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Una Obra de
Rubén Parra y Martínez.
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Siempre nos enseñan lo que tal o cual hizo, lo que aquel pintor pintó o lo que ese
escritor escribió, pero nunca lo que no habría hecho, aquello que nunca hubiese creado.
Por eso me sorprendí cuando aquel tipo entró en mi despacho y me contrató para que
investigara sobre lo que Cervantes nunca habría escrito.
Pero comenzaré por los cimientos de esta sorprendente historia, que no por increíble
deja de ser menos verídica.
Mi nombre es Federico García Smith. Federico García como el poeta, pero de madre
inglesa, de Londres; o sea, inglesa de los pies a la cabeza, como el bigben y la Margaret
Tahtcher. No se le conoce oficio ni beneficio, pero vive siempre entre oenegés y partidos
políticos de izquierdas ayudando al prójimo, quizás con el dinero de algún noviete rico.
Mi padre... ¡que voy a decir de mi padre! A él si se le conoce oficio: vividor. De clase
turista eso sí, pero vividor al fin y al cabo.
Y yo, nací y viví largo tiempo en Santa Coloma de Gramanet hasta aquel buen día en
que la cabeza se me giró y me recetaron unos meses de internamiento en el psiquiátrico
de San Boi.
Pero eso es agua pasada, lo que aquí importa es mi situación actual, mi trabajo como
detective quizá llamarlo trabajo es algo excesivo y mi relación con el mundo, que ha
variado un ápice desde aquel día ge.
Después de estar empleado un año como camarero en una discoteca de la calle Marina
comenzando a trapichear en trabajillos detectivescos de poca monta: seguir a mujeres
infieles a sus maridos, a hombres infieles a sus esposas, a niños inmersos en el mundo
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de las drogas, y algún que otro caso de dudosa legalidad que omito detallar por razones
obvias.
Con los dinerillos que empezaban a acumularse en mi cuenta bancaria como por obra de
arte, pagué la entrada de un piso modesto en el barrio de Pubilla Casas y monté, entre
una de las habitaciones y el recibidor, una especie de oficina detectivesca a la que llamé
«El Despacho».
El Despacho constaba de una mesa, una silla detrás en la que me sentaba yo, dos más en
el lado opuesto para las visitas, un teléfono domo, un ordenador pentium tres con tarifa
seguridad del Estado con su correspondiente numero de licencia. El suelo era de terrazo,
las paredes un poco desconchadas estaban pintadas de lila y el techo mantenía su color
original marrón. Bueno, quizá la techumbre fue de color blanco algún día, pero eso
nunca logré averiguarlo.
La cosa es que el asunto iba viento en popa, estaba llegando a la cumbre de la
prosperidad, cuando de pronto, los clientes se esfumaron como si se los hubiese tragado
la tierra. Y sin clientes el asunto no funcionaba, créanme; la cuenta bancaria empezó a
volverse de color sangre y las facturas intentaron invadir el Despacho como los yanquis
Irak. La confusión y el caos se adueñaron de mi vida en cuestión de meses, cosa que ya
me había ocurrido en el pasado y que no me hacía ni pizca de gracia.
Entonces decidí que debía poner remedio a esta situación en la mayor brevedad posible,
asunto. Publicidad. Eso es lo que necesitaba, coger al toro por los cuernos y predicar a
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los cuatro vientos que el mejor detective del mundo tenía plena disponibilidad para
tratar los asuntos de sus clientes de forma discreta, eficiente y por cuatro duros.
De esta manera hice una sencilla página güeb, la colgué en un servidor gratuito y
busqué un dominio simple, efectivo y barato: www.eldespacho.tk Imprimí también unas
hojas con un lema pegadizo, mi número de teléfono, la dirección de la oficina, y las
enganché con cinta aislante blanca en todas las farolas de la avenida Miraflores. Sólo me
quedaba esperar a que el pez mordiera el anzuelo y tirar de la caña para pescar su
cartera. Quizás no era un plan del todo arrebatador, pero si caía un solo cliente en mi red
empresarial ya me podía dar por satisfecho.
Y ocurrió. Una mañana me levanté, estuve ordenando las facturas y después me fui al
bar del Maño a refrescar el gaznate con la cerveza de barril especial que como cliente
preferencial me servían.
Mañicooooo, marchando una rubia de esas que tú y yo sabemos.
Me debes doscientos euros. Supongo que vienes a pagármelos.
Venga, que sólo son ciento noventa. Además, hoy tengo el presentimiento de que pronto
cambiará mi estrella.
O te estrellarás del todo, que es lo más probable. Y eso de los ciento noventa... será si
no te cobro intereses.
Ni que fueses el bebeuveá.
Por eso, ya sabes lo del trato que tenemos con los banqueros: Ellos no sirven cerveza y
nosotros no prestamos dinero; y fiar es lo mismo que prestar.
El Maño era un buen tipo, algo cascarrabias pero bueno al fin y al cabo, además de que
hacía la mejor tortilla de patatas de toda la ciudad y eso era una cosa muy positiva.
Siempre he tenido la teoría de que una persona a la que le sale bien la tortilla española
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no puede ser de ninguna de las maneras un mal tipo. Con el Maño mi teoría se
confirmaba.
El bar lo tenía en una zona bien situada, entre la avenida Isabel la Católica y la calle Prat
de la Riba, justo delante de la Farga. Se llamaba Bar el Maño, obviamente.
Y de paso, ya que estamos puestos, ponme un pincho de tortilla.
A regañadientes me sirvió la cerveza y su correspondiente tapita.
Puse los cinco sentidos en la birra y me la bebí del tirón, de un trago largo y extenso que
me congeló hasta el apéndice. En eso estaba cuando entró la Susi, la hija del Maño,
vestida como siempre con ropa holgada y desaliñada. La Susi tenía una cara bonita con
unos ojos caramelo igual de bonitos y una piel finísima, pero no se arreglaba como sería
menester en una chica de su edad.
Hola Susi le dije, abandonando el vaso encima de la barra y alzando mi pincho de
tortilla a modo de saludo.
Hola borracho me contestó.
Susana, te he dicho miles de veces que no le hables así a los clientes.
Déjala, Maño, son cosas de la edad.
Yo no sé que voy a hacer con esta niña. No hace más que estudiar y leer libros, no tiene
amigas y para colmo no la he visto nunca con un chico. Para mí que se me va a hacer
abogada o algo peor.
Va, olvídalo, y ponme otra de estas.
Me miró por el rabillo del ojo, hizo un gesto como si fuese a decir alguna cosa, agarró
un vaso de tubo y tiró del grifo del barril para llenarlo.
Te vuelvo a recordar que me debes doscientos euros dijo, y me puso la cerveza.
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En ese momento sonó el teléfono del bar. De nuevo apuré el vaso en escasos segundos y
acto seguido eructé en mis adentros tan fuerte que todo yo vibré como si me acabase de
transformar en el consolador de una actriz porno.
Fede, es para ti.
¿Para mí?
derecha el auricular del aparato.
Entré en la barra y fui directo al teléfono pensando que el Maño quería gastarme algún
tipo de broma y que en realidad no había nadie al otro lado de la línea. Pero no, me
equivoqué:
¿Sí? ¿Diga?
¿El señor García Smith?
Sí, yo mismo.
Estoy interesado en sus servicios. ¿Cree que podríamos vernos dentro de una hora en su
despacho?
Oiga, perdone, ¿cómo es que me llama aquí? ¿Cómo sabe que estoy aquí?
Eso es lo de menos. Luego le explicaré el motivo por el cual deseo contratarle.
Está bien, en una hora.
Muchas gracias señor García. Sabía que no me iba a fallar.
Y colgó.
¿Qué, alguno de tus novios? preguntó el Maño.
Hice caso omiso a la sarcástica pregunta del Maño e intenté meditar sobre la conversa.
Realmente estaba desconcertado... Y como no sabía que pensar de la llamada y del tipo
de la llamada, decidí no pensar más en ello.
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Maño, anda sé bueno y sírveme la penúltima.
Hizo un gesto con la mano que parecía el símbolo de victoria, pero que en realidad
quería decir dos «me debes doscientos», y me puso la cerveza.
Esa sí que la saboreé como obliga el protocolo oficial de los bebedores de cerveza:
sentadito y mirando las piernas de las mujeres que pasaban por delante del bar.
Luego, me despedí del Maño y de algún que otro cliente, y salí a la calle para tomar la
cuesta de la avenida Isabel la Católica, pasar por debajo del puente de las vías del tren,
dejar el parque de las Planas a mi derecha, cruzar la plaza Ibiza y llegar hasta mi piso.
Entré en el despacho y me senté a la mesa a esperar al extraño de la llamada telefónica.
Había llegado unos diez minutos antes de lo acordado, pues aunque parezca extraño, en
ocasiones soy puntual y me tomo mi trabajo muy en serio. «Pero que muy, muy en
serio». No era el caso, pero bien podía haberlo sido.
Pues eso, yo puntual y el tipo nada, ya que llegó cinco minutos más tarde de lo que
habíamos acordado por teléfono; aunque no iba a ser yo el que recriminara una acción
tan noble como la de hacer esperar.
Picó abajo, en el portero automático, y mientras subía, me atusé el cabello, plantándome
luego en el quicio de la puerta para recibirle como se merece cualquier extraño que
quiere ofrecerte trabajo.
¿Señor García?
Me tendió la mano.
Sí, y usted es...
De momento puede llamarme cliente: entienda que desee guardar con celo mi
anonimato, dada la importancia del caso que vengo a exponerle.
Sí, como no. Pero pase, pase y siéntese le ofrecí.
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El tipo era alto, no muy bien vestido, con la camisa arrugada, la barba de varios días, la
espalda algo encorvada y cicatrices en las dos manos. Realmente era feo, de esos que se
los encuentra uno en un callejón oscuro a las doce de la noche y cree que hemos sido
invadidos por las hordas judeomarcianas.
Se sentó en su sitio y revisó con sus ojos cadavéricos todo el despacho, centrándose en
el diploma, en el teléfono y en el pentium tres.
Mientras, me senté en el sillón presidencial de cara a él:
...Y dígame señor Cliente, ¿en qué puedo ayudarle?
Supongo que la habitación estará libre de micrófonos y objetos similares.
Sí, por supuesto.
Bien, pues entonces le expongo el caso. ¿Conoce a Cervantes?
No he tenido el placer...
Me refiero a su obra.
¿El Quijote?
Por ejemplo...
Afirmé con la cabeza.
Pues bien, quiero que descubra que es lo que Cervantes nunca habría escrito.
Esperé unos segundos antes de contestar para no decir ninguna burrada, la cual sería
necesaria para dar por finalizada la conversa.
Supongo, señor Cliente, que esto que me está diciendo va en serio... ¿Lo que nunca
habría escrito?
¡Muy en serio!
Esperé de nuevo unos segundos:
Y también supongo que lo quiere en su mesa antes del martes.
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No, por eso no se preocupe, tiene todo el tiempo del mundo para averiguarlo. Mire,
señor García, he visto sus anuncios pegados en las farolas, y corríjame si me equivoco,
pero tiene que andar muy mal de dinero para ir colgando por ahí esas cosas.
Dio en el clavo, pero aun así puse cara de interesante, como si no fuese del todo cierto lo
que acababa de decir.
Tenga, aquí tiene un anticipo para sus gastos. No hace falta que lo cuente, hay dos mil
euros. Le daré el doble una vez que descubra el caso. Dejó el dinero atado con una goma
de pollo sobre la mesa.
La verdad es, señor Cliente, que usted sabe hacer negocios. Pero dígame, tendrá alguna
pista, algo en lo que pueda basarme para las pesquisas; algo así como la dirección del
bar en el que Cervantes toma el cafelito por las mañanas...
Todo tendrá que averiguarlo usted solo. Recuerde que es un asunto de suma
importancia y muy confidencial. No creo necesario decirle que nadie, absolutamente
nadie puede saber nada de este tema.
Por favor, soy todo un profesional.
Muy bien señor García, confío en usted plenamente.
El tipo se levantó y se dirigió a la puerta.
Cuando resuelva el asunto, ¿cómo le localizo? pregunté.
No se preocupe por eso, yo le encontraré a usted.
Me dio la mano, nos despedimos y me quedé solo envuelto en una burbuja de
perplejidad. «Lo que Cervantes nunca habría escrito...» Miré el reloj y vi que era la hora
de comer, así que cogí un gran puñado de billetes, los metí en la billetera y me fui a la
calle Luarca a zamparme unos chocos y unas patatas bravas, contento al fin de tener un
caso, aunque fuese tan insólito como aquel.
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Uno de los mayores placeres de la vida es degustar unas tapitas en la terraza de un bar
acompañadas de una cerveza bien fría, mientras el sol calienta desde arriba y el aire
refresca desde abajo; y mayor se vuelve esta delicia cuando puedes pagar la cuenta con
dinero contante y sonante.
Eso es lo que me sucedió aquella tarde en la calle Luarca, por esa razón parecía el
hombre más feliz de la tierra cuando llamé al camarero y aboné los doce euros que me
costó la broma.
Había estado pensando, mientras pinchaba los pulpitos en salsa con el palillo, que lo
primero que debía hacer para aclarar el caso era acercarme a la biblioteca y sacar en
préstamo todos los libros relacionados con Cervantes, y eso fue lo que hice: fui a la
biblioteca central Tecla Sala y busqué en el ordenador «lo que Cervantes nunca habría
escrito». La búsqueda no dio ningún resultado, así que me dirigí a las estanterías de la
Quijote, y Rinconete y Cortadillo, y El licenciado Vidriera.
Aquella misma tarde comenzaría a leer lo que Cervantes sí escribió. Estaba seguro de
que no sacaría nada en claro con todo aquello, pero tenía que hacerlo, pues el deber de
todo buen investigador obliga a descartar pruebas hasta quedarse con la única y
definitiva que lo esclarezca todo.
En el mostrador de préstamos había una mujer delgada en exceso, y más desgastada que
la mayor parte de los libros que pasaban por sus manos. La miré a la cara y no le di más
de un año de vida. Estaba estropeada de veras.
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Cogió El Quijote y le pasó el chisme del código de barras. Cogió Rinconete y Cortadillo
y le pasó el chisme del código de barras. Cogió El licenciado Vidriera y le pasó el
chisme del código de barras, y entonces dijo:
¿Me deja su carné, por favor?
Lo saqué de la cartera, se lo entregué y le pasó el chisme del código de barras.
Tiene hasta el veinte del mes que viene para devolverlos.
Era tan excesivamente lenta trabajando, hablando, mirando, que supuse que aun no se
había muerto porque no tenía prisa para que llegara ese día. Salí de allí corriendo con
mis tres libros bajo el brazo, y al respirar el aire contaminado de la ciudad me embargó
una sensación de juventud y frescura que nunca antes había tenido.
Con dinero en el bolsillo y teniendo tanto tiempo libre, no podía hacer otra cosa que ir al
Maño, por lo que, sin pensármelo dos veces me dirigí hacia allí con la intención de
olvidar durante un rato el caso Cervantes.
Llegué y entré como sale de la plaza un torero después de cortar las orejas y el rabo: por
la puerta grande.
¡Mañooooo! Espero que te quede espacio en la caja registradora para guardar estos
doscieeeentos euros dije, mientras apoyaba un codo en la barra y blandía en la otra
mano cuatro billetes de cincuenta.
Por supuesto, para eso siempre encuentro un sitio.
No tardó demasiado en intentar dar caza a los billetes, pero yo fui más rápido que él:
Primero una cerveza, por favor; y después, si te portas bien, te daré el regalito.
Dejé los libros sobre una de las mesas del bar y acto seguido fui al lavabo a echar una
meada para poder retener en el cuerpo más cerveza. Nada más salir del lavabo el Maño
se lanzó a mí utilizando el verbo en vez de la espada:
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Fede, que te iba a decir... No te habrás echado a la lectura, como mi Susana dijo,
mientras señalaba con el dedo índice los tres libros. A ver si eso te va quitar el
alcoholismo...
No, tranquilo, lo tengo controlado.
Eso dicen todos.
Le di un tiento a la cerveza.
Va, toma, te lo has ganado dije, y puse los doscientos euros junto a la maquina
metérselos en el bolsillo.
Maño, una preguntita: ¿No sabrás por casualidad, que es lo que Cervantes nunca habría
escrito?
¿Es una especie de acertijo?
Supongo que sí.
No me gustan los acertijos.
Me lo temía.
Entró la Susi con esa ropa vieja y esos libros en la mano.
Hola Susi le dije.
Hola borracho me contestó.
Cruzó todo el bar y se escondió como siempre en la trastienda. Acto seguido sonó el
teléfono.
Fede, es para ti. Creo que es otro de tus novios.
Empezaba a mosquearme esa fea costumbre que había adoptado la gente de llamarme al
bar, pero aun así marché hasta el auricular y contesté:
¿Sí? ¿Dígame?
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¿Es usted el detective?
teléfono y como sabe que estoy aquí.
En estos momentos es lo que menos importa.
A mí me importa mucho...
De acuerdo, se lo explicaré cuando nos veamos. La cuestión es que deseo contratarle.
Mañana, si le va bien, podemos vernos en su despacho a eso de las diez. ¿Le parece?
Perfecto. A las diez.
Pues muy bien, detective, sea puntual dijo, y colgó.
Pensé durante un segundo en la conversa, en la voz del tipo, en el tono, en su acento, en
las palabras que me había dirigido, y acto seguido lo aparqué todo en un lado oscuro de
mi prodigioso cerebro detectivesco.
Oye Maño, quizás luego me pase otra vez dije.
No me has pagado la cerveza dijo.
Apúntamela dije.
Ya empezamos dijo.
Cogí los libros de encima de la mesa, y tras pensar en si debía ir al cine de las Ramblas
o a mi casa a empollar a Cervantes, opté por esta segunda opción.
Fui por la calle Alpes orgulloso de parecer un estudiante universitario con mis libros
bien sujetos bajo el brazo, y pasé por el puente de la avenida del Norte escondiéndolos
para que los tipos del bar Las Rulas no los vieran y me tomaran de verdad por un
estudiante universitario. Luego, enfilé Miraflores hasta mi piso.
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Comenzaba a llegar el calor a Barcelona y eso quería decir que en la televisión, se
tirarían dos o tres meses hablando de la ola de aire caliente saharaui que había invadido
la península y de sus efectos, y de sus consecuencias, y de todo eso.
Estaba sudando a borbotones, por lo que nada más llegar enchufé el ventilador en mi
habitación y dirigí el chorro de aire a la cama. Me quité la ropa, encendí un cigarrillo y
me tumbé decidido a buscar en la obra de Cervantes algo que me sirviera o me orientase
en la investigación. El libro del Quijote era demasiado grande y ya me lo había leído en
la adolescencia, así que empecé por Rinconete y Cortadillo, repasando el prólogo y las
notas de la edición. Puedo decir a ciencia cierta que de aquello no saqué nada en claro,
exceptuando una cosa que quizá me podía servir de algo, o quizás no: «...Cervantes
busca que el lector se interrogue, que se obligue a encontrar soluciones». Si eso era
cierto, realmente el Manco de Lepanto había conseguido su objetivo sin ni siquiera tener
que leerme sus obras.
No tardé mucho en devorar las páginas del libro, por lo que ocioso y viendo que ya
pasaban de las seis hora clave en mi tarifa plana de cincuenta y seis kas decidí entrar
en internet y buscar información relativa al caso. No iba a ser tarea fácil, pero por
intentarlo que no se dijera.
Abrí una ventana con el google y busqué: lo que Cervantes nunca habría escrito, así tal
cual. Nada interesante desde el punto de vista detectivesco; cuatro páginas sobre la vida
de Cervantes, una discusión en un foro de informática sobre si Cervantes usaría hoy
Linux y OpenOffice, y otras cosas por el estilo. Probé a buscar la frase exacta, pero no
existía nada en la red que tuviera esa oración completa. Así que, viendo lo poco que
prosperaba en el asunto, entré en petardas.com para recrear la vista y lo que no era la
vista con las fotos de las chicas que alegremente posaban para mí.
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Me entretuve un rato cotilleando por la red eso de llamarle “navegar” me parece
excesivo y cuando me cansé de no encontrar nada interesante en toda esa maraña de
información desordenada que es internet, apagué el ordenador, me tomé dos pastillas de
zolpidem y me fui a la cama.
A partir de ahí solo recuerdo que el timbre sonó con insistencia y que al descolgar el
auricular del portero automático me encontré con la voz del tipo con el que había
hablado desde el teléfono del Maño. Le abrí la puerta de la escalera y acto seguido fui a
taparme el cuerpo con los primeros trapos que encontré. Luego, me peiné con los dedos
y encendí un cigarrillo. Dicen que no es bueno fumar en ayunas aunque también dicen
que si te masturbas te quedas ciego, pero es el cigarro que mejor sabe de todo el día, y
nunca he sido persona de renunciar a los placeres de la vida por vivir unos cuantos años
más.
El tipo no tardó mucho en subir las escaleras y una vez en el rellano, picó en la puerta de
mi casa con los nudillos. La abrí y le tendí la mano:
Muy buenos días le dije.
Ya veo que para usted acaba de hacerse de día... Yo en cambio llevo ya más de cuatro
horas trabajando.
Al tipo lo seguían dos simios con traje y corbata.
Menuda pocilga... Aunque si le digo la verdad, creí que sería aun peor.
Entraron en el despacho los tres tipos, el simpático y los dos gorilas, y se quedaron de
pie mientras yo me colocaba en el lugar preferencial de la mesa.
Siéntese si lo desea le ofrecí.
No lo deseo.
Muy bien, como guste. ¿En que puedo ayudarle? pregunté para ir al grano.
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Verá detective, necesito que encuentre a una persona.
Aja, espero que no sea Shakespeare o Alejandro Dumas...
¿Cómo dice?
Nada, cosas mías. ¿Y quién es esa persona, si puede saberse?
Una vieja conocida.
Metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón, sacó la cartera, la abrió, sacó una
foto un poco descolorida y me la tendió:
Esta es dijo. Como puede comprobar la chica no tiene desperdicio. Se llama Laura
López.
Realmente era guapa, con unos ojos gatunos muy llamativos y una mata de pelo rubio
cayéndole por mitad de la frente. Le devolví la foto.
Muy bien, perfecto, mis honorarios son...
Déjese de honorarios y de puñetas. Le daré dos mil euros si la encuentra, y cuatro mil
si me la trae viva y amordazada.
Pero... ¡Eso sería secuestro!
No, no, por Dios. Digamos que es una detención ilegal.
La verdad, no se que decirle, señor «...»
Llámeme «Señor», con eso basta.
Muy bien, señor «Señor». Digamos que últimamente no me dedico a la delincuencia.
¡Venga! Tengo referencias suyas, y esas me dicen que prácticamente no se ha dedicado
a otra cosa en los últimos años.
Parecía que el tipo se había informado bien, pero debía continuar con el farol para
vaciarle mejor la cartera.
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Mire, don Señor...Usted quiere que haga algo con riesgo, algo que me podría costar
años de cárcel, así que yo le pediré más dinero, usted dirá que es mucho y me hará una
oferta razonable.
No le daré más de cinco mil euros por traérmela.
Bien, trato hecho. ¿Cómo puedo localizarla?
Pues no lo se, para eso le contrato detective, para que lo averigüe.
Bueno, algo sabrá de ella, donde vivía antes de perderle los pasos, por ejemplo.
Vivía conmigo. Lo único que puedo decirle es que tiene una amiga tenista llamada
«Cristi» o algo parecido.
No era muchas las pistas que me ofrecía aquel tipo, pero aun sabía menos del asunto
Cervantes y no por eso lo había rechazado.
Está bien, veré que puedo hacer.
Tenga me dijo quédese con la foto y con esto.
Hizo un gesto con la mano y uno de los dos primates me dio una tarjeta de visita.
Llámeme en cuanto tenga noticias de Laura.
Miré el nombre escrito en la tarjeta.
¿Don Corleone?
Hay que tener sentido del humor. Adiós detective y avíseme cuanto antes.
Descuide, lo haré.
Uno de los simios abrió la puerta y salió, seguido por «don Corleone» y el otro gorila.
De improviso recordé que no le había preguntado como me localizó en el bar del Maño,
pero decidí dejar en el aire por el momento aquella pregunta.
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«Cervantes podría haber escrito lo que le hubiese dado la gana». A esa conclusión
llegué después de leer el primer capítulo del Quijote, aunque sabía que no era eso lo que
andaba buscando el Cliente. Pero suponía si no era mucho suponer que poco a poco
iría descifrando las claves que me llevarían a dar en el clavo y averiguar de una vez por
todas el secreto del asunto Cervantes. Además, ya no tenía que centrarme solamente en
esa cuestión, sino que debía encontrar a la tal Laura y entregársela al mafioso
«simpático», todo un reto en mi historial detectivesco y delictivo.
Pensé, mientras iba hacia el Maño para tomar el café de la mañana, en la forma de
localizar a la chica de marras. Llegué a la conclusión de que para encontrar a Laura
López, primero debía descubrir algo sobre su amiga, la tenista «Cristi».
No se porqué razón el bar del Maño se encontraba abarrotado aquella mañana. Cogí la
Vanguardia de su estante, me senté en una mesa y esperé a que el bueno del Maño
tuviese algo menos de faena para pedirle un cortado. Leí los titulares del diario: Política,
un poco más de política, diez muertos en el estrecho y que la selección española perdía
contra San Marino.
Susi, atiende al Fede dijo el Maño.
A desgana, la niña vino hasta mi mesa y me preguntó:
A ver, borracho, que quieres.
Ponme un cortadito, maja.
¡Hombre! ¡El borracho no toma ginebra por las mañanas!
No, solo bebo cuando estoy triste porque no me hablas.
Puse una ridícula cara de niño abandonado. Ella puso cara de asco y se metió en la barra
a prepararme el café.
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Abrí el diario por las páginas centrales y me encontré con una noticia premonitoria:
«Cervantes nunca habría escrito con ordenador». Lógico, tampoco le hirieron la mano
con un kalashnikov, pero el artículo no trataba sobre los avances técnicos de su época,
sino de la calidad en sus escritos. Venía a explicar que escribiendo con pluma y tintero,
el escritor se fija necesariamente en todas y cada una de las letras y palabras que escribe.
En cambio, con el ordenador las palabras salen sueltas y sin meditación previa, lo que
repercute en la propia naturaleza de la obra. Por lo tanto, don Miguel nunca habría
podido escribir El Quijote con un ibeeme.
Eso me llevaba a pensar inequívocamente, que lo que Cervantes nunca habría escrito,
sería algo tecleado y reflejado en una pantalla.
Era un avance en la investigación, pero aun debía meditarlo a conciencia. Me cortó el
rollo la Susi:
Toma borracho, tu cortado.
Gracias guapa.
¿Seguro que no quieres unas gotitas de jotabé?
No, de momento me lo tomaré solo, pero gracias de todos modos.
noticias, hasta que me acabé el cortado.
Oye Maño, ¿te importaría que recortase un trozo del periódico?
No, tranquilo, si normalmente eres el único que se lo lee.
Doblé la hoja y la corté con los dedos.
Luego me paso y te pago lo que te debo.
Te aprovechas de que tengo faena, sino...
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Me iba a marchar ya cuando recordé que el Maño era un fiel seguidor de todos los
deportes extraños, como el esquí, el bádminton y el joquei sobre patines. Pensé que
podía ayudarme en el caso de Laura López.
Perdona que te moleste otra vez dije.¿No sabrás por casualidad algo de una tenista
llamada Cristi?
¿Cristi Garaikoetxea?
