resolver.
¿Por qué no desistimos y decimos que el impulso nervioso se propaga por energía nerviosa?
—Me parece una idea excelente, Huxley. Vamos a escribir corriendo una carta al Nature, bastará con
un renglón. Después nos ocuparemos de algo más fácil.

Julian, el hermano mayor de Andrew Huxley, ironizó de un modo parecido


cuando, hace mucho tiempo, señaló que la teoría de que los fenómenos se
explicaban con el vitalismo, a la sazón encarnado por el élan vital de Henri
Bergson, equivalía a afirmar que lo que propulsa la locomotora de un tren es un
élan locomotif.[2] En cambio, no considero fruto de la pereza mental, ni Miller
considera sacrílega, la idea de la panespermia dirigida. Crick hablaba de un
diseño sobrehumano, no sobrenatural: una diferencia muy importante. Según la
visión del mundo de Crick, los diseñadores sobrehumanos de las bacterias o del
medio de propagarlas por la Tierra habrían evolucionado originalmente en su
planeta por un equivalente local de la selección darviniana. El detalle crucial es
que Crick siempre ha buscado un recurso teórico como el que Daniel Dennet
denomina grúa: nunca ha recurrido a un «gancho colgado del cielo».
Se puede responder al razonamiento de la complejidad irreductible sobre
todo demostrando que las presuntas entidades irreductiblemente complejas,
como el motor flagelar, la secuencia del mecanismo de coagulación de la sangre,
el ciclo de Krebs, etc. son en realidad reductibles. La incredulidad personal se
revela, pues, errónea. Además, no se puede olvidar que, en los casos en que no
todavía no se ha logrado imaginar una posible vía evolutiva gradual para la
complejidad, el afán de presuponer que ésta sea, por tanto, sobrenatural denota
una mentalidad sacrílega o perezosa, según el gusto de cada uno.
Pero hace falta mencionar otra objeción, la del «arco y el andamio»,
formulada por Graham Cairns-Smith. El contexto era diferente, pero su
razonamiento vale para el discurso que venimos haciendo aquí. Un arco es
irreductible en el sentido de que, si se retira una parte, se derrumba; sin
embargo, se puede construir gradualmente por medio de andamios. La posterior
retirada del andamio, que dejará de ser visible para quien contemple el resultado
final, no nos autoriza a atribuir, con ánimo mistificador y oscurantista, poderes
sobrenaturales a los albañiles.
El motor flagelar es común entre las bacterias. He escogido a Rhizobium
porque además nos ofrece un segundo ejemplo de versatilidad bacteriana. En la
mayor parte de las rotaciones de cultivos eficaces, los agricultores siembran
leguminosas por un motivo indiscutible: las leguminosas utilizan el nitrógeno
natural de la naturaleza (es de largo el gas más abundante en la atmósfera) en
lugar de absorber compuestos nitrogenados del suelo. Pero no son ellas las que
fijan el nitrógeno atmosférico y lo transforman en compuestos utilizables: son
las bacterias simbiontes, en concreto Rhizobium, alojadas en nódulos radicales
que las plantas, con una solicitud al parecer totalmente involuntaria, les
proporcionan ex profeso.
Eso de contratar ingeniosos mecanismos químicos a bacterias químicamente
mucho más versátiles es un modelo muy extendido en el reino animal y vegetal.
Y es, también, el principal mensaje de «El Cuento del Taq».

EL CUENTO DEL TAQ


(Escrito en colaboración con Yan Wong)

Ahora que hemos llegado al encuentro más alejado en el tiempo y recogido a lo


largo de nuestra peregrinación todas las formas de vida que conocemos, estamos
en condiciones de analizar su diversidad. Al nivel más profundo, la
biodiversidad es química. Los diferentes «segmentos de mercado» que explotan
nuestros compañeros de viaje representan una amplia gama de aptitudes en el
arte de la química. Y, como acabamos de ver, son las bacterias, incluidas las
Arqueas, las que despliegan un espectro más amplio de habilidades químicas.
Como grupo, las bacterias son los mayores químicos del planeta. Incluso
nuestras células deben buena parte de sus actividades químicas a la labor de
«operarios» bacterianos huéspedes, actividades que sólo constituyen una
pequeña parte de lo que las bacterias son capaces de hacer. Desde el punto de
vista químico, somos más parecidos a algunas bacterias de lo que otras bacterias
lo son entre sí. Desde ese mismo punto de vista, se si eliminase de la faz de la
Tierra toda la vida excepto las bacterias, la mayor parte de la gama biológica
permanecería intacta.
La bacteria que he escogido para narrar esta historia es Thermus aquaticus, a
la que los biólogos moleculares llaman afectuosamente Taq. Las bacterias nos
parecen extrañas por múltiples razones. Como se deduce del nombre, Thermus
aquaticus gusta del agua caliente; mejor dicho, del agua muy caliente. Como
hemos visto en el Encuentro 38, muchas Arqueas son termófilas e
hipertermófilas, pero no son las únicas que prefieren esa forma de vida. Ni
termófilas ni hipertermófilas son categorías taxonómicas, sino algo más parecido
a gremios o profesiones, como el estudiante, el molinero y el médico de Chaucer.
Viven en lugares en los que ningún otro ser podría vivir: las fuentes de agua
hirviente de Rotorua y Yellowstone o las chimeneas submarinas de las dorsales
oceánicas. Thermus es una eubacteria hipertermófila. Sobrevive sin problemas
en aguas cercanas al punto de ebullición, aunque prefiere una temperatura en
torno a los 70º. No ostenta, sin embargo, el récord mundial de termofilia, pues
hay Arqueas abisales que prosperan a 115º, una temperatura superior a la del
punto de ebullición normal del agua.[3]
Thermus es famoso entre los biólogos moleculares porque es la fuente de la
enzima de duplicación del ADN llamada Taq polimerasa. Naturalmente, todos
los organismos tienen enzimas de duplicación del ADN, pero Thermus ha tenido
que desarrollar una que resistiese temperaturas cercanas al punto de ebullición.
Esta característica es útil para los biólogos moleculares porque la forma más
fácil de preparar el ADN para la duplicación es hervirlo, dividiéndolo en las dos
hebras que lo componen. Si se hierve y enfría repetidamente una solución que
contenga tanto ADN como Taq polimerasa, se duplican, o amplifican, hasta las
cantidades más infinitesimales del ADN original. Este método se denomina
reacción en cadena de la polimerasa, o RCP, y es sumamente ingenioso.
Gracias a la reputación que se ha labrado como mago del laboratorio
bioquímico, Thermus está más que autorizado para narrarnos este cuento. Pero
hay un segundo factor que lo coloca en una posición inmejorable para ilustrar el
peculiar, y para nosotros instructivo, punto de vista de las bacterias, y es que
pertenece al restringido grupo de las hadobacterias. En su esquema taxonómico,
mencionado en el Encuentro 39, Tom Cavalier-Smith sostiene que las
hadobacterias, junto con sus primas las bacterias verdes no sulfúreas, fueron el
primer grupo bacteriano en ramificarse. Si esto fuese cierto, dicho grupo sería el
pariente más lejano de todas las demás formas de vida.
Según está hipótesis, Thermus y sus parientes estarían aislados. Todas las
demás bacterias tendrían un antepasado común entre sí y con el resto de los seres
vivos, pero Thermus no. Si la hipótesis se confirmase, las consecuencias serían
que, así como cualquier bacteria vería al resto de seres vivos agrupado en una
única rama cadete, dentro de las bacterias, Thermus vería al resto de bacterias
agrupado en una única rama de la familia bacteriana. Esto, unido a su afición a
las aguas hirvientes, es el motivo por el que le he adjudicado el papel de narrar la
historia de la diversidad de la vida. Pero mientras que las pruebas del estatus
especial de Thermus no son definitivas, no cabe duda de que la inmensa mayoría
de la biodiversidad a nivel químico es microbiana y que una sustancial mayoría
de ésta es bacteriana. La historia de la diversidad de la vida, en la medida en se
trata de una diversidad mayormente química, merece ser narrada por una
bacteria, y esa bacteria puede ser perfectamente Taq.
Tradicionalmente, lo cual es comprensible, el cuento de la biodiversidad se
narraba desde la óptica de los animales de gran tamaño, en especial del ser
humano. La vida se dividía en reino animal y reino vegetal, y la diferencia
parecía muy clara. Los hongos se clasificaban como vegetales porque los más
conocidos están enraizados en el suelo y no se alejan cuando uno se acerca a
examinarlos. Antes del siglo XIX ni siquiera se sabía que existiesen las bacterías
y cuando se las vio por primera vez a través de potentes microscópicos los
biólogos no sabían en qué categoría situarlas. Unos las consideraron plantas en
miniatura; otros, animales microscópicos; otros, incluso, juzgaron que aquellas
que capturaban luz (las cianobacterias) eran plantas y todas las demás, animales.
Lo mismo sucedió con los «protistas», eucariotas unicelulares mucho más
grandes que las bacterias: los verdes recibieron el nombre de Protofitos y los
demás de Protozoos. Un ejemplo conocido de protozoo es Amoeba, al que en su
día se consideraba muy cercano del gran progenitor de todas las formas de vida:
un error garrafal toda vez que, a los «ojos» de una bacteria, Amoeba apenas se
distingue de Homo sapiens.
Todo eso sucedía en la época en que los organismos vivos se clasificaban con
arreglo a su anatomía visible; las bacterias, en consecuencia, resultaban mucho
menos diversas que los animales y las plantas y, comprensiblemente, se las tenía
por animales o plantas primitivas. Todo cambio cuando se empezó a clasificar a
los seres vivos en función de informaciones mucho más ricas proporcionadas por
sus moléculas y a analizar la gama de «oficios» químicos ejercidos por los
microbios. Veamos a continuación como está el panorama actualmente.

Las principales divisiones de la vida. Árbol de la vida basado en recientes estudios moleculares que
muestra la división en tres dominios fundamentales. Adaptado del de Grimaldo y Philippe [113].

Si los animales y las plantas se consideran dos reinos distintos, según ese mismo
criterio existen docenas de «reinos» microbianos que, en virtud de su
singularidad, tienen derecho a reclamar el mismo estatus que animales y plantas.
El diagrama muestra la punta del iceberg. No sólo he omitido algunas ramas de
las categorías filogenéticas superiores, sino que sólo he incluido los microbios
que viven en lugares accesibles y pueden cultivarse en el laboratorio. De hecho,
buscando aquí y allá nuevas ubicaciones del ADN sin molestarse en averiguar de
qué organismos proceden, se pueden encontrar reinos microbianos enteros
completamente inéditos. El incombustible Craig Venter y su equipo afirman
haber descubierto al menos 1800 nuevas especies microbianas gracias a una
secuenciación de tipo shotgun del ADN que flota en el mar de los Sargazos.
Animales, plantas y hongos sólo son tres pequeñas ramas del árbol de la vida. Lo
que distingue a estos tres reinos que nos son tan familiares de todos los demás es
el tamaño de los organismos que los integran, compuestos todos ellos por
muchas células. Los otros reinos están casi exclusivamente formados por
microbios. ¿Por qué, entonces, no los reagrupamos en un único reino
microbiano, al mismo nivel que los tres grandes reinos pluricelulares? Uno de
los motivos, muy razonable además, es que a nivel bioquímico muchos reinos
microbianos difieren entre sí y con respecto a los tres reinos pluricelulares tanto
como éstos difieren unos de otros.
No tiene sentido entrar en disquisiciones bizantinas sobre si realmente son
20, 25 o 100 los reinos que presentan tal diversidad. Lo que está claro viendo el
diagrama es que todos estos reinos están comprendidos en tres superreinos
principales o dominios, por usar la terminología de Carl Woese, que es quien
ideó la nueva clasificación. Los tres dominios son los eucariotas —las criaturas
en cuya compañía hemos recorrido la mayor parte del viaje—, las Arqueas —los
microbios con que nos hemos reunido en el Encuentro 38 y que el viejo sistema
de clasificación habría incluido en el tercer dominio— y las eubacterias, que son
precisamente ese tercer dominio y consisten en las bacterias verdaderas. Son los
miembros de este tercer dominio los que se nos han unido en la etapa definitiva
de nuestra peregrinación. Es un honor compartir el último capítulo del libro con
los propagadores de ADN más omnipresentes y eficaces que jamás hayan
existido.
Es evidente que el diagrama de estrella no se basa en características
morfológicas que podamos ver o tocar. Si se quieren comparar organismos,
deben escogerse características que todos ellos compartan aproximadamente. No
se pueden comparar patas si la mayoría de especies no poseen patas. Patas,
cabezas, hojas, clavículas, raíces, corazones, mitocondrias: cada uno de estos
elementos está limitado a un subconjunto de seres. El ADN, en cambio, es
universal y existe un puñado de genes particulares que todas las criaturas vivas
comparten, con tan sólo diferencias mínimas y cuantificables. Éstas son las
características que debemos usar para una comparación a gran escala. Tal vez el
mejor ejemplo lo representan los códigos que sirven para la fabricación de
ribosomas.
Los ribosomas son mecanismos celulares que leen las informaciones
contenidas en el ARN (que a su vez son transcritas a partir de genes del ADN) y
fabrican proteínas. Son vitales para todas las células y están universalmente
presentes. Compuestos en gran parte de ácido ribonucleico (ARN), reciben el
nombre de ARN ribosómico (ARNr) y son completamente diferentes de las
cintas de información ribonucleica que ellos mismos leen y traducen en
proteínas. El ARNr viene codificado por genes del ADN. La secuencia de ARNr
se puede leer directamente o en los genes del ADN que la codifican: el llamado
ADN ribosómico (o ADNr). Tanto en un caso como en otro, lo llamaré ADNr.
El ADNr es muy útil para comparar directamente una criatura con otra,
porque todos lo poseen, pero no se utiliza no sólo por su omnipresencia. Un
hecho igual de importante es que presenta la cantidad justa de variación
genética: es lo bastante similar en las diversas especies vivas como para permitir
comparaciones, pero no tan similar como para impedir la cuantificación de las
diferencias. Recurriendo al método de «El Cuento del Gibón», podemos usar el
ADNr para dibujar todo el árbol de la vida y determinar las enormes distancias
evolutivas entre los principales dominios y dentro de los mismos. Hace falta
tener presente que el ADNr es muy vulnerable a la atracción de ramas largas y
otros escollos similares, pero, con la ayuda de otros genes y usando alteraciones
inusuales del genoma (inserciones y supresiones de grandes tramos de ADN) se
puede construir un árbol provisional, y eso es lo que tenemos en la página
precedente. Bien es verdad que algunas ramas de este árbol provisional son
inciertas, sobre todo dentro de las eubacterias, y esto podría reflejar su tendencia
a intercambiarse ADN, un problema que no hemos advertido en ningún
eucariote; sin embargo, los investigadores han identificado un grupo
fundamental de genes bacterianos que casi nunca se intercambian, de modo que
quizá un día se llegue a un acuerdo general sobre un orden indiscutible de
ramificaciones del árbol de la vida. No veo la hora de que llegue ese día.
La distancia taxonómica, que se mide comparando los genomas, es uno de
los métodos para analizar la diversidad. Otro consiste en mirar la variedad de
modos de vida, la gama de oficios que nuestros peregrinos ejercen. A primera
vista puede parecer que diferentes bacterias son más parecidas, bajo este prisma,
que un búfalo y un león, o que un topo y un koala. Para animales de gran tamaño
como nosotros, vivir excavando túneles bajo tierra en busca de gusanos es muy
diferente de vivir masticando hojas en lo alto de un eucalipto. Sin embargo,
desde el punto de vista de nuestro narrador bacteriano, topos, koalas, leones y
búfalos hacen todos lo mismo: obtener energía de la descomposición de
moléculas complejas que han sido fabricadas gracias a la energía solar captada
por las plantas. Los koalas y los búfalos se alimentan directamente de plantas,
mientras que los leones y los topos obtienen la energía de manera indirecta,
alimentándose de otros animales que (en última instancia) comen plantas.
La fuente primaria de energía externa es el sol. A través de bacterias verdes
simbiontes contenidas en las células vegetales, el sol es el único productor de
energía para toda la vida que podemos apreciar a simple vista. Esta energía es
capturada por paneles solares verdes (las hojas) y empleada para llevar a cabo la
síntesis de compuestos orgánicos como los azúcares y el almidón de las plantas.
Mediante una serie de reacciones químicas, el resto de la vida recibe la energía
solar que en un primer momento captaron las plantas. La energía fluye por toda
la economía biológica, del sol a las plantas, de las plantas a los herbívoros, de los
herbívoros a los carnívoros, de los carnívoros a los saprófagos. Cada uno de esos
pasos, de una criatura a otra pero también dentro de las propias criaturas,
conlleva un gasto a nivel de economía energética. Inevitablemente, parte de la
energía se disipa en forma de calor y jamás se recupera. Sin la inmensa afluencia
de energía solar, la vida, solían decir en su día los manuales, se detendría en
seco.
Esto, en gran medida, sigue siendo cierto, pero dichos manuales no tenían en
cuenta a las bacterias ni a las Arqueas. Si uno es un químico lo bastante
ingenioso, podrá concebir para este planeta modelos alternativos de flujos
energéticos que no derivan del sol. Y cuando se habla de trucos químicos útiles,
lo más probable es que una bacteria ya se nos haya adelantado, puede que antes
incluso de que se descubriese el truco de la fotosíntesis, hace más de 3000
millones de años. Siempre ha de existir, por fuerza, una fuente de energía, pero
eso no quiere decir que tenga que ser el sol. Muchas sustancias encierran energía
química, una energía que puede liberarse por medio de las reacciones químicas
adecuadas. Desde el punto de vista económico, a los seres vivos les sale rentable
extraer de las profundidades de la tierra hidrógeno, ácido sulfhídrico y algunos
compuestos de hierro. Cuando lleguemos a Canterbury nos ocuparemos de la
vida en las entrañas de la tierra.
Aunque, en general, nuestros cuentos no sean narraciones en primera
persona, en este caso voy a hacer una excepción y dar la palabra a Thermus
aquaticus:

Si probaséis a mirar la vida desde nuestro punto de vista, vosotros, eucariotas, dejaríais inmediatamente
de daros tantos aires. Vosotros, simios bípedos, tupayas rabonas, sarcopterigios desecados, gusanos
vertebrados, esponjas con exceso de genes Hox; vosotros, eucariotas recién llegados, congregaciones
apenas reconocibles de una parroquia monótona y exigua, sóis poco más que una extravagante espuma
sobre la superficie de la vida bacteriana. Al fin y al cabo, las mismísimas células de que estáis
compuestos son colonias de bacterias que repiten los mismos viejos trucos que nosotras descubrimos
hace mil millones de años. Estábamos aquí antes de que llegáseis y aquí seguiremos cuando os hayais
ido.
Canterbury

Como corresponde al destino final de una peregrinación de cuatro mil millones


de años, nuestro particular Canterbury está cubierto por una pátina de misterio.
Se trata de la peculiaridad conocida como el origen de la vida, aunque mejor
sería llamarla el origen de la herencia biológica. La misma definición de la vida
no está clara, lo cual parece contrario al sentido común. En el capítulo 37 del
Libro de Ezequiel, el profeta, llamado a descender al valle de los huesos,
identifica vida con aliento. No me resisto a transcribir el pasaje («cada hueso con
su hueso», qué prodigio de concisión):

Profeticé, pues, como se me ordenó; y mientras yo profetizaba, hubo un ruido. Y he aquí un temblor, y
los huesos se juntaron, cada hueso con su hueso. Miré, y he aquí que subían sobre ellos tendones y
carne, y la piel se extendió encima de ellos. Pero no había aliento en ellos. Entonces me dijo:
Profetiza al espíritu. Profetiza, oh hijo de hombre, y di al espíritu que así ha dicho el Señor Jahvé:
«Oh, espíritu, ven desde los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vivan».

Y eso hizo el espíritu, faltaría más. Un ejército enorme recobró el aliento y se


puso en pie. Para Ezequiel, lo que define la diferencia entre estar vivo y estar
muerto es el aliento. El propio Darwin insinuó lo propio en uno de sus pasajes
más elocuentes, las últimas palabras de El origen de las especies (las cursivas
son mías):

Es así como de la guerra natural, del hambre y de la muerte resulta el objeto más elevado que concebirse
pueda, a saber, la creación de los animales superiores. Hay algo grandioso en esta idea de que la vida,
con sus múltiples facultades, fue alentada originalmente por el Creador en unas pocas formas o incluso
en una sola, y que, mientras este planeta ha seguido girando conforme a la inmutable ley de la gravedad,
se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, innúmeras formas
bellísimas y portentosas.

Darwin invirtió atinadamente el orden de los acontecimientos narrados por


Ezequiel. Lo primero fue el aliento vital, que creó las condiciones adecuadas
para la posterior evolución de huesos, tendones, carne y piel. A propósito, las
palabras «por el Creador» no figuran en la primera edición de El origen de las
especies, sino que se añadieron en la segunda, probablemente como concesión a
las camarillas religiosas. Darwin se arrepentiría de ello más adelante, como
manifestó en una carta a su amigo Hooker:

Llevo mucho tiempo arrepentido de haberme sometido a la opinión pública y usado el término creación,
propio del Pentateuco, cuando lo que en verdad quise decir fue que la vida apareció en virtud de algún
proceso absolutamente desconocido. En el momento actual es un puro despropósito pensar en el origen
de la vida es; tanto daría ponerse a pensar en el origen de la materia.

Es probable que Darwin considerase (a mi modo de ver, con toda la razón) que el
origen de la vida era un problema relativamente fácil (y subrayo lo de
relativamente) comparado con el que él había resuelto, a saber: cómo la vida,
una vez iniciada, pudo alcanzar una diversidad y complejidad tan sorprendentes,
una ilusión de diseño eficaz tan poderosa. No obstante, Darwin aventuraría
posteriormente (en otra carta a Hooker) una conjetura sobre ese «proceso
absolutamente desconocido» que dio comienzo a todo. Se vio llevado a
reflexionar sobre ello cuando se preguntó por qué no veíamos originarse la vida
una y otra vez.

A menudo se oye decir que en la actualidad se dan todas las condiciones para la génesis de un
organismo vivo y que tal vez se hayan dado desde siempre. Pero si (¡y cuán grande es éste si!)
aceptamos que en algún pequeño estanque tibio en el que hubiera toda clase de sales amónicas y
fosfóricas, luz, calor, electricida, etc. podría formarse químicamente un compuesto proteínico preparado
para sufrir transformaciones aún más complejas, en la actualidad dicha materia sería absorbida al
instante, lo cual no habría ocurrido antes de que existiesen seres vivos.

Por aquel entonces la doctrina de la generación espontánea sólo se había visto


rebatida por los experimentos de Pasteur. Desde hacía mucho tiempo se creía
que la carne podrida creaba de la nada gusanos, que los percebes canadienses
generaban espontáneamente polluelos de barnacla, e incluso que la ropa sucia
mezclada con trigo engendraba ratones. Contra toda lógica, la teoría de la
generación espontánea contaba con el respaldo de la Iglesia (por fidelidad a
Aristóteles, como en tantas otras cuestiones). Digo «contra toda lógica» porque,
al menos vista a posteriori, la generación espontánea atentaba contra la doctrina
de la creación divina tanto como la mismísima teoría de la evolución. La idea de
que las moscas o los ratones puedan surgir por generación espontánea supone un
tremendo menosprecio de un logro tan formidable como sería el de la creación
de moscas o ratones y representa un verdadero un insulto al Creador. Pero quien
posee una mentalidad acientífica no alcanza a captar cuán complejo e
intrínsecamente improbable es un ratón o una mosca. Darwin fue el primero en
apreciar cabalmente este error.
Aún en 1872, Darwin, en una carta a Wallace, el codescubridor de la
selección natural, seguía juzgando necesario manifestar sus dudas acerca de que
«los rotíferos y los tardígrados» se generasen «espontáneamente», tal y como se
insinuaba en un libro, The Beginnings of Life, que por lo demás admiraba. Su
escepticismo, como de costumbre, iba bien encaminado. Los rotíferos y los
tardígrados son formas complejas maravillosamente adaptadas a sus respectivos
modos de vida. Que hubiesen podido surgir por generación espontánea
implicaría que se tornaron adaptados y complejos «por una afortunada
casualidad, algo que me resisto a creer». A Darwin, las casualidades afortunadas
de esta magnitud le resultaban intolerables, como también deberían haberle
resultado intolerables a la Iglesia, aunque por motivos diferentes. El fundamento
de la teoría darviniana era, y sigue siendo, que la complejidad adaptativa se
conforma de manera lenta y gradual, paso a paso, no de un único golpe que
solamente quepa explicar recurriendo a una intervención del ciego azar. La teoría
de Darwin, al repartir la intervención del azar entre los pequeños pasos
necesarios para generar las variaciones que dan pie a la selección, proporciona la
única escapatoria realista a la explicación de que la vida es pura chiripa. Si los
rotíferos pudiesen originarse sin más ni más, no habría hecho falta que Darwin
dedicase toda una vida a este asunto.
Con todo, la selección natural tuvo que empezar de alguna manera. En este
sentido, y sólo en éste, debió de darse algún tipo de generación espontánea,
siquiera una sola vez. Lo bueno de la contribución de Darwin es que esa única
generación espontánea que nos vemos obligados a postular no tuvo que sintetizar
nada tan complicado como un gusano ni un ratón, sino tan sólo producir… Bien,
nos vamos acercando al quid de la cuestión. Si no fue el aliento, ¿cuál fue el
ingrediente esencial que puso en marcha la selección natural, la cual, tras
auténticas epopeyas de evolución acumulada, terminó dando lugar a los gusanos,
los ratones y los hombres?
Los detalles permanecen enterrados, tal vez sin posibilidad de recuperación,
en nuestro antiguo Canterbury, pero podemos poner un nombre minimalista a ese
ingrediente esencial que al menos exprese qué tipo de cosa debió ser, y ese
nombre es herencia. No deberíamos buscar el origen de la vida, que es algo vago
e indefinido, sino el origen de la herencia, de la verdadera herencia, que tiene un
significado muy preciso. Anteriormente he recurrido al fuego para explicarlo.
El fuego compite con el aliento como símbolo visual de la vida. Cuando
morimos, el fuego de la vida se apaga. Es muy probable que cuando nuestros
antepasados lograron dominar por primera vez el fuego, lo considerasen un ser
vivo, incluso un dios. Mientras observaban fijamente las llamas o las brasas,
sobre todo de noche, cuando la hoguera los calentaba y protegía, ¿se sentirían en
íntima comunión con un espíritu resplandeciente y danzarín? El fuego se
mantiene vivo mientras se le dé pábulo. Respira aire, así que se le puede asfixiar
cortándole el suministro de oxígeno o ahogar echándole agua. Los incendios
naturales devoran los bosques y ponen a los animales en fuga con la misma
rapidez despiadada que una manada de lobos persiguiendo una presa. Como
hicieron con los lobos, nuestros antepasados podían capturar un cachorro de
fuego, domarlo, alimentarlo con regularidad y limpiar las cenizas, que venían a
ser sus excrementos. Antes de que se descubriera el arte de encender el fuego,
seguro que la sociedad humana valoraba mucho el arte menor de conservar un
fuego capturado. Puede que hasta se transportasen, dentro de vasijas, algunas
crías vivas del fuego comunal para ofrecérselas, a cambio de algo, a cualquier
grupo vecino que hubiese sufrido la desgracia de ver cómo se le apagaba el suyo.
Algunos hombres repararían en que los incendios naturales engendraban
fuegos menores al escupir chispas y rescoldos candentes que aterrizaban a cierta
distancia y germinaban en la hierba seca. ¿Llegarían a teorizar los filósofos
Ergaster que el fuego no puede generarse espontáneamente, sino que siempre
habrá de nacer de un fuego progenitor, ya sea de un incendio natural en el llano o
de la lumbre del hogar? ¿Pusieron fin, pues, los primeros palitos de encender
fuego a toda una visión del mundo?
Puede incluso que nuestros antepasados imaginasen una población de
incendios procreadores, o una estirpe de fuegos domésticos descendientes de un
flamígero antepasado que compraron a un clan remoto y después canjearon a
otros. Pero aun así no habría habido herencia en sentido estricto. ¿Por qué no?
¿Cómo se puede tener reproducción y estirpe, y no tener herencia? Esto es
precisamente lo que va a enseñarnos el fuego.
La verdadera herencia significaría la transmisión no sólo del fuego en sí sino
de las variaciones entre fuegos distintos. Unos fuegos son más amarillos, otros
son más rojos. Unos rugen, otros chisporrotean, otros silban, crepitan o humean.
Unos tienen matices azulados; otros, verdosos. Si nuestros antepasados hubiesen
prestado atención a sus lobos domesticados, apreciarían la diferencia entre los
linajes caninos y los linajes ígneos. En el caso de los perros, de tal palo tal
astilla: al menos una parte de lo que distingue a un perro de otro le viene de
familia. Otra parte, por supuesto, le viene por otras vías: la alimentación, las
enfermedades y el azar. En el caso de los fuegos, todas las variaciones se deben
al entorno, ninguna proviene de la chispa originaria. Las variaciones se deben a
la calidad y humedad de la leña, a la dirección y fuerza del viento, al tiro de la
chimenea, al tipo de suelo, a los restos de cobre y potasio que puedan dar un
toque verde-azulado y violeta al amarillo de la llama de sodio. Al contrario de lo
que sucede con los perros, ninguna de las características de un fuego adulto
procede de la chispa que dio vida a las llamas. Los fuegos azules no engendran
fuegos azules. Los fuegos crepitantes no han heredado su crepitar del fuego
paterno del que saltó la chispa inicial. Los fuegos se reproducen sin herencia.
El origen de la vida fue el origen de la herencia real; se podría decir incluso
que del primer gen. Que conste que cuando digo «primer gen» no me refiero a la
primera molécula de ADN. Nadie sabe si el primer gen estaba hecho de ADN;
yo apostaría a que no. Cuando digo primer gen quiero decir primer replicador, es
decir, una entidad, por ejemplo una molécula, que crea líneas ancestrales de
copias de sí misma. Teniendo en cuenta que en el proceso de copiado siempre se
producirán errores, la población irá adquiriendo variedad. La clave de la
herencia verdadera es que todo replicador se parece más a aquél del que es copia
que a cualquier miembro aleatorio de la población. El origen del primer
replicador no fue un acontecimiento probable, pero bastó con que ocurriese una
sola vez. A partir de ahí, sus consecuencias se autoalimentaron automáticamente
y terminaron dando lugar, por medio de la evolución darviniana, a todos los
seres vivos.
Un segmento de ADN o, en determinadas condiciones, su molécula pariente,
el ARN, es un replicador verdadero. Como también lo son un virus informático o
una carta en cadena. Todos estos replicadores requieren un complicado aparato
de asistencia. El ADN requiere una célula equipada con abundante maquinaria
bioquímica preexistente, perfectamente adaptada a la lectura y copiado de
códigos genéticos. El virus informático requiere un ordenador que esté
conectado de alguna manera a otros ordenadores, todos ellos diseñados por
ingenieros humanos para obedecer instrucciones codificadas. La carta en cadena
requiere un nutrido contingente de idiotas dotados de un cerebro lo bastante
evolucionado como para, al menos, saber leer. Lo que hace único al primer
replicador que encendió la chispa de la vida es que no tenía a su disposición
ningún aparato evolucionado, ni diseñado ni instruido. El primer replicador tuvo
que operar de novo, ab initio, sin ningún precedente y sin más ayuda que la de
las leyes normales y corrientes de la química.
Una poderosa fuente de ayuda a las reacciones químicas son los
catalizadores; en el origen de la replicación a buen seguro participó algún tipo de
catalizador. Se trata de agentes que aceleran la reacción química sin consumirse
en ella. Toda la bioquímica consiste en reacciones catalizadas y los catalizadores
suelen ser grandes moléculas de proteína llamadas enzimas. La típica enzima
ofrece las cavidades de su estructura tridimensional como receptáculos donde
contener los ingredientes de una reacción química. Los alinea, establece una
relación química temporal con cada uno de ellos y los emparenta con una
precisión que muy difícilmente podrían alcanzar sin su ayuda.
Por definición, una reacción química no consume los catalizadores que la
propician, pero a veces los produce. Una reacción autocatalítica es aquélla que
fabrica su propio catalizador. Como podrá imaginar el lector, una reacción de
este tipo se resiste a comenzar, pero, una vez iniciada, despega por sí sola y
enseguida se dispara; al igual que un incendio, por cierto, pues no en vano el
fuego posee algunas de las propiedades de las reacciones autocatalíticas. El
fuego no es un catalizador en sentido estricto, pero se genera a sí mismo. Desde
el punto de vista químico, es un proceso de oxidación que desprende calor y
requiere una temperatura elevada para rebasar un umbral e inflamarse. Una vez
encendido, continúa y se propaga como una reacción en cadena toda vez que
genera el calor necesario para regenerarse. Otro famoso ejemplo de reacción en
cadena es la explosión atómica, que no es una reacción química sino nuclear. La
herencia fue el afortunado inicio de un proceso autocatalítico o cuando menos
autorregenerativo. Enseguida tomó vuelo y se propagó como un incendio que
terminaría dando origen a la selección natural y a todo lo que vino después.
Nosotros también oxidamos combustible carbónico para generar calor, pero
no nos incendiamos por la sencilla razón de que llevamos a cabo nuestra
oxidación de manera controlada, paso a paso, encauzando lentamente la energía
por conductos útiles en lugar de dilapidarla sin ton ni son en forma de calor. Esta
química controlada, el llamado metabolismo, es una propiedad de la vida tan
universal como la herencia. Toda teoría sobre el origen de la vida ha de tener en
cuenta tanto la herencia como el metabolismo, pero algunos autores han
equivocado el orden de prioridades y se han dedicado a buscar una teoría del
origen espontáneo del metabolismo, confiando en que, al igual que otros
mecanismos útiles, la herencia vendría a renglón seguido. Sin embargo, como
veremos, esta última no se puede considerar un mecanismo útil. La herencia
tiene que surgir en primer lugar porque, antes de ella, el concepto de utilidad
carece de significado. Sin herencia, y, por consiguiente, sin selección natural, no
habría nada para lo que ser útil. La noción misma de utilidad no puede existir en
tanto no lo haga la selección natural de información hereditaria.
Las teorías clásicas sobre el origen de la vida que aún merecen respeto en
nuestros días son la del ruso A. I. Oparin y la del inglés J. B. S. Haldane,
formuladas en la década de 1920 sin que sus autores tuviesen noticia uno del
otro. Ambos científicos concedían mayor importancia al metabolismo que a la
herencia. Y los dos repararon en un detalle importante: la atmósfera terrestre
previa a la aparición de la vida tuvo que ser reductora para que ésta surgiese.
Este término técnico (no muy útil que digamos) designa una atmósfera sin
oxígeno libre. En presencia de oxígeno libre, los compuestos orgánicos
(compuestos de carbono) son vulnerables a la combustión o cuando menos a la
oxidación y transformación en dióxido de carbono. A los humanos, que
moriríamos en cuestión de minutos si nos faltase el oxígeno, nos resulta extraño,
pero la vida no podría originarse en ningún planeta cuya atmósfera contuviese
oxígeno libre. Como ya he explicado, el oxígeno habría sido un veneno mortal
para nuestros remotos antepasados. Todo lo que sabemos de otros planetas
confirma casi plenamente que la atmósfera original de la Tierra era reductora. El
oxígeno libre vino después. Se trataba de un residuo contaminante de las
bacterias verdes que al principio flotaba libre y más tarde se incorporó a las
células vegetales. En un momento dado nuestros antepasados adquirieron
evolutivamente la capacidad de lidiar con el oxígeno y posteriormente se
hicieron dependientes del mismo.
Por cierto, decir sin más que el oxígeno es un producto de las plantas y las
algas es simplicar demasiado. Es cierto que las plantas desprenden oxígeno, pero
cuando una planta muere, su descomposición, una suma de reacciones químicas
equivalente a quemar todos sus ingredientes carbónicos, consume una cantidad
de oxígeno idéntica a todo el oxígeno liberado por esa misma planta durante toda
su existencia. En consecuencia, no habría ninguna ganancia neta en oxígeno
atmosférico si no fuese porque no todas las plantas muertas se descomponen.
Algunas se convierten en carbón (o equivalentes) y se retiran así de la
circulación. Si los humanos quemásemos todos los combustibles fósiles del
mundo, buena parte del oxígeno presente en la atmósfera sería sustituido por
dióxido de carbono, con lo que restablecería el estado de cosas inicial. No es
probable que ocurra a corto plazo, pero tampoco deberíamos olvidar que si
disponemos de oxígeno para respirar es simplemente porque casi todo el carbono
del planeta se encuentra retenido bajo tierra. Lo estamos quemando por nuestra
cuenta y riesgo.
Los átomos de oxígeno siempre estuvieron presentes en esa atmósfera
primigenia, pero no libres en forma de gas, sino enlazados en compuestos tales
como el dióxido de carbono y el agua. En la actualidad, el carbono se encuentra
atrapado en organismos vivos y, en mucha mayor medida, en rocas calizas,
cretas y carbón, todos ellos minerales surgidos de la descomposición de
organismos muertos. En la época de nuestro Canterbury, esos mismos átomos de
carbono habrían estado sobre todo presentes en la atmósfera en forma de gases
compuestos, como por ejemplo dióxido de carbono y metano. En una atmósfera
reductora, el nitrógeno, que hoy es el principal gas atmosférico, se habría
combinado con el hidrógeno para producir amoniaco.
Oparin y Haldane se dieron cuenta de que una atmósfera reduc-tora habría
sido propicia para la síntesis espontánea de compuestos orgánicos simples. Cito
a continuación las propias palabras de Haldane, incluida la famosa frase final:

