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SEXO, GÉNERO Y FEMINISMO: TRES CATEGORÍAS EN PUGNA

A estas alturas del tercer milenio, ya todos y todas creemos saber muy bien
qué es el sexo. Sin embargo, tan pronto comenzamos a debatir, nos damos cuenta de
que el concepto es mucho más polémico de lo que parece. El género y el feminismo,
como categorías, podrían ser aún más problemáticos, y definitivamente son vistos en
muchos casos con desconfianza. Además, las fronteras y los entrecruzamientos entre
los tres términos parecen aún más complejos y enmarañados. En este artículo, me
propongo analizar los sentidos y las relaciones más importantes entre estos tres
conceptos, aclarando algunas confusiones a la vez que problematizando y
desconstruyendo lo evidente. Al mismo tiempo, espero aportar reflexiones que sirvan
para desmitificar los supuestos “monstruos”, es decir, para desmontar al menos parte
de las prevenciones y los temores.

¿El sexo es naturaleza y el género es cultura?


Nos hemos acostumbrado a hablar de “sexo” en todas partes, desde los
programas de televisión donde los invitados revelan sus vidas íntimas, hasta las
reuniones de padres de familia en los colegios y escuelas. Cada hablante parece estar
muy seguro o segura de lo que significa la palabra. Para muchas personas, sexo quiere
decir, además de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, el coito y la
reproducción. Aunque no sea tan generalizada la “certidumbre” sobre lo que quiere
decir género, se ha convertido en un lugar común, al menos en el ámbito académico,
adscribir al sexo el aspecto biológico, natural, de la distinción anatómica, y al género la
elaboración cultural de esta realidad.
Esta diferenciación se basa, probablemente, en la primera definición del
sistema sexo/género, planteada por una antropóloga feminista, Gayle Rubin, como “el
conjunto de disposiciones mediante las cuales una sociedad transforma la sexualidad
biológica en productos de actividad humana, y mediante las cuales se satisfacen estas
necesidades sexuales transformadas”.1 En esta definición, como vemos, la sexualidad
aparece como un dato inmediato, evidente, que no necesita más explicación. Cada
sociedad la interpreta de manera diferente, pero la sexualidad en sí es la misma en
todas partes. A su interpretación cultural, distinta en cada etnia y capaz de evolucionar
en el tiempo, hemos venido a llamarla género.
Es importante destacar la fuerza revolucionaria de esta definición. Se pensaba
tradicionalmente que el sexo, sobre todo lo femenino, traía consigo una determinación
inevitable. En la sociedad moderna, a partir de la formación del capitalismo, nacer con
genitales masculinos abría una cierta gama de posibilidades de actuación social, dentro
de las limitaciones o privilegios de clase y etnia. Nacer con la posibilidad de ser madre
forzaba (condenaba) a una única forma de ser y de pensar: para la mujer, la anatomía
es el destino, decía el propio Freud, el mismo pensador que postuló la formación
histórica de la psiquis. A partir de la definición de la categoría “género”, contamos en
las ciencias sociales con una herramienta conceptual que nos permite descubrir que las
identidades femeninas y masculinas no se derivan directa y necesariamente de la
diferencias anatómicas entre los dos sexos.
Qué es y qué implica ser hombre o ser mujer, para la identidad personal y para
los comportamientos, roles y funciones sociales, son cuestiones que no se determinan,
como se había pensado milenariamente, por lo biológico. Son los usos, las costumbres

1
sobre las formas de actuar y decir, las que moldean en cada cultura, las distintas
concepciones y actitudes hacia lo femenino y lo masculino. Esta categoría, en suma,
nos remite a las relaciones sociales entre mujeres y hombres, a las diferencias entre los
roles de unas y de otros, y nos permite ver que estas diferencias no son producto de
una esencia invariable, de una supuesta “naturaleza” femenina o masculina.
Sin embargo, no todas las feministas comparten la idea de Rubin sobre la
primacía natural del sexo y la construcción sociocultural del género. Ya en 1969, en su
obra Política Sexual, Kate Millet afirma que el sexo tiene dimensiones políticas que
casi siempre se desconocen.2 Algunas autoras, como Catharine McKinnon, advierten
que la hegemonía de la heterosexualidad es la base del género, y usan los términos
sexo y género como equivalentes.3 Otras se oponen a la idea de que el género es una
construcción social partiendo de un cuerpo sexuado, y combaten la distinción entre
sexo y género.4
Por otra parte, existe una tendencia, que se ha venido abriendo paso en los
medios intelectuales colombianos en las últimas décadas, a diferenciar entre sexo,
como lo meramente biológico, y el concepto mucho más complejo de “sexualidad”.
Sexualidad, se ha dicho, es una realidad biológica, psicológica y cultural que nos
refiere, no sólo a los aspectos anatómicos y fisiológicos de la reproducción, sino
también a sus consecuencias emocionales y psíquicas.5 En esta definición se advierten
las huellas del pensamiento psicoanalítico, donde la sexualidad se concibe como la
fuente de todo goce y la base tanto de la evolución de la personalidad como del
trabajo estético y científico. La sexualidad, por lo tanto, se constituye en la
fundamentación inconsciente de toda la cultura.
Pero no sólo puede considerarse como cultural el aspecto psíquico de la
sexualidad, aquel que tiene que ver con el inconsciente. Como veremos, se abre paso
en las ciencias sociales una posición nueva sobre esta problemática, una posición
desde la cual nuestras vivencias de nuestro propio cuerpo, de nuestra misma
anatomía y fisiología reproductiva, nuestro placer y deseo fisiológicos, se elaboran
también mediante la cultura, y son, al menos en parte, el producto de los discursos
sobre ellos.
Recientemente, varias feministas han refutado el saber ya convencional según
el cual el sexo es un punto de partida, un dato biológico, universal e inmutable, es
decir, natural, mientras que el género pertenece al ámbito de la cultura. Con base en
la visión de la sexualidad en diferentes culturas, algunas antropólogas y filósofas
comienzan a cuestionar esa “verdad evidente”, la idea de que los dos sexos son una
realidad biológica invariable. En este cuestionamiento encontramos la influencia de
Foucault, cuyos tres volúmenes sobre Historia de la Sexualidad analizan lo sexual
como un producto de discursos y prácticas sociales en contextos históricos
determinados. Según este autor, el concepto de “sexo” tuvo su evolución histórica, se
fue conformando a partir del siglo XVIII mediante los discursos médicos,
demográficos, pedagógicos, llegando así a constituir una “unidad artificial” capaz de
agrupar “elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones y
placeres”.6
Efectivamente, en la premodernidad, “sexo” era solamente el nombre de la
diferencia sexual anatómica; hoy, en cambio, la palabra congrega toda una
constelación de significados que anteriormente se designaban por medio de
significantes como “genitales”, “concupiscencia”, “acto carnal”, “deseo venéreo”,