Sí, seguramente.
Bueno, aparte de que perdió la final del Roland Garros el año pasado, poco más.
Gracias, con eso me basta.
¿Desde cuándo te gusta el tenis?
Desde que me enteré de que las chicas que lo practican llevan minifalda.
Me despedí de todos los presentes saludando con la mano, y me pregunté como diablos
había llegado al extremo de involucrarme en un caso de secuestro tan extraño como
aquel.
Me dirigí a casa para poner la colada, pues aunque pueda parecer y parezca
lamparones de quetchup o mostaza. Y como no podía llevarle los calzoncillos a mi
madre ya que andaba en vaya usted a saber donde, pues ponía yo solito mi programa
para ropa blanca o de color, según el caso.
Pensé que aquella misma tarde intentaría profundizar algo más en el tema de Laura,
averiguando todo lo que pudiese sobre la tal Cristi Garaikoetxea, incluso el color de sus
bragas si era menester. Debía ponerme a trabajar en serio y localizar en el menor tiempo
posible a la tenista, y con ella a la que realmente me interesaba: a la Futura Secuestrada.
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Tampoco debía olvidar el asunto Cervantes, ya que por una norma de principios auto
impuesta, solía ocuparme de los casos por orden de contratación, del más antiguo al más
nuevo, así que el Manco de Lepanto tenía preferencia.
Acabé de meter en la lavadora toda la ropa sucia y busqué en la mesita de noche algunos
restos de hachís para liarme un porro. Encontré debajo de unos calzoncillos una china
bastante grandecita, la que no tardé en quemar y mezclar con un fortuna; si bien debía
llevar bastante tiempo esperando en su rincón, pues estaba más reseca que el desierto
del Sahara. Pero menos da una piedra del monte, pensé.
Tumbado en la cama, con el porro entre los labios, medité sobre los últimos
deplorables.
Llegué a la conclusión de que mi vida iba tan bien encaminada como la del resto de la
humanidad.
Después de ese gran pensamiento filosófico, apagué el canuto en el cenicero y dormí a
pierna suelta durante más de cuatro horas.
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«Cristi Garaikoetxea, Roland Garros», tecleé en el pentium tres conectado a internet
gracias a la tarifa plana de Timofónica. «Usted quiso decir: Kristi Garaikoetxea», me
corrigió el buscador. Bueno, seguramente, pero lo cierto es que me fastidia bastante eso
de que me corrija una máquina... Vale, como quieras montaña de cables, conectores,
circuitos y píxeles, pues Kristi con ka de kilo, le dije al ordenador, e hice efectiva la
orden con un clic de ratón. Salieron montones de páginas relacionadas con el tenis y
otras que me ofrecían ver a la deportista en bolas en la ducha, en el vestuario o en su
casita de la playa. Lógicamente, mi primera intención fue la de verle las tetas a la tal
Kristi. Nada de nada, solo era una página para descargarse un kit de conexión, como
ellos decían; o sea, un programa para desconectarte de tu servidor y volver a conectar la
línea telefónica a través de un numero de pago.
Volví a atrás y entré en una página propiedad del Club de Tenis Pedralbes. Salían unas
fotos maravillosas del club, con palmeras, piscina y como no, pistas de tenis. Si en
realidad existía ese sitio tan idílico y Laura López tenía algo que ver con todo ese
berenjenal, no cabía ninguna duda de que me había topado de bruces con el caso más
pijo de todos mis años como detective, que bien mirado tampoco eran tantos.
informaba que la tenista, afiliada al club desde que tenía diez años, participaría en un
torneo solidario por las víctimas de los accidentes en los cuartos de baño, o algo por el
estilo. Miré la fecha y vi que el susodicho artículo llevaba colgado en esa página varios
meses, si bien me aportaba una pista nada desdeñable: la deportista estaba inscrita en el
Club de Tenis Pedralbes.
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Debía ir allí e investigar en el propio escenario, aunque me preguntaba si sería posible
entrar en las instalaciones como Pedro por su casa. Todo es cuestión de probar suerte,
me dije, así que resolví acercarme por Pedralbes a la mañana siguiente para tantear el
terreno in situ.
Apagué el ordenador y fui al frigorífico a buscar algo comestible que aún no hubiese
caducado. No hubo suerte, por lo que tuve que inclinarme por una de las dos opciones
posibles: ir a comprar al súper o cenar en algún restaurante. Me decidí al cabo por la
segunda opción, si bien nunca me había hecho gracia comer solo. Pensé en llamar a mi
colega el Manolo para que me hiciese compañía:
¿Sí?
Manolo, soy el Fede.
¡Hombre, Fede! ¡Cuanto tiempo sin hablar contigo! ¿Qué tal te va todo?
Parecía que no le molestaba mi llamada.
Bien, estoy forrándome con lo de detective. ¿Y tú qué tal?
Bien, con Yolanda... Ya sabes.
Yolanda era mi exnovia, pero al final se la quedó el Manolo. Eligió bien la muchacha.
Mira, te llamaba para ver si querrías venir a cenar esta noche.
Es que, veras... Hoy hemos quedado con los padres de Yolanda para ir a su casa.
Ya, comprendo.
La verdad es que no me hace ninguna gracia, pero...
Ya, entiendo.
...Hay que ir para quedar bien con la familia y esas cosas. Pero nos podemos ver otro
día, la semana que viene, por ejemplo.
Vale, de acuerdo, nos llamamos y quedamos.
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Trato hecho, Fede. ¡Que bien que me hayas llamado!
Sí, Manolo, pues quedamos así.
Vale, cuídate.
Lo mismo digo. Ah, y recuerdos a Yolanda.
Se los doy de tu parte. Adiós Fede.
Adiós, adiós.
Bueno, pues cenaría solo. No me importaba demasiado ya que tenía dinero suficiente
como para comer en El Bulli de Ferrán Adriá o en La Cantora, si fuese menester.
No pensé más en ello y me pegué una buena ducha. Entonces tuve otro dilema: ¿Qué
ropa debía ponerme para salir por la ciudad erótica de Hospitalet? Quiero decir, que
nunca he sido persona de mirarme los trapos, pero prácticamente era el único habitante
joven de la ciudad que no tenía esa pasión por la apariencia física.
Para quien no lo sepa, explicaré que esta ciudad pegada a la cosmopolita Barcelona tiene
su propio hecho diferencial, su propio acento, su modo de vida, y un erotismo especial
que se respira en cada uno de sus habitantes, en cada baldosa del suelo e incluso en sus
fiestas vecinales. No es extraño por lo tanto que el festival internacional de cine erótico
se celebre en Hospitalet, como tampoco es de extrañar que la pastelería más famosa de
la ciudad sea la Masnou 80, célebre por sus pasteles eróticos, o que la televisión urbana
sea conocida por sus películas de amor extremo.
Me decidí al fin por el uniforme más común del siglo XXI: el típico pantalón tejano
azul, una camiseta blanca por fuera, un poco de gomina en el pelo y para terminar,
desodorante Eau de Carrefour en los sobaquillos.
Bueno, pues ya estaba listo para quemar la ciudad, que dirían en los ochenta. Salí de
casa, cerré a conciencia las cerraduras de la puerta y una vez en la calle me decidí por la
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comida asiática. Para comer como un señor y pagar como un vasallo nada mejor que un
restaurante chino.
Al Gran Muralla. Sé lo que está pensando, amigo lector, que los chinos no son nada
originales en cuanto a la nomenclatura que usan para sus restaurantes; pero realmente,
como se llame el chiringuito es lo de menos a la hora de valorar un comedor.
El Gran Muralla estaba cerca de mi piso, a unos doscientos metros en dirección al mar.
Anduve hasta allí, entré y una chinita me indicó con su amabilidad oriental la mesa en la
que podía sentarme. Acto seguido me trajo la carta y un plato de pan de gambas.
Eché una hojeada al menú sin fijarme demasiado en los platos, ya que por norma solía
pedir siempre lo mismo, variando un ápice la guarnición. «Rollito de primavera».
«Arroz tres delicias».
«Ternera con bambú y setas chinas».
La chinita apuntó esto con su galimatías en una libreta y me preguntó:
¿De beber?
Vino rosado de la casa contesté.
¿Pequeño?
No, grande dije a la vez que exageraba con las manos el tamaño de una botella de vino
estándar.
El local estaba decorado como la mayoría de establecimientos de este tipo, con dragones
y filigranas doradas en las paredes, y farolillos rojos de papel de seda en el techo. Al
lado de la mesa que yo ocupaba, un cuadro rectangular con letras amarillas en chino y
fondo negro, adornaba la pared. Me pregunté como el que se pregunta si le queda bien
la raya del pelo a la derecha si el Quijote estaría traducido al mandarín. Al no hallar la
respuesta en mi memoria de elefante, decidí preguntárselo a la chinita cuando me trajese
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el primer plato. Pero no me lo trajo ella, sino un muchacho imberbe vestido como un
camarero occidental de luto.
¿Lollito de plimavela?
Asentí con la cabeza.
Perdone le dije ¿en China conocen a Cervantes?
¿Salsa aglidulce?
No, que si conocen a Cervantes...
Fue a la mesa de al lado y me puso delante un cuenco con la típica salsa anaranjada.
¡Aglidulce!
Muchas gracias dije a modo de conclusión.
Me sonrió y asustado se metió en la trastienda.
Comí acompañado al fin y al cabo, pues una pareja de novios discutía en la mesa
delantera a grito pelado, y aunque no los conocía de nada, me empapé tanto de la
disputa amorosa, que al final acabé involucrado con el muchacho, con la chica y con una
amiga de ambos, la cual era motivo de la trifulca; pero aun así, no dejaban de ser los
únicos acompañantes que tenía, descontando claro está, a los camareros del local y al
repartidor de comida a domicilio que entraba y salía cada dos por tres.
Una vez engullido el rollito de primavera me trajeron el arroz tres delicias, aunque
esperé fumando un cigarro a que me sirvieran el tercer plato para utilizar el arroz a
modo de acompañamiento.
Durante ese tiempo no entró nadie más al restaurante, y casi al momento de traerme la
ternera, la pareja de novios enfadados se marchó mientras continuaban la disputa. El
local se inundó entonces de un inmenso silencio, roto de vez en cuando por los pasos de
algún camarero.
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«Un poco de salsa de soja».
Continuaba el silencio.
Acabé de cenar y cuando vi a mi chinita le pedí la cuenta haciendo el gesto de escribir
con los dedos sobre un papel invisible.
¿Quiere chupito? me preguntó desde lo lejos.
Sí, porqué no.
Saqué un billete de cincuenta euros del bolsillo cuando vi al camarero imberbe dirigirse
hacia mí, pero ni me miró cuando pasó de largo y fue directo a la entrada.
Sacó una barra de un armario con un candado y cerró la puerta principal a cal y canto.
Aun era demasiado pronto como para que el restaurante cerrara sus puertas al público,
así que con mi olfato detectivesco del que siempre hago gala, me olí algo extraño.
Una sensación extraña me recorrió la columna y fue a detenerse en las entrañas mismas
de mi mente. O al menos, algo así sentí cuando el chino adolescente giró en redondo y
clavó su mirada en la escena inmediata a mi espalda.
Me volví y observé a otro chino, cuarentón en este caso, seguido por una cohorte de
orientales trajeados, que poco a poco envolvían la mesa en la que yo me encontraba,
como si cada cual tuviese predeterminado el lugar exacto en el que debía detenerse,
formando un circulo perfecto a mi alrededor.
El billete de cincuenta euros que sostenía en la mano se me cayó en la mesa y no le di
importancia, cosa de suma relevancia si el avispado lector de este relato apreció con
anterioridad que de si algo carezco en esta vida es precisamente de dinero.
El chino cuarentón fue acercándose a mí. Se acercó más. Se acercó mucho:
¡Ay!
¿Qué?
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Me ha pisado.
Disculpe me dijo en un perfecto español.
El chino me miraba desde arriba, y aunque no era excesivamente alto más bien al
contrario algo en él me atemorizaba. Sin embargo, siempre cabía la posibilidad de que
las películas de Bruce Lee y Jackie Chan hubiesen creado en mi subconsciente unos
prejuicios temerosos hacia los asiáticos, y que en realidad el chino cuarentón y toda la
trouppe no llegasen a ser ni la mitad de peligrosos que la madre Teresa de Calcuta.
Señor García soltó tenemos algo que decirle.
¡No! Seguro que el rollito de primavera estaba caducado.
No señor, es algo que deseamos compartir con usted.
Gracias, pero estoy lleno, no creo que me entrase ni un alfiler en el estomago. Aun así,
se lo agradezco.
No es comida lo que le ofrecemos señor García, al menos no material como usted la
conoce. Es algo sobre Cervantes.
Me lo temía.
Sabemos que nada de lo que le digamos podrá hacer que desista en su empeño por
averiguar el caso.
No veo la razón por la que ustedes desean que lo haga.
Es muy importante para nuestra comunidad. Pero ahora no es el momento de explicarle
el motivo. Le rogamos encarecidamente que abandone el asunto, aunque sabemos que
no lo hará. Sabiduría china muy buena dice: El tigre ataca al hombre aunque sabe que va
a morir.
Ya, entiendo. ¿Pero entonces...?
Solo queremos que aprenda un proverbio de sabiduría china.
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Tengo muy mala memoria, pero haré lo que pueda.
Pues recuerde: «El tigre nunca pasará de la última página del Quijote».
¿Eso es sabiduría china muy buena?
China es multicultural. No olvide el proverbio, le servirá en el futuro.
El chino imberbe fue hasta la puerta principal y la desbloqueó. Mientras, la cohorte de
mandarines se dispersó por el local como si nada hubiese ocurrido. El cuarentón, que
tenía toda la cara de llamarse Confucio, se volvió hacia mí y dijo:
¡Ah! Y no se preocupe por la cuenta, señor García, invita la casa.
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5
Una vez en la calle anduve veloz hacia ningún sitio en concreto.
Quería alejarme lo más pronto posible del restaurante, por lo que tomé la avenida hacia
abajo y después giré a la izquierda en dirección al cementerio de Collblanc. A las dos
travesías y fijándome al fin en el lúgubre territorio al que me dirigía, cambié el sentido
meditando sobre lo sucedido en el Gran Muralla.
Supongo que es la cosa más normal del mundo, pero aun así quiero exponer que en los
peores tiempos de mi vida, cuando no tenía a nadie a quien confesar mis tribulaciones o
los sentimientos más oscuros, cuando yo era mi mejor y único amigo, charlaba y
discutía interiormente con un ser imaginario que no era otro que mi propia persona.
Y en aquel momento, caminaba a un ritmo excesivamente rápido dirigiéndome a ningún
lugar preciso, interrogando a la mejor persona del mundo que así siempre lo he creído,
tal y como había hecho en el pasado repetidas veces.
Dí una gran vuelta que me llevó casi sin darme cuenta, al punto de partida, por lo que al
notar que si no variaba mi rumbo o me paraba en seco, me toparía de bruces contra el
restaurante chino del cual huía, decidí hacer un alto en el camino antes de continuar
hacia algún otro lugar. Justo delante de la parada principal del metro de Pubilla Casas,
línea cinco, había un bar musical llamado Taberna Inglesa si bien el nombre no tenía
nada que ver con el local, pues era más parecido a una discoteca pija del centro de
Barcelona que a una «taberna», y de «inglesa» tenía lo mismito que el Fari con
barretina por lo que al verlo abierto hice de tripas corazón y entré a comprobar si los
licores eran de garrafa o de buena marca.
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Había bastante gente para ser un jueves, aunque casi nadie interactuaba con nadie. Era
como si cada persona tuviese su lugar asignado y delimitado por una frontera invisible,
y nadie desease romper el espacio vital del otro. Excepto dos chicos que hablaban con
una chica en una mesa del fondo, junto a un timón de barco de color dorado y que
parecían no conocerse demasiado.
Me senté en la esquina de la barra algo acalorado por la velocidad de mis pasos, y al
momento el camarero, vestido con camisa blanca, chaleco negro y pajarita se acercó a
mí y me preguntó qué deseaba tomar.
¿Tienen salsa perrins?
Sí señor me dijo.
Pues un blodimeri bien cargado.
Enseguida.
fresca y agradable que me sirvió, junto con la copa que me acababa de poner el
camarero, para relajarme y escuchar la música que ambientaba el local. Música rara,
todo hay que decirlo, pero que no me desagradaba en exceso.
Eché una hojeada más amplia al bar y me fijé en que la chica que estaba sentada con
aquellos dos en la mesa del fondo me hacía señas. Miré con descaro para comprobar si
realmente las señas iban dirigidas a mí y no a alguien que tuviese en la espalda. La chica
se levantó, se tentó la camisa blanca con flecos que llevaba, y se acercó. Entonces la
reconocí: era la Susi, la hija del maño, o al menos le hacía un aire a esa chica mal
vestida y estúpida que siempre me regañaba.
¡Hola Fede!
¿Hola Fede? ¿Dónde ha quedado aquello de «hola borracho»?
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Me regaló una sonrisa pícara a la vez que encogía los hombros:
En el bar no eres más que un cliente alcohólico amigo de mi padre. Aquí en cambio,
eres una persona a la que conozco y que seguramente me cae bien.
Extraña explicación, pero la daré por válida.
¿Puedo sentarme aquí?
Señalé con la barbilla la mesa en la que estaba sentada segundos antes.
¿Y tus amigos? pregunté.
No son amigos míos... Sólo son dos capullos que acabo de conocer, los cuales desean
ahogar sus instintos sexuales conmigo.
Moví mis hombros hacia arriba para hacer un gesto que tenía la intención de expresar un
«vale» y al momento cogió la silla del lado derecho para sentarse.
¿Qué tomas? me interrogó.
Zumo de tomate con una pizca de limón, vodka y salsa perrins, todo bien salpimentado
y removido.
¡Que asco!
Por un instante volvió a ser la Susi repelente que conocía del bar.
Quizás, pero a mí me gusta dije.
Prefiero un Balantains con hielo.
Hice un gesto al camarero y éste vino enseguida hacia nosotros, pero cuando fui a abrir
la boca para pedir la Susi se me adelantó:
Pónganos una cosa de estas señaló el blodimeri con el índice de su mano izquierda a la
vez que mostraba una mueca de desagrado, y un Balantains con hielo, por favor.
Sí señorita.
Que bueno está dijo entre dientes la Susi en clara referencia al camarero.
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Pseee, la pajarita y el chaleco que hacen mucho.
Bueno, y cambiando de tema...¿Qué te trae por aquí?
La verdad es que estaba huyendo de algo.
Ya, casi todos huimos de algo.
Al cabo, el camarero nos sirvió las copas.
Muchas gracias dijo la Susi.
No hay de que, señorita contestó el camarero, y se fue al otro extremo de la barra.
Y además es simpático.
Bueno, cosas de su oficio, supongo.
La Susi meneó con una pajita el güisqui y lo sorbió delicadamente. En ese momento me
llegó como un impacto en la mandíbula; un chorro de olor a mujer y a juventud, aunque
no sabría decir si más de lo segundo que de lo primero.
En ocasiones así, uno debería sentir miedo, pensé.
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6
muchacha para convencerme tan infantilmente de que fuéramos a mi piso. Entre una
cosa y otra, pitos y flautas, varias copas y muchas risas, la Susi me dijo que le diera
treinta euros y un minuto, así me regalaría una cosa que me haría mucha ilusión y que
esperase sentadito en la barra hasta que ella regresase. Cuando volvió me miró de reojo,
acercó sus labios a mi oreja y me susurró:
¿Quieres una raya?
Me quedé pasmado. Pensé una respuesta que denotara mi adultez y dije:
¿Raya de raya? O sea, ¿raya de las que se esnifan?
No, si te parece de las que se comen. ¡Pues claro!
¿En eso te has gastado mis treinta euros?
Sí, en eso, aunque he tenido que poner cinco euros de mi bolsillo. ¿Quieres o no?
Bueno, vale, sí... ¿Pero no crees que eres demasiado joven para eso?
Puede ser, pero ten en cuenta que legalmente seré una persona adulta dentro de un mes.
Y si la sociedad actual lo establece así, por algo será.
Pues no se que pensar, la verdad. Pero bueno, a nadie le amarga un dulce dije.
¿Entonces?
Vale, que sí.
Pues tendremos que ir a tu casa.
¿A mi casa? ¿Y no podemos hacerlas en el lavabo?
Perdona, pero una tiene clase dijo, poniendo las palmas de sus manos delante de mi
cara a modo de trinchera. No soy de esas que van por ahí drogándose en los lavabos
como una cualquiera.
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No veo del todo correcto llevarme a la hija de un amigo a casa.
Bueno, quizás a mi padre le gustaría más que me fuese con aquellos dos señaló a los
conmigo y todo eso.
Planteándolo así...
¿Tienes alcohol en casa o compramos una botella?
Todo un dilema que resolví comprando en el mismo bar una botella de Habana Siete y
pagando la cuenta que ascendía a un pico como el Everest; pero el atontamiento ejercido
por las muchas copas consumidas, no dejaba a mi cabeza trabajar a pleno rendimiento,
por lo que aboné la abultada factura sin muchos miramientos y me fui con la hija del
Maño a mi piso.
Cuando entramos una exclamación dinámica salió de su garganta, y pensé que la causa
de tal larga onomatopeya era el desorden reinante en el despachó. Pero no, pues acto
seguido añadió:
¡Eres un detective!
¿No lo sabías? pregunté extrañado.
Sí, pero no acababa de creérmelo.
Pues créetelo, aunque soy poco proclive a averiguar casos y mucho a conseguirlos, y
por ende a lograrme unos euros, que es lo que en realidad me importa.
Entramos hasta el comedor y la invité a sentarse en el sofá, mientras yo cogía el hielo de
la cocina y unos vasos para preparar los cubalibres. Ella no tardó en agarrar uno de los
libros que tenía desperdigados por ahí:
¿Y además lees? me dijo blandiendo El licenciado Vidriera.
Sí, aunque lo mantengo en secreto.
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... Cervantes, buena elección.
¿Te gusta?
¿Bromeas? «Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad
de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía,
las espléndidas comidas de las hosterías» dijo recitando de memoria; y en eso se
levantó para expresarse con mayor comodidad:
«Dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la
macatela, lipolastri, e limacarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del
soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del
peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina
de las minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras
del peso de la soldadesca, y son la carga principal della».
Veo que sí te gusta dije; ella sonrió, y acto seguido pensé que quizá podría ayudarme
de alguna manera en averiguar el extraño caso.
Por casualidad... ¿No sabrás que es lo que Cervantes nunca habría escrito?
¿Es una especie de acertijo?
Puede ser, aunque debería preocuparte el hecho de que me hayas contestado de la
misma forma que tu padre.
No dijo nada, momento que aproveché para mezclar el ron cubano con la Euro Cola que
guardaba desde hacía meses en la nevera.
¿Eso es un caso tuyo de investigación? soltó al cabo.
No, no, por Dios, que cosas dices... Es solo una cosa que llevo preguntándome desde
hace algún tiempo.
«¿Lo que Cervantes nunca habría escrito?» Menudas preguntitas te haces.
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Cambié de tema al ver que me había equivocado pensando que la Susi no relacionaría
mi trabajo con la cuestión de marras:
Bueno, ¿y que hay de nuestro sucio negocio estupefaciente?
Metió dos de sus minúsculos dedos en un bolsillito situado en la parte derecha de su
camisa blanca y sacó una papelina hecha de plástico y precintada con un hilo metálico
verde:
Aquí está dijo mientras me la mostraba. ¿Tienes una tarjeta de crédito o algo similar?
Sí, por supuesto.
Le alcancé el carné azul de la biblioteca mientras ella volcaba sobre las tapas de El
licenciado Vidriera la cocaína suficiente para que salieran dos buenas rayas.
Nos quedamos callados unos segundos, hasta que la Susi rompió el silencio con aquella
voz suya que en ese preciso momento me pareció angelical:
Me encanta este barrio.
¿Sí? ¿Y eso a que se debe? pregunté.
Por la historia mágica que esconde. ¿La conoces?
No aseguré, para alentarla así a que continuase.
Veras, Pubilla Casas, como su nombre indica, era la hija mayor de la familia Casas...
Le miré las manos y me fijé en los movimientos suaves que hacía, como si sus dedos
tocasen una melodía afrodisíaca sobre las teclas de un piano. Sus manos trabajaban, y la
música llegaba de algún sitio y entraba como un sonoro perfume hasta mis oídos.
Pues bien, se dice que la pubilla de los Casas tenía los ojos más negros que nunca han
existido... que eran tan negros y oscuros que absorbían la luz.
Acabó de hacer los dos trazos y me pidió un billete. Le di uno de cincuenta que estaba
como recién fabricado y continuó la historia mientras lo enrollaba:
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...Toda la gente de Hospitalet la adoraba cuando era niña, pero poco a poco la pubilla
fue cambiando, redondeando las formas de su cuerpo, y el cariño de los hombres se
tornó progresivamente en miradas lascivas de perro baboso.
La cosa se fue complicando a medida que la pubilla continuaba desarrollándose, con
persecuciones, hombres apostados durante toda la noche bajo su ventana y más sandeces
provocadas por un deseo sin limites que traería a Hospitalet la mayor de las desgracias
nunca sufrida por pueblo alguno.
Una de las mujeres de la población, Margarita, harta de que su marido deambulase
como un animal en celo persiguiendo a la pubilla, decidió poner remedio a la situación
descerrajándole dos tiros al cónyuge con su propia escopeta cuando éste llegó de
madrugada con la bragueta borracha de lascivia. Con Margarita se abría un antes y un
después en la maldición de los ojos negros de la pubilla Casas.
Al día siguiente del homicidio, los guardias que se llevaban a Margarita fueron
asaltados por un primo de ella y hubo un tiroteo que acabó con la vida de uno de los
guardias, de Margarita y de su primo.
Era tal el desconcierto que algunos vecinos fueron a pedir explicaciones a la masía de
los Casas, con tan mala fortuna que los ánimos se encendieron hasta que llegó la sangre
al río; la sangre del cabeza de familia de los Casas, muerto de tres puñaladas en el
pecho.
El cura no tenía tiempo ni de respirar con la cantidad de sepelios que debía presidir, y el
enterrador tuvo que contratar a más personal para su negocio.
El alcalde, viendo en todo el asunto una posibilidad para realizar sus más nefastos
sueños eróticos con la pubilla, fue a verla sin tan siquiera respetar el duelo por su
padre, para darle la oportunidad de saciar el apetito sexual de él o por el contrario,
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vérselas con el pueblo enfurecido. Lógicamente la pubilla no accedió a la petición
deshonesta del alcalde, por lo que aquella misma tarde, el gobernador de la villa reunió
al pueblo en pleno con la intención de convencerles que debían juzgar a la pubilla o la
cosa se pondría aun peor. Pues bien, El cura dio su voto al alcalde, y los demás ilustren
hicieron lo propio, por lo que decidieron de forma unánime juzgar a la pubilla lo antes
posible, y así lo dejaron reflejado en el acta, por lo que la pubilla fue detenida a la
muertes acaecidas.
Y la condenaron dije yo.
Sí, pero a una pena que ni te imaginas: ¡la condenaron a garrote vil! ...Rezaba así la
sentencia:
«El agente judicial desta villa, debe condenar y condena a la acusada a la pena capital
por el sistema de garrote, y que después desto se la prive de sus ojos por ser causa del
delito, y que sea sepultada sin ellos en las cuencas y depositados junto a sus pies».
Por lo visto no era época de hacer funcionar las leyes según estaban escritas, sino más
bien según el parecer de los poderes públicos, que en ocasiones como aquella razonaban
de forma perversa.
