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Camilo Pardo Umaña

Haciendas de la Sabana

Editorial Kelly
Bogotá
1946
Prólogo
Este libro tiene el alto mérito de haber sido pensado y escrito con
hondo amor por el tema. Y el tema es la tierra, la grande y hermosa porción
de suelo en donde su autor nació, en donde su autor vive, en donde espera y
confía en que habrá de morir. Camilo Pardo Umaña no estaría dispuesto a
cambiar por el resto físico de la patria colombiana, un centímetro cuadrado
de su Sabana. Considera que ninguna otra parcela, no digo de Colombia
sino del vasto mundo, es comparable en belleza, en bondad, en historia y en
leyenda al espléndido valle de tierra fría y de niebla celeste, donde sus
mayores y él mismo vieron la luz primera. Sabe que otros lugares del mundo
ofrecen un paisaje parecido, pero no entiende que para ellos pueda un hijo
de Bogotá, un hijo de la Sabana, establecer una corriente de afecto, una
comunicación espiritual y de los sentidos, como la que él mismo estableció
desde la infancia con los lindos huertos de Chía, con los musicales
arroyuelos que atraviesan el verde paño de las antiguas haciendas castellanas,
con los ríos turbios de aguas quietas y misteriosas que fecundan los
sembrados de trigo y de maíz, con las sonoras quebradas que descienden de
las colinas entre pliegues de espuma, con los diáfanos hilos de agua que de
pronto, en Monserrate, en Guadalupe, entreabren la fina y diáfana vena de
su líquido curso, con las viejas piedras de la llanura, lisas, grandes y duras,
con las ocultas piedras del monte, tapizadas por las invisibles manos del
tiempo y de la fresca sombra con una tela vegetal de helechos y de lama.
Nada en la totalidad de la tierra, sobre la superficie del planeta, merece para
Camilo Pardo Umaña una consagración de amor, una fidelidad del
sentimiento, un homenaje de la inteligencia semejantes a los que él le
tributa, en cada amanecer de su vida, a la Sabana de Bogotá.
De una pasión así, ha nacido este libro. Y, por consiguiente, casi sobra
decir que es obra de exaltación amorosa. El autor anhelaba desde hace
mucho tiempo dejar un testimonio escrito de su afecto por la Sabana. Lo ha
conseguido plenamente, casi podría decirse que excesivamente. En efecto, si
por algo peca este libro, es por la abundancia cordial, y por la minuciosa
diligencia con que en él se acumulan los materiales de que está hecho. Un
lector defectuosamente informado, acaso suponga que el autor lleva a un
grado extremo su erudición sobre la historia y la leyenda de la Sabana, y que

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esa circunstancia le da al libro el tono de una interpretación demasiado
unilateral de ciertos hechos históricos y de ciertos hechos de la leyenda,
conectados con la historia y la leyenda generales del país. Hay algo de esto,
ciertamente. Pero eso no es un defecto. Es una excelente limitación, de la
cual se desprenden algunas ventajas para el caso. Quien lea el libro de Pardo
Umaña, comprenderá a la vuelta-de las primeras páginas, que el mundo gira,
esta vez, en torno de un solo hecho, de un hecho físico, la presencia de la
Sabana en determinada zona del país y de la tierra. Sin esa amorosa
presencia, Camilo Pardo no habría escrito jamás su libro, ni se habría
interesado por nuestra historia ni mucho menos por nuestra leyenda. Lo de
menos, para él, con todo y ser tan interesante, es el suceso creado por los
hombres, el acontecer humano; lo fundamental para el autor es la otra
realidad constante, la realidad geográfica. Esos mismos hechos curiosos,
extravagantes, magníficos, llenos de colorido y de sabor que él relata con
tanta precisión y una evidente alacridad periodística, referentes a los
hombres y las mujeres, a los caballeros campesinos y a los arrendatarios de
ruana y a los peones de jipa y alpargata, no hubieran incitado su
imaginación, ni estimulado su vocación de escritor, si no tuvieran el
escenario natural en que se desenvolvieron. El amor por la tierra lo ha
llevado a tomar en cuenta a las criaturas humanas que la pueblan, la
trabajan, la venden, la cambian y muchas veces la olvidan deslealmente.
La historia de la Sabana de Bogotá, aparece, pues, trazada en este libro
a través de la pequeña historia de las haciendas. Es un método insuperable.
Rigurosamente, técnicamente, no habría otro mejor. Las haciendas
constituyeron el foco central de la vida sabanera. Y, por lo tanto, el núcleo
esencial de todo cuanto desde la Colonia hasta la República ocurrió en el
gran valle cundinamarqués. Política, intrigas amorosas, ruina y prosperidad
económicas, desarrollo y transformación de los hábitos sociales, en esta parte
del territorio patrio, está conectado a la historia de esas haciendas, cuyos
amos y siervos, cuyos dueños y peones, fueron actores de primero, segundo
y tercer grado, en nuestras guerras civiles, en nuestros desastres financieros,
en nuestro progreso social, en el cambio lento o vertiginoso de nuestras
costumbres. Así lo entiende Camilo Pardo Umaña. Concede a la vida en la
Sabana una importancia determinante en la formación del carácter y la
psicología bogotanas, carácter y psicología de vasta influencia en el

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desarrollo general de la política los negocios, la educación, las costumbres
nacionales.
En el curso de varios años el autor de "Haciendas de la Sabana", fue
acumulando datos para su libro. Al cabo del tiempo se encontró con un
inmenso material de fechas, nombres, sucesos, anécdotas, entre las manos.
¿Cómo escoger? ¿Cómo desbrozar, cómo talar en la vasta y tupida selva?
Puesto a la tarea, consiguió dejar lo esencial, y un poco más. Es verdad que
lo sobrante en este caso, no anula el mérito de lo indispensable. De mí sé
decir que la copiosa documentación en que se halla apoyado este libro, no
me ha impedido leerlo con apasionado interés. Inclusive, esa especie de afán
probatorio, de constante reiteración de la verdad cronológica, de la verdad
de los nombres y de los hechos, que se advierte en el curso de los capítulos
del libro, no resulta impertinente, sino muy eficaz para evitar al lector
curioso o especializado, un trabajo adicional de confrontación.
Por otra parte, el estilo en que están escritas estas páginas, tiene el
mérito de su sabor periodístico, el mérito de la expresión directa y objetiva.
Pardo Umaña es un excelente ejemplo de cronista, de escritor de periódico,
y su estilo aparece, por lo mismo, antirretórico, sencillo, ágil y escueto.
Elaborado sin vanidad literaria, con envidiable curiosidad intelectual,
presentado en un lenguaje por donde discurre un acento de sorna y de
malicia muy a la bogotana, su obra conocerá fácilmente el éxito que se
merece. Fruto, como dije antes, de un intransigente amor a la tierra, este
libro representa un testimonio admirable, útil y hermoso, sobre la vida de
nuestra Sabana.
Hernando Téllez

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Advertencia liminar
Es obvio que este libro no contiene la historia pormenorizada de todas
las haciendas de la Sabana de Bogotá. Faltan, por ejemplo, las de la región
de Fucha, al sur de la ciudad capital; las enclavadas en los valles de Sopó y
La Calera, y algunas otras, muy interesantes, situadas en pleno riñón
sabanero, tales como El Chicó, en Usaquén; El Hato de Córdova, en
Facatativá; Terreros, en Soacha; Juan Amarillo, en Engativá, etc.; y el
detalle, al través de los siglos, de todas aquéllas que formaron parte de la
Dehesa de Bogotá y que poseyeron, sucesivamente, los Maldonado de
Mendoza, los Caicedo y los Lozano de Peralta y sus descendientes próximos.
Las grandes heredades sabaneras -tal como he querido presentarlas en
los sucesivos capítulos de esta obra- ya no existen como tales. Quien sea
dueño hoy de 200 fanegadas, es decir: de lo que antiguamente se llamaba
una "estancia de pan y ganado mayor", puede considerarse como un hombre
bastante rico, puesto que le representará un capital no inferior a un cuarto
de millón de pesos; y no ha habido ninguna familia que haya logrado
conservar su fortuna vinculada a una hacienda desde los días coloniales hasta
estos más prosaicos en que nos tocó vivir. En la Sabana no existen las
latifundias ni las oligarquías, palabrejas muy de moda en los últimos tiempos
pero que no coinciden con la realidad.
Un problema es el de precisar los linderos de las propiedades sabaneras,
que, a mi entender, no tiene solución posible, salvo a base de un estudio
cartográfico muy profundo y difícil. La gran llanura puede compararse a un
colchón de aquellas plantas acuáticas conocidas vulgarmente con el nombre
de buchón. Pasa un niño con una caña en la mano y traza en la móvil
superficie unos cuantos canalillos, que delimitan bloques irregulares, a los
cuales llamaría "haciendas" el pequeñuelo. Pero al cabo de algunos minutos,
con el simple movimiento de las aguas, se cierran algunos de esos canales y
se abren otros, y aunque se conserven los bloques de las "haciendas" éstas
han cambiado de forma y de tamaño. Es un variar constante, similar en un
todo a lo que ha venido ocurriendo en las estancias de la planicie al través de
las centurias, y apenas es posible anotar, como norma, el hecho fundamental
de la subdivisión constante de las antiguas heredades y la constante aparición
de nuevas estancias, que antaño apenas hubieran merecido, por su extensión,
el nombre de potreros.

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El autor de este libro ha procurado, en lo posible, trabajar con papeles
de "primera mano" existentes en el Archivo Nacional y en poder de algunas
familias bogotanas. No presume de haber agotado el tema -"nada termina
nunca"-, ni de haber llevado a cabo una obra completa y exacta en todos los
detalles. Su propósito ha sido el más sencillo de allegar materiales e impulsar
el interés de otros más capacitados que él, para que el día de mañana se
escriba la historia cabal y completa de la Sabana de Bogotá y de todas sus
famosas heredades. En cuanto pudo, procuró también introducir en el relato
datos genealógicos de los más notables hacendados, porque es un hecho
indiscutible que no hubo familia santafereña, de alguna importancia, que no
estuviera vinculada a la propiedad de una o de varias estancias: los Caicedos,
radicados en la capital del virreinato desde 1570, a la Dehesa de El
Novillero; los Vergaras, a Casablanca; los Ricaurtes, a las tierras de La
Calera; los Herreras, a la hacienda de su nombre; los de Ribas, a La
Chamicera; los Gutiérrez, a La Estancia de la Serrezuela; los Castros, a La
Conejera; los Umañas, a Tequendama; los Uricoecheas y los Urdanetas, a
Las Canoas; los Sanz de Santamaría, a Halo Grande y a gran parte de las
tierras de Sopó; los Marroquines, a Yerbabuena; los Santa Marías y los
Fernández de Heredia, a El Vínculo; los Carrizosas, a Terreros, et sic de
coeteris.
Acarició también el autor la idea de darle cierta amenidad a las páginas
que se leerán y por esto echó mano de la tradición y de las leyendas que cada
hacienda tiene. En cambio, para no hacer narraciones insoportablemente
pesadas, prescindió de detallar muchas fechas con el número del día y el
nombre del mes en que ocurrieron determinados hechos. Igualmente hizo
caso omiso de los acontecimientos guerreros sucedidos en la Sabana, al tener
noticia de que alguno de los académicos de historia prepara actualmente un
libro sobre tan importante materia.
Muchas personas colaboraron eficazmente en la feliz terminación de
estas páginas, facilitándome documentos, datos o tradiciones de familia, y a
todas ellas doy públicamente las más rendidas gracias; y considero de estricta
justicia consignar sus nombres en señal de agradecimiento: señoras Sophy
Pizano de Ortiz, Susana Rueda de Pardo, Mariela Gutiérrez v. de Durán,
Sara Piedrahita v. de Umaña y Emperatriz Rico v. de Ortega; doctor
Bernardo de Santamaría Osorio, y señores José María Restrepo Sáenz,
Enrique Ortega Ricaurte, Luis Gómez Grajales, Tadeo de Castro, Evaristo

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Herrera, Jaime Umaña de Brigard, Víctor Julio Zea, Jorge Soto del Corral,
Jaime Pardo Carrizosa, Arturo Castilla Sáiz, Alfonso Soto Martínez,
Francisco Ortiz Vargas, Guillermo Camacho y Montoya, Antonio María
Osorio Umaña, Raimundo y Manuel Umaña Piedrahita, Fernán Ordóñez
Santa María, Pedro M. Umaña Escallón, Luis Eduardo Escobar Gómez,
Alberto Posada Gutiérrez, Lucio Vásquez, Jorge Macaya, Enrique Uribe
Gutiérrez, Carlos Fraser, Julio Eduardo Rueda y Enrique Vargas Herrera.

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Primera parte
La Sabana Norte-Oriente

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Capítulo I
La Sabana de Bogotá

A la memoria de don Tomás Rueda Vargas.

Bien podemos aceptar, sin llamamos a engaño, que la Sabana de


Bogotá fue, hace milenios, un enorme lago, cuya desecación comenzó al
romper las aguas por la región del sur, en donde hoy admiramos la majestad
del Salto de Tequendama. Lo cierto es que cuando llegaron los
conquistadores españoles de don Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1538, en
el altiplano abundaban las lagunas y ciénagas, y periódicamente
desbordábase el río Funza o Bogotá y causaba grandes estragos, que pueden
medirse por las siguientes palabras de Rodríguez Freile en su delicioso libro
"El Camero", las cuales se refieren al año 1581: "Estaba el río Bogotá tan
crecido con las muchas lluvias de aquellos días -dice el historiador colonial-,
que allegaba hasta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por
estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto
por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo había tantos pantanos y
tanta agua, que no se veía por donde iban".
Tenemos, pues, a Jiménez de Quesada y a sus hombres avanzando por
la Sabana, de Chía hacia Bacatá -hoy Funza-, lugar de residencia del Zipa, el
más poderoso de los soberanos del imperio chibcha, quien hallé la muerte a
manos de un obscuro soldado que le disparó su arcabuz sin conocerlo. El
Zipa vivía en un enorme bohío circular, cuyas paredes de madera estaban
adornadas con mantas finamente tejidas, y tenía como lugar de recreo el
llamado Teusaquillo, que ocupaba terrenos del actual barrio de San
Cristóbal de Bogotá. "Alrededor de este cercado -escribe Rodríguez Freile-,
que estaba a donde ahora está la fuente de agua en la plaza, había asimismo
diez o doce bohíos del servicio del dicho cacique, en los cuales y en el dicho
cercado alojó su persona el dicho Adelantado, y en los demás bohíos a sus
soldados" 1
A los ojos de los conquistadores, ¿qué aspecto ofrecióles la Sabana,
cuando Jiménez de Quesada, admirado, la llamó "Valle de los Alcázares"?
Germán Arciniegas, en uno de sus novelones, la describió así: "Las tierras del
Bogotá son tan altas, que en ellas el frío penetra los huesos. A veces, en los

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amaneceres, el agua se hiela. Una corona de cerros rodea la planicie.
Parándose en la punta de estos cerros, o en ciertos filos y boquetes en que la
meseta como que se descuelga sobre el abismo, se puede mirar al fondo del
Magdalena. Son mil quinientos, dos mil metros de diferencia en los dos
niveles. Muchas veces quedan descubiertos, desnudos, los estribos de roca
viva en la cordillera, como para mostrar en qué clase de cimientos se afirma
la tierra del chibcha.
"... Por las tardes, el paisaje de la Sabana es paisaje de tapicería. Hay
bosquecillos de arrayanes de troncos retorcidos, cuyos brazos decora un
musgo que cuelga en barbas grises; ciénagas en donde crece el junco,
cruzadas por canales: blandas vías para las balsas que empujan con palanca
los indios pescadores; el río turbio, al derramarse, desdibuja un cauce de
caprichosos meandros; en algunos puntos, sementeras de maíz: hojas secas
que se doblan sonoras entre las pistas del viento; mazorcas envueltas en su
amero como niños, y con la cabellera rubia, ya ennegrecida y encrespada al
sol; de cuando en cuando un bohío, gris y dorado como gavilla de trigo; por
todas partes, lagunas que se ponen bermejas con el sol de la tarde. La tarde
es una ancha hora de quietud, primer toque al reposo, que se disuelve entre
nubarrones de oro. Los venados se detienen cautelosos, levantan la testa de
azorados ojos redondos de azabache y dejan entre su ramazón de cuernos,
suspendido como un estandarte, el crepúsculo. Contra el poniente, en
fastuoso derrumbamiento, cae el sol de tierra fría: el sol de los venados".

La raza indígena

Es imposible calcular la población indígena de la Sabana al llegar los


conquistadores, pero si fijamos esta cifra en medio millón es posible que
pequemos por exceso de optimismo. Los historiadores apasionadamente
indigenistas han querido convencernos de que los chibchas poseían una
civilización muy adelantada, a la altura, casi, de las de los aztecas y los incas,
y para ello han apelado a notorias exageraciones y han abusado de la
imaginación. Los chibchas cultivaban la papa y el maíz, de cuyo grano
fermentado sacaban la chicha, bebida embriagante a la par que alimenticia
que ha llegado a nosotros, y tejían burdas mantas para vestirse. Su tipo racial
hace recordar el mongólico, de pómulos salientes, pelo negro lacio, lampiños
y de corta estatura. Hipócritas, taimados y maliciosos, sus descendientes han

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venido siendo los mejores políticos colombianos, seguramente porque todos
saben de memoria, y lo practican, el conocido código chibcha:

"Un indio estaba muriendo y a su hijo le aconsejaba: -Haz


de saber, hijo mío, que un bien con un mal se paga. "Si fueres por
un camino donde te dieren posada, róbate aunque sea el cuchillo
y vete a la madrugada. "Si algún blanco te mandare que le ensilles
el caballo, déjale la cincha floja y aunque se lo lleve el diablo. "Si
algún negro te ocupare sírvele por interés; y lo que mande al
derecho, procura hacerlo al revés. "Estos consejos te doy por ser,
hijo, de razón; si no lo hicieres así, llevarás mi maldición" 2.

Pero si es lógico suponer que fueron millares los chibchas que


perecieron durante la Conquista, tampoco es admisible el cálculo de
Arciniegas de que los indígenas eran entonces no menos de diez millones,
bajo el dominio de cinco soberanos independientes: el Guanentá, el
Sugamuxi, el Tundama, el Zaque y el Zipa. Sea como fuere, en 1674 apenas
vivían en Santa Fé de Bogotá unos diez mil indios, según cálculo que hace
don Juan Flórez de Ocáriz en su obra "Genealogías del Nuevo Reyno de
Granada", publicada en aquel año; cifra ésta que significaría, como máximo,
un total de cincuenta mil aborígenes en toda la Sabana.

La riqueza de la Sabana

La feracidad natural de la gran planicie sabanera es algo incalculable, y


el día en que se hagan todas las necesarias obras de defensa contra las
inundaciones, y en que se provea y reglamente el uso de las aguas para los
regadíos, se convertirá en un emporio de riqueza que nada tendrá que
envidiar a las famosísimas huertas valencianas. Ya el cura conquistador don
Joan de Castellanos cantaba a la Sabana:

-¡Tierra Buena! ¡Tierra Buena! ¡Tierra que pone fin a


nuestra pena! Tierra de oro, tierra bastecida, tierra para hacer
perpetua casa, tierra con abundancia de comida, tierra de grandes
pueblos, tierra rasa, tierra donde se ve gente vestida, y a sus
tiempos no sabe mal la brasa; tierra de bendición, clara y
serena, ¡tierra que pone fin a nuestra pena!

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Estas palabras han seguido repitiéndolas cuantos han escrito
posteriormente -a lo largo de cuatro siglos- sobre el altiplano, y en 1910 se
expresaba así el autor de las "Reminiscencias -Santa Fé y Bogotá":
"En pocas comarcas ha derramado la Providencia con tanta
prodigalidad sus beneficios en favor del hombre, como en el pedazo de tierra
que se llama la Sabana de Bogotá.
"Atravesada de Norte a Sur por el manso y cenagoso Funza, que recoge
los diversos tributarios que aumentan el caudal de sus aguas, dejando todos a
su paso el depósito de limo fecundante que mantiene en perenne actividad
la prodigiosa fuerza productora de su fértil suelo; bajo la influencia de un
clima suave e igual, libre de los fríos, y exenta de animales dañinos o
venenosos; rodeada, como inexpugnable fortaleza, por altas y azuladas
montañas que le renuevan amorosas las brisas del purísimo ambiente que da
vida a sus moradores; protegida, por razón de su altura sobre el nivel del
mar, contra las asoladoras e implacables epidemias que dejan en otras partes
una estela pavorosa de muerte y desolación; y lo que aun es mejor, habitada
por una raza de carácter apacible, sin ambiciones, humilde y sencilla,
apegada al suelo en que nace, vive y muere, amalgamada con la savia de sus
conquistadores, a quienes recuerda con veneración, sin acordarse de las
inútiles crueldades empleadas para sojuzgarla.
"Como consecuencia precisa de las favorables condiciones peculiares a
la Sabana, el cultivo de su suelo y las demás empresas agrícolas a que se
dedica, presentan extraordinarias facilidades para administrar las distintas
secciones que la componen.
"Antaño se veían en las cercanías de todos los pueblos de la altiplanicie
agrupaciones de indígenas que vivían en el pedacito de tierra que, con la
denominación de resguardos, les adjudicaron las leyes de Indias y de la
antigua Colombia, con prohibición de enajenarlas. En ellos mantenían los
animales que les servían para conducir a los centros de consumo los cereales
y demás artículos que cultivaban, y las ovejas que les proporcionaban la lana
para vestirse; eran propietarios, y, por consiguiente, tenían cariño por el
rancho y la estancia en que vieron la luz, pasaron sus primeros años y
conocieron a sus abuelos.
"El aspecto de los resguardos era bellísimo en los tiempos de labores y
recolección, por la diversidad de sementeras a que se dedicaban las estancias,

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que se distinguían de las haciendas por el conjunto heterogéneo de toda
clase de artículos sembrados y cosechados simultáneamente.
"El tipo de una estancia era común a las demás, pues ya se sabe la
inclinación imitadora que domina a la raza de los aborígenes: un cercado o
vallado formado con arbolocos, cerezos, carrizos, sauces, curubos y zarzas; en
el centro, la casita cubierta con paja de trigo, angosto corredor al frente, y
estrecha puerta de entrada a las habitaciones, sin ventana, o muy diminuta
en el caso de haberla; por mueblaje, una maciza mesa y barbacoas para
sentarse o acostarse; el zarzo del techo que servía de troje para los cereales y
de guardarropa de la familia; en las paredes, sin blanquear, las imágenes de
los santos de la devoción de cada cual, pero en primer lugar las de Nuestra
Señora de Chiquinquirá, San Roque, Nuestra Señora del Carmen, en
actitud de sacar almas del purgatorio, y algunas vitelas monstruosas; en un
rincón, los zurrones de cuero para guardar la miel, y sobre ellos el sillón o
montura de la dueña de casa. Al frente de la choza una cocinita estrecha y
ahumada que ostentaba, sin embargo, la limpia piedra de moler el piste,
elemento indispensable para hacer la mazamorra. En cuanto a vajilla, se
componía de platos y cucharas de palo, totumas, tazas de barro ordinario, y
pare de contar: solían tener alguno que otro plato o escudilla de loza; pero
estas fincas permanecían guardadas sobre una tabla asegurada a las paredes
por medio de estacas, para el caso solemne de la visita del amo cura o del
patrón de la hacienda vecina".
Los resguardos ya no existen en la Sabana. Una ley permitió su
enajenación y desde entonces viven los indios sabaneros en ranchos que les
facilita la hacienda en donde trabajan, los cuales no se diferencian en nada
de los descritos por Cordovez Moure. De la bondad de la ley dicha no es el
caso de hablar ahora, pero es innegable que a ella se debe, principalmente, la
despoblación incesante de los campos, que lleva camino de convertirse en un
problema nacional de grandes proporciones.

Pastos, árboles y caminos

Paso a paso, la vasta extensión de la Sabana fue desecándose, al


cuadricular el hombre su suelo con zanjas y más zanjas, que servían también
para alinderar las haciendas y, dentro de éstas, los distintos potreros, que se
iban sembrando de los mejores pastos, cuando no se dedicaban a la
agricultura; y fue don Antonio Nariño, el andante caballero bogotano, a

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quien cupo la gloria de haber importado el famoso trébol, llamado
comúnmente carretón, orgullo de los más ricos hacendados y señal
indudable de la fertilidad de las tierras. Al mismo tiempo, fueron
apareciendo los caminos vecinales a todo lo largo y a todo lo ancho de la
Sabana, en tanto que dentro de las haciendas florecían los senderillos
zigzagueantes -"caminitos de indio"-, que acortaban las distancias y hacían
gratas las jornadas.
La Sabana no era entonces limpia, como ahora. Grandes extensiones de
malezas la cubrían, y en ellas habitaban, por millares, los venados, alimento
preferido de los indios, que no conocieron la carne de vacunos hasta mucho
después de la llegada de los conquistadores. Los grandes árboles no
abundaban tampoco, y la siembra de eucaliptos fue invención de hace pocos
años, cuando la inmensa mayoría de los hacendados sabaneros delimitó sus
dehesas con esta mirtácea para que ayudara en la tarea de secar los pantanos.
Hoy, su presencia -que infunde a la Sabana tanta monotonía y tristeza
sumaya no se justifica y, antes bien, es perjudicial.
Dos caminos principales tenían los indios a la llegada de los
conquistadores españoles: el que llevaba, hacia el norte, a los dominios del
Zaque (Tunja) y el que conducía por la Boca del Monte a las tierras bajas y
ardientes, rumbo al occidente. Pero fue al dios Amor, encarnado en la
persona del oidor Francisco de Auncibay, a quien correspondió construir la
primera parte de la Calzada de Occidente, desde Santafé hasta Techo, cuyo
principal objeto era el de poder viajar cómodamente hasta el actual
municipio de Mosquera, en donde estaba situada la casa de hacienda de "El
Novillero", del encomendero de Bogotá capitán Antón de Olalla, de cuya
hija doña Gerónima de Orrego estaba furiosamente enamorado el oidor
Auncibay, según es sabido.
Cuatro siglos largos después de la llegada de don Gonzalo, la Sabana
está cruzada por tres carreteras principales y otros tantos ferrocarriles
paralelos: la del norte, de Bogotá a Zipaquirá; la del sur, de Bogotá a
Tequendama, y la de occidente, de Bogotá a Facatativá; por varias carreteras
de enlace, de segundo orden; por multitud de caminos vecinales, y por
infinidad de caminitos de indio. Y toda ella semeja, vista desde la altura, un
enorme tablero de ajedrez, multicolor en ciertos meses, cuando las tierras se
cubren de flores y de frutos.

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Bogotá y la Sabana de Bogotá

"El oriente y el norte de Cundinamarca son absolutamente boyacenses.


Boyacá comienza en el Puente del Común", cuentan que dijo el señor Caro;
y es verdad. "Boyacá comienza donde ya le sirven a úno dos sopas, y esto
acontece en Chía, en Nemocón lo mismo que en Hatoviejo, en
Ventaquemada o en Paipa", afirma don Tomás Rueda Vargas, con sobra de
razón. Y si esto ocurre con Cundinamarca, ¿no pasará algo semejante con el
norte de la Sabana, a pesar de que ésta no es sino un trozo del
departamento?
Lo que sucede es que Bogotá y la Sabana son una cosa y el resto de
Cundinamarca es otra, muy distinta. La Sabana pertenece espiritualmente a
la ciudad, y las dos se compenetran absoluta y definitivamente. En la
Sabana, cada uno de sus pueblecillos -Funza, Fontibón, Serrezuela, Chía,
Usaquén, Engativá, Mosquera, Suba, Cajicá, Bosa, Bojacá, Soacha, Cota,
Tenjo, Tabio, etc.- tiene su personalidad, como la tiene, ¡y tan marcada!,
Bogotá; pero todos están unidos por un alma común, por una especie de
cordón umbilical del espíritu, que nada tiene que ver con la que anima al
resto del desaparecido imperio chibcha.
¿Cómo explicar esto? Ardua y compleja labor sería intentarlo. Es, sin
embargo, lo más probable que ello se haya originado en el enorme
predominio que tomó la raza española en Santafé y en toda la Sabana;
predominio absoluto, que en ninguna otra parte fue tan cabal y definitivo.
Así, la ciudad y la Sabana fueron españolas por virtud de los encomenderos,
en quienes es forzoso buscar a los primeros hacendados de la planicie, y
seguramente fueron ellos quienes compraron, en 1543, los primeros 35
toros y las 35 vacas que trajo Alonso Luis (o Luis Alonso) de Lugo,
pagándolos a razón de mil pesos oro por cabeza.
Tal vez un historiador minucioso pudiera precisar los terrenos que
ocuparon en la Sabana las primeras encomiendas. Pero hay una, la del
Alférez Real de la Conquista, capitán Antón de Olalla, tronco que fue de
muchas de las principales familias de la aristocracia bogotana, que merece
una explicación a espacio, ya que de ella nació el mayorazgo de Bogotá, la
primera y más importante hacienda de la Sabana, de nombre El Novillero,
cuyos términos abarcaron, casi en su totalidad, los de los actuales municipios
de Funza, Serrezuela y Mosquera.

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El Alférez Real obtuvo su título de capitán y la encomienda de Bogotá
del Adelantado Alonso Luis de Lugo. Más tarde contrajo matrimonio con
doña María de Orrego y Valdaya, de la nobleza de Portugal, quien fue una
de las primeras damas que vino a la naciente ciudad, y de ellos fue hija la
célebre encomendera de Bogotá, doña Gerónima de Orrego y Castro, por
quien bebieron los vientos el oidor don Francisco de Auncibay y don
Fernando de Monzón, hijo del visitador real don Juan Bautista de Monzón.
Doña Gerónima tuvo un hermano, don Bartolomé de Olalla, quien murió
joven, y de ahí que fuera ella la heredera universal de los cuantiosos bienes
del Alférez Real.
El caso es que el oidor Auncibay y el hijo del Visitador andaban
disgustados, porque ambos querían casarse con la encomendera, sabido lo
cual por el capitán de Olalla por aviso que le dio su mujer, pues
generalmente permanecía en sus haciendas, determinó llevarse a su hija para
El Novillero en espera de que los dos pretendientes "se aquietasen". Fue
entonces cuando, al acompañarlos el oidor al puesto de la balsa en que
deberían embarcarse para seguir a Fontibón, determinó construir la calzada
de occidente, y así lo hizo. Pero con todo y su gran amor por doña
Gerónima, quien vino a ser esposo de la bella santafereña fue don Fernando
de Monzón, debido a que el oidor fue trasladado poco después a la Real
Audiencia de Quito. Casáronse, pues, don Fernando y doña Gerónima en
158 1, y a las pocas semanas murió aquél, víctima de perniciosa calentura, y
sin dejar descendencia.
Doña Gerónima soportó corta viudedad y contrajo de nuevo
matrimonio con el Almirante de la Armada don Francisco Maldonado de
Mendoza, quien con sus propios bienes y con los cuantiosísimos de su
esposa fundó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, que posteriormente
pasó a su hijo Antonio, después a su nieta María, y así sucesivamente hasta
llegar a don Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de
Mendoza y Olalla, VIII poseedor del Mayorazgo y primer Marqués de San
Jorge de Bogotá.

El bogotano es bogotano y nada más que bogotano, a pesar de lo cual


ignora completamente el regionalismo, posiblemente a causa de cierta
presunción íntima de superioridad; y si bien está muy al corriente de la
historia de todos los países de Europa y de América, cariño verdadero -aquel
que se siente por los abuelos- no lo tiene sino por la Madre Patria. Su amor

16
por la Sabana lo lleva en la sangre, dando a aquella el sentido de una
prolongación de la ciudad maternal, lo cual se explica fácilmente porque los
antepasados de las rancias familias bogotanas fueron todos hacendados
sabaneros; y a la grande, bella y melancólica planicie dedicaron lo mejor de
sus vidas, con desinterés de cariño, ya que es bien sabido que la agricultura y
la ganadería no son aquí negocios que produzcan pingües rendimientos.
Bogotano raizal, aferrado al través de los siglos al tronco formidable del
Alférez Real de la Conquista, es el autor de este libro. Como buen bogotano
ama con locura a su ciudad, con todos sus defectos y todas sus virtudes, y de
este amor ha hecho uno de los elementos vitales de su fe estética ante la vida.
Con escepticismo y lástima hacia ellos, mira cómo ha sido invadida su
ciudad por millares y millares de provincianos, que nunca llegarán a
comprenderla, y siguiendo el ejemplo de todos los bogotanos verdaderos -
con seis, ocho, diez y más generaciones de abuelos raizales detrás- gusta de
recogerse dentro de sí mismo, cual la sabia tortuga en su concha, para ver el
desfile humano de los perseguidores del éxito económico y de la gloria de
oropel, con la seguridad de la más cumplida venganza, que le darán los hijos
y los nietos de estos hombres cuando proclamen su orgullo de haber nacido
bogotanos; y al contratar luégo los servicios de quienes puedan inventarles
escudos de armas ceñidos a las reglas de la heráldica, previa adaptación de
sus apellidos para que tomen cierto aspecto de nobleza santafereña y antes,
peninsular. Es una venganza regocijante que ha comenzado ya a dar sus
frutos...
Mis veraneos infantiles no tuvieron como escenario la Sabana de
Bogotá propiamente dicha. Transcurrieron en la región de El Charquito y
en Cincha, justamente al concluír por el sur la gran planicie, que llega a
morir, ahilándose, en la casona solariega de Tequendama, de la familia
Umaña, en cuyo poder estuvo por espacio de siglo y medio. Allí, en
Tequendama -Puente del Alicachín se llama el sitio exacto - abandona el río
Bogotá la placidez y pereza que le hicieron feliz, en tanto que cruzaba la
Sabana de Norte a Sur. Su destino lo llama entonces con imperio, y se lanza
rugiendo y coronado de espumas, pétreamente encajonado, sin detenerse un
instante para tomar aliento, en busca de las tierras bajas, sobre las cuales se
despeña, con aterradora imponencia, por el Salto de Tequendama.
La visión del Tequendama, coronado de niebla, fue compañera
inseparable de mis primeros años. En aquellas regiones del sur sabanero viví

17
siempre en medio de un variado y grandioso espectáculo: el Salto de
prodigio; las profundas y misteriosas minas de carbón de Cincha; las plantas
eléctricas que iluminan las noches de mi ciudad; y al otro lado del río, la
célebre hacienda de Canoas, de los Urdanetas. Ignoro la clase de influencia
que pudieron tener en mi formación mental tantas grandezas, verdaderos
juguetes de maravilla para mi imaginación alocada de niño feliz, pero sé que
la tuvieron, y en forma definitiva.
La Sabana occidental fue un arcano para mí hasta que doblé la hoja de
los treinta años. Desde entonces, periódicamente, he vivido en diversos
pueblecillos -vinculado cada día con mayor fuerza a Bogotá-, y aprendí a
conocerla y amarla. Supe de su paz y de sus atardeceres melancólicos; de sus
claros y soleados días de diciembre, como también de los fríos y opacos, de
abril; de las preocupaciones de sus hombres de trabajo y del sano orgullo de
sus hacendados creadores de riqueza de la bondad de las mujeres y de sus
pequeños odios pueblerinos; del justificado cariño de los campesinos por los
animales, y del terrible daño que les causan los políticos y sus prédicas. Y así
vine a comprender la sabiduría que entraña la preposición de encajada entre
las palabras Sabana y Bogotá: porque la Sabana es de Bogotá -como Bogotá
es de la Sabana- y no puede ser sino de Bogotá.
Existen ya en la Sabana casas de hacienda modernas, decoradas y
amuebladas como cualquier gran residencia bogotana. No son éstas, por
cierto, las que deben interesarnos: les falta haber vivido, tener historia,
haberse compenetrado con el alma de sus moradores; son casas anodinas,
que no dan calor al corazón.
Muy otras son las amables casas de hacienda sabaneras. Son aquellas
con vida propia, que los abuelos amueblan generalmente con lo viejo y lo
sobrante de sus casas bogotanas. En ellas, con sus pisos cubiertos con estera
de esparto, se conservan aún enormes armarios taraceados y largos divanes
sin resortes; grandes lámparas de petróleo, que sirvieron para iluminar los
balcones en las vísperas del 20 de julio; consolas de patas de león; sillas
cordobesas de cuero repujado; camas amplísimas, algunas con baldaquino y
en estrado; relojes de sobremesa cuya muestra sostienen figuras bronceadas
de angeletes desnudos; amplios sillones que convidan a la siesta; y,
pendientes de los muros, viejos retratos al óleo, en valiosos marcos
policromados, y oleografías de muy dudoso gusto, amén de los santos

18
predilectos de los dueños de la hacienda, siempre presididos por el Sagrado
Corazón en su ya tradicional estampa.
¡Viejas casas sabaneras, sin garages ni modernismos chillones,
precedidas por la indispensable pesebrera y el anexo cuarto de las monturas,
y con su obligado oratorio en donde se armaba el nacimiento que hizo las
delicias de tantas generaciones: Inolvidable pesebre santafereño, con su
arbitraria geografía y sus desproporcionados ganados, árboles y casas; su lago
de espejo y sus senderillos de harina! ¡Viejas casonas de mi Sabana,
sobrevivid! No olvidéis que, como lo escribió don Tomás Rueda Vargas, "la
muerte de las cosas es mil veces más triste que la de las personas"; y en
vosotras perdura toda -el alma melancólica y maternal de la gran llanura...

Notas
1. A pesar del autor de "El Carnero", lo cierto es que el verdadero lugar llamado
Teusaquillo estaba situado más al sur, sobre el camino de Tunjuelo, sitio que se
conoce hoy con el nombre de Santa Catalina. Así lo comprueban los documentos
referentes a la fundación de la parroquia de Santa Bárbara, que corren publicados
en la revista oficial de la Curia Metropolitana "La Iglesia".
2. Este Código está tomado de las 'Reminiscencias- de Cordovez Moure.

19
Capítulo II
"El Chucho", "El Noviciado" y "La Conejera"

A Eduardo y a Lucas Caballero Calderón

Goza fama la hacienda de La Conejera -a cuyo lado palidece el


prestigio de su anexa llamada El Noviciado- de tener la más hermosa casa
antigua de la Sabana, y esto a pesar de que su construcción apenas data de la
segunda mitad del siglo XVIII. Pero como tiene un estilo tan propio, con no
poco de castillo feudal, y ocupa tan privilegiada localidad, en la falda
occidental del cerro de Suba, que permite abarcar con los ojos, desde sus
balcones, un extensísimo panorama de grandiosa belleza, su renombre no es
inmerecido. De la importancia de la fábrica da idea el siguiente inventario y
avalúo, hechos en el año 1770 por el maestro alarife Francisco Javier
Lozano, quien constató que la casa se componía de seis tramos, cada uno de
seis varas y media de anchura, habiéndose gastado hasta entonces en lo
edificado 1 lo siguiente:

Patacones o pesos de ocho décimos 2.000 carretadas de piedra


rajada, a dos reales cada una 500 124 tapias, a cuatro reales 62
20.000 adobes, a tres pesos el mil 60 2.000 ladrillos, a doce pesos
el mil 24 2 columnas de piedra, con su basa y capiteles 150 1
portada de piedra labrada para el oratorio 28 12 varas de piedra
de sillería, a dos pesos la vara 24 9.000 tejas, a trece pesos el mil
117 1 tiro de la escalera 10 12 varas de piedra de sillería mediana,
a peso cada una 12 Mano de obra y trabajo del oficial 800 Total
del avalúo 2 1.787

En los tiempos primitivos


Durante el siglo de la Conquista, las tierras motivo de este relato se
extendían a lado y lado del río Funza y en su casi extendían a lado del río de
Funza y en su casi totalidad estaban cubiertas de bosque y de maleza. A
principios del siglo XVII, como es sabido, llegaron a la capital santafereña
los primeros religiosos de la Compañía de Jesús, entre los cuales se hallaban
los padres José Hurtado, Dadey y Colucini, y el primero de los nombrados
se hizo cargo de fundar, digámoslo así, dos grandes heredades de propiedad

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de la comunidad jesuítica: la primera de ellas, a la cual dio el nombre de El
Noviciado, estaba situada en la parte norte del actual municipio de Cota,
entre el río Bogotá, como lindero oriental; la sierra de El Espino, que la
delimitaba por el occidente, y la estancia de Tibabuyes, por la parte sur; y la
otra hacienda que fundó el padre Hurtado, y a la cual bautizó El Chucho, se
extendía fronteriza a la anterior, río de por medio, en términos del
municipio de Suba. El Chucho, con el correr de los años, perdió el nombre
y se convirtió en La Conejera, sin que hasta hoy haya sido posible saber la
razón de este nuevo nombre, ya que en la finca no han abundado nunca
estos simpáticos roedores.
Por espacio de siglo y medio disfrutaron los jesuítas en sana paz de tan
ricas haciendas, junto con la de Tibabuyes que también les perteneció, y al
ser expulsados del virreinato en 1767 eran dueños, prácticamente, de tres
cuartas partes de todas las tierras de Cota y de Suba, rodeadas por las de los
actuales municipios de Chía, al norte; Tenjo y Funza, al occidente;
Usaquén, sobre la región oriental, y Engativá y la región suroeste de Suba, al
sur. Por entonces aparece ya en los documentos el nombre de una estancia
colindante con El Chucho y de no mayor importancia, la cual llevaba el
nombre de La Conejera y era a la sazón pertenencia de don Antonio Clavijo.
Aquella heredad y la de El Noviciado tenían magníficas casonas
residenciales, con sus respectivos oratorios, en los cuales se prestaban los
servicios religiosos para los estancieros y peones.

El nuevo dueño de las haciendas

En poder de las autoridades coloniales las estancias de El Chucho y El


Noviciado, y una vez que se cumplieron todos los requisitos legales
impuestos por las cédulas reales de Carlos III, en 1775 fueron sacadas a
remate público y le fueron adjudicadas al hidalgo castellano don Manuel
Benito de Castro, nacido en Añover del Tajo, provincia de Toledo, en el
año 1700, quien se hallaba radicado en Santa desde 1742; y que al año
siguiente había contraído matrimonio con doña María Teresa Díaz de
Arcaya y Gumusio, santafereña, nacida en 1720 e hija del teniente de
capitán de caballería de la guardia virreinal don Pedro Díaz de Arcaya,
vizcaíno, y de doña Teresa Gumusio 3. Poco tiempo después, don Manuel
Benito compró también la finca de La Conejera, la cual se convirtió por este
hecho en un potrero más de El Chucho.

21
De estas operaciones comerciales se conservan papeles completos,
inclusive la cédula real que contiene los linderos de las dos haciendas, pero
éstos son muy confusos y se refieren a objetos hoy inexistentes, de manera
que hacen inútil su transcripción. Los inventarios son también
detalladísimos, tanto los de las casas y los oratorios como los de los
semovientes y herramientas, por lo cual apenas merecen citarse los siguientes
datos, a título de curiosidad:
En la casona de El Chucho se incluyó una negra esclava llamada
Bonifacia, de más de cincuenta años de edad, quien fue avaluada en un peso;
las ovejas, en número de 600, fueron estimadas a razón de cinco reales cada
una, o sea, en un valor total de 377-40 patacones; 95 caballos de vaquería
valieron 803 patacones. En total, don Manuel Benito de Castro pagó de
contado por las heredades de El Chucho y El Noviciado, con sus casas,
semovientes, enseres, muebles, etc., la cantidad de 21.479 pesos y 20
maravedís, según el resultado del remate llevado a cabo el 5 de mayo de
1775 ante don Francisco Antonio Moreno y Escandón, habiendo sido
testigos de la escritura don Lorenzo Pantorrilla y don Gerónimo Cifuentes.
No es inútil anotar que dichas haciendas no fueron desde un principio
tan extensas como las recibió don Manuel Benito de Castro. Los jesuítas
fueron engrandeciendo lentamente las primitivas fincas, por medio de
compras sucesivas, algunas de las cuales figuran como llevadas a cabo por el
hermano Pedro Gómez, y solamente hacia 1675 puede considerarse que se
dio por terminada la fundación de ellas; y en este estado las conservaron, sin
variaciones apreciables, por espacio de un siglo más.

Los de Castro y Arcaya, nuevos hacendados

El dueño de El Noviciado, El Chucho y La Conejera murió en Santa


Fé hacia 1794, poco menos que centenario, y le sobrevivieron cinco de sus
siete hijos, pues don Vicente murió en Italia siendo novicio jesuíta, cuando
la Compañía fue suprimida por Clemente XIV, y don Diego Félix falleció
joven y loco en Santa Fé. En cuanto a la única mujer, doña Petronila, de ella
se darán noticias en posterior capítulo.
Al hacer el reparto de los bienes paternos, la hacienda de El Chucho le
correspondió a don Ignacio de Castro y Arcaya, nacido en 1752, quien
contrajo matrimonio con doña María del Carmen Montenegro y Alvarez,

22
hija del oidor don Benito del Casal y Montenegro y de doña Antonia
Álvarez del Casal 4, hermana esta del presidente-dictador de Cundinamarca.
La estancia de La Conejera le fue adjudicada a don Justo de Castro, nacido
en 1755, quien murió soltero en la casona de la heredad en el año 1838;
pero don Justo no conservó su porción, tal vez porque la consideró de
menor importancia, y de ella hizo donación en 1831 a doña Manuela
Ureña, quien desempeñaba en El Chucho las funciones de ama de llaves.
Finalmente, el primogénito, don José de Castro y Arcaya, presbítero y cura
de Cota, nacido en 1745, fue dueño de El Noviciado, que poseyó hasta el
día de su muerte, ocurrida en 1831. El otro hermano, segundo del nombre
Manuel Benito, no heredó tierras de las que hemos venido tratando; y
murió soltero en Bogotá en 1826.
Así, pues, y por muerte sucesiva de don Ignacio, de don José y de don
Justo, sin descendencia los dos últimos, El Chucho y El Noviciado llegaron
a ser propiedad exclusiva de don Antonio Benito y de don Félix de Castro y
Montenegro, hijos de don Ignacio, quienes readquirieron la estancia de La
Conejera, por compra hecha en el año 1835 a doña Manuela Ureña y por la
cantidad de 4.000 pesos. Todo indica que de entonces para acá tomó la
totalidad de la hacienda el nombre de esta porción, al paso que el primitivo
nombre de El Chucho terminó por olvidarse. De los dos hermanos -quienes
introdujeron importantes reformas en la casa residencial de La Conejera, en
donde acostumbraban vivir-, don Félix nunca contrajo matrimonio, de
manera que al ocurrir su muerte, en 1850, don Antonio Benito vino a
resultar por único dueño de la heredad y de su anexa de El Noviciado. Este
señor había contraído matrimonio con doña Juliana Uricoechea y Sornoza
en 1817 y de sus varios hijos hay numerosa descendencia.

Toros y Venados de "La Conejera"

En tiempos de don Manuel Benito de Castro y de sus descendientes El


Chucho y La Conejera, en su mayor extensión, estaban cubiertas de bosques
y de malezas muy tupidos, los cuales se hallaban habitados por centenares de
venados y de reses ariscas y salvajes, que le dieron gran popularidad a esta
última estancia por ser sus toros los preferidos de los santafereños para las
corridas que se llevaban a cabo frecuentemente en la Plaza Mayor, en las de
los barrios y aun en las propias calles de la ciudad.

23
El ganado conejeruno -con el cual apenas rivalizaba en bravura el
criado en las lomas de Fute- era de pequeña estatura, de cuernos agudos y
rectos hacia adelante, de bien desarrollado morrillo y dotado de grande
agilidad y resistencia, todo lo cual permite presumir una cruza con
sementales navarros en la época de los jesuitas. Tal abundancia de reses
peligrosas dio origen, como es apenas de rigor, a que los estancieros fueran
vaqueros de primer orden y toreadores hábiles, quienes sabían, en los
momentos de necesidad, echar pie a tierra y burlar las acometidas del animal
con lances, al estilo natural, que ejecutaban con la tradicional e infaltable
ruana de los indios y de los orejones sabaneros. Entre estos vaqueros se
hicieron a un nombre el tocayo Roel, Joaquín Rico, el carraco José Ruiz,
José Gutiérrez, Saturnino Tortolero -cazador infatigable, además-, y Joaquín
González, quien fue mayordomo de la hacienda durante toda su vida y
ejerciendo este cargo murió en 1855.
En cuanto a los venados, raza que desapareció completamente de la
región, su cacería fue diversión favorita de todos los señores Castros, y las
cabezas de los que mataban eran disecadas y servían como adornos y roperos
en las casas de hacienda pertenecientes a la familia. Don Antonio de Castro
y Montenegro fue, de manera especialísima, un infatigable discípulo de San
Huberto, y acostumbraba salir todas las tardes por los numerosos rascaderos
5 de aquel inmenso bosque con el fin de darle gusto al dedo; para lo cual
empleaba una magnífica escopeta inglesa que llegó a manos de don Jorge
Gutiérrez Valenzuela, esposo de una biznieta del dueño de La Conejera.
Según tradición familiar, dicha arma fue comprada para el general
Santander con dinero del histórico empréstito de los treinta millones y el
"Hombre de las Leyes" la obsequió a don Antonio, quien había sido su
maestro de filosofía en el Colegio de San Bartolomé y con quien siempre
conservó grande amistad, y éste alcanzó a darles muerte con ella a 1.382
venados, todos machos, pues era orden expresa suya, que se cumplía
religiosamente, la de no disparar nunca contra las hembras.

La partición de la hacienda

La heredad de La Conejera, nombre que, abarcó la totalidad de las


tierras adquiridas en 1775 por don Manuel Benito de Castro, se conservó en
toda su integridad hasta el día de la muerte de don Antonio Benito de
Castro y Montenegro -quien también fue dueño de Fagua, como se verá en

24
posterior capítulo-, las cuales tenían una extensión aproximada de 20.000
fanegadas y de ellas apenas podían considerarse como potreros limpios los
llamados El Tabaco, Palogordo, El Fraile, Gacho y Potrerogrande, que
formaban las vegas del río Funza 0 Bogotá.
Así, pues, en el año 1864 se hizo la partición de la hacienda entre los
seis hijos sobrevivientes de don Antonio Benito, quienes eran, en su orden,
don Antonio María de Castro y Uricoechea, esposo de su parienta doña
Filomena Uricoechea; don Eloy Benito, quien casó con doña Juana
Piedrabita; don Guillermo, esposo de doña Carmen Caicedo; don Pedro
Ignacio, casado con doña Elisa Maldonado y Merizalde; don José María,
quien fue esposo de doña Helena Maldonado y Merizalde, y doña
Margarita, segunda esposa de don Félix V. Caro y Tanco. En los papeles
correspondientes a dicha mortuoria se especificó entonces que los límites
que abarcaban las estancias de La Conejera y El Noviciado eran los
siguientes:
Desde donde hoy colinda esta última finca con el municipio de Chía
línea recta a la cumbre de la serranía de El Espino, y por ésta al sur hasta
encontrar la hacienda de Buenavista, lindero que se sigue en dirección al
pueblo de Cota; de aquí, por la orilla del río Bogotá, a buscar el punto en
donde toca con la estancia de Tibabuyes, para continuar rumbo al este por
la ciénaga de El Salitre (pues dicha estancia estaba incluida entre las tierras
pertenecientes a La Conejera), y hasta llegar al sitio de este nombre, en el
cerro de Suba y un poco al norte de la población; luego, del caserío de El
Salitre, por todo lo alto del mencionado cerro, a dar con la ciénaga que pasa
por donde estuvo la estación de El Otoño, del ferrocarril del Norte, y por el
curso de dicha quebrada o ciénaga hasta su desembocadura en el Bogotá, en
donde deslindaba aquélla la heredad de los Castros de la de Fusca; y,
finalmente, río abajo -que en aquella parte corre de oriente a occidente - -a
encontrar el punto de partida o primer lindero.
Dividida la hacienda, la porción más importante de ella, con su gran
casona residencial, fue comprada pocos años después por don Melitón
Escobar y Ramos, en una extensión aproximada de mil trescientas fanegadas,
de quien la heredó su hija doña Julia Escobar Santa María, esposa de don
Luis G. Rivas desde 1881, al suicidarse su padre en el último día del año 87;
y a dicha señora la compró un lustro más tarde don Joaquín Solano Durán,
abuelo del actual propietario don Carlos Solano Esguerra. La totalidad de la

25
finca primitiva, sin contar su anexo de El Noviciado, se encuentra
actualmente fraccionada en catorce grandes estancias, pertenencias de
diversas personas; pero ninguna de ellas es hoy de propiedad de miembros
de la familia de Castro. El Noviciado, a su vez, lo posée hoy en día doña
Celia Ospina, por herencia de su esposo el señor Senén Rodríguez.
Es obvio que el bosque y las malezas que cubrían buena parte de las
primitivas heredades de El Chucho, El Noviciado y La Conejera ya no
existen. Aquellas tierras salvajes e incultas se convirtieron en fértiles potreros;
pero, en cambio, desaparecieron completamente los venados, las zorras, los
armadillos y los borugos que hicieron la felicidad de los antiguos dueños,
cazadores desenfrenados. A esta despoblación de las razas animales
contribuyeron también las batidas en masa que daban, furtivamente, gentes
que entraban a la hacienda sin permiso de los dueños y con el fin de matar
por el solo placer de hacer daño. Esto tomó caracteres tan alarmantes que en
el año 1839 firmaron una escritura don Antonio Benito y don Félix de
Castro y Montenegro, a la sazón dueños de La Conejera y de Fagua,
respectivamente, en virtud de la cual se obligaban a no permitir la entrada a
sus fincas de cazadores de ninguna clase. La medida fue benéfica, en verdad,
y gracias a ella lograron conservarse algunas parejas de venados hasta hace
poquísimos años.

Vicisitudes guerreras

Las sucesivas guerras civiles de 1840, 1854 y 1861 causaron fuertes


pérdidas a los dueños de La Conejera y de El Noviciado, seguramente
porque de estas haciendas, dadas su extensión y su vecindad a la capital, era
más fácil para los ejércitos -revolucionarios o del gobierno- robarse cuanto
podían. Y así fue como en el año 54 las tropas de se llevaron todo el ganado
-unas doscientas reses- que había en los potreros de El Tabaco,
Potrerogrande y Palogordo y solamente dejaron el terneraje recién nacido.
Igualmente, en el 61, las tropas de Mosquera hicieron varias excursiones a la
heredad, con diferentes pretextos, y durante ellas se apropiaron de 37
caballos de silla, 5 yeguas, 62 vacas y 71 reses gordas, y en la última visita, el
teniente Cayetano Sánchez se llevó también, en calidad de preso, a don José
María de Castro y Uricoechea. Esto sin contar un empréstito forzoso de
10.000 pesos que impuso el Gran General a don Antonio Benito, quien se
vio precisado a recurrir al barón Gury de Rosland para que le comprara, a

26
menosprecio, artísticos cuadros y joyas valiosas; e hipotecó, además, a los
usureros, y en malísimas condiciones, la casa solariega de la familia, situada
en la calle de la Moneda, la misma que luego vendió a las monjas de Santa
Inés, quienes la ocupan desde el año 1865.

La protección de los Apóstoles


Espanto, propiamente dicho, no tiene la casona de La Conejera, pero
ciertos sucesos singulares que han ocurrido en ella permiten achacarles un
origen misterioso, que los señores de Castro creyeron siempre obra de los
Apóstoles, de quienes han sido muy devotos todos los del linaje. De estos
hechos, dos merecen ser conocidos:
El primero ocurrió en el año 54, durante la dictadura de Melo, al
presentarse a la casa de la hacienda un oficial con cinco soldados de
caballería, quienes traían orden del coronel Luis Peña Sánchez de poner
presos a don Antonio María, don Pedro Ignacio y don José María de Castro,
ninguno de los cuales se hallaba allí. La patrulla intentó escalar los elevados
muros, para tomar de sorpresa a los habitantes, y al no poder conseguirlo
determinaron hacerse abrir el portón principal, muy fuerte y sólidamente
guardado por cerrojos y gruesas trancas, el cual se abre directamente sobre el
patio principal, en cuyo fondo, y en el piso alto, está el comedor, con un
ventanal de cristales precedido por amplio balcón corrido que permite la
fácil vigilancia de la puerta de entrada.
Aquella noche se encontraban dentro de la casa únicamente doña
Manuela de Castro y Montenegro, hermana mayor de don Antonio Benito,
el ama de llaves doña Manuela Ureña y la sirvienta Francisca Garzón,
fallecida años más tarde siendo religiosa de Santa Inés, quienes tenían sus
dormitorios fronterizos al comedor; y en el piso bajo, hacia la parte de atrás,
estaban las habitaciones del mayordomo Joaquín González y del carraco
Ruiz, de Joaquín Rico y de José Gutiérrez, vaqueros de la estancia. Las tres
mujeres, aterrorizadas con los tremendos golpes que daban los soldados, no
se atrevían a moverse, hasta que finalmente la Ureña entreabrió la puerta de
su cuarto y vio que el comedor estaba completamente iluminado y
numerosas personas se hallaban sentadas a la mesa, en opíparo festín. Ante
este espectáculo, corrió a dar parte a su señora:
-Doña Manuela, es inútil todo. Parece que derribaron la puerta y están
en el comedor comiéndoselo todo y se robarán la vajilla de plata...

27
Corrió el tiempo, y al reinar de nuevo el silencio en la casona, la
señorita Ureña pasó al comedor, que de nuevo se encontraba sumido en las
tinieblas, y pudo entonces comprobar, con no poca sorpresa, que todo
estaba en orden y no había señales de que hubiera entrado persona alguna.
Días después cayó prisionero don Pedro Ignacio de Castro en poder de
las fuerzas del coronel Peña Sánchez, quien le interrogó:
_¿De manera que ustedes tienen guardia montada en La Conejera?
-No, coronel. Supe lo que les sucedió a sus soldados, pero aquella
noche no había en la casa sino tres mujeres, el mayordomo y tres
muchachos; estos últimos no sintieron nada a causa de tener sus
habitaciones en la parte posterior y a regular distancia del portón grande.
-Eso no es cierto, porque en el comedor vieron mis hombres a no
menos de quince individuos y por esto prescindieron de practicar la ronda
ordenada.
Desde entonces, en la familia de Castro es poco menos que dogma de
fe que fueron los Apóstoles quienes hicieron un milagro en la noche de
marras.
El otro suceso, que también achaca la familia a la protección apostólica,
sucedió durante la guerra del 61, cuando las fuerzas de Mosquera ocupaban
casi toda la Sabana. Como lo acostumbraban, una tarde llegaron un oficial y
cuatro soldados a la hacienda, registraron la casa y se llevaron cuanto
pudieron. Ya para marcharse quisieron entrar al comedor, única pieza que
les faltaba por visitar, pero no lograron cumplir sus deseos debido a que les
fue imposible abrir la puerta y a pesar de que la cerradura funcionó
correctamente.
Al caer el día regresó a la casona don Eloy Benito, quien estaba por los
potreros en compañía de su esposa, y al tener conocimiento de lo ocurrido
hizo que entrara al comedor un muchacho, pasando por el torno de los
alimentos que comunicaba con la cocina, y éste comprobó que un enorme
cuadro, pintado en una hoja de cobre, y que representaba "La última cena"
de Leonardo da Vinci, se había desprendido del clavo que lo sostenía y al
caer había obrado como fortísima tranca, al incrustarse su parte inferior en
una hendija del entablado 6.

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Notas
1. La casona residencial continuó en obra por espacio de varios años más, pues
existe una piedra con la fecha del año 1795 que marca su completa terminación.
2. Los datos utilizados para escribir este capítulo han sido tomados del importante
archivo particular de la familia de Castro, gentilmente facilitados por su actual
poseedor don Tadeo de Castro.
3. Noticias completas sobre don Manuel Benito de Castro y sus descendientes
pueden verse en la obra "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por don José María
Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas.
4. Don Ignacio y doña María del Carmen contrajeron matrimonio en Santa Fé.
Los padres de la novia habían casado en la capilla de la hacienda de Fucha, a la
sazón de propiedad de los abuelos: el licenciado don Manuel de Bernardo Álvarez
y doña Josefa del Casal y Freiría.
5. Se llaman rascaderos los lugares a donde acuden los ciervos en las épocas en que
mudan de cuernos, con el fin de rascarse contra los árboles pequeños para
desprenderse la fina piel que cubre al nacer la nueva cornamenta.
6. En el oratorio de La Conejera se conservaban también doce cuadritos de los
Apóstoles, igualmente pintados en láminas de cobre.