Cuando la luz ultravioleta incide sobre una combinación de agua, anhídrido carbónico y amoníaco, se
genera una enorme variedad de substancias orgánicas, incluidos azúcares y, según parece, algunos de los
componentes de las proteínas. Este hecho lo han demostrado Baly y sus colaboradores en su laboratorio
de Liverpool. En el mundo actual, estas substancias, si se dejan libres, se descomponen, es decir, son
destruidas por microorganismos.[1] Sin embargo, antes del origen de la vida, debieron de acumularse
hasta que los océanos primitivos adquirieron la consistencia de una sopa caliente muy diluida.

Esto está escrito en 1929, más de 20 años antes del tantas veces citado
experimento de Miller y Urey que, a juzgar por la descripción de Haldane, debió
de ser una especie de repetición del de E. C. C. Baly. A éste, sin embargo, no le
interesaba el origen de la vida sino la fotosíntesis y su gran logro fue sintetizar
azúcares a base de irradiar con rayos ultravioleta una solución de dióxido de
carbono en agua, en presencia de un catalizador como el hierro o el níquel. Fue
Haldane, y no Baly, quien, con la brillantez que lo caracterizaba,[2] imaginó algo
tan extraordinario como el experimento de Miller y Urey, y lo quiso ver
prefigurado en la obra de Baly.
Lo que Miller hizo (bajo la dirección de Urey) fue colocar dos matraces uno
encima del otro y conectarlos con dos tubos. El matraz inferior, lleno de agua
caliente, representaba el océano primigenio; el superior, lleno de metano,
amoníaco, vapor de agua e hidrógeno, recreaba la atmósfera primordial. El vapor
producido por el océano caldeado del matraz inferior subía por uno de los tubos
hasta la atmósfera del superior; a través del otro tubo, la atmósfera se unía al
océano tras pasar por una cámara de relámpagos, donde se la sometía a
descargas eléctricas, y otra de refrigeración, donde el vapor se condensaba y
producía lluvia que reabastecía el océano.
Tan sólo una semana después de iniciado este simulacro, el océano se había
puesto de color amarillo pardo. Miller analizó el contenido. Como habría
predicho Haldane, se había convertido en una sopa de compuestos orgánicos,
entre ellos no menos de siete aminoácidos, los componentes esenciales de las
proteínas. De esos siete, tres (la glicina, el ácido aspártico y la alanina) formaban
parte de los 20 aminoácidos presentes en los seres vivos. Posteriores
experimentos similares al de Miller, pero con monóxido o dióxido de carbono en
lugar de metano, han arrojado resultados parecidos. Podemos sacar la
contundente conclusión de que, cuando en el laboratorio se simulan diferentes
versiones de esa Tierra primitiva que conjeturaron Oparin y Haldane, surgen de
manera espontánea pequeñas moléculas de gran importancia biológica, tales
como aminoácidos, azúcares y (hecho significativo donde los haya) los
componentes básicos del ADN y el ARN.
Antes de Oparin y Haldane, todo aquel que reflexionaba sobre el origen de la
vida daba por hecho que los primeros organismos habían sido plantas de algún
tipo, quizás bacterias verdes. La gente estaba acostumbrada a la idea de que la
vida depende de la fotosíntesis, el proceso por el cual las plantas, por efecto de la
luz solar, fabrican compuestos orgánicos liberando oxígeno. Oparin y Haldane,
con su teoría de la atmósfera reductora, interpretaron que las plantas
aparecieron más tarde. La vida primigenia surgió en un mar de compuestos
orgánicos preexistentes. Había sopa que comer sin necesidad de foto-sintetizar
nada… por lo menos hasta que se acabase la sopa.
Para Oparin, el paso esencial era el origen de la primera célula. Bien es
verdad que las células, al igual que los organismos, presentan la importante
propiedad de que nunca se originan espontáneamente sino que surgen a partir de
otras células. Es comprensible, pues, que a la sazón el origen de la vida se
considerase sinónimo del origen de la primera célula (metabolizador) y no, como
hago yo, del origen del primer gen (replicador). Entre los teóricos
contemporáneos que sostienen la misma idea destaca el ilustre físico Freeman
Dyson, que está al corriente de las tesis de Oparin y las defiende. La mayoría de
los teóricos recientes, incluidos Leslie Orgel en California, Manfred Eigen y sus
colegas en Alemania y Graham Cairns-Smith en Escocia (si bien éste hace la
guerra por su cuenta, aunque ni mucho menos se le debe excluir de la lista), dan
prioridad, tanto en términos de cronología como de importancia, a la
autorreplicación, y a mi modo de ver están en lo cierto.
¿Cómo sería la herencia sin una célula? ¿No estamos ante un problema como
el de la gallina y el huevo? Si interpretamos que la herencia exige ADN, desde
luego que sí, ya que el ADN no se puede replicar sin la colaboración de un
nutrido elenco de moléculas, entre ellas proteínas que sólo se pueden fabricar
mediante información codificada genéticamente. Pero el hecho de que el ADN
sea la única molécula autorreplicante que conocemos no significa que sea la
única concebible ni la única que jamás haya existido en la naturaleza. Graham
Cairns-Smith ha avanzado la convincente hipótesis de que los replicadores
originales eran cristales minerales inorgánicos de los que el ADN sería un
usurpador posterior que se agenció el papel de protagonista cuando la vida hubo
evolucionado hasta un punto en que semejante golpe de estado genético[3] se
tornó posible. No voy a exponer aquí sus argumentos, en parte porque ya lo hice
lo mejor que pude en El relojero ciego, pero también por un motivo más
importante: no he leído una explicación más clara de por qué lo primordial es la
replicación y por qué el ADN hubo de tener por fuerza algún precursor del que
no sabemos nada, más allá de que presentaba la propiedad de transmitir
caracteres hereditarios. Es una pena que tanta gente asocie automáticamente esta
parte irrefutable de su argumentación a esa otra hipótesis, más controvertida y
discutible, que adjudica el papel precursor a los cristales minerales.
No tengo nada en contra de la teoría de los cristales minerales, de lo
contrario no la habría expuesto en uno de mis libros, pero lo que de verdad
quiero poner de relieve es la primacía de la replicación y la elevada probabilidad
de que el ADN usurpase posteriormente la posición de algún precursor. Para
aclarar la cuestión, analizaré otra hipótesis específica sobre cuál pudo haber sido
ese precursor. Con independencia de sus verdaderos méritos como replicador
original, el ARN es sin lugar a dudas mejor candidato que el ADN, y varios
teóricos lo han postulado como precursor de éste en el llamado mundo ARN.
Para poder presentar la teoría del mundo ARN como es debido, voy a tener que
hacer un inciso y hablar de las enzimas. Si el replicador es el estrella del
espectáculo de la vida, la enzima es, más que un actor secundario, el
coprotagonista.
La vida depende totalmente del virtuosismo de las enzimas para catalizar
reacciones bioquímicas de un modo muy enrevesado. Cuando estudié las
enzimas por primera vez en el colegio, la idea tradicional (y, a mi modo de ver,
equivocada) de que la ciencia había que enseñarla mediante ejemplos de andar
por casa se traducía en un escupitajo dentro un vaso de agua para demostrar la
capacidad que tiene la amilasa, la enzima salivar, de digerir el almidón y formar
azúcar. Esta experiencia nos dejó con la impresión de que una enzima es poco
menos que un ácido corrosivo. Los detergentes biodegradables en polvo, que se
sirven de enzimas para eliminar la suciedad de la ropa, causan la misma
impresión. Pero en este caso se trata de enzimas destructivas cuya función es
descomponer las moléculas grandes en sus ingredientes. Las enzimas
constructivas, en cambio, se ocupan de sintetizar moléculas grandes a partir de
componentes pequeños y, como explicaré a continuación, lo logran actuando
como celestinas robotizadas.
El interior de toda célula contiene una solución de miles de moléculas,
átomos e iones de muchos tipos diferentes. En principio, todos ellos podrían
combinarse entre sí formando un número casi infinito de combinaciones, pero en
general no lo hacen, de manera que el inmenso potencial de actividad química
latente en una célula no llega, en su mayor parte, a materializarse. Téngase en
cuenta mientras consideramos lo siguiente. En los estantes de un laboratorio
químico hay centenares de frascos, todos ellos bien tapados para que sus
contenidos no se mezclen a menos que así lo desee un químico, en cuyo caso
agregará la muestra contenida en uno de los frascos a la muestra contenida en
otro. Se podría decir que los estantes de un laboratorio también contienen un
inmenso potencial de actividad química que espera materializarse y que, en su
mayor parte, tampoco llega a hacerlo.
Imaginemos, sin embargo, que cogemos todos los frascos de los estantes y
los vaciamos en un mismo tanque lleno de agua. Parece un acto de vandalismo
científico, pero una célula viva viene a ser prácticamente lo mismo que ese
tanque, si bien es cierto que con un montón de membranas que complican la
cosa. Los cientos de ingredientes de los miles de reacciones químicas potenciales
no se guardan en frascos separados hasta que llegue el momento en que se les
haga reaccionar. En lugar de eso se hallan todos mezclados en un mismo espacio
compartido, constantemente. Pero aún así permanecen a la espera, inactivos en
gran medida, hasta que se les pida que reaccionen, como si estuviesen separados
en frascos virtuales. Obviamente, no hay tales frascos virtuales, pero sí que hay
enzimas que ofician de celestinas robotizadas o, podríamos incluso decir,
ayudantes de laboratorio robotizados. Las enzimas son capaces de discriminar de
un modo muy similar a como lo hace un sintonizador cuando pone en contacto
un receptor de radio concreto con un transmisor concreto, ignorando los cientos
de señales que bombardean simultáneamente su antena con un maremágnum de
frecuencias.
Supongamos una importante reacción química en la que el ingrediente A se
combina con el ingrediente B para dar lugar al producto Z. En un laboratorio
esto se consigue cogiendo de un estante el frasco con la etiqueta A y de otro
estante el frasco con la etiqueta B, mezclando sus contenidos en un matraz
limpio y llevando a cabo las operaciones que sean necesarias, como calentar o
agitar. Logramos la reacción específica deseada con sólo dos frascos. En el
interior de la célula hay montones de moléculas A y montones de moléculas B en
medio de una enorme variedad de moléculas que flotan en el agua, donde puede
que se encuentren pero rara vez se combinan. En cualquier caso, no tienen más
probabilidades de encontrarse que otros miles de combinaciones diferentes.
Ahora introducimos una enzima llamada abzasa, que está específicamente
configurada para catalizar la reacción A + B = Z. En la célula hay millones de
moléculas de abzasa, cada una de las cuales actúa como un ayudante de
laboratorio robotizado. Cada ayudante de laboratorio coge una molécula A, no
de un estante sino del agua en que flota libremente. Luego coge una molécula B
que también fluctúa a la deriva. Sostiene firmemente la molécula A para
orientarla en una dirección concreta y hace lo propio con la B para adosarla a la
A justo en la posición y orientación adecuadas para que produzcan una Z. La
enzima también puede hacer más cosas: es el equivalente del típico ayudante de
laboratorio que empuña un agitador o enciende un mechero Bunsen. Puede
formar una alianza química temporal con A o B, intercambiando átomos o iones
que con el tiempo le serán retribuidos, de manera que la enzima termina igual
que empezó, lo que la califica de catalizador. El resultado de todo ello es la
creación de una nueva molécula Z que tendrá la forma del agarre de la molécula
enzimática. A continuación el ayudante de laboratorio suelta la nueva molécula
en el agua y espera a que le llegue otra molécula A para cogerla y reanudar el
ciclo.
Si no existiesen estos ayudantes de laboratorio que son las enzimas, de vez
en cuando una molécula A a la deriva se toparía con una B y, siempre que
mediasen las condiciones adecuadas, se unirían. Pero este suceso fortuito sería
poco común, no más probable que los encuentros esporádicos que A o B podrían
tener con muchísimos otros socios potenciales. Una molécula A podría toparse
con una C y producir Y, o una B podría toparse con una D y formar X.
Continuamente se producen pequeñas cantidades de X e Y a resultas de
encuentros fortuitos, pero la presencia de ese ayudante de laboratorio que es la
enzima abzasa lo cambia todo. Gracias a la abzasa se producen cantidades
industriales (a escala celular) de moléculas Z: una enzima típica multiplica la
tasa espontánea de reacción por un factor de entre un millón y un billón. Si se
introdujese una enzima diferente, la aciasa, la molécula A se combinaría, en
lugar de con B, con C, para producir, siempre a velocidad de cinta
transportadora, un copioso suministro de Y. Seguimos hablando de las mismas
moléculas A, que no están encerradas dentro de un frasco sino que fluctúan
libremente, listas para combinarse con B o con C, dependiendo de qué enzima
esté presente.
Así pues, las tasas de producción de Z e Y dependerán, entre otros factores,
de cuántas moléculas de cada uno de los dos ayudantes rivales, abzasa y aciasa,
se hallen presentes en la célula. Y esto a su vez dependerá de cuál de los dos
genes del núcleo celular se encuentre activado. El proceso, en realidad, es un
poco más complicado: aunque haya una molécula de abzasa, puede darse el caso
de que no esté activada. Una de las causas puede ser que otra molécula se haya
instalado en la cavidad activa de la enzima. Es como si el ayudante de
laboratorio estuviese temporalmente esposado. A propósito, lo de las esposas me
recuerda que debo hacer la consabida advertencia al lector: como siempre que se
usa una metáfora, existe el peligro de que la expresión «ayudante de laboratorio»
pueda inducir a error. Una molécula enzimática no posee en rigor un par de
manos con las que agarrar ingredientes tales como A y no digamos ya tolerar
unas «esposas»; en lugar de eso, cuenta con zonas especiales en su superficie
con las que A tiene, digamos, cierta afinidad, bien porque encaja perfectamente
en una cavidad de determinada forma o por alguna propiedad química más
abstrusa. Y esta afinidad puede verse temporalmente anulada como cuando se
apaga un interruptor.
La mayoría de las enzimas son máquinas especializadas que sólo fabrican un
producto: un azúcar, por ejemplo, o una grasa; o una purina, una piramidina
(componentes esenciales del ADN y el ARN) o un aminoácido (veinte de ellos
son ingredientes básicos de las proteínas naturales). Pero algunas enzimas son
más parecidas a esas máquinas programables que leen una cinta de papel
perforado para interpretar lo que han de hacer. Entre ellas destaca el ribosoma,
que ya hemos analizado someramente en «El Cuento del Taq», una herramienta
grande y complicada compuesta de proteína y ARN, el ácido ribonucleico que
sintetiza precisamente las proteínas. Los aminoácidos, los componentes básicos
de las proteínas, ya han sido fabricados por enzimas consagradas exclusivamente
a dicha tarea y andan flotando por el interior de la célula, a disposición del
ribosoma. La cinta de papel perforado es el ARN, concretamente el llamado
ARN mensajero» (ARNm). Esta cinta mensajera, cuyo mensaje ha copiado ella
misma del ADN del genoma, se introduce en el ribosoma y, conforme va
pasando por la cabeza lectora, va ensamblando los aminoácidos apropiados en
una cadena de proteínas según el orden especificado por el código genético
transcrito en la cinta.
Sabemos cómo funciona esa especificación y se trata de algo verdaderamente
maravilloso. Existe un conjunto de pequeños ARN de transferencia (ARNt),
cada uno de los cuales está formado por 70 componentes llamados nucteótidos.
Cada ARNt selecciona y uno, y solamente uno, de los veinte tipos de
aminoácidos naturales y se une a él. En el otro extremo de la molécula de ARNt
hay un anticodón, esto es, una tripleta de nucleótidos, que es exactamente
complementaria de la breve secuencia de ARNm (codón) que especifica ese
aminoácido concreto de acuerdo con el código genético. A medida que la cinta
de ARNm se desplaza por la cabeza lectora del ribosoma, cada codón del ARNm
se une a un ARNt que posea el anticodón adecuado. Esto hace que el aminoácido
que cuelga de la otra punta del ARNt se alinee y se coloque en la posición
correcta para poder adherirse al extremo de la proteína que está sintetizándose.
Una vez adherido, el ARNt se despega en busca de una nueva molécula de
aminoácido del tipo apropiado, mientras la cinta de ARNm avanza una muesca.
El proceso se repite y poco a poco se va formando la cadena proteica. Lo
increíble es que una sola cinta de ARNm puede lidiar con varios riboso-mas al
mismo tiempo. Cada uno de ellos desplaza su cabeza lectora a lo largo de un
tramo diferente de la cinta y fabrica así su propia copia de la cadena proteica.
Una vez que la nueva cadena proteica está completa y el ARNm ha pasado
íntegramente por la cabeza lectora del ribosoma, la proteína se desprende y se
enrosca generando una complicada estructura cuya forma está determinada, en
virtud de las leyes químicas, por la secuencia de aminoácidos que la integran.
Esta secuencia viene dada por el orden de los símbolos que componen el código
transcrito a lo largo del ARNm. Y este orden, a su vez, lo determina la secuencia
de símbolos complementaria inscrita en el ADN, que constituye la principal base
de datos de la célula.
La secuencia codificada de ADN controla, por tanto, lo que sucede en la
célula. Concretamente, especifica la secuencia de aminoácidos de cada proteína,
esta secuencia determina la forma tridimensional de la proteína y esto a su vez
confiere a la proteína sus particulares propiedades enzimáticas. Es importante
reseñar que el control puede ser indirecto en el sentido de que, como vimos en
«El Cuento del Ratón», son los genes los que determinan si otros genes se
activan o no, y cuándo. La mayoría de los genes de una célula cualquiera no
están activados. Por eso, de todas las reacciones que sobre el papel podrían darse
en el «tanque lleno de ingredientes mezclados», realmente solo una o dos tienen
lugar en cualquier momento dado: aquéllas cuyos «ayudantes de laboratorio»
específicos se encuentran activos en la célula.
Tras este paréntesis sobre las enzimas, vamos a dejar de lado la catálisis
normal para pasar al caso especial de la autocatálisis, alguna de cuyas versiones
probablemente desempeñó un papel clave en el origen de la vida. Retomemos el
ejemplo hipotético de las moléculas A y B que se combinaban para producir Z
bajo la influencia de la enzima abzasa. ¿Y si Z fuese su propia abzasa? Me
explico: ¿qué ocurre si la molécula Z tiene la forma y las propiedades químicas
adecuadas para coger una A y una B, unirlas en la posición correcta y
combinarlas para hacer una nueva Z, idéntica a sí misma? En nuestro ejemplo
anterior podíamos decir que la cantidad de abzasa en la solución influiría en la
cantidad de Z producida, pero ahora, si Z es exactamente la misma molécula que
la abzasa, sólo necesitamos una molécula de Z para provocar una reacción en
cadena. La primera Z coge moléculas A y B y las combina para fabricar más
moléculas Z; después éstas Z cogen más moléculas A y B para hacer aún más Z,
y así sucesivamente. Es lo que se llama autocatálisis. Bajo las condiciones
adecuadas, la población de moléculas Z aumentará exponencial… y
explosivamente. A la hora de buscar posibles protagonistas del origen de la vida,
fenómenos como éste se antojan prometedores.

Libre de enrollarse. Imagen realizada por


ordenador de un ARN de transferencia, enrollándose
sobre sí mismo para formar una diminuta doble
hélice.