La Susi paró de contar la historia para acercar el billete enrollado a su nariz e inhalar la
raya más larga de las dos. Después me pasó el tubito y el libro, echó atrás la cabeza para
aspirar con fuerza y prosiguió:
...Y así lo hicieron, a pesar de que una de las mujeres de la villa, de la cual se contaba
que veía más allá de lo visible, dijo que si ejecutaban la sentencia, Hospitalet sufriría
una desgracia aun peor; que sus habitantes perderían el pueblo para siempre. La
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creyeron, pero aun así la Justicia había dictado el futuro y nada se podía hacer en contra
de eso.
Dicen que cuando asesinaron a la pubilla el cielo se ennegreció y el suelo tembló, y que
el mar detuvo su oleaje y que durante un año ningún pájaro cruzó el territorio. Y cuando
los pájaros volvieron trajeron consigo las primeras guerras; la segunda carlista, la de
Cuba, la guerra civil... y en todo ese tiempo y en todas esas guerras la gente de
Hospitalet fue muriendo y fue siendo reemplazada por emigrantes de los pueblos de
Andalucía, Cataluña, Extremadura, Galicia...
Hasta que un buen día, los murcianos que construían los subterráneos del metro
encontraron un cadáver con dos esmeraldas negras del tamaño de huevos de codorniz
situadas en los pies del esqueleto. Por respeto al difunto desconocido y viendo que las
resolvieron colocar las brillantes piedras en su sitio y enterrar de nuevo el cadáver.
Una ancianísima mujer de Hospitalet, que decían de ella que veía más allá de lo visible,
dijo que ese acto de los trabajadores murcianos traería a la ciudad prosperidad y alegría,
porque con él habían desecho una maldición. Y así fue como el barrio de Pubilla Casas
y toda Hospitalet es hoy en día prospera, alegre y exótica.
Bonita historia dije, después de aspirar mi raya de cocaína y dejar el libro por ahí,
pero ¿qué tiene de cierta?
Creo que nada, pero no me dirás que no es bonita.
Bueno, extraña más bien, y entretenida.
Entonces hubo un silencio lo suficientemente largo como para endiñarme del tirón lo
que me quedaba del Habana con cola.
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La Susi me imitó engullendo su cubalibre en un segundo, y tras secarse los labios con
dos de sus dedos dijo:
¿Tomamos otro?
Eso está hecho contesté.
Notaba mi cuerpo repleto de alcohol, por lo que al preparar los siguientes cubalibres
coloqué más ron en el vaso de mi acompañante, quizás porque la fiebre amatoria ya se
me había subido a la cabeza e inconscientemente quería emborrachar a la Susi para
mantener algún tipo de relación física con ella.
¿Sabes que lo que más me atrae de una chica es su inteligencia? dije, y al momento me
arrepentí de estas palabras.
Vaya, pues siento de veras no ser tu tipo contestó.
Entonces, no se si por el efecto de la cocaína o del ron, o de las dos cosas, acerqué mis
labios a los de ella para besarla. La Susi apartó la cabeza y el beso quedó grabado en su
mejilla.
Perdón dije.
Ella más avergonzada que otra cosa respondió:
No pasa nada.
Hubo un silencio demasiado largo.
Creo que es mejor que me vaya... Se está haciendo tarde añadió, como si eso lo
solucionara todo.
Bueno, yo mañana tengo que madrugar.
Querrás decir que “hoy” tienes que madrugar.
Sí, es verdad.
Se levantó y se dirigió a la puerta seguida por mí.
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¡Ah! Se me olvidaba dijo antes de salir y me dio la bolsita de farlopa.Es tuya, ya casi
me la llevaba.
Nos reímos falsamente.
Bueno, espero verte en el bar de mi padre.
Sí, por supuesto.
Y pasó, no se como. Nuestros labios se encontraron y su lengua rozó la mía dulcemente
triunfantes, sin mirarnos. La Susi dio media vuelta, y se fue escaleras abajo.
Y yo, cerré la puerta.
42
7
Hacía tiempo que no tenía pesadillas. No recuerdo cuanto, quizás años, pero aquella
noche tuve una enorme que me hizo despertar y olvidarme de la resaca. Serían las doce
del mediodía, pues el sol calentaba ya de una forma desmesurada abrasando el zulo en el
que habitaba. Me levanté y fui directo a la cocina a hidratar mi cuerpo con un par de
litros de agua del grifo, lo que supuso un gran alivio a mi boca reseca y pestilente.
Vagamente pasaron por mi mente escenas de la noche anterior, aunque intenté hacer un
esfuerzo por evitar recordar nada que pudiese sacarme del estado de «amable
confusión» en el que me encontraba. Intenté recordar la pesadilla, pero no hubo manera,
cuerpo, por lo que decidido, entré a todo trapo en el lavabo y arrojé el agua ingerida
segundos antes mezclada con bilis y vaya usted a saber que más porquerías. Me limpié
la boca con papel del vater, me rasqué los sobacos y me senté en el sofá a esperar que el
organismo se restableciera lo suficiente como para poder caminar al menos.
Hacía sol allá afuera, y el ruido monótono de la gente viviendo, entraba por las ventanas
abiertas destrozando mis oídos.
Decidí al fin hacer un esfuerzo, me cambié los calzoncillos y me vestí para salir a la
calle. Necesitaba cafeína, por lo que de camino al tranvía hice una paradita en un bar
para tomar un cortado.
Había elegido un mal día para ir en busca de Laura López, o quizás elegí mal la noche
en la que emborracharme. La cosa es que al primer sorbo del café me entraron unas
ganas tremendas de vomitar, y aunque puse todas mis fuerzas en alcanzar el lavabo a
tiempo no lo conseguí. Todas las señoras que hacían el vermú me miraron como solo se
mira a alguien acabado, pero yo no estaba en condiciones de darle importancia a las
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miradas de nadie ni a sus comentarios. Una vez repuesto me acabé el cortado e hice un
último esfuerzo para llegar hasta la parada del tranvía.
Lo conseguí al fin, y casi lloré de emoción cuando nada más llegar, el tranvía
verdiblanco de Barcelona se detenía en Can Rigal y abría sus puertas como si de un
caballero al rescate de su dama en apuros se tratara; y a punto estuve de besar el asiento
en el que tuve oportunidad de colocar mis posaderas, ya que apenas viajaban en él tres o
cuatro personas y había unas cien sillas vacías.
tornarse elitista, repleto de molduras doradas en las ventanas y puertas de los pisos de la
edificios del saber apelotonados unos sobre los otros, rodeados de un enjambre de
adolescentes mal vestidos y seudorevolucionarios, que nunca se llegarán hasta la ciudad
obrera inmediata a sus centros estudiantiles.
Y por fin la parada del Palacio Real, donde me apeé para cruzar la Diagonal, tomar la
calle Fernando Primo de Rivera invadida por las fuerzas de caballería de una
autoescuela, y girar después a la derecha para entrar en plena pijolandia, en la avenida
Pedralbes.
¡Que glamour se respiraba! ¡Que chic era todo! ¡Que fetén! ¡Que... mierda! No se si
continuaba siendo la resaca o eran las caretos de los tipos con los que me cruzaba, pero
la verdad es que me estaban entrando unas ganas terribles de volver a vomitar.
Subí la avenida hasta llegar al cruce con Bosch i Gimpera. Allí al fondo estaba el club
de tenis, rodeado de tantos cipreses que apenas dejaban entrever las pistas. Hice un alto
para coger aire y continué hasta la entrada principal, en la que me encontré una garita de
madera de pino y dos tipos vestidos de Guchi bien repeinados, parapetando la entrada.
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Resolví acercarme, subiendo los tres pequeños escalones que me obstaculizaban el paso
y entonces uno de los tipos me detuvo con la voz:
Buenos días señor. ¿En que puedo ayudarle?
Buenos días contesté vengo a ver a Kristi Garaikoetxea.
¿Es usted socio del club?
No, no lo soy.
El don Guchi apestaba a una mezcla de colonias y perfumes que habría echado para
atrás al más valiente. Supuse que sería un nuevo método de autodefensa.
¿Estaba citado con ella...? me preguntó.
¡Claro que estaba citado con ella! repliqué con seguridad.
Pues aun no ha llegado, señor.
¿Puedo esperarla dentro?
Lo siento señor, solo se puede acceder al recinto acompañado de un socio.
Me lo imaginaba. Bueno, pues ya la localizaré de algún modo dije para concluir. Me di
la vuelta y bajé los escalones.
¿Desea el señor que le deje algún recado?
Naaa, no gracias... Olvídelo.
Decidí buscarme la vida por otro lado, aunque todavía no sabía por cual. Caminé unos
pasos y me senté en el bordillo de la acera de enfrente para fumarme un cigarrillo.
Entonces la vi, metiendo esa mochila deportiva en el maletero del bemeuve, con esa
minifalda cursi de corazoncitos y esas coletas al estilo Pipi Calzaslargas. Me levanté de
sopetón, tiré el cigarro a medio fumar, me limpié el trasero a manotazos y fui hacia ella,
justo cuando abría la puerta delantera del coche.
Hola buenos días le entré.
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Buenos días contestó ella recelosa.
Verá, estoy intentando localizar a una amiga. Habíamos quedado aquí en el club, pero
llevo una hora esperando y aun no ha llegado.
Aja... dijo, y puesto que me escuchaba decidí continuar hablando:
Se llama Kristi Garaikoetexea. No creo que le haya pasado nada, pero querría
cerciorarme.
¿Kristi? Estará con esa mala puta de Laura.
¿Con Laura López?
Claro, ¿con qué Laura sino?
Ya, obviamente.
A mí no me gusta hablar, pero esa tía le está amargando la vida a mi Kristi. O sea, que
no la veo yo para ella. Me entiendes, ¿verdad?
Sí, sí, por supuesto.
¿Y dices que eres amigo de ella?
Sí, así es.
O sea, no me malinterpretes, pero yo te veo más como a un paparachi.
¡Huy, que va! Nos conocimos hará cosa de un año en un fiesta.
Como que lo veo ya, en esa cutrada de los yayos del circulo ecuestre.
Sí, algo así fue. ¿Y no sabrás por casualidad donde la puedo encontrar?
Vive con esa arpía de Laura en el estudio de Joanot, el pintor. ¿En serio no eres
paparachi?
Bueno, ya tenía lo que quería, así que podía permitirme el lujo de darle a la pija algún
entretenimiento.
Venga, me has pillado.
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¡Lo sabía, lo sabía, lo sabía! ¿Y de que medio eres? ¿De la televisión o de prensa
escrita?
Le miré las piernas y la minifalda.
De la revista Corazones Locos dije.
Ay, me parece que no la conozco.
Saldrá el primer numero la semana que viene.
Pues me la compraré... Oye indicó entre susurros, no le digas a nadie que te he dicho
yo nada de esto.
Por favor, soy todo un profesional.
Bueno, cariño, te dejo que me están esperando. ¡Chao!
aparcamiento a más de cien por hora.
«El pintor Joanot». Seguro que no era más que un bohemio aburguesado de esos que
indagado un poco más para averiguar el domicilio del Picasso burgués.
Pero bueno pensé, desde que existe Internet ningún dato es totalmente confidencial,
así que buscando por los sitios adecuados podía conseguir esa dirección y la marca de
los calzoncillos del Papa de Roma, si fuese menester.
Me encaminé a la parada del tranvía para dejar atrás todo aquel mundo de vil
prepotencia e injusticia, hábitat natural de la raza pijotera, y volver al mundo real, a la
ciudad erótica de Hospitalet. Pero antes pasaría por algún bar para beberme una botellita
de agua fresca y transparente, que era lo que en aquellos momentos necesitaba con más
urgencia. Misión imposible. No había un solo bar desde el club de tenis hasta la parada
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del tranvía. Si alguien me hubiese dicho que sería más fácil averiguar algo sobre Laura
López que comprar una botellita de agua, le habría tomado por loco.
Decidí al fin hacer un esfuerzo y soportar la sed hasta llegar a Pubilla Casas, por lo que
cogí el primer tranvía que pasó por Palacio Real en dirección a los suburbios.
Alguien dijo en una ocasión que el mayor placer de la vida es, por encima de una buena
cena, por encima incluso de un buen polvo, beber un trago de agua. Le di la razón
cuando conseguí a la postre, comprar en una cafetería de la carretera de Collblanc una
botella de Solán de Cabras y endiñármela del tirón sin tan siquiera respirar.
Cuando llegué finalmente al portal de mi casa, miré por acto reflejo mi buzón. Siempre
solía hacer el mismo gesto, aunque sabía que una vez recogido el correo por la mañana
era casi imposible encontrar alguna que otra carta. Pero aquel día sí que había una. Cosa
extraña, ya que correos no hacía nunca el reparto por la tarde y recuerdo que eran más
de las tres. Abrí el buzón, saqué la carta, le eché un vistazo por encima y esperé a llegar
a casa para abrirla. Era un sobre blanco, sin sello y sin remitente, con mi nombre
completo escrito en la parte delantera. «Federico García Smith»; así tal cual, todo con
letra bien grandota.
Nunca repartían el correo tan tarde, así que supuse que el remitente en persona había
introducido la carta en el buzón... o quizás alguien enviado por él mismo.
Fuese quien fuese, se había tomado demasiadas molestias en hacerme llegar el
comunicado.
Me dispuse a leer el contenido del sobre, el cual rezaba así:
OLBIDA LO DE CERBANTES SI NO QUIERES PAGAR LAS CONSECUENCIAS.
¡Foquiu! exclamé, imitando el habla de mi madre. ¿Qué mierda de amenaza ridícula
era esa que tenía incluso faltas de ortografía?
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«Por partes», me dije. Lo primero que debía hacer era tranquilizarme para ver la
situación desde la perspectiva más clara posible y después, buscar pistas ocultas en el
mensaje, si las hubiese.
Me senté en el sofá y coloqué el sobre y la hoja en la mesita frente a mí.
El sobre era pequeño, de los que se suelen utilizar para enviar postales, cerrado con ese
adhesivo que se tiene que mojar previamente para que pegue. Mi nombre estaba escrito
con rotulador negro. No había en él nada digno de mención.
Siguiente tema. La hoja era un folio dina cuatro, con dos dobleces. El mensaje estaba
escrito con el mismo rotulador y con la misma letra que el sobre.
Bien, de todo aquello no sacaba nada en claro, salvo la primera impresión: que quien me
lo enviaba era algo inculto.
Pero, ¿quién querría que dejase el asunto Cervantes? ¿Y porqué razón? ¿Qué benéfico
sacaría él? ¿O en que le perjudicaría el caso?
Bueno, el chino Confucio y su cohorte oriental también deseaban que yo abandonara,
pero pudiendo detenerme no lo hicieron. Tal vez debería preguntarle a ellos sobre la
carta, no fuera a ser que por casualidad conocieran el paradero de su remitente, aunque
fuese algo perjudicial para mis nervios entrar de nuevo en la boca del dragón.
Aun con todo, quedaban demasiadas preguntas en el aire y no podía contestar por el
momento ninguna de ellas, por lo que decidí pasar de todo, beberme medio litro de agua
y acostarme bien desnudito al fresco del ventilador.
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Picaron al timbre. Su sonido metálico y estridente me despertó cuando estaba en la fase
más placentera del sueño. Era de noche, pero lo noté más que por la ausencia de luz, por
el sonido turbio de la calle, un murmullo mezcla de paseantes, tapas, cerveza y horchata;
el sonido típico de las noches de verano.
Sin encender ninguna luz, marché hasta el auricular y dije:
¡Sí!
¿Fede? Soy la Susi.
¡Leches! La Susi y yo desnudo y sin afeitar. Abrí la puerta de la escalera, y a todo trapo
me vestí con lo primero que pillé por ahí desperdigado. Ni siquiera me calcé como Dios
manda, sólo embutí mis pies desnudos en unas zapatillas agujereadas de estar por casa y
me encendí un pitillo después de abrir el cerrojo de la puerta y dejarla entreabierta.
Hola, ¿se puede? dijo nada más franquear el quicio de la entrada.
Sí, adelante, pasa, pasa.
fingida. Me levanté del sofá y le di dos besos en las mejillas.
Siéntate si quieres le dije, y retiré una camiseta de encima del cojín.
Vestía como nunca la había visto, con falda y blusa negra, con pendientes, bolso y
maquillada. Me pareció muy frágil, como de porcelana china o cristal de Bohemia;
frágil y hermosa, elegante a su vez. Imposible que fuese la Susi del bar o la que me besó
la noche anterior. Realmente esa muchacha tenía un talento especial para mutar y
transformarse en algo distinto a ella misma.
Y dime...¿qué te trae por aquí? le pregunté.
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Es que, verás...como hoy no te he visto por el bar de mi padre, me he dicho, que raro
que el Fede no haya venido hoy, y he pensado que quizás estabas mal por lo de ayer.
¿Por la resaca?
No, no, por lo otro.
Sabía de lo que me hablaba, pero intenté hacerme el despistado para jugar un poco con
ella:
¿Por lo otro? ¿Qué es lo otro?
Sí, ya sabes... Lo de...¡No me hagas decirlo, que me da mucha vergüenza!
Vale, vale, está bien dije sonriendo. La verdad es que tenía trabajo. He ido a Pedralbes
por un asunto y luego he llegado a la conclusión de que me vendría bien echarme un
rato.
A, bueno, me quitas un peso de encima.
ofrecerle.
No gracias, si ya mismo me marcho. He quedado dentro de cinco minutos con una
persona.
Supongo que debí poner una cara algo extraña, ya que acto seguido añadió:
Es decir, con una amiga, no me vayas a malinterpretar.
Se me hacía demasiado grande todo aquello, así que intenté cambiar de tema.
Esto.. quería hacerte una pregunta: ¿Sabes algo de un pintor llamado Joanot?
Huy, de pintura estoy muy verde. A mi me sacas de las manualidades Disney y me
pierdo. ¿Porqué lo dices?
No, por nada. Necesito encontrar su dirección.
¿Has probado en internet? No sería extraño que estuviese por ahí escondida.
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Sí, eso haré.
Hubo entonces un silencio demasiado prolongado que rompió al fin la Susi:
Bueno, pues me marcho, que sino llegaré tarde.
No dimos dos besos y la acompañé hasta la puerta.
Y no te preocupes dije mañana seguramente me pasaré por el bar.
Nos despedimos sobriamente y con celeridad.
Una vez sólo en mi piso, suspiré aliviado. La Susi me atraía de forma física y algo más,
como un golpeteo acelerado en mi corazón, pero su presencia me incomodaba un ápice
y aun no sabía porqué.
Me olvidé del tema y fui a la cocina para preparar una cafetera. De la calle llegaba el
sonido de la vida nocturna de la ciudad y sus olores, que poco a poco se mezclaban con
los del café recién hecho.
Encendí el ordenador, y me conecté a internet, después de prepararme un cortado con
poquita leche y muy cargado de café.
Le di un par de vueltas al poso del azúcar con la cucharilla, y entré al trapo: «joanot el
pintor», tecleé en el google con la suavidad de un pianista. Bebí un sorbo del cortado.
Aparecieron cosas raras que no venían al caso, como «El pintor Miquel Bestard... la
mujer de Joanot Santa Cecilia» y otras cosas parecidas. Pensé que sería más provechoso
buscar la frase exacta. Y así fue. Al par de entradas una me llamó la atención, la cual
rezaba así: «El pintor Joanot montó una fiesta en su casa... etcétera».
Entré en la página para ver la noticia entera y ahí estaba, en el cuerpo de la noticia;
Ronda de San Marcos cincuenta y seis. ¡Bingo! Si hubiese podido me habría besado a
mi mismo.
Apunté la dirección en un papel y apagué el ordenador.
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Últimamente estaba rozando la genialidad, y eso quería decir sin miedo a equivocarme,
que me estaba convirtiendo en todo un genio y figura de mi profesión. Sin un duro y con
más hambre que Carpanta, todo hay que decirlo, pero genio al fin y al cabo.
Lo del hambre me recordó que la nevera continuaba vacía y que aun no había cenado,
por lo que me calcé unas deportivas y salí a la calle con la intención de cenar en el chino
Gran Muralla, para así matar dos pájaros de un tiro: cenar y preguntar por la carta
amenaza; y de paso ya puestos, olvidar durante unos minutos al pintor Joanot.
Cuando entré, una chinita baja de estatura, pero muy ricamente vestida, vino a recibirme
con unos andares finos y con una sonrisa de oreja a oreja:
Señol Galcía, le están espelando.
¿A mí? pregunté. La verdad es que creí que me diría lo típico de «mesa para uno» o
algo parecido.
Sí, si me acompaña pol favol.
Ya sabía yo que no era buena idea la de entrar de nuevo en la boca del dragón. “Si lo
sabía”. Lo pensé, me lo dije, pero mi subconsciente, como siempre a su rollo. En ese
momento me pareció escuchar la voz de mi madre diciéndome: «Federicou, Federicou,
que siempre escohes el caminou equivocadou», o algo así.
Acompañé a la chinita hasta la trastienda del restaurante y nada más entrar lo vi, sentado
en una mesa recién servida. Era el chino Confucio rodeado de platos llenos de rollitos
de primavera, ensaladas, ternera, bambú, setas chinas, cerdo agridulce... O sea, justo en
medio de un banquetazo de todo padre señor mío.
Se levantó al verme:
¡Señor García, que grata sorpresa! Pero pase; pase y siéntese a la mesa conmigo, por
favor.
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Y eso hice, acercarme a la mesa y sentarme.
Antes de nada dije algo seco quisiera saber cómo a alcanzado a distinguir usted que
esta noche iba a venir a su restaurante.
Un presentimiento. Para nosotros los orientales los presentimientos son como una
ciencia. Ya sabe, el ying y el yang, el kunfú y demás.
Ya, entiendo. Pero vayamos al grano. ¿Qué quiere decirme?
¿Yo? A usted nada, señor García... No he sido yo quien le ha invitado al restaurante.
Supongo que será usted quien tenga algo que decirme.
Sí, tiene toda la razón.
Pues adelante, le escucho.
personalmente.
¿Puedo? dije, señalando un rollito de primavera.
Sí, por favor.
Verá, hoy he recibido una carta dije.
Hunan.
Esta es diferente. Resulta que es una amenaza.
Miré sus ojos con fijeza para ver si mostraba algún atisbo de intranquilidad.
¿Una buena amenaza o una mala amenaza? preguntó.
No sabía que hubiesen diferentes tipos de amenaza aseguré pero supongo que mala,
ya que tenía incluso faltas de ortografía. Imagínese que escribieron Cervantes con be de
burro.
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Bueno, eso no es del todo incorrecto. Cervantes firmaba con be, pero cuando publicaba
un libro lo hacía con uve.
Nunca me habría imaginado que el Confucio tuviese esos conocimientos sobre el
patriarca del idioma español.
¿Y porqué razón? quise saber.
Supongo que por algún tipo de manía suya. Capricho de artista.
No creo que quien escribiese la carta supiese algo de eso, pues también escribió olvida
con be y eso si que es del todo incorrecto.
¿Y qué decía la carta?
Así, textualmente... “olvida el asunto Cervantes si no quieres pagar las consecuencias”.
Pues me da muy mala espina la cosa. Ya le aconsejamos nosotros que se olvidara de
todo eso.
Bueno, ¿y no sabrá quien la ha escrito?
¿Cómo voy a saberlo? Puede haber sido cualquiera, el repartidor del butano, el
basurero, la chica esa que entró anoche en su casa...
¿Cómo sabe usted eso?
Lo que quiero decir es que todo el mundo desea que se olvide del caso Cervantes.
¿Y eso porqué?
No se lo puedo explicar, puesto que de esa manera le estaríamos revelando el asunto.
Sólo le diré un proverbio de sabiduría china: “más vale dragón en mano que ciento
volando”.
Su sabiduría china me deja anonadado.
Me refiero a que son mejores las pistas que usted tiene, que las que nadie le pueda dar,
ya que con eso saldría perjudicado.
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Que quiere que le diga, pues no me vendría mal una ayudita, por que estoy más perdido
que la alpargata de Mahoma.
No se preocupe. Tengo el presentimiento de que acabará descubriéndolo todo sin ayuda
de nadie.
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9
El tranvía me llevaba de nuevo a pijolandia con la seguridad ferroviaria de saberse más
grande y robusto que los vehículos de cuatro ruedas.
La verdad es que no me hacía ninguna gracia volver a aquel terreno desconocido, ya que
causaba en mí una gran repulsa, un rechazo extenso que se prolongaba por centenares de
calles bien asfaltadas y limpias, repletas de personas con la cabeza hueca y el corazón
vacío; pero el deber obliga, por lo que desanimado, marché hasta la ronda de San
Marcos a ubicar personalmente el domicilio del pintor modernista y el paradero de la
futura secuestrada.
Descendí del tranvía en Palacio Real y caminé por las mismas calles que la otra vez,
cuando fui al club de tenis Pedralbes a preguntar por Kristi Garaikoetxea, la presunta
amante de Laura López, pero en aquella ocasión me desvié a la derecha antes de llegar
al cruce con Bosch i Gimpera, hasta llegar a la puerta del domicilio de Joanot, o si bien,
a donde vivía o se hospedaba o descansaba el pintor, según la página de internet, y
donde además, y siempre según la susodicha página, montaba fiestecitas de vez en
cuando para deleite de sus amigos.
Ronda de San Marcos cincuenta y seis. Era un bloque de dos pisos, con grandes
principal, una cara sonriente y alegre, con su boca, sus orejas, y sus ojos que parecían
mirar al resto de la ciudad con indiferencia. O algo así me pareció.
Justo delante, metido dentro de un edificio descomunal, había un bar con grandes
cristaleras rotuladas con la leyenda “Autárkicum”, la que supuse sería el nombre del
local.
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Entré en el Autárkicum para investigar sobre el terreno y no llamar así, directamente, al
timbre de la casa del pintor, quedándome impresionado con la estética moderna de la
“tasca” y con su aparente elevado coste económico. “Lo mismito que el bar del Maño”,
me dije.
No había casi nadie, apenas un par de parejitas sentadas en las mesas y un hombre
entrado en años leyendo la Razón en una esquina. Me senté en la punta final de la barra
de mármol verdoso y le pedí al camarero un cortado y una botella de Vichy Catalán.
En las paredes del bar pintadas de color pastel, descansaban unos cuadros extraños de
figuras imprecisas en los que destacaban los colores chillones.
El camarero me trajo el cortado y el agua con gas.
Bonitos lienzos le dije, señalando uno al azar. ¿Son de Joanot?
Su mirada displicente me indicó que había errado de cajón, y que explicar a una persona
tan poco ilustrada como yo el motivo de tan craso error no le motivaba en absoluto.
Ese es un Miró y aquel un Barceló me dijo, como si se le importase un ardite que
entendiese o no su explicación. Ninguno tiene nada que ver con el impresionismo o el
realismo de Joanot. Es más añadió, creo que mi jefa se ahorcaría antes de colgar un
cuadro de ese tipo en el bar.
Pero vive ahí en frente, ¿no?
¿Y? dijo con chulería, y eso, aunque él no lo supiese lo decía todo.
O sea, que vivía en el cincuenta y seis de la ronda de San Marcos como aseguraba la
página web. Ahora sólo me quedaba averiguar si Laura López se alojaba con él, y si así
fuese, planear mentalmente su secuestro. Con mucha cautela y sensatez, sería. Con
discreción. Casi tendría que ser como una obra de arte de esas que colgaban de las
paredes del bar. Eso era; transformar el delito en obra de arte me haría evolucionar de
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simple delincuente a artista consagrado, convirtiéndome así de pronto, en el Salvador
Dalí del hampa.