29
Capítulo III
"Tibavita" y "Fusca"
A Hernando Téllez.

Entre Usaquén y el Puente de¡ Común, a lado y lado de la actual


carretera, dos únicas grandes haciendas ocupaban aquellas extensas tierras en
los días coloniales: Tibavitá y Fusca, y apenas se registra en muchos años
una desmembración de esta última, al constituirse la estancia de El Común
que, en 1775, vendió el canónigo doctoral don Ignacio María de Tordesillas
y Fernández de Insinillas, nieto de doña Juana María Manuela Jiménez de
Molina, a don Ignacio Sanz de Santamaría, según consta en el libro "En
Familia" de don José Manuel Marroquín.
Hoy la totalidad de las dos estancias primitivas se encuentra
fragmentada en numerosas fincas, colindantes entre sí, de sur a norte, de las
cuales pueden mencionarse, como las principales, las siguientes: Tibavitá,
Palermo, Las Pilas, Tolima, Nóvita, La Floresta, Betania, Torca, Fusca,
Fusquita, La Morea, El Rodeo, El Codito, Guauza y El Puente, estas dos
últimas finalmente desmembradas de Yerbabuena, por haber comprado don
Lorenzo Marroquín de la Sierra, en 1807, lo que fue de propiedad de don
Ignacio de Santamaría.
Fusca fue siempre mucho más importante y valiosa que Tibavitá y, en
verdad, son aquella hacienda y su historia el tema central de este capítulo;
pero, en gracia de una mejor comprensión, referencias numerosas y bastante
completas sobre Tibavitá encontrará el lector que quisiere seguir adelante. Y
con esta advertencia es llegado el momento de entrar en materia:

Antiguo historial de "Tibavitá"


La estancia de Tibavitá 1 fuéles adjudicada por el Cabildo santafereño,
y por iguales partes, a doña Felipa de Almeida y a su nieto don Manuel de
Acosta, en 1581 y en 1586, respectivamente; y éste heredó previamente la
parte de su abuela, en el mismo año en que aquélla la recibió. Acosta Home
conservó toda la finca por espacio de doce años y en 1598 la vendió a Pedro
de Orejuela. De éste pasó a ser, por herencia, de propiedad de su hijo,
también llamado Pedro, y doña Ana de Robles la compró al segundo
Orejuela en 1625.

30
Tibavitá permaneció ocho años en poder de doña Ana y en 1633 ésta
la traspasó a don Juan Antonio Patiño de Haro, quien la legó a un su
sobrino, clérigo y presbítero, de nombre Juan de Villegas Patiño. Villegas la
cedió, en el año 1658, a don Juan Flórez de Ocáriz, escribano más antiguo
de Cámara de la Real Chancillería y autor de la notable obra histórica
"Genealogías del Nuevo Reino de Granada".
Vinculada la hacienda al preclaro nombre de Flórez de Ocáriz, en su
poder y en el de su hijo el arcediano de la Catedral don Jacinto Roque
Flórez de Acuña permaneció hasta 1737, año en el cual la compró doña
Juana María Manuela Jiménez de Molina, viuda de don Juan Fernández de
Insinillas 2.

Se abre el historial de "Fusca"

Por primera vez aparece el nombre de Fusca en los viejos documentos


en el año 1615, con motivo de las investigaciones que adelantaron las
autoridades coloniales para castigar al asesino de un indio que apareció
muerto en sus términos 3. Posteriormente, es menester situarnos, con la
imaginación, en los primeros años de la segunda mitad del siglo XVIII y
hallaremos que la estancia es, por entonces, de propiedad de la ya citada
doña Juana María Manuela de Molina, quien la hubo por herencia de su
esposo y de su padre don Juan de Molina. Por estos mismos años ya se había
desprendido aquella señora de Tibavitá o El Bosque, que aparece como
pertenencia del "Convento de Jesús, María y José, Hospitalidad del Señor
San Juan de Dios de esta Corte", pues a pesar de haberle sido vendida la
hacienda (que colindaba, por el oriente, con-tierras de don José de Ricaurte,
en La Calera; por el norte, con Fusca, y por otros lados con tierras de El
Chucho y con las que fueron de doña Francisca de Silva y de don Andrés
Díaz Calvo) a un tal don Luis Trujillo, como éste no pudo pagar los 2.950
patacones estipulados, la estancia volvió a poder del Convento en 1758; y en
el mismo año le fue vendida a don Juan Alberto Clavijo, a censo redimible y
con abundancia de fiadores, quien tampoco pudo pagarla y de nuevo regresó
la propiedad a los frailes juandedianos, en 1772. Final mente, tras de
consulta general convocada a golpes de campana y que tuvo lugar en la Sala
Capitular de la Orden, don Juan de Barazar se hizo dueño de Tibavitá,
pagándola al contado, y este sujeto compró también las tierras vecinas que
habían pertenecido a Manuel Ortiz y a Manuel Murillo 4.

31
La dueña de Fusca, doña Juana María Manuela de Molina, tuvo varias
hijas de su matrimonio, entre las cuales es necesario mencionar a doña
Ignacia Fernández de Insinillas, quien casó con don Domingo Antón de
Guzmán; a doña María Josefa, futura tutora de los menores del matrimonio
antes citado, y a doña Manuela, esposa de don Francisco de Tordesillas.
Y ocurre que en el año 1755 vendió doña Juana María la estancia de
Fusca a su yerno don Domingo Antón de Guzmán, y 16 años después,
como no hubiera recibido aún los 14.000 pesos de ocho décimos valor de
ella, inició pleito contra los bienes de éste, los cuales fueron sacados a
concurso de acreedores debido a que sobre la hacienda pesaba también una
deuda de 3.000 pesos a favor del Convento de Santa Clara, proveniente de
la dote de otra hija de doña Juana María que había abrazado el estado
religioso 5. Por entonces falleció el dueño de Fusca, viudo de tiempo atrás
de doña Ignacia Fernández de Insinillas.

Pleitos y más pleitos

A estas fechas parece que ya había sido desmembrada de Fusca la parte


situada al extremo norte de la primitiva hacienda, a la cual se había dado el
nombre de El Común, porción que era de propiedad del canónigo doctoral
don Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas, nieto de doña
Juana María Manuela de Molina. Yerra, pues, Marroquín don José Manuel
cuando afirma que en 1775 Fusca le pertenecía al susodicho canónigo.
Llególe, pues, el momento a la estancia en que se convirtió en carne de
leguleyos y togados. De una parte, el propietario de Tibavilá, don Juan de
Barazar, adelantaba un pleito -que los anteriores dueños habían iniciado en
1763- para conseguir el deslinde entre las dos haciendas. Este litigio fue
excepcionalmente complicado por haber sido una y otra, en años pretéritos,
de propiedad de la misma doña Juana María; y es lo cierto que en 1786
murió el de Barazar sin haber logrado rematar satisfactoriamente el asunto.
Por otra parte, Fusca había quedado de propiedad de los herederos
menores de don Domingo Antón, representados por su tutora doña María
Josefa de Insinillas, y en el año 1773 fue sacada la finca a remate público, al
cual se presentaron como postores don Miguel de Ribas y el abogado de la
Real Audiencia don Francisco de Tordesillas (este último como
representante de la familia Fernández de Insinillas y en consideración a que

32
la estancia estaba considerada como dote e hijuela de las hijas del señor de
Guzmán), quien pujó hasta 14.600 patacones.
Todo parecía llevado a feliz término, cuando hicieron aparición en los
estrados las monjas clarisas, acreedoras sobre la finca por 3.000 patacones, y
presentaron extenso alegato para que les fuera adjudicada por la misma
cantidad que ofreciera don Francisco de Tordesillas. El caso tomó caracteres
peliagudos y, previo concepto del notable abogado y latinista don Manuel
Antonio Fernández de Saavedra, pasó a la Real Audiencia y al Virrey, quien
con fecha 7 de septiembre de 1773, determinó que los autos volvieran a la
justicia ordinaria para convenio de los acreedores que "resultaren
descubiertos".
En este estado las cosas, doña Juana María Manuela de Molina, en
nombre de la familia Fernández de Insinillas, solicitó que Fusca le fuera
adjudicada por los dichos 14.600 patacones y renunció al mismo tiempo a
sus derechos en su hija doña María Josefa, tutora de los menores Guzmanes.
Y en vista de esto, las clarisas prescindieron también de sus pretendidos
derechos sobre la finca. Finalmente -cuando ya había muerto la abuela doña
Juana María-, doña María Josefa, en nombre de los legítimos herederos de
don Domingo Antón, recibió la hacienda en el mes de enero de 1777,
después de cinco años de secuestro y en completo estado de abandono 6.

Prosigue el historial de "Fusca"

Sin que doña María Josefa de Insinillas dejara de pleitear con su vecino
el dueño de Tibavitá por el deslinde de las dos haciendas, un buen día -hacia
el año mil setecientos ochenta y tantos- su sobrino el canónigo doctoral don
Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas se hizo a la propiedad
de Fusca, y es al señor racionero de la Catedral a quien se debe la
construcción de la hermosa casona residencial que aún se conserva; la cual,
con siglo y medio largo de edad a cuestas, se levanta al socaire de la muralla
de peñascos que se conoce con el nombre de Las Petacas.
Y la estancia continuó en poder de la familia, puesto que de¡ canónigo
doctoral pasó a ser pertenencia de su sobrina -hija del doctor Francisco de
Tordesillas y de doña Josefa Antonia Torrijos, su legítima esposa-, doña
Mariana de Tordesillas y Torrijos, esposa que fue de don Carlos Joaquín de
Urisarri y Elispuru. Los esposos Urisarri-Tordesillas dejaron cuatro hijos, a

33
saber: doña Jacoba de Urisarri, doña María Josefa Urisarri de Roche, don
Eladio Urisarri y doña María Francisca Urisarri, quien contrajo matrimonio,
en 1826, con don Rufino Cuervo Barreto; y al hacer el reparto de los bienes
legados por sus padres, en el año 1828, les correspondió la hacienda de
Fusca a las dos mayores, a la sazón viudas y con hijos 7.

El Libertador en "Fusca", en 1827


Doña Jacoba de Urisarri y doña María Josefa de Roche fueron las
últimas representantes de la familia en la heredad de Fusca. Mujeres viudas,
al fin y al cabo, no pudieron administrar satisfactoriamente sus intereses y
bien pronto tuvieron necesidad de vender la tradicional estancia, sobre la
cual pesaba ya una hipoteca por valor de 12.700 pesos a favor del doctor
Eladio Urisarri y Tordesillas y de doña María Francisca Urisarri de Cuervo.
La nueva dueña fue doña Rosa Camacho, esposa de don Pedro Ricaurte, y
de aquélla la heredaron sus hijas: doña María Teresa Ricaurte, esposa de don
Eusebio Umaña Manzaneque, y doña Francisca Ricaurte, esposa de don
Fernando Nieto; y al morir los padres fue sacada la finca a remate, ante el
alcalde ordinario de Bogotá, y se hizo a su propiedad don Ignacio Manuel
de Vergara por la cantidad de 32.000 pesos, quedando a deber sobre ella
7.342 pesos en forma de derechos, los cuales fueron adquiridos en su
totalidad por don Eusebio Umaña, quien los vendió, en 1835, y a cambio
de 1.500 cargas de sal, a don Ignacio Morales. Al hacerse a ella el señor de
Vergara, años antes, Fusca se extendía hacia el norte desde el cerrito de
Torca -antiguamente llamado de Fusquita - -hasta los linderos sobre los
cuales compró El Común don Ignacio Sanz de Santamaría, en 1775; y desde
la cuchilla de la cordillera hasta el río Bogotá.
Pero las hermanas Urisarris no se desprendieron de su tradicional
estancia sin antes hacerla histórica. Efectivamente,
Fusca albergó al Libertador y a sus edecanes en los últimos días de
1827, y sus coloniales muros les vieron recibir, en alegre fiesta, el primer día
del trágico año 1828.
Es curioso anotar, con respecto a este corto veraneo de Bolívar en la
heredad de las Urisarris, tías carnales de don Rufino José Cuervo Urisarri,
que el sabio filólogo nunca, por lo visto, oyó nombrar la hacienda, puesto
que intentó demostrar que las cartas fechadas allí por el Padre de la Patria

34
estaban erradas, y sostuvo que debía leerse en el encabezamiento de ellas
Funza y no Fusca.

"Tibavitá" y "Fusca". Landínez y Plata Soto


Como muchas de las grandes haciendas de la Sabana, también Tibavitá
y Fusca figuraron en la célebre danza de tos millones que protagonizaron en
Bogotá, hace poco más de un siglo, don Judas Tadeo Landínez, con su
"Compañía de Giro y Descuento" -a la que bautizaron cáusticamente "La
Ballena" los bogotanos-, y el banquero don José María Plata Soto. Tibavitá
la compró Landínez por 15. 100 pesos, en 184 1, a don José María Triana,
quien la había adquirido un año antes de don Manuel Benavides; y éste, a su
vez, en 1834, de don Ramón Espina; y a la propiedad de Fusca se hizo
también Landínez por la misma época -cuando aún pesaba sobre ella la
hipoteca en favor del doctor Urisarri y su hermana-, pagándosela al último
dueño de Casablanca, don Ignacio Manuel de Vergara. Y en el término de
días, ya en vísperas de su ruidosa 'bancarrota, Landínez vendió Fusca a don
José Mamerto Nieto, en 33.000 pesos, y Tibavitá a don José María Plata, en
16.0OO pesos; y éste compró también a Fusca poco después 8.

Un siglo de felicidad
De un siglo para acá, Fusca ha venido siendo una hacienda feliz y a
esto se debe que su historia y su leyenda, en los últimos cien años, sean
prácticamente nulas. La bella y rica estancia colonial fue comprada a don
José María Plata Soto por don Francisco Tamayo y Hoyos, en el año 1844.
El nuevo propietario llegaba de Boyacá -de la Villa de Leyva- y se radicó en
Bogotá con su familia; y al morir la legó a su hijo don Ramón Tamayo
Flórez, quien casó con doña Petronila Rojas, que le sobrevivió. Luego, en
1876, la finca se dividió entre los numerosos hijos de don Ramón y de doña
Petronila, pero el mayor de ellos, don Mauricio Tamayo Rojas, esposo que
fue de la dama española doña Antonía Torruella, compró las partes de sus
hermanos, con excepción de una, la que le correspondió a don Pablo
Tamayo Rojas, la cual se convirtió en la actual hacienda de El Codito.
Así, pues, la heredad de Fusca volvió a reconstruírse, en casi toda su
integridad, bajo el dominio de don Mauricío Tamayo, quien la transfirió en
1919, y mediante el pago de una renta vitalicia modesta para sí y para su
esposa, a sus nietos; o sea, a los hijos de don Ramón Tamayo Torruella,

35
esposo de doña Sofía Londoño, quienes la conservan proindivisa en
porciones que se delimitaron en el año 1943 bajo los nombres de Fusca,
Ranchería, El Cedro y Torca.

El espanto de "Fusca"
Hay en Fusca un espanto digno de estudio, puesto que ha permitido
que se le fotografíe, caso único en la historia de los espantos. En efecto, no
hace mucho tiempo estuvieron tomando algunos retratos en el patio de la
casa de hacienda don Jorge Macaya y el artista don Santiago Martínez
Delgado, cada uno con su máquina -de tipo distinto- y en diversas
oportunidad y colocación, y uno y otro lograron impresionar nítidamente la
figura fantasmal, con su clásico atavío de la sábana blanca y los dos
agujeritos para ver. Después de esto ya no queda duda sobre su existencia,
pero falta aún desentrañar el misterio de su personalidad.
Según algunos, el fantasma es el espíritu del arzobispo José Telésforo
Paúl, quien en varias ocasiones se ha aparecido a los niños y les ha vigilado
en sus juegos. Esta versión se apoya en que los señores Tamayos conservan
en Fusca la silla mecedora, de rejilla de paja trenzada, en que murió el
arzobispo en La Mesa de Juan Díaz, y es frecuente ver que la silla se balancea
sola, como si una persona estuviera sentada en ella. A tal fenómeno no ha
sido posible hasta hoy encontrarle explicación natural alguna.
Pero hay otros que sostienen que el fantasma de Fusca es muy anterior
al arzobispo Paúl y estos dicen que domina en la casona desde los días
coloniales. Creen que se trata mejor del espíritu del canónigo doctoral don
Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas -a quien se debe la
construcción de la casa-, y no encuentran nada de sorprendente, puesto que
se trata de un eclesiástico acostumbrado a darse la gran vida, que guste, en
las horas de reposo y después de las comidas, de sentarse en la silla mecedora
del arzobispo Paul y balancearse en ella beatíficamente.
En esta polémica la neutralidad se impone. Pero quienes frecuentan el
trato con los espíritus fantasmales afirman que es más digna de crédito la
segunda versión, puesto que es al canónigo racionero de la Catedral a quien
le corresponde recoger sus pasos en la casona de Fusca.

36
La tragedia de "Tibavitá"

Mal podría terminarse este capítulo sin rememorar, así sea sucintamente, la
espantosa tragedia ocurrida en el año 1928 en la llamada curva de Tibavitá,
en la cual perdió la vida el estimable caballero bogotano don Hernando
Rocha Schloss.
Aquella tarde, un grupo de damas y señores se encontraba en la casa de
la hacienda -de propiedad de don Mario Rocha Galvis-, en agradable
reunión social, cuando alguno de los presentes consideré necesaria una
murga para poder seguir bailando. Dicho y hecho, los señores Rocha Schloss
y Alfredo Dávila emprendieron viaje a Bogotá y regresaban ya con cuatro
músicos y sus respectivos instrumentos, a gran velocidad, cuando el
automóvil que ocupaban se salió de la carretera hacia el oriente, trepó al
cerrito que domina aquella curva, se estrelló contra un poste que se
levantaba en aquel lugar, partiéndolo a la altura del parabrisas, y rodó al otro
lado. El accidente fue de tremenda magnitud y aún es inexplicable cómo
salieron del automóvil, proyectados por las ventanillas, los cuatro músicos,
sin haber sufrido ni el más ligero rasguño. También resultó ileso el señor
Dávila, y únicamente perdió la vida -parece que instantáneamente- don
Hernando Rocha.

Notas
1. Con esta ortografía aparece el nombre de Tibavitá en todos los antiguos
documentos. Hoy es frecuente verlo escrito con "b" larga en la segunda y en la
tercera sílabas.
2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 31.
3. Caciques e Indios, 59.
4. Tierras de Cundinamarca, 23.
5. Tierras de Cundinamarca, 30.
6. Tierras de Cundinamarca, 21.
7. Notaría Primera. Prot. Elorga, 1828.
8. Prot. Elorga, 1841.

37
Capítulo IV
"Hato Grande"

A don José María Restrepo Sáenz.

"El pasado perfuma los ensueños con esencias fantásticas y


añejas, y nos lleva a lugares halagüeños en épocas distantes y
mejores; ¡por eso a los poetas soñadores les son dulces, gratísimas
y caras, las crónicas, historias y consejas, las formas, los estilos, los
colores, las sugestiones místicas y raras y los perfumes de las cosas
viejas!" J. A. Silva. - "Vejeces".

A principios del último cuarto del siglo XVIII, la grande y rica heredad
de Hato Grande era pertenencia de don Francisco Sanz de Santamaría, hijo
de don Nicolás y de doña María Josefa Salazar y Olarte; y nieto de don José
Sáenz de Santa María, español, nacido en la Villa de Sorzano, y de doña
Catalina Rodríguez Galeano y Vergara. La familia Sanz de Santamaría, una
de las principales de la capital, poseía entonces centenares de hectáreas de
tierras del Puente del Común hacia el norte y era suyo también gran parte
del valle de Sopó, prolongación de la Sabana Grande. Hato Grande
colindaba con Aposentos; por el occidente se extendía sobre las dos
márgenes del río Bogotá, y por el sur llegaba hasta la estancia llamada El
Común, que por aquellos mismos años era de propiedad de don Ignacio
Sanz de Santamaría, hermano de don Francisco, la cual fuéle adjudicada
años más tarde a su hijo don Joaquín y esto dio origen a un pleito que inició
don Francisco González Manrique, esposo de doña Manuela Sanz de
Santamaría y Prieto de Salazar.
Murió, pues, don Francisco y dejó como herederos a su viuda doña
Petronila Prieto de Salazar y Ricaurte, y a los siguientes hijos e hijas: don
Pantaleón y don José Sanz de Santamaría 1; doña Manuela, ya mencionada,
doña Francisca, esposa de don Francisco Javier de Vergara, y doña María
Josefa, casada con don Luis de Caicedo y Flórez; y como albacea nombró a
don Ignacio Prieto. Todos estos señores otorgaron, en 1785, una escritura
en virtud de la cual quedó la hacienda de Hato Grande de propiedad de
doña Josefa Sanz de Santamaría; y "la otra parte de la hacienda bajo el
mismo título de Hato Grande, con sus derivados de Yerbabuena y

38
Sanguino", quedó bajo el dominio de doña Manuela, esposa del señor
González Manrique. En la misma escritura se estableció que esta segunda
fracción de la heredad primitiva se hallaba vestida con 500 reses de cría, 130
yeguas y 25 caballos 2.
La hacienda original de Hato Grande, antes de que llegara a manos de
los Sanz de Santamaría, perteneció, sucesivamente, al conquistador Juan
Muñoz de Collantes, primer contador de la Caja Real y dueño del pueblo de
Chía; a su nieto Juan de Silva Collantes, cuya madre fue doña Ana Francisca
de Silva, esposa del conquistador Cristóbal de San Miguel, a Juan de
Guzmán y a otros dueños, hasta llegar a don Francisco Sanz de Santamaría.
Y por la misma época era propietario de El Común su hermano don
Ignacio, estancia que, como se vio anteriormente, era una desmembración
de Fusca que compró dicho señor, en 1775, al canónigo doctoral don
Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas.

El hacendado que rechazó un título


El nuevo propietario de Hato Grande, don Luis de Caicedo y Flórez,
nació en 1752 y fue hijo del capitán y Alférez Real de Ibagué don Fernando
José de Caicedo y Vélez, santafereño, y de doña Teresa Flórez y Olarte;
nieto de don José de Caicedo y Pastrana, encomendero de Bojacá por real
título del año 1699 y alcalde ordinario de Santa Fé en 1737, y de su esposa
doña Mariana Vélez de Guevara; y biznieto de don Alonso de Caicedo y
Floriano, nacido en la capital del virreinato en 1655, quien fue el quinto
poseedor del mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, y de doña Francisca de
Pastrana, también de noble familia.
Nació don Luis Caicedo y Flórez en Purificación el 9 de octubre de
1752 y vistió la beca del Colegio del Rosario. Fue Alférez Real de Santa Fé
yen tal carácter hizo la jura de Carlos IV en 1789, "desplegando tal largueza
y tanta elegancia" que los cronistas de la época escriben pasmados ante el
brillo de semejantes festividades. "En casa de Caicedo se ofrecieron bailes,
cenas y refrescos espléndidos, a los cuales concurrieron el Virrey Espeleta
con su bella consorte y los sujetos más conspicuos de la sociedad. El Rey de
España premió la munificencia de don Luis, condecorándole por decreto de
25 de mayo de 1792 con la cruz de la distinguida orden de Carlos III, que el
favorecido llevó con orgullo sobre el pecho, después de haberse cruzado de
caballero en la Catedral de Santa Fé. Renunció don Luis el cargo de Alférez

39
Real en 1803. Agraciado con un título de Castilla en 1805, con motivo de¡
casamiento del Príncipe de Asturias, admitiólo en un principio, pero luego
retiró su contestación y declaró, el 14 de junio de 1806, que no podía
aceptarlo. Parece que no era suficiente el tercio y quinto de sus bienes para
fundar mayorazgo, sostener la decencia del título y pagar contribución de
lanzas 3. En 1809 fue el señor Caicedo y Flórez alcalde ordinario de primer
voto de Santa Fé, y como tal suscribió en primer lugar, el 20 de noviembre,
la representación del cabildo a la Suprema Junta Central de España,
elocuente escrito redactado por Camilo Torres en el cual se reclamaban de
manera precisa los derechos de los americanos. Bajo el régimen
independiente obtuvo don Luis los cargos de vocal de la suprema junta de
gobierno, coronel de milicias, brigadier por nombramiento del ejecutivo de
Cundinamarca de 6 de abril de 1812; consejero en reemplazo de don
Manuel Benito de Castro en agosto del propio año, y sub-presidente de
Purificación, en cuyo desempeño falleció en su hacienda de Saldaña, el 20
de febrero de 1813 4.

El hacendado que desapareció


No estuvo la hacienda de Hato Grande, ya dividida, por espacio de
muchos años en poder del señor Caicedo y Flórez, y al llegar el de 1819 era
su dueño -por compra que hizo a don Estanislao Gutiérrez- el presbítero
español don Pedro Martínez Bujanda, cura de Cajicá, quien salió desterrado
por la vía de los Llanos y nunca más volvió a saberse de él. La heredad fue
entonces confiscada y pasó a ser propiedad del general Francisco de Paula
Santander, a quien le fue adjudicada por el gobierno, junto con una casa
situada en la primera Calle Real, en pago de 20.000 pesos que había
facilitado, de sus propios haberes, para la causa de la Independencia 5.
Como es sabido, el general Santander contrajo matrimonio en Soacha
con doña Sixta Pontón Piedrahita, de quien no tuvo herederos varones. Una
de sus dos hijas, doña Sixta Tulia, casó con don Manuel Suárez Fortoul, y
de este matri*monio nacieron tres hijas: doña Tulia, doña Sixta y doña
Clementina. Lo cierto es que los herederos del general Santander sacaron a
remate la finca en 1857 y con ella se quedó don Gregorio Rodríguez
Martínez, quien la disfrutó por espacio de año y medio, y a fines de 1858 la
vendió a los señores Antonio María y José Asunción Silva Fortoul,
solterones empedernidos, quienes eran hijos de don Juan Nepomuceno Silva

40
y Ferreira y de doña María Cleofe Fortoul; y medios hermanos, por lo tanto,
de los Suárez Fortoul, por haberse casado su madre, en segundas nupcias,
con don José Joaquín Suárez Serrano. Los señores Silvas edificaron la actual
casa de hacienda de Hato Grande (pues la antigua estaba situada al otro lado
de la carretera, al pie de los cerros), la cual tiene forma de cruz latina y se
levanta adelante de la de Yerbabuena, camino de por medio, ya en términos
del municipio de Sopó 6.

Los Silvas de "Hato Grande"


Los nuevos hacendados, señores Silvas, eran nietos de don Esteban
Fortoul y Santander y de doña María Inés Sánchez Osorio; y biznietos de
don Pedro Fortoul, ciudadano francés nacido en Guillestre, en los Altos
Alpes, y de doña Nicolasa Antonia de Santander, natural de San Cristóbal,
Venezuela. En su linaje parecía encarnada una tétrica fatalidad, a juzgar por
los hechos que se narrarán en seguida:
El 24 de diciembre de 1860, cuando veraneaba en Hato Grande con su
padre y su tío el joven Guillermo Silva, hijo de don Antonio María, en un
arrebato de ira se disparó un tiro de pistola en la cabeza, que le causó la
muerte instantánea.
Don Joaquín Suárez Fortoul, medio hermano de los Silvas, hermano
de don Manuel y primer novio de doña Sixta Tulia Santander Pontón, cayó
muerto en el Alto de San Diego con una bala que le penetró en el cerebro,
durante el combate en que tomó el general Mosquera a Bogotá, el 18 de
julio de 1861.
Y luego, en la noche del 12 al 13 de abril de 1864, tuvo lugar el crimen
llamado de Hato Grande, a consecuencia del cual perdió la vida don José
Asunción. Los detalles de este hecho sangriento son suficientemente
conocidos y, para los efectos de este relato, es bastante recordar cómo fue
atacada la casona de la heredad por un grupo de bandidos a órdenes del
ordeñador Jorge Gordillo, indio fatuto conocido bajo el apodo de
Guayambuco.
Los atacantes penetraron a la casa hacia las ocho de la noche, después
de saltar los vallados y cercas que hallaron a su paso, y sorprendieron a los
dos hermanos en momentos en que salían del comedor, entablándose el

41
siguiente diálogo entre unos y otros, según lo refiere Cordovez Moure en sus
"Reminiscencias":
-¿Qué quieren ustedes?, preguntó don Antonio María dirigiéndose al
grupo de hombres.
"-Que nos den la casa para acampar la gente armada que viene con el
coronel Díaz, respondió el que parecía ser el jefe de la partida.
"-Que venga el coronel Díaz para hablar con él, contestó don José
Asunción.
"-Venga o no el coronel Díaz, necesitamos la casa, interrumpieron los
bandidos.
"-Nuestra casa no es hospedería, interrumpió don José Asunción."
El hecho es que los hermanos Silvas se dirigieron a las habitaciones de
don Antonio María, situadas en el extremo del brazo norte-de la casa, donde
éste se armó con una pistola; e intentaron después buscar la salvación en la
vivienda del mayordomo Cándido Rodríguez, para lo cual salieron a las
corralejas y al potrero siguiente, hacia el sur, cuando fueron alcanzados por
los asesinos, quienes se cebaron en sus víctimas.
De tan villano ataque resultaron gravemente heridos los dos hermanos,
y si bien los bandidos huyeron al poco rato, y tanto don José Asunción
como don Antonio María pudieron ser transportados con vida a la casa,
gracias a la fidelidad del muchacho Plácido Rodríguez y de las sirvientas
Carmen Osorio y Tomasa Rodríguez, a las ocho de la mañana del día
siguiente murió don José Asunción, después de prolongada agonía.
El hermano sobreviviente, a quien le aquejaron en lo sucesivo
perturbaciones como consecuencia de las heridas que sufrió en la trágica
noche, se expatrió poco después y murió en París en el año 1884.

¿Y los motivos del crimen?


Es tesis generalmente aceptada la de que el robo fue el móvil del asalto
a la hacienda de Hato Grande, pero los hechos demuestran que los bandidos
únicamente se llevaron el reloj, con parte de la cadena de oro, que le
quitaron a don José Asunción cuando éste cayó herido mortalmente, unos
quesos y algunas prendas de ropa de poco valor. Y para recoger tan triste

42
botín descerrajaron armarios, forzaron cerraduras y revolviéronlo todo, a fin
de crear una falsa pista que engañó completamente a las autoridades.
Pero ni entonces ni hoy ha sido totalmente aceptada la teoría del robo;
y cuando cinco años después fueron apresados en Guasca los criminales, la
justicia no pudo tampoco precisar las causas verdaderas del crimen,
posiblemente debido a que el indio Guayambuco, quien debió ser el único
que conoció la verdad a fondo, nunca pudo ser hallado.
Como motivo tiene, pues, más firme consistencia el que aceptan
personas serias e historiadores ecuánimes: una venganza por asuntos de
honor. Efectivamente, pudo muy bien ocurrir que la familia materna del
joven Guillermo Silva culpara a don Antonio María del suicidio del hijo y
quisiera vengarle; y, por otra parte, está el hecho de que don José Asunción
nunca quiso casarse para legitimar al hijo que dejó y cuya madre seducida
formaba parte de una respetable familia bogotana. Este pudo también ser el
móvil que impulsara las manos homicidas sobre el señor Silva Fortoul. En
todo caso, no es tarea fácil ni agradable profundizar en este misterio,
desaparecidos ya, desde hace muchos años, todos cuantos en él
intervinieron, bien por sus propios actos u ocultos en la sombra.

Prosigue el historial de la estancia


Veinte años después del crimen, al fallecimiento de don Antonio María
Silva, quien habla quedado como dueño exclusivo de Hato Grande desde el
día de la muerte de don José Asunción, el hijo de éste, de nombre Ricardo,
intentó hacer valer sus derechos sobre la estancia, sin lograr nada favorable a
sus aspiraciones. Así, pues, la rica heredad llegó por herencia a manos de los
señores Suárez Fortoul, en cuyo poder permaneció hasta que, en el año
1913, la vendieron al millonario José María Sierra, sobre cuya personalidad
es menester decir algo, aunque es mucho lo que merece:
Don Pepe Sierra, como se le sigue llamando, nació en tierras
antioqueñas de una familia asaz modesta y apenas recibió rudimentaria
educación 7. Dotado de poderosa inteligencia natural para los negocios,
muy joven comenzó a trabajar a órdenes de diversos patrones y, por virtud
de su esfuerzo y de sus notables condiciones, logró rematar las rentas de su
departamento en el ramo de licores destilados, negocio que fue base de la
enorme fortuna que llegó a poseer. Más tarde vino a Bogotá y en breve se
convirtió en poderoso capitalista, por medio de afortunadas operaciones

43
comerciales, y al morir, hace más de un cuarto de siglo, dejó -
proporcionalmente a su época- el capital más cuantioso que ha habido en el
país.
Varias haciendas sabaneras, todas de primerísima categoría, legó don
Pepe Sierra a sus hijas y actuales propietarias, entre las cuales se citan las
siguientes: Hato Grande; Casablanca, en Serrezuela; Balsillas -hoy llamada,
absurdamente, Venecia-, en Mosquera; El Cacique, agrandada con otras
fincas aledañas, en Funza, y El Chicó y Santa Bárbara, en Usaquén, a la
salida de Bogotá por el norte.

Notas
1. Don José Sanz de Santamaría, prócer de la Independencia, nació en Santa Fe en
el año 1767, y casó, en 1789, con doña Mariana de Mendoza y Galavís. Fue
administrador de la Casa de Moneda a temprana edad, y el 20 de julio de 1810
firmó el Acta. En 1816, los Pacificadores lo sentenciaron a trabajos forzados en
Omoa, pero fue indultado al llegar a Cartagena. Regresó a su ciudad natal en
1819 y murió en Bogotá el 3 de septiembre de 1838.
2. Gran parte de los datos de este Capítulo sobre Hato Grande y de] siguiente
sobre Yerbabuena están tomados del libro titulado "En Familia", original de don
José Manuel Marroquín.
3. Dos títulos de Castilla ofreció el rey Carlos IV en 1805 a ilustres personalidades
de¡ virreinato, y fueron diez los candidatos escogidos para ellos, quienes los
rechazaron todos por las mismas razones que dio, al año siguiente, don Luis
Caicedo y Flórez. Esto demuestra que el único hombre verdaderamente rico que
había entonces era don José María Lozano y Manrique, quien, en el año dicho,
logró que la Corona le reconociera el título de segundo marqués de San Jorge de
Bogotá. Los otros ocho candidatos santafereños a los títulos fueron: don José
Miguel, don Rafael y don Nicolás de Ribas; don José María y don Francisco
Dominguez del Castillo; don Manuel Benito de Castro; don José Manuel Lago;
don Luis de la Zerna; los señores Díaz de Quijano; don Pantaleón Gutiérrez y su
hijo don José Gregorio, y don Fernando Rodríguez.
4. José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. "Genealogías de Santa Fé de
Bogotá".
5. Desde hace un siglo largo se vienen formulando cargos contra el general
Santander por la adjudicación de la hacienda de Hato Grande, cargos que sus
defensores quieren desvanecer con el decreto del Libertador sobre el particular,

44
fechado el 12 de septiembre de 1819, pero que no se hizo público sino en el año
1822.
6. Hoy, al frente de la casase extienden bien cuidados jardines, precedidos por una
verja de hierro sostenida en pilastras de material, en una de las cuales se lee,
actualizada, la leyenda que hizo poner en Hato Grande el general Santander. La
que hay dice así, en letras negras sobre el enjalbegado amarillo: "Esta es la vieja
casa del general Santander y de sus amigos".
7. Una conocida anécdota pinta a don Pepe Sierra de cuerpo entero: se refiere de
él que en alguna ocasión pasó a su amanuense el borrador de una carta de
negocios, en el cual aparecía la palabra hacienda sin la letra "h" inicial; y como éste
se lo hiciera observar a don Pepe, obtuvo la siguiente desconcertante respuesta: -Y
usted, ¿cuántas haciendas con "h" tiene?

45
Capítulo V
"Yerbabuena"

A Luis Gómez Grajales

En el valle de Laredo, a medio centenar de kilómetros de Santander, en


España, nació don Lorenzo Marroquín de la Sierra, de linajuda familia.
Joven aún se trasladó a Madrid, en donde es indudable que conoció al
capitán Gregorio Sánchez Manzaneque 1, quien debió entusiasmarle el
ánimo con el relato de sus andanzas por el Nuevo Reino de Granada en los
treinta años que -vivió en éste (1753-1783), pues es lo cierto que, en octubre
de 1785, llegó don Lorenzo a Cartagena y en el año 86 lo tenemos ya
establecido en Santa Fé.
Algo de dinerillo, como base de trabajo, debió traer don Lorenzo de su
patria, pues desde su llegada se significó como persona importante y fue
visitante asiduo de la casa del Fiscal don Francisco Antonio Moreno y
Escandón, probablemente introducido a ella por don Francisco Antonio
Gutiérrez, esposo de doña Mariana Díaz de Quijano, oriundo también de
Laredo; cuyo hijo, don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano contrajo
matrimonio con una de las hijas del fiscal, doña María Francisca Moreno e
Isabella, y otra de ellas, doña Teresa, casó con don Lorenzo en el año 1792,
para lo cual adquirió éste la casa contigua a la de su suegro, o sea la segunda
de la primera Calle Real, de sur a norte y en la acera oriental.

La compra de "Yerbabuena"
Se vio ya cómo la mitad de la antigua hacienda de Hato Grande llegó a
poder de don Francisco González Manrique en 1785, justamente en los días
en que don Lorenzo Marroquín, su futuro propietario, se preparaba a salir
de España rumbo a estas tierras. Y a su debido tiempo, el 7 de enero de
1807, ocurrió lo previsto por el Destino; es decir, que don Lorenzo compró
dicha mitad de la finca primitiva mediante el pago de 32.000 pesos de ocho
décimos, y para redondearla adquirió también El Común, estancia sobre la
cual seguían litigando el señor González Manrique y don Joaquín de
Santamaría: pequeña dificultad que obvió el nuevo dueño comprando a don
Joaquín sus derechos -que incluían 177 reses, 24 yeguas, 12 caballos y un

46
pollino- en 8.200 pesos; y a la contraparte pagó los que alegaba poseer en
1.600 pesos más.
Ya convertido don Lorenzo en hacendado sabanero, con no menos de
cuatro mil fanegadas de tierras, con innegable buen acierto conservó para su
heredad el nombre de Yerbabuena, que está inscrito en las páginas de la
historia patria. Y poco después, en 1817, logró que toda la hacienda se
agregara al curato de Chía, apartándose lo que antes pertenecía al de Sopó.

La hacienda en peligro
Llegó el año 1819 y don Lorenzo Marroquín, español hasta el tuétano
y leal a su rey -con el grave antecedente en contra suya de que el chapetón
González Llorente se refugió en su casa santafereña cuando e1florerazo del
20 de julio de 18 10 para librarse de las iras populares-, se sintió en peligro y
emprendió camino de la emigración, acompañado por sus hijos mayores
don José María, don Andrés y don Francisco, en tanto que con la madre y
con la suegra quedaron las mujeres, doña Concepción, doña María Josefa y
doña Juana, y el cuba de los hombres, don Juan Antonio, quien por
entonces era menor de edad, casi un niño. Todos estos hijos llegaron a
grandes, pero, en definitiva, únicamente dos heredaron la hacienda de
Yerbabuena: don José María, quien contrajo matrimonio con doña Trinidad
Ricaurte y Nariño -hija de don Bernardino Ricaurte y de doña María
Dolores Nariño- y doña Concepción, esposa de don Santiago Grajales Luna.
Don Lorenzo, ya con sus buenos años a cuestas, no pudo soportar las
penalidades del viaje ni el dolor moral de la separación de los seres queridos,
y el 24 de octubre de 1819 murió en Mompós; y un año después le siguió a
la tumba, en Cartagena, su hijo don Francisco. Los otros dos hijos
regresaron a su ciudad natal en 1821.
Mientras tanto, en grave peligro se hallaban los intereses de la familia,
en poder de doña Teresa Moreno, viuda de don Lorenzo, mujer desconfiada
de sus propias fuerzas, débil de carácter y abatida por la pena, que no cesaba
de llorar la ruina de su casa, debido a que el general Santander quería
secuestrar a Yerbabuena, tal como ya lo había hecho con Hato Grande,
alegando que eran bienes de españoles emigrados. Hubo, pues, necesidad de
acudir ante el "Hombre de las Leyes", por conducto de don José de Leyva, y
aquél accedió a dejar la hacienda en poder de la familia Marroquín mediante
un convenio sobre entrega de reses 2.

47
El misterio de doña Trinidad
Cada uno de los matrimonios entre quienes vino a dividirse
Yerbabuena tuvo un único hijo que llegó a la mayor edad. De don José
María Marroquín y de doña Trinidad Ricaurte fue heredero don José
Manuel Marroquín y Ricaurte, quien casó con su prima doña Matilde
Osorio Ricaurte; y de los esposos Grajales-Marroquín nació don Ramón,
quien contrajo matrimonio con doña Concepción Ortiz Durán.
Y es el caso que en una tarde de 1828, cuando don José Manuel -
futuro presidente de Colombia- tendría apenas un año de edad 3, se
encontraba reunida la familia, en unión de la servidumbre, en el oratorio, en
espera de que el patrón diera la señal de comenzar el rosario; y en este
preciso momento manifestó doña Trinidad -que iría "un momentico" a la
alcoba a traer su chal porque dizque sentía mucho frío. Y con paso lento
abandonó la capilla, sin que nadie diera mayor importancia al hecho.
Pero el tiempo fue corriendo velozmente y doña Trinidad no
regresaba, en vista de lo cual salió su esposo a buscarla; y al cabo de las
cansadas regresó asustado, lívidos los labios y, con voz estremecida, puso en
conmoción a los esclavos y peones de la hacienda que allí se encontraban: su
esposa no aparecía por parte alguna y tampoco había podido abandonar la
casa porque todas las posibles puertas de salida estaban debidamente
cerradas.
La búsqueda de la señora se adelantó cuidadosamente, pero cuando
llegó la noche 4 no habla sido hallado rastro alguno de ella. El desaliento se
pintaba en todos los rostros, y don José María se mostraba desesperado al no
hallar explicación racional para semejante desaparición; y desde aquella
misma noche comenzaron a tejerse leyendas y versiones, muchas de las
cuales han llegado a nosotros junto con otras nuevas que constantemente
han venido inventándose para servir de pasto al chismorreo social.
Al día siguiente, con las primeras luces de la aurora, se reinició la busca
de doña Trinidad, no ya dentro de las dependencias de la casa únicamente,
sino también por los alrededores. Hasta que, por fin, se encontró el chal que
había salido a buscar la víspera, arrojado cerca de la orilla izquierda a del río
Bogotá, a regular distancia de la casa.
Aparentemente, y al primer golpe de vista, el asunto o ofreció dudas:
doña Trinidad había abandonado la casa, tal vez haciendo uso de una doble

48
llave de la puerta, y se -había arrojado al río. Pero como se hicieron sondajes
cuidadosos, y al cabo de los días se llegó al convencimiento de que no sería
posible rescatar el cadáver, la versión del suicidio -o del absurdo accidente-
fue perdiendo fuerza en la conciencia popular y nació la leyenda...

Y, ¿cómo pudo ser?


Hay quienes afirman que doña Trinidad casó muy a disgusto con don
José María Marroquín y Moreno, bajo la imposición de sus padres -como se
acostumbraba entonces-, y que desde la luna de miel andaba con las
facultades mentales bastante perturbadas, por cuya razón la tenía viviendo su
marido casi siempre en Yerbabuena. Y se dan para este matrimonio, contra
su voluntad, dos explicaciones: unos dicen que porque estaba enamorada de
un pariente suyo, de apellido Sáiz, por más señas, y otros plantean la cosa
con mayor sentido de grandiosidad, alegando que su matrimonio le
repugnaba dizque porque ella era patriota y el marido que le habían
destinado era español y enemigo declarado de la república. En todo caso,
según unos y otros, tenía un tornillo flojo y esta deficiencia -que se le agravó
al nacer el futuro autor de "El Moro"- la condujo al suicidio.
Las versiones dichas son las que parecen estar menos reñidas con el
sentido común. Pero como ya lo escribió alguno: "lo poco que vale de la
historia es precisamente aquello que no es sensato; y de lo que no es sensato,
lo mejor todavía es aquello que no es cierto", de ahí que personas serias y
responsables las rechacen y den por cierta una de las tres explicaciones
siguientes:
Que el amor de doña Trinidad, por el santafereño fue evidente, lo
aceptan los terceros en discordia; pero, agregan, no se limitó ese cariño a un
simple ataque de romanticismo puesto que se fugó con su amante; y si dejó
el chal a la orilla del río, esto tuvo por único fin el de crear pistas falsas. A
esta versión oponen los de más allá el poderoso argumento de que si en el
Bogotá actual, con medio millón de habitantes, todo se sabe en término de
horas, mal hubieran podido fugarse dama y caballero, pertenecientes a las
principales familias santafereñas cuando la ciudad tendría apenas treinta mil
habitantes, sin que nadie, nunca hubiera vuelto a saber de ellos: cuando la
llegada de tan rara pareja a cualquier lugarejo parroquial hubiera dado
motivo, forzosamente, a las más tremendas y descabelladas habladurías.

49
No faltan tampoco quienes suponen en don José María un carácter
celoso y atrabiliario, que le hubiera llevado a darle muerte, por sí o por
medio de sus esclavos, haciendo enterrar luego el cadáver en los breñales que
abundan en los cerros que dominan la hacienda. Pero los datos que se saben
sobre don José María y su prematuro fallecimiento, de tristeza, dan poco
asidero para aceptar esta segunda versión.
Y entonces, ¿cómo pudo ser? Muy fácilmente, explican otros: no hubo
tal caballero Sáiz sino un bien plantado gentilhombre francés, quien le acabó
de sorber el seso a doña Trinidad. La fuga fue convenida, en todos sus
detalles, y la negra esclava que servía como niñera de don José Manuel los
acompañó hasta el Puente del Común -algo más de siete kilómetros entre
¡da y vuelta-, en donde resolvieron los amantes ordenarle que regresara a
Yerbabuena con el rorro, al tomar los caballos que deberían usar para
trasladarse a buen puerto. Tan cierto es esto, afirman los paladines de esta
última versión, que doña Trinidad y el Franchute fueron vistos
posteriormente por muchos bogotanos en las calles de París. Pero, ¿quiénes
los vieron? Porque nunca, que se sepa, se han dado nombres propios y así la
versión toma todo el aspecto de una fábula.
En todo caso, hoy doña Trinidad bien muerta está y sobre su fuga -si es
que la hubo- nada se ha podido comprobar documental mente. Pero es el
caso de elevarle las más expresivas gracias por el misterio que creó, pues de él
se derivaron, en gran parte, los importantísimos espantos de Yerbabuena, de
que luego se hablará. Y tenemos ya explicado, de una vez por todas, el origen
del conocido versito, de uso diario entre bogotanos:
"Esto, y lo de Trinidad, se sabrá en la eternidad."

Reformas en "Yerbabuena"
Huérfano poco menos que recién nacido, de don José Manuel
Marroquín se hicieron cargo sus tíos, el matrimonio
Grajales-Marroquín 6 Don José María se dedicó a rumiar su trágica
soledad, pues su otra hijita, Inés, falleció muy joven; y, finalmente, murió de
pena en 1829.
La casa de Yerbabuena ya existía en 1807, cuando compró la estancia
don Lorenzo, y también tenla sus años de vida la de El Común, que hoy se
llama de El Puente, la cual había sido levantada por los españoles para que

50
en ella funcionara la administración de las obras de la gran fábrica que cruza
en aquella parte el río Funza o Bogotá; pero esta última la habían destinado
los patronos para alojar y atender en ella a los viajeros que hacían etapa
cuando iban a Tunja o cuando regresaban a Santa Fé. Y como la de
Yerbabuena no era la principal de la heredad primitiva -Hato Grande-,
carecía de muchas comodidades y se hallaba bastante descuidada, por cuya
razón determinaron los dueños meterle obra, en el año 1836, de la que se
hizo cargo el maestro Ignacio Rodríguez.
El oratorio, con altar privilegiado para la familia, mereció siempre
especial atención de los Marroquín: en el año1 853 tenla ya licencias tan
amplias en materia de culto, que se reservaba y se exponía el Santísimo en
funciones nocturnas, se -celebraba misa cantada y se predicaba desde la
cátedra. En 1854, aprovechando los servicios de don José María Mogollón,
quien buscó refugio en la casona durante la guerra civil de aquel año, se
construyó, pintó y doré el hermoso altar de madera que actualmente existe.
Y las láminas de las viacrucis fueron encargadas a Francia y las envió de allí
don Manuel María Mosquera, en tiempos de Napoleón III.
Reformas sucesivas e importantes nunca se han dejado de hacer en
Yerbabuena. La casa, con un globo de tierra, es hoy de propiedad del señor
Howel Hughes, por compra que hizo a los herederos, de don Andrés
Marroquín Osorio, esposo de doña María Teresa Gómez Sáiz e hijo de don
José Manuel y de doña Matilde Osorio. Está muy conservada y a la vista
presenta, cuidadosamente enjalbegados sus muros, un hermoso aspecto.

El primer colegio de "Yerbabuena"


Don José Manuel Marroquín quiso, en alguna forma, pagar a sus tíos
la deuda que con ellos tenía contraída por haberlo educado, y cuando llegó
el momento de que su primo don Ramón Grajales -bastante menor que él-
se educara, determinó fundar en la hacienda un colegio con tal fin. Al
efecto, aprovechando los servicios del clérigo Luis Lizarralde, quien venía
desempeñando el cargo de preceptor de aquél, y de don José de la Cruz
Restrepo, inició labores el nuevo plantel escolar en el año 1851, con los
siguientes alumnos de primer año:
Ramón Grajales, Eugenio y Benito Escallón, Luis Nieto, Félix y
Manuel Pardo Roche, Bernardino y Pedro Alvarez, Luis y Juan José Borda,
Ricardo y Santiago Cheyne, Pantaleón y José Gregorio Gutiérrez Ponce -

51
descendientes de El Patriarca de la Sabana-, Javier Junguito, Nicolás Osorio,
Santiago Ospina, Manuel Sáiz, Ignacio y Urbano Sandino y Camilo
Valenzuela.
Tuvo, además, el colegio otros alumnos, entre los cuales figuraron:
Pablo Ortega, Juan Manuel Herrera, José María Ponce, José Manuel y
Ricardo Umaña Tobar, Rafael y Ramón Umaña Ribas, Ángel María Gómez
Sáiz, Tomás Olano, Aparicio Rebolledo, Eustacio y Ricardo de La Torre,
Francisco Sandino, Ramón y Francisco Pontón, Domingo Ospina
Camacho, Luis María Pardo y Pardo, Eduardo, Wenseslao y Francisco
Urdaneta, Ramón Borda, Martín y Joaquín Guerra, José María Alvarez,
Teodoro Coronado, Carlos Tanco, José María Vargas Heredia, Ignacio y
Miguel Nieto, Mauricio Tamayo, Dionisio Piedrahita, Higinio Cubillos,
Elías Osorio, Pedro Durán, Manuel José Ortiz, Manuel Cantillo, Luis y
Esteban Quijano, Pompeyo García Valenzuela, Máximo Borda, Eusebio
Caro, Miguel Antonio Caro, Felipe Silva, Francisco Tanco, Tomás Pardo
Olarte, Federico Gómez, Manuel Urbina, Aurelio y Antonio Viana, José
Luis Pieschacón y dos hijos de don Isidro Espinosa.

Historia trágica y guerrera


No se limita el historial trágico de Yerbabuena a la desaparición de
doña Trinidad Ricaurte. En el libro "En Familia" de don José Manuel
Marroquín6, aparecen relatados los siguientes hechos:
Cuando la guerra civil de 1854, un soldado estuvo allí en capilla por
espacio de tres días, esperando el momento en que debería ser pasado por las
armas; hasta que el jefe melista, atendiendo las súplicas de la familia
Marroquín, le conmutó la última pena por la de recibir cien ¡en palos, que le
fueron dados con matemática precisión.
Durante la guerra mosquerista de 1861, que culminó con la toma de
Bogotá, la hacienda fue saqueada en repetidas ocasiones por los de una y
otra bandería. En este último año, y después de la entrada de Mosquera a la
capital, el célebre escuadrón "Calaveras" pernoctó en Yerbabuena.
Posteriormente, en el año 1862, alegando pretextos de seguridad pública,
pero, en realidad, para privar de recursos y comodidades a los guerrilleros
que lo combatían, ordenó "Mascachochas" quemar todas las casas de la
heredad de Yerbabuena; y, evidentemente, la casa de El Común, a la entrada
del puente, sufrió el ígneo castigo, aunque los daños no fueron definitivos y

52
luégo pudo ser reparada y de nuevo sirvió como casa de habitación. Hoy,
completamente restaurada, pero conservándole todo su estilo colonial con
excelente buen gusto, sirve de casa de hacienda de El Puente y en ella
habitan los esposos don Luis Gómez Grajales y doña Alicia Cárdenas.
También fueron destruídas por el fuego, en dicho año, numerosas casas de
arrendatarios de la finca.
En la casa de paja llamada de Los Espinos, que fue construída en
mucha parte por el mayordomo Francisco Ospina, la cual dio nombre años
después a la porción que heredaron de don José Manuel sus hijas Matilde y
María, ocurrió en la noche dominical del 21 de febrero de 1875 un asesinato
que hizo ruido en su época: aquel día se encontraba Silverio Torres -hijo de
un antiguo mayordomo de Yerbabuena- requebrando de amores a Nicolasa
Tocancipá, sin que ésta le hiciera mayor caso. El desdén de la agraciada
campesina, unido a numerosos vasos que había ingerido el galán "de la que
Dios hizo tan amarilla y sabrosa", fue motivo suficiente para que éste la
asesinara en el propio patio de la casa. Torres fue juzgado y murió en el
panóptico de Bogotá.

El segundo colegio, para niñas


Muerto don José María Marroquín y dividida la hacienda entre
Marroquines y Grajales, en 1878 determinó doña Matilde Osorio, esposa de
don José Manuel, repetir el esfuerzo hecho por su marido 28 años antes y
fundó en Yerbabuena un segundo colegio, este para niñas, del cual fueron
capellán el presbítero don José María Villalba; institutora y maestra, doña
Margarita Ucrós, y profesora de canto, doña Carmelita Gutiérrez.
El pequeño y escogido grupo de alumnas estuvo formado por las
siguientes niñas: María Francisca y Paulina Sáiz, María del Carmen, Susana
y Josefa Osorio, María Osorio,
Soledad Osorio, Matilde, María e Inés Marroquín Osorio, Clemencia
y Teresa Delgado, Carmen y Margarita Tamayo, Rafaela Reyes, Concepción
Franco, Carlota Ucrós, Nestoria Urrea y María Convers.

Las representaciones teatrales


"De 1825 a 827 ó 28 -escribe don José Manuel Marroquín- fueron las
comedias caseras entretenimiento predilecto de la familia mientras residía en

53
Yerbabuena. El alma de tales empresas era don Andrés Marroquín y Moreno
7, quien construyó una pieza para que sirviera de teatro, unos sesenta u
ochenta pasos hacia el oriente de la ramada que sirve para desmontarse.
"Tenían de particular aquellas funciones que solían ocupar, de telón
adentro, a todos los habitantes de la casa: y dizque llegó a haber comedias
sin más concurrentes, fuera de criados y arrendatarios, que don Juan
Nepomuceno Parra, cura de Chía, y doña Teresa Moreno de Marroquín. A
juicio de personas que vieron las comedias y que hablaban de ellas después
de haber visto representar en Bogotá a Gallardo y Fournier, los actores de
Yerbabuena eran admirables, señaladamente mi tío don Andrés y don
Domingo Sáiz. Fuera de estos dos representaban don Alejandro Osorio 8,
los otros tres Marroquines, sus hermanas doña María Josefa y doña Juana,
doña María Francisca Domínguez y doña Josefa Salazar (Las Paquitas), mi
madre doña Trinidad Ricaurte, doña Isabel Nariño de Sáiz, don Policarpo
Uricoechea, el doctor Merizalde; don Pedro Sáiz, don Jacobo Ricaurte y don
José Manuel de Vivero, que habiendo venido de Coroza¡ a estudiar y
hallándose a cargo de las señoritas Roeles 9, iba a Yerbabuena con don
Domingo Sáiz. Solemnizábanse las funciones con música de violines tocados
por don Manuel Margallo y don Joaquín Maldonado y en muchas de ellas
hubo canto. Toda la función se dedicaba a alguno, y tanto las loas en que se
hacía la dedicatoria, como las canciones, eran compuestas ya por mi tío don
Andrés, ya por mi tío don José María Sáiz."

La partición de "Yerbabuena"
Al morir los dos propietarios de Yerbabuena, don José Manuel
Marroquín Ricaurte y don Ramón Grajales Marroquín, cada mitad se
subdividió entre seis hijos. Las respectivas porciones, tal como aún existen,
tomaron los siguientes nombres y se convirtieron en otras tantas estancias
independientes:
De los Marroquínes: Los Espinos, Las Peñas, Los Cerros, La Cuarta,
Yerbabuena propiamente dicha, con su anexo de La Frontera, y La Mana.
De los Grajales: El Puente, Guauza, El Rincón, Sauzal, Santa Fé, El
Castillo, Calahorra y Santa Ana.
De todas estas tierras, actualmente apenas restan en poder de
descendientes de don Lorenzo Marroquín de la Sierra las fincas Los Cerros,

54
El Castillo y El Puente, de propiedad las dos primeras de los herederos de
don Lorenzo Marroquín Osorio, y la última pertenencia de don Luis Gómez
Grajales. El célebre castillo medieval, que domina la región M Puente M
Común, fue edificado por don Lorenzo en la porción de dicho nombre, que
compró a doña Ursula Grajales de Vargas, sobre planos especiales que trajo
de Europa.

Notas

1. Datos biográficos completos de don Gregorio Sánchez Manzaneque


hallará el lector en posterior capítulo de este libro.
2. El convenio para salvar a Yerbabuena resultó bastante oneroso para sus
propietarios, quienes tuvieron que entregar, en corto plazo, algo más de
ochocientas cabezas de ganado.
3. Don José Manuel Marroquín nació en 1827 y murió en 1908.
4. Es necesario tener presente que en esos años se almorzaba y se comía muy
temprano; generalmente las 10 de la mañana y las 4 de la tarde eran las
horas de sentarse a la mesa.
5. Es curioso anotar que cuando testó la abuela materna de don José
Manuel, doña María Dolores Nariño, en noviembre de 1828, dice que su
hija doña Trinidad, ya difunta, no dejó descendencia; y solamente al final
de¡ testamento, como si en ese preciso momento le hubieran dado la noticia,
declara que tiene tal nieto, de nombre Manuel, y agrega que debe
considerársele igualmente como heredero forzoso. Este documento
corresponde a la Notaría primera, año 1828.
6. Este primoroso libro constituye una verdadera curiosidad bibliográfica,
puesto que don José Manuel hizo imprimir apenas un número limitadísimo
de ejemplares: algo así como 24 ó 36, que repartió entre los miembros de la
familia.
7. Tío carnal de don José Manuel,
8. El célebre secretario de Estado del Libertador.
9. Don José Manuel refiere que un tal José Antonio Roel toreaba y
rejoneaba hábilmente, tras de largos años de práctica en la hacienda de La
Conejera, de los Castros, cuyos toros eran tan famosos por aquel entonces.
"Hacía -escribe el autor de 'En Familia'- que el toro al ser picado rehuyera el
cuerpo y no hiciera daño al caballo, al que casi no movía". Parece obvio,

55
desde luego, que esto se debla, más que a la habilidad de Roe] a la
mansedumbre de los toros cuneros, sin cruce de casta brava.

56
Capítulo VI
Tesoros de "Yerbabuena"

A Julio Caicedo Collins.

"Soy una rakasasa, revisto las formas que quiero y


produzco terror a todas las criaturas."
La Bruja Surpanaka. - "El Ramayana".

