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INTRODUCCIÓN

En un Estado Constitucional de Derecho, con Vigencia Plena de los Derechos


Humanos y la Constitución, la Magistratura constituye su razón de ser, por
cuanto hace posible la vida en común y reestablece la paz social perturbada
por el conflicto.

La función del Magistrado asume una trascendencia y complejidad cuando las


causas que conoce se vinculan con la seguridad del Estado, la seguridad
jurídica, el control de la constitucionalidad de las normas y la vigencia del
Estado de Derechos, ello reafirma la necesidad de contar con Magistrados
comprometidos con la Constitución, la ley, y los valores éticos inherentes a sus
funciones.1

Desde que se eliminó la autodefensa, es decir, la justicia por mano propia y la


prevalencia del más fuerte, la Magistratura apareció como una solución
civilizada del conflicto de intereses surgido entre los ciudadanos quienes vieron
en la persona del Magistrado un tercero imparcial designado por el Estado,
ajeno al proceso, confiable y capaz de intervenir solucionando el conflicto.

Esta es la razón por la cual tan delicada función no puede ser ejercida por
cualquier profesional del Derecho, sino solamente por aquellas personas que
tengan solvencia moral, por cuanto de nada sirve ser una luminaria jurídica,
cuando los conocimientos se utilizan para satisfacer intereses personales en
cuyo caso el Magistrado se transforma con un funcionario peligroso, no solo
para los justiciables, sino para la estabilidad social y para la democracia, por
eso es que con mucha razón decía Eduardo J. Couture “De la dignidad del
Juez depende la dignidad del derecho. El derecho valdrá en un país en un
momento histórico determinando lo que valgan los jueces como hombres. El
día que los jueces tengan miedo, ningún ciudadano podrá dormir tranquilo”.

En esta oportunidad el Programa Académico del Derecho y Ciencias Políticas


de la Universidad Los Angeles de Chimbote a través de su Decano el señor
Doctor Diógenes Jiménez Domínguez me ha encomendado la elaboración del
presente texto de Formación Básica para la Magistratura para que sea utilizado
por los estudiantes de Derecho de todas las modalidades de enseñanza que

1
Virtudes y Principios del Magistrado. Academia de la Magistratura. Primera Edición. Lima-Perú.
2003. Pág. 16.

1
imparte la Universidad (presencial, semipresencial y virtual) juntamente con la
guía didáctica y las sesiones de aprendizaje que también hemos elaborado, los
mismos que servirán para que el estudiante de Derecho adquiera los
conocimientos básicos que debe tener quien pretenda ser Magistrado.

Finalmente debo agradecer al Licenciado Cardoza Cernaqué, encargado de la


edición y corrección del presente texto y al Programa Académico de Derecho
de la Universidad Los Ángeles de Chimbote donde vengo impartiendo la
enseñanza del Derecho desde 1993.

Mg. Walter Ramos Herrera


Formación Básica para la Magistratura
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1. MAGISTRATURA, SUSTENTO DE LA DEMOCRACIA

La democracia es la organización política de la libertad; sin un ejercicio


efectivo de la libertad y sin un Poder Judicial independiente que la
garantice, no puede haber democracia. El magistrado, entonces, es parte
esencial de la existencia de un verdadero Estado democrático.
El ideal de una democracia es que “entre el individuo y la coacción estatal
se interponga siempre un juez que actúe con independencia y garantice el
derecho de toda persona al debido proceso. Este último consiste en la
posibilidad de acceso activo– por propia iniciativa– o pasivo –por iniciativa
de otro– a un proceso debido en protección de un derecho individual
amenazado.
Por tanto, en un Estado democrático, como al que se adscribe el Perú
según el artículo 43°, primer párrafo, de la Constitución de 1993 vigente, no
puede negarse a las personas el acceso a la jurisdicción en ningún caso, ni
establecerse materias que estén exentas de control judicial, puesto que en
una democracia no cabe el secreto ni la discrecionalidad. De allí que los
actos de los poderes Legislativo, Ejecutivo y judicial, así como de los
órganos constitucionales autónomos, tienen que ser conocidos y
sustentados en razones fácticas y normativas.
El régimen democrático asimismo se sustenta en la defensa de principios
centrales como el de la autonomía, dignidad y de la inviolabilidad de las
personas lo cual implica que el Estado podrá actuar legislativamente en
procura de incentivar la autonomía y la igualdad entre los ciudadanos
mientras que la Administración de Justicia velará porque en esta acción
estatal no se vulneren libertades básicas que al mismo tiempo existen para
asegurar la autonomía y la igualdad.
Siguiendo también las líneas más actuales referentes a la comprensión de
un sistema democrático como un sistema de comunicación y de
deliberación, en donde los actores tienen que justificar ante los demás sus
decisiones para que todos se sientan realmente representados dentro del
proceso político, se espera entonces que el magistrado sea un comunicador
constante y que esté siempre en condiciones de argumentar con buenas
razones sus resoluciones ante las partes y tratándose de un caso difícil o

1
trágico ante toda a ciudadanía.
Asimismo, la búsqueda de razones en los actos públicos explica lo que
debe ser la actitud del juez frente a la ley en una democracia: respetar las
razones que se han impuesto en el debate democrático. Los ciudadanos de
una democracia exigen que los jueces estén sometidos a la ley de una
forma igualmente alejada tanto del formalismo como del finalismo (en la
interpretación de la ley), que desvirtúan ese sometimiento. Pero el que la ley
haya sido adoptada sustentándose en razones, como consecuencia del
debate democrático, no enerva la obligación del juez de preferir a
Constitución a la ley en caso determine que ésta es incompatible con
aquélla, después de interpretarla y asumir que no era conforme a la
Constitución.
Carlos Thorme Boas1, en su obra la Interpretación de la Ley al referirse al
Juez como sustento de la democracia y como interpretador de la Ley
manifiesta: No tratará el Juez de buscar en sus fallos una comunión
con el pueblo, pensamiento que ha originado peligrosas teorías jurídicas
carentes de verdadero rigor científico y filosófico sino de percibir hacia qué
valores o fines se inclina la norma y finalmente el Derecho Positivo de su
propia época. No hay duda que el sentimiento colectivo, al vivir este
orden jurídico o sistema de legalidad, aspirará a que predomine el gran
principio de la finalidad del Derecho sobre estas antinomias. Porque el
Derecho Positivo y las normas jurídicas que lo integran constituyen una
estructura coordinada de . fines y no una estructura que contradiga la
idea del Derecho, al establecer un desequilibrio entre sus fines. La
valorización intersubjetiva del Derecho le permitirá al Juez intérprete
percibir estas desigualdades existentes entre los principios racionales
esenciales del Sistema Jurídico. Es por ello que conciente de este
desequilibrio tendrá también que elegir entre los deberes o posibilidades
contenidas en la norma los que se ajustan más a la idea de restablecer el
equilibrio perdido, de normalizar la situación de los fines dentro del Derecho,
que deben coexistir en tensión sí, pero en un mismo pie de la igualdad. Tal
tarea supone la correcta visión estimativa de la Justicia como valor
supraordenador y en tal virtud al aplicar la norma al caso subjudice su
preferencia, la del intérprete o Juez, por la prescripción o deber ser más
1
THORNE BOAS, Carlos. La Interpretación de la Ley. Cultural Cuzco. Lima-Perú. 1989. pág. 29.
justo o equitativo haciendo prevalecer la idea de Justicia sobre los otros
fines, imponiendo la relación jerárquica presidida por el "aequm et
bonun" como supremo motor del deber ser. Así preservará la
posibilidad del Derecho, su vigencia real en la vida de la comunidad,
dotándole i de este mínimum de consenso que requiere para existir como
la estructura cultural que ordena la vida en social, consenso que lo hace
plenamente real, fácticamente real, por ese esfuerzo suyo; en ser en cuanto
vida humana viviente dirigida hacia lo justo, "como lo define Stammler. Este
es, sin duda, el sentido objetivo más cabal que se encuentra en toda norma
jurídica. Pues como afirma Lask "El Derecho, en lo que concierne a su
posición empírica pertenece indudablemente al recinto de las instituciones
sociales". "Únicamente si existe un tipo de valor específicamente Social
junto al ético individual, la indiscutida significación empírico social del
Derecho puede obtener, también, un contacto en la esfera del valor.
1. EL MAGISTRADO, PIEDRA ANGULAR DE LA JUSTICIA