No es más que una hipótesis, pero Julius Rebek y su equipo, del Scripps Institute
de California, la hicieron realidad. Estos investigadores examinaron algunos
ejemplos fascinantes de autocatálisis con sustancias químicas reales. En uno de
ellos, Z era éster triácido de aminoadenosina (ETAA), A era aminoadenosina y B
era éster pentafluorofenil, y la reacción no tenía lugar en agua sino en
cloroformo. Huelga decir que no hace falta memorizar ninguno de estos
pormenores químicos, ni, por supuesto, esos nombres kilométricos: lo que
importa es que el producto de esa reacción química es su propio catalizador. La
primera molécula de ETAA se resiste a formarse pero, una vez formada,
inmediatamente se pone en marcha una reacción en cadena: cada vez más
moléculas de ETAA se sintetizan a sí mismas ejerciendo de sus propios
catalizadores. Por si fuera poco, esta brillante serie de experimentos pasó a
demostrar la verdadera herencia en el sentido que venimos definiendo en estas
páginas. Rebek y su equipo encontraron un sistema en el que existía más de una
variante de la sustancia autocatalizada: cada variante catalizaba la síntesis de sí
misma, usando su variante preferida de uno de los ingredientes. Esto planteaba la
posibilidad de una verdadera competencia dentro de una población de entidades
que presentan herencia verdadera, así como una forma, no por rudimentaria
menos instructiva, de selección darviniana.
La química de Rebek es sumamente artificial, pero su trabajo ilustra
maravillosamente el principio de autocatálisis, según el cual el producto de una
reacción química sirve como catalizador de la misma. Lo que necesitamos para
el origen de la vida es algo como la autocatálisis. ¿Pudo el ARN, o algo parecido
al ARN, bajo las condiciones primigenias de la Tierra, haber autocatalizado su
propia síntesis al estilo del experimento de Rebek, y haberlo hecho en agua en
lugar de cloroformo?
Tal y como explicó el alemán Manfred Eigen, ganador del premio Nobel de
Química, el problema es tremendo. Eigen señaló que todo proceso de
autorreplicación es susceptible de degradarse por errores de copiado
(mutaciones). Imaginemos una población de entidades replicadoras en la que
cada operación de copiado presenta una elevada probabilidad de error. Para que
un mensaje codificado pueda resistir los estragos de la mutación, al menos un
miembro de la población en cada generación deberá ser idéntico a su progenitor.
Por ejemplo, si en una cadena de ARN hay diez unidades (letras), el porcentaje
medio de error por letra tendrá que ser menor de uno entre diez: sólo así se podrá
confiar en que al menos algunos miembros de la nueva generación salgan con las
diez letras del código correctas. En cambio, si el porcentaje de error es más alto,
por muy fuerte que sea la presión selectiva la mutación, por sí sola, provocará
una degradación inevitable con el paso de las generaciones. Es lo que se conoce
como catástrofe de error. Las catástrofes de error en genomas avanzados
constituyen el tema principal de Mendel’s Demon[4], el provocador libro de Mark
Ridley, aunque lo que aquí nos ocupa es la catástrofe de error que amenazó el
mismísimo origen de la vida.
Una cadena corta de ARN, e incluso de ADN, puede replicarse
espontáneamente sin la mediación de una enzima, pero el porcentaje de error por
letra es mucho más elevado que cuando está presente una enzima. Esto significa
que, mucho antes de que se haya podido construir un segmento de gen lo
bastante largo como para fabricar la proteína que daría lugar a una enzima
apropiada, el gen en ciernes habría quedado destruido por la mutación. Es el
callejón sin salida del origen de la vida en nuestro planeta. Un gen lo bastante
grande como para codificar una enzima sería demasiado grande para replicarse
con exactitud sin la ayuda precisamente del mismo tipo de enzima que trata de
codificar. Resultado: el sistema no consigue arrancar.
La solución a este callejón sin salida advertido por Eigen es la teoría del
hiperciclo, que se basa en el viejo principio de «divide y vencerás». La
información codificada se subdivide en unidades lo bastante pequeñas como para
mantenerse por debajo del umbral de la catástrofe de error. Cada una de estas
subunidades es un minireplicador por derecho propio, lo bastante pequeño como
para que en cada generación sobreviva por lo menos una copia. Todas las
subunidades cooperan en alguna función importante lo bastante grande como
para sufrir una catástrofe de error en el caso de que la catalizase un agente
químico único en lugar de una subunidad.
Tal y como he descrito la teoría, existe el peligro de que todo el sistema sea
inestable debido a que algunas subunidades se repliquen más rápido que otras.
He aquí que llegamos a la parte más ingeniosa de la teoría. Cada subunidad
prospera en presencia de las demás. Dicho de un modo más específico, la
producción de una viene catalizada por la presencia de otra, de tal manera que
forman un ciclo de dependencia o hiperciclo. El hiperciclo impide
automáticamente que ningún elemento acelere y se destaque de los demás:
ninguno podrá hacerlo por la sencilla razón de que depende del elemento que lo
precede en el hiperciclo.
John Maynard Smith señaló la similitud entre un hiperciclo y un ecosistema.
Los peces dependen de la población de pulgas de agua que les sirven de
alimento. A su vez, la población de peces afecta a la de aves piscívoras. Las aves
producen guano, que contribuye al crecimiento de las algas de que se alimentan
las pulgas de agua. Todo el ciclo de dependencia es un hiperciclo. Según Eigen y
su colega Peter Schuster, la solución al callejón sin salida que bloquea el origen
de la vida podría estar en algún hiperciclo molecular.
Voy a dejar aquí la teoría del hiperciclo para retomar la idea, plenamente
compatible con aquélla, de que el ARN, en esos primeros momentos en que la
vida apenas estaba comenzando y las proteínas aún no existían, pudo haber sido
su propio catalizador. Se trata de la teoría del «mundo ARN». Para ver hasta qué
punto es verosímil, hace falta examinar por qué las proteínas sirven como
enzimas pero no como replicadores, por qué el ADN sirve como replicador pero
no como enzima y, por último, por qué el ARN podría servir para ambos
cometidos y solventar así el callejón sin salida.
Lo realmente importante en materia de actividad enzimática es, en gran
parte, la forma tridimensional. Las proteínas son eficaces como enzimas porque,
como consecuencia automática de la secuencia unidimensional de sus
aminoácidos, pueden adoptar casi cualquier forma imaginable en tres
dimensiones. Son las afinidades químicas entre los aminoácidos que componen
la cadena lo que determina la forma del nudo que hace la proteína al enrollarse a
sí misma. Así pues, la estructura tridimensional de una molécula de proteína está
especificada por la secuencia unidimensional de aminoácidos, que a su vez está
especificada por la secuencia unidimensional de letras del código (las bases
nitrogenadas) dentro de un gen. En teoría (en la práctica ya es otra cuestión, y
tremendamente difícil, por cierto), se podría escribir una secuencia de
aminoácidos que adoptase espontáneamente cualquier forma de nuestro agrado:
no sólo aquéllas que sirven de enzimas, sino cualquier forma arbitraria que
decidiésemos especificar.[5] Es precisamente esta versatilidad lo que faculta a las
proteínas para hacer de enzimas. Hay una proteína capaz de seleccionar una
cualquiera de las innúmeras reacciones químicas potenciales que pueden darse
en el revoltijo de ingredientes de la célula.
Así pues, las proteínas son unas enzimas magníficas, capaces de enrollarse
en cualquier forma que se desee. Pero como replicadores son un desastre. Al
contrario que el ADN y el ARN, cuyos componentes siguen reglas de
emparejamiento específicas (las reglas de emparejamiento de las bases
nitrogenadas, descubiertas por dos brillantes científicos, los por entonces jóvenes
Watson y Crick), los aminoácidos no siguen regla alguna. El ADN, en cambio,
es un replicador excelente pero un pésimo candidato para el papel de enzima.
Esto se debe a que, a diferencia de las proteínas, capaces, como hemos visto, de
adoptar una variedad casi infinita de formas tridimensionales, el ADN sólo tiene
una configuración: la famosa doble hélice. La doble hélice es idónea para la
replicación por cuanto los dos lados de la escalera de caracol se separan con
facilidad uno del otro, quedando ambos expuestos como plantillas para que se
les puedan adherir nuevas bases de acuerdo con las reglas de emparejamiento de
Watson-Crick. Pero no sirve para mucho más.
El ARN posee algunas de las virtudes del ADN como replicador y algunas
de las virtudes de las proteínas como versátiles productoras de enzimas. Las
cuatro letras del ARN son lo bastante parecidas a las cuatro letras del ADN
como para que cualquiera de los dos series pueda servir de plantilla para la otra.
Ahora bien, el ARN no forma una doble hélice larga con tanta facilidad, lo que
significa que como replicador es algo menos competente que el ADN. Esto se
debe en parte a que el sistema de doble hélice se presta a la corrección de
pruebas. Cuando la doble hélice de ADN se escinde y cada hélice individual
sirve inmediatamente de plantilla a su complementaria, los errores se pueden
detectar y corregir al instante: ambas cadenas permanecen adosadas a su
progenitor y la comparación entre ellas permite identificar inmediatamente los
errores. La corrección de pruebas basada en este principio reduce la tasa de
mutación a una entre mil millones, lo que hace posible la existencia de genomas
tan grandes como el nuestro. El ARN, al carecer de esta capacidad correctora,
presenta un índice de mutación mil veces más elevado que el ADN. Esto
significa que solamente pueden usar el ARN como replicador principal los
organismos más simples dotados de genomas pequeños, como, por ejemplo,
ciertos virus.
Pero carecer de una estructura en forma de doble hélice también tiene sus
ventajas. Como la cadena de ARN no pasa todo el tiempo emparejada con su
cadena complementaria sino que se separa de ésta en cuanto termina de
formarse, es libre de enrollarse como una proteína. Y así como la proteína se
enrolla en virtud de las afinidades químicas entre aminoácidos situados en
lugares diferentes de la misma cadena, el ARN lo hace usando las reglas de
emparejamiento de bases de Watson-Crick, esto es, las mismas reglas que se
usan para hacer copias de ARN. Dicho de otro modo, al no tener una cadena
complementaria con la que asociarse en doble hélice como el ADN, el ARN es
dueño de emparejarse con trozos sueltos de sí mismo. Busca tramos cortos de sí
mismo con los que se puede emparejar, ya sea formando una doble hélice en
miniatura o en cualquier otra disposición. Según las reglas de emparejamiento,
esos tramos han de estar orientados en dirección contraria. Por eso las cadenas
de ARN tienden a formar series de curvas muy cerradas.
El repertorio de formas tridimensionales que es capaz de adoptar una
molécula de ARN quizá no sea tan amplio como el repertorio de las
macromoléculas de proteína, pero si lo bastante como para pensar que el ARN
podría ofrecer un versátil arsenal de enzimas. De hecho, se han descubierto
muchas enzimas de ARN, llamadas ribozimas. La conclusión es que el ARN
posee algunas de las virtudes replicadoras del ADN y algunas de las virtudes
enzimáticas de las proteínas. Antes de la aparición del ADN, el replicador por
excelencia, y de las proteínas, los catalizadores por excelencia, tal vez hubo un
mundo en el que el ARN era lo único capaz de hacer las veces de ambos
especialistas. Tal vez en el mundo primordial se declaró espontáneamente un
incendio ribonucleico que empezó a fabricar proteínas, que a su vez
contribuyeron a sintetizar primero ARN y, más adelante, también ADN, que
terminó imponiéndose como replicador dominante. Esto es lo que propone la
teoría del mundo ARN, que se ha visto indirectamente respaldada por una
estupenda serie de experimentos iniciados por Sol Spiegelman, de la
Universidad de Columbia, y repetidos en diversas versiones por otros
investigadores a lo largo de estos años. En sus experimentos, Spiegelman usó
una enzima proteica, lo que a juicio de algunos quizá sea hacer trampas, pero los
resultados fueron tan espectaculares y esclarecieron aspectos tan importantes de
la teoría, que no cabe sino concluir que, en cualquier caso, merecieron la pena.
Antes que nada, el contexto. Existe un virus llamado Qβ. Se trata de un virus
ARN, lo que significa que sus genes, en lugar de estar hechos de ADN, estan
compuestos íntegramente de ARN. Este virus se sirve de una enzima llamada Qβ
replicasa para copiar su propio ARN. En estado salvaje, Qβ es un bacteriófago (o
fago, para abreviar), esto es, un parásito de bacterias, en concreto de la bacteria
intestinal Escherichia coli. La célula bacteriana cree que el ARN de Qβ es parte
de su propio ARN mensajero y sus ribosomas lo procesan exactamente igual que
si lo fuese, pero las proteínas que fabrica son buenas para el virus y no para la
bacteria que lo hospeda. Estas proteínas son de cuatro tipos: una proteína de
cobertura para proteger el virus, una proteína adhesiva para pegarse a la célula
bacteriana, el llamado factor de replicación, del que me ocuparé en un instante, y
una proteína-bomba que, cuando el virus termina de replicarse, sirve para
destruir la célula bacteriana y liberar así decenas de miles de virus, cada uno de
los cuales viajará dentro de su pequeña cobertura proteica hasta toparse con otra
célula bacteriana y reiniciar el ciclo. He dicho que volvería a ocuparme del
factor de replicación. Tal vez el lector piense que se trata de la replicasa del Qβ,
pero en realidad es más pequeño y más simple. Lo único que hace el pequeño
gen viral es fabricar una proteína que se encarga de soldar otras tres proteínas
que la bacteria produce para sus propios fines (que no tienen nada que ver con lo
que estamos hablando). Cuando éstas han quedado soldadas por acción de la
pequeña proteína del virus, el compuesto así formado recibe el nombre de
replicasa Qβ.
Spiegelman fue capaz de aislar dos componentes de este sistema, la Qβ
replicasa y el ARN del Qβ. Los colocó en agua junto con algunas materias
primas micromoleculares (los componentes básicos del ARN) y se puso a
observar lo que ocurría. El ARN capturó pequeñas moléculas y fabricó copias de
sí mismo según las reglas de emparejamiento de Watson-Crick, proeza ésta que
llevó a cabo sin ninguna bacteria huésped y sin la proteína de cobertura ni
ninguna otra parte del virus. Esto ya de por sí suponía un resultado estupendo.
Nótese que la síntesis proteica, que forma parte de la actividad habitual del ARN
en estado natural, se ha excluido por completo del proceso. Tenemos un sistema
de replicación de ARN reducido al mínimo que fabrica copias de sí mismo son
molestarse en producir proteínas.
Entonces Spiegelman hizo algo extraordinario. En este «mundo-probeta»
completamente artificial puso en marcha una forma de evolución en la que las
células no desempeñaban papel alguno. Para visualizar el montaje, imagínese el
lector una larga hilera de tubos de ensayo cada uno de los cuales contenía
replicasa Qβ y materias primas pero nada de ARN. Spiegelman introdujo en el
primer tubo una pequeña cantidad de ARN de Qβ que, como era de esperar,
fabricó un montón de réplicas de sí mismo. A continuación extrajo una pequeña
muestra del líquido y echó una gota en el segundo tubo. Entonces esta semilla de
ARN comenzó a replicarse en el segundo tubo; al cabo de un rato, Spiegelman
extrajo otra gota de éste y la sembró en el tercero. Y así sucesivamente. Es como
cuando una chispa de una hoguera enciende un nuevo fuego en la hierba virgen,
y este nuevo fuego a su vez enciende un tercero y así sucesivamente, dentro de
una cadena de inseminaciones. Pero el resultado fue muy otro. Mientras que los
fuegos no heredan ninguna de las cualidades de la chispa generatriz, las
moléculas de ARN de Spiegelman sí. Y la consecuencia fue… evolución por
selección natural en su forma más básica y elemental.
A medida que se sucedían las generaciones, Spiegelman fue analizando el
ARN de los tubos para supervisar sus propiedades, incluida su capacidad de
infectar bacterias. Y descubrió algo fascinante. El ARN evolutivo se fue
haciendo cada vez más pequeño y, al mismo tiempo, tal y como pudo comprobar
poniéndolo en contacto con bacterias, menos infeccioso. Al cabo de 74
generaciones la molécula de ARN tipo se había reducido a una pequeña fracción
del tamaño de su «antepasado en estado salvaje». El ARN salvaje era un collar
de unas 3600 cuentas de largo. Tras 74 generaciones[6] de selección natural, el
habitante medio de un tubo de ensayo había visto reducida su longitud a tan sólo
550: insuficiente para infectar bacterias pero excelente para infectar tubos de
ensayo. Estaba claro lo que había ocurrido. A lo largo del proceso se habían
producido mutaciones espontáneas en el ARN y los mutantes que sobrevivían
estaban capacitados para hacerlo en el mundo del tubo de ensayo, no en el
mundo natural de las bacterias que están a la espera de que las parasiten. La
principal diferencia probablemente estribaba en que el ARN de los tubos de
ensayo podía prescindir de toda la codificación encaminada a producir las cuatro
proteínas necesarias para fabricar la cobertura, la bomba y los demás requisitos
que permitían al virus salvaje sobrevivir como bacteriófago activo, mientras que
en el mundo idílico de los tubos de ensayo, llenos de replicasa Qβ y materias
primas, lo que quedaba era el mínimo necesario para poder replicarse.
A este superviviente nato reducido a lo imprescindible, cuyo tamaño es diez
veces menor que el de su antepasado salvaje, se le conoce como el «monstruo de
Spiegelman». Al ser más pequeña, esta variante depurada se reproduce más
rápido que sus competidoras y, en consecuencia, la selección natural hace que su
representación en la población aumente poco a poco (y población, dicho sea de
paso, es el término correcto, por más que estemos hablando de moléculas que
flotan libremente, no de virus ni de organismos de ningún tipo).
Por increíble que parezca, cuando se repite el experimento, una y otra vez
surge practicamente el mismo monstruo de Spiegelman. Además, Spiegelman y
Leslie Orgel, uno de los más importantes estudiosos del origen de la vida,
llevaron a cabo otros experimentos en los que añadieron a la solución una
sustancia desagrable como, por ejemplo, bromuro de etidio. Bajo estas
condiciones, evoluciona un monstruo distinto, resistente a la sustancia en
cuestión. Cada obstáculo químico propicia la evolución de un monstruo
especializado diferente.
Los experimentos de Spiegelman empleaban como punto de partida ARN Qβ
natural «de tipo salvaje». M. Sumper y R. Luce, que trabajaban en el laboratorio
de Manfred Eigen, obtuvieron un resultado realmente sensacional. Bajo
determinadas condiciones, un tubo de ensayo que no contenga absolutamente
nada de ARN, tan sólo las materias primas para fabricarlo más la enzima Qβ
replicasa, puede generar espontáneamente ARN autorreplicador que
evolucionará hasta hacerse semejante al monstruo de Spiegelman. Para que
luego, dicho sea de paso, vengan los creacionistas con la sospecha de que es
demasiado improbable que hayan evolucionado las macromoléculas (más que
«con la sospecha» quizá habría que decir «con la esperanza»). Es tal el poder de
la selección natural acumulativa (y tan lejos está la selección natural de ser un
proceso basado en el puro azar) que bastan unos pocos días para que el monstruo
de Spiegelman se construya a sí mismo desde cero.
Estos experimentos todavía no constituyen una prueba directa de la hipótesis
del mundo ARN como explicación del origen de la vida. En concreto, la
«trampa» de la replicasa Qβ sigue estando presente a lo largo de todo el proceso.
La hipótesis del mundo ARN se basa en la capacidad catalítica del propio ARN.
Si, como es bien sabido, éste es capaz de catalizar otras reacciones, ¿no podría
hacer lo mismo con su propia síntesis? El experimento de Sumper y Luce
prescindía del ARN pero empleaba la replicasa Qβ. Lo que hace falta es otro
experimento que también prescinda de la replicasa Qβ. Las investigaciones
continúan y presagio resultados emocionantes. Pero ahora quiero ocuparme de
una nueva hipótesis que se ha puesto de moda en los últimos tiempos y que es
totalmente compatible con la del mundo ARN y con muchas otras de las teorías
vigentes sobre el origen de la vida. La novedad en este caso radica en el
escenario en el que habrían tenido lugar por primera vez los acontecimientos
cruciales: no en un «pequeño estanque tibio» sino en una «profunda roca
incandescente». Según esta interesante teoría, nuestros peregrinos, para poder
completar el viaje y encontrar su Canterbury, van a tener que excavar bien hondo
y descender hasta la roca primordial. El principal impulsor de esta tesis es
Thomas Gold, otro inconformista que también «hace la guerra por su cuenta» y
que, si bien comenzó como astrónomo, es lo bastante versátil como para hacerse
acreedor al título de «científico generalista», distinción poco común en la
actualidad, y lo bastante eminente como para ser miembro electo tanto de la
Royal Society de Londres como de la National Academy of Sciences de Estados
Unidos.
Gold piensa que es un error considerar que el sol es el primer motor de la
vida. A su modo de ver, nos hemos dejado engañar, una vez más, por lo que nos
resulta familiar y hemos asignado, tanto al ser humano como a nuestro tipo de
vida, una importancia injustificada en el orden del universo. En su día los libros
de texto afirmaban que toda la vida dependía, en última instancia, de la luz solar,
pero en 1977 se descubrió algo asombroso: las chimeneas volcánicas de los
profundos fondos oceánicos sustentan una extraña comunidad de criaturas que
no precisan de la luz del sol para vivir. El calor de la lava incandescente hace
que la temperatura del agua se eleve a más de 100 °C, temperatura que, dada la
enorme presión que se registra a semejantes profundidades, todavía dista
bastante del punto de ebullición. El agua circundante es muy fría y el gradiente
térmico fomenta diversos tipos de metabolismos bacterianos. Estas bacterias
termófilas, entre las que figuran bacterias sulfurosas que aprovechan el sulfuro
de hidrógeno que mana de las chimeneas volcánicas, constituyen la base de
elaboradas cadenas alimenticias cuyos eslabones superiores incluyen gusanos
tubícolas de color rojo sangre y hasta tres metros de largo, lapas, mejillones,
estrellas de mar, percebes, cangrejos blancos, langostinos, peces y algunos
anélidos capaces de vivir a 80 °C. Hay bacterias, como hemos visto, que pueden
sobrellevar tranquilamente esas temperaturas hadeanas, pero no se conoce
ningún otro animal capaz de hacer lo propio, de ahí que estos poliquetos reciban
el apodo de «gusanos Pompeya». Algunas de las bacterias sulfurosas se alojan
en animales como, por ejemplo, mejillones, o los gusanos tubícolas gigantes, que
llevan a cabo operaciones bioquímicas especiales en las que usan la
hemoglobina (de ahí su color rojo sangre) para alimentar con sulfuro a sus
propias bacterias. Estas colonias de vida, que se basan en la extracción
bacteriana de energía procedente de las chimeneas volcánicas, asombran a
propios y extraños, primero por el mero hecho de su existencia y luego por su
abundante exuberancia, que supone un contraste sorprendente con las
condiciones poco menos que desérticas del fondo marino circundante.
Ni siquiera después de un descubrimiento tan sensacional ha dejado la
mayoría de los biólogos de seguir creyendo que el centro de la vida es el sol.
Casi todos damos por hecho que las criaturas de las comunidades hidrotermales
de los abismos oceánicos, por más que puedan resultar fascinantes, constituyen
una anomalía insólita y no representativa. Gold no está de acuerdo. Él cree que
esos abismos ardientes y oscuros que soportan una presión altísima son
precisamente el lugar donde no debería faltar la vida y donde surgió por primera
vez. No necesariamente en el mar, sino tal vez en las rocas, bajo tierra, a gran
profundidad. Nosotros, los que vivimos en la superficie, expuestos a la luz y al
aire fresco, seríamos las aberraciones, las anomalías. Gold señala que los
hopanoides, unas moléculas orgánicas que se forman en las paredes celulares de
las bacterias, están presentes en todas las rocas, y cita un cálculo fidedigno según
el cual habría entre diez y cien billones de toneladas de hopanoides en las rocas
del mundo. Estas cifras superan con creces el billón de toneladas de carbono
orgánico presente en la superficie.
Las rocas, observa Gold, están plagadas de grietas y fisuras, que, por muy
pequeñas que sean a simple vista, suponen más de mil trillones de centímetros
cúbicos de espacio húmedo y caliente apto para la vida a escala bacteriana. La
energía térmica y las sustancias químicas presentes en las propias rocas serían
suficientes para sustentar enormes cantidades de bacterias. Gold señala que
muchas bacterias prosperan a temperaturas de hasta 110 °C y que esto les
permitiría vivir a una profundidad de entre cinco y diez kilómetros, distancia
ésta que recorrerían en menos de mil años. Se trata de un cálculo imposible de
verificar, pero Gold cree que el total de la biomasa de las bacterias que habitan
en rocas profundas e incandescentes podría superar la biomasa de toda la vida de
superficie basada en el sol que conocemos.
Volviendo al tema del origen de la vida, Gold y otros han señalado que la
termofilia, el amor a las temperaturas elevadas, no es una peculiaridad insólita
entre las bacterias y las Arqueas, sino todo lo contrario: es algo tan común y tan
ampliamente distribuido por los árboles filogenéticos bacterianos que bien
podría haber sido el estado primitivo desde el que evolucionaron las formas de
vida fría que conocemos. Por lo que respecta tanto a la química como a la
temperatura, las condiciones en la superficie de la Tierra primigenia (lo que
algunos científicos llaman la Era Hadeana) eran más similares a las de las rocas
profundas e incandescentes de Gold que a las de la superficie terrestre actual. De
hecho, podría decirse que, cuando excavamos en el suelo rocoso, lo que estamos
haciendo es excavar hacia el pasado y redescubrir las condiciones imperantes en
el incandescente Canterbury de la vida.
Uno de los recientes paladines de esta hipótesis es el físico angloaustraliano
Paul Davies, cuyo libro The fifth miracle es un compendio de las pruebas
descubiertas desde que Gold publicara su artículo en 1992. En varias muestras
de roca perforada se han descubierto bacterias hipertermófilas vivas que se
reproducen entre escrupulosas precauciones adoptadas para impedir cualquier
contaminación procedente de la superficie. Algunas de estas bacterias se han
cultivado con éxito en el interior… ¡de una olla a presión modificada! Davies, al
igual que Gold, cree que la vida pudo haberse originado en las profundidades
subterráneas y que las bacterias que todavía habitan ahí abajo podrían ser
reliquias relativamente inalteradas con respecto a nuestros antepasados más
remotos. En el caso concreto de nuestra peregrinación, esta idea es
particularmente estimulante, por cuanto nos da esperanzas de encontrarnos algo
parecido a las bacterias primordiales en lugar de las bacterias más conocidas,
modificadas para vivir en las modernas condiciones de luz, frío y oxígeno. En la
actualidad, tras haber sido objeto de escarnio en un primer momento, la hipótesis
de que la vida surgió en las rocas profundas e incandescentes se está
convertiendo poco menos que en el último grito. Habrá que esperar a más
investigaciones para ver si es correcta o no, pero confieso que estoy deseando
que lo sea.
Hay muchas otras teorías en las que no me he detenido. Tal vez un día
alcancemos un consenso definitivo sobre el origen de la vida. De ser así, dudo de
que se base en pruebas directas, pues mucho me temo que ya estén todas
destruidas. En lugar de eso, el consenso se alcanzará porque alguien formulará
una teoría tan elegante que, como dijo en otro contexto el gran físico
estadounidense John Archibald Wheeler:

… captaremos la clave del asunto y nos parecerá tan simple, tan bella y tan convincente que nos
diremos unos a otros: «¡Pues claro!, ¿cómo iba ser si no? ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos durante
tanto tiempo?».

Tendrá que ser así como descubramos la solución al enigma del origen de la vida
o, de lo contrario, me temo que jamás llegaremos a conocerla.
El retorno del anfitrión

El afable anfitrión, tras guiar a Chaucer y a los demás peregrinos desde Londres
hasta Canterbury y haberles animado a contar sus historias, se dio media vuelta y
los condujo de regreso a Londres. Yo también volveré ahora al presente, pero
tendré que hacerlo por mi cuenta, porque presumir que la evolución pueda seguir
dos veces el mismo camino hacia delante sería negar la mismísima razón de ser
de nuestro viaje al pasado. La evolución nunca estuvo dirigida hacia ninguna
meta en particular. Nuestra peregrinación regresiva ha visto, en cada encuentro,
engrosar sus filas con la llegada de nuevos grupos cada vez más inclusivos: los
simios, los primates, los mamíferos, los vertebrados, los deuteróstomos, los
animales y así sucesivamente hasta llegar al progenitor de todas las formas
vivas. Si ahora nos diésemos media vuelta y nos encaminásemos hacia el futuro,
no podríamos volver sobre nuestros pasos, pues eso implicaría que la evolución,
repitiéndose desde el comienzo, seguiría exactamente el mismo recorrido y que
lo que en el camino de ida vimos como fusiones se convertirían en divisiones. El
río de la vida se ramificaría en todos los lugares justos. Se redescubriría la
fotosíntesis y el metabolismo basado en el oxígeno, la célula eucariota se
reconstruiría a sí misma y las células se agruparían en nuevos cuerpos
metazoicos. Habría una nueva división entre plantas, por un lado, y animales,
por otro; una nueva división entre Protóstomos y Deuteróstomos; se
redescubriría la espina dorsal, así como los ojos, los oídos, las extremidades, los
sistemas nerviosos… En última instancia surgiría un bípedo de cerebro
hipertrofiado y manos hábiles dirigidas por unos ojos que miran al frente,
proceso que culminaría en el proverbial equipo de criquet capaz de ganar a los
australianos.
Mi rechazo a la evolución dirigida hacia una meta determinada fue lo que me
decidió a contar la historia marcha atrás. Con todo, al comienzo de este libro
confesé cierta simpatía por una rima que me llevaría a flirtear cautelosamente
con pautas recurrentes, con la búsqueda de un orden y una tendencia progresiva
en la evolución. Así pues, aunque mi retorno como anfitrión no consistirá en
volver exactamente sobre mis pasos, me preguntaré en voz alta si tal vez no sería
apropiado desandar un poco el camino.

La evolución repetida

El biólogo teórico estadounidense Stuart Kaufmann planteó atinadamente la


cuestión en un artículo de 1985:

Una forma de recalcar nuestra ignorancia actual es preguntándonos lo siguiente: si la evolución se


repitiese desde el Precámbrico, cuando ya se habían formado las células eucariotas, ¿cómo serían los
organismos al cabo de mil o dos mil millones de años? Y si este experimento se repitiese en miles de
ocasiones, ¿cuáles de las propiedades de los organismos surgirían una y otra vez, cuáles serían raras,
cuáles serían fáciles de producir para la evolución y cuáles serían difíciles? Nuestra forma de reflexionar
sobre la evolución adolece de un defecto fundamental: no nos ha llevado a formularnos esas preguntas,
aun cuando las respuestas nos ayudarían a entender las características previsibles de los organismos.

Lo que más me gusta de este párrafo es la condición estadística que impone.


Kauffman no concibe apenas un experimento mental, sino una muestra
estadística de experimentos en busca de las leyes generales de la vida, no de
manifestaciones puntuales de formas de vida concretas. La pregunta de
Kauffman es similar al clásico interrogante que se plantea la ciencia ficción
cuando se pregunta cómo sería la vida en otros planetas, sólo que en otros
planetas las condiciones, tanto iniciales como preponderantes, serían distintas.
En un planeta de gran tamaño la gravedad impondría todo un nuevo repertorio
de presiones selectivas. Los animales del tamaño de las arañas no podrían tener
patas tan delgadas y quebradizas (porque se partirían bajo el peso), sino que
tendrían que sostenerse sobre robustas columnas verticales similares a esos
troncos de carne que son las patas de los elefantes. Y viceversa: en un planeta
pequeño, animales tan grandes como elefantes, pero ligeros y vaporosos, podrían
corretear y brincar por la superficie como arañas saltarinas. Estas previsiones en
materia de estructura corporal serían las mismas para toda la gama de mundos
posibles con presión gravitatoria elevada y de mundos posibles con presión
gravitatoria baja.
Para un planeta, la gravedad es una condición dada sobre la cual la vida no
ejerce la menor influencia. También lo es la distancia que lo separa de su sol, la
velocidad de rotación que determina la duración de sus días y la inclinación de
su eje, que, en un planeta como el nuestro, de órbita prácticamente circular, es el
principal factor determinante de las estaciones. En un planeta como Plutón, cuya
órbita dista mucho de ser circular, la distancia a la estrella central variaría
drásticamente e influiría mucho más sobre las estaciones. La presencia,
distancia, masa y órbita de uno o varios satélites ejercen, a través del fenómeno
de las mareas, una influencia sutil pero intensa sobre los seres vivos. Todos estos
factores son datos conocidos sobre los que la vida no tiene la menor incidencia y
que, por consiguiente, han de tratarse como constantes en las sucesivas
repeticiones del experimento mental de Kauffman.
Los científicos de generaciones anteriores también habrían tratado el clima y
la composición química de la atmósfera como datos conocidos. Ahora se sabe
que la atmósfera, en especial su alto contenido en oxígeno y su bajo contenido
en carbono, está condicionada por la vida. Nuestro experimento teórico deberá,
por tanto, tener en cuenta la posibilidad de que en sucesivas reediciones de la
evolución, la atmósfera pueda variar bajo la influencia de los seres vivos que
vayan surgiendo. La vida puede influir en el clima e incluso en fenómenos
climáticos importantes, como las glaciaciones y las sequías. Mi difunto colega
W. D. Hamilton, que dio en el clavo demasiadas veces como para que nos
tomemos a broma sus teorías, sugirió la posibilidad de que las mismísimas nubes
y la lluvia fuesen adaptaciones fabricadas por microorganismos para su propia
dispersión.
Por lo que sabemos, los procesos internos de la Tierra no se ven afectados
por el bullicio de la vida en la superficie, pero las reediciones ideales de la
evolución deberían tener en cuenta las posibles diferencias en los eventos
tectónicos y, por tanto, el historial de la posición de los continentes. Nos
podríamos preguntar, por ejemplo, si en las repeticiones del experimento de
Kauffman deberíamos presuponer que los terremotos, las erupciones volcánicas
y los bombardeos de meteoritos son los mismos o no. Tal vez lo más prudente
sería contemplar los fenómenos tectónicos y las colisiones siderales como
variables importantes de las que se podría calcular la media estadística si la
muestra de reediciones de la evolución fuese lo bastante amplia.
¿Cómo podemos responder a la pregunta de Kauffman acerca del aspecto
que tendría la vida si volviésemos a poner la cinta un número de veces
estadísticamente significativo? Lo cierto es que existe todo un repertorio de
preguntas semejantes, cada una más difícil que la anterior. Kauffman decidió
«poner el reloj a cero» en el momento en que la célula eucariota se formó a partir
de sus componentes bacterianos, pero también podríamos imaginar que
reiniciamos el proceso dos o tres eones antes, en el mismísimo instante del
origen de la vida propiamente dicha; o también, yéndonos al otro extremo,
podemos reiniciar el reloj mucho más tarde, por ejemplo, en la época del
Contepasado 1, cuando nos separamos de los chimpancés, y preguntarnos si, en
un número estadísticamente significativo de repeticiones del experimento, los
homínidos habrían desarrollado el bipedalismo, el aumento cerebral, el lenguaje,
la civilización y el béisbol. Entre medias, está la pregunta de Kauffman sobre el
origen de los mamíferos, el origen de los vertebrados, y muchas más.
Por puro afán dialéctico, también podríamos preguntarnos si la historia de la
vida, tal y como la conocemos, nos brinda algo parecido a un experimento
kauffmaniano natural que nos pudiera servir de orientación. La respuesta es que
sí. A lo largo de la peregrinación nos hemos topado con múltiples experimentos
naturales. Gracias al afortunado accidente de un aislamiento geográfico
prolongado, Australia, Nueva Zelanda, Madagascar, Sudamérica, e incluso
África, nos proporcionan reediciones aproximadas de episodios fundamentales
de la evolución.
Estas masas continentales permanecieron aisladas unas de otras, y del resto
del mundo, durante buena parte del periodo posterior a la desaparición de los
dinosaurios, cuando el grupo de los mamíferos desplegó casi toda su creatividad
evolutiva. El aislamiento no fue total, pero bastó para propiciar el surgimiento de
los lémures en Madagascar y la antigua y variopinta radiación de afroterios en
África. En el caso de Sudamérica hemos distinguido tres fundaciones de
mamíferos separadas, con largos periodos de aislamiento entre ellas. La región
que he dado en llamar Australinea ofrece las condiciones ideales esta clase de
experimento natural toda vez que su aislamiento fue casi absoluto durante buena
parte del periodo en cuestión y comenzó con una pequeña introducción,
posiblemente única, de marsupiales. Nueva Zelanda constituye un caso único
entre estos importantes experimentos naturales porque durante este mismo
periodo se encontró sin mamíferos.
Lo que más me impresiona al repasar todos estos ejemplos es lo similar que
resulta la evolución cuando se le concede la posibilidad de repetirse. Ya hemos
visto cuán parecido es Thylacinus a un perro, Notoryctes a un topo, Petaurus a
las ardillas voladoras, Thylacosmilus a los dientes de sable (y a varios «falsos
dientes de sable» entre los carnívoros placentarios). Las diferencias también son
ilustrativas. Los canguros son sustitutos saltarines de los antílopes. El salto de un
bípedo, cuando es el producto final y perfeccionado de una línea de progresión
evolutiva, puede ser tan rápido como el galope de un cuadrúpedo. Pero las dos
formas de desplazarse son radicalmente distintas y han impuesto cambios
sustanciales en las respectivas anatomías. Es probable que, en la época ancestral
en que los dos métodos de locomoción se bifurcaron, cualquiera de las dos líneas
ancestrales experimentales podría haber enfilado la senda del salto con dos patas
y cualquiera haber perfeccionado el galope cuadrúpedo. Dio la casualidad (en un
primer momento puede que absoluta) de que los canguros tomaron el primero de
esos dos caminos y los antílopes el segundo, y ahora, pasado el tiempo, nos
maravillamos de las divergencias entre los productos finales.
Los mamíferos protagonizaron sus dispares radiaciones evolutivas
aproximadamente al mismo tiempo unos que otros, en diferentes masas
continentales. El vacío dejado por los dinosaurios les dio la libertad de prosperar.
Los dinosaurios en su época habían desarrollado similares radiaciones
evolutivas, aunque con notables omisiones: por ejemplo, no consigo que nadie
me responda a la pregunta de por qué no hay ningún topo dinosaurio. Y antes de
los dinosaurios ya se dieron muchos otros paralelismos, sobre todo entre los
reptiles mamiferoides, que también culminaron en espectros tipológicos
similares.
Al final de mis conferencias siempre trato de responder las preguntas de los
asistentes. La más frecuente, con mucho, es: «¿cuál podría ser el próximo
estadio evolutivo de los seres humanos?». Mis interlocutores, y es algo que me
conmueve, siempre dan por hecho que se trata de una pregunta novedosa y
original, pero a mí se me cae el alma a los pies, pues es una pregunta que
cualquier evolucionista prudente eludiría. Es imposible predecir con detalle la
futura evolución de ninguna especie; lo más que cabe señalar es que, desde el
punto de vista estadístico, la mayoría de las especies se ha extinguido. Ahora
bien, aunque no podamos pronosticar el futuro de ninguna especie de aquí a,
pongamos, 20 millones de años, lo que sí podemos es predecir la gama de tipos
ecológicos que existirán. Habrá herbívoros y carnívoros, pacedores y
ramoneadores, piscívoros e insectívoros. Estos pronósticos basados en la dieta
alimenticia dan por hecho que dentro de 20 millones de años todavía existirán
los alimentos correspondientes a esas definiciones. Los ramoneadores
presuponen la existencia continuada de árboles. Los insectívoros presuponen
insectos, o, al menos, pequeños invertebrados de patas largas (los llamados
dudús, por emplear ese término técnico tan útil procedente de África). Dentro de
cada categoría, herbívoros, carnívoros y demás, habrá toda una gama de
tamaños. Existirán corredores, voladores, nadadores, trepadores y excavadores.
Las especies no serán exactamente las mismas que vemos hoy, ni las especies
paralelas que evolucionaron en Australia o en Sudamérica, ni sus equivalentes
entre los dinosaurios ni entre los reptiles mamiferoides, pero habrá una gama
análoga de tipos que se buscarán la vida de manera parecida.