La hacienda de Yerbabuena, con todas las tierras que antes la


formaban, ha sido siempre un verdadero emporio de santuarios, guacas y
espantos de todas clases, en cantidad y en variedad tales que se puede
afirmar que, en la materia, ninguna otra finca de la Sabana puede
comparársele. Y ante todo es necesario recordar que don Lorenzo Marroquín
de la Sierra, el español, era en 1819 un hombre sumamente rico; que al
emprender la emigración debió enterrar gruesas sumas de dinero, joyas y
vajillas; y luego, no podemos olvidar a doña Trinidad Ricaurte y Nariño,
cuya alma en pena es forzoso que ronde siempre por la casa recogiendo sus
pasos.
"Cuéntase que la vajilla de plata que allí tenía la familia era
abundantísima -escribió el propio don José Manuel- y que cuando después
de fregarla la colocaban en el patio para que se secara, los que pasaban por el
camino del Común a Cajicá la veían brillar. Cuando llegó a Yerbabuena la
noticia de la derrota sufrida en Boyacá por los realistas, y Victoriano
Rodríguez y otro muchacho llamado Cipriano se hubieron venido a la
ciudad a traer los caballos para que don Lorenzo Marroquín y sus tres hijos
mayores emprendieran la emigración, la criada o arrendataria que cuidaba la
casa, llamada Agustina, y un negro que a lo que entiendo desempeñaba por
entonces funciones de mayordomo, enterraron toda la plata labrada en un
sitio de la casa inmediato al ángulo que forman en el patio los dos tramos
que la componen.
"Dos o tres veces se han hecho excavaciones para buscar la plata,
siguiendo las indicaciones de Juan Murcia, que dice haber visto hacer el
entierro, pero nada se ha encontrado. Mi abuela, doña Teresa Moreno, daba
al asunto demasiada poca importancia, y, sin embargo de que en más de una

57
ocasión se vio la familia muy apurada, no dispuso cosa alguna a fin de que se
buscase tal depósito. Yo entreví algo que me dio a entender que algunas de
las personas que intervinieron en la ocultación de la plata había declarado,
"in artículo mortis", que ésta había sido sustraída; y sospecho que aquella
señora se abstuvo de decirlo por respeto a la fama de quien se habla hecho
culpable de infidelidad. Cuenta Juan Murcia que las herramientas fueron
enterradas debajo del cauce de la quebrada, en un punto muy inmediato a
las corralejas que hoy existen.
"Por de contado, han vagado por las noches en los alrededores del sitio
en que se enterró la plata labrada, luces de aquellas que todos ven pero que
uno no ve jamás."
Cualquiera advierte, al través de las anteriores líneas, que don José
Manuel -como le ocurre a la generalidad de las personas, aunque no lo
confiesen abiertamente- creía en santuarios y en espantos, pero hacía todo el
esfuerzo posible para fingir incredulidad. Y es que en esta materia, siempre
tan atractiva; es el conocido dicho popular el que da la clave del asunto,
cuando dice, con marrullería inimitable: "Yo no creo en espantos, pero que
los hay los hay".
Tan cierto es esto, que poco después del año 1860 concedió permiso el
dueño de Yerbabuena a doña Jacinta Tordesillas, mujer que fue muy
conocida en Bogotá, para que buscara allí un tesoro o guaca de los
aborígenes, según descubrimiento que había hecho ojeando viejos papeles 1.
Doña Jacinta estuvo haciendo excavaciones por espacio de más de dos
meses, sin otro resultado que el de derrochar su dinero y echar a perder el
suelo de la gruta, situada a cierta distancia de la casa, que antes era seco e
igual.

***
Con las breves líneas que atrás se transcribieron quiso don José Manuel
Marroquín hacerle entierro de pobre al santuario de Yerbabuena, y a esto no
hay, francamente, derecho. Si todo se hubiera reducido a la plata labrada, y
si a ésta la hubieran sacado posteriormente, no se justificaría la existencia del
espanto, o sea del alma en pena de don Lorenzo; pero como es la verdad que
el espanto sigue haciendo de las suyas, la consecuencia se impone: en
Yerbabuena hay santuario enterrado aún, como se demostrará en seguida
con hechos y nombres propios:

58
Sabido es que todo espanto tiene sus características inconfundibles, en
su vestuario, en sus apariciones, etc. El de Yerbabuena se manifiesta
generalmente como un viajero que llega a la casa después de haber hecho un
largo viaje a caballo 2; las herraduras del animal golpean fuertemente al
entrara la pesebrera; el jinete abre, pausadamente, la puerta que chirría sobre
los goznes, y se le siente caminar como a persona que lleva alguna carga.
Finalmente, deja caer las maletas al suelo y se dirige hacia las habitaciones
interiores, en una de las cuales sus pasos se pierden...
Pues bien: no hace muchos años estuvieron viviendo en la casona de
los Marroquines, de veraneo, don Eusebio Vargas Montoya y su esposa,
doña Alicia Holguín-Arboleda, y una noche tuvo necesidad don Eusebio de
trasladarse al vecino pueblo de Chía con el fin de gestionar algún negocio.
Hizo, pues, ensillar un buen caballo de paso y emprendió viaje.
Mientras tanto, doña Alicia cenó y se acostó en una de las camas
gemelas de la alcoba. Las horas corrieron, y cuando ya los gallos cantaban
sintió la señora, entre dormida y despierta, que alguien llegaba a caballo,
entraba a la casa y abría la puerta de la alcoba. Sin salir de un agradable
duermevela, doña Alicia oyó cómo el extraño -a quien ella creía su marido-
se acostó en la otra cama gemela, como de costumbre, y apagó la luz.
Y llegó la mañana. ¡Cuál sería entonces el asombro de doña Alicia al
lanzar una mirada hacia la cama de su esposo y al comprobar que estaba
intacta, las cobijas y mantas en su sitio y sin señal alguna que denunciara el
regreso de don Eusebio! Por lo tanto, ¡había dormido aquella noche, sin
saberlo, con el espanto de Yerbabuena! La macabra idea le giró en el cerebro
a la señora de Vargas, cual un ringlete infernal, y cayó desvanecida.
Más tarde se comprobó que también las sirvientas sintieron llegar a
quien creyeron que sería don Eusebio, pero se supo, igualmente, que éste no
se había movido de Chía en toda la noche, que pasó en una alegre fiesta
social en unión de numerosos amigos.

***
Si lo narrado no bastara, ahí, en la casa de El Puente, vive una antigua
servidora de Yerbabuena, quien cuenta a todo el que la quiere oír cómo las
noches en que murieron en Bogotá don Andrés Marroquín Osorio y el abate
José Manuel sintieron los habitantes de la vieja casona el escándalo que hizo
el bisabuelo don Lorenzo: aquellas noches golpeó las puertas enfurecido, se

59
escucharon maldiciones y estrelló la vajilla contra el suelo. Pero, al
amanecer, y en medio del pasmo de cuantos escucharon tan desaforados
ruidos, se comprobó que todo había vuelto a su lugar: las puertas estaban
correctamente cerradas y las piezas de la vajilla lucían intactas en los
aparadores.
Y, ¿qué decir del espanto de doña Trinidad Ricaurte y Nariño, cuya
alma en pena sigue, y seguirá por los siglos de los siglos, rondando por la
vieja casona de Yerbabuena, que abandonó para ir al suicidio dejando a su
hijito abandonado?
Pocos años habían corrido desde la desaparición de esta señora, cuando
los moradores de la hacienda comenzaron a sentir que, hacia la medianoche,
se dejaba oír, nítidamente, el llanto de una mujer o de un niño, sin que
fuera posible localizar el punto de donde salían los lamentos; que eran de
una tristeza tal, que el corazón de quienes los oían amenazaba romperse.
Pronto se comprendió que quien lloraba era doña Trinidad y se aplicaron
todos los remedios conocidos para esta clase de espantos: misas, exorcismos,
conjuros, etc, sin que ninguno diera resultado; y, finalmente, en ocasión de
que alguna persona de la familia buscaba algo que se le había extraviado, en
una habitación vacía halló, entre una alacena olvidada, las espléndidas
trenzas que en vida adornaron la cabeza de la dama suicida, y que ésta trajo
del otro mundo no se sabe aún con qué objeto.
Como si fuera poco, es cosa sabida en la comarca que todos los años,
durante las noches del mes en que desapareció doña Trinidad, tañen
frecuentemente las campanas de la espadaña, doblando a muerto. ¡Es algo
terrible, que asusta a los más valientes!

El santuario de "El Rincón"


Entre los años 1826 y 1845 fue mayordomo de Yerbabuena un sujeto
de apellido Torres -padre del homicida de Los Espinos- quien construyó, en
bahareque y paja, la primitiva casa de El Rincón, que fue destinada para
vivienda del nuevo mayordomo Pedro Ospina. La casa fue objeto de
posteriores reparaciones, y en 1891 la habitaba don Luis de Brigard, quien
había tomado en arrendamiento aquella parte de la hacienda, cuando en la
noche del 25 al 26 de enero estalló un voraz incendio que acabó con ella.
Poco después, en 1895, El Rincón pasó a ser propiedad de doña Paulina
Caicedo viuda de Calvo -hija de don José Caicedo y Rojas y de doña Paulina

60
Suárez Fortoul-, de quien la heredó don Julio Caicedo Collins, y esta señora
le construyó la actual casa de hacienda. La finca se extiende, como es sabido,
entre El Castillo y Yerbabuena y desde el filo de la cordillera oriental hasta el
río Bogotá.
En su parte alta, en extremo pintoresca, se encuentran en El Rincón
simas profundísimas y extrañas, a las cuales es posible descender con ayuda
de cables y de lámparas eléctricas. Explorarlas fue, hace alrededor de un
cuarto de siglo, distracción preferida del dueño, a quien acompañaban
usualmente sus amigos don Vicente Rubio Marroquín y don Francisco Luis
Martínez, amén de un fornido arrendatario llamado Antonio Chapetón.
Ocurrió, pues, que un día descendió el señor Caicedo a la más
profunda e interesante de aquellas aberturas subterráneas, y como observara
un orificio circular en una de las rocas verticales intentó introducirse por allí,
sin lograr conseguirlo. Adelantó entonces el brazo con la linterna y pudo ver
un objeto que brillaba y que bien pronto estuvo en sus manos. ¡Júzguese
cuál sería su sorpresa cuando comprobó que se trataba de una culebrilla de
oro puro, típico trabajo de los aborígenes, de quince centímetros de
longitud, un centímetro de anchura y un milímetro de espesor! La cabeza
del lindo animalejo está formada por dos láminas finísimas, la superior
trabajada en forma de estrías ornamentales 3, y por entre ellas asoma una
lengüeta de oro, imitando la de los ofidios; y a cada lado de la cabeza
sobresalen tres hilos áureos, como bigotes de gato.

***

Meses más tarde, a principios del año 1923, don Julio Caicedo llevó
una noche la culebrita al Friend's Club y contó su historia ante varios
amigos, entre quienes se hallaban el doctor Bernardo J. Caicedo, don Carlos
Umaña Barreto y el autor de este libro. La charla posterior derivó hacia los
campos de la historia y se habló del tesoro del Zipa de Bacatá, nunca hallado
por los conquistadores; y al amanecer de aquel memorable día una
determinación se había tomado: buscar y encontrar, si posible fuere, la
misteriosa y riquísima guaca del soberano chibcha. Y dicho y hecho: dos días
después viajaron los amigos a la hacienda, y en la alcaldía de Chía hicieron
abrir el libro respectivo sobre denuncia de tesoros indígenas, para tener
pleno derecho a llevar a cabo todos lo,, trabajos necesarios al fin perseguido
4.

61
El escenario en donde presumían que está enterrada la guaca del Zipa 5
merece una breve descripción: en la parte más alta de la hacienda hay una
especie de anfiteatro natural, bordeado íntegramente de grandes piedras
lisas, en las cuales aparecen jeroglíficos indígenas de extraordinario interés,
especialmente uno de ellos que representa una lagartija coronada, para el
cual utilizó el ignoto artista tinta vegetal negra. Esa lagartija, según el sabio
doctor Casas Manrique, es importantísima porque es un emblema de claro
origen indonesio y es la única que se conoce en el altiplano, con la
particularidad de no estar pintada en rojo.
Pero hay algo más: en el centro del anfiteatro se encuentra una enorme
losa horizontal, conocida en la región con el nombre de "piedra de los
sacrificios"; y a la derecha, y a regular distancia, hay una cañada cuya
existencia es imposible sospechar mientras tanto que no se llegue a ella, pues
es completamente invisible desde los alrededores. Si se sigue por esta cañada,
al final de ella hay algo digno de atención: a la izquierda, un largo montículo
de tierra, de cerca de cincuenta metros de longitud, se desenvuelve en forma
de culebra, con cuatro curvas a cada lado; la cabeza es más elevada y ancha, y
contemplada a distancia semeja tener la boca abierta. Hacia la derecha de la
cabeza se levanta un montecillo de seis metros de diámetro y cinco de
elevación; y un poco más allá aparece la roca de los jeroglíficos, que no son
otra cosa que un plano exacto del terreno descrito, con la única excepción de
que en el dibujo aparece un nuevo punto, que viene a ser algo as! como la
prolongación de una línea que, partiendo de la cabeza y bordeando el
montecillo, lleva a la roca vertical que hay a la izquierda de la piedra que
utilizó el pintor aborigen. El conjunto del terreno es de forma triangular,
cuyos lados lo forman la culebra, la línea indicada y la roca del fondo. Y sólo
restan dos detalles por agregar: el primero es que la sima a donde descendió
el señor Caicedo, y en la cual halló la culebrilla de oro, está situada
justamente en el cerro que domina el anfiteatro; y el segundo es que tanto la
áurea culebrilla como la de tierra, y también la lagartija -o culebrilla-
coronada de los jeroglíficos, tienen las tres el mismo número de curvas a
cada lado: son, por lo tanto, muy significativamente semejantes.

***
Con fe, actividad y constancia sumas se adelantaron los trabajos de
santuariomanía en El Rincón. Hubo necesidad de contratar a un técnico y a
un guaquero profesionales, y as! se hizo. El técnico fue un señor de apellido

62
Guevara, muy conocido en Bogotá por su segunda profesión de escultor de
santos, quien tenía ya varios miles de pesos ahorrados procedentes de
afortunadas excavaciones anteriores, dinero con el cual había acariciado la
idea de viajar a Europa a proseguir sus estudios de estatuaria, cuando la mala
suerte cayó sobre él en forma de incendio 6 y lo dejó en la calle, literalmente
hablando. El guaquero, en funciones de descendiente puro de la raza
aborigen, fue Peregrino Guáqueta, oriundo de la región de Tequendama, de
amplia y bien probada experiencia en estos asuntos.
El técnico Guevara fue llevado al anfiteatro y luégo al "triángulo de la
culebra". Hizo revivir los jeroglíficos, los estudió por espacio de días y
dictaminó que el punto aquel del dibujo, sin señal correspondiente en el
terreno, significaba el sitio en donde era necesario cavar hasta que se hallara
un pozo de agua; y, a su turno, Peregrino conceptuó que tanto la culebra
como el montecillo eran artificiales y que habían sido construídos con tierra
acarreada desde un lugar próximo, que pudo también localizar. Y con esto, y
tras de las necesarias explicaciones para que se evitara la aproximación de
mujeres, porque su sola presencia hace que el tesoro se juya, se puso al frente
de los trabajos de excavación.
***

De firme, y por espacio de muchos días, se trabajó entonces. A cierta


profundidad se hallaron numerosas ollas de fabricación indígena, colocadas
de tres en tres y superpuestas; y, finalmente, tal como lo había anunciado el
técnico Guevara, apareció el pozo de agua. ¿De dónde provendría ésta? Por
indicaciones de Peregrino se exploró la hendedura en donde halló la
culebrilla de oro el señor Caicedo; penetrar por aquel estrecho orificio fue
tarea complicada y luégo, por en medio de dos rocas verticales que casi se
juntaban, fue posible descender a más de noventa metros bajo la superficie;
se siguió adelante por un amplio túnel, seco y polvoriento, y al final se halló
el camino obstruído por un extenso y profundo lago, cuyas aguas se tiñeron
de verde con gran cantidad de anilina llevada a prevención; y en esta forma
se comprobó que el agua encontrada abajo era la misma de la sima posterior,
sin que hasta hoy se sepa dónde nace ésta o de dónde viene. Pero, en todo
caso, el misterio iba aclarándose...
Solamente que, en este estado las cosas, intervinieron fortuitas
circunstancias que impidieron continuar los trabajos. Hubo necesidad de

63
abandonarlo todo, y allí continúan posiblemente escondidos los tesoros del
Zipa, cuya alma en pena prosigue asustando en las noches a quienes,
perdido el camino, se acercan por los lados del "triángulo de la culebra".
Lo bueno y conveniente, claro está, es no creer en santuarios, en guacas
ni en espantos, pero ¡que los hay, los hay!

Notas
1. Desde la Conquista viene la tradición -recogida por el Padre Simón- de que en
tierras de la antigua Yerbabuena hay enterrada una rica guaca indígena, que bien
pudieran ser los tesoros del Zipa.
2. No hay que olvidar que don Lorenzo, autor, seguramente, de la orden de
enterrar el santuario de los Marroquines, partió a caballo, emigrado, y no regresó
nunca más.
3. Es muy posible que con estas estrías quisiera dar a entender el orfebre indígena
que la culebrilla lleva una corona. Esto es muy importante, como se verá
adelante.
4. Esta denuncia legal de una guaca indígena es, muy posiblemente, la única que
se ha hecho en la Sabana de Bogotá. El entonces alcalde de Chía no opuso
dificultades debido -a que había vivido anteriormente en Antioquia y conocía las
disposiciones de la ley sobre el particular.
5. Quienes intervinimos en los trabajos que se narran, nunca hemos perdido la fe
en que el tesoro de los soberanos chibchas reposa aún en tierras de El Rincón.
6. Seis mil pesos en billetes tenía entre su baúl este señor Guevara, los cuales
desaparecieron, quemados, la noche en que se incendió la casa fronteriza al Teatro
de Colón, en donde hoy se levanta el moderno y hermoso edificio del Ministerio
de Relaciones Exteriores.

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Capítulo VII
"Tiquiza" y "Fagua"

In memoriam Francisco Gómez Pinzón

Fagua es también una hacienda de abolengos, por haber pertenecido a


don Gabriel Murillo y Cabrera, hijo del famoso pintor de las Inmaculadas,
Bartolomé Esteban Murillo, según estudios e investigaciones que ha
practicado el historiador don Guillermo Hernández de Alba y de los cuales
se hablará más adelante. La casa colonial de Fagua es, indudablemente, una
de las más antiguas y hermosas de la Sabana de Bogotá, y es el caso de
confiar en que su actual dueño, el doctor Jorge E. Cavelier, pondrá de su
parte cuanto sea necesario para salvarla de una posible destrucción que ya se
avecina, en la seguridad de que no será perdido su encomiable esfuerzo y
que se lo sabrán agradecer quienes aman las cosas antiguas, tradicionales e
históricas de encantadora belleza.
A la casona residencial de la estancia se llega por varias rutas, pero es la
mejor la que parte de Cajicá hacia la serranía llamada de Los Monos, de la
cual se desprende -adelante del Reformatorio de Menores de Fagüita- un
camino vecinal que atraviesa el Río Frío y que muere a las propias puertas de
la heredad. La construcción anuncia, con sus cielos rasos de vigas
descubiertas, no menos de tres siglos de existencia: el enorme patio enlosado,
realmente majestuoso, rodeado por crujias de techos más bajos que los del
bloque principal, cual viseras que se prolongan sobre los corredores, espera la
llegada de los caballeros armados de otros siglos; en tanto que las damas
acecharían desde el balconaje del extenso tramo que domina el costado
occidental, y que servía para atalayar desde allí los vastos potreros que se
pierden, ondulantes, en la lejanía.
El patio segundo, menos grandioso pero no menos atractivo, tiene en
la mitad una fuente circular de piedra, a la cual llega la rica y purísima agua
que desciende de la sierra cercana, la cual se lanza a la taza por una gárgola
que imita grotesca carátula. Y la casa señorial se prolonga, sobre sus tres
lados secundarios, en amplios y numerosos corralones y huertas, que hablan
de la riqueza en ganados que debió poseer en otras épocas la estancia de
Fagua.

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Desgraciadamente ¡ay! la colonial casona está muy destrozada.
Vandálicamente, no hace muchos años, estuvo funcionando en ella el
Reformatorio de Menores y los arrapiezos causaron en ella daños
irreparables; pero seguramente menos graves que los que ocasionaron los
funcionarios oficiales con sus llamadas obras de adaptación 1. Hoy está
abandonada, en parte convertida en graneros, y en las estancias vacías y
lóbregas resuena tristemente la voz de otras épocas y la de otras gentes que
vivieron en días no tan menguados como los que nos correspondieron a sus
nietos ... !

Las tierras y el gobernador Fagua


El aborigen don Antonio Fagua, gobernador de los indios de Chía en
los primeros años del gobierno colonial español, dio su nombre a la región
en donde está enclavada la hacienda motivo de este capítulo, la cual se
extiende al norte de la de Tíquiza, al oriente de la serranía de Los Monos,
que viene a ser algo así como el nacimiento de la sierra de El Espino, y al
occidente del Río Frío, llamado río de Tabio en los antiguos documentos,
que llega del norte territorial del municipio de este nombre en persecución
del Bogotá o Funza, en cuyo cauce vierte sus heladas linfas al sur del
poblado de la diosa Chía, que simbolizaba a la luna en la mitología chibcha.
En sus principios, tierras de Fagua se llamaron, indistintamente varias
estancias contiguas, unas de ganado mayor y otras de menor, de las cuales
hicieron merced las autoridades del cabildo santafereño -una vez delimitados
los resguardos de indígenas- al alguacil mayor Francisco de Estrada, cuyas
propiedades colindaban con las pequeñas parcelas de los indígenas; a doña
Ana Francisca de Silva, en 1587, quien fue hija del capitán Juan Muñoz de
Collantes y de doña Mencía de Silva y esposa del conquistador Cristóbal de
San Miguel, dueño del pueblo de Chía; a doña Leonor de Silva, esposa de
don Cristóbal Gómez Nieto, en 1582; y a don Andrés de Villela, en el
mismo año, cuya estancia, al decir de los viejos papeles, estaba delimitada
"desde donde desemboca el río de Tabio en el Valle de Chía, linde por parte
de Cajicá con la cordillera, el camino real en la mano, y por el otro cabo en
otra cordillera que viene a Chía, midiendo el río abajo a lo largo y a lo ancho
desde el camino real de Tunja hacia Chía, por ser como son tierras vacas
baldías y sin perjuicio que desde la dicha estancia hasta el pueblo de Chía
hay más de legua y media e otro tanto a Cajicá", etc.

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Colindantes con las anteriores tierras eran las heredades de Tíquiza, al
sur de Fagua, famosa por su laguna sagrada de los chibchas, la cual fue
proveída a don Juan de Silva Collantes en 1587, y La Rinconada, hacia la
parte de Cajicá, que era pertenencia de don Nicolás Fuertes de Gracia en el
año 1685, la cual también tenía linderos comunes con Fagua.

Realidad de la heredad de "Fagua"


Las tierras que fueron de don Andrés de Villela vendiólas éste, en 1593,
a Mateo Gualteros, quien al morir dejó un hijo de nombre Francisco al
cuidado de su viuda doña Petronila de Meneses, quien en breve contrajo
segundas nupcias con don Lorenzo Rodríguez Ceballos. Estas personas,
como nuevos dueños de aquellas tierras, en 1679 las vendieron a don
Miguel de Rojas, quien las conservó por varios anos, no sin antes haber
tenido -que sostener un litigio por linderos con su vecino de La Rinconada,
don Nicolás Fuertes de Gracia 2. Los hijos de Rojas, don Luis y don Matías,
en los primeros años del siglo XVIII traspasaron la estancia a don Martín
Navarrete, quien vendió en 1709 al Alférez Real don Ignacio de Mendoza,
esposo de doña María Forero y propietario de tierras en aquella parte, cuatro
cabuyas 3 que años atrás habían sido proveídas a la india Catarina Tinoco.
Por otra parte, las tierras de doña Ana Francisca de Silva y de doña
Leonor de Silva -eran hermanas- pronto llegaron a ser pertenencia de don
Juan de Artieda, quien levanta unos corrales al abrigo de la serranía, antes de
1593, en el propio lugar en donde hoy se encuentra la casona residencial de
la heredad, o a corta distancia de ella. De don Juan de Artieda, y
posiblemente por herencia, pasa a ser dueño de la finca don Juan de Esparza
y Artieda, quien la lega a sus descendientes en 1631 4.
No nos ha sido posible precisar, documentalmente, cuándo salió Fagua
-formada entonces por cuatro estancias "de pan y ganado mayor"- de las
manos de los sucesores de don Juan de Esparza, ni cuándo fue comprada por
don Gabriel Murillo y Cabrera, pero es un hecho que éste pasó los últimos
años de su vida trabajando en la hacienda; y en su histórica casa -
posiblemente edificada por los anteriores propietarios, hace alrededor de tres
siglos-, dejó de existir pacíficamente en el año 1700 pacíficamente en el año
1700.

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El hacendado don Gabriel Murillo
Don Gabriel Murillo residió por espacio de largos años en el Nuevo
Reino de Granada y consta que desempeñó el cargo de corregidor de
Ubaque, para el cual fue nombrado en 1681. Contrajo matrimonio en Santa
Fé con doña Antonia López Nieto, y por documentos suscritos por él se sabe
que era oriundo de Sevilla e hijo legítimo de "don Bartholomé Murillo y de
doña Francisca Cabrera 5 vecinos e naturales de dicha ciudad". Era, por lo
tanto, concuñado del capitán Felipe de Arguindegui, esposo de doña
Francisca López Nieto, una de cuyas hijas, doña Luisa Manuela de
Arguindegui, casó en segundas nupcias con el capitán don José Talens,
quien obsequió a la iglesia de Las Nieves con una riquísima custodia.
Don Gabriel tomó posesión de Fagua a fines del siglo XVII con el
ceremonial de costumbre, según lo hacían constar los escribanos de S.M.
con estas o parecidas palabras: "Teniendo la vara alta de la Real Justicia en
mi mano tomé por la suya al dicho... y lo metí en la dicha estancia, el cual se
paseó por ella de un cabo a otro y de otro a otro y echó de ella a los que en
ella estaban, arrancó yerbas del campo e hizo otras cosas, todo lo cual dijo
que hacía e hizo en señal de posesión, la cual el dicho... la tomó y
aprehendió de la dicha estancia y en vos y en nombre de toda ella y con
ánimo de la seguir y continuar."
Del matrimonio del hijo del famoso pintor sevillano y de doña
Antonia López Nieto nació una niña que fue bautizada con los nombres de
María Tomasa Rosalía, quien, al quedar huérfana, fue recogida y educada
por sus primos los esposos Talens-Arguindegui. Doña María Tomasa
Rosalía casó, en 1729, con don Alonso Pérez Delgado, español e hijo
legítimo de don Antonio Pérez Dominguez y de doña María Delgado de los
Santos; y una hija de este matrimonio, doña Luisa Pérez Delgado y Murillo,
fue esposa del capitán Gregorio Sánchez Manzaneque, cuya personalidad, y
la de sus descendientes, conocerá el lector en posteriores capítulos.

Prosigue el historial de "Fagua"


La heredad de Fagua, ya constituida en firme y con una extensión de
más de mil fanegadas, permanece por unos pocos años en poder de la viuda
de don Gabriel Murillo, quien vive allí en compañía de su hijita, y en el año
1704 encontramos a doña Antonia López Nieto pleiteando por linderos con
su vecino don Martín Navarrete, cada cual apoyándose en las mercedes

68
primitivas hechas a las hijas de Muñoz de Collantes y a Andrés de Villela,
respectivamente 6. Posiblemente por entonces murió aquella señora y la
hacienda fue sacada a remate, por haber menores de por medio, y cambió de
dueño. Lo cierto es que en 1726 aparece como su propietaria doña María
Forero, viuda a la sazón del Alférez Real don Ignacio de Mendoza, quien ha
logrado reunir en sus manos las dos grandes estancias de la región: Tíquiza y
Fagua, sobre los derechos de los títulos originales atrás mencionados 7. Poco
tiempo antes, en 1723, el gobernador indígena Ambrosio Pisco estuvo
también litigando por linderos de una finca suya, vecina de Fagua, con los
frailes de San Francisco, dueños de Tíquiza, estancia que poco después
vendieron éstos a la señora Forero.
En poder de doña María estuvieron las dos haciendas por espacio de
algunos años, pero en el de 1733 parece que fue sacada la de Fagua a remate
público y cambió otra vez de dueño, lo cual debió ocurrir al morir aquella
señora; y la de Tiquiza volvió a las manos de los franciscanos. En todo caso,
es muy de presumir que la heredad de que venimos tratando debió de
quedar en manos de los herederos del Alférez Real y de su esposa, puesto
que en 1771 hallamos que la familia Fuertes de Gracia adelanta pleito
contra don Ignacio de Mendoza debido a que catorce años antes aquéllos le
hipotecaron a don Jorge de Mendoza una porción de su heredad llamada La
Rinconada, que fue incorporada a las tierras de Fagua, de propiedad de
Mendoza. Aquella estancia es por entonces de herederos de sus tradicionales
dueños: de don Francisco Fuertes de Gracia, padre de doña María de
Gracia, esposa que fue de don Lorenzo Ballesteros; de doña María de Nava,
viuda de don Juan José Fuertes de Gracia, etc., herederos de don Nicolás del
mismo apellido; y hay otra porción de la finca que llegó a manos de don
Francisco Gutiérrez Rosales, quien la cedió al colegio de San Nicolás de
Tolentino, de los agustinos recoletos, y éstos la vendieron, en 1769, a la
mujer del gobernador indígena Tomás Pisco 8.

"Fagua" en las manos de los Barragán


La familia Barragán, originaria de la villa de Azuaga en Extremadura, se
hallaba radicada en términos de Zipaquirá y de Cajicá desde muchos años
antes. Uno de sus miembros, don Andrés Martín Barragán, esposo de doña
María Macías, tuvo tierras en aquellos vecindarios, que hablan sido
primitivamente de don Diego de Rojas, más tarde de don Juan Martín

69
Barragán y luégo de don Luis Martín Barragán, quien las cedió a su
hermano Andrés y éste las legó a sus hijos; uno de los cuales, don Felipe
Santiago Barragán, compró a sus hermanos en 850 patacones. Esta
operación comercial parece que fue base de su fortuna, y las tierras dichas -
una estancia de ganado menor- las conservó hasta 1785, año en el cual las
vendió al alcalde ordinario de Santa Fé don José de León, con linderos sobre
los resguardos indígenas de Cajicá, sobre el río Grande o Funza y con
pertenencias de Francisco Javier Moyano, al norte, y de Fernando Martínez
9.
Don Felipe Santiago Barragán, esposo, en primeras nupcias, de doña
María Gabriela Gaitán, oriunda de Tabio, y en segundas de doña Bárbara
López Medina, se hizo a la propiedad de Fagua en 1759 por la suma de
cinco mil patacones lo, y posteriormente compró también la hacienda de
Tíquiza a los franciscanos por tres mil doscientos patacones 10. Con estas
fincas hubiera podido dejar muy ricos a sus quince hijos -nueve Barraganes y
Gaitán y seis del segundo matrimonio-, pero el Destino dispuso otra cosa:
Efectivamente, don Felipe Santiago entregó a su hijo mayor, Santiago
de nombre, quien se había ordenado de presbítero en 1771, la estancia de
Fagua, y éste la vendió, a escondidas de su padre, al indígena Tomás Pisco
en 11.200 pesos de ocho décimos, de los cuales apenas logró ver 3.000 don
Felipe Santiago. Y en cuanto a Tíquiza, tampoco corrió esta finca mejor
suerte: la recibió el hijo segundo, don José Joaquín, cuando los compradores
ofrecían por ella hasta 6.000 pesos de ocho décimos, y también a hurtadillas
éste la cedió a don Cristóbal Antonio del Casal y Freiría, esposo de doña
Ildefonsa de Ahumada y Bastida, en 4.500 patacones, de los cuales no
recibió su padre ni un céntimo.
Don José Joaquín, años antes de malvender a Tíquiza, casó en la
capilla de la hacienda con doña Petronila Esparza, hija legítima de don
Santiago Esparza y de doña Gregoria Casanova; nieta de don Esteban de
Esparza y de doña Desidería Navarro, su esposa, y biznieta de aquél don
Juan de Esparza y Artieda, esposo de doña María García, quien fue dueño
de Fagua y la legó a sus hijos en el año 1631 11.

Entronque de ricos sabaneros


Hijos del dueño de Cortés y de Tequendama, no es extraño que don
Santiago Umaña Sanabria, viudo a la sazón, y su hermano don Ignacio

70
fueran grandes campesinos y conocedores de la Sabana en todos sus
vericuetos. Seguramente en más de una ocasión viajarían por tierras de Chía
y de Cajicá y visitarían la heredad de Fagua, en donde tuvieron la
oportunidad de conocer a la tercera y cuarta hijas del primer matrimonio de
don Felipe Santiago Barragán: a doña María Gabriela y a doña Isabel
Barragán y Gaitán. El noviazgo tuvo por escenarios los bellos campos de tan
espléndida hacienda y la acogedora y señorial casona que levantaron los de
Esparza, y culminó con sonado matrimonio doble en el viejo templo
parroquial de Chía, entonces bajo la dirección del doctor Francisco
Martínez Valderrama, que se celebró en 177 1, cuando aún faltaban diez y
ocho años para que se iniciara la construcción del notable Puente del
Común.
Y poco después la rica estancia perdióla la familia. El comprador,
Tomás Pisco, era hijo de Antonio Pisco y de Andrea Zorro, y hermano de
Juana Manuela, Luis, Juan de Dios, Antonia y José Ignacio, quien se volvió
"fatuo" (loco). Tomás murió relativamente joven y- dejó una hija de
nombre Andrea, quien contrajo matrimonio con Antonio Moyano. Todos
estos sostuvieron, en 1798, un largo litigio contra su hermana Juana
Manuela para lograr la partición de una finquita heredada de sus padres, la
cual colindaba con Fagua hacia los lados de Chía, que pudo muy bien ser la
misma que, en 1733, era de propiedad del gobernador Ambrosio Pisco.

Hacia los tiempos modernos


El siglo XIX se abre para el historial de Fagua con la compra que de la
heredad hizo, el lo. de febrero de 1801, doña Petronila de Castro y Arcaya,
hermana de los dueños de La Conejera y de El Noviciado, quien fue esposa
del español don José Antonio de Lago, natural de La Coruña e hijo legítimo
de don Juan de Lago y de doña María Magdalena de Aguila y Abelenda. De
este matrimonio hubo un hijo único, don José Manuel Lago y Castro, quien
murió como patriota en las prisiones de Carabobo. No fue casado, pero dejó
en Bogotá algunos hijos naturales a quienes reconoció y dejó herencia.
Doña Petronila no conservó por mucho tiempo la hacienda y la
transfirió a su hermano don Justo, quien la engrandeció con tierras aledañas
a cuya propiedad se hizo, y de tales compras es digna de mención la de la
estancia Cruz Colorada, situada hacia la serranía de Los Monos, por la cual
pagó 400 pesos al Convento de los Franciscanos en 1835. Don Justo, al

71
morir sin descendencia tres años después, legó Fagua a sus sobrinos los
señores de Castro y Montenegro, hijos de su hermano Ignacio, y de ella vino
a quedar por único dueño, en 1839, don Félix de dichos apellidos, quien
también murió soltero en Bogotá once años más tarde 12.
Así, pues, la heredad famosa y rica fue en 1850 pertenencia de los
hermanos de Castro y Uricoechea, sobrinos de don Félix e hijos de don
Antonio Benito de Castro y Montenegro, quienes se desprendieron de ella
más tarde y pasó a ser de -propiedad de don Leopoldo Borda Romero,
vástago del noble tronco del maestre de campo don Miguel de la Borda,
hidalgo vizcaíno, y de doña Juana María de Burgos, natural de Cartagena de
Indias. Don Leopoldo Borda, esposo de doña Concepción Tanco Armero,
vivió generalmente en Europa y en Barcelona murió en 1885, cuando desde
tiempo atrás habíale comprado la hacienda -cuya extensión se aproximaba
entonces a 2.000 fanegadas- don Marcelino Vargas Calderón, de origen
santandereano.
De entonces para acá comenzó la desmembración inevitable de Fagua,
aunque don Marcelino conservó la mayor parte de las tierras, las cuales
recibieron por herencia sus hijas doña Ana María Vargas de Ortiz y doña
Tulia Vargas de Obregón, quienes siguieron vendiendo porciones a
diferentes personas. El principal comprador, a partir de 1916, fue don José
Antonio Umaña Díaz, de distinguidísima familia oriunda de Tunja y cuyo
tronco se remonta, en el virreinato, hacia la primera mitad del siglo XVIII,
hasta don Dionisio de Umaña, fundador conocido de esta familia. Don José
Antonio casó con doña María Luisa Gutiérrez, hija del doctor Eladio
Gutiérrez, y sus hijos don Guillermo y don Enrique poséen actualmente la
estancia llamada Fagua de Abajo, con extensión de más de 700 fanegadas.
Otras desmembraciones de la finca primitiva son las siguientes: El
Retiro, con menos de un centenar de fanegadas, que conservan los señores
Ortiz Vargas, por herencia de los antiguos dueños; Golpe de Agua, algo más
extensa que la anterior, que pertenece a don Alberto Uribe Ramírez, y
Chamberí, que se aproxima en tamaño a las 200 fanegadas, que es
pertenencia de don Gabriel Samper. Fagua, propiamente dicha, con su
casona residencial rodeada por cerca de 150 fanegadas, es hoy, como atrás se
indicó, de] doctor Jorge Cavelier.

72
Notas
1. Es sabido que en Colombia son las autoridades los enemigos más grandes
que tienen las construcciones coloniales e históricas, y pretextos para
destruirlas nunca les faltan.
2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 40.
3. La cabuya media sesenta y siete varas "y sus pulgadas". Estancia de ganado
mayor se llamaba la que tenía 30 por 15 cabuyas; es decir, alrededor de 200
fanegadas.
4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 40; y "Teatro del Arte
Colonial" por Guillermo Hernández de Alba.
5. La tesis del historiador Hernández de Alba adolece de una falla: según los
biógrafos del famoso pintor sevillano, éste contrajo matrimonio en 1648 con
doña Beatriz de Calabrera (o Cabrera) y Sotomayor, noble y acomodada
señora de la Villa de Pilas, en tanto que don Gabriel Murillo afirma ser hijo
de doña Francisca de Cabrera. Hay, pues, una diferencia en el nombre de la
dama, que es menester aclarar satisfactoriamente. Los restantes documentos
son tan precisos y sugestivos que no admiten objeción en contra.
6. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 40.
7. Tierras de Cundinamarca, 26, y archivo particular de don Francisco Ortiz
Vargas.
8. Archivo Nacional. Notaría primera, 1771.
9. Notaría primera, 1785.
10. Notaría primera, 1761.
11. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá" por don José María Restrepo Sáenz
y Raimundo Rivas; y Archivo Nacional. Notaría primera, 1785 (Testamento
de Felipe Santiago Barragán).
12. Archivo particular de don Tadeo de Castro.

73
Segunda Parte
La Sabana Occidental

74
Capítulo I
"El Corzo", "La jabonera" y "Las monjas"

A Guillermo Camacho y Montoya.

Clara cuenta se dieron los conquistadores españoles de la fertilidad del


"valle de la Serrezuela", y es muy de suponer que a esto se debió que en
aquella región de la Sabana nunca hubiera habido haciendas de desmesurada
extensión, como las hubo en todas las demás comarcas de la altiplanicie. Y es
de creer también que la riqueza de estas tierras produjo cierta envidia en el
corazón de quienes recibieron estancias hacia las partes norte y oriental, pues
desde los primitivos tiempos viene repitiéndose la manoseada frase que
protagonizó para el futuro don Diego Suárez: "el norte para las personas y el
occidente para los animales", que también contiene una verdad innegable en
cuanto dice a variedad y belleza de los paisajes norteños, en haciendas tales
como El Chicó, La Conejera, Fusca, Halo Grande, Fagua, etc.

El "valle de la Serrezuela"
El terrateniente más grande del "valle de la Serrezuela" en los días
coloniales fue, sin duda, el Convento de las monjas de Santa Inés de Monte
Policiano, al cual pertenecían las heredades de El Corzo, La Jabonera y
Serrezuela propiamente dicha, la. cual se prolongaba al oriente hasta
Garzón, Pedregal y Potrero Grande; pero conviene anotar que el nombre de
Serrezuela era demasiado genérico para una finca y desapareció con el
tiempo. Y, como si fuera poco, dicho convento tenla también propiedades al
otro lado del río, sobre la margen derecha del Bojacá, que llevaban los
nombres de Las Monjas, El Salitre 1 y Cortés. Todas estas estancias llegaron
con los anos a ser pertenencias de particulares, según se irá viendo.
Y no eran las citadas las únicas haciendas que había en el '.'valle de la
Serrezuela", porque más hacia el oriente de Garzón, Pedregal y Potrero
Grande estaban las llamadas La Esperanza, La Estancia de la Serrezuela,
Casablanca -cuyo primitivo nombre fue Tibaitatá- y El Novillero, la célebre
heredad matriz de los mayorazgos de la Dehesa de Bogotá.

75
Historial de "El Corzo"
Las monjitas de Santa Inés poseyeron tierras en aquella parte de la
Sabana desde cuando se estableció la comunidad en el país, durante la
primera mitad del siglo XVII, por disposición testamentaria del Alférez Real
don Juan Clemente de Chávez, fallecido en el año 1629, y poco a poco
fueron aumentando en extensión y riqueza sus propiedades, en virtud de
compras sucesivas. Y ahora veamos la incorporación de las tierras de El
Corzo al acervo de los bienes monjiles:
Esta hacienda le fue proveída al conquistador capitán Alonso de Olalla
el Cojo, encomendero de Facatativá, y sus hijos la heredaron. Años después,
en 1646, la estancia era de propiedad de don Francisco de Sologuren, quien
la vendió a don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano, esposo de la
mayorazga de la Dehesa de Bogotá doña María Maldonado de Mendoza y
Bohórquez. Antes de pertenecerle a Sologuren, El Corzo había sido del
padre de doña Luisa del Río, esposa de Juan del Río, y cuando el suegro de
éste compró la heredad la vinculó a tierras que ya poseía en la región (¿La
Jabonera?) y que antes habían sido del licenciado don Gerónimo Serrano de
Ávila, a quien pagó por ellas 12.500 patacones.
Andando el tiempo, la hacienda llegó a manos del capitán y sargento
mayor don Fernando de Olmos y Salcedo, por compra que de ella hizo en
168 1, y en contra suya se formó más tarde concurso de acreedores, en el
año 1707. Pero la finca continuó en su poder y por herencia la recibió su
hija doña Eufrasia de Olmos, esposa de don Gregorio de Valenzuela y
Faxardo, y éstos la legaron -previo un avalúo que se consideró excesivamente
bajo- a su hijo don Ignacio Faxardo y Olmos, esposo que fue de doña
Catalina Ignacia de Olarte, quien sucedió en la propiedad de El Corzo a su
marido al morir éste.
Pero ocurrió que doña Catalina legó la estancia a doña Mariana
Mojica, esposa de Juan Antonio de La Viana, y entonces iniciaron pleito
contra aquélla, apoyándose en lo reducido del avalúo con que la recibió don
Ignacio de Faxardo y Olmos, las hermanas de éste, doña Ignacia y doña
Mariana, quienes por último ganaron el pleito y recibieron -mediante ciertas
condiciones- la propiedad motivo del litigio. Finalmente, doña Mariana y
doña Ignacia de Faxardo y Olmos vendieron la heredad a las monjas de
Santa Inés, en los primeros años de la segunda mitad del siglo XVIII 2.

76
Con esta compra, las monjitas redondearon su gran latifundio en
aquella parte de la Sabana, con tierras sobre las dos márgenes del río Bojacá,
que correspondía a las actuales haciendas de El Corzo, La Jabonera, Argel,
San Marino, Las monjas, Las Monjitas, El Salitre y Cortés. El Corzo, hoy
dividido, pertenece a las familias Ëngel Tamayo y Ángel Montoya; La
Jabonera es de propiedad de don Ricardo Cubides, por compra que hizo a
los herederos de don Luis Cuervo Márquez; Argel dejólo por herencia a sus
hijas doña Isabel Hoyos de Soto; y Las Monjas y Las Monjitas fueron
pertenencia, hasta el día de su muerte, de don Carlos Michelsen.

Arrendamientos de las monjitas


La heredad completa del Convento de las monjas de Santa Inés
acostumbraban éstas darla en arrendamiento a diferentes personas, y es el
caso de recordar que entre 1798 y 1807 la tuvo el tristemente célebre José
Antonio Ugarte, rematador, en el alo 1809, y a mitad de precio, de todos los
bienes de don Antonio Nariño. "Torna un buey gordo por veinticinco
pesos; toma siete flacos a catorce. Los bellos potros, debilidad constante del
gallardo jinete, a diez y seis pesos, los caballos viejos a cuatro pesos, los
montones de trigo que valían y se habían vendido a cuatro mil pesos, los
consigue el logrero Ugarte por dos mil pesos. Nada se respeta en aquel
asalto" 3.
Más tarde, en 1817, fue también arrendatario de El Corzo, Serrezuela y
La Jabonera don Pedro Frade, y en 1821 las tomó don Carlos Santos
Mogollón, quien subarrendó Serrezuela, en el año 22, a don José Leandro
Cabrera, hijo del soldado valenciano don José Cabrera y de la santafereña
doña Rosa Pinzón y Barazar, y esposo de doña Martina Pereira Prieto 4.

77
Notas
1. El nombre de El Salitre lo llevan varias haciendas en la Sabana, entre otras la de
Bojacá, una en Suba, que formó parte de La Conejera; otra que rodea a Bogotá
por el Occidente y que hace pocos años recibió por legado la Beneficencia de
Cundinamarca, etc.
2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 46; y Notaría segunda, 1767.
3. "Nariño", por Jorge Ricardo Bejarano.
4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 46; Notaría primera, 1821 y
1822; y "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", de José María Restrepo Sáenz y
Raimundo Rivas.

78
Capítulo II
"La estancia de La Serrezuela"

A Alfonso Soto Martínez y Hernando Bernal Durán

La heredad que llevó el nombre de La Estancia de la Serrezuela, y que


hoy se llama con mayor llaneza La Estancia, tuvo su origen en las tierras que
fuéronle proveídas al conquistador Alfonso Díaz, encomendero de la
población del mismo nombre, quien casó con doña Leonor Gómez, una de
las seis primeras mujeres españolas que vinieron a Santa Fé; y de ellas tomó
posesión Díaz ante el propio Adelantado don Gonzalo Ximénez de
Quesada. Los títulos de estas tierras, originales de 1557, los perdió el
conquistador y le fueron expedidos de nuevo por Venero de Leyva en el año
1574, y en tales documentos consta que se prolongaban sobre la margen
izquierda del río Bojacá hasta el pantano grande de este nombre o Laguna
Encantada, hoy llamada de La Herrera. Además formaron también base de
la heredad las tierras que recibieron por merced el capitán Diego Hidalgo de
Montemayor, en 1585, las cuales se llamaban El Tunal, y don Gaspar López
Salgado, en 1588, que eran conocidas por El Granero. Estas últimas
pertenecen aún a la Estancia y aquéllas son un potrero de la contigua
hacienda de Casablanca 1.
El Tunal y El Granero se unieron posteriormente bajo las manos de
don Alonso Bravo de Montemayor, hijo del capitán Diego de estos
apellidos, y de don Alonso las heredó su nieta doña Catarina Bravo de
Montemayor, esposa del capitán José de Solabarrieta y Marquina.

Nuevos dueños de "La Estancia"


Con el transcurrir del tiempo, La Estancia de la Serrezuela llegó a
poder de don Gerónimo Melo, de quien la heredó su hijo don Juan de Melo
2, propietario de ella en 1638; y años más tarde fue dueño de la heredad el
corregidor de Santa Fé don Andrés Pinzón Sailorda, quien la vendió a don
Juan Nariño y Alvarez del Casal, hermano de El Precursor, en 1791 y por la
cantidad de 25.000 patacones. Pinzón Sailorda había comprado la hacienda
al presbítero don Manuel Antonio de Porras, en 1786, por 22.400
patacones, según detalles que se darán en seguida:

79
Hacia el año 1745 aquellas tierras eran pertenencia de doña Rosa
María de la Mora y Bárcenas, quien estaba emparentada con los Solabarrieta
por ser doña Ana de la Mora y Bárcenas casada con don Diego de
Solabarrieta Bravo, hijo de los ya citados don José y doña Catarina 3, y es
factible suponer que dicha señora las compró a éstos o que le llegaron por
herencia. En todo caso, doña Rosa María fue dueña de una gran extensión al
sur y al occidente de Serrezuela, que más tarde se subdividió en Potrero
Grande, de propiedad de don Antonio de Caicedo y Herrera, y en las
estancias de La Buena Esperanza y La Quesera de Santa María, del
presbítero Porras, quien las había comprado en 1770 a las tantas veces citada
doña Rosa de la Mora, las cuales se prolongaban, al norte, hasta la actual
carretera de la Sabana, y, por el sur, hasta el Bojacá, rodeando por esta parte
y por el occidente al pueblo de Serrezuela. El presbítero Porras vendió parte
de su finca, lo situado más hacia el norte, en el año 1780 a don Matías
Abondano, en 5.000 patacones; y, a su turno, cinco años después vendió
Abondano la mitad de lo suyo a don Francisco Javier de Vergara, dueño de
la contigua heredad de Casablanca, en 4.000 patacones, lo cual representaba
una notable valorización de aquellas tierras. La porción que se reservó
Abondano -en realidad, algo así como una octava parte de todo lo que había
sido de propiedad del presbítero Porras en 1780- fue avaluada en otros
4.000 patacones por don Santiago Umaña Sanabria, hijo del dueño de
Cortés, y tenía capacidad para sostener 250 cabezas de ganado; dato que
permite calcular en no menos de 300 fanegadas la medida de cada una de las
estancias de Abondano y de Vergara, que éste incorporó a su tradicional
hacienda 4.
Así, pues, las tierras que conservó para sí el presbítero don Manuel
Antonio de Porras, que vendió más tarde al corregidor Pinzón Sailorda y
que a éste compró don Juan Nariño, fueron exactamente las que se llaman
La Estancia y que están situadas al sur y al suroeste del poblado, con límites
sobre el río Bojacá y la hacienda de La Herrera.

El remate de "La Estancia"


Siete años apenas conservó la finca don Juan Nariño, pero su historia
está indisolublemente ligada a uno de los misterios de la vida de su hermano
don Antonio, ya que en la casa de la hacienda estuvieron ocultos libros
reputados por prohibidos en el virreinato cuando éste fue reducido a prisión

80
en el año 1794; y en la Caja de Diezmos, al hacer el arqueo de ella para
comprobar el desfalco de que se acusaba a El Precursor, fue encontrado un
vale firmado por don Juan Nariño, por valor de 6.286 pesos de ocho
décimos, documento que sirvió poco después a los acreedores para pedir el
remate de La Estancia 5.
Lo cierto es que en 1797 -año en que regresó Nariño a Santa Fé,
después de su fuga en Cádiz- el corregidor Pinzón Sailorda demanda por
deudas a don Juan Nariño, una de las cuales, se hace constar, es el vale a
favor de la Caja de Diezmos, suma esta que ya habían cubierto los fiadores
de don Antonio. Se abre, pues, el concurso de acreedores y los 6.286 pesos
son colocados en el undécimo lugar; y para el remate hacen postura el
propio Pinzón Sailorda, los conventos de San Francisco, Santa Clara y Santo
Domingo y otras personas.
Finalmente,- en el año 1798, los fiadores de Nariño El Precursor,
señores Andrés de Otero, Dionisio Torres y José y Luis de Caicedo y Flórez,
aceptaron el remate de La Estancia y en su nombre hizo postura el abogado
Dionisio de Ojeda, apoderado de aquéllos, a quien le fue adjudicada la
heredad. El apoderado Ojeda, en virtud de negociación privada hecha por
sus poderdantes, cedió la propiedad a don Luis de Caicedo y Flórez 6; y éste
la vendió en 1799 a don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano, El
Patriarca de la Sabana 7.

Nuevas vicisitudes de la heredad


Como es sabido, al llegar el Pacificador Morillo en 1816, una de las
principales víctimas que entonces cayó fue don Pantaleón Gutiérrez, quien
fue condenado a la pena de destierro en Omoa; y en tanto que se hallaba
preso en el Colegio del Rosario -ya fusilado su hijo mayor don José Gregorio
Gutiérrez Moreno- a su esposa doña María Francisca Moreno e Isabella le
embargaron la casa de la tercera Calle Real y las haciendas de La Estancia de
la Serrezuela, La Herrera y Aranda o Techo de los Jorges, más los potreros
de Sanguino y Usca.
Como es obvio, al venir la Independencia recuperaron sus bienes sus
legítimos dueños. Don Pantaleón, ya en libertad, fue de nuevo dueño de La
Estancia y pudo disfrutarla hasta el día de su muerte. Este notable prócer fue
hijo de don Francisco Antonio Gutiérrez y Cacho, oriundo de Laredo
(España), de doña Mariana Díaz de Quijano, santafereña, hija a su vez, de

81
don Juan Francisco Díaz de Quijano y de doña Manuela de Herrera y
García; y nieta de don Francisco Díaz de Quijano y Camio y de doña
Andrea de Ceballos, de don Bartolomé de Herrera y Ortega y de doña
María Teresa Garcia.
Al morir don Pantaleón, La Estancia correspondióle por herencia a su
hijo don Agustín Gutiérrez Moreno, quien murió en breve y la hacienda
quedó de propiedad de su madre doña María Francisca Moreno, por ser
aquél soltero. Colindaba entonces con Casablanca, al oriente; con Potrero
Grande, al occidente, y con La Herrera -pertenencia de esta señora-, río
Bojacá de por medio, al sur.
Doña María Francisca conservó la heredad hasta 1836, año en el cual
la vendió a don Nicolás de Leyva en 28.000 patacones, y al corto tiempo
éste la traspasó a don Rafael Álvarez Bastida, quien había contraído
matrimonio con doña Vicenta Gutiérrez Vergara en 1827. Posteriormente,
don Rafael Alvarez cedió la heredad a su primo hermano don Nepomuceno
Caicedo y Bastida, esposo, desde el año 1821, de doña Catarina Gutiérrez
Moreno. Aquél y éste dueños de La Estancia eran hijos de doña Bárbara de
la Bastida y Lee, nacida en 1776,y de don José Joaquín Álvarez de¡ Pino; y
de doña Ana María de la Bastida y Lee, nacida en 177 1, segunda esposa de
don José Caicedo y Flórez, respectivamente 8.
El nuevo propietario, don Nepomuceno Caicedo, le agregó a la finca el
potrero de San Andrés, que compró a los hijos de Francisco de la Cruz
González, dueños de Potrero Grande; y al morir la legó a su hija doña
Nicolasa, nacida en 1824, quien fue esposa de don Andrés Escallón y
Gómez, hijo de don Tomás Escallón y Castillo y de doña María de¡ Rosario
Gómez y Rodríguez de la Zerna; y de sus padres la heredó posteriormente
don Julián Escallón Caicedo, esposo de doña Concepción Umaña Tobar,
quien la dejó a su hijo don Luis Escallón Umaña, recientemente fallecido en
Bogotá. La Estancia pertenece, pues, hoy a doña Mercedes Caicedo, viuda
de don Luis Escallón, y a los hijos de este matrimonio 9.

82
Notas
1. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 35.
2. "El Camero", de Juan Rodríguez Freile.
3. Este punto de doña Rosa María de la Mora y de doña Ana de la Mora no es
satisfactoriamente claro, y bien puede ser que las dos sean una misma persona, en
cuyo caso es muy de presumir que dicha doña Rosa o doña Ana recibió La
Estancia de la Serrezuela por herencia de sus padres y abuelos. (Véase en el
Capítulo V de esta segunda parte lo referente a la hacienda de El Rosal, de
Subachoque).
4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 34 y 35; y protocolo Nota-rial del
año 1785. Tierras de Cundinamarca, 34; y "Nariño", por Jorge
5. Archivo Nacional. Ricardo Bejarano.
6. Datos completísimos sobre esta noble familia, la más antigua de las que
actualmente viven en Bogotá, pueden verse en la obra "Genealogías de Santa Fé de
Bogotá-, de José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. El tronco de la familia
en Santa Fé fueron don Francisco Beltrán de Caicedo, vascongado, y doña María
Pardo Dasmariñas y Velásquez, natural de la ciudad de Betanzos en Galicia.
7. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 34 y 46;
8. Archivo Nacional. Notaría primera, 1836; y "Genealogías", de Restrepo Sáenz
y Rivas.
9. "Genealogías", de Restrepo Sáenz y Rivas.

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Capítulo III
"Potrero Grande"

A Bernardo J. Caicedo

Es la hacienda de Potrero Grande de Serrezuela -pues hay otra de este


mismo nombre en la región del sur, de propiedad de los hermanos Germán,
Ernesto y Aurelio Cubillos- una de las más conocidas de la Sabana
occidental. Sus títulos originales no están satisfactoriamente precisados,
pero, según lo que es posible colegir, en los primeros días coloniales
perteneció al conquistador capitán Juan Ruiz de Orejuela, de noble familia
cordobesa, a quien la compré la abuela de don Juan Francisco Rodríguez; y
de éste la heredó su hijo don Francisco Rodríguez Galeano, alcalde de
primer voto de Santa Fé y encomendero de Serrezuela, quien, a su turno la
vendió en 1646 a Juan de Espinosa Campos, Hermano Tercero de la Orden
de San Francisco 1.
Potrero Grande se extendía en aquel entonces hasta el río Bojacá, por
el sur, y colindaba por el occidente con tierras de propiedad de las monjas de
Santa Inés, con quienes sostuvo en 1770 un complicado litigio su dueño,
don Antonio de Caicedo y Herrera, hijo de don Fernando de Caicedo y
Solabarrieta y de doña Inés de Herrera, y esposo de doña María Ignacia
Zapata. Las tierras de Caicedo y las colindantes hacia el oriente, todas
habían sido antes del mismo dueño, es decir, de doña Rosa María de la
Mora y Bárcenas, según detalles que se dieron en anteriores páginas. Lo
cierto del caso es que con posterioridad a 1750 se dividieron entre la dicha
doña Rosa María, que se reservó la estancia más cercana al pueblo de
Serrezuela, y don Antonio de Caicedo, quien adquirió la hacienda enclavada
entre la de aquella y las tierras de las monjitas, al occidente. Y una y otra
tenían también linderos con el llamado potrero de Garzón, de propiedad de
don Francisco Javier Ramírez, quien lo vendió, en 1766, al presbítero don
Manuel Antonio de Porras, como se verá más adelante 2.