Para hacer posible la vida en común y la paz social, la sociedad estableció


el servicio de administración de justicia como mecanismo independiente,
que forma parte del Estado y que cumple funciones de control social. La
administración de justicia interviene en los litigios que se someten a su
conocimiento, pronunciando el derecho o imponiendo la sanción, según sea
la materia y la ley aplicable a! caso concreto.
En ese camino encontramos al magistrado como el factor fundamental, de
cuyas calidades personales y morales depende el futuro de los ciudadanos
que someten al arbitrio de la administración de justicia sus conflictos
comprometiendo su libertad, patrimonio y bienestar general.
En sus inicios, la justicia institucionalizada ha sido parte del poder
constituido y fue representada por reyes o soberanos en las monarquías. En
Roma, por ejemplo, quienes ejercían una función pública, las autoridades
investidas de mando y jurisdicción, recibían el nombre de magistrados,
como los cónsules, tribunos, pretores, ediles y cuestores. Modernamente,
los jefes de Estado (presidentes de la república) reciben a denominación de
primer magistrado de la nación.
El desarrollo de la sociedad y la afirmación democrática como forma de
organización del Estado ha determinado un sistema de funcionamiento
basado en la división y equilibrio de poderes, en el cual el magistrado, como
agente vinculado a la administración de justicia, es dotado de autonomía e
independencia respecto de los demás poderes del Estado con el propósito
de garantizar su desempeño imparcial y equitativo.
Investido de imperio y jurisdicción, el juez es el depositario de la función del
Estado para administrar justicia. Organizado en el Poder Judicial en
distintos niveles jerárquicos, el juez constituye la piedra angular del sistema
de justicia. También el magistrado del Ministerio Público forma parte del
sistema judicial como defensor de la legalidad; él es titular de la acción
penal y en juicio desarrolla la función acusadora.
Recordemos que “Piedra angular”, en términos arquitectónicos, es aquella
que destaca por su importancia en el proceso de construcción, se ubica en
la parte central de un arco o una portada. Algunos han visto en ella la última

1
piedra, la piedra final que, por lo general, es la que sostiene y simboliza
toda la construcción, goza de mayor belleza, y desde arriba une y completa
el edificio. Este concepto se aplica analógicamente al magistrado, quien por
su importancia se asemeja a la piedra angular que corona toda la
construcción, de manera tal que sin magistrados dotados de fuerza moral y
conocimientos, la administración de justicia sería una frágil construcción,
incapaz de resistir cualquier presión.
Domingo García Rada 1 al referirse al Magistrado dice: “Tengamos presente
que todo lo que hagamos por la Magistratura, lo hacemos no por la persona
del Juez, sino por la función judicial. Las personas varían constantemente,
la Institución permanece. Tener buenos jueces es indispensable para que
exista justicia y paz en la sociedad y seguidamente agrega el extinto
Magistrado: ”La carrera judicial exige vocación especial. El sentimiento de
justicia debe ser la matriz de todas las virtudes del magistrado. El juez no
que lo posea, será juez a medias. Podrá ser inteligente, honesto, trabajador,
pero lo íntimo, lo fundamental, lo que hace al Juez es tener este sentimiento
por la justicia, que es lo que da calor, dinamismo, vida a la función judicial.
Sentir la justicia como cosa propia, vibrar con ella, sufrir con la injusticia.

1
GARCIA RADA, Domingo. Memorias de un Juez. Editora Andina. Primera Edición. Lima-Perú.
Pág. 406.
1. EL MAGISTRADO RESTAURADOR DE LA PAZ SOCIAL

Establecido el Estado, éste debe resolver los conflictos entre los


ciudadanos. Para ello se arroga el monopolio de la facultad de sancionar,
de usar la coacción y de corregir las desigualdades, facultades que ejerce a
través del Poder Judicial. Éste no decide en forma discrecional sino con
respeto al ordenamiento jurídico previamente establecido que, a la par de
reconocer derechos y garantías a las personas sometidas a su jurisdicción,
otorga además al Ministerio Público la facultad de velar por los intereses del
conjunto social.
Esa potestad del Ministerio Público “incluye la pretensión de que se
cumplan regularmente las leyes aun en contra del gobierno de turno al
actuar como defensor de la legalidad” y de velar por la constitucionalidad de
las leyes, puesto que en nuestro sistema constitucional tiene legitimidad
para interponer la acción de inconstitucionalidad.
Por ello, los magistrados que ejercen función fiscal deben actuar con
independencia, sobre todo cuando conducen —en exclusiva— la
investigación del delito, exclusividad con la que se asegura tanto la
autonomía de esa investigación (penal) de posibles influencias
gubernamentales, como que la justicia tome la suficiente distancia de los
resultados de esa investigación.
Cuando el juez resuelve con justicia y mediante un debido proceso el
conflicto sometido a su conocimiento, conflicto derivado de la vulneración a
un derecho o por la infracción de un bien jurídico penalmente protegido,
causado por la comisión de delitos, restaura la paz social

Rudolf Stammler en su obra “Nuestro propósito de describir la tarea diaria


del Juez de un modo críticamente fundamentado nos ha llevado
necesariamente a tomar como base de nuestra investigación la posibilidad
de una ordenación metódica de nuestra conciencia en general. Ninguna
persona que piense se contentará, a la larga, con enfocar una serie de
problemas concretos y limitados, que, además, no podrá ni siquiera conocer
seriamente en su perfil concreto sin referirlos a su unidad (I, 2). Y nadie
podrá —cuanto más celosa y diligentemente se ocupe de problemas,

1
menos— sustraerse en último resultado a esta pregunta: ¿para qué todo
esto, en rigor? Quien, en su profesión, se pare a pensar acerca de los
fundamentos discursivos en que descansa, tropezará en su respuesta,
forzosamente, con el sentido de la vida en general.
Si hay alguna profesión que pueda servir de modelo a toda la sociedad, en
este sentido, es precisamente la profesión del Juez. Y esto, no sólo en
cuanto a la necesidad de remontarse a las cumbres de una concepción
universal que lo domine todo, sino también en cuanto a la aplicación
amorosa y exquisita de esa concepción universal a las cuestiones
particulares de la vida diaria.
Es característico cómo ya en el más nimio Litigio jurídico, se advierte en los
interesados —no pocas veces, sin pararse a pensar para nada en las
consecuencias— la tendencia a medir el caso particular por un criterio de
medida absoluto y superior. Ante un fallo basado en normas limitadas, casi
siempre existen dudas. Los escrúpulos no quedan acallados. Se mide el
resultado por un factor x que constituye la instancia decisiva.
1. CARRERA JUDICIAL Y CARRERA FISCAL EN EL PERÚ