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“lujuria”. A partir de un proceso que Foucault detalla en el primer volumen de la obra
mencionada, el concepto se desarrolló hasta convertirse en “un principio causal, un
significado omnipresente: el sexo llegó así a funcionar como un significante único y
como un significado universal”.7 Como nos lo explica la antropóloga feminista
Henrietta Moore, “El argumento básico de Foucault es que la idea de “sexo” no existe
con anterioridad a su determinación dentro de un discurso en el cual sus
constelaciones de significados se especifican, y que por lo tanto los cuerpos no tienen
“sexo” por fuera de los discursos en los cuales se les designa como sexuados”.8
De este hallazgo fundamental se desprenden dos ideas importantes. En primer
lugar, la distinción entre sexo y género pierde gran parte de su fuerza. Partiendo de la
posición de Foucault sobre la historicidad del sexo, se ha puesto en cuestión el
concepto generalizado de género como algo establecido culturalmente con base en el
sexo biológico. Como veremos más adelante, en su obra Gender Trouble (título que
yo traduciría como El malestar en el género), Judith Butler plantea la posibilidad de
abandonar la diferenciación entre los dos conceptos, o, al menos, de invertir la
primacía atribuida al sexo por encima del género: no es el sexo la base biológica
natural, fundamental, e invariable sobre la cual cada cultura construye sus
concepciones, sus roles y estilos de género, sino que es el género cultural el que nos
permite construir nuestras ideas sobre la sexualidad, nuestras maneras de vivir
nuestro cuerpo, incluyendo la genitalidad, y nuestras formas de relacionarnos física y
emocionalmente.
En segundo lugar, la visión histórica de la sexualidad que nos propone
Foucault ha contribuido a que antropólogas como Sylvia Yanagisako y Jane Collier
lleguen a afirmar que las categorías de la diferencia sexual, categorías binarias como
hombre/mujer, varón/hembra, masculino/femenino, son características de nuestra
cultura y no realidades universales o transculturales. No todas las culturas ven el sexo
como una realidad binaria. La antropología nos presenta una gran cantidad de
investigación que contribuye a que cuestionemos este “binarismo”, ofreciéndonos
datos sobre categorías sexuales múltiples (un tercer y aún un cuarto sexo
culturalmente reconocidos en algunas etnias), así como sobre hermafroditismo y
sobre androginia.9
Henrietta Moore, por su parte, critica también el etnocentrismo de muchas
descripciones antropológicas de la sexualidad. Si bien en el discurso occidental la
diferencia sexual se basa en la presuposición de que el cuerpo es una entidad
discreta, cerrada, sexualmente diferenciada, en otras culturas, señala la autora, no
aparece la concepción del “sexo biológico binario”. En Nepal, por ejemplo, se ha
reportado la existencia de un grupo que concibe los cuerpos de los sujetos de ambos
sexos como una mezcla de elementos femeninos como la carne y masculinos como
los huesos, de modo que “se desploma la distinción entre cuerpos sexuados y
géneros construidos socialmente que usualmente aparece en el discurso
antropológico”.10 Es decir, se desploma la adscripción del sexo a la naturaleza y del
género a la cultura. De manera similar, en el pueblo Hua, de Papúa, Nueva Guinea,
encontramos una diferenciación corporal entre los individuos de acuerdo a las
cantidades de sustancias femeninas y masculinas que contengan: “Estas sustancias se
consideran transferibles” entre hombres y mujeres “mediante la comida, el sexo
heterosexual y el contacto casual cotidiano. Por lo tanto las categorías binarias
hembra y macho no son discretas”. Por el contrario, las personas son más o menos

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masculinas o femeninas dependiendo de la edad, ya que “a lo largo de la vida el
cuerpo integra más y más sustancias y fluidos transferidos por el sexo opuesto”.11 La
idea de que los dos sexos son una realidad biológica inmutable, entonces, es una
peculiaridad de nuestra cultura, y no una verdad incuestionable.
A conclusiones similares llega Thomas Laqueur en La construcción del sexo.
Examinando las distintas teorías científicas sobre el sexo desde los griegos hasta
nuestros días, Laqueur reconstruye la historia de las maneras de concebirlo en la
civilización occidental como una serie de fluctuaciones entre dos modelos: el modelo
del sexo único, y el modelo de los dos sexos opuestos e irreductibles. Estos modelos
no son políticamente neutros, pues las concepciones que tengamos del sexo en un
momento histórico, “sólo pueden explicarse dentro del contexto de las batallas en
torno al género y el poder”.12 Las representaciones científicas de la biología de la
reproducción, entonces, sufren el influjo “de los imperativos culturales de la
metáfora”,13 es decir, de todo el universo simbólico que las rodea.
Laqueur nos muestra cómo diversas “cuestiones culturales y políticas relativas
a la naturaleza de la mujer” han dado forma a distintas teorías biológicas sobre la
sexualidad. Por ejemplo, en el discurso científico de la Antigüedad Clásica se
representaba el sexo como único; es decir, se pensaba que tanto hombres como
mujeres tenían el mismo sexo (masculino), con la diferencia de que los varones lo
tenían plenamente desarrollado, mientras que en las mujeres los genitales se
encontraban atrofiados. Tal concepción era en parte consecuencia de la ideología
según la cual existía una jerarquía entre lo varonil como lo plenamente humano y lo
femenil como una variante inferior. En la era moderna surge la “invención del los dos
sexos, distintos, inmutables e inconmensurables”, concepción que, como hemos visto,
es culturalmente determinada, y peculiar a nuestra civilización occidental. Aparece
también la idea de que la sexualidad femenina, distinta de la masculina, domina
totalmente a la hembra de la especie humana; la mujer no es más que sexualidad.
Dicho de otra forma, “la mujer es lo que es a causa del útero”; posteriormente se
llegaría a pensar que es lo que es, no debido al influjo del útero, sino “a causa de los
ovarios”.14 Sexo, diferencia sexual, sexualidad, aparecen enmarcados en los discursos
y las prácticas que estructuran las diferencias socio-culturales entre hombres y
mujeres.
Evidentemente, aún hoy, en nuestra era supuestamente “científica”, los
discursos sobre lo sexual, al menos los que circulan en los medios masivos, están
igualmente sometidos al influjo de la ideología, hasta tal punto que puede decirse el
pensamiento de nuestra cultura sobre la sexualidad se resiste a admitir ciertos hechos
muy comunes, e incluso algunos casi universales. Nuestras concepciones “modernas”
de la virginidad, por ejemplo, o de la menopausia, son consecuencia de nuestros
prejuicios culturales. Piénsese, por ejemplo, que culturalmente se piensa la virginidad
como una realidad femenina, que depende de la presencia o ausencia del himen, y se
reconoce que el primer coito produce la ruptura de esta membrana. Sin embargo, se
sabe ya que una proporción relativamente alta de las hembras humanas (alrededor de
un 30%) nace sin himen, o con un “himen complaciente”, que nunca se rompe, o uno
muy débil e insuficientemente vascularizado, de modo que su ruptura no produce
hemorragia alguna, pero por lo general no se hace alusión a este dato ni en la vida
cotidiana ni en la literatura “médica” popular. Por otra parte, una alta proporción de
varones humanos nace con un prepucio cuyas características harán que se rasgue en

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el primer coito, produciendo un sangrado similar al de las mujeres. De nuevo, este
hecho milenariamente comprobado no accede a la palabra generalizada, ni se integra
al discurso cotidiano, pues no se alude a él al hablar sobre la virginidad. Es como si la
evidencia, por contundente que sea, fuera anulada por la ideología.
Del mismo modo, la menopausia es una etapa de la vida de las mujeres que
está bien delimitada y estudiada por la ciencia médica, mientras que la existencia del
“climaterio masculino”, o “andropausia”, apenas comienza a reconocerse. Y esto a
pesar de que la disminución de la potencia sexual es un hecho generalizado a partir de
cierta edad, y la disfunción eréctil ocurre con cierta frecuencia. Como es bien
conocido, se produce también un agrandamiento de la próstata que resulta en
micciones muy frecuentes. En relación con estos hechos, además, se presentan
cambios emocionales y en la conducta del varón, que por lo general incluyen una
fuerte atracción hacia mujeres jóvenes. Con frecuencia se observan también otros
tipos de cambios psicológicos, como tendencia a la irritabilidad u oscilaciones
radicales de estados de ánimo. Sin embargo, toda esta constelación de síntomas, a
pesar de que por lo general aparecen al mismo tiempo, no alcanzan a configurar
conjuntamente una categoría médica bien definida como sí lo es la menopausia. La
prevalencia de estos fenómenos tampoco conduce que se estudien suficientemente ni
se tomen en cuenta en los protocolos médicos; por ejemplo, mientras a toda mujer en
su quinta década se le prescribe rutinariamente un examen ginecológico anual, no se
prescriben en la misma proporción exámenes de próstata anuales a los varones de la
misma edad.
Vemos entonces que las ideas culturales sobre la sexualidad que manejamos,
aún hoy, colorean incluso las actitudes de los científicos y los llevan a reconocer
ciertos hechos e ignorar otros, a hacer énfasis en ciertos fenómenos mientras se hace
caso omiso de otros igualmente evidentes. Podemos concluir que el sexo es también
una realidad cultural como lo es el género, y que ambos interactúan de maneras que
deberemos considerar.