Nuevos dueños de "Potrero Grande"


Don Antonio de Caicedo vendió la heredad de Potrero Grande a su
vecino el presbítero Porras, dueño ya de las tierras de La Estancia de la

84
Serrezuela, y éste al morir lególa al mayordomo Tomás González, con la
obligación de pagarle réditos a un su sobrino (del presbítero) y de responder
por un censo que pesaba sobre ella y a favor del Colegio de Nuestra Señora
del Pilar de las monjas de La Enseñanza. González disfrutó pacíficamente de
la hacienda y al morir la heredó su hijo Francisco de la Cruz González,
quien emigró, dejándola abandonada, en 1819, en vista de lo cual fue
ocupada por las autoridades republicanas. Este hecho dio origen a un pleito
que instauró la priora de La Enseñanza, doña María Magdalena de Caicedo,
con el resultado de que le fue devuelta la propiedad a los hijos de González,
quienes continuaron poseyéndola y en el año 1822 la dieron en
arrendamiento a don Andrés Caicedo y Bastida, hermano de don Juan
Nepomuceno, de quien ya se dieron noticias en anterior relato 3.
Don Andrés Caicedo y Bastida, hijo de don José de Caicedo y Flórez y
de doña Ana María de la Bastida y Lee, con honradez y laboriosidad
admirables logró formar una sólida fortuna, y en el año 1832 compré la
hacienda a Juan José, Ignacia, Luis y Petronila González, hijos del emigrante
de 1819. Entonces colindaba Potrero Grande con La Estancia y La Herrera,
de los Gutiérrez; con una zanja que, por el oriente, corría de norte a sur
desde la carretera hasta el río Bojacá; con tierras de la estancia de Laguna
Larga, al norte, y con los potreros de Pedregal, Garzón y Santiago, al
poniente. Este último potrero, que años antes había sido de propiedad de
don León José Umaña, según se verá más adelante, lo agregó a su heredad la
viuda de Caicedo y Bastida en 1863, por compra que de él hizo a don Pedro
Alcántara Pardo 4.
El dueño de la rica hacienda, como lo narra detalladamente el autor de
las populares "Reminiscencias", fue víctima de la cuadrilla de ladrones de
Russi en 1851, al arrojarle uno de los bandidos cal viva a los ojos, lo que le
ocasionó una grave dolencia que le acompañó hasta el final de su vida. Don
Andrés murió en 1861 sin dejar descendencia, y la heredad la legó a su viuda
doña Evarista Quijano y Caicedo, su parienta, quien era hija de don José
María Quijano y Venegas y de doña María Josefa Caicedo y Santamaría.
Doña Evarista sobrevivió algunos años a su esposo y en 1869 otorgó
testamento. En virtud de este documento 5 dejó a su hermano don
Francisco Quijano y Caicedo los potreros de San Francisco y El Sosiego, con
una extensión total de 247 fanegadas; a los hijos de otro de sus hermanos
llamado don Teodoro, ya difunto, les dejó los potreros de San José y San

85
Evaristo, con una extensión superficiaria de 307 fanegadas; y el resto de
la finca original más el potrero de Santiago los legó a sus sobrinos doña
Virginia Quijano de Pardo y don Roberto Quijano Otero y a los hijos de
otro de sus sobrinos, don José María Quijano Otero. La totalidad de Potrero
Grande colindaba en aquel año con La Estancia, de doña Nicolasa Caicedo
y Gutiérrez, esposa de don Andrés Escallón y Gómez; con la Herrera, de
doña Evangelista Manrique; con Cortés, de don Cristóbal Umaña Barrero;
con los potreros de Garzón y Pedregal y con Las Monjas.

Los Valenzuelas en "Potrero Grande"


La familia Quijano disfrutó de Potrero Grande por algún tiempo, hasta
que llegó a Bogotá el millonario santandereano don José María de
Valenzuela, quien se había visto obligado a abandonar su tierra natal por
razones de política. Don José María, esposo, en primeras nupcias, de doña
Concepción Mantilla, y, en segundas, de doña Paulina de Valenzuela,
parienta suya, trajo mucho dinero y lo invirtió en magníficas tierras
sabaneras, tales como las haciendas de Potrero Grande, La Majada y una
desmembración de Las Monjas, a la cual dio su moderno nombre de San
Marino. Estas propiedades pertenecen actualmente a sus descendientes, con
excepción de San Marino, que es de propiedad de los herederos de don
Olinto Blanco. Y subsisten también en el "valle de Serrezuela", bajo el
dominio de don Francisco Camacho Gutiérrez, las estancias de Pedregal y
Garzón, colindantes con Potrero Grande.

Notas
1. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 26.
2. Tierras de Cundinamarca, 35; y Notaría primera, 1776.
3. Tierras de Cundinamarca, 29; y Notaría primera, 1822.
4. Notaría primera, 1840; y Notaría segunda, 1869. 5. Notaría segunda, 1869.

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Capítulo IV
"Casablanca"

Al doctor Bernardo de Santamaría Osorio.

Bouloulom, te recomiendo los cuentos de hadas, muy


particularmente. A mí todavía me encantan. Las hadas
nos huyen, son radiantes, no se las puede atrapar, ni
aun se las puede ver, y se las ama eternamente.
Jules Renard. - "Diario".

Es obvio que con el transcurrir de los años las primitivas encomiendas,


enormemente extensas, se convirtieron en grandes estancias, al extremo de
que poseer hace un par de siglos mil o dos mil hectáreas en la Sabana no era
como para calificar la finca de latifundia: apenas podía considerársela como
una buena hacienda, pero no de mayor importancia. De estas famosas
heredades, vinculadas a un apellido, talvez han sido Casablanca, en
Serrezuela, Yerbabuena, en Chía y Tequendama, en Soacha, las tres únicas
que han pertenecido por más de cien o ciento cincuenta años a la misma
familia, trasmitiéndose su propiedad por herencia de padres a hijos. La
historia de la primera de éstas es la que se encontrará en seguida:
No sería bogotano quien al oír el nombre de Casablanca dejara de
complementarlo mentalmente con el noble apellido de los Vergaras, a
quienes perteneció por espacio de luengos años:
"Siete generaciones de hombres buenos han dormido en tu alcoba
hospitalaria",
cantaba don José María Vergara y Vergara a la hacienda de sus
preclaros abuelos, después de que su padre se vio precisado a desprenderse
de ella. Don Ignacio Manuel, último propietario que llevara el apellido, era
descendiente directo de aquel gaditano don Antonio de Vergara Azcárate y
Ávila, llegado a Santa Fé en 1622 con sus señores tíos don Alonso Turrillo
de Yebra, fundador de la Casa de Moneda, y doña María de Vergara. Don
Antonio casó, en el año 1640, con doña Alfonsa de Mayorga y Olmos, de
esclarecido linaje, hija de don Alonso López Hidalgo de Mayorga -quien

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encontró en La Cabrera la imagen de la virgen del Campo, de San Diego-;
nieta, por la rama materna, del conquistador Juan de Olmos, y hermana de
doña Teresa de Mayorga y Olmos, segunda esposa del capitán y
encomendero de Suesca don Francisco Beltrán de Caicedo y Pardo,
muertos, una y otro, pocos meses antes del matrimonio de doña Alfonsa.
Hijo de esta unión fue don Francisco de Vergara y Mayorga, quien
casó con doña Ursula Gómez de Sandoval -a cuyo padre se deben la
construcción de la capilla del Sagrario y los magníficos cuadros de Vásquez
Ceballos que la adornan-, encomendero de Serrezuela por herencia paterna.
Este derecho le fue ratificado a su hijo don José de Vergara y Gómez de
Sandoval por el presidente Gil de Cabrera y Dávalos.
Don José contrajo matrimonio con doña Gertrudis Vela y Patiño del
Rincón y de esta unión nacieron 19 hijos, de los cuales se salvó únicamente
uno, el doctor Francisco de Vergara Azcárate y Vela Patiño, pues los otros
18 y la madre, doña Gertrudis, murieron en Pamplona, en el término de
días, a causa de una de aquellas terribles epidemias de fiebre amarilla que se
presentaron en los años coloniales. Don José, prácticamente desaparecida su
familia, abrazó la carrera eclesiástica y falleció años después en el Socorro.
Don Francisco, el sobreviviente, nacido en 1712, contrajo matrimonio
a los 24 años con doña Petronila de Caicedo y Vélez Ladrón de Guevara,
hija legítima de don José de Caicedo y Pastrana, bautizado en Serrezuela en
1684 y encomendero de Bojacá por real título del 23 de septiembre de
1699, y de doña Mariana Vélez de Guevara y Caicedo, española; y nieta de
don Alonso de Caicedo y Floriano y de doña Francisca Pastrana de Cabrera
y Pretel, de don Cristóbal Vélez de Guevara, tercer marqués de Quintana de
las Torres y de doña Ángela de Caicedo. De la unión de don Francisco con
doña Petronila fue descendiente directo -biznieto- don José María Vergara y
Vergara, hijo de don Ignacio Manuel de Vergara y Sanz de Santamaría y de
doña Ignacia Calixta de Vergara y Nates (prima suya por ser hija de don
Cristóbal de Vergara y de doña Francisca Nates y Rebolledo), y nieto de don
Francisco Javier de Vergara y de doña Francisca Sanz de Santamaría y
Prieto.

La hacienda de "Casablanca"
La primitiva estancia de Casablanca, que originariamente llevó el
eufónico nombre de Tibaitatá, era un poco mayor que la actual; es decir,

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que apenas tendría una extensión superior a mil fanegadas; y fue su primer
propietario don Antonio de Vergara Azcárate, quien le construyó la casa de
hacienda en el lugar llamado "Isacón", al pie de la serrezuela pedregosa que
dio nombre a la encomienda y a la población actual, y a corta distancia de
las rocas llamadas de "La Letra", tajadas a pico, que sirven como escenario al
articulo 'Tos Buitres" de Vergara y Vergara.
Casablanca se conservó por muchos años aproximadamente igual, hasta
que llegó a poder de don Francisco Javier de Vergara, nacido en 1747, quien
la ensanchó notablemente con las tierras y pantanos llamados de Balsillas,
que anteriormente formaron parte de El Novillero, de propiedad de los
mayorazgos de la Dehesa de Bogotá, y con parte de la antigua estancia que
fue del presbítero Porras y antes de doña Rosa María de la Mora, que
compré en 1785, porción que corresponde a las tierras situadas a
inmediaciones de Serrezuela, al sur y al oeste. Don Francisco Javier murió
en 1816, y su hijo y heredero, don Ignacio Manuel de Vergara, quiso seguir
adelante la labor de engrandecimiento de la hacienda familiar y le unió
terrenos de La Estancia de la Serrezuela, que habían sido de propiedad de
don Pantaleón Gutiérrez, y los resguardos indígenas de la población, que
logró comprar. Pero don Ignacio Manuel olvidó el sabio refrán que dice: "el
que mucho abarca poco aprieta", y en sus manos se quebrantó la riqueza
familiar, viéndose obligado a vender, de nuevo, La Estancia y Balsillas. Esta
última finca pasó a poder de don José María Urdaneta Camero.
Y no terminó ahí el desastre económico a que llevó don Ignacio
Manuel de Vergara a su familia, pues también se vio forzado a desprenderse
de Casablanca, la cual fue adquirida por don José María Gómez Restrepo en
1866, mediante un pacto de retroventa que nunca se llevó a efecto. Don
Ignacio Manuel falleció poco tiempo después, en el año 1771, y dejó a los
suyos prácticamente arruinados.
De los varios hijos que tuvo el último propietario de Casablanca es
menester recordar el nombre de don José María Vergara y Vergara, espíritu
de selección y honra de las letras colombianas, quien contrajo matrimonio
muy joven, en la ciudad de Popayán, y en el año 1854, con doña Saturia
Balcázar Castrillón. La venta de la estancia familiar, en donde habían
transcurrido felices los años de su infancia y de su juventud, fue un rudo
golpe para la sensibilidad de don José María; y en recuerdo de la heredad de
los Vergaras dejó escritas páginas de inolvidable belleza:

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"... yo que heredo su nombre y sus memorias por eso te amo tanto,
¡Casablanca!"
La tradicional hacienda sabanera estuvo por espacio de varios años, en
poder de los señores Gómez Sáiz, quienes finalmente la vendieron, hace algo
más de un cuarto de siglo, a José María Sierra, millonario antioqueño, quien
la legó a sus descendientes y actuales propietarios.

El espanto de "Casablanca"
De gran popularidad goza el espanto de Casablanca, y testigos áticos
dan fe de su existencia. De su origen nada se sabe, así como tampoco de su
localización exacta dentro de la casa, lo cual ha impedido que un santuarió
ano entusiasta cause destrozos irreparables en la vieja casona de los Vergaras,
en busca del consabido tesoro. Pues lo más curioso que hay en esto de
entierros es que nada importa que la casa haya sido, en los años de la
Independencia, de propiedad de españoles -como Yerbabuena- o de
patriotas reconocidos -como Cortés, de los Umañas, o Casablanca, de los
Vergaras-, ya que forzosamente tiene que haber en ellas santuario escondido,
como si los viejos abuelos no tuvieran preocupación distinta a la de estar
cavando y enterrando sus monedas, vajillas y joyas.
Consiste tan notable espanto en que por las noches se oye rezar en la
capilla el rosario a coro, como es costumbre hacerlo en los conventos de
monjas. Son voces femeninas: una de ellas, grave y bien timbrada, lo
encabeza, y las demás, no menos de treinta, le contestan. Pero es inútil
intentar sorprender a quienes rezan -y ni siquiera se ha podido precisar si
son monjas o grandes damas de los tiempos ¡dos- pues en cuanto alguien
abre la puerta de la capilla el silencio se hace automáticamente; y sólo
cuando aquélla vuelve a estar herméticamente cerrada, se reanuda el rezo,
que ha sido escuchado devotamente por numerosas personas, entre otras por
doña María Josefa y doña Celestina Sáiz Nariño.
Pero hay algo más: en los días en que la hacienda perteneció al señor
Gómez Restrepo, una tarde se reunieron a jugar tresillo varios amigos del
dueño de la casa, entre ellos don Tomás de Brigard, padre del eminente
médico don Daniel de Brigard Herrera. Al cabo de un rato salió a los
corredores don Tomás, con el buen fin de desentumecerse las piernas, y los
compañeros de mesa notaron que se demoré en volver cerca de media hora.
Cuando entró de nuevo, don Eduardo Gómez Sáiz le interrogó:

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-¿Por qué te tardaste tanto?
-Fue que me encontré con Blas y me estuvo contando que su hija se iba
a casar y que el hijo mayor estaba bien colocado en Bogotá. Se me hizo Blas
muy envejecido y como enfermo...
No hay palabras suficientes para explicar la cara de estupor que
pusieron los miembros de la familia allí reunidos, hasta que doña María
Teresa Grajales de Gómez no pudo contenerse y exclamó:
-¡Tomás! Tú estabas hablando con el espanto de Casablanca, porque
todo lo que te contó es cierto. ¡Pero Blas... murió hace tres años y está
enterrado en Serrezuela!

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Capítulo V
"Cortés", "El Salitre" Y "El Rosal"

A Antonio María Osorio Umaña

Nos es necesario ahora trasladamos, imaginariamente, al otro lado del


río Bojacá y hacer un recuento histórico de las tierras que, con el transcurrir
de los años, formaron parte de la enorme heredad llamada Cortés, la cual no
fue primitivamente demasiado grande, y sus dueñas, las monjitas de Santa
Inés, la tenían como una más en aquella parte de la Sabana, al igual de otras
que conoce ya el lector. Así, pues, el convento monjil poseía la hacienda,
muy presumiblemente desde mediados del siglo XVII, y a principios del
XVIII la tuvo en arrendamiento don Juan de Moya; y poco después, hacia el
año 1739, le fue vendida a un tal don José Pérez -posiblemente padre o
hermano del canónigo don Francisco Pérez Manrique-, por la cantidad de 3.
100 patacones. El nuevo propietario la disfrutó y mejoró mucho en los
cuatro lustros largos durante los cuales la tuvo en sus manos, y en 9 de
agosto de 1763 la vendió al contado y por 4.200 patacones a don Juan
Agustín de Umaña. Entonces Cortés se extendía hasta el propio pueblo de
Bojacá y hasta la cercana laguna de "El Juncal", y colindaba "por el otro lado
con tierras que poseyó el capitán José de Mendiburu, y por la espalda con
los altos que miran a tierra caliente 1.
Ya propietario en Bojacá don Juan Agustín de Umaña, poco a poco fue
comprando nuevas tierras -comenzando por El Salitre, también de las
monjitas de la santa de Monte Policiano,, con las cuales engrandeció la
heredad a tal punto que, cuando hizo testamento en 1791, la legó a su hijo
primogénito don Santiago Umaña Sanabria, por encima de la de
Tequendama, que le correspondió al hermano menor don Ignacio Umaña
Sanabria 2. De las muchas estancias que, tarde o temprano, fueron
incorporadas por los Umañas a Cortés, se verá en seguida regular copia de
datos históricos:

Las tierras de "Cubia" o "Chunavá"


De los tiempos más antiguos se sabe que las tierras de Cubia-Suca o
Chunavá le fueron dadas por merced a Hernando de Alcocer, de quien se

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expresa así Rodríguez Freile en su nunca bien alabado libro "El Carnero":
"Hernando de Alcocer, encomendero de Bojacá y panches, casó con la
Sotomayor, y por muerte de ésta casó con la hija de Isabel Galiano y
vivieron juntos muchos años, estando esta señora siempre doncella. Las de
ogaño no aguardan tanto a poner divorcio. No tuvo hijos y heredóle su
sobrino Andrés de Piédrola; y mandóle que se casase con esta segunda
mujer, como lo hizo. Llamólo la Santa Inquisición de Lima por otro negocio
al Piédrola, y volviendo de ella murió en el camino. Casó esta señora tercera
vez con Alfonso González, receptor de la Real Audiencia, y con la misma
encomienda son muertos todos."
Chunavá, extensa y montañosa hacienda situada de Cortés hacia el sur,
comprendía también las tierras que se llamaron La Ortiz, y fue más tarde de
los esposos Gregorio Rodríguez y María González, quienes la vendieron, en
el año 1586, a Juan Martín, hijo del conquistador Pedro Martín,
encomendero de Cubia-Suca, y de Catalina de Barrionuevo; y de Juan
Martín la hubo, a título de capellanía, el Convento de los Agustinos, quienes
la conservaron por espacio de siglo y medio. Chunavá alcanzaba a tocar por
el sureste -tierras ya de La Ortiz- con la hacienda de Fute, entonces de
propiedad de don Antonio Maldonado- de Mendoza y de doña María de
Rioja y Bohórquez, mayorazgos de la Dehesa de Bogotá; y también
colindaba con la estancia de La Isla o La Herrera, pertenencia de doña Luisa
del Hierro Maldonado, quien casó con el capitán Pedro de Herrera; y
aquella señora la legó a su hijo don Pedro de Herrera Maldonado, esposo de
doña Blasina Brochero. Los agustinos recabaron para sus tierras la
adjudicación real, que les hizo, en 1636, don Sancho Girón marqués de
Sofraga 3.
En el año 1747, el procurador de los agustinos convocó a la
comunidad, al sonido de la campana, en la sala capitular del convento y
consiguió la autorización necesaria para vender la hacienda al alférez don
Ignacio de Rojas Sandoval, quien ya por entonces era dueño de tierras en la
comarca, según se verá más adelante. La compra a los agustinos -quienes
dejaron un hermoso edificio colonial en el pueblo de Bojacá-, incluyó
también los potreros de La Ortiz.

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Otras estancias de la comarca
Un año antes de que tuviera lugar la anterior compra, el alférez Ignacio
de Rojas se había hecho a la propiedad de las vecinas estancias denominadas
Sarmiento y Galindo, por venta que hizo el canónigo Pérez Manrique en la
cantidad de 3.623 pesos de ocho décimos, las cuales eran colindantes entre
sí. La primera de ellas había pertenecido, en años anteriores, al regidor de
Santa Fé don Francisco Sarmiento, quien le dio su nombre; y Galindo fue
vendida por el capitán y maestre de campo don José de Mendiburu, en
1742, al dicho canónigo, con límites sobre las tierras que fueron (¿acaso
Cortés?) de don Pedro Liñán de Vera y del oidor jubilado don Gabriel
Álvarez de Velasco, esposo de doña Francisca de Ospina, quien falleció en
Santa Fé en 1658 y fue sepultado en la capilla de Nuestra Señora de Gracia
en la iglesia de San Agustín 4; y se prolongaba "hasta las cumbres altas y
aguas vertientes hacia el pueblo de Bojacá". El regidor Sarmiento era
hermano de doña Luisa del Hierro, atrás citada, e hijos los dos de don
Hernando del Hierro Maldonado y de doña Gerónima Sarmiento.
Finalmente, en el año 1747 compró don Francisco Javier Ramírez,
como atrás se vio, la estancia de Garzón, sobre la margen izquierda del
Bojacá, a don Francisco Maldonado Bernabeu, mediante el pago de 1.000
patacones, y en la cual éste edificó "las casas grandes". El potrero de Garzón
colindaba con las tierras de dona Rosa de la Mora y de don Antonio de
Caicedo, en Serrezuela, y con la Laguna Encantada. El hacendado Ramírez
conservó a Garzón hasta el año 1766, en el cual la vendió al presbítero
Manuel Antonio de Porras 5.

Nuevos cambios de dueños


Es, pues, un hecho que en 1747 era dueño el alférez Ignacio de Rojas
Sandoval de las estancias de Chunavá -incluida La Ortiz-, Sarmiento y
Galindo, pero únicamente conservó la primera de ellas, la cual les llegó por
herencia a su viuda doña Rosa López y a sus hijos, en 1771. En cuanto a La
Ortiz, Sarmiento y Galindo, en el mismo año 47 las vendió al presbítero
domiciliario don Juan José de Gaona y Bastida , hijo legítimo del capitán
don Juan Bernardo de Gaona y Bastida y de doña Josefa de Navarro y
Olarte, y suyas eran cuando años después hizo aquel testamento. El
presbítero Gaoria y Bastida conservó la estancia de Sarmiento y vendió las
de La Ortiz y Galindo -después de otorgado el documento citado-, en el año

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1762, al presbítero maestro don Manuel Guerrero en la suma de 10.000
patacones, operación comercial para la cual dio este último como fiador a
don Felipe
Santiago Barragán, dueño de Fagua. Los antiguos papeles dejan
constancia en esta compra de que La Ortiz tenía una casa de tapia y paja 6.
Conviene anotar que en 1748 se ventiló un pleito entre el alférez Rojas
Sandoval, dueño de Chunavá, y el canónigo Gaona y Bastida, hacendado de
La Ortiz, por asunto de linderos; y por la misma razón, pero sobre distintas
líneas colindantes, sostuvieron otro litigio ellos mismos en 1770.
Excepto Chunavá, que llegó a ser pertenencia de don Mariano Matiz,
quien la cedió a su esposa doña María Josefa Umaña, hija de don Santiago,
todas las otras tierras que se han nombrado fueron lentamente llegando a las
manos de don Juan Agustín de Umaña y de su hijo mayor, quienes crearon
así una valiosísima heredad, bajo el nombre general de Cortés.

Los Umañas santafereños.


Antes de continuar es necesario decir algo sobre los Umañas de las
haciendas de Cortés y de Tequendama, a quienes para mejor comprensión
llamaremos los de Santa Fé, con el fin de diferenciarlos de los Umañas de la
otra estirpe -en su mayor parte radicada en el departamento de Boyacá-, la
cual tiene por tronco a don Dionisio de Umaña, y a quienes daremos el
apelativo de los de Tunja ya que los primeros miembros de esta familia que
se radicaron en Bogotá lo hicieron muchísimos años después que aquéllos y
hace relativamente poco tiempo.
Los Umañas santafereños proceden de don Juan de Umaña, nacido en
1686, quien fue vecino de Tunja, junto con su familia, al mismo tiempo
que desempeñaba el cargo de alcalde de la Santa Hermandad en el Socorro y
en San Gil, en donde aún vivía en el año 1742. Contrajo matrimonio con
doña María Gutiérrez y fue hijo suyo legítimo don Juan Agustín de Umaña,
nacido en 1716, quien casó con doña Juana María Sanabria y Cuervo.
Don Juan Agustín se radicó en Santa Fe joven aún, posiblemente poco
después de morir su padre, y cuando llegó traía dinero y experiencia en los
negocios, especialmente de los relacionados con el campo. Gran trabajador,
en sus largos años de vida creó una cuantiosa fortuna, toda ella adquirida
dentro de la sociedad conyugal. Murió el 20 de septiembre de 1797 en la

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vieja casona de su propiedad, situada sobre la Plaza de San Francisco o del
Humilladero, frente a la iglesia de la Orden Tercera -la misma que años
después vendió don León José Umaña a don Juan Manuel Arrubla y que
éste traspasé al general Santander, quien la reedificó-. Fue sepultado en el
panteón de la iglesia franciscana, en el cual reposaba su esposa doña Juana
María desde el 20 de octubre de 1792.
Del matrimonio del heredero de Cortés, don Santiago Umaña, con
doña María Gabriela Barragán y Gaitán 7 se sabe que nacieron dos hijos:
don José Vicente, quien casó dos veces: primero con doña Francisca Matiz
y, en segundas nupcias, con doña Antonia Camacho, y parece que de la
primera de ellas dejó descendencia -al menos una hija-, según se verá; y doña
María Josefa, esposa que fue de don Mariano Matiz -hijo legítimo de don
Manuel Matiz y de doña Rosalía Gaitán-. Don José Vicente murió en el año
1825 en su hacienda Quebradagrande, situada en el vecindario de Tena, que
había heredado de su padre 8, y le sobrevivió tres años su hermana, quien
otorgó testamento en 1828. Según este documento, de su matrimonio tuvo
doña María Josefa tres hijos: don José Antonio Bernabé de la Concepción,
quien casó con doña Juliana Matiz; doña Gregoria, que fue monja de la
Concepción, y doña Rita Victoria, esposa de su tío don León José Umaña
Barragán, quien era ya viudo al fallecer su suegra. Don Mariano Matiz, al
enviudar, se radicó en Subachoque y casó de nuevo con doña Nicolasa León
y Solórzano; y al morir en 1835 dejó tres menores de este segundo
matrimonio: Mariano Gabino, María del Carmen y María Rosa Matiz
León.

Prosigue el historial de "Cortés"


Doña María Josefa Umaña heredó de su padre numerosas tierras
pertenecientes al latifundio de Cortés, del cual formó parte también la
hacienda conocida hoy con el nombre de El Salitre. Al testar, dejó
constancia de que su yerno -y primo hermano al mismo tiempo- había
reedificado la casona de la heredad; de que poco antes le había traspasado a
él la propiedad del potrero llamado Santiago, en Serrezuela, y la casa situada
en la Plaza de San Francisco que le había dejado don Santiago, y que había
entregado igualmente a su hijo Bernabé los potreros de La Ortiz, que éste
vendió sin demora a Eloy Ovalle y a Santiago y Juan Maldonado, los cuales
colindaban con el rincón de la puerta de La Herrera, con el potrero de

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Galindo, con los potreros de Chunavá y con la estancia El Chorro. (La Ortiz
había sido comprada por don Santiago Umaña, en 1807, a doña María
Calixta Lorión 9; y Chunavá fue cedida a doña María Josefa por su esposo).
En seguida, la testadora repartió sus bienes en la siguiente forma: a Bernabé
le dejó la hacienda de El Rosal, en términos de Subachoque, y los potreros
de Garzón, en Serrezuela, que habían sido comprados a los señores Grillo, y
los de Chunavá, situados al sur de Cortés; y a su hijo político don León José
Umaña le quedaron las casas y tierras de Cortés y los potreros de San Isidro
y San Cristóbal o Las Casas, también pertenecientes a la primitiva y enorme
heredad 10.
Don León José Umaña Barragán, nuevo hacendado de Cortés, era el
noveno hijo de don Ignacio Umaña Sanabria, heredero de Tequendama, en
cuya casa de hacienda nació en 1789. Fue bautizado en Soacha, y en 1815 se
encontraba en Francia, a donde había sido enviado por su padre, al lado del
primogénito don Enrique Umaña Barragán, a fin de que adelantara sus
estudios en el Colegio Sorese 11. El padre advierte en su testamento que por
causa de la guerra entre dicho país y España no le ha sido posible remitir el
valor de las pensiones que se deben, y expresa sus deseos de que regrese a
Santa Fé tan pronto como pueda hacerlo 12. Don León José, viudo de su
sobrina doña Victoria Matiz Umaña, y muy rico, contrajo de nuevo
matrimonio, en 1833, con doña Felipa Umaña Barrero, hija de don José
Ignacio, el segundo génito de sus hermanos, y al poco tiempo murió.
El dueño de Cortés hizo la campaña de la Independencia y llegó a
ostentar el grado de coronel de los ejércitos patriotas. Peleó en Bomboná, en
1822, y de nuevo radicado en Bogotá fue edecán y amigo fervoroso de El
Libertador, quien en varias ocasiones estuvo visitando la hacienda -como lo
recuerda una placa de mármol fijada a los muros de la casona residencial-.
La alcoba y la glorieta que ocupó Bolívar en tales ocasiones se conservan
actualmente con el mayor cuidado, en homenaje a la memoria del héroe.

Nuevos dueños de "Cortés"


Al morir don León José Umaña legó Cortés a los hijos varones de su
hermano don José Ignacio, esposo de doña Mariana Barrero y Alarcón. Los
herederos fueron, en su orden: don Luis, esposo de doña Dolores Rivas; don
Baldomero, quien casó con doña María Josefa Tavera; don Rudesindo,
esposo de doña Justa Bustamante Ortiz, dos de cuyos hijos se radicaron años

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después en el Tolima y dejaron allí numerosa descendencia; don Cristóbal,
nacido en Tequendama, en 1811, quien casó con doña Jacinta Tobar
Gutiérrez en 1841 13, y don Rufino, soltero, quien murió anciano y
arruinado.
Los cinco Umaña Barrero conservaron la finca por espacio de dos
lustros, y en los años del 44 al 46 compró don Cristóbal las partes de sus
hermanos y fue dueño también de los potreros de Chunavá y Galindito; y
en 1848 adquirió igualmente los potreros de La Manga, Santa Rita, Galindo
y El Cerezo, que habían sido de don Mariano Tobar y antes de doña María
de la Cruz Umaña, esposa de don Primo Feliciano Matiz Umaña 14.
Desde entonces, y hasta 1868, don Cristóbal fue único dueño de la
tradicional estancia; pero en dicho año vendió a doña María Josefa Durán,
viuda de don Gil Ricaurte, los potreros de Santa Rita, San Isidro y
Cartagenita, los cuales fueron heredados, en el año 1882, por doña Julia
Ricaurte de Balén, doña Matilde Ricaurte y don Félix Ricaurte,
respectivamente. Un año antes había vendido don Cristóbal los potreros de
San Cristóbal y El Cerezo a don Julián Escallón, quien los traspasé, en 1889,
a don Vicente Restrepo.
Metido ya en Cortés el señor Restrepo, pronto fue dueño del potrero
de Santa Rita; y al morir doña Matilde Ricaurte, en 1897, compró también
las partes que correspondieron a los herederos Ricaurtes y Herreras Ricaurtes
y la de don Félix.
Don Vicente Restrepo tuvo la posesión de la hacienda hasta 1900, año
en que fueles adjudicada a su viuda, doña Dolores Tirado, en proporción de
una quinta parte, y de dos quintas partes a cada una de sus hijas doña Julia
Restrepo de Ortiz y doña Elisa Restrepo de Pizano, a quienes compró, en
1913, doña Isabel Hoyos de Soto, en una extensión de 600 fanegadas.
Como es natural, al través de tantos cambios no faltaron
desmembraciones, tales como las siguientes: don Cristóbal Umaña se reservó
siempre una buena parte de Cortés, representada en los potreros o estancias
de Chunavá, Galindo, Galindito, Cartagena, La Loma y La Manga, y al
ocurrir su muerte, en 1885, legó Chunavá y Galindito a su hijo don
Ricardo, casado con doña María Josefa Escallón Caicedo, y Cartagena, La
Loma y La Manga a sus hijas doña María Teresa, esposa de don Nicolás
Osorio Ricaurte; doña María Josefa, esposa de don Luis Gómez, y doña

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Concepción, esposa de don Julián Escallón Caicedo. Don Ricardo Umaña
Tobar conservó sus potreros hasta 1893, año en el cual los vendió a don
Agustín Camargo, abuelo materno de don Alberto Lleras Camargo, ex-
presidente de la República.
Con el transcurrir del tiempo, Galindo fue de propiedad de don
Casimiro y de don José Calvo y hoy pertenece al general Víctor Julio Zea,
quien ha logrado formar en aquella región una extensa hacienda; y Galindito
fue pertenencia de don Carlos Rocha Dordelly, hijo del doctor Rafael Rocha
Castilla, y aquél se desprendió de la finca hace muchos años. No sobra
mencionar el litigio que sostuvo don Julián Escallón, cuando poseyó tierras
de la antigua Cortés, con don Simón de Herrera, pleito que tomó tal acritud
que los respectivos mayordomos se batieron a revólver en un lugar que desde
entonces se conoce con el nombre de "vallado de los balazos".

La estancia de "El Salitre"


Cuando el abuelo de Juan Agustín de Umaña legaba a su hijo Santiago
"las tierras de Bojacá", formaban, además, parte de ellas la actual estancia de
El Salitre, al norte, que había pertenecido en los años coloniales a las
monjitas de Santa Inés y que llegó a poder de los descendientes de aquél; y
así, encontramos que, en 1865, era ya de propiedad de don Zacarías Azuero,
quien la vendió en 1874 a don Jasón Gaviria; y éste, a su vez, al año
siguiente, transfirió la mitad de ella a doña Helena Muñoz de Posada, para
volverla a comprar en 1877. Finalmente, el señor Gaviria vendió El Salitre,
en 1883, a la firma Lorenzana y Montoya, la cual cedió la hacienda, en el
año 1892, a doña Isabel Hoyos de Soto.
Por lo tanto, esta señora llegó a reunir en sus manos buena parte de las
tierras que formaron la grande heredad de los Umañas santafereños en
Bojacá, las cuales están hoy divididas en muchas fincas y de ellas son las
principales la estancia matriz, Cortés, de doña Soledad Soto Hoyos; El
Salitre, de doña Ana Soto Hoyos de Pearse, y lo del general Zea.

Espantos y santuarios en "Cortés"


No es fácil explicar el origen de las muchas versiones que hay sobre
tesoros enterrados en Cortés, ya que durante los años propicios para que los
dueños hubieran escondido dinero, joyas o plata labrada, la heredad
permaneció siempre en poder de los Umañas, padres e hijos, y en la familia

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no hay tradición de que tal cosa hubiera ocurrido nunca. Sin embargo como
desde hace años la casa ha permanecido poco menos que inhabitada a causa
de que sus últimos dueños han preferido darla en arrendamiento a diferentes
personas, hoy es en la región poco menos que artículo de fé que don Julio y
don Enrique Silva 15 sacaron un santuario al excavar debajo de¡ horno, y se
dice también que el actual mayordomo sacó otro, de una de las habitaciones,
no hace mucho tiempo. Y a pesar de estos dos, se sigue afirmando que debe
haber un tercer entierro oculto desde el momento en que el tradicional
espanto -que consiste en una luz muy brillante y de gran movilidad continúa
por las noches asustando a las gentes.

"El Rosal" en Subachoque


Mal podría concluír este relato histórico sin decir algo sobre la
hacienda de El Rosal, situada en términos de Subachoque, que heredó de
doña María Josefa Umaña Barragán su hijo mayor don Bernabé Matiz
Umaña, como ya se dijo, junto con los potreros de Garzón, en Serrezuela, y
Chunavá, desmembrado de Cortés, y a los cuales vendió años más tarde;
pues ya en 1868 hallamos que de Garzón es dueño don Francisco Escallón
Gómez, solteron de estado civil y tío de don Julián Escallón; y Chunavá
volvió a la familia y a sus hijos lo dejó don Cristóbal Umaña Barrero.
El Rosal se formó con tierras que fuéronle proveídas, por merced real, a
Juan de Orejuela, de quien las heredó su yerno don Pedro de Urretavisque,
y éste las vendió, en 1620, al capitán don Diego Bravo de Montemayor,
quien las unió a las suyas propias y que habían sido anteriormente de su
padre don Alonso Bravo de Montemayor, esposo de doña Ana Pérez de
Heredia, quien fue primero casada con el desgraciado oidor Cortés de Mesa;
y que don Alonso heredó de su padre el capitán Diego Hidalgo de
Montemayor, alcalde ordinario de Santa Fé a fines del siglo XVI, quien fue
casado con doña María Pérez Bravo. La hacienda pasó después a manos de
doña Catarina Bravo de Montemayor, esposa del capitán José de
Solabarrieta, y de aquélla la heredaron sus hijos doña Juana y don Diego de
Solabarrieta Bravo.
Don Diego de Solabarrieta compró la parte de su hermana en 1699, y
a su muerte lególe la estancia a su viuda doña Ana de la Mora y Bárcenas; y
cincuenta años después, en 1749, ésta es de propiedad de don Manuel de

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Porras, de quien la hereda su hijo el presbítero Manuel Antonio de Porras, a
quien la compra don Antonio Melo en la suma de 5.200 patacones.
Melo conservó El Rosal corto tiempo, y al ser sacada la finca a remate,
en 1784, por concurso de acreedores, se hizo a ella don Pedro Fermín de
Vargas, quien la traspasó a don Pedro de Ahumada; y este señor la vendió,
en 1793, a don Santiago Umaña, cuando aún vivía su padre don Juan
Agustín. De don Santiago heredó la hacienda su hija doña María Josefa,
esposa de don Mariano Matiz, y de aquélla la heredó el primogénito don
Bernabé Matiz Umaña. Los descendientes de éste, quienes parece que se
radicaron definitivamente en la región de Subachoque, seguramente la
heredarían 16.

Notas
1. Archivo Nacional. Notaría segunda, 1763.
2. Tres fueron los hijos de don Juan Agustín: el segundo de ellos fue fray Justo de
Umaña Sanabria, agustino calzado, a quien le dejó una renta de doscientos pesos
de ocho décimos, que deberían pasarte por mitad sus dos hermanos. Fray Justo
murió en la casa de su hermano menor en 1801.
3. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 25.
4. " Tierras de Cundinamarca, 25; y "Geneaologías del Nuevo Reino de Granada"
por Juan Flórez de Ocáriz.
5. Archivo Nacional. Notaría primera, 1766.
6. " " Notaría segunda, años 1762 y 1766.
7. Los hermanos Umaña Sanabria contrajeron matrimonio en Chía con las
hermanas Barragán y Gaitán el 7 de junio de 177 1. Ellas eran hijas de don Felipe
Santiago Barragán Macías y de doña Gabriela Gaitán Navarrete, y descendientes
de conquistadores. Doña Gabriela Barragán, esposa de don Santiago, murió en
1794 y fue enterrada en el panteón de San Francisco. Doña Isabel, esposa de don
Ignacio, el menor de los hermanos, murió en la hacienda de Junca y fue sepultada
en la parroquia del Colegio del Rosario de Calandaima, en 1813.
8. Doña Antonia Camacho casó también en segundas nupcias con don Vicente
Almeida. La hacienda de Quebradagrande, que heredó de su primer marido, la
vendió a don José Ignacio Umaña Barragán.
9. Archivo Nacional. Notaría primera, 1828.

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10. El nombre de don Santiago Umaña -y parece que sus descendientes directos
desaparecieron en sus nietos- se conserva brillantemente gracias a la escuela que
fundó con las necesarias rentas y que lleva su nombre.
11. Don León José debió haber viajado a Francia por los años 1806 a 1808,
durante los cuales estuvo su hermano Enrique en aquél país.
12. Entre los muchos e importantes papeles de familia que conservan los herederos
de don Manuel Umaña Camacho, hay un certificado con las firmas de los
hermanos Enrique, José Ignacio y León José, por el cual se declara este último
plenamente satisfecho de la manera como cumplió el primogénito las
recomendaciones del padre respecto a su educación en Europa. El certificado lleva
la fecha de 18 de junio de 1833.
13. Una hija de don Cristóbal, doña María Teresa, contrajo matrimonio con don
Nicolás Osorio, cuyo padre, el doctor Alejandro Osorio, Secretario de Estado de
El Libertador, había sido dueño de muchas tierras en las proximidades de Bogotá
hacia el sur, y fueron suyas las haciendas de San Vicente, La Regadera, Llano de
Mesa, Quiroga y Osorio. Las estancias de Llano de Mesa y Quiroga fueron antes
de don Francisco Javier Beltrán Pinzón, por compra que hizo éste al Convento de
los Agustinos en 1756 y por la cantidad de 9.070 patacones, según consta en el
protocolo de la Notaría segunda de¡ año 1762. La casa de Quiroga, en donde aún
poséen algunas hectáreas los descendientes de] doctor Osorio, fue prácticamente
destruida por el mayordomo al hacer en ella una serie de obras disparatadas en
persecución de un nunca hallado santuario.
14. Todos los datos concuerdan para demostrar que doña María de la Cruz
Umaña fue hija de don Vicente Umaña Barragán y de doña Francisca Matiz, pero
la prueba documental no ha sido hallada hasta ahora.
15. "Taque- Silva, la campeona de tennis recientemente fallecida, nació en la casa
de Cortés cuando su padre y su tío tenían tomada la finca en arrendamiento.
16. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 44; Notaría segunda, año 1770,
y "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por José María Restrepo Sáenz y
Raimundo Rivas.

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Capítulo VI
"Techo", "Aranda" Y "El Tintal"

A mi esposa Matilde

Las tierras del cacique capitán Techotibá, situadas al occidente de la


ciudad de Santa Fé y a corta distancia, parecen haber sido muy extensas;
tanto que en los viejos papeles coloniales figura el nombre de Techo
aplicado indistintamente a heredades de diversos dueños, lo cual hace muy
difícil de precisar, al través de los siglos, el historia¡ de cada una de las
haciendas de la región, tales como La Chamicera, Techo propiamente dicho
y su desmembración de El Rosario -convertida en El Tintal hacia el año
1765-, sobre la parte izquierda de la carretera de occidente, las cuales se
prolongaban hasta tocar con los resguardos indígenas de Bosa; Los Arenales,
El Salitre y Capellania, al costado derecho conforme se viaja de Bogotá hacia
Fontibón; y Aranda o Techo de los Jorges, a lado y lado del camino, entre
aquellas estancias y las últimamente nombradas. Pero como con el
transcurrir del tiempo -en los días de antaño- el nombre de Techo se fijó
categóricamente en las tierras delimitadas por los resguardos indígenas de
Fontibón, hoy convertidos en El Tintalito, al nordeste; por los del Común
de Bosa, al suroeste, por la hacienda de La Chamicera, al sureste, y por el río
Bogotá, al noroeste, a ellas se dará alguna preferencia en este relato de
carácter histórico.

Se abre el historial de "Techo"


Para entrar en materia deberemos situarnos imaginariamente en la
Santa Fé de los primeros años del siglo XVII, cuando ya la comunidad
indígena del capitán Techotibá había perdido sus tierras -que estaban bajo la
encomienda de Juan Ruiz de Orejuela, esposo de doña Leonor de Silva-, las
cuales fuéronles dadas por merced a los jesuitas, en 1608, por don Juan de
Borja. Los padres de la Compañía las retuvieron poco tiempo y en breve
pasaron a poder de dueños particulares, uno de ellos don Juan de Sapiaín,
cuarto esposo de doña María Arias de Ugarte, quien hacia el año 1660 logró
reunir en sus manos buena parte de aquellas posesiones. Además, y por la
misma época, aparecen los hermanos Gerónima Suárez y Pedro Sánchez

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(muy presumiblemente descendientes del conquistador Diego Sánchez
Farfán y de su hijo el alguacil mayor de Santa Fé don Pedro Suárez Farfán)
pleiteando con la nueva dueña de Techo doña María Arias de Ugarte,
sobrina del arzobispo de estos apellidos -a quien se debe la fundación del
convento e iglesia de las monjas de Santa Clara- e hija del hermano de aquél,
don Diego Arias Torero. Dicho pleito, que se ventiló en 1650, se apoyaba
en que doña Gerónima Suárez afirmaba que su difunto esposo don Melchor
Pérez Dávila, "hombre de áspera condición" que la maltrataba, habíala
obligado, con amenazas de muerte, a vender la heredad, que se prolongaba
hasta las inmediaciones de Bosa, al padre de doña María Arias de Ugarte 1.
Esta señora, ya viuda, se había desposado de nuevo con don Manuel
Velásquez de Atienza -quien fue gobernador de Antioquia-, pero es curioso
anotar que este segundo matrimonio de doña María se dirimió en breve, por
causas que se desconocen, según consta en los archivos parroquiales de la
Catedral 2; y luégo casó por tercera y cuarta vez y enviudó de todos sus
maridos. En todo caso, ganó el pleito antedicho y parece que a su muerte
legó la hacienda al Convento de monjas de Santa Clara -en donde profesó su
hija adoptiva-, el cual figura como el subsiguiente propietario de Techo.

Nuevos dueños de la heredad


Cuándo se desprendieron las clarisas de la finca, es algo que no está
suficientemente claro, como tampoco está lo referente a la partición de la
enorme hacienda en dos porciones de aproximada extensión, de las cuales la
situada más al sur -que se prolonga, en su primera mitad, a lado y lado de la
carretera que conduce hoy al campo de aviación- conservó el nombre
tradicional; y la otra mitad, situada hacia el norte de Techo, fue comprada
por el Colegio Mayor de N. Sra. del Rosario en 1652 y recibió por nombre
el de dicha institución: El Rosario. La finca fue vendida por don Justo de
Diego Florido y Tirado. Y es cosa sabida que la heredad principal pasó a
manos de particulares, ya que en el año 1726 fue vendida Techo por el
capitán Lorenzo de Alea y Estrada al capitán Juan de Ortega y Urdanegui,
con límites por el sur sobre la estancia de La Chamicera, de propiedad del
capitán Pedro López Nieto, esposo de doña Luisa Jurado, quienes fueron
padres del presbítero maestro don Miguel López Nieto.
El capitán Ortega y Urdanegui fue un personaje de la mayor
significación: nacido en la ciudad de Lima en 1699, fueron sus padres el

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Maestre de Campo don Alonso de Ortega y Robles, caballero del Orden de
Santiago, y doña María Isabel de Urdanegui y Luxán. Al Nuevo Reino de
Granada llegó ya con el grado de Alférez de Mar y Tierra del Callao y poco
después recibió el título de Capitán de Caballería. Posteriormente fue don
Juan Alguacil Mayor de Santa Fé, Corregidor de la provincia de Mariquita y
Gobernador de Antioquia; y murió en Medellín en 1754.
Este dueño de Techo casó en la capital del virreinato con doña
Margarita Gómez de Salazar -quien aportó como dote más de 14.000
patacones representados en moneda acuñada ' joyas, etc.-, y de su
matrimonio quedaron dos hijos: don Juan José y don José Ignacio de Ortega
y Gómez de Salazar, cuyas ramas volvieron a unirse en Bogotá al contraer
matrimonio don Vicente Ortega Palacio con su parienta doña Pía
Valenzuela, hija del prócer don Crisanto Valenzuela, quienes se radicaron en
la región de Zipaquirá y Sopó y dejaron allí nutrida descendencia 3.

"Techo" y "El Rosario"


Pero el capitán don Juan de Ortega no conservó por mucho tiempo en
sus manos la hacienda, y en el año 1729 la traspasó por 4.000 patacones al
padre Francisco Cataño, de la Compañía de Jesús, quien a la sazón
desempeñaba la rectoría del Real Colegio Seminario 4; y poco tiempo
después, en 1736, otro jesuíta, el padre José de Rojas, igualmente rector en
este año del Colegio Seminario, compró la heredad de El Rosario. Esta
doble compra fue el motivo remoto 5 del reciente pleito adelantado entre el
Seminario y los jesuítas sobre la propiedad de Techo, que terminó no hace
mucho por transacción entre las dos partes litigantes; y es justo reconocer
que a él se deben no pocas publicaciones que entonces hicieron la Curia y
los padres de la Compañía, las cuales permiten formarse un concepto
bastante exacto sobre el problema:
Es sabido de todos que el Arzobispo Fray Bartolomé Lobo Guerrero
fundó el Colegio Máximo y Universidad Javeriana, que se convirtió más
tarde en el Colegio de San Bartolomé; y poco después, en el año 1605,
fundó igualmente el Real Colegio Seminario, cuya dirección y
administración entregó también a los jesuitas. Fueron, pues, desde un
principio dos entidades diferentes encomendadas a una misma comunidad.
Corrieron los años, y hallamos entonces instalado el Colegio Máximo y
Universidad Javeriana en el gran edificio que hasta hoy en día se llama de

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San Bartolomé, el cual incluía la actual casa del Museo Colonial. Por su
parte, el Seminario tenía como residencia la antigua casa que fue
reemplazada por el Palacio de San Carlos, fronteriza, calle de por medio, con
el edificio de Las Aulas, perteneciente al Colegio Máximo.
Lo demás es muy comprensible: los jesuitas afirman que a Techo lo
compré el padre Cataño para el Colegio Máximo, perteneciente a la
comunidad, y dicen que para pagar los 4.000 patacones al capitán Ortega y
Urdanegui se vieron precisados a vender la estancia de El Curubital o El
Colegio, en Serrezuela; y no niegan que la compra de El Rosario hecha por
el padre Rojas fue para la entidad llamada Real Colegio Seminario. A lo
anterior argumenta la Curia que las dos compras fueron hechas para el
Seminario, entidad de la cual eran administradores los padres de la
Compañía. devuelva
El hecho evidente es que cuando fueron expulsados los jesuitas por
orden del Rey Carlos III 6, en el año 1767, les fueron embargadas todas sus
propiedades, las cuales se pregonaron y sacaron a remate en los años
subsiguientes; y pasaron así a ser pertenencia de particulares numerosas
haciendas de todo el país, tales como Chamicera, Tibabuyes, Fute, El
Chucho, etc., para no citar sino algunas de las de la Sabana. No ocurrió lo
mismo con Techo, finca que se reservó el gobierno virreinal, porque lo que
ahora puede parecernos algo confuso lo vieron entonces con claridad
meridiana las autoridades, que no confundían el Colegio Máximo con el
Colegio Seminario; y Techo no fue tenida en cuenta nunca como bien
propio de la comunidad jesuítica y por esta razón no salió a remate público.
La confusión entre las dos instituciones fue posterior, y cuando los jesuitas
regresaron al país les fue reconocida la propiedad de la hacienda como bien
anexo al Colegio de San Bartolomé, en consideración, posiblemente, a que
las escrituras de compra del año 1729 estaban a nombre de un padre de la
Compañía.
En cuanto a El Rosario, esta heredad había sido ya vendida por los
administradores del Real Colegio Seminario cuando llegó la orden de
expulsión en 1767, año en el cual habla perdido ya hasta el nombre y se
llamaba El Tintal, que había sido de los hermanos Francisco y Esteban de la
Bastida y que entonces era de propiedad del presbítero maestro don José
Antonio Doncel, quien acostumbraba darla en arrendamiento 7. La casona
residencial de El Rosario había pasado a ser la de El Tintal, en cuya capilla

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puede anotarse como curiosidad la existencia de una imagen que no puede
recibir culto sino en capillas de dominicanos. ¿Cómo fue a dar allí? Es un
interrogante difícil de absolver.

Otras haciendas de "Techo" en la región


Tócanos ahora retroceder un siglo y situarnos hacia el año 1661, en el
cual hallaremos litigando, por asunto de límites, a las monjas de Santa Clara,
propietarias de la estancia de Techo a la cual se han concretado los anteriores
datos, y don Bartolomé López Nieto, dueño de otra hacienda del mismo
nombre, considerada entonces como "nueva" al decir de la Real Audiencia
de Santa Fé. Esta segunda Techo la había formado don Bartolomé por
medio de compras de tierras que hizo al cabildo santafereño, a don Alonso
de Aranda y a don Juan de Sapiaín, y estaba situada, según consta en los
viejos papeles, entre Fontibón y Engativá; y es muy posible que se extendiera
desde Capellanía 8 hacia el norte. Parte de estas tierras, las situadas a
espaldas del antiguo Hontibón y en las vecindades de Camavieja,
conservaron el nombre de Techo hasta hace poco más de un siglo, pues así
se las llama en las diligencias de medición de los resguardos de indígenas
practicadas en 1823 9.
Finalmente, hubo en la región una tercera heredad que llevó también el
consabido nombre: fue la de Techo de los Jorges o Aranda, la cual se
extendía a lado y lado de la actual carretera y entre los ríos Chinúa o San
Francisco y Fucha, que corren a encontrarse cerca de Fontibón, antes de
confluir en el Bogotá 10. Esta hacienda es famosa por haberle pertenecido al
Patriarca de la Sabana, don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano, a quien
le fue embargada -junto con La Estancia de la Serrezuela, la Herrera y los
potreros de Sanguino y Uscaen 1816 por los Pacificadores, cuando se
encontraba preso en el Colegio del Rosario y condenado a presidio en
Omoa. Además, la hizo también histórica el hecho de que en ella acampó
con sus tropas El Libertador en el año 1814.
No está por demás aclarar que la hacienda de El Salitre de Techo tiene
amplia raigambre colonial. Situada sobre la margen derecha del San
Francisco y frente por frente a Chamicera -con tierras de Aranda de por
medio-, en el año 1661 fundó sobre ella una capellanía su propietario don
Juan García Duque, de quien pasó a ser pertenencia de don Baltasar de
Tobar; y a éste le fue sacada a remate y se la adjudicaron a un tal Onofre

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Zamudio por 1.630 patacones, que pagó quien debería ser su verdadero
dueño: el presbítero bachiller don Juan García. En el mencionado remate'
actuó como pregonero Juan Indio. El Salitre continuó hasta hoy su
existencia como hacienda con vida propia, y se sabe que en el año de la
expulsión de los jesuítas era su dueño don José de Canipo 11.

"El Patriarca de la Sabana"


No es posible seguir adelante con una simple mención del Patriarca de
la Sabana, propietario de la estancia de Aranda o Techo de los Jorges. Don
Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano, de noble familia santafereña y clara
raigambre española fue uno de los diez caballeros que, en 1805, alegó
pobreza para no recibir un título de Castilla, a pesar de que era
enormemente rico. Hijo de don Francisco Antonio Gutiérrez y Cacho,
nacido en Laredo (España) en 1716, y de doña Mariana Díaz de Quijano,
vino al mundo en Santa Fé y en el año 1756. De su matrimonio con doña
María Francisca Moreno e Isabella, celebrado en 1780, tuvo por hijos a José
Gregorio, Agustín, Zenón, Benito, Manuela, Margarita y Catalina, y el
mayor de ellos -fusilado por Morillo en 1816- casó en Serrezuela, en 1804,
con doña Antonia de Vergara y Sanz de Santamaría, hija de don Francisco
Javier de Vergara y de doña Francisca Sanz de Santamaría y Prieto, y nieta
materna de don Francisco Sanz de Santamaría y Salazar y de doña Petronila
Prieto de Salazar, y Ricaurte, dueños estos últimos de la primitiva hacienda
de Hato Grande, en Chía y Sopó.
Don Pantaleón vivía usualmente en la colonial casa de habitación de
La Herrera y tenía su residencia santafereña en la tercera Calle Real. Al llegar
los Pacificadores le secuestraron las estancias antes citadas y 1714 cabezas de
ganado, pues buena parte de su fortuna la había cedido con anterioridad a
sus hijos, uno de los cuales, don Agustín, se hallaba por entonces en Londres
dedicado a comprar, con fondos propios, armas y elementos para seguir
adelante la guerra de la Independencia. Al ser fusilado su hijo primogénito
don José Gregorio, éste dejó cuatro hijos menores de edad, quienes lograron
sostenerse con el rescate de los censos que tenía el abuelo sobre las heredades
de Tequendama, Fute y Potrero Grande.
Don Pantaleón regreso del destierro en 1819, recuperó buena parte de
sus bienes, y cuando murió, en 1827, Aranda o Techo de los Jorges le
correspondió por herencia a sus nietos Gutiérrez Vergara, salvo la porción

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que habían adquirido anteriormente los señores de Ribas, dueños de La
Chamicera.

De nuevo "Techo" y "El Tintar,


Incautado el gobierno de la estancia de Techo, del Real Colegio
Seminario, el Estado Republicano continuó reteniéndola "como anexo del
Colegio de San Bartolomé hasta el año de 1859 en que le fue entregada al
doctor Pastor Ospina" 12, con quien se celebró un contrato para la
administración de la finca.
En lo que se refiere a la desmembración de El Tintal -antigua de El
Rosario-, a partir del presbítero Doncel tuvo otros dueños, y en el año 1823
consignó el entonces propietario de ella, don José Antonio Sánchez, en su
testamento la siguiente cláusula: "Item: declaro por bienes míos las
haciendas denominadas El Tintal en jurisdicción de la parroquia de
Fontibón, la del Chapinero en feligresía de la parroquia de Las Nieves, la de
La Punta en vecindario de la parroquia de Suba, incluyendo en la primera
de éstas, la casa alta de teja, y la capilla, paramentada de todo lo necesario
para celebrar el santo sacrificio de la misa 13.
El Tintal fue hipotecada en 1832 sobre los siguientes linderos, que
coinciden exactamente con los de la colonial desmembración de la heredad
matriz de Techo: "por el oriente con la hacienda de Techo; por el sur con
los resguardos de la parroquia de Bosa; por el norte con los de Fontibón; y
por el occidente con el río Funza: que fue perteneciente a don José Antonio
Sánchez, de quien la heredaron sus hijos los señores don Gabriel y Pío
Sánchez, actuales poseedores 14.
Dando de barato la poca concordancia de los anteriores linderos con
los auténticos puntos cardinales, lo cierto es que don Gabriel y don Pío
partieron entre ellos la estancia, y el primero de ellos se reservó la porción
situada más hacia el nordeste, que conservó el nombre de El Tintal, la cual
colindaba por dicho costado extremo, en el año 1835, con el potrero
llamado de Enmedio, indudablemente formado sobre tierras de los antiguos
resguardos; y la parte del suroeste, de propiedad de don Pío, recibió el
nombre de El Tintalito. En este mismo año tomó en arrendamiento don
Gabriel al gobierno la heredad de Techo, y en la escritura quedó constancia
de que era pertenencia del "Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé";

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es decir, que sobre el papel sellado convirtieron dos entidades muy diferentes
en una sola 15.

1861, Año de la Desamortización


El inatajable correr de los años trajo el de 1861 y con él la
desamortización de los bienes eclesiásticos, decretada por el general Tomás
Cipriano de Mosquera. Fue entonces, nombrado administrador de los que
habían sido pertenencia de los establecimientos educacionales de religiosos
don Estanislao Vergara, quien, de su puño y letra, abrió un libro de
inventarios de tales fincas, que se conserva en el Archivo Nacional. En él
puede leerse el documento correspondiente a la hacienda de Techo,
comprada por el padre Cataño al capitán Juan de Ortega en 1729, y anota
que dicho padre jesuíta era entonces 44 rector del Colegio Seminario de San
Bartolomé". Techo, en 1861, la tenía tomada en arrendamiento don
Federico Díaz Sánchez, sobre los siguientes linderos: por el lado del camino
de Bogotá a Fontibón, con el río Fucha de por medio, con la estancia de
Techo de los señores Gutiérrez Vergara y con el potrero de don Joaquín
Grillo (el llamado de Enmedio); por el norte, con El Tintal de don Federico
Díaz, El Juncal de don Eusebio Umaña Manzaneque y El Tintalito de don
Juan León; por el occidente, con Osorio de don Alejandro Osorio Uribe,
con tierras de Jacobo Ramírez y con Pastrana de don Joaquín Zamudio; y
por el sur, con Chamicera, hasta salir al Fucha a corta distancia del actual
retén de la Circulación 16. Los anteriores linderos demuestran que El
Tintalito se había fraccionado al nacer la nueva hacienda de El Juncal, la
cual cambió más tarde de nombre y se llamó Los Pantanos.

Hacia los tiempos actuales


A partir del año arriba citado, las tierras que aún restaban a El
Tintalito, en términos de Bosa, fueron absorbidas por las estancias
colindantes: por Osorio y por Los Pantanos, y estas últimas -a pesar de
hallarse Techo de por medio hacia el sur- fueron desde entonces
consideradas por sus dueños como una prolongación de Chamicera. Las
tierras más occidentales de El Tintal, entre esta finca y Los Pantanos, se
convirtieron en la hacienda de Campoalegre, y el antiguo potrero de
Enmedio tomó el nombre de El Tintalito.

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La heredad de Techo continuó en poder del gobierno hasta que la ley
originó el pleito y la subsiguiente transacción entre el Seminario y los
jesuítas. Buena parte de estos terrenos ha sido vendida, y merecen citarse
entre los actuales propietarios la "Avianca", dueña del aeropuerto que
conserva el nombre de la finca, y el "Consorcio de Cervecerías Bavaria",
poderosa empresa que proyecta trasladar sus fábricas a dichos predios.
Las estancias de lado y lado de la carretera, contenidas antes por los ríos
San Francisco y Fucha, avanzaron un poco a buscar su lindero con aquélla,
sobre tierras de la vieja Aranda o Techo de los Jorges; mas la parte principal
subsistió y, en 1884, la heredaron de sus padres don Jorge y don José María
Vargas Heredia y doña Bibiana Vargas Heredia de Rueda, y en el día de hoy
son propietarios de Aranda doña María Vargas de Costa y los herederos de
doña Julia Vargas de Echeverri; y el resto de aquéllas se halla dividido entre
varios dueños, tales como los señores hijos de don Casimiro y don José
Calvo, doña Helena Rubiano de Obregón, etc.
Hasta hace poquísimos años, las haciendas de El Tintalito, El Tintal,
Campoalegre y Los Pantanos eran pertenencia de los señores Díaz, las dos
primeras; de los herederos de don Clímaco Vargas, la tercera; y de los
herederos de don Eusebio Umaña Ricaurte y de doña María Teresa Umaña
de Céspedes, la de Los Pantanos, que fue vendida finalmente a los señores
Gaitán; y queda así únicamente por mencionar un pequeño lote, situado
sobre el camino de entrada a El Tintal, que es conocido por el nombre de
Villa Mejía 17. Los Pantanos son actualmente de propiedad de doña Camila
de la Torre de Umaña, por reciente compra hecha a don José Jaramillo.