Si queremos desarrollar las mejores aptitudes de nuestros jueces y fiscales,


es preciso definir claramente la naturaleza de la carrera judicial y de la
carrera fiscal basadas en principio en lo que señala nuestro ordenamiento
constitucional. Ciertamente la existencia de una carrera judicial y fiscal es
un factor determinante para garantizar la independencia del magistrado. Sin
embargo, hay que tener presente que los orígenes de la carrera judicial y la
fiscal se asocian inicialmente a la imagen del “magistrado—funcionario”,
servidor del Estado que no puede controlar al legislador y está subordinado
a él. Más aún en nuestro contexto político, en donde la existencia de un
régimen presidencial ha hecho depender siempre a la judicatura del
ejecutivo, la carrera judicial puede más bien asociarse con la falta de
independencia, aun cuando esto pudiese ser superado haciendo que los
nombramientos procedan de la Corte Suprema u otros órganos
independientes del ejecutivo por ejemplo.

En todo caso, la mejor solución a todos estos problemas es el


reconocimiento del juez o del fiscal como un garantista de las libertades
ciudadanas y que el mismo magistrado se identifique como miembro de una
corporación encargada de esta tarea fundamental para la existencia del
Estado democrático. En otras palabras, los órganos de gobierno deben
aceptar este rol de la magistratura y también los magistrados deben
reconocer plena mente sus funciones pudiendo así actuar como una
corporación poderosa cuando vean que sus fueros pretenden ser
avasallados.

Por ello, una carrera judicial y fiscal que parta de este principio será un
factor determinante para garantizar la independencia del magistrado que
debe estar enmarcada dentro de un sistema con reglas claras, competitivo y
transparente para la selección, designación, promoción y permanencia en el
cargo de los miembros de la magistratura.

1
Evidentemente, la carrera judicial y la carrera fiscal implican no solamente
ingresar a dos corporaciones jerárquicas en sus estructuras y en donde a
medida que se asciende las obligaciones y las responsabilidades crecen,
sino también significa ser consciente de que se trata de carreras paralelas y
que persiguen un mismo fin que es el de lograr un servicio de justicia
razonable y asequible a todos. Esto debe significar entonces que tanto
jueces como fiscales deben trabajar en conjunto y sin rivalidades para que
el sistema opere correctamente.

Hay que resaltar siempre este rol corporativo del Poder Judicial y el
Ministerio Público pues cada uno de los integrantes de estos cuerpos
encargados de administrar la justicia y defender a los ciudadanos deben ser
conscientes que también tienen obligaciones al interior de la corporación, es
decir, que la responsabilidad de sus integrantes no solamente abarcará a
los justiciables sino a sus propios colegas del Poder judicial y del Ministerio
Público. La confianza entonces al interior de estos cuerpos de justicia debe
ser plena y absoluta pues la ausencia de la misma afectaría el desarrollo y
logro de sus funciones y el fracaso de cualquier acción colectiva. Debemos
recordar también que cuanto más prestigioso sea el órgano o el grupo,
menos incentivos existirán para la deserción de sus integrantes y el
prestigio de la corporación nacerá justamente del alto grado de confianza
que se dé entre todos los integrantes. Por último, el prestigio del Poder
Judicial dependerá del prestigio del Ministerio Público y viceversa, lo cual
refuerza la obligación de la cooperación y colaboración entre todos.

La sociedad ciertamente exige premura en los fallos, accesibilidad a la


justicia, transparencia en la conducción de los procesos y determinada
predictibilidad en las sentencias, pero para conseguir todo esto requerimos
de jueces y fiscales capaces de satisfacer tales necesidades. Ellos a su vez
deberían exigir también una designación legítima, una independencia
funcional y estabilidad en el cargo, con lo cual se estaría en condiciones de
desarrollar un servicio de justicia eficiente.
1. LOS DEBERES DEL JUEZ

El primer y principal deber del juez es la imparcialidad. En este contexto —a


la vez moral y jurídico— se entienden las jurídicas dirigidas a preservar esa
independencia de juicio, sin la cual no es posible que se den los requisitos
para la administración de la justicia.

Esto explica la existencia de incompatibilidades genera les (el desempeño


de cargos políticos, el arraigo profundo en una zona determinada, los
intereses económicos o comerciales de especial trascendencia, etc.). El
juez se constituye, en cierto modo, como una figura separada de los
intereses más acuciantes y más proclives a engendrar pleitos: las
ambiciones económicas, las de tipo político, etc.

Para defender la imparcialidad existen también incompatibilidades relativas,


que son motivos de abstención o de recusación. Por ejemplo, que el juez
esté unido en parentesco con las partes litigantes o con la defensa: que el
juez tenga bajo tutela a alguno de los pleiteantes; que exista manifiesta
amistad o enemistad con alguna de las partes, etc. El deber moral, en esos
casos y en otros semejantes, es abstenerse. Si alguno de los pleiteantes
plantea la recusación, el deber moral es atender a su justicia, sin crear
inconvenientes injustos a una acción legítima.

Otro deber frecuentemente comentado, el de prestar, la función, no ofrece


dificultad alguna. Es innecesario añadir la prestación de la función exige los
hábitos de la diligencia el estudio atento y la puesta al día de la ciencia
jurídica.

El deber de residencia también es obvio. La presencia del juez es una


constante garantía de la realización de la justicia.

Como garantía de la imparcialidad, de la prestación de la función y del


deber de residencia, el juez tiene el derecho de inamovilidad Quiere decir

1
esto que no puede ser privado de la ejecución de su función, en cuanto al
tiempo, lugar o forma, sino con arreglo a la ley. La inamovilidad no implica
que el juez no pueda ser trasladado o destituido. Subjetivamente, el juez,
por razones personales, puede renunciar, pedir la jubilación voluntaria, la
licencia, la excedencia o el traslado. Las motivaciones de estas acciones
pueden no tener nada que ver con implicaciones deontológicas, pero no
cabe duda de que algunos conflictos de conciencia pueden ser
solucionados por medio de algunas de esas acciones.

El Código Procesal Civil del juez por existencia de dolo o de negligencia en


el ejercicio de su función, con la obligación de reparar. Lo mismo se recoge
el Código Procesal Penal. Tenemos aquí casos claros de exigencias éticas
asumidas por el ordenamiento jurídico. Todas las garantías que rodean a la
función del juez (sus deberes y derechos, cuidadosamente regulados)
implican por sí mismas que no se trata de una tarea más. Si, como sucede
en la mayoría de los casos, se recurre al proceso cuando los demás
procedimientos están agotados o se prevén que serán ineficaces, esta
consideración de última ratio hace ver por sí sola que la decisión del juez
cierra cualquier otra posibilidad. No es extraño que se prevea la sanción en
el caso de una actuación dolosa o meramente culposa. Si el juez no hace
justicia, ¿a dónde se podrá acudir?