Género, sexo y poder


Antes de plantear una nueva definición de género, tomando en cuenta esta
nueva visión de las relaciones entre género y sexo, me parece importante revisar la
historia del término género, es decir, la evolución mediante la cual un término que
antaño designaba una simple categoría gramatical, actualmente ha pasado a
convertirse en un concepto de importancia crucial para las ciencias sociales.
En primer lugar, para trazar una breve genealogía del término, debemos
reconocer que en la mayoría de los idiomas de origen indoeuropeo, originalmente
“género” (genre en francés, gender en inglés, gènere en italiano) nos remite a la
diferencia entre palabras masculinas o femeninas. Fue en Inglaterra, en el siglo XVII,
donde la palabra gender se comenzó a emplear en un sentido más amplio. Ya en 1689,
Lady Mary Wortley Montagu lo emplea en uno de sus ensayos, al denunciar a su
propio sexo, en una de esas frases misóginas, llenas de auto-desprecio, que son
comunes en el discurso de algunas mujeres: “Mi único consuelo de pertenecer a este
género (gender en el original) ha sido la seguridad de no tener que casarme con
ninguno de sus miembros” (Oxford English Dictionary, Vol 4).
Joan Scott nos señala que el término genre se usó de manera similar en Francia
en 1876, para hablar de la diferencia entre ser “varón o hembra”, según el

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Dictionnaire de la langue française publicado ese año.15 Durante la era Victoriana en
Inglaterra (de 1837 a 1901), el término se usó como un eufemismo para referirse a la
diferencia física entre hombres y mujeres, evitando así decir “sex”, ya que todo lo que
tuviera que ver con la sexualidad era considerado de mal gusto. Gradualmente, por
una de esas paradojas del léxico, la palabra se empezó a emplear para referirse a la
diferencia, ya no física, sino de estilos y de comportamiento entre hombres y mujeres.
El término comenzó a ser aceptado en las ciencias sociales en este siglo.
Aparentemente, los primeros en emplearla en la literatura científica fueron dos
hombres norteamericanos; en 1955, el sociólogo John Mooney propone el término
“gender roles” para referirse a las conductas sociales atribuidas a los varones y a las
mujeres en la cultura, y esperadas de ellos y ellas. En 1968, Robert Stoller, médico
psicoanalista, publica la obra Sexo y género: Sobre el desarrollo de la masculinidad y
la feminidad16, donde la identidad de género aparece como un desarrollo personal a
partir de una diferencia biológica. Esta obra, según Amparo Moreno, “inaugura la
corriente de estudios sobre género que ha causado un impacto decisivo en los medios
académicos”.17 Pero son las feministas quienes se esfuerzan por delimitar los alcances
del término, así como de explorar a fondo sus potencialidades.
En 1975, la antropóloga norteamericana Gayle Rubin publica su artículo “El
tráfico de mujeres: Notas sobre la economía política del sexo”, donde aparece la
primera definición feminista del “sistema sexo/género”, a la cual nos referimos
anteriormente. La definición posterior de Joan Scott, publicada en 1986, nos habla de
género como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales que se basa en las
diferencias entre los sexos” y “una forma primaria de las relaciones de poder”.18 En la
visión de Scott, el concepto de género nos remite una realidad cultural muy amplia,
que pudiera pensarse que contiene al sexo; al mismo tiempo, la autora habla del sexo
como si antecediera al género, como si fuera un hecho básico, universal, natural. En
este aspecto, podría decirse que su definición debe ya ser superada.
Sin embargo, la definición de Scott ha adquirido gran importancia en los
estudios de género, pues a ella le debemos el concepto de la transversalidad del
género, es decir, la omnipresencia de este elemento cultural. A partir del artículo
fundamental de esta historiadora feminista, se comienza a develar que el género, al
igual que la clase social y la etnia, está presente de manera transversal en todas las
relaciones sociales.19 Además, su definición tiene la virtud de remitirnos
inmediatamente a la dimensión política, pues la autora señala que el género es la
forma primaria mediante la cual aprendemos lo que es el poder. Evidentemente, es
en las relaciones familiares, viendo cómo se relacionan padre y madre, hermano y
hermana, donde observamos desde la infancia el significado concreto de este
término. Por otra parte, las relaciones entre hombres y mujeres sirven de significante
simbólico del poder en los discursos políticos, como se advierte en los análisis que
Scott nos presenta del uso frecuente de alusiones a la supuesta femineidad del
adversario para ridiculizarlo.
Ahora bien, Scott se refiere a las relaciones de poder partiendo de la
concepción revolucionaria del término que nos ha legado Foucault. Vale la pena
detenernos un momento en lo que implica esta concepción.
Para Foucault, el poder no se define fundamentalmente como una realidad
política, que emana de las armas (recuérdese la célebre frase de Mao Tse Tung: “El
poder sale de la boca de los fusiles”), ni como una realidad fundamentalmente

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económica. Tanto en la definición política como en la económica, el poder aparece
concebido como una pirámide, pues se concentra en las capas altas, cuyos miembros
son muy pocos, y se va diluyendo a menudo que se desciende en la escala social. Al
mismo tiempo, las clases van siendo más numerosas al acercarnos a la base de la
pirámide, donde se encuentra la población más desprovista de poder de toda la
sociedad. Para Foucault, en cambio, el poder se maneja en gran parte mediante los
discursos: quienes definen los términos y quienes los emplean, están involucrados/as
en el juego del poder.20
Podemos entender mejor este planteamiento analizando la crítica de Foucault
a la concepción del poder como “represión”, que se debe fundamentalmente a la
posición psicoanalítica freudiana y posteriormente de Reich.21 Para Foucault, la
prohibición de referirse a la sexualidad, en vez de tender a eliminar su presencia
explícita y sepultarla en el inconsciente, conduce a una proliferación de discursos
socioculturales sobre lo sexual. Por eso el poder se ejerce mediante una red de
discursos y de prácticas sociales. Según Foucault,

en cualquier sociedad múltiples relaciones de poder atraviesan,


caracterizan, constituyen el cuerpo social. Estas relaciones de poder no pueden
disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una
circulación, un funcionamiento de los discursos.22

Por otra parte, para Foucault el poder opera mediante leyes, aparatos e
instituciones que ponen en movimiento relaciones de dominación. Pero esta
dominación no nos remite al viejo modelo de una subyugación sólida, global,
aplastante, que sobre la gran masa del pueblo ejercen una persona o un grupo que
centralizan el poder. El gran descubrimiento de Foucault fue que el poder lo ejercemos
todos de múltiples formas en nuestras interrelaciones, pues se maneja por medio de
una red de relaciones que atraviesa todos los ámbitos, todos los niveles sociales, y
donde todos y todas estamos activamente presentes. El poder circula entre todos
nosotros, los subordinadores y los subordinados, que además podemos serlo de
diversas maneras e intercambiando estos dos roles según el tipo de relación de que se
trate. Una dama burguesa, por ejemplo, puede ejercer una dominación sobre sus
sirvientes, a la vez que verse subyugada por su marido, o su amante. Un obrero puede
padecer una subordinación ante el jefe, pero ejercerla ante su mujer y sus hijos. Una
madre puede repetir con sus hijos la dominación que padeció, y quizá aún padece, a
manos de su propia madre. Esto se debe a que el poder se maneja en gran parte
mediante el uso de la palabra, tanto en el ámbito de la comunicación cotidiana como
de los discursos científicos en los cuales se producen definiciones que estructuran
nuestras maneras de concebir el mundo y de relacionarnos con él.
Del poder participan hasta los mismos dominados, quienes lo apuntalan y lo
comparten, en la medida en que, por ejemplo, repiten los dichos, las ideas que
justifican su propia dominación. Esta, entonces, se organiza mediante una estructura
de poder cuyas ramificaciones se extienden a todos los niveles de la sociedad. La mejor
dominación, la más eficiente, es la que se apoya en miembros del propio grupo
subyugado; es por esto que los esclavistas siempre eligen a sus capataces entre los
mismos esclavos, así como las familias patriarcales siempre dependen de mujeres
(madres, abuelas, tías) para mantener el control sobre las niñas y las jóvenes. Y no sólo
ellos, sino también aquellos que están muy lejos de tener el derecho a esgrimir el