Notas
1. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 7.
2. "Gobernadores de Antioquia", por José María Restrepo Sáenz.
3. Ob. cit.
4. Este hecho y numerosos documentos que hemos consultado comprueban que la
compra de Techo fue hecha por el padre Cataño para el Real Colegio Seminario.
5. El motivo próximo fue la ley expedida hace menos de un cuarto de siglo y que
ordenó devolver la hacienda "a sus legítimos dueños".

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6. El nombre primitivo de la iglesia de los jesuítas fue de La Compañía; se llamó
luégo de San Carlos, y a causa de la expulsión del año 67 los padres te quitaron
este nombre y le dieron el poco eufónico de San Ignacio, que aún conserva.
7. Archivo Nacional. Notaría segunda, años 1767 y 1768.
8. Este nombre le provino de haber sido aquellas tierras pertenencia de una
capellanía fundada a favor de la parroquial de Fontibón. En arrendamiento la
tenía en 1828 don Antonio María de Santa María e Isaza, y en sus breñas estuvo
escondido, a raíz de la conspiración septembrina, su sobrino don Wenseslao
Zuláibar Santa María. Años después la compró don Anselmo Restrepo y Ochoa
esposo de doña Bernardina Santa María Rovira, y hoy pertenece a sus
descendientes.
9. Documentos del archivo de la parroquial de Fontibón.
10. Es preciso tener en cuenta que los linderos naturales de la región, de sur a
norte y luégo hacia el noroeste, son los dos ríos citados. Recuérdese que la
carretera hasta Fontibón apenas fue terminada bajo el gobierno del virrey Solís,
cuyo escudo de armas en piedra está empotrado en el puente de San Antonio de
Zanja, sobre el San Francisco.
11. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 6 y 7.
12. -Derecho de la Compañía de Jesús sobre la hacienda de Techo". Puede
consultarse en este volumen la escritura original de la compra hecha por el padre
Cataño en 1729.
13. El camino de entrada a El Tintal se desprende de la carretera, cerca del Puente
de San Antonio, dos kilómetros antes de llegar a Fontibón.
14. "Derecho de la Compañía de Jesús sobre la hacienda de Techo".
15. Notaría primera, año 1835.
16. Este retén está situado al pie de un otero, cuyo nombre tradicional es el de
"cerro de los ahorcados".
17. Don José María Mejía fue un personaje casi popular hace pocos años. Hizo
una cuantiosa fortuna como importador de los mejores vinos de consagrar, y en la
quinta que lleva su nombre formó una notable colección de leones, tigres,
panteras, etc., cuyo sostenimiento terminó por arruinarlo. Acostumbraba salir en
su automóvil por Bogotá llevando a los pies uno de estos peligrosos animales.

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Capítulo VII
"Chamiciera"

A Federico Rivas Aldana, "Fray Lejón".

De las grandes haciendas tradicionales, tal vez no lleguen a dos las que
pudieran competir con la de Chamicera en nombradía y en valor comercial,
debido a que está situada a las propias puertas de la ciudad capital, de
Puente Aranda hacia el sur y hacia el occidente, con frente a lo largo de la
actual Avenida de la Encomendera y cruzada por la línea férrea del sur.
Es creencia muy generalizada la de que la comunidad jesuítica fue
dueña de La Chamicera por espacio de largos años, cuando menos por una
centuria, lo que constituye un error, pues bien se sabe que cuando el capitán
don Juan de Ortega y Urdanegui compró la colindante estancia de Techo al
capitán don Lorenzo de Alea y Estrada, en 1726, aquellas tierras eran de
propiedad del capitán Pedro López Nieto -cuya familia, de hacendados, se
hallaba establecida en la región cuando menos desde mediados del siglo
XVII-, según se dijo en el anterior relato sobre las heredades de Techo y El
Tintal 1. El capitán López Nieto conservó la finca por algún tiempo más, y
luégo se hicieron a su propiedad, evidentemente, los padres de la Compañía,
quienes la conservaron hasta el año 1767, en el cual fueron expulsados por
Carlos 111 de todos sus dominios. Pero hasta entonces La Estanzuela nunca
habla formado parte de la hacienda, y en 1756 hallamos que ésta pertenece
al Colegio de San Nicolás de Tolentino, de los agustinos recoletos descalzos
2.

"Chamicera" en el año de la expulsión


Al abandonar los jesuítas el virreinato, en el año citado, la heredad de
La Chamicera colindaba con Techo, propiedad del Real Colegio Seminario;
con El Tintal, en su extremo suroeste -hasta poco tiempo antes llamada
hacienda de El Rosario-, la cual era pertenencia del presbítero don José
Antonio Doncel y a la sazón la tenía dada en arrendamiento a un fulano de
apellido Henríquez; con tierras de don Manuel de Montes, al sur, y de don
Jorge Miguel Lozano de Peralta, futuro marqués de San Jorge de Bogotá,

113
quien poseía la futuro marqués de San Jorge de Bogotá, quien poseía la
estancia con la cual fundara un mayorazgo en años anteriores don Sebastián
de Pastrana y Cabrera 3; con el río Fucha; con Aranda o Techo de los
Jorges, y llegaba hasta el cerro de los ahorcados, a cuyo socaire está hoy el
retén de la Circulación.
Las tierras de Montes fueron compradas justamente en el año 67 por
don Manuel de este apellido a todas sus hijas ' a quienes las había legado el
capitán don Domingo Suárez, esposo que fue de doña Ignacia de Vargas; y
con el correr de los años deberían hacerse históricas por haber sido escogida
la casa de la hacienda por las autoridades españolas para que en ella viviera
don Antonio Nariño, sometido a rigurosa vigilancia, desde principios de
agosto de 1803 hasta junio de 1804, cuando le fue posible trasladarse a La
Milagrosa, finca cercana a Montes, que debió a la generosidad del doctor
Francisco de Mesa, cura de Turmequé y tío de su esposa doña Magdalena
Ortega 4, a quien se la obsequió. Y es muy posible que Montes, por
entonces propiedad del gobierno virreinal, fuera la primera estancia de la
Sabana en donde se cultivó el famoso pasto trébol o carretón, cuyas semillas
trajo El Precursor de Inglaterra en 1797, después de su famosa fuga en el
puerto de Cádiz.

Los nuevos dueños, señores de Ribas


El remate de la heredad de La Chamicera, embargada a los jesuítas, fue
excesivamente demorado, pues sólo en 1771 se cumplió la formalidad previa
de avaluarla, tarea que desempeñaron don Gerónimo Miguel de Espinosa y
don Juan Agustín de Umaña, reputados como personas de la mayor
competencia en el conocimiento de las. tierras sabaneras. En seguida
comenzaron las pujas y repujas, pero como una de éstas fuera formulada por
el doctor José Antonio de Isabella, rector del Colegio Seminario, fue
necesario enviarla en consulta a España, y el Conde de Aranda, presidente
del Consejo de Castilla, falló en su contra en el año 1773, pocos meses antes
de su caída política. Otro de los postores fue el cirujano de semicorte don
Jaime Navarro, personaje bastante popular en Santa Fé porque en 1761
quiso imitar ante los toros, en la Plaza Mayor, las faenas a caballo que
practicaban los orejones, con el lamentable resultado de que fue cogido, y su
cabalgadura, gravemente herida, murió al siguiente día.

114
Finalmente fue pregonada la hacienda, y en el mes de septiembre de
1774 le fue adjudicada en propiedad a don Miguel de Ribas, abogado de la
Real Audiencia y regidor perpetuo del cabildo santafereño, para él y para su
hermano don José Nicolás de Ribas, por la cantidad de 41.000 patacones.
En los tres últimos años, a partir de cuando practicaron os avalúos de la
finca Espinosa y Umaña, el número de cabezas vacunas había aumentado de
663 a 959, cifras éstas que permiten suponer que la extensión de la heredad
no era inferior a 1.500 fanegadas. Los documentos de la época dicen que
colindaba con Pastrana, del entonces marqués de San Jorge; con Techo, del
Real Colegio Seminario; y con tierras del Convento de Santo Domingo, de
don Fernando Rodríguez, de don Manuel de Montes, de don Juan Agustín
de Ricaurte (¿Terreros?) y de un fulano Bastida: seguramente don Francisco
o don Esteban de la Bastida, hermanos entre sí y del presbítero don Juan
José de Gaona y Bastida, quienes hasta pocos años antes habían sido los
dueños de la estancia de El Tintal-antigua de El Rosario-, la cual era a la
sazón pertenencia del presbítero Doncel 5.

Prosigue el historial de la heredad


Los hermanos de Ribas poseyeron pacíficamente la heredad por espacio
de muchos años y la engrandecieron al agregarle La Estanzuela y parte de A
randa o Techo de los Jorges, que compraron en los últimos años del siglo
XVIII. Con esta segunda adquisición lograror extenderle sus linderos, por el
oriente, desde el río Fucha o an Cristóbal hacia la carretera de occidente.
Suya era la finca cuando llegaron los Pacificadores en 1816 y les fue
secuestrada entonces, lo mismo que todos sus abundantes bienes de fortuna.
Dos años después don Manuel de Santa Cruz elevó una petición a la Junta
de Secuestros para que le fuera dada en arrendamiento, a la cual se
opusieron los acreedores que tenían censos sobre la estancia, quienes
solicitaron que fuera sacada a remate; pero antes de que se hubiera resuelto
nada sobre el particular, vino la Independencia y Chamicera fue de nuevo
pertenencia de sus legítimos dueños: don Miguel de Ribas y la viuda y los
hijos menores de don José Nicolás, fusilado éste por los españoles. En este
estado las cosas, doña Ventura Quijano, viuda del prócer y tutora legal de
sus hijos, solicitó el remate de la hacienda, que le fue concedido. Y
cumplidas todas las formalidades de rigor, La Chamicera fuéle adjudicada,
en 1821, a don Miguel de Ribas por la suma de 51.341 pesos de ley 6.

115
Y corrió el tiempo. El llamado a ser nuevo propietario de la heredad,
don Eusebio Umaña Manzaneque, había nacido en el año 1809 y joven casó
con doña María Teresa Ricaurte Camacho, hija de don Pedro Ricaurte y de
doña Manuela Rosa Camacho. Don Eusebio se hizo a la propiedad de la
grande y rica hacienda y la legó al morir, por iguales partes, a sus dos hijos
mayores: don Eusebio Umaña Ricaurte, nacido en 1834, y doña María
Teresa Umaña Ricaurte, familiarmente llamada la Chapetona, esposa que
fue de don José María Céspedes. El señor Umaña Ricaurte casó en 1865 con
doña Clementina Azuola Rendón, nacida en 1844, quien fue hija legítima
del médico doctor Domingo Azuola y Olano y de doña Matilde Rendón y
Campuzano; y nieta del prócer bogotano don Luis Eduardo de Azuola y de
la Rocha y de doña María Dolores García Olano 7. A título de curiosidad
puede agregarse que cuando la dictadura de Melo, éste, gran amante de los
solípedos de paso sabaneros, para no exponerlos "presentó tímidamente sus
caballerías" en los llanos de Chamicera y luégo prefirió abandonar el campo
de batalla, según lo afirma en alguna de sus amenas páginas don Tomás
Rueda Vargas.

Hacia los días actuales


A la muerte de don Eusebio Umaña Manzaneque, la parte que le
correspondió a su hijo mayor, con la hermosa casa colonial de la estancia,
levantada por los jesuítas, conservó el tradicional nombre de Chamicera; y la
porción de doña María Teresa se llamó San Isidro.
Posteriormente, ya la heredad matriz en poder de los descendientes de
aquéllos, señores Umaña Azuola y Céspedes Umaña, se desmembró en
varias estancias. La región suroccidental, que ocupa la llamada Vereda de
Pastrana, se convirtió en la hacienda de San Ignacio; Chamicera,
propiamente dicha, se desmembró en la porción de este nombre, que
compró don Clímaco Mejía a don Roberto Umaña Azuola, en Santa Inés,
Santa Helena y El Porvenir; y San Isidro también se fraccionó, al nacer,
entre otras fincas, la de San Isidrito. Hoy en día todas aquellas tierras
salieron del dominio de las familias Umaña y Céspedes y las diferentes
estancias son pertenencia de otros tantos hacendados particulares.

116
Notas
1. "Derecho de la Compañía de Jesús sobre la hacienda de Techo".

2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 6.

3. Para poder recibir el titulo de marqués de San Jorge de Bogotá, don Jorge
Miguel Lozano de Peralta fue agraciado previamente con el título de vizconde de
Pastrana, cuyas tierras, en términos de Bosa, eran de su propiedad. Años después,
y poco antes del grito de Independencia, don Jorge Tadeo Lozano hizo gestiones
ante el monarca español para que fuera reconocido en él dicho vizcondado, ya que
a su hermano mayor, don José María, le habla sido concedido de nuevo el
marquesado de San Jorge.

4. El historiador don José María Restrepo Sáenz ha encontrado documentos que


le permitirán demostrar que el nombre de La Milagrosa es el tradicional de la
estancia de Nariño y que no le fue dado por doña Magdalena Ortega, esposa de El
Precursor, como se ha venido creyendo.

5. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 27; y Notaría segunda, 1762.

6. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamaca, 50; y Notaría tercera, 1821.

7. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por José María Restrepo Sáenz y


Raimundo Rivas.

117
Tercera Parte
El S ur de l a S a b a n a

118
Capítulo I
Desmembración de una heredad

A Alfonso Laserna Pinzón

"Lo que dimos, lo tenemos; lo que gastamos, lo


tuvimos; lo que dejamos, lo perdimos." Epitafio del
Conde de Devon

Las renombradas estancias de Fute y de Las Canoas -pues éste es su


verdadero nombre- - fuéronle adjudicadas en los primitivos días coloniales al
Alférez Real de la Conquista don Antón de Olalla, y formaron parte,
consiguientemente, del mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, al ser éste
constituido por el almirante don Francisco Maldonado de Mendoza y por su
esposa, doña Gerónima de Orrego y Castro, en el año 1621; y así vemos que
en los albores del siglo XVII aparece ya como dueña de las dos haciendas
contiguas La Encomendera.
Las Canoas fue, en aquellos lejanos tiempos, la estancia principal,
debido a que para llegar a estas tierras era más fácil viajar por Soacha, y el río
Bogotá se cruzaba a corta distancia de la casona de la heredad, en las canoas
indígenas siempre fondeadas en el ancón que años después fue utilizado para
construir el puente. Este servicio de canoas era imprescindible puesto que se
hacía menester una comunicación constante entre las dos orillas, ya que en
tierras canogüetas estaban situados los pueblecillos indígenas de Tuso y
Chipo; y Puente Grande, sobre la calzada de occidente, adelante de
Fontibón, únicamente vino a construirse hacia el año 1660.
Por herencia rigurosa, las dos haciendas -que, en realidad, eran tres,
puesto que entre una y otra se hallaba la de Aguasuque 1- llegaron a poder
del mayorazgo don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano, esposo de doña
María Maldonado de Mendoza y Bohórquez, a quien encontramos
pleiteando en 1660 con las monjas de la Concepción, dueñas de la fronteriza
hacienda de Tequendama, vía de por medio, por prestación de servicios en
esta finca de los indios de Tuso 2. Don Alonso, hijo de don Diego Ramírez
Floriano y de doña Leonor de Herrera Rengifo, dio en arrendamiento Las

119
Canoas a su hermano el Maestre de Campo don Jacinto y de este hecho se
originó otro litigio en el año 1661 3.

Desmembración de la Dehesa de Bogotá


Tal vez entre las haciendas que se desmembraron, con el correr de los
años, de la Dehesa de Bogotá, una de las primeras fueron Fute y Canoas, las
cuales pasaron a ser de propiedad, en el año 1671, de don Alonso Dávila
Gaviria, esposo de doña Gerónima Maldonado de Mendoza y Bohórquez, y
concuñado, por lo tanto, del mayorazgo Ramírez de Oviedo. Al morir don
Alonso, la enorme finca que formaban las tres estancias antes mencionadas, -
que se prolongaba, sin interrupción, desde la hacienda de La Herrera, sobre
la margen derecha del Balsillas y del Bogotá, hasta las regiones del Salto de
Tequendama- se dividió entre sus tres hijos, así: Las Canoas le correspondió
a don Alonso Dávila Maldonado; Aguasuque fue de don Francisco -el único
que dejó descendencia-, y doña Magdalena recibió a Fute. Esta partición se
llevó a cabo en 1686.
Tenemos, pues, dividida en tres partes la primitiva hacienda, tal como
volverá a estarlo mucho años después, al morir don José María Urdaneta
Camero. Pero esta partición de fines del siglo XVII no perdura, y pronto
hallamos que de nuevo se han unido las estancias de Fute, Aguasuque y Las
Canoas bajo el dominio de doña Ana de Melgar y Coronel 4. Esta señora no
logra conservarlas y al poco tiempo vende las dos últimas, "consolidadas en
un cuerpo" 5, al maestro don Francisco de Mercado y Verdugo, en la
cantidad de 13.820 patacones. Desde entonces se estipula que los linderos
entre Aguasuque y Fute correrán por la quebrada de Chicaque o de los
Armadillos, a partir de Cerro Gordo, que pertenecerá a esta última hacienda.
Al morir el presbítero maestro don Francisco de Mercado, la heredad
de Las Canoas -incluida Aguasuque- pasa a ser pertenencia de don Juan
Manuel de Moya, de quien la hereda su hijo el canónigo prebendado del
mismo nombre, y por fallecimiento de éste la remata, al contado, don
Francisco de la Zerna e Ibáñez, español llegado a la capital del virreinato
hacia 1720 6. A su turno, Fute, junto con Balsillas, que ha sido
desmembrada de El Novillero, pasa a ser de propiedad del arcediano de la
Catedral santafereña don Francisco Ramírez Floriano, con quien tropezamos
en 1729 adelantando una demanda contra don José Prieto de Salazar, dueño

120
de El Novillero por compra hecha un lustro antes a don Francisco Verdugo;
demanda que se basa en que los ganados de esta finca se pasaban a las tierras
del señor arcediano y le causaban daños en ellas 7. Fute se convierte luégo
en propiedad de los jesuítas 8, y son éstos, posiblemente, quienes le edifican
-o reedifican- la magnífica casona de hacienda que actualmente existe; y por
motivo de la expulsión de la Compañía de todos los dominios del Rey de las
Españas, en 1775 la obtiene en remate público don Francisco Antonio
Gutiérrez y Cacho, quien se encuentra avecindado en Santa Fé desde el año
1744.

Entronque de nobles familias


Al morir don Francisco de la Zerna, su hija doña Josefa de la Zerna y
Hurtado se hallaba casada con don Fernando Rodríguez y Sotomayor,
español, quien fue postor en el remate que de Las Canoas hubo necesidad de
hacer y se quedó en propiedad con la hacienda que había sido de su suegro.
Por aquella época, hacia 1750, se había radicado ya en Santa Fé don
Francisco Antonio Moreno y Escandón, esposo de doña Teresa de Isabella, y
Aguado, cuyas hermosas hijas pronto estuvieron en edad matrimonial. Al
mismo tiempo, sendos hijos casaderos tenían doña Josefa de la Zerda, viuda
de don Fernando Rodríguez, y los esposos Gutiérrez y Cacho, pues don
Francisco Antonio habla contraído matrimonio con doña Mariana Díaz de
Quijano, hija de don Juan Francisco Díaz de Quijano y de doña Manuela
de Herrera y García. Por lo tanto, no es cosa que pueda sorprender a nadie
que dos de las hijas del fiscal Moreno y Escandón casaran: la una, doña
María Francisca, con don Pantaleón Gutiérrez; y la otra, doña Josefa, con
don Fernando Rodríguez y de la Zerna, hermanas las dos de la esposa de
don Lorenzo Marroquín de la Sierra, futuro propietario de Yerbabuena.
Don Pantaleón recibió, pues, de sus padres, la hacienda de Fute y en el
año 1793 la vendió a don Ignacio Quijano 9. Don Fernando Rodríguez, a
su vez, heredó a Las Canoas, pero éste conservó su estancia y al morir la legó
a su hija doña Mariana Rodríguez y Moreno, esposa que fue de don José
María de Uricoechea y Sornoza.

121
Notas
1. Esta hacienda de Aguasuque corresponde a la que hoy se llama Canoas Sáenz.
Ojalá sus actuales dueños le devolvieran su tradicional y eufónico nombre.

2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 15.

3. Civiles de Cundinamarca, 49.

4. Esta señora, doña Ana de Melgar, figura mucho en viejos papeles coloniales,
pero nos ha sido imposible encontrar datos gencalógicos o de familia sobre ella.

5. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 36.

6. Tierras de Cundinamarca, 16 y 27.

7. Tierras de Cundinamarca, S.

8. Hay indicios -tales como un escudo que se encuentra en el zaguán de la casa de


Fute- que permiten creer que la hacienda fue M Convento de los Agustinos antes
de pertenecer a los jesuítas, y que fueron aquéllos quienes edificaron la casona.
Pero no hemos encontrado prueba documental alguna sobre el particular.

9. Esta familia Quijano es muy otra de la de los Díaz de Quijano, también citada
en este capítulo.

122
Capítulo II
"Canoas"

A José María Urdaneta Valenzuela

"No ser un hombre práctico ya es ser


mucho."Oscar Wilde

Sabemos ya cómo llegó, por herencia de sus padres, la estancia de


Canoas -o de Las Canoas-a ser propiedad de doña Mariana Rodriguez,
esposa de don José María de Uricoechea, nacido en 1795, quien fue hijo
legítimo de¡ bilbaíno don Juan Antonio de Uricoechea y de doña María
Concepción Sornoza y Peñalver, esposos desde 1788, cuatro años después de
haber llegado aquél a Santa Fé 1. Don José María murió joven, en 1840, y
de su matrimonio tuvo por hijos a don Sabas de Uricoechea y Rodríguez,
esposo que fue de doña Margarita Rovira y Caicedo, hija de don Juan José
Rovira Dávila y de doña Dionisia Caicedo y Rojas, y al sabio don Ezequiel
de Uricoechea y Rodríguez, soltero, entre quienes se dividió la hacienda:
don Sabas recibió la parte de Canoas propiamente dicha y a don Ezequiel le
correspondió la porción denominada Aguasuque y hoy Canoas Sáenz.
Al llegar aquí, el relato histórico y la leyenda se confunden cuando se
trata de saber cómo pasó Canoas de las manos de don Sabas de Uricoechea a
las de don José María Urdaneta Camero 2. Los documentos afirman que un
día cualquiera del año 1851 se llevó a cabo la compra y que seis años
después adquirió igualmente la parte que era de propiedad de don Ezequiel
de Uricoechea, con las cuales reconstituyó la primitiva hacienda. Pero la
tradición no admite que las cosas hubieran ocurrido tan prosaicamente, y
dice que cuando aquel día de 1851 se acercó don Pepe Urdaneta a la casona
de la estancia con el fin de hacerle ofertas de compra a don Sabas, éste pidió
una suma que aquél consideró exagerada, en vista de lo cual prefirió
retirarse. Montó, pues, en su brioso caballo de paso y emprendió viaje de
regreso a Soacha, camino de Bogotá.
En aquel año soportaba la Sabana un verano atroz, que amenazaba con
echar a perder todas las cosechas. Bajo un sol canicular avanzaba don Pepe,
cuando observó a lo lejos, sobre el horizonte, una nube negra que avanzaba.

123
Viejo sabanero comprendió al punto su significado y midió las
consecuencias que traería el fenómeno atmosférico; y regresó entonces, a
paso vivo, a la vieja casa canogüera y en breves minutos cerró con don Sabas
el negocio por la finca. Agrega la leyenda que una vez hecho el trato
resolvieron festejarlo don Pepe y don Sabas con unas cuantas botellas de lo
bueno; y como uno y otro eran insignes aficionados a correr los dados,
cuando clareó el siguiente día -después de tremendo aguacero que se desgajó
durante la noche- don Pepe Urdaneta era dueño de la mitad de lo
comprado; y la otra mitad la pagó poco después con el producto de la opima
sementera de trigo que salvé la oportunísima lluvia de aquella madrugada 3.
Luégo, en 1857, tuvo lugar la compra de Aguasuque a don Ezequiel
Uricoechea.

Un señor feudal de hace un siglo


Fue don Pepe Urdaneta un hombre enormemente rico, mimado por la
suerte. Llegó a acumular en sus manos enormes extensiones de tierras en la
Sabana, representadas en las antiguas haciendas de Fute -en su
desmembración principal, correspondiente a la región situada más hacia el
sur de la primitiva y colonial estancia-, Las Canoas, Balsillas y Buenavista.
De él se refiere que, como experto agricultor que era, cuando presumía que
se aproximaba el invierno abrileño, dos o tres días antes de que cayeran las
primeras lluvias viajaba por sus tierras desde Canoas hasta el puente llamado
de La Herrera, que está situado a corta distancia de la actual placita de toros
de Mondoñedo, llevando cien yuntas de bueyes que echaba río abajo por el
cauce del Balsillas hasta su desembocadura en el Bogotá. Esta operación
tenía por objeto ablandar el légamo y las materias fertilizantes, con el fin de
que al llover los arrastraran las aguas hacia tierras que más abajo, y a lado y
lado, tenía dedicadas a la agricultura.
Talentoso y buen campesino fue el viejo Urdaneta, de esto no cabe
duda. Pero, además, la naturaleza le dotó -como a buen vasco- de gran
fuerza física, que heredó, aumentada, su hijo primogénito. Gozaba de un
temperamento sensual, turbulento, ávido de gozar la vida a grandes sorbos:
bebía, jugaba y amaba por varios hombres normales, y en sus estancias
estableció el grato, aunque pecaminoso y antisocial, derecho de pernada; y
en todos los campos de actividad en que intervino se hizo notorio el afán de
grandezas que siempre le aquejó y que heredaron cumplidamente sus hijos.

124
Don Pepe contrajo matrimonio, en primeras nupcias, con doña
Adelaida Urdaneta Girardot, su parienta, -también muy rica-, y de esta
unión nacieron cuatro hijos varones y dos hembras: Carlos María, quien
casó con doña Helena Gómez Sáiz; Alejandro, esposo de doña Josefina
Navarro, de nacionalidad mexicana; Alberto, fundador, en 1881, del "Papel
Periódico Ilustrado" y de la Escuela de Bellas Artes, cuya esposa fue doña
Sofía Arboleda Mosquera; Daniel, médico que nunca ejerció, quien contrajo
matrimonio con doña Tulia Padilla Urdaneta; Matilde, esposa de un
norteamericano, de quien existe descendencia en los Estados Unidos, y
Margarita, soltera, cuyo fallecimiento ocurrió cuando era niña. Ya con sus
años a cuestas enviudó don Pepe, y, en segundas nupcias, casó con doña
Helena Calvo, de quien tuvo dos hijas: doña María Helena de Wiesner, que
aún vive, y doña Sofía de Pereira. Y, a su turno, al enviudar doña Helena
Calvo de don Pepe -quien vivió 92 años- casó, también en segundas
nupcias, con don Gabriel Cerón Camargo.

Los Urdaneta y los Karamázov


Entre don Pepe Urdaneta y sus tres hijos mayores -pues Daniel fue
bastante común y corriente- pudiera hacerse un justo y aproximado paralelo,
frente por frente, con Feodor Pávlovich Kararnázov y sus hijos Dimitri, Iván
y Alejo, los inmortales personajes de la obra de Dostoiewsky. La sensualidad
es característica en los dos padres: don Pepe y Feodor Pávlovich, quienes, al
mismo tiempo, "saben hacer maravillosamente sus negocios interesados,
aunque al parecer no sepan hacer otra cosa". Los hijos del hacendado
sabanero heredan la sensualidad y ese loco afán de derrochar, de sobresalir,
en permanente delirio de grandezas; y, como en los personajes de la creación
dostoiewskiana, tenemos aquí a un don Carlos, guerrero de alta graduación
y nuevo señor feudal de Canoas (hacienda que recibe en vida de su padre),
"estéril de espíritu" 4, valeroso, fanfarrón, excelente camarada y contraindica
do para la vida de hogar; a un don Alejandro, a quien le entrega don Pepe la
hacienda de Fute, que se arruina derrochando loca y principescamente el
dinero, con un lujo y un boato que, hasta hoy, nadie ha sabido igualar en
Colombia; y a un general Alberto Urdaneta, manirroto -como todos ellos-,
refinado, artista y selecto catador del eterno femenino 5.
En torno al Canoas de la época de los Urdanetas se ha formado una
complicada leyenda, no del todo carente de base, que bien puede

125
comprobarse con hechos: don Pepe trae de Europa el piano de cuarto de
cola que se fabricaba especialmente para la Patti, en vista de que doña
Helena Calvo gustaba de cantar; a don Alejandro se le deben valiosísimos
objetos, tales como la mesa de mármol 6; la rica y magnífica biblioteca, que
nunca leyó; la pesada fosforera de oro con sus iniciales en enormes letras de
diamantes y rubíes; el tapete que es hoy de propiedad de la iglesia de San
Juan de Dios; el fastuoso juego de té de plata inglesa; las jarras de oro para
agua; la famosa escopeta de cacería, propia para gigantes, que se hizo célebre
bajo el nombre de la mama, y el papel epistolar cuyo membrete representa
un pato que cae mortalmente herido, con una leyenda al pie, que dice: "¡A
tierra, carajo!" 7.

Breve descripción de la hacienda


Sobre la margen derecha del Funza o Bogotá, y desde Fute hasta las
tierras del Salto de Tequendama se extendía la antigua Canoas de don Pepe
Urdaneta, de riquezas naturales de excepción. A la vieja casona se llegaba
preferentemente por Soacha y tras de cruzar el puente sobre el río, el cual
describe en aquella parte una fuerte curva -que forma el ancón que
utilizaban las canoas indígenas en los días coloniales-, que pudiera
compararse a una letra U imperfecta, en cuyo fondo se levanta aquél.
Fértiles vegas forman la parte baja y ondulada de la hacienda, y sus terrenos
elevados y limpios son especialmente aptos para el cultivo de los cereales.
Más adelante, hacia el sur, el subsuelo de las tierras quebradas y altas está
formado por riquísimas vetas de carbón mineral; y, para que nada le falte, en
la región del Salto hay un tupido y salvaje bosque, de donde se extrae la
madera gruesa necesaria para la fácil explotación de las minas.
Hasta hace pocos años no se conocieron en Canoas las cercas de
alambre de púas: los potreros se dividían con zanjones o con vallados de
piedra, a fin de que los cazadores de venados pudieran correr sin peligro por
toda la estancia tras de los tímidos y simpáticos cérvidos. Afortunadamente,
cuando la finca llegó hace algunos años -de nuevo dividida entre Canoas y
Aguasuque- a las manos de don Nicolás Gómez y de don Francisco Sáenz,
respectivamente, éstos prohibieron en sus propiedades, y de manera
terminante, la caza del venado; y gracias a estos señores se conservan en la
Sabana representantes de tan hermosa raza animal. Es frecuente encontrarlos
cuando se cruza por la hacienda, y es delicioso el espectáculo que presentan

126
al sentir que se aproxima gente: entonces empluman la cola y emprenden la
huída; y a distancia, al considerarse de nuevo en seguridad, se detienen y
miran hacia atrás, arrogantes, con sus graciosos ojillos de azabache, mientras
les vibra nerviosamente la fina y rojiza piel.

Chipo y las ruinas de Tuso


Sobre las alturas de Canoas, y a la altura de la frontera casona de
Cincha, río de por medio, el dios Bochica -haciendo uso de todo su poder y
de un arma desconocidadecapitó, hace milenios, a uno de los montes. Así
nació el maravilloso llano de Chipo, que alimentó un pueblo indígena en los
lejanos días de la Colonia, siempre cubierto de elevados pastizales y
salpicado, aquí y allá, con árboles copudos y pequeños que traen al recuerdo
las maravillosas planicies andaluzas. Pocos lugares tan bellos puede admirar
el hombre como el que presenta el llano de Chipo en un amanecer de
diciembre, cuando los venados triscan y galopan desaforadamente,
embriagados de juventud y amor...
Si se cruza el río Bogotá por el puente del Alicachín, en Tequendama,
y se sigue el senderillo que trepa zigzagueante por el rocoso cerro, a menos
de diez minutos de marcha se abrirá el panorama en una gran planicie que
domina la región de El Charquito. El curioso que tal- haga encontrará allí
las ruinas de la iglesia de un pueblo olvidado, amén de otras que
corresponden a un extenso cercado de tapias de tierra pisada. Efectivamente,
aquéllas son las ruinas del pueblo de Tuso, desaparecido hace ya muchos,
muchísimos años.
Tuso tiene su historia -¡cómo no!- y también tiene su leyenda. Según la
primera, aquel pueblecillo indígena llegó a tener cierta importancia en los
tiempos ¡dos, al mando de un alcalde nombrado por la Real Audiencia,
debido principalmente a que en su iglesia se veneraba una milagrosa imagen
de la Virgen negra, que los sencillos feligreses sentían más suya que las otras,
quizá por el color obscuro que el artista dio a su tez 8. Tuso desapareció,
según parece, debido a que se secó el agua cercana de que se proveía, y una
posterior epidemia de viruela -una de tantas como hubo en los años
pretéritos fue el factor definitivo para su ruina y despoblación.

127
La leyenda demoníaca de Tuso
La localidad de Tuso, tan atrayente y hermosa, está dominada por un
elevado cerro en cuya cima se destaca una blanca cruz de piedra. Y aquí de la
leyenda ofrecida: según los viejos canogüeros, en tiempos de don Pepe
Urdaneta dominaba mandingas 9 en aquella parte de la hacienda y todas las
noches se llevaba la mejor res, sin que el patrón hallara forma de impedirlo.
Ya por entonces don Carlos, el hijo mayor, era un mozallón temible por su
desaforada fortaleza física, y resolvió una noche retar al príncipe de las
tinieblas a singular combate. Hizo ensillar su caballo y a buen paso se dirigió
a la llanada de Tuso, en donde encontró al Enemigo ocupado en arrear por
delante una hermosa vaca lechera.
A la ocasión la pintan calva, debió decirse don Carlos, y sin dudarlo un
momento se arrojó sobre mandingas y lo agarró por los cuernos con sus
poderosas manos. La lucha fue larga y terrible, y los bramidos del Malo, al
sentirse derrotado, aterrorizaron a toda la comarca. Finalmente, don Carlos
impuso condiciones y aquél tuvo que aceptar que no se le entregaría sino un
modesto buey mensual para atender a sus necesidades.
La ira del diablo al levantarse del suelo vencido por el Urdaneta no es
para ser descrita. Jadeante, paso a paso, se dirigió a la cañada por donde
descendían las aguas de que hacía uso el poblado; se lavó cuidadosamente la
sangre que le brotaba de la nariz y de los labios mal heridos, y luégo, como
venganza final, rabiosamente escupió en la cascada. Al punto se levantó una
densa nube de humo y desde entonces se secó la fuente de agua; y de ahí a
poco llegó la epidemia que trajo consigo la desaparición del pueblecillo.
Don Carlos, para castigarle esa mala trastada que le jugó el diablo, hizo
erigir la cruz de piedra que domina el llano de Tuso; y gracias a ella no ha
podido nunca más volver mandingas a recibir el buey mensual a que tiene
derecho, pero que, según el pacto, ha de ser entregado precisamente allí, en
Tuso, a las doce de la noche del primer lunes de cada mes. ¡Vae Victis!

La guerrilla de "Los Mochuelos"


Fue don Carlos M. Urdaneta, ya con el grado de coronel, jefe de la
famosa guerrilla conservadora de 'Tos Mochuelos", que con tanto éxito
luchó en las regiones del sur de la Sabana durante la guerra civil de 1876. El
cuartel general de la guerrilla estaba en Canoas, y de allí salía a cumplir sus

128
hazañas en los llanos de El Vínculo, de Tequendama, de Terreros, y hasta
Chamicera y La Estanzuela, ya a las puertas de la ciudad, se acercaba como
lo narra con gran amenidad uno de los cachacos guerrilleros, don Enrique
de Narváez, en el libro que lleva por título "Los Mochuelos".
Desde aquella época, la casona de Canoas quedó prácticamente
abandonada por sus dueños, y si bien es verdad que don Carlos vivía en ella,
en la planta baja, no es menos cierto que nunca más subió al segundo piso
desde el día en que falleció su esposa, doña Helena Gómez, cuya habitación
permaneció cerrada -tal como quedó en la fecha- por espacio de varios años
10.

La fuerza física de don Carlos


"Y era tanta la pujanza del señor don Baltasar, que dicen llegó a
ensartar ciento cincuenta en su lanza; por consiguiente, si avanza todos
quedan ensartaos. Lanza, no caigas al suelo porque vienen los pijaos".
De don Carlos María Urdaneta se cuentan infinidad de anécdotas, casi
todas basadas en su descomunal fuerza física y en su afición a las armas de
fuego; fuerza desproporcionada a la cual hacía digna pareja la de su amigo
íntimo y segundo jefe de "Los Mochuelos" el general Ignacio Sánchez,
conocido generalmente con el apodo de Clérigo Suelto. Sentar un potro
apretando las piernas era empresa nimia para don Carlos, y la tradición
conserva el recuerdo de infinitas barbaridades suyas; pero la más sonada fue,
sin que podamos dudarlo, la que puso en práctica para medir la profundidad
del Salto, a cuyo fin arrojó una yunta de bueyes con un larguísimo rejo
retorcido atado al yugo, dizque para medir el sobrante cuando los infelices
animales tocaran fondo y saber as! el dato que buscaba. Obvio es decir que el
experimento no tuvo los resultados que esperaba su autor.
Arrojarse a caballo desde el puente de Canoas al río Bogotá, era cosa
fácil y de frecuente ocurrencia en don Carlos, de quien se afirma es la
paternidad de la conocida frase que lanzó dirigiéndose a una pícara mula:
"¡A inteligente me ganarás; pero a fuerza, no!".
Ya sexagenario gustaba don Carlos de atender a sus peones sentado a la
puerta de la vieja casa canogüera en un tronco recortado que hasta hace
poco se conservaba. Allí dirigía sus negocios, ataviado con unos calzones
ordinarios, camisa y bayetón; y cuando el calor apretaba, en los días de

129
verano, se quitaba rápidamente las contadas prendas de vestir que usaba y se
arrojaba al río a nadar un rato. Luégo, sin secarse -"hecho una sopa", que
dirían las señoras-, se colocaba de nuevo los calzones, la camisa y el bayetón
y seguía despachando como si nada hubiera ocurrido. Cuando los días eran
malos, y la tupida niebla del Salto se enseñoreaba de la comarca, gustaba
don Carlos de encerrarse en su habitación y dejaba correr las horas muertas
dibujando a bala sus iniciales en la pared, para no perder el pulso, decía 11.

La herencia de los Urdanetas


Al ir envejeciendo don Pepe Urdaneta entregó la hacienda de Canoas,
para que en ella trabajaran, a sus hijos mayor y menor, respectivamente, don
Carlos y don Daniel. Este último murió muy joven, en 1883, y de su
matrimonio con doña Tulia Padilla quedó una hija, de nombre María,
quien anos más tarde contrajo matrimonio con don Fortunato Pereira
Gamba.
La hacienda de Fute la recibió su hijo segundo, don Alejandro, y la de
Balsillas la cedió a éste y a don Carlos en 1882. Finalmente, a don Alberto le
entregó la hacienda de Buenavista, en el vecindario de Cota, quien la
conservó hasta 1876, once años antes de su prematura muerte, ocurrida en
1887. El fundador del "Papel Periódico" y de la Escuela de Bellas Artes
había enviudado en 1885, y en los dos años y medio que duró su
matrimonio no tuvo hijos.
Con el correr de los años, Balsillas -ya llamándose Venecia- y
Buenavista, fueron de propiedad de don Jesús María Gutiérrez Botero,
quien las legó a sus hijos don Leonidas y don Luis Gutiérrez Robledo,
respectivamente. Los herederos del primero vendieron la estancia de Venecia
a don Pepe Sierra, y los del segundo conservan aún a Buenavista.
Al morir don Pepe, poco menos que centenario, su hijo don Carlos
heredó la parte extrema sur de Canoas -que hoy se llama Canoas-Gómez-; y
el resto, la hacienda que se denomina Canoas-Sáenz - y que, para conservar
la tradición, debería mejor llamarse Aguasuque-, le fue adjudicada a las dos
hijas del segundo matrimonio, quienes en breve la vendieron a don
Francisco Sáenz, cuyos descendientes la poseen.
La estancia de Fute la recibió por herencia don Alejandro Urdaneta,
dueño también, por compra hecha a los señores Zaldúas, de la hacienda de

130
Tena, situada a continuación de Canoas del Salto para abajo. Don Alejandro
fue muy rico, pero cualquier capital que hubiera poseído le habría resultado
insuficiente ante su inveterada manía de vivir con fastuosidad asiática.
Quebró en tres ocasiones, y, a la postre, Fute pasó a ser propiedad de don
Pablo de Valenzuela Suárez, quien la dio en arrendamiento, por algún
tiempo, a don Manuel Samper, padre del infortunado aviador Samper
Mendoza.

El Cartujo Urdaneta y Carlitos


Y ahora es necesario regresar a Canoas, ya en poder de don José María
y de don Carlos Urdaneta Gómez, hijos del general don Carlos María. El
primero de ellos heredó toda la sensualidad, imaginación y fogosidad del
padre y del abuelo, pero no es aventurado afirmar que siempre le faltó un
tornillo. Joven aún se enamoró de doña Josefita Osorio, quien le dio
calabazas; pero como aquél la amenazara con suicidarse, dióle el buen
consejo de que se enamorara de otra. Así lo hizo el alocado Chepe Urdaneta
y en breve manifestó a su segunda novia, doña Petronila Ortiz, que
marcharía a Europa a traer los muebles necesarios para el nuevo hogar.
Y dicho y hecho: que Chepe Urdaneta viajó, no cabe duda; pero, según
parece, los novios se olvidaron mutuamente tan pronto como aquél arrancó
de Bogotá; y Chepe Urdaneta, en cuanto se vio en España, lo primero que
hizo fue recordar que allá existía la célebre Cartuja de Miraflores y, sin
pensarlo dos veces, se hizo monje de la orden de San Bruno. Siete años
después lo encontró allí otro bogotano que también se hizo cartujo: don
Emiliano Quijano Torres, músico inspiradísimo, quien aún vive bajo el
nombre de Hermano Melchor.
Cerca de catorce años permaneció en la Cartuja, hasta que un buen
día, impulsado por la sed de aventuras, abandonó el convento y emigró a la
Argentina, en donde se dedicó a trabajar como mayordomo de una estancia
de las pampas. Todo marchó bien hasta que tuvo la mala suerte de
enfermarse de un tumor o chichaguy que le atormentaba bastante y, para
curárselo, se aplicó un hierro candente. Como es lógico, el remedio resultó
peor que la enfermedad: su patrón, alarmado, escribió a Bogotá y el
excartujo fue repatriado por la familia. Vivió desde entonces aislado en Las
Huertas (Soacha), pequeña finca que apenas contaba con una modesta casita
habitable, y gustaba de aislarse, frecuentemente, en una cueva de Canoas

131
que había amañado a su gusto. Allí enfermó finalmente y apenas hubo
tiempo de traerlo a Bogotá para que muriera en la casa familiar.
Su hermano menor, Carlos, fue opuesto en todo a los demás miembros
de la familia: débil de espíritu y de cuerpo, su vida no ofreció relieve alguno.
Incapaz de administrar directamente la estancia de Canoas dióla en
arrendamiento a sus tíos maternos, don Daniel y don Nicolás Gómez Sáiz,
quienes entraron a la hacienda hace ya muchos años.
Desaparecidos, sin descendencia directa, Chepe y Carlos Urdaneta
Gómez, parte por herencia y parte por compra pasó a ser la legendaria
Canoas de propiedad exclusiva de don Nicolás Gómez, cuyos herederos la
tienen hoy.

La actual estancia de "Canoas-Gómez"


Canoas fue, en poder de los Urdanetas Gómez, una propiedad
abandonada. El hermano mayor velaba el hierro de marcar el ganado -una S
entre una circunferencia- y le rezaba; y el menor ejercitaba su derecho de
propiedad fetecuando a los infelices venados que distraídamente se ponían al
alcance de su escopeta.
Los hermanos Gómez entraron a reorganizar todo aquello y la vieja
casona fue otra vez habitable. Las sementeras brotaron de nuevo y se dio
impulso a la explotación de las minas carboníferas, en franca competencia de
producción -ya que su calidad es igual- con las de Cincha y San Francisco.
Más tarde, ya la finca de propiedad de don Nicolás Gómez, quien puso al
frente de ella a su pariente don Tomás de Brigard, primero, y a su hijo don
Hernando Gómez Tanco, después, la riquísima hacienda revivió como un
emporio de riquezas, enmarcadas suntuosamente en los más bellos
panoramas.
Al morir don Nicolás, sobre la parte que corresponde a las minas se
constituyó una sociedad familiar de sus herederos; y las vegas y tierras
agrícolas y ganaderas pasaron a ser de propiedad de don Nicolás (Colacho)
Gómez Dávila, a quien se debe la artística reconstrucción actual del hermoso
oratorio de la casa de la hacienda, que también fue levantada de nuevo, hace
pocos años, por don Hernando Gómez Tanco.

132
Notas
1. Fueron padres de don Juan Antonio, don Pablo de Uricoechea y Hormaechea y
doña Joaquina de Victoria y Goyri.
2. Don José María Urdaneta fue hijo de don José Joaquín de Urdaneta y la Cueva,
quien contrajo matrimonio, en 1786, con doña María Ventura Camero y
Venegas, esposa que fue luégo, en segundas nupcias, de don Eusebio Suescún.
3. En las regiones del sur sostienen que don Sabas y don Pepe abandonaron la casa
aquella noche, en busca de cierta agraciada arrendataria, y que el juego tuvo lugar
hacia la parte de frente a El Charquito, sobre una gran piedra plana que allí se
encuentra. Esta versión la refuerzan narrando que por las noches se ven allí luces
misteriosas, provenientes, fuera de duda, del alma en pena del señor Uricoechea,
quien sale a recoger sus pasos.
4. Tomás Rueda Vargas, "Los Urdanetas".
5. Suficientemente conocido es el drama que concluyó con el suicidio de una
distinguida dama de la sociedad bogotana, enamorada amante de Alberto
Urdaneta.
6. Esta mesa y el piano de la Patti son hoy de propiedad del Gun Club. El piano
fue, hasta hace pocos años, el mejor que habla en Bogotá y el conocido centro
social lo compré en una suma altísima, hace un cuarto de siglo.
7. De este papel conservan aún millares de pliegos los descendientes de don
Alejandro Urdaneta. La escopeta la mama es hoy de propiedad de don Manuél
Madero París.
8. La Virgen de Tuso, con todas sus alhajas -pues era riquísima- fue trasladada a
Soacha, en cuya iglesia parroquial se conserva.
9. Apodo familiar del diablo.
10. Parece que esto de condenar las habitaciones cuando alguien moría era
costumbre de familia, pues lo mismo se observó con dos piezas de la casa que fue
de don Carlos, y más tarde de su hijo Carlos Urdaneta Gómez, en Bogotá, la cual
estaba situada en el ángulo suroeste de la esquina de la calle 13 con carrera 9a.,
donde hoy se levanta un moderno edificio.
11. Es curioso que, a pesar de la notoria afición que tuvo don Carlos por las armas
de fuego mientras fue comandante de la guerrilla conservadora de "Los
Mochuelos" siempre anduvo desarmado, según lo hace constar don Enrique de
Narváez en su obra citada.

133
Capítulo III
"Fute"

A Francisco García y a José Sanz de Santamaría.

La hacienda de Fute, tal como la recibió don Ignacio Quijano del


Patríarca de la Sabana en 1793, tenía enorme extensión, pero carecía, en lo
general, de terrenos planos, aptos para la agricultura. En cambio, en sus
breñales se criaban ariscos y peligrosos toros cuneros, rivales de los nacidos
en La Conejera, que hicieron famoso el nombre de la estancia en los últimos
años coloniales y en los primeros de la época republicana, al ser lidiados en
las corridas y capeas que se celebraban en Santa Fé y en Bogotá. Fute se
extendía desde La Herrera, al norte, hasta la quebrada de Chicaque o de los
Armadillos y el llamado camino de Fute, al sur, en donde comenzaba
Aguasuque o Canoas. Le servía de lindero por el oriente el río Balsillas, y por
el occidente llegaba hasta las haciendas de Cortés y Chunavá, de historial ya
conocido por anterior capítulo.
Sobre la parte oriental de Fute existen algunas lagunas permanentes
formadas por las lluvias, a las cuales debe acudir el ganado para beber. Los
terrenos son ásperos y crían un pasto corto y alimenticio, más propio para
ovejas que para vacunos, animales estos que deben ser de razas fuertes -como
es la del toro de lidia- para que puedan defenderse y prosperar en tales
lomas. Esta condición ha permitido aprovechar buena parte de la antigua
Fute -casi toda la región de levante-, que está destinada a la ganadería brava,
en las desmembraciones que llevan hoy los nombres de Vistahermosa,
Mondoñedo y Los Andes, de propiedad de don Francisco García, de don
José Sanz de Santamaría y de doña Clara Sierra de Reyes, respectivamente;
las cuales se conocieron también, hace algunos lustros, bajo el nombre
general de Balsillas, que corresponde en realidad a las tierras bajas llamadas
actualmente hacienda de Venecia 1.

Historial de la estancia
Por Serrezuela o por Balsíllas, al gusto -cuando no por Canoas -, es
posible llegar a la vieja casona de Fute, situada al sur de la heredad, cerca de
los linderos que la separan de la antigua Aguasuque o Canoas Sáenz. Es una

134
típica y hermosa construcción colonial que corresponde a los años en que
fueron sus dueños los padres de la Compañía. Se levanta en dos pisos, con
bellas arcadas pétreas que sostienen las crujias altas, y los robustos muros y
escaleras ponen una nueva nota de grandiosidad en la fábrica, que está
rodeada por numerosas y amplias huertas y corralones. La casa está hoy
perfectamente conservada gracias al cuidado que le ponen sus dueños
actuales, los señores de Valenzuela Vega, herederos de don Alfredo de
Valenzuela de la Torre. Y ahora, conviene saber cómo llegó a ellos tan
famosa estancia:
Al hacerse dueño de Fute don Ignacio Quijano, en aquel mismo año
1793 recibió del tesorero de diezmos, don Antonio Nariño y Álvarez del
Casal, 8.000 patacones a censo redimible sobre la finca y entró a trabajarla,
parece que con éxito. Don Ignacio, nacido en Tunja, era hijo de don
Francisco Quijano y Guerra y de doña Manuela Mercado y Verdugo.
Contrajo matrimonio en Santa Fé, en 1793, con doña Catarina Venegas y
Ferro, oriunda de Vélez, y fueron hijos suy9s don José María Quijano
Venegas, esposo de doña María Josefa Caicedo y Sanz de Santamaría, y don
Juan Nepomuceno Quijano Venegas, quien casó con doña Josefa Pinzón; y
desde entonces se vinculó el apellido a la hacienda, al nombrarlos siempre, y
hasta el día de hoy a sus descendientes, "los Quijanos de Fúte", a pesar de
que los actuales nada tienen que ver en ella.
Los Quijanos conservaron el dominio sobre la heredad, aunque fuera
sobre una parte nada más de la primitiva finca que fue de sus abuelos, por
espacio de medio siglo largo. Y as!, en 1839 encontramos que al morir don
Rafael Quijano -a quien suponemos también un Quijano Venegas-
heredaron parte de Fute su viuda doña Isabel Rubio y sus hijas menores
María del Carmen y Petróna; e igualmente fueron dueños de otras porciones
desmembradas de aquélla, don Aquilino Quijano y Caicedo, esposo de doña
Rudesinda Otero y Armero, y doña Evarista Quijano y Caicedo, quien
contrajo matrimonio con don Andrés Caicedo y Bastida, dueño de Potrero
Grande, como en anterior Capítulo se dijo. Don Aquilino y doña Evarista
fueron hijos de don José María Quijano y Venegas; y, a su vez, don
Aquilino y doña Rudesinda fueron los padres del conocido escritor don José
María Quijano Otero, esposo que fue, en primeras nupcias, de doña
Mercedes Párraga. Quijano Otero, nacido en 1836, médico, literato de valía

135
y comerciante declarado en quiebra, murió arruinado en 1883 y dejó varios
hijos.
Durante la segunda mitad del siglo pasado comienza a desmembrarse
en firme la primitiva hacienda de Fute, pero la parte principal, más valiosa y
extensa aparece vinculada al nombre de don José María Urdaneta Camero,
por compra que e te hizo de todas aquellas tierras, que se prolongaban, hacia
el sur, en Aguasuque y en Canoas; y hacia el oriente, en la estancia de
Balsillas; la cual cedió -a título de herencia materna- a sus hijos mayores,
don Carlos María y don Alejandro, en 1882. Balsillas pasó más tarde a ser
propiedad de don Jesús María Gutiérrez Botero, ya con el nombre de
Venecia, y éste la legó a su muerte a don Leonidas Gutiérrez Robledo, cuyos
herederos traspasaron la propiedad, por venta, a don Pepe Sierra, dueño por
entonces de la colindante porción de Fute llamada Los Andes.

La desmembración en los últimos años


Cincuenta años atrás, justamente, se nos presenta la colonial estancia
motivo de este relato dividida en numerosas haciendas, pero la parte
principal de ella aún continúa en poder de los señores Urdanetas. Y así, en
1896 tropezamos con don Joaquín y doña Eva Prieto Rico, quienes acaban
de heredar a sus padres, doña Liboria Rico y don Emeterio Prieto, tierras
alinderadas desde el puente de La Herrera hasta Los Andes, por el oriente;
de este lugar a Laguna Larga, por el sur, y con fincas de don José Prieto
Solano -hermano y socio de don Emeterio-, de don Enrique Zalamea
Cantillo, de don Joaquín Salas y de doña Dorotea Melo de Gaitán, por los
otros lados.
Poco después, en 1901, doña Ascensión Melo, esposa de don Cristóbal
Díaz, vende a su hermano don Daniel los potreros de Las Lomas y El
Común, desmembrados de la hacienda de El Chorro, por la suma de 25.000
pesos, los cuales se convierten en la estancia de Campoalegre. Dichos
potreros colindan con tierras de don Joaquín Prieto Rico, por el norte; con
el camino de La Mesa, y con el potrero de La Capilla, por el sur, el cual
habrá de convertirse poco después en la finca de dicho nombre. La
vendedora y propietaria de El Chorro la había heredado, dos años atrás, de
doña Dorotea Melo de Gaitán.
Y en el año 1907 se termina el juicio de sucesión de doña Mercedes
Gómez, viuda de don Enrique Zalamea Cantillo, y sus varios hijos reciben la

136
estancia de Ovejeras, cuyos linderos tocan con Fute, a la sazón pertenencia
de don Alejandro Urdaneta; con Laguna Blanca y con tierras de don José
Prieto Solano, de los Prieto Rico, de don Joaquín Salas y de don Andrés
Arroyo.
Numerosas adquisiciones y ventas se siguen sucediendo en los lustros
sucesivos, hasta que entra en acción don Ignacio Sanz de Santamaría
Herrera -posiblemente ya con idea de aprovechar aquellos terrenos
quebrados, fuertes y semiestériles para fundar la ganadería brava en el país-,
quien compra a doña Eva Prieto Rico su estancia, en 1919, por $42.000,
dentro de los mismos linderos que se indicaron anteriormente. Y en los años
siguientes remata lo de don Joaquín Prieto Rico, en $20.000; compra sus
porciones a los herederos de don Daniel Melo, hasta redondear, de nuevo, a
Campoalegre; se hace a la propiedad de Ovejeras, finca por la cual paga
$7.000; y, definitivamente, en el año 25 es dueño de la hacienda que se
llamó Mondoñedo, cuya extensión pasa de 3.000 fanegadas, hoy dividida
aproximadamente por mitad entre don José Sanz de Santamaría Rocha,
quien posée la porción situada más hacia el sur, y don Francisco García,
dueño de las tierras que hacen frente sobre la laguna de La Herrera, al norte.
En cuanto a la heredad de Fute propiamente dicha, luégo de haberla
poseído don Alejandro Urdaneta por espacio de algún tiempo, la vendió a
don Pablo de Valenzuela Suárez, cuyos herederos la usufructúan
actualmente.

El antelio de "Fute"
Llaman los físicos antelio, antelia o antella a cierto fenómeno de
espejismo que con frecuencia se presenta en la hacienda de Fute, en
mañanas despejadas y cuando la niebla característica del sur de la Sabana se
ha depositado sobre la región durante la noche; niebla que procede del Salto
de Tequendama y que invade a muchos kilómetros de distancia de la
catarata. El fenómeno 2 se observa desde el camino que conduce, por
Barroblanco, a La Mesa, a una distancia de cinco a ocho kilómetros, cuando
la masa gris se fija, como si fuera un telón luminoso, detrás de los cerros
llamados del Amargozal, de San Cayetano y de Peña Pelada, con el río
Bogotá al fondo, serpeando en la Sabana. Entonces, los viajeros que
transitan por aquel camino tienen oportunidad de ver reflejarse sus siluetas
en lo alto de los cerros, en tamaño monumental y nimbadas por los rayos

137
del sol naciente, sobre Tamaño monumental y nimbadas por los rayos del
sol naciente, sobre la cortina de niebla, que refulge aureolando la enorme
figura en rayos brillantes y policromados. El fenómeno es interesantísimo, y
personas que han tenido oportunidad de presenciar el antelio de Fute, como
don Lázaro M. Girón, le han consagrado hermosas páginas a tan singular y
grandioso espectáculo.

Notas
1. Nada más exótico que este nombre de Venecia impuesto a la antigua Balsillas,
que ojalá recuperaran estas tierras. Inclusive para la ganadería brava sería mejor y
más diciente este nombre que aquél, de raigambre italiana.

2. Una descripción del antelio de Fute corre publicada en el "Papel Periódico


Ilustrado", en el número correspondiente al 5 de mayo de 1883.

138
Capítulo IV
"Santa Cruz", "Tibabuyes" y "Buenavista"

A Roberto García Peña

El mismo derecho que pueden alegar Fute y Canoas como haciendas


de los Urdanetas, lo tiene Buenavista, en Cota, rica estancia que fue de la
primera esposa de don Pepe, doña Adelaida Urdaneta Girardot, y que aquél
entregó a su hijo tercero, don Alberto Urdaneta, quien dilapidó allí millares
de pesos, siempre bajo la égida de las bellas artes y del amor.
Pero llegar al historial de Buenavista no es tarea fácil, y por esto es
necesario que el lector haga un pequeño esfuerzo de viajero, aguas arriba por
el río Bogotá. El embarcadero prefijado en Puente Grande, adelante de
Fontibón, y en tanto que la imaginaria góndola, canoa o lancha remonta los
primeros kilómetros -con Funza y Engativá a sus costados-, viene a cuento
recordar la leyenda del tesoro de aquellas aguas. Se narra en efecto, que hace
años hallaron en la Casa de Moneda regular cantidad de un mineral
blanquecino, que fue examinado superficialmente por los técnicos, quienes
dictaminaron que se trataba de níquel. En vista de esto, de su poca o
ninguna utilidad y para evitar que alguien pudiera aprovecharlo
delictuosamente, se ordenó arrojarlo al río desde lo alto del parapeto de
Puente Grande. Así se hizo, y cuando el error ya era irremediable vino a
saberse que el tal níquel era nada menos que finísimo platino llegado del
Chocó. Desde entonces son muchos los que han intentado localizar el
tesoro, con resultados, hasta hoy, francamente negativos.