Finalmente cabe destacar que aunque la responsabilidad del juez es


siempre la misma (se trate de un juez de paz o de un Magistrado del
Tribunal Supremo) se acentúa, si cabe, cuando se trata de decir,
literalmente, la última palabra: o bien porque no quepa apelación o porque
se trate de la sentencia firme y definitiva en la última apelación.
1. LA POTESTAD JURISDICCIONAL

LA DIVISIÓN DE PODERES Y EL PODER JUDICIAL EN LA


REVOLUCION FRANCESA

En la concepción ideológica base de la Revolución Francesa, la doctrina de


la división de poderes no significó la aparición de un verdadero poder
judicial. Los revolucionarios partían de una clara desconfianza frente a los
tribunales.

Dividir los poderes no supuso equiparar el judicial a los otros. El judicial


quedó en buena medida hipovalorado. Ello es así porque la fundamental del
baron de la Brede era garantizar la libertad de los ciudadanos frente a la
monarquía absoluta y para ello pretendía que el ejercicio de la soberanía
concurrieran las diversas fuerzas sociales por medio de órganos especificas
La teoría de que si los tres poderes quedasen en manas de la misma
persona, o de la misma asamblea, desaparecería la libertad, s
sobradamente conocida. Para Montesquieu no existe libertad cuando del
poder judicial está unido al legislativo, porque entonces, convertido el juez
en legislador, estaríamos ante la arbitrariedad; tampoco existe libertad si el
poder judicial y el ejecutivo están unidos, pues el juez entonces tendría la
fuerza de un opresor. Pero importa ahora destacar que para este autor lo
esencial era determinar la titularidad de la soberanía.

La construcción de Montesquieu se incardina en un país y en un momento


histórico. A la vista de las fuerzas sociales existentes en Francia en el siglo
XVIII, se trataba de distribuir entre ellas el poder político. El legislativo lo
atribuía a dos cuerpos colegisladores, uno integrado por nobles y otro por
representantes del pueblo, el ejecutivo quedaba en manos del rey. Estos —
los nobles, el pueblo (mejor la burguesía) y el rey— eran las fuerzas
sociales del momento y entre ellas se repartía el poder. Ante esta situación
la potestad judicial, si se quería mantener la libertad, no podía atribuirse ni
al legislativo ni al ejecutivo. Entonces, ¿a quién?

1
Montesquieu contesta que la potestad judicial no puede ser confiada ni a
una concreta fuerza social, ni a una profesión determinada; debe ser
confiada a todos, al pueblo. La respuesta viene condicionada: 1º) Por la
aspiración de limitar el poder para defender la libertad, y 2º) Por los
prejuicios frente a los parlements de la época (tribunales, a pesar del
nombre). Estos órganos judiciales estaban integrados por ¡a nobleza baja
La potestad judicial, en la concepción teórica de Montesquieu, se atribuía a
todos, a personas elegidas por el pueblo para algunos periodos del año. Los
tribunales no debían ser permanentes, debiendo actuar sólo el tiempo
preciso para solucionar los asuntos pendientes. Esto es, tribunales
populares y ocasionales.

Ahora bien, «silos tribunales no deben ser fijos, tos juicios deben serlo hasta
el extremo de no ser más que el texto preciso de la ley”. El juicio, la
sentencia, no puede representar el punto de vista particular del juez; éste no
es una fuerza social o política; el juez ha de limitarse a aplicar la ley creada
por las verdaderas fuerzas sociales; su actividad es puramente intelectual,
no creadora de nuevo derecho. Aquí se inserta la tan conocida frase de que
el juez no es más que la boca que pronuncia las palabras de la ley.

En esta construcción, pues, el poder judicial, al no representar a una fuerza


social, es invisible o nulo, o bien que de los tres poderes el judicial es en
cierto modo nulo, quedando sólo los otros dos, que son los verdaderos
poderes. Si lo que se pretendía era repartir el poder político entre las
diversas fuerzas sociales y para ello se establecen unos órganos
específicos, los jueces no son una fuerza social ni la representan. En la
lucha entre las fuerzas sociales, el juez debe ser neutral. Para conseguirlo,
la potestad judicial no debe atribuirse ni a un órgano permanente, ni a un
cuerpo de funcionarios. En realidad no existe el poder judicial.
1. LA FUNCIÓN DEL JUEZ EN LA HISTORIA
En definitiva, y al margen de la evolución histórica de las sociedades
contemporáneas, la importancia y el destino de la función judicial de
penderá siempre del criterio con que se admita el principio de separación de
poderes y, por cierto, del reconocimiento que se otorgue a la autonomía del
poder judicial. Así, habrá jueces que considerarán absolutamente regular el
acto de resolver los conflictos aplicando pulcra y rígidamente la ley; otros,
admitiendo que el Derecho es mucho más que la norma escrita, intentarán
conciliar al primero con lo que es justo y razonable, para lo cual tendrán una
concepción flexible de la ley, extendiendo o restringiendo sus alcances.

El Derecho es en una sociedad democrática lo que el consenso de


gobernantes y gobernados quieren que sea. Cuando se produzca un
desajuste en la interpretación de una norma jurídica o de uno de los
mandatos que ésta contiene, habrá un conflicto que podrá ocurrir entre el
gobernante y el gobernado o entre gobernados. En cualquier caso, el juez
deberá ajustar la decisión del legislador —contenida en la ley— a aquello
que considera es una solución equitativa y razonable del conflicto. Si la
decisión del legislador no es compatible con la opción que el juez considera
justa, entonces éste deberá encontrar cuál es el valor social predominante
en el caso, equiparando esta vez el Derecho con lo justo y con lo razonable
La única posibilidad de conducir ese intento de racionalizar y hacer justa la
decisión judicial pasa por el uso de técnicas de interpretación que, a su vez,
sean instrumentos de razonamiento jurídico que permitan al juez acercar el
Derecho a la selección adecuada de los criterios prevalecientes para
resolver el caso concreto, sean, por ejemplo, los valores vigentes en una
sociedad a la fecha de su la necesidad histórica de enseñar la
trascendencia de la seguridad jurídica o de propiciar con una decisión
favorable, una conducta beneficiosa para la consecución de una sociedad
con justicia, paz y libertad.

Nótese que la lógica jurídica no ayuda a alcanzar la verdad ni la certeza: es


simplemente el medio para descartar científicamente aquellas conclusiones
que carecen de coherencia y, a su vez, es el instrumento para llegar a

1
pronunciar aquella decisión que, a través del uso adecuado de las técnicas
de argumentación, ha sido escogida porque ha acrecentado la adhesión del
usuario, convenciéndolo de su bondad.

Los valores morales y los valores jurídicos se imponen igualmente a la


conciencia “y luego como son aprehendidos por el yo, piden una toma de
posición, una respuesta de valor”. Esa respuesta de valor, es en los valores
positivos un entregarse al valor, un volverse hacia él, una especie de anhelo
o deseo de él; en los negativos, un desviarse de él, un ser repelido por él.
Tanto los valores morales como los jurídicos ofrece una nota común: se
presentan como verdaderas exigencias, se alzan como un tu deberes frente
al individuo.
1. LA MAGISTRATURA, COMO VOCACIÓN DE SERVICIO

Junto a la excelencia y al liderazgo ético tenemos que subrayar el papel


de servicio de a magistratura. Hoy en día se reconoce que uno de los
valores que más falta hace, es el de servir. La sociedad contemporánea
nos impone una carrera de consumo que muchas veces nos aparta del
camino correcto. Nos hemos acostumbramos a ‘servir” pero cambiando
el sentido de servicio, condicionándolo casi siempre a la obtención de un
favor. De ese modo se ha tergiversado y perdido la esencia del papel del
servidor público.