Embutido en mi propia genialidad abrí el sobre de azúcar y eché su contenido en el café
con leche, notando que hasta a un gesto tan común como aquel le ponía Duende.
Necesitaba un plan, pensé. Y un coche. Necesitaba un coche o una furgoneta. ¿Cómo la
iba a transportar sino, en el metro? Bueno, ya lo meditaría todo a conciencia.
El camarero pasó por su parte de la barra, cerca de mí.
Perdone dije, la chica esa que vive con Joanot, eeeee... ¡Laura López! ¿También pinta
cuadros?
No se de quien me habla.
¿No vive el pintor con dos chicas?
Lo siento, pero no me meto en la vida intima de nuestros clientes. Y además, Joanot ni
siquiera es cliente nuestro, tiene prohibida la entrada.
Ya. Bueno, gracias de todos modos.
electoral.
Seguí con mis planes visto que no le iba a sacar nada más al camarero.
aunque pensándolo bien, siempre me quedaba la opción de alquilar una.
En eso estaba cuando entró por la puerta del bar una rubia deslumbrante, desmelenada
toda ella, luciendo un vestido azul ajustado con las piernas al aire; unas piernas tan
largas como las vacaciones de un ministro.
Toni, majete, ponme un chupito de tequila y una lata de coca cola para llevar.
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Dejó el bolso sobre un taburete, y se sentó en el contiguo cruzando esas piernas
hipérboles.
En ese momento me fijé de nuevo en su melena rubia, y me pregunté: ¿De que color
tenía el cabello Laura López? ¿Del mismo que la chica esa, quizá? Lástima ser tan
despistado y haber olvidado su fotografía en casa. Una verdadera lástima.
El camarero anduvo hasta la rubia de marras con la botella de tequila en una mano y un
vaso minúsculo en la otra y después de llenarlo hasta el borde, lo apartó, se apoyó
levemente sobre la barra, acercó sus labios a la oreja de la mujer y le susurró algo que
fue técnicamente imposible escuchar desde el extremo en el que yo me encontraba. La
chica volvió su vista hacia mí y adiviné en el acto lo que le estaba contando el camarero.
La chica dijo algo, se levantó colocándose bien la parte inferior del vestido y se dirigió a
mí meneando las caderas. Empecé a temblar por dentro, aunque supongo que ella no lo
notó:
¿Te conozco de algo? me preguntó con el tono de voz más estúpido que había oído
jamás.
Creo que nunca has tenido esa suerte.
¿Entonces? ¿Por qué le has preguntado a Toni por mí?
¿Quien es Toni? dije con sarcasmo. Señaló al camarero:
Ese.
¿Y por quien dices que le he preguntado?
No te hagas el tonto.
No, si lo digo en serio.
Por Laura López.
¡Aaaaa! ¡Por Laura!... ¿Tú eres Laura?
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Así es sentenció.
...Es que verás, soy de la revista Corazones Locos y quería hacerte unas preguntas.
O sea, ¿que eres paparazzi?
Sí, evidentemente.
Eso no te lo crees ni tú.
¿A no? ¿Y eso por qué?
Fíjate que pintas llevas: esa ropa, ese corte de pelo, ese acento tan cutre, el codo
apoyado en la barra... Los paparazzis son de clase media, no parecen sacados de una
película del Vaquilla... como tú. Sin duda eres de Hospitalet o alrededores.
¿Y tú qué eres, licenciada en ciencias barriobajeras o algo por el estilo?
No, simplemente tengo amigos y conocidos en tu ciudad. Por ejemplo, quien te ha
hecho venir aquí.
Ahí sí que me dejó alucinado en colores.
¿Y quién me ha hecho venir aquí, si puede saberse? pregunté, mostrando un interés
que para nada era fingido.
¡Don Corleone!
Me quedé atónito y sin respuesta alguna.
Ella debió percibir claramente que había dado en el blanco, pues apretó los puños con
fuerza e hizo una mueca exagerada de odio y enfado.
Espera aquí me dijo al cabo.
Anduvo hasta el principio de la barra, cogió el chupito que hasta entonces no había
tocado y se endiñó todo el tequila de un solo trago. Luego agarró su bolso, meneó de
nuevo sus caderas hasta llegar a mi posición y sin mirarme, me preguntó:
¿Has venido en coche?
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No, en tranvía contesté.
Vamos, que te llevo. No voy a dejar que vayas andando por ahí con esas pintas. ...Lo
raro es que aun no te haya detenido la policía.
No se de que “pintas” hablaba constantemente, pues ese día iba la mar de majo vestido
y, aunque sea feo decirlo, siempre me he considerado un chaval guapete e incluso algo
refinado.
Pensé en negarme a que me tratara como a un crío chico ordenándome que fuera con
ella, pero bien meditado, sería una buena cosa para mi cometido, ya que el plan de
convertir el secuestro en una genialidad se había ido totalmente al garete.
Sin decir ni pío me levanté del asiento y la seguí, una vez que se despidió del camarero
y cogió la lata de coca cola que éste había dejado sobre el mármol verde de la barra.
Luego pasaré a pagarte dijo.
Al menos teníamos algo en común, pensé.
Salimos del bar y nos dirigimos al bloque en forma de cara sonriente. La rubia picó al
timbre y al cabo de unos segundos un tipejo salió al balcón con una bata granate, roída y
manchada de pintura, el pelo canoso y despeinado, barba blanca de varias semanas y
sobre los ojos, unas lentes de culo de vaso reparadas con celofán.
Joanot le dijo Laura aquí tienes la coca cola que me pediste.
El viejo levantó las manos bruscamente y comenzó a replicar a San Pedro o a alguien de
más arriba, en un idioma latino de nueva invención, mezcla por lo visto, de castellano,
catalán, francés, italiano, y vaya usted a saber que dialectos más:
Collons, que no puede uno treballar en pau, me cago en deu, que si no es la rubia es la
morena, aquí tuti molesta al artista, la madám, el mesié y todos los santos, y luego tuti
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menja de mis cuadros, y olalá y quest que se y así un par de minutos, hasta que la rubia
le lanzó la lata en plan baloncesto y nos fuimos en busca de su coche.
Es un viejo verde me comentó al cabo... Pero tiene dinero.
Entendí a lo que se refería, por lo que rechacé la idea de inmiscuirme en sus emociones
más profundas. “El vil metal”. Como siempre jodiendo la vida.
Llegamos a su coche, donde comprendí ahí ya completamente aquello de “el viejo
diamante, con asientos y volante de cuero, llantas de aleación y demás ornamentos de
alta gama. ¿Recuerda el lector aquellos seat ciento veintisiete de cuatro puertas que
pululaban por nuestras carreteras en los años setenta? ¡Ah, los ciento veintisiete, como
olvidarlos! ...Pues comparar el mercedes de la rubia con un ciento veintisiete sería lo
mismo que buscar parecidos entre Elsa Pataki y Marujita Díaz.
Subimos al bólido y al encenderse, sonó un runrún heroico, poderoso, como el de un
consolador de mil quinientos kilos, y con él comenzamos a deslizarnos por el asfalto en
dirección a la Diagonal.
Yo permanecía callado, coaccionado por el nivel social del vehículo y por las curvas
prominentes de la rubia, pero al fin ella, notando tal vez mi agobio, me preguntó sobre
el trabajo:
¿Así que eres uno de los matones de don Corleone?
Bueno, en realidad soy detective.
¿Detective? preguntó ilusionada ¿Como Mágnum PI o Sherlock Holmes?
Más bien como Colombo, pero no vas mal encaminada.
¡Qué emocionante!
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El tórrido viento rodeaba nuestros cuerpos e intentaba levantar el vestido azul de la
rubia, consiguiéndolo sólo de forma tímida, pero suficiente como para distinguir cada
vez más sus largas piernas sobrehumanas.
mirando sus muslos con descaro.
Salimos de la Diagonal por la derecha, cuando divisamos el hospital San Juan de Dios,
entrando en una glorieta del termino municipal de Esplugues, y después de pasar por el
descampado de la fecsa y cruzar la carretera de Collblanc, entramos de lleno en la
avenida Severo Ochoa donde me preguntó:
¿En que parte de Hospitalet vives?
En la avenida Miraflores. En la parte de arriba.
Hacia allí nos dirigimos, mientras la gente que paseaba por el interior de la avenida o
por la Bóvila, miraba de reojo el mercedes negro descapotado por lo llamativo de éste.
La rubia, a pesar de ser pija de los pies a la cabeza sabía moverse con soltura por mi
ciudad adoptiva, cosa que me sorprendió bastante.
Le indiqué el portal de mi casa una vez en Miraflores y detuvo el vehículo en la acera,
mientras una piara de salvajes conductores lanzaba improperios contra nosotros y hacía
alarde de sus potentes bocinas. Pero a la rubia parecía importarle un pimiento todo
aquello.
Supongo que ya has cumplido tu cometido me dijo antes de apearme del consolador
gigante.
¿A que te refieres?
Digo que supongo, que tu trabajo es informar a don Corleone de mi situación, y ya
sabes donde vivo y con quien.
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¡Qué mal suena eso de “don Corleone”! dije para desviar el tema. Ella se rió.
En realidad se llama Jordi Tortosa. Lo apodaron así cuando compró el casino de San
José.
¿Un casino? No tenía ni idea.
Veo que no le conoces demasiado. Yo que tú me alejaría de él.
Bueno, te agradezco la información.
Tú mismo.
Miró instintivamente por el retrovisor y acto seguido se despidió:
Venga, majo, fue un placer conocerte... Nos vemos.
Contemplé por última vez aquellas piernas deslumbrantes y añadí:
Eso espero.
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Desde la lejanía, miré el buzón y una especie de descarga eléctrica me recorrió la
columna vertebral.
Algo había en su interior. Pero al acercarme y abrirlo me dí cuenta de que sólo era
propaganda: un viaje a Lourdes con desayuno y almuerzo incluidos, por la insulsa cifra
de quince euros. Y además, de regalo, un fantástico televisor. En blanco y negro, eso sí,
pero televisor al fin y al cabo. Medité mientras subía por las escaleras sobre la
posibilidad de hacer el viaje para pedirle a la virgen que me resolviera el caso Cervantes,
y de paso, si no era mucho pedir, que me arreglara una caries que empezaba a ser
molesta. Una vez en mi piso rompí el panfleto y me olvidé del asunto.
¡Ale! me dije, pues ya tenía solucionada la mitad de la operación pijolandia. Ahora
Corleone”. Aunque a decir verdad, aun no tenía ni pajolera idea de cómo hacerlo.
Olvidé por un momento el trabajo para dedicarme a mí por entero.
Me serví un vaso de agua clorada del grifo con sabor a zotal, a la cual quise añadirle
unos cubitos de hielo que por supuesto no tenía. Pero la acción de abrir la nevera me
reportó una información extra de más valor: carecía de los víveres indispensables para
continuar con los ciclos vitales de mi organismo, o dicho de otro modo, no tenía ni un
triste cacho de pan que llevarme a la boca. Y lo peor de todo es que no me faltaba dinero
para comprar un buen carro de comida, no como en otros tiempos en los que no me
llegaba ni para chupar el cuchillo del charcutero de la esquina.
En definitiva, la simple vagancia era la culpable de que mi nevera estuviese más vacía
que la cabeza de un portero de discoteca, y como no había una clara intención de
remediar el lance en lo que restaba de día, me acabé el vaso de agua clorada, me
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refresqué un poco la cara en el lavabo y me fui al bar del Maño a ver si conseguía un
trozo de tortilla de patatas recién hecha.
Bajé toda mi calle y la avenida siguiente, para cruzar después el puente, andar unos
pasos hasta la esquina en la que aún permanece una antigua discoteca, tomar Alpes a la
derecha, caminar un trecho largo hasta un cruce, y bajar unos metros hasta el bar del
Maño.
¡Hombre, fede! ¡Que de tiempo! ¿No te habrás casado, incluso?
Meneé la cabeza y saludé:
¡Hola Maño! Creo que nunca me cansaré de tus festivales del humor.
Eso espero. Dime, que te pongo.
Pues para empezar un quinto San Miguel, y luego, con el segundo, quizás deguste esa
tortilla a le manyé que tú preparas con tanto amor y dedicación.
Vale. ¿La voy calentando ya? Lo digo porque no creo que tardes mucho en secar esa
botella.
Sí, tranqui, tú haz lo que tengas que hacer, que yo mientras me siento en una mesa y me
leo el periódico.
Pues diez minutitos y te sirvo la mejor tortilla de patatas de toda Barcelona y parte del
extranjero.
Me senté en la mesa del fondo con la cerveza, mientras echaba un vistazo a las noticias
del día, las cuales eran tan poco gratificantes como la vida misma. De vez en cuando
levantaba la vista del periódico para ojear el exterior del local y apreciar así los hombros
descubiertos de alguna que otra fémina arrastrando el carrito de la compra o hablando
por el móvil con el novio o el amante.
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En eso que se me puso la piel de gallina al escuchar una voz conocida a mis espaldas, al
fondo del bar:
Papá, la Gisela ha pintado un dibujo para ti.
Me giré y vi a la Susi con una niña rolliza de unos cinco o seis años.
Hola Susi dije, no sin cierto recelo.
Hola borracho me contestó.
Que tenemos aquí dijo el Maño mientras levantaba a la niña en brazos con bastante
esfuerzo, pues el cachorro humano debería pesar unas doscientas arrobas, vaya dibujo
tan chulo has hecho.
La Susi se metió de nuevo en la trastienda, y yo intenté ser amable con la cría:
Que niña tan guapa. ¿Es tu nieta?
Sí, es la de mi Paco.
Soy guapa porque soy una rosa especificó la niña.
Quédate un momentillo con ella que voy a por una caja de cervezas me pidió el Maño,
dejando a la mocosa en el suelo.
A veces hay que pagar un impuesto demasiado grande por ser buena persona.
¿A ver el dibujo ese? dije, por decir algo.
¡No! ¡Eres un borracho!
¡Habrase visto semejante desfachatez en una infanta! Viendo que no había nadie para
actuar como testigo de mis palabras solté:
...Y tu eres gorda como una cerdita, fea y hueles a tocino ibérico.
dimensiones colosales, pero todo quedó en nada cuando entró su abuelo con la caja de
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cervezas en las manos y ella le dijo que “ese señor me ha dicho una cosa” y él le
contestó que “muy bien, ahora ves con la tita y hacéis otro dibujo”.
Su padre la ha inscrito en los salesianos me explicó el Maño mientras servía mi tortilla
en un plato.
Uy, pues yo estaría preocupado; de ahí no salen más que ministros y delincuentes.
A mi me lo vas a contar. La Susi estudió con esos y mírala, no sonríe ni de espaldas.
Aunque, entre tú y yo, me parece que se ha echado un noviete o algo parecido.
¿Y eso? pregunté haciéndome el loco.
Puso el plato en mi mesa.
No se, la veo más feliz. Seguro que hasta se la han cepillado.
Macho, que cosas dices ¡Que es tu hija!
¿Y? Por muy hija de su padre que sea, tarde o temprano tendrá que chingar, digo yo.
Sí, claro, pero esas cosas no se dicen.
¿Porqué no? Los del pepé decimos siempre lo que pensamos, sino mira al Aznar en la
Jorge Taun, que no se calla ni una.
Pues más le valdría hacerlo. Pero volviendo al tema, ¿sabes con quien está?
No, pero me figuro que con algún compañero de la facultad. ¿Con quien sino, si nunca
sale por ahí?
Ya, claro dije, de la facultad.
Abandonamos la conversa cuando entró el Vas, un alto cargo de la policía autonómica
conocido por su lengua ligera. El Vas llevaba apenas un año en la ciudad, pero ya se
conocía al dedillo la vida de todos sus habitantes. Sólo con un nombre, podía decir si el
individuo en cuestión había sido detenido, si le había puesto en alguna ocasión los
cuernos a su mujer, y cuantas veces en su vida había cogido ladillas. Por lo visto el
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exceso de horas muertas transformaba a los policías en autenticas marujas de aquí te
espero.
El Maño me trajo la segunda cerveza, y con ésta me ayudé a tragar los últimos trozos de
tortilla española que quedaban en el plato. Sin acabar de tomarme el quinto y viendo
que la compañía no era muy grata, me levanté del asiento y salí a la calle:
Maño le dije desde el exterior, luego me paso y te abono la cuenta, que me olvidé la
cartera en casa.
No le dejé tiempo a contestar. Crucé la carretera y apresurado por el calor descomunal,
entré en el centro comercial de la Farga con el propósito de tomar un café al fresco del
aire acondicionado.
Me senté en la terracita interior de una de las cafeterías y esperé a que la camarera, una
chica la mar de maja con los ojos verde aceituna y el cabello en tirabuzones, se dignara a
darse cuenta de mi presencia. Mientras, con disimulo, me centré en la parlamenta de dos
mujeres cincuentonas que estaban sentadas a mi derecha.
Pues que quieres que te diga. A mí, a pelo siempre me ha gustado más.
Hija, porque no has probado los de fresa. Para mi que noto el sabor incluso donde te
dije.
Supuse que estaban hablando de las novedades en la condonería del tercer piso.
¿Que te pongo? me dijo al fin la muchacha. Pensé en decirle algo del tipo “a cien, me
pones a cien”.
Un cortado y una botella de Vichy Catalán, por favor.
¿Te sirve un agua con gas normal? me preguntó. Pensé en decirle “de ti me sirve
cualquier cosa”.
Sí, no hay problema.
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Apuntó mi pedido en una especie de calculadora gigante y se metió en la barra.
...Pues mi Antonio trajo una vez una caja de esos con estrías y me dijo que eso me iba a
hacer disfrutar de lo lindo, pero no hubo manera hija, no se si porque no eran de su talla
o porque soy muy torpe, pero al final, nada de nada, que nos quedamos mirando al
norte. Y total, para una vez al mes que nos ponemos tampoco nos vamos a complicar la
vida.
Lo que tenéis que hacer es practicar más. Eso es como el coche, que contra más lo
conduces mejor lo llevas.
La camarera vino hasta mí con el cortado y el agua en una bandeja, y lo dejó todo sobre
la mesa.
Pues será un euro con cuarenta.
Pocas cosas me dan tanta rabia como que le pidan a uno el dinero antes de haber
acabado la consumición, pero en ese caso, dada la esplendidez de quien ejecutaba el
acto, resolví pasarlo por alto.
¿No te hará daño eso? quiso saber la muchacha, refiriéndose sin duda a la mezcla del
gas con la leche del cortado.
No, tranquila, tengo el estomago a prueba de balas.
Esa explicación pareció bastarle, cosa que no me agradó del todo, ya que mi intención
era la de retener esos ojos mirándome el mayor tiempo posible.
...Hay que ver lo que aprende una contigo, hija. Eres la mismita Enciclopedia Álvarez
del sexo en persona continuó diciendo una de las cincuentonas. Tendrías que explicarle
esas cosas a mi Antonio, que al muy burro no le interesa más que el fútbol y los toros. Y
no es por hablar mal de él, que tú ya sabes que me lo quiero más que al Hola y al
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Lecturas, pero es que no me parece a mí muy masculino eso de estar todo el día mirando
las piernas desnudas de los futbolistas y los cataplines de los morlacos...
delante, o con la parsimonia del anciano que espera pacientemente a que el reloj
continué su lenta y macabra marcha.
Una vez aburrido del descanso y de la conversación epicúrea de las dos cincuentonas,
me levanté de la silla, busqué con la vista a la camarera para despedirme de sus ojos
verde aceituna, y salí a la calle a tostarme como un pollo al horno.
Anduve hasta mi casa con el sol de la tarde abrasándome la espalda. Tenía que cambiar
mi horario laboral pensé, a las doce de la noche por ejemplo. Como mínimo en verano.
¡Todo el universo debería cambiar el horario en verano!
Llegué a casa con la camiseta y los pantalones empapados de sudor, los calcetines e
incluso los calzoncillos. Me desnudé por completo quedándome tal y como mi madre
me trajo al mundo, y dirigí el chorro de aire del ventilador al sofá, donde había
dispuesto mi cuerpo. Entonces miré hacia abajo. ¡Que cosa tan grande, por Dios! Nunca
me había fijado de aquella manera en una parte de mí, y menos aun en una parte de
tamaño tan descomunal. Me levanté y fui a la cocina donde busqué las tijeras de partir el
pollo. Volví al sofá y corté a conciencia la uña del dedo gordo del pie derecho. ¡Era
enorme! Aunque las demás no tenían nada que envidiarle, por lo que ya puesto, me hice
una buena pedicura.
Enchufé la tele y cambié compulsivamente de canal, una y otra vez, hasta que por el
propio efecto acumulativo de presionar las teclas del mando a distancia, albergué en mí
el aburrimiento necesario para desconectar el aparato y pasar a otra cuestión.
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Debía llamar a Don Corleone, o Jordi Tortosa, o como diantre se llamara. Busqué por
todo el despacho la tarjeta que me entregó su escoltaorangután, encontrándola al fin en
Cervantes.
El asunto Cervantes... Ya casi me había olvidado de él. Tenía que retomarlo en la mayor
investigación.
Marqué el numero que venía impreso en la tarjeta de vista de don Corleone y me
apareció al otro lado una musiquilla infernal que imitaba, con sonidos infantiles, la
quinta sinfonía de Beethoven. Al fin una voz femenina se dignó a contestar:
Casino San José, buenas tardes.
Hola, buenas tardes dije, ¿podría ponerme con don Corleone, por favor?
No me contestó. La imaginé pulsando con celeridad alguna tecla para desviar la
llamada. A los pocos segundos apareció otra voz, de hombre en ese caso.
Hola, buenas tardes.
Buenas tardes. Desearía hablar con don Corleone.
¿De parte de quien, por favor?
De Federico García Smith.
¿Sobre que quería hablarle, don Federico? me preguntó, con exagerada tibieza en el
tono de su voz.
Él ya lo sabe contesté. Supongo que está esperando esta llamada.
Muy bien, un momentito por favor.
Volvieron a ponerme la quinta sinfonía y al rato apareció otra voz femenina.
Hola, buenas tardes.
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Buenas. Con don Corleone.
¿De parte de quien, por favor?
De Federico García Smith, por enésima vez.
¿Sobre que quería hablarle, don Federico?
Él ya lo sabe.
Si no me explica de que se trata no puedo pasarle. Son normas de la casa.
Lo siento pero es confidencial.
A ver, un momentito.
Volvieron a ponerme la musiquilla satánica.
¡Dígame!
Al fin la voz gutural tan esperada.
¿Don Corleone? Soy Federico, el detective.
¡Hombre, Federico! ¿Tiene buenas noticias que darme?
Sí, bueno, primero quiero decirle que ha sido un rollo Macabeo contactar con usted. Me
han pasado por veinte telefonistas diferentes, cada cual más tonta.
Cuestiones de seguridad, ya sabe dijo, y entendí con eso que la forma más segura de
protegerse era parapetándose tras la tontura. Pero venga, a ver esas noticias.
Suspiré lejos del auricular:
Verá, tengo una buena noticia y una mala.
Lo suponía. Empiece por la buena, y la mala ya me la imaginaré.
De acuerdo: he localizado a Laura. Tengo su dirección, la matricula de su coche e
información relativa a las personas con las que vive. Se lo daré todo bien explicado en
un dossier.
Na, déjese de dossier y de hostias y dígame la dirección. Con eso bastará de momento.
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Bueno, como guste. ¿Tiene bolígrafo o algo para apuntar?
Sí, desembuche.
Bien, pues vive en la ronda de San Marcos cincuenta y seis. Eso está en Pedralbes.
Vale, perfecto. ¿Y con quien vive? preguntó.
Con un pintorzucho llamado Joanot y su amiga la tenista.
¿Kristi?
La misma que viste y calza.
Bien, veo que ha hecho un buen trabajo. ¿Y qué hay de lo otro?
¿Lo otro...? Deberá darme una semana al menos. Esa era la mala noticia.
De acuerdo, siete días. ¿Algo más?
Bueno, si me paga le estaré eternamente agradecido.
¿No quedamos en arreglarlo cuando acabase la faena?
No aseguré con decisión, usted lo separó en dos trabajos distintos con diferentes
presupuestos.
¿Eso hice...? Está bien. Mañana le enviaré a alguien con un sobre.
Gracias don, sabía que no me iba a fallar.
Balbuceó algo que no entendí y colgó el teléfono.
Una semana, pensé. ¿Cómo iba a secuestrar a la rubia en una semana? El asunto se
tornaba cada vez más peliagudo, pero no iba a abandonar; al menos, no de momento.
Siempre he considerado que las personas debemos luchar hasta el momento justo de
poder retirarnos con soltura. Vamos, que hay que combatir hasta escuchar “tonto el
último” y entonces correr como un gamo.
Y eso era precisamente lo que iba a hacer en un futuro próximo, aunque por el momento
descansaría, que era lo que en realidad necesitaba con más urgencia. Así que aparqué
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todas las ideas laborales en un rincón oscuro de mi gran cerebro y me pegué una buena
ducha de agua tibia. Sin secarme apenas me senté en el sofá, encendí la televisión y me
tomé un par de somníferos, relajándome con el humo de un cigarrillo.
A la media hora aproximadamente, cuando las pastillas ya habían surtido su efecto y el
mundo funcionaba a ralentí, me encaminé casi arrastrándome a la habitación y dejé el
cuerpo donde me fuese fácil encontrarlo a la mañana siguiente.
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Caminaba por las cercanías del campo del barsa cuando me vi rodeado de una tribu de
hombres travestidos y mujeres de buen cuerpo y mala fama. Se congregaron todas y
todos a mi alrededor y me mostraron sus encantos, sus curvas y sus rectas, mientras me
llamaban por mi nombre: Fede, Fede, llévanos contigo me decían. Acercaron sus
manos a mi cuerpo y lo acariciaron, mientras una ambulancia se aproximaba a nosotros,
y de su interior descendía un travestido de tres metros de altura. Después de abrir las dos
puertas traseras, me invitaron a subir empujándome con suavidad con sus manos
sedosas. Todos y todas subieron a la ambulancia conmigo y comenzamos a desplazarnos
por las calles de Barcelona hasta llegar en pocos segundos al puerto, junto a las
Golondrinas. Ahí abrimos las puertas del vehículo de par en par y nos desnudamos para
montar una orgía de las que hacen historia. El conductor de la ambulancia el de los tres
metros de altura dejó al aire su miembro y se acercó a mí con él erguido, para tomarme
cual sodomita. Pero en ese instante, el silbato de un barco invadió nuestro espacio,
activar como por obra de magia.
El ruido iba en aumento y pasó de estridente a ensordecedor. Parecía que me iba a
volver loco de un momento a otro; y justo cuando iba a traspasar el umbral de la locura,
cuando mi cabeza pretendía estallar como un melón tirado en una autopista, desperté y
me di cuenta de que el sonido estridente no era otra cosa que el timbre de mi casa
sonando con insistencia. Con los ojos aletargados por la penumbra, las legañas y el
sueño, me levanté y a tientas, anduve hasta la puerta descolgando el telefonillo:
¿Quién es?
Fede, soy la Susi.
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Abrí la puerta con el botón del portero automático, pero ella volvió a picar al timbre.
¿Sí? dije.
No, que no subo. Te espero en el bar de aquí abajo, en el Palmito.
Vale, dame dos minutos.
Abrí la persiana de mi cuarto y miré el reloj: Las doce del mediodía. Llevaba unas trece
horas durmiendo y aun así estaba más agotado que al acostarme. Un café me vendría
bien, pensé.