***

Sin sentir el tiempo, la lancha imaginaria dejó atrás los términos de los
municipios antes nombrados y, ya en las espaldas la confluencia con el Juan
Amarillo, navega ahora con Cota sobre la izquierda y Suba a la derecha. Por

139
este lado se extienden tierras que pertenecieron en anteriores siglos a
Tibabuyes y las haciendas de El Salitre 1 y La Conejera; y al occidente se nos
presenta Buenavista, en primer término, desmembración también de la
primitiva y grande heredad de Tibabuyes, a la cual sirve de fondo la sierra de
El Espino. Esta se desenvuelve en dirección suroeste nordeste y paralela a
ella corre la llamada sierra de Tenjo, bastante lejos y hacia el poniente; y
entre las dos está enclavado el municipio de dicho nombre, famoso por sus
haciendas de El Chacal, con su desmembración de Los Laureles, Santa Cruz
y El Espino, ordenadas de Funza hacia Tabio.
Al llegar al extremo norte de los municipios de Cota y Suba, el Bogotá
recibe las aguas del río Frío -con las heredades de El Noviciado y La
Conejera sobre los dos costados-, y sería necesario continuar remontándolo,
por un buen trecho, en dirección al oriente antes de que recobre su rumbo y
le veamos llegar del norte, al través del municipio de Chía. Solamente que el
lector no deberá seguirlo ni un paso más arriba de Las Juntas, o sea el lugar
en donde aumentó su caudal con el río Frío, que viene de muy lejos: de las
regiones más lejanas del municipio de Tabio.

Primitivas haciendas de la región


El anterior viaje intelectual situó al lector en el terreno necesario. Pero
no basta saber el lugar en donde está situada la hacienda de Buenavista -en el
corazón de la Sabana central para poder entrar a conocer su historia.
Principio y orden requieren todas las cosas, y esta estancia de los Urdanetas
es relativamente moderna, como desmembración que es de una de las más
extensas heredades coloniales, pertenencia de conquistadores .
Los primeros anos de la vida de Tibabuyes, cuando ni siquiera habían
sido bautizadas aquellas tierras y constantemente se ventilaban pleitos por
linderos con las estancias vecinas de Santa Cruz, El Espino y Chinchilla, son
un poco confusos e incompletos. Sin embargo, de los hechos ocurridos en el
siglo de la Conquista se sabe que en aquellas regiones lograron merced de
tierras doña María de Santiago, esposa del conquistador don Francisco de
Tordehumos, encomendero de Cota, y don Juan de Chinchilla, en el año
1588; que el mismo Tordehumos compró, dos años después, una estancia a
don Juan de Torres, una porción de la cual llegó a ser luégo también del
dicho Chinchilla, y que este sujeto y su esposa, doña Magdalena Velásquez,
vendieron su heredad a los jesuítas en 1614 2.

140
Poco después, en 1630, llegó a Santa Fé, después de guerrear contra los
pijaos y los carares, el alférez don Felipe de Santa Cruz, quien compró parte
de las tierras que habían sido de propiedad del Alférez Real don Juan
Clemente de Chávez -y antes de su padre el capitán don Juan de Chávez-,
colindantes con las que los jesuítas habían comprado dieciséis años atrás a
Chinchilla. El resto de las tierras de don Juan Clemente -quien había
muerto en Antioquia en 1629-, en cumplimiento de sus disposiciones
testamentarias pasó a
constituir la hacienda de El Espino, de propiedad del Monasterio de
Santa Inés de Monte Policiano. La totalidad de la finca que dejó el Alférez
Real de Santa Fé colindaba, por otros lados, con propiedades de doña
Margarita de Martos, de doña Elvira Moyano, de don Juan de Poveda, de
don Pedro de Herrera Maldonado y con El Hornillo, pertenencia de doña
Juana de Montalvo, lo mismo que con el río Chicú, que corre de norte a sur
del municipio de Tenjo y viene a desembocar en el Bogotá, justamente en
linderos de Buenavista. El alférez Santa Cruz, esposo de doña Gerónima de
Costilla, logró que en premio a sus servicios le adjudicaran nuevas tierras
situadas "detrás de la sierra de Cota", con las cuales y las suyas propias
redondeó la enorme hacienda que hoy sigue conociéndose con el nombre de
Santa Cruz, y de la cual hizo cesión por venta, en 1637, al Convento de
Predicadores de Santo Domingo 4.
Los dominicanos conservaron la hacienda largo tiempo, y en los
primeros años del siglo XVIII aparecen como sus dueños don Francisco y
don Juan Manuel de Lugo, por compra hecha en 1735 a don Juan de
Mancera, propietario de ella desde 1712, y los Lugo la venden, en 1736, a
don Pedro Santiago Amórtegui, de quien la heredan sus hijos; éstos la ceden,
en 1767, al cura de Santa Bárbara don Juan de Texeira y Mena por la
cantidad de 2.350 patacones, y por esta misma suma la compra poco
después don Cristóbal Nieto'.

Breve historia en el año 1767


Estamos, pues, en 1767, año que tiene fundamental importancia para
la historia de varias haciendas de la Sabana que pertenecieron a los jesuítas,
tales como Fute, Chamicera, La Conejera, Tibabuyes, etc., ya que entonces
tuvo lugar el extrañamiento de los padres de la Compañía de todos los
dominios del Rey Carlos III Las citadas valiosísimas heredades fueron

141
pregonadas y sacadas a remate en los años subsiguíentes y pasaron a ser de
propietarios particulares, con excepción de Techo, estancia que se consideró
como bien propio vinculado al Real Colegio Seminario, según se explicó en
el correspondiente capítulo. Tibabuyes, que incluía la parte llamada
Chinchilla en años anteriores y que era algo así como lo principal de la finca,
fue obtenida en remate público por don Nicolás Bernal y Rigueyro,
mediante el pago al contado de 20.000 patacones, quedando a deber sobre
ella 12.000 más 5.
Por el mismo año 67, como antes se vio, don Cristóbal Nieto era
dueño de las contiguas haciendas de Santa Cruz y El Chacal-, y el
Monasterio de Santa Inés poseía, desde hacía más de un siglo, la estancia de
El Espino, situada al oriente del río Chicú y colindante con la porción de El
Chucho llamada El Salitre de Suba, por sobre la cuchilla de la sierra que
lleva el nombre de dicha finca 6. El Chacal fue años después pertenencia de
don Manuel Benítez Pontón, quien hizo venta de la heredad, en dos
porciones, a don Ciriaco Rico Salas, en 18 54 y 1876, respectivamente; y de
éste la heredaron sus hijos en 1894.
En cuanto a El Espino, tal vez por ser la hacienda fundadora de la
comunidad en la Colonia, las monjitas de la Santa de Monte Policiano la
conservaron hasta que fue incluída en el decreto de desamortización de
manos muertas en 1861. El gobierno la retuvo por algunos años, y en los de
68 y 69 se hicieron a su propiedad, dividida en dos fincas, los señores Jesús
Jiménez, quien pagó por las tierras que remató 161.000 pesos, y Alejandro
Cardona, a quien le fueron adjudicadas las suyas por 64.500 pesos. Las actas
correspondientes indican que la totalidad de la estancia colindaba entonces,
por el oriente, con la sierra de El Espino; por el norte, con tierras de Miguel
Macías, Joaquín Castañeda, Jesús y Agapito Zapata y Carmen Castañeda;
por el occidente, con el río Chicú; y por el sur, con tierras de don José
Campos y de sus hijos.

La noble familia de los Bernal


Un necesario paréntesis es menester ahora, para decir algo sobre la
noble familia del rematador de Tibabuyes, don Nicolás Bernal y Rigueyro,
descendiente directo del conquistador Cristóbal Ortiz Bernal, cuyo hermoso
retrato se conserva en la iglesia de Las Nieves. Este hidalgo salmantino casó
con doña Ana de Castro y fue el mayor de sus hijos don Luis Bernal Castro,

142
alcalde de la Santa Hermandad de Santa Fé, quien contrajo matrimonio con
doña Isabel Duarte, natural de Toledo, de cuya unión nació don Cristóbal
Ortiz Bernal, segundo de este nombre. Don Cristóbal casó, en 1618, con
doña Isabel de Guzmán y Ponce de León, y éstos dejaron por hijos a cuatro
mujeres y a don Enrique Bernal y Guzmán, esposo, a su vez, de doña Luisa
de Herrera Brochero, hija legítima de don Pedro de Herrera Maldonado y
de doña Blasina Brochero.
Los esposos Bernal y Herrera procrearon 14 hijos, el quinto de los
cuales fue don Andrés, quien contrajo matrimonio con doña Francisca
Rigueyro y Galindo, y fueron hijos suyos don Nicolás Bernal y Rigueyro,
bautizado en 1731, quien casó en 1762 con doña Josefa Gertrudis Galindo,
hija legítima de don Alonso Galindo y Dosma, y de doña María Josefa
Romana y Herrera; y don Joaquín Bernal y Rigueyro, esposo que fue, en
1783, de doña Teresa Ricaurte y Torrijos 7.

Pleitos y viudas
Según parece, don Nicolás Bernal y Rigueyro era bastante mayor que
su esposa, y viuda y rica, con un hijo único, la dejó en 1785, oportunidad
que quiso aprovechar su hermano, don Joaquín Bernal, para entrar como
copropietario de Tibabuyes a favor de una deuda de 4.000 pesos de ocho
décimos que tenía a su favor, comprometiéndose a pagar la totalidad de los
12.000 patacones que habían quedado de deuda sobre la hacienda cuando la
remató el primogénito, pocos años antes. Don Joaquín vendió una porción
de la estancia, en 3.000 patacones, al presbítero don Gerónimo de Neyra.
Pero la viuda del hermano mayor, doña Josefa Gertrudís se opuso a las
pretensiones de don Joaquín y hasta salir triunfante sostuvo un largo pleito,
primero con su cuñado y más tarde con la viuda de éste, doña Teresa
Ricaurte. Pero como tampoco era la Galindo amiga de perder el tiempo,
poco después de enviudar contrajo de nuevo matrimonio con don Francisco
Guadarmino, quien aparece en el año 1798 como dueño de la hacienda y
sosteniendo a la par dos pleitos, que posiblemente acabaron con su vida al
ganarlos: el de doña Teresa Ricaurte ya dicho y otro con el dueño de Santa
Cruz y de El Chacal, don Cristóbal Nieto, quien aspiraba a quedarse con las
antiguas tierras de Chinchílla, vinculadas a Tibabuyes desde el tiempo de los
jesuítas 8.

143
Prosigue el historial de "Tibabuyes"
Al abrirse el siglo XIX, en el año 1807, hallarnos de nuevo viuda a
doña Josefa Gertrudis Galindo, quien solicita de las autoridades el deslinde
de las estancias de Tibabuyes y de Santa Cruz; pero junto con ella aparece
como propietario de aquella hacienda don Ignacio José de Quevedo y
Murillo, esposo de doña Leandra Castañeda, quien finalmente se queda con
la propiedad íntegra, posiblemente al morir, sin sucesión, la viuda Galindo,
cuyo hijo del primer matrimonio murió joven y soltero.
Los hijos de Quevedo y la viuda Castañeda heredaron la rica hacienda
de Tibabuyes y la vendieron, en 1814, a don Ambrosio Almeida y a don
Ramón Morales por la suma de 86.000 pesos, y éstos la partieron entre sí: la
finca de aquél, que se prolongaba en parte sobre la margen izquierda del
Bogotá, ya en términos de Suba, conservó el primitivo nombre; y Morales
dio a su porción, enclavada casi en su totalidad en el municipio actual de
Cota, el nombre de Catama, que hoy lleva una pequeña desmembración
ubicada en el extremo oriental de Funza. Años más tarde, en 1840, de las
tierras que fueron de Morales vendió don José María Plata Soto a don José
María Pérez unos potreros del globo de La Cantera, colindante con el
denominado Los Caballos, los cuales habíales comprado dos años antes -
junto con otros desmembrados de La Regadera y Saleros-" a los señores
Angel María y Anselmo Chávez; y, a su vez, Pérez vendió a Plata Soto otros
potreros de la antigua Tibabuyes, llamados Carrizal Alto y Porquera,
igualmente en términos de Funza, que había comprado a don Tomás
Valanzo en 1835, los cuales colindaban con tierras de Andrés Sandino y de
Teresa Almeida.
Cuando tuvo lugar la compra de Almeida y de Morales ya narrada,
figuran en la escritura los nombres de La Punta de Cota o La Culebrera,
estancia que pocos años después legó don José Antonio Sánchez a sus hijos
Gabriel y Pío; y la heredad original colindaba entonces con las de Juan
Amarillo, en Engativá 9, por el sur, y con Tibacuyitos; con el río Chicú y
con la quebrada de Socha 10. En el mismo año 14 compró Tibacuyitos don
José Salgado a don José Antonio Sánchez, y aquél la vendió, en 1822, a don
Francisco Morales.
Don Ramón Morales murió joven y viudo, por cuya razón figuró
como dueña de las tierras su madre doña Angela Gutiérrez, tutora de los
herederos menores. Doña Angela, hija de don Estanislao Gutiérrez y de

144
doña María del Campo García, previa licencia de las autoridades sacó a
remate la hacienda, en 1821, y por 16.200 pesos le fue adjudicada a don
Nicolás Quevedo la parte situada más hacia el sur, reservándose doña Angela
una desmembración denominada Potrero Nuevo, que también fue rematada
en el mismo año por 7.005 pesos, y a la propiedad de ésta se hizo don Luis
M. Montoya. En cuanto a la gran porción que conservó el tradicional
nombre de Tibabuyes, don Ambrosio Almeida la vendió a don Domingo
Caicedo igualmente en el año 1821 11.

La estancia de "Buenavista"
Sabido es cómo al llegar la República se pusieron en movimiento las
fortunas y comenzó la desmembración de las grandes heredades, al impulso
del progreso, del ansia de renovación, de la valorización de las cosas. Así fue
como nació Buenavista, hacienda formada sobre la margen derecha del río
Bogotá y en tierras de la primitiva Tibabuyes que llevaban el nombre de
Potrero Nuevo, y fue su primer dueño don Luis Montoya, quien la conservó
hasta el año 1828, en el cual la vendió a don Pedro Carvajal; y en los
veinticinco años siguientes tuvo por dueños sucesivos al dicho Carvajal,
hasta 1838; a don Miguel Ortiz Durán, hasta 1839; a don Ramón Beriña,
hasta 1840; a don Agustín de Francisco, hasta 1841; a don Judas Tadeo
Landínez, hasta 1846; a don Alejo de la Torre y Aráoz, hasta 1851 12, y a
don Julián Caicedo D'Elhúyar, hasta 1853.
Don Julián Caicedo vendió la estancia de Buenavista al opulento
capitalista don Mariano Calvo y Ortega, esposo que fue de doña María del
Campo Cabrera y Quijano, y este señor redimió el censo que pesaba sobre
ella y a favor del Monasterio de Santa Clara, por la cantidad de 20.000 pesos
de ocho décimos 13, para lo cual dio en pago a las monjas la hacienda
Huerta situada en el municipio de Carmen de Carupa. El nuevo dueño la
conservó por espacio de doce años, pero en dicho lapso vendió un potrero
de 73 fanegadas, llamado La Venta, a don Ramón Zornosa.
Así, pues, en 1865 cedió don Mariano la finca a su cuñado, don Tadeo
Cabrera y Quijano, descendiente directo del Maestre de Campo don Gil de
Cabrera y Dávalos, alcalde de Lima, su ciudad natal, de la orden de
Calatrava, y presidente gobernador y capitán general del Nuevo Reino de
Granada en 1686, quien murió en Santa Fé en el año 1712 14. Don Tadeo

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vendió la heredad, en 1866, a don José María Urdaneta y a su esposa doña
Adelaida Urdaneta Girardot, cuando medía ya 885 fanegadas de extensión.

La heredad de Alberto Urdaneta


Tan pronto como Alberto Urdaneta -nacido en 1845- estuvo en edad
de trabajar, recibió de su padre la heredad de Buenavista. Este hijo de don
Pepe está considerado por la generalidad de las personas como el más
atractivo de los hermanos, por haber sido de mayor envergadura intelectual,
lo que es innegable. Pero tampoco es posible dejar de lado la formidable
suma de valor humano y racial que poseyeron los dos mayores: Carlos, el
Titán, y Alejandro, el Nabab. Alberto Urdaneta valió mucho, pero no como
pintor. Su grande obra consistió en haber fundado la Escuela de Bellas
Artes, y sus realizaciones y su vida se nos presentan magníficas al través de
los cinco volúmenes del "Papel Periódico Ilustrado". Viajó mucho; organizó
la primera exposición de cuadros de Vásquez Ceballos, muchos de los cuales
describió y catalogó. Y, sin embargo, como artista aparece en la lejana
perspectiva bastante posseur, demasiado amigo del bombo y de la
rimbombancia.
Durante los años en que poseyó la hacienda de Buenavista Alberto
Urdaneta, se hicieron famosas las fiestas de amigos que en ella gustaba de
dar, pues, al igual de todos los suyos, fue siempre un vividor sensual de gran
señorío. Dióse por entonces a pintar el lienzo para el cielo raso del salón
ovalado, que se conoce con el nombre de "El triunfo de las flores", y alcanzó
a dejar terminados dos frescos, que representan cupidos o amorcillos, en
otros tantos paineles de aquella estancia; y también concluyó en el comedor
un plano de la hacienda. Obvio es decir que cada pincelada del artista se
celebraba con grandes fiestas y derroche de champaña y de otros licores más
sólidos.
El fundador del "Papel Periódico Ilustrado" contrajo matrimonio, en el
mes de octubre de 1872, con doña Sofía Arboleda Mosquera, de quien
enviudó, sin lograr descendencia,- dos años y medio después. Los esposos
vivieron en Buena- vi . Sta y en la región se afirma que como el marido era
bastante celoso no dejaba salir a doña Sofía sino en contadas ocasiones y
siempre con él. Se dice también que en las noches serenas y de luna llena,
hacía ensillar la hacanea blanca de la señora y su propio caballo negro y salía
a pasear llevando a su compañera cubierta, de la cabeza a los pies, con un

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tupido manto obscuro; y juntos recorrían, una y otra vez, la larga y
agobiadora avenida de eucaliptus que, hasta hace poco, conducía a la
avenida de eucaliptos que, hasta hace poco, conducía a la propia huerta de la
casa, la cual fue edificada bajo la dirección del dueño en persona, para
reemplazar a la ruinosa casona colonial que aún se conserva a corta distancia
de la actual.
Viudo ya, y en plena juventud, Alberto Urdaneta intensificó los
placeres y aficiones artísticas que colmaron su corta vida, y a él se debe el
hermoso oratorio de la casa residencia¡ de la estancia, en cuyo altar se yergue
el Cristo sobre túmulos pétreos, coronado el todo con un cielo cóncavo
pintado al óleo y que representa el tiempo tempestuoso de un Viernes
Santo. El conjunto recibe la luz de la luna por una claraboya artísticamente
diseñada.

Nuevos dueños de "Buenavista"


Por una u otra causa, don Pepe Urdaneta y su hijo Alberto
determinaron vender la hacienda a los diez años justos de haberla comprado
y ésta pasé a ser, en 1876, de propiedad de don José María Villamizar
Peñaranda, esposo de doña Isabel Añez, oriundos del departamento de
Norte de Santander. La señora Añez la heredó de su marido en 1878 y en
1882 vendió la mitad de ella a don Pablo y a don Bernardo Pizano Elbers,
hijos de don. Wenceslao Pizano y de doña Carolina Elbers, bogotana e hija
de don Juan Bernardo Elbers Jeliger, prusiano, y de doña Susana Sanz de
Santamaría y Baraya; y nietos de don Pablo Pizano de Puerta -hijo, a su vez,
del ciudadano maltés don Francisco Esquembri Pizano, tronco de la familia
en Colombia- y de doña María Josefa Restrepo Escobar, antioqueños
ambos. Y la otra mitad de la finca la compró, aproximadamente en los
mismos días, don Domingo Álvarez Bastida, quien hizo compañía con
aquéllos, y dos años después redondearon de nuevo la estancia al comprar el
potrero de La Venta al atrás nombrado Ramón Zornosa. Don Domingo
Álvarez, retoño del tronco familiar que fundó en Cartago, en el siglo XVII,
el capitán Diego Álvarez del Pino, fue esposo de doña Isidora Litch y Nieto.
Poco tiempo conservaron la heredad de Buenavista los señores Pizanos
y Álvarez, que en el año 1887 vino a ser de propiedad de don Jesús María
Gutiérrez -antioqueño, de origen santafereño-, hijo de don Justo Gutiérrez y
de doña Andrea Botero; nieto de don Juan Bautista Gutiérrez y de doña

147
Rosa de Ospina, y biznieto de don Pedro Gutiérrez de Lara y de doña
Francisca Vallejo, quienes contrajeron matrimonio en la santafereña iglesia
de Las Nieves y más tarde se radicaron en Rionegro.

La hacienda en los días actuales


De don Jesús María Gutiérrez, esposo, en segundas nupcias, de doña
Marcelina Robledo, heredó la hacienda de Buenavista su hijo don Luis,
quien la legó, hace pocos años, a su hija doña Mariela, viuda de don
Gustavo Durán, su actual propietaria.
La heredad está bajo el dominio del cerro de Majuí, situado al extremo
sur de la sierra de El Espino, y se extiende hasta tocar en sus límites con el
río Bogotá, con el Chicú y con las estancias de Tibabuyes y La Culebrera,
dentro de un área total que se aproxima a las 1.300 fanegadas. Sus tierras
son feraces, y en los crudos inviernos habituales en la Sabana se forman
grandes lagunas que ofrecen hermosos contrastes.
En la sierra hay fuentes de aguas termales que, en cómodas albercas,
son utilizadas por los dueños de la hacienda. Pero la maravilla natural de la
región es la llamada Cueva del Moján, que se abre en las estribaciones de la
serranía y a corta distancia de la casa residencial, la cual no ha sido aún
debidamente explorada -tal vez a causa de su gran tamaño y la creencia
popular afirma que comunica directamente con la población y la sierra de
Tenjo, atravesando el valle, las cuales están situadas a gran distancia hacia el
noroeste.

El espanto de "Buenavista"
El hecho de ser relativamente moderna la casa de Buenavista le impide
tener un auténtico espanto de cierta importancia. Pero como la estancia se
formó, al fin y a la postre, como una desmembración importante de
Tibabuyes, que tiene tantísima tradición, se afirma que en los años
coloniales un sujeto atracó por aquellos caminos a un fraile dominicano -
dueños, a la sazón, de Santa Cruz- y le cortó la cabeza de certero machetazo.
Desde entonces, al filo de la media noche sale de la Cueva del Moján el
fraile blanco descabezado y se pasea por todas aquellas tierras hasta que
amanece, y lo mismo asusta a los de Tibabuyes que a los de Buenavista; a los
de Los Laureles, que a los de El Espino: es el amo y señor de las noches de

148
toda la extensa comarca que corresponde a los municipios de Tenjo, Cota y
Suba.
Con las primeras luces del día se volatiliza el espanto sin cabeza; y es lo
cierto que nadie recuerda haberle visto regresar a sierra, al paso que muchas
son las personas que le han visto salir de la cueva y que han tropezado con él
por aquellos caminos y veredas. Este aparecido goza de gran prestigio en la
región y su presencia en los campos pone pavor en el corazón de los más
valientes y esforzados campesinos, cuando por cualquier azar se ven
precisados a recogerse tarde de la noche a sus hogares.

***

Tales son las haciendas que hicieron famosas don Pepe Urdaneta y sus
hijos. El padre, personalmente riquísimo y también por parte de su esposa,
llegó a acumular en sus manos enormes extensiones de tierras sabaneras, que
legó a los suyos. Desgraciadamente, de tanto dinero y de nombradía tanta
únicamente ésta les llegó a sus nietos. Pero la Escuela de Bellas Artes, los
muchos y valiosos objetos artísticos que trajo de Europa don Alejandro, el
"Papel Periódico Ilustrado" y las hazañas del jefe de "Los Mochuelos"
persisten y harán perdurar por muchos años el nombre de los viejos
Urdanetas.

Notas
1. Esta hacienda de El Salitre, enclavada en Suba entre tierras de Tibabuyes y La
Conejera, en siglos anteriores formó parte de esta última hacienda.

2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 28.

3. " Tierras de Cundinamarca, 33; y -Gobernadores de Antioquia", por José


María Restrepo Sáenz.

4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 33 y 40; y Notaría segunda, año


1769.

5. Archivo Nacional. Temporalidades, 2; y Tierras de Cundinamarca, 28.

149
6. " " Tierras de Cundinamarca, 27.

7. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por José María Restrepo Sáenz y


Raimundo Rivas.

8. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 28 y 33; y Temporalidades, 2 y


22.

9. Esta hacienda de Juan Amarillo fue, en los días coloniales, de propiedad de don
Pedro Millán, quien la vendió, en 1785, a don Andrés Pinzón Sailorda y a éste la
compró poco después don José Nariño y Álvarez del Casal, hermano del
Precursor, quien la cedió, en 1787, a don Bernardino García por la cantidad de
12.300 patacones. Juan Amarillo se pregonó, por concurso de acreedores, y en
1789 la obtuvo, en remate público, don Juan Francisco Forero. De nuevo le fue
sacada a remate a este señor, en el mismo año, y pasó a ser pertenencia de don
Santiago de las Salas, de quien la heredó su hijo don Fernando; y a éste le fue
rematada de nuevo la estancia, que pasó a ser de don Juan Antonio Sánchez. Antes
de pertenecer la heredad a don Pedro Millán, ésta había sido del presbítero
maestro don Manuel Blanco hasta 1750; de don Felipe Santiago Barragán, hasta
1752; del presbítero don Manuel Guerrero, hasta 1762, y de don Francisco de la
Gaona y Bastida, abogado de la Real Audiencia, hasta 1769. Archivo Nacional.
Tierras de Cundinamarca, 33, 49 y 50; Temporalidades, 6, 10 y 14; y Notaría
segunda, años 1762 y 1769.

10. Archivo Nacional. Notaría primera, 1821.

11. " " Notaría primera, 1821.

12. Don Alejo de la Torre peleó en la batalla de "La Culebrera", en defensa del
gobierno, la cual tuvo como escenario tierras de Buenavista, que años después
serían de su propiedad. Como se advirtió a principios de este libro, para nada se
tocará en él el fascinante tema de las batallas y hechos guerreros que se han librado
en la Sabana, en espera del libro que actualmente prepara algún académico de la
historia sobre punto tan importante.

13. Este censo a favor del Monasterio de Santa Clara lo creó, en 1824, don Luis
Montoya.

14. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá-, por Restrepo Sáenz y Rivas.

150
Capítulo V
Los Umañas de "Tequendama"

A Manuel Pardo Umaña

"Hay rincones de la tierra que quisiéramos estrechar


contra nuestro corazón." Gustavo Flaubert

Famosa es la hacienda de Tequendama, que dio, posiblemente, su


nombre al majestuoso Salto, por donde se despeña el Funza o Bogotá en
busca de las tierras cálidas y del Río Grande de la Magdalena. La heredad
fue originariamente propiedad del Convento de las monjas de la
Concepción, y en el año 1660 las hallamos sosteniendo un largo litigio con
el mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, don Alonso Ramírez de Oviedo y
Floriano, dueño de las estancias de Las Canoas, Aguasuque y Fute, por los
servicios que debían prestar en Tequendama los indios del pueblo indígena
de Tuso, situado en tierras canogüeras a la diagonal de la casa de habitación
de la heredad monjil, río de por medio.
Mucho más de un siglo permaneció la hacienda en poder del Convento
y a éste la compró, en el año 1765, don Gerónimo de Espinosa, quien la
vendió poco después a don Pedro de Castro, y éste la traspasó -sin haber
cumplido satisfactoriamente su compromiso con el vendedor- a don Blas de
Valenzuela. Este señor tampoco dio cumplimiento a lo pactado, en vista de
lo cual fue sacada a remate la estancia, en 1766, y se le adjudicó al "Real
Colegio Seminario de esta corte", en la cantidad de 10.100 patacones.

Entran Rebollar y el primer Umaña


Por entonces se hallaba avecindado en Santa Fé don Santiago Rebollar,
quien vino como mayordomo del virrey Messía de la Zerda y posiblemente
regresó a su patria después de algunos años de permanencia, o murió en la
capital del virreinato soltero, pues el hecho es que nadie más llevó su
apellido. Este Rebollar compró Tequendama al Colegio Seminario en 1767
y le agregó poco después la estancia de El Tablón, situada en Chusacá, por la
cual pagó 500 patacones a su vecino Miguel de Otero. Rebollar la poseyó
por espacio de siete años, y en el 1772 sostuvo un litigio con don José de
Caicedo y Flórez, debido a que éste quiso comprarle la hacienda cuando aún

151
no había cumplido los 25 años que le daban la mayoría de edad necesaria
para hacer negocios, lo cual apenas demuestra que su dueño estaba deseoso
de desprenderse de ella a la mayor brevedad posible.
Y fue en 1774 cuando apareció don Juan Agustín de Umaña, dueño de
Cortés desde once años antes, y compró Tequendama a Rebollar por la
suma de 18.000 patacones; pero éste se reservó El Tablón, que vendió poco
después al propietario de El Vínculo don José Suescún Fernández de
Heredia, porción que, con el transcurrir del tiempo, se convirtió en la
estancia de Puerta Grande, de propiedad de don José Antonio Díaz Ospina,
padre de don Eugenio Díaz el celebrado autor de "Manuela" y de "El Rejo
de Enlazar". El Tablón lo vendió el señor Díaz Ospina, en 1808, a don José
Ignacio Umaña Barragán, nieto de don Juan Agustín, y de nuevo se hizo a
su propiedad en 1822.

Los herederos de "Tequendama"


Vimos atrás -en el capítulo correspondiente a las haciendas de Cortés y
El Salitre- cómo don Juan Agustín legó la heredad de Tequendama a su hijo
menor don Ignacio Umaña Sanabria, con su casa de habitación, todas las
tierras y vestida con más de 1.000 cabezas de ganado vacuno, caballos, etc.,
dato que nos permite sacar dos consecuencias: primera, que hace siglo y
medio tenía la hacienda no menos de 1.500 fanegadas limpias, de potreros,
para poder sostener tan crecido número de animales; y, segunda, que la casa
que aún se conserva como dependencia de la actual fue levantada, en
excelente construcción, por el propio don Juan Agustín antes de 1790.
Don Ignacio Umaña nació en Santa Fé en 1746; otorgó testamento en
1815, y murió en la capital del virreinato el 26 de septiembre de 1816.
Dicho documento es muy curioso porque en él da siempre el tratamiento de
ciudadano o ciudadana, según el caso, a todas las personas que nombra,
inclusive a su esposa, fallecida poco antes, y a sus hijos, quienes eran diez en
aquel año -cuatro hombres y seis mujeres-, solteros a la sazón los tres
últimos. Pero fueron los dos mayores, don Enrique y don José Ignacio,
nacidos en 1772 y 1774, respectivamente, y cuyas partidas de bautizo
reposan en la iglesia parroquial de Bojacá, quienes recibieron a Tequendama
por disposición testamentaria de su padre, según la cual éstos deberían
pasarles a los demás hermanos los réditos correspondientes a sus legítimas
hasta tanto que lograran redimir el valor de¡ capital, a fin de que la hacienda

152
no se subdividiera en pequeñas porciones. Datos biográficos completos del
hermano mayor se hallarán más adelante. En cuanto al segundogénito, se
sabe que casó en 1791, en San Antonio de Tena, con doña Mariana Barrero
y Alarcón, y sus hijos varones fueron con el tiempo dueños de la heredad de
Cortés, como se explicó en el correspondiente capítulo. Don José Ignacio
murió en Bogotá en 1852.

Una desmembración y una venta


En posesión de la riquísima hacienda, don Enrique y don José Ignacio
Umaña Barragán pagaron bien pronto sus porciones a los otros hermanos y
quedaron como únicos dueños de ella. ¿Qué arreglo o negocio hicieron
entonces entre ellos? Difícil es precisarlo y cualesquiera afirmaciones o
suposiciones que se hicieran pecarían enteramente por falta de respaldo
documental. Pero es lo cierto que el primogénito resultó, a la postre, dueño
exclusivo de la casi totalidad de la finca primitiva, con excepción de aquellos
potreros situados en la región del Salto, de la casona de Cincha hacia el sur,
que se desmembraron y constituyeron luégo, por sí mismos, la estancia de
San Francisco, que le correspondió a don José Ignacio y de éste la heredó,
años más tarde, su hijo mayor don Luis Umaña Barrero, esposo de doña
Dolores Rivas.
Es interesante también anotar que, en 1821, el hacendado don Enrique
vendió a don Nicolás Lamoitié una porción o potrero de la finca
denominado El Charco, situado "detrás del alto de Tequendama" y
colindante con el río Bogotá y con la quebrada de La Poma. Y es interesante
esta venta porque tales terrenos debieron, forzosamente, ser incorporados de
nuevo a la heredad, desde luego que parecen corresponder a El Charquito
actual que recibió por herencia de su padre don Raimundo Umaña Santa
María 1.

Breve descripción de la hacienda


Tequendama no está situada dentro de la Sabana sino en parte de su
territorio, pues ésta muere, precisamente, al llegar a la casona solariega, la
cual por sus espaldas domina el tajo del río Mufla, que allí mismo, en El
Alicachín, vierte sus frígidas aguas en el Bogotá. Los grandes potreros
sabaneros se prolongaban, pues, a todo lo ancho desde Chusacá hasta la
margen derecha del dicho río Muña, en tierras muy fértiles; y a

153
continuación se extendía la heredad, ya en terrenos quebrados, parte limpios
-como los llamados potreros de ceba de Cincha-, parte cubiertos de malezas
y de monte, a gran profundidad de penetración sobre la margen izquierda
del río Funza y hasta más abajo del Salto de Tequendama.
Las montañas hoscosas del Soche, que pertenecieron en los días
coloniales -a lo menos en parte- a la hacienda de La Compañía de los
jesuitas, situada en términos de Fusagasugá, también fueron incorporadas a
Tequendama, posiblemente durante la primera mitad del siglo XIX. La
Compañía fue sacada a remate a raíz de la expulsión de los hijos de Ignacio
de Loyola y en 1779 la compró don Santiago Umaña a don Gerónimo
Miguel de Espinosa. En época posterior, los bosques del Soche pasaron a ser
pertenencia de la rama familiar de don Ignacio Umaña y formaron parte
armónica del todo que se llamó hacienda de Tequendama.
De la casa de la estancia hasta El Charquito apenas descendía un
angosto camino por la orilla del río, el cual tomaba en este lugar rumbo
hacia la Boca del Monte, en donde se bifurcaba: un ramal seguía para
Sabaneta y el Soche, y el otro, que cruzaba la región alta de los potreros de
Cincha, de entrañas repletas de antracita, dominaba el Salto desde su parte
más elevada y de allí se lanzaba, desenroscándose, en busca de las tierras
cálidas.
Es nota característica de la hacienda -como lo es también de las
situadas al otro lado del río --la densa niebla que se desplaza sobre la región
la mayor parte de los días del año y que la cubre y humedece cual si fuera un
impalpable sudario, que impide la vista a más de dos metros de distancia.
Esta niebla es especialmente tupida entre El Salto y El Charquito, y tiene
influencia decisiva en el vivo sostenimiento del delicioso mito del moján 2
de Tequendama, del cual nos ocuparemos más adelante.
Pero ahora nos es preciso hacer la presentación del dueño de la
heredad, notable sujeto por sí mismo y porque con su matrimonio,
celebrado en tierras de España con una santafereña, legó a sus descendientes
sangre del famoso pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, si se aceptan
las tesis y estudios históricos de Guillermo Hernández de Alba sobre la
ascendencia de don Gabriel Murillo, hacendado de Fagua.

154
Notas
1. Archivo Nacional. Notaría primera, 1821. No es supérfluo dar también noticia
de que cuatro años después compró don Enrique Umaña a doña Josefa Ricaurte la
estancia de La Isla o La Fraguíta, en Fucha, y que la vendió de nuevo a don
Vicente Nariño Ortega, hijo M general, en 1828. De don Vicente, quien fue
director de la Biblioteca Nacional por espacio de largos años, descienden
numerosas y prestantes familias bogotanas.
2. Genio protector de los ríos, montes y minas, según la mitología chibcha.

155
Capítulo VI
El hacendado prócer y sabio

A mi madre, doña María Umaña Camacho de Pardo Carrizosa.

Poco menos que ignorada es la vida del prócer de la Independencia,


sabio mineralogista y hacendado sabanero don Enrique Umaña Barragán.
No debe esto causar extrañeza a nadie, puesto que lo mismo ocurre con
todos los hombres de pensamiento colombianos 1, en tanto que no hay
militar afortunado o político de poca monta cuya biografía no corra
publicada en los diccionarios especialistas 2.
Del prócer y sabio don José Enrique Umaña, hijo legítimo de don
Ignacio Umaña Sanabria y de doña Isabel Barragán y Gaitán, sabemos que
nació en la hacienda de Cortés el 15 de julio de 1772 y que fue bautizado
aquel mismo día en Bojacá por el padre Eugenio Forero, habiendo sido sus
padrinos don Pedro Zapata y su esposa. Esta fecha, posterior en un año
menos un día a la que consigna el retrato al óleo que posée doña Sara
Piedrahita v. de Umaña, es la que fija su padre en un curioso cuadernillo de
efemérides familiares que conserva uno de sus descendientes, don Antonio
María Osorio Umaña. Dos años después, el 17 de junio de 1774, y con los
mismos padrinos, fue bautizado también en Bojacá el segundo de los
hermanos Umaña Barragán, don José Ignacio, continuador del librito
mencionado, en el cual hallamos anotaciones tan curiosas como las
siguientes:
"En 23 de marzo de 1799 hice confesión general con el P. Serna en
exercicios en la tercera orden.
"En Sbre. de 1816 murió mi padre (anota don José Ignacio Umaña
Barragán), y en este mes salió Morillo para los llanos y Caracas con su
exército pacificador después de destruir a Bogotá y todo Colombia con
matanza y contribuciones, etc., etc., etc.
"En 18 de junio de 1826 sucedió el temblor, el que arruinó varios
edificios; y en 22 repitió otro fuerte pero más corto, y siguió temblando por
más de 6 meses en diferentes días, pero pequeños. Siguió temblando más de
un año, hasta que hubo uno en 16 de noviembre de 1827, fuertísimo que

156
acabó de destruir muchos conventos y casas; y ha temblado hasta hoy, 14 de
abril, a las 7 y cuarto de la noche, pero pequeño.- Ha seguido temblando
hasta ayer 11 de mayo que hubo uno a las once y media de la noche.
"En 8 de mayo de 1830 salió Bolívar para Europa después de sufrir
varios insultos de algunos individuos; pero lo más respetable de las gentes
quedó sintiéndolo y muchas familias agradecidas llorándolo.

Doctor en el Colegio del Rosario


El joven Enrique Umaña Barragán vistió la beca del Colegio del
Rosario, como capista, después de acreditar su limpieza de sangre, y en los
años 1788, 1790 y 1793, respectivamente, obtuvo los grados de Bachiller en
Filosofía, de Licenciado y doctor en Teología y de doctor en Derecho
Canónico en la Universidad Tomística, al mismo tiempo que adelantaba
estudios de ciencias naturales, que le atraían especialmente, sobre todo en el
ramo de la mineralogía.
Por aquel entonces, la capital del virreinato vivía en latente estado de
expectativa y temor. El ideal de independizar la patria de la corona española
ardía en el cerebro de la juventud. Umaña no podía ser ajeno a un estado tal
de cosas, a los 22 años de edad, rico, independiente y miembro de una de las
principales familias santafereñas. Y así, en 1794 lo encontramos conspirando
en compañía de Nariño, quien, "con un doctor Rieux médico francés -
escribe el historiador Jorge Ricardo Vejarano-, su cuñado don José Antonio
Ricaurte, don Enrique Umaña, José María Cabal y muchos otros, es el
centro de la juventud dorada de Santa Fé que principia a sentir el oleaje de
la revolución francesa... Se reúnen un día aquí, otro día allá, hablan cada vez
con más audacia, conspiran cada día con más ingenuidad y van creando
entre las autoridades españolas y la criolla y timorata sociedad de la época,
un ambiente de zozobra, de desconfianza y de temor que necesariamente
tenía que ser fatal."

La prisión, por conspirador


A principios del año citado, hizo Nariño la publicación de los
"Derechos del Hombre", pero el asunto quedó poco menos que olvidado y
las autoridades no le concedieron importancia; y únicamente se revivió
cuando, meses después, fue reducido a prisión por el alcance a la Caja de
Diezmos, y trasladado al cuartel de caballería, que ocupaba la casa situada a

157
la diagonal de la Catedral, frente a la del propietario de Yerbabuena, don
Lorenzo Marroquín de la Sierra. Y diez días después de haber sido arrestado
el Precursor, es decir, el 19 de agosto, -aparecen en lugares públicos de la
ciudad dos tremendos pasquines, uno irreverente contra la religión y sus
ministros y otro de orden fiscal contra los impuestos, y que era un claro
llamamiento a la rebeldía", los cuales dan motivo para que las autoridades
españolas procedan enérgicamente. Se llama con urgencia al virrey Ezpeleta,
quien se encontraba enfermo en Guaduas, y se comisiona a los oidores
Mosquera y Figueroa y Hernández de Alba para que adelanten la
investigación del caso, la cual culmina con la prisión de Luis de Rieux,
médico de nacionalidad francesa; Manuel Froes, ciudadano francés nacido
en Santo Domingo; Enrique Umaña Barragán, José de Ayala y Vergara,
Sinforoso Mutiz, José María Cabal, Francisco Antonio Zea, Pedro Padilla,
Bernardo Cifuentes e Ignacio Sandino y Liceras, todos los cuales son
conducidos a los calabozos del cuartel dicho y asegurados con grillos, cual si
se tratara de civiles criminales 3.
La causa se adelanta lentamente 4. No es posible precisar la fecha en
que los diez salieron deportados para España 5. Se sabe únicamente que el
16 de enero de 1796, día en que llegó don Antonio Nariño a La Habana, ya
estaban allí sus compañeros, y todos fueron embarcados en tres navíos
diferentes: en el "San Juan Bautista", Zea, Mutis, Cabal, Padilla y Enrique
Umaña; en el "San Gabriel", Ayala, Sandino, Froes, Cifuentes y Antonio
Nariño; y en el "Santiago de España", aislado, el médico Rieux, quien
aparece siempre como el más peligroso; como el instigador de los
movimientos subversivos. El viaje fue largo, y solamente a mediados de
marzo llegaron los presos al puerto de Cádiz, en donde se fugó el Precursor.

Libre de nuevo, en España


De la lectura de los documentos relacionados con la prisión y
deportación de Nariño y sus compañeros queda la impresión de que el
terrible celo que desarrollaron en Santa Fé los oidores no tuvo mucho eco en
España, en donde se limitaron a hacerles pagar la pena impuesta, de cinco
años de cárcel, en el arsenal de La Carraca gaditana a Umaña, Zea, Cabal,
etc.; pero es lo cierto que no fue perseguido después de su fuga y pudo vivir
tranquilamente en Madrid, antes de seguir a Londres. Y a los demás los
declara el Rey, con fecha 20 de agosto de 1799, "inocentes y libres de

158
aquella imputación" y ordena que sean puestos en libertad. El documento
respectivo habla de ellos como individuos años atrás comprometidos en una
"supuesta conspiración".
A don Enrique Umaña lo hallamos de nuevo en libertad a fines de
1799, y en lo sucesivo nunca más volverán los documentos españoles a
referirse a estos cinco años. Por el contrario, se hablará siempre de sus
merecimientos y se le estimulará como científico. Lo cierto es que, a
principios de 1800, su padre, don Ignacio Umaña, hace levantar en Santa Fé
una información de soltería y de limpieza de sangre, y se la envía a Madrid,
en donde se ha establecido.
Mientras tanto, en la Corte, por medio de dos reales órdenes: del 4 de
mayo y del 19 de septiembre, se le conceden, primero, dos años de práctica
para optar al grado de abogado; y luégo es nombrado abogado del Real y
Supremo Consejo de Indias. Este nombramiento se anticipa en algo más de
un mes a la expedición de un pasaporte que le autoriza para trasladarse a
París, con el objeto de que en la capital francesa proceda a perfeccionarse en
ciencias naturales; y como consecuencia del pasaporte recibe 15.000 reales
de vellón con los cuales deberá comprar una colección mineralógica
destinada a la ciudad de Santa Fé de Bogotá. De estos hechos da aviso el
embajador español en París, don Josef Nicolás de Azara, con fecha 22 de
octubre de 1800; y el 18 de diciembre el marqués de Muzquiz le expide un
certificado de su llegada a la ciudad, en viaje de estudio.

Con la Expedición Botánica


Por espacio de diez años, Enrique Umaña llevará una vida de constante
movimiento y trabajo incesante siempre dedicado a su afición mineralógica,
especialidad en la cual llegará a ser un sabio, ampliamente conocido y
apreciado en los círculos científicos europeos, y siempre estará provisto de
dinero en abundancia que le facilita su padre. Como consecuencia lógica, en
este tiempo se desvincula completamente de su hacienda familiar,
Tequendama, a la cual dedicará más tarde casi todas sus horas.
Marcha, pues, de Madrid a París y cumple rápida y satisfactoriamente
la misión que ha recibido, y el 14 de octubre de 1801 el embajador Azara le
expide pasaporte para volver a España. Por este documento, confrontado
con los retratos suyos que se conservan en poder de sus descendientes
bogotanos, sabemos que era un hombre de un metro con setenta y tres

159
centímetros de estatura; de pelo negro, ojos verdosos hundidos, frente
ancha, nariz aguileña -característica del linaje- y rostro en lo general severo y
atrayente.
Otra vez en Madrid, Umaña Barragán logra que se le expida, con fecha
26 de enero de 1802, el necesario pasaporte para regresar a su patria, y la
licencia definitiva de embarque la recibe de las autoridades de Cádiz -el
puerto a donde había llegado prisionero y cargado de cadenas seis años
antes-, con fecha 8 de mayo.
Un año después de su llegada a Santa Fé, don Enrique Umaña
Barragán se agrega voluntariamente y sin recibir nunca un solo centavo por
sus servicios, a la Expedición Botánica que dirige el sabio José Celestino
Mutiz, quien con fecha 16 de mayo de 1804 le expide un honroso
certificado, de su puño y letra, en el cual consta que desde un año atrás ha
venido trabajando gratis para la Expedición Botánica y que todos los viajes a
diversas regiones del país y los gastos consiguientes han sido sufragados por
el propio Umaña 6.
Inmediatamente que se supo en Santa Fé el retiro del sabio
mineralogista de la Expedición Botánica, el Cabildo Secular de la ciudad,
con fecha 4 de junio, lo propuso para fundador y primer rector de la Escuela
de Mineralogía, importante proyecto que, indudablemente, no se llevó a
cabo debido a que don Enrique Umaña había resuelto viajar de nuevo a
Europa, como lo hizo efectivamente.

La familia Manzaneque
Por segunda vez en el viejo continente, cambié el Destino el rumbo de
la vida del futuro dueño de Tequendama: ahora, no para sufrir prisiones,
sino para encontrar a la ideal compañera de su hogar y para recibir el premio
de su labor científica de investigador mineralogista. Y en tanto que lo
dejamos en Madrid, quedémonos en Santa Fé y hablaremos un poco de la
aparición y desaparición de la familia Manzaneque, sobre la cual escribió
don Tomás Rueda Vargas las siguientes palabras: "¿Qué se hicieron los
Dorronzoro, los Mendivil, los Orrego, los Manzaneque? Obsesionados por
la idea del santuario, convirtieron sus casas en lotes, y en ellos levantan sus
rascacielos los Nadir, los Fakil, los Kefir, los Pignalosa."

160
El primer Manzaneque que llegó al virreinato se llamaba Gregorio
Sánchez Mayoral y Manzaneque, nacido en la Villa de Orgaz, a 28
kilómetros de la ciudad de Toledo, en el año de 1732 7 quien siguió la
carrera de las armas, y con el virrey Solís vino a Santa Fé. Aquí conoció a
doña María Luisa Pérez Delgado, nacida en 1739 e hija del matrimonio de
don Alonso Pérez Delgado con doña María Tomasa Murillo López, con
quien contrajo matrimonio en el mes de agosto de 1758.
Que don Gregorio se amañó en América, es algo fuera de duda 8,
aunque no hizo grande acopio de bienes de fortuna. En 1760 es nombrado
teniente; en 1762 es ya gobernador de la provincia de los Llanos de las
Atalayas; en 1763 recibe el nombramiento de juez subdelegado particular de
bienes de difuntos en la misma provincia, y en agosto de aquel año está
establecido en San José de Pore. Años después, en 1771, lo encontramos de
alcalde ordinario de Santa Fé, y en 1772 es ya capitán del Regimiento de
Milicias. Por último, el 6 de abril de 1783, cuatro meses antes de celebrar
sus bodas de plata matrimoniales, bautiza a su hija menor en la parroquia de
Las Nieves y ésta recibe el nombre de Vicenta. Poco después emprendió
viaje la familia a España, y don Gregorio, con los suyos, se radicó en
Madrid.
El antiguo capitán Sánchez Mayoral y Manzaneque gozaba en su tierra
de un modesto y tranquilo pasar, y en 1796 solicita gracia ante el Rey Carlos
IV y pide que sea nombrado cadete del regimiento de reales guardias
walonas su hijo José Manuel Sánchez Manzaneque y Pérez Delgado, y deja
constancia en la petición de que hizo entrega previa de los documentos que
acreditan la nobleza de su sangre. Si consiguió o no la plaza que
ambicionaba, es asunto poco importante; y lo cierto es que debió morir
hacia 1800, pues su hija Vicenta recibió la hijuela de los escasos bienes que
le correspondieron, el 28 de febrero de 1801; y siete meses después, en 29 de
octubre, su viuda, María Luisa Pérez Delgado, y los cuatro hijos: Gregorio,
José Manuel, Juan y Vicenta, ésta última menor de edad, firmaron una
escritura de compañía para explotar el negocio de mercancías.

Novios santafereños en Madrid


Es posible que don Enrique Umaña Barragán hubiera conocido en la
ciudad santafereña a don Gregorio Sánchez Manzaneque, cuando aún era
un jovencito, pero no es posible que pudieran llegar a ser amigos por la

161
notoria diferencia de edades. Lo más posible es que se relacionaran en la
capital de las Españas, y esto pudo ocurrir cuando fue puesto en libertad y
doña Vicenta era una muchacha volantona; o bien conoció a la viuda y a sus
hijos después de 1805, durante su segundo viaje a Europa, como parece lo
más seguro.
Amigo de la madre y de los hermanos, no es dificil presumir cómo
avanzaría aquel noviazgo: dada la hospitalidad española, don Enrique debió
visitar asiduamente el hogar de los Sánchez Manzaneque, en donde pasaría
ratos gratís¡mos hablando de la patria con sus propios paisanos, y ellos
gozarían oyéndole referir sus aventuras, trabajos, esperanzas y alegrías. Doña
María Luisa, a su vez, rememoraría la vida santafereña de medio siglo atrás,
cuando pudo conocer a los viejos Umañas, y contaría las andanzas de su
marido por los Llanos, que le embargarían el recuerdo. Entre charla y charla,
el amor fue tejiendo su malla de sonrisas, rubores, apretones de manos y
promesas; y una clara mañana madrileña, el joven sabio millonario y la
hermosa santafereña unieron sus vidas, para no separarse nunca más 9.

El triunfo del sabio en Francia


Solamente el amor encarnado en la deliciosa personita de doña Vicenta
Manzaneque 10 pudo detener por algún tiempo la inquietud espiritual de
don Enrique Umaña. Pero en cuanto se convirtieron en marido y mujer, los
esposos emprendieron viaje a Francia, en donde fue nombrado el
santafereño socio corresponsal de la Escuela de Minas de Paris, el 25 de
thermidor del año 9 de la República Francesa, según certificación expedida
por don Leandro Fernández de Moratín, secretario del Consejo de S. M. y
de la interpretación de lenguas, en mayo 12 de 1807; y algún tiempo
después certifica de nuevo don Leandro que don Enrique Umaña Barragán
fue nombrado, el 15 de brumario del año 10 de la República Francesa,
miembro de la Sociedad de las Ciencias, Bellas Letras y Artes, de Burdeos.
Su nombre ya es conocido en los círculos científicos europeos, y en el
"Tratado de Mineralogía", de Hauy, se cita varias veces su nombre, como
descubridor de una importante piedra, y recibe el calificativo de "sabio
mineralogista español".
Umaña Barragán era ya socio del "Musée National d'Histoire
naturelle", de París, en el cual fue recibido en 1801 a petición del gran
mineralogista Silvano Dolomieu; y esta notable institución científica le

162
nombra también como su corresponsal en el virreinato de la Nueva
Granada, a principios de 1808, cuando se prepara para regresar
definitivamente a Santa Fé, en compañía de su esposa y de su hijito mayor,
Enrique Benito Umaña Manzaneque. Trae también en el bolsillo el
nombramiento de corregidor de Zipaquirá.

Embustes y espionaje en 1808


En aquella época se mentía lo mismo que ahora -a pesar de que los
periódicos no habían asumido estas funciones con carácter de "primicias
informativas"-; se violaba la correspondencia, como ocurre en nuestros días,
y el servicio de espionaje justificaba sus sueldos, tal como sucede hoy. Así se
explica un curioso documento que contiene la síntesis de una carta dirigida
por don Enrique Umaña Barragán a su padre, tal como lo enviaron los
espías del gobierno colonial a las autoridades del virreinato:
"El barco de Cádiz -dice el informe policíaco- salió el 9 de marzo y
llegó a la Guayra el 2 de abril, y trajo carta de Enrique Umaña, provisto
corregidor de Zipaquirá, para Ignacio Umaña. Le avisa que el 25 de enero
viajaron los Reyes a Aranjuez y el 26 fue un "día terrible en Madrid; que en
aquel día, de nueve de la mañana a dos de la tarde, fueron ahorcados y
arcabuceados 73 personajes entre quienes se cuenta el Príncipe de la Paz
(ahorcado), que habla sido conducido desde la Alhambra de Granada el 9 de
enero; doce guardias de corps, quince monteros, dos consejeros, dos
ministros y varias otras personas de distinción; que se confiscaron sesenta
millones a Godoy; que se embargaron 400 mil Ps. más que Godoy había
impuesto a favor de la Tudó; que la plaza mayor de Madrid fue ocupada por
120 hombres de tropa, a cuyo efecto había entrado el 17 de diciembre
Thalleyrant (sic) en Madrid, y el 29, el emperador de los franceses por
Barcelona; que el 28 de enero se celebraron en Aranjuez las bodas de nro.
Príncipe de Asturias con la sobrina del emperador." El informe lleva data de
Santafé, a 12 de mayo de 1808.

De nuevo en Santa Fé de Bogotá


Era ya su hora de que el hermano mayor de los Umaña Barragán se
reintegrara a los suyos, casado, con un hijo y en vísperas de cumplir 37 años
de edad. Su padre, don Ignacio, iba envejeciendo -tenía ya 63 años- y de los
diez hijos que tuvo solamente quedaban en el hogar las dos mujeres

163
menores: doña Bibiana y doña María Gertrudis. De los ocho restantes, los
dos hombres mayores y tres mujeres habían casado; otros dos, un hombre y
una mujer, habían muerto, y don León José, futuro edecán del Libertador y
vencedor en Bomboná, se encontraba en Francia adelantando sus estudios.
Don Enrique desembarcó en Cartagena a mediados de marzo y
procedió a dar inmediato aviso de su llegada al virrey, don Antonio Amar y
Borbón, quien le respondió en los siguientes términos:
"Por la carta de V.m. de 20 de último marzo quedo enterado de su
arribo a ese puerto con toda la familia y demás que refiere; y agradeciendo a
V.m. sus atentas expresiones, estoy con deseos de manifestarle mi
consideración y aprecio. Dios guarde a V. M.... etc.
Santa Fé, 14 de abril de 1809.
Antonio Amar.
Señor don Enrique Umaña, Corregidor electo de Zipaquirá.
Cartagena".

La Época del Terror


Vino luégo el 20 de julio de 1810 y los Umañas se conservaron fieles a
sus ideales democráticos y republicanos, como lo demuestra el testamento de
don Ignacio, firmado en 1815, cuando ya se aproximaba a los 70 años de
edad, en el cual no usa sino el exclusivo tratamiento implantado por la
Revolución Francesa: ciudadano o ciudadana. Don Enrique se puso en estos
años al frente de los intereses familiares, pero sin abandonar nunca sus
investigaciones y estudios científicos de mineralogía, y bien pronto nuevos
chiquillos gatearon por los corredores de Tequendama. Uno de ellos, a
quien se bautizó con el nombre de Manuel, vino al mundo el 29 de junio de
1812 y estaba destinado a prolongar la línea familiar de los Umañas de
Tequendama, al entroncar con doña Emilia Santa María Rovira.
Y llegó el año de 1816, que dio principio a la llamada Epoca del
Terror. Entró a Santa Fé el general gallego don Pablo Morillo, conde de
Cartagena y marqués de la Puerta, y se instaló el Tribunal de Purificación en
la casa solariega de los Azuolas, situada en el ángulo suroeste de la esquina de
la carrera 10 con calle 12, hoy comprendida en el decreto de la Alcaldía que
impide la demolición de ciertos valiosos edificios coloniales. Por allí pasaron,
y fueron purificados con multas de 1.500 y 600 pesos, respectivamente, don

164
Santiago Umaña Sanabria y su hijo, don José Vicente Umaña Barragán; y
con multa de 1.000 pesos don José Ignacio Umaña Barragá hermano del
doctor Enrique, primos hermanos dobles estos últimos de don José Vicente.
Y al primero de ellos se le obligó también a que contribuyera con 7.000
pesos más para las Cajas Reales 11, como sanción por haber sido uno de los
representantes por Santa Fé que, el 13 de junio de 1815, aprobaron la
reforma de la Constitución del ano 12.
Imposible era que don Enrique Umaña, el conspirador del año 94,
pasara inadvertido para los Pacificadores, y así fue como el 28 de mayo de
1816 ordenó Morillo que se le abriera causa, al frente de la cual actuó el juez
Francisco Jiménez, quien, sin escuchar las razones del defensor, don Miguel
Romo, dictó sentencia para que el reo "sufra la pena de ser pasado por las
armas, por las espaldas, como traidor a su Rey."

La tradición familiar
Refiere la tradición familiar que, estando condenado a muerte don
Enrique Umaña Barragán, se presentó ante Morillo la esposa de aquél, doña
Vicenta Manzaneque, y le manifestó categóricamente:
-Usted no puede hacer fusilar a mi esposo, porque yo soy hija de su
amigo Gregorio Sánchez Manzaneque.
Cierta o no, la versión de familia es muy creíble; y se basa en que,
según se afirma, 'el padre de doña Vicenta, a más de amigo, fue protector de
Morillo en alguna época. Lo cierto es que el Pacificador ordenó que el
expediente pasara al auditor de guerra, Faustino Martínez; que se reunió de
nuevo el consejo de guerra atendiendo indicaciones del propio Morillo; que
se escuchó a la defensa y se oyeron las exculpaciones del reo, y que,
finalmente, fue éste declarado libre de todo cargo y puesto en libertad.
Verídica o no la tradición, es mucho más bella y digna de creerse que
las razones de algunos historiadores para explicar esta excepcional
absolución: según aquéllos, se debió a que entonces aún observaban los
Pacificadores el procedimiento jurídico español, que abolieron más tarde. Es
esta una razón muy endeble, puesto que en el primer proceso, que culminó
con la condenación de don Enrique Umaña, y en otros de la misma época,
también se echaron en saco roto las normas jurídicas de rigor.