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látigo, hacen circular el poder que los domina, y se invisten en él, convirtiéndose en
cómplices de su propia dominación al hacer uso de los discursos y las prácticas que la
justifican y perpetúan.
En esta nueva perspectiva sobre las relaciones de poder, las víctimas
tradicionales dejan de parecernos tan sufridas e inocentes, pues empezamos a
descubrir su participación en apoyo a los victimarios. En la medida en que los
dominados ejercen un poder sobre sus pares, o cuando aceptan y promueven sus
propios roles en las relaciones de poder, ejercen también una auto-dominación, pues
contribuyen a la consolidación del poder que los subyuga. Por eso, tanto las mujeres
que hacen ciencia partiendo de premisas sexistas, como las que escriben platitudes
para las revistas femeninas, o las que emplean los esquemas misóginos de su profesión
en lo que dicen o escriben, o las que murmuran contra sus vecinas, o las que
sencillamente repiten el refrán que apuntala las relaciones tradicionales de género;
todas ellas, a la vez que contribuyen a su propia subordinación, están usufructuando el
mismo poder que las subyuga como mujeres, compartiéndolo fugazmente, en la
medida en que aparecen como aliadas de los dominadores. En esta nueva perspectiva,
la concepción misma del viejo término, “patriarcado” tiene que revaluarse; no
podemos ya concebir a las mujeres como las impotentes víctimas de un orden
masculinista monolítico y aplastante. (Hay otras razones para cuestionar este
concepto, como veremos más adelante). Si el término “patriarcado” va a mantenerse,
debe repensarse como la jerarquía de género en la cual prima el varón, en parte con la
anuencia y la complicidad de muchas mujeres en muchas ocasiones. Por más que nos
duela abandonar la vieja visión de las cosas, sólo podremos romper el yugo de nuestra
subordinación aceptando el aporte que nosotras mismas hacemos a la consolidación
de ese yugo.
Tampoco se trata de culpabilizar a los/las subodinados/as por razón de género,
raza o clase, ni de trasladar la culpa de los victimarios a las víctimas. Se trata, más bien,
de comprender que debemos dejar de interpretar la subordinación en términos de
culpa, a fin de aprender a reconocer la culpa como uno de los mecanismos de
dominación. Se trata de trascender las viejas explicaciones en términos moralistas para
acceder a una concepción de las relaciones de poder que nos acerque a sus
mecanismos ocultos, escondidos, muchas veces, en los resortes más íntimos de los
saberes y los discursos cotidianos.
Para algunas personas, tal concepción puede pecar de pesimista, al considerar
a quienes son objeto de la subordinación como sujetos activos en ella. Sin embargo,
estas concepciones no son incompatibles con la noción de resistencia. Los/as
subordinados/as no son sólo actores que contribuyen a agenciar su propia
dominación; son también, y casi que inevitablemente, luchadores que se resisten de
múltiples maneras a la subyugación que padecen. Estas resistencias, en gran parte
puestas en juego en el escenario de los saberes y los discursos, no son siempre
evidentes, ni aún deliberadas, pero sí alcanzan, mediante un efecto momentáneo o
acumulativo, una cierta eficacia. Ellas incluyen, en el caso de las relaciones de género,
no sólo acciones o discursos políticos o académicos influidos por ideas feministas, sino
también ciertas formas de complicidad entre dominados (por ejemplo, la momentánea
o reiterada laxitud de la madre ante algunas formas de rebeldía sexual de su joven
hija), y ciertos tipos de discursos cotidianos (tales como relatos, chistes, "chismes",
incluso, en los cuales se minimiza o se hace mofa del poder patriarcal). Las estructuras

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de poder se reacomodan, es cierto, tratando de asimilar y así de neutralizar cualquier
resistencia, pero ese mismo esfuerzo por cooptar o por contrarrestar la oposición
implica desplazamientos que tarde o temprano producen grietas en las estructuras
existentes, grietas que pueden ir agrandándose.
Desde esta perspectiva, son los saberes y los discursos los que
fundamentalmente permiten crear, afianzar y sostener las relaciones de poder.
Partiendo de esta visión, podemos esbozar una nueva definición de género,
recordando al mismo tiempo el cuestionamiento que presentamos anteriormente del
etnocentrismo de nuestra visión occidental contemporánea del “sexo” como una
realidad universal. A pesar de que nos parezca “auto-evidente” la idea de que siempre
han existido sólo dos sexos, esta misma idea es un producto de nuestra cultura, como
lo es la idea de que el sexo es “natural”. Sabemos que en el mundo físico se presentan
tantas excepciones al supuesto “binarismo” sexual, que más bien debemos pensar en
el sexo como una gradación y no como una disyuntiva entre dos unidades discretas.
Por otra parte, en algunas culturas este hecho está reconocido y aceptado, de modo
que no se designan y reconocen solamente dos sexos sino tres, cuatro o más. Como lo
afirma Judith Butler:

No debe concebirse el género como la mera inscripción cultural de


significado sobre un sexo pre-establecido . . .; el género debe también designar el
mismo aparato de producción por medio del cual se establecen los sexos. Como
resultado, el género no es a la cultura como el sexo es a la naturaleza ... el género
es el medio discursivo/cultural por medio del cual se produce una “naturaleza
sexuada” o un “sexo natural”, y se establece esta naturaleza y este sexo como
“prediscursivos”, o previos a la cultura, como una superficie políticamente neutra
sobre la cual actúa la cultura 23

Género, entonces, es el sistema de saberes, discursos, prácticas sociales y


relaciones de poder que les da contenido específico al cuerpo sexuado, a la sexualidad
y a las diferencias físicas, socioeconómicas, culturales y políticas entre los sexos en una
época y en un contexto determinados. Vemos así que toda la constelación de
elementos que hoy se llaman “sexualidad”, desde las diferencias anatómicas entre
hombres y mujeres, hasta sus relaciones afectivas, pasando por su orientación sexual,
estarían en parte contenidos en la categoría de género.
Evidentemente, los cuerpos existen en el mundo físico, y las llamadas “ciencias
naturales” tiene mucho que decirnos sobre sus características biológicas. Sin embargo,
las ciencias no están exentas de la influencia de las concepciones ideológicas de la
cultura. En otras palabras, todo lo sexual sería un producto de la interacción entre la
realidad genético-biológica y los discursos y prácticas culturales.

Identidades sexuales, orientación sexual y estilos de género


Una vez establecida esta nueva definición, podemos pasar a diferenciar entre
categorías como “identidades sexuales”, “estilos de género”, y “orientación sexual”, ya
que estos conceptos a menudo se confunden. Su delimitación nos brindará mucha
mayor claridad a la hora de realizar análisis sobre las relaciones de género.

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Identidades sexuales
En primer lugar, la identidad sexual nos remite claramente a la realidad
psíquica de cada individuo. Independientemente de su sexo, que se puede determinar
tanto por genotipo como fenotípicamente,24 cada persona tiene una identidad que
puede o no coincidir con sus características físicas. En la formación de esta identidad
pueden intervenir factores físicos y psíquicos; no se ha resuelto aún la polémica sobre
el papel relativo de la psiquis y la experiencia personal, por un lado, y de la biología,
por el otro, en su determinación. En cualquier caso, cuando no coinciden el sexo
biológico con la identidad, nos encontramos con un caso de trans-sexualidad, que
puede conducir a que la persona decida recurrir a la medicina para cambiar su sexo
genital de nacimiento por el que desea tener.
Además del papel de la experiencia psíquica y la biología, un factor importante
en la formación de la identidad es el discursivo. En la obra a la que ya nos referimos,
Judith Butler nos plantea un cuestionamiento del concepto de la identidad fija (tanto la
de género como las de clase, etnia, generación, o nacionalidad). Partiendo de una
concepción lingüística de la identidad como una “construcción discursiva” del yo y de
sus actos, Butler afirma que las identidades femeninas y masculinas son productos
“performativos”.25
La autora alude aquí a la teoría de actos de habla, en la cual, partiendo del
filósofo del lenguaje J.L. Austin, se concibe todo uso de la palabra como un acto
realizado (performed) que obedece a determinadas reglas que determinan el
significado de lo que se “hace” mediante el lenguaje, y cuyo sentido está fuertemente
ligado al contexto. Cada vez que hablamos, “hacemos cosas”, nos dice Austin,
producimos cambios en el mundo que nos circunda, realizando actos como afirmar,
prometer, negar, preguntar, advertir, amenazar. Lo “performativo” (en español
deberíamos decir “realizativo”, pero el anglicismo se ha impuesto) nos remite a esta
cualidad activa del habla, y a las reglas culturales que determinan el significado de los
actos discursivos.
En lo sexual, nos dice Butler, son los actos de palabra que realizamos, al
referirnos a nosotros mismos o a nosotras mismas, los que construyen nuestra
identidad. Es decir, cada uno de nosotros llega a identificarse como hombre o como
mujer al realizar actos de lenguaje mediante los cuales nos designamos, directa o
indirectamente, como pertenecientes a uno u otro sexo. Aparece así el género como
una serie de reglas discursivas mediante las cuales una cultura produce un sexo
“natural”. En otras palabras, las concepciones culturales acerca del género construyen
nuestras ideas sobre el sexo, y al mismo tiempo nos hacen creer que éste es
“prediscursivo”, o previo a la cultura, “natural”. La identidad, en la visión de Butler, es
una “construcción discursivamente variable” del yo y de sus actos. “Sentirse” hombre
o mujer, por lo tanto, es el resultado de un proceso performativo que se realiza en un
contexto cultural.