Me vestí con apremio buscando la ropa que mejor me sentase, aspecto éste desconocido
en mí hasta el momento. Pero en fin, sospecho que la Susi estaba influyendo en mi vida
como sólo alguien especial lo hace.
Una vez bien acicalado, con el pelo engominado, y los pies envueltos en unos zapatos de
vestir algo desgastados, por cierto, salí a que me diera la brisa matinal en la cara, en el
corto trayecto de casa al bar.
El Palmito era un bar cafetería situado entre una caja de ahorros y una inmobiliaria. El
bar estaba diseñado en estética caribeña, con el suelo de madera de palma y plantas de
follaje amplio que refrescaban el ambiente. En una estantería, bajo un cuadro de colores
llamativos, descansaba una figura que representaba a escala, el hispánico toro de
carretera con sus bravos cojoncillos colgando.
Justo debajo de esa representación taurina, la Susi leía el periódico.
Hola, buenos días dije, después de darle los dos besos protocolarios.
Buenas tardes, en todo caso me contestó.
Me senté y al momento vino el camarero, un chaval urbanita con el pelo en forma de
cresta y el cuerpo perfumado de un ambiguo olor a rosas.
Que te pongo, nen me preguntó.
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Un cortado bien cargado, por favor.
Enseguida.
pletina situado tras la barra.
Tengo una buena noticia para ti me dijo la Susi por eso he venido a verte. Espero que
no te haya molestado.
No, que va, si a mí las “sorpresas” me dan un gustirrinín en la rabadilla que pa qué te
cuento.
¿Sí? Pues verás, esta mañana le he comentado a mi profesor de literatura aquello que
me dijiste de Cervantes y ...
¡¿Qué le has comentado qué?!
Lo de Cervantes, ya sabes; aquello de lo que nunca habría escrito y todo eso.
Ahí si que me subió algo por la rabadilla que se introdujo con saña en mis tuétanos.
...Le he dicho que eres detective y que te han contratado para que lo investigues.
¡Pero si yo te dije que lo de Cervantes no era un caso, que sólo era un pregunta al aire!
Ya, y me mentiste, ¿no es cierto?
¡Claro que te mentí, porque era un secreto! O al menos eso pensaba.
Pues que quieres que te diga, hijo, guardas peor los secretos que la Patiño en Salsa
Rosa.
Tenía unas ganas terribles de enfadarme con ella, de chillar al camarero o a quien se me
pusiera por delante, pero intenté tranquilizarme.
El chaval de la cresta me trajo el café.
Perdona que te moleste le dije, ¿podrías bautizarme el cortado con unas gotitas de
jotabé?
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Claro que sí nen, eso está hecho. Ahora te traigo la botella.
Creía que por las mañanas no bebías apuntó la Susi.
Hoy es un día especial.
En menos de un segundo, el Crestas vino con el güisqui y echó un chorro en el cortado,
transformando casi científicamente estoy seguro de que existe un teorema como el de
Pitágoras para explicar la mutación, el cortado en un trifásico de jotabé.
Gracias dije.
De nada.
La Susi, pasando de mi enfado o negando su existencia, comenzó a explicarme porqué
había ido con el cuento de marras a su profesor:
Verás, es un tío muy culto y con bastante mundo corrido. Puede decirte sin respirar,
todos los barrios bajos de España como el que dice los ríos: La Mina nace en La
Catalana, pasa por el Besós y desemboca en la Diagonal...
Ya, eso está muy bien, pero te vuelvo a repetir que era un secreto.
Un secreto así no se puede mantener en secreto, valga la redundancia. Sería un insulto
al pensamiento.
Insulto o no, lo cierto es que ya nada se puede hacer.
Hizo una mueca de agrado y explicó:
Pues verás, he quedado con él para cenar los tres esta noche. Quiere que le expliques
eso de lo que nunca habría escrito.
¡Le habrá parecido una gilipollez!
¡No, no! Todo lo contrario. A dicho que quien investiga algo así no puede ser un don
nadie... Que está loco por conocerte.
Loco sin duda.
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Venga, Fede, que es un buen catedrático. ¡De los mejores!
Discutí conmigo mismo sobre los problemas éticos que eso me podría acarrear. Al llegar
a la conclusión de que no albergaba en mí ni una pizca de ética, dije:
¿Quién pagará la cena?
Él, supongo.
Vale, entonces sí. ¿A que hora quedamos?
Me miró como sólo se mira a un mezquino cicatero.
Pues hemos previsto vernos a las nueve en el bar la Oca de la plaza Calvo Sotelo, pero
no estaría mal que fuésemos los dos juntos desde aquí. Digamos que una hora antes en
la parada del tranvía.
De acuerdo, trato hecho dije.
Levantó la muñeca para mirar el reloj, de una forma, que cualquiera que la hubiese
visto, habría pensado que acababa de ver un fantasma jugando entre las manecillas.
¡Huy, que tarde que es! Tengo que ir a buscar a mi sobrina al colegio.
¿Tu sobrina? ¿Aquella niña tan preciosa que estaba contigo el otro día?
Sí, la misma. Me dijo que la habías llamado cerdita.
Noooo, que va, eso no fue así dije, pretendiendo mostrar aplomo, le pregunté si le
gustaba la cerdita Pegui, para regalarle un peluche de algún teleñeco o algo parecido, y
ella lo debió malinterpretar.
Ya... me contestó a sabiendas de que mentía. Bueno, pues me marcho, no vaya a ser
que cuando llegue a la escuela no encuentre a “mi cerdita Pegui” dijo con sorna, y acto
seguido acercó sus labios a mi mejilla para besarme, errando un poco en la parte
izquierda del labio superior.
Pues eso, quedamos a las ocho en el tranvía dije.
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Espero que no se te olvide.
No, tranquila. Luego nos vemos.
Se marchó moviendo las caderas al ritmo de los Estopa, que sonaban en aquel preciso
instante en el radiocasete de doble pletina del bar.
Pagué la cuenta con la calderilla que siempre llevaba en el bolsillo para casos
excepcionales como aquel y salí a la calle. El sol quemaba el asfalto y las cabezas de las
personas valientes que se atrevían a transitar bajo los rayos del astro. Caminé por la
sombra hasta el cruce con la calle Aguas, donde a la fuerza tuve que salir a cielo raso
para cambiar de acera.
Al llegar al portal de mi casa, ya provisto de techumbre donde protegerme de los rayos
salvajes del sol, me encontré con la que creí en un principio, vecina del inmueble. Era
una mujer sudamericana de unos cuarenta años, bajita, con el pelo negro y lacio atado
en una cola, y vestía un traje largo de tonos oscuros.
¿El señor Garsía? me preguntó.
Sí, soy yo.
Vengo de parte de quien usted ya sabe, señor. Me dijo que le entregara esto, señor.
Me tendió un paquete envuelto en papel de estraza.
¿De quien “usted ya sabe”? inquirí sorprendido.
¡Sí! Ábralo güey y no diga más.
sonriente.
Era dinero, un montón de dinero bien apelotonado y precintado. Sin duda era el pago
prometido por don Corleone.
Muchas gracias le dije, y comencé a subir las escaleras.
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Cuídese mucho señor, y que Dios me lo bendiga.
Sus últimas palabras casi me sonaron a amenaza.
Lo primero que hice nada más entrar en el despacho fue colocar los billetes sobre la
mesa y contarlos uno a uno. Dos mil euros justos, ni un céntimo más, ni un céntimo
menos, todo en billetes de diez bien coloraditos; doscientos billetes, para ser exactos.
Hice unos vagos cálculos mentales y decidí destinar la mayor parte del pago a la
hipoteca, luz, agua y teléfono. Como siempre, los ladrones de guante blanco se
apropiaban del dinero ganado con el esfuerzo y honradez que me caracteriza.
Dejé los billetes sobre la mesa en montones de diez y fui a la habitación a leer a
Cervantes, más que nada para hacer tiempo hasta que me entrase el hambre.
El Quijote. Tenía que echarle un vistazo por si encontraba algo de interés que se me
hubiese escapado. Un vistazo por encima y bastaría. Me desnudé, como tengo por
costumbre y me tumbé en la cama a hojear las páginas del Caballero de la Triste Figura.
Esa era la intención, pero algo tenía el iluso hidalgo que me cautivó como la primera
vez que lo leí, cuando aún no me había aparecido pelo en los huevos ni me había
fumado el primer porro de mi vida. Total, que a las tres horas de comenzar su lectura y
después de girar sobre mí mismo en la cama y cambiar de postura una y mil veces, mi
estomago me recordó que aun no había comido, así que aparqué la lectura y llamé a
telepitsa.
Comida no encargué mucha, a decir verdad, pero me pedí tres latas de cerveza para
acompañar la pitanza que me sentaron divinamente; tanto que, una vez vaciadas las tres
latas me tumbé de nuevo en la cama con la intención de retomar la lectura, y lo que
conseguí fue quedarme tan frito, que sin darme cuenta la tarde se me echó encima.
Por segunda vez aquel día, el timbre me despertó.
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¿Quién?
¿Fede? ¿No habíamos quedado a las ocho?
¿Eeeee?¡Ah, sí! Es que me he dormido. Dame un minuto y bajo.
Treinta segundos ¡Ni uno más!
“¡Joder, joder¡”
Era una ocasión de aquellas en las que no podías permitirte el lujo de dormirte.... Pero
lo había hecho.
Todo tiene solución, me dije, así que agarré los cuatro trapos que pillé los que no olían
a vino, tabaco o estiércol, y me los coloqué con celeridad. Una lavadita de cara, un par
de repasadas al pelo con un peine de bolsillo y listo, a por los escalones; que menudo
soy yo cuando llevo prisa: no se me resisten ni las escaleras de caracol. !Zum! En un
segundo ya me encontraba en la puerta, con la Susi frente a mí, mosqueda e impaciente.
¿Qué?
¡Qué...! Me he quedado dormido, ¿es que nunca te ha pasado?
¿Lo de quedarme dormida? Pues no, la verdad es que no, y menos cuando hay un
catedrático esperando.
Debería decir que lo siento.
Deberías.
Salimos a la calle.
¿Qué hora es? pregunté.
Las ocho y media. Y treinta y uno, para ser exactos.
Si nos damos prisa tal vez lleguemos a tiempo.
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Caminamos, es decir, corrimos hasta la parada del tranvía y en menos de lo que canta un
gallo nos encontramos, sofocados, en el anden de Can Rigal, a la espera del primer
convoy en dirección a Calvo Sotelo.
Al rato llegó el tranvía. Abrió sus puertas, subimos, y como todo un caballero me ofrecí
a pagar el viaje de mi acompañante. Ella aceptó, y sin que se diera cuenta marqué una
sola vez el bono de diez viajes.
Buen invento el aire acondicionado dije nada más sentarnos.
Sí, buen invento de más de un siglo de antigüedad.
¿Un siglo? Habría jurado que lo diseñó Bill Gates.
Me miró sonriendo, como si hubiese dicho una gracia. Lo peor es que iba en serio.
Sea como fuere es un buen invento añadí.
El sol, tenue ya, escondido en algún lugar pero iluminando todavía como un
fluorescente natural, anaranjeaba con su luz los perfiles de los edificios monstruosos de
la ciudad, tornándolos cálidos e inocentes.
Llegó nuestra parada, la última de la línea, y descendimos dejando atrás el aire fresco
del vagón.
acondicionado para enfriar las calles? pregunté, dejando la pregunta en el aire tórrido
de la Digonal, ya que la Susi, inmune a mis divagaciones agregó:
Va, rápido, que el catedrático ya debe estar sentando cátedra en el Parnaso.
Cruzamos un par de semáforos y nos plantamos delante de la puerta del bar la Oca. Con
mi peculiar galantería ofrecí paso a la Susi:
Madám dije, mientras imitaba una apática reverencia y sujetaba con la mano izquierda
la puerta.
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Mersí, mesié Federic contestó, con una sonrisa reprimida en los labios. Mostró altivez
fingida, lo que reveló su disposición a entrar en el leve juego infantil.
Una vez en el interior del bar, la Susi buscó con la mirada, la figura de su catedrático.
Allí está dijo mientras señalaba con el dedo a un tipo cargado de años. Parece
distraído.
Y viejo añadí.
Nos colocamos a su diestra y entonces nos vio.
¡Señorita Susana! exclamó el viejo mientras se bajaba las lentes y se las quitaba antes
de levantarse. Y este debe ser su amigo don Federico.
Fede para los amigos dije.
Ya, Fede. Antes que nada me gustaría aclararle que «viejos» son los muebles, no las
personas. Le pido disculpas por haber escuchado lo que sin duda no debiera haber oído.
Pero siéntense, por favor, que sospecho que esta será una velada muy agradable, ya que
la emoción me embarga por su presencia.
Yo también deseo disculparme, si es que el adjetivo le incomodó dije con sorna. A
partir de ahora le llamaré «anciano» si gusta a su merced tal apelativo.
¡Oh, no, por favor! Llámeme como a un ser humano corriente; por mi nombre, si no le
importa: Don Ignasi de Cervalls y Villafranca.
Muy bien, don Ignasi Todolodemás: Pues usted dirá.
Déjese, déjese. Primero pidamos la pitanza y luego, con las dos primeras copas de vino
quizá conversemos sobre lo que nos ha traído hasta aquí.
Dicen que la primera impresión es la que cuenta. Nada más alejado de la realidad, pues
si así lo hubiese creído me habría marchado poniendo pies en polvorosa: o dicho de otro
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modo más a la actual usanza:“me habría abierto por patas”. Siempre se debe dar una
segunda oportunidad a la primera impresión.
Vi venir a la camarera, una chica sudamericana con cofia y uniforme verde y eso evitó
sin duda que contestara alguna que otra majadería.
¿Van a comer los señores? preguntó la chica.
Sí, seguramente, y yo también dije.
¿Les traigo la carta pues?
Sí, por favor contestó la Susi.
Aquí tienen. ¿De beber que van a tomar...?
Vino dijo don Todolodemás, un montón de vino. ¡Una caja entera de René Barbier
rosado!
Como deseen. En breve les tomo nota.
¿No será demasiado? comentó la Susi.
No se preocupe, señorita Susana; lo que sobre me lo llevaré en taxi a casa, que tengo la
bodega más seca que los Monegros en pleno agosto.
¡Diga que sí, don Todolodemás, que donde hay vino hay alegría!
El catedrático se me quedó mirando con la vista fija y soltó:
De Hospitalet, ¿verdad?
Sí, recién salido del exotismo de sus calles.
La chica sudamericana trajo dos botellas de vino rosado y las abrió en la mesa,
retirándose una vez que don Todolodemás rechazó con un par de movimientos de
muñeca, la cortesía de probar el vino.
Gran lugar Hospitalet continuó el catedrático. Ciudad mal construida, pero de gente
amable, risueña, y algo choriza.
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Y erótica, don, se le olvida el erotismo.
Cierto. ...También es erótica y sensual, a pesar del mal olor de sus alcantarillas. Pero
esa es la razón de que sea exótica, por la diferencia entre la gente y el pavimento: las
personas visten a colores y los suelos calzan asfalto mugriento.
La chica nos trajo las cartas: una para cada uno.
¿De que parte de Hospitalet es usted, si puede saberse?
De Pubilla Casas.
¡Aja! Buen sitio. ¿Conoce usted la leyenda de su barrio?
¿La de la Pubilla? ¿Esa que en cuanto le salen tetas todos se la quieren cepillar?
Sí, esa misma. ¿Y cómo es que la conoce?
Se la expliqué yo, don Ignasi.
Ya me lo imaginaba, señorita Susana. Veo que es usted una estudiante aplicada.
De las que más dije, aunque en realidad, sólo conocía a la Susi de entre todas las
personas de su facultad; y ahora también al catedrático don Ignasi de Todolodemás, pero
ese no contaba.
Leí la carta un poco por encima y luego, mas lentamente. No tenía nada que ver con los
rollitos de primavera y la ternera con salsa de ostras del chino de mi calle.
espuma de tomillo.
De segundo, carpacho marinado con sal Maldon y especias; Conejo asado con nueces;
Lomos de salmón a la pimienta verde; o bistec gallego con salsa de alcaparras.
Y a mi, que en mi pobre incultura me sacaban del kebab y me perdía...
¿Ya saben? preguntó la camarera.
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Sí, por favor. Sírvame unos huevos revueltos con parmesano y lomos de salmón a la
pimienta dijo don Todolodemás.
Yo tomaré lo mismo dijo la Susi.
A mí, de primero lo mismo que ellos, pero de segundo tomaré carpacho.
Muy bien, señores dijo. Se dio media vuelta y se fue.
Se nota que es usted de Hospitalet dijo el Catedrático.
¿A sí? ¿Y eso porqué?
Por esa valentía andaluza que desprende.
Ya, ejem. Pues lo veo un poco raro, don Ignasi, pues resulta que mi padre es de Soria y
mi madre inglesa.
¿Inglesa?
Sí, inglesa de los pies a la cabeza, como el Bigben y la Margaret Tacher.
Ahora entiendo... Bueno, pues ya que mis ideales no me permiten alagar la parte de su
herencia genealógica proveniente de la pérfida Albión, mejor será que cambiemos de
tema.
Como guste. Cambiemos pues.
No se que es lo que tenía que «entender ahora» el anciano académico, pero en fin.
¿Más vino?
Sí, por favor.
La camarera nos trajo un plato de pistachos para picar.
Pues cambiando... ¿Sabían que en este bar son frecuentes las reuniones de espías,
terroristas y demás empleados en asuntos internacionales de dudosa legalidad?
No sabía contesté. La Susi también negó con la cabeza.
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Sí dijo don Todolodemás. No sería de extrañar que alguno de los aquí presentes fuese
un agente secreto del Centro Nacional de Inteligencia o del Mosad agregó, haciendo
aspavientos con las manos.
Bueno, en realidad no lo veo tan extraño añadí, dada la circunstancia que yo soy un
detective y estoy reunido con un catedrático y una estudiante para intentar averiguar que
es lo que Cervantes nunca habría escrito; entre eso, o entregar al enemigo las claves de
acceso al ordenador de un portaviones anclado en el pacifico y cargado de plutonio no
veo mucha diferencia.
Ya, claro dijo el catedrático con media sonrisa en los labios; labios que por cierto, y sin
color del chorizo de Cantimpalo. Pues ya que saca el tema añadió, explíqueme eso de
Cervantes. ¿Cómo va la cosa?
La camarera nos trajo los primeros platos.
Bien, supongo. La Susi le habrá explicado que un tipo muy extraño apareció un día de
no se donde y me contrató para que descubriera que es lo que Cervantes nunca habría
escrito.
En realidad me dijo poco del asunto.
Lógico, ya que yo no se lo conté dije a la vez que echaba una mala mirada a nuestra
acompañante. Pues veamos, la cosa está así de momento: Sólo sé que Cervantes nunca
habría escrito El Quijote con ordenador, que cuando firmaba su apellido lo trazaba con
be de borrico y que hay alguien por ahí a parte de un grupo de chinos decidido a que
fracase en la investigación.
Veo que no lleva el tema muy avanzado. Y eso de la «be»... no se de donde lo habrá
sacado, pero me suena al rollo Macabeo ese de que Cervantes no escribió El Quijote.
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¿No lo escribió?
Sí, sí que lo escribió. Lo que pasa es que Cervantes, para darle credibilidad a la historia
Hamete Benengeli, historiador y escritor del mismo. Es una broma clara de Cervantes,
que algún inculto, creyendo ser un ilustre de pacotilla, no ha llegado a comprender...
Quien diga hoy que Cid Hamete escribió El Quijote es que tiene la cabeza de Benengeli,
que no es otra cosa que «berenjena».
De berenjenas no entiendo, don Ignasi, pero estos huevos están de vicio comentó la
Susi. A los dos nos sorprendió la apreciación de la hija del Maño. Aun no los habéis
probado de tanto hablar.
Tiene usted toda la razón, señorita Susana. Disculpe nuestra falta de decoro en la mesa.
Sí que están buenos, sí dije yo, con la boca llena de huevos y parmesano.
¿Más vino?
Asentí con la cabeza y agregué:
No es necesario que me lo pregunte a cada instante, don. Eche usted sin miedo cuando
le plazca.
¡Así me gusta! Un tío valiente como el que más. ¿Seguro que no tiene usted sangre
andaluza?
Seguro.
Nos callamos un instante para catar con serenidad los huevos revueltos.
Al rato, el catedrático llenó las copas y dijo:
Pues ya sé lo que haremos, don Fede. Intentaré mover algunos hilos por las mejores
universidades de Europa y cualquier cosa que averigüe se la digo. Si el caso ése tiene
algo que ver con la literatura, de por hecho que me enteraré.
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Gracias, don Ignasi. Ya le había dicho yo al Fede que usted no le iba a fallar comentó
la Susi.
La camarera, atenta a su trabajo, se dio cuenta que estábamos acabando, así que sin
demora, nos trajo a la mesa los segundos platos:
Para mí, el carpacho, y para ellos salmón a la pimienta.
Agarré el cuchillo y el tenedor con pasión, y tras cortar un trozo de carne me la llevé a
la boca. Después del disgusto inicial y de tragar con rapidez «la cosa esa» que acababa
de introducir en mi santa cavidad bucal, llamé a la camarera gesticulando con la mano y
la cabeza.
Enseguida me vio y se acercó a mí:
Perdón le dije, pero esta carne está un poco cruda.
Disculpe, ahorita mismo se la llevo al chef.
Cogió el plato y se lo llevó lejos de mi vista, cosa que agradecí más de lo que ella habría
nunca imaginado. Creo que jamás en mi vida he probado algo tan repugnante como
aquello. El catedrático me miró extrañado mientras la Susi, como si no se diese cuenta
de nada de lo que ocurría a su alrededor, observaba con atención la calle. La camarera
volvió y casi en susurros me dijo:
señor.
¡Ya se que es carne cruda! mentí, ¡soy medio inglés y todo el mundo sabe que los
ingleses cocinamos mejor la carne cruda que nadie!
Lo siento señor se disculpó si lo desea le puedo traer otro plato...
No, no hace falta, con que el cocinero pase la carne un poco por la plancha, vuelta y
vuelta, ya estará bien.
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Don Todolodemás me miró de reojo:
¿Algún problema con la comida, don Fede? me preguntó.
Naaaa, está todo solucionado.
¡Bien, pues celebrémoslo! dijo sonriente y volcó más vino sobre nuestras copas.
La camarera, amable y gentil, trajo la carne tal y como yo se la había encargado. Le di
un muerdo para comprobar, que efectivamente, la carne asada estaba mucho más rica
que la carne cruda. Quiero dar fe de ello con éstas letras.
La Susi continuaba mirando la calle a través de las cristaleras.
¿Te pasa algo, Susi? le pregunté.
Es el vino. Está bueno, pero emborracha.
Nos reímos a carcajada limpia. Era una verdad como un templo, pensé.
Acabamos de comer, pedí de postre una manzana para no volver a errar de nuevo con el
plato e hicimos una corta sobremesa en la que ultimamos los detalles sobre “el Caso
Cervantes”, intercambiándonos los teléfonos.
¡La cuenta, por favor! pidió al cabo don Todolodemás. En ese momento hice amago de
sacar la cartera para meter en su interior la tarjeta con el número de teléfono que me
acababa de entregar el catedrático.
No, no, por Dios dijo, sujetándome la mano. Ya pago yo.
Como guste don Ignasi. Le dejo todos los honores para usted.
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Cuando salimos del restaurante, después de ayudar al catedrático a subir la caja de vino
que había adquirido en el bar la Oca a un taxi, cogimos el último tranvía de regreso a
casa. Yo llevaba en la mano una botella con la que el don había tenido a bien
obsequiarme, y la Susi llevaba encima una seudo borrachera obsequio de la casa.
En esa ocasión, no pagamos ninguno de los dos la correspondiente tarifa ferroviaria: Yo
por convicción moral y ella por desconocimiento, ya que apenas reparó en el insulso
detalle.
¿Un traguito, Susi? le dije, mostrando la botella de vino, una vez que habíamos
tomado asiento en la parte trasera del convoy.
No gracias, un sólo trago más y vomito.
Imaginarme la escena de la hija del Maño manchando la tapicería del vagón y al resto de
los pocos viajeros con sus jugos gástricos, me produjo tal sensación que decidí no volver
a ofrecerle nada más. Nada de nada, me dije.
Dejamos atrás la traslúcida Diagonal y entramos inexorablemente, en la ciudad opaca y
vital que es Hospitalet; descendimos del tranvía y nos dirigimos a la plaza del metro,
junto a la Taberna Inglesa, donde nuestros caminos se separaron para más días de los
que en un principio nos creíamos.
Si quieres te acompaño a casa le dije.
No, creo que sabré llegar sola.
Nos despedimos y crucé el semáforo de la esquina de la farmacia... Y ahí estaba eso, lo
vi nada más girar: el consolador Mercedes de la rubia, aparcado en diagonal justo en
mitad de la acera, frente al portal de mi casa.
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Anduve hasta allí con la certeza de que la rubia, la muy rubia, estaba dentro del
consolador; o peor aún, esperándome en el interior del portal de mi casa, por lo que
decidido y con valentía, caminé hasta que las suelas de mis zapatos chocaron con las
ruedas del consolador. Miré dentro y ahí no había nadie.
Sólo y quieto, el vehículo parecía menos poderoso, menos decidido y con menor porte
que la última vez que lo vi. Sin lugar a dudas, la rubia excitaba tanto al coche, como al
mejor de los mortales, por eso el consolador Mercedes parecía poderoso, decidido, y
con más talle, cuando ella iba a sus mandos.
La puerta de la escalera se abrió y tras ella apareció, como un ángel del demonio, la
rubia Laura. Noté que la noche le sentaba bien.
Hola detective, menos mal que has llegado dijo, sujetándose al marco con el brazo
extendido y aguantando la puerta con la aguja del tacón.Necesito tu ayuda.
Llevaba un vestido rojo sangre, rasgado en su parte inferior hasta la rodilla, escote
amplio y rectangular en la superior, los labios pintados del mismo color de fuego y en el
cuello, un collar de perlas blancas, cada una del tamaño de un huevo de codorniz.
Lo que quieras contesté extrañado.
¿Subimos a tu casa y te lo explico?
Como gustes, pero quiero que sepas que no estoy acostumbrado a recibir visitas a estas
horas... y menos aun visitas femeninas de este calado aseguré, repasando su cuerpo de
arriba abajo con la mirada. Aunque algo me decía quizá su escote que el repaso me lo
iba a dar ella a mí.
Sonrió, se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras una a una, despacito. En el
portal había quedado una fragancia almibarada que tardaría meses en desaparecer.
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Subí tras ella, a cierta distancia para que no me noqueara la raja de su vestido, y una vez
en el rellano de mi piso, se detuvo. La adelanté para abrir la puerta.
Supongo que me explicarás como has adivinado en que piso vivo dije mientras le daba
vueltas a la llave.
Sencillo. Lo miré en el buzón.
Ya, claro.
¿Y tú? Supongo que me explicarás como has adivinado que me gusta el vino.
Miré la botella que sostenía en mi mano izquierda y contesté:
En realidad no lo sabía. Realmente no esperaba ninguna visita esta noche.
Eso se nota dijo nada más entrar y ver unos pantalones y unos calzoncillos sucios
sobre la mesa del despacho. Entramos hasta el comedor.
Puedes sentarte si quieres, mientras busco algo para abrir esto le dije señalando el
sofá ...Y de paso, puedes ir contándome a que se debe esta visita.
Se sentó cruzando las piernas, dejando entrever levemente un trozo de liguero negro
espeluznante hasta la medula del erotismo.