165
Gobernante de la República
Libre y muy libre volvió entonces a sus quehaceres habituales el
hacendado de Tequendama. Ya había doblado la cuarentena -esquina
definitiva de la vida- y ésta se presentaba dificil en el virreinato, aún para los
hombres más ricos. Su madre había fallecido en la hacienda de Junca tres
años antes; don Ignacio tenía ya 70 años y, completamente ciego, estaba
próximo a morir.
Los meses corrieron y corrieron los años. Llegó el triunfo de Boyacá y
se estableció la República. El general Santander asumió el poder y el 26 de
enero de 1821 nombró a don Enrique Umaña gobernador político de la
provincia de Bogotá, cargo en el cual se preocupó especialmente por
reglamentar la educación pública. Regresó a la vida privada -no era,
afortunadamente, un político profesional- y en 1825 figuró de nuevo como
intendente del departamento de Cundinamarca. Fue éste el último servicio
público que prestó a su país, y desde entonces hasta el día de su muerte,
ocurrida el 10 de diciembre de 1854, a los 82 años de edad, distribuyó su
vida entre el hogar, la administración concienzuda de sus intereses y el
cultivo de la ciencia mineralógica, que nunca abandonó , mientras tuvo el
sentido de la vista, pues, como su padre, cegó al final de su vida.
Fue inhumado en el cementerio central, en un monumento en el cual,
siguiendo los dictados de la moda imperante, hicieron grabar sus hijos unos
versos -¡que Dios se los haya perdonado!- -que decían as!:
"Que otros derramen lágrimas y flores Sobre la tumba en que su
orgullo encierra; El polvo que dejaron sus mayores, Que dio la tierra y
reclamó la tierra. Nosotros, padre, la oración enviamos A nuestro Dios
omnipotente y bueno, Que recibe a los justos en su seno Y así consuela a
los que aquí lloramos."
Años después de su muerte, en julio de 1910, los estudiantes, con
memoria más fiel que los historiógrafos, consagraron una placa de mármol a
sus compañeros próceres de la Independencia, en la Facultad de
Jurisprudencia de la Universidad Nacional, con la siguiente leyenda:
"A José María Cabal, Sinforoso Mútiz, Enrique Umaña, Pablo Uribe,
José María Durán y demás estudiantes procesados con Nariño en 1794 y
precursores de la Independencia."
¿Existirá aún?

166
Notas
1. Tan grave deficiencia tiende ya a remediarse, y para elaborar las biografías de los
hombres que han dado lustre al pensamiento y a la ciencia colombianos, la
Academia Colombiana de Historia comisionó a los miembros de su seno doctor
Jorge Álvarez Lleras y señor Jorge Ricardo Vejarano.
2. No es exageración. En un conocido diccionario biográfico, en gran parte
copiado del de Scarpetta y Vergara, se ignora al prócer de que venimos tratando y,
en cambio, se incluye la biografía de un niño prodigio de 14 años, que hoy tendrá
33, si aún vive prodigiosamente, de quien nadie ha tenido jamás noticias.
3. "Nariño", por Jorge Ricardo Vejarano.
4. Sobre el particular pueden verse los memoriales elevados a las autoridades por el
padre del prócer, que corren publicados en la obra "Causas célebres a los
Precursores", según documentos tomados del Archivo General de Indias, de
Sevilla, por don José Manuel Pérez Sarmiento.
5. Casi seguramente, de Santa Fé salieron los presos en los primeros días de
diciembre de 1795.
6. Este documento y otros muchos interesantísimos forman parte del archivo de
papeles de familia que don Manuel Vicente Umaña Santa María transfirió al
mayor de sus sobrinos, don Manuel Umaña Camacho, y que hoy conservan los
hijos de éste, don Raimundo y don Manuel Umaña Piedrahita.
7. Don Gregorio Sánchez Mayoral y Manzaneque fue hijo de don Manuel
Sánchez Mayoral y de doña Josefa Manzaneque. Abuelos paternos: don Alfonso
Sánchez Mayoral y doña María Martín Rubio; abuelos maternos: don Juan
Manzaneque y doña Isabel de la Zerda.
8. Cuando don Lorenzo Marroquín de la Sierra llegó a Madrid desde su tierra
natal, Laredo, conoció allí a don Gregorio Sánchez Manzaneque y se hizo amigo
suyo. Indudablemente, éste animó a don Lorenzo a viajar a Santa Fé, y a partir de
1785 se cruzaron cartas constantemente los dos amigos, hasta que la muerte de
don Gregorio rompió el hilo epistolar.
9. En el cementerio central nuevo, a la derecha de la entrada, está el mausoleo de
la familia, que hizo construir don Manuel Umaña Manzaneque en 1863.
10. Como es práctica usual en los linajes españoles, el apellido patronímico
Sánchez desapareció y quedó únicamente el Manzaneque. Igual cosa pudiéramos
anotar en el caso de los hijos de don Manuel de Bernardo Alvarez del Casa¡,

167
quienes suprimieron el apellido Bernardo; en el de los Fernández de Pardo; en el
de los Vásquez de Molina; en el de los Ramírez de Carrizosa, etc.
11. De la importancia de esta suma da idea el hecho de que para pagarle al general
Santander 20.000 pesos que aportó para la causa de la Independencia, hubo
necesidad de adjudicarle la hacienda de Hato Grande y una casa en la Primera
Calle Real.

168
Capítulo VII
Historial de "Tequendama"

A Jaime Umaña de Brigard.


El hacendado y prócer don Enrique Umaña aumentó notablemente su
fortuna y cuando hizo testamento, en el mes de junio de 1841, la distribuyó
entre sus cuatro hijos en la siguiente forma:
Al mayor, don Enrique Benito, le dejó la hacienda de El Hato de
Córdova, situada en la región de El Corzo, términos de Facatativá, que
había comprado en 1836 a don Joaquín Pardo y Pardo 1, a don Manuel y a
don Eugenio les legó la hacienda de Tequendama, y don Eusebio recibió
otras fincas por herencia. Pero ocurrió que don Eugenio, llamado a ser
codueño de la heredad familiar, falleció antes que su padre a causa de un
tremendo resfriado que le sobrevino por haber permanecido varias horas
entre una laguna, con el agua a la cintura, llevado por sus aficiones
cinegéticas; y posteriormente murió el primogénito, don Enrique Benito,
solterón decidido, quien había vendido El Hato de Córdova e impulsado la
fundación de una gran hacienda en tierras de la antigua Aguas Claras, en
Sibaté. Finalmente, como es obvio, tan cuantiosos bienes vinieron a
agruparse en las manos de don Manuel y de don Eusebio, y aquél vino a
quedar por único dueño de Tequendama y de la estancia de Sibaté, que
llevó el nombre de San Benito, al paso que don Eusebio se hacía a la
propiedad de la valiosísima hacienda de La Chamicera, cuyo historial nos es
ya conocido, y de El funcal o Los Pantanos.

El nuevo hacendado de "Tequendama"


Don Manuel Umaña Manzaneque fue, como el bisabuelo que compró
la heredad, un perpetuo enamorado del campo, de la tierra, de los cereales
peinándose al viento, del caballo y de la vaca, del perro y de los pajarillos.
Sanote, caritativo, rígido ante el cumplimiento del deber y muy franco, casi
bruscote, en el hablar. De él se cuenta que en alguna ocasión llegó a
conmoverlo una vieja beata y pedigüeña, dizque porque necesitaba mandar
decir diez misas que había ofrecido y que le valdrían otros tantos pesos. Don

169
Manuel la dejó terminar- su bien perjeñado discurso, y entonces le dijo,
poniéndose de pies:
-Su caso y el mío son iguales, señora: porque yo también ofrecí darle
diez patadas a alguien y estoy buscando en ¡quién cumplir mi promesa!
El nuevo dueño de la hacienda había nacido en Santa Fé en 1812.
Hombre de carácter íntegro y de poderosa inteligencia comercial, llegó a ser
el hombre más rico de su tiempo, a quien se debe la simplificación de los
entierros, que antes se revestían de un boato excesivo y desagradable para los
deudos. Contrajo matrimonio con doña Emilia de Santa María y Rovira 2
en 1847, y murió en Bogotá en 1886, veintidós años después del
fallecimiento de su esposa, ocurrido en 1864.
En su larga vida don Manuel se mostró siempre como un verdadero
titán del trabajo creador: engrandeció la hacienda de La Chucua 3, en
Soacha, formada, en parte, sobre tierras de los primitivos resguardos
indígenas y, el resto, al desecar los pantanos de donde se originó el nombre,
la cual llegó a extenderse hasta cerca de Bosa; adquirió las más valiosas
residencias bogotanas; perfeccionó los sistemas agrícolas y ganaderos en sus
estancias y fue de los primeros en usar los arados ingleses, importados, por
primera vez a Colombia, por su suegro don Raimundo de Santa María; trajo
gran cantidad de sementales vacunos de las razas más finas, lo mismo que los
primeros caballos percherones, y cuando se celebró la gran exposición
agrícola del año 1880, el jurado calificador, integrado por el Secretario de
Fomento, don Gregorio Obregón; el Comisario Nacional de Agricultura,
don Carlos Michelsen; el director del Instituto Agrícola, don Juan de Dios
Carrasquilla, y el presidente de la Sociedad Agrícola, don Salvador Camacho
Roldán, le concedió el "Gran Premio", consistente en 1.000 pesos y un
diploma de honor, por haber introducido y fomentado las razas de caballos
pequeños de La Perche, empleados en el tiro de ómnibus en París; de
carneros Soothdown; de vacunos Durham -cuyos ejemplares ganaron
medalla de oro en la exposición-, y de burros catalanes de gran tamaño para
mejorar la raza mular; por haber conservado la raza de ovejas Costwold,
introducida por el gobierno de Cundinamarca, que estuvo a punto de
desaparecer; por haber contribuido a la conservación y propagación de la
raza pura de carneros merinos de Negrette; por haber formado y propagado
una excelente raza criolla de caballos de viaje -los chucuanos-, y por haber

170
introducido y usado en sus trabajos herramientas y maquinaria agrícola
modernas.
A pesar de la prematura muerte de su esposa, don Manuel logró
levantar y educar a su numerosa familia, compuesta de cinco varones y
cuatro mujeres, y a estas últimas les legó las mejores fincas urbanas de
Bogotá. Los hombres heredaron ricas haciendas en la Sabana, según se verá
más adelante, pues en este lugar se impone la transcripción de la parte
pertinente del relato de un paseo a la región que hizo el diplomático don
Miguel Cané por aquellos años, cuando pocos le quedaban ya de vida a don
Manuel Umaña Manzaneque:

Un capítulo de "En Viaje"


"Los visitantes comunes del Salto hacen noche en Soacha, para
madrugar al día siguiente y llegar a la catarata antes que las nieblas la hagan
invisible. Pero nosotros íbamos con el señor de la comarca, pues la región de
Tequendama pertenece a la familia Umaña, por concesión del Rey de
España, otorgada hace doscientos y tantos años 4. Nos dirigíamos a una de
las numerosas haciendas en que está subdividida, la de San Benito, a la que
llegamos cuando la noche caía y el viento fresco de la Sabana abierta
empezaba a hacemos bendecir los zamarros y la ruana cariñosa. Allí nos
esperaba una verdadera sorpresa, en la mesa luculiana que nos presentó el
anfitrión, con un menú digno del Café Anglais, y unos vinos, especialmente
un oporto feudal, que habría hecho honor a las bodegas de Rottischild.
..."Luego de haber seguido el río por espacio de media hora' gozando
de los panoramas más variados y grandiosos que pueden soñarse, nos
apartamos de la senda y comenzamos a trepar la montaña. El ruido de la
cascada, que empezábamos a oír distintamente, se fue debilitando poco a
poco. No había duda que nos alejábamos del Saltos 5. Era simplemente una
nueva galantería de Umaña, que quería mostramos la maravilla, primero,
bajo su aspecto puramente artístico, idealmente bello, para más tarde
llevamos al punto donde ese sentimiento de suave armonía que despierta el
cuadro incomparable, cediera el paso a la profunda impresión de terror que
invade el alma, la sacude, se fija allí y persiste por largo tiempo. ¡Oh! ¡por
largo tiempo! Han pasado algunos meses desde que mis ojos y mi espíritu
contemplaron aquel espectáculo estupendo y aún, durante la noche, me

171
sobresalto con la sensación del vértigo, creyéndome despeñado al profundo
abismo.
"De improviso apareció, en una altura, la poética hacienda de Cincha,
desde la que se distingue una vista hermosísima 6. A la izquierda, la curiosa
altiplanicie llamada La Mesa, que se levanta sobre la tierra caliente. A la
derecha, Canoas, con las faldas de sus cerros verdes y lisas, donde se corre el
venado, soberbio y abundante allí. Abajo, San Antonio de Tena, medio
perdido entre las sombras de la llanura y las luminosas ondas solares. Todo
esto, contemplado por entre la abertura de un bosque y al borde de un
precipicio, donde el caballo se detiene estremecido, prepara el alma
dignamente para las poderosas sensaciones que le esperan.
"Empezamos el descenso por sendas imposibles y en medio de la
vigorosa vegetación de la tierra fría, pues respiramos una atmósfera de 13
grados centígrados. Pronto dejamos los caballos y continuamos a pie,
guiados por entre la maleza, las lianas y los parásitos que obstruyen el paso,
por dos o tres muchachos de la hacienda que van saltando sobre las rocas
gregaras y los troncos enormes tendidos en el suelo, con tanta soltura y
elegancia como las cabras del Tirol.
"Así marchamos un cuarto de hora conmovidos ya por un ruido
profundo, solemne, imponente, que suena a la distancia. Es un ruido grave y
monótono, algo como el coro de gigantes impotentes al pie de la roca de
Prometeo, levantando sus cantos de dolor para consolar el alma del
vencido...
-¡Preparad el alma, amigo!
"Quedarnos estáticos, inmóviles, y la palabra, humilde ante la idea, se
refugió en el silencio. Silencio imprescindible, fecundo, porque a su amparo
el espíritu tiende sus alas calladas y vuela, vuela lejos de la tierra, lejos de los
mundos, a esas regiones, vagas y desconocidas, que se atraviesan sin
consciencia y de las que se retorna sin recuerdo.
(El autor de "En Viaje" hace luégo una emocionada descripción del
panorama de las tierras bajas y de la vista del Salto, visto a distancia, tal
como lo admiró él desde el lugar preciso en donde hoy se levanta el
moderno hotel de los Ferrocarriles Nacionales, y como lo conocen
actualmente todos los bogotanos; y en seguida escribe):

172
"Así permanecimos largo rato sin cambiar más palabras que las
necesarias para indicarnos un nuevo aspecto del paisaje, cuando sonó la voz
tranquila de Umaña, invitándonos a desprendernos del cuadro, porque el
día avanzaba y nos faltaba aún ver el Salto.
"-Pero no es posible, amigo, encontrar un punto de mira más propio
que éste -le dije con el aspecto suave de¡ que pide un instante más.
"-Usted ha visto un panorama maravilloso; pero le falta aún la visita
íntima, cara a cara con el torrente, la visita que hicieron Bolívar, Humboldt,
Gros, Zea, Caldas, uno de los Napoleones, y en el remoto pasado Gonzalo
Jiménez de Quesada y los conquistadores atónitos.
"Nos pusimos en marcha, trepando a pie la misma senda que con tanta
dificultad habíamos descendido. Una vez montados, recorrimos de nuevo el
camino hecho, pero en vez de subir a Cincha, bajamos nuevamente por una
senda más abrupta aún que la anterior. La vegetación era formidable, como
la de todo el suelo que se avecina al Salto, fecundado eternamente por la
enorme cantidad de vapores que se desprenden de la cascada, se condensan
en el aire y caen en forma de finísima e impalpable lluvia. El ruido era
atronador, la nota grave y solemne de que he hablado antes, había
desaparecido en las vibraciones de un alarido salvaje y profundo, el quejido
de las aguas atormentadas, el chocar violento contra las peñas y el grito de
angustia al elevarse el álveo y precipitarse en el vacío. Marchábamos con el
corazón agitado, abriéndonos paso por entre los troncos tendidos,
verdaderas barreras de un metro de altura que nos era forzoso trepar. No
habituado aún el oído al rumor colosal, las palabras cambiadas eran
perdidas.
"De improviso caímos en una pequeña explanada y dimos un grito: las
aguas del Salto nos salpicaban el rostro. Estábamos al lado de la caída, en su
seno mismo, envueltos en los leves vapores que subían del abismo, frente a
frente al río tumultuoso que rugía. La apertura de la cascada, formando la
cuerda que uniría los dos extremos de la inmensa herradura o semicírculo,
tiene una extensión de 20 metros. Las aguas del río se encajonan, en su
mayor parte, en un canal de cuatro a cinco metros, practicado en el centro, y
por él se precipitan sobre un escalón de todo el ancho de la catarata, a cinco
o seis metros más abajo, donde rebotan con una violencia indecible y caen al
abismo profundo con un fragor horrible.

173
"Sobre el Salto mismo existe una piedra pulida e inclinada 7, que úno
trepa con facilidad, y dejando todo el cuerpo reposando en su declive, asoma
la cabeza por el borde. Así, dominábamos el río, el Salto, gran parte de la
proyección de la masa de agua, el hondo valle inferior y de nuevo el Funza,
serpeando entre las palmas, en las felices regiones de la tierra templada.
"Cuando nos dejamos deslizar por la suave pendiente de la piedra y nos
reunimos alrededor del almuerzo que estaba ya preparado allí mismo, nos
notamos los rostros pálidos y el respirar fatigoso. Una grave pesadez nos
invadía, un deseo imperioso de dejarnos caer al suelo y dormir, dormir
largas horas. Es el fenómeno constante después de toda emoción profunda,
consejo instintivo de la naturaleza, que exige la reparación de la enorme
cantidad de fuerza gastada."

Prosigue el historial de la hacienda


Nunca quiso don Manuel Umaña hacer testamento y sobre el reparto
de su fortuna impartió instrucciones verbales que sus hijos cumplieron
religiosamente. La hacienda de Tequendama, propiamente dicha, con las
montañas y bosques del Soche las había cedido en vida a su hijo Enrique, el
día en que éste contrajo matrimonio con doña Tulia Suárez Santander, nieta
del "Hombre de las Leyes", con el fin de que no se sintiera nunca en
condiciones de inferioridad ante su acaudalada esposa. Don Enrique, cuarto
hijo entre los varones, fue casado tres veces y de las tres uniones dejó
descendencia: al enviudar de doña Tulia Suárez casó con doña Julia Umaña
Azuola y, en terceras nupcias, fue luégo esposo de su sobrina carnal doña
Margarita Herrera Umaña.
En cuanto a sus otros hermanos, en orden de edad, recibieron por
herencia las siguientes conocidas haciendas:
Don Manuel Vicente, esposo de doña Margarita Campuzano, La
Chucua, en Soacha. No dejó descendencia y la finca está hoy dividida en
dos partes: la que pertenece a su sobrina doña Tulia Umaña Suárez de
Vargas y la que compraron los señores David y Ernesto Puyana.
Don Eugenio, quien casó con doña Magdalena de Mier, San Benito,
en Sibaté. Tampoco dejó descendencia, y a él y a su esposa los heredaron el
Seminario Conciliar, la Beneficencia de Cundinamarca y don Julio de Mier.

174
Don Raimundo, El Charquito y Cincha, que formaban parte, hacia el
sur, de la antigua Tequendama. Fue casado también tres veces y hay
descendencia de los tres matrimonios: la primera, con doña Gregoria
Camacho Carrizosa; la segunda, con doña Carmen Barreto Mútiz, y la
tercera, con doña Isabel Lara Ricaurte. Don Raimundo compró a su
hermano Enrique las tierras del Soche, que agregó a su heredad y que
conservó hasta su muerte, ocurrida a principios de 1916.
Don Carlos, presbítero después de haber brillado en el siglo
mundanamente y como músico inspiradísimo, La Chucuita, en Soacha, que
legó al Seminario Conciliar y que hoy es pertenencia de don Carlos Sanz de
Santamaría.

El cambio final de propietarios


Don Enrique Umaña Santa María poseyó la estancia de Tequendama a
lo largo de su vida y a él se debe la construcción de la actual casona
residencial. Fue hombre de empresa, y en un típico edificio que levantó
detrás de aquélla, sobre el tajo del Muña, montó un molino de trigo, cuya
maquinaria sirvió más tarde como base para la fundación de la "Industria
Harinera" de Bogotá, en compañía de don Nicolás Camargo y de don
Eustacio Sanz de Santamaría. Al morir legó la hacienda a sus hijos Jorge,
Enrique y Eusebio Umaña Umaña, quienes la disfrutaron por cortos años,
durante los cuales fundó el primero de ellos, en compañía de don Pablo
Emilio Esguerra, y en la casa que había sido el molino, una pasteurizadora
de leches, esfuerzo que resultó prematuro y que no dio resultado.
Tequendama fue comprada, finalmente, hace alrededor de un cuarto
de siglo, por don Nemesio Camacho y de éste la heredaron su hija y su
yerno, quien la posee actualmente. Pero buena parte de los ubérrimos
potreros de antaño yacen hoy dormidos bajo las aguas de la gran laguna que
construyeron las Empresas Unidas de Energía Eléctrica, al represar el río
Muña, y sobre cuya superficie se celebran periódicamente regatas de
balandros; y otra parte de aquéllos fue adquirida por poderosas empresas
industriales, que levantaron fábricas y campamentos para talleres y para
residencias de centenares de empleados y obreros, que han aplebeyado
completamente la antigua y hermosa heredad.

175
Notas
1. Años más tarde volvió a pertenecer a la familia Pardo -en la persona de un
sobrino-nieto de don Joaquín: don Luis María Pardo y Pardo- la heredad de El
Halo de Córdova, que hoy, dividida entre El Hato y Moyano, conservan sus
descendientes. Don Luis María era biznieto del brigadier don Andrés Pardo y
González, tronco de la familia, quien vino a Panamá en 1753 con el virrey Solís,
como tesorero de la Real Caja. En dicha ciudad contrajo matrimonio con doña
Josefa Gregoria Otálora Jaramillo de Andrade y más tarde se estableció la familia
en Santa Fé de Antioquia, en donde murió el brigadier en 1799 familia en Santa
Fé de Antioquia, en donde murió el brigadier en 1799.
2. Datos pormenorizados sobre esta familia se verán más adelante, en el capítulo
dedicado a la hacienda de El Vínculo.
3. Chucua: palabra de origen chibcha que significa pantano, lodazal, ciénaga.
4. Don Miguel Cané exageró no poco en esto de los años. Cuando aparce . o -En
Viaje", en 1913, Tequendama llevaba en poder de los Umañas 139 años, y a
excursión al Salto la hizo 30 años antes de publicar su libro. El error provino
posiblemente, de la Cédula Real sobre propiedad de las tierras, pero es bien sabido
que la hacienda la compré don Juan Agustín de Umaña a don Santiago Rebollar
en 1774. Esta Cédula Real existe hoy en poder de don Luis Camacho Matiz, hijo
del comprador último de la estancia.
5. Entonces no existía la Energía Eléctrica ni don Raimundo Umaña Santa María
había comenzado a construir la casa de El Charquito ni la actual carretera entre
este lugar y el Salto. Pero de dicho sitio arrancaba el camino que subía para la boca
del Monte y se dirigía luégo al sur, por arriba de las actuales haciendas de Cincha
y San Francisco.
6. Hoy, para llegar a la casa de Cincha, se sube por Bogotacito. Entonces, por el
viejo camino, la casa quedaba abajo de él, como aún puede verse. En este párrafo
alude don Miguel Cané al panorama que se admira desde los cerros que dominan
el llamado Mirador, un kilómetro, aproximadamente, abajo del Salto, tierras todas
que se llamaban Cincha, pues el nombre de San Francisco, dado a esta parte
extrema de la antigua Tequendama, es posterior.
7. La llamada actualmente Piedra de los Suicidas. Solamente que los suicidas del
Salto son todos modernos, de los últimos cincuenta o sesenta años.

176
Capítulo VIII
El Mojan de "Tequendama"

A María Teresa del Castillo Pardo, el día en que hizo sus primeros pinitos.

La heredad de Tequendama carece de espanto; pero, en justa


compensación, su moján goza de merecido renombre. Desde tiempo
inmemorial se sabe que este genio tutelar de los patrones de la hacienda
gusta, en las noches serenas, de sentarse a espaldas de la casona, dejando
balancearse los pies sobre el tajo del Muña, en tanto que chupa su eterno
chicote, siempre humeante, que ahuyenta a los habitantes de la región en
cuanto divisan, a distancia, el puntito rojo de la candela. Pero no es extraño
tampoco tropezarse con él, especialmente en las noches obscuras y nubladas,
en la recta de Tequendama y en los caminos de la región, modestamente
vestido de pana, cubierto con sombrero jipa, de abrigado bayetón visible por
el lado rojo, calzado con alpargatas y chupeteando la famosa colilla de
brillante lumbre, que nunca retira de los labios.
La leyenda dice que el moján no puede ser visto de día, por mandato
de su dios Bochica, y mientras el sol alumbra la tierra permanece escondido
en su cueva, que se abre en los acantilados de Canoas, desde donde cortó, no
hace demasiados años, las amarras del andamiaje que habían hecho para
construir el puente del Alicachín, a causa de lo cual cayeron al río dos
hombres: un peón, que le invocó oportunamente, logró salvarse; el otro
sujeto, de apellido Cifuentes, quien no creía en mojanes, ni en los rejos de
las campanas tampoco, se ahogó entre aquellas tenebrosas y violentas aguas.

***
Un viejo mayordomo de El Charquito, llamado Juan de la Cruz Prieto,
de figura no poco cervantina y quijotesca y parla castiza, fue amigo personal
del moján de Tequendama, con quien gustaba platicar sentados los dos en
una gran piedra que hay al borde del río en la parte que llaman La Hondura.
Juancho, el mayordomo, decía que el moján era quien había enseñado a los
hermanos Enrique y José Ignacio Umaña Barragán el secreto de las vetas

177
carboníferas de Cincha, y que por esta razón hablan dividido entre ellos
estas tierras del extremo sur de la hacienda, a pesar de que el último era más
amigo de las fincas en climas un poco templados. Y afirmaba también que
fue el propio moján quien indicó a un amigo de don Raimundo Umaña
Santa María, a quien llamaban el Cabezó 1, la posibilidad de fundar la
Energía Eléctrica aprovechando la caída del agua del Bogotá entre el
Alicachín y El Charquito; pero don Raimundo no quiso -erradamente
aconsejado por sus propios hermanos- ser socio de la empresa y prefirió
vender la caída por 5.000 pesos oro, suma que entonces se consideró
exagerada.
Lo cierto es que el moján siempre prestó buenos servicios a los Umañas
de Tequendama, y la heredad se trasmitió de padre a hijos al través de
tantísimos años. Pero en cuanto dejó de ser pertenencia de la familia, parece
como si hubiera abandonado esa parte de la hacienda y se hubiera radicado
de preferencia hacia los lados de Cincha, postrero trozo de la vieja heredad
que aún conservan los descendientes del tatarabuelo don Enrique; y en los
últimos tiempos se le ha visto transitar por aquellos caminos y potreros,
especialmente en las horas del amanecer, cuando los trabajadores de las
minas de antracita concurren a su duro trabajo para evitarse el sofocante
calor diurno de los siempre misteriosos socavones. Y se dice también que
acostumbra penetrar a ellos, y aun ha sido visto al salir por la lumbrera,
envuelto en humo y lanzando chispas de su perennal chicote.

***
El moján de Tequendama es una buena persona. Su más íntimo deseo
fuera el de no asustar a nadie. Quienes le conocen, y no le temen, saben bien
que cuando tropieza con un paseante nocturno que no le huye gusta de
apagar disimuladamente su colilla para acercársele y entablar conversación,
con el viejo pretexto:
-¿Quiere usted prestarme su candela para encender mi chicote?
Lo malo es que con frecuencia abandona bruscamente la compañía y se
lanza en busca del río y de su cueva, a velocidad increíble; tal que apenas
logra divisar en el aire el desprevenido sujeto, algo rojizo -la punta del
característico bayetón- que desaparece entre las aguas y las rocas del lado de
Canoas.

178
¿Y qué tiene la virtud de poner en fuga al moján? Exclusivamente los
automóviles que cruzan la carretera ráudamente. Les teme como al
mismísimo chiras 2, con pavor apenas comparable al odio que siente por las
fábricas que se han adueñado de los en otro tiempo ubérrimos potreros de la
heredad. Por esto no gusta ya de acercarse hacia los lados de la casona, y hay
quienes le han visto escupiendo rabiosamente hacia aquella parte próxima a
la desembocadura del Muña en el Bogotá, al mismo tiempo que maldice,
enfurecido, y arroja su chicote a las aguas de la represa, que hierven con
violencia.

Notas
1. Don Santiago Samper, fundador de la Energía Eléctrica de Bogotá.
2. El diablo, en lenguaje familiar.

179
Capítulo IX
"Cincha"

A la memoria de Emilia y de Manuel Umaña Camacho

"Yo soy de las partes altas, donde llueve y no gotea: a mí no me


asustan sombras ni bultos que se menean."
A partir de El Charquito, hacia el sur y hasta los linderos extremos de
la hacienda de Tequendama en la región del Salto, todas aquellas tierras
llevaron primitivamente el nombre de potreros de Cincha, cuyo origen se
desconoce, así como tampoco es posible precisar en qué época fueron
incorporadas a la hacienda principal; pero el hecho evidente es que Cincha
fue de los Umañas desde antes de que heredara a Tequendama don Ignacio.
Como lo sabemos ya, don Enrique Umaña Barragán, dueño de la
heredad matriz, poseyó también buena parte de las tierras de Cincha; y el
resto de ellas, las situadas adelante de la casona residencial hasta donde se
abren los montes sobre las tierras de clima templado, le correspondieron a su
hermano don José Ignacio, quien las legó a su primogénito don Luis Umaña
Barrero, esposo de doña Dolores Rivas Quijano; y de sus padres las recibió
años después, por herencia, don Rafael Umaña Rivas, cuando ya llevaban el
nombre de estancia de San Francisco, que aún conservan.

La casa colonial de "Cincha”


Cincha tiene una bella casona colonial que parece haber sido
construída a principios del siglo XVIII y que hoy se yergue en lo alto,
cuidadosamente restaurada, como una de las más atrayentes de la Sabana.
Seguramente en ella vivieron, en algunas épocas, miembros de la familia,
pues se sabe de nacimientos y de defunciones ocurridos en sus amplias
alcobas. Pero nunca debió ser lugar de habitual residencia de los dueños,
indudablemente a causa de las dificultades para llegar allí por el camino viejo
de la Boca del Monte, y tal vez por ser demasiado húmeda; pero, en cambio,
la historia nos narra que en los años de la Independencia estuvo oculto en
ella don Miguel Ibáñez, huyendo de los Pacificadores 1. Y es seguro que aún
después de que se desmembró de aquélla la estancia e San Francisco, don

180
José Ignacio y su hijo Luis la habitaban graciosamente, por no haber otra en
la región.

Las minas de carbón


La totalidad de la primitiva hacienda de Cincha tenía una extensión
superior a mil fanegadas. Poco fértiles las tierras en su superficie, el subsuelo
representaba la fortuna familiar de los nietos, con sus riquísimas minas de
carbón mineral de excelente clase, que se complementaban con los bosques
del Soche, los cuales entregaban la madera necesaria para los trabajos de
entibación. En un principio -y hace pocos lustros- la explotación de las
minas era rudimentaria y difÍcil, especialmente a causa de los transportes;
pues si bien don Raimundo Umaña Santa María construyó, a su costa,
buena parte de la actual carretera de Tequendama hacia el Salto, el acarreo
del mineral era necesario hacerlo hasta Chusacá, punto extremo a donde
llegaba el ferrocarril, y esto recargaba enormemente los gastos. Y, por otra
parte, el consumo de los trenes y el de las estufas de Bogotá era demasiado
reducido. Así, pues, ninguno de los viejos dueños de Cincha pudo nunca
sacar mayor beneficio de riqueza tanta.

Separación completa de "San Francisco"


Y los años corrieron. La desmembración de San Francisco
correspondióle en propiedad a don Rafael Umaña Rivas, a quien, como al
indio del cuento, "a más de los vicios necesarios le dio por beber a deshoras".
Tremendamente esforzado, gran tocador de instrumentos de cuerda, poco
amigo del trabajo regular y heroico, en la región se afirma que sacó un
santuario que estaba oculto en las rocas de Canoas sobre el Alicachín, que
otros habían buscado antes siempre en vano, atraídos y engañados, a un
mismo tiempo, por una luz misteriosa; y aún hoy es posible ver el hueco en
donde estuvo escondido, tal vez por espacio de siglos, el malhadado tesoro 2.
Pues es lo cierto, al decir de quienes narran esta historia, que don Rafael
ignoraba que antes de tocar el oro de una guaca es menester arrojar sobre
ella un escapulario del Carmen o unas gotas de agua bendita; y como el
dueño de San Francisco omitió cumplir tan importante requisito, bien
pronto la fatalidad se cebó en él y en los suyos. Se vio obligado a sacar la
finca a remate y tuvo que abandonar la comarca, en unión de su esposa,
doña Celestina Rincón, y de sus hijos 3.

181
A la propiedad de San Francisco se hicieron los señores Casimiro y José
Calvo, quienes la engrandecieron con nuevos potreros situados abajo de la
casona de Cincha, que les vendió don Raimundo Umaña Santa María, y
más tarde -hace poco más de un cuarto de siglo- sus minas carboníferas
tomaron aspecto comercial de plena solidez al comprar doscientas fanegadas
de bosques del Soche a don Carlos Umaña Barreto. Los señores Calvo -
quienes también fueron los vendedores de ciertos terrenos aledaños al Salto
para la entonces recién fundada Compañía Nacional de Electricidad 4,
mediante el pago de $ 30.000-, legaron la finca a sus herederos, quienes
actualmente la poséen.

Prosigue el historial de "Cincha"


Los potreros de Cincha en poder de don Raimundo Umafla tenían de
extensión más de 500 fanegadas; pero con la venta anteriormente dicha y
con otra que hizo en la parte alta de la finca a Víctor Sarmiento, disminuyó
su tamaño total en algo así como un veinte por ciento. Esta es la actual
heredad, que recibió por herencia don Manuel Umaña Camacho y de que
hoy disfrutan, proindivisa, su, hijos.
En los días en que don Miguel Cané conoció el Salto de Tequendama,
don Raimundo se dedicaba a arreglar la casona de la estancia, en vísperas de
contraer matrimonio con su primera esposa, y a él se debe la gran alberca
para bañarse los dueños, que data del año 81. Algún tiempo después llegó
una tarde a Cincha la noticia de que el padre de la señora Gorita -como
llamaban familiarmente a la joven esposa-, don José Camacho Roldán, había
sido reducido a prisión por orden del gobierno conservador. Aquello fue
terrible, dado el estado en que se hallaba doña Gregoria Camacho Carrizosa,
y hubo necesidad de hacer un viaje penosísimo, gran parte de él en carro de
yunta, para poder llegar oportunamente al seno de la angustiada familia
residente en Bogotá.
A lo dicho, y posiblemente al excesivo frío que domina en la vieja casa,
se debió que don Raimundo Umaña determinara construír la de El
Charquito para residencia principal de los hacendados, la cual fue vendida
por sus herederos, hace pocos meses, a las Empresas Unidas de Energía
Eléctrica. Y cuando dicha casa estuvo terminada, la de Cincha fue destinada
a escuela para los hijos de los trabajadores de la hacienda.

182
La restauración de la casona de Cincha, para de nuevo convertirla en
morada de los dueños, se debió a don Manuel Umaña, quien tuvo buen
cuidado de conservarle el señorial patio de gruesas baldosas de piedra, que
llena la espesa niebla la mayor parte de los días del año, y la tan característica
habitación alta, desde cuyos ventanales y balcones se domina gran parte de
las tierras circunscritas a la heredad.

El espanto de "Cincha"
Tiene la vieja casa de Cincha -¿y cómo pudiera faltarle?- su tradicional
espanto que arrastra cadenas, que rompe frecuentemente la vajilla y que da
tremendos golpes en la maciza puerta principal, que gira sobre chirriantes
goznes férreos. A su presencia lóbrega se debe que muchos hayan creído que
los coloniales muros guardan en sus entrañas un rico tesoro, pero la realidad
es que se trata de un espanto que viene de siglos anteriores a la Conquista.
Esto se debe a que bajo el verde carretón de un potrero vecino a la casona,
que lleva el nombre de El Cementerio, hay centenares de tumbas indígenas,
que están bajo la custodia del espanto de Cincha.
De estas tumbas se han abierto algunas, más a título de curiosidad que
por otra cosa, y lo que dentro de ellas se encuentra es siempre igual y no vale
el trabajo de la excavación: los restos de un pobre indio, y a su lado, en
mayor o menor cantidad; unas cuantas ollas y chorotes primitivos,
irremediablemente vacíos.

Dos tragedias en las minas


Recuerda la memoria de los habitantes de la región dos hechos trágicos
ocurridos dentro de las minas carboníferas de Cincha, hace no menos de
treinta años. El primero tuvo lugar con ocasión de que se desplomó una de
las galerías auxiliares y quedaron dentro, prácticamente enterrados vivos,
varios trabajadores. La labor de salvamento fue agobiadora y terrible, pero
no perdida: al cabo de muchas horas fue posible rescatar sanos y salvos, a
algunos de los mineros, pues únicamente murieron aquéllos a quienes cayó
encima la roca al cerrarse, después de que hubo triturado, como si fueran
palillos dentales, los fuertes troncos con los cuales se apuntalan, a medida
que se adelanta en la labor, los obscuros y asfixiantes socavones.
El segundo suceso fue de orden criminal, promovido por celos, según
parece, y ocurrió así: dos mineros cumplían determinada tarea en el fondo

183
de una de las más profundas galerías y una tarde salió únicamente uno de
ellos. El compañero dejó de concurrir al trabajo en los días subsiguientes y
nadie le dio mayor importancia al asunto, hasta que, ocasionalmente, otro
trabajador se arrastró hasta el lugar destinado a la pareja dicha y encontró el
cadáver de uno de aquéllos clavado a la veta carbonífera con la barra de picar
el mineral, que lo había atravesado por mitad del cuerpo. Y al pie del
muerto, el carro de bola 5 a medio cargar.

Notas
1. Tiempo después, las goletas del pirata Luis Aury abordaron en alta mar a un
bergantín español y pasaron a cuchillo a sus tripulantes, y al descender fuégo a las
bodegas encontraron un prisionero encadenado, que resultó ser don Miguel
Ibáñez, quien había podido salir del país indudablemente gracias al oportuno
apoyo que le dio el hacendado de Tequendama don Enrique Umaña Barragán.

2. Evidentemente, Peregrino Guáqueta, peón guaquero de Cincha, se descolgó


por cuerdas una noche desde los altos canogüeros de Tuso y dio un barrazo en el
lugar preciso en donde estaba el santuario. Pero al sentir que la herramienta se le
fue de las manos y que brotó tremenda polvareda, se asustó enormemente y
abandonó la búsqueda.

3. Don Rafael Umaña Rivas, todavía rico, se estableció en el oriente de


Cundinamarca y en Fosca compró tierras. Allí continuó su vida de parrandista
decidido. Al morir dejó tres hijos varones y una hija. Los dos mayores murieron
sin descendencia: uno de ellos, Ramón, cuya extraordinaria fuerza física fue
proverbial en aquellos contornos, pereció de manera violenta. Hoy viven dos de
los hijos de don Rafael: Luis e Isabel viuda de Rey.

4. Pasado corto tiempo, La Nacional de Electricidad y la Energía Eléctrica de los


señores Samper se fusionaron, convirtiéndose en las actuales Empresas Unidas de
Energía Eléctrica.

5. Estos carros típicos de las minas de carbón se llaman así porque se mueven
sobre troncos circulares de madera, montados sobre pernios, que hacen el papel de
ruedas. Cada pareja de mineros arrastra su carro una vez que lo llena de mineral.

184
Capítulo X
"El Vinculo"

A Fernán Ordóñez Santa María

No es fácil precisar el nombre que llevaría originariamente la actual


hacienda de El Vínculo, que se extendía desde la cordillera oriental de la
Sabana hasta el río Funza y entre Soacha y Chusacá, con una superficie
aproximada de 2.000 fanegadas. Se sabe, si, que su primer dueño fue el
capitán Juan de Céspedes, en 1548, quien vino a la Conquista con don
Gonzalo Jiménez de Quesada, de quien la heredó su hijo don Lope de
Céspedes, esposo que fue, en 1602, de doña Isabel de Peláez 1. Don Lope y
su hijo don Miguel vendieron la finca a don Alonso García Riquelme, y a
éste le fue comprada poco después por los jesuítas, como propiedad anexa al
Colegio de San Bartolomé, y la bautizaron con el nombre de San Vicente
Ferrer.

Fundación del mayorazgo


La hacienda estuvo por espacio de muchos años -por más de medio
siglo- en poder de los jesuítas, quienes la vendieron, en 1690, por la suma de
19.160 patacones, al padre de don Francisco Fernández de Heredia,
santafereño, nacido en 1645. Don Francisco fue hijo legítimo de don
Tomás Fernández de Heredia y de doña Gerónima de Ocampo, y casó,
hacia 1667, con doña Ana García de Villanueva, hija legítima de don
Francisco García de Villanueva y de doña Mariana Victoria.
Don Francisco fue un personaje muy importante y de grandes
aspiraciones y merecimientos. Por decreto y títulos del año 1692 fue
nombrado gobernador de Antioquia, cargo del cual se puso al frente a
principios de 1698. Fernández de Heredia gobernó enérgicamente durante
un período bastante agitado, que culminó con el consabido juicio de
residencia y la subsiguiente condena a prisión con grillos. Finalmente don
Francisco demostró que su condena habla sido injusta y, en 1709, regresó a
su ciudad natal 2.

185
Radicado de nuevo en Santa Fé, don Francisco Fernández de Heredia
fundó un mayorazgo, en 1712, hasta por la suma de 40.000 pesos de ocho
décimos, por ante el notario Esteban Gallo. Esta fundación la hizo de
conformidad con lo dispuesto por cédula real del 12 de julio de 1692, del
Rey Carlos II 3, y en ella quedaron incluídas las haciendas de San Vicente
Ferrer y de Bosatama, y una casa situada en Santa Fé, frente la portería
principal del convento de Santo Domingo. La primera de dichas haciendas
la aumentó uno de sus descendientes, heredero del mayorazgo, don José
Suescún Fernández- de Heredia, con la estancia de El Tablón, que compré
en el año de 1775 al antiguo dueño de Tequendama, don Santiago Rebollar,
quien se la había reservado cuando un año antes vendió esta finca a don
Juan Agustin de Umaña. El Tablón se llamó años después Puerta Grande de
nuevo de El Vínculo- y fue de propiedad de don Eugenio Diaz.

Nacimiento de "El Vínculo"


Con la fundación de Fernández de Heredia a favor de su hijo don
Mateo Fernández de Heredia y García de Villanueva, la hacienda quedó
vinculada al mayorazgo y desde entonces perdió su antiguo nombre, que ya
no se justificaba, y adquirió el que aún lleva: El Vínculo. El mayorazgo tuvo
poco más de un siglo de duración: hasta que llegó la República; y la estancia
fue, consiguientemente, de propiedad de don Mateo, años más tarde de don
José Suescún Fernández de Heredia y, finalmente, de don Francisco Suescún
Fernández de Heredia, quien la poseyó hasta el año 1838, durante el cual, y
en asocio de su hijo don Francisco Suescún Leyva -quien casó con doña
Amalia Gómez y Lozano, nieta del segundo marqués de San Jorge-, la
vendió a don Eusebio Umaña Manzaneque, cuando aún vivía y era dueño
de la hacienda colindante, Tequendama, el padre de este último, don
Enrique Umaña Barragán; y aquél la transfirió al poco tiempo al conocido
millonario --declarado en quiebra meses después- don Judas Tadeo
Landínez 4. La hacienda cambió luégo de dueño varias veces, en un corto
lapso, a partir de don José María Plata Soto y hasta que llegó a poder de don
José María Portocarrero Ricaurte; y éste la permutó a don Raimundo de
Santa María Tirado por la de El Cacique, en jurisdicción de Funza.

186
Los Santa María de "El Vínculo"
A pesar del mayorazgo de los Fernández de Heredia, la hacienda de que
venimos hablando no vino a quedar realmente vinculada ante la historia
sino a la familia de Santa María, una de las más nobles que hay actualmente
en Colombia 5, cuyos ascendientes se remontan a mediados del siglo XII, en
Navarra. Son, pues, vascos, y se cree que de la primitiva familia de los Santa
María se desprendió, hacia el siglo XVI, la de los Sáenz de Santa María, de
Logroño. El apellido Santa María lo ostentan hoy, con orgullo,
prestantísimas familias de Colombia, Venezuela, Perú y Chile.
De la casa solariega de Navarra, una de cuyas ramas se estableció en el
Valle de Mena, proceden los Santa María. Dicha casa está situada en
Helette, "país de Arberoue, tierras de vascos en la Baja Navarra -hoy
departamento de los Bajos Pirineos en Francia- y era distinguida por su
antigüedad. La mansión principal, destruida y reconstruida varias veces,
existe aún con el nombre de Santa María en Helette, aun cuando la familia
se extinguió allí desde principios del siglo XIX" 6.
El primer Santa María que llegó al virreinato se llamaba don Manuel
de Santa María y Fernández de Salazar, nacido el 16 de abril de 1734, en
Anzó, Valle de Mena, provincia de Burgos, hijo legítimo de don Andrés de
Santa María y de doña María Fernández de Salazar. Don Manuel, a pesar de
tener derecho al mayorazgo familiar --del cual no tomó posesión nunca-,
vino a América cuando frisaba en los 24 años de edad, con el beneplácito de
sus padres, y después de corta permanencia en el Perú viajo a Medellín, en
donde aparece radicado en 1759, año en que contrajo matrimonio con doña
María Josefa Calle, de quien tuvo una hija que fue bautizada con el nombre
de Inés 7. Viudo de doña María Josefa, contrajo de nuevo matrimonio con
doña Josefa Isaza y Vélez de Rivero, en 1770, del más puro linaje español.
De los diez hijos del matrimonio Santa María-lsaza fue el mayor don
Manuel, quien nació en Medellín hacia 1771; y después de haber ocupado
elevados cargos murió en su ciudad natal el 25 de mayo de 1850. Había
contraído matrimonio, en 1792, con doña María de la Luz Tirado y Villa,
igualmente de abolengo distinguido y descendiente de conquistadores. De
esta unión nacieron siete hijos, de quienes fue el mayor don Raimundo,
futuro hacendado sabanero de El Vínculo 8.

187
Los Santa María y los de Mier
Don Raimundo de Santa María Tirado nació en Medellín en 1795.
Prócer de la Independencia, en Santa Marta lo hallamos en 1821, año en
que contrajo allí matrimonio con doña Magdalena Rovira y Dávila, nacida
en Quibdó, en 1800, e hija legitima de don Pascual Rovira y Picó, poseedor
del mayorazgo que fundó en Xixona (España) don Gracián Rovira, y de
doña María Bernardina Dávila y Romero 9. Radicado en Bogotá -ciudad de
la cual fue alcalde en 1828-, ocupó cargos de importancia e hizo una fortuna
cuantiosísima, que empleó en numerosas empresas de progreso patrio, y
supo vivir como un gran señor, en su magnífica residencia, que convirtió en
un museo auténtico de muebles y objetos de arte, la cual estaba situada en la
actual calle de la Carrera.
Don Raimundo de Santa María era concuñado de don Joaquín de
Mier, el ilustre caballero español que dio a Bolívar su finca de San Pedro
Alejandrino para que en ella pasara sus últimos días, pues éste había
contraído matrimonio con doña Isabel Rovira y Dávila. De este matrimonio
nació don Manuel Julián de Mier y Rovira, padre del conocido marqués de
Santa Coa, don Joaquín de Mier y Díaz Granados, esposo de doña Leonor
de Aldana, natural de la isla de Cuba. El marqués de Mier fue educado en
Inglaterra, en colegio de nobles, y de él gustaba referir monseñor Rafael
María Carrasquilla, penúltimo rector del Colegio del Rosario, la siguiente
anécdota histórica:
En alguna ocasión viajaba a Londres don Carlos Holguín, distinguido
diplomático colombiano, y en vísperas de partir tropezó con don Joaquín
quien le ofreció una carta de presentación personal para el entonces Rey de
Inglaterra, Eduardo VII, que con toda puntualidad envió al siguiente día a
su amigo. Don Carlos la recibió; pero creyéndola una flota del marqués la
echó al fondo de un cajón del escritorio y jamás volvió a acordarse de ella.
Llegó, pues, a Londres y, en cumplimiento de la misión oficial que
llevaba, fue recibido por el monarca inglés, quien, en las pocas palabras que
le dirigió durante la entrevista, le dijo lo siguiente:
-En su tierra tengo yo un amigo excelente, condiscípulo mío, a quien
quiero mucho: el marqués de Santa Coa. ¿Usted lo conoce? quien quiero
mucho: el marqués de Santa Coa. ¿Usted lo conoce?

188
El diplomático tuvo que callar, como un pescado, y nunca se perdonó
el haber dudado de don Joaquín de Mier.

***

Sabemos ya cómo don Raimundo de Santa María se hizo a la


propiedad de la hacienda de El Cacique, que es mínima parte de la Dehesa
de Bogotá de los señores marqueses de San Jorge, y que la cambió a don
Pepe Portocarrero 10 por la El Vínculo, con su vieja casona, levantada
seguramente, por los Fernández de Heredia en el siglo XVIII.
Quienes no sepan apreciar la belleza natural de las cosas y de las obras
de arte, sin asociarlas a los prosaicos cálculos utilitaristas, mal harían en
buscar hermosura en las regiones del sur de la Sabana. Esos tales deben
dirigirse a la parte del poniente, en donde hallarán tierras de gran fertilidad,
aun cuándo el paisaje sea asaz uniforme, en tono verde, y sin mayor
grandeza.
El sur de la Sabana es árido, terroso, violento: es un escenario
castellano o manchego, sin Quijote ni molinos de viento. "Y luego os ponéis
a mirar el paisaje; ya es día claro; ya una luz clara, limpia, diáfana, llena la
inmensa llanura amarillenta; la campiña se extiende a lo lejos en suaves
ondulaciones de terrenos y oteros. De cuando en cuando se divisan las
paredes blancas, refulgentes, de una casa; se ven perderse a lo lejos, rectos,
inacabables, los caminos. Y una cruz tosca de piedra tal vez nos recuerda, en
esta llanura solitaria, monótona, yerma, desesperante, el sitio de una muerte,
de una tragedia 11.
Así es El Vínculo, cuya casona, enjalbegada, a distancia atrae
tenazmente al caminante. Las ocres tierras se prolongan a lado y lado del
camino, hasta perderse de vista, con grandiosidad y belleza infinitas, en un
clamor desesperado por unas gotas de agua. Y cuando los extensos trigales -
los de mejor grano que se conocen- doran el panorama en la lejanía, aquello
es algo incomparable; y el alma se achica, se encoge, y mejor quisiera vivir
siempre allí, en la acogedora casona de la estancia, tan grata y llena de
misterio.

189
Los herederos de "El Vínculo"
Nueve hijos, todos bogotanos, dejó don Raimundo de Santa María al
morir, en 1869, a saber: don Andrés, esposo de doña Manuela Hurtado y
Díaz; doña Manuela, quien casó con don Melítón Escobar y Ramos
Barrientos; doña Emilia, esposa de don Manuel Umaña Manzaneque; doña
Isabel, de quien fue esposo don Vicente Ortiz Durán; don Ricardo -a quien
se debió la edificación de la casa donde vivió Mosquera: en la calle 13 con
carrera 8a, que luégo compró el Banco de Bogotá-, cuya esposa fue doña
Julieta Vermech; doña Magdalena, esposa de don Joaquín Blas de Mier y
Rovira, primo hermano suyo, quien murió de vómito de sangre en la casa de
El Vínculo; doña Bernardina, quien contrajo matrimonio con don Anselmo
Restrepo y Ochoa; doña Clementina, esposa de don Carlos OTeary y
Soublette, y doña Soledad, quien fundó su hogar con don Camilo Ordóñez
y Caro.
La hacienda de El Vínculo la heredó doña Magdalena de Mier, de
quien pasé a su hijo Julio, y de éste a sus hijos los señores de Mier Restrepo.
Estos la vendieron, hace pocos años, a diversas personas, fraccionándola. La
casa, con las tierras aledañas, perteneció hasta hace poco al teutón Fernando
Garbrecht.

El espanto grotesco de "El Vínculo"


Imposible no decir algo ahora sobre el conocido espanto de El Vínculo,
único que tiene la Sabana que es francamente grotesco y burlón. Es este un
espanto que carece de la debida seriedad: que gusta de hacer el papel de cura
degollado, para lo cual se sube la sotana y se la abotona arriba de la cabeza,
pues se afirma que corresponde a un padre jesuita que ocultó un tesoro de la
comunidad en los actuales graneros de la casa, que antaño fueron la capilla.
Dicen que el santuario lo sacó don Roberto Herrera Restrepo, en época
pasada, cuando tuvo la finca en arrendamiento, pero como el espanto sigue
apareciendo en las noches, como si tal cosa, no hay que creerlo. Sale de los
graneros y, cual descabezado, se pasea lentamente por los corredores
fingiendo que lee su breviario con los ojos ausentes. Pero se sabe que todo
esto es una martingala, porque más de una vez lo han visto, en el momento
de emprender su ronda nocturna, abotonándose cuidadosamente la sotana
por cima de la tonsura.

190
Buen espanto es este de El Vínculo, y lo único sensible es que no haya
sabido cuidar debidamente de su secreto. Antes de que esto ocurriera era
uno de los más temibles, y ninguno como él supo poner el pánico en el
corazón de quienes lo vieron. Hoy es familiar en la comarca, y desde el
momento en que no ha desaparecido -sostienen quienes saben de estas cosas-
es porque aún hay tesoro enterrado en la vieja casona de los Fernández de
Heredia y de los Santa Marías.

Notas
1. A Lope de Céspedes debe la ciudad la erección de la primitiva iglesia de Santa
Bárbara, techada en paja.
2. Datos completos sobre este interesantísimo individuo los encontrará el lector en
la obra "Gobernadores de Antioquia", de la cual es autor don José María Restrepo
Sáenz.
3. Carlos II fue el último monarca de la casa de Austria. "Imbécil y raquítico-dice
de él la historia- no supo resistir a ninguna influencia exterior y su reinado fue un
verdadero desastre para España.
4. Datos completos sobre el Secretario de Hacienda de la República don Judas
Tadeo Landínez pueden verse en la obra "Don José María Plata y su época", de
don Joaquín Tamayo.
5. Detalles completísimos sobre esta familia pueden verse en el folleto del
historiador don Raimundo Rivas: "La familia Santa María de Antioquia".
6. El escudo de armas que tienen derecho a usarlos Santa María consta dedos
leones rampantes de plata, uno tras otro, en campo de sable (negro).
7. Doña Inés de Santa María Calle contrajo matrimonio, en 1784, con don José
María -de Zuláibar y Aldape, hidalgo vizcaíno, y uno de sus hijos fue don
Wenceslao Zuláibar, fusilado a raíz de la conspiración septembrina.
8. El tercer hermano, don Julián, fundó la rama de los Santa María de Venezuela,
al casar con doña Concepción Soublette.
9. Don Pascua¡ Rovira, de Xixona, nació en 1762 y vino al Chocó con el visitador
Antonio Yáñez. Posteriormente fue nombrado corregidor de algunos pueblos y
pasó a ser Teniente Gobernador en 1794, cargo que desempeñaba cuando estalló
el movimiento de Independencia. Leal a su rey, fue apresado por los patriotas y
remitido a Cartagena, en cuyas bóvedas permaneció hasta el año 1820. Al ser
puesto en libertad emigró rumbo a su patria, pero poco alcanzó a viajar y murió

191
en la ciudad de Panamá. Era hijo de don Francisco Rovira y Rovira y de doña
María Picó y Mina; y nieto de don Vicente Rovira y Verdú y de doña Vicenta
Rovira y Mina; de don Melchor Picó y de doña María Mina, españoles todos. Su
esposa, doña María Bernardina Dávila, había nacido en Ansermanuevo y fue hija
de don Salvador Dávila Ortíz, alcalde ordinario de Anserma, y de doña Antonia
Romero y Giraldo; y nieta de don N. Dávila y de doña María Ortiz; de don
Antonio Romero y de doña Rosa Giraldo, "cristianos viejos por la misericordia
divina".
10. Don Pepe Portocarrero era hijo de don José María Portocarrero y Lozano,
fusilado por los españoles en Cartagena, en 1816, y de doña Josefa Ricaurte y
Galavís. Don José María nació en Santa Fé en 1782, y fueron sus padres don José
Antonio Portocarrero y Salazar y doña Petronila Lozano y Manrique, tercera hija
de los marqueses de San Jorge.
11. Azorín. "La ruta de Don Quijote".

192
Cuarta Parte
El N ovi ller o

193
Capítulo I
Los Mayorazgos de Bogotá

A Eduardo Zalamea Borda y a Ernesto Andrade Monzón

Entre nosotros, lo mismo que en los Estados Unidos y en todas las


repúblicas del mundo, al estudio de las genealogías y de los linajes se da
grande importancia; y quienes más claman en contra de los llamados
pergaminos, son justamente "los más soberbios y apasionadamente
exclusivistas, cuando se trata de traerlos al nivel común que ellos dicen
reconocer". Esos tales son quienes más se enorgullecen de descender de los
próceres republicanos, sin detenerse a meditar en que los troncos de linaje
fueron igualmente próceres en su época, cuando ganaron sus títulos de
nobleza por servicios que prestaron a su patria y a sus reyes; y no observan -
¡tan ciegos son!- que la mayor parte de los próceres de la Independencia,
como Bolívar, Nariño, Caldas, Ricaurte, etc., pertenecieron a las más
aristocráticas familias coloniales.
En esta materia, siempre deberían tenerse en cuenta las palabras de don
Ramón Guerra Azuola, en carta dirigida a su sobrino don Antonio de
Narváez y Guerra: "Yo bien sé que el hombre es hijo de sus propias obras -le
escribió-, y que el lustre de sus mayores no se refleja en sus descendientes
sino con muy pálidos destellos; pero es un hecho evidente que el hijo de
buena cuna da en lo general más garantías de honradez y caballerosidad que
el que la tuvo oscura y vergonzosa, porque el lustre de los abuelos es un
freno que nos contiene desde los primeros años, obligándonos a reprimirnos
en el ardor de las pasiones juveniles y a procurar que siempre sean buenas y
dignas de nuestros antepasados las obras que nos han de crear una posición
en la sociedad."

El mayorazgo de San Jorge en Bogotá


"Rara es la familia que no figura en las enciclopedias nobiliarias con
blasón, pero ello no significa que todas las personas que llevan tal o cual
apellido tengan derecho a usar el escudo de armas, el cual lógicamente no
corresponde sino a los descendientes de la persona a quien el monarca
concedió tal distinción. Y de paso rectificaremos el error, muy difundido por

194
cierto de considerar que la preposición "de", antepuesta a difundido por
cierto de considerar que la preposición "de", antepuesta a un apellido, es
distintivo de nobleza. Nunca lo fue en España, según lo hace notar
oportunamente don Miguel Antonio Caro, basándose en autoridades como
Salvá y Monlau, y es lo cierto que entre nosotros, al paso que obscuros
individuos, como el reo Juan de Vargas, degollado en Santa Fé, usaron dicha
partícula, no la acostumbraron en sus firmas personajes de tanto viso en la
sociedad colonial como don Jorge Tadeo Lozano o don Pantaleón Gutiérrez
1.
Dejando de lado, pero sin olvidarlas, las familias de Castillo y Valencia,
cuyos miembros fueron agraciados por los monarcas españoles con los
títulos nobiliarios de marqueses de Surba y condes de Casa Valencia 2, es
preciso ahora concretar el recuerdo de una blasonada familia santafereña que
creó en la Sabana la primera grande heredad que hubo, con base en la
encomienda que le fue adjudicada al capitán cordobés, natural de Bujalance,
don Antón de Olalla, Alférez Real de la Conquista, cuyos herederos directos
merecieron muchos años después la honra de recibir uno de los títulos
nobiliarios que concedieron los reyes españolesa criollos del virreinato: el
marquesado de San Jorge de Bogotá, con base en el riquísimo mayorazgo de
la Dehesa bogotana.
Dicho mayorazgo fue fundado por doña Gerónima de Orrego y
Castro, hija del Alférez Real y de la noble dama portuguesa doña María de
Orrego y Valdaya, con los cuantiosos bienes que aportó a su segundo
matrimonio celebrado con el Almirante de la Armada don Francisco
Maldonado de Mendoza. El mayorazgo, que lo formaban extensas tierras
situadas en los actuales municipios de Funza, Serrezuela y Mosquera, las
cuales llevaban el nombre general de EI Novillero, más las estancias de Fute,
Aguasuque y Las Canoas en las que se prolongaba hacia el sur la heredad
matriz, fue aumentándose continuamente con el paso de las generaciones y
al llegar a manos de su octavo poseedor y primer marqués de San Jorge de
Bogotá, los historiadores afirman que era dueño de una latifundia de tal
magnitud que se calcula cubría la cuarta parte de la extensión territorial de la
Sabana.