Las orientaciones sexuales


Algo muy distinto a la identidad sexual es la orientación de la sexualidad.26 Este
término tiene que ver con la atracción sexual y el amor romántico hacia personas del
mismo sexo o del sexo opuesto. (Algunas personas emplean el término “opción
sexual”, que ha sido rechazado por algunos activistas “gay” debido a que implica que la
orientación es resultado de una decisión que se ha tomado, cuando en realidad

10
ninguna persona decide deliberadamente si va a sentirse atraído/a hacia uno u otro
sexo, sino que más bien lo descubre.) De acuerdo a la orientación, entonces, se habla
hoy de personas heterosexuales, homosexuales y bisexuales.
Esta nomenclatura, por otra parte, ha sido también cuestionada. Como nos
plantea Foucault en el primer volumen de Historia de la sexualidad, hoy se han
“ontologizado” estos términos; es decir, se piensa que un/a homosexual o un/a
bisexual es un ser diferente, como si perteneciera a otra especie distinta a la de los
heterosexuales. Estamos ante lo que se ha llamado la hegemonía heterosexual, que si
bien en la cultura occidental siempre ha existido, presenta hoy una forma específica
que es producto de la era moderna. Efectivamente, en la premodernidad se concebía
la homosexualidad como un acto, no como una entidad; no se la pensaba como algo
que imprimiera carácter y convirtiera a quien la ejercía en un ser diferente.

Los estilos de género o “generolectos”


Finalmente, debemos considerar una categoría más, la de los estilos de género,
es decir, los modos culturales de actuar y hablar que reconocemos como típicos de
uno u otro sexo. En relación con éstos, es necesario hacer dos advertencias. En primer
lugar, el concepto de estilo que emplearemos no es una cuestión meramente
superficial; por el contrario, nuestros modos peculiares de actuar muestran la manera
en la cual vemos el mundo y vivimos en él; en otras palabras, nuestra cosmovisión. En
segundo lugar, subrayemos una vez más que estamos hablando de realidades
culturales, y que por lo tanto los estilos de género son históricos, pues evolucionan en
el tiempo; étnicos, pues difieren de un grupo social a otro; y adquiridos, no innatos. En
ningún momento debe pensarse que nos estamos refiriendo a modos “naturales” de
actuar de hombres y mujeres, sino a códigos que nuestra cultura nos ha enseñado a
reconocer como femeninos o masculinos.
Los roles que culturalmente nos ha tocado desempeñar, la educación que
tradicionalmente se nos ha dado, generalmente conducen a que hombres y mujeres
partamos de visiones contrastantes del mundo, y que empleemos maneras diferentes
de expresar nuestros puntos de vista y de enfocar los problemas, así como distintos
recursos para la solución de conflictos. Efectivamente, en su libro Tú no me entiendes,
la sociolingüista norteamericana Deborah Tannen caracteriza los estilos femenino y
masculino, y examina algunos de sus formas de funcionamiento. Los estudios se
realizaron en su mayoría en personas de clase media en Estados Unidos, aunque
muchas de las investigaciones que esta autora cita corresponden a sub-culturas o
inclusive culturas diferentes. Lo interesante de sus conclusiones es que ellas parecen
aplicables a nuestro propio contexto, quizá porque el sistema de género es algo tan
arraigado en nuestra civilización occidental que un gran número de culturas
nacionales, como por ejemplo la norteamericana y la colombiana, comparten muchas
de sus características.
Basándose en una amplia gama de estudios sociolingüísticos, Tannen postula la
existencia de dos “generolectos” o estilos discursivos relacionados culturalmente con
el género femenino o masculino. Aún cuando el sexo biológico puede no coincidir con
el generolecto, se observa, por supuesto, una tendencia de los varones a emplear el
generolecto masculino y de las mujeres a emplear el femenino. Sin embargo, es
importante destacar que todos los sujetos estudiados muestran la capacidad de
emplear el generolecto del sexo opuesto, por lo menos en algunas ocasiones, y la

11
inmensa mayoría de las personas de hecho emplea usualmente, en relación con algún
tipo de situación particular, una estrategia correspondiente al estilo del sexo opuesto.
Por ejemplo, la mujer más femenina puede presentar regularmente un rasgo
masculino en cierto tipo de interacción, y viceversa. Por otra parte, como era de
esperarse, aunque los estilos femeninos y masculinos no necesariamente
corresponden al sexo biológico, los hombres tienden a preferir los estilos masculinos y
las mujeres los femeninos.
Aunque nuestra cultura nos enseña a valorar el generolecto masculino,
estableciendo una jerarquía en la cual el femenino aparece como inferior, o al menos
de menor prestigio, los generolectos deben ser considerados como estilos culturales
distintos pero no jerarquizables. No hay nada intrínsecamente superior en el
generolecto femenino ni en el masculino, así como no puede decirse, desde una
perspectiva antropológica, que la cultura de un grupo humano es superior a la de otro.
Sin embargo, una de las razones por las cuales las relaciones entre hombres y mujeres
a menudo se hacen difíciles es su diferencia en estilos comunicativos; la relación
hombre-mujer se produce en interacciones que son comparables a comunicaciones
interculturales. Esto quiere decir que puede ser tan difícil para un hombre y una mujer
entenderse como para personas que provienen de culturas diametralmente opuestas,
como por ejemplo la española o la japonesa.
La autora describe los dos generolectos de la manera siguiente: En el
masculino, ya sea que éste sea adoptado por un hombre o una mujer, se concibe la
relación con el mundo como una interacción del individuo con un orden social
jerárquico, en el cual se busca ascender y se evita descender. La actuación personal
aparece como una lucha por ocupar una posición superior en esa jerarquía y
defenderse de los otros, y el temor más arraigado es al fracaso. Se valora
primordialmente el éxito personal logrado en competencia individual con los pares, y
la comunicación se ve como un medio para impartir información y demostrar el
conocimiento y la competencia del hablante. Por ejemplo, el trabajo de muchos
investigadores nos muestra que los hombres jóvenes (quienes tienden a emplear el
generolecto masculino quizá con mayor frecuencia que los hombres mayores), a
menudo compiten por el uso de la palabra, cuentan chistes e imparten información
que muestran sus conocimientos y su pericia como hablantes, desafían el derecho a
hablar de los interlocutores, a la vez que tratan de dar órdenes y de demostrar que
pueden imponer su voluntad al grupo.27 Por esta razón las conversaciones a menudo
se consideran negociaciones entre rivales, en las cuales se espera sobresalir y derrotar
al interlocutor, visto como adversario. Esta tendencia conduce a que algunas
estrategias comunicativas que pueden colocar al hablante en una posición vulnerable,
como el pedir información o el presentar disculpas, sean generalmente evitadas por las
personas que emplean el generolecto masculino.
Una de las metas más importantes, dentro de la lógica del generolecto
masculino, es la preservación de la independencia personal. Los sujetos defienden su
autonomía como el don más preciado, y resienten cualquier actuación de las personas
a su alrededor que pudiera interpretarse como un intento de coartar su libertad. Ante
los conflictos, se apela con frecuencia a la confrontación directa, al enfrentamiento y a
la resistencia. Quienes comparten este estilo por lo general están dispuestos/as a
aceptar el liderazgo de los ganadores en los enfrentamientos, y por lo tanto no temen
abocarse al conflicto. Sin embargo, en ocasiones la estrategia confrontacional puede