A la cocina llegó el aroma de almíbar en el que iba envuelta. Rebuscando entre los
tenedores, encontré al fin un sacacorchos de color verde fluorescente con el que abrir la
botella de vino peleón.
Pues verás dijo, resulta que llevan toda la tarde siguiéndome.
¿Siguiéndote?
Sí, así es. Dos tipos en un Seat Toledo negro. La verdad es que no parecían demasiado
profesionales, no. Pero uno de ellos, uno que mostraba una cicatriz en la mejilla llegó a
asustarme al acercarse demasiado a mí.
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Llevé la botella de vino abierta al comedor, dos vasos, y serví el caldo antes de sentarme
junto al liguero negro de la rubia y embriagarme literalmente de su dulce aroma.
¿Y quienes eran? pregunté.
Los dos sabíamos la respuesta, pero aun así la rubia contestó:
Supongo que unos sicarios enviados por don Corleone, el que por cierto, sabía bien
como localizarme.
Tras una pausa añadí:
Sí, eso pienso yo.
femeninas, no te guardo rencor. Sé que es tu trabajo y que debes cumplirlo; pero eso sí,
esta noche deberás protegerme por bocazas.
¿Protegerte? ¿Yo a ti? ¿Y no crees que podría ser otro de los matones de don Corleone
y que estuviese esperando a que te durmieras para rebanarte el gaznate? ... Créeme; Lo
podría ser.
No, no podrías. Esas cosas se notan.
¿Se notan? ¿En qué?
Con sutileza se bajó un ápice el vestido para mostrar un poco más la parte superior de
sus senos. O sea, para que se le viera bien el canalillo. Pero fue tan sutil, tan leve, que
sólo me dí cuenta gracias a mi espectacular olfato detectivesco....
Se notan y punto aseguró con voz firme.
Ya contesté. ¿Más vino?
Sí, por favor.
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Aun ha riesgo de que algún necio me tilde de algo que no soy, diré que las mujeres son
una lotería y actúan como tal a cada instante; y la rubia era en aquel momento el Gordo
de Navidad, y quizás yo el boleto ganador.
Volqué más vino en su vaso y ella me lo agradeció acercándose más a mí.
¿Y si fuese yo quien te rebanase el gaznate? me dijo, llevando su dedo índice a mi
garganta. ¿Y si te lo rebanase así? continuó diciendo y acariciándome con la yema del
dedo la parte inferior de la barba y siguiendo la linea del mentón hasta el lóbulo de la
oreja izquierda, para proseguir luego con el mismo movimiento de vuelta hasta la oreja
derecha. Suavemente.
No podrías dije. Esas cosas se notan.
Se echó a reír, acercó el dedo a mis labios, los presionó para más tarde abandonarlos y
dijo:
Sí, es cierto; se notan y punto.
Como lo que yo notaba era un ardor extremo del que ya no me podría desprender hasta
consumar lo que el lector podrá adivinar sin esfuerzo, coloqué mi mano en la parte
interior de sus piernas, acerqué mi boca a la suya y la besé con pasión animal. Ella
reaccionó de igual modo, lanzando su mano a mis partes de roble y ébano. Nos
besamos, mordimos, y acariciamos nuestras lenguas como si el huracán Rita hubiese
entrado por la ventana y barriera con su furia nuestras bocas durante el tiempo que tardó
en agotarse.
¿Verdad que se notan? dijo para tomar aliento, y acto seguido volvió a mis labios, sin
darme tiempo a sonreír ni tan siquiera.
Me agarraba la nuca con dos dedos presionándome hacia ella, atrayéndome como un
imán, mientras pulía y abrillantaba mi boca con sus labios y su lengua. Me soltó, fui a
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decir algo pero me lo prohibió situando su dedo imperativo en mis labios. Me alzó la
camiseta rozando mi piel con esas uñas perfectas e inmaculadas, y luego me besó los
pezones, jugó con el bello de mi pecho y me acarició el ombligo con su aliento.
Al llegar al cinturón se detuvo.
¿Cambiamos de sitio? me preguntó. A un lugar más tranquilo, tal vez.
¿A la cama?
Sí, perfecto, en eso estaba pensando.
La rubia entró en la habitación y se deshizo del vestido y de la lencería fina.
Una diosa griega recién salida de los genitales amputados de Urano. Eso me pareció;
una diosa, una Afrodita sexual, una portentosa diva del placer, la reina de las sabanas
blancas...
Me desnudó con suavidad, acariciando todo mi cuerpo, besandome poquito en las partes
más delicadas. Se acostó a mi lado y me acarició los labios con su lengua de terciopelo,
con lentitud. Apoyé mi cabeza entre sus pechos y me sentí tan protegido como nunca
antes lo había estado. Todo con delicadeza. Luego llegó al epicentro físico de mi
persona y me masturbó; primero lentamente, después, más despacio si cabía. Mi cuerpo
polos, norte y sur. La respiración acelerada contrastaba con el relajo en todos y cada uno
miraban; me penetraba su mirada y hurgaba en mis más profundos deseos, mientras con
su mano trabajaba en mi fibra muscular sexual con suavidad.
En eso estaba, en la masturbación tranquila, cuando de pronto se sacó el collar de perlas
que llevaba en el cuello y con él en las manos comenzó a masajearme el pene herecto y
los testículos prietos, subiendo y bajando las perlas alrededor del glande y sujetando con
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las perlas restantes mi escroto. Aquello era para lo que había nacido, para sentir eso en
mi cuerpo, esa extraña e incomparable sensación no semejante a droga alguna. Para eso
y para nada más, el Fede había venido al mundo.
Sólo para eso.
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eyaculaciones. La primera me la guardo, por íntima; la segunda llegó en el polvo, y
después de eso, sin galantería que valga, dormí a pierna suelta como un niño de teta.
Después, al cabo de no se cuantas horas, mientras me encontraba en ese lugar donde el
sueño se confunde con la realidad escuché:
Shhh, eeehh. ¡Fede! ¡Shhhh!
¿Eeeeee? pregunté elocuente.
Shhhh, Fede, despierta.
¿Qué pasa?
¡No grites! Shhhh. Hay alguien en la puerta.
¿Que hay alguien en la puerta? ¿Quién hay en la puerta?
No sé. Llevan un rato intentando abrirla.
Me froté los ojos, bajé de la cama y fui descalzo hasta la entrada. Volví a la habitación.
Sí que hay alguien detrás de la puerta, y me parece que están forzándola.
¿Y que hacemos?
De momento pensar. Si llevan ahí tanto tiempo y aun no han conseguido nada, será por
que son un par de chapuzas inútiles.
¡Fede, tengo miedo! exclamó la rubia, y se pegó a mí.
¿Aun vas desnuda? pregunté ilusionado.
¿Te molesta?
No, que va, todo lo contrario. Pero cuando nos liemos a galletazos deberás ir un poco
más cubierta, digo yo.
Se oyó un grag grag espeluznante.
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¡Ya entran!
No, aun no aseguré.
La rubia comenzó a vestirse y yo me calcé las zapatillas de deporte. Debía estar ridículo
con esos calzoncillos negros y las deportivas, pero en fin, es lo que había. Fui hasta el
comedor y busqué algo con lo que defenderme. No encontré nada, así que agarré un
cuchillo de la cocina y me lo metí entre las tirillas de los calzoncillos y la piel.
Cerré las persianas para que no entrara nada de luz y me coloqué delante de la puerta, a
escasos metros prudenciales pero efectivos.
¿Y yo que hago?
Tú quédate en el cuarto y no salgas hasta que yo te lo diga solicité en voz baja.
Algo andaba mal tras la puerta, pues por un momento dejaron de forzar la cerradura:
después de unos segundos la emprendieron a golpes con ella.
Hice acopio de valor y me mantuve firme en mi situación geoestratégica a pesar de que
los golpes parecían cañonazos. Se puede decir que empezaron a acojonarme. O van
rápido pensé o me lo hago aquí mismo.
!Bumm! De pronto la puerta estalló en pedazos, y de atrás salieron dos simios con traje
y corbata.
No cogí ni siquiera carrerilla cuando me lancé de cabeza contra el primer simio; «tipo
embestida de rinoceronte», contra el estomago del orangután. ¡Plas! Parecía aquello un
documental de la dos.
Entonces el otro me arreó un puñetazo que me lanzó despacho adentro. Me levanté y fui
al comedor en busca de algo que no fuese el cuchillo. El simio me siguió y sin saber
cómo ¡zas! la rubia le reventó una silla en la cabeza. Se había puesto en la entrada
subida en otra banqueta.
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¿No tenías que estar en la habitación? le pregunté, pero sólo recibí de ella una mueca
graciosa.
El segundo se levantó y me agarró del cuello aplastándome contra la pared. Puñetazo va,
puñetazo viene, acabé por no saber ni donde estaba. En eso Laura agarró un florero de
barro, regalo de una tía mía, y le hizo con él tanta pupa en la cabeza que tardaría meses
en volver recordar la tabla del tres, si es que se la sabía.
Me acerqué al primero de los gorilas y lo encontré medio kao, así que antes de que se
levantara por casualidad, le dí una patada en la cabeza a lo Bruce Lee, tumbándolo al
primer asalto.
Lo metí arrastrando al interior del piso.
Que mal está el sector de la matonería dije.
Busqué una cuerda con la que atarlos pero no la encontré, así que aprovechamos la rubia
y yo para la tarea, el cable de un vídeo que tenía olvidado en un rincón, que para el caso
fue lo mismo.
¿De que vas disfrazado? me preguntó con la respiración entrecortada.
De Tarzán, ¿te gusta?
Pareces más la mona Chita.
Lo tomaré como un cumplido.
Utilicé el cuchillo de mis calzoncillos para cortar el cable sobrante del primero e
inmovilizar con él al otro matón.
¡Oh, Dios! exclamó la rubia.
¿Qué?
Éste es el de la cicatriz, el que me siguió con el seat Toledo. Supongo que el bajito es
su acompañante.
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Creo que tardarán un tiempo en volver a seguir a nadie. Esto es lo que haremos dije,
primero intentaremos arreglar de alguna manera la puerta de la entrada y luego... Luego
sacaremos a estos dos al rellano de la escalera. Si por casualidad alguno recobra el
conocimiento, dale fuerte en la cabeza con los restos de la silla que has destrozado.
Así lo haré contestó sonriendo.
A ver si podemos hacer algo con ese trozo de madera.
La puerta estaba mal de narices. El cerrojo permanecía entero, aunque un poco doblado;
reparable.
La puerta en general se encontraba astillada por varios sitios, pero aún parecía puerta.
Tardaríamos lo indecible para enmendar el destrozo.
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Como dos nuevos amigos, la rubia y yo trabajamos de lo lindo para arreglar tal y como
pudimos la puerta de mi amado piso. Después sacamos a la escalera a los dos matones y
los dejamos allí, hasta que despertasen por si solos, o hasta que algún vecino recién
levantado diese con ellos.
Bajamos a la calle y subimos al mercedes de Laura.
¿A donde vamos? me preguntó la rubia.
A casa de mi padre, a Castelldefels. Él nos echará una mano.
Entonces conduce tú, que seguro que conoces mejor el camino.
Me senté al volante de un brinco y sin tan siquiera encender el motor del vehículo noté
en mis manos el poder de la maquina, la furia del consolador gigante de la rubia.
Laura subió a mi lado y emprendimos así la marcha hasta la ciudad costera.
Bajamos por Isabel la Católica y descendimos por la rambla nueva hasta llegar a la
rambla marina de Bellvitge. De ahí, a la autovía de Castelldefels, y no la abandonamos
hasta llegar al cruce que nos metería de lleno en la urbe.
Como jamba el condenao espeté.
¿Dime?
Qué cómo corre el jodío... ¡Ésto es un coche y no el de un escaléstric!
La rubia sonrió.
Alcanzamos las vías del tren de Castelldefels y las seguimos para orientarnos y llegar a
la estación, donde buscaríamos a ser posible, un aparcamiento cercano al piso del señor
García, padre del Fede, o sea de mua.
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La rubia apenas dijo nada durante el corto viaje; y yo ni siquiera miré de reojo las
planeta, pensando quizá en la seudoaventura vivida, escrutando mentalmente los rostros
de los matones.
Sin duda la rubia tenía razón cuando aconsejó que me distanciase de don Corleone...
Sabía bien lo que se decía.
El lugar era idílico, repleto de palmeras, pitas y rosales sobre un césped verde brillante,
y los modernos edificios vestían mucho vidrio. En las fachadas resaltaba el blanco puro
y el mar quedaba a escasos minutos de paseo entre olores mediterráneos.
Al llegar llamamos al timbre y en pocos segundos una voz quebrada y varonil lanzó por
el auricular un «dígame» potente y autoritario.
Papá, soy el Fede, tu hijo.
¿Fede? ¿Qué Fede?
¡Fede! ¡Por Dios, tu hijo Fede! ¿A cuantos Fedes conoces?
La rubia hacía como si no escuchara.
¡Ah! ¡Hombre! ¡Federico! Vale, ya... ¿Subes?
Sí, subo, pero traigo compañía.
Pues que suba la compañía también.
De acuerdo.
Sonó la chicharra del portero automático y entramos al portal. Era ancho, de colores
pálidos, con dos ascensores verdes al final. Picamos al botón del primero y al poco se
abrieron las puertas dejando paso a una vecina más antigua que vieja, embutida en un
traje azul celeste, tan antiguo como ella misma y que el sombrero que adornaba su
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cabeza. Entramos en el ascensor al momento que ella salía, observándonos entre las
plumas vetustas de su sombrero.
Pulsé el botón del noveno piso, se cerraron las puertas y comenzamos a subir.
¿Que edad tiene tu padre? preguntó la rubia.
Tropecientos.
¿Cuántos?
No se, muchos más que yo... No llevo la cuenta, eso sólo lo hacéis las mujeres.
Ya, el típico comentario de la clase baja observó la rubia.
Puede ser. Aun así no llevo la cuenta.
El ascensor llegó al noveno. Mi padre, el de los tropecientos años nos esperaba en la
puerta con una botella de cava en las manos.
¡Papá!
¡Federico! !Cuanto tiempo!
Nos besamos por tradición más que por afecto.
Esta es mi amiga Laura.
Vaaaya con Laaaura dijo mi padre con voz de tigre en celo.
Hola, que tal contestó ella.
...Pero bueno, pasemos al interior del piso, que aquí afuera se podría freír un huevo en
el suelo. Pasar, pasar, que veréis lo fresquito que se está dentro con el aire
acondicionado.
Yo y mi padre nunca hicimos buenas migas. Demasiado parecidos, diría quien nos
conociera. Pero en el fondo tenía más peso las diferencias entre nostros que las
semejanzas. Cuestiones generales sobre la vida en su mayoría, aspectos relacionados con
la forma de ganarse el pan, cada uno en un extremo de la cuerda floja...
107
Hacía años que no discutíamos; simplemente nos manteníamos alejados el uno del otro
y así soportábamos el lazo común que nos unía.
Es un elegé de no se cuantas frigorías; dos mil euros de frigorías para ser exactos dijo
mi padre mientras cerraba la puerta. Pero no os quedéis de pie, sentaros por favor, que
para algo tengo un sofá de mil euros. ¿Una copita de cava?
Bueno, si no dices el precio de la botella, entonces no vendrá mal un traguito.
Mi santo padre me miró de reojo y se cortó en decir algo.
Veréis que rico prosiguió, es cava de mi tierra, de Soria, o sea cava con solera.
¿Es por el boicot a lo catalán? preguntó Laura.
No. Es porque es de Soria. Además, a mi esas payasadas políticas me erizan el bello
púbico. A quien le gustan esas cosas es a la madre de éste dijo señalándome.
Éste tiene un nombre contesté.
Sí, es verdad, FEDERICO. Pero no me negarás lo que he dicho de tu madre.
Comenzaba a sentirme incomodo.
Prefiero evitar ciertos temas. Además continuó, no he venido aquí a hablar de mi
madre.
Ya, lo supongo ¿Entonces?
solucionaremos en breve. Pero ese «breve» pueden ser un par de días y había pensado
que quizá no te importaría que nos quedáramos aquí.
La rubia, que sabía cómo provocar a un hombre sin necesidad de mover los labios, miró
instintivamente de forma provocadora a mi padre y colocó el gemelo desnudo de su
pierna izquierda sobre la rodilla derecha, movimiento que no pasamos por alto ninguno
de los dos varones.
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Tengo un cuarto con dos camas sentenció mi padre mientras descorchaba el cava y un
piso demasiado grande para un hombre solo. Ese «breve» puede ser una semana o dos si
se tercia.
Perfecto dijo Laura, pero esta tarde debería ir a comprarme algo de ropa... si no le
importa al Fede.
No, sin problema. Dudo mucho que nadie se imagine donde estamos.
Es que verá, su hijo me está haciendo de guardaespaldas.
Tranquila, no os veáis en la necesidad de contarme nada. Sé que mi hijo no lleva una
vida corriente. Tampoco yo, y no por eso os voy a explicar de donde saco el dinero para
mantener esta casa.
Bien, pues dicho todo probemos ese cava concluí.
109
16
Aquella tarde la rubia salió a comprarse unos trapos y yo aproveché para pedirle
prestado el coche y arreglar ciertos asuntos.
Supongo que se imaginaba cuales eran los asuntos, pero prefirió, dado como estaba el
tema, no preguntar nada y dedicarse única y exclusivamente a ella misma.
Al llegar a Hospitalet, las obras de la plaza de Europa consiguieron desviarme por el
Polígono, y que al entrar, en plena avenida principal estuviera a punto de atropellar al
que creí un gitanillo del barrio. Pero al momento lo reconocí:
¡Vampiro! le grité.
Fede, que casi me atropellas, tío – dijo con su acento yonqui.
Le llamaban el Vampiro porque se dedicaba a robarle la gasolina a los coches por la
noche. Iba con una garrafa, una navaja, y colocándose debajo del vehículo en cuestión,
buscaba el manguito de la gasolina, lo cortaba y llenaba la botella.
¿No te acuerdas de mí? le pregunté mientras estacionaba en doble fila el consolador de
la rubia y me bajaba de él.
Sí, claro, eres el Fede, pero casi me atropellas, tío, eso no se hace.
Ha sido sin querer.... ¡Qué de tiempo! ¿Te hace una cervecilla?
¡Si no tengo ni un duro, Fede! Que está muy mal la cosa, Fede.
Vamos que pago yo.
Al vampiro lo conocía de Santa Coloma, de una época pasada en la que trabajaba de
mecánico.
Gracias, Fede. Eres un buen tío, Fede.
Entramos en el Apeadero, el primer bar que encontramos abierto.
¿Y que haces por estos barrios? le pregunté.
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Vivo aquí, Fede, en casa de mi tío.
¿No vivías en Santa Coloma con tu madre?
Sí, pero murió. El alcohol que es muy jodido, Fede. Le entró nosequé en el hígado y la
palmó de la noche a la mañana. Ahora estoy en casa de mi tío, ¿sabes Fede?
Vaya, lo siento. ¿Y el trabajo?
Pues lo mismo, ahora voy a Sarriá, donde estaba el campo de fútbol del español. Pero
hay mucha madera por ahí y yo con las pintas pago; me llevan palante aunque todavía
no haya comenzado a hacer na. Está muy jodida la cosa, Fede.
Bueno, poco a poco se arreglarán las cosas. Ahora con los mozos de escuadra será
diferente.
Son los mismos capullos de siempre pero con distinto traje, Fede. Esos siempre son los
mismos.
¿Y lo otro? ¿Como lo llevas?
Mal, muy mal. Estoy a ver si me quito, Fede, pero es que la cosa está muy jodida, Fede.
Antes, le he dado dos talegos a unos críos para que me trajeran maría y me han dado
árnica. ¿Tu sabes lo que es eso, Fede? ¿La árnica? Es una hierba que se la toman las
viejas en infusión para mear. Y me han dado de eso a mí. Dos talegos de mierda de esa
para mear.
En la barra, detrás de nosotros, el camarero y un cliente discutían sobre algo que casi
tenía ya olvidado.
Pero ya los pillaré, Fede. ¡Si son de aquí del barrio! No se podrán esconder mucho, ya
verás.
Acerqué un poco la oreja a la conversa trasera.
Que sí, que el Quijote lo escribió un tal Avellana, que me lo dijo a mi el Manchego.
111
Pero eso como va a ser, si se está celebrando ahora el año del Quijote y todo el mundo
sabe que lo escribió Cervantes.
Mira, José Juan, si el Manchego dice que lo escribió el Avellana ese, te juro que el
Avellana lo escribió y sino me corto los huevos.
Disculpen me entrometí. Al Manchego ese del que hablan, ¿sería fácil localizarlo?
¿Y este quien es?
Un cliente como tú, con eso basta. ¿Y para que quieres localizar al Manchego, si puede
saberse?
Para que me ayude en un tema sobre Cervantes.
Ah, si es por eso... Tiene un bar en la Florida, en la calle Teide.
¿Y como se llama el bar?
Pues bar Manchego, ¿cómo sino?
Ya, claro, muchas gracias.
Nos ha jodido... dijo por lo bajo el cliente.
Tarde o temprano los pillaré Fede. No pueden esconderse para siempre, ¿no?
Verás, Vampiro saqué un billete de veinte euros de la cartera y se lo dí, tengo que
marcharme, pero toma esto, paga las dos cervezas y con el resto te tomas otra a mi
salud. He de ir a resolver un asuntillo.
Gracias Fede, eres un buen tío, Fede.
Le dije adiós y salí del local.
Fui al coche, abrí la puerta comprobando que, si bien me había dejado el consolador
mercedes abierto a nadie se le había ocurrido husmear en su interior, y marché hacia mi
piso.
112
Tenía que llamar a don Corleone para que me explicara porqué diantre sus matones
cuento de qué me trataba como a un enemigo.
Luego, iría a tomar una cerveza al Manchego con la certeza de que nada de lo que me
contase aclararía el secreto que quizás guardaba la vida y obra del autor de Los trabajos
de Persiles y Segismunda.
Valiente tiene que ser uno pensé, mientras me dirigía al piso mancillado, para
telefonear al tipo que ha mandado a unos trolls a hacerte pupita. ¡Y más valiente sería si
fuese a la guarida del Corleone y le metiese el casino por donde revientan los canastos!
Pero no era tanta mi valentía, así que a telefonear al Cosa Nostra ese y santas pascuas,
que por menos de eso acaba uno criando malvas.
Al llegar a mi calle busque aparcamiento, me apeé del coche y dí vueltas por la calle en
busca de algo que sobresaliese, de algún punto extraño que escociera mi infalible olfato
detectivesco. Miré el portal unas cuantas veces y entré en el él como los pecespayasos
tienen por costumbre: entrar, salir; entrar de nuevo y salir. Nada extraño por el
momento. Nada. Así que subí las escaleras atento a todo ruido, movimiento u olor, poco
a poco, y llegué frente a la puerta. Mi querida puerta... Casi me entraron ganas de llorar
al verla, pero gracias a lo bien machote que soy, sólo dejé que dos lágrimas escaparan de
mis ojos.
Estaba todo revuelto, sucio y destartalado. En lo de “sucio” quizá no tuvieron nada que
ver los simios, pero que diablos, echarles la culpa salía gratis. El despacho parecía un
campo de batalla, el comedor los desechos de una juerga okupa y la habitación.... ¡Qué
voy contar de la habitación! Parecía el infierno. Lo bueno de todo esto es que así me iba
113
haciendo a la idea del sitio en el que pasaré toda la eternidad; en una habitación patas
arriba.
Los simios ya no estaban, por lo que supuse que algún vecino caritativo los habría
desatado. Bueno, mejor así, concluí.
Busqué entre los papeles del despacho mi cartera como quien busca una aguja en un
pajar. Lo revolví todo y el corazón se me detuvo cuando pensé que quizá los
orangutanes se la habían llevado sin saber que era o sabiéndolo bien, recordando al
instante que era yo quien desconocía lo que andaban buscando y cuales eran sus
intenciones reales.
La encontré. Al fin. Estaba en una esquina, dentro de una caja de donuts vacía. Luego
facturas, y lo descolgué comprobando que había linea, por lo que marqué el numero de
teléfono que estaba impreso en la tarjeta. Al rato una voz me respondió:
Casino San José, buenas tardes.
Buenas tardes contesté. Con don Corleone, por favor.
Un momento dijo y me puso aquella musiquilla satánica de la otra vez, por lo que
recordé, que antes de hablar con el Don debería pasar por todo aquel filtro de estupidez
que tanto me desagradaba: Sí, le paso, sí, ¿de parte de quien? si, le paso, si, ¿quién me
ha dicho? sí, le paso...¿Por quien pregunta?
Sí, dígame dijo una voz femenina.
Póngame ¡YA! con don Corleone, por favor. ¡Y cuando digo YA es YA!
Sí, sí señor balbuceó.
Ni un segundo tardó el Cosanostra en ponerse al teléfono con un mosqueo de un par de
narices, insultante hasta la rabadilla.
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¡Dígame!
Soy Federico García, el detective.
¿Y que coño de autoridad se piensa usted que tiene sobre mis empleados para hablarles
de esa manera? ¿Eh?
El don no era tonto. Un poco gilipolllas sí, pero de tonto no tenía un pelo.
O sea, que el tipo envía a unos simios a mi casa a no se qué, la destrozan y encima se va
por los cerros de Úbeda y se queja a voz en grito de mi falta de tacto con sus empleados:
«Injustum Injustarem»
Vera don Jordi, dos hombres han entrado en mi casa y me la han dejado tal como a las
torres gemelas.
¿Y que diablos tiene eso que ver conmigo?
Sé que usted los envió.
Hubo un silencio en el que, si me quedaba alguna duda de su culpabilidad se volatilizó
al instante:
¡...Iban a secuestrar a Laura, so memo dijo, ya que usted, no la secuestró, y además no
tenía intención de hacerlo en un futuro! ...Y encima me llama a pesar de estar seguro de
que no iba a cumplir su contrato... Porque no lo iba a hacer.
¿Ah, no?
No.
Si es así como piensa, todos nuestros asuntos quedan cancelados desde este preciso
instante.
Buenas tardes don Jorge.
¡Eso se lo creerá usted! dijo, y colgó.
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Me quedé con el auricular en la mano unos segundos, hasta que noté que la postura que
mantenía con el cable del teléfono rozándome la entrepierna no era del todo digna.
Vaya personaje el don, pensé.
No lo iba a hacer nunca más. Lo de pensar, digo. No pensaría más en él. Lo había
decidido y mis decisiones siempre han ido a misa de doce.
Aún así, era un gran soplagaitas el don, pensé por última vez.
La discusión me había dejado agotado, por lo que decidí no tomarme esa cerveza en el
Manchego y dejar el compromiso para el día siguiente por la mañana.
detectivescas, dado que últimamente todo se me estaba complicando en exceso y por lo
visto aún podía revolverse más, cosa que no me auguraba gran victoria en ninguno de
los varios frentes que tenía abiertos: el asunto Cervantes, del que aún carecía de pistas
fiables; el caso de la rubia que se había trastocado en demasía y que ya podía dar por
olvidado; y las estúpidas amenazas que me provocaban ardor de estomago.
interno.
La Susi... Debía ir a verla. Bueno me dije, las cosas nunca van mal del todo. «Dios
aprieta pero no ahoga».
Bajé a la calle, me introduje dentro del consolador Mercedes de la rubia y me dirigí a
casa de mi padre.
Al llegar, aparqué frente a la puerta del bloque, me bajé y subí hasta el piso en el
ascensor.