Cambios espantosos. Del hombre sólo quedan restos fósiles y los ictiosaurios han reaparecido sobre la
Tierra. Una conferencia: «Como pueden apreciar», prosiguió el profesor Ictiosaurio, «este cráneo
pertenecía a algún animal inferior: los dientes son insignificantes; la potencia de las mandíbulas, ridicula,
y, en general, parece increíble que semejante criatura pudiese procurarse alimento».

Esta viñeta, obra de Henry de la Beche, parodiaba una hipótesis formulada por Charles Lyell según la cual
los cambios periódicos del clima terrestre y, en consecuencia, de la fauna podrían provocar que en el futuro
los iguanodontes volviesen a vagar por los bosques y los ictiosaurios reapareciesen en los mares.
Si durante los próximos 20 millones de años se produce una gran catástrofe y
una extinción en masa comparable a la desaparición de los dinosaurios, la nueva
gama de ecotipos surgirá de nuevos puntos de partida ancestrales y, a pesar de
mis elucubraciones sobre roedores en el Encuentro 10, será bastante difícil
adivinar cuáles de los animales actuales podrían representar esos puntos de
partida. La caricatura victoriana de esta página muestra al profesor Ictiosaurio
disertando sobre un cráneo humano procedente de algún pasado remoto. Si en la
época de los dinosaurios el profesor Ictiosaurio se hubiese planteado su
catastrófico final, le habría sido muy difícil pronosticar que su lugar lo
terminarían ocupando los descendientes de los mamíferos, que a la sazón apenas
eran unos pequeños insectívoros nocturnos e insignificantes.

Las cuarentas sendas hacia la iluminación. Paisaje de la evolución del ojo, obra de Michael Land.

Bien es verdad que estamos hablando de una evolución bastante reciente, no de


la prolongada repetición imaginada por Kauffman. Así y todo, estas reediciones
recientes sin duda pueden transmitirnos enseñanzas acerca de la inherente
reproducibilidad de la evolución. Si las fases iniciales de la evolución siguieron
pautas similares a las fases posteriores, tales enseñanzas bien podrían constituir
principios generales. Pienso que los principios que hemos aprendido de la
evolución más reciente, esto es, la que arranca de la extinción de los dinosaurios,
probablemente sean válidos por lo menos hasta el Cámbrico, e incluso hasta el
mismísimo origen de la célula eucariota. Tengo la impresión de que el
paralelismo entre las radiaciones de los mamíferos en Australia, Madagascar,
Sudamérica, África y Asia podría representar una especie de modelo para
responder a la pregunta de Kauffman en lo tocante a puntos de partida mucho
más antiguos, como, por ejemplo, el que él mismo escogió, el origen de la célula
eucariota. Antes de este hito, en cambio, la confianza se desvanece. Mi colega
Mark Ridley, en su libro Mendel’s Demon, sospecha que el origen de la
complejidad eucariota fue un acontecimiento tremendamente improbable, tal vez
incluso más que el origen de la vida propiamente dicha. Influido por Ridley,
apuesto a que la mayoría de los experimentos mentales que recreen la evolución
desde el origen de la vida no llegarán hasta la eucariocracia.
Para estudiar el fenómeno de la convergencia no es necesario basarnos en la
separación geográfica como en el experimento natural australiano. Podemos
suponer que la evolución se repita no desde el mismo punto de partida en
diferentes áreas geográficas, sino desde puntos diferentes de una misma área:
una convergencia entre animales tan poco relacionados entre sí que lo que nos
indican no tiene nada que ver con la separación geográfica. Se calcula que, en el
reino animal, «el ojo» ha evolucionado de forma independiente entre 40 y 60
veces. Este dato me inspiró el capítulo «Las cuarenta sendas hacia la
iluminación», incluido en el libro Escalando el monte improbable, así que no
voy a repetirme salvo para señalar que Michael Land, catedrático de la
universidad de Sussex y máximo experto en zoología comparativa de los ojos,
identifica nueve principios diferentes de mecánica óptica, cada uno de los cuales
ha evolucionado más de una vez. El propio Land tuvo la amabilidad de diseñar,
para su reproducción en el citado libro, el paisaje de la ilustración superior,
donde cada cumbre representa una evolución independiente de los ojos.
La vida, al menos tal y como la conocemos en este planeta, parece tener un
deseo casi indecente por desarrollar ojos. Podemos predecir con toda confianza
que una muestra estadística de repeticiones del experimento de Kauffman
culminaría en la formación de unos ojos. Y no sólo de un tipo, sino toda una
gama de ellos: ojos compuestos como los de un insecto, un langostino o un
trilobite, y ojos tipo cámara fotográfica como los nuestros o los de los calamares,
con visión cromática y mecanismos para graduar con precisión el enfoque y la
apertura. Muy probablemente, también ojos parabólicos reflectores como los de
las lapas y ojos tipo cámara oscura como los de los nautilos, esos moluscos
modernos parecidos a amonites y dotados de conchas en espiral que hemos
encontrado en el Encuentro 26. Si hay vida en otros planetas del universo, lo más
seguro es que también haya ojos y se basen en la misma gama de principios
ópticos que conocemos en éste. Solo hay un número limitado de maneras de
hacer un ojo y bien pudiera ser que la vida tal y como la conocemos ya las haya
descubierto todas.

Ojos ansiosos por evolucionar. Algunos ejemplos de ojos. Desde la esquina superior izquierda, en sentido
de las agujas del reloj: Nautilus pompilius (ojo del tipo cámara oscura); trilobite fósil (Phacops, ojo
compuesto hecho de lentes de calcita, algunos de los cuales pueden apreciarse en la parte superior del ojo);
mosca negra o jején del búgalo (Simulium damnosum, ojo compuesto); pez loro verde (Sparisoma viride,
ojo de pez); búho de Virginia (Bubo virginianus, ojo con córnea).
Podemos hacer el mismo tipo de recuento con otras adaptaciones. La
ecolocación (el truco de emitir pulsaciones sonoras para orientarse en función
del cronometraje preciso de los ecos) ha evolucionado como mínimo cuatro
veces: en los murciélagos, en las ballenas dentadas, en los guácharos (Steatornis
caripensis) y en las salanganas (Collocalia linchi). No son tantas veces como los
ojos pero sí las suficientes como para no considerar demasiado improbable que,
en las condiciones adecuadas, vuelva a surgir. Muy posiblemente, las reediciones
de la evolución redescubrirían los mismos principios específicos, los mismos
trucos para resolver las dificultades. De nuevo me abstendré de repetir una
explicación incluida en uno de mis libros anteriores[1] y simplemente resumiré
los resultados que cabría esperar de las repeticiones de la evolución. La
ecolocación basada en chillidos muy agudos (que presentan mayor resolución
que los graves) debería evolucionar repetidas veces. Es probable que algunas
especies puedan modular la frecuencia de los chillidos, subiendo o bajando el
tono durante la emisión de los mismos (la precisión aumenta porque la diferencia
tonal permite distinguir entre el comienzo del eco y el final). El dispositivo
computacional empleado para analizar los ecos podría perfectamente efectuar
cálculos (inconscientes) basados en variaciones de tipo Doppler en la frecuencia
de los ecos, porque es indudable que el efecto Doppler se produce en cualquier
punto del universo donde exista el sonido y los murciélagos lo utilizan a la
perfección.
¿Cómo sabemos que cosas como el ojo o la ecolocación han evolucionado de
forma independiente? Mirando el árbol filogenético. Los parientes de los
guácharos y de las salanganas no practican la ecolocación. Ambas aves se han
hecho cavernícolas por separado. Sabemos que desarrollaron dicha tecnología
por sí mismas e independientemente de murciélagos y ballenas porque en las
ramas circundantes del árbol filogenético no hay ni una sola especie que la
posea. Puede que grupos distintos de murciélagos también hayan desarrollado la
ecolocación por separado más de una vez. No sabemos cuántas otras veces ha
evolucionado esta técnica. Algunas musarañas y focas la practican de forma
rudimentaria (y algunos humanos ciegos la han aprendido). ¿También la poseían
los pterodactilos? Teniendo en cuenta que saber volar de noche es bastante
ventajoso y que, a la sazón, no existían los murciélagos, no es inverosímil. Lo
mismo vale para los ictiosaurios. Eran muy parecidos a los delfines y
presumiblemente se ganaban la vida de forma similar. Teniendo en cuenta que
los delfines hacen un uso continuado de la ecolocación, es lícito preguntarse si
los ictiosaurios también la practicaban antes de la aparición de los delfines. No
existen pruebas directas al respecto y debemos evitar las ideas preconcebidas.
Un dato en contra de la hipótesis: los ictiosaurios tenían unos ojos
extraordinariamente grandes (uno de sus rasgos más llamativos) luego quizá
dependían de la visión, no de la ecolocación. Los delfines, en cambio, tienen
ojos relativamente pequeños y uno de sus rasgos más llamativos, el bulto
redondeado llamado melón que tienen encima del pico, hace las veces de lente
acústica, concentrando el sonido en un haz estrecho que sale proyectado hacia
delante del animal como si fuese un reflector.
Como cualquiera de mis colegas, puedo rebuscar en la base de datos
zoológica que tengo en la cabeza y dar una respuesta aproximada a preguntas
como «¿Cuántas veces ha evolucionado el rasgo X por separado?». Sería un
buen proyecto de investigación llevar a cabo ese recuento de manera más
sistemática. Cabe suponer que algunos X, como los ojos, tendrían como
respuesta «muchas veces», otros, como la ecolocación, «varias veces» y otros,
«sólo una vez» o incluso «nunca», aunque debo decir que cuesta muchísimo
encontrar ejemplos de estas respuestas. Las diferencias podrían resultar
interesantes. Me figuro que descubriríamos que la vida está ansiosa por
adentrarse por ciertos senderos evolutivos potenciales, mientras que por otros se
muestra más renuente a internarse. En Escalando el monte improbable formulé
la analogía de un enorme museo que contuviese todas las formas de vida, tanto
reales como concebibles, con pasillos que se abrían en muchas dimensiones y
representaban el cambio evolutivo, tanto real como concebible. Algunos de estos
pasillos estaban totalmente abiertos y casi ejercían una atracción magnética;
otros, en cambio, estaban bloqueados por barreras difíciles o incluso imposibles
de superar. La evolución recorre a toda velocidad los pasillos fáciles, una y otra
vez, y sólo muy de vez en cuando, de manera insospechada, salta una de las
barreras. Retomaré la idea de deseo y renuencia a evolucionar cuando
analicemos la «evolución de la capacidad evolutiva».
Repasemos ahora rápidamente otros casos en los que valdría la pena llevar a
cabo un recuento sistemático de las veces en que ha evolucionado el órgano,
propiedad o técnica X. La picadura venenosa (inyección hipodérmica de veneno
mediante un tubo puntiagudo) ha evolucionado al menos diez veces de manera
independiente: en las medusas y sus parientes, en las arañas, en los escorpiones,
en los ciempiés, en los insectos,[2] en los moluscos (familia de los Cónidos), en
las serpientes, en el grupo de los tiburones (las rayas), en los peces óseos (el pez
piedra), en los mamíferos (el ornitorrinco macho) y en las plantas (la ortiga). En
una reedición del proceso evolutivo es casi seguro que volvería a surgir el
veneno, incluida la inyección hipodérmica.
La emisión de sonido con fines sociales ha evolucionado de manera
independiente en aves, mamíferos, grillos y saltamontes, cigarras, peces y ranas.
La electrolocalización, esto es, el uso de campos eléctricos débiles como sistema
de orientación, ha evolucionado varias veces, tal y como vimos en «El Cuento
del Ornitorrinco». Lo mismo cabe decir del uso (probablemente derivado del
anterior) de corrientes eléctricas como mecanismos de ataque y defensa. Dado
que desde el punto de vista físico la electricidad es igual en todos los mundos,
podemos apostar con confianza por la evolución recurrente de criaturas que
exploten la electricidad tanto para orientarse como para atacar.
El vuelo verdadero, no el planeo pasivo, parece haber evolucionado cuatro
veces: en los insectos, en los pterosaurios, en los murciélagos y en las aves. El
planeo en sus diferentes modalidades ha evolucionado de manera independiente
muchas veces, tal vez cientos, y bien podría ser el precursor evolutivo del vuelo
verdadero. Entre los ejemplos figuran lagartos, ranas, serpientes, peces
voladores, calamares, caguanes, marsupiales y roedores (dos veces). Apostaría
una gran suma de dinero a que en las repeticiones de Kauffman surgirían
planeadores, y una suma razonable a que también aparecerían voladores.
La propulsión a chorro podría haber evolucionado dos veces. Los moluscos
cefalópodos la utilizan, y, en el caso de los calamares, a gran velocidad. El
segundo ejemplo que se me ocurre es el de otro molusco cuya propulsión, sin
embargo, no es rápida. Las vieiras viven fundamentalmente en el fondo del mar,
pero de vez en cuando se desplazan abriendo y cerrando acompasadamente las
dos valvas, como si fuesen unas castañuelas. Lo lógico sería pensar (al menos yo
lo pienso) que semejante acción las propulsaría hacia atrás, en dirección opuesta
al castañeteo, pero lo cierto es que se mueven hacia delante, como si se abriesen
camino en el agua a mordiscos. ¿Cómo es posible? La respuesta es que el
movimiento de abrir y cerrar las valvas sirve para bombear agua a través de un
par de orificios situados detrás de la charnela. Estos dos chorros propulsan al
animal hacia delante. El efecto contradice hasta tal punto nuestra previsión
intuitiva que resulta casi cómico.
¿Y los órganos que sólo han evolucionado una vez, o no han llegado a
evolucionar? Como hemos visto en el cuento del Rhizobium, la rueda, dotada de
un cojinete verdadero de rotación libre, sólo ha surgido una vez, entre las
bacterias, antes de que la inventase el hombre. También el lenguaje ha surgido
únicamente entre nosotros, lo que supone una frecuencia cuarenta veces menor
que la de los ojos. Es sorprendente lo mucho que cuesta encontrar «buenas
ideas» que sólo hayan evolucionado una vez.
Le planteé el desafío a un colega de Oxford, el entomólogo y naturalista
George McGavin, y me proporcionó una lista estupenda; así y todo, comparada
con la lista de las cosas que han evolucionado muchas veces, resulta breve.
Según el doctor McGavin, los escarabajos bombarderos son los únicos que
mezclan sustancias químicas para producir explosiones. Los ingredientes se
fabrican y conservan en glándulas separadas (obviamente); cuando el escarabajo
percibe una amenaza, vierte los ingredientes en una cámara situada cerca del
ano, donde explotan y provocan la expulsión de un líquido tóxico (cáustico e
hirviente) a través de una pequeña cánula orientada hacia el enemigo. Este
proceso hace las delicias de los creacionistas, pues están convencidos de que es
manifiestamente imposible que se haya desarrollado de manera gradual ya que
las fases intermedias también serian explosivas. En las conferencias navideñas
para niños que di en la Royal Institution y que la BBC retransmitió en 1991,
disfruté de lo lindo demostrando la falacia de sesmejante argumento. Tras invitar
a los asistentes más nerviosos a abandonar el auditorio, me puse un casco de la
Segunda Guerra Mundial y mezclé hidroquinona y agua oxigenada, los dos
ingredientes explosivos del escarabajo bombardero. No pasó nada; ni siquiera se
calentó. La explosión requiere un catalizador. Así pues, aumenté poco a poco la
concentración de catalizador, que a su vez fue incrementando de forma constante
la temperatura de la reacción hasta llegar a un clímax satisfactorio. En la
naturaleza, el catalizador lo proporciona el escarabajo, que no debió de tener
mayor dificultad en ir aumentando la dosis, de forma paulatina y segura, a lo
largo del tiempo evolutivo.
El siguiente en la lista de McGavin es el pez arquero, que pertenece a la
familia de los Toxótidos y debe de ser el único animal capaz de lanzar un
proyectil para abatir presas a distancia. El pez arquero sube hasta la superficie y
escupe un chorro de agua a un insecto que esté posado en algún lugar; cuando el
insecto cae al agua, se lo come. El otro candidato para el puesto de depredador
artillero podría ser la hormiga león. Estos insectos en realidad son larvas del
orden de los Neurópteros y, al igual que tantas otras larvas, no se parecen en
nada a sus adultos. Con unas enormes mandíbulas que las harían las
protagonistas perfectas de una película de terror, acechan enterradas en la arena,
en la base de una trampa cónica que ellas mismas excavan. El proceso de
excavación consiste en arrojar la arena vigorosamente desde el centro hacia
fuera, lo que provoca minúsculos aludes en las paredes del foso. El resto corre a
cargo de las leyes de la física, que modelan cuidadosamente el cono. Las presas,
que por lo general son hormigas, caen en la trampa y se resbalan por las
empinadas pendientes del cono en dirección a las mandíbulas de la hormiga
león. La posible semejanza con el pez arquero es que las presas no sólo caen
pasivamente en la trampa sino que a veces se precipitan al foso por el impacto de
las partículas de arena. Éstas, sin embargo, no van dirigidas con tanta precisión
como las buchadas del pez arquero, que debe su devastadora puntería a una
visión de enfoque binocular.
Las arañas escupidoras, de la familia de las Escitódidas, actúan de un modo
ligeramente distinto. Privada de la rapidez de una araña lobo o de la tela de una
araña común, la araña escupidora lanza desde cierta distancia un engrudo
venenoso que inmoviliza a su presa, después se llega hasta ella y las mata de un
mordisco. Es una técnica diferente de la que usa el pez arquero para abatir a sus
víctimas. Varios animales, por ejemplo, las cobras escupidoras de veneno,
escupen para defenderse, no para cazar presas. El caso de la araña de las
boleadoras, Mastophora, también es diferente y probablemente único. Podría
decirse que arroja un proyectil a sus presas (unas polillas que se ven atraídas por
un señuelo falso: el olor sexual de la polilla hembra, sintetizado por la araña),
pero dicho proyectil es una pelotilla pegajosa de seda unida a un hilo de seda que
la araña lanza por el aire como el lazo de un vaquero (o como las boleadoras que
le dan nombre) y del que luego tira para arrastrar la presa hasta su posición.
Podría decirse que los camaleones también arrojan un proyectil contra sus
presas: la punta gruesa y pesada de la lengua, el resto de la cual (mucho más
fino) vendría a ser un poco como la cuerda con que se recupera un arpón después
de lanzado. Técnicamente, la punta de la lengua del camaleón es un proyectil
balístico, en el sentido de que, a diferencia de la nuestra, se puede lanzar
libremente. Los camaleones, sin embargo, no son únicos en cuanto a esta
peculiaridad. Algunas salamandras también lanzan balísticamente la punta de la
lengua contra las presas, y su proyectil (a diferencia del de los camaleones)
contiene parte del esqueleto. La punta sale disparada como una pepita de melón
cuando la apretamos entre los dedos.
El siguiente candidato de McGavin para el puesto de singularidades
evolutivas es una obra de arte: la araña acuática, Argyroneta aquatica. Esta
araña vive y caza exclusivamente bajo el agua pero, al igual que los delfines,
dugongos, tortugas, caracoles de agua dulce y demás animales que han retornado
al medio acuático, necesita respirar aire. La diferencia con todos esos otros
exiliados es que Argyroneta se construye su propia campana de inmersión. La
teje con seda (que es la panacea universal para cualquier problema arácnido) y la
amarra a una planta subacuática. Sube a la superficie a coger aire y lo transporta,
al igual que varios insectos acuáticos, bajo el vello del dorso. Pero, a diferencia
de dichos insectos, que llevan el aire consigo donde quiera que vayan como si
fuese la bombona de oxígeno de un hombre rana, Argyroneta lo transporta hasta
su campana de inmersión para reponer las existencias. La campana es también la
atalaya desde donde otea a sus presas y el lugar donde, una vez capturadas, las
almacena y se las come.
Pero la más sensacional de las singularidades recopiladas por McGavin es la
larva de un tábano africano del género Tabanus. Como era de esperar tratándose
de África, las charcas donde las larvas viven y se alimentan siempre acaban por
secarse. Es entonces cuando las larvas se entierran en el fango y se convierten en
crisálida. La mosca adulta emerge del fango seco y sale volando en busca de
sangre. En última instancia, completará el ciclo desovando en otra charca cuando
vuelvan las lluvias. El problema es que la larva enterrada corre un riesgo
previsible: cuando el barro se seca, se va agrietando y existe el peligro de que
una grieta destroce su refugio. En teoría, la larva podría salvarse si lograra dar
con algún modo de desviar las grietas que se le aproximan. Pues bien: lo logra, y
de una forma maravillosa y probablemente única. Antes de enterrarse en la
cámara de metamorfosis, la larva penetra en el barro cavando una galería en
forma de espiral para después volver a la superficie cavando una espiral inversa.
Por último, se introduce en el barro justo en medio de las dos espirales y ahí
permanece refugiada durante la estación seca hasta que vuelvan las lluvias.
¿Capta el lector la lógica del procedimiento? La larva está encerrada en un
cilindro de barro cuyo límite circular ella misma ha debilitado de antemano
mediante la excavación preliminar en espiral. Esto significa que cuando una
grieta se acerque resquebrajando el barro seco, si alcanza el borde del cilindro,
en lugar de atravesarlo justo por la mitad, lo circunvalará por fuera del
perímetro, y la larva no sufrirá daño alguno. Es un recurso similar al de las
perforaciones que rodean los sellos de correos e impiden que los rasguemos por
la mitad. El doctor McGavin está convencido de que este ardid tan ingenioso es
exclusivo de este género de tábano.[3]
¿Pero existe alguna buena idea que nunca haya surgido por selección
natural? Que yo sepa, ningún animal ha desarrollado jamás un órgano capaz de
transmitir ni recibir ondas de radio a larga distancia. El uso del fuego es otro
ejemplo. La experiencia humana nos demuestra lo valioso que es. Hay ciertas
plantas cuyas semillas precisan fuego para germinar, pero no me parece que sea
un uso análogo al que, por ejemplo, las anguilas eléctricas hacen de la
electricidad. El uso del metal como refuerzo óseo es otro ejemplo de una buena
idea que nunca ha surgido salvo en artefactos humanos. Me imagino que debe de
ser difícil de materializar sin la ayuda del fuego.
El estudio paralelo de las técnicas que evolucionan a menudo y las que rara
vez lo hacen, unido a las comparaciones geográficas que hemos analizado
previamente, podría permitirnos predecir cómo sería la vida en otros planetas y
también vaticinar el resultado más probable de los experimentos mentales sobre
reediciones de la evolución como el propuesto por Kauffman. Podemos dar por
hecho que surgirían ojos, oídos, alas y órganos eléctricos, pero tal vez no
explosiones como las del escarabajo bombardero ni proyectiles líquidos como
los del pez arquero.
Los biólogos que siguen la estela del difunto Stephen Jay Gould consideran
que toda la evolución, incluida la postcámbrica, es tremendamente contingente:
un hecho fortuito con escasas probabilidades de repetirse en una reedición
kauffmaniana. Bajo el nombre de «rebobinando la cinta de la evolución», Gould
desarrolló por su cuenta el experimento mental de Kauffman. El sentir
mayoritario es que las probabilidades de que en una reedición del proceso
evolutivo surgiese algo remotamente parecido a los seres humanos son ínfimas,
y Gould lo expresó de manera convincente en su libro La vida maravillosa. Fue
esa visión ortodoxa la que me indujo a suscribir, con gran abnegación por mi
parte, la cautelosa norma del primer capítulo de este libro; la que me indujo, de
hecho, a emprender mi peregrinación hacia el pasado y que ahora me induce a
abandonar a mis compañeros de viaje en Canterbury y a regresar solo. Y, sin
embargo… llevo tiempo preguntándome si la ortodoxia de la contingencia no
habrá llegado demasiado lejos con sus intimidaciones. En la reseña que escribí
del libro Full House, de S. J. Gould, (recogida en mi libro El capellán del
diablo) defendí la antipática idea del progreso evolutivo: no del progreso hacia la
humanidad (¡Darwin no lo quiera!), sino del progreso en direcciones lo bastante
predecibles como para justificar el uso del término. Como sostendré enseguida,
la acumulación de adaptaciones complejas como los ojos es un indicio rotundo
de cierta forma de progreso, sobre todo cuando se asocia mentalmente a algunos
de los maravillosos productos de la evolución convergente.
La evolución convergente también ha inspirado a Simon Conway Morris, un
geólogo de Cambridge cuyo provocador libro Life’s Solution: Inevitable Humans
in a Lonely Universe plantea exactamente el argumento contrario a la
contingencia de Gould. Según las tesis de Conway Morris, el subtítulo de su
libro, «El hombre como fruto inevitable de un universo solitario», no dista
mucho de la verdad literal. El geólogo está convencido de que una reedición de
la evolución daría como resultado otro ser humano, o de algo muy parecido, y
para defender una idea tan impopular hilvana un valeroso y casi provocador
alegato. Los dos testigos que cita una y otra vez a declarar son la convergencia y
la limitación.
Con la convergencia ya nos hemos topado repetidas veces a lo largo de este
libro, inclusive en este capítulo. Los problemas similares dan lugar a soluciones
similares, no sólo dos o tres veces, sino, en muchos casos, docenas de veces. Yo
pensaba que mi entusiasmo por la evolución convergente era bastante exagerado,
pero he encontrado la horma de mi zapato en Conway Morris, que presenta un
apabullante surtido de ejemplos, muchos de los cuales me eran desconocidos;
pero así como yo suelo explicar la convergencia apelando a presiones selectivas
similares, Conway Morris añade el testimonio de su segundo testigo, la
limitación. Los ingredientes de la vida y los procesos de desarrollo embrionario
sólo permiten una gama limitada de soluciones a un problema concreto. Dado un
determinado punto de partida evolutivo, existe un número limitado de posibles
vías de salida. En consecuencia, si dos reediciones de un experimento de
Kauffman se topan con presiones selectivas similares, las limitaciones en materia
de desarrollo fomentarán la tendencia a llegar a la misma solución.
Es evidente que un abogado experto podría servirse de estos dos testigos para
defender la audaz tesis de que una repetición del proceso evolutivo
desembocaría, más que probablemente, en un bípedo dotado de un gran cerebro,
manos hábiles, ojos tipo cámara fotográfica orientados hacia delante y otros
rasgos humanos. Por desgracia, sólo ha sucedido una vez en este planeta, aunque
me imagino que siempre tiene que haber una primera vez.
Asimismo, me confieso impresionado por el argumento paralelo que Conway
Morris desarrolla para sostener que la evolución de los insectos también es
previsible. Entre los rasgos definitorios de los insectos figuran los siguientes: un
exoesqueleto articulado, ojos compuestos, un modo de andar característico según
el cual, de las seis patas, tres están siempre en el suelo formando un triángulo
(dos patas a un lado, una al otro) y unos tubos respiratorios o tráqueas que sirven
para conducir oxígeno hasta el interior del animal a través de los espiráculos,
unos orificios especiales situados en los costados del cuerpo. Para completar la
lista de peculiaridades evolutivas, añadiré la evolución repetida (¡once veces por
separado!) de complejas colonias eusociales, como las colmenas. ¿Son todo
rarezas? ¿Carambolas únicas e irrepetibles en la gran lotería de la vida? Al
contrario: son todo convergencias.
Conway Morris repasa su lista y demuestra que todos y cada uno de esos
elementos han evolucionado más de una vez en diferentes partes del reino
animal; en muchos casos, varias veces, e incluso varias veces por separado
dentro de los propios insectos. Si a la naturaleza le resulta tan fácil desarrollar
por separado los componentes característicos de los insectos, no es tan
inverosímil que el conjunto entero pudiera surgir una segunda vez. Estoy tentado
de suscribir la idea de Conway Morris de que deberíamos dejar de pensar que la
convergencia es una rareza pintoresca que haya que admirar allí donde se
manifieste. Tal vez debiéramos verla como la norma y sorprendernos de las
excepciones a la misma. Por ejemplo, el lenguaje sintáctico parece ser un
fenómeno exclusivo de una sola especie, la nuestra. ¿Acaso es un rasgo (y más
adelante retomaré este tema) del que podría carecer un bípedo inteligente fruto
de un segundo devenir evolutivo?
En el primer capítulo de este libro, «La vanidad retrospectiva», escuché las
advertencias sobre lo peligroso que es buscar pautas, paralelismos y sentidos en
la evolución, pero también dije que flirtearía cautelosamente con ellos. Este
último capítulo nos ha brindado la oportunidad de recorrer todo el curso de la
evolución hacia delante para ver qué pautas logramos apreciar. La idea de que
toda la evolución iba dirigida a la producción de Homo sapiens debe, sin duda,
refutarse, y nada de lo que hemos visto en nuestro viaje regresivo invita a
reconsiderarla. El propio Conway Morris se limita a afirmar que algo
aproximadamente parecido al ser humano es uno de los diversos resultados
(otro, por ejemplo, serían los insectos) que en buena lógica se darían
repetidamente si la evolución se reiniciase una y otra vez.
Progreso exento de valores y progreso cargado de valores