12
llevarse demasiado lejos, en cuyos casos se espera que se afronten las consecuencias,
que pueden incluir la violencia física. Finalmente, la solidaridad con los otros se
expresa mediante la minimización de los problemas del otro (mediante enunciaciones
tales como “Eso no es problema”, o “Te estás ahogando en un vaso de agua”) y el
ofrecimiento de soluciones (mediante enunciaciones del tipo de “Para acabar con ese
problema, haz esto o lo otro”).
En el generolecto femenino, ya sea que éste sea adoptado por un hombre o
una mujer, se ve el mundo, por el contrario, como una red de relaciones
interpersonales en las cuales la persona está inmersa. La meta personal más
generalizada es la de establecer lazos interpersonales fuertes y duraderos, y lo que se
valora primordialmente son las conexiones. Se teme fundamentalmente al
aislamiento; el mayor peligro es la soledad. La comunicación se encamina
frecuentemente a la expresión de los sentimientos y las actitudes del hablante, y tiene
como fin central el establecimiento, fortalecimiento y mantenimiento de relaciones.
Las conversaciones son valoradas como medios de manifestar lo que se siente frente a
determinados eventos y situaciones, y como negociaciones encaminadas a estrechar
vínculos. Uno de los valores más preciados es la intimidad con los otros, el
acercamiento afectivo. En caso de conflictos interpersonales, se emplean
prioritariamente la conciliación y el disimulo. Para las personas que emplean
fundamentalmente este generolecto, la negociación de conflictos resulta difícil, e
inclusive con frecuencia traumática, ya que la mayor parte de las veces los conflictos
terminan en distanciamientos, y no en la renegociación de posiciones. Por esta razón,
se evitan las confrontaciones, y se prefiere la búsqueda de consensos a los
enfrentamientos.
Por otra parte, dentro del generolecto femenino la expresión de vulnerabilidad
es una estrategia que se emplea con frecuencia para tranquilizar al interlocutor o la
interlocutora, en el sentido de asegurarle que no se está tratando de asumir una
posición de superioridad. De esta suerte, quienes emplean el generolecto femenino
con frecuencia piden disculpas, asumiendo la responsabilidad inclusive cuando no la
tienen, y también piden información sin ningún temor a demostrar que ignoran
determinados datos. Entre personas que comparten este generolecto, esta estrategia
por lo general conduce a que el interlocutor o la interlocutora reaccione de la misma
manera, de modo que quien se colocó en una posición vulnerable no sufre una pérdida
de prestigio, y se preservan la igualdad y la simetría. De hecho, dentro de este estilo se
evitan actitudes sobresalientes que puedan ser calificadas como de alarde. En un
estudio sobre la comunicación oral como una forma de organización social, la
antropóloga Marjorie Harness Goodwin encontró que las niñas y mujeres jóvenes
aprenden rápidamente que obtienen mejores resultados en la conversación si
presentan sus ideas ante el grupo de pares como sugerencias en vez de como órdenes,
y si ofrecen razones en apoyo de sus sugerencias en términos del bien del grupo. De lo
contrario, corren el riesgo de que se les considere “mandonas” y se rechace su
propuesta.28
Para quienes emplean el generolecto femenino, la solidaridad se concibe como
empatía y comprensión, y se manifiesta mediante enunciados como “Te entiendo
perfectamente”; al dialogar con alguien que nos confía sus problemas, se expresa
también frecuentemente una identificación con sus sentimientos, empleando
enunciados como “A mí también me sucede eso”. En conclusión, el generolecto

13
femenino implica valorar las relaciones horizontales, igualitarias, simétricas, por
encima de las jerárquicas, verticales y asimétricas, que son las que con mayor
frecuencia tienden a desarrollar quienes adoptan el generolecto masculino.
En cuanto a las relaciones entre personas que emplean distintos generolectos,
las que usan el femenino tienden a adaptarse al masculino cuando dialogan con una
persona que lo utiliza, sobre todo si ésta es un varón. Es mucho menos común lo
opuesto, es decir, el que una persona que habitualmente emplea el generolecto
masculino cambie algunas de sus estrategias durante una conversación con personas
que emplean el otro generolecto. Además, las diferencias entre los dos generolectos
usualmente conduce a que, en una interacción entre personas que usan distintos
estilos, la que emplea el masculino logre ventajas en la relación, adquiriendo dominio
sobre quien usa el femenino.
Ahora que hemos distinguido entre estos tres términos (identidades sexuales,
orientaciones sexuales y generolectos), debemos advertir que en distintos individuos
de uno u otro sexo estas categorías pueden asumir cualquier combinación de signos
femeninos o masculinos. Así por ejemplo, podemos encontrar hombres cuya identidad
es masculina, que son heterosexuales y actúan con un estilo o generolecto masculino;
mientras otros que presentan las mismas características en los otros aspectos, pero
son homosexuales. Es decir, un varón homosexual no necesariamente ostenta un estilo
o generolecto femenino, como tampoco a un varón heterosexual corresponde siempre
un estilo masculino. Lo mismo sucede con las mujeres. Tampoco estamos ante
categorías fijas, pues una misma persona puede evolucionar y cambiar algunos de
estos aspectos a lo largo de su vida.

Género, mujer y feminismo


En conjunto, las distinciones que acabamos de establecer nos permiten una
mayor claridad en torno a lo que significa la categoría de género. Podemos ya
comenzar a pensar las relaciones entre los términos género, mujer y feminismo, que a
menudo se confunden. Espero que a partir de lo dicho antes sea ya muy evidente que
“género” y “mujer” no son categorías intercambiables. En realidad, usar “género”
como equivalente a “mujer” sería lo mismo que plantear que “clase” y “proletariado”
son sinónimos. Esta sinécdoque, este tropo consistente en tomar la parte por el todo,
debe parte de su razón de presentarse al hecho de que en nuestra cultura,
tradicionalmente, sólo la mujer se consideraba como plenamente coincidente con su
propio sexo, como si en la sexualidad y la reproducción se agotaran todas las facetas y
alcances de la humanidad de las mujeres.
En cambio, y a pesar de los nuevos estudios sobre masculinidades, el hombre
sigue siendo, según la sociolingüista Deborah Tannen, lo “no-marcado”, lo prototípico,
aquel ejemplar en el cual inmediatamente pensamos cuando no se especifica más que
la categoría misma de lo humano.29 Aun cuando se reconoce que tanto el hombre
como la mujer son seres a la vez humanos y sexuados, muchas veces se asigna
fundamentalmente la humanidad al hombre, y la sexualidad a la mujer. Sin embargo,
otra fuente para la confusión entre “género” y “mujer” la encontramos en los trabajos
de las mismas “estudiosas feministas en la década de 1980”, quienes, en su “búsqueda
de legitimidad académica”, optaban por usar el primer término debido a su aparente
neutralidad, es decir, por el hecho de que “‘género’ incluye a las mujeres sin
nombrarlas y así no parece plantear amenazas críticas”.30 A mi modo de ver, este uso

14
del concepto de “género” limita seriamente las posibilidades analíticas de esta
categoría, empobreciéndola.
Otra tendencia que se observa en muchas personas es la de identificar género y
feminismo, como si fueran sinónimos. Tal identificación es comparable con confundir
el concepto de “clase”, una categoría analítica de las ciencias sociales, con
“socialismo”, que es una posición política. El feminismo es también una posición
política, que consiste en el reconocimiento de la jerarquía social entre hombres y
mujeres, que la considera históricamente determinada e injusta, y busca eliminarla. En
los últimos treinta años, a partir de esta posición se ha producido en el ámbito mundial
un cuerpo de teorías variadas y con un alto grado de sofisticación intelectual, que ha
recibido ya un amplio reconocimiento en el mundo académico en Estados Unidos y
Europa, debido a sus aportes a diversos campos, disciplinas y problemáticas de las
ciencias sociales.
Para dar sólo algunos ejemplos, veamos algunas contribuciones importantes de
la teoría feminista en disciplinas como la psicología, la antropología y la sociología. Un
historiador de la psicoterapia como Cushman atribuye a las feministas el desarrollo de
un cuerpo de investigaciones que ha demostrado la influencia de lo social en la
construcción del género.31 Como señala Henrietta Moore, la contribución de la
antropología feminista fue fundamental al demostrar “que todo análisis de las
cuestiones clave en antropología y en ciencias sociales” debe por lo menos incluir una
“correcta percepción de las relaciones de género”.32 Además, según la misma Moore,
“la antropología feminista aportó una serie de innovaciones teóricas—por ejemplo, la
destrucción de la supuesta identidad entre “mujer” y “madre”, el replanteamiento de
la distinción entre individuo y sociedad”, que se había modelado en términos
androcéntricos, es decir, considerando al varón como modelo de lo humano, y “el
desafío del concepto eurocéntrico de la personalidad o “persona” utilizado con
frecuencia en la literatura antropológica”, que adolecía del mismo problema. 33 En el
campo de los estudios sobre familia, tres antropólogas feministas emplearon
concepciones y posiciones tomados de la teoría feminista para refutar la posición de
Malinowsky sobre la universalidad de la familia, desafiando así una posición que se
había generalizado en la antropología.34 Por último, como lo ha señalado Magdalena
León, tanto la teoría feminista como la categoría de género aportaron las herramientas
conceptuales que permitieron hacer una crítica sociológica a la concepción
funcionalista de la familia.35
Evidentemente, el feminismo ha tenido y aún tiene gran influencia en los
estudios de género. De hecho, entre todos los campos que comprenden dichos
estudios, sólo en algunas posiciones dentro de los estudios de las masculinidades, y no
en todas, encontramos un esfuerzo consciente por distanciarse radicalmente del
feminismo, construyendo un campo autónomo. Es cierto que es posible encontrar
muchos trabajos sobre género donde no se menciona al feminismo; incluso es posible
encontrar aquellos que profesan estar por fuera de él, pero no he encontrado un solo
escrito sobre género producido en Colombia que no esté fuertemente marcado por
ideas muy específicas del feminismo contemporáneo. Muchas veces, cuando se
rechaza explícitamente el feminismo en algún trabajo sobre género, la razón parece
ser la incomprensión de lo que el término realmente implica, en parte debido al cliché
propagandístico sobre la feminista “anti-hombre”. De hecho, la situación de las
feministas en el mundo académico ha mejorado en los últimos veinte años: hemos