Al fijarse más en ofrecer un buen servicio y no en la contraprestación


que se pueda obtener, se hace más difícil faltar a la ética en beneficio
propio.

El magistrado que da prioridad al servicio en el ejercicio de su actividad


suele reconocer que existe una hipoteca social sobre su educación. No
se siente plenamente realizado como profesional por e! sueldo que
percibe o los cargos que ejerce, sino por el servicio que ofrece a los
demás. Por ello, en su trabajo, manifiesta lo que podríamos describir
como una especie de mística profesional.

Esta mística profesional nace del código personal de conducta. En tal


sentido puede describirse como una manera de actuar que es coherente
con el conjunto de valores morales que una persona ha asimilado a lo
largo de su vida. Es un modo de ser frente a los demás que surge de los
valores de la persona y de su actitud moral fundamental.

Nuestra sociedad exige y necesita de magistrados, jueces y fiscales que


vivan su profesión como una vocación de servicio. Sólo a través de tales
personas será posible moralizar el mundo y lograr una verdadera
justicia. Para que puedan perseverar en el camino que han escogido
hace falta que los magistrados busquen apoyo en personas que
compartan sus valores y principios éticos. El secreto de la perseverancia

1
está en apoyarse mutuamente y caminar juntos.

Víctor Julio Ortecho Villena 1, Profesor de UNT, en su obra: La aplicación


de las Leyes al referirse a la Magistratura como vocación de servicio
dice: “Los señores jueces tienen que saber combinar la frialdad en la
reflexión con la vocación de justicia. No hay mejor justicia que la hecha
oportunamente y ya es un corolario aceptado, aquello de que la justicia
que tarda no es justicia.

Siendo, pues, variadas y numerosas las dificultades para la aplicación


adecuada, correcta y justa de las leyes, consideramos que la función
judicial, por difícil, es seria, elevada y de gran responsabilidad social y
por tanto muy digna y respetable. Los jueces probos, honestos y
entregados a tan augusta misión, dentro de toda esta maraña de
dificultades, no deben sentirse mellados en lo absoluto, por los
frecuentes ataques de rábulas que denigran, con frecuencia, a la función
judicial, pero tampoco hace una patria grande, el hecho que la judicatura
sea el refugio de incapaces, deshonestos y corruptos. Quien llega a un
puesto judicial, tiene que estudiar con mucho ahínco; dedicarse con todo
empeño a su labor funcional; defender a toda cosa su honestidad y
reforzar su vocación de servicio hacia la comunidad.

Para el mejor desempeño de la labor jurisdiccional y para superar en


parte las dificultades técnicas de que hemos hablado en páginas
anteriores, se requiere de una mínima metodología de aplicación judicial.

1
ORTECHO VILLENA, Víctor Julio. Criterios para la Interpretación de las Leyes. Editorial Libertad.
Trujillo-Perú. 1991. pág. 20.
1. IMPARCIALIDAD Y DILIGENCIA DE LOS MAGISTRADOS
Así como se ha establecido que la independencia institucional de a
magistratura se basa en la no interferencia de autoridades o intereses
ajenos al Ministerio.

“Los magistrados deben cumplir sus funciones en forma imparcial y con


diligencia”

La imparcialidad es el atributo primigenio del juez y del fiscal, Consiste


en la capacidad de tomar decisiones dejando de lado los sentimientos,
simpatías e intereses propios del juez. La autonomía e independencia,
de la que hemos hablado anteriormente es fundamentalmente la defensa
de la magistratura frente a las influencias externas del poder. La
imparcialidad evita la contaminación interna del juez y del fiscal frente a
su propio ser interior y reclama la neutralidad del juzgador o acusador
frente a las partes. En consecuencia, se espera justificadamente que el
juez tome la decisión que corresponde en justicia, aun cuando en las
mismas circunstancias una persona se vería doblegada por sus
sentimientos hacia las partes o su interés vinculado a alguna de ellas. Se
dan como ejemplos de imparcialidad, la fortaleza que debe tener un
magistrado de aplicar e interpretar la ley, digamos, para embargar los
bienes de una viuda deudora en los días previos a la Navidad; o para
privar o no de la libertad a una persona acusada de un delito en contra
de lo que expresen los medios de comunicación; o para resolver un
‘cáso judicial sin poder darle la razón al equipo de fútbol del cual el
magistrado es hincha. Es pues la imparcialidad la que se expresa en el
aforismo latino dura lex set lex, la ley aunque sea dura se cumple.

Y es que la imparcialidad del magistrado es, en definitiva, el atributo que


brinda mayor legitimidad a sus decisiones. Los conflictos que se
deslindan ante el Poder Judicial y el Ministerio Público, ya se ha referido,
son de la máxima importancia para la vida cotidiana resultan de la
controversia, de la confrontación de puntos de vista divergentes que un
tercero imparcial debe zanjar de manera definitiva. Solamente si el

1
magistrado es imparcial, si actúa con neutralidad, su decisión será
definitiva, incuestionada, admitida por las partes, respetada y, en
consecuencia, reconocida como válida por la sociedad.

De la imparcialidad del juez se deriva la función restauradora de la paz


social que es inherente a la magistratura en el Estado democrático de
derecho. La paz social se entiende no solamente como el
reconocimiento del fin de la controversia entre las partes, sino también
como la aceptación de la sociedad de que una autoridad creíble por
imparcial ha dado su última palabra que es aceptada por todos. La
imparcialidad es por ello garantía de la confianza pública que la nación
deposita en manos de jueces y fiscales. Es, además, sustento de la paz
social. Esta es en definitiva la institucionalidad que fundamenta la
convivencia social y el orden democrático, la que admite el fin de los
conflictos y los admite porque surge de una decisión imparcial y en la
que el magistrado ha aplicado prudentemente la búsqueda del justo
medio. Ello concluyentemente es la materialización de la justicia, el fin
último de la función del magistrado.

Por ello cuando se reclama la estabilidad jurídica para sustentar la


convivencia en sociedad, en un gobierno de leyes y no de personas, se
está exigiendo que las decisiones del magistrado en función del juzgador
o del fiscal sean imparciales, apegadas al criterio de justicia que las
sustente y no al interés personal que las haría arbitrarias o caprichosas,
inseguras en consecuencia e incapaces de restaurar la paz por
convertirse irremediablemente en foco de cuestionamiento. Más aún, las
decisiones imparciales de los magistrados están des tinadas a resolver
los conflictos y garantizar la estabilidad jurídica de hoy y de mañana.

Lo hacen hoy —como ya se dijo— restaurando la paz social, siendo


admitidas sus decisiones como definitivas. Y lo hacen también mirando a
mañana, al futuro, en la medida en que por imparciales estos
precedentes permiten predecir cómo más adelante, en situaciones
similares, las controversias se van a resolver razonablemente de manera
similar. Esta predictibilidad, esta posibilidad de adelantar razonable y
saludablemente el sentido de las decisiones futuras de la magistratura
sólo es posible en la medida en que los jueces resuelvan de manera
imparcial.

Sin embargo, con todo lo importante que es ello, en realidad no basta,


pues lógicamente al magistrado se le exige diligencia. Esta es la
atención y el cuidado con el que se llevan a cabo las cosas,
especialmente en el campo profesional y del cumplimiento de los
deberes de función, para que el magistrado no corneta errores, no caiga
en el abuso, para que no incurra en defectos que, aparte de consagrar
injusticias, pueden tener resultados irreversibles con respecto a la
confiabilidad de sus decisiones.