¿Qué más pautas o consonancias distinguimos al repasar nuestro largo


peregrinaje? ¿Es progresiva la evolución? Existe al menos una definición
razonable de progreso en virtud de la cual estaría dispuesto a responder que sí.
Pero para eso hace falta preparar el terreno. En primer lugar, cabe definir el
progreso, en un sentido débil y minimalista, sin ningún juicio de valor, como la
previsible continuación en el futuro de tendencias del pasado. El crecimiento de
un niño es progresivo en el sentido de que las tendencias que observemos a lo
largo de un año en materia de altura, peso, etc. continuarán en el año siguiente.
En esta definición de progreso no median juicios de valor. El crecimiento de un
cáncer es progresivo exactamente en el mismo sentido (débil) de la palabra. Y la
reducción de un cáncer por efecto de la terapia, también. Entonces, ¿qué no sería
progresivo en el sentido débil del término? Pues las fluctuaciones aleatorias y sin
rumbo: un tumor que crece un poco, se reduce otro tanto, crece mucho, vuelve a
reducirse un poco, crece un poco más, se reduce mucho, etcétera. Una tendencia
progresiva es aquélla en la que no hay retrocesos; o si los hay, se ven superados
y minimizados por el movimiento en la dirección dominante. En el caso de una
secuencia de fósiles ordenados por fechas, el progreso, en esta acepción
axiológicamente neutra, tan sólo significaría que cualquier tendencia anatómica
que apreciásemos al avanzar desde los fósiles más antiguos a los intermedios
continuaría desde éstos a los más recientes.
Ahora hace falta aclarar la distinción entre progreso exento de valores y
progreso cargado de valores. En el sentido débil que acabamos de definir, el
progreso, en lo tocante a los valores, es neutro. Sin embargo, para la mayoría de
la gente posee una carga axiológica. El médico, al informar que el tumor se
reduce por efecto de la quimioterapia, anuncia con satisfacción: «Estamos
progresando». Los médicos, en general, cuando ven la radiografía de un tumor
galopante con numerosas derivaciones, no anuncian que el tumor está
progresando, aunque, en rigor, podrían hacerlo. Sería una afirmación cargada de
valores, pero de valores negativos. La palabra progreso, en contextos políticos o
sociales, suele aplicarse a tendencias que siguen una dirección que el hablante
considera deseable. Cuando repasamos la historia de la humanidad,
consideramos progresistas tendencias como la abolición de la esclavitud, la
ampliación del sufragio, la reducción de las discriminaciones por sexo o raza, la
mejora de la higiene pública, la reducción de la contaminación atmosférica y la
mejora de la educación. Una persona de cierta ideología política podría juzgar
que algunas de esas tendencias encarnan valores negativos y añorar la época en
que las mujeres no tenían derecho al voto ni podían entrar en los salones de su
club privado, pero, así y todo, esas tendencias son progresistas no sólo en el
sentido débil, minimalista y axiológicamente neutro que hemos definido
inicialmente: son progresistas según un sistema de valores concreto, por más que
el lector o yo podamos no compartirlo.
Parece increíble que, en el momento en que escribo estas líneas, sólo hayan
pasado cien años desde que los hermanos Wright consiguieron llevar a cabo el
primer vuelo a motor a bordo de una máquina más pesada que el aire. La historia
de la aviación desde 1903 ha experimentado un progreso inequívoco y
sorprendentemente rápido. Apenas cuarenta y dos años después, en 1945, Hans
Guido Muttke, un aviador de la Luftwaffe, rompía la barrera del sonido a bordo
de un Messerschmitt.[4] Tan sólo veinticuatro años más tarde el hombre ponía el
pie en la Luna. El hecho de que ya no se viaje a la Luna y se acabe de suspender
el único servicio de pasajeros supersónico tan sólo representa una inversión
momentánea, dictada por la economía, dentro de una tendencia general
incuestionablemente progresiva. Los aviones son cada vez más rápidos, al
tiempo que mejoran en muchos otros aspectos. Buena parte de este progreso no
concuerda con los valores de todos (por ejemplo, de quienes tengan la mala
suerte de vivir cerca de un aeropuerto). Y buena parte del progreso aeronáutico
responde a necesidades militares. Pero nadie puede negar que existe un conjunto
de valores expresable de manera racional que algunas personas cuerdas podrían
suscribir, según el cual hasta los cazas, los bombarderos y los misiles
teledirigidos han mejorado progresivamente durante los cien años transcurridos
desde el primer vuelo de los Wright. Lo mismo cabría decir de todos los demás
medios de transporte y, en realidad, de otras creaciones tecnológicas, entre ellas,
por encima de todo, los ordenadores.
Insisto en que cuando afirmo que este tipo de progreso está «cargado de
valores» no me refiero a que esos valores sean necesariamente de signo positivo,
ni para el lector ni para mí. Como acabo de señalar, buena parte del progreso
tecnológico del que estamos hablando responde, y contribuye, a fines militares.
Se podría afirmar, no sin razón, que el mundo era mejor antes de todos esos
inventos. En este sentido, la palabra progreso connota valores negativos. Sin
embargo, sigue estando cargada de valores en un sentido importante que
trasciende mi primera definición minimalista y axiológicamente neutra según la
cual el progreso no es más que una tendencia que nace en el pasado y prosigue
en el futuro. El desarrollo armamentístico, desde las piedras y lanzas hasta los
arcos, trabucos, mosquetes, rifles, ametralladoras, obuses, bombas atómicas y
bombas de hidrógeno de cada vez más megatones, es sinónimo de progreso
según el sistema de valores de alguien, por mucho que ni el lector ni yo lo
compartamos, pues de lo contrario nadie se habría molestado en investigar y
desarrollar las técnicas necesarias para la producción de todo ese armamento.
La evolución representa progreso no sólo en el sentido débil y exento de
valores de la palabra. Hay episodios de progreso con una fuerte carga axiológica,
al menos según algunos sistemas de valores totalmente coherentes. Ahora que
estamos hablando de armas, es un buen momento para señalar que los ejemplos
más conocidos son los de las carreras armamentistas entre los depredadores y sus
presas.
Según el Oxford English Dictionary, la expresión «carrera armamentista»
aparece por primera vez en las actas Hansard de la Cámara de los Comunes de
1936:

Esta Cámara no puede estar de acuerdo con una política que pretende fundamentar la seguridad nacional
únicamente en el rearme militar y que intensifica esa desastrosa carrera armamentista entre las naciones
que conduce inevitablemente a la guerra.

En 1937, el Daily Express publicó un artículo titulado «Preocupación ante la


carrera armamentista», en el que se afirmaba: «Todos están preocupados por la
carrera de armamentos». El tema no tardó en infiltrarse en los textos de biología
evolutiva. En su obra clásica Adaptive Coloration in Animals, publicada en
1940, en plena Segunda Guerra Mundial, Hugo Cott escribió:

Antes de declarar que el camuflaje de un saltamontes o de una mariposa es innecesariamente prolijo,


hace falta comprobar cuáles son las capacidades de percepción y discriminación de sus enemigos
naturales. No hacerlo equivaldría a afirmar que la coraza de un buque de guerra es demasiado pesada o
el alcance de sus cañones demasiado grande[5] sin indagar en la naturaleza y eficacia del arsenal
enemigo. Lo cierto es que en las batallas primigenias que se libran en la selva, al igual que en la más
refinada que se libra en el mudo civilizado, asistimos al desarrollo de una gran carrera armamentista
evolutiva cuyos resultados, en el plano defensivo, se manifiestan en recursos tales como velocidad,
actitud vigilante, corazas, espinas, técnicas de excavación, hábitos nocturnos, secreciones venenosas,
sabor nauseabundo, y coloraciones procrípticas, aposemáticas y miméticas; y en el plano ofensivo, en
contraatributos como velocidad, sorpresa, acecho, atracción, agudeza visual, garras, dientes, aguijones,
colmillos venenosos y coloración anticríptica y atrayente. Del mismo modo que el aumento de la
velocidad por parte del perseguido se ha desarrollado en relación al aumento de la velocidad por parte
del perseguidor, o la coraza defensiva en relación al armamento agresivo, la perfección del mimetismo
ha evolucionado en respuesta a la mejora de las facultades perceptivas.

Mi colega de Oxford John Krebs y yo abordamos el tema de la carrera de


armamentos evolutiva en un artículo que presentamos ante la Royal Society en
1979. En él señalábamos que las mejoras que se observan en las carreras
armamentistas entre animales son mejoras del equipo de supervivencia, no
mejoras generales de la supervivencia en sí, y ello por una razón de lo más
interesante. En una carrera de armamentos entre atacantes y defensores, puede
haber lances en los que uno u otro bando cobre ventaja provisionalmente, pero,
en general, las mejoras de un lado anulan las mejoras del otro. Las carreras
armamentistas tienen incluso algo de paradójico: son económicamente costosas
para ambos bandos, sin embargo, no rinden beneficios netos a ninguno de los
dos, toda vez que las potenciales ganancias de uno se ven neutralizadas por las
del otro. Desde el punto de vista económico, más les valdría a ambos
contendientes alcanzar un acuerdo y poner fin a la carrera de armamentos. Es un
caso extremo hasta el ridículo, pero a las especies que hacen de presa les saldría
más rentable sacrificar una parte de sus efectivos a cambio de que el resto
pudiera pastar con tranquilidad y sin correr peligro. Ni los depredadores ni las
presas tendrían que desviar valiosos recursos a los músculos para correr más
rápido, a los sistemas sensoriales para detectar a los enemigos, ni a la actitud
vigilante y a las prolongadas batidas de caza que tanto tiempo consumen y tan
estresantes resultan para ambas partes. Las dos saldrían beneficiadas de un
acuerdo sindical como ése.
Por desgracia, la teoría darviniana no conoce ningún medio de realizar esa
clase de acuerdos. Cada una de las dos partes destina recursos al desarrollo de
características que le permitan superar al rival, y los miembros de uno y otro
bando se ven obligados a asumir costosos compromisos con sus propias
economías corporales. Si no hubiese depredadores, los conejos podrían dedicar
todos sus recursos económicos y todo su valioso tiempo a alimentarse y producir
más conejos. En cambio, dedican gran parte del tiempo a la vigilancia contra
posibles depredadores y emplean considerables recursos económicos para
desarrollar el equipo necesario para la huida. Esto, a su vez, obliga a los
depredadores a transferir sus inversiones económicas desde la actividad
fundamental, que es reproducirse, a la mejora del armamento para cazar presas.
Las carreras armamentistas, tanto en el terreno de la evolución animal como en
el de la tecnología humana, se ponen de manifiesto no en la mejora del
rendimiento sino en la creciente transferencia de recursos económicos que, en
lugar de invertirse en los aspectos alternativos de la existencia, pasan a financiar
la propia carrera de armamentos.
Krebs y yo identificamos una serie de asimetrías que podrían provocar que
un bando dedicase más recursos económicos a la carrera armamentista que el
otro. Uno de estos desequilibrios lo bautizamos como «principio de la vida o la
cena». El nombre está inspirado en esa fábula de Esopo en la que el conejo corre
más que el zorro porque el conejo corre para salvar la vida mientras que el zorro
sólo corre para asegurarse la cena. Existe una asimetría en cuanto al costo del
fracaso. En la carrera armamentista entre los cucos y sus anfitriones, todo cuco
tiene a sus espaldas una línea ininterrumpida de antepasados que nunca jamás
fracasaron a la hora de engañar a sus padres adoptivos. En cambio, un individuo
de la especie anfitriona tiene a sus espaldas muchos antepasados que nunca se
toparon con un cuco y muchos otros que se toparon con uno y resultaron
engañados por él. Muchos genes responsables de la incapacidad de detectar y
matar cucos se han transmitido con éxito de generación en generación en la
especie anfitriona, mientras que los genes que provocan que los cucos fracasen a
la hora de engañar a sus anfitriones han tenido una trayectoria generacional
mucho más azarosa. Esta asimetría en materia de riesgo fomenta otra: la de los
recursos destinados a la carrera de armamentos y no a otros aspectos de la
economía biológica. Por expresar de otro modo esta cuestión tan importante, el
coste del fracaso es más elevado para los cucos que para sus anfitriones. Esto
provoca asimetrías en cuanto a la forma como ambas partes equilibran sus
exigencias en materia de tiempo y de otros recursos económicos.
Las carreras de armamentos son profunda e indiscutiblemente progresivas, a
diferencia, por ejemplo, de la adaptación evolutiva al clima. Para un individuo
de cualquier generación, los depredadores y los parásitos suponen una dificultad
prácticamente análoga al clima adverso. Sin embargo, con el paso del tiempo
evolutivo, existe una diferencia crucial. A diferencia del tiempo atmosférico, que
fluctúa sin ton ni son, los depredadores y los parásitos (y las presas y los
organismos huéspedes) evolucionan sistemáticamente en una dirección concreta
y se vuelven sistemáticamente peores para sus adversarios. Las tendencias de las
carreras armamentistas observadas en el pasado pueden extrapolarse al futuro
(cosa que no se puede hacer con las mediciones de las glaciaciones y las sequías)
y, además, están cargadas de valores en el mismo sentido que lo están las
mejoras tecnológicas en el terreno de la aeronáutica o del armamento. La visión
de los depredadores se hace más aguda (aunque no necesariamente más eficaz)
porque las presas se vuelven más difíciles de ver. La velocidad aumenta
progresivamente en ambos bandos, aunque, una vez más, las ventajas obtenidas
por uno se ven en su mayor parte neutralizadas por las mejoras paralelas del
otro. Los dientes de sable se vuelven más largos y afilados a medida que las
pieles se tornan más duras. Las toxinas se hacen más tóxicas a medida que
mejoran los trucos bioquímicos que las neutralizan.
Con el paso del tiempo evolutivo, la carrera armamentista progresa. Todas
las características biológicas que un ingeniero humano admiraría por su
complejidad y elegancia se vuelven más complejas y más elegantes y cada vez
dan más la impresión de obedecer a un diseño preconcebido.[6] En Escalando el
monte improbable establecí una distinción entre objetos diseñados y objetos
diseñoides. Alardes de ingeniería diseñoide tan espectaculares como el ojo de un
águila, el oído de un murciélago o el sistema óseo y muscular de un guepardo o
de una gacela son la culminación de carreras de armamentos evolutivas entre
presas y depredadores. Las carreras armamentistas que libran los parásitos con
sus huéspedes cristalizan en proezas diseñoides coadaptativas aún más
complejas y elegantes.
Permítaseme exponer una idea importante. La evolución de cualquier órgano
diseñoide complejo en una carrera de armamentos tiene que haberse producido
como resultado de un gran número de pasos de evolución progresiva. De una
evolución así puede decirse que es progresiva según nuestra definición por
cuanto cada cambio sigue la misma dirección que los cambios precedentes.
¿Cómo sabemos que hay muchos pasos y no solamente uno o dos? Por una
cuestión de probabilidad elemental. Los componentes de una máquina compleja,
como el oído de un murciélago, podrían reordenarse al azar de un millón de
maneras diferentes antes de obtener otra disposición que funcionase igual de
bien que la original. Es un hecho estadísticamente improbable, y no sólo en el
sentido inane de que, considerada a posteriori, toda disposición concreta se
antoja tan improbable como cualquier otra. Hay poquísimas permutaciones de
átomos que constituyan instrumentos auditivos de precisión. Un oído de
murciélago es algo único. Funciona. No cabe achacar algo tan improbable desde
el punto de vista estadístico a un solo golpe de suerte. Por fuerza ha de ser el
resultado de una especie de proceso generador de improbabilidad, el fruto
paulatino de lo que el filósofo Daniel Denett llama una grúa en contraposición a
un «gancho colgado del cielo». Las únicas grúas que la ciencia conoce (y
apuesto a que son las únicas que jamás han existido o existirán en el universo)
son el diseño y la selección. El diseño explica la eficiente complejidad de los
micrófonos y selección natural del oído de los murciélagos. En última instancia,
la selección también explica los micrófonos y todos los objetos diseñados, ya
que los propios diseñadores de los micrófonos son, a su vez, ingenieros que han
evolucionado como resultado de la selección natural. En cambio, el diseño en el
fondo no explica nada puesto que hay una regresión inevitable al problema del
origen del diseñador.
Tanto el diseño como la selección natural son procesos de mejora progresiva,
gradual, paulatina. Al menos la selección natural no podría ser otra cosa. En el
caso del diseño, tal vez no sea una cuestión de principio, pero lo cierto es que es
un hecho probado. Los hermanos Wright no tuvieron un rapto de inspiración y
construyeron de buenas a primeras un Concorde ni un bombardero Stealth. Lo
que construyeron fue un cascajo chirriante y destartalado que casi no despegaba
del suelo y que, tras dar unos cuantos bandazos, se estrelló en un sembrado.
Desde Kitty Hawk[7] hasta Cabo Cañaveral, cada etapa del proceso se basó en
las anteriores. Las mejoras son graduales, paso a paso, en la misma dirección,
ajustándose a nuestra definición de progreso. Podríamos imaginar, con cierta
dificultad, un genio Victoriano que, con su bella y barbuda cabeza digna de
Zeus, diseñase de cabo a rabo un misil sidewinder. La idea va en contra del
sentido común y de la historia, pero no atenta contra las leyes de la probabilidad;
no se puede decir lo mismo de la evolución instantánea de un moderno
murciélago volador dotado de ecolocalización.
Podemos descartar la posibilidad de que un solo salto macromutacional lleve
de musaraña terrestre ancestral a murciélago volador dotado de ecolocalizadores
con la misma seguridad con que rechazamos que un prestidigitador adivine el
orden exacto de un mazo de naipes barajados gracias un golpe de suerte. En
ninguno de los dos casos es del todo imposible la fortuna, pero ningún científico
que se precie la usaría como explicación de dichos fenómenos. El prestidigitador
adivina el órden de las cartas mediante un truco (todos hemos visto trucos igual
de desconcertantes para un profano). La naturaleza, a diferencia del
prestidigitador, no tiene ninguna intención de engañarnos, pero así y todo
podemos descartar la suerte; no en vano, la genialidad de Darwin fue descubrir
cuál era el juego de manos que practicaba la naturaleza. El murciélago es el
resultado de una lentísima serie de pequeñas mejoras, cada una de las cuales
amplia lo acumulado previamente y prolonga la tendencia evolutiva en la misma
dirección. En eso consiste, por definición, el progreso. El mismo argumento es
válido para todos los objetos biológicos complejos que producen la ilusión de
diseño y que son, por tanto, estadísticamente improbables en una dirección
concreta. Todos ellos tienen que haber evolucionado de forma progresiva.
El anfitrión, que en su camino de regreso no esconde su interés por las
cuestiones fundamentales de la evolución, añade el progreso a la lista. Sin
embargo, el progreso así entendido no es una tendencia que se prolongue
uniforme e inexorablemente desde el inicio de la evolución hasta el presente;
más bien, por rescatar la cita inicial de Mark Twain a propósito de la historia, se
trata de algo que rima. En el transcurso de una carrera armamentista observamos
un episodio de progreso, pero esa carrera concreta tiene un final: quizá uno de
los dos bandos provoca la extinción del otro, o bien los dos se extinguen a
consecuencia de una catástrofe como la que acabó con los dinosaurios. Entonces
todo el proceso comienza de nuevo, no desde cero, sino desde una fase anterior y
reconocible de la carrera armamentista. El progreso evolutivo no es una sola
ascensión hacia la cumbre, sino una trayectoria «en rima» que recuerda a los
dientes de una sierra. Uno de los dientes se remonta a finales del Cretácico,
cuando el último dinosaurio dio paso abruptamente al flamante y espectacular
ascenso evolutivo de los mamíferos, pero durante el largo reinado de los
dinosaurios hubo muchos dientes de sierra más pequeños. Y los mamíferos,
desde el primer momento de su ascensión, también disputaron carreras
armamentistas más pequeñas seguidas de extinciones que a su vez se vieron
sucedidas por nuevas carreras. Las nuevas carreras armamentistas riman con las
precedentes, conformando rachas periódicas de evolución progresiva muy
escalonada.

Evolucionabilidad
Eso por lo que respecta a las carreras armamentistas como motores del progreso.
¿Qué más mensajes del pasado nos trae el anfitrión en su camino de regreso al
presente? Bien, debo hacer referencia a la supuesta distinción entre
macroevolución y microevolución. Digo «supuesta» porque, a mi modo de ver,
la macroevolución (evolución en una escala de millones de años) es simplemente
lo que se obtiene cuando la microevolución (evolución en la escala de la vida de
un individuo) se prolonga durante millones de años. La opinión contraria es que
la macroevolución es algo cualitativamente distinto de la micro-evolución.
Ninguna de las dos posturas es una tontería, ni tampoco son necesariamente
contradictorias. Como suele ocurrir, depende del sentido con que se expresen.
Una vez más podemos usar el ejemplo del crecimiento de un niño.
Imaginemos una discusión sobre una supuesta diferencia entre macrocrecimiento
y microcrecimiento. Para estudiar el macrocrecimiento, pesamos al niño cada
pocos meses y el día de su cumpleaños lo colocamos contra el dintel de una
puerta para registrar su altura con una raya a lápiz. Si queremos proceder de un
modo más científico, podemos medir varias partes del cuerpo, como, por
ejemplo, el diámetro de la cabeza, la anchura de los hombros, la longitud de los
principales huesos de las extremidades, y contraponer los valores en una gráfica,
quizá tranduciéndolos a logaritmos por los motivos aducidos en «El Cuento del
Hábil». También apreciaríamos indicios de desarrollo tan significativos como la
primera aparición del vello púbico, o del pecho y la menstruación en las chicas,
y del vello facial en los chicos. Éstos son los cambios que constituyen
macrocrecimiento, medidos en una escala de meses o años. Nuestros
instrumentos de medición no son lo bastante sensibles como para registrar las
variaciones corporales del microcrecimiento, que se producen cada hora o cada
día y que, acumulados a lo largo de meses, constituyen el macrocrecimiento. O
bien, por extraño que parezca, son demasiado sensibles. En teoría, una balanza
sumamente precisa podría revelar el crecimiento del niño de una hora para otra,
pero una señal tan delicada se perdería entre los bruscos incrementos de peso
con cada ingesta de alimentos y las bruscas disminuciones con cada evacuación.
Los actos de microcrecimiento propiamente dicho, consistentes todos ellos en
divisiones celulares, no tienen la más mínima repercusión inmediata en el peso y
su influencia en las dimensiones corporales brutas es indetectable.
Entonces, el macrocrecimiento ¿es la suma de multitud de pequeños
episodios de microcrecimiento? Efectivamente. Pero también es cierto que las
distintas escalas temporales imponen métodos de estudio y hábitos de
pensamiento completamente diferentes. Los microscopios que se usan para
observar las células no son apropiados para estudiar el desarrollo del niño a nivel
corporal. Y las balanzas y cintas métricas no sirven para estudiar la
multiplicación celular. En la práctica, las dos escalas temporales exigen métodos
de estudio y hábitos de pensamiento radicalmente distintos. Lo mismo puede
decirse de la macroevolución y la microevolución. Si los términos se usan para
expresar las diferencias en cuanto a la mejor manera de estudiarlas, no tengo
nada en contra de establecer una distinción práctica entre una y otra. En cambio,
sí tengo mucho en contra de quienes otorgan a esta distinción tan mundana una
trascendencia casi (o más que casi) mística. Los hay que piensan que la teoría
darviniana de la evolución por selección natural explica la microevolución pero
es incapaz de explicar la macroevolución, lo cual hace necesario añadir un
ingrediente extra; en los casos más extremos, un ingrediente extra de naturaleza
divina.
Por desgracia, este anhelo de intervenciones celestiales ha recibido la ayuda
y el consuelo de verdaderos científicos cuyas intenciones en este sentido están
libres de toda sospecha. Ya he analizado la teoría del equilibro puntuado
demasiadas veces y con demasiada meticulosidad como para volver a hacerlo en
estas páginas,[8] así que me limitaré a añadir que sus defensores, en general,
llegan a proponer un desparejamiento fundamental de microevolución y
macroevolución. Es algo completamente injustificado. No hace falta agregar
ningún ingrediente adicional a nivel micro para explicar el nivel macro. Antes al
contrario, a nivel macro surge un nivel extra de explicación como consecuencia
de acontecimientos a nivel micro, extrapolados a espacios temporales
inimaginables.
La distinción práctica entre micro y macroevolución es semejante a las que
nos encontramos en muchos otros contextos. Los cambios en el mapa del mundo
a lo largo del tiempo geológico se deben a los efectos, acumulados durante miles
de milenios, de acontecimientos tectónicos que tienen lugar en una escala de
minutos, días y años. Sin embargo, al igual que en el caso del crecimiento de un
niño, los métodos de estudio correspondientes a cada una de las dos escalas
apenas si tienen puntos en común. El lenguaje de las fluctuaciones voltaicas no
sirve para analizar el funcionamiento de un programa informático como el
Microsoft Excel. Nadie con dos dedos de frente puede negar que los programas
informáticos, por complicados que sean, funcionan a base de pautas espacio-
temporales de variación entre dos voltajes, pero nadie con dos dedos de frente se
preocupa de eso cuando diseña, depura o utiliza un programa informático.
No veo motivos para poner en duda de que la macroevolución consista en
montones de pedacitos de microevolución unidos uno tras otro a lo largo del
tiempo geológico y detectados mediante fósiles en lugar de por muestreo
genético. No obstante, podría haber, y creo que los hay, acontecimientos
capitales en la historia evolutiva que modifican la propia naturaleza de la
evolución. En cierto sentido, la evolución también evoluciona. Hasta ahora, en
este capítulo, el término progreso ha venido significando que organismos
individuales, con el correr del tiempo evolutivo, se tornan más competentes para
la labor propia de todo individuo, que es sobrevivir y reproducirse. Pero también
podemos contemplar la posibilidad de que se den cambios en el propio
fenómeno de la evolución. ¿Podría la evolución propiamente dicha tornarse más
competente para alguna labor (la que le corresponda) con el paso del tiempo?
¿Constituyen los últimos estadios de la evolución una mejora con respecto a los
primeros? ¿Evolucionan los seres vivos para mejorar no sólo su capacidad de
sobrevivir y reproducirse, sino también la capacidad evolutiva de su linaje?
¿Existe una evolución de la evolucionabilidad?
Esa frase, «evolución de la evolucionabilidad», la acuñé yo mismo en un
artículo publicado en las Actas de la conferencia inaugural sobre vida artificial
de 1987. La ciencia de la vida artificial era una disciplina recién nacida de la
fusión de otras ciencias, particularmente biología, física e informática, y su
fundador era el visionario físico Christopher Langton, que fue quien editó las
Actas. Desde la aparición de mi artículo, aunque probablemente no como
consecuencia del mismo, la evolución de la evolucionabilidad se ha convertido
en un tema muy discutido entre los estudiantes de biología y los de vida
artificial. Mucho antes de que yo usase la expresión, otros ya habían propuesto la
idea. En 1973, por ejemplo, el ictiólogo estadounidense Karen F. Liem empleó la
frase «adaptación prospectiva» para referirse al revolucionario aparato maxilar
de los peces cíclidos, que les permitió, como hemos explicado en su cuento,
desarrollar de forma tan súbita y fulminante cientos de especies en todos los
grandes lagos africanos. He de decir que la teoría de Liem va más allá de la idea
de preadaptación. Una preadaptación es algo que surge originariamente para
cumplir una función y termina siendo asimilado por otra. La adaptación
prospectiva de Liem y mi evolución de la evolucionabilidad llevan implícita la
idea, no sólo de asimilación a una función nueva, sino de desencadenamiento de
un nuevo estallido de evolución divergente. En resumidas cuentas, me estoy
refiriendo a una tendencia permanente e incluso progresiva hacia una mayor
habilidad a la hora de evolucionar.
En 1987 la idea de la evolución de la evolucionabilidad resultaba un tanto
herética, sobre todo en boca de un supuesto ultradarvinista como yo. Me vi en la
extraña situación de sostener una hipótesis y, al mismo tiempo, disculparme por
ella ante personas incapaces de entender por qué había de disculparme. En la
actualidad es un tema ampliamente debatido, y algunos lo han llevado más lejos
de lo que jamás hube previsto, por ejemplo, los biólogos celulares Marc
Kischner y John Gerhart, y la entomóloga evolutiva Mary Jane West-Eberhard
en su magistral libro Developmental Plasticity and Evolution.
¿Qué es lo que hace que un organismo sea bueno evolucionando, además de
sobreviviendo y reproduciéndose? Pongamos, antes de nada, un ejemplo. A lo
largo del libro hemos visto que los archipiélagos son talleres de especiación. Si
las islas están lo bastante cerca como para permitir migración esporádicas, pero
lo bastante lejos como para dar tiempo a que se den divergencias evolutivas entre
las una migración y otra, ya tenemos los ingredientes necesarios para la
especiación, que es el primer paso hacia la radiación evolutiva. Pero ¿cuán cerca
es «bastante cerca» y cuán lejos es «bastante lejos»? Depende de la capacidad
locomotriz de los animales. Para una cochinilla o bicho bola, una separación de
unos pocos metros equivale a una separación de muchos kilómetros para un
pájaro o un murciélago. Entre las islas del archipiélago de las Galápagos media
la distancia adecuada para propiciar la evolución divergente de pequeñas aves
como los pinzones de Darwin, aunque no necesariamente para propiciar la
evolución divergente en un sentido general. Para esto habría que medir la
separación entre las islas, no en unidades absolutas, sino en unidades de
viabilidad locomotriz calibrada en función de la especie animal de que se trate,
un poco como en el caso de aquel barquero irlandés al que mis padres
preguntaron la distancia a la isla de Great Blasket y respondió: «Unas tres millas
si hace bueno».
Eso quiere decir que un pinzón de las Galápagos cuya autonomía de vuelo
hubiese disminuido o aumentado a consecuencia de la evolución podría con ello
ver disminuida su evolucionabilidad. Una autonomía limitada reduce las
probabilidades de iniciar una nueva raza de descendientes en otra isla; visto así,
es fácil de entender. El aumento de la autonomía tiene un efecto menos evidente
en la misma dirección: los descendientes se establecen en nuevas islas con tanta
frecuencia que no tienen tiempo de evolucionar por separado antes de que
lleguen los nuevos inmigrantes. Poniéndonos en el caso extremo, aquellas aves
cuya autonomía de vuelo fuese lo bastante grande como para que la distancia
entre las islas les sea indiferente, dejarían de considerarlas separadas. Desde el
punto de vista del flujo génico, todo el archipiélago constituye un continente. Y,
de nuevo, se ve frenada la especiación. La evolucionabilidad elevada, si
decidimos medir la evolucionabilidad como índice de especiación, es una
consecuencia involuntaria de una autonomía locomotriz intermedia, teniendo en
cuenta que lo que se considere intermedia (esto es, ni demasiado grande ni
demasiado pequeña) dependerá de la distancia entre las islas en cuestión. Huelga
decir que en este tipo de razonamientos la palabra isla no tiene por qué significar
exclusivamente tierra rodeada de agua. Como hemos visto en «El Cuento de los
Cíclidos», los lagos son islas para los animales acuáticos y los arrecifes pueden
ser islas dentro de lagos. Las cumbres montañosas son islas para aquellos
animales terrestres que no toleran bien las bajas altitudes. Un árbol puede ser una
isla para un animal de autonomía reducida. Para el virus del sida, cada hombre o
cada mujer son una isla.
Si el aumento o la disminución de la autonomía se traduce en un aumento de
la evolucionabilidad, ¿tendríamos que calificarlos de mejora evolutiva? Al
ultradarvininista que, según algunos, llevo dentro se le eriza el pelo y le empieza
a parpadear el detector de herejías. La frase tiene un desagradable regusto a
previsión evolutiva. Las aves desarrollan un aumento o disminución de su
autonomía a causa de la selección natural. Las futuras repercusiones sobre la
evolución son una consecuencia irrelevante. No obstante, a toro pasado,
podríamos descubrir que las especies que ocupan el planeta tienden a ser
descendientes de especies atávicas con dotes para la evolución. Podría decirse,
por tanto, que hay una especie de selección entre linajes a alto nivel que favorece
la evolucionabilidad: un ejemplo de lo que el insigne evolucionista
estadounidense George C. Williams llamó selección de clados. La selección
darviniana tradicional lleva a los organismos individuales a convertirse en
refinadas máquinas de supervivencia. ¿Podría ser que la propia vida, como
consecuencia de la selección de clados, se haya ido convirtiendo paulatinamente
en un conjunto de refinadas máquinas de evolución? De ser así, cabría esperar
que en hipotéticas reediciones kauffmanianas de la evolución se redescubrirían
las mismas mejoras en materia de evolucionabilidad.
La primera vez que escribí sobre la evolución de la evolucionabilidad
especulé sobre la existencia de acontecimientos evolutivos decisivos tras los
cuales la evolucionabilidad mejoraba. El ejemplo más prometedor que se me
ocurrió fue el de la segmentación. Como recordará el lector, la segmentación es
la división del cuerpo en módulos semejantes a los vagones de un tren en cuyo
interior las partes y sistemas del organismo se repiten en serie. En su forma
completa, la segmentación ha surgido de forma independiente en los artrópodos,
los vertebrados y los anélidos (aunque la universalidad de los genes Hox apunta
hacia algún tipo de organización serial en los extremos anterior y posterior que
habría preludiado la segmentación). Su origen es uno de esos acontecimientos
evolutivos que no pueden haber sido graduales. Mientras que el típico pez óseo
tiene unas 50 vértebras, las anguilas tienen nada menos que 200. Las cecilias
(unos anfibios vermiformes) oscilan entre 95 y 285 vértebras. Las serpientes
presentan enormes diferencias en cuanto al número de vértebras: el récord, que
yo sepa, lo tiene una serpiente extinta con 565.
Cada una de las vértebras de una serpiente representa un segmento con su
propio par de costillas, sus bloques musculares y sus nervios que salen de la
espina dorsal. Como es imposible tener fracciones de segmentos, la evolución de
cantidades variables de segmentos ha debido de propiciar numerosos casos en
los que una serpiente mutante se diferenciase de sus progenitores en un número
entero de segmentos (como mínimo en uno, posiblemente en más, de una sola
vez). Asimismo, cuando surgió la segmentación, tuvo que darse una transición
mutacional directa desde unos padres no segmentados a una cría con (al menos)
dos segmentos. Cuesta creer que semejante engendro pudiese sobrevivir, no
digamos ya encontrar con quien aparearse, pero está claro que eso fue lo que
ocurrió habida cuenta de que estamos rodeados de animales segmentados. Es
más que probable que la mutación tuviese que ver con genes Hox, como los de
«El Cuento de la Mosca del Vinagre». En mi artículo de 1987 sobre la
evolucionabilidad supuse que