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desnudito tal y como lo parió mi abuela, y bajo su cuerpo, la rubia jadeante ante el noble
aparato inhiesto, aparato puro de placer que entraba y salia del interior de ella con
orgullo animal.
¿Que haces aquí? me preguntó mi padre.
Me diste las llaves... Por favor, ¡vaya escenita! ¡Vaya, vaya escenita!
Me encerré en la habitación sin darme la vuelta ni volver a decir esta boca es mía. De un
portazo. ¡Con su pan se lo coman! nunca mejor dicho; que a decir verdad se lo estaban
comiendo todo, y bien comido los muy ladinos.
Al rato mi padre entró en la habitación:
He puesto dos camas dijo. Una para la chica y otra para ti, ya que no estáis casados ni
nada parecido.
No contesté, y eso que montones de respuestas recorrieron mi cabeza a una velocidad de
vértigo.
Espero que no te moleste concluyó, y cerró la puerta.
Tenía razón. No estábamos casados ni nada parecido; ni novios, ni amantes ni nada.
Es más, la rubia no dejaba de ser parte de un contrato, una simple mercancía, y como tal
debía tratarla. Una mercancía que por lo visto y dicho sea de paso, ya no me servía de
nada.
Dejé aparcado todo esto en el lado oscuro de mi cerebro, me tapé los oídos con un trozo
de revista del corazón que encontré en la mesita de noche para no oír los jadeos que
seguramente en breve entonarían, y me dormí muy mucho hasta la mañana siguiente del
tirón.
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17
Ese día hacía un calor enorme y un sol que parecía querer vengarse de este trozo de
tierra en el que habitaba.
Me levanté muy pronto, allá a las nueve, bien descansado. Cogí las llaves del coche de
la rubia sin pedírselas y fui a Hospitalet.
Laura no había dormido en mi habitación, como mi padre me insinuó que haría, antes de
que me acostase. Abreviando; que había dormido con él, y seguramente estuvieron mete
y saca toda la noche, los muy cochinos. Daba igual, yo tenía faena aquella mañana y
esas cosas no son para pensar en ellas mientras se trabaja.
Tenía que ir a la calle Teide intentando no equivocarme de sitio, porque paralela a esa
avenida, pasa la vía del tren y es difícil encontrar alguno de los varios puentes
subterráneos que hay para cruzarla en coche. Elegí al final el de Isabel la Católica por
ser el mas conocido y practicable.
Llegué que serían las nueve y media, sin desayunar, y nada más bajar la calle lo encontré
descampada frente al bar, y para allá que me fui.
Hola, buenos días saludé.
Buenos días gorgoteó un camarero cincuentón. Qué le pongo.
Un cortado y un cruasán. El cortado con la leche muy caliente, por favor.
¿Muy caliente? ¿Con la que está cayendo?
Sí, manías que tiene uno.
No, si yo no digo nada.
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Pero lo había dicho. En fin, me trajo el café y lo sorbí lentamente, con pasión, con
delicadeza. Y sobre todo con ayuno, que el hambre siempre ha sido el mejor ingrediente
para cualquier plato.
Observé el local. Era un bar viejo, de fuerte olor a tabaco rancio incrustado en el yeso de
las paredes, de suelo gastado y mobiliario de posguerra.
El camarero me trajo al cabo el cruasán:
Disculpele dije ¿Tiene la prensa de hoy?
El Marca. Está en esa mesa detrás de usted.
Eeeeee, vale, gracias.
Aunque pueda parecer una extravagancia, nunca me ha interesado el fútbol; sí, raro que
es uno, por lo que miré de reojo el diario deportivo y pasé olímpicamente de levantarme
a cogerlo, continuando felizmente con mi cortado y el cruasán.
Una vez finalizado el ágape y bendecido bien mi estomago, retomé el asunto por el cual
me encontraba en aquella tasca: el caso Cervantes, por lo que anduve hasta la barra y me
senté en uno de los taburetes que la circunvalaban.
¿Me pondrá un botellín de agua, por favor?
¿Caliente también? comentó chisposo el camarero.
No, muy fría, si no le importa.
Que me va a importar añadió. Aquí estamos para servir en lo que sea.
¿En lo que sea? Pues miré, a ver si me sirve para esto: Resulta que estoy buscando al
Manchego, que es el dueño de este bar, si no me equivoco.
No, no se equivoca. El dueño. «Está hablando con él».
¡Ah! Es usted me hice el sorprendido. Es que verá, me han dicho que mantiene usted
la teoría de que el Quijote no lo escribió Cervantes, sino un tal «Avellana».
119
Avellana no, Almendra.
¿Almendra?
No, hombre no, que «Avellana» ni que niño muerto. Avellaneda. Avellaneda.
Avellaneda, el escritor de la segunda parte apócrifa del Quijote... Veo que no es usted
muy ducho en asuntos cervantiles.
Pues buena cosa me dice.
¿Perdón?
No, nada, cosas mías.
Pero eso no es ninguna teoría continuó, eso es historia. Avellaneda, Alonso Fernández
de Avellaneda, que es un seudónimo, escribió una segunda parte del Quijote muy mala
por cierto sin el conocimiento y consentimiento del autor real de la primera parte,
osease don Miguel de Cervantes Saavedra.
Pero... ¿quien era Avellaneda, se preguntará?
Pues ahora que lo dice...
Verá prosiguió, bajando la voz in extremis mientras se acercaba a mí para que lo oyese
con claridad yo mantengo la teoría de que Avellaneda era un turco.
¿Un turco?
Shhhh, baje la voz. ¡Sí, un turco! Hay quien dice que Avellaneda era en realidad el
aragonés Jerónimo de Pasamonte, pero yo sostengo que fue un turco quien lo escribió
para desprestigiar a Cervantes y a la corte española. Un noble turco, un espía enviado
por su rey.
¿Un turco? ¿Y el turco escribía en español?
Claro, era noble. Sabía de lenguas.
¿Y para que carajos iba a escribir un turco una novela española y apócrifa?
120
Ya se lo he dicho: para desprestigiar al idioma y a la nación más poderosa de la época.
Usted no entiende...
Es cierto. No estaba entendiendo nada de nada.
...¡Los turcos son el enemigo! ¿Quienes sino detuvieron a Cervantes y lo llevaron a
Argel? Los turcos, claro. Los turcos lo saben todo, controlan el planeta, controlan
nuestras vidas... Yo me río de los que opinan que los yankis o los rusos nos vigilan. ¡Si
son los turcos! Ellos saben hasta cuando cagamos.
Perdón dije.
¿Sí?
¿Me puede cobrar?
Sí, como no.
El caso Cervantes era extraño, muy extraño, y loco, y surrealista. Sí. Pero de ahí a que
tuviese nada que ver con la teoría xenófoba de un camarero de barrio con el cerebro
destrozado por el alcohol o vaya usted a saber que más substancias, había un paso; un
gran paso de gigante.
Pues serán dos euros justos dijo.
Le dí los dos euros en calderilla, cogí la botella de agua que aún no había abierto y me
fui sin despedirme.
convencido de que el Manchego, quizás engañado por su origen, me iba a contar algo
interesante sobre el Príncipe de los Ingenios, algo que me aclararía el caso de una vez
por todas, no esa majadería de turcos y «avellanas», o «avellanas turcas».
Bueno, lo mejor sería no darle más vueltas al asunto y esperar a que el tiempo me diese
una solución definitiva para el caso Cervantes, buscar algún que otro apaño y seguir
121
adelante con mi vida. Eso era lo mejor. Así que empezaría por donde últimamente lo
estaba empezando todo: por el Maño. Pues eso, al maño a por una cervecita de barril y
no se hable más.
Dejé el coche en el aparcamiento de la Farga, el centro comercial situado delante del
bar. Luego, al retirarlo, me cobrarían dos o tres euros por el servicio, pero el dinero lo
sacaría dejando a fiar las cervezas que me sirviera el Maño; Sí, morro que tiene uno,
pero a estas alturas de la historia no debería sorprender.
Pero para sorpresa la que tuve yo al entrar en el bar y cruzarme con el Vas, el oficial de
la policía autonómica «el que todo lo sabe», uniformado e inmaculado como el culo de
un bebé y serio cual notario, despidiéndose del Maño al estilo militar mientras salía.
Hola fiera saludé, ¿qué, ya vuelve a ser carnaval? dije en clara alusión al policía.
¡Oh, Fede! No te vas a creer la desgracia que nos ha caído encima.
...¿La desgracia? ¿Qué desgracia? pregunté por el tono, por la cara sonrojada en exceso
y por la afirmación en si del Maño.
¡Mi Susana ha desaparecido!
Era lo último que esperaba oír.
¿Que la Susi ha desaparecido?
Así es.
¿Y como ha sido? ¿Que ha pasado?
No sabemos nada, Fede. Mi mujer la está buscando en casa de sus pocas amigas, el Vas
dice que enviará un par de patrullas a ver si la localizan, y yo... yo... yo estoy
desesperado Fede, desesperado concluyó el Maño, llorando a moco tendido.
Tranquilo, hombre, ya aparecerá le dije, dándole unas palmaditas de aprecio en la
espalda, a la vez que rumiaba un eufemismo simpático que aliviara la tensión acumulada
122
y esparcida por el bar, lógica y humana por otra parte. No se me ocurrió nada que decir,
por lo que no dije nada.
Bueno, que te pongo me preguntó al fin el Maño mientras intentaba secarse las
lágrimas con el trapo de cocina que llevaba atado al cinto.
Pues una cerveza, si no es molestia.
No, tranquilo, si en realidad no se porqué te lo he dicho y así de sopetón, a ti,cuando ni
siquiera te llevas bien con ella. Pero es que estoy desesperado.
Ya, si lo entiendo dije.
Yo también empezaba a estar desesperado. La Susi desaparecida y yo sin enterarme. No
era normal, pero tampoco lo era mi extraña relación con ella, así que no podía pedirle
cuentas a nadie. Y lo cierto es que tampoco era lo más importante en aquel momento,
sin saber nada de lo que le había ocurrido, sin saber donde estaba y porqué no daba
señales de vida.
¿Desde cuándo no sabéis nada de ella? pregunté.
Desde anteayer por la tarde. Se fue a cenar con ese novio suyo de la facultad y desde
entonces no ha vuelto. Y no sabemos donde encontrar al tipo ese, nadie sabe nada de él.
Tragué saliva mientras recordaba que con quien cenó aquella noche fue conmigo y con
el catedrático don Todolodemás, y que el «tipo ese» era yo. Pero no podía decírselo al
Maño.
Hemos preguntado en la universidad de la Susana pero nadie tiene ni idea de quién es
su novio. Supongo que la policía lo averiguará.
apuntaría a que está con alguna amiga suya y se ha despistado.
Podría ser. Esperemos que mi mujer averigüe algo.
123
Vaya situación más surrealista, pensé.
¿Está buena la cerveza? me preguntó sin venir a cuento.
Sí, está de vicio.
Pues me voy a poner una, aprovechando que no está la que te dije. Supongo que me
sentará bien.
Me interesaba no hablar de la Susi, que se desviase la conversación, pero esa cosa que
notaba en mi estomago cuando la recordaba, no me dejaba desinteresarme del asunto ni
un ápice, por lo que me preguntaba a cada instante si ella estaría bien.
Decidí al cabo que me largaría del Maño lo antes posible para ir a mi casa a telefonear al
catedráticum Todolodemás y explicarle como estaban las cosas, a ver si por casualidad él
sabía algo.
¿Te quedarás a comer conmigo? me preguntó el maño. Yo pago.
¿Me invitas? Vaya, podías haberte estrenado en una ocasión más alegre, pero bueno,
más vale pájaro en mano... que diría el poeta.
¿Que poeta dijo eso?
No se, pero supongo que alguno lo diría. Yo sólo se que no se más de lo que se. Anda,
ponme otra cervecilla sino te importa, que ya empiezo a desvariar.
...Hoy te pondría todo un barril y ni siquiera te apuntaría la deuda.
Eso sólo quería decir que el Maño estaba mal de veras.
Me puso la cerveza y charlamos un rato. ¡Hasta me explicó cosas de fútbol y yo atendí
como si de verdad me interesase lo que me contaba! Comimos bien, y después del café
me despedí de él.
Quizás luego me pase dije.
124
Seguramente estará cerrado. Creo que me voy a encerrar en casa a ver una película para
despejarme y a esperar noticias de mi Susana.
¿Una película? A lo mejor me paso por el vídeo club y alquilo una.
No hagas eso, hombre. Si yo tengo aquí más de doscientas de todas las épocas y
géneros.
Pues ya que te ofreces, no tendrás por casualidad Lo que el viento se llevó.
¡Claro que sí! Un segundo.
Se metió en a trastienda y sacó una cinta y un deuvedé.
¿Que formato prefieres?
Éste dije señalando la cinta.
¿Aun estamos así? dijo él. Si eso es de la pleistoceno.
Ya, antiguo que es uno. ¿Y esto? ¿«Lo que el biento se llebó» con be de burro?
Pues sí, yo lo escribo de esta manera para no equivocarme nunca. Todo con be y se
acabó el dilema. Quien quiera uves que se las busque y se las ponga.
Pues vaya con el Maño y sus soluciones... Bueno, nos vemos mañana entonces.
Vale Fede, hasta mañana. Ojalá puedas ver por aquí a la Susana.
Ojalá. Eso espero yo también.
Fui en busca del consolador mercedes y al retirarlo pagué gustosamente los seis euros
con cincuenta que me costó la broma, dada la bondad inusitada del Maño.
Dije adiós a la chica de la caja saludando con la mano y cogí carretera y manta hasta la
desaparición. ¿Porqué diablos había desaparecido? ¿Estaba molesta conmigo por algo
que desconocía? ¿Con sus padres tal vez? También cabía la posibilidad de que estuviese
125
retenida en contra de su voluntad. En ese caso, ¿Quién la había secuestrado y porqué
razón? Eran demasiadas las preguntas, y pocas las respuestas que podía obtener yo solo.
Busqué aparcamiento unos diez minutos poco tiempo a decir verdad encontrando un
sitio que ocupaba medio paso de cebra. Ahí lo dejaría, pues no tenía intención de
ausentarme más tiempo del que tardase en llamar al catedrático.
Entré en el portal y al mirar el buzón la vi.
Una carta.
Sin sello.
Sin nada.
Sólo mi nombre escrito con rotulador: «Federico García Smith». Así tal cual, todo con
letra bien grandota.
Una nueva carta que traía sin duda una nueva amenaza.
126
18
Subí rápido las escaleras y abrí con dificultad la puerta atascada desde que los simios la
prefería abrir la carta y leer su contenido. Al rato el teléfono dejó de sonar y me senté en
el sofá con un cuchillo para abrir la misiva.
Bien sentadito remiré el sobre. Era igual que la carta de la nota amenazadora, con sus
mismas letras pintadas a rotulador. Cogí el cuchillo y atravesé todo el lateral del sobre
con el filo. Temblando saqué el folio de su interior y lo leí:
OLBIDA EL ASUNTO CERBANTES SI QUIERES QUE TU NOBIA SUSANA SIGA CON
BIDA.
aunque al decírselo recibiese un botellazo, al enterarse de quien era el novio de su hija.
En ese momento volvieron a llamar. Cogí casi por instinto el teléfono. Podía ser el
secuestrador quien llamaba, para solicitar un rescate o algo parecido.
Contesté:
¡Sí!
¿Don Fede?
Sí, soy yo.
Ohhh, menos mal que le localizo, bendito sea Dios o quien sea. ¡He encontrado lo que
Cervantes nunca habría escrito y es... impresionante!
Perdone, ¿con quien hablo?
Oh, oh, perdón, perdón, con don Ignasi de Cervalls y Villafranca.
127
Hola don Ignasi. Qué casualidad, en estos momentos iba a llamarle, pero no para hablar
de Cervantes: ¡A la Susi la han secuestrado!
Sí, sí, lo sé.
¿Que lo sabe?
Sí, pero no hay tiempo para explicaciones. Tengo que verle, mañana.
Sí, claro, pero ¿tiene algo que ver con la Susi?
Tiene que ver con todo, ¡con TODO! Mañana se lo explicaré bien detallado. Ahora no
puedo hablar...
Vale, de acuerdo, pero que sepa que me deja en ascuas, don. ¿Cuándo quedamos?
A las diez de la mañana en la librería Somiador del paseo de Gracia.
Prefecto, allí estaré. Y no se me ponga tan nervioso, don, que me asusta más de lo que
estoy.
Lo siento, don Fede, pero es que esto es increíble, fantástico, alucinante, enorme,
extraordinario...
Algo importante tenía que ser para que lo denominase con tal abanico de adjetivos.
Ale, pues quedamos así, don Ignasi.
De acuerdodijo el catedrático y colgó.
«La Susi secuestrada». Miré la carta y la observé, mientras llegaba a la conclusión de
BIDA».
Todo escrito con be de burro; como el Maño, para no equivocarse nunca. ¡¿Como el
Maño?! No podía ser. ¿El Maño era la mano ejecutora, la mano negra que escribía las
cartas, y que tal vez las traía a mi casa?
128
No me podía imaginar a mi amigo y tabernero metido hasta las cejas en todo ese
embrollo del secuestro de su hija, de amenazas, de rollos cervantiles y vilezas varias,
trabajando para alguien con tan poco sentido de la dignidad y el decoro, para alguien tan
apartado o no de las tesis derechistas del Maño... Era inimaginable; pero posible, y el
movimiento siempre se ha demostrado andando.
Lo averiguaría en un par de minutos.
Metí en el bolsillo de mis vaqueros la última carta amenazadoraprueba del delito, bajé
hasta la calle cerrando antes la puerta y fui hasta el paso de cebra donde aún permanecía
pastilla zigzagueé entre los callejones de la Florida y Can Serra hasta llegarme a la
puerta del bar del Maño. Lo encontré bajando las persianas. Derrapé antes de subirme a
lo alto de la acera y apagué el motor antes de salir del mercedes dando un portazo.
¡Tú! le dije, señalándole con el dedo. ¡Tú, entra dentro!
Fede, ¿que pasa?
¡Que entres para dentro he dicho!
Pero...¿La barra?
La barra me la quedo yo. ¡Andando!
Se refería a la barra de cerrar las persianas. En un segundo pensé que dejar en sus manos
aquel trozo de acero catalán era darle demasiada ventaja y quizás, si todo se torcía mal
que seguro nadie deseaba podría ser utilizada por alguno de los dos a modo de escoba
repetidora, palo ametrallador u otra arma aún por inventar.
Pero, ¿Qué pasa Fede?
Entra le dije dándole un coscorrón suavecito en la calva,y ahora te lo explico.
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Entramos, cerré la última persiana y nos quedamos dentro. Yo me senté en una de las
sillas de la barra, y el maño por imitación hizo lo propio.
¿Una cervecita? pregunté mientras me dirigía a la barra para servirme yo mismo.Hoy
convida la casa.
No, gracias contestó.
Me acabé de servir la cerveza y fui a sentarme. Lo miré a los ojos y vi que en ellos se
advertía culpabilidad, miedo, inquietud y hastío. No sería demasiado difícil sonsacarle
todo lo que supiese. «Lo mismo que quitarle un caramelo a un niño».
Federico...consiguió decir, pero al instante lo detuve:
Sí, soy Federico aseguré, ¿y que diablos hace aquí Federico? te preguntarás.
Esta es tu casa, puedes venir cuando te plazca soltó por lo bajo.
Ya, claro, mi casa... En fin, vayamos al grano, que a mi los rollos mafiosos se me dan
muy mal. ¿Qué sabes de tu hija?
Todavía nada, Fede, la están buscando.
Suspiré en tono amenazador y proseguí:
Verás, Maño le dije, colocando sobre la barra la cartaamenaza. ¿Qué pone ahí? Te lo
leeré yo: Olbida el asunto Cerbantes si quieres que tu nobia Susana siga con bida. Eso
pone.
¿Tú eres el novio de mi Susana?
No te hagas el imbécil y mira la carta. ¿No ves nada extraño?
Pues aparte de que eres un mal amigo que se acuesta con mi hija, no.
¡NO! ¡NO, NO Y NO! ¡Lo extraño es que esté todo escrito con be de borrego, como tú!
Con be de bacalao que es a lo que hiede todo este asunto; con be de billetes, que será sin
130
duda lo que te han ofrecido para que te prestes al secuestro de la Susi. Con be de
buitre... De buitre Carroñero, que es lo que eres. Un gran buitre carroñero.
Tú no lo entiendes...
¿Que es lo que no entiendo? ¿Eh? ¿No entiendo como puedes ser tan rastrero? ¿A eso
te refieres?
No, tú no entiendes el mal que puedes hacer con lo de Cervantes.
¿Qué quieres decir con eso? pregunté inquieto.
No te lo puedo explicar. Nadie puede. Pero por el bien de todos, olvida el asunto.
Medité un instante y rumié sus palabras. «Por el bien de todos...»
De acuerdo, al menos me dirás quien te envía; para quien trabajas; quién está detrás de
este embrollo; donde está la Susi.
Todo esto lo lleva el del casino.
¿Don Corleone?
Ese mismo.
Me lo figuraba.
aparecía siempre en los momentos más insospechados con cualquier excusa, o alguien
vinculado a él para estropearlo todo.
Miré el local, las baldosas de terrazo gris, la barra pulcra y brillante de acero inoxidable
sujetando el grifo helado de la cerveza, aquel cuadro de Nueva York de noche bajo el
que siempre me sentaba... El bar del Maño. Por ese espacio físico lleno de colillas, y en
ocasiones de personas, me había movido con soltura durante los últimos años. Pensé que
quizá no volvería a pisarlo ni a comerme un bocadillo de la mejor tortilla de patatas del
mundo nunca más.
131
¿Tienes el numero del casino por ahí? le pregunté.
tarjeta de visita.
Gracias. ¿Me permites hacer una llamada?
Sí, cómo no. Ya sabes donde está el teléfono.
Sí que lo sabía. En ese mismo teléfono comenzó todo: la llamada del Cliente que me
contrató para que investigara que es lo que Cervantes nunca habría escrito y también
aquella otra de don Corleone.
Cómo averiguó el Cosanostra el número de teléfono del bar y que yo estaba allí en ese
preciso instante, lo descubrí aquella misma noche; hacía tiempo que el Maño no era
como parecía ser.
Me fijé en que el numero impreso en la tarjeta de visita era el de un teléfono móvil,
mientras que el que yo tenía era directamente del casino. Estaba visto que el Maño era
algo más que un simple cartero en todo aquello.
Marqué el numero y apareció al otro lado la voz quebrada del Cosanostra.
Sí, que quieres contestó el capo di la caca, creyendo que hablaba con el Maño.
Soy el detective dije. Lo se todo.
Por un momento enmudeció, pero recobró la vitalidad en la voz y la agilidad mental al
instante:
¡Hombre! ¡Mi amigo Federico, el detective! El detective que no habría averiguado ni
donde se curan los jamones de Jabugo, pero que dice que lo sabe todo... ¿Y qué es ese
todo si puede saberse?
Pues todo, que tiene a la Susi secuestrada, que el Maño está de su parte, que es usted
idiota y que me debe dinero. ¿Le parece poco lo que sé?
132
Pues no me parece mucho, la verdad. ¿Sabe usted que llevo demasiado tiempo
intentando que se olvide del asunto Cervantes?
Sí, eso también lo se.
¿Y el porqué de tanta insistencia?
No, eso aun no.
¡Pues entonces no sabe usted un pimiento!
Sí, puede que tenga razón, pero resulta que tengo a Laura López encerrada y no se la
entregaré a menos que me explique el porqué de esa insistencia. Y como no, a menos
que deje en libertad a la Susi que es lo que en verdad me importa.
Menudo pringao es usted, detective. Esa Laura que tanto cree usted que me interesa no
es más que un cebo que le envié para que se enamorara de ella y se olvidase de lo de
Cervantes.
Pero... ¡la intentaron secuestrar dos de sus matones!
Ay, detective, detective. Le vuelvo a repetir que Laura no me interesa; a quien querían
era a usted.
Cuando escuché eso, el alma se me cayo a los pies. Laura era mi única baza, la única
manera que tenía de rescatar a la Susi. «Intercambio de rehenes». Pero la rubia no valía
nada según el Cosanostra.
Verá, detective continuó, yo no soy mala persona. Yo sólo busco el bien de mis
conocidos y allegados. Se sorprendería si descubriera el asunto Cervantes y con él la
realidad: que el malo de la película es usted. Pero no está todo acabado, detective. Le
propongo un trato.
De acuerdo, le escucho.
133
Verá, a quien yo quiero es a usted para tenerle encerrado, preso, cautivo, y sólo con eso
me conformaré. Si usted quiere que libere a la Susi tendrá que cambiarse por ella.
Me parece correcto.
¿Acepta?
Sí.
Veo que es usted aún más tonto de lo que pensaba, detective. Está bien, mañana
haremos el intercambio, a las doce de la noche en la rambla Marina nueva, junto al paso
de cebra del colegio. ¿Está de acuerdo?
Sí, perfecto, allí estaré.
No me falle y sea puntual, detective.
Y diciendo esto colgó.
134
19
Las ocho y media de la mañana. Me desperté y vestí con celeridad. Hoy, ese día que
empezaba, iba a ser especialmente alocado, estresado, un día de mirar constantemente el
reloj y la distancia. Era, a juicio de lo que se presentaba, el gran día, el día de la acción.
Me desperté como ya he dicho a las ocho y media de la mañana, me vestí y fui a la
estación del tren para viajar al centro de Barcelona. Había quedado con el catedráticum
don Todolodemás en el paseo de Gracia, en la librería Somiador, y hacia allí me dirigía
con la intención de llegar a la hora indicada. Pagué el billete en la ventanilla y esperé no
más de tres minutos hasta que se detuvo el convoy y subí en él.
En el viaje, sentado frente a un trabajador uniformado de azul mecánico, recordé la
noche anterior, cuando salí del bar del Maño y me dirigí a casa de mi padre a dormir. Al
entrar al piso encontré a la rubia, a mi padre y a otra señorita, desnuditos todos, en bolas
sobre el tresillo del comedor. La morena se tapó y Laura me dijo que esa era la tal Kristi
Garaikoetxea, la tenista. Le dije a la rubia que estaba a salvo, que podía volver a su vida
corriente cuando quisiera y ella respondió que esa era su vida normal y no debía ir a
ninguna parte. Le dí las llaves del mercedes, entré en mi habitación y me encerré hasta
las ocho y media de la mañana.
¿Sabe usted si éste tren para en plaza Cataluña? me preguntó el trabajador uniformado
de azul mecánico, devolviéndome a la realidad.
Espero que sí, porque yo me bajo ahí también.
Ah, gracias, muy amable me dijo.
Sí que paraba en plaza Cataluña, por lo que bajé y busqué la salida más cercana al
exterior, para echar un cigarrillo.
135
Caminé entre la gente variopinta del centro de la ciudad y pasé por delante del hábitat
natural de los banqueros y burgueses de Barcelona: la bolsa, el lugar donde vive, se
aparea y ejerce sus ritos ancestrales la fauna bursátil catalana. Seguí caminando con el
aire distraído y crucé, no se si fueron tres o cuatro calles, cambié de acera y en la
siguiente esquina vi el viejo letrero de la librería: Somiador.
Faltaban unos diez minutos para la hora, así que me senté en la primera terraza que vi
con las mesas colocadas y me pedí un cortado y una botella de Vichy Catalán. Cuando
la camarera me trajo la consumición inquirió:
¿Esto no te va a destrozar el estomago?
No, tranquila, lo tengo a prueba de burbujas.