Los sucesivos mayorazgos y el marqués

195
A partir de don Francisco Maldonado de Mendoza y de doña
Gerónima de Orrego y Castro, el mayorazgo recayó, sucesivamente, en las
siguientes personas, descendientes directos suyos:
1. - Don Antonio Maldonado de Mendoza y Olalla, quien casó con
doña María de Rioja y Bohórquez.
2. - Doña María Maldonado de Mendoza y Bohórquez, esposa que fue
de don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano.
3. - Doña Francisca Ramírez Floriano y Maldonado de Mendoza,
nacida en 1636, quien contrajo matrimonio con el capitán don Fernando
Leonel de Caicedo, un año menor que su esposa. Don Fernando Leonel
murió en 1689.
4. - Don Alonso de Caicedo y Floriano, quien fue esposo de doña
Francisca de Pastrana y Cabrera, hermana del mayorazgo de Pastrana. Don
Alonso nació en 1655 y casó, en primeras nupcias, con doña Francisca; y al
enviudar de ésta, contrajo de nuevo matrimonio con doña Isabel de
Valenzuela y Faxardo. Murió en el año 1726 y de sus dos esposas dejó
descendencia.
5. - Don Francisco de Caicedo y Pastrana, alcalde ordinario de Santa
Fé en 1702, quien contrajo matrimonio con la noble dama quiteña doña
Josefa de Villacís, nieta paterna del marqués de Santiago, don Dionisio
Pérez Manrique, presidente, gobernador y capitán general del Nuevo Reino
de Granada, y de su segunda esposa doña Juana Camberos Hurtado de
Mendoza.
6. - Doña María Josefa de Caicedo y Villacís, nacida en 17 10, quien
casó con don José Antonio Lozano y Varáez. De este matrimonio nació don
Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de Mendoza y Olalla,
octavo poseedor del mayorazgo de la Dehesa de Bogotá -hoy Funza- y
primer marqués de San Jorge.
El marqués fue un personaje supremamente interesante y muy
calumniado por algunos historiadores. En los sesenta y un años y ocho
meses que tuvo de vida se mostró siempre orgulloso -no sin razón poseyó
esta escasa virtud, tan confundida con el ridículo vicio de la vanidad-, y fue
siempre hombre malgeniado, pleitista, buscarruidos, de carácter quisquilloso
y difícil, todo lo cual le valió no pocos sinsabores, que culminaron en la

196
cárcel, primero y luégo con la muerte en Cartagena, alejado de su casa y de
los suyos.
Nació don Jorge Miguel en Santa Fé el 13 de diciembre de 1731 y
vistió la beca del Colegio del Rosario. Fue Regidor de la ciudad en 1754 y
Alférez Real desde el 14 de julio de 1756, en cuyo carácter dilapidó una
fortuna al costear las fiestas de la jura de Carlos 111, las cuales se
prolongaron por espacio de veinte días. El 22 de junio de 1762 fue
nombrado Sargento Mayor de las Milicias santafereñas y poco después se le
designó como Receptor del Santo Oficio. Los cargos de Alférez Real y de
Sargento Mayor los renunció en el año 1769, a causa de una tremenda
disputa que sostuvo con el regidor Groot.

La descendencia del señor marqués


Cuando apenas contaba con 24 años de edad, el futuro marqués de San
Jorge contrajo matrimonio con doña María Tadea González Manrique del
Frago Bonis, de quien tuvo los siguientes hijos:
1. - Don José María Lozano y Manrique, nacido en 1757, quien casé
con doña Rafaela de Isasi y Cumplido, llamada La Jerezana por ser oriunda
de Jerez de la Frontera.
2. - Doña Mariana, esposa de don Juan Nepomuceno Rodríguez de
Lago. Sin descendencia.
3. - Doña Petronila, esposa de don José Antonio Portocarrero y
Salazar.
4. - Doña Juana María Hilaria, esposa del famoso alcalde de Santa Fé
don Eustaquio Galaviz. Sin descendencia.
5. - Doña María Josefa, esposa de don Manuel de Bernardo Álvarez del
Casal, célebre presidente-dictador de Cundinamarca.
6. - Doña Clemencia, esposa de don Juan Esteban de Ricaurte, cuyo
matrimonio, celebrado a disgusto del marqués, dio origen al conocido
escándalo que suscito éste en la Catedral. Don Juan Esteban y doña
Clemencia tuvieron tres hijos: Ignacio, Antonio -"la fulguración de San
Mateo"- y Manuel. El primogénito contrajo matrimonio con doña Isabel
Lago de Castillo, hija de don Juan Salvador Rodríguez de Lago y de doña
Catalina de Castillo y Sanz de Santamaría, quien era hija del primer

197
marqués de Surba, don Luis Diego de Castillo, y de doña Catalina Sanz de
Santamaría. Una de las hijas del matrimonio Ricaurte-Lago, prima hermana,
por lo consiguiente, del tercer marqués de Surba y sobrina-nieta del segundo
marqués de San Jorge, abandonó la casa paterna y casó con un fulano de
apellido Olaya. De este matrimonio nació Justiniano Olaya Ricaurte, padre
del expresidente de la república doctor Enrique Olaya Herrera, en quien se
reunieron así las sangres de los dos principales títulos nobiliarios criollos y de
los aborígenes chibchas, mitad y mitad.
7. - Don Jorge Tadeo, prócer de la Independencia fusilado por los
Pacificadores en 1816, quien contrajo matrimonio con su sobrina doña
María Tadea Lozano e Isasi, previas las necesarias dispensas eclesiásticas que
sirvieron para que don José María y don Jorge Tadeo -futuro mayorazgo
consorte al llevarse a cabo el matrimonio- le obsequiaran al pueblo de
Bogotá el agua que actualmente disfruta y cuya posesión ha dado origen a
tantos pleitos.
8. - Doña Manuela, esposa de don Juan de Vergara y Caicedo.
9. - Doña Francisca, esposa de don Nicolás de Ugarte.
10. - Doña Teresa, de quien refiere la tradición una romántica historia
de amor y de tisis. Murió a los 17 años de edad y, según se afirma, a la sazón
era dueño el marqués de un panteón, en forma de pozo o alberca, en la
iglesia de San Agustín, en el cual fue depositada, verticalmente, la difunta
marquesita. Años después, cuando fue necesario abrir la tumba, dizque
hallaron el esqueleto fuera del cajón, de pies y en actitud de morderse un
brazo, como si tal ademán correspondiera a la desesperación que se apoderó
de ella al romper el féretro y al ver que la habían enterrado viva, lo cual no
tiene nada de extraño.

La pérdida del titulo y otras cosas


Don Jorge Miguel Lozano de Peralta recibió con grande alegría la
noticia de que su vizcondado de Pastrana le había sido cambiado por el
marquesado de San Jorge, e inmediatamente hizo colocar el escudo de los
Maldonado de Mendoza bajo la corona del título que le había de traer
tantos disgustos; y cuando en 1773 fue nombrado alcalde de primer grado
de Santa Fé, se excusó de servir el cargo. Poco después entabló sonado pleito
con la Real Audiencia debido a que se negó a pagar los cuantiosos derechos

198
de lanzas y media anata, correspondientes al título, alegando que el
marquesado le había sido concedido como una merced real y en pago de sus
servicios, sin haberlo él solicitado ni comprado, litigio que finalizó con
solemne sentencia del 5 de mayo de 1777, en virtud de la cual se le anuló el
título, con prohibición expresa de usarlo, así como tampoco las armas de
marqués. De esta sentencia hizo caso omiso don Jorge Miguel.
Mientras ocurrían todas estas cosas, era ya viudo de doña María Tadea
González Manrique y contaba 46 años de edad. Determinó entonces casarse
por segunda vez, contra la terminante oposición de sus hijos, y así lo hizo
con doña María Magdalena Cabrera y Orbegozo, linajuda dama, biznieta de
don Gil de Cabrera y Dávalos. De este matrimonio alcanzó a nacer un niño
que murió joven, quien llevó el nombre de Vicente Lozano y Cabrera.
Y don Jorge Miguel, ya sin marquesado, continuó dando guerra.
Cuando el movimiento de los Comuneros en 1781, como fiel súbdito del
Rey y siguiendo la tradición de su casa organizó la compañía de Caballeros
Corazas, para la cual suministró cien caballos y fue su capitán, cargo que
renunció al terminar la revuelta. Pero bien pronto elevó sus quejas al propio
Rey Carlos IV contra el arzobispo-virrey don Antonio Caballero y Góngora,
por no haberle éste nombrado coronel del regimiento de caballería. El
asunto se convirtió en un tremendo lío que terminó con la prisión de don
Jorge Miguel, ocurrida el 30 de noviembre de 1786, y fue trasladado a
Cartagena y encerrado en el castillo de San Felipe de Barajas, en el cual
permaneció por espacio de algunos meses. La causa siguió su curso, y en
forma tan terminante debió sincerarse el ex-marqués ante el monarca que
fue puesto en libertad, con autorización de viajar a España según -sus deseos.
Pero éstos no se cumplieron, y el 11 de agosto de 1793 dejó de existir en
Cartagena, en el convento de la recolección de San Diego.

El segundo marqués de San Jorge


Al morir su padre, don José María Lozano y Manrique inició gestiones
ante los monarcas españoles para que se le reconociera el título de segundo
marqués de San Jorge de Bogotá y, finalmente, lo obtuvo en 1805, lo cual
demuestra que no se negó, como su padre, a pagar los derechos inherentes a
él. No tuvo la misma buena suerte su hermano don Jorge Tadeo, quien
nunca logró, como lo deseaba, ser vizconde de Pastrana, título que también

199
había recibido el primer marqués y que nunca usó: le sirvió apenas como
peldaño para poder recibir el marquesado.
Por estas fechas ya llevaban varios años de casados el segundón y su
sobrina doña María Tadea 3, y de su unión nacieron los siguientes hijos:
1. - Don Jorge Miguel Lozano Manrique e Isasi, bautizado en 1798,
quien contrajo matrimonio con su prima hermana y tía, al mismo tiempo,
doña Antonia de Ugarte y Lozano. Aquél murió joven y no dejó
descendencia.
2. - Don Rafael, nacido en 1802. Murió joven y soltero.
3. - Don Federico, nacido en 1803. Corrió la misma suerte del
anterior.
4. - Don José María, nacido en 1815. Falleció, sin dejar descedencia,
en 1849 a bordo del bergantín inglés "John Bull".
5. - Doña Clemencia, esposa de don José María Hurtado. Sin
descendencia.
6, 7 y 8. - Doña Juana, doña Francisca y doña Manuela. Solteras
murieron las tres y se afirma que víctimas del mal de San Lázaro.
Así, pues, de tan numerosa familia nadie sobrevivió dejando
descendencia con uso del apellido; y cuando murió el segundo marqués de
San Jorge en el año 1832, fueron sus deseos legar al cuarto de sus nietos,
don José María, los bienes vinculados al mayorazgo, contra expresa
prohibición de las leyes republicanas vigentes. Esta actitud suya dio origen a
un ruidoso pleito, que culminó con el reparto legal de los bienes que dejaron
los marqueses, pues no sobra decir que doña Rafaela sobrevivió a su marido.
Y no se crea -porque sería caer en un vulgar error- que doña María
Tadea, ya jamona, con varios hijos y viuda de su tío, abandonó el mundo y
"sus pompas y vanidades". Nada de eso: en vida de su padre contrajo de
nuevo matrimonio con el distinguido marinillo don Joaquín Gómez Hoyos,
a quien dio dos hijos: don Amador, el primogénito, y doña Amalia, quien
casó con don Francisco Suescún Leyva, hijo del mayorazgo de El Vínculo.
Don Amador Gómez y Lozano fue padre de don Perucho y de don José
María (el Ciego) Gómez Acevedo; abuelo de doña María Gómez Acosta de
Escobar, y bisabuelo de don Luis Eduardo Escobar Gómez, bien conocidos
los tres últimos en el Bogotá de este siglo.

200
Notas
1. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por Restrepo Sáenz y Rivas.

2. Por estar vinculados entre sí los marquesados de San Jorge y de Surba, títulos
que les fueron concedidos por cédula real de Carlos III fechada en San Lorenzo
del Escorial el 21 de noviembre de 1771, y expedida con motivo del feliz
alumbramiento de la princesa de Asturias, a don Jorge Miguel Lozano de Peralta y
a don Luis Diego de Castillo y Caicedo, respectivamente, se incluyen a
continuación algunos datos sobre este último, propietario del mayorazgo de San
Lorenzo de Bonza, situado en tierras boyacenses. El mayorazgo de Bonza fue
fundado por el capitán Juan de Guevara, esposo de doña Francisca de Aguila, de
quienes pasó a manos de su hijo don Diego de Guevara, esposo de doña María
Niño y Rojas. Tercer poseedor de él fue doña María de Guevara y Niño, quien
casó con el Licenciado don Francisco Ventura de Castillo y Toledo, tronco de la
noble familia de los de] Castillo. El mayorazgo siguió trasmitiéndose a las
siguientes personas: primero, a don Pedro Antonio de Castillo y Guevara (cuya
hermana fue la célebre Monja del Castillo), quien contrajo matrimonio con doña
Josefa de Caicedo y Solabarrieta; luégo, a su hijo el Maestre de Campo don
Francisco de Castillo y Caicedo, quien no dejó sucesión a pesar de haber sido
casado dos veces; y, finalmente, al hermano menor de) Maestre de Campo, don
Luis Diego de Castillo y Caicedo, primer marqués de Surba, quien casé tres veces:
la tercera de ellas con doña María Catalina Sanz de Santamaría y Salazar, hija de
don Nicolás Sanz de Santamaría y de doña María Josefa de Salazar. Dicho
matrimonio se llevó a cabo en Santa Fé y heredó el mayorazgo y el título uno de
los hijos, don Ignacio Javier de Castillo y Santamara, quien casó con doña María
Josefa Sanz de Santamaría, padre de don Domingo de Castillo y Santamaría,
quien a su vez contrajo matrimonio con doña María Ignacia Vargas; y éstos fueron
padres de don Luis de Castillo Vargas y abuelos de don Gerardo de Castillo
Lasprilla, nacido en el año 1828. 3. La cesión de aguas al pueblo de Bogotá, de la
toma de San Patricio, fue hecha en 1794.

201
Capítulo II
El Sueño de la dehesa de Bogotá

A la noble y leal amistad de Jorge Forero Vélez

En calma y silenciosa está la noche. El salón del coleccionista de


antigüedades reposa en profunda obscuridad. El moderno reloj de la cercana
iglesia de La Capuchina deja caer, como chinitas arrojadas por la mano de
un niño, las campanadas de la medianoche, y sus vibraciones se
entremezclan en la sala del anticuario con un ruidillo extraño, semejante al
que producirían, al frotarlos suavemente, dos trozos de madera. El ruido va
in crescendo, se multiplica en muchos sonidos semejantes, y al correr de los
segundos, de manera repentina, una luz amarillenta proyecta su resplandor
sobre el cielo raso de la estancia, sin que puedan los ojos humanos precisar
aún cosa alguna.
Impensadamente, el cajoncito central del gran bargueño que ocupa el
testero principal se acaba de abrir y salta al borde un hombrecillo no más
alto de cinco pulgadas, que lleva en la siniestra mano un candil cuya luz
misteriosa ilumina brillantemente toda la habitación. El hombrecillo,
ataviado al estilo del siglo XVI, porta en la diestra un arcabuz y larga espada
le golpea las piernas. La extensa barba blanca habla de sus muchos años,
pero en los ojos bríllale todo el orgullo de una raza.
Sin apresurarse, el singular visitante desenvaina la espada y, con el
pomo de ella, inclinándose a lado y lado, golpea por tres veces consecutivas
en todas las gavetas del viejo mueble, las cuales se abren inmediatamente; y
de cada una de ellas brota un hombrecillo minúsculo armado y todos se
apresuran a reunirse en el más amplio cajón central, a la luz del candil que
trajo el viejo guerrero, y toman asiento en los bordes, ordenadamente.
Aquella reunión nocturna es francamente extraña. Los hombrecillos
ostentan trajes de diversas épocas, a partir de los que se usaron en el siglo
XVI y hasta los más modernos; pero no es difícil colegir, por el arma de
fuego que cada uno ha dejado caer sobre el piso del cajón y que descansa
sobre la pierna de su respectivo dueño, que se trata, no propiamente de
guerreros, sino de fieles devotos de San Huberto. Los hay viejos, muy viejos,

202
pero ninguno tanto como el primero que llegó con el candil; otros se hallan
en la flor de la edad -con un par de siglos a cuestas-, y tampoco faltan
jovencitos imberbes, de modales atrevidos; pero a todos los une una afición
común, la caza, y de esto no cabe duda.
En tanto que esto ocurre, el buen coleccionista de antigüedades
duerme a pierna suelta. Cuando compró el bargueño le dijeron que se
llamaba de los cazadores, y supuso que el nombre le provendría de que el
frente de los cajoncitos o gavetas lo forman planchas de marfil enmarcadas
en finísimo carey y en cada una de ellas hay grabados animales diversos que
harían la dicha de cualquier adepto a la orden de los cazadores: faisanes y
jabalíes, patos y palomas salvajes, cercetas y venados, y hasta tigres, leones y
panteras. Pero jamás imaginé que el valioso bargueño cordobés fuese la
residencia habitual de los minúsculos hombrecillos reunidos aquella noche
en asamblea o conferencia 1.

Segunda Parte
El guerrero del candil -al cual colgó previamente del botón marfilino
correspondiente a un cajoncillo superior- se pasea nerviosamente en tanto
que clava la acerada mirada de sus ojos negros en sus compañeros. El
arcabuz yace recostado a un rincón y los minutos transcurren en silencio.
Finalmente, el viejo se detiene en mitad del recinto, con las manos en jarras,
y con voz de trueno exclama:
-Creo que esta será la última vez que como jefe vuestro os dirigiré la
palabra. De la casa de El Novillero a mi cuidado ya no restan sino
insignificantes ruinas, y aún hay sujetos -¡menguados!- que llaman a gran
parte de aquellas tierras que ennobleciera el capitán don Antón de Olalla,
dizque Malta. ¿Os acordáis? No. No puede ser... Casi todos vosotros sois
jóvenes y ni siquiera vivíais en los años inmediatamente posteriores a la
Conquista. ¡Qué digo! Escasamente unos pocos de vosotros podréis hablar
de mi señora doña Gerónima, la mujer más bella y aristocrática de su
tiempo 2, nieta, por su padre, de don Bartolomé González Soriano y de
doña María de Olalla; y, por la línea materna, de don Gaspar de Orrego,
Caballero del Hábito de Cristo, y de doña Margarita Pérez; y su familia era
muy otra de la del conquistador don Alonso de Olalla, cuyas casas
santafereñas estaban situadas en la misma manzana de la Catedral, sobre la
Plaza Mayor. Grandes fueron los dominios que llegó a poseer la

203
Encomendera después de su segundo matrimonio, celebrado con el
almirante don Francisco Maldonado de Mendoza, y es lo cierto que el
mayorazgo fue creciendo más y más a cada generación, al extremo de que
sus poseedores en la segunda mitad del siglo XVIII fueron dueños de casi la
cuarta parte de la Sabana; y esto a pesar de que años atrás se habían
desmembrado varias haciendas por herencias de segundones y de mujeres, y
por ventas, entre otras las valiosísimas de Fute, Aguasuque y Canoas, cuyos
historiales no hay quien ignore.
-Lo mejor del cuento -interrumpe un joven que empuña un trabuco
cincelado del tiempo de la Colonia- es que la propia heredad de El Novillero
se desmembró también en buena parte de las tierras del mayorazgo, lo cual
prueba que los nietos del Alférez Real estimaron más a otras fincas que a la
estancia matriz que éste tanto amé. Y si siempre hubiera subsistido el mismo
estado de cosas, cuando más se habrían dividido la latifundia en tres o
cuatro enormes haciendas y no estaríamos nosotros aquí.
-Es verdad, es verdad -dice el viejo-. El Novillero propiamente dicho
llegó a ser, casi en su totalidad, pertenencia del Tesorero de la Casa de
Moneda don José Prieto de Salazar, esposo de doña Mariana de Ricaurte y
Terreros. Hijos de este matrimonio fueron don Tomás Prieto y Ricaurte,
quien casé con doña Mariana Dávila y Caicedo, nieta del mayorazgo don
Alonso de Caicedo y Floriano, y doña Petronila Prieto y Ricaurte, esposa de
don Francisco Sanz de Santamaría y Salazar. Doña Mariana de Ricaurte, a
su vez, fue hija de don José Salvador de Ricaurte y de doña Francisca
Terreros y Villareal, y uno de sus hermanos (porque fueron 26 en total, a
quienes llamaban "los veinticinco y uno quemado", a causa de que alguno
de ellos sufrió graves lesiones cuando trabajaba en la tierra natal de los suyos:
Antioquia), quien llevó el nombre de Rafael, casé con doña María Ignacia
Mauriz de Posada, y fueron éstos los abuelos paternos del héroe de San
Mateo.
"El Novillero tuvo en los años sucesivos varios dueños, pero siempre se
reservaron los mayorazgos una porción principal que conservó el nombre de
la heredad; y el resto se fraccionó en numerosas fincas, como lo iremos
viendo. En todo caso, lo evidente es que las tierras de la Dehesa fueron
tantas que hubo necesidad de partirlas en grandes estancias, corno se decía
entonces castizamente, para poder administrarlas, y fue as! como llegásteis
los primeros de vosotros, a quienes se encomendó el cuidado de las nuevas

204
casonas de hacienda acabadas de construír, tales como las de La Hélida,
Boyero, El Cacique, El Riachuelo... Por esos mismos años -Mi memoria,
que ya comienza a flaquear, no me permite precisar la fecha exacta-, el
mayorazgo don Fernando Leonel de Caicedo y Mayorga nos destino para
nuestra vivienda permanente este riquísimo bargueño, traído de España por
su abuelo don Francisco Beltrán de Caicedo, el cual adornaba entonces el
salón principal de El Novillero.
Al viejo se le nublan los ojos al decir lo que antecede, le tiembla la
luenga y nívea barba y, con las manos a la espalda, reanuda su paseo. Al
hallarse de nuevo en mitad de sus compañeros da una ojeada circular,
altanera, y reanuda el monólogo en estos términos:
-Todos vosotros sabéis que siempre que se desmembra una nueva
hacienda de las antiguas tierras de la Dehesa de Bogotá, o cuando una de
ellas ha de desaparecer, debemos reunirnos aquí para resolver lo que haya
lugar. Por esto os he convocado, ya que a El Novillero -a pesar de que aún le
restan en tierras dos centenares de fanegadas- debemos darlo por
desaparecido 3 y a mi me ha llegado la hora de¡ descanso: cuatro siglos de
labor constante y fiel lo merecen, pero antes es necesario acordar quién
habrá de ser vuestro jefe. Hablemos, pues, y no olvidéis, para tomar vuestra
determinación, los hechos fundamentales que os expondré en seguida; pero
antes quiero narraros un crimen que nunca pagó el homicida gracias a un
indulto providencial, y que se cometió en el propio patio de la casa de la
estancia a mi cuidado:
"Esto sucedió un día cualquiera del año 1807, cuando la Dehesa de
Bogotá la disfrutaba mi señor el segundo marqués de San Jorge, don José
María Lozano, y fue así: dos peones de la hacienda, llamados José María
Arévalo y Gregorio Vásquez, aprovechando que los amos no estaban allí, se
dieron a disputar violentamente por cualquier nadería y aquél le dijo a
Vásquez que era un mulato, feo insulto que hizo reaccionar al ofendido,
quien por poco le parte la cabeza al otro de tremendo garrotazo; pero
Arévalo, en justa compensación, le largó a Vásquez puñalada certera que le
causó la muerte en minutos. Y acto continuo, sin mirar hacia atrás,
emprendió la fuga.
"Las autoridades, siempre formulistas en este país, emplazaron al
homicida para que se presentara; pero como Arévalo se llamó Andana,
conceptuó el fiscal que la fuga y ocultación equivalían a la plena prueba de

205
su culpabilidad; y, efectivamente, la Real Audiencia condenóle a sufrir la
pena de muerte en la Plaza Mayor Pero, claro está, fue una condena a un reo
ausente, ya que éste no se entregó hasta tanto que tuvo la buena fortuna de
que llegara de la capital de las Españas un real indulto expedido con motivo
de la proclamación de S. M. Fernando VII. Y de paso, Arévalo presentó un
memorial con el debido perdón que le concedía, por amor de Dios, la viuda
del muerto.
"Dinies y diretes no faltaron entonces, pero el resultado final, que se
conoció en 1809, fue que Arévalo salió libre y apenas condenado a pagar las
costas del proceso. ¡Qué tal si no se esconde oportunamente! Seguro es que
cuando llegara el indulto ya sus restos mortales habrían sido arrojados por el
puente de San Francisco o estarían reposando en la fosa común de la capilla
de la Vera-Cruz 4.
"Y ahora, volvamos a tratar sobre el tema central que motiva esta
reunión. Poned, por lo tanto, mucho cuidado a lo que os diré en seguida:
"Al morir el primer marqués de San Jorge, en 1793, la Dehesa de
Bogotá se extendía, en pleno florecimiento, entre los ríos Subachoque o
Serrezuela y Bogotá o Funza, sin contar las muchas tierras situadas en otras
regiones sabaneras. Así la recibió su hijo el mayorazgo don José María, con
excepción de contadas y poco importantes desmembraciones que le
correspondieron por herencia al segundón don Jorge Tadeo y a las hermanas
mujeres. No ocurrió lo mismo cuarenta y cinco años después, en 1832, al
fallecimiento del segundo marqués, en cuyas manos mermó notablemente la
fortuna familiar; y como ya regían las leyes republicanas que acabaron con
los mayorazgos, su frustrado deseo de trasmitir la mayor parte de sus bienes
a su nieto don José María, único varón sobreviviente del primer matrimonio
de su primogénita doña María Tadea, solamente sirvió para que se originara
un tremendo pleito con todas, sus consecuencias. Por lo tanto, nadie heredó
el titulo; y el mayorazgo desapareció, lo mismo que la descendencia
masculina directa de los Lozanos. Fue como si una especie de maldición
bíblica hubiera caído sobre la noble casa...
"Don José María Lozano y Manrique tuvo tres hijas: la mayorazga
doña María Tadea; doña María Teresa, esposa que fue de don Luis de Ayala
y Vergara, por matrimonio que contrajo en 1796, y doña María Josefa,
quien casé, en el año 1800, con don Antonio Racines de Cicero. Doña
María Tadea murió antes que su padre, en 1827, y su segundo esposo, el

206
señor Gómez Hoyos, le sobrevivió hasta 1866. Doña Teresa tuvo por hijos a
don Rafael, quien casó en Paris con doña Hermencia Durand 5; a don José
María, esposo de doña Rosa Caballero, quienes no dejaron descendencia, y a
doña Jacin dejaron descendencia, y a doña Jacinta, esposa que fue del
caballero inglés don Francisco Amay. Y doña Josefa dejó los siguientes
cuatro hijos: don Pedro Pablo, quien casó con doña Brígida Arjona; doña
Tadea, esposa de don Carlos Sarrette; doña Cristina, quien contrajo
matrimonio con don José Mamerto Nieto, y don Juan Crisóstomo, esposo
de doña Ascensión Bernal y Castro, descendiente del conquistador don
Cristóbal Ortiz Bernal.

Tercera Parte
El viejo cazador hace una pausa, para reunir mejor sus recuerdos,
momento que aprovecha un jovenzuelo muy siglo XIX, ataviado a la
italiana, para interrogarle:
-¿Y cómo fue el acabarse todo esto: una riqueza tan grande y una
familia tan numerosa? Esto nos interesa mucho a mi vecino y compañero de
San José y a mí, que soy el de la Holanda, haciendas que, como usted lo sabe
mejor que nadie, fueron en siglos anteriores los pantanos de El Novillero,
cuya casa solariega estaba situada frente por frente de aquéllas, camino de
por medio.
-Chi va piano va lontano -responde el jefe poniéndose a tono con su
interlocutor italianizado-. De todo hablaremos a su debido tiempo pero
ahora debéis recordar que cuando don José María cedió al arzobispo
Martínez Compañón el agua necesaria para el pueblo de Funza, se estipuló
desde entonces que primero tomaría su agua la heredad de Boyero y que
luégo se dividiría la restante en tres partes iguales: una para El Molino -
estancia situada a corta distancia de Serrezuela y que es actualmente de
propiedad de los hijos de don Julián Escallón-; otra para La Hélida -que fue
pertenencia del acaudalado don Ciriaco Rico, cuyos herederos la vendieron a
don Ruperto Melo, soltero, fallecido hace pocos años-, y una tercera para el
antiguo pueblo de Bogotá. Y ya tenemos, así, dos candidatos a la jefatura
que yo abandonaré: los cazadores a quienes corresponden estas dos últimas
fincas que fueron del mayorazgo de la Dehesa de San Jorge.
-De acuerdo, de acuerdo -dice a esta sazón un hombrecillo enfundado
en un traje de principios del siglo XVII, quien se levanta del borde del cajón

207
y avanza hacia el centro-. Pero es necesario no olvidar que por delante está la
hacienda a mi cargo, Boyero, cuyo historial es por demás interesante...
-¡Que se calle! ¡Que deje hablar al jefe! -gritan varios cazadores, a la par
que golpean en el suelo con sus escopetas, trabucos y espingardas. El cazador
de Boyero, al oír las protestas de sus compañeros, se encoge de hombros y
regresa pausadamente a su lugar.
-Os hablaré, pues, de Boyero alguna cosa para complacer al amigo:
Cuando la marquesita contrajo segundas nupcias con el señor Gómez
Hoyos, éste revivió el pleito que habían iniciado su suegro y el primer
marido de su esposa para quitarle el agua a Funza, basándose en que la
dispensa matrimonial de 1794 la eximía de hacer cesión alguna de sus bienes
a la Iglesia, como era de rigor en aquellos tiempos. Pero lo cierto es que el
bien público y la justicia primaron sobre las conveniencias particulares, y
antes de que muriera el segundo marqués fue vendida la heredad de Boyero
a don Rufino Cuervo Barreto, negocio que se llevó a cabo en 1830 6.
"Don Rufino no era de estas comarcas: había nacido en Tibirita, en
1801, de una familia modesta, y como no era bogotano, ni de pueblo
alguno de la Sabana siquiera, la vieja casona de la estancia, en forma de
escuadra y con patio interior, le pareció inhabitable porque en ella hacía
mucho frío, y construyó allí cerca una casa nueva, al estilo de algunas que
había visto en otros países, la cual hizo bendecir por el arzobispo Mosquera,
primero, y luégo por varios obispos; y sobre la puerta ordenó grabar la fecha
1848, y la siguiente leyenda latina: "Nec nos ambilio nec nos amor urget
habendi". Sobra deciros, compañeros, que la tal casa fue motivo de fuertes y
justificadas críticas, y el novel hacendado tenía que escuchar constantemente
la misma pregunta: -Don Rufino, ¿se le olvidó el patio? -No, mis amigos,
dizque replicaba; patio hay todo el que ustedes quieran desde aquí hasta
Bogotá y aún más, si les parece poco.
"Aquello, en verdad, era cosa de reír; y muy en confianza os diré que ni
don Rufino, ni sus hijos Luis, Arturo, Rufino José, Ángel y Nicolás sirvieron
nunca para sabaneros. Siempre se les veía el cobre de personas de poblado...
"Don Rufino, el viejo, murió en 1853, poco antes de la revolución de
Melo, y aún recuerdo un bonito pesebre quiteño que mandó labrar en tagua
y que me agradaría saber dónde está ahora. La hacienda de Boyero la heredó
su hijo el sabio Rufino José Cuervo Urisarri, quien la legó a la Beneficencia

208
hace un cuarto de siglo. Esta la sacó a remate años después y le fue
adjudicada al señor Abrahani Palacios -de quien se afirma- que sacó de la
vieja casa un rico santuario. Don Rufino José nunca se preocupó por la
finca, y mientras fue suya la dio frecuentemente en arrendamiento, lo cual
trajo por resultado su decadencia y el estado ruinoso a que llegó la casona
principal. ¿Era esto lo que querías contar, viejo amigo de Boyero?
-Sí, jefe. Puede usted seguir adelante.

Cuarta Parte
Dos lentas campanadas, coreadas por un acceso de tos del anticuario,
obligan al anciano cazador a guardar unos minutos de silencio, con el oído
alerta. Mientras tanto algunos de los jóvenes han hecho circular frascos
cristalinos de espirituoso contenido y todos aprovechan la oportunidad para
echar un trago. El orador apenas lo cata, y al devolver el recipiente, con una
gentil reverencia, no puede contenerse y exclama, después de limpiarse
pulcramente los labios con el dorso de la mano:
-¡Peste! Me moriré sin haber aprendido a gustar de este maldito
menjurje, aunque debo reconocer que lleva a las tripas un delicioso
calorcillo... Gratos tiempos los míos, cuando abundaba el vino y era de rigor
en todas las ocasiones. Y, a propósito: ¿qué tal sería un cigarrito?
Todos se apresuran a ofrecerle sus petacas al jefe, con la satisfacción
pintada en el rostro, y en breve se forman corrillos y la charla se bifurca en
mil y un temas. Cada cual narra a sus amigos los últimos chismes de la
región a su cuidado encomendada, hasta que resuenan tres golpes, que el
viejo da con el pomo de su espada sobre el borde de la gaveta del bargueño,
y los cazadores se dirigen prestamente a ocupar sus sitios.
-Al norte de Boyero -prosigue diciendo el guerrero del candil-, con
límites sobre los municipios de Facatativá, al occidente, y de Subachoque, al
norte, existieron tierras que se llamaron de Hernán Sánchez, después Santa
Clara y más tarde La Luisiana. Es esto muy interesante porque Hernán
Sánchez de Quesada se llamó el hijo de Luis Jiménez Quesada, nieto, por lo
tanto, del Licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada; y fueron los hijos
de Francisco de Hernán Sánchez gente riquísima quienes regalaron a la
ciudad de Santa Fé, en 1577, los terrenos que ocupa la actual plaza de San
Victorino, y en los que se levantó, en el costado norte de ella, la primitiva

209
iglesia del patrón de los agricultores sabaneros. Las tierras de Hernán
Sánchez fueron también compradas por don Rufino Cuervo, en gran parte,
y el resto lo vendió el segundo marqués a Manuel Santos. La Luisiana fue,
años más tarde, de don José María Gómez Restrepo dueño, también, de
Casablanca Vergara.
-A propósito de Hernán Sánchez -comenta una bronca voz cuyo dueño
no puede ser identificado-, me parece que olvidáis que esas tierras fueron
compradas, hacia 1624, por los jesuítas a los herederos de Francisco de
Hernán Sánchez. Y poco después se ventiló ante la Real Audiencia un
negocio criminal contra Sebastián Anguiano, Miguel Sánchez y algunos
indios, vaqueros de El Novillero y de Fute, porque éstos habían robado, para
matarlas, cerca de 800 reses de propiedad de los padres de la Compañía. El
Novillero era por entonces pertenencia del mayorazgo don Antonio
Maldonado de Mendoza.
-Hernán Sánchez, La Luisiana o como queráis llamarla -dice un
cazador con cara de pocos amigos, que desentona por sus modales bruscos
en reunión de gente tan distinguida-, no fue, me parece, una hacienda muy
apreciada por los señores marqueses. Por esto creo que mejor haríais en
hablarnos, por ejemplo, de la estancia preferida por el viudo de doña María
Tadea. Me refiero a El Diamante -que primitivamente fue una de Las
Pesqueras-, a donde acostumbraba llegar en compañía de su hijo don
Amador Gómez y Lozano, en flamante coche tirado por varias parejas de
mulas.
-Esta noche y muchas más emplearía si os hablara, al detalle, de todas
las propiedades sabaneras que heredó el segundo marqués o que fueron
suyas. Me es preciso, por lo tanto, entrar al meollo del asunto, y os ruego
disculparme las anteriores digresiones, chocheras de viejo:
"El marqués don José María otorgó testamento cuatro años antes de
morir, ante el notario primero de Bogotá, y en tal documento declaró que
dejaba las haciendas de El Tablón, Guzmán de Zea, Rincón del Zay,
Hernán Sánchez y Copete, esta última situada sobre el río del Arzobispo,
para sus nietos de los dos matrimonios de doña María Tadea; las estancias
de El Perú, Puente de la Toma, La Venta de Cuatro Esquinas, Heredia y La
Estacada, desmembradas de la heredad matriz de El Novillero, le quedarían
a su hija doña María Teresa; y Quito y Carrizal las legaba para su hija menor
doña María Josefa. Todos los demás bienes, cuantiosísimos, deberían pasar a

210
manos de su esposa doña Rafaela de Isasi, y a la muerte de ésta serían
pertenencia de su nieto sobreviviente, don José María Lozano, en quien
vinculaba el mayorazgo de la Dehesa de Bogotá.
"Pero nada de esto tuvo efecto; y a las pocas semanas de morir el
último marqués 7 se presentaron ante el notario tercero su viuda, su hija
doña María Josefa Lozano de Racines, don Luis de Ayala, esposo de doña
María Teresa, y don Ramón Ponce, quienes consignaron en forma
testamentaria las últimas voluntades del difunto. Según este documento, a
doña Teresa le legaba la estancia de El Perú, en el actual municipio de
Mosquera 8; a doña Josefa le quedarían las haciendas de Quito y Carrizal, y
el resto de la fortuna iría a manos de su viuda y luégo a las del nieto tantas
veces nombrado.
"Pero lo realmente importante de tal documento -y si no estuviérais
vosotros reunidos aquí en número de casi un centenar sería cosa de poner en
duda tanta riqueza- es el siguiente detalle de las fincas sabaneras que dejó
don José María Lozano y Manrique: El Novillero, ya reducido en muchas
hanegas de tierra; El Juncal, El Salitre de Guandoque, San Jorge Grande, El
Diamante, San Jorge de Cuatro Esquinas, La Esmeralda, El Rincón de la
Puerta de San Jorge, las tres Pesqueras, La Puerta de Teja de San Jorge, El
Sosiego, San Jorge de Bebedores, Mercenario, San Jorge de las Casas, Los
Zanjónes, Balsillitas, San Miguel Alto, San Miguel Bajo, San Francisco
Primero, San Francisco Segundo y Tierra Blanca. Y todo esto, bueno es
repetirlo, era apenas parte de las tierras que fueron de la Dehesa en vida del
primer marqués; pues es un hecho, por ejemplo, que también fue éste
poseedor del Hato de la Ramada, hacienda que se prolongaba hasta la
ciénaga de Catama, en términos de Engativá; que tuvo en arrendamiento, en
1768, don Miguel Reyes, y que en 1836 era de propiedad de don Rudesindo
Umaña 9. Lo mismo podría decirse de Salazar -o Los Salazares-, en aquel
municipio, que fue pertenencia de doña María Tadea Lozano, más tarde de
doña Gerónima Santa Cruz y Silvestre, esposa de don Joaquín Pardo y
Pardo e hija de don José María Santa Cruz y de doña Mariana de Silvestre y
Prieto, y luego de don Prudencio Barragán, en 1828 10, la cual colindaba
con Tibabuyes. Y es necesario mencionar también las estancias de El Tabaco
-desmembración de El Novillero- y La Majada, que compró al segundo
marqués, en 1831, don José Comelio Borda y Esguerra, esposo de doña
María Dolores Sarmiento y Sánchez, quienes fueron padres de don José

211
Cornelio Borda y Sarmiento, "célebre en los fastos de la historia militar
americana" al morir gloriosamente en el combate del Callao, el 2 de mayo
de 1866, al lado de don José Gálvez 11. El Tabaco lo vendió don José
Cornelio en 1841 a don José María Plata Soto, y La Majada llegó a ser
pertenencia, a fines del siglo pasado, de don José María de Valenzuela; y hoy
-con el nombre de La Victoria- es de propiedad de sus descendientes, los
herederos de don Ulpiano de Valenzuela y Mantilla.
-A pesar de tantos nombres de haciendas como usted nos ha citado -
dice, interrumpiendo al orador, un jovenzuelo barbilampiño ataviado a la
fin de siécle-, tuvo que haber otras muchas que no ha nombrado y que
formaron parte de la Dehesa. No es difícil colegir esto puesto que estamos
aquí los encargados de guardarlas.
-Ya lo creo; pero me parece que antes os advertí que desde los años
finales de don Jorge Miguel Lozano de Peralta comenzaron a andar mal las
cosas para su familia, tal vez a causa de la época revolucionaria en que le
correspondió vivir. Lo cierto es que su hijo don José María vendió millares y
millares de hectáreas de tierras, y en su testamento menciona también las
siguientes estancias sobre las cuales debíanle al morir picos de dinero los
compradores:
"La Fragua, que heredaron del primer marqués, su padre, doña
Clemencia y doña Francisca Lozano, de quienes la adquirió su hermano
mayor; y éste la vendió al señor Antonio José González Leyva, quien, a su
vez, en 1836, cedióla, junto con la de San Pedro, a don Ignacio Morales, la
cual había sido también pertenencia de don José María, lo mismo que las de
Santa Cruz y Venta del Hoyo. La Fragua fue años después de don Mauricio
Rizo Portocarrero y a éste la compró, en 1872, don Ciriaco Rico por la
cantidad de $ 23.000; y últimamente lególa a sus herederos el doctor
Antonio José Iregui. Esta hacienda colindaba en el año dicho con San José,
de don Juan Manuel y de don Manuel Antonio Arrubla 12.
-En la parte de Cuatro Esquinas -dice, acercándose, un no muy joven
cazador-, todo ha cambiado mucho. Los antiguos pantanos de El Novillero,
habitados por centenares y millares de aves acuáticas, fueron desecados poco
a poco y se agregaron a San José, hoy de los señores Vargas, al mismo
tiempo que daban origen a la hacienda de la Holanda, que perteneció a don
Rafael Rocha Castilla, esposo de doña Josefa Dordelly Estrada. Pero una y
otra fueron antes de unos ingleses de apellido Sayer, populares caballerizos, y

212
del señor Rocha heredaron la Holanda sus hijos don Pablo y doña Rufina,
esposa esta última de don Ignacio Sanz de Santamaría, cuyo hijo don José
conserva una tercera parte de la finca original. Cosa semejante ocurrió con
los pantanos de Balsillas, contiguos y hacia el sur de los de El Novillero, los
cuales llegaron a ser la hacienda de tal nombre, que agregó a Fute don
Pepe Urdaneta y que cedió, en el año 1882, a sus hijos Carlos María y
Alejandro, quienes la vendieron poco después a don José María Plata y a
don Evaristo Escobar Grau. Este y la viuda del primero, doña Dolores Uribe
Plata, la traspasaron, en 1887, a don José María de Valenzuela, y en 1890 la
compró don Jesús María Gutiérrez Botero, con la obligación de cambiarle el
nombre tradicional por el de Venecia. En esta forma el señor Gutiérrez llegó
a ser dueño de dos de las valiosas haciendas que habían pertenecido a los
Urdanetas, y a su muerte legó la de Venecia a su hijo don Leonidas
Gutiérrez Robledo, cuyos herederos la vendieron en 1916 a don Pepe Sierra,
al paso que la de Buenavista, en Cota, la conservan los descendientes de su
otro hijo, don Luis Gutiérrez Robledo.
-Muy interesante cuanto ha dicho mi compañero, tanto más cuanto
que las estancias que ha nombrado son todas desmembraciones de la
heredad matriz del capitán Antón de Olalla, a mi cuidado. Pero debo volver
ahora sobre las que traspasó antes de morir el segundo marqués, y reanudo el
hilo del relato con la de El Curubital o El Colegio, vendida por los Jesuitas a
principios del siglo XVIII, la cual fue pertenencia de don Juan Antonio
Alvarado, con linderos, por el norte, con tierras de don José Gaona, y de
aquél la adquirió, en 1766, don Isidro Lago 13. Posteriormente formó parte
de la Dehesa de Bogotá y don José María vendió tan hermosa hacienda -
cuya casona conservan cuidadosamente sus actuales dueños los señores
Echeverri Cortés- a doña Anselma Escandón, quien también compró Los
Arboles, finca situada al norte de Serrezuela y que hoy es pertenencia de don
Vicente Rocha Vargas. El Colegio, en parte fue de propiedad de don Ciriaco
Rico en 1859, por compra hecha a don Sebastián Tobar, y entonces
colindaba con tierras de doña Julia Carrizosa de Malo O'Leary; y hoy en día
posée una buena porción del antiguo Curubital don Evaristo Herrera, bajo
el nombre de Barley.
"Vienen luégo una serie de estancias, sobre las cuales me abstendré de
entrar en mayores detalles porque la noche camina ya hacia su término, tales
como las llamadas Rincón de Zay 14, en términos de Fontibón, que compró

213
Antonio Gil y que hoy es de don Roberto Michelsen; El Molino, vendido a
Alberto Pulido; Los Micos, Merinda y Los Cerezos, que compró don
Francisco Morales Galavís; El Riachuelo (hasta hace poco del señor Isaac
Pulido), que pasó a ser pertenencia de Francisco Esguerra, quien igualmente
compró parte de Yerbabuena, finca contigua a Los Arboles; otra parte de
Yerbabuena la adquirió Francisco Pulido, dueño también de El Ajiaco -
cercenada de Boyero-, y una tercera parte la compró Tomás Santos; El
Emporio, rica hacienda dividida hoy entre varios dueños, fue vendida, en
porciones, a don José María Groot, Gregorio Ángel, Miguel Sánchez,
Manuel Zamudio y Rafael Morales; José Ardila adquirió las de Guatemala,
La Concepción, La Soledad y Sornoro; La Maleza del Cacique, situada al
occidente de Carrizal, fue vendida a don José Segundo Borda; El Tablón y
Guzmán de Zea las compró Lucas Ardila y posteriormente fueron
pertenencia de don José Cornelio Borda; Santa Lucía y San Laureano que,
con los dos San Franciscos, hacían parte de La Hélida, pasaron a ser bienes
propios de Joaquín Sánchez y de Fernando Esguerra, respectivamente; La
Chamilla la compró José Cubides, y Miguel Rubio se hizo a la propiedad de
San Esteban.
"¿Qué me decís ahora...? ¿Ha habido nunca en la Sabana terratenientes
comparables a los mayorazgos de la Dehesa de Bogotá?

Quinta Parte
-Los datos que os he dado -dice, para terminar su perorata y con voz
que deja transparentar cierto cansancio, el cazador de El Novillero- son los
esenciales para que podáis entrar a discutir sobre quién será vuestro futuro
jefe. Conversando entre vosotros averiguaréis, con los compañeros de más
edad, todo cuanto se os ocurra en relación con las tierras que formaron
alguna vez parte del mayorazgo. Y procurad abreviar, que la noche toca a su
fin.
Evidentemente, y como dando la razón al anciano hombrecillo,' cuatro
campanadas llenan con sus vibraciones el vasto salón. Automáticamente
todos los presentes apoyan cuidadosamente sus armas contra los bordes de la
gaveta que les sirve de lugar de reunión, y en breves instantes se forman
numerosos grupos, que constantemente se renuevan; que se ensanchan, a
ratos, al aproximarse nuevos compañeros de otros corrillos, y que en
ocasiones quedan reducidos a tres o cuatro personas, cuando no se disgregan

214
para formarse otra vez más allá. El ruido de las conversaciones colma la
estancia y no se comprende cómo puede seguir roncando a pierna suelta el
anticuario con tal bullicio. Frases y aun diálogos completos se escuchan
nítidamente, e informaciones muy interesantes logra captar el oído del
narrador:
-La Hélida -dice una voz- fue una de las haciendas más apreciadas por
los mayorazgos, después de El Novillero propiamente dicho. Se diferencia de
la mayoría de las casas sabaneras coloniales en que tiene patio interior y,
además, está rodeada por amplios corredores desde los cuales se dominan los
llamados "cuatro caminos". Con el transcurrir del tiempo llegó también a
ser su dueño don Ciriaco Rico, por compras sucesivas que hizo de ella y de
anteriores desmembraciones a Estanislao Piedrahita, Francisco Morales,
Tomás Campuzano, Wenceslao Pizano, Domingo Alvarez, Germán y
Alejandrina Suescún, etc. De este señor Rico Salas fue también la estancia de
El Perú -cuya casa residencial era la que hace esquina en la actual plaza de
Mosquera con el camino que va a Funza y que dejó por legado a los padres
salesianos, quienes en ella tienen un convento-, la cual se prolongaba en
ambas direcciones sobre el lado derecho de la carretera; finca que formó al
unir la original de dicho nombre, que compró a Ramón González en 1842,
y la de La Venta de Cuatro Esquinas, que le cedió en 1883 doña María
Josefa Hernández Díaz. Y, como si fueran pocas las ya citadas en esta
reunión como de su propiedad: El Colegio, La Fragua, La Hélida y El Perú,
también poseyó, y legó a sus hijos, las de San Jorge de los Cedros -
desmembración de El Novillero, a la sazón de propiedad de los herederos del
poeta don Diego Uribe-, la cual adquirió por compras que hizo a don
Amador Gómez Lozano en 1867 y a los señores Tomás y Antonio
Campuzano en 1882; San Gregorio, desmembración del antiguo Boyero;
Guatemala, que engrandeció bajo este nombre con la de La Soledad, las
cuales compró a las señoras Petrona, Dolores y Bernarda Álvarez; y otras
más, ya no tan extensas ni renombradas, tales como Serrezuelital que
adquirió de Rafael Hernández en 1887; La Esperanza, de Crisóstomo
Cubides, en 1888; otra San José, en la vereda de Siete Trojes, que era de
Federico Díaz; Casa Vieja, de Leonardo Esguerra; La Estancia, igualmente
en la antes citada vereda, que era de la señora Emilia Pulido de Morales y de
Carmen y Rosa Pulido, etc. 15.

215
-Pero los marqueses prefirieron mejor vivir en El Riachuelo -argumenta
otro de los cazadores-, cuya casona de hacienda es una de las más bellas y
mejor conservadas de la Sabana. Aún se guardan en ella muebles de hace
más de un siglo, y su gran patio, con arriates florecidos y rodeado por
amplias crujías, es un regalo a la vista de las personas de buen gusto. En El
Riachuelo murió en 1882 doña Vicenta Pardo y Alvarez de Pardo, esposa
del canciller de la república don
Juan Antonio Pardo Armero; hija del primer rector de la Facultad de
Medicina y prócer de la Independencia don Juan María Pardo y Pardo;
nieta del presidente-dictador de Cundinamarca don Manuel de Bernardo
Álvarez del Casal, y biznieta del primer marqués de San Jorge. Falleció,
pues, como quien dice, en lo propio.

* * *

-...Alguno preguntaba -se oye decir en otro grupo por qué no figuré La
Isla, una hacienda tan conocida, en el testamento de don José María Lozano,
sin recordar que mencionó muy claramente a Carrizal y que legó, junto con
Quito, a su hija doña María Josefa, de quien recibieron una y otra heredades
sus hijos Tadea, Pedro, Juan y Cristina Racines y Lozano 16; y La Isla,
como otras estancias vecinas, no es sino una desmembración de Carrizal,
que llegó a ser de propiedad de don Melitán Escobar Ramos, antioqueño,
nacido en 1819, quien murió en El Cairo (Egipto), por su propia mano, el
31 de diciembre de 1887. La finca pasó de las manos de los herederos de
don Melitón -don Rafael, don Alfredo y don Roberto Escobar- a las de los
descendientes de su hermano don Aparicio Escobar Ramos, esposo que fue,
en 1872, de doña Elvira Padilla Urdaneta, quienes la conservan.
-Ignorancia propia de la juventud -comenta otro de los hombrecillos,
gordo, rechoncho y rubicundo-. Escasamente saben estos cachifos la historia
de Quito, a pesar de que se ha publicado numerosas veces.
-¿Y cómo es esa historia? -interroga un cazador jovencito, casi un niño,
a quien sus compañeros llaman el de la Holanda Chica.
-Escuchadla, y no la olvidéis: Quito es hoy una hermosa hacienda pero
hace siglo y medio era en parte una extensa chucua. Allí tenía su modesta

216
vivienda un sujeto de apellido Hernández, muy conocido en la región bajo
el apodo de El Rucio, quien llevaba semanalmente al mercado de Santa Fé
los productos que cosechaba en su parcela. Así lo hizo el 10 de agosto de
1819, pero en cuanto llegó a la Plaza Mayor le fue_ ron decomisadas, de
orden del virrey Sámano 17, sus dos mulas, con el fin de que ayudaran a
transportar a Honda el equipaje del brigadier y último mandatario
peninsular. Efectivamente, las acémilas de Hernández, bien cargadas,
emprendieron viaje hacia Facatativá cerca ya de las seis de la tarde, pero al
pasar por Tres Esquinas de Funza -frente a la casa de El Rubí-, desviaron
hacia la casita de su dueño en busca-de su habitual comedero, sin que nadie
se enterara a causa de la obscuridad de la noche.
"La sorpresa de los Hernández al siguiente día no es para ser descrita,
cuando al descargar las mulas toparon con que cada una llevaba sobre los
lomos cuatro mil onzas de oro. Con este dinero. se hizo rica la familia, y el
hijo de El Rucio, llamado José María Hernández, compró a los
descendientes del marqués la heredad de Quito, que años después heredó la
solterona nieta de aquél, de nombre Isabel, quien hizo testamento legándola
a su abogado el doctor Gamboa; y esto le valió al jurisconsulto recibir
tremenda cuchillada en el cuello que le propinó alguno de los parientes
defraudados con el testamento. El doctor Gamboa se amedrentó -y con justa
razón- y poco después vendió la finca a su actual propietario don Jorge Sanz
de Santamaría".

* * *

-...La grande hacienda de El Cacique -se oye decir en un corrillo


extremo- llegó a ser de propiedad de don Raimundo de Santa María Tirado,
quien la cambió por la de El Vínculo, en Soacha, a don José María
Portocarrero Ricaurte, hijo del "mártir de Cartagena" don José María
Portocarrero y Lozano y de doña Josefa Ricaurte Galavis; y biznieto, por lo
tanto, del primer marqués de San Jorge. Don Pepe Portocarrero casó con
doña Dolores Caicedo y Sanz de Santamaría, nacida en 1816, hija de don
Andrés de Caicedo y Sanz de Santamaría y de doña Juana Sanz de
Santamaría y Mendoza, y de los herederos de aquéllos la hubo por compra
don Pepe Sierra, dueño también de la contigua estancia de Ceuta.

217
-Cierto es eso -arguye un cazador cuyas facciones muestran la más
tenaz tristeza-; pero si se han de respetar las jerarquías es necesario que sea
nuestro jefe el compañero de El Diamante, heredad que de don Joaquín
Gómez Hoyos pasó a ser, años más tarde de haberla heredado, de propiedad
del general Juan N. Mateus, por permuta que éste hizo de la hacienda de
Basa, en Turmequé, a los señores Plata Azuero. De El Diamante se
desmembró El Rubí, que compró luégo don Manuel Umaña Manzaneque,
quien posteriormente la vendió a don Nepomuceno Sanz de Santamaría y a
don Bernardo Herrera Buendía; y que hoy es de propiedad del "Hospital
San Carlos" y antes perteneció a don Ignacio Sanz de Santamaría Herrera.
En cambio, por fatalidad del Destino, la finca principal -El Diamante- se
subdividió en varias estancias relativa estancias relativamente pequeñas, y la
vieja casa, con unas cuantas fanegadas de tierra, la posée hoy don Pedro
Escobar Umaña.
-También La Esmeralda, de los herederos de don Carlos Arboleda, está
actualmente reducida, como dicen vulgarmente, a su mínima expresión. Era
una finca preciosa y nada significa, para su importancia esencial, que con sus
tierras se haya engrandecido La Ramada, que fue de don Mariano Sanz de
Santamaría y es pertenencia de don Andrés Pombo. La Ramada absorbió
también parte de Las Pesqueras, dos de las cuales llegaron a ser bienes
propios de don Salomón de Uricoechea y de don José Camacho Roldán;
aquélla la compró después don Ramón Jimeno, quien la legó a su hijo don
Raúl, y Pesquerítas pertenece a don José María Piedrahita. Por cierto que
otro de los señores Pombos, don Luis Enrique, es hoy el dueño de San Jorge
de Cuatro Esquinas, bastante engrandecida, valga la verdad...
Rato há que sonaron las cinco de la madrugada y los cazadores
continúan alborotando a más y mejor. El viejo cazador del candil, que ha
permanecido aislado en un extremo del cajoncillo, ensimismado en sus
pensamientos, se yergue en toda su estatura, desenvaina su tizona y con el
pomo de ella da tres fuertes golpes contra uno de los bordes, que tienen la
virtud de hacer que se restablezca el silencio. Avanza entonces dos pasos y
dice con voz airada:
-Me dáis la sensación de que fuérais políticos humanos al no poderos
poner de acuerdo en algo tan sencillo como es el asunto que os he
planteado. ¡Es intolerable! Dentro de pocos minutos será de día y los rayos
del sol no pueden hallarnos aquí: debemos regresar a las estancias

218
encomendadas a nuestro cuidado. Procurad, en estos días que siguen, llegar
a un acuerdo, y quedáis convocados desde ahora a una nueva y definitiva
reunión que tendrá lugar dentro de un mes justo. ¡ Idos!
En cosa de segundos los hombrecillos desaparecieron en las múltiples
gavetas del valioso bargueño cordobés, que se cerraron silenciosamente. El
jefe de los cazadores de la Dehesa de Bogotá lanzó una ojeada circular, y al
ver que todo se hallaba en orden regresó al cajón central de donde había
salido al comenzar la madrugada, el cual se fue deslizando hacia el fondo con
un ruidillo extraño, semejante al que producirían, al frotarlos suavemente,
dos trozos de madera. Y la obscuridad y el silencio reinaron de nuevo en el
salón del coleccionista de antigüedades...

Notas
1. Este bargueño se conserva en la residencia de don Carlos Umaña Barreto. Es
indudablemente uno de los más bellos que hay en Bogotá.
2. Doña Gerónima tuvo un hermano mayor, don Bartolomé de Olalla, quien
murió soltero, por cuya razón heredó ella el mayorazgo.
3. El Novillero actual lo forman unos pocos potreros que pertenecen a los
herederos de don Belisario Rojas. Según se afirma, sus dueños sacaron no hace
mucho un valioso santuario de plata labrada de las ruinas de la vieja casona.
4. Archivo Nacional. Criminales, 47.
5. El famoso champaña Ayala da fe de la buena fortuna que protegió al
matrimonio Ayala-Durand, cuyos descendientes son gente de importancia en
Francia.
6. Don Rufino Cuervo fue hijo de don José Antonio Cuervo y de doña Nicolasa
Barreto, quienes contrajeron matrimonio en 1797, y nieto legitimo de don Isidro
Cuervo y de don Esteban Barreto, oriundos de Boyacá. Don Rufino casé con doña
María Francisca Urisarri, hija de don Carlos Joaquín de Urisarri y Elispuru y de
doña Mariana Tordesillas y Torrijos.
7. El fallecimiento de don José María Lozano ocurrió el 17 de diciembre de
1832.
8. Mosquera es un municipio moderno desmembrado casi en su totalidad de
Funza. Entonces no lo era y se llamaba Cuatro Esquinas aquél lugar.
9. Archivo Nacional. Notaría segunda, 1768; y Notaría primera, 1836.

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10. " Notaría primera, 1828.
11. El héroe don José Cornelio Borda está sepultado en el Panteón de los Héroes
de la ciudad de Lima.
12. Archivo Nacional. Notaría primera, 1835 y 1836.
13. " " Notaría primera, 1766.
14. El segundo marqués, después de la Independencia, cambió su tútulo nobiliario
por el de -Zay Bogotá", con el cual firmó durante algún tiempo.
15. Don Ciriaco Rico fue dueño también de la hacienda de El Chacal, de la cual
tratamos en el Capítulo IV de la Tercera Parte de este libro.
16. Archivo Nacional. Notaría primera, 1835.
17. El virrey Sámano dejó una hija natural en Santa Fé, que más tarde contrajo
matrimonios sucesivos con tres primos hermanos escoceses, quienes dejaron
abundante descendencia.

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