… el éxito o el fracaso individual del primer animal segmentado durante su propia vida carece
relativamente de importancia. No cabe duda de que muchos otros nuevos mutantes habrán tenido más
éxito a nivel individual. Lo que importa de ese primer animal segmentado es que las líneas ancestrales
que descendieron de él fueron unos ases de la evolución. Se irradiaron, se especiaron y dieron origen a
nuevos filos. Independientemente de si la segmentación fue o no una adaptación beneficiosa para la
existencia particular del primer animal segmentado, lo cierto es que representó un cambio embriológico
preñado de posibilidades evolutivas.

La facilidad con que segmentos enteros pueden agregarse o sustraerse del cuerpo
es un factor que contribuye a una mayor evolucionabilidad. Lo mismo ocurre
con la diferenciación entre segmentos. En animales como los milpiés y las
lombrices, casi todos los segmentos son idénticos entre sí, pero existe una
tendencia recurrente, sobre todo entre los artrópodos y los vertebrados, en virtud
de la cual determinados segmentos se especializan en cometidos concretos y, por
tanto, se vuelven diferentes de otros segmentos (basta comparar una langosta con
un ciempiés). Un linaje que consiga desarrollar un plan corporal segmentado
será inmediatamente capaz de generar toda una gama de nuevos animales sólo
con alterar módulos a lo largo del cuerpo.
La segmentación es un ejemplo de modularidad, y la modularidad, en
general, es un ingrediente básico del pensamiento de los teóricos más recientes
de la evolución de la evolucionabilidad. De las muchas acepciones de la palabra
módulo recogidas en el Oxford English Dictionary, ésta es la pertinente:

Elemento de una serie de componentes o unidades de producción que están tipificados para facilitar el
ensamblaje o la sustitución y que suelen prefabricarse como estructuras autónomas.

Modular es el adjetivo que califica un agregado de módulos y modularidad el


nombre abstracto correspondiente, que define la propiedad de ser modular. Otros
ejemplos de construcción modular son las plantas (las hojas y las flores son
módulos). Pero los mejores ejemplos de modularidad tal vez se encuentran a
nivel celular y bioquímico. Las propias células son módulos por antonomasia,
como también lo son, dentro de las células, las moléculas de proteína y, por
supuesto, el ADN.
Así pues, la invención de la pluricelularidad es otro acontecimiento decisivo
que casi con toda certeza mejoró la evolucionabilidad. Se adelantó cientos de
millones de años a la segmentación, que en sí misma viene a ser una especie de
recreación de aquélla, otro salto en el ámbito de la modularidad. ¿Qué más
acontecimientos decisivos ha habido? El dedicatario de este libro, John Maynard
Smith, colaboró con su colega Eörs Szathmáry en el libro The Majors
Transitions in Evolution. La mayoría de esas «transiciones fundamentales de la
evolución» hallarían cabida en mi lista de «acontecimientos decisivos», esto es,
de mejoras fundamentales de la evolucionabilidad. Entre ellas figuran,
naturalmente, el origen de las moléculas replicadoras, pues sin ellas no podría
haber evolución alguna. Si el ADN, tal y como sugieren Cairns-Smith y otros,
usurpó el papel de replicador a un predecesor menos competente y lo hizo
salvando etapas intermedias, cada una de esas etapas constituiría un salto
adelante en materia de evolucionabilidad.
Si aceptamos la teoría del mundo ARN, también se habría producido una
transición crucial o hecho decisivo cuando un mundo en el que el ARN sirviese
tanto de replicador como de enzima diese paso a una separación entre el ADN,
en el papel de replicador, y las proteínas, en el papel de enzima. Luego tuvo
lugar la agrupación de entidades replicadoras (genes) en el interior de células
dotadas de paredes que, al impedir que los productos génicos se escapasen,
posibilitaron la colaboración química con los productos de otros genes. Otra
transición de capital importancia que muy probablemente también supuso un
hito para la evolucionabilidad fue el nacimiento de la célula eucariota a partir de
la fusión de varias células procariotas. También lo fue el origen de la
reproducción sexual, que coincidió con el origen de las especies propiamente
dichas, con su acervo génico y todo lo que eso significó para la futura evolución.
Maynard Smith y Szathmáry completan su lista con el origen de la
pluricelularidad, el origen de colonias como los hormigueros y termiteros y el
origen de las sociedades humanas dotadas de lenguaje. Existe una similitud entre
varias de esas transiciones fundamentales y es que suelen consistir en la reunión
de elementos hasta entonces independientes en un agregado más amplio a un
nivel superior, con la consiguiente pérdida de independencia a nivel inferior.
A esa lista ya he añadido la segmentación, pero también incuiría lo que
denomino «cuello de botella». Explicarlo en detalle supondría, una vez más,
repetir lo expuesto en libros anteriores (sobre todo en el último capítulo de The
Extended Phenotype). El término alude a una fase del ciclo vital de los
organismos pluricelulares: significa que el ciclo vital regresa regularmente a una
sola célula, de la cual vuelve a nacer un cuerpo pluricelular. La alternativa a un
ciclo vital sometido al cuello de botella podría ser una hipotética planta acuática
que creciese desordenadamente y se reprodujese desprendiéndose de trozos
pluricelulares de sí misma que se alejarían arrastrados por la corriente, crecerían
y a su vez se desprenderían de más trocitos. El cuello de botella tiene tres
importantes consecuencias, y las tres son posibles candidatas a la lista de
mejoras en evolucionabilidad.
En primer lugar, las innovaciones evolutivas pueden reinventarse «de abajo
arriba», en lugar de surgir como remodelación de estructuras existentes (el
equivalente a reconvertir espadas en cuchillas de arado). Hay más probabilidades
de que una mejora, pongamos por caso, del corazón suponga realmente una
mejora si una serie de cambios genéticos logra alterar todo el proceso de
desarrollo a partir de una única célula. Imaginemos la otra posibilidad: coger el
corazón ya existente y modificarlo mediante variaciones en el crecimiento de los
tejidos dentro de su palpitante estructura. Esta reforma «por partes» afectaría al
funcionamiento del corazón y pondría en peligro la pretendida mejora.
En segundo lugar, el cuello de botella, al forzar el regreso sistemático a un
mismo punto de partida dentro de un ciclo vital recurrente, proporciona un
calendario con el que poder regular los acontecimientos embriológicos. Los
genes pueden activarse o desactivarse en momentos clave del ciclo de
crecimiento. Nuestra hipotética planta que crece descontroladamente y
desprende pedazos de sí misma carece de un programa reconocible con el que
regular dichas activaciones y desactivaciones.
En tercer lugar, sin el cuello de botella, las diversas mutaciones se
acumularían en diferentes partes de la descontrolada planta. El incentivo que
hace que las células cooperen se reduciría. De hecho, las subpoblaciones de
células estarían tentadas de comportarse como cánceres con el fin de aumentar
sus probabilidades de contribuir genes a los pedazos desprendidos de la planta.
En cambio, con el cuello de botella, como cada generación se inicia a partir de
una sola célula, el organismo entero tiene bastantes probabilidades de quedar
constituido por una población genéticamente uniforme de células cooperantes,
descendientes todas ellas de esa célula única. Si no mediase el cuello de botella,
entre las células del cuerpo podría darse, desde el punto de vista genético, un
«conflicto de lealtades».
Hay otro importante hito evolutivo relacionado con el cuello de botella que
bien podría haber contribuido a la evolucionabilidad y que tal vez resurgiría en
las reediciones kauffmanianas. Se trata de la separación entre las líneas germinal
y somática, captada con claridad por la primera vez por el gran biólogo alemán
August Weissmann. Como hemos visto en el Encuentro 31, lo que ocurre en el
interior del embrión es que una parte de las células se reserva para la
reproducción (células germinales) mientras que el resto se destina a la
construcción del cuerpo (células somáticas). Los genes de las primeras son
potencialmente inmortales: lo más probable es que su descendencia directa se
prolongue durante millones de años. Los genes somáticos están destinados a
experimentar un número finito, aunque no siempre previsible, de divisiones
celulares al objeto de fabricar los tejidos corporales, tras lo cual la línea llega a
su fin y el organismo muere. Las plantas suelen quebrantar esa separación; el
caso más evidente es cuando practican la reproducción vegetativa. Esto podría
constituir una importante diferencia entre la forma de evolucionar de las plantas
y la de los animales. Antes de inventarse la separación entre germen y soma,
todas las células vivas eran antepasados potenciales de una línea indefinida de
descendientes, como lo son todavía las células de esponja.
La invención del sexo es un acontecimiento decisivo que, aunque, a primera
vista, pueda confundirse tanto con el cuello de botella como con la separación
germen-soma, desde la óptica de la lógica es diferente de ambos. En su forma
más general, el sexo es una mezcla parcial de genomas. Estamos familiarizados
con una versión concreta y sumamente reglamentada del sexo según la cual todo
individuo obtiene de cada uno de sus padres el 50% de su genoma. Estamos
acostumbrados a la idea de que hay dos tipos de progenitor, macho y hembra,
pero eso no quiere decir que sean elemento indispensable de la reproducción
sexual. La isogamia es un sistema en el que dos individuos no diferenciados
como macho y hembra combinan la mitad de sus genes para producir un nuevo
individuo. Es más apropiado considerar la división macho-hembra como otro
acontecimiento decisivo, posterior al origen del sexo propiamente dicho. Este
tipo de sexo va acompañado en cada generación por una «división reductora» en
virtud de la cual cada individuo dona el 50% de su genoma a cada uno de sus
hijos. Sin esa división reductora, los genomas duplicarían su tamaño a cada
generación.
Las bacterias practican una caprichosa forma de donación sexual que a veces
se denomina sexo pero que, en realidad, es algo muy diferente, más parecido a la
función de «cortar y pegar», o de «copiar y pegar», de los programas
informáticos. Fragmentos del genoma de una bacteria se copian, o se cortan, y se
pegan en otra que no necesariamente ha de pertenecer a la misma especie
(aunque cuando se trata de bacterias el concepto de especie es un tanto dudoso).
Como los genes son subrutinas de software que realizan operaciones celulares,
un gen pegado puede ponerse a trabajar de inmediato en su nuevo entorno,
ejecutando la misma tarea que ejecutaba anteriormente.[9]
¿Qué gana con eso la bacteria donadora? Puede que la pregunta esté mal
formulada. La pregunta correcta sería qué gana con eso el gen donado. Y la
respuesta es que los genes que consiguen ser donados y que después logran que
la bacteria receptora sobreviva y los transmita, ven aumentar el número de sus
copias en el mundo. No está claro si nuestro reglamentado sexo eucariótico
evolucionó a partir de ese sexo tipo «cortar y pegar» o si fue un acontecimiento
decisivo completamente nuevo. Uno y otro debieron de tener un impacto enorme
en la evolución subsiguiente y son posibles candidatos a la lista de factores de la
evolución de la evolucionabilidad. Como vimos en «El Cuento del Rotífero», el
sexo reglamentado tiene enormes consecuencias para la futura evolución por
cuanto posibilita la mismísima existencia de las especies y de sus flujos génicos.
A través de los millones, probablemente miles de millones, de antepasados
individuales cuyas vidas hemos rozado a lo largo de nuestra peregrinación, hay
un héroe concreto que ha venido desempeñando un papel secundario pero tan
recurrente como un leitmotiv wagneriano: el ADN. En «El Cuento de Eva»
demostramos que los genes, no menos que los individuos, también tienen
antepasados. En «El Cuento del Neandertal» aplicamos dicha enseñanza a la
cuestión de si tan denostada especie se extinguió sin dejar algún legado que
amortiguase el varapalo. En «El Cuento del Gibón» expusimos con entusiasmo
el tema del voto mayoritario entre aquellos genes que luchan por imponer sus
opiniones particulares sobre la historia ancestral. En «El Cuento de la Lamprea»
identificamos la analogía entre duplicación genética y especiación, cada una a su
nivel: una analogía tan cercana que es posible construir árboles genealógicos de
los genes que guarden un estrecho paralelismo (aunque no coincidan) con los
árboles filogenéticos convencionales. Aun siendo distinto, el tema dominante en
el campo de la taxonomía recuerda al del gen egoísta, el leitmotiv de las
interpretaciones de la selección natural.

La despedida del anfitrión

Cuando en mi calidad de anfitrión me paro a pensar en todo este peregrinaje en


el que tan agradecido estoy de haber participado, mi primera y abrumadora
reacción es de asombro: no sólo ante el espectacular derroche de detalles que
hemos presenciado, sino también ante la mera existencia de semejantes detalles,
ya sea en éste o en cualquier otro planeta. El universo podría haber continuado
perfectamente sin vida ni mayores complicaciones: solamente física y química,
apenas el polvo disperso por la explosión cósmica que dio origen al espacio y al
tiempo. El hecho de que no haya sido así, el hecho de que la vida surgiese
prácticamente de la nada, unos diez mil millones de años después de que el
universo surgiese literalmente de la nada, es tan asombroso que sería absurdo
ponerse a buscar palabras que le hiciesen justicia. Y eso no es todo. La evolución
no sólo tuvo lugar, sino que terminó dando origen a seres capaces de comprender
el proceso evolutivo, e incluso de comprender el proceso mediante el cual lo
comprenden.
Esta peregrinación ha sido un viaje no sólo en sentido literal, sino en el
sentido contracultural que conocí de joven, en la California de los años sesenta.
En comparación, el alucinógeno más potente que a la sazón se vendiese en las
calles del barrio hippie de San Francisco resultaría insulso. Si lo que uno busca
son prodigios, el mundo real está lleno de ellos. Sin necesidad de alejarnos de las
páginas de este libro, pensemos en el cinturón de Venus, en las medusas
migratorias y en sus arpones en miniatura, en el radar del ornitorrinco y de los
peces eléctricos, en las larvas de tábano que parecen prever las grietas del barro,
en las secuoyas, en el pavo real, en las estrellas de mar con su potente sistema
hidráulica, en los cíclidos del lago Victoria que han evolucionado ¿cuántos
órdenes de magnitud más rápido que Lingula, Limulus o Latimeria? No es el
orgullo que siento por este libro, sino la devoción que siento por la vida la que
me lleva a decirle al lector que, si desea una justificación para ésta, abra el libro
por una página cualquiera. Y reflexione sobre el hecho de que, aunque esté
escrito desde un punto de vista humano, se podría haber escrito otro volumen
paralelo desde el punto de vista de cualquiera de los diez millones de peregrinos.
La vida en este planeta no sólo es asombrosa y más que satis-factoría para
cualquier observador que no tenga los sentidos embotados por la familiaridad,
sino que el mero hecho de que hayamos desarrollado la capacidad de entender
nuestra propia génesis evolutiva es si cabe mayor motivo de asombro y
satisfacción.
La palabra peregrinación implica piedad y reverencia. No he tenido ocasión
en estas páginas de mencionar la irritación que me provoca la piedad tradicional
ni el desprecio que siento por la reverencia cuando tiene por objeto algo
sobrenatural, pero son sentimientos que no escondo. No es que quiera poner
límites o cortapisas al ejercicio de la reverencia, ni que pretenda minimizarla ni
rebajarla cuando es sincera y nos lleva a alabar las excelencias de un universo
que hemos sabido entender. Si dijese que «todo lo contrario», me quedaría corto,
pues lo que precisamente critico de las creencias sobrenaturales es que fracasen
de manera tan estrepitosa a la hora de hacer justicia a la sublime grandeza del
mundo real. Me opongo a ellas porque representan una limitación de la realidad,
un empobrecimiento de todo cuanto la naturaleza nos ofrece.
Creo que muchas de las personas que se consideran religiosas estarían de
acuerdo conmigo. En atención a ellas, citaré textualmente un comentario que oí
por casualidad en una conferencia científica y que se ha convertido en una de
mis observaciones favoritas. Un anciano y distinguido biólogo llevaba un buen
rato discutiendo con un colega. Cuando por fin concluyó la disputa, le guiñó un
ojo y le dijo: «Mira, en realidad queremos decir lo mismo, lo único que pasa es
que tú lo dices mal».
Me siento como si de veras volviese de una peregrinación.
Lecturas recomendadas

Los números entre corchetes remiten a las obras numeradas en la bibliografía

Barlow, George, The Cichlid Fishes: Nature’s Grand Experiment in Evolution,


Perseus Publishing, Cambridge, Massachussets, 2002.

Diamond, Jared, Guns, Germs and Steel: A Short History of Everybody for the
Last 13.000 Years, Chatto & Windus, Londres. [Trad. esp.: Armas, gérmenes y
acero: breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años, Debate,
Barcelona, 1998.]

Fortey, Richard, Life: Un Unathourised Biography, Harper Collins, Londres,


1997. [Trad. esp.: La vida: una biografía no autorizada, Taurus, Madrid, 1999.]

Fortey, Richard, The Earth: An Intimate History: Unearthing Our Family Tree,
Harper Collins, Londres, 2004.

Leakey, R., The Origin of Humankind: Unearthing Our Family Tree, Science
Master series, Basic Books, Nueva York, 1994. [Trad. esp.: El origen de la
humanidad, Debate, Barcelona, 2000.]

Maynard Smith, John y Szathmáry, Eors, The Origins of Life: From the Birth of
Life to the Origin of Language, Oxford University Press, Oxford, 1999. [Trad.
esp.: Ocho hitos de la evolución: del origen de la vida a la aparición del
lenguaje, Tusquets, Barcelona, 2001.]

Quammen, David, The song of the Dodo: Island Biogeography in an Age of


Extinctions, Hutchinson, Oxford, 1996.

Ridley, Mark, Mendel’s Demon: Gene Justice and the Complexities of Life,
Mendelson & Nicolson, Londres, 1999.

Southwood, Richard, The Story of Life, Oxford University Press, Oxford, 2003.

Tudge, C. The Variety of Life, Oxford University Press, Oxford, 2000. [Trad.
esp.: La variedad de la vida: exploración y celebración de todas las criaturas
que han vivido en la tierra, Crítica, Barcelona, 2001.]

Weiner, J., The Beak of the Finch, Jonathan Cape, Londres, 1994. [Trad. esp.: El
pico del pinzón: una historia de la evolución en nuestros días, Círculo de
Lectores, Barcelona, 2002.]

Wilson, E. O., The Diversity of Life, Harvard University Press, Cambridge,


Massachussets, 1992. [Trad. esp.: La diversidad de la vida, Crítica, Barcelona,
1994.]

Lecturas avanzadas

Brusca, Richard C. y Brusca, Gary J., Invertebrates, 2.ª ed., Sinauer Associates
Inc., Sunderland, Massachussets, 2002. [Trad. esp.: Invertebrados, McGraw-
Hill/Interamericana de España, 2005.]

Carroll, Robert L., Vertebrate Paleontology and Evolution, W. H. Freeman,


Nueva York, 1988.

Macdonald, David, The New Encyclopedia of Mammals, Oxford University


Press, Oxford, 2001. [Trad. esp.: La gran enciclopedia de los mamíferos, Libsa,
Madrid, 2005.]
Ridley, Mark, Evolution, 3.ª ed., Blackwell, Oxford, 2004.
Notas a las filogenias
Yan Wong

Los números entre corchetes remiten a las obras enumeradas en la bibliografía

Diagramas filogénicos

Las siguientes notas explican sintéticamente el fundamento científico de las


filogenias representadas en este libro, sobre todo de las que han sido objeto de
recientes revisiones taxonómicas de importancia o que se discuten en la
actualidad. Un buen análisis filogenético, relativamente reciente, es el que ofrece
Colin Tudge en La variedad de la vida [289].

ENCUENTRO 0. No se incluye América porque las pruebas indican que los


humanos llegaron allí en épocas recientes, procedentes de Asia. En buena lógica,
el Contepasado 0 ha de ser como mínimo tan reciente como cualquier ACMR
génico (tal como el «Adán del cromosoma-Y»), e incluso un nivel bajo de
reproducción dentro del grupo basta para dar como resultado un ACMR muy
reciente de todos los seres humanos [45], de ahí que hayamos postulado una
fecha tan cercana.

ENCUENTROS 1 y 2. Filogenia (que, como en el resto de árboles, consiste en el


voto mayoritario entre los genes; véase «El Cuento del Gibón») avalada por la
morfología [102] y las moléculas [20]. Las fechas de divergencia se basan en el
reloj molecular [105, 230].

ENCUENTRO 3. Filogenia y fechas de divergencia basadas en datos morfológicos,


fósiles y moleculares [102, 105, 273].

ENCUENTRO 4. La filogenia de los gibones no está clara: el árbol se basa en datos


del ADN mitocondrial [246, fig. 2c], complementados con datos de reloj
molecular para el contepasado y para los nodos Symphalangus/Hylobates [105].

ENCUENTRO 5. Filogenia convencional. Fechas de divergencia obtenidas de datos


moleculares y fósiles [105].

ENCUENTRO 6. Filogenia y fechas sacadas directamente o deducidas de [105]. La


posición de la subfamilia Aotinae no es muy robusta y podría variar en el futuro.

ENCUENTRO 7. La ubicación y datación [105] de la familia de los tarseros


concuerda con los datos moleculares [254] y morfológicos.

ENCUENTRO 8. Dentro de los estrepsirrinos, no hay acuerdo sobre las relaciones


entre los lémures, aunque a menudo se considera basal al ayeaye. El orden y las
fechas de las otras cuatro familias están basados en información molecular [322]
y se han calibrado para situar la divergencia basal de los primates hace 63
millones de años [105, 207]. Sin embargo, otros cálculos fijan esta divergencia
hace 80 millones de años [281], lo que retrasaría los Encuentros 9, 10 y 11 hasta
15 millones de años más.

ENCUENTRO 9. La ubicación de los caguanes y las tupayas es sumamente


controvertida (véase «El Cuento del Caguán»); la incluida aquí se basa en datos
moleculares recientes [207]. Fecha de la divergencia basal limitada a 63-75
millones de años a causa de los puntos de ramificación circundantes.

ENCUENTRO 10. La posición de los Glires se basa en pruebas moleculares sólidas


[207]. La fecha del encuentro viene forzada por la datación de reloj molecular
del Encuentro 11 [207, 137], pero podría fijarse hasta hace 10 millones de años o
antes [271]. Sobre la posición de los lagomorfos no hay discusión [137, 207]. La
filogenia de los roedores es materia de debate. Por lo general se acepta la
clasificación de roedores histricognatos (Histricidos, Fiomorfos, Caviomorfos),
aunque en los estudios moleculares también pueden encontrarse cuatro grupos
[por ejemplo, 137, 202]: Múridos + Dipódidos, Aplodóntidos + Esciúridos +
Glíridos, Ctenodactílidos + histricognatos, Heterómidos + Geómidos. El orden
de ramificación y las fechas aproximadas proceden de ADN ribosómico y ADN
mitocondrial [202], pero el orden no es indiscutible [véase, por ejemplo, 137].

ENCUENTROS 11 y 12. Filogenia y datación basadas en estudios moleculares


revolucionarios de fecha reciente [207, 271].

ENCUENTRO 13. Filogenia y datación basadas en datos moleculares [207, 271]. La


morfología [177] y algunas pruebas moleculares [205] coinciden en la
separación elefantes/sirenios/damanes. Hay dudas, sin embargo, en cuanto a la
ubicación del cerdo hormiguero [205, 271], y los datos morfológicos pueden
estar reñidos con la posición de los Afrosorícidos [177].

ENCUENTRO 14. Encuentro corroborado por datos tanto antiguos como recientes
[208]. La divergencia placentarios-marsupiales hace 140 millones de años
concuerda con fósiles y fechas moleculares tardías [7, 144]. Los estudios
moleculares demuestran que los Didélfidos y, después, los Paucituberculados,
son grupos hermanos de otros marsupiales [212, 272], lo cual concuerda con el
análisis morfológico [251]. Otras ramas están corroboradas en diversa medida
por los datos moleculares [212, 272]: la posición del colocolo es particularmente
dudosa; aquí aparece hermanado a los Diprotodontes [251]. Las fechas de
divergencia se basan en datos del reloj molecular, pero también vienen impuestas
por la biogeografía gondwaniana [212].

ENCUENTRO 15. Fechas y filogenia basadas en datos moleculares, morfológicos y


fósiles recientes [208].

ENCUENTRO 16. Los cálculos aproximados de la fecha del Encuentro 16 lo sitúan


por término medio hace 310 millones de años [112]; otras fechas tempranas de
ramificación están basadas en fósiles [40]. Las ramificaciones dentro de las
serpientes y los lagartos son las ya clásicas. El orden de ramificación de las aves
se basa en estudios genéticos [293] y las fechas en hibridización del ADN [265]:
muchos grupos se han agrupado bajo el término Neoaves debido a las relaciones
inciertas.

ENCUENTRO 17. Aunque algunos paleontólogos [40] los cuestionan, los datos
moleculares y morfológicos corroboran de manera contundente la monofilia de
los Lisanfibios y apuntan al orden de ramificación aquí representado [325]. La
fecha de la divergencia basal procede de pruebas paleontológicas [4] y las otras,
de árboles de ADN mitocondrial elaborados mediante el método de probabilidad
máxima [325].

ENCUENTROS 18 y 19. Filogenia y fechas deducidas de estudios moleculares [294]


y morfológicos/paleontológicos [326].

ENCUENTRO 20. En general se acepta la fecha del encuentro [209]. La filogenia de


los Actinopterigios cambia constantemente [141, 199], aunque la clasificación
tradicional [209] que hemos adoptado aquí cuenta con amplio apoyo. Las fechas
de las divergencias se basan en datos de fósiles [40, 209]. Dado que la filogenia
no es robusta, se han omitido algunos grupos.

ENCUENTRO 21. Filogenia basada en datos morfológicos [75, 63] [263]. Fechas de
las divergencias basadas en datos de fósiles [209, 252].

ENCUENTRO 22. El grupo de los agnatos está basado en datos genéticos [97, 279]
que contradicen la mayoría de las filogenias basadas en fósiles (aunque estos
grupos especializados muestran caracteres que han desaparecido en una segunda
fase evolutiva, lo que dificulta el uso de datos morfológicos). La fecha del
encuentro está severamente limitada por pruebas fósiles [264]. La fecha de la
divergencia de lampreas y mixinos se ha inferido de los diagramas moleculares
más probables [279].

ENCUENTRO 23. Los datos del reloj molecular [315] sitúan la escisión del pez
lanceta cerca de las divergencias basales de los Deuteróstomos, esto es, hace 570
millones de años, según la datación de la teoría de la explosión cámbrica de
mecha lenta (véase «El Cuento del Gusano Aterciopelado»).