Pues dicen continuó mientras enseñaba una sonrisa pícara que la leche con el gas hace
una bola en el estomago y que esa bola no sale ya ni para adelante ni para atrás, que se
necesita cirugía para sacarla.
Bueno, me arriesgaré.
Por la calle pasaba gente de todo tipo. Una mujer mendigando con un niño en brazos.
Dos ejecutivos desalmados echándose miraditas furtivas. Un esquín. Cuatro supuestas
señoras perdonando la vida con la mirada a una mujer que mendiga con un niño en
brazos. Y entre esto, una voz conocida que me ataca por la espalda:
¡Don Fede!
Me giré y vi al catedráticum.
Hola don Ignasi. ¿Le apetece un café?
¡Qué café ni que espíritu de san Luis! Ahí dentro en la librería, hay una docena de
personas esperándonos desde hace lo menos un lustro.
¡Pero si aun faltan tres minutos!
136
Miró su reloj.
Tiene usted toda la razón, don Fede, pero no es bueno hacer esperar.
De un sorbo me acabé el cortado y le dí un tiento al agua. Luego, aboné la consumición
y fuimos a la librería.
Entramos en ella y el catedráticum saludó:
Queridos amigos, señores, señorías, les presento a «don Federico García Smith».
Ohhhexclamó uno.
Increíble contestó otro.
Asombroso se oyó al fondo.
Eran, como había dicho el catedrático, una docena de personas, todos ellos ancianos,
con lentes, vestidos al estilo de la segunda república. Y la librería no se quedaba corta,
pues debía ser del pleistoceno lo menos. Eso sí, olía a mezcla de zotal, naftalina, libro
viejo y nuevo, y esos olores siempre me han parecido gratos al hocico.
Impresionados ¿verdad?
Sí exclamó uno.
Mucho contestó otro.
Excelente se oyó al fondo.
Pues ya está todo visto, señores dijo el catedrático. Ahora si nos disculpan, debemos
ir con Gabriel a por un ejemplar.
¡Queremos una prueba! exigió uno de los ancianos.
Eso contestó otro.
Una pruebase oyó al fondo.
¡Muy bien, muy bien, con calma señorías! El señor marqués decidirá que tipo de
prueba.
137
Pues... Con que diga algo bastará indicó el supuesto noble.
Estaba anonadado, fuera de juego. No sabía que rollo se traían entre manos aquellos
vejestorios, y que cartas jugaba yo en todo ese tinglado.
¿Le importaría decir algo, don Fede?me solicitó el catedrático. ¿Alguna palabra?
No lo pensé ni un instante y dije:
Hola.
Todos los vejestorios, demostrando una alegría desbordada corrieron a leer la última
parte de una especie de almanaque o biblia que portaban.
Es cierto exclamó uno.
Siiii contestó otro.
¡Mágico! se oyó al fondo.
Y ahora señores dijo don Ignasi ...Yo he cumplido mi palabra, ahora cumplan con la
suya. Gabriel, mi protegido y yo tenemos faena por hacer.
Los ancianos, en silencio y marcialidad, como si fuesen en un paso de la cofradía 15+1
de procesión en semana santa, salieron en fila de a uno del establecimiento.
Don Fede me dijo el catedrático le presento a Gabriel, el dueño de la librería.
Alcancé la mano al único anciano que quedaba.
Mucho gusto dije.
Oh, no, no, el gusto es mío de conocer a un personaje de... a... a... a alguien tan
importante como usted, don Federico.
Bueno, ¿empezamos? inquirió el catedrático al librero, y este dijo sí con la cabeza.
Bien, pues bajemos al almacén.
138
En realidad debiera haber tenido miedo por todo aquello, pero supongo que tantos libros
apretujados en tantas estanterías ejercían un efecto sedante o de inocencia sobre mí, por
lo que me sentía relajado y a gusto.
Verá, don Fede comenzó a explicarme don Igansi hemos estado discutiendo mis
amigos y yo, la gente con la que ha conversado hace un instante, y hemos llegado a la
conclusión de que el asunto Cervantes se escapa a nuestro entendimiento. Por lo tanto,
hemos decidido que lo único que podemos hacer es entregarle un ejemplar y que la
historia siga su curso.
¿Un ejemplar? pregunté. ¿Un ejemplar de qué?
Ahora lo verá. El caso es que a Gabriel le llegó un día esto...
Llegamos al almacén donde reposaban montañas de libros de forma vertical o en cajas y
el catedrático señaló uno de los montones.
Estaban en blanco continuó por lo que obviamente no los puso a la venta. Luego,
usted me habló del caso suyo de investigación, de lo que Cervantes nunca habría escrito,
y el aquí presente, mi amigo Gabriel me comentó lo de los libros. Cuando bajamos a
verlos, de forma misteriosa se habían impreso pero sólo un poco más de la mitad. Tenga.
El catedrático se agachó y me entregó un libro idéntico al que leían los ancianos. Leí el
titulo de la portada: «Lo que Cervantes nunca habría escrito».
Lléveselo y cuando tenga un momento échele un vistazo. Nosotros no podemos hacer
más por usted.
Le dí las gracias y en ese momento me entró una especie de miedo, de pánico podría
decirse. Salí de allí escopeteado, y me paré en uno de los bancos gaudinianos del paseo
de Gracia y miré la portada del libro. En grande ponía por título «Lo que Cervantes
nunca había escrito» y debajo el nombre del autor, que obviamente no era El Manco de
139
Lepanto. En la parte trasera, una fotografía en blanco y negro me recordaba a una
persona conocida, pero no pude descifrar de quien se trataba.
Pues ya tenía en mis manos el misterioso caso de lo que Cervantes nunca habría escrito:
¿Que es lo que Cervantes nunca habría escrito? Un libro. Un simple libro que llevaba
por título la pregunta que me hizo el Cliente. En esos momentos necesitaba leer su
contenido, saber de que trataba el libro y que interés podía tener para el Cliente saber su
paradero, contenido, o si en realidad lo que simplemente buscaba era saber que “lo que
Cervantes nunca habría escrito” era una novela con ese título por nombre. Pero no miré
más que la foto aquella que me recordaba a alguien.
Entré en el metro de diagonal, de la linea cinco, me senté, y la tentación por leer el
interior de la novela volvió a manifestarse obligándome a ello mi pobre sentido de la
honradez. Pero vencí la tentación al fin, ya que ni siquiera abrí la tapa para ver la
primera hoja en blanco.
descansado, abrí la tapa que me mostraría algo que de seguro me sorprendería. O al
menos así lo creía.
Abrí la primera pagina y leí el principio:
«Siempre nos enseñan lo que tal o cual hizo, lo que aquel pintor pintó o lo que ese
escritor escribió, pero nunca lo que no habría hecho, aquello que nunca hubiese creado.
Por eso me sorprendí cuando aquel tipo entró en mi despacho y me contrató para que
investigara sobre lo que Cervantes nunca habría escrito...»
140
20
Había leido un par de páginas cuando el teléfono comenzó a sonar:
¿Dígame?
¿Señor García?
Sí, soy yo.
Hola, buenas tardes. Soy el Cliente.
Me imaginaba que sería usted.
Ya. Bueno, ¿así que ya sabe que es lo que Cervantes nunca habría escrito?
Sí, lo tengo en la mano ahora mismo.
¡Bien! Estaba convencido de que no me iba a fallar, don Federico.
Lo mío me ha costado.
Lo se, lo se... Pero a lo que iba. Supongo que querrá usted cobrar.
Supone usted bien, señor Cliente.
¿Que le parece si quedamos mañana a las doce del mediodía en alguna terraza de la
calle Luarca y finiquitamos el asunto?
Pues que me va a parecer, señor Cliente; me parece estupendo.
Vale, pues quedamos así entonces.
De acuerdo.
Adiós detective.
Adiós, señor Cliente.
Y colgamos el teléfono al unisono.
Pues ya está me dije ya tengo el asunto Cervantes resuelto. Extraño, muy extraño todo
continuaba secuestrada, y el libro seguía escribiéndose.
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Continué su lectura, página por página. Era exactamente lo que me había ocurrido hasta
este momento. Todo. Sin añadiduras ni florituras o adornos de ningún tipo. Y además,
era como si lo hubiese escrito yo. A eso venía el proverbio con el que me obsequió el
chino Confucio: El tigre nunca pasará de la última página del Quijote. Claro, si
estuviese en una novela sería lógico que no podría pasar de la última página. «Que cosa
más extraña o mágica, pensé». Aunque tendría más valor empezado por el final, así
sabría a ciencia cierta si salía indemne o no de la liberalización de la Susi, y si al final
conseguía sin riesgo, arrebatársela al pérfido Corleone. Pero sabiéndolo de antemano no
sería lo mismo; perdería la gracia.
Encendí internet para cambiar de registro y entré en mi página güeb www.eldespacho.tk
para ver si había algo nuevo, si alguien me quería contratar para algo, cosa que no
estaría nada mal. Pero lo único que tenía era un comentario un poco extraño de un tal
Hon Kai Neg que decía así:
Sr. García, ¿Me hará usted el favor de acompañarme a la mesa esta tarde? Tengo algo
que exponerle. Digamos que a las tres en mi restaurante, el chino de siempre.
Muchas gracias.
comedor, así que me acicalé un poco, y me desplacé hasta el lugar con estas buenas
piernas que Dios me ha dado.
Nada más entrar, los camareros me miraron con recelo. No sabía a cuento de qué uno de
ellos me dijo algo en mandarín que no entendí, pero podría jurar por la entonación, que
nada bueno era lo que salía por su boca.
142
Vi al chino Confucio en una mesa abarrotada de viandas, de alimentos difícilmente
descriptibles, como en la ocasión anterior. Me llamó con la mano y dijo:
Señor García, venga por favor.
Y yo, como ser obediente que soy, fui.
Hola jefe saludé. ¿Usted ha escrito un mensaje en mi pagina güeb?
Sí, así es. Quería comentarle una cosa. Pero siéntese y comamos primero. ¿Gusta lo
que he preparado?
Sí, claro que gusto.
Me senté en la mesa y vi el banquetazo de cerca. Con los platos de aquella mesa pensé
que se podría dar de comer a toda la fauna del Zoo de Barcelona durante tres años lo
menos. Bueno, quizás no tanto tiempo, pero que había comida para detener el ave
MadridSevilla.
¿Y ese nombrecito?pregunté. ¿Hon Kai Nosequé?
Es mi nombre. Yo no me llamo Confucio, como dice usted.
Ya claro. Pero dígame, ¿para que me ha citado?
Después de la comida se lo digo. Primero tranquilidad, don Federico. Sabiduría china
muy buena dice que la paciencia es la madre de la ciencia.
Y erre con la sabiduría china... Pero está bien don Hong Kong, comamos pues.
Empecé con la carne y los fritos: Ternera, pollo, tallarines, pato a la naranja... Más tarde
les tocó el turno a las verduras y al arroz tres delicias, seguido de cuatro rollitos
japoneses, pescado, marisco, ancas de rana y frutos secos. De postre uvas chinas y flan
con nata. Toda una señora vianda de las que hacen historia.
Al terminar se acercó a mí una chinita y me preguntó si quería café:
Sí, por favor. Un trifásico de brandy.
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¿De Magno?
Sí, perfecto.
Estaba saciado de veras. Entonces hablamos de lo que teníamos que hablar, como
hombres los dos, medio alcoholizados.
¿Entonces? preguntó el Confucio liquidando el tema. ¿Quedamos como hemos dicho,
don Federico?
Sí, por supuesto.
Bien, pues yo me marcho, que he atender unos recados.
Como quiera. Usted como si estuviese en su casa.
El chino se echó a reír y se fue.
Al rato, una vez seco el vaso que contenía el trifásico, me despedí de la chinita y fui a
mi piso a prepararme cual GEO en misión especial para la gran noche.
144
21
En mi piso, antes de salir, me había hecho una raya con la coca que todavía quedaba de
la noche de marras con la Susi. Iba caminando, pensando en ella, en mi Susana, en si le
podía suceder algo, en las cosas que nunca le había dicho; que me gustaban esos
vaqueros con las rodilleras gastadas, esa ropa vieja de colores carnavalescos, que me
gustaba tanto con esas ropas viejas como cuando se vestía bien y se pintaba perfilándose
las pestañas; cosas, como que me agradaba su presencia, sus hombros, sus comentarios
irónicos y jocosos, sus libros en la mano, en que quizá sentía mal humano por ella y aún
no me había dado cuenta. Pensaba en eso mientras caminaba por delante de los juzgados
de Hospitalet en dirección a la rambla Justo Oliveras. De allí bajaría hasta la nueva
rambla, prolongación de la Justo Oliveras.
Sí, sí que era mal humano lo que sentía por la Susana, pensé mientras caminaba sólo y
casi a oscuras; nadie se dejaría encerrar por una mujer a la que ni siquiera se ha
cepillado. Nadie. Por lo tanto «yo» estaba prendado de ella hasta los huesos. Me
acababa de dar cuenta y no tenía con quien celebrarlo. Mal empezamos la noche, me
dije.
Entré en la parte alta de la rambla Justo Oliveras, junto a la librería Perutxo, y noté un
silencio abrumador, de abandono, las luces a medio gas. Sólo un perro rompió el
silencio aullando y corriendo hacia las vías del tren. Esa sensación, más que de miedo
era de tristeza, y yo no quería ni por todas las cervezas del mundo ponerme triste. Me
necesitaba animado, alerta, al loro de cuanto pudiera pasar, pero manteniendo la sangre
fría. Eso era, la sangre fría y el valor al máximo. Debía exigirme autovalor y auto
145
esperándome en el lugar indicado, frotándose las manos y haciendo chistes malos sobre
mi persona. Autodisciplina, como en Karate Kid.
Vi a lo lejos la fuente plagio de Canaletas y hacia allí puse mis pasos. Desde ese lugar
ya debería entrever las siluetas de la gente del Capo di Caca, pero no fue así, por lo que
continué bajando hasta entrar en la rambla nueva, escondiéndome detrás de una especie
de tiesto gigante de madera. Miré el reloj y vi que marcaba las doce en punto.
El silencio. Poca visibilidad. Dos institutos en el lado derecho. Lo tenía todo previsto el
Cosanostra por lo que pude ver: un buen sitio par hacer el intercambio sin nadie de
testigo, con barreras arquitectónicas, sin bloques de pisos, sin miradas incómodas... Lo
que se dice un buen sitio. Pero yo no iba a estar menos preparado y en breve lo
demostraría.
Me levanté apartándome del tiesto y bajé hasta el paso de cebra en el que habíamos
quedado.
Continuaba sin venir nadie y un vientecillo saciante comenzó a levantarse.
Al cabo, el ruido de unas pisadas llegó hasta mis oídos y al momento un coche policial
comenzó a subir despacio la rambla desde Bellvitge. Del mismo lugar del que provenían
las pisadas, un olor conocido a perfume almibarado llegó hasta mi olfato, adivinado al
momento quien era su portadora.
El coche policial aparcó en el lado izquierdo de la rambla, justo detrás del paso de cebra,
y de su interior salió el mozo parlanchín, el Vas Lengualigera. Llevaba detenida a mi
Susana y la sacó del vehículo al tiempo que mi corazón se aceleraba como los motores
de los coches en una competición de fórmula uno.
La llevaba engrilletada.
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Por la calle que llega desde Cornellá unas sombras se acercaban al meollo. Al cabo del
rato pudimos distinguir quienes eran: don Corleone, la rubia Laura y su perfume, la
tenista Kristi y tres orangutanes. Por la otra acera, bajando por la calle, el tontaina del
Maño hacía notar su presencia en compañía del pintor Joanot.
Llegaron todos al paso de cebra, se pararon y el don exclamó:
¡Bueno, bueno, bueno!
Y yo contesté:
¡Bueno, bueno, bueno!
Mi corazón estaba a punto de estallar, la cocaína hacía su efecto, pero yo mantenía el
tipo, que era lo importante. «Autodisciplina», me dije.
Bueno, bueno prosiguió el Capo. Me sabe mal todo esto pero debes entender que no
puedo dejar que descubras lo de Cervantes.
¿No? ¿Por qué no? pregunté.
¿Por qué no? ¿Y todavía pregunta por qué no? hizo un gesto de sorpresa, dibujó con el
pie en el suelo una redonda imaginaria y continuó: Anda, Maño, explícale porqué no
puede descubrirlo.
El Maño miró al Cosanostra y después a mí para decirme:
Si lo descubres acabarás con nosotros. Con todos nosotros.
¿Y de que manera iba a acabar con vosotros?
¿Es que no se da cuenta? quiso saber el Capo.
¿Darme cuenta de qué?
Jordi Tortosa, alias don Corleone, comenzó a ponerse nervioso. Él no sabía que yo sabía
ya lo de Cervantes y que incluso tenía un ejemplar.
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¡Pues darse cuenta de todo, de que nada de esto es real. Parece usted más tonto de lo
que creía.
Aaaah. Se refiere usted dije yo a que nada de esto existe, a que estamos, digámoslo
así, en una especie de novela, dentro de un libro.
¡Sí, sí, eso es!
En ese momento se le transformó la cara convirtiéndose en un ser de otro planeta.
¿Así que ya lo sabe? ¿Ya se ha enterado de donde estamos metidos, en que una vez
queríamos ni nosotros ni nadie que solucionara ese estúpido enigma. Pero mal asunto,
mal asunto que lo haya descubierto. Aunque, bien mirado eso tiene fácil solución; la
novela no puede acabar con usted «desaparecido».
Espere un momento, don. ¿Sabía que ésta Laura, la que me pidió que secuestrara es una
zorra de cuidado? dije, señalándola con el dedo.
¿Laura? Ja, ja, ja. No me haga reir. ¡Si Laura es mi señora esposa!
Pues ríase todo cuanto quiera, pero su «señora esposa» se acostó conmigo, con mi
padre y con su amiga Kristi. Osea, que es zorra, loba y usted un cornudo.
¡Si lo sé, demonios! Definitivamente es usted tonto, detective. Laura sólo cumplía con
su trabajo y por lo visto lo cumplió divinamente. Ah, y usted se tragó aquello de que no
me importaba. Menudo detectivucho de pacotilla.
¿Así que fue todo una farsa?
Justo así: todo es una farsa. Hasta esta conversación, además de estúpida es una farsa.
Por eso, vamos a dejarnos de tonterías de una vez por todas y venga usted aquí, cruce la
calle: tenemos reservada para usted una habitación sin vistas que creo que le va a gustar.
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Pues yo no pienso lo mismo dije con chulería, y al momento, mientras las caras de mis
enemigos no mostraban preocupación alguna, metí dos de mis dedos en la boca y silbé
tan fuerte que a punto estuvieron de romperse los cristales de culo de vaso de los
anteojos del pintor Joanot. Y tan fuerte fue el silbido como rápida la actuación de los
cientos de chinos que comenzaron a aparecer del interior de los institutos, de la cornisa
del concesionario Kia de enfrente, y de no se cuantos lugares más, armados hasta los
dientes, alguno que otro con kimono, dando volteretas aderezadas con saltos mortales,
frenando en seco y lanzando golpes al aire. Fueron directamente hacia el Corleone y de
unos puñetazos certeros lo dejaron seco, mientras un nutrido grupo de karatecas reducía
al Vas arrebatándole las pistolas. (Se dice por ahí las malas lenguas que la policía
siempre lleva dos pistolas: Una que da miedo y otra que da risa. En el caso que nos
ocupa, le quitaron dos de las que dan miedo, y la de risa, pues se la dejaron en su sitio).
N. del A.
En un santiamén comenzaron a aporrear a todos mis enemigos mientras yo agarraba a
una anonadada Susi de los grilletes y me la llevaba, pies para que os quiero, rambla
arriba en dirección a un edificio blanco imitación de las crestas de las olas del
mediterráneo.
Por detrás oímos los quejidos y lamentos de la cuadrilla del Capo di Caca y los golpes
que recibían de los chicos del chino Confucio. «Sabiduría china muy buena dice que si
pegas muy fuerte el otro no se levanta» O algo así habría dicho el Confucio de haber
estado allí.
Pero volvamos a mí: una vez medianamente a salvo, cuando los gritos y golpes se oían
muy a lo lejos, la Susi se enganchó a mí colocándome las esposas detrás del cuello y
149
después de darme las gracias muy de cerca, me premió con un beso en los labios de
sabor a caramelo.
Lo había conseguido.
Estábamos a salvo.
Y el asunto se resolvió mejor de lo que esperaba.
Había solucionado el caso yo solito, transformándolo en una divina obra de arte, cosa
que me convertía automáticamente en el gran artista internacional de las investigación
Flecher y Torrente Tres el Protector.
Dejamos de correr y caminamos como si estuviésemos en un paseo romántico a la luz
de la luna; algo extraño el paseo, pues la «enamorada» parecía recién salida de la tercera
galería de la modelo... Aunque poco distaba tal semejanza de la realidad.
¿Estás bien? pregunté al cabo, y la Susi me contestó que sí, pero que intentara
olvidarlo todo.
Llévame a tu casa solicitó.
La llevé a mi casa y con la ayuda de un imperdible y cierta maestría, medio detectivesca
medio barriobajera, abrí las cerraduras de los grilletes. Una vez a solas y en libertad, con
las luces apagadas y una suave brisa entrando por las ventanas, hicimos lo que los dos
deseábamos hacer desde la primera copa que tomamos juntos en la Taberna Inglesa,
pero que no habíamos tenido el valor o la entereza suficiente para llevar a cabo. O
simplemente que toda probabilidad suele ser cierta en este tipo de lances no había
llegado el momento.
Sea como sea, fue lo mejor del mundo, y con eso ya está todo lo interesante escrito.
150
22
El despertador comenzó a cantar y yo me levanté.
Miré las últimas páginas del libro escritas y vi que explicaban detalladamente la noche
anterior, acabando con una frase en la que ponía «...fue lo mejor del mundo...», en clara
referencia al polvo que eché con la Susi.
Cosa de brujas, sin duda.
Tras asearme un poco salí de casa y fui a reunirme con el Cliente tal y como habíamos
quedado, en una de las terrazas de la calle Luarca a las doce del mediodía.
El sol pegaba fuerte a esas horas.
Llegué cinco minutos antes a la cita, cosa que se estaba convirtiendo en algo habitual y
que me preocupaba bastante. «El detective puntual» podrían llamarme las hemerotecas
en un futuro; algo así como si fuese monarca y me bautizasen con el sobrenombre del
«detective don Federico Primero el Puntual». Mala cosa.
Senté mis reales posaderas en una silla roja con el emblema de una conocida marca de
refrescos y miré a lo largo de la calle buscando la figura alta y demacrada del Cliente,
pero apenas había nadie sentado en ninguna de las cerca de diez terrazas, cien mesas y
quinientas sillas; y menos aun alguien con los rasgos característicos de quien quería
hacerme entrega del dinero ganado por los servicios prestados al resolver con éxito el
extraño caso de lo que Cervantes nunca habría escrito, que no es poco.
Salió el camarero, un hombre bigotudo y le pedí una cerveza «doble malta» que me
abriese el apetito, ya que con seguridad el señor Cliente desearía almorzar unas tapitas,
siempre que no fuese como yo y que se hubiese levantado a las tantas y media. Pero no,
por norma el humanus sapiens nurmalus suele ser bastante convencional en estos temas.
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Me trajo el camarero bigotudo la cerveza y tras darle un tiento, marché a los lavabos a
mear, ya que aun no había procedido a evacuar de mi interior los líquidos nocturnos
almacenados en mi vejiga.
El lavabo, aunque viejo estaba limpio.
Al salir me encontré con que una persona había tomado asiento en mi mesa. Antes de
subir los dos escalones del bar que me separaban del exterior, ya sabía de quien se
trataba.
Buenos días don Federico me dijo.
Buenos y calurosos días, señor Cliente.
¿Ya adivinó el caso, señor García? espetó del tirón. Si es así siéntese, continúe con la
cerveza y charlemos sobre ello.
Como guste. ¿Por donde empezamos?
Por la pregunta primordial objeto de esta conversa. ¿Que es lo que Cervantes nunca
habría escrito?
Un libro.
Bien, muy bien. ¿Y de que trata el libro?
De esto, de nosotros... De que todo esto no es más que un libro.
Eso es, señor García, una novela que de tan mala, Cervantes nunca la habría escrito.
Ya, hasta ahí llego. Lo que no he adivinado es quien la ha escrito, aunque su nombre
aparece en la portada de un ejemplar que me he agenciado.
¿Y que nombre pone?
Pues ahora que lo dice no lo recuerdo, señor Cliente.
mallorquina.
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¿Y ese tal Cecil es...?
Yo soy Cecil.
Me lo temía. Ahora se porqué me recordaba a alguien la fotografía del autor que vi en
la portada del libro.
Pues sí, yo soy Cecil, el escritor de Lo que Cervantes nunca habría escrito.
Pero, señor Cliente o Cecil o como quiera que se llame, no se si se ha dado cuenta de
que eso me convierte en un ser de ficción; en un personaje literario.
Sí, así es.
Supongo que al menos soy el protagonista.
Sí. ¡Claro que sí!
Uff, eso me deja más tranquilo, señor Cliente. Y dígame, ¿es usted un buen escritor?
No, más bien mediocre.
Pues mal vamos si sólo soy un personaje literario inventado por un escritor mediocre.
Que quiere que le diga, eso no me tranquiliza, señor Cecil, me deja en mal lugar.
Me lo imagino, pero lo que ha vivido conmigo con pocos lo podría vivir.
Eso sí me gusta, sí señor. Y otra cosa, ¿escribe usted con ordenador?
Sí, así es.
Ya, de ahí eso de que buscaba algo que no estaba escrito con pluma y tintero.
Justamente.
¿Y entonces a que venía que investigara lo de Cervantes?
Sólo era para ponerle a trabajar y sacar una historia.
Ajá. ¿Y lo de la rubia Laura?
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Por favor, eso no es cosa mía... Eso han sido unos personajes que han cobrado vida
propia en la novela y han hecho todo lo que ha estado en su mano para joderme a mí y
ti. Nada más que eso: unos infiltrados.
Bueno, me gustaría hacerle un par de preguntas más, pero sabiendo que todo lo
ocurrido no es más que ficción, creo que cualquier explicación que me diera sería sin
duda demasiado sencilla, por lo que prefiero no hacérselas.
Como desee sentenció Cecil. Pues bien, si no quiere saber nada más, le hago entrega
de lo prometido y me marcho, que tengo trabajo por delante aun dijo, mientras sacaba
un fardo de billetes del bolsillo y lo colocaba encima de la mesa.
Ha sido un honor hacer tratos con usted, señor Hamet le dije.
Igualmente, señor García.
Nos dimos la mano y se fue.
¡Por Dios, una novela y yo el protagonista! No había escuchado barbaridad semejante en
todos mis años como detective. Sin duda el Cliente estaba más para allá que para acá,
ido totalmente de la cabeza. ¡En una novela..! ¡Menuda majadería!
Pero me había pagado y al contado, que se dice rápido.
Y ya que tenía dinero y estaba en la calle Luarca no podía hacer otra cosa mejor que
pedirme unos pulpitos en salsa y unas patatas bravas.
Entonces recordé, que uno de los mayores placeres de la vida es degustar unas tapitas en
la terraza de un bar acompañadas de una cerveza bien fría, mientras el sol calienta desde
arriba y el aire refresca desde abajo; y mayor se vuelve esta delicia cuando puedes pagar
la cuenta con dinero contante y sonante.
VALE.
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Palma de Mallorca, a 9 junio de 2006.
Escrito con Software libre.
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