15
pasado de encontrar sólo exclusión, ridiculización y silencio por respuesta a nuestros
esfuerzos, a que en muchos círculos se reconozca la legitimidad de nuestro trabajo, o
por lo menos se tolere nuestra presencia. Sin embargo, a pesar del reconocimiento
alcanzado, persiste en muchos círculos una actitud de renuencia y reticencia frente al
feminismo.
A pesar de que esta idea es muy común en Colombia, el feminismo no es la cara
inversa del machismo, sino una posición que lucha contra éste. Desafortunadamente,
la campaña anti-feminista desarrollada por los medios durante décadas ha convencido
a muchas personas que el feminismo es uno de dos polos en un antagonismo entre
hombres y mujeres. Evidentemente, en el movimiento podemos identificar posiciones
variadas, que han llevado a que se hable de “feminismos”, en plural. Sin embargo, si
existieran en él actitudes revanchistas, y aspiraciones a someter a los hombres a un
“poder de las mujeres” de tendencia excluyente, tales actitudes no merecerían
llamarse feministas, sino a lo sumo “hembristas”.36 Es más, si en un comienzo algunas
feministas cometieron el error de culpar a los individuos varones de haber creado
malévola o conscientemente un sistema de subordinación social de la mujer, o de
sostenerlo, la casi totalidad de las feministas de hoy rechazaría de plano una posición
tan simplista (e incluso me atrevería a decir que todas las académicas lo harían).
Por otra parte, la evolución de las posiciones feministas tiene consecuencias
muy fuertes para las concepciones de género. Presentaré dos ejemplos de la influencia
de este movimiento político en los desarrollos conceptuales de la categoría. En primer
lugar, la articulación de las diferencias de género con otras como las de clase y etnia
(tendencia que Nancy Fraser ha denominado “las múltiples diferencias que se
intersectan”),37 tuvo su origen en una crítica al feminismo de lo que se ha llamado “la
segunda ola”, la de los años 60 y 70. Una de las premisas fundamentales de este
feminismo, en su mayoría propuesto por mujeres blancas de clase media o alta, era la
“experiencia femenina” como algo común a todas las mujeres, pues se suponía que las
actitudes culturales que las mujeres encontrábamos ante la menstruación, la
virginidad, las relaciones conyugales, etc., eran universales. Sin embargo, las mujeres
chicanas, asiáticas, negras y lesbianas en Estados Unidos mostraron que “la
experiencia de la mujer” que se suponía paradigmática era la de la mujer heterosexual
de la etnia y clase dominantes, y por lo tanto no siempre válida para ellas.
Si bien la sexualidad de todas las mujeres tiende a presentar las huellas
culturales de la jerarquía social entre los géneros, no se presentan las mismas
manifestaciones en el comportamiento sexual de las mujeres pertenecientes a
diferentes clases y a diferentes etnias. Por ejemplo, mientras las mujeres blancas de
clase alta hablaban de experiencias de represión sexual, de ser prácticamente
educadas para la frigidez mediante la figura cultural de “la niña buena”, las mujeres de
clase obrera, las negras, las “hispanas”, eran a menudo víctimas de la violencia y el
abuso sexual por parte de varones de clases superiores, abuso que se realizaba en la
total impunidad. Mientras las mujeres heterosexuales denunciaban el trato que
recibían como objetos sexuales, las mujeres homosexuales o bisexuales padecían
formas muy diferentes de discriminación y persecución.
Por otra parte, las diferencias no sólo se presentan en el ámbito de la
sexualidad, sino también en el laboral, en lo económico, así como en muchos otros
aspectos. Por ejemplo, mientras las mujeres de la élite protestaban de ser
consideradas como objetos decorativos, las obreras y las mujeres de diversas etnias

16
habían sido siempre trabajadoras explotadas. Estas reflexiones obligaron a las
feministas académicas a tomar en cuenta “las múltiples formas de subordinación de
que son objeto las lesbianas, las mujeres de color38 y/o mujeres pobres y de la clase
trabajadora”. Al hacerlo, se vio que el trabajo sobre género debía centrarse “en sus
relaciones con otros ejes de diferencia y subordinación que se entrecruzan con éste”.39
Por esta razón, se ha cuestionado el concepto de “patriarcado”, que tan
influyente fue en los primeros años de los estudios de la mujer y de género. La razón
es que se ha visto que el término cubre una variedad de formas de subordinación,
ocultando las diferencias entre ellas. Por ello se plantea hoy la necesidad de
utilizar categorías más analíticas, que permitan explicar de manera más fina y
minuciosa las formas de subordinación social que padecen distintos grupos de
mujeres.
Encontramos un segundo ejemplo de la relación entre género y feminismo en el
fuerte impulso que han recibido los estudios de género en Colombia a partir de los
esfuerzos feministas por mejorar la situación y la posición estratégica de las mujeres
mediante el trabajo sobre planificación para el desarrollo. Aprovechando el interés de
diversas fundaciones extranjeras, así como del gobierno de países como Holanda,
Alemania y Canadá, muchas feministas colombianas se han cualificado para el trabajo
encaminado a promover el desarrollo social desde una perspectiva de género. Al
mismo tiempo, este esfuerzo se ha visto fuertemente articulado al mundo académico,
ya que la formación del personal calificado para este fin se hace en gran parte desde
las universidades. Por eso, los primeros programas de postgrado de género en
Colombia han versado sobre la temática del desarrollo. A su vez, el fortalecimiento de
la temática de género en las universidades ha redundado en una mayor difusión
editorial de diversas posiciones teóricas y políticas, que necesariamente ejercen
influencia en las prácticas del movimiento feminista.

Los feminismos: igualdad y diferencia


Otro aspecto del feminismo que debemos enfatizar es la diversidad de
posiciones que se presentan. Aunque existen muchos otros, vamos a distinguir sólo
entre los dos más influyentes: el feminismo de la igualdad y el de la diferencia. El
primero de los dos, históricamente el más antiguo, consiste en la búsqueda de la
justicia social mediante la eliminación de las discriminaciones contra la mujer y las
barreras a su participación sociocultural. Sin embargo, un desarrollo importante en el
pensamiento feminista colombiano, que empieza a sentirse desde finales de la década
de los ochenta, es la creciente influencia del feminismo de la diferencia, desarrollado
en Estados Unidos, Francia e Italia. Esta posición, también llamada “feminismo
cultural”, se basa en una revaloración de lo femenino, rescatando lo positivo de la
identidad de la mujer y de sus atributos culturales. Este feminismo opone la cultura
androcéntrica, que desprecia lo femenino y propende por un racionalismo a ultranza, a
la “voz diferente” de la mujer, exaltando su capacidad afectiva, sus maneras de
relacionarse, y su tendencia a la conciliación y a la paz.40
Aún cuando esta posición ejerce una influencia decisiva en todos los campos de
los estudios de género en Colombia, en mi opinión su mayor y más perdurable impacto
se advierte en los estudios sobre sexualidad. Véase, por ejemplo, los trabajos de María
Ladi Londoño, quien reivindica la conservación por parte de las mujeres de “la

17
afectividad: la expresión de las emociones, el goce de la ternura, la importancia de ese
extraordinario mito que es el amor y su ligazón con la vivencia de la sexualidad”.41
En muchos trabajos recientes, sin embargo, sobre todo en el campo de la
participación política y la ciudadanía de la mujer, se advierte una clara tendencia a
aunar los dos feminismos. Se piensa que ambas posiciones no son excluyentes, sino
complementarias, reconociendo que cada una tiene aportes específicos que hacer a
los estudios de género.
Espero que las distinciones y precisiones que he presentado contribuyan a
desvirtuar y dispersar al menos algunas de las prevenciones, los mitos y los temores
sobre el feminismo que son tan frecuentes en nuestro medio. En la medida en que se
logre una actitud más abierta y positiva hacia el feminismo y hacia el empleo de la
categoría de género, no sólo se enriquecerán las ciencias sociales con herramientas
analíticas importantes, sino que se aumentarán las posibilidades de eliminar la
jerarquía entre los sexos, contribuyendo así a la construcción de una sociedad más
justa y equitativa.