ENCUENTRO 24. La fecha del encuentro viene impuesta por los puntos de
ramificación circundantes. Puede que sea más próxima a los ambulacrarios que a
los peces lanceta [315].

ENCUENTRO 25. La clasificación y las divergencias basales de los ambulacrarios


se han inferido de datos genéticos recientes [32,, 97, 315], suponiendo una
explosión cámbrica de tipo mecha lenta. También se basa en estudios genéticos
la ubicación de los Xenoturbélidos en las categorías más altas, aunque la
ubicación exacta no es robusta. La filogenia y datación de los equinodermos se
basan en datos genéticos, morfológicos y fósiles [176, 297].

ENCUENTRO 26. La fecha del encuentro (hace unos 590 millones de años) se
deduce de cálculos de reloj molecular recientes [8, 10] y concuerda de sobra con
datos fósiles [291]. La filogenia de los protóstomos se ha revisado recientemente
[3]: aquí hemos seguido un solo esquema general [103] basado en la genética y
la morfología. Tres ramas compuestas de varios filos agrupados: Cefalorrincos
[103], Gnatíferos [162] (que incluye a los Acantocéfalos y a los Mizostómidos)
y Braquiozoos (Forónidos y Braquiópodos). La filogenia de los Ecdisozoos es
relativamente robusta [103]: las principales dudas son el agrupamiento de
onicóforos con artrópodos, y la inclusión basal de los Quetognatos, que se basa
en datos morfológicos y genéticos [224]. Muchas de las fechas de los
Ecdisozoos están constreñidas por fósiles onicóforos pequeños con concha
(véase «El Cuento del Gusano Aterciopelado»). El orden de ramificación de los
Lofotrocozoos es mucho más dudoso: el grupo Anélidos/Moluscos/Sipuncúlidos
es robusto [224]; los nemertinos son probablemente el grupo hermano [290]; la
ramificación de los demás es incierta.

ENCUENTRO 27. Filogenia basada en datos moleculares [247, 283]. Éstos suelen
corroborar, aunque débilmente, la hipótesis de que los Acelos son parafiléticos,
mientras que los datos morfológicos demuestran convincentemente la monofilia
de los acelomorfos; en consecuencia, la fecha de divergencia es arbitraria. La del
encuentro se basa en cálculos de distancia genética [247, 283], suponiendo que
la escisión Protóstomos/Deuteróstomos date de hace 590 millones de años y la
de bilaterios/cnidarios, de hace 700.

ENCUENTRO 28 y 29. El orden de las ramificaciones de cnidarios y ctenóforos


sigue siendo dudoso [35]; ciertos datos moleculares sustentan débilmente el que
se ha usado aquí. La filogenia de los cnidarios ya es la convencional; las fechas,
obtenidas de estudios genéticos [50], se han calibrado de acuerdo con la escala
temporal empleada.

ENCUENTRO 30. La ubicación de Trichoplax no es segura [35], pero posiblemente


esté cerca de la base de los Metazoos [comentario personal de Peter Holland].

ENCUENTRO 31. Por lo general las esponjas se consideran metazoos basales,


aunque de vez en cuando los datos moleculares dan a entender que podrían ser
parafiléticas [191]. La fecha del encuentro, hace 800 millones de años, está
basada en el reloj molecular [211] y recalibrada en función de la divergencia
protóstomos/deuteróstomos de hace 590 millones de años; esto se contradice con
la ausencia de espículas de esponja fosilizadas antes del final del Precámbrico,
aunque las espículas podrían ser un carácter derivado.

ENCUENTRO 32 y 33. Las fechas de los encuentros se han calculado


aproximadamente a partir de diagramas moleculares [166, 191], dando por
supuesto que la del Encuentro 31 es 800 millones de años y la del 34, 1100. La
posición de los Ictiospóreos [231] se basa en secuencias de ADN mitocondrial
[166] y no de ADN ribosómico [191].

ENCUENTRO 34. Suele discutirse [91, 244] la fecha del encuentro (hace 1100
millones), que tal vez no sea particularmente robusta. Los estudios moleculares
revisados sitúan ahora a los Microsporidios dentro de los Hongos [149],
posiblemente en la base [13]. Los estudios morfológicos y genéticos sitúan a los
Ascomicotes y Basidiomicotes como filos cercanos, y los análisis de ADN
ribosómico identifican a los Glomeromicotes como filo hermano de ambos
[256], con dos (como mostramos aquí) o más ramas parafiléticas de zigomicetes.
Las fechas de divergencia, obtenidas por reloj molecular [133], se han reajustado
para que cuadren con la del encuentro.

ENCUENTRO 35. La clasificación de la mayoría de amebas y mohos mucilaginosos


como grupo hermano de metazoos + hongos cuenta con un sustancial apoyo
molecular [13, 43], aunque una disposición poco convencional de la raíz del
árbol de los eucariotas podría provocar que los Encuentros 34, 35, 36 y 37 se
juntasen de golpe en uno solo [43]. La fecha de divergencia se ha situado
arbitrariamente en el medio de los dos nodos.

ENCUENTRO 36. En la actualidad se considera que el agrupamiento de plantas,


animales y hongos con base en datos de RNA ribosómico es erróneo [13, 113].
Como se explica en el texto del Encuentro 37, la posición de las plantas en la
filogenia de los eucariotas es incierta y la solución que hemos adoptado aquí es
un tanto arbitraria. Fecha del encuentro limitada por fósiles de 1200 millones de
años de antigüedad [38, pero véase asimismo 42]; la fecha de 1300 millones de
años es ampliamente compatible con el reloj molecular [por ejemplo, 91].
Dentro de las plantas, la filogenia y las fechas relativas se han deducido de datos
moleculares [203], aunque hay quien discute la inclusión de las algas rojas [214].

ENCUENTRO 37. El orden de ramificación y las fechas de divergencia de los


principales grupos de eucariotas no están claros [13] (de ahí la politomía
representada). Debido al fenómeno de atracción de ramas largas, los estudios
con RNA ribosómico consideran erróneamente grupos distintos como líneas
filéticas ramificadas en fechas tempranas; los árboles rectificados sólo son
capaces de situar las ramas eucarióticas lejos de las Arqueas [113], lo que
implica una divergencia muy posterior al Encuentro 38.

ENCUENTRO 38. Fecha del encuentro incierta; el reloj molecular indica


aproximadamente hace 2000 millones de años [por ejemplo, 91, pero véase 42].
Fechas de divergencia y filogenia (convencional) basadas en estudios con ARN
ribosómico [por ejemplo, 16].

ENCUENTRO 39. Árbol intrínsecamente difícil de dirigir por cuanto no existe


grupo externo y las variaciones de la tasa de mutación a lo largo de las distintas
líneas filéticas oscurecen el centro del árbol. Suele colocarse la raíz entre las
Arqueas y las Eubacterias (cruz A), pero hay otras posibilidades [42] (cruz B)
[113], de ahí que hayamos optado por representarlo como no dirigido. Dado que
los cambios que se introduzcan a la hora de dirigir el árbol afectarán a la
longitud total de las ramas, éstas no pueden representar realmente el tiempo y
son, por tanto, bastante arbitrarias. La filogenia eubacteriana se basa en
características bioquímicas sólidas (por ejemplo, glicoproteínas de las paredes
celulares) y en fenómenos génicos inusuales (por ejemplo, de inserción/deleción)
[42, 117]; los árboles de ARN ribosómico pueden presentar problemas de
atracción de rama larga, pero indican que las divergencias dentro de las bacterias
son profundas [113]. El intercambio de ADN bacteriano plantea problemas a la
hora de construir un solo árbol, a menos que exista un núcleo de genes que no se
intercambian [64].
Bibliografía

Los números entre corchetes se usan como referencia en notas, pies de foto e
índice analítico.

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Londres, 1987. [Trad. esp.: Dirk Gently: Agencia de investigaciones holísticas,
Anagrama, Barcelona, 1989.]

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Londres, 1991. [Trad. esp.: Mañana no estarán: en busca de las más variopintas
especies animales al borde de la extinción, Anagrama, Barcelona, 1994.]

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dimorphisms and breedings systems in pinnipeds, ungulates, primates, and
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[310] Whiten, A., Goodall, J., McGrew, W. C. et al., «Cultures in chimpanzees»,


Nature, 399 (1999), 682-685.

[311] Williams, G. C., Sex and Evolution, Princeton University Press, Princeton,
Nueva Jersey, 1975.

[312] Williams, G. C., Natural Selection: Domains, Levels and Challenge,


Oxford University Press, Oxford, 1992.

[313] Wilson, E. O., The Diversity of Life, Harvard University Press, Cambridge,
Massachussets, 1992. [Trad. esp.: La diversidad de la vida, Crítica, Barcelona,
1994.]

[314] Wilson, H. V., «On some phenomena of coalescence and regeneration in


sponges», Journal of Experimental Zoology, 5 (1907), 245-258.

[315] Winchell, C. J., Sullivan, J., Cameron, C. B., et al., «Evaluating


hypotheses of deutorostome phylogeny and chordate evolution with new LSU
and SSU ribosomal DNA data», Molecular Biology and Evolution, 19 (2002),
762-767.

[316] Woese, C. R., Kandler, O. y Wheelis, M. L., «Towards a natural system of


organisms: Proposal for the domains Archaea, Bacteria and Eucarya»,
Proceedings of the National Academy of Sciences of the USA, 87 (1990), 4576-
4579.

[317] Wolpert, L., The Triumph of the Embryo, Oxford University Press, Oxford,
1991.

[318] Wolpert, L., Beddington, R., Brockes, J. et al, Principles of Development,


Current Biology, Oxford University Press, Londres/Oxford, 1998.

[319] Wray, G. A., Levington, J. S. y Shapiro, L. H., «Molecular evidence for


deep Precambrian divergences among metazoan phyla», Science, 274 (1996),
568-573.

[320] Xiao, S. H., Yuan, X. L. y Knoll, A. H., «Eumetazoan fossils in terminal


Proterozoic phosphorites?», Proceedings of the National Academy of Sciences of
the USA, 97 (2000), 13684-13689.

[321] Yeats, W. B., The Poems (Finneran, R. J., ed.), Macmillan, Londres. [Trad.
esp.: Poemas, Rialp, Madrid.]

[322] Yoder, A. D., y Yang, Z., «Divergente dates for Malgasy lemurs estimated
from multiple gene loci: Geological and evolutionary context», Molecular
Ecology, 13 (2004), 757-773.

[323] Zahavi, A. y Zahavi, A., The Handicap Principle, Oxford University


Press, Oxford, 1997.
[324] Zardoya, R. y Meyer, A., «Mitochondrial evidence of the phylogenetic
position of caecilians (Amphibia: Gymnophiona), Genetics, 155 (2000), 765-
775.

[325] Zardoya, R. y Meyer, A., «On the origin of and phylogenetic relationships
among living amphibians», Proceedings of the National Academy of Sciences of
the USA, 98 (325), 7380-7383.

[326] Zhu, M. y Yu, X., «A primitive fish close to the common ancestor of
tetrapods and lungfish», Nature, 418 (2002), 767-770.

[327] Zuckerland, E. y Pauling, L., «Evolutionary divergence and convergence


in proteins», en Bryson, V. y Vogels, H. J., eds., Evolving genes and proteins,
Academic Press, Nueva York.
RICHARD DAWKINS. Nació en Nairobi en 1941 y se educó en la Universidad
de Oxford. Ha obtenido las cátedras Gifford de la Universidad de Glasgow y
Sidwick del Newnham College de Cambridge. Además de enseñar zoología en
las universidades de California y Oxford, ha presentado programas de televisión
en la BBC y dirigido varias publicaciones científicas. En 1995 se convirtió en el
primer titular de la recién creada cátedra Charles Simony de Divulgación
Científica en la Universidad de Oxford. Autor de títulos tan decisivos como El
gen egoísta (1976 y 1989), El fenotipo extendido (1982), El relojero ciego
(1986), El río del Edén (1995) o El espejismo de Dios (2006).
Notas a la Introducción
[1] No hay que confundir esta idea de los (aunque a menudo se confunda) con la

idea cuántica de los mundos múltiples propugnada por Hugh Everett y defendida
con brillantez por David Deutsch en su libro La estructura de la realidad. El
parecido entre ambas es superficial e irrelevante. Las dos hipótesis, que podrían
ser ambas verdaderas, o no serlo ninguna, o ser verdadera una y falsa la otra, se
propusieron como respuesta a dos problemas completamente diferentes. Según la
de Everett, los diferentes universos tienen las mismas constantes fundamentales,
mientras que la que aquí nos ocupa sostiene que los diferentes universos tienen
diferentes constantes fundamentales. <<
[2] Las leyes de la nomenclatura zoológica siguen un estricto orden de
precedencia y me temo que no hay ninguna posibilidad de cambiar el término
Australopithecus por algo que resulte menos equívoco a la mayoría de personas
privadas de una formación clásica. No tiene nada que ver con Australia y, de
hecho, nunca se ha encontrado un solo miembro del género fuera de África.
Australo significa simplemente «meridional». Australia es el gran continente
meridional, la aurora austral es el equivalente sureño de la aurora boreal (boreal
significa «septentrional») y el primer Australopithecus, el niño de Taung, se
encontró en Sudáfrica. <<
[3] Agradezco a Nicky Warren la sugerencia del término. <<
[4] Las citadísimas pruebas con que J. W. Schopf sustentó la hipótesis de la

existencia de unas bacterias de 3500 millones de años de antigüedad han sido


duramente criticadas por mi colega de Oxford Martin Brasier. Puede que Brasier
tenga razón en cuando al material de Schopf, pero nuevas pruebas, publicadas
mientras este libro estaba en la imprenta, vuelven a corroborar la hipótesis de los
3500 millones de años. En el curso de unas investigaciones en Sudáfrica, el
científico noruego Harald Turnes y sus colegas encontraron unos agujeros
diminutos en obsidiana de aquella época que, a su juicio, son producto de
microorganismos. Estas madrigueras contienen carbono que, según Furnes y su
equipo, es de origen biológico. De los microorganismos propiamente dichos no
hay rastro. <<
Notas al Prólogo General
[1] Si tuviésemos ocho dedos (o dieciséis), calcularíamos naturalmente en base

octal (o hexadecimal), la lógica binaria sería más fácil de entender y puede que
se hubiesen inventado mucho antes los ordenadores. <<
[2] En su libro Man on Earth, John Reader señala que los incas, que no tenían un

lenguaje escrito (a no ser que, como se ha propuesto recientemente, usasen los


llamados quipus, ramales de cuerdas anudadas que simbolizaban números, como
recurso lingüístico además de contable), hicieron un esfuerzo, tal vez para
compensar esa laguna, por mejorar la exactitud de su tradición oral. Los
historiadores oficiales estaban «obligados a memorizar enormes cantidades de
información y a repetirla cuando los administradores se lo solicitasen. No es de
extrañar que el cargo de historiador se transfiriese de padres a hijos». <<
[3] En el juego del teléfono estropeado, unos cuantos niños se colocan en fila.

Alguien le susurra al oído una historia al primero sin que los demás la oigan, éste
a su vez se la susurra al segundo, y así hasta llegar al último niño, cuya versión
de la historia, revelada en voz alta, resulta ser una divertida y embrollada
distorsión del mensaje original. <<
[4] La cita es del Nuevo Testamento: «Porque ahora vemos oscuramente, como

por medio de un espejo, mas entonces, cara a cara; ahora conozco en parte, pero
entonces conoceré así como también soy conocido» (1 Corintios 13:12). [N. del
t.] <<
[5] A veces se usa el término redundante en lugar de degenerado pero es un error,

porque significan cosas distintas. El código genético, por ejemplo, también es


redundante, ya que si se descodifica cualquiera de las dos hebras de la doble
hélice, se obtendría la misma información. En la práctica sólo se descodifica
una, y la otra se usa para corregir errores. Los ingenieros también se sirven de la
redundancia para corregir errores. La degeneración del código genético es
distinta de la redundancia, y a ella nos referimos en el texto. Un código
degenerado es el que contiene sinónimos y que, por tanto, podría dar cabida a
una gama de significados más amplia de la que realmente alberga. <<
Notas al Comienzo
[1] A lo largo del libro usaré el término primitivo en el sentido técnico de «más

parecido al estado original», que no connota inferioridad de ningún tipo. <<


[2] Lord Charles Townsend (1674-1738), más conocido por el apodo de turnip

(nabo). Tras servir como secretario de Estado bajo el reinado de Jorge I, se


convirtió en entusiasta promotor de diversas innovaciones agrícolas, en
particular de la rotación de cultivos. [N. del t.] <<
[3] La arqueóloga canadiense Susan Crockford ha atribuido dichos cambios a

variaciones en los niveles de dos hormonas tiroideas. <<


[4] El uniformitarianismo es una doctrina geológica de índole reduccionista que

explica cualquier cambio geológico del pasado en función de la existencia de


procesos que operaban de la misma manera que en el presente. [N. del t.] <<
Notas al Encuentro 0
[1] Cuando su equipo pasó a descifrar el genoma canino, nadie se sorprendió al

enterarse de que el perro elegido era Shadow, el caniche del doctor Venter. <<
[2] Para entender por qué pongo la palabra en cursiva, véase «El Cuento del

Saltamontes». <<
[3] El mismo Afar que dio nombre a un fósil mucho más antiguo:
Australopithecus afarensis, también conocido como Lucy. <<
[4] Muchos genes tienen más de un efecto, fenómeno conocido como
pleiotropismo. <<
[5] Una vez un periodista me entrevistó durante más de una hora delante de este

megalito de dos toneladas y posteriormente, en su artículo, lo describió como


«una mesa blanca de hierro forjado». Es el ejemplo que siempre pongo para
demostrar la falibilidad de los testimonios presenciales. <<
[6] El Rubicón de los 750 c.c. que es necesario cruzar para merecer la definición

de Homo fue establecido por sir Arthur Keith. Como cuenta Richard Leakey en
su libro La formación de la humanidad, cuando Louis Leakey describió el
primer Homo habilis, el cráneo de su especimen tenía una capacidad de 650 c.c.,
de manera que desplazó el Rubicón para acogerlo entre los humanos.
Especímenes posteriores de Homo habilis han venido a darle la razón por cuanto
presentan una capacidad craneal cercana a los 800 c.c. Todo esto me afianza en
mi postura antirubiconiana. <<
[7] Es la línea que minimiza la suma de los cuadrados de las distancias desde los

puntos hasta ella. <<


[8] Prácticamente lo mismo ocurre con el cociente intelectual (CI), que no es una

medida absoluta de la inteligencia. El CI de una persona refleja la diferencia,


positiva o negativa, entre su inteligencia y la inteligencia media —
convencionalmente fijada en 100— de una población determinada. Si se calcula
con relación a la población de la universidad de Oxford, mi CI será más bajo que
si se realiza el cálculo respecto al conjunto de la población inglesa. De ahí nace
el chiste del político que se lamenta de que la mitad de la población tenga un CI
menor de 100. <<
[9] Algunos distinguen una segunda especie, Ardipithecus kadabba. <<
[10] Existe una teoría darvinista bien articulada de altruismo recíproco, formulada

por primera vez por Robert Trivers y desarrollada posteriormente por Robert
Axelrod y otros. El intercambio de favores en el que se posterga la devolución
del primero, funciona muy bien. He explicado el principio en El gen egoísta,
sobre todo en la segunda edición del libro. <<
Notas al Encuentro 1
[1] En cualquier caso, el uso de herramientas está extendido entre los mamíferos

y las aves, como bien ha demostrado la propia Jane Goodall (entre otros). <<
Notas al Encuentro 2
[1] En realidad, lo que hizo Hanón, que es como se llamaba el almirante
cartaginés, fue una transcripción sui generis del término kikongo ngò dìida, que
significa «animal poderoso que se golpea con violencia». [N. del t.] <<
[2] El Proyecto Gran Simio, ideado por el ilustre filósofo moral Peter Singer, va

al meollo del asunto al proponer que, en la medida en que lo permita el sentido


práctico, se conceda a los simios antropomorfos el mismo estatus moral que a los
seres humanos. Mi propia contribución al libro The Great Ape Project es uno de
los ensayos recopilados en El capellán del diablo. <<
Notas al Encuentro 3
[1] El principio de parsimonia es la regla científica según la cual, si existen dos o

más soluciones a un problema o hipótesis suficientes que lo expliquen, siempre


se ha de optar por la más simple. [N. del t.] <<
Notas al Encuentro 4
[1] El principio de parsimonia es la regla científica según la cual, si existen dos o

más soluciones a un problema o hipótesis suficientes que lo expliquen, siempre


se ha de optar por la más simple. [N. del t.] <<
[2] Quizás habría que llamar la atención de la mayoría moral de extrema derecha

estadounidense (cuya oposición cerril y oscurantista a los principios


evolucionistas está poniendo en peligro la calidad de la enseñanza en varios de
los estados más atrasados de su país) sobre los ejemplares valores familiares de
los gibones y sobre la pía esperanza de que nuestros antepasados evolutivos
también los observasen. Ni que decir tiene que extraer del comportamiento de
los gibones cualquier enseñanza moral supondría cometer la falacia naturalista,
pero es que a esta gente lo que mejor se le da son precisamente las falacias. <<
[3] La teoría del monstruo prometedor, término acuñado por uno de sus
partidarios, el genético germanoestadounidense Richard Goldschmidt, postula
que las macromutaciones monstruosas, una vez aparecen, pueden verse
favorecidas por la selección natural y, por tanto, constituir un importante motor
de cambio evolutivo. [N. del t.] <<
[4] El tema de este cuento hace que inevitablemente resulte más difícil de leer

que otras partes del libro. El lector puede escoger entre devanarse los sesos
durante las próximas diez páginas, o saltar directamente a la p. 199 y volver a
este cuento cuando desee ejercitar las neuronas. Dicho sea de paso, muchas
veces me he preguntado cómo se devana uno los sesos. Ojalá lo supiera. <<
[5] El número exacto es (3 × 2 − 5) × (4 × 2 − 5) × (5 × 2 − 5) × … (n × 2 − 5),

donde n es el número de grupos. <<


[6] El manuscrito Biblioteca británica pertenecía a Henry Dene, arzobispo de

Canterbury en 1501, y actualmente se encuentra, junto con el manuscrito


Egerton y otros, en la British Library de Londres. El manuscrito Christ Church
se conserva cerca de donde escribo estas líneas, en la biblioteca oxoniense de
Christ Church. El primer documento que hace mención del manuscrito Hengwrt
demuestra que en 1537 era propiedad de Fulke Dutton. Deteriorado por las ratas
que royeron el pergamino, hoy se encuentra en la Biblioteca Nacional de Gales.
<<
[7] Cuando abril con sus fragantes lluvias haya calado hasta la raíz la sequía de

marzo. [N. del t.] <<


[8] El autor aprovecha que Gibbon («gibón») es también el nombre del célebre

autor de la monumental Decadencia y caída del Imperio Romano. [N. del t.] <<
[9] Cuanto más tiempo transcurra entre las separaciones de especies (o menor sea

el tamaño de la población), más linajes ancestrales se perderán por deriva


genética. Así pues, a los taxónomos más metódicos, que esperan que los árboles
de especies coincidan con los árboles genéticos, les será más fácil lidiar con
animales cuyas divergencias, al contrario que las de los simios africanos, estén
bien espaciadas en el tiempo. Pero siempre habrá genes, como el SRY, para los
que la selección natural mantenga sistemáticamente líneas ancestrales separadas
durante enormes espacios de tiempo. <<
Notas al Encuentro 6
[1] Si la palabra usaron trasluce la más mínima connotación de intencionalidad,

habrá sido una elección de lo más desafortunada. Como veremos en «El Cuento
del Dodo», los animales no se proponen colonizar nuevos territorios. Pero
cuando lo hacen (por casualidad), las consecuencias en el plano evolutivo
pueden ser trascendentales. <<
[2] La cola prensil se observa en muchos otros grupos de especies sudamericanas,

como el kinkajú (Potos flavus) (carnívoro), el puercoespín (roedor), el oso


hormiguero de collar (Tamandua tetradáctila) (desdentados), la zarigüeya
(marsupiales), e incluso la salamandra Bolitoglossa. ¿Qué tiene de especial
Sudamérica a este respecto? No lo sé, pero lo cierto es que también tienen cola
prensil los pangolines, algunas ratas arborícolas, algunos escincos y camaleones,
que no tienen nada de sudamericanos. <<
[3] Esto abre posibilidades fascinantes. Imaginemos que un neurobiólogo inserta

una sonda minúscula en, pongamos, un cono verde y lo estimula eléctricamente.


En ese momento el cono verde captará «luz», mientras que todos los otros conos
no perciben nada. ¿«Verá» en ese caso el cerebro una tonalidad «super verde»
que ninguna luz real podría conseguir jamás? Por más pura que sea, la luz
verdadera siempre estimulará, aunque en diferente medida, las tres clases de
conos. <<
[4] Las zanahorias son ricas en beta-caroteno, un compuesto que puede
transformarse en vitamina A; de ahí el rumor —a veces los rumores son
fundados— de que las zanahorias son buenas para la vista. <<
[5] En realidad, el rojo y el verde tan sólo son dos de las muchas posibilidades

que pueden darse en este locus, pero ya tenemos bastantes complicaciones como
para añadir más. A los efectos de este relato, los alelos serán estrictamente rojos
o verdes. <<
[6] Para las hembras es fácil activar en cada cono únicamente el gen de la opsina

roja o el de la opsina verde, pero no los dos a la vez. De hecho, resulta que
cuentan con un mecanismo que desactiva todo un cromosoma X en cualquier
célula. Una mitad aleatoria de las células desactiva uno de los dos cromosomas
X y la otra mitad desactiva el otro. Esto tiene su importancia habida cuenta de
que todos los genes presentes en el cromosoma X se activan al activarse uno solo
de ellos (un fenómeno necesario por cuanto los machos sólo poseen un
cromosoma X). <<
[7] Esto, por desgracia, afecta a muchos afroamericanos que, aunque ya no
habitan en zonas palúdicas, heredan los genes de antepasados que sí vivían en
tales lugares. Otro ejemplo es la fibrosis cística, una grave enfermedad cuyo gen,
en la variante heterocigótica, parece brindar protección contra el cólera. <<
[8] En su libro Mendel’s Demon, Mark Ridley señala que esa cifra del ocho por

ciento (o más) vale para europeos y otros pueblos con un buen historial de
asistencia médica a sus espaldas. Los cazadores-recolectores y otras sociedades
tradicionales más expuestas a la selección natural muestran un porcentaje menor.
Ridlye sostiene que la relajación de la selección natural ha permitido el aumento
del daltonismo. En La isla de los ciegos al color, Oliver Sacks aborda el tema
del daltonismo con la originalidad que lo caracteriza. <<
[9] Me imagino que un aprendizaje parecido deben de llevar a cabo las aves y

reptiles que refuerzan su gama de sensibilidad cromática mediante minúsculas


gotitas de aceite coloreado dispuestas sobre la superficie de la retina. <<
[10] O ultravioleta, o cualquiera que fuese el color en esa época. De hecho, es

probable que las sensibilidades cromáticas de todos estos tipos de opsina se


hayan modificado en el curso de la evolución. <<
Notas al Encuentro 7
[1] Casi todas las aves nocturnas también tienen ojos reflectantes, aunque no es el

caso de los egotelos (varias especies del género Aegotheles) de Australasia ni de


la gaviota de las Galápagos (Creagrus furcatus), la única gaviota nocturna del
mundo. <<
[2] Según esta teoría, si los tarseros hubiesen conseguido volver a desarrollar el

tapetum, no les habrían hecho falta unos ojos tan enormes. Los ojos más grandes
de todo el reino animal son los del calamar gigante, que miden unos 30 cms. de
diámetro. También tienen que apañarse con poquísima luz, no porque sean
nocturnos sino porque en las profundidades marinas donde habitan apenas llega
luz alguna. <<
Notas al Encuentro 8
[1] Este mismo hábito, con el mismo dedo alargado (sólo que en este caso no se

trata del corazón sino del anular), ha evolucionado convergentemente en un


grupo de marsupiales de Nueva Guinea: el falangero listado (Dactylopsyla
trivirgata) y los trioks (tres especies del género Dactylopsila). Estos marsupiales,
dicho sea de paso, son auténticos paladines de la evolución convergente: están
listados igual que las mofetas, y como éstas, se defienden despidiendo un potente
olor. <<
[2] Cryptoprocta ferox. (N. del t.) <<
Notas a La gran catástrofe del cretácico
[1] K/T significa Cretácico-Terciario: se usa la K en lugar de la C porque ésta ya

la habían empleado los geólogos para el periodo Carbonífero. Cretácico viene de


creta, nombre de una variedad de caliza. En alemán se dice Kreide, de ahí la K.
Terciario formaba parte de un sistema de nomenclatura ya en desuso y abarcaba
las cinco primeras épocas de la era Cenozoica. En la actualidad el límite se
denomina Cretácico-Paleógeno (véase la escala geológica del Prólogo General),
pero la abreviatura K/T se sigue utilizando y yo también lo haré en estas páginas.
<<
[2] Uno se ve tentado a considerar extrañamente selectiva esta catástrofe. Los

foraminíferos abisales (protozoos con conchas diminutas que se fosilizan en gran


número y son por tanto muy usados por los geólogos como referencia) se
salvaron casi todos. <<
Notas al Encuentro 9
[1] Aviso contra creacionistas tergiversadores: absténganse de citar esta frase

como prueba de que «los evolucionistas no están de acuerdo en nada» para dar a
entender con ello que toda la teoría de la evolución se puede tirar a la basura. <<
[2] Con un mínimo matiz: en realidad dicho árbol será el consenso mayoritario

entre los árboles genéticos, tal y como se explica en los últimos párrafos de «El
Cuento del Gibón». <<
Notas al Encuentro 10
[1] Salvo una de sus 15 especies, se abren camino bajo tierra a base de roer. Las

más trogloditas, las ratas topo desnudas, forman equipos de trabajo para
construir madrigueras en masa; cada miembro de la fila pasa al obrero
inmediatamente posterior la tierra que va royendo la primera obrera de la fila.
Utilizo el término obrera deliberadamente, pues otra extraordinaria peculiaridad
de las ratas topo desnudas es que, de todas las especies de mamíferos, son las
más semejantes a los insectos sociales. De hecho, hasta se parecen un poco a
termitas gigantescas; son feísimas para nuestro gusto, pero como son ciegas no
creo que les importe. <<
[2] Dougal Dixon previó este escenario hace bastante tiempo y lo describió con

brillantez en su ingenioso libro Después del hombre. <<


[3] The Extended Phenotype, W.H. Freeman, Oxford, 1982. (N. del t.) <<
[4] Cita textual de un verso del poema Las peregrinaciones de Oisin («You are

still wrecked among heathen dreams»), del irlandés W. B. Yeats. En Destejiendo


el arco iris, Dawkins ya se sirvió del mismo verso para censurar el afán
oscurantista y acientífico del propio Yeats: «¡Qué triste rendirse así, náufrago
entre sueños paganos, abandonado entre las hadas y el fantasioso carácter
irlandés de su amanerada juventud…!». (N. del t.) <<
Notas al Encuentro 11
[1] En este punto me habría gustado insertar el Cuento del Murciélago, pero

teniendo en cuenta que habría sido prácticamente igual que un capítulo de uno
de mis libros, me he abstenido de hacerlo. Por motivos parecidos, he optado por
no incluir el Cuento de la Araña, el Cuento de la Higuera, y media docena más.
[N. del t.: El autor se ocupó exhaustivamente de los muerciélagos, las arañas y
las higueras en el capítulo segundo de El relojero ciego y el segundo y el décimo
de Escalando el monte improbable, respectivamente.] <<
[2] A propósito, cuando clasificábamos a los hipopótamos más cerca de los
cerdos que de los artiodáctilos también cometíamos un error. Las pruebas
moleculares indican que el grupo hermano del clado hipopótamo-ballena es el de
los rumiantes: vacas, ovejas y antílopes. Los cerdos quedan al margen. <<
[3] Las pruebas moleculares de tan revolucionaria hipótesis son las mismas que

ya expuse en «El Cuento del Gibón», y que definí como «alteraciones genómicas
raras» (AGR). En lugares concretos del genoma es fácil reconocer elementos
genéticos transponibles que, presumiblemente, son legado del antepasado «hipo-
ballena». Si bien se trata de un testimonio bastante contundente, la prudencia
aconseja echar un vistazo también a los fósiles. <<
[4] El célebre anatomista victoriano Richard Owen trató de cambiarle el nombre

por Zeuglodon, y así lo llamó Haeckel en su filogenia, reproducida en la página


283, pero no hay manera de librarse de Basilosaurus. <<
[5] Esta teoría se conoce como el efecto Baldwin, aunque en el mismo año ya la

había formulado Lloyd Morgan, y un poco antes, Douglas Spalding, ambos de


manera independiente. He seguido la explicación que Alister Hardy hace de ella
en su libro The Living Stream. No sé por qué, la teoría hace las delicias de
místicos y oscurantistas. <<
[6] Uno de ellos era el terrorífico Andrewsarchus. <<
[7] A decir verdad, en el caso de los mamíferos la sangre no es la mejor fuente de