El magistrado no solamente debe empeñarse en atender


cuidadosamente las actuaciones que debe llevar a cabo y el horario en
que deben realizarse, sino que también debe ser especialmente
estudioso y preocupado por el contenido y la calidad de sus
resoluciones, informes, dictámenes y sentencias. Es la calidad en la
sustentación jurídica, en la aplicación que hace de las reglas de la
hermenéutica, en la argumentación en la que funda menta sus
decisiones, en la forma en la que las presenta y comunica a las partes y
a la sociedad en su conjunto, lo que sustenta en definitiva la excelencia
de la función que cumple.

Se ha desarrollado anteriormente las virtudes de la ética y las virtudes


del intelecto que deben inspirar la actuación de los magistrados. La
diligencia que se exige a jueces y fiscales consiste en el esfuerzo
cuidadoso y reiterado de aplicar tales virtudes al ejercicio diario de la
función para el logro tanto de la excelenciaa personal, como de la
calidad de su trabajo.

En realidad los magistrados al ser diligentes en su trabajo deberían


apuntar no solamente a resolver el caso concreto, sino a producir
resultados de tan buena calidad que sus sentencias y dictámenes sean
objeto de estudio en las universidades, de comentario en revistas
especializadas y de consideración por parte de la opinión pública. Pero
no solamente esto. Deben aspirar a que sus sentencias y dictámenes
sean citados como antecedentes por parte de juristas especializados o
como precedentes por parte de los más altos tribunales del Perú y del
extranjero. Se dice que un magistrado de Corte Suprema se consagra
cuando la Corte Suprema de otro país o cita y considera su voto como
precedente o referente en los fundamentos de una nueva sentencia. Hoy
en día, esto queda extendido ya no únicamente a las Cortes Supremas
de otros países, sino a !os Tribunales Constitucionales y a los
organismos de protección de los derechos humanos, como a Comisión
Interamericana o la Corte Interamericana de esta materia. Así, con la
diligencia debida, jueces y fiscales deben cumplir su función diciendo el
derecho, haciendo justicia en el caso concreto con tal cuidado y atención
que sean ejemplo para otros en su distrito judicial, en su país y también
en el exterior.

El Dr. Carlos Parodi Remón 1, en su libro “El Derecho Procesal del


Futuro”, citando a Español Juan Montero Aroca, al referirse a la
imparcialidad e independencia de los Magistrados dice: Estimamos que
el mismo autor español Montero Aroca, cuya tesis comentamos, refuerza
nuestra concepción, en el párrafo que transcribimos: "En los últimos
años puede registrarse en el mundo una clara tendencia a desmitificar la
figura del Juez.. Frente a la concepción de éste que nos lo presentaba,
hace pocos años, como mitad sacerdote, mitad jurista y que hablaba de
la sagrada misión de juzgar, hoy se tiende a hablar del juez como un
funcionario público sin más y de la Justicia como un servicio público.
Entre esas dos posturas que calificamos de extremas y que representan,
una vez más, la vieja ley del péndulo a la que tan aficionados somos,
conviene no dejarse arrastrar. El juez no es ya el sacerdote, único
conocedor de lo arcano del derecho; el mito se ha roto y para siempre.
Pero tampoco es un funcionario más. En su independencia se basa la
piedra final del edificio del Estado democrático como dice Loewenstein y
ello ha de comportar una situación especial. No es un funcionario más,

1
PARODI REMON, Carlos. El Derecho Procesal del Futuro. 1ª. Edición. 1996. Editorial San Marcos,
pág. 72-73.
no puede serlo, el último garante de los derechos y libertades que nos
reconoce el ordenamiento jurídico. La función jurisdiccional, tal y como la
hemos descrito, necesita jueces, independientes, y la independencia
precisa algo más que su mera declaración; precisa una serie de
garantías que son las que constituyen el status específico de jueces y
magistrados. Sin esas garantías, sin independencia, no hay verdadero
ejercicio de jurisdicción.

Y luego agregó el renombrado autor nacional Profesor de la Universidad


de San Marcos.

En efecto, agregamos nosotros; el juez es un funcionario especial,


calificado, pero funcionario al fin. Así, el justiciable se sentirá cerca de él
y juntos, en una armoniosa síntesis, buscarán la verdad y a través de
ella la justicia y la paz. Llámese Poder Judicial o Administración de
Justicia. Se considere o no al juez como funcionario. Lo que importa es
la honestidad y la ética del juez. De ellas depende su independencia, la
que no puede garantizar norma alguna por elevada que sea en
cualesquier sistema normativo. La independencia judicial es un atributo
de la personalidad y nadie puede garantizarla como no sea la misma
persona humana que es el Juez.

Como corolario de esta secuela de pensamientos respecto de la


independencia judicial y de la calidad de funcionario del juez, podemos
afirmar que, contrariamente a lo que se ha venido considerando, la
verdadera responsabilidad del juez no termina con la expedición de la
sentencia sino que se inicia con ella; debe responder ante la opinión
pública, ante los ciudadanos, de la honradez con que ha procedido, de la
base moral que inspiró su fallo; el derecho, el proceso, son medios para
preservar la paz social, la cual sólo puede ser fruto de la justicia. Una
pretendida paz social basada en fallos judiciales poco sólidos, endebles,
sin sustento ético, es una paz social irreal, peligrosa para el futuro de un
país, pues se basa en el temor y no en el respeto, en la obligación y no
en la convicción. Por eso el justiciable, el usuario de la justicia, es ante
quien el juez debe siempre responder. Apreciar la responsabilidad del
juez en función del ciudadano común que pide justicia, es uno de los
mayores logros que se puede alcanzar en la ciencia procesal y es
también uno de los pocos fundamentos concretos de pretender un futuro
mejor”.
1. TRANSPARENCIA EN EL PATRIMONIO DE LOS MAGISTRADOS

Como todo funcionario público de nivel, el juez está obligado a hacer


pública su declaración jurada de bienes y rentas. Este es un requisito de
transparencia destinado a que el patrimonio de quienes administran el
dinero público —que es de todos los contribuyentes— o toman
decisiones definitivas sobre temas de envergadura patrimonial, como los
jueces y los fiscales, pueda ser objeto de escrutinio público para evitar la
corrupción y el desbalance patrimonial. Es pues una medida preventiva
que se considera un imperativo ineludible para los magistrados,
precisamente para que éstos al cumplir con este acto de transparencia
den ejemplo de la confianza que a sociedad deposita en la función que
les corresponde.

El cumplir con la declaración jurada de bienes y rentas es el mínimo


legal que obliga al magistrado. El estándar ético —como se ha advertido
— va más allá y se enuncia de a siguiente manera

Los magistrados deberán ser especialmente rigurosos al momento de


elaborar sus declaraciones juradas de bienes y rentas, distinguiendo los
ingresos que perciben en cumplimiento de su función de otros que
legítimamente puedan percibir por actividades académicas u otras
permitidas por la ley.