Gabriela Castellanos Llanos


Centro de Estudios de Género, Mujer y Sociedad
Universidad del Valle

NOTAS

Gayle Rubin, 1975, “The Traffic in Women”, en Rayna Reiter, Ed., Toward an Anthropology of
1

Women, New York: Monthly Review Press, p. 159.

2
Kate Millett, Política sexual. Madrid: Ediciones Cátedra (1969), 1995, p. 27.
3
Véase Catherine A. MacKinnon, Hacia una teoría feminista del Estado. Madrid: Ediciones Cátedra
(1989) 1995.

4
Véase Moira Gatens, 1983, “A Critique of the Sex/Gender Distinction”, en J. Allen y P. Patton (eds.),
Beyond Marxism? Interventions after Marx. Sydney: Allen and Unwin, pp. 143-160.

5
Esta definición corresponde a los conceptos encontrados en la Ley de Educación Sexual, Resolución NO
033353 (2 de julio de 1993) del Ministerio de Educación, que hizo obligatoria la educación sexual en
todos los planteles educativos a nivel de preescolar, primaria y secundaria.
6
Michel Foucault, History of Sexuality, vol,. I. .Harmondsworth: Penguin, 1978, p. 154.
7
Ibidem.
8
Henrietta Moore (1994), A Passion for Difference. Bloomington: Indiana University Press, p. 12.
9
Henrietta Moore nos remite a los trabajos de Julia Epstein y Kristina Straub (Body Guards, London:
Routledge, 1991); W. Williams (The Spirit and the Flesh, Boston: Beacon Press, 1986); y Marjorie
Garber (Vested Interests, London: Routledge, 1992).

10
Henrietta Moore, op. cit., p. 13.

11
Ibid., pp. 23-24.

18
12
Thomas Laqueur, 1994 (1990). La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta
Freud. Valencia: Ediciones Cátedra, p. 33.

13
Ibid., p. 384.

14
Ibid., pp 49-53.
15
Véase Joan Scott, 1990 (1986), “El género: una categoría útil para el análisis histórico”. En James
Amelang y Mary Nash, eds., Historia y género: Las mujeres en la Europa Moderna y
Contemporánea, Valencia: Edicions Alfons el Magnanim, p. 23.

16Robert J. Stoller, J. (1968). Sex and Gender: On the Development of Masculinity and Femininity,
New York: Science House.

17
Amparo Moreno, 1995, “Prólogo a la edición española” de la obra de Kate Millet, Política sexual
(1969). Valencia: Ediciones Cátedra, p.11.

18
Joan Scott, 1990 (1986), op. cit., p. 44.

19
Para una serie de ejemplos de la presencia simbólica de las relaciones de género, a menudo
invisibilizada, en múltiples campos, véase Gabriela Castellanos, “Género, poder y postmodernidad: hacia
un feminismo de la solidaridad”, en Desde las orillas de la política. Género y poder en América
Latina, Lola G. Luna y M. Vilanova, compiladoras, Barcelona: Universidad de Barcelona, 1996.
20
Para una elaboración de estas ideas, véase Gabriela Castellanos, “Aproximaciones a la articulación
entre el sexismo y el racismo”, Revista Nómadas, No. 6, marzo-septiembre 1997.

21
M. Foucault, Power/knowledge (New York: Pantheon Books, 1980), pp. 88-91.

22
Michel Foucault, Genealogía del racismo (Madrid: Ediciones Endymion, 1992), p. 34.

23
Judith Butler, 1990, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. New York:
Routledge, p. 7.
24
Vale la pena recordar que la genética y las características sexuales corporales no siempre coinciden.
Existe una condición médica llamada insensibilidad androgénica, evidentemente muy rara, que hace que
algunas personas, genéticamente masculinas (cromosoma XY), no absorban la testosterona que su
organismo produce, con lo cual los testículos y el pene nunca se desarrollan. Estas personas por lo general
se sienten y lucen totalmente femeninas, inclusive en la apariencia externa de sus genitales, a pesar de no
tener ovarios ni útero. Para este y otros ejemplos que cuestionan “lo natural” del dualismo sexual de
nuestra cultura, véase Anne Fausto-Sterling, Sexing the Body. Gender Politics and the Construction of
Sexuality, New York: Perseus, 2000.
25
Judith Butler, op. cit, p. 7.
26
Es importante recalcar que si bien algunas personas homosexuales son trans-sexuales, no siempre es
así; es más frecuente que quienes aman a personas de su mismo sexo sin embargo se sientan o
identifiquen como los hombres o mujeres que genéticamente son.

27
Daniel Maltz y Ruth Borker, “A Cultural Approach to Male-Female Miscommunication,” en
Language and Social Identity. Citado en Deborah Tannen, Women and Men in the Workplace:
Language, Sex and Power. New York: Avon Books, 1995.

28
Marjorie Harness Goodwin, “He-Said-She-Said: Talk as Social Organization among Black Children”.
Citado en Deborah Tannen, Women and Men in the Workplace: Language, Sex and Power. New
York: Avon Books, 1995.

19
29
Véase Deborah Tannen, Talking from Nine to Five. Women and Men in the Workplace:
Language, Sex and Power. New York: Avon Books, 1995.

30
Joan Scott, op.cit., p. 28.

31
Cushman, P. 1995. Constructing the Self, Constructing America. A Cultural History of
Psychotherapy. Massachusetts: Wesley, p. 18.

32
Henrietta Moore, Antropología y feminismo. Madrid: Ediciones Cátedra, 1996, p. 226.
33
Ibid., p. 218.
34
Jane Collier, Michelle Rosaldo, Sylvia Yanagisako. “Is There a Family? New Anthropological Views.”
En: The Gender/Sexuality Reader. Lancaster y di Leonardo, comp. New York: Routledge, 1997.
35
Magdalena León, “La familia nuclear: origen de las identidades hegemónicas femenina y masculina ”,
en: Género e identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino. Arango, León y Viveros,
compiladoras. Bogotá: TM Editores/Uniandes/ U. Nacional, 1995.
36
Para una discusión más extensa sobre los prejuicios y equivocaciones que conducen al rechazo al
feminismo, véase Gabriela Castellanos, “Un movimiento feminista para el nuevo milenio”, en: Sujetos
femeninos y masculinos. Castellanos y Accorsi, comp. Cali: Universidad del Valle, 2001.

“Multiculturalismo, antiesencialismo y democracia radical”, en Nancy Fraser, 1997, Justitia


37

Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición ‘postsocialista’. Tr. M. Holguín , I. C. Jaramillo.


Bogotá: Universidad del Los Andes, p. 230.

38
El término “de color”, que entre nosotros es rechazado por muchos activistas por considerarlo un
eufemismo para evitar decir “negro/a”, en Estados Unidos denota una coalición entre todas las personas
que no se consideran blancas, es decir, personas negras, hispanas, o asiáticas.

39
Nancy Fraser, op. cit., p. 239.

40
Para una exposición más detallada de estas y otras posiciones feministas, véase Gabriela Castellanos,
1995, “¿Existe la mujer? Género, lenguaje y cultura?”, en Arango, León y Viveros, comp. Género e
identidad. Ensayos sobre lo masculino y lo femenino. Bogotá: Tercer Mundo, Uniandes, U.Nacional.

41
“Sexualidad: resistencia, imaginación y cambio”. En: Portugal y Torres, ed. El siglo de las mujeres.
Chile: Isis Internacional, 1999, p. 206.

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