ADN, ya que sus glóbulos rojos, hecho insólito entre los vertebrados, carecen de
núcleo. <<
[8] Haeckel, sin embargo, no acertó en todo: juntó a los sirénidos (dugongos y

manatíes) con las ballenas. <<


[9] Que nadie se sorprenda de que los machos aplasten a las crías de su propia

especie. Hay las mismas probabilidades de que la cría aplastada sea hija del
propio macho que la aplasta que de cualquier macho rival, luego no existe
selección darviniana contra el aplastamiento. <<
[10] En este tipo de gráficos es importante incluir únicamente datos que sean

independientes entre sí, de lo contrario se corre el riesgo de exagerar de forma


inadecuada el resultado. Harvey y sus colaboradores trataron de evitarlo
contando géneros en lugar de especies. Es un paso en la dirección correcta, pero
la solución ideal es la que Mark Ridley recomienda encarecidamente en The
Explanation of Organic Diversity, y que Harvey comparte al cien por cien:
acudir al mismísimo árbol filogenético y contar no las especies ni los géneros,
sino las evoluciones independientes de las características que interesan. <<
Notas al Encuentro 13
[1] El chiste del guía es un retruécano de la expresión «los cinco grandes» con

que en la jerga cinegética se aludía a las cinco piezas más preciadas que podía
deparar un safari: león, leopardo, búfalo, rinoceronte y elefante. La frase ha
pasado a usarse como reclamo publicitario en los parques nacionales africanos.
[N. del t.] <<
Notas al Encuentro 14
[1] La fauna australineana se extiende un poco más allá de Nueva Guinea en

dirección a Asia. La línea Wallace, así denominada en honor de Alfred Russel


Wallace, el ilustre naturalista que formuló la idea de la selección natural al
mismo tiempo que Darwin, separa la fauna predominantemente australiana de la
asiática. Por extraño que parezca, la línea pasa entre Bali y Lombok, dos
pequeñas islas del archipiélago indonesio separadas por un angosto (aunque
profundo) estrecho. Más al norte, la línea Wallace separa las islas de Sulawesi y
Borneo, éstas ya más grandes. <<
[2] Se ha encontrado un par de dientes que al parecer pertenecen a un condilartro

(un mamífero placentario extinguido), pero nada posterior a hace 55 millones de


años. <<
[3] Estas dos palabras, que más o menos hablan por sí solas, se han convertido en

términos cuasitécnicos para designar, respectivamente, a los taxónomos que


generalizan colocando a los animales (o plantas) en pocos grupos de gran
tamaño y a los que especifican dividiéndolos en multitud de grupos pequeños.
Los especifistas gustan de acuñar un sinfín de nombres, y, en los casos más
extremos, cuando se trata de fósiles, prácticamente elevan cada espécimen que
se descubre a la categoría de especie. <<
[4] Parece ser que Necrolestes, un marsupial sudamericano del Mioceno, también

era un topo. Su nombre latino, muy poco apropiado, significa «ladrón de


tumbas». <<
Notas al Encuentro 15
[1] Se han identificado tres especies de Zaglossus, una de ellas llamada Zaglossus

attenboroughi, en honor del célebre naturalista inglés David Attenborough, de lo


cual me alegro muchísimo. <<
[2] Acrónimo de Airborne Warning and Control System («Sistema de control y

alerta aéreo»), un sistema de vigilancia electrónica por radar que llevan instalado
ciertos aviones. (N. del t.) <<
[3] La fóvea es la pequeña porción de la retina humana donde se concentran los

conos, por lo que constituye el punto de máxima agudeza visual y máxima visión
cromática. Gracias a la fóvea leemos, reconocemos las caras de la gente y
hacemos todo aquello que exige un alto grado de discernimiento visual. <<
[4] Adviértase que hay partes del «topúnculo» que no se ven, ocultas como están

por las partes visibles. <<


Notas a Reptiles mamiferoides
[1] Algunos lagartos actuales también han descubierto el viviparismo. <<
[2] Las cifras absolutas son inferiores al 75% por cuanto se refieren a géneros, no

a especies. Las cifras absolutas para las especies son más altas porque cada
género contiene numerosas especies, luego es más difícil que se extinga un
género que una especie. <<
[3]
El señor Cartwright, un extraordinario hombre de espesas cejas y hablar
pausado que llamaba al pan, pan y al vino, vino, descubrió la militancia
medioambientalista mucho antes de que se pusiera de moda y, en sus clases, nos
hablaba largo y tendido de ecología, en detrimento de nuestro alemán pero en
beneficio de nuestra formación cívica. <<
[4] Este excelente recurso está continuamente actualizado en la página de Internet

http://tolweb.org/tree, que se inicia con esta chistosa advertencia: «Árbol en


construcción. Se ruega paciencia: el verdadero Árbol tardó más de
3.000.000.000 años en crecer». <<
[5] Esta expresión tan atinada está sacada del libro Mass Extinctions and Their

Aftermath, de A. Hallam y P.B. Wignall. <<


Notas al Encuentro 16
[1] Otros libros les han hecho justicia, por ejemplo, El mundo de los dinosaurios,

de David Norman, y The Dinosaur Heresies, de Robert Bakker, sin olvidarnos


del cariñoso y encantador How to keep dinosaurs, de Robert Mash. <<
[2] Stephen Gould comenta este asunto en «Darwin en el mar y las virtudes del

oporto», uno de los ensayos recogidos en La sonrisa del flamenco. <<


[3] Véase su libro Darwin’s Finches, publicado en 1947. En 1994 el trabajo de

los Grant sirvió de inspiración a otro libro excelente: The Beak of the Finch, de
Jonathan Weiner. La monografía que el propio Peter Grant publicó en 1986, el
clásico Ecology and Evolution of Darwin’s Finches, volvió a editarse en 1999.
<<
[4] El archipiélago volcánico de las Hawai es todavía más remoto que el de las

Galápagos, y más o menos igual de reciente. El Robinson Crusoe con plumas de


Hawai fue un mielero (especie Coerebidae) cuyos descendientes evolucionaron
rápidamente «à la Galápagos», llegando incluso a producir un pájaro carpintero.
De un modo análogo, las aproximadamente 400 especies de insectos inmigrantes
dieron lugar a la totalidad de las 10.000 especies endémicas hawaianas, incluidas
una oruga carnívora única en el mundo y un saltamontes semimarino. Salvo un
murciélago y una foca, en Hawai no hay mamíferos autóctonos. Por desgracia,
como cuenta E. O Wilson en su hermoso libro La diversidad de la vida: «hoy en
día los mieleros de Hawai están prácticamente extintos. Se batieron en retirada y
están al borde de la extinción como consecuencia de la caza indiscriminada, la
deforestación, las ratas, las hormigas carnívoras, y la malaria e hidropesía que
portaban las aves exóticas introducidas por el hombre para enriquecer el paisaje
hawaiano». <<
[5] Naturalmente, como mi colega Desmond Morris, vengo usando el término

desnudo como sinónimo de lampiño, no de desvestido. <<


[6] Término acuñado por Helena Cronin en su maravilloso libro The Ant and the

Peacock. <<
[7] Como hemos visto en «El Cuento del Castor», el término fenotipo significa,

por norma, la apariencia externa por la cual se manifiesta un gen, por ejemplo, el
color de los ojos. Naturalmente, en este contexto lo estoy usando en un sentido
análogo: el fenotipo visible de un meme por lo demás alojado en el cerebro, en
contraposición al fenotipo de un gen alojado en un cromosoma. La analogía
también es válida para la autonormalización que mencioné en el epígrafe
«Reliquias renovadas» del Prólogo General. Véase también mi prólogo al libro
de Blackmore. <<
[8] Dennett hace un uso constructivo de la teoría de los memes en varias de sus

obras, entre ellas La conciencia explicada (de donde está sacada la cita) y La
peligrosa idea de Darwin. <<
[9] Sin embargo, mi ayudante, Sam Turvey, cuya sapiencia es asombrosa, me ha

informado de que el dodo blanco, casi con toda seguridad, nunca existió: «Los
dodos blancos figuran en unas cuantas pinturas del siglo XVII, y algunos viajeros
de la época refieren la existencia de unas grandes aves blancas en Reunión, pero
son testimonios imprecisos y muy confusos, y en la isla no se ha encontrado
ningún resto óseo. Aunque la especie haya recibido un nombre científico
(Raphus solitarius) y el excéntrico naturalista japonés Masauji Hachisuka
propugnase la existencia en Reunión de dos especies de dodo (que bautizó con
los nombres de Victoriornis imperialis y Ornithaptera solitaria), lo más probable
es que los primeros testimonios se refiriesen a un ibis extinto (Threskiornis
solitarius), similar al ibis sagrado actual y del que sí existe material óseo, o bien
a especímenes jóvenes del dodo de Mauricio. Otra posibilidad es que fuesen una
licencia artística». <<
[10] Recientemente, se ha encontrado en Fiji el cuerpo fosilizado de una paloma

gigante no voladora, Natunaornis, casi tan grande como el dodo. <<


[11] Al que también homenajeó de forma memorable Douglas Adams, esta vez en

Mañana no estarán. <<


[12] En realidad, existían varias especies emparentadas entre sí y pertenecientes a

dos géneros, Aepyornis y Mullerornis. Pero Aepyornis maximus, como su


nombre indica, es la que más merece el nombre de ave elefante. <<
[13] No de diámetro. El dato no es tan sorprendente como parece. <<
[14] Los kiwis son más pequeños que un pavo, pero ya no se los considera moas

enanos. Como veremos, están más emparentados con emúes y casuarios y


llegaron más tarde, desde Australia. <<
[15] El nombre maorí de Nueva Zelanda. <<
[16] Con la probable excepción del kiwi, como veremos más adelante. <<
[17] Si bien, como ocurre ahora y por extraño que nos resulte, las zonas más

meridionales pasarían buena parte del año en penumbra. Esto, en buena lógica,
tuvo que originar todo tipo de adaptaciones conductuales que carecen de
equivalentes modernos, toda vez que, en la actualidad, las latitudes extremas son
gélidas. <<
Notas al Encuentro 17
[1] Me cuenta Sam Turvey que las dos especies de rana con la distribución

geográfica más remota, las fijianas Platymantis vitiensis y Platymantis vitianus


(estrechamente emparentadas y quizá descendientes de un único antepasado
colonizador), se desarrollan por completo en el huevo sin pasar, pues, por una
fase de renacuajo. Parecen más tolerantes a la sal que la mayoría de las ranas, y,
a veces, se encuentran Platymantis vitianus en la playa. Si, como parece, estas
características tan insólitas ya se daban en el antepasado colonizador, las ranas
en cuestión habrían estado preadaptadas para la travesía de isla en isla. <<
[2]
Sobre todo, en los últimos años, por la doctora Jennifer Clark, de la
Universidad de Cambridge, y sus colegas. Véase el libro de Clark, Gaining
Ground: The Origin and Evolution of Tetrapods. <<
[3] No existe un acuerdo unánime en cuanto al uso del término peces de aleta

lobulada. Algunos autores excluyen a los pulmonados y dicen que los únicos
peces de aleta lobulada existentes en la actualidad son los celacantos.
Personalmente, me guió por la terminología que el catedrático Robert Carroll
emplea en su libro Vertebrate Paleontology and Evolution e incluyo a los
pulmonados entre los peces de aleta lobulada. <<
[4] No digo que esto sea un hecho. Ignoro si lo es o no, aunque me imagino que

sí. Es una afirmación implícita en nuestra decisión consensuada de considerar a


Homo ergaster una especie distinta. <<
[5] Stephen Jay Gould se ocupa oportunamente de esta terminología en su clásico

Ontogeny and Phylogeny. <<


[6] He incluido un fragmento de uno de esos poemas al comienzo de «El Cuento

del Pez Lanceta». <<


Notas al Encuentro 18
[1] Un estudio anterior había arrojado resultados distintos, pero Bromham y sus

colegas demostraron de forma convincente que los responsables del mismo no


habían tenido en cuenta que los datos debían ser independientes entre sí: el
problema del recuento múltiple de un mismo rasgo. (Véase «El Cuento de la
Foca»). <<
Notas al Encuentro 20
[1] En realidad, las arañas, más que comerse a sus presas troceadas se las comen

licuadas. Les inyectan líquidos digestivos y después las sorben como por una
pajita. <<
[2] Las serpientes lo hacen desencajándose el cráneo. Para una serpiente, comer

debe de suponer un suplicio comparable al de dar a luz para una mujer. <<
[3] El lago Victoria ha sido víctima de una catástrofe provocada por el hombre.

En 1954, la administración colonial británica, con la esperanza de mejorar la


pesca, introdujo en el lago percas del Nilo (Lates niloticus). La decisión provocó
el rechazo de los biólogos, que predijeron que la especie foránea alteraría el
ecosistema del lago, único en el mundo. La predicción, por desgracia, se cumplió
punto por punto. Los cíclidos no estaban preparados para enfrentarse a un
depredador tan grande como la perca del Nilo: unas 50 especies han
desaparecido para siempre y otras 130 corren serio peligro de extinción. En
apenas medio siglo, una medida fruto de la ignorancia, que se podía haber
evitado completamente, ha devastado la economía de las poblaciones ribereñas,
amén de aniquilar de forma irreversible un recurso científico de incalculable
valor. <<
[4] Los ojos pueden convertirse en un lujo aún más gravoso si se infectan o se

irritan, lo cual, probablemente, explique por qué los topos los han reducido al
máximo <<
[5] He expuesto los riesgos del perfeccionismo en un capítulo de The Extended

Phenotype titulado «Constraints on Perfection». <<


Notas al Encuentro 22
[1] Este fósil del Cámbrico, clasificado en un primer momento como gusano

anélido, fue identificado posteriormente como protocordado, en calidad de lo


cual tuvo un papel estelar en el libro La vida maravillosa, de S. J. Gould. <<
[2]
Metazoo significa animal pluricelular. Volveremos a encontrarnos con el
término en una etapa posterior de la peregrinación. <<
Notas al Encuentro 23
[1] En el poema de Gargstang, lo de «sus gónadas» no se refiere a las del pez

lanceta sino a las del amocete, la larva de las lampreas. <<


Notas al Encuentro 26
[1] En el Paleozoico también había escorpiones gigantes terrestres de un metro de

largo, dato éste en el que no puedo pensar con impasible objetividad (uno de mis
primeros recuerdos infantiles, antes de desmayarme, es la imagen de un moderno
escorpión africano picándome). El mayor trilobite que se conoce, Isotelus rex,
alcanzaba 72 centímetros de longitud. En el Carbonífero prosperaron libélulas
con una envergadura de hasta 70 centímetros. El mayor artrópodo de la
actualidad, el cangrejo gigante del Japón, Macrocheira kaempferi, tiene un
cuerpo de 30 centímetros, y el espacio que abarca con sus larguísimas
extremidades rematadas en pinzas puede llegar hasta los cuatro metros. <<
[2] Existen unos milpiés maravillosos (la especie Glomeris marginata) que se

parecen a las cochinillas de humedad y se comportan exactamente igual. Son


uno de mis ejemplos favoritos de evolución convergente. <<
[3] Stephen Gould los comparó en un estupendo ensayo titulado «Barcos que

pasan en la noche». <<


[4]

Una arenaria cantó con su boca grisácea y fangosa


que en algún lugar, al norte, al sur o al oeste,
moraba una raza amable, exultante y jovial…
W.B. YEATS
(1865-1939) <<
[5]
En el capítulo «Las cuarenta sendas hacia la iluminación» de mi libro
Escalando el monte improbable ya analicé detenidamente este tema, y volveré a
hacerlo al final de esta obra. <<
[6] Basada en la idea conocida como el efecto Baldwin. A simple vista, puede

sonar a lamarckianismo, a herencia de características adquiridas, pero no es así.


El aprendizaje no se graba en los genes. Lo que la selección natural favorece es
la propensión genética a aprender ciertas cosas. Al cabo de generaciones y
generaciones sometidas a dicha selección, los descendientes evolucionados
aprenden tan rápido que el comportamiento deviene instintivo. <<
[7] Como también lo ha hecho el molusco nudibranquio (babosa de mar) Glaucus

atlanticus. Esta hermosa criatura flota boca arriba, se alimenta de fragatas


portuguesas (Physalia physalis) y, al igual que los peces gato, presenta un
contrasombreado inverso. <<
[8] Aunque debo reconocer que el hábito del pez gato invertido se conoce desde

hace mucho tiempo: en murales y grabados del Antiguo Egipto ya aparece


representado en su posición característica. <<
[9] El autor parafrasea Proverbios, 6:6: «Vé a la hormiga, oh perezoso; observa

sus caminos y sé sabio». [N. del t.] <<


[10] La estridulación es la manera que tienen los grillos y los saltamontes de

producir sonido. Los saltamontes se frotan las patas contra las coberturas de las
alas. Los grillos se frotan las coberturas de las alas una contra otra. Los dos
suenan parecido, aunque el chirrido de los saltamontes es más zumbón y el de
los grillos más musical. De cierto grillo arborícola se ha llegado a decir que si se
pudiese oír la luz de la luna, sonaría así. Las cigarras son muy diferentes.
Producen ruido desplazando hacia dentro y hacia fuera parte de la pared torácica,
como cuando de niños hacíamos ranitas apretando rápida y repetidamente con el
pulgar una tapa de lata de conservas. El resultado es un zumbido continuo y por
lo general muy estridente que suele presentar modulaciones de enorme
complejidad, características de cada especie. <<
[11] El de los leopardos, a decir verdad, tampoco. Pero las panteras negras, que en

el pasado se pensaba constituían una especie distinta, se diferencian de los


leopardos en un solo locus genético. <<
[12] Da la casualidad de que el propio Lewontin fue uno de los primeros biólogos

que hicieron uso de la teoría de la información, y, de hecho, la empleó en ese


artículo sobre la raza, aunque con otra finalidad: la utilizó como herramienta
estadística para calcular la diversidad. <<
[13] Hace pocos años sir Roger Bannister se metió en un buen lío por decir algo

parecido. Los motivos se me escapan, salvo que se trate de la susceptibilidad


exacerbada de la gente cuando se toca el tema de la raza. <<
[14] La impronta, cuyo descubrimiento suele atribuirse a Konrad Lorenz, es el

proceso por el cual ciertos animales jóvenes, como por ejemplo los patitos, sacan
una especie de fotografía mental de un objeto que ven durante una fase temprana
de su existencia y se dedican a seguirlo mientras son jóvenes. Lo normal es que
el objeto sea uno de los progenitores, pero también podrían ser las botas de
Konrad Lorenz. En una fase más tardía, la fotografía mental influye en la
elección de pareja sexual; ésta suele ser un miembro de la propia especie, pero,
dependiendo de la impronta, los animales en cuestión también podrían tratar de
aparearse con las botas de Lorenz. La historia de los patitos no es tan simple,
pero espero que la analogía con los insectos haya quedado clara. <<
[15]
Un problema potencial que habría que resolver si se pretende continuar
postulando esta idea es que, según la teoría de la genética matemática, tanto en el
caso de la separación geográfica como, implícitamente, en el de la cultural, la
separación ha de ser poco menos que absoluta para que la diferenciación
genética se mantenga. <<
[16] Casualmente, el primero que formuló esta analogía fue sir Patrick Bateson,

pariente de sir William. <<


[17] Otros insectos, como las cucarachas y los escarabajos, vuelan únicamente

con alas T3, habiendo transformado las alas T3 en unas láminas duras y rígidas
de protección llamadas élitros. Como hemos visto, los saltamontes y los grillos
han modificado posteriormente los élitros, convirtiéndolos en órganos
estridulantes. <<
[18] Para ser escrupulosamente exactos, en 300 años de investigación científica

tan sólo ha habido noticia de un rotífero bdeloideo macho, el descubierto por el


zoólogo danés C. Wesenberg-Lund (1866-1955). «Con gran inquietud, me atrevo
a anunciar que en un par de ocasiones, entre los millares de filodínidos (Rotifer
vulgaris), he visto una pequeña criatura que sin lugar a dudas era un macho…
pero en ninguna de las dos ocasiones conseguí aislarlo. Se mueve entre las
hembras con enorme rapidez» (no me extraña). Antes incluso de las fehacientes
pruebas de Mark Welch y Meselson (véase página 570), la observación jamás
confirmada de Wesenberg-Lund no se consideraba prueba suficiente de la
existencia de bdeloideos machos. <<
[19]
Meiosis es el tipo especial de división celular en que el número de
cromosomas se reduce a la mitad para producir células sexuales. Mitosis es la
modalidad normal de división celular en que el número de cromosomas
contenidos en una célula se duplica para producir células corporales. <<
[20] A veces, la gente confunde acervo génico con genoma. El genoma es el

conjunto de genes dentro de un individuo. El acervo génico es el conjunto de


todos los genes de una población que se reproduce sexualmente. <<
[21] El insigne científico J. B. S. Haldane escribió un cuento del percebe
completamente diferente del mío, una parábola en la que unos percebes
contemplaban filosóficamente el mundo que les rodeaba. La realidad, concluían,
era todo lo que lograban alcanzar con sus brazos filtradores. Eran vagamente
conscientes de ciertas «visiones», pero dudaban de que fuesen reales toda vez
que los percebes situados en otras partes de la roca discrepaban en cuanto a la
distancia y forma de las mismas. Esta brillante alegoría de los límites del
pensamiento humano y del desarrollo de la superstición religiosa es obra de
Haldane, no mía, por lo cual me limito a recomendar su lectura y paso a otra
cosa. Se encuentra en el ensayo que da título a Possible Worlds (1927). <<
[22] En el capítulo sobre parásitos de The Extended Phenotype dediqué un amplio

espacio a los animales que manipulan sutilmente la fisiología interna de sus


huéspedes. <<
[23] La frase es de Bertrand Russell, por supuesto. <<
[24] En un cuarto yacimiento, Obsten («piedra maloliente»), en Suecia, las partes

blandas se conservan de manera diferente. <<


[25] Cuando Emile Zuckerkandl y el gran Linus Pauling propusieron por primera

vez el reloj molecular, ése era el único método disponible. <<


[26] Siendo el ADN un código degenerado, cualquier aminoácido puede venir

especificado por más de una mutación sinónima. Un cambio mutacional que


produzca un sinónimo exacto no supone ninguna diferencia respecto al resultado
final. <<
Notas al Encuentro 28
[1] Desde el punto de vista evolutivo, la cuestión de la confianza plantea
problemas interesantes, pero ya he abordado el tema en El gen egoísta y debo
evitar repetirme. <<
Notas al Encuentro 33
[1] Resulta confuso (por no decir algo peor) que el nombre Mesomicetozoos,

distinto de Mesomicetozoeos (¿avierte el lector la diferencia?) se haya usado


para un grupo más comprehensivo. Parece hecho aposta para confundir, como
los nombres Hominoidea, Hominidae, Homininae, Hominini que vienen
usándose para designar a nuestros antepasados y que yo he preferido boicotear
en bloque. <<
[2] En inglés «gotear» se dice drip. [N. del t.] <<
Notas al Encuentro 36
[1] El porqué de este «casi» quedará claro cuando lleguemos a Canterbury. <<
[2] Habría dedicado un cuento a este asunto si no lo hubiese hecho ya en dos

capítulos de Escalando el monte improbable: «Granos de polén y balas mágicas»


y «Un jardín cercado». <<
[3] Aparte de las 13 especies bastante insignificantes de glaucofitos unicelulares

que, según parece, constituyen el grupo externo más cercano. <<


[4] Inflorescencias que en este caso han sido modificadas de forma grotesca por

la selección artificial resultante de la domesticación, pero el principio sigue


siendo válido. <<
[5] El porcentaje real puede diferir un poco dependiendo, por ejemplo, de si son

animales de sangre fría o de sangre caliente. <<


Notas al Encuentro 37
[1] Dos son los principales procesos mediante los cuales se extrae energía del

combustible alimenticio: el anaeróbico (sin oxígeno) y el aeróbico (con


oxígeno). Los dos son procesos químicos en los cuales el combustible, más que
quemarse, se ve inducido a liberar energía de forma eficaz para el usuario. La
secuencia anaeróbica más común genera como producto principal el piruvato,
punto de partida de la cadena aeróbica más común. Las termitas se esfuerzan por
privar al intestino de oxígeno libre, obligando así a sus microbios a usar
solamente el proceso anaeróbico, esto es, a usar el combustible de la celulosa
para producir el piruvato que permite a las termitas liberar energía aeróbica. <<
Notas al Gran Encuentro Histórico
[1] Las bacterias (incluidos las Arqueas) tienen también el monopolio (si
exceptuamos a los rayos y a los químicos industriales humanos) de la fijación
del nitrógeno. <<
Notas al Encuentro 39
[1] Como hemos visto, el flagelo bacteriano es una estructura completamente

diferente del flagelo eucariota (o protozoito), el undulipodio que hemos descrito


en «El Cuento de Mixotricha». A diferencia de los eucariotas, que tienen 9 + 2
microtúbulos, el flagelo bacteriano es un tubo hueco compuesto de la proteína
flagelina. <<
[2] Resulta deprimente que, entre los cien premios Nobel de Literatura, el que

más se acerque la ciencia sea Henri Bergson. El único que podría rivalizar con él
en mentalidad científica es Bertrand Russell, que, sin embargo, obtuvo el Nobel
por sus escritos de inspiración humanitaria. <<
[3] Puede resultar extraño que haya agua tan por encima del punto normal de

ebullición, pero no hay que olvidar que el agua hierve a temperaturas más altas
cuando la presión es más elevada. <<
Notas a Canterbury
[1] Esto mismo es lo que señaló Darwin en su carta del «pequeño estanque

templado». <<
[2] Sir Peter Medawar, que tampoco era manco, dijo que Haldane era el hombre

más inteligente que había conocido en su vida. <<


[3]
El golpe de estado genético y los orígenes minerales de la vida es
precisamente el título del libro donde Cairns-Smith expone esta tesis. [N. del t.]
<<
[4] El excelente libro de Ridley ha sufrido, como es habitual, un cambio de

nombre al cruzar el Atlántico. Quien quiera encontrarlo en Estados Unidos


deberá buscarlo bajo el título The Cooperative Gene. ¿Por qué hacen estas cosas
los editores? Que conste que no tengo nada contra el nuevo título. Los genes,
efectivamente, cooperan (véase mi libro El gen egoísta). Mendel’s Demon («El
demonio de Mendel») también es un buen título, aunque teniendo en cuenta el
mensaje del libro, tal vez hubiese sido mejor titularlo Deshielo genético. Matt
Ridley (que no guarda parentesco alguno con Mark, a menos que lo determine
un análisis cromosómico) me ha contado que aunque en Estados Unidos la
edición en cartoné de su libro Nature via Nurture conserva el título original, la
edición rústica se va a titular —agárrense— The Agile Gen («El gen ágil»). <<
[5] De hecho, hay montones de secuencias de aminoácido diferentes que
producirían la misma forma, lo cual es una de las razones para dudar de esos
cálculos ingenuos que pretenden demostrar la improbabilidad astronómica de
una cadena proteica concreta mediante la fórmula 20n, donde n es la longitud de
la propia cadena. <<
[6] Estamos hablando, naturalmente, de generaciones de tubos de ensayos; el

número de generaciones de ARN sería más elevado por cuanto las moléculas de
ARN se replican muchas veces en una misma generación de tubos de ensayo. <<
Notas a El retorno del anfitrión
[1] El relojero ciego. <<
[2]
En las abejas, avispas y hormigas, el aguijón es un conducto de desove
modificado, de ahí que sólo piquen las hembras. <<
[3] Quien primero describió esta práctica fue W.A. Lambourn [165]. <<
[4] Hay quien discute la primacía de Muttke. Merezca o no tal distinción, lo que

sí es seguro es que el primer piloto que superó la barrera del sonido no fue
Chuck Yeager en 1947, tal y como enseñan en los patrióticos colegios de Estados
Unidos. George Welch, un civil de ese mismo país, ya lo había logrado dos
semanas antes. <<
[5] Tom Lehrer, que probablemente haya sido el compositor de canciones
humorísticas más brillante de todos los tiempos, anotó la siguiente instrucción en
el encabezamiento de una de sus partituras de piano: «Un poco demasiado
rápido». <<
[6] Dijo Hume: «Estas diversas máquinas, e incluso sus partes más diminutas, se

ajustan entre sí con una precisión que provoca la admiración de quienquiera que
las haya contemplado». <<
[7]
Localidad de Carolina del Norte (EEUU) donde los hermanos Wright
construyeron sus primeros planeadores. [N. del t.] <<
[8] Opino que se trata de una interesante cuestión empírica que probablemente

tenga respuestas diferentes en cada caso concreto y que no merece ser tenida
como principio fundamental. <<
[9] Ésta es la razón por la cual las técnicas de manipulación transgénica de la

agricultura moderna funcionan, como, por ejemplo, la legendaria implantación


de los genes anticongelantes de los peces árticos en los tomates. Y funcionan por
el mismo motivo por el que una subrutina informática, copiada de un programa a
otro, produce un resultado idéntico. El caso de los cultivos modificados
genéticamente no es tan sencillo, pero el ejemplo sirve para disipar el miedo a
que la transferencia de genes de peces a tomates sea antinatural, como si con ello
también se transmitiese cierto sabor a pescado. Una subrutina es una subrutina, y
el lenguaje de programación del ADN es idéntico en los peces y en los tomates.
<<

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