Nuevamente aquí hay un llamado a la diligencia de los magistrados para


que sean especialmente rigurosos en presentar sus ingresos y el origen
de sus bienes, para que la transparencia en las cuentas cumpla con su
función y se conozca el origen del patrimonio de los magistrados. Exige
este canon, en consecuencia, distinguir entre los ingresos como juez o
fiscal, o que reciba por actividades académicas que son compatibles por
la magistratura y otros que legítimamente pueda percibir conforme a ley.
Dentro de estos últimos está el producto de las inversiones, ahorros o
patrimonio propio de origen legítimo que pueda tener el magistrado, que

1
debe ser declarado y diferenciado de lo anterior. Nadie puede prohibir ni
limitar a un magistrado por mantener e incrementar su patrimonio, eso es
parte de la diligencia en sus asuntos personales. Lo que se le exige es
que ello se muestre transparentemente como medida de previsión de
corrupción o de detección de actos de este mismo origen.

En este contexto, el cuidado riguroso que se exige al magistrado en a


declaración patrimonial le obliga a incluir bienes, ingresos y
evidentemente los créditos que haya adquirido y estén pendientes de
pago pues ello contribuirá a una mayor transparencia y a un más alto
estándar ético de cumplimiento.

Los Magistrados deben obligatoriamente presentar sus declaraciones


juradas, sin necesidad de exigencias o presión por la oficina de Control
de la Magistratura, cada vez que varíe su Patrimonio, teniendo en cuenta
que cumplen una función representando al Estado, la misma que debe
estar libre de cualquier cuestionamiento por la opinión pública, porque el
Magistrado es la proyección del Estado a la ciudadanía, que está
sedienta de justicia máxima si se tiene en cuenta que el justiciable es el
destinatario final de la justicia y por tanto el Magistrado debe ostentar
una buena imagen ante la ciudadanía.
1. EL JUEZ ANTE LA LEY INJUSTA

No se trata aquí de la actitud del juez ante los resultados injustos de la


aplicación de una ley justa, sino de su actitud ante una ley que nace ya
injusta, por ser contraria a exigencias fundamentales de la justicia, es
decir, del derecho natural. Estos casos no son raros; al contrario, al
establecerse una separación entre legalidad y moralidad, estas
situaciones pueden formar parte de la práctica diaria del juez. Piénsese
en el caso de la ley de divorcio, en una ley que legalice el aborto, en una
ley que permita el «matrimonio» entre homosexuales, en una posible
legalización de la eutanasia o del uso de drogas que con toda
probabilidad traen consigo la ruina fisiológica y psíquica del individuo.

El principio fundamental en esta materia es que el juez no puede


descargar la responsabilidad en los autores de la ley (que,
indirectamente, en una sociedad política con régimen democrático, es
todo el pueblo). No es lícita la actitud del que afirma que «me limito a
cumplir o aplicar las leyes vigentes». El juez, precisamente porque aplica
las leyes, es corresponsable.

De lo anterior se deduce que el juez no puede lícitamente, con sus


sentencias, obligar a nadie a realizar un acto intrínsecamente inmoral,
aunque esté mandado o” permitido por la ley. La razón es que no es
lícito nunca ha el mal, bajo ningún concepto, ni siquiera para que se
sigan algunos bienes. Un juez no puede, por ejemplo, aunque la ley lo
sancione sí condenar a alguien a la esterilización, ni siquiera como
medida preventiva.

Por los mismos motivos, el juez conocer y aprobar, con su sentencia una
ley En ese mismo momento sería cómplice de los autores de la ley.

Hay que añadir, sin’ embargo, que no toda sentencia en materia de ley
injusta equivale a una implícita o explícita aprobación de esa ley. El juez
puede limitarse, éticamente, a dejar que esa ley siga su curso, sobre

1
todo cuando, actuando de este modo, evita un mal mayor. Encontramos
aquí una nueva aplicación de los principios que rigen el voluntario
indirecto. Salvada la recta intención del juez, el cumplimiento de sus
deberes deontológicos —la aplicación de la ley— puede considerarse
algo positivamente bueno, pero el juez no puede olvidar que su
actuación recibe también calificación moral atendiendo al fin y a las
circunstancias.

En otros supuestos cabe aplicar los principios sobre la cooperación


material en el mal. Ha de resultar claro que no se trata de una
cooperación positiva, ni física, ni formal, sino de un caso típico de
cooperación material. Esta cooperación material tampoco ha de ser
inmediata, sino mediata; la labor del juez es una mediación exigida por el
entero ordenamiento jurídico del que hay que presumir que tiene como
fin el bien común. Por otro lado, resulta claro que esta cooperación
material y mediata suministra los medios de forma próxima y necesaria
para la realización de un acto intrínsecamente inmoral. En efecto, no hay
actuación legítima sin sentencia firme del juez. Por tanto, para que sea
lícita esa cooperación se requiere un motivo grave: en el caso del juez
puede ser la amenaza de su inhabilitación temporal o perpetua. Esto,
además de suponer en ciertos casos la ruina económica personal y de la
familia, significa dejar la magistratura en poder de otras personas quizá
favorecidos de acciones inmorales con la menos de las excusas.

El autor español Rafael Gómez Pérez 1, al referirse a la forma como debe


aplicar la ley el Juez, cree que: El Juez debe fallar, como es sabido,
según lo alegado y lo probado en el proceso, no según los
conocimientos alcanzados fuera del proceso (cionocimiento privado). La
ciencia privada y la experiencia deben aplicarse a la valoración de lo
alegado y probado. No puede éticamente un juez dictar sentencia
condenatoria en un enésimo caso A, de un género por él suficientemente
conocido, si lo alegado y probado no lo permite. Con toda probabilidad
este presunto delincuente es como otros muchos que ya ha tenido

1
GÓMEZ PÉREZ, Rafael. Deontología Jurídica. Ediciones Universidad de Navarra Pamplona –
España. 1982. pág. 116.
ocasión de juzgar y de condenar; pero esa probabilidad puramente
experiencial no es suficiente.
1. REFLEXIONES SOBRE LA JUSTICIA

Cuenta el Prof. Alfredo Colmo, ilustre civilista argentino, que a fines del
siglo pasado fue a Alemania y quiso visitar al Principe Otto von
Bismarck, Canciller del Imperio recién fundado. Le fue concedida la
entrevista y la primera pregunta que le hizo el célebre político fue “
¿Cómo anda la justicia en vuestro país?”. Era lo único que le interesaba
saber sobre Argentina, pues enterado de la marcha de la administración
de justicia, conocida todo lo demás.

Bolívar cuyo genio político es indiscutible, en el Preámbulo de la


Constitución Vitalicia dice:

“La verdadera constitución liberal está en los códigos civiles y criminales,


y la más terrible tiranía la ejercen los tribunales por el tremendo
instrumento de las leyes. De ordinario el Ejecutivo no es más que el
depositario de la cosa pública; pero los tribunales son los árbitros de las
cosas propias de los individuos. El Poder Judicial contiene la medida del
bien o del mal de los ciudadana y si hay justicia en la República, es
distribuida por este Poder”.

En el Estatuto Provisorio de 1821, San Martín expresa

“Mientras existan enemigos en el país hasta que el pueblo se forme las


primeras nociones de gobierno por si mismo, yo administrar el poder
directivo del Estado, cuyas atribuciones sin ser las mismas, son
análogas a las del Poder Legislativo y Ejecutivo. Pero me abstendré de
mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciales,
porque su independencia es la única y verdadera salvaguarda de la
libertad del pueblo”.

Como función del Estado es la más alta y augusta. El magistrado tiene


en sus manos la suerte de un patrimonio, el honor de una familia o la

1
vida de tanta importancia para el ser humano que ni el mismo Jefe del
Estado las posee. Podrán los políticos manejar los grandes intereses del
país, los legisladores dar las leyes que enrumben a la nación, pero
queda a los jueces procurar la felicidad del pueblo.

Los jueces honestos sabios asegurar la paz social y los i pueden estar
tranquilos sabiendo que en caso de conflicto con particulares o de abuso
del poder público, tienen quién defienda y ampare sus derechos.

He relatado la escena del molinero de Postdam, que, ante la prepotencia


del rey prusiano, tenía una defensa: el juez de Berlín.

De muchas cosas puede prescindir el estado moderno; de lo que no


puede privarse, es de la judicatura. Existen países que no tienen ejército,
pero no los hay sin jueces. Si los suprimimos volvemos a la ley de la
selva, regresamos a la justicia por mano propia. Retrocedemos miles de
años de civilización.
1. LA FUNCIÓN JUDICIAL Y SU TRASCENDENCIA ÉTICA

Algunas comprobaciones elementales sobre la función judicial, como las


que se exponen a continuación, pueden parecer obvias, pero no hay que
olvidar que la función de juzgar, una de las más antiguas en la historia
del hombre, conserva hasta hoy los rasgos primitivos y esenciales. La
vida social, en efecto es siempre aunque no exclusivamente, conflictiva.
Lo que es debido a cada uno no es algo diáfano en la práctica, y esa
oscuridad se conjuga con la aspiración permanente, natural, a que se
haga justicia.

Existen sólo tres modos posibles de dirimir los conflictos: la composición,


conciliación o reconciliación entre los litigantes; el recurso a Ia fuerza,
con la victoria del más fuerte; la constitución de Lina función arbitral o
judicial pública con la posibilidad de obligar al cumplimiento de lo
decidido o sentenciado. El consejo del suegro de Moisés (tal como se
lee en Exodo 18, 20-22) sigue siendo válido: «Escógete de entre el
pueblo hombres capaces, temerosos de Dios, hombres íntegros, libres
de la avaricia, y constitúyelos sobre el pueblo como jefes de millar, de
centena, de cincuentena y de decena, para que juzguen al pueblo en
todo tiempo. Que a ti te lleven únicamente los asuntos más importantes;
los demás, que los juzguen ellos». Aunque existe ahí todavía una cierta
confusión entre el poder judicial y el poder ejecutivo, se señalan
claramente —además de las cualidades esenciales del juez— las
diversas instancias y una cierta gradación por materias.

Con todo, muchas de las páginas dedicadas a la deontología profesional


de los jueces, notarios y abogados tienen completa vigencia para las
demás profesiones mencionadas. Piénsese, por ejemplo, en lo que se
refiere al secreto profesional, a los deberes de la colegialidad, a las
relaciones entre el abogado y el cliente (perfectamente válidas cuando el
cliente es el Estado o cualquier entidad pública). Especial interés
revisten los principios que se dan sobre la actitud del juez y del abogado

1
ante la ley injusta.

Carlos Ferdinand Cuadros Villena1, en su libro “Ética de la Abogacía y


Deontología Forense hace un análisis de la trascendencia ética y la
moral del Juez de la siguiente manera:

La moral del Juez, desde el momento en que la sociedad se organiza y


se separan las diferentes funciones del poder del Estado, existe una
función estatal destinada a resolver el conflicto. Junto a los llamados
poderes ejecutivo y legislativo, surge la función jurisdiccional del Estado
en la que se realiza la misión del Juez. Es la función destinada a
administrar justicia. Pero cuál será la justicia que administra el Juez.
Será necesariamente la que está establecida en la ley.
Consiguientemente el poder judicial, o jurisdiccional está condicionado
necesariamente a la naturaleza y forma de las leyes existentes en el
país, que hayan sido promulgadas por un determinado Estado. No se
trata pues de la búsqueda y administración de una justicia abstracta. No
es el ideal de justicia el que busca el Juez. El Juez administra justicia de
acuerdo con la norma vigente.

1
CUADROS VILLENA, Carlos Ferdinand. Ética de la Abogacía y Deontología Forense.
Editorial FECAT. Lima-Perú. 289.
1. LA SENTENCIA Y SU CERTEZA

Todas las exigencias éticas generales sobre la actuación en conciencia


rigen de un modo especial en el caso de la función judicial. Para poder
éticamente emitir sentencia se ha de actuar con conciencia verdadera y
cierta. Como la ley suele ser en la mayoría de los casos suficientemente
clara, es difícil que se den casos de conciencia invenciblemente errónea;
la conciencia venciblemente errónea ha de ser superada para poder
emitir sentencia.

Más problemático es el supuesto de la certeza. No se pide al juez una


certeza absoluta (que se da difícilmente en cualquier asunto humano),
sino una certeza moral que excluya toda duda razonable sobre el acto
externo y su imputabilidad. Aunque no se requiera la certeza absoluta, la
certeza moral ha de estar fundada en razones objetivas. Para llegar a
esta certeza moral, el juez ha de atenerse al comporta miento externo, a
las reglas de investigación y de valoración de las pruebas y, en su caso,
al asesoramiento de peritos cualificados y objetivamente serios.

Si después de haber realizado a conciencia esta labor, queda alguna


duda importante y seria, no es ético emitir una sentencia de condena,
sobre todo en causas criminales y, con mayor razón, si las penas
previstas por la ley son graves. Se impone en este supuesto la sentencia
absolutoria por insuficiencia de pruebas.

En las causas civiles la probabilidad basada en razones de peso puede


ser éticamente suficiente para emitir sentencia, contando con las
presunciones ordinarias en el tráfico jurídico, sabiendo que con mucha
frecuencia la falta de una sentencia firme acarrea perjuicios a las dos
partes litigantes y a terceros.

Sobre este terna, especialmente importante, Pío XII, en un discurso a la


Rota Romana, dio el siguiente criterio: «Hay una certeza absoluta, en la

1
cual toda posible duda sobre la verdad del hecho y la inexistencia del
hecho contra rio está totalmente excluida. Esta certeza absoluta no es
necesaria, sin embargo, para dictar sentencia. (...) En oposición a este
supremo grado de certeza, el lenguaje ordinario llama, no raras veces,
cierto a un conocimiento que, estrictamente hablando, no merece tal
calificativo, sino que debe considerarse corno una mayor o menor
probabilidad, porque no excluye toda duda razonable y deja en pie un
fundado temor de errar. Esta probabilidad o cuasi certeza no ofrece una
base suficiente para una sentencia judicial acerca de la objetiva verdad
del hecho. (...) Entre la certeza absoluta y la cuasi-certeza o probabilidad
está, como entre dos extremos, aquella certeza moral de la que de
ordinario se trata en las cuestiones sometidas a vuestro fuero Esta
certeza moral está caracterizada, en su lado positivo, por la exclusión de
toda duda fundada o razonable y, así considerada, se distingue
esencialmente de la mencionada cuasi—certeza; por otra parte, del lado
negativo, deja abierta la posibilidad absoluta de lo contrario y con esto se
diferencia de la certeza absoluta. La certeza de que ahora hablamos es
necesaria y suficiente para pronunciar una sentencia, aunque en el caso
particular fuese posible obtener por vía directa o indirecta una certeza
absoluta. Sólo así se puede conseguir que la paz social tan anhelada por
todos los ciudadanos.

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